Panoramica Teatro Contemporaneo

Teatro contemporáneo, panorámica a vuelo de pájaro PID_00240623 Pep Paré Tiempo mínimo de dedicación recomendado: 4 ho

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Pep Paré

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Teatro contemporáneo, panorámica a vuelo de pájaro

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Teatro contemporáneo, panorámica a vuelo de pájaro

Índice

1.

2.

3.

4.

Los primeros indicios del cambio de concepto teatral. Un camino para una rebelión...............................................................

5

1.1.

Los Meininger, Antoine y Brahm ...............................................

7

1.2.

La propuesta escandinava ...........................................................

9

1.3.

La piel interior de Stanislavski ....................................................

12

1.4.

El realismo extremo de Jarry ......................................................

14

1.5.

La inmaterialidad simbolista .......................................................

15

El cajón de sastre de las vanguardias. Los distanciamientos y las crueldades.................................................

17

2.1.

El actor biomecánico de Meyerhold ...........................................

18

2.2.

La angulación del expresionismo alemán ..................................

19

2.3.

La crueldad de Artaud .................................................................

20

2.4.

Piscator y el proletariado ............................................................

22

2.5.

La epicidad distanciadora de Brecht ...........................................

23

2.6.

Pirandello y el metateatro ..........................................................

24

El teatro después de la obra magna de la guerra......................

26

3.1.

El teatro del absurdo ...................................................................

26

3.2.

El inquietante Harold Pinter y otros dramaturgos ......................

28

3.3.

Las nuevas propuestas norteamericanas: performances, happenings y otras innovaciones .................................................

29

3.4.

El regreso a la ideología del texto ...............................................

35

3.5.

El Laboratorio de Grotowski .......................................................

36

3.6.

La visión de Kantor .....................................................................

37

3.7.

El reverberante vacío de Brook ...................................................

38

El nuevo teatro. El arte contemporáneo.....................................

40

4.1.

El silencio de Bob Wilson ...........................................................

40

4.2.

La teatralización de la ópera, la comedia musical y la danza ......

41

4.3.

El discurso se reinventa ..............................................................

43

4.4.

La exploración del espacio y del cuerpo en un sentido amplio ..........................................................................................

45

Resumen.......................................................................................................

47

Bibliografía.................................................................................................

49

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1. Los primeros indicios del cambio de concepto teatral. Un camino para una rebelión

A mediados del siglo

XIX,

en Europa, se produce una agitación estética que

reacciona contra el exceso del «yo» romántico. En este contexto, hay que entender que el drama romántico pierda la fuerza que había tenido y que, poco a poco, se imponga la comedia de costumbres y el incipiente drama moderno. En Francia arranca la tendencia realista aplicada a la novela y al teatro, principalmente. Y esto durará hasta los años noventa del siglo. Está claro que este gusto se relaciona con el auge de la clase burguesa. El gusto burgués puede incluir una visión muy plana y sin conflicto de la realidad y también del debate sobre la atonía de las nuevas formas de vida social. Progresivamente, por lo tanto, la sociedad más tangible se representa en los proscenios y en las páginas de las novelas. Junto con los cambios sociales, emergen las preocupaciones y los intereses por los avances de la ciencia y de la tecnología. La observación «científica» de la realidad llegará a ser un procedimiento aplicado a la creación artística. El material que había sido utilizado para las obras artísticas, la historia sobre todo, es sometido a un proceso de investigación y de documentación rigurosos. Se impone el criterio de la veracidad de los hechos y de los datos. No podemos obviar, aun así, que el determinismo filosófico, aplicado dogmáticamente a la estética naturalista posterior, procurará unos tintes fatalistas a esta observación de la realidad, e incluso el misticismo teísta del romanticismo pasa al cajón y aparecen escritores que no siguen los dogmas de la religión. La ciencia ha erosionado la certeza de los dioses y ha obligado a utilizar un argumentario muy diferente. La realidad tangible del mundo cambiante es pintada con voluntad de verosimilitud, por eso no asustará la pintura de lo grotesco o de la fealdad. El objeto observado prevalece por encima del sujeto observador. En ocasiones, el enaltecimiento de lo intrascendente en la escena, como muestra de la saturación de la mística romántica, se hace lo más representativo de este cambio estético. Todo este proceso tiene su epicentro en Francia, desde donde se irradian las nuevas tendencias, en el teatro y en la novela. Sin embargo, antes de la aparición de las obras y de los autores más representativos, encontramos las comedias de costumbres de Eugène Scribe, en las que la relojería de la trama bien construida logra un éxito considerable. Y también las aportaciones de Eugène Labiche. Además de las comedias de entradas y salidas, observaremos una tendencia a debatir tesis morales. No hace falta decir que la aportación, en este sentido, de Gustave Flaubert con su Emma Bovary en 1857 (adaptada al teatro en varias ocasiones) es definitiva. Y está claro, Charles Baudelaire, en el mismo año, con Les fleurs du mal representa una revulsión en el campo de la poesía y comienza la veta simbolista. No obstante, las tensiones morales ya

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estaban presentes en las obras de Dumas hijo. Los ataques a la moral burguesa, aunque artificiosos, son un tema central en obras bien construidas estructuralmente, pero todavía con ecos de la escuela romántica. El último cuarto del siglo

XIX

representa, también, un momento de cambios

sustanciales en varios ámbitos: político, social, filosófico, estético y artístico. Los descubrimientos científicos implicarán una colisión con las percepciones cristianas del mundo y esto provocará un gran abanico de posicionamientos en el campo artístico. Un ejemplo de esto es el ataque de Nietzsche a la moral cristiana entendida como la moral de los esclavos. La propuesta de una nueva ética vitalista, con la influencia de Schopenhauer y su metafísica de la voluntad, supondrá unos cambios de parámetros significativos. Por otro lado, Swedenborg y su visión mística del mundo, con la recuperación del transcendentalismo, tendrán una alta incidencia en las obras teatrales, que se abocarán progresivamente al simbolismo. Ponemos solo estos ejemplos para evidenciar la idea del cambio de concepción del mundo y de los valores. Pero es que la logística también cambia: los barcos y las líneas ferroviarias permiten el movimiento de personas e ideas. Es así como las compañías se mueven por Europa y por América; un caso bastante representativo es el de la compañía teatral de los Meininger, que entre 1874 y 1890 llevó a cabo 2.591 representaciones en 81 salidas por ciudades europeas como Berlín, Praga, Moscú, Varsovia, Bruselas o Estocolmo, entre otras. Esta mixtura de gente y de ideas es perceptible también en la estética. Durante este periodo, en los escenarios podemos ver obras que reconstruyen la historia colectiva y épica con el formato de la tragedia o del drama en verso, a la vez que se presenta una cierta renovación de la comedia de costumbres. Esta mezcla logra un gran éxito en Francia, en un formato que no es propiamente ni drama ni comedia. De este modo los dramaturgos trabajan las tensiones de su sociedad y su moral. El nuevo modelo de la sociedad surgida de la revolución industrial potencia el drama social. Poco a poco aparecen clases sociales que hasta entonces no habían tenido presencia en el proscenio. Estos conflictos ya no se pueden tratar con el distanciamiento estético del verso y por ello la prosa se impone. Se trata de un teatro que potencia la colisión de dos mundos: por un lado, el mundo burgués que todavía se puede adjetivar de victoriano; y por el otro, la fuerza con la que se presentan los problemas sociales de un mundo sometido a cambios constantes. En este universo cada vez más mecanizado y sometido a la dinámica del patrimonio, la mujer hará su aparición tanto en el ámbito familiar como en el ético, y también será el vértice en la temática relacionada con el sexo. Recordemos que Émile Zola ya había publicado, en 1881, Le naturalisme au théatre, donde pedía rehuir el convencionalismo y fomentar la observación científica como procedimiento creativo, y no se privaba de criticar la declamación artificiosa de la Comédie. La aplicación de la teoría naturalista al teatro implica un extremo de realismo que afecta hasta a la escenografía. La voluntad de reflejar lo real estigmatiza los decorados pintados o los espacios vacíos y reclama una verosimilitud que incluya todo el espectáculo teatral: la gesticu-

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lación, el vestuario, o la declamación. Bajo los imperativos de las teorías fisiológicas, científicas y médicas, las teorías de Zola arraigan en un género como el teatro y, por supuesto, en la novela, puesto que son los géneros literarios que tienen más incidencia social. En este sentido, el teatro de Henri Becque es paradigma de estas teorías llevadas a la práctica. Las obras son pedazos de vida con una presentación maniquea de los personajes, a menudo envilecidos por las leyes deterministas. Este autor recibirá la cobertura de André Antoine en el Théâtre Libre de París. Pero el teatro francés que sigue estas directrices no logra una auténtica «teatralidad», en la medida en que a menudo es una transposición de las estrategias novelísticas a la escena, y esto significa la subversión de los mismos códigos teatrales de las acciones entendidas como representación: el teatro no podía ser una «nota tomada del natural» transportada a la escena. También las ínfulas románticas, a pesar de todo, de Zola provocaban unos tonos que a menudo se asocian a un realismo plebeyo, grosero, que ultrapasan las convenciones del realismo burgués. De cualquier modo, en el campo actoral sí que disponemos de auténticos hitos. En 1872, después de diez años de trabajo más o menos en la sombra, Sarah Bernhardt se une a la Comédie y comienza una nueva manera de interpretar que se esparce por Europa y Estados Unidos. En 1879, la encontramos en Londres; en 1880, en Nueva York. En estos momentos se inicia el fenómeno del vedetismo con nombres como Bernhardt, con el precedente de Rachel, y después de Eleonora Duse. 1.1. Los Meininger, Antoine y Brahm En Alemania, en este periodo, ya hemos señalado la importancia de los Meininger. La compañía se constituye en 1866, con la toma de posesión del duque Jorge II, y dura hasta su muerte en 1914, con un periodo de plenitud que va de 1874 a 1890 y con el gran trabajo de Ludwig Chronegk como alma de la compañía. Se ha atribuido a esta compañía la virtud de «inventar» la puesta en escena en un sentido contemporáneo. A pesar de que esto no queda claro, sí que hay que atribuirles una nueva manera de concebir el espectáculo en la utilización de la iluminación y del espacio sonoro; la voluntad de focalizar la atención del espectador evitando monotonías o utilizando escenografías que crearan una ilusión de realidad; la dirección de multitudes en escena con sensación de naturalidad; la fidelidad a la historia y a los textos representados, y, está claro, la voluntad de conectar con los textos más modernos y transgresores como por ejemplo los de Ibsen o Björnson. Esta apuesta teatral circula por Alemania, pero también por toda Europa – André Antoine queda impresionado cuando ve la compañía en Bruselas en 1887. Su propuesta actuará como germen de un grupo de teatros que aparecen progresivamente en Alemania. La aportación de la compañía de los Meininger al teatro de su tiempo es fundamental en la construcción de nuevos códigos y en la incorporación de un nuevo concepto de escena. Técnicamente, también es destacable que se incorporen los reflectores eléctricos para producir efectos fantásticos que, en ocasiones, mostraban un esteticismo demasiado centrado

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en sí mismo. A pesar de esto, la compañía subvierte el papel de los actores en la medida en que el primer actor de una representación podía pasar a ser un figurante en otra. En Francia, la influencia de los Meininger se deja ver en las aportaciones de Antoine. Este director se inicia en el teatro haciendo de comparsa a la Comédie y se propone la renovación del teatro francés del momento. Antoine es ferviente seguidor de las teorías naturalistas de Zola (que no habían tenido mucha respuesta en el campo teatral). En 1887 se inaugura el Théâtre Libre con una obra, entre otras, de Zola. La voluntad de exactitud de la representación y la necesidad de naturalismo llevaba a la compañía a situaciones un poco hilarantes, como por ejemplo la de descuartizar a un buey en escena por una supuesta necesidad de verismo. La voluntad de despojo de las acciones sofisticadas del teatro anterior es una aportación notable de Antoine; la capacidad sintética de la narración iba de la mano con la naturalidad de una actuación que reflejaba la cotidianidad. Y todo ello vestido con una lengua y una gestualidad basadas en la observación de lo real. La expresividad, también en el lenguaje, pasa a primer término. Y por ello, la obra y los actores tienen que funcionar como un pedazo de realidad autónoma: la cuarta pared realmente existe e impide que la «ilusión de realidad» se rompa por la presencia de la platea; por eso se concentra la luz en el escenario y se deja la platea a oscuras. La exigencia de naturalismo también explica unas escenografías en las que predominan los objetos de verdad y la presencia de animales vivos en la escena. Antoine experimenta fuertemente en este sentido y una parte de sus aportaciones se prolongan a lo largo del teatro contemporáneo. Esto quiere decir que hay un interés por la exigencia del repertorio, que a lo largo de diecinueve años se amplía desde las tesis naturalistas a autores como Ibsen, Strindberg, Tolstoi o Hauptmann, entre otros. Otro referente significativo de esta huida de la artificiosidad es el hecho de que en 1889, fecha de inauguración del Freie Bühne de Berlín a manos de Otto Brahm, se represente Espectros de Henrik Ibsen. No hay que decir que estas apuestas estéticas, con su sustrato ideológico, actúan como una reacción en contra de las efusividades del romanticismo. La línea emprendida por Brahm en Berlín sigue la estela de Antoine y encontrará en Gerhart Hauptmann un auténtico estandarte estético e ideológico. La compañía funciona como grupo democrático alrededor de un consejo rector que se propone hacer teatro para incrementar la conciencia cultural de la clase obrera; de aquí vienen las matinales (matinées) dominicales que se organizaban desde la compañía. El compromiso con las tesis naturalistas tintadas de implicaciones ideológicas que defendía la Freie Bühne, con los repertorios de Hauptmann y de Frank Wedekind, irá evolucionando con los años hacia un teatro con más implicaciones simbolistas y con flecos poéticos que se alejan de los objetivos iniciales. De hecho, esta evolución estética es perceptible en el repertorio europeo en general. El mundo de lo natural, que había aportado un dramatis personae

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(elenco de personajes) relleno de marginalidad, progresivamente llegará a ser la primera materia de unas obras que exploran el lado oscuro de la sociedad burguesa de su tiempo. Esta evolución es particularmente interesante en el caso de un actor reconvertido en dramaturgo, Wedekind. La construcción del personaje de Lulu, durante los años noventa, se convierte en el estereotipo de la femme fatale que canaliza el deseo incontrolable y eterno, encarnado en la juventud tentadora, y aliñado con la emergencia del deseo sexual y del suicidio. Una posible culminación de esta tendencia que mezcla un sustrato naturalista con una interpretación simbolista podemos verla en El espíritu de la tierra (1895) o en La caja de Pandora (1902): la lírica antigua es sustituida por la irrupción del sexo y de la prostitución como motor narrativo y como temática para explorar las contradicciones de la sociedad. Está claro que su teatro evoluciona hacia posturas expresionistas que se revelarán plenamente en los últimos textos. 1.2. La propuesta escandinava Desde los países escandinavos se producirá una profunda renovación del teatro europeo. Si bien es cierto que su tradición teatral durante el siglo

XIX

no

presenta una infraestructura lo bastante potente como para garantizar esta renovación y que el repertorio existente no rehúye las premisas del teatro francés antiguo, hay que subrayar que estos países no presentan una tradición propia lo bastante encorsetada y en presión que obture la libertad de búsqueda temática y escénica. A partir de este sustrato, a mediados de siglo, se va imponiendo un orientación realista a la vez que se inauguran dos teatros importantes, uno en Bergen y otro en Oslo. En 1851, por invitación del violinista Ole Hierve, Ibsen es invitado a trabajar como escritor dramático en el teatro de Bergen. La primera voluntad del teatro es la de construir un teatro noruego, un repertorio de teatro nacional, que se libere de la influencia danesa. Henrik Johan Ibsen (1828-1906) construye su aprendizaje en este teatro hasta 1857. Las tensiones culturales y políticas con Dinamarca suscitan en el dramaturgo, en estos años cincuenta, la necesidad de crear obras de orientación histórica y con un tinte de romanticismo nacionalista y con la presencia del verso. El punto de salida es Catilina (1851). Cuando pasa a encargarse del teatro de Christiania (nombre del Oslo actual) como gerente artístico, y abandona Bergen, Ibsen todavía escribe tres obras más, pero es determinante la beca que en 1864 le permite ir a Italia. El periplo europeo del dramaturgo se alarga durante veintisiete años y comienza una fase de producción y renovación teatral muy determinante. De hecho, él dirá, años más tarde, que si no se hubiese movido de su país no habría podido crear una obra tan influyente para la dramaturgia moderna. En 1866 concibe dos poemas dramáticos en verso, con rasgos místicos o simbólicos, como son Brand y Peer Gynt, que le proporcionan un reconocimiento más extenso. Entre Italia y Alemania, Ibsen, en 1869, abandona el verso.

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Pero en 1877, con Los puntales de la sociedad, desestima los marcos históricos idealizados y opta por hacer un drama moderno con clara orientación realista y en prosa. A partir de este momento, progresivamente, se situará en la primera línea de la renovación realista del teatro. El tratamiento de cómo la mentira se desnuda con la estructura social de la vida pública ciertamente supone un cambio de orientación. Ibsen se centra en el análisis de la sociedad donde vive y le inquietan el cúmulo de hipocresías en las que se sustenta este edificio público. Es así cómo, en 1879, aparece Casa de muñecas. No hay que decir que la finura del análisis de la situación de la mujer en la prisión emocional de una sociedad patriarcal permite hablar de una tácita orientación feminista en su obra, y esto provocó que tuviera dificultades para representarse normalmente. Esta línea es seguida en Espectros (1881) y en Un enemigo del pueblo (1882): estamos de pleno en lo que podríamos denominar el drama social. La contaminación de la sociedad es representada por la enfermedad venérea como símbolo de la perversión endógena de la sociedad, y la honradez del individuo no le quita tener que pactar con esta sociedad putrefacta. La orientación realista se reconduce a partir de 1888 con La dama del mar, al interesarse más por el interior del individuo y el peso de su libertad interior. Ibsen comienza lo que podríamos denominar una etapa simbolista con obras tan significativas como Edda Gabler (1890) y Solness, el constructor (1892). Ahora observamos la colisión entre la naturaleza de la feminidad y la artificiosidad social. En este punto, Ibsen ya ha sido divulgado por Europa: un caso remarcable es el trabajo de traducción y de producción de William Archer en Inglaterra, a partir de 1891. Este crítico y escritor está enamorado del realismo de Ibsen y hace un gran trabajo de divulgación. A lo largo de su producción teatral, Ibsen demuestra que es un auténtico hombre de teatro cuando potencia las tensiones dramáticas entre los personajes contrapuestos sin perder autenticidad, y cuando ataca los problemas sociales con un cierto distanciamiento para fomentar el choque ético en el espectador. Y todo esto sin dejar de hacer una crítica a los vicios sociales, aunque cuidando los clímax dramáticos que la carpintería artesanal exige. El tono de las obras es grave, y la simbología está presente cuando trabaja las contradicciones internas de instituciones como el matrimonio, cuando ataca la mentira e interpreta sus consecuencias, cuando construye la identidad femenina en una sociedad dominada por hombres (a Freud le gustaba Ibsen por su capacidad de indagar sobre el alma oscura del individuo). De hecho, Ibsen obliga a Europa a plantearse serios problemas de conciencia sobre la incardinación entre el individuo y la sociedad. Esto, junto con el talento por la composición, explica que su obra sea adoptada como bandera estética e ideológica en Alemania; plenamente en Francia, y con más debates internos, en Inglaterra y en el Estado español. Por este motivo, los modernistas catalanes lo representan y lo «copian»: no se puede entender una parte del modernismo regeneracionista sin las representaciones de las obras de Ibsen en Cataluña.

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En Suecia encontramos a otro gran renovador del panorama teatral de este momento, August Strindberg (1849-1912). De hecho, será una figura bastante solitaria en la literatura dramática en Suecia. Como Noruega con Ibsen, Strindberg empieza con dramas históricos en verso como Mäster Olof (1872). En su periodo de formación manifiesta estar lejos de la comedia burguesa francesa y ya en 1887, con El padre, apuesta por un teatro realista y naturalista; su interés radica en la denuncia de la corrupción moral según las directrices establecidas por Nietzsche. Esta temática se ensancha, en 1888, con La señorita Julia. La guerra de sexos y la imposible reconciliación de los contrarios que trata la obra se sustenta en la biografía tempestuosa del autor, marcada por los matrimonios fallidos y por una actitud cada vez más melancólica y obsesiva. Strindberg trabaja profundamente la dimensión contradictoria del individuo y la dificultad que tiene para ajustarse a la realidad. A partir de 1895 sufre de disfunciones mentales provocadas, entre otras razones, por los callejones sin salida emocionales de sus relaciones. Esto lo acercará a las teorías de Swedenborg y comenzará su particular misticismo. Sus obras se vuelven más oscuras en la exploración de la espiritualidad en la medida en que las crisis psíquicas, que él denominaba «mi infierno», le abren todo un nuevo imaginario que podemos probar en Inferno (1897). El punto culminante de este proceso lo encontramos en Hacia Damasco (1898-1904), una obra magna que se ha representado en contadas ocasiones en Europa, en la que el autor rehace los caminos autobiográficos para construir una mística gnóstica descomunal. El naturalismo ya ha sido superado por lo que se denominaba neonaturalismo; de hecho, Strindberg ya construye obras expresionistas en esta etapa de su vida. La presencia del mundo interior que desdibuja a los personajes y las tramas convencionales y naturalistas es observable en Un sueño (1902). Aquí, el personaje en acción es el mismo inconsciente, que liga escenas alejadas de los principios de la verosimilitud y de los procedimientos narrativos convencionales. Esta obra ha sido considerada un precedente del teatro surrealista y justifica la predilección que Artaud sentía por esta apuesta. Conviene decir que Strindberg se propone escribir los elementos oníricos desconectados de la realidad, pero subyugados a una dinámica lógica. Hay que señalar la impronta de Freud, a partir de 1890, con relación a la interpretación de los sueños. El autor sueco desdibuja los espacios y el tiempo, dos elementos fundamentales en la lógica racional, y los personajes pueden aparecer y desaparecer sin una explicación razonada, o multiplicarse. Finalmente, es el soñador quien hace la dramaturgia. El subjetivismo se pone en primer término y los elementos irrelevantes de la cotidianidad adquieren valor simbólico y fuerzan la interpretación del mundo. Y es así cómo su particular expresionismo gana terreno a partir de 1900. Esto también supone un cambio en la manera de concebir el actor y sus procedimientos de trabajo: la actuación tiene que ser directa y debe confrontar

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siempre y extremadamente los opuestos de la psicología humana; el actor se encontrará siempre en un oxímoron que mezcla la belleza y la suciedad o el espíritu y el sexo. En medio de esta evolución literaria, conviene no olvidar que Strindberg había sido seducido por la alquimia, tema que es tratado amargamente en Hacia Damasco, y que se había acercado a nuevas formas de espiritualidad como el budismo y el cristianismo más extremo. Su teatro va difuminando el racionalismo de la estructura dramática y progresivamente se acerca a la liturgia como procedimiento teatral. Este universo es absolutamente perceptible en sus memorias, Ensam (1903), en las que la lucidez extrema sobre su propia experiencia vital y una concepción alucinógena de la realidad se funden con una maestría literaria innegable. Por todo esto, no es extraño que el teatro que fundó en Estocolmo en 1902 lleve el nombre de Teatro Íntimo: ciertamente, el local no era de grandes dimensiones y, además, lo que se representaba iba a buscar la excitación del mundo interior del espectador mediante la utilización de las luces para crear sombras y efectos que potenciaran el psicologismo y una imaginería expresionista. Aquí es cuando nos damos cuenta de que una de las grandes virtudes del dramaturgo sueco es la de explorar de manera íntima y simbólica las cámaras ocultas del yo, y la de ofrecer unos procedimientos técnicos que serán fundamentales para la historia del teatro del siglo

XX.

Su

influencia en Europa y en Estados Unidos proviene principalmente de su teatro más expresionista. Por todo ello, Strindberg llegará a ser un autor clásico de repertorio en todos los teatros del planeta. 1.3. La piel interior de Stanislavski En Rusia, mientras tanto, el realismo se abre camino con Konstantin Stanislavski (1865-1938). Lo hace bajo la influencia del paso de la compañía Meininger por aquellas tierras, y también de Tommaso Salvini durante los años noventa. Antes, en 1887, ya había representado a Alexandr Pushkin en el marco del teatro de aficionados y había impresionado al público por su fidelidad interpretativa y su naturalidad en la composición. Esta pulcritud en la caracterización de los personajes, con todo el ritual aprendido de Salvini de «entrar» en el carácter como si se tratara de un ritual, la llevó hasta el extremo para crear la carne del personaje a partir de una metamorfosis del yo para asumir su naturaleza subconsciente. Stanislavski ideó un método pedagógico para explicar los procedimientos por los cuales era posible elaborar unos personajes fieles al contexto histórico, con voluntad de documentación científica y con la ayuda de la psicología experimental. Así, la concentración y la preparación física, pero también la lógica deductiva respecto al personaje, se hacen técnicas imprescindibles para lograr la «naturalidad» final del producto. Solo así, y con la asunción de la vida psíquica del carácter, se podrá llegar a ofrecer una verdad vivida encima del pros-

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cenio. Para ser honestos respecto a su aportación al teatro mundial, tenemos que decir que su encuentro con el dramaturgo y crítico Dánchenko fue fundamental para culminar sus teorías. La aventura empieza en 1898 con la creación del Teatro de Arte de Moscú. El teatro ofrece un repertorio que incluye a Ibsen, Strindberg y Björnson, como también era el caso del repertorio de París y de Berlín. Sin embargo, la apuesta singular de Stanislavski y de Dánchenko es Chéjov. La gaviota había fracasado estrepitosamente en 1896 en San Petersburgo, y Chéjov había hecho saber a Dánchenko que nunca más escribiría teatro. Esto estimuló a la pareja a montar la obra fracasada como reto para sacar su verdad. Y lo consiguieron: la obra fue un éxito rotundo y se volvió una marca de la casa del Teatro de Arte. Esto estimuló a Chéjov a continuar escribiendo y les proporciona El tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) y El huerto de los cerezos (1904). La tríada, durante estos años, ha construido un teatro realista, tanto desde el punto de vista de la dramaturgia como de la técnica actoral. Ciertamente, Chéjov llevaba a cabo una disección pesimista de las costumbres de la sociedad rusa. En el mismo momento en que construye un fresco humano que permite la identificación del público, inyecta en este cuadro el pesimismo que sugiere que el itinerario vital no tiene un objetivo final claro y que el esfuerzo individual de subvertir las grandes estructuras siempre topa con la resistencia del estado de las cosas. La clase media pintada en sus obras se aferra a una sociedad decadente y enfermiza. Este mismo nonsense que detecta en su sociedad es el que le inspira a escribir las obras con una mirada entre satírica y trágica. Esta concepción vital seguro que interesó a Stanislavski por la contradicción interna de los personajes, y por el hecho de que él formaba parte de esta clase social, lo que le ofrecía la posibilidad de investigar sobre la «verdad» teatral. Si bien Chéjov es la pieza fundamental del teatro ruso en esta época, no podemos descuidar las aportaciones de Leonid Andrèiev (1871-1919) y de Máximo Gorki (1868-1936). Los dos apuestan por el realismo en sus obras; el primero, sin embargo, incorpora detalles simbolistas de procedencia maeterlinckniana a la visión desasosegada de la existencia; el segundo es más dogmático en sus reivindicaciones revolucionarias y no incorpora elementos simbolistas ni esteticistas. Los dos son representados en el Teatro de Arte y también son apuestas de Stanislavski. Hay que decir que, pese a la opción realista, Stanislavski también aprecia el simbolismo de Maeterlinck y en 1907 programa El pájaro azul, un éxito rotundo. En el mundo anglosajón también actúa la tendencia realista que estamos desmenuzando. Es determinante la inauguración, en 1891, del Teatro Independiente de Londres. Este teatro sigue los pasos de Antoine y se siente atraído por la obra de Ibsen. Este gusto realista y el estímulo del propietario J. T. Grein favorecen la vinculación de George Bernard Shaw (1856-1950) al Teatro Independiente. Shaw era, de hecho, un crítico de teatro comprometido con la re-

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forma social y buen orador por la causa. En 1892 estrena, en privado, Widowers’ Houses, una obra con una clara influencia ibseniana. Sobre el dramaturgo dublinés actúan la obra de Ibsen y las críticas de Archer, y esto condiciona su primer teatro. Sus obras, sin embargo, no empiezan a tener popularidad hasta la tirada de diez que escribe desde 1904 hasta 1907. Una de las virtudes de Shaw es combinar las reivindicaciones sociales con un punto de vista satírico que atrapa al público por su agudeza. El ingenio verbal y la traza en la construcción de las réplicas le ofrecen un gran rendimiento. El éxito clamoroso le llega en 1913 con Pigmalión. El tándem de dramaturgos irlandeses se completa con Oscar Wilde (1856-1900). Como en el caso del primer Shaw, Wilde es maestro en la mixtura de tonos y texturas teatrales. Su imaginario romántico y simbolista se combina con la voluntad de pintar la alta sociedad londinense, pragmática y puritana. También el ingenio discursivo y conceptual es esencial en la composición de sus obras. A pesar de que se trata de dos escritores muy diferenciados, desde la revolución social al alambicado esteticista, los dos contribuyen a la asunción del realismo desde perspectivas distantes. 1.4. El realismo extremo de Jarry La búsqueda para extremar el realismo ganado durante los años noventa del siglo

XIX

tiene un insigne representante en Alfred Jarry (1873-1907), cuando

con Ubu Rey (escrita en 1888) satiriza todo el mundo del teatro al miniaturizar las grandes pulsiones de personajes presuntamente monumentales, el rey y la realeza, y convertirlos en caricaturas. El universo de la tragedia y la galería de personajes del teatro tradicional pasan por el aro de la sátira y del vodevil para subvertir su trascendencia. Concebida como un ejercicio escolar, la obra ha acabado representando un hito inicial de lo que después se entenderá como teatro surrealista o teatro del absurdo. Los procedimientos de ridiculización y sátira implican una inversión de los principios racionalistas de la sociedad burguesa y anuncian la propuesta de Ionesco, pero también se trabajan los procedimientos subversivos de las vanguardias dadaístas posteriores. Esta obra se estrenó en 1896 con un gran escándalo. Fijémonos, pues, en que en estos años, mientras se ofrecen propuestas plenamente realistas, también se ejecuta la subversión del realismo. Otra manifestación de la relativización del realismo imperante la encontramos en Adolphe Appia (1862-1928). Desde Suiza, este teórico, formado en la ópera wagneriana en Bayreuth, renueva significativamente el concepto de puesta en escena. Pretende poner fin a la unidimensionalidad de las escenografías y ofrecer una profundidad volumétrica a la caja escénica: esto lo consigue con la disposición de los objetos y con la intervención de la luz. No pretende reproducir la escena desde el realismo, sino desde la interpretación personal de la unidad de estilo de la puesta en escena; se sirve de la música para obtener esta unidad, y el uso de luz también contribuye a dar profundidad a los actores. Está claro que quiere crear una peculiar atmósfera o clima como primera in-

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tención y no simplemente reflejar un espacio aparentemente real. Y todo esto con un cuerpo teórico bien formulado y razonado para superar el naturalismo y el realismo. Junto a Appia, encontramos los textos de Edward Gordon Craig (1872-1966) que, desde su propuesta de 1893 a propósito de Musset, ya muestra una reacción contra el realismo. También quiere unos decorados que proporcionen una atmósfera sin los clásicos lienzos pintados. Estampa su teoría dramática desde las páginas de la publicación The Page y también trabaja con Brahm y con Stanislavski, se interesa por las técnicas del teatro japonés y acabará concibiendo el teatro como un acto en el que el texto puede llegar a ser prescindible. Su voluntad es la de inocular una estética en una sociedad demasiado aferrada al pragmatismo, que él veía representado en las opciones naturalistas. 1.5. La inmaterialidad simbolista Durante el último decenio del siglo

XIX,

sin embargo, también estalla el tea-

tro simbolista como reacción idealista a los modelos del drama burgués y del teatro naturalista. La aportación de Baudelaire, en poesía, de la teoría de las correspondencias y la amalgama de recursos y técnicas con aspiración de totalidad del drama wagneriano contribuyen a cambiar el norte magnético de determinados dramaturgos. En contra de la imperiosa realidad, se gira hacia una idea nostálgica del pasado, con toques románticos, y resurge un interés por el teatro trágico y espiritual, como en el caso del teatro de Villiers de L'Isle-Adam. Stéphane Mallarmé, auténtica alma simbolista que se preocupa por el cromatismo de las vocales, llega a concebir una idea totalmente ideal del teatro en la medida en que imagina un acto sin ninguno de los elementos propiamente teatrales. Ni actores, ni utilería, ni escenografía, ni director; en definitiva, sin carpintería teatral. Su idea de teatro es casi el concepto mismo de una poesía espiritual simplemente dicha o fluctuante. Está claro que los partidarios del teatro simbolista parten de la fractura existente entre el mundo perceptible y el imperceptible, entre lo material y lo espiritual. La desconfianza en la estructura fundamentada en el conflicto y la creación de expectativas de raíz narrativa llevan a Mallarmé a defender modelos medievales basados en los misterios. El yo anda por una vía de iniciación vital injertado de ascesis que puede conducirle hasta el suicidio. Esto es lo que construye L'Isle-Adam con Axël (1890). Junto a los misterios de esta naturaleza, también se explora la pieza breve, como en el caso de Maeterlinck (1862-1949); ejemplos de ello podrían ser La intrusa (1890) o Interior (1894). Se trata de un teatro estático, en el que los personajes experimentan el acercamiento a la muerte como procedimiento para llegar a una percepción ampliada de la realidad, aquella que pueda sugerir lo invisible. En Francia, esta visión teatral hace que autores como Lugné-Poë contemplen a los dramaturgos del norte, Strindberg, Haupmann, e incluso Ibsen, para reinterpretarlos de acuerdo con las consignas del drama simbolista.

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Una contribución destacable de los autores y directores simbolistas que dejó impronta es una nueva concepción del lenguaje escénico. Paul Fort, fundador del Théâtre d'Art, en 1890, entiende que hace falta literaturizar la escena en detrimento del componente estrictamente material. Las teorías de los poetas influyen en la concepción del texto como fuente esencial respecto a la cual la construcción escénica no puede ni tiene que «molestar». De alguna manera, se deriva hacia la recitación poética con actores estáticos. Sin embargo, paradójicamente, el simbolismo implica una imponente presencia y renovación de los decorados justo cuando se afirma que el texto es el eje fundamental del teatro. El aspecto visual del teatro es sometido a una investigación cromática y lumínica para potenciar la dimensión pictórica y la capacidad de sugestión. Este espacio y su voluntad de «sugerir» se despojan de tiempo histórico por una voluntad de irrealismo y por una necesidad de espiritualización. Sobre este espacio simbólico, además, planea una visión fatalista del destino humano que va de la mano de la línea naturalista que se quiere combatir. Sin embargo, el plus estético del simbolismo y su insistencia en crear espacios no referenciales, especialmente esto último, serán una base para las posteriores propuestas de Beckett, Craig e Ionesco. En Bélgica, el simbolismo teatral se concreta en la obra y la figura de Maurice Maeterlinck. Su vertiente espiritual siempre está en primer término, desde La Princesse Maleine (1889) y Pelléas et Mélisande (1892) hasta L'Oiseau bleu (1909). De algún modo, su obra supone una incesante espera de Dios en la búsqueda de la sublimidad y en lucha contra el destino que le provoca una angustia existencial y eterna. La influencia de los epígonos poéticos del romanticismo acentúa una actitud contemplativa. Trabaja el claroscuro con maestría y deja trazas evidentes en el teatro contemporáneo. Sus inquietudes espirituales arraigarán en Cataluña en las representaciones modernistas de orientación esteticista: en 1893 se representa La intrusa en la fiesta modernista de Sitges con un gran éxito. Pero la profundidad espiritual y el fatalismo también interesan a un director actual como Hermann Bonnín, que hace una nueva puesta en escena de la obra en el 2005 en el Festival Grec de Barcelona.

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2. El cajón de sastre de las vanguardias. Los distanciamientos y las crueldades

La nueva representación del mundo a la que nos hemos referido también influye en las puestas en escena, que ahora quieren ser más veristas y «naturalistas»: esta es la intención en los montajes del repertorio de André Antoine del Théâtre Libre de París. Esta tendencia estética queda muy focalizada en Francia en un primer momento y, posteriormente, arraigará con fuerza en Noruega. En Estados Unidos, la tendencia realista se puede observar en la narrativa de Mark Twain, pero en teatro no tiene, al principio, unos representantes muy remarcables. El realismo se convierte a menudo en una manera de dar color local. Tal y como hemos visto, el realismo se ha aferrado a las obras teatrales, pero también hemos visto que hay trazas de idealismo y de un simbolismo emergente, trazas de misticismo en varios autores, así como también una cierta incidencia del psicologismo. Toda la madera es buena a la hora de mantener vivo y rejuvenecido el teatro. Los dogmas respecto a la «obra bien hecha» se han relativizado y se buscan vías de exploración más osadas. Progresivamente, a partir de la Primera Guerra Mundial, se diferencian las obras para el gran público, con intereses económicos, de las apuestas más vanguardistas, con voluntad de inquietar al espectador. Y los tonos varían según los países: Francia continúa siendo su gran difusor, Londres tiende a un teatro más orientado hacia la comicidad, Italia apostará por la originalidad y España muestra el «género chico» y tiende a la comedia de costumbres y al sainete, que es cultivado por autores de calidad. Los teatros se esparcen más allá de las grandes metrópolis y aumentan las representaciones. Tienen sus sucursales, el repertorio se amplía y se muestran las obras y los autores de los países vecinos. Los cambios sociales y estéticos de los primeros años del siglo XX ofrecen más recursos técnicos y más apertura al aplicarlos. El drama teatral ahora incorpora más música, más presencia de la luminotecnia; se utilizarán escenarios giratorios y proyecciones propias del mundo del cine. Todo esto en una orientación teatral más encarada al entretenimiento y al gran público. Pero también aparecen apuestas más sintéticas en las cuales la maquinaria es reducida para potenciar la «ilusión del marco» del proscenio. Las puestas en escena y los directores artísticos toman más fuerza y trabajan mano a mano con los directores. De algún modo, el teatro quiere convertirse en un género que no sea estrictamente libresco, y se potencia la puesta en escena como auténtico acto teatral: las obras deben ser «escritas» en el proscenio. Está claro que el teatro está en competencia con el cine, mudo y hablado, y también tiene que luchar contra la radio o asociarse con ella y emitir radiofónicamente las obras de teatro.

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2.1. El actor biomecánico de Meyerhold Uno de los representantes más interesantes de la renovación teatral del siglo XX

es Vsevolod Meyerhold (1874-1940). Si bien tiene una formación natura-

lista y empieza su periplo vital dentro del sistema de la intelligentsia rusa, acabará muy lejos de la estética y de la ética de las fuerzas imperantes en Rusia. Su evolución vital y estética es un compendio de las variaciones que operan durante los primeros veinticinco años del siglo. En el entretanto de las grandes transformaciones sociales de su país, su obra es un ejemplo de la voluntad de evolución razonada. Se forma en el Teatro de Arte de Moscú, en 1902 lo deja e inicia una etapa de experimentación que le llega de manos de Stanislavski. Las primeras tentativas quedan como un estudio de propuestas escénicas sin claras concreciones, pero progresivamente logra propuestas en las que el lirismo simbolista tiene mayor presencia como subversión naturalista. Según él, la obra se tiene que trabajar desde la plasticidad y desde el espacio sonoro. Lleva a cabo una investigación seria sobre el teatro japonés y sobre la commedia dell’arte. Experimentará con Schnitzler, como ya había hecho con Maeterlinck, y quiere una investigación histórica cuidadosa de la técnica teatral. En definitiva, va un paso más allá que Stanislavski en la investigación de la relación entre el texto y el hecho teatral. La Revolución de Octubre no estropeará el afán investigador de Meyerhold y asume la dirección del Teatro de la Revolución en 1920. Es aquí donde vemos el constructivismo como sistema de eliminación de los elementos decorativos para abandonar al actor, sin decorados, a su presencia y a la fuerza de su dicción. Todo el edificio del teatro puede volverse espacio de acción teatral por la voluntad de hacer interactuar todos los elementos que conforman el acto, orgánicos y arquitectónicos. Esta reducción del concepto teatral, como forma de amplificar su significado, fuerza al actor a estudiar su cuerpo como sistema mecánico, como si se tratara de un trabajador de la construcción, para sacarle el máximo rendimiento. Así se construye su teoría sobre el arte dramático como biomecánica, y esto significa cambiar la perspectiva del hecho teatral, prestando atención a propuestas más físicas, como por ejemplo el circo. La teoría es explosiva si tenemos en cuenta que incorpora propuestas del materialismo histórico vinculadas a la ideología marxista y a los estudios sobre los reflejos condicionados y de la física del cuerpo y de la voz. Todo esto, para hacer del teatro un acto revolucionario que renueve la manera de ver y de presentar las obras clásicas. El epicentro de esta visión es el cuerpo del actor como vía para acceder a su interior. Queda claro, por lo tanto, que el realismo clásico se ha trascendido en la medida en que no se pretende partir de la mímesis. Su propuesta fue y es arriesgada, pero muy honesta profesionalmente: postula la exploración de todos los rincones del hecho teatral para producir un efecto físico e ideológico en el espectador. A pesar de que en ocasiones fue tildado de esteticista, Meyerhold rebasa el naturalismo y el esteticismo para lograr una revolución estética e ideológica. Su estela será seguida por Piscator y por Brecht.

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2.2. La angulación del expresionismo alemán Ya hemos podido observar cómo se desdibujan las fronteras entre las distintas manifestaciones artísticas a medida que nos acercamos al siglo

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y el teatro

incorpora múltiples técnicas lumínicas y una particular fusión con la música. El concepto de un teatro estático se deshace y aparece una búsqueda frenética de la dimensión visual en las artes escénicas. Esto es particularmente interesante en Alemania durante los primeros veinte años del siglo XX, con la emergencia del expresionismo. La percepción mimética en el teatro se ha acabado y ahora tenemos en primer término un subjetivismo exacerbado. El personaje teatral ya no será una representación de la humanidad como producto de su medio; al contrario, se potenciará de acuerdo con la estela del idealismo, la esencia intuitiva del ser humano y de su universo emocional. Es clara la incidencia de la última producción de Strindberg en esta orientación estética y también las aportaciones de Franz Wedekind y de Max Reinhardt al Deutches Theater. La voluntad de acceder al mundo interior del personaje y el interés por su dimensión psicológica explican que se potencie el desnudo de la caja escénica y una iluminación muy contrastada y cenital. Esta soledad escénica se puede entender como una interpretación de la concepción del ser humano ante los acontecimientos políticos e históricos que tiene que afrontar. El teatro se vuelve un instrumento para protestar contra la sociedad occidental en guerra. Tengamos en cuenta que el conservadurismo aristocrático e inmovilista estalla contra las reivindicaciones de orden socialista de los intelectuales más inquietos. El orden social, burgués y moral de Occidente ha entrado en crisis. El expresionismo alemán, que adquiere fuerza desde 1910 y logra su punto culminante con la Primera Guerra Mundial, actúa como una respuesta al caos y al sufrimiento que ofrece la vida moderna. Es entonces cuando Georg Trakl y Gottfried Benn construyen el imaginario del terror de la guerra y de la enfermedad como metáfora de la nueva sociedad occidental. El mundo grotesco pasa a primer plano y la realidad se distorsiona hasta hacerse claramente desagradable. También cambia el cromatismo en la literatura y ahora los morados, los negros y los azules simbolistas toman más fuerza. Los dramas exponen esta distorsión grotesca que a menudo se materializa en el tratamiento de la sumisión del ser humano a las máquinas. A diferencia del futurismo italiano, los autores alemanes no glorifican las máquinas; al contrario, las tratan como un elemento contra el cual hay que reaccionar y como una vía para lograr un nuevo estado de conciencia humana basada en una utópica fraternidad. De este modo Ernst Toller crea sus personajes, y también Kaiser. Esta es una reacción contra el materialismo imperante e implica también un cambio de concepto escénico. Obviamente, ya no les preocupan las convenciones de espacio y tiempo en el drama, y apuestan por una concepción simbólica del espacio, donde los ángulos forzados, los planos inclinados, las asimetrías y las angulaciones de la luz potencian la idea de tormento que sufren los personajes.

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La utilización de la luz pretende crear un mundo cerrado en sí mismo que exalte los conflictos interiores del alma y de una imaginería onírica que conecta con la ideología social y con el mundo esotérico. Todo ello para impactar al espectador sensorialmente e ideológicamente. Las escenografías extremas de Leopold Jessner ofrecen un ejemplo bastante diáfano de esta propuesta estética. Huyendo del realismo, ahora los objetos, ampliados y deformados, implican una connotación simbólica de los traumas de la sociedad: la deformación de lo real o la concentración significativa son dos recursos que se utilizan en cantidad suficiente. La maquinaria escenográfica basada en el movimiento y la espectacularidad se rechaza por un exceso de artificiosidad y como elemento que distrae al público y lo expulsa fuera de la obra. El interés expresionista se basa en hacer entrar a este público dentro del universo que construye el drama, y para ello hay que destruir las fronteras entre proscenio y platea: Reinhardt apuesta muy claramente en este sentido y ocupa una parte de las gradas del público para situar a los actores. El espacio sonoro también es concebido como una parte importantísima para captar el alma del público, y será entendido como un juego de contrastes entre silencio y sonido. Esta voluntad de transformación de las convenciones clásicas les lleva a interesarse por la música dodecatónica como subversión de la armonía cromática. De aquí viene el interés por renovar también la ópera como género aristocrático; es así como encontramos la apuesta de Alban Berg por el Woyzeck de Büchner y por, definitivamente, la ópera Lulu (1937), a partir de la obra de Wedekind. Por consiguiente, el trabajo del actor también tiene que potenciar la manifestación de los estados de ánimo y por eso no interesa construir personajes desde la observación de la realidad, sino que hay que trabajar las actitudes tensas de los conflictos anímicos, para lo cual hará falta un cierto distanciamiento. 2.3. La crueldad de Artaud La búsqueda de la ruptura de las convenciones burguesas aplicadas al teatro, en Italia, se materializa en el movimiento del futurismo. Marinetti, con su aportación en El teatro Futurista sintético (1915), expresa la voluntad de romper absolutamente con las convenciones tradicionales hasta el extremo de encolar los asientos de los espectadores o de vender dos veces la misma entrada para provocar la acción dramática de las peleas para entrar en la sala. Conceptualmente, se potencia la espontaneidad creativa del autor, buscando el ingenio, la sorpresa o la genialidad, para impactar y sorprender al público. Se trata de una propuesta teatral que desatiende absolutamente la técnica actoral y que quiere un impacto rápido e intenso en el espectador. La exaltación futurista de la velocidad de la máquina influye en esta concepción, así como el universo de los espectáculos de variedades (variétés). La consigna es hacer reaccionar al público y potenciar la ilógica concepción del mundo. En este sentido, todo vale: desde la propaganda de manifiestos hasta el espectáculo basado en las atracciones de feria. Esta propuesta vanguardista será estibada por el dadaísmo de Tristan Tzara. Con esta corriente artística, el teatro se convierte en una es-

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pecie de performance con la que se quiere lanzar un torpedo a la línea de flotación de la ideología burguesa: se trata de reventar el racionalismo y la idea de cultura ordenadora del mundo que había conducido a Occidente a la barbarie de la guerra. Sus espectáculos se basan en la provocación y en el dominio del azar como maestro regulador de las acciones escénicas. La veta dadaísta es la que siguen André Breton y el surrealismo inicial para defender el automatismo psíquico como regidor del arte. Así aparece otro concepto de realidad enmarcada en el mundo de los sueños y del inconsciente como realidad más vital y significativa que la vida tangible y cotidiana. El afán destructor del surrealismo explica que no podamos hablar de un teatro propiamente surrealista como producto de un grupo de escritores, sino que tengamos que centrarnos en las producciones individuales que hacen determinados autores. A pesar de Aragon, Desnos, Péret y sus propuestas teatrales, debemos centrarnos en Antonin Artaud y en Roger Vitrac. En 1925, Artaud es echado del grupo surrealista por un Breton ya insertado en el comunismo, y funda con Vitrac y Robert Aron el Teatro Alfred Jarry (1927-1929). La experiencia supone una serie de fracasos económicos, pero también la defensa de un teatro claramente surrealista. Se provoca constantemente al público con temáticas reprobables para la mentalidad burguesa; se tiene la concepción del acto teatral como experiencia «vital» irrepetible, como un acto de vida orgánica que supera las convenciones miméticas del teatro; hay un afán destructor de todo sistema ordenado, y no hay una voluntad real de crear un género que aplique unas teorías previas. La operación de Artaud –su repertorio, de hecho– queda encerrada en sí misma porque no se preocupa de ver las producciones de otros autores que podrían ampliar su propuesta, como por ejemplo la obra de García Lorca. Si bien como empresario no logra la excelencia, su obra ensayística y teórica a partir de 1932, con El teatro de la crueldad, y hasta El teatro y su doble de 1938, es muy remarcable, a pesar de que su repercusión más sólida tendrá que esperar un par de décadas. Artaud supera las limitaciones unívocas de la concepción occidental del teatro para adoptar el dualismo oriental que pone en juego la lucha entre el ser humano y su demiurgo. La búsqueda de un lenguaje propio para «revelar» la otra cara del «doble» es uno de los objetivos principales de Artaud. El cuerpo físico del actor toma más importancia y puede llegar a «animalizarse» en la búsqueda de los rincones de su continente. En efecto, Occidente ha enaltecido el «contenido» (el significado) y ha olvidado el «continente» (el significante). El teatro tiene que dar voz a este continente físico y desconocido del cuerpo, la acción del cuerpo es la creación misma y tiene que ver con una orientación animista, incluso esotérica, para revelar lo oculto. El acto teatral concebido como acto «real» de vida tiene que ser una manifestación integral de todas las facultades humanas, sean cerebrales, intuitivas, orgánicas, subconscientes o sensoriales, en busca de un lenguaje que no tienda al orden, sino que explicite la entropía existencial. Esta vida revelada se manifiesta en el cuerpo y también en el contacto con el cuerpo del público. La obra no tiene que ser una obra de

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lenguaje verbal, sino un acto ritual de crueldad que manifieste la sinceridad artística y humana. La apuesta de Artaud, en los años cincuenta, tendrá incidencia en las propuestas de Adamov y el teatro del absurdo, en la extremidad de Genet, o en Fernando Arrabal, en el Living Theater, y en Grotowski. 2.4. Piscator y el proletariado En 1920, en Alemania, en paralelo a las propuestas expresionistas o dadaístas, un grupo de artistas se acomodan en torno a la Neue Sachlichkeit (‘la nueva objetividad’) y proponen hacer un teatro más comprometido con la realidad social y abandonar la abstracción. La realidad de la posguerra parece que pide un arte más didáctico que fomente la conciencia social. Esto demuestra un cierto cansancio de las propuestas demasiado teóricas e intelectualizadas de la vanguardia. Este movimiento de regreso a la realidad objetual fue armado por Gustav Hartlaub en 1924. Sin embargo, el representante más significativo que se derivará del mismo es, sin duda, Erwin Piscator. Con una participación en la experimentación dadaísta y expresionista, Piscator sabe ver que el proletariado emergente es una fuerza que hay que trabajar para renovar el teatro en Alemania y en Europa. El sustrato marxista es evidente cuando Piscator opta por trabajar con amateurs derivados de las clases subalternas y por abandonar la calidad técnica para conectar con la sociedad no aristocrática del momento. Este hecho potenciará el teatro de aficionados y un florecimiento de teatros comprometidos con esta línea ideológica, no solo en Alemania. En Berlín se funda el Teatro del Proletariado (1920-1921), y esto implica concebir un teatro mucho más significativamente unívoco, con un mensaje cercano a la propaganda y al adoctrinamiento comunista; un teatro que se hace en salas de mítines y lugares similares para encontrar su público. El repertorio no encuentra mucho sustrato en la tradición inmediata, más interesada por la teoría artística, pero sí que recupera nombres como por ejemplo el de Máximo Gorki. La comunión ideológica entre artistas y público no se acaba de producir con la cúpula del partido, y esto provoca que el experimento no prospere. Sin embargo, Piscator insiste en la defensa de su teatro ideológico y, durante los años veinte, elabora una teoría sobre el teatro político en la que defiende la incorporación de las «nuevas tecnologías» de maquinaria escénica y del cine para pulir los dramas históricos y las tramas políticas. De este modo podemos hablar del drama documental y del «teatro total», en el que los espectáculos masivos y la utilización de la mecánica y del espacio sonoro, a veces demasiado vocinglero, pueden llegar a eclipsar el mensaje ideológico. Este «teatro total» consigue la complicidad de Walter Gropius, director de la Bauhaus. A pesar de la complejidad técnica de algunas puestas en escena, y la dimensión total e integradora del proyecto arquitectónico no exitoso de la Bauhaus para Piscator, estamos ante un teatro que busca una simplicidad comunicativa y textual en las antípodas del expresionismo y de las aventuras

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vanguardistas. Sin embargo, el teatro político propuesto por Piscator se esparció por Europa con fenómenos como el Groupe Octobre y su teatro obrero durante los años treinta, o el grupo teatral de Federico García Lorca, La Barraca. En referencia a la influencia del teatro político, hay que decir que, mientras que en la Europa central, después de la Segunda Guerra Mundial, iba perdiendo impulso, en la Europa meridional y en Latinoamérica se mantuvo, e incluso se construyeron los denominados Teatros Independientes. Este es el caso del Estado español, de Portugal y de Brasil. En Alemania, la ascensión del nazismo explica que la propuesta de Piscator no logre el cenit. Sin embargo, él persevera durante los años cincuenta y todavía levanta distintas propuestas bastante espectaculares. 2.5. La epicidad distanciadora de Brecht Dentro del marco del teatro ideológico o político, sobresale la figura fundamental de Bertold Brecht (1898-1956). Su aportación es decisiva para el teatro contemporáneo y su estela se amplió después de su muerte. De hecho, su teoría teatral y las posteriores exegesis son un vuelco de la idea de teatro que se tenía hasta el momento. Brecht tiene una formación granítica que aúna las distintas formas de expresión dramatúrgica de los años veinte, absorbe su alma y las reinterpreta para defender un teatro basado en provocar al espectador una actitud crítica respecto a lo que ve. Es así como se nutre de la ideología marxista, a la vez que estudia los espectáculos de cabaret o se deja influir por el universo ideado por Kafka. Progresivamente, se vuelve un exegeta de los textos de otros para ir amalgamando la sazón que posibilitará su teoría: tiene en cuenta las teorías de Piscator, y analiza la obra de Christopher Marlowe. Este diálogo interpretativo con el arte de su sociedad explica que su propuesta exija al público una interpretación sobre el estado de la sociedad contemporánea. De algún modo, se trata de llevar al auditorio a un proceso de juicio crítico de acuerdo con la clase social a la que pertenece. Esto significa que el teatro tiene que potenciar la función y el sentido político en la medida en que los hechos «representados», aunque contemporáneos o ficcionados, sean entendidos como hechos vividos e historiados. El materialismo histórico guía esta concepción del impacto de la obra en el público y su función social última. Este sistema de interpretar la «vida» sobre el proscenio implica un «alejamiento» que permite el sentido crítico y el juicio y no es un mero proceso de identificación o de proyección emocional hacia los temas y los personajes. La idea de un teatro como «divertimento» burgués es torpedeada desde la base y, a pesar de todo, esta exigencia ideológica no tiene que podar la recepción emocional de la obra. Emoción, sensación y espíritu crítico pueden formar una unidad en la percepción del acto teatral. Este distanciamiento (Verfremdungseffect), por otro lado, Brecht lo ve ya en el antiguo teatro de máscaras de la época medieval y en las máscaras del teatro oriental. La voluntad de documentación histórica y el dominio documental de la historia del teatro son fundamentales para Brecht a la hora de sustentar

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su teoría, por eso mismo se puede afirmar que la figura de Aristóteles es esencial. Brecht se propone subvertir la idea de catarsis trágica aristotélica como punto de partida del proceso de identificación del público porque entiende que esto provoca una alienación que no permite ejercer el sentido crítico que él busca. Su idea de un teatro «épico» quiere vincular el didactismo con el divertimento o el placer y cambiar la idea tradicional de teatro con unos personajes que «muestren» las contracciones internas, pero que no se expliquen en función de los conflictos dramáticos ni se caractericen por la construcción de una emoción o un sentimiento. El personaje estará caracterizado por su ser social y por su incardinación histórica, el actor no tiene que carnalizar el personaje en el sentido de Stanislavski, sino que debe mostrarlo desde un rincón más racional y «textual». De este modo, pues, la forma épica del teatro entiende el acto escénico como una narración e induce al espectador a un proceso de observación con el objetivo de ensanchar su actividad intelectual y prepararlo para tomar decisiones de acuerdo con su posicionamiento crítico. El espectador es puesto ante algo y no sumergido en algo; tiene que mantener su individualidad intransferible para que actúe ante una obra fundamentada en la argumentación. La misma forma épica de la representación entiende que los sentimientos son el antepecho de la conciencia y no una cámara de estancamiento inmovilista. Actor y espectador estudian al individuo en escena sometido a un proceso de transformación constante, influido por el medio. La obra no tiene que ser una construcción orgánica y progresiva de escenas en busca de un desenlace, sino que cada escena es una unidad por sí misma. El espectador se vincula al desarrollo de las escenas y no al vilo del final dramático, porque es este desarrollo de la transformación el que caracteriza al mundo moderno, que se aleja de la construcción clásica y aristotélica. E incluso, esta peculiar «epicidad» brechtiana entiende que personaje y espectador son seres con una identidad social que condiciona su pensamiento subsiguiente, y de aquí viene el concepto de la humanidad como proceso continuo. Todo esto, regado con la presencia de la razón como elemento discernidor y exegeta del hecho teatral. 2.6. Pirandello y el metateatro A pesar de la velocidad de este ensayo en el repaso de las distintas corrientes teatrales que han dominado el final de siglo

XIX

y todo el siglo

XX,

y la tácita

necesidad de síntesis, no podemos dejar de lado la aportación de Luigi Pirandello (1867-1936). Su obra ha sido valorada como un teatro que puede pasar de las estructuras antiguas y obsoletas a propuestas realmente revolucionarias. En un primer momento, arranca con la comedia burguesa y el triángulo de vodevil. Hasta 1910, Pirandello no es un autor reconocido, pero a partir de este momento despliega su obra narrativa y opera un cambio en su teatro verista en siciliano. Este teatro está caracterizado por una alta vivacidad en la acción y unos diálogos muy trabajados, pero no deja de tener la base en una tradición establecida. A partir de los años treinta, renueva su visión teatral y nos procura una nueva dramaturgia, que si bien no es tan celebrada como la apor-

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tación de Brecht, sí que incidirá en la producción de los autores posteriores. Su renovación consiste en corromper la forma dramática tradicional y poner en primer término el relativismo psicológico de los personajes y su identidad ante los otros. Agudiza el sentido social de la identidad de los personajes en relación con la alteridad. Esto quiere decir que se puede encontrar un subsuelo existencial en sus obras, y sobre todo cuando se entiende que la vida humana es, en sí misma, un acto teatral. Seis personajes en busca de autor (1921) es una pieza fundamental en la concepción y defensa de esta propuesta teatral. Con un primer plano de melodrama lacrimoso, se despliega una especie de tragedia en la búsqueda del propio ser. Con la aparente superficialidad de unos actores ocupados en los celos mezquinos propios del gremio, se nos fuerza a entrar en el análisis de la vida interior en una especie de callejón sin salida. El teatro llegará a ser un procedimiento excelente para reflexionar sobre las pulsiones básicas de la humanidad: el ser y el parecer, el enfrentamiento con la verdad y con la temporalidad y la muerte. El teatro será el mecanismo, espejo, de hecho, que obligará a la persona a cotejar su auténtica realidad. Estamos en las antípodas del teatro épico de Brecht, pero el individuo de Pirandello también tendrá que enfrentarse a su existencia desde un punto de vista metafísico que le fuerza a la interpretación de sus razones de existir y de engañarse. Como Brecht, sin embargo, Pirandello no busca ningún proceso de identificación con los personajes, al contrario: el espectador es consciente de que la ilusión escénica es esto mismo, una ilusión y no un realidad tangible. Por ello manifiesta claramente que el teatro es una mentira (el ensayo con el que se inicia Seis personajes en busca de autor implica esta ruptura y la novedad técnica del metateatro) que tiene que justificar el tratamiento de temas vitales.

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3. El teatro después de la obra magna de la guerra

3.1. El teatro del absurdo La dimensión filosófica del teatro de Pirandello también podría aplicarse a las propuestas del «nuevo teatro» que, con el tratamiento del absurdo como eje central, tienen que ver con la corriente del existencialismo. Por un lado, Kafka ya había establecido una nueva música en la narrativa de Occidente y, por otro, las aportaciones de Sartre y de Camus –recordemos el mito de Sísifo– habían puesto la angoise (‘ansiedad’) en la palestra. La dimensión teatral de este cóctel lleva el nombre de teatro del absurdo, en ocasiones entendido como un cajón de sastre de propuestas bastante diversas. Partimos de una visión pesimista de la existencia humana como esbozo principal de las manifestaciones artísticas, narrativas y teatrales: ni las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial ni Auschwitz son un pequeño detalle. Esto permite afirmar la muerte de Dios como ente ordenador y armónico de la naturaleza humana. El mundo de las «ideas», por lo tanto, ha fracasado, especialmente las ideas burguesas que propugnaban el orden cósmico que la guerra estropeó. Como en el caso de las vanguardias de principios de siglo, Vitrac por ejemplo, o el precedente de Jarry, la desconfianza en la razón como principio ordenador del bienestar existencial es determinante para entender la carpintería de dramaturgos como Samuel Beckett (1906-1989). De este modo, los principios del teatro tradicional, como la verosimilitud, la lógica del diálogo, las coordenadas espaciales y temporales, y el mismo concepto de acción dramática, entran en crisis; una clara manifestación artística de la desconfianza ideológica respecto al nuevo mundo surgido de la guerra. El psicologismo se desvanece, y la idea del personaje como héroe, aunque sea doméstico, también se descompone de la lógica semántica. Si hasta ahora, a pesar de todo, el conflicto, exterior o interior, era el eje de la acción argumental y potenciaba el vilo de la resolución final y la creación de expectativas, con la obra de Beckett esto desaparece absolutamente. El orden lineal y cronológico es reventado en virtud de una estructura circular, o elíptica y cíclica, que amplifica el nonsense del itinerario humano. La incoherencia de los diálogos de Ionesco en La cantante calva (1950) son dinamita en el centro neurálgico del racionalismo, la palabra ya no puede ser el canal de transmisión del sentido. Esta mutilación de la dimensión semántica del texto es explicitada en la aparición de personajes con mutilaciones diversas que comunican la ceguera del mundo contemporáneo. Y esto quiere decir que ya no se puede confiar en el propio discurso como procedimiento de construcción de la «absurdidad» de la existencia: de esta manera los objetos tienen un protagonismo metafórico y expresan la angustia de la existencia. Ionesco, en Las sillas (1952), provoca una proliferación de los objetos como manifestación metafórica de la angus-

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tia. Y también es subvertida la idea de comicidad: el teatro del absurdo no se satisface con la ironía o el sarcasmo. Su opción es cargar la burla con una dimensión trágica que genera la sonrisa a la vez que la estrangula. El conjunto de obras y de autores que constituyen el teatro del absurdo, Adamov, Beckett o Ionesco, representan una revolución auténtica durante los años cincuenta y sesenta, pero, posteriormente, su modelo acaba derivando en un lugar común difícil de definir y de analizar o bien en juegos como los ejercicios literarios del Oulipo y las propuestas de Novarina. De hecho, su legado puede acabar constituyendo un tipo de estética sin trasfondo ideológico en propuestas más o menos esnobistas y esteticistas. A pesar de todo, sí que es un sustrato imprescindible para entender las propuestas de Harold Pinter (1930-2008). En este autor, la mezcla del teatro del absurdo francés con la escuela neonaturalista de Wesker provoca un teatro, con las influencias de las escuelas filosóficas inglesas, que niega absolutamente la causalidad como estructura de pensamiento y explica su «diálogo pinteriano» como procedimiento para analizar el vacío aparente de las palabras realistas, dentro de las cuales se esconden las auténticas tensiones existenciales. Pinter trabajará este espacio conceptual del no man’s land (‘tierra de nadie’) como vía de exploración de la existencia humana. Una muestra hispana de la incidencia de esta escuela la podemos ver en el teatro de Fernando Arrabal, particularmente en su Picnic (1952). Beckett seguramente es el representante más genuino de la soledad y del exilio del individuo, representado en su obra artística, durante el siglo

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permiso de Kafka. La significación del autor irlandés es impresionante y equiparable a la reverberación en la narrativa de la propuesta de su compatriota James Joyce. Beckett es un autor total si consideramos sus incursiones artísticas en la novela, la poesía, pero también en medios como la radio, la televisión o el cine. En efecto, una de sus voluntades era desdibujar las líneas que separan los géneros, así como la subversión de los procedimientos lingüísticos según el uso. Es así como, tanto en novela como en teatro, juega con los calambures, con los contrasentidos y los malabarismos sintácticos para penetrar la cabeza del espectador y convertirlo en un ente lingüístico que piensa sobre la condición humana. Esto explica que aprecie la paradoja y un sentido del humor que desentrañe las rendijas de la semántica racionalista y ataque, ya desde 1938, con Murphy, la temporalidad proustiana con una nueva óptica no psicologista. Se trata de un tiempo no definido cronológicamente que huye a un espacio que es casi una desaparición. La subjetividad, en este marco superior, se definirá por la repetición, la iteración verbal que constituye su existencia, obstinada a permanecer en el entremedio de un destino superior que lo rebasa. Por este motivo, sus personajes son andantes y engañosos en medio de un periplo trágico que retoma la idea de la Odisea clásica con un contrapunto sarcástico, y más cuando vemos a esos personajes agarrados al suelo, casi animalizados. El individuo, por lo tanto, se encuentra en la periferia del mundo en un estado casi vegetativo que infiere un estado moribundo. Sus creaciones humanas a menudo viven muriendo, en un estado materializado y orgánico de regreso al útero materno que podemos encontrar en Oh, los buenos días (1963). El trans-

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currir de estos individuos estáticos se caracteriza por un eterno retorno o un ir y volver que no les permite rehuir su no lugar. Esta particular circularidad es perceptible también en unos dúos de personajes que borran su personalidad individual y llegan a ser, los dos, dos caras de un solo ser complementario y solitario situado entre dos polos irresolubles. Por poner un caso, podríamos citar a Vladimir y Estragón de Esperando a Godot (1952), o Ham y Clov de Final de partida (1957). La obra beckettiana, por otro lado, se caracteriza por una composición basada en el laconismo y en la síntesis, muy lejos de las propuestas más sonoras y revolucionarias, aparentemente, de Artaud. Sin embargo, paradójicamente, con la falta de discursividad y de narratividad, y con la voluntad de evidenciar el significado a partir del cual no se dice más de lo que se dice, Beckett consigue una revolución silenciosa mucho más eficaz. Y es que este despojo de recursos y el juego lingüístico que opera permite llegar a un «distanciamiento», en ocasiones mucho más operativo que en la propuesta de Brecht. La descomposición del espacio, del discurso, de la comunicación en un sentido racional sitúa este teatro junto al existencialismo; y el trabajo del actor dentro de esta estética tiene que guiarse por la abstracción de la platea y por la eliminación de su propia identidad y contexto social. La descomposición de Beckett le obliga a su propia disolución como individualidad, y la caricatura de Ionesco, también. 3.2. El inquietante Harold Pinter y otros dramaturgos El impacto internacional del teatro del absurdo se puede seguir en el mundo anglosajón, como ya hemos dicho, a partir de la figura de Harold Pinter. A partir de 1957, el autor inglés afianza su propuesta teatral con The Room, The Dumb Waiter y The Birthday Party. Con estas obras ya se acuña el término de teatro inquietante, con espacios metafísicos y lengua aferrada al uso popular, pero con repeticiones y redundancias, y personajes descontextualizados que provocan la reflexión sobre las identidades. El éxito lleva al autor a escribir para la radio y para la televisión y esto supone una fuerte divulgación de sus propuestas. Esta difusión de la obra de Pinter significa que un grueso significativo de espectadores ingleses se acostumbra al desnudo y a la idea de cierre existencial de origen kafkiano, así como a unos diálogos volcados al estilo de Ionesco. También conviene decir que el background inglés de Lewis Carroll, su idea de nonsense, influencia la obra de otro dramaturgo de la época, H. F. Simpson, que conocía de cerca las propuestas de Beckett. E incluso podemos citar el Rosencrantz y Guildenstern han muerto de T. Stoppard (1967) como epígono del inmovilismo de la espera según los cánones del teatro del absurdo, refundiendo a los personajes de Shakespeare. En el universo norteamericano, Arthur Kopit trabaja el absurdo y el subconsciente freudiano, imitándolos. Su obra más representativa es Oh Dad, Poor Dad, Mama’s Hung You in the Closet and I’m Feelin’ So Sad (1963). Y no podemos

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desatender a Edwar Albee y su Who’s Afraid of Virginia Woolf? y Zoo Story, dos éxitos enormes. De algún modo, Albee significa en los Estados Unidos lo que significó Pinter en Inglaterra. Albee, inserta, en su manera y en el contexto de su país, las aportaciones del teatro del absurdo, y consigue manejar procedimientos del psicoanálisis más salvaje dentro del contexto familiar que diseccionan el american way of life. No hay ni que decir que la producción literaria de la Generación Beat contribuye en gran medida a este bouleversement. El teatro español de estos momentos tiene nombres como Miguel Mihura, Gómez de la Serna, Martín Iniesta y el mismo Arrabal. En diferente medida y con procedimientos distintos, estos autores siguen los caminos marcados por Beckett en ámbitos muy diferentes, que pueden llegar a las revistas satíricas, al teatro, pero también al humorismo de Gila. Y en Cataluña destaca la figura de Manuel de Pedrolo, quizás más divulgado por su obra novelística, pero que será un destacado defensor de la estética beckettiana. Esto es evidente en obras como Cruma y La nostra mort de cada dia (1958), Homes i no (1959) o Pell vella al fons del pou nou (1967). En el caso español y catalán, el teatro del absurdo, o su particular asunción y adaptación, es también una forma de luchar contra la dictadura franquista. La circunstancia política del franquismo acentúa, durante los años sesenta y los setenta, la reivindicación ideológica del «absurdo» de la existencia humana y otorga a este teatro unas características más contingentes y no tan teóricas. En este contexto, también hay que entender las propuestas en Cataluña de la Agrupación Dramática de Barcelona y el repertorio, durante los años setenta, del grupo La Gàbia de Vic, que monta hasta siete obras de Beckett. 3.3. Las nuevas propuestas norteamericanas: performances, happenings y otras innovaciones Durante la primera mitad del siglo XX, tal y como hemos procurado exponer, se ha operado un proceso de transformación de las artes escénicas que van desde las apuestas naturalistas hasta el nihilismo existencial del teatro del absurdo. Se ha hecho una crítica dura a los restos aristotélicos y se ha concebido una nueva manera de entender la técnica de la representación: desde la potenciación de la iluminación sugestiva hasta el despojo escenográfico y conceptual del espacio. La necesidad de renovación y la búsqueda de nuevas formas de expresión son evidentes. El centro neurálgico de esta búsqueda es el continente europeo, sin duda. A partir de los años sesenta, sin embargo, las propuestas más renovadoras provienen del otro lado del Atlántico, con Nueva York como núcleo de irradiación. Estados Unidos florece económicamente y pone en marcha una industria tecnológica de gran potencia; su concreción en el mundo del cine les procura una plataforma de resonancia de un nuevo star-system que influenciará, a la larga, en el viejo continente. Por otro lado, su complicidad con los afanes democráticos durante la Segunda Guerra Mundial establece unos puentes en complicidad con Europa que se volverán muy productivos. Además, han au-

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mentado los viajes transoceánicos y esto permite que el mercado de los productos culturales sea todo el planeta. Esta efervescencia llega a todas las artes, también al teatro, está claro. La estructura teatral norteamericana, a grandes rasgos, crece dividida entre un teatro, digamos, oficial o comercial y bastante espectacular en el contexto de Broadway, y un teatro más marginal y menos divulgado, pero que contribuye a la renovación de la tradición, el Off Broadway. El teatro oficial, que recibe subvenciones institucionales y que busca una productividad económica, se concentra en las propuestas de Nueva York, a la manera en que la industria cinematográfica se capitaliza en Hollywood. En Broadway se proponen espectáculos ampulosos para llamar la atención y garantizar un rendimiento, que a menudo no es logrado. De este modo, aparecen las comedias musicales de gran formato. Pero a pesar de la incidencia de esta línea estética en los musicales europeos actuales, las propuestas más innovadoras las encontramos en el Off Broadway, creado en 1945. El repertorio que se representa sufre las restricciones impuestas por el teatro comercial y oficial, que ocupa y legisla muy rigurosamente los espacios. En estos teatros alternativos se representan las obras de Arthur Kopit, Margo Jones y hasta las obras más actuales de Sam Shepard. También es aquí donde se dan a conocer nombres vanguardistas como Genet, Beckett, Ionesco, Pinter y hasta Brecht. Las leyes de mercado capitalista no permitirán, sin embargo, que este teatro pueda competir con el teatro oficial y comercial, que acaba volviéndose un auténtico altavoz en la cultura mass media. Un caso bastante aclaratorio de este fenómeno es el hecho de que el Living Theater, después de doce años de trabajo experimental, se vea obligado a cerrar las puertas de su local, hecho que no detendrá su anhelo investigador. Este trabajo de investigación y de renovación teatral del Living se acabará concretando en Europa. De Estados Unidos, no obstante, nos llega una propuesta que cambiará considerablemente las reglas del juego de la construcción teatral. En contacto ideológico con las manifestaciones de las artes plásticas de los ready made de Duchamp, con los poemas fonéticos de Hugo Ball, con la idea musical del cabaret Voltaire, con las propuestas de Allan Kaprow y con las aportaciones vanguardistas europeas, permiten la investigación en el hecho teatral como una acción irrepetible y viva en la que el texto no es lo más importante. En efecto, el texto no tiene que ser una pauta intocable y sacralizada respecto de la cual el director añada su mirada, sin traicionar un texto que domina, como ente regulador, toda la creación de los actores. Ahora se concibe la creación artística como un hecho colectivo en el que el texto no imponga su voz. La piel mediática y plástica del espectáculo es elevada a una posición principal, y a menudo el texto es el resultado del trabajo corporativo de la compañía que, en un work in progress, va edificando la obra. Esto implicará una cierta muerte del autor en el sentido tradicional: el dramaturgo a menudo se integra al grupo como un elemento más en la edificación teatral. Este trabajo corporativo ya lo habían iniciado Artaud y Brecht, pero no

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con los componentes plásticos que ahora tendrá. Y esto significa que el actor ya no es solo un servidor de la obra de otros; es también un creador de la obra y no solo del personaje, y el espectador tampoco puede ser un simple espectador pasivo: se tiene que convertir en un ente actoral más. La manifestación más clara de esta concepción teatral durante los años sesenta en Nueva York son los happenings. Esta propuesta debe mucho a la action painting de Pollock y a la idea de que la obra es la que dicta su proceso, y no el autor. La obra queda abierta e inacabada y no se explica por una idea preconcebida que quiere ser tratada. Esta concepción del happening, sin embargo, ya la tenemos hilvanada en Japón con las intervenciones del grupo Gutai. Todo esto concibe el espectáculo como un acto parateatral o prototeatral que despasa la caja escénica tradicional y ocupa espacios poco utilizados por el teatro convencional, como por ejemplo salas de arte, naves industriales o estaciones de tren. Esto quiere significar una apertura del concepto de teatro que se sume a la idea de que el cuerpo del actor puede llegar a ser el texto de la pieza. En este sentido, hay que recordar las aportaciones de Acconci al arte corporal y la idea de que este arte nace de la concepción de que las palabras se han hecho insuficientes; el cuerpo llega a ser material artístico como elemento más real que la construcción textual. Se busca este plus de realidad para desmantelar la simulación como procedimiento teatral. El acto se vuelve más orgánico, más directo, más vital y reproduce acciones fisiológicas en un marco que desdibuja la idea de historia. Los espacios vacíos, como por ejemplo un lienzo pictórico, tomarán al vuelo unas acciones que pasan en aquel momento y que son irrepetibles. La lógica temporal de la narratividad desaparece en virtud de llevar a término un acto que sea una acción de presente y ya está. La obra es, pues, una experiencia que incluye la improvisación y que fuerza al actor a investigar todos los rincones del cuerpo. Este cuerpo tiene que potenciar el movimiento y estudiarlo con las técnicas del mimo, pero también estudiar técnicas zen, por ejemplo, para ampliar el eco. El resultado es un teatro que utiliza la anarquía, en varios sentidos, como herramienta para desgarrar el teatro tradicional. Hay que decir que las nuevas concepciones del comportamiento sexual en estos momentos influirán también en esta estética. El happening tiene una preclara manifestación en las teorías de George Maciunas y la constitución del grupo Fluxus. Con el espíritu del grupo dadaísta de Zúrich en 1916, ahora, en 1960, y desde Nueva York, esta «marca» de Fluxus potenciará y congregará la obra de autores que participan de la propuesta, como por ejemplo George Brecht, Joseph Beuys, y las innovaciones musicales de John Cage. Todas las manifestaciones artísticas son imantadas por la idea del grupo que convoca a videoartistas, artistas corporales, danza contemporánea o experimentaciones con cuerpos humanos y con animales.

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Esta multidisciplinariedad supone que pueda haber confusión en la taxonomía de las representaciones parateatrales durante los años setenta, en la medida en que cuesta discernir si se trata de happenings, performances o body art ('arte corporal'). Con todo, las propuestas relacionadas con el body art centran su interés en el cuerpo como vector para expresar la rebelión contra las convenciones y como centro del enunciado performativo. Y cada artista integrará otras artes, plásticas y videográficas principalmente, en función de su idiosincrasia. En Viena, Hermann Nisch postula una versión más ritualizada del body art, en la que el cuerpo se hace el centro del mundo y se potencian los aspectos arcaicos y la voluntad de reaccionar contra el cuerpo social inmovilista. De cualquier modo, la aportación de estos artistas, con alma de miscelánea, será incorporada como método teatral en las obras y las estéticas actuales, como herramienta inserta en propuestas teatrales que no son estrictamente una muestra de este teatro tan físico. Pero sí es importante para entender determinados aspectos de las últimas creaciones de directores catalanes, como Àlex Rigola o Calixto Bieito, así como algunos de los espectáculos De Joan Brossa de los años sesenta, que se injertan esta estética, y las propuestas vanguardistas de Mestres-Quadreny –al menos, en la idea de performance. Y su incidencia es diáfana en las «acciones» de poetas como Carles Hac Mor, o más nítida y genuina en la aportación de Marcel·lí Antúnez y de La Fura dels Baus. En relación con estas inquietudes y con la voluntad de investigación del hecho teatral, tenemos que citar la aportación de Julian Beck y Judith Malina en The Living Theater. Con una formación textual que bebe de la obra de García Lorca, Cocteau y Gertude Stein, y la influencia de las teorías de Piscator, Brecht y Pirandello, quieren superar las maneras de entender la interpretación a la manera del celebrado y «massmediático» Strasberg y su Actor’s Studio. Sus propuestas iniciales incorporan la necesidad en el actor de hacer un trabajo muy físico, y no tanto de interiorización respecto a la creación de personajes, y a potenciar la improvisación. Su orientación ácrata, la voluntad de hacer propuestas que ataquen los presupuestos colonialistas en Vietnam y la defensa del amor libre llevan al establishment a una situación incómoda. Su aventura llega a Europa a partir de 1964, y el efecto es notable. El teatro de Beck y Malina se basa en las técnicas del happening y la performance; entienden que el teatro es el cotejo entre el actor y el espectador, y por ello incorporan al público en la dinámica teatral y lo insertan en la evolución de los actores entre los espacios: la frontera transparente entre espectador y actor cae definitivamente. En esta línea, Joseph Chaikin da un paso más cuando abandona The Living Theatre, en 1963, por entender que allí se realiza un teatro demasiado centrado en la reivindicación social e ideológica y que no presta suficiente atención a las técnicas actorales. Esta reflexión lo lleva a fundar The Open Theater, donde se concentra en analizar los conceptos de actor y de «presencia». Chaikin se propone encontrar nuevas técnicas para expresar la condición humana dentro del teatro y profundiza en las aportaciones de Stanislavski. De este modo, totalmente centrado en la figura del actor, propone la colisión dramática, la

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memoria afectiva, el análisis textual y la inspiración como ejes básicos de una nueva manera de trabajar. Y a pesar de que crea en la improvisación como procedimiento, no se priva de encargar textos para conducir estas improvisaciones colectivas, que eran intensamente trabajadas. De hecho, podríamos decir que va un punto más allá de Strasberg y apunta ejercicios para lograr un nuevo contacto entre actor y espectador. Los ejercicios físicos de los actores irán dirigidos a encontrar una determinada «verdad» al pasar del interior al exterior del personaje, en mutación constante, y con el trabajo de transformación al recibir y emitir emociones. Todo ello como técnica para conseguir una aproximación emocional y un distanciamiento, casi simultáneamente, que ponen en entredicho los métodos naturalistas y psicologistas. El cuerpo teórico de Chaikin es potente y no permite al actor instalarse en el cripticismo ni en el solipsismo, cosa que haría que este actor olvidara al público. En cuanto a la temática, además, se interesa por un ser humano sometido a la soledad; trabaja el aislamiento del individuo en el ataúd social y en la voluntad de mostrar la estructura profunda de una humanidad sometida a la prisión social e ideológica del nuevo mundo. La aventura dura diez años (1963-1973) y se acaba por el temor de sus componentes a ser absorbidos por las directrices del teatro convencional y de perder su fuerza de investigación. La institucionalización les produce alergia porque temen que estas propuestas pierdan su naturaleza abierta y cambiante. John Cage, de formación musical académica y discípulo de Schönberg, se incorpora a la vanguardia a partir de 1943, cuando hace un concierto con incorporación de la danza en colaboración con Merce Cunningham. Su renovación en el ámbito musical es remarcable e implica la transgresión de los códigos occidentales de la armonía. El interés por la música oriental lo lleva a valorar la presencia del silencio como elemento significativo y como herramienta de interpretación. De acuerdo con esta tesis, en 1952 interpreta la pieza 4’ 33’’, en la cual el pianista permanece cuatro minutos y treinta y tres segundos sentado ante un piano, apenas tocándolo para abrir y cerrar la tapa, y marcando los movimientos que ordenan la pieza. La música pasa a ser la respiración del músico al hacer estas acciones y el sonido que provocan las reacciones del público o el rumor ambiental, que también se incorpora a la partitura, tal y como lo entiende Cage. Durante los cincuenta, y a partir de una reflexión sobre el crecimiento de los hongos (de hecho, acabará siendo un reputado micólogo), defiende que la música tiene que crecer en relación con su environment y tiene que seguir un proceso natural que no se adecue a las convenciones armónicas y artificiosas. Cage también incorpora la yuxtaposición en los happenings con propuestas poéticas, plásticas o visuales como procedimiento para «des-significar» el sema. Otras propuestas en esta línea son las de Richard Schechner y The Performace Group, en Nueva York, o las aportaciones a la danza contemporánea de Merce Cunningham. Este autor entiende que la danza es cualquier movimiento, cualquier parte del cuerpo puede ser utilizada, cualquier integrante de la com-

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pañía puede ser solista, cualquier espacio es propenso a la danza y la danza puede tratar cualquier tema; aun así, no puede perder de vista que su origen es el mismo movimiento y la música. La decoración, el aparato lumínico y la actividad del cuerpo, por lo tanto, son entidades diferenciadas. Y esto implica que la tradicional geometría del cuerpo de danza se rompe y adquiere múltiples centros físicos y de atención, en un tipo de descomposición del orden implícito del género. Inspirado en las teorías de Einstein (no existe un punto fijo en el espacio), Cunningham deshace el concepto clásico del espacio y de su ocupación. Sus aportaciones son capitales en la creación de la danza contemporánea y edifica una influencia de gran envergadura en este género: las iniciativas de Cesc Gelabert en Cataluña tienen mucho que ver con las teorías de Cunningham. Es uno de los primeros en incorporar la imagen y el vídeo en sus espectáculos. La utilización de varias cámaras multiplicará los puntos de vista del público y desplegará el espacio por donde se mueven los cuerpos. Y no para: durante los años noventa incorpora el ordenador en la construcción de las coreografías para extremar los límites de las posibilidades del movimiento. Su afán de investigación lo lleva a colaborar con propuestas teatrales y contribuye a borrar las tradicionales fronteras entre danza y teatro. En Europa, siguiendo la línea de experimentación que se ha puesto en marcha en Estados Unidos, es significativa la presencia del festival de teatro universitario de Nancy, bajo el impacto de Mayo del 68 y de las inquietudes políticas subsiguientes. En este festival, espoleado por Jack Lang, se dan a conocer propuestas de todo el mundo con un fuerte contenido de compromiso político y de protesta. También hay que destacar, en Francia, las acciones de Jean-Jacques Lebel en relación con el body art. En París, sin embargo, la centralidad del cuerpo en este nuevo teatro no solo afecta a las opciones más transgresoras ideológicamente; también con el influjo del cuerpo como elemento central que sustituye el texto, arranca la base de lo que será conocido popularmente como teatro de cuerpo, con la renovación de las técnicas del mimo de Marcel Marceau y la investigación de Jacques Lecoq. Más allá de las aportaciones de Marceu, con un mimo más lírico y figurativo, Lecoq desarrolla las posibilidades creativas del cuerpo humano. Si el movimiento está en el origen de la constitución del mundo y de su manifestarse natural, el actor tiene que observar este movimiento sin el objetivo de imitarlo. La imitación solo es un proceso inicial del juego de aprensión del movimiento. Su estancia en Italia y la participación en la fundación del Piccolo Teatro de Milán, en colaboración con Giorgio Strehler, le permiten el estudio de la commedia dell’arte y de sus personajes y movimientos que, sumados a sus conocimientos de la tragedia clásica y del cuerpo humano –como profesor de educación física que había sido–, le ofrecen el abono necesario para una teoría con aplicaciones pedagógicas que tomen al vuelo una cantidad enorme de actores repartidos por todas las compañías europeas. Las propuestas de Co-

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mediants le deben mucho, como Sergi López o Albert Vidal y su investigación sobre el mundo telúrico y la incorporación de los armónicos a la acción del cuerpo. Lecoq enseña que el cuerpo es el centro del juego dramático y no la estructura conceptual de la obra. Por eso propone una exploración del gesto como vía para acceder a los rincones ocultos del movimiento; la acción revelará lo indecible del mundo trágico mediante el cuerpo del bufón o del payaso y, así, renovará el género del mimo y añadirá una dimensión poética en una singular mayéutica sobre el cuerpo humano. La poeticidad relacionada con las acciones del cuerpo, añadiéndole el atrezo circense, producirá espectáculos irrepetibles y de una finura extraordinaria como los de James Thiérrée. A partir del año 2001, este polifacético artista, proveniente del Cirque Imaginaire, consigue hacer un collage armónico con las técnicas del mimo, la danza y el teatro visual y gestual. Su última propuesta, estrenada en el Teatro Nacional de Cataluña en el 2011, Raoul, es una muestra preclara de esta síntesis de técnicas. Desde el festival de Nancy se divulga otra propuesta bastante rompedora, Peter Schumann y el grupo Bread & Puppet Theater utilizan marionetas sicilianas del siglo XIV. El uso del títere gigante es también una reacción contra el teatro literario y narrativo y la reivindicación del teatro de calle. Ahora el actor es reducido al motor de movimiento que se traslada al títere. La palabra desaparece y el teatro de máscaras tradicional ha sufrido un proceso de amplificación extraordinario. También la percepción del movimiento cambia en relación con la dificultad y la lentitud de mover estos grandes mecanismos, y esto adhiere una nueva significación al gesto. Los articuladores de los widgets no tienen por qué ser profesionales de la actuación, sino «panaderos» de un «pan», el títere o el teatro, que se convierte en una necesidad atávica como la de la elaboración y la ingesta del pan real. De aquí viene, de este «pan», el nombre del grupo. 3.4. El regreso a la ideología del texto Sin embargo, las innovaciones del teatro gestual y de los experimentos de los performers norteamericanos no son las únicas vías de contestación de la dramaturgia tradicional y de la moral burguesa. Durante los años cincuenta, la obra de Beckett y de Ionesco ha sido divulgada y representada en cantidad suficiente, y un montón innumerable de autores siguen su estela y los imitan. En Alemania, el legado de Brecht reclama un nuevo interés –aunque no es el caso de Peter Handke, por la necesidad de tratar temas que afecten a la sociedad, como en el caso del suizo de lengua alemana Max Frisch–, y recupera su dimensión didáctica. Esto también incidirá en la propuesta del denominado nuevo teatro inglés. John Osborne y Arnold Wesker recuperan la idea de teatro épico brechtiano, con narrador, inclusión de canciones o utilización de escenas. En el contexto de los Angry Young Men, en 1956, un grupo de jóvenes, casi como una guerrilla contracultural, y con el estreno de Look back in Anger –el grito de protesta de Jimmy Porter–, el personaje de Osborne llegará a ser el arquetipo de una juventud rebelde que ha perdido las ilusiones construidas

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por su país. El origen obrero del personaje y su desclasamiento social posterior no le ofrecen ni la tranquilidad de la élite ni la pertenencia a la clase trabajadora. El teatro vuelve a tratar temas ideológicos con el uso de un texto realista que se aleja de la tradición clásica del teatro inglés. Pero el grupo, Osborne y Orton entre otros, a pesar de que logra el éxito escénico, deviene más un catalizador ideológico que una aportación de innovación dramatúrgica. A pesar de todo, este ambiente de revuelta tendrá derivaciones con la participación de algunos de sus miembros en el Free Cinema inglés representado por Richardson, Anderson o Reisz. 3.5. El Laboratorio de Grotowski Durante los años sesenta, el teatro de reivindicación ideológica emerge con fuerza con la figura del polaco Jerzy Grotowski (1933-1999) y su reinterpretación de los métodos de Stanislavski y de Brecht. Su aportación al teatro contemporáneo es enorme en la medida en que rompe las concepciones tradicionales de actor, de director y de espectador. El teatro ya no puede ser un texto dicho por el actor, o un mecanismo para expresar las inquietudes políticas del director, ni una forma de estricto entretenimiento para el espectador. Su idea es la de aplicar una reducción de todo lo que sobra en el teatro, como el decorado, el diseño de luces o el vestuario; incluso se puede eliminar el texto. Pero el teatro no es posible sin actor ni espectador. Siguiendo a Stanislavski, Grotowski le solicita al actor la comunicación de su vida interna mediante los recursos físicos de la voz y el gesto. Y esta operación debe hacerse en el contexto de un reduccionismo de todo lo que lleve a la espectacularidad de la puesta en escena. El teatro se tendrá que investigar para encontrar lo esencial y diferencial que lo singulariza respecto de las otras manifestaciones artísticas; no se trata de adherir elementos superpuestos de las otras disciplinas, sino de desvestir el acto teatral de todo lo que no le es estrictamente intrínseco. Por este motivo, se pretende una búsqueda de la relación dinámica entre actor y espectador, y esto significa que el actor no debe esconderse detrás de máscaras o herramientas que eclipsen su propia creación, que es el alma misma del teatro. El estudio del lenguaje de los signos para potenciar la comunicación y efecto sobre el público se suma a una disciplina de entrenamiento físico y a una centralidad del cuerpo como vía de comunicación de las pulsiones orgánicas del actor y del personaje. El contacto con el espectador tiene que ser, también, mucho más directo y orgánico. Por eso se reduce el aforo y se dispone el público en el mismo espacio que el actor, pero no como un experimento vanguardista, sino como comunión ritual y espiritual con el mismo hecho teatral. El contexto institucional polaco de la cultura entendida como un elemento de prestigio nacional permite que las subvenciones ofrezcan una capacidad de experimentación que otros países no tenían. Esto está vinculado con el conocimiento, también contextual, del sustrato expresionista, y permite a Grotowski experimentar con la estética tenebrosa y angulada de este imaginario. Todavía más, el sustrato católico de la cultura polaca explica que el dramaturgo se preocupe por una temática espiritualizada y aproveche su estética. Esto

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explicaría su interés por el personaje de Fausto y por la iconografía goyesca. No es extraño que se emplee el calificativo de «santo» para el modelo de actor que se defiende en oposición al actor «cortesano», más preocupado por el narcisismo y el exhibicionismo. El actor santo tiene que pretender un acto físico de sublimación sin freno y sin pausa en el entrenamiento. La finalidad es la de alcanzar todas las potencialidades físicas y espirituales. Este modelo de trabajo actoral y la dimensión pedagógica de su autor se esparcen por Europa, se divulgan también en Estados Unidos y condiciona los métodos de trabajos de un buen grupo de escuelas de teatro contemporáneas. El conjunto de estas estrategias sintéticas aplicadas al teatro recibirá el nombre de teatro pobre y se desarrollarán en su Teatro Laboratorio puesto en marcha en 1959, en Wroclaw; el encuentro de todas sus teorías y escritos respecto al teatro pobre se produce en 1971. Sus montajes más remarcables se levantan durante los años sesenta e incluyen la reinterpretación de clásicos como El príncipe constante (1965) de Calderón o experimentaciones como Apocalypsis cum figuris (1968), en la que los espectadores son sumergidos literalmente dentro de la escena minimalista y con implicaciones simbólicas o crísticas. El exilio a Estados Unidos a partir de 1982, y su dedicación docente en la universidad de Irvine, California, junto con el paso por Italia, ayudan a la divulgación de sus teorías. Grotowski fue muy admirado, pero también generó detractores. En todo caso, siempre despertó sospechas y desconfianzas en el aparato socialista, pero su alejamiento de Polonia le ahorró el seguimiento dogmático de la estética del realismo social y no le hizo perder el deseo de libertad estética e ideológica. 3.6. La visión de Kantor Polonia es un país de una tradición teatral muy rica y también un cruce donde chocan muchas tradiciones espirituales e ideológicas. En este espacio de confrontación encontramos a otro gran creador, Tadeusz Kantor (1915-1990). Kantor se inicia en el mundo de la pintura y de las artes plásticas, y esto influye en su propuesta teatral y explica su inicial dedicación al happening. Sin embargo, el interés de Kantor por este cruce de tradiciones y de culturas intrínsecas a su país lleva al creador a tratar el choque entre la tradición cristiana y la judía, y a interesarse por el destino, siempre en tránsito, del pueblo polaco. Este contexto se ajusta a la llamada que siente por el teatro simbolista de Maeterlinck y por el mundo sombrío de Kafka, e investiga la tradición literaria polaca representada por Gombrowicz, entre otros. A pesar de este imaginario simbolista, fantasioso y tendente a la irracionalidad, sus montajes lograrán una particular forma realista. En 1955 funda el Teatro Cricot 2 de Cracovia. Tiene éxito con el montaje La gallina de agua (1967) y reclama atención por su trabajo de suscitar el inconsciente con la utilización del hieratismo actoral, que puede llegar a incorporar maniquíes como actores. Kantor busca la desestructuración de la realidad y la destrucción de la significación de las palabras y del psicologismo. Quiere una obra despojada de significación, y el actor puede volverse una especie de fantasma que se mueve con convulsiones catalépticas con el ritmo obsesivo de un vals. El espacio se ve como un lienzo para pintar, la idea de la composición se vuelve tremendamente plástica, y los objetos pueden

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llegar a adquirir una dimensión escultórica que rebasa su tradicional función referencial. De algún modo, se entiende el acto teatral como una especie de «visión». Su voluntad de provocación no reside en el texto ideológico ni en el compromiso político solamente, sino en un vuelco de las vías ortodoxas de la representación que no tengan en cuenta la ironía distanciadora y que se basen en las ideas preconcebidas. 3.7. El reverberante vacío de Brook En Inglaterra nace otro de los más enormes innovadores del teatro contemporáneo, y uno de los que han dejado más rastro en las propuestas más recientes. Peter Brook, nacido en 1925, se forma en el contexto de la Royal Shakespeare Company, a partir de 1945, donde empieza un trabajo ingente de investigación y de reinterpretación del teatro shakesperiano. Desde unos montajes iniciales más ortodoxos, con actores como Gielgud u Olivier, evoluciona hacia unas puestas en escena que trabajan las teorías del teatro de la crueldad. En este sentido, es remarcable su versión de Marat-Sade (1964) de Peter Weiss, donde se trata la relación entre la política y la locura, y se inicia su interés por personajes con disfunciones psíquicas. También se interesa por el teatro documental que denuncia el silencio del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial, El Vicario (1963), o por obras que incorporan las referencias a los campos de concentración o a la Guerra de Vietnam. E incluso es destacable su interés por los mecanismos del teatro clásico. Su Edipo, rey (1968), en el que defiende una puesta en escena sobria y ritual, sería una muestra de ello. Está claro que estamos ante un personaje ecléctico que defiende siempre la «vía doble» que implica un trabajo diverso con todos los resortes de la tradición teatral: de Genet a la incorporación de la técnica circense y el mundo de la magia en El sueño de una noche de verano (1970). Esta voluntad ecléctica también lo lleva a dirigir cine, como Marat-Sade (1967) y El rey Lear (1971). Su contribución teórica a las artes escénicas se recoge en el ensayo El espacio vacío (1968), en el que divide el teatro en Mortal, Sagrado, Sucio e Inmediato. Este libro divulgó sus teorías y se convirtió en una especie de dogma que influyó a múltiples directores: algunas de las últimas producciones de Oriol Broggi deben mucho a Brook, por ejemplo. Su apuesta por el «vacío» del espacio tiene que ver con reconducir el teatro hacia un acto rítmico que desnude el hecho teatral de la artificiosidad escenográfica para focalizar la atención en la emoción y en la sinceridad artística. Esta idea supone una puesta en escena en la que predominan los elementos orgánicos y una reducción de los elementos escenográficos ampulosos o trascendentes. El vacío del espacio es una manera de hacer reverberar la acción dramática interna del actor y también una herramienta para hacer llegar más nítidamente la fuerza del texto. Esta organicidad y la concepción singular de una especie de teatro mundi lo llevarán a realizar montajes en los que aparezcan actores de muchos países y razas. Esta estrategia comienza en 1971 en el Centre international des recherches théâtrales et les Bouffes du Nord, donde pone en marcha un proceso de investigación sobre

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los viejos lenguajes teatrales y de los espacios míticos. Experimenta las formas del teatro sacro con figuras como la de Prometeo. Y también se orienta hacia África para trabajar el teatro «sucio». Todo esto implica un procedimiento de trabajo que incorpora grandes equipos y una investigación del teatro colectivo. Una visión sintética de todas estas teorías se pudo ver en 1985 en Mahabharata, espectáculo de nueve horas en el que se debate el origen del mundo, la colisión de las grandes fuerzas atávicas y la reconciliación final en un relato con voluntad y tono cósmicos. La habilidad en el dominio de las grandes producciones colectivas ya lo había llevado a intervenir en la ópera con Salomé de Richard Strauss, en 1949. Pero sus últimas propuestas muestran un regreso a la austeridad del espacio y de los elementos y una voluntad de tratar temas como la distorsión de la razón en personajes que son «enfermos» y tienen una visión perturbada de la realidad. Una realidad con la que la persona no tiene una relación ni armoniosa ni racional. Y aquí encontramos espectáculos memorables, por la simplicidad y la intensidad emotiva y actoral, como Je suis un phénomène (1989), Le Costume (1999), Sizwe Banzi est mort (2006), o Warum warum (2010). Sin menospreciar espectáculos brillantes y con gran éxito como La Tormenta (1990) o El gran Inquisidor (2004).

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4. El nuevo teatro. El arte contemporáneo

4.1. El silencio de Bob Wilson A partir de la plataforma de divulgación del festival de Nancy se da a conocer en Europa a un creador muy peculiar que contribuyó a cambiar y a ampliar la sintaxis del espectáculo teatral: Bob Wilson (Texas, 1941). En 1971, Wilson propone un espectáculo fundamentado en el estudio del adolescente sordomudo Raymond Andrews. Esta propuesta supone una auténtica revolución de los códigos de construcción de la percepción del espectáculo teatral, porque investiga en nuevos registros de comunicación y en la elasticidad del tiempo y la distensión del espacio. Es un teatro que no se sustenta en la construcción de un drama, ni en la tesis ideológica o el imaginario ilusionista; al contrario, busca el flujo energético de la composición visual. Wilson incorpora la tradición surrealista y las tesis freudianas para orquestar unas obras en las que aparezcan las violencias internas de la humanidad, sus angustias y sueños enigmáticos con una piel visual y una construcción sonora basadas en el contrapunto y el leitmotiv. La palabra se convertirá en imagen, y se potencia rebasándola en imagen del pensamiento. Su formación como arquitecto también condiciona el uso del espacio, que se amplifica para potenciar su dimensión onírica, de raíz surrealista. Por este motivo, las proporciones de las escenografías y de los objetos escénicos son irreales, agigantados o diminutos, para cambiar los sistemas de percepción del espectador. La presencia del espacio, la incorporación de la plasticidad de la imagen y el uso de la música permiten hablar de una voluntad de obra «total», operística en cierto sentido, que incorpore todas las disciplinas artísticas. No es extraño, por lo tanto, que colaborara en la renovación de la ópera contemporánea con Philip Glass. En Aviñón, en 1976, presenta Einstein on the Beach, donde la música repetitiva y abstracta de Glass contribuye a investigar los mecanismos de la observación, subvertirlos y dirigirlos hacia la meditación, y se pretenden diluir los sistemas racionales de la percepción hasta llegar a una cierta viscosidad que cambie la idea del tiempo y del espacio. Su obra se sustenta en su experiencia biográfica como chico mudo hasta los dieciséis años. Un entrenamiento riguroso con una bailarina le permitió recuperar el habla y entender que esta mudez se debía a razones psíquicas. Este hecho, en efecto, provoca que Wilson disponga de unos códigos singulares que aplicará a su teatro, que potencia la dimensión visual. El afán investigador de Wilson también se aplica a las obras de texto, que bajo su batuta toman una nueva dimensión, y es así como trabaja Müller, Shakespeare, Ibsen o Woolf. Parte de la descomposición y de la subversión del orden del texto y de las estructuras para inyectarles su percepción visual. La obra,

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finalmente, se desdobla en su capacidad de producir sentidos y reverberaciones perceptivas. Y ya desde sus inicios, existe una búsqueda casi obsesiva de la perfección técnica y la utilización del espacio sonoro como canal de comunicación. Su idea de teatro total lleva al creador, de manera más intensa a partir de los años noventa, a investigar el código videográfico y a practicar la instalación museológica. 4.2. La teatralización de la ópera, la comedia musical y la danza La intervención de personajes como Wilson en el mundo operístico contribuye a la renovación de este género y, durante la segunda mitad del siglo XX, hay un proceso de teatralización de los montajes operísticos. Por un lado, hay una renovación técnica de los grandes teatros de ópera que permiten la incorporación de las innovaciones tecnológicas y de la nueva concepción del espacio, y por otro, distintos directores teatrales intervienen dando su punto de vista al repertorio operístico. Un caso es el de Giorgio Strehler. Desde 1947, con la fundación del Piccolo, se interesa por un Brecht más esteticista y por el estudio del teatro italiano de la commedia, pero acaba produciendo montajes operísticos a partir de Mozart y de Puccini, en los que las técnicas teatrales y los códigos operísticos logran un alto grado de armonía. Patrice Chéreau, director teatral francés que había empezado con la defensa de un teatro crítico y de orientación brechtiana y que había descubierto los textos desasosegados de Bernard-Marie Koltès, con montajes de gran intensidad y desnudez durante los años ochenta, también derivará hacia la ópera con Lulu de Berg, donde potencia de manera extrema la deriva sexual del personaje. En Cataluña, este interés por el espectáculo total que permite aunar todas las herramientas del hecho teatral con los procedimientos de la puesta en escena espectacular y la epidermis sonora propia del género operístico hace que directores como Lluís Pasqual se sientan atraídos por ello. Pero las propuestas más osadas las tenemos en las provocaciones éticas y estéticas de La Fura dels Baus, de Calixto Bieto y en las particulares visiones de Carles Santos. La Fura, ya desde 1984, con Accions, lleva al extremo las técnicas del happening y del body art e incita al público a formar parte de las acciones violentas del espectáculo. Se transgreden todas las fronteras y se incorpora la estética punk mezclada con procedimientos ritualistas del teatro oriental. El anhelo de investigación les ha llevado a trabajar la dimensión demoníaca de la figura de Fausto, a subvertir la tradicional percepción goethiana, y a sumergirse en la renovación del repertorio clásico que implica nombres como Mozart, Falla o Debussy. Paralelamente a estas innovaciones en el mundo de la ópera, también se renueva el denominado teatro musical. Desde los años veinte, con las operetas vienesas y las inglesas, y la incidencia de las propuestas de Gilbert y Sullivan, la incorporación del music-hall y de las revistas y la vistosidad de Ziegfield en

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Nueva York, con unos espectáculos muy ortodoxos con números encadenados y concebidos como unidades independientes, este teatro se rehace progresivamente hasta llegar a la comedia musical de los años cuarenta y cincuenta. Ahora la obra se concibe como un todo y no como una serie de números; se potencia la narratividad y la incorporación de las coreografías. El éxito de Bernstein y de West Side Story sería una muestra clara de la renovación de la comedia musical. Y Londres se incorpora a esta carrera con Andrew Lloyd Weber. Es un teatro comercial, con las exigencias propias de convocar a un gran público, que utiliza los mitos universales, como por ejemplo en Jesus Christ Superstar, para ocupación de butacas de manera sostenida. En Cataluña, los representantes más genuinos de este género son Dagoll-Dagom. La nit de Sant Joan (1981) es un éxito que sabe tomar los códigos del género e insertarlos en el imaginario popular del país. Esta operación de incorporación del sustrato histórico al teatro musical explica los éxitos clamorosos de obras como Mar i cel, montada en 1989 y repuesta en el Teatro Nacional de Cataluña en el 2004. El teatro musical, por lo tanto, ha pasado de los espacios específicos del Paralelo a las salas de repertorio clásico. Esto significa que las instituciones han visto en este género una vía para acercar al público a los espacios más culturalistas, y las empresas teatrales lo han entendido como una máquina económica muy rentable. De este modo se explica la irrupción galopante de musicales en la programación más estrictamente actual, tanto de producción nacional como internacional. La incorporación de la multidisciplinariedad de los espectáculos producidos en Europa y en Estados Unidos durante los años setenta explicaría la emergencia de la danza como puesta en escena con reverberaciones más propiamente teatrales. El género de la danza ahora introduce una dimensión más «actoral» en la formación de los bailarines. A la formación gremial del dominio del cuerpo en relación con la música, se añade la necesidad de incorporar la comunicación de emociones más propiamente teatrales, y esto implica la utilización de la voz. El bailarín es una herramienta más para explicar una historia y no solo un instrumento de la coreografía. Ya desde 1976, Pina Bausch se interesa por la obra de Brecht y Weill y comienza lo que se denominará teatro danzado. El movimiento comunicará el proceso de violencia, desesperanza y alienación del mundo moderno a partir de una nueva concepción de la utilización del cuerpo y del movimiento. Incorporando las técnicas de la danza clásica, Bausch construye los espectáculos a partir del material «sucio» que aportan los bailarines de la compañía, pero son guiados por propuestas temáticas que la directora les impone para arbitrar las improvisaciones. Se quiere incorporar el presente y la vida a la danza y edificar un universo personal e intransferible, jugar con la memoria colectiva y potenciar la idiosincrasia singularizada de los bailarines. Todo esto, sumado a una mirada corrosiva y sarcástica, acaba imponiendo un estilo que influenciará notablemente la danza de los últimos años.

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Un grupo particularmente interesante en este terreno multidisciplinario es el que formó en Londres el australiano Lloyd Newson con el colectivo DV8 Physical Theater. Defienden la singularidad corporal y sexual, desde la homosexualidad o los cuerpos gordos hasta los cuerpos mutilados, y se nos invita a una idea de danza y de teatro que incorpora lo grotesco y la belleza extrema como procedimientos de impacto. Con una técnica impecable en el campo del dominio del cuerpo, las obras presentan estructuras narrativas, a pesar de que sincopadas, y explotan las dimensiones visuales del espacio con la incorporación de las proyecciones de vídeo. Esto los lleva a elaborar piezas cinematográficas excelentes, como The Cost of Living (2000). 4.3. El discurso se reinventa La atención a la dimensión más física y experimental del hecho teatral, relacionado con otras disciplinas artísticas durante estos años, no eclipsa otra línea de renovación que afecta más al «teatro del discurso», en el que el texto vuelve a ser centro de debate. Las escrituras dramáticas contemporáneas plantean una nueva inserción de la subjetividad, de la narratividad y del lirismo como procedimientos que recuperan el diálogo. A partir de los años ochenta, por lo tanto, el texto vuelve a ser un pivote en cuyo alrededor se relativizan las creaciones colectivas y permite la recuperación del director y del dramaturgo con funciones más ordenadoras. Sin embargo, todo el legado del teatro visual, del videoarte, del hapenning y otras innovaciones más plásticas no se desatienden en la recuperación de este teatro textual. El éxito del Berliner Ensemble durante los años sesenta podría haber contribuido a no cortar la cuerda con el texto. Por eso mismo, en Alemania, ya en los setenta, observamos la querencia de autores como Fassbinder o Handke. Las luchas sociales, el feminismo, el mundo carcelario, la temática homosexual y la orientación psicoanalítica, entre otros, son temas tratados de manera teatral y cinematográfica. Sin embargo, las orientaciones son múltiples y diversas; Handke, por ejemplo, rechaza la herencia brechtiana, y evoluciona hacia un minimalismo con ecos neoexpresionistas. No se trata de volver al expresionismo clásico, sino de trabajar sobre su legado, dar un «pedazo de vida» del «yo» fragmentado en relación con el mundo contemporáneo, retomando el tema de la alienación. La palabra es utilizada como arma de revuelta en una selección de un fragmento de vida del personaje en situación de «peligro». Esta orientación explicaría el Roberto Zucco (1988) de Koltès, o los trabajos de Botho Strauss de finales de los setenta, y todavía tiene influencia en las comedias filosóficas de Novarina. Un nombre propio dentro de este paisaje intelectual es el de Thomas Bernhard. El autor vienés propone un teatro testamentario en el que el discurso explicita una subjetividad exacerbada, como un tipo de imprecación, que utiliza la repetición con el sustrato filosófico de Kierkegaard o de Nietzsche para dar un vuelco a la idea de representación hegeliana. Bernhard amplifica lo grotesco y

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potencia el monólogo y la fragmentación para hacer una sátira de la sociedad burguesa. La perspectiva testamentaria y el discurso de Duras también pesan en las obras de Jean-Luc Lagarce. El teatro de texto, por lo tanto, busca nuevos sistemas de representación y tiene incidencia en Cataluña en Josep Maria Benet y Jornet, que en los noventa ya disponía de un conjunto importante de obras concebidas y representadas durante los setenta, pero que vive una segunda juventud. Del realismo oscuro inicial evoluciona hacia un teatro en el que el discurso plantea un juego simbólico existencialista. Esta línea teatral en Cataluña, representada por Benet y Jornet, da la alternativa a jóvenes creadores a finales de los años ochenta con nombres destacados como el de Sergi Belbel. Con la complicidad de la estructura universitaria, especialmente en la Universidad Autónoma de Barcelona, que ya había presenciado la emergencia de artistas como Bozzo o Rosa Novell, Belbel pone en marcha un proceso creativo en relación con el teatro textual, que se amplía, posteriormente, a la dirección escénica. Desde el aula de Teatro de la Autónoma, y con el contrafuerte de Manolo Aznar y de Sanchis Sinisterra, de la Sala Beckett y del taller dramatúrgico del Obrador, ahora en vías de desaparición por desatención económica institucional, se potencia una nueva dramaturgia catalana donde fructifica la experimentación sobre el texto. Actualmente, esta dramaturgia dispone de un conjunto innumerable de nuevos creadores que están accediendo a los proscenios oficiales catalanes. Véase, si no, la programación de los principales teatros públicos y festivales para el 2012-2013. La investigación sobre el texto, pero con un plus de experimentación sobre el espacio y las técnicas interpretativas, está representada por la Schaubühne berlinesa. Esta compañía se crea en 1962, pero logra una divulgación internacional a partir de 1981. Con la idea de construir una compañía estable, concentra la participación de actores con una gran ductilidad y talento. Peter Stein fuerza al grupo a hacer una profundización en las bases teóricas sobre la dramaturgia y en los intersticios del texto. Y así trabajan las obras de autores alemanes contemporáneos como Kroetz, Strauss o Handke. La compañía da un paso más en 1999 con la dirección del escenógrafo Thomas Ostermeier y de la coreógrafa Sasha Waltz. La nueva orientación de la compañía implica un compromiso con los problemas sociales más actuales y coge al vuelo el pensamiento filosófico crítico de Foucault y Habermas. Se defiende un nuevo realismo que contribuya a la formación de la conciencia y al cuestionamiento de la sociedad, de sus reglas y de sus tabúes. Con ecos de Brecht, pero con innovaciones técnicas evidentes, se habla de la tragedia humana cotidiana y se discute la perspectiva capitalista del nuevo mundo. No hay que decir que esta formación es esencial para explicar el repertorio y las líneas interpretativas del Teatro Libre bajo la dirección de Àlex Rigola.

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4.4. La exploración del espacio y del cuerpo en un sentido amplio No podemos dedicarnos a explicar cómo el descubrimiento de Oriente influye en las nuevas tendencias del teatro contemporáneo. Pero sí que hay que reseñar que las técnicas vinculadas al yoga y a la relajación corporal y mental inciden en una nueva manera de entender la construcción del personaje. Claudel ya había puesto la base del descubrimiento de los espacios orientales en sus estancias en Japón y en China. La admiración de Artaud por el teatro de Bali descubre un mundo y un imaginario ocultos. Barba y su Odin Teatret había evolucionado de un teatro nórdico al trabajo de las técnicas orientales relacionadas con los códigos gestuales y simbólicos de aquel universo desconocido, y en Europa se dan a conocer las liturgias de Kagura durante los años ochenta. Durante estos años, se divulgarán el kathakali y el teatro poético japonés, Nô y Kabuki. Las implicaciones simbólicas y este envoltorio estético impresionan en Occidente y ofrecen la posibilidad de ver obras con un gran reduccionismo narrativo y una enorme capacidad de representación de la conciencia. Este imaginario cósmico y místico amplía la atención geográfica y escénica que Brook había descubierto con África y explica que Albert Vidal entre en comunión con los rituales teatrales de Mongolia. El teatro, de este modo, recupera su dimensión ceremonial y ritual y coteja a los seres humanos con los dioses. La dimensión mítica del acto comporta una idea ascética de actor y una gran exigencia técnica para descubrir dimensiones del ser que Occidente había dejado desatendidas. La colisión entre culturas occidentales y orientales llama la atención de Robert Lépage desde Quebec, que nos ofrece una renovación escénica impresionante. Formado como escenógrafo, su concepción del espacio supone la intensificación simbólica en su uso. Desde 1985 como director del Théâtre Repère y desde 1994 como responsable de la compañía Ex-Machina, Lépage lleva a cabo una profunda investigación sobre el espacio como vía para comunicar visualmente el mundo de las ideas. En ocasiones, las imágenes construidas en el espacio se hacen metafísicas y casi siempre oníricas. El efecto sobre el espectador está asegurado por esta nueva poética del espacio: es remarcable el espectáculo La Géométrie des miracles (1998), en la que el uso de la descomposición del espacio escenográfico evidencia un mundo de ideas cerebrales con textura orgánica y sensorial. Esta línea de ampliación de significados y de recursos también la encontramos en la actual compañía inglesa Complicité, dirigida por Simon McBurney. En las últimas piezas de esta compañía, El maestro y Margarita (2012) de Bulgàkov, A Disappearing Number (2007), o Mnemonic (1999), representadas todas en Barcelona, demuestran la habilidad para desplegar simbólicamente el espacio, para la incorporación de las nuevas tecnologías a la escena, así como para la incorporación del público a una experiencia sensorial que obliga a reduplicar el ejercicio cerebral. El resultado es siempre una puesta en escena sinestésica y sugerente que analiza el texto en profundidad y lo comunica visualmente.

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En Francia, merece una mínima atención la reinvención del objeto que lleva a cabo Philippe Genty. Su Voyageurs immobiles (2010), visto en el Temporada Alta de Girona, es una muestra de cómo se puede cargar de significado poético el objeto escénico: desde la miniaturización de los personajes convertidos en muñecos hasta la construcción de un océano inconmensurable. Los objetos, las ropas y los actores devienen categorías equiparables a la hora de construir la escena y de potenciar también el onirismo para ofrecer un discurso crítico sobre la humanidad. Y no hay que decir que el circo contemporáneo también ha sufrido un proceso de «teatralización» con las aportaciones del Circ Imaginair, y las propuestas del circo Zingaro o Archaos, por citar solo algunos. El desaparecido grupo catalán Sèmola es un caso evidente de cómo las técnicas teatrales condicionan y transforman el espectáculo de circo, sin la espectacularidad comercial, y en ocasiones engañosa pese a su éxito internacional, de la referencia mundial del Cirque du Soleil. Muy lejos de la naturaleza orgánica de Genty y extremando el ensayo de Théâtre de Complicité, encontramos una declarada apuesta por la utilización de las nuevas tecnologías en las propuestas teatrales más actuales. La tecnificación cotidiana de nuestro mundo inmediato y los avances tecnológicos de la informática aplicada, del diseño por ordenador, o del videoarte ofrecerán a los creadores unas nuevas posibilidades de experimentación. Ya no se trata de proyectar imágenes sobre la escena o de disponer cámaras en directo para duplicar las acciones teatrales, sino de cambiar los códigos mismos de la creación, de inventar una nueva sintaxis que traspase conceptualmente la puesta en escena. El atleta de alto nivel americano Matthew Barney, nacido en 1965, es un claro representante de esta línea artística. Reconvertido a artista, explora la manipulación del cuerpo mediante el deporte o la cirugía y explora la mutación como recurso artístico. En una especie de desdibujo de la identificación sexual utiliza vaselinas, teflón u otros materiales para construir lo que se acerca a una escultura orgánica en la línea de los performers. A pesar de que su obra ha derivado hacia la instalación y ha tenido entrada en los museos de arte contemporáneo, su naturaleza teatral es clara. La incidencia de este universo en el artista catalán Marcel·lí Antúnez es fácil de seguir.

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Resumen

Es evidente que este repaso de la manera de entender y de construir el teatro en el periodo que va de finales del siglo XIX a la época actual es incompleto y que resulta materialmente imposible conocer bien todas las propuestas y los grupos que habitan en el mismo, pero se ha pretendido dar algunas de las pinceladas más significativas y representativas de las estéticas que definen este siglo largo de teatro. A partir de estos asideros, el espectador o lector podrá, si quiere, tensar las cuerdas necesarias para acceder al detalle más textual. En todo caso, está claro que el teatro es un género más que adecuado para observar las inquietudes de la humanidad en relación con sus miedos y sus ilusiones, y que el milagro de la mentira de la «representación», del teatro en definitiva, es una vía bastante fructífera para acercarse un poco a las verdades incandescentes. La gran paradoja del género: «creer» durante un rato en una mentira que sabemos mentira, para poder acceder a la realidad con un gramo más de verdad que nos ayude a entender, o a soportar, el mundo real, que no verdadero.

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