Palabra e Imagen (Mitchell)

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«Palabra e imagen». Por W.J.T. Mitchell1. Si la tarea central de la historia del arte es el estudio de las imágenes visuales, el problema de la «palabra y la imagen» centra su atención sobre la relación de la representación visual con el lenguaje. Más ampliamente, «palabra e imagen» designa la relación de la historia del arte con la historia de la literatura, los estudios textuales, la lingüística, y otras disciplinas que tratan fundamentalmente con la expresión verbal. De un modo incluso más general, «palabra e imagen» es un tipo de nombre abreviado para una división básica en la experiencia humana entre las representaciones, presentaciones, y símbolos. Podemos llamar a esta división la relación entre lo visible y lo decible, la visualización [display] y el discurso, el mostrar y el contar [telling] (Foucault 1982; Deleuze 1988; Mitchell 1994). Consideremos, por ejemplo, las palabras que estás leyendo en este momento. Esas palabras son (uno esperaría) signos verbales inteligibles. Puedes leerlas en voz alta, traducirlas a otras lenguas, interpretarlas o parafrasearlas. También son marcas visibles sobre la página, o (si son leídas en voz alta) sonidos audibles en el aire. Puedes observarlas como marcas negras sobre un fondo blanco, con formas, tamaños, y ubicaciones específicos; puedes oírlas como sonidos que resaltan sobre un fondo de relativo silencio. En suma, presentan una doble cara tanto para el ojo como para el oído: una cara corresponde al signo articulado en un lenguaje; la otra corresponde a una gestalt visual o audible [the other is that of a formal visual or aural gestalt], una imagen óptica o acústica. Normalmente solo prestamos atención a una cara e ignoramos la otra: no nos fijamos mucho en el aspecto tipográfico o gráfico de un texto; no escuchamos los sonidos de las palabras, sino que preferimos concentrarnos en el significado que trasmiten. Sin embargo, siempre es posible desplazar nuestra atención, para permitir que esas

marcas negras sobre un fondo blanco se transformen en objetos de atención visual o auditiva, como en este ejemplo auto-referencial. Somos animados a hacer esto por los usos poéticos o retóricos del lenguaje que ponen en primer plano los sonidos de las palabras, o por los usos artísticos u ornamentales de la escritura (por ejemplo, los manuscritos 1

W.J.T. Mitchell, W.J. T. [1996] 2003. «Word and Image». En: Critical Terms for Art History (2ª ed.). Robert S. Nelson and Richard Shiff (eds.). University of Chicago Press. Chicago and London. Traducción provisoria desde el inglés por Rodrigo Cordero C. Entre corchetes, la paginación original.

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iluminados, la caligrafía) que ponen en primer plano la apariencia visual de las letras. Pero la posibilidad del desplazamiento «desde la palabra hacia la imagen» siempre está ahí, incluso en las formas más austeras o no adornadas de la escritura y del discurso [speech]. [51] Una posibilidad similar reside en las imágenes visuales. En el acto de interpretar o de describir imágenes, incluso en el proceso fundamental de reconocer aquello que representan, el lenguaje ingresa al campo visual. De hecho, la denominada experiencia visual «natural» del mundo, tan distinta de la observación de imágenes, puede parecerse a un lenguaje. El filósofo George Berkeley (1709) argumentaba que la visión [eyesight] es un «lenguaje visual», una compleja técnica aprendida que involucra la coordinación de sensaciones visuales y táctiles. Neuropsicólogos modernos como Oliver Sacks (1993) han confirmado la teoría de Berkeley, demostrando que las personas que han estado ciegas durante un extenso periodo han vuelto a aprender las técnicas cognitivas para ver, incluso cuando la estructura física del ojo ha sido completamente reparada. En cuanto asunto práctico, el reconocimiento de aquello que las imágenes representan, incluso el reconocimiento de que algo es una imagen, solo parece posible para los animales que utilizan el lenguaje. El famoso juego de la imagen del pato-conejo ilustra la estrecha e intrincada interacción de palabras e imágenes en la percepción de una imagen visual. Ser capaz de ver tanto al pato como al conejo, verlos desplazarse hacia adelante y hacia atrás, solo es posible para una criatura que es capaz de coordinar imágenes y palabras, experiencia visual y lenguaje (Wittgenstein, 1953).

«Palabra e imagen» se ha transformado en un tópico de moda en la historia del arte contemporáneo, sobre todo debido a aquello que a menudo se considera como una invasión de la teoría literaria en las artes visuales. Investigadores como Norman Bryson, Mieke Bal, Michael Fried, Wendy Steiner, y muchos otros (yo mismo incluido) han cruzado los límites de los departamentos de literatura hacia los de historia del arte. Estos investigadores traen consigo métodos y términos desarrollados inicialmente para el estudio de textos: semiótica, lingüística estructural, gramatología, análisis del discurso, teoría de los actos de habla, retórica, y narratología (por nombrar solo unos pocos ejemplos).

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No es sorprendente, pues, que la policía de fronteras esté en alerta para proteger el territorio de la historia del arte contra la colonización del imperialismo literario. Incluso un historiador del arte atrevido y con amplitud de miras como Thomas Crow sucumbe al «reflejo del historiador del arte» cuando advierte que los investigadores se han desplazado desde «las disciplinas académicas textuales» hacia el estudio del arte visual (Crow 1994, 83). Esta actitud defensiva podría parecer extraña considerando las estrechas relaciones entre palabra e imagen que acabamos de mencionar en un par de ejemplos textuales y visuales. Parece incluso más extraño si reflexionamos sobre el intenso interés por la filología y la literatura de grandes historiadores del arte como Erwin Panofsky. El nombre mismo de la ciencia del análisis de la imagen de Panofsky [52], «iconología», contiene una sutura entre la imagen (icon) y la palabra (logos). ¿Qué es la historia del arte, después de todo, si no un intento por encontrar las palabras correctas para interpretar, explicar, describir y evaluar las imágenes visuales? En la medida en que pretende transformarse en una disciplina crítica, una que reflexiona acerca de sus propias premisas y prácticas, la historia del arte no puede considerar las palabras que son tan necesarias para su propio trabajo como meros instrumentos al servicio de las imágenes visuales o considerar a las imágenes como mero suministro para el molino de la decodificación textual. Debe reflexionar acerca de la relación del lenguaje con la representación visual y hacer del problema de «la palabra y la imagen» un rasgo central de su propia autocomprensión. En la medida en que este problema concierne a las fronteras entre las disciplinas «textuales» y «visuales», debe ser un asunto de investigación y de análisis, de colaboración y de diálogo, y no de reflejos defensivos. Existe una dimensión de la postura defensiva de la historia del arte que hace sentido, y consiste en la resistencia frente a la noción de que la visión y las imágenes visuales son completamente reductibles al lenguaje. Una de las perspectivas más deprimentes en la historia del arte contemporáneo es la prisa por elegir algún término maestro (discurso, textualidad, semiosis, cultura, por ejemplo) que resolvería el misterio de la experiencia visual y de la representación, y disolverá la diferencia entre la palabra y la imagen. La protección e incluso la vigilancia de esta frontera es una tarea útil cuando está dirigida por un espíritu de respeto a la diferencia. G. E. Lessing puede ser citado aquí: Del mismo modo como dos vecinos amigables y correctos, no permiten que uno se tome libertades indebidas en lo más íntimo del reino del otro, pero sí dejan que domine en el extremo de las fronteras una indulgencia mutua que, por ambas partes y pacíficamente, compensa la pequeña intervención que se ve obligado a hacer el uno en los derechos del otro por la prisa de las circunstancias, así ocurre también con la pintura y la poesía. (Laocoonte XIX).

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Los dominios de la palabra y de la imagen son como dos países que hablan idiomas diferentes, pero que tienen una larga historia de migración mutua, de intercambio cultural, y de otras formas de relación [intercourse]. La relación palabra/imagen no es un método maestro para disolver esas fronteras o para conservarlas como límites fijados para siempre; es el nombre de un problema y de una problemática –una descripción de los límites irregulares, heterogéneos, y a menudo improvisados entre «instituciones de lo visible» (artes visuales, medios visuales, prácticas de exhibición y de observación [practices of display and spectation]) e «instituciones de lo verbal» (literatura, lenguaje, discurso, prácticas de habla y de escritura, audición y lectura). La relación entre palabras e imágenes es un problema extraordinariamente antiguo en el estudio de las artes y en las teorías retóricas, la comunicación, y la subjetividad humana. En las artes, la comparación entre poesía y pintura, literatura y arte visual, ha sido un tema constante desde la Antigüedad tanto en la estética occidental como en la oriental. El comentario casual del poeta romano Horacio «ut pictura poesis» [53] (como en la pintura, la poesía) se convirtió en la fundamento de una de las tradiciones más perdurables en la pintura occidental y ha servido como piedra de toque para las comparaciones de las «artes hermanas» de la palabra y de la imagen desde entonces. La teoría aristotélica del drama incluye una cuidadosa calibración de la importancia relativa en la tragedia entre la lexis (discurso) y la opsis (espectáculo). Las teorías retóricas apelan rutinariamente al modelo de las conjunciones palabra/imagen para definir la relación entre argumento y evidencia, norma y ejemplo, verbum (palabra) y res (cosa, sustancia). La efectividad de la retórica se define característicamente como una estrategia dual de persuasión verbal/visual, que muestra mientras dice, que ilustra sus afirmaciones con poderosos ejemplos, que hace que el oyente vea y no simplemente oiga el argumento del orador. Las antiguas teorías de la memoria describen esta última regularmente como una técnica que consiste en la coordinación de una secuencia de palabras mediante una estructura de lugares visibles e imágenes, como si la mente fuera una tabla de cera inscrita con imágenes y palabras, o un templo o un museo lleno de estatuas, pinturas, e inscripciones (Yates 1966). La cultura contemporánea ha convertido la interacción de la palabra y la imagen en algo incluso más volátil, intrincado y generalizado. Sean lo que sean las películas, ellas son claramente suturas complejas de imágenes visuales y discurso, visión y sonido, y (especialmente en la época muda) imagen y escritura. La transformación de la identidad visual y verbal que observamos en el ejemplo del pato-conejo se multiplica muchas veces en la manipulación digital de imágenes electrónicas, en la «mutación» [morphing] que cambia rápidamente a través de una serie de tipos raciales y de género en los videos de Michael Jackson o en el

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comercial de la crema de afeitar Gillette. Cualquier niño alimentado con la sopa alfanumérica de Plaza Sésamo sabe que las letras son signos visibles y que las palabras pueden convertirse en imágenes y volver atrás en el destello de una «E silenciosa». Si los antiguos sistemas de la memoria tenían sus tabletas de cera ilustradas y sus templos llenos de obras de arte, las tecnologías de la memoria modernas coordinan flujos de información digital y análoga dentro de una arquitectura electrónica virtual, que convierte las imágenes en textos y viceversa. Aunque uno de los impulsos centrales del modernismo artístico en el siglo XX haya sido, como argumentaba Clement Greenberg, la exploración del carácter distintivo y diferencial de los medios verbales y visuales, buscando una pintura puramente óptica y una poesía puramente verbal, la cultural en general ha sido dominada por la estética del kitsch, que mezcla libremente y adultera los medios. ¿Qué ocurre con la mente humana que hace que la interacción entre palabras e imágenes parezca, a pesar de las innumerables variaciones históricas y regionales, algo semejante a un universal cultural? Se podría pensar en la estructura hemisférica del cerebro, con sus divisiones entre las funciones visuales, espaciales e intuitivas y los procesos secuenciales de razonamiento. Se podría adoptar una consideración psicoanalítica para la formación de la subjetividad como una progresión desde una «etapa del espejo» visual en la infancia hacia una identidad simbólica, construida verbalmente, en la madurez. O se podría preferir una explicación teológica que presta atención a las recurrentes explicaciones acerca de la creación de la especie humana como imagen y palabra [54] del creador, de Adán y Eva como vasijas esculpidas a partir del barro, insufladas por el espíritu que hace de ellas no solo «imágenes» de su creador, sino emanaciones vivas y parlantes de la Palabra. A mi juicio, estas no son muchas «explicaciones» del fenómeno de la palabra/imagen, sino instanciaciones míticas, altamente generales, de él. Son narrativas culturales fundacionales que convierten las categorías de la palabra y de la imagen en algo así como personajes en un drama que está sujeto a infinita variación, transformación histórica, y dislocación geográfica. Son relatos como estos los que hacen de las relaciones entre palabra e imagen algo más que un mero asunto técnico que se limitaría a distinguir diferentes tipos de signos y que, en cambio, asocian esas relaciones con valores profundos, intereses y sistemas de poder. Antes de continuar con estos problemas más amplios, sin embargo, puede ser útil examinar con un poco más de detalle en qué consiste la relación entre palabras e imágenes, cómo ha sido definida usualmente, y por qué desempeña un papel tan generalizado y volátil en las discusiones acerca de arte, medios, y consciencia. Gran parte del poder y del interés de la relación palabra/imagen proviene de su engañosa simplicidad. ¿Qué podría ser más sencillo que la distinción entre la imagen [picture] de un árbol y la palabra «árbol»?

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En términos prácticos, no tenemos problema alguno para indicar cuál es la palabra y cuál es la imagen. El problema surge cuando intentamos explicar la diferencia, cuando intentamos definir los rasgos precisos que hacen de un signo una palabra y de otro una imagen. Una explicación común se basaría en la diferencia entre el «canal» sensorial apropiado para cada tipo de signo. La palabra es un signo fonético: debe leerse en voz alta o baja [subvocalized] y debe ser «escuchado» como un acontecimiento acústico. La imagen es un signo visual: representa la apariencia visual de un objeto. La diferencia entre palabra e imagen sería simplemente la diferencia entre oír y ver, hablar y mostrar [depicting]. La claridad de esta distinción es menos segura de lo que puede parecer a primera vista. Después de todo, vemos efectivamente la palabra «árbol», y la palabra nos remite a una clase de objetos visibles, la misma clase que designa la imagen. Y no resulta completamente claro que simplemente «veamos» el árbol representado por la imagen. Fácilmente podríamos ver esas marcas como algo más –como la punta de una flecha o un puntero que indica una dirección. Ver esto como una imagen de un árbol significa asignarle ese rótulo, darle ese nombre. Si estuviéramos viendo esta imagen en el contexto de una inscripción pictográfica o jeroglífica, podríamos descubrir un amplio rango de connotaciones simbólicas: si vemos la imagen como un árbol podría referirse a todo un bosque, o estar asociada a conceptos tales como crecimiento [55] y fertilidad; si vemos la imagen como la punta de una flecha podría ser un signo para la guerra o la caza, o para el guerrero o el cazador. La imagen incluso podría perder toda conexión con la apariencia visual de un árbol, y convertirse en un signo fonético que indicara la unidad silábica «árbol» [tree], de modo que podría utilizarse en un jeroglífico como el siguiente:

En este punto, la imagen se sitúa en el dominio del lenguaje, transformándose en parte de un sistema de escritura fonética. Esto no quiere decir que no exista diferencia entre las palabras y las imágenes, sino solamente que esa diferencia no se identifica simplemente con la diferencia entre ver y oír. Podemos ver palabras y

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oír imágenes; podemos leer imágenes [pictures] y recorrer la apariencia visual de textos. La diferencia entre palabra e imagen desborda la diferencia entre la experiencia visual y la experiencia acústica. Parecería, entonces, que la diferencia entre palabras e imágenes no se basa en nuestro aparato sensorial o que no es inherente a los distintos tipos de formas simbólicas, sino que tiene que ver con los diferentes modos de coordinar los signos con aquello que representan. Las imágenes –diríamos– significan en virtud de la semejanza o de la imitación: la imagen del árbol se parece a un árbol. Las palabras, en contraste, son signos arbitrarios que significan en virtud de la costumbre o de la convención. Esta es una de las más persistentes explicaciones de la diferencia palabra/imagen, que surge tan tempranamente como el Cratilo de Platón, y se repite en toda la historia de las teorías de la representación. Tiene la virtud añadida de explicar por qué las imágenes no son necesariamente visuales, por qué pueden existir cosas tales como imágenes acústicas. La semejanza es una relación extraordinariamente general, una que puede funcionar en cualquier canal sensorial y conectar todo tipo de experiencias perceptuales. El problema radica, de hecho, en que la semejanza se utiliza demasiado generalmente para identificar aquello que caracteriza a las imágenes. Un árbol puede parecerse a otro árbol, pero eso no significa que un árbol sea la imagen de otro. Muchas cosas se parecen a otras sin ser imágenes de ellas. Puede que la semejanza sea una condición necesaria para que algo sea una imagen, pero ciertamente no es suficiente. Se requiere algo más: la imagen debe denotar o representar aquello que se supone que representa; el mero parecido no basta. También está el problema de que muchas imágenes no se parecen a nada en particular, excepto a ellas mismas. Muchas de las cosas que quisiéramos llamar imágenes visuales (los patrones formales en la decoración, el despliegue de formas y colores en las pinturas abstractas) se parecen unas a otras mucho más de lo que se parecen a las cosas del mundo visible. [56] La teoría que afirma, entonces, que las imágenes son copias de las cosas, que las imágenes significan por semejanza, falla en dos puntos: por una parte, no puede explicar la existencia de imágenes que no se parezcan a nada o que no representen algo; por otra parte, solo identifica una condición necesaria, pero no suficiente, para las imágenes que se parecen y representan algo. Una vez más pareciera que para que las imágenes hagan su trabajo deben cruzarse con el dominio del lenguaje, apelando esta vez al papel desempeñado por la costumbre y la convención. La imagen del árbol significa un árbol, no solo porque se parece a él, sino porque un acuerdo social o una convención ha establecido que «leamos» ese signo como un árbol. La imagen abstracta u ornamental que no se parece ni representa nada es considerada como una imagen porque funciona como una imagen en una práctica social. La imagen en este sentido no es una

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representación, sino una muestra representativa [representative sample]. Es una forma visual que tiene significado, incluso si no representa algo. La diferencia sencilla y práctica entre palabras e imágenes resulta ser mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. De hecho, la situación amenaza con hacerse completamente paradójica. Empezamos con aquello que parecía una diferencia clara y obvia, pero cuanto más intentamos explicar teóricamente esa diferencia, se torna tanto más inestable. La división sensorial entre ojo y oído se alinea con y rebasa los límites entre la palabra y la imagen, particularmente en el fenómeno de la escritura o «lenguaje visible». La distinción semiótica entre signos por convención y signos por semejanza también se desarma apenas nos acercamos a ella. Las palabras (como «susurrar») pueden parecerse a aquello que representan; las imágenes están llenas de convención, no podrían existir sin convenciones, y no necesitan representar algo. Mi incapacidad para descubrir una base firme e inequívoca para distinguir entre palabras e imágenes no significa, por cierto, que no existan distinciones reales entre ellas. Tampoco significa que problemas como la semejanza, la convención, y la división visual/auditivo sean irrelevantes. Aquello que esa incapacidad efectivamente sugiere es que la diferencia palabra/imagen probablemente no pueda ser estabilizada definitivamente por ninguna pareja de términos que la defina o por ninguna oposición binaria estática. «Palabra e imagen» parece comprenderse mejor como un tropo dialéctico. Un tropo, o condensación figurativa de un conjunto completo de relaciones y distinciones, que brota en los dominios de la estética, la semiótica, las explicaciones de la percepción, del conocimiento, y de la comunicación, y del análisis de los media (que son característicamente formas «mixtas», «imágenestextos» que combinan palabras e imágenes). Es un tropo dialéctico porque resiste estabilizarse como una oposición binaria, porque se traslada y se transforma desde un nivel conceptual a otro, y se desplaza entre relaciones de contrariedad y de identidad, de diferencia y de semejanza. Podríamos resumir los predicados que ligan la palabra y la imagen con una notación inventada como «vs/como»: «palabra vs. imagen» denota la tensión, la diferencia y la oposición entre estos términos; «palabra como imagen» designa su tendencia a unirse, a disolver o intercambiar lugares. Ambas relaciones, [57] diferencia y semejanza, deben pensarse simultáneamente como vs/como con la finalidad de comprender el carácter peculiar de esa relación. Si continuamos con la búsqueda de figuras de la diferencia entre palabras e imágenes, podríamos complicar incluso más las distinciones ojo/oído y semejanza/convención, coordinándolas con el clásico argumento de Lessing acerca de las categorías de espacio y de tiempo (imágenes vistas en el espacio; palabras leídas en el tiempo). Podríamos tomar prestada la distinción de Nelson Goodman entre signos «densos» y signos «diferenciados», es decir, comprender

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las imágenes como signos análogos densos en los que muchos rasgos de la apariencia visual tienen significado, y comprender las palabras como signos digitales diferenciados en los que muchos rasgos visuales/auditivos pueden ser pasados por alto conforme se presenta un carácter mínimamente legible (Goodman, 1976). La oposición binaria entre semejanza y designación arbitraria tendría que ser complicada por un tercer término, la noción semiótica de «índice» o signo «existencial», que significa por indicación o en virtud de ser un vínculo en una cadena de causa y efecto (las huellas significan un animal; un autógrafo significa un autor; una marca gráfica significa la actividad del artista) (Peirce 193158). La pesquisa de la relación palabra/imagen podría finalmente retrotraernos a la noción del signo lingüístico en cuanto tal. No habrá escapado al lector atento que mi uso de la palabra «árbol» y de su imagen correspondiente evoca el famoso diagrama saussureano de la estructura dual del signo lingüístico, con la palabra («arbor») como significante o imagen acústica y la imagen como concepto (Saussure, 1966).

La imagen del árbol en este diagrama pasa sistemáticamente «desapercibida» [overlooked] (en todos los sentidos de esta palabra). Se considera como una mera indicación [place-holder] o sustituto [token] de una entidad ideal, como si su estatuto de imagen [pictoriality] fuera un rasgo convenientemente ilustrativo o accidental. Pero la representación [the rendering] del concepto significado como imagen –o como aquello que Saussure denomina un «símbolo»– erosiona de manera fundamental el argumento saussureano del «signo lingüístico como arbitrario» (67) (esto es, que el signo lingüístico es «vacío», «inmotivado», sin «ligazón natural» entre el significante y el significado). El problema radica en que una parte importante del signo no parece ser arbitraria. Como apunta Saussure, la imagen del árbol, es decir, el «símbolo» que desempeña el papel de concepto significado, «nunca es completamente arbitrario, no está vacío, porque constituye el elemento fundamental de un vínculo natural entre el significante y el significado» (68). La diferencia entre palabra/imagen, en suma, no solo es el nombre de una frontera entre disciplinas [58], medios o tipos de arte: es un límite que es interno tanto al lenguaje como a la representación visual, un espacio o brecha que se abre incluso al interior de la microestructura del signo lingüístico y que podría verse emerger también en la microestructura de la marca gráfica. En el diagrama saussureano, este espacio o brecha [gap] se hace visible mediante un índice peirceano: la barra

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horizontal que separa el árbol (icónico) de la palabra «árbol» no es ni una palabra ni una imagen, sino un indicador de su relación en el espacio conceptual, tal como el marco elíptico saussureano y las flechas ascendentes/descendentes que lo flanquean, expresan «la idea del todo» así como la circulación de la significación al interior de su estructura. Conforme más lejos uno continúa la pesquisa en pos de la distinción palabra/imagen, más claro se hace que no se trata simplemente de una cuestión de diferencias formales o de técnicas entre tipos de signos. Está en juego más que un trabajo de limpieza conceptual [conceptual housekeeping] o una vigilancia de fronteras [policing of boundaries] entre la historia del arte y la teoría literaria. Comprendida como un tropo dialéctico más que como una oposición binaria, «palabra e imagen» es un relevo [relay] entre diferencias semióticas, estéticas y sociales. Nunca aparece como problema sin estar ligado, aunque sea sutilmente, a cuestiones de poder, valor, e interés humano. Raramente aparece sin algún indicio de lucha, resistencia y competencia. La postura defensiva de la historia del arte de cara a los estudios textuales es simplemente una recreación profesional o disciplinaria de un paragone o competencia entre las artes verbales y visuales que se remonta al menos a Leonardo y su famosa argumentación en favor de la superioridad de la pintura sobre la poesía. Pero variaciones de esta competencia se dan en todas las artes y medios. El Laocoonte de Lessing fue escrito para defender el dominio de la poesía contra aquello que consideraba como una invasión por parte de las artes visuales, y el acertadamente titulado «Hacia un nuevo Laocoonte» de Clement Greenberg fue un intento de purgar la opticalidad pura de la pintura frente a las invasiones por parte de la «literatura». Ben Jonson escribió «Una protesta contra Iñigo Jones» [Expostulations with Inigo Jones] para denunciar el predominio del espectacular diseño de escena de este último sobre el «alma poética» de la mascarada [masque], y para Aristóteles era claro que la opsis debía sacrificarse ante la lexis en el arte dramático. Panofsky pensó que el advenimiento del sonido corrompía la pura visualidad de las películas mudas, y para la teoría del cine, como Christian Metz ha indicado, «ha sido difícil evitar la oscilación entre dos posiciones: el cine como lenguaje; el cine como infinitamente distinto del lenguaje verbal» (Metz, 1974). La «oscilación» [shuttling] de la oposición palabra/imagen está casi invariablemente conectada, además, con problemas sociales y culturales más amplios. El intento por parte de Lessing de vigilar las fronteras entre la poesía y la pintura está ligado explícitamente con su propósito de defender la cultura literaria alemana frente a aquello que consideraba como una estética francesa excesivamente visual, e implícitamente con la ansiedad que le producía la confusión de los papeles desempeñados por los distintos géneros [gender roles] (Mitchell, 1986). El ataque por parte de Greenberg contra la difuminación de los géneros implicada por la «pintura literaria» equivale a la defensa de una cultura

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elitista de vanguardia contra la contaminación operada por la cultura de masas. La diferencia palabra/imagen opera como un tipo de relevo [relay] entre aquello que parece ser [59] unos juicios «científicos» acerca de la estética y de la semiótica, y unos juicios ideológicos profundamente morales acerca de la clase, el género y la raza. Los clichés tradicionales acerca de la cultura visual (los niños deben ser vistos pero no escuchados; la mujeres son objetos de placer visual para la mirada masculina; los negros son mimos naturales [black people are natural mimics]; las masas son fácilmente manipulables por las imágenes) se basan en el presupuesto tácito de la superioridad de las palabras con respecto a las imágenes visuales. Incluso en las reflexiones más básicamente fenomenológicas acerca de la intersubjetividad, el «yo» está construido como un sujeto parlante y que observa, y el «otro» como objeto silencioso y observable, es decir, como una imagen visual (Tiffany, 1989). Este tipo de presupuestos acerca de las relaciones de diferencia semiótica y social es el que hace que las desviaciones parezcan transgresivas y novedosas: cuando las mujeres sacan la voz, cuando los negros se alfabetizan, cuando las masas encuentran una voz articulada, rompen con el régimen que los ha construido como imágenes visuales. Cuando las imágenes mudas comienzan a hablar, cuando las palabras parecen hacerse visibles, presencias corpóreas, cuando las fronteras de los medios se disuelven –o bien, a la inversa, cuando los medios son «purificados» o reducidos a una esencia única–, el orden semiótico y estético «natural» sufre estrés y fractura. La naturaleza de los sentidos, los medios, las formas de arte, son puestos en cuestión: ¿«natural», para quién?, ¿desde cuándo?, y ¿por qué? Desde el punto de vista de la problemática palabra/imagen, entonces, la dificultad y la tarea profundamente ética y política de la historia del arte puede parecer algo más clara. Si la historia del arte es el arte de hablar por las imágenes y acerca de las imágenes, entonces, resulta claro que la historia del arte consiste en el arte de negociar la difícil y cuestionada frontera entre palabras e imágenes, de hablar por y acerca de aquello que «no tiene voz», representando aquello que no puede representarse a sí mismo. Esta tarea puede parecer irremediablemente contradictoria: si por una parte la historia del arte hace de la imagen un mensaje verbal o un «discurso», entonces, la imagen se pierde de vista. Si por otra la historia del arte rechaza el lenguaje, o reduce el lenguaje a la categoría de un simple sirviente de la imagen visual, entonces, la imagen permanece muda e inarticulada, y el historiador del arte queda reducido a la repetición de clichés acerca de la inefabilidad y de la imposibilidad de traducir lo visual. La elección se produce entre el imperialismo lingüístico y los reflejos defensivos de lo visual. Ningún método –semiótica, iconología, análisis del discurso– nos salvará de este dilema. La misma frase «palabra e imagen», de hecho, es un modo de señalarlo. No se trata de un «término» crítico en la historia del arte como cualquier otro, sino de una pareja de términos cuya relación abre un espacio de

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lucha intelectual, de investigación histórica, y de práctica artístico-crítica. Nuestra única posibilidad de elección consiste en explorar y ocupar ese espacio. A diferencia de Mieke Bal y de otros que han escrito acerca de este asunto, no pienso que sea posible ir «más allá de la palabra y la imagen» hacia algún plano más alto, aunque respeto el deseo utópico y romántico de hacerlo. «Palabra e imagen», tal como los conceptos de raza, género y clase en el estudio de la cultura, designa múltiples regiones de diferencia social y semiótica que no podemos voluntariamente evitar, sino que debemos continuamente reinventar y renegociar. [60] Referencias y lecturas sugeridas. Aristotle. 1978. Poetics XIV. Translated by W. Hamilton Fyfe. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. Bal, Mieke. 1991. Reading «Rembrandt»: Beyond the Word-Image Opposition. Cambridge: Cambridge University Press. Berkeley, George [1709] 1965. An Essay towards a New Theory of Vision. In Berkeley’s Philosophical Writings, edited by David M. Armstrong. New York: Macmillan. Bryson, Norman. 1981. Word and Image: French Painting of the Ancien Régime. New York: Cambridge University Press. Crow, Thomas. 1994. «Yo Morris». Artforum, summer. Deleuze, Gilles. 1988. «The Visible and the Articulable». In Deleuze, Foucault. Minneapolis: University of Minnesota Press. Foucault, Michel. 1982. This is Not a Pipe. Translated by James Harkness. Berkeley and Los Angeles: University of California Press. Fried, Michael. 1987. Realism, Writing, Disfiguration: On Thomas Eakins and Stephen Crane. Chicago: University of Chicago Press. Goodman, Nelson. 1976. The Languages of Art: An Approach to a Theory of Symbols. 2d ed. Indianapolis: Hackett. Greenberg, Clement. 1940. «Towards a Newer Laocoon». Partisan Review 7. Hagstrum, Jean. 1958. The Sister Arts. Chicago: University of Chicago Press. Horace. 1978. Ars Poetica 361. Translated by H. R. Fairclough. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. Jonson, Ben. 1975. «An Expostulation with Inigo Jones». In Jonson, The Complete Poems, edited by George Parfitt. New Haven: Yale University Press. Leonardo da Vinci. 1956. «Paragone: Of Poetry and Painting». In Treatise on Painting, edited by A. Philip McMahon. Princeton: Princeton University Press. Lessing, Gotthold Ephraim. [1766] 1965. Laocoon: An Essay upon the Limits of Painting and Poetry. Translated by Ellen Frothingham. New York: Farrar, Staus, and Giroux.

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