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Smarra o Los demonios de la noche Nodier, Charles Published: 2010 Categorie(s): Tag(s): Narrativa de terror 1 Prólog

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Smarra o Los demonios de la noche Nodier, Charles

Published: 2010 Categorie(s): Tag(s): Narrativa de terror

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Prólogo

«S

obre asuntos nuevos se hacen versos viejos», ha dicho Andrés Chénier. Esta idea me preocupó singularmente en mi juventud, y preciso es decir, para explicar y excusar mis inducciones, que en mi juventud presentí antes que nadie el infalible advenimiento de una literatura nueva. Para el genio, esto podría ser una revelación; para mí no fue más que un tormento. Sabía yo que los asuntos no estaban agotados, que existían inmensas regiones inexploradas en la imaginación, pero lo sabía confusamente, como pueden saberlo las inteligencias mediocres, y navegaba muy lejos hacia las costas de América, esperando descubrir un mundo nuevo y que una voz querida me gritase: ¡Tierra! Una cosa, empero, me extrañaba y contenía: la de que, al fin, en todos los géneros de literatura la invención se enriquecía a medida que se perdía el buen gusto, y que los escritores en que aquélla se manifestaba nueva y brillante, retenidos por un extraño pudor, no se atrevían a lanzarla a la publicidad sino bajo la máscara del cinismo y la irrisión, como la Locura de los regocijos populares o la Ménada de las bacanales. Estas son las características de los genios trigéminos que se llamaron Luciano, Apuleyo y Voltaire. Mas si se busca el alma de esta creación de los tiempos acabados, se encontrará en la fantasía. Los grandes hombres de los pueblos viejos, vuelven como los ancianos a los juegos de niños y afectan desdén hacia los juiciosos; pero así dejan desbordar alegremente toda la potencia que la Naturaleza les había dado. Apuleyo, filósofo platónico, y Voltaire, poeta épico, son dos enanos que inspiran lástima; el autor de El Asno de Oro, el de la Doncella y el de Zadig, ¡esos son verdaderos gigantes! Un día comprendí que lo fantástico tomado en serio, podía resultar completamente nuevo, si la idea de novedad puede tener una acepción absoluta en una civilización antigua. La Odisea de Homero es de un fantástico serio, pero tiene el carácter propio de las concepciones de los primeros tiempos, el de la ingenuidad. Sólo me quedaba, para satisfacer este instinto curioso e inútil de mi débil espíritu, descubrir en el hombre la fuente de un fantástico verosímil o verdadero que resultaría de las presiones naturales o de las creencias difundidas en medio de los elevados espíritus de nuestro siglo incrédulo y tan apartado de la antigua sencillez. Lo que yo buscaba, muchos hombres lo habían encontrado: Walter Scott y Víctor Hugo, en los tipos extraordinarios, pero posibles, circunstancia hoy día esencial que falta a la realidad poética de Circes y

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Polyfemo: Hoffmann, en el frenesí nervioso del artista entusiasta, o en los fenómenos más o menos demostrados del magnetismo; Schiller, para quien no existían dificultades, había de hacer brotar emociones fuertes y terribles de una combinación más común todavía en sus medios, de la convivencia de dos charlatanes de mercado, expertos en fantasmagorías. El mal éxito de Smarra no me hubiese probado que me había completamente engañado acerca de otro resorte de lo fantástico moderno más admirable, a mi juicio, que los otros; lo único que me habría demostrado es que no acerté a emplearlo, que tengo necesidad de aprender. Esto ya lo sabía. La vida de un hombre organizado poéticamente, se divide en dos series de sensaciones, poco más o menos iguales, del mismo valor: una que resulta de las ilusiones de la vida despierta, y la otra que se forma de las ilusiones del sueño. No discutiré sobre la ventaja relativa de una u otra de estas dos maneras de ver el mundo imaginario, pero estoy plenamente convencido de que nada tienen que reprocharse mutuamente a la hora de la muerte. El soñador no valdrá más que el poeta ni el poeta más que el soñador. Lo que me extraña es que el poeta despierto se haya aprovechado tan raramente en sus obras de las fantasías del poeta dormido, o a lo menos que tan raramente haya confesado que las tomaba prestadas, porque en realidad el préstamo en las concepciones más audaces del genio es incontrovertible. El descenso de Ulises al infierno es un Sueño. Esta coparticipación de facultades alternativas comprendíanla sin duda los escritotes primitivos. Los sueños ocupan preferente lugar en las Escrituras; una tradición singular ha conservado, a través de todas las circunspecciones de la escuela clásica, la idea de la influencia de los sueños sobre el desarrollo del pensamiento. No hace aún veinte años que el sueño era de rigor cuando se componía una tragedia; yo conozco más de cincuenta y, por desgracia, al oírlas, dijérase que sus autores no habían soñado nunca. A fuerza de asombrarme de que la mitad, más de la mitad sin duda, de las imaginaciones del espíritu no se hubieran convertido nunca en asunto de una fábula ideal, pensé en ensayarlo para mí solo, pues casi nunca aspiré a que los demás se ocupasen en mis libros y prefacios, de los que se ocupan muy poco. Un caso bastante vulgar de organización que me ha entregado toda mi vida a esta magia de los sueños, cien veces más lúcida para mí que mis amores, mis intereses y mis ambiciones, me arrastraban hacia ese asunto. Una sola cosa me repelía casi invenciblemente y es preciso que lo diga. He sido siempre admirador apasionado de los clásicos,

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únicos autores que leía bajo las miradas de mi padre, y hubiera renunciado a mi proyecto de no haber encontrado la manera de ejecutarlo en la paráfrasis poética del primer libro de Apuleyo, al que debía tantos sueños extraños que acabaron por preocuparme durante el día con los recuerdos de la noche. Pero no es esto todo. Yo tenía necesidad y también para mí, claro está, de la expresión viva y a la vez elegante armoniosa de esos caprichos de los sueños que no han sido nunca escritos, y los cuentos de hadas de Apuleyo no me daban más que la trama. Como el campo de este estudio no parecía aún ilimitado a mi joven y Vigorosa paciencia, me ejercitaba intrépidamente en traducir y volver a traducir todas las frases casi intraducibles de los clásicos que convenían a mi plan en fundir, suavizar y limar para conservar la forma del primer autor, según había aprendido en Kloptak y en Horacio: Et male tornatos incudi reddere versus. Esto sería ridículo a propósito de Smarra, si no encerrase una lección para los jóvenes que se dedican a escribir en lenguaje literario y que, a mi juicio, no lo lograrán sin esta elaboración concienzuda de la frase bien hecha y de la expresión bien encontrada. Les deseo, que les sea más favorable que a mí. Un día cambió mi vida, y pasé de la edad deliciosa de las esperanzas a la edad imperiosa de las necesidades: no soñaba ya con los libros que había de escribir, y vendía mis sueños a los libreros. De esta manera apareció Smarra, que nunca jamás hubiera dado yo a luz en esta forma si hubiese estado en mi mano darle otra. Tal como está, creo que Smarra, que no es más que un estudio, huelga repetirlo, no será, un estudio inútil para los gramáticos algo filólogos, y esto puede ser una razón que me excusa su reproducción. Verán que he buscado y rebuscado todas las formas de la fraseología francesa, luchando con todas mis fuerzas de escolar, contra las dificultades de la construcción griega y latina, trabajo tan lento y minucioso como el de hacer pasar un grano de mijo por el ojo de una aguja y que merecería, quizá media fanega de mijo en los pueblos civilizados. Lo restante no me pertenece: ya he dicho de quién es la fábula; salvo algunas frases de transición, todo es propiedad de Homero, de Teócrito, de Virgilio, de Catulo, de Luciano, de Danra, de Shakespeare y de Milton. El defecto principal de Smarra consiste, pues en parecer lo que realmente es, un estudio, un centón, un plagio de los clásicos, el peor de los volúmenes de la escuela de Alejandría que se salvó del incendio de la biblioteca de los Ptolomeos. Que nadie se llame a engaño.

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¿Creéis que lo que he hecho de Smarra, de esta ficción de Apuleyo, puede ser torpemente perfumado por las rosas de Anacreonte? ¡Oh! del libro estudiado y meticuloso, del libro de inocencia y de pudor escolar, escrito bajo la inspiración de la más pura antigüedad, se ha hecho un libro romántico, y Estienne, Scapula y Schrevelius no se levantarán de sus tumbas para desmentirlo, ¡Pobre gente! (No me refiero a Schrevelius, Scapula, y Estienne). Yo tenía entonces algunos amigos ilustres en las letras a quienes repugnaba dejarme bajo el peso de tan grave acusación. Hubieran hecho, quizá, alguna concesión; pero romántico era demasiado para ellos. Cuando se les habla de Smarra toman soleta, como suele decirse. La Tesalia suena más rudamente a sus oídos que Scotland. –Larisa y el Peneo, ¿dónde diablos ha ido a pescar? –dijo el buen Lemontey, a quien Dios tenga en su santa gloria– Y sin embargo, es rudo clasicismo, lo aseguro. Lo más singular y risible de este juicio, es que sólo hacen merced a ciertas partes del estilo, esto es, para vergüenza mía, a lo único que hay mío en el libro. De las concepciones fantásticas del espíritu, lo más eminente de la decadencia, de la imagen homérica, del giro virgiliano, de las figuras de construcción tan laboriosa y, a veces, artísticamente calcadas, no se dice una palabra. Se reconoce que han sido escritas y de ahí no se pasa. Imaginaos una estatua de Apolo o de Antino, sobre la que un mendigo, al pasar, ha arrojado un harapo, y que la Academia de Bellas Artes reconozca que es un harapo, y, no obstante lo considera como paño bueno y flamante. El trabajo sobre Smarra no es más que la obra de un estudiante aplicado; no tiene más valor que el de una composición escolar; pero no es tan poco su valor que merezca el desprecio. Algunos días después de su publicación, envié un ejemplar de Smarra a mi desgraciado amigo Auger, y me engañé al creer que lo conservaría en su biblioteca entre los clásicos; y al día siguiente, el señor Ponthieu, mi librero, tuvo la atención de avisarme que había vendido al peso toda la edición. De tal manera habíame sujetado a la fuerza de expresión que caracteriza a la antigüedad, que quedé reducido al papel de simple traductor. Los trabajos que siguieron a Smarra dieron cuerpo a esta suposición, que mi larga permanencia en las provincias esclavonas confirmaba todavía más. Eran otros los estudios que yo había hecho en mi juventud sobre una lengua primitiva, o a lo menos autóctona, que tiene, sin embargo, su Ilíada, la hermosa Osmanide de Gondola; pero no pensé jamás que esta precaución mal entendida sería precisamente la que levantaría contra mí, con sólo ver el título de mi libro la indignación de los literatos de aquel

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tiempo, hombres de mediana erudición que en sus profundos estudios no habían pasado jamás de las primeras páginas del Padre Pomey en la investigación de las historias mitológicas y de las del abate Valart en el análisis filosófico de las lenguas. El nombre salvaje de Esclavonia les prevenía contra todo lo que pudiese llegar de un país de bárbaros. No se sabía todavía en Francia –hoy lo saben hasta en el Instituto– que Ragusa es el último templo de las musas griegas y latinas; que los Roscovich, los Stay, los Bernard de Zamagna, los Urbano Appenini y los Sorgo han brillado en su horizonte como una constelación clásica, al mismo tiempo que París se pasmaba con la prosa de Louvet y los versos de Demoustier; y que los sabios esclavones, parcos y reservados en sus juicios respecto a otros, se ríen a veces malignamente cuando se les habla de nosotros. Ese país –dicen– es el último que ha conservado el culto de Esculapio, y diríase que Apgolo, agradecido, deja escapar los últimos sonidos de su lira en los lugares donde es grato todavía el recuerdo de su hijo. Otro cualquiera habría reservado para el final de su peroración la frase que, acabáis de leer, y que hubiera provocado un murmullo lisonjero de aprobación; pero no soy tan orgulloso; me queda algo que añadir, o sea, que hasta ahora no he hablado de la crítica más severa que ha sufrido este desdichado Smarra. Se ha dicho que la fábula no es suficientemente clara; que al final de la lectura deja una idea vaga y casi inextricable, que el, espíritu del narrador, continuamente distraído por los detalles más nimios, se pierde en un mar de digresiones superfluas; que las transiciones de la narración no están determinadas por el enlace natural de los pensamientos, junctura mixturaque, sino que parecen, abandonadas al capricho de la frase, como en una jugada de dados; que es imposible, finalmente, discernir un plan racional y una intención definida. Ya he dicho que estas observaciones fueron hechas en una forma que no era precisamente del colegio; y, sin embargo, ése era el elogio que yo hubiera querido, pues esos caracteres son cabalmente los de sueño; y si alguno lee Smarra desde el principio hasta el fin sin darse cuenta de que sólo ha leído un sueño, se ha tomado, un trabajo inútil.

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Prefacio de la primera edición

L

a obra singular cuya traducción ofrezco al público es moderna y hasta reciente. Se atribuye, generalmente, en Iliria, a un noble de Ragusa que oculta su nombre bajo el seudónimo de Conde Máximo Odín[1], con el que ha firmado muchos poemas del mismo género. El presente, que puedo dar gracias a mi buen amigo Chevalier Fedorovitch Albinoni, no fue publicado durante mi permanencia en aquellas provincias; probablemente lo habrán dado a luz después. Smarra es el nombre primitivo de uno de los genios malos a quienes los antiguos atribuyen el triste fenómeno de las pesadillas. La misma palabra expresa idéntica idea en la mayor parte de los dialectos esclavos, en los países que están más sujetos a esta horrible enfermedad. Hay pocas familias morlacas que no estén atormentadas por ella. La Providencia ha establecido en los dos extremos de la vasta cordillera de los Alpes de Suiza y de Italia las dos enfermedades más opuestas del hombre: en la Dalmacia, los delirios de una imaginación exaltada que ha transportado el ejercicio de todas sus facultades a un orden de ideas puramente intelectual; en la Saboya y el Valais, la carencia casi absoluta de las percepciones que distinguen al hombre del bruto: de un lado, los frenesíes de Ariel, y, de otro, el estupor arisco de Caliban. Para entrar con interés en el secreto de la composición de Smarra, es preciso haber experimentado las ilusiones de la pesadilla, de la que este poema es la historia fiel, y pagar un poco caro el insípido placer de leer una mala traducción. Sin embargo, son tan pocas las personas cuyo reposo no haya turbado un sueño opresor o un sueño agradabilísimo terminado demasiado pronto, que, según creo, esta obra tendrá a lo menos el mérito de despertar en la mayor parte de los lectores sensaciones conocidas y que, como dice el autor, no han sido aun descritas en ningún idioma y de las que no es fácil que se de uno cuenta de ellas al despertar. El artificio más difícil para el poeta es el de tener encerrada la narración de una anécdota bastante larga, con su exposición, su desarrollo, sus peripecias y su desenlace, en una sucesión de sueños raros en que la transición la determina con frecuencia una sola palabra. Y con todo, en esto es preciso sujetarse a los caprichos de la naturaleza, que se goza haciéndonos recorrer, durante un solo sueño, a veces interrumpido por episodios ajenos, al mismo, todo el desarrollo de una acción regular, completa y más o menos verosímil. Los que han leído a Apuleyo, advierten fácilmente que la fábula del primer libro del Asno de oro de este ingenioso cuentista tiene mucha

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relación con aquella, y que se parecen en el fondo tanto como se diferencian en la forma. El autor parece que ha querido mantener esa relación conservando a su principal personaje el nombre de Lucio. La narración del filósofo de Madaure y del sacerdote dálmata, citado por Fortis, tomo l, página 65, tienen en efecto un origen común en los cantos tradicionales de un país que Apuleyo había visitado con curiosidad; y aunque desdeñó el trazar el carácter, no por eso deja de ser Apuleyo uno de los escritores más románticos de los tiempos antiguos. Floreció en la época que separa la edad del buen gusto de las edades de la imaginación. Advertiré, por último, que si yo hubiera apreciado las dificultades que presentaba esta traducción, no la habría hecho. Seducido por el efecto general del poema, sin darme cuenta de las combinaciones que lo produjeron, atribuí su mérito a la composición, que es, sin embargo, poco menos que nula, y su escaso interés no embargaría mucho rato la atención si el autor no lo hubiese substituido con los prestigios de una imaginación asombrosa y, sobre todo, por la valentía increíble de un estilo siempre elevado, pintoresco y armonioso. De esto precisamente es de lo que no me di cuenta al reproducirlo, y sería ridícula presunción intentar siquiera trasladarlo a nuestra lengua sin que pierda nada de su mérito. Los lectores que conocen la obra original, no verán seguramente en esta copia nada más que una tentativa infructuosa, y sentiría que vieran el esfuerzo inútil de una vanidad desdichada. Tengo en la literatura jueces tan severamente inflexibles y amigos tan religiosamente imparciales, que estoy persuadido de antemano de que esta explicación no estará de más para los unos ni para los otros. [1] Seudónimo empleado por Nordier (N. del T.)

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Prólogo Somnia fallaci ludunt temeraria nocte, Et pavidas mentes falsa timero jubent. CATULO. La isla está llena de ruidos, de sonidos y de dulces aires que causan placer sin producir hastío. A veces llega a mis oídos confusamente el estrépito de millares de instrumentos; a veces son tan melodiosas las voces que oigo, que si en aquel momento despertase de un sueño, quisiera volver a dormirme; y a veces también, mientras duermo, paréceme que las nubes se desgarran y dejan caer sobre mí una abundante lluvia de toda clase de bienes, de manera que al despertar lloraría como niño que quisiera seguir durmiendo. SHAKESPEARE

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ué dulce es para mí, Lisidia, el momento en que los ecos de la campana que se apagan en las torres de Arona anuncian la media noche y voy a compartir contigo el lecho solitario en que te vuelvo a encontrar al cabo de un año! Estás conmigo, Lisidia, y los genios malos que apartaron de tus deliciosos sueños el sueño dulcísimo de Lorenzo, no me espantarán más con sus prestigios. ¡Se dice, y con razón, de ello estoy seguro, que esos nocturnos terrores que asaltan y destrozan mi alma durante las horas destinadas al reposo, no son, sino el resultado natural de mis continuos estudios sobre la maravillosa poesía de los antiguos y de la impresión que han dejado en mi espíritu algunas fantásticas fábulas de Apuleyo, pues el primer libro de ese autor somete a una tortura tan viva y dolorosa, que preferiría quedarme ciego antes que pesara sobre tus ojos. Mas no se me hable hoy de Apuleyo ni de visiones; no se me hable de latinos ni de griegos, ni de las brillantes concepciones de su genio, ¿No eres acaso para mí, Lisidia, una poesía más bella que la poesía misma, mas rica en divinos encantos que la naturaleza entera? Pero duermes, querida, y no me escuchas… Has danzado esta noche hasta muy tarde en el baile de la isla Hermosa… Has bailado con exceso, sin haber compartido conmigo las delicias de la danza, y estás lánguida como rosa agitada todo el día por el viento y que espera, para erguirse sobre su tallo medio inclinado, la primera caricia de la luz de la mañana.

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Duerme, sin embargo, confiada junto a mí, con la frente reclinada en mi hombro y comunicando calor a mi corazón con el tibio perfume de tu aliento. El sueño se apodera también de mí, pero esta vez desciende a mis párpados tan dulcemente como tus besos… Duerme, Lisidia, duerme… Hay momentos en que el espíritu queda suspendido en el torbellino de sus pensamientos… ¡Paz! La noche extiende su negro manto sobre la tierra. No se percibe en la calle el ruido de los pasos del transeunte que se retira a su hogar ni el de las recuas de mulas que vuelven de sus faenas del día. El mugir del viento que penetra silbando a través de los postigos mal ajustados de las ventanas, es lo único que queda de las impresiones recibidas por los sentidos, y al cabo, de pocos instantes nos imaginamos que esos rumores existen dentro de nosotros mismos; se convierten en una voz de nuestra alma, en el eco de una idea indefinible, pero fija, que se confunde con las primeras percepciones del sueño. Comienza entonces esa existencia nocturna que se desliza ¡oh prodigio! en un mundo siempre nuevo, en medio de innúmeras criaturas en las que el gran Espíritu ha delineado la forma sin dignarse perfeccionarla, contentándose con sembrar fantasmas volubles y misteriosos por el ilimitado campo de los sueños. Las sílfides, aturdidas por el ruido de la velada, descienden zumbadoras y nos rodean; baten sus alas de mariposa rozando con ellas nuestros párpados, y vemos flotar por largo rato en medio de la densa obscuridad el polvo translúcido y abigarrado que resalta como luminosa nubecilla en un cielo negro. Se aglomeran, se abrazan, se estrechan, se confunden, impacientes por reanudar la conversación mágica de las noches precedentes y de contarse los acontecimientos inauditos que se presentan entretanto a nuestro espíritu bajo el aspecto de una maravillosa reminiscencia. Poco a poco el sonido de sus voces se debilita, se extingue o no llegan sino, por un órgano desconocido que convierte su narración en cuadros vivos en los que nos hacen tomar parte como actor involuntario de las escenas que han preparado, pues la imaginación del hombre dormido, en la fuerza de su alma independiente y solitaria, participa en algo de la perfección de los espíritus; se mezcla a ellos y, transportada prodigiosamente al centro del coro aéreo de los sueños, vuela de sorpresa en sorpresa hasta el instante en que el canto de un pájaro matutino advierte a la corte aventurera que la luz va a volver. Espantadas por el trino precursor, huyen como enjambre de abejas al primer rugido del trueno cuando gruesas gotas de lluvia hacen doblar la flor que la golondrina acaricia

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casi sin rozarla con sus alas. Caen, se levantan, remóntanse en los aires y cruzan el espacio como átomos arrastrados por fuerzas contrarias, y desaparecen desordenadamente en un rayo de sol.

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El recitado … O rebu meis Non infideles arbitrae, Nox, et Diana, quae silentium regis Arcana cum fiunt sacra; Nunc, nunc adeste… ¿Por orden de quién vienen esos espíritus irritados a causarme espanto con sus Clamores y su aspecto de trasgos? ¿Por qué brillan ante mis ojos esos r a– yos de fuego? ¿Quién ha hecho que me extravíe en el bosque? Horribles simios cuyos dientes rechinan y muerden o bien erizos cruzan por los senderos para salirme al aso y herirme con sus puntiagudas espinas. SHAKESPEARE

A

cabo de terminar mis estudios en la escuela de los filósofos de Atenas, y, deseoso de admirar las bellezas de Grecia, he visitado vez primera la poética Tesalia. Mis esclavos me aguardan en el palacio preparado en Larisa para recibirme. He querido recorrer solo y en las horas imponentes de la noche esta selva famosa por los prestigios de los hechiceros, que extiende una larga cortina de verdes árboles en las riberas del Peneo. Las sombras que se acumulan bajo la inmensa bóveda del bosque, apenas dejan penetrar, a través de algunas ramas separadas sin duda por el hacha del leñador, el rayo tembloroso de una estrella rodeada de nubecillas. Mis pesados párpados cerrábanse, a pesar mío, sobre mis ojos fatigados de buscar la huella blanquecina del sendero que se perdía entre la maleza, y resistía al sueño siguiendo con penosa atención el ruido de las pisadas de mi caballo que hacían crujir la arena y las hojas secas resonando cadenciosamente en la selva. Si alguna vez se detenía, despertaba yo sobresaltado por su quietud, le llamaba gritando, y continuaba su marcha que se hacía demasiado lenta para mi cansancio e impaciencia. De pronto, asombrado por no sé qué obstáculo, dio un bote, y arrojando nubes de humo por sus ollares, se encabritó y retrocedió espantado más y más por las chispas que arrancaba a las piedras con sus herrados cascos.

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–¡Flegón! ¡Flegón! –le dije, reclinando mi cabeza pesada sobre su cuello, que levantaba espantado–. Nos falta poco para llegar a Larisa, donde nos esperan los placeres y, sobre todo, un dulce sueño. Un esfuerzo más, dormirás en una cama hecha con flores escogidas, porque la paja dorada que se recoge para los bueyes de Ceres no es bastante fresca para ti. –¡Ah! tú no ves –me respondió temblando–, tú no ves las antorchas que agitan delante de nosotros y con las cuales queman la maleza e impregnan el aire que respiramos de vapores mefíticos… ¿Cómo quieres que atraviese esos círculos mágicos, que pase a través de sus danzas amenazadoras, ante las que retrocederían hasta los caballos del sol? Y entretanto el paso cadencioso de mi caballo continuaba resonando en mis oídos y el más profundo sueño desvanecía mis inquietudes. Sólo de vez en cuando un grupo iluminado por caprichosas llamaradas pasa, bullicioso, por encima de mi cabeza… un espíritu diforme, bajo las apariencias de un pordiosero o de un lisiado se cuelga de mi pierna y se deja arrastrar con horrible alegría… o un viejo horroroso, que une a su decrepitud la vergonzosa fealdad del crimen, salta a la grupa de mi montura y me aprisiona entre sus brazos descarnados como los de la muerte. –¡Adelante, Flegón! –grito entonces a mi caballo. –¡Adelante, Flegón! Tú que eres el mejor corcel que haya alimentado el monte Ida, debes despreciar esos terrores que refrenan tu valor. Esos demonios no son más que vanas apariencias. Con sólo blandir mi espada por encima de mi cabeza, destrozo sus formas engañosas, que se disiparán como una nube. Así como los vapores de la mañana, heridos por los rayos del sol naciente, envuelven las cimas de nuestras montañas en un velo transparente, de modo que parecen suspendidas en el aire por una mano invisible y separadas de su base de la misma manera, Flegón, dividiré a los hechiceros de Tesalia con el filo de mi espada. ¿No oyes a lo lejos los gritos de placer que se elevan de los muros de Larisa? Allá están las soberbias torres de Tesalia, tan amante de la voluptuosidad; la música que llena los aires son los cantos de las jóvenes, que nos aguardan. ¿Quién me sumirá de nuevo en esos sueños seductores que mecen el alma embriagada con los recuerdos inefables del placer? ¿Quién me devolverá el canto de las jóvenes de Tesalia y las noches voluptuosas de Larisa? Entre columnas de un mármol casi transparente, bajo doce cúpulas brillantes que reflejan en el oro y en el cristal las llamas de cien mil antorchas, las jóvenes de Tesalia, envueltas en el rosado vapor que se exhala de los pebeteros, ofrecen a la vista un cuadro indeciso y encantador que parece próximo a desvanecerse. La nube maravillosa flota en torno de

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ellas o pasea sobre sus grupos seductores todos los juegos inconstantes de sus luces, el matiz suave de la rosa, los rosicleres de la aurora, la crepitación deslumbradora del ópalo caprichoso. Son a veces lluvias de perlas que resbalan por sus túnicas ligeras, y a veces penachos de fuego que brotan de las piochas con que sujetan sus cabellos. No os maravilléis de verlas más pálidas que las otras hijas de Grecia: pertenecen apenas a la tierra y parece que despiertan de una vida pasada. Están tristes, sea porque vienen de un mundo donde han dejado el amor de un espíritu o de un dios, o bien porque, el corazón de la mujer que empieza a amar experimenta una gran necesidad de sufrir. Escuchad, sin embargo, los cantos de las jóvenes de Tesalia, la música que sube y se remonta en el aire, que pasa como onda armoniosa a través de las vidrieras solitarias de las ruinas que son tan queridas a los poetas. ¡Escuchad! Empuñan sus liras de marfil, interrogan las cuerdas sonoras que responden al punto, vibran un instante, se quedan inmóviles y prolóngase no sé qué armonía deliciosa que penetra en el alma, melodía pura como el más dulce pensamiento de un ser dichoso, como el primer beso de amor antes que el amor se haya comprendido a sí mismo, como la mirada de una madre que contempla la cuna de su hijito al que en sueños ha visto muerto y vuelve a verlo sano y tranquilo durmiendo como un ángel. Y se desvanece, perdido en el aire, extraviado en los ecos, suspendido en medio de los silencios del lago o incurriendo con la ola al pie de la insensible roca el último suspiro del sistro de una doncella que llora porque su amante no ha venido. Se miran, se aproximan, consuélanse mutuamente, se abrazan, confunden sus abundosas cabelleras, bailan para dar celos a las ninfas y levantan bajo sus pies un polvillo inflamado que flota, blanquea, se apaga y cae convertido en plateada ceniza. Y la armonía de sus cantos sigue corriendo como arroyo de miel, como río cristalino que alegra con su murmullo suave las amenas riberas amadas del sol y, tan ricas en secretas sinuosidades, en senos frescos y umbrosos, en mariposas y flores. Cantan… pero no todas: una de ellas, de arrogantes formas, inmóvil, en pie y pensativa, está sombría y afligida detrás de sus compañeras… ¿Qué querrá de mí? ¡Ah! no tortures mi mente, imagen imperfecta de la mujer amada que no existe ya, no turbes el encanto dulcísimo de mis vigilias con tu pavorosa visión. Déjame, puesto que te he llorado durante siete años, déjame olvidar las lágrimas ardientes que abrasan mis

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mejillas, disfrutando de las inocentes delicias de la danza de las sílfides y la música de las hadas. Ya ves que vienen, que sus grupos se confunden, se mezclan formando festones vivientes, inconstantes, que chocan, se suceden, se aproximan, huyen, retroceden, vuelven a juntarse, se levantan como la ola arrastrada por el flujo y descienden como la ola, matizada con todos los colores del arco que después de la tempestad aparece en el cielo apoyando sus bases, en la tierra y en el mar. ¿Qué pueden importarme los accidentes marítimos ni las curiosas inquietudes de los pasajeros si, por un favor divino, que tal vez en remotos tiempos fue privilegio del hombre, te veo (¡beneficio delicioso del sueño!) libre de todos los peligros que te amenazan? Apenas se cierran mis ojos, apenas cesa la melodía que arroba mi espíritu, si el creador de los prestigios de la noche abre ante mí un profundo abismo, una sima horrenda en la que se desvanecen todas las formas, se apagan todos los sonidos y se extinguen todas las luces de la tierra; si tiende sobre impetuoso torrente un puente frágil, estrecho y resbaladizo que no ofrece seguridad; si me lanza al extremo de elástico trampolín que vibra bajo mi peso y amenaza, con precipitarme en el abismo que hasta la mirada teme, sondear… , yo, tranquilo, hiero el suelo con pie firme y acostumbrado a mandar, el suelo obedece sumiso, parto contento de separarme de los hombres, y en mi vuelo ligero veo huir las márgenes azules de los continentes, las sombras desiertas del mar, la variada techumbre de los bosques que matizan el verde despertar de la primavera, la púrpura y oro del otoño, el bronce mate y el violeta desvaído de las hojas mustias del invierno. Si oigo sobre mi cabeza el aleteo de algún pájaro atolondrado, me remonto más y aspiro a nuevos mundos. El río se me aparece como estrecha faja que se pierde en una sombra verdegueante, las montañas como un punto vago, confundidas la cumbre y la base, el océano como una mancha obscura de no sé qué masa errante en los aires en los que gira más rápidamente que la taba de seis caras con que juegan los chiquillos de Atenas en las galerías de anchas baldosas que rodean a Cerámica. ¿Habéis visto por ventura junto a las murallas de Cerámica, heridas en los primeros días del año por los rayos del sol, que vivifican al mundo, una larga fila de hombres demacrados, inmóviles, con las mejillas hundidas y la mirada apagada y estúpida, unos amontonados como bestias y otros en pie pero apoyados en los pilares y encorvados por la debilidad y la miseria? ¿Los habéis visto con las bocas entreabiertas aspirando con fruición el benéfico influjo del aire vivificante, gozando con triste voluptuosidad, las dulces impresiones del tibio calor de la primavera? Pues el

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mismo espectáculo habríais presenciado en las murallas de Larisa, pues en todas partes se encuentran desgraciados; pero aquí la desgracia lleva el sello de una fatalidad particular que es más degradante que la miseria, más repugnante que el hambre, más abrumadora que la desesperación. Estos desgraciados caminan con paso lento, como figuras fantásticas movidas por ingenioso mecanismo sobre una superficie circular que marca las divisiones del tiempo. Doce horas transcurren mientras el silencioso cortejo recorre esa superficie tan limitada como la palma de la mano de la mujer amada en la que de una ojeada podríase leer las horas de la noche que faltan para que llegue el deseado momento de la cita de amor. Esos espectros vivientes no conservan nada del aspecto humano. Su piel parece un pergamino blanco cubriendo descarnados huesos; ninguna chispa del alma brilla en sus pupilas; en sus labios temblorosos de inquietud y terror, vaga en ocasiones una sonrisa desdeñosa y feroz, semejante a la del condenado a muerte que sube impávido al lugar del suplicio. La mayor parte de ellos se agitan en débiles pero continuas convulsiones, y tiemblan como la lengüeta de acero del birimbao que los niños hacen vibrar entre sus dientes. Los más dignos de compasión, vencidos por el destino que les persigue son destinados a causar terror a los transeúntes con la repugnante disformidad de sus miembros desnudos y de sus actitudes inflexibles. Sin embargo, este período regular de su vida que separa dos sueños, es para ellos el de la suspensión de los dolores que más temen. Víctimas de las venganzas de las hechiceras de Tesalia, vuelven a caer presa de sufrimientos que ninguna lengua puede expresar desde que el sol, oculto en el horizonte occidental, ha cesado de protegerles contra los terribles soberanos de las tinieblas. He aquí por qué siguen su curso rápidamente con la vista fija en el espacio, en la esperanza siempre engañosa que les hará olvidar su lecho de azur y que acabará por quedar suspendido en las nubes de oro del ocaso. Apenas la noche les saca de su error desplegando sus alas de crespón, en las que no queda ni una de las claridades divinas que mueren a un tiempo en las cimas de los árboles; apenas el último reflejo que centellea aún sobre el bruñido metal de la techumbre de un edificio acaba de extinguirse como carbón todavía encendido en un brasero apagado que poco a poco blanquea y se convierte en ceniza, un gran murmullo se eleva entre ellos, la desesperación y la rabia hace castañetear sus dientes, y se estrechan y apretujan temerosos de encontrar por todas partes hechiceras y fantasmas… ¡Se hace de noche y el infierno va a abrirse de nuevo!

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Entre ellos hay uno cuyas articulaciones crujen como resortes desgastados y cuyo pecho despide un sonido, más ronco y sordo que el del tornillo oxidado que se desenrosca trabajosamente en su muesca. Mas algunos jirones que penden aún de su manto, una mirada llena de tristeza y de gracia que ilumina de vez en cuando su lánguido y melancólico semblante; no sé que mezcla de embrutecimiento y fiereza que recuerda la rabia de una pantera fuertemente sujetada por el cazador, le hacen descollar entre la multitud de sus miserables compañeros; y cuando las mujeres pasan por delante de él, sólo se oye un suspiro. Sus rubios y ensortijados cabellos caen negligentemente sobre sus hombros que se destacan níveos y puros de su túnica de púrpura, y en su cuello ostenta una señal sangrienta: la cicatriz triangular dejada por el hierro de la lanza, la marca de la herida de que me libró Polemón cuando escudóme con su propio cuerpo al ver precipitarse sobre mí con espantosa furia el soldado ya victorioso pero no cansado de sembrar de cadáveres el campo de batalla. Es Polemón, al que durante tanto tiempo he llorado por muerto y que vuelve siempre en mis sueños a recordarme con un beso frío que nos volveremos a encontrar en el camino de la muerte. Es Polemón, vivo todavía, pero conservado para llevar una existencia tan horrible, que las larvas y espectros del infierno se consuelan mutuamente refiriendo los dolores de mi amigo y comparándolos con los suyos. Es Polemón, que ha caído bajo el imperio de las hechiceras de Tesalia y de los demonios que forman su cortejo en las solemnidades, en las horrendas solemnidades de sus fiestas nocturnas. Polemón se detiene, busca largo rato con mirada de asombro, quiere recordar mi fisonomía, se aproxima a mí con paso receloso y mesurado, toca mis manos con la suya palpitante que temblaba al asirlas, y, después de haberme abrazado súbitamente, lo cual me produjo espanto, después de haber fijado en mis ojos una pálida mirada, velada como la última luz de una antorcha que se aleja a través de la puerta de una mazmorra, gritó sonriendo con expresión horrible: –¡Lucio! ¡Lucio! –¡Polemón, querido Polemón, amigo y salvador de Lucio! –En el otro mundo –repuso bajando la voz–; me acuerdo… ¿Estás en otro mundo, en una vida que no pertenece al sueño ni a sus fantasmas? –¿Qué dices de fantasmas? –Mira –respondió extendiendo la mano hacia el crepúsculo–. Míralos, ya vienen.

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–¡Ah, no te entregues, joven infortunado, a las inquietudes de las tinieblas! Cuando las sombras de la montaña ensanchándose, aproximando por todas partes los vértices y los lados de sus pirámides gigantescas acaban envolviendo toda la tierra; cuando las imágenes fantásticas salen de las nubes, se dispersan, se reúnen y vuelven a entrar juntas bajo el velo protector de la noche; cuando los pájaros agoreros de muerte comienzan a gritar en los bosques y los batracios croan monótonamente a orilla de los pantanos… entonces, Polemón querido, no dejes que tu imaginación atormentada se entregue a las ilusiones de las tinieblas y de la soledad. Huye de los ocultos parajes en donde los espectros se citan para celebrar tenebrosos conciliábulos y tramar conjuras contra el reposo de los hombres; huye de las cercanías de los cementerios en donde se reúne la misteriosa asamblea de los muertos que, envueltos en sus sudarios, comparecen ante el areópago que se sienta en los sepulcros; huye del abierto prado en donde se ve la hierba hollada, mustia y sea por el cadencioso paso de las hechiceras. ¿Quieres creerme, Polemón? Cuando la luz, asustada por la aproximación de los malos espíritus, se retira palideciendo, ve a reanimar conmigo sus prestigios en las fiestas de la opulencia y en las orgías de la voluptuosidad. ¿He dejado acaso de satisfacer jamás mis deseos por falta de oro? Las minas más ricas, ¿tienen acaso algún filón oculto que me niegue sus tesoros? Hasta la arena de los ríos se transforma en piedras preciosas que podrían servir de adorno a las coronas de los reyes más poderosos. ¿Quieres creerme, Polemón? Es en vano que se extinga el día si los fuegos que sus rayos encendieron para alegrar al hombre brillan todavía en las iluminaciones de los festines o en las claridades más discretas que embellecen las veladas deliciosas del amor. Los demonios, como tú sabes, temen a los vapores aromáticos del cirio y del aceite embalsamado que aúden reflejando su luz en el alabastro o tamizándola con rosados colores a través del doble tejido de nuestros tapices. Tiemblan a la vista de los bruñidos mármoles que reflejan el brillo de los cristales movibles que lanzan grandes haces diamantinos, como cascada herida por la postrera mirada del sol occiduo. En los banquetes de Tesalia no se sirven jamás láminas o mantas de horrible fealdad. La misma luna que ellos invocan los espanta a menudo cuando los envuelve en uno de esos rayos fugaces que dan a los objetos que tocan la blancura pálida del estaño. Huyen entonces más presurosos que la culebra advertida por el ruido del grano de arena que rueda bajo los pies del viajero. No temas que te sorprendan en medio de las luces que centellean en mis palacios, y que irradian de todas partes sobre el bruñido acero de los espejos. Mira, Polemón querido, con qué presteza se alejan de nosotros desde que

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marchamos entre las antorchas de mis servidores, en estas galerías adornadas de estatuas, obras maestras, inimitables del genio de Grecia. ¿Alguna de estas imágenes te ha revelado por un movimiento amenazador la presencia de esos espíritus fantásticos que les animan a veces, cuando el postre reflejo, que se desprende de la última lámpara asciende y se extingue en el aire? La inmovilidad de sus formas, la pureza de sus líneas, la calma de sus actitudes que no cambiarán nunca, espantaría al espanto mismo. Si algún ruido extraño hiere tus oídos, ¡oh querido hermano de mi corazón!, es el que produce la ninfa solícita que derrama sobre tus miembros entorpecidos por la fatiga, los tesoros de su urna de cristal, en la que están mezclados perfumes hasta hoy desconocidos en Larisa, un ámbar límpido que yo recogí en la orilla de los mares que bañan la cuna del sol; el jugo de flor mil veces más suave que la rosa, que no crece más que en los espacios sombreados de la morena Corcyra, el zumo del arbusto tan estimado de Apolo y de su hijo, que ostenta sobre las rocas de Epidauro, sus ramilletes compuestos de purpurinas hojas que temblequean bajo el peso del rocío. ¿Y cómo los encantamientos de los magos enturbian la pureza de las aguas que agitan a tu alrededor sus ondas de plata? Myrta, esa bella Myrta de cabellos rubios, la más joven y la más bonita de mis esclavas, que viste inclinarse a tu paso, ama todo cuanto yo amo… tiene encantamientos que sólo ella conoce y un espíritu que se los confía a los misterios del sueño; actualmente camina errabunda como una sombra alrededor de los baños donde se eleva lentamente la superficie de la onda solitaria; corre cantando aires que ahuyentan los demonios, y tocando de vez en cuando las cuerdas de un arpa errante que genios obedientes se apresuran a ofrecerle antes que formule su deseo. Myrta camina, corre; y el arpa camina, corre y canta en sus manos. Escucha los acordes del arpa, los acordes del arpa de Myrta; es un sonido lleno, grave, solemne, que hace olvidar las ideas de la tierra, que se prolonga, se sostiene, embarga la mente como un pensamiento serio, vuela, huye, se desvanece, vuelve; y los aires del arpa de Myrta (¡encantamiento maravilloso de las noches!), los aires del arpa de Myrta que vuelan, que huyen, que se desvanecen, que vuelven otra vez como ella cantan, como ella vuelan, los aires del arpa de Myrta, los aires que ahuyentan a los demonios… Escucha, Polemón; ¿los oyes? Yo he experimentado todas las ilusiones de los sueños, ¿y qué hubiera sido de mí sin el socorro del arpa de Myrta, sin el socorro de su voz tan solícita en arrancarme del reposo doloroso y triste de mis sueños?… ¡Cuántas veces me he inclinado durante el sueño sobre la onda límpida y quieta, la onda que reproduce con demasiada fidelidad mi semblante

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alterado, mis cabellos erizados por el terror, mi mirada fija y sombría como la de la desesperación que no llora jamás!.. ¡Cuántas veces he temblado al ver salir de mis pálidos labios un chorro de sangre descolorida; al notar que mis dientes se movían como si fueran a desprenderse de sus alvéolos y que mis uñas arrancadas de sus raíces caían!… ¡Cuántas veces, asustado de mi desnudez, mi vergonzosa desnudez, he sido objeto de la ironía de la muchedumbre que se burlaba de mi túnica, más corta, ligera y transparente que la que envuelve a una cortesana junto al lecho afrentoso de la orgía! ¡Oh! ¡cuántas veces he tenido sueños horrorosos que Polemón no puede imaginarse!… ¡Qué hubiera sido de mí entonces sin los socorros del arpa de Myrta, sin el socorro de su voz y la armonía que ella enseña a sus hermanas, cuando la rodean obedientes, para ahuyentar los terrores del desgraciado que duerme, para recrear sus oídos con los ecos lejanos de las canciones traídas en alas de la brisa, cantos dulcísimos que calman los sueños tempestuosos del corazón y llenan sus silencios con una larga melodía! Mira, las hermanas de Myrta están preparando el festín. Está Theis, que se distingue de todas las jóvenes, de Tesalia, porque la mayor parte de las jóvenes de Tesalia tienen cabellos negros que caen sobre hombros más blancos que el alabastro; pero no existe ninguna que ostente cabellos ensortijados en ondas flexibles y voluptuosas, como los cabellos negros de Theis. Es ella la que inclina sobre la brillante copa en que blanquea un vino espumoso, la jarra de preciosa arcilla, y que escancia gota a gota, como topacios líquidos, la miel más exquisita que jamás se ha recogido en las colmenas de Sicilia. La abeja privada de su tesoro vuela inquieta en medio de las flores; se posa en las ramas solitarias del árbol abandonado pidiendo su miel a los céfiros; zumba de dolor, porque sus pequeñuelos no encontrarán asilo en ninguno de los mil palacios de cinco murallas que ha edificado con cera ligera y transparente y no probarán la miel que ha elaborado para ellos en los zarzales perfumados del monte Hybla. Es Theis la que derrama sobre un vino espumoso la miel robada a las abejas de Sicilia; y las otras hermanas de Theis, las de los cabellos negros, pues sólo Myrta los tiene rubios, son las que corren sumisas, solícitas, cariñosas, sonriendo dulcemente, en torno de la mesa del banquete. Esparcen flores del granado y pétalos de rosa sobre la leche merengada, o bien avivan el fuego de ámbar e incienso que arde bajo la copa donde blanquea un vino espumoso las llamas que lamen su borde circular se inclinan, se aproximan, se rozan, juntan sus labios de oro, y acaban por confundirse con las lenguas de fuego blancas y azules que rozan el vino. Las llamas suben, descienden, se apartan como ese demonio fantástico de las

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soledades que le agrada contemplarse en las fuentes. ¿Quién podrá contar las veces que la copa ha circulado alrededor de la mesa del festín, las veces que ha sido apurada y, vuelta llenar hasta los bordes de un nuevo néctar? Jóvenes, no economicéis ni el vino ni el hidromiel. El sol no cesa de madurar las uvas y derramar los rayos de su inmortal esplendor en el racimo brillante que se balancea en los ricos festones de nuestras viñas a través de las obscuras hojas del pámpano que, formando guirnaldas, engalanan los muros del Tempe. ¡Otra libación más para espantar los demonios de la noche! En cuanto a mí, sólo veo que los espíritus alegres de la embriaguez, que se escapan chispeantes de la copa espumosa, se persiguen en el aire como mosquitos de fuego, o vienen a deslumbrar con sus alas radiosas mis pupilas irritadas; semejantes a esos insectos ágiles que la naturaleza ha adornado de fuegos inocentes, y que con frecuencia, en la silenciosa frescura de corta noche de estío, se ven surgir formando enjambre, de en medio de una verde espesura, como un haz de chispas bajo los redoblados martillazos del herrero. Flotan impulsados por una ligera brisa que pasa o atraídos por algún suave perfume con que se alimentan en el cáliz de las rosas. La nube luminosa se cierne, se mece inconstante, reposa o se revuelve un momento, y cae por fin, sobre la copa de un tierno pino al cual ilumina como una pirámide consagrada a las fiestas públicas o cae sobre la rama inferior de una robusta encina a la cual da el aspecto de una girándula, preparada para las veladas de la selva. Mira cómo juegan a tu alrededor, cómo se agitan dentro de las flores, cómo centellean con reflejos de fuego en los vasos pulimentados: ¡éstos no son demonios enemigos! Bailan, se divierten con el abandono y las risas de la locura. Si se entretienen alguna vez en interrumpir el reposo de los hombres, sólo es para satisfacer, como un niño mimado, sus inocentes caprichos. Retozan, maliciosos, entre el lino enrollado en el huso de una vieja pastora, enredando los hilos sueltos y multiplicando los nudos rebeldes a los esfuerzos de su vana dirección. Cuando un viajero extraviado en su camino busca con mirada ávida a través del horizonte de la noche algún punto luminoso que le brinde hospitalidad, le hacen vagar largo tiempo de sendero en sendero, al resplandor de un fuego, falaz, al ruido de una voz engañadora, o guiado por el lejano ladrido de un perro que vigila como un centinela alrededor de la granja solitaria; los espíritus burlan su esperanza hasta que, al fin, compadecidos del cansancio del pobre viajero, le ponen de improviso frente a un albergue que no había visto ni él ni nadie en aquel desierto, y donde encuentra, admirado al entrar, un hogar en el que crepita un fuego que inspira alegría, manjares raros y

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exquisitos que la casualidad ha llevado a la choza del pescador o del cazador, y una joven bella como las Gracias, que le sirve, temerosa de levantar los ojos; porque le ha parecido peligroso mirar a aquel forastero. Al siguiente día, sorprendido de que tan corto reposo le haya devuelto todas sus fuerzas, se levanta dichoso, despertado por el canto de la alondra que saluda un cielo púrpura; conoce que su afortunado error ha acortado su camino de veinte estadios y medio, y su caballo, relinchando de impaciencia, con los ollares abiertos, el pelo lustroso, las crines lisas y brillantes, piafa delante de él, dando señales de querer proseguir el viaje. El gnomo salta de la grupa a la cabeza del caballo del viajero, y acaricia con sus sutiles dedos la larga crin, la revuelve, la levanta en ondas; mira, se felicita de lo que ha hecho, y parte contento para ir a burlarse del despecho de un hombre adormecido que se abrasa de sed, y que ve acercarse y apartarse rápidamente de sus labios una bebida refrescante que devora con los ojos y en vano se esfuerza por gustar siquiera, porque desaparece del paso. Y cuando despierta, encuentra la jarra llena de un vino de Siracusa que no ha probado aún, hecho con las uvas escogidas, que el geniecillo ha exprimido burlándose de las inquietudes del soñador. Aquí, tú puedes beber hablar o dormir sin temor, pues los duendecillos son amigos nuestros. Satisface solamente la impaciente curiosidad de Theis y de Myrta, la curiosidad más interesada de Thelair, que no ha apartado de ti sus grandes, y centelleantes ojos negros, velados por largas pestañas, que se mueven como astros propicios bajo un cielo de purísimo azur. Cuéntanos, Polemón, los atroces dolores que has creído experimentar bajo el imperio de los demonios de la noche; pues los tormentos con que ellos persiguen nuestra imaginación no son más que la vana ilusión de un sueño que se desvanece a la primera claridad de la aurora. Theis, Thelair y Myrta son muy amables; nos escuchan… ¡Pues bien!… habla, cuéntanos tus desesperaciones, tus temores y los locos terrores de la noche; y tú, Theis, escancia vino; y tú Thelair, sonríe a su narración para que su alma se consuele; y tú, Myrta, si le ves, embargado por el recuerdo de sus extravíos, ceder a una nueva ilusión, canta y haz vibrar las cuerdas del arpa mágica… Arráncale sonidos consoladores, sonidos que ahuyenten los malos, espíritus… Así es como se pasan las horas de la noche, cómo se escapa al imperio tumultuoso de los sueños, y de placer en placer nos libramos de los siniestros encantamientos que llenan la tierra durante la ausencia del sol.

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El episodio Hane ego de coelo ducentem sidera vide; Fluminis hace rapidi carmine vertititer Haec cantu finitque solum, manesque, sepulchris Elicit, et tepido devocat ossa rogo. Quum libet, haec tristi depellit nubila coelo: Quura libet, aestivo convocat orbe nives TIBULO Cuenta con que esta noche tendrás temblores y convulsiones: los demonios, durante todo ese tiempo de tinieblas profundas, ejercerán sobre ti su cruel influjo; pero yo te proveeré de antenas tan cerradas como las celdas de la colmena y tan ardientes como el aguijón de la abeja que la ha construido. SHAKESPEARE

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uién de vosotros no conoce, ¡oh doncellas! los dulces caprichos de las mujeres? –dijo Polemón sonriendo–. Vosotras habéis amado, sin duda, y sabréis cómo late el corazón de una viuda triste y pensativa que evoca sus, recuerdos en las solitarias orillas del Peneo al ver aparecer un soldado de atezada faz, de ojos en que centellea el fuego de la guerra y ostentando en el pecho honrosa y ancha cicatriz; un soldado que pasa fiero y amable a la vez por entre las bellas. Como el león domesticado trata de olvidar en los placeres de una dichosa y fácil esclavitud la añoranza de sus desiertos, así el soldado desea conquistar el corazón de las mujeres, cuando el clarín no lo llama al campo de batalla y cuando los riesgos del combate no excitan más su bélico ardor. Sonríe a la mirada de las jóvenes, y parece decirlas: ¡Amadme!… No ignoráis tampoco, puesto que sois tesalias, que jamás mujer alguna ha igualado en hermosura a esta noble Meroe que, después de su viudez, ostenta luengas y blancas vestiduras bordadas de plata; Meroe, es la más bella entre las bellas de Tesalia, vosotros lo sabéis. Es como las diosas, majestuosa, y no obstante hay en sus ojos no sé qué llamaradas mortales que convidan al amor. ¡Oh! ¡cuántas veces me he sumergido en el aire que ella respira, en el polvo que levantan sus pies, en la sombra afortunada que la sigue!… ¡Cuántás veces me he interpuesto en su camino para robarle un rayo de sus miradas, el aliento de su boca, un átomo del torbellino que da a sus movimientos tanta gracia y donaire! ¡Cuántas veces (¿me perdonarás

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Thelair?) he provocado la ardiente voluptuosidad de sentir uno de los pliegues de su vestido rozar mi túnica o de levantar del suelo con ávidos labios una de las lentejuelas de sus bordados en los viales de los jardines de Larisa! Cuando ella pasa paréceme oír el tableteo de la tempestad; mis oídos silban, mis pupilas se obscurecen y desorbitan, mi corazón está a punto de estallar henchido de una alegría inefable y excesiva. ¡Ahí está ella! Saludo las sombras que flotan sobre su cabeza, aspiro el aire que la acaricia; a todos los árboles de la ribera los pregunto: ¿Habéis visto a Meroe? Si se tiende sobre un banco de flores, ¡con qué jubilo recojo las que han sentido el contacto de su cuerpo, los blancos pétalos jaspeados de carmín que adornan la inclinada fuente de la anémona, las flechas deslumbrantes que brotan del disco de oro de la margarita el casto velo que cubre el tierno lirio antes que este dirija una sonrisa al sol; y, si osara estrechar con un abrazo sacrílego aquel lecho de fresco verdor, abrasaríame Meroe con un fuego más intenso que el que pone la muerte en las ropas de la cama de un febricitante. Meroe no puede por menos que reparar en mí; me ve en todas partes a donde va. Un día, a la hora del crepúsculo, la encontré, me miró risueña, se me adelantó y luego acortó el paso. Eché a andar detrás de ella, y vi que se volvía. Soplaba el viento agitando sus cabellos, y Meroe arreglaba con sus lindas manos aquel desorden. La seguí, Lucio, hasta el palacio, hasta el templo de la princesa Tesalia, y la noche descendió sobre nosotros, ¡noche de delicias y de terrores!… ¡Ojalá hubiera sido la última de mi vida y hubiese terminado antes! No sé si tú has soportado jamás con una resignación mezclada de impaciencia y ternura el peso de una amante adormecida que se entrega al reposo sobre tu brazo extendido, sin pensar en que tú sufres; si has tratado de luchar contra el espasmo que se apodera poco a poco de tu sangre, contra el entorpecimiento que encadena tus músculos rendidos; de oponerte a la conquista de la muerte que amenaza extenderse hasta tu alma[1]. Un escalofrío doloroso recorrió todo mi cuerpo, sacudiéndolo con temblores inesperados como la aguda punta del plectro que hace vibrar todas las cuerdas de la lira, bajo los dedos de un hábil músico. Mis carnes se retorcían como membrana seca aproximada al fuego; mi pecho levantado estaba a punto de estallar, rompiendo las férreas cadenas que le envolvían, cuando Meroe, de repente, sentándose a mi lado, fija una mirada profunda en mis ojos, apoya su mano sobre mi corazón para

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asegurarse que aún palpita, la deja largo rato allí, pesada y fría, y huye luego de mí con la velocidad de una flecha impelida por la cuerda de la ballesta. Corre encima de los mármoles del palacio, repitiendo las canciones de las viejas pastoras de Siracusa que encantan la luna en sus nubes de nácar y de plata, da vueltas por la inmensa sala, y grita de vez en cuando alborotando con horrible alegría, llamando a no sé que amigos que aun no ha nombrado. Mientras mirábala yo lleno de terror veía descender a lo largo de las murallas, precipitarse en los pórticos y cernerse en las bóvedas una enorme muchedumbre de vaporosos fantasmas que no tenían de la vida más que las apariencias de formas, una voz desfallecida como el murmullo del estanque más tranquilo en una noche silenciosa, un color indeciso tomado de los objetos delante de las cuales flotaban sus figuras transparentes… La llama azulada y crepitante surgió de pronto de todos los trípodes y Meroe, terrible, volaba de uno a otro murmurando palabras confusas: ¡Aquí la verbena en flor… allí tres briznas de sauce cortadas a media noche en la tumba de aquellos que han sido muertos por la espada… allá, el velo de la amante bajo el cual esconde su palidez y su tristeza después de haber degollado al esposo dormido para gozar de sus amores… aquí las lágrimas de un tigre acosado por el hambre que no se consuela de haber devorado a uno de sus cachorros! Y sus facciones demudadas revelaron tal sufrimiento y horror, que casi me inspiró lástima. Enojada de ver sus conjuros interrumpidos por algún obstáculo imprevisto, dio un salto de rabia, se alejó, volvió armada de dos largas varillas de marfil, atadas en su extremidad por un cordoncillo hecho de trece crines, arrancadas de la cola de un hermoso caballo blanco por el mismo ladrón que había muerto a su amo, y sobre la delgada trenza hizo volar el rombo de ébano, el globo vacío y sonoro que zumba y aúlla en el aire, desciende gruñendo sordamente, sigue girando y gruñendo y por último se detiene, y cae. Las llamas de los trípodes semejan lenguas de culebra; y los fantasmas están contentos. –Venid, venid –grita Meroe–; es preciso que los demonios de la noche se apacigüen, y que los muertos se alegren. Traedme la verbena en flor, el sauce cortado a media noche y el trébol de cuatro hojas; dad haces de dorada mies a Saga y a los demonios de la noche. Después, mirando con asombro el áspid de oro que se enrosca alrededor de su brazo desnudo –precioso brazalete, obra del más hábil artista de Tesalia, que no ha escatimado ni la elección de metales, ni la

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perfección, del trabajo (la plata estaba incrustada en escamas delicadas, y no había ninguna en que la blancura no fuese realzada por el brillo de un rubí o por la suave transparencia de un zafiro más azul que el cielo) lo desata, medita, se arroba, llama a la serpiente murmurando palabras misteriosas; y la serpiente, animada, se desenrosca y huye silbando de alegría como un esclavo a quien se le concede la ansiada libertad. Y el rombo Sigue girando y rugiendo; semeja el lejano relámpago que se queja entre las nubes impulsadas por el viento, y se apaga lamentándose en un trueno final. Entretanto las bóvedas se abren, los espacios celestes se despliegan, los astros descienden, las nubes se extienden y bañan el suelo como atrio tenebroso de un templo. La luna, teñida de sangre, parece el escudo de hierro sobre el cual acaban de llevar el cuerpo de un joven espartano degollado por su enemigo. Rueda y pesa sobre mí su disco lívido, que obscurece todavía el humo de los trípodes apagados. Meroe continúa corriendo, golpeando con sus dedos, de los que surgen largos relámpagos, las innumerables columnas del palacio, y cada columna tocada por Meroe descubre una columna inmensa poblada de fantasmas, que a su vez golpean una columna que da paso a otra nueva. Y en cada una de esas columnas veía el sacrificio de un recién nacido, arrancado de los brazos cariñosos de su madre. –¡Piedad, piedad –gritaba yo– para la infortunada madre que disputaba su hijo a la muerte! Pero aquel débil ruego no llegó a mis labios sino con la fuerza del soplo de un agonizante que exclama: ¡Adiós! Aquel ruego expiró en sonidos inarticulados en mi boca balbuciente; se extinguió como el grito de un hombre que se ahoga, y que busca en vano confiar a las mudas aguas el último y desesperado llamamiento. El agua, insensible, ahoga su voz, lo cubre pesada y fría; devora sus gemidos; no le transportará jamás a la orilla. En tanto, luchaba contra el terror que me abrumaba, y procuraba arrancar de mi pecho alguna maldición clamando venganza a los dioses del cielo: –¡Miserable! –gritó Meroe–. Serás castigado eternamente por tu insolente curiosidad… ¡Ah, te atreves, a violar los encantamientos del sueño… hablas, gritas, y ves!… ¡Pues bien, sólo hablarás para quejarte, sólo gritarás para implorar en vano la sorda conmiseración de los ausentes, sólo presenciarás escenas de horror que helarán tu sangre!… Y expresándose de este modo, con una voz más aguda y lastimera que la de una hiena herida que amenaza a sus perseguidores, arrancóse del

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dedo la turquesa de variados cambiantes que despedía diversos rayos como los colores del iris, o como la agitada por la pleamar que refleja, revolviéndose sobre sí misma el fuego del sol naciente. Tocó con el dedo un resorte desconocido que levantó la maravillosa piedra sobre su invisible charnela, y descubrió, en un estuche de oro, no sé qué monstruo sin color ni forma que saltó dando alaridos, remontóse en el aire y cayó hecho un ovillo sobre el pecho de la hechicera. –Ahí le tienes –dice ella–, mi querido Smarra, el preferido de mis amorosos pensamientos, tú a quien el odio del cielo ha elegido entre todos sus tesoros para la desesperación de los hijos del hombre. Ve, yo te lo mando, espectro adulador, o falaz o terrible, ve a atormentar la víctima que te he proporcionado; inflígele suplicios tan variados como los terrores del infierno que has concebido, tan crueles e implacables como mi cólera. Ve, sáciate de las agonías de su corazón palpitante, cuenta los latidos convulsivos de su pulso, que se precipita y se detiene… contempla su dolorosa agonía y suspéndela para volverla a empezar… A este precio, fiel esclavo del amor, podrás, cuando se desvanezcan los sueños, volver a descender sobre la almohada perfumada de tu amante, y estrechar entre tus cariñosos brazos a la reina de los terrores nocturnos… Dijo, y el monstruo surgió de su ardiente mano como el disco del discóbolo voltea en el aire con la rapidez de esos fuegos de artificio que se lanzan sobre los navíos, extiende las alas caprichosamente festoneadas, sube, desciende, crece, se reduce, y enano disforme y alegre, cuyas manos van armadas de uñas de un metal más fino que el acero, que penetran en la carne sin destrozarla, y chupando la sangre como membranoso disco de sanguijuela, se adhiere a mi corazón, se desenvuelve, levanta su enorme cabeza y ríe. En vano mi mirada llena de espanto busca en el espacio que puede abarcar un objeto que le tranquilice: los miles de genios de la noche escoltan al horrible demonio de la turquesa. Flacas mujeres de ebria mirada; serpientes coloradas y violáceas por cuyas bocas vomitan fuego, lagartos que saltan de un lago de fango y de sangre con semblante parecido al del hombre; cabezas recién cercenadas del tronco, por el hacha del soldado, pero que me contemplan con viva mirada… y huyen deslizándose como reptiles… Después de esta funesta noche, ¡oh Lucio!, no hay noche apacible para mí. El lecho perfumado de las jóvenes, que no es asequible, sino para los sueños voluptuosos; la tienda del viajero que se despliega todas las noches bajo nuevas sombras; el santuario de los templos no es un asilo inviolable contra los genios de la noche. Apenas mis párpados, fatigados de

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luchar contra el tan temido sueño, se cierran abatidos, todos los monstruos se presentan, como en el instante en que los oí surgir como el Smarra de la sortija mágica de Meroe. Corren formando círculo a mi alrededor me aturden con sus gritos, me horrorizan sus alegrías y manchan mis temblorosos labios con sus caricias de harpía. Meroe los guía y se cierne por encima de ellos, sacudiendo su larga cabellera, de la que se desprenden reflejos de un color azul cárdeno. Ayer aún… era más grande de lo que la había visto otras veces… eran las mismas formas y el mismo semblante, pero, bajo su apariencia seductora, yo distinguía, temeroso, como a través de un velo sutil y ligero, el matiz aplomado de la hechicera y sus miembros color de azufre: sus hundidos ojos fijos eran sanguinolentos; lágrimas de sangre surcaban sus hundidas mejillas, y su mano, extendida en el espacio, dejaba impresa en el aire la señal de una mano de sangre… –Ven –me dijo haciendo un gesto con el dedo, que de haberme tocado, habríame aniquilado–, ven a visitar el imperio que doy a mi esposo, pues veo que conoces todos los dominios del terror y de la desesperación… Y así hablando, voló delante de mí, tocando apenas el suelo con el pie, aproximándose o, alejándose alternativamente de la tierra, como la llama que oscila al extremo de una antorcha pronta a extinguirse. ¡Oh! ¡qué aspecto de horror presentaban el camino que habíamos de recorrer, y que la hechicera parecía impaciente por llegar al fin! Imagínate la fúnebre cueva en donde ellas amontonan los restos de todas las víctimas inocentes de sus sacrificios, sin que entre aquellos restos mutilados se oiga una voz, un gemido, un sollozo. Imagínate murallas movibles y animadas, que se cierran delante y detrás de ti, y que oprimen poco a poco tu cuerpo como el recinto de una prisión estrecha, lóbrega y húmeda. El pecho, sofocado, se levanta, se estremece, lucha para aspirar el soplo de la vida, a través del polvo de las ruinas, el humo de las antorchas, la humedad de las catacumbas, el hálito emponzoñado de los muertos… y todos los genios de la noche gritan, silban, aúllan o rugen a tu oído: ¡No respirarás más! Y mientras yo caminaba, un insecto mil veces más diminuto que el que ataca con ineficaz dentellada el delicado tejido de las hojas de las rosas; un átomo desgraciado que emplea mil años en dar un paso por la esfera celeste, en que la materia es mil veces más dura que el diamante, marcha también y la marcada huella de su andar perezoso parecía llegar hasta el eje de ese globo. Después de haber corrido de ese modo, con una marcha rápida, una distancia que no se puede explicar con el lenguaje del hombre, vi surgir

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de la boca de un respiradero, tan distante como la más lejana estrella, algunos perfiles de un blanco transparente. Llena de esperanza, Mereo se lanza hacia allá y yo la sigo, impulsado por una fuerza invencible, y porque el camino de regreso, borrado como la nada, infinito como la eternidad, se cierra tras de mi de un modo impenetrable a la energía y a la paciencia del hombre. Entre Larisa y nosotros dejamos restos de innumerables mundos que han precedido a éste en los ensayos de la creación, desde el principio de los tiempos. La puerta sepulcral que nos recibió, o más bien que nos aspiró a la salida de ese abismo, se abrió sobre un campo sin horizonte, que nunca había producido nada. Apenas si se distinguía en un rincón apartado del cielo, el contorno indeciso de un astro inmóvil y obscuro, más inmóvil que el aire, más obscuro que las tinieblas que reinan en ese día de desolación. Era el cadáver del más antiguo de los soles, acostado sobre el fondo tenebroso del firmamento como un navío sumergido en un lago engrosado por el derretimiento de las nieves. El pálido resplandor que hirió mis ojos no provenía de él, diríase que no tenía origen y que sólo era un color particular de la noche, a menos que no resultase del incendio de algún mundo lejano en que la ceniza quemaba aún. Entonces ¿lo creerás? todas las hechiceras de Tesalia –llegaron, escoltadas por esos gnomos de la tierra que trabajan en las minas, que tienen el rostro cobrizo y cabellos azulados como la plata en el crisol; de esas salamandras de largas patas, cola aplastada como un remo, colores desconocidos, que descienden vivientes y ágiles en medio de llamas, como negros lagartos a través de un polvo ígneo. Llegan seguidas de las áspides que tienen el cuerpo muy frágil y muy ligado, coronado de una cabeza deforme, pero risueña, y que se balancean sobre sus delgadas piernas parecidas a estéril caña de trigo agitado por el viento; de acrones que carecen de miembros, de voz, fisonomía, edad, y que saltan llorando en la tierra doliente, como odres inflados; de psilas que succionan un tósigo terrible y que, ávidos de veneno, danzan en círculo lanzando agudos silbidos para despertar a las serpientes, para despertarlas en su escondido refugio, en la sinuosa cueva de las serpientes. Allí había, hasta hermosas, encantadoras, bellas como Psiquis que juegan como las Gracias, que dan conciertos como las Musas, y cuya seductora mirada, más penetrante, más ponzoñosa que el aguijón de la avispa incendiaría tu sangre y haría bullir la medula de tus huesos calcinados. Hubiéralas visto envueltas en sus mortajas de púrpura, en nubes más brillantes que el Oriente, más

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perfumadas que el incienso de Arabia, más armoniosas que el primer suspiro de una virgen enternecida por el amor, y a la que el vapor embriagador deslumbra el alma para matarla. Ora sus ojos despiden una llamarada que encanta y devora, ora inclinan la cabeza con una gracia peculiar de ellas, solicitando tu crédula confianza con una cariñosa sonrisa, sonrisa de máscara pérfida y animada que esconde la alegría del crimen y la fealdad de la muerte. ¿Qué te diré? Empujado por el torbellino que flota como una nube, como el humo rojo de color de sangre que procede de una ciudad incendiada, como la líquida lava que derrama, cruza, mezcla ardientes arroyos sobre un campo de cenizas… llegué allí… todos los sepulcros estaban abiertos… los muertos desenterrados… todas, las gulias, pálidas, impacientes, hambrientas, estaban presentes destrozaban las tapas de los féretros, hacían jirones de las vestiduras sagradas, las últimas vestiduras del cadáver; se repartían horribles restos, con más horrible voluptuosidad aún, y con mano irresistible, pues yo estaba ¡ay de mí! sin fuerzas y cautivo como un niño en su cuna, me querían obligar… ¡horror!… a tomar parte en su execrable festín… Dichas estas palabras, Polemón se levantó del lecho, y temblando, loco, desatinado, con los cabellos erizados, la mirada fija y terrible, nos llamó con una voz que nada tenía de humana. Pero las notas del arpa de Myrta difundiéronse en el espacio; los demonios se apaciguaron, el silencio se hizo tranquilo como el pensamiento inocente que se duerme la víspera de ser ajusticiado. Polemón dormía apaciblemente al dulce sonido del arpa de Myrta. [1] En La Tempestad de Shakespeare, modelo inimitable de ese género de composición, el hombre monstruo entregado a los malos espíritus se lamenta también de los dolores insoportables que preceden a sus sueños. Es extraño que esta inducción fisiológica en una de las más crueles enfermedades que puede atormentar a la especie humana, sólo esté probada por los poetas.

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Epodo Ergo exercentur poenis, veterumque malorum Supplicia expendunt; alias panduntur inanes Suspensae ad ventos, aliis sub gurgite vasto Infectum eluitur scelus, aut exuritur igni. VIRGILIO Tiene la costumbre de dormir después de la comida, y el momento es favorable para destrozarle el cráneo con un martillo, abrirle el vientre con un chuzo, o degollarle con un puñal.

L

os vapores del placer y del vino aturdieron mis sentidos, y a pesar mío veía los fantasmas creados por la imaginación de Polemón, perseguirse en los rincones menos alumbrados de la sala del festín. Dormía con un sueño profundo en su lecho cubierto de flores, al lado de su copa derribada, y mis jóvenes esclavas, sorprendidas por una postración más dulce, dejaron caer su pesada cabeza sobre el arpa que empuñaban. Los cabellos de oro de Myrta flotaban como un largo velo sobre su rostro entre los hilos de oro que palidecían junto a ellos; el aliento de su dulce sueño, hiriendo las cuerdas armoniosas, arrancábales un sonido voluptuoso que se extinguía en mis oídos. Mientras los fantasmas permanecieron allí, danzaban siempre entre la sombra de las columnas y el humo de las antorchas. –Impaciente por esa falsa ilusión de la embriaguez, removí por encima de mi cabeza el fresco ramaje de la hiedra protectora y cerré fuertemente mis ojos atormentados por las ilusiones de la luz. Percibí entonces un extraño rumor en el que distinguí voces alternativamente graves y amenazadoras, injuriosas e irónicas. Una de estas voces repetía con fastidiosa monotonía, algunos versos de Esquilo; otra las últimas lecciones que me había dado mi abuelo moribundo; de vez en cuando, como una ráfaga de viento, que corre silbando entre las ramas desnudas y las hojas desprendidas durante la tempestad; un rostro del cual sentía el soplo, se echó a reír en mi cara y se alejó riendo aún. Algunas ilusiones extravagantes y horribles sucedieron a esta ilusión. Creí ver a través de una nube de sangre, todos los objetos sobre los cuales mis ojos se habían posado; flotaban ante mí y me perseguían en actitudes horribles y con gemidos acusadores. Polemón, que continuaba dormido junto a su copa vacía. Myrta, que seguía con la cabeza reclinada en

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su arpa inmóvil, me dirigía imprecaciones furiosas, pidiéndome cuentas de no sé qué asesinato. En el momento en que me levanté para contestarles y extendía el brazo sobre el lecho humedecido por copiosas libaciones y perfumes, noté algo más frío en las articulaciones de mis manos temblorosas: era una cadena, que al mismo tiempo cayó sobre mis pies entorpecidos, y me encontré derecho entre dos hileras de soldados demacrados, alineados estrechamente, que con lanzas terminadas por un hierro deslumbrante, semejaban una larga hilera de candelabros. Entonces empecé a caminar, buscando en el cielo el vuelo de la paloma viajera, para confiar al menos a sus suspiros, antes del terrible instante que comencé a prever, el secreto de un amor escondido que podría encontrar un día cerniéndose cerca de la bahía de Coreyra, por encima de una linda casita blanca; pero la paloma lloraba en su nido, porque el azor acababa de arrebatarle el más querido de sus polluelos. Avancé con paso penoso e inseguro hacia el extremo de aquella trágica comitiva, en medio de un murmullo de horrible alegría salido de entre la muchedumbre que pedía impaciente que siguiera mi camino; el murmullo del pueblo que con la boca abierta y los ojos casi desorbitados, presa de cruel curiosidad, esperaba beber desde lo más lejos posible las lágrimas de la víctima que el verdugo los arrojaría. –¡Miradlo, miradlo! –gritan todos. –Yo le he visto en un campo de batalla –dijo un viejo soldado–; pero entonces no estaba tan pálido como un espectro, y parecía valiente en la lucha. –¡Qué pequeño es ese Lucio, del que se decía era un Aquiles y un Hércules! –objetaba un enano que yo no había visto entre ellos–. Es el miedo sin duda que debilita sus fuerzas y le hace doblar las rodillas. –¿Es posible que el corazón de un hombre pueda albergar tanta ferocidad? –dijo un anciano de cabellos blancos, y su duda heló la sangre en mis venas. Se parecía a mi padre. –¡El! –exclamó la voz de una mujer, cuya fisonomía expresaba infinita dulzura–. ¡El! –repitió envolviénderse en su velo para no ver mi horrible aspecto… –¡el asesino de Polemón y de la bella Myrta!… –¡Creo que el monstruo me mira! –dijo una mujer del pueblo. –¡Animo, ojo de basilisco, alma de víbora, que el cielo te maldiga! Durante este tiempo, las torres, las calles, la ciudad entera, desaparecían a mis espaldas como el puerto abandonado por un navío atrevido que surca a la ventura el mar. Sólo quedaba una plaza recién construida,

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vasta, regular, hermosa, rodeada de edificios majestuosos, ocupada totalmente por una muchedumbre de ciudadanos de todas edades, que abandonaban sus quehaceres para presenciar un espectáculo emocionante. Las ventanas estaban llenas de gente ávida y curiosa, entre la que se veían jóvenes que disputaban el estrecho vano a sus madres o a sus amantes. El obelisco elevado encima de las fuentes, la vacilante andamiada del albañil, los tablados de los saltimbanquis, todo estaba invadido por los espectadores. Hombres, que no podían poner freno a su impaciencia, a su voluptuosidad, estaban como colgados de las cornisas de los palacios, y apretando con las rodillas el ángulo de la muralla, repetían con alegría: –¡Ya viene! ¡Ya viene! Una joven cuya mirada de espanto anunciaba la locura, vistiendo una túnica azul y desgarrada y con los rubios cabellos enmarañados y cubiertos de paja, cantaba la historia de mi suplicio. Hablaba de mi muerte y de la confesión de mis delitos, y su lamento cruel revelaba a mi horrorizada alma los misterios del crimen, que el crimen mismo no podía concebir. El objeto de aquel espectáculo era yo y otro hombre que me acompañaba. Sobre un tablado apoyado en estacas habla colocado el carpintero una silla y un grosero tajo de dos codos de altura. Subí catorce escalones; me senté y paseé la vista por la multitud, deseando descubrir rostros amigos, encontrar en la mirada circunspecta de un adiós furtivo, rayos de esperanza o de compasión, y oí que Myrta se despertaba riendo y hacía vibrar las cuerdas de su arpa, mientras Polemón levantaba su copa vacía, y medio aturdido por los vapores del vino la volvía a llenar distraídamente. Tranquilizado así, presenté mi cabeza al sable afilado y glacial del verdugo. Jamás estremecimiento tan intenso recorrió las vértebras del hombre: era penetrante como el último beso que la fiebre imprime en el cuello de un moribundo, agudo como la punta de acero de un puñal, abrasador como el plomo derretido. Una conmoción terrible me libró de esta angustia; mi cabeza cayó… rodó… rebotó en el odioso tablado, y magullada iba a parar a manos de los muchachos de Larisa, que juegan con la cabeza de los muertos, cuando clavó los dientes como aceradas puntas en el extremo de un tablón. Volví a mirar a la multitud y vi que se retiraba satisfecha de que un hombre hubiese muerto a la faz del pueblo, y experimentando un sentimiento de admiración hacia este mismo hombre, que no había desfallecido, y de horror hacia el asesino de la bella Myrta y de Polemón. –¡Myrta! ¡Myrta! –gruñía yo sin soltar la tabla salvadora.

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–¡Lucio! ¡Lucio! –contestaba ella a duerme y vela–. ¿No podrás dormir nunca tranquilo cuando tomas una copa de más? ¡Que los dioses infernales te perdonen y no interrumpas mi sueño! Harás que prefiera dormirme al ruido del martillo de mi padre en el taller, donde bate el cobre, a hacerlo entre los terrores nocturnos de tu palacio. Mientras hablaba, yo mordía obstinadamente la madera bañada con mi sangre recién vertida, y me felicitaba de sentir crecer las sombras aladas de la muerte que se desplegaban lentamente sobre mi pobre cabeza cercenada. Los murciélagos del crepúsculo me rozaban acariciadores, diciéndome: –¡Vuela! Y yo comencé a batir con fuerza no sé que harapos que apenas me sostenían. Y de pronto tuve una ilusión gratísima. Diez veces choqué contra la bóveda fúnebre agitando la membrana casi inanimada que llevaba pegada a mi cuerpo como los pies del reptil que se desliza por la arena; diez veces reboté probando poco a poco mis fuerzas en la húmeda niebla. ¡Cuán negra y fría estaba y cuán tristes son las desiertas tinieblas! Remontó por fin hasta la altura de los edificios más elevados, y me sostuvo en el aire dando vueltas alrededor del tablado solitario, del tablado que mis labios moribundos acababan de rozar con una sonrisa y un beso de despedida. Todos los espectadores habían desaparecido, los ruidos cesaron, los astros se ocultaron, las luces se extinguieron. El aire estaba quieto, el cielo glauco, empañado, frío como una lámina de hierro sin bruñir. No quedaba nada de cuanto había visto, de cuanto había imaginado sobre la tierra, y mi alma, espantada de vivir, huyó con horror a una soledad más inmensa, a una obscuridad más profunda que la soledad y la obscuridad de la nada. Mas el asilo que buscaba no podía encontrarlo. Me elevé como la mariposa nocturna que vanamente ha roto la envoltura misteriosa para mostrar el lujo inútil de sus adornos de púrpura, de azur y oro. ¡Si percibe de lejos la ventana del sabio que vela escribiendo a la luz de una lámpara de poco valor, o la de una joven esposa que espera la vuelta de su marido, se remonta, hace por detenerse, golpea los cristales, se aleja; vuelve, aletea y cae desprendiéndose el talco transparente de sus alitas. De la misma manera golpeé con las tristes alas que la muerte me había dado las bóvedas de un cielo sereno, que me respondió con un sordo

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estruendo y descendí cerniéndome sobre el tablado solitario, sobre el tablado que mis labios moribundos acababan de rozar con una sonrisa y un beso de despedida. El tablado no estaba vacío, otro hombre acababa de apoyar en el tajo su cabeza, pero echada hacia atrás y mostrando en su cuello la cicatriz triangular, la señal de la herida de que me libró Polemón en el sitio de Corinto. Los rizos de sus cabellos ondulantes y dorados cubrían el madero ensangrentado; pero Polemón, tranquilo y con los ojos cerrados, parecía que dormía con un sueño delicioso. Una sonrisa que no era de terror erraba en sus entreabiertos labios, que parecían pedir nuevos cantares a Myrta o nuevas caricias a Thelair. A las pálidas claridades del día que comenzaban a esparcirse en el recinto de mi palacio, reconocí las formas algo indecisas aún de vestíbulos, entre las que vi formarse durante la noche las danzas fúnebres de los malos espíritus. Busqué a Myrta; pero ella había abandonado su arpa, e inmóvil, entre Thelair y Theis, fijó una mirada tétrica y cruel en el guerrero dormido. De pronto, precipitóse en medio, de ellas Meroe; el áspid de oro que se quitó del brazo silbó deslizándose por 1a bóveda; el Tombo retumbante giraba y rugía en el aire. Smarra, al desvanecerse el sueño, volvió para reclamar la recompensa prometida por la reina de los terrores nocturnos, y palpitó cerca de ella con horrible amor, aleteando con tal rapidez que sus alas no obscurecían con la más insignificante nube la transparencia del aire. Theis, Thelair y Myrta bailaban con la cabellera suelta, lanzando gritos de alegría. Cerca de mí, horrorosos niños de cabellos blancos, frente arrugada y mirar apagado se divertían envolviéndome en mi lecho con las más frágiles redes de la araña que extiende supérfida tela en el ángulo de dos murallas contiguas para cazar a la pobre y extraviada mariposa. Algunos recogían esta red de color plateado en que los tenues hilos escapan del huso milagroso de las hadas, y la dejaban caer como si fuera cadena de plomo sobre mi cuerpo extenuado de dolor. –¡Levántate! –me decían, riendo insolentemente destrozando mí pecho oprimido, golpeándolo con un hacecillo de paja que habían robado de la gavilla de un segador. Esforzábame por librarme de las débiles ligaduras que ataban mis manos formidables para el enemigo, y cuyo peso hice sentir con frecuencia a los tesalianos en los crueles juegos del cesto y del pugilato; pero mis manos formidables, mis manos ejercitadas en levantar un cesto de hierro

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que mata, reblandecíanse al tocar el pecho desnudo del enano fantástico, como esponja azotada por la tempestad al pie de un antiguo, peñasco que el mar embiste sin moverlo desde el principio de los siglos. De la misma manera se disipaba sin dejar señales aún antes de rozar el obstáculo al que le empujaba un soplo, envidioso, el globo de mil colores, juguete deslumbrador y fugitivo de los niños. La cicatriz de Polemón manaba sangre, y Meroe, embriagada de voluptuosidad, levantó por encima del grupo ávido de sus compañeras el destrozado corazón, del soldado que acababa de arrancarle de su pecho, lo rehusó y disputó sus piltrafas a las hijas de Larisa, sedientas de sangre. Smarra protegió con su vuelo rápido y con sus silbidos amenazadores la horrible conquista de la reina de los terrores nocturnos. Apenas acarició la extremidad de su trompa, cuya larga espiral se desenrolló como un resorte, el corazón de Polemón volvió a sangrar para colmar por un momento la impaciencia de su sed, y Meroe, la bella Meroe, sonreía halagada por el interés y amor que le demostraba. Por fin cedieron las ligaduras que me retenían, y me hallé despierto y en pie junto al lecho de Polemón, mientras que los demonios, las hechiceras, las ilusiones de la noche huían lejos de mí. Mi palacio, y las jóvenes esclavas que eran su más bello adorno (fortuna de los sueños), habían sido reemplazados por la tienda de un guerrero herido en las murallas de Corinto, y por un fúnebre cortejo. Las antorchas, del duelo empezaron a palidecer ante los rayos del sol naciente; los cantos lastimeros comenzaron a resonar bajo las bóvedas de la cripta. Y Polemón… ¡Oh desesperación! mi mano trémula posábase sobre su pecho esperando sentir alguna palpitación; pero su corazón había dejado de latir, su pecho estaba vacío.

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Epilogo Hic umbrarum tenni, stridore volantum Flebilis anditur questus, simulacra coloni Pallida, defunctas que vident migrare figuras. CLAUDIO Jamás podrá dar fe a esas antiguas fábulas, ni a esos juegos de hechicería. Los amantes, los locos y los Poetas están dotados de un cerebro ardiente, y de una imaginación que sólo concibe fantasmas, y cuyas concepciones girando en un delirio abrasador, se apartan más allá de los límites de la razón. SHAKESPEARE

¡A

h! ¿Quién podrá romper sus puñales? ¿Quién podrá restañar la sangre de mi hermano y volverle a la vida? ¡Oh! ¿Qué he venido a buscar aquí? ¡Eterno sufrimiento Larisa, Tesalia, Tempe, aguas del Peneo, os detesto! ¡Oh Polemón, querido Polemón! ¿Qué dices, en nombre de nuestro ángel bueno? ¿Qué dices de puñales y sangre? ¿Quién te hace pronunciar después de tan largo tiempo frases vacías de sentido, o gemir con voz ahogada como un viajero que asesinan cuando está entregado al sueño y que es despertado por la muerte?… ¡Lorenzo, mi querido Lorenzo!… ¡Lisidia! ¡Lisidia! ¿eres tú la que me hablas? En verdad, he creído reconocer tu voz y pensé que las sombras se alejaban. ¿Por qué me abandonaste mientras recibía en mi palacio de Larisa los postreros suspiros de Polemón en medio de brujas que bailaban de alegría? Mira cómo bailan de alegría… ¡Ay! No conozco ni a Polemón ni a Larisa ni veo la horrible alegría de las brujas de Tesalia. Sólo conozco a Lorenzo. Ayer celebramos el aniversario de nuestro enlace; ¿es posible que lo hayas olvidado tan pronto? Mira el Arona, contempla el día; contempla el lago y el cielo de Lombardía… Las sombras se alejan y vuelven; me amenazan, hablan coléricas, hablan de Lisidia, de una linda casita situada a orillas del agua, y de un sueño que he tenido en una tierra lejana… crecen, me amenazan, gritan… ¿Con qué nuevas quejas quiere atormentarme, corazón ingrato y celoso? ¡Ah! Se perfectamente que te alegras de mi dolor, y que sólo buscas llevar a cabo alguna infidelidad, o disimular con un raro pretexto una ruptura preparada de antemano… No te hablaré más.

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¿Dónde están Theis, Myrta y las arpas de Tesalia? Lisidia, Lisidia, si no estoy engañado de haber oído tu voz, debes estar ahí, cerca de tu dulce voz… sólo tú puedes librarme de los encantos y de las venganzas de Meroe… Líbrame de Theis, de Myrta, de Thelair… Eres muy cruel llevando tan lejos la venganza en castigo por haber bailado ayer durante gran rato con otro en el baile de la Isla Hermosa; mas si me hubiese hablado de amor, si se hubiera atrevido a hablarme de amor… ¡Por san Carlos de Arona, que Dios le libre de hacerlo!… ¿Será verdad, pues, Lisidia mía, que hemos vuelto a la isla Hermosa al dulce sonido de tu guitarra, hasta nuestra linda casa de Arona de Larisa, de Tesalia, al dulce sonido de tu arpa y de las aguas del Peneo? Deja a Tesalia, Lorenzo; despierta… Mira los rayos del sol que hieren la colosal cabeza de San Carlos. Escucha el rumor del lago que muere en la arena al pie de nuestra linda casa de Arona. Aspira las brisas matutinas que transportan en sus alas tan frescas los perfumes de los jardines y de las islas, los murmullos del naciente día. El Peneo corre muy lejos de aquí. Jamás comprenderás los sufrimientos que experimentó aquella noche en sus orillas. ¡Que ese río sea maldito por la naturaleza, y maldita también la horrible pesadilla que destrozó mi alma durante horas más largas que la vida con escenas de falsas delicias y crueles, terrores! Mis cabellos han debido encanecer, como si hubiese vivido diez años en una noche. Te aseguro que no han encanecido… ; mas para que duermas tranquilo, tendré una de mis manos en las tuyas, deslizaré la otra entre los bucles de tus cabellos; aspiraré toda la noche el aliento de tus labios, y me defenderé de un sueño profundo para poder despertarte antes que el mal que te atormente haya llegado a tu corazón… ¿Duermes?

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Del mismo autor Infernaliana (2011) Recopilación de relatos breves sobre aparecidos, espectros, demonios y vampiros, algunos de los cuales están recogidos de autores anteriores, otros inspirados en leyendas populares y el resto debido a la imaginación del autor. * La monja sangrienta, 1822 * El vampiro Arnold-Paul, 1822 * Joven flamenca estrangulada por el diablo, 1822 * Vampiros de Hungría, 1822 * Historia de un marido asesinado que se aparece después de la muerte para pedir venganza, 1822 * Una aventura de la tía Melanchton, 1822 * El espectro de Olivier, 1822 * Espectros que provocan la tempestad, 1822 * El fantasma del castillo de Egmont, 1822 * El vampiro Harppe, 1822 * Historia de una aparición de demonios y espectros en 1609, 1822 * Espectros que van en peregrinación, 1822 * Historia de una condenada que se apareció después de la muerte, 1822 * El tesoro del diablo, 1822 * Historia del espíritu que se apareció en Dourdans, 1822 * Las aventuras de Thibaud de la Jacquière, 1822 * Caroline, 1822 * Flaxbinder enmendado por un espectro, 1822 * El castillo del lago, 1822 * El tesoro, 1822 * La ahijada del Señor o la nueva Wertheria, 1822 * La liebre, 1822

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