Noche Larga No Liberal - Aparicio Caicedo y Arianna Tanca.pdf

Noche larga No liberal - Realidad detrás del mito populista - Cátedra Hayek Guayaquil 2018 © 2018 ECUADOR LIBRE Ed.

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Noche larga

No liberal - Realidad detrás del mito populista -

Cátedra Hayek Guayaquil 2018

© 2018 ECUADOR LIBRE Ed. La Previsora Oficina 2406 Av. 9 de Octubre 100 y Malecón Guayaquil, Ecuador www.ecuadorlibre.org ISBN: 978-9942-35-117-3 Ilustración de portada por Denisse Ubilla

Aparicio Caicedo Castillo Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Director Ejecutivo de Ecuador Libre.

Arianna Tanca Macchiavello Politóloga por la Universidad Casa Grande. Analista de Ecuador Libre.

“Los mitos históricos han desempeñado, en la formación de las opiniones, un papel quizá tan grande como los hechos históricos”

- Friedrich A. Hayek

“Debemos… conceder a los mitos su justa importancia, menos por la verdad que encierran que por la fuerza que poseen”

- Lord Acton

Índice Introducción

9

Capítulo I ¿Qué es lo neoliberal?

15

Capítulo II La noche fue larga, pero ¿liberal?

33

Capítulo III ¿Por qué colapsamos en 1999?

51

Epílogo: Los porqués

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Introducción

Este trabajo tiene una intención muy clara: desmentir el mito de la “larga noche neoliberal”, leyenda que ha servido al socialismo local para tergiversar nuestra historia reciente y encuadrar los términos del debate. Se ha repetido hasta el cansancio que durante los años noventa nuestro país, siguiendo la tendencia de la región, pasó por un proceso de liberalización económica profunda, lo cual motivó todos los problemas económicos surgidos antes de la llegada del correísmo al poder. ¿Y por qué es importante aclarar el mito de la “larga noche neoliberal”? Porque si pensamos que la liberalización económica fue la razón de nuestros males previos a 2007, resulta lógico que muchos se opongan a ella. Por eso, durante la última década, en lugar de aprovechar la bonanza petrolera para institucionalizar nuestra economía y abrirla al mundo—como han hecho exitosamente Chile, Perú, Colombia, Uruguay o Costa Rica, entre muchos otros— seguimos el sendero contrario. Escuchamos una mentira que por fuerza de repetición se convirtió en verdad, que no solo es secundada por tecnócratas socialistas, sino también por personas muy preparadas, de todas las edades y contextos, que descargan

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clichés como: “sí, hay que abrir la economía, pero sin llegar a los excesos de los noventa”, etc. Excesos de qué, nos preguntamos cada vez que escuchamos algo así. Porque si revisamos detalladamente los hechos nos damos cuenta de que sí, efectivamente, excesos se dieron en esos años, pero no de apertura y libertad económica, sino de todo lo contrario. Sin embargo, en tales momentos es cuando se comprende la profundidad con la que caló el relato del socialismo, cuyos artífices prácticamente monopolizaron la producción intelectual sobre esta cuestión hasta años recientes. ¿Quién quiere defender un proyecto que haya causado desolación y miseria? Ahí no hay cifra ni razón teórica que valga. Crear pobreza, o defender un sistema que la promueva, está mal, punto. Y nuestra proyección moral no puede mancharse por una posición que induzca al mal. Es ahí donde radica la fuerza persuasiva del mito populista, en que tergiversó la historia sosteniendo—contra toda evidencia—que la libertad económica fue el origen del colapso. Sumado ello, desde la década de los sesenta, a varias generaciones de intelectuales, políticos, periodistas y tecnócratas marcados por las corrientes ideológicas que dominaron la política económica de la región— nacionalismo desarrollista, socialismo revolucionario, etc —que continuaron defendiendo las tesis estatistas, pese a que fueron un lastre al desarrollo. Una parte de esa intelligentsia1 quizá aprendió la lección durante los últimos años, gracias a los desmanes del correísmo, pero otra parte importante sigue anclada por esas taras doctrinales precisamente porque no se ha hecho un ejercicio de reflexión profunda sobre la cuestión. Usamos el término intelligentsia definido como “conjunto de intelectuales que ansían el poder político”, siguiendo a Pipes, Richard: La Revolución Rusa (Edición de Kindle, Penguin Random House, 2017), posición en Kindle 3309. 1

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La importancia de los historiadores en el framing conceptual de una época a veces pasa desapercibida, pero es nuclear. Durante el siglo XX la mayoría de los relatos históricos trascendentes fue escrita por intelectuales con profundas inclinaciones socialistas. La interpretación de la historia económica mundial que hacen libros de referencia como los del socialista fabiano Karl Polanyi, o los de marxistas como Eric Hobsbawm y Edward H. Carr, tiene una importancia profunda y transversal. Casi todos los profesionales y académicos formados en universidades de élite de Europa o Estados Unidos aprendieron la versión de los hechos que estos señores eligieron, moldeando así su visión del presente y del futuro. Este fenómeno lo explica Friedrich A. Hayek en su ensayo “Historia y Política”: “Las experiencias del pasado son la base sobre la cual se construyen esencialmente nuestras opiniones acerca de si son deseables una u otra política o institución, mientras que, por otro lado, nuestras opiniones políticas de hoy influyen o corolean inevitablemente nuestra interpretación del pasado. Si bien es demasiado pesimista pensar que el hombre no aprende de la historia, bien podemos preguntarnos si lo que aprende es siempre la verdad. Mientras, por un lado, los acontecimientos del pasado constituyen la fuente de la cual el género humano saca sus experiencias, por otro lado sus opiniones no se basan necesariamente en hechos objetivos, sino en las fuentes e interpretaciones escritas a que puede acceder… Los mitos históricos han desempeñado, en la formación de las opiniones, un papel quizá tan grande como los hechos históricos”2.

Nuestro primer paso en la tarea de disipar el mito histórico que nos ocupa será definir conceptos. Lastimosamente el debate se distorsiona mucho porque existe un alto grado de

En Hayek, Friedrich A. (ed.): El Capitalismo y los Historiadores (2da edición, Unión Editorial, Madrid, 1997), p. 15. 2

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confusión en el uso de las palabras. Por un lado, como apunta el peruano Enrique Ghersi, el término “neoliberal” es “utilizado para caracterizar cualquier propuesta, política o gobierno que… propenda al equilibrio presupuestal, combata la inflación, privatice empresas estatales y, en general, reduzca la intervención estatal en la economía”3. La cuestión se complica porque, por otra parte, el adjetivo “neoliberal” también se utiliza como muletilla argumentativa por parte de intelectuales y políticos socialistas para demonizar las premisas de sus adversarios, tornando imposible cualquier cruce de opiniones serio. Tan satanizada e imprecisa resulta esa palabra que no conocemos a un solo intelectual, activista o político liberal que la use para describirse a sí mismo. Por ello, comenzaremos por aportar claridad al lector, disipando qué es aquello que se puede denominar “neoliberal”, dado que solo así podremos luego realizar una valoración coherente de los hechos examinados. En segundo lugar, analizaremos la historia reciente del Ecuador, desde 1970. La primera premisa que buscaremos demostrar es que desde esos años, por los cuales se descubren y explotan los primeros yacimientos petroleros, hasta la actualidad, el país ha estado guiado por un marcado intervencionismo estatal en materia económica, cuya intensidad depende del precio del barril. Notaremos la presencia de un patrón histórico: cuando no hay dinero hacemos cambios superficiales para atraer la inversión extranjera y fomentar la inversión privada. Pero eso dura poco por lo general. Cuando sube el precio del crudo nuestros gobernantes olvidan todos los planes a largo plazo, el

Ghersi, Enrique: “El mito del neoliberalismo”, Instituto Cato, 29 de septiembre de 2004. Disponible en: https://www.elcato.org/el-mi- todel-neoliberalismo (30 de mayo de 2018). 3

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ahorro y la racionalidad, y regresamos enseguida al despelote presupuestario: agigantamos la nómina del Estado, construimos elefantes blancos y acorralamos a la iniciativa privada con trabas burocráticas y cargas tributarias. Pasó en los setenta, en los ochenta, en los noventa. El régimen de Rafael Correa repitió la historia, aunque resultó el más emblemático de todos los ciclos anteriores por su duración, volumen de ingresos, nivel de hostilidad retórica, inestabilidad regulatoria y derroche fiscal. Finalmente, analizaremos el hito argumentativo central del mito de la larga noche neoliberal: que las reformas “neoliberales” son las causantes de la crisis de 1999. Sostenemos que esa versión es equivocada, porque las razones de ese colapso no se encuentran en el supuesto proceso de liberalización financiera, sino en la constante intervención del Estado, por medio de políticas que generaron incentivos perversos en el mercado bancario y precipitaron el descalabro sufrido entonces. Esperamos con este trabajo, al final, poder contribuir a profundizar en un debate que sigue pendiente, que es necesario para clarificar nuestro pasado y poder así delinear mejor nuestro futuro.

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Capítulo I ¿Qué es lo neoliberal?

En 2009, el profesor de Derecho y Teoría literaria, Stanley Fish, manifestó en su columna del The New York Times su desconcierto con el uso del adjetivo “neoliberal”, que según decía era usado en infinidad de textos, e incluso en críticas a su propio trabajo. Cuando preguntó a sus colegas académicos por alguna definición posible se dio cuenta de que estos estaban en las mismas. Nadie acertaba en una respuesta cierta. Llegó de forma intuitiva a la conclusión de que se trata de “una forma peyorativa de referirse a un conjunto de medidas económicas/políticas basadas en una fuerte fe en los efectos beneficiosos de los mercados libres”. Poco después, Fish encontró mayor consuelo cuando se dio cuenta de que su tesis sobre la indeterminación conceptual del término tenía incluso aval científico4. Efectivamente, dos investigadores de la Universidad de Berkeley publicaron por aquellos días un detallado estudio que

4

Fish, Stanley: “To boycott or not to boycott: that is the question”, en The New York Times, 15 de marzo de 2009. Disponible en: https://opinionator. blogs.nytimes.com//2009/03/15/to-boycott-or-not-to-boycott-that-is-thequestion/ (30 de mayo de 2018).

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demostraba una particular confusión en el uso del término “neoliberalismo” por parte de intelectuales y académicos. La palabra básicamente llegó a convertirse, según dicha investigación, en un eslógan despectivo empleado por la izquierda para desprestigiar ideas que rivalicen con las suyas5. Hoy no cabe duda de que el término “neoliberal” es una muletilla retórica que utilizan políticos e intelectuales de izquierda—aunque también en ocasiones de derecha conservadora—para referirse de forma despectiva a quienes defienden cualquier clase de liberalización económica: privatización de empresas estatales, apertura comercial, reducción del gasto público, defensa de la propiedad privada, libre circulación de divisas y/o desregulación burocrática, etc. Se hizo común primero el término en América Latina a partir de las reformas económicas llevadas a cabo en Chile durante el Gobierno de Augusto Pinochet. La intelligentsia socialista latinoamericana aprovechó esa situación para denostar a todo aquel que impulse proyectos de liberalización como cómplice de las dictaduras militares, del imperialismo americano y de cualquier otro mal posible. Todo ello a pesar del éxito que tuvieron esas mismas medidas chilenas que luego fueron profundizadas en democracia y sirvieron de modelo a países del Primer Mundo. De hecho, la palabra “neoliberalismo” migra durante los ochenta a la palestra intelectual angloparlante ya cargada de esas connotaciones negativas, como lo demostraron Taylor C. Boas y Jordan GansMorse en el estudio antes referido6. Lo que más llamó la atención

Boas, Taylor C. y Jordan Gans-Morse: “Neoliberalism: From Liberal Philosophy to Anti-Liberal Slogan”, St Comp Int Dev, 44, 2009, pp. 137161. 6 Op. cit., p. 152. 5

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de ambos investigadores fue la virtual ausencia de debate sobre la definición de aquel término, circunstancia poco común con esa clase de etiquetas ideológicas tan usadas.

1. Churichurinfunflais: neoliberalismo como respuesta omnivalente Comenzaremos refiriéndonos al origen del caos semántico en torno a la palabra. Como consecuencia del champú conceptual que aún prevalece, la mayoría de analistas locales ha dado por sentado el hecho de que Ecuador pasó por un período de transformaciones de corte neoliberal. En 2006, la columna de opinión de Hernán Pérez Loose en El Universo se tituló: “¿Es neoliberal el Ecuador?”. La respuesta de Pérez Loose fue negativa porque Ecuador no cumplía las características requeridas para ser catalogado de esa manera, pero advertía la confusión reinante en torno al tema, especialmente en la clase política, que usaba el adjetivo con la misma falta de precisión que los académicos7. Al año siguiente de ese artículo, no obstante, llegó Rafael Correa Delgado a la Presidencia, y con él la leyenda del neoliberalismo adquirió rango de verdad oficial, mediante un aparato de propaganda que se encargó de taladrarlo hasta en los textos escolares. Desde entonces, han pasado más de once años y el enredo conceptual se acentuó. Basta con recordar, para constatar el grado de distorsión generado, que hay quienes tachan al propio Gobierno de Rafael Correa de neoliberal. Nada deja

Pérez Loose, Hernán: “¿Es neoliberal el Ecuador?”, El Universo, 26 de septiembre de 2006. 7

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tan latente el grado de indefinición que un peculiar ensayo denominado “Correa, un neo-liberal”, co-escrito por Alberto Acosta Espinosa, gurú ideológico del socialismo ecuatoriano, otrora coach intelectual del mismo Correa. Para estos señores tan “neoliberal” es suscribir acuerdos de libre comercio como lo es confiscar los fondos de cesantía de los maestros, reprimir la libertad de expresión o coartar a las organizaciones de la sociedad civil mediante el famoso Decreto 16 8. En otras palabras, “neoliberal” sería todo aquello que consideran contrario a sus convicciones. Ese es un sesgo conceptual que se repite en gran parte de la izquierda local, lo cual esteriliza el debate en torno al tema. Moldean el significado del término de acuerdo a las necesidades argumentativas del momento. Por Acosta Espinosa se puede constatar particularmente la total falta de coherencia teórica de la izquierda. En su libro Breve Historia Económica del Ecuador (2006) se cuelan todos los clichés y falacias del socialismo criollo. Pero con una lectura crítica, las inconsistencias del relato se hacen evidentes. Efectivamente, según el texto en cuestión la noche fue muy larga, pero de liberal tuvo poco, por más que el autor se empeñe en concluir lo contrario. Acosta Espinosa nos habla de un pasado de subsidios a empresas, de monopolios protegidos con aranceles, de procesos de privatización abortados, de privilegios estatales a grupos corporativos nacionales y extranjeros. Incluso menciona subidas de impuestos y agencias tecnocráticas recomendadas por burocracias internacionales. Se enumeran muchas “intenciones” de liberalizar durante los noventa, pero

Acosta, Alberto y John Cajas Guijarro: “Correa, un neo-liberal”, Rebelion.org, 7 de febrero de 2017. Disponible en: http://www.rebelion. org/noticia.php?id=222604 (30 de mayo de 2018). 8

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poquísimas liberalizaciones reales. Curiosamente, en el glosario se señala que el neoliberalismo revivía “los principios liberales de la teoría económica, a través de la cual se pretende conseguir la disminución de la intervención estatal…”. El problema es que se contradice constantemente, achacando al periodo “neoliberal” toda una amalgama de medidas que hacen cortocircuito con los postulados liberales. Señala por ejemplo: “El discurso liberal quedó marginado cuando el Estado dio paso al salvataje bancario, con el cual afloró una de las facetas propias de la estructura autoritaria y paternalista de la sociedad ecuatoriana, en definitiva del neoliberalismo realmente existente… El Estado controló por esta vía el 70% del patrimonio y el 60% de los activos de la banca”9.

¿En qué quedamos?, ¿el neoliberalismo revive principios liberales, o los “margina”?, ¿disminuye la intervención del Estado o la potencia? Confirmamos así la incoherencia manifiesta de los propios forjadores de esa leyenda negra. Sin duda, hay afirmaciones innegables del relato del socialismo andino: que una parte de la clase empresarial ha lucrado cínicamente del Estado mientras ondearon la bandera de la libre empresa, de acuerdo. Que las recetas de los burócratas internacionales han sido muchas veces un desastre, también es verdad. Y muchos etcéteras. Pero lo de la “larga noche neoliberal”–entendida esta como un supuesto periodo de verdadera apertura económica—no es más que un mito resultante de una burda estafa intelectual, como comprobaremos en el capítulo segundo cuando abordemos los hechos históricos.

Acosta Espinosa, Alberto: Breve Historia Económica del Ecuador (Corporación Editora Nacional, Quito, 2006), pp. 213-214. 9

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Pero ahí viene otra cuestión. Si bien obras como la antes referida abundan en las librerías, aun cuando su interpretación de los hechos resulta errada, es todavía escasa la oferta visible de publicaciones que las desmientan. Por una razón muy simple: en este país—salvo en años muy recientes, en los cuales ha aumentado notablemente la presencia de intelectuales liberales en foros de opinión—la esfera académica ha sido dominada por el socialismo, que se preocupó por el análisis de nuestra historia en universidades y centros de estudio, por lo que monopolizaron la oferta intelectual sin presencia de contrapesos que cuestionen sus premisas10. Por ello, resulta imperativo retomar la discusión para quienes defendemos el esquema doctrinal denominado liberalismo y promovemos su realización en la esfera política. Porque, como señala Enrique Ghersi, el mantra del neoliberalismo constituye “una figura retórica por la cual se busca pervertir el sentido original del concepto y asimilar con nuestras ideas [liberales] a otras ajenas con el propósito de desacreditarlas en el mercado político”. Aclarar el uso del término resulta además imperativo porque, por otra parte, se trata de un juego de lenguaje que busca despertar reacciones emocionales que modulen nuestro razonamiento, como lo explican Gloria Álvarez y Axel Kaiser en El Engaño Populista (2016): “Así de sencillo. Las realidades que tú y yo representamos en nuestra mente las representamos a través del

Entre las publicaciones locales que desbancan mitos del socialismo cabe destacar, entre otras que son citadas a lo largo de este trabajo, obras como: Calderón de Burgos, Gabriela: Entre el instinto y la razón (Cato Institute, Guayaquil, 2015); Arosemena Marriot, Pablo y Pablo Lucio Paredes: La culpa es de las vacas flacas (Guayaquil, 2016); Carpio Tobar-Subia, Juan Fernando: 10 Lecciones de Economía (que los gobiernos quisieran ocultarte) (Innisfree, Quito, 2013). 10

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lenguaje, y este no es neutro: tiene cargas valorativas y emotivas que llevan a las personas a rechazar o aceptar determinadas ideas, instituciones e incluso sistemas económicos y sociales completos. Como hemos visto, cualquier cosa etiquetada como «neoliberal», aunque produzca resultados extraordinarios, será rechazada, pues el rechazo al concepto es visceral y no racional”11.

En definitiva, dentro del universo intelectual de la izquierda, la palabra “neoliberalismo” constituye un churichurinfunflais semántico—recordando el término de Roberto Gómez Bolaños, el célebre Chespirito—una respuesta omnivalente que significa todo y nada a la vez12.

2. Definición posible: neoliberalismo como consenso tecnocrático

Ahora, ¿existe una definición posible en medio de tanta confusión? Creemos que sí, pero para encontrarla necesitamos comprender bien el contexto histórico e ideológico en el cual surge el término. Como se mencionó, específicamente a raíz de las reformas liberales realizadas por el régimen de Pinochet en Chile se empezó a generalizar el uso despectivo de la palabra “neoliberalismo” entre la intelligentsia socialista de América

Kaiser, Axel y Gloria Álvarez: El Engaño Populista. Por qué se arruinan nuestros países y cómo rescatarlos (Ediciones El Mercurio, Santiago de Chile, 2016), p.93. 12 Alusión a la letra de canción “Churichurinfunflais” del programa de TV “El Chapulín Colorado”, que dice: “-Hay unas palabras clave, que significan quién sabe: Churichurinfunflais, churichurinfunflais. -Por eso como respuesta, la gran solución es ésta, siempre responde: Churi churinfunflais. -Yo te lo aseguro, nunca fallarás, cuando tú respondas: Churichurinfunflais…”. 11

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Latina. Antes se utilizó varias veces en la academia con su significado literal, como sinónimo de “nuevo liberalismo”, para esas corrientes de pensamiento que buscaban redefinir ciertos elementos conceptuales del liberalismo clásico y adaptarlo a la realidad del siglo XX. En Europa se hizo relativamente común la palabra, por ejemplo, para referirse a la llamada Economía Social de Mercado13. El mayor propagandista del mito en Ecuador fue sin duda Rafael Correa Delgado, quien señala sobre el “paradigma neoliberal”: “En la lógica del nuevo paradigma, las causas de las crisis en América Latina eran la excesiva intervención del Estado en la economía, la ausencia de un adecuado sistema de precios libres y el distanciamiento de los mercados internacionales, todo ello fruto básicamente de los requerimientos que imponía el modelo industrializador sustitutivo de las importaciones... En la época industrializadora se sospechaba del mercado y se confiaba excesivamente en el Estado; de pronto, todo cambió. En lo conceptual, como por arte de magia, el individualismo se convirtió en la máxima virtud, la competencia en modo de vida y el mercado en omnipresente e infalible conductor de personas y sociedades. Cualquier persona que hablara de planificación o acción colectiva, debía ser, sencillamente, desechada. En cuanto a las implicaciones de política, se generalizaron en la región profundos y rápidos procesos de reformas estructurales basados en el aperturismo, fomento del mecanismo de mercado y disminución del rol del Estado…”14

Explicación del concepto sintetizada en Rivadeneira Frisch, Juan: “Economía Social de Mercado”, Fundación Konrad Adenauer, Quito, 2009. 14 Correa Delgado, Rafael: Ecuador: de Banana Republic a la No República (Debate, Quito, 2009), pp. 37-38. 13

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La descripción que hace Correa Delgado de la evolución ideológica de la región tiene cierto grado de veracidad, pero se equivoca diametralmente en algo muy importante. El giro doctrinal vivido en algunos países no sucedió “por arte de magia”, sino que fue resultado de la decepción reinante con la deriva estatista seguida desde mediados del siglo XX. Aunque de ese episodio nos ocuparemos en el siguiente apartado, cuando veamos el contexto histórico del periodo que examinamos. El adalid del Socialismo del Siglo XXI nos dice también que súbitamente “el individualismo se convirtió en la máxima virtud, la competencia en modo de vida y el mercado en omnipresente e infalible conductor de personas y sociedades”. De forma un tanto dramática e hiperbólica, lo que intenta explicar es el resurgir de las ideas liberales clásicas: confianza en la libre competencia, respeto de la propiedad privada, libertad contractual, etc. Además nos dice que esto derivó lógicamente en una reducción de la presencia del Estado, creando más espacios de autonomía para individuos y empresas. Desde la década de 1950 hasta que comienza el cambio de mentalidad en favor del libre mercado, el ambiente ideológico tanto en política, como en universidades y organizaciones internacionales, estuvo dominado por alguna variante más o menos radical del estatismo económico. El protagonista de la opinión pública fue el “experto en desarrollo”—que William Easterly describe tan bien en su libro The Tyranny of Experts (2014)—, encarnado en legiones de académicos y tecnócratas. Pontificaban desde cátedras universitarias y órganos reguladores, o como parte de una creciente burocracia internacional que globalizó sus recetas. Aquellos que siguieron defendiendo la libertad de mercado y los derechos individuales como camino al progreso eran vistos como piezas de

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anticuario, fueron desterrados de los principales foros de debate.15 El protagonismo intelectual quedó para gurús del intervencionismo como John Maynard Keynes y Gunnar Myrdal. Desde los años cincuenta también, la política económica de los países de América Latina se debatió entre dos vertientes doctrinales: socialismo y desarrollismo. El socialismo era la opción de la izquierda, entonces mucho más radical que ahora bajo la inspiración del experimento cubano y el apoyo de la Unión Soviética. El estrepitoso fracaso del ensayo comunista ruso aún no era del todo evidente para sus acólitos, pese a que ya habían muerto millones de hambre y otro tanto había sido ejecutado. Esta vertiente buscaba la abolición de la propiedad privada, la nacionalización de la banca y la industria, así como el corte de lazos financieros y políticos con Estados Unidos. Por otro lado, el desarrollismo era la alternativa del centro y la derecha, así como de la mayoría de dictaduras militares, salvo en Chile. Aunque con más tolerancia hacia la propiedad privada, se consideraba necesaria una intensa intervención del Estado para promover un rápido desarrollo industrial—de ahí lo de “desarrollismo”—que nos ponga a la par con Europa y Estados Unidos. Todo ello bajo la supervisión de los ya mencionados “expertos en desarrollo” que pregonaban la Teoría de la dependencia. El eje de su propuesta era la utilización de “aceleradores” de desarrollo como barreras arancelarias, nacionalización de “sectores estratégicos” y proyectos empresariales públicos. Ello propiciaría nuevos “términos de intercambio”, en los que no seguiríamos relegados a ser productores de insumos primarios dependientes de la tecnología proveniente del Norte. Los que tienen suficiente edad

Easterly, William: The Tyranny of Experts. Economists, Dictators and the Forgotten Rights of the Poor (Basic Books, Nueva York, 2013). 15

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se acordarán de “éxitos” de la industria latinoamericana bajo ese paradigma, como los modelos de automóviles Cóndor y Andino, piezas idóneas para un eventual museo del fracaso. La principal fuente de promoción intelectual del desarrollismo en América Latina fue la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL. Los mandarines cepalinos sostuvieron que la vía al edén industrial era “hacia adentro” y pasaba por una fuerte intervención del Estado16. Para ellos el “gobierno sería la solución a todos los problemas”, citando palabras recientes de Osvaldo Sunkel, uno de los miembros más prominentes de dicho clan17. Estas ideas se impregnaron en casi todos los textos constitucionales aprobados por entonces en América Latina, volcados a la trivialización de la iniciativa privada y la encumbración del nacionalismo económico. Explica el historiador Carlos Sabino en su libro El Fracaso del Intervencionismo (1999): “La forma concreta de alcanzar este objetivo era, en definitiva, muy sencilla: crear barreras a la importación de bienes industriales y favorecer desde el Estado, mediante exenciones impositivas, créditos blandos y otros estímulos parecidos, a la industria naciente. Se produciría así el resultado apetecido: sustituir importaciones, es decir, hacer que la industria local pasase a controlar un mercado interno hasta allí abastecido por las importaciones, ahorrando divisas, favoreciendo el empleo local y promoviendo, como último resultado, un crecimiento independiente y basado en la expansión del mercado interno”18.

Efectivamente, la idea era en apariencia simple, como apunta Sabino. América Latina debía cerrarse comercialmente

Bielschowsky, Ricardo: “Sesenta años de la CEPAL: estructuralismo y neoestructuralismo”, Revista CEPAL, 97, abril, 2009. 17 Citado en Kaiser y Álvarez, op. cit, p. 59. 18 Sabino, Carlos A.: El Fracaso del Intervencionismo (ed. 1999, ed. de Kindle, Instituto Democracia y Mercado, Santiago de Chile, 2012). 16

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a las importaciones de productos industriales de países desarrollados y abrir sus fronteras internas para crear un mercado regional que permita desarrollar una industria propia, mediante la constitución de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) que eventualmente competiría de igual a igual con EEUU o Europa. Todo esto partía de una analogía equivocada con la historia de Estados Unidos, considerada por muchos como la primera unión aduanera del mundo, en la que las treces colonias liberadas del yugo británico se unieron en un mercado común creado por la Constitución de 1787. Esto permitió a sus productores asegurar un creciente mercado, mientras eran protegidos por altos aranceles. No obstante, los gurús de la CEPAL pasaron por alto muchos elementos en esa analogía, porque pecaron de esa “fatal arrogancia”, en palabras de Hayek, que embriaga a los ingenieros sociales que buscan imponer sus quimeras por decreto19. Sin duda, hubo un marcado proteccionista hasta 1934, producto de la malsana influencia de grupos corporativos en el Congreso americano, donde entonces se decidían los impuestos al comercio exterior. Pero el espectacular desarrollo americano se dio a pesar de esa protección, no gracias a ella. El proteccionismo fue motivo de polémica en Washington, desde la fundación de Estados Unidos, y luego se convirtió en una causa fundamental de la izquierda americana, porque veían con razón en el arancel proteccionista “la madre del monopolio”. Por un lado, efectivamente la ausencia de barreras comerciales entre los estados permitió vender y comprar en un espacio de dimensión continental. Por otra parte, sin embargo, los emprendedores ahí gozaron del mayor grado

Hayek, Friedrich A.: La Fatal Arrogancia (Unión editorial, Madrid, 2011). 19

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de libertad empresarial del mundo, con un entorno institucional que garantizaba los derechos de propiedad y el cumplimiento de los pactos contractuales, sin directrices de burocracias centralizadas. Esto último fue el ingrediente por el que cuajó en realidad el espectacular despegue económico de esa nación durante el siglo XIX20. Ese fue uno de muchos “leves” detalles que se les escaparon a los tecnócratas cepalinos en su carta de navegación, y por lo cual lógicamente naufragaron todos los países que se embarcaron con ellos. Las palabras de un militar ecuatoriano, que fungía en 1975 como responsable de la Dirección de Industrias del Ejército, retrata la esencia ideológica del momento: “En lugar de la ciega e inflexible devoción que muchos hombres de negocios tienen al liberalismo económico, nosotros hemos querido demostrar que en lugar de la mano invisible de Adam Smith es necesaria la mano orientadora, de pulso firme, el soporte incondicional y persistencia creativa del Estado”21.

El estatismo reinante mostró su desgaste a finales de los años setenta y principios de los ochenta, ocasionando profundas crisis económicas por doquier, lo que dio paso a la búsqueda de nuevos modelos ideológicos. Sabino comenta en 1999 sobre ese cambio de paradigma ya entonces consolidado:

Caicedo Castillo, Aparicio: El New Deal del Comercio Global: génesis ideológica del ordenamiento económico de la posguerra (Unión Editorial, Madrid, 2012). 21 Citado en Pérez, Wilson: “Navidad todos los días”, Koyuntura, 14, Año 2, septiembre de 2010, p. 2. 20

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“…se retorna en parte a la visión liberal–democrática abandonada hacia 1930 y las economías parecen encaminarse hacia la plena vigencia de los equilibrios determinados por el mercado. El neoliberalismo, como se lo define con más fervor comunicacional que rigor conceptual, se ha colocado en el centro de la escena y todo parece girar a su alrededor”22.

El profesor de Harvard, Jeffry A. Frieden, ofrece uno de los recuentos más didácticos de ese cambio de paradigma económico acontecido. En su libro Capitalismo Global, habla de un “terremoto socioeconómico”, por el cual la mayoría de “países renunciaron a la planificación y se orientaron hacia los mercados internacionales”. Añade: “Este nuevo punto de vista, denominado de libre mercado, neoliberal u ortodoxo, incluía austeridad antiinflacionista, reducciones de impuestos y del gasto, privatización y desregulación. El ‘Consenso de Washington’… fue pronto el principio organizador de la mayoría de las discusiones sobre política económica. El Consenso de Washington resonaba con fuerza creciente en el mundo subdesarrollado que se debatía agobiado por la deuda y las crisis de crecimiento de los años ochenta y en el mundo excomunista a medida que se apartaba de la planificación centralizada durante los noventa… Las alternativas comunista, radical, desarrollista y populista a la ortodoxia eran débiles o inexistentes; era difícil encontrar partidarios de la planificación, la sustitución de importaciones o la propiedad estatal generalizada en ningún lugar del mundo. Entre los pensadores económicos había desacuerdos ‘internos’, pero pocos cuestionaban la primacía del mercado como mecanismo de distribución económica”23.

Sabino, op. cit. Frieden, Jeffry A.: Capitalismo Global. El trasfondo económico de la historia del siglo XX (Crítica, Barcelona, 2007) pp. 524-525. 22 23

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Este cambio de paradigma económico iba unido a profundos cambios políticos en nuestra región, que abrió las puertas a la democracia. En 1980 solo había dos gobiernos suramericanos elegidos en las urnas, entre ellos Ecuador. En 1990 ya no quedaba una sola dictadura en la región. Como apunta Frieden, tuvo mucho que ver en este fenómeno “la indignación popular y hasta de los empresarios y la clase media por la forma en que los regímenes autoritarios aislados habrían despilfarrado los fondos obtenidos a crédito”. En cualquier caso, de 1982 en adelante los países subdesarrollados abandonaron progresivamente los paradigmas desarrollistas, abriéndose al comercio y las finanzas, vendiendo empresas estatales al sector privado y controlando el despilfarro y la emisión monetaria, para insertarse de mejor manera en el mercado mundial24. La famosa frase “Consenso de Washington” fue acuñada por el economista John Williamson, del Peterson Institute for International Economics, para referirse a las ideas que dominaron la agenda de reforma por aquellos años. Se trataba de un catálogo de medidas inspiradas, en palabras del propio Williamson, en tres ideas: disciplina macroeconómica, economía de mercado y apertura al mundo25. En la práctica, ello se traducía en la promoción de reformas orientadas fundamentalmente a los siguientes objetivos: 1. Liberalización de mercados mediante la desregulación de todas aquellas áreas hasta entonces controladas fuertemente por el Estado como transporte, telecomunicaciones, finanzas, etc. 2. Otorgamiento de garantías de estabilidad jurídica y tributaria a la iniciativa privada, con especial énfasis en la

Frieden, op. cit., pp. 493-494. Williamson, John: “Did the Washington consensus fail?”, Peterson Institute for International Economics, Washington DC, 2002. 24 25

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atracción de inversión extranjera. 3. Venta de empresas estatales proveedoras de servicios públicos—telefonía, electricidad, agua, etc.—al sector privado en régimen de libre competencia, lo que se conoce como “privatización”. 4. Control del gasto público mediante programas de austeridad y ahorro fiscal. 5. Apertura comercial mediante rebaja de impuestos y otras trabas a las importaciones, así como suscripción de acuerdos de integración económica. Y, 6. Disciplina en la emisión de moneda para evitar escaladas inflacionistas. En el plano jurídico, este cambio significó una revalorización de los derechos individuales, especialmente en la garantía del derecho de propiedad y la libertad contractual, los cuales fueron relegados a un segundo plano cuando el nacionalismo reinaba en la atmósfera ideológica. La Constitución ecuatoriana de 1998—siguiendo la tendencia de la Unión Europea, Colombia, Chile o Perú, entre otros—estableció la Economía Social de Mercado como marco doctrinal de la política económica del Estado en su artículo 244, texto normativo que constituyó un sensato catálogo de buenas intenciones que nunca se llevaron a la práctica. Esto no resulta excepcional en América Latina, región donde los cartas fundamentales “parecieran valer poco más que el papel en el cual han sido escritas”, en palabras del historiador de Stanford, Niall Ferguson26. Como bien señaló Moisés Naím, antiguo director de la revista Foreign Policy, la retórica era mucho más uniforme que la práctica27. Los funcionarios gubernamentales invocaban en foros Ferguson, Niall y Daniel Lansberg-Rodríguez: Constituciones Desechables (Fundación para el Progreso, Santiago de Chile, 2017). 27 Naím, Moisés: “Washington Consensus: A Damaged Brand”, Financial Times, 28 de octubre de 2002. 26

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internacionales esas ideas liberales como fuente de inspiración, pero sus acciones no siempre eran coherentes, o se estrellaban con la demagogia reinante en su entorno, que fue lo que ocurrió en Ecuador. No obstante, los países que lograron implementar las reformas más importantes del catálogo, y superar las turbulencias de finales de los noventa, vieron despegar sus economías hasta el día de hoy. Tal es el caso, por ejemplo, de Perú, Colombia, Chile y Uruguay en América, de Lituania, Estonia o República Checa en Europa, entre muchos otros. Todos ellos fueron capaces de sentar las bases de un modelo basado en el fomento de la iniciativa privada y la integración económica internacional, con entornos institucionales estables atractivos para la inversión extranjera, fomentando la competitividad mientras sus ciudadanos superan la pobreza. En conclusión, podemos decir que por “neoliberalismo” se entiende el consenso sobre la conveniencia de la liberalización económica que dominó la agenda tecnocrática internacional durante la década de 1990. Como apunta Eugenio D’Medina Lora, si bien el uso del término es siempre confuso y multívoco, en atención al contexto histórico en que surge “podemos pensar en neoliberalismo como políticas consistentes con el Consenso de Washington”28. Se basaba en el convencimiento de que la integración económica internacional, la racionalidad del gasto público y la libre competencia empresarial eran el mejor camino a la prosperidad. Apertura comercial, liberalización interna, certidumbre institucional para la iniciativa privada, enajenación de empresas públicas superfluas, disciplina fiscal, racionalidad tributaria y seriedad monetaria: esos fueron los ingredientes

D’Medina Lora, Eugenio: El Hilo Conductor. La viabilidad del liberalismo en América Latina (Unión Editorial, Madrid, 2013), p.285. 28

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primordiales de la receta, sin cuya presencia integral no es posible catalogar un proceso de reformas como neoliberal. Y con esto claro llegamos a la pregunta que responderemos en el siguiente apartado: ¿se aplicó esa receta en Ecuador?

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Capítulo II La noche fue larga, pero ¿liberal?

¿Se llevó a cabo en Ecuador un proceso de reforma neoliberal? Es decir, ¿existió un periodo de profunda liberalización de la economía y prudencia fiscal como aseguran los gurús intelectuales del socialismo andino? Anticipamos la respuesta: no. En este país no se llevó a cabo tal proyecto. Durante la década de los noventa se dieron muchas iniciativas pero en su gran mayoría no fueron implementadas. Fuimos la excepción a la regla regional. Volvamos unas décadas en la historia para comprender cómo pasó todo. En los años sesenta comienza el primer periodo del ciclo petrolero, con una economía mínima concentrada en la agricultura. Como las arcas del Estado eran insuficientes para financiar la explotación petrolera en el Oriente, tocamos la puerta de empresas privadas extranjeras para poder emprender esa aventura. Apunta sobre ello Osvaldo Hurtado en su libro Entre Dos Siglos (2017): “[el petróleo no se habría] descubierto y explotado, de no mediar las inversiones realizadas por compañías extranjeras en la por entonces aislada selva amazónica, ya que no existía un camino que traspasara la cordillera andina

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oriental y llegara a la zona en la que estaban localizados los yacimientos. El menesteroso Estado y el débil sector privado nacional habrían sido incapaces de acometer tamaño desafío económico y tecnológico, pues carecían de los considerables capitales requeridos y desconocían las complejidades técnicas y empresariales del negocio petrolero”29.

Como resultado, las empresas Gulf y Texaco descubrieron ricos yacimientos petrolíferos, logrando que los campos Bermejo, Charapa y Lago Agrio comenzaran a producir en 1972. Más aún, dichas corporaciones también invirtieron en la construcción de un oleoducto que se pensaba imposible. Atravesaron la selva y las montañas para llevar el crudo al puerto construido en la provincia de Esmeraldas, iniciando un periodo de bonanza económica que transformó para siempre al país. Así se definió la primera fase del patrón cíclico de la era petrolera: cuando el Gobierno está sin dinero—porque no tiene todavía petróleo o los precios están bajos—mima al sector privado, nacional y extranjero, y lo invita a la fiesta mientras le conviene. Las cosas empiezan a cambiar cuando el dinero empieza a fluir. Durante la década de los setenta el precio del barril de crudo empezó a subir meteóricamente. De 2.50 dólares en 1972, el precio pasó a 13 dólares en 1974—que compraban lo mismo que 69 dólares en 2018—llegando a valer 35 dólares en 1980—equivalentes a 112 dólares de 2018. Imbuido del clima ideológico reinante en la época, el entonces gobernante Gral. Guillermo Rodríguez Lara (1972-76) declaró al petróleo un bien “estratégico”, y paseó en desfile por las calles de Quito el primer barril obtenido, como si de un tótem sagrado se tratara. Es ahí cuando entramos en la segunda fase del ciclo de adicción petrolífera: gasto desenfrenado y deuda, acompañados 29

Hurtado, Osvaldo: Ecuador entre dos siglos (Debate, Bogotá, 2017), p. 31.

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de intervencionismo estatal en la economía privada. El Gobierno del Ecuador había iniciado el camino por la senda “desarrollista” en 1957, cuando se aprueba la Ley de Fomento Industrial, que aplicaba los paradigmas cepalinos, en los cuales consumidores, productores y comerciantes eran considerados meros alfiles de los intereses que el planificador central consideraba prioritarios. Dicha ley obligó a las entidades públicas a abastecerse preferiblemente con bienes de fabricación nacional, y prohibió la importación de productos similares a los fabricados dentro de las fronteras nacionales. Sin embargo, la normativa tuvo poca fuerza hasta que llegó el auge petrolero y el General Rodríguez Lara se tomó en serio la cuestión. En 1972 se publicó “Filosofía y Plan de Acción del Gobierno Nacionalista y Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, documento cuyo nombre lo dice todo y que bien podría servir de manifiesto programático a cualquier movimiento acólito del Socialismo del Siglo XXI. Se prometieron “transformaciones sustanciales en el sector socioeconómico y jurídico” y acciones “enérgicas contra los grupos social y económicamente privilegiados”. Todo ello mediante “reformas estructurales profundas” que “modifiquen el comportamiento tradicional de la economía y de la sociedad”. Fue el primer experimento tecnocrático a gran escala, liderado por la Junta Nacional de Planificación, espacio que hoy ocupa la SENPLADES. Si bien ahora usan otros términos como “cambio de matriz productiva” o “buen vivir”, la fórmula es esencialmente la misma que la de entonces. En dicho documento se menciona además como objetivo la búsqueda de “una reforma agraria real y efectiva”. El gobierno ecuatoriano se alejó diplomáticamente de los Estados Unidos. Votó en la OEA a favor de readmitir a la Cuba castrista como miembro y aplicó una política nacionalista subsidiada por el petróleo. De hecho, la política económica del Gobierno de Alianza País en Ecuador ha

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sido catalogada como “un giro hacia el neo-desarrollismo”30. La mano visible del Estado ecuatoriano se hizo sentir como nunca antes en la historia. La fiesta comenzó y se extendió por diez años. La libertad de empresa y el derecho de propiedad fueron respetados en la medida que no interfirieran con los designios del Gobierno. Surgieron muchas empresas dependientes del proteccionismo. Se crearon nuevos entes regulatorios. Crecieron las responsabilidades del Gobierno en materia de educación, transporte, vialidad, telecomunicaciones, etc. Se iniciaron proyectos faraónicos. La Corporación Estatal Petrolera Ecuatoriana, CEPE, llegó a ser el centro de la economía del país. Todos—políticos, empresarios, burócratas, sindicatos, gremios—empezaron a competir por la asignación política de rentas petroleras. La banca pública extendió créditos en condiciones privilegiadas al sector productivo. Se creó el subsidio a los combustibles. El Estado compró las acciones de la americana Gulf—sin la cual no habríamos tenido acceso al oro negro como vimos—y quedó como socio mayoritario del consorcio Texaco. Se estatizó la aerolínea Ecuatoriana de Aviación. El gasto del Gobierno central se elevó en un promedio anual del 27 por ciento, entre 1971 y 1981. Se duplicó el número de funcionarios públicos entre 1972 y 1974, de 97 mil a 193 mil. Las remuneraciones de los burócratas llegaron a suponer el 29 por ciento del presupuesto31. La deuda externa pasó de 242 millones de dólares en 1970, a 5.870 millones de dólares en 1981; un aumento de nada menos que del 2.425 por ciento, en una sola década. Y ahí hay un detalle no menor que es captado por el profesor Galo Abril Ojeda en un comentario digno de resaltar:

Cypher, James M. y Yolanda Alfaro: “Triángulo del neo-desarrollismo en Ecuador”, Revista Problemas del Desarrollo, 185 (47), abril-junio 2016. 31 Hurtado, op. cit., p. 79. 30

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“…no necesariamente el dramático incremento de la deuda externa se produce en razón de la aplicación de políticas de corte neoliberal, sino todo lo contrario, en el marco de políticas estructuralistas favorables a la conducción centralizada de la economía”32.

A comienzos de los ochenta entramos en la tercera fase del ciclo: la crisis. El modelo desarrollista comenzó a mostrar fisuras profundas por doquier: la “industria infante”, demasiado mimada por el proteccionismo de inspiración cepalina, se negó a crecer cual Peter Pan33. El precio del petróleo se descalabró. Y, para colmo de males, la Reserva Federal americana subió los tipos de interés, con lo cual se encareció sustancialmente la deuda adquirida con bancos estadounidenses durante la bonanza. De crecer un 9 por ciento promedio, entre 1970 y 1980, pasamos al 2 por ciento en 1982, y a decrecer en -3,3 durante 1983. La deuda externa llegó a 7.100 millones de dólares. Por otra parte, en Estados Unidos y Reino Unido llegaron dos líderes muy peculiares a la cabeza de los respectivos gobiernos, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, con un mensaje tan claro como trasgresor para la época: si los dejas competir libremente, los ciudadanos pueden gestionar mejor la economía que los gobiernos, por tanto no hacen falta tantos controles, tanta intervención, ni tantas empresas públicas. En la práctica, ello significaba liberalizar la economía, controlar el gasto, garantizar el Estado de Derecho y privatizar los entes estatales superfluos. Esas eran por entonces verdaderas blasfemias ideológicas que incendiaron todos los púlpitos de estatismo todavía reinante. Abril Ojeda, Galo: “Rompiendo Mitos. Un Manual para Revolucionarios”, Polémika, Vol. 4, No. 1, 2010. 33 Caicedo Castillo, Aparicio: “Síndrome de Peter Pan”, El Universo, 31 de enero de 2014. 32

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Incluso dictaduras comunistas como la República Popular China se aventuraron en busca de las bondades del libre mercado, con extraordinarios resultados. Autores liberales como Milton Friedman y Friedrich A. Hayek, marginalizados por décadas, empezaron a salir del olvido. No obstante, en Ecuador esas ideas tomaron fuerza muchos años después. Osvaldo Hurtado Larrea (1981-84), sucesor en la Presidencia tras el fallecimiento de Jaime Roldós Aguilera (197981), afrontó la primera tormenta. Recurrió por un lado a medidas de mercado que aliviaron ciertos aspectos, como la apertura de la explotación petrolera al capital privado, y por otro, a intervenciones que ahondaron los problemas, como controles del tipo de cambio, restricción de importaciones, devaluaciones del sucre, etc. La más significante de esas intervenciones fue la “sucretización”, a la que nos referiremos con más detalle en el capítulo tercero. Nuestra clase política no estaba preparada para ese remezón, porque se pensó que el paraíso petrolero sería sempiterno, y cuando la realidad tocó la puerta no se supo responder. El propio Hurtado lo admite, al recordar esos días en su libro: “Por entonces no se tenían las certezas, hoy existentes, sobre cuáles eran las políticas idóneas para restablecer los equilibrios económicos”34. Sabino capta la esencia del dilema que enfrentaron otros gobiernos latinoamericanos en esos mismos años: la población quería “crecimiento económico y esperaba nuevos subsidios y leyes sociales de más amplia cobertura, pero el dinero para llevar a cabo estos programas brillaba por su ausencia”. El historiador argentino es más preciso aún en esa explicación cuando señala:

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Hurtado, op. cit., p. 82.

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“Ninguno se atrevía a correr el riesgo de emprender reformas que no comprendían bien, que se oponían a sus modos de pensar y que, por el contrario, estaban seguros que les impondrían costos políticos sumamente severos. El ambiente intelectual y político… era también decididamente opuesto a realizar cualquier transformación de envergadura. Se hablaba más de la inmoralidad de la deuda que de las formas en que podría pagarse, del injusto orden internacional que de las causas del endeudamiento. Se mencionaban a cada paso los “costos sociales” de cualquier posible ajuste fiscal y no los profundos defectos del modelo económico todavía vigente, el mismo que había llevado precisamente a la crisis del endeudamiento”35.

Así llegamos a la elección de León Febres-Cordero Ribadeneyra (1984-88). Seguidor de Reagan, quien lo recibió afectuosamente en la Casa Blanca, Febres-Cordero comenzó su mandato con una agenda liberal y algunas reformas positivas, sembrando muchas expectativas. Liberalizó los precios de diversos productos y la tasa de cambio, entre otras reformas amigables con la inversión extranjera. Sin embargo, su política económica tuvo un giro radical a raíz del rompimiento del oleoducto tras el terremoto del 5 de marzo de 1987. Las ventas petroleras del país se desplomaron casi en un 68 por ciento, comparadas con las de 1985. En lugar de ahorrar, aumentó el gasto corriente: entre 1985-1988 pasó del 16 por ciento al 21 por ciento del PIB, así como el gasto público pasó del 24 por ciento en 1984 al 27 por ciento en 198836. Los recursos se obtuvieron de las imprentas del Banco Central, empeorando la situación fiscal y la estabilidad monetaria gravemente. En 1986 se imprimieron 60 millones de sucres, un 30 por ciento más que el

Sabino, op. cit. Banco Central del Ecuador. Banco Central del Ecuador. Memoria Anual 1988. (Quito, 1989). pp 92-95. 35 36

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año anterior37. Bajo imperativos de supervivencia política, antes que por consideraciones de prudencia económica, se optó por el intervencionismo nuevamente: control de precios a productos básicos, congelamiento de tarifas de servicios públicos, y hasta encarcelamiento de productores y comerciantes que incumplieron las directivas oficiales. Llegó 1987 con un déficit fiscal del 10 por ciento del PIB y saldo negativo en la reserva monetaria38. Se profundizó además la sucretización, en perjuicio del fisco. Ello se suma a una inflación de cerca del 74 por ciento interanual, un duro golpe a la capacidad adquisitiva de la población39. Rodrigo Borja Cevallos (1988-1992) tuvo que lidiar como Presidente con la inflación y el déficit fiscal heredado. Bajo la dirección de su Ministro de Finanzas, Jorge Gallardo Zavala, aplicó una oportuna política de ajuste para poner la casa en orden. Entre las medidas adoptadas, se destacan: la eliminación de diversos subsidios, un recorte significativo del gasto público y la contención de la emisión monetaria, además de fijación de límites estrictos a los créditos concedidos por el Banco Central. El oficialismo tuvo una mayoría legislativa favorable que permitió a Borja realizar algunas reformas necesarias pero impopulares como la flexibilización relativa de las leyes laborales. También redujo aranceles a las importaciones y racionalizó la política tributaria, con cambios para hacernos atractivos al capital extranjero. La inflación se redujo al 49 por ciento anual

Banco Central del Ecuador: Memoria Anual 1986. (Quito, 1987) pp. 72-73. Ibídem, p. 91. 39 Ibídem, p. 15. 37 38

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en 1990, lo que en aquel entonces resultaba moderado 40. Sin embargo, cuando llegaron las elecciones legislativas de 1990, a mitad de su periodo, el panorama cambió. Se acabó la austeridad porque el Papá Estado entró en campaña, repartiendo recursos bajo criterios electorales. Una vez más, sucedió lo de siempre. El Banco Central tuvo que imprimir los billetes necesarios para pagar la factura, razón por la que volvieron la inflación, los desajustes, el aumento de la pobreza y la pérdida del poder adquisitivo. Sixto Durán-Ballén (1992-96) llegó a Carondelet con un plan metódicamente estructurado por su vicepresidente y gurú económico, Alberto Dahik Garzozi, bajo el paradigma del llamado Consenso de Washington. Fue el primer proyecto que se podría catalogar de “neoliberal” en Ecuador, porque sus acciones obedecían a convicciones sistemáticas sobre la conveniencia de la liberalización y no a urgencias del momento. Y aquí hay que poner mucha atención al detalle, porque es donde por lo general se confunde retórica con realidad, intenciones con resultados. El plan no se aplicó en su totalidad, por razones que explica Hurtado: “Las organizaciones políticas y sociales de la izquierda, incluso de centro, descalificaron los paradigmas económicos recogidos en el Consenso de Washington tachándolos de neoliberales. Con este adjetivo, que se volvió peyorativo, los estigmatizaron como contrarios a los intereses del país y perjudiciales para el pueblo. Los combatieron en las calles, en el Congreso Nacional y en las consultas populares, con una vehemencia que consiguieron que no se concretaran leyes, reformas, decisiones y políticas públicas que los instrumentaban. Por esta serie de motivos, aquellas propuestas se aplicaron en el Ecuador en forma

Banco Central del Ecuador: Memoria Anual 1990. (Quito, 1991). pp.115-118. 40

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parcial y transitoria, ya que unos gobiernos los consideraron inconvenientes, y los que quisieron llevarlos a la práctica enfrentaron obstáculos políticos insalvables”41.

Sin duda, se realizaron algunas reformas positivas. Una de ellas fue la aprobación, en 1993, de la Ley de Modernización del Estado, Privatizaciones y Prestación de Servicios Públicos por parte de la Iniciativa Privada, mejor conocida como Ley de Modernización. Esa pieza legislativa contenía los instrumentos jurídicos necesarios para un ambicioso proyecto de privatización. Entre sus objetivos se comprendía “la exploración y explotación de los recursos naturales no renovables de propiedad del Estado, por parte de empresas mixtas o privadas”, así como la “enajenación de la participación de las instituciones del Estado en las empresas estatales”. Bajo el amparo de esa normativa, el entusiasmo retórico del Gobierno y el patrocinio técnico del Consejo Nacional de Modernización del Estado, CONAM, se puso en marcha el proyecto. ¿Qué se privatizó? Nada significante. Pero en este punto la propaganda del correísmo se ocupó de repetir mentiras descaradas para alimentar el mito de la “larga noche neoliberal”. Por ejemplo, el panfleto digital de la Presidencia de la República, mientras reseñaba una entrevista a Rafael Correa, apuntaba en 2014: “A principios de los noventa, durante gobiernos como el de Sixto Durán Ballén… se privatizaron sectores estratégicos como el de las telecomunicaciones, los hidrocarburos e incluso el sector eléctrico”42. ¿Eso cuándo y dónde sucedió? Quizá en Perú,

Hurtado, op. cit., p. 371-372. “La Revolución Ciudadana recuperó la planificación del Estado”, El Ciudadano, 16 de enero de 2014. Disponible en: http://www. elciudadano.gob.ec/la - revolucion -ciudadana -recupero -laplanificacion-del-estado/ (30 de mayo de 2018). 41 42

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en Chile o en Colombia se dio algo así. En Ecuador con toda seguridad no. Existieron muchos planes al amparo de la Ley de Modernización, pero solo se privatizaron cuatro empresas de mínima incidencia: Ecuatoriana de Aviación, el ingenio AZTRA, la empresa de fertilizantes FERTIZA y la cementera Selva Alegre. En telecomunicaciones los intentos por invitar al sector privado quedaron truncados por una mezcla de corrupción e inercia burocrática. La Empresa Ecuatoriana de Telecomunicaciones, EMETEL, fue dividida en dos sociedades anónimas, Andinatel y Pacifictel, para poder luego vender su capital accionario. Para el efecto, en 1995 se creó mediante ley el Fondo de Solidaridad, una especie de fideicomiso estatal que sería el propietario de las entidades por privatizar, el cual luego utilizaría los recursos obtenidos en las enajenaciones para combatir la pobreza y honrar así su nombre. Sin embargo, nada de eso sucedió. Pacifictel y Andinatel se quedaron en manos del Fondo. Más aún, se convirtieron en un motín del cual se saciaron todas las mafias políticas existentes con un régimen híbrido de sociedad privada bajo propiedad estatal que eximía a sus administradores de los controles propios de los entes públicos. Finalmente, esas dos empresas volvieron a fusionarse durante 2008, para formar lo que hoy es la Corporación Nacional de Telecomunicaciones, CNT. Algo similar sucedió en el sector eléctrico, donde los planes privatizadores también se desvanecieron en el agujero negro del Fondo de Solidaridad. El Instituto Ecuatoriano de Electrificación, INECEL, fue dividido en veinte empresas de distribución, seis de generación y una de transmisión cuyos paquetes accionarios pertenecían al Fondo. Pero jamás llegó la inversión privada, por la misma mezcla de inmoralidad y letargo que saboteó la privatización de las telefónicas.

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Finalmente, durante el Gobierno de Rafael Correa, se reagruparon las empresas de generación y transmisión en una sola, Corporación Eléctrica del Ecuador, CELEC EP. Con la distribución y comercialización pasó lo mismo, se creó la Corporación Nacional de Electricidad EP, CNEL EP. Con relación a la seguridad social, la historia es más compleja pero el desenlace igual de frustrante. Envalentonado por los resultados favorables de la consulta popular que promovió en 1994, Durán-Ballén decidió convocar un nuevo plebiscito al año siguiente. Esta vez se incluyó una pregunta icónica. Se planteó eliminar el monopolio estatal de la seguridad social, para que los aportantes tengan el “derecho a escoger” dónde confiar los medios que le permitan retirarse dignamente, entre distintas opciones públicas y privadas. Era una iniciativa que seguía lo hecho en países como Chile, Uruguay y Perú, donde se suprimió la obligatoriedad del sistema de reparto estatal y se permitió un esquema de capitalización individual. De ser aprobado, dicho cambio habría tenido una trascendencia extrema, librándonos del peligro derivado de que los gobernantes de turno usen, como siempre lo han hecho, cual caja chica los recursos que millones de trabajadores son obligados a depositar en el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social. Además, esos capitales liberados por el monopolio estatal habrían permitido el despegue de un mercado de valores cuya normativa de respaldo ya había sido aprobada. Lastimosamente, los dados electorales aquella vez no favorecieron al sentido común sino al tribalismo de una izquierda que se opuso fieramente a ese avance, y a la demagogia de una derecha que solapadamente formó parte del boicot. En todo caso, lo único cierto es que hasta el día de hoy tampoco se privatizó la seguridad social. Por otra parte, en materia de integración comercial, si bien se bajaron considerablemente diversos aranceles,

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siempre se mantuvieron niveles importantes de proteccionismo a determinados sectores. Nunca se llegaron a suscribir acuerdos de libre comercio con los principales destinos de nuestras exportaciones como sí lo hicieron los países vecinos. Paradójicamente, fue Rafael Correa—que siempre llamó “bobo aperturismo” a las iniciativas de integración comercial mediante TLCs—quien a regañadientes suscribió un acuerdo comercial con la Unión Europea, por la urgencia que significó la potencial pérdida de importantes concesiones comerciales. Treinta y cinco legisladores de Alianza País no asistieron a la sesión en la que se ratificó dicho pacto con Europa en diciembre de 2016, y tres más votaron en blanco. Y si bien en 1998 entró en vigencia una Constitución que manifestaba tácitamente un apego relativo a los principios de la Economía Social de Mercado, esta no logró cuajar en los efímeros gobiernos subsiguientes de Jamil Mahuad Witt (19982000), Gustavo Noboa Bejarano (2002-2003), Lucio Gutiérrez (2003-2005), y Alfredo Palacio (2005-2007) que se mantuvieron en una zona gris, de la que afloró el tradicional estatismo tan rápido como el precio del oro negro empezó a trepar. En 2008 una nueva Carta Magna fue forjada bajo el clímax del correísmo, en la que se impregnó una suerte de neodesarrollismo adornado de misticismo panteísta encarnado en el principio del “buen vivir”, que al fin de cuentas es una coartada filosófica para reinstaurar al Estado como amo y señor de la economía. En el tema petrolero la mitomanía socialista inventó una nueva falsedad: que los contratos petroleros durante los noventa fueron mal negociados por una élite entreguista, y que las demandas arbitrales recientes, que nos obligan a pagar miles de millones de dólares por la súbita forma en que se terminaron varios contratos, son la consecuencia de ello. Lo dijo expresamente

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el mismo Rafael Correa en 2015: “Ya hemos presentado una propuesta a Oxy y con el laudo definitivo continuaremos negociando. ¡Otra obra más de los tratados firmados en la larga y triste noche neoliberal!”43. Nuevamente aquí veremos que es evidente la falacia, si se examinan con objetividad los hechos. Lo que en realidad pasó fue que nadie esperaba en 1999, cuando se negoció el polémico contrato con Occidental Pretroleum Corporation OXY, que los precios del petróleo subirían tan drásticamente en los años siguientes. Los convenios entonces se negociaron bajo la expectativa de 15 dólares como precio promedio del barril—lo cual apenas cubría el costo de producción. En tales circunstancias la única manera de atraer inversión era otorgar un amplio margen de participación a las empresas, por simple sentido común. De 2002 a 2006, en apenas cuatro años, el precio del barril se multiplicó por más de cinco: pasó de un promedio de 12 a 65 dólares, metiéndonos de nuevo en el círculo vicioso que comenzó en 197144. Eso lógicamente motivó un inesperado margen de ganancias para las petroleras que habían negociado sus contratos—y asumido el riesgo de la inversión—en época de petróleo barato. Teníamos tres opciones frente a ello. Una muy improbable políticamente era dejar que las empresas se ganen ese dinero, lo cual hubiera tenido el beneficio de obligarnos a diversificar la economía para depender menos del barril de crudo. Otra segunda alternativa, más viable, era la de iniciar una renegociación seria de los términos contractuales, donde se prevean escenarios a largo plazo y se establezcan compromisos precisos. Ello hubiera tenido el doble beneficio 43

“1061 millones deberá pagar Ecuador a la petrolera Oxy”, El Universo, 11 de marzo de 2015. 44 Ministerio de Coordinación de Política Económica: “Precios y diferenciales del petróleo”, 2012.

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de elevar la recaudación para el fisco y mandar una señal de confianza para atraer la inversión extranjera. No obstante, al final nos fuimos por el sendero más compatible con nuestra tradición política: armamos un numerito de tropicalismo institucional para arranchar al braveo y quedarnos con todo. Se repitió la historia: subió el precio del barril y olvidamos el discurso amigable con la inversión privada. Se vivió una verdadera feria de demagogia patriotera y se escogió a la OXY como chivo expiatorio. En 2006, el Congreso advirtió al Ejecutivo con juicios políticos si este no declaraba la caducidad, y el entonces Presidente Alfredo Palacio González (2005-07) cedió. El Presidente electo por aquellos días, Rafael Correa Delgado (2007-2017), amenazaba con encarcelar a quienes opten por negociar. Había levantamientos en las calles. Nadie entendía bien lo que sucedía, pero todos sabían que había un malo de la película así como un solo final feliz: terminar abruptamente el contrato. Y no solo eso, además se aprobó la Ley 42, por medio del cual se declaró la expropiación de las “ganancias extraordinarias” en cualquier porcentaje que estableciere el Presidente, siempre que fuere por encima del 50 por ciento. Correa elevó, mediante el Decreto 662 de 2007, la carga sobre los “ingresos extraordinarios” de las empresas petroleras hasta el 99 por ciento, para forzar según decía un cambio de modalidad contractual hacia un esquema de pago por servicios. Ello motivó varias demandas arbitrales, aparte de la presentada por OXY. Entre ellas, una acción por parte de la francesa Perenco ante el CIADI, que derivó en un fallo de 2014 en contra del Ecuador, cuyo monto de indemnización podría llegar hasta 440 millones de dólares. El tribunal explicó claramente el motivo de su decisión: “…la aplicación del Decreto 662 y las declaraciones de funcionarios de alto rango en relación con la misma marcaron una nueva etapa en la relación del Estado con Perenco (y con

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las otras empresas petroleras en circunstancias similares). Ya no era más una cuestión de que el Estado buscaba un ajuste de una relación contractual por lo demás aceptable que, en su opinión, había sido alterada por los aumentos de precios de magnitud no anticipada. En lugar de ello, la Ley 42 al 99% convirtió los Contratos de Participación unilateralmente en contratos de prestación de servicios de facto mientras el estado desarrollaba un nuevo modelo de dichos contratos que exigió suscribir a las contratistas…”45.

Gracias a berrinches soberanistas como el descrito—y no por motivo de ninguna noche neoliberal—penden sobre los contribuyentes ecuatorianos nada menos que 16 procesos arbitrales, que podrían llegar a sumar hasta 6.670 millones de dólares en indemnizaciones. En materia de libertad económica, incluso retrocedimos de acuerdo con diversos rankings internacionales durante ese supuesto periodo de “fundamentalismo de mercado”. En el Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage Ecuador obtuvo, en 1996, una puntuación de 60.1 sobre 100, que descendió a 59.8 en 2000, y a 54.6 durante 2006, lo que nos ubica en la tendencia inversa de países como Perú o Chile por ese mismo periodo. En el Reporte de Libertad Económica del Fraser Institute estuvimos en el puesto 57 de 157 países en 1990, del cual descendimos al 90 en el 2000, y al 111 en el 2005. En 2006, el informe Doing Business del Banco Mundial, que mide el grado de represión regulatoria que deben enfrentar las pequeñas y medianas empresas, nos colocó en el puesto de 107 de 155 naciones examinadas, más cerca de experimentos socialistas suramericanos como Bolivia (111), Brasil (119) o Venezuela (120) Caso CIADI No. ARB/08/6. Perenco v. Ecuador, “Decisión sobre las cuestiones pendientes relativas a la jurisdicción y responsabilidad”, 12 de septiembre de 2014, pár. 402–411. 45

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que de economías de la región consideradas “neoliberales” como Chile (25), Colombia (66) o Perú (71). ¿Dónde está entonces la entrega al libre mercado y ortodoxia fiscal por la que se rasgaron las vestiduras los voceros de la izquierda en aquel periodo? Toda una red de mentiras se tejió para fabricar una leyenda negra con gran marketing que enmarcó los términos del debate por muchos años. Aunque, como hemos visto, todas esas falacias son fácilmente desmontables si uno se atiene a los hechos. No obstante, existe un argumento al que siempre acuden en último recurso los acólitos del mito: La crisis de 1999, como evidencia supuestamente innegable del mal que hizo la supuesta liberalización del negocio financiero. Por ello se reservó el último apartado solo para desmentir ese punto.

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Capítulo III ¿Por qué colapsamos en 1999?

Por lo que hemos analizado en los dos apartados anteriores podríamos responder con contundencia la pregunta ¿qué no causó el colapso de 1999? Queda claro que si partimos de la premisa de que en Ecuador no se dio un proceso de reformas “neoliberales”, resulta imposible que esté ahí la causa. No puede algo ser efecto de una causa inexistente. Verdad de Perogrullo. Sin embargo, aún entre quienes aceptan que el relato socialista es parcialmente falso se concede que en materia bancaria sí existieron excesos de liberalización que nos llevaron al resquebrajamiento financiero. Por ello es importante ahondar específicamente en este tema. La versión distorsionada de lo ocurrido ha dominado la órbita académica, como lo fue en la propaganda estatal del correísmo. Si se buscan en Google los términos “neoliberalismo” y “crisis de 1999” aparecen decenas de resultados que reiteran el mito: escritos de la prensa estatal, artículos académicos, columnas de opinión, etc. Una nota de ANDES, publicada en 2017, titula: “La ‘aplanadora neoliberal’ que provocó la crisis financiera más grave de la historia de Ecuador”. “En la década de 1990”, se señala, “la alianza política, bancaria y empresarial… introdujo reformas de corte neoliberal que provocaron el más grave

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colapso de la economía ecuatoriana”46. Y, como siempre, existen elementos veraces en dicha versión. De hecho, hubo una coalición legislativa conocida como “la aplanadora”, durante finales de los noventa, bajo cuyo amparo se aprobaron medidas perjudiciales para la agónica economía de entonces, las cuales precipitaron el derrumbe financiero47. Sin embargo, como veremos, se trató en la gran mayoría de casos de intervenciones estatales que no se ajustan en lo más mínimo al concepto de “neoliberal” estudiado antes. De nuevo aquí se nota el ya tradicional uso alegre del término como muletilla argumentativa. La investigadora del Cato Institute, Gabriela Calderón, señala con mucha razón: “En debates sostenidos por autoridades del Gobierno y líderes de opinión suele culparse al “neoliberalismo” y a una supuesta liberalización financiera de la crisis de 1999. Pero esta explicación es una caricatura grotesca de lo que

“La ‘aplanadora neoliberal’ que provocó la crisis financiera más grave de la historia de Ecuador”, ANDES, 7 de marzo de 2017. Disponible en: https://www.andes.info.ec/es/noticias/politica/1/55730 (30 de mayo de 2018). 47 Léase síntesis en “Aplanadora aprobó salvataje bancario”, El Universo, 2 de enero de 2003: “Aplanadora, trituradora, mayorías coyunturales y flotantes, fueron los nombres que recibieron las alianzas legislativas que se armaron durante los cuatro años del período, que comenzó en agosto de 1998 y terminó en diciembre pasado. El primero, la aplanadora, nació compacta y sólida con el matrimonio entre la Democracia Popular (DP), que captó la presidencia de la República con Jamil Mahuad, y el Partido Social Cristiano (PSC). Juntos sumaron 63 votos de un total de 121 (en 1999 subieron a 123 por la creación de Orellana). A ellos se unieron los alfaristas, conservadores, cefepistas e independientes, así como Pachakutik, pero en menor grado que los primeros. El Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE), arrinconado, sufrió dos deserciones apenas iniciado el período: Félix Cedeño y Mario Moreira se unieron a la DP”. 46

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sucedió. Las semillas de la crisis de 1999 no se encuentran en la liberalización financiera, sino más bien en intervenciones estatales en el sistema financiero mediante el uso de la política monetaria, cambiaria y crediticia”48.

Comúnmente, por un lado, los cronistas de la debacle bancaria confunden correlación—nexo de coincidencia temporal entre ciertos hechos—con causalidad—relación de causaefecto entre dos o más sucesos. Muchos acontecimientos como revoluciones, guerras y crisis económicas se dan de forma sucesiva a determinados eventos que aparentemente sirvieron de detonantes, pero luego los historiadores encuentran sus causas verdaderas más allá de las apariencias cronológicas. Lo mismo pasa con el fenómeno estudiado aquí: hubo ciertas liberalizaciones en los años previos al colapso financiero, pero ahí no se encuentra como veremos la raíz del problema, sino en un entorno marcado por el intervencionismo. Por otro lado, se confunde también discurso con realidad. A nivel retórico, sin duda había un entusiasmo liberal que se reflejó en proyectos normativos. En la práctica, no obstante, ese empeño liberalizador no se concretó en la gran mayoría de casos, y donde excepcionalmente lo hizo fue en el contexto de intervenciones paralelas del Estado que generaron distorsiones económicas e incentivos perversos para los operadores del mercado financiero. El año 1999 fue traumático, de eso no hay duda. Ahorros de toda una vida se pulverizaron, empresas quebraron, muchas familias perdieron todo de la noche a la mañana, sumado ello a una delincuencia desbocada. Asimismo, en la medida que se desbordó la pobreza, se inició una oleada de migración masiva hacia España e Italia, únicos países que no pedían visa a los visitantes ecuatorianos,

Calderón, Gabriela: “Recordando la crisis de 1999”, El Universo, 12 de febrero de 2016. 48

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lo que se tradujo en miles de hogares divididos. Es comprensible que el mero recuerdo de ese periodo de nuestra historia avive pasiones políticas profundas. En términos económicos, el país colapsó. El precio del petróleo, principal fuente de ingresos fiscales, estaba por los suelos. El sector agroexportador, mayor fuente de divisas para el sector privado y nicho donde estaba concentrada la mayoría de los créditos productivos, quedó noqueado por inundaciones derivadas de un Fenómeno del Niño especialmente virulento. El PIB se contrajo en más de 7 puntos y se perdió una cuarta parte de las reservas monetarias internacionales. Todo ello en medio de un proceso de devaluación crónica de la moneda nacional, que todos los días perdía capacidad adquisitiva. El desempleo y subempleo en el área urbana tocaron su techo histórico, de 14 y 59 por ciento respectivamente, lo que explica al menos en parte la ola de delincuencia ocurrida en aquellos días. El 8 de marzo de 1999 se anunció el famoso “feriado bancario”, por el que se ordenó el cierre temporal de los bancos. Pocos días después el entonces Presidente, Jamil Mahuad, decretó el congelamiento de todos los depósitos del sistema financiero por encima de quinientos dólares, o de dos millones de sucres, quizá la medida más polémica de nuestra historia económica. Entre agosto de 1998 y octubre 1999, fueron cerrados la mitad de los bancos privados del Ecuador. El mundo se vino abajo. En enero de 2000 se declaró la “dolarización”, poniendo fin así al espiral inflacionario que se agudizó por un Banco Central que buscó paliar el bache de iliquidez con emisión masiva de sucres, debido al perverso diseño del rescate cambiario. Una sola imagen de George Washington—presente en los billetes de un dólar—llegó a valer tanto como veinticinco de Rumiñahui— presente en los billetes de mil sucres—por lo que la economía hizo que nuestra política monetaria prefiera al legendario general americano en lugar del bravo guerrero incaico.

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¿Qué causó la crisis? Podemos comenzar por dividir las causas en dos tipos: las naturales o externas, como lo son la bajada del precio del barril de crudo que dejó sin ingresos al Gobierno, y el caos climático desencadenado por el Fenómeno del Niño, que sumergió las plantaciones de la segunda fuente de ingresos y empleos del país, el sector agrícola volcado a la exportación, lo cual deterioró especialmente la cartera de los bancos de la costa que financiaban a dicho sector. Sin embargo, tales fenómenos si bien influyeron decisivamente en la generación de la debacle económica, no explican la profundidad del daño causado, especialmente el descalabro financiero generalizado, que no era una consecuencia necesaria de tales circunstancias. Lo que sí aclara las razones del hundimiento es un entorno institucional que precipitó el desenlace ocurrido. Ahí radica la esencia de nuestra tesis: la causa primordial no se encuentra en una supuesta liberalización desbocada del sistema financiero, que nunca se dio, sino en la constante intervención del Estado a través de distintos mecanismos. Existen tres formas a través de las cuales el intervencionismo estatal promovió la gestación de la crisis de 1999: 1. Subsidio a la irresponsabilidad. Décadas de paternalismo que incentivaron un ambiente de irresponsabilidad empresarial que llegó a su clímax con la creación de la Agencia de Garantía de Depósitos. 2. Tributo contra la bancarización. El impuesto a la circulación de capitales que ahuyentó los depósitos como golpe de gracia al sistema financiero. 3. Hiperactividad numismática del Banco Central. La emisión masiva de moneda utilizada para pagar a depositantes y capitalizar bancos en manos de la AGD motivó una espiral inflacionaria, lo cual forzó la dolarización.

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1. Subsidio a la irresponsabilidad: de la sucretización a la AGD La actividad empresarial lleva implícita la noción de riesgo. Ya sea si emprendes con un quiosco de dulces artesanales, o con una fábrica de productos de alta tecnología. No existe certidumbre de que te irá bien, de que los consumidores preferirán tus productos, de que tus deudores honrarán sus obligaciones, o de que las condiciones económicas te favorecerán. Así es el mercado libre, impredecible. Nadie tiene asegurado el éxito o la permanencia, porque emprender siempre es apostar por un futuro incierto. Precisamente ese riesgo inherente a toda actividad empresarial aviva la prudencia, virtud cardinal de cualquier emprendedor, es aquella que regula los niveles de audacia. Nos hace cautos al momento de elegir el camino a seguir. “Sólo el empresario se arriesga a afrontar lo impredecible haciendo conjeturas”, apunta Federico Pérez de Antón, quien añade: “Por eso, en última instancia, la acción empresarial no es tanto cuestión de más o menos riqueza, como de más o menos valor responsable para afrontar las incertidumbres económicas”49. En el caso de la banca, ese “valor responsable” frente al riesgo tiene una importancia radical: el banquero maneja dinero ajeno, de sus depositantes. Debe ser prudente en su manejo, conocer a quién se lo presta, exigir garantías idóneas, mantener sus balances solventes. Si camina al filo de la navaja puede caer al más mínimo ventarrón y generar mucho daño, como ha ocurrido en numerosas ocasiones de la historia financiera. Siempre está presente en esa profesión la tentación de confundir la bóveda del banco con el propio bolsillo, tendencia que debe ser contrarrestada por el miedo a la quiebra, cuando no baste la mera decencia.

Pérez De Antón, Francisco: La libre empresa (Edición de Kindle, Universidad Francisco Marroquín-Unión Editorial, Madrid, 2004). Posición 2081-2084. 49

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Ahora, imaginen que esa noción de riesgo desaparece porque un generoso mecenas, con mucho dinero y poder, te dice que no te preocupes, que si quiebras él se hará cargo de salvarte poniendo el dinero que haga falta para pagar tus deudas o subsidiar tu empresa. Lógicamente en ese momento los incentivos para la prudencia se pierden y lo que se promueve es la toma de un nivel de riesgo más alto del que habrías asumido en circunstancias normales, porque al final tú no asumes las consecuencias, sino otro, como puede ser el Estado. Ese es un fenómeno que los economistas denominan moral hazard, “riesgo moral” en español50. Y eso es precisamente lo que pasó, de forma masiva, en Ecuador desde la década de 1980. Se generó una cultura de irresponsabilidad empresarial patrocinada por el Estado, que acostumbró a buena parte del sector productivo a sus dádivas y favores en tiempos de crisis. Todo comenzó con la llamada “sucretización”. La bonanza petrolera de los setenta coincidió con una política crediticia expansiva en Estados Unidos. Los bancos americanos prestaron dinero a los países petroleros como si no hubiera mañana, con tasas de interés muy reducidas. Lógicamente muchos empresarios aprovecharon ese dinero barato. No obstante, a comienzos de 1980 el tablero se invirtió. El precio del petróleo bajó aceleradamente y la Reserva Federal subió precipitadamente los tipos de interés, que pasaron en el mercado internacional del 12 por ciento en 1978 al 20 por ciento en 1981. Lógicamente el Gobierno ecuatoriano no pudo mantener su nivel de derroche, y tuvo que renegociar sus obligaciones. En una situación similar quedaron las empresas endeudadas con instituciones financieras extranjeras. El Gobierno del Ecuador, entonces presidido por Osvaldo Hurtado, tomó una decisión polémica: que el Banco Central asuma esas obligaciones

Dowd, K.: “Moral hazard and the financial crisis”, Cato Journal, 29 (1), 2013, pp. 141-166. 50

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en dólares de cara a los acreedores extranjeros, sustituyendo a estos frente a los deudores nacionales que se comprometieron a pagar en sucres, al tipo de cambio fijado por decreto sumando una comisión por riesgo cambiario. Más aún, durante el subsiguiente gobierno, de León Febres-Cordero, se ampliaron las concesiones a los deudores locales, mejorando plazos, eliminando el pago de comisión por riesgo cambiario y congelando las tasas de interés muy por debajo de lo que dictaba el mercado, lo cual resultó en pérdidas para el Banco Central por más de 220 millones de dólares hasta 1988. Necesaria o no en su momento—eso sigue siendo materia de disputa—esa medida generó un cambio paulatino en la cultura de buena parte del empresariado del país que se aficionó a tomar riesgos financieros desmesurados sin asumir la responsabilidad consecuente. Fueron entusiastas del libre mercado en tiempos de bonanza, pero abanderados de la intervención estatal cuando llegaba la sequía. Suplican aún ciertos sectores la imposición de precios oficiales, barreras proteccionistas y subsidios cuando las fuerzas espontáneas de la oferta y la demanda no les sonríen como ellos quisieran. En 2005, el profesor de Economía, Gabriel X. Martínez, publicó en la prestigiosa publicación, Cambridge Journal of Economics, un interesante análisis sobre las causas de la crisis bancaria ecuatoriana. Señala entre sus conclusiones: “El seguro de garantía de depósitos implícito promovió el desarrollo de riesgo moral. Porque ellos utilizaban dinero ajeno, los banqueros ecuatorianos incurrieron en préstamos vinculados”51. Todos los personajes encuestados por Martínez—académicos, banqueros, empresarios, políticos y tecnócratas que vivieron de cerca la tormenta—coinciden en que el hundimiento se dio como fruto de

Citado en Martínez, Gabriel X.: “The Political Economy of the Ecuadorian Financial Crisis”, Cambridge Journal of Economics, 30(4): 2005, pp. 567-585. 51

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una relajación regulatoria que no consideró un elemento central de todo proceso de liberalización: enfatizar la responsabilidad de los operadores ante las consecuencias de sus propios actos. Ello sirvió como un incentivo perverso que causó el manejo imprudente del negocio financiero. Por el lado contrario, las instituciones financieras que sobrevivieron en su mayoría fueron aquellas que no sucumbieron la tentación y mantuvieron políticas de riesgo moderadas. Esa misma prudencia habría prevalecido en un mercado verdaderamente libre de injerencia estatal donde todos saben que uno solo se beneficia por los aciertos alcanzados y que siempre se debe asumir las consecuencias de los errores cometidos. Las formas de ayuda estatal fueron muy variadas. Por ejemplo, a finales de 1988 se permitió a los bancos comerciales adquirir papeles de deuda pública ecuatoriana a precio de mercado. El descuento obtenido era muy grande porque el Gobierno del Ecuador había incumplido sus obligaciones financieras apenas un año atrás. Luego el Banco Central compró dichos instrumentos a su valor nominal. Ello supuso lógicamente un subsidio muy importante, equivalente al 2.4 por ciento del PIB de 198852. Para el economista del FMI y antiguo Presidente del Banco Central del Ecuador, Luis I. Jácome, la cuestión es muy clara: “Repetidos salvatajes de bancos en problemas financiados por el Banco Central crearon un ambiente de moral hazard, dado que no existían incentivos para que los bancos moderen el riesgo, o para que los depositantes limiten su exposición, ya que ellos sabían que su dinero estaba implícitamente

Samaniego, Pablo y Mauricio Villafuerte: “Los bancos centrales y la administración de crisis financieras: teoría, experiencia internacional y el caso ecuatoriano”, Cuestiones Económicas, No. 32, Banco Central del Ecuador, septiembre de 1997, pp. 78-80. 52

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protegido. Incluso el Gobierno se sentía cubierto dado que los recursos estaban a disposición para financiar el costo de los bancos en problemas sin ninguna compensación fiscal”53.

Se dice que la Ley General de Instituciones del Sistema Financiero de 1994 liberalizó el mercado bancario ecuatoriano, pero eso es una falacia que parte, como dijimos antes, de la tendencia a confundir retórica normativa con historia. El profesor de la Universidad San Francisco de Quito, Pedro Romero Alemán, demostró detalladamente que en Ecuador no se dio una auténtica liberalización del mercado financiero, a pesar de que aquella era la intención declarada de los proyectos de reforma de la época. “Lo que se quería cambiar con la LGISF”, apunta Romero Alemán, “era el sistema de represión financiera que regía en el país, por los pésimos resultados alcanzados…”. Pero lo único que se logró fue poner en evidencia los “problemas subyacentes a un sector bancario intervenido por los gobiernos”. Más aún, dicha ley no guardaba armonía con un contexto regulatorio que seguía inmerso en prácticas altamente dirigistas y paternalistas54. Lo describe además Wilson Miño Grijalva en su Breve Historia Bancaria del Ecuador (2008): “No existía coherencia entre una ley que disponía de mecanismos de mercado para enfrentar la quiebra bancaria y los manejos del Banco Central que acudía presuroso a salvar a los bancos en problemas para preservar un sistema financiero en riesgo de derrumbe”55.

Jácome H., Luis I.: “The Late 1990s Financial Crisis in Ecuador: Institutional Weaknesses, Fiscal Rigidities, and Financial Dollarization at Work”, IMF Working Papers, WP/04/12, enero de 2004, p. 43. 54 Romero Alemán, Pedro: Más Libertad y Menos Política (USFQ, Quito, 2012), pp. 66-68. 55 Miño Grijalva, Wilson: Breve Historia Bancaria del Ecuador (Corporación Editora Nacional, Quito, 2008), p. 255. 53

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Se concedió más libertad a los bancos en ciertos aspectos, pero no podemos hablar de mercado libre cuando el Estado interviene eliminando el elemento disciplinador más importante de la competencia empresarial: la obligación de asumir responsabilidad frente al riesgo asumido. Tanto fue así que la Constitución de 1998, aprobada en agosto de ese año, permitió expresamente la canalización de “créditos de estabilidad o solvencia” a las instituciones bancarias, hasta que el Estado cuente con instrumentos legales adecuados para enfrentar crisis financieras”. Es decir, el incentivo a la temeridad administrativa llegó a tener rango de norma fundamental. De hecho, hasta octubre de 1998 las inyecciones de dinero concedidas por el Banco Central a 11 instituciones en aprietos llegaron a suponer un alto porcentaje del dinero en circulación, con las consecuencias inflacionarias respectivas. Jácome explica en su estudio las limitaciones de la supuesta reforma liberal: “A pesar de diversos problemas bancarios y el lastre que estos significaron en el desempeño económico de los 1980s, la reforma [de 1994] no estableció incentivos compatibles. Los jugadores del mercado continuaron jugando en un ambiente de relajación de la disciplina de mercado, promovida por el moral hazard proveniente de salvatajes continuos concedidos durante los 80s. Las reformas no alentaron a los depositantes y administradores/ accionistas a disminuir el riesgo, dado que ellos confiaban en el apoyo monetario—potencialmente alto—del Banco Central para suplir durante crisis de liquidez o solvencia. Por contraparte, las autoridades bancarias y el Gobierno contaban con los recursos del Banco Central… en el evento de una crisis financiera”56.

Por su parte, el antes citado Martínez desgrana con mucho detalle su análisis de la hipótesis del moral hazard como ingrediente primordial de la receta que nos llevó al colapso, conectándolo con un evento decisivo de este proceso:

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Jácome, op. cit., pp. 12-13.

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“Las conductas derivadas del “riesgo moral” incluyeron la renovación indefinida de préstamos, créditos vinculados, elusión de la regulación mediante subsidiarias offshore, y el uso de fondos de los depositantes para elevar el capital del banco. Más aún, si bien el crédito doméstico se contrajo, muchos bancos prestaron fuertemente desde el extranjero (especialmente de offshores no reportadas). El uso excesivo de préstamos en moneda extranjera, otra forma de asumir riesgo, creció al final de los noventa. Finalmente, la presión por obtener una garantía formal de los depósitos subió en la medida que la economía se descarrilaba. No es mera coincidencia que la Agencia de Garantía de Depósitos fuese creada el día antes de la caída de uno de los bancos más grandes”57.

Este último párrafo trascrito nos lleva al culmen del paternalismo estatal con la banca, elemento clave para comprender la crisis desatada en 1999: la Agencia de Garantía de Depósitos, AGD. La creación de este ente supuso la cereza del pastel del aval estatal a la irresponsabilidad financiera. La tristemente célebre Ley de Reordenamiento en Materia Económica en el Área Tributario–Financiera, aprobada en diciembre de 1998, creó la AGD. Como se apunta, esta comenzó con un mandato absurdo: garantizó la totalidad de los depósitos y otras captaciones vigentes y futuras, de personas naturales y jurídicas, nacionales o extranjeras, de todas las instituciones financieras privadas, incluyendo sus offshores autorizadas por la Superintendencia de Bancos. Incluso se garantizaron los créditos concedidos por bancos extranjeros e instrumentados por bancos locales. “En la práctica”, apunta Miño Grijalva, “esta política significaba emitir una señal a los banqueros: si sus bancos quebraban, ellos podían quedar igualmente prósperos porque el Estado cubriría sus deudas”58.

57 58

Martínez, op. cit., p. 11. Miño Grijalva, op. cit., p. 260.

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Sorprende además que hasta un adalid del socialismo andino como Rafael Correa Delgado tenga clara la importancia crucial que tuvo la intervención del Estado en el desplome financiero, por más que como vimos en el primer capítulo siga sin atar debidamente nexos causales e insista equivocadamente en culpar al “neoliberalismo”. Apunta el antiguo presidente ecuatoriano en su libro que: “La Ley AGD era una `iniciativa´ sugerida por la burocracia internacional y copiada de los países desarrollados, con la `pequeña´ diferencia de que en un país como Estados Unidos, la garantía de depósito cubre tan solo un 80% del monto de los mismos hasta 100.000 dólares, mientras que en el caso ecuatoriano la ley obligaba al Estado a respaldar el 100% de los depósitos nacionales y extranjeros, sin límite de monto. La AGD fue entonces el mejor incentivo para quebrar bancos, puesto que ellos quebraban y el Estado pagaba”59.

Curiosamente, al día siguiente de la aprobación de dicha ley, se entregó a la AGD el segundo banco más importante del país, Filanbanco. Dicha entidad no pudo honrar los préstamos de liquidez concedidos meses antes por el Banco Central para remediar la gestión irresponsable de sus anteriores administradores. La AGD logró fama internacional con aquella intervención, pero por las razones menos halagadoras: llegó a ser un caso de estudio por su pésimo desempeño. En el libro Dangerous Markets: Managing in Financial Crises, firmado por tres de los mejores expertos mundiales en manejo de crisis financieras, se hace un análisis comparativo del manejo de distintos rescates bancarios y se comenta el caso de Ecuador con Filanbanco como ejemplo de manifiesta negligencia. Señala al respecto dicho libro: “Filanbanco fue el primer banco fallido que fue administrado por una Agencia de Garantía de Depósitos nueva, no probada

Correa Delgado, Rafael: Ecuador: de Banana Republic a la No Republic (Debate, Bogotá, 2009), pp. 61-62. 59

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y con déficit de personal; creada precisamente mientras el banco caía. Si bien la AGD nombró una nueva gerencia, hizo poco por supervisar la rehabilitación del banco a pesar de haber inyectado en tal institución cerca de 800 millones en bonos del Gobierno. A diferencia de casos como el de Corea o Indonesia, no había un plan de negocios riguroso requerido por el Gobierno ni había tampoco un cronograma claro para cumplir objetivos de negocio. La AGD no ataba su inversión a ningún tipo de contrato de desempeño por el cual medir el éxito o fracaso del Filanbanco. La AGD simplemente inyectó fondos, sin tener una visión o estrategia propia para el éxito del proceso de rehabilitación de uno de los bancos más importantes del Ecuador. Más aún, el nuevo equipo gerencial carecía de visión o estrategia propia, que no sea la de dirigir las cosas de la manera usual. Filanbanco simplemente siguió captando depósitos, incluyendo depósitos trasferidos por la AGD de otros bancos fallidos, e incluso haciendo más préstamos, sin ningún giro de timón”60.

La AGD fue una letal mezcla de oportunismo político, inoperancia administrativa e inexperiencia técnica que terminó por sacar del juego definitivamente al Filanbanco en 2001, luego de una serie ininterrumpida de errores como su fusión con otro banco más aproblemado todavía. Como no tenía los recursos necesarios para afrontar la tormenta bancaria, además hizo que el Banco Central imprima masivamente billetes para estar a la par. Ello derivó en una expansión monetaria crónica cuyos perniciosos efectos veremos más adelante. Se consumó así el resultado de una cultura empresarial de irresponsabilidad promovida por décadas de un paternalismo estatal que llegó a su máximo absurdo en este trágico episodio. Se confirmó una vez más lo dicho por Harry Browne: “El libre mercado castiga la irresponsabilidad, mientras el Estado la premia”61. Barton, Dominic; Roberto Newell, y Gregory Wilson: Dangerous Markets: Managing in Financial Crises (John Wiley & Sons, Inc, Nueva Jersey, 2003). 61 Browne, Harry: Liberty A to Z (Advocates for Self-Government, Indianapolis, 2004), p. 76. 60

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2. Tributo contra la bancarización: gota que derrama el vaso. Cuando el Estado interviene en la economía—ya sea fijando nuevos impuestos, controlando precios o regulando conductas—siempre lo hace bajo el supuesto de perseguir algún fin beneficioso, y los promotores de tales proyectos se encargan de defenderlos precisamente resaltando tales consecuencias deseadas. Eso es, digamos, lo que se ve sin mayor esfuerzo, los anhelos retóricos de políticos y tecnócratas. No obstante, para quienes buscan prevenir los potenciales daños de nuevos experimentos promovidos como curas, el auténtico meollo del asunto está en comprender las dinámicas inesperadas que tales innovaciones desatan, aquello que se conoce como “consecuencias imprevistas”. Parafraseando al célebre liberal decimonónico Frédéric Bastiat: el analista responsable sabe que lo importante no es lo que se ve a simple vista, el efecto inmediato deseado, sino lo que no se ve, las derivas del largo plazo. Así, las leyes que promueven la elevación de salarios y rigidez laboral, aprobadas en nombre de los intereses de los trabajadores, terminan por desincentivar la creación de empleo formal, al subir las barreras de ingreso al mercado laboral, y resultan perjudiciales para esos mismos trabajadores. Lo mismo sucede con los controles de precios que pueden generar escasez y dejar las cosas peor para el consumidor antes que cumplir con las intenciones de los legisladores. O la prohibición de determinados productos— alcohol, fármacos, armas, etcétera—que fomenta la aparición de mercados negros operados por mafias en lugar de erradicar su uso. Los ejemplos históricos son innumerables, y casi infinita la producción académica que se ocupa de ello. En este apartado nos ocuparemos de las consecuencias imprevistas de un tributo cuyos artífices no hicieron caso a Bastiat. Otro elemento que contribuyó a consumar el colapso bancario fue el impuesto del 1 por ciento a la circulación de

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capitales, aprobado en el mismo paquete legislativo que creó la AGD. Este tributo afectaba a todas las transacciones realizadas en instituciones financieras, desde cobro de cheques, hasta depósitos y transferencias, con los bancos como agentes de retención. Llovió sobre mojado. El Estado volvió a intervenir en la cuestión, esta vez mediante su tradicional poder impositivo. Y si bien como vimos el sistema financiero estaba ya muy frágil dado el ambiente de irresponsabilidad gerencial antes analizado y una crisis económica inédita, fue esta medida la gota que derramó el vaso. El entonces legislador socialcristiano, Jaime Nebot Saadi, propuso el impuesto a la circulación de capitales bajo el argumento de que era idóneo para cubrir el déficit fiscal existente. Sostenía que, al ser más difícil de evadir que el impuesto a la renta, debería suplantar al mismo como fuente de recursos públicos. El presidente Jamil Mahuad—único con iniciativa legislativa en materia tributaria de acuerdo a la Constitución y desesperado por recursos—compró la idea y presentó el proyecto de ley. Este fue aprobado por mayoría parlamentaria conformada por el Partido Social Cristiano y la Democracia Popular—la antes referida “aplanadora”—el 1 de diciembre de 1998. Y efectivamente, fue una fuente eficiente de recursos para el Estado, la recaudación subió inmediatamente. Pero lo que no advirtieron quienes patrocinaron dicha medida fueron las consecuencias nefastas para el sistema financiero nacional: se esfumó una gran parte de los depósitos. Las empresas y personas optaron por el efectivo en unos casos, o por llevar su dinero al extranjero en otros, lo que resultó en un golpe de gracia a una banca agonizante. Jácome, por su parte, es tajante sobre el impacto de dicho tributo, porque no solo incentivó que los ciudadanos se alejen de los bancos sino también del sucre: “El impuesto del 1 por ciento en todas las transacciones financieras, de enero de 1999 en adelante, fue devastador

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para el sistema financiero dado que fue adoptado en el medio de una crisis de liquidez, acelerando el colapso de varias instituciones financieras, incluyendo al Banco del Progreso, el banco más grande del sistema midiendo por depósitos. El impuesto financiero fue también una fuente indirecta de presión adicional en el tipo de cambio, dado que atesorar dinero en divisas extranjeras por fuera del sistema financiero era más fácil y particularmente más seguro, dado que el billete de denominación más alta en moneda nacional era por entonces el equivalente de menos de cuatro dólares. Bajo esas circunstancias, los depósitos a la vista en el sistema financiero cayeron en un 17 por ciento en enero, a pesar de que la emisión de moneda continuaba creciendo fuertemente”62.

Los más afectados por el súbito apego al efectivo lógicamente fueron los bancos medianos y pequeños, más vulnerables al retiro de depósitos. Más aún, el impuesto desvaneció cualquier esperanza de crear un ambiente de tranquilidad con la amplia garantía que la AGD concedió a todos los depósitos bancarios por mandato legal. La consecuencia fue que el debilitamiento ocasionado al sistema activó más que nunca los requerimientos de dicha garantía en favor de los bancos que entraban en proceso de “saneamiento”, haciendo más grande aún el hueco fiscal. “Es claro que existieron otros factores que influenciaron este resultado”, comenta el analista económico Alberto Acosta Burneo, “pero el impuesto al depósito [bancario] aceleró el proceso”63. Como sucedió con la entrega de Filanbanco a la AGD, este experimento tributario también nos volvió a poner en la

Jácome, op. cit., pp. 20-21. Cfr. De la Torre, Augusto: La gran crisis ecuatoriana de finales de los noventa (Cordes, Quito, 2011), p. 30. 63 Acosta Burneo, Alberto: “Una política catastrófica”, Vistazo, 23 de noviembre de 2017. Disponible en http://www.vistazo.com/seccion/ una-politica-catastrofica (30 de mayo de 2018). 62

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palestra académica internacional, como ejemplo de lo que nunca hay que hacer durante una crisis financiera. Los economistas Jorge Baca-Campodónico, Luiz de Mello y Andrei Kirilenko utilizaron el caso del impuesto a la circulación de capitales para un análisis comparativo, publicado como working paper de la OCDE, en el que demuestran las nefastas consecuencias de este tipo de medidas64.

3. Hiperactividad numismática del Banco Central Una de las formas menos evidentes—pero potencialmente más dañinas—de intervención estatal es la inflación monetaria. Cuando el gobernante o tecnócrata a cargo decide apurar las impresoras de billetes como supuesta solución a un problema, hay que preocuparse. Las peores crisis de la historia se han desatado por devaluaciones monetarias. Fenómenos como el auge del nazismo se explican porque el socialismo alemán prendió durante los años veinte las máquinas de hacer papel moneda para enfrentar la turbulencia. El escritor austriaco Stefan Zweig, que lo vivió en carne propia, expuso claramente la moraleja: “Hay que recordar siempre que nada exasperó tanto al pueblo alemán, nada lo tornó tan maniático del odio, tan maduro para Hitler, como la inflación”. Ecuador también tuvo experiencias históricas traumáticas. ¿Saben cuál fue la razón principal de las protestas que derivaron en la matanza de los trabajadores del 15 de noviembre de 1922? Una aguda devaluación. Esos trabajadores murieron reclamando porque su sueldo valía menos al final del mes.

Baca-Campodónico, Jorge; Luiz De Mello y Andrei Kirilenko: “The Rates and Revenue of Bank Transaction Taxes”, OECD Economic Department Working Papers, 494, 2006. 64

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El valor del dinero radica en las expectativas de intercambio que brinda. Mientras más pueda adquirir una persona a cambio de una cantidad determinada de dinero, mayores son las posibilidades de obtener las cosas que necesita o anhela. Acumularlo abre alternativas nuevas, por eso lo atesoramos con tanto cuidado. De ahí que la política monetaria –el poder de alterar el valor del dinero mediante inflación– sea tan importante. Se trata de las legítimas expectativas de todos aquellos que reciben un sueldo a final de mes, de quienes ahorran toda una vida, de quienes invierten el fruto de su esfuerzo. Si el valor de la moneda cae, con él caen sueños, sueldos, ahorros, inversiones. De eso hablamos cuando tocamos el tema de la dolarización, medida que frenó definitivamente la espiral inflacionaria en la que nos metió el Banco Central durante los noventa, y especialmente luego de decretado el congelamiento de depósitos bancarios en 1999. Así lo sintetiza Calderón: “Entonces el Banco Central se embarcó en una orgía de emisión monetaria a fines de los años noventa. En gran medida, para que los bancos tuvieran suficientes sucres para atender la demanda de efectivo. Pero mientras más emitían, más se depreciaba el sucre y subía la inflación. Por ejemplo, en 1999 el Banco Central emitió 149% más sucres que en 1998. El país padeció una inflación de 52% en 1999 y el impacto de esa emisión brutal del 1999 se sintió en el año 2000 con una inflación de 96%”65.

El escenario descrito es el corolario de dos décadas de irresponsabilidad en la política monetaria. Durante las décadas de 1980 y 1990, el Banco Central intentó solucionar mediante emisión de moneda casi todo los problemas económicos del país, pero solo logró esconderlos debajo de la alfombra inflacionaria.

Calderón, Gabriela: “El Banco Central y la crisis de 1999”, El Universo, 10 de marzo de 2017. 65

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Durante la “sucretización”, como vimos, emitió mucho dinero para prestar a los deudores locales de la banca extranjera y asumir sus obligaciones en dólares frente a sus acreedores. Y, por su parte, cada ayuda a la banca, de la que ya hemos hablado, era financiada también con periodos de hiperactividad numismática. Para la mayoría de los ecuatorianos esto significó pérdida paulatina en el poder adquisitivo de sus salarios y ahorros, y una trepidante preferencia por el dólar, única referencia de estabilidad accesible. En definitiva, como apunta Romero Alemán, “el proceso espontáneo de dolarización era una señal de rechazo de parte de los ecuatorianos a la política monetaria del BCE y del Gobierno”66. No obstante, como generalmente ocurre con las ideas económicas más sensatas, la dolarización oficial fue una propuesta que tardó en cuajar, porque contó con una fuerte oposición inicial, como nos recuerda Kurt Schuler: Al principio, la dolarización tenía pocos amigos. Un pequeño pero activo grupo de economistas ecuatorianos y empresarios (organizados como el Foro Económico) habían defendido vigorosamente la dolarización durante 1999, realizando publicaciones, organizando conferencias, y dando entrevistas sobre el tema. Ellos estuvieron apoyados por un pequeño número de observadores extranjeros. El Banco Central se opuso fuertemente a la dolarización: el pasado 5 de enero del 2000, publicó una declaración a la comunidad financiera que decía, “Las autoridades también consideran que la dolarización y la convertibilidad… no son esquemas viables en el momento actual”67.

Romero Alemán, op. cit., p. 72. Schuler, Kurt: “El Futuro de la Dolarización en Ecuador”, Instituto Ecuatoriano de Economía Política, octubre de 2002, p. 6. 66 67

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Hasta Paul Krugman en su columna de The New York Times se unió a la corriente pesimista68. Sin embargo, el dólar fue como una poción mágica que alivió muchos de los males económicos existentes. Lo explica elocuentemente Hurtado: “El efecto positivo fue instantáneo y sorprendente. No solo cortó de un tajo las expectativas devaluatorias, sino que eliminó la incertidumbre e introdujo una poderosa inyección de confianza sobre la solución de la crisis económica… Se detuvo al instante la fuga de capitales, comenzó a recuperarse el sistema financiero y cesó la preocupación sobre el futuro. Ninguno de los programas con los que se enfrentaron y superaron anteriores crisis produjo un efecto estabilizador inmediato y de tamaña magnitud”69

La dolarización trajo muchos beneficios, especialmente para las clases medias y pobres que ya no ven evaporarse su capacidad adquisitiva mes a mes, que accedieron a créditos de consumo con intereses moderados. Más aún, la dolarización obliga a nuestros sectores exportadores a crecer por el único camino legítimo para un empresario, el de la mayor productividad y la sagacidad para superar los malos ratos. Además, la dolarización impide pasarle la factura a los demás mediante devaluaciones. Esto es lo que nos diferencia, recuérdese bien, de países como Venezuela, donde la máquina de hacer billetes remató a una sociedad agonizante. No cabe hablar de una economía liberalizada donde el Estado interviene frecuentemente inflando la cantidad de moneda en circulación, porque ello destruye otro elemento esencial el mercado libre—además de la cautela empresarial, antes referida—como es la confianza en que ese dinero que recibo como salario o ganancia, que ahorro o invierto, valga lo mismo hoy, mañana o pasado, porque no está sujeto a las ansiedades fiscales de los políticos de turno. 68 69

Ibídem, p. 8. Hurtado, op. cit., p. 123

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Epílogo: Los porqués

¿Por qué llamar “populista” al mito?

Hay algo que no se puede negar. La frase “larga noche neoliberal” tiene potencia retórica. Contrapone un futuro luminoso a un pasado oscuro. ¿Quién no quiere despertar en un amanecer que ponga fin a una pesadilla así? Más aún si pensamos que ese puede ser el fin de los males de la gente común, del pueblo, causados por una élite perversa y mezquina, que arrasó con nuestro bienestar para granjearse privilegios. Es, en definitiva, el mito populista perfecto. Utilizamos el adjetivo “populista” aún pese a que muchos observarán que ese es otro término que adolece de imprecisión conceptual. Se lo ha empleado por décadas para describir a personajes tan variopintos como Donald Trump en Estados Unidos, Pablo Iglesias en España, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Menem en Argentina, Nicolás Maduro en Venezuela, Ángel Manuel López Obrador en México, Nigel Farage en Reino Unido, Marine Le Pen en Francia o Rafael Correa en Ecuador. Ante esa posible réplica, sostenemos que no existe dilema semántico. Porque, como apunta el cubano Carlos Alberto Montaner, “el

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populismo no es exactamente una ideología, sino un método para alcanzar el poder y mantenerse en él”, que implica siempre la canalización de frustraciones por medio de la manipulación emocional de las masas para obtener su favor en las urnas y en las calles71. En ese sentido también seguimos a Eduardo Fernández Luiña cuando apunta: “El populismo no conoce limitaciones ideológicas. Puede ser empleado como herramienta para tomar y concentrar el poder por unos y por otros”72. La leyenda negra de la “larga noche neoliberal” es coherente con lo que sugieren Montaner y Fernández Luiña. Esta fue parte de un arsenal propagandístico que sirvió para legitimar la consolidación del correísmo en el poder y el despliegue de su agenda estatista, sin perjuicio de que dicha fábula fuese previamente fraguada en los foros académicos antiliberales. Fue la coartada mitológica que necesita todo líder mesiánico para moldear la insatisfacción pública en su favor, prometiendo el resurgimiento de las tinieblas. Es una versión criolla del “¡Make America Great Again!” de Donald Trump, frase que tácitamente sugiere un pasado reciente deshonroso para el pueblo estadounidense, cuya superación necesita de un adalid como el magnate neoyorquino. Ese es un fenómeno que explica bien Álvaro Vargas Llosa: “Si existe determinado grado de descontento y miedo en una sociedad, y un caudillo capaz de construir en la imaginación de suficientes personas un mito y una utopía que den cohesión discursiva a los instintos, frustraciones

Montaner, Carlos Alberto: “Los diez rasgos populistas de la Revolución cubana”, en Vargas Llosa, Álvaro: El estallido del populismo (Edición Kindle, Planeta, 2017), posición en Kindle 1277-1278. 72 Fernández Luiña, Eduardo: Los Movimientos Populistas. ¿Una expresión social de descontento o una estrategia para concentrar poder político? (Instituto Juan de Mariana, Madrid, 2016), p. 10. 71

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y reclamos que los enemistan con el estado de cosas imperante, el populismo irrumpirá con fuerza. En cualquier lugar y tiempo”73.

El populismo es la capitalización política del descontento para demoler los límites al poder propios de una democracia liberal. Conlleva una degeneración del sistema, que pierde su carácter liberal en la medida que un líder carismático logra la aprobación necesaria para arrasar esos contrapesos institucionales diseñados para defender al individuo y las minorías. De hecho, no puede haber populismo y dictadura simultáneamente, porque por definición un dictador no necesita convencer al electorado de secundar sus abusos. Lo distintivo del líder populista es que logra consolidar su posición por mecanismos electorales. Lo que sucede es que, como apunta Steven Pinker, una vez ahí no acepta “la idea democrática e ilustrada de que el gobernante es un custodio temporal del poder sometido a deberes y limitaciones”74. Para salirse con la suya necesita mucha retórica, mucho recurso propagandístico, requiere inventar monstruos—neoliberalismo, imperialismo, importaciones chinas, Islam, pelucones, prensa corrupta, oposición—para cuyo aniquilamiento se hace imprescindible menoscabar las libertades que se le antojan mezquinas, porque solo así podrá cumplir con su promesa salvadora de “cambiar las relaciones de poder”, saltándose los formalismos propios del “Estado burgués”75. Necesita Vargas Llosa, Álvaro: “El caso Trump”, en Vargas Llosa, op. cit., posición en Kindle 263-265. 74 Entrevista a Steven Pinker, El País, 17 de junio de 2018. Disponible en: https://elpais.com/elpais/2018/06/07/eps/1528366679_426068. html (18 de junio de 2018). 75 Son palabras del propio Rafael Correa, véase: “Correa: El mayor reto es pasar de un Estado burgués a uno popular”, El Telégrafo, 24 de junio de 2017. Disponible en: https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/ politica/3/correa-el-mayor-reto-es-pasar-de-un-estado-burgues-auno-popular (30 de mayo de 2018). 73

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presentarse constantemente como un redentor ante el público, convencer con sentimiento, confundiendo la razón “a través de un discurso atractivo, modificando con ello la comprensión que la ciudadanía tiene sobre la realidad en la que le toca vivir”. Solo así, enfatiza Fernández Luiña, podrá “desarrollar su programa autoritario a tumba abierta ante una oposición desarmada moral y argumentativamente”76.

¿Por qué debemos conocer la verdad detrás del mito? Con conceptos claros podemos analizar objetivamente los hechos, y llegar a conclusiones coherentes que permitan disipar falsedades históricas. Eso es lo que hemos intentado, ya veremos si con éxito. Recordamos la frase de Hayek citada en las páginas iniciales que sirve de motivación a este trabajo: “Los mitos históricos han desempeñado, en la formación de las opiniones, un papel quizá tan grande como los hechos históricos”. Nosotros esperamos haber disipado un mito que ha tenido gran trascendencia en la opinión pública ecuatoriana durante la última década, que fue utilizado como muletilla propagandística para justificar una continua expansión del poder del Estado, con la consecuente pérdida de libertad en todos los ámbitos: comercio, prensa, activismo, educación, finanzas, telecomunicaciones, industria, etc. El correísmo se legitimó con la leyenda de la “larga noche neoliberal”, como patente de corso para arrasar con todo límite a su propio poder, con todo derecho individual que haya resultado incómodo para su amanecer socialista. Y hoy nos damos cuenta de la magnitud del daño causado, del tejido social roto, de la oportunidad nuevamente perdida, de la monumental deuda, de los elefantes blancos y los mastodontes burocráticos heredados. Repetimos 76

Fernández Luiña, op. cit., p. 8.

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errores que podrían haberse evitado si no hubiésemos dejado que se venda una mentira tan burda, si hubiésemos tenido los contrapesos necesarios para afrontar la batalla de ideas. ¿Quién necesita conocer estos detalles de la historia? ¿De qué nos sirve saber que la noche fue larga pero no liberal? ¿Qué más da todo esto si el daño ya está hecho? Las respuestas a esas preguntas se tornan evidentes si analizamos la situación política que vivimos en Ecuador durante los días en que se cierra esta edición. El actual Gobierno sigue en ese limbo ideológico que nos caracterizó en cada crisis desde que comenzó el ciclo petrolero. La mayoría de funcionarios que hoy se encuentran a cargo de las principales instituciones del Estado fue educada al calor de leyendas negras como la que aquí queremos desmontar, y desde luego comparten los prejuicios contra el libre mercado que en ellas se promueven. Por eso, si bien se proponen hoy ciertas reformas “liberales”, se lo hace por la urgencia del momento, de forma incompleta e incoherente, como vimos que ya sucedió en el pasado. Con poquísimas excepciones, no existe entre quienes ostentan posiciones con trascendencia convencimiento intelectual, menos aún ético, en favor de la libertad individual como motor de prosperidad. Eso se nota especialmente en cada propuesta que ha salido de Carondelet durante el último año: medidas que no buscan solucionar en esencia los problemas, sino parcharlos momentáneamente. ¿Qué otra cosa podemos esperar de un trasfondo intelectual así? Como apuntó con sarcasmo Bertrand De Jouvenel, es comprensible que haya quienes combatan “molinos de viento, si se está plenamente convencido de que son gigantes malvados que tienen prisioneras a encantadoras princesas”77. Por ello resulta importante que estos detalles de la historia que aquí abordamos se conozcan,

De Jouvenel, Bertrand: “Los intelectuales europeos y el capitalismo”, en Hayek: El Capitalismo y los Historiadores, op. cit., p. 88. 77

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para que nos dejemos de quijotismos ideológicos. Porque solo así se le perderá el miedo a la libertad como camino seguro a una prosperidad general y sostenible. De eso sirve conocer las verdaderas causas de nuestros males pasados, para poder actuar con la convicción ética y determinación técnica que se necesita en el presente, para que las nuevas generaciones no repitan errores en el futuro. Claro está que siempre podemos elegir no preocuparnos por estas cuestiones que para algunos “pragmáticos” suenan demasiado abstractas y seguir a la merced de las circunstancias, encadenados a ideas falsas.

¿Por qué es importante que nos ayuden a combatir el mito? Lo cierto es que ningún cambio verdadero y duradero se da sin convicción ideológica. Debemos combatir frontalmente en la opinión pública el relato falso vendido como verdad definitiva, porque está impregnado hasta en el sistema educativo, en los textos escolares de los que aprenden nuestros hijos. Necesitamos hablar de ello más que nunca, con conocimiento de causa, en las universidades, en los colegios, en la televisión, en la radio, en los periódicos, en todos lados. Precisamente por esa razón queremos ser cuestionados por quienes estén en desacuerdo con nuestra posición, para generar debate. Ojalá que las potenciales imperfecciones de este trabajo motiven críticas entre quienes no comparten lo dicho. Esperamos también que aquellos que concuerden con nuestras opiniones ayuden con sugerencias que nos permitan refinar nuestras premisas y llenar posibles lagunas. Pero especialmente deseamos que quienes sientan que algo cambió luego de leer este escrito, porque descubrieron un ángulo de la historia que no conocían, lo compartan y comenten. Cada vez

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que eso suceda, nos acercaremos un poco más a nuestra meta. Estaremos obviamente dispuestos a intercambiar argumentos en cualquier foro al que nos llamen, en las redes sociales, o en los medios de comunicación. Y como sabemos que los mitos populistas no se van a combatir solos, invocamos el apoyo de todos aquellos interesados en hacer del Ecuador una sociedad abierta y próspera, de individuos libres y responsables.