Nikolas Rose Cap. 2

Corrección de manuscrito Uso exclusivamente pedagógico La invención del sí mismo. Subjetividad y poder Nikolas Rose Co

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Corrección de manuscrito Uso exclusivamente pedagógico

La invención del sí mismo. Subjetividad y poder Nikolas Rose

Comité de traducción: Silvana Vetö Niklas Bornhauser Francisco Valenzuela

Capítulo 2 Una historia crítica de la psicología

¿Cómo debería hacerse la historia de la psicología? Quisiera proponer un abordaje particular de este tema: una historia crítica de las relaciones entre lo psicológico, lo gubernamental y lo subjetivo. Una historia crítica de la psicología es aquella que nos ayuda a pensar sobre nuestra naturaleza y nuestros límites, sobre las condiciones bajo las cuales ha sido establecido lo que tomamos como verdad y como realidad. La historia crítica perturba y fragmenta, revela la fragilidad de lo que parece sólido, la contingencia de lo que parece necesario, las raíces mundanas y cotidianas de lo que reclama para sí un origen noble y desinteresado. Nos permite pensar contra el presente, en el sentido de explorar sus horizontes y condiciones de posibilidad. Su objetivo no es predeterminar el juicio, sino hacerlo posible. La psicología y sus historias Las ciencias psicológicas —la psicología, la psiquiatría y otras disciplinas que se designan a sí mismas con el prefijo “psi”— ciertamente no se encuentran desprovistas de una conciencia histórica. Muchos libros voluminosos relatan la historia del largo desarrollo del estudio científico del funcionamiento psicológico, normal y patológico. Casi todos los manuales de psiquiatría o psicología parecen estar obligados a incluir un capítulo histórico o una revisión, aunque sea descuidada, de los tópicos en discusión. Dichos textos nos cuentan repetidamente la historia del desarrollo de las ciencias psicológicas en términos similares: éstas tendrían un largo pasado, pero una corta historia. Un largo pasado, dado que se trataría de una tradición continua de especulación concerniente a la naturaleza, las vicisitudes y las patologías del alma humana, que sería virtualmente coextensiva con el propio intelecto humano. Una corta historia, por cuanto el desplazamiento desde la metafísica, la especulación o la reducción médica o la fisiológica, ocurre recién con el desarrollo del “método experimental” en el siglo XIX. Es tentador descartar estas historias debido a su ingenuidad epistemológica, o ver en ellas motivaciones derivadas de intereses peculiares de parte de quienes escriben este relato de las ciencias de la mente. Si bien es cierto que cada una de estas acusaciones puede contener algo de verdad, no obstante, esta forma de hacer historia no es exclusiva de las ciencias psicológicas. De hecho, cierto tipo de historia es un elemento interno a la conciencia de todas aquellas prácticas de representación e intervención que llamamos ciencias. Estos textos autorizados acerca de la historia de las ciencias juegan un rol clave en la construcción de la imagen de la realidad actual de la disciplina en cuestión, un rol que se torna evidente por el papel que juegan en el entrenamiento de todos los principiantes. A este tipo de escritos, Georges Canguilhem los denomina “historia recurrente” (Canguilhem, 1968, 1977). Utiliza este término para describir —no necesariamente de forma 2

peyorativa— las maneras en que las disciplinas científicas tienden a identificarse, ellas mismas, parcialmente a través de una determinada concepción de su pasado. Estas narrativas establecen la unidad de la ciencia, al construir una tradición continua de pensadores que buscaron captar los fenómenos que forman su objeto. Inevitablemente, desde esta perspectiva, el objeto de una ciencia —la “realidad” que busca volver inteligible— parece simultáneamente ahistórico y asocial. Preexiste a los intentos de estudiarlo, siempre ha existido bajo la misma forma y, por ende, todos estos pensadores del pasado han estado dando vueltas alrededor de una realidad que se ha mantenido igual. Por lo tanto, los trabajos de estos pensadores pueden ser ordenados en una narrativa, dispuestos a lo largo de una dimensión cronológica, que corresponde a un avance hacia el objeto; cualquier perturbación de esta fluida progresión puede ser reincorporada a la narrativa en cuestión a través de las nociones de precursor, genio, prejuicio e influencia. Simultáneamente, estas historias recurrentes establecen la modernidad de su ciencia. En un mismo movimiento ratifican el presente a través de su respetable tradición y lo desmarcan de aquellos aspectos del pasado que podrían llegar a perturbarla. Esto se logra llevando a cabo una división entre textos y autores, autorizados e invalidados, entre aquellas teorías y argumentos que coinciden con la actual imagen de sí misma de la disciplina y aquellas que son más marginales y excéntricas. El pasado autorizado está dispuesto en una secuencia, más o menos continua, como aquello que condujo al presente y que lo anticipó, como una tradición virtuosa de la cual el presente es el heredero. Se trata de un pasado de perspicacias individuales, de avances difíciles y fracasos inesperados, de influencias personales, profesionales y culturales, de obstáculos superados, experimentos cruciales, descubrimientos originales y otras cosas por el estilo. En oposición a esta historia autorizada y oficial, existe una historia invalidada y cancelada. Se trata de una historia de caminos equivocados, de errores e ilusiones, de prejuicio y mistificación; de todos esos culde-sac hacia los cuales el saber fue arrastrado y que lo desvió del camino del progreso. Todos los libros, teorías, explicaciones y argumentos asociados al pasado de un sistema de pensamiento, pero que son incongruentes con su presente, están registrados en esta historia del error. Las historias recurrentes toman el presente tanto como la culminación del pasado, así como el punto de vista desde el cual su historicidad puede ser desplegada. Las historias recurrentes son, sin embargo, más que “ideología”, ya que a ellas les corresponde jugar un rol constitutivo en la mayoría de los discursos científicos, en la medida que éstos usan el pasado para ayudar a delimitar aquel régimen de verdad que es contemporáneo para una disciplina y. al hacerlo, no solamente usan la historia para vigilar el presente, sino también para dar forma al futuro (el ejemplo más discutido es, por supuesto, Boring, 1929). Tales historias vigilan las fronteras de su disciplina según sus criterios de inclusión o exclusión. Por consiguiente, dichas historias juegan su papel al establecer una división entre lo decible y lo indecible, lo pensable y lo impensable: emplazando lo que Michel Foucault llamó un “régimen de verdad”.

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Estas historias recurrentes acerca de la ciencia son programáticas. Al narrar el pasado de su disciplina ellas buscan no sólo delimitar el presente, sino también escribir el futuro. Por ello escriben sus historias en el futuro anterior. Ahora, en cambio, quisiera instarnos a hacer una historia “centrada en el presente”, pero esta historia tiene que hacerse cargo de la imagen vigente de la disciplina en tanto que demanda y en tanto que problema: una demanda en que no tenemos que examinar esta imagen ni como mito ni como reflexión, sino que examinar cómo opera y qué funciones desempeña al interior de la disciplina hoy en día; y un problema, en tanto que no podemos empelarlo como la base para nuestra investigación del pasado. Lo que hoy parece marginal, excéntrico o de dudosa reputación, con frecuencia, mientras fue escrito, era algo central, normal y respetable. Más que marginalizar estos textos del pasado desde el punto de vista del presente, haríamos mejor en cuestionar las certidumbres del presente prestando atención a tales márgenes y al proceso de su marginación. En efecto, analizándolo de esta manera, las aparentes certidumbres de nuestras identidades disciplinares del presente también comienzan a agrietarse. Y no es solamente que las disciplinas tengan fronteras fluidas, que se entremezclan unas con otras, sino que las líneas de desarrollo de teorías, explicaciones y experimentaciones frecuentemente no corren por el centro de alguna disciplina, sino a través de sus vínculos con otras, por medio de preguntas que tienen menos que ver con el saber que con el saber-hacer. Semejante historia crítica del presente debería ser una operación disruptiva, que perturba y fragmenta. Hasta la década de 1960, casi todas las historias de la psicología fueron del género “recurrente” (una situación descrita y criticada por Young, 1966). Durante el período subsecuente, sin embargo, esta historia recurrente de las ciencias psicológicas ha sido desafiada en varios frentes. Sociólogos del control social y críticos culturales extendieron sus críticas a la psicología. Una nueva historia “social” de la ciencia ha ido más allá de la clásica división entre historias internas y externas de la ciencia y ha argumentado, en una gama de formas diferentes, que el propio saber científico tiene que ser comprendido en su contexto social, político e institucional y en términos de la organización de comunidades científicas. Además, ha habido un renovado interés en historias académicas de las psicociencias, que examinaron con gran detalle las fuerzas biográficas e institucionales que dieron forma al desarrollo de las teorías y técnicas psicológicas, las fuerzas organizacionales en funcionamiento al interior del mundo académico, y las influencias políticas en el desarrollo de saber psicológico (para algunas colecciones representativas, véase Woodward & Ash, 1982; Ash & Woodward, 1987). A pesar de que no tengo interés en discutir estas diferentes aproximaciones en detalle, no obstante, y a riesgo de caer en caricaturizaciones, puede que sea capaz de clarificar el proyecto que he denominado una historia crítica de la psicología contrastándolo con estas otras perspectivas. Las críticas sociológicas que tocaron el tema de las ciencias psicológicas han buscado oponer y revisar los temas de progreso, ilustración y neutralidad que animan la 4

historia autorizada, caracterizando a estos trabajos como hagiografías interesadas cuya meta no es ilustrarnos acerca del pasado, sino legitimar el presente. Oponen a esta programática de la legitimación una política de deslegitimación, y analizan el desarrollo de la disciplina menos en términos del poder innovador del genio o del poder correctivo de la experimentación científica, que en términos de transformaciones externas al saber científico. En lo que respecta a los siglos XIX y XX, estos análisis tienden a poner el acento en cinco tipos de factores externos: económicos, profesionales, políticos, culturales y patriarcales. Los temas económicos conectan desarrollos de las ciencias psicológicas en el siglo XIX con las exigencias de la producción capitalista, la construcción y regulación del mercado laboral, la preservación de la propiedad y autoridad de los adinerados y, más recientemente, con las aventuras coloniales de la dominación y del saqueo, a las que el surgimiento del capitalismo metropolitano estuvo inherentemente vinculado. Los temas profesionales se vinculan con la formulación y adopción de diferentes teorías, explicaciones y técnicas con el choque de intereses cognitivos y profesionales, algunas veces analizados en términos de clase y con la extensión del poder profesional por medio de la autoridad derivada de una demanda exitosa hacia la ciencia. Los temas políticos vinculan estos desarrollos con transformaciones en los aparatos de Estado y las instituciones de control social, tales como el asilo y la prisión. Los temas culturales tienden a considerar el surgimiento de la psicología como una instancia de un malestar social más amplio: la decadencia de valores espirituales y comunitarios, las relaciones revisadas de lo público y lo privado y la tiranía de la intimidad, o el auge del narcisismo a nivel individual y cultural. Finalmente, los temas patriarcales han relacionado el surgimiento de las psicociencias con la domesticación decimonónica de las mujeres y el secuestro de esposas e hijas en los confines claustrofóbicos y patogénicos de la familia nuclear. Esta escritura de la historia como una crítica formula preguntas significativas respecto de las relaciones entre saber y sociedad, entre verdad y poder, entre psicología y subjetividad. Sin embargo, este uso de la historia frecuentemente es tan problemático como las versiones autorizadas a las cuales responde. Sugiero que una historia crítica efectiva necesita invertir nuestra dirección de investigación en relación a cada uno de estos temas. Factores económicos Las explicaciones que descansan en exigencias económicas rara vez son capaces de especificar exactamente los mecanismos mediante los cuales ciertos desarrollos económicos fueron traducidos en cambios específicos del saber, excepto al recurrir a poderes explicativos tan poco convincentes de nociones tales como la legitimación (e.g. Baritz, 1960: Ewen, 1976, 1988). Sugiero, en cambio, que podríamos arrojar más luz sobre la relación entre las vicisitudes del capitalismo y el surgimiento de las disciplinas psicológicas, analizando las condiciones políticas, institucionales y conceptuales que dieron lugar a la formulación de diversas nociones de la economía, el mercado, las clases trabajadoras y el sujeto colonial. Deberíamos prestar atención a las maneras en que estas 5

disciplinas problematizaron los diferentes aspectos de la existencia (la paralización industrial, la productividad, la salud del trabajador —ya sea libre o esclavo—, la administración concreta de las plantaciones coloniales, entre muchos otros) desde la perspectiva de “la economía”. Deberíamos analizar las formas en que estas problematizaciones plantearon preguntas a las cuales las psicociencias pudieron brindar respuesta. Y deberíamos investigar las formas en las que las psicociencias, a su vez, transformaron la propia naturaleza y significado de la vida económica y las concepciones de las exigencias económicas que han sido adoptadas en la actividad y en la política económica. Factores profesionales Se podría adoptar una inversión similar respecto a la cuestión de los intereses. Aparentemente, los sociólogos consideraron que la atribución de intereses a individuos o grupos —clases, géneros, razas—, y su utilización como explicaciones de las posiciones adoptadas en las disputas cognitivas o profesionales, era un asunto sencillo (esto es particularmente cierto respecto de los sociólogos de la ciencia del grupo de Edimburgo: véase Barnes, 1974; Mackenzie, 1981). Lamentablemente, estas explicaciones frecuentemente caen en lo tautológico. Por lo general, el interés proviene de la postura adoptada, la que luego se pretende explicar: así, debido a que algunos psicólogos elaboraron una visión donde las capacidades mentales de las mujeres estaban relacionadas con sus ciclos reproductivos, debieron haber tenido interés en representarlas como inestables y, por ende, dependientes; de ahí que ese interés explique por qué pensaban como lo hacían. De manera alternativa, la relación entre el interés y el punto de vista se establece en retrospectiva: por supuesto, después de la Segunda Guerra Mundial, los psicólogos (varones) llegaron a la conclusión de que había un “instinto materno” porque, después de todo, en la década de 1950 había una “necesidad” de que las mujeres retornaran de las fábricas hacia el hogar (este tipo de argumentos son analizados críticamente en Riley, 1983). Estas explicaciones simplemente asumen lo que se proponen explicar. En su lugar, creo que es necesario explicar la propia formación de los intereses. Debemos abordar las diversas maneras en que individuos y grupos específicos fueron movilizados en torno a objetivos particulares, así como también las técnicas de construcción de identidades y aspiraciones colectivas. Desde esta perspectiva, las demandas son acerca de qué es lo que interesa a los intereses, en la medida que producen aliados y, de hecho, constituyen los grupos, comunidades y fuerzas en cuestión, ya sean integrantes industriales, obreros varones en el ámbito de la manufactura, mujeres burguesas o profesionales de la psicología. Por lo tanto, debemos estudiar la manera en que se forman las alianzas entre quienes terminan convenciéndose, de diversas maneras, de que tienen determinados intereses y de que esos intereses son los mismos que los de otros individuos (cf. Callon, 1986; Latour, 1984, 1986a). Los intereses son logros, no explicaciones, y son

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más frágiles, más disputados y más negociables de lo que muchos sociólogos y otros quieren creer. Factores políticos Las historias sociológicas de las ciencias psicológicas frecuentemente ven al “Estado” como el origen, el orquestador o el beneficiario de muchas de las prácticas sociales llevadas a cabo en nombre de la psicología o la psiquiatría (e.g. los ensayos recopilados en Cohen & Scull, 1983). Nuevamente, me gustaría poner este problema de cabeza: es precisamente el nacimiento de esa concepción del Estado la que debería ser investigada. Más que analizar la extensión del control estatal en el siglo XIX y cómo las ciencias psicológicas fueron de gran utilidad para su logro, deberíamos investigar la conformación de una nueva forma de movilización de la autoridad política durante ese período. A pesar de que la “revolución en el gobierno del siglo XIX” es una idea bastante familiar, no lo es tanto el papel que desempeñaron las ciencias psicológicas en el nacimiento de esta nueva forma de racionalidad gubernamental, que conlleva una nueva comprensión del Estado y una nueva forma de constituir a la población de un territorio nacional particular en tanto sujetos políticos (Rose & Miller, 1992; cf. MacDonagh, 1958, 1977 y MacLeod, 1988). La disciplinarización de la psicología está constitutivamente vinculada a una transformación fundamental ocurrida en las racionalidades y tecnologías del poder político desde las últimas décadas del siglo XIX, cuando la responsabilidad de los gobernantes comenzó a ser planteada en términos de asegurar el bienestar y la normalidad física y mental de los ciudadanos, y en términos de moldear y regular las maneras en que éstos llevan adelante su existencia “privada” —como trabajadores, ciudadanos, padres y madres—, de modo tal que ejerzan su privacidad y libertad de acuerdo a esas pautas de normalidad maximizada. El campo del poder que es codificado como el Estado solamente es inteligible cuando es ubicado al interior de esta matriz más amplia de proyectos, programas y estrategias para la conducción de la conducta, elaborada y ejercida por una gran diversidad de autoridades que dan forma y disputan los propios límites de lo político (Foucault, 1991). Factores culturales Los críticos culturales han tendido a ver el auge de la psicología en el siglo XX como un mero síntoma de la mentalidad de una época que vio el nacimiento del individuo introspectivo, aislado y autosuficiente, para quien la verdad no es ni colectiva ni sagrada, sino personal (Rieff, 1966; Sennett, 1977; Lasch, 1979). Pero, nuevamente, la dirección de la investigación podría invertirse para enfocarse menos en las “mentalidades” que originaron a la ética, y más en las condiciones específicas de emergencia, articulación y transformación de los valores éticos y las técnicas que hacen que ciertas prácticas culturales sean posibles. Desde esta perspectiva, la pregunta que se debe plantear en una historia crítica de la psicología tiene que ver con la manera en que, en distintos momentos históricos y en relación con diferentes problemas y personas, las prácticas éticas recurrieron a 7

aspectos del conocimiento psi, a los procedimientos técnicos y a las personas autorizadas para actuar sobre los mecanismos de conducción de sí de los individuos. En este caso, la psicología no sería vista en términos de creencias y significados culturales, sino que ocuparía un lugar dentro de una genealogía de las “tecnologías de subjetivación”, vale decir, las racionalidades prácticas que los seres humanos se aplicaron a sí mismos y a otros en nombre de la autodisciplina, el autodominio, la belleza, la gracia, la virtud o la felicidad. Factores patriarcales Probablemente, en la actualidad, la crítica histórica más importante de las psicociencias haya sido escrita por las feministas que buscaban documentar el papel desempeñado por la psicología y la psiquiatría en la divulgación, durante la segunda mitad del siglo XIX y todo el XX, de un mito sobre la mujer que apoyaba un orden patriarcal y legitimaba la infantilización femenina, la reproducción de la dependencia y la subordinación de las mujeres en las relaciones domésticas, en el mundo privado del hogar y a la carga de la maternidad en nombre de su fragilidad, su vulnerabilidad psicológica y su naturaleza maternal (Showalter, 1987; Ussher, 1991; Badinter, 1981). Estos trabajos cumplieron un papel decisivo en el pensamiento crítico, particularmente al analizar hasta qué punto las identidades y atributos de hombres y mujeres, que convencionalmente fueron situados del lado de lo natural, habían sido construidos en torno a una diversidad de problemas de regulación, vinculados con una variedad de supuestos y prácticas culturales para la administración del espacio (por ejemplo, el espacio público y el privado) y de la interacción (por ejemplo, la crianza de los hijos y el sexo). Sin embargo, casi siempre compartió con otras formas de crítica una lógica de explicación en términos de intereses previos y subyacentes, en este caso los de los hombres y el patriarcado. Por lo tanto, ha operado en términos de una separación implícita entre las formas en que el género regula a las mujeres y la regulación de las características de los hombres. Pero, una vez más, la tarea de una historia crítica es invertir las líneas de investigación para analizar precisamente cómo ese proceso se llevó a cabo y a través de qué prácticas se conformó y se diferenció el género. Es necesario encontrar la lógica explicativa de la patología que problematizó tanto la sexualidad de los hombres como la de las mujeres, pero en relación a aspectos diferentes. Es necesario analizar no solamente los sufrimientos que se generan como consecuencia de la identificación de las mujeres con el ámbito doméstico y la maternidad, sino también la construcción simultánea de los placeres y los poderes de la “mujer normal”. Las propias mujeres, a veces en alianza con los hombres, a veces en pos de rescatar y reformar a sus hermanas caídas, fueron partícipes activas de esta línea de pensamiento, a menudo siendo “heroínas de su propia vida” (Gordon, 1989). En el marco de una historia crítica, las prácticas divisorias organizadas en torno al género no atribuyen tan fácilmente el rol de víctimas de la historia a las mujeres y el rol de orquestadores y beneficiarios de la dominación a los hombres.

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Recientemente, los historiadores de las ciencias sociales y de la ciencia comenzaron a dirigir su atención hacia la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis. Estos historiadores frecuentemente adoptan una actitud crítica hacia las explicaciones sociológicas a las que me he referido, considerándolas simplistas, generalizadoras, ajenas a los detalles sutiles de los registros históricos, entre otros aspectos, por lo que se embarcaron en un prolongado proyecto de rectificación histórica. Nadie puede poner en duda la excelencia académica de muchos de esos trabajos, a los cuales recurrí en varias oportunidades, pero creo que corren el riesgo de no responder a lo que se proponen, en tanto que las cuestiones que la crítica abordó a través de la historia no eran en sí mismas históricas. En primer lugar, hubo planteamientos sociológicos que intentaron, de una u otra manera, analizar las ciencias psicológicas como corpus de creencias, instituciones y técnicas cuya naturaleza y origen podían entenderse dentro de un contexto social global. En segundo lugar, hubo planteamientos políticos que cuestionaron estos ejercicios científicos y técnicos en tanto sistemas de dominio, levantando la pregunta sobre qué formas de poder manifestaban y encarnaban. En tercer lugar, hubo planteamientos éticos: ¿cómo se suponía que debíamos evaluar estas nuevas disciplinas? En parte, ese proceso tomó la forma de un análisis respecto de la verdad y falsedad, de las credenciales científicas de la psiquiatría y la psicología, lo que se vinculó con cuestionamientos sobre su humanidad y eficacia. También tomó la forma de una evaluación crítica de los modos de vida y los sistemas de valores con los cuales las disciplinas psicológicas habían llegado a vincularse. Las críticas frecuentemente basaron sus respuestas a tales asuntos en nociones analíticas, que, a mi parecer, estaban equivocadas. No obstante, estos asuntos sociológicos, políticos y éticos son de una importancia permanente. Por lo tanto, una mejor manera de emprender una historia crítica de la psicología y la psiquiatría, así como de sus tecnologías afines, podría ser tratando la propia existencia de esos campos del saber y de la práctica como un problema a ser explicado, y localizando su funcionamiento en relación a un campo más amplio de sistemas de regulación social, dominación política y juicio ético, en tanto que la psicología, al igual que las otras ciencias “humanas”, desempeñó un rol fundamental en la creación del presente en el que nosotros, “los occidentales”, hemos llegado a vivir. Abordar las relaciones entre subjetividad, psicología y sociedad, desde esta perspectiva, significa analizar aquellos campos en los que la conducción del sí mismo y de sus poderes estuvo vinculada a la ética y la moral, a la política y la administración, a la verdad y el saber. Pues tales sociedades se constituyeron, en parte, a través de un conjunto de planes y procedimientos de formación, regulación y administración del sí mismo que, a lo largo de los dos últimos siglos, han estado ineludiblemente unidos al saber acerca del sí mismo. La psicología —como todos los saberes psi— ha desempeñado un papel muy significativo en la reorganización y expansión de estas prácticas y técnicas que vincularon la autoridad con la subjetividad a lo largo del siglo pasado, en particular en las políticas liberal-democráticas de Europa, Estados Unidos y Australia. Desde mi punto de vista, un programa extenso de

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investigación histórica no es necesario ni suficiente para abordar estos asuntos. Entonces, ¿cómo debería emprenderse una historia crítica? La construcción de lo psicológico Hasta hace poco, los estudios históricos de la psicología solían operar en términos de algunas distinciones bastante claras. Había, por una parte, un dominio de “la realidad” que la psicología buscaba conocer, pero que existía independientemente de ella — específicamente de varias maneras, tales como la psiquis, la conciencia, la vida mental humana, la conducta, entre muchas otras—. Había, por otra parte, un dominio de “la psicología” que, nuevamente, variaba según los enfoques, pero que generalmente consistía de psicólogos o sus precursores, teorías, creencias, libros, artículos, experimentos y cosas por el estilo. Y había, además, un dominio de “la sociedad”, construido ya sea como “cultura”, como “visiones de mundo” o como procesos tales como la “industrialización”, que actuaron como una especie de telón de fondo de esos intentos. En ocasiones, dichas historias interrogaron las relaciones entre la psicología y la sociedad, en términos de cómo fenómenos “sociales”, tales como la religión, el prejuicio o incluso los arreglos institucionales, como las universidades y las profesiones, afectaron o influyeron en el desarrollo de la psicología. También se preguntaron de qué manera los profesionales de la psicología y sus teorías han afectado a la sociedad: cómo y cuándo, a qué fenómenos y con qué éxito habían sido “aplicadas”. Pero rara vez, por no decir nunca, formularon preguntas respecto de las relaciones entre el objeto del saber psicológico —la vida mental del individuo humano, la subjetividad— y el propio saber psicológico. Recientemente, algunos escritores han desafiado exitosamente estas separaciones. La psicología, según se ha demostrado, no puede ser considerada como un dominio dado, separado de lo que llamamos “sociedad”, en tanto que los procesos mediante los cuales sus “verdades” son producidas son constitutivamente “sociales”. Y, más aún, el objeto de la psicología tampoco puede ser considerado como algo dado, independiente, que preexiste al saber y que es meramente “descubierto”: la psicología constituye su objeto en el proceso de su conocimiento. Una versión de esta línea argumental ha llegado a ser conocida como “construccionismo social”, y ha sido desplegada en un gran número de estudios de psicología (la declaración clásica es la de Gergen, 1985a; véanse también los ensayos recopilados en Gergen & Davis, 1985; Parker & Shotter, 1990; Burman, 1994; Morawski, 1988a). Los argumentos de los construccionistas sociales, en términos generales, parten de ciertas proposiciones explícitas o implícitas relativas al saber. El saber está “subdeterminado” por la experiencia, de manera que el mundo tiene que ser comprendido en términos de un producto de la cultura. Por lo tanto, estas comprensiones no dependen de la naturaleza de la realidad ni de la validez empírica de las proposiciones, sino de procesos sociales. Estos procesos son social e históricamente variables y, por lo tanto, también será variable lo que es considerado saber. Las formas de saber están encarnadas en los intercambios lingüísticos y otras interacciones entre individuos, razón por la cual las 10

características, capacidades, procesos y otros aspectos habitualmente atribuidos a seres humanos en nuestra o en otras culturas —la infancia, el amor, el concepto de sí mismo, los repertorios de emociones, la feminidad, la maternidad, la hostilidad, la agresión—, se comprenden de manera más adecuada pensándolos como el resultado de estos procesos sociales e interaccionales de construcción. Estos argumentos construccionistas en psicología han sido desarrollados en varias direcciones relevantes para la historia de la disciplina. Para algunos, implican que el propio objeto de la psicología es histórico. No cabe duda de que la psicología no puede alcanzar la universalidad en sus leyes por muchas razones, pero, en última instancia, debido a que su objeto mismo —la psicología humana— cambia en la medida en que cambia la cultura y es cambiado, en parte, por la psicología misma. Esto no se debe sólo a que las propias disposiciones humanas sean históricas y estén conformadas, entre otras cosas, por la incorporación cultural de ideas psicológicas acerca de, por ejemplo, la práctica de crianza de los niños; sino que se debe también a que los lenguajes mediante los cuales los seres humanos se interpretan y se construyen a sí mismos, están sujetos al cambio histórico y al impacto de la propia psicología (Gergen, 1985a, 1985b). Para otros, es precisamente a través de la investigación histórica que es posible estudiar las detalladas y complejas negociaciones a través de las cuales ciertas técnicas de experimentación, formas de explicación y modos de argumentación fueron aceptados como rasgos definitorios de la disciplina psicológica, y a través de los cuales el “sujeto” de la psicología es “socialmente construido”, tanto en el sentido de la construcción del dominio de la teoría y el saber autorizados, como en el sentido de la construcción de su objeto de pensamiento: el sujeto humano (Danziger, 1988, 1990; Morawski, 1988b). En una tercera aproximación, muchos han argumentado que lo que ha sido “socialmente construido” debería ser “deconstruido”. Aquí, la construcción social se refiere a un conjunto de procesos “interpersonales, culturales, históricos y políticos” —incluida la propia psicología— que producen los objetos que la psicología estudia, tales como “el niño” o “la madre”, en relación a ciertas estrategias de poder o dominación, y la deconstrucción se refiere a todo lo que vaya desde una forma genérica de escrutinio y crítica hasta un método analítico formal para revelar las oposiciones fundantes y las ausencias sobre las cuales están basadas ciertas filosofías o formas de saber (Burman, 1994; cf. Sampson, 1989; Parker & Shotter, 1990). A pesar de que es mucho lo que se puede aprender de estos estudios, la adquisición crítica de esas demandas respecto de la “construcción social” de la psicología y sus objetos a menudo descansa en un ataque a enemigos implícitos o explícitos: el empirismo y el positivismo. Es decir, la fuerza retórica del argumento de que “el niño”, “la madre”, “el sí mismo”, “la agresión” y entidades similares son construidas depende de un antagonista que afirme que ellos han sido “descubiertos”, que están ahí, en (la) realidad, aguardando que la ciencia los revele. Por supuesto, es totalmente comprensible que los psicólogos críticos de su propia disciplina deban plantear sus argumentos de esa forma, dada la manera en que 11

una cierta imagen de la ciencia, de las lógicas de la investigación, experimentación, descubrimiento y validación estadística, etc., dominó la investigación psicológica, particularmente en la tradición norteamericana desde mediados del siglo XX. Pero quizá la repetición de la afirmación de que “X no está dado en la realidad, sino que es socialmente construido”, junto con la invocación del enemigo imaginario del positivismo, pueda ahora, de hecho, ser un obstáculo para la investigación crítica. En campos científicos menos atormentados por la angustia respecto de su propio estatus y respetabilidad, los filósofos e historiadores de la ciencia hace tiempo aceptaron que la verdad científica es una cuestión de construcción. Entonces, ¿cuál es la diferencia —en caso de haber alguna— entre las “construcciones” en las que ha participado la psicología y aquellas que han sido constitutivas de otros campos del saber científico? Fenomenotécnicas Permítanme comenzar con una reflexión sobre qué significa que el objeto de conocimiento es “construido”. Los escritos de Gaston Bachelard sobre la física cuántica, la relatividad y la geometría no euclidiana nos pueden ayudar a aproximarnos a este problema (Bachelard, 1984: todas las citas de este y del siguiente párrafo provienen de las pp. 12-13). Al igual que Nietzsche, para Bachelard “todo lo que es decisivo no nace sino ‘a pesar de’ [...]. Toda verdad nueva nace a pesar de la evidencia; toda experiencia nueva se adquiere a pesar de la experiencia inmediata”. Para Bachelard, esto significa que la actividad de la ciencia se ocupa de la “construcción” de nuevos campos de objetividad científica: la ciencia implica una ruptura con lo dado, con el mundo que la experiencia parece revelarnos. En El nuevo espíritu científico, Bachelard argumenta que la razón científica es necesariamente una ruptura con lo empírico. Según él, la ciencia no debe ser entendida como una fenomenología, sino como “fenomenotecnología”: “Lo instructivo en ella proviene de una construcción”. Es decir, la ciencia no es un mero reflejo o una racionalización de la experiencia, sino que —y Bachelard en esto es, a la vez, descriptivo y normativo— supone el intento de producir en la realidad, mediante la observación y la experimentación, aquello que ya se produjo en el pensamiento. En el pensamiento científico, “la meditación sobre el objeto siempre toma la forma de proyecto [...]. La observación científica es siempre una observación polémica: confirma o rechaza una tesis anterior, un modelo preexistente, un protocolo de observación”. La experimentación es entonces, esencialmente, un proceso por el cual las teorías se materializan a través de medios técnicos. Esto porque “desde que se pasa de la observación a la experimentación, el carácter polémico del conocimiento se hace todavía más agudo. Es preciso, entonces, que el fenómeno sea seleccionado, filtrado, depurado, moldeado por los instrumentos; en efecto, bien podrían ser los instrumentos los que producen los fenómenos desde el principio. Ahora bien, los instrumentos no son más que teorías materializadas”.

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Por lo tanto, para Bachelard la realidad no debe ser comprendida como alguna clase primitiva de lo dado: “toda revolución científica fructífera forzó una revisión profunda de las categorías de lo real” (Bachelard, 1984: 134). En efecto, la noción bachelardiana de los obstáculos epistemológicos, y su proyecto de un “psicoanálisis” de la razón científica, surgen de su mandato de que la ciencia necesita ejercer una constante vigilancia contra la seducción de lo empírico, el señuelo de lo dado que opera como un impedimento para la imaginación científica. Este imperativo revela una diferencia crucial con los analíticos “angloamericanos” del “construccionismo”. En la actualidad, muchos de ellos buscan revelar el carácter constructivo del conocimiento científico con el objetivo de poder “deconstruirlo”, para lo cual apuntan a los modos en que se produce la realidad científica por medio de instrumentos cargados de teoría, técnicas y dispositivos de inscripción en el curso de un ataque “irónico” e, incluso, “desacreditador” de la idea misma de ciencia. Sin embargo, para disgusto de quienes proponen estas visiones, semejante crítica de la ciencia resulta, paradójicamente, en el rescate del empirismo: se basa en el mismo territorio que busca objetar, porque su radicalidad depende del mantenimiento de un ideal de la verdad como aquello que estaría basado en lo empírico. Es sólo sobre ese principio que puede fustigar todas las pretensiones de verdad que no están fundamentadas de ese modo: aquellas que están basadas en observaciones teñidas por teorías y aparatos, en una “interpretación” que depende de supuestos, en la atribución de “procesos mentales” que van más allá de los datos visibles y audibles del intercambio humano. Pero, al interior de la tradición bachelardiana más sobria, señalar la naturaleza construida de la objetividad científica no es estorbar ni desacreditar el proyecto de la ciencia, no es “ironizar” acerca de él ni “deconstruirlo”, sino definirlo. En contraposición a todas las formas de empirismo —estén fundamentadas filosóficamente o apoyadas en una valorización del saber “laico” y de la “experiencia cotidiana”—, para Bachelard la realidad científica no se condice con el “pensamiento cotidiano”: su objetividad es alcanzada y no meramente “experimentada”. La realidad científica contemporánea —y esto vale tanto para una ciencia como la psicología como para cualquier otra— es la consecuencia ineludible de las categorías que usamos para pensarla, de las técnicas y procedimientos que usamos para evidenciarla, y de las herramientas estadísticas y modos de prueba que usamos para justificarla. Desde esta perspectiva, argumentar que los objetos que aparecen al interior de un campo particular del saber son construidos, no equivale a una deslegitimación de sus pretensiones científicas, sino que es simplemente la base a partir de la cual nos volvemos capaces de plantear preguntas respecto a los medios de construcción de estos nuevos dominios de objetividad y sus consecuencias. Y es aquí de donde puede extraerse una segunda enseñanza de los argumentos de Bachelard: la construcción no es un asunto de “discurso” o lenguaje, sino un asunto técnico y práctico (Hacking, 1990). Esta línea del pensamiento bachelardiano se ha expandido por los estudios recientes de la ciencia en tanto que asunto técnico, de laboratorios, aparatos, inscripciones, tablas, gráficos, experimentos, tipos de juicios, circulación de saberes a través de dispositivos institucionales como revistas 13

científicas y conferencias, retórica, y tantos otros procedimientos que estabilizan los hechos y las explicaciones (véase especialmente Latour, 1988). Los objetos de una ciencia, y la psicología no es una excepción, son traídos a la existencia gracias al ensamblaje de estos elementos en una red interconectada, compleja y heterogénea, muchas de cuyas partes vienen de otra parte y son estabilizadas atrapándolas en distintos circuitos de actividad, técnica y artefactos. Por lo tanto, las actividades que llamamos ciencia, así como los objetos de saber y los sistemas de explicación y juicio que producen, no son meros asuntos de elaboración de sistemas de significación. De ahí que sea inútil el ejercicio de buscar “deconstruirlos” revelando los procesos de los que dependen sus pretensiones de verdad: algo indecible puede yacer en el corazón del saber, pero no es ni su origen ni su sentencia de muerte. Una tendencia construccionista en la psicología crítica se ha enfocado en el despliegue de términos para designar entidades psicológicas tales como emociones, sentimientos y actitudes, entre otras, en los intercambios lingüísticos entre actores humanos (e.g. Potter & Wetherell, 1984). Tales enfoques retratan a los individuos humanos como agentes que buscan llevar adelante sus vidas con la ayuda de los recursos de creación de sentido [sense-making resources] disponibles para ellos, especialmente los que son puestos a disposición por el lenguaje, aunque frecuentemente no sean conscientes de cómo lo hacen ni de las convenciones y repertorios que los restringen. En estos casos, la construcción psicológica de la realidad se examina mediante diversos tipos de análisis conversacionales —entre legos o entre legos y profesionales—, examinando la secuencia, los turnos, la categorización de las membresías en las transcripciones, buscando identificar cómo las partes construyeron mutuamente una versión de los eventos, lo que implica ciertos tipos de explicación que plantean una forma específica de sí mismo perturbado o con emociones y actitudes que yacen detrás de los eventos, para luego presentar a este sí mismo como la explicación de tales eventos. Estos análisis se enfocan en la flexibilidad de los recursos utilizados por los participantes, en las características deícticas y ligadas al contexto de gran parte del habla, y en las diversas formas en que las personas fueron construidas por ellas o por sus interlocutores, con tal de atribuirse culpa, de excusarse, de acreditarse o de desacreditarse a sí mismas (cf. Burman & Parker, 1994). Pero las líneas de investigación sugeridas aquí implican que hay condiciones de creación de sentido que van más allá del sujeto hablante y de lo que se dice. Éstas proveen las condiciones bajo las cuales es posible, para una persona, asumir la posición de sujeto hablante, identificarse a sí misma con el “yo” en el discurso de uno, el conjunto de relaciones de secuenciación, sustitución, asociación y diferenciación que posibilitan que una secuencia particular de sonidos tenga sentido (Benveniste, 1971, particularmente el Capítulo 21; desarrollaré in extenso este argumento en el Capítulo 8). Los discursos no son meramente “sistemas de significación”, sino que están encarnados al interior de asociaciones y dispositivos complejos, técnicos y prácticos, que proveen “lugares” que los seres humanos tienen que ocupar si quieren

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alcanzar el estatus de sujetos de una clase particular, y que inmediatamente los posicionan en ciertas relaciones mutuas y con el mundo del que hablan (Foucault, 1972a). Los análisis llevados a cabo desde esta perspectiva proceden bajo principios epistemológicos y metodológicos radicalmente diferentes a los de la tradición angloamericana. Primero, hay un desafío a la primacía de “lo que es dicho” en relación a las condiciones que vuelven posibles e inteligibles a ciertos tipos de declaraciones, tal como Michel Foucault alguna vez dijo en otro contexto: “¿Qué importa quién está hablando? Alguien dijo” (Foucault, 1969). Hay también un desafío a lo que uno podría llamar la “metafísica de la presencia”, la doctrina epistemológica que sustenta al construccionismo angloamericano, que conduce a su fetichismo acerca de lo que se dice —lo audible, lo que parece estar inmediatamente presente ante la conciencia o la experiencia, tanto del sujeto como del analista— y a su desprecio de una explicación que vaya más allá de la “evidencia empírica”. Lo que está presente bajo la forma de un sonido, un signo o una afirmación, sólo tiene sentido e inteligibilidad en relación a un conjunto de conexiones discursivas y técnicas que están ausentes, pero que hacen que esta afirmación sea posible. Por lo tanto, hay ahí un desafío adicional para el privilegio concedido al sujeto humano en este negocio de la construcción: el análisis debe enfocarse en las relaciones que posibilitan actuar como un tipo particular de sujeto hablante. Más positivamente, estos análisis insisten en que la psicología no debe ser entendida como un sistema de significación o incluso un “discurso”, sino como algo tecnológico. Este término debería ser comprendido en el sentido que lo he utilizado con anterioridad, vale decir, como un conjunto de artes y habilidades que conllevan la vinculación de pensamientos, afectos, fuerzas, artefactos y técnicas que no simplemente manufacturan y manipulan, sino que, fundamentalmente, ordenan, enmarcan y producen al ser, lo hacen pensable como cierto modo de existencia que debe ser abordado de un modo particular. La psicología, entonces, es tecnológica en varios sentidos. En primer lugar, me parece útil considerar el lenguaje mismo —y, por ende, el lenguaje de la psicología— como constituyente de ciertas “técnicas intelectuales” que vuelven a la realidad pensable de maneras particulares, ordenándola, clasificándola, segmentándola, estableciendo relaciones entre elementos, volviéndola susceptible de ser pensada. En segundo lugar, el lenguaje — teorías psicológicas, conceptos, entidades, explicaciones— conforma una especie de maquinaria intelectual que puede volver al mundo susceptible de ser pensado solamente bajo determinadas descripciones. Más aún, la psicología, al igual que otras disciplinas, no es meramente un compuesto de lenguaje, sino una variedad de técnicas de inscripción, procedimientos para hacer ingresar aspectos del mundo a la esfera de lo pensable bajo la forma de observaciones, gráficos, figuras, cartas, diagramas y anotaciones de diverso tipo (Lynch, 1985; Latour, 1986b; véase mi discusión en el Capítulo 5 de este volumen). Estas técnicas “inventan” [‘make up’] los objetos del discurso psicológico volviéndolos observables de maneras particulares. En tercer lugar, la psicología está intrínsecamente 15

atada a las “tecnologías humanas”. Forma parte de las racionalidades prácticas de ensamblajes que buscan actuar sobre seres humanos con el objetivo de formar sus conductas en direcciones particulares, ensamblajes como el aparato legal, el educativo, la crianza, e incluso las guías espirituales. En otras palabras, la realidad histórica de las entidades psicológicas no emerge ni de una esfera prediscursiva de la naturaleza, ni de mutaciones culturales en los patrones de significación, sino de la organización técnica y práctica de procedimientos para pensar, inscribir e intervenir sobre seres humanos en ensamblajes heterogéneos de pensamiento y acción. ¿De qué manera, entonces, podría proceder una investigación crítica de la construcción práctica, técnica y discursiva de las entidades psicológicas? Regímenes de verdad Independientemente de la perspicacia de sus comprensiones acerca del carácter técnico y material de la actividad científica, el modelo bachelardiano es demasiado poco incisivo cuando se trata de explicar la construcción de la objetividad psicológica. La verdad no es solamente el resultado de la construcción, sino también de la impugnación. Hay batallas acerca de la verdad en donde la evidencia, los resultados, los argumentos, los laboratorios, el estatus, y muchos otros elementos, son desplegados como recursos en el intento por ganar aliados y por forzar algo para que ingrese en el campo de la verdad (cf. Foucault, 1972a, 1972b, 1978; Latour, 1988). Esto quiere decir que la verdad siempre es entronizada mediante actos de violencia, pues implica un proceso social de exclusión en el que la evidencia, los argumentos, las teorías y las creencias son empujadas hacia los márgenes, impidiéndoles ingresar a “la verdad”. Si se quiere encontrar un ejemplo de esto, basta remitirse a las “batallas por la verdad” que han caracterizado la relación entre la psicología y el psicoanálisis en diferentes territorios nacionales: batallas sobre el estatuto de sus teorías, sus resultados, sus descubrimientos y sus profesionales. Estas batallas por la verdad no son abstractas, ya que la verdad se encarna en formas materiales. Para estar en lo verdadero, a los hechos y a los argumentos se les debe permitir ingresar en complejos aparatos de verdad —revistas académicas, conferencias, entre muchos otros— que imponen sus propias normas y estándares a la retórica de la verdad. La verdad implica un ejercicio de alianzas y persuasión, tanto dentro como fuera de los límites de cualquier régimen disciplinario, en el cual se puede identificar e inscribir una audiencia para la verdad. Y la verdad también implica la configuración de un modo de existencia humana, dentro de la cual esa verdad puede ser factible y operativa. Desde esta perspectiva, podemos explorar las condiciones particulares bajo las cuales se les ha permitido a los argumentos psicológicos ingresar al campo de “lo verdadero”. La noción de “traducción”, desarrollada en la investigación de Michel Callon y Bruno Latour, es de gran ayuda para comprender estos procesos: “Por traducción entendemos todas las negociaciones, intrigas, cálculos, actos de persuasión y de violencia, gracias a los cuales un actor o fuerza adquiere, o hace que se le confiera, autoridad para 16

hablar o actuar en nombre de otro actor o fuerza: ‘Nuestros intereses son los mismos’, ‘haz lo que quiero’, ‘no lo lograrás sin mí’” (Callon & Latour, 1981: 279). Es mediante tales procesos de traducción, según sugieren Callon y Latour, que entidades y agentes muy diversos —investigadores de laboratorio, académicos, profesionales y autoridades sociales— llegan a ser vinculados entre sí (Callon, 1986; Latour, 1986b). Actores que se encuentran en escenarios separados en el tiempo y el espacio son integrados en una red interconectada, hasta el punto de que llegan a comprender su situación de acuerdo con cierto lenguaje y cierta lógica, y a construir sus metas y sus destinos como algo, en cierto modo, inextricable. Comprender la “construcción de lo psicológico”, por cierto, requiere una investigación de las maneras en las cuales se formaron las redes interconectadas que operaban bajo cierto régimen “psicológico” de la verdad. Sin embargo, pienso que Callon y Latour sobresimplifican el asunto, en la medida que dan a entender que las redes siempre están establecidas sobre la base de una “voluntad de poder” de parte de actores individuales o colectivos, y que implican un ejercicio de “dominación” llevado a cabo por centros específicos (cf. Latour, 1984). Pero estas “batallas por la verdad” no son “juegos de suma cero”, en los que lo que gana una parte, lo pierde la otra. Más bien, a través de un complejo de seducciones, asociaciones, problematizaciones y maquinaciones, ciertas formas de pensar y de actuar se propagan porque parecen ser soluciones a los problemas y a las decisiones a las cuales se ven confrontados los actores en diversos escenarios (cf. Miller & Rose, 1994). Sin embargo, Callon y Latour están en lo cierto al rechazar las explicaciones de tales procesos planteadas ya sea en términos de la insípida noción de “difusión de ideas”, como de la noción cínica de la satisfacción de “intereses sociales”. El meticuloso examen de Kurt Danziger sobre la relación entre el avance de la psicología en estos dominios prácticos y la psicología de laboratorio, ha ilustrado con claridad algunos de los procesos políticos y retóricos por medio de los cuales tales alianzas han sido formadas, así como sus consecuencias respecto a lo que es considerado saber psicológico válido (Danziger 1990). Existe todo un trabajo político y retórico involucrado en la construcción de una “traducibilidad” entre el laboratorio, el libro, el manual, el curso académico, la asociación de profesionales, la sala de un tribunal, la fábrica, la familia, el batallón, etcétera, vale decir, entre los diferentes loci para la elaboración, utilización y justificación de las afirmaciones psicológicas (cf. los ensayos recopilados en Morawski, 1988a). En el caso de la psicología, es posible distinguir diferentes tácticas mediante las cuales la traducción ha ocurrido, simultáneamente estabilizando el pensamiento psicológico y creando un territorio psicológico. Primero, ha implicado persuasión y negociación entre autoridades, tanto sociales como conceptuales, con todos los cálculos y compensaciones que se podrían esperar. Segundo, ha supuesto el diseño de un modo de percepción, en el que ciertos eventos y entidades llegan a ser visualizadas de acuerdo a imágenes o patrones específicos. Tercero, se ha caracterizado por la circulación de un lenguaje en el que los 17

problemas son articulados de ciertas maneras, se explican de acuerdo a ciertas retóricas, objetivos y metas, identificadas según un vocabulario y una gramática determinada. Cuarto, la inscripción de agentes en una red “psicologizada” implica establecer enlaces entre problemas y soluciones: conexiones entre la naturaleza, el carácter y las causas de los problemas que deben enfrentar diferentes individuos y grupos —médicos y profesores, empresarios y políticos— y ciertas cosas que podrían considerarse soluciones reales o potenciales de estos problemas. Considérese, por ejemplo, el auge del lenguaje y las estrategias de inteligencia en los primeros años del siglo XX, o de la higiene mental en las décadas de 1920 y 1930 (ambas discutidas en Rose, 1985a). En cada caso, lo que se observa es el establecimiento de asociaciones móviles y tixotrópicas entre varios agentes —psicólogos académicos, profesionales tales como profesores y doctores, políticos y grupos de presión, empresarios, individuos bienintencionados—, a través de las cuales buscan mejorar su propia capacidad de acción y persuasión “traduciendo” los recursos provistos por la asociación, de modo que éstos puedan trabajar para su propio beneficio. Adoptando definiciones de problemas y vocabularios de explicación compartidos, vinculaciones sueltas y flexibles pueden ser emplazadas entre quienes están separados espacial y temporalmente, y entre eventos en esferas que permanecen formalmente distintas y autónomas. Estas alianzas entre los investigadores y los profesionales que ejercen la disciplina, los productores y los consumidores de saber psicológico, tan esencial para su construcción, le otorga un carácter singular al proceso de construcción de lo que será considerado como saber psicológico. Disciplinamiento El “disciplinamiento” de la psicología a partir de mediados del siglo XIX estuvo asociado inextricablemente a la posibilidad de construir dichas alianzas. No obstante, lo que se puede observar en el disciplinamiento de la psicología es, en realidad, bastante específico: las condiciones para semejante estabilización disciplinar yacen en la elaboración de todo un rango de técnicas y prácticas para la disciplina, vigilancia y formación de las poblaciones y los seres humanos que las constituyen (Gordon, 1980). Estas alianzas hicieron posible un saber positivo acerca del “hombre”, el que devino, por así decirlo, un punto de referencia imaginario, el universo al interior del cual fueron trazadas todas las clasificaciones y categorizaciones de edad, raza, sexo, inteligencia, carácter y patología. Cómo las condiciones del nacimiento de este saber positivo condicionaron su forma en ciertos aspectos muy significativos, es algo discutido en otros capítulos del libro. Aquí me gustaría enfocarme en algunos asuntos diferentes. En primer lugar, quizá podemos identificar las maneras a través de la cuales ciertas normas y valores de naturaleza técnica llegaron a definir la topografía de la verdad psicológica. Aquí, las estadísticas y el experimento fueron decisivos. El rol constitutivo de “herramientas” y “métodos” en el establecimiento de un régimen psicológico de verdad 18

requiere que revisemos el diagrama bachelardiano de las relaciones entre pensamiento y técnica. En la construcción de la verdad psicológica, los medios técnicos disponibles para la materialización de la teoría jugaron un rol determinante y no subordinado. Las formas técnicas e instrumentales que la psicología ha adoptado para la demostración y justificación de proposiciones teóricas, llegaron a delimitar y conformar el propio espacio del pensamiento psicológico. El proyecto disciplinar de la psicología, a lo largo de los cincuenta años que siguieron al establecimiento de los primeros laboratorios psicológicos, revistas científicas y sociedades a fines del siglo XIX, fue logrado, en gran medida, a través de un proceso que requirió que la psicología echara por la borda sus modos previos de justificación y adoptara “técnicas de la verdad” ya establecidas en otros dominios del saber positivo. Las dos técnicas de verdad preeminentes aquí fueron las “estadísticas” y “el experimento” (Rose, 1985a, Capítulo 5; Danziger, 1990; Gigerenzer, 1991). Ninguna de ellas ejemplifica simplemente las alianzas formadas por la psicología con otras disciplinas científicas, sino también la interacción recíproca entre lo teórico y lo técnico. Las estadísticas, por supuesto, surgieron originalmente como la “ciencia del Estado”, como el intento de reunir información numérica acerca de eventos y sucesos en un campo con el objetivo de conocerlos y gobernarlos, estableciendo una relación duradera entre saber y gobierno. Ian Hacking ha argumentado de manera convincente que, en el curso del siglo XIX, la temprana presunción de que las leyes estadísticas eran simplemente la expresión de eventos determinantes subyacentes abrió el camino para la visión que sostenía que éstas — las leyes de grandes números formuladas entre 1830 y 1840 por Poisson y Quetelet— eran leyes por derecho propio y podían ser extendidas a fenómenos naturales (Hacking, 1990). De esta manera, fue construida una racionalidad conceptual para afirmar que la regularidad subyacía en la aparentemente desordenada variabilidad de los fenómenos. Aproximadamente durante los primeros treinta años del proyecto disciplinar de la psicología, desde la década de 1870 hasta los primeros años del siglo XX, los programas para la estabilización de verdades psicológicas marcharon de la mano con la construcción de los dispositivos técnicos necesarios para demostrar esta verdad. En los trabajos de Francis Galton, Karl Pearson, Charles Spearman y otros —y desde la noción de una “distribución normal” hasta los dispositivos para calcular correlaciones—, la relación entre lo teórico y lo estadístico fue una relación interna. Las estadísticas fueron instrumentos que, al mismo tiempo, materializaron la teoría y produjeron los fenómenos que la teoría debía explicar. Las técnicas estadísticas comenzaron como una condensación de lo empírico y luego fueron remodeladas de tal manera que se convirtieron en la materialización de lo teórico. Sin embargo, dentro de un período de tiempo sorprendentemente corto, éstas se separaron de las racionalidades conceptuales específicas que la sostenían: alrededor de 1920, las leyes estadísticas parecían tener una existencia autónoma, que simplemente era asistida por dispositivos estadísticos. Los tests estadísticos parecían ser medios 19

esencialmente neutros para la demostración de la verdad derivada de un universo de fenómenos numéricos que, debido a que no habían sido contaminados por los asuntos sociales y humanos, podían ser utilizados para arbitrar entre diferentes explicaciones de dichos asuntos. No solamente la psicología, sino también las demás “ciencias sociales” buscarían utilizar tales dispositivos con tal de establecer su carácter de verdad y cientificidad, de forzarse a sí mismas a calzar con el canon de verdades, de convencer de su veracidad a audiencias, en ocasiones escépticas, de políticos, profesionales y académicos, de armar a quienes las profesaron con defensas contra las críticas que los acusaban de estar simplemente disfrazando el prejuicio y la especulación con los ropajes de la ciencia. De aquí en adelante, los medios de justificación llegarían a conformar aquello que puede ser justificado mediante ciertas maneras fundamentales: normas y valores estadísticos fueron incorporados al interior de la propia textura de concepciones de la realidad psicológica (cf. Gigerenzer, 1991). “El experimento” también iba a ser adoptado por la psicología como un medio para disciplinarse a sí misma, para amarrar a las diferentes agrupaciones de profesionales, editores de revistas científicas, entidades financiadoras, colegas académicos y planas directivas y administrativas universitarias en alianzas necesarias para forzar sus ingresos en el aparto de la verdad. El debate interminable acerca de las relaciones entre las “ciencias psicológicas” y las “ciencias naturales” se entiende mejor si se extrae del el reino de la filosofía y se resitúa como un asunto relativo a la técnica (este argumento está basado en Danziger, 1990). En la búsqueda por establecer su credibilidad con aliados necesarios pero escépticos, psicólogos británicos y norteamericanos en las primeras décadas del siglo XX abandonaron sus intentos de forjar un método de investigación que respondiera a una concepción del sujeto humano como participante activo en el proceso de generación y validación de hechos psicológicos. El “método experimental” en psicología no fue simplemente santificado a través del intento de simular un modelo para la producción y evaluación de evidencia derivada de imágenes (ingenuas) de laboratorios de física y química, sino que también surgió de una serie de medidas prácticas para la generación y estabilización de datos bajo formas calculables, repetibles y estables. Éstas incluyeron el establecimiento de laboratorios psicológicos como el lugar ideal para la producción, intensificación y manipulación de fenómenos psicológicos; la separación del experimentador dotado de habilidades técnicas y el sujeto, cuyo rol era meramente proporcionar una fuente de datos; el intento de generar evidencia bajo la forma de inscripciones susceptibles de ser comparadas y calculadas; entre muchas otras. En la medida en que una forma particular del experimento psicológico fue institucionalizada y vigilada por el aparato disciplinar emergente, las características sociales de la situación experimental fueron naturalizadas. Las normas del programa experimental, por decirlo de alguna manera, se habían fusionado con el propio sujeto psicológico y, a lo largo de este proceso, el mismo objeto de la psicología fue disciplinado: se volvió “dócil”, internalizó los medios técnicos para conocerlo en la propia manera en que podía ser pensado (Rose, 1990, 20

Capítulo 12; cf. Lynch, 1985). Las verdades psicológicas aquí no eran simples materializaciones de teoría; de hecho, probablemente lo contrario esté más cerca de la verdad. El disciplinamiento de la psicología como ciencia positiva supuso la incorporación de formas técnicas de positividad al interior del propio objeto de la psicología: el sujeto psicológico. Psicologización El “disciplinamiento” de la psicología estuvo intrínsecamente ligado a la “psicologización” de diversos lugares y prácticas, en los cuales la psicología llegó a infundir e incluso a dominar otros modos de formar, organizar, diseminar e implementar verdades sobre las personas. Los requerimientos regulatorios y administrativos de una agrupación, tanto actual como potencial, de autoridades sociales y profesionales jugó un rol clave en el establecimiento de las clases de problemas que la verdad psicológica afirma resolver y los tipos de posibilidades que la verdad psicológica dice abrir. No hay un único proceso involucrado aquí; para escribir la genealogía de la psicología contemporánea uno tendría que examinar en detalle los distintos lugares que fueron psicologizados —fábricas, tribunales, prisiones, salas de clases, dormitorios, administraciones coloniales, espacios urbanos— y las diferentes imágenes y tecnologías de sujetos humanos que fueron establecidas y desarrolladas en su interior (para un comienzo de esto, véase Rose, 1990). Porque la psicologización no implica que se haya impuesto o adoptado, de manera totalitaria, un único modelo de persona; de hecho, el tan celebrado carácter “no paradigmático” de la psicología asegura un tipo de impugnación perpetua de las características del ser-persona [personhood]. Considérese, por ejemplo, la diferencia entre la caracterización psicológica decimonónica del género en la sala de clases, de la raza en relación a la herencia de la inteligencia, de la criminalidad en las cortes actuando sobre adultos y niños, de la reputación en relación al tratamiento legal de calumnias y difamación, etc. Esta variabilidad entre los modos psicológicos de “inventar” personas es una clave para el amplio poder de la psicología, en la medida que permite a la disciplina unir diversos sitios, problemas y preocupaciones. La realidad social de la psicología no es un tipo de “paradigma” incorpóreo pero coherente, sino una red compleja y heterogénea de agentes, sitios, prácticas y técnicas para la producción, la diseminación, legitimación y utilización de verdades psicológicas. Por lo tanto, la producción de “efectos de verdad” psicológicos está intrínsecamente ligada al proceso mediante el cual una amplia gama de dominios, sitios, problemas, prácticas y actividades se “volvieron psicológicas”. Se “volvieron psicológicas” siendo problematizadas —es decir, vueltas simultáneamente problemáticas e inteligibles— en términos que son infundidos por la psicología. Para educar a un niño, reformar a un delincuente, curar a un histérico, criar a un bebé, administrar un ejército, dirigir una fábrica; no es tanto que estas actividades impliquen la utilización de teorías y técnicas psicológicas, sino que hay ahí una relación constitutiva entre el carácter de lo que contará como una 21

teoría o argumento psicológico adecuado y los procesos mediante los cuales una clase de visibilidad psicológica puede ser concedida a estos dominios. La conducta de las personas se torna observable e inteligible cuando, por así decirlo, estando desplegada sobre una pantalla psicológica, la realidad es ordenada de acuerdo a una taxonomía psicológica, y las habilidades, personalidades y actitudes devienen centrales para la deliberación y los cálculos de autoridades sociales y teóricos psicológicos. Epistemología institucional Michel Foucault destaca en algún lugar que los saberes psi tienen un “perfil epistemológico bajo”. Los límites entre lo que lo psi organiza bajo la forma de saber positivo y un universo más extenso de imágenes, explicaciones, significados y creencias acerca de las personas, de hecho, son más “permeables” en el caso de lo psi que, por nombrar un ejemplo, en el campo de la física atómica o la biología molecular. Pero no deberíamos simplemente plantear esta pregunta acerca de la permeabilidad en términos de la historia de ideas, cuando los discursos científicos son considerados como formando parte de metáforas o nociones claves que están ampliamente distribuidas a nivel social. Preferiría examinar esta relación en un nivel más modesto y más técnico. En el caso de los saberes psi, por así decir, hay una interpenetración entre practicabilidad y epistemología y, aunque ya hemos examinado algunas de estas relaciones, podemos investigar la constitución “práctica” de la epistemología psicológica de otra manera. Bachelard argumenta que el pensamiento científico no opera en el mundo tal como lo encuentra, sino que la producción de verdad es un proceso activo de intervención en el mundo. Pero hay algo característico en las condiciones bajo las cuales las verdades psicológicas han sido producidas, ya que la epistemología psicológica es, en varios aspectos, una epistemología institucional (cf. Gordon, 1980): las reglas que gobiernan lo que puede ser considerado como saber están, ellas mismas, estructuradas por las relaciones institucionales bajo las cuales tomaron forma. Michel Foucault (1972a) utiliza la noción de superficies de emergencia para investigar los aparatos al interior de los cuales los problemas o los espacios problemáticos condensaron lo que con posterioridad fue racionalizado, codificado y teorizado en términos tales como enfermedad, alienación, demencia, neurosis. Estos aparatos —por ejemplo, la familia, la situación laboral, la comunidad religiosa— poseen ciertas características: son normativos y, por ende, sensibles a la desviación; proveen el foco para la actividad de autoridades —como las profesiones médicas— que escrutarán y adjudicarán eventos al interior de ellos; y, además, son el locus para a aplicación de ciertas grillas de especificación para dividir, clasificar, agrupar y reagrupar los fenómenos que aparecen al interior de ellos. En lo concerniente a la psicología, fue al interior de la prisión, la sala del tribunal, la fábrica, la sala de clases —espacios institucionales que reunían a personas y las juzgaban en términos de requerimientos organizacionales tales como puntualidad y obediencia— que 22

se formaron los objetos que la psicología buscará volver inteligibles (Foucault, 1977; Rose 1985a; cf. Smith, 1992). La psicología se disciplinó a sí misma a través de la codificación de las vicisitudes de la conducta individual, tal como éstas aparecieron al interior de los aparatos de regulación, administración, castigo y cura, mientras adoptaban su forma moderna en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Dentro de estos aparatos, la psicología se alinearía a sí misma con los sistemas de visibilidad institucionales. Esto quiere decir que fue la propia normatividad del aparato —las normas y los estándares de la institución, sus límites y umbrales de tolerancia, sus reglas y sus sistemas de juicio— la que le otorgó visibilidad a ciertos rasgos e iluminó la topografía de los dominios que la psicología buscaría volver inteligibles. Sus concepciones de inteligencia, personalidad, actitudes, etc., sólo se establecerían como verdaderas en la medida que pudieran ser simultáneamente practicables y retraducibles hacia los requerimientos de los aparatos y sus autoridades. Por ende, retornando a Bachelard, la reflexión del psicólogo sobre su objeto científico no ha adoptado la forma de una intervención polémica en la realidad con tal de realizar una tesis científica. Más bien, ha estado caracterizada por intentos de racionalizar un dominio de experiencia ya existente y volverlo comprensible y calculable (cf. el Capítulo 4 de este volumen). Sin embargo, volver un espacio problemático preexistente comprensible y calculable en términos psicológicos no lo deja en su estado original. Las maneras psicológicas de ver, pensar, calcular y actuar poseen una potencia particular debido a la transformación que ellas efectúan sobre dichos espacios problemáticos. Confieren una cierta simplificación del rango de actividades que realizan las autoridades cuando lidian con la conducción de la conducta. Si se considera, digamos, la transformación del “trabajo social” entre 1950 y 1960, o el auge de los enfoques “centrados en la persona” en la praxis de la medicina general entre 1960 y 1970, se puede ver cómo la psicología — “racionalizando” la práctica de otros “especialistas”— simplifica sus diversas tareas convirtiéndolas a todas en tareas que conciernen a diferentes aspectos de la personalidad del cliente o paciente. La psicología no sólo ofrece a estas autoridades una plétora de nuevos dispositivos y técnicas —para la asignación de tareas a personas, para el arreglo de los pequeños detalles de las disposiciones técnicas de una institución, para arquitectura, para el diseño de agendas y la organización espacial, para la organización de grupos de trabajo, liderazgo y jerarquía—, sino que también les confiere a estas actividades mundanas y heterogéneas una coherencia y racionalidad, al ubicarlas dentro de un campo único de explicación y deliberación: ya no son más ad hoc, sino que pretenden estar fundamentadas en un saber positivo acerca de la persona. Y durante este proceso, la propia noción de autoridad, y de poder investido en quién la ejerce, es transformada. Por lo tanto, el poder de la psicología inicialmente se derivó de su capacidad de organizar, simplificar y racionalizar dominios de individualidad y diferencia humanas que emergieron en el curso de proyectos institucionales de cura, reforma, castigo, 23

administración, pedagogía, y muchos otros. Pero, al simplificarlos, los transformó de manera fundamental. La techné de la psicología Supongamos que no consideremos a la psicología simplemente como un cuerpo de pensamiento, sino como cierta forma de vida, un modo de practicar o de actuar sobre el mundo. Podríamos entonces tratar de identificar lo que uno podría llamar la techné de la psicología: sus características distintivas tales como habilidades, arte, práctica y un set de dispositivos. He discutido esta proposición con más detalle en otro lugar (véase el Capítulo 4 de este volumen), por lo que solamente quisiera destacar aquí tres aspectos de esta techné, tres dimensiones de la relación entre psicología, poder y subjetividad: primero, una transformación en las racionalidades y programas de gobierno; segundo, una transformación en la legitimidad de la autoridad; y, tercero, una transformación en la ética. Gobierno Por gobierno no me refiero a un conjunto particular de instituciones políticas, sino a un cierto modo de pensar sobre el poder político y la forma de ejercerlo: el territorio trazado por la multitud de esquemas, sueños, cálculos y estrategias para “la conducta de la conducta” que han proliferado a lo largo de los últimos dos siglos (Foucault, 1991). Crecientemente a lo largo del siglo XX, normas, valores, imágenes y técnicas psicológicas han llegado a conformar las maneras en que diversas autoridades sociales piensan acerca de las personas, sus vicios y virtudes, sus estados de salud y enfermedad, sus normalidades y patologías. Objetivos construidos en términos psicológicos —normalidad, adaptación, satisfacción— han sido incorporados en programas, sueños y esquemas para la regulación de la conducta humana. Desde lo “macro” —los aparatos de bienestar, seguridad y regulación del trabajo— hacia lo “micro” —el lugar de trabajo individual, la familia, la escuela, el ejército, el tribunal, la prisión o el hospital—, la administración de personas ha adoptado un tono psicológico. La psicología ha sido encarnada en las técnicas y los dispositivos inventados para el gobierno de la conducta, los cuales no han sido desarrollados únicamente por psicólogos sino también por médicos, sacerdotes, filántropos, arquitectos, profesores. De manera creciente, por decirlo de alguna manera, las estrategias, programas, técnicas, dispositivos y reflexiones acerca de la administración de la conducta —lo que Michel Foucault denominó gubernamentalidad o simplemente gobierno— han sido “psicologizadas”. El ejercicio de las formas modernas de poder político se ha visto intrínsecamente vinculado a un saber acerca de la subjetividad humana. Autoridad La psicología ha estado vinculada con una transformación en la naturaleza de la autoridad social que es de vital importancia para las sociedades de “Occidente”. Primero, por supuesto, la propia psicología ha producido un rango de nuevas autoridades sociales, cuyo 24

campo de operaciones es la conducta de la conducta, la administración de subjetividad. Estas nuevas autoridades, tales como psicólogos clínicos, educacionales e industriales, psicoterapeutas y consejeros, demandan poderes sociales y estatus debido a su posesión de verdades psicológicas y su dominio de técnicas psicológicas. Segundo, y quizá más relevante, la psicología ha sido vinculada con la constitución de un rango de nuevos objetos y problemas, sobre los cuales la autoridad social puede ser legítimamente ejercida y esta legitimidad está basada en creencias sobre el saber, la objetividad y la cientificidad. Es preciso destacar aquí la emergencia de la normalidad como el producto de la administración bajo la tutela de expertos, así como también la emergencia del riesgo en tanto que peligro in potentia a ser diagnosticado por expertos y gestionado profilácticamente en nombre de la seguridad social (cf. Castel, 1991). Tercero, la infusión de la psicología en sistemas ya existentes de autoridad —el del comandante en el ejército, el del profesor en la escuela, el del gerente en la fábrica, el de la enfermera en el hospital psiquiátrico, el del juez en el tribunal, el del funcionario penitenciario en la cárcel— los ha transformado. Estas formas de autoridad acumulan una especie de base ética, a través de su infusión con la terminología y las técnicas imputables, aunque sea de maneras dudosas y deshonestas, a la psicología. La autoridad, en cierto sentido, se vuelve ética en la medida que es ejercida a la luz de un saber de aquellos que son sus sujetos, y la naturaleza del ejercicio de la autoridad es transformada simultáneamente. Se torna no tanto un asunto de ordenar, controlar, imponer y exigir obediencia y lealtad, sino de aumentar la capacidad de los individuos para ejercer autoridad sobre sí mismos, mejorando la capacidad de niños escolarizados, empleados, prisioneros o soldados de comprender sus propias acciones y de regular sus propias conductas. Así, el ejercicio de la autoridad se convierte en un asunto terapéutico: la forma más poderosa de actuar sobre las acciones de otros es cambiar las maneras en que ellos se gobiernan a sí mismos. Ética La historia, la sociología y la antropología de la subjetividad han sido examinadas de muchas maneras diferentes. Algunos autores, entre los que destaca Norbert Elias, han tratado de relacionar los arreglos políticos y sociales, los cambios en los códigos de conductas personales y los cambios en la organización psicológica interna de los sujetos (Elias, 1978). Otros han buscado evitar cualquier imputación de la vida interna de los humanos, tratando las prácticas lingüísticas y representacionales como simples repertorios de explicaciones que proveen los recursos a través de los cuales sujetos le otorgan sentido a sus acciones y a las de los demás (Harré, 1983). Mi acercamiento a este asunto adopta una perspectiva bastante diferente: el cambio de los discursos, las técnicas y las normas que han intentado actuar sobre los aspectos triviales de la conducta, el comportamiento y la subjetividad humana —no sólo modales, sino también deseos y valores—, están localizados en el dominio de la ética. 25

Un examen de la techné de la psicología a lo largo de esta dimensión ética no se dirige a la “moralidad” en el sentido durkheimiano de un reino de valores y sus modos asociados de producir integración social y solidaridad. Más bien, investiga las maneras en las cuales psicología se ha visto vinculada con las prácticas y los criterios para “la conducta de la conducta” (Foucault, 1988). Durante varios siglos, los manuales acerca de los modales, libros de consejería y guía, prácticas pedagógicas y reformatorias han buscado educar, formar y canalizar la economía emocional e instintual de los humanos, inculcándoles cierta conciencia ética. Pero en los últimos cincuenta años, los lenguajes, las técnicas y el personal de la psicología han infundido y transformado las maneras en que los humanos han sido instados e incitados a convertirse en seres éticos, seres que se definen y se regulan a sí mismos de acuerdo a un código moral, estableciendo preceptos para conducir y juzgar sus vidas y respetando o aceptando ciertas metas morales para sí mismos. Desde esta perspectiva, la relación de la psicología con el sí mismo no debería ser construida en términos de una oposición entre concepciones pálidas de la persona y un serpersona [personhood] real, concreto, creativo. Este fue el tema de muchas críticas de la psicología de la inteligencia, la personalidad y la adaptación en la década de 1960 y lo sigue siendo para las nuevas psicologías “humanistas”. Pero es más instructivo examinar las vías a través de las cuales la psicología ha participado en la construcción de diversos repertorios para hablar, evaluar y actuar sobre personas que se vuelven destacadas en distintos lugares y en relación a diferentes problemas, y que tienen una particular relación con los tipos de sí mismo que son presupuestos en las prácticas contemporáneas de la administración de individuos (Rose, 1992a, reimpreso en una versión revisada como el Capítulo 7 de este volumen). Por un lado, la persona ha sido abierta, de diversas maneras, a intervenciones llevadas a cabo en nombre de la subjetividad: el sujeto calculable, equipado con características relativamente estables, definibles, cuantificables, lineales, distribuidas normalmente —los dominios de inteligencia, personalidad, aptitud, etc.—; el sujeto motivado, equipado con una orientación dinámica interna hacia el mundo, con necesidades a ser formadas y satisfechas; el sujeto social, en busca de solidaridad, seguridad y un sentido de valor; el sujeto cognitivo, en busca de sentido, dirigido a través del mundo por sus creencias y actitudes; el sujeto psicodinámico, conducido por fuerzas y conflictos inconscientes; el sujeto creativo, esforzándose por alcanzar la autonomía a través de la realización y elección, dándole sentido a su existencia mediante el ejercicio de su libertad. En las sociedades democráticas liberales, las normas y la concepción de subjetividad son pluralistas. Pero la condición de posibilidad para cada versión del sujeto contemporáneo es el nacimiento de la persona como un sí mismo psicológico, la apertura de un espacio de objetividad localizado en un orden “moral” interior, entre la fisiología y la conducta, una zona interior con sus propias leyes y procesos, y que es un posible dominio para un saber positivo y una técnica racional. 26

Por otro lado, diversos fragmentos y componentes de lo psi han sido incorporados al repertorio “ético” de los individuos, a los lenguajes que los individuos emplean para hablar de ellos mismos y de su propia conducta, para juzgar y avaluar su existencia, para dar sentido a sus vidas y para actuar sobre ellos mismos. Esto transforma lo que yo llamo, siguiendo a Foucault, nuestra “relación con nosotros mismos”, la manera en que volvemos inteligible y practicable a nuestro ser y a nuestra existencia, los modos en que pensamos sobre, y llevamos a cabo, nuestras pasiones y nuestras aspiraciones, e identificamos, codificamos y respondemos a nuestras desafecciones y nuestros límites. La construcción de lo psicológico Desde esa perspectiva, la psicología es menos relevante por lo que ella es que por lo que hace. La psicología, podría decirse, ha alterado la manera en que es posible pensar sobre las personas, las leyes y valores que gobiernan las acciones y conductas de otros, y ciertamente de nosotros mismos. Aún más, ha dotado a algunas maneras de pensar acerca de las personas de una credibilidad adicional sobre la base de su aparente fundamentación en un saber positivo. Al hacer al sujeto humano pensable, de acuerdo con diversas lógicas y fórmulas, y al establecer la posibilidad de evaluar maneras de pensar acerca de las personas por medios científicos, la psicología también hace que los seres humanos estén más dispuestos a que otros les hagan ciertas cosas. También posibilita, para ellos, hacerse nuevas cosas a sí mismos: abre a las personas hacia un rango de intervenciones calculadas, cuyos fines están formulados en términos de disposiciones y cualidades psicológicas que determinan cómo individuos humanos se conducen a ellos mismos, intervenciones cuyos medios están ineludiblemente ajustados a la luz del saber psicológico sobre la naturaleza de los humanos. El objetivo de una historia crítica de la psicología sería volver visible las relaciones profundamente ambiguas entre la ética de la subjetividad, las verdades de la psicología y el ejercicio del poder. Semejante historia crítica abriría un espacio donde podríamos repensar los vínculos constitutivos entre la psicología —como una forma de saber, un tipo de expertise y un terreno de la ética— y los dilemas en el gobierno de la subjetividad que enfrentan las democracias liberales hoy en día.

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