Muchamore Robert - Cherub 01 - Mision 01 Entrenamiento Basico

Robert Muchamore MISIÓN 01: ENTRENAMIENTO BÁSICO ¿QUÉ ES CHERUB? Durante la Segunda Guerra Mundial, dos civiles franc

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Robert Muchamore

MISIÓN 01: ENTRENAMIENTO BÁSICO

¿QUÉ ES CHERUB? Durante la Segunda Guerra Mundial, dos civiles franceses organizaron un movimiento de resistencia contra las fuerzas alemanas que ocupaban su país. Muchos de sus agentes más eficaces fueron niños y adolescentes. Algunos trabajaron de exploradores y mensajeros, otros entablaron amistad con soldados alemanes que añoraban a su familia, y reunieron información que permitió a la Resistencia sabotear operaciones militares alemanas. Un espía inglés llamado Charles Henderson trabajó junto a estos niños franceses durante casi tres años. Después de regresar a Inglaterra, utilizó lo que había aprendido en Francia para entrenar a veinte niños ingleses con el fin de que trabajaran en operaciones secretas. El nombre en clave de esta unidad era CHERUB (en español, «querubín»). Henderson murió en 1946, pero la organización que creó ha prosperado. CHERUB cuenta ahora con más de doscientos cincuenta agentes, todos de diecisiete años e incluso un poco menos. Si bien se han producido muchos adelantos técnicos en las operaciones de inteligencia desde la fundación de CHERUB, la razón de su existencia sigue siendo la misma: los adultos nunca sospechan que los niños están espiándolos.

1. CIENCIA James Choke detestaba la clase de Ciencia Combinada. Tendría que haber consistido en tubos de ensayo, chorros de gas y chispas por toda el aula, como había imaginado cuando aún estaba en primaria. En cambio, le tocaba pasar una hora sentado en un taburete, mirando cómo la señorita Voolt escribía en la pizarra. Debía tomar nota de todo, aunque hubieran inventado la fotocopiadora cuarenta años antes. Era la penúltima clase, fuera llovía y estaba oscureciendo. James estaba adormilado, porque hacía calor en el laboratorio y la noche anterior se había quedado hasta muy tarde jugando al Grand Theft Auto. Samantha Jennings se sentaba a su lado. Los profesores opinaban que Samantha era fantástica: siempre se presentaba voluntaria, uniforme limpio, uñas esmaltadas. Hacía todos sus esquemas con tres bolis de colores diferentes y forraba sus libros de ejercicios con papel, de manera que parecían más pulcros todavía. Pero, cuando los profesores no la veían, Samantha era una arpía. James la odiaba. Siempre lo chinchaba con que su madre era gorda, y en ese momento dijo: —La madre de James es tan gorda que tienen que untar la bañera con grasa para que no se quede atascada. Sus compañeros rieron, como siempre. Era verdad. La madre de James era enorme y tenía que encargar la ropa de un catálogo especial para gente gorda. Que lo vieran con ella se le antojaba una pesadilla; la gente señalaba y miraba, y los niños pequeños se burlaban imitando su forma de andar. James quería a su madre, pero inventaba excusas cuando ella le pedía que la acompañara a algún sitio. —Ayer fui a dar un paseo de ocho kilómetros —continuó Samantha—. Dos vueltas alrededor de la madre de James. James levantó la vista del libro de ejercicios. —Muy gracioso, Samantha. Incluso más que las tres primeras veces que lo dijiste. James era uno de los chicos más duros de séptimo y cualquier niño que se burlara de su madre recibía un puñetazo. Pero ¿qué podías hacer cuando se trataba de una niña? En la siguiente clase se sentaría lo más lejos posible de Samantha. —Desde luego, no sé cómo puede ser tan gorda... James estaba harto, se levantó de un brinco y el taburete cayó hacia atrás. —¿Qué pasa contigo, Samantha? —exclamó. El laboratorio se sumió en el silencio. Todos los ojos se volvieron hacia ellos. —Pero bueno, James —sonrió Samantha—, ¿no tienes sentido del humor? —Señor Choke, recoja su asiento y continúe trabajando —ordenó la señorita Voolt. —Una palabra más, Samantha, y te... —la especialidad de James no eran las réplicas— te juro que... Ella lanzó una risita. —¿Qué harás, James? ¿Ir a casa y darle un abrazo a la gorda de tu madre? James ya no soportó la estúpida sonrisa de Samantha, así que la obligó a bajar del taburete y sin miramientos la empujó de cara contra la pared. Cuando

ella se dio la vuelta, él se quedó petrificado: la chica tenía la cara cubierta de sangre. Se había hecho un corte en la mejilla con un clavo que sobresalía-de la pared. James retrocedió asustado. La chica se cubrió la herida con la mano y se puso a berrear. —¡James Choke, te has metido en un buen lío! —gritó la señorita Voolt. Toda la clase se alborotó. James no sabía cómo afrontar la situación. Nadie creería que había sido un accidente. Corrió impulsivamente hacia la puerta. La señorita Voolt intentó retenerlo agarrándolo de la chaqueta. —¿Adonde crees que vas? —¡Apártese de mi camino! —rugió James, y le dio un empellón. La profesora cayó hacia atrás, agitando los brazos y las piernas como un escarabajo vuelto del revés. Él cerró con estrépito la puerta del aula y huyó por el pasillo. Las puertas del colegio estaban cerradas con llave, pero escapó saltando la valla del aparcamiento de los profesores. Se alejó a toda prisa, mascullando para sí, menos irritado y más asustado a medida que iba comprendiendo la enormidad de lo sucedido. Cumpliría doce años dentro de pocas semanas y empezó a preguntarse si viviría hasta entonces. Su madre lo mataría. Lo suspenderían sin dudarlo. Lo que había hecho conllevaría la expulsión. Cuando llegó al pequeño parque infantil cerca de su casa, se sentía enfermo. Consultó su reloj. Si llegaba a casa tan temprano, su madre sabría que algo había pasado. No tenía dinero para una taza de té en el puesto de comida rápida, lo único que podía hacer era ir al parque infantil y protegerse de la lluvia en el túnel de cemento. El túnel parecía más pequeño de lo que recordaba. Había pintadas por todas partes y olía a pipí de perro. A James no le importó. Pensaba que se merecía estar en un sitio frío que oliera a perro. Se frotó las manos para que entraran en calor y se acordó de cuando era pequeño. Por entonces su madre no era tan gorda, de ningún modo. Ella solía asomarse al final del túnel con una sonrisa tonta y bromeaba con él. Le decía con voz profunda: «Voy a comerte, James.» Y él se moría de risa y miedo, porque el túnel tenía un eco estupendo cuando estabas dentro. James lo probó: —Soy un idiota redomado. El eco le dio la razón. Se subió la capucha de la chaqueta y la cremallera hasta cubrirse la mitad de la cara. Después de media hora de meditar enfurruñado, James había llegado a la conclusión de que tenía dos opciones: quedarse en el túnel el resto de su vida, o volver a casa para ser ajusticiado. Entró en el recibidor del piso y examinó el teléfono móvil que había sobre la mesilla, bajo el perchero: 12 LLAMADAS PERDIDAS NÚMERO DESCONOCIDO Seguramente el colegio había intentado ponerse en contacto con su madre, pero ella no había contestado. James dio gracias a Dios, pero se preguntó por qué no lo habría hecho. Entonces se fijó en que la chaqueta del tío Ron estaba colgada. Tío Ron había aparecido cuando James aún gateaba. Era como tener una alfombra ruidosa y maloliente en la casa. Ron fumaba, bebía y sólo salía para ir al pub. Una vez tuvo un empleo, pero le duró quince días. James siempre había pensado que Ron era idiota, y al final su madre le había dado la razón y lo había echado a patadas, pero sólo después de casarse con él y dar a luz a una niña. Incluso ahora, la madre de James tenía debilidad

por Ron. Nunca se habían divorciado. Ron aparecía cada tantas semanas, en teoría para ver a su hija, Lauren, pero la mayoría de las veces lo hacía cuando Lauren estaba en el colegio y él iba corto de dinero. James entró en la sala de estar. Su madre, Gwen, estaba espatarrada en su sillón, los pies sobre un taburete bajo, el pie izquierdo vendado. Ron se sentaba en una butaca, los pies apoyados sobre la mesita auxiliar, los dedos asomando por los agujeros de los calcetines. Los dos estaban borrachos. Ron se enderezó y dio una calada al cigarrillo. —Hola, Jamie, papá está en casa —anunció Ron, sonriente. Ambos se miraron. —Tú no eres mi padre —dijo James. —No —contestó Ron—. Tu padre se largó el día que vio tu careto. James no quería hablar delante de Ron, pero el asunto estaba reconcomiéndolo. —Mamá, ha pasado algo en el colegio. Ha sido un accidente. —¿Te has vuelto a mear encima? —lo pinchó Ron. James no picó. —Escucha, querido James —dijo Gwen, arrastrando las palabras—. Sean cuales sean tus problemas, ya hablaremos después. Ahora ve a buscar a tu hermana al colegio. He bebido un par de copas de más y será mejor que no conduzca. —Lo siento, mamá, pero es grave. He de decirte... —Ve a buscar a tu hermana, James —repuso ella, tajante—. Me duele la cabeza. —Lauren es lo bastante mayor para volver sola —adujo James. —Venga, chaval —terció Ron—, haz lo que te han dicho. Una buena patada en el trasero te arreglaría la vida, si quieres saber mi opinión. —¿Cuánto dinero quiere esta vez? —James puso el dedo en la llaga. Gwen agitó la mano. Estaba harta de los dos. —¿No podéis estar dos minutos en la misma habitación sin discutir? James, busca en mi bolso y compra algo para merendar. Esta noche no voy a cocinar. —Pero... —Lárgate, James, o perderé la paciencia. James ardía en deseos de darle su merecido al tío Ron. Su madre se comportaba bien cuando aquel gandul no estaba presente. Encontró el bolso de Gwen en la cocina. Un billete de diez libras era suficiente para la cena, pero tomó dos de veinte. Ron limpiaría el bolso antes de marcharse, así que James no se llevaría las culpas. Era una sensación estupenda guardarse cuarenta libras en el bolsillo. Gwen siempre dejaba al alcance de la mano pequeñas cantidades para que James o Ron las birlaran. El dinero de verdad lo guardaba arriba, en la caja fuerte.

2. HERMANA Algunos chicos se contentaban con tener una consola de juegos. James Choke tenía todas las consolas, todos los juegos y todos los accesorios. En su habitación había un PC, un reproductor de MP3, un móvil Nokia, una pantalla plana de televisión y un reproductor de DVD. No los cuidaba; si alguno se averiaba, conseguía otro. Tenía ocho pares de zapatillas Nike, un monopatín último modelo y una bicicleta de seiscientas libras. Cuando su habitación estaba desordenada, daba la impresión de que una bomba había estallado en la tienda Toys"R”Us. James tenía todo esto porque Gwen Choke era una ladrona. Dirigía un imperio de atracadores de tiendas desde su sillón, mientras miraba culebrones y se atiborraba de bombones y pizzas. Ella no robaba. Gwen recibía pedidos y los pasaba a los ladrones que trabajaban para ella. No dejaba rastro, nunca tenía objetos robados y cambiaba de número de móvil cada pocos días, de modo que la policía no podía seguir el rastro de sus llamadas. Era la primera vez que James volvía a la escuela primaria desde su último día como, alumno, antes de las vacaciones de verano. Algunas madres estaban congregadas en la puerta, parloteando. —¿Dónde está tu madre, James? —preguntó alguien. —Borracha como una cuba —dijo el chico con amargura. No podía excusarla después de que lo hubiera echado del piso. Vio que el grupo de madres intercambiaban miradas. —Necesito un juego Medal Of Honour para PlayStation —pidió una madre —. ¿Puedes conseguirlo? James se encogió de hombros. —Por supuesto, a mitad de precio, en metálico. —¿Te acordarás, James? —Deme su nombre y su número de teléfono y lo pasaré. Las madres empezaron a anotar pedidos. Zapatillas deportivas, joyas, coches teledirigidos. James se guardó los papeles en la chaqueta. —Lo necesito el martes —dijo alguien. James no estaba de humor. —Póngalo en el papel para que mi madre tome nota. Yo no me acordaré. Los niños empezaron a salir. Lauren, que tenía nueve años, fue la última de su clase. Llevaba las manos en los bolsillos de la cazadora y barro en los tejanos, porque había jugado al fútbol con los chicos a la hora de comer. Tenía el pelo rubio, igual que James, pero no paraba de pedir a su madre que se lo tiñera de negro. Lauren era de otro planeta para la mayoría de las niñas de su edad. No tenía ni un vestido ni una falda, había metido sus Barbies en el microondas cuando tenía cinco años, y no había tocado ninguna desde entonces. Gwen Choke decía que, si había dos formas de hacer algo, Lauren siempre escogía la tercera. —Odio a esa urraca —dijo Lauren cuando estuvo cerca de James. —¿A quién? —preguntó James. —La señora Reed. Nos puso sumas y las resolví en dos minutos, pero me obligó a quedarme quietecita durante el resto de la clase, esperando a que todos los chicos tontos terminaran. Ni siquiera me dejó ir al guardarropa a

buscar mi libro. James recordó que la señora Reed hacía lo mismo cuando le daba clases tres años antes. Era como ser castigado por ser inteligente. —¿Por qué has venido? —preguntó Lauren. —Mamá está borracha. —No debería beber hasta después de la operación. —A mí no me lo digas —repuso James—. ¿Qué puedo hacer? —¿Cómo es que has llegado a casa tan pronto como para venir a recogerme? —Tuve una pelea. Me enviaron a casa. Lauren meneó la cabeza, pero no pudo reprimir una sonrisa. —Otra pelea. Es la tercera del trimestre, ¿verdad? James cambió de tema. —¿Cuál prefieres primero, la buena noticia o la mala? —preguntó. Lauren se encogió de hombros. —Cuenta. —Tu padre está en casa. La buena noticia es que mamá nos ha dado dinero para comer fuera. Cuando volvamos, él ya tendría que haberse marchado. Acabaron en una hamburguesería. James tomó una doble con queso, Lauren sólo quiso aros de cebolla y una CocaCola. No tenía hambre, de modo que montó un estropicio sobre la mesa, mientras James comía. Derramó montoncitos de azúcar, los empapó de leche, hizo trizas los envoltorios de papel y lo revolvió todo. —¿Por qué haces eso? —preguntó James. —La verdad —dijo Lauren mordazmente— es que el futuro de la civilización occidental depende de que dibuje una cara sonriente con este mejunje. —¿Has pensado que algún pobre desgraciado tendrá que limpiar esto? —No es mi problema. —Lauren se encogió de hombros. James engulló el último bocado de hamburguesa y se dio cuenta de que aún tenía hambre. Lauren apenas había tocado su ración de aros de cebolla. —¿Te los vas a comer? —preguntó. —Acábatelos. Están helados. —No tenemos nada más para cenar. Será mejor que los comas. —No tengo hambre —repuso Lauren—. Luego prepararé sándwiches calientes. A james le encantaban los sándwiches calientes de Lauren. Eran demenciales: mezclaba Nutella, miel, azúcar glasé, sirope, trocitos de chocolate... todas las cosas dulces que encontraba, y en cantidad. La parte de fuera estaba crujiente, y el relleno tenía unos tres centímetros de grosor. No podías comer uno sin quemarte los dedos. —Será mejor que después limpies —dijo James—. Mamá se puso hecha una furia la última vez que los hiciste. Cuando volvieron a su calle ya había oscurecido. Dos tipos salieron de detrás de un seto. Uno de ellos agarró a James y lo aplastó contra una pared, al tiempo que le retorcía la mano a la espalda. —Hola, James —dijo el tipo, la boca contra el oído de James—. Te estábamos esperando. El otro agarró a Lauren y le tapó la boca para ahogar sus gritos. La opinión de James sobre su propia inteligencia alcanzó el nivel más bajo de su vida. Mientras se preocupaba por meterse en líos con el colegio, su

madre y tal vez incluso la policía, había olvidado algo: Samantha Jennings tenía un hermano de dieciséis años. Greg Jennings salía con una pandilla de descerebrados. Eran los reyes en el barrio de James: destrozaban coches, asaltaban a la gente, se metían en todas las peleas. Si se acercaban a otro chico, éste clavaba la vista en sus zapatos, cruzaba los dedos y se alegraba si todo terminaba con unos bofetones y su cartera vacía. Una forma particularmente buena de irritar a la banda era pegar a alguna de sus hermanas pequeñas. Greg Jennings frotó la cara de James contra los ladrillos. —Bien, ¿tienes algo que decir, James? —le espetó, y le soltó el brazo. James notó que la sangre le resbalaba por la nariz y la mejilla. Resistirse era inútil: Greg podía partirle en dos como una ramita. —¿Asustado? —preguntó Greg—. Más te vale. James intentó hablar, pero su voz lo abandonó; de todos modos, sus temblores hablaban por él. —¿Tienes dinero? —preguntó Greg. James sacó el resto de las cuarenta libras. —No está mal —dijo Greg. —No hagas daño a mi hermana, por favor —suplicó James. —Mi hermana lleva ocho puntos en la cara —dijo Greg, al tiempo que sacaba una navaja del bolsillo—. Tienes suerte de que no suelo meterme con niñas pequeñas, o tu hermana acabaría con ochenta. Greg le cortó la corbata del instituto y luego los botones de la camisa; al final le rajó los pantalones. —Esto sólo es el principio —dijo Greg—. Nos vamos a ver con frecuencia. Un puño se hundió en el estómago de James. Ron lo había golpeado anteriormente, pero nunca tan fuerte. Ambos matones se alejaron y James cayó al suelo hecho un guiñapo. Lauren se acercó a su hermanastro. No parecía muy compasiva. —¿Te peleaste con Samantha Jennings? James la miró. Estaba dolorido y avergonzado. —Se lastimó la cara por accidente. Sólo quería asustarla. Lauren empezó a alejarse. —Ayúdame a levantar, Lauren. No puedo andar. —Pues gatea. Lauren avanzó unos pasos, pero al final no pudo abandonar a su hermano, aunque fuera un idiota. James anduvo dando tumbos hasta su casa, con el brazo sobre el hombro de Lauren, que tuvo que emplear todas sus fuerzas para sostenerlo.

3. PEOR James entró en el recibidor con una mano sobre el estómago. Miró el móvil de su madre: 48 LLAMADAS PERDIDAS 4 MENSAJES DE TEXTO Desconectó el teléfono y se asomó a la sala de estar. La luz estaba apagada y la tele encendida. Su madre dormía en su sillón, pero no había ni rastro de Ron. —Se ha ido —dijo James. —Gracias a Dios —suspiró Lauren—. Siempre me besa y su aliento me da asco. —Cerró la puerta de la calle y recogió una nota manuscrita del felpudo—. Es de tu colegio. —Leyó en voz alta—: «Estimada señora Choke, haga el favor de ponerse en contacto urgentemente con la secretaria del colegio, o bien conmigo, en uno de los números que aparecen más abajo, en reí...» ¿qué? —En relación —dedujo James. —«... en relación con el comportamiento de James en el colegio hoy.» Firmado: «Michael Rook, subdirector.» Lauren siguió a James hasta la cocina. Él se sirvió un vaso de agua del grifo y se derrumbó ante la mesa. Ella se sentó enfrente y se quitó las zapatillas de deporte. —Mamá te machacará —sonrió con malicia. —¿Es que no puedes cerrar el pico? Intento no pensar en eso. *** James se encerró en el cuarto de baño. Estaba asombrado por lo que el espejo le mostraba: el lado izquierdo de la caray las puntas de su corto pelo rubio estaban manchados de rojo sangre. Vació los bolsillos y metió su ropa en una bolsa de basura. Más tarde la escondería bajo el resto de la basura para que su madre no la encontrara. Haberse metido en ese lío lo hizo interrogarse sobre sí mismo. Sabía que no era una persona muy buena, siempre acababa peleándose. Era listo, pero sacaba malas notas porque nunca se aplicaba en los estudios. Recordaba todas las ocasiones en que sus profesores le habían dicho que estaba desperdiciando su potencial y que acabaría mal. Había aguantado millones de sermones con el cerebro desconectado. Ahora empezaba a creer que estaban en lo cierto, y eso consiguió que los odiara todavía más. Desenroscó el tapón de un tubo de antiséptico, pero pensó que no serviría de nada si antes no se lavaba la sangre. La ducha caliente relajó su cara y su estómago, mientras un charco rojo se iba formando a sus pies. James no estaba seguro de la existencia de Dios, pero no entendía cómo habría podido formarse el mundo sin una especie de centro de mando que lo organizara todo. Así que si había algún momento bueno para rezar, era ése. Se preguntó si era correcto rezar desnudo en la ducha, pero supuso que daba igual y entrelazó las manos mojadas. —Hola, Dios... ¿Sabes?, no siempre me porto bien. La verdad es que no. Por eso te pido que me ayudes a ser bueno y todo eso. Quiero ser una persona mejor. Gracias... Amén. Y no dejes que Greg Jennings me mate, por favor. Se miró las manos, poco convencido del poder de su oración. Después de la ducha, se puso su ropa favorita: una camiseta del Arsenal y

un pantalón de chándal Nike muy usado. Tenía que esconderlos de su madre porque ésta tenía la manía de tirar todo lo que no pareciera robado de una tienda la semana anterior. No entendía que la ropa era más chula si se veía un poco usada. Después de la leche, de las dos tostadas de Lauren y de media hora jugando al GT4 tapado con la colcha, James se sintió un poco mejor. Salvo que su estómago lo mataba si se movía con brusquedad, y no tenía ganas de contarle a su madre lo que había hecho en el colegio. Pero no parecía que ella fuera a despertarse pronto. Habría bebido litros de alcohol. James estrelló el coche en la barrera y seis coches pasaron de largo como una exhalación, dejándolo en el último lugar. Arrojó a un lado el control de mandos. Siempre tomaba mal aquella curva. Los coches controlados por el programa tomaban las curvas como si fueran sobre raíles, y parecía que se burlaban de uno. Era aburrido jugar solo, pero no podía contar con Lauren. Ella odiaba los juegos de ordenador, sólo le gustaba jugar al fútbol o dibujar. Agarró el móvil y llamó a su amigo Sam. Éste vivía en el piso de abajo y eran compañeros de clase. —Hola, señor Smith. Soy James Choke. ¿Está Sam? Sam contestó en su dormitorio. —Hola, psicópata—dijo Sam, riendo—. Tienes muuuuuchos problemas. James no deseaba que la conversación empezara de esa forma. —¿Qué pasó después de que me fui? —Fue horroroso, tío. Samantha tenía la cara ensangrentada, los brazos, todo. Se la llevaron en una ambulancia. La profe se hizo daño en la espalda, y no paraba de chillar: «¡Ésta es la gota que colma el vaso, voy a pedir la jubilación anticipada!» Vinieron el director y el subdirector. El director vio reír a Miles y lo expulsó durante tres días. James no podía creerlo. —¿Tres días de expulsión por reír? —Estaba lívido. Y tú estás expulsado para siempre jamás, James. —Ni hablar. —Sí, psicótico. Ni siquiera has conseguido llegar a la mitad del trimestre. Has batido un récord. ¿Tu madre te ha zurrado? —Aún no lo sabe. Está dormida. Sam volvió a estallar en carcajadas. —¡Dormida! ¿No crees que deberías despertarla para decirle que te han expulsado? —Le dará igual —mintió James, mientras fingía conservar la calma—. ¿Quieres venir a jugar con la PlayStation? Sam respondió en tono más serio. —No, tío, tengo que hacer los deberes. James rió. —Nunca haces los deberes. —Acabo de empezar. Me están presionando. Los regalos de mi cumpleaños penden de un hilo. James sabía que Sam estaba mintiendo, pero ignoraba el motivo. Por lo general, Sam preguntaba a su madre si podía ir, y ella siempre lo dejaba. —¿Estás enfadado conmigo? —No es eso, James, pero... —Pero ¿qué? —¿No es evidente? —No.

—Eres mi amigo, James, pero no podremos vernos hasta que esto se calme. —¿Por qué no? —Porque Greg Jennings te va a hacer papilla, y si me ven contigo, yo también seré hombre muerto. —Podrías ayudarme a plantarle cara —dijo James. Sam pensó que nunca había oído nada más divertido. —Mi culo esquelético no te servirá de nada contra esos tíos. Me caes bien y eres un buen amigo, pero en este momento ser tu amigo es una misión suicida. —Gracias por tu solidaridad, Sam. —Tendrías que haber pensado antes de decidir clavar a la hermana del tío más bruto del colegio en un clavo oxidado. —No quería hacerle daño. Fue un accidente. —Llámame cuando consigas que Greg Jennings se lo crea. —No puedo creer que me hagas esto, Sam. —En mi lugar, tú harías lo mismo. Y lo sabes. —De acuerdo —admitió James—. Soy un leproso. —La situación es complicada. Lo siento. —Ya. —Siempre podemos hablar por teléfono. —Vale. —Será mejor que cuelgue. Adiós, James. Lo siento. —Que te lo pases bien con los deberes. James colgó y se preguntó si debería rezar otra vez. Vio telebasura hasta que cayó dormido. Tuvo un sueño en el que Greg Jennings le pateaba el estómago, y despertó sobresaltado. Necesitaba orinar. El dolor de estómago era cincuenta veces peor que antes. La primera gota de pis fue roja. James hizo una segunda prueba. Rojo brillante. Estaba orinando sangre. Cuando acabó, el dolor remitió, pero estaba asustado. Tenía que decírselo a su madre. La tele de la sala de estar seguía con el volumen alto. James la apagó. —Mamá —dijo, y tuvo una sensación extraña. Su madre estaba demasiado inmóvil. Le tocó la mano. Fría. Puso la mano delante de su boca. No respiraba. Tampoco tenía pulso. Nada. James abrazó a Lauren en la parte posterior de la ambulancia. El cadáver de su madre se hallaba a medio metro de distancia, cubierto por una manta. Deshecha, Lauren se aferró a su hermano. Él estaba asustado, pero intentó calmarse para impedir que Lauren se sintiera peor. Cuando la ambulancia llegó a Urgencias, se llevaron a su madre en una camilla. James comprendió que iba a ser su último recuerdo de ella: una manta abultada iluminada por luces azules destellantes. James tuvo que bajar de la ambulancia con Lauren aferrada a él. No había forma de que se soltara. Había dejado de llorar y jadeaba como un animal. Lauren caminaba como una zombi. El conductor los guió a través de la sala de espera hasta un cubículo donde una doctora estaba esperándolos. —Soy la doctora May. Vosotros debéis de ser Lauren y James. James acarició el hombro de Lauren para tranquilizarla. —Lauren, ¿puedes soltar a tu hermano para que podamos hablar? La chica no reaccionó, como si fuera sorda. —Es como si estuviera muerta —dijo James. —Está en estado de shock. Tendré que darle algo o se desmayará. La doctora tomó una jeringuilla del carrito y subió la manga de la camiseta

de Lauren. —Sujétala fuerte. En cuanto la aguja se hundió en su carne, Lauren se quedó sin fuerzas. James la acostó en la cama. La doctora May le levantó las piernas y la cubrió con una manta. —Gracias —dijo James. —Dijiste al conductor de la ambulancia que tenías un poco de sangre en la orina —dijo la doctora. —Sí. —¿Te golpeó algo en el estómago? —Alguien —dijo James—. En una pelea. ¿Es grave? —Tus intestinos han sangrado a causa de los golpes. Es igual que un corte externo. Debería curarse solo. Vuelve si la hemorragia no ha parado mañana por la noche. —¿Qué será de nosotros ahora? —Una asistente social se pondrá en contacto con vuestra familia. —Yo no tengo familia. Mi niñera murió el año pasado y no sé dónde está mi padre.

4. CUIDADOS James despertó a la mañana siguiente en una cama desconocida, con sábanas que olían a desinfectante. No tenía ni idea de dónde estaba. Lo último que recordaba era una enfermera que le daba una pastilla para dormir, y que había caminado hacia un coche con la cabeza pesándole una tonelada. Iba vestido, pero las zapatillas deportivas estaban en el suelo. Asomó la cabeza y vio otra cama, ocupada por Lauren, que dormía con el pulgar en la boca. James no la veía hacer eso desde que era pequeñita. Con independencia de lo que estuviera soñando, lo del pulgar no era buena señal. Bajó de la cama. La píldora lo había aturdido, sentía la mandíbula rígida y un dolor extraño en la cabeza. James deslizó una puerta a un lado y descubrió la ducha y el váter. Se tranquilizó cuando vio que su pis había recuperado el color normal. Se lavó la cara. Sabía que debería estar triste por la muerte de su madre, pero se sentía muerto por dentro. Todo se le antojaba tan irreal como estar sentado en una butaca viéndose en la televisión. James miró por la ventana. Montones de niños corrían de un lado a otro. Recordó que una de las amenazas favoritas de su madre consistía en prohibirle salir de casa si no se portaba bien. Sonó un timbre cuando James salió de la habitación. Una asistente social salió de un despacho y le tendió la mano. James la estrechó, sorprendido por su pelo púrpura y los pendientes metálicos que colgaban de sus orejas. —Hola, James, soy Rachel. Bienvenido a Nebraska House. ¿Cómo te encuentras? Él se encogió de hombros. —Siento mucho lo de tu madre. —Gracias, señorita. Rachel rió. —No estás en el colegio, James. Me han dicho todo tipo de groserías, pero nunca señorita. —Lo siento. —Te enseñaré las instalaciones, y después desayunarás. ¿Tienes hambre? —Un poco. —Escucha, James —dijo ella mientras andaban—, este lugar es un vertedero y sé que ahora mismo todo te parece horrible, pero aquí hay muchas buenas personas que quieren ayudarte. —Vale. —Mira, nuestro spa de lujo —dijo Rachel. Señaló por la ventana una piscina llena de agua de lluvia y colillas. James sonrió apenas. Rachel parecía amable, aunque debía de utilizar las mismas frases con todos los bichos raros que pasaban por allí. —Éste es el complejo de ocio de alta tecnología. Prohibido el acceso hasta terminar los deberes. Atravesaron una sala con un tablero de dardos y dos mesas de billar. El fieltro verde estaba pegado con celo, y había un paragüero lleno de tacos rotos o sin punta. —Las habitaciones están arriba —continuó Rachel—. Chicos en la primera planta, chicas en la segunda. Los baños y las duchas están aquí abajo. Por lo general, nos cuesta convencer a los chicos de que entren.

—Mi habitación tiene ducha —dijo James. —Es la habitación de bienvenida a los recién llegados. Sólo pasan una noche. Llegaron al comedor, donde había más de veinte chicos, la mayoría con uniforme de colegio. Rachel lo fue señalando todo. —Allí los cubiertos, comida caliente en la cantina, y ahí cereales y zumos de frutas. Si quieres, puedes prepararte tostadas. —Bien —dijo James. Pero no se sentía bien. Aquella sala llena de chicos desconocidos y ruidosos lo intimidaba. —Después de desayunar, ven a mi despacho. —¿Y mi hermana? —La enviaré contigo cuando despierte. James tomó unos Frosties y se sentó solo. Los demás chicos no le hicieron caso. Era evidente que los recién llegados no significaban ninguna novedad. Rachel estaba hablando por teléfono. Su escritorio se hallaba atestado de papeles y carpetas. Un cigarrillo se consumía en el cenicero. Colgó el auricular y dio una calada. Vio que James miraba el letrero de «Prohibido fumar». —Si me despiden, tendrán que sustituirme con seis personas —dijo—. ¿Un cigarrillo? A James le sorprendió que un adulto le ofreciera tabaco. —No fumo. —Bien hecho. Produce cáncer, pero preferimos dároslos antes que los robéis en un estanco. Aparta las cosas y ponte cómodo. El chico quitó una pila de la silla menos cargada y se sentó. —¿Cómo te sientes, James? —Creo que la pastilla para dormir me ha dejado atontado. —Se pasará. Me refería a cómo te sientes en relación con lo de tu madre. Él se encogió de hombros. —Mal, supongo. —Lo importante es no callarlo. Te reservaremos hora con un asesor, pero entretanto puedes hablar con cualquiera de nosotros. A cualquier hora, incluso a las tres de la mañana. —¿Sabe alguien de qué murió? —preguntó James. —Por lo que tengo entendido, tu madre tomaba calmantes para una úlcera. —No debía beber —dijo James—. Está relacionado con eso, ¿verdad? —La mezcla de calmantes y alcohol la indujo a un sueño profundo. Su corazón dejó de latir. Si te sirve de consuelo, no sufrió. —¿Qué será de nosotros? —Creo que no tenéis parientes. —Sólo mi padrastro. Lo llamo tío Ron. —La policía lo localizó anoche. —Imagino que lo encerraron —dijo James. Rachel sonrió. —Intuí que no os llevabais bien cuando hablé con él anoche. —¿Habló con Ron? —Sí... ¿Te llevas bien con Lauren? —Casi siempre. Nos peleamos diez veces al día, pero siempre acabamos riendo. —Ron estaba casado todavía con tu madre cuando murió, aunque vivían separados. Ron es el padre de Lauren, de modo que conseguirá automáticamente la custodia si la solicita.

—No podemos vivir con él. Es un inepto. —James, Ron cree que Lauren no debería quedarse con nosotros. Es su padre. No podemos impedírselo, a menos que existieran antecedentes de malos tratos. La cuestión es que... James juntó las piezas del rompecabezas sin necesidad de ayuda. —A mí no me quiere, ¿verdad? —Lo siento. James clavó la vista en el suelo, mientras procuraba contener su disgusto. Quedar al cuidado de una institución era malo, pero que Lauren pasara a depender de Ron era peor. Rachel dio la vuelta al escritorio y pasó el brazo alrededor del muchacho. —Lo siento mucho, James. Él se preguntó por qué Ron quería quedarse con Lauren. —¿Cuánto tiempo podremos estar juntos? —Ron dijo que vendría a última hora de la mañana. —¿No podemos quedarnos juntos unos días más? —Tal vez te cueste entenderlo ahora, James, pero retrasar la separación sólo servirá para empeorar las cosas. Podréis veros de vez en cuando. —No la cuidará bien. Mamá se encargaba de lavar y todo lo demás. A Lauren le da miedo la oscuridad. No puede ir al colegio sola. Ron no la ayudará. Es un inútil. —Intenta no preocuparte, James. Haremos visitas regulares para comprobar que Lauren se ha instalado en su nuevo hogar. Si no está bien atendida, se hará algo. —¿Qué pasará conmigo? ¿Me quedaré aquí? —Hasta que encuentres un hogar de acogida. Eso significa ir a vivir con una familia que acoge a niños como tú durante unos meses. Existe también la posibilidad de que te adopten, lo cual significa que una pareja se ocupe de ti de manera permanente, como si fueran tus verdaderos padres. —¿Cuánto tiempo tarda eso? —preguntó James. —En este momento andamos cortos de familias de acogida. Unos meses, como mínimo. Tal vez deberías pasar un rato con tu hermana antes de que llegue Ron. James volvió al dormitorio. Despertó con delicadeza a Lauren. Ella se dio la vuelta poco a poco, se incorporó y se frotó los ojos. —¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Un hospital? —Un centro de acogida de menores. —Me duele la cabeza. Me siento mareada. —¿Te acuerdas de anoche? —Recuerdo que me dijiste que mamá había muerto, y que esperamos a que llegara la ambulancia. Debí de quedarme dormida. —Te pusieron una inyección para calmarte. La enfermera dijo que te sentirías rara cuando despertases. —¿Vas a quedarte aquí? —Ron vendrá a recogerte más tarde. —¿Sólo a mí? —Sí. —Creo que voy a vomitar —dijo ella y se cubrió la boca. James dio un salto hacia atrás para que no lo rociara. —Ahí está el lavabo —dijo, señalándolo. Lauren entró en el cuarto de baño como una exhalación. James oyó que vomitaba. Tosió un poco y después tiró de la cadena. Se hizo el silencio unos

momentos. James llamó a la puerta. —¿Estás bien? ¿Puedo entrar? Lauren no contestó. Él asomó la cabeza. La niña estaba llorando. —¿Qué será de mí si vivo con papá? —sollozó. James la abrazó. Su aliento olía a vómito, pero no le importó. Lauren siempre había estado con él. James nunca se había dado cuenta de lo mucho que la echaría de menos si se marchaba. Lauren se calmó un poco y se duchó. Se sentía incapaz de desayunar, así que se sentaron en la sala de juegos. Todos los demás chicos habían ido al colegio. El rato que transcurrió hasta la llegada del tío Ron fue doloroso. James quiso decir algo increíble para animarla. Lauren clavó la vista en el suelo, dando pataditas a la pata de la silla con sus Reebok. Ron llegó con un helado. Lauren dijo que no lo quería, pero de todos modos lo aceptó. No se sentía con ánimos para discutir. James procuró no llorar delante de Ron. Su hermana estaba tan disgustada que no podía hablar. —Si quieres ver a Lauren, éste es el número —dijo Ron, y le entregó un trozo de papel—. Voy a vaciar el piso —continuó—. He hablado con la asistente social, y te acompañarán más tarde. Cualquier cosa tuya que siga allí el viernes irá a la basura. James no podía creer que Ron actuara de una forma tan horrible en un día como aquél. —Tú la mataste —le espetó—. Tú llevaste a casa toda aquella bebida. —No se la metí por la fuerza en la garganta —contestó Ron—. Y no te hagas ilusiones de ver a Lauren muy a menudo. James estaba a punto de explotar. —Cuando sea mayor, te mataré —dijo—. Lo juro por Dios. Ron rió. —Me muero de miedo, chaval. Con suerte, algún adulto de aquí te enseñará buenos modales a golpes. Ya sería hora de que alguien lo hiciera. Ron agarró la mano de Lauren y se la llevó.

5. SEGURO James agrupó las bolas con el triángulo y lanzó la blanca contra ellas. Daba igual a donde fueran a parar. Sólo quería distraerse y no dar vueltas a las ideas horribles que se agolpaban en su cabeza. Llevaba horas jugando, cuando un veinteañero orejudo se presentó. —Kevin McHugh. Chico de los recados y ex prisionero. —Rió—. Quiero decir, ex interno. —Hola—dijo James, que no estaba para bromas. —Vamos a recoger tus cosas. Salieron y subieron a un minibús que esperaba. —Me han contado lo de tu madre, James. Un golpe duro. Kevin torció el cuello, buscando un hueco en el tráfico. —Gracias, Kevin. ¿Viviste aquí? —Durante tres años. Mi padre fue a la cárcel por atraco a mano armada y mi madre sufrió un desequilibrio nervioso. Me llevé muy bien con el personal de aquí, de modo que me dieron este empleo cuando cumplí diecisiete años. —¿Está bien? —preguntó James. —El sitio no está mal. De todos modos, vigila tus cosas, te lo birlan todo. Compra un candado y ponlo en tu taquilla. Duerme con la llave atada alrededor del cuello y ni siquiera te la quites en el baño. Si tienes dinero en metálico, te conseguiremos un cerrojo cuando volvamos. —¿Tan duro es? —preguntó James. —Estarás bien. Tienes aspecto de saber cuidar de ti mismo. Como en todas partes, hay algunos casos difíciles, así que mantente alejado de ellos. El piso era un vertedero. Muchas cosas de cierto valor se habían esfumado. El televisor, el vídeo y la cadena estéreo habían desaparecido de la sala. El teléfono ya no estaba en el recibidor ni el microondas en la cocina. —¿Qué ha pasado? —preguntó Kevin—. ¿Estaba así anoche? —Era de esperar —dijo James—. Ron ha venido y ha arramblado con todo. Espero que no haya tocado mis cosas. Fue corriendo a su cuarto. Televisor, vídeo y ordenador habían desaparecido. —¡Lo mataré! —chilló, y dio una patada a la puerta del ropero. Bueno, al menos, Ron había dejado la PlayStation 2 y casi todas las demás cosas. Kevin entró. —No podrás llevarte todo esto —dijo Kevin, mientras contemplaba aquel montón de objetos—. Tu madre debía de estar forrada. —Será mejor que nos llevemos todo lo que podamos. Ron dice que la casa ha de estar vacía el viernes. A James se le ocurrió una idea. Pidió a Kevin que empezara a guardar su ropa en bolsas negras de basura y fue a la habitación de su madre. Ron se había llevado el televisor portátil y el joyero del tocador, pero eso daba igual, porque Ron ya había robado todas las joyas de valor hacía años. Abrió el ropero de su madre y miró la caja fuerte. Había miles de libras dentro. Gwen Choke era una delincuente. No podía ingresar el dinero en el banco sin que investigaran su procedencia. A juzgar por las herramientas que había sobre la alfombra y los arañazos que exhibía la caja fuerte, Ron había

llevado a cabo un patético intento de forzarla. Volvería con un equipo mejor. James sabía que nunca lograría abrir la caja. Cuando la instalaron, habían hecho falta tres tíos para subirla por la escalera. No se abría con ninguna llave, sino mediante una combinación numérica que se marcaba con un dial. Una vez James había sorprendido a su madre abriéndola mientras con la otra mano sostenía una novela de Danielle Steele. Ésa era la única pista de que disponía. Tenía sentido que su madre escondiera la combinación dentro de un libro que Ron y él no tocarían ni por asomo. Pero ¿y si había cambiado la combinación desde entonces? Era su única oportunidad de hacerse con el dinero antes que Ron, de manera que valía la pena probar. Gwen guardaba un puñado de novelas en el estante que había encima de la cabecera de la cama. James encontró la de Danielle Steele y la hojeó. —¿Estás bien, James? —gritó Kevin desde el otro dormitorio. James estaba tan tenso que dio un brusco respingo y dejó caer el libro. —Sí, todo bien —contestó. Recogió el libro del suelo y vio una serie de números escritos en el margen de la página por la que el libro se había abierto al caer. Su madre lo habría abierto por esa página cientos de veces. James se sintió afortunado por primera vez en muchos días. Se acercó a la caja y marcó la combinación: 262,118,320,145,077. Agarró el asa y... no pasó nada. Maldita sea. La idea de Ron apoderándose del dinero le provocó náuseas. Entonces reparó en una pegatina que había bajo la rueda numérica, con instrucciones sobre la utilización de la caja. Leyó: 1. Componga el primer número de la combinación girando el dial en sentido contrario a las agujas del reloj. James no había caído en la cuenta de que la dirección en que girabas el dial era importante. Lo hizo y siguió leyendo: 2. Componga los cuatro números siguientes girando el dial tal como sigue: en el sentido de las agujas del reloj, en sentido contrario, en el sentido de las agujas y en el contrario. En caso de no seguir este procedimiento, el mecanismo no funcionará. Compuso los cuatro primeros números. —¿A qué estás jugando? —preguntó Kevin. James giró en redondo. El otro estaba en el umbral. Por suerte, la puerta abierta del ropero le impedía ver la caja fuerte. Kevin parecía buen tío, pero James sabía que cualquier adulto que descubriera la caja fuerte lo obligaría a entregar el contenido a la policía o a Ron. —Busco unas cosas —dijo James, rogando que su tono no despertara suspicacias. —Ven a ayudarme a guardar los trastos. No sé qué hemos de llevarnos. —Voy enseguida. Estoy buscando un álbum de fotos. —¿Quieres que té ayude? —No, no... gracias —dijo James, temblando de pies a cabeza. —Nos quedan quince minutos. Luego debo llevar unos alumnos al colegio. Kevin regresó por fin a la otra habitación. James compuso el quinto número. La caja emitió un chasquido satisfactorio. Leyó la tercera instrucción antes de tirar del asa, y no pudo reprimir una sonrisa: 3. Por motivos de seguridad, esta pegatina deberá ser retirada en cuanto esté familiarizado con el uso del aparato. James abrió la pesada puerta. El interior era sorprendentemente pequeño, porque el forro metálico era muy grueso. Había cuatro pilas de billetes y un sobre diminuto. Agarró una bolsa de basura, metió el dinero dentro y se guardó

el sobre en el bolsillo. James imaginó la cara de Ron cuando viera la caja fuerte desplumada. Después pensó en algo mejor. Despegó la pegatina de las instrucciones y la dejó dentro junto con la novela de Danielle Steele. Como toque final, para que Ron se enfureciera todavía más, agarró una foto suya enmarcada y la puso de pie dentro de la caja, para que fuera lo primero que viera Ron cuando al final la abriera por la fuerza. Luego cerró la puerta, giró el dial y colocó las herramientas tal como Ron las había dejado. *** James estaba de mejor humor cuando volvió a su dormitorio, con el dinero a buen recaudo. La habitación parecía desnuda. Kevin había guardado en bolsas toda la ropa y las sábanas. —He encontrado el álbum —dijo James. —Estupendo, pero temo que deberás hacer algún sacrificio. En Nebraska House solo tienes un ropero, una cómoda y una taquilla. James empezó a examinar los juguetes y las cosas tiradas por el suelo. Se sorprendió al comprender lo poco que le importaban casi todas sus posesiones. Sólo quería la PlayStation 2, el teléfono móvil y el reproductor de CD portátil. Todo lo demás eran juguetes y trastos de los que se había cansado. Lo malo era que Ron se había llevado su tele, así que no tenía donde instalar la PlayStation. Kevin se agachó y contempló la Dreamcast de Sega y una Gamecube de Nintendo. —¿No las quieres? —preguntó. —Sólo uso la PlayStation 2 —dijo James—. Llévatelas si quieres. —No puedo aceptar regalos de los internos. —Vale —dijo James, y de una patada envió las consolas al centro de la habitación—. No quiero que mi padrastro las venda para sacar dinero. No me las voy a llevar. Si tú no las quieres, las destrozaré. Kevin no sabía qué decir. James pisó la Sega, pero no se rompió, de modo que la levantó y la arrojó contra la pared. La caja se rompió y cayó detrás de la cama. Kevin se agachó a toda prisa y rescató la Gamecube. —Muy bien, James, vamos a hacer una cosa. Me llevaré la Gamecube y los juegos, y a cambio te compraré el candado cuando vuelva. ¿Trato hecho? —Me parece justo. Cuando hubieron guardado las últimas cosas y llevado las bolsas negras al minibús, James echó un rápido vistazo a todas las habitaciones del piso donde había vivido desde que naciera. Cuando llegó a la puerta de la calle, las lágrimas le humedecían los ojos. Kevin tocó la bocina del minibús. Ya había puesto en marcha el motor, pero James no hizo caso y volvió por última vez. No podía irse sin un recuerdo de su madre. Corrió escaleras arriba, entró en el piso y fue al dormitorio de ella. James recordaba que, cuando aún iba a gatas, se sentaba delante del tocador de su madre, después de que se bañaran juntos. Ella le ponía el pijama y le cepillaba el pelo. Eso era antes de que Lauren naciera. Sólo los dos, con sensación de cansancio y oliendo a champú. Ahora se sintió enternecido y triste. Encontró el usado cepillo de madera y se lo puso en la cinturilla de los pantalones de chándal. Entonces sí le resultó más fácil abandonar para siempre aquel lugar.

6. HOGAR James comprendió que había cometido una estupidez. Tendría que haber dejado un poco de dinero en la caja; de esa forma, Ron nunca se habría enterado de que había sido él. Dejar la foto había sido un detalle humorístico, pero, en cuanto la viera, Ron sabría quién se había llevado el dinero. Y si Ron se enfadaba, le costaría diez veces más volver a ver a Lauren. Kevin encontró una habitación para James y le enseñó lo básico. Por ejemplo, dónde estaban las lavadoras y dónde conseguir artículos de aseo y esas cosas, y después dejó que deshiciera su equipaje. La habitación tenía una cama, una cómoda y un armario ropero con una taquilla a cada lado, y dos escritorios bajo la ventana. El chico de la otra cama había decorado su pared con pósteres de Korn y Slipknot. Había un monopatín en el suelo, y ropa a juego colgaba en el ropero: pantalones cargo abolsados, sudadera con capucha y camisetas con logos de Pornstar y Gravis. Fuera quien fuera su compañero de habitación, parecía interesante. La otra cosa buena era que el chico tenía un televisor portátil en su escritorio, lo cual significaba que él podría utilizar la PlayStation. Consultó el reloj. Calculó que faltaba una hora para que su compañero de habitación saliera del colegio. Sacó el dinero de la bolsa negra; eran billetes de cincuenta y veinte libras, en fajos sujetos con gomas elásticas. Contó un par: cada fajo sumaba mil libras. Había cuarenta y tres fajos. Pensó dónde esconder el dinero, en caso de que Ron fuera allí a buscarlo. James se había llevado del piso un radiocasete portátil averiado, con la mitad de los botones rotos y la pletina que no rebobinaba; Ron se había llevado el bueno, con reproductor de CD. Rebuscó en las bolsas hasta encontrar su navaja suiza. Agarró el destornillador y quitó la parte posterior de la pletina. El interior estaba lleno de circuitos impresos y cables. Trabajó con celeridad, extrajo las tripas del aparato, desatornilló y rompió algunos elementos de plástico, dejando sólo lo que podía verse por delante, como el altavoz y el sitio donde se introducía la cinta. Metió en el hueco casi todo el dinero, salvo cuatro mil libras, y lo apretó bien para que no vibrara. Colocó la tapa de nuevo y guardó el radiocasete en su taquilla. Luego tomó los cuatro fajos de mil libras y los escondió en lugares evidentes: el bolsillo trasero de unos tejanos, dentro de un zapato, dentro de un libro. Sacó cien del último fajo para sus gastos y pegó el resto con cinta adhesiva en el interior de su taquilla. La idea era que, si Ron forzaba la habitación de James, encontraría cuatro mil libras con facilidad y no se daría cuenta de que había treinta y nueve mil más embutidas en un radiocasete de aspecto tan ruinoso que ni siquiera él querría robar. No podía tomarse la molestia de deshacer nada más. Metió todas las bolsas que pudo en el ropero y colocó lo que quedaba debajo de la cama. Llenó la taquilla con el resto de sus posesiones. La cerró de golpe y se colgó del cuello la llave del candado. Después, se tumbó sobre el colchón desnudo y fijó la vista en la pared. Había numerosos agujeros de tachuelas y manchas de pegamento, testimonio de los chicos anteriores que habían adornado las paredes. Se preguntó qué estaría haciendo Lauren.

Justo después de las cuatro, un chico entró en estampida, seguramente su compañero de cuarto. Era flaco, un poco más alto que James, y vestía uniforme escolar. Cerró la puerta de golpe e intentó encajar la llave en la cerradura para atrancarla. James se preguntó qué demonios estaba pasando. El chico no consiguió pasar la llave, porque otro abrió la puerta de un empujón. Éste parecía mayor, de la misma estatura, pero le doblaba en corpulencia. El primero saltó sobre su cama. El grandullón lo agarró y lo tiró al suelo. Se sentó a horcajadas sobre él y le dio una tanda de puñetazos. —Te crees muy listo, ¿eh, Kyle? —le espetó el matón. —Tú lo has dicho —replicó Kyle, y en respuesta recibió un par de bofetones. Luego el matón sacó una libreta de la chaqueta de Kyle y le golpeó la cabeza con ella. —Vuelve a tocar mis cosas, capullo, y te parto la cara. Se levantó, le propinó una patada en el muslo de despedida y se marchó tan campante. James se incorporó. Kyle intentó comportarse como si no hubiera pasado nada, pero no pudo disimular el dolor cuando se sentó en la cama. —Me llamo Kyle —dijo. —Yo soy James. ¿Qué le has hecho? —Esta mañana se le cayó su diario del bolsillo. Yo lo encontré. Casi todo lo que escribe son tonterías, pero había un poema sobre una chica. James rió. —¿Ese gigantón escribe poesía? —Sí —dijo Kyle—. Leí un par de versos delante de sus compañeros y se lo tomó muy mal. —Se sujetó la mandíbula. —¿Estás bien? —preguntó James—. Te ha dado una buena tunda. —Ya sabía que quería recuperar el diario, pero no que intentaría matarme... Un fragmento del poema era estupendo. «Me haces zumbar como una abeja / cuando con melancolía me rasco la oreja.» A que es bueno... ¿Eso es lo que parece, tío? —¿El qué? —Ese monopatín que hay debajo de tu cama te habrá costado más de cien libras. —¿Tú crees? Sólo lo he utilizado dos veces. Kyle soltó una risita. —Esa tabla es una leyenda, James. Hay chicos que morirían por tenerla, ¿y tú sólo la has utilizado dos veces? ¿Puedo verla? James se encogió de hombros. —Claro. Kyle pareció olvidar que todo el cuerpo le dolía cuando sacó la tabla de debajo de la cama de James. Se sentó en la cama y le dio varias vueltas examinándola con atención. —Es una pasada. Ruedas duras, ha de ser rápida. ¿Puedo probarla? —Claro. Puedes usarla siempre que yo pueda jugar con la PlayStation Dos en tu tele. —¡La PlayStation Dos! ¿Tenemos una PlayStation Dos en esta habitación? James, vales tu peso en oro. ¿Qué juegos tienes? —No lo sé. Unos sesenta. Kyle se echó hacia atrás en la cama y empezó a dar patadas en el aire. —¡Sesenta juegos! No te creo, James. Debes de ser el chico más mimado del mundo, y ni siquiera te das cuenta.

—¿Qué dices? —repuso James—. ¿Los chicos de aquí no tienen consolas de juegos? —Nos dan tres libras a la semana para gastos. ¿Ves esa camiseta de Gravis que hay en el suelo? Veinticinco libras. Tuve que ahorrar dos libras durante doce semanas para comprarla. Tuve que robar mis pantalones cortos Stussy en una tienda de Camden Lock. De no haberme movido con agilidad, habría acabado con un guardia de seguridad sentado encima de mí. —¿Quieres probar la PlayStation? —preguntó James. —Después de hacer los deberes —dijo Kyle—. Siempre hago los deberes antes. James se tumbó en la cama y se preguntó si Kyle sería un empollón. Alguien llamó a la puerta. —¿Sí? —preguntó James. Era uno de los encargados de la institución, un barbudo estilo hippy. Miró a James. —Te he matriculado en el Instituto West Road. Empezarás mañana por la mañana. Tendrás que volver a la hora de comer. El asesor quiere verte. James se llevó un disgusto. Pensaba que la muerte de su madre, además de la expulsión, lo mantendría alejado del colegio un par de semanas como mínimo. —De acuerdo —dijo—. ¿Dónde cae West Road? —Kyle —dijo el asistente social—, ¿puedes encontrar un uniforme escolar para James y enseñarle mañana el camino del colegio? —Hecho. Después de los deberes, Kyle acompañó a James a cenar. La comida no era una maravilla, pero sí mejor que la de casa. Luego se pusieron a jugar con la PlayStation. Mientras jugaban, se contaron cosas, como trifulcas en que habían intervenido y cómo habían acabado en aquel lugar. James se quedó sorprendido al saber que Kyle tenía trece años y ya estaba en noveno curso. Kyle dijo que era bueno en todo, excepto en deportes. Tenía dificultades, porque los demás chicos de la clase eran más corpulentos que él. James le explicó que sólo descollaba en deportes y matemáticas. Antes de acostarse, Kyle lo acompañó a la lavandería y localizó una caja de uniformes escolares. James ya tenía camisa y pantalones, pero necesitaba una chaqueta cruzada con la insignia de West Road y una corbata. No había mucho donde elegir, y todo estaba hecho polvo. Encontraron una chaqueta de la talla de James y una corbata raída. Kyle se durmió. La cabeza de James estaba muy ocupada. Por la mañana se iniciaría una nueva rutina: comer con otros chicos, ir a un nuevo colegio, volver a casa y pasar el rato con Kyle. No era el fin del mundo, pero echaba de menos a Lauren. De pronto recordó el sobrecito marrón de la caja fuerte. Bajó de la cama y se puso el pantalón del chándal. Buscó en los bolsillos y su corazón casi se paralizó cuando le costó encontrarlo. Tenía que ir a algún sitio iluminado, donde pudiera examinarlo sin que lo vieran. El lavabo era el lugar más adecuado. Se encerró en uno de los cubículos y abrió el sobre con delicadeza, para que pudiera volver a cerrarlo. Había una llave y una tarjeta: DEPÓSITOS REX Deposite sus objetos de valor con total discreción y seguridad. Cajas individuales de ocho tamaños diferentes. La dirección estaba en el dorso de la tarjeta. Al parecer, su madre tenía un escondite secreto. Puso la llave en la cuerda que colgaba de su cuello.

7. LOQUERO James siempre había ido a colegios mixtos, pero West Road sólo admitía chicos. La falta de chicas creaba un ambiente amenazador. Había más ruido, y en los pasillos todos empujaban con más violencia que en su antiguo colegio. Daba la impresión de que podía pasar algo en cualquier momento. Uno de séptimo recibió un fuerte empujón de uno de décimo y fue a parar contra James. El chico cayó y lanzó un chillido cuando el otro le pisoteó la mano. Todos iban a algún sitio. James tenía un plano que no servía para nada, por más vueltas que le diera. —Bonita corbata, nenaza —dijo alguien. James pensó que se lo decían a él. Su corbata era un desastre. Decidió birlarle una a algún despistado en cuanto se le presentara la ocasión. Los alumnos iban desapareciendo en las aulas, y al cabo de un par de minutos James sólo tenía por compañía a unos cuantos rezagados. Un par de chicos de décimo de aspecto desagradable le cortaron el paso. Uno llevaba el pelo de punta y una camiseta de Metallica debajo de la chaqueta. Ambos calzaban amenazadoras botas de puntera metálica. —¿Adonde vas, atontado? James los miró, convencido de que iba a morir antes de asistir a su primera clase. —A matricularme —dijo. El de Metallica le arrebató el plano. —Bien, pues va a ser que no —dijo. James se preparó mentalmente para una patada o un puñetazo. —Intenta utilizar la parte del plano que dice edificio principal, no anexo. Está allí. Metallica dio la vuelta al plano y se lo devolvió a James. Señaló una puerta amarilla, en un pasillo que había a la izquierda. —Gracias —dijo James, y se alejó a toda prisa. —Quítate esa corbata —gritó Metallica a su espalda. James se miró la corbata. Vale, estaba raída, pero ¿a qué venía tanto follón? James entregó un impreso con sus datos al profesor. Toda la clase lo miró mientras buscaba asiento. Se sentó al final de una fila, al lado de un chico negro llamado Lloyd. —¿Eres uno de los huerfanitos del asilo municipal? —preguntó Lloyd. Los chicos sentados alrededor rieron. James sabía que la primera impresión era la que contaba. Si no decía nada, parecería blando. Su réplica tenía que ser aguda, pero no tanto como para propiciar una pelea. —¿Cómo lo sabes? —dijo—. Supongo que tu madre me vio cuando limpiaba los váteres. Los chicos rieron. Lloyd pareció irritado por un momento, pero luego rió también. —Me gusta tu corbata, hermana —dijo. James ya estaba harto de la corbata. Se la quitó y la miró. A continuación examinó la de Lloyd. No eran del mismo color. La suya no se parecía a la de ninguno de la clase. —¿Qué pasa con mi corbata? —preguntó James.

—La buena noticia, huerfanito —dijo Lloyd—, es que llevas una corbata de West Road. La mala es que es del colegio femenino de West Road. James rió con los demás. Esos chicos parecían legales. No obstante, estaba enfadado porque Kyle le había tomado el pelo. *** James se fue a la hora de comer para ver a la consejera. Su despacho estaba en la segunda planta del edificio Nebraska. Tenía macetas con cintas por todas partes. Jennifer Mitchum era muy delgada y apenas más alta que él. Las venas de sus manos abultaban tanto que James no quiso mirarlas, y hablaba como una cursi. —¿Te sentirás más cómodo en la silla o en el sofá? James había visto toda clase de escenas con psiquiatras en la tele, y creyó que debía tumbarse en el sofá para causar mejor efecto. —Bien —dijo, al tiempo que se acomodaba—. Podría dormir toda la noche aquí. La consejera Mitchum se paseó por la habitación con parsimonia, y bajó las persianas hasta que quedó casi a oscuras. Se sentó. —Quiero que te relajes, James. Todo lo que digas quedará entre nosotros. Cuando hables, no intentes quedar bien. Di lo que piensas de verdad, y recuerda que estoy aquí para ayudarte. —De acuerdo. —Has dicho que podrías dormirte en el sofá. ¿Duermes bien por las noches? —La verdad es que no. Tengo muchas cosas en que pensar. —¿Qué es lo que más te preocupa? —Me pregunto si mi hermana pequeña estará bien. —En tu expediente pone que estás preocupado porque no crees que Ron sea capaz de cuidar de Lauren. —Es un tarado —dijo James—. No podría cuidar ni de un hámster. No entiendo por qué quiso acogerla. —Quizá quiera a Lauren, pero le costaba expresarlo mientras tu madre vivía. James rió. —Eso es una chorrada. Tendría que conocerlo. —Si vieras con regularidad a Lauren, eso contribuiría a que los dos os sintierais mejor. —Sí, pero eso no ocurrirá. —Hablaré con Ron, a ver si podemos pactar un calendario de encuentros. Tal vez Lauren y tú podáis pasar los sábados juntos. —Inténtelo, pero Ron me odia. Creo que no me permitirá verla. —¿Y tu madre? ¿Qué sientes por ella? James se encogió de hombros. —Ha muerto. ¿Qué puedo hacer? Ojalá me hubiera portado mejor cuando estaba viva. —¿En qué sentido? —Siempre me metía en líos. Peleas y tal. —¿Por qué te metías en problemas? James tuvo que concentrarse. —No lo sé. Siempre hago estupideces sin querer. Supongo que soy una mala persona. —Lo primero que te pregunté fue en qué pensabas más. Dijiste que estabas preocupado por tu hermana. ¿Una mala persona no piensa siempre

antes en sí misma? —Quiero a Lauren... ¿Puedo contarle algo que hice? —Por supuesto, James. —Fue el año pasado, en el colegio. Discutí con un profesor, así que salí corriendo hacia los lavabos. Había un chico del curso inferior y empecé a pegarle. El pobre no había dicho ni una palabra, pero yo me puse a pegarle, sin más. —¿En aquel momento eras consciente de que estabas haciendo algo malo? —Sabía que pegar a alguien está mal, por supuesto. —Entonces ¿por qué lo hiciste? —Porque... —A james le costaba ser sincero. —Mientras pegabas al chico, ¿cómo te sentías? —Era una sensación estupenda —soltó James—. Él lloraba como una magdalena y yo me sentía fantástico. —James la miró para ver si se escandalizaba, pero no se inmutó. —¿Por qué crees que disfrutaste? —Ya se lo he dicho. Tengo la azotea mal. Alguien me roza sin querer y me pongo hecho un basilisco. Salto a la primera. —Intenta describir qué sentías por ese chico al que estabas haciendo daño. —Estaba en mi poder. Él no podía hacer nada por más que yo lo atizara. —Huiste de una situación en la que te sentías impotente y tenías que obedecer a tu profesor, fuiste a los lavabos, viste a alguien más débil que tú y ejerciste tu poder sobre él. Debió de ser satisfactorio. —Podría decirse así—admitió él. —A tu edad se viven situaciones frustrantes, James. Sabes lo que quieres, pero has de obedecer. Vas al colegio cuando te lo ordenan, vas a la cama cuando te lo ordenan, vives donde te lo ordenan. Todo está controlado por otra gente. Es normal que los chicos de tu edad se entreguen a arrebatos repentinos cuando tienen el control sobre otra persona. —Pero acabaré metiéndome en problemas si sigo peleándome. —Durante las siguientes semanas te enseñaré algunas técnicas para controlar tu ira. Hasta entonces, intenta recordar que sólo tienes once años y nadie espera que seas perfecto. No te consideres una mala persona, ni pienses que estás mal de la cabeza. De hecho, quiero que hagas algo que nosotros llamamos Refuerzo Positivo. Bien, repite lo que acabo de decirte. —¿Repetir qué? —preguntó James. —Di: no soy una mala persona. —No soy una mala persona. —Di: no estoy mal de la cabeza. —No estoy mal de la cabeza. —Sonrió—. Me siento como un idiota. —Eso no importa, James. Respira hondo, pronuncia las palabras y reflexiona sobre su significado. James había pensado que ver a la consejera sería una pérdida de tiempo, pero se sentía mejor. —Soy una buena persona y no estoy mal de la cabeza —dijo. —Excelente. Creo que es una nota positiva con la que concluir la sesión. Nos veremos el lunes. James bajó del sofá. —Antes de terminar, hay un detalle de las notas de tu colegio que han despertado mi curiosidad. ¿Cuánto es ciento ochenta y siete multiplicado por

dieciséis? James pensó unos tres segundos. —Dos mil novecientos noventa y dos. —Impresionante —dijo Mitchum—. ¿Dónde aprendiste a hacer eso? —Me sale solo desde que empecé a aprender los números. —Se encogió de hombros—. Detesto que la gente me pida hacerlo, me siento como un bicho raro. —Es un don —dijo ella—. Deberías estar orgulloso de poseerlo. James bajó a su habitación y empezó a hacer los deberes de Geografía, pero no estaba por la labor. Conectó la PlayStation. Kyle llegó del colegio. —¿Cómo ha ido tu primer día? —preguntó. —Bastante bien, pero no gracias a ti. —Lo de la corbata ha estado bien, ¿no? James saltó de su asiento y lo agarró por la camisa. Kyle lo empujó y James se golpeó contra el escritorio. Kyle era más fuerte de lo que suponía. —Joder, James, pensaba que eras un tío enrollado. —Muy amable por tu parte. El primer día de colegio, y me haces quedar como un gilipollas. Kyle dejó caer su mochila. —Vale, lo siento. De haber sabido que te ibas a enfadar, no lo habría hecho. James tenía ganas de pelea, pero Kyle era el único chico del Nebraska cuyo nombre al menos sabía. No quería enemistarse con él. —Aléjate de mí—lo previno, y se sentó en su cama enfurruñado, mientras Kyle se ponía con los deberes. Al cabo de un rato, se hartó y salió a pasear. Vio al muchacho de la camiseta de Metallica. Estaba en una esquina con una pandilla de chicos de aspecto duro. Se acercó a ellos. —Gracias por ayudarme antes —dijo James. Metallica lo miró de arriba abajo. —No te preocupes, tío. Me llamo Rob. Y éstos son los de la banda: Vince, Big Paul y Little Paul. —Yo me llamo James. Siguió un embarazoso silencio. —¿Quieres algo más, mequetrefe? —preguntó Big Paul. —No. —Pues ábrete. James sintió que se ruborizaba. Empezó a alejarse, pero Rob lo llamó. —Eh, James, esta noche vamos a salir. ¿Quieres venir? —Vale —dijo James. Después de cenar, volvió a su habitación para cambiarse el uniforme del colegio. Kyle había terminado los deberes y estaba tumbado en la cama, leyendo una revista de monopatines. —¿Quieres jugar con la PlayStation? —preguntó—. Siento lo de antes, James. Fue una novatada. —Juega tú. Yo voy a salir. —¿Con quién? —Con un tal Bob. —¿Robert Vaughn? ¿El tío que lleva una camiseta de heavy metal? —Sí, él y unos colegas. —Te aconsejo que no frecuentes a esa gente. Están mal del tarro. Van por ahí robando coches, tiendas y demás. —No me voy a quedar sentado aquí mirando cómo haces los deberes cada

noche. Hay que vivir, tío. Se puso las zapatillas deportivas y fue hacia la puerta. Kyle parecía ofendido. —Te lo he advertido, James. Luego, cuando te hundas en la mierda, no me vengas lloriqueando. —Juega con la PlayStation todo lo que quieras. James estaba sentado sobre un muro de ladrillo, en la parte posterior de un polígono industrial. Todos los de la banda eran mayores. Rob y Big Paul tenían quince años. Vince, de catorce, era el que presentaba un aspecto más legal, con el pelo rubio y la nariz rota. Little Paul, el hermano menor de Vince, tenía doce. Repartieron cigarrillos. James dijo que no fumaba. No quedaba muy viril, pero era mejor que fingir que sí y toser como un energúmeno. —Estoy aburrido —dijo Little Paul—. Hagamos algo. Así pues, se acercaron a un aparcamiento lleno de furgonetas y entraron a través de un hueco de la verja. Vince y Rob pasearon entre las filas de furgonetas, probando puertas para ver si alguna estaba sin el seguro. —Bingo —dijo Rob. Una puerta se abrió. Rob se asomó al interior y sacó una bolsa de herramientas. Dejó la bolsa en el suelo y la abrió. —¿Tienes ganas de montar bulla, James? —preguntó Rob. James buscó en la bolsa y sacó un martillo. Todos los demás agarraron algo. James estaba nervioso, pero era divertido pasear por la calle con una banda, armados con martillos y llaves inglesas. Una mujer casi consiguió que la atropellara un coche cuando cruzó la calle a toda prisa para esquivarlos. James no sabía qué estaban buscando. Vince se detuvo cuando encontraron un rutilante Mercedes. Los dos Paul lo rodearon. —Adelante —ordenó Rob, y descargó su martillo sobre la luna trasera del Mercedes. La alarma se disparó. Los demás lo imitaron. James vaciló, y después eligió una ventanilla lateral, arrancó un retrovisor lateral y produjo dos abolladuras en la puerta. En veinte segundos, todos los paneles estaban mellados, los faros y las ventanillas destrozados. Vince encabezó la huida, corrió calle arriba y astilló un par de ventanillas más . Corrieron hasta una urbanización de viviendas de protección oficial, enfilaron un estrecho callejón y salieron a una plaza de cemento rodeada de pisos. James estaba sin aliento, pero el miedo lo impulsaba. Dieron unas vueltas más, saltaron una valla y se encontraron en un campo de deportes. James resbaló en el barro. Todos se detuvieron. Nubecillas de vaho escapaban de sus bocas. James se echó a reír, aunque le dolía el costado. Rob apoyó una mano sobre el hombro de James. —Muy bien, James —dijo. —Ha sido tope guay —rió James. La mezcla de miedo, cansancio y nerviosismo lo mareaba. No podía creer lo que acababa de hacer.

8. CUMPLEAÑOS James experimentaba la sensación de vivir flotando. Cada día era igual. Levantarse, ir al colegio, volver, jugar al fútbol o salir con Rob Vaughn y su pandilla. Nunca se acostaba antes de la medianoche. Sabía que si estaba exhausto, no se sentiría tan mal por Lauren y su madre. La única vez que había visto a Lauren en las tres semanas transcurridas desde la muerte de su madre había sido en el funeral. El número de teléfono que Ron le había dado no contestaba. Ron había dicho a Jennifer Mitchum que James era una mala influencia. No quería que se acercara a su hija. —Apestas, tío —dijo Kyle. James estaba sentado en el borde de la cama, frotándose los ojos. No necesitaba vestirse, porque lo único que había hecho la noche anterior había sido sacarse las zapatillas y meterse en la cama, con la camiseta de fútbol y los pantalones de chándal. —¿Cuánto hace que no te cambias los calcetines? —No eres mi madre, Kyle. —Seguro que tu madre nunca tuvo que dormir en una habitación con tu pestazo. James miró los calcetines ennegrecidos. Hedían, pero se había acostumbrado al olor. —Me ducharé —dijo. Kyle lanzó un paquete de barritas de Twix sobre la cama de James. —Feliz cumpleaños —le dijo—. Tendrías que comprar desodorante. James se alegró de que se hubiera acordado. No era un gran regalo, pero cinco Twix eran muy caras para alguien que recibía tres libras a la semana. —En serio, será mejor que te asees. Hoy has de ir a la comisaría de policía. James lo miró. Tenía el pelo reluciente y el uniforme escolar inmaculado, la camisa pulcramente remetida en el pantalón y la corbata de la longitud apropiada, en lugar del desaliño habitual de la mayoría de los chicos. James examinó sus uñas negras, se pasó la mano por el pelo apelmazado y no pudo reprimir una carcajada, al pensar en el desastre en que se había convertido su vida. Rachel no estaba de buen humor. El coche se había sobrecalentado, el tráfico era espantoso y no había espacio en el aparcamiento de la policía. —No hay sitio para aparcar, tendrás que entrar solo. ¿Has guardado el billete de autobús para volver? —Sí—dijo James. Bajó del coche y subió los peldaños de la comisaría. Se había puesto unos pantalones de algodón y su mejor forro polar, incluso se había peinado el pelo hacia atrás después de la ducha. Todo el mundo decía que ir a una comisaría estaba chupado, pero James no opinó lo mismo cuando se acercó al mostrador de recepción y dijo su nombre. —Siéntate —dijo el sargento de guardia, y señaló una hilera de sillas. James esperó una hora. La gente entraba y llenaba formularios, en su mayoría denuncias de robos de coches o móviles. —James Choke. James se levantó. Un policía de aspecto fornido le estrechó la mano con vigor.

—Soy el sargento Davies, oficial de enlace de menores. Subieron a una sala de interrogatorios. El sargento sacó un tampón y un cartón de un archivador. —Relaja la mano, James. Yo me encargo de todo. Mojó los dedos de James en la tinta, y después apretó cada yema contra el cartón. El chico tuvo ganas de pedirle una copia, porque las huellas digitales quedarían muy chulas colgadas en la pared de su dormitorio. —Muy bien, James, se trata de una amonestación. ¿Alguna pregunta? El chico se encogió de hombros. El sargento empezó a leer una hoja. —La policía metropolitana ha recibido información acerca de que el nueve de octubre, cuando estabas en clase en el Instituto Holloway Dale, atacaste a una de tus compañeras, Samantha Jennings. Durante el ataque, la señorita Jennings recibió un corte en la mejilla que requirió ocho puntos. En el mismo incidente, atacaste también a la profesora Cassandra Voolt, quien recibió heridas en la espalda. »Como son los primeros cargos presentados contra ti, la policía metropolitana ha decidido tramitar una amonestación oficial, si admites tu responsabilidad. ¿Admites los hechos detallados más arriba? —Sí—dijo James. —Si eres declarado culpable de otro acto delictivo antes de llegar a la edad de dieciocho años, los detalles de esta falta serán entregados al juez, y es probable que aumenten la severidad de la sentencia que recibas. Davies dejó el papel sobre la mesa e intentó aparentar cordialidad. —Pareces un chico decente, James. —No era mi intención hacerle daño en la cara. Sólo quería que se callara. —James, no te engañes pensando que lo sucedido no fue culpa tuya. Nunca puedes predecir lo que pasará en una pelea. Si eres lo bastante estúpido para iniciar una, serás culpable de lo que ocurra, sea intencionado o no. James asintió. —Supongo que es verdad. —No quiero volver a verte por aquí. ¿Entendido? —Espero que no. —No pareces muy seguro. ¿Sabes qué sentencia te caería por lo que has hecho si fueras adulto? —No. —Una menor con puntos en la cara, serían dos años de cárcel. Y no sería una experiencia divertida, te lo aseguro. —Ya —dijo James. Se alegró de haber salido bien librado de la amonestación. Todo iba bien. No era peor que ser expulsado del colegio. Había sacado algo de dinero de la taquilla para comprarse un regalo de cumpleaños. Compró un juego nuevo para la PlayStation y un chándal Nike. Después fue al Pizza Hut. Procuró no volver a Nebraska House hasta que hubieran terminado las clases de la tarde. Estrenó el nuevo juego y perdió la noción del tiempo. Kyle llegó y se sentó en el borde de su cama, como hacía cada día. Tocó algo bajo las sábanas. Las apartó y descubrió la camiseta de James del Arsenal. —¿Qué hace tu apestosa camiseta de fútbol en mi cama? James sabía que se pondría furioso. Kyle era un quejica en lo tocante a la limpieza. Cuando Kyle apartó la camiseta, un walkman nuevo apareció en la cama. —Uau, tío. ¿Lo has robado? —Sabía que dirías eso —contestó James—. El recibo está en la caja.

—¿Es para mí? —Has estado lloriqueando por el antiguo desde que llegué aquí. —¿De dónde has sacado el dinero? A James le caía bien Kyle, pero no confiaba en él lo suficiente para hablarle del dinero guardado en la taquilla. —Até una vieja a un árbol, la machaqué sin piedad y le robé la pensión — contestó. —Sí, vale. En serio, ¿de dónde sacaste sesenta libras? —¿Lo quieres? ¿O prefieres hacerme preguntas estúpidas? —Es fantástico. Espero que no te hayas metido en ningún lío. Cuando el viernes me den la paga de la semana, te compraré el desodorante que necesitas. —Gracias. —¿Quieres hacer algo esta noche para celebrar tu cumpleaños? Podríamos ir al cine, o algo así. —No. He quedado con Rob y la pandilla. —Ojalá dejaras de salir con esos gamberros. —Siempre me echas el mismo sermón —replicó James irritado. Hacía un frío polar en el polígono industrial. Después de la primera noche, lo único que habían hecho era sentarse y fumar. Big Paul le había saltado un diente de un puñetazo a un chico de la privada, para sisarle la cartera y el móvil, pero James no los había acompañado. La pandilla felicitó a James por su primer ingreso en comisaría. Vince dijo que a él lo habían detenido en quince ocasiones. Tenía seis casos pendientes, y podía caerle un año en un reformatorio. —Pero me da igual —añadió—. Mi hermano está en un reformatorio. Mi padre y mi abuelo están en la cárcel. —Menuda familia —comentó James. Rob y Big Paul rieron. Vince dirigió a James una mirada aterradora. —Si vuelves a mencionar a mi familia, James, eres hombre muerto. —Perdón. Me he pasado. —Besa el suelo —ordenó Vince. —¿Qué? Venga, ya he pedido perdón. —Ha pedido perdón —dijo Rob—. Sólo era una broma. —Besa el suelo, James. No lo repetiré por tercera vez. Luchar contra Vince sería un suicidio. James bajó al suelo, temeroso de que Vince saltara sobre su espalda o le diera una patada en la cabeza cuando se agachara. Pero ¿qué alternativa le quedaba? Apoyó las manos sobre el pavimento y besó la piedra fría. Se secó los labios con la manga y se levantó. Vince pareció darse por satisfecho. —¿Sabes lo que ahuyenta el frío? —dijo Rob—. La cerveza. —Nadie nos servirá una aquí —dijo Little Paul—. Y tampoco tenemos dinero. —La licorería que hay más arriba tiene paquetes de veinticuatro latas en medio de la tienda—dijo Rob—. Podrías entrar, llevarte uno y llegar a la calle antes de que el barril de grasa saliera de detrás del mostrador. —¿Quién lo hará? —preguntó Little Paul. —El chico del cumpleaños —rió Vince. James comprendió que habría sido mejor una pelea cuerpo a cuerpo. Al menos, de esa forma Vince lo hubiera respetado. Demostrar debilidad ante un tipo como Vince era como invitarlo a despedazarte. —Venga ya, tío, esta mañana la poli me ha soltado una amonestación -— adujo James.

—Nunca te he visto hacer nada —replicó Vince—. Si quieres salir con nosotros, será mejor que demuestres tu valía. —Pues me voy a casa. Esto es muy aburrido —repuso James. Vince lo empujó contra la pared. —Lo harás —gruñó. —Déjalo en paz, Vince —dijo Rob. Vince lo soltó. James dio las gracias a Rob con un cabeceo. —De todos modos, será mejor que lo hagas —dijo Rob—. No me gusta que me llamen aburrido. James se arrepintió de no haber hecho caso a Kyle. —Muy bien —dijo, pues no tenía elección—. Ya me las arreglaré. La pandilla se dirigió hacia la licorería. Big Paul agarró del hombro a James para impedir que huyera. —Date prisa —dijo Rob—. Entrar y salir, así no te pillarán. James entró en la tienda, muy nervioso. La calefacción era agradable. Se masajeó las manos heladas e hizo acopio de valor. —¿Puedo ayudarte, hijo? —preguntó el tipo del mostrador. James no tenía motivos para entrar en la licorería. El encargado intuía que estaba tramando algo. James lanzó la mano hacia las latas de cerveza. Eran pesadas y sus dedos helados no las agarraron bien. —Suelta eso, pequeño bribón... James giró en redondo y corrió hacia la puerta... y se estrelló contra el cristal. Vince y Big Paul la mantenían cerrada por fuera. —¡Dejadme salir! —gritó James mientras golpeaba el cristal con los puños. El encargado salió de detrás del mostrador. —Por favor, Vince —suplicó James. Vince le dedicó una sonrisa malvada y movió los dedos. James supo que estaba acabado. Little Paul daba saltitos de alegría. —Te han trincado, te han trincado. El hombre aferró a James por las manos y lo arrastró hacia atrás. Vince y Big Paul soltaron la puerta y se alejaron como si tal cosa. —¡Feliz noche en el calabozo, marica! —gritó Vince. James dejó de resistirse. No serviría de nada, el hombre era cinco veces más grande que él. Arrastró a James detrás del mostrador y lo sentó en una silla de un empujón. A continuación llamó a la policía. Le habían quitado los zapatos y todo cuanto llevaba en los bolsillos. Hacía tres horas que estaba sentado en la celda. La espalda contra la pared, los brazos alrededor de las rodillas. Había esperado el colchón duro y las pintadas en las paredes, pero jamás había imaginado que una celda pudiera oler tan mal. Era una mezcla de desinfectante y todo lo repulsivo que un cuerpo es capaz de exudar. Entró el sargento Davies. James había rogado que no fuera él. Levantó la vista nervioso, a la espera de un estallido de rabia, pero por lo visto el sargento lo consideraba divertido. —Hola, James. Veo que te ha costado comprender el significado de nuestra pequeña conversación de esta mañana. ¿Te apetecían unas cervecitas para celebrar tu buena suerte? Lo condujo a una sala de interrogatorios. Rachel estaba esperándolos, con aspecto enfurecido. El sargento seguía sonriendo cuando introdujo una cinta en la grabadora y dijo por el micrófono su nombre y el de James. —James —preguntó luego—, teniendo en cuenta que la licorería donde

fuiste detenido cuenta con tres cámaras de vídeo en el interior, ¿admites que intentaste robar un paquete de veinticuatro latas de cerveza? —Sí —dijo James. —En el vídeo se ve a un par de macacos sujetando la puerta para no dejarte salir de la tienda. ¿Te importaría decirnos quiénes eran? —Ni idea. —Sabía que sería hombre muerto si denunciaba a los cuatro chicos más duros de Nebraska House. —¿Por qué no me lo dices, James? No estarías aquí si no fuera por ellos. —No los había visto en mi vida —insistió James. —A mí me parecieron Vincent St. John y Paul Puffin. ¿Te suenan esos nombres? —Nunca los había oído. —De acuerdo, James. Voy a terminar el interrogatorio. El sargento apagó la grabadora. —Juega con fuego y te quemarás, muchacho. Salir con esos dos es como jugar con dinamita. —La cagué —admitió James—. Merezco el castigo que me caiga. —No te preocupes por eso. Irás a un tribunal de menores y el magistrado te pondrá una multa de veinte libras. Has de pensar con una perspectiva más amplia. —¿Qué quiere decir? —He visto a cientos de chicos como tú. Todos empezaron donde estás tú ahora. Unos sinvergüenzas que se hacen mayores, con más granos y más pelo. Siempre metidos en líos, pero nada grave. Hasta que cometen una estupidez de verdad. Apuñalan a alguien, les pillan vendiendo drogas, o en un atraco a mano armada, ya sabes. Entonces se pasan la mitad del tiempo llorando, o tan estupefactos que apenas pueden hablar. Tienen dieciséis o diecisiete años y afrontan una condena de siete. A tu edad, podrías salir bien librado, pero si no empiezas a elegir mejor, te pasarás casi toda la vida en una celda.

9. EXTRAÑO La habitación era más luminosa que la de Nebraska House. Para empezar, era individual. Televisor, tetera, teléfono y mininevera. Era como el hotel de Disneylandia al que su madre los había llevado. James no tenía ni idea de dónde estaba o cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era que, después de volver a Nebraska House, Jennifer Mitchum le había pedido que fuera a su despacho. Tanteó debajo de la colcha y descubrió que estaba desnudo. Eso era raro. Se sentó y miró por la ventana. La habitación daba a una pista de atletismo. Había chicos calzados con botas de fútbol haciendo estiramientos. Otros estaban recibiendo clases de tenis en pistas de tierra. No cabía duda de que era un centro de acogida de menores, al parecer mucho más agradable que Nebraska House. Había un juego de ropa limpia en el suelo: calcetines y calzoncillos blancos, camiseta naranja, pantalones verdes estilo militar, de bolsillos con cremallera, y un par de botas. James alzó las botas y las examinó: olor a goma y suelas negras relucientes. Eran nuevas. La indumentaria de corte militar lo llevó a preguntarse si era allí donde terminaban los chicos que se metían en líos. Se puso la ropa interior y examinó el logo bordado en la camiseta: un bebé con alas sentado sobre una pelota. Al examinarla con más detenimiento, vio que la pelota era un globo terráqueo en el que se distinguía el contorno de Europa y América. Debajo había unas iniciales: CHERUB. Pensó qué podían significar, pero no sacó nada en claro. En el pasillo, los chicos llevaban pantalones y botas como los de James, pero las camisetas eran negras o grises, todas con el mismo logo. Abordó a un chico que venía en su dirección. —No sé qué hacer —le dijo. —No puedo hablar con un naranja —respondió el chico sin detenerse. James miró en ambas direcciones. Había una fila de puertas a cada lado. Al final vio a un par de chicas. Hasta ellas llevaban botas y pantalones verdes. —Hola —dijo James—. ¿Podéis decirme adonde he de ir? —No puedo hablar con un naranja —dijo una. La otra sonrió. —No puedo hablar —dijo, pero señaló un ascensor e indicó hacia abajo. —Gracias —dijo James. Esperó el ascensor. Dentro había un adulto que llevaba los pantalones y las botas de rigor, pero con una camiseta de CHERUB blanca. James le preguntó si iba en la dirección correcta. —No puedo hablar con un naranja —dijo el adulto, y alzó un dedo. Hasta este momento, James había dado por sentado que se trataba de una novatada, pero que un adulto participara no era normal. Se dio cuenta de que el dedo indicaba que debía bajar en el primer piso. Era la zona de recepción. Al otro lado de la entrada principal había jardines frondosos, donde una fuente lanzaba al aire un chorro de cinco metros. La escultura del centro era un bebé con alas sentado sobre un globo, como el de las camisetas. Se dirigió hacia una mujer mayor sentada detrás de un escritorio. —Por favor, no me diga que no puede hablar con un naranja, yo sólo... — No consiguió terminar.

—Buenos días, James. El doctor McAfferty quiere verte en su consulta. Lo acompañó por un pasillo corto y llamó a una puerta. —Adelante —dijo una voz desde el interior, con un leve acento escocés. James entró en un despacho con ventanas altas y una chimenea en la que chisporroteaba un fuego. Las paredes estaban forradas de libros encuadernados en piel. El doctor McAfferty se levantó y le estrechó la mano. —Bienvenido al campus de CHERUB, James. Soy el doctor Terrence McAfferty, el director general. Todo el mundo me llama Mac. Siéntate. James acercó una silla. —Ahí no, junto al fuego —dijo Mac—. Hemos de hablar. Los dos se acomodaron en butacas delante de la chimenea. James casi esperaba que el hombre se tapara el regazo con una manta y empezara a asar algo con un largo espetón. —Sé que esto suena tonto —dijo James—, pero no recuerdo cómo llegué aquí. Mac sonrió. —La persona que te trajo te puso una inyección para ayudarte a dormir. Fue muy suave. No habrás notado efectos desagradables, ¿verdad? James se encogió de hombros. —Me encuentro bien, pero ¿por qué me durmieron? —Antes te hablaré de CHERUB. Después podrás hacer preguntas. ¿De acuerdo? —Supongo. —¿Cuáles son tus primeras impresiones de nosotros? —Creo que algunos centros de acogida de menores tienen más dinero que otros —dijo James—. Este lugar parece muy bien dotado. McAfferty lanzó una carcajada estentórea. —Me alegro de que te guste. Tenemos doscientos ochenta alumnos. Cuatro piscinas, seis pistas de tenis cubiertas, un campo de fútbol, un gimnasio y un campo de tiro, entre otras muchas cosas. También tenemos un colegio. Las clases son de diez alumnos o menos. Todo el mundo aprende como mínimo dos idiomas extranjeros. Tenemos una proporción de alumnos que acceden a universidades importantes mayor que cualquier escuela privada de primera categoría. ¿Te gustaría vivir aquí? James se encogió de hombros. —Es bonito, con los jardines y todo eso, pero no soy muy brillante en los estudios. —¿Cuál es la raíz cuadrada de cuatrocientos cuarenta y uno? James pensó unos segundos. —Veintiuno. —Conozco gente muy inteligente que sería incapaz de hacer eso —sonrió Mac—. Yo incluido. —Soy bueno en mates —repuso James, avergonzado—, pero nunca saco buenas notas en las demás asignaturas. —¿Porque no eres listo, o porque no trabajas lo suficiente? —Siempre me aburro y acabo perdiendo el tiempo. —James, para nuestros nuevos residentes tenemos un par de requisitos. El primero es superar nuestro examen de ingreso. El segundo, una exigencia algo más inusual, convertirte en agente de la inteligencia británica. —¿Convertirme en qué? —preguntó James, creyendo que no había oído bien. —En espía, James. CHERUB está integrado en el servicio de inteligencia

británico. —¿Espía? Pero si soy un niño. ¿Acaso los niños pueden ser espías? —Sí, porque los niños pueden hacer cosas que los adultos no pueden. Los delincuentes suelen utilizar niños. Pondré un atracador de casas como ejemplo. »Imagina que un adulto llama a la puerta de una anciana en plena noche. La mayoría de la gente sospecharía. Si pidiera entrar, la anciana se negaría. Si le dijera que está enfermo, ella llamaría a una ambulancia, pero tampoco le dejaría entrar. »Ahora, imagina que la misma señora va a la puerta y ve a un niño llorando en el umbral. "Mi padre ha tenido un accidente de coche. No se mueve. Ayúdeme, por favor." La señora abre la puerta al instante. El padre del niño sale de su escondite, golpea a la anciana en la cabeza y se lleva todo el dinero escondido bajo el colchón. La gente no suele sospechar de los críos. Los delincuentes han usado esta táctica durante años. En CHERUB damos la vuelta a la tortilla y utilizamos niños para detener delincuentes. —¿Por qué me han elegido a mí? —Porque eres inteligente, estás en buena forma física y te atraen los problemas. —¿No es malo eso? —preguntó James. —Necesitamos chicos que deseen un poco de acción. Las cosas que te meten en líos en el mundo normal son las cualidades que buscamos aquí. —Parece interesante —dijo James—. ¿Es peligroso? —Casi todas las misiones son seguras. CHERUB funciona desde hace más de cincuenta años. Durante ese tiempo, han muerto cuatro chicos, y algunos han resultado malheridos. Viene a ser el mismo número de niños que habrían muerto en accidentes de tráfico en un típico colegio de ciudad, pero aun así son cuatro más de los que habríamos preferido. He sido director general de la institución durante diez años. Por suerte, lo único que hemos tenido en ese tiempo es un caso grave de malaria, y alguien que recibió un tiro en la pierna. «Nunca enviamos un agente nuestro a una misión que pueda realizar un adulto. Todas las operaciones se presentan a un comité de ética para recibir la aprobación. Os lo explicamos todo, y tenéis todo el derecho a negaros o a abandonarla misión en cualquier momento. —¿Qué me impedirá hablar de ustedes si decido no ingresar? Mac se reclinó en la silla, con expresión de incomodidad. —Nada permanece en el secreto eternamente, James, pero ¿qué dirías? —¿A qué se refiere? —Imagina que telefoneas a un diario de ámbito nacional. Hablas con la redacción. ¿Qué dices? —Pues... Hay un lugar donde entrenan niños para ser espías, y yo he estado allí. —¿Dónde? —No lo sé... Por eso me drogaron, ¿verdad? Para que no supiera dónde estaba. Mac asintió. —Exacto, James. La siguiente pregunta de la redacción: ¿Tienes alguna prueba? —Pues... —No olvides que te registraremos antes de que te marches. —En ese caso no, supongo. —¿Conoces a alguien relacionado con esta organización? —A usted.

—¿Tienes alguna prueba de mi existencia? —Pues... —¿Crees que el periódico publicaría tu historia, James? —Me parece que no. —Si le contaras a tu mejor amigo lo sucedido esta mañana, ¿te creería? —Vale, lo he captado. Nadie creerá ni una palabra, de modo que lo mejor es cerrar el pico. Mac sonrió. —Ni yo habría podido expresarme mejor, James. ¿Alguna pregunta más? —Sí. Me gustaría saber qué significa CHERUB. —Interesante cuestión. Nuestro primer director general inventó la sigla. Tenía un montón de papel de carta impreso. Por desgracia, se llevaba fatal con su mujer y ella lo mató de un tiro antes de que revelara a alguien el significado de las siglas. Eran tiempos de guerra y no podíamos desperdiciar seis mil hojas de papel con membrete, de modo que nos quedamos con CHERUB. Si alguna vez se te ocurre qué puede significar, dímelo. A veces, es muy embarazoso. —No sé si creerle —repuso James. —Tal vez no deberías, pero ¿por qué iba a mentirte? —Tal vez saber el significado de la sigla me daría una pista sobre dónde está este lugar, el nombre de alguien o cosas así. —¿Y tratas de convencerme de que no serías un buen espía? James no pudo reprimir una sonrisa. —De todos modos —añadió Mac—, podrías hacer el examen de ingreso. Si apruebas, te ofreceremos una plaza, y podrás volver a Nebraska House un par de días para tomar una decisión. El examen se divide en cinco partes y durará lo que queda del día. ¿Estás dispuesto? —Supongo que sí.

10. PRUEBAS Mac condujo a James a través del campus en un cochecito de golf. Se detuvieron ante un edificio de estilo japonés tradicional, con un tejado hecho de gigantescos troncos de secuoya. La zona circundante tenía un jardín de grava y un estanque lleno de peces naranja. —El edificio es nuevo —dijo Mac—. Una de nuestras alumnas descubrió una estafa relacionada con medicina falsa. Salvó cientos de vidas y ahorró miles de millones de yens a una compañía farmacéutica japonesa. Los japoneses nos dieron las gracias pagando el nuevo dojo. —¿Qué es un dojo7. —preguntó James. —Una sala de entrenamiento de artes marciales. Es una palabra japonesa. Ambos entraron. Treinta chicos con pijamas blancos, ceñidos con cinturones negros o marrones, estaban peleando, retorciéndose mutuamente en posturas dolorosas, o saltando por los aires e incorporándose sin esfuerzo aparente. Una mujer japonesa de expresión severa se paseaba entre ellos, deteniéndose de vez en cuando para proferir observaciones en una mezcla de japonés e inglés que James no comprendió. Mac lo guió hasta una sala más pequeña, de suelo cubierto con mullidas esteras azules. Un chico nervudo se hallaba al fondo haciendo estiramientos. Era unos diez centímetros más bajo que James, con uniforme de kárate y cinturón negro. —Quítate los zapatos y los calcetines, James —dijo Mac—. ¿Has practicado artes marciales alguna vez? —Fui un par de veces a clase cuando tenía ocho años. Me aburrí. No se parecía en nada a lo que están haciendo ahí fuera. Era una birria. —Éste es Bruce —dijo Mac—. Va a entrenarte. Bruce se acercó, hizo una inclinación y estrechó la mano de James, que se sintió tranquilo cuando apretó los deditos huesudos del chico. Bruce sabría unos cuantos movimientos raros, pero James confiaba en que su estatura y su peso le darían ventaja. —Las reglas —dijo Mac—. Gana el primero que venza cinco veces al contrincante. Éste puede rendirse de palabra o golpeando la estera con la mano. Cada contrincante puede retirarse del combate cuando quiera. Podéis hacer cualquier cosa para conseguir que el otro se rinda, salvo golpearle los testículos o meterle los dedos en los ojos. ¿Lo habéis entendido? Los dos chicos asintieron. Mac entregó a James un protector bucal. —Manteneos alejados dos metros y preparaos para el primer combate. Los chicos caminaron hacia el centro de la estera. —Te romperé la nariz —dijo Bruce. James sonrió. —Inténtalo, pequeñín. —Luchad —dijo Mac. Bruce se movió con tal rapidez que James ni siquiera vio la palma de la mano que se estrelló contra su nariz. Unas gotitas de sangre salieron disparada cuando James se tambaleó hacia atrás. Bruce le hizo la zancadilla y James cayó sobre la estera. Bruce lo aplastó contra el suelo y le retorció la muñeca en una llave dolorosa, mientras con la otra mano le frotaba contra la cara la sangre que goteaba de su nariz.

—Me rindo —farfulló James a través del protector bucal. Bruce se levantó. James no podía creer que aquel chico canijo hubiera estado a punto de matarlo en cinco segundos. Se secó la cara ensangrentada con la manga de la camiseta. —¿Preparado? —preguntó Mac. La nariz de James estaba ensangrentada. Jadeó en busca de aire. —Espera, Mac —dijo Bruce—. ¿Con qué mano escribe? James agradeció esos segundos de descanso, pero se preguntó la razón de una pregunta tan extraña. —¿Con qué mano escribes, James? —preguntó Mac. —Con la izquierda. —Muy bien. Luchad. Bruce no iba a asestar el primer golpe esta vez. James se abalanzó sobre él. El problema fue que Bruce ya no estaba allí cuando James llegó. James se sintió levantado por detrás. Bruce lo arrojó de espaldas y se sentó a horcajadas sobre él, de forma que la presión sobre sus pectorales lo dejó sin aire. James intentó zafarse, pero ni siquiera podía respirar. Bruce le agarró la mano derecha y le retorció el pulgar hasta que emitió un sonoro chasquido. James chilló. Bruce apretó el puño y escupió su protector bucal. —Te romperé otra vez la nariz si no te rindes. Su mano parecía mucho más amenazadora que cuando James la había estrechado, un par de minutos antes. —Me rindo —dijo James. Alzó el pulgar cuando se puso en pie. Una gota de sangre le resbaló por el labio superior y se introdujo en su boca. La estera estaba cubierta de manchas rojas. —¿Quieres continuar? —preguntó Mac. James asintió. Se enfrentaron por tercera vez. James sabía que no tenía ninguna posibilidad, con la cara ensangrentada y la mano derecha tan dolorida que ni siquiera podía moverla. Pero le corroía la ira y estaba decidido a propinarle un buen puñetazo, aunque muriera en el intento. —Ríndete, por favor —dijo Bruce—. No quiero hacerte daño. James cargó hacia delante sin esperar la señal de Mac. Falló de nuevo. El talón de Bruce le golpeó el estómago y James se dobló en dos. Sólo veía destellos verdes y amarillos. Aún de pie, sintió que le retorcían el brazo. —Esta vez te romperé el brazo —dijo Bruce—. ¿Te rindes? James se asustó de verdad. —¡Me rindo! —gritó—. Me retiro. Bruce retrocedió y le tendió la mano. —Buen combate, James —dijo sonriente. James estrechó sin fuerzas la mano de Bruce. —Creo que me has roto el pulgar —dijo. —Sólo está dislocado. Enséñamelo. James extendió la mano. —Esto te va a doler —dijo Bruce, y apretó el pulgar en la articulación. El dolor provocó que James cayera de rodillas cuando el hueso volvió a su sitio. Bruce rió. —Crees que es doloroso, pero una vez alguien me rompió la pierna por nueve sitios diferentes. James se sentó en el suelo. El dolor de la nariz iba a partirle la cabeza. Sólo el orgullo impidió que se pusiera a llorar.

—Bien —dijo Mac—, ¿preparado para la siguiente prueba? James comprendió ahora por qué Bruce había preguntado con qué mano escribía. Su mano derecha estaba inutilizada. James se sentó en una sala, rodeado de escritorios de madera. Era el único que se sometía a examen. Tenía sangre coagulada en la nariz, y las ropas hechas un asco. —Ahora viene un sencillo test de inteligencia —explicó Mac—. Una mezcla de aptitudes matemáticas y verbales. Tienes cuarenta y cinco minutos, a partir de ahora. Las preguntas iban aumentando en dificultad. En circunstancias normales no le habría salido mal, pero sentía dolor en cinco sitios diferentes, su nariz continuaba sangran-, do, y cada vez que cerraba los ojos experimentaba la sensación de deslizarse hacia atrás. Aún le faltaban tres páginas cuando se acabó el tiempo. La nariz había dejado de sangrarle y podía mover de nuevo la mano derecha, pero no estaba contento. No creía haber superado las dos primeras pruebas. La cantina estaba abarrotada. Todo el mundo dejó de hablar cuando James entró. Recibió tres veces el «no puedo hablar con un naranja», hasta que alguien le indicó los cubiertos. James eligió una porción de lasaña con pan de ajo, y una mousse de naranja espolvoreada con virutas de chocolate. Cuando fue a la mesa, se dio cuenta de que no había comido nada desde la noche anterior, y entonces fue consciente del hambre que tenía. Todo era mucho mejor que los alimentos congelados de Nebraska House. —¿Te gusta el pollo? —preguntó Mac. —Claro —dijo James. Estaban sentados ante un escritorio en un diminuto despacho. Sobre el tablero sólo había una jaula con un pollo vivo dentro. —¿Te gustaría comer este pollo? —Está vivo. —Ya lo veo, James. ¿Te gustaría matarlo? —Ni hablar. —¿Por qué no? —Sería una crueldad. —James, ¿me estás diciendo que quieres hacerte vegetariano? —No. —Si crees que es cruel matar un pollo, ¿por qué te apetece comerlo? —No lo sé. Tengo doce años, como lo que me ponen en el plato. —James, quiero que mates el pollo. —Esta prueba es estúpida. ¿Qué va a demostrar? —No hablaré de la utilidad de las pruebas hasta que hayan terminado. Mata al pollo. Si no, lo hará otro. ¿Por qué debería hacerlo otro en tu lugar? —A los carniceros les pagan. Mac sacó la cartera de la chaqueta y depositó un billete de cinco libras sobre la jaula. —Ya has recibido tu paga, James. Mata al pollo. —Yo... —A james no se le ocurrieron más argumentaciones, y pensó que si mataba al pollo, habría superado la prueba—. Muy bien. ¿Cómo lo mato? Mac le tendió un boli. —Clávale la punta del boli justo debajo de la cabeza. Un buen golpe debería seccionar la arteria principal y perforar la tráquea, para que el ave deje de respirar. Debería morir en unos treinta segundos. —Esto es asqueroso —dijo James.

—Aleja de ti el trasero del pollo. La conmoción provoca que vacíe las tripas con brusquedad. James agarró el bolígrafo y lo introdujo en la jaula. James se olvidó de la sangre caliente del pollo y los excrementos salpicados en su ropa apenas vio el obstáculo de madera. Empezaba con una larga ascensión por una escala de cuerda. Después, te deslizabas por un palo, subías otra escala y seguías una serie de estrechas tablas con huecos entre ellas. James no veía qué había después, porque el obstáculo desaparecía detrás de los árboles. Sólo adivinaba que estaba más alto, y que no había redes de seguridad. Mac presentó a James a sus guías, un par de chicos de dieciséis años de aspecto fornido, con camisetas azul marino de CHERUB, llamados Paul y Arif. Treparon la escala, con James entre ambos. —No mires abajo —advirtió Arif—. Ése es el truco. James se deslizó por el palo poco a poco, luchando contra el dolor del pulgar derecho. El primer hueco entre las tablas medía un metro. James continuó tras darse ánimos. Subieron otra escala y caminaron sobre más tablas. Estaban a unos veinte metros sobre el suelo. James apoyaba los pies con sumo cuidado, con los ojos clavados al frente. La madera crujía con la brisa. En cierto punto había un hueco de metro y medio entre las tablas. No era un salto difícil a nivel del suelo, pero entre dos tablas húmedas situadas a veinte metros de altura no era lo mismo. Arif tomó un poco de carrerilla y saltó sin dificultad. —Es sencillo, James —lo animó Arif—. Venga, es el último tramo. Un pájaro chilló. Los ojos de James lo siguieron hacia abajo. Comprobó la altura a la que se encontraba y el pánico se apoderó de él. Las nubes, al moverse, le causaban la sensación de estar cayendo. —No soporto esta altura —dijo—. Voy a vomitar. Paul agarró su mano. —No puedo hacerlo —insistió James. —Pues claro que sí—dijo Paul—. Si estuvieras en el suelo, ni siquiera alterarías el ritmo de tus pasos. —¡Pero no estoy en el maldito suelo! —gritó James. James se preguntó qué diantres estaba haciendo a veinte metros de altura, con dolor de cabeza, un pulgar dolorido, manchado de sangre seca y excrementos de pollo. Pero pensó en lo horrible que era Nebraska House y en lo que el sargento Davies le había dicho, en el sentido de que su facilidad para meterse en problemas lo llevaría a la cárcel. Valía la pena correr el riesgo de saltar. Ese simple hecho podía cambiar toda su vida. Tomó carrerilla. La tabla del otro lado tembló cuando cayó sobre ella. Arif le enderezó. Caminaron hasta un balcón con una barandilla a cada lado. —Bien hecho —lo animó Arif—. Ya sólo queda un tramo más. —¡De qué vas! —exclamó James—. Has dicho que éste era el último. Ahora bajaremos por la escala. James miró. Había dos ganchos para sujetar la escala, pero no había ninguna escala. Las copas de los árboles estaban casi a su misma altura. —¿Tenemos que volver atrás? —preguntó. —No. Tenemos que saltar. James no dio crédito. —Es fácil, James. Flexiona las rodillas cuando saltes y aterrizarás en la estera de abajo.

James miró el cuadrado azul oscuro del suelo, allá abajo. —¿Y las ramas que me encontraré por el camino? —preguntó. —Son delgadas. No obstante, pinchan una barbaridad. Arif fue el primero en lanzarse. —Salvado —gritó un Arif diminuto desde abajo. James se paró al borde de la tabla. Paul lo empujó antes de que pudiera arrepentirse. La caída fue asombrosa. Las ramas estaban tan juntas que no se veían. Aterrizó sobre la estera con un golpe sordo. El único daño que se hizo fue un rasguño en el brazo con una rama. James sólo pudo nadar un par de brazadas antes de asustarse. Se había quedado sin padre que le llevara a nadar, y su madre nunca iba a la piscina porque estaba gorda y todo el mundo se reía si la veían en bañador. La única vez que James había ido a nadar fue con su colegio. Dos chicos a los que James había chuleado en tierra firme lo habían empujado al fondo y abandonado. Tuvieron que rescatarlo y el monitor le sacó el agua de los pulmones. Después de eso, James se negaba a cambiarse y pasaba las clases de natación leyendo una revista en los vestuarios. Se paró al borde de la piscina, vestido de pies a cabeza. —Zambúllete, atrapa el ladrillo del fondo y nada hasta el otro extremo — dijo Mac. El chico pensó en abandonar. Miró el ladrillo brillante e imaginó su boca llena de agua clorada. Retrocedió, tembloroso de miedo. —No puedo hacerlo —dijo—. Ni siquiera puedo nadar un ancho. James estaba donde había empezado, delante del fuego del despacho del doctor McAfferty. —Bien, después de las pruebas, ¿te ofreceremos una plaza? —preguntó Mac. —No creo. —Lo hiciste bien en la primera. —Pero no logré darle ni un puñetazo —dijo James. —Bruce es un experto en artes marciales. Habrías superado la prueba de haber ganado, por supuesto, lo cual era improbable. Te retiraste cuando supiste que no podías ganar y Bruce te amenazó con hacerte daño de verdad. Eso fue inteligente. No tiene nada de heroico resultar herido por una cuestión de orgullo. Lo mejor es que no pediste un rato para recuperarte antes de la siguiente prueba, y tampoco te quejaste de tus lesiones. Eso demuestra que posees fortaleza y carácter, además de un sincero deseo de ingresar en CHERUB. —Bruce estaba jugando conmigo, era absurdo continuar —dijo James. —Exacto. En un combate real, Bruce podría haberte dejado inconsciente o muerto. También sacaste una nota decente en la prueba de inteligencia. Excepcional en preguntas de matemáticas, regular en las verbales. ¿Cómo crees que hiciste la tercera prueba? —Maté al pollo —contestó James. —Pero ¿significa eso que superaste la prueba? —Pensaba que usted lo quería. —El pollo es una prueba de valentía moral. Apruebas si agarras el pollo y lo matas al instante, o si dices que te opones a matar y comer animales, y te niegas a matarlo. Creo que suspendiste. Estaba claro que no querías matar al pollo, pero permitiste que yo te obligara a hacerlo. Te aprobé porque al final tomaste una decisión y la llevaste a cabo. Habrías suspendido de haber vacilado o vomitado.

James se alegró de haber superado las tres primeras pruebas. —La cuarta prueba fue excelente. Te mostraste timorato en algunos momentos, pero hiciste acopio de valor y superaste el obstáculo. Después, la prueba final. —Ésa la suspendí seguro —dijo James. —Estábamos enterados de que no sabías nadar. Si te hubieras zambullido y rescatado el ladrillo, te habríamos concedido la máxima puntuación. Si hubieras saltado y hubiéramos tenido que rescatarte, habrías demostrado escasa sensatez y habrías suspendido. Pero decidiste que la tarea te superaba y no lo intentaste. Esperábamos que hicieras eso. »En resumen, James, lo has hecho bien. Me alegro de ofrecerte una plaza en CHERUB. Te llevaremos a Nebraska House y esperaremos tu decisión definitiva en un plazo de dos días.

11. DECISIÓN James estuvo encerrado en la parte posterior de una furgoneta durante la primera parte del trayecto a Nebraska House. Aunque estaba hecho polvo y el conductor no tenía permiso para hablar, fue incapaz de dormir. Al cabo de un par de horas, el conductor se detuvo en una zona de servicios. Bebieron un té nauseabundo y utilizaron el baño. James obtuvo permiso para ir en la cabina el resto del trayecto. Leyó el primer letrero de la carretera que vio. Estaban cerca de Birmingham, en dirección a Londres. No era una gran pista sobre el paradero de la sede de CHERUB. Calculó que habrían recorrido más de cien kilómetros. Eran las tres de la mañana cuando llegó a Nebraska House. La entrada estaba cerrada con llave. Tocó el timbre y esperó una eternidad. Un vigilante iluminó su cara con una linterna y abrió la puerta. —¿Dónde demonios estabas? No se le había ocurrido que CHERUB se lo había llevado sin decírselo a nadie. Improvisó una excusa. —Fui a dar un paseo. —¿Un paseo de veintiséis horas? —Bueno... —Vete a la cama, James. Ya hablaremos por la mañana. Nebraska House parecía todavía más sucio comparado con CHERUB. Entró con sigilo en la habitación, pero de todos modos Kyle se despertó. —Hola, Einstein —dijo-—. ¿Dónde has estado? —Vuelve a dormir —contestó James. —Me he enterado de tu hazaña en la licorería. Eres un capullo redomado. James se aplicó en la nariz un espray que le habían dado en CHERUB para aliviar el dolor, y empezó a desvestirse. —No puedo decir que no me advirtieras —dijo James. —Vince está muerto de miedo. Cree que te has chivado y te han trasladado a otro centro para protegerte. —No me chivé. Pero voy a devolvérsela. —No te metas en líos, James. Te cortará en pedazos a la menor excusa. Rachel sacudió a James para despertarlo. —¿Qué estás haciendo todavía aquí? Son las diez y media. Deberías estar en el colegio. James se incorporó y se masajeó la cara. Tenía la nariz resentida. El dolor de cabeza había desaparecido por fin. —No he vuelto hasta muy tarde. —Eres un poco joven para ir de farra, ¿no? —Es que... —No se le ocurrió ninguna excusa para su llegada a las tres de la mañana. —Quiero verte con el uniforme del colegio delante de la puerta dentro de veinte minutos. —Estoy cansado. —¿De quién es la culpa? —No me encuentro bien —dijo James, y se señaló la nariz. —Te has peleado... —No.

—Entonces ¿cómo? —Creo que he dormido en una postura forzada. Rachel soltó una risotada. —James, he oído muchas excusas, pero una nariz hinchada y un ojo amoratado por culpa de dormir en una postura forzada es la peor. —¿Tengo un ojo amoratado? —-A la funerala. James se palpó la zona sensible bajo el ojo. Siempre había querido tener un ojo amoratado, molaba un montón. —¿Puedo ver a la enfermera? —preguntó esperanzado. —Aquí no tenemos enfermera. Hay una en el Instituto West Road. —No me mandes al colegio, Rachel, por favor, me estoy muriendo. —Hace tres semanas que estás aquí, James. La policía ha tramitado una amonestación, te han detenido por intentar robar cerveza, hemos recibido una queja del colegio por tu comportamiento en clase, y ahora desapareces durante un día y medio. Somos muy tolerantes, pero en algún momento hay que trazar una línea. Ponte el uniforme. Si quieres quejarte, ve a ver al director. James estaba guardando los libros en la mochila, cuando entró Jennifer Mitchum. —¿No estás demasiado cansado para ir al colegio, James? —Rachel me obliga a ir. Jennifer cerró la puerta con llave y se sentó en la cama de Kyle. —Esas pruebas son agotadoras, ¿verdad? -¿Qué? —Sé dónde estuviste, James. Yo fui una de las personas que te recomendó. —Lo último que recuerdo es que estaba en su despacho. ¿Fue usted quien me puso una inyección para dormirme? Jennifer sonrió. —Culpable... ¿Has decidido ingresar en CHERUB? —Es más divertido que esto. No veo motivos para no ir. —Es una oportunidad fantástica. Me lo pasé muy bien allí. —¿Usted estuvo en CHERUB? —preguntó James, atónito.. —En sus inicios. Mis padres murieron en una explosión de gas. Fui reclutada en un orfanato, igual que tú. —¿Fue a espiar y todo eso? —Veinticuatro misiones. Lo suficiente para ganar mi camiseta negra. —¿Qué es eso? —preguntó James. —¿No advertiste que en CHERUB todo el mundo lleva camisetas de colores diferentes? —Sí. Nadie quería hablarme porque yo iba de naranja. —La camiseta naranja es para los invitados. Se necesita permiso de Mac para hablar con un invitado. La roja es para los chicos más jóvenes, los que estudian en el campus. Cuando cumplen diez años pueden hacer el entrenamiento básico y convertirse en agentes si así lo deciden. La azul claro es para los aprendices. Cuando apruebas, consigues la camiseta gris. Luego, puedes ir de oscuro, lo cual significa que te has ganado la camiseta azul marino después de una actuación destacada en una misión o en varias. Los buenos de verdad reciben como recompensa la camiseta negra, que es por una actuación destacada a lo largo de muchas misiones. —¿Cuántas? —Podrían ser tres o cuatro misiones muy destacadas, podrían ser diez. El director general decide. La última camiseta es la blanca, que es para el personal administrativo y las chicas mayores como yo. —¿Aún trabaja para CHERUB? —No; trabajo para el ayuntamiento de Camden, pero cuando veo a alguien

como tú envío una recomendación. No obstante, antes de que tomes una decisión me gustaría hacerte una advertencia. —¿Cuál? —La vida en el campus te será difícil al principio. Has de aprender un montón de técnicas, y CHERUB necesita que las aprendas antes de que seas demasiado mayor para utilizarlas. Todo el mundo parecerá mejor que tú en todo. ¿Crees que podrás asumirlo? —Lo intentaré —dijo James—. Cuando me detuvieron la otra noche, el policía dijo que los chicos como yo terminan en la cárcel. Me asustó oírlo, porque eso es lo que ocurre siempre. No pretendo meterme en líos, pero siempre lo hago. —¿Quieres pensarlo un poco más, o llamo a CHERUB y les digo que vas? —No hay nada que pensar —contestó James. Recogerían a James a las tres, lo cual le dejaba bastante tiempo para hacer el equipaje. Sintió un poco de pena por Kyle. Era un buen chico, que merecía algo más que una habitación birriosa en Nebraska House y tres libras de paga semanal. Sacó dos billetes de cincuenta libras de su fajo, los escondió bajo las sábanas de su compañero y garabateó una corta nota: Kyle: Has sido un buen compañero. Me mudo a otro centro. James En ese momento Kyle apareció en la puerta. El pánico se apoderó de James. No se le daba bien inventar excusas. —¿A qué hora pasan a recogernos? —preguntó Kyle. -¿Qué? —Ya me has oído. ¿Cuándo llega el autobús de CHERUB? —¿A ti también te han reclutado? —Cuando tenía ocho años. —No entiendo nada —dijo James. Kyle empezó a sacar sus cosas del ropero. —Hace cuatro meses estaba en el Caribe, en una misión. Puse algo que no tendría que haber tocado donde no debía. Los malos se dieron cuenta, sospecharon y desaparecieron. Nadie sabe adonde fueron. Dos años de trabajo de una docena de agentes del MI5 —la rama adulta de la inteligencia británica — tirados a la basura. Todo gracias a mí. —¿Qué tiene que ver eso con que estés aquí? —preguntó James. —No era exactamente un héroe cuando volví a CHERUB, de modo que me asignaron la misión de reclutar. —¿Aquí? —Bingo, James. Encerrado en esta pocilga para intentar descubrir a otro chico que se uniera a CHERUB. Jennifer pensó que tú dabas el perfil cuando vio tu historial escolar. Se encargó de que te enviaran a esta habitación para que yo pudiera evaluarte. —¿Lo que me dijiste sobre tus padres y tal era todo mentira? Kyle sonrió. —Ciencia ficción pura, lo siento... Bien, querías desquitarte de Vince, ¿no? ¿Tenías un plan? —Dijiste que me mantuviera alejado de él. —Lo odio —dijo Kyle—. Estaba en un hogar de acogida y se enzarzó en una pelea con un niño de siete años. Lo tiró desde un tejado y el niño se rompió la espalda. Estará en una silla de ruedas el resto de su vida. —¡Qué horror!

—¿Sabes dónde guardan la arena sobrante para el recinto de los pequeños? —preguntó Kyle. —Bajo la escalera. —Consigue dos bolsas. Nos encontraremos delante de la habitación de Vince. —Estará cerrada con llave —advirtió James. —Ya me ocuparé de eso. James subió con la arena. Kyle había abierto la puerta de Vince y ya estaba dentro. —Pensaba que eras desordenado hasta ver esto —dijo Kyle. Vince y su hermano pequeño eran muy descuidados. Había ropa sucia, revistas y CD por todas partes. —Es la habitación de un chico normal y corriente —dijo James. —Por poco tiempo. Empieza a repartir la arena por todas partes, yo voy a buscar algún líquido. James derramó arena sobre las camas, los cajones y los escritorios. Kyle robó en la cocina botellas grandes de Pepsi. Sacudieron cada botella y el líquido salía disparado cuando quitaban el tapón. Cuando terminaron, todo estaba empapado de una especie de barro marrón. James rió. —Me encantaría ver su cara. —Ya nos habremos ido. ¿Quieres ver lo que hay en su taquilla? Kyle extrajo un objeto metálico del bolsillo. —¿Qué es eso? —preguntó James. —Una ganzúa. Abre casi todas las cerraduras. Aprenderás a utilizarla en el entrenamiento básico. —Guay—-dijo James. Kyle deslizó el objeto en el candado de Vince y lo movió hasta que la taquilla se abrió. —Bah, sólo tiene revistas de tías —dijo Kyle y las tiró al suelo—. Un momento... —¿Qué? —preguntó James. —Mira esto. En el fondo había una fila de cuchillos de aspecto peligroso. —Los voy a confiscar —dijo Kyle—. Consígueme algo para envolverlos. —Todo está empapado. —Me da igual —dijo Kyle—. No podré recorrer el pasillo con los cuchillos a la vista. James encontró una sudadera debajo de la cama de Vince, sobre la cual sólo había caído un poco de arena. Kyle envolvió los cuchillos. —Muy bien, James. ¿Cuánto falta para que nos recojan? —Veinte minutos. —Es demasiado tiempo —dijo Kyle—. Odio esta pocilga.

12. NOMBRE James estaba sentado en el despacho de Meryl Spencer, con el uniforme de CHERUB, en este caso la camiseta azul claro de recluta. Meryl era la tutora de James en CHERUB. Había ganado la medalla de los cien metros lisos para Kenia en los Juegos Olímpicos de Atlanta, e impartía clases de atletismo en el campus. Sus piernas aparentaban tener fuerza para partir piedras. Meryl alzó la mano con la llave de la caja fuerte de James. —No hay muchos chicos que vengan con una de éstas —dijo Meryl. —La encontré cuando mi madre murió —dijo James—. No sé qué hay dentro de la caja. —Entiendo —dijo Meryl en tono suspicaz—. Nosotros te la guardaremos. ¿Qué me dices del dinero que Kyle encontró en tu habitación? James estaba preparado para preguntas acerca del dinero. Cuando vio a Kyle forzar la taquilla de Vince, comprendió que sin duda también había registrado sus pertenencias. —Era de mi madre —dijo. —¿Cuánto hay? —Había cuatro mil, pero he gastado doscientas. —¿Sólo cuatro mil? Meryl introdujo la mano en el cajón del escritorio y sacó una tarjeta de circuitos verde y una maraña de cables eléctricos. James los reconoció, porque los había sacado del viejo radiocasete. —Ah —dijo—. ¿Lo sabía? Meryl asintió. —Kyle descubrió las tripas del radiocasete en el cubo de la basura el día que te conoció. Encontró el dinero escondido y dedujimos que era de la caja fuerte de tu madre. Incluso dejaste un poco en lugares evidentes para engañar a Ron si iba por él. Todos nos quedamos impresionados con tu estrategia. Es uno de los motivos de que te invitáramos a unirte a CHERUB. —No puedo creer que hayan descubierto todo eso sobre mí—dijo James. Meryl soltó una risotada. —James, nuestros esfuerzos se centran en descubrir los tejemanejes de cárteles de drogas y grupos terroristas internacionales. Los chicos de doce años son menos astutos. James sonrió inquieto. —Lo siento, mentí. Tendría que haberme dado cuenta. —¿Ves esa pista que hay al otro lado de la ventana? —preguntó Meryl. —Sí. —La próxima vez que me mientas, vas a correr dando vueltas hasta que te marees. Conmigo juega limpio, ¿vale? James asintió. —¿Qué pasará con mi dinero? ¿Se lo entregará a la policía? —No, cielos. Lo último que deseamos es que la policía venga a hacer preguntas sobre ti. Mac y yo lo hablamos antes de que llegaras. Creo que hemos encontrado una solución razonable. —Sacó dos libretitas rojas del escritorio—. Cuentas de ahorros —explicó—. La mitad para ti. La mitad para tu hermana cuando cumpla dieciocho años. Si quieres, puedes retirar treinta libras al mes, más cien por tu cumpleaños y Navidad. ¿Te parece justo?

James asintió. —¿Cómo se llama tu hermana? —Lauren Zoé Onions. -¿Y tú? —James Robert Choke. —No; tu nuevo nombre. —¿Qué nuevo nombre? —¿Mac no te dijo que te buscaras un nombre nuevo? —No. —Si quieres, puedes conservar el nombre de pila, pero has de adoptar un apellido. —¿El que yo quiera? —Dentro de ciertos límites, James. Nada demasiado raro, y que sea acorde con tu etnia. —¿Qué es una etnia? —Tu origen racial. Significa que no podrás llamarte James Patel o James Bin Laden. —¿Puedo pensarlo? —Lo siento. Hay que rellenar formularios. Necesito un nombre ahora. James se concentró, pero su mente estaba en blanco. —Bien, ¿cuál es tu estrella pop favorita? O tu futbolista favorito —preguntó Meryl. —Avril Lavigne me gusta. —Pues James Lavigne. —No, ya lo tengo —repuso James—. Tony Adams, el ex jugador del Arsenal. Quiero ser James Adams. —De acuerdo. Serás James Adams. ¿Quieres conservar Robert como segundo nombre? —Sí, pero ¿puedo ser James Robert Tony Adams? —Tony es una abreviatura de Anthony. Así pues, ¿James Robert Anthony Adams? —Bien. James Robert Anthony Adams. —Pensó que su nuevo nombre sonaba elegante. —Le diré a Kyle que te enseñe tu habitación. El entrenamiento básico empezará dentro de tres semanas si superas el examen físico y aprendes a nadar. —¿Aprender a nadar? —No puedes empezar el entrenamiento básico hasta que seas capaz de nadar cincuenta metros. Te he marcado dos lecciones diarias. Kyle lo acompañó a la residencia. —Bruce Norris ha dicho que quiere verte. —Y llamó a una puerta con los nudillos. ¡Está abierto! —gritó Bruce desde dentro. James siguió a Kyle al interior de la habitación. Una pared tenía estanterías llenas de trofeos. La otra era una masa de espectaculares pósteres de artes marciales. —Esos pósteres son una pasada —dijo James. —Gracias —dijo Bruce, al tiempo que se levantaba de la cama y le tendía la mano. James se la estrechó—. Quería estar seguro de que no me guardabas rencor después de la prueba. —No te preocupes —dijo James. —¿Queréis tomar algo? —ofreció Bruce, y señaló la nevera.

—Aún no ha visto su habitación —explicó Kyle. —¿Está en esta planta? —preguntó Bruce. —Sí—respondió Kyle—. Enfrente de mí. —Perfecto —dijo Bruce—. Nos veremos en la cena. James y Kyle salieron. —Da un poco de miedo —comentó James—. Es raro estar con alguien capaz de matarte con las manos. —La mayoría de los chicos que viven aquí podrían matarte en dos segundos, yo incluido. Bruce es muy divertido. Actúa como un macho, pero a veces es un niñato. Después de terminar su entrenamiento básico y obtener la camiseta gris, se enteró de que todos los chicos de la camiseta roja iban a buscar un huevo de Pascua escondido. No le dejaron ir, así que se puso a llorar. Se encerró en la habitación y estuvo llorando tres horas. Y nunca adivinarás su gran secreto. —¿Cuál es? —Duerme con un osito de peluche. —Venga ya. —Lo juro, James. Una noche, Bruce olvidó cerrar la puerta de su habitación y todo el mundo lo vio. Es un osito azul. —Se detuvo ante una habitación y la abrió con una llave—. Adelante. Estás en tu casa. Las bolsas con las cosas de James estaban en el suelo. Todo en la habitación parecía nuevo. Un televisor de tamaño decente y un vídeo. Un ordenador, una tetera, un microondas y una mininevera. La cama doble tenía una colcha gruesa y encima un montón de uniformes de CHERUB planchados. —Te dejo para que la conviertas en una pocilga —dijo Kyle—. Te llamaré a la hora de cenar. James descorrió las cortinas y vio a unos chicos jugando al fútbol en un campo de césped artificial. De todas las edades, de ambos sexos. Nadie se lo tomaba en serio. Los chicos mayores llevaban a hombros a los pequeños. A james le habría gustado unirse a ellos, pero le interesaba más la habitación nueva. Había un teléfono al lado de la cama. Descolgó el auricular mientras pensaba a quién podría llamar, pero oyó un mensaje grabado: «El derecho de llamar al exterior está suspendido en este momento.» Miró el ordenador, que parecía nuevo, con su monitor de pantalla plana y acceso a Internet. De pronto reparó en lo mejor de todo: por primera vez en su vida, tenía un cuarto de baño propio. Había un albornoz grueso colgado en la puerta, una montaña de toallas y varias manoplas de diferentes medidas. El tamaño de la bañera permitía que James se estirara cuan largo era. Por algún motivo, decidió entrar vestido y probar la ducha, simulando que se enjabonaba. Salió de la bañera y miró todos los frascos y paquetes sin abrir: jabón, champú, cepillo de dientes eléctrico, desodorante, incluso una caja de bombones de chocolate. James se tumbó en la cama y se hundió en el edredón. Meció con suavidad el colchón y sonrió para sí. Era difícil imaginar una habitación mejor. La cena tendría que haber sido estupenda. La comida era excelente: podía elegir entre filete, pescado, comida china o india, y postres increíbles. James se sentó con Bruce, Kyle y un grupo de chicos. Todos parecían simpáticos, y James pensó que las chicas estaban de miedo con sus uniformes de CHERUB. Lo malo fue que, en cuanto vieron su camiseta de recluta, todo el mundo empezó a contar historias de terror sobre el entrenamiento básico: ambiente frío y barro por todas partes, comida insuficiente, cuerpos molidos, cortes y rasguños a

granel, ejercicios obligatorios hasta que vomitabas o perdías el conocimiento. Sonaba agorero. *** James fue al almacén de comestibles. Había aperitivos y refrescos en las estanterías. —Llévate lo que quieras para tu nevera —dijo Kyle—. Todo es gratis. James miró los productos con aire contrito y no dijo nada. —Estás cagado de miedo, ¿eh? —preguntó Kyle. James asintió. —¿Es tan horrible como dicen? —No puedo engañarte. El entrenamiento básico son los peores cien días de tu vida. Y no hay nada que hacer. En cuanto los hayas superado, pocas cosas te asustarán... Bueno, pero faltan tres semanas para que empiece. James volvió a su cuarto. Habían pasado un horario por debajo de su puerta mientras cenaba. Al día siguiente tenía examen médico, dentista y dos clases de natación.

13. AGUJA El despertador sonó a las seis. Mientras dormía habían dejado sobre su escritorio un bañador y un plano. Nadie más estaba levantado a aquella hora intempestiva. Fue a la cantina, donde un par de profesores estaban desayunando. Encontró un periódico y miró las páginas deportivas mientras desayunaba cereales. Era fácil seguir el plano, pero vaciló cuando leyó el letrero que había sobre la puerta de la piscina: «Piscina de aprendizaje. Sólo para menores de diez años.» James asomó la cabeza por la puerta. La piscina estaba vacía, salvo por una chica de unos quince años que estaba haciendo unos largos. Cuando vio a James, se acercó a un lado y apoyó los codos sobre el borde de la piscina. —¿Eres James? —preguntó. —Sí. —Soy Amy Collins. Te daré clases de natación. Ve a cambiarte. James se desvistió. Se fijó en la camiseta negra de Amy, que había dejado sobre un banco. Su sujetador y las bragas colgaban de un gancho. James había temido que su monitor fuera algún tipo duro que le gritara y chuleara. Pero mirando la ropa interior de Amy, comprendió que ponerse en ridículo delante de una chica sería todavía peor. Salió del vestuario y se detuvo al lado de la escalerilla, en el extremo menos profundo de la piscina. —¡Ven a este lado! —gritó Amy. James siguió los veinticinco metros de piscina, mientras leía nervioso los indicadores de profundidad. La máxima profundidad era de tres metros y medio. —Quédate con los pies en el borde —dijo Amy. James se acercó al borde. El fondo parecía muy lejano, y el olor del cloro le recordaba la ocasión en que había estado a punto de ahogarse. —Respira hondo. Salta y contén la respiración hasta que vuelvas a ascender a la superficie. —¿No me hundiré? —La gente flota en el agua, James. Sobre todo si los pulmones están llenos de aire. Él se agachó para saltar. Casi sentía el agua anegando su boca. —No puedo —dijo. —Estoy aquí para sostenerte. No tengas miedo. James no quería parecer timorato delante de una chica. Se armó de valor y saltó. El silencio que lo rodeó cuando hundió la cabeza bajo el agua fue siniestro. Sus pies tocaron el fondo de la piscina y se impulsó hacia arriba. Cuando su cara emergió, jadeó y agitó los brazos. No veía a Amy. Sintió el mismo terror que cuando sus compañeros de clase habían estado a punto de ahogarle. Amy lo agarró y lo empujó con fuerza hacia el borde de la piscina. James salió, se dobló en dos y tosió, escupiendo agua. —Bien hecho, James. Has aprendido la lección más importante: volver flotando a la superficie cuando saltas al agua. —Dijiste que me sujetarías —jadeó él. Intentó aparentar irritación, pero se le escapó un puchero en mitad de la frase.

—¿Por qué estás enfadado? Lo has hecho muy bien. —Nunca aprenderé a nadar. Sé que es una tontería, pero el agua me da miedo. Mi hermana de nueve años sabe nadar, pero yo no puedo. —Cálmate, James. Ha sido culpa mía. Si hubiera sabido que te da tanto miedo, no te habría pedido que lo hicieras. Amy lo acompañó hasta el extremo menos hondo. Se sentaron con los pies colgando en el agua, mientras ella intentaba calmarlo. —Debes de pensar que soy un gallina —dijo él. —Todo el mundo tiene miedo de algo. He enseñado a nadar a montones de chicos. Tal vez tardes más en aprender que alguien seguro de sí mismo, pero lo conseguiremos. —Tendría que haberme quedado donde estaba. No sirvo para un lugar como éste. Amy le pasó un brazo por la espalda. Al principio, James se sintió incómodo. Pensaba que era demasiado mayor para que lo consolaran, pero Amy era agradable. —Baja de la cinta de andar —dijo el médico. Su acento alemán conseguía que sonara como un extra en una película sobre la Segunda Guerra Mundial. James llevaba pantalones cortos y zapatillas deportivas. El sudor perlaba su pelo y resbalaba por su cara. Una enfermera empezó a quitarle los parches del pecho, todos conectados a una máquina. El médico pulsó un botón de la máquina y salió una larga hoja de medio metro de largo. La examinó y meneó la cabeza. —¿Ves mucha televisión, James? —Supongo. —Acabas de correr un kilómetro y ya estás agotado. ¿Practicas algún deporte? —No mucho. El médico le pellizcó un michelín del estómago. —Mira esto. Pareces un hombre de edad madura. El doctor se sacó la camisa del pantalón y se dio una palmada en el estómago liso. —Como acero —dijo—. Y tengo sesenta años. James jamás se había considerado gordo. Pero ahora que se fijaba bien, tenía la cintura un poco fofa. —¿Cuándo empiezas el entrenamiento básico? —preguntó el médico. —Dentro de tres semanas. Si aprendo a nadar. —¿Tampoco sabes nadar? ¡Patético! Claro, no es necesario nadar delante del televisor, ¿verdad, James? Te enviaré al departamento de atletismo. Has de correr un poco. Nada de bollería. Lo bueno es que, aparte del exceso de grasa, estás bien. Ahora, inyecciones. La enfermera acercó una bandeja de plástico con jeringuillas recién sacadas de una nevera. —¿Para qué son? —preguntó James alarmado. —CHERUB puede enviarte a cualquier parte del mundo sin previo aviso. Has de vacunarte: gripe, cólera, tifus, hepatitis A, hepatitis C, rubéola, fiebre amarilla, fiebre de Lassa, tétanos, encefalitis japonesa, tuberculosis, meningitis... —¿Me las van a poner todas ahora? —preguntó James. —No, eso sobrecargaría tu sistema inmunológico y enfermarías. Hoy, sólo siete. Cinco más dentro de dos días, y otras cuatro dentro de una semana. —¿Tiene que ponerme dieciséis inyecciones?

—Veintitrés, en realidad. Necesitarás dosis de refuerzo dentro de seis meses. Antes de que James pudiera asimilar todo el horror de la situación, la enfermera le limpió el brazo con algodón esterilizado. El médico preparó una jeringuilla y le pinchó el brazo. No le dolió. —Gripe —anunció el médico—. Has empezado por una fácil. La siguiente es intramuscular, y tal vez sientas un pequeño escozor. El médico quitó el capuchón de una aguja de cinco centímetros. —¡AAAAAAAAAAAAAAAAAYYYYYYYYYYYYYYYY! James estaba sentado en el vestuario con su bañador, esperando la clase de la tarde. Amy entró a toda prisa. Tiró una bolsa con manuales de texto al suelo y empezó a desabrocharse las botas. —Siento la tardanza, James. Me puse a hablar y perdí la noción del tiempo. ¿Cómo te ha ido el día? —Espantoso. —¿Qué te pasa en la voz? —Cuatro empastes en el dentista. No siento la lengua. —¿Te duele? —preguntó Amy mientras se quitaba los pantalones. —No tanto como mi trasero, donde el médico me ha clavado dos agujas. Además, dice que estoy gordo y en baja forma. He de correr quince vueltas cinco veces a la semana y no puedo tomar postres. Amy sonrió. —Ya veo que no ha sido un buen día.

14. SUDOR Quince vueltas de cuatrocientos metros son seis kilómetros. James no tenía límite de tiempo. Podía estarse una hora, pero era muy aburrido. Quería ir deprisa. El primer día, se puso a correr y casi cayó muerto después de tres vueltas. Se tambaleó el resto del recorrido, con las piernas doloridas, y tardó casi una hora y cuarto en llegar. A la mañana siguiente tenía los tobillos hinchados, y hasta caminar era una agonía. Meryl Spencer le enseñó formas de calentar y refrescarse, y le dijo que sólo corriera una de cada tres vueltas, y después acelerara poco a poco: una vuelta y media de cada tres, dos de cada tres, y así sucesivamente hasta que pudiera correr los seis kilómetros sin descansar. El tercer día, llovió tanto que James apenas podía ver a través del pelo pegado a su cara. Meryl y los demás monitores le daban instrucciones a cubierto. James imaginó que nadie lo advertiría, y al cabo de trece vueltas se fue a los vestuarios, donde los demás chicos, mojados como ratas, se estaban duchando. —¿Has completado las quince vueltas? —preguntó Meryl. Por su tono, el chico adivinó que lo habían pillado. —Por favor, está diluviando, señorita. —Has hecho trampa, James, así que empezarás otra vez. Quince vueltas. Adelante. —Pero... —Ya me has oído. Una palabra más, y serán treinta vueltas. Al final le pareció que los pulmones le iban a estallar. Kyle y Bruce opinaron que había estado muy bien cuando James se lo contó. Amy dijo que era conveniente aprender pronto que la disciplina de CHERUB resultaba más estricta de lo habitual. Quince días más tarde, iba consolidando su buena forma. Ya podía correr dos vueltas de cada tres, y tomarse con calma la tercera. Era viernes y estaba en la última vuelta. Tenía la impresión de que las venas del cuello le iban a reventar. Su cuerpo le suplicaba que abandonara, pero James quería hacer las quince vueltas en menos de media hora por primera vez, y no iba a rendirse tan cerca del final. Adelantó a un par de gemelos idénticos en la curva final y aceleró hacia la línea de llegada. Consultó su cronómetro: 29.47. Veinte segundos menos que su anterior marca. En el momento que consultó el cronómetro, apoyó mal el pie y se fue de bruces. Al caer se desgarró la rodilla, rasgó la camiseta y se raspó el hombro. El dolor de los rasguños no era tan intenso como el de sus pulmones, pero a James le dio igual, porque había bajado de media hora. Se apretó la rodilla. Los gemelos se detuvieron para ayudarle. —¿Estás bien? —Estupendo —mintió James, y observó que los dos llevaban camisetas azul claro—. ¿Vais a empezar el entrenamiento básico dentro de dos semanas? —Sí. Llegamos anoche. Yo soy Callum, él es Connor. ¿Quieres que te ayudemos a volver al vestuario? —Ya me las apaño —dijo James. —Hoy es mi cumpleaños —dijo Amy. Estaban en la piscina. A James le escocían los cortes debido al cloro.

—¿Cuántos cumples? —preguntó James. —Dieciséis. —De haberlo sabido, te habría enviado una felicitación, pero no me dijiste nada. —Voy a celebrar una pequeña fiesta. Unos pocos amigos en mi habitación, esta noche. ¿Quieres venir? —Claro —dijo James, y se entusiasmó más de lo que hubiese admitido. Amy le gustaba mucho. Y estaba seguro de que él también le gustaba a ella, pero como un hermano menor, no como novio. —Antes debes hacer algo. —¿Hasta dónde? —preguntó James. —Desde los escalones del centro de la piscina hasta aquella esquina. —Eso es casi un largo. —Casi. Puedes hacerlo, James. Tus brazadas son cada vez más potentes. El entrenamiento básico empieza dentro de nueve días, y si no lo consigues, pasarán tres meses hasta el siguiente curso. —Tendré tres meses para aprender a nadar. No está mal. —Te darán una camiseta roja —dijo Amy. —Tengo doce años. El rojo es para los niños pequeños. —No, James. Las camisetas rojas son para los chicos que no están preparados para el entrenamiento. En la mayoría de los casos, porque son demasiado pequeños. Pero en tu caso será porque no sabes nadar. —Vale, seré dos años mayor que los que llevan camiseta roja y todo el mundo se reirá de mí. —James, no intento presionarte, pero si has de pasar tres meses con camiseta roja, tu vida no será muy divertida. —Sí que intentas presionarme —observó James. —Bueno, el lado positivo es que a los chicos de la camiseta roja se les permite tener un gerbo o un hámster en la habitación. —Muy graciosa. James rió, pero sabía que aquello iba en serio. Kyle, Bruce y los demás se desternillarían si le daban una camiseta roja. Echó a andar hacia los escalones, decidido a llegar nadando más lejos que antes. Lo logró. Amy le dio un abrazo. —Todo saldrá bien, James. Él no estaba tan seguro. *** La puerta de Amy estaba entreabierta y se oía música en cuanto salías del ascensor. La habitación estaba abarrotada de gente y había más en el pasillo. Todo el mundo iba vestido de calle. Después de dos semanas en el campus, viendo a la gente con pantalones verde oliva y botas, James casi había olvidado que existían faldas. Amy se había aplicado un pintalabios rosa a juego con su minifalda. James sintió apuro porque todo el mundo era mayor que él y no conocía a nadie. Amy se acercó nada más verlo. Tenía un cigarrillo en una mano y una lata de cerveza en la otra. Lo besó en la mejilla, y le dejó la marca de los labios. —Hola, James. Creo que no estaré en condiciones de darte clase mañana por la mañana. —¿Éste es el chico que no sabe nadar? —preguntó un tipo sentado en el suelo. Todo el mundo lo oyó. James pensó que la gente estaba mirándolo como si fuera un mequetrefe.

—¿Quieres una cerveza, chaval? —preguntó otro, sentado junto a la nevera de Amy. James vaciló. Si aceptaba, todo el mundo se reiría porque pensarían que era una bravuconada. Si rehusaba, parecería un blando. Optó por aceptar. Nadie se rió de él. James agarró la lata y la abrió. Amy se la quitó de la mano. —No le des cerveza, Charles. Sólo tiene doce años. —Vamos, Amy. Achispemos al niñato. Siempre es divertido. Ella sonrió y devolvió la lata a James. —Sólo una —le dijo—. Ni una más. Y no le digas a nadie que te hemos dejado. En una ocasión, James había sisado dos cervezas a tío Ron y se había emborrachado un poco, pero esto no tenía ni punto de comparación. Todas las amigas de Amy adoraban a James y no pararon de darle cerveza. James se ruborizó cuando una lo besó. Entonces todas lo besaron, hasta que su cara se convirtió en un cuadro de manchas de pintalabios. Cuando estuvieron más borrachas, una de las chicas decidió que sería divertido darle un mordisco. Le hicieron cosquillas hasta que se rindió. Sabía que no era más que una mascota borracha, pero era divertido ser el centro de la atención. Algunos chicos de la planta se quejaron del ruido, de modo que la fiesta tuvo que trasladarse a otro sitio. Era medianoche y estaba oscuro como boca de lobo. James siguió el sonido del CD portátil de Amy. —¡Esperadme! —gritó—. Tengo que orinar. James se adentró en un bosquecillo. De repente, la tierra desapareció bajo sus zapatillas deportivas y perdió el equilibrio. Resbaló dos metros por una orilla y cayó en una acequia embarrada. Se incorporó y escupió agua sucia. Tenía la sudadera rota. Pidió ayuda a gritos, pero la música impedía que lo oyeran. Cuando consiguió subir el terraplén, no había ni rastro de nadie. El campus era más grande de lo que pensaba. Se perdió por completo mientras intentaba localizar el edificio principal. Sentía náuseas por culpa de las cervezas, y el pánico se apoderó de él. Al final logró divisar el vestuario, al borde de la pista de atletismo. Miró por la ventana. Las luces estaban apagadas. Probó la puerta, y no estaba cerrada con llave. Entró con sigilo. Habían apagado la calefacción, pero hacía más calor que fuera. Se frotó las manos para sentirlas de nuevo. Encontró una hilera de interruptores y encendió la luz del vestuario de los chicos. No tocó los demás; cualquier luz que se filtrara por las ventanas escarchadas llamaría la atención. Se examinó y vio que estaba hecho un asco. Se había puesto su mejor ropa para la fiesta. Un par casi nuevo de zapatillas Nike Air y unos tejanos Diesel. Tenía el trasero de los pantalones manchados por el agua fangosa, y las zapatillas eran una masa mojada cubierta de barro. James sabía volver a su cuarto desde allí, pero si alguien lo veía así tal vez le hiciera preguntas inoportunas. Tenía que adecentarse un poco. Se quitó las zapatillas para no dejar manchas en el suelo y entró en el vestuario. El miedo a que lo pillaran le había devuelto un poco la sobriedad. El vestuario estaba hecho un estropicio. El aire apestaba a sudor y había prendas tiradas por todas partes. Bajo un banco encontró una arrugada camiseta gris de CHERUB. Olía fatal, pero era preferible a entrar en el edificio principal con una sudadera llena de manchas. James se la puso. No había pantalones de chándal limpios para sustituir a los tejanos, así que se los bajó y dobló hacia arriba la parte posterior, para que la zona sucia de barro pareciera más

pequeña. Ya sólo necesitaba unas zapatillas para no ir dejando barro por todas partes. Había botas de fútbol, pero dentro de un edificio no le irían bien. Fue al vestuario de las chicas. Nunca había estado allí, por supuesto. La diferencia con el de los chicos era asombrosa. Olía a limpio y había un banco atestado de artículos de higiene y perfumes. Y dos pares de zapatillas de deporte encima de las taquillas. Un par era del número de James, pero color rosa. El otro par era blanco pero más pequeño, aunque a James no le costaría nada recorrer con ellas los doscientos metros que lo separaban del edificio principal. Se las puso como pudo. Se miró en el espejo y cayó en la cuenta de que tenía la cara llena de manchas de carmín. Ojalá Kyle pudiera verlo. Mojó una toalla, se limpió la cara y las manos, roció de desodorante la camiseta maloliente e hizo gárgaras con colutorio para disimular el tufo a cerveza. Llevó a cabo una inspección final: aceptable. Si alguien preguntaba por qué llegaba tan tarde, diría que no podía dormir, había salido a dar un paseo y se había perdido. Lo único complicado sería explicar por qué llevaba una camiseta del color que no le correspondía. Salió al pasillo y de pronto una mano lo agarró por el tobillo. James dio un brinco a causa del susto. —Te he pillado en el vestuario de las chicas, pervertido. James no reconoció la voz. Una linterna iluminó su rostro. Amy y la chica que le había dado el mordisco estallaron en carcajadas. Se habían cambiado la ropa de la fiesta por el uniforme. —¿Cómo es que andas merodeando en el vestuario de las chicas, James? —preguntó Amy con voz seria. La vergüenza tiñó las mejillas del chico. —No podía volver al edificio principal cubierto de barro —balbuceó—, así que vine aquí a adecentarme un poco. Las chicas soltaron risitas. —Te estamos tomando el pelo, tontín —explicó Amy—, Vimos la luz encendida. Hace cinco minutos que te estamos observando. Cuando me di cuenta de que no volvías, vinimos a buscarte. James sonrió tranquilizado. —Pensaba que ibais a decir a todo el mundo que era un pervertido. —Aún podríamos hacerlo —rió la chica del mordisco. —La próxima vez que me ordenes tomar una sola cerveza, prometo que obedeceré, Amy. —¿Por qué crees que habrá una próxima vez? Sé una manera de volver al edificio principal. No nos demoremos aquí. —Me has salvado la vida, Amy. Gracias. Ella rió. —Si aparecieras borracho después de que medio colegio te viera en mi fiesta, la que tendría problemas sería yo.

15. CIUDAD James juró que nunca más volvería a beber. Fue una noche movida. Vomitona, la cabeza como una coctelera, la boca seca y la garganta como papel de lija. Por suerte, el cuarto de baño se encontraba a tres pasos. Consiguió sumirse en un sueño inquieto a eso de las tres. Cada tanto se despertaba sobresaltado por unos sueños raros en que todo daba vueltas. —James, despierta —llamó Kyle. Eran las siete de la mañana del sábado. —Despierta, tío. James se incorporó y se frotó los ojos. —Te emborrachaste, ¿verdad? —dijo Kyle. —Uff. —Esta habitación apesta a cerveza. —Creo que me voy a morir —gimió James—. ¿Cómo has entrado? —Forcé la cerradura. Primero llamé, pero no contestaste. —¿No puedes dejarme morir en paz? —Cierra el pico y escucha. Esta noche hay una misión en Londres. Nueve de nosotros nos vamos a pasar el día allí paseando. En teoría no debes venir, pero todo se ha montado en el último momento y es una producción de Dennis King, de modo que te subiremos de tapadillo al tren. —¿Qué es una producción de Dennis King? —Es un controlador de misiones —explicó Kyle—. Es un tipo encantador, pero algo despistado, y no se enterará de que hay un chico de más. —Tengo resaca —dijo James—, y estoy harto de meterme siempre en líos. —¿No quieres ir a ver a tu hermana? —¿Cómo lo haremos? —James se despejó en el acto. Apartó la colcha y se levantó—. Ron no me dejará entrar en el piso. —Ya encontraremos la forma. Quería ayudarte a verla cuando estabas en Nebraska House, pero no podía hacerlo sin delatarme. Es nuestra única oportunidad. En cuanto empiece tu entrenamiento básico, estarás aislado del mundo durante tres meses. —¿Cuándo nos vamos? —Dentro de veinte minutos. Una ducha rápida, vístete de civil y baja cuanto antes. Resultaba extraño volver. Londres se le antojó sucia y ruidosa, aunque James había vivido allí hasta hacía unas semanas. Los chicos se separaron cuando llegaron a la estación de King's Cross. Un grupo de chicas se fue de compras a Oxford Street. La mayoría de los chicos del grupo se encaminó a Namco Station, una enorme sala de videojuegos situada enfrente del Big Ben. Todos tenían que encontrarse delante de la estación de metro de Edgware a las seis de la tarde para llevar a cabo la misión. Bruce quería ir a Namco, pero decidió quedarse con Kyle y James en cuanto se enteró de lo que tramaban. —Te aburrirás —dijo Kyle—. Vamos a ir al antiguo barrio de James para que vea a su hermana. —Tal vez me necesitéis para que os proteja —insinuó Bruce. Kyle rió. —¿Protegernos de qué, Bruce? Ven si quieres, pero no te quejes todo el día si te aburres.

Bruce nunca había ido en metro. Consultó un plano y contó las paradas como un niño de cinco años. Ron vivía detrás de la estación de Kentish Town, a un par de calles del edificio donde James vivía con su madre. —¿Qué hacemos? —preguntó James cuando llegaron al piso. —Llamar al timbre —dijo Bruce. —Ron no me dejará entrar, tonto. No os necesitaría si todo fuera cuestión de llamar al timbre y entrar. —Ah —dijo Bruce—. Entonces podría derribar la puerta de una patada. —Claro, porque su padrastro no se enterará de que alguien está derribando la puerta a patadas, ¿verdad? —ironizó Kyle—. ¿Qué crees que estará haciendo tu hermana? —Dibujando en su cuarto o viendo la tele —dijo James. —¿Y Ron? —Anoche debió de salir a beber. Es probable que aún tarde una hora en levantarse. Kyle introdujo su ganzúa en la cerradura, pero la puerta no se abrió. —Cerrada por dentro con pestillo —explicó Kyle. —Llama al timbre —insistió Bruce. —No podemos, ya te lo he dicho —contestó James. —Kyle y tú escondeos. Yo llamaré —propuso Bruce—. Has dicho que tu padrastro estará dormido, de modo que abrirá tu hermana y yo le explicaré lo que está pasando. Si abre Ron, le diré que me he equivocado. Kyle y James se escondieron. Bruce tocó el timbre. Unos segundos después, los ojos de Lauren aparecieron en la rendija del buzón. —¿Cuántos paquetes quieres? —preguntó Lauren. —Soy amigo de tu hermano James. ¿Está despierto tu padre? —¿No quieres cigarrillos? —insistió Lauren. Bruce indicó por señas a James que se acercara. Éste se agachó ante el buzón. —Déjanos entrar —dijo. —James —sonrió Lauren—. Será mejor que papá no te vea. Cada vez que pronuncio tu nombre se pone como loco. Lauren descorrió un pestillo en la base de la puerta. —¿Ron está dormido? —preguntó James. —No despertará hasta que empiecen las carreras de caballos —dijo Lauren, al tiempo que abría la puerta. —Escóndenos en tu habitación —dijo su hermano. Lauren los condujo hasta su cuarto. La habitación estaba dividida por un muro curvo construido a base de cientos de cartones de tabaco. —¿Qué es esto? —preguntó James—. ¿Has empezado a fumar? —Papá los compra baratos en Francia —explicó Lauren—. Los pasa de contrabando y los vende. Está ganando montones de dinero. Bruce estudió el singular muro. —¿Lo has hecho tú? —Sí —contestó Lauren—. Estaba tan aburrida que me puse a jugar con los cartones. Bruce rió. —Brillante. —Es muy ingeniosa—dijo James—. Cuando tuvo la varicela, reunió todos los estuches de vídeos y CD del piso y construyó una pirámide. Lauren se sentó en la cama. —¿Cómo va todo? —preguntó James.

—Salgo bastante con los chicos de más abajo. Ron da dinero a su madre, y ella va a buscarme al colegio y me prepara la cena. —O sea, ¿estás bien? —Podría ser peor. ¿Te has metido en más líos? —No. Kyle y Bruce sonrieron. —Será mentiroso —masculló Kyle. —¿Quieres salir o algo?—preguntó James—. ¿Puedes escaparte? —No es problema —contestó Lauren—. A papá no le gusta que lo despierte. Le dejaré una nota diciendo que estoy en casa de una amiga. James la llevó de compras y le regaló unos tejanos que le gustaban en Gap Kids. Comieron pizzas y fueron a jugar a los bolos. James y Lauren contra Kyle y Bruce. Empezó a oscurecer, pero aún les quedaba una hora antes de dirigirse a Edgware para cumplir su misión. Acabaron en el pequeño parque cercano al piso de su madre. James no había vuelto desde que se había escondido en el túnel, la tarde antes de que su madre muriera. Kyle y Bruce jugaron a ver quién aguantaba más sin marearse en un tiovivo. Lauren y James se sentaron juntos en los columpios y se mecieron con suavidad, arrastrando las zapatillas sobre la grava. Ambos se sentían un poco tristes, pues sabían que su día juntos estaba terminando. —Mamá nos traía aquí cuando éramos pequeños —dijo él. Lauren asintió. —Era divertida cuando estaba bien. —¿Te acuerdas cuando subías al tobogán, pero no sabías cómo deslizarte hacia abajo? Yo siempre tenía que subir para rescatarte. —No me acuerdo. ¿Cuántos años tenía? —Dos o tres —dijo James—. ¿Sabes?, no podré volver a Londres hasta después de Navidad. —Ah. Intentaron no mirarse a los ojos, por si se ponían más tristes. —Eso no te libra de hacerme un regalo —dijo Lauren. James sonrió. —¿Tú me vas a comprar uno? —Puedes llevarte un cartón de cigarrillos, si quieres. —Vaya, vaya, ¿a quién tenemos por aquí? —terció una voz—. Hace tiempo que no te veo, James. ¿Te escondes de mí? Eran Greg Jennings y dos de sus colegas. —Te he estado buscando —añadió Greg—. Sabía que no podrías esconder tu careto eternamente. Los tres chicos, que doblaban en tamaño a James, lo rodearon. Greg apoyó un pie sobre el columpio, entre las piernas de James. —Mi hermana tiene una cicatriz en la cara gracias a ti. Lo único que la alegró fue enterarse de que la guarra de tu madre había muerto. —No metas a mi madre en esto —repuso James, al tiempo que apretaba los puños. —Oh, no —dijo Greg con voz aguda—. El marica va a pegarme. ¡Uy, qué miedo! Una piedrecita rebotó en la cabeza de Greg. —Eh, capullo —gritó Bruce—. ¿Por qué no eliges a alguien de tu talla, alguien como yo? Greg giró en redondo, y no pudo creer que un chico tan flaco fuera tan osado.

—Lárgate, payaso —dijo Greg—. A menos que quieras que te destroce las piernas. Bruce le tiró otra piedra a la cabeza. James rió. Greg dio una bofetada a James, y después ordenó a sus colegas: —Acabad con ese idiota. James sabía que Bruce era un buen luchador, pero sólo tenía once años y los dos chicos que iban a atacarle eran enormes. Kyle había desaparecido. Bruce retrocedió hacia el tiovivo, con las manos extendidas en actitud sumisa, fingiendo que estaba asustado. Entonces se agarró a la barandilla del tiovivo y lanzó un patadón con los dos pies por delante, derribando a un matón. En ese instante Kyle reapareció por detrás del tiovivo y acabó el trabajo: le propinó un codazo que le rompió la nariz y lo dejó inconsciente. Entretanto, Bruce se estaba ocupando del otro. El matón intentó levantar a Bruce en volandas, pero éste le dio una patada en las pelotas y le propinó un puñetazo en el cuello. Le habían enseñado a golpear la arteria principal que baja del cuello. El golpe provocó una acumulación instantánea de sangre en la cabeza del matón, que se desmayó y cayó el suelo como un árbol derrumbado, arrastrando a Bruce. Éste salió de debajo de su víctima y corrió hacia Greg Jennings. Greg aún apretaba su zapatilla contra la ingle de James. Una expresión extraña cruzó su cara, como si no diera crédito a sus ojos. Greg introdujo la mano en la chaqueta y James comprendió que buscaba una navaja. Se tiró hacia atrás y agarró a Lauren. Greg sacó la navaja. Bruce le plantó cara. —Te convertiré en un mapa si no la tiras —le advirtió Bruce. Greg se abalanzó, pero Bruce retrocedió. Greg cargó de nuevo, Bruce lo esquivó y extrajo una moneda del bolsillo. La siguiente vez que Greg se movió, Bruce le arrojó la moneda a la cara. Desconcertado, Greg la atrapó al vuelo con una mano. Bruce aprovechó su distracción para agarrarle la muñeca, doblarle el pulgar dolorosamente y obligarlo a soltar la navaja. Se quedaron frente a frente, pero esta vez era Bruce quien empuñaba la navaja. —Te haré mucho daño si no te largas de aquí—dijo Bruce. Greg era demasiado orgulloso para huir corriendo, pero retrocedió lentamente y luego apretó el paso, alejándose. Lauren corrió hacia Bruce. —Eso ha sido digno de Jackie Chan —dijo—. Eres el mejor luchador que he visto en mi vida. —Me gusta creerlo así —dijo Bruce como si tal cosa, al tiempo que guardaba la moneda en el bolsillo—. Al menos, de mi edad. James estaba asombrado. Para empezar, Kyle le había alegrado el día y luego Bruce lo había salvado de una paliza. —Sois estupendos —dijo—. Estoy en deuda con ambos. —El dinero sirve en estos casos —dijo Kyle, mientras contemplaba sus pantalones manchados—. Estos pantalones son Billabong. Me costaron sesenta libras y han quedado que son una pena. —Y yo quiero yo unas tarjetas de visita con la inscripción «Bruce Norris te pateó el culo» —pidió Bruce—. Las colocaré en la boca de los malos cuando los deje inconscientes de un puñetazo, por si no se acuerdan de qué ha pasado cuando vuelvan en sí. —Bruce —dijo Kyle—, lo que tú necesitas es un buen psiquiatra. Los chicos estaban reunidos en un tranquilo rincón del aparcamiento situado ante la estación de Edgware. Dennis King pasó fotocopias del resumen de la misión.

—Todos conocéis las reglas —dijo—. Leed la misión y firmad al pie si aceptáis continuar. —No firmes, James —susurró Kyle—. Recuerda que no estás aquí. INFORME SOBRE LA MISIÓN SECRETA OBJETIVO: Bishops Avenue, Londres. Casa de Solomon Gold, propietario de Armaments Exchange ple. Se sospecha que Gold está vendiendo ilegalmente misiles tank-buster de fabricación estadounidense a grupos terroristas de Palestina y Angola. DESARROLLO: Solomon Gold se encuentra ausente este fin de semana. Su casa está protegida por un puesto de seguridad con dos hombres. El puesto será inundado de un gas que dormirá a los guardias durante tres horas. De ello se encargará un agente del MI5 que se hará pasar por supervisor de la empresa de seguridad. El señor Gold es muy suspicaz. La zona que rodea su casa está vigilada por treinta y seis cámaras de vídeo. De cualquier intruso adulto se sospechará que es agente del MI5 o policía. Por ese motivo intervendrán agentes de CHERUB, que han de comportarse como gamberros para minimizar las sospechas. Los agentes entrarán en la casa por la puerta principal. Tres de ellos registrarán la oficina del primer piso en busca de documentos, y harán copias con fotocopiadoras manuales. Seis irán provistos de espráis de pintura, bates y martillos. Su objetivo consiste en estropear instalaciones y mobiliario, con el fin de crear la impresión de que la única intención era el vandalismo sin sentido. Después, todos los agentes abandonarán el lugar de los hechos y se reunirán en un punto acordado a dos kilómetros de distancia. La policía local no se enterará de esta operación. Si un agente es detenido, tendrá que entregar una falsa identificación y esperar a que sea puesto en libertad. Bishops Avenue se conocía en la vecindad como «la urbanización de los millonarios», aunque «billonarios» habría sido más adecuado. Las casas eran enormes. La mayoría estaban protegidas por muros de seis metros de altura. Cámaras de vídeo vigilaban en todas direcciones. Un autobús dejó a los diez muchachos a unas calles de su objetivo. La casa de Solomon Gold se hallaba a quince minutos andando. James, Bruce y Kyle iban a la retaguardia del grupo, y andaban a toda prisa. Había oscurecido y llovía. —¿Estás nervioso? —preguntó Kyle. —Un poco —dijo James—. En el informe se habla de la posibilidad de ser detenidos. Si me detienen, sabrán que me he colado en la misión. —Pues intenta que no te detengan. Bruce cuidará de ti. -¿Y tú? —Yo subiré a fotocopiar documentos. —Un coñazo —terció Bruce—. Más divertido será destrozarlo todo. —Desde la pelea en el parque, Bruce estaba de mejor humor. —Pensaba que las misiones consistían en entrar a hurtadillas y con sigilo —dijo James—, no en irrumpir por la puerta principal y montar un cirio.

—¿Un puñado de chavales de doce años entrando con pasamontañas y guantes, inutilizando alarmas antirrobo y practicando pulcros orificios en las ventanas? —replicó Kyle—. ¿Se te ocurre otra cosa que pueda llamar más la atención? Lo primero que vas a aprender en el entrenamiento básico es que un chico de CHERUB siempre actúa como si fuera normal. Bruce rió. —CHERUB tiene cincuenta años de tradición de caos y destrucción. —No lo sabía —dijo James—. Cómo mola. La chica que los guiaba se detuvo ante una puerta metálica abierta. Se llamaba Jennie. Con quince años, era la líder de la misión. —Todo el mundo dentro —dijo. James fue el último en entrar. Vio que los guardias de seguridad estaban dormidos en su cabina de cristal. Un par de chicos ya habían entrado para quitarles las llaves. —Tenemos veinte minutos —susurró Jennie—. No hagáis ruido y corred las cortinas o persianas antes de encender luces. La única salida es por donde hemos venido, de modo que si aparece la policía pasaremos la noche en una celda. Un largo sendero flanqueado por setos esculpidos conducía a la casa. El vestíbulo era enorme. Kyle sacó una minifotocopiadora de la mochila y subió corriendo al despacho. James y Bruce localizaron la cocina. Bruce abrió la nevera, que estaba vacía, salvo por unos pasteles de nata y un poco de leche. —Gracias —dijo, al tiempo que se zampaba un pastel y engullía la leche—. Me muero de hambre. James había quitado el tapón de su aerosol y estaba pintando «ARSENAL CAMPEÓN» con letras de un metro en los módulos de la cocina. Bruce localizó el armario de la vajilla y la tiró toda al suelo. James pisoteó los pocos platos y tazas que salieron indemnes. Una chica se asomó por la puerta. —Bruce, James, venid a ayudarnos. Corrieron hasta la piscina. Ya habían tirado al agua unas cuantas sillas de plástico. Dos chicos estaban intentando mover un piano de cola. —Venid. Cinco chicos, incluidos Bruce y James, se colocaron detrás del piano y lo empujaron hacia la piscina. Se alzó una gran ola de agua. El piano golpeó el fondo de la piscina, agrietó las baldosas y flotó hasta la superficie. Bruce saltó sobre el piano, se bajó los pantalones y se puso a orinar en la piscina. Antes de terminar, una enorme burbuja de aire estalló bajo la tapa del piano y le dio la vuelta. Bruce cayó y nadó hacia un lado. James y los demás se estaban partiendo de risa. Todos corrieron hacia la sala de estar. James embutió algunos DVD en su chaqueta, después levantó una mesita auxiliar y la utilizó para destrozar el televisor de plasma que colgaba en la pared. La habitación hedía a la pintura que habían rociado. James estaba machacando adornos, cada vez más entregado a la destrucción pura y dura, cuando sonó una alarma ensordecedora y la habitación se llenó de humo púrpura. —¡Nos largamos! —ordenó Jennie desde el vestíbulo. —¡No te separes de mí, James! —gritó Bruce. Atravesaron corriendo el vestíbulo. Jennie los contó mientras iban saliendo por la puerta principal. —¡Huid! —gritó—. ¡Dispersaos! James y Bruce corrieron hacia Bishops Avenue. Dos furgonetas de la policía se acercaban.

—Camina—dijo Bruce—. Despertaremos menos sospechas. Las furgonetas pasaron de largo. La piel y la ropa de James estaban manchadas de púrpura debido al humo. —¿Qué es esto? —preguntó James. —Nunca lo había visto. Debe de ser inofensivo. Colorante alimentario o algo por el estilo —dijo Bruce—. Quien montó la seguridad de esa casa se esmeró, sin duda. —Tú no llevas —dijo James. —Supongo que no se me pegó porque todavía estoy mojado de la piscina. —¿Y Kyle? ¿Lo has visto? —Estaba arriba. No salió antes que nosotros. Lo habrán pillado. Será mejor que empecemos a correr. Esos polis nos han visto, no tardarán en deducir lo que ha ocurrido y vendrán por nosotros.

16. CASTIGO —Esto ha sido una completa estupidez... Un desastre absoluto... Y vosotros tres... No tengo palabras... Sois los mayores idiotas del grupo, ¿no? Mac se paseaba agitadamente por su despacho. No estaba nada contento. Kyle, Bruce y James seguían hundidos en sus sillas. Kyle tenía un ojo amoratado y un brazo en cabestrillo. Había golpeado a una mujer policía cuando intentaba escapar. Tres agentes se habían vengado cuando lo subieron esposado a la parte posterior de una furgoneta. —Nunca pusimos en peligro el dispositivo de seguridad —alegó Kyle—. Fue culpa del MI5. —El dispositivo de seguridad fue el correcto —dijo Mac—. Se desactivó la alarma. Por desgracia, unos idiotas agrietaron el fondo de la piscina con un piano de cola, y el escape de agua provocó un cortocircuito en el sistema de seguridad. Eso fue lo que disparó la alarma y el humo. James y Bruce se hundieron todavía más. —Bien, vamos a los castigos. Kyle, tú metiste la pata en el Caribe, después en Nebraska House y ahora la has metido aquí —dijo Mac. —Usted me dijo que había hecho un buen trabajo cuando volví de Nebraska House —se defendió Kyle. —La primera vez que volviste, Kyle. Dos días después, Jennifer Mitchum dijo que las asistentes sociales querían que te castigáramos. Estropeaste la habitación de alguien con arena y Coca-Cola. —Ah, eso —dijo Kyle—. Ese tío era un imbécil. —Tú y James debías desaparecer con discreción. Sin que nadie hiciera preguntas. No me gusta contestar a preguntas acerca de dónde habéis estado. Te voy a enviar a otra misión de reclutamiento, Kyle. —No, por favor. —Un delicioso orfanato en una zona deprimida de Glasgow. Tengo entendido que los chicos con acento inglés gozan de muy escasa popularidad por aquellos pagos. —Me niego a ir. —O eso, o te coloco en un hogar de acogida. El chico se quedó estupefacto. —No puede darme la patada. —Puedo y lo haré, Kyle. Haz las maletas y sube al tren de Glasgow de mañana a primera hora, o serás expulsado de CHERUB definitivamente. Bien, ahora Bruce. Éste se incorporó en su silla. —¿Por qué aceptaste la idea de Kyle de llevar a James en la misión? —Porque soy un idiota integral. Mac rió. —Buena respuesta. Pasas mucho tiempo en el dojo, ¿verdad? —Sí—admitió Bruce. —Durante los próximos tres meses no participarás en ninguna misión. Te quiero en el dojo al final de cada día. Friega los suelos, saca brillo a los espejos, limpia los vestuarios y mete en las lavadoras todas las toallas y demás elementos apestosos. Por la mañana, saca la ropa de las lavadoras, ponía en las secadoras y después dóblala. Si te esmeras, tardarás unas tres horas cada

día. —Estupendo —dijo Bruce. Pero su expresión desmentía su respuesta. —Ahora, James. James estaba nervioso. No sabía adonde mirar. —Eres nuevo aquí. Ansioso por hacer amigos. Dos agentes cualificados te han metido en un lío. Pero el entrenamiento básico empieza dentro de unos días y debería enderezarte. De ésta te libras, pero la próxima vez no tendré compasión. ¿Entendido? —Sí, Mac. —Soy Mac cuando todo va bien, James. Hoy me llamarás doctor McAfferty o doctor. ¿Has comprendido? —Sí, doctor. —James no pudo reprimir una sonrisa. Después, observó el enfado de Bruce y Kyle, y compuso una expresión seria. —Bruce, Kyle, podéis marcharos —dijo Mac. Salieron. —Tengo entendido que fuiste a Londres con intención de visitar a tu hermana —dijo el director general. —Así es. Sé que no tendría que haberlo hecho, pero quería verla antes de Navidad. —No sabía que tenías dificultades para acceder a ella. Intentaré arreglarlo. —Mi padrastro no quiere que me acerque a ella. —Puedo ser muy persuasivo —dijo Mac—. No te prometo nada, pero haré lo posible. —Gracias —dijo James—. Sé que no es asunto mío, pero creo que está siendo muy duro con Kyle. Sólo quería ayudarme a ver a Lauren. —Tiene casi catorce años. Kyle debería llevar la camiseta azul marino y participar en las misiones más difíciles, en lugar de ir cometiendo estúpidas equivocaciones. Si hubieras venido a pedírmelo, te habría dado permiso para visitar a tu hermana. Podrías haber esperado en la estación, mientras los demás iban a cumplir su misión. ¿Has nadado ya cincuenta metros? —Aún no. —Sólo te quedan cinco días, James. Si fracasas, me enfadaré.

17. AGUA Amy y James iban a iniciar otra clase de natación. —He hablado con el monitor jefe de natación —dijo Amy—. Sugirió que probáramos algo diferente. Es un poco drástico, pero sólo quedan dos días. Tus brazadas son bastante buenas como para nadar cincuenta metros. Lo que te retiene es el miedo al agua. Llegaron a la piscina de los aprendices. James se detuvo. —No vamos a entrar ahí esta mañana —dijo Amy, y lo condujo hasta otra puerta. Había un letrero rojo de advertencia: «Peligro. Piscina de buceo. Prohibida la entrada sin un monitor cualificado.» James entró. La piscina medía cincuenta metros de largo. En un extremo, trajes de buceo y depósitos de oxígeno colgaban de unos ganchos. El agua era transparente, limpiada con sal en lugar de cloro. James leyó las marcas de profundidad: seis metros en un extremo y quince en el otro. —No puedo nadar ahí—dijo, asustado. —Lo siento. Ya no queda tiempo para ir con contemplaciones. Paul y Arif se acercaban a ellos en bañador y camisetas rojo intenso, con la leyenda «Monitores de buceo». James los había visto de vez en cuando, pero no hablaba con ellos desde que lo habían ayudado a superar la carrera de obstáculos. —Ven aquí, James —llamó Paul. James obedeció tras echar una mirada Amy, que parecía preocupada. Paul y Arif lo acompañaron al extremo profundo de la piscina. —Las reglas son las siguientes —explicó Arif—. O te tiras o te tiramos. Si nadas cincuenta metros, prueba superada. Si sales antes de los cincuenta metros, tendrás un minuto de descanso antes de volver a tirarte, o de que te tiremos nosotros. Después de media hora tendrás diez minutos de descanso, y luego media hora más de natación. Si todavía no nadas los cincuenta metros, tendrás más clases con las mismas reglas. No intentes huir, no te rebeles, no llores. Somos más grandes y fuertes que tú. No te servirá de nada y te cansarás sin motivo. ¿Has comprendido? —No puedo... —balbuceó James. —No tienes elección. Habían llegado al final de la piscina. —Al agua —ordenó Arif. James se paró en el borde y vaciló. Arif y Paul lo agarraron por un brazo y una pierna cada uno y lo tiraron al agua. Estaba helada. La sal le irritó los ojos, pero empezó a nadar. Su cabeza se hundió y tragó agua salada. El pánico empezó a apoderarse de él. El borde lateral de la piscina se hallaba a escasos metros de distancia. Nadó hacia él, sacó la cabeza y aspiró una larga bocanada de aire. —Un minuto —dijo Arif, al tiempo que consultaba su reloj. James apenas podía ver. —No me obliguéis, por favor. —Treinta segundos —anunció Arif. —No puedo hacerlo, no, por favor —suplicó James. Paul lo sacó del brazo y lo condujo hasta el extremo de la piscina.

—Si te lanzas voluntariamente, te será más fácil empezar que si te lanzamos nosotros —dijo Paul. —Tiempo cumplido —anunció Arif. James intentó no pensar en los cincuenta metros de agua helada que lo esperaban. Si lograba dar brazadas sin tragar agua, no sería tan horrible. Consiguió nadar diez metros, pero la sal estaba cegándolo y abandonó. Al cuarto intento ya se había acostumbrado a la sal y el frío. Consiguió recorrer casi la mitad de la piscina sin parar. —¡Bravo! —gritó Amy—. Puedes hacerlo, James. Estaba cansado, pero Paul y Arif no mostraron la menor clemencia. Le concedieron un minuto de descanso y después lo obligaron a zambullirse de nuevo. Sólo pudo nadar unos metros, hasta que sus brazos doloridos le impidieron continuar. —No es suficiente —dijo Arif— No te mereces un descanso. James apenas podía oír, ensordecido por los latidos de su corazón y de sus propios jadeos en busca de aire. Lo condujeron al final de la piscina, y saltó antes que sufrir la humillación de ser arrojado. Estaba tan cansado que había olvidado el miedo. Nadó unos metros, pero sus brazadas eran débiles y tragó un poco de agua. Paul tuvo que sacarlo. Se puso a toser y escupió agua y mocos. Arif buscó un trapo y se lo lanzó. —Sécalo, y deprisa. James se agachó obediente y limpió las baldosas. Estaba hecho polvo, pero no quería que Arif y Paul se dieran cuenta. Paul lo condujo al extremo de la piscina. James se soltó y le lanzó un puñetazo. —¡Déjame en paz! —gritó. Paul le asió el brazo y se lo retorció a la espalda. James sollozó de dolor. —¿Crees que puedes vencernos, James? Peso veinte kilos más que tú y soy cinturón negro de judo y kárate. La única forma de vencernos es nadando. Paul le soltó el brazo y lo arrojó al agua. —¡Esta vez, veinte metros, James! —gritó Paul—. ¿Quieres darme un puñetazo? Veinte metros, o te comerás mi puño. Se puso a nadar. Estaba destrozado, pero tenía miedo de lo que le haría Paul si salía de la piscina. Nadó veinte metros y un par más. Se acercó al borde. Paul extendió la mano para ayudarlo a salir y James la asió con nerviosismo. —No ha estado mal —dijo Paul—. Llevamos treinta minutos. Tienes diez de descanso. James se derrumbó junto a la piscina. Amy le llevó un zumo de naranja. Arif y Paul se sentaron a unos metros de distancia. —¿Estás bien? —le preguntó Amy. —Jamás me había sentido mejor —murmuró él, al tiempo que reprimía un sollozo. —No llores. Esto es duro, pero tú también. —No estoy llorando —mintió—. Es la sal del agua. James bebió el zumo y pensó que si era capaz de nadar cincuenta metros, el momento apropiado era después del descanso. Si no podía hacerlo entonces, le quedaría otra media hora de humillación. La perspectiva de ser arrastrado y arrojado al agua se le antojó peor que ahogarse. Si se desmayaba, ¿qué más daba? Cualquier cosa sería preferible a eso. —Tiempo cumplido —dijo Arif. James fue hasta el extremo de la piscina. En su cabeza todo iba bien, pero el agua aún lo aterrorizó cuando se detuvo en el borde. Se lanzó y empezó a nadar con fuerza. Tragó un poco de agua y la escupió. Por primera vez, no

estaba asustado. Veinticinco metros. No estaba tan mal. En cualquier caso, era su mejor marca. Recorrió otros diez metros. Su ritmo estaba aminorando. Costaba mantener la cabeza erguida el tiempo suficiente para respirar. A los cuarenta metros, sus hombros agonizaban. Amy no paraba de animarlo, pero James no entendía ni una palabra. Cuanto más redoblaba sus esfuerzos, con más lentitud creía avanzar. —¡Casi has llegado! —gritó Amy—. ¡Ánimo! Los últimos metros fueron una locura. Había perdido el ritmo de la respiración, había tragado litros de agua y estaba conteniendo el aliento. Pero lo logró. James sacó la cara del agua y aspiró la bocanada de aire más deliciosa de su vida. Amy lo ayudó a salir y le dio un abrazo. Estaba sollozando, lo cual provocó que James empezara a llorar de nuevo. Se acercó a Paul y Arif. —No me resulta fácil deciros esto —empezó—, pero... ¡gracias! —Tu miedo a nosotros ha de ser mayor que tu miedo al agua—dijo Paul—. No es divertido, pero funciona.

18. BÁSICO James tenía que presentarse en el recinto de entrenamiento básico a las cinco de la mañana. Puso el despertador y lo dejó sobre la mesita de noche. La preocupación por el entrenamiento lo mantuvo despierto durante horas. Cuando despertó, había luz. Nunca había luz en noviembre a las cinco de la mañana. Algo iba mal. El despertador había desaparecido. No lo había puesto mal ni se había caído al suelo: alguien había entrado mientras dormía y lo había robado. Kyle le había advertido de que allí se gastaban jugarretas, pero James no había creído que se produjeran incluso antes de empezar. Habían dejado en el suelo un equipo de ropa y una mochila. Observó dos diferencias en los uniformes habituales' de CHERUB. La camiseta y los pantalones llevaban el número siete en blanco. Además, en lugar de haber sido lavados con suavizante y planchados, todo estaba hecho un desastre. Manchas y rotos en los pantalones, ropa interior repugnante y botas que habían recorrido muchos kilómetros con otros pies. James movió la mochila. Pesaba toneladas. Tendría que haberse levantado temprano y vigilarlo todo. Tuvo que ponerse la camiseta y los pantalones porque llevaban números. Pero tenía su propia ropa interior inmaculada y botas cómodas, que sólo olían a sus pies. ¿Lo castigarían por no utilizar la ropa que había en el suelo? ¿O se reirían de él por ser el único bobo que llevaba ropa interior de segunda mano? El estado de los calzoncillos lo decidió. Llevaría su propia ropa interior. No había tiempo para dentífrico, peine o ducha. Salió corriendo con la mochila. El ascensor tardó una eternidad, como siempre que uno va con prisas. Dos. chicos mayores iban en la cabina. Sabían adonde iba James por el número de su uniforme. Uno de ellos consultó su reloj. —¿Empiezas el entrenamiento básico esta mañana? —preguntó. —Sí—contestó James. —Pues son las siete y media. —Lo sé. Llego tarde. Los chicos soltaron risitas. —No llegas tarde. Llegas muerto. —Muy muerto —dijo el otro chico, y sacudió la cabeza. El edificio de entrenamiento era una caja de cemento en medio de un enorme recinto fangoso, sin ventanas ni calefacción. Vallas de cinco metros lo separaban del resto del campus. Sólo el aspecto del lugar ya asustó a James. Entró corriendo, jadeante. La sala tenía diez camas oxidadas con colchones de aspecto raído. Tres chicas y cuatro chicos estaban delante de las camas, acuclillados y con las. manos en la cabeza. Al cabo de diez minutos de estar en esa postura, las piernas ya no se sienten. Seis de los siete llevaban así dos horas y media, esperando a James. El último sólo una hora. El director de entrenamientos, el señor Large, y sus dos ayudantes se levantaron y caminaron hacia James. La camiseta blanca de Large era de la talla XXL, pero aún así sus músculos daban la impresión de estar a punto de estallar. Tenía el pelo corto y un bigote poblado. James se encogió cuando Large le tendió la mano y se la. estrechó con delicadeza.

—Buenos días, James —dijo con voz suave—. Muy amable al venir. Estupendo desayuno, ¿verdad? ¿Has descansado los pies? ¿Has leído los periódicos? No hace falta qué te preocupes, James. No he querido empezar sin ti, de modo que he invitado a tus nuevos amigos a esperar en una postura cómoda hasta que llegaras. ¿Puedo decirles que se incorporen? —Sí, claro —dijo James con un hilo de voz. —Muy bien, muchachos —dijo Large—. Arriba. James, ¿por qué no les estrechas la mano para agradecerles que te hayan esperado? Los chicos se levantaron entre gemidos de dolor e intentaron desentumecer la parte posterior de las piernas. James siguió la hilera, estrechó la mano de todos y recibió miradas asesinas. —Ve a la cama siete, James —dijo Large—. Unas botas muy limpias, observo. Large levantó la pernera de los pantalones de James y contempló el calcetín. La muñeca de Large era más grande que el cuello de James. —Y calcetines limpios también —comentó—. ¿Alguien más lleva las botas y los calcetines limpios? James se sintió aliviado cuando algunas manos se alzaron. —Muy sensatos —dijo Large—. Siento haber distribuido esos trapos y botas sucios. Habrá sido una terrible confusión. De todos modos, sólo tendréis que llevarlos cien días. James sonrió, y la pelirroja que había a su derecha, calzada con unas botas mugrientas, lo traspasó con la mirada. —Bien, antes de mi discurso de bienvenida —continuó Large—, permitidme presentaros a mis dos maravillosos amigos, para los cuales será un placer cuidar de vosotros. El señor Speaks y la señorita Smoke. Si deseabas que alguien convirtiera tu vida en un tormento, Speaks y Smoke parecían ideales para la tarea. Ambos eran veinteañeros y casi tan musculosos como Large. Speaks era negro, llevaba la cabeza rasurada y gafas de sol. Un duro por antonomasia. Smoke tenía ojos azules y un largo cabello rubio, y era tan femenina como un camión de la basura. —Señorita Smoke —dijo Large—, haga el favor de ir a buscar un cubo. James, aguántate con una sola pierna, por favor. James obedeció, intentando mantener el equilibrio. Smoke entregó un cubo metálico grande a Large. —Con suerte, esto te enseñará a ser más puntual a partir de ahora. Large le encasquetó la cabeza con el cubo. El mundo de James se tiñó de negro, y un olor a desinfectante anegó su olfato. Oyó que los demás chicos reían. Large sacó un bastón del cinturón y golpeó el cubo. Dentro, el ruido fue ensordecedor. —¿Me oyes, número siete? —preguntó Large. —Sí, señor —contestó James. —Estupendo. No querría que te perdieras mi discurso. La norma es que, cada vez que toques el suelo con el pie, recibirás otro golpe de bastón, así. El bastón volvió a golpear el cubo y el estruendo hizo vibrar la cabeza de James, que empezó a darse cuenta de que mantenerse erguido sobre una sola pierna es mucho más difícil cuando no ves nada. —Bien, chicos, seréis míos durante los siguientes cien días —dijo Large—. Cada día será igualmente gozoso. No hay vacaciones ni fines de semana. Os levantaréis a las seis menos cuarto. Ducha fría, vestirse, correr en la pista americana. Desayuno a las siete, seguido de ejercicio físico hasta la hora de clase, que empieza a las nueve. Las clases incluyen Espionaje, Idiomas,

Armamento y Técnicas de Supervivencia. A las dos, pista americana otra vez. Comida a las tres. A las cuatro, dos horas más de ejercicio físico. A las seis, volvéis aquí. El pie de James tocó el suelo. Large descargó el bastón sobre el cubo. El ruido en el interior fue insoportable. —Mantén ese pie levantado, siete. ¿Por dónde iba? A las seis volvéis aquí. Otra ducha, agua caliente si me siento generoso. Laváis vuestra ropa en los fregaderos y la colgáis pata que esté seca por la mañana. Después, limpiar y sacar brillo a las botas. A las siete, cena. De siete y media a ocho y media, deberes. Os laváis los dientes, luces apagadas a las nueve menos cuarto. También habrá excursiones fuera del campus para entrenamiento de supervivencia, la última de los cuales nos llevará a la soleada Malasia. »Si alguien está pensando que soy cruel, os recuerdo que las vallas que nos rodean no son para encerraros, sino para evitar que vuestros amiguetes se cuelen y os echen una mano o un tentempié. Tenéis libertad para abandonar las instalaciones de entrenamiento en cualquier momento, pero si deseáis ser agentes de CHERUB, tendréis que reanudar el entrenamiento básico desde el primer día. Si os hacéis una herida que os impida entrenar durante más de tres días, volvéis a empezar desde el primer día. James, baja el pie y quítate el cubo de la cabeza. James obedeció. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la luz. —Esta mañana has llegado muy tarde, James. ¿Verdad? —Sí, señor. —Bien, como James está tan ahito después de su madrugón y su desayuno suculento, podéis saltaros la comida. No hay que preocuparse: sólo quedan once horas y media para la cena. Los ocho chicos fueron divididos en parejas. La primera pareja, los números uno y dos, eran Shakeel y Mo. Shakeel era tan alto como James, pero sólo tenía diez años. Nacido en Egipto, llevaba tres años en CHERUB, y durante ese tiempo había aprendido un montón de cosas que lo ayudarían en el entrenamiento básico. James se dio cuenta de que iba a estar en desventaja respecto a los reclutas que habían pasado años con la camiseta roja. Mo era otro veterano, con diez años y tres días cumplidos. Un policía lo había encontrado abandonado en el aeropuerto de Heathrow cuando tenía cuatro años. Nunca se supo nada de sus padres. Tenía la costumbre de mover sus esqueléticos brazos como si ahuyentara moscas. El tres y el cuatro eran Connor y Callum, los gemelos que James había conocido en la pista de atletismo unos días antes. Había conversado con ellos varias veces y le caían bien. El cinco y el seis eran Gabrielle y Nicole. Gabrielle era del Caribe. Sus padres habían muerto unos meses antes en un accidente de tráfico. Con once años, parecía dura como las piedras. Nicole era más menuda. Doce años, pelirroja y entrada en carnes. El número ocho y compañera de James era Kerry. Once años, menuda y masculina, de cara chata y ojos oscuros. Llevaba el pelo al uno. James la había visto con la camiseta roja y el pelo hasta los hombros unos días antes. Ahora, su aspecto era diferente por completo. No parecía tan nerviosa como los demás. Large los condujo corriendo hasta la pista americana. —Haz lo que yo haga —dijo Kerry cuando sus pies chapotearon en el barro. —¿Quién te ha nombrado jefa? —preguntó James. —Estoy en CHERUB desde los seis años. Hice sesenta y cuatro días de

entrenamiento el año pasado, hasta que me rompí la rótula y me expulsaron. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Dos semanas? —Tres —contestó James—. ¿Por qué te has cortado el pelo? —Más rápido de lavar, más rápido de secar, y no cae sobre la cara todo el día. Si haces las cosas con rapidez y consigues unos minutos de descanso más, la diferencia es importante. Haré lo posible por facilitarte las cosas, James, si haces una cosa por mí. -¿Qué? —Proteger mi rodilla. Llevo clavos de titanio para sujetar los fragmentos. Cuando hagamos kárate, haz el favor de no golpearme en esa parte de la pierna. Si hemos de correr con mochilas pesadas, toma un poco de mi peso. ¿Me ayudarás, James, si yo te ayudo? —Haré lo que pueda. De todos modos, somos compañeros. ¿Cómo te han dejado participar en este curso si tu rodilla no ha mejorado? —Mentí. Dije que ya no me dolía. Todos los chicos con los que crecí viven en el edificio principal y ya participan en misiones. Superaré el entrenamiento básico esta vez, o moriré en el empeño. Kerry conocía todas las trampas de la pista americana. Un lado del túnel embarrado estaba más seco que el otro. Había un truco para suspenderse de la cuerda que oscilaba sobre el lago. Señaló una de las cámaras de vídeo ocultas. Los monitores te sacaban de la cama a las tres de la mañana y te obligaban a repetir toda la carrera si te veían haciendo trampas en la cinta. Lo mejor era que Kerry sabía que había un desnivel bajo el agua que te permitía andar y reducía en diez metros la travesía a nado del lago. —Nadas como si tuvieras cinco años —dijo Kerry. Al cabo de cincuenta minutos, James era un puro estropicio de barro y estaba congelado, pero él y Kerry habían terminado mucho antes que los demás. La chica localizó un grifo, abrió el agua y se quitó la camiseta. Empezó a lavarse para eliminar el barro. —Lávate siempre la camiseta, James. Utilízala para secarte, y después vuelve a lavarla. Te quedarás helado cuando te la pongas, pero lo primero que hacemos por las mañanas es la pista americana, y hemos de llevar la misma ropa todo el día. Si dejas que el barro se seque, te escocerá una barbaridad. —¿Y los pantalones? —No tendrás tiempo de lavarlos, pero en cuanto puedas te quitas las botas y escurres el agua de los calcetines. ¿Tienes hambre? —No he desayunado, pese a lo que dijo Large. Por la noche estaré famélico. Kerry abrió un bolsillo de sus pantalones y sacó una barra de Mars. —Uau —dijo James—. Siento que este mediodía no os dieran de comer por mi culpa. Kerry rió. —No fue culpa tuya, James. Siempre hay alguna excusa para que no nos den de comer, o para que alguien haga una carrerilla de más en la pista americana, o para que todo el mundo tenga que salir a dormir a la intemperie sin mantas. Así encuentras motivos para odiar a todos los demás. No dejes que te afecte, a todo el mundo le llega su turno. Kerry partió en dos el Mars. —¿Quieres, James? Primero la promesa. —Prometo que te ayudaré a proteger tu rodilla. —Abre la boca. Kerry le embutió la media barra.

Shakeel y Mo se dirigían hacia el último obstáculo, seguidos a unos metros de distancia por Callum y Connor. James oyó que Large gritaba a Nicole desde lejos. —Mueve ese culo antes de que lo patee. James sintió algo de pena por ella, pero mientras gritaran a Nicole lo dejaban en paz a él. Todo el mundo tenía que hacer ejercicio físico en el barro. Abdominales, sentarse en cuclillas, flexiones, saltos de tijera. Al cabo de una hora, James estaba entumecido de frío y dolor. Su uniforme era una pesada masa de barro. Nicole había caído al suelo, demasiado cansada para moverse. La señorita Smoke apoyó la bota sobre la cabeza de Nicole y hundió su cara en el barro. — Levántate, gorda —le espetó. Nicole se levantó y corrió hacia la puerta. —No podrás volver —aulló Smoke—. Un paso más y se acabó. Nicole no hizo caso. Quince minutos después había vuelto, berreando y suplicando una segunda oportunidad. —Vuelve dentro de tres meses, cariño —le soltó Large—. Deshazte de ese trasero flácido, o nunca lo conseguirás. Al finalizar la primera jornada sólo quedaron siete reclutas. Todos hicieron comentarios al respecto. Nicole les pareció debilucha por haberse rendido tan pronto. No obstante, todos la envidiaban, al imaginarla en su cuarto viendo la televisión después de bañarse. James había entrado en calor en la ducha, y estaba sentado a la mesa con los otros seis reclutas, a la espera de la cena. Tener a Kerry de compañera era fantástico, sobre todo cuando veías a los demás chicos cometer los errores acerca de los cuales Kerry le había advertido. La comida llegó desde el edificio principal en un carrito térmico. Smoke repartió los platos. James quitó la tapa metálica. El arroz frito estaba un poco reseco debido a que lo habían mantenido caliente, pero sabía bien y todo el mundo estaba hambriento. Kerry fue la última en recibir su plato. James adivinó que algo iba mal debido al ruido que hizo el plato cuando tocó la mesa. Kerry levantó la tapa. No tenía comida, sólo un envoltorio de Mars vacío. Dio la impresión de que la chica se iba a desmoronar. Large apoyó sus enormes manos sobre los hombros de Kerry. —Kerry, querida —dijo—, no eres la primera chica que vuelve aquí. Tal vez pienses que conoces todos los trucos, pero nosotros también. —Y se marchó. Kerry contempló su plato vacío. James no podía permitir que se muriera de hambre después de la ayuda que le había prestado, así que le dio la mitad de su plato. —Gracias, compañero —dijo ella.

19. FELIZ Imagina que estás en uno de los primeros niveles de un videojuego. Parece difícil. Todo sucede con demasiada rapidez, pero al final lo superas. Vas avanzando a niveles más complicados. Un día, vuelves a probar el primer nivel. Lo que entonces te parecía veloz y difícil ahora te resulta fácil. Éste es el principio que sustenta el entrenamiento básico. Te pedirán que lleves a cabo tareas difíciles, sometido a tensión física y mental. Y lograrás cosas que te parecían imposibles. Cuando el entrenamiento básico haya terminado, tu mente y tu cuerpo serán capaces de actuar a niveles superiores. (De la introducción del Manual de Entrenamiento Básico de CHERUB) Callum abandonó el día veintiséis. Se fracturó una muñeca en la pista americana. La pista no era tan dura, pero resultaba fácil sufrir un accidente si ya habías hecho tres horas de ejercicio físico y no habías dormido la noche anterior, porque Large había mojado a todo el mundo en su cama con una manguera de incendios. Connor quedó emparejado con Gabrielle, pero nunca pasaba más de unas horas sin su mellizo. Estaba pensando en tirar la toalla y empezar de nuevo con su hermano dentro de unos meses. El ejercicio físico era lo más duro que James había hecho nunca. La primera vez que vomitó debido al agotamiento se quedó entumecido. Kerry le aconsejó que siguiera corriendo, pero no le hizo caso. Speaks le propinó un empujón, y después le aplastó la mano con la bota. —¡Si dejas de entrenar, será mejor que mueras o pierdas el conocimiento! —gritó Speaks. En ese momento, James pensó en abandonar. Pero ya estaba acostumbrado a aquella vida de perro. Tenía doce costras y veintiséis contusiones en el cuerpo, sin contar los lugares que no alcanzaba a ver. Se duchaba dos veces al día, pero nunca tenía tiempo de quitarse la roña de los sitios difíciles, como de las uñas o las orejas. El pelo le parecía de paja, y si se lo removía salía polvo, aunque se lo hubiera lavado. Si encontraba un momento para que alguien se lo cortara, se lo dejaría al cero. Lo peor del entrenamiento no era el agotamiento, sino el frío permanente. James dormía bajo una manta fina como una oblea, en una sala sin calefacción. Por la mañana, el suelo estaba helado. El desayuno consistía siempre en cereales y zumo frío. La ropa nunca estaba seca, aunque tampoco era que importara demasiado. Después de cinco minutos en la pista americana, estabas cubierto de agua helada y barro que . se pegaba a tus pantalones y te mantenía empapado el resto del día. Los reclutas sólo tenían derecho a breves momentos de calor, y cada uno era una bendición. Bebidas calientes a la hora de comer, la ducha y la cena caliente de la noche. Con suerte, podías hacerte una herida lo bastante grave para acudir al centro médico, pero si no era muy grave sólo te echaban de la pista americana. Después, esperabas a la enfermera en una habitación con una temperatura permanente de veintidós grados, una máquina de café y chocolatinas, que podías mojar en el café para comerlas calientes. Shakeel y Connor recibieron estas benditas heridas. James sólo soñaba con ellas. Las cinco horas de clase, intercaladas entre sesiones de ejercicio físico, eran lo más fácil del día. Armamento era la mejor asignatura. Entre otras

muchas cosas, aprendías a disparar. James ya sabía desmontar y limpiar una pistola, desactivar una bala para que no se disparara, montar mal una pistola para que se encasquillara. Incluso manipular una bala para que estallara dentro de la cámara y volara el dedo que había apretado el gatillo. En la siguiente lección iban a empezar con los cuchillos. En la clase de Espionaje se pasaba revista a todos los chismes: aparatos de escucha electrónicos, piratería informática, ganzúas, cámaras, fotocopiadoras. Nada era tan complicado como se veía habitualmente en las películas. La señora Flagg, ex profesora de espionaje del KGB, siempre daba clase en un aula sin calefacción, con botas forradas de piel, abrigo de piel, sombrero y bufanda, mientras los alumnos temblaban dentro de sus camisetas mojadas. De vez en cuando, daba una palmada con sus manos enguantadas y se quejaba de que el frío era perjudicial para sus varices. Las mejores lecciones de espionaje versaban sobre explosivos. Las daba el señor Large. Dejaba de lado su habitual personalidad sádica y se complacía como un niño en describir los detalles más sofisticados de los cartuchos de dinamita y la masilla de plástico explosivo. Volaba cosas con la menor excusa, incluso lanzó una carga dirigida a la cabeza de James. La carga saltó y abrió un agujero del tamaño de una pelota de golf en el techo. —Por supuesto, el pequeño James habría muerto si hubiera colocado la carga al revés —explicó—. O si la carga se hubiera desviado. James confiaba en que estuviera bromeando, pero a juzgar por el tamaño del agujero del techo, no era así. Tres monitores daban clases de Técnicas de Supervivencia al aire libre. Era interesante construir refugios y aprender qué partes de animales y plantas se podían comer sin peligro. Las mejores lecciones versaban sobre encender fuegos y cocinar, porque te proporcionaban la oportunidad de calentarte y comer más, aunque fuera una ardilla o una paloma. Había dos asignaturas que James odiaba. La primera era Idiomas. Gente como Kerry, que llevaba años en CHERUB, era buena en idiomas. Kerry hablaba español con fluidez y se defendía en francés y árabe. En el entrenamiento básico todo el mundo empezaba con un nuevo idioma a partir de cero, y tenía que dominar un vocabulario de mil palabras al final del curso. CHERUB escogía un idioma de un país que coincidiera con la etnia de uno. A Mo y Shakeel les tocó árabe, a Kerry japonés, a Gabrielle suajili y a Connor ruso. Los idiomas eran doblemente difíciles porque tenían que aprender a leer y pronunciar correctamente palabras que no se basaban en el alfabeto latino. Durante dos horas al día James y Connor se sentaban juntos, mientras el profesor de ruso ladraba órdenes e improperios. Les arrebataba el bolígrafo de la mano, los golpeaba con una regla de madera y los salpicaba de saliva mientras hablaba. Al final de la clase, el señor Grwgoski dejaba a los dos chicos con las manos doloridas y las mentes confusas. James no estaba seguro de estar aprendiendo algo, salvo que el ruso le daba dolor de cabeza. Grwgoski solía decir a uno de los monitores que James y Connor eran malos alumnos y merecían un castigo. Esto solía costarles una hora de sueño precioso, porque los obligaban a permanecer firmes al aire libre con pantalones cortos. Si Large estaba aburrido, les daba un buen manguerazo. La otra asignatura que James odiaba era Kárate. —Día veintinueve —dijo Large. Llevaba una gorra de béisbol verde en la cabeza. Por primera vez, sus dos esbirros no lo acompañaban. Eran las seis menos diez de la mañana. Los seis reclutas supervivientes se erguían inmóviles al pie de su cama.

—¿Alguien puede decirme qué tiene de especial el día veintinueve? Todos sabían la respuesta, pero se preguntaron si era la que Large deseaba. Contestar a las preguntas de Large podía provocar desagradables consecuencias. Lo mejor era cruzar los dedos y esperar a que otro se la cargara. —Número siete, ¿puedes decirme por qué hoy es un día especial? James maldijo su suerte. —Es Navidad —dijo. —Exacto, mis pequeñas calabazas. Navidad. Han transcurrido dos mil tres años desde el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué deberíamos hacer para celebrarlo, James? Era una pregunta capciosa, porque carecía de una respuesta precisa. —Tomarnos el día libre —probó con optimismo. —Bien, eso sería estupendo. La señorita Smoke y el señor Speaks tienen el día libre, igual que todos vuestros profesores. Sólo quedáis vosotros seis y un servidor. Bien, vamos a celebrar un poco la Navidad y después dedicaremos el resto del día al kárate y el ejercicio físico, sin ninguna de esas molestas clases que tanto entorpecen. Large pulsó un botón de su gorra. Se encendieron luces rojas que formaron un árbol de Navidad, y sonó una versión de Jingle Bells. —Ha sido tan bonito que me he puesto a llorar —dijo Large, al tiempo que arrojaba la gorra—. Ahora que la celebración ha terminado, ¿empezamos el entrenamiento? Los alumnos no tenían que utilizar los suelos mullidos del dojo. Aprendían kárate en el terreno que rodeaba el edificio de entrenamiento, y el barro helado cubría sus pies desnudos. Todas las clases eran iguales. Aprendías uno o dos movimientos y los ensayabas hasta perfeccionarlos. Después ensayabas otros movimientos que habías aprendido antes. Cada clase terminaba con una lucha de full contact. Pese a todo, a James le hacía gracia estar aprendiendo kárate. Siempre le había apetecido, pero su pereza le había impedido perseverar. Ahora tenía cinco clases a la semana, lo cual significaba que estaba aprendiendo deprisa, pero no estaba a la altura de Kerry. Ella era ya cinturón negro. Mientras James trastabillaba y perdía el aliento, ella realizaba todos los movimientos sin el menor esfuerzo. Ayudaba a James y lo salvaba de ser castigado por los monitores al menos una vez en cada clase, pero él odiaba su expresión presumida cuando le señalaba errores, y además siempre lo machacaba en el enfrentamiento final. Debía anticipar los ataques, esquivar o parar la mayoría. Pero Kerry era rápida y sabía movimientos que James ni siquiera había ensayado. Siempre acababa en el suelo, dolorido, mientras ella apenas recibía algún golpe. James era demasiado orgulloso para admitir que le hacía daño. Kerry era más menuda, más joven, y encima una chica. ¿Cómo iba a quejarse de que le estaba dando una paliza? Sin las clases habituales, la mañana de Navidad se convirtió en seis horas de implacable ejercicio físico. Los alumnos apenas podían andar. Large no les permitió desayunar. A James, el agua que resbalaba sobre sus ojos le nublaba la vista, pero tenía tan entumecidas las manos que no podía ni secárselos. Además de las desdichas de costumbre, durante la lucha Kerry le propinó una dolorosa patada en el costado. A la una, Large salió del recinto de entrenamiento con los seis reclutas. Estaban muy nerviosos. No habían salido desde el primer día. Tal vez iban a

darles un regalo de Navidad, pero estaban demasiado familiarizados con el sadismo de Large como para albergar esperanzas. Large les ordenó detenerse cuando estuvieron lo bastante cerca para ver el comedor del edificio principal a través de las ventanas. Un árbol de cuatro metros de altura se alzaba en el centro, decorado con cientos de luces parpadeantes. Habían juntado las mesas para formar cuatro largas, cubiertas con manteles dorados. Cada asiento estaba dispuesto con cubiertos elegantes y regalitos. James sólo podía pensar en el calor que haría en el interior. —Si abandonáis ahora —dijo Large—, podríais subir corriendo a vuestra habitación, daros una ducha y bajar a tiempo para la comida de Navidad. James sabía que Connor estaba pensando en abandonar, y estaba seguro de que ésa sería la gota que colmaría el vaso. Large los obligó a correr, sentarse en cuclillas y dar saltos de tijera. Dentro, los chicos estaban ocupando sus sitios en la mesa. Algunos saludaron a los alumnos de fuera. James buscó a Kyle, Bruce y Amy, pero no vio a ninguno. —Da igual que abandonéis ahora —gritó Large—. Ninguno de vosotros lo conseguirá. Id y comed a gusto. Charlad con todos vuestros amigos. Seguro que lo deseáis, ¿no? ¿Estáis seguros, pastelitos? ¿Qué os parece si meditáis sobre la idea mientras hacéis veinte flexiones? Cuando se irguieron después de las flexiones, Callum y Bruce aparecieron tras las ventanas. Callum tenía la mano enyesada. Abrió una ventana. —¡No te rindas, Connor! —gritó Callum—. La próxima vez que nos veamos, espero que lleves una camiseta gris. Connor asintió. —Haré lo que pueda. ¡Feliz Navidad! Bruce apartó a Callum de un empujón. —¡No te preocupes por el señor Large! —gritó Bruce—. ¡No es más que un desgraciado al que le gusta maltratar a los niños! James sonrió y Large corrió hacia la ventana. —Cierra la ventana ahora mismo, pequeño demonio —ordenó. —De acuerdo, señor Sado —contestó Bruce, y cerró la ventana. Cuando Large se volvió, tenía la cara congestionada. —Volved corriendo a la pista americana. Kerry y James iban los primeros en la pista americana. Habían conseguido correr más deprisa que los demás. Large se había ido. Kerry y James imaginaron que estaría sentado en su despacho con la calefacción puesta, zampándose la comida de Navidad, mientras contemplaba sus sufrimientos en un monitor de televisión. Cerca del final de la pista había un tramo de doscientos metros sembrado de piedras dentadas. Si no tropezabas, no pasaba nada, pero cuando estabas agotado cometías equivocaciones. Kerry trastabilló y cayó de bruces, apoyando una mano entre las piedras. James la vio y pensó en todas las veces que le hacía daño en las clases de kárate. Experimentó una oleada de ira y le aplastó la mano con la bota. Kerry chilló. —¿Por qué has hecho eso, capullo? —Lo siento, ha sido un accidente. —Vi que mirabas mi mano. Y te has apartado de tu camino para pisarla. —Estás chiflada, Kerry. Ella le propinó un empujón. —Se supone que formamos un equipo, James. ¿Por qué me has hecho daño? —Tú siempre me lo haces en clase de kárate —replicó él.

—Tú mismo te lo haces porque eres un mamón. —Podrías tratarme con suavidad, Kerry. No has de atizarme como a una estera cada vez. —Te trato con suavidad. James se levantó la camiseta para enseñarle un gran moratón sobre las costillas. —¿Llamas a esto suavidad? Kerry le lanzó una patada. Siempre le daba en las costillas, pero esta vez lo alcanzó en los ríñones. James se dobló en dos, presa de un dolor terrible. —Puedo pegarte así, si lo prefieres —dijo Kerry—. Si te sacudo con demasiada suavidad, los monitores se darán cuenta de que no me esfuerzo y nos castigarán a los dos. James comprendió que su compañera tenía razón. Se había comportado como un idiota integral, pero ahora estaba enfurecido. Así que de todos modos se lanzó sobre Kerry, que tropezó con las piedras. James empezó a lanzarle puñetazos enloquecidos. Ella lo tumbó de un golpe en la nariz y James notó que alguien lo levantaba. —¡Basta! —gritó Gabrielle. Connor y Gabrielle se esforzaron por apartarlos. —¿A alguien le importaría decirme qué está pasando aquí? —preguntó Large, corriendo hacia ellos. Nadie supo qué decir. —Connor, Gabrielle, largaos. Kerry, enséñame la mano. Large examinó el corte. —Ve a la enfermería. Large se acuclilló delante de James y contempló su nariz. —Y tú también. Cuando volváis, os aseguro que vais a tener problemas. Ambos se sentaron en la sala de espera de la enfermería. Con un café caliente en la mano, James engullía una galleta de chocolate tras otra. Kerry estaba sentada enfrente, haciendo lo mismo. Ni siquiera se miraban.

20. RÍO —Bienvenidos de nuevo, queridos conejitos —dijo Large—. Una cálida y hermosa tarde, ¿verdad? ¿Estaban buenas las galletas de chocolate? ¿La niñera os ha tratado mejor? Bien, tenemos otro regalo para vosotros, tortolitos. Quitaos las botas y todo lo demás, salvo la ropa interior, y salid fuera. Si conseguís sobrevivir a la noche, os dejaré entrar por la mañana. Recordad que en el edificio principal hay confort y calefacción, en el caso de que queráis abandonar. James y Kerry se desnudaron y salieron a la oscuridad. —¡Feliz Navidad! —gritó Large a su espalda. La puerta se cerró y se quedaron a oscuras. El viento era gélido. La escarcha quemaba sus pies. Kerry se hallaba a escasos metros de James, pero éste apenas podía verla. La oyó sollozar. —Lo siento, Kerry —dijo—. Todo ha sido culpa mía. Ella no contestó. —Háblame, Kerry, por favor. Sé que he sido un estúpido. Ver a todo el mundo sentado confortablemente en el comedor, y encima el día de Navidad, me enfureció. Kerry se puso a llorar a moco tendido. James le tocó el hombro y ella retrocedió. —No me toques. —Era lo primero que le decía desde la pelea. —Juntos podemos conseguirlo. Lo lamento de verdad. ¿Quieres que te suplique? Te besaré los pies con tal que me hables. —James —sollozó—, hemos terminado. Puedes decir que lo sientes mil veces, pero has logrado que nos echaran a los dos. —Podemos conseguirlo, Kerry. Encontraremos un lugar calentito y dormiremos. Kerry lanzó una débil carcajada. —¡Un lugar calentito! James, no hay ninguno. Hay un gran campo embarrado y una pista americana, nada más. Está a punto de helar; dentro de una hora se nos empezarán a congelar los dedos de manos y pies. Faltan catorce horas para que amanezca; si nos dormimos, moriremos de frío. —No te mereces esto, Kerry. Llamaré a la puerta y pediré hablar con Large. Diré que ha sido culpa mía y que abandonaré si te deja entrar. —No hará ningún trato contigo, James. Se te reirá en la cara. —Podríamos encender una hoguera. —Está lloviendo y la oscuridad es absoluta. Necesitaríamos algo seco para encender el fuego, y un lugar protegido del viento. ¿Alguna sugerencia? —El puente del lago artificial —dijo James—. Hay un hueco debajo, antes de empezar el agua. Podríamos acumular ramas y todo lo que encontremos para resguardarnos del viento. —Supongo que podríamos —dijo Kerry—. Vamos a probar. Miremos en la basura. -¿Qué? —Hay dos cubos de basura en la parte posterior del edificio —dijo Kerry—. Podríamos buscar dentro. Tal vez encontremos algo útil. Kerry lo condujo hasta la parte posterior del edificio de entrenamiento. Cada uno apartó la tapa de un cubo. Los dos estaban llenos de bolsas de

basura. —Apesta —dijo James. —Me da igual el olor. Ésta es mi idea: nos llevamos los cubos al puente, y después registramos las bolsas; con suerte, encontraremos algo para encender un fuego. Las bolsas nos ayudarán a conservar el calor si nos cubrimos con ellas. Les costó encontrar el puente a la luz de la luna. Estaba demasiado oscuro para distinguir otra cosa que el contorno del suelo. A cada paso corrían el riesgo de pisar algo afilado. Cada uno cargaba con un cubo, y pesaban una tonelada. James intentó hacerlo rodar en lugar de cargarlo, pero el cubo se encallaba en el barro. Para Kerry era todavía más difícil, porque llevaba una mano vendada. Siguieron el sendero paralelo a la pista americana. James ya tenía los pies entumecidos. Se estremeció al pensar en las horrendas fotografías de dedos congelados y ennegrecidos que salían en el manual de entrenamiento. El puente de madera salvaba él lago en mitad de la pista americana y medía veinte metros dé longitud y unos dos metros de anchura. Cuando llegaron, Kerry empezó a desanudar y registrar las apestosas bolsas de basura. James descendió al hueco que había debajo del puente. —Aquí está muy seco —dijo—. Hay cemento, no barro. —De acuerdo. Estoy intentando reunir lo que sirva para encender una hoguera. James corrió de un lado para otro, recogió ramas y las apiló contra el lado del puente. Kerry hundió la mano en una bolsa y encontró una mezcla de restos de comida y trapos mugrientos, de los que se utilizaban para limpiar las botas. Olió su hedionda mano y se sorprendió de que estuviera tocando tantas cosas desagradables. Separó todo lo que estaba seco y podía servir para encender fuego en un cubo vacío. Kerry rasgó las bolsas, se cubrió los pies con los trapos mugrientos y después los envolvió con plástico. Practicó agujeros en algunas bolsas para improvisar blusones y faldas de plástico. Parecían espantajos de barro, pero lo importante era que se resguardaban un poco del frío. James terminó transformando el puente en un refugio; se acurrucaron en el hueco protegido y se frotaron las manos para calentárselas. —Ten —dijo Kerry, y le entregó dos cajas pequeñas. Estaba demasiado oscuro para ver qué eran. James palpó y reconoció la forma de una pajilla a un lado del cartón. —El desayuno. ¿Estaba en la basura? —Dios está de nuestro lado —dijo Kerry—. Seis zumos de naranja y seis minipaquetes de cereales, todos sin abrir. Large debió de tirarlos esta mañana, cuando no nos dejó desayunar. James hundió la pajilla en el zumo de naranja y se bebió el contenido con dos largos tragos. Luego, abrió los cereales y engulló copos. —Tenemos ropa, comida y refugio —dijo—. Deberíamos sobrevivir hasta mañana por la mañana. —Tal vez. Me sentiría mejor si pudiéramos encender un fuego. —Hay toneladas de cosas que pueden prender —dijo James. —Pero la única forma que conozco de encender un fuego es con dos maderas. Y no las tenemos. Siguieron sentados, acurrucados el uno contra el otro, moviendo los brazos y las piernas para calentarse. —Creo que sé una forma de encender fuego —dijo James—. ¿Recuerdas las

cámaras de seguridad que enfocan la pista americana? —Sí, ¿por qué? —Deben funcionar con electricidad. -¿Y? —Si localizamos una y arrancamos el cable, tal vez podamos producir una chispa. —Está oscuro como boca de lobo —le recordó Kerry. —Sé más o menos dónde están las cámaras. —James, estás hablando de manipular electricidad. Podrías acabar electrocutado. Él se levantó. —¿Adonde vas? —Confía en mí, Kerry. Voy a conseguir encender un fuego. —Eres un idiota redomado. Te achicharrarás. James salió del refugio. Los protectores de pies improvisados por Kerry los mantenían calientes, pero eran muy resbaladizos. Encontró el cubo que la chica había llenado de material inflamable. Embutió fragmentos de papel y cartón dentro de su traje de plástico, agarró la tapa de un cubo y empezó la búsqueda. Descubrió una cámara a escasos metros del refugio. El piloto rojo que había debajo del objetivo hacía más fácil localizar las cámaras a oscuras que a plena luz del día. Tanteó detrás de la cámara y arrancó los cables. Uno parecía el de las imágenes, de modo que lo desechó. El otro tenía una clavija bipolar y supuso que era el de la electricidad. Retorció la clavija hasta arrancarla. Quedaron dos alambres pelados al final del cable. En teoría era una buena idea, pero ahora, con su pequeña cantidad de combustible en equilibrio sobre la tapa del cubo, rodeado de agua y con un cable eléctrico en la mano, su confianza se desvaneció. Se agachó sobre la tapa del cubo. Partió el cable a lo largo, apartó los dos extremos de alambre desnudos y los colocó sobre un pañuelo de papel. Acercó poco a poco los dos extremos. Una chispa azul le iluminó la cara. Una esquina del papel prendió. Saltaron un par de ascuas y el fuego se apagó. El corazón de James dio un vuelco. Dudaba que tuviera una segunda oportunidad, porque era muy probable que la chispa hubiera fundido el circuito. Entonces, una segunda llama se elevó del centro del pañuelo. James puso un pedazo de cartón sobre la llama y prendió. Tenía que volver al puente antes de que el combustible se agotara. Sus pies resbalaban en todas partes, y el viento hacía lo posible por apagar la llama. —¡Kerry! —gritó—. Trae un poco de combustible. Kerry salió presurosa y añadió más trozos de cartón al fuego. La tapa metálica se estaba calentando en las manos de James, y la última parte del trayecto fue la más complicada: descender por la orilla fangosa del lago y meterse en el refugio. Kerry ayudó a mantener inmóvil la tapa. James metió la tapa en el refugio, con cuidado de no incendiar las ramas que protegían los costados. Kerry añadió el resto del combustible y los dos se acurrucaron el uno junto al otro, mientras una luz naranja iluminaba el refugio. El humo irritó sus ojos, pero lo único que les preocupaba era el calor. Kerry apoyó la cabeza en el brazo de James. —Aun no puedo creer que me pisotearas la mano —dijo, al tiempo que echaba un vistazo a su vendaje—. Pensaba que formábamos un buen equipo. —Sé que lamentarlo no cambia las cosas, pero de veras que lo siento. Si

puedo hacer algo para compensarte, sólo tienes que decirlo. —Te perdono. Pero cuando acabe el entrenamiento, pelearemos en el dojo. Te atizaré hasta que supliques clemencia. Entonces te pegaré un poco más. —Trato hecho —dijo James, rogando que fuera una broma—. Es lo que me merezco por meternos en este lío. El señor Speaks se asomó al refugio. Estaba empezando a amanecer y el fuego se había apagado. James y Kerry estaban durmiendo abrazados. —Despertad —dijo Speaks. Los chicos volvieron a la vida dentro de sus trajes de plástico. Kerry había dicho que era preferible no dormir, mantenerse despiertos para no congelarse, pero el refugio estaba caldeado y ambos se habían dormido. —Os quiero de todo corazón —dijo Speaks. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un par de tabletas de chocolate. James no entendió por qué se mostraba tan amable con ellos. —Estoy impresionado por la forma en que habéis manejado la situación. El señor Large dijo que abandonaríais. No pudo localizaros. Por algún motivo, las cámaras de vídeo han dejado de funcionar. —¿Qué hora es? —preguntó Kerry, con la boca llena de chocolate. —Las seis y media. Será mejor que vayáis al edificio principal y os vistáis. El señor Large se enfurecerá cuando os vea. —¿No le caemos bien? —preguntó James—. Es decir, sé que odia a todo el mundo, pero ¿por qué está tan obsesionado con deshacerse de nosotros? —No lo entiendes —dijo Speaks—. Hicimos una apuesta. Cincuenta libras a que el señor Large podía obligar a un alumno a abandonar el día de Navidad. Creyó que si Connor veía a su hermano en la comida de Navidad funcionaría, pero Callum le dijo que se mantuviera firme. Después, os pusisteis a pelear, lo cual le dio una excusa para castigaros. Estaba seguro de que doblegaría vuestra voluntad. Ardo en deseos de ver la cara que pondrá. —Después de esto, nos va a amargar la vida todavía más —suspiró Kerry.

21. AIRE Los seis alumnos y los tres monitores se dirigían a Malasia para el final del entrenamiento básico. El único vuelo anterior de James había sido un viaje de vacaciones de ocho horas a Orlando, apretujado con cientos de niños hiperactivos y decenas de padres vociferantes. Esta vez iba en primera clase. Los pies no le llegaban al asiento de delante. Las mullidas butacas de piel contaban con pantallas para Nintendo y películas, y un botón echaba hacia atrás el asiento, que se convertía en una especie de cama. Antes del despegue, las azafatas les habían servido bocadillos y zumos de fruta. En otra circunstancia le habría parecido fantástico, pero después de trece horribles semanas era como estar en el cielo. El jumbo terminó su ascensión desde Heathrow y el letrero del cinturón de seguridad se apagó con un pitido. James se repantigó con los auriculares puestos y fue examinando los canales de música, hasta que encontró el Rocket Man de Elton John. A su madre le gustaba mucho Elton, y ahora se sintió culpable de no haber pensado apenas en ella desde que había ingresado en CHERUB. Un calcetín de Kerry voló sobre la pantalla que había entre los asientos y aterrizó sobre el regazo de James. Éste se incorporó, mientras Kerry bajaba la pantalla y se quitaba los auriculares. —¿Qué pasa? —preguntó James. —Querías saber cuánto duraba el vuelo. Sintoniza tu tele en el canal cincuenta. James movió el mando a distancia. La pantalla cambió a un plano azul con Londres a la izquierda y Kuala Lumpur a la derecha. Cada pocos segundos, la pantalla cambiaba y aparecía una hilera de cifras que indicaban la distancia recorrida, la velocidad del aire, la temperatura del exterior y el tiempo que quedaba para llegar a destino. —Trece horas y ocho minutos —dijo James—. Guay. Creo que dormiré todo el rato. Kerry pareció decepcionada. —¿No quieres jugar a Mario Kart? —preguntó. —Vale, un par de partidas. Dormiré después de que nos sirvan la cena. El letrero situado sobre la puerta automática de la terminal del aeropuerto rezaba «Feliz estancia en Malasia». Las puertas se abrieron. James se colgó la mochila al hombro y aspiró hondo. Cuando aterrizaron, la pantalla del avión anunciaba que había 40°C en el exterior. James sabía que eso significaba calor, pero no había imaginado que aquella atmósfera le resultaría asfixiante. —Imagina tener que correr con este calor —dijo Kerry. Connor y Gabrielle iban detrás. —Apuesto a que no será necesario imaginarlo durante mucho tiempo — dijo Gabrielle. Large, con pantalones cortos y camisa hawaiana, los guió por un paso de cebra de una calle congestionada hasta una furgoneta. Speaks sacó unos billetes de un fajo y los entregó al conductor, mientras todos subían con el equipaje. Durante media hora siguieron amplias carreteras por carriles despejados, en dirección contraria a la que seguía el tráfico de la hora punta nocturna. Los

reclutas miraban por las ventanillas. Podría haber sido una ciudad moderna de cualquier parte. Sólo los anchos desagües y las palmeras que se alzaban entre el cemento revelaban que estaban en los trópicos. Los demás reclutas habían sido el único contacto humano de James durante tres meses. No hablaban mucho. Si conseguías media hora de descanso, no la desperdiciabas hablando, sino que dormías. Las escasas conversaciones mantenidas solían versar sobre quejas del entrenamiento, a la hora de comer o cenar. Los monitores castigaban a todo el grupo por cualquier error individual, de modo que los reclutas desarrollaban un sexto sentido para cubrirse las espaldas. James sabía que Kerry y Shakeel estarían cerca de él para sujetarlo si perdía las fuerzas en la piscina. Todos cargaban con las cosas de Kerry cuando le dolía la rodilla. Mo era enclenque y necesitaba ayuda para subir y escalar. Todos se necesitaban mutuamente para algo. James no estaba preocupado por aquel cursillo de supervivencia tropical de cuatro días. Sabía que sería duro, pero todo había sido duro desde el primer día. El entrenamiento había logrado su objetivo: el agotamiento y el peligro ya no asustaban a James. Lo habían llevado hasta el límite con tanta frecuencia, que ya se había convertido en una rutina. Era algo que no te gustaba, pero que siempre superabas, como una visita al dentista o una lección de ciencias. El hotel era elegante. James y Kerry compartían una habitación con dos camas grandes y un balcón que daba a la piscina. Eran las nueve de la noche, pero todos habían dormido en el avión y se sentían animados. Los monitores habían ido al bar del hotel y no querían que se los molestara. Habían enseñado a los reclutas sus habitaciones y les habían dicho que podían pedir lo que quisieran al servicio de habitaciones, pero no debían acostarse muy tarde porque al día siguiente madrugarían. Los seis chicos se reunieron junto a la piscina al aire libre, la primera oportunidad de relajarse como grupo. Había oscurecido y soplaba brisa, pero la temperatura era superior a los treinta grados. Miles de insectos zumbaban y se estrellaban contra las mosquiteras que rodeaban la zona de la piscina. Un empleado con pajarita les entregó albornoces y zapatillas de algodón. Era la primera vez desde hacía semanas que James se sentía bien alimentado y relajado. También se sentía raro. Todos los demás se habían tirado a la piscina y nadaban con seguridad, pero él estaba inhibido porque sólo sabía nadar crol. De modo que se sentó en el borde con los pies en el agua, sorbiendo una Coca-Cola con una pajilla. —¡Vamos, James! —gritó Kerry—. ¡Anímate! —Creo que volveré a la habitación. —Qué pena —dijo Kerry. James subió a su cuarto. Orinó y se miró en un espejo por primera vez desde que el entrenamiento había empezado. Era raro ver su propio cuerpo pero no reconocerlo del todo. El estómago que sobresalía por encima de los calzoncillos había desaparecido. Los músculos del pecho y los bíceps eran más grandes, y pensó que el pelo cortado a cepillo, además de las costras y magulladuras, le daban un aspecto más duro. No pudo reprimir una sonrisa satisfecha, muy pagado de sí mismo. Se tumbó en la cama y vio la televisión. Había muy pocos canales en inglés. Localizó la BBC World y se dio cuenta de que en todo aquel tiempo no se había enterado de nada de lo que ocurría en el mundo. Hacía tres meses que no veía un periódico o la tele, aislado en el recinto de entrenamiento. Daba la impresión de que nada había cambiado. La gente seguía matándose sin

motivo aparente, los políticos llevaban trajes elegantes y daban respuestas de cinco minutos que no tenían nada que ver con la pregunta. Al menos, en la sección de deportes pudo ver al Arsenal ganando un partido. Después se dedicó a hacer zapping, arrepintiéndose de haber subido a la habitación. De pronto, la puerta se abrió y las luces se apagaron. —Cierra los ojos —ordenó Kerry. —¿Qué pasa? —preguntó James, desconcertado. —Te traemos una sorpresa. James oyó a los demás reclutas en el pasillo. —Ni hablar. ¿Qué pretendéis? —Si no cierras los ojos, nunca lo sabrás. Era improbable que se tratara de algo bueno, pero James no quería parecer un soso. —Muy bien, ya está. Los oyó entrar a todos. De pronto, Kerry vació un cubo de hielo sobre su pecho. Los cubitos se deslizaron dentro de la bata y resbalaron por su cuerpo. Connor, Mo, Gabrielle y Shakeel siguieron con más cubos. James saltó de la cama y resbaló pisando cubitos. —¡Seréis cerdos...! —gritó mientras se sacudía el albornoz y reía. Los demás se partieron de risa. Kerry volvió a encender las luces. —He pensado que podíamos cenar todos aquí—dijo—. Si estás de buen humor, claro. —Adelante —dijo James. Se sentaron en el balcón, hablaron del entrenamiento y fueron picando de los platos. Después, los cuatro chicos decidieron impresionar a las chicas: se pusieron en hilera en el balcón y orinaron sobre las plantas, dos pisos más abajo. Kerry y Gabrielle se metieron dentro y cerraron las puertaventanas. —¡Dejadnos entrar! —gritó Connor. —Decidnos que somos guapas —replicó Kerry. —¡Cerdas repugnantes! —vociferó Shakeel—. ¡Dejadnos entrar! —Nos parece que vais a estar ahí fuera un buen rato —repuso Kerry. James miró hacia abajo. Era demasiado alto para saltar. Así pues, se acercó al cristal y dijo: —Las dos sois unas chicas muy guapas. —Lameculos —dijo Connor. James lo miró. —¿Quieres pasar aquí la noche? —¡Hiperguapas! —entró en razón Connor. —¡Más que las supermodelos! —añadió Mo. Las chicas miraron a Shakeel. —¿Y bien? Shakeel se encogió de hombros. —Sois dos espectaculares rayos de sol dorado. Va, dejadnos entrar. —¿Les dejamos? —preguntó Kerry a Gabrielle, disfrutando de su poder. Gabrielle se llevó un dedo a los labios y fingió dudar. —Sólo si besan el cristal para demostrar lo mucho que nos quieren— decidió. Kerry rió. —Ya la habéis oído, chicos. ¡A besar! Los cuatro chicos se miraron. —Joder —masculló Connor, pero fue el primero en besar el cristal. Los otros tres lo imitaron.

Alguien llamó a la puerta. Kerry fue a abrir. Eran Large y Smoke. Gabrielle abrió las puertas del balcón. Los chicos entraron, rogando que no los hubieran visto orinar sobre las plantas. Large parecía borracho. —Son más de las once. Os quiero a todos en la cama antes de cinco minutos. Los demás se marcharon en fila y James y Kerry se fueron a la cama.

22. PLAYA Un helicóptero militar los recogió en la azotea del hotel antes del amanecer. Los reclutas se sentaron sobre sus mochilas en la polvorienta zona de carga que había detrás de los pilotos. Su uniforme tropical consistía en pantalones ligeros, camisas azules de manga larga sin números ni logos de CHERUB, y gorras con faldones para proteger el cuello y los oídos del sol. Large entregó a cada uno una pulsera electrónica. La correa de plástico quedaba bloqueada, de manera que sólo se podía cortar con un cuchillo. —No os quitéis la pulsera en ninguna circunstancia—gritó Large para hacerse oír por encima del ruido del rotor—. En caso de emergencia, desatornillad el botón del costado y apretadlo con firmeza. El helicóptero está preparado y os irá a buscar antes de un cuarto de hora. Si os muerde una serpiente, no vaciléis en apretarlo. «Pronto llegaremos a la primera parada. Todo lo que podáis necesitar lo encontraréis en las mochilas. Ahora son las diez. Cada equipo tiene cuatro puntos de control, a los que ha de llegar antes de setenta y dos horas. Si no llegáis a todos antes del tiempo establecido, vuestro entrenamiento habrá fracasado y tendréis que empezar de nuevo desde el primer día. Recordad que esto no es una zona de entrenamiento. No se os castigará por los errores, pero podríais salir esquilmados. Hay mil cosas en la selva capaces de acabar con vuestra vida o poneros tan enfermos que desearíais estar muertos. El helicóptero se quedó suspendido a unos diez metros del suelo. La puerta lateral se abrió y la luz del día invadió el interior. —¡Uno y dos, fuera! —gritó Large. Mo y Shakeel dejaron colgar los pies en el vacío. Large arrojó sus mochilas. James vio que los chicos se lanzaban, pero no vio si habían aterrizado bien debido al polvo que levantaba el rotor. Large elevó los dos pulgares en dirección al piloto y el helicóptero se dirigió hacia la siguiente parada. Kerry no parecía muy contenta. Los saltos eran un riesgo para su rodilla lesionada. Gabrielle y Connor saltaron, y después el helicóptero se dirigió hacia la última posición. James miró hacia abajo. A unos metros vio arena cubierta por varios centímetros de agua. Al ver que su mochila caía, hizo acopio de valor y saltó desde la plataforma. Les habían enseñado a saltar. El truco consistía en caer de lado, para que todo el cuerpo absorbiera el impacto. Si aterrizabas demasiado erguido, corrías el riesgo de romperte la cadera o los tobillos. Demasiado en plano, todo tu cuerpo acusaba el golpe, y con frecuencia te rompías el brazo o el hombro. James cayó perfectamente. Se levantó y chapoteó, ileso. Kerry chilló cuando tocó el suelo. James corrió hacia ella. —¿Estás bien? —preguntó. Kerry se puso en pie poco a poco y dio unos pasos nerviosos con su rodilla mala. —No peor que de costumbre —contestó. El helicóptero se alejó. James protegió sus ojos de los torbellinos de arena. Los dos chicos recogieron las mochilas y se encaminaron hacia la playa. El reflejo del sol sobre la arena los deslumbraba. —Vamos a la sombra —dijo James. Se acomodaron debajo de una palmera. James se frotó la mano en los

pantalones para librarse de la arena mojada. Kerry encontró la información sobre la misión en su mochila. —Mierda —exclamó. —¿Qué pasa? Kerry le enseñó la hoja de instrucciones. Estaba en japonés. James no tardó en encontrar la suya. Su corazón dio un vuelco. —Fantástico, la mía está en ruso —dijo—. De haber sabido que mi vida dependía de ello, habría prestado más atención en clase. Al final, James descifró la mitad del ruso y a Kerry le fue algo mejor con el japonés. Comparando las dos versiones, entendieron casi todo. Había un par de sucintos planos en los que estaba marcada la posición de su primer punto de control, pero ni la menor indicación de dónde habían saltado o qué dirección debían tomar. Tenían que llegar al primer punto de control a las seis de la tarde y pernoctar allí. —Supongo que habrá más información cuando lleguemos —dijo Kerry. James registró su mochila, que pesaba una barbaridad. ¿Qué valía la pena conservar? Algunas cosas eran imprescindibles: machete, brújula, recipiente de plástico hinchable para recoger agua de lluvia, raciones de emergencia, una cantimplora de agua vacía, un kit de primeros auxilios y medicinas, tabletas para purificar el agua, bronceador con filtro solar, mosquiteras, cerillas, una navaja suiza y un rollo de bolsas de basura que no pesaba casi nada, y que podían ser muy útiles. También había una tienda de campaña con postes metálicos extensibles. —Deja la tienda —dijo Kerry—, Pesa una tonelada y podemos improvisar un refugio con hojas de palmera. También desecharon diversos artículos pesados: botas de recambio, paraguas, cubertería, chaquetas gruesas. Algunos artículos eran curiosos: no se les ocurrió ninguna utilidad para un balón de rugby y una pala de pimpón. La edición de bolsillo de las Obras completas de Shakespeare tal vez podría ayudar a encender un fuego, pero decidieron que abultaba demasiado. Una vez vaciadas de todo lo desechado, las mochilas eran manejables. James propinó patadas a las cosas que habían tirado en la arena, y confió en que no hubieran abandonado nada que pudiera serles útil. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó. Kerry extendió el plano y señaló una montaña lejana. —El punto de control está en la orilla del río —explicó—. Aquella montaña está señalada al otro lado del río, así que caminaremos en esa dirección. —¿Está muy lejos? —No lo sé. El plano no especifica la escala. Será mejor que nos demos prisa. Debemos encontrar el punto de control antes de que oscurezca. El plan era seguir por la costa hasta la desembocadura del río y luego enfilar el punto de control. Si iban por el interior sería más directo, pero no sabrían qué dirección seguir cuando llegaran al río. Caminar por la playa era imposible debido al sol y el intenso calor. Por tanto, optaron por la selva, unos cien metros tierra adentro. Los árboles formaban un dosel de sombra sembrado de pájaros. Lo único que crecía bajo el dosel era musgo y hongos. Aparte de las gigantescas raíces de los árboles y un tronco caído que se vieron obligados a rodear, el terreno era liso y pudieron andar a buen paso. Mantener los insectos alejados era una batalla constante. Kerry se puso a chillar como una posesa cuando un ciempiés de diez centímetros le trepó por la pierna. Su mordedura le produjo un bulto rojo. Dijo que dolía más que una

picadura de avispa. Después de eso, embutieron los pantalones dentro de los calcetines. Una vez cada hora se acercaban a la playa. Los árboles próximos a la playa eran más pequeños y dispersos. Hicieron caer cocos sacudiendo las palmeras y, en cuanto aprendieron a abrirlos, disfrutaron de su dulce leche. Había árboles frutales por todas partes, pero sólo comían las frutas que reconocían, por precaución. Después de beber, dejaban la mochila en la arena, se quitaban las botas y se metían vestidos en el mar. El mayor peligro de la selva no lo representan los depredadores, sino los mosquitos. Esos diminutos insectos clavan su probóscide a través de la piel para chupar la sangre. La mordedura sólo deja una marca roja, pero los microscópicos parásitos de la malaria, que se contagian de persona a persona, pueden enfermarte e incluso matarte. Los chicos no disponían de tabletas contra la malaria, de manera que lo único que podían hacer era cubrirse la piel, intentar mantenerse secos y rociarse con repelente para insectos. El olor del sudor atrae a los mosquitos, así que después de cada chapuzón James y Kerry se ponían ropa seca. Estrujaban la ropa mojada y la extendían sobre la mochila, para que el calor la secara antes de la siguiente parada. Después de cambiarse, se ponían repelente y protector solar, y volvían a la sombra de la espesa arboleda. Los cocos y las frutas eran demasiado sustanciosos para beberlos en grandes cantidades. Después de beber su jugo, a James le subía la acidez a la garganta. A primera hora de la tarde, la sed les impedía avanzar con rapidez. El agua de mar no se puede beber, y lo único que encontraban en la selva eran charcos de agua estancada, llenos de mosquitos y probablemente contaminados de orina animal. No había la menor posibilidad de encontrar una fuente, a menos que se desviaran hacia el terreno más elevado del interior. No conseguirían agua potable hasta que lloviera. Una tormenta sería lo ideal. El calor tropical evaporaba tanto el agua, que por la tarde los cielos rebosaban de nubes. James y Kerry vieron que el cielo se oscurecía poco a poco. Cuando destelló el primer relámpago, corrieron hacia la playa, hincharon el recipiente de plástico y esperaron. Nunca habían visto una lluvia semejante. Las primeras gotas eran del tamaño de pelotas de pimpón. James echó la cabeza atrás para beber directamente. Cuando los nubarrones descargaron, fue como estar bajo la manguera de Large. La lluvia horadaba la arena. James se cubrió la cara con un brazo y se esforzó por sujetar el recipiente mientras se iba llenando. Kerry protegió las mochilas debajo de un árbol. Se inclinaron sobre el recipiente y bebieron. Cuando el chaparrón terminó, había agua suficiente para llenar las dos cantimploras. El resto lo vertieron en una bolsa de plástico y se la llevaron. En cuanto llegaron a la desembocadura del río, el camino fue más fácil. Un sendero sin asfaltar corría paralelo al río, sembrado de huellas de neumáticos. Kerry contó los meandros del río para localizar el punto de control. Llegaron con una hora de adelanto, con los pies doloridos después de caminar casi siete horas. Una bandera señalaba el punto de control. Una barca de madera de tres metros de largo y con motor fueraborda los esperaba en la orilla, bajo una lona. James levantó la lona y se alegró al descubrir comida instantánea, así como ollas y latas de combustible. Entonces, algo se movió. James pensó que era un efecto de la luz, pero se movió de nuevo y silbó. El chico dejó caer la lona y retrocedió.

—¡Una serpiente! —chilló. Kerry se acercó corriendo. —¿Dónde? —En la barca, y es enorme. —¿Estás seguro? El manual dice que aquí no abundan las serpientes. —La habrán dejado los monitores. Supongo que si quitamos la lona se marchará. —¿De qué tamaño has dicho que es? —preguntó Kerry. —Enorme. —Y formó un círculo de veinte centímetros con las manos para indicar su grosor. —No hay serpientes tan grandes en Malasia —dijo Kerry. —Puedes meter la cabeza ahí dentro si no me crees. —Te creo, pero no me parece que debamos dejarla marchar. Creo que la han dejado ahí para que sea nuestra cena. —¡Qué dices! Ese bicho podría ser venenoso. ¿Y cómo vamos a matarlo? . —James, ¿no prestaste atención durante el entrenamiento de supervivencia? Las únicas serpientes de ese grosor son boas constrictoras, las que te asfixian enrollándose a tu alrededor. No son venenosas, pero si la soltamos podría colarse en nuestro refugio por la noche y estrangularnos. —Vale—dijo James—. Quieres cenar serpiente. Muy bien. ¿Cómo piensas matarla? —La azuzamos hasta que asome la cabeza y se la cortamos con el machete. —Muy divertido. Como ha sido idea tuya, yo la azuzo y tú la decapitas. —Estupendo —dijo Kerry—. Pero si yo la mato, tú la destripas y la guisas. Había muchas cosas que hacer antes del anochecer. Kerry desbrozó un claro cerca del río. James encendió una hoguera y troceó la serpiente, cuyos restos arrojó al río para mantener alejados a los carroñeros. Kerry dio los últimos toques a un refugio hecho con enormes hojas de palma, mientras el cielo se oscurecía. Protegió el suelo con la lona y forró el interior con mosquiteras. Comieron la carne con coco y fideos instantáneos. James fabricó trampas de alambre con carne sobrante a modo de cebo, y las introdujo en el río a la luz de la linterna, con la esperanza de que por la mañana encontraran peces. Bien alimentados pero exhaustos, se metieron en el refugio. Intentaron traducir las nuevas instrucciones, mientras se pinchaban las ampollas de los pies con una aguja esterilizada. Llegar al segundo punto de control implicaba un crucero río arriba de veinticinco kilómetros, a lo largo de una complicada red de canales y afluentes, hasta llegar a un lago inmenso. El punto de control se hallaba a bordo de un pesquero abandonado, varado en una orilla fangosa cerca del extremo más alejado del lago. Tenían que llegar allí a las cuatro de la tarde. Se imponía madrugar. La temperatura apenas descendía por la noche. Hacía mucho calor en el refugio y costaba dormir. Las aves aulladoras eran inofensivas, pero constituían un siniestro recordatorio de que la civilización estaba muy lejos. Mantuvieron un pequeño fuego encendido para alejar a los animales e insectos. James se despertó para ver amanecer. El sol se alzó sobre el río, y al cabo de pocos minutos la tierra estaba seca y recalentada. James examinó el interior de sus botas antes de introducir sus pies martirizados, y se acercó al río para echar un vistazo a las trampas. Dos de las cuatro tenían peces, pero uno había sido devorado por un depredador. James sacó su única captura y la alzó en el

aire hasta que dejó de agitarse. Era suficiente para el desayuno. Kerry reavivó el fuego y empezó a cocer el agua del río. La hirvió durante diez minutos y después le echó dos tabletas de cloro. James cocinó el pescado y recogió un montón de mangos. Reservó uno para el desayuno y guardó los demás en la barca. El pescado se asó con rapidez. James partió un mango por la mitad y llamó a Kerry. —El desayuno está preparado. Pero la chica no estaba en el campamento ni en la orilla. —¡Kerry! —llamó, algo preocupado. Sacó el pescado humeante de la brocheta y lo distribuyó en dos platos de plástico. Kerry salió de detrás de los árboles. —Tenía que evacuar —explicó—. Toda la fruta que comí ayer ha hecho efecto. —Bien, vamos a desayunar. —Me ha pasado algo —dijo Kerry. -¿Qué? —¿Recuerdas que dejamos las Obras completas de Shakespeare en la playa? —Sí. —Creo que hubieran sido muy útiles como papel higiénico.

23. CRUCERO James y Kerry se situaron de pie a cada lado de la motora, las manos empujando la popa de la barca. Fueron necesarios varios intentos decididos para que la proa superara el borde de la orilla. —Antes tendríamos que haberla vaciado —dijo Kerry, mientras se secaba el sudor de la frente. —Ahora da igual. Creo que la próxima vez le pillaré el truco. ¿Preparada? Empujaron el casco más allá de su centro de gravedad y la proa se inclinó hacia delante y empezó a resbalar. Una ola anegó la orilla y el agua fangosa remolineó alrededor de sus botas. El agua elevó la proa en cuanto la barca flotó. Por un segundo, los dos pensaron que iba a hundirse. Cuando la embarcación dejó de oscilar, la borda se hallaba a sólo un par de centímetros por encima del agua. Cada vez que llegaba una ola, entraba más agua. El río no era lo bastante profundo para que la barca no pudiera rescatarse si se hundía, pero el motor y la mitad de los aparatos se estropearían, junto con las posibilidades de llegar al punto de control. Kerry vadeó con el agua hasta la cintura y recuperó un bidón de combustible, con cuidado de no apoyarse sobre el casco. James se apostó más cerca de la orilla, tomó el bidón y lo arrojó hacia tierra firme. En cuanto sacaron las mochilas mojadas, el agua potable y los bidones de combustible, la barca se alzó más en el agua. —Uff —jadeó James—. Por los pelos. —Una idea brillante para ahorrar tiempo —refunfuñó Kerry—. Te dije que debíamos aligerar la carga. —No vi que lo hicieras —replicó James, y estaba casi en lo cierto. Dejar las cosas en la barca había sido idea suya, pero Kerry había protestado basándose en que no tendrían bastante fuerza para empujarla, no en que el peso extra hundiría la barca en cuanto tocara el agua. James agarró un par de ollas de la orilla y achicaron el agua. Cuando el fondo estuvo seco, examinaron el combustible y las herramientas diseminadas por la orilla. —Supongo que es lo mismo de ayer —dijo Kerry—. ¿Qué necesitamos? ¿Qué podemos abandonar? James se ponía nervioso cuando pensaba en lo cerca que habían estado de fracasar el día noventa y ocho del entrenamiento. Fracasar tan cerca del final habría sido desesperante. La barca navegaba río arriba, contracorriente. Las mochilas y herramientas empapadas estaban esparcidas por la cubierta, para que el sol de la mañana las secara. El río variaba de anchura. En algunos lugares, las aguas poco profundas alcanzaban los treinta metros. Tenían que ir despacio, con James inclinado sobre la proa y dando instrucciones para que Kerry no encallara la embarcación. Cuando la situación era peligrosa, James utilizaba un remo para hincarlo en el fondo y alejarlos del desastre. En las partes estrechas, el río era más profundo y las corrientes más fuertes. Árboles y arbustos se alzaban sobre el agua, y ellos tenían que agacharse para esquivar las ramas más bajas. Cuando podían navegar sin obstáculos, Kerry aceleraba y el ronroneo del motor se convertía en un chirrido, acompañado de espesos gases de escape

azulados. Iba erguida sobre el banco de madera de popa, manipulando el timón según las indicaciones de James y señalando su rumbo en la carta de navegación. La tarea de James exigía más esfuerzo físico, pero, aunque el sol era feroz y trabajar con el remo cansaba sus hombros, prefería asumir la responsabilidad de conducirlos sanos y salvos a través de los meandros sin salida y los afluentes que desembocaban en el lago. Arribaron al lago a la hora más calurosa del día. El sol cegador impedía divisar sus orillas. James abandonó el remo y se sentó sobre un bidón de combustible en el centro de la barca. De vez en cuando, achicaba el agua que se colaba por la borda. —¿Ves el pesquero? —preguntó Kerry—-. Si he entendido bien el japonés de mis instrucciones, está en una orilla fangosa del extremo norte, señalado por tres boyas rojas. James se levantó y forzó la vista, en un vano intento de ver mejor. Lástima que no hubiera llevado gafas de sol. —No veo nada—dijo—. Tendremos que seguir paralelos a la orilla hasta localizarlo. Kerry consultó su reloj. —Nos quedan dos horas, pero cuanto antes lleguemos a este punto de control, más tiempo tendremos para llegar al tercero. No había tráfico en el lago. Los embarcaderos, chozas y almacenes de los pescadores, diseminados por la orilla, estaban desiertos. Había carreteras en buen estado, incluso un par de cabinas telefónicas, pero ni un ser humano. Postes de advertencia rojos estaban clavados en el barro cada tantos centenares de metros. Estaban escritos en sarawak, de modo que James no entendía las palabras, pero las franjas amarillas y negras, así como los rayos pintados, enviaban un mensaje muy claro en cualquier idioma: mantente alejado. —Esto es muy raro. ¿Qué está pasando? —Según este plano, están construyendo una gigantesca presa río arriba — dijo Kerry—, Supongo que toda esta zona quedará inundada. La gente ha debido de marcharse, lo cual lo convierte en un lugar ideal para nuestro entrenamiento, sin que ningún nativo venga a husmear. James se tambaleó hacia atrás cuando Kerry aceleró. Por un par de nerviosos segundos pensó que iba a caer por la borda. —¡Por el amor de Dios! —exclamó y soltó un resoplido—. Avísame la próxima vez, haz el favor. La barca rebotaba sobre diminutas olas en dirección a la silueta que Kerry había divisado a lo lejos. El pesquero oxidado medía unos quince metros de eslora, y estaba escorado en las aguas lodosas. Otra barca, idéntica a la de ellos, estaba amarrada a la barandilla de la cubierta. Kerry encalló su barca en la orilla fangosa. James saltó al agua y la amarró. —¿Hay alguien aquí? —gritó. Connor asomó la cabeza por un ojo de buey del pesquero. —¿Por qué habéis tardado tanto? El casco del barco estaba incrustado de excrementos de aves. Intentaron no tocarlos cuando atravesaron una compuerta torcida y accedieron al puente. Había grandes agujeros y cables colgando. Todas las cosas de valor habían sido robadas, incluido el equipo de navegación, el cristal de las ventanas y hasta el cojín del asiento del capitán. Connor y Gabrielle parecían malhumorados y cansados. Tenían sus instrucciones y los planos tirados por el suelo. —¿Desde cuándo estáis aquí? —preguntó Kerry.

—Unos veinte minutos o así—dijo Gabrielle. —¿Alguna señal de Shakeel y Mo? —Ya se han ido. Dejaron el sobre de las instrucciones en el suelo. El vuestro está allí. Kerry agarró el sobre almohadillado, lo abrió y tendió a James la hoja escrita en ruso. —Así que somos los últimos —dijo éste. —Hemos descifrado casi todas nuestras instrucciones —dijo Connor—. Tal vez podamos echaros una mano. James pensó que era muy amable de su parte, pero Kerry se lo tomó mal. —Somos muy capaces de descifrarlas solos —repuso con retintín—. Todos venimos de campamentos diferentes y vamos a lugares diferentes. Puede que la primera parte nos haya llevado más tiempo, pero nadie quita que la segunda la acabemos antes. Creo que nadie habría podido hacer el viaje más deprisa qué nosotros. —Perdimos una buena media hora cuando estuvimos a punto de hundir la barca —explicó James. Connor rió. —¿Cómo lo conseguisteis? —Iba demasiado cargada cuando la botamos al agua. —Dios mío —boqueó Gabrielle—. Nunca habríais logrado navegar río arriba de haber inundado el motor. —Sé que tomaréis una ruta diferente para llegar al destino final —dijo Connor—, pero si vuestras instrucciones son las mismas que las nuestras, os ordenan seguir una ruta diferente para volver al mar y llegar al tercer punto de control, a menos de quince kilómetros de aquí, a las diez de la noche. Kerry había leído por encima las instrucciones y asintió. —Una ruta diferente... Quince kilómetros... A las diez... Es más o menos lo que pone aquí. James sonrió. —Quince kilómetros en nueve horas. Está chupado. Connor, Gabrielle y Kerry lo miraron como si fuera idiota. —Ah —dijo James cuando se dio cuenta—. Habrá alguna pega, ¿verdad?

24. DESTELLO —Podríamos jugar a «Yo soy espía» —dijo James, buscando aliviar un poco la tensión mientras navegaban río abajo. A Kerry no le hizo gracia. —Cierra la boca y mantén los ojos abiertos. —Sería mejor no atajar por los rápidos. —James estaba nervioso—. Creo que no podría soportarlo. —Por enésima vez, James, no nos envían por los rápidos. Esta barca se desintegraría en cuestión de segundos. James podía aguantar nadando en una piscina, o en una parte tranquila de un río, pero la idea de lanzarse a las agitadas aguas sin un chaleco salvavidas lo paralizaba de miedo. Las cosas eran más fáciles para Kerry. Tenía el plano extendido sobre el regazo y conducía la embarcación. Lo único que hacía James era retorcerse los dedos y verlo todo negro. —Tal vez no ocurra nada —dijo—. Tal vez el truco consista en hacernos creer que algo horrible está a punto de suceder, cuando en realidad no es así. —Un aviso segundos antes podría ser decisivo —replicó Kerry—. Cállate y concéntrate. Cuando el cielo se oscureció, anticipando las lluvias vespertinas James extendió la lona sobre los bultos, hinchó el recipiente para recoger agua y lo ató encima para que se llenara. La violenta lluvia estropeó su plan de navegación. En cuanto arreció, Kerry se desvió hacia la orilla. James amarró la barca a una rama y ambos se acurrucaron bajo la lona, hasta que cesó. Antes de partir de nuevo, se pusieron ropa seca y más repelente contra insectos. El cuerpo de James era un muestrario de picaduras. —Esto se nos está yendo de las manos —dijo—. Tengo picaduras encima de las picaduras. ¿Crees que pillaremos la malaria? —Quizá. —Kerry se encogió de hombros—. Pero no podemos hacer nada, así que no vale la pena pensar en ello. Una hora después de la lluvia, divisaron una luz titilante entre los árboles. —¿Acaban de hacernos una foto? —bromeó James. Antes de que Kerry contestara, un chirrido electrónico se oyó bajo el motor fueraborda. Kerry lo apagó y buscó en su bolsillo la navaja multiusos. —¿Es un timbre de aviso? —preguntó James. Kerry se encogió de hombros. —Echaré un vistazo al motor, pero no soy mecánico. Forzó dos cierres de plástico con la navaja y levantó la tapa de plástico. —Joder —dijo—. Creo que tenemos una bomba a bordo. Perplejo, James contempló el cilindro metálico pegado con cinta adhesiva al motor. Reconoció el temporizador de la colección de armas y explosivos del señor Large. Al contrario de los que se ven en las películas, no llevaba un reloj indicador de cuánto tiempo quedaba para que la bomba estallara. Un cable corría desde el temporizador a lo largo de la manguera de goma que comunicaba el motor con el depósito de combustible auxiliar. James se había fijado antes en ese cable, pero lo había olvidado. —¿El destello ha puesto en marcha el temporizador? —preguntó. —Debe de ser un disparador de fotos —dijo Kerry—. ¿Te acuerdas de

cuando Large nos enseñó cómo montar un detector de movimientos y un disparador de flashes para accionar una bomba? Es ideal si quieres que algo estalle cuando llega a una posición determinada. —Podríamos morir —dijo James. —No seas tremendista. No van a matarnos, ¿no? Debe de ser un explosivo diminuto que abrirá un agujero en el... De repente, el centro de la barca reventó hacia arriba. James olió a quemado y la onda expansiva lo arrojó al agua. Casi perdió el conocimiento, pero fue consciente de que estaba flotando en el río, rodeado de humo y pedazos de madera. Los oídos le zumbaban y la gasolina derramada en el agua lo obligaba a mantener los ojos cerrados. —¡Kerry! —boqueó desesperado mientras manoteaba—. ¡Por favor, Kerry...! La gasolina le quemaba la garganta y tenía la sensación de que se ahogaba. —¡No puedo ver, Kerry! —Ponte de pie —gritó ella. James apenas pudo oír su voz debido al zumbido de sus oídos. Kerry lo agarró por las axilas. —Apoya los pies. James experimentó una oleada de alivio cuando sus botas tocaron el fondo arenoso, a un metro por debajo de la superficie. —Pensaba que iba a ahogarme —jadeó mientras Kerry lo incorporaba—. Pensaba que las aguas eran profundas. Kerry lo condujo hasta una roca que sobresalía del agua. James tenía los ojos muy irritados y sólo veía manchitas de luz. —Siéntate un momento. Parpadea todo lo que puedas. —¿Tus ojos están bien? —preguntó James. —Sí. Salté por la popa y logré alejarme. Kerry había visto su mochila enredada en un arbusto de la orilla y fue a rescatarla. Cuando regresó, James ya no tenía los ojos tan irritados y podía mantenerlos abiertos, aunque parpadeaba cada poco. —Dame un poco de agua —pidió James. Kerry rebuscó en su mochila empapada. —No hay—dijo—. Mi cantimplora estaba en cubierta. —¿Cuánto crees que falta para el lugar de acampada? —Unos tres kilómetros —dijo Kerry—. Tendremos que nadar. —¿Nadar? ¿Has dicho nadar? Nunca he nadado más de cien metros. —Te haré un flotador con la mochila. —Pero es un trecho muy largo —se acobardó James—. ¿No podríamos caminar por la orilla? Kerry señaló la maraña de ramas y hojas que colgaban sobre el río. —No recorrerías tres kilómetros a través de eso ni en un millón de años. —Ya. —Nadarás mejor sin botas. Dámelas y me las ataré a la cintura. —En serio, Kerry, no estoy preparado para eso. —Venga, quejica. Mientras James se quitaba las chorreantes botas, Kerry encontró el rollo de bolsas de basura en la mochila. Se desprendió de todo, salvo de lo esencial: navaja suiza, plano, repelente contra insectos y brújula. Después cortó una bolsa y la infló hasta que llenó la mochila. —Nos agarraremos de las correas y flotaremos corriente abajo —dijo—.

Patalea con suavidad, la corriente hará el resto. En teoría, el entrenamiento te llevaba al límite. Podían matarte de hambre, humillarte a ti y a tu trabajo hasta que suplicaras abandonar. Pero al acabar la jornada no querían matarte. La ruta río abajo había sido seleccionada con criterio por los monitores, de modo que el peligro para cualquiera que supiera nadar era mínimo. El agua no tenía en ningún momento más de unos metros de profundidad, las corrientes eran moderadas y las orillas pocas veces distaban más de veinte metros. Sólo había que preocuparse de las serpientes de agua y los tiburones. Éstos eran pequeños, pero parecían muy capaces de arrancarte a dentelladas manos y pies, y no era agradable nadar cerca de ellos y ver sus dentaduras. El pánico se apoderó de James en un par de ocasiones, cuando perdió de vista a Kerry y una roca mellada le rozó el muslo, pero llegaron al punto de control al oscurecer, cuando aún faltaban tres horas para la hora señalada. Se morían de sed y James tenía un par de sanguijuelas enganchadas en la espalda, pero, por lo demás, se sentían bien cuando salieron del agua. El punto de control era un terreno desbrozado por una empresa maderera. Había un cobertizo de hojalata donde en otro tiempo habían dormido media docena de leñadores. Siempre temeroso de posibles trampas, James asomó nervioso la cabeza y se llevó una sorpresa al ver al señor Speaks sentado en una hamaca, haciendo un crucigrama. —¿Ha ido bien el viaje? —preguntó, al tiempo que bajaba sobre su nariz las omnipresentes gafas de sol y los miraba de arriba abajo. —No ha ido mal —jadeó Kerry. Sus ojos se clavaron en un botellón de agua mineral que brillaba sobre el antepecho de la ventana. —Servios —dijo Speaks—. Hay mochilas y equipo nuevo para los dos, suficiente comida en la nevera y un depósito de agua de lluvia en el tejado, conectado con la ducha si queréis usarla. Después, os sugiero que leáis vuestras instrucciones y tratéis de dormir un poco, antes de que el helicóptero os recoja. Es el único descanso del que disfrutaréis durante las siguientes treinta y ocho horas. —¿No dormiremos aquí esta noche? —Si queréis llegar al cuarto punto de control, no vais a dormir en ningún sitio, ni esta noche ni la de mañana. El helicóptero os recogerá aquí a las diez de la noche, y os dejará en un sendero que se encuentra a ciento ochenta y ocho kilómetros de vuestro punto de control final. Es la distancia exacta desde Londres a Birmingham, y tenéis hasta las diez de la mañana del último día para llegar. Si os dormís, no lo conseguiréis.

25. MEDUSA Recorrer 188 kilómetros en treinta y seis horas significa una media de cinco kilómetros por hora. Eso andando a paso normal, pero había que parar para beber agua y comer, para comprobar que no te habías desviado del sendero invadido de maleza, y también cuando los pies te dolían tanto que no podías dar un paso más. No sólo les dolían las piernas de caminar, sino todo el cuerpo. Olvidaron las precauciones. Sudados y cubiertos de picaduras, no había tiempo para ponerse ropa seca ni repelente contra insectos. Las cantimploras estaban vacías. No tenían tiempo de detenerse para recoger agua de lluvia, de modo que bebían el agua contenida en las hojas de palma. James y Kerry se desprendieron de casi todo el material y llevaban sólo una mochila para los dos, con una linterna, la brújula y el plano. Llegaron al punto de control final menos de media hora antes de la hora acordada. Cuando se dirigieron tambaleantes hacia un edificio de madera, Gabrielle y Shakeel aparecieron y les dieron agua potable. —Estábamos preocupados por vosotros —dijo Shakeel—. Os ha ido de poco. El edificio estaba cerrado con llave, pero había un grifo fuera. Kerry llenó un cubo oxidado, arrojó la mitad a James y vertió el resto sobre su propia cabeza. Los reclutas estaban demasiado cansados para hacer otra cosa que derrumbarse sobre el lado en sombra del edificio, a la espera de instrucciones. —Espero que no hayamos pillado la malaria —dijo James mientras se rascaba las picaduras del cuello. —No es zona de malaria —repuso Gabrielle con seguridad. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Kerry. —Sabía que veníamos a la selva, y no nos dieron tabletas para la malaria antes de partir. Eso me hizo pensar. La noche que estuvimos en el hotel engatusé al tío de recepción y me dejó utilizar Internet. No hay malaria en esta parte de Malasia. —Muy lista—dijo Kerry—. Podrías habérnoslo dicho. —Se lo dije a James en el helicóptero antes de saltar. Al mismo tiempo que se lo decía a Shakeel. —No lo hiciste —dijo James. —Nos lo dijo a los dos. Te vi asentir —dijo Shakeel. —Ah —dijo James—. Había mucho ruido. Pensé que me deseabas buena suerte, de modo que asentí. Kerry le dio un puñetazo en el brazo. —Tonto —dijo—. ¿Sabes cuánto tiempo habríamos ahorrado si no nos hubiéramos cambiando de ropa tan a menudo? Y yo, muerta de preocupación por si nos poníamos enfermos. —Lo siento —dijo James—. No hace falta que me pegues. —Idiota —rió Kerry—. Ardo en deseos de tenerte en el dojo. —¿Cómo? —preguntó James. —¿Recuerdas el trato que hicimos cuando me pisoteaste la mano? Cuando termine el entrenamiento nos enfrentaremos en el dojo. —Pensé que era una broma —dijo James.

Kerry negó con la cabeza. Los demás rieron. —Te hará picadillo —dijo Connor—. ¿Podremos verlo? —¿Quién dice que vosotros dos vais a superar el entrenamiento? —terció Mo—. Es un curso de cuatro días, y aún estamos en la mañana del cuarto. Apuesto a que los monitores se guardan algún as en la manga. Los monitores los condujeron al interior. Cada recluta tenía una silla con dos cubos delante. Speaks les cubrió los ojos con un antifaz. Smoke ató sus tobillos a las patas de la silla. —Bienvenidos a la última prueba —dijo Large—. Antes de convertiros en agentes, mis seis cansados conejitos, hemos de asegurarnos de que podéis superar lo peor que podría pasaros. Número ocho, ¿qué crees que es lo peor que puede ocurrir durante una misión? —Que nos maten —dijo Kerry. —La muerte sería una bicoca en comparación —repuso Large—. Estaba pensando en la tortura. Imaginad que os capturan durante una misión. Sabéis algo y los malos harán cualquier cosa por obtener la información. No esperéis compasión por ser niños. Os cortarán los dedos de los pies. Os arrancarán las uñas o los dientes. Os conectarán a cables eléctricos y freirán vuestros tiernos cuerpecitos. Ojalá nunca os suceda algo parecido, pero hemos de asegurarnos de que sois capaces de aguantar el dolor. »Esta prueba demostrará si tenéis agallas. Durará una hora. Cada uno tiene dos cubos delante. La señorita Smoke va a colocar una medusa en el cubo de la izquierda. Sus tentáculos tienen miles de células urticantes. Cada una contiene una dosis de veneno. Unos minutos después de entrar en contacto con vuestra piel os empezará a arder. Al cabo de diez minutos, el dolor será extremo. Hace unos años, una agente saltó una verja, calculó mal el salto y terminó con una reja metálica clavada en la espalda. Después dijo que había sido menos doloroso que esta prueba. »E1 cubo de la derecha contiene un antídoto del veneno. Al cabo de unos segundos de tocar el antídoto, el dolor empezará a disminuir. Y al cabo de dos minutos habrá desaparecido casi por completo. De pronto, James sintió que le asían la cabeza. —Abre la boca de par en par —dijo Smoke, y le embutió un tapón de goma sujetado por una correa elástica alrededor de la cabeza. —Os damos protectores bucales —continuó Large— porque la gente sometida a un dolor extremo se muerde la lengua. Colocaréis las manos dentro del cubo, con los nudillos tocando el fondo, durante treinta segundos. La medusa os picará. Al principio no sentiréis nada. Tenéis que aguantar el dolor durante una hora. Cualquiera que meta la mano en el antídoto antes de una hora habrá suspendido todo el curso. Debido a la toxicidad del veneno, es posible que no podáis repetir la prueba. ¿Alguna pregunta? Los reclutas no podían hablar con el tapón metido en la boca. —Muy bien. Meted las manos en el cubo. James se inclinó y tanteó en busca del cubo. Había pensado que le había tomado la medida al entrenamiento, pero esto era aterrador. ¿Y si el dolor era tan intenso que no podía evitar hundir la mano en el antídoto? El agua estaba tibia. Sintió que algo ligero y gomoso envolvía sus muñecas. —Sacadlas —ordenó Large—. Si la medusa se pega, quitáosla con suavidad. James levantó las manos y apartó los tentáculos. Se sentó muy tieso y esperó a que el dolor empezara.

—Dos minutos —dijo Large—. Empezará a doler muy pronto. James empezó a sentir calor en las manos. El sudor resbalaba por su frente y se acumulaba sobre el borde del antifaz. Reprimió el impulso de secarlo, para no extender el veneno sobre la cara. —Cinco minutos —anunció Large. El calor de las manos de James había desaparecido. Se preguntó si lo habría imaginado. Daba la impresión de que Kerry estaba forcejeando con su protector bucal. Por lo visto, el dolor la había afectado antes. —Diez minutos. Parece que todos lo lleváis muy bien, pero veo algunas caras retorcidas. —¿De qué sirve que te pique un animal si no te duele enseguida? —gritó Kerry Large corrió hacia ella. —Ponte el protector bucal ahora mismo. James oyó que Kerry gritaba cuando volvieron a introducirle el tapón de goma. —El siguiente que escupa su protector estará dos horas sin tocar el antídoto —bramó Large. Las palabras de Kerry hicieron pensar a James. La picadura de la medusa todavía no le dolía, y lo que había dicho Kerry tenía sentido. ¿De qué sirve una picadura de animal si sólo duele mucho después de haber picado o atacado? —Quince minutos —señaló Large. —¿Dos horas sin el antídoto? —se oyó la voz de Gabrielle—. ¿Por qué no diez? Os digo una cosa: voy a meter la cabeza en el cubo. James no pudo ver el alboroto subsiguiente, pero oyó agua derramada y un cubo de plástico que rodaba por el suelo. —Esto es una farsa —dijo con calma Kerry. James ya estaba seguro de que lo era. Se bajó la máscara. Kerry había sacado un inofensivo calamar de su cubo y lo estaba inspeccionando. James se quitó el protector. —Muy bien, polluelos —dijo Large—. Me alegro de que mi pequeña broma os haya gustado. No olvidéis desataros los tobillos antes de poneros en pie. Kerry miró a James con una ancha sonrisa. —¿Estabas asustada? —preguntó él. —Pensé que era una comedia. ¿Para qué taparnos los ojos si no lo era? —A mí no se me ocurrió —repuso James—. Estaba demasiado asustado para pensar con serenidad. —Mira debajo del asiento —dijo Kerry. Habían puesto algo debajo de todas las sillas mientras estaban con los ojos vendados. James se desató los tobillos y recogió el regalo. Era una camiseta gris. La desdobló y miró el bebé con alas sentado sobre el globo y la sigla CHERUB. —Qué bonito —dijo. Kerry ya se estaba poniendo la camiseta. James se quitó la camiseta azul por última vez. Cuando su cabeza sonriente asomó por el cuello, Large estaba delante de él con la mano extendida. James se la estrechó. —Felicidades, James —dijo el director de entrenamientos—. Los dos habéis trabajado muy bien. Era la primera cosa amable que James le oía decir.

26. REGRESO Por motivos de seguridad estaba prohibido exhibir el uniforme de CHERUB fuera del campus, pero James llevó su camiseta gris debajo del chándal durante todo el trayecto de vuelta. Despertó en el avión y miró su pecho para comprobar que no era un sueño. Kerry iba dormida en el asiento de al lado. James vio el faldón gris de su camiseta colgando sobre la parte posterior de los tejanos. Todo el mundo estaba de buen humor. Incluso los monitores, que disfrutarían de tres semanas de vacaciones antes de que el siguiente grupo empezara a entrenar. Kerry dejó de hacerse la dura y sorprendió a James transformándose en una chica de once años normal. Dijo que se moría de ganas de que le crecieran las uñas y el pelo. Hasta compró un bolígrafo y una tarjeta en la tienda de regalos del aeropuerto y pidió a todo el mundo que firmara como recuerdo para los monitores. James le dijo que era tonta y le recordó que Large había apostado a que conseguía expulsarlos del curso. Tal vez el trabajo de Large consistiera en hacer sufrir a los reclutas, pero parecía gozar demasiado. La furgoneta los recogió en el aeropuerto y los condujo hasta el edificio de entrenamiento. Los nuevos agentes recogieron algunas cosas de sus taquillas y cambiaron su ropa informal de viaje por los uniformes. James guardó una de las camisetas azules con el número siete como recuerdo. Kerry sujetaba una llave. —¿Me ayudas a trasladar mis cosas? —pidió ella. —¿Adonde? —Al edificio principal. Los camisetas rojas viven en el bloque infantil. Los monitores querían que desalojaran cuanto antes la zona de entrenamiento para poder marcharse a casa. Callum estaba esperando a su gemelo ante el recinto de entrenamiento. Llevaba el brazo fuera del cabestrillo. James sintió pena por Callum, porque tendría que recomenzar de cero el entrenamiento. Le dio un empujón cordial. —Lo conseguirás —le dijo—. No te preocupes. Connor rodeó con el brazo a su hermano. —Vamos, James —dijo Kerry, y echó a correr, muy nerviosa. James la siguió hasta el bloque infantil. Nunca había entrado allí. Era mediodía, de modo que todo el mundo estaba en clase. La habitación de Kerry tenía muebles de niña: un escritorio de plástico, literas y un gran baúl de madera con «Mis juguetes» pintado en un lado. El ropero tenía dibujado un osito verde en las puertas. —Una habitación muy apropiada —comentó James, procurando contener la risa. —Cierra tu bocaza y carga —lo conminó Kerry. Había embalado todo antes de empezar el entrenamiento. —Debías de estar muy segura —dijo James. —Si fracasaba esta vez hubiera abandonado definitivamente. No has de convertirte en agente si no quieres. —¿Adonde te envían si abandonas? —preguntó James. —A un internado. Pasas las vacaciones con una familia de acogida. —¿De veras te habrías marchado? —Me lo prometí—dijo Kerry—. Por eso me enfadé tanto el día de Navidad,

cuando metiste la pata. James guardó silencio. No quería que la conversación derivara hacia la prometida pelea en el dojo. Cargaron las cosas en uno de los cochecitos eléctricos que el personal utilizaba en el campus. —¿Dónde está tu nueva habitación? —preguntó James. Kerry le enseñó el número del llavero. —Uau, sexta planta —dijo James—. Pues somos prácticamente vecinos. Volvieron a la antigua habitación de Kerry y llevaron a cabo una inspección final, para comprobar que no se dejaban nada. La chica hizo un puchero. —¿Qué pasa? —preguntó James. —Ésta ha sido mi habitación desde que tenía siete años —sollozó Kerry—. La echaré de menos. James no sabía adonde mirar. —Kerry, las habitaciones del edificio principal molan cien veces más. Tienen cuarto de baño propio, ordenador y todo eso. —Lo sé, pero aun así... —Olvídalo —dijo James—. ¿Puedo conducir el cochecito? Nunca lo he hecho. El cochecito iba sobrecargado con el equipaje de Kerry, y daba la impresión de que podría volcar en un bache. Había sonado el timbre del cambio de clase. Los chicos iban y venían entre los edificios. Algunos amigos de Kerry pararon el cochecito y los felicitaron por su éxito. Amy salió disparada por una puerta. —¡Hola! —gritó. James pisó el freno. —Felicidades —dijo Amy, y metió la cabeza dentro del cochecito y abrazó a los dos. —Enseñaste a James a nadar, ¿verdad, Amy?—preguntó Kerry. —Sí. —¿De esta manera? —dijo Kerry, al tiempo que agitaba los brazos imitando las brazadas de crol. —Yo no nado así—protestó James malhumorado. Amy y Kerry rieron. —Sólo tuve tres semanas para enseñarle —explicó Amy—. Va a recibir más clases. Amy imitó a James nadando y las dos rieron con más ganas. James les habría dado un escarmiento de buena gana, pero ellas lo habrían reducido con facilidad. —Bien, James —dijo Amy—, te he estado buscando por todas partes. Quiero enseñarte algo. —¿El qué? —preguntó James con hosquedad. —Lo siento —dijo Amy—. Soy tu profesora, de modo que no debería reírme de ti. Te prometo que tu humor mejorará si me acompañas. James bajó del cochecito. —¿Adonde? —Vaya, pareces muy en forma —lo elogió Amy. James receló de tanto halago. —¿Podrás transportar esas cosas tú sola? —preguntó Amy a Kerry. Kerry asintió. —Alguien me ayudará. Amy condujo a James hacia el edificio infantil. —¿Qué pasa? —preguntó James.

—No estaba segura de que superarías el entrenamiento a la primera. Estoy impresionada. James sonrió. —Tres o cuatro cumplidos más, y te perdonaré lo que dijiste acerca de mi estilo de nadar. Entraron en el bloque de educación del edificio infantil. Parecía una escuela primaria normal, con dibujos en las paredes y modelos de plastilina sobre el antepecho de las ventanas. Amy se detuvo junto a la puerta de un aula. —Aquí—dijo. —¿Qué es esto? ¿No me lo puedes decir? Amy señaló la puerta. —Echa un vistazo. James pegó la cara al cristal. Dentro había diez niños sentados en el suelo, recitando frases en español. Los camisetas rojas llevaban uniforme como todo el mundo, con zapatillas deportivas en lugar de botas. —¿Lo ves? —preguntó Amy. —No —replicó James impaciente—. ¿Qué he de ver? Entonces, James cayó en la cuenta. —¡Qué! —exclamó. Llamó a la puerta y entró—. ¡Qué! —repitió en voz alta, delante de la profesora y de todos los niños. La profesora de español lo miró con ceño. —Mi hermana —dijo James. No se le ocurrió otra cosa que decir, y se quedó boquiabierto. —Perdone la interrupción, señorita —dijo Amy—. Éste es el hermano de Lauren, James. Acaba de terminar el entrenamiento básico, y me estaba preguntando si podría excusar un momento a Lauren.. La profesora movió la mano en dirección a Lauren. —Sal, sólo por esta vez. La chica se levantó de la alfombra y se lanzó a los brazos de James. Pesaba bastante. James retrocedió un par de pasos antes de recuperar el equilibrio. —¡Hola, hermano grande!—dijo Lauren sonriente, en un castellano casi correcto. Amy tenía que ir a dar una clase. Lauren acompañó a James hasta su cuarto. —No puedo creerlo —dijo James, sonriendo. Lo máximo que había esperado era ver dos veces al mes a su hermana. Tenerla caminando a su lado con el uniforme de CHERUB era demasiado. La habitación de Lauren era como la antigua de Kerry, salvo que todo era nuevo. —No puedo creerlo —repitió James, al tiempo que se dejaba caer en un sillón—. Es increíble. Lauren rió. —¿Te alegra verme? —Sacó una Coca-Cola de la nevera y se la lanzó a James. —Quiero decir, ¿cómo...? O sea... —James rió—. ¿Por qué estás aquí? —Porque Ron me dio un puñetazo en la cara. —¡Qué dices! —saltó James, escandalizado. —Me dio tal puñetazo que me dejó los ojos amoratados. —¡Maldito capullo! —gritó James, y soltó una patada a la pared—. Nunca debieron permitir que te quedaras con él. Sabía que pasaría algo así.

Lauren se apretó contra su hermano en el sillón. —Odio a Ron —dijo—. La señora Reed me preguntó qué me había pasado en los ojos cuando fui a clase al día siguiente. —¿Le contaste la verdad? —Sí. Entonces llamó a la policía. Vieron todo el tabaco de contrabando cuando fueron a detenerlo, así que lo acusaron de eso también. James rió. —Se lo merece. —Me llevaron a Nebraska House —siguió Lauren—. Allí nadie sabía adonde habías ido, así que me puse muy triste. Pensé que nunca volvería a verte. —¿Cuánto tiempo tardaron en localizarme? —preguntó James. —Estuve tres días en Nebraska House. El cuarto desperté aquí. Él rió. —Te asustaste, ¿verdad? —No me dejaron hablar contigo, pero Mac me llevó a verte. Te vi a ti y a la chica china haciendo kárate. Ella te estaba dando una paliza de muerte. Fue muy divertido. —¿Tuviste que pasar pruebas para entrar? —No. Sólo lo hacen si eres mayor y vas directamente a entrenamiento. —Vaya palizón —dijo James—. Las pruebas casi acaban conmigo. Lauren le dio un puñetazo en el brazo. —Deja mi pelo en paz. James lo estaba enrollando alrededor de sus dedos. Lauren detestaba que hiciera eso. —Lo siento. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo estaba haciendo. —Estoy en un programa especial —explicó Lauren—. Mucho correr, nadar, kárate y todo eso, de manera que estaré en plena forma cuando empiece el entrenamiento básico. —Cumples diez este año, ¿no? Lauren asintió. —En septiembre. Procuro no pensar en el entrenamiento básico. —Pero crees que esto es guay, ¿verdad? —preguntó James—. ¿Estás contenta? —Es fantástico. Siempre hay montones de cosas que hacer. ¿Te he dicho que nos llevaron a esquiar? Me hice un moratón en el culo del tamaño de un CD. James lanzó una carcajada. —No puedo imaginarte esquiando. —Aún no te he dicho la mejor noticia. —¿Qué noticia? —Encontraron drogas y toneladas de objetos robados en el piso de Ron. ¿Sabes cuántos años le van a caer? James se encogió de hombros. —¿Cinco? Lauren señaló el techo con un dedo. Él sonrió. —¿Siete? —Nueve. James dio un puñetazo en el aire.

27. RUTINA Al terminar el entrenamiento les concedieron una semana de vacaciones. James fue a ver la habitación de Kerry, que ya había deshecho las maletas. No estaba contento. —Mi nuevo horario es demencial —comentó—. Seis horas de clase cada día. Dos horas de deberes por la noche y dos de clase el sábado por la mañana. Eso significa cuarenta y cuatro horas de trabajo a la semana. —¿Y qué? ¿Qué hacías en tu antiguo colegio? —Veinticinco horas en el colegio y unas cuantas de deberes, que siempre me saltaba. Es imposible que haga todos esos deberes. —En ese caso, será mejor que te acostumbres a barrer suelos —dijo Kerry. —¿Por no hacer los deberes? —Sí. O limpiar la cocina, cortar el césped, lavar ventanas. Los repetidores han de lavar los váteres y los vestuarios. El motivo de que haya tantas clases es que te pierdes muchas cuando vas a una misión, y has de recuperar. No todas las horas son de clase: hay deportes y otras cosas. —Ésa es otra —dijo James—. Tendré que dar clases de mates a los pequeños. —Todos los chicos de camiseta gris oscuro han de dar clases. Te dota de cierto sentido de responsabilidad. Amy da clases de natación. Bruce, de artes marciales. Yo daré español a los niños de cinco y seis años. Tengo muchas ganas. James saltó sobre la cama de Kerry. —Hablas igual que Meryl Spencer, mi tutora. No puedo creer que te guste todo este trabajo. —Pues es lo que hay. —Ojalá nunca hubiera venido aquí. —Basta de dramatismos baratos —dijo Kerry—. CHERUB te proporciona una excelente educación y un lugar estupendo donde vivir. Cuando salgas de aquí, hablarás dos o tres idiomas, te saldrán diplomas hasta por los oídos y estarás preparado para la vida. Piensa dónde estarías ahora si no hubieras venido aquí. —Vale, mi vida era un desastre, pero odio el colegio. Es muy aburrido, y la mitad del tiempo me dan ganas de machacarme la cabeza contra la pared. —Eres un vago, James. Lo único que deseas es estar sentado en tu habitación con esa estúpida PlayStation, dale que te pego todo el día. Tú mismo dijiste que acabarías en la cárcel si continuabas así. Si te aburres en clase, ¿qué te parecerían dieciocho horas al día en una celda? Y quita esas sucias botas de mi cama. James bajó los pies. —La PlayStation no es una pérdida de tiempo —dijo. —¿Quieres saber el mejor motivo para que trabajes con ganas? —Sí. —Lauren. Ella te quiere. Si tú vas bien, ella irá bien. Si lo estropeas y te expulsan, ella deberá elegir entre quedarse contigo o quedarse con CHERUB. —Basta de tener siempre la razón —dijo James—. En este lugar todo el mundo es listo y sensato, y yo siempre me equivoco. Os odio a todos. Kerry se echó a reír.

—No es divertido —dijo James, sin poder reprimir una sonrisa. Ella se sentó a su lado en la cama. —Te acostumbrarás, James. —Tienes razón en lo de Lauren. He de pensar en ella. Kerry se acercó un poco más y apoyó la cabeza en su hombro. —Debajo de esta capa de estupidez hay un buen chico —comentó. —Gracias. Lo mismo digo. James le rodeó la espalda con el brazo. Le pareció algo natural, pero dos segundos después su cerebro estaba dando vueltas. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Quería que Kerry fuera su novia, o tan sólo era que habían pasado muchas cosas juntos en el entrenamiento? Se había duchado con ella y dormido a su lado, pero hasta el final del entrenamiento no había sido consciente de que Kerry era una chica. No era la chica de sus sueños, como Amy, pero no estaba mal. Pensó en darle un beso en la mejilla, pero le dio miedo. —La habitación parece bonita —dijo por decir—. Todas esas fotos y tal. Tendré que comprar alguna. Mis paredes están desnudas. —Estaba pensando que deberíamos renegociar los términos de nuestro trato —dijo Kerry. James había evitado a Kerry durante dos días con la esperanza de que se olvidara. —¿Cómo? —preguntó. —El viernes por la noche me llevas al cine —propuso ella—. Yo elijo la película. Tú pagas el autobús, las entradas del cine, los perritos calientes, las palomitas, los refrescos y todo cuanto me apetezca. Y tema zanjado. —Eso serán unas veinte libras en total —dijo James. —Recuerda a ese amigo tuyo, Bruce. —¿Qué le pasa? —Una vez se rompió la pierna. Cuando teníamos ocho años. —Me dijo que se la rompió por nueve sitios. —Exagera. Sólo se la rompí por siete. -¿Tú? —Se partió como una ramita. Le di una patada en la cabeza, por si traía suerte. —De acuerdo —dijo James—. Yo invito al cine. *** Kyle regresó de una misión el viernes por la mañana, bronceado y con ropa de diseño falsa. James lo siguió a su habitación. Estaba pulcra y aseada. La ropa estaba guardada en el armario dentro de bolsas de tintorería, sobre una hilera de botas y zapatillas de deporte con hormas dentro. —Filipinas —dijo Kyle—. He recuperado la confianza de Mac. —¿Qué ha pasado? —preguntó James. —Secreto. Toma, se suponía que debía consolarte si te expulsaban del entrenamiento. Kyle le dio unas gafas de sol Ray Ban falsas. James se las puso y posó ante el espejo. —Molan —dijo—. Todo el mundo pensaba que fracasaría. —Y así habría sido si no hubieras tenido de compañera a Kerry. Large habría acabado contigo en menos de una semana. —¿Conoces a Kerry? —Bruce la conoce. Cuando se enteró de que tenías de compañera a Kerry,

dijo que tenías una oportunidad. Me costó diez libras. —¿Apostaste a que fracasaría en el entrenamiento? —No te ofendas, James, pero eres un niño mimado y un quejica. Creí que ganaría las diez libras con facilidad. —Gracias. Es bueno saber quiénes son tus amigos. —¿Quieres comprar un Rolex falso? Igual que los auténticos, a cuatro libras cada uno. Toda la pandilla fue al cine el viernes por la noche. Bruce, Kyle, Kerry, Callum, Connor, James, Lauren y unos cuantos más. A James le gustaba formar parte de un grupo grande, todos haciendo el tonto y tomándose el pelo mutuamente. La película era autorizada para mayores de doce años. Los demás podían pasar por esa edad, pero a Lauren tuvieron que colarla por la salida de emergencias. James estaba preocupado por lo que pudiera ocurrir entre Kerry y él, especialmente delante de todo el mundo. Se sentó. Kerry se sentó con una de sus amigas, a unas sillas de distancia. James se sintió aliviado, pero también decepcionado. Cuanto más pensaba en ella, más se daba cuenta de lo mucho que le gustaba. A los cuatro días de iniciar su nuevo horario, James comprendió que sobreviviría. En su antigua vida siempre se levantaba tarde, perdía el tiempo en clase, volvía a casa y jugaba con la PlayStation, veía la tele o salía a jugar con sus amigos. Casi siempre se aburría. La rutina de CHERUB era dura, pero nunca aburrida. Estaba prohibido distraerse en clase. Cada aula tenía diez alumnos o menos, lo cual significaba que, en cuanto parabas de trabajar, el profesor se materializaba a tu lado y preguntaba qué pasaba. Los alumnos se escogían por su capacidad, no por la edad. En algunas clases, como el grupo de Matemáticas Avanzadas de James, había chicos de quince y dieciséis años. En sus clases de Español, Ruso y Defensa Personal había chicos entre seis y nueve años. Los castigos eran sobrecogedores si te pasabas de la raya. James blasfemó en Historia y estuvo diez horas repintando las líneas del aparcamiento del personal. Al día siguiente tenía la palma de las manos y las rodillas con ampollas, de tanto arrastrarse por el asfalto. Casi todos los días tenía una sesión de gimnasia. Después del entrenamiento, James estaba muy en forma. Dos horas corriendo le parecían un simple calentamiento. Empezaba con un circuito dentro del gimnasio. La segunda mitad siempre consistía en un partido de fútbol o rugby. Le gustaba más cuando jugaban chicas contra chicos, porque la cosa se descontrolaba un poco, con placajes demenciales y peleas por todas partes. Las chicas compensaban su carencia de fuerza con astucia y tácticas de grupo. Los chicos siempre marcaban más goles, las chicas esquivaban las patadas. Después de clase, tenía una hora de descanso antes de la cena, a continuación venían los deberes y luego asistía a una clase extra de artes marciales. Se había presentado voluntariamente, porque le avergonzaba que la mitad de los niños de nueve años de CHERUB lo vencieran. Las noches que no tenía artes marciales iba al edificio infantil y pasaba un rato con Lauren. James acababa la jornada fundido. Se tumbaba en la bañera y veía cualquier cosa en la tele a través de la puerta, antes de secarse y derrumbarse en la cama.

28. DETALLE Habían transcurrido dos meses desde el inicio del entrenamiento. Kerry había ido a una misión, había regresado y vuelto a marchar para otra. Se daba tantos aires que a James le daban ganas de atizarla. Gabrielle estaba en Jamaica, Connor había desaparecido con Shakeel, Bruce se ausentaba cada pocos días, y Kyle se marchó una mañana con la esperanza de que aquella misión le reportaría la camiseta azul marino. James seguía varado en CHERUB y se sentía un completo inútil. Amy era la única que no se había ido. Pasaba muchas horas en la planta octava, en la Sala de Preparación de Misiones. James aún tenía que nadar con ella cuatro veces a la semana. Ahora lo hacía bien. Cuatrocientos metros crol, con el cuerpo sumergido y la cara ladeada para respirar sin levantar la cabeza del agua. Nunca se asustaba, y Amy decía que sus brazadas eran casi perfectas. James y Amy se estaban poniendo los uniformes tras haber nadado unos largos juntos. —Bien, James, ésta ha sido nuestra última clase —anunció ella. Él sabía que ese momento llegaría más temprano que tarde, pero aun así le sentó mal. Le gustaba estar con Amy. Era divertida y siempre le daba buenos consejos. —¿Tu misión empieza pronto? —preguntó James mientras se abrochaba las botas. —Dentro de un par de semanas. He de dedicarle todo mi tiempo. —Echaré de menos nuestras clases. Eres una profesora muy buena. —Gracias, James, eres un primor. Deberías nadar con Kerry cuando vuelva. Ahora nadas tan bien como ella, tal vez mejor. —Ya, pero ahora le gusta restregarme por las narices su larga experiencia en misiones. Ayer volví a ver a Meryl Spencer, y me dijo que todavía no había nada para mí. —Debo decirte que fui yo quien pidió que no te asignaran misiones. —¿Por la natación? Amy rebuscó en su bolsa y sacó una tarjeta de plástico. James había visto a muchos chicos utilizarlas en los ascensores para subir a la parte reservada del edificio principal, donde se planificaban las misiones. —Esto es para ti —dijo Amy, y se la entregó. Él sonrió. —¿Tengo una misión contigo? —Exacto. Trabajé un poco en esta misión incluso antes de que llegaras aquí. Cuando te conocí, me di cuenta de que nos parecíamos. Mismo color de pelo, misma constitución. Por tanto, pensé que podrías pasar por mi hermano pequeño. Te emparejamos con Kerry para que tuvieras más posibilidades de superar el entrenamiento. Me enfadé cuando me dijeron que te habías peleado con ella y casi te habían expulsado. —No me lo recuerdes. Fui un estúpido. —Tuviste suerte de que Kerry no quisiera desquitarse. Le habría bastado con romperte un brazo y te habrían expulsado del entrenamiento. Nadie la habría culpado. —Estaba encima de ella —dijo James—. No podía levantarse.

Amy rió. —Si te pones encima de Kerry, es porque ella te deja. Podría aplastarte como un huevo bajo su bota si quisiera. —¿Tan buena es? Amy asintió. —Debes de caerle muy bien para que te perdonara sin más. La planta octava era igual que los pisos de viviendas de abajo: un pasillo largo con habitaciones a cada lado. Para entrar en la Sala de Preparación de Misiones era preciso pasar la tarjeta de seguridad por un lector y fijar la vista en una luz roja, mientras un escáner identificaba las retinas. Después de aquella entrada de alta tecnología, James esperaba algo espectacular: un mapa del mundo con una hilera de pantallas de ordenador encima o algo por el estilo. De hecho, le resultó un poco decepcionante. Ordenadores antiguos, sillas con la tapicería rota y archivadores metálicos cubiertos de montañas de papeles y expedientes. Lo único positivo era la espectacular vista del campus. Ewart Asker tendió la mano a James y se presentó como controlador de misiones. Tenía veintipocos años, llevaba uniforme de CHERUB, el pelo teñido de rubio con las raíces negras y un piercing en la lengua. —Primera misión, James —dijo—. ¿Preocupado? James se encogió de hombros. —¿Debería estarlo? Ewart rió. —Estoy nervioso por ti, James. Este asunto es complicado. En circunstancias normales, no optarías a una misión como ésta hasta después de unas cuantas operaciones fáciles, pero necesitamos un chico de doce años capaz de hacerse pasar por hermano de Amy, y tú eres el indicado. »Tienes que empaparte del asunto. He reducido tu horario escolar. Amy te ha escrito un informe sobre la misión. No te cortes a la hora de hacer preguntas. La misión empezará dentro de diez días. James acercó una silla, se sentó y abrió el informe. CONFIDENCIAL INFORME DE MISIÓN PARA JAMES ADAMS NO SACARLO DEL DESPACHO 812 NO COPIAR NI TOMAR NOTAS 1. Fort Harmony En 1612, el rey Jacobo convirtió en propiedad comunal una zona de cincuenta kilómetros cuadrados cerca de la aldea galesa de Craddogh. La cédula real permitía que los campesinos criaran ganado y construyeran su pequeño albergue en aquellas tierras. Hacia 1870, todos los habitantes de Craddogh Common se habían trasladado al pueblo para trabajaren las minas de carbón. Nadie ocupó aquel territorio durante los siguientes noventa y siete años. En 1950, Craddogh Common fue integrado en el Parque Nacional de West Monmouthshire. En 1967, un pequeño grupo de hippys liderados por una mujer llamada Gladys Dunn se estableció en Craddogh Common. Gladys bautizó el poblado como Fort Harmony. Criaban pollos y construyeron cabañas de madera, afirmando que estaban en su derecho, puesto que se lo permitía la cédula real de 1612. Al principio, el Parque Nacional toleró a esa especie de colonos, pero su número aumentó, y al cabo de tres años doscientos setenta hippys se habían instalado en un centenar de edificios destartalados. La Autoridad del Parque Nacional inició acciones legales para desalojarlos. Al cabo de dos años, el

Tribunal Supremo dictaminó que la cédula real había expirado cuando Craddogh Common se integró en el Parque Nacional. El tribunal concedió a los hippys una semana para arreglar sus cosas y marcharse. Pero no se fueron. La policía empezó a destruir las cabañas y a detener a los hippys durante el invierno de 1972. La comunidad no tardó en reducirse a menos de cincuenta miembros, pero este núcleo duro había decidido quedarse a toda costa. 2. La batalla Los residentes de Fort Harmony se escondían cada día, lo que permitía a la policía destruir sus cabañas sin enfrentamientos. Por la noche, volvían al lugar y construían otras nuevas. Cavaron túneles subterráneos para esconderse y trampas para dificultar el trabajo de los policías. En una ocasión, escondieron una serie de redes debajo de montones de hojarasca. Cuando los policías fueron a derruir las cabañas, la trampa se disparó. Tres de ellos quedaron colgados de las redes a veinte metros de altura. Los residentes afianzaron las redes y huyeron. Cuando llegó el coche de bomberos para rescatarlos, quedó atascado en el barro. Transcurrieron siete horas hasta que los bomberos encontraron una forma de cortar las redes sin que la carga cayera al vacío. Al día siguiente, las fotografías de los policías atrapados en las redes aparecieron en todos los periódicos. La cobertura periodística de la batalla atrajo a decenas de nuevos hippys a Fort Harmony. El 26 de agosto de 1973, la policía lanzó un ataque masivo para destruir Fort Harmony. Trescientos agentes llegaron de todas los comisarías de Inglaterra. Muchos reporteros de la televisión y periodistas fueron testigos de la batalla. Se dio la orden de cortar las carreteras para impedir que los ocupantes de Fort Harmony recibieran apoyo exterior. Finalmente, la policía destruyó el campamento y detuvo a todos los que se resistieron. Al amanecer, sólo quedaban veinte hippys atrincherados en los túneles subterráneos. Entrar en los túneles era demasiado peligroso, por lo que esperaron a que los hippys salieran en busca de comida y agua. A las cinco de la tarde, una parte del túnel se derrumbó cuando pasaba por encima un coche de policía. Entonces, un agente agarró un par de piernas que sobresalían de la tierra y sacó del barro a Joshua Dunn, un niño de nueve años, hijo de la fundadora de Fort Harmony. Mientras dos agentes agarraban de los tobillos al niño, un tercer agente le golpeó en la cabeza con la porra. Un fotógrafo captó la brutalidad de la escena, y las imágenes del niño llevado en camilla hasta una ambulancia aparecieron en todos los telediarios. Este incidente propició una oleada de apoyo a los hippys. La muchedumbre que intentaba romper las barreras policiales para llegar a Fort Harmony superaba el millar de personas. A medianoche, la policía estaba agotada y no recibían refuerzos. A las tres de la madrugada, las fuerzas del orden fueron superadas. Al amanecer del 27 de agosto, más de setecientos defensores de la comunidad habían acampado en el barro, alrededor de Fort Harmony. Coches y furgonetas llevaban leña y pertrechos para construir nuevos refugios. Los hippys abandonaron los túneles y empezaron a reconstruir de nuevo sus hogares. A la mañana siguiente, la fotografía de la policía golpeando al niño de nueve años apareció en la primera plana de todos los periódicos británicos. La policía anunció que se retiraba y que se encargaría del campamento ilegal más adelante. Los mandos policiales trazaron un plan para borrar del mapa Fort Harmony mediante un movimiento de pinza, para el que se necesitarían mil

agentes. La policía y la Autoridad del Parque Nacional carecían de dinero para una operación tan grande, de modo que nunca se llegó a poner en práctica. 3. Fort Harmony hoy Treinta años después, Fort Harmony todavía existe. La vida de sus habitantes es dura, porque carecen de agua corriente y electricidad. La fundadora del campamento, Gladys Dunn, tiene ahora setenta y seis años. En 1979 publicó su autobiografía, que llegó a los primeros puestos de las listas de ventas. Sus tres hijos (incluido Joshua, quien sufrió lesiones cerebrales debido a la brutalidad policial) aún viven en el poblado, al igual que la mayoría de sus diez nietos y veintiocho biznietos. El campamento cuenta con sesenta colonos permanentes; sin embargo, en los meses de más calor, su población aumenta a casi doscientos habitantes, sobre todo estudiantes y mochileros que consideran a Gladys Dunn una heroína. 4. Green Brooke En 1996, la cercana población de Craddogh estaba en crisis. La mina de carbón había cerrado, más de la mitad de la población estaba en el paro, y el pueblo había descendido de los dos mil habitantes de 1970 a menos de trescientos. Debido al aspecto destartalado de sus casas y alas montañas de negro carbón de los alrededores, los turistas no paraban en Craddogh cuando iban de camino a Fort Harmony o los Parques Nacionales. Debido a la elevada tasa de desempleo, el Parque Nacional permitió que el Centro de Convenciones de Green Brooke se construyera en Craddogh Common. Green Brooke abrió en 2002. El edificio está rodeado por una verja de cinco metros de altura, con cámaras de vídeo y alambradas electrificadas en lo alto. El centro acoge conferencias y cursos de formación. Las instalaciones incluyen un hotel de 765 habitaciones, un auditorio de 1.200 asientos, gimnasio, balneario y dos campos de golf. Hay un aparcamiento para mil coches y treinta helicópteros. Muchos habitantes de Craddogh y Fort Harmony trabajan en Green Brooke como recepcionistas, cocineros y personal de limpieza. 5. Petrocon 2004 A finales de 2003, Green Brooke anunció el acontecimiento más prestigioso de su breve historia. Petrocon se celebrará en mayo de 2004. Es una reunión internacional a puerta cerrada de tres días de duración, que acogerá a doscientos ejecutivos de la industria del petróleo y políticos relacionados con el comercio exterior. Los medios no podrán acceder, y entre los invitados se espera la intervención de los ministros del petróleo de Nigeria y Arabia Saudí, así como los directores de todas las grandes compañías petrolíferas. Los dos invitados más importantes son el secretario de Energía norteamericano y el viceprimer ministro de Inglaterra. De la seguridad se encarga la Brigada de Protección Diplomática de la policía, junto con el MI5 y una pequeña unidad de CHERUB. 6. Ayuda a la Tierra A finales de 2003, una serie de bombas fueron enviadas por correo a algunos congresistas estadounidenses y miembros del Parlamento inglés que apoyaban la industria petrolífera. Cuatro empleados del Congreso norteamericano sufrieron heridas. La organización Ayuda a la Tierra asumió la responsabilidad. Un mes después, un ejecutivo de una empresa petrolera francesa que trabajaba en Venezuela murió en un atentado con coche bomba. Una vez más, Ayuda a la Tierra reivindicó la autoría. Poco antes de sus primeros ataques, Ayuda a la Tierra envió cartas a

varios periódicos internacionales, en las que declaraba su intención de «poner fin a la carnicería medioambiental infligida a nuestro planeta por las compañías petroleras y los políticos que las apoyan». Añadían: «¡Ayuda a la Tierra! Es el grito desesperado de nuestro planeta agonizante. El tiempo se está acabando. Estamos dispuestos a utilizar medios violentos en la batalla por la salvación de nuestro entorno.» Los grupos ecologistas pacíficos se han esforzado por distanciarse de Ayuda a la Tierra y han ayudado a los investigadores a redactar una lista de posibles terroristas. Pese a ello, ningún miembro de Ayuda a la Tierra ha sido identificado, si bien se sospecha de diversos militantes ecologistas con antecedentes violentos. Cuatro sospechosos residen en la actualidad en Fort Harmony. La escasa información sobre Ayuda a la Tierra sugiere que es probable un ataque contra Petrocon. Se desconoce la magnitud y naturaleza del ataque, pero se especula que podría tratarse desde una pequeña bomba que destruya un coche o un helicóptero, hasta un artefacto capaz de matar a cientos de personas. Es probable que los miembros de Ayuda a la Tierra que planeen una acción terrorista contra Petrocon 2004 intenten establecer vínculos con los residentes de Fort Harmony, por los siguientes motivos: a) Muchos residentes de Fort Harmony son militantes ecologistas veteranos. b) Todos los residentes de Fort Harmony conocen bien la zona. c) Muchos residentes de Fort Harmony han trabajado en Green Brooke y pueden proporcionar a los terroristas información sobre operaciones y seguridad. 7) El papel de CHERUB El MI5 ya tiene informadores y agentes secretos dentro del movimiento ecologista. No obstante, el MI5 desea introducir más agentes en Fort Harmony antes de la celebración de Petrocon 2004. De cualquier adulto que apareciera en Fort Harmony poco tiempo antes de Petrocon podría sospecharse que fuera policía o agente del MI5. Las posibilidades de que obtuviera información útil son muy escasas. En consecuencia, se ha decidido que dos agentes de CHERUB se finjan parientes de Cathy Dunn, miembro de la comunidad de Fort Harmony desde hace mucho tiempo, para así llevar a cabo con éxito una misión secreta. De los niños es difícil que nadie sospeche, y podrían mezclarse fácilmente con los miembros de la comunidad.

29. TÍA James suponía que ya sabía más sobre Fort Harmony que nadie, incluida la gente que vivía allí. Había leído la autobiografía de Gladys Dunn y tres libros más, y había examinado montones de recortes de prensa, vídeos y expedientes policiales. Había aprendido de memoria los nombres y rostros de todos los habitantes actuales de Fort Harmony, así como de los visitantes habituales. James también leía los historiales delictivos y las fichas del MI5 de cualquiera que pudiera estar relacionado con el grupo terrorista Ayuda a la Tierra. El nombre en clave de James era Ross Leigh. Su tarea consistía en salir con chicos de Fort Harmony, estar atento a los chismorreos, meter la nariz donde no debía e informar de cualquier cosa sospechosa. James tenía un móvil para llamar a Ewart Asker. Éste se establecería en Green Brooke durante el tiempo que durara la misión. Además, James contaba con una cámara digital, una ganzúa y un bote de gas lacrimógeno. Amy era su hermana, Courtney Leigh. Su trabajo consistía en trabar amistad con Scargill Dunn, el nieto de diecisiete años de la fundadora de Fort Harmony, Gladys Dunn. Scargill era un solitario que había dejado el colegio y lavaba platos en la cocina de Green Brooke. Los hermanos gemelos de Scargill, de veintidós años, Fuego y Mundo, habían pasado breves temporadas en la cárcel por atacar al presidente de una cadena de comida basura. El MI5 creía que Fuego, Mundo y una pareja llamada Bungle y Eleanor Evans eran los habitantes de Fort Harmony que contaban con más probabilidades de pertenecer a la organización Ayuda a la Tierra. Cathy Dunn había estado casada una temporada con el padre de Fuego, Mundo y Scargill, unos años antes de que éstos nacieran. Desde entonces, Cathy había vivido sola en Fort Harmony. Como la mayoría de sus habitantes, cultivaba alimentos y criaba pollos, pero no era suficiente para sobrevivir. Hacía pequeños trabajos cuando lo necesitaba: limpiaba, recogía fruta. A veces, Cathy vendía información a la policía. Siempre había gente de mala vida en Fort Harmony. Si un traficante o un chaval huido aparecían por allí, Cathy caminaba hasta Craddogh y llamaba desde la cabina telefónica del pueblo. La mitad de las veces, la policía no estaba interesada en la información de Cathy. En caso afirmativo, sólo le pagaban diez o veinte libras. Tal vez cincuenta, si se trataba de un camello y lo pillaban con una buena cantidad. A Cathy no le gustaba ser una soplona, pero a veces eso significaba la diferencia entre poder comprar una bombona de gas para la estufa o congelarse en su cabaña. Después del anuncio de la celebración de Petrocon, la policía se interesó especialmente por la información que Cathy pudiera proporcionarles. El valor de sus soplos se multiplicó. Cathy recibía treinta libras como mínimo cada vez, a cambio de informar de todo cuanto sucediera en Fort Harmony. Quién iba, quién venía, si alguien hacía algo sospechoso, si había discusiones. Cathy se aficionó al dinero. No tardó en ahorrar un fajo de billetes que guardaba en una lata de judías. El MI5 le hizo una oferta: dos mil libras por permitir que una pareja de agentes secretos se alojaran en su casa durante las semanas previas a

Petrocon. A Cathy no le entusiasmó la idea. Llevaba treinta años viviendo sola. El MI5 le ofreció más dinero, hasta que Cathy cedió. *** James, Amy y Ewart entraron en el Bristol Travelhouse, un hotel muy sencillo, contiguo a una gasolinera de la autopista. Cathy Dunn estaba en su habitación, envuelta en humo de cigarrillo. —Me llamo Ewart, y éstos son Ross y Courtney. Cathy se incorporó en la cama. Parecía medio borracha, y mucho más vieja que en las fotos que James había visto. —¿Quién coño sois? —preguntó. —Hablamos por teléfono —dijo Ewart—. Vas a cuidar de Ross y Courtney hasta la conferencia. —Me has tenido empantanada en este agujero durante tres días —dijo Cathy—. Ahora, apareces con dos críos. Si ésta es tu idea de una broma, no me hace gracia. —Hicimos un trato —repuso Ewart—. Éste es el trato. —Accedí a que dos agentes secretos se alojaran conmigo, no a cuidar de dos críos. —Ross y Courtney son agentes. Prepárales el desayuno y envíalos al colegio unas semanas, no se trata de nada difícil. —¿El gobierno utiliza niños para el trabajo sucio? —se asombró Cathy. —Sí—contestó Ewart. Cathy soltó una risotada. —Increíble. —Meneó la cabeza—. Venga, marchaos de mi casa. —Ya has aceptado el dinero —le recordó Ewart—. ¿Puedes devolverlo? —Fui un fin de semana a Grecia, y luego gasté algo en adecentar mi cabaña. —Así pues, parece que no tienes muchas alternativas. —¿Y si me niego igualmente? —se envalentonó Cathy—. ¿Y si acudo a la prensa y cuento a todo el mundo que utilizáis niños para espiar a la gente? —Pensarán que eres una vieja hippy colgada —repuso Ewart—. Nadie creerá una palabra. Aunque consiguieras que alguien te creyera, firmaste el Acta de Secretos Oficiales antes de aceptar el dinero. Te enfrentarías a diez años de cárcel por revelar información confidencial. Cathy se irritó. —Siempre he ayudado a la policía, y ahora me tratáis como si fuera basura. Ewart la agarró por el jersey, la levantó y la empujó contra la pared. —Con nosotros no se juega —le espetó—. Hemos invertido seis meses de trabajo en esta operación. Y tú has recibido una buena suma por cuidar de estos chicos durante unas semanas. Si eso es tratarte como una basura, puedes tratarme como una basura siempre que quieras. James se quedó de una pieza viendo a Ewart perder los estribos. Hasta entonces había considerado que aquello era una especie de competición para superar a Kyle, Bruce y Kerry. Ahora parecía muy real. La gente podía saltar por los aires a causa de una bomba o acabar en la cárcel el resto de su vida. De repente, pensó que no estaba a la altura de todo aquello. Era un chico de doce años que debería estar en el colegio o jugando con sus amigos. Amy advirtió su expresión asustada. Apoyó una mano en su hombro. —Quédate fuera si quieres —susurró. —Estoy bien —mintió James.

Amy se encaró con Ewart. —Cálmate. Déjala en paz —le dijo. Ewart retrocedió, al tiempo que lanzaba a Cathy una mirada envenenada. La hippy se sentó en la cama y Amy le pasó un cigarrillo que tuvo que encenderle, porque las manos de Cathy temblaban. —No hagas caso de Ewart —dijo entonces—. Pierde los estribos con facilidad. ¿Estás bien? Cathy asintió. —Escucha, Cathy —prosiguió Amy con dulzura—, nos levantamos, vamos al colegio y pasamos el rato en Fort Harmony. Así todos los días durante unas semanas. Ni te darás cuenta de que estamos aquí. Es el dinero más fácil que has ganado en tu vida. Cathy meneó la cabeza. —Es que me he quedado sorprendida, eso es todo. Amy sonrió. —Siempre ocurre. No le dicen a nadie que somos niños hasta el último momento. —Pero ¿cómo voy a explicar vuestra presencia en mi casa? —preguntó Cathy, y dio una calada al cigarrillo. —Somos tus sobrinos —respondió Cathy—. ¿Te acuerdas de tu hermana? —Hace veinte años que no la veo. Me ha escrito algunas veces. —¿Recuerdas el nombre de tus sobrinos? —preguntó Ewart, que ya había recuperado la compostura. Cathy se esforzó. —Ross y Courtney —dijo. —Hemos localizado a tu hermana —dijo Ewart—. Vive en Escocia. Sigue casada. Los auténticos Ross y Courtney están bien, pero tu historia es la siguiente: hace una semana recibiste una carta. Tu hermana está pasando por un divorcio muy desagradable. Fuiste a Londres a reunirte con ella. No podía encargarse de los niños, sobre todo de Ross, al que habían expulsado del colegio. Tú te llevas bien con los chicos, de modo que te ofreciste a cuidarlos en Fort Harmony hasta que la vida de tu hermana se normalice. Y le tendió las llaves de un coche. —Land Cruiser —dijo Ewart—. Un todoterreno grande. Tiene un par de años. Valorado en diez mil libras. Dile a todo el mundo que es el coche de tu hermana. Si cuidas de los chicos y la misión sale bien, no te pediremos que lo devuelvas. Los cuatro bajaron al vestíbulo del hotel. —Será mejor que vayamos al lavabo —dijo Ewart—. Hay un buen trecho hasta Gales. —Acabo de ir —dijo James. Ewart lo miró y el chico comprendió que Ewart quería hablar con él. El lavabo estaba desierto. —¿Te encuentras bien? —le preguntó Ewart mientras se bajaba la cremallera—. Palideciste un poco cuando zarandeé a esa hippy. —¿Por qué te pusiste así con ella? Ewart sonrió. —¿Has oído hablar del poli bueno y el poli malo? —En la tele. ¿Es lo que Amy y tú acabáis de hacer? —Si Cathy no sabe bien en qué bando está, tú y Amy podríais correr peligro. En cuanto vi que se estaba poniendo borde, tuve que hacer de poli malo y asustarla. Amy fue el poli bueno: defendió a Cathy cuando la amenacé,

y después la calmó. James sonrió. —Así que ahora Cathy tiene miedo de lo que podría pasarle si no colabora con nosotros, pero al mismo tiempo cree que Amy es su amiga. —Exacto. —Podrías habérmelo dicho antes, cuando lo acordasteis. —Es que no lo acordamos. Amy supo cómo reaccionar cuando empecé a ponerme violento con Cathy. Amy es brillante en esas situaciones. —¿Y si Cathy causara más problemas? ¿Le harías daño de verdad? —Sólo si la misión dependiera de ello y no tuviera alternativa. A veces, hemos de ponernos duros para que la misión salga adelante. ¿Recuerdas cuando te escapaste a Londres antes del entrenamiento? —Claro —dijo James—. Cuando hicimos un estropicio en aquella mansión. —El MI5 durmió con gas anestésico a los guardias de la puerta. ¿Qué crees que les pasó cuando despertaron? —¿Cómo voy a saberlo? —Los despidieron por dormirse en el trabajo. No obtendrán ningún trabajo de seguridad con esa mancha en su expediente laboral. —¿Quieres decir que...? —Arruinamos su vida profesional —dijo Ewart—. Por suerte, consiguieron otra clase de trabajo. —¿No les ayudamos ni nada? —No. No podíamos hacerlo sin poner en peligro el secreto de la misión. —Vaya—suspiró James—. ¿Cómo pudimos hacerles eso? —Intentábamos obtener información acerca de un hombre que vende armas a terroristas. Las armas podrían matar a centenares de personas, así que consideramos aceptable que a cambio dos personas perdieran su empleo. —Ahora entiendo. Asustando a Cathy tal vez impidamos que muera gente —dedujo el chico. —Como se dice vulgarmente, James, no se puede hacer una tortilla sin cascar huevos. A Cathy le gustó conducir el Land Cruiser con James y Amy, acelerar por la M4, probar todos los botones y artilugios. Amy iba delante, James detrás. Cathy y Amy charlaban como viejas amigas. Cuando pararon a poner gasolina, Cathy compró un CD de Jefferson Airplane. Lo puso a todo volumen y con Amy fumaron un cigarrillo tras otro, mientras James se tapaba la cabeza con la chaqueta para escapar del ruido y el humo. James se incorporó cuando salieron de la autopista. Estaba impresionado por los campos verdes y las colinas sembradas de ovejas. Se detuvieron en Craddogh a comprar tabaco y comestibles, y llegaron a Fort Harmony poco después de las tres. Media docena de chiquillos harapientos corrieron hacia el todoterreno cuando subió hacia la colina de Cathy. James sabía el nombre y la edad de todos. El ex marido de Cathy, Michael Dunn, y su hermano Joshua caminaron hacia el vehículo. Michael dio un puñetazo en el capó. —Bonito trasto, Cathy —dijo—. ¿Te ha tocado la lotería o qué? James bajó y el barro engulló sus zapatillas. El campamento estaba hecho un desastre, con pintura descascarillada y ventanas sujetas con cinta adhesiva. James decidió que iba a detestar vivir allí. Amy se encaminó a la parte posterior del vehículo y agarró dos pares de botas de goma. —Éstos son mis sobrinos —dijo Cathy.

James se sentó en el coche y también se puso botas de goma. Joshua Dunn le tendió una mano enguantada. James la estrechó. —Venid a compartir la sopa —dijo Joshua. Amy y Cathy se encaminaron hacia una cabaña grande. Los hombres las siguieron. Había unas quince personas dentro. Sobre una hoguera se cocían pollos y una enorme olla de sopa de verduras. —¿Vegetariano? —preguntó Joshua. James negó con la cabeza. Joshua fue a buscar un cuenco de caldo y un poco de pollo para James. Había cojines y sillones modulares desvencijados a lo largo de las paredes, pero todos los niños estaban sentados con las piernas cruzadas cerca del fuego. James se sentó con ellos y tomó un par de cucharadas de sopa. Sabía muy bien. Después, se miró las manos; estaban sucias, pero los demás niños, que iban diez veces más sucios, atacaron el pollo con los dedos. Alguien le tocó el hombro. Era Gladys Dunn. —Un poco de suciedad no te hará daño, chaval —rió. Gladys aparentaba hasta el último de sus setenta y seis años, pero la vida al aire libre la había mantenido enjuta, y se movía con agilidad para su edad. Una niña de cinco años sentada al lado de James se pasó la lengua por una mano mugrienta y se la enseñó. James ya no vaciló: agarró un trozo de pollo y empezó a comer. La niña sonrió. Un grupo dirigido por Michael Dunn construyó una extensión de la cabaña de Cathy para que James y Amy durmieran allí. Era impresionante ver a la comunidad trabajar en equipo. Primero, pavimentaron con losas y tendieron un suelo de aglomerado plastificado. El armazón era de madera. No cabía duda de que Michael Dunn tenía experiencia en construir cabañas. Aserraba cada pieza sin medir y jamás se equivocaba. Los demás separaban la madera en cuanto estaba aserrada, y sabían dónde encajaba cada pieza. Hundieron en el suelo gruesos postes para las esquinas, y en medio plantaron soportes para los puntales. Las paredes eran paneles de madera prensada y rellena de material aislante. En un lado practicaron un hueco y encajaron una ventana reciclada. Cuando oscureció, Cathy encendió los faros del Land Cruiser. En cuanto terminaron de poner el techo, dos chicos subieron y se encargaron de recubrirlo con tela asfáltica. Dentro, James ayudó a rellenar todos los huecos y resquicios con masilla gris. Después de terminar, Amy sacó una alfombra que había traído en el Land Cruiser y dispuso sacos de dormir y almohadas. Cathy encontró una pequeña estufa de queroseno. Michael Dunn dijo que pintaría el exterior por la mañana. Por fin, todos se marcharon y James y Amy se quedaron solos en su nueva casa.

30. CAMPAMENTO La nueva morada resultaba muy acogedora en cuanto te acostumbrabas al aullido del viento que soplaba fuera. El saco de dormir de James estaba apoyado sobre un colchón de espuma de camping y el chico no conseguía ponerse cómodo. Amy roncaba y él la sacudió por el hombro un par de veces. A la tercera, ella dijo que le daría un puñetazo si volvía a despertarla. James se cubrió la cabeza con una almohada. James despertó a las tres con ganas de orinar. En CHERUB estaba acostumbrado a dar dos pasos para entrar en su cuarto de baño. Aquí era más difícil. No pudo encontrar la linterna, de modo que tuvo que ponerse los tejanos a oscuras, atravesar a ciegas la parte principal de la cabaña y sortear a Cathy, acostada sobre un futón. Tanteó en busca de la puerta, donde estaban alineadas todas las botas. No estaba seguro de cuál era su par, de modo que se calzó el primero que encontró y salió a la oscura noche. Había váteres portátiles, pero James no pudo localizarlos en la oscuridad, así que se internó en la arboleda más próxima. Se desabrochó los tejanos y empezó a orinar. Algo chilló y rozó su pierna. James pegó un brinco. Estaba rociando a uno de los pollos que vagaban por el campamento. Dio media vuelta, pero en dirección contraria al viento, de modo que la orina mojó sus tejanos. Retrocedió, tropezó con el pollo histérico y cayó en el barro. No hubo forma de limpiarse. Se preguntó por qué estas cosas nunca ocurrían en las películas de espías. Amy estaba levantada, y había dormido bien. Puso el pie sobre la cara de James para despertarle. —Día de ducha, Ross —dijo. James cobró vida de repente. —Saca esa cosa apestosa de mi cara —refunfuñó, al tiempo que le apartaba el pie—. ¿Quién es Ross? —Tú, tontainas —susurró Amy. —Lo siento —exclamó James, al darse cuenta de dónde estaba—. He de acordarme. —Hay turnos de agua caliente. Tienes una ducha a la semana. El viernes toca a los chicos. —¿Una ducha a la semana? ¿Con todo este barro? —¿Cómo crees que me siento yo? Tengo que esperar cuatro días, y ahora no es que huela muy bien. Cathy le enseñó dónde estaba la cabaña de la ducha. Era estrecha, con un depósito de agua de lluvia en el techo. Cada mañana, una caldera de gas calentaba agua suficiente para que las duchas funcionaran diez minutos. Si te la perdías, hedías una semana más. James corrió a la cabaña y se desnudó. Había ocho chicos bajo el agua, que compartían pastillas de jabón casero y armaban jaleo. Las madres esperaban fuera, y animaban a los pequeños a restregarse bien. El agua estaba tibia. James se frotó el pelo con jabón mientras aún salía caliente. Los demás, más bregados, se dieron prisa. James tuvo que enjuagarse con un cubo de agua fría. Corrió hacia la cabaña de Cathy con las botas y una toalla grande. Cathy estaba preparando huevos con beicon en una cocina de gas portátil. Olía bien, y había un montón.

—¿Bebéis café, chicos? —preguntó—. Es lo único que tengo. A James le daba igual, mientras estuviera caliente. Bebió dos tazas y se zampó cuatro lonchas de beicon y dos huevos fritos con pan blanco. —Tengo que matricular a Ross en el colegio —dijo Cathy—. Después iré a Tesco. ¿Queréis algo? —Barritas de Mars —dijo James—. ¿No matriculas a Courtney? —Después de que os acostarais me vi con ese tal Scargill —dijo Amy—. Dijo que intentaría encontrarme un trabajo en Green Brooke. James se quedó impresionado al saber que Amy ya se había puesto en contacto con Scargill. También le fastidió que se hubiera librado del colegio. —Creo que empezarás el colegio el lunes, Ross —dijo Cathy—. Aquí, todos los viernes por la noche hay juerga. Todo el mundo aparece al anochecer. Encendemos una hoguera, tocamos música y tal. Amy se quedó en la cabaña y telefoneó a Ewart Asker, para contarle el cambio de planes y decirle que preparara los papeles necesarios para conseguir trabajo. James dedicó la mañana a explorar los alrededores. Había unas cincuenta construcciones en Fort Harmony. Variaban de tamaño, desde la cabaña principal, con espacio para treinta personas y un equipo electrógeno propio, hasta ratoneras que sólo servían para almacenar basura. Entre las cabañas había gallineros, huertos, cuerdas para tender la colada y coches baqueteados. Había muchas furgonetas oxidadas, aunque la mayoría carecían de ruedas y estaban apoyadas sobre ladrillos. Todo el mundo iba con ropa raída y el pelo largo y enredado. Los más viejos llevaban barba, y casi todos los jóvenes perilla y piercings por todas partes. Todos se mostraban cordiales, y todo el mundo hacía a James las mismas preguntas sobre cómo había llegado allí y cuánto tiempo iba a quedarse. Después de hablar con cinco personas, James estaba harto de repetirse. Al cabo de poco rato, se dio cuenta de que alguien lo seguía a todas partes: Gregory Evans, un niño de tres años. Era hijo de Brian Bungle Evans y su compañera Eleanor. El MI5 sospechaba que ambos estaban relacionados con Ayuda a la Tierra. Gregory seguía a James a prudente distancia. Cuando James se volvía, el niño se agachaba y se cubría la cara con las manos. Se convirtió en un juego. James se detenía y paseaba la vista alrededor cada pocos pasos. Gregory reía. Al cabo de un rato, Gregory hizo acopio de valor y se puso a andar al lado de James. Éste recordó que llevaba un par de galletas en el bolsillo, y le dio una al niño. Después de comerla, Gregory echó a correr. De pronto se detuvo, dio media vuelta y gritó a James: —¡Ven a mi casa! A James le pareció raro que un crío de tres años le diera órdenes, pero obedeció. Recorrieron unos cien metros. Llegaron a una cabaña perfectamente pintada y Gregory se sentó en el umbral para quitarse las botas. —Entra —dijo a James. Éste asomó la cabeza por la puerta. Era una cabaña con espacio para unas seis personas, con el suelo pintado de un naranja intenso, las paredes verdes y el techo púrpura. Muñecas de plástico colgaban de todas partes. James observó que eran mutantes, con sangre pintada en la cara y peinados estilo punk. —¿Quién es? —preguntó Bungle con acento norteamericano. James sintió apuro, plantado en la puerta de una casa desconocida porque un niño de tres años se lo había ordenado.

—Lo siento, Gregory me ha traído —explicó. —¿Por qué pides disculpas, muchacho? —repuso Bungle—. Somos una comunidad. Entra y quítate las botas. Gregory siempre está trayendo chicos aquí. ¿Quieres leche caliente? James se quitó las botas y entró. Hacía un calor maravilloso, pero olía a sudor y pedorretas. Eleanor estaba tumbada sobre un colchón. No llevaba nada puesto, salvo las bragas y una camiseta de Nirvana ceñida sobre su vientre abultado. Gregory abrazó a su madre. Bungle les presentó, hizo a James las mismas preguntas que todo el mundo, y finalmente le dio un tazón de leche caliente. —Bájate la cremallera de la chaqueta, Ross —dijo Bungle. James se quedó desconcertado, pero obedeció. —Bah, Reebok —murmuró Bungle. —¿Qué pasa? —preguntó James, confuso. —Odia a la gente que lleva ropa de marca —explicó Eleanor. —¿Qué tiene de malo lo que llevo? —Yo no odio a la gente —dijo Bungle—. Odio la ropa. Mírate, Ross. Chaqueta Puma, chándal Nike, camiseta Reebok, hasta los calcetines llevan un logo. —No le hagas caso —dijo Eleanor—. Cree que llevar ropa de marca es una clara señal de que no sabes pensar por ti mismo. Bungle se acercó a una estantería y le pasó un libro a James titulado No Logo: el poder de las marcas, de Naomi Klein. —Ejercita un poco el cerebro —le dijo—. Léelo. Si quieres, después podemos discutirlo. James tomó el libro. —Le echaré un vistazo —dijo—. Toda mi ropa es Nike y tal. En mi antiguo colegio te metían la cabeza en el váter si no estabas en la onda. —Por el amor de dios, Bungle —suspiró Eleanor—. Es un crío. No le interesan esas cosas. A James le daba igual lo que un hippy pensara de su ropa, pero el libro le proporcionaba una excusa para volver y husmear alrededor de un sospechoso importante, de modo que se guardó el ejemplar y dio las gracias. —Ross, pregúntale acerca de las muñecas, antes de que te mate de aburrimiento hablando de las maldades del mundo capitalista—dijo Eleanor. —Pensaba que te lo tomabas en serio, Eleanor. Has repartido panfletos con nosotros —replicó Bungle con irritación. Ella rió. —Por principio, Ross —explicó—, apoyo los salarios justos para la gente de los países pobres. Quiero contribuir a salvar el entorno y quiero que Bungle y sus colegas salven el mundo. Pero estoy embarazada de ocho meses. El bebé hace presión en mi vientre, de modo que cada media hora o así he de recorrer doscientos metros de este vertedero para ir a sentarme en un hediondo váter portátil. Gregory me está volviendo loca. Tengo los tobillos hinchados y vivo medio aterrorizada pensando que cuando me ponga de parto el coche que pedimos prestado podría averiarse camino del hospital. Así que ya ves, renunciaría de buena gana a mis principios por una cama confortable en una clínica privada. James se sentó en el suelo y bebió la leche caliente. —Las muñecas son estupendas —dijo—. ¿Las haces tú? —Así me gano la vida —dijo Bungle. Bungle bajó una muñeca del techo y la dejó caer en el regazo de James.

Era el torso y la cabeza de un Action Man, pero llevaba un tutú y le había pegado unas piernas esqueléticas de bailarina. El pelo pincho era púrpura y le habían cortado una mano y pintado el muñón con sangre falsa. —Mola —dijo James. —Compro las muñecas en ventas benéficas y mercadillos. Después combino todas las piezas, y hago trajes raros y cosas así con los restos. —¿A cuánto las vendes? —Depende de dónde. En el mercado de Cardiff, como todos son pobres, nadie paga más de diez libras. Si monto una parada en Camden, puedo venderlas a dieciocho cada una. En verano, cuando está lleno de gente, puedes vender sesenta muñecas en un día. Una vez, vendí ochenta y cuatro. —Mil quinientas doce libras en un día. Estarás forrado. —¿Eres una especie de máquina de sumar humana? —preguntó Bungle. El chico rió. —Más o menos. —Tardo una hora en hacer cada una. Pintar todos los fragmentos fastidia los ojos. ¿Quieres una muñeca, Ross? —Me gustaría —dijo James—, pero no tengo dinero. —Elige una. Quizá puedas hacernos un favor y cuidar algún día a Gregory un par de horas. ¿Vale? En Fort Harmony había una norma no escrita: cada noche había una cena gratis para todo el mundo en la cabaña principal. Gladys Dunn utilizaba parte de los derechos de autor de su libro en comprar verduras a los agricultores locales. Joshua se pasaba las tardes preparando las verduras y cocinando un estofado o un pollo al curry. Comer juntos era lo que convertía a Fort Harmony en una comunidad, en lugar de un puñado de familias aisladas. James comía con los chicos cuando salían del colegio. Michael Dunn recogía chatarra en un vertedero cercano. Todos los chicos ayudaban a amontonar puertas viejas y restos de muebles para encender la hoguera de las fiestas vespertinas. James intentó entablar amistad con Sebastian y Clark Dunn. Tenían diez y once años respectivamente, y eran primos de Fuego, Mundo y Scargill. Los Dunn formaban una familia unida, y James confiaba en que Sebastian y Clark serían una buena fuente de información.

31. NOCHE James encontró a Amy y Scargill sentados en la cama de ella, fumando. Scargill parecía un cretino: brazos y piernas esqueléticos, el pelo negro y grasiento recogido en una coleta, y vestido con el uniforme de cocinero de su trabajo en Green Brooke. —Esto apesta —dijo James, mientras cruzaba el hueco entre la parte antigua y la nueva de la cabaña de Cathy. —Es Ross, mi hermano pequeño —dijo Amy—. Un quejica. —Eres muy dura, Courtney —sonrió Scargill. James se sintió dolido. Tenían que comportarse como hermanos, pero no entendía por qué Amy tenía que mostrarse tan desagradable. También estaba celoso: Scargill se esforzaba por pasar todo el rato con Amy. —¿Qué haces aquí, Ross? —preguntó Amy. —También es mi habitación —replicó James. —Scargill y yo queremos intimidad, así que piérdete. —¿Has conseguido trabajo? —preguntó James. —En el balneario de Green Brooke —dijo Amy—. Cuatro días a la semana. James empezó a rebuscar entre sus cosas. —No fastidies y lárgate, Ross —insistió Amy. —Busco mi móvil. Iba a llamar a mamá para saber cómo está. —Utiliza el mío, se está cargando en el coche. —Gracias, hermanita. James se sentó en el asiento delantero del Land Cruiser y llamó a Ewart Asker. —Hola, James, ¿qué tal todo? —preguntó Ewart. —Bien, pero Amy me está cabreando. —¿Está con Scargill? —Todo el rato. —Es su trabajo, James. No ha de separarse de él. —Le dijo que yo era un quejica. Ewart rió. —Es para hacer creer a Scargill que lo prefiere a él antes que a su hermano pequeño. No lo ha dicho en serio. —Scargill debe de sentirse en el cielo. Un capullo como él, con Amy rendida a sus pies —bufó. —Tienes debilidad por Amy, ¿eh? El instinto de James le aconsejó ir con cuidado. —Un poco —admitió—. Si hubiera sido mayor, le habría pedido una cita. ¿Cómo lo sabes? Ewart rió. —Cuando la miras pones ojos de cordero degollado. James dio un respingo. —¿Cómo? ¿Es tan evidente? —Sólo estoy bromeando, James. ¿Cómo está Cathy? —Creo que bien. —¿Cómo te llevas con Sebastian y Clark Dunn? —Mal. Son unos chicos muy raros. Desastrados y hoscos. Hablan entre sí como si no estuvieras delante. Tampoco se juntan mucho con los demás chicos.

—No cejes en tu empeño, pero tampoco exageres. ¿Alguna noticia más? —Sí, una buena. He hecho amistad con Gregory Evans, el hijo de Bungle. He pasado casi una hora con ellos. Bungle me regaló el libro No Logo: el poder de las marcas. —Un buen libro. Léelo. Ve a verle con la excusa de que no entiendes algo. Así podrás dejarte caer por su casa. —No hay gran cosa sobre Bungle, ¿verdad? —No. Lo han visto con todos los malos, pero nunca lo han detenido. Hay más de mil personas llamadas Brian Evans en Inglaterra. No sabemos cuál es. Ni siquiera sabemos cuántos años tiene ni dónde nació. —Parece norteamericano. Tiene ese acento nasal tan típico. Rollo pueblerino. —¿Pueblerino? —Como en las películas —explicó James—. Estilo vaquero algo estúpido. Pues como ésos. Ewart rió. —Es bueno saberlo. Me pondré en contacto con los yanquis, para averiguar si tienen algo sobre él. Lo que necesitamos es que tengas acceso a su cabaña. Toma algunas fotos y registra sus papeles, si tiene. Pero no corras ningún riesgo. Si te ven tomando fotos sin motivo, tu tapadera saltará por los aires. —Bungle me ha pedido que cuide de su hijo cuando salgan. —Sería una oportunidad ideal, sobre todo si el crío se duerme. ¿Crees que confiarán en alguien de tu edad como canguro? —Bungle lo dijo. —Bueno, deja que ellos tomen la iniciativa. ¿Algo más? —Pues creo que no. —Seguiremos en contacto —dijo Ewart—. Parece que estás haciendo un buen trabajo. —Gracias, Ewart, y adiós. Pasaba de las once de la noche y la gente seguía llegando, en grupos de cuatro o cinco, con bebidas, comida y leña. Los CD portátiles competían con los tambores y las guitarras. Casi todos los presentes eran adolescentes y veinteañeros, estudiantes de Cardiff y chicos de los pueblos cercanos, además de algunos viejos hippys que aparecían todos los viernes desde el primer año. James estaba intrigado y se sentía perdido. Los chicos más jóvenes corrían de un lado a otro, persiguiéndose y peleando, los mayores bebían cerveza y armaban jaleo. Él no encajaba en ningún grupo. Se internó en el bosque para alejarse de la fiesta y oyó detonaciones a lo lejos. Se acercó un poco más y le pareció que era el sonido de una pistola de aire comprimido. Los que disparaban eran Sebastian y Clark Dunn. Eran muy raros. De no ser por la misión, James se hubiera marchado de allí, pero su trabajo consistía en entablar amistades. Decidió probar de nuevo. Sebastian y Clark desaparecieron antes de que él llegara al claro. Había un pájaro en el suelo, una paloma que zureaba con estridencia y se revolvía en el barro. Costaba saber lo que pasaba a oscuras, pero el pájaro parecía enfermo. James se acuclilló. Se preguntó si debería aplastarle la cabeza con una piedra para poner fin a sus sufrimientos. De pronto, Sebastian salió de entre los árboles, se lanzó sobre James y trató de aplastarlo contra el suelo, pero James era más fuerte y le dio un codazo en el estómago. Clark acudió en ayuda de su hermano. Era casi tan alto como James y tal vez pesaba más. Clark lo golpeó en la cabeza con una

linterna y entre los dos consiguieron reducirlo. Clark apretó la linterna contra los ojos de James y la encendió. Cerrar los ojos con fuerza no impidió que la luz le quemara. Con suerte, se limitarían a darle una paliza, pero ignoraba hasta qué punto llegaba su locura. Si gritaba, el alboroto de la fiesta no dejaría que alguien lo oyera. —¿Por qué nos has seguido, escoria? —espetó Clark. —No os he seguido —contestó James—. Sólo pasaba por aquí. Clark le agarró un mechón de su pelo y le levantó la cabeza del barro. Sebastián estaba sentado a horcajadas sobre James, pero éste se revolvió y alcanzó a patearle la espalda. Sebastian gritó de dolor y se tambaleó. Con las piernas libres, James intentó soltar sus brazos, inmovilizados por Clark. —Acabaré contigo —bufó Clark, y lo golpeó en la cabeza. James utilizó todas sus fuerzas para levantar el estómago del suelo y afirmarse en las manos. Se quitó de encima a Clark con un corcoveo y se puso en pie. Clark se precipitó hacia él. James pensó que por fin iban a servirle de algo los meses de duro entrenamiento. Sin la ventaja de la sorpresa, Sebastian y Clark no tenían la menor oportunidad. Esquivó la embestida de Clark, le lanzó una patada al estómago, lo golpeó en la boca y acabó pateándole las corvas, hasta que cayó al suelo. Sebastian parecía furioso, pero retrocedió. Clark miró con expresión suplicante a James, rogando que la paliza hubiera terminado. —No quiero hacerte daño —dijo James—. Di que te rindes. Clark se puso en pie con esfuerzo, jadeante. Estaba dolorido, pero aun así parecía sorprendido. —He derrotado a chicos más grandes que tú—dijo—. ¿Dónde aprendiste a pelear? —Seguí un cursillo de defensa personal. En Londres. Clark se volvió hacia su hermano. —Menudos golpes sabe dar, Sebastian. —Tienes que emplear toda la fuerza de tu cuerpo —explicó James—. Empieza a partir de las caderas. Si consigues dominar la técnica, son ocho veces más fuertes que un puñetazo normal. —Deja que te dé un puñetazo en la barriga, Sebastian —dijo Clark—. Apuesto a que te doblarás en dos. —No quiero pegarle —dijo James. —Nos pegamos mutuamente para mantenernos en forma —explicó Clark —. Cuando yo lo golpeo en la barriga, ni se inmuta. Sebastian puso las manos a la espalda, dispuesto a recibir el golpe. —Le pegaré en el brazo —dijo James. —Puedes darme en la barriga—dijo Sebastian—. Aguantaré. —Primero en el brazo —insistió James—. Después, si todavía quieres, te atizaré en la barriga. Sebastian se volvió, ofreciendo el brazo a James. Éste no quería golpearle en el estómago, pues sabía que podía hacerle mucho daño, de modo que le propinó un fuerte puñetazo a la altura del hombro. El chico cayó al suelo chillando de dolor y se masajeó el brazo. Clark se partió de risa. —Te advertí que era bueno —le dijo. Sebastian procuró disimular el dolor. James lamentó haberle pegado con tanta fuerza. Entretanto, la paloma seguía agitándose en el barro. James la miró. —¿Qué le ha pasado? —preguntó. —Le disparé con una pistola de aire comprimido —dijo Clark.

—Pero como no murió —añadió Sebastian—, le corté un ala con mi cortaplumas. —Estáis mal de la olla —dijo James haciendo una mueca. —Hay que confiar en que el disparo te mate —sonrió Clark—. De lo contrario, te espera la tortura. —¿No podemos ahorrarle sufrimientos? —Si quieres —contestó Sebastian. Sebastian se acercó a la paloma agonizante y la aplastó bruscamente con el tacón de la bota. El ave lanzó un último y desesperado sonido mientras sus huesos crujían. Sebastian esbozó una sonrisa de oreja a oreja. James comprendió que había entablado amistad con un par de chicos muy retorcidos.

32. CHICA Sebastian, Clark y James fueron a la cabaña principal para comer. Los invitados habían llevado carne para la barbacoa, así como platos fríos que estaban distribuidos sobre una larga mesa. Joshua Dunn estaba sirviendo un curry de verduras. A James no le volvía loco el curry, pero después del frío del campo le sentó bien. Llevaron la comida a la hoguera. Había una docena de personas sentadas sobre telas impermeables alrededor del fuego. Sebastian y Clark localizaron a Fuego y Mundo y se sentaron con ellos. —Hola, chalados —dijo Fuego. —Hola, presidiarios —contestó Clark, refiriéndose a la temporada que sus primos habían pasado en el reformatorio. Fuego y Mundo eran gemelos no idénticos, de pelo ondulado y cejas con piercings. Mundo miró a James. Parecía borracho. —¿Puedes decirme qué ve tu sexy hermana en nuestro hermano pequeño? James se encogió de hombros. —No es muy exigente. Se lo monta con cualquiera. —¿Qué has dicho? —preguntó Amy. James no se había fijado en que ella estaba sentada a escasos metros. Los Dunn rieron. Amy se plantó ante James con los brazos en jarras y él no supo si estaba enfadada o se trataba de una farsa. —Nada—se revolvió James—. Estaba diciendo que Scargill y tú hacéis muy buena pareja. Amy lo abrazó con tal fuerza que lo levantó del suelo. —Muy amable por tu parte, Ross —dijo—. Porque después de lo que creí haber oído, iba a saltarte los dientes a patadas. James terminó su plato de curry y se fue a pasear solo. Reparó en una chica que fumaba apoyada contra un árbol. Pelo largo, tejanos holgados. Era guapa y más o menos de su misma edad. No recordaba haberla visto en los expedientes de la misión. —¿Puedo echar una calada? —intentó resultar simpático. —Claro —dijo la chica, y le pasó el cigarrillo. James nunca había fumado y esperaba no hacer el ridículo. Dio una breve calada que le quemó la garganta, pero consiguió reprimir la tos. —No te había visto nunca —dijo la chica. —Soy Ross —dijo James—. Estoy en casa de mi tía. —Joanna —dijo la chica—. Vivo en Craddogh. —Aún no he ido por ahí. —Es una pocilga, dos tiendas y la oficina de correos. ¿De dónde eres? —De Londres. —Me encantaría vivir allí. ¿Te gusta este lugar? —Pues no sé. Hay barro por todas partes. Y cuando quiero irme a la cama, hay un tío tocando la guitarra a tres metros de donde duermo. Ojalá pudiera volver a casa, darme una ducha caliente y ver a mis colegas. Joanna sonrió. —¿Por qué vives con tu tía? —Es una larga historia. Mis padres se están divorciando y mamá lo está pasando mal. Además, me expulsaron del colegio.

—Así que eres guapo y rebelde. James se alegró de que estuviera oscuro, porque se había ruborizado. —¿Quieres la última calada, Ross? —No, ya estoy bien. Joanna arrojó la colilla al suelo y dijo: —Te he hecho un cumplido. —Ya. Ella rió. —¿Voy a recibir alguno a cambio? —Ah, claro... Eres una chica muy... simpática. —¿Sólo simpática? —También guapa. Eres una chica guapa. —Eso está mejor —dijo Joanna—. ¿Quieres besarme? —Umm, vale. Estaba nervioso. Nunca había tenido la valentía de besar a una chica. Y ahora iba a besar a alguien que había conocido hacía tres minutos. Le dio un beso en la mejilla. Joanna lo empujó contra un árbol y empezó a besarle la cara y el cuello. Hundió la mano en el bolsillo trasero de los tejanos de James, y de pronto saltó hacia atrás. —¿Qué ocurre? —farfulló James, que empezaba a pasárselo bien. —La poli —dijo Joanna—. Escóndeme en algún sitio. James vio una luz azul destellante, y a un par de polis que salían de un coche, a unos cien metros colina abajo. —¿Te has fugado o qué? —preguntó James. —Primero me escondes, después las preguntas. James la llevó colina arriba. Los policías seguían la misma dirección. Parecían cordiales, y se detuvieron para hablar con un par de personas. James abrió el candado de la cabaña de Cathy y entraron. Joanna cerró la puerta a su espalda. —¿Qué pasa? —preguntó él. —Echa un vistazo fuera y dime qué están haciendo los polis. James se acercó a la ventana. —Sólo veo a uno —dijo—. Está hablando con un tío. —¿Qué está diciendo? —Están a unos treinta metros. ¿Esperas que le lea los labios? Un momento... El tipo le está señalando esta cabaña. Joanna se puso histérica. —Joder. Me he metido en un buen lío. —¿Por qué? —Se supone que estoy durmiendo en casa de una amiga, pero vinimos aquí. —¿Dónde está tu amiga? —Se citó con su novio. —Pero ¿por qué te busca la policía? La puerta de la cabaña se abrió y un policía apuntó su linterna a la cara de Joanna. —Hola, papá —dijo ella. —Será mejor que salgas de aquí, jovencita. Te llevaré a casa. En cuanto a ti... —Iluminó a James—. No sé qué habéis estado haciendo mi hija y tú, pero te mantendrás alejado de ella si sabes lo que te conviene. Y se llevó a Joanna hacia el coche policial. James no tenía ganas de volver a salir. Encendió la lámpara de gas, agarró el paquete de Mars y se sirvió un

vaso de leche. —Me han dicho que intentaste propasarte con la hija del sargento Ribble —dijo Cathy. Parecía hecha polvo. —La conocí cinco minutos antes de que su padre apareciera. Nos dimos unos besos, nada más. —Eso dices tú, semental —repuso Cathy. Pellizcó la mejilla de James y rió. Nadie le había hecho eso a James desde que tenía cinco años. —Me gusta que estéis aquí—dijo Cathy—. Le da vidilla a la casa. —Pensaba que no nos querías. —Bueno, vuestra aparición fue toda una sorpresa, pero llevo treinta años aquí y es lógico que me aburra. —¿Por qué no te mudas a otro sitio? —Tal vez lo haga cuando os vayáis. Venderé ese coche monstruoso y viajaré un poco. Después ya veré. Tal vez me busque un trabajo y un piso. Me estoy haciendo demasiado vieja para ganarme la vida aquí de cualquier manera. —¿Qué clase de trabajo? —preguntó James. Cathy rió. —Quién sabe. Supongo que nadie hará cola para contratar a una mujer de cincuenta años que trabajó por última vez en mil novecientos setenta y uno. —¿Qué hacías? —preguntó James. —Trabajaba en la tienda del Sindicato de Estudiantes de mi universidad. Allí conocí a Michael Dunn. Me casé con él unos años después. Vine aquí. Tuve un hijo. Me divorcié. —¿Tienes un hijo? —preguntó James. —Tuve un hijo —rectificó Cathy—. Murió cuando sólo era un bebé de tres meses. —Lo siento —dijo James. Cathy parecía triste. Acercó una cesta de mimbre y buscó un álbum de fotos. Pasó las páginas hasta localizar la foto de un recién nacido con un gorro blanco de ganchillo. —Harmony Dunn —dijo—. Es la única foto que conservo de él. Michael la tomó el día que nació. Ver a Cathy triste por su hijo hizo que James pensara en su madre. Le afloró una lágrima y tuvo ganas de hablar a Cathy de la muerte de su madre, pero eso significaría quebrantar las normas de la misión. Cathy reparó en que parecía triste y lo rodeó con el brazo. —No hay por qué entristecerse, Ross. Sucedió hace mucho tiempo. —Pero toda tu vida habría sido diferente si él hubiera vivido. —Es posible. Eres un buen chico, Ross, o como te llames. —Gracias —dijo James. —No me parece correcto que el gobierno utilice niños. Podríais resultar heridos. —Nadie nos ha obligado. —Courtney está utilizando a Scargill para llegar hasta Fuego y Mundo, ¿verdad? James quedó impresionado por la deducción de Cathy. Le pareció absurdo negarlo. —Sí—dijo. —Toda la familia Dunn ha sido buena conmigo, incluso después de que me divorciara de Michael, pero esos dos siempre han sido diferentes. No cabe duda

de que están tramando algo. —¿Por qué estás tan segura? —Conozco a Fuego y Mundo desde que nacieron. Hay algo que no funciona en ellos. Cuando entran donde estoy yo, se me pone la piel de gallina.

33. MONSTRUO El lunes, el despertador de James sonó a las siete de la mañana. Amy le arrojó una almohada al ver que no se movía. Se levantó tambaleante de la cama, se frotó la cara y desprendió una esquina de la sábana que tapaba la ventana. —¿No puedes dejarlo a oscuras? —gimió Amy desde debajo de las mantas. —Tengo que ir al colegio. —James empezó a ponerse una sudadera y los pantalones de chándal—. Brrr, qué frío. —Aquí debajo se está calentito —se ufanó Amy—. Aún faltan tres horas para que me levante. —No puedo creer que te libraras del colegio, no es justo. Amy rió bajo las mantas. —En Green Brooke se está de maravilla. El agua del jacuzzi es fantástica, y me doy una ducha caliente antes y después de mi turno. —Yo estoy hecho un desastre —dijo James—. Con esta pinta, los chicos del colegio me van a machacar. —Ponte ropa limpia y utiliza mi desodorante. —Ya llevo ropa limpia, pero en cuanto salga por esa puerta y dé tres pasos quedaré perdido de barro. ¿Dónde está el desodorante? —Al pie de mi cama. El desodorante de Amy estaba en un bote rosa con fotos de mariposas. James pensó que era mejor oler como una chica que apestar a sudor, de modo que se aplicó un buen chorro. —Me alegro de no tener que levantarme —rió Amy—. Esta cama es muy cómoda. James observó que una pierna le sobresalía, así que le hizo cosquillas en la planta del pie. Ella escondió la pierna y chilló. —Eso por tomarme el pelo —dijo James. Amy saltó de la cama, agarró a James por la cintura y empezó a hacerle cosquillas por todo el cuerpo. —¡Ay, por favor, no...! —exclamó James, y las rodillas le flaquearon de tanto reír, la cara enrojecida. —Pide clemencia, alfeñique —dijo Amy. —¡Ay! Ni hablar... —balbuceó él, desternillándose y con lágrimas en los ojos. James no podía liberarse. Amy siguió haciéndole cosquillas. —Oh, no... Por favor... Vale, piedad... Basta... Piedad. ¡¡He dicho piedad!! Amy paró. Cathy asomó la cabeza desde su cabaña. Tenía el pelo enmarañado. —¿Qué está pasando aquí? —preguntó. —Un ataque de cosquillas —jadeó James. —Por Dios, pensé que te estabas muriendo. Intentaba dormir. —Me voy al colegio. —Hazlo en silencio, Ross —dijo Cathy—. Llevo despierta toda la noche. —Vale. ¿Hay algo para desayunar? Cathy pensó un momento. —Hay curry frío, o si no esas barritas de chocolate. —Fantástico —dijo James.

Amy se había arrebujado entre las sábanas, muerta de risa. Había que caminar dos kilómetros hasta la parada del autobús escolar de Craddogh. Algunos chicos mayores de Fort Harmony enseñaron a James el camino. Joanna estaba en la parada con unas amigas. James la saludó, pero ella no le hizo caso. Los chicos del pueblo llevaban ropa informal elegante. En comparación, los de Fort Harmony eran unos pordioseros. El autobús tardaba media hora en llegar al colegio, porque hacía varias paradas para recoger a otros niños. James apoyó la cara contra la ventanilla y vio el sol elevarse sobre la campiña. El colegio Gwen Morgan tenía mejor aspecto que el antiguo colegio de James en Londres. Las aulas modernas estaban agrupadas en una sola planta. Las zonas que separaban los edificios tenían arriates y pulcras extensiones de césped con letreros de «No pisar». Cuando sonó el timbre, los chicos fueron a matricularse. No hubo empujones ni peleas. Incluso los lavabos de los chicos estaban limpios. James se lavó con esmero la cara y las manos. Luego se dirigió a su aula. Entregó una nota a la profesora y buscó un pupitre. —Éste es Ross —anunció la profesora—. Procurad que se sienta bien acogido en Gwen Morgan y ayudadlo a orientarse. Todos los chicos parecían educados y formales. Nadie dirigió la palabra a James. La primera clase era la de Ciencias. James preguntó a un chico si podía sentarse a su lado. El chico se encogió de hombros. La clase era aburrida. Estaban a mitad de un tema, pero como James era listo enseguida se puso al tanto, y no tardó en aburrirse. Era muy diferente de CHERUB, donde todos los chicos eran muy inteligentes y los profesores no te dejaban en paz. Escribió con buena letra en su nuevo cuaderno de ejercicios y en la libreta de deberes, pero se le antojó una pérdida de tiempo. Afortunadamente sólo asistiría unas semanas. Entre la primera y la segunda asignatura, un par de chicos de su clase, llamados Stuart y Gareth, le dieron un empujón. —Espera al recreo y ya verás, hippy —lo amenazó uno. James no se preocupó. Si intentaban algo, los vencería con facilidad. Al empezar el recreo, Gareth le propinó otro empujón y un puñetazo en la espalda. James sabía que se convertiría en una víctima si se mostraba blando, pero no quería acabar rodando por el suelo, enzarzado en una pelea, el primer día de clase, así que propinó a Gareth un puñetazo en la cara y salió corriendo. El resto del recreo estuvo paseando solo, incómodo ante la idea de que todo el mundo lo miraba como si fuera un fenómeno de feria. Gareth pasó toda la tercera hora de clase con un pañuelo de papel apretado contra la nariz para que dejara de sangrar. Después de comer, James quiso unirse a los chicos que jugaban al fútbol, pero Gareth, Stuart y un par de compinches estaban allí. James pensó que lo mejor era mantenerse al margen. Encontró un lugar tranquilo en la parte posterior del colegio, se sentó contra la pared y se puso a hacer los deberes. Observó una sombra sobre su libro de ciencias y levantó la vista. Gareth y Stuart estaban delante de él, en compañía de seis compinches. James se reprochó haber permitido que se acercaran tanto sin darse cuenta. —Me has destrozado la nariz, sucio hippy —dijo Gareth. —No quiero problemas —replicó James—. Dejadme en paz. Gareth rió con sarcasmo. —Odiamos la escoria de Fort Harmony —dijo Stuart—. Deberían enviar a la policía con perros.

James calculó que habría podido derribar a dos, lanzar unos cuantos puñetazos y huir, si hubieran sido tres o cuatro, pero con ocho... Imposible. —En pie, hippy —dijo Gareth. Si se quedaba en el suelo, podría aovillarse para proteger el cuerpo. Levantarse no lo favorecía. —Levanta el culo —repitió Gareth. —Lárgate —le espetó James—. No tienes agallas para pelear conmigo tú solito, ¿eh? Gareth le dio una patada en la rodilla. Los otros se acercaron, hasta que estuvo rodeado por diez piernas. James se preparó para sufrir dolor. Le llovieron patadas, pero por suerte había tantas piernas que desperdiciaron muchas energías golpeándose mutuamente. Intentó apoyar las rodillas contra el pecho, pero una zapatilla aplastó su estómago contra el suelo. Mantuvo las piernas apretadas para protegerse la ingle y se cubrió la cara con los brazos. La paliza se prolongó alrededor de un minuto. Para terminar, un par de chicos le asestaron unas patadas brutales en el costado. —Así aprenderás un poco de respeto, hippy —dijo Gareth. La pandilla se alejó, mofándose de los gemidos de James. Éste no pudo evitar que se formaran lágrimas en sus ojos, pero estaba decidido a no llorar. No sentía los brazos ni las piernas. A duras penas, guardó los libros en la mochila y recorrió tambaleante un par de metros, apoyándose en la pared, hasta que su rodilla cedió. Se quedó sentado hasta que pasó un profesor para abrir el aula. Intentó fingir que había resbalado y se había lastimado el tobillo, pero el profesor se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo. Lo rodeó con un brazo y lo ayudó a cojear hasta la enfermería. El señor Crow, subdirector del colegio, acudió a la enfermería. James estaba sentado en el borde de una camilla en calzoncillos, con un vaso de zumo de naranja en la mano. Llevaba esparadrapos en las piernas y los brazos. —¿Quién te ha hecho esto, Ross? —preguntó Crow. Era un hombre bajo que hablaba con acento galés y en tono cordial. —No lo sé. —¿Alguien de tu clase? —No. Lo mejor era no chivarse. El colegio no expulsaría definitivamente a ocho chicos. Sólo los expulsarían durante unos días. Y después, todos sus colegas y hermanos mayores lo atormentarían por chivarse y entonces su vida se convertiría en un infierno. Si guardaba silencio y se granjeaba unos cuantos amigos que le respaldaran, las cosas irían bien. —Ross, comprendo que tu instinto te aconseje no delatar a tus atacantes, pero es tu primer día aquí y has sufrido una agresión grave. No podemos ni debemos tolerarlo. Queremos ayudarte. —Todo irá bien —dijo James—. No pasa nada. A la hora de la salida, James podía volver a andar, más o menos. Le dejaron salir de la enfermería antes de que sonara el timbre, por lo que pudo subir al autobús antes que los demás. Joanna subió detrás de él y se sentó a su lado. Era la primera cosa buena que le pasaba en todo el día. —¿Qué te ha pasado? —preguntó la chica. —¿A ti qué te parece? —replicó James—. Me han dado una buena paliza. —Gareth Granger y Stuart Parkwood —dijo Joanna. —¿Cómo lo sabes? —Siempre son ellos. Ni siquiera son chicos duros de verdad, pero van en

pandilla y se apoyan mutuamente. —Espero que no se convierta en una costumbre —dijo James. —Necesitas un baño. —En Fort Harmony resulta complicado. —Ven a casa, si quieres. —¿Qué dirá tu padre? —Trabaja hasta las seis y después suele ir al bar. —¿Y tu madre? —Vive en Cardiff con mis hermanos mayores. —¿Están divorciados? —Desde hace unos meses. —¿Qué pasó el viernes, después de que tu padre te pillara? —Perdí la paga semanal y no podré salir durante quince días. —Mal rollo. Joanna sonrió. —De todos modos, es una estupidez. Mi padre me encierra, pero nunca está en casa para impedir que salga. Joanna vivía en una pequeña casa en las afueras de Craddogh, decorada con cortinas con volantes y adornos por todas partes. Joanna puso la MTV Comieron tostadas con queso y bebieron té. Luego James fue a darse la prometida ducha. Le escocieron las heridas con el jabón, pero el agua caliente calmó el dolor, y fue estupendo sentirse limpio de nuevo. Joanna abrió la puerta del cuarto de baño y le lanzó una camiseta y unos calzoncillos de su hermano. Se echó a reír cuando vio a James con los enormes calzoncillos y una camiseta Puma que casi le llegaba a las rodillas. A continuación, lo llevó a su cuarto. —Acuéstate en mi cama para que pueda curarte. Le quitó las tiritas, limpió los cortes con desinfectante y le puso otras nuevas. James contempló su cuello y su pelo largo cuando se inclinó sobre él. Estaba muy guapa. Tenía ganas de besarla otra vez, pero Joanna era un año mayor y había hablado de dos novios anteriores. Mejor no meterse en problemas.

34. ENFERMO Hacía frío y llovía. Cada paso de regreso a Fort Harmony significaba una agonía para sus piernas torturadas. Lo esperaba una velada sentado en una cabaña helada y sin televisor. Después, pasaría la noche en un colchón astroso, padeciendo los ronquidos de Amy, y por la mañana le darían otra paliza en el colegio. A pesar de todo estaba de muy buen humor: hora y media tumbado en la cama de Joanna, mientras se besaban y se quejaban de sus vidas, lo había animado bastante. Ella había puesto un CD de Red Hot Chilli Peppers y habían coreado todos los temas. Cada vez que pensaba en Joanna, se olvidaba de todo lo demás. Cuando llegó a la cabaña, Cathy y Amy habían salido. Demasiado emocionado para comer, se derrumbó en la cama y soñó despierto con Joanna. —¿Estás sordo? —gritó Sebastian a pocos centímetros de la cama de James—. He llamado cuatro veces. Fuego ha puesto en funcionamiento nuestros coches teledirigidos. ¿Quieres probarlos? James se dio la vuelta. No quería levantarse, pero la misión así lo exigía. Había tenido un coche teledirigido antes de que su madre muriera. Era divertido, pero no valía la pena jugar con él en los alrededores del piso, porque alguien siempre acababa robándolo o aplastándolo. Los coches de Sebastian y Clark eran estupendos. Eran buggies con grandes neumáticos rojos que salpicaban barro. En lugar de baterías, funcionaban con diminutos motores de gasolina encajados entre las ruedas posteriores. Clark detuvo su coche delante de James y le entregó el control. —Con cuidado —dijo Clark. —Ya he conducido coches como éste —dijo James dándose aires. Puso el coche a toda velocidad. El motor zumbó ruidosamente y una nube de humo azul surgió del tubo de escape. No se movió ni un centímetro y las ruedas se atascaron en el barro. —Con cuidado, tío —dijo Clark. Sebastian levantó el coche unos centímetros y James movió con suavidad la palanca de mando. El coche salió disparado. —¡Uau! —exclamó James. Recorrió un amplio círculo, estuvo a punto de estrellarse contra unos árboles, pasó bajo el Land Cruiser y casi volcó cuando lo obligó a tomar una curva cerrada para que volviera a sus pies. —Ha estado muy bien —aprobó James—. ¡Qué velocidad! ¿De dónde los habéis sacado? —Fuego y Mundo los fabricaron cuando eran adolescentes —explicó Clark —. El único problema es que suelen estropearse y Fuego no quiere repararlos. Tiene unos seis coches más en el taller. —¿Puedo verlos? —Ya no nos deja entrar. El taller parecía interesante, pero James no quiso insistir. —¿Qué hacen allí? —preguntó. —No lo sé —dijo Sebastian—, Conociendo a esos dos, imagino que intentan conquistar el mundo. —Nos han dicho que hoy te han dado una paliza en el colegio —dijo Clark. —Sí—reconoció James.

—No te chivaste, ¿verdad? —Qué va. —A mí y a Sebastian siempre nos pegaban, porque éramos de Fort Harmony. Ahora la cosa está más calmada, porque somos los mayores del colegio. —Somos los reyes —dijo Sebastian—, Hay un chico en mi clase que nos tiene tanto miedo, que chasqueamos los dedos y se mea encima. No tengo que atizarle ni nada. —¿Iréis a Gwen Morgan en septiembre? —preguntó James. —Los dos —dijo Clark—. Sólo nos llevamos diez meses. —Al menos podremos protegernos mutuamente. —Nos han expulsado tres veces por pelear —prosiguió Clark—. La próxima vez nos echarán definitivamente, pero prefiero que me expulsen a que me chuleen. —¿Qué dicen vuestros padres? —Nunca vemos a papá. Y mamá sabe de qué va el rollo. Todos los chicos de Fort Harmony reciben palizas de los otros chicos. —¿Qué pensaste de nosotros al principio? —preguntó Sebastian. James sonrió. —Poca cosa. No fuisteis muy cordiales. —Si te hubieran tratado como hoy cada día desde que cumpliste cinco años, tampoco serías muy cordial. —¿Qué debería hacer? —preguntó James. —Has hecho bien en no chivarte —dijo Clark—. Si eres un soplón, todo el colegio se pone en tu contra. Nunca te rindas. Nunca te arrastres ni supliques, eso sólo sirve para animarlos. En el caso de un chico duro como tú, Ross, lo mejor es pillar a un líder a solas y machacarlo. —Me matarán si lo hago. —Hay muchas víctimas en potencia —dijo Clark—-. Una pandilla se lo pensará dos veces antes de elegir a un chico capaz de devolverles los golpes a su debido tiempo. —No quiero meterme en líos —dijo James—. Ya me expulsaron de mi último colegio. Sebastian rió. —En ese caso, será mejor que te acostumbres a recibir patadas. *** Después de comer en la cabaña principal, James se tumbó de nuevo. Amy se puso furiosa cuando volvió de trabajar y vio el estado en que se encontraba. —Iré a ese colegio y les daré su merecido yo misma —dijo—. Nadie hace eso a mi hermano pequeño. —Me las arreglaré —repuso James. —No te las arreglarás. ¿Por qué no dijiste quiénes eran? —No soy un chivato. Un chivato es peor que alguien que se mea encima. —Creo que deberías ir al hospital, tal vez tengas una conmoción cerebral. —No me dieron patadas en la cabeza —mintió James—. ¿Podemos hablar de algo más importante? —¿Hay algo más importante que volver a casa con aspecto de que te ha atropellado un camión? —¿Has visto el taller de Fuego y Mundo? —preguntó James. —He visto su cabaña. No deberías llamarla taller. —Sebastian dice que tienen un taller. Clark y él ya no tienen permiso para

entrar. Parece el tipo de lugar que deberíamos investigar. —¿Preguntaste dónde estaba? —No. Intentaré descubrirlo. —A ver si puedo sonsacarle algo a Scargill —dijo Amy—. Apuesto a que debe de ser una de esas cabañas que parecen abandonadas. James se sentó en el Land Cruiser y llamó a Ewart para darle el parte diario. No mencionó que se había enamorado de Joanna. —¿Importará mucho que me meta en líos en el colegio? —preguntó. —¿A qué te refieres? —preguntó Ewart. —Si me expulsan sería bueno para la misión, porque podré pasar más tiempo husmeando por aquí. Ewart rió. —Y por una afortunada coincidencia, te librarás de ir a clase unos días. —No había pensado en eso —dijo James, pero una carcajada lo delató. —Supongo que es una buena idea. Pero el hecho de participar en una misión no significa que estés por encima de la ley, de manera que no quemes el colegio ni nada por el estilo. El martes, el despertador de James sonó a las siete de la mañana. Dio media vuelta y se cubrió con las sábanas. —Perderás el autobús si no te das prisa —dijo Amy. —No pienso ir. Me duele la espalda y apenas puedo moverme. —Estuviste disparando con Sebastian y Clark hasta casi medianoche. Parecías muy en forma. —Habré empeorado durante la noche. —Qué caradura eres. James siguió acostado hasta las diez, y no se levantó hasta que Amy se fue a trabajar. Cathy estaba de buen humor y lo envió al gallinero para recoger huevos. Luego preparó tortillas con beicon y champiñones. James leyó los primeros capítulos de No Logo: el poder de las marcas, por si Bungle le hacía preguntas al respecto, y después fue a dar un paseo. Joshua Dunn estaba en la cabaña principal preparando una montaña de verduras. Lo acompañaba Gladys Dunn, que leía el periódico de la mañana. —¿Puedo ver la sección de deportes? —pidió James. La mujer le dio el diario. —Me han dicho que hubo jaleo en el colegio —comentó Gladys. —Sí. —No es un buen lugar para los pequeños —dijo Gladys—. Todos mis nietos son muy peculiares. En el colegio les zurran y ellos se vengan torturando animales, o se refugian en los libros. James sonrió. —No son tan malos. —Te he acogido en mi casa, Ross, pero ellos van y ya el primer día te dan una paliza. Los niños son muy crueles. —¿Qué puedo hacer? —Aquí tuvimos un colegio una vez. Los padres se turnaban para enseñar a los chicos, pero al final se peleaban por quién daba las clases. —Aquí todo el mundo ha sido amable conmigo —dijo James—, pero no entiendo por qué la gente viene a vivir aquí. Gladys meneó la cabeza. —Has puesto el dedo en una llaga que últimamente he removido bastante. Al principio, Fort Harmony era un oasis de libertad, un lugar donde los jóvenes vivían tranquilos y felices. Cuando la policía intentó desalojarnos, ofrecimos

resistencia, enviamos la señal de que un grupo de hippys podía plantarle cara al gobierno y vencer. Pero ¿qué somos ahora? Sólo un campamento de moda para mochileros. Y para sobrevivir, la mitad de la gente que vive aquí tiene que limpiar y cocinar para ejecutivos ricos en ese maldito centro de convenciones. James se quedó algo sorprendido. —Entonces ¿por qué se quedan? —¿Puedes guardar un secreto, Ross?—preguntó Gladys. —Supongo que sí. —Mi segundo libro se publica en septiembre. Espero que se venda lo suficiente para poder comprarme una casa en algún sitio caluroso. Me iré con Joshua. Los demás, que se peleen por Fort Harmony. —Leí tu primer libro. Era interesante. Gladys pareció sorprenderse. —No te creía un ratón de biblioteca, Ross. James se maldijo mentalmente por revelar que había leído ese libro. Veinte años de recuerdos de la vida en una comuna no era el tipo de lectura habitual para niños de doce años. —Cathy tenía un ejemplar —improvisó James, sin saber si era cierto—. Además, no tiene televisor. —Gracias a Dios —sonrió Gladys. —Me gustó el pasaje en que todos os escondíais de la policía en los túneles e intentabais que los niños estuvieran callados. Debió de ser espantoso. —Jamás debí bajar a esos túneles con mis hijos. Joshua era el más inteligente, y ahora se contenta con pasar cuatro horas pelando hortalizas. —Supongo que todos los túneles han desaparecido —dijo James. —Quedan algunos tramos. Yo no iría a jugar en ellos, Ross, podría ser peligroso. —No te preocupes, no iré. Además, no he visto ni rastro de ellos. —Porque el campamento se ha trasladado. Empezamos al pie de la colina que hay carretera abajo. La cabaña principal quedaba anegada bajo un metro de agua en ocasiones, de modo que nos trasladamos más arriba. James asomó la cabeza en la cabaña. Bungle estaba sentado tomando café con Fuego, Mundo y Scargill. Gregory jugaba con unos cochecitos Matchbox sobre la cama de su padre. —Sólo he venido a saludar —dijo James—. Me iré si estáis ocupados. Bungle sonrió. —Eres demasiado educado, Ross. Ven, siéntate. ¿Café o té? —Té. James se sentó en el suelo. Supuso que Bungle y los Dunn estarían sumidos en una conversación política, pero en realidad estaban discutiendo sobre quién era más sexy, Julia Roberts o Jennifer López. Gregory tomó un libro ilustrado y se sentó sobre una pierna de James. —Trenes —dijo el niño. James abrió el libro sobre el regazo de Gregory. Éste le dijo de qué color eran todos los trenes del libro, y James fingió estar impresionado. Bungle distribuyó tartaletas de mermelada, y Gregory pensó que era fantástico mojarlas en el tazón de James, sobre todo cuando un trozo cayó dentro del té. —Me voy a llevar a estos chicos a la ciudad, y de paso recogeré a Eleanor en el pueblo —dijo Bungle— ¿Puedes encargarte de Gregory durante una hora? —Por supuesto. —Si hay algún problema, el móvil está sobre la mesa, y hay muchos

adultos por aquí. Me voy pitando. James se frotó las manos. Ahora podría tomar fotos de la cabaña de Bungle y registrarla. Su decisión de no ir al colegio se le antojó una jugada maestra.

35. PASADO James se fue de Fort Harmony después de comer. Corrió un par de kilómetros, comprobó que no había nadie en los alrededores y esperó a Ewart. Éste llegó en un BMW. Se había quitado todos los piercings y vestía como un ejecutivo, con traje de raya diplomática y corbata. —¿No vas demasiado elegante? —rió James. —He tenido que adaptarme a Green Brooke. Ewart condujo unos kilómetros y aparcó en la carretera 1 de acceso a una granja. —¿Qué has conseguido? —preguntó. James le tendió la tarjeta de memoria de su cámara digital y unas notas escritas a mano. —He tomado muchas fotos —dijo—. Todo lo que hay en la habitación de Bungle, en las estanterías, primeros planos de material como su agenda. He escrito una lista de todos los números guardados en su móvil, además de su cuenta corriente y los detalles del pasaporte. —Buen trabajo, James. Mira esto. Ewart entregó a James una carpeta con el logotipo del FBI. El chico la abrió y vio una foto en blanco y negro de Bungle, unos diez años más joven y con el pelo largo. —Es él —dijo. Pasó a la siguiente página. Era un expediente normal del FBI. James había visto algunos cuando se preparaba para la misión. Los antecedentes policiales de Bungle sólo contenían tres anotaciones: Estudiante en la Universidad de Stamford, Massahusetts. Compañero de habitación del conocido activista radical Jake Gladwell. Interrogado. Puesto en libertad. 18/6/1994 Multa de tráfico. Austin, Texas. 23/12/1998 —No es muy emocionante —dijo James. —Eso pensaba yo, hasta que le eché un vistazo a Jake Gladwell. Está cumpliendo una condena de ochenta años en la prisión de San Antonio, Texas. —¿Por qué? —Intentó volar por los aires al gobernador del estado durante una función para recaudar fondos. La bomba fue descubierta antes del evento y desactivada. La policía detuvo a Gladwell la noche de la fiesta. Estaba delante del hotel con un mando de control remoto bajo la chaqueta. ¿Sabes qué es actualmente el ex gobernador de Texas? —¿Qué? —preguntó James. —El presidente norteamericano. George Walter Bush. ¿Y sabes algo más? Había ocho peces gordos de la industria petrolera de Texas sentados alrededor de Bush cuando la bomba debía estallar. —Bungle estaba con Fuego y Mundo hoy —dijo James. —He descubierto la relación entre esos tres. Fuego y Mundo estudiaron dos años en la Universidad de York antes de ir a la cárcel. York tiene un programa de intercambio de profesores con la Universidad de Stamford. Bungle era profesor invitado en York. Dio clases de Microbiología a Fuego y Mundo durante dos años, antes de dejar su empleo y trasladarse a Fort Harmony.

—¿Estamos seguros de que son de Ayuda a la Tierra? —preguntó James. —No podemos demostrarlo con absoluta certeza, pero siempre hemos pensado que están implicados. Ahora que hemos descubierto los antecedentes de Bungle, apostaría los ahorros de toda mi vida a que sí, pero no tenemos pruebas irrefutables. Lo único que podemos hacer es seguir trabajando y confiar en que tú o Amy obtengáis una pista antes de que estalle una bomba. —Buscó en el asiento trasero y le entregó una caja pequeña de bombones de chocolate—. Dáselos a Joanna, son sus favoritos. James arrugó el entrecejo. —¿De qué vas? Sólo fui a su casa a darme una ducha. Ewart rió. —¿Y los besuqueos? —¿Has ordenado que me vigilaran? —preguntó James. —No. —Entonces ¿cómo sabes que nos besamos? —El MI5 está controlando el uso de Internet en la zona. Me envían un informe si aparece algo interesante. Sobre las ocho de la noche pasada, Joanna se conectó con un chat. Habló de un nuevo novio llamado Ross. Dijo que estaba muy bueno. Pelo rubio monísimo. Ardía en deseos de verlo en la parada del autobús por la mañana. —Ojalá hubiera ido al colegio —suspiró James—. ¿Y los bombones? -—Obtuve su perfil de usuario del sitio web. Le gustan los bombones caseros de Thornton, la música rock y los chicos rubios, y su ambición es recorrer Estados Unidos en una Harley Davidson. —¿Puedes dejarme cerca del pueblo para así dárselos cuando baje del autobús? Joanna lo abrazó cuando recibió los bombones. Volvieron a su casa, bebieron batido de chocolate, criticaron con saña a todos los grupos de éxito de la MTV, y se dedicaron a hacerse cosquillas y arrojarse los almohadones del sofá. James se quedó hasta que el padre de Joanna volvió del trabajo. Entonces se escabulló por la puerta trasera y caminó hasta Fort Harmony con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba empezando a comprender todas aquellas espantosas películas románticas que su madre veía, en que el protagonista acababa prendado de alguna mujer. Estuvo despierto la mitad de la noche, pensando en Joanna y en que, cuando la misión terminara, volvería a CHERUB y no la vería nunca más. Se levantó muy temprano y la esperó en la parada del autobús. *** Todo el mundo miró a James cuando llegó a clase. Stuart y Gareth estuvieron haciendo comentarios sarcásticos toda la mañana. —Después de clase, segundo asalto —dijo Stuart cuando James se puso en la cola de la comida. Lo último que deseaba James era perder el autobús y no estar con Joanna. —¿Qué te parece aquí mismo? —dijo—. ¿Sin la ayuda de todos tus colegas? —Si quieres empezar, hippy, terminaremos enseguida. La perspectiva de una buena pelea entusiasmó a los chicos de la cola. En circunstancias normales, James no hubiera iniciado una pelea delante de todo el mundo, pero su intención era que lo expulsaran, de modo que daba igual. Esperó mientras la cola avanzaba con lentitud. —Eres un gallina, ¿eh? —dijo Gareth.

James desechó su pulla con un ademán y se armó de paciencia hasta llegar a las judías con salsa de tomate. Una vez allí, golpeó a Gareth en el estómago, lo agarró por la nuca y le hundió la cara en las judías. Gareth chilló, con la cara cubierta de salsa caliente. Stuart descargó su bandeja sobre la cabeza de James, pero éste le respondió con un codazo que lo dobló en dos, seguido de una serie de puñetazos rápidos que lo derribaron. Gareth no veía, chillaba y se secaba la cara con la sudadera. James siguió atizando a Stuart hasta que dos profesores lo apartaron. Doscientos pares de ojos se clavaron en James mientras los profesores se lo llevaban a rastras, pero sin lograr que dejara de patalear y bramar. Joanna opinó que la expulsión de James era algo fantástico. James estaba tendido de bruces en la cama de ella después / de haberse duchado. Joanna le secaba el pelo con una toalla. —Eres muy malo —ronroneó—. Y encima te da igual. —Arrojó la toalla al suelo y lo besó en la nuca—. Huiremos a Escocia y nos casaremos cuando cumplamos dieciséis años —añadió—. Después, recorreremos todo el país atracando bancos. Viviremos a lo grande con el dinero robado. Restaurantes de lujo, coches deportivos... —Veo que has estado planificando —sonrió James—. Pero hace sólo una semana que te conozco. —Después, la policía te herirá en un atraco. —Pues vaya mierda —rió James. —No te preocupes, Ross. Te recobrarás, aunque pasarás cinco duros años en la cárcel. Besarás mi foto cada día. Yo iré a Estados Unidos y recorreré el país en una Harley Davidson. Cuando salgas, estarás como un armario gracias al entrenamiento con pesas, y con el cuerpo cubierto de tatuajes. Cuando se abran las puertas de la cárcel, te estaré esperando en mi Harley. Nos besaremos. Subirás detrás y nos alejaremos hacia el ocaso. —No estoy seguro sobre lo de ser herido e ir a la cárcel. ¿Por qué no te disparan a ti y yo recorro Estados Unidos en la Harley? —¿Quieres que me llene de músculos y tatuajes? James rodó de costado y la besó en la mejilla.

36. LÍO —Llama a Ewart —dijo Amy cuando James volvió a la cabaña—. Está cabreado contigo. El chico fue al Land Cruiser para llamar. —Hola, James, ¿te lo has pasado bien con tu novia? —preguntó Ewart con sarcasmo. —¿Qué he hecho mal? —repuso James. —Tu directora se puso como un basilisco por tu numerito de la cantina. Llamó a uno de tus supuestos colegios anteriores. Por suerte, obtuvo el número por mediación del expediente falso y la llamada se canalizó a través de CHERUB, pero si llega a localizar el número verdadero del colegio y le hubieran dicho que no sabían quién eras, todo se habría ido al garete. —¿Está muy cabreada? —preguntó James. —La llamé fingiendo ser uno de tus antiguos profesores y creo que la aplaqué un poco. Dije que eras travieso, pero básicamente inofensivo. —Dijiste que tenía permiso para ser expulsado. —Sí, pero no esperaba que remojaras la cabeza de un chico en una cuba de judías en salsa de tomate. Por lo visto, tiene una fea quemadura en la nariz. —Lo siento —dijo James conteniendo la risa. —Sentirlo no soluciona nada —replicó Ewart—. ¿A qué hora volviste a Fort Harmony? —Más o menos a ésta. Las siete y media. —¿Hoy has visto a Clark y Sebastian? —No. —¿Por qué no? —Ya sabes por qué. Estaba con Joanna. —La misión tiene como objetivo a Sebastian y Clark, no a tu amiguita. He dicho a Cathy que te prohibiera salir como castigo por la expulsión. No saldrás de Fort Harmony en una semana. —¿Y Joanna? —Basta—dijo Ewart—. Concéntrate en la misión. Si vuelves a meter la pata, te mandaré a fregar váteres en CHERUB. —He de ver a Joanna, por favor —suplicó James. —No me cabrees, no estoy de humor. Tienes que centrarte en dos cosas. En las fotos de la cabaña de Bungle hay una carpeta blanca con el logo de RKM. Está en la parte inferior de la librería, debajo de la ventana. Procura echarle un vistazo. Parece un manual de ordenador, pero Bungle no tiene ordenador. Podría proporcionarnos una pista de lo que están tramando. En segundo lugar, busca una furgoneta roja. Amy vio a Fuego y Mundo saliendo de ella, pero no consiguió anotar el número de la matrícula. ¿Lo has comprendido? —Sí, Ewart —asintió James compungido. —Y empieza a utilizar tu cerebro. —Y colgó. James dio un puñetazo en el tablero de mandos, volvió a su cama y gritó con la boca pegada a la almohada. —¿Qué ha pasado? —preguntó Amy. —Déjame en paz. —No puede ser tan horrible, James. Te has librado del colegio. —Ha dicho que no puedo ir al pueblo a ver a Joanna.

—Sabes que sólo estaremos aquí unas semanas. Yo no me encariñaría demasiado con ella. James saltó de la cama, se puso las botas y salió a la oscuridad. Se tumbó sobre la hierba que crecía al pie de la colina, indiferente a la humedad que empapaba su ropa. Pensó en ir a hurtadillas al pueblo para ver a Joanna, pero no era lo bastante valiente para jugar con Ewart. Si caía en desgracia y lo enviaba de vuelta al campus, nunca lograría una misión decente. James quería regresar a la cabaña, pero Amy le estaría esperando para echarle un sermón. Pensó en localizar a Sebastian y Clark, pero no quería pasarse toda la noche disparando contra la fauna local. Así que se quedó donde estaba, de muy mal humor. James oyó que un animal o algo corría por la hierba cerca de donde él estaba tumbado. Aguzó la vista y distinguió dos coches teledirigidos que zumbaban entre la hierba. Eran eléctricos y las antenas reflejaban la luz de la luna. Escrutó más y descubrió que quienes los manejaban eran Mundo y Scargill. Al cabo de un par de veloces circuitos, vio que recogían los coches, se subían la capucha de las sudaderas y se alejaban corriendo. Decidió que seguirlos sería demasiado peligroso. Se arrastró sobre la hierba húmeda hasta el lugar donde los había visto y casi cayó en un agujero. Era uno de los antiguos túneles. Sacó el móvil y llamó a Amy. —¿Dónde estás? —preguntó ella. —Cerca de la carretera. Algo raro está pasando. —Y le explicó todo lo que había visto—. El túnel tiene una puerta con candado —añadió—. No llevo encima la ganzúa. —Estaré ahí dentro de cinco minutos. No hagas nada. Si vuelven, diles que estabas explorando. Al cabo de unos minutos, Amy corría agachada hacia James. Iluminó brevemente el agujero con una linterna. —Podrían volver de un momento a otro —dijo Amy—. ¿Eres bueno con la ganzúa? —Sí—dijo James. —Te he traído una. —Y se la tendió—. ¿Llevas la cámara? —Sí. —Ve a echar un vistazo. Toma tantas fotos como puedas y regresa a toda prisa. —¿Tú vigilarás? —preguntó James. —No. Si te pillan, di que el candado estaba suelto y entraste. Si me vieran sentada aquí fuera resultaría sospechoso. Me ocultaré entre esos árboles y me mantendré al margen, a menos que las cosas se pongan difíciles. James agarró la linterna de Amy y bajó al agujero. Había un charco profundo en el fondo. El candado no opuso resistencia. Había tres metros de túnel forrado de madera, con una cámara baja al final. Se arrastró y empezó a tomar fotos. No había mucho que ver: estanterías con coches teledirigidos y piezas de recambio, y un banco de trabajo con un tubo de plástico naranja debajo. Abrió todos los cajones y tomó fotos de su contenido. Cuando se dio la vuelta para marchar, creyó que había alguien detrás de él. No era así. Salió, cerró el candado y corrió hacia Amy. —Estupendo —dijo ella—, ¿Has visto algo? —Coches de juguete y piezas de recambio. Costaba ver bien con la linterna. —El flash de la cámara habrá captado más cosas de las que viste en la penumbra. Tal vez las fotos nos revelen algo.

—Debe de haber cosas valiosas escondidas ahí abajo —dijo James—. De lo contrario, no se molestarían en mantenerlo en secreto. —Voy a quedarme para vigilar, por si vuelven. Sube a la cabaña y llama a Ewart. Cítate con él en algún sitio. Querrá echar un vistazo a las fotos enseguida. Después de reunirse con Ewart, James volvió a la cabaña y cayó dormido. Hacía siglos que no descansaba tan bien, sin los ronquidos de su compañera. Amy lo despertó a las dos. Parecía contenta. —Todo va bien, James. Fuego acudió al taller al cabo de tres minutos y casi te pilla. Sacó una mochila grande y pesada y se largó. Lo seguí hasta Green Brooke. Nunca adivinarías para qué son los coches teledirigidos. —¿Para qué? —Llevan una bandeja cargada de material y los hacen pasar a través de un diminuto hueco que hay en la valla de seguridad que rodea Green Brooke. Depositan la carga en la parte posterior de la sala de conferencias. Los coches son demasiado pequeños y veloces para ser detectados por las cámaras de seguridad y las alarmas. —¿No hubiera sido más fácil reservar una habitación en el hotel para guardar el material? —preguntó James. —Todos los huéspedes van con equipaje al hotel de Green Brooke, pero la sala de conferencias estará vigilada por la policía hasta que empiece Petrocon. Registran a todo el que entra. Hay aparatos de rayos X. Revuelven todas tus bolsas, te cachean y registran tus bolsillos. —Así que están introduciendo a escondidas una bomba en la sala de conferencias —razonó James—, pieza a pieza, transportándola en los coches teledirigidos. Habrá alguien dentro que se dedique a ensamblar las piezas. —Sin duda. He hablado con Ewart. Van a enviar gente a examinar el material que han dejado los coches, pero no se lo llevarán. Quieren averiguar quién irá a recogerlo. James se frotó las manos. —Van a encerrar a esos tipos y tirar la llave al río. —Pobre Scargill —dijo Amy. —No te gustará ese tipejo, ¿verdad? Amy se encogió de hombros. —Me da pena. No es más que un chico solitario que intenta impresionar a sus hermanos mayores. Los tíos duros de la cárcel se lo zamparán de desayuno. —Vale, no lo entiendo pero te gusta. Es el capullo más grande del mundo. —A veces, James, eres un crío. Nunca has sostenido una conversación con Scargill. Un chico no es sólo buena apariencia y músculos. —Cásate con él y acaba de una vez —repuso James—. ¿Qué haremos ahora? —Nada ha cambiado. Nos mantendremos alerta, a ver qué pasa. Ewart quiere que te concentres en Bungle y Eleanor. Sabemos que están implicados, pero carecemos de pruebas.

37. MICRO Amy sacudió a James para despertarlo. Aún estaba oscuro. —Vístete —le dijo—. Acabo de hablar con Ewart por teléfono. Viene a buscarnos. James se frotó los ojos. Amy se estaba poniendo unos tejanos raídos. —¿Qué pasa? —preguntó él. —No tengo ni idea. Ewart ha dicho que nuestras vidas corren peligro si no nos damos prisa. James se puso los tejanos y las zapatillas. Agarró la chaqueta y corrió detrás de Amy. Cathy despertó y preguntó qué estaba pasando. No obtuvo respuesta. Fueron al pie de la colina, donde estaba esperando el BMW. —Subid detrás —dijo Ewart. Los neumáticos chirriaron. Ewart tenía mucha prisa. Tendió unos medicamentos a Amy. —Dale a James cuatro comprimidos y ponle dos inyecciones en el brazo. Sabes poner inyecciones, ¿verdad, Amy? —En teoría, sí. Las ramas arañaron los flancos del coche mientras recorría una pista rural sin luces. —¿Qué me pasa? —preguntó James nervioso. —Quítate la chaqueta —dijo Amy. Sacó cuatro comprimidos y se los dio. James miró la caja. Era un antibiótico llamado Ciprofloxacin. —Necesito agua para tragarlas —dijo James. —No tenemos —dijo Ewart—. Traga saliva. Cuanto antes penetre en tu organismo mejor. James tenía la boca seca después de haber corrido hasta el coche. Tardó un poco en engullir los comprimidos. —No puedo sujetar la aguja si el coche se mueve —protestó Amy. Ewart pisó el freno y aparcó en la cuneta. Amy le aplicó la primera inyección. Le dolió mucho. —¿Lo habías hecho antes? —preguntó. Amy no contestó y le puso la segunda. Ewart pisó el acelerador. —¿Alguien va a decirme qué demonios está pasando? —se exasperó James. —No era una bomba lo que estaban fabricando —dijo Ewart—, sino un arma biológica. Los coches teledirigidos iban cargados con dispositivos repletos de bacterias. —¡Oh, Dios mío! —susurró Amy—. Es evidente, ahora que lo dices. Bungle era profesor de Microbiología. Fuego y Mundo estudiaron Biología en la universidad. Saben de esas cosas. —Todas las piezas encajaron al mismo tiempo —dijo Ewart—, La mejor manera de propagar una enfermedad en un edificio grande es por los conductos del aire acondicionado. La furgoneta que Amy vio pertenece a un hombre que se ocupa del mantenimiento del aire acondicionado a Green Brooke. Después, estaba la carpeta con el logo de RKM en la cabaña de Bungle. Pensé que era un manual de ordenadores, pero RKM también fabrica aparatos de aire acondicionado.

—¿Qué es? —preguntó Amy. —La policía aún no ha analizado los dispositivos —dijo Ewart—. Pero lo más probable es que se trate de ántrax. —Dios mío. —No entiendo ni la mitad de lo que estáis diciendo —se quejó James—. ¿Alguno de los dos podría hablar claro? —¿Sabes lo que es el ántrax, James? —preguntó Ewart. —Ni idea, pero deduzco que no es bueno y crees que lo tengo. —El ántrax es una bacteria muy peculiar. La mayoría de las bacterias sólo puede sobrevivir fuera del cuerpo humano unos ocho minutos —explicó Ewart —. El ántrax puede sobrevivir a casi cualquier temperatura durante sesenta años. Eso facilita su almacenamiento y utilización como arma. Un par de esporas de ántrax en el aire podrían matar a cientos de personas. —¿Cómo lo he contraído? —preguntó James. —Puede que no lo hayas contraído. Los antibióticos son una precaución. ¿Recuerdas la caja naranja que había debajo del banco del taller subterráneo? —Sí. —Es una unidad de eliminación hermética de residuos tóxicos. Hay que incinerarlos en un horno a dos mil grados. —Levanté la tapa y metí la mano dentro —recordó James. —Sí, por desgracia —dijo Ewart—. Tengo una foto que tomaste del contenido. Casi me da un síncope cuando la vi. Al parecer, los guantes y mascarillas que utilizaron cuando estaban manipulando las bacterias de ántrax terminaron allí. —¿Podría morirme? —He de ser sincero, James. Si respiraste la bacteria, estás en un apuro. Incluso con los antibióticos que te hemos administrado, la tasa de mortalidad es del cincuenta por ciento. —¿Podría haberlo contagiado a Amy u a otra persona? —Es posible que algunas bacterias se te pegaran a los dedos, pero la enfermedad sólo es grave cuando aspiras miles de esporas. Examinarán a Amy en el hospital para estar seguros. —Si muero, ¿cuánto tardaré? —preguntó James. —Empieza como la gripe un día después de la infección. Casi todo el mundo muere antes de nueve días. —¿A qué hospital vamos? —preguntó Amy. —A un hospital militar cerca de Bristol, a unos setenta kilómetros de aquí —explicó Ewart—. Han enviado a un médico en avión desde Manchester. Es el mayor experto del mundo en ántrax. Cuatro enfermeras sacaron a James del coche y lo sujetaron a una camilla, aunque podía andar. Atravesaron varias puertas a toda velocidad. Las luces de los techos desfilaban sin cesar. James vio a Meryl Spencer y Mac apresurándose detrás de la camilla. Habían venido desde CHERUB en helicóptero. Las enfermeras condujeron a James a un enorme pabellón. Había treinta camas formando tres filas, todas vacías. Un enfermero quitó a James los calcetines y las zapatillas, y le bajó los tejanos y los calzoncillos de un solo tirón. A James le dio apuro porque Amy, Ewart, Meryl y todos los demás estaban mirando. En cuanto estuvo desnudo lo tumbaron sobre una cama. —Hola, James. Soy el doctor Coen. Daba la impresión de que lo habían sacado a rastras de su cama. Llevaba pantalones de chándal Nike y una camisa con los botones mal abrochados. —¿Te han explicado las características de la enfermedad? —preguntó el

médico. —Casi todo —contestó James—. ¿Es necesario que haya treinta personas mirándome, estando desnudo? El doctor Coen sonrió. —Ya han oído al paciente. Todo el mundo salió, salvo tres enfermeras y un par de médicos. Coen continuó: —En primer lugar te tomaremos una muestra de sangre para comprobar si efectivamente te has infectado con ántrax. Sin embargo, si has contraído la enfermedad, tus probabilidades de sobrevivir disminuyen con cada segundo que se retrase el tratamiento, de modo que vamos a suponer lo peor e iniciarlo ahora. Una enfermera fijará un gotero en tu brazo. Vamos a administrarte una mezcla de antibióticos y otros fármacos, algunos de los cuales son tóxicos. Tu organismo reaccionará de inmediato. Es de suponer que tendrás vómitos y fiebre. Amy y Meryl se quedaron junto a la cama. James empezó a sentirse débil y sufrir temblores un par de horas después de que comenzara el tratamiento. Su rostro palideció y pidió algo para vomitar. Amy salió al pasillo preocupada. Meryl apretó su mano. La situación empeoró durante las siguientes horas. James tenía la impresión de que le iban a reventar el estómago y la caja torácica. El menor movimiento, incluso respirar hondo o toser, nublaba su visión y le provocaba náuseas. Las dos enfermeras le limpiaban cada vez que vomitaba. Cuando se puso peor, le inyectaron un medicamento antiespasmódico. La espera de los resultados fue insoportable. James quería desmayarse o dormir. Vigilaba la puerta y rezaba en silencio para que el doctor Coen volviera con buenas noticias. Se preguntaba si aquella habitación sería la última cosa que vería en su vida. El doctor Coen no volvió hasta las ocho de la mañana del jueves. —Mal pronóstico —dijo—. Acabamos de recibir los resultados de tus análisis. Seguiremos con el tratamiento.

38. MUERTE James despertó. Llevaba treinta horas en el hospital. Un tubo le bajaba desde la nariz hasta el estómago. Meryl se había quedado todo el rato. —¿Cómo te encuentras? —preguntó la mujer. —Débil —graznó James. El tubo de la garganta le impedía hablar bien. —El médico dice que el nivel de bacterias está descendiendo. Los antibióticos están haciendo su trabajo. —¿Qué probabilidades tengo? —preguntó James. —El doctor Coen dice que superiores al ochenta por ciento, porque el tratamiento empezó muy pronto. —Me siento tan mal que preferiría estar muerto. —Ha venido Lauren —dijo Meryl. —¿Se encuentra bien? Meryl se encogió de hombros. —Muy agitada. Esperó todo el día a que volvieras. Está durmiendo arriba. —Estará hecha polvo. Después de lo de mamá, ahora me llega la hora a mí. Pobre Lauren. Meryl le acarició la mano. —No te morirás —dijo—. Por cierto, Fort Harmony ha salido en todos los periódicos. En primera plana. Meryl le enseñó Daily Mirror. Vio el enorme titular, pero tenía la visión demasiado borrosa para leer el texto. —Léemelo —pidió James. FORT TERROR La comuna hippy más antigua de Inglaterra, Fort Harmony, cerca de Cardiff, fue tomada ayer por la policía antiterrorista. Tres nietos de la escritora de culto Gladys Dunn fueron detenidos después de que se encontraran bacterias de ántrax cerca del Centro de Convenciones de Green Brooke. Los gemelos Fuego y Mundo Dunn, de veintidós años, y su hermano Scargill Dunn, de diecisiete, fueron detenidos ayer por la mañana. También se hallan detenidos Kieran Pym, ingeniero de refrigeración, y Eleanor Evans. La policía busca a un sexto sospechoso, Brian Bungle Evans. Se cree que es el líder de la banda y miembro fundador del grupo terrorista Ayuda a la Tierra. La policía también ha descubierto un búnker subterráneo, donde se almacenaba el cargamento mortal antes de ser introducido a hurtadillas en la zona de seguridad de Green Brooke. El búnker no estaba preparado para fabricar la bacteria. Se ha iniciado una búsqueda a escala nacional para localizar el laboratorio de alta tecnología donde la bacteria asesina fue cultivada. Se cree que el objetivo de los terroristas era la inminente convención de Petrocon en Green Brooke. Si el ántrax se hubiera utilizado con éxito durante el evento, la mayoría de los doscientos delegados de la industria del petróleo habrían resultado muertos, junto con más de cincuenta miembros del personal

de Green Brooke y guardaespaldas. (más en las pp. 2, 3,4 y 11) (lotería en la p. 6) —La televisión no habla de otra cosa —dijo Meryl—. La foto de Bungle sale en las portadas de todos los periódicos de la nación. Corren toda clase de rumores sobre su actual paradero. —Me da pena Gregory —dijo James—. Sólo tiene tres años. Una hora después, Mac entró en el pabellón acompañado de Lauren, que iba en pijama. La niña saltó sobre la cama y abrazó a James. Daba la impresión de que acababa de oír el chiste más gracioso de su vida. —¡No te pasa nada! —chilló—. Gracias por darme un susto. —¿De qué estás hablando? —James —dijo Mac—, ¿no has hablado todavía con el doctor Coen? El chico negó con la cabeza. —No. —Acabamos de descubrir que las bacterias de tu organismo son inofensivas. Scargill Dunn declaró que estaban utilizando una variedad débil de ántrax. Sólo iban a utilizar la virulenta el día de la convención. Un laboratorio de Londres ha vuelto a analizar tus muestras de sangre, y el ántrax que contiene no podría matar ni a una mosca. Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de James. —No lo entiendo —dijo—. ¿De qué sirve un ántrax inofensivo? —Bungle sólo quería matar a los delegados de Petrocon —explicó Mac—. El primer lote de ántrax que fabricó es de la variedad atenuada. Se utiliza en la vacuna del ántrax y te hace inmune a las variedades más agresivas. Ha estado en el aire acondicionado de la sala de conferencias de Green Brooke durante semanas. »Los guardias de seguridad, limpiadoras, personal de catering y toda la gente que trabaja habitualmente en la sala estaba vacunada desde antes del inicio de Petrocon. El primer día de la convención iban a introducir una variedad mortífera dé ántrax en el sistema de aire acondicionado, pero sólo los invitados habrían contraído la enfermedad. *** El doctor Coen dejó de administrar antibióticos a James. El viernes por la noche se sentía mucho mejor. Le quitaron el gotero y consiguió comer sin sentir náuseas. El sábado por la mañana había recuperado casi la normalidad. Ewart llegó desde Gales. —¿Está Amy contigo? —preguntó James. —No; ha vuelto a Fort Harmony para recabar información sobre el paradero de Bungle. No es probable que consiga nada, con todo lo que está pasando en el campamento: hay unos cincuenta policías acampados al pie de la colina, y numerosas tienen policías en la puerta para custodiar las pruebas. —¿Cómo ha explicado Amy mi desaparición? —Por la noche te peleaste con ella y te largaste. Un chiflado al volante de un BMW te atropello en la carretera. Amy te subió al coche y el conductor te llevó al hospital. Perdiste un poco de sangre y te rompiste un brazo, pero por lo demás estás bien. Te encuentras en observación. —Buena historia —aprobó James—. Hoy deberían darme el alta. —Después de todo lo que has pasado esta semana, comprenderé que quieras regresar a CHERUB para descansar —dijo Ewart—. Pero te agradecería que hicieras acto de aparición en Fort Harmony durante unos días. Una semana

como máximo. —¿Podré ver a Joanna? —preguntó James. —¿Por qué no? —sonrió Ewart—. Sigue frecuentando a Sebastian y Clark. Podrías obtener algo de información, pero sobre todo es para proteger a Cathy. Parecería sospechoso que desaparecieras de la faz de la tierra la mañana anterior a las detenciones. Una enfermera le colocó una escayola en el supuesto brazo roto. De regreso a Gales, leyó los últimos artículos periodísticos sobre los terroristas del ántrax, y sobre la búsqueda incesante del laboratorio y Bungle. Era curioso ver los periódicos llenos de noticias que él ya conocía. Los artículos procuraban que Bungle quedara como un supervillano, pero James sólo recordaba a un cordial norteamericano preocupado por los derechos de los trabajadores y el medio ambiente. Cathy estaba esperando en el Land Cruiser, a quince kilómetros de Craddogh. James corrió entre los dos coches y saludó a Ewart cuando se alejó. —Hola, Ross —dijo Cathy—. ¿Un brazo roto falso? James asintió. —Pica exactamente como un brazo roto de verdad. Cuando se acercaron al campamento, una policía paró el Land Rover y preguntó a Cathy adonde iba. La dejó pasar. Cathy tuvo que conducir a campo traviesa porque el pie de la colina, cerca del taller subterráneo, estaba cortado por la policía. La cabaña principal estaba atestada cuando Cathy y James llegaron. Sus ocupantes parecían nerviosos por la abundancia de policía y medios de comunicación. Algunos periodistas y fotógrafos estaban comiendo un guiso de gorra. Amy abrazó a James cuando lo vio. Él quería ir al pueblo para ver a Joanna, pero ya era tarde y no sabía si su padre habría llegado a casa. Sebastian le dio una palmada en la espalda. —Hola, tullido —dijo—. ¿Estás bien? —Bastante, aunque un poco débil. —Tuviste suerte de que el conductor no te hiciera fosfatina —dijo Clark. —Habría sido divertido levantarnos y verte estampado en la carretera como un sello de correos. ¿Alguna cicatriz? James se levantó la manga de la camiseta y exhibió los moratones y cortes que le habían dejado las inyecciones. —¿Fue donde el coche te golpeó? —preguntó Clark. James asintió. —íbamos a preguntarte algo la noche que te atropellaron —dijo Clark—, pero no te encontramos por ninguna parte. —¿Qué queríais preguntar? —Si querías dormir en nuestra cabaña. —Me encantaría.

39. FUNERAL James no estaba seguro de si Sebastian y Clark le caían bien. Tenían un lado oscuro, pero eso los hacía más interesantes. Dormían en una furgoneta oxidada, al lado de la cabaña de su madre. James llamó a la puerta metálica. Clark la abrió. —¡Mete el culo aquí dentro! —gritó Clark. James se agachó para quitarse las botas. Se había convertido en una costumbre desde su llegada a Fort Harmony. —Déjatelas puestas —dijo Clark—. La mugre presta carácter a la furgoneta. James entró. Dos lámparas de gas proyectaban una tenue luz anaranjada. Su pelo rozó el techo. El colchón de Clark estaba bajo el agrietado parabrisas, donde habían estado los asientos. Sebastian dormía al otro lado. Estaba jugando con un gran cuchillo de caza. El suelo metálico estaba húmedo, y asomaba hierba a través de los agujeros oxidados. Todo estaba tirado de cualquier manera: ropa sucia, pistolas de aire comprimido, cuchillos, libros de texto destrozados. —¡Agáchate! —gritó Sebastian, y lanzó una bota hacia el otro lado de la furgoneta. Pasó rozando a Clark y se estrelló contra la pared, dejando una mancha de barro. La segunda bota alcanzó a James en la espalda. James miró la mancha de su sudadera y sonrió. —Estás muerto —dijo. Arrojó la bota, se lanzó sobre Sebastian y lo aplastó bajo la escayola del brazo. —¡Melé! —gritó Clark, y saltó sobre los dos. Los tres chicos forcejearon hasta acabar colorados y faltos de aliento. James estaba casi tan sucio como Sebastian y Clark cuando terminaron. Éste pasó una botella de agua. James bebió unos sorbos y se echó un poco sobre la cabeza para refrescarse. —¿Quieres que salgamos a hacer algo?—preguntó Clark. James se encogió de hombros. —Mientras no consista en matar animales. —Eres una nenaza —dijo Clark—. Quiero bajar la colina y disparar en el culo a un poli con mi pistola de aire comprimido. Sebastian rió. —Eso molaría. Pero no tienes pelotas. Clark recogió su pistola del suelo, le inyectó aire y cargó un proyectil. —¿Te apuestas algo? —Cinco libras —dijo Sebastian, al tiempo que extendía la mano para que Clark se la estrechara. Clark se lo pensó mejor y soltó una risita nerviosa. —Sabía que no lo harías —dijo Sebastian. —Odio a los polis —dijo Clark—. Fuego y Mundo eran los mejores tíos del campamento. —Espero que mamá nos deje ir a verlos a la cárcel esta vez —comentó Sebastian. —Habría sido estupendo que huyeran—observó Clark—. Habríamos estado emparentados con los dos mayores asesinos de la historia de Inglaterra, y

cuando la gente empezara a encontrarse enferma, Fuego y Mundo ya habrían desaparecido. Nadie les habría echado el guante. —Doscientos muertos, de todos modos —le recordó James—. Con familia y todo eso. —Eran escoria rica —dijo Clark—. Con mujeres gordas y feas y niños mimados. El mundo habría estado mejor sin ellos. —Ross, tendrías que haber escuchado lo que nos contó Fuego sobre las maldades de las grandes compañías petroleras —dijo Sebastian—. Un oleoducto estalló en las tierras de un granjero sudamericano y todo quedó hecha una mierda. Fue a la compañía petrolera y pidió que limpiaran el desaguisado, pero sólo consiguió que le dieran una paliza. Se quejó a la policía, pero la compañía la había sobornado. Encerraron al granjero en una celda y no le dieron nada de beber hasta que firmó una confesión, diciendo que era él quien había reventado el oleoducto. En cuanto firmó la confesión, le cayeron cincuenta años de cárcel. Sólo le dejaron salir cuando los ecologistas organizaron una manifestación de protesta. —Eso suena a mentira —dijo James. —La próxima vez que entres en Internet, búscalo tú mismo —repuso Clark —. Hay montones de historias similares. —Fuego nos dijo que muchos bebés de los países pobres mueren porque el agua potable está envenenada por los vertidos de petróleo —dijo Sebastian. —De todos modos, no puedes ir matando gente por ahí —objetó James. —Según tú, somos unos tarados —dijo Clark—, pero esos tíos que irán a Petrocon ¿no lo son también? Todos tienen millones, pero no se gastan ni un céntimo en impedir que los niños mueran envenenados. Decidieron que no valía la pena salir. No se podía hacer gran cosa con tanta policía y periodistas por los alrededores. Clark pegó un blanco en un extremo de la furgoneta y se enzarzaron en una competición de tiro con las pistolas de aire comprimido. James había disparado con pistolas de verdad en el entrenamiento básico y no lo hizo mal, aunque sólo podía sujetar la pistola con una mano. Sebastian y Clark eran brillantes. Cada proyectil atravesaba el centro de sus blancos de papel. Después, los hermanos exhibieron sus habilidades. Clark hizo diana entre los ojos de unos niños sonrientes que aparecían en la portada de su libro de texto de matemáticas, disparando el arma desde detrás de su espalda. A medianoche, la madre de Sebastian y Clark asomó la cabeza y les dijo que se fueran a dormir. Reordenaron el desastre para dejar sitio a James y apagaron las lámparas de gas. Los chicos hablaron en la oscuridad, sobre todo de Fuego y Mundo. Sebastian y Clark sabían muchas historias divertidas sobre cosas que Fuego y Mundo habían hecho en el colegio y la cárcel. Parecían tíos legales. James casi lamentó ser una de las personas que habían contribuido a su captura. Acabaron peleando otra vez con almohadas y lanzándose cosas. La oscuridad aumentaba la emoción, porque todo el mundo podía lanzar ataques por sorpresa. El saco de dormir de James se rompió por culpa de los tirones, y el relleno voló por todas partes. Clark disparó su pistola de aire comprimido. Sebastian y James se lanzaron al suelo para protegerse. No sabían si Clark les estaba disparando de verdad, o si sólo pretendía asustarlos. La madre de Sebastian y Clark volvió. Los tres chicos se refugiaron bajo las mantas entre risas. —Es la una de la mañana —les advirtió—-. Si oigo más ruidos, volveré y lo

lamentaréis. Su madre debía ser de armas tomar, porque después de la amenaza Sebastian y Clark arreglaron sus camas y dijeron buenas noches. James estaba sudado, sucio, y su saco de dormir reventado descansaba sobre el suelo metálico, pero estaba tan agotado después de los últimos días que cerró los ojos y se durmió al instante. Lo primero que James pensó fue que los golpes se debían a una pelea entre Sebastian y Clark, pero éste encendió la linterna. —¿Qué ocurre? —preguntó James. Alguien estaba golpeando la furgoneta. —¡Abrid la puerta! ¡Policía! Clark apuntó la linterna a la nuca de Sebastian. Rió y dijo: —No hay nada que lo despierte. Una vez, encendí un petardo junto a su oído y ni se enteró. Luego bajó de la cama en calzoncillos y camiseta, y abrió la puerta. Dos potentes linternas iluminaron su cara. Un policía lo sacó a rastras de la furgoneta y dirigió su linterna hacia James. —Muchacho —ordenó el policía—, sal de ahí ahora mismo. James se puso los pantalones y las botas y bajó. Luces azules destellantes y haces de linternas iluminaban Fort Harmony. Policías con uniformes antidisturbios estaban sacando a todo el mundo de sus cabañas. Los niños lloraban. Colonos y policías se gritaban mutuamente. Los policías empujaron a James contra la furgoneta, al lado de Clark. —¿Hay alguien más dentro? —preguntó un policía. —Mi hermano pequeño —dijo Clark—. Iré a despertarlo. —Lo haré yo —dijo el policía y se metió en la furgoneta. James preguntó al otro: —¿Qué pasa? —Orden judicial —dijo el agente. Sacó una hoja del bolsillo y la leyó—: «Por orden del Tribunal Supremo, todos los residentes de la comunidad conocida como Fort Harmony deberán desalojarla en un plazo de siete días.» Fechado el dieciséis de septiembre de mil novecientos setenta y dos. —De eso hace más de treinta años —observó James. El policía se encogió de hombros. —Tardaron más de lo que suponían. El policía que había entrado en la furgoneta chilló. Salió tambaleante, sujetándose el muslo, donde tenía clavado el cuchillo de caza de Sebastian. —Código uno. Código uno. Agente caído. Herida grave. Acudieron unos diez policías. Dos levantaron en volandas al policía herido y se lo llevaron. Otros dos empujaron a James y Clark contra la furgoneta y empezaron a registrarlos. —Esos dos no, el de la furgoneta —dijo uno. —Por eso me ofrecí a despertarlo yo —terció Clark—. Le asusta la oscuridad y duerme con el cuchillo a su lado. —Cierra el pico, chaval —le espetó un policía. Seis agentes rodearon la puerta de la furgoneta, tres de ellos pistola en mano. —¡Sal de una vez! —gritó un sargento. —¡No disparen! —suplicó Sebastian desde dentro—. Bajen las armas. —Bajadlas, no es más que un crío —dijo el sargento—. ¿Cómo te llamas, hijo? —Sebastian.

—Sebastian, quiero que salgas poco a poco de la furgoneta con las manos levantadas. Sabemos que fue un accidente. No te pasará nada. Sebastian salió a la luz de las linternas. Cuando se asomó a la puerta, el policía lo agarró y lo arrojó al embarrado suelo. Otro agente le plantó una bota sobre la espalda y lo esposó. Parecía un pigmeo en comparación con los policías, abultados por los uniformes antidisturbios. Luego lo arrastraron hasta un coche celular. —Déjenme ir con él —pidió Clark. Un policía lo empujó de nuevo contra la furgoneta. —Eres terco, ¿eh? —le dijo. La madre de Sebastian fue sacada a rastras de la cabaña e introducida en el coche de policía con su hijo. —¿Y nosotros? —preguntó James. —Nos llevamos a todo el mundo a la iglesia del pueblo. Hay un autobús al pie de la colina —anunció el sargento. —Necesito mi chándal y las botas —dijo Clark. —No puedes entrar ahí, es el escenario del crimen. —Voy descalzo —dijo Clark—. Me voy a congelar. —Por mí, como si tienes que caminar sobre cristales rotos —dijo el policía —. Ve a ese autobús, o tendrás que preocuparte de algo más que de tus pies helados. James y Clark se fueron. —Debo encontrar a mi hermana y a tía Cathy —dijo James. Había policías por todas partes, más de un centenar. Una fila de colonos estaba bajando la colina. Cualquiera que se rebelara no tardaba en descubrir que los antidisturbios disfrutaban utilizando la porra. James y Clark se internaron en una arboleda y salieron junto a la cabaña de Cathy. No había ni rastro de Amy, ni de Cathy ni del Land Cruiser. Entraron en la cabaña y vieron que Amy y Kathy se habían llevado casi todas las cosas. —¿Qué estamos buscando? —preguntó Clark. —Mi móvil —dijo James—. Parece que mi hermana se lo ha llevado. ¿Qué número calzas? —El treinta y cinco. James tiró unas Nike al suelo. —Son treinta y seis, te irán algo grandes. Toma la ropa que quieras. —Gracias —dijo Clark. Clark se puso unos pantalones de chándal y las zapatillas deportivas. James le encontró una sudadera con capucha. —Es posible que mi hermana esté en el pueblo —dijo—. Vamos a subir al autobús. James y Clark se sentaron juntos en el autobús. Poco a poco se fue llenando de gente, todos cargados con lo que podían. Clark intentaba ocultar a James lo preocupado que estaba, pero no pudo contenerse por más tiempo. —Sólo tiene diez años; deberían darse cuenta de que fue un accidente — dijo James. —No cuentes con eso, Ross. La poli se inventará una historia para que se le caiga el pelo. ¿A quién van a creer? ¿A un par de chicos que siempre se meten en líos, o a la policía? —Yo seré testigo —dijo James. —Si meten en la cárcel a Sebastian, yo también apuñalaré a un poli para estar con él.

40. SALÓN La iglesia de Craddogh era un manicomio. Ochenta personas hacinadas, niños que corrían chillando de un lado a otro y periodistas que no dejaban de pedir a Gladys Dunn entrevistas y fotos, pero la mujer necesitaba descansar. Michael Dunn lanzó un puñetazo y fue sacado a rastras por la policía, entre destellos de flashes. La gente quería regresar a Fort Harmony para recoger sus cosas, pero los coches de policía cortaban la carretera y nadie podía pasar. La policía dijo que estaban recogiendo todas sus pertenencias y que se las entregarían dentro de unas horas. Clark se había convertido en un caso perdido. Lloraba por su madre y su hermano, y le gritaba a cualquier policía que se le acercara que lo mataría en cuanto pudiera. James intentó calmarlo, sin éxito. —Eres el primer chico que ha sido amable con nosotros —le dijo Clark. James se sintió mal. En realidad, no era amigo de Clark. Lo había utilizado para llevar a cabo la misión. En la televisión sabías quiénes eran los malos, y siempre recibían su merecido al final del programa. Ahora, James se daba cuenta de que los malos eran gente normal. Contaban chistes, preparaban café, iban al váter y tenían familias que los querían. James los analizó a todos: Fuego, Mundo y Bungle eran malos por intentar una matanza con ántrax; la gente de las compañías petroleras también era mala por contaminar el medio ambiente y abusar de los habitantes de países pobres; los policías eran malos, su trabajo era complicado, pero daba la impresión de que disfrutaban abusando de su autoridad. Los únicos buenos eran los residentes de Fort Harmony, pero los habían echado de sus casas. James era incapaz de descifrar qué era él. Por lo que sabía, había impedido que una pequeña pandilla de malos matara a una pandilla grande de malos, y como resultado los buenos habían sido expulsados de sus casas por otra pandilla de malos. ¿Eso lo convertía en bueno o en malo? James sólo sabía que pensar en eso le provocaba dolor de cabeza. James dejó a Clark con su familia y salió. No había ni rastro de Amy o Cathy. James no tenía móvil, y ante la única cabina del pueblo había una cola de unas veinte personas que intentaban encontrar un lugar donde pernoctar, ahora que Fort Harmony había sido clausurado. James cayó en la cuenta de que podía llamar por teléfono a Amy o Ewart desde la casa de Joanna. Seguro que el padre de Joanna estaría de servicio, con todo lo que estaba pasando. Pero no era así. Joanna y su padre se encontraban junto a la puerta del jardín, contemplando las discusiones y las luces azules que destellaban en el centro del pueblo. —Hola —dijo James. La sonrisa que le dedicó Joanna consiguió que se sintiera mejor. James aún no las tenía todas consigo en relación al sargento Ribble, después de que los pillara en la cabaña de Cathy, pero saludó con cordialidad. —¿Qué está pasando allí? —preguntó el sargento. —Han expulsado a todo el mundo de Fort Harmony—explicó James—. ¿Cómo es que usted no ha ido? Es policía. —Esa gente me ha amargado el día. Yo sólo soy el policía local. En cuanto

descubrieron el ántrax, aparecieron los antiterroristas y me lo quitaron todo de las manos. —¿Puedo utilizar su teléfono? He perdido a mi tía y a mi hermana. —Pues claro, hijo. Jojo te enseñará dónde está. James se quitó las botas y entró en la casa con Joanna. Ésta llevaba zapatillas y un camisón del Pato Lucas. —Hola, Jojo —rió James. —Cierra el pico, Ross. Sólo mi padre y mis hermanos mayores me llaman así. —Es probable que deba regresar a Londres ya —dijo James. —Oh. Él se alegró de que pareciera disgustada. Significaba que le gustaba tanto como ella a él. Joanna lo condujo hasta el teléfono. Tardó un minuto en recordar el número del móvil de Amy. —Courtney. ¿Dónde estás? —A Cathy se le fue la olla —contestó Amy—. Cree que lo sucedido esta noche es culpa de ella por dejarnos entrar en Fort Harmony. Me dejó a unos kilómetros de Craddogh y se marchó con la mayor parte de nuestras cosas. Ewart viene a buscarme. Llegará de un momento a otro. —Estoy en casa de Joanna, en el pueblo —dijo James—. ¿Qué debo hacer? —Quédate donde estás. Le diré a Ewart que vayamos a recogerte. Si alguien hace preguntas, di que Ewart conduce un taxi y Cathy nos ha sacado billetes para el primer tren a Londres que sale de Cardiff por la mañana. Deberíamos reunimos contigo dentro de media hora. —¿Volvemos a casa? —La misión ha terminado, James. Ahora que Fort Harmony ya no existe, no hay motivos para quedarse. James colgó y miró a Joanna. —Un taxi viene hacia aquí. Me vuelvo a Londres con mi madre. —Vamos a mi habitación —dijo Joanna—. Nos merecemos un beso de despedida. El padre de Joanna estaba demasiado absorto contemplando el espectáculo para darse cuenta de que su hija se iba a su habitación a hurtadillas con James. A ella no le importaba que él estuviera perdido de barro. Se apoyó contra la puerta del cuarto para impedir que su padre entrara por sorpresa y empezaron a besarse. El tacto de Joanna era agradable, su pelo olía a champú y su aliento a dentífrico. Era una sensación maravillosa, pero James sufría porque sabía que sólo le quedaban unos minutos y después no volvería a verla. De repente, la puerta golpeó a Joanna en la espalda. —¿Qué estáis haciendo ahí? —ladró Ribble. Los chicos se apartaron de la puerta. El padre entró. Tal vez habrían podido inventarse una excusa si el camisón de Joanna no hubiera tenido las delatoras, huellas embarradas de James. —¡Tienes trece años, Joanna! —gritó su padre, indignado. —Pero, papá, sólo estábamos... —Ponte algo limpio y vete a la cama. En cuanto a ti... —Agarró a James del cuello—. ¿Has hecho tu llamada telefónica? —Sí —dijo James—. Un taxi viene a buscarme. —Pues esperarás fuera. El hombre lo sacó a empujones de la casa y lo obligó a sentarse en el muro bajo que cercaba el jardín, frente a la carretera. James se sentía muy

desdichado. Estaba preocupado por lo que pudiera pasarle a Sebastian, se sentía culpable por que Amy y él hubieran descubierto el ántrax, lo cual había dado como resultado la destrucción de Fort Harmony, y lo peor: la mejor chica que había conocido en su vida estaba encerrada en una casa, a pocos metros de distancia, y nunca volvería a verla. Una ventana se abrió detrás de él y Joanna arrojó un avión de papel en dirección a James. En ese momento su padre entró en la habitación. —Te ordené que volvieras a la cama, jovencita. James saltó al jardín y recogió el avión. Tenía algo escrito y lo desplegó: «Ross, telefonéame, por favor. Eres muy guapo. Besos y más besos. Joanna.» James dobló el papel, lo guardó en el bolsillo y se sintió todavía más triste. Ewart condujo a Amy y James a Fort Harmony en el BMW. —¿Por qué lo están demoliendo? —preguntó James. —Hablé con alguien de la brigada antiterrorista —explicó Ewart—. Dicen que Fort Harmony es un riesgo para la seguridad. Querían cerrarlo antes de que empezara Petrocon, y la ley estaba de su parte. —Ojalá no hubiera venido —dijo James—. Por nuestra culpa ha pasado esto. —Pensaba que detestabas Fort Harmony —dijo Amy. —No dije que deseara vivir aquí, pero no es justo expulsar a todo el mundo. —De todos modos, Fort Harmony estaba condenado —dijo Ewart—. Si Fuego, Mundo y Bungle hubieran matado a toda esa gente, habrían destruido el campamento después de la conferencia en lugar de antes. Lo único que habrías conseguido sería retrasar un mes el cierre. —¿Tú sabías lo que iba a pasar, Ewart? —preguntó James. —De haberlo sabido, no te habría enviado de vuelta para una noche. —¿Adonde ha ido Cathy? —Estaba muy disgustada —dijo Amy—. Habló de alojarse con unos amigos de Londres. —Cathy incumplió el trato —dijo Ewart—. No debía abandonar a Amy en un despoblado. Cuando la pille, la obligaré a devolver el dinero. —Déjala en paz —espetó Amy—. Ha vivido treinta años en Fort Harmony, y se puso de los nervios cuando todos esos policías aparecieron. Nos cuidó perfectamente hasta esta noche. —Te abandonó en plena noche en el campo, con cuatro bolsas de equipaje. Si eso es cuidar bien de una chica de dieciséis años... —dijo Ewart—. Menos mal que tu móvil tenía cobertura. Podría haberte recogido algún chiflado, para asesinarte después. —Pero eso no pasó —puntualizó Amy—. Así que deja en paz a Cathy. Hemos obtenido todo lo que queríamos de ella. Ewart dio una palmada al volante. —Muy bien, Amy, si así lo quieres. Cathy ha sacado ocho mil libras y un coche. Es más de lo que merece por tratarte así. Ewart disminuyó la velocidad en un puesto de control policial. Mostró una identificación y le dejaron pasar. El sol estaba saliendo. La policía antidisturbios estaba arrasando Fort Harmony. Un grupo vaciaba las cabañas, metía el contenido en bolsas y las cargaba en un camión. Otro trabajaba con sierras y mazos, derribando las cabañas y reduciendo a pedazos la madera, para que no pudieran ser reconstruidas fácilmente. Los tres bajaron del BMW. Ewart llevaba unos tejanos raídos y parecía

demasiado joven para ser alguien importante. Dos policías avanzaron hacia ellos. —Volved al coche y largaos —ordenó uno. Ewart no le hizo caso y se dirigió hacia la cabaña de Cathy. James y Amy lo siguieron. —Veo que queréis pasar un día en el calabozo —dijo el policía. Intentó agarrar a Ewart. Éste lo esquivó y mostró su identificación. El policía la miró estupefacto. —¿Para qué ha venido? —Señor —lo corrigió Ewart. -¿Qué? —¿No llama señor a un oficial superior? —¿En qué puedo ayudarlo, señor? —Consígame unas bolsas de plástico. Se acercaron a la cabaña de Cathy y empezaron a recoger cosas. Una inspectora llegó corriendo y empezó a disculparse. —Lamento la confusión. Nos avisaron de que no debíamos tocar esta cabaña. ¿Puedo ver su identificación? Ewart se la entregó. —Nunca había visto una igual —dijo la mujer—. Autorización de nivel uno. El jefe de la unidad antiterrorista sólo tiene un nivel dos. ¿Qué está haciendo aquí? Ewart le arrebató la tarjeta. —No tendría que hacer tantas preguntas —replicó—. Lleve esto a mi coche. Ewart dejó caer una bolsa de plástico llena de ropa en los brazos de la inspectora. James pensó que era divertido ver a una oficial de policía bajar una bolsa de ropa sucia por una colina fangosa. —Pensaba que sólo Mac tenía una autorización de seguridad de nivel uno —dijo Amy. Ewart se encogió de hombros. —Tienes razón. —¿Qué les has enseñado? —preguntó Amy. —Una falsificación muy buena. James rió. Cargaron todas las cosas en la parte posterior del coche. James se volvió para echar una última mirada a Fort Harmony y tomó un par de fotos de un árbol con su cámara digital. —¿Qué le pasa a ese árbol? —preguntó Amy después de que el coche se pusiera en marcha. —No te lo diré —contestó James—. Te morirías de risa. Amy agitó los dedos en el aire. —Te lo sacaré a base de cosquillas. —De acuerdo —dijo James—. Pero promete que no te burlarás. —Prometido. —Fue donde besé por primera vez a Joanna. Amy sonrió. —Qué tierno. Ewart se metió los dedos en la boca y fingió que iba a vomitar. —Lo prometisteis —dijo James. Ewart rió. —Amy lo prometió. Yo no dije ni una palabra.

—Me muero de ganas de contarle a Kerry tus andanzas con Joanna —dijo Amy. —Oh, Dios, no... Por favor —dijo James. —¿Por qué te importa que se lo cuente a Kerry, como no sea porque te gusta más de lo que deseas admitir? —se burló Amy. James tuvo ganas de tirarse del coche, pero iban a ochenta por hora. Se cruzó de brazos y miró por la ventanilla, mientras procuraba disimular el disgusto que sentía por no poder volver a ver a Joanna.

41. OSCURIDAD Cuando regresaron a CHERUB, Amy condujo a James al taller de carpintería. Encontró un taladro eléctrico y empalmó una cuchilla circular. James miró con aprensión los dientes plateados. —No pensarás cortarla con eso —dijo—. Me matarás. —No seas tan gallina. Ponte esto. —Amy lanzó a James unas gafas protectoras y ella se puso otras—. Coloca el brazo sobre el banco —ordenó. —¿Lo has hecho alguna vez? Amy sonrió. —No. James apoyó la escayola sobre el banco de trabajo. Amy hizo girar un par de veces el taladro a modo de prueba y puso manos a la obra. Fragmentos de yeso llovieron sobre la cara de James y el polvillo blanco secó su boca. Pensó que la hoja cosquilleaba el vello de su brazo, pero confió en que sólo fueran imaginaciones suyas. Amy apagó el taladro y partió casi toda la escayola. Sólo dejó la parte que rodeaba el codo. —Muy bien, vamos por el último trozo —dijo. Esta vez cortó el yeso en un ángulo diferente. Cuando terminó, James tiró el último trozo de escayola y empezó a rascarse con frenesí. —Ahora me siento mucho mejor—dijo—. ¡¡Ooohhh!! —No te lo toques o te despellejarás vivo —le advirtió Amy. James suspiró, se quitó las gafas y se sacudió el polvillo blanco del pelo. —Ve a ducharte y lleva la ropa a la tintorería —dijo Amy—. Mac querrá verte en su despacho cuando hayas terminado. —¿Sólo a mí? —Es algo normal —dijo Amy—. Lo hace con todo el mundo después de su primera misión. Mac vestía pantalones cortos y camiseta cuando James se presentó en su despacho. —Entra, James. ¿Cómo te encuentras? —Ahora bien. Un poco cansado. —Por lo visto, Ewart cree que abrigas algunas dudas acerca de la valía de tu misión. —Todo es un poco confuso —admitió James. —Dijo que no parecías seguro de haber hecho lo correcto. —Me contaron cosas sobre la gente que va a Petrocon —dijo James—. Envenenan y maltratan a la gente, cosas así. Ni siquiera estoy seguro de que sea cierto. —Casi todo es cierto —reconoció Mac—. Las compañías petroleras tienen un historial terrible de atentados contra la salud y contaminación ambiental. Sin petróleo y gas, el mundo dejaría de funcionar. Aviones, barcos, coches, todo se mueve gracias al petróleo. Y como es tan importante, compañías y gobiernos violan las leyes con tal de conseguirlo. Ayuda a la Tierra y mucha gente más, incluido yo, opinan que han ido demasiado lejos. —¿Así que apoya a Ayuda a la Tierra? —Quiero impedir que la gente sea envenenada y explotada por las compañías petroleras, pero no estoy de acuerdo con el terrorismo como medio

para conseguirlo. —Lo capto —dijo James—. Matar gente nunca soluciona nada. —Piensa en lo que habría ocurrido si toda esa gente de Petrocon hubiera muerto. ¿Ayuda a la Tierra habría atacado en algún otro lugar? ¿Y si el ántrax hubiera caído en manos de otro grupo terrorista? Nunca sabrás con seguridad qué habría pasado si Fuego, Mundo y Bungle no hubieran sido detenidos. El siguiente ataque habría podido ser en el centro de una ciudad. Pon un poco de ántrax en una estación del metro de Londres y tendrás cinco mil muertos. Puede que Amy y tú hayáis salvado ese número de vidas. —Bungle sigue huido —dijo James. —¿Puedo confiarte cierta información? —¿Cuál? —Eres la única persona que lo sabe, además de Ewart y yo, de modo que si se produce alguna filtración sabremos quién ha sido. —Lo juro —dijo James. —El MI5 sabe dónde está Bungle. —¿Y por qué no lo detiene? —Están siguiéndolo. Bungle no nos dirá nada si lo detenemos, pero tal vez nos conduzca hasta otros miembros de Ayuda a la Tierra. —¿Y si lo perdemos? Mac rió. —Siempre haces la pregunta que no quiero contestar. —¿Ya habéis perdido a alguien antes? —Sí—contestó Mac—, pero esta vez no ocurrirá. Bungle no puede hurgarse la nariz sin que diez personas lo sepan al instante. —Suena más lógico ahora que me lo ha explicado —dijo James—. De todos modos, siento pena por esa gente que fue expulsada de Fort Harmony. Eran raros, pero buena gente. —Es una pena—admitió Mac—, pero que algunas familias pierdan su hogar es mejor que miles de personas sean asesinadas. »Por tanto, quiero darte las gracias por un trabajo brillante, James. Entablaste amistad con la gente adecuada, no te delataste y cumpliste la misión en la mitad de tiempo del que habíamos calculado. —Gracias —dijo James. —También debo pedirte perdón. Tu vida estuvo en riesgo. No teníamos ni idea de que Ayuda a la Tierra estuviera planeando un ataque con ántrax. De haberlo sabido, nunca habríamos enviado a alguien tan inexperto como tú a esta misión. —No es culpa suya. —Debiste de asustarte mucho, pero te comportaste de maravilla. Mantuviste la cabeza bien alta y hasta accediste a reincorporarte a la misión. He decidido calificar tu actuación como sobresaliente. Mac sacó una camiseta azul marino de CHERUB de su escritorio y se la lanzó. —¡Vaya! —exclamó James, sonriente—. Cuando Kerry vea esto, se va a cabrear mogollón. —Fingiré no haber oído eso —dijo Mac—. Pero si vuelves a utilizar ese tipo de lenguaje en mi despacho, haré que te arrepientas. —Lo siento. ¿Me la puedo poner? —Por mí no te hagas de rogar. James se quitó la camiseta del Arsenal y se puso la azul marino de CHERUB.

Los domingos, los chicos de CHERUB tenían permiso para levantarse tarde y llevar ropa normal. Era temprano todavía y no había nadie despierto. James desayunó solo en el comedor, viendo la televisión. News 24 emitía un breve reportaje sobre la destrucción de Fort Harmony. Cambiaron a una toma de Michael Dunn agitando los puños en el aire y jurando que dedicaría el resto de su vida, si era necesario, a reconstruir Fort Harmony. Kerry bajó en pantalones cortos y chaqueta de algodón. Abrazó a James. —Me alegré mucho de que te dieran por fin una misión —dijo—. El jueves volví de mi tercera misión. A James le encantó que presumiera de que era su tercera misión. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en fijarse en su camiseta azul marino. Bruce bajó y se reunió con Kerry ante el bufet del desayuno. —¿Buena misión? —preguntó mientras dejaba su bandeja al lado de James. Éste se comportó con desparpajo. —Por lo visto, Mac opina que lo hice bien. Kerry se sentó delante de James. Sólo había tomado un muffin de salvado y un par de piezas de fruta. —¿Dieta? —preguntó James. —Intento comer menos grasas —contestó Kerry. —Estupendo. Empezabas a estar un poco gorda. Bruce estalló en carcajadas y escupió la mitad de su beicon sobre la mesa. Kerry le dio a James una patada en la espinilla. —Cerdo —dijo. —Esa patada me ha hecho daño —se quejó James—. Sólo era una broma. —¿Me has visto reír? —repuso Kerry. James recibió un puñetazo en la espalda. —Deja de ser grosero con Kerry. —Era Lauren—. Deberías preguntarle si quiere salir contigo, ahora que has vuelto. Es evidente que os gustáis. James y Kerry se ruborizaron. Lauren fue a buscar su desayuno y se sentó al lado de Kerry. Poco después, Callum y Connor se sentaron en la mesa de al lado. James no los había visto juntos desde que Callum volviera a iniciar el entrenamiento básico. —¿Cuál de vosotros es Callum? —preguntó. El aludido levantó un dedo. —¿Ya has superado el entrenamiento básico? —preguntó James. —Volví de Malasia el martes —dijo Callum—. He dormido veinte horas seguidas. —Apuesto a que te alegras de habértelo quitado de encima. —¿Sabes que esa camiseta que llevas es de CHERUB? —preguntó Callum. A james le gustó que alguien se diera cuenta por fin. —Sí—dijo como si tal cosa. —Será mejor que te la quites, James —dijo Bruce—. Los chicos se esfuerzan mucho por conseguirla. Te matarán si te pillan con ella. —Esta camiseta es mía —dijo James—. Me la he ganado. Kerry rió. —Sí, James, y yo soy la reina de China. —¿No me crees? Bruce repuso con impaciencia: —Hablo en serio, James. La gente se enfada cuando llevas una camiseta sin merecerla. Quítatela. Te meterán la cabeza dentro del váter, o algo por el

estilo. —Pagaría por verlo así —rió Lauren—. Déjatela puesta. —No pienso quitármela —se obstinó James—. Es mía. —Eres tan idiota... —dijo Kerry—. Cuando te levantemos del suelo, no digas que no te advertimos. Amy entró acompañada de Arif y Paul. Los tres corrieron hacia James. —Demasiado tarde —dijo Bruce—. Estás muerto. James estaba preocupado. No estaba seguro de que Amy supiera que Mac lo había recompensado con su nueva camiseta. Se levantó de la mesa y se volvió hacia Amy. El aspecto de Arif y Paul era intimidante, músculos por todas partes. Amy abrazó a James. —Felicidades —dijo—. Te mereces esa camiseta. Estuviste brillante. Amy lo soltó. Paul y Arif estrecharon la mano de James. —No puedo creer que seas aquel enclenque que tirábamos a la piscina — dijo Arif. James miró a sus amigos, sentados alrededor de la mesa. Todos estaban asombrados. Lauren se levantó de un salto y abrazó a su hermano. La boca de Kerry estaba tan abierta que habría podido entrar una pelota de tenis sin tocar los dientes. James no pudo reprimir una sonrisa. Era bonito.

EPÍLOGO RONALD ONIONS (TÍO RON) ha tenido dificultades para adaptarse a la vida entre rejas. Le rompieron los dos brazos durante una pelea con un recluso. Saldrá en libertad en 2012. GLADYS DUNN utilizó el dinero de su segundo libro para comprar una granja en España. Vive en la propiedad con su hijo JOSHUA DUNN, quien prepara curris, guisados o paellas todos los días para treinta ex vecinos de Fort Harmony que se han ido a vivir con ellos. Gladys se refiere jocosamente a su granja como «Fort Harmony 2, pero con más calor y menos barro». CATHY DUNN vendió el Land Cruiser, compró un billete de avión para dar la vuelta al mundo y se fue de mochilera a Australia. SEBASTIAN DUNN fue liberado sin cargos. El apuñalamiento de un policía fue considerado un accidente. El policía volvió al trabajo unos meses después. Sebastian vive ahora en una casa de Craddogh con su madre y su hermano CLARK DUNN. Sebastian y Clark han negado toda relación con cierto número de gatos desaparecidos desde su llegada al pueblo. FUEGO y MUNDO DUNN fueron juzgados y condenados en el tribunal Oíd Bailey de Londres. Sentenciados a cadena perpetua, el juez recomendó que pasaran en la cárcel un mínimo de veinticinco años. Como SCARGILL DUNN tenía diecisiete años y carecía de antecedentes penales, fue sentenciado a sólo cuatro años en una prisión para delincuentes juveniles. Por buen comportamiento podría salir antes de dos años. Ha empezado a estudiar para terminar la secundaria y espera asistir a la universidad una vez esté en libertad. La policía sospecha que ELEANOR EVANS es miembro de Ayuda a la Tierra y que contribuyó a planificar los ataques con ántrax contra Petrocon en 2004. No se encontraron pruebas y fue puesta en libertad sin cargos. Ahora vive en Brighton con su madre, su hijo GREGORY EVANS y su hija recién nacida, Tiffany. BRIAN BUNGLE EVANS escapó de la vigilancia del MI5 al cabo de unas semanas. Ahora es uno de los hombres más buscados del mundo. Las policías de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Venezuela desean interrogarlo acerca de actividades terroristas. JOANNA RIBBLE se llevó una decepción al no recibir cartas o llamadas de Ross Leigh. Ahora tiene un nuevo novio. James guardó su avión de papel y la fotografía del árbol donde se besaron por primera vez. KYLE BLUEMAN regresó de su decimoctava misión y consiguió por fin su camiseta de CHERUB. Se llevó un gran «disgusto» por el hecho de que James consiguiera su camiseta azul marino antes que él. Kyle considera que James consiguió la camiseta azul marino antes porque Mac sintió pena por él cuando contrajo ántrax. BRUCE NORRIS y KERRY CHANG recuerdan con frecuencia a James que, si bien él ganó la camiseta azul marino, ambos han participado en más misiones que él, y pueden patearle el culo cada vez que se ponga pesado. AMY COLLINS espera completar un par de misiones más, para luego abandonar CHERUB e ir a la universidad. LAUREN ADAMS (antes LAUREN ONIONS) disfruta de la vida en CHERUB. Empezó el entrenamiento básico después de cumplir diez años en septiembre de 2004.

JAMES ADAMS (antes JAMES CHOKE) recibió su cinturón negro de kárate poco después de regresar de la misión. Su exultante celebración terminó mal, y su castigo consistió en limpiar la cocina de CHERUB durante un mes, todas las noches después de la cena. En la actualidad está preparando su segunda misión. CHERUB: SU HISTORIA (1941-1996) 1941 En plena Segunda Guerra Mundial, Charles Henderson, un agente inglés que trabajaba en la Francia ocupada, envió un informe a su cuartel general en Londres. Describía con grandes alabanzas la idea de la Resistencia francesa de utilizar niños para sortear los puestos de control nazis y sonsacar información a soldados alemanes. 1942 Henderson formó un pequeño destacamento secreto de niños, bajo las órdenes de la inteligencia militar inglesa. Los Chicos de Henderson contaban entre trece y catorce años de edad, y en su mayoría eran refugiados franceses. Se les formó con un entrenamiento de espionaje básico antes de ser lanzados en paracaídas sobre la Francia ocupada. Los niños reunieron información vital en el período previo a la invasión aliada de 1944. 1946 Los Chicos de Henderson se disolvieron al final de la guerra. La mayoría regresó a Francia. Su existencia nunca ha sido reconocida oficialmente. Charles Henderson creía que los niños serían unos eficaces agentes de inteligencia en tiempos de paz. En mayo de 1946 recibió permiso para crear CHERUB en una escuela de pueblo que no se utilizaba. Los primeros veinte reclutas, todos de sexo masculino, vivían en cabañas de madera situadas en la parte posterior del patio de recreo. Durante sus primeros cinco años, CHERUB funcionó con recursos limitados. Su suerte cambió después de su primer éxito importante: dos agentes descubrieron una red de espías rusos que estaban robando información sobre el programa de armamento nuclear británico. El gobierno de aquella época quedó muy satisfecho. CHERUB recibió fondos para su expansión. Se construyeron mejores instalaciones, y el número de agentes aumentó de veinte a sesenta. Dos agentes de CHERUB, Jason Lennox y Johan Urminski, resultaron muertos mientras trabajaban clandestinamente en la Alemania oriental. Nadie sabe cómo murieron los chicos. El gobierno consideró la posibilidad de cerrar CHERUB, pero ahora había más de setenta agentes en activo, que llevaban a cabo misiones vitales en todo el mundo. Una investigación sobre la muerte de los chicos condujo a la implantación de nuevas medidas de seguridad: 1. Creación de un programa ético. A partir de aquel momento, cada misión tenía que ser aprobada por un comité de tres personas. 2. Se introdujo una edad mínima de diez años y cuatro meses para participar en misiones. (Jason Lennox sólo tenía nueve años de edad.) 3. Se adoptó un enfoque más riguroso del entrenamiento. Empezó una versión del programa de cien días de entrenamiento básico. Aunque muchos creían que las chicas no servirían para el trabajo de inteligencia, CHERUB admitió cinco niñas de manera experimental. El éxito fue enorme. El número de chicas aumentó a veinte al año siguiente. Al cabo de diez años, el número de chicas y chicos era idéntico. CHERUB introdujo el sistema de camisetas de colores.

Tras varios éxitos, CHERUB recibió permiso para expandirse de nuevo, esta vez hasta ciento treinta estudiantes. Adquirieron las tierras de labranza que rodeaban el cuartel general y levantaron una valla alrededor de un tercio de la zona que ahora se conoce como campus de CHERUB. 1967 Katherine Field se convirtió en la tercera baja de CHERUB en acto de servicio. Fue mordida por una serpiente en el transcurso de una misión en la India. Llegó al hospital al cabo de media hora, pero identificaron mal la especie de la serpiente y dieron a Katherine un antídoto equivocado. 1973 Con los años, CHERUB se había convertido en una aglomeración de edificios pequeños. Se inició la construcción de una nueva sede de nueve pisos. 1977 Todos los «querubines» son huérfanos o niños abandonados por su familia. Max Weaver fue uno de los primeros agentes de CHERUB. Ganó una fortuna construyendo edificios de apartamentos en Londres y Nueva York. Cuando murió en 1977, a la edad de cuarenta y un años, sin esposa ni hijos, Max Weaver legó su fortuna a los niños de CHERUB. El Fondo Fiduciario Max Weaver ha pagado muchos de los edificios del campus, incluyendo las instalaciones deportivas cubiertas y la biblioteca. El fondo fiduciario posee ahora bienes valorados en más de mil millones de libras. 1982 Thomas Webb murió debido a una mina terrestre en las Malvinas, convirtiéndose así en el cuarto agente de CHERUB fallecido en acto de servicio. Fue uno de los nueve agentes utilizados en diversas tareas durante aquella breve guerra. 1986 El gobierno autorizó a CHERUB para alojar un máximo de cuatrocientos alumnos. Pese a ello, el número se ha estancado algo por debajo de este límite. CHERUB exige agentes inteligentes y robustos, sin lazos familiares. Cuesta muchísimo encontrar niños que cumplan todos estos requisitos. 1990 CHERUB adquirió más tierras, y aumentó tanto el tamaño como la seguridad del campus. Éste se encuentra señalizado en todos los mapas británicos como un campo de tiro militar. Las carreteras circundantes están trazadas de manera que sólo una conduce al campus. Los muros del perímetro no pueden verse desde las carreteras cercanas. La zona está prohibida a los helicópteros, y los aviones han de volar por encima de los diez mil metros. Cualquiera que viole el perímetro de CHERUB se arriesga a ser encarcelado de por vida, según lo dispone la Ley de Secretos de Estado. 1996 CHERUB celebró su cincuenta aniversario con la inauguración de una piscina y un campo de tiro cubierto. Todos los miembros retirados de CHERUB fueron invitados a la celebración. No se admitieron otros invitados. Acudieron más de novecientas personas venidas de todo el mundo. Entre los agentes jubilados se encontraba un ex primer ministro y un guitarrista de rock que había vendido ochenta millones de álbumes. Tras unos fuegos artificiales, los invitados montaron tiendas y durmieron en el campus. Antes de marcharse al día siguiente, todo el mundo se reunió ante la capilla y recordó a los cuatro niños que habían dado su vida por CHERUB.

ROBERT MUCHAMORE Nació en 1972. Durante trece años trabajó de detective privado, ocupación que abandonó para dedicarse por entero a la escritura. La serie Cherub, que a día de hoy consta de doce títulos, ha resultado un éxito de enormes proporciones en el Reino Unido, con millones de ejemplares vendidos hasta la fecha.

Título original: The Recruit (Cherub 1) Traducción del inglés de Eduardo G. Murillo Triplecero, Noviembre de 2012.