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MONTAIGNE

COLECCIÓN HOMBRES INQUIETOS

M. DREAN O (de las Facultes Catholiques de l’Ouest, Angers, Francia) i

MONTAIGNE

Traducción de Clemencia Cortós Fimes

EDITORIAL

COLUMBA

COLECCIÓN H O M BRES IN QU IETOS N? 14

IMPRESO Y EDITADO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley número 11.723. Copyright hy Columba S. A. C. E. I. I. F. A., Buenos Aires, 1967.

M. Dreano

Especializado en el estudio del famoso escéptico francés, nadie mejor que el Prof. M. Dreano para mostramos las diversas facetas de la vida y obra de Montaigne, uno más de nuestros “hombres inquietos". Profesor do Literatura Francesa en la Facultad de Letras de la Universi­ dad Católica de Angers, Francia, Dreano ha publicado además trabajos de im­ portancia, como: El pensamiento religioso de Montaigne (París, 1937), Humanisnio cristiano. La tragedia latina comentada por los cristianos del siglo XVI (París, 1937), La Pléiade. Introducción y notas (Angers, 1946), La fama de Montaigne en Francia en el siglo XVIII (París, 1952) y Bossuet. Elevación so­ bre los misterios (París). Estamos seguros de que este libro contribuirá a “redescubrir” a Montaigne, un pensador -quizá injustamente relegado entre las preferencias actuales, pero de innegable importancia en la historia del pensamiento occidental.

Imprimí potest laoques Staxck S. J. Doctor en Teología

Imprimatur A. Boirin Vio. Gen.

ÍNDICE Pág. Prólogo ........................................................................................................................

D

I.

La infancia: la familia, el colegio.........................................................

13

II.

La juventud: el parlamento. La Boétie ...............................................

18

III. La edad madura: el casamiento, su primera obra,el re tiro .............

24

IV. La primera edición de los Ensayos: contenido de uno de ellos, “La apología” .......................................................................................

31

V. V I.

El viaje, la guerra, la peste, el III de los E n say os..........................

Los últimos años: los viajes, las amistades, las notas manus­ critas ............................................................................................................. 47

V il. La ciencia del siglo XVI al través de los E n sayos................................ V III.

39

51

La conducta humana en los Ensayos: el valor del hombre, sus placeres y sus deberes ............................................................................... 59

IX .

El ciudadano en el Estado, la conciencia, lareligión...........................

68

X.

El arte en los Ensayos: estilo, composición.........................................

74

X'l. La muerte y la vidapóstuma ............................................................

80

Apéndice ...........................................................................................................•• ...

84

Bibliografía sucinta ..................................................................................................

95

“No soy melancólico por temperamento, pero sí pensativo y soñador” ( Ensayos, I, X X ). “Y a tanto llegó lo que me sucedió entonces, que por ello un ambicioso se hubiera ahorcado y lo mismo ¡hiciera un avariento” ( Ensayos, III, X II).

MIGUEL DE MONTAIGNE

PRÓLOGO

o es habitual ver a Montaigne figurando entre los hombres in­ quietos. Es, sin embargo, reconocido por todos que tuvo que hacer fren­ te a las más duras pruebas: en torno de sí, la 'peste y la guerra con todo el cortejo de crueldades y miserias; en lo relativo a su persona, su mal de piedra y sus jaquecas, que \débió soportar sin esperanza de curación, a partir dé los cuarenta años; en el terreno de las ideas, el que se hubieran puesto en tela de juicio todas aquellas verdades que se tenían por definitivamente adquiridas. Dentro de lo histórico, el período que correspondió a tales hechos se denominó el Renacimiento: un renacimiento no se daría, sin duda, sin una crisis do edad. Para apreciar cuánto pudo sufrir Montaigne por todas estas circunstancias trastornantes, no hay mejor medio que el de atenerse a sus propias confesiones. Mas no se muestra constante. Se le ve variar a menudo; cambiar, a veces, de una página a otra. Se dice entonces de él que se enmas­ cara; que es verdadero en |ésta y falso en la de más allá. Se lo somete a tortura a fin de delimitar lo que hay en él de sincero o de engañoso. Tras estas disecciones Montaigne iaparecerá más incom­ prensible que nunca. En este, como en otros casos semejantes, el lector más desprevenido será seguramente también el más perspicaz. No querramos tampoco nosotros aplicarle el "larvatus incedo” (*).

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(■) Marcho poseído. (N. del E .)

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Si no nos lia dicho todo lo que (quisiéramos saber de él, para completar sus confidencias, tenemos, al presente, el testimonio de los que lo han iconocido, los trabajos de los eruditos modernos que han estudiado el siglo en que vivió y los acontecimientos en los que es­ tuvo envuelto. Él mismo vio muy bien que los lectores pueden inventar con­ clusiones para cada uno de sus ensayos, pero también él nos ha prevenido diciendo: “Escribo para pocos hombres y para pocos años” (* ). Veámoslo pues, en lo posible, dentro del margen de esos pocos años y en función de esos pocos hombres. Interpretar su pen­ samiento tratando de aproximarlo a las ideas de la actualidad es correr el riesgo de prestarle un alcance que no tenía de suyo. “Las cosas siempre valen más tomadas en su fuente.” “¡Cuántos hombres entre vosotros y yol” Esta lamentación, bien lo sabemos, no es de Montaigne. Con todo, entre él y nosotros lo mejor será descartar los intermediarios. Cedámosle la palabra con frecuencia, dejémosle hablar largamente; la imagen que nos quedará de él será más viva y verdadera. E l ideal perseguido en las páginas que siguen, aun si no lo­ grado, hubiera sido el de ofrecer simplemente un hilo para tener a mano y que sirviera para unir sus diferentes teorías.

( ! ) Essais, I, XL, 252 - MI, IX, 953. Todas las referencias de los Ensayos remiten a la edición de La Pléiade, por A. Thibaudet (París, 1937). Los dos primeros números, en cifras romanas, señalan el libro y el capitulo; el último número, en arábigo, la página.

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I . LA INFANCIA: LA FAMILIA, E L COLEGIO

de Montaigne nació el 28 de febrero de 1533, en ei Périgord, no lejos de Burdeos, en el castillo de Montaigne, de una familia poblé, rica y muy numerosa. Su madre descendia de los López o Louppes, de Calatayud de España, judíos conversos que se dispersaron por -Burdeos, Tolosa, Amberes, Londres ( ‘ ). A través de éstos se vinculaba Montaigne con una de las Imás imperecederas tradiciones del mundo y con una patria que ya no tenía fronteras. Una herencia no menos preciosa le venía del lado de su -padre. Sus antepasados .paternos, los Eyquem, mantenían relación de paren* tesco con los Eyquem de Inglaterra (* ). Se ha encontrado e l calen­ dario, las E fem érides de Beuther, que sirvieron de agenda, durante mucho tiempo, ia toda la familia. E l apellido Eyquem fue borrado de él, quizá por el mismo Montaigne. Los Eyquem se habían enri­ quecido en Burdeos en el comercio de ivino, mariscos y pescado sa­ lado. “El padre de M. Montaigne —escribe Scaliger— era vendedor de arenques." (* ) No es exacto. En 1402, un tal Ramón Eyquem había adquirido la noble tierra de Montaigne. Su bisnieto, Miguel de Montaigne, podía estar orgu­ lloso yde sus “armas”, de su “estirpe”, de su “casa”; ésta se había

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iguel

( 1) M alvezin , Michel d e Montaigne. Son origine, so famille, París, 1875, y D reano . La pensée religieuse d e Montaigne, París, 1937, p. 23.

(*) Essais, -II, XII, 565 - XI, XVI, 613. (*) Scaligerana, Colonia, 1667, p. 215.

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distinguido en el Parlamento (*) y en la Iglesia. E l padre de Miguel era un gentilhombre letrado, conocedor del italiano y el español. Había tomado parte en las guerras de Italia, de -donde regresó “inflamado de un fervor nuevo”. Quiso enseñar a su hijo a prescindir de las riquezas. Lo hizo llevar a la pila ¡bautismal por “gentes de la más ínfima fortuna”, así como lo haría, un siglo mas tarde, a pocas leguas de allí, el padre de Montesquieu. Luego lo mandó para su pri­ mera crianza a una pobre aldea de la vecindad. E l niño se crió entre campesinos ( ' ) . Cuando lo llevaron de nuevo al castillo, su gusto se había conformado enteramente con el de la gente vulgar de ta campaña; estaba, para siempre, ligado con su pueblo, hecho a compartir los sufrimientos de los débiles; las ipersonas humildes de su provincia, los desventurados caníbales del Nuevo Mundo. Según costumbre de la época fue el padre el que se hizo cargo de ¿u educación. Así como había tenido cuidado de no malcriarlo, así se propuso evitarle todo sufrimiento inútil. Hacíale despertar al son de la música, pues se había informado de los trastornos que ocasiona en las mentes infantiles él despertar bruscamente. Se re­ servó para sí mismo la enseñanza de algunos rudimentos del griego; sus lecciones se hacían a manera de juego. En cuanto al latín, dio orden a todos los de la casa de que no se ¡le hablara al niño más que en esa lengua: lo confió a un preceptor alemán que no sabía ni una palabra de francés y que no descuidaba en un punto a su dis­ cípulo. El resultado fue inmejorable. "Sin método —escribe Mon­ taigne—, sin libro, sin gramática ni reglas, sin látigo y sin lágrimas, había aprendido yo un latín tan puro como el de mi propio maes­ tro.” (•) A esta primera educación y a sus buenas disposiciones natura­ les atribuiría Montaigne todo lo mejor que en sí veía. “Debo más a mi buena fortuna que a mi inteligencia. Ella me ha hecho nacer de una raza famosa por su hombría de bien y de un padre excelente. ( 4) El Parlamento al que se alude en estas páginas era el Tribunal de Justicia de la Francia de esa época. (N. de la T.) (®) -Estos hechos son relatados por todos los que han contado la vida de Montaigne, los más importantes de los cuales son citados en la Biblio­ grafía. al final del libro. Se citará en notas sólo las páginas de los En­ sayos en que Montaigne mismo habla de su vida. Essais, 111, XIII, 10701071. i . , («) l'bid., I, XXVI, 184-185.

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No sé si éste me ha transmitido parte de su buen natural o si los ejemplos domésticos y la buena educación do mi infancia han coope­ rado sensiblemente para ello; . . . tanto es así que, instintivamente, siento horror por la mayor parte de los vicios.” ( T) A los cincuenta años pasados renovaba, en forma de voto, el compromiso que había contraído consigo mismo: “Y no quiera Dios que yo deje debilitar entre mis manos ninguna de esas maneras del vivir que me permiten reflejar la imagen de un padre tan bueno” Guarda en su torre los bastones que le ha visto llevar: como él, se viste de negro y blanco (* ). Cuando escribe sus dos grandes ensa­ yos: D e la educación d e los hijos y D el afecto d e los padres por sus lujos , .propone como modelo la benigna severidad de su padre. El recuerdo de éste ha quedado para él como una garantía y un refugio. Debió, sin embargo, pasar a manos de otros maestros. Habien­ do perdido .los buenos consejeros que tenía, su ,padre creyó conve­ niente mandarlo a Burdeos, al Colegio de Guyenne, uno de los más célebres de su tiempo. Se tomaron toda clase de precauciones para que el niño no sufriera con el cambio. Se le pusieron preceptores particulares capaces y de buen carácter. Permaneció en el colegio desde los seis hasta los trece años. Asegura no haber aprendido nada de cuanto allí se le enseñaba. Habría olvidado aun lo que sabía muy bien anteriormente; sus maestros le habrían estropeado su buen latín. Los encontraba ignorantes, vulgares de alma y de maneras; en una palabra, más perjudiciales que útiles. “En verdad, todavía vemos que no hay nada tan gentil en Francia como los niños pequeños, pero, de ordinario, defraudan las esperanzas que hicieron concebir a su respecto, ya que, llegados a hombres, no conservan ninguna excelencia. He oído asegurar a personas entendidas que es­ tos colegios adonde se les envía, y de los cuales hay tantísimo nú­ mero, los embrutecen así.” (") Por fortuna, .encontró en el colegio algunos de estos hombres de talento: Nicolás Gronchi, que escribió D e com itiis Romanorum ; Guillauine Gucrentes, que comentó a Aristóteles; George Buchanan, el gran poeta escocés; Marc Antoine Muret, en quien, tanto Francia como Italia, reconocen al mejor orador de su tiempo. Pudo admirar (•) Ibi) (n )

Jbid., ,111. IX, 943. ioum al d e Vmjage, 232 v 248. Essais, III, IX, 970. Oeuvres d e S. François de Sales (ed. d’Annecy, 1893-1931), XII, p. 3.

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trañaban pesadas oargas. Durante su estadía en Lucqucs, el 1? de agosto de 1581, los conséjales municipales de Burdeos lo eligieron alcalde de la ciudad. “Me rehusé —dice Montaigne—, pero se me hizo saher que cometía un error, estando de por medio una orden del rev.” ( » ) E l poder real estaba representado en Burdeos por el alcalde; por el gobernador de la provincia de Guyenne, que en aquel enton­ ces era el rey de Navarra; por el teniente general, que estaba bajo las órdenes del gobernador; por oficiales subalternos que mandaban en los castillos fortificados; por el Parlamento, por el arzobispo. La ciudad obedecía al rey, pero era codiciada por la Liga y por los re­ formados. E l alcalde debía administrarla y mantenerla en la obe­ diencia al rey de Francia. Montaigne tenía simpatía por el rey de Navarra, y los reformados trataban de atraerlo a sus filas. Uno de sus principales jefes, Duplessis-Mornav, el confidente del rey de Na­ varra, mantenía correspondencia con él; Montaigne lo estimaba. Llegó aun a recibir en su castillo al propio rey de Navarra con un numeroso séquito; los alojó dos días. Sin embargo, no cedió jamás en nada que menoscabara los derechos del rey de Francia ( IS). En el interior de Burdeos, la Liga había conquistado un podero­ so jefe de la ciudad, Vaillac, quien ejercía el mando en un castillo sólidamente defendido, el Cháteau-Trompette. Montaigne apoyó al teniente general Matignon, que lo destituyó. Vaillac salió, pero per­ maneció en los alrededores. Habiéndose visto obligado Matignon a ausentarse, fue el alcalde Montaigne quien debió velar ,por la ciu­ dad. Éste y el teniente general se informaban mutuamente, se con­ sultaban. Las cartas de Montaigne son innumerables, insistentes. Es­ cribe el 27 de mayo de 1585: “La proximidad de M. Vaillac nos llena de alarma, y no hay día que no me las proporcione cincuenta veces al menos y muy premiosas. Os suplicamos humildemente que vengáis tan pronto como vuestros asuntos lo permitan. He pasado todas las noches o dentro de la ciudad en pie de guerra o fuera de ella, en el puerto, y aun antes de vuestro aviso había ya velado toda la noche unte la noticia de la llegada de un barco cargado de hombres armados que debía pasar. No hemos visto nada aun cuando anteayer estuvimos allí hasta después de media n oche.. . Envío esta ( ia) Grün, La vie publique d e Montaigne, pp. 207-209. ( l3) Strowski, Montaigne, sa c i é . . . , pp. 203-216.

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mañana a dos concejales a advertir a la corte del Parlamento acerca de tantos rumores que corren y de tantos hombres, sin duda, sos­ pechosos, que sabemos que están allí. Agrega en post scriptum : “No hay día en que no haya estado en Ch&teau Trompette. Encontraréis las plataformas hechas. Vov también todos los días al Arzobispa­ do” ( » ) . Reinaba tanto temor que se hablaba de suprimir el desfile de tropas por la ciudad. Montaigne, por el contrario, quiso que se hi­ ciera con “más pompa que nunca y acompañadlas de hermosas salvas y gallardetes” ( “ ). No le faltaba coraje. Muy prudente, sin embargo, habiendo la peste asediado la ciu­ dad, y debiendo él presidir la asamblea en la cual los concejales habrían de elegir su sucesor, se excusó de concurrir y se mantuvo a distancia de la zona contaminada, a extramuros de la ciudad. Su presencia en la asamblea no era imprescindible: sus contemporáneos no le reprocharon nunca haber faltado en esa circunstancia a sus deberes. En agosto de 1585, liberado del cargo después de dos manda­ tos sucesivos, otras preocupaciones, no menos graves, lo esperaban en el castillo. La guerra había recomenzado y se ensañaba particular­ mente en Périgord. El castillo de Montaigne estaba amenazado a la vez por los enemigos y por los merodeadores; al fin fue saquea­ do ( ia). El rey de Francia acababa de abarse con los de la Liga. Montaigne continuó sirviéndolo en tanto que todo el vecindario se había pasado al rey de Navarra. Víctima de su moderación, se hizo sospechoso para los dos partidos. “Fui injuriado por todos —dice él—, para los gibelinos yo era güelfo, para los güelfos yo era g ibelino... Y tanto fue lo que por entonces me sucedió, que por ello un ambi­ cioso se hubiera ahorcado y otro tanto hiciera un avariento.” Un día fue atacado en su castillo por una treintena de caballeros, a los cuales se les impuso con su actitud y se retiraron sin atreverse a ha­ cerle daño. Otra vez fue sorprendido por una banda de malhechores que le robaron y lo amenazaron de muerte ( ,T). Entretanto debía hacer frente a otras desgracias. La peste de( J») Ibid., III, II, 779.

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V I. LOS ÚLTIMOS AÑOS: LOS VIAJES, LAS AMISTADES, LAS NOTAS MANUSCRITAS

1588 Montaigne fue a París a confiar al editor Langelier la nueva edición de los Ensayos: la cuarta —Montaigne dice la quinta—, corregidos y aumentados con 600 agregados y el tercer libro ( 1). Su viaje fue largo y accidentado. Los miembros de la Liga lo detuvieron, por primera vez, cerca de Orléans, y no le dejaron más que sus trajes y papeles ( * ) ; Ipor segunda vez, en París, adonde llegó después de la jornada de las Barricadas y de la salida del Rey. Lo encerraron en la Bastilla y no fue liberado sino gracias a la interven­ ción de la reina madre Catalina de Médicis (*). Obligado el Rey a huir, Montaigne lo siguió a Chartres, a Rouen, a Blois. En esta última ciudad debía celebrarse fe Teurrrón de los Estados Generales del Reino. Allí encontró al historiador Augusto de Thou, y conversaron sobre política. Encontró también a Etienne Pasqnier, quien le habló de sus Ensayos (*), Apenas salido Montaigne de Blois, dos acontecimientos trágicos se sucedieron con breve intervalo: el duque de Guisa fue asesinado

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i 1) Actualmente se conoce la edición de 1980, las de 1582, 1587 y 1588; para nosotros esta última es la cuarta, aun cuando dice, bajo el titulo, “quinta edición”. Ver Bulletin des milis de Montaigne, 2* serie, Nç 1. (*) Essais, III, XII, 1032. Carta en Oeuvres compíétes (ed. Armaingaud), XI, p. 256. Los dos relatos no refieren tal vez el mismo hecho. (*) Ephémérides, en Oeuvres complétes, XI, 283, 284. (*) De Thou, Mémoires (Pantheon littéraire), p. 629. E. Pasquier, Letlres, XVIII, 1 (a M. Pelgé).

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el 23 de diciembre de 1588; el rey de Francia, Enrique III, el l 9 de agosto de 1589. A partir de esta última fecha, el rey de Navarra se convertía en el rey legítimo de Francia. Montaigne había defendido la causa de Enrique III hasta el fin en contra de la Liga de Burdeos; después de su muerte pasó al servicio de Enrique IV, en favor del cual se había pronunciado en su fuero interno desde tiempo atrás. La última carta que se conserva de él es la contestación a una halagadora invitación de Enrique IV. Es muy hermosa. El rey quería confiarle una misión ante el mariscal de Matignon y le prometía cos­ tearle los gastos de viaje. Montaigne le contestó, con fecha 2 de sep­ tiembre de 1590: “Señor, si a Vuestra Majestad le place, me hará la grada de creerme que no me lamentaré jamás por mi bolsa en ocasiones en que ni aun quisiera preservar mi vida. No he recibido nunca beneficio alguno de la liberalidad de los reyes, así como tam­ poco se los lie solicitado ni hecho mérito para ello, ni percibí nin­ gún pago por los pasos que he dado en su servicio y de los cuales Vuestra Majestad ha tenido en parte conodmiento. Lo que he hecho por sus predecesores, lo haré mucho más gustoso por ella. Soy, señor, tan rico como pueda desearlo. Cuando haya agotado mi bolsa junto a Vuestra Majestad en París, tendré la osadía de de­ círselo, y entonces, si ella se digna mantenerme por más tiempo en su servicio, tendrá para ello más facilidades que para con el menor de sus oficiales” ( 6). Su postrer deseo no habría de cumplirse. No vería nunca a Enrique IV' en París. Fue en el curso de su viaje, en 1588, cuando vio a Mlle. de Gournay. Valía ella más de lo que podía creerse a través de su reputación^*). No 'era un espíritu vulgar. Era instruida; había aprendido el latín más o menos en la misma forma que Montaigne, completamente sola, “sin gramática y sin maestros”. A los veinte años, hacia 1585, leyendo los Ensayos, que había abierto por ca­ sualidad, se entusiasmó con el libro y con el autor. En 1588, encon­ trándose en París al mismo tiempo que Montaigne, lo hizo saludar, recibió su visita, primero en París y después en su casa de Gournay, en Picardía. Montaigne se dejó ganar por ella. En el capítulo “De la presunción”, el mismo en el que había escrito que en su tiempo no había conocido otro hombre verdaderamente notable que La ( * ) Oeuvres com plétes. . . , p. '265. (* ) Feugére, Les fem mes poétes att XVIe. siécle. Mlle. d e Gournay, pp. 127 $s.

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Boétie, termina diciendo: “Me he complacido en hacer pública en distintas ocasiones la esperanza que he puesto en Marie de Gournay, Le Jars, mi hija adoptiva, y ciertamente amada por mí mucho más que paternalmente, y acogida en mi retiro y soledad como una de las mejores partes de mi propio ser. No miro más que por ella en el mundo” ( 7). Cuando escribía esto, después de 1588, un vacío se había hecho o estaba en trance de hacerse en torno de él, lo que volvía más triste su retiro. Su hija única, Leonor, se desposaba con el marqués de La Tour, y el 23 de junio de 1590 Montaigne escri­ bía en sus Efem érides : ‘ un sábado, al despuntar el día, haciendo un calor extremo, Madame de La Tour, mi hija, partía de su casa para ser conducida a su nuevo hogar”. La hija adoptiva, “amada. . . más que paternalmente”, ¿le habría ayudado a soportar su soledad? Entre los admiradores y los amigos que se había hecho en sus últimos años, el más conocido de todos fue Fierre de Charron, el teólogo de Condom. Se habían visto en Burdeos, donde Charron residió desde 1576 hasta 1588. Montaigne no habla nunca de él, pero lo habría autorizado, según se dijo, a llevar después de su muerte las annas de su familia. En todo caso Charron ha querido ser, si no el heredero, por lo menos el continuador de Montaigne. Había to­ mado como divisa la frase: “Nlada sé”. Condensó las grandes ideas de los Ensayos en un tratado sistemático que intituló D e la sabidu­ ría (* ). Menos notable, pero por otra parte más discreto, Pierre de Brach se adentró más en lo hondo de la intimidad de Montaigne. Era un lrordelés, miembro del Parlamento, erudito y poeta a sus horas. Había visto a Montaigne en su último viaje a París, y había tenido ocasión de admirarlo. “Estando juntos en París, desesperando los médicos de salvarlo, y (aguardando él su propio fin, lo he visto, cuando la muerte lo cercaba, ahuyentar decididamente el terror que ésta inspira. ¡Cuántos bellos discursos para solaz del oído; cuántas enseñanzas ,para aleccionar el alma; qué resuelta firmeza en su valor para tranquilizar a los pusilánimes, desplegó entonces este hom­ bre!” (»). (* ) Essais, II, XVII, 648. (*) Bonncfon, Montaigne et ses amis, 'II, pp. 213 ss. (°) Oeuvres poétiques de Pierre de Brach, París, 1862; tomo II, Rechorch es. . . , pp. XXIII ss.; Appendice, p. 9.

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Pierre de Braeh contaba entre sns amigos a Justo Lipsio, ei humanista célebre, aquel que Montaigne ponderó en su "Apología”, y también uno de los que mantenían correspondencia con Mlle. de Goumay. Justo Lipsio llamaba a Montaigne el Tales francés. Se había convertido al catolicismo en Lovaina, bajo la influencia de Martín del Río, un primo de Montaigne con el que había tenido ocasión de conversar en 1585 ( 10). En lugar del irremplazable La Boétie, una red de amistades se había ido tejiendo en torno del Montaigne que envejecía. Tras las conversaciones con los amigos, a la vuelta de sus viajes, retornaba siempre a su biblioteca, a las ocupaciones de antaño. Des­ pués de 1588, no escribió ningún nuevo ensayo , pero tenía conti­ nuamente delante de sí un ejemplar de la última edición de su libro, el que se guarda celosamente en la Municipalidad de Burdeos y al que se llama el "ejemplar de Burdeos”. Montaigne lo relee, relee los autores que ya conoce, y lee también algunos nuevos, entre los cua­ les, Cicerón. En las márgenes del ejemplar o entre las líneas impresas introduce citas y hasta confidencias. La enfermedad, sobre todo, lo intranquiliza cada vez más. "L a obstinación de mis piedras, es­ pecialmente en la verga, me ha llevado a veces a largas suspensiones de orina hasta de tres o cuatro días, y me ha puesto en tal trance de muerte, que sería locura esperar evitarla, y aun desearlo, vistos los crueles tormentos que este estado me producía.” ( “ ) A pesar de no tener todavía sesenta años, es ya un anciano que sufre y no se encuentra muy atrayente.

(*°) Zanta, La renaissance du stoicisme du XVe. siécle, París, 1914, pp. 159 ss. Cartas de Lipsio a o «obre Montaigne, en Villey, Montaigne deoant la posterité, pp. 334, 348, 350, 352. ( ’ i) Essais, 111, IV, 810.

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V II. LA CIENCIA D E L SIGLO XVI A TRAVÉS D E LOS ENSAYOS

los primeros capítulos y los últimos agregados a la obra transcurrieron, treinta años. Durante ese cuarto de siglo, cada vez que Montaigne se puso a escribir, no dejó de reprodu­ cir ciertos dichos famosos o algunos ejemplos entresacados de sus autores. Por aquel entonces, y con más frecuencia después, se pu­ blicaban compilaciones de proverbios, de sentencias espirituales o de hechos extraordinarios. Era la manera de poner al alcance de los lectores la experien­ cia y la sabiduría de los pueblos, ya en almanaques, ya en diccio­ narios de toda índole. Un tesoro semejante es el que Montaigne había recogido en sus Ensayos. Algunas ediciones, y en particular la de M. de Villey y la eru­ dita edición llamada Municipal, llevan una lista de referencias. Los textos transcriptos en esas listas, citados o aludidos en los Ensayos, son tan abundantes y diversos que constituyen como una revista de la antigüedad clásica y del mundo moderno hasta el fin del siglo XVI. Completados así, con un índice detallado, los Ensayos pueden ser consultados como un diccionario o como una antología. Sus fichas estaban hechas con toda conciencia, mas un cerebro tan sólido como el de Montaigne no habría de contentarse con registrar lo que otros dijeron o hicieron. Reclama que un discípulo verifique, con sus propias observaciones, la lección de sus maestros. Y él, entonces, ¿qué es lo que piensa de ese cúmulo de opiniones n tr e

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que ha recogido? Su experiencia y sus conocimientos personales ¿es­ tán de acuerdo con los de los demás? No cree en la metafísica, la cual pretende conocer la esencia de las cosas, pero hay también otra ciencia más modesta que se conten­ ta con estudiar los fenómenos y buscar sus causas. Montaigne no es un sabio; no tiene disposición alguna para las ciencias exactas. “Yo no sé contar —dice—, ni con tantos ni con la pluma.” ( 1) ¿Cómo hubiera podido llevar la cuenta de sus entradas y gastos? Prefería dejarse robar. Cuando haoe mención de números que suponen una adición o una substracción, comete, las más de las veces, errores curiosos. Escribe, por ejemplo, probablemente hacia el año 1579: “Hace doscientos años, menos dieciocho, que esta prueba (de la enfermedad) se prolonga, puesto que el primero (de mis antepasados) nació en el año mil cuatrocientos dos” ( a). La suma de 1402 -f- 200 —18, no da por resultado 1579. Se embro­ lla, sin duda, con las cifras. El doctor Aimoingaud llega a suponer que no sabía contar ni hasta cinco ( 3). Montaigne intituló uno de sus Ensayos : “De cómo nuestro es­ píritu se embaraza a sí mismo”, y en él hace constar que ciertas proposiciones geométricas pueden ser controvertidas, así por ejemplo el caso de las líneas que se aproximan sin encontrarse jamás. Es Jacques Pelletier quien se lo ha dicho; él, simplemente, se limita a registrarlo sin indagar más allá. Le dijeron también que la reforma del calendario llevada a cabo en 1582 hubiera podido hacerse de otro modo. Sin duda se lo habría oído a François de Foix Cándale. Observa, además, que ni el vulgo ni la naturaleza toman en cuenta estos cálculos científicos; a él tampoco lo preocupan; se trata de un mundo vedado para él ( 4). Las ciencias de la naturaleza en cambio le interesaron siempre. Bien a menudo se las ve andar en tanteos hacia fines de ese siglo xvi. Bacon no ha hecho aún su aparición y nadie ha denunciado claramente las supersticiones que perturban el ánimo de los inves­ tigadores. Faltos de método, faltos de paciencia, se apresuran siem­ pre demasiado. “De ordinario veo que estos hombres, ante ciertos (») ( =) ( 3) (*)

E¡¡sais, II, XVII, 639. Ibid.,11, XXXVII, 741. Bulletin des amis de Montaigne, 2* sorie, N9 1, p. 12. Essais, 11, XIII. - II, XII, 577. - III, XI, 996.

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hechos propuestos a su consideración, se entretienen de preferencia buscando las causas que los originan antes que la verdad que ellos encierran... Comienzan generalmente de esta manera: Veamos có­ mo es que este hecho sucede. Pero ¿es que realmente sucede?, ha­ bría que decir.” ( 5) Un siglo más tarde, Fontenelle recomendará constantemente una idéntica prudencia elemental en su apólogo del

diente de oro. Hacia 1580 todo el mundo creyó ver hechos maravillosos. Son incontables. Dos jóvenes casados, amigos de Montaigne, creían ser víctimas de cierto maleficio que impedía el acto matrimonial y al cual se llamaba la trabazón o el anudamiento de las agujetas. Mon­ taigne los tranquilizó, les dio una moneda de oro que Jacques Peiletier le había dejado para que se curara de una insolación y que debería liberarlos infaliblemente del maleficio. Fueron liberados, en efecto; sólo padecían de un mal imaginario (°). Había también otros hechiceros, aparte los anudadores de agu­ jetas. Montaigne había visto muchas veces a estos pretendidos en­ cantadores. en especial, en una cierta ocasión en que le fueron pre­ sentados entre diez o doce juntos y pudo examinarlos a placer. Se trataba sólo de unas mentes trastornadas a las cuales les hubiera “prescripto antes el eléboro que la cicuta” (*). Algunas personas imaginativas y ociosas se dedicaban a pronos­ ticar lo venidero. Montaigne pudo verificar por sí mismo que estos pronósticos eran tan ambiguos que podían ser aplicados a toda suerte de acontecimientos ( 8). Durante su viaje, él, eterna víctima de los cólicos, encontró dos enfermos de su mismo mal que habían sido curados en circuns­ tancias extraordinarias; hizo que le contaran en detalle la curación. Siguió también con la mayor atención un exorcismo (* ). Antes de creer quería cerciorarse bien; no era “hombre de dejarse agarrotar el juicio”. Después de todas sus investigaciones escribe en 1588: “Hasta el presente, todos estos milagros v sucesos extraordinarios escapan a mi inteligencia” ( 10). («) (*) (U (») ( #) (>*)

'Ib-id., 996. 997. Ibid., I, XXI, ,112. Ibid., III, XI, 1003. ilbid., I, XI, 60. Journal d e Voy age (ed. Dédéyan), pp. 315, 261, 219. Estáis, MI, XI, 999.

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Lo que de éstos cuentan otros, si él no los ha visto, no los tiene por suficientemente probados. A menudo se lanza una novedad, se la repite, se la comenta, se le añade algo; rápidamente es agrandada y deformada. Quien pueda remontarse entonces hasta el origen de este rumor, reconocerá que no reposa sobre ningún otro fundamen­ to como no sea la imaginación, la credulidad, a veces el temor del vulgo. Entre los historiadores, Montaigne ha distinguido con mucho tino. Cuando éstos refieren hechos ordinarios se confia en los que se muestran como espíritus sencillos y sin pretensiones o en los espíritus superiores. Desconfía de los mediocres que quieren arreglar las cosas y las embrollan. Cuando tratan de hechos sorprendentes no cree en un Froissart, un Bouchet o un Nicolás Gilíes; les cree, en cambio, a César, a Plinio, a Plutarco, a San Agustín. Estos grandes testigos tienen bastante juicio y seguridad para no dejarse engañar. Condenar las historias que ellos narran sería “singular atrevi­ miento” ( l l ). Hay pues hechos maravillosos o que nos parecen tales; éstos son producidos por fuerzas que conocemos mal. Estas fuerzas exis­ ten, comprobamos su presencia, pero no podemos medir sus al­ cances. La imaginación es la menos oculta pero no la menos poderosa. Ella ha podido cambiar el sexo de una Marie Germain que Mon­ taigne vio en Vitry-le-François; actúa sobre el cuerpo del niño que está todavía en el seno de la madre; hombres y animales sufren su influencia; Montaigne vio un pájaro fascinado por un gato. La ima­ ginación produce quizá los estigmas, los éxtasis ( 12). ¡La naturaleza es capaz de tantos prodigios! Pasó por el cas­ tillo de Montaigne un niño monstruoso; otro monstruo, un pastor, vive todavía en la Gascuña. ¿Y los hombres de Heródoto que tienen los ojos en el pecho? ( ,s) Por encima de nosotros, los astros, a los que se tenía siempre como inofensivos en cuanto a nuestra herencia, ejercen sobre nues­ tras vidas una acción misteriosa. E l padre Ide Montaigne había muerto del mal de piedra, no habiendo sufrido del mismo desde que ( ” ) Essais, 1, XXVII, 191. - II, X, 398. - IH, VIII, 914. 0 a) Ibid., I, XXI. ( 1S) Ibid., II, XXX. - II, XI4, 509.

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nació el hijo; ¿cómo pudo ser que esta enfermedad se transmitiera de un cuerpo sano a otro igualmente sano? ( M) Cualquiera sea la enfermedad de que se trate, es muy difícil descubrir las causas y aplicarles los remedios eficaces. Compadez­ camos al médico. “Preciso es que él conozca la naturaleza del en­ fermo, su temperamento, su carácter, sus tendencias, sus acciones, hasta sus pensamientos y sus imaginaciones; es necesario también que tome en cuenta las circunstancias externas, la naturaleza del lugar, las condiciones del clima, del tiempo, la posición de los astros y sus influencias; que sep a .. . e tc .. . etc.” El menor error puede ser grave en esta materia; y lo que complica la investigación es el azar, que se mezcla a todo, de donde se queda siempre expuesto a confun­ dir un caso fortuito con un caso ordinario ( 1S). Si las causas son tan difíciles de descubrir y los hechos tan difíciles de observar una verdadera ciencia debe ser prudente en sus afirmaciones. Ahora bien: los sabios del siglo xvi se tienen o son tenidos como infalibles aun si invocan principios que no han anali­ zado jamás. “Se acepta tanto la medicina y la geometría como las charlatanerías, los encantamientos, los pronósticos, toda clase de mojigangas y hasta esa ridicula persecución de la piedra filosofal; todo es admitido sin discusión.” ¿Quiérese emitir una duda sobre lo bien fundado de esas suposiciones que no han sido verificadas? “En seguida sale de sus bocas esta sentencia: que no hay que dis­ cutir con aquellos que niegan los principios.” ( l0) Bacon había oído la misma “sentencia”: “con aquel que niegue los principios, discutir es sacrilegio” ( 17). Concluía éste, como Montaigne, que la ciencia de estos sabios era hija de la autoridad, mas no era la verdad ver­ dadera. En nombre de estos principios impuestos por la tradición, la ciencia oficial admitía cosas más inverosímiles. La medicina está cegada al punto de recomendar remedios de una elección “miste­ riosa y divina”, dice Montaigne: “la pata izquierda de una tortuga, el orín de un lagarto, el estiércol de un elefante, el hígado de un to{po, la sangre extraída bajo el ala de una paloma blanca, y para ( w) Ibid., II, XII, 430. - II, XXXVII, 740. (" ') Ibid., 750. - I, XXXIV. - I, XXIV, 139. - III, X III, 1057. ('» ) Ibid., II, XII, 545, 5-25. ( ,T) R. Lcnoble, “La ponsée scientifique inoderne”, en Histoire des Sciences ( Enoyc’lopedie de la Pléiade), p. 437.

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nosotros, los que padecemos cólicos (tanto abusan de nuestra mi­ seria), excrementos de rata pulverizados y otras ridiculeces seme­ jantes, que tienen más de encantamientos mágicos que de una cien­ cia sólida” ( 38). Una ciencia verdadera se acuerda con el sentido común, con la razón y además con la experiencia. Un sabio de profesión ha soste­ nido que los antiguos no sabían orientarse. Sus argumentos apare­ cían llenos de “verosimilitud”, dice Montaigne. “¿Cómo pues —le dije yo— los que navegaban bajo las leyes de Teofastro iban hacia occidente cuando enfilaban hacia el levante? ¿Iban de costado o ha­ cia atrás? Los conducía la fortuna —me respondió—; a tal punto se engañaban ellos mismos. Le repliqué entonces que prefería atener­ me a los hechos antes que a las explicaciones.” Personas entendidas aseguraban que el mal de piedra se curaba indefectiblemente con la sangre de un macho cabrío alimentado según una cierta receta. Montaigne hizo alimentar uno como se lo recomendaron; cuando lo hizo matar encontraron en su panza tres grandes piedras seme­ jantes a las de los afectados por la litiasis. “Es pues una esperanza bien vana para los enfermos del mal de piedra contar para su cu­ ración con la sangre do un animal que hubiera debido morir de un mal semejante al de ellos.” ( 1#) Montaigne es exigente. No cree que la experiencia ni la razón o por lo menos una presunta razón sean suficientes para verificar una hipótesis. En el campo de la astronomía, Copérnico acababa de sostener que la tierra giraba alrededor del sol. “Había funda­ mentado tan bien esta doctrina que se servía de ella rigurosamente para todas sus deducciones astronómicas.” Los fenómenos, esta vez, se acordaban perfectamente con la razón; y sin embargo Montaigne todavía no estaba seguro de que la teoría de Copérnico fuera verda­ dera. No es lo bastante sabio para descubrir si los supuestos sobre los cuales Co,pérnico había basado su astronomía son falsos o no; tampoco se apega al viejo sistema de Tolomeo, mas no por pereza intelectual; todo lo contrario, dice que todavía quedan muchas cosas por descubrir, que las teorías de los sabios no son más que pro­ visionales. “Cuando se nos presenta alguna teoría nueva tenemos motivos sobrados para desconfiar, considerando que antes que ella ( 38) Essais, M, XXXVII, 747. (>») Il>icl„ H,XI!, 557. - II, XXXVII, 757-758.

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se hubiera producido su contraria estaba en boga y asi como la anterior ha sido derribada por la presente, podría aparecer en el futuro una tercera que chocara igualmente con la segunda.” En estos momentos en que acaba de ser descubierta la América, los geógrafos están convencidos de que el mundo entero ha sido descubierto. Es­ peremos, dice Montaigne (*“). Hubiera podido agregar: Veritas filia temporis ( 21). No conoció a Bacon, pero Bacon ,pudo haber conocido los En­ sayos. Su hermano mayor, Antony, mantenía correspondencia con Montaigne. La última carta que éste recibió fue de Antony TJacon ( S2). Montaigne tuvo que defenderse, al igual que Bacon, para no aparecer como un espíritu aventurero o tal vez impío. Las ciencias criticadas por él no estaban ciertamente desligadas de la supersti­ ción. Investigando los secretos de la naturaleza, se creía con fre­ cuencia descubrir intervenciones sobrenaturales y los sabios asimi­ laban los acontecimientos modernos a los que están relatados en la Biblia. Montaigne, que indudablemente carecía del sentido histó­ rico, sabía por lo menos distinguir bien netamente entre lo sagrado y lo profano. “Para conciliar los ejemplos que en tales cosas —la hechicería— nos ofrece la divina palabra, muy ciertos e irrefragables ejemplos, acordándolos con los acontecimientos modernos, puesto que no vemos en ellos las causas ni los medios que los producen, tendríamos necesidad de un ingenio distinto del nuestro.” Sólo a Dios corresponde decimos cuándo É l u otros seres sobrenaturales intervie­ nen en nuestro mundo. Solamente É l lo sabe. “No creo más que en los milagros de la Fe”, escribe Montaigne (a*). Los designios de Dios son todavía más difíciles de reconocer que las intervenciones. Una apologética simplista se permite inter­ pretar en este sentido los acontecimientos. “Cuando las viñas se hielan en mi aldea el cura saca como consecuencia que es la cólera de Dios que se desata sobre la raza humana y que la pepita alcanza ya hasta los caníbales. A la vista de nuestras guerras civiles, ¿quién no clama a gritos que esta máquina se transtoma y que el día del (*) ( 21) ( 22) í 22)

Ibid., II, XII, 556, 558. La verdad es hija del tiempo. (N. del E.) Bulletin des Amis de Montaigne, 2? serie, Essais, III, XI, 1001. - III, V, 828.

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1, p. 10.

juicio nos toma ya por el cuello, sin darse cuenta de que muchas otras cosas peores han sido vistas y que las diez mil partes del mundo no dejan, sin embargo, de tomar ínfulas cuando llega el buen tiempo?” Católicos y reformados, cada uno a su vez, hacen hincapié en sus éxitos militares para aparecer como que el cielo aprueba su causa. Montaigne detesta “estos intérpretes, verificadores de los de­ signios de Dios”. Pone por título a uno de sus Ensayos este signifi­ cativo pensamiento: “Conviene sobriamente no juzgar las cosas di­ vinas” ( í4). Para él la ciencia no es la fe, y no se ve trabada tampoco por ella.(*)

( * ) Ibid., I, XXXII, 223. - I, XXVI, 168.

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VIH. LA CONDUCTA HUMANA EN LOS ENSAYOS: VALOR D E L HOMBRE, SUS PLACERES Y SUS D EBER ES

pues la ciencia del siglo xvi trabada por infinidad de obstáculos. Se alimenta de ilusiones varias en lugar de ob­ servar bien los hechos y tratar de descubrir sus causas verdaderas. El mundo superior, objeto de estudio de los sabios, es siempre mal conocido. Montaigne no se hace un problema por ello; el pequeño mundo, el hombre común lo preocupan ya bastante, por otro lado. En su torre de Montbard, en el siglo xvm, el sabio Buffon se dedicaría a descubrir el orden de la naturaleza: “Ingenium par naturae” (* ), según reza la inscripción que lleva su estatua. En su torre de Périgord, el sabio Montaigne ha elegido otro tema de es­ tudio. “Conócete a ti mismo.” Tal era la divisa tde Sócrates, el cual ha­ bía hecho descender la filosofía desde el cielo a la tierra. Montaigne lo cita una y otra vez; él mismo es el autor de una revolución si no tan señalada, por lo menos bastante parecida. De los secretos del cielo y de la tierra no sabe, por así decirlo, nada; pero cada uno de sus Ensayos constituye una verdadera indagatoria sobre el hombre. No busca definir el hombre en general, aquel que es siempre y en todas partes el mismo, el hombre de los clásicos o el animal ra­ cional de los filósofos. Lo descubrirá, sin duda, pero tras innumera­ bles rodeos. Empieza observando a los hombres uno por uno, o por grupos. Estudia los pueblos antiguos y los modernos; entre los pue­

V

em o s

(*) Talento es igual a la naturaleza. (N. del E.)

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blos, las profesiones o condiciones sociales, los sabios y los ignorantes, los soldados, los magistrados, los grandes y los pequeños; después la multitud innumerable de individuos, los unos celebrados por los autores, los otros anónimos y conocidos sólo por casualidad. No se desentiende de los más ínfimos, aquellos que apenas son tratados como hombres: los hechiceros, los encausados o condenados a tor­ tura y los habitantes del Nuevo Mundo. Montaigne escribió dos Ensayos sobre los caníbales: “ellos no llevan calzones”, pero valen más que sus conquistadores, los cuales, son pretexto de política o de religión, han querido exterminarlos (*). Se ofrece así, a través de los Ensayos, una especie de revista general de la humanidad. En la Edad Media se acostumbraba a re­ presentar a los hombres de cualquier condición siendo arrastrados por la mano de la muerte. En lugar de esa representación macabra, Fra Angélico pintó el coro de los elegidos. Montaigne no ha .pintado ningún coro celestial ni ninguna danza macabra; mira a los hom­ bres desfilando en el tiempo y en el espacio, precipitándose al azar y totalmente diferentes los unos de los otros. “Su característica más general es k diversidad.” ( 8) Esta frase, la última de los Ensayos editados en 1580, expresa cabalmente una de las grandes ideas de su libro. Entre esa confusa multitud, el más curioso de todos resultará siempre el propio Montaigne. No cesa de contemplarse en medio de los demás yendo de sorpresa en sorpresa con respecto a su per­ sona. Lo que era él ayer deja de serlo al' día siguiente. Cambia de un momento a otro. En él “todas las contradicciones se dan según cierta manera o circunstancia. Tan pronto tímido como audaz; la­ borioso o negligente; mentiroso o veraz; sabio o ignorante y liberal y avaro y pródigo, todo lo veo en mí” (*). El capítulo en el que ha registrado todas estas variantes tiene como título: “De la in­ constancia de nuestras acciones”. Montaigne advierte en él ciertos gustos que le parecen extra­ ños: “No soy excesivamente aficionado ni a las ensaladas ni a las frutas, salvo los melones. Mi padre detestaba toda clase de salsas; a mí me gustan todas.. . He variado del blanco al clarete y después ( 2) Ibicl., I, XXXI. - III. VI. (») Ibicl., II, XXXVll, 764. (*) Ibicl., II, I, 323.

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del clarete al blanco” (* ). Escalígero se encoge de hombros: “Buen trabajo me da el saber si Montaigne gustaba del vino blanco o del clarete” ( #). Evidentemente puede uno dispensarse de saberlo, y, sin embargo, en su diario íntimo se toleran confidencias no menos triviales. Y si todavía se quiere apreciar justamente cuán origina! es un hombre, no puede ser del todo inútil el conocer por lo me­ nudo tan singulares extravagancias. Cuando Montaigne se compara con los demás o cuando compa­ ra a los hombres entre sí, difícilmente encuentra una medida común para todos. De una bestia a un hombre hay menos diferencia que de un hombre a otro ( 7). I-Iay dentro de la humanidad seres defi­ cientes y seres de elección. Montaigne empieza por clasificar a los mejores en una especie de lista de eminencias. Destaca tres mujeres que considera excepcionales: una que presenta en forma anónima y, luego, Arria y Pompeia Paulina; tres hombres excelsos: Homero, Alejandro, Epaminondas ( 8). Una docena de otros nombres de mé­ ritos menores son citados muchas veces en los Ensayos. Por encima de todos y como fuera de toda competencia: Séneca, Catón, Sócra­ tes. Al lado de los héroes, cita algunos santos: San Carlos Borromeo, contemporáneo sujo; San Agustín; San Hilario; San Paulino. Los santos y los héroes son extraordinarios ejemplos. Hay que admirarlos. Montaigne se coloca fácilmente por medio de la imagi­ nación en lugar de aqu éllos... “Aun arrastrándome sobre el cieno no dejo de reconocer, dice hasta quedar atónito, la altura inalcan­ zable de ciertas almas heroicas.” (° ) Se deja transportar por sus ejemplos, mas no se propone imitarlos. En su capítulo “De la mode­ ración” recomienda una virtud atemperada, mediana, sin extremos ( '* ) . Los santos, en particular, nos sobrepasan de tan alto que pue­ den considerarse como pertenecientes a un orden superior al cual no nos es dable acceder. “Yo no me refiero aquí ni confundo con esta especie de niños grandes que somos los hombres ni con lo que es propio de los juicios y deseos vanos que nos entretienen, a esas almas venerables, elevadas por la religión y su devoción ardiente a (») (*) (* ) (») (®) O®)

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