Miguel de Unamuno Analisis

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Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos

I El hombre de carne y hueso Miguel de Unamuno en su obra Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y los pueblos (1912-1913), entiende la idea del “hombre de carne y hueso” no como el hombre abstracto (racional), tal como se había concebido por los filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de vivirla, sino más bien, como una realidad verdaderamente existente, como un principio de unidad y un principio de continuidad. De aquí que señale: “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño […] El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere; el hombre que se ve y a quién se oye, el hermano, el verdadero hermano”[1]. Tal concepción de Unamuno se manifiesta debido a que hay otra cosa que llaman también hombre, esto es: un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época, que no tiene sexo ni patria, es decir, un no-hombre, un hombre elevado únicamente al margen netamente cientificista. De esto que el autor señale y exprese que el hombre que hemos de comprender en la realidad, no es un hombre abstracto, sino el de carne y hueso, un hombre con hambre de supervivencia, con afectos y sentimientos y con el afán de inmortalidad. No obstante hemos de comprender que el fundamento de la inmortalidad para el hombre de carne y hueso se encuentra simplemente en la esperanza. Pero tal inmortalidad no consiste a su vez en una desteñida supervivencia de las almas, sino más bien, en una espera, en el que la inmortalidad del propio cuerpo se da en aquel que se conoce y sufre en la vida cotidiana. De lo anterior, ahora señala que toda filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción, es decir, una filosofía que brota de nuestra vida misma “ya que no suelen ser nuestras ideas las que

nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico quizás, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas”[2]. Por tanto, para Unamuno crear toda filosofía quiere decir, el esfuerzo que cada uno de nosotros pone en seguir siendo hombre, en no morir. Asimismo, Unamuno comprende el hombre de carne y hueso como aquel que se pregunta por su yo, ya que al hablar del yo, hablo de yo concreto y personal, por ello señala: “y lo que determina a un hombre, lo que lo hace un hombre, uno y no otro, el que es y no el que no es, es un principio de unidad y un principio de continuidad”[3]. De aquí que señale que todo lo que conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme, y por lo tanto, a destruirse “porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de mi vida, es dejar de ser el que soy, es decir, es sencillamente dejar de ser […] ¿Qué otro llenaría tan bien o mejor que yo el papel que lleno? ¿Qué otro cumpliría mi función social? Sí, pero no yo”[4]. Por tanto, para Unamuno, no basta ser puramente racional, sino que también se debe ser afectivo. No basta pensar, hay que sentir nuestro destino. No basta curar la peste, hay que saber llorarla. II El punto de partida Aquí, Unamuno expresa que todos los hombres se empeñan por naturaleza en conocer, pero tal necesidad de conocer es para vivir “el conocimiento nos muestra ligado a la necesidad de vivir y procurarse sustento para lograrlo”[5]. Ya que, los seres que parecen dotados de percepción, perciben para poder vivir, y sólo en cuanto que lo necesitan para vivir, perciben. Es por ello, que el llamado conocimiento innato de conocer, sólo se despierta y obra luego que está satisfecha la necesidad de conocer para vivir; y aunque algunas vez no sucediera así en las condiciones actuales de nuestro linaje, sino que la curiosidad se sobreponga a la necesidad y la ciencia al hambre, el hecho primordial es que la curiosidad brotó de la necesidad de conocer para vivir “el conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir, y primariamente al servicio del instinto de conservación personal”[6]. Así, pues, el hombre, en su estado de individuo aislado, no ve, ni oye, ni toca, ni gusta, ni huele más que lo que necesita para vivir y conservarse, es decir, existe para nosotros todo lo que, de una o de otra manera, necesitamos conocer para existir nosotros; la existencia objetiva es, en nuestro conocer, una dependencia de nuestra propia existencia personal. Así, llega a preguntarse ¿para qué se filosofa?, es decir, ¿para qué se investiga los primeros principios y los fines últimos de las cosas? Ante esto, Unamuno expresa: “buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito […] la filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no sólo con la razón, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo”[7]. Por tanto, el filósofo filosofa para algo más que para filosofar. Ya que antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir, y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle alguna finalidad.

Por lo tanto, Unamuno señala que al hombre sólo le interesa el por qué en función del para qué, ya que sólo queremos saber de dónde venimos para saber a dónde vamos. “¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente”[8]. Así, todo lo demás fuera de esto, es querer engañarme o engañar a los demás. Y querer engañar a los demás es engañarse a sí mismo. “ese punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida”[9]. Bibliografía: De Unamuno Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Buenos Aires, Losada, 2008, págs. 7-38.