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-Meth ZGerardo Arana

ÍNDICE

Libro 1 Pegaso Zorokin Meth Z Tortuga en obra negra Cámara de luz blanca Anarcosentimentalismo Un editor en apuros Pegaso y Sailor 1912 Médicos esfumados Vigilancia extrema Pegaso y la Bruja del Este María Eugenia EE The Warp Zone La Marrana Gaitán olvida quién es quien Magma Wirikuta Un escritor en apuros Meth Z 4. Bildungromance El nuevo hogar de Pegaso Dungeons and Dragons El fin del oeste al norte del mundo Meth Z 2 Pegaso Zorokin Carta de una lectora La swastika negra Oeste del norte Meth Z 3 El sueño, el sueño

Los últimos años de Pegaso y María La tortuga estalla Libro 2 Meth Zodiaco [Copy & Hack] Acción Hack: Fotoratón Un día Hack Transformers Pasado perfecto Bogart muere Deja bú Future Kids El final sostenido Comentario de texto IFE Un cuento en un USB Intermedio Hipster cabeza de ángel Vuelta de tuerca 11 de noviembre Yo soy Hack El sentido de un final Fade Out, Again Libro 3 Beatriz Destruida Prólogo I. El símbolo II. Anotaciones al margen de un diccionario III. Inspección literaria Relativismo Prefacio de Forest Town

-PEGASO ZOROKIN-

He matado. Voy a desafiar a mi semejante A cuchilladas, sin piedad. He matado He sido más listo Tengo sentido de la realidad. Yo poeta he actuado he matado. Blaise Cendrars

Meth Z La piedra había sido removida. Marcos 14:6

Pegaso Zorokin se había enamorado y había decidido dejar las drogas. La idea a decir verdad no lo convencía del todo. Se lo había prometido a su chica. En la escuela todos se drogaban. No tenía por qué estar mal drogarse. Pegaso pensaba en voz alta derribado en el diván. El Meth apenas había dejado cicatrices en su rostro. Pegaso Zorokin no lucía nada mal para tener veintidós años. Antes de salir a ver a María Eugenia se pintó el pelo de azul y se echó a reír. Se miró en su cámara de luz y se afeitó con un cuchillo. Se parecía tanto a ella. A su mujer, a su pájaro azul. Los dos se parecían tanto. María Eugenia tenía un solo inconveniente. A ella no le gustaba que él se drogara. Pegaso miró con desdén su reflejo. Se realizó varios cortes en la muñecas y se hizo una cicatriz vertical en el ojo izquierdo. María Eugenia no tenía por que enterarse. El muchacho encendió la piedra en su pipa reloj. Las manecillas giraron furiosas. Sostuvo el humo de entre los dientes. Se vio en el espejo hasta que su pecho quedó iluminado. La pipa se quedó suspendida en medio de la alcoba. Pensó en regresar el tiempo. En no encender la pipa. Un pulso volcán se lo impedía. Demasiado tarde Zorokin, la tierra finalmente se había transformado. El tiempo retrocedía. Pegaso se puso sus botas de zinc y encendió su automóvil. El mago se veía guapísimo conduciendo. Pegaso Zorokin había fallado una vez más. No era sencillo dejar la droga. Zorokin llevaba toda su vida encendido. Cuando le enseñaron a

conducir venenos Pegaso tenía tan sólo nueve años. Él hacía sus drogas en un matraz. A sus doce años Zorokin había recibido un premio por inventar el Meth Z. Estando bajo el curso de la substancia habían muerto tres compañeras suyas. Era importante dejar las drogas. Era importante dejar de hacer drogas. María Eugenia lo valía. ¿Por qué era tan difícil para Zorokin entenderlo? Ahora la piedra licuaba su mente. El mago se sentía vivo. Zorokin conducía con destreza su Volvo negro. Puso a Can en el estéreo y aceleró. Apenas llegó a casa de María se vio en el espejo del auto. Pegaso estaba nervioso. Tenía los ojos azules y escamas entre los dedos. María Eugenia se daría cuenta. Él había roto su promesa. Antes de llegar al apartamento de María abrió su maletín, buscó unas tijeras y se cortó los párpados. Se puso imanes detrás de los oídos y encendió un cigarrillo. Tendría que mentirle a María. Se vio una vez más al espejo. Qué imbécil. Se había cortado los párpados. Había vuelto a la piedra. Su chica iba a enojarse. Pegaso estaba furioso. No quería que María Eugenia lo viera así. El muchacho volvió a encender el Volvo y lo estrelló contra un puente. Salió del auto en llamas y fue a la ciudad a comprar gafas. El muchacho atravesó todo Paseo de los Insurgentes y se detuvo en el Parque Hundido. Hace apenas tres días le había prometido que no se drogaría. La piedra había llegado a él. Cómo explicarlo. El mago furioso destrozó una estatua de mármol. Era el general Vicente Guerrero. Cuando el insurgente estalló una espada de cobre cayó al suelo. Zorokin la levantó. Los puños le sangraban. La empuñó y trató de derretirla. —¡Hágase mi voluntad! —gritaba Zorokin soñoliento. Y un magma ardiente le escurría entre los dedos. Una patrulla se detuvo frente al parque. Zorokin pegó un salto desde los escalones. Sus puños brillaban plateados. La espada se había derretido. Tomó al oficial del pecho y lo hizo arder al rojo vivo. Las balas de la cartuchera estallaron.

Zorokin se echó a llorar. Lo había hecho otra vez. Al menos no había sido tan grave. La última vez había destruido un helicóptero del estado. Los jóvenes mataban en su país. Los jóvenes se drogaban en su país. Pobre Zorokin mago salvaje adicto a la piedra. Pegaso Zorokin se sentó en los escalones y retrocedió los tiempos. Esta vez lo logró. Logró retroceder el tiempo. El oficial está vivo. La estatua del general Guerrero se reconstruye, la espada regresa a su lugar. Zorokin llega a la plaza. El oficial vuelve a acercarse. —Joven, necesito revisar su bolso —le dijo desafiante. Pegaso Zorokin abrió el bolso. Dentro, sólo habían cosméticos y un libro de Boris Vian. —Son mis libros de la universidad —le dijo Zorokin y se echó a llorar. —Tenga cuidado —le dijo el oficial. Pegaso asintió. Que estupidez haber regresado el tiempo. Debió haberlo dejado muerto. Absorberle el tálamo y ya delirante desaparecer su cadáver. Zorokin entró a un Sanborns, se tomó un americano y compró unas gafas de Armani. Recorrió caminando la ciudad. María Eugenia se daría cuenta. María Eugenia lo sabía todo. El pensamiento enloquecía a Zorokin. La Ciudad de México lo hechizaba. El transcurrir del tiempo y las cosas lo seducía. María Eugenia lo sabría. Ella también había sido drogadicta. El mismo Pegaso le hacía drogas cuando eran niños. María Eugenia se había limpiado. Hacía años que María Eugenia no conducía una sola substancia por su organismo. Ahora María sólo comía peras y almendras. Él le juró que no volvería a encenderse. A los tres días rompió su promesa. Pegaso Zorokin apareció en la puerta de María Eugenia con gafas negras. Pegaso le hizo el amor por primera vez y cuando despertaron encontraron un diamante flotando sobre la cama. Pegaso le pidió autorización para guardarlo. El Meth Z , su droga favorita, adquiría fuerza con ese cristal. María Eugenia le quitó las

gafas y se echó a llorar. —Fumaste piedra otra vez —le dijo severa. —No lo vuelvo hacer —le contestó el mago. Pegaso sintió repulsión y trató de regresar el tiempo. Zorokin no tenía fuerzas. El muchacho, con los ojos llenos de lágrimas comenzó a desaparecer. María se sentó en el diván. Pegaso le dio la espalda. El diamante lo atraía con fuerza. Encendió un cigarrillo y se levantó del suelo. Zorokin rezó un padre nuestro y descendió para abrazar a María. María Eugenia guardó el diamante en su relicario. El relicario era de magma detenido. Solo ella sabía abrirlo. Zorokin se había vuelto a poner las gafas. Sudaba. Se encontraba ansioso. Con la fuerza de los dientes se había cortado la lengua. El filtro del camel estaba lleno de sangre. María se acercó a limpiarle el pecho. —Por favor vete Pegaso —le dijo llorando. —¡Dame el relicario! —le pidió Zorokin bañado en sangre. María lo puso en sus manos. —¡Ábrelo! —le gritó el mago con los colmillos de fuera. Con su mano derecha apretó el cuello de María Eugenia y comenzó a asfixiarla. Zorokin lloraba. Tenía sólo tres dientes y cientos de alfileres clavados en el paladar. La lengua brincó de su boca. La lengua estaba llena de perforaciones. María Eugenia sumergió sus dedos en el cofre ardiente. Su mano se inflamó de sangre. Sus ojos crecieron. A través del cofre su mano se hizo de hueso. Sus ligamentos azules se separaron de la carne. María Eugenia sacó el diamante. Pegaso desdobló la cuchara que llevaba en la muñeca y puso el diamante sobre ella. El diamante se encendió al rojo vivo. Ella sabía cómo se sentía Pegaso. Su mano izquierda estaba destruida. Pegaso se quedó dormido, la cuchara estaba deshecha. A Pegaso le crecieron los párpados. Las heridas del Meth sanaron. Los dientes se compusieron.

—Tienes razón, Zorokin, los drogadictos se parecen mucho a los santos. Los drogadictos son hombres ansiosos por transformarse en Dios —le dijo María Eugenia y le besó la frente. Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos. Entonces empezó el libro.

Tortuga en obra negra La destrucción era mi única Beatriz. Mallarmé

El señor Pegaso Zorokin, narrador del abismo, antes de comenzar un relato estrellaba una tortuga contra las paredes de su habitación. Destruir es aproximar vida a la muerte. Interesante proceso creativo el del señor Zorokin. El crimen, abominable, sus cuentos, ya lo sabemos, geniales. Raros y geniales. Cómo no iba a ser, el señor Zorokin, antes de narrador era especialista en destrucción. Destruir es narrar a la inversa. Siempre hay una obra escondida en su propia destrucción. Para descubrirlo se necesita valentía y humildad. Sobre todo humildad. De su método no queda mucho que decir. No hay nada más terrible que una creatura encontrando muerte en su propio dormitorio. Un sacerdote estalla con todo y su templo, sus esqueletos quedan en obras. Una nueva obra negra, un nuevo relato. Sí, el proceso es horrible. En unos instantes, al confundirse domicilio y habitante se forma un organismo que es transformación de carne, astillas y estallido. Si hay un cuentista cerca, el suceso no pasará desapercibido. Todo texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo. Hace unas semanas, bajo las copas de un olmo, entre espigas y manzanas doradas se me apareció una horrible tortuga. En su caparazón llevaba escrito con plumón negro: Zorokin 1987. Con la tortuguita entre las manos corrí a mi habitación, la estrellé con un martillo y me senté a pensar junto al cadáver. Prendí el Meth Z en el caparazón destruido. Aspiré el humo azul y comencé a hablar solo, como si yo fuera una máquina, una máquina que hace humo y palabras.

Pensé muchas cosas, las agrupé y les di un sentido. Entonces empecé el libro.

Cámara de luz blanca Ese es mi símbolo, la máquina de hacer palabras. María Eugenia

El Doctor Zorokin, enamorado por la fenomenología crística de Steiner y siguiendo la arquitectura intuitiva como método, llamaba a su máquina Jerusalén. A decir verdad su proceso creativo fue interesante. El Doctor abandonó sus propios planos a una semana de haber comenzado su invención. Decía saberse su máquina de memoria. Durante el ensamblaje fue escalofriante descubrir que en uno de los periscopios de la máquina se podían escuchar murmures humanos. Frases debilitadas que no expresaban mucho. Las escuché por accidente mientras desempolvaba su invento. Cientos de telarañas inundaban como espuma su relojería de hierro. El Doctor Zorokin había dedicado tanto tiempo a la construcción de la máquina que supongo terminó esperando grandes resultados. Fue entonces que empecé a sospechar que el Doctor Zorokin en realidad se estaba engañando a sí mismo, esperando un accidente o una revelación de la materia. Ya ha ocurrido en la historia. El Doctor se negaba a aceptar que hace mucho tiempo la humanidad ya había superado la edad de los descubrimientos. Su necedad era la única fuerza que lo mantenía esperanzado. Creo que el Doctor intentaba inventar de la nada, así como lo hacían los grandes inventores de las enciclopedias de Salvat. Cuando me confesó los

propósitos de su invento yo intentaba explicarle las diferencias entre crear e inventar. En medio de mi discurso me interrumpió y me dijo: —María Eugenia, Jerusalén es la máquina de los inventos, como verás, estoy ocupado. Sonrió con cierta demencia, mordió un lápiz y con un tenedor se dedicó a aflojar un tornillo. Una máquina que haría más inventos, qué estupidez. El riesgo de seguir la intuición como método es que el fracaso puede ser realmente desalentador pues es la esperanza y no un procedimiento científico lo que se encuentra en juego. No puedo ser duro con él. Lo de Jerusalén ha mantenido su mente en forma una buena temporada. Una mente creativa es una mente sana me repetía viéndolo pasar la tarde entera inclinando péndulos en posiciones distintas. Anda María, me decía a mí mismo, deja que tu esposo enloquezca, deja que tenga una infancia feliz. Mientras él desarrollaba su invento yo trabajaba en un libro de cuentos. Al libro no le encontraba solución. El libro cada vez se parecía mas a su máquina y eso me causaba terror. La máquina me tenía muy distraído, con aquel instrumento ahí me era muy difícil escribir. El desorden es muy tentador y el problema es que los libros de cuentos requieren cierta organización, cierta empatía con los procesos de vida. Los cuentos, siempre lo he creído, son campos de experimentación moral. Campos minados, nos diría el señor Beckett. Jerusalén, ese desorden de funciones y piezas, una vez delimitada su área se me figuraba como un rinoceronte dando siempre la espalda, un rinoceronte sentado en medio del departamento. Al rinoceronte le siguieron muchas corazas y escudos y pronto tuve en la sala un caballero muerto por la asfixia de su armadura. Desde que el Doctor empezó a trabajar me veo obligado a cerrar las ventanas. Teme que una nube arruine su invento. A veces no sé si el Doctor es científico, poeta, niño o simplemente un imbécil.
Un científico imbécil que encontró en la

poesía el procedimiento para recuperar su niñez. Un día el Doctor Zorokin me despertó a las tres de la mañana. Había terminado la máquina. Quería que yo estuviera presente en la primera demostración. Era la primera vez que Jerusalén era puesta a funcionar. Jerusalén, el invento de inventar inventos.
Se dirigió al librero, eligió un libro y lo metió en una de las ventanas negras de la máquina. El libro era uno de mis favoritos. Y pensé entonces que esa máquina era o iba a ser una guillotina. Sacó de sus bolsillos una placa de sheriff e hizo lo mismo, luego se acerco a mí (quien no tardaba en echarme a llorar) y me desprendió del pañuelo de estrellas que llevaba apretado contra el pecho. Lo dobló con cuidado y lo puso en otro de los muelles. —Amor, quiero que sepas que ese libro me encanta. El Doctor tira del gatillo de un arpón mutilado. Acciona tres botones. Pisa un pedal de piano, sopla sobre un péndulo y una nube de aserrín triturado se esfuma en la atmósfera de la sala. —Ese libro de Beckett realmente me gustaba. Jerusalén hizo un gran escándalo. Entre el humo, las chispas y un grito sordo y terrible, en una de las bandejas de impresión apareció un grupo de hojas. Aunque la mayoría de las hojas eran negras podían leerse algunas palabras. Sólo algunas palabras. El Doctor Zorokin levantó las hojas del suelo, las estudió sin mucho interés y se lamentó intensamente diciendo que había inventado una máquina de hacer poemas. El Doctor se encerró en su habitación. Entonces empecé el libro.

Anarcosentimentalismo

Veamos. Un hombre le narra a otro una historia. El hombre que narra va dejando pistas para ser descubierto. En el relato da cuenta de su presencia describiendo su entorno, su capacidad de encontrar sentido, relaciones y el lugar que ocupa en el mundo. Resulta interesante encontrarnos contándonos historias. Historias e historias sobre las historias. Al final no somos más que las historias que nos contaron. La historia que nos contamos. Resulta interesante estudiar al hombre cuando está a punto de contar una historia. He aquí el hombre nos dice cada relato. He aquí el hombre que fue pensado y pensó este relato. Estudié psicología porque siempre consideré que lo más importante que puede alcanzar a entender a un hombre es al hombre mismo. Me estaba equivocando. En mis años universitarios, al atender mis cursos, era evidente que me estaba engañando. Para mí la demencia era hermosa. La frecuencia bipolar, la estructura de un cuento. El pasado una novela. Supe que sería un mal psicólogo cuando me descubrí, en mis prácticas profesionales, contando las sílabas de las confesiones de adolescentes desesperanzados. —Mis padres no me entienden. Octosílabo. —A veces siento ganas de matarme. Endecasílabo. Pueden revisar mi portafolio, las anotaciones de las bitácoras de mis pacientes están divididas en sílabas y separadas en estrofas. En mis años de estudiante editaba

el contenido de las entrevistas obtenidas en terapias y las llevaba a un taller de poesía con un escritor afeminado que preocupado por mí trato de drogarme y acostarse conmigo. Mi tesis de licenciatura fue un estudio de la personalidad de su personaje favorito de Dostoievski. Creo que de mí no hace falta decir más. Ese es el problema, pero ese es mi problema y no el problema de mi cuento. Por cierto, este es un cuento, le pido que lo considere como principal argumento. Necesito que sea un cuento pues ese es el ejercicio. Siempre he creído que los cuentos, en cuestiones prácticas, no tienen otra función que la de preparar a la gente para vivir. Todo texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo. Esto es un cuento y estoy consciente que los cuentos necesitan un conflicto. Recapitulemos entonces. El problema de este texto es que soy psicólogo y utilizo la literatura como método. Ordenemos el cuento. Ordenemos pensamientos. El problema es que hace una semana, consciente de lo peligroso del método, le pedí a una de mis pacientes que me trajera sus textos. El problema es que se lo pedí a María Eugenia. Problema suficiente para una novela, para un libro de ensayos o para un cuento. Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad de un delincuente, todo indica un desastre. María fue mi experimento. María me odiaba pues tenía que despertarse todos los sábados por la mañana para atender a la consulta. Su padre la esperaba leyendo el periódico en un deportivo. De María Eugenia sabía varias cosas pero no sabía que escribía. María tenia malos pensamientos y la determinación para llevarlos a cabo. Eso lo supe apenas entró a mi consultorio. María Eugenia una vez huyó de casa para destruirse. Quería atravesar Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera. No alcanzó a salir de la Ciudad de México. Decía cosas para asustarme, para que yo me desesperara y renunciara a las consultas. Yo no le caía bien a la adolescente. La niña quería intimidarme. A mí me dieron unas ganas tremendas de cogérmela. Esa niña

era la luz negra. Un ángel renegado. Un ángel bello, malvado y extraño. Sus padres decían que era delincuente. Su padre la obligó a asistir a terapia. Su exnovio, un estudiante serbio-croata fue encontrado responsable de romper los cristales de un HSBC. Ella lo amaba. Ella le decía Pegaso Zorokin. María Eugenia usaba un pañuelo de estrellas. Siempre llevaba un lápiz amarillo. Se decía aficionada al desastre. Nick Cave le resultaba irresistible. El cine alemán la hechizaba. Creía en los fantasmas. Creía que los fantasmas nos estaban buscando. Había tenido tres novios. Uno había intentado matarse. Uno la había intentado estrangular. A otro le había enseñado cómo. María Eugenia, aunque estoy seguro de que dudaría en el último instante, sabía cómo matar. María creía que teníamos derecho a las drogas y a elegir nuestra muerte. María no creía en Dios. La adolescente creía que el hombre había venido al mundo a destruir esta idea. Nadie iba a detenerla. Tenía diecinueve. No fumaba. El cáncer le causaba terror. Se sabía los pasajes de Juventud de Schumann. Un día le robó el revólver a su padre y se encerró tres días en su cuarto. Una rata infeliz del Distrito Federal. Un ángel de entre los subterráneos. Una criatura transterránea. Sus padres la descubrieron una vez besando a otra chica. No se alcanzaron a quitar la ropa. Dragon Ball Z le encantaba. Su recuerdo más intenso fue aquella mañana que acompañó a su padre al teatro. Su padre tenía que interpretar al demonio para una obra. Desde niña tenía un perrita. Ella sospechaba que era medio retrasada mental pero la quería mucho. Ese día en el teatro su padre se vio más de una hora y media en un espejo. Tenía que hacer al diablo y sabía que el diablo vivía en él. María Eugenia decía estar enamorada de él. Lo decía para asustarme, decía muchas cosas para asustarme. María Eugenia sabía que si deseaba algo lo suficiente lo podía obtener. Era muy bonita, muy bonita. Admiraba a los suicidas y no creía que los ángeles se detuvieran a pensar detrás de nosotros. Además de tener los dientes escalonados confesaba disfrutar el vacío mental que generan los chutes de aire comprimido. Le fascinaba la ciencia ficción. Había participado en una orgia.

María se hacía los jeans con navajas y sabía que nunca es tarde para tener una infancia feliz. María estudiaba economía y se sabía de memoria sus ideas favoritas. Además, María Eugenia escribía. Narrativa. Cuento. Me emocionó tanto que María escribiera. Apenas me confesó que escribía no pude evitar pedirle que a la siguiente consulta trajera sus cuentos. Sus textos más allá de documentación terapéutica funcionarían como el corpus de mis experimentos. María Eugenia, el sábado siguiente apareció con un fólder amarillo. Me pidió que los leyera. Ante la indicación no pude esperar, abrí el fólder amarillo y me sumergí en la lectura del primero de los cuentos. No sólo leí el primero, también leí el segundo y el tercero. Estuve quince minutos callado, ella no decía nada, nada más tenía que decirse. Leí sus cuentos una y otra vez. Leí tres veces cada uno. Eran sus pensamientos. Pensamientos que tenían la desastrosa tentativa de imponer designios limitados sobre el tiempo del mundo. Ella les decía cuentos. Entonces me di cuenta de que sus cuentos se podrían leer como ensayos pero que tendrían que, irremediablemente, ser comentados como poemas. Túneles donde es imposible ver más allá del túnel mismo. Me concentré en su último cuento, escrito, estoy seguro, con frases robadas de otros libros. En el relato se contaba la historia de un novelista de libros vaqueros que después de leer al escritor Samuel Beckett decide abandonar su obra y elaborar pensamientos de trama profunda. Seguí leyendo hasta que me encontré con una hoja negra al final del fólder. No le dije nada, nada podía decirle, sólo la vi mordiéndose las uñas y pensé: es la primera vez que conozco una escritora de verdad. Le quise preguntar cosas, cosas que se les preguntan a los cuentistas, pero ella emocionada, confundiendo mis preguntas, me habló del amor, de la historia y de un grupo de música que le emocionaba. Yo la escuchaba dejando mi marca dental en un lápiz, como queriendo que ese lápiz ella mucho antes lo hubiera mordido. El lápiz con el que empezaría mi libro.

Un editor en apuros Samuel Beckett no debió sentirse muy acompañado mientras escribía sus libros. Pegaso Zorokin

El villano simplemente no aparecía. Por un momento pensó que sería el cuidador de gansos, pero no, en el balde de zinc que cargaba sólo habían huesos de manzana. El herrero, aunque de andar sospechoso, había olvidado su mazo de acero. El violinista sin cejas abre su estuche en la mesa. En el estuche sólo hay partituras y pastillas de menta. Cada vez más decepcionado cayó en cuenta de que una a una se iban agotando las posibilidades. La posibilidad de un asesino. La posibilidad de un crimen. Y sobre todo, la posibilidad de ver a Pegaso Zorokin resolver una peligrosa aventura. La tranquilidad anterior al asesinato, pensó tratando de explicarse la serenidad de Silver City. Estaba seguro de que en algún momento aparecería un bandido escondiendo su rifle bajo una capa negra. Aún así la situación empezaba a preocuparle. Los prisioneros prefirieron tomar la siesta a cavar un túnel para escapar de la comisaría. La ventana de la guillotina no tenía filo. En la carreta del alcalde no había un sólo baúl con explosivos. Los apaches se quedaron en sus campamentos. Los pumas no salieron de cacería. Los duelos de naipes se resolvían sin inconvenientes. La niebla no tenía la suficiente espesura para ser considerada una amenaza. No hubo derrumbe que perturbara el sistema nervioso de la mina. Los recolectores de hueso tallaban miniaturas de calcio. Los mexicanos bebían con mesura. Las putas parecían tranquilas y no se había extraviado ni una sola vaquilla.

La maldad tiene métodos silenciosos, se dijo encendiendo un cigarrillo. En el salón de juegos del hotel un aire de tranquilidad esfumaba toda sospecha. En cualquier momento la caja del piano va a estallar en mil pedazos, estimó desesperanzado. Pero el piano no perdió una sola astilla. En cualquier momento una estampida de búfalos tiene que atravesar los cristales del hotel. Pero aquella tarde los búfalos, pastando indiferentes, no parecían interesados en el vandalismo. —Bueno, pero ¿Qué demonios está ocurriendo en Silver City? —exclamó por fin el editor desesperado. No podía creerlo.
Mordió un lápiz y leyó para si uno de los diálogos de Pegaso Zorokin, el intrépido protagonista. “Mi pregunta, ah, sí, sí, yo tenía una pregunta, aún puedo pensar en ella, a veces la veo, pero pasa, más ligera que el aire, la conozco bien, la he seguido de noche. A veces también me pregunto por la noche.” El vaquero resolviendo traumas rusos y el editor desarmando su pluma fuente un tanto desesperado. Una situación nada deseable para un profesionista comprometido con un estricto programa editorial. Pegaso Zorokin, el apuesto vaquero, por primera vez en años se encontraba desocupado. El forajido ahora bebía vodka, hablaba del insomnio y criticaba a las sociedades instruidas. Después de extenuantes descripciones, el personaje había pasado las últimas treinta páginas monologando. Los demás personajes le escuchaban tristes y desesperanzados. El editor, bastante confundido, salió de su oficina con el legajo de papeles y se los leyó en voz alta a su secretaria quien le miró sin saber muy bien que decirle. “Si he llegado hasta este punto, les dijo el vaquero, al lugar donde cuento mi historia, donde se me

permite contar una historia y decir que esa historia es mía, lo único que busco es la certeza de que no cambie nada al vivirla y al contarla. Esa, amigos míos, es mi única forma de saber que yo y mis amigos fuimos felices. Entonces me sentiré bien. ¿Nos sentimos bien verdad? Le preguntó a María quien le miraba un tanto asustada. Sin embargo, amigos, continuó el triste forajido, he llegado hasta aquí y eso ya es algo, aquí, ustedes, para siempre ustedes, los que nunca cambian, a los que yo no me atrevería a cambiar (...)” Al editor le dolía la cabeza y sin esperar comentarios de su secretaria se encerró en su oficina, se sentó en su sillón y dejó descansar los papeles entre sus piernas. Buscó un cigarro en sus cajones, volvió a abrir el manuscrito. “¿Se puede pensar y actuar a un mismo tiempo?, se preguntaba Pegaso Zorokin ¿Se puede vivir un pensamiento? ¿Se puede escribir una novela mientras se anda de paseo? Narración o muerte, acción o conciencia. Dios mío. Todo eso lo dijo Pegaso Zorokin en el justo instante en el que cerró la puerta del hotel, una mujer le besaba la mano y miraba la pista de tenis del hotel abandonado.” Ese era ahora Pegaso Zorokin, el vaquero que en sus buenos tiempos atravesaba Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera y echando un buen polvo en cada hotel de paso. Era una pena. El vaquero se había apropiado de una trama enrarecida. Más que una aventura había una pesadilla, los polos se habían invertido en la narración, del medio oeste al Gulag. Sustituyendo la velocidad de la acción por el abismo de la conciencia. Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad de un delincuente, todo indica un desastre. Un libro que destripar en la guillotina negra. Y así, con la misma determinación con la que Pegaso Zorokin cerró la puerta,

el editor confundido saltó un par de páginas buscando las últimas líneas del libro de cuentos, temiendo que el vaquero, uno de los personajes literarios más rentables del mercado editorial americano, fuera a matarse. “María, el tiempo se esfuma mi amiga, tú y mi madre pueden quedarse con los derechos de todos mis crímenes, ya habrá quien quiera hacer una película, le dijo el vaquero apretando el pañuelo de estrellas que llevaba en el pecho. ¡María!, le gritó apuntándole con la pistola, yo y todos los otros que te aman sí te aman. Una ventisca de arena derribó su sombrero. Pegaso Zorokin, con la pistola en la mano y el corazón en el pecho olvidó toda su vida. ¿Qué es esto? ¿Desde cuándo?, gritó Pegaso Zorokin y descargó su pistola contra un cielo azul y terrible.” —¿Qué es esto? —se preguntó en voz muy alta el editor abrumado. Tomó su gabardina y salió a buscar a Anselmo Villarreal, el famoso escritor de libros vaqueros. No debió de prestarle ese libro. María no debió de empezar ese libro.

Pegaso y Sailor

La conocí en una convención de Manga y Anime en Santa Fe. Ella iba disfrazada de Sailor Moon. Además del uniforme llevaba un broche de luna y un bastón dorado. Yo conocía a Sailor Moon por mis hermanas. Seguro la vieron en la tele: una zorrita manga con poderes mágicos. Una colegiala de quince quilates. Una piececita de oro japonés. La muchacha pasó frente al escaparate, se detuvo a verme y se siguió de largo. A mí el Manga no me interesaba en lo más mínimo. Que quede claro. Yo ese día estaba trabajando en el stand de Atari. Llevaba armadura plateada y un swimsuite de neopreno. Yo era un caballero del Zodiaco. Estaba encadenado dentro de un escaparate. El agua me llegaba hasta el pecho. Era sin duda el trabajo más extraño que había tenido. La compañía Atari había decidido lanzar una nueva línea de juguetes en Latinoamérica. El stand era espectacular. Había pantallas y estatuas de los juguetes a gran escala. Yo era el centro de la instalación: un caballero del Zodiaco encadenado en el agua. Llevaba desde las nueve de la mañana dentro del tanque. Entonces fue que Sailor Moon se volvió a aparecer. Sailor Moon se detuvo frente al escaparate más de media hora y se fue. Regresó con dos amigas suyas quienes se rieron. La niña se me estaba insinuado. Era evidente. A mí la cosa empezaba a divertirme. Tres horas después Sailor se sentó en una banca. Yo la miraba con cierta desesperación. El traje me incomodaba y el cabello me sudaba. Sailor se levantó, se metió el índice a la boca y desapareció de mi vista.

El trabajo lo había encontrado en internet. “Se busca joven actor para decorar escaparate en feria de manga.” Me iban a pagar doscientos pesos por todo el día. Me aparecí temprano. Dos técnicos ensamblaban el stand. Me puse el traje de neopreno. Me ataron la armadura al pecho y me pusieron una corona de aluminio. Entré al tanque transparente. Los hombres me pusieron grilletes en los pies y cadenas en las manos. Luego llenaron el tanque con una manguera. Cuando el agua me llegó al pecho cerraron el grifo. Las cadenas ejercían su peso sobre mi cuerpo. Luego se acercó una ejecutiva quien elogió el trabajo de los técnicos. El día transcurrió sin novedad. Sailor Moon había desaparecido. Frente al escaparate de Atari había un módulo de Play Station y pantallas gigantes. Un grupo de geeks se tomaron fotos frente a mí. Un niño amablemente me lanzó una tortuga de hule. El paso del tiempo comenzó a asfixiarme. Cerré los ojos hasta que escuché golpes en el tanque. —!Pegaso! —me gritaron— vine a rescatarte. Abrí los ojos al instante. Entonces me percaté que Sailor Moon había regresado. Llevaba una espada y estaba completamente despeinada. La miré confuso. Levantó la espada por los aires y descargó la hoja contra los cristales del tanque. El tanque estalló en mil pedazos. El golpe y el cansancio me derribaron en el suelo. Entonces perdí la conciencia. Cuando desperté Sailor Moon me tenía entre brazos. Yo seguía encadenado. La jovencita estaba empapada. Alrededor nuestro había cientos de niños y varios policías. —Pegaso —me dijo—, mis amigas dicen que estoy loca, pero yo de verdad te quiero mucho. Sailor Moon se puso de pie. Llevaba un revólver en la mano izquierda.

—¿A ver pinches culeros? ¡Quién tiene la llave! —gritó apuntando al público. La ejecutiva apareció junto a dos policías. Los policías se acercaron lentamente y me desencadenaron. Me miraron asustados y le pidieron a la chica que guardara la calma. —Dedo, putos —les dijo—. Yo y Pegaso nos largamos de este pinche circo. La muchacha tenía el revólver en las sienes. —Ven Pegaso —me dijo. Me tomó del brazo y sin dejar de encañonarse corrimos por todo el centro de convenciones. Todo aquello era un como sueño, todo aquello tenía que ser un sueño. Me dijo que se llama María Eugenia. Entonces empezó el libro.

1912

La materia intrigada produce sueños. Los sueños son extraños, son sueños forzados. A fuerza de gravedad inventada los astrales se desprenden. El sueño parece líquido, el mundo substancia. Aparecen nuevos sentidos. La vista fue superada. La voluntad es un sentido operante. El insomnio una fuerza que imanta La imaginación, un órgano de expresión capaz de fabricar objetos dispares. Si la mente enferma el mundo enferma. La conciencia destronada por corceles y motores. Baudelaire enciende una pipa de opio. Brauner inventa una mesa escarabajo. Miró sueña despierto. Remedios escribe un poema. Román Miranda separa sus lápices. Pegaso Zorokin reúne sus cuentos. Llama a su orden Meth Z. Como su droga. Como la droga más peligrosa del mundo. Los cuentos se transforman en novela. Son inicios de siglo. Es la Nueva España. Hay una guerra civil y surgen los nuevos escritores del mundo. Nos acercamos a su novela, nos sentimos en el XIX. Retrocedimos 100 años. Es natural, en la obra de Zorokin no hay futuro, hay retroceso, ideas retrocediendo al futuro. A los años luz, a la vida pulsar, al realismo punk, al cyber imaginismo. Su fabricación conceptual nos fascina, su dominio técnico nos plantea su formación. El muchacho Word en mano es un Photoshop viviente: capaz de gradar, amplificar, desproporcionar y tender redes de malla sobre sus objetos. En sus relatos impera la intromisión y la rebeldía frente a la naturaleza. La imaginación quedó trastornada. Todo se va la izquierda, al neopasado. Hay ciencia ficción, hay realismo, todo está absorbido, ha nacido un artista americano.

Pegaso escribe. El flujo narrativo es vasto, su capacidad figurativa enorme. Las cosas que suceden en la obra de Pegaso suceden rápido, las ideas están bien templadas. Si ha visto escribir a Pegaso sabrá que el muchacho es capaz de transformar una mujer en pez robot zombi en menos de cinco minutos. Un punk de dos metros despierta insomne: quiere destruir un piano. Pegaso Zorokin nos invita a su mundo. Un mundo desproporcionado donde conviven fumadores, seres descompuestos, francotiradores y sueños horrendos. Su carrocería es el insomnio, su biomorfía puro surrealismo espeso. Material para el psiquiatra. Para enloquecer a un médico. Para desesperar a un editor. Para hipnotizar a los estudiantes de letras. Fue hasta que conocí a Pegaso que empecé el libro.

Médicos esfumados

El Doctor André Gaspar haciéndose paso entre un grupo de periodistas miró sobre sus hombros para asegurarse de que su escolta lo seguía. Había que andarse con cuidado ese 10 de octubre en el auditorio Emil Kraepelin, no fuera a cometerse el error de confundir a médicos con enfermos. No había seña alguna de la brigada psiquiátrica del Boston College. Los había perdido de la nada. Los médicos se habían esfumado. Era una pena, el Director del Hospital lo había sugerido como supervisor de la cuadrilla y él la había perdido entre la muchedumbre. Peor aún, los había extraviado cinco minutos antes de la conferencia que dictarían frente a un auditorio cuya tercera parte estaba compuesta por enfermos mentales. Su descuido, en cierta medida, no era del todo desfavorable; los médicos, a quienes había acompañado a lo largo de las actividades programadas para el Día de la Salud Mental le habían resultado de lo más insoportables. Los cuatro médicos extraviados habían evitado deliberadamente sus preguntas y sugerencias. Al parecer el vicepresidente de la Sociedad Americana y sus talentosos colegas del Boston College no estaban dispuestos a perder su tiempo conversando con un psiquiatra cuya trayectoria no había alcanzado la ocupación internacional. Los médicos se habían mantenido fríos y silenciosos a lo largo de la visita capitaneada por Gaspar. Gaspar había intentado ser amable. Desde su llegada habían evadido todos sus comentarios desviando sus temas a tarjetas de crédito y estatuas. De hecho, en una de sus tímidas intervenciones había notado como uno de ellos,

con desdén ilustrado, había apagado el aparato de audición montado en el caracol de una de sus orejas. A pesar de lo desagradable que fuese el grupo de ancianos se aproximaba la hora en la que presentarían su esperada ponencia y Gaspar se veía en la tarea urgente de localizarlos. Gaspar, profundamente desorientado, se entretuvo escuchando los altavoces del auditorio. En las cuatro cajas negras podía oírse el murmuro de un piano atribulado por las pruebas de sonido. El médico, de estatura poco considerable, apretado entre la gente, sentía haberse extraviado en una colina boscosa. En una colina creciente y desordenada, en un parque furioso cuya espesura lo volvía imposible de atravesar. Gaspar miró una vez más a la multitud y se dispuso a continuar su expedición. Cuando el Doctor André Gaspar se enteró de que su sanatorio sería la sede de las actividades del Día Mundial de la Salud Mental supo que las cosas no saldrían bien. Su presentimiento se agravó al enterarse de que varios pacientes asistirían a las actividades propuestas en el programa. Tal decisión, presuntuosa y desconsiderada no tenía otro motivo que el de sensibilizar a la prensa exponiendo el supuesto bienestar en el que se resuelve la relación entre médicos y enfermos. —Está bien que paseemos a nuestros pacientes de la mano por la pista de entrenamiento, pero créame Doctor, las multitudes que implica toda conferencia pueden hacer entrar en cuadros eufóricos a nuestros enfermos —le había dicho al Director del Hospital en un intento por desalentarlo. El Director, apretando su bastón de roble blanco, le había pedido que no se preocupara, que tendrían todo bajo control, que la OMS, en su búsqueda de una medicina humanitaria, sugería esta clase de relaciones en sus eventos. Los locos no son tan simpáticos como los niños con cáncer, no hay evento que justifique el poner en riesgo la sensatez de nuestros pacientes. La sensibilidad es un lujo que no se puede permitir en un hospital, pensó el Doctor apretando los dientes.

Gaspar, recordando la desconsideración del Director del Hospital comenzaba a desesperarse. Por más que buscaba no veía a los ancianos por ningún sitio. Separándose del arenal formado por los cuerpos decidió buscar un sitio que le permitiera rastrear con mayor eficacia a la consorte vagabunda. Encontró el puesto adecuado junto a los pies de una estatua de Emil Kraepelin. La estatua estaba montada sobre una plataforma de lava gris. El célebre psiquiatra, calzando botines de cobre, miraba con desesperanza al centro del escenario. Junto a la mesa de ponencias una enfermera extendía una bandera de la Organización Mundial de la Salud. La verdad es que estaba tan perdido como los médicos a los que escoltaba. Gaspar, a la sombra de los genitales de la estatua, cayó en cuenta de que le sería imposible encontrarlos a tiempo. Gaspar temía, sobre todas las cosas, que algún enfermo fuera a alterar su tranquilidad. Su miedo se centraba en uno de sus pacientes. Un loco que se decía a sí mismo Pegaso Zorokin. Si el enfermo se encontraba a los ancianos no dudaría en atacarlos. Pegaso Zorokin odiaba a los psiquiatras. No exageraba, Pegaso Zorokin era un paciente de alto grado de peligro. El paciente se odiaba a sí mismo por el simple hecho de estar vivo. Odiaba a Gaspar por tratar de curarlo. Odiaba al resto de la humanidad por obligarlo a parecerse a ellos. El imbécil del Director había decidido invitar a la mente más peligrosa de todo el condado a la mesa de ponencias. —De verdad señor, me parece muy desconsiderado que Pegaso Zorokin ande paseándose por el auditorio —le había dicho al Director del Hospital quien limpiaba con un pañuelo azul una de las placas conmemorativas del edificio. El Director, malhumorado por las medidas de Gaspar le recordó una vez más la importancia del acontecimiento. —Además —continuó el Doctor envanecido— Pegaso Zorokin es el caso más interesante del hospital. ¿Cómo no va hacer acto de presencia?, en el Boston College

hay un departamento entero estudiando su caso, Pegaso Zorokin llevará su uniforme de fuerza y nadie tendrá de que preocuparse. No eran los músculos sino el degenerado tejido cerebral del paciente lo que le asustaba al Doctor Gaspar. Al médico le dieron ganas de buscar su pistola de dardos tranquilizantes. Dispararle uno al Director del Hospital en la espalda y usar los demás para detener la horrible mente del malvado enfermo. Pero ahí estaba André Gaspar, en medio del auditorio, viendo como las banderas de la Organización Mundial de la Salud se mecían siguiendo las indicaciones del aire acondicionado. A Gaspar el color celeste de las banderas no le hacía sentir bienestar alguno. No tenía la más mínima idea de dónde se encontraban Pegaso Zorokin y los ancianos del Boston College. El Doctor, con cierta nostalgia, se quedó mirando al fondo del escenario como quien espera a que un témpano se derrita para siempre. Si de algo Gaspar estaba seguro, aunque pareciese contradictorio, era que el paciente tenía su locura bajo control. Inexplicablemente el enfermo solamente se encontraba dispuesto a comunicarse con él. Cuando otros médicos lo habían intentado el enfermo cerraba los ojos, decía a veces sí, a veces no y esperaba a que el médico en ocasión desapareciera. Si el médico continuaba enfrente suyo abría los ojos, levantaba un balido de incordia y cerraba los ojos de nueva cuenta. El paciente seguía este método hasta terminar con la paciencia de sus estudiosos. Sí, sí, no, no, a veces sí, a veces no. —Sí, sí, no, no. No debieron dejarme salir. Sí, sí me dejaron salir —se dijo a sí mismo Arnaldo Gaspar y el rostro del médico se fue degenerando. Era la voz Pegaso Zorokin. El loco había logrado escapar, ahora podía matarlos a todos y empezar a escribir su libro.

Vigilancia extrema

—¿Entonces usted se llama Pegaso Zorokin? El oficial se levantó de la silla y encendió la grabadora. El muchacho de cabello azul miraba al horizonte entristecido. —Así es. —¿Qué ocurre si te digo que eres la quinta persona a la que detengo esta semana y me dice que se llama como tú? —Probablemente es la quinta vez que me atrapa esta semana. —¿Pegaso Zorokin es entonces una banda criminal? El muchacho se echó a reír. —A ver niño ¿Qué pasa si te digo que yo también soy Pegaso Zorokin? —Entonces yo sería el oficial. El policía sonrío y apagó la grabadora. Hizo a un lado la mesa y le dio un puñetazo a Pegaso. Zorokin se echó a reír. El policía arremetió un segundo puñetazo contra el muchacho. La silla a la que Pegaso estaba esposado se tambaleó. Pegaso no dejaba de reírse. El policía se acercó al muchacho, le sostuvo la mandíbula con ambas manos y le forzó a abrir la boca. Al muchacho le faltaban tres dientes. La sonrisa de hielo. —¿Qué clase de droga has estado consumiendo, niño? El muchacho se quedó callado.

—No es una droga. —¿Entonces? —Es hielo mágico. —Bien, ¿cómo obtienes el hielo mágico? —Lo hago en mi sótano. —¿Cómo haces el hielo mágico? —Anticongelante, Pseudoefedrina, Rivotril caducado, Cymbalta, Amoniaco, Cianuro, Éter, Fosfato de sodio, Cloruro de Calcio, Diamantes y Baterías de Celular. —¿Metanfetaminas? —No, Meth Z. Yo la inventé. —¿Qué efectos produce el Meth Z? —Demencia y psicosis. Una vez que lo fumas tu vida cambia para siempre. Es la substancia más peligrosa del mundo. —¿Por qué alguien desearía cambiar para siempre? —Es sencillo, para olvidar todo lo que sabías. Es como matarte pero más divertido. El oficial encendió un cigarrillo. —¿Haz compartido con alguien el Meth Z? —Sí, con su hijo esta tarde. —¿Con mi hijo? —Su hijo mató a su esposa y ahora va corriendo rumbo a Mexicalli. El oficial sonrió con cierta demencia. —¿Cómo se llama mi hijo? —Ahora se llama Pegaso Zorokin y está por empezar su libro.

Pegaso y la Bruja del Este

—Ya duérmete Pegaso. Le dijo la bruja y le dio la espalda. Después de ronronearle toda la noche ahora lo sentenciaba a desvanecer su conciencia. Esa noche, su cama, tibia y enmudecida, tenía aire de teatro a punto de ser abandonado. Esas camas, como a esos teatros, mejor incendiarlos. Pegaso apretó los dientes y se quedó jugando con la etiqueta de la playera de Nirvana que le había prestado para dormir. Era una de las noches más calurosas del verano y Pegaso se sentía profundamente intranquilo. No era para más. Su biología experimentaba la estación y clima que más estimulaban su sexualidad. Es en verano cuando las formas de vida alcanzan su punto de desarrollo más alto, posición orgánica que las hace sentir ansiosas por reproducirse. Intuyendo en la naturaleza de ese entusiasmo la muerte y soledad que proporcionalmente le corresponden, los organismos sexuados tratan de encontrar todos los medios para continuar con su existencia. Así, respondiendo a los designios del mundo, nuestro caluroso protagonista se sentía obligado a incorporarse a los movimientos naturales que sugiere todo verano. Aclamar el propósito de sus órganos, hacer estallar la punta de sus espigas, buscar una pera y regalársela a alguien, cogerse a su cita en cuatro, buscar la vagina que él por desgracia no tenía. Buscar una vagina y participar con su delirio de las temperaturas y climas de la tierra. El problema es que aquella espalda implume y otoñal más allá de proponer un acto creativo invitaba a meditar sobre la seriedad y sobre las estatuas. Sobre la seriedad de la mujeres que se portan en la cama como estatuas, sobre las mujeres

que tienen el corazón tan vacío como el interior de una estatua. Pegaso, estimando el estado fósil de su compañera, se llevó las manos al pecho y tratando de pensar en otra cosa se puso a estudiar el desorden de su dormitorio. De forma inmediata un intruso declaró su presencia entre sus torres de libro con bandera de ropa sucia. Un simple sostén negro y sin vida, como murciélago derribado a tiros, reanimó la tensión de su cruzada. El sostén negro le recordó que era pleno verano, que su compañera tenía tetas y que él tenía manos. Que obligar a alguien a quedarse dormido era obligarlo a experimentar una muerte voluntaria. Pegaso, admirando la pieza y sintiendo un entusiasmo oceánico en los huevos apretó los dientes y doblando su brazo de forma decidida trató de hacerse lugar entre los pechos de su compañera. La mujer, delatando su posición defensiva detuvo el movimiento de su mano apresando su muñeca de forma cruel y definitiva. —No —dijo la bruja apresando su brazo. La mujer siguió apretando su muñeca y no la soltó hasta que se aseguró de que ésta había perdido su sensibilidad. Pegaso, obligado a detener su ocupación, replegó sus manos como puentes levadizos sobre el pecho. Pegaso no quería hacerle daño, la verdad es que Pegaso no le hubiera intentado meter el índice por el ano, Pegaso ni siquiera había pensado en aquel obscuro escondite. Pegaso sólo quería sorberle los pechos y decirle que era muy bonita. Pegaso se sabía poemas y tal vez incluso se los hubiera recitado. Pero a esas alturas, ante tal sometimiento creativo le entraron más bien ganas de pintarle un bigote y empujarla de la cama. Desesperado miró una vez más sus músculos posteriores. La muchacha en ese momento se estiraban con lentitud somnolienta. Pegaso se negaba a aceptar que esa mujer lo limitara a admirar su vida vertebral. Ese cuerpo no le correspondía a la jovencita que respirando luciferina le había preguntado si podía dormir en su

casa. A la muchachita a la que le había contado sobre su primer libro. A la bruja que viéndose con seguridad en el espejo le había apretado los muslos a lo largo de todo el Paseo de Insurgentes. A la fierecilla que le había mordido los labios antes de que él fuera al baño a revisar sus encías. Pegaso, con las manos cruzadas en el pecho, lentamente fue quedándose dormido. Resignado a la transición involuntaria escuchó a su compañera silbar débilmente dos o tres notas, ni siquiera una melodía completa, solamente para decirle: estoy despierta y tengo una vagina. Pegaso suspiró con enfado y prefirió no decir nada, miró sus pies con cierto desaliento, se acarició los genitales y se quedó completamente dormido. Pegaso, con los pelos de punta, despertó a medianoche en una contorsión parecida al espanto. Aún con los brazos cruzados sus dedos se habían inmovilizado. Congestionado y tiritando expiró un vaho azulino. Jamás en su vida había sentido tanto frío. Así, en posición de campista esperando la muerte se llevó las manos a los muslos tratando calentarse. La cama se había vuelto una pista de viento y torbellinos, un hielo para dos personas y sus almohadas. Un invierno súbito transformaba la atmosfera veraniega de su dormitorio en una triste y macabra ensenada. Los cristales se habían empañado y no le hubiera extrañado que hubiera témpanos con forma de colmillos colgando bajo la cama. Lo terrible de sentir frío es saber que uno está lentamente volviéndose parte de él. Que hay una fuerza buscando incorporarnos a su temple, una fuerza que estableciendo su temperatura se demuestra dispuesta a devorar a cualquier organismo. De imponer su naturaleza hasta lograr que el cuerpo o la materia se vuelvan parte de él. Que de ahora en adelante el frío se reproduce a través de ti. El frío, el mal y el amor se parecen en eso. Pegaso sintiéndose frío trató de calentar sus piernas frotándose con las manos y volteó a ver a la mujer que dormía a su lado. La Bruja del Este dormía de forma

plena y feliz. Extendida en sus dominios, con los pezones abotonados en la playera como dos pequeños puertos de aire acondicionado. Un organismo en estado criogénico espirando corrientes que disminuían la temperatura de todo lo que estuviese a su alcance. Claro, se dijo Pegaso castañeando los dientes, ella no tiene frío, ella es el frío. Hacía tanto frío en esa cama, hacía tanto frío en esa mujer. Pegaso no iba a permitir que esa mujer lo igualara a su terrible temperatura. No en ese momento de su vida, no en ese verano. Pegaso, quien despertaba todos los días con ganas de hacer buenas obras, iba a clases de teatro y corría todos los días una hora iba negar con todas sus fuerzas la aparición de ese invierno tan repentino en su vida.
Pegaso en un impulso de sobrevivencia, con las manos aún en los muslos, encontró su pene extrañamente escarchado. Negándose al frío que todo lo devoraba, después de una serie de pases desesperados, con la voluntad y persistencia de esos prisioneros rusos que se masturbaban viendo renos en el Gulag logró dar vida suficiente a su extensión invertebrada. La temperatura siguió descendiendo, sus manos se adhirieron a su miembro, pero el muchacho no se detuvo. Castañeando los dientes y temblando como si fuera a perder una pierna en cualquier momento continuó con voluntad férrea su quehacer genital. Buscando fuerzas mentales que esperanzaran aquel desesperado acto volteó a verla con rencor, como le hubieran dado ganas de hacerse paso con un termómetro por las paredes muertas de su vagina refrigerada, comprobar que los exploradores estaban equivocados, que el Polo Norte está escondido en las piernas de una calientahuevos del Distrito Federal. Demasiado tarde, la helada derivada del cuerpo de la mujer había llegado a su máxima expresión. El cuarto y todo lo que lo componía, libros, ropa sucia y cuadros tenía ahora una sola temperatura. A la eyaculación le siguió un grito de dolor que Pegaso silenció mordiéndose los labios, una masa helada se había detenido en los túneles de su pene congelado. Pegaso, sintiendo nauseas y angustia, miró como su

miembro se estremecía en un estornudo de astillas congeladas. El frío, sin abrir los ojos, con los dedos repentinamente animados, como si estuviera cazando copos de nieve detuvo al instante las partículas de vida pulverizada. Se las llevó a los labios y le dijo: —Ahora sí pendejo, empieza tu libro.

María Eugenia

Vale la pena aclarar que gran parte de los santos que María conocido en algún periodo de vida eran drogadictos. A María le costaba trabajo imaginar a Santa Cecilia fumando opio. A San Francisco comiendo hongos de sal arsénico. Al propio Pegaso Zorokin encendiendo una cuchara. A María ya nada le extrañaba. Santos medievales, drogadictos. Hombres y mujeres ansiosos por transformarse en Dios. Pobre María Eugenia, toda su vida entre miserables. Cerca de su apartamento había un centro de AA. María ahí conoció a Dios. Entre hombres que no conformes con haber violado a su esposa y haber golpeado a sus niños necesitan transformarse. Quieren ser Dios. Esa era la gran tentación. Hay doce pasos para convertir a un asesino en Dios. Sólo tienes que tomar una decisión para entrar al cielo. Todo lo sabía María Eugenia pues todo lo había visto. Los niños quieren parecerse a Dios, los drogadictos quieren parecerse a sus hijos. Nadie es Dios, María lo tenía bien claro. Su propio padre pasó tres semanas internado en una clínica en la avenida Revolución. Su padre regresó al crack y la abandonó. María tenía nueve años. Vio a mamá llorando en las escaleras de su departamento en Ciudad Olímpica. María no recuerda nada más. María comenzó a drogarse. Las drogas que le hacía Pegaso Zorokin cuando era niña. A María el mundo la extrañaba. Había visto muchos hombres y mujeres en

circunstancias obscuras queriendo empezar de nuevo. Los había visto fracasar. Volver a encender la cuchara. Más decididos a morir que nunca. Hombres y mujeres hechos de substancia negra, de sangre de culebra y tierra. Hombres y mujeres de astral subterráneo. Lo había visto todo en el Distrito Federal. Todo lo que había visto lo había visto en el Distrito Federal. País de alcohólicos y adolescentes drogadictos. La ciudad de los niños perdidos. María creció. Y creció. Enganchada al crack. —El país de nunca jamás —le decía María a Pegaso abrochando las agujetas de sus Doc. Martens. —Este es tú país, María Eugenia —le decía el muchacho. Y los niños crecieron juntos. Ratas salvajes de la Ciudad México. Y María vivió a los trece años su adolescencia. Una nenita de pestañas postizas. Un caramelito negro. Con delineador a la Louise Brooks. Heroína onírica digna de los elencos erótico lunares de Guido Crepax. Puro expresionismo y arte pop. Transcurriendo entre sueños cargados de símbolos y obsesiones sadomasoquistas. A los quince María había decidido volverse un objeto de experimentación sexual. Hermosa niña muerta. Lenore astromexica condenada en los poemas de Allan Poe. Llena de vitalidad infantil. Con una porción del cerebro comida por la droga y con los órganos hechos máquina de escribir. Postdark, airómada y con el culo bien paradito. Tan enigmática como sensual, con facha de cyber-criminal. De pasado incierto, sexualidad ambigua y notable desparpajo. Entonces María comenzó a escribir y a decir mentiras. Y así María perdió a Pegaso. Quien ya estaba perdido por la droga. Los muchachos se volvieron una leyenda. Una leyenda del México sur. Los niños del bosque de Chimalistac. Se sabía por ejemplo, entre los muchachos del Colegio Madrid, que sufrió un accidente mortal haciendo parkour en ciudad Neza. Ella había comenzado la historia, riéndose por supuesto y diciendo que después del putazo sin su

consentimiento había sido convertida en un cyborg y puesta a disposición de los skaters para perseguir al Puppet Master, un presunto hacker que entre sus planes tenía volar Google y todos los sistemas de comercialización de mercado. María Eugenia era una fantasía, pero una fantasía tan asequible que fascinaba y estremecía a quienquiera que se le acercara. Había quien le creía. Había quien decía que nada era cierto. Las demás chicas la odiaban. Ella sólo pensaba en su Pegaso que inventaba drogas, jugaba videojuegos, se acostaba con brujas y escribía cuentos; cuentos donde él era el héroe, donde él era el villano, donde él era el escritor, donde todo era imposible, donde todo era su mente absorbida por la droga. María y Pegaso eran los personajes perfectos para empezar mi libro.

EE

María Eugenia conoció a Pegaso en las puertas del centro AA. María Eugenia atravesaba la calle cuando vio a un muchacho de cabello azul. —Este es AA, yo puedo llevarte a EE —le dijo el muchacho cerrando los puños. EL muchacho tenía más de doce años. Tenía una playera de Vegeta que el llegaba a las rodillas. —¿EE? —le preguntó María Eugenia deteniéndose en medio de la calle. —Sí, Entusiasmo Elevado —le contestó el muchacho. María Eugenia le hizo frente. Un automóvil negro detuvo la conversación. Buscaron un lugar junto a un puesto de periódicos. —¿Quién eres? —Pegaso Zorokin. —¿Qué clase de nombre es ese? —Soy mago y escritor. Es el nombre de un mago escritor. —¿Qué poderes tienes? —Escribo historias y las historias se vuelven realidad. —Qué estupidez. María Eugenia hizo el ademán de retirarse. —También tengo drogas —le dijo el muchacho con cierta alegría. —¿Drogas? —Sí, substancias mágicas.

—¿Substancias mágicas? —Sí, polvos que ayudan a soñar. —¿Por qué no te duermes y ya? —Porque me gusta soñar despierto. —Las drogas son peligrosas. —Los sueños son peligrosos. —Qué tontería. —¿Quieres probar? —Probar qué, ¿una de tus drogas? —No les digas drogas. Diles pociones. —¿Pociones? —Sí, como en Harry Potter. _¿Llamas a tus drogas pociones mágicas? —Son pociones mágicas. —No sé, la verdad me da miedo. A mí no me gusta soñar. —Los sueños del Meth Z son hermosos. —¿Qué es el Meth Z? —Mi poción especial. Con ella podrás soñar despierta. —A mí no me gusta soñar, ya te lo he dicho. —Puede escribir también. Pegaso la tomó de la mano. María Eugenia miró con atención los ojos del muchacho. En su mirada encontró una substancia que la cautivó. Eran las aguas abisales donde pasaría ahogada la mitad de su vida. —Si tomo Meth Z, ¿puedo empezar un libro?

The Warp Zone ―¿Cuántas vidas te quedan? ―Tres, todavía.

Pegaso Zorokin entra a un castillo hechizado. Abstraído busca una llave en un estanque de magma. Hay murciélagos y plantas carnívoras. Ocho horas diarias frente a un videojuego. A Pegaso Zorokin no le gusta mucho la vida. Prefiere las pistas del Mario Kart a la avenida arbolada que da con su escuela. Le resulta molesto ponerse un suéter los días en los que hace frío, insoportable tener que tender la cama, asqueroso limpiarse el culo y extremadamente aburrido soplar sobre su comida caliente. Es incomodo que las cosas del mundo pesen y que los dientes se pudran. Que alguien te moleste todo, todo, todo el día. Pero sobre todo es duro ver como todos se van muriendo sin que nadie los asesine. ―Tu abuelo murió. Le dijo un día la mamá. ―¿Quién lo mató? ―Ya estaba viejito, Zorokin. ―¿Quién lo mató? Nunca le dijeron quien mato a su abuelo. Pobre Pegaso, con lo que le gusta matar gente en el Nintendo. Gente y patos y murciélagos y plantas carnívoras. Si su abuelo se le hubiera atravesado mientras buscaba la llave maestra tal vez le hubiera disparado. Pobre Pegaso ya la historia te dará la razón. Así como los niños atormentados del XVIII leían a Verne con desesperación así nuestros niños evaden su realidad en escenarios virtuales. Tú no te preocupes Pegaso, los videojuegos son los nuevos

textos literarios. Ahí tu eres el personaje. Tú tomas las decisiones. Así como Borges paso a la historia como un gran lector, ya escucharemos de ti Pegaso Zorokin ¡Gran videojugador! El control del Gamecube deformó sus manitas a los cinco años. No hay de qué preocuparse, joven Pegaso, estas transformaciones también las sufren los pianistas y los novelistas que aún mandan a sus editores las novelas redactadas en máquinas de escribir. Pegaso, te hubieran fascinado esas maquinas, tenían mas botones que dos controles de Xbox juntos. “El hombre puede ser modificado por sus instrumentos.” Leyó una vez Pegaso Zorokin (sin saber que estaba leyendo) en Wikipedia mientras preparaba una exposición para la escuela. Pegaso Zorokin tiene que andarse con cuidado. Un barón montañés lanza barriles desde las copas de los árboles. Cuidado, Pegaso, un acantilado. Mira a tu izquierda hay tortuguitas con rifles. Cómete ese hongo, con el hongo tienes más poder. La vida en un grifo. Las monedas. Las superdrogas. Los cadáveres que desaparecen al instante. La Ak47 del Golden Eye. Las orejitas de Zelda. Los malos de la Final Fantasy. Los coches escondidos del Need for Speed. Los túneles subterráneos. Las peleas y los calaveras. Los jovenes calavera de combate mortal cuatro. ¡Rápido! mata a Chun Li, (a + b + arriba + abajo + b + b). Que rico se muere Pegaso. Que rico se muere. Que rico se muere. Matar es superpadre. Después de matarlos a todos, comete un gansito. Ve a la escuela y cuando regreses vuélvelos a matar a todos. A las tortugas, a los nazis, a los patos. Tu abuelo murió, que todos se mueran. Muerte píxel. Atari, Nintendo, Xbox, Playstation. Wii. Hiperrealismo. Yo soy real. Yo mato. A mi abuelo lo mataron y yo voy a vengarme. El gran sueño de basuco de Shigeru Miyamoto. Press A.

A THE WARP ZONE1 3

6

5

5. En el Myspace de la banda Vlad Tapes aparece una convocatoria:
“Si quieres conocer a los integrantes de la agrupación Vlad Tapes envíanos un video donde se muestre la forma más creativa para suicidarte. El cadáver de los ganadores tendrá la oportunidad de aparecer en el último concierto de la gira internacional.” JAT 5000 Pts. 3. Una corte de juristas se reúne en Londres para ver un video. Seis jovencitos aparecen en la pantalla. Un clima triste obra en sus mentes. Peinando y despeinado sus melenas como si estas fueran las cuerdas de un arpa. Delineador árabe, tatuajes en el pecho, un par de perforaciones. Se escucha un suspiro de fatiga. Uno de ellos muerde una navaja de afeitar. Esperan un instrumento de cola aguzada. El ruido de un aspa vacila en la escena. Una guillotina de péndulo flota por la recámara. Los seis son decapitados. Al final aparecen sus padres. Lloran y dan explicaciones. GRK 500000 Pts. 6. Ante las demandas la agrupación Vlad Tapes argumenta un atentado electrónico. Ellos no subieron el promocional. Días después Pegaso Zorokin es encontrado como responsable de haber hackeado la página. Pegaso tiene trece años. GDA: 5000000000000 Pts. Recuerda, Pegaso: Apaga el Nintendo y empieza tu libro. 1

The Warp Zone: En Mario Bros (1989), en un acantilado secreto, tres bocas de pipa subterránea permitían avanzar a niveles adelantados del juego sin la menor dificultad.

La Marrana Gaitán olvida quién es quién

Había aparecido gente extraña merodeando por los alrededores. Alguien dijo que tal vez se trataba de los hombres del Macabro pero nadie lo escuchó. Los desconocidos examinaban las placas de los automóviles estacionados a lo largo de la casa. Ante la intromisión los huéspedes dejaron sus botellas de mezcal sobre la mesa y se reunieron junto a las ventanas. Martha buscó tranquilizarlos asegurándoles que se trataba de una operación de rutina. Los extraños desaparecieron. La conferencia continuó y nadie volvió a verlos. La Marrana Gaitán, quien no se sentía tranquilo, le dio un sorbo largo a su trago y subió al estudio de la casa. A eso de las doce del día, un carnicero llamado Guadalupe Badariel entró en la cocina a entregar una barbacoa de mezquite. De regreso, al bajar la colina, se encontró con uno de los automóviles azules de la policía bloqueando la carretera y a cuatro agentes en traje de civil montando guardia. Lupe, quien no había ido a la primaria y había sido matón en sus buenos tiempos se quedó horrorizado. Lupe sabía lo que aquello significaba. No obstante, la policía lo dejó pasar en su camioncito sin poner objeción. Lupe pensando en Martha y en la Marrana consideró pertinente regresar a la casa y dar aviso de lo sucedido. — ¡La policía del estado! —gritó levantando un rifle negro—. ¡Están deteniendo a todo el mundo! ¡Están en todas partes! Los concurrentes que en torno a la estufa campestre habían comenzado a almorzar, presas del pánico se desbandaron; los criminales salieron en busca de sus coches, otros a esconderse en el rancho. Martha, pistola en mano, buscaba

desesperada a la Marrana por toda la casa. El cartel corría peligro y su mentor no aparecía por ninguna parte. —¡Marrana! ¡Marrana! —Gritaba subiendo los escalones. El narco se encontraba en el estudio, sentado en silencio frente a un piano de pared. La Marrana Gaitán escuchó el desorden en la casa y un tiroteo en la lejanía pero prefirió no darles importancia. A lo largo de la habitación había varias maletas abiertas y ropa de mujer en todas partes. La Marrana se había pintado los labios y lloraba sin atreverse a abrir los seguros del piano negro. Las sirenas de las patrullas extendían su demencia por toda la colina. Martha abría y cerraba puertas. La Marrana Gaitán no habría escapado sin ella. Atravesó un pasillo vigilado por una estatua de la Virgen de Guadalupe. Abriendo y cerrando todas las puertas a su paso. Finalmente entró al estudio y miró a la Marrana Gaitán, sentado de espaldas frente al piano, interpretando, sin emoción alguna una pieza triste y estúpida. —¡Marrana! —exclamó con dramatismo—. ¿Qué haces aquí? ¡Nos han descubierto! —Sí —le respondió sin dejar de tocar la pieza. —Marrana, levántate amor mío, sé de un lugar en el rancho donde podemos escondernos —exclamó tratando de cerrar el piano. —No —le contestó golpeando las teclas. Martha, al ver a su marido con los labios pintados sintió un dolor en el pecho. Se echó a llorar e intentó levantarlo del piano. Tratando de levantarlo pensó en él y no pudo explicarse que había ocurrido con el michoacano valiente que la había regalado una Suburban pintada de oro el día de su boda. Martha no iba a poder levantarlo. La marrana pesaba como oro. —Sí, sí, no, no —le dijo la Marrana intentando consolarla. —¡Sálvame, Pedro! —le dijo llorando. —Sí —le respondió la Marrana y siguió tocando el piano.

Martha le dio una bofetada, le dio un beso y salió corriendo del estudio. —Pedro, ¡sígueme si me amas! —le gritó bajando las escaleras, esperando a que su marido la siguiera. Cuando Pedro Gaitán terminó de tocar la pieza triste y estúpida era demasiado tarde. El hampón se sentó en el suelo y llegó gateando hasta el marco de la ventana. Las cortinas se agitaban de forma exagerada. Desde la ventana veía a su mujer corriendo como liebre por el campo, enlodando su vestido y mirando de vez cuando la colina soleada donde estaba la casa. Mientras la mujer corría tropezó con su vestido y esto a la Marrana le causó bastante risa. —Sí, sí —le gritó el temible gángster con ternura. La Marrana Gaitán arrancó las cortinas, rompió una ventana gritando a veces sí y a veces no. —Sí, sí no, no. La marrana, sin saber que ocurría, se intentó arrancar los bigotes. Incomodo consigo mismo encontró terriblemente molesta la consistencia de sus dientes. Para resolver su incomodidad trató de morder la alfombra del estudio. No siendo suficiente esta sensación, trató de tirarse un diente con un bastón que encontró en el suelo. La Marrana no pudo. El sargento Pegaso Zorokin entró, junto a un equipo de asalto del ejercito y doce militares del departamento de la unidad especial, al rancho de Pedro Gaitán. Entraron por la cocina, siguiendo al sargento, quien después del terrible episodio en Maravatío, no podía esperar a encontrarse con su enemigo. —¡Nunca pensé que llegaría este día! —le dijo Pegaso Zorokin emocionado a un soldado. —La Marrana debe seguir aquí Señor —le respondió el soldado—. Sólo vimos salir a su esposa. Pegaso Zorokin y sus hombres subieron por las escaleras y después de revisar

varias habitaciones dieron con el estudio. La Marrana más macabro que nunca veía al techo desesperanzado. —¡Marrana, tlacuache infeliz, quién diría que volveríamos a vernos! —le gritó apuntándole con su revólver al pecho. —Sí, sí, no, no —le respondió la Marrana babeando hilos de sangre. —Se iniciarán innumerables juicios en contra tuya, tú y tus malditos cacomiztles por fin encontrarán la muerte —gritó el sargento desconcertado por ver a su enemigo con los labios pintados. —No, no o ¿sí? —Los vamos a matar. Te vamos a matar. Nos vas a chupar la verga y luego los vamos a matar —le grito viendo directamente a sus ojos. —Sí, sí —contestó la Marrana metiéndose un dedo a la boca.
Todos se quedaron en silencio y contemplaron con profunda extrañeza como el peligroso delincuente buscaba meter su puño completo en la boca —¡Eso es todo lo que tienes que decir, asesino! —gritó el sargento y pegó un tiro en el techo. —Sí. El sargento tenía ganas de conversar con su enemigo y este se comportaba como un verdadero imbécil. —Te voy a volar la verga a tiros, hijo de perra —le grito Pegaso Zorokin. Una vena azul le atravesaba el cuello. —¡Esposen de una vez por todas a esa puta cerda! —Gritó el sargento colérico. —Sí, sí —les respondió Pedro Gaitán aplaudiendo. Una vez en el carro militar la Marrana Gaitán, muy contento, se orinó encima y comenzó a gimotear con una dulzura insoportable. El sargento Zorokin, viéndolo por el retrovisor se preguntó si realmente se trataba de la Marrana Gaitán. Uno de

los jefes más buscado de la Familia Michoacana. No podía ser ¿Toda su carrera persiguiendo a un retrasado mental? Tenía que haber un problema en su historia. Pedro Gaitán, la Marrana Negra, chupaba el aluminio de sus esposas. Que empiece el libro, que empiece el libro.

Magma

Una caravana atraviesa una ciudad en ruinas. Las mujeres de la ciudad usan vestidos largos, los hombres tiene mangas con holanes blancos y pañuelos en e cuello. Nadie pone mucha atención en la caravana de carros enormes que transportan jovencitos distintas nacionalidades. Algunos viene son sus hermanos, tienen las caras sucias, los labios partidos y los ojos tristes, conversan entre ellos mientras pasan por el camino pedregoso de la ciudad. La caravana de adolescentes termina en una mansión vacía, una casona llena de salones y columnas, con los techos altísimos. No hay ningún mueble, ninguna pintura colgando de las paredes lisas. Nadie ha visto a los dueños de los carros, nadie sabe quién ha metido a los muchachos en la casa. Son muchísimos jovencitos, niños algunos, que siguen y siguen entrando, acomodándose en el suelo, apretados. Nadie pregunta qué es lo que está pasando, por qué están ahí reunidos ni quién los ha llevado hasta ese punto. El piso de loza comienza a arder. En uno de los cuadros de loza está sentado Pegaso Zorokin. Tiene una mejer sucia de hollín en los brazos. El héroe y la mujer se hunden por completo. Debajo hay lava, que lentamente se traga los pedazos siguientes de la loza circundante. Los muchachos comienzan a desplazarse a zonas más seguras. En varios puntos de la casa, la magma sustituye al suelo firme. Los muchachos no tiene a dónde subirse. No encuentran la puerta donde los hicieron entrar, no hay ventanas, no se alcanza a ver el techo de tan alto. Están en un suelo inmenso que se convierte poco a poco en un volcán, están el boca del volcán y pronto el vómito hirviente subirá por la paredes hasta el infinito.

Los muchachos no entrar en pánico mientras ven sus puntos de apoyo derritiéndose en el rojo lento de la lava. Algunos no se molestan en moverse y simplemente esperan sentados a hundirse también, como si hubieran sabido desde que iban en los carros que todo iba a terminar ahí. Se queman sin gritar, nadie los ayuda. Otros buscan los más grandes. Nadie está de pie. Se arrastran lentamente, murmurando en sus miles de lenguas intraducibles. Pero nadie comenta lo que está pasando. Se dan palabras de consuelo y se dejan calcinar casi en el orden aleatorio en que se fueron sentando en los salones amplios de la mansión volcánica. Las figuras de carbón se funden en le magma que va ganándoles terreno. Ahora hay sólo islas de cuerpos arremolinados, algunos aún intactos, entre un mar enrojecido que avanza como boca de caracol sobre sus ropas. Pegaso surge brillante de la marea volcánica. Los jóvenes se fundieron con él. Es el único sobreviviente. El único que puede contar la historia. Líquido lúcido, magma sus pies. Sueño. El escritor despierta, la habitación está llena de humo. Abre su libreta. Comienza su libro.

Wirikuta

Hundido ya en la substancia Pegaso ajustó los espejos reversibles de su atrapa lunas. El astro inmenso se deformaba hechizante en la trampa de metal. Un magma gris escurría entre los mecanismos del aparato. Pegaso lo sorbía con lo que le quedaba de lengua. El motor de una avioneta rumiaba terso en la distancia. El desierto del Wirikuta se extendía imperioso. El mago abrió un cartapacio sobre las piernas. A un lado suyo sobre un pedazo de caparazón brillaba un diamante azul relámpago. Pegaso se puso la piedra entre los labios y sintió como la mandíbula se le separaba. La sustancia acrecentaba su influencia, el latido fulgurante del corazón del muchacho hacía temblar los mantos de arena. Las púas de los cactus brillaban metálicas. Los coyotes aullaban furiosos. La vegetación trepidaba viviente a su lado. Su voluntad adquiría potestad en el desierto. Llevaba cuarenta días internado en el paisaje. Comiendo hierbas, bebiendo hikuri y sobreviviendo a alucinaciones. La luna alcanzaba su cenit. Todo se sucedía inmediato en la mente del mago. La historia, los sacrificios, los corceles, las locomotoras. A su lado estaban los huesos de una norteamericana que Pegaso había encontrado profanando su santuario. Le había sorbido el tálamo y con su columna se había hecho un arco. Con la sangre había llenado una cantimplora que bebía a ratos. Había derretido sus gafas de sol y con el residuo metálico se había fortalecido la punta de los colmillos. Pegaso separando los pergaminos del cartapacio fue recorriendo partituras, hechizos y operaciones matemáticas. Se detuvo en un pergamino en blanco. Pegaso sintió un vacío terrible en el centro de su pecho. Estremecido por un ahogamiento

súbito presintió un cuerpo desplazarse entre sus órganos, subir violento a su esófago hasta salir por su boca. Un huevo bañado en bilis brillante se estrelló entre sus dientes. Una yema de mercurio negro se derramó viscosa en el pergamino, la emulsión detergida fue devorando los tejidos alzando un grabado repentinamente animado. Un águila blindada por hojas de metal azul clavaba sus colmillos en una serpiente. La simple visión del águila envenenada lo envolvió en una marea verde. Le dio un trago a su cantimplora y delirante entonó una maldición náhuatl. Él era el elegido, el cristo quetzal vivo. Las cuencas le escurrieron de sangre. El suelo del desierto comenzó a temblar y de las piedras destrozadas surgieron hiedras de púas. Los tentáculos le atravesaron los pies y se sumergieron en el interior del mago. Su dorsal fue desarrollando púas y minerales. Los pulmones se le ensancharon hasta que sus costillas estallaron, sus órganos se mezclaron en una substancia azul que se adentró en las capas de tierra desértica. Los huesos del muchacho Pegaso recorría la tierra mercúrico. Tenochtitlan resurgía en el suelo del desierto. El mago se transportaba entre materia difusa, acuático y voraz, su espíritu fluido, transparente y continuo empapaba de su veneno todo lo que atravesaba. Salió de la tierra y concentró todo su impulso concentrándose en las coronas de un pequeño hikuri que crecía en el desierto. El hikuri con el que los huicholes le prepararía un té al presidente de la república y empezaría el libro.

Un escritor en apuros La diferencia entre un escritor y un literato es una cuestión de sex-appeal. G. Rex

Atravesé con apuro el ala administrativa de la Universidad Autónoma de Yucatán. Mi andar desesperado levantó sospechas entre los vigilantes de la universidad. No era para más, a mi paso desbandé a unos estudiantes que esperaban su turno en servicios escolares, detuve la conversación de un par de profesores y le hice perder las cuentas a una secretaria que pasaba de los sesenta. Obviamente me apenaba turbar la ecología universitaria pero en ese momento hubiera estado dispuesto a empujar niños por los balcones, a derribar doctoras jorobadas a codazos. El aire histórico de los corredores estimulaba mi impertinente correteo. Despeinado, oliendo a ropa sucia, apretando un folder contra el pecho. Reflexionando sobre mi aspecto en aquella época hubiera entendido que se me confundiera con un delincuente. Una propulsión meteórica pilotaba mis nervios, se hacía tarde para la lectura de mi ponencia. Sé que todo esto puede parecer una exageración pero la Universidad Autónoma de Querétaro estaba financiado mis excesos en Yucatán con el único motivo de que yo leyera las catorce páginas del trabajo de investigación literaria que había escrito hace más de cuatro años. Trabajo, que no sobra decir, leía cada que se me presentaba la oportunidad. La organizadora, una maestra joven y miope, me tenía en la mira. Dos noches atrás, después de encontrarme vomitando en el cenicero del hotel me amenazó con

pasar un reporte a la dirección. La noche anterior a la lectura de mi ponencia un grupo de estudiantes de literatura nos llevaron a Puerto Progreso. Después de beber y fumar mota en cantidades considerables me decidí a tomar una siesta junto a una lancha negra. Al día siguiente estaba completamente sólo en la playa. Ese día, por la mañana, el XII Congreso de Estudiantes de Literatura se había vuelto una verdadera aventura. Faltaban dos horas para que se inaugurara la mesa de trabajo número veintitrés: Hipertextos. Mi ponencia se llamaba “Amuleto, el montaje de un intermedio: una revisión a la obra de Roberto Bolaño”. Marco teórico: Derrida, Landow y Kermode. Quince páginas de hueva. Tomé un Taxi, pasé al hotel, busqué en mi maleta el fólder amarillo y me apresuré a la Facultad de Humanidades. Después de correr como desesperado di con el auditorio Edmundo Valadez. Un reloj de manecillas dominaba el auditorio, faltaban cinco minutos para que terminara la mesa de trabajo. Ideando una justificación me busqué un lugar entre los asientos. Un muchacho leía su ponencia. Mientras pensaba en cómo hacerme de un lugar en la mesa de ponentes sentí un estremecimiento terrible, el muchacho, que usaba como antifaz su propio trabajo, estaba leyendo mi ponencia. Seguí escuchando, conocía bien el trabajo, lo había leído en varios congresos. Sin poder creerlo abrí el folder donde guardaba el legajo y caí en cuenta de que había desaparecido. Luego me detuve a escuchar su voz, su timbré me resulto insoportable. No tardé en explicármelo. Su voz era idéntica a la mía. Una vez terminada su lectura los asistentes comenzaron a aplaudir. El muchacho apartó el documento que escondía su identidad. Llevaba un semblante triste y desesperanzado. El muchacho dio un sorbo largo a su botella de agua, juntó las manos en su pecho y siguiendo al público comenzó a aplaudirse.

Me sentí mareado, mi espalda estaba empapada de sudor. Me quedé estudiándolo con desconcierto. Por más que me resistiera era inevitable el terrible pensamiento. El muchacho y yo éramos idénticos. La facha de escritor forajido, los ademanes femeninos, el constante nerviosismo. Una vez terminada la lectura una de las organizadoras clausuró la mesa y todos se fueron retirando del auditorio. Yo me quedé hundido en mi asiento sin poder explicarme el extraño suceso. No quería levantarme de ahí pero supe que tenía que ir a buscarlo. Salí del auditorio muerto de miedo. Una vez afuera me encontré con varios estudiantes reunidos en círculo comentando libros y procedimientos literarios. Me hice lugar entre la gente y lo vi apoyado contra un barandal. Se fumaba un cigarrillo mirando entristecido al patio. Sentí pena por él. Cuando me acerqué él se dio la vuelta y bajó las escaleras. Lo seguí sin saber que decirle, sin perder de vista su espalda. Una vez cruzado el umbral de la puerta principal, a su paso, con desdén romántico, fue tirando una a una las hojas que componían la ponencia. Yo por mi parte, me fui inclinando a recogerlas. El muchacho caminaba de puntas, yo me esforcé por mantener los talones apoyados en el suelo. Le seguí por toda una avenida hasta que me di cuenta de que se dirigía al hotel donde me hospedaba. Entró al hotel, subió hasta mi habitación, abrió la puerta y entró sin volverla a cerrar. Sin voltear atrás se buscó un lugar entre las sábanas destendidas. Yo preferí sentarme en la orilla de la cama. Nervioso y preocupado, sin saber cómo intervenir, encendí un cigarro y me quedé pensativo hasta que el muchacho comenzó a llorar. Gimoteaba enternecido. Yo supuse que tenía que acompañarlo en su duelo. Conmovido, me acosté junto a él y lo abracé, pero no fue suficiente. El impostor lloraba desconsolado, como un niño, como cuando yo era niño. En algún momento volteó y nuestros rostros se encontraron. Estuvimos en silencio hasta que metió su dedo índice en mi boca. Aproximó su cuerpo y pude sentir como aumentaba su temperatura. Nuestras respiraciones seguían un mismo compás, con la mano desocupada me quitó el

cinturón. Pensé en pedirle que se detuviera pero estoy seguro de que no me hubiera hecho el menor caso. Una vez con mi pene entre sus manos comenzó a masturbarme. Sabes, Pegaso, me encanta como escribes, dijo antes de desaparecer entre las sábanas. Me levanté de la cama asustado y sin pensarlo empecé el libro.

Meth Z 4. Bildungromance Simplemente me senté y pensé, durante cuatro horas y todos los detalles aparecieron en mi cabeza, y este chico desarreglado y de pelo negro que no sabía que era un mago comenzó a ser cada vez más y más real para mí. J. K. Rowlling

Fue el profesor Ángelo Galligiani quien invitó a Ítalo Calvino a Hogwarts. Ángelo Galligiani se estaba jugando el pellejo, de ser descubierto sería desterrado y el pobre escritor italiano asesinado por dementores. Aún así la idea lo tenía obsesionado. Al profesor de literatura le parecía elemental la intervención del profesor en su curso. Además de la admiración personal que le expresaba, se sentía en deuda con la editorial que el italiano dirigía. La editorial Eneudani, a cargo de Calvino en aquella época, había publicado bajo pseudónimo un libro de relatos suyo. El profesor había recibido a su correo personal una carta de Ítalo Calvino donde elogiaba su imaginación y su desarrollo cognoscitivo en lo que él llamaba “un suceso transcendental en la lógica de la descognición”. Calvino en la carta le decía que se moría de ganas por conocerlo. El profesor Ángelo Galligiani, profesor de Literatura Universal en la Academia de Magia utilizaba varios de sus libros en la enseñanza del módulo de literatura contemporánea. Ángelo consideraba esencial que sus alumnos conocieran al menos a un escritor antes de graduarse de la Academia. Pero la regla estaba clara: ningún hombre no mago (muggle), sin distinguir profesión o mérito, podía entrar a la escuela de magia. Los escritores se parecen más

a los magos que nosotros los magos, escribió Ángelo en su libreta. Ángelo, cada vez más obsesionado, decidió plantearle la situación a Calvino. Ángelo sabía el ridículo que supondría la lectura de esta carta. Al final se animó a enviarla. Si Calvino no le creía todo aquello del castillo de magos y los portales secretos, estaba seguro, el escritor se divertiría con el relato. Entonces se decidió a enviar una invitación al escritor italiano a la afamada escuela de magia. En una larga carta, reescrita en varias ocasiones, le aclaraba que se trataba del primer hombre no mago en ser invitado al instituto, en la carta también le expresaba el peligro que corría su cargo en la institución y le detalló los procedimientos para infiltrarlo, luego lo citó en Londres, se verían a la entrada de los Jardines de Kengiston. Calvino, sin hacer una sola pregunta, le contestó la carta diciendo que estaría encantado de conocer “la más prestigiosa escuela de brujería del mundo” y que con gusto dictaría su conferencia. Se encontraron a la entrada del parque a medianoche según la indicaciones de Ángelo. Calvino no llevaba más equipaje que una valija. Galligiani se apareció con un paraguas transportador. —¿Promete no contarle esto a nadie? —le preguntó Ángelo mirándolo con énfasis. —Lo juro —le respondió Calvino con seriedad. Ángelo le pidió que lo sostuviera con fuerza el paraguas. Calvino empuñó en el mango dorado del paraguas. El escritor dio un pequeño grito de emoción cuando se levantaron del suelo. Atravesaron Londres volando hasta llegar a Hogwarts. Aterrizaron en un lúgubre bosque y recorrieron el castillo de forma silenciosa. Calvino ante el asombro de Galligiani, atravesó el castillo con toda naturalidad. Se detuvo frente algunos retratos y se asomó por las ventanas. —Siento que estoy soñando —le dijo en italiano. Galligiani separó un muro con el golpe de su varita, el muro adquirió una densidad liquida y ambos académicos lo atravesaron. Descendieron por un pasillo

secreto. Galligiani le dio una frazada y par de veladoras. —Disculpe, pero nadie puede enterarse de su visita. De ser así seriamos aniquilados —le recordó Ángelo nervioso. —No se apure, le veo mañana temprano. Calvino se quedó trabajando a luz de la vela en unos papeles. A la mañana siguiente, Galligiani se apareció nervioso, no había dormido nada. —En quince minutos comienza la clase, necesito que se ponga esta túnica —le dijo Ángelo alterado. Calvino se puso la túnica. Ángelo lo presentó ante el grupo. —Queridos muchachos, les presento al señor Ítalo Calvino, sin duda el mejor escritor europeo del siglo XX, un mago de verdad —dijo Ángelo y leyó su bibliografía. Los alumnos le miraban con desconcierto. Calvino se echó a reír y extendió su capa. Calvino hizo una reverencia ante el auditorio, la túnica flotaba sobre el suelo. Calvino se quitó el sombrero y comenzó su conferencia hablando sobre la novela telúrica primordial y su deferencia al relato folclórico. El escritor, observado el desinterés de los muchachos les habló de la Segunda Guerra Mundial y sobre el cine de Antonioni. Ángelo estaba emocionado. Los alumnos le miraban con desconcierto, ninguno de los jóvenes hechiceros parecía entender el rumbo de la conferencia. Sólo uno de los estudiantes ponía atención. Sentado al frente, Pegaso Zorokin afilaba un lápiz con los dientes y tomaba nota. Pegaso levantó la mano para hacer una pregunta interrumpiendo al escritor: —¿Qué son los campos de concentración? —Bueno son los lugares donde los nazis encerraban a los judíos —le contestó Calvino un tanto extrañado. —¿Judios? —le replico Pegaso. Ángelo advirtiendo la escala del precipicio que sugería la conversación, detuvo

la conferencia diciendo que el señor Calvino tenía una agenda apretada y había llegado el momento de que se retirara. Algunos estudiantes aplaudieron. Calvino y Ángelo salieron de la sala. Pegaso Zorokin alcanzó al escritor tirando de su túnica. —Mire Señor Calvino es el Meth Z, es una droga —le dijo poniendo un cristal azul en su mano—. La inventé yo en mi clase de botánica. Con ella escribirá su último libro. Es una droga cargada de futuro. Ángelo aparto súbitamente al alumno. —Señor Zorokin, regrese al salón si no quiere meterse en problemas. Ítalo Calvino guardó el cristal azul en su bolsillo y le sonrió a Zorokin. Varios años después empezó su último libro.

El nuevo hogar de Pegaso

A Pegaso se le ocurrió entrar al Colegio de México. A mí su idea me pareció una idiotez. Que iba a hacer entre esos yonquis imbéciles. Les iba a romper la madre a todos. Iba a ser el dolor de cabeza de sus maestros. Un magistrado tiene una casa enorme en el Pedregal, una casa vieja con un patio enorme y una fuente que ya no funciona. Hace tiempo que no vive ahí y sólo va de vez en cuando a meter y sacar cajas con etiquetas que no dan mucha información sobre lo que hay adentro. La casa tiene seis habitaciones, cuatro de ellas son enormes y tienen baños de mármol rosa donde se podrían filmar escenas eróticas con velas y pétalos rojos o el asesinato de la hija de algún primer ministro. Hay otros cuatro baños más pequeños en lugares insospechados de la casa, escondidos tras puertas que se pierden en las paredes forradas con madera oscura. La casa tiene dos pisos construidos en L. Dos cuartos chiquitos abajo y un espacio abierto, vacío, frente a la puerta de vidrio que inaugura el jardín. Arriba, una sala extensísima que sólo tiene cuatro sillones viejos y un pequeño buró que no guarda ni sostiene nada. Un pasillo largo lleva a las habitaciones, otro a una cocina gigantesca con alacenas vacías y una larga barra con estufa de doce salidas y un horno tamaño homicidio. Por alguna irracionalidad arquitectónica, una escalera sin iluminación lleva de un extremo de la planta baja de la L al otro en la parte de arriba. El magistrado va a demoler la casa en cualquier momento. Mientras no lo hace (no se sabe bien qué espera o qué necesita para hacerlo) renta las habitaciones a estudiantes de licenciatura, todos hombres, sin distinción por su preferencia sexual o

especialidad universitaria, a precios bajísimos para la zona y el tamaño de la casa. Sólo se aceptan seis habitantes, sin excepción. No hay contrato de arrendamiento, no se les exige anticipo ni comprobante de ingresos. Con la casa pueden hacer lo que gusten: rayar las paredes, agujerarlas con clavos, pintar y redecorar las habitaciones a su antojo. Después de todo, en algún momento indeterminado la mansión será reducida a escombros. Los jovencitos son hasta ahora cinco. Estudiantes ejemplares, becados casi todos e independientes de sus padres, que no tienen estéreos escandalosos ni televisión. En algún lugar se dice que pusieron un teléfono, pero no parece que tengan la urgencia de comunicarse con nadie. Sólo estudian. Han adaptado la inmensa sala del piso superior para hacer tertulias con intelectuales de renombre donde se ofrece vino y bocadillos a cambio de la cooperación voluntaria de los asistentes, todos los jueves a las 5 de la tarde. El patio, ideal para organizar carnavales multitudinarios, sólo se ha utilizado un par de veces para hacer fiestas a escondidas del magistrado. Los jóvenes estudiantes cobran una módica cantidad por la entrada e invierten las ganancias en una que otra cosa: un microondas, una base para el garrafón, una plancha. El sexto habitante fue a conocer su nueva habitación el día de hoy. Yo lo acompañé por el camellón oscuro del Boulevard de la Luz, donde hacen falta muchos faros, por donde no camina nadie y no pasa ninguna ruta de camiones, hasta la entrada de la casona del magistrado. Los muchachos nos recibieron con amabilidad y le mostraron a Pegaso el cuarto que le correspondería. A él sólo le preocupaba dónde poner un escritorio para estudiar sin que lo molestaran. —No te preocupes —le dijo uno de los chicos—, aquí nunca se oye nada, parece que estás tú solo. Después de habernos expuesto la enorme conveniencia del trato (hay que agregar que el Colegio de México queda a tan sólo quince minutos caminando),

Pegaso pidió un momento a solas conmigo y cerró la puerta del cuarto. Nos quedamos adentro, pensando en silencio. Pegaso miró la puerta con sospecha e intentó poner el seguro, pero la cerradura estaba rota. —¿Tú qué piensas? —me preguntó. Evidentemente, había algo que nos impedía a los dos saltar de gusto por la inesperada oportunidad, que además podría ser aprovechada por algún otro jovencito más decidido, pero no sabíamos qué era. Cuando ideamos al menos dos posibles distribuciones de la cama y el clóset para que tuviera un escritorio dentro del cuarto, Pegaso se decidió: —No sé qué esperar, no sé qué más pedir. Es la primera vez que vivo solo. — Luego agregó, mirando la cerradura rota—: Voy a tener que arreglar eso. Una vez cerrado el trato, nos despedimos y caminamos bajo la lluvia hasta la avenida Boulevard para pedir un taxi. Estuvimos parados en una esquina durante veinte minutos. Ningún taxi quiso parar aunque me metí hasta la mitad de la calle a agitar la mano. Tuvimos que regresar a pie por un lado del camellón solitario hasta volver a la Avenida Picacho, donde se detuvo el primer taxi al que le hicimos señales. Dejé a Pegaso en Periférico y pedí al chofer que me llevara por Insurgentes hasta mi casa. Yo tampoco sabía qué esperar ni qué pedir. Parecía una buena oportunidad. Le ayudaría a arreglar su cuarto, a pintarlo y a pegar algunas fotos en las paredes. Tal vez estudiaría con él algunas tardes en esa casona silenciosa. “Eres de la tercera generación”, recordé que le había dicho uno de los muchachos antes de que nos fuéramos. “Ojalá te vaya bien. Todos somos buenos chicos”. Sólo espero que Pegaso no muera ahogado en una de las bañeras de mármol, o aparezca en el horno después de algunos días. Espero que no llegue una demoledora y lo deje bajo los escombros de su nueva casa. Ahí empezaría su libro.

Dungeons and Dragons

Todo transcurría sin novedad. Estaba más pacheca que nada y me costaba trabajo adecuar mi discurso hablado a mi discurso mental. No obstante, podía dirigir el génesis de una aldea de borrachos y drogadictos amenazados por un vampiro y explicar las instrucciones de la cruzada con coherencia suficiente. Mi estrategia funcionó lentamente: los aldeanos mataron por decisiones erradas a su cura y a su santo, únicos representantes divinos de la lucha contra el vampirismo, mientras los chupasangre se reproducían. Cuando convirtieron al rey del pueblo, la partida estaba decidida. Al final, sobre los sobrevivientes se hicieron las tinieblas. Juegos de Rol y cartas en casa de Francisco Belladona. Como en viejos tiempos. Pegaso me miraba extrañado desde un sillón. En algún punto de la noche lo perdí. Seguro se había largado. Era una verdadera pues hacía un año que no lo veía. Todo era normal, con Pegaso, sin Pegaso, como decía. Todo, salvo esa réplica pequeña de La Guernica que Francisco tiene en su sala. Ese cuadro se veía en tercera dimensión, como si Picasso hubiera superpuesto recortes de revista en el espacio y los recortes estuvieran reorganizando su distribución, moviéndose hacia atrás y hacia adelante. Descubrimos interesantes puntos de fuga y que todo viene de una entrada al sótano que está en una dimensión inaccesible para quien está viendo la pintura. El caos estaba completamente atrapado y nosotros estábamos ahí dentro. Ratón nos contó la historia de la pintura. ¿Por qué lo sabes todo, Ratón? Sí, Ratón lo sabe todo. Lo sabe todo por más drogado que esté. Francisco Belladona será historiador o campeón mundial de tenis o un saxofonista de renombre. Puede que

también se convierta a la masonería. Lobo merodeaba extraño por ahí. Pegaso desaparecido. Todo era normal, salvo que la sala tiene grandes ventanales y en la unidad donde vive Francisco hay muchos faroles, la luz es más o menos uniforme en las callecitas que separan las casas, así que si uno ignora el cielo, puede decir que se está metiendo el sol o que está despuntando el día. Todo era normal esa noche, salvo que no podíamos dejar de pensar que estaba amaneciendo y que, sin embargo, nunca salía el sol. El LSD absorbía nuestras mentes. Luego me di cuenta de que Lobo había comprado un yoyo que brillaba en la oscuridad. Hey, Lobo, ese yoyo no nos lo habías enseñado. ¿Este? Es el mismo de hace rato. El yoyo verde se veía más que verde con la luz de la madrugada interminable. Y le fue pasando su fosforescencia al hilo. Era un espectáculo de luces que se descomponían en colores conforme aumentaba la velocidad de los trucos. Si Lobo se detenía, le pedíamos, a ver Lobo, vuelve a hacer esos trucos. No, pero párate ahí, sí, ahí. A ver, Dani, prende la luz de allá. No, mejor apágala, prende la del patio. Sí, eso está perfecto. Me pregunté si en realidad Pegaso había estado ahí, si había sido una alucinación, si la droga todo lo estaba devorando. Luego empezamos a lanzar cartas al aire. Como si fueran palomas atravesando un arcoíris, los aleteos de las cartas convertían la luz en rojo, verde y azul brillantes. En algún momento comenzó la batalla. Las cartas volaban ahora hacia nuestras cabezas y algunas describían trayectorias perfectas. Se desviaban hacia arriba justo antes de tocar la frente, así que de pronto había una lluvia de guillotinas que amenazaban con degollarnos. Lobo resultó ser el más diestro en el arte del lanzamiento de baraja. Hizo una trinchera con el sillón y desde ahí fue disparando contra nosotros, en un intercambio constante de municiones que pronto llenaron la sala. A veces había que recoger del suelo las cartas enemigas para surtir a los compañeros soldados, pero la velocidad y fuerza del brazo de Lobo hacía que

incluso las esquinas redondas de las cartas dolieran como navajazos. Lobo fue un héroe solitario, asediado por cuatro insomnes que le dieron batalla por lo menos una hora. Había minutos de descanso y luego reiniciaban los ataques. Pronto aprendimos a esquivar los lanzamientos con elegantes movimientos de cabeza, pero las cuchillas voladoras no dejaban de ser un tanto amenazantes. Luego nos tumbamos en los sillones a escuchar Massive Attack. “Paradise Circus” comenzó justo cuando noté que las cortinas se movían. No era el viento, las ventanas estaba cerradas. Pero ondulaban como si hubiera serpientes debajo de su color arena. Eran figuras de luz pegadas por la espalda y tomadas de los brazos, como espíritus bailando un vals, dando vuelta cada pareja en su sitio, perfectamente uniformadas. Y la coreografía me deslumbraba en contraste con la oscuridad de la casa. Almas de luz sin cuerpos definidos mezclándose en un baile. Luego pude distinguir que la mayoría eran mujeres, fantasmas diminutos de mujeres son rostro, encendidas por la luz más amarilla de algún fuego. El baile ocupaba la mitad de la estancia y “Paradise Circus” me hacía sentir muy triste. Tuve que soltar un par de lágrimas y obligarme a mirar hacia otro lado. Quién sabe dónde diablos se había metido Pegaso Zorokin. Era una pena no haber podido hablar con él. En realidad él era el único que me importaba. Después salimos a recibir el día. Los árboles movían sus hojitas como gigantes sacudiéndose despacio. Los pájaros hacían ruido por todos lados y volaban en trayectorias de ángulos bruscos, se movían entre las ramas como pequeños habitantes de un mundo acelerado. La luz de los faroles aún era una luz de madrugada. Sobre ellos, el cielo azul tenía su propio brillo. Salimos todos. Después de un par de minutos me encontré a Pegaso. Le pregunté dónde se había metido durante la noche. Yo nunca estuve ahí, me dijo. Pensé que el muchacho quería engañarme y lo miré desafiante. Yo nunca

estuve aquí, María Eugenia, me dijo y se alejó de mí. Pero ahí estaba él. Ahí estaba Pegaso, un muchacho hermoso, el yonki más bello de la ciudad, largo y en los huesos, con unos lentes enormes y los pies chuecos. El muchacho se perdía en la distancia. Mientras doblaba una esquina de la unidad, lamenté mucho no ser una cineasta, pintora o fotógrafa con futuro prometedor. El día claro ponía el marco de la escena y Pegaso desapareció diminuto, caminando en el centro de un óvalo extendido, creado por la luz de un farol solitario bajo el cual seguía siendo de noche. Apareció un pájaro y se posó en una reja blanca. Pegaso se detuvo debajo del farol nocturno e intercambió un par de frases con el pájaro, que seguía moviendo la cabecita y agitando las alas en dirección del muchacho. La escena se congeló durante mucho tiempo y el contraste de las luces que unía a la noche y la mañana en un mismo lugar era también el que reunía al chico de los pantalones caídos, perdido en la noche, y al pájaro que llegaba a anunciar el nuevo día. Luego se despidieron y cada personaje siguió su camino. Pegaso Zorokin se fue haciendo cada vez más pequeño conforme se alejaba de mí y la luz del farol se fue perdiendo en el brillo matinal del sábado. Me quedé pensando en nuestro encuentro. Dudé profundamente haberlo visto en lo sillones de la casa de Francisco. Dudé haberlo visto conversar con el ave. Dudé de mí. Pegaso actuaba como si yo fuese una alucinación, una pérdida. Tal vez yo era la alucinación. Sentí vértigo. Yo esperaba repetir el encuentro. Llegué a casa y pensé en escribirle un cuento a Pegaso. Lo que había ocurrido ocurrió como las cosas que ocurrían en sus cuentos. Uno de los cuento que el muchacho escribía sobre sí mismo, donde yo era la heroína, donde era el relato absorbido por su mente. Se lo mandaría a su mail. Con él podría empezar su libro.

El fin del oeste al norte del mundo

Detuvimos nuestra marcha frente a un estanque congelado. Los viajeros fueron buscando un lugar en el triste paraje. El hielo tenía sitiadas sus mentes en medio del silencio. Los caballos miraban la ensenada con expresión de hechizados. El humo azul de sus hocicos delataba que algo estaba cambiando dentro de ellos. Los viajeros, indiferentes, encendían un fuego y derretían lajas de hielo. Nadie decía nada. No era necesario. La nieve con su manto largo extendía su destrucción sobre la tierra. El suelo cubría sus distancias bajo una capa de agua sin pulso. Un bosquecillo de sauces árticos trepidaba entre los humedales. Coronas de témpano gris retrocedían el curso de sus extremidades. La tundra es una mandíbula a la que le fue cortada la lengua. Una boca de encías blancas y venas azules. Los colmillos están por todas partes. Un magma de dientes blancos escurre su silencio en la tierra. El silencio es el principio de toda trampa. Eso lo sabes si has vivido en un túnel o visto un precipicio. Aquí todo tiene filo. Aquí todo se está defendiendo. Si en el desierto todo es flecha en la tundra todo es espada. La naturaleza tiene formas distintas de indicarnos la muerte. Aquí todo me indica mí, aquí todo indica que la siguiente soy yo. Pensé desolada y sorbí por la nariz. El frío no quiere que nada sobreviva. Aquí todo es blanco. Aquí los días pasan sin luz. Los caballo bufaban sobre el estanque el muerto. Sentí pena por ellos. Por los cadáveres que habían arrastrado nuestros cuerpos hasta el fin de la tierra. En la tundra uno tiene que avanzar con lentitud. No es fácil acostumbrarse a la tristeza. A un mundo de aguas movedizas y veladoras de ceniza. Me tallé la cara con fuerza y escupí en el suelo. Entonces pensé en Pegaso. Pegaso decía que yo

tenía naricita de ciervo. Pegaso decía que iba a robarse el dinero con el que los americanos pagarían a los rusos Alaska. Pegaso quería robarse Alaska para conocer San Francisco. Pobre muchacho. Tan guapo y valiente que era. Con su sombrerito, su armónica y su caballo blanco. Siempre sucio y despeinado. Las botas enlodadas, la remera hecha un desastre. No tenía más de veinte, tiraba con la mano en el cinto y sabía cómo funcionan las armas. Cuando aciertes en el blanco sabrás que estabas apuntando al centro de tu corazón. Me dijo una vez apoyando su rifle en el hombro. Esa tarde buscábamos patos en el cielo. Aún no cruzábamos las montañas. Yo señalaba, el disparaba. Ese muchacho sabía dónde estaba mi corazón. No hay nada más excitante que ser la mira de un pistolero. Eso y que el chico que te ama te apunte con sus dedos en la frente. Que te señale queriendo decir aquí estás tú. Y sigues viva. Señalar un patito y verlo estallar en el cielo. Disparaba al cielo y como si doblara uno de sus brazos regresaba su rifle a la espalda. El muchacho manos Springfield 47. Buscando un cadáver de plumas blancas. Luego soplaba la armónica con fuerza. Canciones de vaquero tonto que mató a su mujer. María Eugenia, tienes naricita de ciervo. Me dijo el joven cazador destripando al patito. Limpió el cuchillo en las mangas de la remera. No dijo nada más, la verdad no sé qué intentara decirme. Pegaso decía que yo tenía naricita de ciervo. Que importante me parece ahora. Como me gustaría que Pegaso regresara a cazarme. Que me buscara en este escondite helado. Que se apareciera de pie sobre el estanque. Que llevara una capa negra. Que me diera cuarenta segundos para esconderme. María corre desesperada, a lo lejos escucha resonar un estallido. Un cuerpo se desploma en el hielo. Una charca de sangre se escurre sobre el estanque. Si Pegaso hubiera querido matarme hubiera tenido que dispararse en el pecho. Abrirse la remera y apoyar la boca de su rifle en sus pezones negros. Me gusta pensar que yo era el verdadero lugar al que apuntaba su mira. A ese Pegaso yo le gustaba. Esas cosas se saben. Esas cosas las chicas las saben. Aquí, señalada por el hielo, viendo en los huesos a tu caballo blanco, pienso

en ti y en tus veinte años. Vienes a matarme. Aquellos días Pegaso era el cielo. En aquel entonces no tendríamos más de dos meses en la caravana. Aún no cruzábamos las montañas. Nuestra caravana rumbo al fin de la tierra. Los dos nacimos en Ashland, los dos venimos a morir a la Rusia Americana. Qué pena que Pegaso no hubiera conocido los precipicios. La tierra de hielo al que los indios le decían Alaska. Era lindo señalar al cielo y saber que todo lo que latía eras tú y que todo te pertenecía. Que tú tenías el arma. Tú busca corazones. Tú arrancacorazones de fuego. Que tú decidías. Apunta al cielo. Señala tu corazón. Hay vida en el cielo. Pegaso era listo y yo le gustaba. Nunca se acercó demasiado. Bien pensado, Pegaso. El Sheriff habría hundido los cascos de su caballo en tu pecho. Qué triste pensar en tu corazón destrozado. Tu corazón lomo de pato. Ella, mi hija, es mi hija y nadie se acerca. Les dijo el Sheriff a los viajeros antes de salir de Ashland. Los viajeros me miraron y se repitieron sus palabras. María prohibida en la tierra. Había hablado el Sheriff. Mi padre los conduciría hasta el país de la nieve. De la pradera a la nieve. Que estupidez. Moisés se vuelve loco y obliga a regresar a los israelitas al desierto. Al fin del oeste, al norte del mundo. El fin del mundo. Los nómadas y naricita de ciervo en menos de seis meses habíamos descubierto que éramos seres increíblemente violentos. O más bien que vivíamos en un mundo violento. Habíamos descubierto el mundo y no habíamos hecho más que recorrerlo. Asesinos en un mundo tan enorme y vasto en el que ser violento no marcaba ninguna diferencia. Hace unos meses antes de atravesar las montañas escuché a un hombre ser devorado por un oso. Escuché también los siete tiros que derribaron al oso. Un oso gris se comió a mi Pegaso. Se comió a Pegaso con todo y corazón. Nosotros nos comimos al oso. El chico de la buscacorazones 47. El cuerpo de un chico destrozado por las zarpas negras de un oso. Yo no quise acercarme a su cuerpo. Pegaso ya no tiene rifle, el oso ya no tiene su fuerza increíble. Aún así seguimos corriendo peligro. Detuve mi mirada en el estanque. La muerte se extendía

definitiva en las aguas sin curso. Un estanque triste en un país triste. Que obviedad. Así es la vida en los humedales del fin del mundo. La vida es obvia donde no hay nada. Uno de los viajeros derribó el cadáver de un caribú en el suelo y fue separando con cuidado la carne del cuerpo. Las tinieblas iban reclamando nuestros cuerpos bajo un manto de luz gris. No había nada que decir. Habíamos visto y oído lo suficiente para decir que después del viaje éramos distintos. Que tratando de ocupar una tierra una fuerza extraña nos había transformado la mente. Al día siguiente atravesaríamos el archipiélago Alexander. Después de surcar las aguas heladas los viajeros veríamos Sitka, la ciudad de los rusos. Nosotros ocuparíamos su lugar. Dicen que los primeros indios cruzaron estas tierras. América empezó aquí y aquí se termina. El jardín para osos polares de Andrew Johnson. Nosotros éramos sus jardineros. Los jardineros del presidente de los Estados Unidos de América. Los nómadas del mundo desterrado. Del mundo agua fría tierra sin vida. Alaska era innecesaria. Pegaso Zorokin había muerto. El fuego ardía frente al campamento. Los viajeros entumecidos buscaban un lugar cerca del fuego. Mi padre encendió la lumbre de su pipa y le hizo frente a sus hombres. Su abrigo de bisonte le otorgaba una corpulencia indómita y terrible. La nieve se agrupaba en el manubrio negro del bigote. Caballeros, les dijo, este es el noroeste. El fin de la tierra, mañana veremos Sitka. Algunos se quitaron los sombreros. Nevaba con fuerza inusitada. Nadie decía nada. No quise bajar de la diligencia. No tenía hambre. No sentía mi cuerpo, sólo tristeza. Y la tristeza no está mí, la tristeza es Alaska. Y Pegaso está muerto. El único que hubiera sido capaz de robársela. Yo era mi mente y todo era tristeza. Dicen que cuando el cuerpo muere la mente queda libre. Dicen que un cuerpo sin mente es un cadáver. Dicen que una mente sin cuerpo es un fantasma. Dicen que no siempre es fácil comenzar un libro.

Meth Z 2

Pegaso había terminado su primera novela pero no se sentía satisfecho. La novela no había sido suficiente. Pegaso frente a su Toshiba abría y cerraba ventanas. La novela le aburría. Cansado fue buscando entre las carpetas donde organizaba sus cuentos. Su poemario tenía más de ochocientas páginas. Escribir era aburrido. Encendió la cámara y comenzó una sesión de terror gestual. Luego comenzó a leer su novela en voz alta. Fue gradando la voz del narrador. Leyó como Cortázar. Leyó como Rulfo. Luego se perdió monologando. Regresó al poemario. Le cambió el nombre a la protagonista. Volvió a encender la cámara, puso una canción vieja y se divirtió haciendo un musical. Leyó sus cuentos, algunos le servirían de guion. Pegaso lo tenia claro: el siguiente paso era volverse actor, actor y guionista. Quería ver realizada una historia. Quería vivir sus historias. El problema era que todos sus cuentos se referían a sí mismo. La literatura era el protagonista. Las películas de escritores eran aburridísimas. Tal vez un cortometraje. Se levantó de la computadora y despertó a María Eugenia. —¿Y si me vuelvo actor? —le preguntó Pegaso dando un salto a la cama. A María Eugenia no le causó gracia alguna. Pegaso le hizo su mejor versión de Tin Tán. Luego hizo a Pedro Infante. —Déjame dormir —le dijo María y le dio la espalda. –Ya sé, y si me vuelvo performer y me dedico a arruinar presentaciones de libros. Puedo decir por ejemplo que soy Salvador Elizondo, que resurrecto. Hacerles dedo a los presentadores y correr.

—Tú lo que quieres no es ser actor, tú lo que quieres es chingar a la gente — dicho esto, María le dio la espalda. Pegaso buscaba marihuana entre sus libros. Se le había ocurrido un cuento. Un cuento que usaría de guion. Transformaría la vida de alguien más para siempre. De otro escritor. Obligaría a alguien más a escribir un cuento. Tenía que encontrar a alguien que escribiera. Se conectó a Internet, hizo un perfil de Blogger y se puso a coquetear con los escritores jóvenes del Distrito Federal. Alguien caería frente a sus halagos. Pegaso estaba colocado otra vez. Sabía cómo empezar su siguiente libro.

Pegaso Zorokin

Pegaso lo vio todo. Vio dorsos con tatuajes arponeados por jeringas llenas de sida. Como si el sida fuera una substancia. Vio hombres con el nombre de sus hijos tatuado en el pecho. Vio cristos de tinta verde lacerados por cientos de alfileres. Vio niños inhalantes reír como santos. Iluminados salvajes. Animistas radicales. Seres desesperados porque alguien les explique qué es aquello que están viviendo. Seres que buscan desplazar su tristeza. Uno nunca sabe bien qué decirles. Una mujer a punto de abortar le preguntaba a Vonnegut en una carta si valía la pena traer a su hija Mary al mundo. Vonnegut le contestaba que el mundo estaba perdido. Incluso Mark Twain había confirmado la tesis. El aventurero había tirado la toalla. Una toalla azul llena de pega ropas y alfileres negros. Aún así, consideraba Kurt, valía la pena venir a la tierra por dos motivos. La música y los santos. Sobre la música no decía nada, sólo le recomendaba al final del documento escuchar los pasajes de juventud de Schumann; no sabemos si mientras abortaba o junto al amamantar a su hijita por primera vez. Luego describía a los santos. Sobre este tema, el humanista profundizaba. Definía a los santos como aquellos hombres y mujeres cuya psique radicaba en una figuración divina. Para Vonnegut, un santo era aquel hombre o mujer (predominantemente femenino) que encarnaban el espíritu de la naturaleza. Hombres y mujeres capaces de participar en la creación. Hombres creadores, menguantes y sublunares. Seres con autoridad sobre la naturaleza, conscientes de que su voluntad es capaz de sanar órganos y suficiente para enloquecer a cualquier mujercita. Capaces de cientos de cosas. Capaces de excitar a

un sacerdote. De apuñalar a otro santo. De hacer música. De volver a tocar a Schumann. De transformar copas de vino en sangre de culebra. Capaces de crear pensamientos horribles. Pensamientos dolor en los dientes. Hombres casados que se cogen como locos a sus secretarias. Y chicas. Chicas muy bonitas incluso. Airómanas y dementes, chupándole el pito a sus primitos de doce años. Estas chicas, he conocido santas de dieciséis añitos, son capaces de cogerse a todo un regimiento y degollar al capitán mientras se viene. Son capaces de filmarse cogiendo con la certeza de que un día sus padres verán los vídeos. Niños y niñas capaces de formar campos de fuerza y devolver su espíritu al estado natural. Pegaso Zorokin en los chats se hacía llamar Hack, entonces se dedicaba a mentir y a plagiar, contaba su vida como enredo policiaco y amoroso. Hack, por ejemplo, recuperando el argumento del grafista Carlos Sampayo, es una polaco anarquista. Un punk cuya energía de renegado jamás podrá ser absorbida por el sistema. Sea en cárceles, en banquetas sucias o entre tiroteos al otro lado de la frontera mexicana, Hack siembra el desorden y la rebeldía. Todos los personajes que creaba (Hack, Copy, André Gaspar y mil seudónimos más) tenían espíritu de dinamita y, sin embargo, con un alma sola y vagabunda. Pegaso es el sobreviviente de un mundo violento y opresivo. Jack Kerouac. Juan Bautista. Leon Tolstoi. Mallarmé. Pegaso Zorokin. No importa si fuesen drogadictos asesinos. A veces son buenos escritores. Poetas increíbles, llenos de luz. Llenos de silencios e incongruencias. Esta gente a veces muere viendo las telenovelas. A todos les encanta la televisión. Pienso en Enriqueta Ochoa. En Roberto Bolaño viendo Gran Hermano antes de sentarse a escribir. En Salinger viendo Destiny y masturbándose en un sofá gris. A veces se matan. No creo que tenga que ver con la televisión. Tal vez sea así. Pero aún antes de las redes, Google y las eco aldeas, había tristes y tristes dispuestos a matarse. Pienso mucho últimamente en Manuel Acuña. Manuel Acuña el poeta comecianuro. En Juan de

Dios Peza llorando sobre su cadáver. Pienso en Vicente Melo, borracho como cuba pidiéndole a su editor dinero para un chute. En Jorge Cuesta convertido finalmente en Ángel, apuñalándose los testículos en una misa negra. Los santos saben que ya todos perdimos la chaveta. Tienen pesadillas pero si un demonio se aparece le meten una putiza, le quitan la piel y se hacen abrigos de escamas con ellas. A los santos todo les vale verga. Sus deseos son su energía elemental. Por eso les encantan las drogas, saben que los deseos no se realizan en esta dimensión. Saben que morir aquí no es morir allá. Saben que no se puede morir. Cuando los llaman sus familiares y los obligan a ver al abuelo en un escaparate lleno de rosas saben que no es cierto. Saben que no volverán a preguntarle nada. Ni a servirle café. Ni a ayudarle a subir los escalones de la iglesia. El abuelo no se fue. Anda ahí fantasmático, cagado de la risa con los atlántidos. Ni siquiera en el cielo, tal vez en el fondo de una laguna con su cuerpo de veinticinco años y aletas de lobo marino. Que el abuelo descanse en paz o que siga en su corcel loco recordando esos años en los viñedos californianos. Estos hijos de puta, hablo de los santos otra vez, no están particularmente tranquilos. Si la calma los alcanzara supongo, se matarían. Si un loco no satisface sus deseos, esta fuerza se acumula y comienzan los desastres, sus mentes comienzan a perder lucidez y cuerpo y la mente les producen sensaciones de inestabilidad. Se drogan. Faltan al trabajo. Lloran borrachos junto a la cuna de sus hijitas. La cuna la usan de cenicero. El portaequipajes está lleno de licores. Se gastaron la quincena en alcohol los hijos de perra. Es duro para sus familias. La gente que los ama sufre muchísimo. Detener a tu hijo enganchado al crack no es fácil. Quitarle la cuchara y darle una ducha no es fácil. No tendría porqué serlo. Los santos aman a sus madres. San Agustín es un claro ejemplo. Proust no se diga. Vivimos buscando las tetas que perdimos. No es fácil ver a mamá llorar. Todo se vuelve un pedo de repente. No hay para cigarros y te sientes pleno y volcánico.

En cierto modo Pegaso Zorokin se comprendía como una partícula indivisible. Pero más importante, caminaba hacia la nada, sobre el último paso antes de dejar de ser. La peor angustia de Pegaso no es su constante disminución con respecto al mundo conocido, sino lo que este movimiento le revela: al cabo de algún tiempo, la realidad se borraría para él, pero no por la muerte, sino por un acto de desaparición tremendamente sencillo, porque ¿qué puede existir a cero centímetros? Pegaso Zorokin transitaría por los grados mínimos de existencia hasta que dejara de ser posible. Cuando por fin se acomoda en una hoja seca y se cubre con un pedacito de esponja, dispuesto a pasar su última noche antes de ser reducido a nada, mira las estrellas y se alegra de verlas igual que todas las personas de tamaño normal, porque la distancia que las separa de la Tierra es tan grande que la variación de su propio tamaño resulta insignificante. Ésta, que podría no ser más que la reiteración final del planteamiento relativista de Pegaso, adornado con estrellas, es el despegue de su gran salto. La desesperante referencia al ser humano, a sus milímetros y a sus micras, se traspasa al tocar el punto cero. ¿Qué puede existir a cero micras, a cero milimicras, a cero millonésimas de milimicras? La pregunta es tan ingenua como lo es Pegaso al pensar que dejará de existir al no alcanzar una marca en la regla junto a la que se para todos los días. Ahí donde alcanza el margen posible de lo ínfimo y se resigna a la nada, la toma por sorpresa todo lo existente, más abajo de ese límite que su sentido común de ser humano que decrece le señalaba como lo último. Quizá Pegaso Zorokin ha dejado de ser humano (aunque se siga sintiendo exactamente la mismo, línea a línea) pero no ha dejado de ser. Todo es divisible en tanto sea posible medir las partes en que se ha dividido. Todo lo que es podrá ser siempre más pequeño; será codificado y recodificado en los estándares del medidor que crece o que decrece en sus relaciones con el cosmos, divisible según las posibilidades del divisor. Pero todo estará unido en el gran hecho

de efectivamente ser. Así, el problema de la relatividad no tiene un siguiente paso, sino un salto a la pregunta por el Todo. Las secciones policiacas están llenas de Todo. Seres que se robaron tu tele y los calzones negros de tu esposa para que tú aprendas a valorar tu tiempo libre y la horrible lencería con la que obligas a tu mujer a disfrazarse de puta. A veces los propios ángeles desconocen sus propiedades más esenciales. Estos hombres y mujeres a veces no duermen bien. Saben que el mundo es insonoro. Piensan cosas horribles y se deleitan de seguir vivos y pensando en cosas horribles. Tienen ganas enormes de extraerse el cerebro, ponerlo en una plancha y dedicar todo el domingo a buscar su tálamo entre carne descompuesta. Su tálamo ya está dilatado, huele a mierda, está quemado por el Meth Z y está lleno de porno. De porno duro, con niñitas gritonas cogiendo por su propia voluntad a viejos sin dientes que les preguntan si están seguras de hacerlo. La mente de un santo puede esconder cosas horribles. También hay sueños felices. También en las cárceles se sueña con mundos felices. Muchos de los santos se drogan para dormir. Muchos de los santos se drogan para comenzar a escribir un libro.

Carta de una lectora

He viajado, ruido, sueño y muchas personas, en un principio quería asesinarlas, ahora sólo me deleito observándolas y creando historias para que ellos las vivan. Ayer la luna llena dejó sus últimas secuencias en mí. Mi madre viaja junto a mí. Estaba sorprendida por la compañía progenitora que mantuve durante el viaje, ella estaba feliz, yo sencillamente pensando, construyendo realidades alternas en las que deseo habitar, cada movimiento me hacia despertar y conectarme al tiempo y espacio presente, ese es mi problema; el presente es maravilloso pero prefiero viajar en tranvía y seguir soñando como adolescente, no quiero crecer. No he dormido bien, no me importa, no lo necesito. Aristóteles decía que dormir de más interrumpía su estado natural de razonamiento, como gran pensador se las ingeniaba para dormir sentado, sosteniendo una esfera metálica; al perder la fuerza del cuerpo, Aristóteles la soltaba en una bandeja ocasionando un tremendo ruido que le ayudaba a mantenerse despierto. En estos tiempos, hacer ese tipo de pruebas nos llevaría a la demencia. Pegaso, aunque no nos guste tenemos que dormir. Mis oídos fueron flirteados por Julián Plenti, recuerdos que no voy a olvidar; rumbo a nuestro destino mi madre preguntó: —¿Cómo vas con Pegaso? ¿Cómo pasó Pegaso su cumpleaños? Prometí no volver a involucrarme en tu vida pero me da gusto ver que estás feliz. Mis respuestas fueron un tanto agresivas, pero ella sabe lo feliz y enamorada que estoy.

Lo que contaba le aburría. Cuando envejezca quiero pasar mis últimos días escuchando a María Dolores Pradera, esa gran señora sí que me tranquiliza. Ayer mis ojos se humedecieron, tenía fuertes motivos ocultados en mis clavículas, yo era pena y tu bosque con veinticinco años. Feliz cumpleaños. Es tu mes, es ti momento. Lo lograste amor. Nuestra primera hija se llamará Antonieta, ella sabrá brillar sola, sin amigos petulantes o mujeres insidiosas que le estorben. Sabrá resguardar su locura y sacrificar sus enfados. Es muy cierto eso que te dijeron: el tiempo es tu aliado, el tiempo también es libertad, el tiempos es silencio, el tiempos es paz y dedicación. Somos felices por tenernos dos minutos o toda la vida. Unir dos iniciales puede trastornar la mente humana. Las llamadas telefónicas son envidia, la gente no envidia, somos una gran fusión entre espuma y terciopelo. Todos quieren murmurar de nosotros, somos su tema preferido. Dejemos que cumplan sus sueños intoxicados en nosotros. Ambos sabemos que daño no nos harán. Ya, dediquemos nuestro tiempo libre a amarnos. Eres el mejor novio, un hombre con determinación, que supo hacer feliz a la niñita con carácter definido. Gracias Pegaso, María Eugenia P.D.: Me muero de ganas de empezar tu libro.

La swastika negra

María Eugenia hace exactamente un año decidió dedicar todas sus fuerzas a dormir y a beber agua. Fue el año más feliz de su vida. Un buen día me marcó para pedirme un Cristo (así le decía la cabrona al LSD). María quería despertar. No conseguí LSD pero conseguí Meth Z (un amigo común lo hacía en su sótano en Azcapotzalco), Pristiq de 500 y unos poppers que guardaba en mis calcetines de Hello Kittie. También llevaba coca y una píldoras de mezcalina (ya estaban desactivadas por el tiempo). Llegué con mi mochila Adidas llena de mierda. También llevé al Quetzalcóatl, que prometió llevar hongos. Nos encontramos en Ciudad Neza, el hijo de puta se apareció con un frasquito de gerber con una pasta azul que latía aceitosa. Apenas la olí le pedí que la tirara. El cabrón me dijo que eso era sacrilegio y le dio una cucharada a la carnita de Dios. El Quetza tenía cara de indio sidoso y una mancha morada entre los labios. Le pregunté si era herpes. Hermes me dijo pálido. Yo soy Hermes, llévame con María Eugenia quiero despertar en ella. Entonces se echo a reír. El Quetza era un drogadicto guapísimo que habíamos conocido en Oaxaca. Su tálamo frito. Su alma hecha polvo de ángel. Vendía artesanías y le faltaban tres dientes. Ya en Neza tomamos la 89 hasta llegar al edificio de María Eugenia. Nos la encontramos en piyama. Se veía guapísima. Me recordó a las vírgenes que iluminaban los hermanos Lagarto allá en el novohispano. Bella durmiente. Santa. Limpia. Su nevera llena de Kurdos de miel y granos. Había aprendido a prepáralas en internet, se hacían con miel y granos. Avellana, cardamomo, frijol, garbanzo, maíz, nuez y dientes de león. Se formaba una pasta y

según ella duraba hasta diez años bien refrigerada. Sabían de puta madre. María no comía nada más. A veces compraba Tuinqui Wonders. Apenas entramos, me dijo que mandara a la chingada al Quetza. Ya no se acordaba de él y le daba mucho miedo. El hijo de perra se había orinado encima. Lo sacamos a la calle y le dimos trescientos pesos. Él nos dijo que se largaba a España. Que tenía un amigo. Nos dijo que una cascada es el volumen de sonido que le corresponde. No le entendimos nada. Yo le pregunté a María si se sentía bien. Ella me preguntó lo mismo. Nos sentíamos de puta madre. Le serví un vodka. Traté de besarla. Me dijo que no fuera tonta. Le pregunté si seguía escribiendo. Me dijo que no. No hacía nada. A excepción de su madre que venía a visitarla de Tlaxcala los domingos no había visto a nadie. Pasaba todo el día en internet. Tenía doce cuentas de correo. No le quise preguntar si había vuelto a hacer porno. Me dijo que no. Que no lo volvería a ser. Que ya no le interesaba coger. Te imaginas yo que por coca se la chupaba a las secretarias de mi jefe. Llevo un año sin coger. ¿Y qué María, no quieres que llamemos a alguien? Nop me dijo ¿Traes mota? Armé un porro en una hojita de coca. Me dijo que mejor vaciara un cigarrillo. No traía tabaco. Ella tenía una cajetilla que hacía meses su hermana había olvidado. Los cigarros estaban amarillos. Saqué de la maleta el Meth Z. Lo miró temerosa y lo guardó en un frasco de vinílica vacío. Me sentí conmovida al verla a los ojos. Meter a Gogol tropicalizado la parte de Andreiv. Los ojos zarcos y gris neblina. Los labios humedal. Médanos de escarcha sangrienta. Naricita de ciervo. Eres todo un caramelito María Eugenia, le dije empujando con un lápiz la hierba. Guardó el frasquito en el cajón de la ropa interior. Pensé en ella hacía un año, la pequeña Lucille van Pelt restregándole su realidad a sus amiguitos nerds, obligándolos a aceptar el fracaso y a resignarse. Pensé en la madurez del realismo pesimista. Enamorada en secreto de un chavito de 17 del Colegio Madrid, su pequeño Schroeder yonqui con su acordeón

negro. Nunca se acercó al acordeonista. No quería romperle el corazón. No quería cogérselo y ya. María Eugenia había despertado sabiendo como decía Shakespeare, que si moría ese año, no tendría que morir el año siguiente. Lego me habló de Pegaso Zorokin. No habló de nada más esa tarde. ÉL era el motivo por el que se había desaparecido. Lo conocía desde niña. Lo volvió a ver en rave en una casa de okupas en Azcapotzalco. Un tipo de astral menor, un gótico de sombrero negro y zapatos de punta. Con un parche y falda escocesa. Tenía una águila negra en la nalga izquierda. El huérfano convenció a María Eugenia a abandonar a su madre y ser su hermanita. Que la cuidó durante dos años. Primero la cuido, unos meses después, un domingo en su mansión cenicienta, ella encadenada a una columna le pidió llorando que le hiciera una swastika con cautín de soldador mientras se la cogía. Nunca habían hecho el amor. Él no terminó la swastika. Le quemó las tetas. Su piel se volvió gris, casi negra. Se echó a llorar temblando. Abrió los cerrojos de las cadenas, ella se desplomó de la columna y le pidió que se largara. Le dijo que la odiaba. Que no regresara nunca. Ella lo abandonó en su castillo negro, en su mansión hechizada. María me confesó que lo amaría para siempre. Me dijo que no tendría un hijo suyo. Que de todas formas no quería un hijo suyo. Un hijo con el cabello azul y botas de hierro. Cuando regresó, días después, había un negocio de ropa de segunda mano. Nadie sabía nada de Pegaso Zorokin. María Eugenia lo buscó en el metro Camarones. Estuvo ahí. Alerta, en vilo. Bajo su vestido la pistola hechiza que le regaló para defenderse. No apareció. Supo que había ascendido. La rata culebra de Azcapotzalco convertido en ángel de sol negro. Quilamistac con penacho de jeringas recorriendo los túneles. Su Pegaso ascendido.

Me despedí de ella. Dos meses después regresé a buscarla. María Eugenia no estaba. La nueva habitante me dijo que la muchacha había dejado una nota para mí. Para la muchacha de cabello rosa. La nota decía: Cuenta mi historia, comienza un libro.

Oeste del norte

Yo sabía lo que era la nieve. En Montana caen toneladas de nieve. Pero ahí la nieve no es el país. Aquí la sangre se congela. Antes de llegar a Alaska no imaginaba que todo en la tierra pudiera congelarse. La verdad no lo había pensado. Hace unos días encontramos un cadáver hinchado por el congelamiento. Un cuerpo sin cabeza en tierra de indios. El frio lo había devorado y había dejado sobre el su marca negra. Los salvajes lo habían atado a un madero y lo habían enterrado en la nieve. No voy a olvidar que mi cuerpo, mis pezones y mis tobillos pueden volverse de hielo. Y que el hielo no es necesariamente un diamante blanco en el que vive la luz. Yo soy la cabeza sin cuerpo en el territorio de indios. Escondí las manos entre el abrigo de oso y no sentí mis manos. Me estaba perdiendo lentamente. Me estaba muriendo de frio. Esa noche supe que le pertenecíamos definitivamente a la tundra. Que ya no le éramos extraños al clima. Que le éramos naturales y que de ahora en adelante formábamos un mismo elemento. Que tendríamos para siempre su temperatura. Que no sólo haría frio que aquí tú también harías frio. Algo así debería significar la palabra Alaska: tierra en las que haces frío. No era así, mi padre nos lo explicó antes de dejar Montana. Alaska es el lugar donde las aguas estrellan su fuerza. Habíamos sido transformados. Habíamos llegado al fin del mundo, a los ejes de la tierra. Un lugar donde el frio existía y no iba a detenerse hasta astillar el hierro blanco de tus huesos. Hasta separar mi cuerpo de mi mente. Me asomé de la diligencia con una linterna. Más noche, más nieve, más nada. Alaska. Puta Rusia Americana: Aquí nadie se mueve, vaqueros. Aquí nada se mueve. Yo ya no soy mi cuerpo. Todo lo que se

mueve el frio lo reclama. Mientras conquistamos el oeste los cristales de hielo nos invaden. Son piececitas muy pequeñas de un reino terrible y perverso. Avanzan entre nuestros abrigos entran a nosotros y nos hacen pensar que matarte no es tan mala idea. En Alaska la vida no es necesaria. Sin Pegaso mi vida no es necesaria. No queda más que matar aquí. Aquí sobre las vertebrales blancas de la tierra. Yo presentía que en el cielo un país en demolición nos sepultaba. Y fui sombra cenicienta. Había un país gigante separándose en el cielo. Habíamos llegado al fin del oeste. Alaska, el fin de la tierra, era su vertedero. Los sueños aquí son horribles. Y si no hay un muchacho a quien cogerte en menos de una semana pierdes tu cuerpo. El hielo tiene garras y cuando se derrite deja manchas negras en el suelo. Yo no quería diamantes. Yo quería una aventura. Yo también era un chico. Un chico chica. Una chica que sabía disparar y montar a caballo. Ninguna mujer me había tratado de convertir en ella. Hace unos días soñé con hechicero. En hombre sin forma, con los dedos hundidos y el lomo arqueado, con cola de zorro me trataba de desnudar. Me trataba de estrangular pero le era imposible. Sus dedos parecían aletas. Tenía el hocico de pegaso. Yo gritaba y me convertía en venadito. Ashland. Big Horn River. Lavina. Denton. Geyser. Conrad. Montaña Grizzly. Rió Columbia Washington. Montañas Purcell. Hazelton. Caballo Blanco. Cuando viajas por el oeste todos quieren matarte. Los indios, los osos, los bandoleros, el clima, las montañas. No hay que preocuparse por los cuerpos. En el oeste no es necesario enterrar a nadie. Aquí todo forma parte de la tierra. Este es el oeste. El viejo oeste. El lejano oeste. El salvaje oeste. El oeste esquimal. La naturaleza se oponía a nuestro movimiento. Yo soy María. La niña india violada por el loco del pueblo, un oso mato a mi prometido, no logré ascender. Viejo, viejo Oeste. Te pareces al fin del mundo. Yo tenía que contar mi historia, tenía que comenzar un libro.

Meth Z 3 El LSD cambió mi vida para siempre. Fran Illich

Eran las 11 am y mi madre no estaba en casa. Puse Dummy en el estéreo a todo volumen y me metí a la regadera con el calentador de gas sin encender. Hacía mucho calor, así que dejé abierta la puerta del baño. Las escotillas de la escalera que separa mi cuarto del resto de la casa estaban levantadas y no me hubiera sorprendido que, todavía bajo los efectos de realidad que pone sobre la tierra el Meth Z, la droga inventada por Pegaso, hubiera pasado por el portón de la entrada sin darme cuenta de que el sistema de la cerradura no había sonado con el golpe corto de siempre. Mientras me tallaba los tobillos, pensé que no sería difícil distinguir mi silueta desde la ventana del último piso de la casa de enfrente. Sé que los vecinos tienen un hijo algo mayor que yo. A veces pone música muy fuerte los fines de semana. Pues este sábado era mío y de mi estéreo. Y no me importaba si en ese momento o en otros parecidos pudiera verme saliendo de la regadera. Pero pensar en que podía entrar alguien, alguien indeterminado, por la puerta mal cerrada de la casa, subir por las escaleras atraído por el ruido del aparto de sonido y encontrar abierta la puerta del baño, a una chica dándose una ducha, imaginándose que alguien puede estarla mirando, hizo que me bañara más despacio. Fui enjuagándome cada vez más lento y, finalmente, me quedé quieta, sintiendo la presencia que me acompañaba en silencio a algunos metros de distancia. Intenté distinguirlo entre las figuras borrosas que formaba el plástico de la regadera, pero no capté ningún movimiento atribuible a algo más que efectos restantes del ácido lisérgico en mi organismo.

La música marcó la pauta: si el visitante alguna vez entró a la casa, esperó sentado en mi cama destendida a que yo acabara de bañarme. Pero el disco entraba en el último fade out y no aparecía la chica con una toalla bajo las axilas. Así que el hombre indeterminado se limitó a acercarse al marco de la puerta, a aspirar el vapor que salía de la regadera y a desear sin palabras que yo supiera de nuestra inesperada cercanía. Luego, dejando una estela de tristeza en el espacio, regresó sobre sus pasos y salió, cerrando mi puerta hasta escuchar un golpe conocido en la cerradura de metal. Cerré las llaves de la regadera. Una vez que acabó el murmullo de agua y el volumen de la música quedó bajo cero, pensé que todo había sido pura sugestión, una escena con la que mi mente prolongaba el guion de la extraña noche que había pasado. Pero mi pulso seguía indicando expectativa. Con cierta decepción, tuve que decirme de una vez por todas que afuera no había nadie. Salí sin toalla a escoger el nuevo disco. Por las dudas, me asomé hacia la casa de enfrente, pero no había nadie en la ventana del último piso. Ni siquiera el vecino me había estado mirando. Tomé unos calzoncitos azules de mi cajón. Me miré en el espejo. Pero no lograba sentirme sexy, más bien me sentía enojada. Me puse crema en la cara deseando que fuera pintura negra, jalándome la piel de las mejillas como si unas manos extrañas estuvieran jugando con mi rostro. Luego bajé por un peine y unas tijeras. Sin ser muy capaz de determinar el estatus ontológico de los pedazos de realidad que pasaban por el filo de la tijera, corté mi cabello con la confianza y rapidez que me indicó esa necesidad instantánea de simplemente cortarme el pelo. Así que en el espejo se fue perfilando un poco de violencia. Quedó excelente. Sin grandes cambios, pero con mechones de cabello por toda la barra del lavabo y sobre el piso. Pensé que te gustaría ese corte instantáneo. Me vi de ambos perfiles para saber cuál podría preferir Pegaso. Uno para antes y otro para después de hacer el amor. Uno para mirarme, otro para besarme.

Me vestí y arreglé un poco el desastre de cuadernos y ropa que tenía en mi cuarto. Se acabó el disco. Me senté en la cama. Todo quedó en silencio. La energía de mi frustración se había canalizado en poner un poco orden. Había una atmósfera muy triste en esa habitación. Todo se veía vacío. Sobre mi colcha, algunas arrugas y hendiduras podrían haberme sugerido que la puerta de entrada no había cerrado bien, que alguien había subido por las escaleras y había escuchado el agua de la regadera cayendo sobre mí, que se había sentado a esperar, que se había quedado quieto y, por alguna razón, había desaparecido mientras me bañaba lento y esperaba, yo también, saber de su presencia. Tal vez sería él quién comenzaría el libro.

El sueño, el sueño

“Estamos en un campamento literario en un hotel lujoso. Tenemos una sesión de taller. Estamos en uno de los últimos pisos. Es un auditorio inspirado en mi salón de segundo de secundaria. Mi salón de segundo de secundaria acondicionado con alfombras y un bosque de micrófonos. “Todos guardan silencio. María Eugenia (triste, muy triste) nos lee un cuento. Nos indica que la lectura terminó asintiendo con la cabeza. La muchachita lleva un aire de profunda melancolía. Siguiendo la indicación aplaudimos. Son aplausos dramáticos. Aplausos de campaña electoral. De esa clase de aplausos que ponen sentimentales a los ganadores del Nobel de Paz. Qué brillante es esta María Eugenia, nos decimos unos a otros. Salimos al balcón (al balcón del hotel donde está mi salón de segundo de secundaria). Tú me das las espalda. Me acerco a ti y te pregunto si quieres ir a cenar. “Quiero escribir, me dices y saltas del edificio. Aplauden de nueva cuenta, todos menos yo, me enfado con tu público y les digo que acabas de saltar del edificio, no me hacen caso, prefieren seguir aplaudiendo. Silencio de nueva cuenta. Me asomo por la ventana y veo tu cadáver (???) a unos metros de la piscina. Cuento hasta tres y me lanzo a la piscina. Aplauden de nueva cuenta. Me zambullo en cámara lenta, mi cuerpo pesa bastante bajo el agua, debes conocer la sensación. Atravieso capas de agua hasta dar con la superficie. Bocanada de aire, salgo de la piscina. El clima es terrible. La gente que conozco (mis padres, mis profesores, mis amigos, mi tío millonario, mi tortuga, mis ex novias, mi dentista, mis alumnos) se

asoma por las ventanas del hotel. Como si el hotel fuera una prisión o un estadio. Están expectantes. La acción ocurre en el patio central, junto a la piscina. Me acerco a tu cadáver pero sólo encuentro tu ropa. Hay unos botines nacionalsocialistas y ropa negra. O bien la joven escritora anda desnuda por ahí o bien se esfumó por completo. Me siento muy triste, el hotel va desapareciendo por partes. Va perdiendo pisos, canchas de tenis, recepcionistas, escaleras de emergencia. El hotel deja de ser hotel hasta volverse un edificio sin función alguna. Me siento triste, triste entristecido triste, por ti, por el hotel, por mí en medio del sueño sin María Eugenia ni mi salón de segundo de secundaria. Me acerco a la piscina, hay vario patitos de lomo amarillo nadando en ella. Meto los pies en el agua. Tú haces lo mismo. ¿Tú haces lo mismo? Pero… Pero… No puede ser… Pero si yo te vi caer por nueve edificios, digo, de nueve pisos de edificio, digo, de un hotel de nueve edificios, digo, de un hotel de nueve pisos… “—Sí, Pegaso —me interrumpes con serenidad—, sé caer de edificios, puedo enseñarte, pero hoy no, tengo que escribir. “Me quedo meditando tu respuesta. Regresamos al hotel. Pero todo el hotel ahora es un sillón rojo, nos sentamos, está amaneciendo. Nos quedamos callados. Y María Eugenia me dice (esta es la parte más clara del sueño, la de mayor lucidez): “—Creo que alguien se está olvidando de nosotros, prométeme que no te vas a olvidar de mí. “Y yo le digo que claro que no, nunca voy a olvidarme de ti. “Suena el despertador. Qué horribles son los despertadores, qué complejo es el procesador de textos de Hotmail.” Con aquel sueño comenzaría el libro.

Los últimos años de Pegaso y María

Pegaso a lo largo de su obra definió plenamente sus motivaciones y decidió pasar su vejez entre hombres sencillos. Su vida y lecturas lo habían conducido a tomar esta decisión. Todo estaba situado en la tierra firme. El señor Pegaso por fin se retiraba. Su mujer no estaba de acuerdo, pero amaba al viejo. El señor Zorokin se sentía por fin satisfecho en el campo. Admiraba la sencillez y la dicha de los campesinos y procuraba pasar tiempo con ellos. Pegaso, después de innumerables aventuras, con el dinero que le redituaban sus obras, había decidido largarse al campo. A morir entre los hombres de la tierra. La verdad es que Pegaso estaba exhausto. Recientemente le había dado un premio en España y había pasado dos años de gira dando conferencias en universidades. Los jóvenes, atraídos por sus retratos de adolescencia le había vuelto una leyenda. Sus peinados, sus drogas y sus problemas le causaban dolores de cabeza. Lejano a la fuerza y energía de los jóvenes de la década de los cincuenta, Pegaso ansiaba retirarse. Olvidarse de su obra y de sus lectores. Comenzó destruyendo su Mac. La computadora personal que lo había acompañado casi treinta y dos años. EL señor Zorokin había dejado de escribir a máquina. Hacía años que no escribía nada a mano. El señor Zorokin compró una libreta negra y pasaba su tiempo libre escribiendo sus diarios. En un principio fue agua escurrida. Al señor Zorokin los campesinos lo deslumbraban por su capacidad intuitiva y carácter sereno para realizar sus empresas. Pensaba entonces en los profesores y

cineastas que había conocido, meditaba silencioso y paseaba entre el trigo. Su mujer lo miraba con celo. Ella era feliz viviendo en ese hermoso hotel en París. Su esposo era un necio. Había insultado a sus editores y había hecho lo que le daba la gana. Pegaso Zorokin entre rancheros y comunistas. Qué estupidez, si alguien lo hubiera visto de joven bailando en los conciertos. Ahora Zorokin era el patriarca de una tribu de haraposos. A los hombres la propaganda los hacía lucir fuertes y vigorosos. Los hombres del campo. Los hombres del señor Zorokin. Los hombres perfectos para seguir al viejo en su alentadora cruzada. Lo mejor era que no había que explicarles nada. Él era el dueño de la tierra y ellos de cada riachuelo. El silencio de los hombres no tardaría en atormentarlo. Su esposa se lo había dicho en el aeropuerto, antes de dejar el mundo. El futuro pleno. Ahora regresaba el siglo XIX. Del XXI al XIX. Doscientos ñoas. Qué estupidez. Un día el señor Zorokin pidió a sus hombres que construyeran un muro. Los hombres dedicaron sus esfuerzos a completar esta tarea. El muro no tenía sentido alguno. Los hombres trabajaban en una obra sin sentido. Zorokin admiraba el esfuerzo. Vigilaba la construcción y hacía anotaciones. Una vez terminado, una pared de piedra de dos metros, los reunió y les pidió que la destruyeran. Los hombres buscaron sus picos y derribaron el muro. Zorokin esperaba en secreto que alguien hiciera algún reclamo, nadie dijo una sola palabra. Y Zorokin pasó dos semanas enfermo de rabia tratando de explicarse la mentalidad de estos hombres. ¿Qué sentido había en sus esfuerzos? Se planteó una vez más el problema de la conciencia. Sintió asco por su cruzada. Recordó los aplausos en Stanford. Recordó los autógrafos. Le dolió muchísimo la cabeza. Se puso de pies sobre el muro destruido. Aquello hombres no sabían leer ni escribir. El señor Zorokin pensó en el hombre común. Después no quiso pensar.

Aquel día suspendió la escritura de su diario. Vio la libreta con asco. Siglo después el librito sería manoseado por sus bisnietos. Ejecutivos vestidos de Armani con el apellido del viejo. El viejo, tratando de disfrazarse, comenzó a invitar a jóvenes escritores. Les hacía pensar que se identificaba con ellos y se sentí feliz de verlos apenados y sonrientes. —Pero maestro. Pero maestro. —Nada, nada de maestros. —Usted, Kirilo, aprende de mí tanto como yo aprendo de usted. Los escritores jóvenes le aburrían. Liego pasaba horas con los caballos. Regresaba a casa con ideas descabelladas. Apenas empezaba a hablar, su mujer le pedía que escribiera aquello. Su mujer estaba ocupada haciendo de comer a aquella raza de proscritos que seguían la demencia de su marido. Eran sus hombres. Los hombres de Pegaso. Una raza de hombres bondadosos y cazadores expertos. La mujer miraba con desdén a los hombres segar el trigo. Hacía pan y algunas mañanas pensaba en envenenarlos a todos y esperar a que su marido entrara a la sala. Quitarse los calzones y hacerle el amor como si fueran potros salvajes. Muchachos todavía de veinte. Ella había transcrito gran parte de su obra. Aquello le merecía respeto. Ella había escrito los manuscrito finales de Pegaso Zorokin. Ella era Pegaso Zorokin. Pegaso Zorokin con vagina y maravillosa haciendo zanahorias al horno. Sí, tenían un fuego campestre. La mujer sabía de peces y era ella y no el entusiasmo del anciano letrado la que multiplicaba los alimentos. Levadura y trigo para los hombres. Para mantenerlos vivos y fuertes por años. Años y años de fuerza y progreso en el país de Zorokin. Pero ni el hombre ni la mujer entendieron nunca a los hombres que los

rodeaban. Era natural. Los pobres hombres no tenían en realidad nada y pocas cosas eran capaces de desvelarlos. No eran los suficientemente listos para diagnosticar la demencia del pobre Pegaso. No se había detenido en el hecho que dedicaban todas sus fuerzas y humanidad a seguir a un tipo rematado por la literatura de lato rigor. María Eugenia les hacía de comer y no les hablaba. Comía con ellos y trataba de encontrar las palabras para hacerles notar el agradecimiento que sentía por tener a tales hombres a su disposición. Y si Rusia es una idea que se puede llevar a cabo en veinticinco metros cuadrados. Pegaso se preguntaba muchas cosas. Luego se las preguntaba a sus trabajadores. Sus trabajadores no entendían nada. Él pensaba en voz alta en la cama, junto a su mujer, en calzón de crinolina y las tetas grandes por los años. —Pegaso, qué interesante, por qué no lo escribes —le decía su mujer. Él se dedicaba a escribir y terminaba escribiendo siempre otra cosa. Escribía sobre los hombres imples que no tenían ni la menor idea de la lucidez que cargaban a cuestas. Hombres simples. Simples palabras. Un día Pegaso descubrió que sus hombres no hablaban de sus sentimientos entre sí. Cuando convivían después del trabajo sólo se hacían comentarios y bromas. Un día les preguntó si eran felices. Ellos le dijeron que sí. No dieron ninguna explicación. EL seño Zorokin se puso a escribir su sexta novela. El día de la presentación del libro incitó popes y sacerdotes, bautizó a cada miembro de la comunidad, les hizo llevar nombres y medallas. Su único acierto: los emborrachó. Y ya borrachos le enseñaron a cantar. Y él escribió un poema sobre las clases bajas. Su mujer destruyó el poema y le dijo: —Pegaso, ni se te ocurra escribir poesía, lo tuyo es la narrativa. Él engaño a su mujer, le hizo pensar que escribía su séptima novela. Que dedicaba sus esfuerzos a comprender algún asunto místico, en realidad estaba

tonteando frente al tintero. Haciendo dibujos que él mismo destruía y esquemas donde glosaba sus pensamientos. Y así por accidente y admiración de la nada surgió su mejor cuento. El cuento lo enterró en un cofre. Esperanzado de que un día uno de aquellos hombres o alguno de sus hijos lo encontrara, lo leyera, se sintiera identificado y se pusiera a escribir su siguiente obra. Lo que quería Pegaso era que todos escribieran, era imposible. A la gente no le gusta escribir. Le gusta hacer el amor y ver la televisión. Pegaso pudo haber muerto feliz viendo las telenovelas. Pegaso pudo haber muerto feliz en un huerto de manzanas. Pero no, le dieron ganas de ser dibujante. Copió el Museo Nacional en su libreta. Los destruyó. Salió enfurecido de la Casa del Lago y se fue a buscar a sus hombres simples. Les daría una clase. Sería su profesor. Los obligaría a tomar conciencia. A pensar y a pensarse. Empezaría con las manzanas. Los llevó al manzanar. Miren, son máquinas de vida, les dijo. Máquinas de subir agua, gritó exasperado. A ellos el descubrimiento les pareció irrelevante. Pegaso no olvidaría a estos hombres. Llegado a un punto de su charla decidió quedarse callado y probar la manzana que había servido de señalador durante la conferencia. La historia del pensamiento les representaba más que nada. Estos hombres, con espalda de oso y mirada hambrienta, cada día aprendían algo nuevo. No lo sabían. Al día siguiente lo olvidaban, los pobres tipos aprendían las cosas una y otra vez. Tenían sus máquinas. No sabían hacer otra cosa que trabajar. Les gustaba la hechicería y contar historias. Los ingenieros se había desvelado enseñándoles a utilizar sus tractores. Eran hombres singulares y sin necesidades alarmantes. Pobre Pegaso. Él pudo haber sido uno de ellos. Zorokin quería ser uno de ellos. Zorokin pudo haber sido presidente. Su mujer lo sabía. Pegaso Zorokin comenzó a ver con sospecha a su mujer. María Eugenia lo

condenó a escribir una serie de obras donde su vocación política, su energía y acción no fueron más que planteamientos. Por culpa de ella había sido escritor. Por culpa de ella no había cambiado el mundo. Zorokin viajó a la ciudad e hizo distintas clases de esfuerzos por vender sus propiedades. Quería perderlo todo y quedarse con sus ideas. Fue inútil, las propiedades estaban a nombre de ella. No me debía haber casado contigo, escribió Pegaso en el cofre de su arado. No lo borró. Su mujer no lo leyó nunca. —No debí haber escrito mi obra —le dijo a su mujer en voz baja. —¿Qué dices, Zorokin? —Que nunca debí haber empezado aquel libro.

La tortuga estalla

High Scores Arana: 90000000000000000000. Malpica: 8000000000000000000. Maru: 1000000000000000000000. Nath: 5000000000000000000000.

-Meth Zodiaco-[Copy & Hack]-

Sus obras van en contra de una sana tradición nacional. Son inmorales. Son oscuras, bárbaras, ininteligibles. Lo que su autor quiere es llamar la atención con su excentricidad. Pedro Salinas

La copiadora imprimía hojas negras. Hoja negra sobre hoja negra. Tóner estropeado. Narrador abducido. Guillotina precipicio. Software maligno. Cortocircuito. Estallan los teléfonos negros. Las baterías derraman litio. Los niños se envenenan. Nada volverá a crecer en los baldíos. Norton ha encontrado un virus. La mente pierde proporción. Impasible lógica de combinaciones. Desarmar una bomba de relojería. Resolver el crimen. Cortar el cable rojo. Continuar con la narración. Quedan tres vidas. El agua sucia se espuma. Espuma veneno. Amonio y cianuro. Se derriten los dientes. La copiadora no se detiene. Todo se va a la izquierda. Mi mente descompone la escena. Tiempo real degenerado. Castillo hechizado. Luz negra. Usted no se atreve ha terminar mi novela. Mientras lee será asesinado. Se lo dice el autor. El hombre que regresó del infierno con un desarmador. La última vuelta de tuerca. Un tornillo atraviesa su frente. Su esposa grita. A sus hijos ya les cortamos los párpados. Todos están vivos. Mecánica naranja. Mecánica popular para niños. Henry James desarma un reloj. A Henry se le ocurre una idea. Es una idea nueva. Narrativa video. ¿Dónde está mi cámara? Cierto, la vendí para conocer Edimburgo. Ésta debería ser mi primer película, no mi primer libro. Tendría más seguidores. Más oportunidades de sostener una estatuilla. Yo, David Fincher. Yo, Terrence Malick. Hollywood empieza con H. La copiadora se transforma en robot asesino. Comienza el videojuego.

A: Corres. En el videojuego sólo se puede correr. En las verdaderas pesadillas sólo se puede escapar. Ficción: dispositivo. Gadjet del 007. 007 persigue a Lucifer, lleva su copiadora. Es Rusia, hace frío. Cambiamos de canal. Nos brincamos el porno del Golden 2. Un pastor protestante en astral superior. La virgen maría. Gringas enseñando las tetas. Las extrañas películas de TV UNAM. Programación para adultos. TV para adictos a la energía. A la ultra energía yo soy estrella y centro de la tierra. Microinyectores de sida aguardan silentes en las cartucheras. Venablos de ira. Horror corporativo. Fin del mundo. Poesía virus. 2Y2K. Conjuro de luz negra. Aquí aparecen los créditos en Neu Helvética. Aquí dice Nintendo. Clasificación ESBR: A+ Sólo Adultos. (Necro Hard Boiled Sex 4.) Voz en Off (Demían Bichir): El demonio vive en nosotros. Murió por nosotros. Somos nosotros. Los Cristos Quetzal. Los Señores de Aztlán. Ciudad México incendio. Roll On. Retorno. Voz en off (Edward Norton): Papel Bond de 75 gramos. Laser Jet furiosa se estrella en Ciudad México. Última pista. Tóner estropeado. Scan. Copy and Hack. Principio fin novela. Manifiesto desastre: relato de serie negra. Tenga paciencia. Está a punto de ocurrir algo. Usted va entender qué ocurre. Va a saber quién es Hack. Quién soy yo. Quién es mi chica y cómo se llaman mis amigos. Créame. Siga leyendo esta novela. Va arrepentirse. Voy a cambiar su vida. El detective descubre su cementerio privado: Es un cuarto de papelería. Iluminación Led. Ciudad México. Al centro del cuarto una copiadora histérica. Yo soy quien escribe la novela. El último personaje. El muchacho que inició la broma. Sin saber que la broma iba a ser fantasma. Fantasma y cuerpo. Presencia visible. Simulacro:

Ya Hack me lo había advertido, es el escritor quien tiene que aprender a discernir, componer, copiar, pegar, montar. Así resuelve el crimen, así encuentra el final de la novela. Así entendemos la historia, los discursos, el poder. Hack desaparecido. Ese es el final de la novela. Hack me obliga a vivir. Luego escribo. Voluntad de intriga. Ingeniería del terror. Para cuando escribo mi primera novela, Hack ya no está aquí. Mucha gente se ha ido. En este mundo todos se van. Camus muerto. Sábato muerto. Todo muriendo. El cuchillo vacilante desprende címbalos blancos. Argelia veneno. El señor Meursalt sale a matar y descubre un cadáver. No hay asesinato. No hay asesino. No hay detective. Sólo un hombre desaparecido que no va aparecer. Mátalo, Maurice. Mátate, Hack. Albert Camus en una mecedora aburrido. Acción: Rugido láser. Programación desconocida. Máquina decidida a no detenerse. Feroz y exacta. Como tren rápido al fin de la noche. Walter se vuela la cabeza. El vagón sigue su curso. Dos horas después encuentran el cadáver. Reproducción. Masas. Mercado. La ley de Pareto. Sólo el veinte porciento de adjetivos. Esa es la historia. Suave patria. México veneno. Las hojas negras se fueron recopilando en la plataforma de salida. Hoja negra sobre hoja negra. Una vez más frente a la fotocopiadora. Vuelve a iniciar la novela. Escritor detective desvelado. Ganas de toser sangre. En su garganta no hay sangre. Sólo magma rosa y dientes. Sostengo las hojas entre las manos. Sostengo las hojas negras. ¿Qué son ciento cincuenta hojas negras? Una constitución. Una constitución para ratones ciegos. Una constitución que sólo puede leer la

gente que ve en la obscuridad. Una constitución para nictálopes. Aquí es mi primera novela. Mi país, mi clima, mi mundo privado. Las hojas negras mi constitución. Yo sé. Aún no ocurre nada. Espere. Tenga paciencia. Que quede claro: Entro al cuarto de fotocopiado. La fotocopiadora imprime hojas negras. Hoja negra sobre hoja negra. Es terrible. Causa magma y baba. Hack ha muerto. Yo no me siento bien. Me acerco a la copiadora. Es la constitución del Hacker ratón. Vació y auge. Auge e historia. Instante crucial en la tierra. Operaciones mentales: Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad de un delincuente, todo indica desastre. Se enciende la copiadora. Hacemos click en el simulador de pesadillas. Road trip esquizofrénico. Pesadilla relatada: Hack desaparecido. No hay desafío motriz. No hay que cruzar el pantano. Ho hay que dispararle a nadie. Sólo hay que esperar. Pura psicología, pura mala onda. Puro lenguaje. Joyce se estrella en una motocicleta. Joyce División. América caníbal, arena movediza. Se me va la novela. Ian Curtis convulsiona frente a su chica. Me desvío, la novela se desvía. Entre sonido y sentido. Entre las aventuras y los Apocalipsis; entre la formación sentimental y la madurez sangrienta, entre la sobrevivencia y la profecía, entre el homenaje y la destrucción. Hack está muerto y si no está muerto huye de casa para destruirse. No lo voy a volver a ver. Hack atraviesa américa deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada hotel de paso. Si Hack no aparece todo es mi responsabilidad. Acción y conciencia. Vida narratoética. Narrar y vivir. Ser rápido y listo. Escapar, no perseguir. Esperar. 62,570 muertos y no hacer nada. Escribir novelas en casa. Novelas para sobrevivir a la noche. Se tiende un

mapa. Hay una ecuación en la ventana. El escritor desvelado descubre un misterio. Se ha estado metiendo coca y ha estado jugando Grand Theft Auto. Roba un auto y lo conduce en sentido contrario. El acelerador es gatillo. La aventura se invierte. ¿Cuál de los 70,000 crímenes voy a resolver primero? Yo fui asesino en la guerra de los medicamentos. Siguiendo el trayecto del este los personajes desaparecen. Hay un mapa con GPS en la pantalla del auto. Es un autobús escolar para atropellar estudiantes. Nos persigue la policía. Hay que huir del país. Sólo queda el narrador. Solo por supuesto. Entre sexo e incendios. Surgen los malos pensamientos. Las cosas que no te gusta pensar junto al cadáver del abuelo. Fantasía en los Funerales Modernos. La copiadora imprime hojas negras. Hack se despide de mí. Adiós, programador, entonces. Estaba muerto para mí. No sé si se haya volado la cabeza. Era un buen tipo. No lo debí dejar en la cama con un arma. Hack. Extraño y miope Hack. El desvelo en auge. Pensamientos feos. La fotocopiadora al centro de la sala oscura. Un aparato blanco secciona un precipicio. Como si fuera una guillotina. La ventana negra de una guillotina. Ahí está yo. Hyper lúcido. Hyper luciferino. Hyper vivo. Ahí estaba yo. Ahí sigo yo. Muerto de miedo. La fotocopiadora veloz separando en rebanadas un bloque. Las hojas se terminan. La fotocopiadora enciende sus botones. Hambre. Contracciones. Ruido de motores. Grito sordo. Estallido. Un hilo de baba negra se derrama por la escotilla de la máquina. Explicación: Hack no iba regresar. Había hackeado su copiadora. El revólver vuelve a brillar en su mano. En mi mente todo está iluminado. La tierra desacelera su curso. En animación se llama blur motion. Todo lámpara. Luz negra. Lámpara de lava siniestra.

Tóner descuartizado vía software. El hilo negro corre. Corre y corre cascada sin sonido. Nada corresponde. Las ideas se corresponden. Salen a caballo mil nuevos sustantivos. El hilo negro llega hasta el suelo.

Acción ¿Qué es una novela policiaca? Un intento de organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta llamar “una novela sobre la formación de la realidad” será una especie de novela policial. Witold Gombrowicz

Me acerqué, tomé las hojas y las guardé en un fólder. El fólder apareció en mi mano. Limpié con un pañuelo la mancha de tinta. Una mancha tan vertical y perfecta como una línea de tiempo. Apagué la luz del cuarto de fotocopiado y salí del edificio. Había un gran escándalo en la avenida. Autos incendiados y miles de policías. Marabunta. Espectadores y periodistas. Atravieso la calle. Estación de metro. Escalera. Infierno. Esperar al vagón. Beatriz destruida. Fólder con hojas negras. Cuadruplicar el contenido del fólder, buscar un concurso de novela. “Escribí esta novela, es narrativa negra, narrativa en la que es imposible distinguir entre detectives, cadáveres y asesinos”. Me bajé en la estación de Balderas y caminé a mi edificio. ¿Qué es un fólder con hojas negras? Una vez en mi apartamento me serví un whisky, fui a mi alcoba y reuní los pliegos sobre la cama. Mientras le buscaba un orden a los rectángulos sentí mucho miedo. Una hoja negra debe ser tan pavorosa como una blanca. Di vueltas alrededor de la cama, vi las hojas negras un par de veces más, vomité en el baño y pensé en el

libro de historia que Hack estaba escribiendo. Pensé en el libro perfecto. El libro que leerían el próximo verano todos los suecos. Un libro negro. Un libro sin forro. Ni portada. Ni lomo. Un libro hojas negras. Un libro de historia de México. Del México negro. Un libro con 70000 muertos. Un libro sobre una Guerra. Sobre la Primera Guerra Mundial de los Aztecas. Ese día una avioneta presidencial se estrellaría frente al edificio donde Hack y yo trabajábamos. Ahí iba el Secretario de Gobernación. Ya lo escucharíamos en la caja negra. Junto a los puentes. Autos encendidos. Yo estaba a salvo. Hack no estaba ahí. Hack autodestruyó su copiadora. No sabemos si destruyó la avioneta. ¿Es posible tirar una avioneta desde tu Linux? Los héroes del futuro no saben disparar, ni cargar un sable. Programan. Hacen estallar baterías de Macbooks. Extorsionan a American Express a cambio de bugs y revisan todas la mañanas los mails de Sarkozy.

Hack: Fotoratón Serán procesados quienes intenten encontrar una finalidad a este relato; serán desterrados quienes intenten sacar del mismo una enseñanza moral; serán fusilados quienes intenten descubrir en él una intriga novelesca. Por orden del autor. Juan Carlos Onetti

Hack era desde hacía dos meses el encargado de las fotocopias en la agencia donde yo trabajaba. Papelero y copista de LSI (Laboratorio de Soluciones e Ideas).Un edificio en Palmas, junto a los puentes, sobre los túneles. Postproducción de audiovisuales. Mi jefe: un imbécil de treinta y cinco años. Maestría virtual por el Tecnológico de Monterrey. BMW. Cocainómano. Mi trabajo: edición y montaje. Post. Copy Paste. Right Left. Great. Especialidad: Optimizar la calidad de videos filmados en exteriores. Cuando una mujer me preguntaba por mi ocupación le decía que me dedicaba a programar atardeceres. No le estaba mintiendo. No sé si vieron el cortometraje de André Gaspar “Mujeres de la luz negra”, entre las oscuras escenas sexuales de la cinta hay una toma de un atardecer donde aparece una avioneta roja sobrevolando la Ciudad de México. En la filmación original la escena tenía por base un amanecer sanguíneo. Cuando llegó el material André Gaspar nos pidió volver la escena un atardecer tan desalentador como nos fuera posible. Amanece. Atardece. Hack y yo. Hack. Pierdo el hilo. El hilo negro.

Mi relación con Hack se limitaba a asuntos de oficina. Cada que nos llegaba un proyecto yo tenía que fotocopiar un contrato en el que LSI declaraba no hacerse responsable del contenido de las producciones. Cuando me aparecía por el cuarto de fotocopiado Hack se acomodaba las gafas de pasta y esperaba a que le entregara los documentos. Luego me mostraba los dientes. Dientes amarillos y ratoniles. El tipo no fumaba. No olía a cigarro. Nunca lo había visto fumando. El tipo estaba podrido, bien podrido. Hack era un tipo diligente. Apenas le entregaba los documentos el muchacho arqueaba la espalda sobre la máquina e intercambiaba las hojas con agilidad ejemplar. Él era la última pieza. La verdadera bandeja de salida. La fotocopiadora y él formaban una extraña unidad. Su caja pélvica no guardaba distancia con la plancha lateral del armatoste. Siempre en la misma posición, laborioso y entusiasta. Apretando los genitales contra la copiadora. Sintiendo el ronroneo de cada impresión. Viendo al precipicio. Como chica al filo de la cama Hack filtraba uno a uno los documentos. Reproducción. Veía al chico que reproducía. Una vez tuve la oportunidad de ver a Hack esperando a que dos técnicos dieran el mantenimiento bimestral a la copiadora. Hack los supervisaba mordiendo una de las esquinas de su gafete. Sentado sobre la gaveta de papelería, vigilando cada movimiento, con la expresión del enfermo que despierta en medio de una cirugía. Hack tenía un secreto. Tenía cara de no haberla pasado bien nunca. Pobre Hack. Todos somos iguales, me hubiera gustado decirle. Todos queremos ser iguales. El muchacho era veloz como corcel blanco. Era un suceso verlo relacionarse

con la multifuncional. La máquina era en definitiva una extensión suya. Una continuación de su individuo. Mitad hombre mitad copiadora. Su habilidad era tal que no me costaba trabajo imaginarlo sorteando los peligros de una nevisca usando la tapa superior como trineo; o mejor aún, ejecutando trucos de magia con su asistente corazón de tóner. La copiadora, escondida por una capa negra, volviendo un contrato legal las primeras páginas de un libro de Kafka. Conversión. Reproducción. Un cartucho de tóner en una escopeta. Mientras realizaba los trabajos de reproducción Hack sostenía el aire de quien resuelve asuntos importantes. El semblante del asesino que repasa sus pendientes a tres días de ser liberado. En aquel entonces poco sabía del copista y de lo tenebroso de su pensamiento. Todos pensamos. Y hay pensamientos horribles. Hay pornografía infantil. Irak. Secreatios de Gobernación matándose en avionetas negras. No sabemos a quién se le ocurrió. Quienes fuimos niños tenemos una idea. El diablo es un ser creativo. Un tipo lúcido e ingenioso. Lynch se parece más al diablo que Anthony Hopkins. El demonio es una mente. Una mente con voluntad. Una mente operativa. Capaz de violar niñitas y estrellar máquinas llenas de estudiantes. El demonio no necesita estar ahí. El demonio siempre estuvo aquí. Hack reproduce un contrato legal. No sabemos en qué piensa. Kafka despierta, a su lado hay una novela.

Un día Hack

Un día en la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo buscaba en la sección de Historia el último libro de Valerio Conca sin saber que iba a encontrarme con Hack. La publicación Cielos de la Segunda Guerra Mundial había ido a dar por accidente del departamento de Arte a los estantes de Historia. Necesitaba ese libro y lo buscaba desesperado. Sabía cómo era el libro. Era de mi ex novia y yo lo había perdido. Mi ex novia quería su toalla azul y su libro. La toalla estaba llena de pegarropas y su libro perdido. Una vez en la sección de historia, mis husmeos, de sabueso despistado, dejaron a su paso varios libros vacilando al precipicio. Después de mi violenta pesquisa, parecía que los personajes secundarios del libro Historia de la mafia hubieran dejando un desastre en el librero, al sabotear con cuerdas y cuchillos los tanques y avionetas de Medios de transporte de la Segunda Guerra Mundial. Yo divagando y el libro perdido. Según ella el trabajo del acuarelista sardo me ayudaría a resolver uno de los cuentos para niños que estaba escribiendo. El libro no me sirvió para nada. Sólo me intimidó y me dejó sin ganas de escribir. Entonces lo perdí. Bajo torres de piratería y platos sucios. A pesar de mi desesperación no encontré el título y decidí recurrir a uno de los empleados de la librería. Los empleados del piso inferior llenaban varios cestos de libros siguiendo el bastón de un lector importante. Una jovencita pensando cómo transportar la obra completa de Paz me dijo que en ese momento no podía atenderme. Cuando regresé a la sección de Historia me encontré a Hack sentando junto a una enorme pila de libros. Hack arrancaba con los dientes la funda de plástico de un

libro de Walter Benjamin. Apretaba su dentadura y tiraba del elástico como si la protección estuviera hecha de los tendones de una presa transparente. Hack, ocupando el pasaje formado por Teología y Ciencias Políticas hojeaba los libros con agilidad nerviosa. Al copista se le veía apurado, yendo de un tomo al otro con increíble velocidad. Yo me limité a saludarlo levantando la cabeza y me di la vuelta para ver el desacomodo que había decidido para mi búsqueda. Dándole la espalda miré con detenimiento el librero desorganizado. Entonces escuché un estornudo fingido e inmediatamente después, el sonido de una hoja rompiéndose en dos. Cuando volteé vi que Hack, mirando con cautela sobre los estantes, se guardaba la hoja que había arrancado en uno de los bolsillos de la camisa. Lo observé un instante. Utilizando la vieja técnica del estornudo le arrancaba páginas a los libros. Hack podía continuar con sus trabajos de saqueo. Los empleados se encontraban concentrados trasplantando una Enciclopedia Británica al área de las cajas. El lector importante parecía decidido a comprar toda la librería. El lector importante tenía la mirada de esos archimillonarios poco instruidos que un buen día deciden gastar su fortuna en una librería. Detrás suyo numerosos empleados ennoblecían su figura levantando torretas de libros. Mientras Hack preparaba un estornudo me di cuenta de que estaba a punto de arrancarle una página al libro de ilustraciones que yo andaba buscando. —¿Qué haces? —le pregunté arrebatándole el libro de las manos. —Estos libros son muy caros y yo sólo necesito unos centavos de la publicación —me respondió con seguridad. Sin ponernos de acuerdo ambos fuimos al área de cajas. El lector importante se

acompañaba de un grupo de empleados que babeaban a sus espaldas. Pagué por el libro y esperé a que Hack recogiera sus cosas del área de paquetería. Mientras esperaba presencié como los empleados se las arreglaban para sacar un librero completo, sino me equivoco el estante de poesía. Los cuatro muchachitos levantaron el mueble algunos centímetros del suelo. El lector importante les señalaba la caja de una camioneta del año abriéndoles la puerta de vidrio. El estante, en manos de los torpes empleados se balanceaba y los poemarios iban perdiendo la compostura. De pronto, un librito atribulado por las maniobras de los empleados, se asomó del vagón de madera. El librito me llamó mucho la atención. Era un libro de poemas de Roberto Bolaño. En la portada aparecía una fotografía suya. Se le veía triste y poco esperanzado. Como si hubiera querido irse conmigo. Como si quisiera decirme, ya no con sus poemas, sino con su triste mirada, que hay cosas que la literatura no puede solucionar. Entonces lo supe. Supe de qué trataría mi primera novela.

Transformers

Mi siguiente encuentro con Hack fue en la sala de fotocopiado. El muchacho, extremadamente concentrado parecía haber olvidado nuestro encuentro en la librería. Había llegado un proyecto a los laboratorios de video, teníamos que desinfectar la sonrisa de un político mexicano. Yo necesitaba fotocopiar el contrato para no meternos en líos sí el político resultaba un asesino. Cuando llegué, Hack, en apariencia desocupado, con la tapa de la copiadora abierta, miraba su reflejo en el cristal de refracción de la máquina. Mi entrada, silenciosa, no afectó su comportamiento. El copista no se dio cuenta de que lo veía. Yo encontré la situación perfecta para examinarlo. Por el cristal, además de la réplica de Hack, se podían ver los órganos oscurecidos de la copiadora. Hack intentaba distinguir su figura en el panel transparente, asomando el magma rosáceo de sus encías. Verlo en esa posición me recordó a esos asesinos que sin saber muy bien quién será su víctima, se aparecen en el tragaluz principal de las óperas. Un asesino con la boca abierta. Un asesino con la boca abierta que olvidó su pistola. La idea de Hack buscando a Hack en un espejo que no era espejo aún ahora me resulta pavorosa. Un héroe cuidadoso estudiando las tinieblas del pozo en el que continuará su aventura. No sé si el copista tuviera miedo de sí mismo o estuviera intentando asustarse, pero algo estaba investigando, no sé si dentro de la copiadora o en lo

tenebroso de su individuo. Hack empezó a alterar su rostro, variando con energía drástica cada una de sus expresiones. Se detuvo de golpe y un pesado hilo de baba cayó de su boca. Un hilo tan perfecto y definitivo como una línea de tiempo. Aunque el episodio me aterró lo suficiente para decidir interrumpirlo, me detuve cuando vi que Hack señalaba con el índice su reflejo en el cristal. Viéndolo ahí tan decidido a encontrar una forma, recordé que hace no mucho había leído en Internet que los suecos tenían impresoras capaces de imprimir modelos tridimensionales. Una impresión podía llegar a tardar incluso doce horas, las figuras se modelaba a partir del seccionamiento de múltiples capas, serruchando goma de caucho o algo por estilo. Tal vez Hack estaba dentro de la máquina, una copia suya lo tenía como prisionero; la copia de Hack lo obligaba a imitar cada uno de sus movimientos, amenazándolo con cerrar la tapa, desconectar la impresora y formatear la memoria interna. Estando en esos pensamientos, Hack detuvo la sesión de terror gestual y volteó a verme apretando los dientes. Es difícil explicar lo demencial y deteriorado que se le veía. Me miró una vez más (como diciendo sé que me estás mirando) apretó sus manos en contra de la maquina e impulsando su cuerpo al abismo atravesó el panel de cristal con la cabeza. Una cresta salvaje de vidrio se sacude en cámara lenta. Una pista de hielo es destruida por un explosivo. Su cara se hunde en el pánel con la fuerza de un martillo. Paréntesis. Se dan cuenta, soy un pésimo escritor. Un cuentista poco calificado. Tengo que leer más a Chejov y ver menos televisión. Así yo hubiera solucionado la historia de Hack: con un final sórdido e inesperado. Con el extraño muchacho atravesando el cristal de la copiadora en horas de trabajo. Mi programa narrativo hubiera sido el siguiente: generar cierta tensión en torno a un personaje enrarecido e ir configurando un suicidio imposible de advertir. No sé si el ejercicio tuvo sentido.

Los cristales regresan a su sitio, se vuelve a formar la copiadora, Hack recupera su postura y yo vuelvo a entrar al cuarto de fotocopiado. Hack volteó, me sonrió degenerado y se dedicó a fotocopiar el contrato. Mientras fotocopiaba el legajo le pregunté si ya había resuelto el comienzo de su libro. Hack meditó un poco la respuesta y me dijo que aún no; esperó a que las hojas se concentraran en la bandeja de salida y mirándome dijo: un libro de historia, como un viaje, puede empezarse en cualquier parte. Suspiró y luego dijo, no sé, me gustaría empezarlo por el final. Yo me quedé con ganas de decirle que ya no eran los setentas, que eso de matar personajes y empezar cuentos por el final no estaba muy de moda últimamente, pero no se lo dije. ¿Cuál es el final? Le pregunté en cambio. No sé, me respondió, depende del día en que lo escriba. Luego, no sé por qué, le pregunté si no le gustaría venir a comer conmigo.

Pasado perfecto En verdad, si bien nuestro elemento es el tiempo, no estamos adaptados a las largas perspectivas que se abren a cada instante en nuestras vidas. Ellas nos ligan a nuestras pérdidas. Philip Larkin

Salimos de Gandhi y caminamos un buen tramo de Miguel Ángel de Quevedo. Casi al llegar al metro me dijo que se llamaba Hack y que además de ser el encargado de las fotocopias estaba escribiendo un libro de Historia. No sabía cómo empezar su libro. Por más que lo había intentado simplemente no se le ocurría un inicio adecuado. Hack, destrozando libros en la Gandhi estaba buscando ejemplos que alentaran su quehacer historiográfico. —Mira —me dijo sacando una de las hojas robadas de su camisa— así empieza su libro F. Brandon. Hack se acomodó las gafas, desdobló la página plegada y leyó en voz alta. La historia escrita comenzó aproximadamente a la vez en Egipto y en Sumer; realmente, un famoso sumeriólogo, el profesor S. N. Kramer, ha escrito un libro titulado La Historia empieza en Sumer, defendiendo así la prioridad de la civilización en la que está especializado. No se le veía muy satisfecho. Leyó una vez más la hoja robada y la tiró en un basurero. Se detuvo frente a una estatua y me dijo que todos los autores de libros de Historia que había leído consideraban un hecho natural la falta de precisión de sus

libros. —Es un poco deprimente —me dijo señalándome— todo indica hasta ahora que es imposible escribir un libro de Historia confiable. Sin poder descubrir la región cognoscitiva a la que me llevaba el extraño muchacho, le pregunté, por preguntar algo, si al menos ya había elegido la civilización con la que empezaría su libro. Él me contestó que no era tan fácil, que escribir libros de historia no era como jugar al Age of Empires. Me quedé meditando su respuesta pero me fue imposible responderle. Su compañía empezaba a incomodarme. Esa incomodidad que nos hacen sentir los hermanos locos de nuestras madres. Sí me quedé ahí con él, sí lo acompañé hasta el metro fue simplemente por curiosidad. Para recabar más datos o pistas acerca de este individuo. El hecho de que Hack coleccionara el íncipit de Libros de Historia me resultaba tan atractivo como incomprensible. En ese momento creí que el episodio de la librería era la premisa perfecta para la escritura de un cuento. Si no me largué fue porque sabía que al llegar a casa no iba a escribirlo. Iba dejar el cuento incompleto y no iba a descubrir su final. La verdad es que no soy un buen escritor, la verdad es que no iba a poder resolver el misterio que Hack me sugería. —¿Qué diferencia hay entre un mercado romano destruido por los bárbaros y el World Trade Center el 11 de septiembre? —Preguntó Hack de repente. Hack se cuestionaba con ese tono de quien se habla a sí mismo en voz alta. El copista se quedó esperando una respuesta. Yo le contesté, no muy decidido, que si bien alguna relación debía existir entre columnas rotas y los escombros de un edificio ciertamente se trataba de situaciones y sociedades distintas. —Yo no creo que sea tan distinto —miró al cielo y se quedó estimando la altura de un edificio—. Lo que sucedió, sucede y sigue sucediendo. El hombre sucede. En el hombre se reúnen todas las cosas y todos los tiempos, todas las edades

se resumen en su conformación, todo está a su alcance, siempre ha estado a su alcance, se ha cumplido el gran proyecto de Diderot. Prometeo es el mito del hombre que se supera así mismo. Los ochenta son un mito. El Atari, el Ms- dos, el Windows 3.1 se han vuelto las ruinas lejanas de una sociedad de avanzada. Tan lejanas como las catacumbas tan extrañas como las máquinas de tortura medieval. Homero y Kerouac tratan los mismos temas. Stan Lee y Esquilo tratan los mismos temas. Literatura y mito. Ahora estamos en uno más de los clímax delirantes de la tierra, de ahora en adelante todo lo que ocurra ocurrirá y lo que no ocurra no ocurrirá. Me quedé helado. Siempre he odiado a la gente que es más lista que yo. ¿Qué diablos hacía ese muchacho trabajando de papelero? No dije nada y decidí cambiar de tema. Entonces le pregunté por qué le había arrancando una página al libro de Valerio Conca si éste claramente no era un libro de Historia. —No sé —me respondió viendo todavía al edificio— siempre quise tener un cielo de la Segunda Guerra Mundial en el techo de mi cuarto. Lo acompañé hasta el metro y nos despedimos. Fui al departamento de Ann en la Roma y le entregué su libro de acuarelas. Ann era mi ex novia. Mi pequeña Beatriz. Ella quería que fuéramos amigos y que le regresara su toalla y su libro. Llevábamos tres meses intentando ser amigos. Yo sabía que alguien más se la estaba cogiendo. No podía decir nada: éramos amigos. En el departamento de Ann había una reunión con los chicos de la oficina. Eran mis amigos. Mis amigos y sus amigos. Nadie cogía, ni hacía preguntas incómodas. Apenas me senté en el sillón les hablé de Hack, de su copiadora y del libro de historia que planeaba escribir. Mis amigos identificaron al encargado de las copias de inmediato. Uno de ellos dijo que se parecía al ex presidente Díaz Ordaz. Otro intentó definir su sexualidad. Otro habló de asexualidad. Y Ann, entre risas, me recomendó apartarme de él. Yo le

respondí que era demasiado tarde. No lo narré antes de despedirme: había invitado a Hack a ver películas a mi departamento. Mala idea muchacho. Mala idea.

Bogart muere

No encontramos en el metro. Compramos palomitas y entramos a mi edificio. Le pregunté que cómo estaba, me dijo que estaba bien. Muy bien. Le pregunté por su libro. Él se quedó callado. Le estaba jodiendo la vida al invitarlo. Él era una rata solitaria. Él no tenía la necesidad de comunicarse. Él no quería ver películas. Él no iba a decir nada. Yo quería hablarle de Ann. Pusimos una película de John Houston. Hack se mantuvo en silencio. Yo me quedé dormido a media película. En algún momento tomó el control, puso la cinta en pausa y me dijo con aire insurgente: ―Mira, si Humphrey Bogart muere ¡Rayamos la película! Yo me desperté alterado, intentando localizar mi posición en la tierra, Hack a mi lado con expresión de maniaco, la película en pausa. Apenas presiona /play/ se descargan los rifles y Humphrey Bogart cae asesinado. Hack sacó la película del DVD y la rayó con una moneda. Yo me eché a reir. Nos reímos. Hack y Copy eran amigos. Copy estaba solo. Su mujer lo había dejado. Sus amigos eran unos pendejos. Ahora invitaba a Hack a ver películas con él. Hack era un Freak, Copy era un freak. Freaks. Freakis. Geeks. Geeksters. Nos reímos. Me encierro en el baño y enciendo un porro. Me lo fumo por la ventana.

Hack tiene ganas de comentar la película. Bien ―me dice Hack―, la película tiene como eje capital el cuestionamiento. La sospecha, la suposición de un crimen previsible. En tu película no sólo mueren o están por morir Bogart y su nena, sino también la identidad del relato. La película resuelta ya no tiene sentido. En ese sentido arruinar una policiaca es ampliamente sencillo, basta avanzar por la cinta y ver el final, puesto que por una forma de decirlo, toda la secuencia está dispuesta a esconder el término del relato. En la película no se busca al asesinado sino al asesino. En ese sentido (en el de la reconstrucción policiaca) un texto de tal género es un doble asesinato, el ocurrido y el posible. El inspector es un asesino en potencia. Para adivinar un crimen hay que volverlo a plantear. Todorov lo tenía claro: es pues, para respetar una regla de género, para obedecer a lo verosímil de la novela policial que el escritor rompe lo verosímil en el mundo que evoca. Tal situación de anti verosimilitud nos devela la lógica de la novela policiaca. Borges, Borges lo tenía claro, hay cosas posibles, no todas son interesantes, la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante, la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. El yo no puede ser un objeto inmediato de conocimiento. E ahí la revelación en todo film policiaco, la búsqueda de una lógica invertida. Montar una realidad sobre otra. Lo verosímil que supera lo verosímil para así obtener un nuevo espacio creativo, el laberinto de los laberintos, donde se encuentra lo que se sabía que se iba a encontrar, la enorme adivinanza ya dos veces adivinada. La broma infinita. Lo Verosímil ―continuó Hack emocionado― se define como el conjunto de lo que es posible a los ojos de los que saben. Lo verosímil es también en este orden la reiteración del discurso, las claves policiacas tienen tal peso que direccionan las soluciones del relato haciéndolo posible. Borges como James, Poe y la narratología policíaca en general siempre están buscando explicaciones. La película de Bogart es un gran ejemplo. Poe incita a sus lectores a buscar al asesino. Borges a encontrar su

identidad a través del ejercicio literario. Bogart a participar del crimen. A reconocerse como asesinos. Todos somos asesinos. La posibilidad es materia de indagación literaria. Wow. Hack era súper listo Yo estaba súper pacheco. Entocnes, em pdió qeu ol amcopñara la mtero. Y em pse a escribir rapido rápido Sin poner acentos.

Deja bú

Mi siguiente encuentro con Hack fue en la sala de fotocopiado. Había llegado un proyecto a los laboratorios de video. Cuando llegué, Hack con la tapa de la fotocopiadora abierta miraba su reflejo en el cristal de refracción de la máquina. Mi entrada no afectó su comportamiento. Por el cristal, además de la réplica de Hack se podían ver los órganos oscurecidos de la fotocopiadora. Hack intentaba distinguir su figura en el panel transparente, asomando el magma rosáceo de sus encías. Hack parecía muy intrigado frente al cristal oscurecido de la fotocopiadora. Un héroe cuidadoso estudiando las tinieblas del pozo en el que continuará su aventura. Algo estaba buscando estaba claro, no sé si dentro de la máquina o en lo tenebroso de su individuo. Hack empezó a alterar su rostro, variando con energía drástica cada una de sus expresiones. Se detuvo de golpe y un pesado hilo de baba cayó de su boca. Un hilo tan perfecto y definitivo como una línea de tiempo. Aunque el episodio me aterró lo suficiente decidí interrumpirlo. Hack volteó, me sonrió degenerado y se dedicó a fotocopiar el contrato. Mientras fotocopiaba el legajo le pregunté si ya había resuelto el comienzo de su libro. Hack meditó un poco la respuesta y me dijo que aún no. Esperó a que las hojas se concentraran en la bandeja de salida y me miró con suficiencia. —Un libro de historia, como un viaje —me dijo, ordenando las copias—, puede empezarse en cualquier parte. No sé, me gustaría empezarlo por el final. —¿Cuál es el final? —le pregunté.

—No sé —me respondió—, depende del día en que lo escriba. Luego, no sé por qué, le pregunté si no le gustaría venir a comer conmigo.

Future Kids

Esperé al descanso en el laboratorio de video acentuando el otoño de un comercial de perfumes. Uno de los hermanos Bichir seguía a una mujercita por una pradera inventada. Los productores querían que sus ojos fueran azules. Yo tenía que editar las pupilas del actor. Estaba hasta mi puta madre. Hack me esperaba afuera de mi oficina. Bajamos en elevador junto a tres funcionarios. Hack contuvo la respiración durante todo el trayecto. Se abrieron las puertas del elevador y Hack volvió a respirar con tranquilidad. Cuando salimos del corporativo una capa de lluvia movediza se sacudía entre los edificios. Hack buscó en su maletín un impermeable amarillo. Atravesamos la calle y entramos a un Subway. Una vez dentro, temblando de frío me dijo que no tenía dinero y yo le dije que no se preocupara, que pidiera algo. Fue a la barra y regresó con un Subway Club de siete pulgadas y una galleta de chispas de chocolate. Dio un bocado observando con cautela a los empleados. —Te diste cuenta —me dijo en voz baja— tienen cuchillos, podrían asesinar a su jefe. —Hack, tú tienes una gaveta llena de tijeras y engrapadoras —le rebatí confundido— podrías tú asesinar a nuestro jefe. —No, yo no mato —me contestó con sensatez perfecta. Se hizo un silencio insoportable. Hack examinaba una rebanada de jamón de pavo y yo no disfrutaba de mi almuerzo. Entonces le pregunté que hacía antes de entrar al Laboratorio de

Soluciones e Ideas. Hack había estudiado un diplomado de Análisis y Programación en el CCPM de Chalco. El CCPM según me explicó, era un instituto dedicado principalmente a la instrucción informática. Hack había asistido a su campamento computacional durante dos años y medio. Al parecer fue un periodo importante de su vida. El diplomado estaba organizado en módulos que iban desde el dominio perfecto de la instrumentación del MSN Paint hasta nociones de simulación corporativa en Excel. Había ingresado a la institución muy a la fuerza, obligado por su madre, después de ser rechazado por segunda vez en la UNAM. El primer día, a pesar de su resistencia su maestra le había puesto la película Pirates of Silicon Valley, donde se contaba la cruzada entre Bill Gates y Steve Jobs en el esplendor de su formación. Cuando vio a Steve organizando una revuelta en un auditorio de Harvard supo que quería dedicarse a la computación. Para obtener su título había programado en HTML una página de Internet y había diagramado una calculadora en Visual Basic. Hack fue el único de su grupo en titularse. Tras varias entrevistas y una prueba de conducción consiguió el empleo perfecto. Supervisor, conductor y maestro titular de un camión con doce computadoras. El autobús de la compañía Future Kids era una espaciosa unidad con planta de luz integrada. Una escuela en movimiento. Hack me confesó con profunda nostalgia que había pasado varias noches ahí con todas las computadoras encendidas, batiendo récords de varios videojuegos a un mismo tiempo. Hack todas las tardes, estacionaba el camión afuera de las escuelas y un grupo de niños subían a aprender a usar la paquetería básica de Microsoft Office.

—¿Sabías qué el 90 % de los usuarios de Word utilizan solamente el 5% de las aplicaciones? —me preguntó, tomando un respiro de su narración. Había disfrutado muchísimo de aquel empleo, se entendía muy bien con los niños, se mantenía actualizado y disfrutaba de un crecimiento profesional aceptable. Ahí fue donde comenzó a desarrollar sus habilidades como hacker. Pasaba noches enteras memorizando código y tratando de entrar a las cuentas de correo de sus amigos de la secundaria. Los enredos habían empezado en la primaria “Venustiano Carranza”. En un episodio de descontrol académico, poniendo en duda su posición como autoridad, un grupo de niños lo encerraron en el baño del autobús. Los niños, de los que Hack ya había empezado desconfiar, pues los había visto fumando detrás del autobús, se habían negado hacer una presentación en PowerPoint para el día de las madres. El sabotaje fue impredecible, mientras Hack intentaba explicarles como editar las transiciones entre diapositivas dos niños habían preparado una trampa con cables. Los niños, tensando el cable de un teclado al ras del suelo, lo llamaron para resolver una duda y se detuvieron a ver como tropezaba. Lo levantaron por los hombros y lo encerraron en el baño. Le dijeron que su mamá era una puta y se pusieron a gritar. Mientras Hack estuvo en el baño, temiendo a que los chicos fueran a conducir el autobús y a estrellarlo contra la embajada rusa que estaba a dos cuadras de ahí, como buen profesor pensó que había sido su error, que no había sabido manejar la situación y que Power Point era tal vez una de las aplicaciones más aburridas de todos los tiempos. Después de quince minutos, la única niña del grupo, una niña gordita, probablemente conmovida, le había abierto la puerta de servicio. Ya no había nadie

en el autobús. Por la noche descubrió que un niño se había orinado por el ventilador de una de las computadoras. —No sabes cómo puede dañar la orina un equipo de cómputo —me dijo mordiendo la galleta de chocolate. Hack, la noche del incidente, intentando rescatar la memoria interna del equipo, se decidió a replantear su modelo didáctico. Abandonaría los programas de clase y llamaría la atención de los estudiantes con el atractivo de los juegos de video. Aprovechando que las doce computadoras estaban conectadas en red, organizó un torneo multijugador del clásico de acción bélica Medal of Honor: Allied Assault. El videojuego, producido por Steven Spilberg repetía con una plataforma visual muy aceptable para la época los momentos más memorables de la Segunda Guerra Mundial. Los niños clamaron de satisfacción la decisión de Hack. El desatinado profesor, renunciado al tiempo de clase destinado para la enseñanza de Excel, había coordinado con éxito un desembarco en la bahía de Normandía, una invasión a Berlín y el sabotaje virtual de numerosos campamentos alemanes. Él y su peligrosa brigada digital en menos de dos semanas habían agotado todos los niveles del juego. Aunque en un principio los estudiantes llevaban audífonos consigo, Hack consiguió un sistema Home Theater para redimensionar la experiencia. Según decía era impresionante el escándalo generado por las armas de alto poder, los rifles francotiradores y las detonaciones de las granadas alemanas. Un día los alumnos, ahora grandes amigos de Hack, lo convencieron de que los pasera por la Ciudad de México mientras ellos invadían en nivel experto la versión digital de la ciudad de Desdre.

Hack puso su disco favorito de Led Zeppelin, una antología con arreglos sinfónicos, cerró las persianas del autobús y se lanzó en atrevida aventura con once niños y una niña, que no dejaba de llorar, rumbo a la carretera de Cuernavaca. La misma carretera donde unos años después asesinarían de forma atroz al hijo del poeta Javier Sicilia. Hack estaba muy emocionado mientras me contaba de su escape, de hecho creo que nadie había escuchado antes al pobre muchacho. —No sabes cómo disfruté esa tarde —me dijo rompiendo una servilleta— los niños invadiendo la ciudad de Desdre y yo escapando de la Ciudad de México en un autobús con doce computadoras. Cuando terminó la clase nos detuvimos a comprar papitas y refrescos, nos subimos al techo del autobús y me contaron, paso por paso, como le habían dado en la madre a los pinches nazis. Los problemas de su nueva didáctica salieron a flote dos semanas más tarde. Una madre de familia que había llegado temprano para recoger a su hija se había quejado en la dirección porque había escuchado un tiroteo dentro de la cabina. Dos supervisores de Future Kids hicieron una visita inesperada y encontraron a Hack operando artillería aérea mientras los estudiantes, uno a uno, intentaban entrar sin ser descubiertos a una base alemana. Los padres de familia levantaron una queja y exigieron que se revisaran las carpetas de la computadora que Hack utilizaba. Uno de ellos sospechaba que el belicoso educador dirigía desde aquel autobús una red de pornografía infantil. Las autoridades accedieron al servidor central y encontraron un fólder oculto con más de setecientas fotos de la guerra de Irak, sus ejercicios de C++ y la plataforma web en la que trabajaba para absorber bases de datos. Era el archivo en el que planteaba su futuro libro de historia. Los supervisores destruyeron sus archivos y lo expulsaron del trabajo. Para cuando Hack terminó con su historia yo caí en cuenta que se nos había hecho tarde, salimos del Subway y nos despedimos en

el elevador. Yo me quedé meditando su historia y me propuse a escribirla. Narraría sus aventuras en primera persona. La novela la narraría su copiadora. La copiadora se transformaría en asesino serial. Comenzaría por el final. En algún momento Hack dejó de narrar. La copiadora desapareció y comenzó a narrar Copy. La narración se dirigía a su propio final. La narración se dirigía a mí, a mí final. Entonces me concentré en el final. Una vez terminado escribí otro final. Lo firmé en nombre de Hack. Sobre aquel final había un segundo final. Final sobre final, sobre final. Estaba claro: yo en el relato sería Copy. Seríamos Hack, mi ex novia y yo. Hack y yo seríamos amigos. Veríamos películas juntos y yo haría mierda a mi ex novia. Al final eso era lo único que me interesaba hacer mierda a mi ex novia y a los pendejos de sus amigos.

El final sostenido Antiguamente un relato sólo tenía dos maneras de acabar, pasadas todas las pruebas, el héroe y la heroína se casaban o bien morían. El sentido último al que remiten todos los relatos tiene dos caras: la continuidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte. Ítalo Calvino

1 Copy y Hack miraban la televisión escondidos entre sus almohadas. Los jóvenes, con expresión de hechizados, esperaban el desenlace de un emocionante film policíaco. No era para más, Humphrey Bogart estaba a punto de morir. Un nerviosismo de muerte se presentía en escena. Investigadores, criminales y rubias, andaban desesperados por solucionar el desorden sugerido. Tenían quince minutos. Sólo quince minutos. Había muchas armas y alguien tenía que morir. —No quiero que se muera —le dijo Hack —No sería justo —le respondió Copy sin apartar su atención de la pantalla. Hack se levantó del asiento y arreglándoselas con la luz fantasmagórica de la pantalla buscó el control del DVD y puso la cinta en pausa. Poner una cinta en pausa es como montarle una desviación falsa a un grupo de ciclistas en plena competencia. Con la pausa se hizo el más precipitado de los silencios. En la televisión se quedan entrando en escena una dupla de pistoleros. Accionan sus gatillos con

ferocidad contenida. Una luz negra y terrible queda atrapada en la boca de sus rifles de asalto. A John Huston, el director, muy probablemente no le hubiera gustado. Pero en 1941 quién iba a pensar que un espectador pudiera disponer del orden de los tiempos. ―Mira, Hack, si Humphrey muere, ¡rayamos la película! —propuso con aire de insurgencia. Apenas presiona {play}, se descargan los rifles y Humphrey Bogart cae asesinado. Hack y Copy eran amigos. Copy estaba solo. Su mujer estaba a punto de dejarlo. Sus amigos eran unos imbéciles. Y ahora invitaba a Hack a ver películas con él.

1 Era lo más natural —le dijo Hack una vez terminada la cinta— a final de cuentas, la película no es otra cosa que ver a Humphrey Bogart morirse todo el tiempo. Era obvio que de eso trataba la película de Huston. Evadir la muerte y fugarse con la rubia. Al final, a punto de ocurrir lo contrario, Bogart entrega su vida y la rubia tiene que fugarse por sus propios medios. Copy hubiera preferido todo lo contrario. La rubia muere y Bogart tiene que regresar a casa despechado. No había nada que molestara más a Copy que los finales producidos en serie. Copy, enfurecido, presionó el botón de expulsión y se llevó el disco platinado a los dientes. Con la marca dental había quedado arruinado no sólo el final si no toda la película. Una vez que terminó de copiar su dentadura en el DVD buscó una moneda y se dedicó a disminuir la capa inferior del disco.

Hack le sonrió con demencia. Hack sería el cómplice. Nadie le diría nada a Ann. Puta Ann. Como le hubiera gustado que Ann fuera tan lista como Hack.

1 No era la primera vez que Copy atentaba en contra de una cinta. De hecho ya tenía varios años haciéndolo. Su trabajo, cada vez más predatorio, no había distinguido directores y se había adaptado a los distintos formatos del cine para el hogar. Al tratarse de cinta resultaba más fácil ocultar la evidencia de su crimen. No era extraño en las edades del Video Tape encontrar a Copy a punto de destazar una historia. No necesitaba más que tijeras para cortar las uñas, pinzas de cejas y pegamento azul. Copy, ayudado de una regresadora buscaba la parte de la cinta donde según sus criterios se arruinaban la historia y realizaba su crimen. Una vez localizada la secuencia final recortaba ese tramo de cinta calculando la distancia entre el final de la película y los créditos. Una vez desprendido el fragmento inadecuado con el pegamento azul adhería el final que de todos los finales organizados en el filme le parecía el más adecuado. La historia dificultaría su trabajo. En menos de cinco años, como si fueran una enfermedad tratada por diálisis fueron desaparecieron uno a uno los VHS que solían formar los videoclubs. Había empezado la era del DVD.

1 Las historias se terminan todo el tiempo, eso de planteamientos, nudos y desenlaces le parecían a Copy indicaciones para orientar la creatividad de espectadores novatos. ―Cada escena debe ser planeada como si fuera la última ―les dijo una vez a los

asistentes del club de cine con los que se reunía cada sábado. No se había cansado de hablarles de la muerte a los pobres chicos del club de cine. Los americanos tenían cierta obsesión con la muerte. Hollywood, según la opinión de Copy, después de las guerras, era la industria americana que había obtenido de la necrofilia mayores beneficios. ―Hay muchos finales antes de la muerte. Le dijo a un adolescente antes de que el coordinador del club de cine por fin se decidiera a expulsarlo. Y así Copy fue expulsado del club de cine. La muerte ―y era lo único valioso que había aprendido en la SOGEM― es una solución para aficionados. Prohibido matar gente y encerrar personajes en sus departamentos, le habían dicho en su taller de narrativa. Humphrey se muere porque toda la película pareció que no se iba a morir. Bu. ―Saben, Hollywood debería aceptar que su imaginación se terminó hace muchos años. Resolviendo con asesinatos más de la mitad de sus historias tan sólo demuestran lo limitado del espíritu americano. Una sociedad que nos reitera en su cine que la vida y las historias terminan con la muerte a decir verdad causa bastante pena. ―Sabe, esto es un taller de narrativa, le pedimos que busque otro foro para sus comentarios, le dijo el escritor que coordinaba el taller. Y así Copy fue expulsado de la SOGEM.

2 HOLLYWOOD ¿Ann sabías que desde la H del famoso letrero han tratado de matarse cientos de guionistas? Tal vez porque es la única letra muda, la única incapaz de confesar que tuvieron que vivir ese infierno.

2 Su labor de edición en la era del Disco Versátil Digital sufrió de serias restricciones. A Copy le resultó imposible rastrear la ubicación física de los contenidos dentro del disco. Después de varios intentos descubrió que no era tan fácil tratar con bases decimales. Terminó desesperándose y rayando las películas que no le gustaban. Le retiraron la membresía. ―Hemos encontrado la misma marca dental en las últimas cinco películas que usted nos ha entregado ―le había dicho el gerente de la tienda antes de expulsarlo.

2 ―El final sostenido ―le había dicho a Ann—, no es otra cosa que lo que debería ser una buena historia, una secuencia de finales perfectos, tan perfectos que sea imposible distinguir unos de otros. Ann se entretenía cortando los tallos de un helecho que con necedad trataba de hacer vivir en medio de la sala. El helecho estaba amarillo y enfermo. ―No entiendo Copy ―le contestó Ann separando un grupo de hojas muertas― entonces ¿Todas las historias deberían comenzar por el final? ―Todas las historias, más bien, comienzan por un final ―le respondió Copy

con seriedad. Ann, meditabunda, como si no lo hubiera escuchado, insistió una vez más en la posibilidad de que los finales tuvieran un principio. A ver Copy ―le dijo Ann―, ¿qué dices entonces del principio del final, la mitad del final y el final del final? Copy, al no saber qué contestarle, la acusó de retroceder conversaciones con juegos de palabras. Ann revisaba las raíces del helecho. ―Ese helecho está muerto, muerto, muerto ―le dijo Copy con desdén― sólo ve sus hojas, es obvio que está muerto. Ann no le dijo nada. ―Y si no está muerto eso te está haciendo pensar. Agregó ensombrecido. Miró a Ann con desprecio, buscó la película de Bogart y se decidió a devolverla. Ann se quedó mirando con tristeza las hojas muertas del helecho. Copy tenía razón, el helecho estaba muerto. ―¿Te estás haciendo el muerto? ―le preguntó Ann entristecida y sintió un asco terrible en el estomago.

2 No se ha dicho. Copy guardaba un (:::: [“Revólver cargado”] ::::) en el buró de la cama. La pistola, con el tambor pleno, latía en pulso agitado. El revólver estaba tan ahí como lo están las cosas que Edgar Allan Poe esconde en sus cuentos.

2 Siempre que se cuenta una historia se empieza a la mitad de otra, se fue repitiendo Copy mientras tendía la copa impermeable del paraguas. Su relación con Ann era un claro ejemplo. Su relación había empezado justo de ese modo, con el final de otra. Nosotros somos una prueba del final sostenido le hubiera gustado decirle pero prefería hacerle el amor que verla llorando.

2 Ann y Copy se conocieron en una celebración en el recién remodelado Barrio Chino de la Ciudad de México. Entre farolas de papel lustre y dragones de cola aguzada. Ann, con sugerente desesperación, buscaba un tacón de aguja que había perdido por ahí. Copy, con una careta de león chino se acarició uno de los bigotes y se ofreció a ayudarle en su búsqueda. Eufóricos se sentaron a estudiar la escena sobre un gorila de piedra. Ella, medio borracha, le contó que era actriz. Había trabajado con su novio, un tal Máximo Ferre en un cortometraje que prometía aparecer en los principales festivales europeos. El corto ya había ganado un concurso en España. Copy, sospechando de los trabajos de Máximo, imaginándolo con un gazne y una copa de champagne, le preguntó si el talentoso director andaba por ahí. Máximo Ferré estaba en Madrid, atendía un diplomado de comunicación visual. Siguieron buscando el tacón y después de examinar un balde lleno de cabezas de pescado decidieron olvidarlo. Después se besaron como desesperados. El final de su relación con Ferré coincidió con el principio de la suya. Así, Ann, de esto se dio cuenta más tarde, había empezado o terminado sus relaciones desde los catorce años. Dejando a uno por el otro, dejando a uno con el otro. Permaneciendo enamorada, celebrando la eterna sucesión de las cosas. Uno

anunciaba al otro y así consecutivamente. Si uno pospone el final de las cosas, si uno las va superponiendo, como las ciudades que se montan unas sobre otras, al final se terminan hundiendo. Copy hundido, la Ciudad de México hundida.

3 Muchas veces, después de hacer el amor, al tirar el condón se quedaba mirando al fondo del escusado. Buscaba en su reflejo enturbecido la vida anterior de Ann. En su mente se concentraba un magma deforme. Un espeso pantano contaminado por los preservativos con los que se la habían cogido. Y así, con la mente descompuesta, sintiendo asco y queriendo no pensar en nada corría a la cama a abrazarla. Copy iba a entregar la película y ahora parecía que otra parte de él se hubiera ido al infierno a buscar (o a perder) a Ann. Regresaba sin ella y aún no regresaba la película.

3 Una vez amaneció muy asustado. Soñó que Ann vivía entre los pasadizos secretos de una fábrica donde se embotellaba neblina, vestida de obrera, su cabello rubio escondido en un casco con linterna, operaba sin el menor cuidado un montacargas, en la plataforma frontal llevaba los cadáveres de todos sus ex novios. Apenas encontró a Copy, accionó una palanca de goma y comenzó una persecución furiosa en contra suya. Sobre los cadáveres iba Máximo Ferré en su silla de director como si el montacargas fuera un tétrico palanquín vagabundo. Ferre cubría su cráneo

descompuesto con una boina de manzana y daba las indicaciones por un altavoz. ―¡Derecha! ¡Izquierda! ―gritaba Ferré como descontrolado. Era como ver al zombie desfigurando de Steven Spilberg, sobre una grúa, dirigiendo una cacería nacionalsocialista en el set de un silo berlinés. Hack le daba indicaciones a Ann para derribar a Copy, al parecer era momento de que tomara su lugar. Copy, asustado y entre sueños, se buscó el funcionamiento de las piernas e intentó escapar.

3 Copy historiador de la vida privada, ante el historial amatorio de Ann, había perdido el control sobre lo imaginario. Copy no podía dejar de recordar las sesiones de aritmética de la secundaria. Recordaba a su maestro de matemáticas, de él había oído por primera vez hablar acerca de las secuencias de números. Cómo formar un término a partir de los anteriores, cómo comprobar si un número pertenece o no a una serie. 2 – 4 – 6 – 8 – (?) Un historiador, un astrobiólogo o cualquier estadista, después de revisar el historial sentimental de Ann, un amante tras otro hasta el infinito, le hubiera dicho: “la historia y yo lo sentimos muchacho lo más probable es que esa muchachita lo deje por otro”. 2 – 4 – 6 – 8 – 10, eso si busca descifrar las cualidades de un evento a través de los anteriores.

3 Sumido en esta clase de pensamientos fue que ordenó sus pasos hacía el video club Fantasy Paradise. En la entrada, junto a un escaparate de software falsificado, hacía de centinela un cartón diseñado a escala de Arnold Schwarzenegger. El Exterminador, en su inolvidable cazadora de cuero negro, le apuntaba al visitante con una escopeta recortada. El Fantasy Paradise era uno de esos ruinosos pasajes de la ciudad de México que abría hasta tarde. Era casi la medianoche y ya no había nadie en la tienda. En la televisión del negocio se presentaba el clásico de terror adolescente Freddy Krueger, detrás había un librero atiborrado de cajas de películas. Copy saludó al encargado. El joven lucía varios broches en el cuerpo, el pelo pintado de rojo y abundantes perforaciones. Copy le entregó la caja del DVD, el encargado en vez de apilarlo con las demás rentas abrió la caja y desprendió el disco. ―¿Qué crees? ―Copy preguntó asumiendo ingenuidad― venía rayado. ―Si cabrón, como las últimas cinco películas que rentaste ―le escuchó murmurar. Copy no dijo nada. —¡Badariel! ―gritó con aire intimidante― nos vino a visitar tu cuate. El que nos raya las películas. Badariel apareció junto a la sección de terror. Badariel se aproximó a Copy, lo arrancó del suelo y después lo sostuvo por los aires. El joven encargado, con furia animosa, saltó al otro lado del mostrador y se puso a la izquierda de Badariel. ―Mira, pinche güerito, acá mi carnal lleva diciéndome desde hace un buen rato que te estás chingando los discos, que rayones acá mal pedo, que no se qué. Yo no le creía, aquí el Misael es medio lurias y le gusta inventar, yo le decía al Misael, no

mames ¿pa qué va querer el pinche güero ese rayar las películas?, ¿qué gana el cabrón, o qué?, ¿le caemos mal al guey?, ¿lo hemos visto feo? Si hasta le damos su 3 x 2 los martes al puto, ¿pues de qué nos perdimos Misa? Entonces le dije aquí a mi carnal, a ver Misael, deja que el güero se lleve una última movie, eso sí, tenla bien checadita, y mira no más pinche güero, yo que te hago el paro y tú que sales con tus mamadas ―le dijo Badariel y lo empujó contra el mostrador. ―Pues mira pinche güero, si algo nos enseñó nuestro jefe fue a ser justos. Le levantaron las mangas de la sudadera y como si se tratara de una película de sanguijuelas dentadas, Misael, el hermano menor, de una contracción repentina le apresó con la mandíbula el brazo izquierdo. El joven tenía varias piezas dentales afiladas. Cediendo ante la presión de aquella trampa de oso Copy pegó un alarido y con brusquedad se desprendió de los brazos de Badariel. Misael, como si fuese un pitbull haciéndose de un remo de carnaza lo siguió en el trayecto hasta el suelo. Cuando Badariel consideró suficiente el castigo de su hermano le dijo que se detuviera. Copy quedó tendido en el suelo. Luego le quitaron la cartera y le rompieron en dos la membrecía.

3 Copy corrió hasta el departamento. Ann se había largado. Hack se había ido. No había nadie. Buscó su cuentagotas de Rivotril y se tiró en un sillón. Unas gotas para los momentos difíciles. El antidepresivo actuaba con lentitud. Nada más saludable que suprimir toda cresta emocional, nada de clímax, nada de desenlaces desapercibidos.

3 Drogado se buscó algo que hacer. Pensó en poner una película. Sobre el buró donde guardaba el (:::: [“Revólver cargado”] ::::) encontró entre una serie de libros la caja de un DVD negro. Dentro había un DVD de Verbatim firmado por Máximo Ferré. Estaba firmado por él. Debajo de la firma decía “Mujeres de la luz negra”; Copy supuso que era el cortometraje. Copy le había preguntado por él, Ann le había dicho que no tenía la copia. Ahora podía ver la obra. La primera actuación de Ann.

3 Ann había salido a emborracharse. Hack quién sabe. Copy estaba solo. Podía imaginar a la perfección a Ann. Pensando en la crueldad de sus palabras destroza el cadáver del helecho. Busca sus tacones aguja. Es tan fácil enamorarte, es tan fácil perder un tacón y pedirle a un desconocido que te ayude a buscarlo. Es tan fácil cogerte a un desconocido. Decirle que lo amas que nunca nadie te había cogido así.

4 Te amo, Copy, nunca nadie me había cogido así, le dijo Ann metiéndole el dedo índice a la boca. No tenían más de doce horas de conocerse.

4 Figúrese estar frente a una maqueta de trenes a miniatura, hay una competencia de trenes eléctricos. En el primero va Copy con gorro de motorista, opera él, lo hace con el esplendor y boato de la victoria, lleva overol de broches, un mapa y una pesada brújula que tira de una correa, Ann, sentada en el suelo del cuarto de maquinas, mira a Copy con mirada estúpida y enamorada, lleva un vestido de flores y un pañuelo del principito agitándose a merced del viento, prepara limonada. En el segundo tren también van ellos, pero esta vez van ellos de verdad, este segundo tren aparenta una ligera desventaja, esta vez Copy y Ann van en vagones distintos, Copy, sin un diente, se masturba intentado seguir el agitado bamboleo de las cajas; por su parte, Ann, en el vagón inmediato, duerme en el suelo usando un mapa como sábana para abrigarse, se le ve triste y lesionada, como si alguien le hubiera pasado un hacha sin filo, no hay nadie en el cuarto de máquinas, se dieron cuenta de que el tren era eléctrico y por lo mismo estúpido maniobrarlo. El segundo tren alcanza al primero y se estrellan en el primer cruce de caminos. Hack se parte de la risa.

4 Copy, abatido, colocó el DVD y se dispuso a ver los diez minutos cincuenta y cinco del filme de Ferre. Máximo, con un sombrero tejano la perseguía entre muebles cubiertos por sábanas. Ann corría desnuda con cuchillo y los pelos de punta. Unas escenas después Ferre, cámara en mano, la sodomizaba con un fuete sobre una silla de montar. Le había pintado los pezones de negro. —Te amo, nunca nadie me había cogido así.

4 Rompió el disco en dos partes iguales. Lo hizo pensando en el cuerpo de Ann imaginando que la arrancaba de sí misma. Como en esas torturas medievales con sogas y fuerza de caballos.

4 Copy necesita matar a alguien. Puede matarse. Puede matar a Ann. Puede matar a los chavitos del videoclub. Puede matar a Hack. Se puede. Puede matar de uno por uno. Como en las películas. Nervioso se sienta en la orilla de la cama. Tiene el (:::: [“Revólver cargado”] ::::) entre las manos. Copy se queda haciendo bizcos frente a él. Dejó caer su cuerpo contra la cama, se puso una almohada en la cabeza y extendió los brazos sobre las sábanas.

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4 El relato se raya. No sé puede leer. O sí. Pero todo el texto está puteado. Copy tiembla como descompuesto o enfermo. Como personaje frente un final escrito por un adolescente. Un final de efectos, un final mediano y rematado. Un final con cursivas, con un personaje que se queda muriendo para siempre. Despierta acalorado el cuerpo que duerme bocabajo, se intenta mostrar la parte de atrás de una alfombra y se descubre el desastre del diseño. Por desesperación se invierten las fuerzas, se cambian las reglas, donde se trata de ser inteligente pareciendo nervioso al mismo tiempo, un cuento para ser impreso a doble espacio y pasarlo corrigiendo en MS Word el resto de los tiempos.

4 El problema no es que fuera un mal escritor, el problema es que era un delincuente. Hermann Broch Hack está exhausto después de hablar veinte páginas seguidas y en tercera persona. Tiene treinta años y jura por Dios que a sus treinta años ha encontrado el hilo negro de las cosas. Puede quedar como un cuento, se dice, pero va a ser un gran cortometraje. Al no ser suficiente la manera y la forma en que me burlo de mí mismo, para que la gente lo note, al final, el final está deliberadamente rayado. Hack

4 Hay cuentos que se cuentan los niños que no tienen otra finalidad que la de ser aburridos, cuentos o bromas que prometen durar para siempre. Una sucesión de enredos que obtienen su encanto en la amenaza de no terminarse. Como la broma del gorro que lleva dentro una abeja; el gorro, donde tiene la abeja su abejera, se extravía una y otra vez impulsado por el vuelo secreto de la abeja. El gorro va engañando ―con la promesa de su atractivo― a quien acepta ponérselo en la cabeza. La broma consiste en que el gorro que esconde la abeja siga perdido y vaya engañando a quien acepte ponérselo en la cabeza, luego se va improvisando acerca de los distintos dueños y los pinchazos que da la abeja, la cual, misteriosamente, no muere al clavar su aguijón. Un final tras de otro, un final que se va posponiendo, una historia de la que cualquiera sabe el final, un cuento que no puedes terminar a menos que alguien lo termine por ti.

Quien comanda la broma tiene que prolongarla el mayor tiempo posible. La broma termina cuando el espectador descubre que ésta puede ser infinita.

4 Alguien (no importa quién), abre el buró de al lado de la cama y toma el (:::: [“Revólver cargado”] ::::) con sus paréntesis, su aparador de dos puntos, sus corchetes, diéresis, cursivas y negritas; se lo mete en la vagina, no lo dispara, prefiere apretar los dientes e irse caminando a Roma con él.

Comentario de texto

Apenas terminé de escribir el cuento recibí un mail. Era de Hack. To: [email protected] From: [email protected] Subject: ViagraCeli%50SoyHack Espero no te asustes. Soy Hack. Entré a tu computadora. Estabas conectado a internet mientras escribías. No pude evitar entrar a tu ordenador. Me venció la tentación. Tú habrías hecho lo mismo. Leí tu cuento mientras lo escribías. A punto de cerrar sesión descubrí que me incluiste. Muchacho: me preocupas de verdad. ¿Haz leído a Onetti? Si alguien entendía que no es necesario el asesinato para arruinar por completo la vida de un individuo era Juan Carlos Onetti. Por eso Onetti no me recuerda a Quiroga. Dentro de lo tremendo escrito sin tremendismo Onetti da el siguiente paso, siendo éste, curiosamente, una retrocesión en la ciencia de la solución del relato. Sí Copy tu idea no es original. Pero no te desanimes. Un día descubrirás que accidentalmente escribiste una novela. Lee a Onetti. Lee a Bioy. Vuelve a leer a Jorge. Volver a leer a Cortázar no está demás. Deja de leer a Bolaño. Sobre todo lee a Onetti. Tú quieres ser él. Su obra es angustia. Cuando hay angustia sólo queda la muerte. Onetti prefiere la no solución, como el saqueador sanguinario, aquel que arruina lo ya arruinado y al final decide irse. Aquel que mata al padre y a la madre pero prefiere dejar vivo al huérfano que todo lo ha visto. Una crueldad brillante esa la del Señor Onetti. Mira la última línea de uno de sus cuentos: Desde el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha, todo estaba hundido bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro envejecía rápidamente, mientras, sordo

y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía a morderme el cuerpo. La angustia en Onetti jamás se detiene, sólo se agudiza. En Onetti siempre falta la última vuelta de tuerca. Para leer a Juan Carlos Onetti se necesita una sensibilidad integra, el autor uruguayo es una clara invitación al reconocimiento de una realidad definitiva y atroz, aunque no por esto inmediata. Al buscar dentro de un proceso de interiorización, no una solución, sino al menos una seña de identidad, lo que se obtiene en la mayoría de la ocasiones es una marca omitida. Ten cuidado, Copy. No es necesario perder la cabeza. Perdón por entrar a tu computadora. Perdón por haber leído todo lo que has escrito. Perdón. Esto no lo hacen los amigos. Yo no soy tu amigo. Soy tu lector. Y te estás pirando, muchacho.

IFE

Las siguientes semanas estuve muy ocupado. Me entretenía preparando un cuento para niños para un concurso organizado por el IFE. Mi único encuentro con Hack fue en el lobby de la compañía. Yo iba muy apurado, en menos de dos horas vencía el plazo de entrega del concurso de cuento. Me aterraba ver a Hack. Me aterraba saber que había entrado a mi ordenador. Desde que recibí su correo no había vuelto a conectarme a internet. Hack, sentado en las orejas de un sillón de cuero leía un libro que me pareció reconocible. A pesar de mi apuro me detuve y para salir de las dudas le pregunté por su lectura. Hack estaba leyendo uno de los libros que la SEP edita para la educación básica. Un libro de historia para tercer grado de primaria con un mural de Orozco en la portada. Por mayor que fuera mi prisa me vi obligado a preguntarle qué hacía con el libro de texto —No sé —me respondió— los autores de estos libros le hacen creer a los niños que en México todo está resuelto. Cerró el libro y continuó con su discurso. —Según este libro todo lo que tenía que ser peleado ya fue peleado —hojeó el libro desanimado y se puso de pie—. Según los autores México ya no tiene enemigos. Creo que la SEP no considera la maldad como componente de los procesos históricos. —No sé —concluyó con cierta malicia—, yo creo que en México reina la

muerte. Yo, por mi parte, advirtiendo la escala del precipicio que anunciaba su conversación preferí no decir nada. Me despedí de él y salí del edificio. —Juro no volver entrar a tu computadora me dijo. Luego sacó un USB de su bolsillo. —Mira, es un cuento, necesito que lo leas —me miró firmemente a los ojos y continuó—. Lo escribiste tú, es tu mejor cuento, sólo le cambié los nombres a los personajes y le puse un epígrafe. Eres un gran escritor. Yo sentí un escalofrió. Sabía de qué cuento me estaba hablando.

Un cuento en un USB De modo que la soledad, o la conciencia de la soledad, la depresión, el hecho de ser rechazado, todo eso desaparece al escribir. Exacto. Y su fruto es una rareza. Por eso su supervivencia es una cuestión de vida. Todo es raro. El aire, la tierra, el agua, la producción, el consumo, la materia, el espacio, todo es raro. De ahí que el libro, que es tan inmortal como la materia o el aire, simbolice la vida. Pues si escribir es eso, copiar la vida, entonces la vida es absurda. Claro que la vida es absurda, porque está hecha de rarezas. Pero usted jamás persiguió la felicidad. No, perseguir la felicidad significa creer que uno puede alcanzar el sentido de la vida. De niño, nunca me pregunté por el sentido, el objetivo o la razón de ser de la vida. Es, y punto. Pero era consciente de que mi clase social, la burguesía, mis amigos, los neónidas, siempre trataban de alcanzar algo. Sartre

Me marcaron diciendo que me había ganado el premio “André Gaspar”. No me despertaron. Yo pensaba en novelas que es como decir pensaba en mujeres. Mujeres de piernas largas. Yo no había leído a Gaspar. Había leído a Borges y a Cortázar. Había leído una novelita de Cesar Aíra. Me habían recomendado a Piglia y a Arlt pero nunca había leído a Gaspar. Cuando me despertaron leía a Beckett y trataba de meter frases suyas en mis cuentos. Mis cuentos los hacía con frases robadas. No

sabía lo que era robar. Lo más raro es que no me inscribí en ningún concurso. Yo nunca pedí esa beca. Han de haber llegado a mi blog y les ha de haber encantado me dije. Sólo me dijeron que me había ganado el premio André Gaspar. Aún así permití que me encerraran en una casa con cientos de dólares. Yo no sabía lo que era robar. Me enviaron un boleto de avión en un sobre negro. Supe que era cierto. Mi madre estaba emocionada. Hizo mi maleta. Guardó mi ropa, un cepillo de dientes y una pluma dorada que me compró cuando me gradué. Tenía que volar a Argentina. En el aeropuerto me recibió la hija de André Gaspar. Se veía triste. Tenía los ojos muy separados. Salimos de Buenos Aires en una limosina y fuimos al campo. —Tú eres Copy —me dijo. —Sí, yo soy Copy —le dije. La casa en medio del campo era muy grande. Tenía un invernadero, una pista de tenis y una habitación con un piano negro. No había biblioteca. Aún cargando mi equipaje fuimos a ver todas las habitaciones. Los muebles estaban cubiertos por sábanas. La hija de Gaspar fue abriendo la puerta de cada una. Esperaba unos segundos y acto seguido las volvía a cerrar. —Esta es la casa donde vas a escribir la novela, cuando termines tendrás tu dinero —me dijo cruzando los dedos. Yo le di las gracias. Me encontraba nervioso. —Puedes quedarte en cualquiera de los cuartos. Sólo tienes prohibido entrar al sótano. Creo que mi padre se mató ahí. Se llevó la mano al pecho y me miró con demencia. La acompañé hasta el jardín. Entonces se fue. Estaba encerrado en una casa con reglas. Llevaba tres días solo en la casa. La casa me daba miedo. Los tres días las luces estuvieron encendidas. Me quedaba en uno de los dormitorios. Elegí el más simple de todos. Tenía una ventana que daba a la pista de tenis. Yo me paseaba por la casa

fumando y escribiendo de vez en cuando en mi libreta negra. No soñaba nada. No le había marcado a mi madre. No había teléfono. La mañana del tercer día bajé al sótano. En el sótano, después de una serie de escaleras había una cámara negra. En el centro, junto a una colchoneta gris había una vitrina cerrada con llave. Dentro había nueve libros encuadernados en piel negra y un Pedro Páramo de Juan Rulfo. Eran los únicos libros de la casa. Los libros negros no llevaban señas de identidad. El Pedro Páramo se encontraba volteado. Cuando llevé mis dedos a la cerradura escuché ruidos en la casa. Subí de inmediato las escaleras y salí al patio. La hija abría todas las ventanas. Entré en la casa, me sentía muy apenado. La hija de Gaspar preparaba una torta de cebolla. Me senté a comer con ella. —Creo que en esta casa se suicidó mi papá —me dijo la hija señalándome con su cuchillo—; vamos a traer a una persona para que intente hablar con su espíritu. —Lo siento mucho —le dije. Salí a caminar a la pista de tenis. El calor era insoportable, la hija me veía desde la ventana de la habitación donde yo dormía. La médium llegó por la tarde, bajo el brazo llevaba un frasco con dos ojos vivos. Nos sentamos en la mesa a esperar. La hija de Gaspar descubrió de una sábana uno de los cuadros. Era un retrato de Gaspar. La médium con expresión abstraída lo miró de forma intensa. Nos tomamos de las manos. La copia del cuadro no tembló en ningún momento. Fue tranquilizante saber que yo no me parecía en nada a Gaspar. Dos horas después la médium se levantó y nos dijo que André Gaspar no estaba muerto. Sólo dijo eso. La médium tomó un poco de la torta de cebolla y se fue en un automóvil negro. Me quedé solo con la hija. —¿Por qué me trajeron aquí? —le pregunté. —Para que escribas una novela, Copy —me dijo. Nos quedamos en silencio.

—Tu padre no ha escrito nada. Tu padre no era escritor —le dije de repente. —Él quería ser escritor. Tú viniste aquí a escribir su obra. Por eso te dimos a ti la beca —me dijo y me sirvió vino. Esa noche subí a mi habitación y cerré la puerta. Ella estuvo toda la noche caminando en el pasillo. Cuando los pasos se volvían más intensos se detenían. Yo sabía que estaba al otro lado de la puerta. De pie al otro lado de mi puerta. No la vi durante tres días. Comía pan negro y bebía vino de manzana. Fumaba mucho. No sentía hambre. Pensé en irme de la casa pero no me atrevía. Estaba escribiendo mi primera novela. Mi novela se comenzó a tratar acerca de mí y de la casa. En la novela yo estaba enamorado de la hija. Además de escribir me masturbaba mucho. Me masturbaba y me quedaba dormido. No soñaba nada. Un día sí soñé. En el sueño me absorbían la mente. Cómo si mi mente fuera un líquido y alguien me quisiera ahogar en él. No entendía lo que me encontraba viviendo. En la novela trataba explicarlo. Llevaba dieciséis días en la casa y ya había una historia. A veces pensaba en el desenlace pero prefería permanecer en el medio. Masturbándome hasta quedarme dormido. Tenía claro, paso por paso, cuáles eran los movimientos de la novela. Ella me volteó a ver con expresión de hechizada. Me ganaba la beca “André Gaspar” para escribir una novela. Me encerraban en una casa que a todas luces estaba hechizada. Yo podía salir de la casa en cualquier momento. Había decidido quedarme. Me encontraba solo gran parte del día. Tenía muchas cosas en que pensar. André Gaspar no había escrito nada. Gaspar ya estaba muerto. Su hija me visita de vez en cuando. La hija se comporta como ser asesinado. Como muy poco. La beca, según me explicó, era para escribir una novela. Mi novela va a formar parte de la obra de Gaspar. En la casa hay una sola regla. No bajar al

sótano. El tercer día me venció la tentación. Bajé al sótano y no ocurrió nada. En el sótano hay un armario cerrado con llave. Dentro están todos los libros de la casa forrados de negro. En la vitrina hay nueve tomos encuadernados en negro y un Pedro Páramo volteado al revés. Para abrir se necesita una llave. Con ese material más que escribir deducía. En esa casa yo era André Gaspar. Tenía que acostarme con mi hija y terminar mi novela. La novela la forrarían de piel negra y la guardarían en la vitrina. No sé si me iban a matar. No sé si era el primero en obtener la beca. No sé si utilizarían mi piel para encuadernar la novela. Por más que lo pensaba presentía que yo era el décimo becario de la siniestra fundación. No lo sabía. Tal vez había nueve escritores jóvenes enterrados en la pista de tenis. Al día siguiente se apareció la hija. La acompañaba un retrasado mental. Un niño con peinado de casco medieval y pijama morada. Nos encontramos en el jardín. Yo tenía mucha hambre. La hija de Gaspar llevaba una canasta con cebollas y peces crudos. —El retrasado mental es André Gaspar —me dijo. Yo no dije nada. —Es mi hijo. Se llama como su abuelo. Dijo mirándome directamente al pecho. El niño se puso a jugar junto a la escalera. Me acerqué a la hija. —¿Por qué un mexicano? ¿Por qué le dieron la beca a un mexicano? —le pregunté con cierta desesperación. —Bueno, verás —me dijo acariciando a su hijo—, mi padre pasó los últimos años de su vida leyendo a Juan Rulfo. —Y tú, ¿has leído a Juan Rulfo? —le dije enfrentándola por primera vez. —No me gusta la literatura de terror —me dijo haciéndole rulos al niño. —¿Terror? —le dije otra vez nervioso. —Copy ¿Es cierto que en tu país reina la muerte? —me preguntó a su vez.

No supe que contestarle. Pinche argentina loca. Volvió a irse. Sobre mi cama había una maleta con ropa. La ropa me quedaba grande. Estaba empolvada y vieja. Me había ganado una beca y estaba encerrado en una casa terrible. En la vitrina además de los libros negros había un Pedro Páramo volteado al revés. A la mitad del libro de Rulfo uno llega a la conclusión de que todos los personajes están muertos. Si volteamos la trama descubrimos que todos están vivos. Los que están muertos están vivos. Sólo permanecen los que se encuentran en el medio. Maldita casa hechizada escribí en mi libreta. Todos están vivos. Necesitaba ver al fantasma de Gaspar. Al día siguiente vi por la ventana al retrasado mental cavando túneles en la pista de tenis. Se veía muy feliz. No quise acercarme. A su madre no la vi por ningún sitio. No volví a ver nadie en los siguientes cuatro días. Un día, buscando pan negro en la despensa, me la encontré sentada en un sillón. Amamantaba a su hijo. Su seno estaba lleno de venas azules. La hija de Gaspar respiraba intensamente mordiéndose los labios. Tenía los ojos cerrados. El cuadro era como una pintura española. Una pintura de los años obscuros. Corrí despavorido a encerrarme en mi cuarto. Mierda, mierda, ¿por qué tengo que escribir una novela? ¿Por qué tengo que escribir una novela sobre una casa hechizada? Esa noche, mientras dormía, me despertó un alarido. Una mujer pedía ayuda. Luego gritaba excitada. Después silencio. No me levanté de la cama. No dormí en toda la noche. No volví a ver a nadie en cinco días. Una mañana escuché unos disparos. Me asomé por la ventana de mi habitación. En la pista de tenis la hija descargaba un revólver disparando hacia un

cielo azul y terrible. La mujer parecía tener cierta autoridad sobre la naturaleza. ¿Qué es esto?, ¿desde cuándo?, me pregunté recordando las frases que le había robado a Beckett. Esa noche la pasé escribiendo sin detenerme. Varios días después, mientras dormía, se botó el seguro de mi habitación. Cerré los ojos y sentí como una nueva temperatura invadía mi cama. La hija de Gaspar me sacó el pene de la ropa interior y comenzó a masturbarme. —Sabes, Copy, me encanta como escribes —me dijo y se desapareció entre las sábanas. No abrí los ojos en ningún momento. A la mitad de Pedro Páramo descubrimos que todos estamos muertos, escribí en la libreta. Que horrible experiencia. Vi la pluma dorada, me acordé de mi mamá y quise regresar a México. Pasaron los días y no pasaba nada. No pasaba nada. No pasaría nada hasta que fuera al sótano. Tenía que ir al sótano. Estaba prohibido ir al sótano.

Ideas para el Capitulo XII André Gaspar es el villano. Atormenta escritores jóvenes para que desarrollen sus novelas. Esa es su novela. Yo soy su novela. Podría incendiar la casa. Podría ahogar al niño. Debía encontrar a Gaspar y clavarle mi pluma dorada en la espalda. Verlo sufrir con una mancha de tinta negra en el pecho. Pero Gaspar está muerto. Yo soy quien está vivo. Yo soy quien puede morir. Tengo veintitrés años. No quiero contar su historia. No quiero vivir su historia. Mientras escriba esta novela voy a estar vivo. Tengo que destruir su vitrina. Tengo que destruir su obra. Espero que su obra no sea yo.

Esa noche ella volvió a aparecerse en mi habitación. Estaba desnuda, llevaba sólo una llavecita colgando en el pecho. La llave de la vitrina. No nos dijimos nada. La hija de Gaspar estaba completamente drogada. Cogimos como telépatas, sin dejar de vernos a los ojos. Cada que estrellaba mi cuerpo contra el suyo toda la mujer temblaba. La hija de Gaspar se quedó dormida. Le quité la llavecita y salí del dormitorio. No me atreví a bajar al sótano y esperé hasta la mañana siguiente. La hija había desaparecido. Ese día tampoco me atreví a bajar. Tuve que esperar tres días. Yo no era valiente. Yo no era héroe, yo tampoco era bueno. Escribí toda la noche, escribí todas las noches. Me fui de la casa. Caminé por una carretera empolvada durante horas. No sabía muy bien a donde iba. Llevaba la llave apretada en mi mano izquierda. Había liebres corriendo por el campo. Había terminado la novela. Decidí regresar. Entré a la casa. Las puertas estaban abiertas. Escuché los gritos de un niño. No sentí miedo. Bajé la serie de escaleras que daban al sótano. Los gritos crecían. Llegué a la cámara negra. Frente a la vitrina estaba la hija de Gaspar muerta. Llevaba un vestido gris. No tenía los ojos. Su hijo le metía los dedos a las cuencas vacías. El niño apenas me vio dejó de llorar. Tenía los dientecitos manchados de sangre. Escuché unos pasos en las escaleras. Era André Gaspar. —Copy, te pedimos que no bajaras al sótano —me dijo levantando en brazos a su nieto.

Intermedio

La redefinición de textualidades ha sido objeto de estudio de diversas investigaciones. Si bien George Landow describe este fenómeno (el de la transliteración) como un modelo observable en relación al proceso de lectura, Jaques Derrida, por su parte, en su libro Ecografías de la televisión, escrito con Bernard Stiegler, revisa las implicaciones de su montaje. El corpus examinado en el libro es ni más ni menos que la televisión de los años noventa. Según Jaques un fenómeno textual carente de estructura u organización alguna. La escritura del libro es motivo de mención. El libro, presentado como una serie de entrevistas cubre a tiempo real una de las últimas ideas del científico loco. Derrida ya viejo y medio demente, a modo de Reality Show permite la instalación de una cámara de TV en su propio domicilio. Una vez habiendo participado en el extraño simulacro el pensador concluye acerca de la espectralidad y virtualidad de los discursos. Por el momento basta acercarnos a los conceptos tratados por Derrida y de los que con valentía nos valdremos en nuestro librito de cuentos. Artefactualidad: hechura ficcional, dispositivos ficticio o artificial que genera una “realidad” en cuya conformación se degenera el tiempo real. Simulacro: la apropiación del tiempo y el espacio público con el objetivo de emular una realidad caracterizada y regulada solamente por su ordenamiento técnico o montaje. Montaje: la creación de escenografías o espacios donde sea posible el

acontecimiento. Este simulacro es llamado fantasmagórico comparándolo con un cuerpo que no está presente pero que artefactualmente está visible. Derrida sugiere que el mismo espectador tiene que aprender a discernir, componer, pegar, a montar, justamente para volverse consciente de la artificialidad y relaciones de poder de los discursos actuales. Sí, ese Jacquie era un genio. Hack

Hipster cabeza de ángel

No me fue posible ver a Hack las siguientes semanas. No quería verlo. Haber leído ese cuento me había destruido. Mi propio cuento escrito por alguien más. Pensé en buscar a Hack para romperle la madre. No lo hice. Me perdí en mí. No le conté a nadie. El trabajo en el laboratorio de video aumentaba de forma creciente. Bebiendo café junto a latas de video desordenadas. Considerando volúmenes de luz frente a un tablero de operaciones. Domando con sintetizadores secuencias de video. La edición de video mantiene en niveles muy altos la actividad demencial. Es complicado encontrarle un sentido a la vida en un tablero operativo. Yo que a los nueve años había filmado una película del medio oeste. Yo, quien a los diecinueve años les decía a las mujeres que iba a ser cineasta, un cineasta famoso, un cineasta tan prometedor que hubiera sido estúpido no pasar la noche con él. Yo que obligaba a mis amistades a admirarme por las películas que planeaba dirigir. Yo que había tenido que vender mi cámara de alta resolución para ir a conocer Edimburgo. Yo que ahora escribía porque ya no tenía ni padres, ni dinero, ni cámara de video. Mi tragedia a diferencia de Hack es más fácil de comprender. El cineasta frustrado mediando la resolución de la pradera verde por donde correría Demían Bichir oliendo a perfume. Un buen día mi jefe de departamento me dijo que alguien me buscaba. Era Hack, muy intranquilo, diciéndome que su madre y sus hermanos habían salido de la

ciudad. Que había organizado una reunión en su departamento. Sirviéndome agua en un cono le pregunté si podía invitar a unos amigos. Me dijo que sí y me entregó su dirección en una tarjeta enmicada. A media tarde, al salir de la oficina, fui a mi departamento. Leí un libro acerca de fumadores y asesinos y esperé a que anocheciera dormitando en un sillón negro. Debería matar a Hack. Librarme de él. Librarme de mí. Matar. Vivir. Me levanté, tomé un baño, arreglé mi bigote, encontré mi camiseta de los Smiths, busqué mis jeans más descuidados y me despeiné con atrocidad nerviosa. Cada día me era más difícil asfixiar al oficinista de maletín y corbata en el que me había convertido. Encendí el motor del Renault 5 y vi por el retrovisor mi facha de escritor forajido. Mi cabello de pajar devastado, mi bigote a la Clark Gable. Aunque sentí pena por mí preferí encender la radio antes de empezar a tomarme en serio. Ann me esperaba con los chicos en el Parque Hundido. Los encontré bebiendo sobre un bloque de piedra. Nos acabamos la botella y escoltamos a Ann a lo largo de la ciclopista. Ella no sabía que la odiaba. En mis textos la descuartizaba. De mis amigos no quedaba mucho que decir. Todos eran unos farsantes. Yo era uno de ellos. Nos conocimos en el Laboratorio de Soluciones e Ideas. Encontrándonos en los elevadores, supervisando las esquinas de los libros que salían de nuestros abrigos. Rastreadores de música desconocida, lectores más bien desorganizados. Nuestras aspiraciones superaban por mucho nuestros talentos lo cual nos mantenía en un estado de resentimiento profundo. Un buen día, señalados una serie de engaños, entendimos que todos éramos unos embusteros y que podíamos ser amigos. Esa tarde, antes de salir de la oficina, convencí a los chicos de acompañarme a mi reunión con Hack.

La cita con Hack no modificaría nuestras prácticas de integración social. La Ciudad de México nos obligaba generalmente a encerrarnos en un departamento. Ya en nuestra guarida sacábamos nuestra guillotina portátil, montábamos un estrado de cojines y nos dedicábamos a hablar mal de la gente de nuestra edad que hacía cosas importantes. Buscamos un Seven Eleven, compramos un baúl de cervezas y dos litros de helado de vainilla. Hack vivía en una torre de apartamentos cerca de Tlalpan. En un inmueble gris y devastado. Una construcción pesimista, un ataúd enorme con respiraderos de concreto Estacioné el Renault 5 junto al esqueleto de otro automóvil. Mientras me las ideaba para empatar el arpón contra robos con el volante Ann me abrazó y me preguntó a donde la había traído. No recuerdo si le contesté. Entramos al edificio y dimos a un patio central. Vimos lo que quedaba de una estatua de Miguel de la Madrid con siete cráteres en el pecho. La cabeza cercenada de un santo que nadie supo identificar. Pajareras escondidas con capas negras y calendarios de distintas compañías tirados por todas partes. Subimos atemorizados por las escaleras hasta dar con el número doce, según la invitación enmicada, el departamento de Hack. Nos detuvimos frente la puerta con aire de pistoleros principiantes. Había un hilo de luz blanca en el resquicio de la puerta. Pensé en su copiadora y en sus ruidos fantasmas. En un pulsar de luz negra viajando a mil kilómetros por hora. Fuerza hertziana atravesando la tierra. Hice sonar un timbre de botón plateado. Nadie contestó. Esperamos algunos minutos dando tragos amplios a nuestras cervezas. Mis amigos empezaban a desconfiar de mis cualidades como agente social. Preferí no darle importancia a su apatía, no era la primera vez que íbamos a una reunión en un edificio feo. No saben cómo agradezco su compañía, les dije mirando con desaliento el

marco de la puerta. Escuchamos pasos y luego un silencio irresistible. ¿Y sí nos está preparando una trampa? me preguntó Ann en voz baja. Yo no sé porqué imaginé cuchillas de afeitar escondidas en los Sabritones. Una trampa de oso en el cajón de los tenedores. En Hack preparando un sepulcro derribando un ropero en el suelo. Le di un trago a mi cerveza y sospeché que el historiador, en realidad, nos estudiaba con inocencia detrás de la puerta. Creo que no hay nadie, dije en voz alta. Hack de inmediato abrió la puerta. Peinado como cadete americano y con un sweater de rombos blancos. Se le veía notoriamente alterado. Abrió la puerta por completo y nos invitó a pasar. Atravesamos un pasillo y llegamos a una sala de estar. Ann y yo nos sentamos en un diván de cuero. Los otros tres, desconfiando del lugar, encontraron lugar en un sillón negro. Hack sin saber muy bien que hacer merodeaba su propia sala sin encontrar un lugar adecuado. Con los brazos en la espalda, apretándose la muñeca con el pulgar, como si estuviera ensayando el papel de un prisionero para una obra de teatro. Miré a Ratón y este me sonrió con desdén fingido. Ratón contó, supongo para romper el hielo, la historia del grupo de transmetal The Blackheart Geeks, una liga de jovencitas holandesas que se habían vuelto famosas por asesinar a un ex novio suyo en cada concierto. Uno de sus novios advirtió que dos recitales más serían suficientes para que lo ataran a una silla con cinta canela y las denunció con la policía. El escuadrón homicida cumplía su condena en la prisión de Nantes. Hack, sin interesarse mucho en la conversación se sentó sobre la mesa central junto a una máquina de escribir portátil. Sobre la mesa había un huevo de avestruz ajustado en un anillo dorado, álbumes de fotos y una taza de la Universidad de Columbia. En la televisión estaba puesto el National Geographic. En el canal se transmitía

un documental acerca de buscadores de tesoros en Topeka. Balú, arrebatando el micrófono a Ratón nos contó que había encontrado en Internet la convocatoria al VIII certamen de cuento de ciencia ficción “Ray Bradbury”, convocado por la NASA y el Instituto de Estudios Blas Pascal. El premio era la posibilidad de que la NASA transmitiera al espacio exterior una versión magnética del cuento. Pasar una velada con mis amigos nos era muy distinto a desvelarse en el Wikipedia, seleccionando nodos aleatoriamente. Cuando noté que la intrusión había llegado a su grado más alto. Supe que ya no tenía que preocuparme por ellos. Podían seguir diciendo estupideces. No tardarían en poner música y empezar a bailar como pendejos. Entonces le pregunté a Hack por el trabajo y me dijo que todo estaba bien. Se levantó de su asiento y desapareció en una de las recámaras. Yo esperaba impaciente a que Hack me diera una pista del motivo por el qué me había citado. Como quien espera el final de un cuento que empieza a prolongarse. Ann me preguntó qué cómo me iba con lo del libro de cuentos para niños que estaba escribiendo y yo le contesté que estaba considerando basarlos en crímenes reales. Ella respondió, diciéndome que ese, más o menos, era el título de la primera novela de una escritora australiana. —Nunca se es original —reflexioné con desánimo—, siempre hay un estudiante en Estocolmo que aprovechando la diferencia horaria lleva a cabo el proyecto que se nos ocurrió antes de irnos a dormir. —Y eso en el mejor de los casos —me respondió dando un sorbo a su cerveza. Hack regresó de la recámara con una planta carnívora y un pastillero de mentas. Ann, extrañada por los accesorios de mi amigo le preguntó a Hack si podía poner música.

Hack, sin mirarla a los ojos le señaló un escritorio de madera en medio de la sala. Ann conectó su Ipod a los altavoces de una computadora. Bardo nos hizo notar la sincronía entre la música reproducida y los contenidos de medianoche del National Geographic. En la pantalla de 17 pulgadas una ballena leopardo desquiciaba la fauna indefensa de un bosque submarino. Dejé de prestarles atención cuando vi que Hack sacaba insectos muertos del pastillero de mentas. Una vez los ejemplares seleccionados, los organizó con cuidado sobre el vidrio de protección del escritorio. Luego con unas pinzas plateadas situó una mosca negra en las ventosas de la planta. La planta, con ferocidad perfecta, blindó su mandíbula en contra de la mosca. Hack se mantuvo inexpresivo. Yo me sentí mareado y caí en cuenta de la profundidad del fotocopista de mi compañía. En ese momento me fue imposible determinar si lo que sentía por él era ternura, curiosidad o repugnancia. Hack levantó el frasco donde vivía la planta carnívora y acondicionó al ser vivo entre sus piernas. Ann le preguntó a Hack si podía usar su cocina. Hack le dijo que sí acariciando los dientes de la planta. Ann me tomó del brazo y me llevó con ella a la cocina. Qué raro es tu amigo, me dijo, mientras buscaba una cazuela en un estante de madera. Sacó un litro de leche del refrigerador, verificó la fecha de caducidad y lo derramó sobre la cazuela. Buscó una cajita de Victoria Secret en su bolsa y espolvoreó la leche con marihuana. Esperamos en silencio a que la leche espumara en el armazón plateado de la estufa. Una vez que el lácteo consiguió una gradación mentolada apagamos el fuego y esperamos a que se enfriara. La colocamos en la licuadora con el helado de vainilla. Las aspas se encargaron de confundir el contenido. Regresamos a la sala con la malteada verde aún en el recipiente. Hack había dejado a la planta carnívora en la ventana. Ann sirvió cinco vasos. Antes de entregarle su bebida a Hack le expliqué lo desmesurado del estado mental que alcanzaría después de beber la malteada.

A Hack no pareció importarle pues se bebió el batido de un solo trago. Unos minutos después, con bigotes de espuma verde, me confesó que nunca había fumado marihuana. Suspiré desanimado y me hundí entre los almohadones del sillón. Ann se descalzó con galanura y soltó sus zapatillas sobre el suelo. Me dio un beso en la mejilla, se despeinó y se quedó viendo a los pies como si estos fueran importantes. Se hizo un breve suspenso. Ann modeló una pista de baile expulsando al diván negro de la superficie alfombra. Balú, sin perder su eje empezó a sacudir sus hombros en retracción coordenada. Ann, cervatillo de tobillos blancos, como si escapara de la mira de un rifle merodeaba la sala con saltos que remataba con agitación fingida. Ratón, seguía a Ann imitando de forma inversa el orden de su trayecto. Bardo se palmeaba el pecho yendo de un extremo al otro de la pieza. A Hack no le llamaban la atención los pasos de los bailarines narcotizados. El copista sacó un tubo de pegamento Pritt le quitó la tapa y se entretuvo haciendo telarañas. Uniendo y separando el pegamento con la yema de los dedos. Superponiendo los hilos blancos, componiendo una tela blanca y perfecta. Como si estuviera tejiendo una alfombra para la tumba de Cásar Aira. Como si estuviera zurciendo una historia donde sería imposible distinguir el conflicto. Un verdadero relato de serie negra que para colmo sería fotocopiado tantas veces que sería imposible leer. Profundamente intrigado por la formación del pegamento, olvidándome de mis amigos, me acerqué a preguntarle por su libro de Historia. Él me respondió que todo iba bien, que escribir libros de historia era el mejor método que había encontrado para dar con el sentido de la vida. Al pobre se le veía desorientado, reaccionado con violencia ante estímulos imaginarios, levantándose de forma súbita, apretando los dientes atemorizado. Llevándose las manos a la cara, anticipando algo horrendo, como si se negara a ver

un accidente entre dos trenes bala. Vi sus ojos encharcados de ciruela y supe que la malteada psicotrópica había causado efecto en él. Hack sin saber cómo reaccionar ante la expansión de su conciencia dio un grito de combate y me dijo en voz baja: —Mira, todo se está yendo a la izquierda. Hack se sumió en el sillón con expresión de hechizado y se quedó dormido. Yo le quité los lentes, los puse sobre la mesa y me incorporé a los demás bailarines. Me sentía como un imbécil. Miraba a Ann con rabia. Balú apretaba su cintura. Hack se levantó una hora después con expresión de asfixiado, desconectó el cable del Ipod y nos pidió que nos detuviéramos con un penoso aleteo. —Silencio, silencio —dijo el copista buscando sus gafas—, antes de que sigan bailando como imbéciles quiero que sepan algo importante. Todos nos sentamos en la alfombra e intentamos concentrarnos. Hack lleno de vitalidad y fuerza expresiva miró hacía el cono de luz de la lámpara. Acto seguido se quitó el sweater. Al muchacho se le veía apurado, sin saber muy bien cómo empezar con su oratoria. Se llevó las manos a la cabeza y arruinó su peinado. —Supongo, en gran parte por su comportamiento que saben que van a morir —empezó diciendo—; la cuestión, muy delicada en sí, parece no importarles. Hack se detuvo, estiró su playera y señaló el estampado apuntándose al pecho.

—Miren —nos dijo entristecido—, ésta es una variación de la curva de Hubbert, en ella se explica el comportamiento de la producción del petróleo. Suspiró y extendió su playera con las dos manos. Una vez que comprobó que lo seguíamos, continuó. —Según los indicadores, nosotros estamos aquí, en la cima, lo cual significa que sólo nos queda descender. Según el diagrama estamos por entrar en una fase de descrecimiento, pero eso probablemente ya lo sabían. No les estoy diciendo nada nuevo cuando les digo que nos acercamos a un colapso eminente y definitivo. La verdad es muy simple, si no hay petróleo, no hay gasolina. Si no hay combustible es imposible pensar en transporte. Se ha comprobado que las energías alternativas al ritmo del desarrollo tecnológico no serán suficientes para compensar la escasez. El petróleo, recurso no renovable, es la fuente de energía que mueve el 95% del transporte mundial. Si no hay medios de transporte es imposible que lleguen los complementos vitales a las grandes ciudades. Sin entender la dirección del discurso me levanté del suelo distrayendo la ponencia de Hack. Hack hizo una pausa esperando a que yo me decidiera por un nuevo lugar. Miró por la ventana y nos pidió que pensáramos en la ciudad de México. En la Ciudad de México sin alimentos. Nos dijo que vendrían hordas de saqueadores y que que sólo sobrevivirán los asesinos y los asesinos de los asesinos. Detuvo su oratoria, me tomó del hombro y se dispuso a continuar. —Perdonen que piense en voz alta frente a ustedes —dijo con voz arrebatada—, les cuento esto porque éste es el final más próximo, el más probable, nuestra última esperanza porque las cosas se acaben, he estudiado todas las posibilidades y aunque tengo mis sospechas es ésta la única teoría verosímil. Creo que es importante que consideren que si esto sale mal el presente corre el riesgo de

volverse una eternidad. Si encontramos una solución al conflicto petrolero no habrá un error que pueda terminar con la humanidad. Si el mundo no se acaba nada tiene sentido. Una vez dicho esto se sentó en uno de los sillones. —Miren, amigos —dijo por último desde un sillón—, si he llegado hasta este punto, al lugar donde cuento mi historia, donde se me permite contar una historia y decir que esa historia es mía lo único que busco es la certeza de que no cambie nada al vivirla y al contarla. Esa es mi única forma de saber que yo y ustedes fuimos felices. Entonces me sentiré bien. ¿Nos sentimos bien verdad? Yo sin saber que era lo que Hack quería de nosotros vi el estampado de su playera una vez más. Vi el gráfico y me di cuenta de que esa curva en la equivalencia de sus periodos de esplendor y declive estaba construida como la más perfecta de las tragedias. —Espero no haber asustado a tus amigos —me dijo Hack. Se levantó del sillón y se encerró en su recámara. Todos los demás, estimulados aún por la bebida narcótica se miraban entre ellos buscando alguna explicación. Yo sentí un vacío espantoso en la boca del estomago. Nadie dijo nada porque nadie tenía nada que decirse. Nos quedamos en ese estado unos minutos más. Ann me miró buscando una tenaza para arreglar su cabello y me dijo que quería irse. El chico estaba pasando por una crisis y los idiotas no tenían la sensibilidad para reconocerlo. Ann de mierda. Amigos de mierda. Fui a la recamara de Hack y toqué la puerta dos veces. Ya que nadie me contestó decidí entrar con cuidado. Me lo encontré sentado en la orilla de la cama haciendo bizcos frente a un revólver. Le pregunté qué era lo que hacía con un arma y me dijo que la había comprado para defenderse. Se la quité sin pensarlo pero no supe qué hacer con ella.

Hack dejó caer su cuerpo contra la cama, se puso una almohada en la cabeza y extendió los brazos sobre las sábanas. Aunque pensé llevarme el revólver conmigo lo coloqué de nuevo en su mano. Me alejé lentamente y antes de cerrar la puerta escuche una risa demente presa en la almohada. Cuando salimos del edificio, aunque apenas amanecía yo hubiera jurado que estaba atardeciendo. No quise volver a pensar en él. No quise volver a escribir.

Vuelta de tuerca

El lunes siguiente llegué más temprano de lo acostumbrado al corporativo. Mientras programaba un café late en la expe escuché rumores de actividad en el cuarto de fotocopiado. La puerta, aunque estaba cerrada no llevaba puesto el seguro. Me asomé intrigado. No había nadie en la sala. La copiadora estaba encendida. Supe que Copy había muerto. Lo supe cuando descubrí que su copiadora imprimía hojas negras. Era evidente. Aquella tarde me conformé con escuchar el rugido láser que espaciaba las impresiones. La copiadora, siguiendo el curso de una programación desconocida parecía decidida a no detenerse. Las hojas negras, tamaño oficio, se fueron recopilando en la plataforma de salida. A mí me dio el sentimiento de estar viendo un aparato blanco seccionar un precipicio. Como si fuera una guillotina, la ventana negra de una guillotina. Ahí estaba yo, se los juro, muerto de miedo, imaginando que la copiadora separaba en rebanadas un bloque de materia negra, cuando las hojas se terminaron. Entonces, la copiadora exigió el reabastecimiento de papel en la bandeja de entrada. Mientras esperaba, sin detonación o escándalo alguno, un hilito de baba negra se derramó por la escotilla la máquina. El hilo negro llegaba hasta el suelo. Me acerqué, tomé las hojas y las guardé en un fólder. Limpié con un pañuelo la mancha de tinta, una mancha tan vertical y perfecta como una línea de tiempo, apagué la luz del cuarto de fotocopiado y salí del edificio. Había un gran escándalo a mitad de la avenida. Una vez en el metro me dieron ganas de cuadruplicar el contenido del fólder:

“Escribí este libro, es narrativa negra, narrativa en la que es imposible distinguir entre detectives, cadáveres y asesinos”. Me bajé en la estación de Balderas y caminé a mi edificio. Una vez en mi departamento me serví un whisky, fui a mi habitación y reuní los pliegos negros sobre la cama. Mientras le buscaba un orden a los rectángulos negros sentí mucho miedo. Una hoja negra debe ser tan pavorosa como una blanca me dije para tranquilizarme. Di vueltas alrededor de la cama, vi las hojas negras un par de veces más, vomité en el baño y pensé en el libro de historia que Hack estaba escribiendo. Pensé en el libro perfecto. El libro que leerían el próximo verano todos los suecos. Un libro negro. Un libro sin forro. Ni portada. Ni lomo. Un libro hojas negras. Un libro de historia de México. Del México negro.

11 de noviembre

El día que terminé mi novela, dos años después, se estrellaría en la Ciudad de México una avioneta. En ella iba otra vez el Secretario de Gobernación. Hay alguien matando Secretarios de Gobernación.

Yo soy Hack

Soy Hack. Narrador. Me dedico a mentir. Soy un profesional. Mis mentiras se vuelven realidad. Sí. Como en la ciencia ficción. Mi fe es tan grande que soy capaz de convencer a cualquier persona de cualquier cosa. De cualquiera. Un día escribir no fue suficiente. Necesitaba ver mis relatos realizados. Necesitaba que algo ocurriera. Necesitaba que me contaran una de mis historias. Necesitaba que alguien viviera una de mis historias. El experimento resultaría si éste alguien era capaz de narrarla. Así el texto cobraría vida. Yo sería el autor de un autor. Necesitaba un escritor entonces. Un escritor desesperado por vivir. No fue complicado dar con él. Me hice un blog y me puse a coquetear con los escritores jóvenes del Distrito Federal. El primero que cayó fue Copy. Me leí su blog entero. Supe cuáles eran sus fantasías. Entré a trabajar a la compañía donde él trabajaba. Renté un departamento y lo decoré con cuidado. Entré a sus archivos e instalé en su ordenador un programa de seguimiento a distancia. Seguí cada uno de sus movimientos, fui observando la escritura de cada unos de cuentos. Entonces comenzó a escribir sobre mí. Yo amaba hacer mi papel. El chico estaba desesperado. Después de la fiesta supe que había sido suficiente. El relato estaba terminado. El día que me propuse abandonarlo desprogramé la impresora. Él entraría a la sala y encontraría la copiadora imprimiendo hojas negras. Ese día frente a su edificio se estrellaría el avión de Mouriño. Copy escribió un largo relato, lo envió a mi mail. Copy creía que yo había muerto. Escribió una gran novela. La novela no estaba terminada. Le hice correcciones y se la mandé por mail. Le agregué una serie de epílogos. Copy no me

contestó. Sé que formateó su ordenador. Lo sé porque no he vuelto a saber nada de él. Copy creía que yo estaba muerto. Ahora sabe que lo engañé. Nuestra novela era buena. Yo la había causado, él la había escrito. Lo mejor que Copy y yo habíamos escrito. Habíamos escrito y vivido. Copy fue mi vida. Viví en él. Ahora escribo por él. Se despide, Copy

El sentido de un final

¿Qué ocurrió aquí? Las notas y reflexiones de Frank Kermode en su libro El sentido de un final: estudios sobre la teoría de la ficción nos serán de ayuda en más de una manera. Frank Kermode, hermeneuta y pensador británico, estudia la composición de los discursos apocalípticos acentuando la concordancia entre la vida humana y la estructura de sus ficciones. Frank Kermode, es importante decirlo, considera la ficción como imagen temporal del mundo ordenada conforme a la proximidad de un “Final”. Este “Final” presupone un “Principio” que lo determina. La relación entre el “Principio” y el “Final” dota de un lugar y un sentido a los acontecimientos que se ubican entre ambos. El escritor de tradición apocalíptica desarrolla de esta forma un discurso de auto referencialidad. Dejemos que Frank nos explique. “Frank: el Apocalipsis depende de la concordancia entre el pasado imaginativamente registrado y el futuro imaginativamente predicho, alcanzada en nombre de nosotros, los que permanecemos en el medio”. Frank Kermode es un tipo listo, lo leí hace años en la universidad. Frankie aplica estos conceptos en distintas obras literarias que van desde textos de configuración canónica como el Apocalipsis de Juan hasta textos contemporáneos como el Laberinto de Robbe Grillet, donde como ocurre en el cuento “El final sostenido” se muestra una falsa temporalidad, una falsa causalidad. Palabra, sentido. Sentidos. “Kermode: La nueva escritura se repite, se bisecta, se modifica, se contradice,

sin acumular nunca un volumen suficiente para construir un pasado y con ello una historia en el sentido tradicional del término”. :) Les digo que es un tipo listo. Una búsqueda cuyo sentido, como ocurre con el narrador de nuestra novela, se contiene dentro del campo perceptivo del mismo, acentuando de este modo su naturaleza transicional. Espero, Copy, un día me perdones, Ya tienes tu primera novela. Era lo que más querías en esta vida. Espero alguien se digne a publicarla. Está hecha con tus cuentos. Los cuentos que escribías cuando eras joven. Cuando creías. Cuando crecías. Cuando escribías. André Gaspar 2012

Fade Out, Again

Me bajé en la estación de Balderas y caminé a mi edificio. Una vez en mi departamento me serví un whisky, fui a mi habitación y reuní los pliegos negros sobre la cama. Mientras le buscaba un orden a los rectángulos negros sentí mucho miedo. Una hoja negra debe ser tan pavorosa como una blanca me dije para tranquilizarme. Di vueltas alrededor de la cama, vi las hojas negras un par de veces más, vomité en el baño y pensé en que si él hubiera terminado el libro de Historia que estaba escribiendo, más o menos así hubieran sido sus contenidos.

-BEATRIZ DESTRUIDA-

Prólogo

Si bien, el Martín Fierro debería estar encuadernado en badana de carnero, los Cantos de Lautréamont en forros piel humana y las novelitas marineras de Emilio Salgari en alga de bosque marino. Este libro en definitiva debería estar empastado entre dos conchas –pensaba el autor— mientras diseñaba la portada. Más bien, un baúl hecho con el caparazón y los miembros del reptil, dentro estarían los textos. Al autor incluso le gustaba pensar en broches de zarpa de tortuga. Tortuga, testudo, inis, f. Español: Tortuga English: Turtle Dansk: Skildpadde Deutsch: Schildkröten Svenska: Hävssköldpaddor Nederlands: Schildpadden Русский: Черепахи Suomi: Kilpikonnat Italiano: Tartaruga Français: Tortues

Una vez recuperado del extraño episodio en Tokio, el autor pensó que ya había sido suficiente. Antes de continuar con su calamitoso psicodrama integrado. Con ayuda de su psicoterapeuta decidió estudiar con el mayor formalismo posible, la identidad semiológica de tan recurrente aparición testudínea.

I. El Símbolo Ante la oscurecida discusión del sitio epistemológico correspondiente al símbolo — formación psíquica del pensamiento indirecto— bien decía E. Cassier en un intento de precisar su naturaleza: “(El símbolo) no sólo debe ser visto como mero indicador de objetos, sino, hermenéuticamente, como una organización instauradora de la realidad”. Entonces, ¿Cómo explicarse la sórdida persistencia en la aparición del célebre símbolo conchado? Si bien consideramos el artefacto literario como una realidad distinta ¿Un símbolo tiene la capacidad de instaurar una novela? De ser así ¿Cuál es su verdadero alcance? ¿Cuáles son sus posibilidades? Ante tales cuestionamientos, obviamente provocados por la curiosidad minuciosa de los tests de su psicoterapeuta, el autor decide estudiar la famosa figura conchada glosando el diccionario de símbolos de Jean Chevalier, inspeccionando sus más notorias apariciones en el ámbito literario y analizando sus propios encuentros con la bestia citada.

II. Anotaciones al margen de un diccionario2 1. El siniestro común denominador entre el Søren Kierkegaard sugerido al principio de esta novela y Mercurio (Hermes Crióforo). En una sección del himno homérico a Mercurio (V. 30 - 38) nos encontramos al dios olímpico —guardián de las puertas, amo de la inventiva, jefe de los sueños, señor de los poetas, traductor de los dioses, ingenio de los ladrones— apenas a mediodía de su nacimiento en la caverna de Cilene en búsqueda de los materiales necesarios para la alta confección de una cítara encantada. Entre 2

Singularidades de la bibliografía. El autor en un acto involuntario, adquirió en un episodio de bandidaje menor, el

famoso diccionario de símbolos coordinado por la perspicacia ilustrada de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, publicado en 1969. Del diccionario de símbolos, al menos adquirió sus páginas 758–769, documentación suficiente para sus propios intereses. El autor —con su panamá de caballero americano— recordaba haber leído con emoción las anotaciones biográficas del elenco de colaboradores en la dudosa enciclopedia electrónica Wikipedia, según recordaba la brillante tropa tenía entre sus integrantes, donde entre otros se encontraban, doctores magistrales de las universidades de Kioto, Teherán y Estrasburgo; una brillante profesora de letras clásicas, el vicepresidente del Centro Internacional de Astrología, una bibliotecaria del Museo del Hombre en París (a la cual el autor se imaginaba muy guapa), el director de una revista sobre estudios célticos, un crítico de arte especializado en civilizaciones del Extremo Oriente, el aquel entonces director de Sea World San Diego, un reconocido futurólogo de la Universidad de Budapest. A los últimos dos el autor los agregó con la herramienta —editar— de Wikipedia. Eso lo hizo como contribución a la humanidad, 57% de los trabajos entregados por estudiantes universitarios cuando hagan biografías acerca de Jean Chevalier se verían accidentados por tal afectación. Y aunque no le hubiera gustado que sus amigos fueran así, le parecía impresionante tal grupo. El libro lo había visto antes. Su psicoterapeuta utilizaba el volumen de casi 1,107 páginas como almohadón. No había sido necesario invertir en fundas, pues aquel mastodonte semiológico estaba encuadernado en el más distinguido casimir negro. La edición con la que dio el autor había sido impresa por la casa editorial Herder. En su contraportada en un despliegue de supremacía publicitaría, con no otro motivo más que el de estimular los ánimos de adquisición bursátil del hombre especializado, se presumían las siguientes líneas de Carl Jung: Cuanto más arcaico y profundo es el símbolo más llega a ser colectivo y universal. Eso último lo aprendió de memoria antes de utilizar la vieja técnica del estornudo, arrancando así del colosal volumen el apartado Toro, Tortuga. Páginas 758–759. El Diccionario de los Símbolos de Jean Chevalier tenía un costo neto de 86 euros y el autor solo necesitaba 25 centavos de la publicación.

los componentes del instrumento musical de cuerda pulsada se encontraba como caja de resonancia el caparazón de una tortuga. Antes de aniquilar al reptil conchado, bestia conferida a la protección de su propia cuna, Hermes ante la tentación de volver el amuleto conchado, materia de un instrumento musical, le habla a la tortuga con las siguientes palabras: “Viviendo serás ciertamente impedimento del dañino hechizo, mas si murieses, entonces emitirías una música muy bella”. En un acto inexplicable, Hermes, como cualquier artista adolescente, prefiere el arte ante la protección y la tranquilidad. Liquida a la tortuga y tensando las tripas de un cordero elabora un hermoso instrumento de tres cuerdas. La cítara se dice se emplea para evocar el canto de las aves. La tortuga se ve muy bien en mi pecera, pero si la destruyo me dictará mi primera novela. 2. En India y China, además de utilizar sus cerebros y caparazones en la preparación de drogas cuyo diseño aspiraba a las tribulaciones de la inmortalidad, era común encontrar gigantescas tortugas de casco de piedra sosteniendo con soberbia los pilares de las sepulturas imperiales. En sus memorables cámaras y bóvedas mortuorias —cráneos de arcilla hipogea— se descomponen distinguidos monarcas de reinos actualmente desaparecidos. Un gemelo occidental de tal tradición arquitectónica puede encontrarse en el templo barcelonés de la Sagrada Familia, bajo los mismos principios, la edificación distribuye su domo entre dos conchas monumentales. Textos primarios —mausoleo de descomposición literaria, catedral de lo absurdo, diario de un corazón anatómico— también en su momento estuvo sostenido por la figura del reptil quelonio. El caparazón, en mi caso, fue el tablero de un juego de mesa organizado por la perfección en el agrupamiento de teselas en la bóveda superior de una tortuga modelo Chelonia Mydas. El juego jamás fue terminar. En el primer movimiento, una agitación de proporciones telúricas arruinó el tablero, confundiéndose así dados y figurinas.

3. En el caparazón —rompecabezas enmohecido de la mitad de un jarrón roto— los hechiceros orientales practicaban el arte de la adivinatoria, cubriendo y descubriendo sus partes con hojas de bambú. Es bueno saber que yo no soy el primero en tratar de organizar el orden las cosas a través de la indagación entre las formas de una tortuga. 4. En Bengala, con motivo de explicarse el principio de los tiempos, existe la antigua creencia de haber sido instruidos en las singulares pericias de la sobrevivencia por dos héroes. Los dos héroes derivan del huevo de una majestuosa tortuga. Incubados bajo la figura de géminis, antagonistas del bien y del mal, ambos organismos duplicados, estando aun en las incomodas membranas embrionarias de un cascarón monocigótico, reciben de su creador un arco mágico y dos espigas de maíz: una madura y una muerta. Uno se decide por el arco y el otro por las espigas. Los gemelos se separan, uno se retira a la montaña mientras el otro se decide a realizar sus trabajos en el campo. Nómadas y Sedentarios. De quién se cuentan las hazañas y de quién funda las ciudades. De quién sale al mundo y de quién se queda a escribir. El escritor Federico García Granados, quién en estos momentos presenta su último libro en Budapest, obviamente se quedó con el arco mágico. 5. Fenómeno de la retracción. Cito al Bhagavad Gita (2, 58) “La tortuga mete hacía adentro completamente sus miembros, aísla sus sentidos de los objetos sensibles, la sabiduría es en ella verdaderamente sólida”. La tortuga es como el libro escondido entre dos tapas. Después de este argumento, sospecho fue una terrible idea eso de estrellar una tortuga contra las maderas de aquel olmo de copas naranjas. 6. En China, la tortuga, habitante del agua débil - agua que tiembla de luna - es asociada con los movimientos correspondientes al intercambio de las cuatro fases lunares.

Luna Nueva. Cuarto Menguante. Cuarto Creciente. Luna llena. Para los hindús su enrarecida figura encierra el misterio de las cuatro estaciones. Primavera, verano, otoño e invierno. Los mayas a su vez creían que las terminaciones de su bóveda de concha sugerían la ubicación celeste de los cuatro puntos cardinales. Norte, Sur, Este Oeste. Del mismo modo, en la edad moderna, la tortuga también puede ser relacionado con el intercambio de los cuatro grandes géneros literarios. Teatro, poesía, narrativa y ensayo. 7. Me parece interesante también hacer hincapié en el carácter intermediario del símbolo testudíneo. En el diccionario, la enumeración de significados se ve acompañada por una miniatura persa de la Biblioteca Imperial de Teherán. La ilustración se titula “La tortuga: del pez al pájaro”. Entre el agua y el cielo, entre los pez al pájaro. O mejor a un el pez pájaro. Me permito citar a Chevalier y a su club de semiólogos: “La tortuga encerrada entre los dos postigos de su caparazón, representa el plano intermedio entre el cielo y la tierra”, como yo atrapado en una cárcel con trampa de portada.

III. Inspección literaria 1. Las paradojas de Zenón de Elea. Una tortuga velocista y Aquiles personificando como un dotado maratonista se debaten en una carrera. El excelso guerrero haciendo una consideración atlética acerca de las cualidades de su adversario, permite a la tortuga adelantarse. ¿Aquiles desafía a las tortugas?, ¿Cuestiona la velocidad en cuanto a su valor matemático? o ¿Simplemente hace frente a su propia condición? Después de una lectura a las demás paradojas de Zenón puedo precisar que Aquiles —el de los pies ligeros— se está burlando de las tortugas. Me permito citar a Zenón: “Aquiles, el guerrero decide salir a competir en una carrera contra una tortuga”. Después de una lectura a los cantos homéricos, considero Aquiles bien podría hacer

frente al gran corredor etíope Haile Gebrselassie, a una avestruz o un auto de carreras diseñado por Ettore Bugatti. Aquiles ya conocía los resultados (que aparecerían cientos de años después). Pues bien, Aquiles —combatiente de cólera absoluta— se vuelve eterno supervisor de las deficiencias del organismo conchado, cuando el famoso guerrero recupera la ventaja conferida en un principio de la carrera al reptil, la tortuga se ha adelantado. Aunque en un principio Aquiles no le da alcance a la tortuga. Aquiles espera. La competencia termina en el umbral de la edad moderna. Los matemáticos dicen: una suma de infinitos términos puede tener un resultado finito. El tiempo en que Aquiles recorre la distancia que le separa del punto anterior, en el que se encontraba la tortuga es en cada ocasión cada vez más y más pequeño, su suma da un resultado finito. Lo que significa que Aquiles a pesar de la ventaja, después de un tiempo considerable, puede alcanzar a la tortuga e incluso superarla. La tortuga queda burlada. Ingenioso por parte de Aquiles. La siguiente pregunta es: ¿Cómo voy yo a burlar a mi tortuga? 2. Las fábulas de Esopo.3 a) Zeus y la tortuga. Con motivo de las celebraciones nupciales del supremo gobernante olímpico, Zeus invita a la gala a todos los integrantes del reino animal, siendo la tortuga la única faltante. Al día siguiente Zeus intrigado por su ausencia, al día siguiente le pide explicaciones. La tortuga le responde con entusiasmo: ¡Hogar Familiar, Hogar Ideal! Zeus indignado le obliga desde ese día llevar su casa a cuestas. Así es como la tortuga que vuelta la figura del hogar vagabundo. Eso explicaba la cólera de la auténtica tortuga, fue víctima de un asesinato en su propio domicilio. Moraleja: cuando la muerte ocurre en condiciones violentas suelen aparecer fantasmas.

3

Selección de Fábulas tomadas de: Esopo, Fábulas de Esopo; Madrid, 2003, Editorial Gredos. Las tres

fábulas incluidas fueron reconstruidas por el ingenio del autor.

b) Ya Esopo desde el siglo VII a.C. estallaba tortugas con promesas humanísticas. Una tortuga que tomaba el fresco mediterráneo cantaba sus lamentos a las aves marinas. Su triste destino terrenal, la falta de un instructor para aprender a volar. Un águila que planeaba por los acantilados marinos, oyó su lamento y le preguntó como recompensaría sus talentos si esta le sostuviera por los aires. —Te daré —dijo la tortuga— todas las riquezas del Mar Rojo. —Entonces te enseñaré al volar —replicó el águila. Inaugurando con inocencia el negoció de la aviación. El águila tomó al reptil tomó por el escudo a la tortuga y la llevó de paseo por el reino nubes. De pronto el águila se decidió a soltarla cayendo la mísera tortuga en una soberbia montaña. Haciéndose añicos su coraza, la tortuga exclamó: - Renegué de mi suerte natural. ¿Qué tengo yo que ver con vientos y nubes, cuando con dificultad apenas me muevo sobre la tierra? Tortuguita, Tortuguita, si tan solo entendieras que cuando te lancé cual jabalina en contra de las maderas del olmo, era porque intentaba enseñarte a volar. c) Cierto día una liebre se burlaba en público de los miembros retractiles de la tortuga y de su notoria lentitud. Cuando esta riéndose, le replicó: —Puede que seas veloz como el viento, pero yo te ganaría en una competencia. La liebre, considerando lo imposible de tal anunciado, aceptó el reto. Llegado el día de la carrera, ambas arrancaron al mismo tiempo. La tortuga nunca dejó de caminar y a su paso lento pero constante avanzaba tranquila hacia la meta. En cambio, la liebre, que a ratos se echaba a descansar en el camino se quedó dormida. Cuando despertó, corriendo lo más veloz que pudo, vio como la tortuga había llegado a la meta, obteniendo así la victoria. Moraleja: Cuando se compite con tortugas hay que andar en vela, la persecución debe ser insomne, la indagación feroz. Cuando se compite con tortugas hay que andarse con cuidado.

Relativismo

Dos coroneles equipados con binoculares pasaban la tarde en una vereda. Hacía casi dos semanas no sabían nada del enemigo, al parecer se había retirado de las fronteras del país. Bebían té de naranja, aunque uno de los coroneles aseguraba que era de lima. Uno de los coroneles para entretenerse apuntaba con los binoculares hacía la lejanía, cuando de pronto en la pradera apareció una gran nube de polvo y gritó: ¡Por los clavos de Cristo, viene un gran ejército! Su compañero alarmado tomo también sus binoculares y vio la nube de polvo y le dijo: es un rebaño de cabras amigo mío. Y el otro le respondió como enloquecido: —¿Qué no ves?, mira bien y veras sus espadas y sus trajes blancos. —Camarada —le respondió—, son cabras, lo que ves son sus cuernos y sus pieles blancas. —¡Los enemigos! —gritó el primer coronel. –¡Cabras! —grito el otro ya de píe por el entusiasmo. —¡Cabras!, ¡Enemigos! —se gritaban sin cesar. Cuando aquel misterioso grupo de las lejanías se acercó hasta la vereda donde bebían té. Ambos generales quedaron sin habla, como bien decía el primero eran cabras, pero también eran enemigos, eso último lo descubrieron cuando una de ellas destruyo con sus cuernos la mesita donde bebían el té. —¡Cabras enemigas! –gritaron a coro.

Y James le hizo el amor abusando de todas las preposiciones a Claire en medio de hierba con suerte pajarera luego de su última pendencia o de haberse informado del muy orate siniestro de los transportistas de la compañía 3M4. Desplumaron el lugar de la avena5, grupos de plumas los granos no caídos cual aguijones de avispa pescadora iban sin avispa buscando colmenas por el impúdico movimiento de los campos soltando hojuelas suficientes para cereal con miel6 y las gramíneas hacían bengalas7, si hubiéramos tenido, mis atentos espectadores las licencias para pilotear a biplano las sabanas de avena, desde las alturas (lindo la tercera persona en avi se pensaría una importante confrontación de dos gallos negros en edad adulta debatiéndose con almohadones descosidos, aves enfrentándose con baúles que implotan sus propias plumas. Una gallina de cola plumosa se escapa del agitado curso runrún de los campos. Gran desfile aéreo de todas las semillas, amor loco, amor en Alcornoque. James M R procura inyectar su masculinidad cual héroe de enfermería belga8... (La pelea de almohadones o enfrentamiento de los costales de grano voladores se detiene cual infarto de artista) —¿Solo te doy tus medicinas querida, bien sentirás que su aplicación no es para 4

¡Cambiarle los riñones a un pato por un inmenso cartucho de malva!

5

¡Siente las municiones de mi carabina vaquita!

6

¡Una locomotora lleva potente cuatro Búfalos de oro rumbo a su exhibición en la feria estatal!

7

¡Que tu pradera de algodones se despierte que ahí va en apuro mi diligencia! Annnnn aaaa

8

¡Solo te doy tus medicinas querida, bien sentirás que su aplicación no es para nada ótica!

nada ótica? Repite claire indignada, y en un desmedido tono de incomodidad le pide amablemente a nuestro querido y entusiasmado héroe nacional que no haga de comentarista. La chica odia el sexo con pies de pagina o referencias se dice así mismo nuestro aventurero de franela y trigo. Continua la batalla de tropa ligera, James M R, arrebatado por el bamboleo pélvico de su carnoso novillo,
se acerca por las manos las orejas de Claire y le dice en un tono nupcial: Tu cuerpo Clarie siempre me ha parecido una canasta de las más dulces manzanas, y que decir de este lindo de bulbo de tu abdomen, termina
su romance tinto James M R mientras tornea con pocos cuidados el boton rosa del ombligo de Claire , la cual en pleno fastidio e histeria juvenil aleja el cuerpo de su muy inútil amante. —Idiota, mi ombligo no es la terminación de un rábano, vaquero insensible, me lo tratas como base de martillo, a los ombligos no se les toca así, no hay zanahorias debajo, si tratas de sacar una, lo único con lo que vas a terminar es con mi apéndice en la mano. ¿ James R M, pulsas poco con las chicas verdad?. Terminada la aclaración lo beso y le hizo prometer al famoso pistolero que se mantendría en silencio o de lo contrario se iría a contar vagones de tren. El sagaz James R M , no era dado a entender las nuevos enunciados británicos de las novicias de Alburquerque al parecer olvidada de las labores pasionales del pistolero veterano. Gloria de la milicia en la Europa. Modos de soldados, ella algo había tenido con un aviador. Pese a los modos y el poco entendimiento de categorías (el vaquero en retiro y la pantera rubia de quinceaños) James se mostraba alegre y muy enamorado ante la globosa y de buen trabajo femenino Clarie, y luego la inevitable comparación debido a lo delgado de intestinos y su seria edad de retiro,
al caballero se le podía tener ese día por legítima espiga y a la niña por pos muslo tibio u abdomen No entenderían mis a veces desentendidos (condición que les pienso por lo extraño del curso de este ultimo trabajo )espectadores:, así como este confundido informante de

enredos de amor loco, pienso diverso y difícil el entendimiento de los muy diferentes motivos de la muy picara selección natural, la adobada pluma de pájaro en edad de retiro (el afamado heroe nacional) tiene una relación poco más emocional con una apenas pajarita con diadema de treboles. —¡Hoy soy tu nena verdad vaquero!. Hueles a madera Claire. Duermo en un piano. De verdad. No, es agua aromatica de cerezas, estas perdiendo el olfato detective. Diría rodeo (y la aclamada resistencia a los ataques pelvicos de un nervioso becerro en edad adulta) para referirme a la pendencia de los transportistas de 3m y los vándalos, no seria suficiente yo recomendaria si se quieren establecer comparaciones acerca de lo que vio James MR se pensara entonces en el oficio taurino mexicano (la brutal lidía e pandereta ranchera y bailes de flauta en hueso y cuerdas de cabello ante el inmensa bestia negra no sepultada) . Son siete las extremidades de la Los petalos de una piñata de hojuelas amarillas disparados por salva sobrevolaban los alredores del siniestro, canarios o rebanas de pan con adhesivo respiraban cual caracoles en espiral de remolino de aire caliente post its cual aletas en natacion aerea. En la pradera, afeitada por la 63, camino a Dallas había ocur rido un extraño sities tro a la potencial compañía de distribución de articulos de oficina 3M, la mini van llevaba consigo una entrega por pedido a un almacen a las afueras de Alburquerque, habñia resultado muy funcional la idea de los paquetes de papel amarillo seccionado cual pan frances, con una ligera banda adhesiva. El edhe sivo fue empleado
en el siniestro, los conduc tores había re cibido cada cual cinco balas en
el pecho, en la frente cada uno tenia un post it en el que se indicaba el nombre del conductor y el tiempo que duro antes de su muerte. El combatiente de franela se enfrentaba al extraño caso, los sabados no se le perm

Los filones de adobe se detenía al tiro de un alegre cantar, a veces habia de usarse el tambor o las persuasiones del cuidador vacuno. A flauta diminuta, a voces cardiacas susita un Alabama Blues discutiendo cual bachiller con el uniforme que disponian sus seguidores, la franela en la aventura, los cuad ros no funcionan, su atuaendo era un serio atentado Imitando un partidismo serio R M James aplicando su entendimiento de la distracción como sobrevivencia de bestia montes. era la ultima oportunidad para acceder a la reunión que aunque de carácter informal busco en tendones los y a servofreno se aproximo como saltamontes, sonico se disparo como municion, Discutían bebiendo en elegantes octaedros coñac tenesse acerca de pólitia internacional, Una piña como bretaña en un ponche de miembros de fruta. El cuarteto de la carpa mandarina en rumbo náutico haciendo también de jalea botánica para completar flora y fauna de rió, donde habitan juncos y frutas que andan a flote como si tuvieran a su interior una válvula de pulmón de palomo, una iglesia de carne dulce en las aguas heladas del LandCross River.Edades doradas en el recorrido de la cola de un nervio de avispa.1935 científicos en la edad adulta publican una nueva verdad cuya locución entre el reino del homínido resulta una suma teológica de federaciones perversas (los camisas negras en Roma); Pero la piña que flota como cámara de aire se le tiene en las acertadas categorías de natural, pura y templada y sólo por indiferente: la composición escrita en hoja de lechuga por pluma de rábano, tan contemporánea también como la ciencia ,cuestión tan olvidada en SSSSS a la cual al parecer le bastaba, como a la floresta, a las peticiones pastoriles y a este prefacio de república: el rabel sin patrocinio del bamboleo y trato comercial(por precepto) de la

de la fruta que se mantiene como piragua de indo en los ríos, deltas y vegas de nuestra América. Se le perdió a los simios el balón amarillo con el que se competían en el Waterloo. El acero se dispara masculino en sus pistones, las famas de la Edad Dorada, los días a veces repetidos del prefacio de América. Una piña puesta a enfriar en las aguas bajas del landcross river; hoy día o deshidratado, o parque nacional. Yo queria hablar de la piña en medio del rio. Limon y azucar para coregir lo vicios de la diccion. Ay el escritor moderno y la falta de lógica estructural, el cuello en V La fascista decisión de la aldea a favor de la continuidad del caso en el que se asesina comunitariamente al pavo. Las instalaciones eléctricas de Hong kong. La presunta homosexualidad en las prisiones por aburrimiento, pluralidad y nerviosismo de los reos. También la misma fundación de la América (la carabina, los edredones de Mama ganso, la dinamita y
las diligencias de trigo). Deficiencias e imperfectos de la tradición oral, problemas desde planteamiento de inmensos lechones y beatos y lechones beatificados que creían en la republica, en las curia y el derecho romano. Los gallos negros vuelven la fuga de sus crestas en el anuncio de una mañana de sol vuelto bola de estambre en Forest town, El run run de la tienda movil de helados, la comarca y sus feligreses a principio de semana. Todo tranquilidad, la buena y fe li z tierra, la comunidad pastoril . Forest Town le recibe con alegría Pob. 50000 hab. Y bien sabido que la dicha también estudiada por los moralista de la geografía tiene limites y fronteras, la buena y feliz tierra, el cobertor
de mama ganso, el ponche en la boca calabaza lo frutal y lo sano
termina después de la tabacalera local. Solteras y jovencitas en edad de enamoramiento tenían por bien entendido que cuando se

terminaba
la banda de seguridad (una red nerviosa de tela de gallinero y una extraña tubería de pino) de el tabaco rubio en flor, empezaba también la intriga y las cosas de briba; - Cuidado jovencitas, lo mal intencionado,
lo impuro esta en nuestros álamos, no me obliguen a contarles acerca
de la violaciones mis bodoques. Antes del pistilo, coronas y otros focos de interés botánico, en los planes escolares se tenía tres veces antes entendido que por la protección de los saludables niños de Forest Town era de suma importancia dejarles en claro acerca del crudo acontecimiento de la maldad y su origen (La alameda noreste, cercana al complejo de tabaco de Francis K ). Un chico en bermudas le dice al otro que se dice valiente y dispuesto a caminar veinte pies solo para dejarle una herida a un álamo con su nombre: no seas tonto, ese bosque esta maldito ahí viven alemanes de bigote de camello armados con jeringas hipodérmicas llenas de sangre caliente, agujas de medicina de potro llenas de caras licuadas de niños con varicela. Y otro con una malteada
de toronja sentencia: El suelo del bosque tiene flemas del diablo. En forest town habita una liga de cuidadosos homicidas silenciosos (Higiene de esponja y conocedores del tratamiento de ruido), malandrines sin mérito capaces de de asesinar a una tierna cría de lechón sin mas ruido que el de las cuerdas de su bandoleón al cortar su carne dulce en fa sostenido. Incluso las formulas jurídicas del distrito las cuales temían al diablo, a mapaches espumosos de rabia y a bandidos de confieras, no se hacían responsables de lo ocurrido en la Alameda, bobas conchas marinas, agentes de quinta no consideraban que también eran ellos junto a padres de familia y enfermeros, constructores de la tradición oral, y de los villanos y responsables de haber vuelto la alameda una casa de sustos de mal genero, haber vuelto una floresta digna de honores y cornos cherooke en la cienaga soberbia de lo angeles rebeldes, ay de ti Confundida aldea de madera, que hiciste de el tallo de tu alamos lumbre solo de maldecirla. Los bandidos de la alameda comen sopa de canarios A si

De canarios vivos Ay no. (Carl Antón asusta a Money Ribbs, la niña que aprende a jugar con un balero mexicano) Los malos exprimen patos hasta tener sangre de pato a mitad de su ajenjo, así también como la naranja inmensa en la casa de los sustos. Siempre
me parecieron abominables las labores de los artistas internacionales (particularmente los latinoaméricanos) respecto al trato de la flora muerta. Partida de los lobos feroces con lencería roja en los caninos. La lencería vuelve a los dientes en Marinera Beach como los pichones valientes a la alameda donde los bandoleros locales hacían sus planos malditos. Un triton en una a canasta de pan, La compañias para aficionados de lo extranjero, publicistas y turistas se tendrían por encantados solo por contar en su fototeca de retratos rurales la imagen que le sera anunciada, antes de las cuerdas de crinolina verde y la pareja de aves canoras en enamoramiento sienten apenas la inmensa floresta en solera actividad rupestre, y el follaje de betunes y cremas, crochet de algas marinas, cuerpos de peces en flor, el vado para el vals de las solteras desobedientes, y los hilos de araña y sus películas blancas fortifican a unos supuestos foragidos de fama internacional, (decepcionate de tus temblores comunidad Bautista de forest Town) en el cora zon de su bestia de alfileres de abeto andan un quinteto de desocupados lectores en saludable compañía; el muy afeminado club pastoril de te en la vereda, desobligados tienden el tabaco asesinado por su poca insistencia; un par de mastines napolitanos en vez de ir por liebres y regresarlas sin orejas acompañan a grupo de descuidados . Y una habla con

el galanteo pagano de los discur sos pastoriles de la disimulada lectura en voz alta de un incierto th riller poliaco. Los mastines silvestres, como sabuesos en la corte, la edicion nautica de una baraja española separaba las famas favoritas del libro. Solo uytilizan un tomo y el lector ensaya diversos tonos supuestos de pie agitando rapido el lomo vinilo del Las semillas amrgas de la naranjada se reuní ieron a leer. Ahí tienes a tus bandidos forest town un mediando grupo de aficionados que examinan con la curiosidad de un perro miope la tercera parete de uan novela de corazones, de abundancia y aventura de asesinos curiosos, monologando tragedias de poetas sin docella castaña ni bellota. Se lee en la pradera tranquilos sabiendo que nadie iria a su limpia ensenada de moras y todos quietos, manteniendose de aventuras, sin partido ni maldad.Que bufen los bisontes una canción decuna si estos conocen al diablo o incluso los deleites de la experiencia sexual. El mismo ejercito ruso dudaria en dar uso a una granada expansiva por considerar a estos supuestos demonios de la carne como un cardume de inocentes averiados por la lectura. Si esto es malvado que me dejen caer un mazo en las orejas por desviado, confund
ir este lacustre grupo de marmotas cantandos e primaveras inventadas
con una cienega de leones de apetito vespertino francamete me parece un disparate pleno El fotograma de una fanstastica publicidad de cigarrillos de tema masculino, una postal que a la muy eterna compañía de aviación comercial le encantaria tener como recuerdo de sus floridas favoritas para ir a vacacionar. La orquesta de las sentencias y aves ajenas. La postal requieria tambien una estampilla yo le p ropondria al emisor buscar en su estacion de correo la no muy conocida ilustración de Frank o sullivan de 5 centavos , en el que Bernard Ohara el catolico irlandes, heroe favorito de las tragicomedias del tardio oeste, decidido apuntar con el revolver al destinatario. Estragon Cléver posiciona una piña fresca y cual mameluco mediante
una medialuna de aluminio, serio tr aumatismo, herida abierta sigue el bolido de la hoja

del arma y las plumas de madera de la fruta .La tromba marina de todas las pulpas, de la carne viva de organos en cuadro hepatico. Estragon disecciona el firme corazon amarillo, luego le ofrece a los demas la ambrosía en secciones. Informal reunión de insensatos, la mesa ratona y el envase de sardinas actuaba como la concha cenicienta para domar y sujetar cigarros cuando había de ocuparse de someter el subcortex de una piña templada en la delta del rio .- Comamos de este
dos veces invertebrado pez aovado de carne amarilla mis despiadados galeotes sentencio cuando terminaba via cutanea con las escamas dentadas dejando en exhibición el órgano dulce —este su amigo Estragon como ladron de mar les trajo una inmensa colmena que les puse a enfriar en el rio, ya le dimos honra fúnebre, la resfriamos en el rio ahora comamos. la pampa donde cual colilla de avione ta naranja de escuchan tan antentos cual asistentes del debate de declinaciones respec to al debut de una inmoriladidad una comedia de enredos de Estragon: Si yo hubiera sido un gigante habría volteado este grupo de árboles, pero en realidad temo mucho porque que sus copas no soporten una alameda y se rompan en mil alfileres de bosque, lo hubiera intentado pero uno nunca sabe si se esta listo para hacer se responsable de un parque. Y tu Estragon que harías. Barlvo: De ser gigante, buscaria un médico enorme, me seccionaria donde la apéndice para luego tomara mi estomago y me pusiera por duplicado aparato digestivo el dique de bombeo de foresttown. ¿y usted escritor? Del alamo cual reo

Lendrejv James: . Samuel Beckket (1935). Daba una lectura a veces insolente, nervioso y falto de cualquier instrucción, leia informal en un futón amarillo limón, cualquiera academia de condiciones de la diccion material en el negocio del absurdo tendria
en su registro de actividades: especialista en leer se hace notar frente a una Audiencia internacional.la del Verftengen la bien conocida galeria Mediterram Vossler entendia bien de sus ignoracias, puedo entonces entender de iregularidades en mis amistades. Tienía mérito para entonces la lectura de revistas de escasa distribución, la publicación de apenas 40 folios y el numero era sumamente atrasado, Ensalada, poetas que no escriben pòprque se copnsideran arruinados, los lectores tenekos que aplicarle ecalendula en sus re umas de pajaro herido, bien y elk ca riño y sus muy disparata das emopciones no saciadas, dejadas a sus lectores, las inversiones habñi a queda do claro, SaludAventura, noticias de accion material de interese para un Estragon clkever dedica do a la eleccion de un par de lechugas en mirandole a distancia la red de medias que no cubría pre ci samente un enorme compacto de jamon afeito y reposa do en sales, si no a la departamental Louise entrenida en ba lanceo de latas de sopas.Le parecio suficiente lo de las medias por lo de la gordura de l os inmensos serranos de la jovencita que antedia el parker Brothers, se decidio por una col pensando en esta como una lechuga más simpatica . Louise la encarcaga había logrado un fabuloso Champ le Chaloose un castillo metálico de contenedores de sopa Campbells Y le pregunta Estragon del precio de la col y esta le dice que 3 centavos, tambien sopa sea.Llevo las viviendas de papel. Y nunca anda esparando oir cuando camina buenas nuevas y asi lo fue para Estragon al hacer sonar la ionstalacionde relajación colgante a su salida de ligero

establecimiento departamental, .—¡Terrible batalla, los patriotas persiguen a lo carneros en el campo, enterese de l resultado!
En su brutal cuan bestia y lector maniefisto se decidio a tomar conciencia de los ocurrencias y novedades de su muy distante historia de América, creyendo oir o saber, al menos enterarsem pues era lector decidido,
un poco falto de criterio, y se acerco a un voceador infante de glorias humanas e idilios nacionales recientes, a modo de serie, el cual no le atendio hasta terminar el discur so acerca de el muy intersante encuentro o cur rido la tarde anterior, los patriotas vencieron a los Carneros, dos divisiones enfrentadas, obviamente los patriotas por su patria y los carneros por la cartne, se se quiere inclñuso entre bra vucones siempre se sa a nota r o se puede tener en desinencias, modos y moralidades. Sensacionalismo, Futball Norteamericano, los uniformes y felpas y metales, y si guio las lineas del reportero de la columna, y como le c tor ma bi fies to y observador de aves , se pres to a la la bor informatica y dejo al final las imágenes, cual debia ser, se gún por lo menos se sntendia esto cual de lo del orden y metodo adecuado para la sana y prove chosa lectura, el joven: habido comerciante en franela y botines y bigote lacteo, el jovencito rubío le dice que con la comididad que no era la barberia, que costaba 5 centavos, y los fusiles y los heroes, y a los carneros los pusieron en adobo y aceites, el autor si de algo les tendia insultos era de de reinformados del curso de la hi storia, y deseosso de la verdad y de una his tooria ytan verdadera que a un niño se le habian concedido las licencias para cantarla por ahi Tomo del monedero de stragon lo adecauado y el mercante le entrego con la determ inacion de la venta satisfecha el diario. E aquí en este incidente el acercamiento a los gráficos, y no entendio de la disputa entre carneros y patriotas en la discusión de el ovalo de badana, y vio las fotogafria Un atleta, el bronco bonachón e insensato frente a la calumnia de los medios masivos, lamentándose sin interrumpir el llanto pero guardándolo discreto tras el casco, lleva sus manos cual carnero triste antes de la llegada de la anunciada maquila

de agosto, porta le numero 12 y se lamenta, pero no quiere que nadie lo vea llorando, la camiseta nácar, la rayas deportivas la actitud olímpica de la derrota, sosteniendo su cabeza como si su cuerpo fuera a caerse, como su equipo ante las casacas deportivas de los patriotas. OH madre, liberamos del llanto, dios te salve, sensacionalismo. Un inmenso mandril, vencido llora terriblemente por la perdida, lo encontro poco masculino. Marcus miller, tenía en el diar io local la dire ccion de la seccion de especta culos y novedades aretis ticas, en los numeros semanales co un terrible y valuable esfuer zo editorial había logrado la publicación semanal de doiversas ampliaciones de propaganda de la guerra, en los interiores del periodico. Los deportes nacionales Mire mi estimado perdigón lastimero, no se de sus aspiraciones ni si quiera de sus cond imentos Y se termina el videotape que a la pobre Amelia le obligaron a ver mietras ella trataba de explicar las complicaciones axiologicas de su posible aborto apartir de sinteticos que habria de conseguir gracias a una desconocida
de una clinica al sur de Dakota. Aburto naturalmente se decidio a no escuharlo y disfruto de ver al atleta caido y ella la hermana cansada de discutir sientiendose como el atleta de la tv se tumbo encendio una lampara, encendio un cigarrillo. Estaba claro los patrootas son mejores que los carneros, esta claro no le importo al imbecil de mi hermano.

Prefacio de Forest Town Lay, Lady Lay.

Al centro de aquella habitación me sentia como un antílope de tercioplo dentro ed una caja de chocolates mentolados, sentia las emociones, y en la cama destendida se entendia, el obvio descontento de Claire. Si bien la menta es picante o fresca la cama abier ta es para hacer el amor, o para dejar de dormir en ella. Las emociones del Rodeo, la decoracion a veces según los animos dispone el lugar de los duelos proximos, la cama destendida: los cobertores verde limon como petalos de lechuga fuera de nuestro legamo de plumas, El vals fantasma en el baño., claire esta seriamente angustiada y no son probe los almoha dones como bisontes atinados a tiro de ballesta.si soy afortunado, le traje un boquet de Gerberas color crema Claire esta disgustada, es muy cuidadosa con eso de la cama, considera la disposición de biosferas adecudas para el convivio y mas entre amantes. Encendio una tira de canela, y el aire acondicionado. Nena cierra un poco más las persianas de la gaveta del aire, si entra algun angel a anunciarnos alguna noticia va tomar un catarro. Di vueltas al diaspositivo y las pestañas se rindieron horizontales y fínanse, dicen que si un arcángel estornuda pierde algunas de su plumas, sabes. Claire no rio, y accedi violento al baño comentando otras bizantinas conversaciones acerca de salud, vida y origen de celes t es y la encontre en la tina de agua poco fumando Marihuana solo interiores blancos desarmando un melon mediante una cuchara 8la otra mitad flota cual pelota de playa. Una tolla de franela cuatro veces dob lada en la cara permeando los acrilicos como gotero de de su de su pintura ocular azul indigo, como si la toalla

fuera pulpo o tu viera por oculos bayas .25 se al agua aromatica donde la tortuga Malvina aleteba en medio de los medanos de muslos apenas afeitados Hay un morbido vals en el toca discos, los userpus sumer gudos siemopre se me han parecido
la fomrulacion de repentinos archipelagos donde aun no se conocido el fuego ni por a falta de cocoteros, una nuevo reino unido: la rodillas, los pechos y medio melon desovando lubulos de jugo y carne dulce. No lo hizo grácia lo del angel Gabriel me dijo que habían llamado para decir
que Bernad Ohara 12 ha bía gando el primer premio en el Prix Literario de Chicago. Mi editor vino a tomar cereal. Estas bien. No le hace bien a nadie por más apuros que se hayan contraido en el día sumergisre
en te de melon, cerre la puerta y me quede dormido. Desperte me llevo el desayuno a la cama me pidio una disculpa me dijo que estaba muy drogada, que había ratones en la nevera, que me habñi an llamdo de Chicago y que le ha bí an llamdo de la tintoreria para informarlke que había arruinado su vestido de plumas de cisne. Tambien me pido que le explicara si los cisnes son alergi cos al detergentes, porque le habian dicho que se ha bía desplumado su ves tido, me dijeron que lo pagarian , mintio diceindoq ue le importaba les pe di que me guardaran las plumas ahora quiero una alas. el debut de un estreno nacional de la derrota nacional de los
En el legítimo sumidero de felpa de almohadones y el cobertor de lata de crema , el novelista leia y Claire leía una revista, la dama ideal: y la limonada de semillas submarinas. Alcoba de ratones de corte, fumicidas y la marihuana el veraneo solero, se despidio de la cordura y se hizo buhonero y dejo los tempanos por el a jenjo , lord defen diendo el cuerpo desnudo y la deportiva , de pantera se volvió en cintas o sogas marinas
, el tabique de la nariz cual chimea en pleito de hongos de sombrero el vapor, si se dividen los cuerpos animal , Esoty muy aburrida, has algo aer tista.

Pegazo Sorokin: Por eso aquel día ella ya estaba allí. Los demás también estaban allí. Hablan en voz baja entre ellos. X le dice algo al oído a la Perra que se vuelve a mirarme. Su presencia allí se resuelve de pronto como un enigma. Todos han descubierto la catedral de su mirada, algo como de música de órganos antiguos resonando en ese recinto aterido y sombrío. Salvador Elizondo

Broken English brokenenglish.lol CDMX, 2018 Ed. Pierre Herrera