Meditaciones CHIARA LUBICH

Chiara Lubich nació en Trento si 2 2 de ene­ ro de 1920. Es conocida en Italia y en m u ­ chos otros países por sus escr

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Chiara Lubich nació en Trento si 2 2 de ene­ ro de 1920. Es conocida en Italia y en m u ­ chos otros países por sus escritos, publicados en «Cittá Nuova» y en otras revistas de d i­ ferentes idiomas. En el 1 9 5 9 sale su primer volumen de «M editazioni» que en seguida alcanza ün éxito notable; en poco tiempo las ediciones llegan a seis; tam bién en ale­ mán,, con el título «bis wir alie cine sein werden», se ha llegado a la tercera edición, mientras el m ism o volum en ha sido ya edi­ tado en francés, portugués, holandés, inglés y español. En breve va a editarse en catalán. Sigue, en el 1961 , el libro «Pensieri»; en marzo de 1 9 6 3 «Frammenti»; y por último en diciembre de 1 9 6 3 «Fermenti di unitá». Chiara Lubich, sin embargo, es conocida so ­ bre todo por haber iniciado en 1 9 4 3 un vasto movimiento de espiritualidad que se inspira en las ideas y en la práctica de lo que, en el Evangelio, más responde a las exigencias del hombre de hoy: el Ideal de Jesús «Que todos sean una sola cosa». Es el M ovim iento de los «Focolares», que pronto se extendió por Italia y actualmente se ha difundido en toda Europa, en las Américas, en Africa, en Asia. Rasgos de esta espiritualidad, abierta a todos, se pueden recoger en este libro que contie­ ne páginas de gran actualidad para estos tiempos del Concilio de la Unidad.

meditaciones

Indice

P re fa c io ............................................................... Pág. La llave del e n ig m a ........................................ » Es tan herm osa la m a d r e ............................ » D ilatar el corazón ........................................... » Pasarán los cielos y la t i e r r a ...................... » Dame a todos los que están s o lo s ............... » Dos cosas s e c r e ta s ............................................ * No mi voluntad, sino la Tuya .................... » Jesús no se quedó en la t i e r r a ..................... » «Es m ás fácil que un c a m e llo ...» ............... » Sería p a ra m o r ir s e ............................................ » El f r í o .................................................................. » Heloi, Heloi, Lama Sabacthani .................... * Q uerría d ar te s tim o n io ................................... » » Tengo un solo esposo en la t i e r r a ............... V ig ila d .................................................................. » Si tu s u f r e s ........................................................ » En el am or lo que vale es a m a r ................ • Las palabras de un p a d r e ............................. » Si estam os unidos, Jesús está entre nos­ otros .................................................................. » ‘ Hay quien hace las cosas por a m o r ......... » Cualquiera que no renuncie ........................ »

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Titulo original

MED1TAZIONI C1TTA NUOVA - EDITRICE ROMA

1.a edición 1964 2.a edición 1966

Depósito Legal B. 22.051 - 1964 N.° Registro 4459/64

Milaii Obstat: El Censor, José M. Dausá, C. O.

Barcelona, 30 de julio de 1964 Imprímase: Dr. JUAN SERRA PUIG, Vicario General

Por mandato de Su Excia. Rvma., Alejandro Pech, Pbro., Canciller-Secretario

77 (JE una hermosa sorpresa, para los lectores de -L Citta Nuova, hallar un día, entre sus artículos, una meditación: un manantial de agua entre las rocas, como un pedazo de cielo trasplantado en medio de las casas. El escrito hablaba de Dios y de la Iglesia como de cosas de familia, de una manera inmediata y sencilla, y también con una novedad ingenua y una modernidad espontánea en las cuales cada uno redescubría él acento de los valores eternos. Al cabo de unas semanas, los lectores del citado periódico unánimemente hubieron de reconocer que las Meditaciones constituían las páginas más inte­ resantes. No se equivocaban. Aquellos puntos de vida espi­ ritual, búsqueda de lo divino, exploraciones audaces en la vida de Dios, en cada número de Cittá Nuova, daban paso a una nota de frescor virginal y deja­ ban en los lectores una nostalgia de la conciudada­ nía de los Santos: de la ciudad de Dios. Se veía el rostro de la ciudad nueva, como dibujado por un alma contemplativa en él encanto de una infancia tersa. Aquellos escritos desarrollaban una prope­ déutica sencilla —como el redescubrimiento ae un

Titulo original

MEDITAZIONI CITTA NUOVA - EDITRICE ROMA

1.a edición 1964 2.a edición 1966

1964

Nihil Obstat: El Censor, José M. Dausá, C. O.

Barcelona, 30 de julio de 1964 Imprímase: Dr. JU A N SERRA PUIG, Vicario General

Por mandato de Su Excia. Rvma., Alejandro Pech, Pbro., Canciller-Secretario

BARCELONA

UE una hermosa sorpresa, para los lectores de Citta Nuova, hallar un día, entre sus artículos, una meditación: un manantial de agua entre las rocas, como un pedazo de cielo trasplantado en medio de las casas. El escrito hablaba de Dios y de la Iglesia como de cosas de familia, de una manera inmediata y sencilla, y también con una novedad ingenua y una modernidad espontánea en las cuáles cada uno redescubría el acento de los valores eternos. Al cabo de unas semanas, los lectores del citado periódico unánimemente hubieron de reconocer que las Meditaciones constituían las páginas más inte­ resantes. No se equivocaban. Aquellos puntos de vida espi­ ritual, búsqueda de lo divino, exploraciones audaces en la vida de Dios, en cada número de Cittá Nuova, daban paso a una nota de frescor virginal y deja­ ban en los lectores una nostalgia de la conciudada­ nía de los Santos: de la ciudad de Dios. Se veía el rostro de la ciudad nueva, como dibujado por un alma contemplativa en el encanto de una infancia tersa. Aquellos escritos desarrollaban una prope­ déutica sencilla —como el redescubrimiento ae un

F

itinerario antiguo— para volver a situarse en lo Eterno, permaneciendo en el tiempo. La dicción era fácil, la pureza mariana, ta profun­ didad atrayente; y tos desenlaces, que parecían tan obvios y expeditos, servían para despertar la con­ ciencia, incluso en los alejados, con el deseo de vivir en una casa del espíritu, donde María habla­ ba con Jesús. Jesús y María, los santos y la Igle­ sia, en la atmósfera de la teología eterna se nos hacían familiares, saliendo de lo genérico y de lo acostumbrado. Los lectores de Cittá Nuova continúan buscando, cuando la reciben, ante todo las meditaciones; el ángel que duerme en el fondo de cada uno quizá bajo el peso de papeles y de carne, advierte él per­ fume de cielo, con la voz de las estrellas... Aunque también es cierto que estos escritos lím­ pidos no se prestan a divagaciones poéticas: son frutos de vida y dan semillas de vida. Son motivos impensados, reflexiones inusitadas, aspiraciones referidas a lo Eterno; en todo caso son los esfuerzos del amor de los hijos para alcan­ zar, más allá de las apariencias, sombras y ruidos,

la presencia del Padre. Y quien las lee se siente mejor, experimenta la nostalgia del cielo. Meditándolas una y otra vez, desde la postración de un materialismo sin salida, cargado de aburri­ miento, el alma se eleva hasta la esperanza del amor, como si se reconstruyera una juventud in­ sospechada. Por eso las recogemos en un pequeño volumen, complaciendo así el deseo de muchos. Por sus frutos, vemos que su lectura ayuda a la obra de la santificación: pone de nuevo en el alma un anhelo hacia la pureza y por ella a la unión con Dios; asocia a las criaturas en una comunidad de Iglesia viva. Y porque tratan de valores eternos, sin preocupaciones humanas, resultan aceptables para gentes de todo estado y condición y de toda edad, desde los ancianos a los niños. El itinerario hacia Dios, hecho por hombres en la tierra, se convierte, en un determinado momento, forzosamente, en un Via Crucis: pero según el ejemplo de los santos, en la lógica del Evangelio, con la dinámica del mandamiento nuevo, el Via Crucis se hace Via Paradisi; y el Crucificado es la cima del amor, porque es la cima del dolor.

Como resultado de la lectura se aprende que la existencia es una vocación única para subir hasta el Padre, construyendo, de paso, con la plegaria, con el amor y con el dolor, los muros solares de la ciudad nueva.

IGINO GIORDANI

La llave del enigma

ome su

cruz...»

T Extrañas

y singulares palabras. Y también éstas, como las demás palabras de Jesús, tienen un algo de aquella luz que el mundo no conoce. Son tan luminosas que los ojos apagados, embobados o adormecidos de los hombres, y también de los cris­ tianos lánguidos, quedan deslumbrados y por lo tanto cegados. Tal vez no haya cosa más enigmática que la cruz, más difícil de concebir. No entra en la cabeza y en el corazón de los hombres. No entra porque no se comprende, porque nos hemos convertido en cristianos de nombre, sólo bautizados, tal vez practicantes, pero inmensamente alejados de como nos querría Jesús. Se oye hablar de la cruz en Cuaresma, se besa en el Viernes Santo, se coloca en las aulas. Marca con su signo algunas de nuestras acciones, ¡pero no se comprende! Y tal vez todo el error radique en esto: en el mundo no se comprende el Amor. Amor es la palabra más bella. Pero también la más deformada, la más estropeada. Es la esencia de Dios, es la vida de los hijos de

Dios, es el aliento del cristiano y, sin embargo, se ha convertido en patrimonio y monopolio del mundo; está en los labios de aquéllos que no debieran te­ ner derecho a pronunciarla, y tal vez, pobrecillos, la repiten porque, en el lodazal en que viven, sien­ ten aún la aspiración a lo más sagrado. Es verdad que en el mundo no todo el amor es así: todavía existe, por ejemplo, el sentimiento materno, el cual, por estar mezclado con el dolor, ennoblece el amor; todavía existe el amor fraterno, el amor conyugal, el amor filial, bueno, sano; huella, tal vez inconsciente, del Amor del Padre creador de todo. Pero lo que no se comprende es el Amor por exce­ lencia: el entender que Dios, que nos ha hecho, ha bajado entre nosotros como hombre entre los hom­ bres; ha vivido con nosotros, se ha quedado con nosotros y se ha dejado clavar en la cruz por nosotros para salvarnos. Es demasiado elevado, demasiado bello, demasia­ do divino, demasiado poco humano, demasiado sangrante, doloroso y agudo, para ser comprendido. Quizás se pueda entender algo a través del amor materno, porque el amor de una madre no es sólo caricias y besos: es sobre todo sacrificio.

Así, Jesús: el Amor lo llevó a la cruz que muchos consideran locura. Pero sólo aquella locura ha salvado a la humanidad y ha moldeado a los santos. Los santos son en efecto hombres capaces de com­ prender la cruz. Hombres que, siguiendo a Jesús,

el Hombre-Dios, han tomado la cruz de cada día como la cosa más preciosa de la tierra; la han esgrimido a veces como un arma, haciéndose sol­ dados de Dios; la han amado toda su vida y han conocido y experimentado que la cruz es la llave, la única llave que abre un tesoro: el Tesoro. Abre poco a poco las almas a la comunión con Dios. Y, a través del hombre, Dios se asoma de nuevo al mundo y repite —de modo semejante, aunque infinitamente inferior— las acciones que Él realizó un tiempo cuando, hombre entre los hombres, ben­ decía a quien le maldecía, perdonaba a quien le injuriaba, salvaba, sanaba, predicaba palabras de cielo, saciaba a los hambrientos, fundaba sobre el amor una nueva sociedad, manifestaba la potencia de Aquel que lo había enviado. La cruz es, en resumen, el instrumento neceseario por medio del cual lo divino penetra en lo humano

y el hombre participa con más plenitud de la vida de Dios, elevándose del reino de este mundo al Reino de los Cielos. Pero es preciso «tomar la propia cruz...», desper­ tarse por la mañana esperándola, sabiendo que sólo por ella llegan a nosotros aquellos dones que el mundo no conoce; aquella paz, aquel gozo, aquel conocimiento de las cosas celestiales ignoradas por la mayoría. La cruz... cosa tan común, tan fiel, que no falta ningún día a la cita. Bastaría recogerla para ha­ cerse santo. La cruz, emblema del cristiano, que el mundo no quiere porque cree que huyendo de ella huye del dolor, y no sabe que ella abre de par en par al alma de quien la ha comprendido las puertas del Reino de la Luz y del Amor. Aquel Amor que el mundo tanto busca, pero no tiene.

Es tan hermosa la M adre

E

s tan hermosa la Madre en el perenne recogi­ miento con que el Evangelio nos la muestra:

«Conservabat omnia verba haec conferens in cor de suo». Aquel silencio pleno tiene un encanto para el

alma que ama. ¿Cómo podría yo vivir a María en su místico silen­ cio, cuando a veces nuestra vocación consiste en hablar para evangelizar, siempre llevados de un lado a otro, en todos los lugares, ricos y pobres, desde las tabernas a las calles, a las escuelas, por doquier? También la Madre habló. Y nos dio a Jesús. Nunca nadie en el mundo fue mejor apóstol. Nunca nadie tuvo el don de la palabra como Ella que nos dio el Verbo. La Madre es verdadera y merecidamente Reina de los Apóstoles. Y Ella calló. Calló porque dos a la vez no podían hablar. Siempre la palabra ha de apoyarse en un silencio, como una pintura sobre su fondo. Calló porque es creatura. Porque la nada no habla. Pero sobre aquella nada habló Jesús y se dijo a Sí mismo.

Dios, Creador y Todo, habló sobre la nada de la creatura. ¿Cómo entonces vivir a María? ¿Cómo perfumar mi vida con su encanto? Haciendo callar la creatura en mí y dejando hablar, sobre este silencio, al Espíritu del Señor. Así vivo a María y vivo a Jesús. Vivo a Jesús en María. Vivo a Jesús viviendo a María.

Dilatar el corazón

enemos necesidad de dilatar el corazón, a la

T medida del Corazón de Jesús. ¡Cuánto traba­ jo 1 Pero es lo único necesario. Hecho esto, todo está hecho. Se trata de amar a cada uno que se nos acerca como Dios lo ama. Y dado que estamos en el tiempo, amemos al prójimo uno después de otro, sin conservar en el corazón ningún resto de afecto hacia el hermano encontrado un minuto antes. Ya que es al mismo Jesús a quien amamos en todos. Pues si queda el residuo, quiere decir que al her­ mano lo hemos amado por nosotros o por él... no por Jesús. Y aquí está la equivocación. Nuestra obra más importante es mantener la cas­ tidad de Dios, esto es: mantener el amor en el corazón como Jesús ama. De tal modo que para ser puros no es preciso frenar el corazón y repri­ mir el amor. Hace falta dilatarlo en el Corazón de Jesús y amar a todos. Y así como basta una Hostia Santa, de entre los millones de Hostias de la tierra, para alimentarse de Dios, basta también un solo hermano (aquél que la voluntad de Dios pone junto a mí) para unirnos en comunión con la hu­ manidad que es Jesús Místico.

Y comulgar con el hermano es el segundo manda­ miento, aquél que viene inmediatamente después del amor a Dios y como expresión del mismo.

Pasarán los cielos y la tierra

me doy cuenta cada vez más de que «pasarán los cielos y la tierra...» pero el designio de Dios sobre nosotros no pasa. Y lo que sólo nos satisface plenamente es ver­ nos siempre allá donde Dios ab aetemo nos ha pensado.

eñor, dame a todos los que se encuentran so­

S

los... He sentido en mi corazón la pasión que invade el Tuyo por el abandono en que se mece el mundo entero. Amo a todo ser enfermo y solo. ¿Quién consuela su llanto? ¿Quién llora con él su muerte lenta? ¿Y quién estrecha contra su propio corazón el cora­ zón desesperado? Dame, Dios mío, el poder ser, en el mundo, ei sa­ cramento tangible de Tu amor: el ser Tus brazos, que atraen y consuman en amor toda la soledad del mundo.

Dos cosas secretas

os cosas debo tener secretas y son: el amor y el dolor. Porque el amor es el amor con el cual Él me ama, o Se ama en mí, y el dolor es el amor con el cual yo Le amo. La luz, en cambio, ha de darse.

D

N o mi voluntad, sino la T uya

O se haga mi voluntad, sino la Tuya .» Es­

fuérzate por permanecer en Su voluntad y que Su voluntad permanezca en ti. Cuando la voluntad de Dios se hará en la tierra como en el cielo, entonces se cumplirá el testamento de Jesús. Mira el sol y sus rayos. El sol es símbolo de la voluntad divina, que es el mismo Dios. Los rayos son esta divina voluntad sobre cada uno de nosotros. Camina hacia el sol en la luz de tu rayo, diverso y distinto de todos los demás, y cumple el mara­ villoso y particular designio que Dios quiere de ti. Infinito número de rayos, todos procedentes del mismo sol... voluntad única, particular sobre cada uno. Los rayos, cuando más se aproximan al sol, tanto más se aproximan entre sí. También nosotros, cuanto más nos acercamos a Dios, con el cumpli­ miento cada vez más perfecto de la divina volun­ tad, tanto más nos acercamos entre nosotros mismos. Hasta que todos seremos uno.

Jesús no se quedó en la tierra

J

esús no se quedó aquí en la tierra, a fin de poder

permanecer en todos los lugares en la Eucaristía. Era Dios, y, como germen divino, fructificó multi­ plicándose. De igual modo nosotros tenemos que morir para multiplicamos.

Es más fácil que un camello.

fácil que un camello entre por el ojo de Esunamásaguja que un rico en el «Reino de Dios». El rico que no obra como Jesús quiere, se juega la eternidad. Pero todos somos ricos, mientras Jesús no vive en nosotros con toda su plenitud. Incluso el pobre que lleva la alforja con el peda­ zo de pan y blasfema, si alguno se la toca, es un rico igual que los demás. Su corazón está ocupado porque está apegado a algo que no es Dios. Si no se hace pobre de verdad, pobre evangélico, no entrará en el Reino de los cielos. La senda que a El sube es estrecha y por ella sólo pasa la nada. Hay quien es rico en ciencia y la satisfacción que le produce le impide la entrada en el Reino y la entrada del Reino en él, por lo cual el espíritu de la Sabiduría de Dios no tiene sitio en su alma. Hay quien es rico en presunción, en jactancia, en afectos humanos y, hasta que no corta todo eso, no es de Dios. Hay que quitarlo todo del corazón para poner en él a Dios y todo lo creado en el orden de Dios. Hay quien es rico en preocupaciones y no sabe

echarla» «t» «i Cortuón de Dio* ( •Cottfladm* toda* VHtstra» inquiétudu») y e»tá atormentado, No tie­ ne I» alegría, k paz y la caridad que «rrenos y suscita la unidad en el plano divino, o no es seguidor de Cristo. O el cristiano desencadena la revolución de Cristo y da testimonio de Él con la unidad más compacta con sus hermanos, o no es seguidor de Cristo. Es cierto que aquella vez que apareció Jesús sobre la tierra no fue un hecho como todos los demás, o mejor que los demás, o un acontecimiento muy superior a los demás. Vino a la tierra Dios, el Creador del mundo, de las estrellas, de las inteligencias, del amor, de los ángeles, de los cielos... Dios no podía dejar las cosas como estaban o tan sólo mejorarlas. Debía imprimir en ellas el sello divino, que no so­

lamente perpetuase su Iglesia, sino que fuese una perenne reacción contra los hábitos adquiridos, las usanzas ya inveteradas desde siglos, contra leyes absurdas, producto de desviaciones espirituales, morales e intelectuales. Debía traer un signo pre­ ciso de contradicción contra la mentalidad del mun­ do, oscurecida porque estaba huérfana de Dios. La humanidad se había desarrollado en civiliza­ ciones que dejaban atónitos a los pobres mortales, contentos, por desgracia muy a menudo, con ali­ mentarse incluso de bellotas. La venida de Cristo, empero, ha hecho descender una sombra sobre aquello que antes el mundo es­ timaba, por la fuerza divina de la luz de Dios, en­ riquecida después en los siglos por la Iglesia y distribuida perennemente por sus ministros, por sus fíeles, por sus santos. Los santos: he aquí a los verdaderos seguidores de Cristo. Tan próximos al pueblo y tan distintos de él. Cercanos al corazón de quien sufre e invoca, e inmensamente más excelsos que aquéllos a quienes benefician.

Tan poco conocidos por los hombres, porque han vivido en un reino que no es de este mundo, y sin embargo tan conocidos por la humanidad porque de ellos ha salido una luz que difícilmente se oscurece. Desgraciadamente para muchos, que, aun siendo fieles, no aman y por consiguiente no ven, el santo es bien poca cosa. Por lo cual Don Bosco es sola­ mente aquella vulgar estatua sonriente, pero fría; Santa Rita es la cara térrea y dolorida de una monja con la espina en la frente; Santa Clara la pintura de Martini que dirá mucho a los artistas pero poco a los cristianos. Y San Ignacio, el gran caballero del Siglo XVI que no nos comunica su ardor, su extremada obediencia, su servicio, cual caballero de Cristo, a la Iglesia. Los santos han mitigado llagas, han recogido ha­ rapientos, hombres abandonados, huérfanos, muje­ res perdidas, locos. Han aliviado encarcelados, confortado moribun­ dos, enardecido vírgenes, arrastrado masas... Pero los santos no han hecho todo esto sólo por­ que los viejos eran repudiados por la sociedad, porque los pobres afeaban las casas y las calles

de los ricos, porque a los niños abandonados no los recogía nadie. El santo hace lo que hace —y alza monumentos de caridad a lo largo de todos los siglos— sobre todo porque precisamente en los mendigos, en los huér­ fanos, en los enfermos, en quienes el mundo re­ chaza, ha visto, y muchísimas veces también con estos ojos, el bellísimo rostro de Cristo, reflejo humano perfecto del Verbo de Dios, que es la Luz, la Belleza absoluta. Los santos han escogido lo mejor. Han buscado cuanto tenía verdadero valor y han pasado por el mundo olvidando lo que tenía un precio mise­ rable. Han buscado el Tesoro, han despreciado las va­ nidades. Y han obrado así porque ellos veían, y los demás eran ciegos: en verdad, el ojo del Santo es una mirada de Dios sobre la tierra.

Cuando se. ha conocido el dolor

ha conocido el dolor en todos su s matices más atroces, en las congojas más di­ versas, y su han tendido las manos hacia Dios en mudas y desgarradoras súplicas, en invocaciones de ayuda, en callados gritos de socorro; cuando se ha bebido el fondo del cáliz, y se ha ofrecido a Dios, durante días y años, la propia cruz, confundida con la Suya, que la valoriza de un modo divino, enton­ ces Dios tiene piedad de nosotros y nos acoge en la unión con £1. Es el momento en que, después de haber experi­ mentado el valor único del dolor, después de haber creído en la economía de la cruz y haber visto sus efectos benéficos, Dios muestra en forma más ele­ vada y nueva algo que vale más aún que el dolor. Es el amor a los demás en forma de miseri­ cordia, el amor que abre corazones y brazos a los miserables, a los pordioseros, a los desesperados de la vida, a los pecadores arrepentidos. Un amor que sabe acoger al prójimo desviado, ami go, hermano o desconocido, y lo perdona infinitas veces. El amor que hace más fiesta a un pecador que vuelve, que a mil justos, y pone a disposición de

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uando

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Dios inteligencia y bienes, para permitirle demos­ trar al hijo pródigo la felicidad por su retomo. Un amor que no mide ni será medido. Es una caridad floreciente, más abundante, más universal, más concreta que aquélla que el alma poseía antes. Ella siente en efecto nacer en sí sentimientos se­ mejantes a aquéllos de Jesús, se da cuenta de que afloran a sus labios, para cuantos encuentra, las divinas palabras: «Tengo compasión de esta gente». Y entabla con tantos pecadores, qué vienen a ella porque es un poco la imagen de Cristo, colo­ quios semejantes a los tenidos un día por Jesús con la Magdalena, con la samaritana, o con la adúltera. La misericordia es la última expresión de la ca­ ridad, aquélla que la completa. Y la caridad supera al dolor, porque éste es sólo de esta vida, mientras que el amor perdura tam­ bién en la otra. Dios prefiere la misericordia al sacrificio.

Es inconcebible

inconcebible, es extraordinario, es algo que se Esgraba cada vez más profundamente en mi áni­ mo, el que Tú estés allí, en silencio, en el Sagrario. Voy a la iglesia por la mañana y allí Te encuentro. Corro a la iglesia cuando te amo y allí Te encuen­ tro. Paso por allí por casualidad o por costumbre o por respeto, y allí Te encuentro. Y cada vez me dices una palabra, me rectificas un sentimiento, vas componiendo, realmente, con no­ tas diversas, un único canto que mi corazón sabe de memoria y me repite una sola palabra: eterno amor. ¡Oh Dios, no podías idear algo mejor! Aquel silencio Tuyo en el cual la algazara de nues­ tra vida se amortigua, aquella palpitación silen­ ciosa que absorbe toda lágrima, aquel silencio... aquel silencio más sonoro que un angélico cánti­ co; aquel silencio que a la mente dice el Verbo, al corazón da el bálsamo divino; aquel silencio, en el cual cada voz se halla de nuevo encauzada, cada plegaria vuelve a sentirse transformada; aquella arcana presencia Tuya... Allí está la vida, allí está la espera; allí nuestro pequeño corazón reposa para reemprender sin tregua su camino.

i en una ciudad se prendiese fuego en distintos

S lugares, incluso un fuego modesto y pequeño, pero que resistiese todos los embates, en poco tiempo la ciudad quedaría incendiada. Si en una ciudad, en los puntos más dispares, se encendiese el fuego que Jesús ha traído a la tierra y este fuego resistiese, por la buena voluntad de los habitantes, al hielo del mundo, tendríamos en poco tiempo encendida la ciudad de amor de Dios. El fuego que Jesús ha traído a la tierra es Él mis­ mo, es Caridad: aquel amor que no sólo une el alma a Dios, sino las almas entre sí. De hecho, un fuego sobrenatural encendido, signi­ fica el continuo triunfo de Dios en almas dadas a Él y porque, estando unidas a Él, lo están entre sí. Dos o más almas fundidas en nombre de Cristo, que no sólo no tienen temor o vergüenza de decla­ rarse recíproca y explícitamente su propio deseo de amor de Dios, sino que hacen de la unidad en­ tre ellas en Cristo su ideal, son una potencia divina en el mundo. Y en cada ciudad estas almas pueden surgir en las familias: padre y madre, hijo y padre, madre y suegra; pueden encontrarse en las parroquias, en

las asociaciones, en las sociedades humanas, en las escuelas, en las oficinas, en cualquier parte. No es necesario que sean ya santas, porque Jesús lo habría dicho, basta que estén unidas en nombre de Cristo y no cejen nunca en esta unidad. Naturalmente están destinadas a permanecer por poco tiempo dos o tres, porque la caridad es difu­ siva de por sí y aumenta en proporciones enormes. Cada pequeña célula, encendida por Dios en cual­ quier punto de la tierra, se propagará necesaria­ mente y la Providencia distribuirá estas llamas, estas almas llamas, donde crea oportuno, a fin de que el mundo sea en muchos lugares restaurado al calor del amor de Dios y vuelva a esperar. Pero hay un secreto, para que aquella célula abra­ sada se ensanche hasta formar tejido y vivifique las partes del Cuerpo Místico: el que aquéllos que la componen se lancen a la aventura cristiana, que significa hacer de cada obstáculo un trampolín. No «soportar» la cruz cualquier que sea el cariz que presente, sino esperarla y abrazarla minuto a minuto como hacían los santos. Decir cuando llega: «¡ Ésta es la que quería, Señor! Sé que estoy en la Iglesia militante donde es pre-

luchar. Sé que me espera la Iglesia triunfante, donde te veré por toda la eternidad. Aquí en la tierra, a toda otra cosa prefiero el dolor, porque con Tu vida me has dicho que allí está el verda­ dero valor». Y una vez dicho que sí al Señor, el alma debe vivir con plenitud el momento que sigue, no pensando en sí misma, en su sufrimiento, sino en el de los demás, o en las alegrías de los demás, que debe compartir, o en las cargas de los demás que debe llevar con ellos, o en el cumplimiento de los pro­ pios deberes, sobre los cuales, por voluntad de Dios, para que sean elevados a oración continua, ha de volcarse la atención de toda la mente, el afecto de todo el corazón, todo el vigor de las propias fuerzas. Es el «carpe diem» cristiano, el pequeño secreto con el cual se construye, ladrillo a ladrillo, la ciu­ dad de Dios en nosotros y entre nosotros. Y nos inserta, ya desde la tierra, en la Divina Vo­ luntad, que es Dios, Eterno presente. c ís o

imagino una ciudad de oro donde lo divino Meresalta, esplendoroso de luz, y lo humano hace de fondo, confundiéndose en la sombra para dar más relieve al esplendor. Cada iglesia, cada sagrario, reluce más que el sol, porque ahí se ha quedado el Amor de los Amores. En el alma de quienes representan a la Iglesia, en la Jerarquía que estructura la sociedad divina, ba­ jada del cielo a la tierra, encuentro una miríada de perlas espléndidas: son las gracias depositadas por Dios, por las manos de la Virgen, en aquel ca­ nal que no tiene otro fin sino saciarme de luz, ali­ mentarme de la miel celeste, más que una celeste madre que nutre a su niño. Y si, recogida en Dios, abro el libro de la Vida y leo las Palabras eternas, siento en mi alma cantar una armonía luminosa y el Espíritu de Dios irra­ diarme con sus dones. Al contacto con cualquiera, noble o desarrapado, percibo transfigurado cada rostro en el hermosísi­ mo Rostro del Verbo Encarnado, Luz de la Luz. Entrando en casa de hermanos que se aman, de familias unidas en Cristo, veo un reflejo divino de

la Trinidad, oigo pronunciada por la comunidad la Palabra que es Vida: Dios. Dios es el oro de mi ciudad, frente a quien el sol se oscurece, el cielo se empequeñece, toda la belle­ za y majestuosidad de la Naturaleza se retiran fe­ lices a hacer de corona, a servir de marco. Y esta ciudad está en cada ciudad y todos la pue­ den ver, con tal de que nuestra alma, apagándose, se pierda en Dios y se encienda en ella el fuego del amor divino.

La pequeña semilla

visto alguna vez cómo en una callejuela abandonada, pero acariciada por la primavera, apunta la hicrbecllla y vuelve a florecer sin descanso, la vida?

H

as

Otro tanto le sucede a la humanidad que te rodea, si tú dejas de mirarla con ojos humanos y la re­ confortas con el rayo divino de la caridad. El amor sobrenatural en tu espíritu es un sol que no admite interrupción en el reflorecer de la vida. Es una vida que hace de piedra angular en el rin­ cón de tu vida. No hace falta nada más para levantar al mundo, para llevarlo de nuevo a Dios. El hablar donoso, la finura del trato, el fulgor del arte, la carga de la cultura, la experiencia de los aflos, son dotes que ciertamente no hay que des­ cuidar. Pero para el Reino Eterno vale más aquél que tiene más vida. Es buena y bella, sabrosa y coloreada la tajada aro­ mática de una manzana, pero enterrada, muere y no queda ni rastro de ella. La pequeña semilla, que al paladar no agrada por insípida e insulsa, enterrada, produce nuevas man­ zanas.

Así es la vida en Dios, la vida del cristiano, el ca­ mino incandescente de la Iglesia. Ella, alta y solemne, descansa sobre columnas que los siglos llamaron insensatas, necias, dementes...; sobre las cuales se lanzó la furia del príncipe del mundo para destruirlas hasta el último retoño. Permanecieron. El Padre las podó para que unidas a la vid dieran abundantes frutos y las exaltó, glo­ riosas, en el Reino de la vida. Tú y yo, el lechero, el campesino, el portero, el pescador, el obrero, el vendedor de periódicos... Y todos los demás, idealistas desilusionados, ma­ dres colmadas de trabajo, enamorados próximos a la boda, viejecitas consumidas en espera de la muerte, muchachos ardientes, todos. Todos son materia prima para la sociedad de Dios: basta en ellos un corazón que tenga alta, derecha, apuntan­ do a Dios, la llama del amor.

Los Santos

Los Santos son los grandes que, oída del Señor su grandeza, juéganse por Dios, como hijos suyos, todas sus cosas. Dan sin pedir nada a cambio. Dan la vida, el alma, la alegría, todo vínculo terreno, toda riqueza. Libres y solos lanzados al infinito, esperan que el Amor los introduzca en los Reinos eternos; pero ya en esta vida sienten llenarse el corazón de amor, del verdadero amor, del único amor que sacia, que consuela, de aquel amor que rompe los párpados del alma y da lágrimas nuevas. ¡Ah! Ningún hombre sabe lo que es un santo. Ha dado y ahora recibe; y un flujo continuo pasa entre cielo y tierra, liga la tierra al cielo y fluye del abismo ebriedad rara, linfa celeste,

que no para en el santo, sino que pasa sobre los cansados, los mortales, los ciegos y paralíticos del alma, y traspasa y rocía, levanta, atrae y salva. Si quieres saber qué es amor pregúntalo al Santo.

Te he encontrado

encontrado en tantos lugares, Señor! Te T hehe sentido palpitar en el silencio profundo e

de una ermita alpina, en la penumbra del Sagrario de una catedral vacía, en el palpitar unánime de una muchedumbre que te ama y llena las arcadas de tu iglesia de cantos y de amor. Te he encontrado en la alegría. Te he hablado más allá del firmamento estrellado, mientras, de noche y en silencio, volvía del trabajo a casa. Te busco y a menudo Te encuentro. Pero donde siempre Te encuentro es en el dolor. Un dolor, cualquier dolor, es como el son de la campanilla que llama a la esposa de Dios a la oración. Cuando aparece la sombra de la cruz, el alma se recoge en el tabernáculo de su intimidad y, olvi­ dando el tintineo de la campana, Te ve y Te habla. Eres Tú quien viene a visitarme. Soy yo quien Te respondo: «Heme aquí, Señor, Te quiero. Te he querido». Y en este encuentro, mi alma no siente su dolor, sino que está como embriagada en tu amor, in­ vadida por Ti, impregnada de Ti: yo en Ti, Tú en mí, a fin de que seamos uno.

Y luego abro de nuevo los ojos a la vida, a la vida menos verdadera, divinamente aguerrida para con­ ducir tu guerra.

N o hay espina sin rosa

muchísimos hombres no viven porque no ven. Y no ven porque miran al mundo, las cosas, los familiares, los hombres, con sus propios ojos. Mientras que para ver bastaría seguir cada acon­ tecimiento, cada cosa, cada hombre, con los ojos de Dios. Ve quien se inserta en Dios, quien reconocién­ dolo «Amor», cree en Su amor y razona como los santos: «Todo lo que Dios quiere y permite es para mi santidad». Por lo cual alegrías y dolores, nacimientos y muer­ tes, angustias y gozos, fracasos y victorias, en­ cuentros, conocimientos, trabajo, enfermedades y desocupaciones, guerras y calamidades, sonrisas de niño, afecto de madres, todo, todo es materia prima para nuestra santidad. En torno a nuestro ser gira un mundo de valores de toda clase, mundo divino, mundo angélico, mundo fraterno, mundo amable y también mundo adverso, dispuestos por Dios para nuestra divini­ zación, que es nuestro verdadero fin. Y en este mundo cada uno es centro, porque ley de todo es el amor.

Y si para, el equilibrio divino y humano de nuestra vida debemos, por voluntad del Altísimo, amar, amar siempre al Señor y a los hermanos, la volun­ tad y la permisión de Dios, los otros seres —lo sepamos o no lo sepamos— sirven, se mueven en su existencia por amor a nosotros. De hecho, para quienes aman, todo coopera al bien. Con los ojos oscurecidos e incrédulos, a menudo no vemos que todos y cada uno han sido creados como un don para nosotros y nosotros como un don para ellos. Pero es así. Y un misterioso vínculo de amor une hombres y cosas, guía la historia, ordena el fin de los pueblos y de los individuos, en el respeto de la más alta libertad. Pero después de algún tiempo en que el alma abandonada en Dios ha hecho ley suya «creer en el amor», Dios se le manifiesta y ella, adquiriendo una visión nueva, ve que de cada prueba recoge nuevos frutos, que a toda lucha sigue una victoria, que sobre cada lágrima florece una sonrisa nueva, siem­ pre nueva porque Dios es la Vida, que permite la tortura, el mal, para un bien mayor. Comprende cómo el camino de Jesús no culmina

en el «Via crucis» y en la muerte, sino en la resu­ rrección y en la ascensión al Cielo. Entonces el modo de observar las cosas a lo hu­ mano pierde color y sentido, y lo amargo ya no intoxica las breves alegrías de su vida terrena. Ya no le dice nada la melancólica frase: «No hay rosa sin espina», antes bien, por la ola de la re­ volución de amor en que Dios la ha arrastrado, para ella cuenta mucho más esta otra: «No hay espina sin rosa».

El mundo está hecho de descontentos

mundo está hecho de descontentos porque el hombre no ha dado con el manantial de su fe­ licidad. El astro brilla en el cielo y la tierra sub­ siste porque se mueve: el movimiento es la vida del universo. El hombre es plenamente feliz sólo si pone en mar­ cha y mantiene encendido el motor de su vida: el amor. Incluso quien se dice feliz porque ha contraído un buen matrimonio, porque ha heredado, porque vive del lujo, de la caza, de las diversiones, tarde o temprano experimenta vacíos inevitables en el alma. En cambio, el desgraciado, a quien la vida parece negarle todo, si se pone a amar, posee más que el rico y goza sobre la tierra la plenitud del Reino de los Cielos. Es una verdad, una realidad. La humanidad languidece en busca de paz, espera, construye para llegar a gozar, pero llegado el mo­ mento, se entristece aguardando la muerte que desearía no llegase jamás. ¡Los hijos de María son los hijos del am or! Com­ l

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baten con un arma que es la Vida misma del hombre. Su lucha es recomponer, ordenándolas, almas y so­ ciedades para que brillen las unas más que las es­ trellas y compongan las otras constelaciones dura­ deras en los pabellones eternos del Dios de los vivos. Si el hombre viese, como Dios ve, a los hombres, sentiría horror. Porque incluso los mejores, los que se han elevado con el arte o con la ciencia por encima de lo co­ mún, han desarrollado únicamente una parte del espíritu, dejando el resto atrofiado. Sólo el amor en un alma, sólo Dios en un alma puede dilatar en ella el esplendor, sin perder el equilibrio de las partes. Un alma que ama es un pequeño sol en el mundo, que transmite a Dios. Un alma que no ama vegeta, y es poco de la Iglesia, nada de María, antítesis de Cristo. El mundo tiene necesidad de una invasión de amor y éste depende de cada uno. El hombre es el de­ pósito de este precioso elemento: el hombre en gracia de Dios. Mueren cada día un número enor­

me de hombres, incluso los grandes, y queda poco de ellos. Pasa un Santo a la Vida eterna, despea tando, cuando el Señor lo llama, a la idéntica vida de antes, transformada, y todos hablan de él. Y su memoria pasa de generación en generación y su ejemplo es seguido por muchísimos. Sobre aquel lecho, que sostiene un cuerpo y no ya un alma, nadie alcanza a comprender la muerte, pero en cambio todos advierten lo que es la vida. El amor no muere y, porque sirve, hace rey. Rey y reina siguiendo Aquélla que, esclava del Se­ ñor, fue exaltada como Reina del Universo.

Si un alma se da sinceramente a Dios

un ¿Urna se da sinceramente a Dios, Él la tra­ S ibaja. Y dolor y amor son la materia prima de este juego divino. Dolor para ahondar abismos en el alma. Amor para suavizar el dolor y amor aún que llena el alma, dándole el equilibrio de la paz. El alma advierte que se encuentra bajo la poderosa mano de Dios y está en silenciosa espera a contem­ plar, incluso entre lágrimas, la obra del Amado. Pero a veces Dios trabaja el alma hasta tal punto que ésta es triturada por desgarros más dolorosos que la muerte. No siente ayuda ni apoyo espiritual de nadie. Para ella, toda la tierra se ha conver­ tido en un desierto interminable. Nace entonces un milagro nuevo, una fe sin con­ fines, una confianza desesperada en aquel Dios que, para prepararla para el cielo, permite sus dolores y sus noches: y se inicia entre Dios y el alma un coloquio nuevo, que sólo Dios y el alma conocen. Ella dice: «Señor, Tú ves que estoy circundada de tinieblas de muerte, Tú adviertes la extrema incertidumbre de mi espíritu y sabes que nadie pare­ ce que pueda tranquilizarlo. Cuídate de mí. Yo me fío de Ti. Y en la espera de venir a la Vida, traba­ jo por Ti, por los intereses del cielo*.

ti

Es como la corola de una flor abierta al amor de Dios y que, arrancada del tallo, sube hacia el sol, cada vez más cerca de su luz y su calor. Hasta que en el momento que Dios ha establecido se confundirá con él, nunca más incierta y sola, sino serena para siempre en el mar infinito de paz que es Dios.

El atractivo del tiempo moderno

aquí el gran atractivo del tiempo moderno: sumirse en la más alta contemplación y per­ manecer mezclado con todos, hombres entre los hombres. Diría más aún: perderse en la muchedum­ bre para informarla de lo divino, como se empapa una migaja de pan en el vino. Diría más aún: hechos partícipes de los designios de Dios sobre la humanidad, trazar sobre la mul­ titud estelas de luz y, al mismo tiempo, compar­ tir con el prójimo la deshonra, el hambre, los golpes, las breves alegrías. Porque el atractivo de nuestro tiempo, como el de todos los tiempos, es lo más humano y lo más divino que se pueda pensar, Jesús y María: el Verbo de Dios, hijo de un carpintero; la Sede de la Sabiduría, ama de casa.

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La obra maestra del Santo

entrar en el locutorio o en los largos corre­ dores de un convento, de reciente o antigua fundación, es frecuente encontrar en alguna de sus paredes la figura del fundador, muchas veces santo, con la regla en la mano. Quien vive en el mundo, entra, mira y no entiende o comprende poco. En la mayoría de las personas un santo despier­ ta siempre simpatías, incluso entre los no católi­ cos y hasta entre los ateos. Pero la gente gusta imaginárselo o en los éxtasis de la contempla­ ción o confundido entre el pueblo a quien bene­ ficia, o en aquellos hechos que pasan de boca en boca y que circundan casi siempre la figura del santo. Hechos insignificantes, a veces, perpetua­ dos en el tiempo por una frase, por un gesto, que ningún hombre habría dicho o hecho sino aquel santo, porque estaba guiado por Dios, gesto en el cual se hace patente el inconfundible encuentro entre lo divino y lo humano, que da una nota nueva, a veces revolucionaria, en el vivir aburrido y siem­ pre igual del mundo.

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Pero el santo fundador no es sólo esto. El fundador es un hombre que ha hecho cuanto

Dios quería, 4110 se ha esforzado —con una doria' ctóa de f 1 » Dios cada vez rnán completa y más amplia— en ser perfecto como el Padre, El santo es, en realidad/ un pequeño padre y la santa una pequeña madre, porque Dios es Amor y estar llenos de Dios significa hacerse partícipes de la divina fecundidad del Amor, Se comprende bien un fundador si se mira lo que ba hecho. La pequeña o grande grey que le ha seguido, que 61 lia ordenado en familia, con las leyes eternas del Evangelio, que sintió resonar con nueva y actual fuerza del Espíritu Santo en su espíritu, es la obra más Importante del santo: representa lo que para una madre es el hijo, su hijo. Cuando el fundador cree terminada la obra de Dios, abandonado en Él, como instrumento en las manos de un artista, traza las líneas esenciales de su obra y escribe una regla. Lo debe hacer y lo quiere hacer con la misma fuerza con la cual una madre dice; «Este es mi hijo y no otro». En el niño la madre ve recompensado todo su su­ frimiento y es el m is vivo recuerdo de sus alearía* y del amor que la ha unido al padre.

l lene una determinada fisonomía, un carácter suyo,

una sangre suya. El ianto ama a Dio» con un «mor que dista del amor humano cuanto dista el cielo de la tierra, y cute amor Ye produce pequeño* e inmcn*o* dolore*, pequeño* e Inefable» gozo» en el Dio* de las bienaventuranza*. Pero alegría» y dolores no »on en »í mismos un fin: non medio» para que la Igle»ia tenga una nueva obra de Dio», donde el Seflor perfila una deter* minada fisonomía, con característica» inconfundl' bles, donde pone la cangre divina que e« el par* ticular espíritu que la Informa y del cual debe beneficiarse parte de la humanidad de »u tiempo. La Regia atestigua, explica, fija, mantiene todo esto y porque así lo hace, es la obra maestra del santo.

Diplomacia

uno Hora debemos llorar con él. Y si ríe, gozar con él. Así se reparte la cruz, lle­ vada por muchos hombros y se multiplica la ale­ gría, compartida por muchos corazones. Hacerse uno con el prójimo es un camino, el ca­ mino real para hacerse uno con Dios. Camino real porque en esta caridad está la fusión de los dos primeros y principales mandamientos. Hacerse uno con el prójimo por amor de Jesús, con el amor de Jesús, hasta que el prójimo, dulce­ mente herido por amor de Dios en nosotros, querrá hacerse uno con nosotros, en un intercambio recí­ proco de ayudas, de ideales, de proyectos, de afec­ tos. Hasta establecer entre los dos, aquellos elemen­ tos esenciales por los que el Señor pueda decir de nosotros: «Donde dos o más están unidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Es decir, hasta garantizamos, por cuanto está en nuestras manos, la presencia de Jesús y caminar en la vida siempre como pequeña iglesia en marcha, iglesia también en casa, en la escuela, en la oficina, en el parlamento. Caminar en la vida como los discípu­ los de Emaús, con aquel Tercero entre nosotros que da valor divino a todo nuestro obrar. uando

Entonces no somos nosotros, míseros y limitados, solos y dolientes, los que actuamos en la vida. Camina con nosotros el Omnipotente y quien per­ manece unido a Él da mucho fruto. De una célula nacen más células, de un tejido más tejidos. Hacerse uno con el prójimo en aquel completo olvido de sí mismo que posee —sin advertirlo y sin preocuparse de ello— quien se acuerda del otro, del prójimo. Esta es la diplomacia de la caridad, que tiene muchas expresiones y manifestaciones de la diplo­ macia ordinaria, por lo cual no dice todo lo que podría decir, pues no le gustaría al hermano y no sería agradable a Dios; sabe esperar, sabe hablar, llegar a la meta. Divina diplomacia del Verbo que se hace carne para divinizamos. Pero que tiene un sello esencial y característico que la diferencia de aquélla de que habla el mundo, para el que decir diplomático es a menudo sinó­ nimo de reticente o hasta de falso. La diplomacia divina tiene esto de grande y de suyo, tal vez sólo de suyo: que se mueve por el

bien del otro y por tanto está desprovista de toda sombra de egoísmo. Esta regla de vida debería informar toda diploma­ cia y con Dios se puede emplear, porque Él no es solo dueño de los individuos, sino Rey de las na­ ciones y de toda sociedad. Si todo diplomático en sus propias funciones obra­ ra impulsado por la caridad para con otro Estado como para con su propia patria, se vería hasta tal punto iluminado por la ayuda de Dios, que contri­ buiría a establecer entre los estados relaciones análogas a las que debe haber entre los hombres. La caridad es luz y guía, y quien es embajador, tiene todas las gracias para ser buen embajador. Que Dios nos ayude y dispongámonos nosotros a fin de que desde el Cielo pueda el Señor ver este espectáculo nuevo: Su testamento realizado entre los pueblos. A nosotros nos puede parecer un sueño. Para Dios en cambio es la norma, la única norma que garan­ tiza la paz en el mundo, la valoración de los individuos en la unidad de aquella humanidad que ya conoce a Jesús.

"Ñ o hay corazón de hombre

O hay corazón de hombre, creo, y mucho menos de mujer, que, al menos una vez, especialmen­ te en su juventud, no haya sentido la atracción del claustro. No es la atracción por una forma claustral de vida, sino por un algo que parece estar concentrado precisamente allí, entre cuatro paredes, y que se deja sentir, sonoro, incluso de lejos. En las comunidades de las que, gracias a Dios, está sembrado el mundo, se encuentra la luz de la presencia de Dios, como las constelaciones en la no­ che oscura. Presencia que resalta viva, porque ha florecido sobre un fondo de personas que por Dios quisieron inmolar en la sombra su pobre apa­ riencia. Estas casas de hermanos imidos en Dios están inmersas en el silencio, pero por la fuerza miste­ riosa de las cosas celestiales, hablan a los cora­ zones de los hombres y, con una voz que el mundo desconoce, proclaman bienaventuranzas de unión con Dios que los hombres anhelan. Sin embargo, también mi casa puede tener el per­ fume del claustro; también las paredes de mi mo­

rada pueden convertirse en reino de paz, fortaleza! de Dtaa en medio del mundo. No es tanto el ruido exterior de la radio del ve­ cino de al lado puesta a toda marcha, o el estré­ pito de loe autos, o los gritos de los vendedores amhtiianr#* los que quitan el encanto a m i casa; es más bien todo ruido dentro de mí, lo que hocc de mi morada una plaza sin protección de muro», porque está sin protección de amor. El Señor está dentro de mí. Él querría morer mis actos, penetrar con su luz mi pensamiento, encen­ der mi voluntad, darme, en fin, la ley de mí estar y de mi andar. Pero está mi yo, a veces, que no Lo deja vivir. Si deja de estorbar, Dios mismo tomará posesión de todo mi ser y sabrá dar incluso a estos muros la grandiosidad de una abadía y a esta estancia el ca­ rácter sacro de una iglesia, a mi sentarme a la mesa la Albura de un rito, a mis vestidos el perfume de un hábito bendecido, al timbre de la puerta o dei teléfono la nota alegre de un encuentro con los hermanos, que rompe, a la vez que prolonga, el coloquio con Dios, Entonce» sobre mi silencio hablará Otro y sobre

el apagarse de mi yo «e encenderá una luz. Y ¿st* brillará muy lejos, traspasando y casi consagrando estos muros que protegen un miembro de Cristo, un templo del Espíritu Santo. Y nueva gente vendrá a mi casa para buacar conmigo al Sefior y en nuestra común búsqueda amorosa, se acrecentará la llama y subirá de tono la melodía divina. Y mi corazón, aún estando en medio del mundo, no bus­ cará ya otra cosa. Cristo será mi claustro, el Cristo de mi corazón, Cristo en medio de los corazones.

5í rú fueras estudiante

i tú fueras un estudiante y por casualidad llega­ ras a saber las preguntas del examen final de curso, te tendrías por muy afortunado y estudia­ rías a fondo las respuestas. La vida es una prueba y al final de ella también hay que superar un examen: pero el amor infinito de Dios ha hecho saber ya al hombre cuáles serán las preguntas: «Tuve hambre y Me diste de comer,

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tuve sed y Me diste de beber».

Las obras de misericordia serán materia de exa­ men, aquellas obras en las cuales Dios ve si se Le ha amado verdaderamente, habiéndole servido en el hermano. Tal vez por eso, el Papa, Vicario de Cristo, sim­ plifica a menudo la vida cristiana subrayando las obras de misericordia. Y nosotros hacemos la Voluntad de Jesús en el Cielo y de su Vicario en la tierra si transformamos nuestra vida en una continua obra de misericor­ dia. En el fondo no es difícil y no cambia mucho de lo que ya estamos haciendo. Se trata de llevar cada relación con el prójimo a un plano sobre­ natural. Cualquiera que sea nuestra vocación, de padres o

de madres, de campesinos o empleados, de dipU' lados o Jefes de Estado, de estudiantes u obre­ ros, durante el día tenemos continuamente oca­ sión directa o Indirecta de dar de comer a los hambrientos, de instruir a los ignorantes, de sopor­ tar a las personas molestas, de aconsejar a los que tienen dudas, de rezar por los vivos y por los muertos. Una nueva intención a cada acción en favor del prójimo, quienquiera que éste sea, y cada día de la vida servirá de preparación para el día eterno, acumulando bienes que la carcoma no corroe.

¿Cómo hacernos santos?

a menudo que las almas se sienten atraí­ das por la idea de la santidad. Y tal vez sea precisamente la gracia de Dios que las trabaja, suscitando semejante deseo. La consideración de la hermosura de un santo, la ínflngnría de su personalidad en su siglo, la revo­ lución amplia y continua que ocasiona en el mundo, son a menudo combustibles primarios para el fue­ go de este anhelo. Pero a veces el alma, que se siente por ello tan dul­ cemente atormentada, se encuentra ante los santos como ante un desfiladero insuperable o un muro imposible de derribar. «¿Qué hay que hacer para hacerse santo?» —se nos pregunta—. «¿Cuál es la medida, el sistema, las prácticas, el camino?» «Si yo supiera que basta la penitencia, me disci­ plinaría de la mafiana a la noche. Si supiese que es preciso la oración, rezaría día y noche. Si fuese suficiente la predicación, querría recorrer ciudades y países, sin darme tregua para decir a todos la palabra de Dios... pero no sé, no conozco el ca­ mino». Cada santo tiene una fisonomía propia y se dis­

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tinguen unos de otros como las más variadas flores de un jardín... Pero quizás hay un camino bueno para todos. Tal vez no hace falta buscar el propio sendero, ni trazarse un plan, ni soñar en programas, sino abis­ marse en el momento que pasa y cumplir en ese instante la voluntad de Aquel que se ha llamado «Camino» por excelencia. El momento pasado ya no es; el futuro tal vez jamás será nuestro. Pero es cierto que a Dios lo podemos amar en el pre­ sente que se nos ha dado. La santidad se construye en el tiempo. Nadie conoce la propia, ni, quizá, la ajena, mien tras vive. Sólo cuando el alma ha terminado su curso, ha superado la prueba, entonces revela al mundo el designio que Dios tenía sobre ella. A nosotros no nos queda sino construirla, insTanle por instante, correspondiendo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, al amor personal que Dios nos tiene, como Padre nuestro celeste; amor pleno según la largueza de la cari­ dad de un Dios.

Tú táctica es única

observado que tu táctica es única, pero no monótona, quizá porque tu obrar eres Tú, Señor. Y Tú eres el amor siempre nuevo. Y tu tác­ tica es ésta: cuando las almas se contentan con sombras —y no digo con sombras mortales—, es decir, cuando la vida es para Ti pero no eres Tu, Tú a menudo ofreces un dolor. Entonces el alma vuelve hacia Ti y dice su sí. Pero muchas veces aquel sí se perfuma de un profundo sentido de gratitud y se sumerge en una singular plegaria: «Sí, Señor, hallando la cruz te encuentro sobre ella. Gracias por haberme vuelto a llamar a Ti, y no sólo por lo que a Ti respecta, porque más que cualquier otra cosa me atrae la soledad contigo, la misma que afrontaré forzosamente el día del encuentro, si no la hubiere elegido ahora con amor. Y tú, que todo lo puedes, concédeme en tu nombre que consi­ ga el continuo coloquio entre Tú en mí y Tú, en el que acontecimientos, hombres y cosas no son más que combustible para nuestro puro amor». Sólo ésta es vida verdadera porque es centella de Ti, Vida sin engaño, sin desilusiones, sin treguas y sin crepúsculo. e

Testigos de Cristo

verdad nuestra responsabilidad es grande porque nosotros los cristianos hemos de ser testigos de Cristo y, según sea nuestro comporta­ miento, los demás pueden intuir cuál es el mensaje que Jesús trajo a la tierra. Pero sucede que a veces el testimonio de Cristo, que nosotros damos, es poco o ninguno, o deforme de cualquier modo. Caracteres diversos y mentes díscolas a la acción de la gracia dan de Jesús una idea a su imagen y semejanza, por lo cual el mundo que ve y observa, deduce cuanto puede deducir de los datos que posee: que la religión, por ejemplo, dobla la cer­ viz a las personas, pero no la voluntad en su raíz más profunda, porque aquel cristiano, que se dice discípulo de Cristo, siendo aún él quien vive en sí mismo y no Cristo en él, proyecta una sombra que vela, en su persona, la religión que profesa. Por consiguiente continúa y se perpetúa trágicamente la separación de quienes se alejaron de aquéllos que, reviviendo el Amor que es Dios, habrían debi­ do atraer el mundo y llevarlo al Señor. En fin, una religión que no gusta porque ha sido alterada, mientras permanece, aún en las personas

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más agnósticas, el encanto o al menos el respeto —tal vez no expresado— hacia el misionero que se aventura en mares perdidos, dejándolo todo por Dios, o hacia el mártir que consuma su vida en la sangre. Y eso, todo eso, porque el cristianismo o es genui­ no y totalitario, o deja mucho que desear. Y eso vale para muchos casos que se advierten a primera vista; pero situándonos en un plano su­ perior, y más sutil, no es raro que al acercamos a quienes se han dado con verdadero impulso a Dios, nos encontremos a menudo con errores, tal vez prácticos, que desgradan y ensombrecen la belleza de nuestra fe. Hay quien, con recta intención, tiene del cristia­ nismo una idea parcial y este concepto que aquel cristiano se ha formado no siempre es fruto del egoísmo y de otros vicios, aun espirituales. A veces el viaje sobre nuestro planeta es tan duro, y este «valle» tan lleno de lágrimas, que el hombre, al encontrar sólo consuelo en la cruz, se agarra a ella, la convierte en su bandera, la presenta inclu­

so a los demás, les lleva a amarla, pero... se queda allí. Se queda allí porque, aunque ame con todo su corazón y aun con hechos, no cree suficientemente en el amor de Dios hacia él y hacia todos.

El misterio pascual nos atestigua que Jesús es Vida que vence a la muerte, es Luz que rompe las tinie­ blas y plenitud que anula el vacío. Esto es en último término el cristianismo, en el que la cruz es esencial, pero como medio, y la lágrima es anuncio de consuelo y la pobreza de posesión del Reino; donde la pureza descorre el telón del Cielo; y la persecución y la mansedumbre anuncian de antemano la conquista de la Eternidad y garanti­ zan el avance de la Iglesia en el mundo. En los quince misterios que forman el Rosario en­ tero, la Iglesia pone cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos, lo que da a entender que el cris­ tiano debe siempre esperar, debe cantar como ha­ cían los primeros cristianos, incluso en los umbra­ les del martirio, porque es patrimonio nuestro la plenitud del gozo que Jesús ha prometido y ha invocado para quien lo haya seguido. Nosotros en las actuales circunstancias, rogamos

y esperamos ser en el mundo testigos lo más sin­ ceros y —en nuestra pequeñez— lo más completos que sea posible, de aquel Jesús que ha atraído nuestro corazón hacia la Iglesia que también nos­ otros podemos contribuir a embellecer, a fin de que el peregrino del mundo, viéndola, pueda decir más fácilmente y con infinito alivio: «¡ Sí, es la verdadera!»

la voluntad de Dios» es una expresión que en la mayor parte de los casos la dicen los cristianos en momentos de dolor, cuando no hay otro remedio, y, frente a los inevitables fraca­ sos de lo que se pensaba, se deseaba, se quería, al recordar nuestra fe, aceptamos cuanto Dios ha ordenado. Pero no es solamente así como hay que hacer la voluntad de Dios. En el cristianismo no existe sólo la «resignación cristiana». La vida del cristiano es un hecho que tiene raí­ ces en el Cielo además de tenerlas en la tierra. Él, por su fe, puede y debe estar siempre en con­ tacto con Otro que conoce su camino y su destino. Y ese Otro no es de esta tierra, es de otro mundo. Y no es un Juez despiadado o un Soberano abso­ luto que exige sólo el servicio. Es un Padre. Por lo tanto uno que es tal porque está en relación con otros y en este caso con hijos, hijos adoptados por el Ünico Hijo, que ab aetemo demora con Él. La vida del cristiano, pues, no es ni puede ser establecida sólo por su querer y por su prever. Por desgracia muchos cristianos se despiertan por la mañana con la melancolía del aburrimiento ág a se

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ie8 traerá 1» Jomada que empieza. Se lumentuu de mucha» cotas pasadas, futura» y presentes, porque son ellos lo» que se hacen el programa do su vida, que siendo fruto de la inteligencia humtnii y de previsiones estrechas, no puede sa­ tisfacer plenamente al hombre, ávido del infinito. Se ponen en lugar de Dios, al menos por cuanto a ellos respecta, y, como el hijo pródigo, tomada su parte, se la gastan a su modo, sin el consejo del padre, sin estar injertados en la familia. Nosotros los cristianos somos a menudo tan cie­ gos, que hemos abdicado de nuestra dignidad .so­ brenatural, porque repetimos, tai vez cada día, en el «Padre Nuestro»: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo», pero ni compren­ demos lo que decimos, ni hacemos, al menos, cuanto pedimos. Dios conoce el camino que deberíamos recorrer en cada instante de nuestra vida. Para cada uno Él ha fijado una órbita celeste, en la cual el astro de nuestra libertad debería girar si se abandonara a Quien tal astro ha creado. Nuestra órbita, nucatra vida, que no se opone a la órbita de los otro», al camino de millones de seres, hijos con nosque

otros clcl misino Pudre, sino que armoniza con ello* en un firmamento más espléndido que el cate* lur, porque es espiritual. Dios debe mover nuestra vida y arrastrarla a una divina aventura desconocida para nosotrox, donde a la vez odores y espectadores de admirables de­ signios de umor, aportamos momento por momento la cooperación de nuestra libre voluntad. ¡Podemos uporlurl No: |debemos aportarI O peor aún: |Resignémonos a uportar! Él es Pudre y es por lo tanlo amor. Es el Creador, nuestro Redentor, el Santllicador. ¿Quién mejor que Él conocerá nuestro bien? «| Señor, hágase, sí, hágu-se ahora y siempre Tu divina voluntad! llágase en mí, en mis hijos, en los demás, en sus hijos, en la humanidad en tera. »Ten paciencia y perdón para nosotros que, cié gos, no comprendemos y constreñimos el Ciclo a estar cerrado y a no derramar sobre la tierra sus dones, porque, cerrados los ojos, decimos, ton la vida, que es de noche, y que el Cielo no existe. »Arrebálunos en el rayo de Tu luz, de nuestra

luz. la que Tu amor ha establecido cuando por amor nos ha creado. »Y fuérzanos a doblar las rodillas a cada minuto, en adoración de Tu voluntad: la única buena, ama­ ble, santa, nueva, rica, fascinante, fecunda: Que, cuando llegue la hora del dolor, nosotros poda­ mos —henchidos de Ti— poseer Tus ojos ya en esta tierra y observar desde lo alto el recamado divino que has urdido para nosotros y nuestros hermanos, donde todo resulta una espléndida trama de amor: y así sea al menos un poco ali­ viada, para nuestra mirada, la vista de los nudos que amorosamente Tu misericordia, sazonada por la justicia, ha fijado allí donde nuestra ceguera ha roto Tu Voluntad. •Hágase Tu voluntad en el mundo y la paz des­ cenderá segura entonces sobre la tierra, porque los Angeles lo dijeron: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». »Y si Tú dijiste que sólo uno es bueno, el Padre, una sola es la buena voluntad: la de Tu Padre».

cristiano está llamado a vivir la vida, a nadar en la luz, a abismarse en las cruces, pero no a languidecer. En cambio nuestra vida a veces está apagada, la inteligencia ofuscada, la voluntad in­ decisa, porque, educados en este mundo, estamos habituados a vivir una vida individualista, en con­ tradición con la vida cristiana. Cristo es amor y el cristiano no puede dejar de serlo. El amor engendra la comunión: la comu­ nión como base de la vida cristiana y como vér­ tice. En esta comunión el hombre ya no va soló hacia Dios, sino que camina en compañía. Y esto es un hecho de belleza incomparable que induce a nues­ tra alma a repetir el versículo de la Escritura: «iCuón hermoso y alegre es que los hermanos vivan juntos!» Pero la comunión fraterna no es un éxtasis bea­ tífico: es una perenne conquista, con el resultado continuo no sólo del mantenimiento de la comu­ nión, sino de la extensión de la misma a otros muchos, porque la comunión de que hablamos es amor, es caridad, y la caridad se difunde por natu­ raleza.

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¡Cuántas veces entre hermanos que habían decidido ir unidos hacia Dios, la unidad languidece, el polvo se pone entre alma y alma, y el encanto desaparece porque la luz, que había surgido entre todos, len­ tamente se apaga! Este polvo es un pensamiento o un apego del corazón a sí mismo o a los demás; un amarse a sí mismo por sí mismo y no por Dios, o al herma­ no o hermanos por sí mismos y no por Dios; en otras ocasiones es un retirar el alma que se había ofrecido por los demás; un concentrarse en el propio yo, en la propia voluntad, y no en Dios, en el hermano por Dios, en la voluntad de Dios. Muy a menudo es un juicio inexacto sobre quien vive con nosotros. Habíamos dicho que queríamos ver sólo a Jesús en el hermano, tratar sólo a Jesús en el herma­ no, amar a Jesús en el hermano, pero ahora se presenta el recuerdo de que aquel hermano tiene tal o cual defecto, o hizo esta o aquella imper­ fección. Nuestra mirada se complica y nuestro ser no está ya iluminado. En consecuencia se rompe la uni­ dad, equivocándonos.

Quizás aquel hermano, como todos nosotros, co­ metió algún error, pero Dios, ¿cómo lo ve? ¿Cuál es, en realidad, su condición, la verdad de su estado? Si está arrepentido delante de Dios, Dios no se acuerda ya de nada, todo lo borró con Su Sangre. Y nosotros ¿por qué hemos de recordar? ¿Quién está en el error en aquel momento? ¿Yo que juzgo o el hermano? Yo. Entonces he de ponerme a ver las cosas con la mirada de Dios, en la verdad, y tratar al her­ mano de tal manera que, si no hubiese vuelto aún al Señor, el calor de mi amor, que es Cristo en mí, le lleve al arrepentimiento, como el sol que reabsorbe y cicatriza las llagas. La caridad se mantiene con la verdad y la ver­ dad es misericordia pura, de la cual hemos de estar revestidos de pies a cabeza para podemos llamar cristianos. ¿Mi hermano vuelve? He de verlo como nuevo, cual si nada hubiera ocurrido, y volver a empezar la vida juntos en la unidad de Cristo, como si fuese la primera vez,

porque realmente de lo anterior no queda ya nada. Esta confianza 1c guardará de otras caídas, y también yo, si he usado con él esta medida, podré tener la esperanza de que un día Dios me juzgue del mismo modo.

A menudo el amor no es amor

muy a menudo el amor en el mundo nc> es amor, tiene valor el dicho: el amor es ciego. Pero si un alma se pone a amar como Dios nos enseña —Dios que es el Amor— verá muy pronto que el amor es luz. Además Jesús lo dijo: «A quien me ama, me ma­ nifestaré». Un torbellino de voces de las más varias proce­ dencias inundan frecuentemente nuestra alma, es­ pecialmente cuando ésta no sabe todavía qué cosa significa amar a Dios. Son voces sin sonido, pero potentes: voces del corazón, voces de la inteli­ gencia, voces de remordimiento, voces de pesar, voces de las pasiones... y nosotros seguimos hoy una, mañana otra, llenando nuestra jomada de actos que son concreción de aquellas voces o al menos en algún modo están determinados por ellas. Por eso, a veces, aun viviendo en gracia de Dios, la vida tiene sólo breves momentos de sol y el resto está inmerso en n hastío que una vez más fuerte que todas las demás, a menudo se alza a condenar, como si ésa no fuese la verdadera vida, la vida plena.

P

orque

Si el •»«*»« en cambio se vuelve hacia Dios y se pone a amarlo y su amor es verdadero, es concre­ to, es de cada instante, entre las muchas voces que la vida, advierte de vez en cuando una. que voz es una luz que suavemente va abriendo brecha en el intrincado concierto del alma. Es un pensamiento casi imperceptible que se ofrece al alma, tal vez más delicado, más .sulii que los demás. Esta es, a veces, voz de Dios. Entonces el alma que se ha decidido por el Señor, que no quiere medir sino que quiere darlo todo o Él, hace surgir del pantano aquel pequeño surti­ dor límpido y sereno; es un zafiro entre tantas piedras, es como el oro entre el polvo. Lo toma, lo limpia, lo saca a la luz, lo traduce en vida. Y sí por ventura aquella alma ha decidido ir a Dios con otras almas, a fin de que el Padre goce del amor fraterno entre sus hijos, ella —aconsejada por quien representa para ella a Dio» en la tierra— comunica con discreción su tesoro a los demás, a fin de que el bien sea común, circule lo divino, y, como en una competición, ei

uno aprendu del otro a amar mejor al Scflor. Obrando así el alma ha amado doblemente: ha amado en el realizar el querer de Dios, ha amado en el comunicarlo a los hermanos. Y Dios, fiel a sus palabras eternas, continuará paso a paso ma­ nifestándose a ella. Todo eso es sumamente deseable mientras núestro corazón no esté el día entero sumergido más que en pensamientos de ciclo hasta desbordar, y nuestra vida, alimentada por los sacramentos, esté como endiosada. Dios se da, si se tiene, y se tiene si se Le ama. Entonces se podrán encender en el mundo os­ curo y sin relieve pequeños soles que indicarán a muchos el camino. Soles que calentarán en la humildad to*tal de su vida completamente inmo­ lada al Scflor, donde ya no hablan ellos, sino que habla Él, donde ya no viven, sino vive Él.

Cuando la unidad con los hermanos es completa

unidad con los hermanos es completa, cuando de las dificultades ha florecido nueva y con creciente plenitud —y, así como la noche se ha disipado en día, las lágrimas en luz— entonces, muy a menudo, Te encuentro, Señor. Volviendo al templo de mi alma, Te encuentro, o —apenas las circunstancias me dejan sola— me invitas, me atraes, dulce pero decididamente, a Tu divina presencia. Entonces sólo Tú reinas dentro y fuera de mí, y la casa que me has dado —para el peregrinar de la vida— la siento y la llamo morada de mi Dios. Es amor esta presencia Tuya, pero un amor que el mundo no conoce. El cilma está sumergida en este delicioso néctar y el corazón parece transformarse en el cáliz que lo contiene. El alma toda es un canto silencioso conocido por Ti: una melodía que Te alcanza porque parte de Ti y está compuesta por Ti. Son estos los momentos en que la paz parece sus­ tancial, en que la certidumbre de la salvación es diamantina, y en que parece, aun estando en la tierra, que se nada en el Cielo.

C

uando la

Y... cosa extraña —extraña para la inteligencia humana—; hemos estado con los hermanos todo el día y, por la noche, hemos encontrado al Se­ ñor, que ha disipado toda huella y todo recuerdo de criatura. Parece innecesaria la fe en aquellos momentos, la fe en Su existencia. Él, llenando dulcísimamente nuestra casa, conver­ tido en porción nuestra, en nuestra única here­ dad, Él mismo nos ha dicho Su existencia.

Una vez que hemos conocido a Dios

na vez

que hemos conocido a Dios, cuando no hemos merecido Su luz porque no hemos es­ tado vigilantes en el amor y nos hemos dejado abatir por la cruz sin disfrutar la gracia, el alma se agita inquieta en la oscuridad y en la angustia y Lo busca. Busca el Amor. Lo llama. Lo invoca, a veces grita y gime. Pero no lo encuentra. No lo encuentra porque no ama. Dios no cede. Tiene una ley inmutable. Pasarán los cielos y la tierra. Sus palabras no tienen excep­ ción. El alma no tiene derecho al amor antes de amar: recibirá amor cuando tenga amor. Dios la ha hecho a su imagen y semejanza y res­ peta en ella la dignidad de que la ha revestido. Es el alma la que ha de tomar la iniciativa y comenzar a amar, correspondiendo a la Gracia. Entonces viene Dios, se manifiesta a quien Le ama, da a quien tiene y éste permanecerá en la abundancia. El alma que ama participa de Dios y se siente dueña. Nada teme. Todo para ella recobra valor. Se pasa de la muerte a la vida cuando se ama.

U

Quizás más bello aún

EL CORCEL Con su pezuña escarba la tierra, se lanza con brío, va al encuentro de los enemigos armados. No conoce el miedo, no se rinde a la espada, oye sobre sí el ruido de la aljaba el vibrar de la lanza y el escudo espumeando y agitado devora la tierra, no aguarda el sonido de los trompas. Oyendo el clarín, dice: «¡Vámos!» Olfatea de lejos la batalla, las voces de los capitanes y el gritar de los soldados. (Job, 39, 21-25) Si se abre la Escritura y se lee en el Antiguo Testamento la descripción que Dios hace de algu­ nos animales, nos damos cuenta de que ningún poeta o pintor los ha cantado o pintado de ma­ nera tan viva y tan esplendorosa. Era necesario el ojo de Quien los ha creado para inspirar semejantes descripciones majestuosas. Tal

vez el nuestro no está muy educado para ver lo bello, o ve sólo lo bello de un cierto sector de la vida humana y natural, porque no hemos educado al alma.

La muchacha campesina, a pesar de estar siempre en contacto con la naturaleza, rica en huellas de Dios, cuando llega a la ciudad se viste con los colores más extraños, con una desarmonía que hiere los ojos. Para ella lo bello es así y las me­ jores obras de arte no valen mucho, o nada, por­ que no las comprende.

Pero a los ojos de Dios, ¿será más hermoso, el niño que te mira con ojitos inocentes, tan se­ mejantes a la naturaleza límpida y tan vivos; o la jovencita que deslumbra como la lozanía de una flor apenas abierta, o el viejo marchito, encane­ cido, ya encorvado, casi del todo inhábil, en espe­ ra sólo quizás de la muerte? El grano de trigo, tan prometedor cuando, más tenue que un tallito de hierba, agarrado a los granos hermanos, arracimados, formando la es­ piga, espera madurar y desgajarse solo e indepen-

diente, en la mano del agricultor o en el regazo de la tierra, es bello y lleno de esperanza. Pero también lo es cuando, ya maduro, es esco­ gido entre los otros por ser mejor, para ser ente­ rrado y dar vida a otras espigas: él contiene ahora la vida. Es bello, es el elegido para las futuras generacio­ nes de mieses. Pero cuando enterrado, marchitándose, reduce su ser a poca cosa, más concentrada, y lentamente muere, pudriéndose, para dar vida a una plantita, distinta de él, pero que de él recibe la vida, tal vez es más bello todavía. Bellezas varias. Y una más bella que la otra. Y la última la más bella. ¿Verá Dios así las cosas? Aquellas arrugas que surcan la frente de la viejecita, aquel andar curvo y tembloroso, aquellas pocas palabras llenas de experiencia y sabiduría, aquella mirada dulce de niña y mujer a la vez, pero más buena que una y otra, es una belleza que nosotros no conocemos.

Es el grano de trigo, que apagándose, está a pun­

to de encenderse a una nueva vida, distinta de la primera, en cielos nuevos. Yo pienso que Dios ve así las cosas y que el apro­ ximarse al cielo sea muchísimo más atrayente que las varias etapas del largo camino de la vida, que en el fondo sirve sólo para abrir aquella puerta.

M aría

no es fácilmente comprendida por los hombres, aunque muy amada. Es más fácil encontrar en un corazón alejado de Dios la devo­ ción a Ella que la devoción a Jesús. Es universalmente amada. Y el motivo es éste, que María es Madre. Las madres, en general, no son «comprendidas», son amadas, sobre todo tratándose de sus hijos pequeños, y no es raro el caso, antes bien es fre­ cuentísimo, que incluso un hombre de ochenta años muera pronunciando, como última palabra:

M

a r ía

«madre».

La madre es más objeto de intuición del cora­ zón que dé especulación del entendimiento, y más poesía que filosofía, porque es demasiada real y profunda, cercana al corazón humano. Así es respecto a María, la Madre de las madres, que la suma de todos los afectos, las bondades, las misericordias de las madres del mundo, no son capaces de igualar. Jesús está en cierto modo más enfrente de nos­ otros: Sus palabras divinas y esplendorosas son demasiado distintas de las nuestras para confun­

dirse con ella*; son incluso signo de contra­ dicción. María es pacifica como la naturaleza, pura, se­ rena, tersa, templada, bella; aquella naturaleza le­ jana del mundo, en la montaña, en el campo, en el mar, en el cielo azul o estrellado. Y es fuer­ te, vigorosa, ordenada, continua, inflexible, rica de esperanza, porque en la naturaleza está la vida que aflora perennemente benéfica, ornada de la vapo­ rosa belleza de las flores, caritativa en la rica abundancia de los frutos. Alaría es demasiado sencilla y está demasiado cerca de nosotros para ser «contemplada». Ella es «cantada» por corazones puros y enamo­ rados que expresan de sí mismos lo que hay de bueno «a ellos. Trae lo divino a la tierra, suavemente, como un celeste plano inclinado que desde la inmensa al­ tura de los délos desciende a la infinita pequcficz de las criaturas. Es la Madre de todos y de cada uno, la única que sabe balbucear y sonreír a Su nifio, de una ma­ nera tal que cualquiera, por pequeño que sea,

puede gozar de aquellas caricias y responder con su amor a amor, María no se comprende porque está demasiado cerca de nosotros. Ella, destinada desde toda la eternidad a traer a los hombres las gracias, di' vinas joyas deJ Hijo, está allí Junto a nosotros y espera, siempre paciente, que percibamos su mirada y aceptemos su don. Y si alguno, para su dicha, La comprende, la transporta a Su reino de paz, donde Jesús es rey y el Espíritu Santo es el aliento de aquel cielo. Desde allí, purificados de nuestras escorias e ilu­ minados en nuestras oscuridades, La contempla­ remos y La gozaremos, paraíso adjunto, paraíso aparte. Desde aquí merezcamos que nos llame por «Su camino», no para permanecer pequeños en el es­ píritu con un amor que es sólo súplica, implora­ ción, llamada, interés, sino para que, conociéndo­ la más, podamos glorificarla.

La Capitana

ha dicho que Jesús es el esperado de la hora Sepresente, que urge su retomo, que su espíritu ha de saciar los ánimos desorientados, descora­ zonados, debilitados de algunos hombres, y que ha de confundir los espíritus soberbios, altivos y autosuficientes de otros, que hacen balancearse la humanidad hacia el absurdo, hacia la autodecapitación, hacia el ateísmo. Pero cuando Jesús vino a la tierra, hace dos mil años, quiso tener necesidad de un camino que, con divina fantasía, se había pensado y prepa­ rado en los cielos. Era María. Quiso tener necesidad de Ella para su nacimien­ to, deápués de su nacimiento, durante su vida oculta, también en la vida pública, e incluso des­ pués de su muerte y resurrección. Se sirvió de Ella para Sí y para su obra, su Iglesia, su Cuerpo Místico. Hoy como entonces, Jesús no volverá sino por María. Nosotros seremos verdaderos cristianos, como Cristo nos quiere, si somos marianos. Por tanto, para que Jesús vuelva a muchos hom­

bres y también a nosotros, debe preparam os Ma­ ría. La humanidad, el Cuerpo Místico de Cristo, las almas escogidas del Cielo, como canales para tantos, deben ser trabajadas por María. Y el puesto de María en este siglo nos lo ha indi­ cado el Papa Pío X II: es el puesto de Reina. Recordamos —¿y quién nos lo quitará de la men­ te?— el día de la proclamación de la Realeza de María. En la plaza de San Pedro, atestada de gente, mirábamos aquella majestuosa figura blanca y escu­ chábamos con gran alborozo las palabras de alabanza y de exaltación a María, reconocida por Reina del mundo y del universo. De golpe un es­ tremecimiento sobrecogió a la masa: el Papa ca­ llaba, pero hablaba su actitud. Como uno *de tan­ tos, se apartó a un lado del balcón y levantó en el centro la imagen de María coronada como Reina. El Papa nos dijo con aquel gesto, más que con mil palabras, cuál era el puesto de María. Él, Vicario de Cristo, no desdeñó estar con nosotros en el puesto de hijo y súbdito de María, como ya lo hizo Jesús. Entonces, si es reina, ¡es preciso que reine! Pero, como la del Hijo, su realeza es realeza de

amor, lo cual significa que Ella reinará si nos­ otros la dejamos obrar, porque el amor es respeto de la libertad. Es realeza de amor, pero realeza, y como los me­ jores reyes, gobernará a sus súbditos con suma dedicación, pero querrá y deberá hacerse capi­ tana de su ejército y combatir cuando los hijos estén en peligro. También hoy María pensará en hacer una guerra. Hay tanta tiniebla en el mundo, tanto odio, tanta persecución contra su Iglesia, de cuyos miembros es madre, que no podrá estarse quieta, precisamente porque la suya es una realeza ma­ terna.

Y entonces, no pudiendo volver Ella a la tierra, moverá a sus hijos fieles a esta batalla. Cuando en el mundo se supo de Ella por primera vez, fue presentada a nuestros antepasados como vencedora de una lucha; y la Inmaculada, que alza la mirada al Cielo, reflejando en sus ojos purísimos la pacífica beatitud del Paraíso, tiene bajo el pie la serpiente aplastada. Es el amor evangélico que en el mundo, donde

la Iglesia es militante, no puede sino asumir tam­ bién esta forma. María, pues, conducirá también hoy una batalla y vencerá. Instruirá a sus súbditos y soldados en el uso de las armas celestiales, con las cuales querrá hacer el mayor número posible de prisio­ neros del ejército adversario, confundiéndoles con su amor, más fuerte que la muerte, con la espe­ ranza de que vuelva Satanás al infierno, quizás acompañado de las falsas filosofías, teorías, here­ jías, desterradas definitivamente del mundo, con el menor número posible de hombres derrotados, pero siempre llamados reiteradamente por todos los medios y todos los sistemas, a volver a Ella en la Iglesia que su Hijo ha fundado, no para que los pecadores se pierdan, sino para que se conviertan y vivan.

quieres conquistar una ciudad al amor de Si Cristo, si quieres transformar un país en reino de Dios, haz tus cálculos. Reúne amigos que ten­ gan tus mismos sentimientos. Ünete con ellos en el nombre de Cristo y pídeles posponerlo todo a Dios. En seguida cstablccc un pacto con ellos: pro­ meteos amor perpetuo y constante, a fin de que el Conquistador del mundo esté siempre en me­ dio de vosotros y sea vuestro jefe, para que, des­ truido vuestro yo en el amor, la Madre del Amor hermoso os sostenga a cada paso, os enjugue toda lágrima, os sonría a cada alegría. Toma luego las medidas de la ciudad. Busca el jefe espiritual de la misma. Y vete a él con tus amigos. Expónle tu plan, y si él no consiente, no des ni un paso, pues lo estropearías todo. Si él te aconseja y te ofrece normas, acéptalas como mandato y hazlas palabras de orden para ti y tus amigos. Háblale de tu devoción, porque Cristo te lo ha ordenado y ofrécete a ayudarlo —con tu aporta­ ción espiritual— en su grave cometido.

Interésate después por los más miserables, por los andrajosos, por los abandonados, por los huér­ fanos, por los presos. Sin dar tregua a la acción corre con los tuyos a visitar a Cristo en ellos, a confortarlos, a reve­ larles que el amor de Dios está cerca de ellos y les sigue. Si alguno tiene hambre, llévale de comer y si está desnudo, llévale con que vestirse. Si no tienes vestidos o alimentos, pídeselos con fe al Padre Eterno, porque son necesarios a Su Hijo, Cristo, a quien tú quieres servir en cada hombre y Él te escuchará. Cargado de bienes y de cosas, recorre las calles, sube a las buhardillas, baja a las bodegas, busca a Cristo en los lugares públicos y privados, en las estaciones, en los caminos, en los barrios bajos, y acaricíalo sobre todo con tu sonrisa. Después prométele amor eterno. Donde tú no puedes, lle­ gan tus plegarias y tus dolores unidos al Sacri­ ficio del Altar. No dejes a ninguno solo y no seas tacaño en las promesas, porque vas en nombre del Omnipo­ tente.

Mientras tú alegras al Señor en los hermanos, Dios pensará en llenarte a ti y a tus compañeros de dones celestes. Estos comunicadlos entre vosotros a fin de que la luz no cese y el amor no se apague. Si tu acción será decidida y tu hablar sazonado con sabiduría, te seguirán muchos. Divide estos hombres en varios grupos para que con ellos puedas fermentar la ciudad que quieres minar con el amor. Y continúa. Si los otros, conocida tu vida y vistas con sus propios ojos tus dádivas, te piden que les hables, habla, pero que el nervio de tu discurso sea las cosas que has aprendido de la vida. Refiérete en tus palabras al pensamiento de la Iglesia y de la Sagrada Escritura, en la cual tú y tu pelotón habréis bebido como de la primera fuente segura, inagotable, eterna: de modo que si el Pastor habla seáis vosotros Palabra viva suya. Aliviado, ayudado, iluminado, contento aquél que era el desecho de la sociedad, has puesto los funda­ mentos para el edificio de la nueva ciudad. Entonces reúne a los tuyos y repíteles las bien­

aventuranzas para que jamás pierdan el sentido de Cristo y de Sus predilecciones. Luego extiende la mirada y di a cada uno que todo prójimo, rico o pobre, hermoso o feo, capaz o no, es Cristo que pasa junto a él. Tu ejército, el ejército de Jesús, de María, esté a su servicio y cada uno llore con quien llora, goce con quien goza, comparta penas y alegrías cons­ tantemente, con todos los sacrificios, sin césar ja­ más. Compagina tu acción con la más profunda ora­ ción, elevada por tu ejército en perfecta unidad, a fin de que —por Cristo— se obtenga de aquella ciudad la mayor gloria. Y si el luchar cuesta, sabe que ahí está el secre­ to del éxito y que Quien te empuja ha pagado antes con su Sangre. Perdona y ruega por quien te mira con malos ojos, pues si no perdonas no encontrarás mise­ ricordia. Y si el dolor te consume, canta: «He aquí al Esposo mío, al amigo mío, al hermano mío», a fin de que a la hora de la muerte el Señor diga a tu alma: «Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven».

Esto para una ciudad hasta la victoria, es decir, hasta el punto en que el bien venza el mal y Cris­ to, a través de nosotros, pueda repetir: «He venci­ do el mundo».

Pero con un Dios que te visita cada mañana, si quieres, una ciudad es demasiado poco. Él es el que ha hecho las estrellas, el que guía los destinos de los siglos. Ponte de acuerdo con Él y mira más lejos: a tu patria, a la patria de todos, al mundo. Y que cada respiración tuya sea para esto, para esto todo gesto tuyo, para esto tu reposo y tu camino. Llegado al más allá, verás lo que más vale, y en­ contrarás recompensa proporcionada a tu amor. Obra de modo que no tengas que arrepentirte en aquella hora, de haber amado demasiado poco.

Vírgenes de hoy

época moderna, así como ve surgir descubri­ mientos, innovaciones y exigencias en el cam­ po técnico y en todos los campos de la vida hu­ mana, así también ofrece nuevas formas para la vida del espíritu, manifestaciones ni siquiera ima­ ginadas algún tiempo atrás, que se unen a las demás multiseculares y siempre acutales. Por ejemplo, a través de los Institutos Seculares, la vida de perfección, la consagración a Dios está diseminada en medio del mundo, y no recogida en las fortalezas de Dios que fueron y son los con­ ventos. Y esto es un progreso. Es un hecho que denota una madurez y que, si de una parte manifiesta el amor de Dios hacia la humanidad, siempre ávida de lo puro y lo sobrenatural, humanidad a cuyo servicio está destinada la virgen, de otra parte re­ vela, a pesar de las pérfidas herejías de nuestro siglo, una mayor confianza del Señor en sus creaturas, confianza provista naturalmente de las gra­ cias consiguientes. Hoy la virgen, la consagrada a Dios, está en pe­ ligro en medio del mundo, en las oficinas, en las escuelas, en el tranvía, incluso en los bares, porque a

L

—no obstante la fragilidad característica de su sexo— no tiene un velo que la cubra, ni los mu­ ros del convento que la puedan proteger, ni las rejas, ni el horario de la comunidad que regula la vida y es freno y sostén, ni los ojos siempre vigilantes de un superior. Menos aparato externo que pueda ayudar su en­ trega, su promesa y la exigencia consiguiente de una carga interna que, en medio del mundo se­ pare a la virgen de él, la mantenga constante­ mente unida a Aquél a quien ha elegido, o mejor dicho, a Quien la ha elegido por esposa y es por Su naturaleza incompatible con el mundo. A la virgen le falta naturalmente el atractivo de un claustro, el silencio, la clausura, que haría más vivo el sentido mismo de su donación, pero le queda, como consuelo, estímulo y ejemplo, un hecho incomparable, una estrella en su camino, que supera toda otra luz sin comparación: la Vir­ gen de las Vírgenes: aquélla que en belleza y en al­ tura, en santidad y en gracia supera no sólo a los hombres, sino a todos los ángeles, y que tanto unos como otros aclaman como Reina. María vivía entre los hombres en medio del mun­

do, y sin embargo no se ha dado ni se dará ja­ más criatura más unida al Señor que Ella. Es María la que enseña a las vírgenes de hoy el secreto de la perfección, de la ascensión a Dios, aunque sea entre el aturdimiento del mundo. María tiene su camino: es Virgen y es Madre. Madre de su Hijo y por Él Madre de la humani­ dad. Para esta Virgen el convento alcanza las di­ mensiones del mundo. En él Ella es como una fuente pública a la que todos pueden ir a beber: llena de maternidad hacia las almas, porque es viva, purísima e incandescente imagen de Dios que es amor, como encamación del amor o bra­ zos tendidos de la Providencia celestial a la hu­ manidad para servirla, para enjugar lágrimas, para cicatrizar llagas, para mostrar al Eterno. La Virgen María no tenía un vestido especial. Se ponía los trajes de su tiempo. Por lo tanto, mirán­ dola, la virgen de hoy no cree faltar en nada porque vista como las otras. Antes bien, éstos sus vestidos, que adapta lo mejor que puede a la moda de su época —moda que no ama para sí sino para los demás—, le resultan queridos: ellos son los que le permiten el acceso de su corazón infla­

mado por Dios a otros corazones que no conocen a Dios. Se convierte en un medio para llevar a cabo su misión, un arma para combatir por el Señor, y porque el fin es óptimo, el medio es tam­ bién amado. La Virgen María no tema otras vírgenes compañe­ ras que siempre conviviesen con Ella. Ella estaba sola con Dios: con Dios antes de la Encamación, con Dios Hijo suyo después de la Natividad, con Dios en el Cielo después de la Asunción. Por esta soledad no perdió la contemplación: an­ tes bien es precisamente la soledad la que favorece la unión mística con el Señor. Las vírgenes de hoy, que Dios ha diseminado en el mundo sombrío, como pequeñas estrellas en un firmamento negro, están solas. Están solas no porque las otras no las amen, pues muy a menudo se ve en ellas verificada la Escri­ tura, cuando dice: «Muchos más serán los hijos de la abandonada que de la que tenía marido», sino porque Jesús mismo, hablando de la virgini­ dad, ha dicho: «No todos comprenden». Las vírge­ nes, en lo que tienen de más sagrado y bello no son comprendidas, antes bien, a veces, por el odio del

mundo, son despreciadas. En esto encuentran ali­ mento de lágrimas y de sangre para poder hacer fecunda su maternidad espiritual y dan garantía de trabajar por el Eterno, por Aquél que, Virgen, murió en la cruz atrayendo todos a Sí. Es bella la virgen del mundo en su soledad. Por­ que sola está unida a Dios y porque unida a Dios, está alta y lejana. Alta y lejana para un abrazo más vasto a la humanidad. Beneficia a muchos, como el Esposo que le ha imprimido en el cora­ zón el sello del amor sobrenatural. Sólo con su existencia, es testimonio de un equilibrio que el cristianismo ha restablecido: la igualdad entre el hombre y la mujer. Pues si el que es virgen es ya gran cosa, en la virgen la belleza está redu­ plicada, en cuanto que la mujer estaría natural­ mente inclinada a apoyarse en el hombre. Como flor en capullo cortada y ofrecida en el altar, la virgen canta la grandeza del alma humana hecha para el Cielo, aquel Cielo en el cual no seremos ya como hombre o mujer sino como ángeles. Y para damos una idea de cuán bella es la vir­ gen, basta pensar en cómo la considera Dios. Si en la Iglesia el Señor, a través de los siglos,

ha querido revelar un secreto para todos los hom­ bres, fita querido dictar un mensaje, manifestar su deseo, frecuentemente se ha dirigido a las vír­ genes como a las confidentes más seguras. Han sido ellas como antenas que han captado lo divino. El sacrificio y el amor les ha hecho particularmen­ te sensibles, y como «otra María», han distribui­ do, siervas del Señor, por medio de la Iglesia, el don a los hermanos.

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Prefacio....................................................... Pág. 5 La llave del enigm a................................... »9 Es tan hermosa la m a d re ......................... » 13 Dilatar el corazón ...................................... » 15 Pasarán los cielos y la tie r r a ................... » 17 Dame a todos los que están solos............. » 18 Dos cosas secretas....................................... * 19 No mi voluntad, sino la Tuya ................. » 20 Jesús no se quedó en la tie rra ................... » 21 «Es más fácil que un camello...»............. » 23 Sería para m orirse...................................... » 25 El f r í o .......................................................... » 26 Heloi, Heloi, Lama Sabacthani ................. * 27 Querría dar testim onio.............................. » 28 Tengo un solo esposo en la tie rra ............. » 29 V igilad.......................................................... » 30 Si tu s u fre s ................................................. » 31 En el amor lo que vale es a m a r .............. • 33 Las palabras de un p a d r e ......................... » 34 Si estamos unidos, Jesús está entre nos­ otros .......................................................... » 36 ‘Hay quien hace las cosas por a m o r........ » 38 Cualquiera que no renuncie ..................... » 39