Matrimonio

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ííy»iU BIBLIOTECA CRECE-QUITO III

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Colección «PASTORAL»

B attista B orsato

71

Imaginar el matrimonio

Editorial SAL TERRAE Santander

Esta traducción de Immaginare il Matrimonio se publica en virtud de un acuerdo con Centro Editoriale Dehoniano (Bologna) y con la media­ ción de la Agencia Literaria Eulama (Roma). Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico sin permiso expreso del editor. y»

Indice

Prólogo

...............................................................

Título del original italiano:

1. Casarse... ¿para qué? ¿Para ser felices? . . . .

Immaginare il Matrimonio

2. ¿Qué añade al amor el casarse en la Iglesia?

©200 by Centro Editoriale Dehoniano Bologna (Italia) Traducción: Alfonso Ortiz García

© 2003 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: [email protected] www.salterrae.es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1496-2 Dep. Legal: BI-539-03 Diseño de cubierta: Copicentro - Santander Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

9 11 .

3. Vivir el amor es ya vivir la f e ...................

37

4. De la vida de Jesús La calidad del amor c o n y u g a l..................

46

25

5. Naturaleza esponsal de los sacramentos . . . .

61

6. La pareja y el compromiso en el mundo . . . .

79

7. La comunicación en la p a r e j a ..................

91

8. Sexualidad y espiritualidad. Deseo del otro y búsqueda de D i o s .......

106

9. La promoción de la mujer: ¿un ataque a la estabilidad c o n y u g a l? ....

120

10.

El amor como aprendizaje de la alteridad . . .

11.

Vivir la paz entre la pareja y los h i j o s ...

148

12. Crisis de la pareja: ¿un hecho saludable o un fracaso?............

161

133

Prólogo Cuando me proponen dar alguna charla sobre temas fami­ liares o matrimoniales o escribir algún artículo para una revista, procuro atenerme a la competencia o a la sensibi­ lidad «diversa» en relación con la teología del matrimonio y la experiencia pastoral que me reconocen quienes me invitan. Confieso que, por fortuitas y afortunadas circunstan­ cias, y quizá también por mi propia inclinación, el tema de la relación entre los esposos ha ocupado buena parte de mi atención y mi reflexión. Pero con la misma franqueza me gustaría señalar que mi interés y una gran parte de mis estu­ dios se han dirigido y siguen dirigiéndose a buscar el senti­ do auténtico de lo que significa ser Iglesia y a investigar la relación Iglesia-mundo. Reconozco, sin embargo, que no he vivido estos dos intereses (con relación a la realidad matrimonial y a la rea­ lidad eclesial) ni de forma paralela ni de manera alternati­ va. Siempre me ha seducido la idea de que la relación matrimonial es un paradigma de las relaciones que deberí­ an reinar dentro de la Iglesia para que ésta pueda ser comu­ nidad: lo será el día en que sepa centrar su atención en la comunidad esponsal y familiar. Se trata de dos comunida­ des que tienen el mismo temperamento: la comunión. No pueden ignorarse; más aún, tienen que conocerse y fecun­ darse mutuamente. La Iglesia nunca llegará a ser Iglesia si n« es una comunidad nupcial en que las personas priman sobre las funciones, la comunión sobre la organización, la tensión hacia el futuro sobre la mirada al pasado.

Por algo el Concilio Vaticano II, al reflexionar sobre lo que es la Iglesia, ha vuelto a descubrir el carácter evocador del matrimonio y, analizando a continuación la comunidad matimonial, ha vislumbrado que allí está ya presente la Iglesia. También la relación de la Iglesia con el mundo se ve iluminada por el amor conyugal: hacer crecer al mundo dejando que sea mundo, sin obligarlo a ser Iglesia; acudir a él para aprender lo que nos puede enseñar; saber apreciar el pluralismo de ideas y de opciones...: todas éstas son actitu­ des que se derivan del amor de alteridad, que adquiere valor y tiene su fuente en la relación de los esposos. Podría incluso decirse que el estímulo más significativo que procede de la relación conyugal guarda relación con el sentido de la fe. ¿Qué significa «creer»? ¿Cuándo es uno creyente? El análisis del acto de amor lleva a iluminar la naturaleza de la fe y su cualidad. Amar es realizar el éxodo del yo al otro, es la llamada a dejar la propia tierra (el pro­ pio yo) para caminar hacia otra tierra (hacia el otro). Este dinamismo es también el que se activa en el acto de fe. Hablar del amor del hombre y de la mujer es, por tanto, tocar la estructura misma del ser humano como ser abierto al otro. El amor es percibir que el yo no lo es todo, que no se basta a sí mismo y que siente el deseo del otro: es ésta una puerta tras de la cual pueden abrirse otras muchas, hasta llegar a aquella que nos abre al Otro que es Dios. En los distintos capítulos de este libro he intentado penetrar en ese entramado y esbozar su imagen. Se trata de un entramado en el que las diversas realidades (el amor humano, la fe, la Iglesia, el mundo) se iluminan mutua­ mente, como para hacer ver que ninguna de ellas puede aclararse y crecer sin las otras. Indudablemente, se trata de un pensamiento que no pasa de ser una intuición; pero también es cierto que algu­ nas meras intuiciones pueden dar paso a un futuro y a unas metas más amplias. Sobre este horizonte, sobre este trasfondo, es como adquiere todo su significado el título Imaginar el matrimonio.

1

Casarse... ¿para qué? ¿Para ser felices? Preguntas 1. Casarse... ¿para qué? Mientras que, hasta hace algunos años, en nuestra cultura se preguntaba (y en parte se sigue preguntando hoy) «¿para qué casarse en la iglesia?», hoy la pregunta se ha hecho más radical y se refiere precisamente al «¿para qué casarse?», es decir, al sentido del matrimonio. Ha de reconocerse que el actual progreso social y cultu­ ral plantea preguntas «nuevas» y «distintas» respecto del pasado. Y ello nos obliga a pensar para hallar nuevas respuestas. No se trata nunca de preguntas ociosas, ya que nos obli­ gan a repensar continuamente el sentido de lo que vivimos y escogemos: este sentido, «recuperado en su antiguo esplendor», nos dará impulso para vivir mejor la realidad, en nuestro caso la realidad matrimonial. Además, presenciamos con preocupación el naufragio de muchas parejas: cansancio, separaciones, divorcios, que nos alarman y nos hacen pensar a todos... Esta inquietante realidad no se debe tanto a la falta de compromiso del individuo o de la pareja concreta (hay demasiados y demasiado fáciles juicios moralistas al res­ pecto), ni siquiera a la falta de preparación para la vida matrimonial (esto puede tener una cierta influencia, pero no decisiva). Es más bien el reflejo de la transformación cultu­ ral y del cambio social que afectan hoy a nuestra vida. «El

género humano se encuentra hoy en una nueva era de su historia, caracterizada por la gradual expansión, a nivel mundial, de cambios rápidos y profundos»1. Hoy vamos hacia la cultura del sujeto; es decir, la per­ sona quiere buscar por si sola y darse de manera autónoma la respuesta a sus problemas; por eso no acepta verse englo­ bada en una respuesta dada por otros o de una vez para siempre, sino que quiere ser creadora de su futuro a partir de su realidad. Caminamos hacia la cultura de la diferencia y de la alteridad. Procedemos de una cultura de la unidad, que se confundía con la uniformidad. En nombre de esta unidad se exigía una autoridad fuerte, se invocaban leyes concretas y se postulaba la obediencia. El primer ataque, al menos a nivel popular, contra esta unidad llegó de este descubri­ miento que es casi un grito: «La obediencia ha dejado de ser una virtud» (don Milani); este grito denuncia la unidad y exalta el valor de la conciencia, el valor d e la respuesta personal. En términos culturales y filosóficos, este ataque a la unidad, entendida como uniformidad, procede del pensa­ miento débil, que afirma que cada persona es distinta y diferente de las demás; que no puede haber respuestas uní­ vocas, proyectos iguales para todos; y, sobre todo, que no puede haber una visión global a la que todos tengan que someterse. Así pues, este valor de la diferencia acentúa la impor­ tancia de la originalidad de cada uno, la cual exige que no se sofoque a la persona ni siquiera en nombre del amor, y que se respete y promueva el proyecto de cada uno. En efecto, se ha dado un giro en la manera de concebir el amor y el matrimonio: del amor entendido como fusión se está pasando al amor entendido como respeto a la alteridad de la pareja. También la verdad se concibe, no ya com o una realidad estática, sino dinámica. Está siempre en cami no. El libro II 1.

Gaudium et Spes, 4.

pensiero nómade2 pone de relieve que la verdad camina, crece, y que el hombre tiene que ser un caminante, como Abrahán, en busca de esa verdad plena siempre nueva. En este libro se subraya que el «hombre carece de tierra fija y estable», que debe irse cada vez más lejos de su tierra, es decir, que no debe detenerse en los sentidos absolutos, ya que la tierra está deshabitada de sentidos absolutos. Tal actitud es notablemente creativa, pero es también compro­ metedora, a veces inquietante, porque no da tregua alguna ni reposo. El mismo concilio Vaticano II se mueve en esta línea cuando afirma que la Iglesia es un pueblo peregrino. El gran filósofo Popper sostiene que «el hombre nunca puede pretender haber alcanzado la verdad»3. En esta atormentada pero también fascinante eferves­ cencia cultural, el hombre no puede vivir las realidades de siempre -e l matrimonio, los hijos, la sexualidad, la felici­ dad...- sin preguntarse por su sentido. Estas realidades han recibido significados diversos en relación con las diversas épocas de la historia, que no siempre se sostienen frente a los cambios culturales, sino que exigen otras respuestas. No hemos de ver esto como una derrota, sino como una opor­ tunidad que nos permite calar en profundidad, excavar otros sentidos, de manera que estas realidades adquieran nuevo brillo y manifiesten mejor su significado y la intencionali­ dad que inscribió en ellas el Creador. Por eso, si los jóvenes se preguntan hoy: «¿para que casarse?», no es que tengan una actitud derrotista con res­ pecto al matrimonio, sino que manifiestan la exigencia de hacer una opción conociendo mejor su sentido, para vivirla con mayor intensidad y sabiduría. 2. Junto a la normal convivencia conyugal están despun­ tando las «convivencias parciales», caracterizadas por el 2. 3.

E. B a c c a r i n i (ed.), II pensiero nómade, Assisi 1994. K. P o pp e r , II futuro é aperto, Rusconi, Milano 1996, 100-101 (trad. cast.: El porvenir está abierto, Tusquets, Barcelona 1992).

hecho de que ambos miembros de la «pareja» viven casi siempre solos, cada uno en su piso, aunque mantienen rela­ ciones afectivas. Esta forma de convivencia es más fre­ cuente en personas maduras que prefieren su propia liber­ tad a un vínculo global y definitivo; pero parece ser que está atrayendo la atención de los más jóvenes, ya que ello le permitiría a cada uno seguir su propio camino sin estar demasiado vinculado al otro. Es evidente que en estos casos el problema de los hijos queda anulado automáticamente, que la propia libertad se antepone al amor al otro y que, al final, la pareja acaba por no compartir la vida, o compartir­ la muy escasamente: tan sólo en la medida en que no per­ turbe demasiado la autonomía de cada uno. Se acude al otro pensando más bien en uno mismo. No sé si tendrá éxito esta cultura del «part-time» en la relación hombre-mujer, pero podría suceder perfectamente, porque responde mejor a la tendencia general del neo-indi­ vidualismo rampante. Pero habría que tener el coraje de decir que esta actitud no es conforme con la vocación ori­ ginal del hombre, que está llamado a «dejar su tierra, su yo», para «ir a otra tierra, al encuentro del otro», abriéndo­ se así a otras perspectivas y a horizontes halagüeños. La vocación del hombre no es la de detenerse, sino de salir y caminar. Hay que salir para oír, en tierras descono­ cidas, la palabra humana de Dios. Algunos hablan de la necesidad del «desarraigo» (xenitheia) para crecer. El amor es la llamada a este «desarraigo, a dejar las seguridades y las experiencias anteriores («el padre y la madre») para adentrase en nuevos conocimiento. Por eso el repliegue sobre uno mismo, uno de cuyos síntomas lo constituye la convivencia parcial, es índice de una cultura estática que teme al futuro y que no tiene el coraje de «perder la propia vida para ganarla». 3. También nos interpela el problema de las «convivencias conyugales». Pero éstas tienen una característica distinta de las convivencias parciales. Aquí lo único que falta es el

aspecto institucional civil o religioso, porque en reali­ dad los dos intentan compartir su vida, su tiempo, su eco­ nomía. La opción por la convivencia puede deberse a varias motivaciones. Hay quien escoge compartir para no comprometerse definitivamente con el otro, en cuyo caso parece imposible que nazca un compartir seguro y global. Hay quien escoge compartir para conocerse mejor antes de celebrar el matrimonio, corriendo el riesgo, a mi juicio, de que, frente a los inevitables conflictos, falte la energía suficiente para afrontarlos y superarlos, ya que puede ser más natural, dentro de las tensiones, acabar pensando que no está hecho el uno para el otro. Hay, finalmente, quien decide convivir proyectando un amor fiel, indisoluble, abierto a la vida y a la solidaridad, pero deseando que ese amor no se vea garantizado desde fuera a través de leyes civiles o religiosas, sino que, asu­ miendo la precariedad, encuentre en sí mismo la fuerza para rejuvenecer y crecer continuamente. Esta actitud puede parecer presuntuosa, pero, positivamente, puede indicar que el camino para mantener vivo el amor no pasa nunca por fuera, sino siempre por dentro de nosotros mismos.

Casarse... ¿para qué? ¿Es posible concebir un mundo futuro sin matrimonio, o es precisamente el matrimonio el camino para llegar a ser personas? Es ésta una pregunta sobre la que vale la pena reflexionar y en relación con la cual podría resultar estimu­ lante y enriquecedora la colaboración de todos. Habría que afrontarla sin prejuicios históricos ni ideológicos, pero sí con seriedad. También la tradición podría resultar nociva en esta investigación. La pregunta se refiere a todos, creyentes y no creyentes, ya que de lo que se trata es de buscar el camino para ser personas. Como creyentes, intentaremos escudriñar también el pensamiento bíblico, pero antes nos

detendremos más bien en la «naturaleza» de la persona en cuanto persona humana. Encontraremos en ella algunas líneas de orientación estimulantes, aunque sin el afán de «liquidar», ni mucho menos «agotar», este interrogante. Lo trataremos desde dos perspectivas: la antropológica y la bíblica. * Mirada antropológica. Una de las características más marcadas del hombre es el deseo. El hombre es un ser que desea. Ante todo, quien desea es porque suele carecer de algo. El deseo revela la falta de plenitud de nuestra rea­ lidad humana: no lo somos todo; somos seres indigen­ tes, seres necesitados. Desear significa, además, orien­ tarse hacia fuera de sí, ser algo más allá de uno mismo, superarse. Lévinas, filósofo judío, dice que el deseo nace también en una persona no necesitada. Según él, nace para conocer otras experiencias. Incluso Dios, en esta visión, es un ser de deseo. La relación con el otro es, pues, una dimensión constitutiva de la persona. El individuo no puede que­ darse encerrado en sí mismo: tiende a proyectarse hacia fuera, trascendiéndose, y en esta trascendencia se en­ cuentra con objetos, pero además encuentra a muchos individuos. Es verdad que puede tratarlos como objetos o como antagonistas, pero puede también aceptar el riesgo del encuentro. En este segundo caso, se comien­ za por reconocer al otro, por respetarlo, por promocionarlo, para ir dejando espacio, poco a poco, a una rela­ ción mutua, profunda y solidaria. Esta relación no es un límite para la libertad humana; puede percibirse como tal cuando el individuo se ve a sí mismo como un ser infinito, dotado de libertad absoluta. Pero el ser humano es un «ser de deseo», es decir, un ser limitado, abocado a la relación con los demás. Por consiguiente, la intersubjetividad es lo que salva al hombre de ser víctima de sí mismo, de atribuirse unas prerrogativas que no tiene,

a la vez que pone al individuo en una situación de rela­ ción que lo mantiene constantemente abierto a la supe­ ración, a la trascendencia de la realidad de los hechos, es decir, a la libertad. Por consiguiente, la persona se hace libre, se realiza a sí misma, en la relación con el otro (hombre o mujer) en el diálogo, la confrontación y el reconocimiento mutuo. No hay nadie absoluto, sino que cada cual se realiza en el encuentro con el otro, pero respetando su alteridad y su diferencia. La relación hombre-mujer es la condi­ ción para que cada uno pueda crecer. De donde se deri­ va que, cuanto más fiel y estable sea esta relación, tanto más crecerá el camino de reconocimiento mutuo, de identificación y de desarrollo de las propias posibilida­ des. La decisión de casarse indica el deseo de hacer estable esta relación, en la que se lleva a cabo el propio crecimiento y el del otro. Mirada bíblica. En el segundo capítulo del Génesis encontramos el relato de la creación de Eva. Se trata de un relato teológico, no histórico. Se da allí una podero­ sa e intuitiva reflexión sobre la relación hombre-mujer, sobre su atracción mutua. ¿Cuál es el sentido más denso de este relato? Se afirma que Dios, después de haber creado a Adán (se trata siempre de un lenguaje simbóli­ co), se puso a pasear con él a la hora de la brisa (3,8) y habló con él. Se trata, por tanto, de una relación de inti­ midad y de diálogo entre Pios y Adán. Luego se indica que Dios entregó toda la creación a Adán: las plantas, los animales, los ríos, la tierra... Adán se convierte en dueño de todos los bienes materiales. Sin embargo, está triste, se nos dice, porque está solo. ¿Cómo solo? ¿Aca­ so no tiene la amistad de Dios? ¿No tiene la posesión de las cosas, de los bienes materiales? Estas dos realidades no consiguen remediar la soledad del hombre. Esta sole­ dad será vencida con la llegada de Eva. ¿Cuál es el sen­ tido de esto? Sólo la relación interpersonal hombre-

mujer consigue dar al hombre y a la mujer el significa­ do de la vida; sólo la relación paritaria permite el diálo­ go y la confrontación. El Génesis utiliza para referirse a Eva la expresión «aliado que está delante de mí (tradu­ cido impropiamente por «ayuda adecuada»). El escritor sagrado se muestra atrevido: tiene el coraje de decir que la religión, Dios, no basta para dar sentido a la vida, y que tampoco los bienes materiales y el progreso son suficientes para colmar el vacío y la soledad del hom­ bre. Dios está demasiado arriba, y las cosas demasiado abajo: sólo la relación hombre-mujer crea esa intimidad, esa comunión que hace al hombre y a la mujer capaces de vivir y de perseguir su identidad. Cito a este propósi­ to una frase de Juan Pablo II, quizá una de las más ilu­ minadoras en este sentido: «El hombre no puede vivir sin amor. Sigue siendo un ser incomprensible para sí mismo. Su vida está privada de sentido si no se le reve­ la el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo expe­ rimenta, si no lo hace suyo, si no participa activamente en él... La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor»*. Así pues, el sentido de la relación conyugal hombremujer consiste en romper la soledad del hombre y darle su identidad. El hombre es creado, en su origen, «varón y mujer», comunión de personas y comunidad, y no como una realidad individualista y disgregada.

¿Casarse para ser felices? Hay que reconocer que no es fácil la vida en común del matrimonio, como lo demuestran las innumerables crisis y separaciones. Resulta más arduo vivir juntos que vivir solos. Una persona sola puede sufrir de soledad, pero tiene 4.

Ju a n P a b lo

n, Familiaris consortio, 18.17.

también sus ventajas: menos responsabilidad, más libertad e independencia, más posibilidades de seguir su propio espíritu creativo... El matrimonio, al menos aparentemente, parece conlle­ var una o diversas renuncias. Confieso que personalmente no acepto, al menos a nivel de tensión ideal, que el matrimonio sea considerado como el lugar de la renuncia, es decir, como la situación en la que ambos renuncian a algo para poder lograr su unión. Habrá que retocar los propios hábitos de vida o el propio carácter instintivo (estar con el otro podrá y tendrá que limar nues­ tras miras egoístas), pero el casamiento no puede ser el lugar de la renuncia, ni siquiera de la renuncia por amor. Dios le pide a la persona que exprese lo más que pueda sus posibilidades, no que las mortifique o las recorte. Eso no sería amor a sí mismo ni, por consiguiente, amor a la pare­ ja. ¿Cómo podría una persona mortificada en sus dones, aunque fuese el amor el que dictase esa mortificación, vivir una vida matrimonial gozosa y creativa? ¿Qué beneficio obtendría el otro miembro de la pareja de tener que convi­ vir con un compañero no realizado y no vivo? El amor y el matrimonio no tienen que vivirse como una renuncia, sino como lugar de promoción y de liberación. Vuelvo ahora a la pregunta inicial: «Casarse... ¿para qué?». Muchos responden: «Para ser felices» o «para ser más felices». En efecto, algunos leen el relato de la crea­ ción de Eva bajo la perspectiva de la felicidad. Adán se siente triste en su soledad, y con Eva estalla de felicidad. Pero hoy esta lectura ha sido puesta justamente en discu­ sión. El gozo explosivo de Adán nace de haber encontrado a «otro» con quien dialogar. Casarse para lograr la felicidad es una actitud, un objetivo que suena a egoísmo. Como si se dijera: «Me caso contigo para tener la felicidad». El fin no es el amor tuyo, el amor a ti, sino mi felicidad. El otro se convierte en un instrumento para la propia felicidad. Esta misma distorsión se verifica también en la cultura teológica. Abrazar la vocación al presbiterado o a la vida

religiosa ha estado motivado muchas veces por el deseo de conseguir la felicidad, si no en este mundo, sí al menos en el otro. De todas formas, se trataba de buscar al propio yo. En lo cual había mucho de egoísmo y de individualismo. Por otro lado, me parece que se puede afirmar, que si dos se casan para alcanzar la felicidad, dejando de lado el hecho de que se trata de un objetivo egoísta, nunca serán felices. La felicidad es una realidad periférica: puede llegar como consecuencia de otros valores y de otros objetivos. ¿Para qué casarse? Vuelve insistente la pregunta. Puede haber muchos motivos para ello, pero recogeré uno que creo que es el más convincente y que, con agradable sor­ presa, he encontrado muy bien expuesto en una carta de la escritora Milena Jeshenka, que tuvo una larga relación afec­ tiva con el escritor Kafka. Afirma Jeshenka: «La función del matrimonio consiste en tolerar la naturaleza del otro, en tolerar que el otro se sienta libre para ser lo que es». En la cultura actual podría decirse lo siguiente: «La fun­ ción del matrimonio consiste en acoger y promover la dife­ rencia del otro dejando que sea otro». Por tanto, si nos ate­ nemos a esta afirmación, uno no se casa para ser feliz, sino para consentir al otro que se exprese, que crezca tal como es. Casarse es activarse mutuamente, el uno y el otro, sus diversas posibilidades. Jeshenka desarrolla esta idea con otra afirmación incisi­ va: «El amor es el apoyo para una conciencia enferma de sí misma». Toda persona sabe que está enferma, que es débil y frágil, que se equivoca y que puede equivocar al otro. Casarse significa encontrarse con una persona que te acep­ ta incluso en tus errores, que no te rechaza ni siquiera en el pecado, que está contigo pase lo que pase: y este sentirse amado «pase lo que pase» te da ganas de vivir y de afron­ tar cualquier problema que se te presente. En este punto, me gustaría dar una sugerencia a los esposos: no soñéis con un matrimonio feliz, sino compro­ meteos a no arredraros en la ayuda al otro, para que cada uno encuentre su propio camino y busque su propio pro­

yecto sin aflojar nunca, aun cuando afloren los defectos y se cometan algunos errores. No es el matrimonio el que hace felices: son las dos personas las que pueden hacer «feliz» al matrimonio. Aquí encuentra su lugar el valor liberador de la fideli­ dad incluso en el tiempo. La persona puede crecer, desde luego, incluso con unas relaciones provisionales; pro sólo en una relación estable, definitiva, puede entrar en la pro­ fundidad del propio ser y revelarse plenamente sin miedo a verse abandonada. Pero esta definitividad no puede vivirse como una ley o un deber, sino como el camino a lo largo del cual se hace auténtica la relación y en el que cada persona alcanza el grado más alto de plenitud. En este sentido, la indisolubili­ dad es un valor, una profecía a la que hay que tender. A propósito de la felicidad, me gustaría recoger dos ideas incisivas, una del filósofo Kant y la otra de Feuerbach. Las recojo porque pueden servimos para captar la ambi­ güedad de la tensión a la felicidad. Si la fidelidad se con­ vierte en un ídolo, es peligrosa; pero si es la consecuencia de un modo de vivir, hay que acogerla y saborearla. Kant afirma que la razón ordena al hombre liberarse de todo impulso y de todo instinto que, aunque no sean egoístas, ponen el placer y la felicidad por encima de todo. La razón mueve al hombre, no ya a alcanzar la felicidad, sino a bus­ car un fin: el crecimiento de la propia persona, que, una vez alcanzado, puede llevarlo a la felicidad. Así pues, ésta puede conseguirse cuando no se busca por sí misma, sino cuando llega como fruto de un proyecto de vida5. Feuerbach, por su parte, sostiene que el instinto del hombre tiende a la felicidad. El hombre quiere su propia felicidad, se identifica con ella, y cuando se siente privado de ella, se suicida. Por tanto, según Feuerbach, el hombre que desea a toda costa la felicidad ya no es libre: no es libre '

L K ant’ Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca 1994,

118-120.

quien se aferra a su propia felicidad hasta el punto de no poder seguir existiendo sin ella6. Tan sólo los hombres y las mujeres desligados de la bús­ queda afanosa de felicidad tienen la valentía de proseguir objetivos de justicia. Los profetas no buscaron su felicidad, pero sí incrementaron los valores de la persona dentro y fuera de ellos. Los profetas, una vez promocionados, pro­ vocaron también la felicidad, que es la consecuencia natu­ ral de una persona realizada o de un objetivo buscado, aun­ que no haya sido alcanzado todavía. En la perspectiva matrimonial, la felicidad sólo podrá proceder de una relación que se desarrolle dentro del respe­ to, la acogida, la escucha del otro. Pero el acento no hay que ponerlo en la felicidad, sino en mantener viva la autentici­ dad de la relación. ¿Qué dificultades desaconsejan el matrimonio? 1. La visión egoísta de la libertad. El tema de la libertad ha dominado en la cultura occidental de los últimos siglos (filosofía de la Ilustración), y hay que reconocer que se trata de una conquista indiscutible. La persona no es persona si no es libre para pensar y proyectarse. La Biblia ha defendi­ do y promovido siempre la libertad. Jesús puede conside­ rarse como su paladín, ya que luchó contra todo someti­ miento y tiranía. Pero la libertad es un valor que puede impulsar a la persona a encerrarse dentro de sí, a pensar en salvar su propia autonomía, o puede, por el contrario, impulsarla a abrirse para promover la libertad del otro. En el primer caso, la libertad lleva a la persona a tener miedo del otro y, por tanto, a considerarlo hostil. En esta visión no podrá nacer nunca una verdadera relación con el otro, ya que se le considera como un riesgo y un límite para la pro­ pia libertad. 6.

L. F eu erba ch , Spiritualismo e materialismo: specialmente in relazione alia liberta del volere (ed. F. Andolfi), Laterza, Roma 1993.

En el segundo caso, la persona se ve movida a abrirse al otro, no sólo para proteger y hacer que crezca su libertad, sino también para liberarse con el otro. El otro deja de ser visto como un enemigo del que defenderse y es considerado más bien como el amigo que nos ayuda a buscar la libertad. Si en la libertad el centro es el yo, resulta difícil toda relación con el otro, incluso la relación matrimonial; si en la libertad el centro es el otro, porque se reconoce que el otro nos abre nuevos horizontes y nos hace más libres, entonces la relación no sólo es positiva, sino que hay que buscarla. Dice Lévinas que el mundo nuevo surgirá cuando la res­ ponsabilidad venga antes que la libertad, ya que sólo enton­ ces el mundo podrá hacerse más humano. 2. El miedo al compromiso definitivo. Es un miedo no sólo individual, sino «cultural». Hoy se presta más atención a lo provisional, a lo relativo. Lo que parece definitivo se pre­ senta como una atadura para la persona. Ésta se siente como encadenada y sofocada. El «para siempre» es como un vín­ culo que cierra y mortifica. Entonces se prefiere tener amis­ tades y lazos no definitivos. La opción por la «convivencia» entra dentro de este horizonte. Se tratará de ver si el compromiso definitivo tiene que entenderse como tensión para estar con el otro afrontando los inevitables conflictos o, más bien, como una ley que obliga a estar juntos aunque ya no haya amor. En el primer caso, uno se compromete a hacer definiti­ va la relación por medio de un despertar continuo del amor: se trata de una definitividad siempre provisional que hay que alimentar. En el segundo caso, uno se confía a la defiuitividad como baluarte del propio amor. El amor quedaría garantizado, no ya por el amor mismo solicitado continua­ mente, sino por la ley o el deber. La cultura actual rechaza este tipo de definitividad. El riesgo consiste en caer en la Provisionalidad sin descubrir el valor liberador y promotor e la definitividad, entendida como tensión interior a vivir y a encender el amor.

3. Miedo a que cese el amor. Se trata de un miedo relacio­ nado con el anterior; pero, mientras que antes se hablaba del miedo al compromiso definitivo, aquí se habla del miedo a que se extinga el amor. Este miedo se ve sostenido por la experiencia de los fracasos matrimoniales que se observan alrededor. El problema está en que se confunde el enamoramiento con el amor. El enamoramiento cesa, tiene que cesar, al menos en sus formas propias de la adolescen­ cia. Muchos creen que con ello cesa también el amor: «¿Qué sacamos con amarnos, si ya no estamos enamora­ dos?». Es una pregunta a la que habremos de dedicar nues­ tra atención. Hay que reconocer que se da el enamoramien­ to propio de la adolescencia, el de la fusión del uno en el otro, y el enamoramiento que nace del amor, es decir, el de la «separación». En el amor, las dos personas son ellas mis­ mas, con sus ✓ diferencias, *y se enamoran de esta excitante diferencia. Este es el enamoramiento adulto.

2 ¿Qué añade al amor el casarse en la Iglesia? Tres equívocos que hay que superar 1. Casarse en la Iglesia no hace del amor humano un amor sagrado, sino que deja que siga siendo humano, pero puri­ ficándolo y haciéndolo más profundo. «Los cristianos se casan como todos los demás»1: estas palabras tocan ya el corazón del problema: el matrimonio de los cristianos con­ siste en «casarse como los demás». Lo cual no es ninguna una vulgaridad. El matrimonio ha sido siempre, sobre todo en la cultura romana, una manera de vivir que nacía del consenso libre de los dos cónyuges con el compromiso de fidelidad y definitividad. Sólo en casos excepcionales con­ templaba la ley la posibilidad de disolver el matrimonio. También los cristianos se comprometían, como todos los demás, a asumir así el matrimonio. La fe que les animaba les volvía aún más motivados e iluminados para vivir con radicalidad su amor conyugal. Pero el amor era el mismo; lo que ocurre es que se veía con mayor conciencia y pro­ fundidad. Por eso la Iglesia no advirtió hasta el siglo iv la necesidad de un rito particular eclesiástico del matrimonio. Esto se produjo, no ya porque desde el principio no hubiej® intuido la Iglesia la cualidad sacramental del amor del hombre y la mujer, sino tan sólo porque había descubierto 85QCUrso a Diogneto V, 5, en Padres apostólicos, Bac, Madrid 1974,

que únicamente viviendo el amor se celebraba la sacramentalidad. El rito, como veremos, podrá desvelar esta sacramentalidad, iluminarla, pero no fundarla. Se funda en el amor: el amor del hombre y de la mujer es ya, incluso para los no creyentes, de manera implícita, signo y sacramento del amor de Dios. Vivir el sacramento es vivir el amor esponsal sabiendo mirar más allá del egoísmo, abriéndolo al prójimo y al mundo. 2. La indisolubilidad pertenece ya al amor. Además, muchos piensan que al casarse en la Iglesia escogen vivir su amor de manera indisoluble, pensando que falta este com­ promiso en quienes se casan «por lo civil». Pensar de este modo es ofender a numerosas parejas de esposos que, aun casándose civilmente, proyectan vivir su amor hasta el final, con la esperanza de que no cese jamás. El hombre que se casa con una mujer, no se casa tan sólo con su pasado y su presente; se casa también con su futuro. El tiempo forma parte substancial de la persona. La persona se hace con el tiempo, y por eso el amor a la per­ sona incluye también su devenir en el tiempo. El «para siempre» no es tanto una característica del «sacramento», sino un atributo del amor conyugal en cuanto tal. La cele­ bración del matrimonio en la Iglesia revelará con mayor claridad esta «naturaleza», y la bendición de Dios dará el impulso (la gracia) para que los dos encuentren la fuerza y el gozo de intercambiarse continuamente esta promesa de fidelidad y amor. Los antiguos teólogos describen este concepto con la siguiente fórmula: «El sacramento no destruye el amor, sino que lo perfecciona». 3. El prejuicio chirriante sobre el elemento sexual. En lo que se refiere a la sexualidad, ha habido una indebida pre­ varicación puritana, más que cristiana. En efecto, de las palabras de muchos creyentes se podría sacar la impresión

de que el casarse en la Iglesia va destinado esencialmente a hacer «limpia» una cosa que de suyo es «sucia», tal como sería inevitablemente la unión sexual del hombre y la mujer. La bendición de Dios la haría tolerable, aceptable incluso para los cristianos que no logran prescindir de ella2. Lo cual es un error, porque la relación hombre-mujer, incluso en su elemento sexual, es obra del Creador. De varias maneras y en muchos contextos, la Biblia celebra su dignidad e incluso la señala como un signo de Dios, que ama como esposo a su pueblo, que es su esposa. La comu­ nión afectuosa y estable del hombre y la mujer es, en toda la tradición bíblica cristiana, la imagen más alta de la rela­ ción de Dios con los hombres. Oseas fue el primero que tocó este tema, y el Cantar de los Cantares fue el primero en desarrollarlo y celebrarlo. No hay, pues, necesidad de bendición eclesial alguna para «ennoblecer» una realidad que ya lleva consigo la bendi­ ción del Creador. Por tanto, si estas ricas realidades están ya presentes en el amor, ¿qué sentido tiene casarse en la Iglesia? Intentemos desgranar alguna respuesta.

Reconocer que el amor es un don Celebrar el propio amor en una liturgia es, ante todo, ensal­ zar a Dios y exultar por haber recibido el don del amor. Nunca se acabará de afirmar y anunciar que el don del amor es el mayor de los dones para el hombre. La persona se hace en el amor. En el amor se identifica, se reconoce, se des­ plega. Los demás dones, como la inteligencia, la fantasía, la capacidad profesional, la tranquilidad o el bienestar eco­ nómico no le dan al hombre lo que le da el amor. El homre puede vivir sin dinero, pero no sin amor. «Encuentra 2 24-25 EQUERI’

c o s yues,° Per tanta gente?, Glossa, Milano 1989,

tiempo para amar y ser amado, y encontrarás el gozo», dice un poeta uruguayo. El peligro de hoy y de siempre, a lo largo de toda la vida de una persona, consiste en preferir otros dones u otros valores al amor. De esa manera queda desquiciada la vida de la persona, ya que pierde la finali­ dad, la razón y el sentido de su existir. La tristeza que envuelve a muchas personas que a veces llegan a solucio­ nes dramáticas se deriva principalmente de no valorar el amor, la relación amorosa. Hoy de una manera especial, la tendencia a tener cada vez más está empobreciendo y deso­ rientando a las personas. En la novela de Orwell Que vuele la aspidistra encon­ tramos una especie de anti-himno de la caridad, donde el dinero ocupa el puesto del amor: «Aunque hablara la lengua de los hombres y de los ánge­ les, si no tengo dinero, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. El dinero es paciente, es servicial... El dinero todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta... Ahora subsisten la fe, la esperanza y el dinero. Pero la mayor de todas estas tres cosas es el dinero»3.

Muchas veces también nosotros hemos acuñado una nueva versión del himno de Pablo y la hemos recitado con la variante del dinero, resumiendo en él todas las cosas. El matrimonio es una invitación (podemos aquí seguir la céle­ bre imagen de Jesús en Mt 13) a estar dispuestos a vender­ lo todo para adquirir la perla preciosa. Cuanto más auténti­ ca, despegada e interiormente pobre es uno, tanto mayor es su capacidad de encontrar en su interior la perla del amor. Al casarse en la Iglesia, por tanto, se reconoce pública­ mente el valor del don del amor, y los esposos se compro­ meten a darle la primacía sobre cualquier otro compromiso o cualquier otra ocupación. Antes que el trabajo está el 3.

C f. G . R avasi,

II Cántico dei cantici, E d b , Bologna 1988, 89.

amor de la pareja; antes que el dinero o la carrera está la relación con el esposo/a; antes que la actividad pastoral está el «velar por el propio amor». El amor es una realidad viva, la cual, como toda reali­ dad viva, puede crecer y morir. Se afirma que el amor es una empresa difícil y que, como se hace con todo lo que es difícil, hay que cuidarlo con esmero. Se afirma, además, que el amor es frágil y que, por tanto, su fuerza tiene que construirse progresivamente. Al casarse en la Iglesia, la pareja quiere afirmar que el amor es la perla preciosa, el tesoro escondido, y se esmera en cultivar el «sano temor» a perderlo, buscando tiempos, lugares, modos de renovarlo y motivarlo continuamente. ¿De dónde viene este don? Es un don que nos precede. El amor despierta en la relación con las personas, con una persona en particular. La fuente está fuera de nosotros. También la cultura griega identificaba esta fuente en una divinidad: el dios del amor, llamado Eros. Para los griegos el amor era una experiencia tan exultante que sólo la divi­ nidad podía ser su fuente. También para nosotros, los creyentes, de manera distin­ ta, Dios es el origen del amor, porque ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Y Dios se ha ido manifestando progresivamente como amor, más aún, como el Amor. Este mensaje no es ajeno a la intuición de Platón, que definía el amor como «un delirio divino». Entonces, la cele­ bración expresa el sentido de gratitud y alabanza a Dios, dador de este don maravilloso. Reconocer que no se está a la altura de lo que la relación conlleva ^ivir el amor es una llamada a relacionarse con el otro. Esta relación exige a la persona salir de sí, de sus nece­ d a d e s , de sus perspectivas, para encontrarse con otras P ^P ectiv as y responder a las necesidades del otro. El amor Ur>continuo éxodo. Es dejar el propio yo para encontrar­

se con el otro. Es la misma aventura a la que fue llamado Abrahán. También él se vio impulsado a dejar su horizonte para caminar hacia otro; a dejar a su dios para buscar el nuevo rostro de Dios. Sólo se crece soltando amarras. Sólo descentrándose se encuentra uno con el otro. De esta manera, el yo no es mor­ tificado, sino ensanchado. En la experiencia amorosa, en la persona que se des­ centra para acercarse al otro, se reproduce la misma expe­ riencia de Abrahán. Por eso algunos definen justamente la experiencia del amor como una experiencia religiosa. Hoy se discute de qué manera tiene lugar la experiencia de Dios. Realmente, no es justo limitar esta experiencia tan sólo al amor del hombre y la mujer. También la relación con la naturaleza y la palabra de Dios, o con el compromiso por la justicia en sus múltiples facetas, puede sacar al hombre de su propio yo, hacerle percibir la realidad vital que lo supe­ ra y moverle a tender hacia ella. Pero quizás el encuentro con el otro que se inscribe en la pasión amorosa constituye un desarraigo tan poderoso del propio yo que no tiene parangón en otras experiencias. En el encuentro con el otro se da también la percepción del Otro, con la O mayúscula que en él se refleja. Quien vive una verdadera relación con el otro, vive ya el encuentro con Dios, como veremos más adelante. La relación no tiene que ser vista como una realidad ajena a la vida o más allá de ésta, sino que es la vida misma vivida intensa y plenamente. Sólo en su interior se percibe «algo» que nos supera, una alteridad que está dentro de ella, pero que no identificamos totalmente. Como el amor: está den­ tro de la relación, pero siempre la desborda. Por otra parte, la relación con el otro se desarrolla en el respeto a su libertad y a su diferencia. Exige una e s c u c h a atenta; se expresa en la respuesta a sus exigencias y a sus esperas. El centro es el otro. El hombre y la mujer saben que no están a la altura unicar que los dos recién casados se comprometen a *v*r su matrimonio bajo la inspiración, la lógica, el man­ to de la palabra de Dios. Al casarse en la Iglesia, ambos bíbftan V*v*r su en Ia línea de Ia espiritualidad

Pero no anda lejos el peligro de considerar la espiritua­ lidad como un alejamiento de la materia o de los compro­ misos concretos y humanos. Nos han precedido siglos de sospecha sobre la materia y sobre la corporeidad considera­ das como el origen del mal. Concebir de este modo la espiritualidad sería incurrir en la división o, peor aún, en la oposición entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo, entre el amor y el sexo: división y oposición contrarias a la intención de Dios, que revela claramente en la Biblia la bondad de las cosas, del cuerpo y de la historia humana. La espiritualidad debe entenderse en el sentido que le da Pablo cuando invita a los cristianos a vivir, «no según la carne, sino según el Espí­ ritu». Vivir según la «carne» significaba para Pablo vivir según la mentalidad que proponían las filosofías e ideolo­ gías de su época, y no tanto seguir las pasiones ávidas del cuerpo. Vivir según el Espíritu, siempre para Pablo, es darle una dimensión nueva a la vida, la que nace del seguimien­ to de la propuesta de Cristo. «Espiritualidad», pues, indica una mentalidad, una óptica, una actitud profunda, que lleva a obrar de determinada manera. Así pues, la espiritualidad presupone la elección de un valor o unos valores de base que sirvan de orientación para toda la vida, tanto personal como social. Para que sea posible esta mentalidad o, mejor dicho, esta espiritualidad, es preciso que la persona, o la pareja, tenga una referencia sobre la que fundar su propia vida, y que luego vaya comprometiendo concretamente su vida en aquello que considera que es un valor para su exis­ tencia. Vivir espiritualmente no es vivir de forma evasiva, sino darle a la propia vida (individual o de pareja) un «sen­ tido», una «orientación de fondo» que se convierta en guía, en luz, en estímulo para cumplir las propias opciones y Hevarias a cabo. La pareja que se casa en el Señor fundamentará su espi' ritualidad (su orientación de vida) en la palabra de Dios. Se confrontará con ella, se dejará iluminar, conducir y esti­ mular por ella. Sin una amorosa y constante confrontacio'1

con la Palabra, la pareja no se casará con el Señor (el matrimonio es un acontecimiento que se realiza de manera progresiva). Para aclarar mejor esta idea podemos afirmar que casar­ se en el Señor es casarse con el Señor. Esta expresión puede sorprendemos o desorientamos de algún modo. En reali­ dad, en la carta de Pablo a los Romanos se lee: «Revestios más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13,14). Es una frase que condensa con lucidez el sentido de la voca­ ción conyugal. Quien se casa en el Señor está llamado a hacer una opción: no vivir ya según la carne, sino según el Señor. Como decíamos antes, el término «carne», en san Pablo, no alude al deseo sexual ni a la búsqueda ansiosa del placer, sino que significa vivir según la lógica humana, según la lógica y la ideología del tiempo. El hombre que vive según la «carne» es el hombre que se basa en la pura racionalidad humana, condicionada muchas veces por la filosofía del tiempo; por el contrario, el hombre que vive según el Señor es el que escoge asumir la lógica de Dios, el que acepta su mentalidad, el que se propone conocer y vivir su pensamiento sobre el amor y sobre el matrimonio. En Pablo no se da sospecha alguna en relación con el cuerpo; lo que hace es invitar a vivir el amor -incluido el cuerpo, que es un bien-, no ya según la mentalidad huma­ na, dem asiado estrecha, sino según la mentalidad amplia y liberadora de Dios. La decisión, por tanto, de casarse en la Iglesia no puede reducirse a la liturgia del día de la boda. Ésta es importan­ te* pero tiene que remitir a una opción radical: vivir el Matrimonio a la luz de la palabra de Dios, que ambos se c°niprometen a escuchar con frecuencia, a leer, a meditar, Para que se convierta en luz y guía en su manera de vivir. ^ s e en la Iglesia es, por consiguiente, casarse con un 00* ? V^ a ^ue se despliega en el encuentro constante n Ja Palabra y se concreta en el trato con la comunidad iana5 dentro de la cual todos se iluminan y se animan

rüarnente.

Entregar el propio amor al Señor Hay que entregar el propio amor al Señor a fin de que se sirva de él para dar a conocer su amor y construir la comu­ nidad. En la explicación de esta afirmación hay que decir, ante todo, que Dios no es el enemigo del amor del hombre y la mujer, ni de la intimidad especial que se crea entre ambos, ni de la relación sexual que le caracteriza. Y no sería poco el que todos estuviéramos convencidos de ello4. Pero es que, además, en esta afirmación radica el valor vocacional y sacramental del matrimonio. Se ha afirmado que ambos «van a la Iglesia» para que Dios esté presente en su arriesgada aventura y para pedir la oración y la solidaridad de la comunidad. Se trata de un noble sentimiento, pero que está todavía en la línea del pedir y del tener. Es verdad que nadie puede dar si antes no posee. Pero el giro vocacional se da cuando ambos ponen su amor a disposición de Dios. Es un don que han recibido y que han de agradecer; pero Dios da un don para que, a su vez, quien lo recibe lo dé a los demás. Los dones son de todos, tienen un destino uni­ versal. También el amor es un don; más aún, como se ha dicho, es el más valioso de los dones. Es un don que se entrega a los dos esposos para que lo vivan y lo saboreen. Es un don que vive en ellos, pero que no es sólo para ellos. Están llamados a vivirlo para que se convierta en un recur­ so para la comunidad. Privatizarlo sería privar a la sociedad humana de un bien que necesita con urgencia. El conocimiento de Dios. Dios se revela y se da a cono­ cer a través del amor del hombre y de la mujer. Cuanto más se aman, es decir, cuanto más se escuchan, se respetan y se perdonan, tanto más se revela Dios y más presente se hace como un aliado del hombre, rico en intimidad, en ternura, en fidelidad, en solicitud, en atenciones... Dios se sirve del amor y del hombre y de la mujer para comunicar su amor.

4. P.A. S e q u e ri, op. cit., 43-44.

Por eso los dos esposos se comprometen a vivir su amor en su profundidad humana, para que Dios pueda revelarse al mundo. «El hombre quiere que su mujer esté bien atendida, que tenga una buena imagen, que no padezca dificultades excesivas, que sea amada y respetada por todos. Y la mujer quiere que su esposo sea apreciado, que no se canse inútil­ mente, que esté contento en su compañía, que se sienta orgulloso de su familia. Lo mimo pasa con Dios. Pero ¿cuántos niños habéis conocido que hayan crecido con esta idea de Dios?»5. Aprender a ser comunidad. Realmente, el amor del hombre y de la mujer lleva dentro de sí el secreto de una tenacidad «instructiva» para todo tipo de vinculación de amor entre los hombres. En la relación del hombre y de la mujer se percibe «cómo» hay que vivir las relaciones entre las personas. La misma comunidad cristiana debería aprender de los esposos a ser comunitaria. En la comunidad esponsal se piensa juntamente, se respeta el pensamiento y la conciencia del otro, las personas priman sobre sus funciones, se da una apertura al futuro. Estas actitudes deberían pasar también a la Iglesia. El matrimonio se convierte así en el sacramento del Reino, que va creciendo en la Iglesia y en el mundo. Algunos teólogos se preguntan si ciertas imágenes un tanto vagarosas, asépticas, clericales y áridas que a veces caracterizan a las formas cotidianas de la vida eclesiástica no dependerán, quizá, de la debilidad de sentido que ha rodeado a este sacramento, es decir, de la distancia que mantiene la vida eclesiástica con respecto al amor de los hombres y de las mujeres. ¿No habrá que decir, tal vez, que *a Iglesia se olvida de la palabra pronunciada por Dios desde la creación del mundo y confirmada por el Señor? ¿No se habrá impuesto quizá con tanta fuerza el clericalis­ mo por causa del rebajamiento o el menosprecio de la rea'dad esponsal? 5- Ibid., 45.

Pues bien, la Iglesia en el Concilio Vaticano II se ha des­ cubierto a sí misma como comunión y ha descubierto que el matrimonio es el primer signo de esta comunión. Entre la Iglesia doméstica y la gran Iglesia debe haber una mutua escucha. Sólo así podrá revelarse Dios y hacer que crezca el Reino. Tanto los esposos como la Iglesia están llamados a ser conscientes y responsables. Es entonces cuando de verdad se realiza un verdadero matrimonio en la Iglesia y en el Señor. Entonces sí que se descubre que éste es «un misterio grande» (Ef 5,32).

3 Vivir el amor es ya vivir la fe Interrogantes 1. ¿Cómo hacer frente a la indiferencia religiosa? Es éste un problema que preocupa hondamente a nuestra Iglesia. Algunos afirman que estamos viviendo en lo religioso una fase prometedora, porque en muchas personas la fe se va haciendo más adulta y reflexiva. Es verdad, y éste es un signo de gran esperanza. Como también es verdad que otros sostienen que está creciendo en el pueblo la búsque­ da de signos prodigiosos, como apariciones y milagros. Esta realidad, aunque interpretada de diversas formas, puede ser una señal de que el mundo no se rinde ni se resig­ na a vivir una vida chata, meramente temporal y ligada úni­ camente al «tener». El hombre se da cuenta de que su per­ dona es algo más que su cuerpo. Se da, por tanto, dentro de t*n plus que intenta salir afuera y expresarse. Pero no puede negarse que la indiferencia religiosa está ?°ncluistando a masas enteras de jóvenes y de adultos, puchos viven como si Dios no existiera. Los criterios de y*ua y de elección no se arraigan ya en Dios, sino en cada ®uividuo. El hombre se pone a sí mismo como único punto referencia para sus opciones. Está desarrollándose densu conciencia, haciendo de ella el absoluto a la hora j ^ t e r m i i w y decidir acerca de su vida. Aquí está, a mi *°> la línea de división que separa al creyente del no ere-

yente. El creyente es o debería ser una persona que vive una conciencia despierta, es decir, que trata de escuchar la ver­ dad, que habita fundamentalmente fuera de sí y que, por tanto, es alguien que escucha, que busca, que se confronta, que se abre a la venida de la verdad; mientras que el no cre­ yente es alguien que se encierra en sí mismo y hace de su yo un absoluto, fijándose únicamente en sus ideas y fiándose sólo de su inteligencia. Es el «homo clausus», cuya con­ ciencia se hace absoluta, es decir, libre de toda confronta­ ción con el mundo externo y con los demás. Ve a los demás como posibles agresores de su seguridad y de sus convic­ ciones, como un estorbo y un motivo de preocupación. Comprendo que en este punto es fácil caer en el enga­ ño, ya que hay personas que se declaran no creyentes, pero a las que les gusta la confrontación; mientras que hay per­ sonas que se proclaman creyentes, pero que, de hecho, viven en su mundo cerrado. Esta distinción debería servir, en la presente reflexión, para hacer ver, ante todo, que el no creyente podría habitar en muchos cristianos que se apoyan sólo en su propia con­ ciencia, que no quieren buscar, que no reflexionan sobre sus propias opciones de vida y no se dejan inquietar y sacu­ dir por la confrontación con los demás. Si viven de este modo, hay que reconocer que están impregnados de indife­ rencia religiosa, aunque asistan con frecuencia a la iglesia o pertenezcan a grupos operativos de la comunidad. En un estupendo artículo, Giancarlo Zizola observaba que hay multitud de jóvenes que aclaman al papa, pero que en la mayoría de los casos no hacen caso al papa y a sus propuestas para sus opciones de tipo afectivo, sexual o social. Muchas veces el mundo religioso está para ellos separado del mundo de la vida. No siempre se entrecruzan estos dos mundos; a veces incluso chocan entre sí; por eso puede decirse que la indiferencia religiosa está más presen­ te de lo que muchos piensan. ¿Cómo afrontarla? Muchos, demasiados, insisten en la catequesis, en «conocer» y dar a «conocer» las verdades de

fe. Seguimos estando anclados en la concepción ilustrada de la fe. Si entendemos de este modo la nueva evangelización, creo que estamos destinados al fracaso, a no ser que le demos al verbo «conocer» el significado bíblico que tiene: el de afectividad, el de amor, el de relación. Sólo puede acercarse al conocimiento aquel que entra antes en relación. Si no se ama antes, no se conoce. Si no nace antes el deseo, no se inicia el camino de búsqueda. En este sentido, el amor del hombre y de la mujer puede ser el «sacramento» que evoca la relación con Dios, que la traduce y la vive. ¿No podría, pues, ser ya la relación con el otro un acto de fe? ¿Al menos de fe implícita? ¿Puede darse un acto de fe explícita en Dios sin este acto de amor al otro? Son preguntas a las que no voy a dar una respuesta ade­ cuada, pero que tienen que «rugir» en nuestros ánimos, porque aquí se está jugando quizá la educación en la fe y su crecimiento. Debemos distinguir la educación religiosa de la educa­ ción en la fe: la educación religiosa supone adiestrarse para vivir ciertos momentos religiosos y asumir ciertos compor­ tamientos; la educación en la fe es aprender a vivir la rela­ ción con el Otro y hacer un éxodo de sí mismo al Otro. Es una preocupación continua en la búsqueda de pensamien­ tos, de proyectos que se manifiestan en las voces y en los rostros de los demás. Es la misma diferencia que se da entre la instrucción y la educación en el amor. Nuestra cateque­ sis se mueve quizás en el primer terreno, lejos aún de la educación en la fe. 2. Para comprender la fe hay que mirar al amor; para vivirla hay que vivir el amor. Para comprender la fe hay que mirar al amor: ésta es la propuesta de los profetas. Oseas es el primero en señalar este camino, pero también lo reco­ rrieron Jeremías, Isaías y Ezequiel. Todos ellos intuyeron 9ue en el amor del hombre y la mujer se refleja el amor de ü ‘°s a la humanidad. La dinámica que existe entre Dios y

el pueblo (entre Dios y el creyente) es la misma que inter­ viene en el amor del hombre y de la mujer, entre el esposo y la esposa. Aquí no se trata sólo de un ejemplo, sino de una correlación de pertenencia: el amor de Dios al pueblo se hace presente en el amor del hombre y de la mujer. Los esposos, al vivir su amor, hacen presente el amor de Dios, lo revelan, lo comunican. Para aprender a conocer a Dios hay que mirar a ese amor; para aprender a vivir a Dios hay que vivir ese amor y las características del mismo. Podría decirse que para ser creyentes hay que aprender antes a amar. Casi podría incluso decirse que no es impor­ tante educar en la fe, sino educar en el amor, ya que el hom­ bre y la mujer que se aman viven ya la fe, se encuentran ya con Dios, aunque no lo sepan, aunque tuvieran que recha­ zarlo verbalmente. Desde este punto de vista, la indiferen­ cia religiosa está menos extendida de lo que parece, ya que el amor está más difundido de lo que se piensa. Se plante­ an entonces dos interrogantes: ¿basta vivir el amor para ser creyente?; ¿puede el hombre aprender a amar y a vivir el amor sin conocer a Dios? Ambos caminos se entrecruzan: vivir el amor esponsal es ya participar de Dios, de su amor al hombre; y al mirar cómo Dios amó al hombre en Jesús, el amor conyugal se purifica, se consolida, se eleva. Pero es el mismo amor. Por tanto, la fe no puede nacer ni vivir sin la relación de amor. ¿Es la fe la que impulsa a amar o es la experiencia de amor la que suscita la fe? Ciertamente, no es ésta una pregunta que admita una respuesta alternativa; pero si respondemos que es la experiencia afectiva la que lleva a la fe, no es por­ que mantengamos una postura neopelagiana (en el sentido de que el hombre sería capaz de amar más allá de la gracia de Dios y que, por tanto, esta gracia sería inútil); se trata más bien de pensar que Dios ha puesto en el hombre, desde la creación, un impulso a salir de sí mismo para encontrar­ se con el otro. Ya por naturaleza, el hombre ha sido creado así, y eso no es él el origen de este poderoso impulso, el cual está ligado a una llamada que viene de fuera. El hom­

bre responde a una llamada, y esta llamada, para quienes son creyentes, viene de Dios. Sin embargo, el punto de par­ tida es de naturaleza afectiva. Se intuye entonces fácilmente que el amor del hombre y de la mujer es la base, el fundamento para descubrir el sentido de la fe, cómo vivir la fe, cómo crecer en ella. En este sentido, la pastoral matrimonial es el centro de la pastoral. En este capítulo intentaremos, pues, esbozar las carac­ terísticas principales de la fe a partir del amor conyugal.

¿Cuándo puede decir una persona que vive la fe? 7. Cuando vive el sentido de la creaturalidad. Sentirse «criatura» significa reconocer el sentido de dependencia o, mejor dicho, de insuficiencia. Sabemos que la cultura y la filosofía de la modernidad se puede resumir en el principio de la liberación de toda dependencia, sobre todo de la dependencia religiosa: Dios, en esta filosofía, es considera­ do como el amo que limita al hombre. El hombre, para ser y sentirse libre, tiene que «matar» a Dios. «Dios ha muerto y el hombre ha nacido», es el grito liberador de Nietzsche, que sintetiza de este modo el esfuerzo autonomista del hombre, presente en la concepción de la modernidad. La liberación de una imagen distorsionada de Dios debe considerarse como algo justo y positivo; pero si se entien­ de como negación a acoger la propia creaturalidad, los pro­ pios límites, está destinada, como ocurre hoy, a engendrar en el hombre todavía más desastres y ruinas que cuando se aceptaba la idea, aunque estuviera equivocada, de Dios. Frente al síndrome de impotencia que está invadiendo y corroyendo el ánimo de muchos hombres y mujeres, crean­ do en ellos desilusiones y frustraciones, hoy se está insis­ tiendo en el terreno laico en el «valor del límite». El homre se recupera y vuelve a apropiarse de sí, vive bien conSl§o mismo, cuando «honra sus límites».

Honrar los propios límites no significa quedar aprisio­ nado dentro de sí, sino que significa que no es posible nin­ gún crecimiento de la persona si antes no se acepta a sí misma tal como es, si no se reconoce en su finitud. Sólo aceptando los propios límites se siente la necesidad del otro, de aprender de él; sólo su limitación lleva al hombre a salir y a relacionarse y, consiguientemente, a crecer. El sen­ tirse independiente hace insignificante al otro y debilita la propia identidad verdadera, así como la propia libertad. La libertad se actúa a sí misma sólo en la solicitación que pro­ viene de los otros. Se ha puesto de relieve el valor que tiene convivir «con» los otros, pero habrá que acentuar además el valor que tiene el vivir «de» los otros. Cuanto más reconozca el hombre su propia creaturali­ dad, tanto más saldrá al encuentro de los otros. Y este cami­ no lo llevará al Otro que es Dios. El comienzo de la fe, a mi juicio, comienza cuando el yo pierde su soberanía y su centralidad. Este es también el recorrido del amor. 2. El camino continuo hacia los otros, hacia el Otro. Ya nos hemos encontrado con esta idea: cuando el yo abandona su soberanía, se abre a experiencias y llamadas que vienen de fuera. Lutero definía la fe como «escuchar a un extra nos». Este salir ha sido visto por la filosofía ilustrada como una pérdida de sí mismo, como un depender de otros y, por tanto, como la destrucción de la propia autonomía; en cam­ bio, en la visión del límite, esta dependencia es considera­ da como apertura, como camino para construir la propia libertad y autonomía. Considerando a los demás como «posibles maestros» y poniéndose a escuchar sus voces, el yo emigra hacia otros países. Es una emigración de ensan­ chamiento y de enriquecimiento. El centro de gravedad del hombre no está dentro, sino fuera de él. Tan sólo despla­ zándose fuera de él, podrá crecer; y cuanto más se despla­ ce fuera de sí, mayor identidad y estabilidad podrá conse­ guir. En esta visión, el otro no es una amenaza, sino un

recurso. Nuestra cultura occidental se ha desarrollado en torno al miedo al otro: miedo a que nos robe espacio, libe,., tad, autonomía... Pero debería desarrollarse más bien en torno a la hospitalidad del otro, en tomo a la búsqueda de rnunicación que nos rafc iu /Sienf, * 0 * «Algunos leen tirios V ta». Parafraseando, podríate/fe nnr

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