Masi, r - Religion Ciencia y Filosofia

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BIBLIOTECA DE CIENCIAS RELIGIOSAS

R. MASI-M. ALESSANDRI

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A.

R. MASI - M. ALESSANDRI

RELIGIÓN, CIENCIA Y

FILOSOFÍA Traducido por FERMÍN DE URMENETA Doctor en Derecho y en Filosofía

EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A. SUCESORES

DE J U A N

GILÍ

Avenida José Antonio, 581 BARCELONA

Del original: REL1GI0NE, CIENZA E FILOSOFÍA Publicado en Italia por Editrice Morcelliana, de BRESCIA, en su «Biblioteca di Scienze Religiose»

PREMISA NIHIL OBSTAT El Censor JUAN, ROIG GIRONELLA,

S.

Barcelona, 8 Julio 1961

IMPRIMASE f

GREGORIO

Arzobispo-Obispo de Barcelona Por mandato de Su Excia. Rvma. ALEJANDRO PECH, PBRO. Canciller-Secretario

Depósito legal: B. 12917 -1961 © E. L. E. S. A., 1961

ES PROPIEDAD

No fácil es comprender cómo cabe deducir la negación de la existencia de Dios a partir de descubrimientos científicos; sin embargo, las leyes de la materia, las de la energía y las teorías científicas de la física, la biología, etc., les parecen, a algunos, argumentos suficientes para demostrar que Dios no existe. En realidad no son, empero, los descubrimientos científicos quienes dirigen esas pretendidas demostraciones, antes bien ideas y presupuestos filosóficos. Cuando F. Engels, por ejemplo, escribe que científicos cuales Newton, Laplace o Secchi han rendido un pésimo servicio a Dios, a pesar de creer en Él, por cuanto no han juzgado necesario introducirle en la explicación de los fenómenos celestes, posee un concepto erróneo de lo divino. Engels presupone que Dios, caso de existir, debe intervenir directamente en el desarrolla de los fenómenos naturales: es así que la ciencia explica los hechos naturales sin recurrir a Dios; luego — concluye Engels — Dios no existe 1. Tal razonamiento es de una superficialidad descorazonadora: ese concepto de un Dios que interviene físicamente en el mundo para hacerle avanzar, resulta pueril. Dios es omnisciente y, cuando creó el mundo, le dio todas las capacidades necesarias para actuar, en el propio campo, de

IMPRESO EN ESPAÑA

Talleres Gráficos Ángel Estrada - Rabassa, 11 - Barcelona

1

F.. ENGELS, Dialettica della natura, Roma, 1950, pp. 148-149.

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9

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

PREMISA

manera autónoma; necio resulta pensar que la acción inmediata de Dios pueda ser instrumento explicativo en las ciencias experimentales, como la física o la biología. Por ello el raciocinio de Engels es ilegítimo. Análogamente, cuando hoy se intenta pasar a la negación de la existencia de Dios a partir de la teoría de la evolución o, incluso, de las recientes experiencias con el «virus filtrabüe» del tabaco, cométese otro error de lógica y una confusión trivial. Aun suponiendo demostrada la evolución, lo cual todavía no es un hecho, fácil resulta pensar que Dios habría podido dar a la materia, de un modo u otro, capacidad para desenvolverse hacia formas más perfectas. Así, resulta ser siempre Dios autor y dueño del universo, de modo tanto más real cuanto más compleja sea la organización y perfección que le haya dado. Por lo demás, según piensan no pocos científicos de valía, la evolución no está demostrada. Semejante o aun mayor necedad es la actitud de aquellos que, desde el progreso de la técnica, deducen que Dios no existe: si el hombre — dicen — puede lanzar bólidos y satélites, será porque el universo no ha sido hecho por una potencia superior, a la que precisamente llaman los hombres Dios. Prescindiendo de la enormidad del parangón entre un bólido y las miríadas de astros lanzados a las profundidades abismales de los espacios, ¿qué relación lógica puede ofrecer el hecho de que el hombre cumplimente una empresa técnica con la potencia que haya producido el universo en su totalidad? Si copio yo un verso de la «Divina Comedia», no por ello demuestro ciertamente que esa gran obra no haya sido escrita por Dante. En realidad no es la ciencia experimental la que está contra la religión o la fe en Dios, sino sólo algunos científicos, quienes, desde sus prejuicios, interpretan la ciencia contra Dios. Tal ha sido la actitud de algunos científicos del siglo xix, cuando erigían como programa la antítesis entre ciencia y religión. La ciencia puede ser usada por los hombres bien o mal, lo mismo que

tantas otras cosas: la elección depende de la voluntad humana. En sí todas las cosas son buenas y, si existen, es para ser enderezadas hacia la verdad y el bien; pero los hombres, con demasiada frecuencia, las orientan hacia el mal. Algo así ha sucedido también entre las ciencias experimentales: ese don de la Sabiduría Creadora ha sido, frecuentemente, ladeado hacia el mal y contra el propio Donante. * * #

En consecuencia, quienes oponen ciencia y religión son únicamente los presupuestos de algunas filosofías erróneas. Mas, en realidad, consideradas las ciencias experimentales en su objetividad y valor, fácil resulta hoy comprobar — a todo hombre honesto y sincero —- que tales ciencias nada tienen que reprochar a Dios o ala religión. La teoría atómica, la mecánica cuántica, las teorías de la relatividad y de la evolución, la paleoantropología o las experiencias sobre el «virus», consideradas en aquello que la ciencia ha demostrado realmente, nada absolutamente pueden oponer al concepto de Dios. Es más. No solamente la ciencia no ofrece ninguna afirmación seria que pueda resultar contraria a la noción de Dios o a la religión, sino que ha asumido — en el siglo último —< una actitud más bien favorable. No puede decirse que la ciencia experimental moderna demuestra la existencia de Dios, ni es ésa incumbencia suya: pero ofrece hoy una orientación que abre caminos hacia valores superiores y absolutos. La crisis de la ciencia del ochocientos, provocada por su presunción de explicarlo y comprenderlo todo, ha conducido a la ciencia moderna hasta el reconocimiento de sus limitaciones ante concepciones superiores y más elevadas. Paralelamente, el desarrollo de la técnica, no compensado por otro equivalente desarrollo moral de la humanidad, hace temer males peores, precisamente por esos descubrimientos de que tanto se ufa-

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lian, los hombres. Crisis interior en la ciencia y crisis ¡¡invocada por la técnica moderna: he acá un doble motivo de apertura hacia valores superiores y absolutos, capaces de salvar el pensamiento y la vida humaxa; trátase de un impulso hacia la justicia, la verdad, la moralidad, la religión y Dios. Por otra parte, también el desarrollo de la cosmogonía aproxima hacia Dios, con sus teorías sobre el origen del universo y la edad del mundo: si este nuestro mundo ha tenido comienzo, surge con inmediatez la idea de una creación y de un Dios Creador. A estas consideraciones añádase que los últimos descubrimientos científicos muestran, más y más, las maravillas ilimitadas del universo, planteando — con insistencia siempre mayor—el problema de la causa última de la realidad: es el añejo argumento cosmológico, que resurge de continuo y con eficacia. R. MASI - M. ALESSANDRI

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2 R. MASI es a u t o r de los capítulos I, II, III, IV y VIH, asi como de las conclusiones, cuyo c o n j u n t o t r a t a t e m a s de o r d e n filosófico y físico; M. ALESSANDRI h a escrito, en t o r n o a cuestiones relativas a la biología, los capítulos V, VI y V I I .

CAPÍTULO I

RELIGIÓN Y CIENCIA 1. El ateísmo en la ciencia. — 2. La Iglesia y la ciencia. Según reconocieron sabiamente Platón x y Aristóteles , el principio del filosofar fué la admiración, una admiración ante las diversas formas del ser: siendo precisamente esa admiración ante el mundo material el que da inicio, en su proceso natural y espontáneo, al camino más fácil de los hombres hacia el conocimiento de Dios y hacia la religión; porque es inmediato, en efecto, el paso desde la contemplación de la grandeza y majestad del mundo y de los fenómenos naturales hasta la pregunta sobre el autor de esas realidades maravillosas; y, en consecuencia, sobre el Ser señoreador del mundo, es decir, sobre Dios 3 . El libro de la Sabiduría enseña un camino bien fácil para el conocimiento de Dios: «Vanos son todos los hombres a quienes falta el conocimiento de Dios y que, desde los bienes visibles, no saben reconocer a Aquel que es, ni desde la consideración de las obras reconocer a su Artífice... Desde la grandeza y la belleza de las creaturas puede en verdad, por analogía, 2

1

Theaet., 155 D. Met., 1, 2, 982 b. 12. Cfr. C. FABRO, L'uomo ed ü problema di üio, en «Dio neUa ricerca u m a n a » , a c u r a di G. RICCIOTTI, Roma, 1950, p. 3 ss. 2

3

13

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

RELIGIÓN Y CIENCIA

conocerse a su Creador» (Sab. 13, 1 s.) Y San Pablo, haciéndose eco de tal Sabiduría, insiste sobre el mismo concepto: «Cuanto puede conocerse de Dios, manifiesto está a los hombres; dado que las perfecciones invisibles de Dios, partiendo de cuanto ha sido hecho, resultan comprensibles e inteligibles, sobre todo su eterno poder y su divinidad.» (Rom, 1, 19 s.) Pese, empero, a esta natural orientación dialéctica del conocer humano, no todos los hombres llegan al conocimiento del verdadero \Dios, según lamentaban ya el autor del libro de la Sabiduría y San Pablo. Ni siquiera el conocimiento profundizado de la naturaleza, según puede presentarlo la ciencia, ha siempre conducido a los hombres hacia Dios: antes bien, en tiempos aun recientes, la ciencia experimental ha sido un instrumento mediante el cual las filosofías materialistas y positivistas han intentado, y siguen intentando, demostrar el ateísmo. No es que la luz falte a los hombres, sino que los hombres han cerrado sus ojos a la luz, y no han visto cuanto es supremamente necesario ver, y sin lo cual todo queda en la oscuridad; porque, como ha escrito Santo Tomás, «aquellos que conocen, en cada cosa conocida conocen implícitamente a Dios... pues nada es cognoscible sino a semejanza de la primera Verdad» i .

jos y maravillosos del mundo material sin recurrir a Dios, concluyeron que Dios no existe y que la religión es una superstición, o una postura irracional. Ésta es la actitud de los científicos que no aceptan la idea de Dios; por otro lado, un Dios inútil resulta ipso jacto absurdo. No nos interesa ahora trazar la historia completa de la negación de Dios, a través del conocimiento científico del mundo material; mas ofreceremos alguna indicación al respecto, para puntualizar cómo se ha desarrollado esa negación, en sus exigencias teoréticas y en sus implicaciones metafísicas, vigentes entre aquéllas más o menos ocultamente. De ahí inferiremos, por una parte, la futilidad de las pretendidas exigencias científicas en la negación de Dios, superadas ya por la ciencia contemporánea; mientras, por otro lado, fácil resultará sacar a luz las falsas ideas metafísicas que impelían dolosamente a los científicos hacia la negación de Dios y de la religión, siempre en nombre de la ciencia, pese a que la ciencia ni entraba ni salía en ello. La subversión tempestuosa de la ciencia positiva, contra la religión y la fe, estalló hacia la mitad del siglo pasado, con un específico carácter de materialismo mecanicista. Mas ese carácter no era nuevo del todo: se ha presentado, en la historia de la ciencia, varias veces y bajo diversos nombres. Conocido es el pensamiento de Demócrito, el gran sabio del mundo griego: existen sólo átomos, en número infinito y en variedad infinita de formas, que se mueven en el vacío con movimiento eterno. E n su movimiento, los átomos se entrecruzan, dando lugar a unos vértices que constituyen las cosas de este mundo: cada cuerpo es un vértice de átomos, incluso nuestro propio cuerpo, mientras el universo material es un inmenso vértice. «Los átomos — ha escrito Simplicio, resumiendo el pensar de Demócrito 6 — se mueven en el

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1.

El ateísmo en la ciencia.

La negación de Dios y de la religión, en el terreno de la ciencia, es un hecho notabilísimo, que se ha repetido muchas veces y que acaso se repetirá más y más en la historia del pensamiento. Interésanos ahora subrayar tales negaciones en el ámbito del conocimiento científico del mundo material. De hecho, diversos hombres de ciencia, habiendo creído conseguir explicaciones hasta para los fenómenos más comple-

STO. TOMÁS, De Veritate,

q. 22, a. 2, a d 1.

5

SIMPLICIO, De Coelo,

110.

II

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vacío y al encontrarse recíprocamente, se entrecruzan, y mientras unos permanecen como se encontraban, otros se enlazan entre ellos, según las simetrías ilc las formas y las grandezas y las posiciones, conexionándose así y cumplimentándose así el nacimiento de las cosas compuestas.» Probablemente, Demócrito no aceptaba las divinidades griegas, según testimonia Cicerón, a este propon sito, de manera fundamental: «Ora Demócrito afirma que en el universo existen imágenes que reflejan divinidades, ora denomina dioses a los átomos de que está formada el alma del hombre y que se hallan esparcidos también por el universo, ora considera divinas a las imágenes animadas que acostumbran favorecer o perjudicar a los hombres, ora aplica esta consideración a imágenes de tal grandeza que envuelven desde lo exterior el entero universo.» 6 E n sustancia, según observa Cicerón, Demócrito no creía en la existencia de los dioses 7. E n Demócrito, observa además con agudeza Cicerón, «obtuvo agua Epicuro para regar sus jardines» 8 ; en consecuencia, la ética materialista y hedonista de Epicuro encontró su base en la física de Demócrito. Tito Lucrecio Caro observa que Epicuro fué el primer hombre que tuvo coraje para rebelarse contra los prejuicios que dp*"',í~?.ban al universo y para anular el ascendiente de la religión, que había tenido a los hombres esclavizados bajo su imperio, sin temer él ni a los dioses, ni a los rayos, ni a los truenos 9 . Algunos átomos, al caer en el vacío — según enseña Epicuro—.declinan de su línea vertical y se entrecruzan con otros átomos: de esos entrecruzamientos, precisamente, nace el mundo presente 10, en

el cual los dioses ninguna intervención tienen: todo sucede fatalmente, de hecho, siendo inútil la religión y vano el temor de los dioses. La construcción de Demócrito y Epicuro, de índole física y metafísica a la vez, vendrá reemprendida en los tiempos modernos, para ser situada como fundamento de la negación científica de la existencia de Dios.

6

CICERÓN, De natura

Fragmente 7

8 9 10

deorum,

der Vorsocratiker,

CICERÓN, De natura

1, 43, 120;

H. D I E L S ,

Die

Berlín, 1951, 55 a 74.

deorum,

CICERÓN, De natura deorum, LUCRECIO, De rerum natura, LUCRECIO, De rerum natura,

1, 12, 2 9 ; H . D I E L S , loe.

1, 43. I, 65 s. I I , 221 s.

cit.

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* * * En la civilización cristiana, la negación de Dios y de la religión — basada sobre las ciencias de la naturaleza— vínose preparando, poco a poco, desde principios del renacimiento hasta desembocar en el ateísmo materialista de los enciclopedistas del siglo xvm, e incluso más tarde, tras el ulterior desarrollo de la ciencia, en la segunda mitad del siglo xix. La relación entre ciencia humana y Revelación, que ha sido uno de los más grandes problemas de la cultura cristiana, asumió diversas soluciones en el curso de la historia. E n el medievo clásico la sabiduría humana estaba unida con la revelación; sin embargo, ya hacia fines del siglo xm, el aristotelismo heterodoxo de Siger de Brabante vino a colocar una escisión entre ciencia y fe. Con Siger comienza el racionalismo moderno : elementos que reforzarán ese racionalismo serán el conceptualismo de Guillermo de Occam, el humanismo del renacimiento, la reforma protestante y la filosofía de los averroístas de Padua. El tránsito de la mentalidad racionalista a las ciencias experimentales comienza en el siglo xvi y crece en el xvn. Con Leonardo y Copérnico, Kepler y Galileo, la ciencia va poseyendo mejor y mejor la advertencia de su método y de su importancia: dejando de lado el argumento de autoridad, en particular la de Aristóteles, y refiriéndose más y más a la experiencia, para adquirir un nuevo sentido de independencia. E n tal situación la ciencia de la naturaleza sepárase gradualmente de la

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filosofía y la teología, iniciando así de hecho el antagonismo entre ciencia y fe. La oposición — siempre creciente — a las antiguas teorías desarrolla el sentido crítico, llegándose bien pronto a plantear la pregunta de si será posible conciliar los resultados de la ciencia con los datos de la teología y la Revelación. Entretanto venía desenvolviéndose, hacia fines del 500 y principios del 600, el mecanismo algo muy similar al de la filosofía griega: Galileo Galilei, Renato Descartes, Pedro Gassendi, Roberto Boy le e Isaac Newton interpretan los fenómenos naturales según la mentalidad mecanicista, que se había puesto de moda. Todos esos autores no negaban a Dios, pero sus ideas fueron desenvueltas en el siglo siguiente en sentido anticristiano y antirreligioso. E n el siglo xvm, en el cual actuaron ampliamente los hombres de la Enciclopedia, también los resultados de las ciencias positivas se usaron para entrar en batalla contra Dios. Recuérdense, en tal sentido, al médico-filósofo Julián Offroy de La Mettrie (17091751), con su teoría del Homme machine (1748); a Claudio Adriano Helvetius (1715-1771), con su ética materialista a la par que hedonista; y a Pablo Enrique Dietrich de Holbach (1723-1789), por cuyo medio el materialismo ateo adquirió formulación propia en la famosa obra Le systéme de la nature (1770), que llegó a ser algo así como la «biblia del materialismo», en la cual todo queda explicado mediante la materia eterna, necesaria y siempre en movimiento. A ellos se agregaron Voltaire y Diderot, D'Alembert y Maupertuis, quienes — pese a no haber sido materialistas ateos — combatieron, empero, ásperamente a la Iglesia y a la Revelación. * * * E n el siglo xix la rebelión de los científicos contra Dios y la Revelación adquirió forma, en especial, bajo tres movimientos particulares: el ateísmo científico, el

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monismo materialista y el materialismo económico marxista. 1) Fué especialmente en la segunda mitad del siglo xix cuando el ateísmo científico se manifestó con violencia inaudita: preparado por la filosofía positivista de Augusto Comte, se desenvolvió en la línea de la física y la biología. La ciencia traspasa sus límites y conviértese en metafísica, en la cual viene negada toda la realidad no experimentable. Es la ciencia quien debe decidir sobre Dios, sobre religión, sobre moral y sobre milagros, siendo fácil comprender en qué sentido irán las decisiones: todo cuanto la ciencia experimental no demuestra es destituido de fundamento y, por ende, eliminado. Jaime Moleschott (1822-1893) — quien enseñó fisiología, desde 1879, en la Universidad de Roma—, con su libro La circulación de la vida (1852); Carlos Vogt (1817-1895), con sus Lecciones sobre el hombre (1863), y Luis Büchner (1824-1899), con la obra Krajt und Stoff (1855) —* donde son desarrolladas las ideas de Moleschott y de Vogt —, fueron quienes expusieron un materialismo a ultranza, extendido a todos los campos del saber, sobrepasando ampliamente los resultados de las ciencias experimentales. Estos tres últimos autores encarnan el ateísmo materialista: solamente existen materia y energía, las cuales son eternas, a la par que nada ni se crea ni se destruye: las leyes naturales son necesarias y no admiten excepciones. Según tales ideas, era como trabajaban muchos científicos de entonces: por ejemplo, C. Lombroso, F. G. Gall, F. Le Dantec, T. E. Huxley, G. Sergi, etc. 2) E n ese mismo siglo xix, desarrollóse la teoría de j la evolución, que comenzó en la biología y se extendió luego a la física, la astronomía, la filosofía, etc., hasta devenir un monismo materialista, irreconciliable con el concepto de creación y con Dios. E n los tres primeros volúmenes de su Histoire na~ turelle, G. L. Ruffon (1707-1788) había supuesto que la tierra no salió ya desenvuelta de las manos del

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Creador, antes bien se fué formando lentamente, a lo largo de unos 60.000 años por lo menos. Con esa teoría, Buffon no intentaba oponerse a la Biblia, en la cual había leído él — junto con muchos de sus coetáneos — que el mundo existe desde hace sólo 6.000 años: simplemente, prescindía de ello; no obstante, en enero de 1751, la Sorbona censuró cuatro de sus proposiciones relativas al origen del mundo. P. S. Laplace (1749-1827), con sus célebres obras Exposition du systéme du monde (1796) y Mécanique celeste (17991805) —• pues es una vulgarización de la precedente, en cinco volúmenes, precisando el determinismo físico —, desenvolvía su teoría sobre el origen del sistema solar, a partir de una inmensa masa fluida en rotación. Conocido es el episodio de Laplace ante Napoleón: habiendo presentado al emperador su tratado de Mecánica celeste, Napoleón preguntó al gran matemático por qué no había acudido, en el desenvolvimiento de las cuestiones, a la idea de Dios; Laplace respondió que «no había tenido necesidad», dado que todo procede mecánicamente, según las leyes físicas y ordinarias. Laplace no era ateo, mas con esto ofreció un raciocinio que había de desenvolverse en sentido ateo: ya que Dios no sirve para la ciencia, cuando menos la ciencia demostrará que Dios no existe. G. B. Lamarck (1744-1829), con su volumen Philosophie zoologique (1809), formuló la teoría transformist a : el organismo vivo, bajo el impulso de la necesidad, crea modificaciones que se transmiten a los descendientes. C. Darwin (1809-1882) explicó la evolución, en su célebre obra On the origin of species (1859), por medio de la selección natural en la lucha por la vida. H. Spencer (1820-1903) extendió el concepto de evolución a la filosofía, acogiéndose al positivismo de Comte. Esos autores no negaban a Dios: Spencer, empero, pensaba que Dios es incognoscible; con ello la ciencia quedó separada de la religión y la moral. Luego, las extremas consecuencias de la evolución — en el campo biológico y materialista — fueron inferidas por

Y

CIENCIA

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E. Haeckel (1834-1919) en sus obras Generelle Morpholoffie der Organismen (11866), Natürüche SchópJungsgeschichte (1868) y Die Weltratsel (1899): según sus afirmaciones, partiendo de la materia inorgánica es cómo se desarrollaron los primeros seres vivientes, que en el curso del tiempo han devenido más y más perfectos, hasta conformar los actuales vivientes, incluído el hombre, quien es un agregado — lo mismo que las otras cosas — de materia y energía; y en ese esquema Dios ya no existe, y el evolucionismo, de esa suerte, deviene materialista, mecanicista y ateo. En la directriz de esa corriente, materialista y evolucionista, llegóse incluso a la fundación de una asociación, para fomentar los ideales del materialismo monístico. En efecto, mientras el materialismo del siglo xviii—-en Francia y en Alemania — despreciaba y ridiculizaba la religión, E. Haeckel propugnó, por el contrario, una nueva religión, basada sobre la ciencia: por ello, el año 1906 fundó en Jena — el «Deutscher Monistenbund», asociación en la que inscribieron sus nombres célebres científicos, como S. Arrhenius, W. Ostwald — quien llegó a ser presidente del grupo —i, etc. El propósito de tal sociedad era situar, cual fundamento de la concepción del mundo y de la vida práctica, a la ciencia considerada en su continuo progreso: así se perseguía un laicismo total en la vida humana y la eliminación de toda religión revelada — en especial, de la religión cristiana — respecto de toda la vida humana. Muchísimas sociedades (liberales, masónicas, naturalistas, socialistas) unieron sus nombres a esta liga de monistas, quienes proyectaron ante esto convertir en internacional su asociación. De hecho, en septiembre de 1911 reunióse u n Congreso Internacional Monístico, en el cual se fundó la Sociedad Monística Internacional, que consiguió gran resonancia—^mediante libros, periódicos, libelos, bibliotecas, convenios, etc. — y siempre, dondequiera que fuese, en lucha contra la religión crstiana. Muchas fueron las asociaciones que se adhirieron a la nueva so-

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ciedad internacional, desde Alemania, Francia, Inglaterra y América; y muchos también los particulares que se inscribieron desde Dinamarca, Suecia, Rusia, Finlandia, etc. Este movimiento internacional extendióse solamente entre los ambientes cultos; sin embargo, el interés que suscitó indica la aversión que reinaba contra el cristianismo en aquellos tiempos. Con todo, la primera guerra mundial determinó la muerte de la Asociación Monística Internacional". 3) E n el mismo período, aparte de las dos formas de materialismo ateo antes descritas—-ateísmo científico y monismo materialista—, desarrollóse el «materialismo económico marxista», que ha buscado también una justificación teorética en el materialismo ateo de la ciencia. Tomando de Hegel la dialéctica y de Feuerbach el maerialismo, Karl Marx (1818-1883) creó el materialismo dialéctico, que aplicó luego a la interpretación de la historia y a las cuestiones sociales. Según él, la religión es el opio del pueblo y Dios no existe, sino que todo se desenvuelve según las leyes inderogables de la dialéctica ínsita en la naturaleza de la materia. La dialéctica materialista vino aplicada por F . Engels a las ciencias, especialmente en su libro Dialéctica de la naturaleza, que es una serie inconexa de apuntes, editados en 1927. E n este libro Engels contrapone — en cada ocasión que le es propicia — religión e iglesia frente a la ciencia, repitiendo los trillados argumentos de siempre, entre ellos la condena de Galileo. Engels insiste en que, con el progresar de la ciencia, la necesidad del concepto de Dios — para explicar los fenómenos de la naturaleza — es siempre menor, hasta que Dios viene situado, del todo, fuera del mundo material; ese progreso se advierte, ora en la cosmogonía — con las obras de Newton, Laplace y Secchí —,

11

Cfr. F. KLIMKE, 11 monismo

Florencia, 1914.

e le sue basi

filosofiche,

21

ora en la biología — con el evolucionismo de Darwin —. En suma, que la materia eterna se desenvuelve dialécticamente, según un principio eterno autónomo, y que, para explicar la naturaleza, no hay precisión ni de la espiritualidad de Dios: la materia, con el principio de automoción, bástase a sí misma. El progreso de la ciencia experimental — concluye Engels •— refuta plenamente al idealismo, para afirmar el materialismo dialéctico. Estos conceptos, con las variantes que introducen los nuevos descubrimientos, vienen repetidos de continuo por los teóricos marxistas contemporáneos (biólogos, físicos, etc.). E n la propaganda atea comunista—'la orientada con método científico•—siempre es la misma la motivación que se repite: la ciencia, demostrando que Dios no existe, destruye cualesquiera religiones. * * * Sin embargo, es preciso creer que no todos los científicos o toda la ciencia hayan sido negativos ante el problema de Dios. El progreso de la ciencia reciente ha favorecido, en realidad, a la religión y a la teología católica: incluso la mayor parte de los científicos han admitido la existencia de Dios. E n realidad de verdad, no es la ciencia lo que —•- de ningún modo—-se opone a la fe en Dios y a la religión: son más bien las falsas ideologías presupuestas, según las cuales vienen orientadas las interpretaciones de los hechos científicos, las que fueron causantes de la aberración del cientificismo en el siglo pasado. Y si, también hoy, hombres de ciencia son contrarios a la religión— a la fe en Dios o al cristianismo—, ello no es debido al progreso científico, sino a sus ideologías presupuestas, positivistas o materialistas. Por el contrario, veremos que el devenir científico, en estos últimos tiempos, nada tiene que oponer a la religión y a la sana filosofía, sobre la cual encuentra la religión sus

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premisas; sino que, en algunos puntos cuando menos, la ciencia contemporánea es positivamente favorable a la religión y la Revelación. 2.

La Iglesia y la ciencia.

Uno de los problemas más importantes—-y, a la vez, más difíciles — de la teología ha sido siempre el de las relaciones entre Revelación y razón. Natural resulta pensar que el cristianismo debe esforzarse por comprender, del mejor modo posible, la Revelación: mas ello no puede conseguirlo sino actuando su ciencia humana; de ahí derivan, entre otros, los problemas sobre la posibilidad de u n acuerdo entre Revelación y ciencia, o sobre la posibilidad de esclarecer la Revelación por medio de la razón — de la filosofía o de las ciencias en general—. Estos problemas, vitales para el pensar cristiano, se han desenvuelto y esclarecido de continuo en la historia del cristianismo: la autoridad eclesiástica los ha seguido siempre con interés y ha intervenido, en diversas ocasiones, usando de su magisterio divino. Así, contra las osadas afirmaciones de Nicolás d'Autrecourt, quien destruía prácticamente la realidad del conocer humano, el magisterio eclesiástico enseña que, además de la certeza por fe, poseemos nosotros también otras certezas por conocimiento natural 1 2 . Otras varias veces, la Iglesia ha rechazado que la mente humana puede conocer diversas verdades naturales, especialmente en los órdenes religioso y moral, sin la ayuda de la Revelación o de la gracia divina: algo de esto ha sido afirmado en las sucesivas condenaciones de los errores de Bayo, Quesnel, Bautain, A. Bonnety y G. Frohschammer (Denz., 1022, 1391, 1622-27, 1650 y 1670), etc.

12

Cfr. H. DENZINGEH, Enchiridion

Symbolorum,

Citaremos esta obra con la abreviatura Denz.

n. 558;

23

El problema de la relación entre fe y ciencia planteóse, de modo más vigoroso, en el siglo xrx, cuando — en contraste con el desarrollo de la filosofía y la ciencia laicista — la teología y la cultura católicas revivieron con vigor nuevo. Diversas corrientes católicas abordaron la difícil cuestión, mas no siempre salieron airosas en su intento: recuérdense el tradicionalismo de la escuela francesa, y el racionalismo o semirracionalismo de la escuela alemana, y el ontologísmo de la escuela italiana. E n el ambiente científico positivista, proclamábase entretanto con insistencia la oposición entre ciencia y fe; entonces el Concilio Vaticano, con autoridad magistral suprema, replanteó y esclareció la enseñanza católica plurisecular, afirmando con decisión que, según el antiguo y común pensar de la Iglesia, existen dos órdenes de conocimiento, el natural y el sobrenatural, distintos no sólo por su fuente, sino también por razón de su objeto. Atendiendo a las fuentes del conocer, el orden natural deriva sus noticias de las fuerzas naturales de la razón humana, y el sobrenatural, en cambio, de la Revelación divina. Atendiendo paralelamente al objeto, mientras el conocer natural alcanza solamente las verdades accesibles a las fuerzas de la razón humana, el conocer sobrenatural alcanza además los misterios divinos, que solamente la Revelación puede hacer accesibles (Denz., 1796). Según el Concilio Vaticano, existe en consecuencia un verdadero conocimiento humano, adquirido con una búsqueda metódica y que, por consiguiente, es un verdadero conocimiento natural. Esta enseñanza vale para toda ciencia humana y, por ello, también para la ciencia experimental. ¿Cuáles son las relaciones entre esta ciencia experimental y el conocimiento revelado? Contra los neoaristotélicos de la Escuela de Padua, en especial contra P. Pomponazzi—•• quien, para rehuir la censura eclesiástica y enseñar así libremente sus errores sobre el alma humana, había recogido

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del averroísmo medieval la teoría de la doble verdad, una humana y otra divina, independientes entre sí e incluso contrarias en muchas ocasiones —, el Concilio Lateranense V proclamó elevadamente no existir oposición entre las verdades humana y divina: «dado que la verdad no puede contradecir en modo alguno a la verdad — enseñaban los Padres del Concilio —, definimos que toda afirmación contraria a la verdad de la fe es falsa por completo y prohibimos rigurosamente afirmar lo contrario» (Denz., 738). Esta idea vino repetida y luminosamente ilustrada por el Concilio Vaticano. Aun cuando la fe esté por encima de la razón, no es posible, empero, ninguna verdadera discordia entre fe y razón. E n efecto, el propio Dios, que revela los misterios e infunde la fe en el alma, ha otorgado al hombre la luz de su razón; por tanto, ni Dios puede negarse a sí mismo, ni la verdad se puede contradecir (Denz., 1797). Es más. No solamente no existe oposición entre ciencia y fe, sino que es posible entre ellas ayuda recíproca: así, la razón demuestra los fundamentos de la fe y ayuda para cierta inteligencia de los misterios divinos; mientras la fe, indicando la verdad con la seguridad propia de Dios, casi muestra la meta a la que deben llegar las argumentaciones humanas, a la par que manifiesta la incógnita que debe descubrir la indagación científica con sus propios medios e impide desviarse hacia falsos senderos (Denz., 1799). Estas clarísimas afirmaciones son formuladas ante toda ciencia humana, incluso ante la experimentar, también ésta, si está en la verdad, ni puede ni debe oponerse a la Revelación; sino que con frecuencia, en cuestiones relativas al dogma, puede y debe ayudar a la fe. Expresamente de las ciencias experimentales habla León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus sobre el estudio de las Sagradas Escrituras, cuando observa que no puede existir oposición entre teólogos y físicos, sino que el conocimiento de

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las ciencias naturales es una ayuda óptima para la comprensión de la Escritura Sagrada (Denz., 1947). Con esto no intenta la Iglesia oponerse al progreso de las ciencias humanas, sino estimularlas y ayudarlas: de hecho conoce bien la Iglesia la utilidad de estas ciencias; y así como también las ciencias humanas tienen su origen en Dios, hacia Dios ciertamente conducirán, con tal que sean cultivadas recta y honestamente. Por ello la Iglesia no intenta invadir el campo específico de las ciencias humanas, sino que deja a cada una de ellas su propio trabajo, su propio método de investigación, sus propios principios: que son, en las ciencias naturales, métodos experimentales y principios racionales. Reconociendo esta justa libertad, la Iglesia preocúpase solamente de que la ciencia humana no acepte errores opuestos a la doctrina revelada y de que no entre *en el campo de las verdades reveladas, sobrepasando el ámbito propio de sus indagaciones (Denz., 1799). Ante los enlaces entre ciencia y fe, la Iglesia — a la que ha sido confiada la misión de conservar intacto el depósito de la Revelación y de enseñar — pone a los fieles en guardia contra aquellas teorías científicas contrarias a la fe y, por ello, merecedoras de ser eludidas y de ser estimadas como falsas hasta en el propio terreno científico (Denz., 1789). Por lo demás, toda oposición entre ciencia y fe — según advierte el propio Concilio Vaticano—deriva del hecho de que, o bien las enseñanzas de la Revelación no han sido comprendidas rectamente, siguiendo la interpretación de la Iglesia, o bien alguna opinión científica, siendo aún solamente opinión, viene admitida cual verdad demostrada (Denz., 1797). Compréndase bien cuanto la Revelación dice, fíjese con honestidad el significado de las conclusiones científicas, y se verá que nunca existe verdadera oposición: resultando claro que las conclusiones científicas, inciertas y falibles siempre, deben ceder ante los datos infalibles de la Revelación, rectamente entendidos.

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RELIGIÓN Y CIENCIA

Un último documento, de gran valor, sobre la estima y el recto uso de la ciencia experimental, es la carta encíclica Humani generis. «Llegada parece la hora de hablar — ha escrito el Sumo Pontífice Pío XII — sobre aquellas cuestiones que, aun perteneciendo a las ciencias positivas, están más o menos conexas con la verdad de la fe cristiana. No pocos, en efecto, piden con insistencia que la religión católica tenga en cuenta, hasta el máximo, a tales ciencias. Lo cual es laudable, sin duda, cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero es preciso ser cautos cuando más bien se trata de hipótesis — aunque fundamentadas, de algún modo, en lo científico — en las cuales se afecta a la doctrina contenida en la Escritura o mantenida en la Tradición; porque si tales hipótesis atenían, directa o indirectamente, contra la doctrina revelada, en tal caso no pueden ser admitidas de ninguna de las maneras.»

que los postreros Sumos Pontífices han dedicado a asambleas seflectas de científicos, para precisar los puntos de contacto — siempre más y más numerosos — entre la fe o la moral cristianas y las ciencias positivas (biología, medicina, psicología, física, etc.). Un acto de confianza, ante las ciencias positivas, es la exhortación dirigida—por el papa Pío XII y desde la encíclica Humani generis — a los estudiosos católicos, para que cultiven con diligencia las ciencias humanas, incluso las experimentales: «Intenten con todo esfuerzo, y hasta con pasión, concurrir al progreso de las ciencias que enseñan. Pero guárdense bien de sobrepasar los confines, establecidos por Nos, exigidos por la defensa de la fe y de la doctrina católica. Ante las nuevas cuestiones, las que han llegado a ser de actualidad por la cultura y el progreso moderno, ofrezcan las aportaciones de sus cuidadosas investigaciones: mas con la prudencia y la cautela convenientes.» Va sin decir que los enlaces entre Revelación y ciencia humana se multiplican, en especial, entre aquellas disciplinas que guardan con la primera relación más inmediata, por razón de su objeto: eso es, la filosofía y, más en particular, la teodicea y la ética. Mas esos enlaces no faltan tampoco respecto de las otras ciencias, incluso con las ciencias positivas: la Humani generis habla expresamente de la evolución y el poligenismo, que son problemas pertenecientes a las ciencias experimentales. Para el estudio de los capítulos primeros del Génesis resultan útiles estas ciencias: astronomía, física, geología, paleontología, biología, glosología, etnología, historia de las religiones, etcétera. Existen paralelamente problemas biológicos en los cuales tiene la Iglesia derecho y deber de hablar, como los problemas que afectan al cuerpo humano o que hacen al hombre dueño del propio destino biológico : modificaciones hormonales, partenogénesis, fecundación artificial, selección eugenésica mediante esterilización, control de nacimiento, teoría de OginoKnaus, parto sin dolor, fertilización, etc. Cuestiones

* * * Por consiguiente, la Iglesia no impide el progreso - de las ciencias, a las que, por el contrario, estimula: quien teme a la Iglesia no es la verdad — sea del tipo que sea, humana o divina, filosófica o científica —, sino el error. Testimonio irrefragable de este fervor suyo por las ciencias humanas es la propia historia, de la Iglesia y de la civilización cristiana, con las instituciones de cultura alumbradas por la religión católica: existen documentos solemnísimos para testimoniarlo, como cuando el Concilio Vaticano afirmó su estima por la cultura humana, la cual beneficia a la propia religión, aparte de elevar el nivel vital del hombre. Todas las ciencias y artes son favorecidas por la Iglesia, incluso las ciencias positivas. A propósito de las cuales baste recordar la Pontificia Academia de Ciencias, las universidades católicas esparcidas por el mundo entero, y, en fin, los discursos innumerables

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son éstas que —> fácil resulta comprenderlo — afectan a la persona humana, a la familia o a la sociedad, y que pueden dañar profundamente a Ja moralidad (la privada, la familiar o la social). Son campos en los cuales, antes y por encima de las leyes biológicas o físicas que son competencia de la ciencia, existen otras leyes, cuya competencia incumbe a la Iglesia, a la cual ha sido confiada la misión de salvaguardar la fe y las costumbres en todos los órdenes de la actividad humana. Dígase otro tanto de algunas aplicaciones de la medicina, o la cirugía, o la psicología, para la curación de enfermos. Otro enlace, entre Revelación y ciencia positiva, surge ante la posibilidad del milagro, argumento de la divina Revelación que alguna teoría científica ha intentado también negar. En el presente trabajo consideraremos las principales teorías científicas modernas, sobre todo de la física y la biología, que pueden ofrecer alguna relación con la Revelación; y veremos cómo, de hecho, las enseñanzas del Concilio Vaticano vienen corroboradas en la ciencia entendida con honestidad y con rectitud.

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LA EXISTENCIA DE DIOS

CAPITULO II

LA EXISTENCIA DE DIOS Y LAS CIENCIAS

I. II.

PREMISAS DE LAS VÍAS TOMÍSTICAS. EXISTENCIA DE DIOS Y TERMODINÁMICA. — 1. La

en-

tropía.— 2. Extensión del universo.—3. El principio de Carnot como ley estadística.— 4. La muerte térmica del universo. III.

EXISTENCIA

DE

DIOS

Y

COSMOGONÍA MODERNA. —

1. El sistema solar. — 2. Las estrellas. — 3. El universo. — 4. Origen del sistema solar. — 5. Escala del tiempo cósmico. — 6. La creación y Dios. IV.

I.

EXISTENCIA DE DIOS Y CÁLCULO DE PROBABILIDADES.

PREMISAS DE LAS VÍAS TOMÍSTICAS.

El problema fundamental para la vida humana es el de la existencia de Dios. Precisamente por ello, de manera más o menos directa, retorna de continuo a ese problema la ciencia humana, tanto la especulativa como la experimental. La existencia de Dios puede ser conocida mediante demostración racional y mediante la fe: según enseña el Concilio Vaticano, «podemos llegar a conocer con

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certeza — desde las cosas creadas y por medio de la luz natural de la razón humana — la existencia de Dios, en cuanto principio y fin de todas las cosas habiendo, empero, complacido a su sabiduría y bondad el revelarse a sí mismo y a los decretos de su voluntad al género humano mediante otra vía, que es la sobrenatural» (Denz., 1785). Cierto es, por consiguiente, que la demostración de la existencia divina puede hacerse mediante la razón humana, partiendo de las cosas creadas. La ciencia que debe interesarse— con inmediatez — de tal demostración es la filosofía. De hecho, Dios no es una realidad material, sino espíritu puro, al que puede llegarse únicamente mediante raciocinios filosóficos. Las demostraciones de la existencia de Dios son muchas y parten siempre de las creaturas: por ello, de las diferentes especies de tales cosas creadas obtiénense diferentes especies de demostraciones. Pueden ser considerados los mundos material, intelectual y moral, surgiendo así diversas demostraciones en cada una de esas tres categorías. Pero las pruebas clásicas de la existencia de Dios, las más fáciles y más evidentes para toda mente humana, son las presentadas por Santo Tomás en sus famosas cinco vías. Adviértase que las vías tomísticas parten siempre de una consideración empírica. La primera vía, la más fácil, parte de la comprobación del movimiento, o sea, de la mutabilidad de las cosas del mundo material: observando al efecto Santo Tomás que «es cierto y consta a la sensibilidad que algunas cosas se mueven en el mundo». La segunda vía considera la casualidad eficiente y parte, ella también, de la eficiencia de las cosas materiales: «encontramos, de hecho, entre las cosas sensibles un orden de causas eficientes». La tercera vía se inicia con la consideración de la contingencia de las cosas materiales: «encontramos que algunas cosas pueden ser y no ser, dado que pueden ser y no ser cuantas vemos nacer y morir». También la cuarta vía, que se eleva hasta la metafísica altísima,

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LA EXISTENCIA DE DIOS

iniciase en el mundo material: «la cuarta vía es tomada de los grados de perfección que se hallan en las cosas, ya que existen cosas más o menos buenas, y verdaderas, y nobles, etc.». La quinta vía, en suma, considera el orden del mundo: «vemos que cuanto carece de conocimiento, o sea los cuerpos naturales, todo obra por algún fin, lo cual deriva del hecho de que esas cosas, siempre o con frecuencia, obran del mismo modo y se enderezan hacia lo que es óptimo» \ Estas comprobaciones sensibles pueden encontrar diverso desarrollo según los casos: son hechos físicos que pueden ser considerados, bien mediante la expeririencia común, en cuyo significado fueron tomados por Santo Tomás, bien mediante la más refinada técnica experimental. Pero en ambos casos constituyen el mismo punto de partida para llegar a Dios, y ambas consideraciones, la vulgar y la científica, ofrecen el mismo valor para fundamentar la prueba metafísica de la existencia de Dios.

no mismo de la vida, en el campo del mundo orgánico, y la estructura de las formas vivas, desde las más elementales hasta las más complejas, y la variedad sin fin de las formas vivas existidas durante la historia de la tierra, al igual que las complicadísimas y perfectas funciones vitales, especialmente en el cuerpo humano, e t c . . todo ese complejo de realidad, de leyes físicas, y químicas, y biológicas, que constituyen el mundo material — desde las partículas elementales hasta los universos —• son prueba aplastante de una suprema armonía, y un poder ilimitado, y una inteligencia inescrutable, y una providencia amantísima, escondidas y a la par bien visibles en el mundo material: son testimonio elocuente de la perfección del Autor del mundo. Siendo esto tanto más verdadero por cuanto los científicos más sabidos y más serios, sin excepción, han admitido siempre que conocemos solamente una pequeña parte de las maravillas de lo creado. En suma, podemos concluir que todo el desarrollo de las ciencias experimentales es una continua demostración de la sabiduría oculta tras el mundo material. Prescindiendo del valor intrínseco de los descubrimientos en sí mismos, las ciencias experimentales son un desarrollo del punto de partida, sensible y empírico, que Santo Tomás situó al principio de las cinco vías: ellas explican, siempre mejor y siempre más profundamente, el movimiento de las cosas, la subordinación casual de los fenómenos, la mutabilidad del mundo, las diferentes perfecciones y el orden cósmico. Si quisiéramos, por consiguiente, desenvolver esos cinco puntos, deberíamos recorrer todo el camino de la ciencia experimental: lo cual no es nuestro cometido 2 . Sin embargo, importante resulta la observación que hemos hecho. Desde un punto de vista metafísico, si verdad es

Un primer servicio que la ciencia ha hecho a la fe es el descubrimiento continuo de las maravillas de la creación: evidente es — ante toda consideración honrada— la grandeza, y la potencia, y la belleza sobrehumanas del mundo material; están acordes todas las ciencias (física, química, biología, astronomía, etc.) y proclaman elevadamente la sabiduría ahí ínsita, en el orden y la estructura de los seres materiales, vivientes y no vivientes. La constitución del átomo, con su núcleo y sus electrones, o de la molécula, o de los cuerpos mayores; las leyes físicas que regulan las relaciones entre los cuerpos, al igual que las leyes químicas; el ciclo de la economía de la tierra, y el sistema solar, y las estrellas, y las nebulosas galácticas; el fenóme-

1

SANTO TOMÁS, Sum.

theol.,

I, q.

2, a.

3.

2

P. LANDUCCI, Esiste

Diol,

Asís, 1957.

33

35

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

LA EXISTENCIA DE DIOS

que un átomo de materia plantea con inmediatez el problema de la existencia de Dios, en cuanto exige una razón suficiente de su realidad, mucho más trascendente será este problema ante la consideración, no de un átomo, sino de la inmensidad toda del mundo, de la tierra y de los cielos sin fin: si un átomo supone a Dios, con mayor razón e inmensamente más el universo conducirá a Dios. Sin embargo, desde el punto de vista metafísico, tanto si se considera u n átomo como si se considera el universo entero, el discurso tiene el mismo valor: ciertamente que impresiona, y hasta presenta cierto vigor trágico, cuando viene esto planteado, ante nosotros, por la complejidad grandiosa e incomprensible del mundo material; mas en sí mismo, atendiendo a su significado metafísico, u n átomo o un universo exigen — de modo idéntico —> la existencia de Dios.

si integramos esos conocimientos obtenidos desde el plano físico, mediante consideraciones más generales relativas a la realidad misma de las cosas, teniendo presente la misma naturaleza de los hechos físicos y de sus leyes, posible será — según veremos — ascender hasta mucho más arriba y construir algún raciocinio particular que nos conduzca hasta Dios 3.

:>>4

II. 1.

EXISTENCIA DE

La

Dios

Y TERMODINÁMICA

entropía.

Las ciencias experimentales pueden hoy ofrecer algo más, aparte de sus explicaciones de las premisas articuladas en los argumentos de Santo Tomás: desde los descubrimientos más recientes de la ciencia, podemos extraer consideraciones que poseen el aspecto de argumentos, con valor propio, para llegar a Dios. Antes de seguir adelante, cabe preguntarse si es posible que las ciencias experimentales in genere, y en particular la física, consigan demostrar la existencia de Dios. La física experimental o teorética es el estudio de los hechos físicos y de las leyes que regulan tales hechos, las cuales vienen luego agrupadas en teorías o leyes más generales: no corresponde a la física — en el significado común —* indagar sobre las razones últimas de las leyes naturales y de todo el universo. Claro resulta que, mientras permanecemos en este plano, no ascendemos jamás hasta Dios. Sin embargo,

* * * Una de las grandes leyes de la ciencia experimental es la ley de la conservación de la materia y de la energía. En 1774, A. L. Lavoisier comprobó experimentalmente la conservación de la materia en las mutaciones químicas; en el siglo siguiente, con el descubrimiento de la transformación recíproca, entre energía mecánica y calor, y de la transformación de todas las energías entre sí, vino establecida la ley de la conservación de la energía — por obra de R. Mayer (1842), J. P. Joule (1843), Colding (1843) y H. E. Helmholtz (1847) —, la cual es el primer principio de la termodinámica. Precisamente a base de esas leyes científicas se proclamó jubilosamente, por científicos y filósofos materialistas, la eternidad e indestructibilidad de materia y energía: si nada se crea y nada se destruye en el mundo físico, el mundo material no podría haber sido creado, no pudiendo haber tenido principio y siendo eterno; a partir de lo cual proclamábase la inconcilia3 Cfr. A. GRÉGOIRE, immanence et Transcendance, .Bruselas, 1930; Les preuves scientifiques de l'existence de Dieu, pp. 137-157. F. VAN STEENBEKGHEN, Le probléme philosophique de l'existence de Dieu, en «Revue philosophique de Louvain» XLV (1947), pp. 150-51; ID.. La physique moderne et l'existence de Dieu, en «Revue philosophique de Louvain», XLVI (1948), pp. 383-4. C. FABHO L'uomo e il problema de Dio, en «Dio nella ricerca umana», op. cit., p. 38 s. En este volumen cfr. La scienza di fronte al problema di Dio.

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LA EXISTENCIA DE DIOS

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

bilidad de la ciencia con la Revelación. Por ejemplo, en 1907 escribía Píate: «La materia existe, de la nada no nace nada; en consecuencia, la materia es eterna. Nosotros no podemos admitir la creación de la materia» 4. Y Svante Arrehnius, según su conocida teoría cosmológica, pudo escribir: «La opinión de que algo pueda nacer de la nada está en pugna con el estado actual de la ciencia, según la cual la materia es inmutable» 5. A este efecto, Arrehnius sostenía que el universo había sido siempre como ahora es, en u n ciclo continuado de nacimiento y muerte entre las estrellas. Evidentemente, todos estos autores incurrían en u n tránsito ilógico desde el terreno físico hasta el filosófico: si cierto fuera que materia y energía no se destruyesen en sentido físico, no se seguiría de ello que también lo fuese en sentido metafísico; esto significaría que la conservación de materia y energía se verifica en todos los fenómenos físicos, mas nada diría de la posibilidad metafísica del tránsito entre ser y no ser, entre creación y destrucción. Por lo demás, con la teoría de la relatividad y con el desarrollo de la física nuclear se ha venido bien pronto a conocer una equivalencia entre masa y energía, así como la intermutabilidad — al menos en sentido físico-—entre masa y energía de manera que los dos principios de la conservación, el de la masa y el de la energía, han ido adquiriendo u n sentido único al fusionarse en principio único. E n Darticular la inmutabilidad de la materia, antes afirmada, no es ya sostenible hoy, a causa de las profundísimas modificaciones que sobrevienen de continuo en el interior del átomo y a causa de las mutaciones .de partículas en diversas formas de energía. 4

PLATE, Ultramontane Lebenskunde, 1907, p. 55. s

S.

AIBREHNIUS,

Die

Weltanschauung Vorsteüung

im Wandel der Zeiten, 1911, p. 362.

vom

und

modeme

WeltgeOaude

t

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Al principio de la conservación de la energía, que es el primero en la termodinámica, se ha unido el principio segundo de tal ciencia. F u é descubierto prácticamente por Sadi Carnot, quien lo propuso en u n breve trabajo: Riflessioni sulla forza motrice del fuoco e sulle machine adatte a svüuppare calore (1824). Carnot era ingeniero y su propósito era perfeccionar las máquinas de vapor: en su estudio llegó a la conclusión de que la fuerza motriz del calor es independiente de los agentes aplicados para conseguirla, mientras viene determinada sólo por las temperaturas de los cuerpos entre los cuales tiene lugar el transporte de calor; por ello, cuanto mayor es la diferencia de calor entre dos cuerpos, más grande es la cantidad de trabajo mecánico que se obtiene. Este principio fué valorizado por Lord Kelvin y, en especial, por R. Clausius, quien lo expuso en forma matemática; fué precisamente al desarrollar el principio de Carnot en forma matemática, cuando Clausius encontró una función (es decir, u n a expresión matemática) denominada entropía, cuyo valor depende de las variables que determinan el estado termodinámico del sistema. De gran importancia aparece el modo según el cual varía esa función: ha sido descubierto que, en u n sistema térmicamente aislado — esto es, sistema que no ofrezca intercambios de calor con el exterior, aun cuando le sobrevengan transformaciones—, la entropía o permanece constante (si las transformaciones son reversibles, es decir, pueden repetirse con identidad, pero en sentido inverso a aquel en el cual han sobrevenido), o bien aumenta (si las transformaciones son irreversibles); un aumento de entropía significa, para decirlo con palabras sencillas, aumento de la nivelación de las energías del sistema, bajo forma de calor, a temperatura uniforme. De hecho, todas las transformaciones reales son irreversi-

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LA EXISTENCIA DE DIOS

bles por la presencia de aumentos. E n consecuencia, en todo sistema cerrado la transformación natural es tal que tiende al máximo de entropía, es decir, a la máxima nivelación de la energía: alcanzado este máximo, ninguna transformación es ya posible. Ello sucederá cuando todas las energías se hayan transformado en calor, quedado igualadas las temperaturas de todos los cuerpos. Entonces, imposible será el paso de calor entre dos hontanares a diferentes temperaturas, siendo por tanto imposible obtener trabajo: el sistema permanecerá perennemente inmóvil, a menos que venga turbado por energía procedente del exterior. A partir de este hecho resulta que las transformaciones naturales poseen un sentido bien determinado y que un sistema aislado no pasa jamás dos veces por el mismo estado. Precisamente Clausius denominó a la función por él descubierta con la voz «entropía» (del griego IVTPOTTT), involución) para sugerir Sa transformación natural de los cuerpos hacia un sentido deterior.

por todo el complejo de las fuerzas químicas, y mecánicas, y eléctricas, y magnéticas, que es susceptible de las más variadas transformaciones y comprende todo el dominio de las acciones mutuas de la naturaleza. Pero el calor de los cuerpos más cálidos tiende incesantemente, por la conductibilidad y la irradiación, a comunicarse hacia los cuerpos menos cálidos y a establecer el equilibrio de la temperatura. Todos los movimientos de los cuerpos terrestres se reducen a calor por sustracción y adición: una parte de la fuerza mecánica, y solamente una parte de ese calor, puede ser de nuevo empleada; lo mismo sucede en todos los fenómenos físicos y eléctricos. Sigúese, de todo ello, que la primera parte del complejo de las fuerzas naturales, la que no contiene sino calor inmutable, adquiere sin cesar nuevos incrementos a costa de todas las acciones naturales.» También científicos recientes, como James Jeans, han reemprendido el mismo raciocinio: «Consideraciones de carácter general demuestran que el universo, como un todo, posee aún mucho camino por recorrer antes de llegar a su estado final de entropía máxima. En ese estado final las concentraciones de la radiación y la temperatura habrán ambas desaparecido, de modo que la radiación será distribuida uniformemente en el espacio y la t e m p e r a t u r a será dondequiera la misma» 6. Semejantemente, ha escrito A. Eddington, el otro gran astrónomo i n g l é s : «No existe duda ninguna de que el esquema d e la física de estos tres últimos cuartos de siglo postula una fecha en la cual las realidades del universo fueron creadas en estado de elevada organización, o bien realidades preexistentes fueron dotadas de esa organización elevada, que de entonces en adelante fueron disipando. Es más, esa organización es lo contrario de la casuali-

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* * * Cualquier sistema suficientemente grande puede ser considerado como térmicamente aislado. Clausius y lord Kelvin pensaron extender, a todo el universo, la ley de la degradación de la energía, llegando a la conclusión de la muerte térmica del universo. H. Helmholtz, en su obra Exposición elemental de la transformación de las fuerzas naturales (París, 1869, p. 28), expone así — con gran claridad—-el razonamiento: «Si todos los cuerpos de la naturaleza poseyesen una misma temperatura, jamás se transformaría en trabajo la más mínima cantidad de calor. Pueden establecerse, por tanto, dos partes en el cúmulo cuantitativo total de la fuerza universal: una, compuesta por el calor, que permanece inalterable; la otra, compuesta por una parte del calor de los cuerpos más cálidos y

6 J. JEANS, I 1943, p. 248.

nuovi

orizzonti

della

scienza,

Florencia,

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LA EXISTENCIA DE DIOS r

dad: es algo que no pudo acaecer fortuitamente» . Al igual que Jeans y Eddington piensan otro muchos autores modernos. Establecida esta descripción del desenvolvimiento físico del universo —- según nos viene presentada por la propia ciencia, mediante exponentes cuales Clausius, lord Kelvin, Helmholtz, Jeans, Eddington, etc. —, podemos razonar del siguiente modo: el universo se desenvuelve en sentido bien determinado y tal desenvolvimiento no puede ser eterno. Presentemente vemos que el desenvolvimiento está en plena actuación: por consiguiente, esto quiere decir que ha comenzado en un tiempo determinado y no desde la eternidad;; si, por el contrario, hubiese comenzado desde la eternidad, hoy habría concluido. Y establecido ya tal inicio, posible era pasar al inicio del tiempo en sentido absoluto, esto es, afirmar la creación del mundo y la existencia de un Dios Creador: según aquellas palabras de la Biblia «en el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen., 1, 1), y según las enseñanzas de la Iglesia, expresamente declaradas en el IV Concilio Lateranense y en el Concilio Vaticano (Denz., 428 .y 1783). 2.

Extensión

del

universo

Sv.. Arrhenius 8 y W. Nerst 9 han negado la posibilidad de aplicar a todo el universo la ley de Carnot, por razón de que, habiendo presupuesto que el mundo existe desde un tiempo eterno, si el universo estuviese sujeto a la degradación indicada por Carnot, habría ya desaparecido. Ese raciocinio es evidentemente un 7

A. EDDINGTON, The nature of the physical world, Nuev a York, 1931, p. 84. 8 Sv. ARRHENIUS, Das Werden der Welten, Leipzig, 1908, cap. V I I ; cfr t r . it. II divenire dei mondi, Milán, 1909. 9 W. NERST, L'Univers á la lumiere de l'investigation scientifique.

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círculo vicioso, en cuanto presupone que el mundo existe desde un tiempo eterno. Hacia fines del siglo pasado, cuando ¡—* bajo el influjo de la metafísica positivista y materialista.— las afirmaciones científicas devenían axiomas absolutos y universales, admitíase comúnmente la eternidad de la materia, a base de las leyes físicas sobre conservación de la materia y de la energía; en consecuencia, se imaginaron diversos modelos de evolución del universo, adaptados a una concepción del mundo material existente desde lo eterno 1 0 . Más todos esos modelos presuponen precisamente una concepción filosófica, y son sin excepción círculos viciosos, a la par que — incluso desde u n punto de vista meramente físico — han quedado sobrepasados". Sobre ellos no nos interesaremos en particular. Necesario resulta en cambio, antes de establecer con exactitud nuestra conclusión, comprobar — mediante criterios más modernos — los conceptos sobre los cuales se basa tal raciocinio. Tras la formulación de la teoría de la termodinámica, sobrevenida hacia la mitad del siglo pasado, la física ha hecho enormes progresos. De ahí que debamos considerar qué valor posee hoy el segundo principio de la termodinámica y si, para su aplicación, el universo verifica hoy las condiciones indispensables 12.

10

Cfr., p o r ej., CLIFFORD, The first and the last catastroen « F o r n i g h t l y Review», abril 1885, p. 480. 11 Cfr. A. EDDINGTON, The nature of the physical world, N u e v a York, 1931, p. 85. 12 GUIBERT, Les origines, P a r í s , 1896; D. COCHIN, Le monde extérieur, l'énergie, la théorie de Clausius sur la création, en «Annales de p h i l o s o p h í e c h r é t i e n n e » , 1895, p . 519; J JOOSSENS, Les questions actuelles, París-Bruselas, 1913, etc. Cfr F . Russo, Pensée scientifique et foi chrétienne, en «Recherches et débats», m a y o 1953, p. 18 s. Sobre el p r o b l e m a del o r i g e n del m u n d o cfr. G. UNITÁ, Sull'origine degli esameroni, Roma-Milán, 1937. phe,

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# * *

Comencemos por el segundo punto: el referente a que la ley de la degradación de la energía verifícase sólo cuando el sistema está térmicamente aislado. Tan pronto como queramos aplicar al universo esta condición, debemos preguntar si posee dimensiones finitas : claro resulta, en efecto, que si el universo es finito, puede también ser considerado cual térmicamente aislado. Notorias son las dificultades e interminables las discusiones sobre la extensión del universo: en este punto la astronomía no consigue presentar ninguna demostración con base empírica: nuestros telescopios más potentes son demasiado débiles para indicarnos algo seguro sobre los confines del universo; inclusive el de Monte Palomar, por ejemplo, que explora el espacio mediante un rayo de más de media miríada de años-luz. Hasta parece que el espacio estelar conocido por nosotros sea una parte asaz pequeña de todo el espacio real. Para conocer las dimensiones del universo, resulta por ello necesario confiarse al razonamiento abstracto y a las matemáticas. No queremos ahondar en estas discusiones multiseculares: deseamos sólo demostrar que, con toda probabilidad, el universo es finito, ora venga pensando según la geometría euclídea, ora venga concebido según la geometría riemanniana. Consideremos ante todo la noción común de espacio, según la cual el universo tiene tres dimensiones: el universo finito viene, entonces, imaginado cual un inmenso sólido, de forma esferoidal y de volumen determinado. Notorio resulta que, en el ámbito de este común concepto de espacio, existen dos opiniones opuestas sobre la posibilidad de demostrar el absurdo de una magnitud actual infinita y, por ende, de un universo infinito: algunos afirman tal posibilidad y otros la niegan. Existen muchos argumentos contra la posibilidad de una magnitud infinita o de un número infinito,

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pero no poseen valor del todo convincente. Nuestro concepto de lo infinito es, en efecto, negativo: infinito es aquello que carece de límites; trátase de un concepto imperfecto que no nos permite definir directamente la cuestión de la posibilidad de una infinitud dimensional. Santo Tomás, en varias ocasiones, ha abordado el problema de la posibilidad de una extensión infinita o de un número actualmente infinito: mas lo ha hecho siempre con incertidumbre, a la par que acepta ahí, como apodícticos, argumentos que, en otras obras, considera meramente probables ,3. Recientemente, ha sido propuesta y discutida u n a argumentación nueva contra la infinitud espacial ", que sin duda vale la pena considerar. Se razona por la vía del absurdo: supongamos que el universo sea, de hecho, infinito; de ser verdadera esa hipótesis, deben existir dos cuerpos — al menos — en tal universo que estén a distancia infinita (dos átomos o dos estrellas, poco importa); sean estos dos cuerpos A y B. E n la distancia AB existirán otros cuerpos que disten de A infinitamente, mientras otros distarán de A con distancias finitas; mas como la distancia AB es continua, la serie de los cuerpos que distan de A infinitamente deberá encontrarse con aquella otra de los cuerpos que distan sólo finitamente. Ese punto de cruce debería ser el último en distar finitamente de A y el primero en distar de A infinitamente; mas evidente resulta q u e esto es absurdo, dado que tal punto debería estar a u n a distancia que, a la vez, fuese finita e infinita respecto de A. Pues bien, como la existencia de ese punto ha sido deducida lógicamente de la hipótesis de que existen dos cuerpos a distancia infinita entre sí, sigúese que la propia hipótesis es absurda: esto es, resulta 13

Cfr.

SANTO TOMÁS,

Sum.

theol.,

I. q.

7, a.

3,

ad

4;

De

aeternitate mundi; Physica, I I I , lee. 8; Quodl. X I I I , a. 2. 14 P C. LANDUCCI, La finitezza dimensiva dell'universo, en «Bollettíno Filosófico del! Ateneo L a t e r a n e n s e » , K o m a , 1935, n. 1, p. 24; ÍDEM, Esiste Dio?, Asís, 1957, p p . 96 s.

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absurdo que dos cuerpos disten infinitamente entre sí; por ello el universo debe ser finito en cuanto a extensión. Existen diversas opiniones tanto en torno de ésta como de otras argumentaciones similares 16. Parécenos, sin embargo, que toda la disputación multisecular sobre el problema de lo infinito otorga probabilidad sólida a la tesis finitista; de modo que, con certeza, puede afirmarse —* incluso a base de consideraciones generales, siempre en el campo de la física — que el mundo real no puede ser actualmente infinito en su extensión.

Toda la cuestión de las dimensiones del universo ha conseguido un desarrollo insospechado, a causa de las aplicaciones de las modernas geometrías no-euclidianas a la física del espacio real. Nosotros poseemos nociones clarísimas de la línea, la superficie y el volumen: como resultado, el espacio es un volumen de tres dimensiones: trátase del espacio ordinario o euclídeo. En el plano cabe considerar una línea, con una dimensión única, que sea curva respecto de otra dimensión: esto ocurre, por ejemplo, en el círculo. Paralelamente, en el volumen, cabe estudiar una superficie, con solas dos dimensiones, que

15 Cfr. R . MASI, Dimensioni deU'universo, e n «Euntes docete», I I (lSf49), p p . 383 s.; P . C. LANDUCCI, Si pub dimostrare filosóficamente la temporaneitá e la finitezza dimensiva deU'universo materiales, e n pierden lentamente las espirales para devenir elípticas o esféricas. El hecho de que el 1,80 por 100 de las nebulosas extragalácticas aparezcan hoy en espiral indica el estado relativamente joven de estos enormes sistemas de estrellas y, por ende, que el universo está en los inicios de su vida. Establecida la juvenil edad del universo, puede pensarse también en determinarla numéricamente. E n los inicios del presente siglo se pensaba que el universo ha existido—en su estado actual — desde hace un triIlón de años (diez elevado a doce): en efecto, se creía que toda la masa de una estrella podía venir transformada en energía según la relación de Einstein ( E = m e tros cuadrados); de donde se infería que el sol habría

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podido irradiar, con la misma intensidad actual, durante u n cuatrillón de años (diez elevado a quince). Pues bien, como la masa de una estrella no puede superar en cien veces la masa actual del sol, pues de otra suerte se destruiría, calculábase que el sol puede tener, como máximo, la edad de ocho trillones de años (ocho por diez elevado a doce). Por ello, Jeans pensaba que, como promedio, las estrellas podían tener la respetable edad de cinco trillones de años. Hacia el año 1930 los astrónomos se convencieron de que era necesario cambiar el planteamiento del problema y pasar para el tiempo cósmico, de la primitiva «escala amplia» a otra «escala reducida».

espectrales de las nebulosas extragalácticas hacia el rojo, desviación que fué al momento interpretada - ^ a base del efecto de Doppler — como consecuencia del alejamiento de las nebulosas, es decir como una expansión del universo. Partiendo de estas teorías relativistas, fueron calculados la masa de todo el universo— que sería igual a cerca de diez mil miríadas de miríadas (diez elevado a veintidós) de s o l e s — y el radio de la curvatura de todo el espacio — valorado en unas cinco miríadas de años de luz. De esta suerte vino a precisarse otra concepción de la evolución del universo: de hecho, si el radio de curvatura del universo aumenta, lógico será pensar que, en su principio, el universo tuvo un radio muy pequeño. Esta idea adquirió concreción en la teoría del átomo primitivo de Lemaitre 2 3 , desenvuelta después por diversos autores. En un principio toda la energía estaba concentrada en un pequeño espacio, cuyo radio era inferior a un año de luz. E n ese enorme átomo primigenio condensábase toda la energía del universo y toda la materia, bajo forma de neutrones: estos neutrones emitieron electrones, resultando de ello protones. Así habría comenzado la formación de los elementos por reacciones nucleares. Ese universo, que corresponde al modelo de Einstein, habría estallado y habría aumentado su radio — pasando por los esquemas de Friedmann y de Lemaitre —, para tender finalmente hacia el estado final, el indicado por el modelo de De Sitter, en el cual la materia deviene extremadamente rarefacta, mientras el radio aumenta más y más 2 4 . E n esta teoría, considerada la velocidad de expansión del univer-

* * * La teoría general de la relatividad de A. Einstein ha fusionado el espacio con el campo gravitatorio, el cual determina precisamente las propiedades métricas del espacio real. Claro resulta, pues, que, desde las ecuaciones matemáticas del campo gravitatorio, será posible conocer la estructura del espacio. E n 1917 Einstein y, casi coetáneamente, De Sitter encontraron dos modelos geométricos de espacio: el espacio de Einstein está lleno de materia, distribuida uniformemente y con la forma de una superesfera, esto es, de una esfera en el espacio de cuatro dimensiones, según los principios de la geometría de Riemann, y con radio constante; por ello es un espacio finito, pero ilimitado. De Sitter, en cambio, calculó con sus fórmulas el esquema de un universo vacío de materia, con la forma de una superesfera de cinco dimensiones, cuyo radio va aumentando. Algo más tarde A. Friedmann (1922) y el sacerdote G. Lemaitre (1927) encontraron otros dos modelos del universo, con radio variable en ambos casos. Lemaitre observó que esta concepción de un universo con radio variable viene corroborada por las experiencias, que indican un aumento del radio del universo; a este efecto E. Hubble descubrió la desviación de los reflejos

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23 G. LEMAÍTRB, L'hypothése de l'atome primitif, .París, 1946; ÍDEM, Rayón cosmique et cosmologie, Lovaina, 1949; ÍDEM. L'univers, Lovaina, 1951. 21 Cfr. P. CALDIROLA, La scienza e la fine del mondo en «II Símbolo», vol. X I I I , Asís, 1956, p p . 115 s. Véase P . CouDERC, Les theories de l'univers en expansión, en «L/Astronomie», e n e r o 1953 ( b r e v e m e n t e e x p u e s t a s las t e o r í a s d e E i n s -

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so, la escala del tiempo deviene inmediatamente más restringida: la expansión no podría haber comenzado antes de tres o cuatro miríadas de años atrás. Un genial científico, el astrónomo americano Jorge Gamow, en un libro reciente (1952), acepta la idea de Lemaítre e intenta desarrollarla, siguiendo paso a paso la evolución del universo desde su primer instante de vida hasta hoy. En el principio habría existido un inicio pregaláctico, anterior al inicio de la historia de nuestro universo, que ha podido durar tiempo indefinido. La iniciación de la vida de nuestro universo consistió en una espantosa comprensión, por la cual materia y energía se concentraron en u n espacio pequeñísimo: todo lo formaba un gas — de neutrones, protones y electrones — a la temperatura de una miríada de grados. Este amasijo comenzó repentinamente a dilatarse y refrigerarse, estableciéndose entonces — en el tiempo aproximado de una hora — los átomos de los elementos; el ambiente era como el que existe en el núcleo de una bomba atómica. Tras esa primera hora, estando ya formados casi todos los elementos, el universo se dilató refrigerándose de continuo, sin que nada nuevo susucediese durante unos treinta millones de años. Tras este tiempo ha comenzado a regir, la gravitación de Newton: la materia del universo había ya devenido una nube inmensa de gas, en la cual comenzaron — por los fenómenos de gravitación — a delinearse las primitivas nubes, de las cuales habrían nacido las galaxias, las estrellas y los sistemas planetarios. Desde la primera gran comprensión hasta hoy habrían transcurrido unas seis miríadas de años 2 5 . Para explicar el origen del universo existen tam-

bien otras teorías cosmológicas. Además de la teoría — ya expuesta — modelada sobre la relatividad general de Einstein, existe la teoría de E. A. Milne (1948), basada sobre la relatividad cinemática. Habiendo aceptado la recesión de las galácticas, Milne crea, para explicarla, una nueva cinemática, según la cual sobreviene— en el correr del tiempo — una variación de las constantes físicas fundamentales, dependiendo la expansión del universo precisamente de esta variación de medidas (regraduación de las escalas) no siendo, por ende, fácticamente real. Pero esta teoría de Milne es, más que nada, una obra de epistemología y de metafísica. Existen también teorías que tienden a considerar el universo como algo existente desde la eternidad en u n estado casi idéntico al actual (hipótesis del universum stabile). En este terreno, H. Bondi, T. Gold y especialmente P. Hoyle 26 piensan que el universo está actualmente en expansión, lo cual determina u n desgastamiento de materia, que viene suplido —> para mantener constante la densidad media de la materia — por una creación continuada, ocurriendo así siempre, sin principio y sin fin. Un célebre astrónomo ruso, Vorontzoff-Velyaminov, ha propuesto recientemente (1948) la hipótesis de u n universo sin principio, por exigencias—-con toda probabilidad— del materialismo dialéctico 27 . Supone u n proceso estelar, por el cual pierde la estrella — a causa de su expansión — la propia masa, que va a formar las nebulosas y la materia interestelar, de la cual fórmanse estrellas de nuevo, y así de continuo en un ciclo indefinido. Como se ve, esa hipótesis recuerda no 26

tein, De Sitter, F r e i d m a n n , E d d i n g t o n , L e m a í t r e ) . P . COUDERC, L'univers est-il en expansión?, en «Scientia», 89 (1954), p p . 145-151. 25 G. GAMOW, The creation oí the universe, N u e v a York y L o n d r e s , 1952; tr. it., Milán, 1956.

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F . HOYLE, The nature of the universe, N u e v a York, 1951; II. BONDI, Cosmology, L o n d r e s , 1352. 27 A. VORONTZOFF-VELYAMINOV, Nebulose gassose e stelle nuove, A c a d e m i a de ciencias 'U.R.SLS'., MOSCÚ; 1948; cfr. O. STRÜVE, en «Astrophysical jounal», vol. 110, 1949, p p . 315¡118, quien da u n extracto.

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poco la de Arrhenius y al igual que aquélla no ofrece suficientes garantías científicas. Hoy por hoy la teoría de la expansión del universo ha perdido mucho de su interés, dado que la desviación de los reflejos espectrales hacia el rojo puede ser explicada en sentido diferente que el propugnado por el efecto Doppler. Además subsiste la dificultad de admitir o no el valor real de la teoría general de la relatividad, con un espacio de más de tres dimensiones. De todos modos la teoría de la expansión parece la más completa incluso prescindiendo del espacio riemanniano. En tal sentido, en el espacio euclídeo, el universo no sería ni finito ni infinito, sino indefinido, en cuanto aumentaría continuamente sus dimensiones. * * *

Así como adquieren probabilidad mayor y mayor las teorías cosmológicas que establecen un pasado finito, así también han aumentado los argumentos en favor de una escala restringida para el tiempo cósmico. En efecto, ha sido averiguado que todas las nebulosas extragalácticas están dotadas de un movimiento de rotación en torno al propio eje perpendicular respecto de los brazos nebulares: tal movimiento — según se dice — no es rígido, sino diferenciado, de manera que todas las estrellas emplean el mismo tiempo para conseguir el giro completo; y como el sol emplea 250 millones de años, por eso tal período de tiempo es llamado año cósmico. La rotación diferenciada de la Galáctica produce la disgregación de los amasijos estelares, que están dentro de la propia Galáctica: en particular los amasijos galácticos abiertos vienen disgregados por las mareas galácticas, mientras los amasijos estelares más densos — como, por ejemplo, las Pléyades — se deshacen a causa de fuerzas internas que provocan la expulsión de estrellas. Diez o quince años cósmicos inciden profun-

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damente sobre la vida de estos amasijos: por ello él hecho de que en la Galaxia existan un centenar de tales amasijos indica que su vida es más bien breve. De ahí un argumento para la escala restringida del tiempo cósmico, que ha sido calculada — a base de estas consideraciones— entre las 4 y las 5 miríadas de años. Otro argumento es el de las estrellas dobles. Chandraseckar ha fijado una fórmula mediante la cual se calcula el tiempo de disolución de un sistema binario de estrellas —* a causa de las fuerzas de marea que los dos astros se producen con reciprocidad cuando se aproximan—; según tal fórmula, las estrellas en que el semieje mayor de la órbita descrita por la estrella satélite es mil veces la distancia entre la tierra y el sol se disuelven en unas 700 miríadas de años; mientras los sistemas binarios «amplios», es decir, aquellos en que el propio semieje es 10.000 veces la distancia entre la tierra y el sol, se disuelven en 2 miríadas de años. Confrontada con las observaciones, esta fórmula indica que la disolución de los sistemas binarios apenas ha comenzado; mientras en la escala amplia del tiempo trátase de trillones de años, los sistemas binarios amplios, empero, no serían tan numerosos como parecen resultar de la experiencia. Una confirmación de estos resultados se halla en la consideración de la edad de los átomos: por ejemplo, sabemos que la abundancia relativa del torio y del uranio — 238 es aproximadamente igual a la de los otros elementos químicos pesados (mercurio, oro, etc.). Sabemos, por otra parte, que el período del torio y del uranio —»238 (esto es, el tiempo en que la cantidad de los elementos radiactivos se reduce a la mitad) es, respectivamente, de 14 y 4,5 miríadas de años. Ello significa que el torio y el uranio — 238 no existen desde hace muchas miríadas de años, pues habrían ya desaparecido de ser así. Por ello hase averiguado que el uranio — 235 posee un período de 0,9 miríadas de años; y sabiendo que el uranio—.235 existe en la naturaleza solamente en la

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proporción de u n 0,7 por 100 respecto del uranio — 238, cabe concluir que tal cantidad mínima depende del hecho de que el uranio — 235 ha vivido ya siete períodos — esto es, cerca de seis miríadas de años — y se ha consumido ya. Las mismas consideraciones valen para los otros elementos con radiactividad natural. Evidentemente no puede probarse a priori que los isótopos de u n elemento existieran al principio en cantidades iguales: mas la coincidencia entre diversos resultados no carece de significado; tanto más cuanto que los isótopos radiactivos de períodos máximamente breves — los de u n a fracción notable respecto de una miríada de años, que empero pueden existir, dado que los fabricamos en nuestros laboratorios — no se encuentran en la naturaleza, lo cual parece indicar que han sido ya consumidos por la radiactividad 28 .

prevé el caminar del mundo cual dirigiéndose hacia u n a nivelación entre materia y energía, entre una temperatura extremadamente baja y, a la vez, u n a extremada rarefacción de la materia. Este caminar durará muchas miríadas de años, a menos que intervengan otros elementos: por ejemplo, una directa acción divina. J. Jeans ha calculado que, basándonos en la física, la historia del universo podría durar todavía alrededor de mil millones de millones de años (diez elevado a quince): la cifra es ciertamente aproximada, pero puede resultar indicatoria. La historia del universo, reconstruida por la ciencia de hoy, puede genéricamente ser descrita a s í : e n un tiempo asaz remoto el mundo estaba constituido por un amasijo de materia y energía, con densidad y temperatura enormes. Este amasijo inició una transformación, por la cual — bien pronto, tras las reacciones n u cleares correspondientes—resultó compuesto por los mismos elementos químicos que hoy existen. Sucesivamente, ha experimentado luego una rápida expansión y u n enfriamiento incesante, junto con modificaciones ininterrumpidas en todas sus partes, hasta desembocar en el estado actual. E n suma, se prevé que e l universo continuará desenvolviéndose de modo tal q u e su entropía irá aumentando, mientras su energía s e degradará más y más, hasta una completa nivelación de las temperaturas, en todas las regiones del espacio, y hasta una extremada rarefacción 29 . Así se desenvuelve el universo, según la física. S i n embargo, en cuanto afecta al futuro del mundo y e s pecialmente a su fin, bien poco puede decir la ciencia: es necesario remitirse a la Revelación y a la teología, que contienen sobre el particular múltiples datos ciertos 30.

7G

* ** En conclusión, el mundo material parece más bien joven, incluso prescindiendo de la concepción del universo en expansión: su vida no supera ciertamente, aun admitiendo cálculos dilatados, las diez miríadas de años. Más jóvenes son las estrellas ordinarias, como el sol, frente al cual es coetáneo el sistema solar y, en él la tierra. Las estrellas gigantes rojas, por el contrario, son más jóvenes todavía y algunas están ahora naciendo. Si el universo ha comenzado, es porque camina hacia u n fin. Teniendo presente el principio de Carnot, así como la eventual expansión del universo, la física 28 Cfr. T. DE DOMINIOS, Física nucleare e creazione, en «Doctor Communis», 7 (1954), v. 258. Cfr. L. GIALANEÜA, La scala del tempo cósmico, en «Scientia», 85 (1950), pp. 1 s. La revista «Nature» (The age of the universe, en «Nature», 175 (1955), pp. 68-69) da noticia de un concurso sobre la edad del universo.

29 P. CALDIROLA, La scienza e la fine del mondo, en s i l Símbolo», vol. XIII, Asís, 1956, p. 121. 30

Cfr. A. PIOLANTI, De novissimis,

Turín, 1947, pp. 126 s-

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6.

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La creación y Dios

Tras haber propuesto los resultados de la ciencia, plantéanse dos problemas de tipo filosófico: el del principio del tiempo y el de la creación del universo material. Resulta, de la descripción de los datos científicos más recientes, que la parte del universo accesible a nuestras indagaciones encuéntrase en u n proceso evolutivo, que se dirige desde un inicio hacia una orientación, bien precisos ambos: esto se infiere, ora de la ley de la entropía — aun incluso si se la concibe cual ley estadística —, ora especialmente de la astrofísica reciente. ¿Podemos extender tal conclusión al universo en su conjunto? No conseguimos hoy hacernos una idea, con certeza y precisión, de lo que es el universo; sin embargo, a partir de cuanto conocemos, lógico parece extender a todo el universo los conceptos de evolución física y de inicio, dado que nada positivo existe en contra. Así, llegaremos a decir que el mundo se encuentra hoy en un estado físico que presupone un largo proceso, cuya iniciación puede remontarse a unas diez miríadas de años hacia atrás. Tal raciocinio no llega a la certeza, sino solamente a la probabilidad; no obstante, las cosmogonías con un pasado finito devienen en la ciencia más y más probables. Establecido esto, ¿podemos llegar a admitir — con base en resultados científicos —- un inicio del mundo en el tiempo? Admitida una iniciación en la evolución del universo, ¿podremos afirmar que el inicio de tal evolución coincide con el del tiempo? Podría pensarse también que, antes de iniciarse la presente evolución, el universo estuviera en estadio de inactividad, o bien, que hubiera recorrido un proceso evolutivo de otra índole. Mas tales hipótesis no parecen científicamente aceptables; en efecto, conocemos hoy la materia, con las leyes particulares que regulan la evolución física del universo presente; para poder admitir u n estado precedente de inactividad, o bien una evolución diversa

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precedente, sería necesario afirmar que en aquellas situaciones las leyes actuales de la materia no regían, sino que existían otras leyes. Con esas hipótesis se entra en el reino de la fantasía y se pierde el contacto con el terreno de la ciencia. Sobre la base de las leyes físicas que conocemos, es preciso decir que no ha sido posible — con anterioridad al proceso físico actual del universo — otro estado u otra evolución física: a menos que haya existido una radical transformación de la propia estructura de la materia y de los cuerpos, lo cual científicamente no debe admitirse sino mediante demostración. Debemos, por ende, concluir que, verosímilmente, según cuanto hoy conoce la ciencia, la iniciación del proceso físico que ha llevado al mundo hasta su presente estado ha sido una iniciación de la existencia del mundo material; y así como tal proceso físico hase desenvuelto en un tiempo dilatadísimo, pero finito, sigúese que la materia no es eterna. Por lo demás, si la materia fuese eterna, el universo habría ya vivido toda su vida y habría ya muerto: el hecho de existir todavía significa que no existe desde la eternidad. Por consiguiente, la iniciación del desenvolvimiento del universo es también la iniciación del tiempo, es decir, de la existencia de la materia; por ende, a n t e s de tal iniciación la materia no existía; y, dado q u e nada puede llegar a la existencia por virtud propia, la materia ha tenido que ser creada en el principio d e l tiempo, llegándose así al concepto de creación. * * * De observar es, sin embargo, que el precedente raciocinio carece de rigor apodíctico: precisaríase demostrar, en primer lugar y de modo absoluto, que l a degradación de la energía, además de valer para u n a porción de materia, vale también para todo el u n i v e r s o -^deducción ésta que es probable, pero no cierta—•; J> «•ii segundo lugar, precisaría asimismo d e m o s t r a r rigurosamente que la iniciación de la actual evolución

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del mundo es la iniciación absoluta del tiempo, precisando esto demostrar que no es posible pensar la materia en otro estado sino en el presente, lo cual es, por cierto, razonable y científico, en cuanto no podemos, sin ningún fundamento, fantasear sobre otras leyes y sobre otras condiciones en la materia, totalmente extrañas a la condición presente " . Sin embargo, conviene subrayar cuánto concuerdan, con la metafísica y la Revelación, los datos científicos antes expuestos. En efecto, la metafísica puede demostrar que el universo, siendo contingente y mutable, no puede existir por sí mismo, sino que ha sido creado por Dios, aun cuando no consigue demostrar —- según ha afirmado Santo Tomás en diversas ocasiones-—-que el mundo no pueda ser eterno. La Revelación, por su parte, enseña que Dios ha creado el mundo en el tiempo; por ello el papa Pío XII, en su célebre discurso del 22 de noviembre de 1951, ante la Academia de las Ciencias y en presencia de los más célebres científicos hoy en vida, exclamaba : «Parece en verdad que la ciencia, remontándose de golpe a través de millones de siglos, haya conseguido convertirse en testimonio de aquel primordial fiat lux, cuando desde la nada irrumpió en la materia un mar de luz y de radiación, mientras las partículas de los elementos químicos se escindieron y se reunieron en millones de galaxias. Bien cierto es que los hechos hasta hoy verificados no son aún prueba absoluta de la creación en el tiempo, en contraste con los correspondientes a la metafísica y la Revelación, en lo relativo a la mera creación, y con los correspondientes a la sola Revelación, en lo relativo a la creación en el tiempo. Los hechos dependientes de las ciencias naturales, a los que nos estamos refiriendo, esperan aún ulteriores averiguaciones y comprobaciones, mientras las teorías sobre ellas fundamentadas necesitan nuevos

desarrollos y pruebas para ofrecer base segura en las argumentaciones, que por naturaleza propia están fuera de la esfera de las ciencias naturales. Ello no embargante, digno es de atención que modernos cultivadores de estas ciencias estimen la idea de la creación del universo conciliable por completo con sus concepciones científicas, y que incluso hayan sido conducidos espontáneamente hacia tal idea desde sus indagaciones». 32. Digno de subrayarse es, además, el que la ciencia ha evidenciado la mutabilidad de la materia, desde el universo entero hasta las galaxias, las estrellas, los átomos, los núcleos, y las partículas elementales, con mutabilidad que afecta a la materia y a la energía; ahora bien, tal mutabilidad es el fundamento no sólo de la demostración metafísica de la existencia de Dios sino incluso de la demostración metafísica de la creación del mundo material; pues si el universo es mudable hasta en sus constitutivos más ínfimos, consiguientemente no podrá existir por sí, sino que deberá haber sido hecho por otro ser que exista por sí mismo, el Ens a se, es decir, Dios; en consecuencia, Dios existe y ha creado el mundo material. Pero aquí surge otro argumento, que es de incumbencia de la teología.

SO

81 Cfr. pp. 49-52.

M. GSISON, Problémes

d'origines,

París, 1954

IV.

EXISTENCIA DE

Dios

Y CÁLCULO DE PROBABILIDADES

En las páginas precedentes hemos considerado el desenvolvimiento físico del universo; y, dado que tal desenvolvimiento debe de haber tenido un principio, si bien muy alejado en el tiempo, hemos comprobado que será lógico y fácil ascender hasta un poder que haya iniciado, con eficiencia, esta evolución. Así 'encontramos, en la cosmogonía moderna, una correspondencia con la doctrina revelada de la creación, por parte de Dios, del universo en el tiempo. 32

A.A.S., 25 enero 1952, p. 41.

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

La evolución del universo puede venir considerada también desde otro punto de vista; en efecto, aparece con claridad cual un desplegarse y actualizarse sucesivo de un orden cósmico, que reviste hasta las más mínimas particularidades y realidades del mundo material. Con el transcurrir de la historia cósmica, y con el aumentar de la entropía en el mundo físico, han aparecido en la tierra formas corpóreas más o menos complejas — plantas y animales •—, que no consiguen encuadrarse bajo las leyes ordinarias de la evolución física: conocido es, a tal efecto, que los organismos vivos poseen actividades fisicoquímicas, según direcciones muy particulares, que permanecen fuera del mundo anorgánico. Este orden, al desplegarse en todo el universo y en particular sobre la tierra — a la que conocemos mejor que a cualquier otro objeto celeste —, posee con evidencia un valor eminente. De hecho no es lo mismo un sistema ordenado de elementos físicos que otro desordenado: el orden es algo más que el desorden, no solamente en sentido real y filosófico, sino incluso en sentido estadístico, en cuanto el desorden ofrece más posibilidades de actuación que el orden. Estas observaciones sirven de base para un razonamiento que articula conceptos extraídos del cálculo probabilístico y los aplica a la física para construir una demostración particular de la existencia de Dios. Esta demostración, empero, pese a que no deja de impresionar con viveza el ánimo de algunos científicos habituados a trabajar el cálculo de probabilidades, debe ser bien entendida, tanto en su significado fisicomatemático como en su valor filosófico, que es lo que otorga vigor al razonamiento.

Evidente es, para todos, el orden de las cosas de este mundo: en la tierra, en el cielo, en todo el universo ; no hay necesidad de emplear muchas palabras para

LA EXISTENCIA DE DIOS

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subrayar este orden soberano, que aparece tanto más profundo cuanto más se adentra en el estudio de la naturaleza. Hay orden en el mundo atómico y molecular, en la sustancia divina, en todos los misteriosos procesos vitales de cuya comprensión cabal estamos aún muy lejos: la economía terrestre toda, en sus relaciones entre minerales, vegetales y animales — con el sucederse de las estaciones, las lluvias y los vientos, el calor y el frío —, así como el sistema solar, y la Vía 'Láctea, y las galaxias del universo mundo, están indicando un orden cósmico, al que nada escapa. Tal es el dato de hecho que nadie puede negar. ,,(*uál será su explicación? ¿Será posible que todo este orden universal sea debido al acaso, como tantas veces ,so lia repetido desde Demócrito en adelante? De ser así, entonces Dios quedaría excluido y el mundo se explicaría, por sí mismo, sin Dios; por ende, Dios no existlriii. I'or el contrario, si resulta imposible explicar ciiHiiiilmerito la formación del universo, entonces será prcclNo concluir que algún artífice lo ha producido, como l'iml.or niiplente y ordenante; será preciso concluir, lúKlcimii'Nl»', que Dios existe. Por lo gcnerid, cumulo no sabemos explicar u n hecho lo atrlbtilmon n la ciiHiialidad; por ejemplo, ha podido caer un rayo y aliniHur un castillo. La casualidad es ciega, ul Igual que nuestro conocimiento del hecho casual. Posible rcHulln, empero, subordinarla a una regulación maternal leu, mediante el cálculo de probabilidades. Lanzando un dudo, ea casual que resulte el número 3 : mas el cálculo probabilístico me dice qué probabilidades existen de (pie, lanzando un dado, obtenga un determinado número. Al constar cada dado de seis caras, y debiendo por necesidad salir una, existirá la probabilidad de un Mexto para que salga un número prefijado, por ejemplo, H 3 ; ya que el 3 ocupa una sola cara, mientras son MCIH las caras del dado que pueden salir. La probabilidad es, por tanto, el enlace entre el número de los eventos favorables y el de los eventos posibles.

•I

LA EXISTENCIA DE DIOS

Itl'XIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Llámase, en cambio, frecuencia de un evento el enlace entre el número de veces que el evento se ha verificado realmente y el número de las pruebas. La experiencia atestigua que, repitiendo un gran número de veces, y siempre en las mismas condiciones, una serie de pruebas, la frecuencia con que se verifica uno de los eventos posibles se aproxima a la probabilidad teórica del evento mismo, tanto más cuanto mayor sea el número de las pruebas. Tal es la ley empírica de la casualidad. Por ende, cuanto mayor sea el número de las pruebas tanto más de cerca se verificará que el número prefijado del dado saldrá en un sexto de las pruebas, según el empleo del ejemplo antes indicado. Cuanto más complejo sea el evento tanto menor será la probabilidad. Si en el juego de dados, por ejemplo, quisiera obtener en dos pruebas consecutivas un número prefijado — como, por dos veces, el número 3 —, la probabilidad sería igual al producto de la propia del primer evento por la propia del segundo, esto es, sería igual a un sexto elevado al cuadrado; si quisiera obtener en seis pruebas consecutivas el número prefijado — como, por seis veces, el número 4 —, la probabilidad sería igual a un sexto elevado a la sexta potencia— es decir, sería una probabilidad mucho más pequeña, etc. Como se ve, la probabilidad de eventos compuestos por múltiples elementos disminuye con rapidez. * * * Por medio del cálculo de probabilidades, la casualidad viene subordinada a una regla matemática. Entonces resulta posible calcular, en cierto modo, los fenómenos físicos que estimamos casuales; por ejemplo, la probabilidad de que en un recipiente de gas, en un instante dado, dos moléculas se encuentren y se combinen conjuntamente para dar origen a u n cuerpo compuesto. Dado que el cálculo de probabilidades puede aplicarse a los hechos casuales, y que el origen del

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mundo viene explicado por algunos casualmente, intentemos aplicar a la formación del mundo el referido cálculo. Decir que el mundo ha surgido por casualidad supone premisas que excluyen toda instancia nnalística y causal, que es precisamente lo contrario de la casualidad. Supónese, por ende, lo siguiente: 1) Que todo el mundo es un agregado de corpúsculos y de procesos elementales; 2) Que las partículas son indiferentes, es decir, sin tendencias o preferencias particulares hacia determinados agregados o procesos, como los átomos de Demócrito. Si, de hecho, estos corpúsculos poseyeran diferencias determinadas, esto es, tendiesen hacia determinados procesos, ello indicaría una tendencia hacia un orden particular, que no puede ser admitida en la hipótesis de la pura casualidad: el hecho de que las realidades materiales —- observa Santo Tomás, en la quinta vía — obren siempre, o con frecuencia, de u n mismo modo, actualizando un orden particular, indica . una finalidad real, que excluye el acaecer casual 3 3 ; 3) Supónese además que los corpúsculos poseen movimiento desordenado y caótico, tal como para permitir todas las combinaciones posibles, sin preferencias hacia una cualquiera de ellas, pues la preferencia indicaría ya alguna finalidad. Todos los elementos constitutivos de este caos primigenio, desde tiempo inmemorial, se venían combinando casualmente de todas las maneras posibles, según las leyes de la probabilidad. En el perenne sucederse de las combinaciones la materia ha asumido la combi- ' nación actual de sus elementos, que era precisamente una de las posibles y constituye el orden del universo. Así, casualmente, habrían surgido átomos y moléculas, cristales y rocas, la tierra y la vida, estrellas y galaxias: en suma, el universo. Si en consecuencia ha surgido el mundo por casua33

SANTO TOMÁS, Sum.

theol., I, q. 2, a. 3.

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lidad, apliquémosle las leyes de la casualidad, es decir, el cálculo de probabilidades. Podemos calcular la probabilidad que acompaña a determinados fenómenos que ciertamente han concurrido en la formación del mundo, tal y como hoy existe; por ejemplo, la probabilidad de formación casual de las sustancias proteicas, que -^ según es sabido—son los compuestos fundamentales en la materia viva. Estudiemos para ello la probabilidad del surgir fortuito de una molécula proteica, en cuanto forma la base de la estructura de las cuerpos vivos; supongamos, para simplificar, con Lecomte Du Noüy 34, a una molécula proteica con dos mil átomos de dos especies diversas. E n realidad, las proteínas menos complejas contienen más de 4.000 átomos de cuatro especies; por ejemplo, la ovalbúmina ofrece una molécula con 4.448 átomos. Además, las moléculas proteicas ofrecen la llamada asimetría, al igual que todas las moléculas elementales de los cuerpos vivos, por la cual los átomos en ellos contenidos están dispuestos según u n orden asimétrico: los de la primera especie por una parte y los de la segunda por la otra. La máxima asimetría, designada con el número 1, surge cuando todos los átomos de la primera especie acuden a u n lado y los otros al otro; la mínima asimetría, designada con el número 0,5, surge cuando los átomos están mezclados en partes iguales entre sí. Supongamos que nuestra molécula proteica simplificada ofrece una asimetría parcial, precisamente 0,9. Haciendo los cálculos del caso, encuéntrase que la probabilidad de que se forme casualmente tal molécula proteica es igual a 2,02.1B-3ílt es decir, un número decimal con 321 ceros. Suponi gamos que se quiere obtener tal molécula mezclando conjuntamente sendas cantidades de las dos especies de átomos componentes por igual de la tierra; si en cada

•» LECOMTE DU Noüy, P., L'homme devant la science, París 1939. Cfr. Uomini incontro a Cristo. Asís, 1955, pp. 160 s.

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segundo hago 500 trillones de intentonas, se obtendrá una molécula cada 243 años de pruebas, es decir, tras u n número de miríadas de años indicado por la cifra uno seguida de 243 ceros. Ahora bien, si se tiene presente que, según las últimas investigaciones, la edad de la tierra oscila entre las tres y las diez miríadas de años, adviértese claramente que no habría habido tiempo suficiente para la formación de una sola molécula 3¡s. Imposible resulta, por tanto, a la luz de las presentes investigaciones, que una molécula de proteína haya sido formada fortuitamente, y precisamente a base del cálculo de probabilidades. Esta aplastante argumentación puede aún ser reforzada. En este mundo no existe solamente una molécula de proteína, sino millones y millones, reunidas en miríadas de organismos de extrema complejidad; piénsese, por ejemplo, en los mamíferos y en el cuerpo humano, ¿qué cifra tan extremadamente baja sería la que encontraríamos? Tanto más si calculásemos las probabilidades de que surgieran casualmente todos los seres vivos de todas las especies vivas, vegeta-

35

Cfr. V. MABCOZZI, II problema

di Dio, etc., pp. 95-96.

«Lo stesso ragionamento vale per ogni altro composto chimico inorgánico ed orgánico, essendo la probabilitá piü o meno grande secondo della loro complessita. »I1 fatto che i composti non sonó indifferenti alie diverse combinazioni, hanno una tendenza costante ed intera, hanno un ordine; ció eselude decisamente la formazione casuale, mentre postula una causa efflciente ed una causa íinale. Non e dunque possibile, anche per questa ragione sperimentale, ammettere che il mondo si sia formato per caso. Noi presscindiamo per ora da questa constatazione, ma escludiamo la possibilitá del caso in base alia improbabilita dell'evento. Se di fatto nell'esperienza si verifica la sintesi della molecoia proteica, con una certa frequenza, partendo dagli elementi, n da composti inorganici per mezzo di energia elettrica o luminosa, ció significa che gli elementi hanno una tendenza a questa sintesi, la quale percio non é piü casuale, ma implicata ¡n una finalitá impressa nelle cose stesse dalla causa efficiento del mondo.»

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les y animales. Adviértase, además, que el raciocinio está construido considerando sólo la estructura físicoquímica de la materia viva, sin tomar en consideración el principio vital que la anima, pues entonces el problema superaría cualquier cálculo de probabilidades. Aparte de los cuerpos vivos existen también muchos otros complejos coordenados: baste pensar, por ejemplo, en las relaciones entre el mundo viviente (aire, mar, estaciones, sistema solar, galaxias, etc.). Si quisiéramos calcular la probabilidad de que casualmente se hayan producido todas estas cosas, encontraríamos evidentemente una probabilidad tan bajísima que casi resulta imposible pensarla: una probabilidad que cabe estimar cual nula. Teniendo presente tal posibilidad, prácticamente igual a cero, no es posible sostener sensatamente que el mundo haya nacido por acaso. Además, la verificación de tal posibilidad reclamaría un proceso casual de pruebas tan grande que no es absolutamente posible contenerla en el período de tiempo que las investigaciones de hoy atribuyen a la vida en nuestro mundo. No es lícito afirmar, por tanto, tras esos cálculos estadísticos, que el universo haya surgido por casualidad: sería una afirmación científicamente ilógica y errónea. De lo cual resulta, con inmediatez, una conclusión: siendo imposible que el universo se haya originado por casualidad, necesario resulta que haya sido hecho por alguien, por Dios: por consiguiente, Dios existe. * * * Éstas consideraciones estadísticas conducen hacia una improbabilidad extrema, en lo matemático, a la tesis de que el universo haya surgido por acaso, llegando prácticamente hasta una imposibilidad física, no llegando empero hasta una imposibilidad absoluta. Cabe suponer posible, de hecho, el origen fortuito de las cosas, y puedo siempre admitir que el mundo haya

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surgido fortuitamente, aun cuando la probabilidad de que ello haya sucedido sea extremadamente pequeña; para que una probabilidad haya llegado a la existencia, puedo siempre decir que tal probabilidad mínima, siempre por casualidad, ha sido plasmada en las circunstancias temporales y físicas del mundo actual" 6 . Para demostrar la absoluta imposibilidad de la formación casual del universo, es preciso integrar las consideraciones estadísticas con principios filosóficos, los cuales sustentan todo raciocino y no son excluidos por las apreciaciones de la estadística matemática. Comencemos por considerar qué sea la casualidad. Toda causa natural determinada tiene su efecto determinado, el cual deriva de ella ordinariamente por la propia naturaleza. Débese, empero, advertir seguidamente que tal efecto natural puede venir impedido por cualquier obstáculo que accidentalmente surja, interfiriéndose con la actividad de la causa; en tal circunstancia el efecto o no es obtenido o es imperfecto o por añadidura resulta otro efecto que estaba fuera de la intención de la actividad natural del agente. Tenemos con ello que de la unión accidental de una causa natural con otra resulta u n efecto accidental — esto es, fortuito o casual —., que no era precisamente el fin natural hacia el cual tendía el orden de la acción. La casualidad es, por ende, el efecto accidental que está fuera del fin naturalmente perseguido por la causa n a t u r a l " . Trátese, por ejemplo, de u n parto monstruoso; la potencia generativa, de hecho, está destinada naturalmente a engendrar vivientes normales; el parto monstruoso queda fuera de la ordenación y la intencionalidad de tal potencia generativa, siendo determinado por causas accidentólos que impiden a la naturaleza obrar con regularidad. La casualidad existe cuando una causa particular que está destinada a producir un efecto produce, en cambio, otro muy diverso, haciéndolo casualmente. La •''" Cfr. P. LANDÜCCZ, Esiste •"

SANTO TOMÁS, S.

C. G.,

Dio?, Asís, 1957, v p . 76 s. 1. III,

74;

cfr.

i b í d , c. 3, 5,

etc.

!)()

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

(•¡isualidad existe así incluso para la inteligencia humana, la cual considera la causa particular y ve un focto diverso del natural. Si se tiene presente, empero, a toda la naturaleza en su conjunto, la casualidad no existe realmente, dado que existe siempre u n a razón por la cual a una causa particular únese otra causa, hasta determinar u n efecto distinto del natural. Casual es para mí, por ejemplo, que al echar un dado obtenga el número 6, en cuanto que al lanzamiento de mi mano úñense otras muchas causas particulares — posición inicial del dado, colocación de su baricentro, golpes con la mesa, elasticidades del dado y de la mesa, etc. —, las cuales determinan unívocamente el rodar y hasta el detenerse del dado en la postura que indica el número 6. Todos esos elementos son casuales para mí, que no los conozco; mas si pudiese conocerlos y calcularlos prevería con certeza el número del dado, que jamás sería ya casual para mí. Dígase lo mismo de todos los otros hechos a los que denominamos casuales; la concurrencia de causas que da lugar a cada efecto fortuito encuentra su razón de ser en todo el complejo de la naturaleza, la cual — en su desenvolverse — ha determinado precisamente tal concurrencia. Esa concurrencia, por ello, respecto de toda la naturaleza, no resulta ya casual, sino prevista y causal 3S . La casualidad sobreviene, pues, fuera del orden de las causas naturales singulares; si la extendiéramos a toda la causalidad natural encontraríamos que el acaecer mundano estaría fuera del orden; esto es, existiría sin orden y, por ende, sin finalidad 39 . E n toda su extensión, la casualidad vendría así a negar la finalidad en la realidad de las cosas; y esto es imposible, dado que nada existe sin u nfin,ni en lo real ni en lo operativo. Por otra parte, para la dialéctica interior de 38

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las causas, la negación de la finalidad reporta la negación de la causalidad en general y viene a implicar una contradicción en la estructura misma del ser 40 . Por consiguiente, en realidad, la casualidad no existe. La comprobación de que la casualidad no existe, para nada excluye la posibilidad de los cálculos estadísticos. Esos cálculos consideran el solo aspecto formal — matemático de los acontecimientos fortuitos, mientras prescinden de algunas implicaciones metafísicas suyas; por ello no las niegan. Pueden consecuentemente ser aplicados a los hechos reales, prescindiendo de las leyes metafísicas de la causalidad. * * •

Quien diga, pues, que el universo se ha formado fortuitamente, dirá palabras carentes de verdad; lo cierto es que la casualidad no existe, porque cada realidad posee un causalidad — un arquetipo sobre cuyo modelo está construida, u n fin al cual está destinada, una eficiencia que le ha dado la existencia'—. Esto cabe aplicarlo a todas las cosas, incluso al universo y a su ordenación. El proceso físico de las combinaciones de los elementos del universo no puede haber acaecido casualmente, sino que se ha desarrollado según un plan, guiado por causas eficientes, formales y finales, lo cual le ha conducido al presente estado de cosas. Decir que, desde u n caos inicial, mediante procesos ciegos y casuales, ha nacido el orden del mundo, es afirmar u n absurdo, dado que con ello se afirma u n orden cósmico racional sin u n a causa proporcionada. No basta, pues, el cálculo matemático de las probabilidades para explicar un hecho al que llamemos casual, sino que es necesario además u n principio filosófico superior, que dé la razón metafísica de tal orden: sus causas eficiente, formal y final. Esto vale para toda realidad, valiendo incluso para esa suma d e las reali-

SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 22, a. 2, ad 1; I, q. 116,

a. 1, ad 2; S. c. G., 1. III, c. 74; etc. 39

LA EXISTENCIA DE DIOS

Cfr. SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 115, a. 6; S. c. 0?.,

1. III, c. 74.

10 iCfr. para este problema la bellísima discusión de SANTO TOMÁS en su Comentario al Perihermeneias, 1. I, lect. 14.

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dades que es el universo. Si el orden es una realidad^ debe ser explicado real y racionalmente, y para ello no basta el cálculo estadístico. Orden y desorden no son la misma cosa, sino que poseen diversa realidad y, por ende, diversa explicación filosófica; mientras que el cálculo estadístico les sitúa sobre una misma base, como dos combinaciones posibles, aunque con diversa probabilidad. Por eso, si la consideración formal nos indica una extrema improbabilidad de que, desde un caos inicial, hayase originado fortuitamente el orden cósmico, la consideración total y real asegura —* complementariam e n t e — una absoluta imposibilidad; trataríase de u n efecto sin causa proporcionada. Por consiguiente, no sólo es matemáticamente improbable y físicamente casi imposible que el mundo haya nacido por acaso, sino que esto es además real y absolutamente imposible Necesario será, pues, afirmar la existencia de u n ordenador del mundo, sabio e inteligente. La materia ha sido ordenada en cuanto podía serlo, es decir, en cuanto era susceptible de orden en su íntima realidad. Existe, pues, no sólo un orden cósmico exterior, sino también un orden interior en la misma naturaleza de la realidad corpórea. La mente ordenadora del universo ha dado, pues, a la materia orden externo y orden interno, ambos esenciales. ¿Cómo sería posible otorgar un orden esencial interno a una cosa a no ser produciéndola en su constitución más íntima, esto es, produciéndola de la nada? El universo no puede, pues, haber derivado del caos ciego, por ciega y fortuita combinación, sino que ha surgido de la potencia creadora y ordenadora de Dios. En consecuencia, Dios existe.

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Mnv

l'uni-

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA

CAPÍTULO III

LA TEORÍA ATÓMICA ANTE LA FILOSOFÍA Y ANTE LA FÍSICA I.

TEORÍA ATÓMICA FILOSÓFICA. -

y medieval—2. II.

III.

IV.

Tiempos

1. Pensamiento

griego

nuevos.

TEORÍA ATÓMICA CIENTÍFICA. - ^ 1. Teoría atómica de D.aitón — 2. Teoría cinética de los gases. — 3. Estructura reticular de los cristales. — 4. Química estructural y estereoquímica. — 5. Electrones e iones. — 6. Orientación filosófica. FÍSICA MODERNA. — 1. Los cuantos de Planck. — 2. El átomo de Bohr.—3. La mecánica cuántica. 4. Las partículas elementales. — 5. Concepciones filosóficas. —- 6. Indeterminismo y causalidad. CONSTITUCIÓN ATÓMICA DE LA MATERIA

En torno a la constitución de la materia han sido formuladas innumerables teorías, filosóficas y científicas, que han tratado el asunto en todos los sentidos. Mientras algunas se mueven en el campo estrictamente cosmológico, otras en cambio.— por sus presupuestos metafísicos —> quieren aportar soluciones válidas incluso ante problemas filosóficos más vastos, implicando

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una filosofía completa sobre el valor absoluto de la materia, según la cual resuelven problemas ora morales, ora religiosos, etc. Llegóse así al materialismo ateo, al cual — especialmente en el siglo xix — se le intentó fundamentar en los descubrimientos científicos y en la teoría científica de la materia. La ciencia de la materia devino así la paladina del ateísmo materialista. Hoy, por lo demás, ha quedado claro que la ciencia no puede ser — de hecho-— invocada para fundamentar el ateísmo y que, para demostrar que Dios no existe, no se puede en modo alguno apelar a la teoría sobre la estructura de la materia. La estructura de la materia, según hoy es entendida, nada absolutamente dice en contra de la existencia de Dios. Por el contrario, si consideramos la gran sabiduría que se manifiesta en tal estructura, éste puede ser u n argumento para la demostración de la existencia de Dios a partir de perfecciones de realidades del mundo. E n tal sentido estamos siempre en las cinco vías tomísticas, a la par que el estudio de la constitución de la materia deviene uno de los tantos puntos de partida empíricos propios de las cinco vías: «cierto es y consta a la sensibilidad...». Recientemente la física del átomo, y de sus partículas vino a ser considerada como contraria a la religión, en cuanto parecía negar — por razón del prinncipio de indeterminación de Heisenberg — la vigencia del principio causalidad, que es el fundamento para la demostración de la existencia de Dios. Trataremos especialmente del asunto, y veremos que el principio de Heisenberg no niega el principio metafísico de causalidad, Hiño que lo presupone, sea en sentido filosófico, sea incluso en sentido restringidamente físico. I.

TEORÍA ATÓMICA FILOSÓFICA

I. Pensamiento

griego y

medieval

El concepto de átomo, cual piedra fundamental e n ' l;i estructura de la materia y de los cuerpos, aparece

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RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA

ya claramente en los inicios de la filosofía griega, con Demócrito, el célebre sabio de Ábdera. Demócrito intenta construir una filosofía diciendo: el ser es el átomo, indivisible e inmutable; los átomos se mueven en el vacío, se agrupan de diversas maneras y originan así la indefinida variedad de las cosas del mundo. Demócrito construye así una metafísica mecanicista y aplica además ampliamente su concepción metafísica a la explicación de los fenómenos físicos particulares (vientos, lluvias, formación del mundo, etc.), suministrando así explicaciones — por ejemplo, en sus obras Gran cosmología y Pequeña cosmología 1 — del tipo que hoy llamaríamos científico. La base metafísica del atomismo de Demócrito es, por tanto, el mecanicismo; lo mismo cabe afirmar de los atomismos de Epicuro y de Lucrecio Caro, el poetafilósofo de la latinidad. Aristóteles ha criticado vigorosamente la metafísica de Demócrito por mecanicista y por materialista; sin embargo, ha juzgado conveniente no abandonar por completo el concepto de átomo, integrándolo, por el contrario, en su metafísica como consecuencia de su teoría sobre la esencia de los cuerpos. Conocido es, en efecto, que, según Aristóteles, la sustancia corpórea no es simple, sino compuesta por dos elementos: uno que es raíz de multiplicidad y extensión, de temporalidad y pasividad, tal como las hallamos en los cuerpos, y denominado materia prima; mientras el otro es la raíz de la que depende la determinación específica, y la actividad, y las fuerzas de los cuerpos, denominado forma sustancial. Estos dos elementos no son dos realidades completas, sino dos coprincipios reales de una misma realidad sustancial. Así, la esencia de u n cuerpo — por ejemplo, de un elemento — viene determinada por la forma sustancial; cada forma sustancial

exige, para su propia posibilidad, un mínimo de extensión cuantitativa, por debajo de la cual no puede ya subsistir; ese mínimo de extensión, llamado mínimo natural, en cuanto depende de la naturaleza propia del cuerpo, es precisamente el átomo de Aristóteles. Resull;i claro así que cada especie de cuerpo, poseyendo una determinada naturaleza específica, posee unos mínimos naturales idénticos entre sí. Lo cual vale tanto para I11H cuerpos vivos como para los minerales'. I de sus diversos instantes —, en relación con su pasar en cuanto pasar, siempre con independencia de sus determinaciones espaciales. Si tenemos presente que, sin duda, ese pasar en cuanto pasar, esa distinción y oposición de partes potenciales, esa medida del movimiento es el tiempo; de ahí sigúese que los tiempos son esencialmente confrontables entre sí, con independencia de su posición, de su movimiento y hasta de los medios con que tal parangón pueda efectuarse. Todos los tiempos particulares de todos los movimientos resultan, por ello, fusionados en un tiempo único universal. * * * De este modo resulta posible la fundamentación metafísica del tiempo único universal, una simultaneidad objetiva y ontológica independiente de los observadores. Planteada la cuestión en tal sentido, la teoría de la relatividad adquiere particular significado. La cuestión no apunta a la cosa en sí misma, es decir, el tiempo real en su significado ontológico, sino que apunta a cómo resultan las medidas del tiempo. Se-

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gún esta interpretación, existe un tiempo universal, en el que los acaecimientos del universo encuentran una comparación ontológica. De hecho, empero, para hacer tal comparación, es preciso actuar señales que transportan a distancia las indicaciones de acaecimientos dados; y estas señales tienen propiedades físicas particulares, entre ellas la de poseer velocidad finita. El mejor y más veloz de los señalamientos es el electromagnético, en especial la luz; por ello las medidas del tiempo ofrecen propiedades dependientes del modo particular de la propagación de la luz; por ejemplo, del hecho de que la propagación en su velocidad es finita, etc. En consecuencia, medimos nosotros el tiempo de acaecimientos distantes con dependencia respecto de estas propiedades de la luz y las medidas coinciden con las previstas por la relatividad. En nuestras medidas, por tanto, el tiempo aparecerá relativo al movimiento del observador lentificado; y, por consiguiente también, el espacio aparecerá con^ traído. En realidad el tiempo no es relativo, sino que existe un tiempo único; en efecto, si pudiéramos actuar señalamientos a velocidades infinitas, ello anunciaría acaecimientos con independencia frente al movimiento relativo de los observadores, y entonces nuestras medidas indicarían una simultaneidad absoluta y un tiempo absoluto, universal, según las consideraciones hechas antes. Mas un señalamiento a velocidad infinita no existe y, por ende, no podemos comprobar experimentalmente la existencia de un tiempo único. Si no existieran además, en este universo, los hechos electromagnéticos, entonces el señalamiento más veloz sería otro cualquiera, con velocidad menor que la propia luz. En tal caso tendríamos que los efectos relativistas serían mucho más vistosos y que podríamos comprobar también, con velocidades pequeñas, la contracción espacial, a la par que la lentificación y el desplazamiento del tiempo. Así pues, con diversos señalamientos posibles a diversas velocidades, tendríamos diversas descripciones relativistas de la sucesión

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD

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de los acontecimientos; es decir, medidas diversas de un tiempo universal único. El principio de la relatividad y toda la teoría relativista de Einstein, según esta interpretación, no indican la realidad objetiva, sino que ofrecen suposiciones lógicas y matemáticas que permiten prever las medidas efectivas y sintetizar, en u n esquema, las leyes de la física. * * * La objeción que suelen aducir los relativistas contra nuestro razonamiento es el círculo vicioso. Enumerando cuatro posibilidades respecto del tiempo, afirman los relativistas, vosotros habéis excluido la de que el tiempo verdadero pueda ser el visto por S y conjuntamente el visto por S', precisamente porque suponíais que existe un tiempo único; el cual, con su validez para todo observador, no ha sido demostrado, sino que meramente ha sido establecido. Si partimos del presupuesto de que existe un tiempo único universal, ciertamente la teoría de la relatividad no puede ser verdadera; mas la cuestión es precisamente ésa, la de si el tiempo es relativo al observador o bien es independiente de él, por ser único para todos los acaecimientos. Si suponemos que existe un tiempo único, la relatividad entonces ofrece significado fenomenológico; viceversa, si suponemos que la relatividad tiene significado fenomenológico, entonces existirá un tiempo único. Si, pues, suponemos que la relatividad describe el tiempo en su significado real ontológico, es porque no existe un tiempo único, sino que el tiempo es real y objetivamente relativo; mas si suponemos que el tiempo es relativo, es cuando la relatividad puede tener significado ontológico y real. Por otra parte, dicen además los relativistas: ¿Por qué rechazar a priori un tiempo relativo? La relatividad es perfectamente lógica y las medidas indican precisamente el tiempo relativo. ¿Por qué, pues, querer atribuir significado fenomenológico a la teoría de la

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relatividad? Por lo demás, toda la física moderna ha seguido las ideas relativistas, que han perfeccionado las teorías antiguas y perfeccionan las modernas. Vosotros suponéis que la longitud es una realidad absoluta, independiente del movimiento, y que el tiempo es también realidad absoluta, independiente del movimiento. Mas precisamente esto es lo que nosotros los relativistas negamos: para nosotros el absoluto es el espacio-tiempo, siendo por ello independiente del movimiento del observador. Es decir, lo invariable con absolutez no es la distancia entre dos puntos (dl2= dx2-fdy 2 + dx2), sino el espacio-tiempo llamado el intervalo del universo (ds2= dx 2 +dy 3 +dz 2 —>c 2 dt 2 ). Prescindamos ahora cíe hipótesis a priori, de si el tiempo es absoluto o relativo, y consideremos qué nos dice la experiencia: la experiencia concuerda con la relatividad, en tanto que ésta predice los resultados de las medidas e indica por ello un tiempo relativo. A estas observaciones respondo que, si quiero considerar el problema hasta el fondo, suponiendo lógica perfecta en la teoría de la relatividad, es preciso conceder que la diferencia entre las diversas concepciones del tiempo relativo y del tiempo absoluto está en el punto de partida. Si admitimos a priori un tiempo absoluto, la relatividad adquiere una interpretación fenomenológica: conserva valor de teoría física, en cuanto indica los resultados de las medidas, mas excluye toda la interpretación ontológica de lo real. Si, en cambio, aceptamos a priori un tiempo relativo, la teoría de la relatividad admite una interpretación ontológica y realista. Una y otra interpretaciones son lógicamente posibles. Por otra parte, la experiencia puede ser sujeta a explicaciones comprensivas. Consideremos el asunto más profundamente. Bien cierto es, desde un punto de vista apriorista y lógico, quo son posibles tanto el tiempo absoluto como el tiempo relativo. Pero existen dificultades, físicas y conceptuales, contra la interpretación realista de la relatividad. 1.a El principio positivista del que toma inicio la

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relatividad, según el cual existe únicamente cuanto es medible, puede valer como método en el campo de la física, mas no es lícito aplicarlo también en metafísica. Por tanto, es falso que el tiempo absoluto no exista por no ser medible, o que sea real el tiempo relativo por ser el indicado por las medidas. Einstein mismo no se atiene al principio positivista cuando habla, junto al postulado de la relatividad, de la velocidad de la luz en el vacío; en efecto, claro resulta que, en el vacío, no pueden existir ni luz alguna ni medida alguna. 2.a El postulado de relatividad, además, no ha sido demostrado experimentalmente. 3.a La relatividad conduce a imposibilidades físicas. El ejemplo de los dos gemelos, y aun más el de los dos segmentos, cuyos relojes marchan tras el movimiento, uno tras otro, contemporáneamente y en un mismo sistema, no parece haber sido suficientemente esclarecido por la relatividad, de modo que evite Ja imposibilidad evidente de una interpretación realística. Einstein y Lorentz, en 1914, rechazaron el ejemplo de los dos gemelos; mas puede hacerse notar que en el ejemplo de los dos segmentos, primero en reposo y luego en movimiento, y finalmente en reposo, las aceleraciones inicial y final no sólo no corrigen la lentificación de los relojes, sino que la agravan, dado que la aceleración, por ser equivalente a un campo gravitatorio, lentifica los relojes (relatividad general); e incluso si existiese tal corrección, escogiendo dos segmentos inmensamente largos, podría determinarse u n movimiento uniforme talmente extenso que superara las correcciones de las aceleraciones inicial y final. Subsis te por ello la contradicción de la lentificación real recíproca entre los relojes. 4.a Insistimos sobre la afirmación de que u n tiempo real, a la par que objetivo y relativo, es absurdo. ¿Qué podría significar tal tiempo real relativo? Un mismo tiempo, si es real, no puede ser relativo. Por ejemplo, los relojes de S' quedarían realmente sobrepasados por O, mientras seguirían realmente atendí-

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dos por O'. ¿Cómo sería ello posible? Unos mismos relojes no pueden ir, a un tiempo, retrasados y puntuales, aunque sea para dos observadores diversos, dado que la puntualidad o el retraso son propiedades intrínsecas. Por tanto, si lo son para los dos observadores diversos, esto quiere decir que la diversidad depende de elementos privativos en cada observador, es decir, de elementos subjetivos. Dígase lo mismo de los relojes de S, que seguirían realmente puntuales para O y realmente retrasados para O'. Si admitimos que el tiempo es esencial y totalmente subjetivo, podremos entonces aceptar, en sentido filosófico, las conclusiones de la relatividad; mas si sostenemos, como debe sostenerse, que el tiempo es objetivo, no puede ser en sí mismo realmente diverso para observadores diversos. Existe, pues, una imposibilidad interna que impide hablar de un tiempo real y relativo en el sentido de la relatividad. 5.a En suma, el hecho de que las medidas resulten según prevé la relatividad, y de que la física moderna sea un tanto relativista, puede ser interpretado en sentido fenomenológico, sin atribuir por ello a la relatividad un alcance ontológico; la relatividad afecta a las medidas físicas. Así explicamos, por ejemplo, por qué toda la dinámica, la atómica y la subatómica, es relativista y viene regida por leyes relativistas; en efecto, tratándose de fenómenos velocísimos, los influjos de las transformaciones de Lorentz no son ya transmutables, como ocurría en la mecánica macroscópica. Ello no es prueba del alcance ontológico de la relatividad, sino sólo de las transformaciones de Lorentz, subsistiendo siempre el significado fenoménico de la relatividad. A la conclusión de que la relatividad indica un resultado de las medidas, sin pretender afectar a la realidad en sí misma, ha llegado también por otro camino V. Tonini, presuponiendo principios establecidos experimentalmente; así como ha sido empíricamente probada una invariación formal entre los fenómenos

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mecánicos y electromagnéticos dentro de cada sistema inercial, así también debe existir una ley física con idéntica formalidad, sea referida a un sistema S en reposo, sea referida a un sistema S' en movimiento relativo. En particular la velocidad de la luz en un sistema físico es siempre constante, con independencia del movimiento inercial del sistema y de que venga medido por O o bien por O'. El problema consiste en encontrar qué relación pasa entre las coordenadas x, y, z, t respecto de S y las coordenadas x' y' z', V respecto de S\ determinando si las leyes físicas deben tener la misma forma ante S y ante S'. El cálculo matemático ha encontrado las transformaciones de Lorentz, las cuales han sido así deducidas sin introducir un tiempo o un espacio relativos. Las fórmulas de transformación de Lorentz indican que un hecho físico, si aparece en un sistema S, aparece también en el sistema S', y viceversa, habida cuenta de que la velocidad de la luz, con la que se transmiten las señales a distancia desde un sistema hasta el otro, es finita y constante. Por ello, para el observador O, desde el sistema S, el tiempo de S' aparece lentificado y sobrepasado, a la vez que el espacio contraído, mientras en realidad ni espacio ni tiempo quedan modificados en sí mismos 31. 6.

Espacio-tiempo,

existencia,

eternidad

Con una genial intuición, el matemático H. Minkowski propuso una síntesis del espacio-tiempo que dio ocasión para interesantísimas observaciones matemáticas y físicas. Según la relatividad, espacio y tiempo devienen relativos ante el observador y vienen vinculados entre sí; por ello, resultaba obvio pensar que no sería ya lícito considerarles como dos magnitudes del todo diversas, a tratar separadamente; deberían quedar fusionadas en las consideraciones físicas. No existe ya es31

V. TONINI, Kelativita

non

Einsteniana,

Uagliari, 1948.

I!¡O

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pació por una parte y tiempo por otra: debe existir una realidad única, el espacio-tiempo o cronótopo. ¿Cómo representar matemáticamente el nuevo concepto? Minkowski aportó una intuición genial: creó un ente tetradimensional, en el que tres dimensiones son espaciales y la cuarta es el tiempo.

Fíg.

2. — REPRESENTACIÓN ESQUEMÁTICA DEh DE MlNKOVSKI

ESPACIO-TIEMPO

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161

Para explicar mejor esta idea imaginemos estar en un espacio con una dimensión (una línea): representemos así todos los acaecimientos que acaezcan en tal espacio; en un plano cartesiano, la abscisa s representa al espacio, con todos sus puntos, mientras la ordenada t representa al tiempo, con todos sus instantes. Cada acaecimiento instantáneo (punto-evento) podrá ser representado por un punto P (s0ta) de tal plano; la abscisa representa el punto del espacio en que acaece el acaecimiento, mientras la ordenada representa el instante de tiempo correspondiente. Una línea l en el plano representa un acaecimiento que dura en el tiempo. Si dura diverso tiempo en un lugar idéntico, será representado mediante una línea p, paralela al eje t de los tiempos; por ejemplo, un punto material inmóvil; es decir, que mientras el tiempo cambia, el punto queda en el mismo lugar. El movimiento de un cuerpo, a velocidad constante, será representado por una línea recta r, que forma ángulo con la abscisa: tal ángulo es tanto más pequeño cuanto mayor es la velocidad; la recta más inclinada será la que represente la velocidad de la luz. Además, dos rayos de luz que corren en direcciones opuestas vienen representados por dos rectas, la u y la v, que se encuentran en el origen B y forman dos pares de ángulos opuestos. Un par de esos ángulos contiene toda la recta de los tiempos y la otra toda la recta del espacio. En este esquema, pueden representarse todos los eventos que acaecen en nuestro espacio de una dimensión, pasados y futuros, respecto de cualquier evento particular. El origen B de las coordenadas representa un punto-evento indeterminado, por ejemplo, aquel en el que me encuentro, al que se considera como presente. El pasado viene representado por todos los puntos contenidos dentro del ángulo de la red u/v, subordinador de la mitad negativa de la recta t del tiempo; esos puntos pasados son todos los puntos eventos que pueden haber influido físicamente sobre B. El futuro viene representado por todos los puntos contení-

1G2

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dos en el ángulo de la red u/v, subordinador de la mitad positiva de la recta t: esos puntos del futuro representan todos los puntos/eventos sobre los cuales puede influir B. Los dos ángulos de las redes u/v, al contener la mitad del espacio s, comprenden todos los puntos del presente: es decir, los puntos sobre los cuales- B no puede influir y que tampoco han podido haber influido sobre B. En efecto, para ejercer una influencia a distancia, precisa emplear algún medio, que jamás correrá más que la luz; por ende, la recta que representa ese medio estará siempre contenida dentro de los ángulos del pasado y del futuro. No existe, pues, ningún medio cuya acción pueda ser descrita dentro del ángulo de las redes u/v, que a su vez comprende la recta s; es decir, no existe ningún medio físico para el cual sea posible una interacción entre el punto B y los puntos contenidos dentro del ángulo de la red u/v, comprensivo de la recta s. Por ello todos los puntoseventos contenidos en el ángulo de las redes u/v, comprensivos de la recta s, son llamados puntos presentes. Podemos ahora representar los eventos en un espacio de dos dimensiones: tendremos una representación de tres dimensiones, con los ejes x/y para el espacio y con el eje t para el tiempo: en esta representación, las rectas u/v devienen dos conos opuestos por los vértices, subordinadores de la recta del tiempo í y de todos los puntos-eventos, pasados y futuros, en el mismo modo indicado antes. Así como el espacio real es de tres dimensiones, la representación completa de Minkowski es el cronótopo tetradimensional; es decir, el espacio-tiempo, en el que tres dimensiones son espaciales y la cuarta es el tiempo. En consecuencia, a partir de esta representación, que viene considerada cual exactamente correspondiente frente a la realidad, hácese el siguiente razonamiento. Todos los lugares del espacio existen contemporáneamente y son representados por tres rectas

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espaciales, dadas las tres en su integridad. Mas el tiempo debe ser igualado al espacio, en sus propiedades, y dado que, en la representación de Minkowski, la recta del tiempo es ofrecida por entero simultáneamente, también los instantes existen realmente todos simultáneamente, al igual que todos los lugares del espacio. Poseemos así una imagen del universo, donde las realidades y los acaecimientos vienen dados una vez para siempre, todos conjuntamente, en el espacio y en el tiempo. Tal es la realidad estática, sin u n devenir, sin un tránsito del no-ser al ser o viceversa. De esa realidad universal, compacta y estable, percibimos nosotros solamente las secciones que se suceden, de continuo, según la dimensión del tiempo, secciones diferentes según los diversos observadores, y es por ello que percibimos el tiempo que transcurre. Mas esas secciones no son la verdadera realidad, sino diversos aspectos suyos, manifiestos a diversos observadores, mientras la realidad verdadera es la totalidad espaciotemporal, ofrecida una vez para siempre e inmóvil. E n tal sentido, por ejemplo, observaba Einstein que «no existe ya el devenir en un espacio de tres dimensiones, sino que existe el ser en el espacio de cuatro dimensiones» 32. Algún científico, habiendo aceptado como real esa representación, avanzaba además observaciones filosóficas más vigorosas aún; a cuyo tenor, el espacio-tiempo de Minkowski sería la representación matemática de la eternidad, en la que todo es presente fuera del tiempo.

32

A. EINSTEIN, Sulla teoría genérale c speciale della Relativüa, Bolonia, 1921, p. 110. Recientemente L>. FANTAPPIÉ, Relativita e concetto di esistenza, en «Problemi filosofici del mondo moderno», Roma, 1949, p. 98: «Dalla teoria della relativita segué di necessita che tutto esi.ste ugualmente, passato, presente e futuro, e cioé che tutte le cose, tutti gli eventi, passati, presenti e futuri, esistono insieme; essi esistono qui o la, ora o ieri o domani, ma esistono tutti insieme».

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La representación de Minkowski es verdaderamente genial y ha sido muy útil para investigaciones de tipo fisicomatemático. Sin embargo, ¿es posible aceptar esta representación como expresiva adecuadamente de la realidad en toda su amplitud? Si la respuesta fuese afirmativa, encontraríamos consecuencias filosóficas importantes : deberíamos decir que, en realidad, todos los acaecimientos del universo existen conjuntamente; es decir, todo sería realmente presente, mientras pasado y futuro existirían sólo para los observadores, o sea, para nosotros los hombres. Evidentemente, tal afirmación sobrepasa demasiado el alcance de una teoría fisicomatemática, por ser de tipo metafísico. Mucho menos posible será afirmar que el universo de Minkowski representa la eternidad, en la que todo es presente e inmóvil. La eternidad, en su concepto metafísico, es algo muy diverso: mientras el tiempo es la duración del ser mudable, de modo continuo y sucesivo, la eternidad es la duración del ser inmutable, de modo absoluto; por ende, es propiamente la existencia de Dios por esencia inmutable, en cuanto infinitamente perfecta 33. Por ello Severino Boecio definía la eternidad cual «posesión simultánea y perfecta de una vida interminable». Además, si el universo de Minkowski correspondiera a la realidad, tendríamos que en el universo habría desaparecido todo devenir; todo sería, nada devendría; no ya en el sentido de Parménides, sino en tanto que dado todo conjuntamente en el existir, por lo que hasta el devenir vendría fijado en un presente constante. Evidentemente esta negación del devenir ofrece una faceta metafísica con derivaciones incalculables; por ejemplo, no sería ya válida la demostración de la existencia de

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Dios extraída del devenir, por cuanto el devenir no existiría. Pero resulta fácil comprender que el universo de Minkowski, aunque útil en lo matemático, no tiene un significado real: es un esquema abstraído de la realidad. En efecto, no es posible igualar el espacio con el tiempo: espacio y tiempo son dos realidades conexas, pero del todo diferentes; por ejemplo, mientras una longitud espacial puede ser recorrida en dos direcciones opuestas, no es posible recorrer el tiempo hacia atrás. Por lo demás, también la expresión matemática de Minkowski indica el tiempo de manera diferente a la propia de las dimensiones espaciales. No es posible, por tanto, considerar al espacio y al tiempo de una misma manera y mucho menos hacer del tiempo una dimensión del cronótopo, de modo unívoco respecto de las otras dimensiones. El mismo Einstein observaba recientemente, a propósito del espacio-tiempo de Minkowski, que «la indivisibilidad del continuo tetradimensional de los eventos no implica, en modo alguno, equivalencia entre las coordenadas espaciales y la coordenada temporal; por el contrario, débese recordar que esta última es definida, físicamente, de manera por completo diversa a la propia de las coordenadas espaciales»; las relaciones matemáticas «muestran una ulterior diferenciación entre las coordenadas temporales y las espaciales: el término ¿^t* posee en efecto signo opuesto a los términos espaciales ¿\jí2,¿\y2, Zbs.z2» 3d. A mayor abundamiento, podemos agregar que, según cuanto hemos discutido por extenso con anterioridad, la teoría de la relatividad restringida afecta a las medidas del tiempo y del espacio, según aparecen a los observadores, y no a la propia realidad filosófica de tiempo y espacio. Y con ello toda la construcción del 34

"'•'

SANTO TOMÁS,

Sum. theol., I, q. 10.

165

A. EINSTEIN, II significato della relativitá, (tr. it. 1953), Turín, 1953, p. 40. Cfr. P. STRANEO, Genes? ed evolusione della concezione relativistica di Alberto Einstein, en «Cinquant'anni di relativitá», Florencia, 1955, p. 106.

1(>P>

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universo de Minkowski queda reducida a su verdadero significado de teoría fisicomatemática representativa, que nada indica sobre cómo es la realidad en sí, sino que es meramente una abstracta representación esquemática. Antes de concluir, queremos observar — según habrá ya fácilmente comprendido el lector—-que el espacio-tiempo de la teoría de la relatividad nada tiene que ver con el Espacio-Tiempo de la filosofía de Samuel Alexander. Cierto es que Alexander desarrolla su pensamiento bajo el influjo del evolucionismo de E. Bergson y de la teoría de Einstein, pero él está en un terreno filosófico que desborda completamente la teoría de Einstein. Alexander es un espinosiano, según él mismo confiesa; su Espacio-Tiempo, en efecto, es la raíz metafísica de la realidad, la matriz originaria, unidad indiferenciada de la que emanan materia y espíritu, lo finito y lo infinito, con un movimiento evolutivo incesante; del Espacio-Tiempo emerge la materia, de la materia la vida, de la vida la conciencia y el espíritu, de la conciencia la divinidad 3S. De lo cual resulta que el espacio-tiempo de Minkowski y el Espacio-Tiempo de Alexander tienen en común solamente el nombre. 7.

Teoría de la relatividad

y causalidad

La teoría de la relatividad restringida ofrece ocasión también para algunos consideraciones sobre la causalidad entre los fenómenos físicos. Supongamos el acaecer de diversos eventos instantáneos. Si el punto-evento A acaece bastante antes y bastante lejos del B, tanto como para que la luz partida de A llegue a B en el mismo instante, o poco antes, de que B acaezca, entonces A puede haber obrado sobre B y existirá absolutamente antes que B, para todos los observadores; si el evento B acaece tanto tiempo

"

S. ALEXANDER, Space,

Time

and

Deity,

L o n d r e s , 1920.

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antes y a tanta distancia, respecto de u n tercer puntoevento C, que su luz llega a C en el momento, o poco antes, de que C acaezca, entonces B puede haber obrado sobre C y C existirá siempre en el futuro de B para todo observador. Si, en cambio, parangonando B con un cuarto punto-evento D, ocurre que D acaece en un tiempo y a una distancia de B que la luz partida de B llega sobre D antes de que D acaezca, entonces B! no puede haber obrado sobre D, por resultar imposible encontrar un medio más rápido que la luz para trasladar la acción de B sobre D. En este caso último, según la relatividad, existe siempre un observador que puede poseer un movimiento para el cual B exista antes que D, otro para el que B y D sean contemporáneos, y un tercero para el que B exista después que D. Para comprender el enlace entre B y D, recuérdese el ejemplo de las dos señales desde las extremidades del tren en curso; para mí, si estoy sobre el camino, las dos luces son contemporáneas; para el viajero del tren, existe antes la luz que procede de la parte del motor; y para un tercer viajero que corriese en dirección opuesta, existiría antes la luz procedente del vagón de la cola. En la representación del espacio-tiempo de Minkowski, A está en el cono del pasado de B, C en el cono del futuro de B y, en los vértices de los dos conos opuestos, está el punto-evento B, mientras D está representado en el espacio comprendido entre los dos conos; es decir, en el presente relativista. Esta concepción parece dificultar el principio de causalidad. Si, para el observador O, B es anterior a D, entonces B podrá influir o causar de algún modo sobre D. Pero el observador O' podría asumir un movimiento relativo tal que, desde él, D fuese anterior a B. Entonces, mientras B obraría causalmente sobre D para O, para O' tal causalidad no sería posible, ya que el efecto nunca es anterior a la causa. Deviene así la causalidad relativa para el observador, lo cual es metafísicamente erróneo.

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Tal dificultad viene ya resuelta en el mismo concepto de presente relativista. Llámanse en efecto presentes, en la relatividad restringida, todos aquellos puntoseventos que no pueden haber tenido influjo entre sí; por ello no es lícito suponer que B actúe sobre D o viceversa, en modo alguno. Todos los puntos-eventos distantes contemporáneos no pueden tener ningún influjo físico causal entre sí, por ausencia de un medio de acción superior a la velocidad de la luz. Precisamente todos estos puntos-eventos simultáneos quedan comprendidos en el ángulo del presente: escogiendo oportunamente un movimiento relativo, un punto-evento simultáneo puede devenir anterior o posterior respecto de otro. El principio de causalidad no queda ni mínimamente afectado, pues la relatividad niega la posibilidad de acción entre dos puntos-eventos, siempre y cuando puedan intercambiar su orden temporal en dependencia respecto del movimiento relativo del observador. Adviértase además que, según nuestra interpretación, la relatividad restringida afecta no a los hechos en sí mismos, sino a sus medidas; por ello el desorden temporal de los puntos-eventos comprendidos en el presente relativista no está en la realidad de los hechos, sino en su medición; ya que, admitido un tiempo absoluto que corra igual para todos los acaecimientos, en él quedarán también ordenados B y D, mas nosotros no podremos advertir ese orden, precisamente porque la velocidad de la luz es finita. Compréndese así cómo B y D pueden aparecer simultáneos u ordenados diversamente en el tiempo, ante observadores diversos; sin embargo, trátase siempre de un aparecer de las medidas reales, precisamente porque la velocidad de la luz es finita. Incluyese así también, en el tiempo absoluto, la imposibilidad de un influjo causal entre B y D. Ante todo, débese decir que si este influjo pudiera existir, debería existir en el evento que existe antes según el tiempo absoluto. De hecho, empero, ese influjo no es posible, ni

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siquiera en el orden del tiempo absoluto, pues ningún medio físico, ni siquiera la luz, puede transportar la acción del primer evento sobre el segundo, el cual acaba incluso antes que algún influjo del primero llegue al lugar del segundo. * * * Una objeción al principio de causalidad, por parte de la teoría de la relatividad, puede partir de las consideraciones siguientes. La teoría de la relatividad especial afirma que un cuerpo en movimiento acorta sus dimensiones; mientras que, según la teoría de la relatividad general — tal y como veremos mejor después —, el cuerpo se deforma a causa de su diversa posición en el espacio. En la física clásica, acortamientos y deformaciones espaciales, en bloque, vienen siempre atribuidos a una causa física real, a fuerzas físicas; en cambio, en la relatividad, la eficacia causal viene atribuida al espacio en sí mismo, considerado métricamente; por ser el espacio relativista contraído y deformado, determina contracción y deformación incluso en las dimensiones reales de los cuerpos. Esa noción de causa está en contraste con la causalidad comúnmente admitida en la física clásica; no se ve cómo la pura métrica espacial puede causar efectos físicos y reales, pues falta un enlace proporcionado entre causa y efecto. Por otra parte, la causalidad espacial revélase ilusoria ante un análisis filosófico. ¿Qué es, en efecto, el espacio? Es la misma extensión de los cuerpos en cuanto tal: absurdo resulta pensar on un espacio distinto de los cuerpos, existente en sí mismo, o sea en el espacio absoluto. Mas decir que las dimensiones se contraen y deforman a causa de la contracción y deformación del espacio equivale a decir que las dimensiones reales de los cuerpos se contraen y deforman a causa de la contracción y deformación de las dimensiones: una tautología.

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La noción metafísica de causalidad está por encima de las consideraciones físicas, que no pueden debilitarla, bajo pena de convertirse en no significativas: la física debe suponer la noción metafísica de causalidad, pues precisamente la física quiere explicar los fenó menos reduciendo los efectos a sus causas. La dificultad, empero, que se nos ha presentado sobreviene si consideramos el significado global de la teoría de la relatividad. En efecto, decíamos que la contracción espacial no puede ser real, por ser recíproca ; es sólo un dato de las medidas, que aparecen contraídas en el sentido del movimiento relativo, a causa de la velocidad finita de las señales empleadas para establecer señalamientos a distancia. La contracción está sólo en las medidas de las dimensiones de los cuerpos, no en las dimensiones mismas. Con ello la dificultad se desvanece: la causalidad espacial es aparente y no real. En cuanto afecta a la teoría general de la relatividad, podemos afirmar desde ahora que no ha sido probada experimentaímente y que se ofrece, más bien, cual una magnífica síntesis lógicomatemática del universo, síntesis que no intenta explicar cómo son las cosas en sí mismas, sino sólo describirlas ordenada y matemáticamente. Por ello, deformaciones espaciales y deformaciones dimensionales no son reales en los cuerpos. También para esta teoría desaparece así la dificultad de una causalidad eficiente espacial 36 .

Antes de concluir este capítulo daremos un balance de la teoría general de la relatividad; esa teoría contiene conceptos de gran importancia, desde el punto de vista filosófico, pero es una teoría matemática que no ha recibido confirmaciones físicas decisivas.

La teoría restringida de la relatividad afecta solamente a los movimientos inerciales, es decir, a los movimientos rectilíneos y uniformes. Mas en la realidad existen también movimientos no rectilíneos y no uniformes; esto es, los movimientos diversamente acelerados. Ante tales movimientos no vale el principio de relatividad mecánica; es posible conocer el movimiento de un sistema acelerado, con experiencias hechas dentro del sistema mismo, sin referirse a cuerpos externos. En otras palabras, las fórmulas que expresan los fenómenos físicos ofrecen diversas formas ante los diversos sistemas en movimiento acelerado; por ejemplo, conocido es, por experiencia común, cómo puede advertirse la partida o la llegada de un tren a causa de las fuerzas de inercia. Einstein quiso crear una teoría de la relatividad incluso para los movimientos acelerados. Notando la identidad entre masa gravitacional y masa inercial, propuso el principio de equivalencia: «un sistema acelerado equivale a un sistema en reposo dentro de un campo gravitatorio» 37. Por ejemplo, si estoy en una habitación cerrada, quieta en un campo gravitatorio, o bien en un ascensor que asciende con movimiento acelerado hacia fuera de un campo gravitatorio, el efecto físico es siempre el mismo. A causa del principio de equivalencia, el campo gravitatorio tiene influjo en la métrica del espacio y del tiempo, pues el campo determina curvatura en el espacio-tiempo. Por ejemplo, un rayo de luz, que atraviesa la estancia interpuesta ante un campo gravitacional, cúrvase como si la estancia se moviese hacia lo alto con movimiento acelerado; en particular, un rayo de luz, cuando pasa por el campo gravitacional próximo al sol, cúrvase hacia el sol. Resulta así que las propiedades del espacio-tiempo

36 Cfr. P. LANDUCCI, LO spazio e la física 1935; Causalitá spaziale, p. 169 ss.

37 A. EINSTEIN, Entwurf cincr vcraUucmcincrt.cn tivitatstheorie und einer Theoric der Gravitalion, 1913.

8.

Teoría general de la relatividad

moderna,

Koma,

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liria-

172

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LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD

dependen de la materia y la energía, que determinan al campo gravitacional. Por ello la distribución de la materia y la energía, en cualesquiera regiones del espacio-tiempo, y la geometría propia de tal región, pcceen idénticas propiedades. De esta manera viene a consumarse la geometrización de la física; es decir, los fenómenos físicos vienen descritos como modificaciones intrínsecas de la métrica espacial. Si, por ende, se tiene presente que el espacio relativista contiene al tiempo como cuarta dimensión, sigúese que también el tiempo viene modificado por el campo gravitacional; viene así el tiempo relativo, no sólo para el movimiento, sino también para todo punto del campo gravitacional, dado que en cada punto del campo existe un tiempo propio. Elaborando estos conceptos con método matemático, Einstein propuso sus ecuaciones del campo gravitatorio; y como éste coincide con el espacio real, estudiándolas pueden conocerse las propiedades del espacio real. Tal estudio ecuacional ha sido precisamente de donde han surgido los diversos esquemas del universo, de los que se ha hablado en el capítulo II de este libro. En cuanto al valor de la teoría general de la relatividad, advirtamos que el principio de equivalencias no ha sido demostrado y que toda la teoría no ha encontrado aún pruebas físicas que la afiancen como suficientemente fundamentada. Resulta por ello meramente una óptima hipótesis matemática, de gran valor esquemático y heurístico; por lo demás, sabido es que el propio Einstein y otros valiosos físicos han intentado crear una teoría de la relatividad aun más general, en la que se tomase en consideración también el campo electromagnético, descuidado en las teorías precedentes. Mas tales tentativas no han llegado todavía a buen término. Respecto del valor de la teoría de la relatividad, impresionante resulta que el propio Einstein escribiese el 4 de abril de 1955, dos semanas antes de su muerte, en el prefacio a la gran obra en colaboración surgida ante

el cincuentenario de la propia teoría: «Preséntase espontáneamente la tentación de declarar o priori, como necesario conceptualmente, el principio de la relatividad general. Yo considero, empero injustificado tal punto de vista. En efecto, no aparece evidente a priori razón ninguna para que las leyes de la naturaleza no puedan estar constituidas de tal modo que asuman formas especialmente simples para ciertos sistemas de coordenadas. En tal caso la exigencia de covariación general en las leyes naturales sería plenamente estéril. Tal exigencia aparece justificada sólo a base de igualaciones entre las masas inertes y grávidas,.. La mayoría de los físicos de hoy inclínase precisamente por buscar alguna escapatoria ante la teoría cuantificada de los campos energéticos. Yo, empero, estimo que tal solución no alcanza a lo esencial, dado que renuncia a la completa descripción real de los casos individuales... Las últimas y rápidas observaciones deben revelar cómo, en mi opinión, estamos muy lejos de poseer u r i base conceptual, en física, a la que podamos confiarnos de alguna manera» 38. Sintomática es esta confesión de Einstein al fin de su vida, y tanto más verdadera cuanto más sincera: confesión de la complejidad interior de las teorías científicas hoy más avanzadas, la cuantística y la rc-lativística, que no han encontrado aún bases comunes de acuerdo y de desarrollo. De todos modos, evidente resulta — de cuanto ha sido expuesto, en las páginas precedentes — que la teoría de la relatividad es de tipo físico, no reportando consecuencias metafísicas y no aportando, en particular, dificultad ninguna contra el conocimiento de Dios, la fe o la Revelación, ni de modo directo ni de modo indirecto. 38

173

Cinquant'anni di relativitd, l'lorencia, 1955, pp. X1X-XX.

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BIBLIOGRAFÍA Sobre los p r i m e r o s v e i n t e a ñ o s de relatividad existe u n v o l u m e n e n t e r o de bibliografía: el c o m p u e s t o p o r M. LECAT. Bibliographie de la relativité (Bruselas, 1924); la bibliografía de los t r e i n t a a ñ o s p o s t e r i o r e s o c u p a r í a otro v o l u m e n semejante. P a r a el lector latino r e s u l t a h o y i n s u s t i t u i b l e el v o l u m e n italiano c o n m e m o r a t i v o Cinquant'anni di relativita 19'05-1955, dirigido p o r M. PANTALEO^ d o n d e los m e j o r e s especialistas itálicos h a n explicado las t e o r í a s de E i n s t e i n , en sentido técnico o en sentido divulgatorio, e n t r e ellos: G. ARMELUNI, P. CALDIROLA, B. F I N Z I , G.

POLVANI, F .

SEVERI, p .

STRANEO.

E l artículo de A. ALIOTTA, i n t e r p r e t a n d o a E i n s t e i n desde c4 p u n t o de vista filosófico, r e s u l t a ajeno a n u e s t r o propósito. E n cambio, r e s u l t a n aconsejables, a u n sin poseer amplios con o c i m i e n t o s m a t e m á t i c o s , los escritos s i g u i e n t e s : II moto delta térra, filo storico della relativita, de G. POLVANI; Genesi ed evoluzione della concezione relativistica di Alberto Einstein, de P. STRANEO; Aspetti matematici dei legami tra relativita e senso comune, de F . SEVERI; La teoría della relativita nell' astronomía moderna, de G. ARMELLINI, y Verifiche sperimentali ed applicazioni della relativita, de P. CALDIROLA. A d e m á s de v a r i o s escritos del propio E i n s t e i n y de otros autores, aludidos ya en el texto, h e a q u í a l g u n a s indicaciones bibliográficas a d i c i o n a l e s : MINKOWSKI, H., Raum und Zeit, en «Phys. Zeit.», X (1909), pp. 104 s. RIGHI, A., L'esperienza di Michelson e la sua interpretazione, en «Mem. Ist. Bologna» (7), 6, 1918-19'. ÍDHM., Sulle basi sperimentali della relativita, ivi, 7, 1919-1920. EDDINGTON, A., Space, Time and Gravitation, Cambridge, 1920. ÍDEM., The nature of physical world, Cambridge, 1931 (tr. it., «La natura del mondo físico», Bari, 1935). EINSTEIN, A., Ueber die spezielle und die allgemeine Relativitats theorie, 1921, (tr. it., ¡Sulla Teoría speciale e generale della relativita, Bolonia, 1921). ÍDEM., The meaning of relativity, P r i n c e t o n , 1953 (tr. it., «II significato della relativitd, T u r i n , 19'53). CASTELNUOVO, G., Spazio e tempo secondo le vedute di Einstein, Bolonia, 1921.

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LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA

CAPÍTULO V

LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA 1.

Origen de la vida sobre la tierra. — 2. Generación espontánea.—-3. IEI «virus fiiltrabile».—>4. El «mosaico del tabacor>.

Lo mismo que la evolución, la generación espontánea fue considerada en el siglo pasado cual conclusión inmediata del materialismo: si la materia es el todo, del cual han derivado las formas corpóreas vivientes y no vivientes, será preciso admitir sin más que de la materia ha nacido espontáneamente la vida. Retorciendo el argumento, los materialistas pensaron que sería suficiente demostrar la generación espontánea para tener la prueba de que el materialismo ateo monístico es la única concepción posible del mundo. Cuando, recientemente, las experiencias sobre el virus filtrabile del mosaico del tabaco hiceron sospechar el posible tránsito de la materia a la vida, las esperanzas de los evolucionistas y, en especial, de los materialistas dialécticos se reavivaron, suponiendo haber hallado finalmente la demostración de no haber sido creada la vida por Dios, según dice la Biblia, por haber surgido espontáneamente de la materia inorgánica.

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En realidad, los propósitos de los materialistas son harto atrevidos. Aun cuando fuera posible efectuar en laboratorios síntesis vitales partiendo de materia no viva, la filosofía cristiana no tendría dificultad en aceptar el hecho: bastaría admitir que Dios mismo había infundido, en la materia, capacidad de desplegarse hacia formas vivientes. Recordemos que la generación espontánea era admitida por los máximos doctores escolásticos. Por otra parte, los experimentos realizados sobre el mosaico del tabaco no han demostrado la generación espontánea; por ello, seguimos aún bajo la tesis clásica omne vivum ex vivo, según decían Spallanzini, Pasteur y tantos otros pioneros do la biología moderna. 1.

Origen de la vida sobre la tierra

La vida existe sobre la tierra desde hace muchísimo tiempo, si bien sería erróneo aseverar que los vivientes pueblen nuestro planeta desde tiempo infinito. Todos saben que la tierra, en los inicios de su existencia cual planeta del Sol, no era sino una masa incandescente, a temperatura tan elevada que la mayor parte de las rocas que ahora la componen formaban un mar de fluido viscoso. E n tales condiciones, resulta absurdo pensar que sobre ella existiese vida, ni siquiera rudimentaria. Cualesquiera proteínas, aun las más termoestables, habrían sido reducidas a anhídrido carbónico, hidrógeno y oxígeno. Cuando la superficie de nuestro planeta quedó suficientemente refrigerada (sabemos que el interior está todavía en incandescencia), miríadas de vivientes poblaron los mares, formados ya mediante síntesis de hidrógeno y oxígeno, o bien del oxígeno y de la subsiguiente condensación del desaparecido manto de vapor que ceñía la tierra. De los primitivos habitantes de los océanos, probablemente nada subsistió; la Era Agnostozoica no ofrece rastros de vivientes. La posterior Era Paleozoi-

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ca, desde los inicios, presenta seres muy diversos entre sí, algunos de los cuales nada tienen que envidiar — en cuanto a complejidad — a los modernos antrópodos. Ofrécese empero, a nuestra mente, una pregunta : Los vivientes del Agnostozoico, admitiendo que hayan existido de hecho, ¿serán todos incomplejos o alguno entre ellos era ya complejo? Parece lógico, por muchas razones, suponer que fueron más simples y más robustos que los surgidos en el período posterior : trataríase de seres capaces de obtener la nutrición del mundo inorgánico, sin tener precisión de colaboraciones de otros vivientes; mas, dado que no poseemos ni el más mínimo elemento que nos revele su constitución, resulta más prudente renunciar a fáciles lucubraciones, hijas o al menos estrechamente emparentadas respecto de ideas preconcebidas. Aquí encontramos, empero, un hecho indiscutible: la vida estaba ausente y de improviso aparece; ni siquiera exprimiéndonos las meninges encontramos nada más que muy escasas posibilidades para explicar el surgimiento de la vida. Podemos resumir en cuatro directrices las hipótesis formuladas: 1. La vida ha procedido de otro planeta, que gira como el nuestro en derredor de alguna estrella. 2. La vida es una propiedad intrínseca de la materia, una forma de energía material semejante a las de^ más (electricidad, calor, magnetismo, etc.). 3. La vida, aun no siendo una energía material, está vinculada por la omnipotencia de Dios a la materia y explícase cuando, dadas ciertas cantidades y calidades de ciertas sustancias, asumen una disposición bien determinada, sin que precise una ulterior intervención divina, de modo que los vivientes no formados por un progenitor deberían su vida solamente a «causas segundas», aquellas que dispusieron oportunamente las sustancias materiales necesarias. 4. La vida, como entidad diversa de la materia, ha sido producida directamente por Dios, quien creó u n ser en el cual el principio vital queda ligado a de-

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terminadas cantidades y calidades de materia, formando un individuo capaz de engendrar seres semejantes a sí mismos: ya que la simple disposición de la materia es insuficiente para producir vida.nueva. Si conociésemos nosotros los primeros vivientes, sería más fácil resolver esta cuestión, pero es inútil perderse en vanas recriminaciones: examinaremos, en cambio, las posibilidades particulares, confrontándolas con los hechos que están a nuestra disposición, ciertos de que por otras vías — acaso más arduas, pero no menos seguras — podríamos llegar a la misma meta. 1. La primera suposición es, en verdad, la más necia y vacía. Quedamos no poco perplejos al ver participar de ella a ciertos científicos: en la práctica, tal teoría no resuelve el problema, sino que lo rehuye, aseverando que sobre la tierra no pueden haber existido condiciones tales como para explicar el surgir de la vida y refutando la hipótesis creacionista por pura petición de principio. Los fautores de esta teoría no deberían fatigarse en comprender que trasladar el problema no implica resolverlo y que, al apoyarse en tal suposición, viene a agregarse una nueva dificultad: ¿Cómo podrían tales gérmenes provenir de un planeta vecino? ¿Acaso por medio de algún aerolito, según sostenían Brueckner y Helmholtz? No parece admisible. ¿Cómo habría el planeta podido lanzar ese cuerpo sólido, receptáculo del germen viviente, no sólo lejos del campo de su actuación, sino incluso fuera del campo gravitatorio de su sistema, sin una explosión que hubiera antes pulverizado cualesquiera disposiciones de proteínas? Además, si no queremos admitir el absurdo de que el viviente se haya reproducido, por generaciones innumerables, durante su viaje interestelar, y esto sin alimentarse, o bien haya sobrevivido durante miríadas de años, deberemos atribuir una velocidad hiperbólica al corpúsculo en cuestión; mas tal velocidad ¿no le habría desintegrado plenamente a su entrada en la atmósfera o al hacer impacto contra el agua o el suelo?

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Si queremos recurrir a la hipótesis de Arrhenius, de que la presión de la luz habría impelido al viviente extraterreno desde remotas regiones del egpacio hasta nosotros, ¿no le habría desviado la misma presión de la luz solar de su camino hacia la tierra? Ese germen, desprovisto de una robusta coraza, ¿cómo habría podido sobrevivir al bombardeo de los rayos cósmicos que, durante decenios cuando menos, le habría entrecruzado, sin que el escudo atmosférico le pudiese defender? Mejor será abandonar esta hipótesis, inútil e insostenible bajo todos los aspectos. 2. La vida no es energía física, fruto de transformaciones en otras energías o transformables en ellas. Hasta ahora las más escrupulosas observaciones y mediciones nunca han demostrado que la desaparición de una cantidad dada de energía corresponde al surgir de alguna vida, aun cuando para el mantenimiento de toda vida sea indispensable un continuo suministro de energía, fruto de la transformación indirecta de energía luminosa — la que nos viene dada incesantemente por el sol — en energía química propia de las sustancias alimenticias, energía que viene liberada de los alimentos mediante oxidaciones (respiración celular) o mediante fermentaciones, según ocurre en las bacterias anaerobias. 3. En la tercera hipótesis, que contrasta con las precedentes por ser plausible, podríamos encontrar la vida unida a determinadas cualidades y relaciones de materia. Es una verdad innegable que la vida consiste en una entidad totalmente diferente y distinta de la materia : basta observar cómo viene reconstruida la parte previamente amputada de un viviente; es decir, basta observar la llamada regeneración. E n muchos animales, como, por ejemplo, los reptiles urodelos (Tritón), pueden observarse células que han quedado indiferenciadas — esto es, en estado indeterminado —, sin que asuman la forma típica que poseen las células circuns-

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tantes; así, cuando esas «células durmientes» están anidadas en un músculo no toman la forma alargada y estriada típica en las células musculares normales; tales células, en los casos ordinarios, están destinadas a permanecer en estado inactivo durante toda la vida, mas si una mutilación viene a perturbar el equilibrio biológico de la bestia, las células asumen formas y funciones muy diversas — cartilaginosas, musculares, epiteliales, etc. — hasta que la bestia amputada se ha reconstruido en su forma y sus funciones. Ocurre como si, en una población de desocupados, fuese introducido repentinamente un complejo de enrolamientos — en las más variadas especialidades del ejército y de las profesiones civiles—-, obteniéndose que, tras pocos días, los individuos antes ineptos para cualesquiera actividades devienen perfectos colaboradores en el estado reedificado. Las células indiferenciadas podemos considerarlas a la manera de «cambiables» (es decir, integradoras en las plantas dicotiledóneas del «cambio» o zona de células indeterminadas, capaces de dar madera hacia lo interior y corteza hacia lo exterior); mas existe una diferencia sustancial entre la función del cambio y la de las células que formarán nuevamente sustancias mediante «epimórfosis» (así designó Morgan al proceso antes descrito); mientras en el primer caso las células están hechas para funcionar siempre (aun cuando se interpongan períodos interrumpientes en el rigor del invierno y en el corazón del estío), las células que hemos denominado «durmientes» no están llamadas a funcionar sino en períodos del todo excepcionales y, además, su misión viene prescrita exclusivamente por las necesidades del momento. Más sorprendente y maravilloso aún que el caso de la epimórfosis es el de la llamada morfallasis (Morgan); aquí encontramos células perfectamente diferenciadas (es decir, con forma y funciones definitivas), que pierden sus características transformándose en entidades circuloidales, para luego rediferenciarse según un es-

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quema diverso, asumiendo forma y funciones del todo extrañas a las precedentes, para reconstruir un órgano destruido accidentalmente. Para ejemplificar este hecho, que parece increíble pese a venir demostrado sin ninguna duda por experimentos innumerables, realizados en muchísimos laboratorios, citaré un caso, no ciertamente el más importante, pero sí muy claro. Un famoso escritor francés se ha preguntado mediante qué extraña combinación la piel del gato ofrece dos agujeros que se corresponden precisamente con los dos ojos del animal: si tal literato lo hubiera preguntado a un biólogo, su vago estupor se habría cambiado ciertamente en sentido de admiración ante la naturaleza. En efecto, entre los vertebrados en estado embrional el ectodermo no aparece perforado en los lugares correspondientes a los ojos; en un momento dado, empero, parten del cerebro dos prolongaciones, las vesículas ópticas primarias, que crecen hasta llegar al ectodermo; cuando llegan a sus proximidades se plasman los ojos, mientras el ectodermo próximo se repliega y se retrae más y más hasta que una prolongación de tal tejido se desprende y viene a formar una cavidad que, en torno de los ojos, se sitúa en derredor y se transforma en la lente. He acá resuelto un importante problema doble, el de las «cavidades» oculares y el de los mismos ojos. Hasta aquí el entrometido observador «nada extraño» halla: trátase, nos dice, del proceso normal de formación del ojo en los vertebrados; más debemos recordar que, en algunos animales, por ejemplo en el tritón (anfibio urodelo), puede suceder algo inesperado; si un desgraciado incidente viene a privar, al ojo del tritón, de su cristalino, la pobre bestiecilla queda sin el uso de tal órgano, permaneciendo su ojo ciego, mas por breve tiempo; a partir del iris, que — anotémoslo bien — está formado de células cargadas de pigmentos y, por ende, totalmente ajenas a la luz, viene a formarse una excrecencia que aumenta de dimensiones, hasta asumir forma esférica, deviniendo al propio tiempo más y

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más límpida. Esta esférula se destaca después del iris y va a tomar el puesto dejado por la lente originaria, siendo el nuevo cristalino perfectamente idéntico al primero antes formado, por células originarias del todo diversas a aquellas que produjeron el ectodermo (y en consecuencia el precedente cristalino). Volvamos a nuestro problema de la vida: células que habrían debido permanecer indiferenciadas para toda la vida, de improviso, como si hubieran intuido la necesidad de formar un órgano, divídense y diferéncianse. Células que poseían una característica definitiva abandonan su función y su aspecto para asumir nuevos oficios y nuevas formas. No es ciertamente alguna «característica de la célula» lo que Ja impele a escoger según la necesidad del momento: la «elección» no puede derivar sino de una entidad que puede darse cuenta de la necesidad del «todo»; tal entidad no puede ser sino el alma, que rige a la materia sin ser dominada por ella. Hemos visto ya que la vida no resulta de fuerzas fisicoquímicas de la materia: la vida domina a la materia; sin embargo, el Creador habría podido encerrar la vida en la propia materia, de modo que bastase unir determinadas sustancias químicas para hacer brotar la chispa vital. Intentando establecer un parangón, aunque sea impropio, podemos comparar la vida a la corriente eléctrica : los contactos del interruptor no producen la corriente eléctrica, pero basta que se unan con oportunidad para que tal fluido ajeno circule por los conductores. Admitir que Dios haya suministrado a la materia fuerzas capaces de aprisionar en ella la vida, una vez hayan sido oportunamente dispuestas sus partículas, equivale a admitir la generación espontánea, si bien tal suposición no exige identidad entre materia y vida. 4) Según la última hipótesis, tendríamos una materia distinta de la vida: la materia podría ser vivificada sólo en dos casos, cuando Dios mismo infunda di-

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rectamente en ella la chispa vital y cuando un individuo engendre a otro ser de su misma especie. En suma, descartando las hipótesis abiertamente absurdas, no subsisten sino dos posibilidades: generación o creación inmediata.

etcétera; mas a los antiguos no les parecía aceptable que «gérmenes extraños» pudiesen causar semejantes fenómenos. La antigua hipótesis de que ranas, renacuajos, etc., pudiesen derivar del fango de los pantanos, por vivificación directa, perdía más y más crédito, hasta que Francisco Redi, en 1668, intuyó que los «gusanos» de la carne pasada no derivan de generación espontánea, sino que son larvas depositadas por las moscas; Redi ofreció una confirmación, colocando carne apenas aireada (y, por ende, no contaminada aún por las moscas) en un recipiente cubierto, demostrando que es suficiente esa precaución para que no se formen gusanos ; la verdad empieza con esto a abrirse paso, si bien muchos científicos — teólogos y filósofos—sostuvieron todavía, a golpe de espada, la teoría de la generación espontánea. Mas la evidencia de los hechos, expuesta en el libro Experiencias sobre la generación de los insectos, acabaría por vencer: admitida ya la imposibilidad de generación espontánea para las larvas de moscas y, con mayor razón, para los diversos vertebrados —^ para los cuales teníase todavía como posible tal origen—, el descubrimiento de los protozoos (o animales unicelulares tan pequeños como para ser observables sólo mediante microscopio) replanteó con energía el problema: dado que, las infusiones de cieno, aunque se conservasen cubiertas con paja, se enturbiaban a los pocos días y era fácil luego observar cómo en ellas pululaban esos extraños seres unicelulares. Mas en tales infusiones no podía existir nada vivo si, antes del experimento, habían sido hervidas cuidadosamente: ante lo cual, los doctos decían que la única explicación del fenómeno radicaba en la generación espontánea, ya que en tales infusiones aparecían entonces también seres vivientes algunas veces. Lázaro Spallanzani (1729-1799), de Scandiano, abad y teólogo, tras haber leído el libro de Redi, preguntóse si realmente esos protozoos, o animalitos con formas tan armoniosas, procederían de la simple transforma-

2.

Generación

espontánea

Los antiguos no recelaban creer que las propiedades de un individuo pudiesen ser transmitidas a otro ser: como el calor del fuego pasa de un cuerpo a otro, así también el «calor provocador de enfermedades» (fiebre) podría pasar de unos cuerpos a otros; de ahí el erróneo concepto de enfermedades transmisibles por «contacto» y el término aun hoy usado de «morbo contagioso»; sólo mucho más tarde, el concepto de germen patógeno transmitido por contacto ha sustituido al de influjo maléfico transmisible — con transmisión semejante a la de los otros «influjos»: calor, frío, salud, fuerza, etc. En la antigüedad solamente los griegos se mostraron escépticos ante la teoría simplista del contagio, sin conseguir empero sustituirla por otra mejor. A fines de la Edad Media quísose parangonar la «enfermedad provocada por calor» (fiebre) con las fermentaciones, acompañadas también ellas por producción de calor, sin poder explicar, empero, cómo sobrevienen una u otras. Hacia el año 1500 el médico veneciano Jerónimo Fracastoro intuyó que enfermedades y fermentaciones no son debidas a indeterminadas «propiedades de la materia», sino que dependen de especiales «semillas» o gérmenes. Nadie aceptó explícitamente esa idea genial que sólo se abrió camino lentamente. El estrecho parentesco entre fermentaciones y enfermedades fué ya un hecho adquirido para la ciencia humana, dado que existen muchas características en común entre ambos órdenes de fenómenos: subida de temperatura, transmisibilidad indefinida sin que el fenómeno se atenúe,

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ción de la materia inanimada o si valdría también para ellos cuanto había sido establecido por Redi para las larvas: para abordar sistemáticamente el problema llenó de varias infusiones algunos matraces de vidrio, y, tras haber soldado con el soplete algunos de ellos, los puso a hervir durante bastante tiempo al baño maría; cuando hubo terminado el tratamiento térmico cubrió cuidadosamente con azúcar los matraces aun abiertos y esperó; tras una semana, mientras el líquido de los matraces soldados con el soplete seguía perfectamente limpio, el contenido en los matraces cubiertos con una simple capa de azúcar resultó turbio y lleno de infusorios. El experimento anterior parecía haber ya desvanecido toda duda, pero hacia mediados del siglo xvm la facción de los abiogenistas era todavía demasiado fuerte para rendirse: fué especialmente un estudioso inglés, John Truberville Needham, quien combatió las acertadas ideas de Spallanzani: él había acuñado la rimbombante expresión «fuerza vegetatriz» para explicar la causa invisible que produciría la vida en la materia y sostenía que el italiano erraba en su método; según él, no es el calor lo que destruye la «fuerza vegetatriz de la materia», sino que la presión causada por el vapor —• en el recipiente cerrado — es lo que modifica las características del aire circundante y lo que impide la acción de tal fuerza vegetatriz. De ahí que a Spallanzani le bastó demostrar que el aire no modificaba de hecho sus características tras la ebullición, para demostrar que la hipótesis de Needham era falsa. Transcurre luego un siglo, tras las observaciones de Redi: desde 1750 hasta 1850, aproximadamente, la cuestión de la generación espontánea permaneció sepultada en el olvido, para reaparecer — más robusta y truculenta que nunca — cuando se descubrieron las bacterias patógenas. Esos minúsculos seres, observados ya cien años antes por Leeuwenhoeck y luego totalmente olvidados, devinieron el centro de los estudios médi-

eos y biológicos hacia mitad del 1800. Habría bastado con repetir escrupulosamente los métodos de Spallanzani para convencerse de que los microbios proceden con exclusividad de seres a ellos semejantes, mas fueron precisos los estudios de Luis Pasteur (1822-1895), sobre corrupciones y fermentaciones bacteriológicas (lácticas, butíricas, etc.), para que al fin se conviniese en que, no solamente los protozoos, sino también los fermentos alcohólicos y las bacterias se desarrollan desde gérmenes que vienen transportados por las corrientes de aire, no siendo seres provenientes de la «potencialidad de la materia». Con lo anterior llegó la demostración de los famosos seminarias (semillas) presupuestos por Jerónimo Pracastoro como existentes realmente en la atmósfera. El materialismo, imperante en el siglo pasado, había visto desaparecer — con esta negación de la generación espontánea — una de sus bases fundamentales. ¿Cómo poder aseverar que Dios no existe, si a cada momento vemos trazos de su actividad inconfundible? Alguna mente simplona podría acaso admitir que las formas más elementales de vida pueden surgir sin un Ordenador inteligentísimo, mas desde un punto de vista serio — tanto filosófico como científico — tan absurdo es admitir que se forme sin causa eficiente, ora un ser complicadísimo, ora el más simple de los seres. Cuando T. H. Huxley (1825-1895), en 1868, sondeó los océanos y su sonda descubrió profundidades superiores a los 4.000 metros y en ellas una sustancia gelatinosa que parecía dotada de movimientos lentísimos, no se receló en considerarla el primer estadio de la vida. Con entusiasmo, tal ser fue dedicado a Ernesto Haeckel (1834-1919), el más fanático entre los materialistas, y así alcanzó su momento de gloria el Batybius haeckeli (es decir, el «viviente de fondo» de Haeckel); esa fué una de las más famosas bufonadas que los materialistas se fraguaron con sus propias manos, dado que poco después, ante el estupor general, vióse sin lugar a dudas que el famoso Batybius no era sino un

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musgo de diversos coloides, producido por el alcohol usado para conservar los preparados, surgido al contacto con las sales disueltas en el agua marina. Tras ese fracaso los materialistas esperaron pacientemente su desquite, pero tuvieron que esperar mucho: sólo cuando ciertos experimentos han demostrado que existen seres mucho más pequeños que las bacterias comunes, tan minúsculos como para no poder ser vistos ni siquiera con ayuda de un potentísimo microscopio que ofrezca amplificaciones de hasta 600 diámetros, sólo entonces una chispa de esperanza se ha encendido entre ellos. A tal efecto, un conjunto de experiencias empezó a acumularse desde 1921: hasta que, en 1955, una insospechada observación de FraenkelConrat y de Willams dio a los materialistas esperanza grande, y para algunos hasta certeza, de plena victoria.

medad del tabaco que produce manchas típicas sobre las hojas de esta solanácea. En 1897 Friedrich Loeffler pudo constatar que el afta epizoótica está producida por un agente morbígeno también filtrable. Un año después el holandés Beijerinck repitió los mismos experimentos y advirtió que, realmente, no parecía pasar a través del filtro ningún elemento visible al microscopio; quiso luego ver si la sustancia filtrada en cuestión no era algún veneno extremadamente virulento, producido por algún microbio (es decir, alguna toxina); si se hubiese tratado de alguna toxina, por virulentísima que fuese, no habría podido conseguir eficacia a no ser muy diluida. Dado que, en los medios ordinarios de cultivo de los microbios, el virus desaparecía sin dejar rastro, Beijerinck proyectó someter a tratamiento alguna planta de tabaco sana con el filtro infectante; cuando hubieran surgido los síntomas de la enfermedad, habría extraído su jugo para infectar a otra planta, y así sucesivamente, durante múltiples transiciones consecutivas. Si el agente patógeno está en grado de reproducirse, la toxicidad puede permanecer idéntica, mientras en caso de tratarse de una toxina resulta evidente que, permaneciendo siempre más y más diluida en el jugo de cada planta nuevamente infectada, ante cada nueva transición provocará el surgir de síntomas más y más atenuados, hasta devenir totalmente innocuo, cuando se haya alcanzado dilución suficiente. El éxito de los experimentos fué clarísimo: en las varias plantas infectadas los síntomas no se atenuaron, señal segura de que el agente morbígeno se reproducía. Beijerinck supuso erróneamente que el virus, resultando invisible al microscopio óptico, no podía tener forma corpuscular, y lo denominó «fluido viviente contagioso». E n 1900 Woods quiso explicar—desde el punto de vista químico—'la enfemedad del «mosaico», considerando la enfermedad como debida a un notable aumento de los fermentos oxidantes. Pese a las dos inter-

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3.

El «virus

filtrabile»

Hasta que no fué descubierto el microscopio elecrónico, capaz de ofrecer imágenes de los objetos engrandecidas unas 50.000 veces, las ideas sobre virus permanecieron inciertas y, con frecuencia, contradictorias. La designación virus filtrabile obedeció al hecho de que el agente patógeno se aparece cual un veneno (virus) capaz de atravesar también los filtros de la bacteriología. Muchísimas son las enfermedades que los diversos virus producen en las plantas, animales y hombres. Algunas de esas afecciones son harto peligrosas : basta recordar la hidrofobia; mas hasta el siglo xix nadie había advertido que esas enfermedades no eran producidas por microbios de tamaño normal, sino por seres tan pequeños como para poder pasar a través de los filtros de porcelana que los bacteriólogos usan corrientemente para separar los microbios de las toxinas. En 1892 Iwanowski observó el fenómeno de la «filtrabilidad», estudiando el llamado «mosaico», una enfer-

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pretaciones precedentes, la gran mayoría de biólogos considera como microbio al virus. A principio de siglo ningún microscopio estaba en situación de revelar el aspecto del virus: a fin de conocerle, cuando menos en sus dimensiones, se recurrió a los filtros de porcelana y de colodio, provistos de poros gradualmente más sutiles, para separar los diferentes virus, al igual como se separan los granulos de savia de diversas dimensiones, método ciertamente rudimentario, pero que dio resultados satisfactorios, confirmados poco ha por los métodos ópticoelectrótnicos. También otras ramas de la técnica contribuyeron a explorar el misterio del virus: así, fuerzas centrífugas ultraveloces, capaces de alcanzar los 20.000 giros por segundo, consiguieron concentrar — en una parte del filtro —• al virus, que posee densidad mayor que la propia del agua. El microscopio electrónico hácenos ver que el virus del vaiolus vaccinus posee un diámetro de 150 submicrones (el submicrón es la milésima parte de un micrón y, por ende, la millonésima parte de un milímetro), mientras el propio del herpes simples tiene 125; el de la hidrofobia, 125; el del «sarcoma de Rous», 85, y el bacteriófago que destruye los estafilococos, 60 submicrones. Existen también virus alargados: por ejemplo, el del tabaco posee 280 submicrones de longitud frente a sólo 15 de anchura; y el del mosaico de la patata, 430 de longitud frente a 10 de anchura. Quien quisiera parangonar estas dimensiones con los diámetros de los microbios visibles mediante el microscopio óptico encontraría que los más grandes entre éstos, como el microbio del carbonchius, pueden medir 20 micrones, mientras los microbios más pequeños, cual el micrococcus progrediens, miden sólo 0,15; engrandeciéndolos 100.000 veces, el primero asumiría las dimensiones de una barra de dos metros de longitud, mientras el segundo alcanzaría las dimensiones de un palmo;

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paralelamente, el virus poliomelítico, al ser engrandecido en la misma proporción, resultaría una esférula de un milímetro de diámetro. En cuanto a dimensiones, por tanto, existe continuidad entre los microbios visibles al microscopio y los virus, mientras encontramos diferenciación nítida por sus propiedades: en especial, las poseídas en exclusividad por los virus de formar paracristales y de ausencia de metabolismo energético (oxidaciones y fermentaciones). La propiedad de «cristalizar» no ha sido reconocida en todos los virus, sino hallada solamente en una decena de ellos, parásitos todos de los vegetales. El virus poliomelítico, uno de los pocos parásitos de los animales en los que ha sido comprobada la capacidad de cristalizar, forma paracristales tetragonales, con un promedio de 30 micrones de longitud y conteniendo alrededor de un millar de gérmenes. Tal propiedad resulta enigmática: hasta ahora, no se había observado jamás viviente ninguno en estado cristalino; los biólogos propusieron soluciones diversas, algunos formularon la suposición de tratarse de verdaderos cristales, otros de tratarse de seudo-cristales, otros la de que en el cristalizar concurrían sólo sustancias extrínsecas y no los virus mismos. Muchos biólogos participan hoy de la opinión de que, aun si se tratara de verdaderos cristales formados por el propio virus, no debería por esta razón excluirse en él la posibilidad de vida. Otra propiedad harto enigmática del virus es la ausencia de las sustancias llamadas enzimas; en efecto, solamente en el virus vaccínico ha sido advertida la presencia de catálisis y lipasis, subsistiendo aún dudas sobre el origen de estos fermentos, que podrían provenir del individuo infectado y no del propio virus. Prescindiendo de este caso, parece que los virus están desprovistos de metabolismo energético: en efecto, los virus —• incluso en los períodos de actividad máx i m a — n o presentan ni fermentaciones ni oxidaciones; pese a ello, tienen necesidad de que las células

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sobre las que actúan como parásitos estén en situación de elevada actividad metabólica— consumiendo por ello mucho oxígeno, pues en caso contrario los virus permanecen inactivos y no se reproducen. Acaso su actividad viene enmascarada por la de las células: la hipótesis es sostenible, mas carecemos por ahora de todo medio para demostrarla, dado que es imposible cultivar los virus sobre materiales no vivientes, carácter que les diferencia de las bacterias, las cuales se desarrollan y reproducen con velocidad en los líquidos nutricios (como caldo glucosado, leche, etc.). Los virus son muy exigentes en cuanto afecta al medio nutritivo: en efecto, no sólo exigen seres vivos que pertenezcan a determinadas especies para poderse reproducir, sino que además se incrustan sólo en tejidos dados particulares; por tal razón, presentan acentuados tropismos, como — por ejemplo — el que impele al virus rábico a alcanzar el sistema nervioso, y al virus poliomelítico a anidar en las células anteriores de la medula espinal, y al virus variólico a ciertos asentamientos, etc. Al igual que para cualquier proteína compleja, la composición química del virus es extremadamente difícil de determinar. Mientras los biólogos, hasta poco tiempo ha, tendían a considerar al virus cual una molécula química única, hoy esta aserción — al menos para los de dimensiones medianas y grandes — viene puesta en duda, pues se han encontrado enormes diferencias de composición química en el ámbito de una misma especie vital, incluso cuando no existe ninguna modificación biológica; es decir, que hasta virus con idéntica forma y comportamiento, provenientes de un mismo hontanar, prese'ntan variaciones notabilísimas en la composición química (según resulta de los análisis, cuidadosísimos, realizados en 1955 por Cómmoner). Los virus contienen ácido nucleico, bajo forma de ácido ribonucleico o alguna otra forma similar; al igual que muchísimas proteínas, los virus dotados de dimensiones mayores tienen también reservas gruesas y di-

versas. En muchos casos estas sustancias están ligadas químicamente entre ellas, mas resulta muy improbable que siempre ocurra así. Los resultados de los análisis emprendidos por diversos autores son por ahora muy heterogéneos: esto no sorprende a químicos y biólogos, quienes conocen cuántas dificultades rodean a esta investigación y cuan fácil sea alterar, durante los análisis, las compaginaciones de moléculas proteicas. También por eso el profano debe ser cauto al aceptar o — lo que sería aún peor — extraer conclusiones precipitadas, de modo especial cuando se hable sobre bioquímica de los virus parásitos de animales (pues entre ellos, además de las causas susodichas, interviene con facilidad grande el factor «proclividad proteica»). Gran diferencia existe entre una bacteria y una célula de metazoo; pero enormemente mayor es la diferencia entre una célula y un virus; muchísimos entre éstos están desprovistos de membrana; pese a todo, no conviene inferir que tal distancia últimamente indicada sea insondable, según suponen muchos autores, quienes admiten que, dadas las características de los virus, no pueden ser reputados como vivientes: a este tenor, su facultad de reproducción no sería una facultad vital, sino una propiedad equiparable a aquella de ciertas sustancias fermentantes que se autorreproducen; según hacen, por ejemplo, el labfermento, pepsina y tripsina, la rombona, etc. Si queremos convencernos de que estas últimas sustancias químicas se autorreproducen, podemos preparar varias probetas, conteniendo en situación de estabilidad plasma sanguíneo (es decir, sangre privada de glóbulos); esto así no coagula. Si introducimos en la primera probeta una gota de trombina, el líquido coagulará en pocos minutos, liberando una pequeña cantidad de fluido. Extraigamos una gotita desde ahí y pongámosla en la segunda probeta: también aquí surgirá coagulación; y así, indefinidamente, se formaría siempre nueva trombina a expensas del plasma que se solidifica. Con ello parece que la trombina se regenera,

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como si fuese viva y se reprodujese; mas una sencillísima variante en el experimento demuéstranos que no es la trombina la que se reproduce, sino que es el plasma lo que, al coagularse, genera la nueva sustancia. En efecto, si tomamos plasma de conejo y le unimos trombina de rata, habrá coagulación, más la trombina obtenida por tal procedimiento será la de conejo y no la de rata. Con los virus, esto no acaece: si hacemos multiplicar mosaico de tabaco sobre una solanácea diversa, incluso tras innumerables transiciones obtendremos virus de tabaco; es decir, en este caso ha sido el propio virus quien se ha reproducido transformando proteínas heterogéneas en propia sustancia. Los virus ofrecen muchos caracteres que les aproximan a los microbios normales: por ejemplo, producen mediante toxinas enfermedades varias, provocando en el enfermo síntomas iguales a los producidos por bacilos; son sensibles a determinadas sustancias químicas ; en general, y al igual que las bacterias, sucumben a las temperaturas elevadas y son muy resistentes al frío, resultando dañados por las radiaciones de pequeña longitud de onda. Menos importante, para establecer semejanzas entre bacterias y virus, es la capacidad de éstos a impeler a ciertos individuos, cuando les son inyectados, hacia la producción de «anticuerpos» (contravenenos formados por el viviente para defenderse de los microbios infectantes); en efecto, cualquier proteína introducida en un animal origina esta producción. Ni siquiera el fenómeno de interferencia de los virus entre sí, o su capacidad de convertir en virulentas a bacterias que normalmente son innocuas para el organismo (v.-gr., los gérmenes de salida), asegura la identidad entre virus y bacterias, dado que también sustancias inorgánicas pueden causar fenómenos análogos. Mayor consideración merece el fenómeno del llamado «virus latente»: un individuo, tras haber sido curado clínicamente de alguna infección virulenta, puede continuar hospedando el virus en su organismo, sin exteriorizar ni el más mínimo síntoma mor-

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boso y sin que surjan recaídas en la dolencia; el virus está «latente», vive y se multiplica en el huésped-sin dañarle, existe entre ellos una especie de gentlemen agreement (Hauduroy). Ese fenómeno de latencia se asemeja bastante al de las bacterias hospedadas por un «portador» normal; pero mientras en éste los microbios no se multiplican, el «virus latente» sí lo hace. No estamos en situación de decir, con certeza absoluta, que los virus sean vivientes, pero sí parece que lo son, en tanto que dotados, empero, de caracteres muy singulares, capaces de revolucionar los conceptos biológicos tradicionales: debemos estar en presencia de entes que, no sólo sustraen a otros vivientes sustancias elaboradas según hacen los parásitos normales, sino que incluso aportan a sus huéspedes fuentes de energía que nos son por ahora ignoradas. 4.

El «mosaico del tabaco))

Entre los varios «virus», uno de los más interesantes— desde el punto de vista científico — es el portador de la enfermedad «mosaico del tabaco»: sobre él hanse practicado interesantes experimentos, relativos al problema de la generación espontánea. El análisis químico y el del microscopio electrónico confirman que tal virus no es un amasijo de proteínas heterogéneas: la constancia del espectro de difracción obtenido mediante los rayos X, la del punto isoeléctrico y la del peso específico — determinado mediante el método ultracentrífugo—, amén de la especificidad de los anticuerpos producidos por la planta huésped frente a ese virus, indican que sus proteínas poseen una constitución típica. Si tales proteínas no fuesen siempre las mismas, los predichos caracteres no podrían mantenerse idénticos y tampoco podrían ser siempre idénticos los anticuerpos'—esto es, los contravenenos producidos por el organismo inoculado —. Todos saben que una determinada proteína, si es inoculada en un organismo, origina la producción de u n anticuerpo típi-

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co, producido con el fin de destruir aquella y solamente aquella proteína: la especificidad de los anticuerpos es acentuadísima y da lugar a reacciones no equívocas. Este virus que, en estado normal, forma bastoncillos de 280 submicrones de longitud por 15 de anchura, en condiciones oportunas puede formar cristales granulares, oscilantes entre 20.000 y 40.000 submicrones de longitud por 400 de anchura. Empresa verdaderamente ardua ha sido la delimitación del peso molecular de este virus: los resultados oscilan entre unos 17.000.000 o unos 100.000.000 de veces la unidad de los pesos atómicos (1/16 del peso de un átomo de oxígeno). La cifra más atendible parece ser la de 50.000.000, propuesta por Williams. Tras las consideraciones hechas no nos sorprendemos ante estas discrepancias. E n 1936 Stanley consiguió separar el virus de toda proteína inquinante y vio que, tras ser purificado y aislado, el virus seguía vivo (potencialmente activo), bajo forma de polvo cristalino. Pocos años después Stanley mismo consiguió despedazar la molécula viral, obteniniendo proteína y ácido nucleico, separados una de otro, mas sin conseguir comprender la relación existente entre el grupo proteico y el grupo protético. El virus del tabaco, al igual que todas las proteínas compuestas ( proteidos), posee un grupo formado de aminoácidos (grupo proteico) y otro grupo prottico, mucho más fácil de analizar, formado por ácido ribonucleico que, tratado químicamente (por hidrólisis), se escinde en numerosos compuestos. Según los estudios recentísimos de H. K. Schachmann, el ácido nucleico queda subdividido en 12 partes o submoléculas, con un peso molecular en conjunto de 3.000.000; mientras el complejo proteico del «mosaico» queda subdividido en unas 500 submoléculas, cuyo peso en conjunto es de 5.000.000. Roger Hart observó, en 1954, que el laurilsolfonato de sodio separa las partes proteica y protética, consiguiendo obtener fotografías electrónicas óptimas de

las partes separadas: tras ello aseveró que el ácido nucleico es el centro de la partícula viral, bajo forma de filamentos alargados, los cuales están dispuestos como los hilos de un ramal en el interior de un cable eléctrico; además, las proteínas quedan colocadas al exterior y no forman una superficie homogénea, sino una mole cilindrica, en torno de tales filamentos, a modo de eje; de esta suerte, si trepida la solución de laurilsolfonato, oportunamente diluida, actúa por u n tiempo determinado, mientras el eje de proteínas se despedaza en pequeños fragmentos, tan minúsculos como para no poder ya ser divisados mediante el microscopio electrónico; esos fragmentos, empero, al ser colocados en ambiente acidado, son capaces de reagruparse, adoptando la disposición primitiva. La reconstruida espiral de proteínas carece, pues, de su parte interna (es decir, del ácido ribonucleico): por ello, cuando viene colocada sobre hojas de tabaco es incapaz de producirles la enfermedad, mediante las típicas manchas alveoladas. Proteínas y ácido nucleico, tras haber sido separados en un virus mediante el solfonato, no consiguen reagruparse. En 1955 Praenkel-Conrat supuso que esta no capacidad era debida ora a una desnaturalización de la proteína, a causa del efecto demasiado intenso de la sal, ora a una alteración del ácido ribonucleico. Para precisar esto tomó dos porciones de virus y sometió una de ellas bajo solución muy diluida (1 %) de solfonato, a fin de obtener la proteína íntegra; la otra porción la sometió, en cambio, bajo carbonato de sodio, obteniendo así ácido ribonucleico, íntegro y sin proteínas. El experimentador ensayó, además, separadamente, aplicando proteínas y ácido nucleico sobre plantas de tabaco, obteniendo una doble seguridad; 1) que realmente las diversas porciones en aislamiento son totalmente ineficaces; y 2) que en ninguna de las dos partes había quedado virus sin alterar. Comprobado esto, Fraenkel colocó en ambiente ligeramente ácido (pH 6) diez partes de proteína y una de ácido nucleico:

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la solución devino opalescente, casi de súbito, tomando así el aspecto de las suspensiones normales de virus; pocos minutos después la solución fué colocada sobre hojas de tabaco y produjo los típicos puntitos del «mosaico», de manera que porciones trasladadas así sucesivamente producían sobre el tabaco manchas siempre más numerosas; y tal aumento continuó hasta las 24 horas del inicio del experimento. Todo esto demostró que la recombinación del virus comienza, con inmediatez, cuando las dos partes vienen mezcladas, y que el número de gérmenes activos deviene siempre más numeroso, hasta que tras un día entero han sido todos activados. /• Fraenkel-Conrat, Williams y Hart, examinando con métodos directos el virus resintetizado, no llegaron a desvelar ni la más mínima diferencia respecto del virus natural. Por ello, lógico resulta plantearse ahora el triple interrogante siguiente: 1) Si esta unión entre los dos constitutivos fundamentales (proteína y ácido nucleico) representa una síntesis vital; 2) Si la separación de las dos partes del virus es una auténtica muerte; 3) Si la síntesis subsiguiente es una vivificación, en el plenario sentido de la palabra. En otros términos, preguntamos si puede brotar vida de una simple unión entre sustancias químicas no organizadas. En caso de que el viviente hubiera derivado de compuestos químicos que jamás antes hubieran formado parte de un organismo seria preciso admitir que la vivificación había tenido lugar; mas en el caso de la síntesis realizada por Fraenkel no es posible asegurarlo; cuanto el científico puede deducir es que el susodicho experimento no ha causado la muerte del virus cuya vida ha podido permanecer latente en una de las dos porciones (sin duda ninguna parece que en la proteica). Para ser explicada, la vida tiene^precisión de la parte ribonucleica y podremos admitir "que esta última no viene a participar sino indirectamente en las

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funciones vitales; pero el virus subsiste vivo aun cuando haya sido privado de la ribonucleína. Los intentos hechos, por biólogos, para demostrar que la vida puede surgir con inmediatez de las potencias de la materia mineral son innumerables. Ni mentarse merecen los fantasiosos experimentos de los alquimistas, antiguos y modernos: remontémonos sólo a las experiencias de Traube (1864); el cual, colocando en silicato de sodio un cristal de cierto sulfato, observó cómo de él partían arborizaciones, las cuales podían recordar estructuras celulares y formas vegetales a quien estuviese dotado de vigorosa fantasía. Tampoco los sucedáneos más recientes de las experiencias de Traube han ofrecido nada nuevo. En todos los casos en que aparece un ser vivo, dentro de un líquido esterilizado, se está siempre en grado de demostrar que se trata de origi naciones por parte de gérmenes provenientes del exterior. La constante práctica industrial de la incapsulación de carnes y de la producción de conservas manifiesta comprobaciones cotidianas de ello. La resintetización del virus es cosa bien diversa de los experimentos de Spallanzani y de Pasten r: en ella inténtase hacer revivir un ser mediante la reintegración de sus partes consideradas fenecidas; mas insuficiente resulta declarar muerto a un ser dado para que sea /ncapaz de cumplimentar funciones típicas en circunstancias determinadas, dado que en tal caso podríamos decir también que una semilla si no está humedecida está muerta, basándonos en que es incapaz de cumplir la doble acción normal de asimilar y crecer; partiendo de esto, a nadie se le ocurriría jamás aseverar que el agua haya infundido la vida a la semilla en sentido propio; sólo impropiamente cabría decir que las apariencias (que nunca a nadie deben inducir a error) parecen ser tales. El concepto de «vida latente» en las semillas, en las esporas bactéricas y en los quistes protozoarios es demasiado conocido por todos para que pueda ser pues-

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to en duda: suponer que el virus «resurja desde la muerte» es otro tanto absurdo, hasta que se aduzcan pruebas en contrario; tan absurdo como admitir que semillas y microbios realmente fenecidos resucitan cuando son puestos en contacto con el agua. Los experimentos hechos a fin de obtener síntesis de virus, de hecho, no poseen el significado filosófico que algunos han pensado poder atribuirles: aun siendo de máxima importancia para el progreso en biología y en medicina; sostiénese, en efecto, que podrán darnos informaciones preciosas sobre el protoplasma, o parte que es viva en las células, y quizá podrán decirnos algo sobre la asimilación, o proceso que transforma el alimento en parte típica del cuerpo vivo; incluso estos estudios pueden alcanzar importancia práctica, enseñando a producir vacunas antivirus, eficacísimas desde el punto de vista terapéutico, dado que tales vacunas —- obtenidas con proteínas /le virus aun vivos y, por ende, no alterados — podrán ser totalmente innocuas, ya que las proteínas de virus privadas de su parte protética serán incapaces de multiplicarse y de producir toxinas. Sólo el futuro podrá decirnos qué trascendencia práctica es la contenida en estos estudios: por el momento concedamos que hasta las más rosadas esperanzas podrán ser pronto cumplimentadas; mas en cuanto afecta a la faceta filosófica de estos estudios sobre las síntesis de virus, de presumir es que nada sustancialmente nuevo se alcanzará con ellos, pues nada autoriza a decir que seres vivos hayan sido producidos por sustancias inanimadas; aun prescindiendo del hecho de que el virus no puede ser considerado cual el viviente primero existido sobre la tierra, pues siendo un parásito—-obligado y exigentísim o — resulta incapaz de subsistir sin la presencia de otro ser vivo asaz más complejo que él. El virus, en los experimentos de 1955 y subsiguientes, realizados siempre con máximo celo, ha sido solamente reanimado y jamás ha sido producido en modo ninguno a partir de materia inanimada.

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Podemos resumir nuestras consideraciones mediante palabras de Rudolf Virchow (1821-1902), que conservan actualidad pese a haber sido pronunciadas hace ya un siglo: «No se conoce un solo hecho positivo que establezca haber tenido lugar la generación espontánea. Aquellos que sostienen lo contrario vienen contradichos por los científicos y no únicamente por los teólogos.»

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EL EVOLUCIONISMO

1. Concepto de

CAPÍTULO VI

EL EVOLUCIONISMO 1.

Concepto de evolución. —-2. La idea evolucionista en la historia. —* 3. Argumentos de la\evolución — 4. Discusión de los argumentos.

El evolucionismo, presentado en el pasado siglo cual demostración de que la materia contiene en sí misma todas las fuerzas necesarias para hacer florecer la armonía múltiple de los vivientes que pueblan la tierra, ha sido indirectamente aducido como prueba de que ningún influjo de Dios ha obrado sobre la naturaleza: hasta para demostrar que Dios no existe ha intentado ser usada la teoría evolucionista. En especial, por obra de E. Haeckel, la evolución devino un dogma sobre el cual, en el siglo pasado, se fundamentó todo el castillo del monismo, materialista y ateo. También hoy los materialistas dialécticos se obstinan queriendo encontrar en la evolución la prueba de su filosofía atea: en realidad, empero, la evolución, entendida en su veraz significado, tal y como puede ser aceptada con base en la experiencia, ni demuestra ni favorece en modo alguno el materialismo ateo, ni en lo científico ni en lo filosófico.

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evolución

Podría emplearse el término «evolucionismo» — esto es, «desarrollarse»—para indicar el desenvolverse de un individuo, desde la célula-óvulo hasta el estadio adulto, pasando si necesario fuera a través de diversas formas (larvas), según ocurre en insectos, crustáceos, etc. Para designar este desarrollo no se usa hoy el término de «evolucionismo», sino el de ontogénesis. Por su parte, «transformismo» indica las transformaciones o variaciones que convierten a un ser en diverso de su progenitor, cuando son debidas a causas externas; mientras que evolucionismo viene hoy a significar la modificación en la descendencia de un individuo cuando es debida a causas intrínsecas. Mas por cuanto estas palabras son empleadas por muchos científicos en sentido diverso, oportuno parece prescindir de particulares distinciones lingüísticas y usar estos términos — evolucionismo, transformismo, teoría de la descendencia y filogénesis — como sinónimos, aptos para indicar la doctrina que admite que los organismos más complejos y perfectos derivan (por gradaciones sucesivas o imprevistas) transformándose desde seres inferiores. El término evolucionismo puede utilizarse con significado vario; por ejemplo, para designar la hipótesis que sostiene haberse venido a producir — desde el primer viviente aparecido sobre la tierra y sin intervención de Dios — toda la gama de animales y plantas que llena ahora la tierra. Tal hipótesis, completada por la suposición de la generación espontánea independiente de todo influjo divino (suposición de la que ya se ha demostrado ser totalmente insostenible, en el capítulo dedicado al surgir de la vida), intentaría explicar en sentido crasamente materialista la naturaleza toda, en su devenir y en su ordenación perennemente reconstruida. La anterior suposición resulta, con evidencia, radicalmente errónea. Nemo dat quod non habrl; ¿Cómo podría un individuo, simple e imperfecto, dar a sus descendientes perfecciones que no posee? lícsultn ab-

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surdo pensarlo. Como máxima concesión cabría suponer que un individuo genere seres menos perfectos que él — por ejemplo, carentes de vista u oído —; tendríamos entonces un empobrecimiento gradual en los descendientes, es decir, una involución; existe incluso quien ha formulado toda una teoría sobre semejante hipótesis, mas tal teoría — s i n duda ninguna aplicable a casos particulares —, si es generalizada, viene a pugnar contra los datos adquiridos con seguridad por la ciencia. En efecto, la paleontología nos asegura que los primeros vivientes que poblaron la tierra fueron de los más simples, mientras poco a poco—' según progresaba la vida sobre la tierra — aparecieron entes más y más perfectos, hasta que por último apareció el hombre. Evolucionismo puede también querer significar que, desde uno o unos pocos entes muy sencillos, vinieron a producirse vivientes más perfectos, atribuyendo empero esa transformación y ese gradual aumento de perfecciones a la disposición de Dios, quien con sucesivas intervenciones habría concedido nuevos dones a las creaturas: de esta suerte, la intervención divina sería cotejable a la de un constructor que gradualmente perfeccionara un edificio. También podría concebirse el evolucionismo de otra manera: es decir, suponiendo que Dios ha situado, en la propia naturaleza de los primeros vivientes, creados de la nada, la facultad de producir sucesivamente, en el tiempo, otros seres que estarían dotados de las necesarias perfecciones para vivir mejor, en condiciones ambientales que prevenía diversas la Divina Sabiduría; podríamos parangonar esta posibilidad con aquella que impeliese a un sagaz caudillo a proveer a sus hombres de los medios de defensa necesarios ante contingencias particularísimas que sólo él hubiese podido intuir. Mientras la primera hipótesis revélase abiertamente como absurda, no puede decirse otro tanto de las dos últimas.

Antes de examinar más a fondo el problema, sin embargo, oportuno será echar una ojeada al desarrollo histórico de la idea evolucionista. 2.

La idea evolucionista

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en la historia

Ya los antiguos griegos, en el siglo vi antes de Cristo, vislumbraron nebulosamente la hipótesis de que unas especies animales pudieran transformarse en otras: Tales y Anaximandro — con Empédocles y algunos pocos más, un siglo después — habían entrevisto esta suposición; mas hasta el siglo xvm, los científicos estuvieron concordes en admitir que no existía posibilidad de tránsito de una especie a otra — es decir, que nunca un viviente podría engendrar sino hijos semejantes a é l — ; incluso aquellos que admitían la posibilidad de la generación espontánea, aceptando por añadidura el tránsito de lo inanimado a lo vivo, postulaban que el ser así producido permanecería igual siempre a sí mismo y, en caso de reproducirse, habría necesariamente formado entes idénticos al progenitor. Cuando aparecieron, en el siglo xvm, los primeros escritos que intentaron justificar la idea evolucionista, la posición de los fijistas•— o sea, los defensores de que las especies son fijas e inmutables, sin posibilidad de tránsito de unas a otras, en el sucederse de las generaciones — no se manifestaron ciertamente en crisis: Carlos Linneo (1707-1778), el insigne taxónomo ideador de la nomenclatura binomia, declaró explícitamente que las especies son inmutables y que los caracteres del individuo vienen transmitidos por «herencia» a los descendientes; llegando a declarar que las varias especies fueron creadas directamente por Dios: tot sunt species, quot initio mundi creavit Injinitum Ens. Sólo en las últimas ediciones de su Systerna Naturae (por ejemplo, la 12.a ed., aparecida en 1787), Linneo se muestra algo menos convencido de que las especies sean inmutables. El primero en expresar, con términos rotundos, los

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conceptos evolucionistas, fué Jorge-Luis Buffon (17071788), quien afirmó que las especies son abstracciones, mientras los individuos se mudan lentamente, por cuya razón no existen formas estables. Erasmo Darwin (1731-1802), abuelo del famoso Carlos, de quien todos han oído hablar, admitía una modificación de los vivientes debida a sus aplicaciones: tales modificaciones, que convertirían a los seres en más adaptados para sobrevivir en sus ambientes, serían transmisibles a las descendencias, idea luego recogida por otros autores (Lamarck, Spencer, Eimer, Cope). Inútilmente buscaríamos, en Erasmo Darwin, demostraciones u observaciones rigurosamente científicas : en sus escritos no aparecen sino intuiciones indeterminadas y observaciones fugaces, no resistentes al acero de la crítica. Étienne-Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844) nada escribió sobre las causas de la evolución; sin embargo, al formular su teoría de las analogías u homologías ofreció base científica a la anatomía comparada y suministró material copioso a los evolucionistas. E n su libro Phüosophie Anatomique describió ampliamente las homologías y los aspectos teratológicos: dio mucha importancia a las formaciones embriológicas; por ejemplo, describió minuciosamente los esbozos dentarios en los embriones de las ballenas, esbozos que en vez de desarrollarse se repliegan para dejar desarrollarse las fauces en el lugar de los dientes. Jorge Cuvier (1769-1832) fué el más vigoroso adversario de Saint-Hilaire, llegando a ser uno de los fijistas más intransigentes y pudiendo decirse que, en justicia, se hizo acreador al sobrenombre de «dictador» en este orden. La ciencia debe mucho a este científico «dictador»: la paleontología recibió de él un impulso formidable cuando , en 1800, publicó u n estudio comparado entre elefantes vivos y fósiles, observando que los fósiles tenían formas diversas de las típicas en los correspondientes animales vivos. Pocos años después (1812) pu-

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blicó este autor otro libro fundamental, el intitulado Recherches sur les ossements fossües. Cuvier — quien mostró verdadera pasión por la naturaleza desde cuando, con apenas veinte años (1788), fué preceptor en Normandía — clasificó, seccionó e hizo reproducir cuantos peces y animales marinos pudo poseer. La dilatada práctica le hizo habilísimo en las reconstrucciones, incluso de animales antiguos parcialmente conservados, y el ascendiente que conquistó mediante sus escritos fué enorme, merced en parte a la forma llana y clara de sus explicaciones. Magistral al observar las correlaciones entre los varios órganos de los vivientes, Cuvier sostenía que las variedades derivaban de modificaciones en las condiciones de vida (calor, nutrición, humedad), mas negaba que una especie pudiese jamás desembocar en otra \ Los discípulos de Cuvier, exagerando la actitud de su maestro, sostuvieron además la teoría de las creaciones sucesivas; es decir, admitieron que, de tiempo en tiempo, inmensos cataclismos cancelaban en el globo todo vestigio de la vida, repoblando la tierra sucesivas creaciones; D'Orbigny enumeró, cuando menos, 20 nuevas creaciones precedentes, explicándose así la parcial semejanza entre fósiles y vivientes. El diluvio universal no habría sido sino uno de tantos cataclismos; es más, habría sido el último y el menos imponente. Lyell (1797-1875), en sus Principies of Geology (18301833), consideró errónea la hipótesis de los cataclismos y sostuvo que los fenómenos geológicos ••— erosión, sedimentación, etc. — fueron entonces los mismos que hoy, si bien hoy sobrevienen tan lentamente que no permiten observar cómo el aspecto de la tierra está cambiando profundamente de continuo. La teoría de Lyell, denominada actualismo, despertó gran interés entre los científicos, llevando esta persua1

CUVIEB, Le regne animal distribué

sation, París, 1817.

d'apres son organi-

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sión — la de que fenómenos geológicos y mutaciones de ambiente fueron graduales — a admitir que también las transformaciones de las especies han sido lentas, como para adaptarse grado a grado a las modificadas condiciones de temperatura, humedad y alimentación. Entretanto, las teorías evolucionistas habían quedado en estado embrionario, por el vigoroso influjo que había ejercido el prestigio científico de Cuvier. Mas el actualismo las hizo revivir. Juan Bautista Monet de Lamarck (1744-1829) fué el primero en exponer una teoría completa sobre el transformismo. Su figura es muy compleja: había sido destinado por su padre a los estudios eclesiásticos; muerto éste, tomó parte con el ejército francés en las postreras fases de la guerra de los Siete Años. El mismo día de su llegada al frente, en Alemania del Norte, comportóse tan valerosamente que, inmediatamente, fué nombrado oficial. Por haber enfermado, dejó las armas en 1765 y, por hallarse en estrecheces financieras, empleóse en un banco, dedicándose a la medicina en los ratos libres, así como también a la metereología y la botánica. Amigo de Agustín De Candolle, dedicóse con celo a la botánica, escribiendo el libro Flore de France (1778). Buffon le procuró un empleo como botánico en el «Jardín du Roi», pero en 1793 debió dedicarse a la zoología, para reorganizar un museo: entonces escribió, además de otras muchas obras, su Philosophie zoologique (París, 1809-1839-1873). Según Lamarck, pocas especies zoológicas se han extinguido: por ejemplo, hablando de la creación del hombre, no recela en reconocer la autoridad de la Biblia, a la que declara más autorizada que su propio pensamiento. La obra Philosophie zoologique, aunque digna de gran estima, alcanzó empero poquísimo crédito, tanto por el influjo potente y prepotente de Cuvier como por las numerosas ingenuidades que ofrece entremezcladas entre sus profundas observaciones; por ejemplo, Lamarck no recela en afirmar que las jirafas tienen el

cuello tan largo porque, en las reiteradas tentativas hechas para alcanzar los brotes verdes de los árboles, debieron... alargar su cuello; y llega a sostener que las plumas de los pájaros son pelos que vinieron inflamados desde lo interior, por efecto del aire escapado de sus pulmones. El principio reputado como más típico en Lamarck es el de la «heredabilidad de los caracteres adquiridos». La práctica común nos dice, en cambio, que los caracteres adquiridos no son transmisibles por herencia: si un cargador o un agricultor han desarrollado enormemente sus músculos, no por ello sus hijos serán más musculosos y robustos que los demás, si ellos a su vez no se ejercitan físicamente. Pero Lamarck expone también otros principios, que hasta hace poco no han sido recordados: entre ellos el más notable afirma que los vivientes tienden espontáneamente a modificar su forma. Tal aserto, aunque indemostrado, merece nuestra atención, dado que, así como un huevo de mariposa deviene primero gusano y luego cambia totalmente de forma para tornarse en insecto volador, por el simple hecho de que posee una determinada naturaleza, así semejantemente deja de ser absurdo admitir que una especie dada se mude — tras sucesivas generaciones —• hasta cambiar radicalmente de aspecto. El segundo pilar del evolucionismo es Carlos Darwin (1809-1882), autor inglés nacido en Shrewsbury. Dotado de gran pasión ante los problemas de la naturaleza, ánimo inquieto, primero se dedicó al estudio de la medicina y después pasó al de la teología, tarea que abandonó para embarcarse como naturalista en el Beagle, un bergantín de 238 toneladas. La expedición iba guiada por el capitán Fitzroy y tenía por misión dar la vuelta al mundo, para hacer descubrimientos científicos: el viaje, comenzado en 1831, duró cinco años, durante los cuales Darwin tuvo ocasión de estudiar faunas, flores, climatología, metereología, etc., en las regiones más dispares. Darwin se detuvo sin prisa en Cabo Verde, Brasil,

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islas Falkland y Tierra de Fuego, donde estudió en particular las condiciones de los habitantes capaces de sobrevivir, pese al rígido clima y a las condiciones vitales, de vestuario y de habitación, plenamente primitivas. E n Chile y Perú la expedición permaneció cerca de un año, mientras Darwin escaló los Andes. También se detuvo mucho en las islas Galápagos, situadas a unas 500 millas de la costa del Ecuador; sobre esas numerosísimas islas volcánicas estudió sus diversas razas — animales y vegetales—-, parangonándolas entre sí y en sus semejanzas frente a las del Ecuador. Después recorrió Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Tasmania, islas de Mauricio, Santa Elena y Ascensión, pasando nuevamente por Brasil y Cabo Verde, para — tras una breve escala en las Azores — regresar a Inglaterra, algo enfermo. Habiendo ya mejorado, en 1839 retiróse a unos 25 kilómetros de Londres, en el condado de Kent, donde se había comprado una casita rústica, que raramente abandonó ya y sólo para ausencias brevísimas. Desde su eremitorio, Darwin sostuvo correspondencia con los más eminentes científicos y elaboró el copiosísimo material recogido en su célebre viaje. Sobre esto dice en su autobiografía: «Durante el viaje del Beagle fui sorprendido... por el carácter sudamericano de casi todas las especies de las islas Galápagos, especialmente por la manera en que difieren algo entre sí desde cada una de las islas: ninguna de tales islas parece antigua desde el punto de vista geológico... Evidente resulta que estos hechos, y muchos otros análogos, pueden explicarse sólo admitiendo que las especies se modifican gradualmente... Con certeza, no es el ambiente lo que... hace adaptar maravillosamente tales organismos.» En 1859 publicó Darwin The origin of species, libro muy aplaudido por los científicos y por el gran público, traducido a muchísimas lenguas y que aun es la obra evolucionista más destacada. No fácil resulta ofrecer una idea exhaustiva del pen~ Sarniento de Darwin a propósito del evolucionismo, so-

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bre todo porque, bajo el influjo de Heriberto Spencer, el autor modificó parcialmente sus opiniones, hasta un punto fundamental que le diferencia de Lamarck: a saber, la negación decidida de la heredabilidad de los caracteres adquiridos por el cuerpo — los adquiridos mediante el uso e inclusive mediante el no - uso. Para ofrecer una idea esquemática del darwinismo cabe reducirlo a los siguientes puntos: a) El germen (o célula a partir de la cual se desarrollará el nuevo individuo) viene modificado, por las condiciones ambientales, de manera fortuita y nunca fmalística. b) Las modificaciones del cuerpo de un individuo no son transmisibles a sus descendientes, dado que no existe ninguna razón para que una célula muscular que se modifica pueda influir paralelamente sobre otra célula destinada a la formación de un nuevo individuo, por cuanto tal célula estaba ya formada mucho antes de que ninguna causa externa pudiera obrar sobre el músculo. c) La concurrencia entre los vivientes hace morir a los inadaptados a la vida: por esta razón viven y se multiplican velozmente sólo los seres que están adaptados a sus ambientes (selección natural). Las teorías de Lamarck y de Darwin ofrecen notables lagunas, para colmar las cuales surgieron numerosísimas hipótesis nuevas, que nada aportan, empero, sustancialmente nuevo, sino que se limitan a ampliar o racionalizar en sus aplicaciones alguno de los argumentos propuestos por estos dos autores fundamentales. Así surgió el «neolamarckismo», con Heriberto Spencer (1820-1903), Eduardo Cope (1840-1897) y muchos otros: los neolamarckistas están concordes en admitir la transmisibilidad de los caracteres somáticos adquiridos 2. Los «neodarwinistas», en cambio, con Augusto Weis2

Caracteres del cuerpo, no del germen.

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mann (1834-1914) a la cabeza, niegan resueltamente esa heredabilidad, mostrándose en esto incluso más intransigentes que el mismo Darwin. Según ellos, sólo las modificaciones del germen pueden ser transmitidas: el germen cambia no sólo fortuitamente, por efecto del ambiente, sino también porque en su formación sobreviene una verdadera lucha de concurrencia entre las partículas que lo deben integrar (selección intergerminal). Para demostrar que los caracteres adquiridos — los del cuerpo — no pueden ser transmitidos a los descendientes, Weismann crió hasta 22 generaciones de topos, cortándoles las colas en los primeros días de vida: pese a la amputación, los topos nacían siempre caudados; ello vino a demostrarle que las amputaciones no son heredables. Por otro lado, el «mutacionismo» del famoso biólogo holandés Hugo De Vries (1848-1935), para salvar el obstáculo presentado por las lentas modificaciones propuestas por Darwin, supuso que modificaciones súbitas trascenderían en la estructura de los entes; las cuales, siendo casuales y heredables, obedecerían a remotos influjos, conservados latentes en sus efectos durante decenas de generaciones. Por último, el «hologenismo» de Daniel Rosa se remite a aquel principio lamarckiano que sostenía que toda especie tiende a la modificación de la propia forma, aun cuando ninguna causa externa venga a obrar sobre ella; Rosa agrega, gratuitamente por completo, que ante cada modificación morfológica vienen a formarse dos «ramas», es decir, dos grupos de individuos con semejanzas meramente parciales. 3.

Argumentos

de la evolución

Ninguna teoría evolucionista es satisfactoria. En efecto, todas han tenido una duración harto efímera, precisamente porque sus manquedades saltan a la vista; y si nuevas teorías no han saltado al palenque, des-

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de algunos decenios hacia acá, ello no obedece a la victoria incondicionada de ninguna de ellas, sino más bien a que cierto cansancio ha invadido a los cultivadores del transformismo, quienes se limitan a asegurar que, pese a no haber triunfado ninguna teoría evolucionista, los hechos empero demuestran que la evolución de hecho ha tenido lugar. a) Argumento morfológico. Nos dice que, entre dos especies animales o vegetales bien diferenciadas entre sí, existe una gama vastísima de subespecies o variedades que parece establecer un puente entre ellas. Obsérvase, además, que animales pertenecientes a especies alejadísimas entre sí (v. gr., mamíferos y reptiles) pueden presentar en los esqueletos caracteres muy semejantes: observación que se explica admitiendo parentesco entre tales seres. b) Argumento paleontológico. Dice que en tiempos remotísimos vivieron seres dotados de formas muy diversas de las que caracterizan a los animales y plantas actuales. Mientras nos aproximamos más y más en el tiempo, hallamos seres más y más semejantes a los que nos son familiares; los primeros vivientes fueron mucho más simples y rudos que cuantos ahora viven; algunos poseían caracteres intermedios entre los de las clases hoy vivientes; por ejemplo, el Archaeopteryx, que vivió en el Jurásico, que pese a estar dotado de plumas presenta larga cola y mandíbulas guarnecidas de dientes, por lo cual fué considerado como animal intermedio entre reptiles y aves. También los «antepasados del caballo» mostrarían que un animal dotado de cinco dedos (acaso el Phenacodus) habría dado origen a descendientes con solo cuatro dedos, cual el Eohippos del Eoceno; y de estas formas habrían provenido luego, en el Oligoceno, otras cual el Mesohippus, con sólo tres dedos. Después, en el Plioceno, habría aparecido el Protohippus, con un dedo único en cada pata y, para testimoniar el atronamiento de los precedentes dedos, tanto en él como

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en el caballo moderno habrían subsistido dos largos y sutiles huesos, los denominados estiletes. c) Argumentos extraídos de la embriología. En los primeros estadios del desarrollo de un individuo obsérvanse a veces formas semejantes a las definitivas, pero menos «perfectas»: estas conformaciones retroceden, o desaparecen por completo, durante el desarrollo del individuo. Ernesto Haeckel (1834-1919) sostiene que las formas adultas de los predecesores produjeron — en los descendientes — las formaciones transitorias de las que se ha hablado, mientras el viviente adquiría, al desarrollarse, caracteres propios que le diferencian de sus predecesores y le constituyen en especie nueva; los órganos que repiten las formas de los predecesores son denominados palingenéticos, mientras las adquiridas recientemente reciben de él el nombre de «cenogenéticas». Las formas transitorias, en el organismo que se desarrolla, serían «recuerdos» de estadios precedentes; así, un embrión de ave, al desarrollarse en su propia cascara, pasaría por los estadios de unicelular (inicio), colonia (cuando ofrece un amasijo de células agrupadas promiscuamente), celentéreo (al modo de las medusas, cuando la gastrulación ha estructurado la doble pared de la cascara) y pez (cuando conforma un embrioncillo alargado, con los vasos sanguíneos aun libres y dispuestos de modo análogo a como están dispuestos en las branquias de los peces)... Haeckel condensó su hipótesis en esta expresión: «la ontogénesis (o desarrollo del individuo) es la recapitulación de la filogénesis (o evolución de la especie)»; y la definió, con la humildad en él peculiar, cual «ley biogenética fundamental». Además, partiendo de las consideraciones expuestas, en su obra Anthropogenie — editada en 1874—enumeró veintidós estadios en el desenvolvimiento desde el primer viviente al hombre, al tenor siguiente: 1) Mónera 2) Animales unicelulares primitivos

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Animales pluricelulares primitivos. Plánulas ciliadas o planeadas Gastreadas o animales primitivos dotados de intestino Tubelarios o gusanos planos Escolécidos o gusanos cilindricos Himategras o gusanos en forma de saco Acranios Monorrhinos Seláceos Dipneustas Anfibios sozobranquios Anfibios sózuras Protamnios o amniotos primordiales Protomamalios o mamíferos primitivos Marsupiales 18)1 Lemuros o prosimios ÍO): Simios catirrinos caudados 20) \ Simios catirrinos acaudados 21) 1 Pithecanthropus u hombre-mono 22) | Hombre. i i

Esta gradación, como obra de fantasía, no está m|al: cabría agregarle cual complemento que, pocos arios después (1898), Haeckel enumeró hasta treinta estadios en el desarrollo del hombre 2. d) Argumento de la ecología. Dos organismos —-dice este argumento — están adaptados al ambiente en que viven y están provistos de los órganos necesarios para actuar en él, siendo lógico admitir que se hayan ido adaptando al sucederse de modificaciones ambientales. e) Argumento de la genética. Cultivadores y ganaderos consiguen formar, mediante selección, variedades muy diversas entre sí: por ejemplo, plantas con más pétalos (casos de las rosas y los geranios cultivados). Incluso sin selección particular pueden aparecer de improviso, formas totalmente nuevas en las dimensiones y formas de las hojas o en las coloraciones y aspectos de las ñores. Así ocurrió con la Oenothe8 T. HAECKEL, Ueber unsere gegenwtirtlge Kenntnis vom Ursprunge des Menschen, Bonn, 1898.

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ra lamarckiana, la planta que sugirió a De Vries laidea de la teoría mutacionista. / f) Argumento de la biogeografía. Lleva a aceptar modificaciones morfológicas en plantas y animales cuando han vivido en ambientes aislados, sin posibilidades de contactos con otras faunas y flores. Este argumento reviste especial importancia, pues fué el que indujo a Darwin hacia la formulación de su teoría: parangonando las especies vivas en las islas Galápagos (según antes quedó expuesto), tanto entre sí como frente a las vivas en Ecuador, país distante unas 500 millas, advirtió parciales semejanzas y concluyó que fos vivientes de las Galápagos habrían sido transportados desde el continente por obra del viento y de las corrientes marinas; hizo, además notar que las Galápagos, islas de origen volcánico y bastante recientes,' no podían poseer fauna desde antiguo; e infirió, por qllo, que los animales inmigrados, idénticos al principio frente a los del continente, poco a poco se modificaron, con trayectoria diversa a la seguida por los permanecidos en el continente.

espectaculares, otorgan menos de lo que prometen. Nadie ha sostenido jamás que todas las especies, vivas y extinguidas, hayan aparecido simultáneamente: aquí conviene observar que, según resulta obvio, el término «día» empleado por las Sagradas Escrituras no debe identificarse con el período que separa dos culminaciones del sol, sino interpretarse en el sentido de período temporal asaz dilatado. Claro resulta también que primeramente aparecieron los seres menos perfeccionados, en cuanto exigen menos y pueden sobrevivir en condiciones que, para los vivientes superiores, resultarían prohibitivas: de ahí que hayan preparado lentamente el terreno a los más perfectos. Fuera de discusión queda también que los primeros habitantes de la tierra fueron resistentes en extremo: que hayan sido, asimismo, «simplicísimos» es algo no tan cierto; en efecto el Eurypterus, que vivió en el Cambriano Inferior, no es menos complejo o «perfeccionado» que los modernos escorpiones. Otras formas apenas se han modficado durante los millones de años que han vivido: como el Limulus, gran arácnido que aun ahora podemos encontrar vivo en las costas atlánticas de América del Norte, apenas modificado sustancialmente respecto del remoto Trías. El famoso Archaeopteryx podría perfectamente ser una especie autónoma y no el famosísimo anillo entre reptiles y aves. El hecho de que este volátil poseyera larga cola (hasta 21 vértebras), o que estuviese dotado de dientes robustos, nada significa: muchos reptiles volantes (Pterodáctilos) del período Jurásico poseían cola corta, no faltando tampoco reptiles sin dientes (baste recordar las tortugas antiguas y modernas); además, hasta tiempos geológicos relativamente recientes sobrevivieron aves dentadas (Hesperornis). Las «series continuas», como los antepasados de caballos y proboscídeos, serían u n argumento convincente si se hubieran encontrado sólo las formas que generalmente se enumeran, pero otras muchas — coetáneas y posteriores — se les entrecruzan, hasta un pun-

4.

Discusión de los

argumentos

Las teorías evolucionistas presentan, en conjunto, notables dificultades. Además, los evolucionistas no están de acuerdo ni siquiera en las cuestiones más generales: baste recordar la profunda escisión, entre darwinistas y lamarckistas, en negar o admitir la heredabilidad de los caracteres adquiridos: por ello nos limitaremos a analizar el alcance de los sucesivos argumentos. Contra el argumento morfológico obsérvese que semejanza no implica parentesco ni viceversa: cabe hallar diferencias agudísimas en una misma familia; por ejemplo, entre abejas reales y abejas obreras, idénticas genéticamente y diferenciadas luego por un especial alimento (jalea real) que se suministra a las primeras. Los argumentos de la paleontología, aunque muy

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to tal que deviene problema insoluble el ordenarlas: de ahí han brotado disputas (Cope, Mattews, Osborn, etcétera.), no faltando biólogos valientes (Scott, Vogt, Guyenot, Raffaele) que niegan por añadidura todo valor a tales series, considerándolas como «cementerios de fósiles», esparcidos en el espacio y el tiempo. Tampoco los argumentos embriológicos son demostrativos. Las transformaciones por las que pasa un ser en desarrollo surgen no por vacuos recuerdos de estudios pasados, sino por necesidades — espaciales y funcionales— imprescindibles para el ser que se desarrolla. Admitimos que el embriólogo debe con frecuencia confesar que se le escapan significados de formas de transición; mas estas lagunas, con el progresar de la ciencia, van siendo rellenadas paso a paso. Por ignorancia de los biólogos, muchos órganos importantísimos habían sido considerados como apéndices inútiles: bastó, empero, interpretar sus formas en acepción evolucionista para desembocar en las hipótesis más absurdas. Así fué como las glándulas endocrinas llegaron a ser consideradas como «recuerdos atávicos»: la tiroides, por su forma de escudo, fué considerada... como recuerdo del escudo subbucal de los peces. Al continuar con raciocinios según esta directriz tan perfectamente «lógica», concluyóse que todo órgano inactivo no puede ser sino dañoso para la salud, por absorber energía y porque su propia inactividad sería sede de infecciones; por ende, pasando al terreno práctico, abrióse una campaña para... extirpar las tiroides : más de un centenar de infelices hombres, entre ellos varías personalidades, se hicieron operar para su extirpación, con ventajas no escasas para la ciencia y para las empresas de pompas fúnebres. T. H. Huxley (1852-1895) buscó con detenimiento, en embriones de caballos, huellas de dedos o, cuando menos, de los supernumerarios «estiletes», mas siempre sin resultado. Por su parte, Haeckel mismo esforzóse inútilmente en rastrear huellas de su «ley biogenética fundamental», intentando al fin demostrarla me-

diante fotografías oportunamente falsificadas; pero los fraudes, descubiertos y reconocidos unívocamente, no contribuyeron por cierto al buen nombre del científico y de la causa por la que luchaba. En suma, decididos estudiosos (Vialleton, Pujiula y otros) niegan hoy decididamente, o por lo menos atenúan, el valor del argumento embriológico. El cual, reducido a sus justos límites, al igual que el argumento extraído de la existencia de órganos rudimentarios, puede más bien conducir a que admitamos cierta «involución» o «pérdida» de perfecciones poseídas, en vez de conducir a una evolución o «adquisición» de perfecciones crecientes. El argumento ecológico, paralelamente, resulta seductor, pero un lamarckismo que otorgue a los seres esas posibilidades de plasmarse en el ambiente, o de adquirir cuanto les resulte «desable», resulta del todo enigmático. Cierto es que podemos admitir que Dios haya dado a los seres posibilidades de transformarse radicalmente, pues conoce desde la eternidad las vicisitudes todas que modificarán los climas y los ambientes ; mas esa suposición ofrécese más como pensamiento de un místico que cual raciocinio de un biólogo. Admitir con Darwin que la selección natural va suprimiendo a los desadaptados parece lógico; pero menos comprensible resulta determinar por qué razón van apareciendo seres adaptados a los ambientes. Una selección que, a efectos prácticos, es finalística y que debería actuar sobre adultos, mientras de hecho recae en la mayoría de casos sobre estadios juveniles, resulta un contrasentido: sería algo así como imaginar que, en una guerra atómica, puedan sobrevivir más fácilmente los individuos dotados de los brazos más vigorosos y firmes, algo que podría ocurrir en las guerras medievales, mas no en las futuras. Y decir que la selección natural ha producido seres dados no tiene significado mayor que decir, cuando un árbol produce miel, que así ocurre para que los niños puedan aprovecharla.

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También la genética, hija primogénita del evolucionismo, ha demostrado hacia su padre escasísimo afecto. Así, la Oenothera lámarckiana, punto de partida del mutacionismo, ante el análisis genético resultó ser un ser polihíbrido, no siendo las múltiples conformaciones que imprevistamente aparecen en su árbol genealógico sino manifestaciones de cuanto contienen potencialmente sus cromosomas. La selección es eficaz sobre los caracteres de un heterozigote; pero cuando han sido separadas las varias «líneas puras» (Iohannsen), deviene ineficaz toda selección, aun cuando sea prolongada por muchísimas generaciones. Las «mutaciones factoriales» existen y pueden ser producidas también artificialmente mediante rayos Roentgen y radiaciones atómicas; mas no implican sino pequeñas modificaciones, las cuales en general nada implican para el organismo, sino que deben más bien considerarse anormalidades dañosas. Las configuraciones de las Drosófilas, obtenidas mediante mutaciones artificiales, fueron con escarnio designadas como «museo de horrores»: las mutaciones, ora artificiales, ora naturales, no pueden ser caminos para formaciones de especies nuevas más armónicas y perfectas. El argumento de la biogeografía es vinculable al precedente: las especies inmigradas (vegetales o animales) — por ejemplo, del Ecuador a las islas Galápagos—* suelen sufrir modificaciones diversas de las que afectan a las especies originarias de fauna y ñora; si tales especies hubieran quedado en el continente acaso habríanse modificado de la • misma manera, pero los entrecruzamientos y la concurrencia vital habrían sumergido, en el mare magnum de las otras formas, a tales modificaciones, las cuales en cambio quedaron en las islas exentas de la lucha y de la selección natural. Por esto mismo, las islas de Cabo Verde y Galápagos, pese a ofrecer condiciones climáticas y geológicas asaz similares, poseen faunas totalmente diversas; ahora bien, ¿i Dios hubiera creado pequeñas especies para los archipiélagos, no se ve la razón por la cual ha-

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bría estructurado especies aun más estructurales — de semejantes entre sí — para las islitas minúsculas, seleccionando, sin embargo, para ello formas afines a las de los continentes próximos, pese a tener condiciones ambientales diversas; en cambio, lo evidente es el parentesco ofrecido por los vivientes de las Galápagos y de Sudamérica, por un lado, y los de las de Cabo Verde y de África, por otro. El raciocinio de Darwin a este último propósito es lógico; mas obligado resulta reconocer, ante este argumento, que sólo sugiere una variabilidad limitada dentro de lo que cabría denominar «especies naturales». '

* * * En lo tocante a nuestra Fe, nos deja libres de creer o no creer que seres dados deriven de otros más incomplejos, al igual como nos deja libres de creer o no creer que la luna esté hecha de plata y el sol de oro. Esta libertad deriva del hecho de que las teorías científicas son siempre admisibles a condición de respetar que todas las cosas circundantes son obras de Dios, Creador del universo entero. Existen determinaciones particulares que son incumbencia de la ciencia, la cual debe ilustrar la verdad con sus propios medios. Por ahora, la ciencia no ha ofrecido prueba ninguna de que el evolucionismo haya tenido lugar. Los argumentos — pomposamente llamados pruebas — nos dicen que muchos hechos serían fácilmente explicables incluso admitiendo el fijismo, por cuanto la creación debe ser lógicamente admitida en uno y otro caso. Negar la obra de Dios en lo creado no iría sólo contra la Fe, sino que además implicaría admitir un efecto sin causa, mortal pecado contra el más elemental buen sentido. BIBLIOGRAFÍA LAMARCK, J. B., Philosophie zoologique, P a r í s , 1809. DARWIN, C , On the origin of species, L o n d r e s , 1859. ÍDEM, The descent of man, L o n d r e s , 1871.

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CAPÍTULO VII

EL HOMBRE FÓSIL 1. Restos fósiles más importantes.—2. poligenismo. — 3. Conclusión.

Monogenismo

y

La paleontología asegura que el hombre es el habitante mas reciente de la tierra. Para explicar su aparición, los creacionistas no hallan dificultad ninguna: tras haber sacado de la nada todos los otros seres, Dios creó también al hombre, otorgándole dones — a diferencia de los otros seres — sustancialmente superiores, en especial una inteligencia abstractiva que le hiciese apto para progresos graduales y le permitiera procurarse tanto alimento como defensa, hasta el punto de poder sobrevivir y multiplicarse donde ningún otro habitante de la tierra, precedentemente creado, habría estado en situación de mantenerse con vida, en caso de haber sido tan corporalmente inerme como el «bípedo implume». Para los evolucionistas, en cambio, reporta una grave dificultad admitir ante el hombre un origen independiente del propio de los otros animales, pues existen nexos de estructura — aunque no sean esenciales — entre el cuerpo humano y el de algunos simios, los cuales por tal semejanza han sido designados con el nombre de antropomorfos.

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EL HOMBRE FÓSIL

Según los fijistas, la cuestión queda resuelta de modo definitivo y no subsiste dificultad ninguna aun cuando surjan formas intermedias entre el animal y el hombre, en cuanto la multiplicidad de formas, diferentes o semejantes entre sí, no implica sino múltiple actividad creadora: ninguna razón hay para admitir que el Creador no sea capaz de formar toda una gama de seres completamente diversos o, incluso, una serie de vivientes dotados de formas tan semejantes como para difundir los límites entre unas especies y otras. Según los evolucionistas, en cambio — si quieren dar base de atendibilidad a su teoría—, debe encontrarse una gradual serie de formas que esté dispuesta en el tiempo de tal manera como para estructurar un puente continuado entre el animal y el hombre. Dado que el científico no trabaja sobre problemas ya resueltos, sino que tiende a esclarecer los no resueltos que le impelen a emplear su espíritu deductivo, nada hay sorprendente en que la mayoría de investigadores— sean espiritualistas, sean materialistas — sea atraída por ciertos problemas aun no resueltos, para dilucidar consistencias y veracidades; nada debe sorprender, por tanto, que la mayoría de investigadores quede entusiasmada por cada nuevo hallazgo de restos humanoídeos, siendo natural que para aclarar su problemática sea necesario entrar en contacto con los núcleos evolucionistas. En poco tiempo numerosos hallazgos han venido a enriquecer nuestros conocimientos sobre los seres pitecoides y antropoides que poblaron las postrimerías del Cenozoico y los inicios del Neozoico. Los nuevos descubrimientos dejan en nosotros la impresión de que la cadena simio-hombre ya rápidamente colmándose, mas obligado resulta proceder con mucha cautela en este terreno, pues los preciosos métodos que ha puesto a nuestra disposición la física moderna J para indagar

la edad de los fósiles, aun habiendo resuelto algunos problemas cruciales, por ahora no nos han suministra-

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1

Método del carbono radiactivo.

x

Fig.

3. - ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN DE LOS ANTROPOIDES A LOS SIMIOS Y AL HOMBRE, SEGÚN E . IHViECKEL

do las respuestas que nos son indispensables y que esperamos obtener en un futuro no lejano. Pese a tales limitaciones, podemos decir hoy que los hallazgos paí s . — MASI. — Rp.lini.6n.

rienria

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leontológicos demuestran, sin lugar a dudas, que la hipótesis formulada por numerosos antropólogos del pasado siglo, en el sentido de que el hombre derivaría directamente de los simios antropoides actualmente existentes, es errónea. Estamos hoy seguros de que el hombre no puede provenir ni del orangután, ni del chimpancé, ni del gorila, ni de ninguna otra especie simiesca actualmente con vida. Si queremos suponer que el cuerpo humano 2 no ha sido creado directamente por % Dios, antes bien proviene de la transformación de algún animal preexistente, necesario será buscar entre los fósiles para establecer la existencia de formas prehumanas, a partir de las cuales—como desde ramas distintas — habrían evolucionado, por una parte, el hombre y, por otra, los actuales simios. El magisterio eclesiástico permite a los estudiosos (naturalistas y teólogos) investigar y discutir — a tenor del moderno estado de sus respectivas ciencias — la posibilidad de que el cuerpo humano derive de materia antes preexistente y viva, pero siempre de modo tal que los argumentos en pro y en contra sean esgrimidos con la debida prudencia \ Ninguna idea concreta tenemos sobre la trayectoria que habría podido seguir un eventual desarrollo de algún ser inferior hacia la conformación humana; pero, refiriéndonos a semejanzas, intuitivo resulta dirigir nuestras hipótesis hacia el Parapithecus, ser muy primitivo del Oligoceno ,que era ciertamente un simio cuya vida transcurrió en territorio egipcio i, hace quizás unos 40 millones de años (Payum). En la actualidad no hay ya ocasión para remontar nuestras indaga-

2

El alma h u m a n a no puede, en n i n g ú n caso, d e r i v a r del a l m a simiesca... 3 A) Encíclica Humani generis. B) Allocuzione Pontificia ai membri deW'Accademia delle Scienze, 30-XI-41: A.A.S., vol. X X X I I I , p. 506. * L E CROS-CLARK, History of the primates, B r i t h i s h Museum, L o n d r e s , 1950, p . 55.

EL HOMBRE FÓSIL

227

ciones hasta épocas más remotas, en cuanto los seres más antiguos no presentan ya semejanzas de relieve ni con el hombre ni con los simios actuales. 1.

Restos

fósiles más

importantes

Para ofrecer ideas concretas al lector que no tenga tiempo de releer sus libros de bachillerato le recordaremos que la historia de la tierra se divide en eras: Arcaica, Paleozoica, Mesozoica, Cenozoica o Terciaria y Neozoica o Cuaternaria. Sus duraciones son muy inciertas: los varios autores apenas concuerdan sus datos en nada; mas, para referirnos a alguna periodificación tenida por atendible entre muchos científicos, podemos admitir que el Paleozoico inicióse hace media miríada de años; el Mesozoico, hace 195 millones de años; el Cenozoico, hace 70 millones de años, y el Neozoico, hace un millón escaso de años. Las eras se subdividen, a su vez, en períodos. Así, el Cenozoico comprende cuatro: Eoceno, Oligoceno, Mioceno, Plioceno, cuyos inicios habrían tenido lugar, respectivamente, hace 70, 45, 35 y 15 millones de años. Respecto de la edad de la tierra, el lapso de tiempo transcurrido desde la aparición del Parapithecus es realmente pequeño: a nosotros, empero, en este estudio, más que la edad de la tierra nos interesan los caracteres del Neozoico, período en que aparecen las razas estrictamente humanas, así como el Cenozoico, en el cual aparecen los antropoides. En el Oligoceno hallamos el Parapithecus, un ser conocido solamente por su mandíbula, la cual posee una fórmula dental equivalente a 4 X (2 incisivos, 1 canino, 2 premolares y 3 molares), que es la fórmula común a los simios del Viejo Mundo, a los antropoides y al hombre. Los diversos dientes, según se desprende de la figura 4, no son realmente semejantes a los humanos, pero la dentadura en conjunto se asemeja bastante a la del Propliopithecus haeckeli (fig. 5), otro simio del Oligoceno egipcio, que ofrece la característica

228

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

de tener los dientes conformados a la manera del hombre, en especial por lo que afecta a la corona reducida del canino y a la ausencia de cúspides, alargadas y agudas, sobre todos los dientes; pese a todo esto, la dentadura del Propliopithecus presenta indiscutibles semejanzas con la del Parapithecus; en cambio, las peculiares conformaciones humanoideas de los dientes del Propliopithecus no se repiten en ninguno de los simios actuales, ni siquiera en los antropomorfos.

cieron, el año 1924, en Taungs (Sudáfrica), siendo el geólogo R. B. Young quien tuvo la fortuna de encontrar un cráneo jovencísimo, dotado aún de la dentición de leche: sólo un molar permanente existe en esa pequeña dentadura; refiriéndola a lo usual entre simios y hombres, la edad de ese ser cabe fijarla en unos seis años. Mientras, el anatomista R. A. Dart de Johannesburgo estudió los restos fósiles, a los que denominó

Fig.

4. - PARAPITHECUS

Fig.

5 - PROPLIOPITHECUS

Algo más tarde, en el Mioceno inferior, vivieron los simios llamados Procónsul: restos de ellos fueron hallados, en 1945, por Leakey, en la isla Rodinga del lago Victoria. Los Procónsul han recibido este nombre por asemejarse a los simios achimpanzados que los ingleses denominan Cónsul. Este Procónsul, con cierta precipitación, fué interpretado cual ser semejante al Homo sapiens, y esto originó una justa reacción 5 , por cuanto las muchas semejanzas entre denticiones y estructuras craneales de uno y otro no pueden neutralizar las diferencias muy notables que los separan, hasta alejar al Procónsul de las formas humanas y aproximarle al gorila o al chimpacé. Durante el Plioceno, en África aparecieron las Australopithecinae (figs. 6 y 7), animales interesantísimos por las formas de sus arcadas dentarias y por el aspecto general del cráneo. Los primeros hallazgos acae-

Fig.

vol, L.XXXVI, fe.brero 1951, p. 71.

6 - AUSTRALOPITHECUS

Fig.

7. - AlUSTRALOPITHECUS

Australopithecus africanus: el volumen craneal fué fijado en unos 500 ce, resultando mayor que el de un chimpancé o u n orangután de la misma edad; de la pequeña testuz hase conservado la parte frontal, mientras la occipital quedó destruida en la extracción, dejando al descubierto el «calco interno» del cráneo. Entusiasmado Dart por el descubrimiento, no receló un instante en admitir (1925) que el Australopithecus fué un ser intermedio entre simios y hombres, provocando reacciones que parecen excesivas ante el moderno estado de nuestros conocimientos; en efecto, Abel lo declaró sin más un chimpancé", mientras re6

« Scientia,

229

thecus

ABEL, W., Krüische Untersuchungen über AustralopiAfricanus Dart., en «Morphol. Iahrb.», 65, 1931.

230

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

sulta evidente que ello no es exacto, bastando observar su dentición (fig. 7): adviértase ora su disposición en la mandíbula, ora la forma de los dientes, y repáres e — p o r ejemplo — en cómo los primeros molares (los de leche) ofrecen cuatro cúspides, a diferencia de lo que ocurre entre los antropomorfos, que poseen dos. Muy sabiamente Sera 7 considérale, contra la precedente opinión, cual tipo independiente. Desde 1936 encontró Broom—del Museo de Pretoria— restos de otras Australopithecinae en Sterkfontein y en Kroomdraai (situados a 70 kilómetros al oeste de Johannesburgo). tales restos difieren, empero, tanto entre sí como frente a los hallazgos de Taungs, pasando a ser denominados Paranthropus y Plesianthropus. A partir de 1946 renováronse las búsquedas: hasta el presente han sido hallados más de doce cráneos y mandíbulas del Plesianthropus, provenientes casi todos de Sterkfontein. Digno de especial atención es el Telanthropus, forma más pequeña hallada el año 1952 en Swartkrans (cerca de Sterkfontein): integran los hallazgos una mandíbula, con el tramo ascendente cortísimo, y fragmentos del omóplato. Parece ser una de las Australopithecinae, pero dotada — según cabe deducir — de caracteres más humanos. Otra variante en este orden es el Australopithecus prometheus: Dart lo denominó de este modo para sugerir que este ser debió descubrir el fuego y, por ende, debió estar dotado de verdadera inteligencia. En general, la discusión sobre los fragmentos óseos y las aptitudes de las Australopithecinae despertó vivo interés 8 y enconadas polémicas: la edad, en tales fósiles, es aún incierta, por la dificultad de encontrar referencias seguras entre las formaciones geológicas

africanas y europeas; con aproximación, admítese que estos fósiles pueden remontarse a un millón de años hacia atrás. Entre los depósitos al respecto, el más antiguo es el de Kroomdraai, luego el de Taungs y, por último, el más reciente parece ser el de Sterkfontein 9. Para las Australopithecinae, la forma general del cráneo es algo sememejante a la propia de los chimpancés, aunque mejor redondeada: el occipucio sugiere una posición erecta o, al menos, semierecta, robusteciendo esta suposición las situaciones de la perforación occipital y de los cóndilos; la arcada supraciliar está muy poco desarrollada (mucho menos que en el hombre de Neanderthal, forma celebérrima ante la cual volveremos a detenernos por extenso); su prognatismo 10, aunque pronunciado, es considerablemente menor que en los chimpancés. Mientras los caninos son muy semejantes a los humanos, los premolares poseen dos cúspides menos que en la dentadura humana: hasta la dentición de leche es más semejante a la correlativa humana que a las propias de los actuales simios. Incluso las junturas de los dientes denotan un modo de masticar semejante al nuestro. La disposición de los dientes está en parábola como en el hombre, no en forma de U como en los actuales simios (fig. 8). Los huesos encontrados, en particular los del muslo, muestran que su andar era erguido, con no pocos caracteres semejantes a los del hombre. Sumándolo todo, parece que su cuerpo ha sido muy similar al humano, mientras el cerebro — aunque voluminoso (hasta unos 66 ce. en el adulto) —i es de tipo harto primitivo. Hasta ahora carecemos de pruebas para admitir que usaran instrumentos (sobre este aspecto insistiremos más tarde) e incluso el

7

SERA, G., e n «Ene. Ital.», XXXIV, p . 752, 1937.

8

BROOM, R.-ROBINSON, J. T.,

« N a t u r e » , 160,

ÍDEM, «Nature», 160, 1947 b, p . 430. ÍDEM, «Nature», 161, 1948, p . 438.

1947

a, p .

153.

231

9 BROOM, R., Y ROBINSON, J. T, Sterkfontein Ape-Man Plesianthropus en «Transvaal Mus. P r e t o r i a Men.», 4, 1950.

BROOM, R. - SCHEPERS, C. W., The

South

African

Ape - Man:

the Australopithecinae, «Transvaal Mus, Men.» 2, 1946, p'. 2TZ. 10 A l a r g a m i e n t o d e la m a n d í b u l a .

233

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EL HOMBRE FÓSIL

fuego: debido precisamente a su escasa capacidad craneana y por cuanto no consta por vía ninguna que estuvieran dotadas de lenguaje, los autores las asimilan a los animales. Tampoco es de hecho cierto que las Australopithecinae se hubieran extinguido antes de la aparición del hombre: por hallazgos de restos animales, encontrados junto con otros humanos, parece lógico deducir que aparecieron en el Plioceno y sobrevivieron hasta bien entrado el Pleistoceno (el período más antiguo de la Era Cuaternaria). Pese a que los restos del Australopithecus se han hallado en cantidades notables, necesaria resulta mucha circunspección en los juicios, pues jamás se ha localizado un esqueleto entero; y las partes localizadas, aunque numerosas y de enorme interés, aparecen todas fragmentarias y contorsionadas. Haciendo estas reservas, parece tratarse de «primates» diversos tanto de los actuales antropoides como de los homínidos. Otros seres muy importantes para la paleoantropología, conocidos desde el decenio último del siglo pasado, son los pitecántropos: forman un grupo extinguido de antropoides, que vivieron a principios del Pleistoceno, acaso hace medio millón de años. Tales seres son semejantes al hombre, siendo notable el hecho de que sus puntos de contacto con él no se corresponden con los ofrecidos por las Anstralopithecinae. Una primera cariota de pitecántropo fué la descubierta, en 1891, por el holandés Dubois, en el centro de Java, junto con un fémur de aspecto típicamente humano, un fragmento de mandíbula y algunos dientes. Poco tiempo después, en un lugar próximo, encontráronse otros fragmentos de mandíbula u : en los años 1936-37 Von Koenigswald encontró— en Java siempre,

en Sangiran, cerca de Bapang — la mitad derecha de una mandíbula con tres molares y con el segundo premolar 12; y algo más tarde se localizaron otra cariota y otro fragmento craneal. Los hallazgos en torno al pitecántropo, desde 1891, causaron gran estupor, pues se estimaban demostración directa de una teoría —- luego tenida por totalmente falsa —: aquella de Haeckel cuando formuló la hipótesis de que el hombre derivaba del gibbón 13, sugiriendo como cierto que antes o después sería hallado un individuo intermedio entre esos dos seres. Haeckel atribuyó a ese hipotético ser el nombre de Pithecanthropus

232

11 DUBOIS, E., Pithecanthropus erectus-Eine menschenaehnliche Uebergangsform aus Java, Batavía, 1894. ÍDEM, Sur le Pithecantropus erectus du pliocéne de Java, en «Bull. d. 1. Soc. Belge de Géologie», 9, 1895.

Fig.

8 - GORILA

Fig.

9. - PITHECANTHROPUS

erectus; por su parte, el médico Dubois, entusiasmado ante las ideas haeckelianas, proyectó trasladarse a la patria originaria de los gibbons, para localizar restos fósiles; cuando en septiembre de 1891 encontró, en Trinil, un molar, y en el siguiente octubre una cariota peculiar (en forma de bolsa, cual ciertas petacas de

12 VON KOENIGSWALB, G. H. R., Erste Mitteilungen über fossilen Hominiden aus den Altpleistocaen Ostjavas, en «Proe. Royal A'cad. A m s t e r d a m » , 39, 1936. 13 HAECKEL, E., Anthropogenie, 6.» ed., Leipzig, 1910.

234

235

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EL HOMBRE FÓSIL

tabaco), con occipucio aplanado y con arcadas supraorbitarias muy pronunciadas, hasta el punto de recordar las propias de gorilas y chimpancés, el júbilo de los evolucionistas ascendió hasta las estrellas, para no ser superado sino al año siguiente, al descubrirse un fémur típicamente humano y significando que el individuo del cual había formado parte debía necesariamente haber andado erguido. La cariota en cuestión recuerda el aspecto del cráneo de hombres harto primitivos, por su limitado volumen y por sus relieves internos, demostrativos de que las circunvoluciones cerebrales eran asaz más simples de las que se hallan en el hombre: incluso las escisiones, semejantes a las localizables en los simios, parecían una prueba irrefutable de que el pitecántropo habría sido el primer estadio del hombre, apenas salido de la familia pitecoide; o mejor aún, el último estadio simiesco, antes de llegar al hombre. Así, todos los evolucionistas quedaron convencidos de que el pithecántropo era el «anillo ignorado» en la cadena evolutiva humana. El sinántropo (Synanthropus pekinensis) fué hallado en Choukoutien (a unos 40 kilómetros al sudoeste de Pekín), al descubrirse varios dientes dotados de caracteres humanos. En 1937 Wen-Chung-Pei halló, en el mismo lugar, fragmentos mandibulares, una cariota y un gran fragmento de otra cariota con los temporales adheridos. Desde entonces numerosos hallazgos se sucedieron hasta 1939, cuando la guerra interrumpió las búsquedas. E n conjunto el sinántropo aseméjase mucho al pitecántropo : está dotado de cráneo peculiar con vigoroso torus o núcleo de arcadas supra-orbitarias; sus restos aparecen, empero, menos rudos y los calcos cerebrales ofrecen mayor semejanza con los del hombre moderno. El volumen cerebral es de unos 1.050 ce. (oscilando entre 900 y 1.200 ce). Uno y otro se asemejan a los simios porque la longitud máxima del cráneo se localiza inmediatamente encima del conducto auditivo,

mientras en el hombre actual está situada mucho más arriba. Wen-Chung-Pei encontró, además, en 1930-31 y siempre en Choukoutien, numerosas manufacturas de cuarzo: advirtió también señales indiscutibles de uso del fuego, que dejó sus huellas sobre huesos de sinántropos y de animales con él congregados en la misma caverna. Incluso según Sergio Sergi, el sinántropo habría sido el primer tipo humano, mientras el pitecántropo representaría el estadio último en la evolución prehumana. Tampoco faltan quienes juzgan a ambos como hombres ", ni quienes los enjuician como simios, reservando la naturaleza humana al Homo jaber: el cual, aunque viviendo también en Extremo Oriente, no dejó vestigios de su cuerpo; él habría sido el forjador de las manufacturas ubicadas en Choukoutien y el despiadado cazador — y si se prefiere, hasta devorad o r — d e l sinántropo, con lo cual quedaría éste exonerado de la acusación de canibalismo. En cuanto al tiempo de su existencia, como simple hipótesis, suele hablarse de unos 500.000 años ha. El Atlanthropus mauritanicus está representado por fósiles notabilísimos que fueron localizados, en Argelia, en Termfine Palikao (Oran), el año 1954. Los descubridores, Arambourg y Hofstetter, encontraron dos mandíbulas humanas, similares a las del pitecántropo: son enormemente masticadoras — tanto que parecen más robustas que las del hombre de Mauer (Alemania)— ; están también provistas de mentón, ofreciendo vertientes horizontales, altas y gruesas, y otras ascendentes, anchas y bajas; sus dientes son robustos, pero dotados de perfil humano y forman una parábola muy seme-

14 WEIDENREICH, F., The Skull oj Sinanthropus Pekinensis. A Comparative Study on a Primitive Hominid Skull, Nueva York, 1943. DUBOIS, E., Racial identity of Homo soloensis and ¡Sinanthropus pekinensis; Cf. «Proceedings Abead Wet.» Amsterdam, 39, 1936.

236

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jante a la humana. En el estrato donde se extrajeron tales restos fueron hallados también algunos fósiles (Machairodus, etc.), que permiten determinar con certeza su pertenencia al Pleistoceno: sus descubridores hallaron, junto a los restos humanos, manufacturas pertenecientes a la industria «bifacial Chelleana» 15 y no recelaron en adscribirlas, sin más, a la actividad del Atlanthropus, el cual fué estimado por ello como hombre. El Homo heidelbergensis, en 1907, fué descubierto por el anatomista Schoetensack 16 en Mauer, a 10 kilómetros al sudeste de Heidelberg. F u é hallada una mandíbula (fig. 10) m u y semejante a la acabada de describir: pertenece a algún coetáneo del sinántropo y está caracterizada por la ausencia de mentón; por ello el nuevo hombre, del que hasta ahora poseemos sólo la mandíbula, fué denominado también Homo sine mentó. Sus dientes son de tipo humano: los caninos no se ladean y no existe diástema o espacio libre entre caninos y premolares; la arcada dentaria es parabólica (carácter humano). El cuerpo de la mandíbula es muy espeso en sus tramos horizontales, mientras los ascendientes alcanzan anchuras de 6 centímetros (en el hombre moderno no sobrepasan los 4 cm.). De este ser no se han localizado por ahora manufacturas: poco conocemos sobre su enigmática silueta; algunos lo identifican con el sinántropo. El Homo soloénsis (Ngandong). E n tos años 1931-32 fueron hallados por Oppenoorth y por Von Koenigs-

15

AIHAMBOÜKG, C , y HOFSTETTBR, R., Decouverte

en

Afrique

du Nord de restes humains du Paléolitique Inférieur, en «Comptes-Rendus d e s S é a n c e s d e l'Académie d e s Sciences». 5, VI, 1954. ARAJMBOURG, C , L'hominien fossüe de Ternefine (Algéne), ibíd, 5, VI, 54. 16 SCHOETENSACK, O., üer Unterhiefer des Homo Heidelbergensis au den Sanden von Mauer bel Heidelberg, Leipzig, 1908.

237

wald, en Java, junto a Ngandong 1 7 numerosas cariotas (fig. 11) y otros fragmentos craneales. Hasta la fecha poseemos once cráneos incompletos y dos tibias. Aunque el lugar, situado cabe el río Soto, diste unos 10 kilómetros de Trinil, donde se encontró el pitecántropo, los huesos hallados no pueden en modo alguno atribuirse a este último, pese a notables semejanzas: por ejemplo, vigoroso torus o visera supraorbitaria, restricción de la cariota hacia lo alto, etc. Pero su capacidad craneana, enormemente mayor (unos 1.100 ce), según Weidenreich I S , no permite tal equiparación: los evolucionistas le consideran cual u n descendiente tar-

Fig.

1 0 - H O M O HEIDELBERGENSIS

F i g . 1 1 - H O M O SOLOÉNSIS

dio suyo. También en Ngandong, casi exclusivamente, lo hallado h a n sido cráneos solos: apareciendo, como en el caso del sinántropo, con las bases casi siempre raspadas ásperamente, quizá por razón de ritos particulares o con fines antropofágicos. La industria localizada en este lugar aparece muy perfeccionada y podría incluso ser referida al mesolítico europeo; mas el sucederse de culturas fué, en Java y en Europa, harto diverso, no pudiendo excluirse que tales manufacturas sean enormemente más antiguas de cuanto parezca a 17 OPPENOORTH, W . F . , Homo (Javanthropus) solensis een pleistoceene mensch van lava, e n «Wetensch. Mededeel. D i e n s t » , V. D. Mijnbow, e n «Need Indie», n. 20; 1932. 18 WEIDENREICH, F . , The relation of Sinanthropus pekinensis to Pithecanthropus, Javanthropus a. Rhodesian Man, e n « J o u r n . of t h e r o y . A n t h r . Inst.», 67 (1937).

238

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EL HOMBRE FÓSIL

primera vista. Con referencia a su antigüedad, los antropólogos en general la remontan al período RissWuerm. Homo Palaestinus. En varias localidades palestinianas fueron hallados restos humanos: así, en 1925, no lejos del lago Tiberíades; el año 1932, en el Monte Carmelo; hacia 1934-35, cerca de Nazaret (fig. 12)... Estos

Fig. 12

Fig. 13 HOMO1 ¡STENHEIMENSIS

HOMO PALAESTINUS

cráneos antiquísimos ofrecen caracteres intermedios entre los hombres de la actualidad y de Neanderthal: visera supraorbitaria notable, frente no huidiza, sino bien redondeada, occipucio que recuerda a su vez el propio del hombre moderno 1S . Estos restos, muy antiguos, debieron ser anteriores respecto de los neanderthalenses: la industria que les está asociada es la acheulomusteriense. Homo-Swanscombe. Marston encontró en Kent (Inglaterra), los años 1935-36, dos fragmentos suyos, tenidos por antiquísimos 20, junto con muchas manufactu19 Me. COWN, T., Mount Carmel P r e h . Res. Bull.», 12 (1936). 20

HÜNTON, A-

C,

ras de origen acheulano; el método del flúor confirma su enorme antigüedad, estimada en unos 250 millones de años. Sorprendente en este hallazgo es que la cariota, pese a su antigüedad, posee una forma típicamente moderna. Homo Fontéchevade. En Francia Central (Charente), el año 1947, Henri Martin encontró una cariota y, a tres metros de ella, un fragmento de otro cráneo,

OAKLEY, K.

P.

man,

en «Ann, School of

D I Ñ E S , H.

C,

Repon

on

the Swanscombe skull prepared by the Swanscombe Committee of the Roy1. Anthropol. Inst., en « J o u r n . of t h e Roy. A n t h r o p . Inst.», 68 (1938). VALLOIS, H. V., La crüne humain fossil de Swanscombe, en «L/Anthropologie», 49 (1939). SERGI S., / profanerantropi di Swanscombe e di FontSchevade, en «Atti. d. Accad. Naz. dei Lincei», V. 1953.

Fig.

14. - SACCOPASTOKE

constituido por un frontal y parte de la región ocular adyacente. Los huesos son muy densos: la capacidad craneana, muy notable, debía girar en torno de los 1.425 c e . Ambos fragmentos muestran que la visera supraorbitaria brilla por la ausencia y que el cráneo no es de la forma bursátil; los caracteres, en gran parte, son los del hombre moderno 21 ; pese a ello, parece rigurosamente comprobado1—- tanto por el método del flúor como por la antigüedad de los fósiles que acompañaban a ambos fragmentos (rinoceronte de Merck, hiena, tortuga, etc.) y por las manufacturas (pertene21 VALLOIS, H. V., Un homme jossüe rente, en «L,'Anthropologie», 51 (1947). ÍDEM, L'homme fossile de Fontéchevade, t e s - R e n d u s des Séances de l'Académie (1949).

«tayacien»

en

Cha-

E x t r a i t des Compdeti Sciences», 228

240

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

cientes a la industria de Tayac, antiguo musteriense) — que el hombre que nos ocupa fué anterior al Neanderthal 2 2 . Homo-Steinheim (fig. 13). A 30 kilómetros al norte de Stuttgart, el año 1933, fué localizado un cráneo dotado de mediana capacidad (unos 1.000 ce), dotado de vigorosa visera supraorbitaria, frente no huidiza y occipucio redondeado. A no dudarlo, el individuo al que perteneció ese cráneo vivió antes del Neanderthal, probablemente en el período tercero interglaciar o acaso en el segundo. Algunos autores le atribuyen edades de hasta 150.000 años, detalle indemostrado, si bien todos están de acuerdo en atribuirle antigüedad m u y

superior a la del musteriense. Ofrece algunos caracteres que le aproximan a los neanderthalenses (visera, etc.) y otros que le asimilan al hombre moderno (por ejemplo, la fosa canina o estrechamiento por enci-

22 Para hallazgos relativamente recientes, o sea que no superan los 25.000 años, el empleo de carbono radiactivo da óptimos resultados y llega al grado de indicarnos la edad absoluta; es decir, puede decirnos cuántos años han transcurrido desde la muerte del animal o de la planta (cfr. Euntes, VIII, í. I. 1955, pp. 128-134). En cambio, para hallazgos más recientes no podemos recurrir sino a dataciones relativas, como la del empleo del flúor. El principio del método del flúor es sencillo; los huesos de los vivientes son muy pobres en flúor; tras la muerte del individuo, sus restos vienen de continuo humedecidos por las aguas circulantes en su ambiente, las cuales le ceden lentamente flúor. El fosfato de calcio óseo transfórmase lentamente en varios compuestos de flúor: cuanto más tiempo ha sido el tejido óseo expuesto a las aguas mayor es el porcentaje de flúor que contiene. Jín otros términos: un hueso será tanto más antiguo cuanto mayor es la cantidad de flúor que posee. El enriquecimiento en flúor no es siempre el mismo, sin embargo, durante períodos iguales, en lugares diversos, pues ello depende de muchos factores (difusión del flúor en las aguas, temperatura, presencia de compuestos químicos particulares en el terreno etc.); por esto no basta determinar la cantidad absoluta de flúor por unidad de peso en el hallazgo para determinar su edad; en compensación, empero, si varios huesos encontrados en un mismo lugar presentan igual riqueza en flúor, se podrá concluir que se remontan a una misma época, y esto nos ayuda, no sólo para determinar si varios fragmentos forman parte de una misma individualidad, sino incluso para averiguar si son coetáneos entre sí restos de animales, típicos en una época dada, encontrados conjuntamente con fragmentos humanos.

Fig. 16 HOMO NEANDERTHALENSIS

241

Fig. 17 HOMO SAPIENS DILUVIALIS (CRÓ-MAGNON)

ma de los dientes caninos, típico del Homo sapiens); el occipucio aparece redondeado y la frente no huidiza 23. Homo-Saccopastore (fig. 14). E n Roma, el año 1929, fué hallado junto a Saccopastore — a un kilómetro de la basílica de Santa Inés, en la Vía Nomentana — un cráneo completo, de la capacidad de 1.200 ce.; y en 1935, allí mismo fué hallado otro con 1.300 ce. de capacidad. Estos fósiles, más antiguos que los hallados en Neanderthal, son casi iguales a estos últimos (el cráneo es bursátil y dotado de vigorosa viscera supraorbitaria),

23

BERCKHEMER, F., Ein Menschenschaedel

aus den diluvia-

len Schotten von Steinheim an der Murr, en «Anthrop. Anthrop. Anz», 2 (1933). BEKCKHEMER, F., Der steinheimer Urmensch u. die Tierwelt seines Lebensgebietes, en «Aus der Heimat», 47 (1934).

242

EL HOMBRE FÓSIL

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

pero poseen también caracteres peculiares del Homo sapiens: por ejemplo, occipucio redondeado 2 l . Homo rhodesiensis (fig. 15). Muy semejante al Saldanha, ha sido también llamado Broken Hill, porque allí fué descubierto. En ese lugar (Rodesia), el año 1911, fueron hallados: dos cráneos bien conservados, parte de una mandíbula, pedazos de húmero, osamenta sacra, fragmentos de ancas, fémures y tibias. El volumen del cráneo es de cerca de 1.300 ce.; aunque con exactitud no se pueda determinar la edad, probable resulta que los seres de los cuales formaron parte tales restos vivieran inmediatamente antes de la glaciación última o «wuermiana»; por ello, habrían sido coetáneos del Saccopastore, ofreciendo caracteres intermedios entre éste y el típico Neanderthal 2 S . Sus semejanzas frente a este último son tan nítidas que algún autor le ha valorado como degeneración de este tipo. Homo Neanderthal (fig. 16). Durante el paleolítico medio vivió un hombre dotado de caracteres propios e inconfundibles. Recibió este nombre porque de allí — a pocos kilómetros de Düsseldorff (Alemania) 26 — procedía el primer cráneo hallado al respecto. Tal hallazgo, en 1856, movilizó con gran ruido a los científicos, quienes empero habían ignorado totalmente otro hallazgo similar, el año 1848, en Gibraltar. Esta raza, muy homogénea, se había ampliamente extendido por Europa: razas semejantes, acaso idénticas, fueron ha-

24 SERGI, S., Cranometria e craniografia del Prime Paleontropo di Saccopastore, e n «Ricerche di Morfología», 20-21 (19-44). ÍDEM, II cranio del secondo paleontropo di Saccopastore, en «Palaentographia Itálica», 42 (1048). 25 WOODWARD, A. &., A new Cave Man from Hhodesia, South África, en «Nature», 17, IX, 1921.

PYGRAFT, W.

P.,

ELLIOT SMITH, G.,

etc.

Rhodesian

associated Remains, L o n d r e s , 1928. 26 SCHWALBE, J., Der Neandertalschaedel, J a h r b ü c h e r , 106, 1901.

en

Man

243

Hadas también en Asia y África. Es el hombre fósil mejor conocido, del que poseemos restos pertenecientes a más de 100 personas distintas: entre ellos, muchos cráneos perfectamente conservados y una veintena de esqueletos casi íntegros. La primitiva suposición de que poseyera un andar semierecto pronto fué rechazada 2 7 : el error obedecía a una reconstrucción defectuosa; mas la simple observación de la base íntegra de uno de esos cráneos bastó para corregir la errónea interpretación. La longitud del cráneo es de 20 centímetros y la anchura de 12 (promedios); el volumen es de unos 1.500 c e ; supera, por ende, la capacidad craneana del hombre actual. La visera supraorbitaria está muy acentuada, el cráneo aparece bursátil (es decir, estrechado en la zona inmediatamente posterior al hueso frontal), el occipucio se inclina mucho hacia atrás y las crestas occipitales resultan muy marcadas. La nariz, bastante larga, estaba separada de la frente mediante un reentrante profundo. La mandíbula, asaz tosca y robusta, es mucho menos primitiva que en el Homo heidelbergensis. La estatura del neanderthalense no era muy pronunciada (alrededor de 1,60 m.); sus miembros, mucho más toscos incluso que los del pitecántropo, ofrecen un aspecto harto rudimentario, mas no ciertamente semibestial—> según pretendían los evolucionistas cuando los describían a principios de siglo —. Alguien ha querido dudar de que pudiera hablar: esto parece sencillamente infundado; sus rasgos endocránicos no muestran un cerebro sustancialmente diverso del nuestro, y además, en caso de haber sido encontradas circunvoluciones dispuestas de manera diversa a la nuestra (lo cual no ha ocurrido), hoy sabemos con certeza que tal argumento no sería decisivo. Los tiempos de Rolando y de Brocea han pasado ya plenamente, y el Congreso

a.

«Bonner 27

Del a n t r o p ó l o g o italiano SERGIO SEEGI.

244

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

Psicológico de Londres (1950) ha corregido muchos falsos «dogmas». Nadie puede poner en duda que el hombre neanderthalense tuviera inteligencia; por el contrario, no hubiera podido — con las armas rudimentarísimas que poseía—> capturar y matar animales de inmensa mole y fuerza, como osos, mamuts y rinocerontes; de hecho, han sido hallados huesos de tales animales con huellas y fragmentos de esas primitivas armas. También está fuera de duda que poseyó agudo sentido estético, por reflejarse ello en el cuidado que empleaba al elaborar sus manufacturas, bellas además de útiles (cultura musteriense). Otros aspectos de su vida espiritual son sus ritos funerarios 2S , cuando sepultaba sus muertos no en lugares alejados de los habitados, sino excavando fatigosamente fosas en las propias cavernas que le servían de habitación, todo para permanecer cerca de las personas anteriormente veneradas o amadas: si se hubiera tratado simplemente de liberarse de un cuerpo en descomposición, porque enrarecía el aire, hubiera sido mucho más sencillo abandonarlo al alcance de los carnívoros necrófagos o, tal vez, echar el cadáver a un pantano. Las tumbas — en las que se depositaban cráneos de oso, fragmentos de rinoceronte y manufacturas de sílice — denotan la existencia de ritos especiales, sin duda ligados a ideas religiosas referentes a la sobrevivencia del alma. En efecto, en La Chapelle-aux-Saints (Francia del Sur) la zarpa de rinoceronte colocada junto al cadáver aparece dotada de carne en el momento del sepelio; evidentemente trátase de u n «pasto» preparado para el alma del difunto. Los juicios de los antropólogos, a propósito del hombre neanderthalense, no han sido demasiado felices: así, el hallado junto a Düsseldorff ha sido juzgado cual

un antiguo celta (Pruner), cual un anormal moderno (Virchow), etc. Atribuir una antigüedad absoluta a estos restos no resulta fácil, pues el método del carbono radiactivo no puede aplicarse a hallazgos tan antiguos; según Zeuner, un cálculo bastante aproximado la fijaría en unos 100.000 años. Conocer con más exactitud cuál fué esa época neanderthalense sigue siendo una meta importantísima para la antropología. Homo sapiens. Hacia fines del musteriense (paleolítico medio), hace unos 80.000 años, desapareció por completo el hombre neanderthalense y, según lo hoy sabido, Europa y el mundo entero aparecen bajo el dominio exclusivo de razas humanas con características plenamente modernas. Mientras el hombre antiguo (Paleanthropus) estuvo presente sólo en Europa, África y Asia (incluidas sus grandes islas), el Homo sapiens puebla desde épocas remontísimas (más de 15.000 años) estos continentes y, además, las dos Américas (septentrional y meridional) y Australia s*. Los correspondientes tiempos geológicos están ya muy próximos a nosotros : es la época de la última glaciación (la «wuermiana»). Las nuevas razas — denominadas Cró-Magnon (fig. 17), Grimaldi y Chancelade, por los lugares donde fueron hallados sus primeros restos — resultan muy semejantes entre sí, tanto que fueron reunidas bajo la denominación única de Homo sapiens. De dónde y de quién derive el Homo sapiens, imposible resulta aún decirlo: antes opinábase que derivaba del hombre neanderthalense, tesis hoy puesta en duda. Ante el neanderthalense con caracteres de Sapiens (Steinhein), ante el sapiens con caracteres neanderthalenses (Combe-Chapelle, Bruenn, Predmost), se prefiere hoy hablar de analogías en vez de predecesores.

28 BLANC, A. C , L'uomo fossile del Monte Circeo. Un cranio neandertaliano nella grotta di Guattari a S. Felice Circeo, en «Rend. Acc. Naz. Lincei», 1939.

245

29 HRDLICKA, A., Early Man in South America, en Smlthson i a n I n s t i t u t i o n B u r e a u of A m e r . Ethnology», 52 (1912).

246

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

247

EL HOMBRE FÓSIL

so

Según Zeuner , el Homo sapiens estaba muy difundido en casi toda Europa, hace ya unos 70.000 años, cifra que ha sido ulteriormente discutida. Los modernos europeos son, sin duda, descendientes inmediatos de los Cró-Magnon y los Chancelade. Muchos sostienen que la primera de esas razas consérvase con máxima pureza en Suecia (Dal Rasse), o en-

Fig.

1 9 - LOCALIZACIONES DE LOS HALLAZGOS F Ó S I L E S MÁS

Fig. 18 IjAUGURIE B A S S E BISONTE

re los bereberes (Ber Rasse), o entre los vascos, o entre los tschuscos de Siberia, no faltando tampoco quienes suponen que el idioma vascuence es aún hoy una lengua Cró-Magnon. En cambio, los negroides africanos podrían ser nietos actuales de la raza Grimaldi31. El sapiens diferenciase mucho del neanderthalen-

1. 2.

Australopithccus Pitecántropo Hombre de Solo dong)

3.

Atlanthropus

4.

Atlanthropus

5.

Heidelberg

6.

Palaestinus

30

ZEUNER, F . E., The Pleistocene period, L o n d r e s , 1945. ÍDEM, Dating the past., Methuen, L o n d r e s , 1946. 31 BATTAGLIA, R., LO strato di Grimaldi, en «Natura», 11, 1920.

IMPORTANTES

(Ngan-

7.

Swascombe

8.

Fontéchevade

9.

Steinheim

10.

Saccopastore

11.

Saldanha

12.

Broken Hill rhodesiensis)

13.

Neanderthal

14.

Cró-Magnon

{Homo

249

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

se: posee una frente con elevación poco inclinada y bien redondeada; prescindiendo de unas pocas variedades— por ejemplo, la de Combe-Chapelle, subraza de Cró-Magnon—, la arcada supraorbitaria aparece poco acentuada; el occipucio resulta redondeante y las inserciones musculares permiten prominencias harto mediocres; los huesos del cráneo son sutiles, las órbitas más pequeñas y la nariz disminuida. La capacidad craneana — aunque notablemente más pequeña que en el neanderthalense — aparece bastante elevada en el sapiens, prácticamente igual a la del hombre moderno. Tras haber observado con detalle cráneos neanderthalenses, los del sapiens parecen haber sido inflamados desde el interior. Sus mandíbulas son más «gentiles» y el mentón muy prominente, como si la arcada dentaria se hubiera enormemente empequeñecido. Sus manufacturas son siempre más perfectas y aparece claramente el arte cual exteriorización de capacidad artística: así surgen las sílices talladas cual «hojas de laurel», sutiles hasta devenir fragilísimas; no podían tener ninguna aplicación práctica; eran bellas y no útiles. El antiguo sapiens habitaba profundas cavernas, cuyas paredes se iban poblando de pinturas rojinegras y de grafitos tan acentuadamente bellos que al principio fueron atribuidos a tiempos recientes (figura 18). Por demasiado conocidos, innecesario parece comentar los prodigios de Altamira (Santander, España), Les Eyzies y Laugerie Basse (estos últimos, en la región francesa de Dordogne). Las sepulturas testimonian la constancia en los ritos religiosos, la fe en la sobrevivencia del alma y el amor recíproco que ligaba a los cónyuges. La aparición del Cró-Magnon aparece en el período último del Paleolítico, caracterizado por las culturas aurignaciense y magdaleniense. La duración de tal período es cuestión muy ardua de delimitar, acaso 50.000 años, acaso más (Zeuner). Este Paleolítico extiéndese hasta pocos milenios antes de la época histórica, o sea la propia de las grandes culturas caldea y

egipcia. En el intervalo relativamente breve que separa al Paleolítico de los primeros documentos escritos, se suceden las culturas mesolítica y neolítica (la primera como transición y la segunda caracterizada por la cerámica y la piedra pulimentada), desembocándose al fin en la era de los metales.

218

2. Monogenismo

y

poligenismo.

Queriendo admitir, aun sin estar demostrado, que el hombre proceda por evolución, en lo referente al cuerpo, de animales inferiores, será preciso averiguar de qué animales ha podido tomar origen y decidir, además, si deben considerarse humanos-—como predecesores o como colaterales del hombre actual — los tipos ya estudiados de los pitecántropos, australopitecinos, neanderthalenses, etc. A tal efecto cabe citar el esquema último de Haeckel (el de 1910, tras múltiples variantes introducidas en los de 1874 y 1886) 32 : a su tenor, de los antropoides habríase destacado el gibbón y de éste el hombre (figura 3). Según Osborn, en cambio, hombres y simios serían ramas diversas de un tronco común. Aquí, empero, preséntase una nueva cuestión: es preciso saber si las ramificaciones humanas, o sea las razas provenientes del tronco antropoidc común, parten de un individuo único devenido ya hombre (monogenismo) o derivan, por el contrario, de individuos varios que, tras haber llegado a ser hombres independientes unos de otros, sean los iniciadores de las diversas razas (poligenismo). Hasta el siglo xix nadie dudó en admitir la unidad del linaje humano; y si, a comienzos de ese siglo, surgió un autor que disintió de la opinión común, Agassiz (1807-1873) fué un fijista, quien supuso que los homa2 HAECKEL, E., Anthropogcnie,

6.° ed., Leipzig, 1910.

250

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

bres habían sido creados por naciones (!!), idea que nadie pudo tomar en serio. Quatrefages (1861), por su lado, formuló una teoría monogenista completa, en la cual sostiene que el punto de origen para los hombres fué único y que la formación de las razas dependió sólo de ambientes y herencias 33. Entre los poligenistas destacan ante todo José Sergi, quien en 1908 formuló una teoría, modificada en 1913 y al tenor siguiente: el Palaeanthropus (neanderthalenses, etc.) derivaría del Dryopithecus3*; el Nothantropus (africanos, árabes y habitantes de la India anterior, Indonesia, Polinesia y Australia), del gorila y del chimpancé; el Heoanthropus (mongoles), del orangután; el Archaeoanthropus (fósiles de Necochea, Sudamérica) y el Hisperanthropus (hombre americano), del Proanthropus ss. Otro poligenista famoso es Klaatsch, quien afirmó en 1910 que neanderthalenses y gorilas derivan de un tronco común, mientras de otro origen derivan el hombre de Combe-Chapelle 36 y el orangután. E n cambio, sería pariente el gorila de los negros de elevada estatura. Montandon" aplica la hologénesis 38 al hombre: es decir, sostiene que de cada tronco se diferenciaron dos formas, con caracteres sólo parcialmente similares entre sí; una de esas formas, la precoz, es imperfecta, mientras la tardía (o forma segunda) es más perfecta y estable. Por ello los hombres habrían aparecido coe33 D E QUATHEFAGES, L'Espéce Humaine, 2. a ed., P a r í s (1877), p. 183. 34 Restos de este simio fueron hallados hacia el 1856 en St. G a u d e n s (Francia) y m á s t a r d e en Siwalik (India). 35 Proanthropus: Fósiles s u d a m e r i c a n o s descritos p o r AME-

GHINO. 36 Homo sapiens algo diferente del Cró-Magnon hallado en Dordogna. 37 MONTANDON, G., Ologenése humaine, P a r í s , 1928. 33 Vide pág. 191.

EL HOMBRE FÓSIL

251

táneamente en diversos lugares de la tierra, al sobrevenir tiempos maduros para los tránsitos de las formas animales a las humanas. El árbol genealógico que propone este autor comprende muchas razas hipotéticas (las «precoces»), que desaparecerían sin dejar rastro. Estos pocos ejemplos de teorías poligenistas no han sido elegidos, contra lo que podría parecer, entre las más excéntricas y fantásticas, sino entre las más serias y templadas, las únicas que pueden granjearse credibilidad. Casi superfluo resulta subrayar sus manquedades, o sea sus estridentes discordancias en los ensamblajes entre razas humanas y formas antropoideas, amén de la inconsistencia de los caracteres que llevan a asociar las estructuras humanas con otras antropoideas. Contra el poligenismo, en suma, álzase la unidad de los caracteres psíquicos humanos. Otro argumento muy vigoroso, para subrayar la unidad del género humano, es la interfecundidad de las diversas razas y de los híbridos provenientes de las mismas (por ejemplo, los «rehoboth» del Transvaal, híbridos entre alemanes u holandeses y mujeres hotentotas). Y un último argumento es la diversa distribución de los grupos sanguíneos y de las razas humanas: de ahí que los resultados de las suerodiagnosis (precipitaciones) no sean para nada clasificables según las razas. De cuanto hemos observado, legítimo resulta deducir que las ciencias antropológicas hodiernas niegan toda base al poligenismo: obligado parece advertir, además, que si mañana la ciencia pudiese encontrar varias formas animales diferentes con caracteres similares a las que diferencian a las razas humanas, tal argumento no sería suficiente para convencer de que el proceso poligenista haya tenido lugar de hecho. Semejanza no implica parentesco: Dios pudo haber creado seres similares a las varias razas humanas, sin que por ello exista consanguinidad entre ellas y los correlativos seres humanos.

252

3.

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Conclusión

E n el fugaz recorrido precedente — a través del reino de los fósiles humanos y antropoides — hemos observado que han existido, en tiempos asaz remotos, formas intermedias entre los simios actuales y el hombre; después hemos visto aparecer hombres con caracteres morfológicos diversos de los nuestros; por último, hemos asistido a la aparición de hombres muy semejantes a nosotros, hombres que no vemos vinculados a sus predecesores mediante genealogías seguras. Podría suponerse que seres intermedios entre simios y hombres hubieran tenido descendientes, dotados de caracteres ligeramente diversos entre sí, y que, a partir de ellos, mediante largas series de generaciones se hubieran acentuado más y más las diferencias, hasta que se hubieran formado los antropomorfos más antiguos y los hombres primitivos hoy extintos; desde estos últimos en adelante, durante milenios, se habrían desprendido los hombres actuales. En los primeros lustros de nuestro siglo los científicos estimaban haber resuelto definitivamente el problema, estableciendo un sucederse de formas al tenor siguiente: simios - pitecántropos - neanderthalenses hombre sapiens; pero estudios más profundos han ido apareciendo, a manos llenas, esparciendo dudas sobre la validez de tal serie. Una riada de hipótesis contradictorias surgió después y trascendió sobre los años posteriores. En especial, el problema de las australopithecinae va asumiendo, en los postreros años, importancia creciente, no sólo por sus caracteres morfológicos — que aproximan tales seres al hombre, dado el incidir erecto que las caracteriza 3 9 —-, sino también porque (en

39

E s t a característica a p a r e c e en la f o r m a de la base o 0 en la del occipucio.

EL HOMBRE FÓSIL,

253

el año 1949) se hallaron, junto a sus restos, huesos de animales diversos (antílopes, pingüinos, aves, roedores) que fueron fragmentados con toda intención por medio de piedras. En 1954 C K. Brain halló en una gruta—en el valle de Makapansgat—piedras ahumadas 10 : tales piedras son semejantes a las manufacturas de la industria «kafiana», propia de varios lugares de África. No faltan estudiosos que estiman tales piedras como auténticas manufacturas y atribuyen su producción a las australopithecinae. A primera vista, esta suposición resulta muy seductora, pero falta demostrar que fueron realmente ellas quienes produjeron tales manufacturas, utilizándolas para abrir los cráneos de los animales capturados: los científicos reunidos en 1955, para el III Congreso Panafricano de Prehistoria, mostraron el más amplio escepticismo a este propósito. Además, aun si en el incierto mañana esta posibilidad quedara demostrada — lo cual es improbable, pues los modernos antropomorfos (que al parecer debieran ser más avanzados] no producen ni han producido jamás manufacturas —, no podría excluirse que tales piedras hubieran sido oportunamente elaboradas por instinto, sin que el animal tuviese conocimientos de las finalidades actuales en su modo de obrar: basta acudir al maravilloso libro de Fabre (Recuerdos entomológicos) para observar admirables ejemplos de instinto, bien superiores al de pulimentar piedras. A propósito también de las australopithecinae, la hipótesis de Dart atribuyéndoles el uso del fuego (Australopithecus prometeus) ha quedado demostrada como errónea; nada sorprendente sería que el atribuirles la industria «kafiana» corriere la misma suerte. Las recientes indagaciones impelen a admitir que, antes de aparecer los neanderthalenses, poblaron la tierra formas humanas con caracteres similares a las que 40 DART, A. R., The first Australopithecinae fragment from the Makapansgat Pebble Culture stratum, en «Nature», VI, 1955, pp. 170-171.

254

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EL HOMBRE FÓSIL

se rastrean en el mundo moderno: los hombres de Swanscombe y Fóntéchevade, mucho más antiguos que los de Neanderthal, ofrecen no escasos caracteres modernos; algo similar cabe decir de los hombres de Steinheim y de Saccopastore, semejantes también respecto del sapiens. Otros tipos, en cambio, cuales los del Monte Carmelo y del Uzbekistán — ora sean bastardos, ora sean exponentes de u n desarrollo gradual, desde u n tronco común, poseedor en potencia de los caracteres del neanderthalense y del sapiens —•-, aunque no aportan dudas sobre el origen unitario del linaje humano, sí sugieren, por el contrario, que el sapiens quizá no descienda del neanderthalense. En cuanto afecta al sucederse de las formas humanas, nada fácil resulta concretar suposiciones de cierta consistencia: la que parece más plausible, por el momento, sostiene que, a partir de un núcleo abundante de individuos, formóse una población compleja, rica en caracteres en estado latente, que poco a poco vinieron por selección a separarse, originando la conocida diversidad, desde el synanthropus hasta el atlanthropus. De ese único tronco común vinieron poco a poco seleccionándose los neanderthalenses, que acaso contaron también entre sus predecesores los tipos humanos de Ngandong, Palestina, Steinheim, Saccopastore y Saldanha. La otra raza en cambio, la sapiens, que heredó del synanthropus, sobre todo, firmeza de miembros, a través de las formas de Swascombe, Fóntéchevade, etc., vino a florecer en las variedades de Grimaldi, Cró-Magnon y Chancelade, las cuales se esparcieron, tras la extinción completa de los neanderthalenses, por todo el mundo, llegando incluso a América, probablemente a través del mar de Behring: esa transmigración, acaecida en época bastante reciente (unos 10.000 o 15.000 años atrás), estructuró la base de las poblaciones paleoamericanas. La antropología va justamente rastreando las huellas que encuentra, mas éstas son talmente fragmentarias que no permiten las deducciones tan importantes

que suelen hacerse. La Paleontología, por su lado, no posee sino rarísimos ejemplares de simios fósiles con esqueletos perfectamente conservados, a la vez que sus restos humanos están despedazados, fragmentados y contorsionados, cuando menos los más antiguos: si pensamos que Asia, enorme cantera de hombres, nos ha dado hasta la fecha bien pocos restos antropológicos — apenas unas decenas de synanthropo—, ¿cómo podemos pretender esbozar con seguridad matemática el largo camino de la humanidad? ¿Cómo podemos arrogarnos el derecho de poder decidir si el hombre — en lo relativo a su cuerpo — deriva de seres desprovistos de inteligencia o, por el contrario, ha sido creado directamente ex novo? En lo referente al espíritu humano, con toda seguridad cabe aseverar que no puede proceder de las fuerzas constitutivas de la materia, pues no es bajo ningún aspecto ni materia ni energía material. Si el Magisterio de la Iglesia deja en libertad de creer, bien que el cuerpo humano (nunca el espíritu) puede derivar de transformaciones producidas por Dios en el cuerpo de algún ser preexistente, bien que haya sido formado ex novo, lo hace no por tener precisión de que las ciencias naturales den su respuesta para resolver el problema, sino simplemente porque tal cuestión resulta opinable 41, siendo su doble respuesta posi-

255

41 La enciclica Humani generis dice: «Quamobren íücclesiae Magisterium non prohibet quominus evolutionismi doctrina, quatenus nempe de humani corporis origine inquirit ex iam existente ac vívente materia oriundi—ánimas enim e Deo immediate creari catholica fides nos retiñere iubet — prohodierno humanarum disciplinarum et sacrae theologiae statu, investigationibus ac diputationibus peritorum in utroque campo hominum pertractetur; ita quidem ut rationes utrlusque opinionis, faventium nempe, vel obstantium, debita cum gravitate, moderatione ac temperantia perpendantur ac diiudicentur; dummodo omnes parati sint ad Eclesiae iudicio obobtemperandum, cui a Christo munus demandatum est et Sacras Scripturas authentice interpretadi et fldei dogmata tuendi. Hanc tamen disceptandi Hbertatem nonnulli teme-

256

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

EL HOMBRE FÓSIL

ble — en un sentido o en otro—-conciliable con el patrimonio de nuestra fe. Como creyentes, somos libres de adherirnos a una u otra hipótesis; pero como cultivadores de la ciencia tenemos la obligación de investigar cuál fué la ascendencia del hombre. Dada la fragmentariedad de los conocimientos modernos, ligereza imperdonable sería presentar como resuelto definitivamente el problema, siendo así que no disponemos sino de una mínima parte de los datos necesarios para su resolución. El científico que sea precipitado en exceso, al elaborar sus juicios, bien difícilmente podrá eludir despistes humillantes. Recuérdese siempre que todo principio puede tener excepciones. Si con frecuencia podemos clasificar a un individuo conociendo un solo diente suyo, no siempre puede dar resultados suficientes tal estudio: pruébalo, con amarga experiencia, la anécdota de aquel paleontólogo que clasificó, como perteneciente a algún hombre pleistocénico, el diente único hallado en un fragmento de mandíbula descubierta el año 1879 en Wellington (Nueva Gales del Sur)... ¡pudiendo

luego Finlayson demostrar que se trataba del cuarto premolar de un canguro! Nadie sabe durante cuantos años será imposible prácticamente definir cuál fué la forma humana primera que apareció sobre la tierra y a través de qué vicisitudes se desenvolvieron las razas de homínidos, los extinguidos y los actuales: lógico parece, empero, suponer que sólo el perfeccionamiento en los métodos de datación y, sobre todo, el hallazgo de fósiles nueyos posibilitarán el que penetremos en el reino de este misterio.

r a r i o u s u t r a n s g r e d i u n t u r , c u m ita sese g e r a n t q u a s i ipsix h u m a n i corporis origo ex i a m exsistente ac v í v e n t e m a t e r i a p e r indicia h u c u s q u e r e p a r t a ac p e r ratiocinia ex iisdem indiciis deducta, i a m certa o m n i n o si ac d e m o n s t r a t a , a t q u e ex divinae revelationis fontibus nihil h a b e a t u r , quod in h a c r e m a x i m a m m o d e r a t i o n e m et c a u t e l a m exigat. »Cum v e r o de alia coniecturali opinione agitur, videlicet de polygenismo, q u e m vocant, t u m Ecclesiae fllii eiusmodi lib é r t a t e m i n i m e f r u u n t u r . Non e n í m christifideles e a m sentent i a m amplecti possunt, q u a m qui r e t i n e n t a s s e v e r a n t vei post A d a m hisce in t e r r i s v e r o s n o m i n e s extitisse, qui n o n ab eodem p r o u t i o m n i u m p r o p t o p a r e n t e , n a t u r a l ! g e n e r a t i o n e o r i g i n e m d u x e r i n t , vel A d a m significare m u l t i t u d i n e m quamdam protoparentum; cum nequáquam appareat quomodo humsmodi s e n t e n t i a componi q u e a t c u m iis q u a e fontes r e v e l a t a e v e r i t a t i s et acta Magisterii Eclesiae p r o p o n u n t et peccato originali, quod procedit e x peccato v e r é comisso a b u n o Adamo, q u o d q u e g e n e r a t i o n e in o m n e s t r a n s f u s u m , inest unicuique proprium.» A. A. S., 2 s e p t i e m b r e 1950, p. 576.

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259

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

261

del alma humana, etc., con las consecuencias que —* en lo teórico y lo práctico, en lo individual y lo social, en lo religioso y lo moral — fácilmente pueden imaginarse. Consideraremos ahora, brevemente, esta filosofía de la ciencia, con sus negaciones de lo metafísico, lo divino y lo religioso. Luego veremos por qué resulta insostenible y por qué convierte en imposible hasta a la propia física sobre la cual debería basarse. 1. Principios

del positivismo

lógico

CAPÍTULO VIII

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA: EL POSITIVISMO LÓGICO 1. Principios del positivismo lógico. — 2. Desarrollo del positivismo lógico. — 3. La eliminación de la metafísica y las ciencias experimentales. —> 4. Crítica del positivismo lógico. Así como en el siglo xix el desarrollo de la ciencia condujo a la creación de una filosofía científica, o sea el positivismo de A. Compte, así la continuación de ese desarrollo en el siglo x x — que tanto ha influido en lo humano y en lo social — ha determinado otra filosofía científica de renovado positivismo, que en sustancia parte de los mismos principios y posee el mismo espíritu que el positivismo clásico. De esta suerte la filosofía científica contemporánea, que pretende ser un desarrollo lógico de la ciencia, sitúase por esencia como negación del conocimiento científico y como afirmación exclusiva del conocimiento físico experimental. Tal es el concepto central, bien cabe asegurarlo, de este neopositivismo en su faceta filosófica: la negación de la metafísica; y con ella, la negación de todas las realidades y todos los problemas que integran su objeto; en particular, negaciones de Dios,

Este nuevo positivismo es una corriente filosófica iniciada oficialmente hacia 1928. Su propósito fué enunciado en una proclama que anunciaba la fundación del Círculo de Viena, der Wiener Kreis (Wissenschaftliche Weltauffassung. Der Wiener Kreis, Viena 1929; pp. 15 y ss.). He aquí sus intentos: 1) Asegurar la fundamentación de la ciencia; 2) demostrar que toda metafísica carece de significado. Pese a que han existido otros muchos sistemas filosóficos que han repudiado la metafísica, el carácter de la nueva escuela es precisamente el uso del análisis lógico (es decir, el logístico) para demostrar las tesis positivistas. He aquí las dos afirmaciones fundamentales del positivismo lógico: 1) las proposiciones con contenido existencial encierran una referencia exclusivamente empírica; y 2) esta referencia empírica puede ser probada siempre mediante el análisis lógico del lenguaje científico. Intentando señalar precedentes históricos a esta nueva filosofía, cabe pensar en Hume, quien combatió con vigor la metafísica y convirtió las afirmaciones concernientes a hechos en afirmaciones experienciales. Luego Leibniz distinguió entre verdades de hecho y verdades de razón, mientras Kant, a su vez, volvió a combatir la metafísica: tras todo ello, Comte creó el positivismo y Mach lo extorsionó hasta su forma extrema. Mas todos esos autores siguieron influidos, cuando

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RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

menos, por residuos de metafísica y de psicologismo. En cambio, el positivismo lógico — para construir una filosofía del todo «ametafísica» — ha decidido adoptar la lógica simbólica. Varias han sido las corrientes científicas y filosóficas más recientes que han preparado el terreno para el desarrollo del positivismo lógico. Henos acá ante los cuatro elementos científicos diversos que más han contribuido a este respecto: 1) Estudios sobre la axiomática de la geometría, culminantes en la obra de Hilbert Grundlagen der Geometrie (1899). 2) Secular discusión en torno al éter y a la acción a distancia, resuelta por el artículo de Einstein Elektrodynamik bewegter Koerper (1905), que dio inicio a la teoría de la relatividad. 3) Cuestión sobre la naturaleza de los números y sobre la verdad de la matemática, dilucidada en parte por N. Whitehead y B. Russell en sus Principia mathematica (1910-1913). 4) Cuestiones sobre el concepto de lo subjetivo en sus enlaces con los de inteligencia, mente, alma, emoción y conciencia, esclarecidas por el «behaviorismo» de J. B. Watson, en la obra Behaviour: an introduction to eomvarative psychology (1914). Tales estudios y obras ofrecían amplios contenidos filosóficos, sirviendo para determinar cuanto la ciencia puede decir y cuanto la filosofía, según se suponía, no podía decir: esbozándose así una vía para esclarecer la separación entre cuestiones científicas de hecho y cuestiones relativas al lenguaje científico. Vióse con ello que el éxito en las investigaciones científicas era debido a clarificaciones mediante análisis de lenguaje. En particular fueron muy instructivos los métodos adoptados en las obras antes enumeradas. Los trabajos de Hilbert, Whitehead y Russell enseñaron métodos definitorios, mediante axiomatización, y que las definiciones de términos mediante tal método no tienen valor sino dependientemente de los correlativos axiomas. Los

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

263

trabajos de Einstein y Watson, por su parte, instauraron el análisis operacional: es decir, enseñaron a definir los conceptos científicos, indicando métodos y medios experimentales, con los que tales conceptos vienen precisados y definidos. Los precedentes filosóficos inmediatos de este positivismo pueden hallarse en los escritos de G. E. Móore y de B. Russell. Más importante, empero, ha sido el influjo de Ludwig Wittgenstein, discípulo de Russell, con su ya famoso Tractatus Logico-Philosophicus (1922). He acá sus tesis primordiales: 1) El carácter tautológico de la lógica y la matemática, ciencias que son complejos de proposiciones deducibles de algunos axiomas, según leyes de transformación ; viniendo, leyes y axiomas, tomados como postulados indemostrables (Tractatus, 6.1 y 6.2). 2) El lenguaje es una imagen de la realidad y el análisis del primero implica análisis de la segunda; y la habilidad en establecer qué especie de lenguaje es la más adecuada para representar la realidad es precisamente lo que puede ser denominado conocimiento en la ciencia (Ibid 4.01, 5.6, etc.). 3) E n sentido estricto, nada puede decirse sobre esta relación entre lenguaje y realidad. El lenguaje nada puede decir sobre la propia representación de la realidad por parte del lenguaje (Ibid., 4.121). De ahí que las afirmaciones filosóficas no debieran ser formuladas (Ibid., 6.54, 7). En su prefacio al libro de W i t tgenstein, Russell sugiere la idea de un metalenguaje, con posibilidades para describir el lenguaje (Ibid., p. 23". edición 1949). Esta idea ha sido desenvuelta por Goedel, Tarski y Carnap. En 1928 quedó fundado el Círculo de Viena. Carnap selecciona, entre sus miembros, a los siguientes: G. Bergmann, H. Feigl, P. Franck, F. Goedel, H. Hahn, O. Neurath, M. Schlick y F. Waismann. A este respecto, G. Bergmann observa que todos los defensores del positivismo lógico podrían convenir

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en cuatro puntos (localizables los cuatro en el Tractatus logico-philosophicus)1: 1) Concepción, a lo Hume, de la causalidad y la inducción. 2) Carácter tautológico de las verdades matemáticas y lógicas. 3) Identificación entre filosofía y análisis lógicoformal. 4) Exclusión de la metafísica.

«principio de significancia» de Schlick: la verificación, en tanto que significado de una proposición, resultaría ser así únicamente posible, aun cuando no fuera efectuable actualmente. Este nuevo concepto de «verificabilidad en principio» permite ante proposiciones científicas pasadas o futuras, hacerlas significativas, quedando sólo sin significado las proposiciones metafísicas. Carnap ha explicado este punto en un célebre artículo, Ueberwindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache (1931), en el que intenta demostrar que las proposiciones metafísicas carecen de significado y deben ser desechadas. La filosofía de estos dos autores quedó aceptada cual negación de la metafísica, mas sin llegar a diluir plenamente la filosofía en la ciencia. A Neurath, la apelación de Schlick al dato inmediato de experiencia parecióle — en su pretendido aspecto de base para el discurrir significante—un residuo de metafísica. Por ello propuso un «fisicalismo radical» que, liberándose de todo dato, adoptara como base empírica del discurrir científico las proposiciones, elementales o protocolarias, formuladas por los científicos en un ambiente cultural determinado. Así, el análisis lingüístico no transcendería ya al lenguaje — cual complejo de sonidos y de signos escritos —, permitiendo colocar a la ciencia sobre un plano objetivo e intersubjetivo. Resultó así un programa de ciencia unificada, con la indicación de un lenguaje unitario, el lenguaje de la física o «fisicalista», el cual es objetivo e intersubjetivo, por estar formado de predicados observables, y debería ser aplicado a todas las ciencias. Cuando se sitúan, en cambio, para fundamentar el discurrir científico, no ya proposiciones sobre datos inmediatos, sino proposiciones «protocolarias», tal discurrir queda privado de absolutez. En efecto, dentro del fisicalismo, la verificación de proposiciones no es realizada ya mediante datos inmediatos experimentales, sino mediante confrontaciones con otros enunciados, quedando siempre en el terreno lingüístico. La verdad

264

2.

Desarrollo del positivismo

lógico

La primera síntesis neopositivista ha sido obra de M. Schlick y R. Carnap, quienes construyeron su wissenschaftliche Weltauffassung a base de los temas del empirismo, de la lógica simbólica y del análisis del lenguaje de Wittgenstein. M. Schlick, alardeando de motivos tomados del análisis del lenguaje, intenta eliminar las pretensiones de la metafísica tradicional — que la convertían en superciencia — y demostrar que, en el discurrir científico, agótase la actividad teorética del hombre. La expresión lingüística y científica de los datos de experiencia es esencial para pasar de la comprobación al conocimiento; por otra parte, el significado de una proposición consiste en el método de su verificación (principio de significancia). Por todo ello, el programa de Schlick es semántico, un intento de coordinación entre los símbolos lingüísticos y los datos sensoriales. Por otra parte, en su obra Der logische Aufbau der Welt (1928), R. Carnap indica cómo sea posible construir los conceptos usados cotidianamente en la vida ordinaria y en la ciencia, partiendo de los datos de la experiencia vivida, mediante una interpretación suya del 1 Cfr. T. STORER, An Analysis oj logical positivism, en «Methodos», 1951, III, pp. 252 s.

2'65

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de una teoría depende entonces no de la correspondencia con el dato empírico, sino de la coherencia interna de las proposiciones. Siendo, pues, las proposiciones protocolarias análogas a las otras bajo este aspecto, toda proposición concreta del lenguaje fisicalista puede ser tomada cual proposición protocolaria a base de un convenio decisorio. En este orden de ideas, Carnap modificó el criterio de verificabilidad y prefirió hablar más bien de confirmabilidad (Testability and meaning, 1936), por cuanto ésta — en una proposición sintética — viene indicada por su coherencia con el discurrir científico. En esta segunda fase del despliegue del neopositivismo, el factor empirista pasa a segunda línea y adquiere importancia el concepto de «convención»: más que el problema semántico propio de la fase primera — el de la correspondencia entre símbolos lingüísticos y datos —, considérase ahora la logicidad interior del discurrir científico. El problema no es ya semántico, sino sintáctico, o sea, problema de conexiones formales entre expresiones lingüísticas. Para profundizar en esto escribió Carnap la obra Logische Syntax der Sprache (1934), que representa la contribución más importante aducida a la fase segunda del neopositivismo, en la que Carnap afirma la posibilidad de elección libre entre los sistemas formales de lógica: no existe ya el problema de la justificación, sino sólo el problema de la elección y de sus consecuencias lógicas. Carnap extiende este convencionalismo lógicotécnico al campo general del conocimiento científico del mundo, para eliminar todo residuo de misticismo y absolutismo, subsistentes aún en la primera fase del neopositivismo. Con ello, los problemas filosóficos — aquellos que no sean meras expresiones de estados afectivos- devienen problemas lógicos, mientras la lógica de la ciencia constituye el residuo único de la filosofía. Tras esa segunda fase europea del neopositivismo surgió la fase americana. Por un lado, el empirismo semántico de la fase pri-

mera implicaba un retorno a la metafísica de la relación entre pensamiento y ser, retorno contenido en el enlace entre lenguaje y datos. Por otro, el convencionalismo sintáctico, al ser ubicado como principio general, devenía un canon absoluto, que implicaba diversas asumciones filosóficas, surgiendo así de nuevo la problemática metafísica: esta segunda fase acabó por llegar a un formalismo vacío, desconocedor del propio problema que había originado la problemática del conocimiento científico del mundo. Por ello, cuando las vicisitudes políticas europeas dispersaron los núcleos vienes y berlinés, el neopositivismo resurgió en América, donde habíanse refugiado sus más notables representantes, buscando superar las dificultades de la fase sintáctica con las aportaciones del pragmatismo americano y con motivos de la escuela lógica polaca, iniciándose así la «fase americana» del neopositivismo: A. Tarski y R. Carnap intentarán ahora una semántica lógica, mientras C. Morris unirá muchos temas del pragmatismo americano con la concepción científica neopositivista del mundo 2 .

266

267

# # *

Desarrollo particular del positivismo lógico es el alcanzado en Cambridge y Oxford tras las lecciones dictadas por Wittgenstein en Oxford, a partir de 1930. Desarrollando algunos conceptos contenidos en las Phüosophische Untersuchungen, colección postuma de varios escritos de Wittgenstein, la llamada «filosofía de Oxford» o «filosofía analítica» hace una severa crítica del neopositivismo de la Escuela de Viena, en especial porque presupone que existe un mundo dado y que se dan de él representaciones más o menos fieles. Los oxonienses sostienen una particular doctrina 2 Cfr. F . BARONE, Neopositivismo, en «Enciclopedia iilosolica», vol. III, Venecia-Roma, 1957, ce. 857-873.

268

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

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del lenguaje, el language-game, o sea el idioma considerado conjuntamente con las acciones entre las que aparece, como parte de una actividad y forma de vida: «la expresión language-game — observa Wittgenstein — quiere poner de relieve el hecho de que hablar un lenguaje es parte de una actividad o de una forma de vida» 3. No es justo, por tanto, considerar al idioma como un complejo de símbolos referidos a realidades simbolizadas. El lenguaje es un «instrumento», cuyo uso viene indicado por reglas. Este concepto es muy importante: el idioma puede ser usado con muchos propósitos, para comunicarse, para expresar sentimientos o deseos, etc. Hablar un lenguaje es siempre algo más que el ligamen entre palabras y cosas significadas. De este modo el elemento primero del lenguaje es la proposición, o sea un retazo de lenguaje que posee sentido, no la idea o el concepto. La proposición implica el contexto mínimo para fijar modos de uso de palabras en el lenguaje. Otra noción por ello muy importante, para los oxonienses, es la «regla» de uso. Las reglas constituyen los significados y, por ende, el lenguaje: su significado es su modo de uso y éste viene determinado por las reglas. El uso ordinario, en el «lenguaje ordinario», es el criterio para juzgar de los usos del lenguaje. Aplicar palabras sin atender a su uso reglado causa confusiones y perplejidades. Cuando la palabra es sacada de su ordinario juego lingüístico y proyectada allende, sin reglas, viene tergiversada. Por ello la filosofía extrae sistemáticamente las palabras de su juego lingüístico, las aplica prescindiendo de acciones y circunstancias — entre las cuales es como surgen las palabras —, y por eso las tergiversa. En realidad la filosofía no existe. Los problemas filosóficos surgen de confusiones lingüísticas: el filósofo, o sea el analista, deberá inten-

tar exactos análisis de las expresiones que plantean los problemas filosóficos, desapareciendo así las confusiones y esclareciéndose los problemas. «La filosofía — termina observando Wittgenstein— es una batalla contra el encantamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje»". La filosofía, al construirse, se destruye. De esta suerte la «filosofía de Oxford» reaviva la batalla contra la metafísica, iniciada por el positivismo lógico de la Escuela de Viena, con la doble acusación de transgredir las reglas «sintácticosemánticas» y de no responder al principio de verificabilidad, incluso interpretándole según las exigencias del análisis del lenguaje 5 .

8 L. WITTGENSTEIN, Phüosophische m e r o 23.

Untersuchungen,

nú-

269

3. La eliminación de la metafísica y las ciencias experimentales En el desarrollo del neopositivismo hemos advertido que un problema fundamental era la eliminación de la metafísica del discurrir científico, pese a lo cual la metafísica resurgía con insistencia en los mismos principios del neopositivismo. Ésta fué una de las motivaciones que estimularon el tránsito de la fase primera a la segunda y, luego, a la fase americana; incluso la filosofía analítica de Oxford ha venido estimulada por ese problema. Mas cabe preguntarse: ¿Consigue verdaderamente el positivismo lógico eliminar a la metafísica de la ciencia? Uno de los intentos más interesantes, en tal sentido, es el ofrecido por Carnap. En el artículo — célebre ya — donde expone tal intento", Carnap observa que 4

Op. cit., n. 109. Cfr. sobre filosofía analítica, J. O. URMSON, Philosophical analysis: its development between the two wars, Oxford, 1956; F. ROSSI-LANDI, Sulla mentalitd della filosofía analítica, en «Kivista filosófica», 1955, pp. 48-63. 6 R. CARNAP, Ueberwindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache, en « E r k e n n t n i s » , II, 1031, p p . 219241. 5

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

han existido muchos enemigos de la metafísica en la historia de la filosofía; unos la han llamado falsa, por oponerse a la experiencia; incierta otros, por sobrepasar los límites del conocer humano; y muchos, en suma, la denominan inútil, con referencia a los objetivos prácticos. Carnap piensa que la lógica moderna ha dado, a la secular cuestión del valor de la metafísica, una respuesta nueva y mejor, a través de las búsquedas de la «lógica aplicada» o de la nueva «teoría del conocimiento». Intenta con ello establecerse que, mediante la moderna lógica, puede esclarecerse finalmente el concepto de ciencia, mientras toda la esfera conceptual perteneciente a la metafísica queda sin significado: la metafísica habría sido radicalmente superada por la lógica moderna. «Una serie de palabras que, en un particular lenguaje prefijado, no forma proposición ninguna» 7 carece de significado: tal serie es una proposición aparente; y Carnap afirma que las proposiciones metafísicas quedan reducidas, por el análisis lógico, a proposiciones aparentes. Dos elementos cabe distinguir en el lenguaje: 1) vocabulario, o palabras con significado; 2) sintaxis, o reglas que indican cómo deben formarse aquellas series de palabras que son las proposiciones. Y existen dos motivos por los que las proposiciones son aparentes: I) porque las palabras no tengan significados comúnmente aceptados; y II) porque las palabras, aun teniendo significados en común, estén ordenadas de modo contrario a las reglas de la sintaxis. E n realidad de verdad, la metafísica ofrece proposiciones sin significado en estos dos sentidos, hasta quedar constituida por ellas. I. Una palabra que posee un significado indica un concepto: si no indica concepto ninguno surgen les

seudoconceptos. Para comprender cómo pueda acaecer esto último obsérvese que cada palabra en principio posee un significado: mas puede ocurrir que, en el decurso del tiempo, lo pierda sin adquirir otro; surge así el seudoconcepto. Carnap observa que, para determinar el significado de alguna palabra, es preciso considerar cómo viene usada en las proposiciones elementales, o sea en las más simples, y comprobar después cómo éstas pueden vincularse con la verificación experimental: mientras el primer requisito afecta al análisis lógico del lenguaje, el segundo afecta, en cambio, al principio fundamental del positivismo, de rígida vigencia, que lo reduce todo a la experiencia. El punto fundamental de ese análisis es la afirmación positivista de que el conocimiento único es el sensible: cualesquiera conocimientos que no se reduzcan a los sensibles quedan excluidos. Pasemos ahora a considerar algunos vocablos de la metafísica carentes de sentido. Por ejemplo, la palabra «principio». Preguntáronse los hombres: ¿Cuál es el principio del mundo? Respondió la metafísica: Agua, número, movimiento, espíritu, etc. Para ver lo que significa «principio», es preciso comprobar bajo qué condiciones serán verdaderas o falsas las proposiciones cuya forma sea la siguiente: «X es el principio de Y». Tal proposición significa que «Y surge de X», que «el ser de Y está contenido en el ser de X», que «Y se establece por medio de X», etc. Preguntemos: ¿Y sigue a X en sentido empírico? La metafísica responderá que no siempre: así, en la cuestión del principio del mundo, la respuesta será negativa, pues no es una cuestión física. De esta suerte la palabra «principio» adquiere significado metafísico, no establecido con criterio empírico ninguno, no verificable y, por ende, no existente en la realidad: tal palabra, que originariamente significó comienzo en sentido físico, ha perdido el primitivo sentido sin adquirir otro ninguno verificable ; ha devenido un seudoconcepto. Algo análogo puede decirse de la palabra «Dios».

270

7

R.

CARNAP, op.

cit.,

p.

220.

271

272

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Carnap divide la historia de esta palabra en tres fases : 1) Período mitológico. Dios indica una esencia corporal o espiritualanimística, visible empero y experim e n t a b a empíricamente; 2) Período metafísico. Dios indica un ser supraempírico y espiritual, perdiendo su primitivo significado, sin adquirir otro empíricamente verificable, y resultando por ello un seudoconcepto. En este caso la proposición elemental adquiere la forma «X es Dios». Pero la metafísica es incapaz de decir si existen o no objetos que puedan ponerse en el lugar de X; 3) Período teológico. Dios ofrece aquí un significado intermedio entre los dos precedentes. Análisis similares podrían hacerse .de las palabras alma, idea, absoluto, incondicionado, cosa en sí, esencia, yo, nada, etc., llegando siempre a la conclusión de que son palabras sin significado. II. Consideremos ahora el significado de las proposiciones. 1) Algunas contienen palabras sin significado y por ello carecen de significado. V. gr.: «Twas brilñng and der slither», ndarluddo dul robti>, etcétera 2) Otras contienen palabras significantes, pero agrupadas sin establecer significados. Por ejemplo: a) César es E ; b) César es un número primo. La primera proposición carece de sentido por no observar las reglas de la sintaxis; la segunda carece de sentido también (lo correcto sería decir: César es un general), pues aunque observa las leyes de la sintaxis, parece olvidar que el ser número primo es propiedad de números y no de hombres; nada nos dice tampoco, por tanto, que pueda ser verificado; o mejor aún, es también inverificable y carente de significado. En estos ejemplos, fácil resulta descubrir la ausencia de significado; en otros casos de proposiciones metafísicas, no resulta tan fácil. Para no construir ninguna proposición sin significado, sería preciso no solamente distinguir entre sustantivos, adjetivos, etc., sino además establecer algunas subdivisiones tras esas distinciones Por ejemplo, entre los sustantivos, discriminar los referentes a cuerpos, propiedades, números,

273

etcétera. En un lenguaje lógicamente perfecto, la metafísica no podría formular proposición ninguna, dado que en él no serían posibles proposiciones sin significado: tal es precisamente el objetivo de la sintaxis lógica, imposibilitar ilusiones en metafísica. * * * La metafísica no es quimera o fábula: fábulas y quimeras son falsas, pero poseen significados. Tampoco es una superstición, porque ésta es imposible entre series de palabras no significativas. Tampoco es una hipótesis de trabajo, porque no guarda relación ninguna con proposiciones empíricas. Tampoco, en suma, sería posible que alguna mente más poderosa que las humanas consiguiera otorgar sentido a las proposiciones metafísicas: a este respecto oigamos a Carnap: «Lo que para nosotros es inconsistente, sin sentido, no puede devenir significativo con la ayuda de otro, aun cuando fuera conocedor de cuanto se quiera. Por ello, ningún dios y ningún diablo pueden ayudarnos a elaborar metafísicas». «Was für uns unverstehbar ist, sinnlos ist, kann uns nicht durch die Hilfe eines andern sinvoll werden, und wüsste er noch so viel. Daher kann uns auch kein Gott und kein Teufel zu einer Metaphysik verhelfen» s. E n conclusión la metafísica no puede ofrecer proposiciones significantes a causa de su propio método: intenta explorar el campo del conocer, que es inaccesible a la ciencia empírica; y con ello deviene inverificable, o sea, sin significado. En efecto: «El sentido de una proposición es el método de su verificación. Una proposición dice sólo aquello que es en ella verificable. Por ende, una proposición, si en general significa algo, significa precisamente una realidad empírica. Aquello que, en principio, yace más allá de toda expe-

8

R. CARNAP, op. cit., p. 233.

18.— MASI. — Religión, ciencia.

274

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

riencia, no puede ser ni afirmado, ni pensado, ni interrogado» °. Existen proposiciones que, en su misma formulación, son siempre verdaderas (tautologías en el sentido de Wittgenstein), constituyendo la lógica y la matemática. Otras son la negación de las precedentes, por necesidad falsas: son sus contradictorias. Las restantes son verdaderas o falsas, según su dependencia de las proposiciones protocolarias, y proposiciones no existen otras con significado: no existen, por ende, en lo especulativo, ni una metafísica ni una teoría del conocimiento. Carecen, en consecuencia, de significado las metafísicas realista, idealista, solipsista, fenomenista, etcétera. Cabe, pues preguntar: Si la metafísica no existe y si las proposiciones significantes incumben o a la lógica, o a la matemática, o a las ciencias experimentales, ¿sobre qué trata la filosofía? He aquí la respuesta: A la filosofía le está reservado un método, o sea el análisis lógico. Mientras las ciencias experimentales buscan verdades experimentales, la búsqueda de la filosofía está en esclarecer el significado de las proposiciones que enuncian los hechos experimentales. Rinde así la filosofía un doble servicio: negativamente, como análisis lógico, elimina los seudoconceptos y las seudoproposiciones; positivamente esclarece los conceptos y las proposiciones significantes, para la fundamentación lógica y sintáctica de la ciencia experimental y de las matemáticas. El objetivo del análisis lógico y sintáctico es precisamente la «filosofía científica». Esta misma doctrina viene expresada, por Carnap, en su trabajo Logische Syntax der Sprache (trad. ingl. — Londres, 1951—•, pp. 277 ss.). E n el campo teorético, nos advierte, existen problemas de objeto y problemas de lógica. Los primeros, si afectan a objetos de

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las ciencias experimentales, pertenecen a esas ciencias, mientras que si afectan a objetos no experimentales son seudoproblemas metafísicos. Los segundos afectan a la contracción de las mismas proposiciones que indican hechos — proposiciones, términos, conceptos, teorías, etc. —; estos problemas constituyen la lógica de la ciencia, que sustituye a la fallecida metafísica. ¿Qué ocurre con la ciencia experimental en este orden de ideas? I0. Según el positivismo lógico o neopositivismo, la ciencia experimental viene entendida como una negación explícita total de la metafísica. La ciencia tiene por objetivo encontrar nuevos datos experimentales: éstos son expresados en proposiciones, las cuales vendrán luego analizadas por la filosofía, reducida a análisis de lenguaje. La ciencia, por ende, debe ser entendida en su sentido experimental: todo cuanto la experiencia afirma y nada más. Las leyes físicas son expresión, en consecuencia, de regularidades de fenómenos experimentadas en el pasado y válidas verosímilmente en el futuro. Mas la validez en el futuro no resulta demostrable: la ley es, por ende, pura expresión lingüística, que sintetiza hechos observados, sin asegurar su verificación incluso en el futuro. La teoría científica posee un consiguiente sentido ametafísico: no intenta decir cómo están las cosas en la realidad, sino que excluye positivamente tal intencionalidad; es sólo una síntesis lógica de leyes físicas, de la cual sea posible deducir, con deducción lógica y matemática, expresiones que se vinculen luego con la experiencia; quiere sólo sintetizar los resultados de medida, sin interesarse por las cosas mismas n .

10

Cfr. General VOUILLEMIN, Science et philosopliie, Fa1945, e s p e c i a l m e n t e el capítulo «Loi et théorie», p. S9 s. S o b r e positivismo lógico cfr. C. FABBO, e n Storia delta filosofía, Roma, 1954, p p . 703 ss.

rís,

11

9

R.

CARNAP, op.

cit.,

p.

236.

275

276

4.

RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Crítica del positivismo

lógico

El positivismo lógico ¿consigue realmente suprimir toda huella de metafísica del saber humano? A mayor abundamiento ¿consigue construir una ciencia experimental prescindiendo totalmente, y excluyendo positivamente todo elemento metafísico hasta en lo más mínimo? Esto es, precisamente, lo que requiere contestación y lo que alcanza al corazón mismo de la nueva filosofía científica. Muy curioso resulta el hecho de que quienes, con actitud crítica — la máximamente crítica entre las posibles —, quieren rebelarse ante toda especie de dogmatismo, no se dan cuenta de ser ellos mismos dogmáticos, y de la peor especie. El neopositivismo, con una crítica aristada, intenta eliminar toda metafísica; mas esa crítica, aunque en apariencia de logicidad férrea, oculta puntos débiles; tiene valor en cuanto depende de la odiada metafísica, a la que quisiera expulsar del reino de la filosofía. Tal es la ironía de la antañona metafísica, que sabe hacerse indispensable hasta a sus propios adversarios y, expulsada por la puerta, regresa por la ventana, según suele decirse. I. Comencemos ahora por observar cuál es el complejo del saber del positivismo lógico, tras haber eliminado a la metafísica. Por una parte, existen las ciencias positivas, que tienen por objetivo descubrir datos experimentales. Por otra, están la lógica y la matemática, que estudian las proposiciones tautológicas. Por último, surge la lógica de la ciencia, o sintaxis del lenguaje científico (filosofía), cuyo objetivo es esclarecer las proposiciones que expresan los resultados de las ciencias experimentales y descubrir las seudoproposiciones (las metafísicas) para eliminarlas. El complejo de estas doctrinas constituye el saber positivo en sentido

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

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total, sin residuo de metafísica, en el cual puede alcanzarse perfección en exactitud y en claridad l 2 . Mas cabe preguntar si es cierto que, en tal saber positivo, queda eliminada toda huella metafísica. Para referirnos a algún punto particular: en la metodología científica — la aplicada, por ejemplo, a la física, o a la biología, etc. —, aun siendo parte esencial del saber positivo, ¿no está acaso contenida alguna base metafísica? Cuando el físico busca una ley supone que existe algo por buscar y que aun no ha sido hallado: supone que existe, cuando menos, un mundo físico independiente del experimentador y de su experimentar. Además, cuando afirmo que los Curie hicieron los primeros descubrimientos sobre radiactividad, supongo que algo ha sido hallado y medido independientemente de mi experiencia. Neopositivistas y positivistas, en cambio, intentan crear objetos de búsqueda para la ciencia, no presupuestos por la experiencia, sino que dependan de la experiencia: pese a todos sus esfuerzos, la exigencia metafísica de algo se impone; tanto más porque el método científico prescinde, de hecho, de la construcción filosófica de cualquier objeto, y se remite con inmediatez a las ideas de la metafísica común y natural, sin la cual la física y las restantes ciencias pierden el evidente significado propio. II. El carácter estrictamente empirista del positivismo lógico viene determinado por el conocido criterio de verificabilidad. Wittgenstein había ya sostenido que el significado de una proposición depende de la experiencia que la muestra cual verdadera o falsa, careciendo de significado toda proposición que no corresponda a una experiencia posible 13. De manera más precisa, Carnap asevera:

12 M. SCHLICK, The future of philosophy, en «Seventh international congress of philosophy», Oxford, 1930, pp. 112 ss. 13 Tractatus logico-phüosophicus, 4, 2.

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RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA

«der Sinn eines Satzes in der Methode seiner Verification liegt»; el significado de una proposición consiste en el método de su verificación ". El criterio de yerificabilidad, en sustancia, implica decir que solamente aquello que es experimentable posee significado: la metafísica, por ocuparse de objetos suprasensibles y no experimentabas, carece de significado. Prescindo del hecho de que este principio no ha sido demostrado, pues antes debería demostrarse que la única fuente de conocimiento es la experiencia sensible ; y prescindo de la consideración de que el principio priva de sentido a las proposiciones generales de la ciencia, por ejemplo, a las leyes naturales. Así, este principio abraza las nociones de «observable» y de «verificación experimental»; por tanto, estas nociones vienen tomadas en préstamo por la metodología de la ciencia experimental. Quedó además observado, ya que la ciencia experimental, aun inconscientemente, aplica las nociones de la metafísica común; por ende, dentro del mismo principio de verificabilidad quedan ocultos conceptos metafísicos 15. III. Afrontemos el neopositivismo desde otro punto de vista, mediante una rcductio ad absurdum. Como consecuencia del principio de verificabilidad, que establece un positivismo a ultranza, sólo lo experimentable es significante: la realidad queda por ello contenida dentro de toda experiencia posible y nada existe fuera de ella. Mas es preciso considerar que la experiencia es personal, estrictamente personal y subjetiva: yo experimento, en sentido propio, solamente mis impresiones, sin saber nada de lo que les corresponde fuera, o sea en las cosas. Además, esta realidad exterior no

14 Ueberivindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache, en « E r k e n n t n i s » , II (1931), p. 236. 15 Vide T. STORES, An Analysis of logical positivism, en «Methodos», I I I (1951), pp. 251 ss

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existiría, precisamente porque me sería inaccesible: el color rojo es, para mí, la impresión que experimento al ver aquella parte del arco iris a la que precisamente nosotros, los hombres, llamamos rojo; mas tal impresión es mía, incomunicable a los otros hombres y no parangonable con la impresión que otros hombres experimentan al contemplar la misma parte del arco iris. Por lo tanto, mi rojo podría diferir del rojo de otros: el ejemplo del daltonismo esclarece este razonamiento. El neopositivismo, al querer crear un fundamento lógico para la ciencia, elimina así la objetividad y la posibilidad de la comunicación intersubjetiva, que son esenciales a la ciencia. Insistiendo algo más sobre la subjetividad de la experiencia, el neopositivismo debe negar también la existencia de otros hombres y de otras mentes. Así como nada sé de ningún objeto externo si no es mediante mi experimentación, así nada puedo saber de otros hombres a no ser mediante las impresiones sensibles que de ellos tengo —