Marco Aurelio Denegri

Marco Aurelio Denegri: Lapenetración (I) Copular fue, y es, para los hombres, penetrar. Un hombre que no penetra a una m

Views 63 Downloads 3 File size 81KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Marco Aurelio Denegri: Lapenetración (I) Copular fue, y es, para los hombres, penetrar. Un hombre que no penetra a una mujer, no es hombre. Copular fue, y es, para los hombres, penetrar. Un hombre que no penetra a una mujer, no es hombre. Por Marco Aurelio Denegri. Entenderemos en el presente artículo por penetración la introducción del órgano sexual masculino en la vagina de la mujer. Sé que la relación coital no se limita a eso, pero en aras de la claridad y con propósito didáctico, la circunscribiré esta vez a la inserción vergal en la vagina. La inserción vergal en la vagina es una demostración de virilidad, una manifestación de hombría, un signo inequívoco de machez. La Naturaleza o la Filogenia había previsto la penetración y la había programado, porque sin penetración no hay perpetuación de la especie. El fin original y primario, el propósito substantivo de la penetración, fue, pues, reproductivo. Podemos suponer fundadamente que en la prehistoria los cavernícolas ignoraban ese fin y desconocían semejante propósito. Hoy mismo, digámoslo de pasada, hay muchos pueblos primitivos que no tienen ni idea de la paternidad biológica. Pero estos primitivos saben una cosa que también supieron los cavernícolas: aludo al goce que depara la copulación, o por mejor decir, la penetración, porque copular fue, para los varones de ayer, y es, para los hombres de hoy, penetrar. En el imaginario social, un hombre que no penetra a una mujer, no es hombre. Después de esta explicación se verá fácilmente que al parecerle al hombre, como le parece, lo más natural del mundo introducir su miembro en la vagina de la mujer, a ésta, según cree el varón, habrá de parecerle lo mismo. O dicho de otra manera: si el hombre atribuye a la penetración grandísima importancia: ochenta, noventa o ciento por ciento de importancia, se supone que la mujer le atribuye también la misma importancia. Es decir, él y ella concordarían respecto a la importancia de la penetración. Para los dos, supuestamente, la penetración tendría la misma importancia. Hace quince años que vengo investigando este asunto. Me había propuesto averiguar si la mujer atribuye la misma importancia que el hombre a la penetración. Comencé preguntando a las parejas que conocía, alrededor de treinta, y después solicité la colaboración de parejas de la clase popular, la clase media y la clase alta. Las indagaciones fueron muy trabajosas, habida cuenta del tema, que para las más de las personas es muy incomodante. La investigación duró varios años y logré reunir las declaraciones, informaciones, datos y noticias de quinientas parejas. Y todo con la sola ayuda ocasional de dos asistentes. No nos ayudó, por cierto, ninguna institución ni fundación, y por supuesto ninguna entidad estatal.

Hallé lo siguiente: en ninguna de estas quinientas parejas, la mujer atribuía la misma importancia que el hombre a la penetración. Entre los hombres, el porcentaje más bajo de atribución de importancia fue del setenta por ciento. La mayoría atribuía el ochenta por ciento, aunque hubo testimonios de porcentajes más altos e incluso varios correspondientes a una atribución de importancia del ciento por ciento. Entre las mujeres, el porcentaje más alto fue del cincuenta por ciento. El más bajo, diez por ciento. El promedio, treinta por ciento. De esto se deduce, clarísimamente, que la penetración es para la mujer mucho menos importante que para el varón.

Marco Aurelio Denegri: La penetración (II) Al setenta por ciento de mujeres no les gusta la penetración, y si la admiten y consienten es para la complacencia del varón. PERTUNDEANDO. Pertunda era en la antigua Roma la diosa del coito. (Mihály Zichy; Hungría; 1827-1906.) Al setenta por ciento de mujeres no les gusta la penetración, y si la admiten y consienten es para la complacencia del varón. Por Marco Aurelio Denegri. Demostré en el artículo anterior que el coito heterosexual presenta una notoria asimetría o falta de igualdad y correspondencia en lo tocante a la penetración. Al setenta por ciento de mujeres no les gusta la penetración o les gusta poco, y si la admiten y consienten es para la complacencia del varón, pero no porque a ellas realmente les satisfaga. ¿Cuáles son las causas de este rechazo femenino de la penetración? A mi modo de ver, la ignorancia, la desconsideración, la chapucería y el apuro del varón. O para expresarlo de una manera muy coloquial: el hombre no sabe meterla. Obra torpemente, apuradamente y desconsideradamente. La incompetencia sexual masculina se manifiesta ostensiblemente cuando el varón supone que él debe ser quien introduzca el pene en la vagina. Suposición que la mujer comparte, y en consecuencia se deja introducir el miembro, aunque ello la displazca. Creen ellas que ellos son copulantes diestros, creencia que se desvanece cuando las mujeres, salvo las muy tontas e ignorantes, comprueban que en la práctica los hombres son ineptos y chambones. Las paredes de la vagina, en condiciones normales de inercia funcional, se relajan y contactan entre sí. El pene, al entrar, las descontacta, y la vagina asume entonces la forma de un conducto cilíndrico.

Sabido es que nadie se rasca como uno mismo cuando una picazón molesta, o que nadie se agarra mejor que uno mismo los órganos genitales. Pues de la misma manera, nadie sabe mejor que la mujer recipiente si la verga está entrando como debe. Porque no se trata de meter, simplemente, el miembro sino de saber meterlo, para lo cual es necesario dirigirlo bien y ejercer con él la presión debida. El pene debe acomodarse en la vagina, y el acomodamiento debe hacerlo la mujer, no el hombre. Nuestra sensibilidad, esto es, la capacidad de nuestro organismo de percibir en forma de sensaciones los diversos estímulos exteriores e interiores, se divide, justamente, en sensibilidad exteroceptiva (que recibe lo de fuera) y sensibilidad propioceptiva (que recibe lo de dentro). Lo que la mujer recibe de fuera y que en este caso es el órgano sexual masculino, produce en el interior de su propio cuerpo determinadas reacciones, ora placenteras, ora displacenteras. Ella lo sabe gracias a su sensibilidad propioceptiva. El varón siente que mete el miembro y que lo sigue metiendo, pero desde luego no puede sentir lo que la mujer siente con la metida; por ejemplo, que más que metida es arremetida o embestida, vale decir, ingreso brusco y torpe, asalto, invasión del enemigo; o sin llegar a tanto, bastará que sea inconveniente la dirección con que ingrese el miembro, o indebida la presión que con él se ejerza, para que la introducción, que no debiera incomodar, resulte incomodante y dolorosa para la mujer. En resumen, la mujer es la que debe, pene en mano, introducírselo. Ella es la que debe colocárselo y acomodárselo. Ella sabrá darle la dirección que convenga y regulará la presión creciente con que el miembro, durante la introducción, vaya descontactando las paredes vaginales. La cavidad virtual que es la vagina se convertirá entonces en cavidad real.

Marco Aurelio Denegri: ¿Cuántas horas diarias es soportable un ser humano? En relación presencial, cara a cara, uno puede soportar a otro ser humano dos o tres horas seguidas; y tres o cuatro si éstas no son seguidas, sino espaciadas. Jean-Paul Sartre.(1905-1980) y Miguel de Unamuno.(1864-1936) . Por Marco Aurelio Denegri. En relación presencial, cara a cara, uno puede soportar a otro ser humano dos o tres horas seguidas; y tres o cuatro si éstas no son seguidas, sino espaciadas. Esto rige para las relaciones normales y cotidianas con familiares, amigos y parejas estables. No rige para las relaciones especiales y desorganizantes en que hay pasión, deslumbramiento, admiración, obstinación, arrebato, obcecación y frenesí; verbigracia, el enamoramiento, que implica un régimen atencional completamente anómalo. Tampoco rige para los casos de seres humanos aburridos y patéticamente desprovistos de vida interior que se reúnen horas de horas para mitigar su tedio. El gran poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1837) dijo la siguiente frase célebre que a mi juicio es verdad axiomática: "No hay nada más raro en el mundo que una persona habitualmente soportable." (*) Jean-Paul Sartre soportaba muy poco a los hombres y muchísimo a las mujeres, lo cual me extraña, salvo que las tales hayan sido como la Beauvoir, o si no precisamente como ella, al menos parecidas. "Con los hombres –dice Sartre–, una vez que se ha hablado de política o de algo parecido, gustosamente me callaría. Me parece que la presencia de un hombre durante dos horas en un día, aunque no vuelva a verle al día siguiente, es más que suficiente. Mientras que con una mujer eso puede durar todo el día y además continuar al día siguiente." Julio Ramón Ribeyro embrutecía si estaba más de tres horas con los seres humanos. "Sé por experiencia –confiesa Ribeyro– que no puedo soportar la presencia de una persona más de tres horas. Pasado este límite, pierdo la lucidez, me embrutezco, las ideas se me ofuscan y al final o me irrito o quedo sumido en un profundo abatimiento." "Algún día analizaré con calma los orígenes de mi incapacidad para la vida social. Me gustaría determinar la época exacta en que comienzo a sentirme incómodo entre mis semejantes, a sufrir su presencia como una agresión, a

buscar la soledad y el silencio. Si me remonto a los años de mi infancia, descubro que mi reserva y mi hermetismo son tan antiguos como mi uso de razón."

Don Miguel de Unamuno, en su ensayo "Leyendo a Flaubert", dice: "Me ocurre lo que al pobre Flaubert: no puedo resistir la tontería humana, por muy envuelta en bondad que aparezca. Prefiero al hombre inteligente y malo que al tonto y bueno." Y Friedrich Nietzsche, en Ecce Homo, se expresa así: "El trato con seres humanos es para mí una prueba nada pequeña de paciencia." En resumen, hay que tener mucha paciencia y tolerancia y un extraordinario aguante para soportar a los seres humanos. (*) Esto también lo sabía, y muy bien, el ilustre científico español Santiago Ramón y Cajal, que en su libro El Mundo Visto a los Ochenta Años, cuenta haber sufrido en su vejez de hipoacusia o disminución de la sensibilidad auditiva. "En cuanto a mí –dice–, prefiero mil veces la sordera a la ceguera. Aquélla me aleja del animal humano, a menudo insoportable, cuando no insidioso y hostil."