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MARCELO LUIS CAO

PLANETA ADOLESCENTE

Prefacio a la edición en la web Hacer una relectura de un texto propio luego del transcurso de un tiempo prudencial (prudencia que debe ser mensurada por cada autor, ya que no contamos con un parámetro absoluto), entraña el enfrentamiento con dos tipos de riesgos. En primer lugar, nos encontramos con los riesgos reales, aquellos que surgen de la valoración por parte del autor (aunque también podríamos hacerlo extensivo a los propios lectores), de la vigencia de las ideas vertidas. Es que para conservar su vigencia éstas deberán pasar una y otra vez por el tamiz del cuestionamiento para evitar la típica cristalización esterilizante. En segundo lugar, nos acechan los que podríamos denominar con el apelativo de riesgos fantasmales, los cuales provienen del estupor que se adueña del autor frente al desconocimiento que sufre en torno a las ideas puestas en juego, el cual puede expresarse a través de las siguientes preguntas: ¿yo pensaba así?, o bien, ¿esto lo escribí yo? Esta suerte de extrañamiento que genera un espectro que va desde la perplejidad al rechazo conduce, en el mejor de los casos, a la rememoración elaborativa de las voces de los personajes internos que han quedado atrás en el proceso de individuación del autor. De este modo, el registro narcisista habrá de conjugar una nueva polaridad[1], aquella que va a quedar representada por el sigiloso pendular entre la cristalización y el extrañamiento de las partículas elementales de la propia producción (situación que, desde luego, no se restringe sólo a la escritura). No obstante, entre la tajante oposición de estos dos polos se habrá de intercalar a la manera de una interfaz un conjunto alternante y difuso de ideas que habrá de evitar un destino tan fatalmente preciso mientras perdure su imprescindible necesidad de elaboración. Mi relectura, desde ya, quedó encuadrada en las generales de la ley. Rescaté y deseché ideas, me enfrenté a cristalizaciones y extrañamientos, resignifiqué los elementos de mi propia historia y del contexto social, político y económico que enmarcó la producción de este ensayo. Asimismo, un nuevo conjunto de ideas de cuño alternante y difuso se generó a lo largo de la relectura, el cual seguirá un curso por el momento inescrutable. Si ahora pasamos del autor al texto veremos que ha transcurrido más de una década y media desde la publicación de la edición de Planeta Adolescente. En este dilatado espacio-tiempo muchos de los acontecimientos que han sacudido el pulso de las comunidades y de sus marcos socioculturales podrían haber augurado la caducidad de sus razones de existencia. No obstante, este cuerpo celeste continúa transitando 2

incólume su órbita errante. Por esta razón, las tesis centrales de aquel viejo ensayo siguen vigentes a pesar de los matices que me han obligado a introducir algunas correcciones. Es que el curso de los eventos sociales, económicos y políticos ha virado una y otra vez en diversas direcciones: las guerras de alta y baja intensidad siguieron asolando a poblaciones, colectivos y minorías; los ideales y valores continuaron con su habitual derrotero de degradación y, last but not least, el capitalismo posindustrial a predominio financiero sigue bailando en la cubierta del Titanic. Aún así, cada nueva generación de adolescentes renueva su esperanza y compromiso por la construcción de un futuro mejor para sí mismos y para toda la humanidad. Esta esperanza y compromiso se traslucen en las producciones del imaginario adolescente de turno (aunque para ser precisos deberíamos dar cuenta de la simultaneidad de los imaginarios adolescentes que pueblan la cultura de una generación dada). Estas producciones son las que conforman y sostienen el entramado cultural del Planeta Adolescente en tanto definen los códigos, ideales y valores con los que se establece no sólo la comunicación sino también la convivencia con los adultos, permitiendo, a su vez, la mentada proyección a futuro. Asimismo, estas producciones transcriben a las significaciones imaginarias sociales que pueblan el éter cultural actualizando en tiempo real la sinergia de fuerzas que expresa (y se expresa a través de), cada camada adolescente. Por otra parte, y continuado con aquello que permanece, también mantiene su vigencia el concepto de transbordo imaginario, en la medida que sobre sus espaldas se sustenta el estatuto virtual que caracteriza a la órbita del Planeta Adolescente. Es que la apropiación de los lugares y funciones que los jóvenes llevan a cabo a través de las pruebas y contrapruebas con las que experimentan los roles a ocupar, encarnándolos de manera fugaz o transitoria, continúa siendo una operatoria válida en todas las latitudes terrestres. Otro tanto sucede con la operatoria de la remodelación identificatoria, ya que la reconfiguración de las instancias psíquicas por la vía de la incorporación de modelos y figuras sigue siendo axial a la hora de la producción de la secuencia de montajes identitarios que habrá de poblar la transición adolescente. Esta secuencia perdurará hasta que con la obtención de la autonomía se produzca la salida del Planeta Adolescente y con ella se establezca el equilibrio (siempre inestable), que les permita manejarse como jóvenes adultos.

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Asimismo, la inacabada polémica función de los medios de comunicación, en la medida que responden a los intereses del marketing empresarial y político, mantiene intacta la validez del capítulo 3. La profundización de este funcionamiento a lo largo de la primera década del siglo XXI da cuenta del enorme poder en juego para condicionar no sólo el consumo de objetos sino también el de ideas y de acciones. A su vez, los conceptos vertidos en los capítulos 4, 5 y 6 se sostienen gracias a que la juventud sigue encarnando el modelo ideal de la sociedad, a que el desprendimiento material y simbólico de la familia de origen continua en dificultades debido a la salida de escena de los adultos en su derrotero de constante adolentización y que la subjetividad continúa siendo una producción epocal. Y, como la adolescencia persiste en su función de caja de resonancia de la cultura societaria, a través de su lente de aumento se avizora la permanente complejidad de estas conflictivas. Por el contrario, uno de los conceptos que ha visto modificada su entidad es el de posmodernidad. Jorge Alemán plantea que la palabra “posmoderno” devino un adjetivo que, en su funcionamiento semántico, terminó al servicio de legitimar la nueva hegemonía neoliberal. Por tanto, el fin de los grandes relatos se transformó en el abandono de las cuestiones tanto de la ideología como de la política y coadyuvó al rechazo de las lógicas emancipatorias. El elogio de la ironía y el escepticismo, la fascinación por la globalización y por la “sociedad del conocimiento” convirtió al significante “posmoderno” en el sinónimo de la falta de compromiso con causa alguna y en la encarnación del espectador lúcido que privilegia el lado estético y sin consecuencias. Afirma, asimismo, que es indudable que la duración, la permanencia, la temporalidad de las instituciones familiares, políticas y económicas están siendo socavadas. En los países centrales, por ejemplo, miles de jóvenes no saben cuánto tiempo seguirán viviendo en su ciudad, en su trabajo o en su entorno de relaciones cotidianas. Es que la subjetividad contemporánea en tanto producto de la lógica cultural del capitalismo tardío instituyó al sujeto líquido, precario, sin orientación ni gravedad, atado a sus prácticas de goce sin una brújula ética, sin lazos sociales ni relatos que le permitan acuñar una experiencia de transformación. En este sentido, el neoliberalismo no es sólo una ideología a favor de los mercados y el capital financiero, tampoco se reduce a una mera política económica, es un conjunto de prácticas teóricas, políticas, estatales, institucionales que apuntan a una nueva invención del sujeto. El sujeto neoliberal está organizado por distintos dispositivos para concebirse como un empresario de sí mismo, lo cual lo obliga como a todo emprendedor a la maximización de su rendimiento. Por ello se han vuelto célebres los 4

entrenadores personales, los consejeros, los estrategas de la vida, los asesores de emprendimiento, todas técnicas subjetivas de despolitización de la existencia. Por supuesto, el reverso trágico del emprendedor neoliberal es un desecho deprimido, indigno de valor o reconocimiento alguno que se consume en su goce de sí. Por tanto, el neoliberalismo no es la desaparición del Estado frente a la indetenible marcha del mercado guiado por su “mano invisible”. Esto es un error de perspectiva. Tal como ya se puede apreciar en Europa, el neoliberalismo se apropia del Estado y sus instituciones para que funcionen como dispositivos de entrenamiento subjetivo, a fin de que el sujeto se entregue a un espacio de exigencias ilimitadas que sólo puede asumir como emprendedor de sí, por fuera de las distancias simbólicas que aún perduraban en el sujeto moderno (Alemán, Jorge Página 12 19/7/13). En esta misma línea José Pablo Feinmann plantea que vivimos “los tiempos de la modernidad informática. Así deberán ser calificados para que podamos acercarnos hacia su adecuada intelección. La posmodernidad fue apenas una etapa breve de la modernidad que vino a consolidar teóricamente el universo neoliberal que se impuso con la caída de la Unión Soviética. Los mismos neoliberales renegaron de sus postulados. La totalidad no había muerto. Ahora se llamaba globalización. La modernidad no era un proyecto acabado. Tampoco se identificaba con la era de las revoluciones. La modernidad sigue siendo el despliegue del capitalismo. Como lo ha sido siempre, incluyendo a los proyectos revolucionarios que intentaron oponérsele bajo el nombre de socialismo y fracasaron. La verdadera revolución la hizo el capitalismo, no el proletariado ni el Tercer Mundo. Esa revolución es la informática. De aquí que ésta sea la era de la modernidad informática, cuya globalización incluye el proyecto de controlar al entero mundo a través del poder comunicacional y del bélico. El Complejo Industrial Militar es el aliado del poder informático. Los dos están comprometidos en el mismo proyecto de dominación mundial. (¿Dónde han ido a parar las pequeñas historias, los pequeños relatos, la caleidoscopización del mundo, la destrucción del sujeto, la muerte de la totalidad, de la historia, la estructura estratégica sin sujeto?)” (Feinmann, José Pablo Página 12 14/7/13). Justamente, desde el punto de vista informático Alejandro Piscitelli plantea la diferencia entre nativos e inmigrantes digitales. Estos últimos son personas ubicadas en una franja etárea que oscila entre los 35 y los 55 años y su caracterización se define porque han aprendido el lenguaje informático como una disciplina, mientras que los nativos digitales han nacido bajo el signo de Internet. Por esta razón, plantea que “los consumidores y próximos productores de casi todo lo que existe (y existirá) son los nativos digitales, y 5

entre ambos cortes generacionales (o poblacionales) las distancias son infinitas, y las posibilidades de comunicación y de coordinación conductual se vuelven terriblemente difíciles, sino imposibles, a menos que existan mediadores tecnológicos intergeneracionales” (Nativos Digitales. Piscitelli, Alejandro 2009). Las camadas adolescentes que debutaron en el nuevo milenio llevan esta marca en el orillo virtual, dando cuenta de una diferencia abismal con sus predecesores (transformados ya en adultos), los cuales se han convertido en inmigrantes digitales. De este modo, a pesar de los continuos zarandeos sociales, culturales y económicos que nos depara el imaginario social de cada época, el Planeta Adolescente sigue girando y conduciendo la tormentosa transición a la que este colectivo se ve expuesta vez tras vez con sus incesantes innovaciones. Por lo tanto, más allá de los lúgubres pronósticos sintetizados en “la juventud está perdida” con los que habitualmente nos sermonean gran parte de las voces adultas, las culturas adolescentes siguen y seguirán expresando sus mensajes cuestionadores y esperanzadores urbi et orbi. El espíritu de este ensayo es dar cuenta de ello.

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Índice

INTRODUCCION. ERRANTE…………………………………………………………………..10

UNO. EL ENTRAMADO CULTURAL DEL PLANETA ADOLESCENTE………………....15 Un Camino Largo y Sinuoso…………………………………………………………………….16 La Impertinencia de lo Biológico………………………………………………………………...23 La Sobredeterminación Cultural………………………………………………………………...25 La Mutación Psicoanalítica………………………………………………………………………28

DOS. EL ESTATUTO VIRTUAL DEL PLANETA ADOLESCENTE………………………..35 Del Mecanicismo a la Virtualidad……………………………………………………………….35 Transbordo Imaginario…………………………………………………………………………...42 La Remodelación Identificatoria………………………………………………………………...48

TRES. NEOLIBERALISMO Y POSMODERNIDAD. MEDIOS PARA UNA ALIANZA…..55 De Vanguardias y Confines……………………………………………………………………..56 La Extinción del Futuro…………………………………………………………………………..60 El Fin Justifica los Medios……………………………………………………………………….64 Ni Mass ni Media………………………………………………………………………………….67 Mercado e Imagen: La Tecnología al Poder…………………………………………………..69

CUATRO. JUVENTUD DIVINO TESORO……………………………………………………..74 Las Maquinarias de la Alegría…………………………………………………………………..74 Nace una Estrella: El Imaginario Adolescente………………………………………………...77 Identidad en Vacío………………………………………………………………………………..82

CINCO. LOS MODELOS FAMILIARES: CRISIS Y RELEVO………………………………90 El Enroque Socioeconómico de la Tercera Ola……………………………………………….91 Historias de Familia (Parte I): Tiempos Modernos o el Ocaso de la Parentela……………96 El Dilema Generacional: Trasvasamiento e Identidad………………………………………..99 Historias de Familia (Parte II): ¿Ya Pronto una Sombra Serás?......................................103 7

SEIS. TIEMPOS VIOLENTOS: FIN DE SIGLO Y SUBJETIVIDAD………………………110 Subjetividad: Una Producción Sujeta a Cambios……………………………………………111 Últimas Imágenes del Naufragio: Familia y Adolescentes a la Deriva…………………….115 El Imaginario Adolescente como Interfaz…………………………………………………….121 ¿En Manos del Destino?...................................................................................................125

SIETE. (AL) ABORDAJE CLINICO DE LOS ADOLESCENTES…………………………129 Estrategias Multipersonales……………………………………………………………………139 Lucas: o los Medios para no Ser un “Cagon”………………………………………………...143 Florencia: del Broncoespasmo a la Privacidad Interior……………………………………..149

EPILOGO. VOLVER AL FUTURO……………………………………………………………154

GLOSARIO………………………………………………………………………………………158

BIBLIOGRAFIA…………………………………………………………………………………166

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“Y precisamente debemos sobrevivir creativamente a los grandes sismos de la historia, a las grandes fracturas sociales, al quebranto de las culturas, en suma, a la desaparición real y fantaseada de los garantes metasociales, metafísicos, metalógicos: a los contenedores de nuestras angustias e ideales, a aquello que nos ha hecho lo que somos”

René Kaës (Crisis, Ruptura y Superación)

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Introducción ¿Cómo se siente? ¿Cómo se siente? ¿Estar sin hogar? ¿Cómo un total desconocido? ¿Cómo un vagabundo? Bob Dylan*

Planeta es la expresión que se utiliza en astronomía para designar a una gama de cuerpos celestes que además de orbitar en torno de una estrella carecen de luz propia. Esta última característica, sin embargo, no los convierte en cuerpos totalmente opacos, ya que su movediza superficie refleja la luminosidad proveniente del astro alrededor del cual giran. De este modo, el brillo planetario puede rastrearse por las noches mezclado en el conjunto estelar de la Vía Láctea, o bien, ser percibido solitariamente tanto en las horas del crepúsculo como en las del amanecer con ese fulgor sin palpitaciones que claramente lo distingue del de las estrellas. No obstante, la diferencia en la manera de brillar que tienen los diversos cuerpos celestes no fue la razón por la que los astrónomos de la antigüedad se valieron de este vocablo para poder identificarlos. El vocablo planeta deriva, justamente, de una voz griega cuyo significado es errante. La acepción más común de esta expresión se aplica a algo o a alguien que vaga sin rumbo fijo, o bien, que en su defecto cambia de emplazamiento constantemente. Es de esta forma como se pone en evidencia que desde su misma raíz etimológica la noción de planeta se encuentra ligada de manera indeleble a la condición de viajero. Por otra parte, la imagen de un movimiento errático surgida de la antigua denominación de planeta evoca las circunstancias que caracterizan a un fenómeno que se halla muy alejado del campo de la astronomía, me refiero en este caso a la adolescencia. A la sazón, la equiparación entre planeta y adolescencia se hace posible gracias a que este escurridizo fenómeno deambula por el campo societario a la manera de un eterno vagabundo. Esta calidad de vagabundo (precisamente así se traduce la expresión rolling stone), se debe al curso constantemente cambiante que van adoptando sus itinerarios, razón por la cual en muchas oportunidades se tornan incomprensibles para quienes los contemplan. 10

De este modo, para lograr que la idea acerca de la existencia de un Planeta Adolescente comience a circular sería necesario confirmar que la tesis que establece la ausencia de una residencia fija, o bien, de un domicilio conocido es la característica primordial del fenómeno adolescente. Conjuntamente, también debería verificarse que su impacto ético y estético sobre la sociedad que lo alberga se funda en que este fenómeno diseña sus llamativos ropajes en las zonas más oscuras y contradictorias de la cultura adulta. A partir de este planteo cualquier tentativa de iniciar una exploración del Planeta Adolescente con el propósito de lograr un relevamiento de sus expresiones culturales nos enfrentará con un ineludible desafío. El abigarrado entrecruzamiento de variables que influyen, condicionan y determinan la expresividad de los sucesos que se despliegan a lo largo de sus latitudes nos obliga a internarnos mar adentro de las dificultades que apareja un abordaje desde una perspectiva de enfoques múltiples. Por lo tanto, para poder encarar una empresa de tales características será necesario recurrir al auxilio de un conjunto de mapas provenientes del cuerpo de un inacabado, e inacabable, atlas psicoanalítico. Estas hojas de ruta trazadas sobre la base de las referencias surgidas tanto de la teoría como de la práctica del psicoanálisis nos guiarán a través del territorio adolescente de la misma manera que lo hacían las estrellas cuando orientaban a los viejos expedicionarios. Sin embargo, un itinerario delineado a partir de un conjunto de mapas trazados desde una proyección cartográfica psicoanalítica no implica que los escollos que se presenten en una exploración cultural queden definitivamente superados. Así pues, una serie de obstáculos hace su aparición a la hora de rastrear los sucesos que habitan el Planeta Adolescente. Algunos se insinúan al acentuar la postura epistemológica que se utiliza como premisa o punto de partida, tal como ocurre con los desarrollos que, por ejemplo, se afirman en una concepción únicamente evolutiva o únicamente estructuralista. Otros obstáculos se desprenden de un abordaje clínico centrado en una óptica exclusivamente individual de la problemática adolescente en un intento deliberado, o no, de aislarla de los contextos familiar, social, cultural, económico y político donde se origina y desde donde se despliega. Pensar al adolescente escindido de su realidad familiar, social y cultural y, de este modo, concentrarse solamente en las reformulaciones que se producen en su psiquismo sin tener en cuenta la existencia y la gravitación de las variables externas puede desviar la perspectiva del enfoque hacia el atajo de lo psicopatológico, como ya ocurrió en numerosas oportunidades. No obstante, también, desde una posición simétricamente 11

opuesta existe el riesgo de acentuar en demasía el contexto sociocultural, forzándolo en el intento de explicar todo a partir del mismo, perdiéndonos así en la simplificación excluyente de una mirada sociologizante. La perspectiva psicopatológica, por su parte, encuentra lógicas apoyaturas en las dificultades que presenta el psiquismo adolescente en la medida que se encuentra en pleno proceso de construcción, deconstrucción, reconstrucción y reensamblado. A lo cual debemos sumar, consecuentemente, el cúmulo de pérdidas que arrecian en este momento vital y que al momento de tramitarlas se canalizan a través de las consecuentes operatorias del duelo. Justamente, de la laboriosa tramitación de las mismas proviene la nominación de esta etapa, ya que adolecer significa doler, sufrir, aunque también crecer y medrar. Por otra parte, la delimitación del topos adolescente ha sido una empresa encarada en numerosas ocasiones. Sin embargo, ninguno de estos intentos pudo llevarse a cabo con éxito debido a las vacilaciones en las que desembocó su mapeo. Estas comienzan inevitablemente a hacerse presentes cuando la delimitación tópica se ensaya desde un único punto de vista. Aunque, también, el hecho que desde su aparición el fenómeno adolescente se haya mantenido en constante movimiento y que, además, no haya podido identificarse con ninguna circunstancia histórica ni tampoco circunscribirse a ninguna latitud geográfica no hizo más que acentuar aquella problemática. Justamente, una de sus características más peculiares es que la condición adolescente debe ser reformulada por cada nueva generación en función y, a la vez en contra, de las pautas socioculturales dominantes. De este hecho se desprende su típica, pero también durante mucho tiempo poco comprendida estructuración paradojal. Por lo tanto, para poder pensar la problemática adolescente resulta necesario reacomodarse a las fluctuaciones que propone la dinámica de un fenómeno que al estar caracterizado por lo incesante y lo multifacético nos confronta con una pluralidad de ejes y variables. Y si hago hincapié en dicha abundancia es en función de dar cabida a una lectura más amplia, ya que en la adolescencia ejes y variables se presentan en un espectro que va del cruzamiento múltiple a la superposición. Es de capital importancia, entonces, que no nos quedemos anclados en una visión única, sea metapsicológica, sociológica, histórica, biológica, etnológica, etc. La adolescencia se imbrica y encabalga en todos estos registros sin que ninguno la abarque totalmente. Priorizar cualquiera de estas categorías perdiendo de vista el contexto desde donde se sustenta nos enfrenta al 12

riesgo del reduccionismo con la consecuente pérdida de la riqueza que ofrecería una lectura caleidoscópica. Probablemente, esto también pueda ocurrir con otras categorizaciones que intentan reunir bajo diversas denominaciones ciertos momentos vitales desde una óptica evolutiva como la niñez, la adultez o la senectud. Sin embargo, ninguna de éstas es comparable con el fenómeno adolescente. Es que en la medida que abandona el corsé con que lo apretuja la noción de crisis vital se transforma en crisis de lo familiar, de lo social y de lo cultural gracias a la irrupción de sus vientos (a veces huracanados), de cuestionamiento e innovación. En este sentido, sería más pertinente hablar de una doble puesta en crisis. Por un lado, la que acomete a los jóvenes que deben soportar que la contienda se libre ya no en la cartesiana división entre sus cuerpos y mentes sino en la profundidad de su ser. Por otro, la que la sociedad sufre desde los cimientos a la azotea de su edificio conceptual y valorativo con la incursión de cada camada adolescente. Es que la “temática vinculada con la juventud ha sido siempre compleja e inquietante. Es posible que ello devenga del hecho que la juventud con su mera presencia, seductora y desconcertante, pone de manifiesto el paso del tiempo, y también, testimonia que el mundo cambia de manera inexorable y sorprendente, agrediendo nuestras expectativas y previsiones y amenazando con subvertir los universos de sentido que nos son familiares, los mundos que trabajosamente hemos logrado tornar, por lo menos en parte, cercanos, habituales, inteligibles” (Margulis, M. 1996, pág. 9). De este modo, la necesidad de implementar un enfoque múltiple para entender el fenómeno adolescente se ha tornado a esta altura en una verdadera urgencia. La perspectiva de que no nos encontramos solamente ante un misterio de corte psicobiológico se apoya en la notoria y documentada ausencia del fenómeno en algunos estamentos societarios contemporáneos y de manera global en sociedades pertenecientes a tiempos pretéritos. Esto induce a pensar que la raíz cultural es mucho más profunda y arborescente de lo que históricamente se sostuvo y aceptó. Desde hace tiempo se viene afirmando dentro del campo psicoanalítico, la concepción de que el sujeto surge de un entramado vincular (Aulagnier, P. 1975). La vigencia de esta conceptualización se hace notar en los desarrollos más recientes que ya se atreven a plantear la idea de una tópica intersubjetiva (Kaës, R. 1993). Es que el papel de los otros en la constitución de la subjetividad, en ocasión de los vínculos que entre los sujetos se establecen viene de larga data (Freud, S. 1905). Por lo tanto, sería importante revisar el 13

lugar que estos tienen durante la llamada transición adolescente (Blos, P. 1979). En este sentido, una articulación entre lo singular, lo vincular y lo social nos permitiría dar cuenta de algunos de los diversos atravesamientos que sufrimos en tanto nos vislumbremos como sujetos pertenecientes a un determinado campo cultural. De esta forma, se podría visualizar claramente como nuestras diversas inserciones se juegan en relación con una superposición de contextos, temática que la irrupción adolescente deja particularmente al desnudo. Reconocernos, pues, vinculados a un macrocontexto, es decir, a una pluralidad de dimensiones que nos incluyen y nos determinan en gran medida allana el camino hacia una lectura en transversalidad. Justamente, aquella que a mi juicio requiere la adolescencia para poder ser comprendida. Estas primeras consideraciones dejan planteada una perspectiva desde la que se vislumbra un panorama sumamente complejo. Por lo tanto, este ensayo para poder aproximarse al fenómeno que lo convoca deberá emprender un recorrido a través de un conjunto muy heterogéneo de caminos. El primer tramo de ese itinerario tendrá como objetivo la pesquisa de los fundamentos del entramado cultural de la adolescencia. El tramo siguiente, luego de una breve reseña metapsicológica, acometerá las transformaciones mentales y sociales que apareja la adolescencia en el contexto de virtualidad desde donde se despliega y opera. El tercer tramo explorará algunas posibles y significativas articulaciones entre los medios de comunicación, el relato posmoderno y los marcos sociales, políticos y económicos de las últimas décadas del siglo pasado con sus respectivos efectos y repercusiones sobre el fenómeno adolescente. A continuación, el trecho a recorrer intentará rastrear las correlaciones entre lo social, lo vincular y lo singular que determinan no sólo toda adolescencia sino también toda subjetividad.

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UNO: Otro mundo Estoy mirando a través de ti, ¿adónde has ido? Pensé que te conocía, ¿qué conocía? No parecés diferente pero has cambiado Estoy mirando a través de ti, no eres la misma Lennon & McCartney

¿Cuándo hace su aparición la adolescencia? ¿Qué situación social, económica y política contribuyó a su gestación? El fenómeno adolescente es el producto de una compleja transformación cultural. Esta afirmación rompe con los moldes evolutivos donde la impronta biológica de las ciencias naturales intentó encorsetarlo desde sus primeros acercamientos. Por el contrario, fue en el contexto de la síntesis resultante del entrecruzamiento de un conjunto de variables sociohistóricas donde este fenómeno hizo su aparición. Tomando en cuenta este particular enfoque resulta evidente que la cuestión adolescente entró en escena de manera tardía en la historia de la humanidad, ya que su origen se remonta a los tiempos en los que se pone en marcha la denominada Revolución Industrial. De este modo, las profundas modificaciones que se suscitaron en el campo socioeconómico a raíz de este salto tecnológico fueron las que propiciaron la generación de este inédito fenómeno, el cual de ahí en más comenzaría paulatinamente a marcar con su inevitable influencia el pulso de los cambios que habrían de acaecer en las sociedades industrializadas. En este sentido, la tarea inicial para la que será convocada la franja adolescente será la de ocupar el lugar que dejaran vacante los milenarios ritos de iniciación correspondientes a la pubertad. No obstante, este lugar no conservará su clásica configuración sino que verá trasmutada su espacialidad puntual en una amplia dimensión temporal, dimensión que habrá de cobijar a un grupo de sujetos que a raíz de las demandas del nuevo esquema socioeconómico serán alistados en la categoría de pasajeros en tránsito.

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Un camino largo y sinuoso A partir de los numerosos estudios sociológicos, etnográficos y antropológicos que se abocaron a esta temática (Mead, M. 1928; Malinowsky, B. 1929; Roheim, G. 1932), se delineó un cuadro de situación que reafirmó la verosimilitud de la hipótesis que sostenía que en las sociedades precapitalistas el fenómeno adolescente, tal como hoy lo conocemos, no tuvo existencia. Muchos de los datos que contribuyeron a la formulación de esta tesis provinieron de estudios antropológicos y etnográficos de campo que se llevaron a cabo con las culturas aborígenes que sobrevivieron a la devastadora cruzada del proceso colonizador. En estas culturas se detectaron un conjunto de rituales que signaban el pasaje y la transformación del niño en adulto. Estos “ritos de la pubertad” consistían en “ciertas prácticas habitualmente crueles, por las que se adoctrina al adolescente en las tradiciones, historia, costumbres, leyes consuetudinarias y tabúes de la tribu” (Pearson, G. 1958 pág. 76). La universalidad de estas costumbres se reveló en pueblos tan alejados geográfica y culturalmente entre sí como los que habitaban en el África Negra y en algunos conjuntos insulares del vasto océano Pacífico, especialmente los ubicados dentro de los márgenes regionales de la Polinesia y la Melanesia. Asimismo, se encontraron trazas de estos rituales en tribus australianas que se destacaban por su crueldad, como la de los arunta (en ésta el rito culminaba con varias perforaciones a lo largo de la uretra de los varones que cumplían con la iniciación). De la misma manera, se han encontrado también referencias de estas iniciaciones rituales en las sagas que se conservaron de pueblos precolombinos ya extinguidos a la llegada de los europeos, como por ejemplo testimonian los códices e inscripciones dejados por la cultura maya. La generalizada existencia de estos rituales de iniciación en los llamados pueblos primitivos permite dar cuenta del impacto que para aquellas culturas tenía el cambio de status que introducía la llegada de la pubertad y el posterior y consecuente ingreso de los jóvenes al mundo de los adultos. Esta situación producía modificaciones dentro del espacio-tiempo tribal y muy especialmente también en el cuerpo de los jóvenes, que como vimos era en muchos casos marcado o mutilado de una manera cruel por estos rituales. Esta singular inscripción no se efectuaba sólo en función de un significado simbólico, sino también con el propósito de reforzar la sumisión a las leyes y costumbres de la tribu.(1) De esta forma, investida de la manera más simbólica posible, de un día para otro los niños se transformaban en adultos. Queda claro, entonces, que el “final de los ritos 16

muestra al adolescente convertido súbitamente en un miembro adulto de la organización tribal; de este modo se le saca de su hogar. Por medio de los ritos de la pubertad, se da al adolescente una identidad personal que está a la misma altura de la de todos los demás; de ahí en adelante sabe cuál es la acción que requiere cada situación determinada. Posee una identidad personal; pero ésta es en gran medida la misma que la de todos los demás, y sus ideales y objetivos son idénticos” (Pearson, G. 1958 ibíd. pág. 76). En contraposición, en nuestras contemporáneas sociedades occidentales la identidad y los ideales no se constituyen de la misma manera que en las viejas tribus, por lo que el sentido y la significación de los rituales ligados a este pasaje se han perdido en el tiempo. Su precaria supervivencia queda enmarcada en alguno de los exóticos costumbrismos con que todavía nos asombran algunos de los documentales producidos por la publicación estadounidense National Geographic. Ahora bien, la construcción de una identidad pretendidamente uniforme no es un fenómeno exclusivo de los pueblos primitivos. Si nos remontamos a la Edad Media descubriremos que en aquellos tiempos la sociedad estaba organizada rígidamente en una serie de castas, justificadas eclesialmente, donde el destino de los sujetos estaba prefijado de antemano y era de por sí inamovible. Cada casta tenía sus propias costumbres y leyes que regían las relaciones entre los miembros de la misma y también las vinculaciones con las restantes. La estructura de esta organización social ofrecía a sus miembros seguridad y solidaridad, los jóvenes podían apuntalarse sin incertidumbres en los valores e ideales del grupo, ya que eran los mismos para todos. Esta situación facilitaba la constitución de una identidad, que gracias a su tendencia homogeinizante tenía un consenso social que la respaldaba. El ocaso de la sociedad medieval y el advenimiento del Renacimiento abren paso a los aires de renovación que traen los tiempos modernos. Sin embargo, la llegada de estos nuevos tiempos no produjo hiato alguno entre los niños y los adultos de aquellas culturas europeas. El que hasta ayer no tenía responsabilidades sociales hoy pasaba a tenerlas sin hacer escala alguna en su trayecto. La presentación en sociedad, como se estilaba en el caso de la nobleza, de la aristocracia y de una recién nacida burguesía, mantuvo su presencia como un relicto de otros tiempos. Esta modalidad funcionaba a la manera de un subrogado de la iniciación ritual, aunque cada vez más limitado en su consenso a raíz de la devaluación simbólica que iba sufriendo (en el mismo sentido en el que hoy languidece el otrora simbólico festejo del cumpleaños número 15). 17

En cambio, dentro de los estamentos pertenecientes al campesinado y a las cofradías de artesanos la incorporación a la vida laboral se hacía en forma de una progresiva y creciente responsabilidad aunque sin llegar a establecer una moratoria adolescente. Este pasaje se hacía a la sombra de la matriz identificatoria maestro-aprendiz impuesta y dirigida por la condensada funcionalidad de quien cumpliera el poderoso papel de padrepatrón. La llegada del maquinismo o sociedad de la segunda ola (Toffler, A. 1991), con su efecto de ruptura sobre los órdenes laborales y sociales establecidos durante el feudalismo, los cuales aún con algunas transformaciones habían permanecido vigentes a lo largo de los cuatro siglos que sucedieron al Renacimiento, dará lugar a un cambio en los usos y costumbres de la sociedad con su inevitable repercusión en el campo deontológico. Este nuevo ordenamiento social que habrá de trastrocar todo lo conocido hasta el momento cabalgará indemne de ahí en más. Es en este sentido que la burguesía triunfante no sólo asestará un golpe mortal en lo político a las aristocracias u oligarquías reinantes sino que también arrebatará la antorcha de los valores e ideales con que se delimitaban los intercambios sociales y con la que se iluminaba el camino que llevaba al futuro delineado, propiciado y posibilitado por la vieja propuesta axiológica. De esta forma, quedará implantado un nuevo código y un nuevo contrato social a los que habrá que adaptarse, ya que, parafraseando a un pensador de la misma época, solamente habrán de sobrevivir los más aptos. Será necesario, entonces, prepararse e instruirse para ocupar los nuevos puestos laborales dentro del reluciente aparato productivo creado por la primera revolución tecnológica a escala masiva de la historia. Esta inédita situación es la que dará origen al compás de espera entre el fin de la infancia y la incorporación al trabajo. A partir de ese momento, y en este significativo punto de inflexión, es donde comienza a formarse y ensancharse la brecha entre la niñez y el mundo adulto, arrojando definitivamente a la caducidad los vestigios sobrenadantes del ya inoperante rito de iniciación[1]. Por tanto, tal como ya fuera anticipado, será en esta imprecisa brecha donde se producirá el paulatino afincamiento de los pasajeros de la transición adolescente. De este modo, a partir de la existencia de este nuevo lugar, que primero ocuparán los vástagos de la emergente burguesía, pero que lentamente se irá expandiendo hacia los demás estamentos sociales, se comenzará a constituir un imaginario social (Castoriadis, 18

C. 1975), sin precedentes en la historia de la humanidad. Más precisamente, un imaginario adolescente, ya que éste pertenecerá a un grupo de sujetos que se está formando, que está buscando una identidad, que no tiene otra definición más clara y precisa que la de estar indefinidos. Sin embargo, a pesar de que la revolución tecnológica fue el aporte más significativo que se originó en el campo socioeconómico para catalizar la irrupción adolescente, deberemos aceptar que su presencia se constituyó en condición necesaria pero no suficiente. Fue imprescindible para que este fenómeno se echara a rodar la cuña que introduciría el individualismo dentro de la escala axiológica de la época. Este aporte que provino del campo filosófico se prestó eficazmente al interjuego suplementario con el anterior. Es que “una organización social rígidamente construida y claramente definida (sea primitiva, medieval o totalitaria) ofrece al adolescente un ideal homogéneo, que es igual tanto para él, como para sus iguales y sus mayores” (Pearson, G. 1958 ibíd. pág. 77). En cambio, la ética liberal propalada por el capitalismo industrial acentúa el criterio de que cada individuo debe definir sus criterios y vocaciones en función de la multiplicidad de valores e ideales que circulan por su urdimbre sociocultural. Por ende, la invitación a que cada uno delinee su propio camino sin desconocer, en el mejor de los casos, la referencia de los que lo precedieron, pero sin tener en cuenta una visión de conjunto, se encarnó en la figura que se difundiría como la ansiada concreción del modelo individualista de la burguesía capitalista: el self made man, una nueva versión del héroe solitario y autoengendrado. No obstante, a pesar de que la conjunción entre la Revolución Industrial y el individualismo habían gestado las condiciones para que los adolescentes comenzaran a tener un papel relevante, esta franja poblada de sujetos con un psiquismo en construcción tuvo durante décadas un muy relativo peso en el campo sociocultural. Solamente su presencia se tornó conmocionante para la sociedad cuando este colectivo de pasajeros en tránsito encontró un imaginario propio con el cual poder referirse a sí mismo. De este modo, hubo de transcurrir mucho tiempo desde su aparición hasta que los adolescentes pudieron identificarse mutuamente entre sí. Recién a partir de ese momento pudieron cohesionarse y otorgarse un lugar discriminado donde encontrar un conjunto de referentes para sustentar su pertenencia. Fue no casualmente la imagen, en este caso en formato cinematográfico, la que otorgó la posibilidad de verse en y a través del sesgo de 19

unos ojos ajenos para poder así capturarse y ser capturados en una representación que de ahí en más entró en comercio asociativo a través de su circulación por los innumerables circuitos culturales, sociales, económicos, políticos y artísticos. Fue Edgar Morin quien planteó que a partir de la aparición de James Dean en las pantallas cinematográficas, aquel joven y exitoso actor norteamericano que encontró la muerte manejando como un suicida, “la adolescencia llegó a ser conciente de sí misma como grupo particular de edad, oponiéndose a otros grupos de edad y definiendo su propio espacio imaginario y modelos culturales”. El rostro de James Dean “se convirtió en la cara de la adolescencia, cambiante, contradictoria, melancólica, incierta. Su martirio fue el de millones de adolescentes del mundo: la incomprensión, el rechazo, la soledad.” (Monteagudo, L. 1995 pág. 2). Precisamente, la incorporación de la temática adolescente y de sus vicisitudes en los filmes que la industria cinematográfica con sede en Hollywood produjo a partir de la segunda posguerra contribuyó de una manera inestimable para que los jóvenes obtuvieran una categoría propia. La enorme capacidad de distribución mundial de los filmes que producía la meca del cine, basado en gran medida en el triunfo de los Estados Unidos en la última guerra, fomentaba gracias a su inapelable poder de penetración la imagen del joven triunfador americano como modelo universal, el único digno de ser imitado. El suceso que obtuvieron dichos filmes y su consecuente repercusión en la taquilla animó a productores y directores a lanzarse sobre la temática adolescente. Con agudo olfato comercial estimularon la redacción de guiones cuyo número contribuyó a diseñar una saga de filmes respecto a dicha temática. No obstante, no fueron en realidad solamente el olfato y la intuición los que definieron esta tendencia, el arte volvió a transcribir a través de su papel de portavoz societario un fenómeno que ya circulaba por el imaginario social y que de manera indetenible había alcanzado su punto de ebullición. En el renombrado film Al este del paraíso la puesta en escena permitió en principio dar cuenta de “cierta sensibilidad de la época (la brecha generacional de posguerra, las pulsiones sexuales que comenzaban a aflorar en la pantalla) pero fundamentalmente dio nacimiento a un nuevo antihéroe, creó un nuevo modelo: el adolescente en conflicto con el mundo”. El tema recurrente en la filmografía de Hollywood de aquella época era la rebelión contra los padres, ubicando por primera vez al enfrentamiento generacional como producto cultural. “El film más representativo de esta tendencia fue, por supuesto, 20

Rebelde sin causa (1955) la película que literalmente inventó la adolescencia...”, en ella Dean murmuraba entre convulsiones y sollozos: “Si hubiera un sólo día en que no estuviera confundido, en que no me avergonzara de todo, en que sintiera realmente que pertenezco a algún lugar...” (Monteagudo, L. 1995 ibíd. pág. 3). Por otra parte, la legitimación cinematográfica del fenómeno adolescente y de su rebeldía se hizo extensiva a los dolientes protagonistas que actuaban por fuera de la ficción de la pantalla. Esto generó un incremento no sólo cuantitativo en la postura opositora y crítica hacia el mundo de los adultos, ya que el creciente agrupamiento identificatorio de los jóvenes derivó en la creación de una emblemática propia que con el tiempo quedó englobada y hasta se convirtió en sinónimo de lo que más tarde y sin demasiada precisión se aglutinó bajo la denominación de movimiento contracultural, en un intento de dar entidad a un heterogéneo conjunto de posturas opuestas al statu quo de la cultura adulta. Sin embargo, para ser justos con la historia del movimiento contracultural y su inserción adolescente es necesario reconocer que a pesar de no estar demasiado divulgados ya existían antecedentes de estos agrupamientos previos a la irrupción, conformación y posterior elevación de James Dean a la categoría de icono, pieza fundamental a la hora de la constitución de un imaginario adolescente. Muchas décadas atrás, en los últimos años del siglo XIX, una nutrida cantidad de jóvenes europeos se había asociado a una serie de movimientos que portaban una emblemática contracultural y que a pesar de sus grandes expectativas finalmente sólo llegaron a tener una repercusión zonal. Este fue el caso de los Wandervogel (pájaros errantes), una agrupación de jóvenes alemanes que marcharon rumbo tanto a los bosques como a los campos tras la búsqueda de una vida nueva lejos del creciente industrialismo que se expandía por toda la sociedad germana. Es que este proceso industrialista aparejaba el ascenso del materialismo a lo más alto del podio de los valores supremos de la sociedad. No obstante, a pesar de sus esfuerzos y contra todos los pronósticos estos jóvenes idealistas serían devorados años después por el sistema que rechazaban y del que huían. Fatalmente terminarían alistándose en el ejército alemán de la primera conflagración mundial (De Graaf, J. 1980). Por lo tanto, a pesar de los esporádicos movimientos juveniles que se desplegaron durante la primera mitad del siglo hubo que esperar que la problemática adolescente se exhibiera en formato fílmico para que comenzara a constituirse en el referente de una identidad universal. De todas maneras, luego de su instauración el imaginario adolescente no se quedó anclado en la configuración que tomó prestada de las actuaciones de James 21

Dean, sino que fue variando a lo largo de las décadas a través del soporte en el que se constituyeron otras producciones culturales. Por lo tanto, la imagen que los adultos tenían acerca de esta franja etárea y la que los propios adolescentes se dispensaban a sí mismos no volvió a ser la misma a partir de la indeleble alianza que se estableció entre los jóvenes y los ritmos musicales elegidos como cabales representantes de su emblemática. Así, de la mano de Elvis Presley y del rock ‘n roll se recogió y se sostuvo durante el resto de los años ‘50 el desafío introducido por el malogrado James Dean. El movimiento musical juvenil y su propuesta contracultural continuaron sus correrías en la paradigmática década del ‘60 con el fenómeno beatnik-hippie (cabellos largos, amor libre y rechazo a la guerra), y el desembarco de la música pop. Esta junto al rock terminó cautivando multitudes, tal como quedó ampliamente demostrado en los históricos recitales de Woodstock y de la isla de Wight. De ahí en más todos los movimientos musicales de vanguardia que hicieron su aparición a escala discográfica, o bien, trajinaron los suburbios del underground (el punk, el tecno, el rap, el funk, etc.) recogieron a sus acólitos entre las huestes adolescentes. En la actualidad esta alianza entre el público joven y sus trovadores sigue en pie a pesar de las versiones descafeinadas conque se presenta la propuesta de estas bandas musicales, cuyos blasones salvo escasas excepciones ya no se legitiman en lo contracultural o en la propuesta de un mundo mejor o a lo sumo distinto, sino en sus fortunas millonarias, en sus giras internacionales y en su persistente presencia mediática. Aquel ambicioso deseo de cambiar el mundo propalado durante las décadas del ‘60 y ‘70 por numerosos grupos sobrevivió a través de los años ‘80 en el recordado tema “I ‘d like to change the World” interpretado por la banda Ten years alter, pero esto ya es historia. En las distintas gamas con que los adultos rechazan la adhesión que los jóvenes mantienen con los movimientos musicales que los representan, junto a las conductas éticas y estéticas que caracterizan su estilo de vida, se denota una de las maneras en que se escenifica la pugna entre las generaciones. Las tensas relaciones entre los adultos y sus futuros sucesores, vividos en muchas oportunidades como rivales o usurpadores, no han bajado sus decibeles durante todos estos años y seguramente no lo harán, ya que el enfrentamiento generacional por más latente que permanezca no ha de desaparecer. La mayor rapidez de obsolescencia que padecen los adultos en sus puestos de trabajo, especialmente a nivel gerencial o de decisión, acortó las distancias entre las generaciones y no solamente en el ámbito laboral. La pérdida de valor de la experimentada palabra del 22

adulto conduce a un emparejamiento de las oportunidades y de los lugares que termina socavando las bases narcisistas de la autoestima adulta. Esta crítica situación, a su vez, no termina de ser remontada con la ilusión que se desprende de una supuesta reversibilidad de este proceso mediante la modelización adolescente de la dinámica societaria. Por otra parte, el giro que tomó el mercado publicitario en las últimas décadas dirigiendo la mayoría de sus ofertas de consumo constante a la franja adolescente modificó los hábitos y los actores del proceso de producción-distribución-consumo. Es que, finalmente, la sociedad posindustrial aceptó la presencia de esta franja etárea en la medida en que sus intereses se vieron favorecidos. De esta manera, su lugar terminó virando de la inexistencia total (recuérdese que hace apenas 30 años no había productos ni comercios exclusivos para adolescentes), al papel protagónico del mito del héroe occidental.

La impertinencia de lo biológico Un expediente al que se ha recurrido con frecuencia a la manera de una argumentación causalista, tanto en la literatura pre-psicoanalítica como en algunos desarrollos posfreudianos, es el de la biología. En tanto hace aparición la pubertad con su huracán hormonal la adolescencia se presenta casi como una categoría instantánea para poder explicar en un correlato conductual lo que sucede a escala corporal. El marco social y lo que en él sucede, como tan en boga parece estar últimamente en ciertos cenáculos científicos, no sería más que un reflejo en otro nivel de complejidad de la omnímoda planificación genética. Con todo, este correlato causalista no tiene en cuenta el contexto en el que la metamorfosis de la pubertad se despliega. Octave Mannoni lo expresa de una manera clara y categórica: “Sea como fuere, si es cierto que se inicia la adolescencia después de la pubertad y que termina con el ingreso en la edad adulta, es preciso vislumbrar su originalidad. La pubertad sigue siendo crisis puramente individual que no plantea ningún problema social. No se modifica por imperio de la situación histórico-social. Tiene efectos físicos y psicológicos pero no pone lo social en tela de juicio, mientras que la adolescencia amenaza de por sí con crear un conflicto de generaciones.” (Mannoni, O. 1986 pág. 127). El papel del enfrentamiento generacional y su influencia en lo social ya está prenunciado por Freud en el escrito psicoanalítico inaugural que se ocupa de este tema. En el tercer 23

capítulo de “Tres Ensayos de una Teoría Sexual”, titulado “Las metamorfosis de la pubertad” se lee: “Contemporáneo al doblegamiento y a la desestimación de estas fantasías, claramente incestuosas, se consuma uno de los logros psíquicos más importantes, pero también más dolorosos, del período de la pubertad: el desasimiento respecto de la autoridad de los progenitores, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua” (Freud, S. 1905 ibíd. pág. 207). Freud a raíz de una categorización todavía ausente en su época deberá, en parte, apelar también al expediente biológico. A partir de las vicisitudes de la sexualidad infantil encara el abordaje que la pubertad acomete sobre el sujeto como un nuevo desafío a la plasticidad de su organización psíquica, ya que será en ese momento vital en el que sucederán una serie de cambios a escala corporal que habrán de forzar una inédita exigencia de trabajo mental. La subordinación de las pulsiones parciales a la primacía genital, el hallazgo del objeto exogámico que las satisfaga, la renuncia a los objetos incestuosos, junto a la asunción de una identidad sexual estable, acarrearán un reordenamiento y una resignificación dentro de los registros intrapsíquico e intersubjetivo que de no haber grandes perturbaciones producirán el salto cualitativo que dará lugar al advenimiento del sujeto adulto. No obstante, será justamente en este último tópico donde aunque nos pongamos de acuerdo acerca de la existencia de excepciones no tendrán cabida las dudas. En general la entrada en escena de las perturbaciones no se hará rogar por mucho tiempo, independientemente de que su origen se produzca en el interior del sujeto, en su ámbito familiar y/o en el macrocontexto social. Consecuentemente, no hay mérito a perder en la fructífera teorización freudiana que sobrevuela lo biológico para fundar a partir de allí una dimensión psicológica de la pubertad enmarcada en las vicisitudes del desarrollo de la libido. Sin embargo, a la hora de ser taxativos reconozcamos que no hay en Freud atisbo alguno de lo que hoy entendemos consensuadamente alrededor del fenómeno adolescente. Y no podría haberlo, ya que la representación de este fenómeno en el ámbito de lo mental y de lo social recién comenzaba a tomar forma. Por lo tanto, si el psicoanálisis debió apuntalarse en lo biológico para fundar una nueva categorización del devenir psíquico, dependencia que Freud por su formación médica nunca resignó, esta situación no elimina la posibilidad de nuevas lecturas desde otras 24

perspectivas y otros paradigmas. Así es como ocurrió, por ejemplo, en ocasión del advenimiento del estructuralismo, o de la termodinámica de las estructuras disipativas que, cada cual en su tiempo y forma, permitió resignificar las lecturas interpretativas de fenómenos ya conocidos o dar cuenta de otros nuevos aún no conceptualizados. En lo que a nosotros respecta, y más allá del sustrato corporal que servirá de escenario para la puesta en escena adolescente, la conceptualización biologista en clave monolítica lejos está de ayudarnos. La ausencia del fenómeno adolescente en otras culturas, sociedades y épocas, tal como ya hemos visto, y las peculiares características que toma en las que existe y se perpetua no puede ser explicado solamente desde esta perspectiva.

La sobredeterminación cultural Isaac Asimov en un ensayo de divulgación científica titulado “El planeta que no estaba” (Asimov, I. 1976), relata la historia del descubrimiento del planeta Neptuno, hecho que se produjo a mediados del siglo XIX. Con anterioridad a su detección visual vía telescopio, un astrónomo inglés calculando la órbita de Urano notó una serie de variaciones que atribuyó sin dudar a la presencia de una masa gravitatoria desconocida. Sus cálculos plantearon la existencia de un planeta aún no descubierto, pero su hallazgo, como era de esperar no tuvo eco. Hubo que aguardar a que meses después otro astrónomo de mayor renombre, en este caso de nacionalidad francesa, obtuviera los mismos resultados para que basándose en sus cálculos matemáticos los telescopios enfocaran esa zona de la esfera celeste y ubicaran al planeta recién descubierto. Esta viñeta nos da una inmejorable oportunidad para poder reflexionar acerca del orden de existencia de las cosas, sobre la teoría del conocimiento que da cuenta de aquel orden y sobre los múltiples efectos resultantes. De este modo, ¿el añoso Neptuno existía, o no, antes de ser descubierto matemáticamente? ¿O solamente se catapultó a la categoría de existente luego de ser descubierto por medio del telescopio? En tren de comparaciones podríamos plantearnos si algo similar sucedió con el fenómeno adolescente. Una primera posibilidad es que haya existido desde siempre, pero que permaneciera agazapado en una especie de latencia histórica hasta que se dieran las condiciones materiales para su aparición. Otra posibilidad, en realidad una variante de la 25

anterior, es que su eclosión en el campo social fuera coartada por diversos factores hasta que finalmente pudo expresarse cuando se vio liberado de estos por la inevitable irrupción de otras variables. Sin embargo, contrariando estas posibilidades podríamos descartar esta especie de inmanencia evolutiva que se manifiesta plenamente cuando las condiciones culturales lo permiten para pensar que el fenómeno tiene un orden de existencia ligado a una azarosa combinación de dichas condiciones, es decir, más cercana al orden de la mutación. O bien, desde el punto de vista historico-filosofico, al de acontecimiento. Por lo tanto, en función del recorrido elegido para rodear el fenómeno que nos convoca y a partir de los temas hasta aquí planteados se prefigura la siguiente hipótesis. La adolescencia sería la resultante de una compleja producción cultural que se configuró en un preciso punto de inflexión en la trayectoria de transformaciones que sufrieron las sociedades occidentales. Su aparición se dio en un momento de cambio de variables tecnológicas, económicas, sociales, culturales e históricas que permitieron, facilitaron y demandaron la apertura de una nueva dimensión para canalizar el fenómeno que la conjunción de estas mismas variables había posibilitado. De la misma manera, y en el mismo sentido en que se configura el proceso por el cual una estructura y sus contenidos se constituyen simultáneamente, tal como claramente se deriva del modelo con el que en los últimos tiempos ha comenzado también a pensarse el origen y la conformación del psiquismo (Aulagnier, P. 1975 ibíd. pág. 25). La adolescencia, en este sentido, se constituiría en una categoría de orden imaginariosimbólico que englobaría y articularía una serie de procesos que delinean en forma simultánea la fisonomía del fenómeno como resultado de la intersección de sus diversos territorios. Estos territorios pertenecen al campo de lo biológico, de lo psíquico, de lo histórico, de lo social, de lo cultural, de lo económico, de lo científico, de lo político y de lo filosófico. Los procesos que de esta forma entran en juego se abren paso en una época determinada y tienen el efecto colateral de resignificar a otros procesos precedentes, pero su producto final tiene una calidad tan singular e irrepetible que cualquier alteración en alguno de ellos, o bien, en su combinatoria podría impedir o desviar la constitución de dicho fenómeno. En este preciso caso la aparición de la ecuación adolescente, tal como hoy la reconocemos desde la mirada que dispensa la significación a posteriori de su vertiente histórica. En este sentido, el modelo para pensar el origen mutante de la adolescencia puede rastrearse en otros vecindarios de la cultura. En el terreno de la literatura de ciencia26

ficción este modelo fue magníficamente ejemplificado por Ray Bradbury. En uno de sus viejos cuentos, ya devenido en clásico y que lleva por título “El ruido de un trueno” (Bradbury, R. 1952), el autor relata las peripecias en las que se ven envueltos algunos de los sujetos que contratan los servicios de una empresa que ofrece safaris a través del tiempo para cazar el animal extinguido de sus sueños. La mayoría de los cazadores se inclinan especialmente por los dinosaurios y en particular por el tiranosaurus rex, aquel que a su paso genera el sonido del trueno. Por otra parte, un dato de gran importancia es que la sociedad donde se desarrolla el relato se enfrenta a una crucial disyuntiva electoral entre un candidato democrático y otro con rasgos definidamente autoritarios. Al momento de la partida del safari, el protagonista del cuento se siente aliviado porque en las elecciones ha triunfado el candidato que se comprometió a respetar las reglas del sistema. A la sazón, antes de iniciar los viajes por el tiempo en busca de los dinosaurios la empresa que ofrece este servicio instruye a los cazadores acerca de las restricciones y los cuidados que hay que tener en cuenta para no generar alteraciones en su viaje al pasado, ya que éstas podrían repercutir negativamente sobre el futuro de donde provienen los pasajeros. Cualquier falta a dichas reglas es sancionada con una costosa multa, ya que el daño que podría sufrir la evolución de las especies a raíz de alguna alteración sería irreversible, por lo que se determina que sólo pueden ser cazados animales que vayan a ser víctimas de una muerte accidental. Estos son estudiados previamente y se los marca con una pintura roja para identificarlos, luego los cazadores son enviados al lugar un par de minutos antes de su muerte para llevar a cabo el inofensivo safari. Una advertencia fundamental es que los pasajeros no deben abandonar, bajo ningún punto de vista, la pasarela antigravitatoria que conduce al encuentro de los animales y que flota a unos centímetros del suelo. Esta pasarela se implementó para que no haya ningún contacto perturbador entre las dos dimensiones temporales. Otro tanto sucede con todos los elementos extraños a la época, como las balas utilizadas que son recuperadas para que no queden vestigios de la excursión. Con todo, uno de los cazadores, en este caso el protagonista, no hace caso de la advertencia y abandona por un instante la pasarela para luego continuar normalmente el safari. Luego, cuando previo al retorno a su tiempo los cazadores son revisados para que no queden rastros de su estancia en esa época, en el zapato lleno de barro del trasgresor 27

encuentran aplastada una mariposa. El regreso a su tiempo lo sorprende con una serie de cambios, entre ellos descubre con horror que en vez de un gobierno democrático se ha instalado una dictadura. Esta espléndida parábola, cuando se la avizora desde la perspectiva que aquí se propone y sin desmedro de la riqueza que otras tantas lecturas pudieran aportar a una diversa serie de tópicos, da cuenta desde el plano ficcional de los factores concurrentes que gestan y determinan la posibilidad de ocurrencia de un hecho cualquiera, así como también de su posterior entramado de vicisitudes. Por tanto, tomando como apoyo esta construcción se hace evidente que el fenómeno adolescente, en la medida que se nos presenta como un hecho social de características singulares y complejas, no podría haberse configurado de otra manera más que como lo hizo, a menos que el transcurso de los acontecimientos históricos se hubiese visto alterado de manera significativa en por lo menos alguna de sus variables. Por lo tanto, si las aludidas variaciones hubieran transformado el panorama sociohistórico de una manera irreversible, es posible que la adolescencia ni siquiera hubiera tenido entidad como un fenómeno existente. No obstante, en este caso, como en cualquier otro donde entran en juego las hipótesis probabilísticas, su necesaria corroboración sólo puede ser factible en una instancia a posteriori. Por esta misma razón, quiero volver a destacar el delicado entramado de variables que fue necesario bordar en el cañamazo del socius emergente de la Revolución Industrial para cobijar el desarrollo del fenómeno adolescente.

La mutación psicoanalítica El profundo impacto sobre los basamentos de la teoría psicoanalítica que produjo en los años ‘60 la irrupción del estructuralismo dio lugar a varias crisis en el terreno de las instituciones dependientes de la Asociación Psicoanalítica Internacional y entre quienes trabajaban dentro de sus márgenes. Esta situación gestó el puntapié inicial para la formación de un movimiento revisionista que desde sus comienzos fue capitaneado por Jacques Lacan y cuya consigna aglutinante era volver a Freud. Algunos años más tarde, cuando el ya indetenible proceso de institucionalización estaba casi finalizado y el otrora movimiento renovador había devenido en un cuerpo colegiado, los que aún participaban del indómito espíritu fundacional se encontraron alejados de una 28

dinámica que tendía a la conservación de un incuestionable conjunto de dogmas. Por tanto, se encontraban off side (fuera de juego), es decir, en una perniciosa posición adelantada si la lectura se hacía desde lo instituido. O, por lo contrario, si la lectura se efectuaba desde lo instituyente se habían convertido en una nueva vanguardia, en la medida que se les aplicara el marco epistemológico correspondiente a la lucha por la coronación de un nuevo paradigma (Kuhn, T. 1962). Entre tanto, la flamante institución fue sufriendo paulatinamente una serie de desgajamientos que se produjeron al compás del decolaje que desde el nido originario emprendieron numerosos y distinguidos discípulos del líder fundacional. Estos discípulos, que marcharon al exilio institucional organizados en sucesivos grupos, se caracterizaron por el cumplimiento a rajatabla del modelo que habían tomado de su maestro. Precisamente, este modelo no postulaba un posicionamiento rayano a la veneración sino, por el contrario, se basaba en la idea de poner a trabajar los conceptos gestados por la teoría psicoanalítica. Fue, justamente, a raíz del peso que adquirió este trabajo que se reprodujo a la manera de un espejamiento la situación que dio origen al mentado movimiento revisionista. De esta forma, los antiguos alumnos terminaron alejándose de la institución al desarrollar posturas teóricas propias que diferían o, peor aún, contradecían los indelebles designios inscriptos en el molde original. Este conjunto de innovadores que se delineó dentro del campo psicoanalítico hace ocho lustros y que fue tributario del indetenible y renovador empuje que produjo la perspectiva estructuralista se nutrió profusamente de los conceptos e ideas que introdujo esta teoría en un vital proceso de oxigenación teórico-clínico. Sin embargo, en su momento también debieron tomar distancia de la misma para salvaguardarse de la caída en un dogmatismo que aún con sus aspiraciones científicas no dejaba de acercarse a una versión ultramontana. Tal como finalmente les ocurrió a algunos de los que en un primer momento se invistieron como vanguardia y que luego de muerto su inspirador quedaron definitivamente instituidos como herederos y celosos guardianes de la inmutabilidad de un saber que en la forma en que era trasmitido se arrogaba la calidad de único e infalible. En este sentido, una vieja historia había vuelto a repetirse, tal como lo anticiparan los desarrollos provenientes de la epistemología respecto de la calidad de obstáculo en la que podría devenir cualquier teoría científica, aún cuando ni siquiera se preciara de ser la última, o más aún, la única (Bachelard, G. 1948). Es que el espíritu científico en su incesante intento de ir más allá del trazado de sus fronteras entabla, justamente, una lucha sin cuartel contra la resistencia que oponen estos obstáculos epistemológicos a ser 29

removidos del camino que ocluyen. Camino que una vez despejado se alista en su recorrido para encontrarse inevitablemente con el próximo escollo. De este modo, la hegemonía que detentara en su momento la escuela inglesa con su propia producción dogmática, a pesar de autoinvestirse como heredera natural de un legado freudiano que muchos aspirantes reivindicaban y reclamaban para sí, cayó tras un largo sitio a manos de la escuela francesa luego de reinar por casi tres décadas. A su vez, la nueva regencia olvidó tiempo después de instituida su consigna fundacional fascinada por el poder que emanaba de una aparente posesión de la verdad por parte de algunos de sus exégetas. Este grupo de iluminados fogoneros que en un claro alejamiento del terreno científico anunciaron finalmente el advenimiento de una teorización sin fisuras. Paradójicamente, los mentores de estos desarrollos teóricos a pesar de haber denunciado tantas veces la misma acción por parte de otros actores terminaron también cayendo en la histórica celada que el narcisismo incesantemente le sigue tendiendo a la instancia yoica. Es que el narcisismo, movimiento inaugural en la constitución de la condición de sujeto y por lo tanto inseparable de la propia estructura psíquica, se infiltra en las obras de la cultura a través de la singularidad de sus autores. Por ende, las teorías científicas en tanto pertenecen a la misma cultura que las genera no están exentas de su presencia y accionar. El narcisismo habita en ellas como las vetas que matizan y que sólo en apariencia interrumpen la homogénea textura de los mármoles. El veteado es, en realidad, parte indeslindable de su estructura (Cao, M. 1994c). Por esta razón, sería pertinente que un enfoque epistemológico evalúe, en la graduación que las características de estas teorías lo hagan posible, qué proporción de narcisismo contienen. Esto permitiría calcular su futura refractariedad cuando accedan, tarde o temprano, a la categoría de obstáculo epistemológico, fatalidad inevitablemente reservada a todo fruto del discurrir científico. Por su parte, los integrantes de los diversos grupos que abandonaron las ramas estructuralistas, en tanto no pudieron evitar un destino de petrificación, hicieron en sus desarrollos hincapié en la presencia, participación e importancia que tenían tanto el semejante (en sus diferentes funciones: materna, paterna, fraterna, como objeto, como rival, como modelo, como auxiliar), como la cultura en la estructuración del psiquismo. Esto permitió que el psicoanálisis abandonara, a pesar de resistencias aún hoy vigentes, la postulación de un psiquismo solipsista que sostuvo de manera hegemónica a partir de los años posteriores a la muerte de Freud y con la que trabajó clínicamente y teorizó a los 30

pacientes que pudo retener en sus cedazos. Con las honrosas excepciones de Winnicott y del propio Lacan, aquel joven autor que en 1938 teorizó sobre la coestructuración del sujeto y la familia en su escrito sobre el complejo como factor concreto de la psicología familiar. De esta forma, aquel trabajo se constituyó en pionero de lo que luego trasuntarían sus desarrollos acerca del sujeto, o sea, de como éste se constituye dentro del trabajo de la intersubjetividad. Por otra parte, el mentado retorno a Freud no sólo reverdeció los viejos conceptos metapsicológicos sino que también echó una nueva luz sobre los llamados, y muchas veces poco valorizados, escritos sociales. A partir de estos presupuestos y junto a la declinación del positivismo como cosmovisión hegemónica el camino se encontraba allanado para continuar con la conceptualización iniciada por Freud acerca de uno de los tópicos más controvertidos y apasionantes: el de la interrelación entre lo psíquico y lo social. Muchos autores de trabajos teórico-clínicos surgidos durante la década del ‘60 en el seno de la escuela francesa como Piera Castoriadis-Aulagnier, Jean Laplanche, Didier Anzieu, Rene Käes, Joyce McDougall, Andre Green, entre otros, contribuyeron a esta revolución copernicana dentro del psicoanálisis que permitió reencausar un derrotero freudiano abandonado y estigmatizado como psicoanálisis aplicado. Ellos retomaron el desafío representado por el guante que el mismo Freud arrojara y que fuera en su momento recogido por Winnicott y los denostados culturalistas para conceptualizar los nexos e intermediarios que permitieran dar cuenta de las vías de comunicación entre los registros intrasubjetivo, intersubjetivo y transubjetivo. Así nacieron conceptos como el de violencia primaria y secundaria, contrato narcisista, seducción generalizada, envolturas psíquicas, imaginario grupal, grupos internos, pacto denegativo, aparato psíquico grupal, teatros de la mente, narcisismo de vida y de muerte, proceso terciario, etc.[2] Si a partir de estos conceptos y en referencia a los citados registros intrasubjetivo, intersubjetivo y transubjetivo desplegamos una lectura desde una perspectiva más abarcadora coincidiremos con que “el advenimiento del sujeto se produce a través del apuntalamiento intersubjetivo, pero sobre el horizonte de un atravesamiento transubjetivo que recorre a todos los sujetos sociales” (Sternbach, S. 1989 pág. 135). La posibilidad de pensar la constitución y el posterior devenir del sujeto humano desde las vicisitudes que lo ligan a un ambiente poblado por otros que cumplen, en el mejor de los casos, las funciones que la cultura prescribe para su desenvolvimiento psíquico, físico y social permite una apertura dimensional enriquecedora que puede dar cuenta de una serie de 31

pre-existentes que la teoría psicoanalítica no detectaba por carecer de los dispositivos y las representaciones para poder significarlos. De esta insospechada forma, nos encontramos en la misma situación que los astrónomos del siglo XIX con relación a Neptuno, el planeta que no estaba. De este modo, el papel que cumple la cultura a través de la mediación que hacen los otros significativos del sujeto, a raíz de los cuidados que necesita el recién nacido originados en su desamparo y prematurez, es fundante para posibilitar el acceso al registro simbólico, aquél que nos caracteriza como humanos en tanto sujetos sujetados a una cultura y a sus respectivas leyes. Recordemos, en este sentido, que sujeto “califica el arreglo singular de realidad psíquica, en tanto está bajo la dependencia y la constricción de un orden irreductible que lo constituye”, por lo tanto, el sujeto “está sujetado a pesar de él al orden del inconciente y al orden de la realidad externa” (Kaës, R. 1993a ibíd. pág. 123). El nacimiento del sujeto se produce en el seno de un grupo familiar, que representa metonímicamente al grupo social o conjunto de las voces presentes. Este grupo lo espera con un nombre, un lugar y un deseo a cumplir. Por lo tanto, el lugar que irá a ocupar el recién llegado va a estar determinado con anterioridad por el denominado contrato narcisista. “Piera Castoriadis-Aulagnier ha introducido la noción de contrato narcisista para indicar que cada sujeto viene al mundo de la sociedad y de la sucesión de las generaciones como portador de la misión de tener que asegurar la continuidad de la generación y del conjunto social. Es portador de un lugar en un conjunto y, para asegurar esta continuidad, el conjunto debe a su vez investir narcisistamente a este elemento nuevo. Este contrato asigna a cada uno cierto lugar que le es ofrecido por el grupo y que le es significado por el conjunto de las voces que, antes que cada sujeto, ha sostenido cierto discurso conforme al mito fundador del grupo. Este discurso incluye los ideales y los valores; trasmite la cultura y la palabra de certeza del conjunto social” (Kaës, R. 1993a ibíd. pág. 327). Cada sujeto deberá retomar por cuenta propia aquel discurso del conjunto que lo une a su ancestro fundador. Esta apropiación, cualquiera sea la forma en que la haga, será fundamental para que se plasme y se haga evidente la función identificante del contrato narcisista. Este “se instaura gracias a la precatectización por parte del conjunto del infans como voz futura que ocupará el lugar que se le designa: por anticipación, provee a este último del rol de sujeto del grupo que proyecta sobre él” (Aulagnier, P. 1975 ibíd. pág. 163). 32

Precisamente, las voces de la comunidad enuncian y trasmiten las pautas que definen la realidad del mundo, la razón de ser del grupo y el origen de sus modelos. De esta forma, desde el inicio el sujeto se ve condicionado por el medio cultural donde adviene a través de los otros que lo esperan y que lo in-formarán y con-formarán acorde a dicha cultura mediante la intromisión fundante del psiquismo que produce la violencia primaria. Desde ese momento el otro, en tanto coautor y coprotagonista del vínculo, y a la vez transmisor de la cultura que los sustenta a ambos a la manera de una red (Cao, M. 1993), será interiorizado y pasará a formar parte del paisaje intrasubjetivo de sus grupos internos, aunque en forma indiscriminada en el comienzo. Este vínculo original y originario con el otro, modelo de toda vinculación posterior, será resignificado en ocasión de todo nuevo contacto con un semejante. Estos desarrollos teórico-clínicos que brindan un lugar estructural al semejante y a la cultura en la construcción del psiquismo son, según hemos desarrollado, tributarios de las luchas por el cambio de paradigma que se produjo dentro de las disciplinas psicoanalíticas en los albores de la década del ‘70. Esta nueva perspectiva determinó variaciones de peso en lo relativo a las variables intervinientes en la producción de la subjetividad. La introducción de nuevas dimensiones generó variantes no sólo en las formas de intelección del psiquismo, sino que también modificó la visión de las circunstancias y del proceso mediante el cual dicho psiquismo se origina, se estructura y desarrolla sus posteriores y progresivos ensamblados. Estos desarrollos hacen hincapié que el registro intrasubjetivo se estructura acorde a los movimientos y significaciones provistos por la función materna a partir del encuentro inaugural entre la madre y el recién nacido que se instituye como fundante del psiquismo del sujeto. El vínculo que se establece entre la madre y el infans será el modelo de todas las vinculaciones posteriores, dimensión intersubjetiva a través de la cual se comenzará a establecer paulatinamente el proceso de singularización. Sin embargo, para que este proceso se sustente es indispensable la instauración de una dimensión de futuro dentro de los terrenos yoicos. El proyecto identificatorio será quien cumpla esta tarea. Es que el proyecto identificatorio del sujeto, piedra angular en la constitución del yo quedará definido como “la autoconstrucción continua del Yo por el Yo, necesaria para que esta instancia pueda proyectarse en un movimiento temporal, proyección de la que depende la propia existencia del Yo. Acceso a la temporalidad y acceso a una historización de lo experimentado van de la mano: la entrada en escena del Yo es, al 33

mismo tiempo, entrada en escena de un tiempo historizado” (Aulagnier, P. 1975 ibíd. pág. 167). Por tanto, para que el desenvolvimiento del sujeto se oriente hacia la singularización será necesaria, además de la función materna, la presencia del tercero a través de una función paterna discriminada. Y, si bien, esta función se encuentra en germen desde el inicio en el deseo de la madre por el padre, la configuración de este verdadero otro del otro entrará a escena a posteriori para introducir las reglas del juego societario que abren la puerta al registro simbólico y sus pertinentes regulaciones. El campo cultural, por lo tanto, habrá de generar inevitables determinaciones sobre el proyecto identificatorio del sujeto, ya que desde ningún punto de vista éste podrá estar disociado totalmente de los valores e ideales que rigen dicha cultura a la que inalienablemente pertenece. No obstante, el sujeto podrá experimentar variaciones en su sujetamiento a través de las modificaciones que pueden producirse en el seno de sus grupos internos. Esto es posible gracias a las resonancias intersubjetivas que descargan su repiqueteo en el registro intrasubjetivo durante los procesos de integración y estadía en otros grupos (todos aquellos que el sujeto integre a lo largo de su vida), mediante las sucesivas adecuaciones al contrato narcisista de dichos conjuntos. De esta forma, valiéndose de este poderoso instrumento podrá reelaborar su inscripción originaria y, así, reposicionarse creativamente frente a las exigencias del contrato original. Justamente, esto es lo que ocurre en el transcurso de la adolescencia.

(1) El rito de iniciación en desuso fue prontamente reemplazado por el conjunto de iniciaciones rituales marcadas por el grupo de pertenencia y la cultura epocal, tal como lo reflejan la ingesta programada de alcohol y drogas, el debut sexual, los tatuajes, el viaje de fin de estudios (primario y secundario), las vacaciones con el grupo de pertenencia, etc. (2) Algunos años más tarde al otro lado del océano se produjo una conceptualización simétrica por parte de los intersubjetivistas estadounidenses Robert Stolorow y George Atwood quienes a través de sus trabajos comenzaron a desmontar el mito de la evolución psicológica a partir del concepto de la mente aislada. 34

DOS: Expreso imaginario Yo te convido a creerme cuando digo futuro. Silvio Rodríguez

Para proseguir con un nuevo tramo de nuestra exploración nos embarcaremos ahora en la travesía de una de las dimensiones más llamativas del Planeta Adolescente, en este caso, la que se despliega en el campo de lo imaginario[1]. Precisamente, esta es la dimensión que impregna de virtualidad el pasaje por la estación de transbordo y enlace en la que termina configurándose el fenómeno adolescente. En las sociedades industrializadas, como ya hemos visto, este fenómeno surgió funcionalmente para constituirse en el imprescindible proceso de empalme que debe efectuarse entre el universo de la niñez y el de los adultos. Estos dos universos se han constituido como los puntos de referencia (uno de partida y otro de llegada), señalados de manera inexcusable en el itinerario evolutivo de los sujetos pertenecientes a cualquier cultura de la órbita occidental. Para lograr que este empalme se efectúe de una manera satisfactoria, es decir, para que los niños previo paso por la transición adolescente puedan acceder al status adulto en condiciones de poder afrontar sus ventajas y requerimientos, será necesario que cada uno de ellos tenga una prolongada y obligatoria estadía en los talleres de la remodelación identificatoria.

Del mecanismo a la virtualidad Los sucesivos cambios que se fueron produciendo en el seno de las teorizaciones psicoanalíticas, tal como los describí en el capítulo precedente (y de los que sólo hice algunas consideraciones, ya que su desarrollo excedería con amplitud el marco de este ensayo), estuvieron motorizados, fundamentalmente, por las modificaciones que se gestaron en el campo de la clínica a la hora de enfrentar las diversas dificultades que planteaba el abordaje de casos que en su mayoría se afincaban en torno a los bordes del cuerpo teórico.

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La explicación que intentaba lograr un respetable consenso para dar cuenta de esta situación, como ya había ocurrido en casos como el de los pacientes fronterizos, era la de la aparición de una nueva variedad de cuadros psicopatológicos. Sin embargo, a pesar del esfuerzo para colegir y sistematizar las particularidades de estos casos, continuaba girando la interrogación acerca de si éstos, a la manera del planeta que no estaba, no preexistían al momento de su descubrimiento debido a que el espectro con el que se manejaban los instrumentos teóricos no alcanzaba a detectarlos. O bien, y en un sentido opuesto, que las continuas modificaciones de las pautas socioculturales con su indiscutible impacto sobre la dimensión personal, familiar e institucional determinaran nuevas combinaciones en el complejo ensamblado de los factores que posibilitarían el desencadenamiento de un padecimiento psíquico. La respuesta, tal como se desprende de la lógica de la contradicción que introduce el psicoanálisis, no se hallaba en la cercanía de ninguno de los dos polos, sino que volvía encontrarse como en otras ocasiones sobredeterminada en el especial arreglo que se deriva de la combinación de los factores concurrentes, ya que en contraposición a la idea de una inmanencia de las estructuras clínicas podríamos afirmar que el “universo de la psicopatología de ningún modo permanece ajeno a los vaivenes culturales de cada época y a las pregnancias simbólico-imaginarias de sus significaciones” (Sternbach, S. 1996 pág. 15). Por otra parte, en la misma línea trazada por las modificaciones que revolucionaron tanto la teoría como la práctica del psicoanálisis, la creación y puesta a prueba de los dispositivos multipersonales (grupo, familia y pareja), generó un cambio en la manera de abordar clínicamente diversas conflictivas. Es que, si bien eran portadas y soportadas por un sujeto, el padecimiento al que éste era arrojado remitía inexorablemente al entramado de sus vínculos. Por ende, la costosa validación psicoanalítica de estos dispositivos, finalmente lograda tras una sorda lucha, dio el puntapié inicial para que muchos conceptos teóricos vistos a trasluz de esta nueva perspectiva debieran ampliar sus dimensiones, o bien, que su destino consistiera en pasar por el tamiz de la reformulación. Así pues, este proceso renovador no sólo fue el artífice de la paulatina remodelación de las versiones clásicas de algunos conceptos fundamentales, sino que también condujo a rechazar provisoria o definitivamente algunas de las innovaciones que su flamante inspiración aportó. En este sentido, uno de los modelos conceptuales que más vapuleado resultó, tanto en la apreciación de su dinámica como en el terreno de su génesis, fue el de aparato psíquico. 36

Precisamente, desde hace bastante tiempo comenzaron a hacerse necesarias nuevas maneras de concebir el estatuto y el funcionamiento de este modelo, ya que su vieja conceptualización se vio tironeada tanto desde las demandas de actualización provenientes del campo de la clínica como desde los descubrimientos e innovaciones teóricas. De esta manera, las ideas acerca de su conformación llegaron a estar en plena ebullición y su diseño se encontró, inevitablemente, en vías de remodelación. Entonces, y en la medida en que situemos nuestra actualidad tecnológica dentro del contexto de lo que se denomina ciberculturas (Piscitelli, A. 1995), hacer referencia a la dinámica del psiquismo con la imagen metafórica de un aparato nos ubica al borde del anacronismo. Esta conceptualización data de una etapa que a pesar de su cercana finalización ya ha devenido pretérita, por lo que el concepto de aparato en tanto sea pensado como un artilugio mecánico que funciona en forma ciega y automática ha quedado mortalmente devaluado frente al irreversible embate que venimos sufriendo por parte del maremoto informático. En este sentido, creo que en el futuro próximo va a ser necesaria una profunda revisión del funcionamiento del psiquismo desde una óptica más cercana al concepto de interfaz. Es que este concepto remite a un dispositivo por medio del cual se ponen en conexión dos sistemas heterogéneos que por sí mismos no podrían hacerlo, ya que carecen de los canales de comunicación adecuados para lograrlo. Esta conexión permite que entre dichos sistemas se produzca un intercambio físico, químico e informativo, tal como ocurre en numerosos procesos biológicos donde la interfaz es, por ejemplo, una membrana o un tejido que arbitra el intercambio entre dos medios diferentes. De esta suerte, es como ocurre al nivel de la pared alveolar el intercambio de los gases que intervienen en la respiración, o también, en lo que atañe a la asimilación de los elementos indispensables para la vida celular a través de la selectividad que dispone su membrana externa. Otro tanto, ocurre con la extensa capa de piel que nos recubre casi por completo y que nos mantiene en contacto y conexión con el ambiente que nos rodea. Sin embargo, el catálogo de las interfaces no se agota sólo con aquellas que pudieran provenir del campo de la biología. La vida cotidiana de la segunda década del nuevo milenio está prácticamente manejada por interfaces. La mayoría de las creaciones de la tecnología actual funcionan de acuerdo a este dispositivo tal como lo reflejan las botoneras (incorporadas o remotas), desde donde se manejan los diversos electrodomésticos. Aunque su hegemonía viene perdiendo terreno a manos del manejo táctil de las pantallas con las que ahora pueden operarse. No obstante, su presencia más 37

elocuente se la debemos al dispositivo virtual de la interfaz informática, el cual nos brinda cuando cargamos el programa del procesador de textos un simulacro de hoja de papel donde es posible escribir de una manera equivalente a la que medio siglo atrás hubiéramos implementado en una vieja Remington. Este dispositivo virtual es el que permite que tanto los elementos físicos de la computadora (hardware), como sus sistemas operativos (software), estén en condiciones de relacionarse con la persona que está frente a la pantalla manejando el teclado. Es necesario recordar, por otra parte, que la amigable presencia de la metáfora que vehiculiza la interfaz informática no fue siempre la misma, ésta fue evolucionando desde los tiempos en que el tipeo de las órdenes para la puesta en marcha de los programas se hacía en un extraño idioma, hasta el sencillo manejo de los íconos en pantalla por medio del clickeo de los botones del ratón (mouse). En este sentido, el modelo del que deriva el concepto de interfaz podría aplicarse sin temores al campo de la vida psíquica, ya que estaría en condiciones de dar cuenta de los procesos por los cuales se producen los intercambios informativos entre los diversos sistemas que componen la primera versión del aparato psíquico (inconciente, preconciente, conciente). Estos, a su vez, no desaparecen en la segunda versión, sino que quedan subsumidos en los terrenos contiguos y superpuestos de las diversas instancias. Al conjunto de estos sistemas podríamos sumar otro que podría parecer nuevo aunque en realidad es tan viejo como aquellos. Sin embargo, éste no alcanzó a tener un lugar oficial en la teoría. Me refiero al sistema de los signos de percepción. En una carta dirigida W. Fliess, fechada en diciembre de 1896, Freud describe a los signos de percepción como la primera transcripción de lo percibido. Declara estar en ese momento trabajando “con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retranscripción” (Freud, S. 1950 pág. 274). De este modo, descubrimos una vez más como su ingenio, a pesar de la fuerte identificación con la atmósfera predominantemente mecanicista que se respiraba en la época de sus primeros descubrimientos, podía saltar por encima de las vallas del determinismo positivista y avanzar en el hallazgo de nuevos modelos. Por otra parte, si nos internamos en la historia de la tecnología llegaremos a la conclusión de que ningún aparato estuvo en condiciones de hacer un reordenamiento según nuevos 38

nexos, es decir, una retranscripción. Esta situación mantuvo su vigencia hasta la vertiginosa llegada del proceso de informatización, el cual se extiende más allá del terreno abarcado por computadoras personales en todas sus versiones y formatos para remitirnos al aún no tan difundido escenario de las máquinas inteligentes. Aquellas que, previa programación, están justamente en condiciones de manejar uno o varios aparatos por sí mismas. Esto puede apreciarse, por ejemplo, en el caso de las casas inteligentes, las cuales controlan acorde a las necesidades del usuario tanto los factores climáticos internos como el manejo del conjunto de los ingenios que habitan en el espacio de la misma. Vale aclarar que estas máquinas inteligentes no funcionan como el cerebro humano, sino que sólo logran imitar de manera rudimentaria algunas de sus operatorias. Por ende, las transcripciones que pueden producir aún se encuentran a años luz de las que ocurren en el campo de la dinámica psíquica. En consecuencia, para continuar con la temática de los modelos de funcionamiento psíquico es necesario que me aparte de esta digresión informática, ya que lo que aquí interesa no es tanto describir la especificidad de alguno de los muchos tipos de interfaces que existen sino apropiarnos de la utilidad de su modelo de funcionamiento. De este modo, la necesidad de un reordenamiento según nuevos nexos a los que toda percepción que ingresara al aparato psíquico estaría obligada alude de lleno al concepto de interfaz. Otro tanto ocurre con el cambio de estatuto requerido a las representaciones mentales para alterar el nivel de funcionamiento al que se adscriben: pictográfico (Aulagnier, P. 1975), primario, secundario, o terciario (Green, A. 1972), ya que para poder circular en otro nivel que no sea en el que se originaron se hace imprescindible una retranscripción. La idea de adaptar, reformular, enriquecer o retranscribir los conceptos teóricos de cualquier disciplina científica de acuerdo a los modelos que la cultura de cada época vaya pergeñando nos aleja del eterno peligro de resultar atrapados en las redes de cualquier dogmatismo. Después de todo, hace ya más de un siglo que, justamente, en relación con el recién estrenado aparato psíquico el mismísimo Freud nos hacía una advertencia liminar cuando escribía que “Tenemos derecho, creo, a dar libre curso a nuestras conjeturas con tal que en el empeño mantengamos nuestro juicio frío y no confundamos los andamios con el edificio” (Freud, S. 1900 pág. 530).

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El conjunto de las ciencias de cada época hace un tácito intercambio de sus modelos teóricos para apuntalar el despliegue y desenvolvimiento de las conceptualizaciones que se hallan rezagadas respecto del pelotón que marcha a la vanguardia, o bien, para reformular con nuevos nexos un cambio de contexto. Por lo tanto, se impone hoy día en el campo del psicoanálisis seguir el camino iniciado por aquellos pioneros que introdujeron conceptos de otras disciplinas. De este modo, se podrá abandonar, enriquecer y/o suplantar, según sea el caso, la modelística proveniente de la física decimonónica basada casi con exclusividad en conceptos cinemáticos, dinámicos e hidráulicos por otros aportes que vengan tanto de las ciencias duras (la nueva termodinámica o los ya mencionados desarrollos informáticos), como del campo de las ciencias sociales. Consecuentemente, a pesar de las inevitables resistencias que suscita todo cambio la tendencia a integrar los nuevos modelos se ha tornado irreversible. La introducción del azar en la teoría psicoanalítica (Hornstein, L. 1993), ya es aceptada en amplios círculos desde que se impuso globalmente en el terreno de las ciencias el modelo pergeñado por la teoría del caos. Después de todo, el mismo Freud con su capacidad para arrojar por la borda los modelos propios que se hubieran transformado en lastre teórico, ya nos había mostrado el camino en los tempranos años ‘20 al integrar al cuerpo teórico del psicoanálisis, trascripto como pulsión de muerte, el concepto cuántico de entropía. En este mismo sentido, una modificación fundamental en la forma de concebir el origen del mal llamado aparato psíquico se produjo con la entrada a escena de los desarrollos acuñados por los miembros de la nueva vanguardia francesa (Aulagnier, P. 1975; Kaës, R. 1979; Green, A. 1982; Laplanche, J. 1987), Esta modificación precipitó el abandono de la versión solipsista y atemporal que gobernó el timón teórico durante décadas a partir de una conceptualización prefigurada tempranamente en Freud, la cual puede rastrearse a través del hilo conceptual que enlaza los artículos sobre sexualidad infantil, sobre narcisismo y sobre la formulación de la segunda tópica (Freud, S. 1905, 1914, 1923). De este modo, la significación que se desprende de este nuevo escorzo define que el psiquismo se estructura en ocasión de la puesta en marcha de los recorridos de ida y vuelta que caracterizan a los interjuegos vinculares. Interjuegos que a su vez están demarcados por el particular recorte que el medio cultural haga de los mismos, según las coordenadas témporoespaciales donde estos vínculos se configuren (Bernard, M. 1992; Kaës, R. 1993). La idea de un psiquismo que comienza a construirse a partir de la entrada del sujeto en un vínculo, el cual le permite sobrevivir a su inmadurez y que lo ayuda a pertrecharse de 40

las bases a partir de las cuales pueda comenzar su proceso de singularización, da cuenta de la importancia que la función materna cumple en su papel anticipador de portavoz y de sombra hablada (Aulagnier, P. 1975). Es que las envolturas corporales provistas por la primigenia simbiosis biológica que se establece durante el embarazo son perdidas por el recién nacido tan pronto como finaliza el parto. Estas envolturas serán reemplazadas por la simbiosis psicológica que se establece durante los primeros años de vida. Será, justamente, en esos tiempos y bajo su tutela que la función materna mediante la vía regia del vínculo y a través del trabajo de volver homogéneo lo heterogéneo irá proveyendo los significantes que permitirán la construcción de un modelo prototípico de semantización. Modelo construido a imagen y semejanza del que ella misma posee y con el que el sujeto contará para poder progresivamente inteligir tanto el mundo que lo rodea como a sí mismo. La cultura, entonces, a través de la mediación que ejerce la función materna inscribirá los formatos correspondientes a los principios y procesos del acaecer psíquico a través de la relación vincular establecida con el infans, el cual no será un mero receptor sino que procesará y sintetizará singularmente estos datos por medio de un proceso de metabolización. Sin embargo, cabe aclarar que la función materna no actúa ni en soledad ni sólo por y para sí misma. Por el contrario, ella también se encuentra apuntalada en un contexto vincular, por lo que desde “el punto de vista psicológico, nunca es una madre la que trae un niño al mundo: es un grupo, la parentela, el entorno” (Kaës, R. 1979 ibíd. pág. 30). La virtualidad con que están teñidos, entre otros, los conceptos psicoanalíticos de violencia primaria, portavoz, sombra hablada, así también como las nociones de ilusión y de zona transicional nos trasponen sin escalas a los territorios metafóricos de la interfaz, ya que el estatuto bifronte de aquellos conceptos constituido a partir de la argamasa vincular intenta dar cuenta de la comunicación entre dos dimensiones o espacios heterogéneos. La adolescencia, como veremos, en tanto se estatuye como zona de transición y pasaje entre una fase y otra del desarrollo evolutivo con arreglo a ciertas condiciones culturales participa de las mismas características intermediarias de la interfaz y, por lo tanto, de su virtualidad.

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Transbordo imaginario El criterio utilizado para contextualizar al sujeto que consulta dentro de una serie de marcos de vinculación que quedan sucesivamente incluidos en otros de mayor amplitud (amistades, pareja, familia, inserción institucional, nivel socioeconómico de origen, nivel socioeconómico actual, nivel de instrucción, etc.), se encuentra siempre presente cuando abordamos su situación vital más allá de la condición etárea que califica a la persona. No obstante, este criterio adquiere mayor relevancia en el caso de los adolescentes donde la agitada presencia de dichos marcos de vinculación se hace mucho más ostensible. De este modo, la incógnita que encierra esta ecuación puede quedar despejada si consideramos a la adolescencia como el caldo de cultivo donde fermentan las cuestiones ligadas a las instancias ideales y al proyecto identificatorio. Se trata, tal como he venido planteando, del momento vital donde se interrogan, se cuestionan y finalmente se resignifican los datos estibados durante la niñez para comprender y aprehender la compleja dinámica del mundo adulto. No obstante, esta significación y apropiación se va a configurar sobre la base de la incorporación de un conjunto de nuevos datos, aquellos que son necesarios para definir la elección de los lugares desde los cuales el adolescente pueda incorporarse y participar en dicho mundo. Participación que ya no se efectuará sólo desde la fantasía sino desde los imperiosos condicionamientos que la realidad social, política y económica imponga en ese preciso momento histórico sobre el medio cultural. Por tanto, al abordar la perspectiva biológica, el primer contexto desde donde se intentó colegir el fenómeno adolescente, vimos que se lo presentaba como un estadio normal del desarrollo al que ningún sujeto podía eludir voluntariamente. De esta suerte, la adolescencia quedaba, posicionada unívocamente en el emplazamiento de una categoría de carácter evolutivo. El psicoanálisis, por su parte, cuando intenta la intelección de este indiscutible fenómeno psicosocial retoma el andarivel biológico, pero dándole desde el sesgo diferencial que su teorización instituye una nueva significación. En primera instancia, su atención se focaliza en la reaparición de la pulsión sexual (la cual se había mantenido hibernada durante el período de latencia), en el cuerpo de un sujeto que ahora sí es capaz de satisfacerla genitalmente con el objeto deseado/prohibido, pero cuya situación mental aún no ha abandonado, o lo ha hecho parcialmente, el territorio de la niñez. Este nuevo defasaje (ya que la sexualidad, tal como lo planteara Freud, llega para las posibilidades del sujeto primero demasiado temprano y luego demasiado tarde), reflotará 42

algunos de los restos hundidos en el naufragio del Complejo de Edipo impulsando una reedición del mismo dentro de un contexto poblado de renovados peligros y facilitaciones. Por ende, el giro que pueda producirse en la tramitación del reeditado complejo permitirá el acceso a otro nivel de elaboración, siempre y cuando las condiciones internas del sujeto logren una combinación propicia con las variables de los contextos familiar, institucional y social. Sin embargo, la adolescencia, debemos recordarlo una vez más, es tierra fértil para el despliegue de lo contestatario, de lo panfletario y de lo utópico con toda la pasión que genera el huracán hormonal, pero también con la pregunta generatriz acerca de los lugares tanto posibles como imposibles de ocupar en ese misterioso y atemorizante teatro que es la sociedad de los mayores. La perspectiva psicoanalítica, por lo tanto, no se ciñe únicamente a la búsqueda de una nueva identidad para ese traje prestado que es el cuerpo pospuberal, sino que también dirige su atención hacia el sufrimiento que conlleva la resignación de los lugares perdidos de la historia infantil y hacia la entrada como sujeto semiautónomo al corpus social adulto. Este escorzo orienta el rumbo hacia la idea de que las vicisitudes que atraviesan y sobrellevan los adolescentes tienen la finalidad no siempre explícita ni conciente de obtener un primer lugar de anclaje dentro del imaginario social de la cultura a la que pertenezcan. No obstante, esta situación cuenta con el agravante de que a las dificultades inherentes a este proceso de apropiación deba agregarse que en todos los casos este lugar se encuentra bajo la tutela, cuando no bajo el título de propiedad, de los adultos. Consecuentemente, la obtención de este primer lugar en el mundo de los mayores adquiere, por lo visto, la geometría de un primer peldaño. Este cumplirá la función de apoyo y transporte para proseguir, posteriormente y sin solución de continuidad, asumiendo posicionamientos posibles y reconocidos en el universo adulto. Posicionamientos subjetivos concomitantes con el campo de los ideales del sujeto y de la cultura en la que se halle inmerso, los cuales deberán resultar finalmente tributarios de la inagotable construcción yoica de una dimensión de futuro. Por otra parte, el acceso al imaginario social de una cultura permite apropiarse de sus emblemas, adscribir a una identidad por pertenencia, ocupar lugares permitidos y asignados en pos de un proyecto identificatorio que además de impregnar de futuro al yo, pilar sobre el que se asienta el devenir psíquico del sujeto, garantiza la inclusión del sujeto en dicha cultura. Este movimiento de acceso a los espacios que prescribe la cultura, como acaba de ser descrito, queda indisociablemente ligado al despliegue en el registro intersubjetivo de las potencialidades que el sujeto porta. Por lo que su impedimento absoluto generará 43

situaciones teñidas de una calidad trágica que podrán marcarse, desde la vertiente social, en la forma de la inadaptación o del rechazo categórico de las pautas culturales, con sus correlatos de marginación y violencia. O bien, desde un derrotero singular, con la activación de procesos neuróticos (inhibiciones, fobias, desórdenes narcisistas, etc.), o psicóticos (hebefrénicos, derrumbe del falso self, etc.). Estos procesos están, desde ya, sobredeterminados por la historia infantil del sujeto, que no es más que la historia del encuentro significativo con los otros del vínculo (en este caso con los otros originarios), pero que eclosionan en el crítico instante de salida de la niñez. De este modo, será en torno al abordaje de los lugares a ocupar en una determinada cultura que se habrá de desplegar la temática del estatuto virtual de la adolescencia. Esto se debe a que los adolescentes son sujetos que, además, de vivir las vicisitudes de sus respectivos reposicionamientos identificatorios se encuentran por definición haciendo un transbordo entre las estaciones de la niñez y la adultez. Ya han dejado de ser niños, pero todavía no son adultos. Poseen ciertas prerrogativas, pero aún no han podido apropiarse de la totalidad (de la que será, en todo caso y según la posición que ocupen, su propia totalidad), de los emblemas y de los derechos societarios. Por esta razón, los jóvenes se encuentran en una situación virtual, ya que pueden y a la vez no pueden. Necesitan todavía mantenerse enlazados de manera dependiente a los adultos y simultáneamente, repudio mediante, aspiran a manejar con decisiones propias cierto recorte de sus vidas en forma autónoma. Recorte del que, por la razón o por la fuerza, comienzan a participar. En este sentido, su situación es, por cierto, compleja, contradictoria y ambigua. El topos adolescente queda, de esta manera, establecido como un lugar ajeno, alienado. No sólo el cuerpo con sus mutaciones no es vivido como propio sino que los lugares a insertarse tampoco lo son, pertenecen a los adultos que al igual que la sociedad y la cultura los preceden en el tiempo. Estos lugares, por lo tanto, sólo pueden vislumbrarse en perspectiva. Se presentan como un horizonte al que hay que arribar aunque, justamente, el camino no se encuentra despejado. Por el contrario, está cubierto por los densos nubarrones de la posibilidad de fracaso, los cuales consecuentemente se ciernen amenazantes debido a las grandes exigencias que sazonan este proceso. En este sentido, la iniciación ritual, aquella escena puntual y fundante en la historia de los sujetos pertenecientes a ciertas comunidades que habitaron el planeta en un tiempo pasado, o bien, que se quedaron fuera del círculo áulico del desarrollo industrial, era un pequeño puente que unía las orillas de la niñez y de la vida adulta, bajo su sombra pasaba un río oscuro y sin nombre. En cambio, en nuestra sociedad y en nuestro tiempo 44

dichas orillas están separadas por un océano a cruzar, las más de las veces en embarcaciones yoicas demasiado frágiles. El periplo adolescente visto desde esta perspectiva se torna peligroso, de duración incierta y no siempre con final feliz. El transbordo entre las orillas se hace en un clima de tensiones, miedos, angustias y amenazas que tiñe agresivamente la vinculación entre los adultos y los adolescentes. Los primeros temen que la llegada de aquellos que consideran como advenedizos les haga perder el lugar conseguido años ha y que, de esta manera, se vean empujados prematuramente al avistamiento de la próxima y última estación de su trayecto vital, la de la senectud. Los segundos temen ser víctimas del fracaso por la inseguridad que los inunda a la hora de jugar una partida muy deseada, siendo concientes, o no, de que no cuentan aún con todos los recursos necesarios. Así pues, el temor de los adultos a la pérdida de sus preciados lugares se ve reforzado por una situación bifronte. En primer término, entran en conflicto con o, mejor dicho, contra los jóvenes, ya que a partir de sus movimientos estos desatan inevitablemente una contienda por los lugares, los ideales y los valores establecidos. En segundo término, el conflicto revierte sobre ellos mismos, ya que en su tránsito estos jóvenes los espejan con los adolescentes que ellos mismos fueron, o bien, que quisieron y no pudieron ser. De este modo, su psiquismo genera, con o sin conciencia, una multitud de comparaciones apreciativas cuyo foco se centra en las limitaciones que en su momento padecieron y que posiblemente, a manera de un sintomático arrastre, aún sigan padeciendo. Por lo tanto, la premisa de que el tránsito adolescente es un tiempo de preparación que los jóvenes deben cursar en tanto representa un proceso de crisis, ruptura y superación que debe manejarse de acuerdo a los criterios adultos se convierte muchas veces en un obstáculo insalvable. La mayor o menor velocidad con la que los jóvenes atraviesen este espacio-tiempo para luego quedar habilitados en la operatoria de la realidad dependerá, entre otras causales, de cuán promisorio se presente el futuro en un contexto personal, familiar, institucional, socioeconómico, histórico y político dado. Sin embargo, en muchas oportunidades los adultos se escudan en esta condición estructural de la adolescencia para postergar la entrega de la posta generacional, difiriendo así un desplazamiento que a pesar de estar incluido en los planes societarios, a la manera de otro transbordo, es vivido de manera aniquilante[2]. Al quedar planteada como una encrucijada esta situación gesta una dinámica de colisión entre las generaciones, una pugna que fue bautizada con el nombre de enfrentamiento 45

generacional. Una de las consecuencias de esta bulliciosa batahola es la creación de un espacio que se construye como una formación de compromiso entre los deseos y las defensas de los bandos contendientes, pero que en todos los casos adquiere un formato transicional. La constitución de este espacio, que denominaremos imaginario adolescente, funcionará como marco generador de una cultura propia que denotará con su pertenencia la identidad de quienes lo habiten y, a su vez, les permitirá el despliegue creativo dentro de un campo de pruebas que se habrá de mantener a cierto resguardo de la intromisión adulta. Este espacio imaginario-simbólico que nuclea a los sujetos que atraviesan esta ecuación vital se convierte en una estación de transbordo, a la manera de un aeropuerto donde deben esperar el avión que enlace los destinos que articula esta escala. Configurado, de esta suerte, como un no-lugar (Augé, M. 1995), como un lugar inexistente, como un utopos, el imaginario adolescente se reviste de la virtualidad que caracteriza al transitorio juego de imágenes con el que se ensamblan los espejismos. De la misma forma, por ejemplo, que cuando estos se configuran a la manera de un oasis y mantienen al viajero del desierto firme en su voluntad o en su desesperación de perseverar en su camino hacia un lugar, que instantáneamente se habrá de evaporar en cuanto logre conquistar su ilusoria materialidad. Esta virtualidad, este dominio de la imagen, esta tierra de nadie decorada como parque de diversiones en que se constituye la adolescencia determina que el transbordo imaginario se acometa tanto en el registro intrasubjetivo como en el intersubjetivo, ya que la virtualidad de los lugares a ocupar (virtuales en tanto no se ocupen, o mientras dure la preparación para ocuparlos), no se dirime y resuelve solamente en el plano de la fantasía intrapsíquica sino también en el plano de los intercambios con los otros del vínculo. Es que con su mayor o menor permeabilidad ayudarán o dificultarán un proceso de singularización que, a su vez, se encuentra sostenido por la red tejida por el entramado cultural. Arribamos así al campo paradojal que caracteriza a la adolescencia: la búsqueda de lugares que se conquistan a fuerza de padecer cantidades variables de sufrimiento por la vía de aventar triunfalmente obstáculos e inseguridades sólo por un tiempo, o bien, por la caída en estrepitosos fracasos con la promesa no siempre cumplida de una nueva oportunidad. Esto hace que los viajeros de esta transición se sientan validados en la posesión lícita y merecida de esos lugares solamente ante la mirada, en el mejor de los casos, complacida de los otros del vínculo y del murmullo aprobatorio de la sociedad. 46

No obstante, la paradoja se instala en el momento en que estos lugares son definitivamente conquistados, ya que pierden parte del revestimiento libidinal con el que habían sido pincelados y que tan atractivos los hacía. Es que en el camino que lleva a la ansiada meta de obtener el pasaporte para entrar por derecho propio al mundo de los adultos, el sujeto fue extraviando paulatinamente la condición que lo mantenía fuera de dicho mundo. La gran transición construida con varias miríadas de pequeños pasos termina por desensibilizar la llegada del último, invitando incluso a asomarse a la pequeña decepción que desliza la pregunta acerca de si valió la pena tanta lucha, o bien, tanto sufrimiento para llegar hasta allí. Finalmente, esta ecuación vital llega a su culminante resolución cuando el sujeto ya dejó atrás su adolecer. El espejismo se disuelve, a la sazón, en un fluido nostálgico que acompaña de por vida al sujeto y que se tramita ininterrumpidamente a través de una metabolización que tiene por soporte a las diversas construcciones culturales (cuentos, poesías, novelas, canciones, filmes, etc.), que cada sociedad posee. El intento de persistir en esta etapa más allá del paso del tiempo, como muchos intentan en un desesperado manotón narcisista por conservar idéntica la imagen que se refleja en las aguas de sus constantes y renovadas elecciones (vocacionales, amorosas, etc.), no tenía buena prensa desde la óptica deontológica que se enarbolaba en los tiempos de la modernidad, ya que la adolescencia a diferencia de la niñez, la adultez o la senectud era un punto de inflexión en el que aparentemente nadie quería quedarse y en el que tampoco ninguno quería que otro se quedara, beneficios secundarios aparte. Sin embargo, la revolución ideológica y axiológica que aparejó la llegada de la posmodernidad cambió notablemente esta apreciación. De este modo, la categoría a la que pertenecen los codiciados lugares que entran en juego en este preciso momento de la vida de los sujetos y por los que se desata la pugna generacional, se corresponde punto a punto con la noción de identidad de la misma manera que matemáticamente lo hacen dominio e imagen en el terreno de las funciones inyectivas. Así pues, el permanente recambio de estas identidades las torna virtuales por lo efímero de su duración. Esa es la esencia imaginaria del transbordo, una transición de carácter netamente creativo a nivel de los montajes identitarios, donde como decía el poeta “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. La adolescencia, por lo tanto, es la cacería de esas identidades que no existen dentro de las categorías inherentes al propio fenómeno adolescente y ese no-lugar, ese utopos, es ofrecido y a la vez denegado por su propio artífice, la cultura. 47

La remodelación identificatoria Cada cultura moldea con sus prescripciones y prohibiciones los lugares-identidades a los que pueden aspirar y, en el mejor de los casos, llegar a ocupar los sujetos que las integran. Estos lugares-identidades, a su vez, generan una serie de condicionamientos y determinaciones (identificatorias, emblemáticas, éticas, pragmáticas, etc.), entre quienes aceptan las reglas que el juego societario propone. Por esta razón, cada vez que un sujeto se encuentra en ocasión de ocupar un lugar dentro del entramado social de su cultura (que puede abarcar un amplio espectro, como por ejemplo el que va desde el ingreso a la escuela primaria hasta la jubilación), se pone en juego la historia de los escenarios vinculares donde los posicionamientos subjetivos se fueron configurando por vía de los interjuegos plasmados entre los registros intersubjetivo y transubjetivo. A fortiori, en la ecuación adolescente donde los contextos y modelos de vinculación actual agrupados en torno de lo que podría denominarse matrices sociales de identificación hacen valer e imponen su peso, en tanto y en cuanto, aquellos contextos y modelos se hallan enmarcados en las tendencias que el sesgo societario dominante prescribe para poder ocupar dichos lugares. Por lo tanto, los representantes de las investiduras pulsionales que se ponen en juego en el procesamiento psíquico que acompaña al movimiento de acceso a dichos lugares, más allá de los diversos caminos que puedan tomar (transcripción, sublimación, represión, descarga, etc.), y sin perder la conexión con los escenarios intrasubjetivos que resulten posibles o potables para cada sujeto, deberán necesariamente apuntalarse sobre estas matrices sociales de identificación, las cuales estarán determinadas por la situación societaria de cada momento histórico. Tal como he anticipado, estas matrices identificatorias dejaron de tener un estatuto fijo e inamovible a partir de los cambios sociales que introdujo la llegada de la modernidad a través de la vía que contribuyó a despejar el cimbronazo de la Revolución Francesa. Tiempo más tarde, y en forma paralela a que el indetenible proceso innovador de las sociedades industrializadas abandonara una velocidad constante, dicho estatuto también habría de ingresar en la dimensión de un movimiento acelerado. Así pues, de lo planteado hasta aquí podemos inferir que el derrotero vital de los sujetos pertenecientes a las culturas occidentales de la segunda ola, a diferencia de lo que 48

ocurría en las sociedades preindustriales, se encuentra articulado entre la asunción concreta de un acotado y sucesivo número de lugares y el procesamiento psíquico que exige el acceso al estatuto de estas nuevas identidades. En este punto debemos tributar un reconocimiento a la sociología y a la antropología como ciencias pioneras en la introducción de esta temática a través de los conceptos de status y rol. De este modo, el acceso a cada nuevo lugar, como ya vimos respecto de los ritos de iniciación, se encuentra pautado de antemano por una serie de normativas sociales. Esta situación obliga a los sujetos a sumergirse en un conjunto de nuevas pautas y codificaciones que luego de ingresadas en el seno de su registro intrasubjetivo, y en función de una renovada exigencia de trabajo, conducen al proceso de construcción, deconstrucción, reconstrucción y reensamblado que caracteriza al psiquismo adolescente. El sello distintivo que estos procesos de construcción, deconstrucción, reconstrucción y reensamblado dejan en los sujetos tomará la forma de un atravesamiento cultural (Cao, M. 1993). Este sello queda rubricado de la misma indeleble e invisible manera que en un papel lo hace una marca de agua y su peculiar significación quedará indisociablemente ligada a las circunstancias y vicisitudes identificatorias del trayecto vital de todo sujeto. A la sazón, estas circunstancias y vicisitudes identificatorias cuando tienen como referencia un marco social reconocido permite que algunos atravesamientos sean en muchos casos perceptibles a simple vista. Especialmente, cuando revisten la categoría de emblema identificatorio, tal como puede ocurrir con la adscripción generacional a un cierto tipo de música (el tango, el rock, etc.). Sin embargo, en otras circunstancias su inestimable papel en la conformación de la personalidad, su marca de agua, sólo puede pesquisarse mediante el exclusivo trasluz que se deriva de la labor clínica. De este modo, el atravesamiento cultural que se produce en el transcurso de la transición adolescente resalta con notoriedad respecto de los otros por sus indisimulables repercusiones en el campo societario. En este sentido, la marca de agua no será la misma habiendo cursado la adolescencia durante los años ‘50 con una emblemática de posguerra sazonada con rock and roll y peinados con jopo a la gomina, que haber sido miembro de la generación beatnik-hippie en plena revolución sexual, con el pelo por la cintura y tomando la píldora con los dedos en V, en clara alusión a la consigna de hacer el amor y no la guerra. Tampoco, lo fue viendo la Guerra del Golfo por TV. como un videogame con las ideologías en aparente agonía terminal y el tándem consumo e imagen como valores sociales preponderantes. 49

Por ende, los adolescentes de la década de los ´90 se encontraron en un contexto muy particular. Este los ubicaba en una posición bastante diversa a la de sus ancestros de la década del ‘50. Es que la llegada de los tiempos posmodernos ocasionó en la transición adolescente la pérdida de una de sus características más paradigmáticas dentro del campo de los ideales: su posicionamiento contracultural. El reemplazo de esta postura por un no tan novedoso ideario superficial que atravesó a todo el socius y que vanagloria tanto el individualismo como el éxito a ultranza los alejó en gran parte de la peligrosa solidaridad innovadora, cuestionadora o revolucionaria que sostuvieron como estandarte hasta el crepúsculo de los años ‘80. No obstante, la expresión de lo contracultural no sólo no quedó diluida sino que se terminó encarnando en diversos agrupamientos juveniles que rescataban para sí mismos una postura fuertemente contraria al statu quo cultural. Algunos de estos grupos en la medida que compartían características violentas y marginales se nuclearon emblemáticamente alrededor de determinados estilos musicales como el punk, el hardrock, el heavy metal, etc. Entre ellos algunas patrullas perdidas se asociaron a ciertas ideologías de sesgo totalitario y xenófobo tal como ocurrió en el caso de los skinheads (cabezas rapadas). Por su parte, grupos con un sesgo ideológico de corte filoanarquista marcharon hacia el territorio regenteado por el movimiento punk (recordemos que su consigna originaria era, nada más ni nada menos, que “No Future”). Por lo tanto, su intento de diferenciarse radicalmente tanto de la cultura oficial como de los grupos juveniles afines a la misma los llevó a distorsionar estéticamente su imagen por medio de la implementación singular de ropajes, peinados, adornos, etc. Por esta razón, se ganaron el mote de tribus urbanas. Es que su ruidosa aparición, contestataria al hiperindividualismo y a la complejidad que introduce la sociedad posindustrial, se plasmó a través de una rígida disciplina para intentar establecer y mantener así un espacio de pertenencia donde pudieran recrear el entramado de lazos solidarios, perder la angustia que genera el incremento del anonimato y emerger de la fragmentación identitaria que proponía aquella sociedad (Costa, P. / Pérez Tornero, J. / Tropea, F. 1996). Sin embargo, para los otros adolescentes, aquellos que no buscaban la salida por la vía del peligroso circuito que se inicia con el sentirse rechazados por la sociedad, que continúa con el ejercicio de la violencia como respuesta y que se cierra con la automarginación frente al nuevo rechazo, la asunción del ideario superficial tampoco los habría de guarecer de los males que caracterizaron a aquella época. En este sentido, la mayoría de los jóvenes de los países periféricos, aunque progresivamente también la de 50

los centrales, no quedaron a salvo de la degradación que padeció la enseñanza pública, ni a resguardo del discurso social que denigraba el trabajo honrado y proponía trocarlo por el facilismo de la estafa y el acomodo. Tampoco, estarían exentos de la influencia que ejercía la escala de valores que proponía la libertad de mercado, con el consiguiente endiosamiento del consumismo y la dilución de los lazos solidarios, ni podrían excluirse totalmente del promocionado modelo de autoabastecimiento narcisista. El transcurso del tiempo hace que el campo de los ideales, dimensión de constante recurrencia por parte de los jóvenes en pos de similitudes y diferencias estructurantes, adquiera nuevos lenguajes y significaciones que a la hora de comprender la situación de los adolescentes no podrían ser eludidos sin arriesgarnos a construir un interlocutor teórico. O, peor aún, crear un sujeto a imagen y semejanza del adolescente que fuimos o quisimos ser con sus imprescindibles versiones recíprocas, aquellas que justamente nos muestran el revés de la trama identificatoria. De esta forma, la cuestión adolescente se ubica en un plano diferente al de los cambios que acarrean las modas. Se trata de los lugares disponibles en una proyección futura y de los medios necesarios para obtener el acceso a ellos. Los lugares disponibles para que los jóvenes ocupen hoy no son los mismos que los de una década atrás y menos aún que los de los años ‘50, ya que no han cesado de transformarse con el paso del tiempo. El deseo de ascenso a otro status por parte del inmigrante europeo de principios de siglo, depositado como mandato en su descendencia (como se puede apreciar en la pieza teatral M’ hijo el Dotor de Florencio Sánchez), difiere en la defensa a ultranza del enclave de poder (narcisista, indiferente y cruel), del yuppie que protagoniza el film Wall Street de Oliver Stone. Para no hablar del destino románticamente trágico y ahora demodé del revolucionario utópico. Por lo tanto, las vicisitudes que atraviesa el sujeto adolescente no se enmarcarán solamente dentro de la dinámica que se establece en relación con la dimensión pulsional. Conjunta y simultáneamente, esta dimensión se entrama en las diversas combinatorias que se derivan de las contingencias del campo identificatorio en su vinculación con los ya aludidos contextos familiar, social e institucional. De esta manera, las relaciones que el adolescente establezca con su entorno serán mediatizadas por los modelos que la cultura le ofrezca y sobre los cuales pueda apoyarse en su proceso de remodelación identificatoria para que lo ayuden en el imprescindible transbordo para pasar de la niñez a la adultez. 51

El procesamiento de la remodelación identificatoria, que comienza a producirse al calor del arribo pubertario a raíz del descongelamiento pulsional, trae aparejado un conjunto de nuevos y complejos escenarios. Por un lado, las cuantiosas pérdidas internas y externas (las omnipotencia parental, el cuerpo infantil, las instancias yoica y superyoica, los equilibrios de la autoestima, vinculaciones, pertenencias, etc.), que generan la puesta en marcha de la metabolización identificatoria que caracteriza a una de las vías elaborativas del duelo. Por otro lado, la posibilidad de triangulación en torno a los lugares que ofrece las nuevas vinculaciones permite identificarse a través de la trama relacional con el lugar deseado por el otro del vínculo y/o con el ocasional ocupante de ese lugar. Es que lo que se introyecta o incorpora no son aspectos de algún otro, tal como clásicamente se pensaba, sino la trama relacional donde estos aspectos cobran un determinado significado[3]. Por consiguiente, la exigencia de trabajo psíquico que genera este remodelamiento, y que en sus posibilidades no excluye ningún matiz del sufrimiento, se debe a que el proyecto identificatorio con su necesaria proyección a futuro debe procesarse en una trama electiva (vocacional, amorosa, etc.), que debería aproximarse con bastante fidelidad a la que se presume como definitiva. Las complicaciones que conlleva este complejo proceso se ven determinadas las más de las veces, como más adelante veremos, por la exigencia y perentoriedad emanada de los planos personal, familiar, social e institucional tanto en forma individual como combinada. La remodelación identificatoria se constituye, pues, en el formato de un proceso de relevo y recambio de viejas vestiduras e investiduras con las que se cubría el yo infantil. A la sazón, los referentes familiares, aquellos que contribuyeron fundamentalmente con su tela a los diseños de dichas vestiduras e investiduras, son ahora removidos de sus históricos emplazamientos merced a los aportes provenientes de las nuevas identificaciones, tanto por parte de aquellas que se centran en los rasgos del objeto resignado como por aquellas donde el sujeto “prescinde por completo de la relación de objeto con la persona copiada” (Freud, S. 1921 pág. 101) y que Freud denomina identificaciones por comunidad afectiva. Estas últimas se obtienen en diversas circunstancias, a saber: por las nuevas vinculaciones del sujeto (especialmente aquellas que se dan en los grupos de pares), por los modelos que provienen del campo de la cultura (novelas, filmes, etc.), por el reciclado de los referentes familiares y por la vinculación con todos los adultos extra-familiares que penetren en su órbita intersubjetiva.

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En este sentido, la remodelación identificatoria no se va a restringir solamente al campo de la instancia yoica, su indetenible avance alcanzará incluso a las altas cumbres donde mora el Ideal del Yo. Por lo tanto, mediante este trabajo nuevos referentes marcharán a la manera de relevos a integrar el campo del Ideal del Yo, contribuyendo a la remodelación del cuadrante y de los puntos cardinales de la brújula con la que el sujeto orienta el norte de sus ideales, de sus valores y del proyecto identificatorio. Por otra parte, en el sendero de las vicisitudes de la reformulación de las instancias ideales se despliega otra de las problemáticas liminares de la remodelación identificatoria. Esta no sólo involucra al Ideal del Yo sino que también abarca a otra de sus subestructuras: la Conciencia Moral. Se trata, en este caso, del acceso al mundo cultural que manejan los adultos, cuyo orden simbólico se internaliza a través de las vicisitudes que jalonan la relación con la figura paterna y, por tanto, con el orden de la ley. La historia de esta relación puede dividirse en una serie de tiempos lógicos. En primera instancia, y siguiendo el derrotero freudiano, el padre de la horda muerto y deglutido en una lenta y ambivalente digestión identificatoria define los posicionamientos subjetivos que surgen a partir de la instauración de la exogamia a través de la suscripción del contrato denominado pacto fraterno, como abundantemente se describe en Tótem y tabú (Freud, S. 1913). Sin embargo, la imago de este padre arcaico que toda fantasmática familiar porta se verá afortunadamente desplazada de la encarnadura que puede ejercer sólo un sujeto. Es que desde ahí podría seguir detentando un poder omnímodo en relación a los posicionamientos subjetivos que se juegan en el plano sociocultural a través del desconocimiento de sus prescripciones y prohibiciones. El proceso por el que se produce la transformación del padre que es la ley en aquel que la representa, aceptando y donando la función simbólica que lo liga al consenso de los otros y a la cultura, como planteara Lacan en los tres tiempos que atribuye al Complejo de Edipo (Bleichmar, H. 1984), está íntimamente relacionado con la idea del padre al que hay que matar simbólicamente para poder ocupar su lugar y así permanecer en la senda del proceso de individuación (Winnicott, D. 1971). En este sentido, la renuncia por parte del padre a la imbatibilidad narcisista que surge del intento de aferrarse al trono despótico del ejercicio de su propia ley es fundamental en la apertura de las vías por las cuales el adolescente, sin dejar de cuestionar el statu quo 53

adulto, se inscribe y se hace partícipe de las reglas de juego que rigen el mundo cultural de la sociedad que le tocó en suerte. El posicionamiento subjetivo que el sujeto adolescente adopte frente a la ley, y por lo tanto, en relación con los valores e ideales vigentes en su medio va a variar según los modelos identificatorios familiares, sociales y culturales que estén en juego. Habrá notorias diferencias en este posicionamiento en generaciones de jóvenes que crezcan bajo el ala de sociedades democráticas que en otras que lo hagan en el clima oscurantista de las dictaduras. Por supuesto, que todos no serán cortados por la misma tijera social, como tampoco ocurre en el espacio familiar con relación a los modelos con que se nutren los diversos hermanos. No obstante, más allá de su contingencia y variabilidad es primordial no minimizar el peso que estos factores tienen a la hora de la remodelación de las instancias ideales que se da en la adolescencia. De esta manera, la pertinaz exigencia de trabajo y de modelamiento de las matrices sociales de identificación, adscriptas por su origen a los registros intersubjetivo y transubjetivo, se articulan con las vicisitudes del registro intrasubjetivo. Por lo tanto, tal como hemos visto a lo largo de este capítulo, lo que se pone en juego en el momento de la transición adolescente no es solamente el destino de las representaciones-meta de la pulsión, sino también y en forma indisociable sus anclajes en la matrices identificatorias de la cultura, el espacio donde se configura el contexto de significación en el cual los sujetos se mueven.

(1) La conceptualización de imaginario es tributaria de los desarrollos de C. Castoriadis. Ver Cap. 4 de La Condición Adolescente(Cao, M. 2009). (2) Como veremos más adelante la vivencia aniquilante de este otro transbordo queda patéticamente justificada con la regencia del ideario de la posmodernidad. (3) Ver Cap. 3 de La Condición Adolescente. 54

TRES: El fin justifica los medios Cuanta verdad hay en vivir, solamente el momento en que estás, si es presente, el presente y nada más. Vox Dei

La adolescencia, como hemos visto en los capítulos precedentes, es el resultado de una compleja operatoria. Su entidad se habría de gestar en el apretado tejido que conforma la red cultural, aquel espacio donde se sostienen todas las producciones subjetivas de una sociedad. No obstante, el entramado de la red cultural no sólo no permanece estático sino que tampoco adopta los previsibles formatos de la linealidad, o bien, los de algún planeamiento previo. Va sufriendo continuos y a veces imprevisibles cambios en su rumbo, los cuales delimitan los nuevos contextos y escenarios donde se representa la vida social de una cultura dada en un determinado período histórico. A lo largo de las dos últimas décadas del siglo pasado los marcos de referencia de las sociedades occidentales, aunque también gran parte de los pertenecientes a las orientales, se vieron expuestos a una vertiginosa metamorfosis provocada por la convergencia de una serie de factores de orden político, social y económico. Los vientos de transformación que a partir de ese momento soplaron sobre las producciones subjetivas de dichas sociedades, originados en el cuadrante de la peculiar combinación de aquellos factores, se invistieron con el ropaje de lo irreversible de tal convincente manera que lograron conquistar el nuevo orden global casi sin resistencia. Por consiguiente, la urdimbre que resulta de este proceso es tan intrincada que sólo me será posible abordar algunos de los complejos y escurridizos fenómenos que contribuyeron a dicha transformación, así como también, dar cuenta de un número limitado de aspectos que vieron la luz como parte de sus efectos o consecuencias. La peculiar alianza que reúne a campos tan diversos como el del neoliberalismo, el relato posmoderno y los usualmente denominados medios masivos de comunicación permitirá pesquisar un conjunto de situaciones que han tenido una gravitación decisiva en la metamorfosis cultural de fin de siglo.

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Las producciones culturales provenientes de la intersección de estos tres campos nos pondrán en la pista de la comprensión del sesgo que ha tomado la sociedad en relación con la constitución de los psiquismos de los sujetos que la componen. Estos se verán atravesados, básicamente, por los ideales y valores que aquella instituye y trasmite. En este sentido, es notorio como la configuración de las producciones subjetivas ha abandonado la mayoría de los moldes y prototipos clásicos de la modernidad para adoptar otros nuevos. Estos se despliegan fundamentalmente bajo el imperio de la imagen, de la levedad y de la inmediatez.

De vanguardias y confines Las diversas posturas filosófico-ideológicas que fueron acompañando el desenvolvimiento de las culturas occidentales a lo largo de la historia han sido muchas veces injustamente minusvaloradas al momento de evaluar su incidencia en los cambios que se producen en el ámbito de las producciones subjetivas de cualquier sociedad. Su participación se desarrolla tanto como referente y pilar de las realizaciones culturales que emergen en una determinada época, así como también, se erige en gestora (ya por su decidido apoyo, ya por su neta oposición), de por lo menos una parte del diseño del imaginario social del período histórico siguiente. En este sentido, tanto la modernidad en su momento como la posmodernidad hoy día tuvieron un rol preponderante en el aporte de ingredientes al proceso de construcción de la subjetividad que se produjo en cada período social, cultural e histórico y muy especialmente en la caracterización de algunos rasgos que contribuyeron a configurar el imaginario adolescente de cada una de estas épocas. Con relación al campo de la modernidad tardía, según gustan llamarla algunos autores, se han escrito tantos estudios y ensayos que no sería operativo hacer aquí una nueva y farragosa descripción de todos sus conceptos. Pero será interesante poner a trabajar algunas de sus ideas con el propósito de develar el entramado de sentidos que marca con su influencia, así también como el impulso que da a los destinos de los sujetos que pertenecen e integran a las llamadas sociedades posindustriales. La posmodernidad se presenta a sí misma como un amplio y heterogéneo conjunto de posturas de corte ético-filosófico que se imbrican desde la franja central hasta los lindes en el terreno del pensamiento y las ciencias en general. Su desembarco ha generado 56

bastante revuelo no sólo en las humanidades, sino también en el territorio de otras disciplinas que van desde la arquitectura a las artes en general. Otro tanto ocurre con su consecuente e inevitable impacto sobre las prácticas sociales. De este modo, las posturas posmodernas giran alrededor de varios pivotes que a su vez funcionan como verdaderas usinas de significación a la hora de enfrentar el desconcierto que comenzó a cundir con la llegada de las primeras sombras provenientes del eclipse de la modernidad. Uno de estos ejes es el retorno al expediente de un individualismo sin matices ni fronteras. Este retorno se apuntaló en la hegemonía que desde hace tiempo viene detentando la cosmovisión neoliberal que logró reimplantar de manera excluyente un concepto-valor que comenzó a difundirse masivamente a partir del movimiento de obertura del capitalismo. El mortal enfrentamiento de este modelo filosófico-político con el de las utopías comunitarias y sus infelices aplicaciones prácticas al nivel de Estado-Gobierno generó tensiones a veces insalvables en el seno de las sociedades. Aquellas tensiones condujeron, en primera instancia, a polarizaciones extremas dentro del campo social en un vano intento de conjurar o aniquilar las diferencias ideológicas, como claramente lo demuestra la saga del nacimiento y evolución del fascismo en cualquiera de sus versiones geográficas. Y, en segunda instancia, a posteriores fracturas societarias de imposible soldadura que terminaron plasmándose en las grandes y pequeñas guerras que asolaron el siglo pasado. De esta suerte, la antinomia individualismo versus comunitarismo que marcó el ritmo del período que se desenvuelve entre los años 1914 y 1989, dimensión temporal a la que algunos historiadores circunscriben la totalidad del siglo XX (Daniel, J. 1995), llegó a su fin con la caída del Muro de Berlín. Este evento que da por terminada la modernidad y sus exactos dos siglos de existencia (Feinmann, J. 1995), culminó en la simbólica toma del muro con su posterior demolición manual y popular. Las condiciones de este asalto nos llevan inevitablemente a la comparación con otro, el de la toma de la Bastilla , aquella deflagración que justamente inaugurara la Revolución Francesa. Por lo tanto, la modernidad, desde esta lectura, se presenta como un período ubicado entre dos asaltos históricos (simbólicos y concretos), a las edificaciones que representaron la política opresiva ejercida en su momento por las respectivas castas dirigenciales de cada una de aquellas épocas. La fatal circularidad de este proceso da muestras del fracaso del movimiento iluminista y sus diversas continuaciones, 57

especialmente los socialismos en su intento de cambiar el rumbo de la ideología y de la ecuación de poder que gobernaba al mundo. Este planteo no implica atribuir la condición de fracaso o regresión histórica a todos los sucesos que pueblan el terreno de la modernidad, tal como se estila últimamente, ya que es bien sabido que muchas cosas han cambiado en un sentido progresista (las mutaciones tecnológicas, la mayor libertad de expresión, etc.). Sin embargo, también es necesario reconocer que muchas otras que creíamos superadas han resurgido de sus cenizas con mayor brío. De este modo, la pérdida de los valores solidarios ha dejado un vacío imposible de llenar, siquiera con los espejismos y abalorios con que nos obsequian ciertas vertientes de la posmodernidad. En este sentido, el gravitante derrumbe del Muro de Berlín, uno de los más irracionales símbolos del siglo pasado, se produjo menos por la demostración universal de los beneficios de un individualismo a ultranza que por la marcada ineficiencia, desviación y hasta perversión de los modelos comunitarios más interesados en la conservación del propio poder que en el desarrollo de sus posibilidades igualitarias y humanísticas. Y, aunque en su descargo aceptemos las argumentaciones acerca de la guerra permanente que debieron librar contra el capitalismo, nada justifica sus horrores en el campo de los derechos humanos ni en la coartación de las potencialidades del pensamiento individual, temáticas en las que por supuesto el capitalismo, a su manera, tampoco le fue a la zaga. Por lo tanto, el retorno triunfal del individualismo en la remozada versión de único actor en escena se gesta en el contexto de la globalización de la economía, fenómeno que emerge como producto de los efectos generados por el agotamiento del modelo de las sociedades de la segunda ola y el arribo de la sociedad posindustrial o de la tercera ola (Toffler, A. 1991), con su resumido corpus filosófico de la instauración del éxito (económico) personal como modelo resolutivo de la condición humana. El ascenso de este culto tardío, que endiosa las fuerzas no tan invisibles ni tan ingenuas de un conjunto de variables de poder llamado mercado, se produjo en forma simultánea al desplazamiento de las utopías comunitarias del campo de los ideales societarios. Momento a partir del cual éstas perdieron la investidura de la aristotélica función de motor inmóvil, fuente de constante atracción hacia la dimensión de lo perfectible. Asimismo, este hiperindividualismo despojado de rivales de peso (la New Age y su mensaje de amor universal no le hicieron mella alguna), atravesó como un máximo común denominador la vasta y heterogénea cultura de la posmodernidad. Apuntalando y 58

apuntalándose en otras ideas y conceptos que se hallaban muy en boga a la hora de explicar los cambios acaecidos en la dinámica societaria. Justamente, el ideario que ejemplifica de manera paradigmática este mutuo apuntalamiento se basa en las paupérrimas teorías del fin de la historia y de la muerte de las ideologías. Los desarrollos llevados a cabo en torno al fin de la historia se instituyeron como el adalid de la vertientes que conformaron el vasto campo de la posmodernidad. Estas, en un intento de liquidar los molestos remanentes de la etapa histórica anterior, aprovecharon que estos desarrollos daban cuenta de la caída de los grandes relatos que signaban los destinos de la humanidad, por cuanto ubicaban a la historia en el mismo contexto teleológico en el que en muchas oportunidades trataron de instalarse con algún éxito varios discursos religiosos, científicos y sociopolíticos. La consecuencia de esta caída fue la desarticulación de un remoto pero inamovible destino de liberación popular, de manejo y control de la naturaleza y de la toma del poder por una clase que resolvería las contradicciones sociales mediante el acceso a la investidura de vanguardia iluminada. Este significativo cambio dejó a los sujetos con las manos libres para proyectarse dentro de cada marco cultural, y de acuerdo a sus propias condiciones, hacia un futuro con final abierto. No obstante, esta situación también los sumió en la ansiógena inermidad que implica la pérdida de un cielo protector. Esta cualidad fue, justamente, la que caracterizó a un sinnúmero sistemas filosóficos, religiosos y científicos que intentaron el desalojo definitivo de la angustia existencial a través de la construcción a su imagen y semejanza de un cosmos donde todo pudiera estar bajo el tranquilizante control de la dinámica de sus propios conceptos, los únicos que al fin de cuentas tendrían valor. De más está aclarar que no lo lograron (Cao, M. 1994c). La idea de la muerte de las ideologías, por su parte, apunta en el mismo sentido que lo planteado para el fin de la historia, en tanto que la rigidez bipolar establecida entre las utopías individualistas y las comunitarias se estableció como un dilema de imposible resolución. Salvo en el caso que se produjera la aniquilación de uno de los dos términos en conflicto, solución sugerida por la disyunción excluyente que provendría del discurso totalizante de un yo ideal, cuya aspiración narcisista sería la de ser reconocido como único (Bleichmar, H. 1983). Por lo tanto, lo que llegaría a su fin con el advenimiento de los tiempos posmodernos es la pugna por una visualización del mundo en clave unívoca. De esta forma, caducaría la posibilidad de que por medio de un brutal forzamiento, del que lamentablemente 59

existieron y siguen existiendo sobrados ejemplos históricos, un grupo de sujetos (a la manera de una secta de iluminados), o una sociedad con fuerte espíritu fundamentalista (a la manera de una cruzada religiosa purificadora), intente imponer al resto una cosmovisión única y excluyente, la suya. Esta propuesta rica en matices es uno de los más importantes aportes del relato posmoderno y merece seguir siendo trabajada con detenimiento. No obstante, con lo que no es posible coincidir es con la distorsión y el aprovechamiento que otras vertientes de la posmodernidad aliadas con la cosmovisión neoliberal han hecho de estos términos. Pues, de esa manera, como a continuación veremos, se pretende congelar primero y cancelar después la imprescindible dimensión de cambio.

La extinción del futuro Abordemos desde otra perspectiva las derivaciones y consecuencias que apareja la idea del fin de la historia. Según algunos de sus propaladores (Fukuyama, F. 1989), resultó inspirada y extraída de los desarrollos filosóficos llevados a cabo por J.G.F. Hegel. Su argumento central plantea la llegada a término de los procesos históricos. Estos, de ahí en más, ya no mostrarían cambios sino que se estacionarían en una perdurabilidad sin tiempo en tanto las variables que los generaban habrían dejado de operar. Esta versión del fin de la historia, más cercana al campo filosófico de la escolástica medieval que de la fuente de donde dice inspirarse, intenta implementar una cosmovisión que da por terminado el decurso de los procesos históricos. De esta forma, a la vez que invita a la resignación y a la inercia cancela, merced al mismo y certero golpe, la dimensión de futuro. Las implicaciones que esta concepción infiltra en el aquí y ahora de los actores sociales es que a éstos no les quedaría otra opción que la de velar por sus propios intereses, ya que el socius que integran habría quedado cristalizado políticamente en la forma de las llamadas democracias de mercado. Estas limitan su participación al voto electivo de los administradores de turno, sin que esto varíe sustancialmente el rumbo prefijado por una política global dictada por los centros internacionales del poder financiero que en sus decisiones no tienen en cuenta las incumbencias relativas a las soberanías nacionales. De esta forma, no sólo se vacía de contenido el ejercicio del derecho de los ciudadanos (denominación acuñada por la Revolución Francesa), sino que también se desalienta la posibilidad de ser actores de un cambio que se instrumente en asociación con los demás. 60

Las connotaciones en el imaginario social de esta desactivación del interés por una alianza vinculante con el otro generan una polaridad que oscila entre la indiferencia y el temor al semejante, como ampliamente lo ilustran las abundantes producciones fílmicas estadounidenses de la década de los años ’90 (Durmiendo con el enemigo, El inquilino, Sliver, etc.). El mensaje que palpita entre líneas es bastante claro: hay que ocuparse sólo de uno mismo y no confiar en nadie, ya que el futuro está anclado y el otro se encuentra ubicado en el lugar de sospechoso, cuando no es directamente revestido con una connotación de siniestra perversidad. El predominio de las posiciones egocéntricas junto a la cancelación de la dimensión del cambio, con la consecuente desinvestidura del futuro como tiempo privilegiado de la concreción del proyecto identificatorio, deja a los sujetos condenados al mismo eterno y vacío presente que padecían, sin darse cuenta, los personajes pergeñados por Borges en El inmortal. De este modo, sin cambio ni proyecto es menester concentrarse en lo cotidiano, en lo fugaz, pero de una manera aligerada. Sin pasión ni dolor, tratando de obtener la mayor cantidad posible de placer en la forma más simple, inmediata y anónima. De lo contrario, se corre el riesgo de enfrentarse con los huecos y las ausencias (tanto a nivel intrasubjetivo como intersubjetivo), maduradas al ritmo que marcan las sucesivas desinvestiduras. De esta manera, es como inicia su despliegue la denominada era del vacío (Lipovetsky, G. 1986). Asimismo, el origen de este proceso se puede rastrear en los diversos movimientos que se produjeron en el seno de las sociedades a raíz del descrédito en el que cayeron los ideales de la modernidad con su consecuente recambio por las nuevas pautas éticas y estéticas, las cuales inmediatamente se autoproclamaron herederas de sus antecesoras al darlas taxativamente por superadas o por muertas. No obstante, a diferencia de otros momentos históricos donde mediante una costosa elaboración un nuevo conjunto axiológico reemplazaba o absorbía al anterior (como por ejemplo ocurrió con el recambio que introdujo el Renacimiento respecto de la Edad Media), este procesamiento se encontró imposibilitado debido a que el anuncio de una supuesta muerte de (todas) las ideologías arrastró cuesta abajo al grueso del campo de los valores e ideales, junto con las condiciones para que en los psiquismos se pudiera producir el proceso de metabolización de las nuevas pautas.

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En consecuencia, el vacío es la sensación que se adueñó de los sujetos frente a la retirada de los códigos, valores e ideales que por generaciones reglaron los intercambios sociales (ya simbólicos, ya concretos). El proceso de banalización, que como una bandada de buitres hambrientos voló en círculos sobre la exhausta tabla de valores enarbolada por la modernidad, generó efectos devastadores tanto en los psiquismos individuales como en numerosos aspectos del entamado social cuya funcionalidad contribuía al sustentamiento de aquellos. La devaluación de las pautas axiológicas que reglaban los intercambios, sujetas a fundadas amenazas de disgregación, impulsó a la creencia de una seudo liberación que en apariencia desembocaría en una especie de vale todo. Sin embargo, esta devaluación inexorablemente condujo a su simétrico opuesto del nada vale con la consecuente irrupción de sensaciones de vacío acompañadas por un concomitante monto de angustia. Estas sensaciones, enemigas mortales del precario equilibrio psíquico sobreviviente a las consecuencias del dragado de la significación y al repliegue de las investiduras libidinales, eran las que había que desterrar de cualquier manera, a cualquier precio y de forma inmediata. Por ese circuito discurrió la superficialidad con la que se entablaron muchos encadenamientos vinculares, los que mirados con cierto detenimiento revelaban su insuficiencia para llegar a la categoría de tales. Por el contrario, eran simples simulacros que tenían el propósito de encubrir en numerosas ocasiones un circuito de constante recambio donde la alteridad terminaba reificada en un intercambio asubjetivo, aquel que se manifiesta en “la depsiquización, el del hecho (corporal, social, económico) en bruto, fuera de todo proceso de apuntalamiento y de intersubjetividad” (Kaës, R. 1993a ibíd. pág. 123). Esta superficialidad puede asemejarse a las características que presentan las conductas adictivas, que como desde hace tiempo se sabe no se circunscriben sólo a las drogas sino también al consumo de todo tipo de objetos, incluyendo entre estos a las personas. Adicciones, bulimias y anorexias, verdaderas patologías del consumo en una sociedad que centra sus acciones y valores excluyentemente en esta actividad se presentaron como el azote de fin de siglo (Rojas, M. / Sternbach, S. 1994). Estos trastornos se tornan factibles en el contexto de la bifronte sociedad posindustrial, cuya cara opulenta atiborra de objetos a quienes se encuentran integrados a ella, en la medida que pueden económicamente proveérselos, para luego desecharlos a la manera bulímica del vómito. Mientras tanto, la cara que margina y excluye mantiene anoréxicos (en tanto quedan 62

ligados a un deseo imposible), a los que ya no cuentan para el sistema y que, por lo tanto, han perdido toda posibilidad de reinsertarse. De esta suerte, la supuesta muerte de (todas) las ideologías contribuyó también a la anomia reinante, dejándonos huérfanos de anclajes donde apuntalar nuestra identidad y pensamiento, a la manera de un peldaño donde apoyarnos en el movimiento creativo de la transcripción hacia nuevos modelos de funcionamiento mental y social. La falsedad de la argumentación acerca de esta anunciada muerte se develó, aunque no con facilidad, en el mecanismo de reemplazo de las viejas producciones ideológicas por la infalible, universal y eterna individualidad de mercado. Esta intentó instalarse de manera invisible en el lugar que quedó vacante, disimulando su predominante carácter de nueva ideología a través de la perversa peculiaridad de desmentir su origen y función, contribuyendo así a incrementar un grado de confusión que ya se encontraba generalizado. A la manera de un círculo que se cierra sobre sí mismo, fueron justamente los fogoneros del nuevo y aséptico modelo los que con sus discursos y sermones, y luego de un necesario proceso de reciclado, volvieron a medrar con la confusión que ellos mismos habían impulsado (Cao, M. 1992a). Por su parte, el debilitamiento de la dimensión de futuro, piedra angular en el devenir de la subjetividad, aparejó el deterioro de la noción de proyecto. De esta forma, quedó clausurado el campo de acción de las instancias ideales y el sujeto se vio amputado en la posibilidad de desarrollar sus potencialidades, su creatividad, o bien, traducido a términos filosóficos, su trascendencia. Las sensaciones de vacío e inmutabilidad descriptas condujeron a un callejón sin salida, ya que las únicas opciones en apariencia viables quedaron limitadas al convite de alguna forma de alienación, a saber: asunción militante de los nuevos valores, inmersión tanática en los paraísos artificiales, resignación cuasi religiosa con alto monto de indiferencia, o bien, insensibilización defensiva permanente. En este sentido, la crisis que sobreviene frente a la imposibilidad de despejar una ecuación irresoluble para los medios con que el sujeto cuenta, y que intenta vanamente desmentir con la incorporación vía consumo de bienes, drogas y contactos ocasionales desemboca en sensaciones de angustia que no pueden referirse ni remitirse a la pérdida de los anclajes donde antes éste se apuntalaba. De esta forma, cuando al cuadro de situación recién descrito sumamos la pérdida de la dimensión de futuro, la aludida crisis cierra su asfixiante trayectoria circular y trepa a niveles desestructurantes, ya que el futuro es el tiempo que sustenta el proyecto de despliegue yoico. 63

Fue justamente alrededor de esta crisis sobre el futuro, a lo largo de este vacío identificatorio, dentro de esta anomia paradojalmente maníaca y paralizante a la vez, donde fermentó el germen de la desazón que arrasó en la década de los años ´90 el continente latinoamericano y que hoy arrasa a europeo. Esta pesadumbre angustiosa de no querer saber de dónde venimos ni adónde vamos, por lo ominoso que pueden resultar las respuestas, se potencia en la imposibilidad para tolerarla. Esta situación conduce a la convocatoria de la presencia activa de otros medios, aquellos que con sus peculiares características y estilos se avengan a obturar tamaña falla en la construcción y el ensamblado de la subjetividad.

El fin justifica los medios El paulatino proceso de corrosión que atacó los cimientos de la modernidad puso en crisis no sólo a las instituciones que procesaban y ejercían la transmisión de conocimientos y valores, sino también la veracidad y validez de sus hasta entonces indiscutibles saberes. La familia y los centros educativos de todos los niveles, que habían ocupado el lugar más representativo durante el siglo pasado por cumplir con la doble función de puntal y faro en la modelización socializante de los sujetos, quedaron englobados de lleno en este proceso crítico cuando se detectaron las primeras pérdidas en la razón de sus funciones específicas. Esto se hizo manifiesto en el progresivo vaciamiento de sentido de sus propuestas, o aún más dramáticamente, cuando comenzó a hacerse evidente cómo habían perdido parcial o totalmente el rumbo que desde siempre había marcado y sostenido su identidad. Estos viejos crisoles institucionales fueron la fragua donde por décadas se modelaron los sujetos que concurrieron a engrosar las distintas olas societarias que se sucedieron luego de la Revolución Industrial. Este suceso tecnosociológico se constituyó en el hito a partir del cual se posicionaron la familia (en su versión nuclear), y la escuela como los lugares aceptados y reconocidos dentro del imaginario social para apuntalar el proceso de construcción de la subjetividad. La creciente complejidad con la que fue revistiéndose la sociedad maquinista a raíz de su vertiginoso desarrollo tecnológico, la cual desembocó en la versión posindustrial de fin de siglo, implicó la creación e incorporación de nuevas instancias modelizadoras que complementaron y sostuvieron la labor de la familia y la escuela, como por ejemplo lo hizo 64

la literatura (heredera de la tradición oral de las sagas míticas), cuando alcanzó masividad a través de la producción de libros a gran escala. No obstante, los prenunciados avances técnicos, tan poco imaginables a corto plazo, recalaron en la literatura de ciencia-ficción, única rama literaria que los acogió y les permitió anticiparse como fantasía. Luego, cuando aquellos se plasmaron en realidades concretas, indujeron una pérdida de terreno a las instancias tradicionales de modelización, las cuales comenzaron a ser reemplazadas por otras no tan nuevas, ya que su coexistencia databa de años, pero con un lenguaje, una penetración y un poder acumulado capaz de torcer la trayectoria de cualquiera de los viejos baluartes. Me refiero a los llamados medios masivos de comunicación. Desde su aparición a principios del siglo pasado (los diarios lo hicieron un poco antes, circa 1880), y gracias a su paulatina, sofisticada e indetenible complejización técnica pasaron de ser una curiosidad y un mero entretenimiento a convertirse en una poderosa herramienta de sugestión. Tal como tempranamente comprobó Orson Welles cuando trasmitió radiofónicamente una versión de La guerra de los mundos, de la homónima novela de H.G. Wells, instilando el pánico en una desprevenida audiencia. Sin embargo, si la radiofonía con su irrupción revolucionó a la sociedad, la televisión cambiaría definitivamente el paisaje del Siglo XX. La posibilidad de trasmitir imágenes a distancia, con un formato similar al del cinematógrafo, pero sin la incómoda necesidad de trasladarse a un lugar ambientado ad hoc, hizo de la televisión un acompañante cotidiano de la sociedad desde los albores de la década del ‘50, momento en que se inicia el descenso en su precio de venta generando así su consecuente masificación. Hoy día su difusión no respeta fronteras, como se aprecia en el film Urga del director Nikita Mijalkov. Allí la convivencia de la televisión con las más antiguas tradiciones mogoles de la estepa siberiana es aceptada naturalmente. No obstante, su introducción cambia a tal punto la mentalidad de estos campesinos todavía nómades que en las escenas finales el director vuelve a mostrar las imágenes de la estepa, aquellas que inicialmente habían enmarcado escenográficamente al film, pero ahora a través de la pantalla del televisor. De esta manera, ilustra metafóricamente cómo la producción de la realidad, de ahí en más, va a quedar a cargo del tamizado que instituya este ingenio electrónico. De este modo, el advenimiento de la aldea global, cumpliendo con los pronósticos hechos por Marshall McLuhan, interconectó lugares del planeta antes inimaginables gracias a los 65

fenomenales desarrollos plasmados a escala tecnológica. Esta transformación impactó de lleno en los medios audiovisuales convirtiéndolos en poco tiempo en los amos del manejo de la información por su velocidad e inmediatez. Sin embargo, esta posibilidad, la de estar en el lugar donde ocurre la noticia en el momento en que ocurre, genera en los televidentes la ilusión de ser participantes de los sucesos que pasivamente presencian. Esta ficción participativa no es patrimonio exclusivo de los noticieros, es también la que nutre a los programas de sorteos, de regalos, de entrevistas callejeras, o bien, los reality shows. Con todo, ser partícipe por azar o por la perseverancia de discar el número telefónico del programa de última moda no se compara con ser el actor principal de la noticia. Aparecer en la pantalla mágica, o bien, salir al aire por una emisora de radio, aunque sea por el más desdichado de los eventos, es el momento de culminante ficción que permite por unos instantes escapar del anonimato (los quince minutos de fama que planteaba Andy Warhol). Ser visto y escuchado a través del éter da veracidad al hecho ocurrido y permite en muchas personas el reencuentro con una mismidad que ya no se logra con prácticas ligadas a valores en desuso, los cuales van desde la meditación filosófica a la creación artística, pasando por la concurrencia a oficios religiosos, o bien, la pertenencia a la otrora deificada cultura del trabajo. Esta irresistible tentación de aparecer en los medios intenta contrarrestar el anonimato (más cercano a la marginación que al Das man heideggeriano), en que nos sumerge la sociedad posindustrial y sus poco participativas democracias de mercado. Solamente así se puede justificar a una madre contestando a la pregunta acerca de lo que siente momentos antes del entierro de su hijo. O a un criminal que por no confiar (¡más que justificadamente!), ni en la policía ni en los jueces se entregue a las autoridades delante de una cámara. O, también, entablar una disputa judicial por la tenencia de una menor a través de diversos programas televisivos y radiales, ventilando intimidades familiares y creando una especie de compulsa en la audiencia con la intención de modificar un dictamen judicial adverso. Situándonos nuevamente del lado del espectador, la ilusión de estar conectado a una lente que capta la totalidad de lo que ocurre mediante sucesivos flashes, junto a la convicción de que aquello que se percibe es la realidad in statu nascendi, impide detectar el recorte que de esa realidad se hace. Este recorte responde, por su parte, a intereses y a posturas ideológicas ligadas a los sectores del poder económico que manejan las empresas de los medios televisivos y radiales monopólicamente unidos en un indetenible 66

proceso de integración a las de los medios gráficos y también a los de la televisión por cable. Sin embargo, a pesar de que los espectadores no son meros receptores pasivos del conjunto de significaciones transmitidas por los medios pueden resultar víctimas de la paradójica desinformación que produce una vertiginosa sucesión imágenes (visuales, sonoras, etc.). El efecto de atiborramiento que así se obtiene puede llegar a impedir que los sujetos emerjan de la estrategia de fragmentación con que se presenta la información (y en una segunda instancia el conocimiento), que los medios proponen e imponen. El efecto que se consigue tanto en los espectadores desprevenidos como en los que mantienen una relación casi adictiva con la pantalla mágica es que únicamente dan crédito a una información sólo en el caso de haberla visto previamente dentro del marco de su única y certera ventana al mundo.

Ni mass ni media La perspectiva que induce una lectura posicionada críticamente respecto a los denominados medios masivos de difusión pone en entredicho la consistencia de algunas características que generalmente se les atribuyen. La más reciente, en estricta relación a la antigüedad de dichos medios, es la posibilidad de participación, que como ya hemos visto en el apartado anterior, no excede el marco de la ilusión. La otra, que tiene una datación anterior y se haya enclavada centralmente en la marquesina de su denominación, es la de ser masivos. En este sentido, y en primer lugar, los medios no cautivan masas como lo haría el líder descrito por la teoría psicoanalítica. Este logra ubicarse en ese lugar por medio de la depositación de las instancias ideales que los integrantes del conjunto hacen sobre él, invistiéndolo así con un poder omnímodo e indiscutible (Freud, S. 1921). En segundo lugar, la mutua identificación por comunidad de intereses y lugares que los miembros de la masa establecen entre sí y que contribuye complementariamente a mantenerlos unidos tampoco se establece entre los televidentes. “El contrato social contemporáneo implica la imposición de normas sociales y modelos culturales. Pero ésta se realiza cada vez menos mediante la coacción física directa que a través de procesos de mediación que permiten la transmisión e internalización subjetiva de modelos de comportamiento (...) Esta mediación es, hoy en día, una verdadera 67

mediatización, es decir, la creación y potenciación de un filtro (el medio) entre los actores sociales. Y esos medios (la televisión a la cabeza), no promueven tanto una relación de dominación (fuerza), ni de adhesión (ideología), sino más bien de seducción (necesidad de sensación compartida).” (Costa, P. / Pérez Tornero, J. / Tropea, F. 1996 pág. 47). Por lo tanto, si realmente existiera la intención por parte de los medios de comunicación de comportarse como un encantador de serpientes los efectos de un previsible fracaso no se harían esperar. Es que la tecnología que vehiculiza a los medios audiovisuales de comunicación no se propone cautivar masas, sino que se dirige a audiencias formadas por sujetos que no se encuentran ligados entre sí más que por el anonimato y una personal propensión a la seducción catódica. Frente al televisor (esto vale también en el caso de la radiofonía), solos o en pequeños grupos, los espectadores entablan un vínculo unidireccional con lo que aparece en pantalla, más allá de algún ocasional comentario a los compañeros de aventura electrónica. La sensación de ser cada uno el único destinatario del programa ofrecido refuerza la atomización que el medio genera. Así lo demuestran los cotidianos intentos de acallar al resto de los espectadores de una transmisión cuando aún no se han sintonizado al programa, o bien, directamente invitarlos a que se vayan con el ruido a otra parte. Otro tanto ocurre en los almuerzos o cenas de ciertas familias donde alguno de sus miembros mantiene el deseo, aún no desterrado por la tiranía aullante de los televisores, de comunicarse verbalmente con algún otro desafiando con osadía la excluyente presencia de la mal llamada caja boba. Por otra parte, la proliferación de aparatos receptores de la onda televisiva que inunda las casas, los restoranes, los aeropuertos, los negocios de ropa, las fruterías, las estaciones de subte y una serie casi interminable de lugares no hace mucho inimaginables para la incorporación de los mismos (los gimnasios, por ejemplo), contribuye a forzar el pasaje de la degustación a la imposición constante de esta actividad. A tal punto, que muchas veces genera sorpresa la ausencia del consabido televisor, o bien, una curiosa sensación de extrañamiento su desconectada presencia. Retomando la teorización freudiana, no habría tampoco entre los espectadores fenómenos de identificación con un líder massmediático, como lo demuestran los variados intentos que se frustraron en esa dirección. Políticos y pastores electrónicos han tratado de conquistar al público con sus intervenciones y programas despertando una pobre adhesión. Esta, para colmo, sólo puede ser mensurada a través del rating, medida 68

estadística que da cuenta de los televisores encendidos, pero que no refleja cuantos de ellos están para hacerles compañía a solitarios ciudadanos que lo utilizan para sustituir la ausencia de conversación, para completar el elenco de familias ya atomizadas que lo integran como un miembro más al cual no prestarle atención, o también, como un monótono arrullo de fondo para insomnes. Por su parte, entre los espectadores y los virtuales habitantes de la pantalla mágica (conductores, actores, participantes del público, etc.), sí se producen procesos identificatorios. Estos se desencadenan de la misma manera que la que se da en el caso de los lectores de obras literarias que difractan sus grupos internos (Kaës, R. 1985), sobre los personajes de la novela o del cuento identificándose frecuentemente con algunos de ellos y sus circunstancias (Cao, M. 1992b). Lo que no se produce, como ya anticipáramos, son identificaciones entre los miembros de la audiencia, los cuales permanecen aislados en su absorta contemplación salvo en los casos del mimético y limitado contagio que produce entre los fans (ya no son los hinchas discepoleanos y ahora hasta se incluyen las mujeres), la trasmisión de un encuentro deportivo. Esta diferencia marca una distancia definitiva con la masa que requiere de la identificación interpares para poder sostener su tejido libidinal. Justamente, será la intimidad de esta relación mimética entre el espectador y su modelo virtual sobre la que se apoyará la posibilidad de que se pueda influir a los televidentes vía sugestión. De esta forma, se los invitará a seguir consumiendo mediante la oferta de emblemas que funcionen a la manera de modelos identificatorios, objetos o ideas que porten para los teleconsumidores la promesa de llenar los huecos que han quedado baldíos en su subjetividad luego del fracaso de las instituciones en la trasmisión de los valores y en la cimentación de las bases de la estructura del proyecto a futuro. A este tren en marcha es al que intentan denodadamente subirse los anunciantes, los políticos, los variopintos pelajes de adivinadores y los buscadores de rating.

Mercado e imagen: la tecnología al poder En el curso de la década de los '90 el resultado del accionar de los medios sobre los sujetos contribuyó a la pasivización de su actitud vital, complementando así los efectos que producen la caducidad de la dimensión de futuro y la inmovilidad en la que habría caído la dinámica societaria. 69

No obstante, para tomarnos un respiro frente al poco alentador panorama que presenciamos y para paliar un tanto el clima de desesperanza frente a la actitud pasiva (a veces hasta robótica), del sujeto telespectador a la que nos venimos refiriendo llegaron en nuestra ayuda y compensación dos formas posibles (desde ya parciales y limitadas), de agenciarse una porción de poder: el zapping y la interactividad. El zapping es una actividad nacida de la mixtura de la invención del control remoto con la vertiginosidad de los tiempos posmodernos, la cual impide la cristalización de cualquier imagen o discurso más allá de los prudenciales cinco segundos. Ejercido a la manera de una venganza, esta forma de rechazo de lo que aburre o no gusta y de las largas tandas publicitarias a las que se ve condenado el telespectador, funciona como una compulsa electoral de la programación. Su aparición generó cambios decisivos en la estructuración de los programas que comenzaron a incluir publicidad en sus bloques para evitar que los anunciadores y sus cuentas emigraran a otros terrenos y formatos publicitarios. Por otro lado, el advenimiento de la interactividad permitió que mediante la tecnología informática se pueda entre otras cosas cantar con un grupo musical, seleccionar el tipo de programas televisivos, recibir un diario personalizado armado con los rubros que a uno le interesen, o bien, navegar a la deriva en la conjunción de redes que forman la Web. De esta manera se invita a los sujetos a una actividad y participación inédita hasta el momento. Gracias a la existencia de estos factores que por el momento la descartan por completo, es necesario no dejarse tentar por la siempre acechante versión de la manipulación omnipotente y totalitaria de los sujetos a través de la pantalla, a pesar de todas las voces que la vienen anunciando ininterrumpidamente desde que esta tecnología hiciera su entrada a escena en el éter. De lo contrario, ya se habría hecho realidad la parábola profética que Orwell pronosticara en 1984, su novela de política-ficción perteneciente al género de las utopías negativas que fue escrita en 1948 (el título es el resultado de un anagrama numérico). Su aparición coincide justamente con los primeros tiempos de las transmisiones televisivas y está destinada al desenmascaramiento del stalinismo en su momento de mayor fulgor. A la luz de los hechos que jalonan su historia ya no resulta pertinente discutir si los medios son buenos o malos, apocalípticos o integrados. Son una realidad tecnológica a la que no podemos renunciar, pero sí, comprender y aspirar a que sobre ella pese cierto control consensuado que evite la censura por omisión o por atiborramiento y que permita 70

la expresión de todos los actores sociales. En todo caso, que sea el espectador frente a un menú variado, heterogéneo y plural quién decida qué ver, o bien, que simplemente apague el receptor. De todas maneras, es necesario reconocer que estas prescripciones resultan muy difíciles de plasmar, ya que los medios y quienes los manejan han forjado una dinámica propia que pretenden impenetrable (y lo es en muchos sentidos y oportunidades), que, además, responde a intereses económico-políticos que no sopesan la posibilidad de abdicar, por el momento, en nombre de ningún valor universal. Las sagas protagonizadas por el imperio Berlusconi y por la megaempresa Time-Warner en su fusión con la cadena de noticias CNN son muy ilustrativas al respecto. Ahora bien, para volver a la temática que abarca los diversos grados de efectividad con que los medios audiovisuales cuentan a la hora de desplegar su influencia, deberemos introducirnos en el terreno de las imágenes con las que aquellos trabajan. Estas se presentan como un material inigualable para canalizar las producciones del imaginario social y acceder en forma privilegiada respecto de otros medios (tradición oral, literatura, radiofonía, etc.), a la dimensión identificatoria de los sujetos. El poder que detenta la imagen a la hora de presentarse como propuesta identificatoria no se basa solamente en que la evolución hacia la bipedestación que atravesó el homínido durante decenas de miles de años terminó por convertir al humano en un animal con funcionamiento a predominio óptico, perdiendo en ese camino evolutivo el poderoso registro olfativo heredado de los mamíferos inferiores. Ocurre que a raíz de esta trasmutación el campo identificatorio se constituye fundamentalmente en base a la relación especular que el sujeto establece con la imagen unificada del Otro primordial en un preciso momento, más lógico que temporal, como se describe en el denominado estadio del espejo (Lacan, J. 1949). A partir del momento en que el sujeto contempla la imagen unificada y completa que el Otro le devuelve y de la cual se apropia para restañar la sensación de estar fragmentado se establece una matriz que servirá de modelo a los posteriores intercambios identificatorios. La profusión de imágenes con que los medios audiovisuales bombardearán al sujeto tendrá como blanco este registro imaginario, que por su parte siempre se encontrará dispuesto a nuevas adquisiciones que permitan la ampliación del territorio yoico.

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La imagen queda, de esta forma, ubicada en un emplazamiento preferencial en lo que atañe a la producción de la subjetividad. Los modelos identificatorios que habitan en las diversas napas societarias habrán de circular en formato de imagen, y como suele decirse vulgarmente respecto de la comida, entrarán por los ojos al psiquismo de los sujetos. Esta condición se mantendrá aún en el caso de que dichos modelos provengan del registro auditivo o que pertenezcan al campo literario, por lo que el pasaje, vía metabolización, de identificado a identificante se producirá alrededor de una imaginarización del personaje en cuestión. Este procesamiento, que en lo tocante a uno de los aspectos de la constitución del yo retiene la cualidad de estructural, se ve perturbado en la medida que la imagen mediática comienza a exceder su calidad de apoyatura o puntal para transformarse en el excluyente modo de vinculación entre el sujeto y el mundo, relevando así al semejante de una de sus funciones más específicas. Acordaremos entonces, conque el “desarrollo de la imagen modifica enormemente nuestra relación con la realidad en la medida en que los medios tienden a sustituir la mediación que permitía la construcción de las relaciones sociales” (Augé, M. 1995 ibíd. pág. 2). Los intercambios y vinculaciones sociales fueron, de esta manera, perdiendo terreno a medida que avanzaba su proceso de banalización y terminaron en gran medida sustituidos por relaciones comerciales. Por su parte, los avisos publicitarios que transitan por los medios tienden a denotar cualquier tipo de vinculación que se plasme en sus guiones con las marcas de los productos que patrocinan. El solapado mensaje que emiten advierte que la ausencia de los productos publicitados impediría directamente la vinculación, o bien, la despojaría de la magia seductora que garantiza el interés y el deseo del otro, como notoriamente se perfila en los cortos sobre perfumes, bebidas, cigarrillos y otros enseres. El predominio de la identificación del sujeto televidente con los personajes de los avisos publicitarios, con la forma que entablan la insoportable levedad de sus vinculaciones y con los artificiales contextos donde se mueven contribuye a “la constitución de un yo completamente ficticio, definido por su relación dentro de una red virtual y fascinado por imágenes de imágenes” (Augé, M. ibíd. pág. 3, 1995). En plan de comparación respecto de los avisos publicitarios, los largometrajes, las series, las telenovelas tampoco le van a la zaga. En muchos de ellos se despacha al por mayor una ideología del consumismo como factor imprescindible para acceder a la categoría 72

humana. Esta verdadera producción ideológica sustenta su poderío afirmándose en el hiperrealismo de las técnicas fílmicas y en el pulido del perfil del sujeto a quien está dirigido el mensaje, el teleconsumidor; quien, por su parte, aunque lo desee no podrá excluirse en forma absoluta de la arrolladora prédica de esta constante invitación al consumo. La conformación de una insustituible asociación entre los aspectos tecnológicos y estadísticos con el contexto de significación-valoración del producto-marca que se intenta difundir en el mercado, es la resultante del agiornamiento que ha sufrido la producción industrial (agrupada parcialmente pero en forma progresiva en poderosos holdings). Se crea así una verdadera cultura del consumo audiovisual que gracias a su planetarización tiene llegada a lugares anteriormente imposibles, como ya quedó demostrado, y ejerce una función modelizante de corte hegemónico de la que es muy difícil sustraerse. Fue mediante la aplicación de esta revolucionaria tecnología que pudo implementarse una política publicitaria acorde a los nuevos tiempos, la de poder crear al unísono un campo de necesidades con sus artificialmente naturalizados destinatarios, los consumidores. Esto se logró aprovechando un efecto hasta ese momento desapercibido por colateral o aprovechado de manera fragmentaria, que la alianza entre los medios, el neoliberalismo y el relato posmoderno consiguió instalar en la sociedad a través de la hasta ahora indestructible aleación entre identidad, pertenencia y consumo como referente universal. De esta forma, a la manera de un círculo que se cierra sobre sí mismo, se pudo sumar al ya habitual manejo publicitario del sustrato pulsional del sujeto teleconsumidor el monitoreo planificado de su vía identificatoria. El devenir histórico del marketing de audiencias encontró aquí un significativo punto de inflexión.

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CUATRO: Juventud divino tesoro Recuerda cuando eras joven, brillabas como el sol. Brilla tú diamante loco. Pink Floyd

Las estrategias de comercialización alumbradas a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial contribuyeron decisivamente en la gestación de una nueva sociedad, la sociedad de consumo. Bajo su reinado sería descubierto el valor potencial que poseían ciertas franjas de la población para ser incluidas en el inagotable circuito comercial. Paralelamente, para esa misma época los adolescentes fueron afianzando su lugar en la sociedad mediante la legitimación de su cultura a través de la construcción de un imaginario que fue rechazado, a veces violentamente, por la intransigencia de la franja adulta. De este modo, el panorama que se delineó a partir de aquel momento, el cual se habría de consolidar como el formato clásico a lo largo de las siguientes décadas con los adolescentes pugnando contra el statu quo adulto en pos de un mundo mejor, sufrió un particular giro con la llegada de los tiempos posmodernos y su alianza tactica con el neoliberalismo. Los salvajes, poco confiables e impresentables jóvenes se habían convertido de la noche a la mañana en el modelo de una sociedad que vaciaba de contenido el arcón de sus valores e ideales y los reemplazaba por un ideario sustentado en el hiperindividualismo, el materialismo y la marginación.

Las maquinarias de la alegría Desde su aparición en sociedad los mensajes publicitarios estuvieron destinados a poner en conocimiento del público en general y de sus potenciales clientes en especial la existencia de los enseres que los fabricantes producían. Estos también utilizaban la misma vía para informar acerca de las periódicas actualizaciones e innovaciones que dichos enseres sufrían con relación a su diseño y función. Estos inocentes mensajes inicialmente dirigidos hacia las regiones psíquicas donde moraba la racionalidad de los sujetos viraron en su dirección hacia las áreas más 74

profundas de la personalidad a partir de la llegada de las técnicas de investigación motivacional. La intención final que perseguían los publicistas con estas nuevas técnicas ya no era la de lograr que aquellos enseres fueran adquiridos por presentarse como imprescindibles para sobrellevar la vida cotidiana, sino que buscaban “la manera de precondicionar al cliente para que compre sus productos” (Packard, V. 1959 pág. 32). En los albores de la década de los años ‘50 Estados Unidos se vio en la necesidad de planear una nueva política comercial. La victoriosa finalización de la segunda Guerra Mundial trajo como consecuencia tanto la redistribución de la masa de recursos económicos como la de su tecnología asociada, ya que hasta entonces ambas se encontraban alistadas en la industria bélica. Este movimiento dio el puntapié inicial para el desarrollo de una creciente modernización tecnológica junto a una explosiva expansión del aparato productivo. La reactivación económica obligaba a vender más productos (en las versiones clásicas o renovadas), en un mercado inundado por enseres de todo tipo y con más gente dispuesta a comprar, pero también con una floreciente competencia. En este contexto de urgencia surgió entre los publicitarios la idea de no esperar a que los clientes demandaran por los relucientes y novedosos objetos, había que ir en su busca y para eso se imponía una nueva estrategia. Se abandonó, así, la idea de incidir en las variables relacionadas al fomento de las necesidades racionales a la hora de adquirir un producto para pasar a influir directamente sobre la creación de dichas necesidades. De esta forma, surgió el análisis o investigación motivacional, disciplina publicitaria que se planteó el desafío de detectar las raíces más profundas e irracionales que determinan en las personas sus hábitos de consumo. Si un ama de casa, por ejemplo, tenía un artefacto doméstico que aún funcionaba bien había que inducirla publicitariamente a que deseara cambiarlo por otro nuevo que contara con todos los adelantos del momento y a la vez que desechara el viejo. El logro de este objetivo no se circunscribía solamente al nivel individual, la idea era fomentar un efecto multiplicador basado en la inducción, el contagio, o bien, la imitación sostenido por un persistente bombardeo publicitario. Una vez puesto en marcha en forma masiva este proceso inició un indetenible encadenamiento que englobó a cada vez más porciones de la sociedad, provocando a escala general la aparición de un novedoso fenómeno. De esta suerte, un profundo cambio de mentalidad se apoderó de las reconstruidas sociedades de posguerra a partir del impacto que detonó la colocación en el mercado de 75

los excedentes de su producción industrial junto al aumento del poder adquisitivo de una parte de la población. La invitación a comprar aunque no fuera necesario, el sugerido permiso en relación a desechar objetos que estuvieran aún en buen estado, la introducción de materiales no tan durables en el proceso de fabricación y el alumbramiento de una nueva categoría social (la de los nuevos ricos, caracterizada por la posesión de dichos objetos o por su capacidad de compra), fueron algunas de las variables que contribuyeron a remodelar el perfil del consumo societario. La paulatina y mayoritaria aceptación de las nuevas pautas de adquisición junto a la incorporación de sus remozados significados harían el resto del trabajo para que definitivamente se instituyera la denominada sociedad de consumo. Luego de este momento fundacional los publicitarios redoblaron su apuesta impulsados por la demanda de vender más y más. Esta demanda provenía de la expansión transnacional de sus clientes más importantes, el sector industrial y el de servicios. A la sazón, planificaron sus estrategias alrededor del objetivo de atraer y seducir a todo tipo de personas, las cuales luego de convertidas a la nueva religión del consumo estuvieran dispuestas a deglutir la mayor parte de lo ofrecido. De este modo, el consecuente modelado y ensamblado del sujeto consumidor marcó una diferencia liminar en el posicionamiento subjetivo con la que los ciudadanos de las sociedades industrializadas, junto a los habitantes de sus colonias y los países satélites respondían al repiqueteo publicitario, especialmente a partir de la utilización de las cada vez más poderosas técnicas audiovisuales. Les Brown, editor de la revista Variety, decía no sin razón: “El verdadero producto de la televisión comercial es la audiencia. La TV vende gente a los anunciantes (...) los programas son sólo un cebo” (Walger, S. 1974 pág. 10). Asimismo, el aumento de la complejidad que se produjo en los intercambios societarios y en la determinación del perfil de sus protagonistas obligó a una sutilización de la estrategia publicitaria. Los mensajes comenzaron por fraccionarse en función de las distintas audiencias (según el programa, la hora y el día de emisión, el tipo de público, etc.), para luego continuar emitiéndose en forma diferenciada según los productos ofrecidos y en forma concordante a las posibilidades económicas de las diversas franjas societarias. Dentro de éstas se intentaba hacer blanco primordialmente sobre los adultos, ya que éstos eran los que detentaban el poder de decisión sobre el uso y destino del dinero. Sin embargo, esta situación estuvo durante las tres últimas décadas del siglo 76

pasado sujeta a las grandes variaciones que se produjeron en el terreno del marketing de audiencias. No obstante, el cambio al que asistimos, el cual años atrás hubiera sido impensable, coloca a los niños y adolescentes en el lugar de blanco preferencial del bombardeo publicitario. Este nuevo estatuto al que adscriben, el de ser los naturales destinatarios de los mensajes comerciales y los potenciales consumidores de los objetos que moran en los mismos, se debe, en principio, a que son los que más horas pasan frente al televisor. Y, en segunda instancia, por su influencia antes inédita en la decisión familiar sobre qué comprar. Sin embargo, éstas, como se verá, no son las únicas razones. El movimiento preferencial que se dio hacia estas franjas etáreas, caracterizadas en abstracto como juventud, comenzó cuando súbitamente se descubrió cuánto tenían de divino y cuánto de tesoro. Hace 50 años no había productos exclusivos para adolescentes y dos siglos atrás éstos prácticamente no existían. Su aparición, como ya hemos visto, data de los efectos que trajo aparejado el cambio introducido por la Revolución Industrial, tanto en el aparato productivo como en las relaciones sociales. Por lo tanto, la moratoria que se instituyó a propósito del tiempo de aprendizaje necesario para poder acceder a los nuevos puestos laborales hizo surgir un grupo de sujetos que se hallaban a medio camino entre el mundo de los adultos y el de la niñez, por lo que carecían de una identidad y de una cultura específicas en la sociedad que los había engendrado. Las inevitables tensiones desatadas en la búsqueda de un lugar propio en el futuro cercano, a través de su enfrentamiento con los modelos adultos en tanto inflexibles representantes del statu quo societario, fueron las herramientas que ayudaron a preparar el caldo de cultivos de donde emergería la cultura adolescente.

Nace una estrella La cultura adolescente, como ya hemos visto, culmina su constitución en la década de los años ‘50 teniendo como referente a la manera de un mascarón de proa al fenómeno fílmico de James Dean. Hasta entonces el lento y progresivo ensamblado de su imaginario se había nutrido de las vicisitudes societarias correspondientes a cada momento histórico que le tocó atravesar, pero aún no había llegado a ocupar un inquietante primer plano en el propio campo de la cultura adulta. Sin embargo, luego de 77

su constitución definitiva y posterior reconocimiento abandonó definitivamente los papeles de reparto para ubicarse entre los protagónicos, ya que de ahí en más la categoría adolescente se reveló como un ingrediente universal de toda sociedad industrializada. En este sentido, el imaginario adolescente quedó encuadrado dentro del mismo contexto que el resto de las producciones culturales pertenecientes a cualquier sociedad. Como ocurre habitualmente, y contra lo que pudiera suponerse a priori, este imaginario lejos de establecerse como unívoco e invariable no tiende a perpetuarse en un determinado formato sino que presenta fluctuaciones en función de las pautas socioculturales dominantes de cada época. La inmersión de los jóvenes en la cultura adolescente de cada momento histórico facilita en cada uno de ellos la metabolización singular de las pautas socioculturales del universo adulto a partir de la particular combinatoria entre aceptación o rechazo que hagan de ellas. Estas diversas combinaciones serán tamizadas por el imaginario adolescente que, de esta manera, cumple con su función transicional de conducir al joven, vía transbordo, a los territorios del universo de la cultura adulta. Gracias a esta función intermediaria del imaginario adolescente el joven hará el transbordo recubierto por una envoltura que le permitirá conectarse con aquel complejo universo no del todo conocido. Este imaginario, simultáneamente, lo habrá de proteger de un encuentro que podría resultar traumatizante, ya por lo violento que pudiera resultar este choque sin la imprescindible amortiguación intermediaria, ya por forzarlo a adoptar una actitud sobreadaptada. Este movimiento de apropiación de las pautas culturales a través de la afiliación a un imaginario tiene también un revés complementario, el de la obtención de una identidad por pertenencia (Bleger, J. 1971). Este tipo de identidad no se obtiene simple y automáticamente por el ingreso a esta especie de club exclusivo en el que según la óptica juvenil a veces se transforman los grupos y las instituciones donde circulan los adolescentes, ya que requiere de un trabajo de aceptación por parte de los otros del vínculo y uno de integración por parte del ingresante. No obstante, la identidad por pertenencia se apuntala también en la ilusión presente en cada joven de ser parte del grupo de los socios fundadores, es decir, la de originar un grupo propio. En esta circulación fantasmática es donde se pesquisa el guión imaginario de autoengendramiento, aquel que los introduciría en una escena donde quedarían ubicados en la categoría de creadores de esta institución imaginaria (tal como por ejemplo 78

se detecta en la permanente proliferación de bandas musicales amateurs). Esta situación los convierte transitoriamente en los ilusorios propietarios de una porción de poder sustraída a los adultos, aquella que dicta las formas y los modelos a imitar que justamente identifican y caracterizan a los jóvenes de su tiempo. De esta forma, en este movimiento de ida y vuelta y a la manera que describiera Winnicott para la constitución de la ilusión (Winnicott, D. 1971), es como cada nueva generación adolescente en su imprescindible movimiento de autoafirmación gestará la recreación ritual de su imaginario. Este proceso de asimilación del espíritu del mundo adulto y de acomodación a sus pautas a través de la recreación del imaginario adolescente, juntamente con su inmersión en el mismo, se tramitará por medio del pasaje a través de los distintos grupos que el joven integre y por la pertenencia que en ellos logre constituir. En este sentido, los grupos se conformarán en los progresivos peldaños donde se apuntalará su tránsito adolescente, tal como ya venía ocurriendo desde la infancia pero con un matiz diferencial. El recién nacido es recibido en el preformado grupo familiar que de ahí en más cumplirá con las funciones del grupo primario (Cooley, CH. 1909), o sea, las de producir sujetos sociales mediante la construcción de un registro identificatorio. Posteriormente, esta tarea se complementará y completará en los grupos secundarios, como por ejemplo los que se desarrollan en las instituciones escolares, que si bien se centran en una tarea específica permiten en alguna medida seguir apuntalando la construcción de la identidad, ya que el registro donde discurre el grupo de trabajo se encuentra siempre infiltrado por la incidencia de lo fantasmático (Bion, W. 1948) (Cao, M. / L’Hoste, M. 1996). Durante la adolescencia la reformulación subjetiva que se produce a través de la remodelación identificatoria conlleva un necesario retorno a la tarea desplegada en los grupos primarios. Esto redundará en un anclaje en grupos secundarios que funcionen acentuadamente a predominio primario, y que con su dinámica intersubjetiva contribuyan y sostengan la tramitación del proceso desplegado en el transbordo hacia el mundo de la adultez. En estos grupos se movilizarán las vicisitudes del imaginario adolescente, las cuales inevitablemente irán a confrontar con el statu quo adulto. Sin embargo, en contraposición a lo que algunos autores afirman acerca de que “...toda adolescencia es, en esencia, una época de violencia generacional, en la que la nueva generación debe ‘tirar a la basura’ a sus padres y a los objetos de éstos a fin de plasmar la visión que tienen de su propia 79

era...” (Bollas, C. 1992 pág. 310), la tramitación personal que el adolescente hace de la cultura que lo precede tiene como inevitable referente a los padres, de los que, a su vez, no puede deshacerse sin más. Sobre estos referentes, aunque también con la inestimable colaboración de los otros del vínculo (provenientes de la familia, la escuela, los grupos, etc.), el adolescente despliega un nuevo proceso de apuntalamiento. Y, si bien, éste no será el último va a tener una importancia liminar para la consolidación de su proyecto identificatorio. Este proceso de apuntalamiento se inicia a través de las maniobras de apoyo y modelización para luego centrarse en los movimientos de desprendimiento y transcripción (Kaës, R. 1984). Estas maniobras y movimientos le permitirán apropiarse de un lugar desde donde remodelar su identidad y hacer una síntesis singular. De esta síntesis, fruto de la remodelación identificatoria que se produce en el entrecruzamiento de lo personal, lo familiar y lo social bajo el cielo protector de la envoltura que provee el imaginario, se generará su propia cosmovisión, en tanto ésta es el producto de la lectura unificada que el yo del sujeto va a tener de sí mismo y por lo tanto del mundo circundante (Cao, M. 1994c). Esta cosmovisión incluirá, entre otros, algunos aspectos de la denostada cultura parental, por lo que y a pesar de la postura contestataria de los jóvenes no todo lo precedente irá a parar a la basura, aunque por largo tiempo no puedan llegar a darse cuenta y menos aún reconocerlo. Ahora bien, dentro de las correlaciones que pueden hacerse entre diversos conceptos teóricos, el de imaginario adolescente podría ser emparentado con el de objeto generacional en tanto que este último “(...) agrupa a aquellos fenómenos con los cuales nos formamos un sentido de la identidad generacional” (Bollas, C. 1992 ibíd. pág. 309). Esta identidad generacional, que tiene como función hacer de soporte a la pertenencia, puede hacerse eco de un carácter transicional que la mantenga flexible a la hora de incorporar nuevos elementos que desencadenen en su seno alteraciones o modificaciones nutrientes. O, por lo contrario, que se cristalice en una dinámica cerrada y entrópica, a la manera de lo que ocurre en los grupos burocratizados (Bernard, M. 1987). La instalación de este tipo de dinámica impide el enriquecimiento del campo yoico y de la dimensión fantasmática de los sujetos, tal como sucede por ejemplo en el caso de las sectas o de las familias con un funcionamiento psicótico. El conflicto generacional, que como ya hemos visto se hizo especialmente patente a partir de la década del '50, catapultó a los jóvenes hacia la construcción de una identidad 80

generacional, la cual mantuvo invariables una serie de aspectos a lo largo del transcurso de las diferentes épocas, tal como el de considerarse y/o ser considerados rebeldes, contestatarios, utópicos, etc. Estos conocidos aspectos, que sobrevivieron al paso del tiempo y que en muchos casos devinieron en estereotipos, están intrínsecamente asociados a la reformulación que se produce en el psiquismo durante la adolescencia. De todas maneras, la identidad generacional al tomar también algunos de los colores y formatos que pulsan en los tiempos sociales que a los adolescentes les toca atravesar puede llegar a embeberlos en la inconfundible tonalidad que distingue a las vanguardias. Es que la “juventud se erige en vanguardia portadora de transformaciones, notorias o imperceptibles, en los códigos de la cultura, e incorpora con naturalidad los cambios en las costumbres y en las significaciones que fueron objeto de luchas en la generación anterior” (Margulis, M. 1996 pág. 9). La noción de vanguardia, por su parte, está inevitablemente atravesada por la dimensión de lo transicional, ya que ningún movimiento de avant garde está destinado a perdurar como tal. Su derrotero más habitual es que su impulso instituyente se transforme paulatinamente en instituido, deslizándose así hacia un futuro más o menos cercano donde aquella vanguardia quede convertida en una versión clásica, o bien, que dicho impulso se diluya sin pena ni gloria en el océano de las otras corrientes contemporáneas. Por eso “... sólo cabe discernir el surgimiento de una nueva generación cuando ésta viola bien a las claras la estética de la anterior” (Bollas, C. 1992 ibíd. pág. 312). En este mismo sentido, discurren las generaciones adolescentes en su transición a doble faz, la que se produce en el plano individual y la que se da en el plano social. Se establecen así dos movimientos en simultáneo, el que marca la transición del cuerpo y la de mente hacia otra estructuración de mayor complejidad y el que rige la transición de los anclajes sociales donde los jóvenes se apuntalan. Estos anclajes, al igual que lo que sucede en el interior del yo y de las instancias ideales se deforman, se alteran, o bien, se transforman por el uso que los jóvenes les dan, quedando inscriptos a partir de allí con la marca de agua que caracteriza al atravesamiento cultural (Cao, M. 1993), y por lo tanto, constituyéndose en trazas indelebles de su identidad generacional. Por otro lado, las diversas modificaciones que se van plasmando en el plano social a raíz de la alteración de estos anclajes permiten un gradual deslizamiento hacia los cambios sociales, o bien, gestan una dinámica explosiva de resultados muchas veces inciertos. 81

El proceso de metabolización personal y social de estos cambios que se cursa durante la adolescencia se hace a través del concurso de una serie de intermediarios como lo son la familia, el grupo y las instituciones. Y, si bien, estos cumplen holgadamente con el papel que se les asigna, el proceso de metabolización necesita apoyarse también en la complementariedad que emana de las producciones culturales. En este sentido, las artes en general han de proveer las hebras que contribuirán a urdir la trama donde se proyectarán los guiones fantasmáticos de las consecutivas generaciones adolescentes. En este arduo proceso el papel que ocupara la cinematografía en los orígenes del movimiento juvenil a través de la iconografía fílmica de James Dean fue progresivamente reemplazado por la música proveniente de cantautores y bandas. Este recambio se apoya en que los músicos se ofrecen como un eficaz modelo identificatorio debido a que ellos mismos son también jóvenes que han logrado ocupar un lugar en el mundo adulto (especialmente si pudieron emerger del underground). Y, además, porque sus canciones tienen la importante tarea sublimatoria de recrear las fluctuaciones internas y externas de la atmósfera adolescente. La propagación de sus letras y acordes por el éter cultural contribuye a la re-creación del imaginario adolescente, a la elaboración de la problemática del transbordo y a la descarga de parte de las angustias y excitaciones que agitan las jóvenes velas yoicas.

Identidad en vacío Estos desarrollos acerca del imaginario adolescente y de la inserción de los jóvenes en la sociedad adulta, con la respectiva tonalidad contestataria que tiñó su andar a lo largo del siglo XX, no parecen adecuarse a los acontecimientos que se presentaron en su última década. Por lo tanto y a partir de aquí, nuestro camino se abre como un delta en los brazos de una serie de interrogantes: ¿por qué el modelo de subjetividad que promociona la alianza que forman el neoliberalismo, el relato posmoderno y los medios audiovisuales de comunicación utiliza a la adolescencia como una de las cabeceras de playa en su asalto a los resortes del poder societario? ¿Por qué esta misma alianza en su avance y conquista planetaria terminó apoderándose de su imaginario y comenzó a utilizarlo como estandarte de sus propios intereses? ¿Por qué este heterogéneo conjunto etáreo que vagó sin rumbo ni anclajes por décadas fue estatuido como la encarnación desiderativa del sujeto de fin de siglo? 82

La transición adolescente, por sus características, se adecuó a la perfección a las propuestas del modelo subjetivo de fin de siglo, ya que una serie de factores que emanan de las problemáticas de esta transición se canalizan y mixturan con los principios rectores del relato posmoderno. La conjunción de estos principios con aquellos factores fue la condición necesaria para que comenzara a rodar el proceso de divinización de la juventud y a partir de allí pudiera ser convertida en tesoro, aunque en realidad este tesoro se asemejara más al botín de una guerra comercial entre corporaciones piratas. Por otra parte, en forma suplementaria y consecuente al avance de este movimiento y, además, en contra de las bases fundantes del espíritu de la posmodernidad, se produjo una escalada hacia la instauración de una cosmovisión de características homogeinizantes que apuntó a generar un proceso de adolescentización de la sociedad. Este proceso tuvo el propósito de implementar un modelo hegemónico de producción de imágenes que permitiera desde lo comercial y desde lo ideológico la posibilidad de marcar rumbos y/o precipitar influencias, carentes de ingenuidad en todos los casos. El sesgo con el que la modernidad había posicionado al movimiento juvenil perfilaba a los adolescentes como sujetos ávidos de incorporar e incorporarse a los movimientos contraculturales de cada época (en tanto cuestionaran lo clásico, lo establecido). La fragmentaria alianza entre neoliberalismo y posmodernidad intentó con bastante éxito adoptarlos e incluirlos en su hégira, colocándolos en el lugar reservado para el modelo ideal y estandarizado del sujeto social que desde luego toda época histórica tiene. A pesar de lo contradictorio que esto resultaba para la vocación vanguardista, contracultural y confrontatoria que consensuadamente caracteriza al imaginario adolescente. Por ende, el solapado y subliminal enroque que se produjo a escala social, política y económica entre ciertos retazos de la cultura posmoderna en asociación con el neoliberalismo trastrocó irreversiblemente la mayoría de las pautas rectoras de la modernidad y de los sujetos que la habitaban. Esta situación fue la que produjo la inversión de los clásicos términos referenciales, ubicando ahora a la otrora marginada cultura adolescente en el lugar del modelo a imitar, punto final de llegada de todo desarrollo civilizatorio. De esta forma, por intermedio de un conjunto de estrategias de esterilización se continuó con el intento de desactivar la virtual y temida potencia transgresora del movimiento juvenil. En primera instancia, la idealización societaria en la que permaneció capturado el imaginario adolescente lo condenó a contemplar como sus características creativas se 83

corroían y desnaturalizaban al compás de la confusión en la que los jóvenes se veían sumidos a raíz de la pérdida de sus referentes[1]. En segunda instancia, el ya referido movimiento de adolecentización de la sociedad en su arrasador avance produjo un efecto de igualación por achatamiento que empezó por eliminar las diferencias generacionales y acabó minando el terreno del enfrentamiento generacional. Un párrafo aparte merece el tema de la implantación de la operatoria de la trasgresión como norma. Esta implantación con sus características perversas demuele el peso específico que aquella operatoria pudiera detentar, ya que su generalización diluye las diferencias y confunde los referentes en una niebla intransitable, vaciando a los sujetos de sus posibilidades de transgredir. Esto tiene por consecuencia la anulación de las capacidades creativas y cuestionadoras de la adolescencia a la hora de enfrentar una tabla de valores que viró de la agónica ausencia a la categoría de casi inexistente. Ahora bien, en atención a los elementos que surgen del análisis de las variaciones que introdujo en el imaginario adolescente la llegada del posmodernidad se hace necesario recordar resumidamente los factores que caracterizan la dinámica psíquica de toda adolescencia. Por sus características, estos factores inducen a la compleja situación por la cual la contienda juvenil debe establecerse simultáneamente en varios frentes. En primer término, la revolución hormonal que abre el camino a las pulsiones hibernadas durante la latencia obliga a una nueva vuelta de tuerca de la conflictiva edípica. Esto condiciona a una renovada renuncia a los objetos de la infancia, pero con la diferencia de que ésta ahora se hará desde otro posicionamiento subjetivo, ya que a partir del momento en que ambas partes se encuentran igualadas en su desarrollo genital se torna posible tener un encuentro sexual. El duelo por la pérdida de los otrora idealizados padres de la infancia a la que aquella renuncia induce se acompaña por otro, el que se circunscribe al abandono del cuerpo infantil. El trabajo psíquico del duelo por este cuerpo se acoplará a la metabolización de las vivencias de extrañeza por su nueva forma que se conjugan en la búsqueda de una dimensión mental donde ensamblar las viejas representaciones con las nuevas, dando lugar a una nueva instancia yoica.[2] El cuestionamiento de las ideas tradicionales, incluyendo en este grupo tanto las provenientes del contexto familiar como las del social y representado tan típicamente en la dramática que se establece alrededor del enfrentamiento generacional, está ligado a la explosión y reposicionamiento del campo de los valores e ideales. La mutación de las 84

instancias ideales hacia la conformación singular que tomarán a partir de la remodelación identificatoria es un proceso largo, doloroso y con final abierto. La síntesis superadora no siempre es posible y la cristalización en lo contestatario, o bien, en la sumisión a los ideales paternos o maternos son destinos frecuentes en las familias que no están dispuestas, o bien, que se resisten a entregar la posta generacional a la nueva camada[3]. Finalmente, la problemática identificatoria es tan abarcadora que termina infiltrándose o englobando a todas las dimensiones anteriores. Esta problemática recala, como ya hemos visto, en las cuestiones de los modelos, de la imagen y de los posibles lugares a ocupar en el mundo adulto. De este modo, el advenimiento de la alianza entre el neoliberalismo, el realto posmoderno y los medios de comunicación no hubiera sido posible sin el inestimable apoyo que le brindó la tecnología audiovisual. La instauración de la imagen como fuente de toda intelección y valor usufructuó las características de la problemática identificatoria adolescente y fue la que más peso y utilización tuvo en los medios de comunicación a la hora del despliegue que éstos hicieron en su proselitismo consumista. Belleza corporal, juventud eterna, culto de las apariencias, exaltación de la velocidad, de lo superficial, labilidad de las opiniones, búsqueda de placer inmediato y desubjetivado, fueron los ingredientes de la parcializada receta posmoderna mediante los cuales los adolescentes se vieron catapultados, gracias a sus características y al sustento tecnológico de los medios, a una dinámica que produjo un profundo y revolucionario cambio en el encuadre societario y en las producciones de su imaginario social. Como ya detallé, la remodelación identificatoria adolescente es un proceso que permite al sujeto hacer el transbordo entre las estaciones de la niñez y de la adultez. Esta transición requiere imperiosamente la provisión de nuevos modelos que permitan apuntalar los flancos débiles, que rellenen los espacios destinados a cimientos y que sirvan a las futuras ampliaciones de las casas yoica y superyoica. En este sentido, la oferta de modelos y su manipulación mediática cae en terreno fértil gracias a la gran necesidad de absorción de aquellos que los jóvenes tienen durante la transición adolescente, debido a la inevitable persistencia de los vacíos estructurales que tapizan el territorio yoico. Será esta urgencia identificatoria (Missenard, A. 1971), la que en muchas oportunidades les impedirá discriminar las diferentes calidades de los materiales que les son ofrecidos para dicha remodelación. 85

No obstante, los efectos que se derivan de la instauración de las nuevas pautas socioculturales no se circunscriben solamente a los temas que circulan alrededor de la imagen. La dimensión temporal, eje liminar en la en la constitución de los sujetos pertenecientes a las culturas occidentales, también se vio enfrentada a una poderosa transmutación. Es que la temporalidad que infiltra y problematiza la cuestión adolescente es el futuro, en tanto se convierte en el campo de posibilidades donde encontrar y conquistar un lugar en la sociedad de los adultos. Estos, por su parte, al detentar el poder y la prerrogativa de aprobación condenan a los jóvenes a ser asediados constantemente por la angustia de no-asignación (Kaës, R. 1976), mientras dure el laborioso transbordo. Si el monto de esta angustia trepa a guarismos intolerables este tiempo puede mediante una maniobra defensiva cristalizarse, convirtiendo a la transición adolescente en la ilusoria eternidad que permitiría postergar sine die el acceso a la adultez con las perturbaciones y limitaciones que esta situación traería aparejada. Por su parte, los adultos tampoco se hallan exentos de una ilusoria vuelta a la dimensión adolescente, donde las nostalgiosas frustraciones de aquel tiempo pudieran ahora ser superadas con la experiencia adquirida. Sin embargo, lo que durante la modernidad podía manifestarse como un anhelo, o a lo sumo, sólo se corporizaba como patrimonio de algunos pocos, sufrió un insospechado giro con el arribo de la posmodernidad. Esta nueva dimensión puso en marcha el proceso de adolescentización que atraviesa a casi todos los estratos de la sociedad, instando a la franja adulta a detener su reloj biológico mediante el consumo de un conjunto inabarcable de productos (desde los antioxidantes hasta la vestimenta), que adoptan la categoría imaginaria de promesa de eterna juventud y que son promocionados ad hoc por las corporaciones que propician y medran con este modelo socioeconómico. La funcionalidad fetichizante de estos productos, originados en los múltiples recursos tecnológicos con que cuenta la medicina y la industria farmacéutica en este fin de siglo (cirugías estéticas de todo el cuerpo, adelgazamientos casi instantáneos y otras técnicas no menos impactantes), apunta a implementar una estrategia mimética donde los reciclados adultos casi no puedan ser distinguidos de los adolescentes. De esta forma, se crea una nueva virtualidad, la que permite pertenecer al mundo de los jóvenes mientras la piel resista la tensión de los estiramientos, tal como entre graciosa y patéticamente anticipara en los años ‘80 la película Brazil del director inglés Terry Gilliam. 86

De este modo, la desorientación que cunde entre las filas juveniles a partir de la pérdida de los referentes basados en las diferencias generacionales se hace patente cuando la imagen propia reflejada en la de sus mayores no arroja diferencias sino que los enfrenta a un repertorio de iguales. Los adultos, por su parte, no reposan satisfechos en este artificial parecido sino que suben su apuesta e intentan disputar palmo a palmo el mismo campo de intereses y de apetencias que aquellos. Se presentan, entonces, situaciones paradojales donde los términos y las expectativas consensuadamente aceptadas resultan trastrocadas o invertidas, tal como está ocurriendo cada vez con mayor frecuencia en ciertos contextos familiares. De esta manera, allí donde una madre tradicionalmente se encontraría contemplando no sin un dejo de envidia la floreciente sexualidad de su hija se configura la escena de una joven por lo menos inhibida frente al despliegue seductor de una rejuvenecida adulta, la cual le arrebata vía competencia desleal la posibilidad de sentirse acompañada por su madre en el descubrimiento de sus potencialidades. A los varones no les irá mejor con una figura paterna que también compite en temas como lo laboral y lo deportivo a través del montaje de un show donde demostrar la solidez de sus aún inclaudicadas fuerzas. Sin embargo, aunque ninguno de los padres haya entrado de lleno en un retorno a las fuentes de la juventud, o bien, adoptado la liviandad que caracteriza al decurso y al discurso tanto finisecular como del nuevo milenio, las pérdidas referenciales a nivel societario y cultural habrán igualmente calado hondo en el registro identificatorio de los jóvenes. Estas pérdidas los destinan a vagar en busca de una identidad que no logra consolidarse y a la confusa espera de la llegada de un tiempo donde poder tomar la posta generacional y suceder a los adultos. Por otra parte, a la pérdida de los referentes identificatorios se sumará la imposibilidad de enfrentar. Esta verdadera piedra angular del proceso del desprendimiento no podrá entrar en juego debido a que los adultos han desaparecido, ya por haberse convertido ellos mismos en adolescentes, ya porque su identidad generacional ha sido triturada por la llegada de los nuevos tiempos. La conjunción de ambas situaciones los llenará de un vacío inconmensurable que se verá complementado por la clausura más que momentánea de la dimensión de futuro. Quedará, entonces, solamente la posibilidad paliativa de consumir y desechar objetos. La sobreoferta de consumo hedonista e irresponsable que brota de las pantallas de los televisores, de los parlantes de las radios, de las ilustraciones de las revistas y que 87

sostiene insistentemente la propuesta de vivir el hoy hasta extenuarlo se lleva de perillas con la celada temporal que exuda de las filosofías del fin de la historia, aquellas que alientan la idea del cese de los cambios y de los actores de los mismos. No se debe justamente a una casualidad que las inquietudes e innovaciones que se canalizaban a través de la dimensión del cambio, hoy aparentemente cancelada para todo menos para lo tecnológico, fueron durante las numerosas décadas de la modernidad atribuidas a los adolescentes por una sociedad adulta que en general los denostaba, la mayoría de las veces por temor o envidia[4]. Por su parte, los grupos de jóvenes que aceptaron el desafío no defraudaron las expectativas que sobre ellos pendían, refrendando aquella atribución con sus planteos. Estos se plasmaron masivamente en movimientos que inmediatamente produjeron repercusiones entre otros grupos de jóvenes lejanos en el espacio y en el tiempo, los cuales al levantar las mismas banderas hicieron que los ecos de los pioneros no se apagaran sin más. De esta manera, uno de los aspectos más característicos de la causa de los adolescentes se afirmó en la rebelión contra la falta de imaginación del poder adulto, contra la opresividad de su régimen basada en la paupérrima y excluyente condición de prohibir. La imagen del adolescente pintando grafitis que cuestionaban el statu quo adulto dio vuelta al mundo y preparó el terreno para su severa represión, como pudo comprobarse inicialmente en el fundante punto inaugural del romántico mayo francés del ‘68 y posteriormente en los trágicos acontecimientos del ‘89 en la plaza china de Tian An Men. Por su parte, la tendencia a una mayor tolerancia que actualmente se detecta respecto del imaginario adolescente merece correlacionarse, tal como muestran las publicidades, con la elevación de los jóvenes al podio simbólico del modelo del goce total y de la perfección estética. Metamorfosear lo contestatario en inofensivo es el patrón que permite desactivar el cuestionamiento para que nada cambie en un pretendido mundo de iguales, el cual apoyado en una tecnología deslumbrante reniega, desestima o extermina las diferencias. Los medios de difusión han tenido un papel preponderante en la configuración de estos nuevos modelos identificatorios y sus respectivas emblemáticas. La publicidad, las series, las películas, los formadores de opinión, los noticieros, los slogans y las telenovelas han saturado la atmósfera cultural con mensajes que se transforman en medios para leer la realidad. Nunca el bombardeo publicitario audiovisual ha sido tan alto, ni tan sutiles y elaboradas las sagas con que los productos a consumir se fetichizan ante un público que contempla inmóvil el inventario de la felicidad. La fórmula mágica se traduce e imprime en 88

todas las imágenes y en todos los idiomas: para poder ser es imprescindible e imperativo poseer. Sin embargo, ya para los que no tienen los recursos para consumir como para los que sí los tienen, es inevitable la caída en un vacío delimitado tanto por la inanición como por la sobreabundancia. La producción de imágenes y su comercialización, tanto en su faz efectiva como en su vana aspiración, no cierra la brecha que dejó abierta la caída de los llamados grandes relatos de la modernidad. La ausencia de una brújula societaria que indique el norte magnético de los proyectos superadores genera un doble desafío para los adolescentes. Estos deberán hacer su propia travesía en el mismo mar embravecido por el que navega una sociedad desorientada, la cual debiera, en realidad, estar esperándolos en un puerto seguro al otro lado de la tormenta. Por lo tanto, recrear su imaginario, hacer el transbordo y encontrar la brújula societaria perdida se constituyen en tareas de difícil concreción, cuando no imposibles, para estos nuevos e inconsultos destinatarios del legado de Hércules.

[1] Tal como sigue ocurriendo hoy día. [2] Ver Capítulo 3 de La Condición Adolescente. [3] Ver “La Sociedad de los Poetas Vivos. Producción de Valores e Ideales en la Adolescencia” Revista Campo Grupal. Año XIV N° 145. Buenos Aires, Junio 2012. [4] Las modificaciones que se produjeron durante la primera década del nuevo milenio rasgaron la pretendida estructura homogénea de la aldea global. Esto se puede apreciar especialmente en las movidas políticas llevadas a cabo en América Latina. 89

CINCO: Historias de familias Qué va a ser de ti lejos de casa nena, qué va a ser de ti Joan Manuel Serrat

Desde su aparición, y gracias al carácter transicional de su imaginario, los adolescentes fueron entramando su faceta contestataria y rebelde, reactiva respecto a los valores consagrados durante la modernidad, con un flexible poder de adecuación para manejarse en los distintos contextos espacio-temporales en los que se expandió su oleaje. Esta difícil articulación que cada generación adolescente debe establecer en el seno del campo social es tributaria del proceso que se desarrolla en el seno de las familias donde se gestan y de donde emergen estos adolescentes, moldeados en la fragua del imaginario social de cada período histórico. Los contenidos de esta dimensión son simultánea y concordantemente recepcionados, canalizados y retransmitidos por el contrato narcisista establecido a nivel del grupo familiar, medio privilegiado a través del cual se realiza la metabolización que los miembros del conjunto hacen de las pautas socioculturales en boga. Los cambios que se desgajaron del tumultuoso transcurso de la modernidad y las profundas mutaciones que aparejó el no tan silencioso desembarco de la posmodernidad golpearon de lleno en el conjunto de valores y certezas que las sociedades atesoraban. Este resguardado conjunto cumplía el doble cometido de funcionar como legado para las futuras generaciones y como punto de referencia para deambular entre los territorios de la ética y la estética societaria. No obstante, a partir de la década de los ´80 los adolescentes y sus respectivas familias se vieron involucrados en un vertiginoso clima de alteraciones que afectó con la misma intensidad tanto a los clásicos esquemas referenciales como a las posibilidades de metabolización, vía trabajo psíquico, de estos cambios. Dichas alteraciones generaron una atmósfera de crisis que, en su inevitable circularidad, profundizó las irreversibles modificaciones que ya se venían produciendo no sólo en la fisonomía de la estructura familiar, sino también en las características de los lugares que la misma cultura ofrecía y donde los miembros de aquéllas podrían, en el mejor de los casos, insertarse.

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Atendiendo a estas razones, intentaré pesquisar algunas de las conflictivas situaciones que a partir de entonces enfrentan los grupos familiares pertenecientes a ciertas franjas societarias, junto con las diversas problemáticas que padecen los adolescentes que los integran tanto en relación con su inserción en el medio social como al proceso de desprendimiento respecto de sus mayores. Para abocarnos a este intento será necesario, nuevamente, salir en la búsqueda de algunos de los ejes sociohistóricos que contribuyeron a delinear el derrotero de las sociedades occidentales a lo largo de los dos últimos siglos. La historización de estas variables, que cooperaron en la determinación de los cambios que ha venido sufriendo la estructura familiar, nos coloca frente a la posibilidad de atisbar el entrecruzamiento de sus hilos significantes. Por otra parte, esta historización resulta ineludible si se desea contextualizar las modalidades que fue adoptando la familia a la luz de las modificaciones producidas en el campo sociocultural. Y, en este mismo sentido, si se pretende evitar la caída en un solipsismo que se nutre, únicamente, de la noción de una estructura familiar de características inmanentes.

El enroque socioeconómico de la tercera ola Las grandes transformaciones que se vienen registrando en el imaginario social, y consecuentemente en las prácticas societarias, no pertenecen a un fenómeno puntual y aislado. Por lo contrario, estos cambios están enmarcados en una dinámica social cuyos pilares principales se apoyan en la complejización de las tecnologías asociadas a la producción y en los virajes ideológicos que ellas mismas produjeron con la llegada de la era tecnotrónica (Brzezinsky, Z. 1970), a través de su aplicación al terreno de los intercambios económicos. Esta nueva era, tecnotrónica o posindustrial, que asienta sus pilares en la alianza filosófico-económica que surge de la extrapolación del relato de la posmodernidad con la restauración del capitalismo salvaje que se desplegara durante el siglo XIX, cuenta entre sus logros con el haber literalmente barrido con gran parte de la jerarquía axiomática que casi por dos siglos identificó a la modernidad. Esta alianza contó para ello con los grandes avances a escala tecnológica que permitieron en el campo económico automatizar primero y robotizar después la 91

producción industrial a gran escala. De esta forma, este tipo de producción trepó a una inédita dimensión global y, a la sazón, el mundo se vio inundado por una clase de enseres, que gracias al concurso de estos nuevos medios de producción ya no sería pertinente que se los denominara manufacturas, debido a que en su fabricación prescinden casi totalmente de la mano del hombre. De este modo, en la medida que se afianzaba este nuevo proceso de industrialización se reducían los costos de producción de estos enseres y, simultáneamente, se lograba un notable aumento en su calidad. Sin embargo, paradójicamente no ocurría lo mismo con su duración, ya que estos mismos productos sufrían un exponencial aumento en su obsolescencia. Esta inusitada pérdida de valor se sustentaba en que la vida media de un modelo recién colocado en el mercado era prácticamente inexistente, debido a su casi inmediato reemplazo por otro modelo más avanzado en su género, o bien, por uno que fuera poseedor de una innovación tecnológica que superara cualitativamente cualquier versión anterior. Esta obsesiva e indetenible carrera entre los fabricantes (cada vez más aglomerados en un menor número de corporaciones que concentran la mayor parte del poder industrial), por estar constantemente a la vanguardia y por diversificar cada vez más su inserción en los mercados, no sólo internos sino también externos, encuentra su sostén en la avidez que genera una mayor demanda de innovaciones. Esta, por su parte, se sigue sustentando en el éxito comprobado de la política comercial de generación de necesidades, basada en una hábil estrategia de difusión publicitaria. Este avasallador despliegue de conquista y colonización comercial de los mercados fue fomentado y sostenido por un criterio industrialista lindante con lo irracional, cuyo insondable afán de lucro le impidió (o simplemente no le importó), medir las consecuencias sociales y ecológicas que sus políticas expansionistas trajeron aparejadas. De esta manera, el neoliberalismo y su catecismo ideológico impidieron planificar y distribuir equitativamente a escala mundial el aumento del estándar de vida que se produjo mediante el recambio cualitativo del aparato productivo a raíz del advenimiento de la sociedad posindustrial. Los mayores beneficios de esta transformación recayeron indudablemente en los países centrales o desarrollados, generando por esta vía una mayor concentración de la riqueza junto a una profundización de las diferencias entre las naciones del primer y del tercer 92

mundo. Y, asimismo, entre los respectivos estamentos internos de cada una de sus sociedades. De esta suerte, la coyuntura socioeconómica del neoliberalismo no sólo descalabró el anclaje subjetivo de los integrantes de dichas sociedades, también determinó nuevas formas de relación entre los países en función de sus intereses y expectativas. Así, a medida que aumentaba el confort que detentaban los países centrales, se tornó asequible para los países periféricos aspirar a la captura de una pequeña porción del mismo gracias al despegue que lograron sus mercados (denominados emergentes), que casualmente resultaron financiados por los operadores económicos de los países más ricos. Este proceso que despejó el camino para el diluvio de inversiones que aconteció en aquellos mercados con la llegada de los conocidos capitales golondrina o especulativos, permitió gracias a la liquidez económica que este diluvio trajo aparejada un aumento en la capacidad de consumo. Así, una infinidad de bienes y servicios que eran ahora de posible adquisición para muchos de los ciudadanos pertenecientes a los países pobres, ponía a aquellos casi en un pie de igualdad con los del poderoso hemisferio norte. Como no podía ser de otra manera, el cambio de variables socioeconómicas hizo que el imaginario social de las regiones pobres o en desarrollo se viera modificado en sus estatutos en la medida que la nueva dinámica mundial las incorporaba al indetenible proceso de globalización de la economía. En este sentido, la posibilidad que siguió brindando la aldea global para los ciudadanos de los más remotos lugares de pertenecer al club de los elegidos mediante la posesión y consumo de dichos bienes y servicios continúa haciendo del individualismo a ultranza un estilo de vida valorado y eficaz. Por otra parte, la vertiginosa obsolescencia que había comenzado a regir para los productos se fue transfiriendo paulatinamente sobre el personal, que de esta manera debió mantener una constante actualización de sus conocimientos y/o especializarse en otras disciplinas para estar a la altura del empleo de las nuevas tecnologías. Esta situación trajo como consecuencia que se generara una profunda escisión en el mercado laboral, la cual fue valorizando una mente de obra cada vez más calificada y mejor remunerada versus la pauperización una mano de obra en constante depreciación y reciclaje (ya que por no saber hacer lo mismo se contrata al empleado que genera menos costos). La desorientación que se abatió sobre los sujetos que no pudieron adaptarse a las pautas provenientes de la instalación del paradigma de la sociedad posindustrial se entronca con 93

la difusión masiva de la informática y su imprescindible manejo a la hora de obtener un trabajo con cierto grado de calificación. Claro que esta situación, por su parte, no implica un ningún reaseguro sobre una posible y estable ubicación laboral. Esta nueva herramienta permitió no sólo una mayor velocidad en la recepción, estibación y transmisión de datos y conocimientos sino también la eliminación de las distancias geográficas, ya que en segundos y por diversas vías (telefónico-satelital primero y correo electrónico después), se podían lograr impensados intercambios. Por lo tanto, el anoticiamiento inmediato a escala mundial de todo lo producido incluía también a la propia información. Es que a partir de las vicisitudes ligadas a este proceso ella misma pasó a transformarse en un producto y a intercambiarse como mercancía. El aludido proceso de neoliberalización laboral, amplio ganador de las simpatías y/o del fervor de la mayoría de los políticos y economistas, no detuvo su marcha en los lindes de ninguna latitud. Y, al igual que lo sucedido en el campo de las ideas, tampoco respetó a ninguna de las jerarquías consagradas ni a los estamentos en juego, por lo que tanto obreros como gerentes marcharon a engrosar el cada vez más parecido a una horda, ejército de desocupados. En relación con lo hasta aquí planteado es muy importante subrayar, en aras de conservar una visión de conjunto y para evitar caer en una versión romántica de los hechos de la historia, que las ecuaciones socioeconómicas pertenecientes a un determinado paradigma histórico (Harris, C. 1983), que inciden o rigen los destinos societarios de cada período no se constituyen en factores que puedan actuar en forma aislada, así como tampoco se circunscriben únicamente sobre su propio contexto sino que tienden a diseminarse sobre otros. Por lo tanto, muy lejos de convertirse en la excepción, el arribo de la alianza entre la visión posmoderna y el neoliberalismo socioeconómico excedió los marcos macro y microeconómico para inundar el resto de las dimensiones del socius con su arrolladora prédica. De esta manera, sus consecuentes efectos fueron impregnando el campo social con las tonalidades de su discurso, socavando la axiomática de la modernidad y gestando la desarticulación de los esquemas de referencia tradicionales, aquellos que por generaciones los sujetos habían utilizado a la manera de una brújula. Es que la férrea confianza depositada en aquellos esquemas se debía a que su inamovible permanencia había marcado el rumbo de la política laboral de la modernidad más allá de las fluctuaciones que originaran sus temporarias crisis sociales y/o 94

tecnológicas. Estos marcos referenciales cumplían la función de orientar a los ciudadanos respecto de los lugares a ocupar en la sociedad, la forma para acceder a ellos y los elementos con que debían contar para intentarlo con cierta presunción de éxito. La nueva distribución de lugares y las maneras de acceso a los mismos generó un conjunto irreversible de alteraciones en los esquemas de referencia que guiaban la dinámica societaria. Por lo tanto, la tradicional lectura de aquella brújula caducó en su utilidad debido a que su mecanismo no estaba en condiciones de registrar que el “sistema industrial tradicional ‘avanzado’ está en plena quiebra. La reconversión industrial está en marcha a paso forzado, y los procesos de ajuste a escala mundial son un fiel testimonio de que el proyecto tecnológico de la modernidad ha perdido su carácter universalizador y pretendidamente democratizante, fomentando nuevas líneas divisorias y repeticiones de marginación ancestrales que nos ponen en guardia frente a cualquier devoción desmesurada hacia la máquina y sus productos” (Piscitelli, A. 1995 ibíd. pág. 71). El descalabro introducido por las ecuaciones socioeconómicas del neoliberalismo en el tejido societario, que sucintamente he tratado de describir, no pertenece a la categoría de evento único en la historia de la humanidad. Si las modificaciones que este proceso introdujo en el imaginario social contribuyeron a que las grietas en la edificación valorativa de los sujetos se profundizaran a niveles inéditos, desde aquel momento en que la Revolución Industrial inaugurara el tiempo de la modernidad tecnológica, se debió justamente a la característica circularidad que presentan los cambios de paradigma en los procesos sociohistóricos. Cada vez que las ecuaciones socioeconómicas cambian de rumbo debido al reemplazo del paradigma histórico rector puede producirse la eclosión de una serie de turbulencias que termine sumiendo en crisis a los sujetos y a las familias que integran una determinada sociedad. Por lo tanto, las edificaciones valorativas que rigieron hasta ese momento los destinos societarios se agrietan y se desmoronan parcial o totalmente de acuerdo a la magnitud sismográfica que alcancen los movimientos ligados a la coronación del nuevo paradigma. Estos movimientos producen paulatina o velozmente el deterioro de los marcos de referencia con que los sujetos se orientaban y, en la misma medida en que se deterioran o caducan, son reemplazados por otros nuevos fruto del enroque o la simple remoción de los anteriores. Las consecuentes repercusiones que estos movimientos operan sobre el

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imaginario social se harán sentir aún en los recodos societarios que aparenten mayor invulnerabilidad. A la sazón, de este desarrollo se desprende que ésta no es la primera crisis que la estructura familiar atraviesa y que muy probablemente tampoco será la última. Por lo tanto, para poder vislumbrar sus posibles escenarios futuros deberemos mirar nuevamente hacia el pasado. Hagamos pues, un poco de historia.

Tiempos modernos (o el ocaso de la parentela) La consolidación de la familia conyugal como forma predominante de organización de la convivencia doméstica se produce con la llegada de la industrialización (Requena, M. 1992). La también llamada familia nuclear aislada es una estructura típica de las sociedades modernas, caracterizada por la independencia relacional, económica y residencial de cada grupo familiar respecto de los otros. La conformación de este modelo de estructura familiar, que ha venido dominando el escenario social por casi 200 años, fue el devastador resultado de la incidencia de los nuevos medios de producción alumbrados por el paradigma histórico de la Revolución Industrial sobre la que desde una visión sociológica retrospectiva con relación a la familia nuclear fue rotulada bajo la genérica denominación de familia ampliada o familia extensa clásica. El aislamiento y la fragmentación que estas familias ampliadas sufrieron, tanto en la versión campesina como en la protoindustrial a raíz de los movimientos migratorios (interurbanos, entre países, del campo a la ciudad, etc.), por la pérdida de la unidad económica alrededor de la que se constituían y por el progresivo reemplazo de la calidad artesanal por la producción masiva fueron, entre otros, algunos de los factores que sellaron su destino. Las funciones educativas y económicas de la típica parentela, junto con el hegemónico valor decisorio respecto de los destinos de sus miembros, se repliegan frente a la ofensiva desatada por la industrialización masiva que sitúa a la fábrica, a la escuela e incluso al Estado en el lugar social que tradicionalmente habían ocupado las familias ampliadas. Los seguros por desempleo, la indemnización por despido, o bien, la jubilación, por sólo tomar a modo de ejemplo algunos elementos de la actualidad que envejecen a paso acelerado, muestran al Estado ocupándose de aspectos que hasta entonces eran 96

patrimonio de las funciones de las familias ampliadas. Estas absorbían en su seno los desequilibrios que se producían por las circunstancias vitales que atravesaban sus miembros, ya que el Estado de Bienestar (Welfare State), aún se hallaba lejos de hacer su trabajosa aparición. Los modelos familiares y las pautas socioeconómicas regentes en un determinado momento histórico configuran lo que en el mundo de la moda podría denominarse una combinación al tono, ya que toda época se caracteriza por el predominio de un determinado modo de producción y a cada modo de producción le corresponde una forma de estructuración familiar. Sin embargo, es necesario aclarar que esta afirmación sólo se justifica plenamente en el plano de los desarrollos teóricos, ya que en el seno de cada época se encontrarán fluctuaciones que diluyen en parte la rigidez hegemónica de aquella construcción hipotética (Harris, C. 1983). De todas maneras, y siguiendo de manera general aquel razonamiento, la constitución de la familia ampliada podría catalogarse como un acoplamiento entre las necesidades de supervivencia de los grupos familiares y la capacidad de amoldarse a la renovación de las pautas socioeconómicas predominantes. Esta situación se corresponde con que el definitivo ensamblado como unidad productiva que termina de configurar a este tipo de familias se produce de acuerdo con las condiciones imperantes en el contexto del interregno que media entre la disgregación del feudalismo y el comienzo de la hegemonía burguesa. El intento de autoabastecimiento perseguido en su momento por el feudo se trasladó, mutatis mutandis, a los grupos familiares. Estos se constituyeron a la manera de pequeñas empresas integrales en la medida que empleaban de manera funcional a sus miembros a través de una rígida división del trabajo. Esta designaba los lugares a ocupar acorde a las necesidades del grupo, aunque en general estos lugares ya estaban preestablecidos por el irrecusable poder del régimen patriarcal que férreamente gobernaba a estas familias. Por lo tanto, cada sujeto que nacía en el seno de estos grupos contaba de antemano con un lugar o identidad que salvo raras excepciones lo acompañaría a lo largo de su vida. El ocaso de este modelo familiar producido por el advenimiento de la Revolución Industrial , así como su posterior y progresivo desguace material, simbólico y espiritual redundó en una serie de cambios en el ámbito de la estructuración subjetiva y del proyecto identificatorio de los sujetos cuyo turno vital se desarrolló a la sombra de la recién nacida 97

modernidad tecnológica del maquinismo, en el seno de las denominadas sociedades de la segunda ola. En este sentido, el golpe más significativo lo sufrieron los modelos identificatorios familiares, cuya gradual alteración y posterior evaporación se produjo al compás que marcara el ritmo de la progresiva fragmentación social y cultural del socius preindustrial. Esta situación de crisis del statu quo identificatorio permitió el paulatino ingreso al imaginario familiar de referentes seculares de socialización e intercambio, los cuales antes se encontraban vedados debido a la relativamente exitosa refractariedad a la innovación que caracterizara a la familia ampliada. “En una sociedad como ésta, las familias tendrán tanta profundidad generacional como los factores demográficos lo permitan, pues abandonar la familia equivale a renunciar al acceso a los medios de producción primaria, a perder la posibilidad misma de subsistencia. No se planteará la cuestión del abandono de su familia de origen por el individuo en busca de independencia económica o para fundar ‘su propia’ familia, pues, para los individuos, la independencia económica es inalcanzable” (Harris, C. 1983 ibíd. pág. 130). Por lo tanto, la imposibilidad de abandonar a la familia en pos de otro destino afincaba en los sujetos el sentimiento de pertenencia a la comarca donde habían nacido y donde seguramente habrían de morir. A la sazón, los valores y emblemas familiares (en muchos casos coincidentes con las idiosincrasias zonales), debían mantenerse como marcas irrecusables de la identidad por pertenencia, ya que así quedaba garantizado el lugar de los sujetos en el grupo familiar y, por tanto, su identidad en relación con los propios y con los ajenos. Esta inajenable identidad por pertenencia tendría que conservarse aún a costa de que en los casos más extremos se jugara con la posibilidad real de la expulsión, o bien, de la muerte del sujeto que deshonrara las prescripciones familiares. Es en estas dramáticas situaciones donde es posible pesquisar como en las sociedades compuestas por estos grupos, a pesar de las distancias tanto espaciales como temporales que las separaban de las culturas primitivas que permitieron su descubrimiento, la jurisprudencia del tabú seguía de alguna manera manteniendo su vigencia a pesar de las respectivas deformaciones y transformaciones que sufriera.

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La férrea resistencia con que la familia ampliada enfrentó la llegada de la maquinización de los tiempos modernos intensificó aún más la fractura que habría de producirse entre los órdenes socioeconómicos previos y posteriores a la Revolución Industrial. Esto pudo palparse con mayor claridad en las zonas rurales donde por distintas razones (distancia, inaccesibilidad, mentalidad conservadora, falta de interés por parte del capital inversor, escasez de medios de comunicación, etc.), el campesinado recibió con demora los profundos cambios que los vientos de la industrialización trajeron con mayor velocidad a los ejidos urbanos. Esta demora incidió de manera gravitante en diversas regiones del planeta para que la rigidez estructural de estas familias se abroquelara en enclaves que impidieron la ya dificultada fluidez en las relaciones con las nuevas pautas dominantes, generando así una mayor turbulencia en el proceso de transmisión que se establece entre las generaciones.

El dilema generacional: trasvasamiento e identidad Las vicisitudes, generalmente de corte dramático, enlazadas a las inevitables confrontaciones entre los viejos y nuevos valores e ideales motivadas por el conflicto producido a raíz de la introducción de cualquier cambio en el ámbito individual, familiar y/o social en todas sus gamas y variantes fue recogida y plasmada magistralmente en los formatos literario y cinematográfico. Las actividades artísticas, como ya hemos visto, configuran una de las instancias elaborativas privilegiadas que la sociedad dispone para la tramitación de sus problemáticas, conflictos y contradicciones (Cao, M. 1992b). En este sentido, la maleabilidad de los materiales con que trabajan la literatura, la cinematografía y sus respectivos medios asociados (el periodismo, la televisión, etc.), a diferencia de la pintura y la escultura permite que la tramitación de aquellas problemáticas tenga una mayor llegada, efectividad y repercusión en los miembros de las sociedades del siglo en curso. En el anverso o en el reverso de las tramas y guiones de muchas obras de la literatura y de la cinematografía universal, pero especialmente en las que el tiempo ha consagrado como clásicos, se suelen reflejar los conflictos sociales de la época que evocan (aunque no coincidan con el momento de su concreción editorial o fílmica), así como las peripecias identificatorias que sobrellevan sus personajes frente a esos mismos conflictos.

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Las reconocidas novelas de Luigi Pirandello y Emile Zola, por ejemplo, están invadidas por la densa atmósfera de la crisis del final del siglo XIX. En su discurrir exhiben descarnadamente las problemáticas psicológicas y sociales que se desataron en relación con los grandes cambios que se avecinaron con el advenimiento de la Revolución Industrial y sus consecuentes reverberaciones. Estos son sólo dos ejemplos de como la lente literaria de cada época se ajusta e interpreta los movimientos que se producen en el seno de las sociedades. La conflictiva dinámica intersubjetiva que se establece a raíz de la introducción de los nuevos códigos se refleja, al igual que en el campo de la ficción literaria, en las dificultades que rodean a los sujetos en el proceso de apropiación de los modelos familiares. Estos nuevos códigos son los que con su presencia imponen o catalizan profundos cambios en el ámbito societario a contramano de la declinante persistencia de los viejos, Asimismo, su impacto en los cimientos de los modelos familiares perturba el desenvolvimiento normal de la transición adolescente, ya que es la apoyatura sobre estos modelos la que facilita en parte el transbordo hacia los posicionamientos de la edad adulta. Por tanto, la modelización identificatoria que los adolescentes deberían efectuar sobre los miembros fundadores de la familia y sus respectivos descendientes (abuelos, padres, tíos, hermanos, etc.), que los preceden en el tiempo y que con su presencia interactiva cimentan el desarrollo de la subjetividad de los recién llegados a las orillas del universo adulto, se ve enturbiada cuando los modelos sobre los que estas familias se sustentan entran en crisis. Esto fue lo que ocurrió en el caso de la familia ampliada, donde la posibilidad de subsistencia de aquellos modelos se hallaba seriamente amenazada a raíz de las profundas transformaciones que sacudían a la sociedad preindustrial. Consecuentemente, el proyecto identificatorio también se vio alterado debido a que los marcos referenciales con los que los sujetos podían contar para el trazado de un plan a futuro se vieron conmocionados con la caída de los ideales y valores que guiaron a las generaciones precedentes. Esta situación se vuelve especialmente translúcida en los casos donde se produce un conmocionante reemplazo del paradigma histórico rector y las temáticas que quedan en tela de juicio no se corresponden con aspectos parciales del imaginario social, sino que es el ideario de toda la sociedad el que entra en crisis. 100

De este modo, las sociedades que precedieron a las del maquinismo, desde las feudales hasta las de la naciente burguesía, apuntalaban el decurso de los trasvasamientos generacionales en los destinos previstos para cada familia según su posicionamiento social. De padres siervos no nacerían hijos nobles, sino más siervos. Si la familia pertenecía a alguna cofradía artesanal los hijos naturalmente se inclinarían por dicho oficio. Para los nobles, en cambio, estaba destinada una vida institucional en la corte, en el clero o en el ejército. Desde luego, es evidente que la llegada de la Revolución Francesa trastrocó de tal forma valores y lugares que a partir de ese momento las viejas prerrogativas perdieron la taxatividad de su estatuto. La novedosa aparición de pelajes intermedios entre las tres grandes clases sociales descriptas y el inicio de su peregrinación por el mundo en busca de fama y fortuna fueron junto a las nuevas oportunidades laborales y vocacionales algunos de los aportes que la burguesía triunfante echó a rodar. Estos, a su vez, se constituyeron en antecedentes de lo que sucedería con el arribo de la industrialización masiva. Las nuevas posibilidades que brindaba una sociedad que desperezaba sus reflejos generaron una antes inimaginable movilidad social que, además de las posibilidades reales de inserción, amplió el margen de maniobra del campo identificatorio. Por otra parte, es un destino habitual en todo proceso de cambio social que pasado el momento de plenitud instituyente del movimiento innovador o revolucionario se establezcan, en la generalidad de los casos, modos relacionales que terminen estandarizándose según las prescripciones correspondientes al status de cada estamento social. Es también previsible que de ahí en más estos modos relacionales se abroquelen en un intento de repeler las modificaciones que a posteriori se vayan introduciendo en el entramado social. En este sentido, la familia ampliada como producto de los nuevos vientos que arrasaron con el feudalismo crepuscular y que dieron origen tanto a las naciones como a la urbanización fue también víctima de la celada de lo instituido. Su resistencia al cambio, al igual que en el caso de la longeva sociedad feudal, fue quebrada por fuerzas de un poder inconmensurable y sus miembros debieron sobrellevar como pudieron el temporal que se abatió sobre su realidad histórica y sus respectivos psiquismos. Subamos por un momento a la vieja máquina del tiempo inventada por H. G. Wells e imaginemos un viaje a los albores de la Revolución Industrial. Contemplemos ahora el 101

impacto de difícil metabolización que sufría un joven criado en un ambiente rural, cuyo destino era aprender el oficio paterno y tiempo más tarde heredarlo, cuando debe emigrar a una ciudad para ser empleado como obrero y perder así sus referentes identificatorios junto a un proyecto a futuro que venía sellado desde el contrato narcisista con la comunidad a la que pertenecía. Adentrémonos ahora en un panorama urbano. Allí tampoco le habría de ir mejor al hijo de un artesano que gracias a la producción masiva pierde no sólo la posibilidad de defenderse en la vida con un oficio a aprender, sino que también queda a expensas de un mercado laboral que ya no valora la creatividad singular sino la eficiencia masificante de la automatización. Finalmente, las fuerzas del cambio se impusieron a pesar de las infructuosas resistencias conservadoras opuestas por el imaginario de la cultura preindustrial. La rueda de la nueva sociedad ya había comenzado a girar y la suerte de los viejos modelos familiares estaba echada. Ya nada volvería a ser igual en la cotidianeidad de los hogares, como rápidamente descubrieron los sujetos que marcharon a engrosar las filas de la masa obrera. La movilidad de los asentamientos urbanos ligados a la oferta y la demanda del trípode producción-empleo-salario generaron una cultura inédita, cuyo más extremo y terrible exponente a nivel familiar y social fue la llamada época de las camas calientes. Se la denominó así porque los lechos conservaban constantemente su calor gracias a que los turnos rotativos organizaban la vida familiar de los jornaleros, de tal manera que el recién levantado que marchaba a ocupar su puesto de trabajo era reemplazado en el lecho por el que en ese momento llegaba de su recién concluida jornada laboral. De esta forma, arribaba al cenit un proceso de alienación familiar y social que fue desarticulándose paulatina y parcialmente gracias a las enmiendas contractuales que a lo largo de las primeras décadas del siglo XX se produjeron con la eclosión de las luchas sociales, las cuales a través de las huelgas y la sindicalización despejaron el camino a la progresiva instalación de una legislación laboral que intentaba aventar las ya conocidas arbitrariedades del régimen capitalista. Esta legislación que regló las relaciones laborales aproximadamente por 70 años retrocedió frente a los embates del neoliberalismo gobernante que la inculpó tendenciosamente como la causante de los trastornos en la producción, en el mercado laboral y en el flujo de las inversiones.

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La concatenación de todos estos hechos, y no su mera suma algebraica, dio lugar a las nuevas formas de convivencia e intercambio social que fueron delineando la estructura familiar que hasta hoy conocimos. Esta estructura, por su parte, al verse impactada de lleno por el reinicio de los ciclos de transformación socioeconómica ha comenzado a transformarse a la luz de los cambios que se vienen produciendo con la incorporación de los avances tecnológicos y sus efectos sobre los medios de producción. Es importante aclarar que el pasaje de la familia ampliada a la familia nuclear no aparejó sólo desventajas, tal como podría inferirse de una lectura conservadora o romántica de los hechos históricos. El aflojamiento de ciertas formas de vinculación que esta transformación introdujo abrió paso a una mayor libertad de los sujetos para elegir su destino (vocación, trabajo, pareja, etc.), ampliando así sus opciones, sus modelos identificatorios y sus formas de pensamiento. Sin embargo, este aflojamiento los introdujo asimismo en una dimensión desconocida hasta el momento, la de una angustia ligada a la incertidumbre que brinda la opción individual como disyuntiva vital.

¿Ya pronto una sombra serás? Como ya hemos consignado, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad la familia nuclear cumplió un papel insustituible en las sociedades occidentales. La consolidación de su rol como sostén del aparato productivo del maquinismo, mediante la generación de los sujetos que habrían de manejarlo y el consecuente consumo de los bienes resultantes de su producción, permitió ampliar la demanda laboral y los lugares a ocupar en una sociedad que multiplicaba las oportunidades en una ascendente trayectoria espiralada. Este contexto histórico permitió que la paulatina construcción de su imaginario social se hiciera alrededor de la idea rectora de un progreso en apariencia ilimitado. Este llegaría de la mano de la ciencia y daría por cumplida aquella promesa del positivismo comteano que afirmaba que el cielo estaba a la vuelta de la esquina. Sin embargo, las dos Guerras Mundiales, las cíclicas crisis económicas, la independencia de los estados coloniales, la explosión demográfica, la posguerra fría, la balanza crítica del terror atómico, la crisis del petróleo y el agotamiento de los recursos naturales, entre otros hechos, desmentirían brutalmente aquella ilusión. Independientemente, o quizá no tanto, del posicionamiento que la familia conyugal adoptó en el terreno socioeconómico, su status comenzó a ser observado con interés por el 103

conjunto de las nacientes ciencias sociales. Esta flamante lectura hizo que la familia se convirtiera en una de las unidades funcionales de análisis social y que a partir de ese momento pasara a ser considerada como la célula básica del tejido conectivo del cuerpo social. Asimismo, por esta vía llegó rápidamente a convertirse en una categoría imaginario-simbólica de alta circulación académica, la cual servía tanto para comprender fenómenos de la propia cultura (desde el enfoque que entonces le dieron la psicología y la sociología), o bien, como modelo comparativo que permitía mensurar a otras sociedades (tal como fue implementada por la etnología y la antropología de la época respecto de los mal llamados pueblos primitivos). El empleo de la familia nuclear como categoría de análisis, en tanto se la consideraba unidad constitutiva del tejido social, condujo también a posibilitar la teorización de los modelos familiares pretéritos. Su posición como referente, o bien, cumpliendo la función de ejes coordenados inerciales (tal como se plantea en el terreno de la física), fue lo que permitió que se categorizara a su antecesora inmediata como familia ampliada o familia extensa clásica. Fue, justamente, a partir de quedar instaurada como modelo y categoría de análisis que comenzó a hablarse de la crisis de la familia conyugal. Este movimiento alarmista se nutrió de los sucesivos cambios que se fueron produciendo en el seno y los contornos del grupo familiar, los cuales resultaron motivados por la modificación de las costumbres que introdujo, por una parte, el indetenible avance tecnológico y, por otra, las continuas innovaciones aportadas por el giro del caleidoscópico y siempre renovado imaginario adolescente. Las etimologías occidentales y orientales acerca de la palabra crisis no son coincidentes y tampoco tendrían por qué serlo. El ideograma chino que representa la palabra crisis resulta estar formado por la combinación de dos imágenes o ideas: peligro y oportunidad. Por lo tanto, si toda crisis nos pone frente a un peligro pero a la vez gesta una oportunidad, la resolución de dicha crisis puede desplazarse en la dirección de la superación en tanto apertura a un nuevo espacio simbólico o transicional, o bien, hacia la sutura como movimiento empobrecedor y de cierre (Kaës, R. 1979). De todas maneras, para ser más precisos en la adjudicación del concepto de crisis a las vicisitudes que atravesó durante el curso del siglo XX la estructura familiar que da cuenta de la forma conyugal, deberíamos mejor referirnos a las crisis. No habría entonces una

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gran crisis generalizada sino una suma algebraica de microcrisis que se van superando o suturando según la ocasión y el contexto. “En efecto, a través de esta experiencia global de la crisis, de la que sólo percibimos aspectos parciales, se precisa la figura del hombre animal de crisis, sujeto en crisis, agente crítico del juego intersubjetivo. Quizá porque sea animal crítico, y por ende animal psíquico y político, el hombre deba administrar creativamente las instituciones de la crisis. El hombre se especifica por la crisis y se reafirma por su precaria e indefinida resolución. Sólo vive por la creación de dispositivos contra la crisis que, a su vez, producen crisis posteriores. El hombre se crea hombre gracias a la crisis, y su historia transcurre entre crisis y resolución, entre ruptura y sutura” (Kaës, R. 1979 ibíd. pág. 11). Sería posible, entonces, pensar los distintos momentos históricos de microcrisis como parte de los sucesivos reposicionamientos suturantes o transicionales que se produjeron como fruto de cada una de las oportunidades y de los peligros que atravesó desde su aparición la familia conyugal. Sin embargo, no casualmente la mayoría de estas microcrisis hicieron su aparición durante el curso del siglo XX, ya que esta recortada centuria contó a partir de los años ‘50 con la concentración de avances tecnológicos más grande de toda la historia de la humanidad y porque en esa misma década se consolida definitivamente el imaginario adolescente. A manera de ejemplo se podrían agrupar algunas situaciones clave en la eclosión de aquellas microcrisis que obligaron a introducir cambios en el funcionamiento familiar. Un sucinto e incompleto listado comenzaría con el desprendimiento de los adolescentes más tempranamente de sus familias de origen, al que deberíamos sumar la revolución sexual que aquellos encarnaron en la década del ‘60, la consolidación del movimiento feminista junto a las variantes introducidas en los tradicionales roles atribuidos a la mujer, el progresivo y creciente descrédito de la autoridad patriarcal y la más temprana emancipación económica de los jóvenes de las clases medias. Pero el fenómeno socioeconómico que habría que considerar como liminar en la puesta en crisis de la familia nuclear es el que da origen a la sociedad posindustrial. El mismo que a fines de la década del ‘80 derribó la bipolaridad política de la Guerra Fría y que trajo como consecuencias la caída del Muro de Berlín junto a la resurrección del capitalismo salvaje de los primeros tiempos de la Revolución Industrial. A partir del momento en que este fenómeno toma las riendas se comienzan a profundizar velozmente una serie de cambios en las dinámicas societarias que ya se venían 105

perfilando desde tiempo atrás. Hacia 1989, fecha en que algunos autores ubican el fin de la modernidad (Feinmann, J. 1995), y otros el del siglo (Daniel, J. 1995), el ya maltrecho sistema de valores legado por el iluminismo humanista había entrado en su faz agónica, dejando su lugar al código selvático del sálvese quien pueda. De esta forma, los actores sociales se vieron catapultados a un individualismo rayano en lo salvaje, el cual terminó de carcomer los alicaídos tejidos solidarios. El modelo, made in Hollywood, del héroe solitario, autoengendrado, con bajo o nulo perfil emocional y sin escatimar medios para obtener su fin (como magníficamente lo encarna Arnold Schwartzenegger), se estatuyó en el paradigma identificatorio desde final del siglo pasado y en el acompañante indispensable en el derrotero que lleva al logro del éxito. La resignificación desde las posturas filosóficas posmodernas de este último concepto, con sus enfáticas loas a lo pragmático y al denominado narcisismo social, acorraló y terminó superando con amplitud a la problemática de la trascendencia, tan cara a ciertos sistemas de valores e ideales que poblaron la modernidad. La amplia, vertiginosa e inapelable aceptación del individualismo como modo de ser-en-elmundo es uno de los frutos de la gran transformación producida en el seno de las sociedades de la segunda ola, las cuales habrían finalmente de desembocar en la era posindustrial y en las posturas filosófico-pragmáticas del gobierno conjunto entre el neoliberalismo y la posmodernidad. Y, si bien, el valor de la individualidad fue desde siempre el acicate preferido por el capitalismo para desarrollar sus campañas de conversión ideológica nunca llegó a tener tanta prensa y aceptación como en estos tiempos, hasta el punto de desplazar a las utopías comunitarias del templo sagrado de los metaideales. Por ende, la familia, en su versión conyugal, no pudo obviamente sustraerse del impacto que generó el advenimiento de la sociedad posindustrial. Por el contrario, recibió en su propio núcleo la furibunda andanada que produjo la coronación del culto al individualismo. Esta andanada la dejó convaleciente y rodeada de un conjunto de insospechadas secuelas que siguen marcando hoy su pulso, como es el caso de la cantidad de personas que deciden voluntariamente hacer una vida solitaria, del descenso de la tasa de natalidad en los países centrales, o bien, del aumento del número de familias ensambladas (producto de la unión de una pareja con hijos de matrimonios anteriores), monoparentales (constituidas por un solo adulto), alternantes (configuradas por la presencia alternada de progenitores biológicos y sustitutos), disgregadas (incapaces de contener y retener a sus miembros). 106

No obstante, este resumido listado con situaciones impensables a principios del siglo XX quedaría más que incompleto si no incluyéramos a las familias homoparentales (aquellas formadas por parejas homosexuales), las cuales últimamente han podido legitimar jurídicamente tanto su unión como la crianza de hijos propios o adoptados. Asimismo, debemos incluir las nuevas técnicas de fertilización asistida, las cuales otorgan la posibilidad de que una mujer sea madre sin tener una pareja y en edades que poco tiempo atrás resultaban infrecuentes. Ahora bien, más allá de desempeñar en el campo productivo el papel signado por el enfoque socioeconómico en boga y a pesar de los zarandeos que su implementación trajo consigo, la familia siguió cumpliendo el rol que la caracterizara aún antes de su conformación en la versión ampliada: la constitución de la subjetividad de los individuos que advenían en ella, junto al mutuo y vital apuntalamiento que los miembros fundadores obtenían para su economía psíquica. No obstante, tal como vengo detallando, el aluvión de cambios que aparejó la instauración de la sociedad posindustrial incidió de manera notoria en el socavamiento de las bases de sustentamiento valorativo y significante sobre las que se había configurado la familia nuclear. La disgregación en parte de su ensamblado interno (pérdida de autoridad parental, falta de contención y de límites, ausencia de comunicación, etc.), y sus repercusiones en el campo social (tendencia a la anomia, aumento de la delincuencia, alienación, etc.), se complementan con la progresiva pérdida del papel que cumplía desde el punto de vista socioeconómico. Sabemos que desde sus albores la familia conyugal generaba sujetos que luego de su respectiva instrucción (no necesariamente escolar), irían a ocupar casi con seguridad un puesto en la cadena de producción. En el mejor de los casos, la obtención de ese puesto se lograría según la calidad y la cantidad de su capacitación, como lo viene planteando desde sus comienzos el capitalismo en su versión darwiniana de la supervivencia del empleado más apto. Con todo, estos severos cambios hicieron que los sujetos que emergían de las familias de la modernidad se encontraran vislumbrando como su futura inserción social y su horizonte laboral entraban también en un destructivo circuito de cuestionamiento, ya que el nuevo modelo socioeconómico no incluía, por un lado, el criterio del pleno empleo y, por otro, abandonaba a su suerte al atemperador Welfare State, generando simultáneamente una creciente marginación y exclusión. 107

Esta novedosa e inédita situación quiebra el lógico encadenamiento que a lo largo del siglo XX se había establecido con el arribo de la industrialización masiva, aquel que regulaba el flujo entre una mayor demanda de sujetos instruidos acordes a la sofisticación tecnológica y el aumento de los puestos de trabajo con la consecuente complejización de los mismos. Aquel encadenamiento que había tenido por resultado el ensanchamiento del espectro de oportunidades y la diversificación de las vocaciones, con cierta garantía de que tanto éstas como aquellas tendrían posibilidad de plasmarse, se encontraba en una irremisible y definitoria trayectoria de colisión. De esta suerte, la economía de aquella sociedad había estado marcada por la expansión y ésta se había constituido en la resultante del promisorio panorama que había teñido con sus tonalidades el tránsito de este acortado siglo, aquel se inició en 1914 con la Gran Guerra y finalizó con la disolución del bloque soviético en 1989. El espiralado proceso expansivo sólo se había interrumpido bruscamente en dos oportunidades: una por la crisis económica que desató la depresión de los años ‘30 y la otra por el hiato destructivo de las dos grandes guerras mundiales. Luego de su finalización en 1945, y al calor de la Guerra Fría, la producción industrial enfiló su rumbo hacia un nuevo punto de inflexión ya que muchas de las invenciones que se habían desarrollado para fines bélicos se aplicaron con gran éxito en el campo civil. A partir de ese momento los cambios tecnológicos trocaron su calidad de vertiginosos por la de indetenibles, arrastrando hacia lo obsoleto, seguramente sin que se pudiera prever, no sólo a los descubrimientos científicos más recientes sino también a una estructura de valores junto al imaginario que la sustentaba. De esta manera, se perdió definitivamente el rumbo que orientaba los criterios de inserción en la sociedad adulta que tuvieron vigencia durante la modernidad. No obstante, a pesar de todo esto, el modelo familiar alumbrado por la modernidad continúa transitando el nuevo milenio con ciertos ajustes hechos ad hoc, aunque la dificultosa travesía en los mares tifónicos de la sociedad posindustrial deje pendientes las respuestas a una serie de preguntas, a saber: ¿estamos en presencia de un cambio de carácter irreversible en la conformación de la estructura familiar, a la manera del que ocurrió con la llegada de la Revolución Industrial? ¿Tendrá, por lo tanto, la familia nuclear sus días contados como le ocurrió a la parentela, o se salvará con algún enroque de último momento?

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¿De mediar un enroque, la nueva versión agiornada de familia emergerá de esta crisis remodelada por un efecto transicional o, por el contrario, se parchará a sí misma con alguna nueva sintomatología suturante?

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SEIS: Tiempos violentos Esas motos que van a mil, sólo el viento te harán sentir, nada más, nada más. Serú Girán

El afianzamiento de la sociedad de la tercera ola puso en marcha una serie de procesos de características prácticamente irreversibles en la forma y en la sustancia que constituía los marcos de referencia cultural, aquellos con que los sujetos contaban para orientarse en los laberintos de la civilización industrial. La mayoría de estos cambios dejaron a los actores sociales prácticamente sin elementos para responder a la demanda de las nuevas pautas de comportamiento social. Otro tanto ocurrió con los núcleos familiares, ya que muy lejos de permanecer a salvo estos también entraron en resonancia con la desorientación que se imponía como regla a escala individual. Las sucesivas crisis que se abatieron sobre los modelos familiares que marcaron con su presencia el pulso de la historia social de occidente no finalizaron solamente con el relevo de los viejos y escorados modelos por sus novedosos reemplazantes. El insanable impacto que acusaron en sus cimientos develó, además de la funcionalidad socioeconómica que cada uno de ellos cumplía, su intrincación y concomitancia con las construcciones culturales que en cada momento gobernaron los destinos societarios. De este modo, las vinculaciones que se establecen entre el grupo familiar y la cultura donde éste se halla inmerso son determinantes del proceso de estructuración de la subjetividad de los miembros que pertenecen a aquella. Por tanto, cualquier modificación de peso que se produzca en el macrocontexto y que bascule sobre el entramado cultural generará indefectiblemente alteraciones en la constitución de los ensamblados subjetivos. Es que la estructura familiar “es mediadora primordial entre la cultura y ese sujeto en vías de constitución, de modo análogo la cultura media entre las reglas transculturales y los grupos y sujetos que la conforman” (Gomel, S. 1991 pág. 158). En este sentido, el papel que la familia nuclear cumplió (y aún sigue cumpliendo), es de primordial importancia a la hora de evaluar cual será, finalmente, su capacidad de metabolización frente al cúmulo de cambios que trae consigo el despuntar del nuevo milenio. 110

Por lo tanto, la producción de subjetividad a su cargo se hará de acuerdo a las pautas socioculturales vigentes en las coordenadas espacio-temporales que le han tocado en suerte, junto con los imprescindibles intercambios que los miembros que la conforman puedan desplegar en el campo intersubjetivo.

Subjetividad: una producción sujeta a cambios A la manera del grupo primario, la familia forja las estructuras mentales donde se funda y se desarrolla la subjetividad de los individuos que nacen en ella. Por lo tanto, su función principal es proporcionar los elementos que coadyuven a forjar la identidad del recién llegado mediante el trabajo psíquico al que la función materna lo somete y mediante el cual se produce la metabolización de los primeros modelos identificatorios. Con todo, durante los primeros años estos modelos serán provistos por el entorno familiar, pero más adelante se verán complementados por diversos aportes provenientes de vinculaciones que estén más allá de aquel entorno. Esta profusa oferta de enunciados identificatorios que se despliega en los primeros tiempos de la vida de un sujeto transcurre en una secuencia que va desde una primera absorción sin reparos hasta la puesta a punto de su propia actividad significante. Es que la activa participación del sujeto en la tarea de hacer homogénea la heterogeneidad de los elementos que la realidad le provee dará lugar, en la medida que lo permita el grado de estructuración al que haya arribado su psiquismo, a la puesta en marcha del proceso de complejización de la actividad de representación. La metabolización de lo heterogéneo va a desarrollarse de manera diferenciada de acuerdo al funcionamiento que caracteriza a cada uno de los diversos estadios por los que transcurre la actividad de representación. En los primeros momentos de la vida psíquica del sujeto, cuando el proceso originario gobierna en soledad, los estímulos que intenten irrumpir en el apenas esbozado ámbito psíquico serán tamizados por la función materna. Esta, con el propósito de volverlos compatibles y, por tanto, metabolizables con los elementos y las reglas del medio psíquico donde van a introducirse, le prestará su envoltura representacional a la heterogeneidad que caracteriza al conjunto de aquellos estímulos. Sin embargo, este préstamo no será en ningún caso gratuito, ya que la modelación representacional que brinda la función materna en esos primeros momentos será impuesta sin opción por medio de la violencia primaria. 111

De esta manera, se fundan las bases para que el sujeto cuente con un sistema psíquico donde pueda operar su flamante actividad de representación, ya que las puestas de sentido que la madre aporta al infans en los primeros tiempos se transforman en su psique en un sistema de representación idéntico a las significaciones aportadas. Este contorno envolvente, esta in-formación que la función materna imprime sin proponérselo, es semejante a la que deja la presión del cuño en el lacre caliente. Por tanto, lo que se imprime es el circuito de un sistema, una forma de codificar los datos y los estímulos que provienen de un exterior que todavía no es posible representar como tal. Parafraseando a Marshall McLuhan, el medio es el mensaje (Cao, M. 1993). En un escalón cualitativo más alto en referencia a lo que sucede en los tiempos del proceso originario se ubicarán sucesivamente los procesos primario y secundario, los cuales permitirán una mayor autonomía en la significación de la realidad circundante y de su propio yo gracias a la progresiva complejización del psiquismo. Asimismo, el sucesivo relevo evolutivo de los procesos mentales pertenecientes a la actividad de representación no implica una eliminación o una superación excluyente de alguno de los otros, sino que consiste el establecimiento de una suerte de coexistencia con predominancias. Por esta razón, a partir del momento en que se establezca el simultáneo funcionamiento de los tres procesos mentales se iniciará el proceso de consolidación definitiva del sujeto en relación con los lugares que puede ocupar en la constelación familiar, en tanto que la complejización de sus investiduras libidinales será tramitada entre los anudamientos y desanudamientos de las hebras significantes que constituyen tanto el cañamazo edípico como el narcisista. Este trabajoso proceso de ensamblado definirá el perfil identificatorio que adoptará el sujeto con relación a los modelos ofrecidos por la cultura familiar. Posteriormente, cuando el peso de lo familiar y su hegemónica función continente ingrese en cuarto menguante, los sujetos encontrarán en las diversas instituciones que los alberguen (escuela, universidad, club, empleo, etc.), así como en las relaciones interpersonales que se den dentro o fuera de ellas, nuevos modelos identificatorios que al ser internalizados a través de la red vincular permitirán ampliar la extensión de su campo subjetivo. La familia primero, los grupos y las instituciones luego, tendrán la función de brindar no sólo modelos sino también la de sostener la posibilidad del establecimiento de un proyecto identificatorio, imprescindible para forjar una representación de sí mismo a futuro. El sujeto, de acuerdo al procesamiento que haga de la inducción modelizadora, 112

podrá incorporar a las bases de su proyecto identificatorio diversas cualidades y magnitudes provenientes de los aportes que de su entorno familiar, grupal e institucional, construyendo a partir de ellos una síntesis propia. No obstante, si el imaginario de la constelación familiar se encuadra en un esquema que impide el procesamiento de las diferencias, por pequeñas que éstas pudieran resultar, es posible que el sujeto se vea arrastrado a los territorios de las vinculaciones alienantes donde su capacidad de pensar corra serio peligro de quedar anulada. Esta situación adquiere patéticos ribetes de concreción en la medida en que el sujeto intente “abolir todas las causas de conflicto entre el identificante y el identificado, pero también entre el Yo y sus ideales” (Aulagnier, P. 1979 pág. 35). Otra posibilidad para sobrellevar las vicisitudes que se derivan de semejante imaginario es que el sujeto opte por un rumbo diametralmente opuesto, aquel que conduce a la extrema diferenciación. Por esta vía intentará desechar, aunque sea imposible hacerlo totalmente, aquellos materiales identificatorios provistos por el grupo familiar para procurarse otros que le permitan la construcción de un proyecto identificatorio por fuera de un discurso autoritario o psicotizante. Desde esta perspectiva se desprende con claridad que todo proyecto identificatorio se encuentra sobredeterminado por el contrato narcisista y el pacto denegativo establecidos en el ámbito de cada familia. Estos, a su vez, serán tributarios del recorte cultural en el que se hallan insertos. Por tanto, las relaciones de interdependencia de estos cuatro términos determinan una serie de pautas, propias de cada sociedad en cada período histórico, que permitirán perfilar los lugares a ocupar en la misma y las formas prescriptas para lograrlo. De esta manera, es como podrían retrospectivamente diferenciarse las coordenadas que determinan las pautas del transbordo entre la infancia y la adultez tanto para los jóvenes de la era preindustrial como para la de los adolescentes que pertenecieron a las numerosas generaciones de la modernidad. Sin embargo, más allá del interés histórico, se podría colegir el decurso de las pautas que en la actualidad rigen el transbordo de los desorientados vástagos de las sociedades de la tercera ola. Las transformaciones introducidas por la civilización posindustrial en el contexto socioeconómico ya no permiten que los valores ligados al imaginario social mantengan la vigencia de ciertos esquemas referenciales para que los sujetos hagan su elección del proyecto a futuro. La crisis que introdujo esta oleada de cambios en el ámbito de la 113

estructura societaria desnuda en este caso, pero también lo hace retrospectivamente con otros, cómo el entramado de la subjetividad es fruto de una producción cultural que se halla condicionada sí y sólo sí (la doble implicación que utiliza el lenguaje matemático), por los vaivenes del macrocontexto. Un ejemplo con relación a la pérdida de los esquemas referenciales, que por viejo ya se ha vuelto clásico en nuestra sociedad, da cuenta de cómo desde hace mucho tiempo las madres pertenecientes a las declinantes clases medias dejaron de recomendar a sus hijas, como lo habían venido haciendo hasta fines de la década del ‘50, que aseguraran su futuro casándose con un empleado bancario. Sus preferencias se alejaron del prestigio, la estabilidad y los beneficios sociales que otrora ofreciera el gremio bancario y comenzaron a apuntar hacia las castas gerenciales de las florecientes corporaciones multinacionales. Aquellas mujeres con un fino olfato socioeconómico habían detectado un fenómeno que con el paso del tiempo se iría agudizando lentamente. El criterio de la especialización laboral y su creciente predominancia en todo el ancho de banda del campo socioeconómico había inaugurado la indetenible erosión de la posibilidad individual de escalar posiciones desde abajo. El progreso ilimitado que se presentaba como horizonte para quien entraba a una empresa como cadete, las bodas de plata o de oro como empleado en la misma empresa (con su respectiva plaqueta o reloj), y la posibilidad, de ninguna manera descabellada, de finalizar su carrera en un puesto gerencial se habían convertido en una especie en extinción. De este modo, se inició el ocaso de una modalidad que había sido trasmitida generacionalmente. Las pautas que por años habían servido para delimitar la conveniencia de las vocaciones y de los matrimonios se hundieron como el Titanic mientras la orquesta seguía tocando en cubierta. Este lento pero inexorable proceso comenzó a trastornar la dinámica de las familias que fueron adiestradas en función de las pautas de cierto imaginario social a medir el futuro con la vara del progreso en línea recta, aquel que era garantizado por el esfuerzo, la dedicación y el estudio. De repente, o quizá no tanto, se encontraron con la desconcertante situación de haber perdido sus referentes identificatorios y, por lo tanto, en un estado de estupor que les impedía metabolizar las malas noticias que encarnaban los primero obsoletos y luego desocupados gerentes de 45 años de edad. Asimismo, como si esto fuera poco, debían contener la angustia que crecía en torno a los adolescentes, los futuros desocupados que 114

mataban su tiempo deshojando la margarita de un haz de carreras que luego de terminadas serían casi imposibles de ejercer. Entre los sujetos de mediana edad a los que su formación y experiencia les resultaba inservibles y aquellos jóvenes que sopesaban con desánimo la posibilidad de que la formación que pudieran adquirir les permitiera ocupar algún lugar satisfactorio a corto plazo se detectaba una problemática en común: la dimensión del futuro se hallaba en ambos casos cuestionada. Con todo, si en esta descripción incluimos también a aquella franja de sujetos que ni siquiera puede aspirar a tener un lugar dentro del sistema, los marginados y excluidos, deberemos entonces trocar la idea de un futuro cuestionado por la de su patética desaparición. Este tipo de conflictiva, inexistente años atrás, definió un nuevo panorama en el horizonte cultural. La subjetividad que habría de producir una familia inmersa en esta atmósfera, se vería matizada por un tipo de tonalidades inéditas para las épocas en las que gobernaba el referente del pleno empleo.

Últimas imágenes del naufragio Algunos de los desarrollos que reformulan y revitalizan el viejo concepto freudiano de apuntalamiento lo describen como un proceso insustituible en la estructuración, formación y desarrollo del psiquismo (Kaës, R. 1984). En la medida en que el psiquismo no detiene su proceso de interconexión significante y que el campo yoico se encuentra dispuesto a recibir nuevos ensanches por la vía de los aportes que generan los vínculos el apuntalamiento no agotará su potencialidad transformadora circunscribiendo su accionar sólo a los otros originarios. Por el contrario, este proceso se reciclará con variaciones en una incontable cantidad de oportunidades a lo largo de la vida de un sujeto. Y, si por lo general, su labor queda silenciada, donde indefectiblemente se detectará el rumor de su trabajo es en la articulación o en la fractura que se produce en las sucesivas superposiciones espaciotemporales donde se cruzan las vicisitudes de los recambios generacionales. Tal como ocurre en el caso de la adolescencia. El apuntalamiento, de acuerdo a como lo entiende esta nueva perspectiva, se despliega en cuatro dimensiones. La primera de ellas es la del apoyo sobre una base originante, que en el caso de los jóvenes se ejerce sobre los otros originarios y sus derivados 115

metonímicos. La segunda dimensión es la de la modelización, allí se produce el trabajo de la identificación que opera sobre los otros del vínculo que irrumpen en la experiencia vivencial del sujeto (los familiares, el amig@ íntimo, el grupo de pares, etc.). La tercera, la de la ruptura crítica, es la dimensión relativa a las pérdidas que trae aparejada la maduración, la cual remite a la serie de desprendimientos materiales y simbólicos a la que se ven expuestos. La última dimensión corresponde al concepto de transcripción, que implica la puesta en marcha de un trabajo elaborativo que permitirá el reposicionamiento del sujeto en las dimensiones intrasubjetiva e intersubjetiva gracias al enriquecimiento de su campo representacional. Durante la adolescencia las cuatro dimensiones de este proceso tomarán un valor singular. Los puntales sobre los que hasta ese momento se habían producido las múltiples apoyaturas, mancomunados con el trabajo de la identificación ejercido sobre los mismos, se toparán con la crisis que conduce al desprendimiento y a la pérdida de los viejos apoyos junto con el cuerpo infantil que sobre ellos se apuntalaba. La resignación de las investiduras infantiles, por no ser viables en el recorrido exogámico al que los jóvenes se ven arrojados, los obliga a procesar el duelo, a encarar el enfrentamiento generacional y a constatar que el “nosotros, los de entonces ya no somos los mismos” (como reza el poema de Neruda), es válido tanto para ellos como para los adultos. Por ende, el revuelo en la atmósfera familiar que genera en las postrimerías de la infancia la caída de los padres desde lo alto del podio de la idealización, anticipa la tormenta que se descerrajará con la llegada de la adolescencia. En este sentido, si “crecer significa ocupar el lugar del padre” y “en la fantasía inconciente, el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo” (Winnicott, D. 1971 pág. 186), el enfrentamiento con los casi totalmente desbancados objetos idealizados de la infancia tomará necesariamente la forma de una situación crítica para el joven y sus padres. Más aún, cuando consideramos que “si en la fantasía del primer crecimiento hay un contenido de muerte, en la adolescencia el contenido será de asesinato” (Winnicott, D. 1971 ibíd. pág. 186). De este modo, el tan temido enfrentamiento generacional, que por una parte gravita espontánea e inevitablemente hacia la colisión, por otra, contribuye al distanciamiento material, simbólico y afectivo respecto de los otros originarios. Esto ocurre tanto para evitar el grueso de los movimientos sísmicos que produce el cimbronazo de la resignificación pulsional como para cuestionar la validez y legitimidad del campo de los valores e ideales paternos, aquel que hasta el momento detentaba la hegemonía como modelo y apoyatura. En este sentido, el rango del cuestionamiento termina abarcándolo 116

todo, desde el ideario familiar hasta sus usos y costumbres, gracias a la irrupción de otra pluralidad de modelos que aporta el macrocontexto a través de las amistades, el grupo de pares, los adultos extra-familiares, la vida institucional, los medios de comunicación, etc. Por tanto, para que este proceso transcurra de la manera más aceitada posible, lo cual no implica ausencia de sufrimiento para ninguno de los actores, es necesario que los padres se mantengan íntegros, coherentes y consistentes tanto con sus posicionamientos subjetivos como con sus valores e ideales, permitiendo así que se consume exitosamente el asesinato simbólico por parte de los adolescentes. Este tendrá lugar siempre y cuando los padres no entreguen su estandarte en forma pusilánime ni, en su versión contrapuesta, se atornillen a una omnipotencia apabullante e invulnerable que paralice o anule el movimiento independentista. Tampoco es deseable para la potabilidad del desenlace un aplacamiento artificial de la beligerancia que intente diluir el enfrentamiento y que derive en una sobreadaptación de ambas partes con el telón de fondo de una familia ideal sin enojos ni diferencias, o bien, de una agrupación integrada por amigos más que por padres e hijos. “Si los adultos abdican, el adolescente se convierte en un adulto en forma prematura y por un proceso falso” (Winnicott, D. 1971 ibíd. pág. 189). Por lo tanto, confrontar posiciones, presentar batalla, aceptar la derrota sin facilitarla y entregar la posta generacional es la tarea familiar que asegura un transbordo potable. Aunque esto mismo no la libre de las vicisitudes propias de la situación en la que el joven instala las primeras cabeceras de playa en el mundo adulto y en la que la familia debe, en un difícil equilibrio, velar y resistir a la vez este primer desembarco. Las gruesas pinceladas con las que hasta aquí se delinearon la demarcación referencial del transbordo imaginario y sus consecuentes repercusiones materiales y simbólicas, aquellas con las que los adolescentes se enfrentan desde los tiempos de la modernidad, no incluyeron ninguna de las alteraciones que podría desencadenar el impacto de cualquier cuestión proveniente del terreno de lo psicopatológico. No obstante, no tan lejos de las problemáticas que se suscitan en este terreno las situaciones conflictivas que se verían más remarcadas son las que se relacionan con las vicisitudes propias de la tramitación del desprendimiento. A partir de este planteo podría delinearse un espectro representativo de las múltiples circunstancias (normales o no), que involucran a la trabajosa salida exogámica. Este espectro oscilaría entre dos polos bien definidos con sus respectivos corrimientos hacia una zona de valores promedio. 117

En primera instancia, nos encontramos con el polo de la dificultad de lograr un desprendimiento con un mínimo de sufrimiento psíquico. Esta conflictiva se puede presentar en sus variantes de la sujeción tiránica por parte de los padres, del portazo estentóreo por parte del adolescente, o bien, de la formación de compromiso que provee la sintomatología (neurótica o narcisista) conque la que se intenta resolver fallidamente el conflicto. Desde luego, que estas variantes no incluyen la cuestión de la imposibilidad de desprenderse, puesto que en ese caso nos enfrentaríamos con padecimientos que se internan en la órbita de los cuadros fronterizos y las psicosis. En segunda instancia, nos encontramos con el polo de la facilitación aconflictiva, descafeinada, o bien, expulsiva. Más cercana al abandono o a la indiferencia que a una verdadera elaboración del desprendimiento. Estas vicisitudes incluyen en muchas oportunidades una versión inmadura o desaprensiva de los propios padres que conduce a los hijos hacia un posicionamiento subjetivo de corte sobreadaptado, el cual puede tender al recurso de conductas adictivas, o bien, al riesgo de una caída en la indefensión o en las afecciones psicosomáticas. De todas estas posibilidades, las relativas al primer polo son más fácilmente asimilables a un estilo promedio que podría corresponderse con los tiempos modernos, aunque aún hoy sigan persistiendo en diferentes formatos. Mientras que las que se agrupan en torno al segundo polo se adecuan mejor a los tiempos posmodernos que corren. La tempestuosa atmósfera familiar que enmarcó el desprendimiento adolescente en el transcurso de la mayor parte del siglo pasado ofrecía, a pesar de sus conocidas iniquidades, un mapa de referencias válidas para los jóvenes. Sin embargo, el arribo de los tiempos violentos con que se maneja la sociedad posindustrial trastrocó los códigos que regían a las viejas pautas y valores, produciendo el mismo efecto que sufre un camino al que se le cambian las señales, su sentido ya no sirve para orientar al viajero. De este modo, los inesperados cambios en la señalización societaria se convirtieron en una inmanejable fuente de angustias para el pasajero en tránsito en el que se instituye todo adolescente. Más aún, cuando el joven se ve obligado a transbordar en medio de un clima de confusión que también diezma las filas de los adultos, en tanto estos son los que supuestamente deberían aportarle las herramientas necesarias para continuar con el proceso de significación, a la vez que tendrían que funcionar como modelos con los que tarde o temprano pudieran confrontar.

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Por lo tanto, frente a la posibilidad de que sus frágiles instancias yoicas se vean desbordadas por este cúmulo de vicisitudes, los adolescentes oponen a la situación diversos recursos defensivos. Es así como surgen la resignación, el descrédito de los adultos, el desprecio de lo social instituido, la sobreadaptación, el apuntalamiento invertido (del adulto desorientado o indefenso), etc. En algunos casos, el proceso de individuación y desprendimiento del adolescente vira de difícil a inmanejable cuando su modalidad defensiva se apuntala masivamente en la afiliación a un imaginario foráneo a los usos y costumbres familiares (como, por ejemplo, lo fue la cultura del rock primero y la del punk después). Este imaginario introducido por el propio adolescente y violentamente rechazado por un grupo familiar poco tolerante a las diferencias, hace que el inevitable y necesario enfrentamiento generacional se vea teñido por la irrupción de un clima de alta violencia. Este clima genera un temblor en los hasta entonces incuestionables enunciados de una larga y prolijamente engarzada cultura familiar. Los jóvenes que emergen de situaciones familiares como la descripta encuentran obturada la posibilidad de apuntalarse en el modelo de pensamiento y en el acervo de experiencias de los miembros de la generaciones que los preceden (padres, abuelos, tíos, etc.). Por lo tanto, les resulta imposible impulsarse desde allí hacia un horizonte futuro mediante un enfrentamiento psíquicamente metabolizable y atinente al procesamiento de las diferencias a través de la cual ellos y sus familias logren la reubicación y posterior resignificación de los lugares a ocupar. Por ende, frente a una atmósfera familiar tan poco tolerante con las diferencias y tan cargada de rechazo los jóvenes pueden, en un intento de arrancarse de raíz que coincide con la tentativa de renegar de sus propias fuentes, tomar el camino del portazo y abandonar prematuramente el núcleo familiar por diversas vías: casamiento (con o sin embarazo previo), convivencia, o simple mudanza (en las variantes solitarias o con amig@s). Otra opción es que queden varados en la indecisión o el aplazamiento. En estas situaciones se superponen las contradicciones provenientes de su conflictiva intrasubjetiva (subtendida entre la imperiosa necesidad de afianzar un tambaleante narcisismo y la siempre amenazadora posibilidad de la intrusión desbordante de sus pulsiones), con la dinámica que entretejen las tensiones desperdigadas sobre los otros

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significativos, las cuales se manifiestan en la red de vínculos que sustentan el campo de lo intersubjetivo. En otra gama de casos donde los modelos familiares y sus inserciones se encuentran vapuleados por la irrupción de los códigos instrumentados por la sociedad postindustrial la crisis se despoja de sus vestiduras sociales para avanzar de manera implacable sobre la interioridad de aquellos modelos e inserciones. Aquí el enfrentamiento generacional se vuelve peligroso debido a otras razones. Como, por ejemplo, cuando el liderazgo económico de los progenitores (especialmente el del padre), se encuentra debilitado o se ha desvanecido el desenlace del enfrentamiento puede teñirse de una connotación mortífera que exceda los niveles de angustia que el joven pueda tolerar. A la sazón, el adolescente capaz de obtener mejores réditos económicos que sus padres intentará retirarse del enfrentamiento para evitar destruir no sólo la imagen idealizada y omnipotente de los padres, sino también su anclaje como referente respecto de la realidad material. Si, en cambio, en un movimiento opuesto al anterior cualquiera de estos jóvenes decidiera avanzar en el terreno del enfrentamiento y aplastar al viejo y casi inexistente contrincante, la sombra de un reproche (mitad visible, mitad oculta), acompañaría el desarraigo psíquico y material consecuente. En este sentido, tanto en el primer caso como en este último donde debiera encontrarse una ligadura se habrá delineado una brecha. El asesinato simbólico, emprendimiento imprescindible para sortear la reedición del obstáculo edípico, se desbarranca de esta manera sobre un campo imaginario. En un estilo totalmente contrapuesto al de estas familias, los padres que intentan retener sus prerrogativas abroquelados en una postura despótica pero detentando los elementos materiales para sustentar su poder (como puede verse en el film Padre padrone), traban el paso de la generación siguiente. Frente a esta situación los jóvenes se encuentran en la disyuntiva de marcharse con lo puesto, disponerse a liquidarlos, o bien, aceptar el sometimiento a su descarnado esclavismo. Paradójicamente, muchos de estos padres no fueron finalmente desarmados por los otrora temidos rebeldes sin causa, sino por una cultura que hizo de la función paterna y su nombre un slogan más a consumir. De cualquier manera, aunque no medie desenlace trágico alguno la credibilidad en los modelos identificatorios comienza a deteriorarse en forma irreversible. Esto comenzó a ocurrir en la medida de que el desinvestimiento que produjo la aplicación de los parámetros del neoliberalismo gobernante dio paso a una cultura caracterizada por el vale 120

todo, donde el deslinde entre lo que quedaba dentro del campo de lo legal y lo que marchaba por fuera de él se desdibujaba irremediablemente. De este modo, el poderoso efecto desorientador que emanaba del desmantelamiento de aquellos modelos identificatorios se acompañaba por una sensación de vertiginosidad en lo vivido que no dejaba marca alguna. Esta dinámica contribuía a destrozar los últimos bastiones adultos e imponer en el adolescente la urgencia de no parecerse a esos padres débiles, fracasados, deprimidos, inermes y derrotados en sus convicciones. Entonces, en un desesperado intento de diferenciarse para no caer en la celada que el destino societario les había tendido a la generación de los adultos, los jóvenes de la década de los años ´90 se toparían con la opción de lanzarse de lleno por el sendero de la desmentida. Este recurso es el que sugería una cultura que sufría los embates de un desguace a escala general y que apelaba al catecismo neoliberal del triunfo en soledad para resolver la conflictiva existencial. Por lo tanto, la propuesta de escindirse para lograr la exclusión momentánea del vacío que jóvenes y adultos portaban por igual, se plasmó en vivir el hoy consumiendo adictivamente todo tipo de objetos (gaseosas, cerveza, perfumes, ropa, drogas, personas, etc.). La incorporación de estos objetos intentó vanamente emparchar las carencias subjetivas que se desplegaban a la hora de establecer cualquier tipo de vinculación. Agotar el instante en contraposición a un mañana incierto, fue la brújula de esta franja societaria que vagaba sin anclajes ni destino. Sus mayores, que no lograban mostrarse como modelos ni ponerles límites, oscilaban entre la humillación impotente y la violencia inútil, o bien, entre el rechazo indiferente y la mimesis ridícula. Es que ya no podían argumentar, como lo hacían sus propios padres, que la juventud está perdida, porque en esta coyuntura ellos también lo estaban.

El imaginario adolescente como interfaz A los sujetos pertenecientes a las culturas preindustriales les ocurrió con la llegada del maquinismo, mientras que a los miembros de la sociedad industrial cuando la tercera ola acometió con su marejada. En ambos casos, tanto unos como otros se vieron enfrentados con severas dificultades para metabolizar los voluminosos cambios que se produjeron en el macrocontexto a raíz del relevo del paradigma histórico correspondiente a cada una de estas épocas. 121

Es que los paradigmas históricos, aquel sesgo del imaginario social que perfila la dirección de las líneas de poder que marcan el rumbo societario, son relevados con las crisis que se gestan en el contexto de las nuevas formas de conceptualizar, implementar y sistematizar la dinámica de los medios de producción. A su vez, cada uno de estos relevos genera un efecto conmocionante de tal magnitud sobre el conjunto de los actores sociales que, como ya hemos visto, conduce inevitablemente a la puesta en marcha de la transformación de la estructura familiar vigente con su consecuente influencia en la definición de los proyectos identificatorios de sus miembros. De esta suerte, la cíclica e inexorable caducidad de cada uno de los paradigmas históricos que en su momento gobernaron la dinámica societaria se encuentra directamente correlacionada con las repercusiones en la estructuración de los modelos de vinculación que se establecen en el ámbito de los integrantes de cada cultura. Estas repercusiones en los registros intrasubjetivo e intersubjetivo serán asimiladas, acomodadas y retransmitidas para su metabolización en el escenario de los contextos familiar y social por medio de un conjunto de representaciones con perfil e identidad propio dentro del imaginario social, las cuales podrían nuclearse alrededor del concepto ya mencionado de matrices sociales de identificación. Las matrices sociales de identificación agrupan y subrogan a diversos conjuntos de representaciones sociales con características emblemáticas que tienen como función delimitar territorios de identidad. Una porción de estas matrices sociales de identificación forma parte del contexto de los paradigmas históricos dominantes y funciona en sintonía con el statu quo cultural (tal como sucede hoy con la cultura de la sociedad posindustrial), mientras que el resto deambula por las avenidas y callejones de la sociedad como desgajamientos, subculturas, o bien, versiones contraculturales, manteniendo diversos grados de tensión o de aislamiento con el modelo cultural dominante. Por otra parte, la coexistencia de una pluralidad de matrices sociales de identificación dentro del campo societario genera un marco de convivencia más o menos potable en relación con el grado de tensión establecido, el cual sólo puede ser interrumpido por la instalación de una estructura de poder totalitaria o fundamentalista. Por tanto, en el proceso de metabolización que cada sujeto lleva a cabo a la hora del relevo del paradigma histórico se mixturan e imbrican todos los factores societarios en juego (comunitarios, económicos, políticos, etc.), los cuales encontrarán una síntesis propia en el contexto que ofrezcan las nuevas matrices sociales de identificación surgidas 122

de la crisis que se cierne sobre el statu quo cultural. Estas servirán de soporte a los miembros de la sociedad para catalizar el proceso de elaboración que amerite o imponga la llegada del nuevo paradigma. Sin embargo, la dinámica societaria que se instala a partir del proceso de absorción de las nuevas matrices sociales de identificación se apoya en la posibilidad de intermediación que cumplen ciertos sectores específicos de la sociedad. Gracias a ellos las nuevas matrices identificatorias pueden encarnarse y tomar el rol activo de salir a batallar por su reconocimiento y aceptación. Por esta razón, es importante destacar el papel que los adolescentes juegan en este proceso, ya que ellos cumplimentan el mismo derrotero respecto a su reconocimiento y aceptación que las nuevas matrices sociales de identificación, a tal punto que en muchas oportunidades terminan confundidas las unas con los otros. A la manera de una estructura y un contenido que se generan simultáneamente las nuevas matrices sociales de identificación requieren de un grupo social como refugio, apoyatura y base de operaciones para poder presentarse en sociedad y librar así su batalla. El hálito renovador que porta el imaginario adolescente de cualquier instante histórico lo torna permeable al llamado solidario en la lucha por el cambio radical que genera la disputa entre los paradigmas que aspiran a regentes. Esta pasión renovadora lo insta también a sumarse a las corrientes utópicas que empujan en la dirección de la trasmutación hacia otra calidad de la condición y dignidad humana (recordemos aquí nuevamente a los wondervogel, a los hippies, a los movimientos pacifistas, a los grupos ecologistas, etc.) En este sentido, las nuevas matrices sociales de identificación y el fenómeno adolescente se tornan difíciles de catalogar como procesos discriminados porque las más de las veces se nutren mutuamente por una dinámica que parece emular al comensalismo biológico. Esta retroalimentación brinda un nuevo sentido al papel que la adolescencia y su imaginario cumplen en la motorización y metabolización de las innovaciones que se producen en una determinada cultura. Por tanto, para poder hacerse cargo de este papel social la adolescencia debió afirmarse primeramente como franja etárea independiente y discriminada. Este proceso se inició justamente en un momento de gran trastrocamiento social a partir de los cambios propulsados por la crisis en la que se sumió el aparato productivo con la llegada de la Revolución Industrial. A raíz de estos severos cambios los jóvenes perdieron su lugar de 123

aprendizaje bajo la tutela familiar para ser instruidos en instituciones creadas para tal fin y cuyo antecedente inmediato era la propia fábrica que entrenaba y capacitaba a los nuevos operarios. Este traspaso de la órbita familiar a la pública no sólo representó un cambio irreductible, sino también un requerimiento para el desarrollo y sustento de la novel sociedad, la cual debía ilustrar masivamente ya que sus necesidades productivas así se lo imponían. El entrecruzamiento de las características del fenómeno adolescente con los requerimientos del trasvasamiento cultural de las sociedades de la segunda ola hizo que aquel se convirtiera en soporte y caja de resonancia de los movimientos de innovación producidos en el seno de éstas últimas. De este modo, el lugar destinado a los adolescentes quedó inevitablemente ligado a la dimensión de futuro, ya que serían los sujetos provenientes de esta franja los que deberían tomar la posta que dejaba la generación adulta y rediseñar su proyecto. Es por eso prácticamente imposible aplicar el status adolescente a los jóvenes de las sociedades preindustriales, donde los lugares estaban fijados de antemano, la movilidad social era casi nula y el proyecto social se encontraba predeterminado. Ahora bien, de mantenernos dentro de los parámetros del paradigma histórico de las sociedades de la segunda ola el modelo que utilizaríamos para pensar la función que encarna la franja adolescente sería necesariamente mecánico. La adolescencia tendría, entonces, la forma de una especie de bisagra, una bisagra generacional. Sin embargo, si nos ajustamos a las perspectivas que delinea la sociedad posindustrial o tecnotrónica, deberíamos apoyarnos en el modelo de una interfaz que hiciera posible establecer una serie de conexiones y transformaciones entre las zonas más heterogéneas de las viejas y las nuevas matrices sociales de identificación. La interfaz en la que se constituye el imaginario adolescente hará que sus integrantes resulten muy sensibles y receptivos a los cambios que puedan producirse en las matrices identificatorias. Esto no ocurre sólo por ser portavoces del reacomodamiento social, sino porque el transbordo que implica dicha etapa lleva la marca de la reformulación de los ideales adultos. Aquellos ideales que contribuyeron a la conformación de sus subjetividades y a los que deberán cuestionar para poder singularizarse, posibilitando de esta manera el sostenimiento a escala societaria de una dinámica ligada a los cambios ya mencionados.

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El hecho de que el imaginario adolescente se instituya como posta, o bien, como punto de inflexión para el trasvasamiento cultural y que este papel social se suplemente con los de soporte mudo y portavoz (soporte hablante), tanto para con las innovaciones como para con los cambios de perspectiva y de valores, hacen que este imaginario se convierta, valga la metáfora maquinista, en la correa de transmisión del motor sociocultural. No obstante, es esta función la que, justamente, está siendo cuestionada por los disturbios que introdujo la sociedad posindustrial con sus cambios de enfoque y perspectiva del proyecto societario (es decir, en lo político, en lo económico y en lo cultural a los que ya me he referido). Se comprende, entonces, por qué la posible pérdida por parte de los adolescentes del lugar que ocuparon a escala societaria por más de un siglo no los conmocione solamente a ellos, sino que ponga en crisis a toda la sociedad. Esta situación nos reintroduce en un terreno plagado de preguntas pendientes de respuestas de las cuales sólo será posible formular algunas. ¿Si la dimensión de futuro con la que los adolescentes eran investidos por el paradigma histórico de la segunda ola caduca con la llegada de la sociedad de la tercera ola, esto significa el fin de aquel paradigma? ¿El paradigma histórico de la sociedad de la tercera ola incluye el papel de la bisagra generacional o de interfaz para el imaginario adolescente? ¿Qué ubicación se reserva entonces para la dimensión de futuro y para los cambios en la sociedad? ¿En la medida que todos los miembros de la sociedad tienden a asimilarse al formato adolescente, esto significa el fin de la adolescencia en tanto categoría de soporte y contraste generacional?

¿En manos del destino? El fenómeno adolescente es un producto cultural forjado dentro de los márgenes del paradigma histórico de la Revolución Industrial. Su aparición, creación e invención estuvo inseparablemente ligada a una necesidad estructural de las sociedades de la segunda ola. De este modo, la adolescencia se constituyó en apoyatura y soporte del trasvasamiento generacional por medio de la dinámica psíquico-social a la que en el curso de la modernidad se vio expuesto su indómito imaginario, en tanto y en cuanto éste mantuviera vigente la posibilidad de permanecer en el territorio de las transformaciones.

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En cambio, en las sociedades anteriores al maquinismo la posibilidad de transformación se encontraba casi con seguridad reglada, o bien, era prácticamente inexistente con la única excepción de la incalculada irrupción revolucionaria. Por lo tanto, la destitución del paradigma histórico de las sociedades preindustriales generó al unísono un vacío y una necesidad. Por un lado, los viejos lugares que sostenían la continuidad del aparato productivo caducaron vertiginosa e irremediablemente. Por otro, la capacidad innovadora del movimiento triunfante (ligada, quién podría dudarlo, a la expansión mercantilista y a su insaciable búsqueda de lucro y poder), necesitaba un almácigo donde pudieran ubicar a los jóvenes. Pero, también, que los retuviera por un tiempo hasta que se hallaran listos para entrar en acción. Las severas transformaciones que acarrearon los relevos del paradigma histórico gobernante dieron lugar tanto a ventajas como a desventajas. Las familias ampliadas que sintieron como el brutal impacto con que imponía sus reglas la Revolución Industrial quebraba su espinazo axiomático no saludaron su llegada cantándole loas mientras su entidad social se extinguía a la manera de los dinosaurios. Otro tanto podría plantearse para la familia nuclear en relación con los efectos que emanan de la indetenible instalación de la sociedad posindustrial, si es que aquella estructura no lograra evitar su inscripción en la lista de nuevas víctimas. No obstante, así como el invento de Gutemberg no eliminó la tradición oral sino que le procuró otro formato para su circulación, la tecnología audiovisual y la informática están haciendo otro tanto con el libro. Se desprende tanto de éste como de otros muchos ejemplos que la llegada de los tiempos posmodernos no nos ha traído, parafraseando a Freud, solamente la peste. La pérdida de la hegemonía de los conceptos de verdad e historia con mayúsculas que ciertas filosofías detentaban abrió paso a una pluralidad de modelos que permitió sortear la rígida polaridad que acunó las confrontaciones ideológicas de los años ‘60. Por otra parte, la conexión global vía Internet que hasta la década del ´80 parecía propiedad de la literatura de ciencia-ficción permitió que la información sea hoy asequible por distintos medios a millones de personas. Otro tanto ocurre con los avances tecnológicos y científicos que han aumentado la expectativa de vida para muchas personas y no sólo en los países del primer mundo.

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Sin embargo, a pesar de lo promisorio de estas noticias el siglo pasado se cerró con un panorama muy sombrío. “En una sociedad sin finalidad ni significación, el ‘mensaje social’ se reduce, pues, a la idea del vínculo, y el vínculo es tanto más eficaz cuanto que está perfectamente vacío de sentido y es indefinidamente reinterpretable (...) Esta manera de regular el comportamiento de una sociedad es tan extraña a nuestras tradiciones que, para describirla, sólo tenemos términos peyorativos, tan peyorativos que parecen vulgares a unos especialistas que temen parecer menos inteligentes si son menos matizados” (Guéhenno, J.M. 1993 pág. 92). Con todo, aún evitando caer en la peyorización, los malos augurios se hacen presentes en medio de la transformación posindustrial. Estos están directamente relacionados con la crisis que sufre el conjunto de las instituciones que nacieron bajo el ala de la modernidad, ya que luego de capturar a la familia y a la escuela dicha crisis se expandió como un incendio incontrolable a lo largo y lo ancho de la sociedad haciendo extensible el cuestionamiento al resto de sus instituciones. Estas terminaron delegando su función primordial de absorber las ansiedades psicóticas de sus miembros (Jaques, E. 1935), para diseminarlas urbi et orbi. El neoliberalismo que en su flujo embriagó a multitudes de ciudadanos y en su reflujo nos dejó la resaca de sus iniquidades intentó y sigue intentando arrasar los últimos bastiones del Estado de Bienestar (Welfare State). Con ello no sólo entroniza a la jungla y sus reglas como escenario relacional, sino que delega en los sujetos las obligaciones contraídas por aquel. De esta forma, se invierten sus funciones y se rompe el pacto que lo originó, en tanto abandona los lugares y obligaciones que acumuló a lo largo de los dos últimos siglos. De aquí, que la falta de credibilidad que gozan los que hacen y medran con la política se extienda metonímicamente a toda autoridad y, por tanto, a toda ley. En este sentido, el indispensable enfrentamiento de los adolescentes con los adultos no se hace solamente por la necesidad de diferenciarse de los otros (primero originarios y luego significativos), ni de romper junto con los lazos valorativos sus respectivos ideales y mandatos. La lucha tampoco se entabla sólo contra el llamado de la pulsión a quedarse fusionados bajo el paraguas endogámico de la dependencia y la descarga sin mediaciones. Este proceso se lleva a cabo para relevar la posta de las generaciones, para creer y trabajar en la posibilidad de lo mejorable, para hacerse un lugar en el mundo de hoy y de mañana bajo la vigilancia y protección de una ley que también es, a su vez, transmitida y representada. 127

No nos corresponde, pues, hacer predicciones sobre lo que podría ocurrir en las próximas décadas ya que los pronósticos no gozan de seriedad epistemológica. De todas maneras, el destino de las familias y sus miembros correrá paralelo a los diversos avatares que se produzcan en el complejo territorio del macrocontexto, el cual no va a estar exento de sorpresas. Sin embargo, también dependerá de la posición en la que coloquemos las velas para recibir los nuevos vientos. De esa manera, podremos calcular cuáles son las posibilidades de navegar en este mar picado de amenazas contra la subjetividad.

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SIETE: (Al) abordaje clínico de los adolescentes Invitame a ver tu historia nunca diré que ya la sé Charly García

Las dificultades que se presentan a la hora de definir un conjunto de pautas que guíen un abordaje desde la clínica psicoanalítica para el trabajo con adolescentes, no se alejan demasiado de las que ya apreciamos y padecimos en el curso de la exploración cultural del Planeta Adolescente. Esto se debe a que las dimensiones intersubjetivas y transubjetivas irrumpen en el ámbito de los tratamientos con la misma fuerza con la que determinan los fenómenos de su cultura. Los papeles que juegan tanto la dimensión social como la familiar cobran un peso significativo en las problemáticas que acosan a los jóvenes. Es por esta razón que las diversas y heterogéneas temáticas que se fueron desplegando a lo largo de este viaje exploratorio se imbrican de manera profunda entre sí. Y, como veremos, tendrán una inevitable gravitación en el trabajo psicoanalítico con adolescentes. Una retrospectiva histórica que en su trayecto recorriera los asentamientos teóricoprácticos del siglo psicoanalítico, podría hacer una enumeración de las diversas variantes técnicas que se fueron esbozando para abordar la problemática adolescente. Todas ellas resultaron tributarias de las cuantiosas e intercambiables lentes teóricas (de aproximación, de alejamiento, etc.), con las que se escrutaba primero y exploraba después los territorios recién descubiertos del Planeta Adolescente. Por esta razón, los primeros exploradores a la hora de intentar una comprensión teórica del fenómeno redujeron su complejidad a la medida de una producción psicopatológica. Esta postura, que actualmente no resistiría una mínima contrastación con un enfoque más abarcativo o plural, mantiene muchos adeptos hasta el día de la fecha. Su apuesta más audaz se patentizó en la criticada consideración de “la adolescencia como un estado patológico normal” (Mannoni, O. 1988 ibíd. pág. 130), llegando in extremis a equipararla con las también cuestionadas organizaciones borderline. Continuando con la línea psicopatologista, aunque más acá de los estados fronterizos, se llegó también a pensar al adolescente como un sujeto acosado por la sombra de un desorden depresivo. Esta posición se sostuvo en relación al cúmulo de duelos que en un 129

corto tiempo los jóvenes debían sobrellevar y en base a esta perspectiva se hacía el trazado de la estrategia terapéutica (Fernández Moujan, O. 1986). Por otra parte, en una línea claramente alejada de la enfermedad mental y mucho más contemplativa del papel que cumple el entorno social en su configuración, se ubicaron las ideas esbozadas por otros autores provenientes del campo psicoanalítico. Estos desarrollos se volvieron finalmente clásicos gracias a la amplitud de criterio con que enfocaron al fenómeno adolescente, delineándolo como un período normalmente anormal (Aberastury, A. / Knobel, M. 1970). Desde luego, tanto estas perspectivas como otras cuando recogen la temática de las pérdidas sufridas durante este ciclo vital con un enfoque que no acentúa el sesgo psicopatológico, como por ejemplo la que considera a la temática adolescente como una “reactivación narcisista debido a situaciones de duelo” (Aryan, A. 1985 pág. 446), no se hallan despistadas del sendero que conduce al corazón del fenómeno, ya que este desemboca en la intelección de la adolescencia como un período de crisis en el ámbito psíquico, familiar y social. Es auténticamente valedera la preocupación por el peso que en el psiquismo tiene la elaboración de los duelos que se producen durante esta transición. Estos se encuentran ligados, como ya hemos visto, a las pérdidas acontecidas en el transcurso del transbordo que se inicia con la llegada del fin de la infancia. Asimismo, son de primordial importancia las modificaciones que se producen en el seno de las instancias yoicas e ideales con sus respectivas derivaciones sobre el narcisismo. Estas modificaciones son de por sí sufrientes en tanto consisten en la remoción y el relevo de viejos ensambles a nivel representacional y pulsional por otros nuevos en el marco general de una crisis de crecimiento. De este modo, la idea de ubicar a la adolescencia en el plano de una crisis nos obliga a reflexionar acerca de “qué ocurre cuando, bajo el efecto de ciertos acontecimientos, esta experiencia de la ruptura cuestiona dolorosamente en el sujeto la continuidad del símismo, la organización de sus identificaciones e ideales, el empleo de los mecanismos de defensa, la coherencia de su forma personal de sentir, de actuar y de pensar, la confiabilidad de sus lazos de pertenencia a grupos, la eficacia del código común a todos aquellos que, con él, pertenecen a una misma forma de sociabilidad y cultura. ¿Qué le ocurre al sujeto en ese intervalo entre una pérdida segura y una incierta adquisición, en el momento en que todavía no se han establecido nuevos lazos suficientemente seguros y 130

confiables con un ‘ambiente’ diferente, en el momento en que el espacio psíquico y social necesario para articular lo antiguo y lo nuevo no está todavía constituido y el tiempo se presenta como suspendido, congelado y neutralizado?” (Kaës, R. 1979 ibíd. pág. 27). En función de estas especiales características que presenta el adolescente, en tanto sujeto en crisis, fue necesario poner a prueba una larga serie de recursos técnicos en el intento de hallar primero y pulir después, herramientas que ayudaran a sortear los atolladeros a los que generalmente conducen las vicisitudes adolescentes dentro y fuera de los tratamientos. Estos recursos técnicos surgieron de los elementos con que el psicoanálisis contó desde su aparición y con otros que se fueron integrando a medida que la teoría ensanchaba sus márgenes, los cuales con el paso del tiempo también devinieron en clásicos. El trabajo en transferencia que tanta utilidad brindó a la tarea clínica a la hora de disolver repeticiones infantiles, amores apasionados con los terapeutas, impedimentos para recordar y la puesta en acto tanto de escenas jugadas en el ámbito de los grupos internos como aquellas que intentaban descargar en forma automática las cantidades acumuladas por efecto de lo traumático, se convirtió gracias al concepto de interpretación mutativa (Strachey, J. 1934), en el pilar del trabajo analítico. No obstante, a pesar de que su implementación fue generosa en resultados alentadores en la cura, la excluyente preponderancia que este instrumento técnico comenzó a detentar sobre el resto distorsionó su poderosa utilidad. La hegemonía teórica que caracterizó al período de regencia de la escuela inglesa elevó a la enésima potencia la idea de que el trabajo con el paciente se reducía a la interpretación de lo que ocurría en el aquí y ahora con el analista, descalificando a priori como extra-psicoanalítica cualquier otra forma de encarar el material clínico. De este modo, mediante una consagrada desviación la interpretación de la transferencia se convirtió en el único recurso para trabajar dentro del campo del psicoanálisis. A esta altura del siglo psicoanalítico sería difícil imaginar que, parafraseando cierto eslogan político, la única verdad que se pone en juego en el encuadre témporoespacial delimitado por la sesión sea la realidad psíquica. La inserción de los sujetos en las redes vinculares y sociales en las que se mueven y a las cuales pertenecen excede esta conceptualización, ya que la trama que se construye entre paciente y analista por más especial que sea es sólo una de ellas. La avidez de referentes y de experiencias

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modelizadoras que presenta el adolescente introduce inevitablemente, y a veces hasta con violencia, a las otras realidades en el consultorio. La discusión acerca del manejo de la transferencia nos conduce inevitablemente a la pregunta acerca de cómo deben ser las intervenciones en un tratamiento psicoanalítico con adolescentes: ¿se debe interpretar, como marca la prescripción inglesa, solamente en transferencia?, ¿o como rezan los preceptos de alguno de los posicionamientos de la escuela francesa, sólo se debe intervenir cuando se abre el inconciente y aparece la palabra plena? Nos vemos obligados, entonces, a replantearnos la cuestión de cómo encuadrar el vínculo entre el paciente adolescente y el terapeuta. Por lo tanto, ¿debemos ceñirnos sólo al citado par de opciones que apuntan a reducirlo por un lado al campo de lo imaginario, o por otro, al de una autorreferencialidad que linda con lo delirante? Estos interrogantes se encuentran, en cualquier caso, lejos de ser retóricos. Más aún en el trabajo con adolescentes que con su despliegue (transferencial, por supuesto), implican al analista de manera ineludible obligándolo a estar de cuerpo presente. Pero, no para que éste zafe jugando la basa del muerto ni para que eluda el convite con el gastado giro de “y a vos qué te parece”, sino para quitar los cerrojos que impiden utilizar (usar diría Winnicott), la dimensión modelizante del apuntalamiento (aquella con la que los jóvenes también se conectan con los otros significativos que circulan fuera del consultorio), en función de sostener el procesamiento de su remodelación identificatoria. A propósito de estas cuestiones tomemos un primer ejemplo. Daniel, un paciente de 19 años, huérfano de padre desde los 10, estableció conmigo desde el inicio del tratamiento un fuerte lazo afectivo propulsado por su historia de carencias y apoyado en una dinámica vincular de marcadas características lúdicas. Esta fue la manera a través de la cual pudo ir volcando paulatinamente sobre mi persona una transferencia de características paternas sostenida, en un principio, en la diferencia generacional que nos separaba y en su urgente necesidad de encontrar un padre donde fuera, situación que más de una vez lo llevó a dolorosas decepciones. Sus frecuentes preguntas impulsadas desde una curiosidad rayana en lo infantil acerca de mi edad, mi familia, mi cuadro favorito de fútbol, mis gustos literarios y cinematográficos y mis inquietudes filosófico-pragmáticas sobre la vida en general abrió varias puertas y ventanas para indagar y trabajar con su estado depresivo. Este se enmarcaba en el 132

inacabado duelo por la súbita muerte de un padre con ribetes autoritarios, que lo dejó desapuntalado, lleno de mandatos a cumplir y a expensas de una madre narcisista, absorbente y melancólica. Para zafar de estos mandatos Daniel se mantenía anclado en la difusa zona de la imposibilidad de gestar un proyecto a futuro para sí mismo gracias a las tres materias que aún debía del secundario. Mis seleccionadas respuestas a algunas de sus preguntas se sostuvieron en el propósito de mantener un campo de trabajo con menos rehusamiento. Intentaba evitar así la posibilidad de una masiva irrupción de afectos ligados a una nueva y frustrante decepción en el intento de vinculación con varones adultos (padre, tíos, amigos de mayor edad), que podía atentar contra la continuidad del tratamiento. Los juegos que se establecieron en la forma de intercambiar los saludos de la llegada (tanto cuando él imitaba mi manera de darle la mano, o bien, como cuando utilizaba tantos dedos como goles había hecho su equipo de fútbol), o en los de la despedida (tocando un viejo panamá que colgaba de un perchero, que había pertenecido a mi abuelo, diciéndole “chau nono”), no sólo nos emparentaba ilusoriamente sino que nos brindaba un nuevo código para comunicarnos. Mis entradas y salidas del rol de la figura paterna que Daniel proyectaba sobre mí, matizadas con sus similitudes y diferencias respecto del original (especialmente la novedosa posibilidad de jugar conmigo y con los objetos del consultorio), permitió la paulatina construcción de la figura de un padre más cercano a lo humano que las imagos terroríficas o idealizadas que Daniel portaba en su trama fantasmática. Esta construcción de una imagen paterna con sus respectivas virtudes y defectos, con quien poder confrontarse, reclamarle por su abandono y al cual poder enterrar no hubiera sido posible dentro de un encuadre de estricto rehusamiento, ya que la disponibilidad libidinal de Daniel no lo hubiera resistido. Esta situación, por supuesto, no eliminó la posibilidad de utilizar interpretaciones para dar sentido a los movimientos transferenciales, sino que fueron incluidas en el momento en que no resultaran disruptivas a los tiempos de su procesamiento. Fue, justamente, a partir de allí que estos movimientos comenzaron a ceder en su estereotipia. Así, por ejemplo, ocurrió con su propuesta acerca de que merendáramos juntos en la sesión. A tal fin, Daniel concurría con su sándwich o alfajor y su latita de gaseosa luego de los infructuosos intentos para que yo se los proveyese. Y, si bien, su invitación a participar en el ágape era declinada por mí, nunca interfería en su despliegue, ya que por 133

el momento él necesitaba tomar la leche conmigo. Más adelante, cuando pudimos trabajar con mayor profundidad el vínculo prematuramente trunco con su padre, esta puesta en escena fue cediendo paulatinamente hasta desaparecer. En relación con el manejo de éstas y otras eventualidades tan típicas del tratamiento con adolescentes, tal como se desprende del ejemplo de esta viñeta, es importante insistir que la inclusión de diversos temas que impliquen en mayor o menor medida al analista (como gustos, opiniones, referencias de su propia experiencia, etc.), no significa la automática transformación del vínculo terapéutico en una seudo amistad donde el intercambio de estas impresiones o experiencias quede establecido como un modelo de comunicación definitivo y cristalizado. En todo caso, si se perfila una tendencia a entablar un vínculo amistoso, ésta se debe a una vieja y conocida tentación contratransferencial que se presenta en la medida en que el terapeuta se vea acosado por las nostalgias o las peripecias no resueltas de su propia adolescencia. Por el contrario, la problemática adolescente requiere una presencia adulta alejada de la confusión que instila la ilusoria equiparación amistosa. No sólo para librar la batalla del enfrentamiento generacional en aras de encontrar la ecuación que despeje su singularidad en el contexto de su propia camada, sino también para sumergirse en los deseados y temidos modelos adultos a la manera de quien se prueba trajes en la búsqueda del talle que se adecue mejor a su nueva configuración psíquica. Difícil tarea entonces la que acomete el psicoanalista de adolescentes, ya que debe en muchas oportunidades prestar sus vestimentas y luego sin reclamo recuperarlas sigilosamente para impedir movimientos identificatorios que conduzcan tanto a la idealización como a la indiscriminación. De esta silenciosa forma, permitirá que el joven siga su recorrido exploratorio en los probadores vinculares de otras sastrerías objetales. Por lo tanto, desde nuestro lugar de analistas no nos “corresponde combatir la crisis de adolescencia, curarla o acortarla; antes bien corresponde acompañarla y, si supiéramos cómo, explicarla para que el sujeto saque lo mejor de ella” (Mannoni, O. 1988 ibíd. pág. 130). Es en este sentido que se plantea como válida la perspectiva de ejercer una suerte de acompañamiento analítico del adolescente, “ya que debido al divorcio generacional, la intimidad analítica hace copartícipe al analista de experiencias y situaciones vitales del paciente” (Pérez T., A. 1961 ibíd. pág. 171).

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La posibilidad de jugar el papel de un referente válido para sortear la transición, de comprometerse como lugar de respaldo, de apuntalamiento, munido con la respectiva herramienta psicoanalítica ofrece una oportunidad de ayuda que todo adolescente necesita (aunque no siempre requiere), más allá del conflicto insoluble y más acá de la urgencia momentánea del desenvolvimiento normal. Es por eso tan importante que el analista de adolescentes a la manera de un buen jugador de tenis pueda mantenerse en la base y jugar de fondo regulando la prudente distancia del rehusamiento; pero también, cada vez que sea necesario esté listo para subir a la red en una aproximación a veces requerida y otras simplemente necesitada, como veíamos en el caso de Daniel. Sin embargo, esta aproximación, y aquí llega lo más difícil, no puede ni debe hacerse siempre que el adolescente la demande, será el contexto transfero-contratransferencial el que indique la oportunidad y conveniencia de hacerlo. Por lo tanto, la plasticidad requerida para manejarse en el juego que propone el abordaje de la problemática adolescente se asienta sobre la funcionalidad momentánea, giratoria y no excluyente de un trípode de posicionamientos. Estos pivotean y se superponen desde las necesidades infantiles de contención que obligan a encarnar alguna de las figuras paternas, desde la transitoria paridad que inspira una suerte de complicidad empática y desde el delimitante promontorio rocoso de la modelación adulta. Es en este ajedrez de cambiantes posiciones y estrategias en el que transcurrirá el tratamiento con adolescentes. El atornillamiento a alguno de los escaques descriptos o la preponderancia de su exclusividad van a incidir en un desenlace abrupto del proceso, o bien, en un sometimiento regresivo del joven. La idea es, en cambio, que el analista a través de sus cambiantes posicionamientos ayude, por una parte, al procesamiento de la trama fantasmática y, por otra, a la consolidación y el fraguado de la argamasa con la que las instancias yoicas e ideales han de sostener la nueva edificación psíquica. Continuando ahora con el inventario de nuestra caja de herramientas técnicas un párrafo aparte merece el tema del humor. Si bien son sabidos los recomendables efectos que depara su adecuada utilización en todos los casos, en el análisis con adolescentes funciona no sólo aliviando las tensiones que generan los procesos transferenciales, sino también desdramatizando momentáneamente diversos aspectos de la crisis vital que aquellos atraviesan. También, y sin caer en una dinámica maníaca, permite un enriquecimiento del registro simbólico y puede ser utilizado como un excelente medio interpretativo cuando las circunstancias lo requieran. 135

En este sentido, el humor recrea la corriente empática y permite la afluencia de fantasías (muchas veces directamente relacionadas con el analista), que de otra forma quedarían bloqueadas por la seriedad del tratamiento. Por otra parte, es mucho más sencillo para el adolescente utilizar este recurso si la iniciativa o el convite provinieron del analista, teniendo en cuenta que éste previamente lo haya introducido como otro código más para comunicarse. Otro párrafo aparte requiere el tema del diván. Su implementación técnica como un deprivador sensorial que permita la fluidez del proceso asociativo y que conduzca, a su vez, a un estado de progresiva regresión ha sido comprobadamente eficaz en el tratamiento de adultos neuróticos. A medida que nos alejamos de ese campo el dispositivo del diván va perdiendo efectividad. No sólo no podemos usarlo en patologías graves, sino que tampoco lo usamos con niños, ni obviamente en dispositivos multipersonales. ¿Cuál es, entonces, el fundamento para utilizarlo en el tratamiento con adolescentes? Si bien algunos jóvenes aceptan sin chistar la indicación, otros ya recostados miran de soslayo, o bien, piden incorporarse con sugestiva frecuencia, cuando no transgreden directamente la normativa. También están los que de entrada se niegan terminantemente a aceptarlo o incluso, previamente anoticiados, se anticipan negativamente a cualquier sugerencia respecto del mismo. Esta situación, al igual que la referida a los modos de intervención, a la rigidez del encuadre y al manejo de la transferencia genera también un nuevo espectro de cuestionamientos que conducen a la reflexión acerca de la necesidad de una especificidad técnica para el tratamiento de adolescentes. Si, en ese sentido, volvemos a convocar al concepto de transbordo se hace necesario considerar, justamente, si la disponibilidad libidinal y defensiva de la instancia yoica del adolescente (acosada seriamente por las amenazas de un renovado embate pulsional y atenazada por la exigencia de una realidad externa que les demanda ser adultos ya), le permite el suficiente margen de maniobra para que la instrumentación de una técnica con un claro sesgo regresivante no repercuta de manera inhibitoria sobre el despliegue de su fantasmática. Es que ésta se acentúa más que en los adultos en el terreno de la dramática, dadas sus características y tendencias a expresarse más a través de actos que de palabras.

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Recordemos que la dramática junto con el acting-out son “la sustancia inconciente propia de los vínculos, en tanto relación cara-a-cara que mantiene la vista, la imagen como elemento privilegiado. Su base es la cualidad, propia de la fantasía inconciente, de ser desplegada en escenas, generando lugares ocupables por los otros (a partir de su capacidad distributiva y atributiva de roles)” (Bernard, M. 1996 pág. 28). Por lo tanto, si centramos la atención en la problemática identificatoria adolescente ligada a la infatigable búsqueda de una nueva conformación imaginario/simbólica, el hecho de trabajar frente a frente será el disparador de una cantidad de estímulos que forzarán a que la cinta que acopian los carretes de dicha problemática se desenrolle con mayor facilidad tanto en la transferencia con el analista en el caso de la cura, como con el analista y los otros presentes en los dispositivos multipersonales. De otra manera, estos aspectos ligados a la remodelación identificatoria podrían quedar parcial o totalmente velados, bloqueados o demorar inútilmente su aparición. En esta dimensión quedan incluidos tanto los aspectos que apuntan a la constitución de un yo adulto, como los que se corresponden con algunas rémoras infantiles. Por otra parte, no debemos olvidar que el propio Freud implementó el recurso del diván debido a la fatiga que le causaba mantener un rictus neutral en su rostro durante su larga jornada laboral. Sin embargo, como ya hemos visto, no se trata de mantener un rehusamiento a ultranza en el tratamiento con adolescentes. Más aún, a veces es necesario utilizar al igual que en el tratamiento con niños formas lúdicas (ya con palabras, ya con objetos), para favorecer el despliegue fantasmático y la recurrencia transferencial. Varios adolescentes solían utilizar a la manera de un objeto transicional un par de adornos de forma cilíndrica hechos con resina plástica que descansaban en mi escritorio. Estos pacientes los tomaban y jugaban con ellos, los hacían rodar o simplemente los tenían en sus manos como un amuleto protector. Uno de los pacientes agrupado en esta última categoría solía mostrar el incremento de sus ansiedades, o la transitoria pérdida de control luego de una intervención analítica a través de las veces que dejaba caer al suelo el amuleto. Por supuesto, que si a la vieja usanza se lo hubiese interpretado como un ataque al terapeuta, al encuadre o al vínculo el paciente no sólo se hubiera culpabilizado sino que también habría dejado de mostrar a través de estos actos el manejo de su angustia, en un momento en que aún no estaba en condiciones de verbalizarla. El uso que hacía de los objetos del consultorio y, por tanto, del propio analista lo ayudaban a desplegar una temática agresiva absolutamente inhibida en su vida cotidiana, por lo que 137

una interpretación de esa actitud con el analista en ese momento del tratamiento no hubiese servido para que afloraran representaciones ligadas a dichas tendencias agresivas sino que habrían acabado suprimidas nuevamente. La deprivación sensorial, junto a la cancelación de la excitación histerogénica de la mirada (Kaës, R. 1985), que se logra con el dispositivo del diván no ayuda a los sujetos en transbordo, ya que más que deconstruir las capas imaginarias en las que se atrincheran sus identificaciones alienantes deben primero construir una nueva configuración yoica sobre la base de los aportes modelizadores que obtienen de su experimentación con los otros de la realidad, mediante los vínculos que con ellos puedan establecer. Es en este sentido que desaconsejo la utilización del diván como una forma más de intentar la construcción de un forma específica para el abordaje clínico de los adolescentes, fundamentalmente por la calidad del encuentro entre paciente y analista, donde el papel de este último “es avanzar junto al adolescente en el camino de su transformación” (Garbarino, M. 1988 pág. 234). La problemática adolescente, como se desprende de este breve recorrido por el campo de las técnicas, necesita herramientas muy específicas además de las que usualmente se implementan en cualquier tratamiento que tenga por soporte la teoría psicoanalítica. Aunque a esta altura de los acontecimientos ya podríamos hablar de las teorías psicoanalíticas y tomar definitivamente noticia de la lucha entre paradigmas que se desarrolla entre ellas. A esto aludía cuando englobaba ciertos conceptos dentro del marco de pertenencia de las distintas escuelas psicoanalíticas, o bien, cuando hacía referencia al versus entre evolucionismo y estructuralismo. También nos encontramos en ese terreno cuando algunos prestigiosos autores inician el abandono de la teoría de un supuesto solipsismo inconciente y se inclinan hacia una postura vincularista preguntándose sobre “las modificaciones a las que tendríamos que someter nuestras concepciones sobre el aparato psíquico si en vez de hablar de éste como ente cerrado lo pensásemos en términos de intersubjetividad de aparatos psíquicos; es decir, trabajásemos con un modelo de, por lo menos, dos aparatos psíquicos en interdependencia estructural” (Bleichmar, H. 1995 pág. 39). Esta perspectiva teórica no deviene solamente en una fructífera fuente de cambios, modificaciones y logros en el plano del psicoanálisis en general, sino que en particular se erige en la piedra angular del tratamiento de muchas problemáticas adolescentes. En este sentido, la implementación técnica de entrevistas vinculares se convierte en la vía regia 138

para acceder al manojo de llaves que pueden abrir los candados intersubjetivos que apresan al adolescente dentro del circuito pulsional e identificatorio trazado en el interior de los intercambios relacionales con sus otros significativos.

Estrategias multipersonales El contrato narcisista, al que ya me he referido en varias oportunidades a lo largo de este ensayo, no se establece de una vez y para siempre en la vida de un sujeto. Tampoco hace su aparición una sola vez. Por esta razón, se hace necesario distinguir con relación a sus formas y a sus apuestas dos tipos de contratos narcisistas. El primero, como ya fue descrito anteriormente, se establece en el grupo primario de acuerdo a los lugares que se destinan al sujeto a través de los enunciados y referencias identificatorias. El segundo “se establece en los grupos secundarios, en relaciones de continuidad, de complementariedad y de oposición con el primero: es ocasión de una reactivación y de un resurgimiento más o menos conflictivo del sujetamiento narcisista a las exigencias del conjunto. En este sentido he opuesto filiación y afiliación. Toda pertenencia ulterior, toda nueva adhesión a un grupo, como todo cambio en la relación del sujeto con el conjunto reactiva, y en ciertos casos retrabaja, las apuestas del contrato” (Kaës, R. 1993 ibíd. pág. 238). De este modo, cada vez que en un grupo previamente constituido se produce el ingreso de un integrante nuevo el conjunto lo inducirá a que suscriba su contrato narcisista si es que aquel tiene el deseo de permanecer en el conjunto como miembro, obteniendo de esta manera una pertenencia. Otro tanto ocurre con las modificaciones que se producen en la relación entre el sujeto y el conjunto familiar a partir de la llegada de la adolescencia. Estas modificaciones operan sobre el contrato narcisista suscripto en el grupo familiar, el cual inevitablemente sufre las consecuentes zozobras de una futura resuscripción al verse él también expuesto al embate que genera este momento vital. Como ya he destacado, el fin de la infancia arroja al sujeto a un nuevo espacio-tiempo gracias a la metamorfosis que ocurre en su status psíquico, familiar y social. Su inserción en el nuevo medio con la obligatoria toma de lugares implica una recontratación, ya que al entrar en cuestionamiento y conmoción los usos y costumbres familiares, arrastrando en su rodada a los ideales en juego, aquellos deseos e identidades-lugares planificados para 139

el sujeto en el imaginario familiar van a ser en una hipótesis de mínima revisados y en una de máxima defenestrados. El reposicionamiento familiar que se produce con la llegada de la problemática adolescente conlleva una nueva contratación. Por una parte, el efecto siniestro que detona en los padres estar en presencia de un extraño conocido obliga a pactar con él nuevas reglas de convivencia, necesarias a partir de la novedad de su manejo semiautónomo. Por otra parte, la avidez en la búsqueda de nuevos modelos (de pensamiento, de acción, éticos, axiológicos, etc.), pone en tela de juicio las eternas verdades familiares, incuestionables e incuestionadas hasta poco tiempo atrás. El nuevo contrato narcisista, en el caso que los integrantes de la familia y su imaginario tengan la suficiente plasticidad para metabolizar las modificaciones en juego, se firmará entre signatarios sensiblemente diferentes. Los padres, que tampoco son ya los mismos de entonces, deberán resignar gran parte de sus deseos y expectativas depositadas sobre el joven. El adolescente, por su parte, deberá aceptar las limitaciones atinentes a sus nuevos lugares que incluyen la caída en desgracia de los ídolos que portaban in pectore el deseo y el reconocimiento (junto con la brújula para encontrarlos), y que hasta ese preciso momento se hallaban encarnados en los propios padres. Pero, ¿qué sucederá en una familia que detenta una rigidez a prueba de cambios adolescentes? Por otra parte, ¿qué pasará con el niño que no quiere resignar su lugar en el mundo de la infancia? ¿Cómo sobrellevarán este período aquellas familias que no han preparado a sus vástagos ni a sí mismas para el cambio y el desprendimiento? Y, consecuentemente, ¿cómo se darán las condiciones para asesinar simultáneamente al niño maravilloso y al omnipotente padre de la horda? En muchas oportunidades trabajar analíticamente estos tópicos solamente con el adolescente en cuestión puede ser en el mejor de los casos vano y en el peor dañino. Pocos cambios se podrán vehiculizar si se pretende, a la manera del trabajo con el adulto, apelar únicamente a la elaboración de la fantasmática propia para gestionar la liberación de los lazos que lo retienen en una conflictiva edípica, o bien, en un contexto de mayor gravedad, en una estructura diádica fusional. Cada una de estas situaciones se convertirá de acuerdo a sus características en un peligroso obstáculo a la hora de emprender la travesía que los haga alcanzar la tan lejana orilla de la adultez. 140

El tratamiento con sujetos que cursan la adolescencia temprana, que padezcan cuadros neuróticos de gravedad, o bien, en casos de patologías juveniles más severas que la neurótica, necesita ser encarado de tal forma que junto al trabajo con el joven en un espacio individual o grupal, se constituya un espacio vincular que funcione como un punto cardinal de referencia para el abordaje a lo largo del tratamiento de las problemáticas relacionales que dificultan o impiden el transbordo y la suscripción del nuevo contrato narcisista. Este espacio puede consistir en entrevistas periódicas con los padres, abordajes familiares, sesiones vinculares con el adolescente y alguno de sus padres (bastante usuales en parejas de padres separados), o bien, la combinación de alguno (o de todos), de estos encuadres junto al trabajo con el adolescente. En estos dispositivos multipersonales se intenta disolver las calcificaciones del viejo contrato narcisista que impiden el proceso de desprendimiento (temido por parte de todos), para posibilitar la firma de un nuevo contrato que permita a la familia operar sus cambios configuracionales disminuyendo el riesgo de rajaduras y/o quebraduras en su dinámica libidinal y en la (re)creación e intercambio de nuevos lugares. De esta manera, es factible destrabar la sujeción alienante a los objetos primordiales que padecen los jóvenes, mediante el trabajo en vivo y en directo con la encarnadura de dichos objetos en la persona de sus padres. Este encuadre mixto se arma de acuerdo a los requerimientos de cada caso y puede fluctuar en función de las modificaciones o dificultades que se produzcan durante el tratamiento. Este justamente puede concluir cuando finaliza el ciclo vincular necesario para destrabar la firma del nuevo contrato, o bien, transformarse en otro tratamiento con otro encuadre, tal como usualmente sucede cuando el adolescente u otro miembro de la familia pide un espacio propio para trabajar los desgajamientos personales de las problemáticas surgidas del conjunto. En estos casos es importante tener en cuenta que aunque hayamos establecido un encuadre multipersonal, el paciente que vino o trajeron a consulta fue el adolescente, por lo tanto, la dirección que en su momento tomó el tratamiento, más allá de las vicisitudes propias del trabajo vincular y de sus posibles derivaciones, fue en función de aquel sujeto. El fue y todavía es nuestro paciente, por esta razón, a la hora de evaluar las posibles demandas de los otros miembros, fruto del despliegue y combinación transferencial, es

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imprescindible no perder de vista que este espacio aún le pertenece. A partir de esta perspectiva se deberá deslindar si es hora o no de cerrarlo. Por otra parte, el dispositivo vincular también permite la exploración de otros continentes. “Es así como la cura analítica puede conducir al analista a pensar más en la desmentida, en la hipótesis de un duelo o de un secreto familiar, que en el juego pulsional exclusivo del sujeto. En tales casos, el hecho importante es que el fantasma inconciente personal del paciente haya sufrido un tratamiento particular por obra de las condiciones familiares” (Baranes, J. 1989 pág. 128). Estas condiciones familiares si bien están presentes en la vida psíquica de cualquier sujeto a lo largo de toda su vida, se encuentran presentes con más fuerza o son más pregnantes en los casos psicopatológicos de mayor gravedad, así como en las problemáticas que aquejan tanto a los niños como a los adolescentes, como claramente se planteó a partir de los últimos años de la década del ‘60. Muchas de la sintomatologías y de los conflictos que presentan los adolescentes (en mayor proporción cuanto más cerca de la pubertad todavía se hallen), remiten a la falta de metabolización por parte de la familia en general, de los padres como pareja fundante, o de alguno de ellos en particular, de situaciones traumáticas o conflictivas que denuncian “la existencia de un compromiso defensivo concurrente al mantenimiento de una exclusión o de un no-advenimiento fantasmáticos comunes” (Baranes, J. 1989 ibíd. pág. 122). Esta conceptualización nos conduce al encuentro de la contracara del contrato narcisista, aquella que funciona como su aspecto complementario, me refiero al pacto denegativo. Este “sostiene el vínculo por el acuerdo inconciente concluido entre sus sujetos sobre la represión, la desmentida o el rechazo de las mociones insostenibles motivadas por el vínculo” (Kaës, R. 1989 ibíd. pág. 158). Por tanto, la ubicación de los hijos en determinados lugares correspondientes al imaginario familiar por parte del deseo de los padres los conduce inevitablemente a un callejón sin salida, ya sea porque es el mortífero lugar de un no-deseo, ya porque el proyecto identificatorio es inviable debido a que ese lugar carga con el destino de una moción reprimida, desmentida, o repudiada acerca de algo insoportable para los padres. En este punto los tópicos pueden ser tan variados como la vivencia de fracaso, la falta de investidura libidinizante por parte de la función materna o paterna, o bien, cualquier otra falla en el campo del narcisismo del sujeto que funcione a la manera de una injuria o de un trauma. 142

Muchas de estas modalidades de lo negativo son trasmitidas de manera transgeneracional y atraviesan el tiempo histórico de las familias sin que sean detectadas, pero la explosión de las rutinas familiares que detona con la adolescencia las hace visibles por un tiempo a través de la dolorosa denuncia que el adolescente lleva a cabo, cuando es empujado por la dinámica familiar a convertirse en el depositario de ese lugar, si es que ya no lo so-portaba desde la misma niñez. De cualquier manera, aunque no mediara una forma defensiva del pacto denegativo del orden del repudio ni de la desmentida y nos manejáramos en el registro neurótico, la oferta por parte de la familia de lugares alienantes que impidan, obstaculicen y/o demoren el proceso de desprendimiento del adolescente es la materia común de un gran número de motivos de consulta. Veamos, ahora, otros ejemplos clínicos.

Lucas: o los medios para no ser un “cagón” Lucas contaba con 18 años cuando se comunicó telefónicamente para solicitar una primera entrevista. A lo largo de los encuentros iniciales, y más adelante también, sostuvo con mucha seguridad un argumento: nadie lo había mandado, él quería hacer un tratamiento. Pero en realidad el pedido de consulta había surgido de la madre, que según sus palabras se daba cuenta de lo mal que estaba Lucas. Ella había persuadido a padre e hijo y luego se había movido para conseguir la derivación. Los motivos de la consulta giraban en torno a las dificultades que Lucas tenía para terminar la escuela secundaria, ya que adeudaba dos materias de 5º año. Había encontrado en ese síntoma la manera de postergar su definición vocacional (en realidad cualquier definición), y su ingreso en el mundo adulto. Estos dos temas le generaban un intenso temor, como nítidamente quedó perfilado desde las primeras entrevistas. Algunos meses después de haber iniciado el tratamiento y sin que éste se centrara específicamente en el motivo de consulta, Lucas se prepara, se presenta y aprueba los exámenes de las materias pendientes. De esta no tan inesperada manera, ya que el tema era colateralmente abordado con frecuencia, se produce el enfrentamiento con la tan temida escena de tener que decidir algo acerca de su futuro, debido a que la escuelamadriguera ya no lo cobijaba más en su involuntaria hibernación.

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La temática de la orientación vocacional, preocupación central de los padres, era manipulada por la urgente necesidad que aquellos tenían de gestar alguna decisión en ese sentido. De esta forma, la consulta se constituyó en una situación controvertida a raíz del forzamiento que intentaban ejercer sobre el enfoque terapéutico, para que éste sólo se circunscribiera a la resolución de las dificultades en la elección de la carrera. Este intento de forzamiento estaba relacionado, a su vez, con la necesidad de desmentir vía escotomización una serie de riesgosas conductas en las que Lucas se sumía, tales como manejar a alta velocidad luego de haber ingerido alcohol, o bien, una incipiente regularidad en fumar marihuana con los amigos. La premura de ambos progenitores acerca de la decisión que Lucas debía adoptar sin la más mínima dilación aparentaba basarse en que ambos eran profesionales (padre arquitecto, madre bioquímica), y en consecuencia desde esa posición deseaban manifiestamente que él también lo fuera. Pero, algún tiempo después, quedó al descubierto que otra historia los atenazaba al temor de que Lucas no pudiera decidirse. El padre de Lucas en su adolescencia no había tenido alternativas, ya que la única opción que su propio padre (descrito como un rudo tirano), les ofreció a él y a sus hermanos fue la de graduarse sí o sí en la universidad. Desde ya que el padre de Lucas, a diferencia del abuelo, intentaba mostrarse con una mayor flexibilidad respecto a su aspiración acerca de que Lucas repitiera su trayectoria. Sin embargo, la realidad de su deseo (sólo en apariencia menos tiránico), lo traicionó en varias oportunidades (lapsus mediante), demostrando que lo que fue la única opción viable para no quedar fuera del contrato narcisista de su familia de origen y, por lo tanto, en manos de la angustia de no-asignación, retornaba ahora por vía identificatoria. De esta forma, se consagraba él mismo a la custodia de los inapelables valores e ideales que encarnara el abuelo paterno de Lucas. Pero, la flagrante contradicción entre sus dichos y los hechos no se circunscribía sólo a este punto. Su apuesta inconciente apuntaba mucho más lejos que el sencillo espejamiento de la condición de estudiante universitario crónico que él mismo arrastró durante muchos años. La vía identificatoria estaba aparentemente despejada para que Lucas evitara caer en las garras de la misma sensación de fragilidad que la aplastante personalidad de su padre, formación reactiva mediante, intentaba desmentir y se convirtiera gracias a esta fragilidad en lo que entre ellos denominaban “un cagón”.

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Este temor compartido por ambos se amplificaba cuando Lucas por la vía de la trasmisión transgeneracional tomaba la posta reprimida por el padre y se hacía cargo de este aspecto, arrastrando a la desesperación no sólo a sí mismo sino también a aquél, que veía espejada en el reflejo del adolescente de hoy la despreciada imagen del que él fuera ayer. Una instantánea que el padre aportaba con frecuencia, tanto en las entrevistas que hacíamos con él y su mujer como en las vinculares con Lucas, era la de imaginárselo caminando a los tumbos por el corredor que conducía a mi consultorio. Lo veía en una clara proyección de sí mismo, desorientado, invadido por la angustia, sin saber qué hacer. La mamá de Lucas, por su parte, además de estudiar en la universidad ya trabajaba antes del casamiento. La aparición de este tema siempre abría paso a una inagotable fuente de reproches debido a que con su empleo había sostenido a la familia mientras el marido completaba su década de estudiante. La falta de elaboración en la pareja parental de este tópico generaba inevitablemente resonancias en el imaginario familiar, afectando directa (como en Lucas), e indirectamente al resto de la descendencia, compuesta por dos hermanos menores. La presión que la madre ejercía para que Lucas estudiara no era menor a la del padre. Aquella presión coincidía con su deseo y con su dificultad para registrar la subjetividad de los otros, su falta de empatía, continencia y cuidado. Estas condiciones maternas hicieron que la infancia de Lucas se tiñera de un fuerte matiz traumatofílico (su cuerpo era un mapa de pequeñas cicatrices), y que durante su adolescencia evitara hablar con ella, ya que no sólo ella no lo oía sino que, además, terminaba utilizándolo como un “paño de lágrimas” donde enjugar las vicisitudes y frustraciones de su vida. De esta forma, la madre de Lucas gracias a una personalidad predominantemente inmadura y narcisista invertía la lógica del apuntalamiento. A todo esto, Lucas se encontraba a años luz de saber qué quería para su vida. Ser director de cine, conducir un programa de TV. o de radio eran posibilidades que emanaban más de su estrecha relación imitativa y mimética con la TV., que de un genuino deseo ligado a un proyecto identificatorio. Estas eran las salidas más cercanas, y a la vez más improbables, para alguien cuya casi única fuente de modelos era precisamente la mal llamada caja boba. Ahora bien, cuando Lucas amaga poner estos proyectos en marcha intentando primero estudiar locución su temor nuevamente lo derrota. Cuando concurre por primera vez a 145

informarse a la secretaría de un instituto privado para la formación de locutores, siente que se “caga en las patas” con las miradas que recibe de unos supuestos alumnos avanzados que esperan acodados en la escalera. No llega a inscribirse y aplaza el tema, primero para el próximo cuatrimestre y luego para el año entrante. Más tarde hace un intento en la universidad, a instancias de los padres que hacen todas las averiguaciones, en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Su fugaz pasaje por el Ciclo Básico Común lo enfrenta a su imposibilidad, plena de inercia, inconstancia e inexperiencia de sostener una cursada. Un par de meses más tarde se le presenta una oportunidad caída del cielo y posiblemente irrepetible. Recomendado por una amiga lo convocan a dar una prueba para conducir un programa de radio en una FM trucha, fracasando nuevamente por no poder leer frente a otros un texto y desenvolverse en un diálogo fluido con la co-conductora. Lucas luego de trastabillar en un par de ensayos se encierra en el mutismo de la impotencia. A partir de estas experiencias vividas traumáticamente que lo reconfirman en su viejo y conocido emplazamiento fantasmático de inútil para todo servicio, Lucas vuelve a quedar libre para dormirse a las 7 AM luego de haber visto toda la programación del cable. La hibernación continúa por otros medios. En una de las primeras entrevistas que tuve con los padres, cuando el tema del estudio hegemonizaba su preocupación dejando de lado otros temas más urgentes y cuya percepción era por ambos reprimida o desmentida según los casos (manejo a alta velocidad, choques de poca envergadura, ingesta de alcohol, insomnio, relación pasional con la novia, etc.), apunté que si la cuestión era que Lucas estudiara podía elegir cualquier cosa que le gustara aunque no fuera una carrera universitaria, como por ejemplo plomería. A pesar de las risas el papá no pudo ocultar su indignación, no estaba dispuesto a tolerar que el hijo fuera un simple plomero, a pesar de reconocer lo bien que estos ganaban. El conflicto entre los deseos universitarios paternos y la abulia e inacción de Lucas se resolvió transitoriamente mediante una formación de compromiso. En un primer momento comenzó a trabajar informalmente como cadete para el padre, cuando detectó que la paciencia y el dinero de aquél eran bienes en vías de extinción. Luego, renunció argumentando que el trabajo que le encargaba era imposible de cumplir por inabarcable y gracias a un favor quedó empleado también como cadete en una oficina de un amigo de la familia, postergando momentáneamente el tema vocacional. 146

Entre el modelo inimitable de estos padres que intentaban dar una imagen monolítica y sus posibilidades reales se producía un agrietamiento, especialmente porque en Lucas su déficit de narcisización daba paso a una autoestima mal apuntalada, fruto del desamparo al que lo había arrojado la pobreza de sus vínculos primarios. La sombra de este narcisismo apolillado amenazaba en convertirlo en un “cagón” y hacía que el fracaso girara en círculos sobre él como lo hacen las aves de rapiña. En el caso de este adolescente la dificultad no se presentaba sólo en el terreno del futuro, cuya irrupción Lucas intentaba sin éxito aplazar, sino también en la reticencia de los padres para aceptar las limitaciones que el hijo tenía junto a la responsabilidad de sus propias omisiones. De todas maneras, las dificultades y padecimientos de Lucas hicieron que el cuerpo de los ideales familiares sufriera un poderoso golpe al corazón. Sin embargo, esta dificultad para investir el futuro por parte de Lucas estaba sobredeterminada por una situación que la familia y él mismo intentaban desmentir mediante un piadoso olvido. Un compañero de la secundaria de Lucas había muerto aproximadamente dos años atrás en un accidente automovilístico. El dato apareció casualmente en una entrevista con los padres y tanto éstos como Lucas le restaron importancia hasta que en un determinado momento éste ingresó en un cono de sombra depresivo, aparentemente desanudado de toda connotación externa, pero que casualmente coincidió con la fecha del segundo aniversario de la muerte del compañero. Cuando en una sesión con Lucas fue posible hacer la conexión éste rompió en un llanto desconsolado que se prolongó durante un largo rato, era la primera vez que podía sentir y llorar con relación al tema del accidente y la pérdida. A partir de ese momento la resignificación de aquel suceso y su inclusión en el proceso de historización terminó de aclarar por qué el futuro y la posibilidad de crecer se presentaban como una amenaza mortífera. Un párrafo aparte merece la relación pasional con la novia. El vínculo se presentaba dentro del marco de una conducta adictiva, cuyo propósito inconciente era un intento de llenar un vacío aterrador. Cuando Lucas se conectaba con este vacío, especialmente durante los frecuentes períodos en que los novios se distanciaban a raíz de las feroces peleas que tenían (muchas de las cuales terminaban a los golpes), este vacío terminaba dragándole las escasas posibilidades de investidura que le quedaban libres. Lucas caía en el dilema pulsional/identificatorio de todo adolescente con “aquello de lo que yo tengo necesidad para poder ser yo mismo y desarrollar una autonomía, porque yo 147

tengo necesidad de ella” pero “la medida de esta necesidad, representa una amenaza para mi autonomía” (Jeammet, P. 1990 pág. 51). Para resolverlo sostenía que si podía separarse definitivamente de la novia iban a concluir sus conflictos y, en ese sentido, hacía intentos que acababan naufragando en la imposibilidad de interrumpir el vínculo por más tiempo que un mes. Este mecanismo supuestamente salvador del corte mágico y definitivo era también utilizado para fantasear distintas salidas de su estado de hibernación. Desde tomarse un avión en las vacaciones de invierno para emplearse como mozo en algún boliche de Bariloche, a juntarse con algún amigo y salir de gira europea por dos años seguidos y luego volver fortificado. Opciones que de haberse cumplido exitosamente lo habrían vacunado, quizá definitivamente, de la amenaza de convertirse en un “cagón”, o mejor aún, de poder refutar esta solapada e ignominiosa acusación que rondaba inexorable alrededor de las figuras masculinas de la familia. La indicación de un encuadre multipersonal para encarar el tratamiento de Lucas se basó en una línea de pensamiento con la que muchos autores actualmente coinciden y que sostiene que “la dependencia en relación con los objetos externos, reflejo probable de contingencias de las interiorizaciones de la infancia y de la superposición en esta época del entorno sobre el espacio psíquico interno del niño (...) no puede ligarse más que con la ayuda de ese mismo entorno” (Jeammet, P. 1990 ibíd. pág. 51). El deteriorado campo vincular de la familia disimulado bajo el disfraz de la preocupación parental por la vocación de Lucas hacía eclosión, en primera instancia, a través de las puestas en acto que aquel llevaba a cabo cada vez con mayor frecuencia y, en segunda instancia, por medio de la larvada depresión por el compañero muerto que seguramente resignificaba otras pérdidas de la infancia en las que podríamos incluir las tres separaciones de hecho que atravesó la pareja de padres y a las que ninguno daba mucha importancia ya que eran “cosas del pasado”. Pero, en lo tocante a los modelos identificatorios de Lucas fue muy importante trabajar en entrevistas vinculares con el papá. Al principio fueron muy resistidas por ambos varones, aunque el más demostrativo respecto a la cuestión resistencial era el adolescente. Tenía pánico de hablar de lo que le pasaba delante del padre y quedar frente a él como un “cagón”. Se preguntaba con angustia qué iba a pensar el padre de él si se mostraba tan frágil como se sentía en realidad. Su miedo a escala conciente era desatar un ataque de ira en el padre, aunque esto en realidad funcionaba como una cortina de humo que 148

encubría otros temores. Por un lado, el miedo a decepcionarlo tanto en calidad de hijo como de varón y, por otro, la inseguridad de que una temática tan delicada como la de descubrir aspectos cagones habitando en la hercúlea fisonomía paterna pudiera ser elaborada sin que Lucas sintiera que corría el riesgo de quedarse simbólicamente huérfano. La primera entrevista vincular con ellos fue a tal punto sintomática que Lucas no sólo llego tarde, sino que además en la mitad del encuentro pidió permiso para ir al baño. Allí permaneció un largo rato y cuando volvió comentó sonrojado que había salido tan apurado que no había tenido tiempo para descargar los intestinos. En esta primera oportunidad había tenido la delicadeza de evitarle al padre un mal trago invistiéndose él mismo como “cagón”. De ahí en más ya no iba a ser siempre así.

Florencia: del broncoespasmo a la privacidad interior El arribo de Florencia a la situación de consulta se debió a la derivación que hizo su médico clínico. Este ya había comunicado a sus padres la necesidad de que ella hiciera una psicoterapia a raíz del severo compromiso físico en el que la sumergían una serie de episodios de broncoespamos y gastritis, episodios que desde hacía bastante tiempo la aquejaban con una frecuencia inestable. En ese momento Florencia contaba con 17 años, pero aparentaba tener muchos menos. Las primeras entrevistas la mostraron como una joven de alta fragilidad emocional y con una susceptibilidad narcisista de cuidado. Ella quería tratarse porque ya no podía soportar más las presiones internas y externas que argumentaba sufrir. Y mientras que a las presiones internas las fui conociendo poco a poco, las externas las topé todas juntas en la primera entrevista con los padres. La mamá no paraba de hablar, de preguntar, de interrumpir con tal grado de angustia que era difícil imaginar cómo sus circuitos cerebrales resistían aquella vertiginosa intensidad. El padre, mientras tanto, parecía orbitar un lejano planeta a resguardo de cualquier tipo de ansiedad o peligro, sus intervenciones tenían un tono de conferencia sobre metafísica que, o bien, aburrían, o bien, se internaban en un confuso pantano del cual no era posible salir fácilmente. La actitud invasiva de la madre se trasuntaba en un intento de control constante sobre vida y obra de Florencia. Este control llegaba a su máxima expresión cuando se anclaba 149

sobre una supuesta transparencia de la hija a los penetrantes ojos maternos. Esta capacidad permitía a la madre, entre otras cosas, no sólo diagnosticar enfermedades sino también anticiparlas, como en la oportunidad en la que telefónicamente me aseveró que a Florencia se le estaba “por perforar una úlcera”. Situación que afortunadamente no pasó de otro episodio de gastritis. Florencia, por su parte, soportaba con bastante malestar el incesante despliegue de la invasión materna, pero aún así parecía preferirlo antes de caer víctima de una angustiosa sensación de desvalimiento. Un lento y artesanal proceso de singularización se instaló en el tratamiento cuando Florencia estuvo en condiciones de soportarlo sin tantas culpas y temores. Este proceso se llevó a cabo teniendo como objetivo inicial la paciente delimitación de un espacio psíquico que aspirara a transformarse en inviolable a los embates maternos y, complementariamente, a la construcción de una representación del propio cuerpo que emergiera de la indiscriminación en la que la relación madre-hija había estado subsumida. La separación del cuerpo de la madre abisal, como lo denominan algunos de los investigadores en psicosomática (McDougall, J. 1982), era la única posibilidad para que Florencia pudiera tener un cuerpo propio. Por estas razones, y en un sentido inverso de lo planteado respecto de como abordar la problemática de Lucas, evité sistemáticamente una regularidad en los encuentros con los padres. Traté de espaciarlos todo lo posible logrando, dado el caso, un excelente promedio de uno cada tres meses. Era necesario en forma primordial preservar un espacio terapéutico estanco a las incursiones familiares hasta que Florencia pudiera cerrar sus fronteras psíquicas a voluntad y que entonces estuviera en condiciones de decidir a quién dejaría atravesarlas. La profundización del proceso de individuación con la correlativa suelta de amarras por parte de Florencia respecto del asfixiante vínculo materno coincidió con el intento de la madre de tomar por asalto al terapeuta y al espacio que compartía con la hija. Por medio de interminables llamados telefónicos, o bien, con numerosos pedidos de entrevistas para saber acerca de la marcha del tratamiento o para contarme alguna de sus preocupaciones, la madre intentaba abrirse paso hacia el único baluarte inexpugnable con que hasta el momento contaba Florencia. Todas estas avanzadas fueron contenidas y amortiguadas no sin dificultad, a la espera de que Florencia estuviera en condiciones de compartir algún espacio con la familia sin sentirse nuevamente expuesta a la invasión. 150

Por otra parte, y desde su temprana aparición, la puesta en marcha de los episodios de broncoespasmos se configuraba como un intento fallido de resolver el insoluble conflicto de ligazón-desligazón con su madre en el confuso escenario vincular de la indiscriminación. Este conflicto se desplegaba en el teatro de lo somático mediante la puesta en escena de contenidos representacionales que escapaban del terreno psíquico por no ser tolerados dentro de ese espacio. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos para desprenderse de sus objetos primarios, Florencia terminaba ahogada en su propia bronca, ya que ésta no podía drenarse mientras su ataque al objeto materno se hiciera en el campo aún sin discriminar de los cuerpos fusionados. De esta forma, el odio se tornaba a la manera de un bumerang en un movimiento contra sí misma. Esta sintomatología fue cediendo en la medida que la discriminación entre los espacios físicos y psíquicos de Florencia permitió que los sentimientos hostiles dirigidos contra la madre no hicieran una vuelta sobre sí misma y atacaran su propio cuerpo. El temor a la ruptura del vínculo fusional con la concomitante amenaza de muerte que provocaba su creciente singularización fue disminuyendo en la medida que tanto la instancia yoica como la dimensión de los ideales de Florencia se vieron cimentados sobre la base de una nueva adquisición, la de una incipiente autonomía frente a la figura de la madre. Aunque con cierta persistencia de los temores o la culpa el progresivo ensanche de la brecha entre los cuerpos y las mentes de Florencia y de su madre se fue haciendo palpable. La historización del vínculo permitió reconocer la imperiosa necesidad de establecer un apuntalamiento invertido por parte de la función materna, así como también Florencia cumplía el papel complementario de relleno de los huecos maternos para evitar su posible derrumbe. Este temor al derrumbe se encontraba imbricado con algo que pertenecía al pasado pero que de manera defensiva era ubicado proyectivamente en un tiempo futuro (Winnicott, D. 1974). En el caso de la madre de Florencia este temor tenía sus fundamentos históricos, ya que aquella había hecho un intento de suicidio cuando contaba con la misma edad que ahora tenía su hija. Entre tanto, al momento de cumplirse un año del comienzo de tratamiento se produjo una gran crisis en la vida de Florencia a raíz de la ruptura de la relación con su novio. Este vínculo que tenía las mismas características asfixiantes que la relación con la madre era constantemente requisado por el control familiar para evitar que se desencadenaran las 151

temidas relaciones sexuales y cuando éstas finalmente lograron establecerse lo hicieron con el consentimiento y la intrusión de los padres. El final de este vínculo, que por anunciado no resultó menos sorpresivo para Florencia, detonó en ella una secuencia depresiva que asustó tanto a la madre que ésta llegó a creer que su hija, a su imagen y semejanza, podía también hacer un intento de suicidio. A pesar de que esta posibilidad no era ni siquiera remota, pero a sabiendas de que el desborde de angustia materno inevitablemente iba a repercutir sobre el delicado equilibrio del duelo de Florencia, decidí en función de estas circunstancias ampliar las bases de su apuntalamiento terapéutico indicando, primero, el aumento de la frecuencia de sus sesiones individuales. Más tarde cuando el epicentro de la crisis ya se había alejado lo suficiente, planteé la necesidad de un abordaje familiar para dirimir en vivo y en directo con el entorno una serie de presiones externas que sin esta intervención no sería factible de disolver. La derivación a tratamiento familiar se hizo por fuera del encuadre individual, encomendándoselo a otro terapeuta porque consideraba necesaria la preservación de la intimidad del vínculo terapéutico con Florencia, separando de una forma no sólo simbólica los espacios propios y comunes. La exitosa combinación entre el tratamiento individual y el familiar permitió que se afianzaran los cambios que se venían perfilando en las formas de vinculación familiar, que se fueron alejando muy paulatinamente de las situaciones de pegoteo e indiscriminación, especialmente en lo tocante a Florencia. Ella pudo así trabajar en el encuadre individual mucho más profundamente lo que pasaba con sus propios aspectos conflictivos tomados por identificación del vínculo con la madre, ensanchando de esta manera aún más la distancia entre ellas. Esto quedó demostrado durante el período de las vacaciones, en el que a pesar de las resistencias y las escenas de hondo contenido dramático que intentaron personificar los padres, Florencia no salió de viaje con ellos. Contra todos los pronósticos, organizó las vacaciones con sus amigas. Otra de las novedades que posibilitó la combinación del encuadre individual con el familiar fue la incipiente pero sostenida aparición en el tratamiento de la relación vincular de Florencia con su padre. En ese momento comenzaron a aparecer las quejas frente a la inacción paterna en relación con el despliegue materno y su adolecentización como coartada para desmentir el paso del tiempo. En esta decisión de ampliar la cantidad de puntos de apoyo de la red terapéutica en función de la crisis personal y familiar de Florencia tuve en cuenta una serie de aspectos. 152

En aquel momento habían suavizado parcialmente sus efectos pero no parecían dispuestos a desaparecer ciertos episodios del estilo del ataque de angustia histeriforme, o bien, en situaciones muy especiales el retorno de algún broncoespasmo. También persistía sin demasiados cambios su intolerancia a soportar las diferencias que implicaban los intercambios vinculares, tanto con la familia como con las compañeras de la facultad. Por otra parte, su falta de confianza en los vínculos extra-familiares la reenviaban a la seguridad esclavizante de los padres, pero las enormes dificultades para la comunicación dentro de la familia por el alto índice de relaciones paradójicas o de doble vínculo la dejaban desapuntalada reiniciándose así el círculo vicioso. La combinación de ambos tratamientos aceleró el proceso de singularización de Florencia. De esta forma, se prenunció una merma de su brutal exigencia respecto de su performance universitaria (decidió cursar menos materias para poder tener una vida más normal, donde no estuviera ocupada el 100% del día con obligaciones), y el incipiente despuntar de criterios propios y afiatados a su realidad. Por otra parte, los episodios somáticos disminuyeron su frecuencia hasta desaparecer, siendo reemplazados por una mayor afluencia de la angustia y un aumento de su tolerancia. Una disminución de las interrupciones con las que cortaba las intervenciones del terapeuta, se combinó con una posibilidad de escuchar más al otro junto a una mayor capacidad reflexiva. El tratamiento mantuvo su continuidad bajo esta doble forma durante un año más hasta que una agradable sorpresa dio lugar a su modificación: la mamá, finalmente, se decidió a solicitar un espacio individual para ella.

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Epílogo: Volver al futuro Quién dijo que todo está perdido yo vengo a ofrecer mi corazón Fito Páez

La condición adolescente se reconoce a través de su estandarte más representativo, aquel que se enuncia con el giro temporal de mientras tanto. Mientras se la transita a campo traviesa, mientras ansiosamente se espera su fin, mientras la adolescencia persiste, los jóvenes se dedican también a hacer otras cosas. Gran parte de ese montón de cosas resultan pasajeras, cada adolescente lo sabe y a la vez no quiere saberlo, porque acceder a su conocimiento conciente puede producir tanto alivio como angustia. Esta situación se encuentra magníficamente plasmada en el film Antes del amanecer del director Richard Linklater, donde una pareja de jóvenes que se conocen en un tren pasan un día juntos en una ciudad-enlace esperando los distintos transbordos que los retornen a sus países de origen. Ambos saben que lo que ocurra será único pero también fugaz, con toda la excitación y la nostalgia que esta situación comienza a burbujear desde su primer movimiento. Es por esta misma razón que deciden vivirlo a pesar del miedo, las dudas y las ilusiones. Saben que luego no tendrán otra opción que transbordar, mientras tanto... De esta misma forma, desde que se produjo su alumbramiento la adolescencia no se constituyó como lugar imposible, sino que fue armando sus sucesivos escenarios a la manera de una zona de tránsito. Justamente, el impacto sociocultural que a partir de la década del ‘50 detonó la irrupción del imaginario adolescente fue lo que impulsó, en función del brillo de esta nueva estrella, una serie de continuas resignificaciones dentro del tejido societario. Desde aquel momento hasta nuestros días los adolescentes fueron variando sus lugares de acción y de pensamiento. De ser una categoría social sin colorido propio (salvo el de la rebeldía), y de carecer de una inserción socioeconómica estable pasaron a ocupar la posición del referente identificatorio de la sociedad en tanto fueron investidos como fuentes potenciales del hiperconsumo, de la juventud eterna y del goce total. La adolescencia que había nacido como una simple rémora de la Revolución Industrial terminó convertida en la niña (consumista) mimada de la sociedad posindustrial al ser elevada a la talla de modelo estético y vital. 154

La idea de que la adolescencia es una estación de enlace y transbordo permite explicar por qué aquellos que la atraviesan deben obligatoriamente transitar por un campo paradojal. Desde su condición corporal y mental los jóvenes podrían plasmar en la realidad sus fantasías, pero la mayoría de los accesos a la satisfacción mediante los modelos adultos siguen, según los casos, parcial o totalmente bloqueados. El mundo de los mayores tantas veces prometido está ahí al alcance de su mano, pero aún no es posible incluirse en él totalmente. Lo que sí pueden hacer es prepararse para acceder a esos lugares que desean mientras templan el malestar por la frustración que proviene del aplazamiento. Esta situación conduce en muchas oportunidades a un versus de ribetes dramáticos a raíz de la angustiosa administración de este par de contrarios que oscila entre la resignada u odiosa espera y la trasgresión. Para los adultos, en cambio, la adolescencia de hoy día a diferencia de otros tiempos se valora como un lugar muy apetecible en tanto se lo perfila desde aquellas mismas atribuciones de potencia y juventud eterna. La apropiación de este lugar funciona como una coartada para estos adultos que intentan acercarse al goce del hiperconsumo propuesto por el neoliberalismo, garabateando una mimesis, o bien, acariciando el sueño de disfrutar desde lo actual lo que en su momento les fue denegado. Esto los devuelve al campo de la virtualidad, reconfigurando la dimensión del u-topos, ya que el adulto tampoco puede reencontrarse con aquel lugar ni desde lo temporal ni desde lo corporal. A pesar de que ahora lo respaldan la experiencia y la inconmensurable ayuda que le presta la tecnología. Por tanto, la configuración de la adolescencia como campo paradójico de un irrealizable, en su calidad de espacio de virtualidad simbólica permanente mantiene a los adultos unidos a la promesa nostálgica de retornar y ahora sí obtener el goce de sus frutos con un cuerpo burilado por la experiencia. No obstante, a pesar de los numerosos sismos que acompañaron la llegada del final del segundo milenio, la problemática adolescente lejos de resolverse, aquietarse o desaparecer sigue en la segunda década del siglo XXI vibrando al compás cambiante de las variaciones socioculturales. De este modo, afirma y recambia los meridianos de su anclaje significatorio en tanto y en cuanto mantiene su estatuto virtual de doble imagen especular. Por un lado, la de los adolescentes que esperan verse como adultos para poder tener acceso a sus prerrogativas. Por otro, la de estos últimos, los cuales desean reencontrarse con aquel tiempo perdido para recuperar la libertad que resignaron cuando lograron sus 155

deseados (o indeseados) lugares. Lugares a los que ahora se ven atenazados y desde los cuales emiten la mayoría de las veces su frustración y su envidia en ondulaciones represivas que oscilan en su modulación entre el delicado Mayo Francés y la no tan mesurada masacre de Tian An Men. Será prerrogativa del espíritu de cada época y de la actitud de los sujetos que la transitan encontrar la síntesis que impida la cristalización del imaginario adolescente, ya que la virtualidad del u-topos puede mantenerse impregnada con una perspectiva dinámica que subtienda los lugares y las representaciones hacia un polo transicional, o bien, con una perspectiva estática que haga de los lugares y las representaciones un enclave ideológico inamovible. Una cristalización de las representaciones-meta que porta el imaginario adolescente puede convertirlo en el artífice de una dinámica paralizante que termine transformándolo en un statu quo. Sus consecuencias se podrán palpar en la fijación a derroteros identificatorios con transbordos inalterables como se visualiza en los propósitos políticos de los regímenes totalitarios, o bien, en la vacuidad y la fragmentación seguida de pérdida de lugares y valores como ocurre en la versión neoliberal de las democracias de mercado. A esta posible cristalización del imaginario adolescente (tanto en la versión positiva e inalterable, como en la vacua y desesperanzante), se contrapone, valga la redundancia, una transicionalidad creativa que permita la revaluación, el reciclaje y la regestación de los proyectos identificatorios en una determinada ecuación cultural que contemple las interrelaciones de sus contextos de invariancia-cambio con la perspectiva azar-necesidad. Para finalizar quisiera evocar otro final. En este caso el del film de Ettore Scola “¿Qué hora es?” Allí se muestra a un adolescente y a su padre esperando abordo de un tren que llegue la hora de la partida. En el marco del vagón que llevará al padre de vuelta a su ciudad y luego de una agria discusión ambos se dejarán capturar por el juego que el adolescente propone. Este invita al padre a que le pregunte la hora para que él pueda informársela con el reloj del abuelo que el padre le acaba de regalar. En una puesta que desborda en simbolismos el director nos muestra como ambos se encuentran pendientes del arribo del tiempo de partida hacia dos destinos diferentes. En primera instancia, la del adulto que acaba de entregar simbólicamente la posta generacional a través del reloj que pertenecía su propio padre y que ahora debe retornar a su ciudad natal en una clara alusión del inicio de la cuenta regresiva a través del paso por la senectud hacia el momento de su muerte. En segunda instancia, el adolescente 156

que estrena la temporalidad de su proyecto dando cuenta de los minutos que pasan, pero centrado en todo el tiempo que aún le queda por delante. Ambos esperan y conversan sobre el tiempo, el tiempo que uno toma y el que el otro deja. Justamente, la materia con la que estamos hechos. Esta escena donde los miembros de dos generaciones sucesivas tienen los papeles protagónicos se viene repitiendo desde que la cultura nos hizo humanos. Allí, sin saberlo, se convierten en los intérpretes de una dramática que los precede y que los condiciona a dar un paso más allá de la individualidad, ya que cada uno en tanto miembro del género cultural-humano no se constituye solamente como un fin para sí mismo. Como decía Freud, ambos pertenecen también a una cadena intersubjetiva donde cumplen la función de servidor, de beneficiario, de eslabón de transmisión, de heredero y de actor. En el preciso y particular momento del enlace y transbordo que el film recrea y donde padre (maestro), e hijo (aprendiz), comparten un trozo común de tiempo aquellas funciones abandonan la invisibilidad con que se recubren tornándose incandescentes. Sólo en el emblemático instante de ese pasaje, en esa intersección generacional donde se garantiza la continuidad de la civilización por medio del traspaso de la responsabilidad sobre las enseñanzas y los legados, parece cobrar cabal significación el eterno interrogante sobre el sentido de la vida.

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Glosario

INTRASUBJETIVO “Las relaciones intrasubjetivas, son definidas como la organización singular de la pulsión, de la fantasía, de la relación de objeto y del discurso. Intrasubjetivo es un tipo de subjetividad tomada desde ‘adentro’ del sujeto; está claro que hablamos aquí de un sujeto ya subjetivado, es decir que para hablar de relaciones intrasubjetivas en un sentido estricto, tenemos que pensar en un proceso en el que la resolución del complejo de Edipo se haya casi alcanzado. Si tomamos el enfoque intrasubjetivo, tendremos en cuenta las instancias psíquicas (yo, ello y superyó), los contenidos de la fantasía, especialmente las fantasías secundarias (en la clasificación de Laplanche y Pontalis); todo lo que hace a la experiencia corporal, los procesos de pensamiento y las emociones”. Marcos Bernard (1993, pág. 7)

INTERSUBJETIVO “Las relaciones intersubjetivas, en cambio, implican la transcripción subjetiva de lo que se intercambia entre los sujetos. Supone un espacio de transcripción, una brecha, una barrera, en un nivel neurótico del vínculo. Los procesos de subjetivación llevan implícito un aparato capaz de producir transcripción, es decir, que los contenidos que circulan entre los miembros del vínculo no entran al aparato psíquico en bruto, sino con un grado variable de modificación, de asimilación (...) Entre las formaciones intersubjetivas, tendríamos que ubicar la estructura de roles vincular. Estamos hablando en un nivel psicosocial, no psicoanalítico, pero vale, en tanto tengamos en cuenta la representación que cada uno de los participantes se haga de ella. Todo lo que tiene que ver con formaciones complejas, mitos, ritos, comunicación verbal, por supuesto, las alianzas inconcientes y la transferencia” Marcos Bernard (1993, pág. 7)

TRANSINDIVIDUAL “Las formaciones transindividuales constituyen (dependiendo de las teorías) el núcleo duro del inconciente. Formaciones transindividuales, por ejemplo para Freud, son las fantasías originarias y el complejo de Edipo. Las fantasías originarias se adquieren, en la 158

teoría freudiana, por vía genética y representan la vivencia actual de sucesos que habrían ocurrido en la prehistoria del hombre. Son transindividuales porque las tienen todos los seres humanos; el complejo de Edipo tendría también estas características, a pesar de la crítica que han planteado, sobre todo, escuelas antropológicas, respecto a la identidad del complejo de Edipo en las diferentes culturas. Para Lacan, el núcleo duro del inconciente es la estructura del lenguaje. Estas formaciones transindividuales no pertenecen a cada sujeto, sino a la especie. No son personales, pero cada cual hace su propia elaboración a partir de su propia experiencia, de estos elementos”. Marcos Bernard (1993, pág. 8/9)

TRANSUBJETIVO “Las formaciones transubjetivas atraviesan los espacios y los tiempos psíquicos de cada sujeto de un conjunto, los atraviesan, y determinan en parte la organización tópica, dinámica y estructural de cada sujeto en tanto forma parte de ese conjunto. Esto es importante, las formaciones transubjetivas determinan al sujeto en tanto forma parte del grupo. Y aquí vamos a tener en cuenta las figuras mediadoras, fóricas, portavoz, portapalabra, portasueño; las funciones del ideal: la ideología, la idealogía y la idología, la comunión de identificaciones (en tanto producen un borramiento en las identidades de los sujetos que participan en ellas); los procesos de coapuntalamiento y cofantasmatización, es decir aquellas situaciones donde los sujetos del vínculo tienen un referente común para su identidad; la cadena asociativa grupal; la intertransferencia (fenómenos que se producen entre los coordinadores de los grupos de formación, a partir de lo que desencadenan en ellos las vivencias transferenciales de los pacientes o de los agrupantes); y las alianzas, pactos y contratos narcisistas”. Marcos Bernard (1993, pág. 9)

ASUBJETIVO “Formaciones asubjetivas son aquellas en las que predomina la abolición subjetiva, la desaparición total de toda subjetividad. Son situaciones que se dan en casos excepcionales, por ejemplo, en los extremos de la posición ideológica (tomando ideología como formaciones del Yo ideal donde la restricción del pensamiento puede ser tal que toda posibilidad de una subjetividad queda borrada). En la sumisión absoluta hacia el ídolo, podemos ver, en determinados grupos y en muchas parejas, esa abolición de la

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subjetividad de uno a partir de su aplastamiento por la personalidad del otro”. Marcos Bernard (1993, pág. 8)

CONTRATO NARCISISTA “El Contrato Narcisista tiene como signatarios al niño y al grupo. La catectización del niño por parte del grupo anticipa la del grupo por parte del niño. En efecto, hemos visto que, desde su llegada al mundo, el grupo catectiza al infans como voz futura a la que solicitará que repita los enunciados de una voz muerta y que garantice así la permanencia cualitativa y cuantitativa de un cuerpo que se autorregenerará en forma continua. En cuanto al niño, y como contrapartida de su catectización del grupo y de sus modelos, demandará que se le asegure el derecho a ocupar un lugar independiente del exclusivo veredicto parental, que se le ofrezca un modelo ideal que los otros no pueden rechazar sin rechazar al mismo tiempo las leyes del conjunto, que se le permita conservar la ilusión de una persistencia atemporal proyectada sobre el conjunto y, en primer lugar, en un proyecto del conjunto que, según se supone, sus sucesores retomarán y preservarán”. Piera Aulagnier (1975, pág. 164)

PROYECTO IDENTIFICATORIO “La función que hemos atribuido al proyecto como vía de acceso a la categoría del futuro tiene como corolario la acción que él ejerce para constituir un tiempo pasado compatible con la catectización de un devenir. Por ello pudimos decir que la entrada en escena del Yo es coextensa con la entrada en escena de la categoría del tiempo y de la historia. A su vez, estas dos categorías sólo pueden llegar a ser parte integrante del funcionamiento del Yo gracias a un proyecto que les dé un estatuto en el campo psíquico. Uno de los efectos de la prueba de castración se manifiesta en la asunción por parte del sujeto de un saber sobre su propia muerte, pero debemos añadir que una condición previa indispensable para esta asunción es la apropiación de un proyecto identificatorio que es, inevitablemente, un proyecto temporal. Proyecto en el que sigue presente el sueño de un mañana siempre diferido, que permitiría a la postre que el deseo encontrase el objeto de su búsqueda, que el Yo pudiera anular la carencia que lo separa del ideal con el que sueña. Piera Aulagnier (1975, pág. 175)

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PICTOGRAMA “El aparato psíquico está constituido por tres modos de representación con sus respectivas representaciones: el proceso originario (el pictograma), el primario (la fantasía), el secundario (representación ideica). El espacio originario, primario y secundario serán las instancias de esta tópica. La puesta en marcha de cada proceso es provocada por la necesidad que se le impone a la psique de conocer una propiedad del objeto exterior que el proceso anterior ignoraba. Para el proceso originario, todo existente es autoengendrado por la psique. Para el primario todo existente es efecto del poder del deseo del Otro. Para el secundario todo existente tiene una causa inteligible que el discurso podrá conocer. Para el yo, conocer el mundo equivale a representárselo de tal modo que la relación que liga los elementos que ocupan su escena le sean inteligibles (...) Lo propio del pictograma es negar lo afuera de sí. Las manifestaciones propias de lo originario serán interpretadas por el portavoz (...) El proceso originario tiene por finalidad metabolizar las excitaciones tanto endógenas como de los estímulos que lo movilizan desde el mundo exterior. Y lo hace bajo la modalidad de experiencia de placer o de sufrimiento que acompaña a los diversos encuentros. El proceso originario persistirá a lo largo de toda la vida, constituyendo ese fondo representacional que vincula esos primeros encuentros con sus componentes somáticos con todo lo vivido posterior”. Luis Hornstein (1991, pág. 57/58/59)

APUNTALAMIENTO “El movimiento general a través del cual se desarrolla el concepto de apuntalamiento en Freud, es el de una serie de derivaciones a partir del apuntalamiento princeps de la pulsión sexual sobre el ejercicio de las funciones necesarias a la vida. Pero para cada apuntalamiento: de la pulsión sobre el cuerpo, del objeto y del Yo sobre la madre, de las instancias sobre formaciones elementales (el Preconciente, que se apuntala sobre restos mnésicos), luego de las formaciones generadoras del vínculo (identificaciones, imagos, complejos, modalidades de pensamiento) sobre el grupo y la cultura, encontraremos siempre los tres componentes del apuntalamiento: el apoyo sobre una base originante, la modelización y, en el movimiento de una ruptura crítica, el cambio de objeto y de nivel en que consiste el apuntalamiento, y que presupone el apoyo originante y la modelización”. René Kaës (1984a, pág. 19)

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TRANSCRIPCION “El apoyo remite a aquello que, en el proceso de transcripción, da cuenta de lo que aparece como estímulo. Así, la pulsión sexual se apoya sobre la necesidad del cumplimiento de las funciones vitales (alimentación, por ejemplo), lo que por supuesto no quiere decir que sea una continuación simple de éstas: ha habido una transcripción de la necesidad de alimento en pulsión sexual. Esto implica un pasaje transformador de un medio al otro. Cuando empleo el término transcripción, lo hago en el sentido con que lo utiliza la música: transcripción de un concierto de un instrumento determinado a otro, que produce sonido por un procedimiento diverso al primero. La modelización está ya señalada por Freud, cuando indica que la pulsión sexual toma modelo de la necesidad vital sobre la que se apuntala: la oralidad se estructura sobre el modelo de la ingestión de alimentos. También se basan sobre este componente del apuntalamiento las identificaciones. La transcripción, por último es el tema clave del conjunto: la separación entre los términos apuntalados recíprocamente implica la necesidad de una elaboración psíquica en el momento del pasaje, responsable del proceso de traducción que transforma el estímulo heterólogo en algo, ‘del lado de adentro’, homólogo”. Marcos Bernard (1991, pág. 58)

PORTAVOZ “Este término define la función reservada al discurso de la madre en la estructuración psíquica: portavoz en el sentido literal del término, puesto que desde su llegada al mundo el infans, a través de su voz, es llevado por un discurso que en forma sucesiva, comenta, predice, acuna al conjunto de sus manifestaciones; portavoz también, en el sentido de delegado, de representante de un orden exterior cuyas leyes y exigencias ese discurso enuncia”. Piera Aulagnier (1975, pág. 113)

SOMBRA HABLADA “Conjunto de enunciados que son testimonio del deseo materno en relación con lo que espera para ese niño. Esta sombra, que es un fragmento de su propio discurso, representa para el yo de la madre lo que el cuerpo del niño representa para su deseo inconciente. La sombra hablada es aquello que del objeto imposible e interdicto de su

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deseo ha podido transformar en decible y en lícito”. María Cristina Rother de Hornstein (1991, pág. 251)

VIOLENCIA PRIMARIA “Es la acción mediante la cual se le impone a la psique del infans una elección, un pensamiento o una acción motivados en el deseo del que lo impone, pero que se apoyan en un objeto que corresponde para el niño a la categoría de necesario. Esta violencia bordea el exceso, evitable, si la madre renuncia a detentar para siempre el lugar de sujeto donador de vida y dispensador de todo aquello que es para el infans fuente de placer, de alegría, de goce. La meta del exceso de violencia es despojar al niño de todo pensamiento autónomo, asegurando la satisfacción de un deseo de no cambio”. Luis Hornstein (1991, pág.42)

FENOMENOS TRANSICIONALES “Introduzco los términos ‘objetos transicionales’ y ‘fenómenos transicionales’ para designar la zona intermediaria de experiencia, entre el pulgar y el osito, entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, entre la actividad creadora primaria y la proyección de lo que ya se ha introyectado, entre el desconocimiento primario de la deuda y el reconocimiento de ésta. Mediante esta definición, el parloteo del bebé y la manera en que un niño mayor repite un repertorio de canciones y melodías mientras se prepara para dormir, se ubican en la zona intermedia, como fenómenos transicionales, junto con el uso que se hace de objetos que no forman parte del cuerpo del niño, aunque todavía no se los reconozca del todo como pertenecientes a la realidad exterior”. Donald Winnicott (1971, pág. 18)

TRANSICIONALIDAD “Propuse el término transicionalidad para designar esta zona intermedia de experiencia y este proceso de pasaje (transición) entre dos estados subjetivos: la transicionalidad es la disposición de una experiencia de ruptura en la continuidad. También es posible definirla por la incertidumbre del restablecimiento de la continuidad, de la confianza y de la integridad propia y del entorno (...) El concepto de transicionalidad permite fijar las 163

condiciones que hacen posible la capacidad de restablecer, en la experiencia de la ruptura, símbolos de unión (...) Lo que designo como transicionalidad, experiencia posible de un espacio potencial, es un pasaje de un estado de unión con el medio a un estado donde el sujeto está en relación con ese medio como algo externo y separado de él. Más precisamente, pues aquí la categoría de retroactividad es esencial: se ha producido una separación que se elabora como ruptura en la continuidad psíquica y social (tiempo, espacio, relaciones) y revela que el estado anterior de unión ha sido sustituido por un estado experimentado como exterioridad y separación en la incertidumbre de una nueva unión. Se puede proponer la hipótesis de que en mayor o menor medida toda ruptura remite a otra fundamental que ya se ha producido y cuya experiencia ha sido marcada por el sujeto a través del drama de la Hilflosigkeit, la situación de sentirse sin socorro ni recursos; drama ligado al estado de premaduración específica del ser humano, al estado de profunda y vital dependencia de la madre (al entorno materno). He propuesto situar las dimensiones de la construcción del psiquismo humano, producida por apoyaturas múltiples en mutuo sostén, en las aperturas que organiza esta dependencia (...) La economía de la transicionalidad es a la vez intrapsíquica, grupal y social. La ruptura precipita los valores del narcisismo y los de la libido de objeto, los desplaza, los condensa o los confunde. La hipótesis central que organiza mi concepción del psiquismo individual y grupal (y que, sobre la base de las apoyaturas múltiples ordena la relación entre las formaciones grupales del psiquismo, el aparato psíquico grupal y el grupo) me ha llevado a otorgarle un lugar determinante en la transicionalidad a los juegos de la grupalidad (el ser en grupo, el ser gregario) y de la individualidad (el ser único, el ser indivisible)”. René Kaës (1979, pág. 61/62/63) IDENTIDAD POR PERTENENCIA “La identidad grupal tiene dos niveles en todos los grupos: uno es el de aquella identidad que está dada por un trabajo en común y que llega a establecer pautas de interacción y pautas de comportamiento que están institucionalizadas en el grupo; esta identidad está dada por la tendencia a la integración e interacción de los individuos o las personas. Pero otra identidad existente en todos los grupos, y que a veces es la única existente (o la única que se alcanza en un grupo), es una identidad muy particular que podemos llamar identidad grupal sincrética, que está dada no sobre una integración, una interacción y pautas de niveles evolucionados, sino sobre una socialización en que dichos límites no existen y cada uno de los que nosotros vemos desde el punto de vista naturalista como

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sujetos o individuos o personas no tienen identidad en tanto tales, sino que su identidad reside en su pertenencia al grupo. José Bleger (1971, pág. 76)

PACTO DENEGATIVO “Denomino pacto renegativo a lo que en todo conjunto transubjetivo esté consagrado por un acuerdo común e inconciente al destino de la represión o a la negación, a la renegación, a la desmentida, al rechazo, al enquistamiento: para que el vínculo se organice y se mantenga en su complementariedad de intereses, para que asegure la continuidad de las investiduras y de los beneficios ligados a la subsistencia de la función del Ideal y del contrato narcisista. Este valor del vínculo está precisamente en que no es mencionable entre aquellos que liga en su interés mutuo, para satisfacer a la doble economía cruzada de los sujetos singulares y de la cadena de la que son miembros. El pacto renegativo aparece así como la contracara y el complemento del contrato narcisista”. René Kaës (1989b, pág. 265)

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