Macherey - De Canguilhem a Foucault, La Fuerza de Las Normas

De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas Pierre Macherey Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid Biblioteca

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De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas Pierre Macherey Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Biblioteca de filosofía De Canguilhem à Foucault: la force des normes, Pierre Macherey © La Fabrique Éditions, 2009 Traducción: Horacio Pons © Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7° piso - C1057AAS Bue­ nos Aires Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3“ izquier­ da - 28006 Madrid www.am orrortueditores.com La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada por cualquier medio mecánico, electrónico o informá­ tico, incluyendo fotocopia, grabación, digitalización o cualquier siste m a de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 978-950-518-395-1 ISBN 978-2-91-337296-2, París, edición original

Macherey, Pierre De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas. - 1“ ed. - Buenos Aires ; Amorrortu, 2011. 168 p. ; 20xl2cm. - (Filosofía) Traducción de: Horacio Pons ISBN 978-950-518-395-1 1. Filosofía. I. Pons, Horacio, trad. II. Título. CDD 100

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, A vellane­ da, provincia de Buenos Aires, en noviembre de 2011. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

índice general

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Palabras preliminares

39 La filosofía de la ciencia de Georges Canguilhem; epistemología e historia de la s ciencias 86

Para una historia natural de las normas

117 De Canguilhem a Canguilhem pasando por Foucault 131 Georges Canguilhem: un estilo de pensamiento 148 Normas vitales y normas sociales en el E ssa i su r quelques problèmes concernant le normal et le pathologique

Palabras preliminares

Reunir en un volum en los cinco textos que s i­ guen, como me lo propuso Eric Hazan, a quien co­ rresponde la iniciativa de esta publicación, no re­ sultaba tan evidente. En efecto, los artículos fue­ ron escritos en épocas m uy diferentes: el primero es de 1963 — acababa de terminar m i ciclo de estu­ dios— y el último de 1993, momento en el cual es­ taba cerca del final de m i carrera de inve stig a ­ dor y docente de filosofía. Entre esas dos fechas corrió mucha ^ u a bajo los puentes; peira ser sucin ­ tos, digamos que hemos cambiado de época, y que m i manera de trabajar, que me llevó a interesar­ me en ciertos problemas, a aplicarles modos de in ­ dagación y reflexión que me eran propios, y a ex­ poner precisamente los resultados de esas in ve sti­ gaciones bajo tal o cual modalidad, debió transfor­ marse con arreglo a un proceso que, sin duda, no pude encauzar del todo a m i antojo, habida cuenta de que en m is esfuerzos y anhelos personales in ­ terfirieron incitaciones y determinaciones de todo tipo — para no hablar de u n condicionamiento— , que no dependían de mí pero cuyas consecuencias tuve que a sum ir por la s buenas o por la s m alas: apropiándomelas, en cierto modo. Acerca del it i­ nerario intelectual que recorrí en el transcurso de estos últim os treinta o cuarenta años me explayé ya en una antología de textos publicada, en 1999, en la colección «Pratiques Théoriques» de Presses

U niversitaires de France, Histoires de dinosaure: faire de la philosophie (1965-1997)-. en ella se pre­ sentaba, sobre la base de mi propia experiencia, u n balance de recapitulación del conjunto de ese período, en el cual se produjo, prácticamente en todos los ámbitos, una inversión de tendencia que nada me disuadirá de interpretar como un triunfo obsceno del espíritu reactivo, causa de una pavo­ rosa regresión temto en el plano de la filosofía co­ mo en casi todos los demás. Nadie, como se acos­ tumbra decir, puede saltar por encima de su tiem­ po, y tampoco, agregaría por m i parte, ignorarlo, eludiendo la s coacciones im puestas por la evolu­ ción de una situación o un contexto, una evolución que uno mismo no ha decidido pero de la que debe hacer, por su cuenta y riesgo, el ámbito donde, en su nivel y con los medios de que dispone, se dedica a practicar entre otras cosas la filosofía, en circuns­ tancias que tienen, paradójicamente, algunos a s­ pectos negativos capaces de e stim u la r la refle­ xión, aun cuando por otra parte la refrenen. Los textos aquí presentados lle va n la marca de la s transform aciones coyunturales que acaban de mencionarse, lo cual instaura entre ellos una in ­ so sla yab le heterogeneidad e in c lu so un a d e si­ gualdad, y hace precario su agrupamiento dentro de un m ism o conjunto. Entonces, ¿por qué reco­ gerlos en el marco de un volumen que, en aparien­ cia, devuelve a su progresión un a coherencia o continuidad formal, a despecho de su carácter d is­ par, que su comparación, por lo demás, pone aún más de relieve? La empresa, no obstante, puede justifica rse, ante todo por una razón concerniente al contenido de la s cuestiones encaradas en estos cinco textos.

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Al releerlos uno tras otro — tarea que este proyec­ to de publicación me brindó la oportunidad de ha­ cer— me di cuenta de que, aun cuando fuese de una manera que podría parecer vacilante y hasta ciega en algunos aspectos, los im pulsaba el obsti­ nado movimiento de una idea que les era común, como s i esta hubiese procurado trazarse un cami­ no a través de ellos, entre oscuridad y claridad, según la lógica de una investigación que, para serlo verdaderamente, debe proceder sin saber de antemano hacia qué confines se dirige, e inventar su dirección a medida que progresa en su curso, de un modo que no puede ser del todo premedita­ do o preconcebido, pero que no por ello deja de obedecer a cierta lógica o, como d iría Pascal, «fuerza de la verdad», de la que extrae su relativa necesidad. E sa es la idea a la que traté de dar for­ ma explícita al escoger como título del presente volum en La fuerza de la s normas, una fuerza que decido interpretar en la óptica de una «potencia» y no tanto de un «poder» de la s normas. Potencia y poder — potentia y potestas, para hablar en el len­ guaje de la filosofía clásica— designan, en efecto, dos tipos de acción o intervención diferentes, y hasta opuestos: la dinámica de la potencia es in ­ m anente, en el sentido de que presupone u n a completa identidad y sim ultaneidad de la causa con su s efectos, que guardan a la sazón una re­ lación de determinación recíproca; por su parte, la referencia a un poder im plica una trascendencia, realizada por medio de un a anterioridad de la causa con respecto al efecto, de lo cual re su lta también que debe haber más en la primera, que lo gobierna, que en el segundo, relegado al rango de una consecuencia simplemente derivada. Aplica-

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da a la cuestión de las normas, con v ista s a deter­ m inar de qué clase de eficacia o «fuerza» disponen estas para la conducción de la vid a en todos su s aspectos, esta distinción es crucial; o bien se con­ cibe que las normas disponen de un «poder» abso­ lutamente fundado en sí mismo, con prescindencia de la materia que él rige entonces en la forma de una coacción externa — por ejemplo, mediante la im posición de su s reglas con el máximo vigor posible— , o bien, al contrario, se la s caracteriza como anim adas por una potencia en virtud de la cual se autoproducen y definen su figura a medi­ da que actúan, in situ, directamente sobre los con­ tenidos que se proponen regular, con lo cual son a la vez, según la fórmula de Pascal en su fragmen­ to sobre los dos infinitos, «causadas y causantes, ayudadas y ayudantes», sin que haya prioridad o precedencia alguna de uno de esos aspectos de su manifestación sobre el otro. Me parece — así, al menos, los he leído— que Canguilhem y Foucault giraron de manera incan­ sable alrededor de este problema que concentró su atención, y que esa preocupación constituye el hilo secreto que los liga desde un punto de vista fi­ losófico, dado que fueron, en el siglo XX, los dos grandes pensadores de la inmanencia de la norma y de la potencia de las normas, y que además se reconocieron a sí m ism os como íntimamente aso­ ciados en el tratamiento de ese tema cuyas varia ­ ciones personales propusieron; ello es lo que ex­ plica, en particular, la enorme consideración m u­ tua que se profesaron, hasta el final y a despecho de lo que por otra parte podía alejarlos. Para de­ cirlo con otras palabras, la principal justificación de m i interés por los trabajos de C anguilhem y

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Foucault radicaba en el retorno punzante de un problema, y no en el hecho de presentar su so lu­ ción como ofrecida en bandeja: para aquellos se trataba, ante todo, de comprender cómo actúan las norm as en los diferentes planos en que operan, con s u s características propias de tales que im ­ piden a sim ila rla s a leyes decididas e in stitu id a s — que exhiben, en consecuencia, el carácter de ar­ tefactos— , y afectadas por una dimensión de for­ m alism o en virtud de la cual dan pábulo a una re­ flexión de tipo esencialm ente jurídico. Ni para Canguilhem n i para Foucault la s normas se pre­ sentan como reglas formales que son aplicadas desde afuera a contenidos elaborados en forma independiente de ellas, sino que definen su figura y ejercen su potencia directam ente sobre lo s procesos en cuyo transcurso su materia u objeto se constituye poco a poco y adquiere forma, de una manera que disuelve la alternativa tradicional de lo espontáneo y lo artificial: quedan entonces por aprehender la naturaleza y la s modalidades de esos procesos en los cuales historia natural e h is ­ toria social interfieren de un modo que desafía las representaciones tradicionales de la causalidad, en particular la s que remiten al modelo de un de­ term inism o mecánico. Aunque uno y otro se ha­ yan abstenido de examinarla en general, como un objeto de discusión filosófica que puede ser consi­ derado en abstracto, lo cierto es que Canguilhem y Foucault comparten el hecho de haberse sentido principalmente absorbidos por esta cuestión, que orientó su s investigaciones: no la perdieron de v is ­ ta en n in g ú n momento, la retomaron sin cesar, con la inquietud permanente de llevar su examen al terreno donde pudieran revelarse, en un plano

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a la vez in d ivid u a l y colectivo, su s implicaciones prácticas, que impiden reducirla a la categoría de una especulación puramente teórica. Al aludir a ese vínculo, manifestado a través de la presencia común de un problema, no preten­ do en absoluto sug erir que C anguilhem y Fou­ cault deberían situarse en una m ism a línea en la que su s posiciones fueran intercambiables, lo cual sup ondría una drástica reducción de su conte­ nido, alcanzada al cabo de una operación de abs­ tracción cuyo principio es inaceptable, puesto que está claro que ambos encararon la cuestión de la norm a por v ía s m uy diferentes, y que s i en a l­ gunos puntos importantes su s intentos se cruza­ ron y llegaron así a conjugarse, no por ello dejaron de mostrar diferencias que obstan a confundirlos y hacer como si no fueran sino expresiones de un m ism o sistem a de pensamiento, que sólo habría tenido que d esa rro llar de m anera unívoca su s prem isas. E sa s diferencias obedecen, ante todo, a los campos de objetos sobre los cuales uno y otro centraron su reflexión: s i bien Foucault, que co­ menzó por ve stir el hábito de «psicólogo», partió del estudio de problem as relacionados con la s prácticas médicas, lo cual lo acercaba de entrada a Canguilhem, rápidamente amplió el terreno de su s investigaciones, que lo condujeron, en un pe­ riplo de asombrosa complejidad, a abordar temas concernientes de la manera m ás lata a la filosofía política y moral en todos su s aspectos; temas que Canguifliem, por su parte, no ignoró, pero que cónsídiró sólo en función del sentido de lo que pa­ ra él era la cuestión primordialidú'fle1S‘vida,:yina cuestión que, aun cuando tampoco estaba del todo ausente del pensamiento de Foucault, no ocupaba

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en él, sin duda, el m ism o lugar. Aunque ambos autores atribuyeron sum a importancia a las inte­ rrelaciones entre lo natural y lo cultural, lo bioló­ gico y lo social — interrelaciones que ni uno n i otro interpretaron en el sentido de una armonía con­ cordataria— , no encararon su s conflictos y tensio­ nes por el m ism o extremo: para sim pliñcar la s co­ sa s al máximo, diremos que lo natural — esto es, lo biológico— fue el polo principal de la reflexión de Canguilhem, en tanto que para Foucault el po­ lo principal fue el de lo cultural y lo social, y esa diferencia los llevó a efectuar, a través de un m is­ mo campo, recorridos inversos, destinados por con­ siguiente a encontrarse. Por tal razón, s i tiene al-_ gún sentido leer jun to s a Canguilhem y Foucault — empresa que, por cierto, n i uno n i otro habrían objetado— , hay que re sistirse empero a la ten­ tación de meterlos en la m ism a bolsa, para decirlo vulgarmente: la comparación, en efecto, debe su valor al hecho de que induce a su s intereses res­ pectivos, y a los resultados en que desembocó la plasmación de estos, a reaccionar entre sí y reve­ lar de tal modo aquello que, a la vez que los une, los desplaza, tanto en el plano de s u s centros de interés como en el de su s referencias intelectuales y su s estilos de pensamiento, para no hablar de su s estilos de escritura, que indiscutiblemente los distinguen, aunque sin oponerlos. A esa tentación que acabo de denunciar, ¿no he cedido yo mismo, al menos en parte? La sospecha podría confirmarse por el retorno obsesivo, en la mayoría de los textos que he dedicado a relecturas de Canguilhem y Foucault, de la referencia a Spi­ noza, filósofo por el cual ambos sentían sin duda cierta sim patía intelectual e incluso, tal vez, una

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1 especie de atracción, sin que ello los haya llevado, no obstante, a hacer de él una piedra angular de s u reflexión; esto explica, en particular, que en conjunto lo hayan citado y comentado bastante poco, porque en el fondo no era allí donde residía su problema. La insistencia de esa referencia es, pues, de m i entera responsabilidad y se explica por las orientaciones personales debidas a m i for­ mación, lo cual se traduce en que, sin erigirlo em­ pero en una autoridad absoluta — actitud que ha­ bría sido, me parece, del todo contraria al espíritu profundo del esp in osism o— , no haya dejado de volver a él, animado por la esperanza de penetrar los m isterios de ese pensamiento austero, «tan di­ fícil como raro», para recordar una fórmula que el propio Spinoza dejó asentada al final de su Ética y que resume bastante bien el carácter de su proce­ der, m ás sin g u la r que ninguno; el del pensador que fue m ás lejos, sin duda, en el sentido de una reflexión sobre el problema filosófico de la inm a­ nencia considerado en toda su generalidad. Por consiguiente (debo adm itirlo s in rodeos), me he valido de Spinoza, a quien creía conocer bastante bien — lo cual entrañaba, por cierto, una cuota de ilu sió n — , para comprender mejor lo que, ju n ta s, permitían pensar las obras de Canguilhem y Fou­ cault, dos autores contemporáneos con los cuales, movido por m is propios intereses espinosistas, yo sentía la mayor afinidad. En esta orientación con­ taba con la ratificación de Louis Althusser, quien también procuró que el conocimiento que podía te­ ner sobre lo s modos de proceder de aquellos le brindara un medio para nutrir su intento de ela­ boración de una filosofía del marxismo, la filosofía que la empresa de Marx ponía delante de sí mis-

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ma sin haber tenido o sin haberse procurado los in stru m e n to s para darle u n a forma explícita, problema que no dejó de obsesionarlo y para cuya resolución el recurso a Spinoza le parecía igua l­ mente indispensable. Todo esto — lo reconozco— huele a recuperación al servicio de los propios fi­ nes, una recuperación tanto m ás discutible, quizá, cuanto que se efectuaba en prim er grado, sin tener siquiera la perspectiva que habría supuesto luaa tentativa de manipulación consciente y razo­ nada. Con esto quiero decir — aunque debería ser obvio— que algunas cosas que escribí, sobre todo en el primero de los textos presentados aquí (el publicado en 1964 en La Pensée, con una extensa introducción de Althusser), ya no la s escribiría, al menos bajo esa forma; por ejemplo, en la conclu­ sión de la segunda parte del artículo, el comenta­ rio abrupto y cuando menos audaz, y hasta aven­ turado, sobre la manera en que Canguilhem había problematizado el conocimiento de la vida: «Pro­ ceder propiamente dialéctico y materialista».^ A esta confesión, que hago sin restricciones, quiero s in embargo aportar la sig u ie n te precisión; al fundarme en una concepción del pensamiento de Marx informado y reformado por el estudio de Spinoza, no tenía la intención de valerme de ella como de un prototipo o un modelo listo para ser aplicado tal cual, rígidamente, a otros contenidos especulativos, como la filosofi'a biológica de Can­ guilhem o la teoría histórico-social de Foucault, con v ista s a apropiarse de ellas o a incorporarlas a dicha concepción, de la cual habrían constituido entonces una mera prolongación o complemento; ^ Ver infra, pág. 56.

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con la relectura de C anguilhem y Foucault a la luz de Spinoza y Marx se trataba, en cambio, de llevar a cabo en forma sim ultánea la operación in ­ versa, consistente en releer a Spinoza y Marx a la luz de Canguilhem y Foucault, en una perspecti­ va, por ende, no de reducción, fatalmente àrida y empobrecedora, sino, al contrario, de enriqueci­ miento; de manera anàloga, por lo demás, la lec­ tu ra conjunta de C anguilhem y Foucault, o de Spinoza y Marx, no debía conducir a la a sim ila ­ ción arbitraria de cada uno de los m iembros de esos dos pares de autores al otro, en la que se los erigiera en los representantes de un pensamiento de sentido único destinado a transform arse en vulgata. En consecuencia, al releer hoy, con cierta pers­ pectiva, los diferentes textos en los cuales procuré dar razón de lo que era, a m i juicio, el espíritu fun­ damental de la s investigaciones de Canguilhem y Foucault — a saber: el insoslayable aporte de es­ tas a la comprensión de lo que im plica vivir, y v i­ v ir en sociedad, bajo normas— , estimo que no re­ su lta absurdo re un irlo s en un m ism o conjunto, sin abrigar la ilusión, empero, de que este pueda tener u n alcance sistemático o dogmático, pues la perspectiva que yo adopté de manera in stin tiv a desde el comienzo, consistente en poner la consi­ deración de los problemas por delante de la consi­ deración de la s soluciones que se les dan, inevita­ blemente provisorias, me parece hoy m ás válida que nunca, e incluso indispensable. Esto me lleva a proponer una justificación m ás para la concre­ ción de esta pequeña antología de artículos, ju s t i­ ficación que esta vez no concierne a su contenido temático, representado por la cuestión de la in-

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manencia, sino a su propio estatus, en cuanto j alones de una investigación que me guardaré bien de pretender consum ada, llegada a su térm ino — para ser breve: de presum ir que ha logrado de­ cir la verdad, la últim a palabra, sobre la cuestión en tomo a la cual no dejó de girar, aunque esto no signifique, sin embargo, que la fuerza de la idea verdadera no tuvo papel alguno en su desarro­ llo— . En otros términos, considero necesario que la s investigaciones que he podido realizar alrede­ dor de lo que acabo de caracterizar, ante todo, co­ mo un problema conserven su naturaleza tam ­ bién problemática, propia de una indagación en curso que, a pesar de hallarse inconclusa, no está por ello privada de toda significación y valor. Esta significación sería, en primer lugar, la de un docu­ mento concerniente a una época en que pude, con otros o al mismo tiempo que ellos, interesarme de manera prioritaria en esa clase de problemas e in ­ tenté precisar su s considerandos con mayor o me­ nor éxito, cuestión que no me toca a mí juzgar. Que esta época no está definitivamente cerrada y ter­ m inada es lo que testimonian investigaciones más recientes, llevadas a cabo por personas de una ge­ neración que no es la mía, en quienes reconozco la persistencia de una sim ila r atención intelectual, aun cuando no provengan de la m ism a tradición de pensamiento. Para no mencionar más que esos ejemplos, dos obras que fueron mucho m ás lejos de lo que yo había sido capaz de hacerlo en el exa­ men de la problemática de la fuerza de la s normas, y que demuestran que esta últim a ha mantenido actualidad e incluso cierta urgencia, son La Vie hum aine: anthropologie et biologie chez Georges Canguilhem, de Guillaume le Blanc (2002), y Les

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N ormes chez F oucault, de Stéphane Legrand (2007), ambas publicadas en la colección «Prati­ ques Théoriques» de P resses U n ive rsita ire s de France. Al formular el deseo de que los antiguos textos que yo m ism o pude dedicar a Canguilhem y Fou­ cault sean tomados como documentos, y no tanto como resultados teóricos que deben aceptarse o dejarse como tales en su forma presuntamente de­ finitiva; al sugerir, por consiguiente, un modo de uso u n tanto indirecto y sesgado, quiero hacer comprender que el tipo de interés recurrente que hoy son capaces de conservar depende justam ente de su carácter provisorio, incompleto, explicable por el hecho de que toman lugar en un recorrido efectuado en situación, de manera inevitablemen­ te opaca, lo cual no habría sucedido si se hubieran realizado en el espacio transparente del pensa­ miento puro, el espacio donde, parafraseando a Kant, la paloma emprende libre el vuelo. Por eso representan indicios y síntomas de la manera en que tuvo lugar coyunturalmente cierta recepción de los trabajos de Canguilhem y Foucault, en v ir­ tud de la cual estos cruzaron algunos márgenes del espíritu público y produjeron efectos en él; y en esa calidad, me parece, puede releérselo s, en cuanto representan u n esfuerzo de indagación teórica en el ámbito de la filosofía, esfuerzo del que puede decirse, con todas la s am bigüedades asociadas al uso del futuro anterior, que habrá s i­ do, pues, bajo la forma de una tentativa de pros­ pección sobre la cual aún hoy puede posarse una m irada retrospectiva, y cuyos resultados, en con­ secuencia, están destinados a medirse a la vez, indisociablemente, en térm inos de éxito y fracaso.

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Con esas condiciones, en esos límites, la heteroge­ neidad de estos textos no constituye por fuerza una desventaja o un obstáculo para su reunión: al contrario, puede conferir a esta un interés adicio­ nal. E sa es la razón por la cual, al retomarlos, no intenté redondear su s ángulos para hacer desapa­ recer la s irregularidades y la s desigualdades de la s que m uestran huellas y de la s que no puede li ­ berárselos, so pena de perder la mayor parte de la significación que todavía están en condiciones de re ivind ica r. Las correcciones que introduje en ellos, sobre todo en lo atinente al primer texto, el de 1963, que era imperativo arreglar para hacerlo un poco m ás presentable, no conciernen sino a la forma y no afectan en absoluto el contenido, que me prohibí modificar con el fin de conservar lo que acabo de llam ar su estatus de testimonios y docu­ mentos, del cual extraen lo que puede quedarles de sabor. Con la m ism a intención, me abstuve, luego de m uchas vacilaciones, de reiterar la ma­ nera de indicar la s referencias homogeneizando la s citas conforme al estado actual de los corpus en cuestión, porque me pareció que al mantener procedimientos que hoy están perim idos conse­ guía dar una idea m ás ju sta de la s condiciones y el entorno circunstancial en los cuales los traba­ jo s de Canguilhem y Foucault pudieron, en dife­ rentes momentos, abordarse de una manera que, desde la década de 1960, ha sufrido una conside­ rable evolución. Me queda ahora volver a cada uno de los cinco textos que siguen, a fin de precisar mejor los con­ textos en que se originaron, algo necesario por­ que, como acabo de tratar de justificarlo, es me-

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1 nester ponerlos de nuevo en situación para que conserven una parte, por leve que sea, de interés. E l texto titulado «La filosofía de la ciencia de Georges Canguilhem: epistemología e historia de la s ciencias», que fue m i primera publicación, ha­ bía sido en su inicio una ponencia estudiantil, que presenté durante el ciclo lectivo universitario de 1962-1963 en la École Normale Supérieure, don­ de disfrutaba, tras haber ganado el concurso de oposiciones de filosofía, de un «año suplem enta­ rio» dedicado a investigaciones libres, sin obliga­ ción n i sanción; a lo largo de ese año comencé a trabajar en estrecha relación con A lthu sse r, a quien conocía desde m i ingreso a la Ecole, pero con el cual no había tenido nunca la oportunidad de mantener ese tipo de vínculo. En una carta a Franca Madonia fechada el 23 de octubre de 1962, aquel, que pasaba entonces por uno de esos pe­ ríodos en que veía la vida color de rosa, escribía: «Mi a ctivid a d se d e sa rro lla en u n a forma sum am e n te satisfactoria; trabajo, y trabajo para hacer tra b a ja r a lo s otros, aquí m ism o, en la lín e a de m is in ve stig a cio ­ n e s o, en todo caso, en s u espíritu, y la cosa funciona de m a ra v illa s. Ya verás: de aquí a diez años, s u s h u e lla s y re su lta d o s se rá n v is ib le s en el u n iv e rso filosófico n a ­ cional y local».^

Una cosa es segura: el trato con A lthusser me brindó u n estímulo intelectual de una intensidad incomparable; y cuando él dice que hacía trabajar a quienes tenían a bien hacerlo «en el espíritu de su s investigaciones», hay que comprender que no ^ L ouis A lthusser, Lettres à Franca: 1961-1973, París: Stock/IMEC, 1998, pág. 257.

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había en ello ningún intento de adoctrinamiento, sino el esfuerzo con v ista s a establecer, sobre la base permanente de intercam bios y discusiones totalmente abiertas, un a com unidad de pensa­ miento en acto, sin caminos trillados, en un ver­ dadero espíritu de indagación — algo que resulta­ ba bastante embriagador y por lo que siempre le estaré agradecido— . A lthusser sabía h asta qué punto me había marcado la enseñanza de Canguilhem, a quien había seguido desde m i ingreso a la École en 1958, en un contexto y un ambiente de los que doy una idea en el cuarto de los artícu­ los aquí recogidos, el titulado «Georges Canguilhem: un estilo de pensamiento»; y por eso me pro­ puso hacer una presentación de su obra, entonces poco conocida por el gran público, aun cuando sólo fuera a causa de los obstáculos que el propio Canguilhem, que no le daba importancia a la notorie­ dad — una notoriedad que no rechazó cuando ter­ minó por llegar, pero que no se había interesado en obtener— , había interpuesto con el objeto de l i ­ m itar el acceso a su s escritos, que estaban agota­ dos o dispersos en publicaciones sumamente es­ pecializadas. Como es natural, yo acepté la pro­ puesta, que me entusiasm aba, y m i prim erísim a tarea, particularm ente laboriosa, co nsistió en reunir un corpus para su estudio, el cual aparece detallado en la primera parte de m i artículo, una enumeración que he mantenido aquí sin cambios a fin de dar una idea de la manera en que la obra de Canguilhem se presentaba en el aspecto mate­ rial, a comienzos de los años sesenta, a los ojos de aquellos cuya curiosidad despertaba. Tras reunir el paquete de libros y artículos que con gran es­ fuerzo había logrado hallar, me fui al campo, a un

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r lugar tranquilo, para examinarlos con detenimien­ to y procurar extraer de ellos algo que pudiese constituir la materia de una ponencia m ás o me­ nos consistente, no demasiado indigna del tema tratado, que no podía sin o despertar en m í un fuerte interés. Sólo volví a la Ecole el día y a la ho­ ra fijados para el ejercicio, y al llegar comprobé que Althusser, sin habérmelo advertido, había to­ mado la iniciativa de reservar para la circunstan­ cia la sa la del establecim iento destinada a la s grandes ocasiones: el salón de actos; al entrar a él, descubrí con sorpresa y estupor que a llí estaba Canguilhem en persona — a quien A lthusser ha­ bía avisado— , sentado a una mesa en primera fi­ la, papel y plum a en mano para tomar notas, en la postura de un alumno atento, lo cual me sum ió en una profunda turbación cuyo recuerdo aún con­ servo en toda su intensidad. Tratando de dominar el pánico que me invadía, brindé entonces, lo me­ jo r que pude, la prestación que se esperaba de mí, m ien tras procuraba no m irar dem asiado hacia donde estaba Canguilhem, que se mantuvo sum a­ mente tranquilo a lo largo de toda la prueba. En una carta a Franca Madonia del 25 de enero de 1963, A lthusser informa en caliente a su lejana corresponsal sobre el episodio que acaba de tener lugar momentos antes; «E sta tarde, clase con u na ponencia sobre un profesor de la Sorbona, delante de é l . .. (Había aceptado v e n ir a escu ch ar u n a ponencia de uno de m is a lu m n o s sobre s u obra: la cosa and uvo m uy bien; se quedó aquí h a sta h a ­ ce u n rato, ¡llegó a la s 14 y se fue d esp ués de la s 18.30! Todo estuvo OK; y era u n a aventura ante la cu al todo el m undo tem blaba, m á s que nad ie el alum no que de­ bía h a b la r frente a él, ¡yo no! Yo era s in duda el único, y

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en la d isc u sió n que sig u ió me m o stré ab so lu tam en te re la ja d o ..

A pesar de la obstinada preparación que había dedicado al ejercicio, su ejecución me resultó, en efecto, ardua y hasta peligrosa. E s indudable que Canguilhem , que había visto otros, no «tembla­ ba», pero tal vez estaba molesto, pues el hecho de que hablaran de él en su presencia le parecía in ­ conveniente y fuera de lugar, lo cual no impidió, empero, que aceptara la invitación. Confieso no tener un recuerdo m uy nítido de la discusión, sa l­ vo sobre el siguiente punto: C anguilhem había sorprendido al in s is t ir con fuerza en el papel de­ sempeñado por la referencia nietzscheana en su orientación filosófica personal, u n aspecto sobre el cual había m antenido h asta entonces m ucha discreción. La conversación siguió en el departa­ mento de A lthusser, situado en el piso de abajo, adonde este había llevado a todo el mundo para distender el clima: tomamos un buen vino blanco, que Canguilhem apreciaba, y seguimos hablando de todo u n poco, sin restricciones. Canguilhem, que desde siem pre me hab ía dem ostrado una gran benevolencia, no me hizo grandes comenta­ rios sobre m i exposición, que había escuchado sin pestañear, con indulgencia incluso cuando le atri­ buí, con desconcertante ingenuidad, inclinaciones por el m aterialism o dialéctico, lo cual debió de sorprenderlo mucho: me agradeció cortésmente el trabajo que había hecho acerca de s u s escritos y no pasamos de allí, como era de rigor entre gente de buen tono. Sin embargo, probablemente con^ L. A lthusser, Lettres à Franca.. ,,op. c it, pág. 356.

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servó una im presión favorable de m i presenta­ ción, pues a continuación le habló de ella a Fou­ cault, quien me propuso transformar la ponencia en un artículo para publicar en Critique, la presti­ giosa revista a cuyo comité de redacción él perte­ necía. Con ese fin, preparé entonces un texto que finalmente, por iniciativa de Althusser, se publicó en 1964 en La Pensée, aquella de las revistas teó­ ricas del Partido Comunista Francés (PCF) a la que él tenía libre acceso por intermedio de su re­ dactor en jefe, Marcel Cornu, de quien era amigo, y donde apareció una gran parte de su s artículos: «Sobre el jo ve n Marx (C uestiones de teoría)», «Contradicción y sobredeterminación (Notas para un a investigación)», etc., luego reeditados en La revolución teórica de Marx {Pour Marx], Publicar en una revista de obediencia marxista un estudio sobre C anguilhem que no estuviera destinado a demolerlo constituía, en esa época, una apuesta y u n desafío: aquel, a despecho de su s conocidas proezas en la Resistencia, era catalogado, en efec­ to, como u n reaccionario redomado, un adversario de los com unistas, reputación que debía en gran medida al papel que había desempeñado durante unos diez años, después de la Liberación, como inspector general de filosofía. Esta función lo ha­ bía llevado a recorrer Francia con v ista s a resta­ blecer una enseñanza pública devastada durante mucho tiempo a raíz de la política del régimen de Vichy, de quien Canguilhem había sido feroz opo­ sitor. E sa tarea, a la cual había decidido no s u s ­ traerse porque así se lo exigía su responsabilidad, la desempeñó con intransigencia, como todo lo que hacía, y ta l actitud lo lle vó en v a r ia s oportu­ nidades a chocar con profesores de filosofía comu-

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n ista s — eran m uchos en esa época— que, a n i­ mados con las mejores intenciones, tendían a me­ nudo a confundir su clase con una tribuna políti­ ca, un proceder que le parecía inadm isible y al que se h ab ía opuesto resueltam ente. En tales con­ diciones, hacer un elogio de Canguilhem, exaltar su obra de filósofo y de historiador de la s ciencias en ese medio particular, en estado de efervescen­ cia permanente y donde el anatema volaba con singular facilidad, era una suerte de provocación: justam ente lo que había ratificado en su in ic ia ­ tiva a Althusser, que por entonces tenía la íntim a convicción de que su tarea política esencial de filósofo era tomar intelectualmente el poder en el partido de la s m asas trabajadoras, y de que una acción perturbadora, desestabilízadora, como podía serlo esta publicación, era capaz, para re­ petir una fórmula por la que él tenía especial ape­ go, de «mover la s cosas» en el sentido adecuado. Por eso se empeñó en que el texto de m i artículo fuera precedido por una «Presentación» bastante extensa, firmada con su nombre y que comenzaba de la siguiente manera: «El a rticulo que aquí se leerá b rin d a por prim era vez u n a v isió n sistem á tica de lo s trabajos de Georges Can­ gu ilhe m . E l nombre de este filósofo e h isto ria d o r de la s ciencias, director del In stitu to de H istoria de la s Cien­ c ia s de la U n ive rsid a d de P arís, es conocido por todos aq uellos que, en el ámbito filosófico y científico, se in te­ re sa n en la s n u evas in vestig a cio n es sobre la epistem o­ logía y la h isto ria de la s ciencias. Su nombre y s u obra no tardarán en tener u n a audiencia m ucho m á s gran­ de. E s ju st o que la re vista fundada por L angevin dé s u acogida al p rim e r estud io ex h a u stivo que se le consa­ gra en Francia».

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En efecto: al parecer, no se había llevado a cabo antes ningún estudio de esta índole, y yo tuve el privilegio de abrir por m i cuenta y riesgo ese cam­ po de estudios, que a continuación ha sido m uy frecuentado y de manera sin duda menos aventu­ rada. La presentación de A lth u sse r fue repro­ ducida, en su versión completa, en la antología Penser Louis Althusser;^ yo mismo cité el que es, en m i opinión, su pasaje m ás significativo, en m i artículo «Georges Canguilhem: un estilo de pensa­ miento».^ Canguilhera, por su parte, se hallaba perfecta­ mente al tanto de la (mala) reputación que tenía en la esfera de influencia del PCF, lo cual le resul­ taba indiferente por completo. Razón de m ás para que lo sorprendiera el hecho de que acudieran a él personas a la s que se atribuía la pertenencia a di­ cha esfera de influencia, que le testim oniaban, con acentos de sinceridad que lo habían convenci­ do, la m uy grande admiración que sentían por su s trabajos teóricos, así como por la manera absolu­ tamente particular en que ejercía su m agisterio universitario, con un rigor, una ausencia total de énfasis y una claridad que contrastaban con los hábitos entonces im perantes en la Facultad de Letras de París, donde se había instalado en ge­ neral cierto espíritu de rutina. Desde hacía m u­ cho tiempo mantenía relaciones profesionales con A lth u sse r, en lo concerniente a lo s problem as planteados por la organización de los estudios de filosofía en la École Normale Supérieure, en los ^ Louis A lthusser, Penser L ouis A lthusser, Pantin; Le Temps des Cerises, 2006, pàgs. 25-30. ® Ver infra, pâgs. 143-4.

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que no había dejado de interesarse, sobre todo desde que su viejo compañero de estudios y amigo Jean Hyppolite había asum ido la dirección del es­ tablecimiento. E sa s relaciones habían llevado a Canguilhem y A lthusser a profesarse una estima recíproca, sentim iento que facilitó mucho la s co­ sa s cuando, por intermedio del grupo de alunmos filósofos de la Ecole del que yo formaba parte, las relaciones comenzaron a tomar otro cariz al sacar a la luz, en u n hecho no del todo previsto al princi­ pio, ciertas afinidades intelectuales que tenían como telón de fondo unos desafíos teóricos funda­ mentales. Se sabe que AJthusser, que xmos quince años antes había preparado \ma tesina de m aes­ tría sobre Hegel bajo la dirección de Gaston Ba­ chelard, apelaba en abundancia a los aportes de la nueva epistemología a la francesa para dar ba­ ses «científicas» sólidas a su empresa de reforma del marxismo, uno de cuyos pilares debía ser la noción de «corte epistemológico». Cuando Can­ guilhem comprendió en qué sentido y con qué fines se lo quería utilizar, quedó desconcertado, pero, a la vez que mantenía una actitud de prudente re­ serva, tampoco opuso un rechazo inequívoco a esa tentativa, en la certeza de que, de todos modos, no había forma de que se apropiaran de él. En conse­ cuencia, acogió con sim patía los llam ados que se le hacían y, sin comprometerse empero a título personal, aceptó con mucha cortesía, a pesar de su fama de irascible — un a leyenda que había a li­ mentado cuidadosamente— , los homenajes que le rendían personas que no pertenecían en absoluto a su «familia de pensamiento», una noción, esta últim a, que para él tenía por lo demás m uy poco sentido. E l hecho de que por prim era vez se le

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consagrara un extenso artículo teórico en una revista oficial del PCF no iba a aumentar mucho su reputación entre su s colegas, pero esto le im ­ portaba en verdad nada y quizás hasta lo divertía. Por eso, ja m á s me hizo ningún reproche y no plan­ teó reserva algun a con respecto a m i artículo: sim plemente, m ucho m ás adelante, cuando una editorial un ive rsita ria brasileña publicó Lo nor­ m al y lo patológico [O normal e o patologico], con la reedición de ese artículo como epílogo, me dio a entender que a su modo de ver la cuestión estaba fuera de lugar. Para decirlo sintéticamente: en su opinión, se había dado vuelta la página. Escribí el segundo texto incluido en esta anto­ logía, «Para una historia natural de la s normas», veinticinco años después del anterior. Lo había re­ dactado con v is t a s al Encuentro Internacional «Michel Foucault filósofo», que se celebró en el teatro del Rond-Point de París en enero de 1988. La totalidad de los trabajos presentados durante esa reunión se publicó el año siguiente en la colec­ ción «Des Travaux» de Editions du Seuil — uno de cuyos iniciadores había sido Foucault— , precedi­ da por un breve texto de presentación de Canguilhem. Este no se contaba entre los veintiocho par­ ticipantes del encuentro, pero había asistido a la s sesiones y durante un a d iscu sió n tomó la pala­ bra desde la sala para expresar, con la sobriedad que le era habitual, la conmovida gratitud que le había suscitado la lectura del artículo escrito co­ mo prefacio para la edición norteam ericana de un a antología de su s obras. El texto se titulaba «La vida; la experiencia y la ciencia», y su versión fremcesa había aparecido en enero de 1985 en un

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número en homenaje a Canguilhem de la Revue de Métaphysique et de Morale (luego se reeditó en el volum en 4 de los Dits et écrits).^ Fue imo de los últim os grandes textos escritos por Foucault poco antes de su muerte y, sin duda, uno de los estu­ dios m ás bellos que se hayan consagrado al pen­ sam iento de Canguilhem. Por temperamento y por principio, Foucault no era un hombre afecto a los juram entos de fidelidad, pese a lo cual había reconocido la jerarquía de «maestro» a C anguil­ hem — y, que yo sepa, sólo a él— ; cuando se presen­ taba la oportunidad de encontrarnos, siempre me hablaba, sabiendo del aprecio que yo sentía por aquel, de «nuestro viejo maestro», y esta fórmula, teñida de ironía, no estaba en modo alguno des­ provista de alcemce real. No creo que Foucault h a ­ ya seguido ja m á s su s cursos, a pesar de que lo te­ nía como su «director de tesis»; el propio Canguil­ hem contaba — era uno de su s temas favoritos de conversación— que no había dirigido nada en ab­ soluto, puesto que había recibido en su despacho el manuscrito de la Historia de la locura en la épo­ ca clásica ya plenamente conformado, sin que h u ­ biera sabido antes una palabra de su contenido, pues no había tenido ocasión de intervenir. Se refería, asim ism o, a su estupefacción al descubrir en ese texto, en negro sobre blanco, cuestiones que desde hacía tiempo ya él trataba de pensar por ® Michel Foucault, «La vie: l’expérience et la science», en B iís et écrits, 1954-1988, edición establecida por Daniel De­ fer! y François Ewald con la colaboración de Jacques La­ grange, Paris: Gallimard, 1994, vol. 4, texto 361, págs. TÒS­ TO [«La vida: la experiencia y la ciencia», en Gabriel Giorgi y F erm ín Rodriguez (eds.). E nsayos sobre biopolitica: excesos de vida, Buenos Aires: Paidós, 200T, págs. 41-5T].

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su cuenta sin lograr darles una forma tan siste ­ máticamente consumada, de un a m anera que a su entender era decisiva. Poco antes de que Fou­ cault defendiera esa curiosa tesis, que no tenía nada del ejercicio u n iv e rsita rio tradicional, yo veía regularmente a Canguilhem, bajo cuya direc­ ción preparaba entonces una tesina de maestría sobre «Filosofía y política en Spinoza»: él me h a ­ blaba de la te sis de Foucault como de un aconteci­ m iento poco común e importante, que no había que perderse bajo n in g ún pretexto. Y entonces sentí la necesidad de a sistir a esa defensa efecti­ vamente memorable: todavía veo, en el ambiente estirado de la Seda Louis Liard donde se celebra­ ba esa clase de ceremonias, a Foucault, a quien yo descubría en esa ocasión, escuchar en silencio los comentarios altamente elogiosos que Canguilhem e Hyppolite hacían sobre su obra, y responder, no sin cierta impaciencia, a la s observaciones m ás reservadas que le hacía Gouhier y la s objeciones de rutina de Ganddlac y Lagache, a quienes el es­ tilo inusitado de su trabajo había predispuesto de m anera notoria en su contra. Cuando el texto de la tesis apareció publicado por Pión, me lo procuré de inmediato, y su lectura me produjo el efecto de un sismo: el libro ponía en entredicho todo lo que solía hacerse en historia de las ideas, y abría pers­ pectivas inauditas a investigaciones que se enca­ m inaran hacia lo que hoy llam aría una «filosofía en sentido lato», no replegada en el estudio de s is ­ tem as doctrinales, sino respaldada en el conoci­ miento de la historia y los aportes de las ciencias hum anas; una filosofía, dicho sea de paso, que pu­ diera interesar no sólo a los «filósofos» de profe­ sión ■— a decir verdad, estos últim os nunca recono-

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cieron a Foucault como uno de los suyos, lo cual, por lo demás, no le causaba disgusto alguno— . A continuación, comencé a leer con avidez todo lo que Foucault escribía, a medida que su s libros y artículos se publicaban, con el m ism o sentimiento de una radical innovación, fuente permanente de sorpresas por su tendencia a poner en cuestión la s ideas convencionales, de manera a veces excesi­ vamente abrupta, pues no era él de andarse con chiquitas; confieso haberme sentido perturbado, al comienzo, por algunas de la s te sis desarrolla­ das en Vigilar y castigar y La voluntad de saber, y necesité cierto tiempo para advertir su validez y fecundidad e incluso, simplemente, para apreciar su alcance exacto. Foucault tenía lazos de con­ fianza y amistad con Althusser, de quien había s i­ do alum no durante su s años en la École Normale; este atribuía sum a importancia a la s investigacio­ nes de aquel, en la s cuales veía una convergencia con su s propios esfuerzos destinados a elaborar la perspectiva de u n marxismo revisado y corregido, básicamente heterodoxo; por su parte, Foucault, cuya actitud con respecto al marxismo — como al psicoanálisis, por lo demás— siempre fue de una extraordinaria complejidad, no hizo nada, al me­ nos en el período previo a 1968, para d isuadir a A lthusser de ver las cosas de esa manera. Si digo todo esto es para mostrar que yo tenía todas la s razones posibles para seguir interesándome en Foucault, aunque sólo fuera con la intención de tratar de develar los enigmas de u n pensamiento tan rico que parecía sustraerse a una aprehensión exhaustiva; aún hoy quedan por descubrir en esa obra inm ensa y de una asombrosa variedad, que no ha dicho su últim a palabra, cosas no vistas. La

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intervención que yo había preparado con v ista s al encuentro del Rond-Point representaba, en s u s ­ tancia, una tentativa de explorar con mayor pro­ fundidad algunos aspectos intrigantes del trabajo de Foucault, y de trazar con mayor exactitud los contornos de esa filosofía de la s normas que veía esbozarse en él y en la cual, con razón o sin ella, adivinaba cierta afinidad con esquemas teóricos heredados de Spinoza: al menos, me parecía, una lectura conjunta de este y de Foucault podía ser adm isible, no para asim ilar uno al otro, lo cual ha­ bría sido absurdo, sino para tratar de instaurar y poner en marcha una relación de intercambio en­ tre esos dos m undos de pensam iento que con­ fluían — que confluían en m i cabeza, en todo ca­ so— . No me corresponde decidir si esa tentativa fue o no fructífera, y ni siquiera s i tenía algún sen­ tido. E l tercer texto aquí reproducido, «De Canguilhem a Canguilhem pasando por Foucault», es fru­ to también de una intervención en el marco de un coloquio. Este, organizado como parte de las acti­ vidades del Collège International de Philosophie, tuvo lugar en diciembre de 1990 en el Palacio de la Découverte y su tema fue «Georges C anguil­ hem, filósofo, historiador de la s ciencias»; los tra­ bajos presentados se recogieron a continuación en un volum en de la «Bibliothèque du Collège Inter­ national de Philosophie».^ E sta exposición, que reunió a varios ex alum nos de Canguilhem, tenía Collège International de P hilosophie (ed.), Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences: actes du colloque (6-7-8 décembre 1990), Paris; Albin Michel, 1993, col. «Collège International de Philosophie». Í

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el objetivo de poner de manifiesto la dimensión fi­ losófica de la obra de un historiador de la s cien­ cias que, con una sola excepción — un breve texto titulado «De la science et de la contre-science», pu­ blicado en u n Hommage à Je a n Hyppolite— siempre se había abstenido de consagrar su s es­ critos a cuestiones de filosofía pura consideradas en cuanto tales. Por pudor, Canguilhem no habia asistido a la s sesiones del coloquio que le estaba dedicado, pero se había mantenido al corriente de su desarrollo y estaba visiblem ente satisfecho con el conjunto de la operación, que había suscitado toda clase de polémicas en los medios universita­ rios oficiales — lo cual no le fastidiaba en absolu­ to— . Yo había considerado natural aprovechar la oportunidad para tratar de correlacionar el inte­ rés que, desde m is años de estudio, les prestaba, respectivamente, a la s obras de Canguilhem y a la s de Foucault: de allí el título u n poco extraño de m i intervención, en la cual me proponía expli­ car, y en prim er lugar explicarme, lo que unía a estos dos autores a la vez que los diferenciaba y, en razón de los desplazamientos y la s tensiones que la atravesaban, hacía aún m ás estim ulante su relación. Una vez m ás encontraba, en el cruce de los cam inos que no sin trabajo me esforzaba por seguir, la cuestión teórica de la s normas, que no h ab ía dejado de preocuparme y cuyo trata­ miento, a mi entender, se enriquecía de manera particularmente significativa con la s enseñanzas extraídas de la lectura de Canguilhem y de Fou­ cault. ® Georges C anguilhem, «De la science et de la contrescience», en Suzanne Bachelard et al., Hommage à Jean Hyppolite, Paris: PUF, 1971, pàgs. 173-80.

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El cuarto texto, «Georges Canguilhem; un esti­ lo de pensamiento», me fue encargado por una re­ vista de docentes de filosofía. Les Cahiers Philoso­ phiques, que en 1996 dedicó uno de su s números a «La filosofía de Georges Canguilhem». En el m ar­ co de esa publicación de carácter conmemorativo, realizada poco después de la muerte de Canguil­ hem, me esforcé por dar razón del efecto de estu­ pefacción que habían provocado en mí — y que siento aún al escribir estas líneas— la persona, la enseñanza y la obra de aquel, a quien le debo lo esencial de los fundamentos de m i formación filo­ sófica y cuyas obras ja m ás dejaron de darme moti­ vos de reflexión. Para terminar, el quinto texto, «Normas vita­ les y normas sociales en el E ssa i su r quelques pro­ blèmes concernant le norm al et le pathologique», ubicado aquí en últim o lugar debido a s u fecha tardía de publicación,^ retoma el contenido de una intervención de 1993, en el curso del décimo coloquio de la Sociedad Internacional de Historia de la Psiquiatría y el Psicoanálisis, realizado en el Hospital Sainte-Anne. Se celebraba a llí el quin­ cuagésimo aniversario de la aparición, entre la s ® Pierre Macherey, «Normes vitales et normes sociales dans VEssai su r quelques problèmes concernant le normal et le pathologique», en F rançois Bing, Jean-F rançois B raunstein y E lisa b e th Roudinesco (eds.), A ctualité de Georges Canguilhem: Le Normal et le pathologique, actes du colloque de la Société Internationale d’Histoire de la Psychiatrie et de la Psychanalyse (4 décembre 1993), Le Plessis-Robinson; Institut Synthelabo pour le Progrès de la Connaissance, 1998, col. «Les Empêcheurs de Penser en Rond», pàgs. 71-84,

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publicaciones de la Facultad de Letras de E stras­ burgo en ediciones de Les Belles Lettres, de la te­ s is de medicina de Canguilhem, el E ssa i su r quel­ ques problèmes concernant le normal et le patholo­ gique, que fue reeditado luego, en 1966, por Pres­ se s U n iv e rsita ire s de France, aum entado con n uevas consideraciones, en un volum en titulado Lo norm al y lo patològico, que constituye uno de lo s puntos centrales de toda su obra. E sta vez, Canguilhem se molestó y escuchó sin decir pala­ bra la totalidad de la s intervenciones: tuve enton­ ces, durante los intervalos y el almuerzo, una de la s últim a s oportunidades de hablar con él, en rm clim a de familiaridad y confiímza, lo cual era para mí una experiencia a la vez emocionante y parti­ cularm ente gratificante, por tratarse de quien, entre los representantes del mundo universitario e intelectual que llegué a frecuentar, me inspira­ ba mayor admiración y respeto. En el transcurso de la conversación, me enteré de que el ejemplo de la niñera al que aludí en m i exposición, y que ha­ bía extraído de la lectura del E ssa i de 1943 con el fin de ilu stra r la m anera en que interfieren la s normas vitales y la s normas sociales, le había sido inspirado por un recuerdo personEil de vacaciones fallidas a causa de las indisposiciones de la perso­ na que estaba encargada de cuidar a su s hijos. Pa­ ra Canguilhem, que atribuía enorme importancia a la dim ensión existencial de la cuestión de la s normas — una cuestión con la que yo volvía a to­ parme en m i camino— , la reflexión filosófica y la s preocupaciones de la vida cotidiana nunca esta­ ban del todo separadas, conforme a una in sp ira ­ ción que debía quizás a su maestro Alain, al que ja m á s dejó de declararse fiel.

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Una reflexión para concluir e sta s palab ras preliminares; a m i juicio, Canguilhem y Foucault fueron, con algunos otros, los representantes de un pensamiento no ya prefabricado, sino vivo, en el cual la fuerza de la verdad se traza xm ceunino, u n camino necesariamente complicado, pues no puede ir en línea recta hacia una meta que debe inventar, y remodelar, en función de su desarro­ llo, que está destinado a no culm inar nunca y a proseguirse siempre en nuevas direcciones. Si va­ le la pena hacer filosofía, al m argen de lo que Pascal haya podido decir al respecto, es bajo la condición de buscar algunos puntos por los que pasa ese camino, cuestión que he tratado de resol­ ver con mayor o menor éxito en los textos consa­ grados a «la fuerza de la s normas». P ierre M acherey

Septiembre de 2008

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La filosofía de la ciencia de Georges Canguilhem: epistemología e historia de las ciencias* «La h isto ria de u n a ciencia no puede se r u n a mera colección de biografías ni, con mayor razón, u n cua­ dro cronológico m atizado con anécdotas. Debe se r ta m b ién u n a h isto r ia de la formación, la deforma­ ción y la rectificación de conceptos científicos».^ «La h is t o r ia de la s c ie n c ia s debe cu ra rn o s de e sa im paciencia, de ese deseo de transp arentar entre sí lo s m om entos del tiempo. U na h isto ria bien hecha, cu alq uiera que sea, es la que logra hacer se n sib le la opacidad y algo a sí como el espesor del tiempo. ( ...) E se es el elem ento realm ente h istó rico de u n a in ­ vestigació n, pues la h isto ria , a u n s in se r m ilag rosa o gratuita, es m u y otra cosa que la lógica, capaz de exp licar el acontecim iento cuando y a h a ocurrido, pero incapaz de deducirlo antes de s u momento de existencia«.^

* Este texto, cuyo título original es «La philosophie de la science de Georges Canguilhem: épistémologie et histoire des sciences», se publicó por primera vez enfia Pensée, 113, febrero de 1964, págs. 62-74. ^ Georges Canguilhem, «La constitution de la physiologie comme science», introducción a Charles Kayser (ed.). Phy­ siologie, tres volúm enes, París; Flamm arion, 1963 [«La constitución de la fisiología como ciencia», en Estudios de historia y de filosofía de la s ciencias, Buenos Aires: Amorrortu, 2009, pàg. 247]. ^ Georges Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroïde au XIX® siècle», Thaïes, 9, 1959, págs. 78 y 91

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La obra epistemológica e histórica de Georges C anguilhem impresiona, ante todo, por su especialización: a los dos títulos recién citados — la in ­ troducción a la Physiologie de Kayser y «Patolo­ gía y fisiología de la tiroides en el siglo XIX»— hay que agregar tres libros: E ssa i su r quelques problèmes concernant le norm al et le pathologi­ que,^ La Connaissance de la vie'^ y La Formation du concept de réflexe-^ además, varios artículos, entre los cuales es lícito destacar los siguientes: «Note su r la situation faite en France à la philo­ sophie biologique»,® «Qu’est-ce que la psycholo­ gie?»,^ «Sur une épistémologie concordataire»,® «L’histoire des sciences dans l ’œuvre épistémolo[«Patologia y fisiología de la tiroides en el siglo XIX», en E s­ tudios de h isto ria .. op. eit, págs. 243 y 310-1]. ^ Georges C anguilhem , E ssa i su r quelques problèmes concernant le normal et le pathologique, tesis de medicina, Clermont-Ferrand: La Montagne, 1943 [Lo norm al y lo patológico, México: Siglo XXI, 1986]. Georges Canguilhem, La Connaissance de la vie, Paris: Flammarion, 1952 lEl conocimiento de la vida, Barcelona: Anagrama, 1976], ® Georges Canguilhem, La Formation du concept de ré­ flexe auX V lF et XVIIF siècles, París; PUF, 1955 {La forma­ ción del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII, Bar­ celona: Avance, 1975], ® Georges Canguilhem, «Note su r la situation faite en France à la philosophie biologique», Revue de Métaphysi­ que et de Morale, 57(3-4), julio-octubre de 1947, págs. 32232. ^ Georges Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?», Revue de Métaphysique et de Morale, 63(1), 1958, págs. 1225 [«¿Qué es la psicología?», en Estudios de h isto ria ..., op. cit., págs. 389-406]. ® Georges Canguilhem, «Sur une épistémologie concorda­ taire», en Georges Boulingand et al., Hommage à Gaston Bachelard: études de philosophie et d ’histoire des sciences.

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gique de G. Bachelard»,® «L’homme et l ’anim al du point de vue psychologique selon C harles Dar­ win»,^® «La n écessité de la diffusion sc ie n tifi­ que»,^^ «Gaston Bachelard et les philosophes»^^ y «The role of analogies and m odels in biological d is c o v e r y » , y, para term inar, la participación París: PUF, 1957, págs. 3-12 [«Sobre una epistemología concordataria», en Jean Lacroix et al.. Introducción a Ba­ chelard, Buenos Aires: Calden, 1973], ® Georges C anguilhem , «L’h isto ire des sciences dans l’œuvre épistémologique de Gaston Bachelard», Annales de rU niversité de Paris, 33(1), 1963 [«La historia de las cien­ cias en la obra epistemológica de Gaston Bachelard», en Estudios de histo ria ..., op. cit., págs. 183-97], Georges Canguilhem, «L’homme et l ’anim al du point de vue psychologique selon Charles Darwin», Revue d ’Histoire des Sciences, 13(1), enero-marzo de 1960, págs. 81-94 [«El hombre y el animal desde el punto de vista psicologico según Charles Darwin», enE studios de histo ria .. ,,op. cit., págs. 119-33]. Georges C anguilhem , «La nécessité de la diffusion scientifique», Revue de l ’Enseignement Supérieur, 3, 1961, págs. 5-15 [«La necesidad de la difusión científica». Socio­ logia. Revista de la Facultad de Sociología de la Univer­ sid a d Autònoma Latinoamericana, 19, 1996, págs. 26-33], Georges C a i^ ilh e m , «Gaston Bachelard et les philo­ sophes», Sciences, 24, marzo-abril de 1963 [«Gaston Bache­ lard y lo s filósofos», en E stud ios de h ist o r ia ..., op. cit., págs. 198-206], Georges Canguilhem, «The role of analogies and mo­ dels in biological discovery», en A listair Cameron Crombie (ed.), Scientific Change: Historical Studies in the Intellec­ tual, Social and Technical Conditions for Scientific Disco­ very and Technical Invention from Antiquity to the Present (Symposium on the History of Science, Universidad de Ox­ ford, 9 a 15 de ju lio de 1961), Londres: Heinemann, 1963, págs. 507-20 [«Modelos y analogías en el descubrimiento en biología», en Ssfwoííos cíe historia. . ., op. cit., págs. 32439],

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en un nùmero de Thales dedicado a la historia de la idea de evolución, de redacción colectiva (1960), y en René Taton (ed.), Histoire générale des scien­ ces, cuatro volúmenes, París; PUF, 1957-1964. En toda esa obra, la reflexión se relaciona de manera tan rigurosa y continua con objetos preci­ sos que, en definitiva, debemos preguntarnos so­ bre el estatus de una investigación tan concreta y adaptada-, puesto que no sólo es erudita, sino que contiene una enseñanza general, y no sólo cumple una función de conocimiento de los detalles, tiene un alcance de verdad. De allí esta paradoja; ¿cuál es la cuestión enjuego a lo largo de esos estudios que parecen no deber su consistencia a otra cosa que su s objetos, entre los cuales, sin embargo, se manifiesta una asombrosa convei^encia? Un pri­ mer inventario nos pone frente a una diversidad radical. Diversidad de los temas, en primer lugar: la enfermedad, el medio, el reflejo, los monstruos, la s funciones de la glándula tiroidea. Diversidad de la s temáticas, a continuación; dentro de cada obra y de cada artículo advertimos una m ultiplici­ dad de niveles de análisis, a punto tal que parece posible hacer varias lecturas a la vez, para buscar y hallar en ellas una teoría de la ciencia, una teo­ ría de la historia de la s ciencias y, por último, la historia m ism a de la s ciencias y la s técnicas, en la realidad de su s caminos. Esto, sin que un nivel de anáfisis su stitu y a ja m á s a otro, como si tan sólo tuviera que servirle de pretexto; con referencia al reflejo o a la tiroides utilizados como ilustración, no encontramos una reflexión en lo atinente a la historia de la s ciencias. Las diferentes líneas que es posible a isla r van necesariamente a la par, y es esa un id a d la que hay que pensar, porque la re42

lación de los distintos niveles de a n á lisis denota la coherencia entre una reflexión, su s objetos y su s métodos. ¿Cómo abordar, empero, esa unidad? E n un comienzo son posibles dos caminos: se puede b u s­ car un contenido común o bien una problemática, un objeto o una cuestión comunes. Y, como es na­ tural, el que más nos atrae es el objeto, porque to­ da reflexión sobre la ciencia, sea histórica o esen­ cial, parece deber su coherencia a la existencia, la presencia de hecho de una ciencia constituida. Pero s i la ciencia es en verdad el objeto buscado, es menester saber cómo definir este último: h a ­ brá que acudir entonces a una teoría de la cien­ cia, al problema de la existencia de derecho de la ciencia, de su legalidad: un problema que debe re­ solverse dentro de la ciencia m ism a, es decir, en un a epistemología. S in embargo, ese problema supone otro, puesto que es la existencia de hecho de la ciencia la que plantea una cuestión de dere­ cho, que ya no es interior a su desarrollo sino otra cuestión, planteada a la ciencia y ya no por ella. E n consecuencia, pasamos de la problemática del objeto a la de la cuestión, y con ello nos vemos en la necesidad de caracterizar el fenómeno científi­ co como una actitud, una toma de posición dentro de u n debate. Y dado que la ciencia no determina por sí sola la s condiciones de este, dado que no lo asum e en su totalidad, porque está condenada a ser una parte en el proceso, también es posible in ­ terrogarla desde el exterior. Puesto que la ciencia es toma de posición, es posible, recíprocamente, tomar posición con respecto a ella. E n el caso de los libros de Georges Canguilhem estamos, en efecto, frente a un a obra esen-

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cialmente polémica, no lim itada a la descripción de su objeto, sino recorrida por la problemática de una evaluación, que no se aplica tanto a los result fados como a la formulación de una preg;xnta que puede plantearse de la siguiente manera: ¿Qué quiere la ciencia? Habida cuenta de que esta, en el detalle de su advenimiento, en su realidad discur­ siva, elabora una actitud, la s formas de una pro­ blem ática, la reflexión sobre ella es tam bién la búsqueda de una actitud, la formalización de una cuestión. Para rendir cuentas de vma historia de la s ciencias no se tratará, pues, de hacer la des­ cripción de una descripción; por lo demás, es sólo cierta postura ideológica de la ciencia sobre sí m ism a la que la lleva a no ser m ás que la descrip­ ción de un universo de objetos, y esa postura tam­ bién debe juz g arse. Toda la filosofía de la s cien­ cias consiste, por lo tanto, en hacer una pregunta sobre una pregunta. En consecuencia, no habrá que detenerse en el inventario de un a serie de descubrimientos, sino plantearse a cada instante, por medio de la rigurosa descripción del aconteci­ miento que constituye su aparición, la cuestión de principio de su sentido, su razón de ser. E incluso — y este vocabulario se aclarará a continuación— , no se hará una teoría sobre teorías, lo cual sería únicam ente tomar nota de cierto número de re­ sultados, y se procederá, en cambio, a una conceptualización sobre conceptos, que es el esfuerzo m ism o por rendir cuentas de un movimiento, de un proceso, remontándose hasta la cuestión que lo ilu stra en cuanto origen. Un proceder de estas características está tra­ dicionalmente ligado a un modo de investigación determinado; la exposición histórica. A través de

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la diversidad de los temas y los puntos de vista, objeto o cuestión nunca se dan de otro modo que en la discursividad de una sucesión, un desenvol­ vimiento. Parece, desde el inicio, que los fenóme­ nos sólo cobran sentido cuando se los resitúa en su historia. Pero desenvolvimiento e h isto ria no son aún m ás que términos abstractos, demasiado generales y h asta ambiguos: quien dice «desen­ volvim iento» parece decir «desarrollo» y, por en­ de, aparición progresiva de lo que estaría envuel­ to en el origen como en un germen. Más que con el término progreso, afectado de ju icio s de valor con connotaciones históricas, podríamos conformar­ nos provisoriam ente con el térm ino proceso, en cuanto retomo crítico a sí mismo. Esta vacilación con respecto a la palabra no es arbitraria: respon­ de a la necesidad de nombrar una forma paradó­ jic a , que constituye u n problema. E n efecto, en Canguilhem, la exposición histórica ja m á s es l i ­ neal: son contadas la s ocasiones en la s cuales se la presenta en su orden inmediato de sucesión cro­ nológica, que term inaría por reducir la h isto ria de la s ciencias a una adquisición continua de re­ sultados positivos; la s m ás de la s veces se la retranscribe de una manera m uy elaborada, a me­ nudo todavía m ás inesperada de lo que lo sería ex­ ponerla en sentido inverso a su orden natural: el ejemplo m ás sorprendente es el artículo «Medio» de E l conocimiento de la vida (se parte de Newton para llegar hasta el siglo XX; de allí volvemos a la Antigüedad y seguim os de nuevo el orden h istó ­ rico, hasta Newton); en el capítulo de Lo normal y lo patológico sobre Comte, nos remontamos de es­ te a B roussais y luego a Brown, es decir, un siglo atrás. Reflexiva o trastocada, esa historia mues-

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tra una distorsión paradójica de la sucesión inme­ diata. Aun antes de revelar el secreto de un sentido, esto puede servir de indicio metodológico: ese modo de escribir la historia sugiere, en primer lu ­ gar, una intención crítica. E l punto de partida lo proporciona, pues, el cuestionamiento razonado de la manera habitual de escribir la historia de la s ciencias.

La historia tal y como se la hace: su crítica No nos extenderemos sobre el «estilo» histórico que es, no obstante, el m ás difundido: el de la s enumeraciones, los recuentos, los inventarios. Se lo puede demoler con facilidad si se lo ataca en dos de su s determ inaciones, absurdam ente contra­ dictorias, pero cuya reunión no es fortuita sino, antes bien, un testimonio del relajamiento de su s intenciones. Grisalla de hechos amontonados — en un contexto semejante (el montón), la noción de hecho científico pierde la mayor parte de su sen­ tido— , la reseña en forma de crónica genera la ilu ­ sión de que hay acumulación de datos: la historia se reduce a una línea pálida no ensombrecida por n ing ún obstáculo y que no conoce la regresión ni la fragmentación. Empero, a la inversa, esa acu­ m ulación, en cuanto parece ser de por sí obvia, implica, más que la idea de una teleología (luz aún demasiado intensa), la de un azar. La línea del relato no es más que la forma dada a una discon­ tinuidad radical-, introducidos uno por uno, se a li­ nean los aportes que no aportan nada a nada. Es46

ta historia absolutamente contingente colecciona fechas, biografías y anécdotas, pero en definitiva no da cuenta de nada, y menos que menos del es­ tatus histórico de una ciencia constituida. Contra una historia así de arbitraria, que no es en el fondo m ás que una historia indiferente, debe ser posible — y es necesario— escrib ir una h is ­ toria interesada. A partir de esta exigencia se en­ tabla un debate, lanzado por la crítica de una ma­ nera de escribir la historia tomada como modelo, cuyo responsable parece ser el primer interesado en escribir una historia de la ciencia: el científico. Se verá que él está demasiado interesado en la operación, y con ello la condena a no alcanzar su objetivo: m ás que escribir una historia, el cientí­ fico da forma a leyendas, su leyenda, reorganizan­ do el pasado en función de su s propias inquietu­ des presentes y sometiendo el elemento histórico a las normas de su pasión fundamental; la lógica de su ciencia, es decir, de la ciencia actual. Sin em­ bargo, debería ser posible escribir otra historia, que m a n tu vie ra la preocupación por poner en evidencia u n verdadero sentido y respetara, al m ism o tiempo, la realidad de los acontecimientos pasados; una historia que revelara la ciencia como constitución y descubrimiento a la vez. De ordinario, el lugar de la historia de las cien­ cias se define con claridad dentro de la obra cientí­ fica: esa historia se incluye en su totalidad en el capítulo introductorio, consagrado al «historial» del problema estudiado en el resto del libro. El científico no tiene cuentas que rendir a la historia al cabo de su proceso, sino m ás bien un a cuenta que arreglar con ella previamente. Los ejemplos

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abundan; el m ás llam ativo es el de Du Bois-Rey­ mond y el historial que este hace del problema del reflejo, no en un capítulo de introducción sino en im discurso oficial.^^ En él vemos en toda su ple­ nitud cuáles son los elementos que determinan el retomo ficticio al pasado: una cronología llena de huecos, entre los cuales se deslizan los elogios re­ trospectivos, no gratuitamente repartidos. Resul­ ta manifiesto que esta historia es defectuosa; pe­ ro, m ás aún, n i siquiera es una historia. Tres son los rasgos esenciales que exhibe: es analítica, re­ gresiva y estática. A nalítica en un primer sentido, porque a ísla una línea específica, y no el verdadero historial de u n problema determinado, lo cual plantea m uy otras cuestiones; se conforma con un tratamiento p a rcia l de ese problema. Cuando Gley y Dastre delinean la historia de la cuestión de la s secrecio­ nes internas, «uno y otro de svin cula n la s expe­ rie n cia s fisiológicas de la s circu n sta n cia s h i s ­ tóricas de su creación, la s recortan y la s ligan en­ tre sí, y sólo invocan la clínica y la patología para confirmar observaciones o verificar hipótesis de fisiólogos», a pesar de que en ese fragmento de historia la fisiología no tiene un papel protagónico (su papel es «de explotación, y no de funda­ ción»).^^ Al estrechar la apertura del campo den­ tro del cual se desarrolla una problemática especí­ fica, nos im p edim os comprender la lógica proE m il du Bois-Reymond, discurso en conmemoración de la muerte de Johannes Müller en 1858, citado en G. Canguilhem, La Formation du concept. . .,op. cit., pàg, 139. G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­ de, . op. cit., pàg. 87 («Patología y fisiología de la tiroi­ des. . .», op. cit., pàg. 305].

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pia de su m ovimiento. Pero esta no es sin o u n a primera forma de division: aún m ás significativa es la voluntad de efectuar una partición dentro de la historia m ism a, por medio de los criterios que proporciona el estado actual de una ciencia. La in ­ vestigación del pasado coincide entonces con un trabajo de descomposición: se trata de develar en retrospectiva parcelas, gérmenes de verdad, y li­ berarlos de los márgenes de error. E l descubri­ miento científico, por consiguiente, nunca será lo que su s condiciones de aparición hacen de él, sino la aparición pura, la manifestación o la revelación de lo que dehe ser. En el límite, se diagnostican in ­ venciones fa llid a s reconstituyendo la verdadera solución de un problema a partir de su s elemen­ tos: es lo que sucede, por ejemplo, s i se pasa «revis­ ta a los conocimientos de toda clase y origen en los cuales, al parecer, Müller podría haber encontra­ do, en aras de una unificación que con seguridad era m uy capaz de hacer, las presunciones de lo que sesenta años m ás tarde habría de contener un tratado común de fisiología en m ateria de tiroi­ des».^® Se omite así lo que debe suscitar la aten­ ción prioritaria del historiador de la s ciencias, como, por ejemplo, esta declaración de Johannes Müller en su Handbuch: «Se ignora cuál es la fun­ ción de la tiroides», que expresa no una elemental confesión de ignorancia, sino la voluntad del cien­ tífico de determinar con precisión lo que él sabe, para a isla r sobre esa base el contenido de su igno­ rancia. En tal perspectiva, hay un desfile de ver­ dades científicas amputadas de su contexto real, lo cual hace creer a la vez en la continuidad de un esI6ÍCÍ., pág. 78 [ibid., pág. 2931.

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clarecimiento y en la persistencia de una oculta­ ción: los espacios de ignorancia no hacen, enton­ ces, m ás que demorar la marcha del conocimiento, que no por ello deja de avanzar; se habla a la sa ­ zón de una «viscosidad del progreso». La verdad de esa representación de la historia se encuentra en el reverso exacto de la descripción que se hace de ella: sólo se muestra el paso de lo falso a lo ver­ dadero a condición de presuponer lo verdadero en el punto de partida. Se supone al comienzo, incon­ fesada o inconfesable, una edad de oro científica, en que la totalidad de la ciencia se lee de derecho como en transparencia, sin que sea necesaria la participación de un trabajo y un debate; una ino­ cencia de lo verdadero, efectuada a través de su donación ideal, tras lo cual la historia no es más que caída, oscurecimiento, crónica de una lucha vana. El secreto de esta historia es, por lo tanto, una reflexión puramente mítica, que no por ello está desprovista de sentido, porque el mito cum ­ ple una función precisa: la de proyectar en un co­ mienzo que reniega de toda temporalidad, ya que la precede radicalmente, el estado actual de la ciencia. En segundo lugar, la presentación espontánea de la historia del saber es regresiva, porque con­ siste en reconstruir verdades a partir de u n ele­ mento verdadero ya dado en el presente de la cien­ cia y proyectado en un comienzo mítico. Más que exacta, esta historia decide ser reflexiva: aspecto importante, porque la otra h isto ria que escribe Georges Canguilhem, construida sobre la s ruinas de esta, tam bién será reflexiva', se verá entonces Ibid. 50

f

que a partir del método recurrente puede in s t i­ tu irse un a representación absolutam ente dife­ rente del hecho histórico. La regresión llevada a cabo por la h isto n a de los científicos cae en una trampa porque confunde su movimiento con el del análisis: al m ism o tiempo, la retrospección se re­ duce a un recorte, que permite efectuar una selec­ ción; en esas condiciones, el despliegue de la s teo­ rías se lim ita a ser un surgimiento, cuya posibili­ dad se programa sobre la base de la teoría final. Para terminar, esta presentación es estática, porque en ella no se atribuye papel alguno a una duración efectiva: todo se juega en el presente in ­ memorial de la teoría, que sirve a la vez de punto de partida y de referencia última. Una vez in sta ­ lado el decorado (el estado actual de una teoría) como apariencia engañosa, es im posible escapar al teatro, y la s intrigas que en él se representan son todas fingidas. A sí como su comienzo no es m ás que el resultado de una proyección mítica, el tiempo de esa historia no es sino el disfraz de una lógica. Para tomar una de la s imágenes de Canguilhem , la s teorías precedentes son «repeticio­ nes» de la que llega en últim o lugar, tanto en el sentido teatral de la palabra, en que la repetición o el ensayo precede al espectáculo, como en su sen­ tido corriente de recapitulación.^^ Dado que al co­ mienzo y al final debemos encontrar lo mismo, en­ tre uno y otro no pasa nada. Las nociones vienen y se van, pero a nadie se le ocurriría interrogarse sobre su ir y venir: la s cosas sólo existen, pues, porque su naturaleza siem pre h a consistido en G. Canguilhem, «LTiomme et l ’a n im a l.. op. cit., pág, 85 [«El hombre y el a n im a l..,», op. cit., pág. 123],

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existir, y terminamos por hablar de «nociones vie ­ ja s como el m u n d o » .N a d a aparece, nada nace, no hay m ás que «desarrollo» continuo de un pasaje. Nos quedamos, por ende, con la ciencia presen­ te constituida, cuya historia no es más que el des­ pliegue inverso, la deducción en espejo, retros­ pectiva. En esa perspectiva, es im posible hablar de la formación real de una ciencia, de una teoría (pero, precisamente, se verá que la s que se «for­ man» no son, en rigor, las teorías): con anteriori­ dad a la últim a etapa tan sólo hay una prehistoria a rtificial, tras la cual queda todo por hacer. El ejemplo m ás característico de esta deformación lo brinda el concepto de reflejo en su s relaciones con el cartesianism o (uno de los temas centrales del li­ bro acerca del reflejo). El concepto científico de re­ flejo, llegado a la adultez, permite elaborar una teoría del m ovim iento involuntario con prescindencia de cualquier psicología de la sensibilidad; parece inscribirse con toda naturalidad en un con­ texto de inspiración mecanicista, y nada es m ás ló­ gico, por ende, que buscar su s orígenes en Descar­ tes. De hecho, en el artículo 36 del Tratado de las pasiones, y en el Tratado del hombre, encontra­ mos la palabra o su sombra, y una observación co­ rresp ondiente a lo que desde entonces hem os aprendido a designar como un fenómeno reflejo. Ahora bien, u n estudio atento de la fisiología cartesiana revela, en primer lugar, que en los tex­ tos utilizados estamos frente a otra cosa, y no a un fenómeno reflejo) en segundo lugar, que el con­ ju n to de la teoría cartesiana (concepción de los G. Canguilhem, La Formation du concept. .., op. cit., pág, 148.

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e sp íritu s anim ales, de la estructura de los ner­ vios, del papel del corazón) hacía en realidad im ­ posible la formulación del concepto de reflejo. E s­ tamos, pues, en presencia de una leyenda, pero de una leyenda tenaz, verdaderamente constitutiva y sim bólica de cierta manera de escribir o, mejor, de reescribir la historia. E l ejemplo m uestra en medida suficiente que se trata de una historiogra­ fía, una historia orientada, apologética, y no siem ­ pre por razones que obedezcan a la ciencia o la teo­ ría: s i Du Bois-Reymond pone por delante a Des­ cartes, lo hace para escamotear a Prochaska, y si el profesor de la Universidad de Berlin borra de la historia al científico checo, es para afirmar la su ­ premacía nacionalista de una ciencia «fuerte» so­ bre la ciencia de una minoría. Más que un a ciencia que escribe s u historia, vemos a llí a un científico que redacta su s memo­ rias, y para hacerlo proyecta su presente en un pasado imaginario. Pero el ejemplo del reflejo no sólo es demostrativo: nos hace entrar en la s razo­ nes de esa desviación y permite describir su for­ ma exacta, puesto que el concepto de reflejo, una vez «formado», parece tener por derecho propio su lugar en una teoría mecanicista. Habrá que ver, con todo, s i ese lugar se impone de manera absolu­ ta y es excluyente de otro, aunque la historia, tal y como el científico la reconstruye, traslada el con­ cepto al contexto de otra teoría, armoniosa con la primera. La trayectoria de esa historia ficticia se traza, pues, entre dos teorías, e incluso entre dos formas de im a m ism a teoría. El concepto sólo par­ ticipa como mediación, pantalla para esa opera­ ción de sustitución; y, de hecho, se advierte que se lo olvida como tal, al extremo de reconocérselo

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donde no está. Por otra parte, esta historiografía no es u n puro fantasma, un sim ple fenómeno de proyección; se apoya sobre datos reales, que u ti­ liza o explota como pretextos: se refiere sobre to­ do a ciertos protocolos de observación considera­ dos «suficientes»; la presencia de un m ism o fenó­ meno parece bastar para confirmar la permanen­ cia del concepto (por ejemplo: el reflejo palpebral figura, al parecer, en la s observaciones reprodu­ cidas por Descartes; al menos, lo que m ás adelan­ te se identificó como reflejo palpebral es efectiva­ m ente observado y descripto por él). En conse­ cuencia, el mecanismo de la deformación es el s i­ guiente: se toman los fenómenos por conceptos y los conceptos por teorías; en un comienzo, hay una confusión organizada de los niveles, cuando una verdadera representación de la historia, que pre­ serve su historicidad real, tiene que distinguir ri­ gurosamente lo que se relaciona con la observa­ ción de los fenómenos, con la experimentación, con el concepto y con la teoría. La distinción entre el concepto y la teoría conti­ núa siendo lo m ás difícil de lograr, porque en apa­ riencia no remite a operaciones separadas. Por el momento, entonces, tan sólo pueden proponerse determinaciones aproximadas, que será menester precisar. Un concepto es una palabra más su defi­ nición; el concepto tiene una historia; en u n mo­ mento de ella, se dice que está formado, a saber: cuando permite establecer u n protocolo de obser­ vación — «En 1850, el concepto de reflejo está in s­ cripto en los libros y en el laboratorio, bajo la for­ m a de aparatos de exploración y dem ostración montados por él y que sin él no hubiesen existido. El reflejo deja de ser sólo concepto para convertir-

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se en percepto»— y cuando ingresa a la práctica de una sociedad; al m ism o tiempo que aparece el martillo que revela el reflejo rotuliano, la palabra pasa a la lengua corriente; la difusión del concepto coincide con su vulgarización, y en ese momento comienza otra parte de su historia, que no es tanto la de su deformación como la de constatación de su inadaptación creciente a lo que se le quiere hacer decir: es el inicio de su revisión (la inversa de la formación). Una teoría consiste en la elaboración general de aquello que por ahora nos conformare­ mos con llam ar «aplicaciones» del concepto. Mien­ tras que el camino de la historia real va del con­ cepto a l fenómeno a través de dos mediaciones ín ­ timamente solidarias: experimentación y teoría, la historia vista de manera espontánea por los cien­ tíficos se funda en una concepción jerárquica de los niveles, de la observación a la teoría, que auto­ riza a la vez operaciones de sustitución (fenómeno = concepto = teoría) y una concepción de la histo­ ria como encadenamiento de la s teorías: partimos de ellas y en ellas nos quedamos, ligadas unas a otras porque constituyen, en apariencia, el ele­ mento m ás consumado de la práctica científica, el que ofrece una indiscutible consistencia y con el cual, por consiguiente, podemos contar. Proceder idealista típico. La idea de u n encadenamiento im plica la de­ pendencia con respecto a una lógica, dada por la últim a teoría en cuanto se la presenta como la ra­ zón de todas las otras, la que la s explica. Ahora bien, Georges Canguilhem sustituye el encadenaG. Canguilhem, La Formation du concept. ., op. cit., pág. 161,

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miento de la s teorías por la filiación de los concep­ tos: de a llí la exclusión de todo criterio interno, dado por una teoría científica y, por lo tanto, s u ­ puesto por ella. La meta de Canguilhem es atri­ b uir todo su valor a la idea de una historia de las ciencias, que procure identificar, detrás de la cien­ cia que oculta su historia, la historia real que la gobierna y la constituye. Se trata, pues, de prose­ guir la historia en el exterior de la ciencia misma, lo cual es una manera de decir que esa historia es, de hecho, el paso de un «no se sabe» a un «se sabe». Se dirá además que es el esfuerzo por pensar la ciencia en su cuerpo real, el concepto, m ás que en su legalidad ideal, constituida por la teoría en su forma consumada. Proceder propiamente dialécti­ co y materialista.

Nacimiento y formación de los conceptos Antes de elaborarla de manera m ás precisa, la orientación que sostenemos de aquí en m ás in d u ­ ce a considerar la historia como una sucesión de acontecimientos reales, y no como el desenvolvi­ miento de intrigas ficticias o como una disem ina­ ción de accidentes. En consecuencia, el método de investigación será necesariamente empírico y crí­ tico; debe estar abierto a toda posibilidad de in ­ formaciones, tanto m ás cuanto que está en pre­ sencia de u n material esencialmente disfrazado. De tal modo, la formación de un concepto como el de reflejo debe ser descripta a través de una serie de etapas originales, específicas, cuya enumera­ ción se in sp ira m ás en una lógica de la biología 56

que en una logica formal o filosófica. Cada con­ cepto tiene, por lo tanto, su historia propia, en la cual siempre se registran, empero, dos momentos esenciales: el de su nacimiento y aquel en que ac­ cede a su consistem ia característica (ya no se h a ­ bla de coherencia, porque todos los estados de un concepto tienen, por derecho propio, su coherencia correspondiente); se dice entonces que el concepto está «formado»; en el caso del concepto de reflejo, se puede estimar que la segunda etapa se cumplió en 1800, cuando recibió su definición cabal, en la cual puede encontrarse, como si se organizara en estratificaciones, toda la historia que lo separa de su nacimiento. 1. El tema del nacimiento remite a una doble exigencia metodológica: los conceptos no son da­ dos para toda la eternidad, y la cuestión de su aparición precede por derecho propio a la de su prefiguración y, por lo tanto, la invalida. Al nacer, un modo de pensar científico aparece con indepen­ dencia de toda elaboración teórica: la teoría pue­ de coincidir o coexistir con el concepto, pero no lo determina. A sí también, para aparecer, u n con­ cepto no exige u n telón de fondo teórico predeter­ minado', ocurre, por ejemplo, que el concepto de reflejo no tiene origen en el contexto mecanicista al que se creyó poder transponerlo retrospectiva­ mente, sino que surge, con la obra de W illis, en el contexto de u n a doctrina de in sp ira c ió n dinam ista y vitalista, en relación con la cual se presen­ ta como u n a anomalía. E n ese sentido, el naci­ miento de un concepto es un absoluto comienzo: la s teorías, que son como su «conciencia», sólo vie­ nen después, y va ria s excrecencias teóricas pue-

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den injertarse en un m ism o concepto. La indife­ rencia del concepto naciente respecto del contexto teórico de ese nacimiento (como escribe Canguilhem en su introducción a la Physiologie de Kayser, págs. 18-20 [op. cit., pág. 249]; «los problemas m ism os (. ..) no se originan necesariamente en el terreno en que encuentran su solución») es para aquel la promesa de una verdadera historia, que tiene por condición la polivalencia teórica. Los de­ sarrollos ulteriores del concepto coexistirán en parte en su paso de un contexto teórico a otro. Hay que describir con mayor precisión el con­ cepto en su nacimiento y la s condiciones de este último. E l concepto, lo hemos dicho, comienza por no ser otra cosa que una palabra y su definición. La definición es lo que permite identificarlo-, lo especifica entre los conceptos y en su carácter de tal. Dentro de la sucesión de niveles a la que ya nos hem os referido, tiene, por consiguiente, un valor discrim inatorio; «No se puede considerar equivalente de una noción n i a una teoría general como lo es la explicación cartesiana del m o vi­ miento involuntario ni, con mayor razón, a un re­ cordatorio de observaciones que en muchos casos se remontan m ás allá de nuestro autor»;^^ la con­ cepción cientificista de la historia, por el contra­ rio, en modo alguno tiene en cuenta los rasgos dis­ tintivos de la noción, o concepto, porque confunde teoría y observación. Al mismo tiempo que d istin ­ gue la función que le es propia, la definición eleva el concepto por encima de su realidad inmediata, al dotar de un nuevo valor al soporte terminológiG. Canguilhem, La Formation du concept..

pág. 41.

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op. dt.,

co que lo constituye en un inicio; de la palabra ha­ ce una noción. Hay que partir, sin duda, del sopor­ te terminológico, según escribe Canguilhem en su artículo sobre «patología y fisiología de la tiroides» (pág. 80 [op. cit., pág. 295]): «Es cierto, la s pa­ labras no son los conceptos que ellas vehicular!, y lo s conocimientos sobre la s funciones de la tiroi­ des no aumentan cuando se restituye, en una eti­ mología correcta, el sentido de una comparación de morfologista. Pero no es indiferente para la h is ­ toria de la fisiología saber que, en 1905, cuando Starling propuso por primera vez el término “hor­ mona” a sugerencia de W. Hardy, lo hizo luego de consultar a u n colega, W. Vesey, filólogo de Cam­ bridge». Empero, tampoco cabe detenerse allí; co­ mo dice el propio Canguilhem en uno de su s ar­ tículos sobre Bachelard [«La historia de la s cien­ cias. ..», op. cit., pág. 187], «una m ism a palabra no es u n m ism o concepto. Es preciso reconstituir la sín te sis en la cual está insertado el concepto, es decir, reconstruir a la vez el contexto conceptual y la intención directriz de la s experiencias u obser­ vaciones». Develar la aparición de una noción es, por ende, reducir la ciencia a su materia prima in ­ mediata, extraída del lenguaje, pero sin perder de v ista la s condiciones prácticas de su elaboración, pues son ellas la s que permiten saber s i se trata o no de sim ples palabras. Así podrá reconstituirse la invención del concepto, con apoyo en su s instru­ mentos reales; y se trata de algo m uy distinto de una psicología intelectual. Esos instrum entos son de dos clases, y deberá estudiárselos aparte; el lenguaje y el campo práctico. E n primer lugar, el campo práctico: interviene en el plano de la experimentación, en relación con

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el papel efectivamente motor cumplido por técni­ cas que corresponden a ciencias diferentes de la que está sobre el tapete; en el inicio, ese papel es determinante. Aun en el momento de la observa­ ción, la ciencia sólo se constituye si la m ovilizan exigencias que ella es incapaz de encontrar en sí m ism a y que ponen de manifiesto su s fenómenos cruciales: en la historia de la fisiología, ese papel lo juega la clínica, por intermedio de la patología. El caso de la s funciones de la tiroides es particu­ larmente demostrativo de ese tipo de interferen­ cias: «En ese ámbito, la fisiología fue tributaria de la patología y la clínica en cuanto a la significa­ ción de su s prim eras investigaciones experimen­ tales, y la clínica fue tributaria de adquisiciones teóricas o técnicas de origen e x tra m é d ic o » .E l estudio de esos encuentros es capital: si su detalle parece responder, la mayoría de la s veces, a la anécdota, se trata de una anécdota determinante, ilustrada, porque permite medir la am plitud de u n campo científico, que depende de su carácter m ultidim ensional. Este estudio tiene un doble al­ cance: la distancia puede apreciarse como u n obs­ táculo, pues será harto difícil que alo largo de ella dos lín ea s puedan confluir; pero la profundidad del campo anuncia tam bién una fecundidad, ya que posibilitará que m ás líneas se crucen en él. Se verá que esa distancia, en cuanto une y en cuanto separa, permite explicar casi todos los aconteci­ mientos de una h isto ria científica, que dejan de ser entonces azares oscuros para convertirse en hechos inteligibles. ^ G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­ d e . op. cit., pàgs. 78-9 [«Patología y fisiologia de la tiroi­ des. ..», op. cii., pàg. 292],

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La terminología es m ás que xm medio en la gé­ n e sis de un pensamiento científico; es la condición de su movimiento. Detrás del concepto, la palabra garantiza los traspasos del sentido. La presencia continua de la m ism a palabra permite el paso de un concepto de u n ámbito a otro; de u n ámbito no científico a un ámbito científico, por ejemplo: el concepto de «umbral», en una psicología científica, se importa de la teoría filosófica de la s pequeñas percepciones; el concepto de «tono», en la fisiolo­ gía, proviene de la teoría estoica del pneuma. Pero el traspaso puede también darse de un a ciencia a otra: el concepto de «intensidad», que después de Leibniz encontramos en la tentativa de im a mathesis intensorum, se desplazó del terreno de la di­ nàmica al de la óptica. Por otra parte, la palabra m ism a puede cam biar a la vez que desplaza el concepto, y ese trabajo del lenguaje sobre sí m is­ mo precede acaso de hecho — y ayuda, a buen se­ guro— a la mutación del sentido; un apéndice de E l conocimiento de la vida que describe así, sin abandonar el nivel del vocabulario, el paso de la teoría fibrilar a la teoría celular, concluye: «Ve­ mos, en resumen, de qué manera una interpreta­ ción conjetural del aspecto estriado de la fibra m uscular llevó a los partidarios de la teoría fibri­ lar, poco a poco, a utiliz ar una terminología tal que la sustitución de una unidad morfológica por otra, s i bien exigía una verdadera conversión inte­ lectual, se veía facilitada por el hecho de que en­ contraba en gran parte preparado su vocabulario de exposición: vesícula, célula».^® Esta plasticidad G. Canguilhem, La Connaissance de la vie, op. cit., apéndice I, pág. 215.

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▼ de las palabras, su facultad casi «espontánea» de moverse para dar cabida al nuevo concepto, tie­ nen sin duda su razón esencial en la imagen que el concepto sólo oculta en sí para exponerla en los momentos cruciales de la historia de la s ideas. El estudio de la s variaciones terminológicas condu­ ce, pues, a una meditación sobre la función de la im aginación. E sta función es am bigua: cuerpo preparado para toda anticipación, la im agen se ofrece a la vez como u n obstáculo y una guía. El obstáculo: damos aquí con todos los temas bachelardianos del retomo a la mitología; la ficción re­ currente es también una regresión teórica. Por eso puede decirse que hay im ágenes v ie ja s como el mundo, lo cual es justamente imposible en lo que atañe a los conceptos: la pendiente de la ensoña­ ción lleva siempre al m ism o punto, donde la histo­ ria se ha detenido. E l capítulo sobre el «alma íg­ nea» de La formación del concepto de reflejo m ues­ tra lo que puede ser ese desfile de figuras precien­ tíficas, que prolonga una noción por debajo de su s posibilidades reales: como s i la im aginación h u ­ biese ido demasiado lejos en su exploración, se re­ fugia entonces en una imagen familiar y siempre tentadora. Sin embargo, esto no debe hacer o lvi­ dar el poder de prospección que poseen sim u ltá ­ neamente la s imágenes. W illis forja la noción de reflejo en el marco de una doctrina que en gran parte es fantástica. La invención supone la volun­ tad de ir hasta el fin de nuestras propias imáge­ nes, seguir lo m ás lejos posible la lógica de su sue­ ño: porque piensa íntegramente la vida como luz, W illis puede recurrir, para describir el m ovim ien­ to, a la s leyes ópticas de la reflexión, y lleva a cabo entre dos ám bitos la un ión que Descartes, pre-

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cisamente, había omitido. Figurar ya no es, por lo tanto, ilusionarse o descansar en la vuelta a los temas míticos de una reflexión bloqueada en im á­ genes: la im ag en encubre u n a d in á m ica propia — u n «esquematismo», diríamos en el lenguaje de Kant— , en virtud de la cual ya no es sólo una evo­ cación, v ista desde lejos como u n puerto de ama­ rre, sin o que reactiva el movim iento de la refle­ xión. Pero este movimiento también puede sobre­ pasar su meta, dejcu: atrás el concepto mismo, al preferir la sombra que proyecta por delante en el im p ulso de una difusión galopante, como lo de­ m uestra la historia tardía del concepto de reflejo, su vulgarización, que term ina por no retener ya sino la imagen, de la que hace una abstracción. Ya cumpla la función de un obstáculo o la de una esti­ mulación, la imagen se ha convertido en el corre­ lato y la condición de una definición. Se logra, así, poner de relieve una lógica singu­ lar y particularmente precaria, que es la de la s pa­ labras. Empero, no se trata aquí de ponerla en va­ lor sin reservas, hacer de la vid a del lenguaje el fundamento de la invención, puesto que la h isto ­ ria de la s ciencias no es sólo la historia de la s fun­ daciones exitosas. E n la pequeña escala de los descubrimientos singulares, la razón de su s inno­ vaciones no suele ser otra cosa que una aproxima­ ción inesperada o una curiosa elevación. Volver a la s condiciones reales que no siempre embellecen el momento de la invención es representarse una sucesión necesaria, a falta de ser, propiamente hablando, rigurosa. La elevación puede resultar desafortunada, y aventurada la aproximación; pe­ ro estas m ism a s dificultades son «estim ulantes»

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de la invención, y la historia, aunque fallida, no deja por eso de estar m ás determinada y ser, a su manera, m ás racional. Como dice Canguilhem en su introducción a la Physiologie de Kayser (págs. 18-20 [op. cit., pág. 247]), «sólo a ese precio pueden encuadrarse de acuerdo con su justo valor de sig ­ nificación los accidentes que impiden a cualquier investigación un desarrollo sereno, los callejones sin salida de la exploración, las crisis de los méto­ dos, los defectos técnicos — a veces, afortunada­ mente convertidos en vías de acceso— , los nuevos puntos de partida no premeditados». Lo fortuito, justam ente porque siempre se resitúa en el campo total de s u aparición, recibe toda su función de realidad: «si en cierto sentido todo sucede al azar, o sea, sin premeditación, nada pasa por ca su a li­ dad, esto es, gratuitamente».^^ El acontecimiento se identifica, en el sentido m uy fuerte que la poe­ sía dio a veces a esta palabra, como un encuentro: esto es lo que, paradójicamente — pero no para el historiador— , e lim in a su s incertidum bres. Hay encuentros que se hubieran producido de todos modos, que se producen en varios lugares a la vez, y hay cadenas de encuentros. Así, el tiempo del descubrimiento queda siíwado con exactitud. Con­ tra la ilu sió n de una viscosidad del progreso, la historia marcha entonces a su ritmo real. Eso es lo que legitim a la decisión de estar atento a la opaci­ dad y no a la transparencia, fundada en el sup ues­ to de una lógica autónoma de la racionalidad cien­ tífica. A la decisión de esclarecer lo fortuito a la luz G. Canguilhem, «Pathologie et physiologie de la thyroï­ de. ..», op. cit., pág. 85 [«Patología y fisiología de la tiroi­ des. . op. cit., pág. 301].

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de una necesidad circunstancial responde la in ­ quietud de poner en evidencia que los conceptos, en vez de ser deducidos, son producidos. La línea del desarrollo se quiebra pues ya no corresponde a una continuidad lógica, pero sobre ella podemos comenzar a señalar la s «épocas del saber». Esta puesta en evidencia de los caracteres pro­ pios de una formación se basa, en esencia, en una problemática del origen: el origen es lo que especi­ fica desde el inicio un concepto, lo individualiza al nacer, con prescindencia de cualquier relación con u n a teoría. Se presenta como un a elección que pone en marcha, aun cuando sin prefigurarla, la h isto ria sin g u la r del concepto. No es, por consi­ guiente, un comienzo neutro, un grado cero de la práctica científica. Un curso inédito de Georges C anguilhem sobre los orígenes de la psicología científica (1960-1961) se apoya en la distinción, etimológicamente establecida, entre los conceptos de comienzo y origen: origo, de orior, significa «sa­ lir de»; cum-initiare, del bajo latín, significa algo m uy distinto: «entrar a», «abrir un camino». Se­ gún Canguilhem, «descubrimos los orígenes cuan­ do dejamos de preocuparnos por los comienzos». La cuestión consiste, entonces, en que esos con­ ceptos no proponen dos interpretaciones de un m ism o momento, sin o dos momentos histó rica ­ mente diferentes: la psicología científica comienza en el siglo XIX, pero tiene su s orígenes en Locke y Leibniz. De tal modo, la aprehensión del comienzo y la del origen remiten a dos momentos de cariz exactamente inverso: partimos del comienzo, pero nos remontamos al origen. Este último m ovim ien­ to de remonte caracteriza a la historia recurren­ te tradicional, la h isto ria retrospectiva y apolo-

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gética, que se presenta como una determinación reflexiva de los orígenes, según la paradoja propia de una arqueología recurrente. A ñ n de que ese retorno tenga algún sentido es menester que no se lim ite a la puesta en evidencia de una identidad (interpreto el concepto de reflejo en un contexto mecanicista, y sin duda es en ese m ism o contexto, por lo demás, donde aparece) y desemboque, antes bien, en la revelación de una especificidad. Se tra­ ta, por conducto de un recorrido en sentido inver­ so del movimiento de la historia, de reconocer el verdadero significado de una noción, lo cual supo­ ne resituarla, no en un mero contexto teórico re­ trospectivo, sin o en su problem ática real: «Los problemas exigen la reflexión en el presente. Si la reflexión conduce a una regresión, esta le es nece­ sariam ente relativa. Así, el origen histórico im ­ porta menos, a decir verdad, que el origen reflexi­ vo».^® En consecuencia, remontarse hasta el ori­ gen del concepto es exponer la perm anencia de una cuestión y esclarecer su sentido actual. Por ejemplo, la búsqueda de los orígenes del concepto de norma, tal como la emprende Canguilhem al fi­ nal de su libro Lo normal y lo patológico, implica mostrar cómo avanzó la idea de una fisiología a partir de una patología y a través de la s necesi­ dades clín icas. Se determ inan pues, al m ism o tiempo, el sentido y el valor de una disciplina, que definen su naturaleza. Este proceder permite precisar con mayor de­ talle lo que distingue al concepto de la teoría: la presencia continuada del concepto, en toda la líG. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. . ., op. cit., pág. 29.

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nea diacrònica que constituye su historia, atesti­ gua la permanencia de un m ism o problema. Defi­ n ir el concepto es formular un problema', el seña­ lam iento de u n origen es tam bién la identifica­ ción de un problema. Lo importante, en conse­ cuencia, es reconocer, a través de la sucesión de la s teorías, «la persistencia del problema dentro de una solución que se cree haberle dado».^® De esta manera, hacer hincapié en el concepto para escribir la h isto ria de una ciencia, y proponerse d istin g u ir su línea particular, es negarse a consi­ derar el inicio de esa historia, y cada una de su s etapas, como germen de verdad, elemento de teo­ ría, únicam ente perceptible a partir de la s nor­ m as de la teoría ulterior; nos negamos a efectuar una reconstitución de prem isas im aginarias para no ver, en lo que inicia en esta historia, m ás que la fecundidad de una actitud e incluso la elaboración de un problema. Si el concepto está del lado de las preguntas, la teoría está del lado de la s respues­ tas. Partir del concepto para escribir la historia es decidir partir de la s preguntas. E l concepto de norma representa un preciso ejemplo de esta destitución del punto de vista teó­ rico y del privilegio otorgado a la apertura de una problemática. E s imposible hacer una determina­ ción científica exhaustiva del concepto de norma: todas la s tentativas en ese sentido (por el objeto de la fisiología, por la idea de media [moyenne] ,..) se apartan del ámbito propio del conocimiento científico. Aquí, las respuestas no están en el m is­ mo n ive l que la pregunta: así, la respuesta a la «pregunta» de Quételet sobre el «hombre medio» Ib id ., pAg. 38.

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le es dada por Dios; las respuestas no pueden ser­ v ir de punto de v ista exclusivo sobre la historia, porque pertenecen en realidad a otra historia; la respuesta de Dios lo m uestra en suficiente m e­ dida. No se puede reducir el concepto a la teoría a la cual remite ocasionalmente; tampoco se lo pue­ de ilustra r por ella. Lo cual no quiere decir que sea imposible definirlo, o que la pregunta que subyace en él carezca de sentido; pero se trata de una pre­ gunta en busca de su sentido, y por eso im plica en lo fundamental una historia. En ese aspecto, el concepto de norma tiene un valor eminentemente heurístico: la norma no es un objeto a describir ni un a teoría en potencia; sólo s i se reconoce esto podrá u tiliz á rse la como regla de investigación. «Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para hacer que procurar d efinir objetivam ente (es decir, como un objeto) lo normal, y es reconocer la original normatividad de la vida».^^iíeconocer el concepto es mantenerse fiel a la pregunta vehiculada por él y a su naturaleza propia de pregunta, en lugar de tratar de resolverla y, por consiguien­ te, de terminar con ella sin haber revelado su va­ lor heurístico. Esta exigencia es válida tanto para el proceder de la ciencia como para el de la histo­ ria de la s ciencias, sin que ello implique reducirlos a una medida o un punto de v ista comunes. «No nos importa tanto aportar una solución provisoria como m ostrar que un problema merece ser plan­ teado».^® En esa perspectiva, sorprendentemente, se re­ cupera la fórmula que hace de la filosofía «la cienIbid., pág. 109. Ibid., pág. 108,

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cia de los problemas resueltos»,^® en un sentido que Brunschvicg quizá no le otorgaba; la filosofía — y aquí, aunque la cuestión sólo deba ser del todo clara por lo que sigue, filosofía quiere decir histo­ ria, es decir, revelación de la historicidad de un saber— es la ciencia de los problem as con inde­ pendencia de su solución, y por ende la ciencia que no se preocupa por la s soluciones, dado que, en cierto modo, siem p re la s h a y y lo s problem as siempre se resuelven en su nivel; en efecto, la h is ­ toria de la s soluciones no es m ás que una historia parcial, una historia oscura y que oscurece todo lo que toca, al generar la ilu sió n de que los proble­ m as pueden liquidarse, y olvidarse. La historia, justam ente, al pasar por detrás de la acumulación de teorías y respuestas, está a la búsqueda de los problem as olvidados, a un a través de s u s so lu ­ ciones. La diferencia entre la tesis de medicina de Canguilh em de 1943 (el E ssa i su r quelques problè­ mes. ..) y su s otros libros reside, precisamente, en que no parece llevar tan lejos como ellos esa exi­ gencia de método, habida cuenta de que en m u­ chos pasajes propone en apariencia la «solución»; la vida. En la obra de Gleorges Canguilhem, donde la fidelidad al «espíritu del vitalismo» se recuerda en forma regular, podríamos disting uir dos vita­ lism os: el primero, sin sombra, aportaría la re s­ puesta a la pregunta de la fisiología y por ese m is­ mo motivo la fundaría; decimos bien, en condicio­ nal, «aportaría», porque ese vitalism o es criticado enseguida por la interpretación que se da al espí-

cit.

Cf. G. Canguilhem, La Formation du concept. ,

op.

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rîtu del vitalism o, la cual le confiere un lugar de privilegio con respecto a todas la s teorías posibles: la de ser teórico sólo en apariencia, puesto que en el fondo no es m ás que la preservación, en el plano propio del concepto, de la voluntad de perpetuar una problemática. La respuesta no es, entonces, sino una transposición de la pregunta, y el medio encontrado para conservarla: «El anim ism o o el vitalism o, es decir, doctrinas que responden a una pregunta situándola en la respuesta».^® Hay, por consiguiente, dos fidelidades posibles; la que toma a la pregunta por un a respuesta, se contenta con una palabra y se apresura a olvidar aquella en la repetición incansable de esta, y otra, m ás secreta y difícil, que se apropia de la pregunta, la reen­ cuentra, la reconoce y sólo adm ite el v ita lism o contra otras teorías porque no es una teoría', no porque la s critique, sino porque en ellas critica la teoría (o, mejor, su ilusión) y de ese modo devuelve a la ciencia — en este caso, a la fisiología— u n a historia y un porvenir a la vez. Se llega así a un a de la s m ás grandes dificul­ tades en el trabajo de desenterramiento del con­ cepto: s i la presencia de este envuelve la perma­ nencia de una pregunta, la mayoría de la s veces sólo lo hace de un a manera oscura, presentando esa pregunta como una respuesta y disfrazando de teoría el concepto. Sin embargo, la pregunta nunca se olvida; transpuesta, persiste, y quien utiliza el concepto, a fin de cuentas, reflexiona so­ bre ella, aunque sea ignorante de esa reflexión. G. Canguilhem, «La constitution de la physiologie...», op. eit., pág. 16 [«La constitución de la fisiología ...», op. cit., pág. 244].

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En síntesis, volver al concepto es exhibir la pre­ gunta original, y ese es el sentido de la empresa de una arqueología: en la medida en que la pregunta no está atada a su s respuestas por una relación de necesidad — en tanto que el concepto mantiene su independencia respecto de un contexto teóri­ co— , la h isto ria describe u n auténtico devenir determinado pero abierto, aplicÉindose a restituir m utaciones verdaderas; y estas sólo pueden se­ ñalarse a través de su relación con un nacimiento que no tiene valor de medida sino en cuanto no se h a lla petrificado en el indicio de una inm uta b i­ lidad. 2. Hacer la historia del concepto después de su nacim iento es dar cuenta de un m ovim iento de formación, que debe su consistencia a su p o liv a ­ lencia original. No se tratará, por lo tanto, de una línea reflexiva en sí m ism a, sin o de un trayecto que existe únicamente por su s cambios de senti­ do, su s distorsiones. Sólo entonces puede desmitifícarse por completo el tema del origen, que se ha separado de la representación de una edad de oro de la verdad, realizada positivamente por simple proyección y negativamente como resistencia a una infidelidad. Salir de la edad de oro es poner el acento en lo que justam ente se negaba en el mito: el caos del error. Volvemos a dar con la idea bachelardiana del valor epistemológico de la false­ dad, el único que permite expresar el paso del nosaber al saber. En otras palabras, hay que d istin ­ g u ir la problemática verdadero/no-verdadero de la problemática saber/no-saber, y decidir atener­ se con exclusividad a la segunda; para valernos de un vocabulario m arxista que no es el de Geor-

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1 ges Canguilhem, diremos que la primera es una problemática ideológica — y no se advierte cómo podría el científico no adherir espontáneamente a cierta «ideología» de su ciencia— , en oposición a la segunda, que es una problemática científica: de ahí la revolución epistem ológica im plicada por esta manera particular de escribir la historia. Se reconoce al mismo tiempo el alcance de una tera­ tología de los conceptos, en cuanto consideración rigurosa de lo que compete al no-saber; por ejem­ plo, un concepto viab le retrospectivamente, en razón de su fecundidad, puede parecer aberrante en el momento de s u nacimiento; dado que no se apoya en nada, todavía no ha constituido su telón de fondo teórico. Puede comprenderse entonces cómo evoluciona el concepto por razones no teóri­ cas, en especial a raíz de la intervención de una práctica no científica, o pautada a partir de otra ciencia: a la sazón, la mayoría de la s veces, lo falso revela no ser m ás que la interferencia no codifica­ da de dos ámbitos alejados’, s i en ese caso hay des­ proporción, es preciso tomarla como la condición de aparición de una ciencia. Una historia que se niega a encerrarse en los términos de una lógica dada en el inicio, indepen­ diente de su desarrollo, sabe enfrentarse, llegado el caso, a cierta lógica de lo imprevisto, que es per­ fectamente posible incorporar a la representación de una racionalidad histórica, en lugar de rem i­ tirla a un a ideología de la irracionalidad, o irra ­ cionalism o. E s menester, por ende, desechar la tentación de trazar un modelo para toda historia a partir del tipo de racionalidad así puesto en e vi­ dencia. Esto no impide, sin embargo, que un aná­ lis is riguroso como el que se acaba de mencionar

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pueda legítimam ente considerarse ejemplar; es lícito entonces extraer enseñanzas de él: la obra de Gleorges Canguilhem no nos sirve sólo para re­ flexionar sobre determinados episodios de la h is ­ toria de la fisiología. Sería, empero, un contrasen­ tido presentar ese a n á lisis como s i pudiera repro­ ducírselo al infinito, e im aginar la posibilidad de transponerlo sin cambio alguno a otros ámbitos, puesto que la transposición o, para decirlo todo, el uso de un resultado teórico tomado como modelo obedece a Icis reglas de una m uy precisa variación, de una m anipulación concertada. En otras pala­ bras, antes de proceder a la aplicación de im méto­ do hay que reflexionar con claridad sobre lo que significa aplicar, pues un método, que depende de la s condiciones históricas de su formación, no lle­ va prefiguradas en sí m ism o las reglas de su uso; eso es justam ente lo que Canguilhem nos enseña con referencia a un caso particular. Por eso hay que empezar por describir la naturaleza exacta de un método, como estamos haciéndolo aquí en este momento; luego, en otro momento, estudiar la s condiciones de su traslado a otros ámbitos, lo cual im plica u n conocimiento, s i no completo, al menos relativamente coherente del terreno de su trasplante: el método del que se parte puede ayu­ dar a hacer ese reconocimiento, pero no basta para su p rim ir la distancia de principio entre los dos ámbitos en cuestión. Todavía no es el momen­ to de desarrollar este punto. S in embargo, hay que se ñ a la r que la m ayoría de los epistemólogos reflexionan sobre un objeto que privilegian sin decirlo, e incluso sin reflexionar sobre ese privile­ gio; y quienes los leen y utiliz an hacen como si aquellos hubieran realizado ese trabajo de refle-

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y xión, y generalizan entonces descripciones que tal vez sólo debían su rigor y su valor al hecho de estar íntimamente adaptadas a su ámbito inicial. No habría que dar la im presión de que eso es lo que sucede aquí. Y para tener la garantía de ello no se hará alusión, por ejemplo — aunque no care­ cería de interés hacerlo— , a una posible confron­ tación entre los resultados obtenidos por Canguilhem y trabajos llevados a cabo en otros terrenos: no nos preguntaremos, pongamos por caso, qué lugar tendría la noción de corte en su historia de la fisiología, puesto que la cuestión no reside en saber si él se encuentra con otros o se separa de ellos, antes de comprender lo que especifica su propia actitud, al margen de cualquier empresa de comparación y hasta de apropiación.

Una epistemología de la historia; ciencia y filosofía El encuentro entre la historia y su objeto se ha señalado en varias oportunidades: ahora hay que justificarlo. En el camino de una historia de la bio­ logía se elabora no una biología del conocimiento en el sentido tradicional de la palabra, vale decir, una explicación m ecanicista del proceso de pro­ ducción de los conocimientos, sino un a reflexión sobre el conocimiento de la biología precisamente ilum inado por la s luces de la biología. En otras palabras, tiene que haber una relación entre el método y el contenido de la investigación, una ho­ mogeneidad entre los conceptos cuya razón no re­ sida únicamente en la necesidad del historiador 74

de pasar por donde la ciencia ya ha pasado. Me­ diante esa relación se denota u n pensamiento que entabla de m anera permanente un vínculo re­ flexivo con s u s objetos: por eso la elección de es­ tos no es en absoluto indiferente y revela, en cam­ bio, una un id a d de estructura, un objetivo deter­ minado. E l proyecto de ocuparse de la historia de la s ciencias con referencia a la biología es profun­ damente coherente, y de esa coherencia proceden a la vez su rigor y su tensión. Para rendir cuentas sobre el camino seguido por la ciencia estudiada y el método empleado con tal finalidad, necesitamos valernos de medios que, sin ser comunes, son paralelos y remiten unos a otros. De tal modo, el discurso acerca de la histo­ ria de la disciplina está constantemente atravesa­ do por resonancias teóricas tomadas de esta ú l­ tima, de manera que, en el límite, no parece im ­ posible transponer algunos pasajes, a despecho de su participación en el movimiento de la histo­ ria científica que describen, y, a costa de ligeras transformaciones, otorgarles otra significación, de alcance m ás general; en una palabra: hacerlos volver reflexivamente sobre sí m ism os para lo­ grar que expresen en voz alta la filosofía que h a ­ bla en ellos sin decirlo. Tomemos como ejemplo un pasaje del artículo de Georges C anguilhem acerca de la psicología darwiniana: vam os a com­ probar que lo que se dice de la teoría de Darwin podría decirse también de la manera de entmciar un d isc u rso a propósito de la teoría; en conse­ cuencia, se puede pasar del discurso pronunciado respecto de una ciencia al discurso de la historia de la s ciencias en general. Lo cual deriva en lo si-

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guíente (contra un uso establecido, sólo pondre­ mos entre comillas los pasajes modificados): E n el árbol genealógico de «la ciencia» — que su stitu y e la serie lin e a l «que v a de la verdad a l error»— , la s ra ­ m ificaciones m arcan etapas, y no esbozos, y la s etapas no so n lo s efectos y te stim o n io s de u n poder p lástico que ap untan m á s a llá de s í m ism o s: so n c a u sa s y agen­ te s de u n a h isto ria s in desenlace anticipado. A hora bien, al m ism o tiempo que la «ciencia co n sti­ tuida» deja de se r considerada como la prom esa in ic ia l — y, para a lg u n o s «historiadores», in a cce sib le— de la «ignorancia», esta ú ltim a deja de verse como la am ena­ za perm anente de «la ciencia», la im agen de u n peligro de caída y decadencia latente en el seno m ism o de la ap oteo sis. La «ignorancia» e s el recuerdo d el estad o «precientífíco» de la «ciencia»; e s s u p reh isto ria «episte­ mológica», y no s u antinaturaleza m etafísica.

Este es el texto en su forma origina], que pre­ sentamos en su totalidad para hacer ver con más claridad la s modificaciones que se le realizaron; pertenece al artículo «L’homme et l ’a n im a l du point de vue psychologique selon C harles Dar­ win» (op. cit., pàg. 85 [«El hombre y el a n im a l.. op. cit.^ pàgs. 123-4]): «En el árbol genealógico del hom bre — que su stitu y e la serie a n im a l lin e a l— , la s ram ificaciones m arcan eta­ pas, y no esbozos, y la s etapas no son lo s efectos y tes­ tim o n io s de u n poder plástico que ap untan m á s a llá de s í m ism o s: so n c a u sa s y ag entes de u n a h ist o r ia s in desenlace anticipado. »Ahora bien, a l m ism o tiem po que la h u m a n id a d de­ ja de se r considerada como la prom esa in ic ia l — y, para a lg u n o s n a t u r a list a s, inaccesib le— de la a n im a lid a d , esta ú ltim a deja de verse como la am enaza permanen-

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te de aquella, la im agen de u n peligro de caída y deca­ dencia latente en el seno m ism o de la apoteosis. La a n i­ m a lid a d es el recuerdo del estado preespecífíco de la h u m a n id a d ; es s u p reh isto ria orgánica, y no s u a n tin a ­ turaleza metafísica».

Como es obvio, esto es un juego que no habría que llevar demasiado lejos. Y sería tentador decir que en él no hay, después de todo, m ás que un en­ cuentro de palabras, si no nos hubieran prepara­ do para atribuir tanta importancia a los medios de formulación de una idea y para no aislar ja m ás un sentido del proceso de su figuración y su for­ mulación. Por lo tanto, la persistencia de un len­ guaje es significativa: de hecho, lleva — y no podía servir sino para una introducción de esa índole— a reconocer una ligazón más profunda. El artículo «La experimentación en biología animal», in c lu i­ do en E l conocimiento de la vida, ya m uestra en qué aspecto pueden lo s propios métodos de la ciencia considerarse objetos de ciencia (en este caso preciso, de una m ism a ciencia), e incluso de­ ja ver que sólo toman su verdadero sentido en el traslado posible del orden de los conceptos al de los objetos con que ellos se relacionan; si la expe­ rimentación disfruta en biología de un valor p ri­ vilegiado, es porque la experiencia sobre la s fun­ ciones e s en sí m ism a una función. «Es que, a nuestro juicio, hay una suerte de parentesco fun­ damental entre la s nociones de experiencia y fun­ ción. Aprendemos n u e stra s funciones en expe­ riencias, y nuestras funciones son a continuación experiencias formalizadas». E l carácter heurísti­ co de la experim entación en biología obedece, pues, a su función de reconstitución de la realidad de la s funciones; la h isto ria de la experimenta77

ción podría ser la de la constitución de una fun­ ción. En ese sentido, la historia no es la mera a p li­ cación o superposición de una mirada a un objeto; o, s i lo es, esa m irada prolonga otra y constituye con e lla un a se rie arm ónica. Sabemos que en biología, justam ente, el objeto y el sujeto del saber convergen uno hacia el otro: con independencia de un paralelismo o una adecuación, se elabora una historia inscripta en el movimiento de aquello a lo que ella apunta. Así, los conceptos de la historia, su s m edios epistemológicos, están profundamente inspirados en el «conocimiento de la vida». Hay un concepto en particular que parece poder transponerse a la teoría de la historia; el de norma (la reflexión so­ bre este concepto enm arca la obra de Georges C anguilhem : es el tema de su prim er libro, de 1943, y también el del curso que dictó en la Sorbona en 1962-1963). Una transposición de esta ín­ dole pondría en relación los siguientes niveles; — fisiología / estado actual de una ciencia; — patología / teratología de los conceptos; — clínica / inserción en un universo de in stru ­ mentos técnicos. En el sentido biológico, que hay que comenzar por presentar en su s términos m ás generales, la norma im plica la p o sibilidad de hacer ju g a r un margen de tolerancia', es, por lo tanto, un concepto esencialmente dinámico, que no describe formas precisas, sino la s condiciones para la invención de nuevas formas. El concepto de norma remite así a esta pregunta: ¿Cómo describir un m ovim iento en el sentido de la adaptación a nuevas condicio-

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nés, es decir, de respuesta organizada a condicio­ nes imprevistas? El trabajo del concepto coincide con la negativa a fundar la representación de ese movimiento en la idea metafísica de potencia o en la de la vida como invención pura, o ser dotado en sí m ism o de una plasticidad esencial. Al contra­ rio, el concepto contribuye a resituar la cuestión en su contexto real e incluirlo en otra cuestión: la de la s relaciones entre el viviente y el medio. Los propios movimientos orgánicos están condiciona­ dos por un m ovim iento fundamental, que es la historia del medio. «Dado que el viviente califica­ do vive en un mundo de objetos calificados, vive en un mundo de accidentes posibles. Nada ocurre por azar, y todo sucede bajo la forma de aconteci­ mientos. En eso el medio es infiel. Su infidelidad es propiamente su devenir, su h is t o r ia » . E l v i­ viente no está frente a una naturaleza situada co­ mo completa exterioridad a su respecto, radical­ mente inmovilizada; está en relación con un me­ dio habitado por una historia, que es también la del organism o del que depende su constitución. El hecho de que el medio plantee problemas al or­ ganism o, en un orden im p revisib le por derecho propio, se expresa a través de la noción biológica de debate. Esta manera de circunscribir la cues­ tión fundamental de la biología no la desplaza ha­ cia un indeterm inism o. Al contrario: «La ciencia explica la experiencia, pero no por ello la a n u ­ la » .V o lv e m o s a toparnos entonces, como condi­ ción de una racionalidad, con la temática de lo G. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. .., op. cií., pág. 122. 32 Ibid.

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im previsible. La biología y su historia se reúnen b ^ o estos dos conceptos: la cuestión y el aconteci­ miento. ¿Qué sería una historia construida sistem áti­ camente sobre la base de la idea de norma? Res­ pondería en lo fundamental a tres exigencias: 1. Una representación de la ciencia como deba­ te con un contexto (véase todo lo que se dijo de la importancia de la noción metodológica de campo: campo técnico, campo im aginario, interferencia entre los campos científicos o de un campo cientí­ fico con los campos no científicos, sean prácticos, técnicos o ideológicos). Sólo en la perspectiva de una d ista n cia puede ju stifica rse el m ovim iento de la historia (paso de un «no se sabe» a un «se sa ­ be»); paralelamente, el estado actual de una cues­ tión sólo recibe todo su sentido de la posibilidad de un a puesta en perspectiva diacrònica. Como ilustración del tema puede proponerse esta nue­ va transposición a partir de una írase tomada del E ssa i su r quelques problèmes concernant le nor­ m al et le pathologique: «Sólo se comprende bien cómo, en m edios propios del hombre, el m ism o hombre, dotado de los m ism os órganos, se consi­ dera en diferentes momentos normal o anormal, si se comprende de qué manera la vitalidad orgá­ nica se expande en él como plasticidad técnica y avidez de d o m in a c ió n » .B a sta con reemplazar «hombre» por «ciencia», «dotado de los m ism os ór­ ganos» por «dotada del m ism o valor de coheren­ cia» y «vitalidad orgánica» por «búsqueda de una racionalidad científica» para que esta frase tamIbid,, pág. 124.

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bién empiece a señalar un contenido concerniente a la historia de los conocimientos científicos. 2. E l rechazo de una lógica pura, especulativa. El movimiento de la historia no se explica sobre la base de la presencia ideal de la verdad, sino únicam ente a partir de su ausencia real. Ahora bien, la idea de norma brinda justam ente los me­ dios de rendir cuentas de esa ausencia, en la me­ dida en que la norma sólo existe en forma diná­ mica, a través de los efectos que produce. De ello resulta que la historia del conocimiento no se re­ duce a la elim inación de lo falso, sino que implica una recuperación del error dentro del movimiento por el cual lo verdadero se produce a l manifestar­ se, de la m ism a manera, en fisiología, la enferme­ dad cumple una función normativa: «Lo anormal despierta el interés por lo normal». 3. La puesta en evidencia de la cuestión de principio del «valor» de la ciencia. Del m ism o mo­ do, la fisiología debe considerarse una evaluación del viviente, u n estudio de su s exigencias y su s posibilidades, en la medida en que estas son obje­ to de un cuestionamiento. De idéntica manera, la historia, y la inteligencia racional de lo que cons­ tituye la esencia de la «historicidad», interroga­ ción propia de la filosofía, es cuestionam iento acerca de los cuestionamientos de la ciencia, que ella evalúa sometiéndolos a su s propias interro­ gaciones: «La historia de la ciencia sólo puede es­ cribirse con ideas directrices sin relación con la s de la ciencia. (...) No es una sorpresa, por lo tan34

/óí£Í.,pág. 129.

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to, ver que el historial del reflejo se compone poco a poco como hemos comprobado que lo hace, por­ que son motivos no científicos los que conducen a las fuentes de la historia de la s ciencias».®® Entre los métodos de la h isto ria y lo que esta describe hay a la vez correspondencia y discontinuidad, lo cual lleva a descartar la idea de una «biología del conocimiento» interpretada en primer grado, cuan­ do por otra parte se ha utilizado, como guía filosó­ fica, el modelo mismo de la biología para acceder al concepto de una historia de las ciencias. La filosofía pregunta, entonces: ¿qué quiere la ciencia? O, mejor: ¿qué quiere cada ciencia? Lo que la filosofía medita, y la ciencia practica sin meditarlo, al menos en los m ism os términos, es la determinación, la lim itación de un ámbito y por ende de una esencia real. Ese ámbito no está da­ do como u n mundo de objetos colocado frente a la m irada científica, sin o que depende de la cons­ titución de una objetividad: «D urante m ucho tiempo se buscó la u n id a d caracterís­ tica del concepto de u n a ciencia en la dirección de s u objeto. E l objeto dictaría el método utilizado para el e s­ tudio de s u s propiedades. Pero de ese modo, en el fon­ do, se lim ita b a la ciencia a la in ve stig a ció n de u n a cir­ cu n sta n c ia y la exploración de u n dominio. Cuando re­ su ltó evid ente que toda ciencia se a sig n a en m ayor o m enor m edida s u circu n sta n c ia y se apropia, por ello, de lo que se lla m a s u “d o m in io ”, el concepto de u n a ciencia comenzó, poco a poco, a tener m á s en cuenta su método que s u objeto. O, m á s exactam ente, la expreG. Canguilhem, La Formation du concept. ,., op. cit., págs. 158-9.

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sió n “objeto de la ciencia” adquirió u n nuevo sentido. E l objeto de la ciencia ya no es solo el dom inio específico de lo s problem as y los obstáculos por resolver: tam bién es la in te n ció n y el objetivo del sujeto de la ciencia, el proyecto específico que co n stitu ye como ta l u n a con­ ciencia teórica».®^

E n esas condiciones, la reflexión sobre los orí­ genes accede a la plenitud de su sentido. El objeto del E ssa i su r quelques problèmes concernant le norm al et le pathologique consiste, en definitiva, según lo revelan s u s últim os capítulos, en m os­ trar el terreno exacto donde se constituyó la fisio­ logía, «el espíritu de la fisiología naciente», a sa ­ ber: una ciencia de la s condiciones de la salud. A sí se pone de relieve una línea histórica, estu­ diada a partir de u n concepto central, que, m ás que explorar un objeto, bosqueja una figura. De tal modo, la investigación se apropia, al tematizarla, de un a forma conocida; la h isto ria de un problema científico, desde el punto de vista de la cual lo determinante, más que el objeto de la fi­ siología, es su s u je t o .L u e g o de caracterizar de esta m anera el origen conceptual, es posible h a ­ cer el estudio de la ciencia en su realidad de he­ cho, relacionada con lo que la determina en ú lti­ ma instancia, a saber: lo que ella quiere. Puede suceder que se revele una desproporción, un des­ plazamiento, no entre la s intenciones y los actos, sino entre el sentido real, tal y como está inscrip­ to en la historia, y su s expresiones: el caso m ás esG. Canguilhem, «Qu’est-ce que la psychologie?», op. cit., pág. 13 [«¿Qué es la psicología?», op. cit., pág. 390]. G. Canguilhem, E ssa i su r quelques problèmes. . .,op. cit., págs. 143-4.

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clarecedor es el de la psicología científica, que en el momento de terminar de nacer entra en deca­ dencia; ocurre entonces que hace otra cosa y no lo que quiere, porque se pone a l servicio de intereses que no son los suyos propios. Se aplica a un domi­ nio que no le pertenece, pero que le h a sido dado: el hombre como herramienta. En ese momento, la filosofía puede plantear s u s propias preguntas a la ciencia, lo cual sólo es posible cuando ella ha lle­ gado a ser profundamente lo que es: historia (es así como conoce los orígenes). Esto es el resultado de haber tomado como punto de partida, como ba­ samento, una historia cuyas reglas no dependen directamente de la s prácticas de la ciencia. He aquí el final de «¿Qué es la psicología?», la ya refe­ rida conferencia de Georges Canguilhem [qp. cit., págs. 405-6]: «Pero nadie puede tampoco im pedir a la filosofía se­ guir interrogándose sobre la jerarquía m al definida de la psicología: m al definida tanto por el lado de la s cien­ cias como por el lado de las técnicas. Al hacerlo, la filo­ sofía se conduce con su ingenuidad constitutiva, tan poco semejante a la necedad que no excluye un cinism o provisorio, y la lle va a volverse una vez m ás hacia el bando popular, o sea, el bando nativo de los no especia­ listas. »Así pues, la filosofía plantea m uy vulgarm ente a la psicología la pregunta: ¿Por qué no me dices hacia dón­ de va s, para saber qué eres? Pero el filósofo tam bién puede dirigirse al psicólogo en la forma de un consejo de orientación — una vez no significa siempre— , y de­ cir: Cuemdo se sale de la Sorbona por la calle Saint-Jac­ ques se puede su b ir o bajar; si uno sube, se acerca al Panteón que es el conservatorio de algunos grandes hom bres, pero s i bqja desemboca directamente en la Jefatura de Policía». 84

También se podría haber tomado como ejemplo el artículo sobre la difusión científica, que ter­ m ina asim ism o con una advertencia, cuyas razo­ nes proporciona la epistemología de la h isto ria racional de los conocimientos. En la m edida en que los medios puestos en práctica para describir un objeto im plican una concepción de este mismo, se crean la s condiciones de p o sib ilid a d de una puesta en entredicho de ese objeto. En vez de hacer, en general, una teoría de la ciencia, hay que formular el concepto de la cien­ cia, es decir, de hecho, el concepto de cada cien­ cia; y ese concepto no puede aprehenderse en n in ­ guna otra parte que en la historia de su s formula­ ciones: en el límite, sólo puede extraerse con difi­ cultades de ella. Dicho concepto caracteriza a la ciencia como un a función que es preciso encon­ trar a cada paso, siguiendo el camino invertido de un a arqueología; la función no puede describirse en sí m ism a, de manera aislada, con prescindencia de su s modalidades de aparición. El concepto, lejos de dar una idea general de la noción de cien­ cia, la especifica. Así, en vm sentido m uy freudia­ no, la arqueología es la dilucidación de una espe­ cificidad actual. E sta ría fuera de lu g a r tomar prestado de una d iscip lin a diferente el término que caracteriza a esa representación: se rechaza­ rá, pues, la palabra «psicoanálisis», utilizada sin embargo por Bachelard en u n sentido mucho m ás alejado del original que el que tendría aquí. Pero acaso sea lícito decir que con la obra de Georges Canguilhem tenemos, en el sentido m uy fuerte y no especializado que Freud daba a esta palabra, o sea, en el sentido objetivo y racional, el a n á lisis de una historia.

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Para una historia natural de las normas*

I La mayor preocupación de Foucault fue, sin duda, comprender de qué manera la acción de la s norm as en la vid a de los hombres determ ina el tipo de sociedad a la cual estos pertenecen como sujetos. Ahora bien, con respecto a este punto, to­ das su s investigaciones giraron en torno a un in ­ terrogante fundamental, de alcance a la vez epis­ temológico e histórico: ¿Cómo se pasa de una con­ cepción negativa de la norma y su acción, funda­ da en un modelo jurídico de exclusión, en relación con la división entre lo permitido y lo prohibido, a un a concepción positiva que, al contrario, ponga en primer plano su función biológica de inclusión y regulación, no en el sentido de una reglamenta­ ción sino de una regularización, con referencia a la distinción entre lo normal y lo patológico, veri­ ficada por la s llam adas «ciencias humanas»? Se­ gún prevalezca una u otra de esas formas, la s re­ laciones sociales y el modo de inserción de los in* Este texto, cuyo título original es «Pour une histoire na­ turelle des normes», se publicó por primera vez en Associa­ tion pour le Centre Michel Foucault (ed.), Michel Foucault philosophe: rencontre internationale, Paris, 9, 10, 11 ja n ­ vier 1988, Paris: Seuil, 1989, col. «Des Travaux», pàgs. 20321 [«Sobre una historia natural de las normas», en Michel Foucault, filósofo, Barcelona: Gedisa, 1990, págs. 170-85].

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dividuos en la red que estas constituyen se defini­ rán sobre bases completamente diferentes. A tenor de la conclusión esencial que se des­ prende de la H istoria de la locura, esta últim a puede pensarse, y también, por decirlo de algún modo, actuarse, contra u n fondo de sinrazón, en relación con la práctica segregativa de un encie­ rro cuya realización ejemplar propuso el Hospital General, o bien contra un fondo de alienación, en el momento en que esa segregación se revierte y ios locos son «liberados», en el asilo que a dm inis­ tra la locura de un modo totalmente distinto, al in ­ tegrarla a aquello que la medicina deja saber del hombre. En el m ism o sentido. V igilar y castigar m uestra que la penalidad puede montarse como un espectáculo, que pone en escena contra un fon­ do negro la opacidad de los grandes interdictos, cuya tra n sg re sió n exp ulsa de la h um a n id ad a quienes la cometen, a la manera del suplicio de los regicidas; o como una discip lina , dentro de una institución penitenciaria que despliega un p rin ­ cipio de transparencia, a imagen de lo que debería ser la sociedad entera, conforme a la disposición ejemplar del panóptico. Para terminar, según la Historia de la sexualidad, el placer ligado al sexo puede someterse a un control externo que tienda a contenerlo en ciertos lím ite s reconocidos como legítimos, o bien «liberarse», en el m ism o sentido en que se dijo que el asilo «liberó» a los locos al convertirlos en alienados, y entonces se ve arras­ trado en un movimiento de expansión al parecer ilim itado, pero no obstante regulado, que lo cons­ tituye propiamente como «sexualidad», de acuer­ do con el im pulso positivo que le da un poder que funciona como un «biopoder».

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E l a n á lisis de estos tres casos prosigue confor­ me a una orientación aparentemente común por­ que tropieza en cada oportunidad con el mismo di­ lema: la confrontación de dos prácticas opuestas de la norma, que la erigen en un principio de ex­ clusión o de integración, a la vez que ella revela la imbricación de las dos formas que también asume históricamente, o sea, norma de saber, que enuncia criterios de verdad cuyo valor puede ser restricti­ vo o constitutivo, y norma de poder, que le fij a al sujeto la s condiciones de su libertad, según reglas externas o leyes internas. Vemos así que la pro­ blemática de la norma, en la relación que mantie­ ne con la sociedad y con el sujeto, remite asim ism o a la distinción entre la s dos formas posibles del conocimiento puestas de m anifiesto en L as p a ­ labras y la s cosas-, la de una grilla abstracta de ra­ cionalidad, que domina desde arriba, al encerrar­ los en su s propios marcos, el ámbito de los objetos cuya «representación» se le atribuye, y la de u n sa ­ ber que se presenta, al contrario, como incorpora­ do a la constitución de su objeto, que con ello ya no es sólo su «objeto» sino también su sujeto, u n sa ­ ber cuya forma por excelencia dan la s ciencias h u ­ manas. De todas maneras, una vez destacadas esas co­ rrespondencias entre los diferentes ámbitos de in ­ vestigación que concitaron sucesivamente la aten­ ción de Foucault, es preciso agregar que, de la H istoria de la locura a la Historia de la sexuali­ dad, su interés se desplazó no sólo en lo concer­ niente al corpus de objetos y enunciados sobre el cual trabajó, sino también en lo referido al punto de aplicación de la alternativa fundamental cu­ yas grandes líneas acaban de ponerse de relieve;

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y ese desplazamiento impide que los a n á lisis re­ cién mencionados se superpongan con exactitud, como s i desarrollaran, en paralelo unos con otros, u n razonam iento formalmente idéntico. Dicho desplazamiento es aquel que — de una y otra par­ te de lo que la norma, según el modelo con que se la relacione, divide o distingue— valoriza, con v is ­ tas al estudio de su funcionamiento, el término que ella connota de manera negativa, al quitarle importancia, o su polo positivo, que por el contra­ rio realza: lo prohibido o lo patológico, en la pers­ pectiva de la Historia de la locura, o lo lícito o lo normal, en la perspectiva de la Historia de la se­ xualid ad y, en especial, de su s dos últim os volú­ menes publicados. Ahora bien, vem os esbozarse aquí u n segundo dilem a, que en cierto modo es transversal al anterior y sugiere, en lo que respec­ ta a la acción de la norma, dos n uevas p o sib ili­ dades de interpretación, según que ella se oriente hacia la constitución de una figura de la anorma­ lidad — y este es, en verdad, el problema esencial de la Historia de la locura— o, en contraste, hacia la de una figura de la normalidad o al menos de lo que se percibe como tal, conforme a la perspectiva que fue, en definitiva, la de la Historia de la sexua­ lidad. Si esto es exacto, puede considerarse que la problem ática que h a orientado el conjunto del trabajo de Foucault se sitúa en la intersección de esas dos líneas de elección: una concierne a la re­ lación de la norma con su s «objetos», una relación que puede ser externa o interna, ya se refiera a un deslinde (la norma en sentido jurídico) o a un lí­ mite (la norma en sentido biológico); la otra con­ cierne a la relación de la norma con su s «sujetos»,

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los cuales, al m ism o tiempo que resultan exclui­ dos o integrados de acuerdo con la primera rela­ ción, son descalificados o identificados, en térm i­ nos de desconocimiento o reconocimiento, a fin de situarlos en uno u otro de los lados que la norma separa o distingue. Al ocuparnos a la vez en esos dos tipos de problemas, lograremos comprender en qué aspecto Foucault, que no dejó de interesar­ se en la m ism a cuestión, modificó no obstante su punto de v ista a medida que su investigación se desviaba hacia nuevos ámbitos. Nuestro interés se centrará aquí en conocer lo que está enjuego, desde el punto de v ista filosófi­ co, con esta problemática de la norma, en los tér­ m inos en que acaba de planteársela. ¿Hay un a «verdad» objetiva de la s normas y de su acción, en relación con el tipo de sociedad y de sujeto a que corresponden? ¿Y cuál es la naturaleza de esa ver­ dad? ¿Sus crjterios de evaluación participan de una historia o de una epistemología? O bien, ¿en qué medida concilÍ£m ellos la s perspectivas de un estudio histórico y de un estudio epistemológico?

II Partamos de una primera tesis, cuyo alcance, como veremos, es francamente filosófico: la afir­ mación del carácter productivo de la norma. Ya se h a señalado que, según se privilegie el modelo jurídico o el modelo biológico de la norma, la acción de esta se pensará o bien de manera ne­ gativa y restrictiva, como la imposición — abusiva por definición— de una línea de demarcación que 90

atraviesa y controla, bajo la forma de una domina­ ción, un ámbito de espontaneidad cuyas in icia ti­ v a s se suponen preexistentes a esa intervención (que, a posteriori, la s ordena, al contenerlas tal co­ mo un a forma capta u n contenido al imponerle su s modos de organización), o bien de manera po­ sitiv a y expansiva, como un movimiento extensi­ vo y creativo que, al ampliar progresivamente los lím ites de su ámbito de acción, constituye en con­ creto y por sí m ism o el campo de experiencia al que la s normas tienen que aplicarse. En este ú l­ timo caso, puede decirse que la norma «produce» lo s elementos sobre los cuales actúa, al m ism o tiempo que elabora los procedimientos y los me­ dios reales de esta acción; es decir que determina la existencia de esos elementos por el hecho m is­ mo de proponerse dominarla. Por ejemplo, cuando Foucault, en u n pasaje crucial de La voluntad de saber,^ presenta la tec­ nología de la confesión — que a su ju icio está en la base de nuestra scientia sexualis, donde esa con­ fesión interviene como un ritual de producción de verdad— , quiere decir que los criterios a los cua­ les se ajustem las representaciones de la «sexuali­ dad» sólo son eficaces en cuanto aquella, más que conformarse con poner de relieve esa verdad co­ mo s i ya estuviera previamente inscripta en una realidad objetiva del sexo que ella daría a cono­ cer, la «produce» al constituir en todo sentido su objeto mismo, esa «sexualidad» — las comillas u ti­ lizadas aquí para designarla destacan su carácter ^ Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1, La Vo­ lonté de savoir, Paris: G allim ard, 1976, pàgs. 78 y sigs. [Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad de saber, Mexico: Siglo XXI, 1985],

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de artefacto— , que no se forma sino en cierto tipo histórico de sociedad, el m ism o que, a la vez que arranca o induce confesiones sobre el sexo y su s prácticas, fabrica también lo confes able en deter­ m inada relación con lo inconfesable. Un a n á lisis de esta índole lleva a una «historia política de la verdad»^ e incluso a la «economía política de una voluntad de saber»,^ En efecto, tal proceder escla­ rece la noción de una «voluntad de saber» que da su título a la obra: s i no hay saber sin una «volun­ tad» que lo sostenga — como es obvio, no se trata aquí de la voluntad de un sujeto— , es porque el discurso de verdad que aquel procura pronunciar no se reduce a la representación neutralizada de un contenido de realidad que le sea preexistente, y porque, al contrario, en él se afirma la m ism a voluntad o la m ism a necesidad que también pro­ duce históricam ente su objeto, en una forma de «poder-saber» en que estos dos aspectos, poder y saber, coinciden por completo, cuando se cumplen la s condiciones para ello. Abramos en este punto un paréntesis, que por lo dem ás sólo cerraremos en forma provisoria. ¿En qué concepción filosófica de la verdad hace pensar, ante todo, esta idea de una voluntad de saber que se encam a en un poder-saber? Por de­ trás de un a referencia nietzscheana, demasiado directamente legible aquí como para ser suficien­ te, ¿no es posible ver otra, m ás lejana, que sería espinosista? Después de todo, Foucault no hace otra cosa que explicar que las ideas que podemos formarnos con respecto a la sexualidad, sobre la ^ Jbid., pág. 80. ^ / ó id , pág. 98.

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base de los materiales reunidos por el ritual de la confesión, no son «como pinturas m udas sobre un cuadro», cuya exactitud fuera testim oniada por su correspondencia con el objeto que le s sirve de modelo, a la m anera de una relación externa de adaptación (Spinoza habla de convenientia) que liga puntualmente la idea a su ideatunr, pero son «adecuadas» en la m edida en que dentro de sí m ism as, a través del movimiento que las origina, se afirma el m ism o orden de necesidad que pro­ duce también el dominio de realidad, la s «cosas», que ellas dan a conocer. Y cuando Spinoza, por su parte, in siste en la actividad dinámica, de la cual la idea verdadera es resultado y expresión a la vez, ¿hace él m ism o otra cosa que relacionar esa verdad con una «voluntad de saber» que la produ­ ce? Por lo demás, cuando en una fórmula celebé­ rrim a presentaba el intelecto como im «autómata espiritual», ya sugería, por medio de esta metáfo­ ra de una m áquina que piensa por sí sola, la pre­ sunta necesidad de relacionar la génesis del saber con una «tecnología» que fuera a la vez la de un saber y la de un poder. En el transcurso de esta exposición encontraremos v a ria s veces esa refe­ rencia espinosista. Volvamos ahora a los aspectos generales de la productividad de la norma, que involucra en el m ism o proceso poder y saber, y extraigamos su s consecuencias. Desde el punto de v ista de dicha productividad, ser sujeto, es decir — puesto que para Foucault esta últim a expresión no puede te­ ner otro sentido— , estar expuesto a la acción de una norma, como sujeto de saber o como sujeto de poder, im plica depender de esa acción, no sólo en lo que atañe a ciertos aspectos exteriores del com-

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portamiento, según la línea de division entre lo lí­ cito y lo ilícito, sino también en lo que constituye el ser m ism o del sujeto pensante y actuante, que sólo actúa al ser él m ism o actuado, que sólo pien­ sa al ser él m ism o pensado, por norm as y bajo normas, en relación con la s cuales su pensamiento y su acción pueden medirse, esto es, integrarse a u n siste m a de evaluación global donde ellas fi­ guran en concepto de un grado o un elemento. Desde ese punto de vista — ^reiterémoslo— , ser su ­ jeto es, por lo tanto, estar literalmente «sujetado», aun cuando no en el sentido de la sum isión a un orden exterior que suponga una relación de pura dom inación, sin o en el de un a inserción de los in d iv id u o s — de todos los in d ivid u o s sin excep­ ción y sin exclusión— en una red homogénea y continua, un dispositivo normativo que al produ­ cirlos, o, mejor, al reproducirlos, los transforma en sujetos. Tomemos un ejemplo que aparece varias veces en los últim os textos de Foucault y que fue para él, sin duda alguna, de particular importancia: el del opúsculo de Kant sobre la Ilustración, de 1784, donde aquel descubre la primera aparición h istó ­ rica de una pregunta esencial, para la cual pro­ pone estas dos formulaciones complementarias: «¿Quién soy ahora?» y «¿Cuál es el campo actual de las experiencias posibles?». También estos dos interrogantes remiten implícitamente a la te sis de la productividad de la norma. En efecto, s i ­ tuarse con respecto a normas, en cuanto estas de­ finen, por un tiempo, un campo de experiencias posibles, es postularse como sujeto en el contexto de una sociedad normalizada que hace prevalecer su s leyes pero no sometiendo a su rigor a sujetos 94

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que, en función de su s predisposiciones propias o de u n principio de autonomía que preexista en ellos aun antes de exponerse a la acción de una ley semejante, se muestren dóciles o rebeldes a es­ ta, sino, al contrario, instaurando un ámbito de subjetividad preparado de por sí para esa acción e inclinado a ella. Podríamos, además, prolongar esta lectura del texto de Kant y ver aquí el punto de partida y hasta el basamento concreto de una doctrina de la unive rsa lid ad de la ley. Para s u ­ jetos así producidos o reproducidos, la ley ja m á s se presenta como una prescripción particular con la que ellos se topen en su camino como un indica­ dor o un obstáculo, y que oriente fácticamente su destino sin tener en cuenta su propia intenciona­ lidad espontánea, puesto que esa ley se expresa de manera universal desde el fondo de ellos mismos, y puesto que, de igual modo, los «nombra», es de­ cir, los designa como sujetos y les asigna normas de acción que por ello deben reconocer como suyas propias. En ese sentido, puede decirse que la ley, en cuanto sistem a que actúa en los dos planos — la práctica y la teoría— , «interpela» a los individuos como sujetos. En otras palabras, ser sujeto es «pertenecer», de acuerdo con una fórmula que reaparece de ma­ nera punzante en el texto de la clase que en el Co­ llèg e de France se consagró especialm ente al opúsculo de Kant sobre la Ilustración (según la versión inédita de esa clase publicada en mayo de 1984 en el número 207 del Magazine Littéraire).* * Se trata de la clase del 5 de enero de 1983, correspon­ diente a un curso hoy ya publicado: Michel Foucault, Le Gouvernement de so i et des autres. Cours au Collège de France, 1982-1983, Paris; Seuil/Gallimard, 2008, pàgs. 3-

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y E n él, la pregunta ya mencionada: «¿Quién soy ahora?», se reformula en estos térm inos: «¿Qué es, pues, el presente al cual pertenezco?». E s el filó­ sofo el que plantea aquí la pregunta y se propone reflexionar sobre esa pertenencia, y su reflexión se orienta de este modo: «Se trata de mostrar en qué aspecto y cómo aquel que habla, en cuanto pensador, en cuanto sabio, en cuanto filósofo, for­ ma parte de ese proceso, y (más que eso) cómo tie­ ne que cum plir cierto papel en ese proceso en el cual se hallará, entonces, a la vez como elemento y como actor. E n resum en, me parece que en el texto de Kant vemos aparecer la cuestión del pre­ sente como acontecimiento filosófico al que perte­ nece el filósofo que hab la de él». Entendám oslo bien: el enunciado que se atribuye aquí al filósofo no se refiere sólo a lo que especifica su posición propia de tal, sino a lo que constituye de manera general la condición m ism a del sujeto, el ser del sujeto o, mejor aún, el ser-sujeto; y precisamente al tomar a su cargo el enunciado de esa condición y explicitar los requisitos, se postula también co­ mo filósofo. Desde esa perspectiva, «ser sujeto» es, por lo tanto, «pertenecer», vale decir, intervenir a la vez como elemento y como actor en u n proceso global, cuyo desenvolvimiento define el campo ac­ tual de la s experiencias posibles, y dentro del cual — y sólo dentro del cual— puede situarse el hecho de «ser-sujeto». En consecuencia, s i hay una singularidad del sujeto, a sí definido, no es la de un ser aislado que 39 [El gobierno de s í y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Buenos Aires: Fondo de Cultura Eco­ nómica, 2009, págs, 17-56]. (N. del T.)

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se determine por su sola relación consigo, ya remi­ ta esta relación a una original identidad concreta, la de un «yo» no igual a n in g ún otro, o haga re­ ferencia a un universal abstracto, a la manera de la «cosa que piensa» revelada por el cogito carte­ siano (según una experiencia racional que, por de­ finición, valdría de entrada para todos los sujetos a quienes e lla constituye ju n to s en una m ism a operación primordial). Se trata, en cambio, de una singularidad que no aparece o no se destaca m ás que contra un fondo de pertenencia, que liga al su ­ jeto no sólo a otros sujeto s con lo s cuales él se comunica, sino al proceso global que lo constituye al normalizarlo y del que extrae s u propio ser. En la clase del Collège de France antes mencionada, leemos a continuación: «Y por eso m ism o vem os que, para el filósofo, plantear la cu estió n de s u pertenencia a ese presente ya no será en absoluto la cuestión de s u pertenencia a u n a doctri­ n a o u n a tradición; y a no será la sim p le cu estió n de s u pertenencia a u n a com unidad h u m a n a en general, s i ­ no la de s u pertenencia a cierto “nosotros", u n nosotros que se relaciona con u n conjunto cu ltu ra l característi­ co de s u propia actualidad. E s ese nosotros el que está co nvirtiéndose para el filósofo en e l objeto de s u propia reflexión; y por eso m ism o se afirm a la im p o sib ilid a d de que el filósofo se ahorre la interrogación sobre s u pertenencia sin g u la r a él. Todo esto — la filosofía como problem atizacidn de u n a actualidad y como interroga­ ción del filósofo acerca de esa a c tu a lid a d de la que él form a parte y con respecto a la cu a l tiene que s it u a r ­ se— b ien podría caracterizar a la filosofía como d isc u r­ so de la m odernidad y sobre la modernidad».

Ahora bien, al leer estas líneas uno no puede dejar de preguntarse si, como Foucault parecería 97

afirmarlo aquí, la determinación del sujeto contra el fondo de la pertenencia a un «nosotros» que coincide con la s condiciones de una actualidad, es decir, con un campo actual de experiencias posi­ bles, sólo comienza a surgir con Kant, cuando el texto de este último al que se hace referencia pa­ rece hablar, s i se lo toma al pie de la letra, de algo m uy distinto: esboza, entre otras cosas, una teoría del déspota ilustrado, apoyada en el principio se­ gún el cual el hombre es el ser que para «elevarse» tiene absoluta necesidad de un maestro, teoría que Foucault elude por completo en su propia in ­ terpretación, lo cual induce a pensar que esta par­ ticiparía m ás bien del orden de una lectura «sinte­ mal». Si se admite que Kant es el primero en plan­ tear esta pregunta: «¿Quién soy ahora?» con el sentido de; «¿Cuál es el nosotros al que pertenez­ co?», ¿cómo no hacer valer también la respuesta que él m ism o propone para ella — una respuesta que sin lugar a dudas gobierna la formulación de la pregunta— , a saber: que ser sujeto es definirse por la pertenencia a una comunidad hum ana en general? Ahora bien, el concepto de comunidad hum ana que se requiere en un contexto semejante está constituido de un extremo al otro por la racio­ nalidad de su derecho, en un doble sentido moral y jurídico: ella es la que se cumple en un Estado de derecho. Desde la óptica adoptada por Kant, bien ca­ be pensar en una productividad de la norma; en efecto, la ley que me liga a una comunidad hum a­ na en general habla en mí, e incluso puede decir­ se, s i se conservan todos los sentidos de esta ex­ presión, que «me» habla, como lo muestra con cla­ ridad la fórmula de Rousseau a la que Kant era

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particularm ente afecto: «conciencia, instinto d i­ vino», de donde él había extraído por su propia cuenta la te sis de la «ley moral en mí», esto es, dentro de mí. Empero, aquella productividad s i­ gue estando precisamente sometida a la identifi­ cación de la norma y el derecho, una identificación que es la condición de todas m is acciones: s i la ley me indica lo que debo hacer, aun antes de prohi­ birme lo que no hay que hacer, lo cierto es que su discurso es en esencia prescriptivo, es decir que me obliga como una pura forma, cuya eficacia ra­ dicaría, justamente, en el hecho de estar libre de todo contenido. F oucault, es evidente, no se orienta en ese sentido. Aquí daríamos, antes bien, con la s prem isas de la lectura de Kant esbozada por Lacan en su texto «Kant con Sade», donde m uestra que la pertenencia a la ley y al ideal comunitario prescripto por ella define de entrada al sujeto deseante, al m ism o tiempo que somete su deseo al peso de esa ley que, por sí sola, como forma, le da todo su contenido. Como se ve, plan­ tear la cuestión del sujeto de m anera completa­ mente formal — diríamos, además: en el orden de lo simbólico— es, sin duda, hacer de él el produc­ to de la ley y, con ello, situarlo desde el inicio en una relación de pertenencia (con referencia a una comunidad racional que también es, por paradóji­ co que parezca, com unidad deseante); pero es igualm ente, al m ism o tiempo, tomar por única medida de esa productividad el formalismo ju r í­ dico de la ley, o sea, elaborar una concepción ne­ gativa o negadora de dicha productividad, que no tienda a otra cosa que a la instauración de un lí­ mite «en» el propio sujeto; y este aparece entonces como necesariamente atravesado por la ley: suje-

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to escindido o hendido, sujeto de esa falta en ser que tiene por nombre «deseo», esto es, el sujeto en el sentido lacaniano. Desde ese punto de vista, el sujeto es aquel que encuentra s u lug a r ya tra ­ zado por completo en un dominio significante de legitim idad circunscripto con precisión, dentro del cual debe mantener y garantizar su identidad de sujeto. ¿Cómo escapar a esta línea de interpretación hacia la cual parece conducir la referencia kantia­ na s i se la re sitú a en su lógica propia? Tal vez haya que hacer intervenir otra referencia filosófi­ ca para definir la noción de pertenencia en cuanto es constitutiva del ser-sujeto: la referencia espin o sista en la que ya nos apoyamos, que debería perm itir perfilar otra figura de la modernidad, d istin ta de la que puede deducirse de la crítica kantiana. En este aspecto, es posible basarse en una indicación dada por el propio Foucault en la Historia de la locura, indicación que, admitámos­ lo, careció de repercusiones en el resto de su obra. Se trata del capítulo 5 de la primera parte, dedi­ cado a los insensatos,“^ donde hace mención de la problemática ética que está en el trasfondo de to­ do el pensamiento clásico: «La razón clásica no en­ cuentra la ética al cabo de su verdad, y bajo la for­ ma de la s leyes morales; la ética como elección contra la sinrazón está presente desde el origen de todo pensam iento concertado (. . .). En la época clásica, la razón nace en el espacio de la ética». Pa­ ra respaldar el argumento, Foucault cita la fórMichel Foucault, Histoire de la folie à l ’âge classique: fo­ lie et déraison, Paris: Plon, 1961, pàgs. 174-5 [Historia de la locura en la época clásica, Buenos Aires: Fondo de Cultu­ ra Económica, 1992].

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m ula del De intellectus emendatione: «¿Cuál es, pues, esta naturaleza [superior, cuya apariencia general define la ética]? (.. .) Mostraremos que es el conocimiento de la unión que tiene el alma pen­ sante con la naturaleza entera». Ahora bien, la noción de pertenencia o unión se define aquí ya no en el orden de lo simbólico, sino en el de lo real. Ser sujeto implica, por consiguiente — de acuerdo con una fórmula que reaparece en toda la obra de Spinoza— , postularse, afirm arse, reconocerse como pars naturae, es decir, en cuanto se está so­ metido a la necesidad (y aquel dice que se trata de todo lo contrario de im a coacción externa) global de un todo, un todo que es la naturaleza misma, de la cual cada una de nuestras experiencias como sujetos es la expresión más o menos desarrollada y completa; expresión determinada, dice Spinoza; expresión normada, diría Foucault en su propio lenguaje. En consecuencia, vemos aparecer aquí una mo­ dalidad de la pertenencia que rompe con la que se piensa en la teoría kantiana del derecho racional, puesto que, s i hace referencia a un orden — una referencia de la cual deduce su propia racionali­ dad— , ese orden no es humano sino natural, no es un orden prescriptivo de los hombres sino un or­ den necesario de la s cosas, que se expresa desde el punto de v ista de una naturaleza con respecto a la cual no h a y hombre que tenga el derecho — y m enos a ú n que esté en condiciones— de p o s­ tu la rse tanquam im perium in imperio, esto es (aventuremos una traducción), «como un poder en un poder». Por eso, las leyes de este orden, que son la s de la naturaleza m ism a, y no la s de una na­ turaleza hum ana independiente, son leyes en el

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sentido físico del término, y no en su sentido ju ­ rídico. Por consiguiente, la relación de pertenen­ cia ya no debe determinarse de manera lim ita ti­ va, al modo de una coacción, sino de manera posi­ tiva e incluso, conforme a la s palabras del propio Spinoza, causal: es esa relación, en efecto, la que constituye, la que hace ser, aquello que se afirma en ella y por ella. Desde esa perspectiva, acceder a una naturaleza superior — para retomar la fór­ m ula del De intellectus emendatione— no signifi­ ca en absoluto despojamos de nuestra naturaleza primera, con v ista s a lo que se presentaría, a la sazón, como m ás allá de nuestros lím ites propios, s i razonamos en términos de finitud: es, al contra­ rio, desplegar al máximo toda la potencia que está en esa m ism a naturaleza, en virtud de la cual esta se comunica, en cuanto pars naturae, con la natu­ raleza entera a la que tiende a manifestar en su integridad, habida cuenta de que la infinitud no se divide; así como toda la extensión «está» en una gota de agua, así como la totalidad del pensam ien­ to está en la m ás sim ple de las ideas, así también toda la naturaleza está «en» mí, siempre y cuando yo aprenda a conocerme como perteneciente a ella, al acceder a ese saber ético que es también una ética del saber y que suprime la falsa alterna­ tiva entre la libertad y la necesidad. E s lícito asociar a esta últim a consecuencia la fórmula que aparece en la introducción de E l uso de los placeres,^ mediante la cual Foucault define el objetivo de su empresa; «Saber en qué medida ® Michel Foucault, Hisioire de la sexualité, vol. 2, L’Usage des p la isirs, Paris: Gallimard, 1984, pàg. 15 [Historia de la sexualidad, vol. 2, E l uso de los placeres, México: Siglo XXI, 1986].

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el trabajo de pensar su propia historia puede libe­ rar al pensamiento de lo que piensa en silencio y p e rm itirle pensar de otra manera». P ensar su propia historia, es decir, pensarse como pertene­ ciente a cierto tipo de sociedad en la s condiciones de una actualidad, es liberar al pensamiento de lo que piensa sin pensar en ello, y abrirle así el cami­ no de la ún ica libertad que tiene algún sentido para él: no la de una ilu so ria «liberación» que le permita experimentarse como plenamente hum a­ no, sino la que lle va a «pensar de otra manera», expresión que tam bién podríamos utiliz ar para presentar el amor intellectualis Dei al cual hace referencia Spinoza, quien, en el fondo, no dice na­ da distinto. Si prolongáramos aún m ás esta referencia a Spinoza llegaríamos a una nueva tesis, que en la reflexión consagrada por Foucault a los proble­ m as de la norma y su acción es, quizá, la m ás im ­ portante: luego de la tesis de la productividad de la norma, la de su inmanencia.

III Pensar la inm anencia de la norma es, desde luego, renunciar a considerar su acción de mane­ ra restrictiva, como una «represión» formulada en térm inos de interdicto, ejercida contra un s u ­ jeto dado con anterioridad a dicha acción y que podría, por su parte, liberarse o ser liberado de un control semejante: la historia de la locura, co­ mo la de la s prácticas penitenciarias y, asim ismo, la de la sexualidad, m uestra a la s claras que esa 103

«liberación», le jo s de su p rim ir la acción de la s normas, no hace sino reforzarla. Mas también po­ demos preguntarnos s i basta con denunciar la s ilusio n es de ese discurso antirrepresivo para esca­ par a ellas: ¿no corremos el riesgo de reprodu­ cirlas en otro nivel, en el que han dejado de ser in ­ genuas pero, a pesar de ser ahora informadas, no dejan de estar desplazadas con respecto al conte­ nido al que parecen apuntar? En apariencia, Fou­ cault se encamina en ese sentido en oportunidad del debate que in ic ia con el p sico a n á lisis en La voluntad de saber: «Que el sexo, en efecto, no está “reprim id o” no es u n a afirm ación m u y novedosa. Hace u n b uen tiem po que lo s p sic o a n a lista s lo d ijeron. R echazaron la pequeña m a q u in a r ia sim p le que uno im a g in a de b u e n a gana cuando se h a b la de represión; la id ea de u n a energía rebelde que habría que in te rrum p ir les pareció in a d e ­ cuada para descifrar de qué m anera se articulan poder y deseo; lo s suponen ligados de u n modo m á s complejo y originario que el juego entre u n a energía sa lv a je , n a ­ tu ra l y viviente , que s in cesar asciende desde abajo, y u n orden desde arrib a que procura obstaculizarla; no ha bría que im a g in a r que el deseo está reprim ido, por la buena razón de que la ley lo constituye y constituye la falta que lo in sta u ra . La relación de poder ya estaría a llí donde está el deseo: es ilu so rio , pues, d en u n ciarla en u n a represión que se ejercería a posteriori, pero v a ­ nidoso, tam bién, p a rtir a la b úsq u ed a de u n deseo al m argen del poder»,®

Ahora bien, presentar la ley como constitutiva del deseo es, tal cual acabamos de verlo, pensar la ® M. Foucault, La Volonté de savoir, op. eit., pág. 107.

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pro ductividad de la norm a; pero no b asta con analizar la relación de la ley con el deseo como una relación causal, en la que el deseo del sujeto se identifica como un efecto cuya causa sería el or­ den m ism o de la ley; es preciso, además, pregun­ tarse por el tipo de causalidad, transitiva o inm a­ nente, que está en juego en esa relación. Se com­ prende, entonces, que para explicar el hecho de que haya normas que actúan efectiva y eficazmen­ te no sea suficiente reducir esa acción a un modelo determinista, desarrollado en forma simétrica con el discurso de la «liberación», como su imagen en espejo, invertida y, en el juego mismo de esainversión, idéntica. «Lo que d istin g u e uno de otro el a n á lisis que se hace en té rm in o s de represión de lo s in stin to s y el que se p lan ­ tea d esde el punto de v ist a de la ley del deseo es, s in duda, la m anera de concebir la naturaleza y la d in á ­ m ica de la s p u lsio n e s, y no la m anera de concebir el po­ der. A m bos recurren a u n a representación com ún del poder que, conforme al uso que se le dé y a la posición que se le reconozca con respecto al deseo, lle v a a dos consecuencias opuestas: ya sea a la prom esa de u na “l i ­ beración” s i el poder únicam ente tiene u n in flu jo exte­ rio r sobre el deseo, y a sea, s i es c o n stitu tiv o de este m ism o , a la a firm ació n “y a e stá s entram pado desde siem p re”».^

Para no demorarnos, digamos que esta últim a fórmula, «ya estás entrampado desde siempre» — la ley, debido a su naturaleza de causa, se anti­ cipa siempre a su s efectos posibles— , es la que re­ sultaría de la mera aserción de la productividad Ibid., pág. 109.

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de la norma, sin tener en cuenta el otro aspecto de su acción que es su carácter inmanente. ¿En qué consiste esta tesis de la inmanencia? En introducir en la relación causal que defíne la acción de la norma la siguiente consideración; di­ cha relación no es una relación de sucesión, que vincule térm inos separados, partes extra partes, conforme al modelo de un determinismo mecanicista, sino que presupone la simultaneidad, la coin­ cidencia, la presencia recíproca, lo s unos en los otros, de los elementos reunidos por ella. Desde esa perspectiva, ya no se puede pensar la norma m ism a antes de la s consecuencias de su acción, y en cierto modo por detrás y con prescindencia de ellas; por el contrario, hay que pensarla tal y como actúa en su s efectos, y no, propiamente hablando, sobre ellos, con el fín de conferirles el máximo de realidad de que son capaces, no de lim itar su rea­ lidad a través de un mero condicionamiento. ¿En qué aspecto representa esta concepción un progre­ so en comparación con los a n á lisis efectuados pre­ cedentemente? Para volver a los ejemplos tratados por Fou­ cault, ya sabíam os que no hay sexualidad en sí, así como no debe haber tampoco locura en sí, aun­ que el texto de la Historia de la locura no siempre haya sido del todo claro al respecto; no hay sexo sa lva je , cuya verdad irru p tiva se m anifieste a través de una experiencia originaria, fuera del tiempo y de la sociedad, porque lo que llam am os «sexualidad» es un fenómeno histórico-social, de­ pendiente de la s condiciones objetivas que lo «pro­ ducen». Sin embargo, para escapar al mito de los orígenes no basta con transferir a la ley y su poder la iniciativa concreta de una acción de la cual las 106

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prácticas de la sexualidad dependan con el carác­ ter de consecuencias. También se debe compren­ der que no hay norma en sí, no hay ley pura, que se afirme como tal en su relación formal consigo, y que sólo salga de sí m ism a para lim itar o delim i­ tar su s efectos y, así, marcarlos negativamente. La h isto ria de la sexualidad enseña que no hay nada detrás del telón: ningún sujeto sexual autó­ nomo con respecto al cual las formas históricas de la sexualidad no sean m ás que manifestaciones fe­ nom énicas, m ás o m enos acordes a su esencia oculta, pero tampoco n ing una ley de la se x u a li­ dad, que cree artificialmente el ámbito de su in ­ tervención, sometiendo de entrada a su s reglas al sujeto de esta última, un sujeto al cual, de tal mo­ do, ella «posea», tanto en el sentido noble de la pa­ labra como en su sentido trivial. En este aspecto, sucede con la astucia de la norma lo m ism o que con la astucia de la razón. En otros términos, la sexualidad no es m ás que el conjunto de la s experiencias históricas y socia­ les de la sexualidad, sin que estas experiencias, para ser explicadas, tengan que confrontarse con la realidad de una cosa en sí, que esté situada en la ley o en el sujeto al cual se aplica, una realidad que sería también la verdad de dichas experien­ cias. A llí está la clave del «positivismo» de Fou­ cault; sólo hay verdad fenoménica, sin referencia a un principio de derecho que se anticipe a la rea­ lidad de los hechos a los cuales se aplica. Por eso, la h isto ria de la sexualidad no es una h isto ria «de», en el sentido del estudio de la s transfor­ maciones de un contenido objetivo, sujeto o ley, que preexista a ellas, y ya se identifique ese conte­ nido a través de la existencia de un sujeto de se-

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xualidad o de una ley de sexualidad. De ahí este principio metodológico fundamental que reduce la h isto ria de la sexualidad a un a h isto ria de los enunciados sobre la sexualidad, sin que en lo s u ­ cesivo la cuestión consista en relacionar dichos enunciados con u n contenido independiente que ellos no hagan m ás que designar real o sim b ó li­ camente. En este aspecto, parece en verdad que Foucault renunció de manera definitiva a un pro­ ceder de tipo hermenéutico, dirigido a interpretar enunciados, para desentrañar detrás de ellos un sentido y h a sta u n a a u se n cia de sentido, con respecto a los cuales aquellos fueran a la vez algo a sí como in d ic io s y m áscaras. H isto ria de los enunciados sobre la sexualidad o, mejor, de los enunciados de la sexualidad, según la fórmula del «sexo que habla» que Foucault toma de la fábula de Los d ije s indiscretos: al no haber detrás del discurso del sexo nada que sostenga o respalde su s aserciones, el sexo no es de por sí otra cosa que el conjunto de su s aserciones, o sea, todo lo que él m ism o dice de sí mismo. Por esta razón, su verdad no debe buscarse en n in g una otra parte que en la sucesión histórica de los enunciados que constituye, por sí sola, el ámbito de todas su s ex­ periencias. En consecuencia, si la norma no es exterior a su campo de aplicación, ello no sólo se debe, como ya lo mostramos, a que lo produce, sino a que ella m ism a se produce en él al producirlo. A sí como no actúa sobre u n contenido que su b sista con inde­ pendencia y al margen de ella, tampoco es de por sí independíente de su acción, presuntamente de­ sarrollada de manera exterior a ella, en una for­ ma que sería, por fuerza, la de la división y la esci-

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sión. Sin duda alguna, es en este sentido que hay que hablar de la inmanencia de la norma, con res­ pecto a lo que esta produce y al proceso por medio del cual lo produce: lo que norma la norma es su acción. E l reproche que Foucault le hace al psicoanáli­ s is — al cual, por otra parte, le reconoce no pocos méritos— es, justamente, el de haber prolongado a su manera el gran mito de los orígenes, al rela­ cionarlo con la ley m ism a y constituir a esta como u n a esencia inalterable y separada: como si la norma tuviese un valor en sí, que pudiera medir­ se al precio de una interpretación; como s i su ver­ dad se m antuviera por debajo de su s efectos y es­ tos sólo desempeñaran a su respecto el papel de síntomas. Por consiguiente, si la acción de la norma no encuentra u n campo de realidad que sea previo a su intervención, tam bién hay que decir que ella m ism a no está preordenada a esta y que sólo orde­ na su función norm ativa a medida que la ejerce, en u n ejercicio que tiene a la norma por sujeto y objeto a la vez. Para reiterarlo con otras palabras: la norma tan sólo puede pensarse históricamente, en relación con los procesos que la ponen en prác­ tica. Aquí, Foucault sigue, sin lugar a dudas, la lección de Georges Canguilhem, quien es en nues­ tra época el indiscutib le iniciador de una nueva reflexión sobre las normas. En su introducción a la edición norteamericana de Lo normal y lo pato­ lógico (texto publicado con el título de «La vie et la science» en el número de enero-marzo de 1985 de la Revue de Métaphysique et de Morale consagra­ do a Canguilhem), Foucault pone de manifiesto con m ucha claridad esa enseñanza:

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«Mediante la d ilucid ació n del saber sobre la v id a y de lo s conceptos que lo a rtic u la n , Georges C a n g u ilh e m quiere recuperar lo que pasa con el concepto en la vid a, es decir, con el concepto en cuanto es uno de lo s modos de la inform ación que todo ser v iv o toma de s u medio. E l hecho de que el hombre v iv a en u n medio conceptua­ lm ente estructurad o no prueba que se h a y a d esviad o de la v id a a ra íz de a lg ú n o lv id o o q ue u n d ra m a histó rico lo h a y a separado de ella; sólo prueba que v iv e de cierta m anera. (. ..) Form ar conceptos es u n a m an e­ ra de v iv ir y no de m atar la vida» (págs. 12-3).

Elaborar norm as de saber — esto es, formar conceptos— en relación con normas de poder es, pues, embarcarse en un proceso que, a m edida que se desenvuelve, genera por sí m ism o la s con­ diciones que lo verifican y lo hacen eficaz. La ne­ cesidad de esa elaboración no se relaciona con otra cosa que aquello que ya Pascal, con rma fór­ m ula pasmosa, llamaba «fuerza de la verdad» (cf. la «Relación de la gran experiencia del equilibrio de los líquidos» de 1647, y este pasaje de la adver­ tencia al lector que la precede: «Con todo, no dejo de se n tir pesar al apartarme de esas opiniones tan generalmente admitidas [acerca del horror al vacío] ; sólo lo hago cediendo a la fuerza de la ver­ dad que me obliga a ello»). Aqiu se trata sin duda de la fuerza de la verdad, con la condición de no esencializarla, a saber, de reducirla míticamente a la jerarquía de una fuerza v ita l cuyo «poder» sea preexistente al conjunto de efectos que produ­ ce. Si hay normas que actúan, no lo hacen en v ir ­ tud de una oscura potencia que guardaría en su orden, en estado virtual, el sistem a de todos su s efectos posibles, puesto que entonces sería in e v i­ table preguntarse qué legitim a o condiciona una lio

acción sem ejante, y para responder habría que recurrir a la ficción de un origen trascendente de la norma, que le permitiera anticiparse a todo lo producido por ella. El «ya estás entrampado», que presupone la existencia previa de la norma, debe ser sustituido por la idea de que la norma misma, entrampante y entrampada, no es otra cosa que el hecho de caer en su propia trampa, que es para ella como un embuste y un testimonio de verdad. Ya lo hem os dicho: detrás del telón no hay nada. Y la astucia de la norma no se apoya en ninguna fuerza manipuladora, porque su propia acción la m anipula por completo. La norma no es, pues, un lím ite ya totalmente trazado cuya línea divida el destino de los hom ­ bres: Kant veía a la hum anidad en el cruce de dos caminos y la observaba conquistando su libertad al elegir el lado bueno de esa bifurcación. Lo que está enjuego aquí es, desde luego, la relación en­ tre una naturaleza y una cultura. Pero, ¿adopta esa relación la forma de un clivaje, que pasa entre dos órdenes de hechos heterogéneos, o es una rela­ ción de constitución e intercambio, que deposita en la s fuerzas de la naturaleza y la vida la tarea de elaborar la s normas y hacerlas reconocer? En este punto, la referencia espinosista quizá pueda, una vez más, ilustrarnos. Se sabe que Spinoza elaboró una nueva con­ cepción de la sociedad sobre la base de la de Hob­ bes, pero también en oposición a ella con respecto a un punto crucial. Según Hobbes, el estado de so­ ciedad impone normas, es decir, leyes, con vista s a proteger a los hombres contra sí m ism os, y en particular contra la pasión destructiva, verdade­ ro instinto de muerte, que los atormenta y tiene 111

1 campo libre en el estado de naturaleza. Ahora bien, siempre en opinión de Hobbes, la regulación de la v id a por medio de norm as depende de un cálculo racional que, al encerrar dentro de ciertos lím ite s lo s comportamientos, los contiene y los restringe, con el objeto de «superar» la s contradic­ ciones de una naturaleza desordenada; y la con­ dición de ese pasaje-superación — en el cual Negri ve, sin duda alguna acertadamente, una prefigu­ ración de la dialéctica en el sentido hegeliano— constituye una transferencia voluntaria de poder, aceptada por todos los integrantes del cuerpo so­ cial y productora de una nueva forma de poder so­ berano, que rescata en su beneficio el instinto de dominación propio de todos los hombres, pero lo vuelve en contra de ellos en la forma de una obli­ gación absoluta. E s aquí donde se deja ver en toda su pureza la idea de una trascendencia de la nor­ ma, con todos los efectos que de ello se derivan: el juego de escisiones y contradicciones que podría hacer leer la obra de Hobbes como la anticipación, en la época clásica, de una suerte de psicoanálisis del poder. Ahora bien, Spinoza, contra Hobbes, se niega a establecer entre estado de naturaleza y estado de sociedad esa relación de rup tura y superación que recuerda, como acabamos de señalarlo, una dialéctica de tipo hegeliano. A su entender, la na­ turaleza nunca deja de actuar en la sociedad, al m ovilizar las m ism as leyes y las m ism as pasiones que im p ulsan a la s arañas a pelear y llevan a los peces chicos a ser pasto de los grandes, sin que el sentido de esas leyes se invierta, sin que se vuel­ van contra sí m ism as para in sta la r la dialéctica de un contra-poder. E s que el poder, por lo tanto. 112

1 no se define necesariamente por la dominación. Históricamente puede tomar la forma de esta, por supuesto, pero que lo haga o no es absolutamen­ te circunstancial; y el principio m ism o del tipo de sociedad que se constituye a partir de un poder de esas características es víctima, entonces, de un desequilibrio. V ivir en sociedad, de acuerdo con normas, no es su stitu ir el derecho de la naturale­ za por un derecho racional; m uy por el contrario, es m anejar y regular la s m ism a s relaciones de fuerza que determ inan, sobre la base del juego libre y necesario de los afectos, el conjunto de las relaciones interindividuales. Desde ese punto de v ista , la s p rem isas de una teoría política no se encuentran en la cuarta parte de la Ética, sino ya en la tercera, donde Spinoza expone, aun antes de formular la idea de un poder soberano, la socia­ lización espontánea de los afectos, teorizada por medio del concepto de im itatio affectuum, una so cializ ación que para funcionar no n ecesita otras leyes que la s de la naturaleza. E n conse­ cuencia, la cuestión del orden social se juega de entrada en el plano de los conflictos pasionales cuyo desarrollo ese m ism o orden abraza: de ellos extrae su verdadera potencia, potentia, y no de un nuevo principio, potestas, que sobreañada a la ex­ presión de dichos conflictos nuevas reglas y nue­ v a s pautas de comportamiento. Desde ese punto de vista, una vez más, sería m uy posible leer en la tercera parte de la Ética el esbozo de una teoría de los micro-poderes. A lo cual hay que agregar que las normas de poder así introducidas funcio­ nan también, de manera indisociable, como nor­ m as de saber: al m ultiplicar la s relaciones entre los hombres, al tejer la red cada vez más compleja

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de su s relaciones m utuas, aumentan en la m ism a proporción su capacidad de forjar nociones comu­ nes, esto es, nociones necesariamente adquiridas en conjunto que expresan lo que es común a la ma­ yor cantidad de cosas posibles. Como se advertirá, la m ism a fuerza de la naturaleza y la vida trans­ forma al in d iv id u o en sujeto cognoscente y ac­ tuante. ¿Qué es, en esencia, lo que distingue a Hobbes de Spinoza? E s el hecho de que la preocupación central de Hobbes radica en fundar una política en una antropología, o sea, en una teoría de la s pasiones hum anas, que permita desentrañar una motivación fundamental, rectora de todas la s ac­ ciones de los hombres: el miedo a morir, motiva­ ción que, invertida, otorga al derecho su único principio y funda la concepción jurídica del poder. A ju ic io de Spinoza, empero, seguir un proceder semejante es constituir al hombre «tanquam im ­ perium in imperio», atribuyéndole una naturaleza totalmente opuesta a la naturaleza m ism a; por eso, él no intenta apoyar su reflexión política en una teoría de la s pasiones hum anas, en la que es­ tas delimiten, dentro de la naturaleza, un orden propiamente hum ano, sin o que elabora, por el contrario, una teoría natural de la s pasiones en general, mostrando que todos los afectos, y los de los hombres en particular, están por completo in ­ mersos en la naturaleza, cuyas leyes siguen y de la que no son m ás que expresiones diversas y de­ terminadas. Puede decirse, entonces, que de he­ cho la s prem isas de una teoría política deben b us­ carse, antes que en la tercera y la cuarta partes de la Ética, en la primera y la segunda, que exponen la s condiciones de aquella inserción. 114

Se ve, pues, adónde conduce el principio de la inm anencia de la norma a su s efectos, a todos su s efectos. Contra la idea común y corriente de que el poder de la s normas es artificial y arbitrario, ese principio revela el carácter necesario y natural de su fuerza, que se define y se forma en el tra n s­ curso m ism o de su acción y se produce al producir s u s efectos, con u n a tendencia a hacerlo s in reservas n i lím ites, es decir, sin suponer la inter­ vención negadora de un a trascendencia o una división. Sin duda, es esto lo que Foucault quería expresar al hablar de la positividad de la norma, que se da por entero, se produce al producir su s efectos, a través de su acción, esto es, en su s fenó­ menos, y simultáneamente en su s enunciados, sin retener en modo alguno por debajo de estos, o por encima, un absoluto de poder al que deba su efi­ cacia pero cuyos recursos ja m á s agote del todo. Norma positiva, también, en la medida en que su intervención no se reduce al gesto elemental de escindir ámbitos de legitimidad, sino que consis­ te, por el contrario, en una incorporación progre­ siv a y una proliferación continua de su s manifes­ taciones, cuya forma m ás general es la de la inte­ gración. Necesidad y naturalidad de la norma, por con­ siguiente; pero no se puede dejar aquí interrum ­ pido el cotejo que se ha esbozado con algunos as­ pectos del pensamiento filosófico de Spinoza. Hay que explorar h asta el final esta hipótesis y pre­ guntarse si debe llevar también a afirmar la sustancialidad de la norma, a reinscribirla en un or­ den de cosas m asivo y global, que someta necesa­ riamente su explicación a una perspectiva meta­ física. En Spinoza, la ley extrae su fuerza del ser

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de la sustancia; y es evidente que sería in ú til b u s­ car en la obra de Foucault el bosquejo de un razo­ namiento semejante. Hasta aquí, Spinoza nos ha servido para leer a Foucault, m as también podría­ mos preguntarnos s i este no nos ayuda a leer a aquel, a través de la confrontación que él m ism o nos impone llevar a cabo entre el tema de la sustancialidad y el de la historicidad; y está claro que, al plantear este últim o problema, tampoco nos hallam os lejos de las cuestiones suscitadas en Marx por el estatus del «materialismo histórico», que es un nuevo esfuerzo por pensar junto s lo h is ­ tórico y lo sustancial.

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De Canguilhem a Canguilhem pasando por Foucault*

Al margen de la s consideraciones personales y particulares que llevan a cotejar los rumbos teóri­ cos tomados por Georges C anguilhem y Michel Foucault, la comparación se justifica sobre todo por una razón de fondo: esos dos pensamientos se desarrollaron alrededor de una reflexión consa­ grada a la problemática de las normas; reflexión filosófica, en el sentido fuerte de la expresión, aun cuando en los dos autores se haya asociado direc­ tamente a la explotación de materiales extraídos, en un principio, de la historia de las ciencias bioló­ gicas y hum anas y la historia política y social. A ello obedece este interrogante común que, en tér­ m inos m uy generales, podría formularse así; ¿Por qué la existencia hum ana se enfrenta a normas? ¿De dónde sacan estas su poder? ¿Y en qué direc­ ción lo orientan? En Canguilhem, estas cuestiones se urden en torno al concepto de «valores negativos», reelabo­ rado a partir de Bachelard. Este aspecto tiene * Este texto, cuyo título original es «De C anguilhem à Canguilhem en passant par Foucault», se publicó por p ri­ mera vez en Collège International de Philosophie (ed.), Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences: ac­ tes du colloque (6-7-8 décembre 1990), Paris: Albin Michel, 1993, col. «Collège International de Philosophie», pàgs. 286-94.

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una ilustración ejemplar en la conclusión del ar­ tículo «Vie» de la Encyclopaedia U niversalis, el cual, sobre la base de una referencia a la pulsión de muerte, enuncia la tesis siguiente: La vida sólo se hace conocer y reconocer a través de su s erro­ res, que en todo ser viviente revelan su inacaba­ miento constitutivo. Y por ello el poder de las nor­ m as se atfirma en el momento en que choca, y lle­ gado el caso tropieza, con los lím ites que no puede franquear y hacia los cuales, por eso mismo, vuel­ ve indefinidamente. En ese sentido, antes de ci­ tar in extenso a Borges, Canguilhem se pregcmta; «El valor de la vida, la vida como valor, ¿no tienen su s raíces en el conocimiento de su esencial pre­ cariedad?». En la exposición que sigue, los problemas que están enjuego se inscribirán en un marco delim i­ tado con rigor, a partir de una lectura paralela de la s dos obras de Georges C anguilhem y Michel Foucault que tratan precisamente esta cuestión: la relación intrínseca de la vida con la muerte, o de lo viviente con lo mortal, según se comprueba sobre la base de la experiencia clínica de la enfer­ medad. Para comenzar, recordemos brevemente en qué espacio cronológico se despliega esa con­ frontación: en 1943, Canguilhem publica su tesis de medicina, el E ssa i su r quelques problèmes con­ cernant le norm al et le pathologique-, en 1963, «veinte años después», presenta en la colección «Galien», dedicada a la historia y la filosofía de la biología y la m edicina, que él dirige en P resses U niversitaires de France, la segunda gran obra de Michel Foucault luego de la H istoria de la lo­ cura: E l nacimiento de la clínica-, ese m ism o año dicta u n curso sobre la s norm as en la Sorbona, 118

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como preparación de la reedición, en 1966, del E s­ sa i de 1943, aumentado con «Nouvelles réflexions concernant le normal et le pathologique». Recor­ demos la s etapas su c e siva s de ese recorrido {Le N ormal et le pathologique, de Georges Canguilhem, se citará según la edición de 1966, reprodu­ cida en 1988 por PUF en la colección «Quadrige», y N aissance de la clinique, de Michel Foucault, según la edición original de 1963 en la colección «Galien» de PUF). En 1943, e lE ssa i de Canguilhem contrapone la perspectiva objetivadora de una biología positi­ v ista — por entonces representada de modo ejem­ plar en los trabajos de Claude Bernard, que estu­ dia la vida en el laboratorio— a la realidad efecti­ va y, por decirlo así, existencial de la enfermedad: esta últim a tiene, en esencia, el valor de un pro­ blema planteado al individuo y por el individuo a causa de los defectos de su propia existencia, y del que se hace cargo una medicina que no es en prin­ cipio una ciencia, sino un arte de la vida, ilustrado por la conciencia concreta de ese problema con­ siderado como tal, con prescindencia de lo s in ­ tentos de solución que se proponen resolverlo, es­ to es, hacerlo desaparecer en cuanto problema. Todo este a n á lisis gira alrededor de un concep­ to central: el del «viviente», sujeto de una «expe­ riencia» — noción que reaparece a lo largo de todo el E ssa i— que lo expone, de manera a la vez inter­ mitente y permanente, a la posibilidad del sufri­ miento y, m ás en general, del v iv ir mal. En esa perspectiva, el viviente es ernte todo el individuo o el ser vivo, aprehendido en su singularidad exis­ tencial, tal y como la revela en forma privilegiada

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la vivencia consciente de la enfermedad; pero es también lo que podríamos llam ar «lo viviente del viviente»: ese movim iento polarizado de la vid a que empuja a todo viviente a desarrollar al máxi­ mo lo que hay en él de ser o de existir. En este ú l­ tim o aspecto, podemos sin duda encontrar un a inspiración bergsoniana, pero podríamos ver tam­ bién, aunque el propio Canguilhem no mencione la eventualidad de ese cotejo, la sombra tendida por el concepto espinosista de conatus. Ese viviente, que está con vida en la medida en que se hace vivir, se califica por el hecho de que es portador de una «experiencia», presentada de ma­ nera sim ultánea bajo dos formas: una consciente y otra inconsciente. En la primera parte del E ssa i, en oposición a los procedimientos del biólogo que tiende a hacer del enfermo un objeto de laborato­ rio, se in siste sobre todo en que el enfermo es un sujeto consciente, que se afana en expresar lo que le hace sentir su propia experiencia declarando su m al a través de la lección vivid a que lo vincula al médico; en ese sentido, Canguilhem escribe, con referencia a la s concepciones de René Leriche: «Estimamos que no hay nada en la ciencia que no haya aparecido antes en la conciencia y (. . .) que, en el fondo, el punto de v ista verdadero es el del enfermo».^ No obstante ello, la segunda parte del libro re­ toma el m ism o a n á lisis y lo profundiza, lo cual conduce a arraigar la experiencia del viviente en una región situ a d a antes o en los lím ite s de la conciencia, a llí donde se afirma, a prueba de los ^ Georges Canguilhem, Le Normal et le pathologique, Pa­ rís; PUF, 1966, pág. 53 [Lo normal y lo patológico, México: Siglo XXI, 1986].

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obstáculos que se oponen a su total expansión, lo que acabamos de llam ar «lo viviente del viviente», y que Canguilhem designa también como «el es­ fuerzo espontáneo de la vida»,^ esfuerzo espontá­ neo, por lo tanto, anterior y quizás exterior a su reflexión consciente; «No vemos cómo podría ex­ plicarse la normatividad esencial para la concien­ cia hum ana si, de alguna manera, no estuviera en germen en la vida».^ En germen, es decir, bqjo la forma de una promesa que se revela como tal, so­ bre todo, en lo s casos en que no parece posible cumplirla. La puesta en valor de esa «experiencia», con s u s dos dim ensiones, consciente e inconsciente, lleva, en oposición al objetivism o propio de una biología positivista voluntariamente ignorante de los valores de la vida, a la siguiente conclusión: «Nos parece que la fisiología tiene algo mejor para hacer que procurar definir objetivamente lo nor­ mal, y es reconocer la normatividad original de la vida».'* Lo cual significa que, al no ser la s normas datos objetivos, y como tales directamente obser­ vables, los fenómenos que originan no son los es­ táticos de una «normalidad», sino los dinám icos de una «normatividad». Se advertirá que el térmi­ no «experiencia» encuentra aquí otro nuevo senti­ do: el de un im pulso que tiende hacia im resulta­ do sin tener la garantía de alcanzarlo o de soste­ nerse en él; en el caso del v ivie n te hum ano, la fuente positiva de todas su s actividades es el ser errático de lo viviente, sujeto a una infinidad de experiencias. ^Ihid., pág. 77. ® Ibid. ^ Ibid., pág. 116.

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De ese modo se invierte la perspectiva tradicio­ nal sobre la relación entre la vida y las normas: no es la primera la que está sometida a la s segundas, m ientras estas actúan sobre ella desde el exterior; a n te s b ie n , el m o vim ie n to m ism o de la v id a produce la s norm as, de manera completamente inmanente. E sa es la tesis central del E ssai: hay una normatividad esencial de lo viviente, creador de norm as que son la expresión de su polaridad constitutiva. E sa s norm as explican el hecho de que lo v iv ie n te no pueda re d u cirse a un dato m aterial y sea en cambio una posibilidad, en el sentido de una potencia: una realidad que se da desde el inicio como inacabada porque se confron­ ta de manera intermitente con los riesgos de la en­ fermedad y de m anera permanente con el de la muerte. La lectura, luego del E ssa i de 1943, de E l naci­ miento de la clínica, el libro de Foucault publicado en 1963 en un a colección dirig ida por Canguilhem, lleva a la comprobación de una comunidad de concepciones que no excluyen la diferencia y h a sta la oposición de los puntos de vista. E stas dos obras tienen en común una crítica radical de la pretensión de objetividad del positivism o bioló­ gico, llevada a cabo en su s dos bordes extremos. Según hem os visto, Georges C anguilhem había efectuado esa crítica recurriendo a la experiencia concreta del viviente, con lo cual se halló ante la necesidad de abrir una perspectiva, que podría­ mos calificar de fenomenològica, sobre el juego de la s normas, captado en el punto en que surge de la esencial normatividad de la vida. Ahora bien, Mi­ chel Foucault su stitu y e la consideración de ese

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origen esencia] por la de un «nacimiento» históri­ co, situado precisamente en el desarrollo de un proceso social y político; de tal modo, le toca pro­ ceder a una «arqueología» — lo contrario de una fenomenología— de la s norm as m édicas, v ista s desde el lado del médico, e incluso, por detrás de este, de las instituciones médicas, mucho m ás que desde el lado del enfermo, que parece así el gran ausente de ese Nacimiento de la clínica. De esta m anera se explica el despliegue de u n espacio médico en el cual la enfermedad queda sujeta a una «mirada» a la vez normada y normadora, que decide la s condiciones de la norm alidad som e­ tiéndose a la s de una normatividad común: «La m e d icin a y a no debe se r únicam ente el corpus de la s técnicas de la curación y del saber que e sta s requie­ ren: tam b ién abarcará u n conocimiento del hom bre s a ­ lud ab le, es decir, a la vez u n a experiencia del hombre no enfermo y u n a definición del hom bre modelo. E n la g e stió n de la ex iste n cia h u m a n a , a su m e u n a p o stu ra n orm ativa, que no la autoriza sim p lem ente a repartir consejos de v id a prudente, sin o que le da fundam entos para re gir la s re la cione s físic a s y m o rales del in d iv i­ duo y de la sociedad donde el vive».^

Se diría que el viviente ha dejado de ser el su ­ jeto de la norm atividad para no ser ya otra cosa que su punto de aplicación, si no fuera porque, en la práctica. Foucault suprim e de su s a n á lisis toda referencia a esa noción de viviente, tan escasa en ® Michel Foucault, Naissance de la clinique: une archéo­ logie du regard médical, Paris: PUF, 1963, col. «Galien», pàg. 35 [El nacimiento de la clínica: una arqueología de la m irada médica, México: Siglo XXI, 1966].

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E l nacimiento de la clínica como frecuente es en el E ssa i de Canguilhem. Ese es el precio que hay que pagar para presentar una génesis de la norm a­ lidad, en el doble sentido de un modelo epistemo­ lógico, que regula los conocimientos, y u n modelo político, que rige los comportamientos. El concepto de «experiencia» aparece tan a me­ nudo en los a n á lisis de Foucault como en los de Canguilhem; sin embargo, en relación con la exi­ gencia planteada por aquel de «tomar la s cosas en su severidad estructural»,® se le da una sig n i­ ficación m uy diferente. Ya no se trata de una ex­ periencia del viviente, en todos los sentidos que puede adoptar esta expresión, sino de una expe­ riencia histórica, a la vez anónima y colectiva: ex­ periencia de viviente, m ás que experiencia del v i­ viente, de la que se desprende la figura completa­ mente d e sin d ivid u a liz a d a de la clínica. Así, lo que Foucault llam a «experiencia clínica» procede simultáneamente en varios niveles: es lo que per­ mite al médico perfeccionar su experiencia, al po­ nerse en contacto con la experiencia por medio de la observación (la «mirada médica»), en el marco institucio nal que determina una experiencia so­ cialmente reconocida y controlada. En esta ú lt i­ ma frase, la palabra «experiencia» aparece en tres posiciones y con significaciones diferentes: la correlación de esa s posiciones y significaciones define precisamente la estructura de la experien­ cia clínica. E s este el triángulo de la experiencia: en un vértice, el enfermo ocupa el lugar del objeto m ira­ do; en otro se h a lla el médico, m iem bro de un ® Ib id ., pág. 138.

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«cuerpo», el cuerpo médico, cuya competencia para convertirse en el sujeto de la m irada médica se reconoce, y, para terminar, la tercera posición es la de la institución que oficiediza y legitima so­ cialmente la relación del objeto mirado con el su je ­ to que mira. Vemos, pues, que el juego de lo «di­ cho» y lo «visto» a través del cual se trama esa «ex­ periencia» pasa por encima del enfermo y del mé­ dico m ism o, para realizar esa forma histórica a priori que se anticipa a la vivencia concreta de la enfermedad imponiéndole su s propios modelos de reconocimiento. Este a n á lisis difiere profundamente y tal vez incluso diverge del presentado por Georges Canguilhem en su E ssa i de 1943, donde buscaríamos en vano la s h uella s de una posición estructuralista avant la lettre. No obstante ello, de una manera que puede parecer inesperada, llega a conclusio­ nes bastante sim ilares, puesto que la experiencia clínica tal cual acaba de caracterizarse, al tiempo que le brinda al enfermo una perspectiva de su ­ pervivencia, al devolverlo a u n estado normal cu­ yos criterios define ella m ism a — ^y que sólo a pos­ teriori son convalidados por la s construcciones del saber objetivo— , lo enfrenta al riesgo y la ne­ cesidad de una muerte que aparece entonces co­ mo el secreto o la verdad de la vida, s i no como su principio. E s la lección de Bichat, expuesta en el capítulo 8 de E l nacimiento de la clínica, a la que Canguilhem, por su parte, se refirió con m ucha firecuencia. La estructuración histórica de la experiencia clínica es, pues, la que establece la gran ecuación entre lo viviente y lo mortal; inserta los procesos mórbidos en un espacio orgánico cuya represen-

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tación está justam ente informada por la s condi­ ciones que promueven esa experiencia; y dichas condiciones, en razón de su propia historicidad, no son réductibles a un a naturaleza biológica dada de inmediato en sí, como un objeto ofrecido de ma­ nera permanente a un conocimiento cuyos valores de verdad, debido a ello, sean incondicionados. Por eso. «hay que dejar a la s fenomenologías la tarea de d escri­ b ir en té rm in o s de encuentro, d ista n c ia o “com pren­ sió n ” lo s avata res del par médico-enfermo. ( ...) E n el n iv e l o rig in a rio se tram ó la figura com pleja que u n a psicología, au n en profundidad, apenas es capaz de do­ m in a r; a p artir de la anatom ía patológica, el m édico y el enfermo ya no so n dos elem entos correlativos y exte­ riores, como el sujeto y el objeto, lo que m ira y lo m ira ­ do, el ojo y la superficie; s u contacto sólo es posible con­ tra el telón de fondo de u n a estructura en que lo m éd i­ co y lo patológico se pertenecen desde adentro en la p le n itud del organism o (...). E l cadáver abierto y exte­ riorizado es la v e rd a d in te rio r de la enferm edad, la p ro fu n d id a d e x p u e sta de la re la c ió n médico-enfermo».*7

En la s condiciones que hacen posible la expe­ riencia clínica, la muerte, y con ella también la v i­ da, deja de ser u n absoluto ontològico o existen­ cia! y adquiere, al m ism o tiempo, una dimensión epistemológica. Por paradójico que esto parezca, «ilumina» la vida: «Desde lo alto de la m uerte pueden verse y analizarse la s dependencias orgánicas y la s secu en cias patológi­ cas. E n lu g a r de ser lo que h a b ía sid o d u ra n te tanto Loe. eit.

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tiempo, esa noche en que la v id a se borra y la enferme­ dad se confunde, está dotada ahora del gran poder de ilu m in a c ió n que dom ina y saca a la luz, a la vez, el e s­ pacio del organism o y el tiempo de la enfermedad».®

Señalemos que aquí aparece una de la s m uy contadas referencias de E l nacimiento de la clín i­ ca a la noción de «viviente», y lo hace en relación con Bichat y con vista s a relativizar su contenido; «La irre d u c tib ilid a d de lo v iv ie n te a lo m ecánico y lo quím ico sólo tiene u n lu g a r secundario con respecto al lazo fu n d a m e n ta l entre la v id a y la m uerte. E l v it a ­ lism o aparece contra el trasfondo de ese mortalismo».®

Por esta razón, descomponer esa experiencia clínica y revelar la estructura que la sostiene es también exponerlas reglas de una especie de arte de v iv ir , en relación con todo lo que se incluye dentro de la s nociones de salud y normalidad, que por su parte ya no tienen nada que ver con la re­ presentación de lo que el propio Georges Canguilhem llam aría «inocencia biológica». Y podríamos ver aquí el esbozo de lo que Foucault, en su s ú lti­ mos escritos, denominará «estética de la existen­ cia», a fin de hacer comprender cómo nos valemos de la s normas al ju g a r con ellas, es decir, al po­ nerlas en funcionamiento y abrir al mismo tiempo el margen de in ic ia tiv a liberado por su «juego». Este arte de v iv ir supone, en quien lo ejerce, sa ­ berse mortal y aprender a morir: Foucault tam­ bién desarrolló esta idea ese mismo año, 1963, en su obra sobre Raymond Roussel, donde la expe® Ibid., pág. 145. ® Ibid., pág. 147.

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riencia del lenguaje toma de alguna manera el lu ­ gar de la experiencia clínica. E n 1963, al tiempo que descubre el libro de Foucault, Canguilhem se relee a sí m ism o y prepara su s «Nuevas reflexiones», que se publicarán tres años después. En ese últim o texto, su autor no deja de in sistir en que no ve razón alguna para retractarse de la s te sis defendidas en 1943 y mo­ dificarlas o desecharlas. Empero, s i realmente es eisí, ¿cómo explicar la necesidad de presentar esas reflexiones, en la s cuedes es m enester que tam ­ bién salga a la luz algo «nuevo»? Ahora bien, su novedad obedece, ante todo, a que vuelven a plantear la cuestión de las normas pero desplazada hacia otro terreno, que am plía de m anera considerable s u campo de funciona­ miento. Para decirlo m uy sucintamente, esa am­ pliación procede de lo vita l a lo socicd. De allí esta interrogación, que de hecho está en el centro de las «Nuevas reflexiones»: E l esfuerzo de pensar la norma contra un fondo de norm atividad y no de normalidad, que había caracterizado cd E ssa i de 1943, ¿puede extenderse de lo vita l a lo social, en particular cuando se toman en cuenta todos los fe­ nómenos de normalización concernientes al tra­ bajo humano y su s productos? La respuesta a esta pregunta sería globalmen­ te negativa en rcizón de la imposibilidad, demos­ trada por Greoiges Canguilhem, de hacer inferen­ cias de lo v ita l a lo social, esto es, de alinear el funcionamiento de un a sociedad en general, en cuanto portadora de u n proyecto de norm aliza­ ción, con el de un organismo. E n esta argum en­ tación puede verse u n resurgim iento del debate 128

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tradicional entre finalidad interna y finalidad ex­ terna. ¿Significa esto que habría que hacer un a d istin c ió n radical entre dos tipos de norm as, y oponer sin m ás lo vita l y lo social? También a esta últim a pregunta se dará, pese a todo, un a resp uesta negativa, en esencia por dos razones. En primer lugar, la s «Nuevas refle­ xiones» destacan el hecho de que la s norm as vita­ les, al menos en el mundo del hombre — ¿y acaso no es este el ser que tiende a incorporar todas la s cosas a su propio mundo?— , no son la expresión de una «vitalidad» natural, en realidad abstracta porque está rigurosam ente confinada en su or­ den; expresan, a decir verdad, u n esfuerzo en pro­ cura de superar dicho orden, un esfuerzo que sólo tiene sentido porque está condicionado desde u n punto de v ista social. Por otra parte, esas m ism as «Nuevas reflexiones» ponen de relieve la idea de un a norm atividad social que procede por «inven­ ción de órganos»,^® en el sentido técnico de la pa­ labra «invención». Esto sugiere la necesidad de dar vuelta la relación de lo v ita l con lo social: no es lo vita l lo que impone su modelo insuperable a lo social, como quenÍEm hacerlo creer la s metáfo­ ras del oi^anicism o; antes bien, en el mundo h u ­ mano, lo social lanza lo v it a l por delante de sí mismo, aunque sólo sea porque imo de los «órga­ nos» que incumbe a su «invención» es el propio co­ nocimiento de lo vital, un conocimiento cuyo prin­ cipio es social. Pensar la s normas y su acción es, por lo tanto, reflexionar sobre un a relación entre lo v ita l y lo G. Canguilhem, Le Normal et le pathologique, op. cit., pág. 189.

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social que no sea réductible a un determ inism o causal unilateral. Esto recuerda el estatus m uy particular del concepto de «conocimiento de la v i­ da» en Georges Canguilhem, quien recurrió a él, como es sabido, para dar título a uno de su s l i ­ bros. Ese concepto corresponde simultáneamente al conocimiento que se puede tener con respecto a la v id a considerada como un objeto y al conoci­ miento producido por la vida que, en cuanto su je ­ to, promueve el acto del conocer y le confiere su s valores. Quiere decir, entonces, que la vida no es n i totalmente objeto n i totalmente sujeto, así co­ mo no es del todo conciencia intencional y tampo­ co m ateria expuesta a ser labrada, inconsciente de los im pulsos que la movilizan. Es potencia, es­ to es, como dijim os para comenzar, inacabamien­ to, y por eso sólo se experimenta al confrontarse con «valores negativos». Al final de la s «Nuevas reflexiones» podemos leer lo siguiente: «Es en el furor de la culpa, a sí como en el grito del s u ­ frim iento, que la inocencia y la sa lu d su rg e n como los té rm in o s de u n a regresión tan im p o sib le como b u sca ­ da».

Quizá Michel Foucault podría haber escrito esta frase para ilustra r los inevitables mitos de la normalidad; los m itos que, a través de su expre­ sión idealizada, no hablan de otra cosa que del su ­ frimiento y la muerte, es decir, de la amenaza que devuelve a todo viviente a sí mismo, a la vez a su ind ividualidad de tal y alo viviente que vive en él. Ibid., pág. 180.

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Georges Canguilhem: un estilo de pensamiento*

Georges C anguilhem publicó relativam ente poco y sólo aceptó de manera tardía, y no sin reti­ cencias, poner al alcance de un público m ás am­ plio escritos que hasta allí él se había ingeniado bastante bien en dispersar y disim ular en lugares elegidos con discreción. Para quienes fueron su s allegados, esta reserva era un rasgo constitutivo de su personalidad, que rechazaba todo aquello que pudiera emparentarse con el hecho mismo de aparecer, en cualquier sentido de la palabra. Aho­ ra bien, la influencia que ejerció — sin duda puede hablarse, a este respecto, de un verdadero m agis­ terio intelectual, que marcó a va ria s generacio­ nes— estaba directamente ligada a esa voluntad de reserva, a la decisión, respetada hasta el final sin concesiones n i componendas, de atenerse a lo indisp ensable en el desempeño de su función de profesor y filósofo. Esa economía de pensamiento, por lo demás, era tanto mejor observada cuanto que la practicaba con obstinación, s in hacerla objeto de comentarios o glosas, pues hubiese sido absolutamente ocioso proponerlos, y terminó por adoptar la característica de lo que podemos de* Este texto, cuyo título original es «Georges C anguil­ hem: un style de pensée», se publicó por primera vez en Ca­ hiers Philosophiques, 69, diciembre de 1996, «La philoso­ phie de Georges Canguilhem», págs. 47-56.

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finir como estilo filosófico: una manera determi­ nada de situarse en la empresa del pensamiento y proseguir su trabajo, es decir, de a su m ir con el máximo rigor su s condiciones y consecuencias. En Georges Canguilhem, ese rigor tuvo una naturale­ za ejemplar. Para dar una idea de ello, querría basarme en un a experiencia personal y tratar de re viv ir la fuerza de la im presión que embargó a u n e stu­ diante — formado por la mediocre enseñanza de la s preparatorias parisinas de letras [khâgnes] de entonces, en la s cuales no había aprendido mucho m ás que la retórica de los ejercicios de concurso— que en 1958 se proponía obtener im a licenciatura de filosofía en la Facultad de Letras de París, y se encontró — u n poco por casualidad, empujado por la curiosidad y sin prever en absoluto lo que iba a sucederle— sentado en los bancos del anfiteatro bastante raleado donde Canguilhem dictaba un curso de agregación sobre la filosofía de A u g u s­ te Comte (que en aquella época no era todavía el autor maldito que ha llegado a ser en la actuali­ dad). Quien hoy escribe e sta s lín ea s, cerca de cuarenta años después, sigue sintiendo con igual intensidad aquella impresión: a tal punto era so­ brecogedor el efecto producido por esa palabra in ­ transigente. En u n anfiteatro vecino, que estaba — este sí— atestado, Raymond Aron daba ig u a l­ mente un curso sobre Comte, cuyo sistem a des­ montaba, con una ironía irrefutable, mediante le­ ves pinceladas, con lo cual hacía pensar que no había gran cosa que extraer de esa filosofía, sobre todo en lo concerniente al concepto de sociedad, cuya versión comteana era, desde su punto de v is ­ ta, una suerte de m istificación: la operación de 132

dem olición, llevada a cabo con in d iscutib le ele­ gancia, era divertida y eficaz, pero dejaba una im ­ presión de malestar, porque no hacía lugar a n in ­ gún resultado positivo y se limitaba, de acuerdo con la tradición de una crítica en primer grado, a exponer la nadería de una nada. Canguilhem, por el contrario, tomaba en serio el pensamiento de Comte, como correspondía tratándose de uno de los fundadores de la tradición no sólo de una filo­ sofía biológica, sino también de una epistemología histórica; se sentía obligado a seguirlo en el por­ m enor y la lógica in te rn a de s u s operaciones teóricas, y dedicaba tiempo y esfuerzo, por ejem­ plo, a retranscribir en negro sobre blanco y co­ mentar en detalle la totalidad del cuadro de la s funciones cerebrales, para devolverle, a despecho de su s extravagancias aparentes, su interés filo­ sófico, equivalente, en un orden m uy distinto de ideas, al de la tabla kantiana de la s categorías. Tal y como Canguilhem lo presentaba en su cur­ so, Comte no era, sin duda, el poseedor de una verdad ex clusiva que diera lugar a un a exposi­ ción dogmática: antes bien, representaba en la h isto ria de la verdad un a posición atipica, cuya especificidad merecía la pena reconocer s i uno m ism o aspiraba a tomar posición en el m ovim ien­ to de esa historia, que fue el objeto al que Can­ guilhem consagró principalmente su atención de filósofo y en tomo al cueil construyó lo esencial de su obra. No parecía indispensable seguir adelante con el curso de Aron: en él, todo — es decir, nada— es­ taba dicho desde el inicio. En cambio, después de haberlo disfrutado im a sola vez, ya no era posible abandonar el de Canguilhem, de manera que los

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años que siguieron viví, semana tras semana, a la espera de la próxima clase — ^los miércoles por la tarde, s i la m emoria no me engaña— , a la cual a sistía siempre con la m ism a avidez y el m ism o asombro. Así, luego del curso sobre Comte dicta­ do en 1958-1959, escuché sin perder una sola pa­ la b ra los dedicados a la ciencia de D escartes (1959-1960), los orígenes de la psicología (19601961), el e sta tu s so cia l de la ciencia m oderna (1961-1962) y por último, en 1962-1963, el curso sobre la s norm as, que se integró en parte a la nueva edición del E ssa i su r le normal et le patho­ logique. Cada una de esas clases duraba una ho­ ra, a lo largo de la cual la s personas presentes, cuyo número aumentaba con el paso de los años, vivía n una intensa experiencia intelectual, reno­ vada sin cesar, que la s ponía en contacto directo con segmentos enteros de la historia del pensa­ miento, presentados sobre la base de textos de di­ fícil acceso. En boca de Canguilhem, estos se car­ gaban de una signifícación esencial: para no citar m ás que u n ejemplo, difícilmente pueda olvidar un comentario del artículo «Aplicación», redacta­ do por d’Alembert para la Encyclopédie, asociado a extractos de la Science des ingénieurs de Bélidor, de donde se desprendían los elementos funda­ cionales de un a filosofía de la técnica apoyada en ciertos aspectos característicos de la historia de su concepto, aprehendido en el corazón de su s transform aciones y, por eso m ism o, rem itido a su s principales desafíos especulativos y prácticos. A llí estaba íntegro el método de C anguilhem , consistente en reproducir ciertos hechos funda­ mentales de la historia del pensamiento, caracte134

rizados en su esencial sin gularidad, de manera que actuaran en el presente, como hechos que es­ taban produciéndose y no como la materia muerta de una historia ya pasada, sin que importara que estuviese perimida o sancionada. Para u n lector de Spinoza, una experiencia semejante no dejaba de emparentarse con la práctica del conocimiento del tercer género, y puedo aseverar que, al sa lir de la s clases de Canguilhem, uno tenía cierta idea de lo que podía ser el amor intellectualis Dei, Canguilhem tenía un talento especial para s u s ­ citar nuevo interés por autores considerados me­ nores, a quienes sacaba del olvido con el fin de se­ ñalar el papel que habían cumplido en la elabo­ ración de la s obras de los grandes científicos y los grandes filósofos, al ofrecer a e llas un campo de resonancia dentro del cual su discurso se carga­ ba de un sentido completamente nuevo. Esto equi­ v a lía a m ostrar que la verdad, que en caso de asignársele una localización estricta corre el rie s­ go de transformarse en ilu sió n dogmática coagu­ lada, se despliega y difunde por doquier en el derrotero irregular seguido por el pensamiento hum ano bajo todas su s formas, un derrotero a través del cual ella se propaga por caminos m uy a menudo oscuros y que casi podríamos calificar de inconscientes. De allí se desprendían las gran­ des líneas de una historia del conocimiento funda­ da en el principio de la genealogía de los concep­ tos, en la cual no eran la s ciencias la s únicas invo­ lucradas. La secreta alquim ia de las pequeñas verdades permitía así comprender cómo «la ciencia, activi­ dad estrictamente teórica, tiene una historia, y no

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sólo un destino o u n a lògica».^ E ntendám oslo bien: explicar la ciencia por s u historia — opera­ ción que no tiene nada que ver con la de \ana teo­ ria del conocimiento, e incluso se sitú a en parte como alternativa con respecto a ella— no sign ifi­ ca en absoluto negarle su carácter de actividad teòrica; es, al contrario, dar raíces a dicho carác­ ter, lo cual no lleva fatalmente a reducir esa cien­ cia a una serie de «datos» exteriores, por defini­ ción, a su campo propio de producción; «Una cosa es rechazar una explicación sociológica siempre m ás o menos reductiva, y otra, rechazar una ex­ plicación del contenido de la ciencia en la medida en que mantiene una relación obligada con una situación»,^ E l punto de partida del proceder filo­ sófico de Georges C anguilhem era el hecho de que, desde una perspectiva histórica, el conoci­ miento se produce siempre en situación y, por lo tanto, de im a manera que no es frontal sino nece­ sariam ente sesgada, y de que, en consecuencia, a la vez que no puede reducírselo a determinacio­ nes extrateóricas, tampoco es identificable con el e sta tu s de un conocimiento puro, formado por completo como fuera de campo; se comprenderá, pues, que la senda particularmente angosta que ese proceder tomaba requería el exigente estilo de pensam iento a l que nos hem os referido en el comienzo. La dificultad asum ida y sostenida hasta el fi­ n a l por Canguilhem puede, además, formularse de este modo: al no haber conocimiento s in his^ Frase de G e o i^ s Canguilhem extraída de las notas to­ madas durante el curso sobre el estatus social de la ciencia moderna. ^Ibid.

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toña, tampoco puede haber h isto ria general del conocimiento, porque la historicidad de esa histo­ ria obedece precisamente a su singularidad, que es la condición de su fecundidad teórica. Eso lo llevaba, en particular, a hablar, en el curso dicta­ do en 1961-1962, de un «estatus social de la cien­ cia»: por «estatus social» había que entender, en­ tonces, no un condicionamiento impuesto por le­ yes de naturaleza sociológica, y en consecuencia extracientífíco, sin o el hecho de que el conoci­ miento no es el producto de una lógica pura del pensamiento, que lo haga avanzar en derechura sobre u n a lín e a previam ente definida a la que nada pueda desviar de su orientación primera, co­ mo s i contuviera en sí m ism a el principio desenca­ denante de su progresión, a la manera de una «in­ vestigación» tendida hacia la persecución de su meta y, por lo tanto, definida en función de esta, tal como la presenta el modelo platónico del cono­ cimiento. Si la ciencia no existe por la sociedad, en el sentido de una relación vmívoca de determina­ ción causal, que la convierta en vm sim ple instru­ mento, existe en ella y con ella, como una forma de pensamiento concreto, es decir, como im a figu­ ra indisociablemente v iv a e individuada. La atención teórica prestada por Canguilhem a los problemas de la vid a y la existencia in d iv i­ duada, con los «valores negativos» propios de es­ ta, era pues inseparable de su interés por la h is ­ toria del conocimiento, concebido como práctica hum ana, cuyo estudio im plica tomar en conside­ ración acontecimientos ligados al desarrollo acci­ dentado y contrastado de esa práctica, un desarro­ llo que, al no estar predeterminado en modo algu­ no, m antiene h a sta el final el carácter de un a

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aventura. Así, en su concepción, el conocimiento de la vid a tenía por correlato la vida del conoci­ miento; una y otro se enfrentaban por igual al pro­ blema crucial del error, ya que hay errores de la vid a como hay errores de la ciencia, y revelaban en esa confrontación lo que es esencial en ellos. Desde ese punto de vista , y a fin de lle va r es­ ta cuestión a un dilem a tradicional, Canguilhem consideraba la h isto ria del pensamiento, y m uy en particular la del pensamiento científico, m ás como una invención que como un descubrimiento. E llo lo conducía a devolverle, en oposición a un condicionamiento, su dim ensión de libertad, en el sentido de una libertad en situación, enfrentada a la constante exigencia de adaptar su s respuestas a la s preguntas planteadas por la actualidad, sin tener, no obstante, la capacidad de forjar arbitra­ riamente esas preguntas y, por lo tanto, de fabri­ carlas en todas su s partes. Conocer sería así, en cierta forma, descubrir preguntas e inventar res­ puestas para ellas, a la manera en que un orga­ n ism o dialoga con s u medio de existencia. Las palabras de Pascal; «Somos en el medio», comen­ tadas por Canguilhem en el capítulo «Medio» de E l conocimiento de la vida, tienen pues, en la pro­ longación de su s resonancias existenciales, una significación epistemológica. En otras palabras, la h isto ria de la s teorías no puede considerarse únicamente una historia teórica, a menos que se la rebaje al plano de una historia virtual, que de­ duce lo m ism o a partir de lo m ism o y, en conse­ cuencia, no da cabida alguna a los accidentes que jalonan e im p ulsa n el movimiento de la historia real. La reflexión de fondo que Canguilhem con­ sagró a la cuestión de los falsos precursores se

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apoya precisamente en esta idea: atribuir a Leo­ nardo da Vinci o a Mende] el papel de precxirsores im plica reescribir la historia a partir de su final supuesto, que se proyecta entonces en un origen ideal desde el cual esa h isto ria parece d esen ­ volverse de manera lineal, directa y sin ruptiira — por ende, sin que se pueda apartar de su cami­ no ya trazado de antemano, y sin que su s efectos de verdad, que competen al orden del conocimien­ to, puedan ja m ás nacer de su s desviaciones o su s errores— . En una perspectiva diferente de la de Marx pe­ ro no fatalmente incompatible con ella, todo esto lleva a aprehender el conocimiento como u n hecho social, y no sólo como un resultado del funciona­ miento puramente intelectual de la mente hum a­ na. Por «hecho social» hay que entender, entonces, no un hecho determinado en últim a instancia so­ bre la base de condiciones sociales fijadas con an­ terioridad a su producción y que lo explican en su totalidad, sino un hecho que no puede producirse sin la intervención correlativa de circunstancias que no tienen su origen en la teoría pura, sino que aparecen y sobre todo adquieren una significación en un plano distinto de aquel en el que la teoría hace reconocer la pertinencia de su s leyes. Ese era el sentido en que Canguilhem, en su curso de 1961-1962 sobre el estatus social de la ciencia, retomaba, criticándola, la d ivisa comteana: «Ciencia, de donde p re visió n [prévoyance]; previsión, de donde acción», a la que negaba el ca­ rácter de deducción continua sugerido por el giro «de donde... de donde. . al m ism o tiempo, la d i­ v is a quedaba escindida en dos secuencias sucesi­ vas heterogéneas desplegadas en planos diferen-

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tes; «ciencia, de donde previdencia \prévision]» y «previsión, de donde acción», en que el esquema teórico de la previdencia no puede superponerse directamente al esquema práctico de la previsión; «Se puede decir “previsión, de donde acción”, pero no “ciencia, de donde previsión”; la previsión es un comportamiento. Corresponde al segundo s i s ­ tema».^ Este segundo sistem a es propiamente el de la vida social, para utilizar una fórmula, «vida social», en que la referencia a la vida y a su s pro­ blem as no tiene sólo un papel metafórico: expresa el hecho insoslayable de que la sociedad, mucho más allá de un contexto material inm óvil que im ­ pone determinaciones ya desarrolladas de ante­ mano, o de una forma institucio nal únicam ente vinculante en el plano del derecho, constituye pa­ ra el pensamiento u n interlocutor, el par de u n in ­ tercambio incesante en cuyo transcurso el pensa­ miento roismo elabora y rehace su s propias figu­ ras. Y la historia del pensamiento humano no es, justam ente, m ás que la prosecución, es decir, la recuperación perpetua, de ese diálogo. En otras palabras, el proceder epistemológico de Canguilhem equivale a desintelectualizar tan­ to como sea posible los fenómenos de la ciencia y el conocimiento, no con el fin de negar o rechazar el carácter teórico propio de algunos de ellos, sino, al contrario, de confirmarlo, poniendo de relieve su s condiciones de posibilidad y su s límites. De ahí la te sis así formulada en el curso sobre el estatus so­ cial de la ciencia moderna: «La ciencia debe apa­ recer en u n un ive rso que la haga posible». Ese ® Nota tomada en el curso de Cang^uilhem sobre el estatus social de la ciencia moderna.

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universo, que no es réductible a datos materiales, es ante todo im mundo de objetos técnicos produ­ cidos por el trabajo humano, en formas indisociablemente m anuales y mentales; y es también un mundo informado, en el sentido fuerte del térm i­ no, por la s técnicas de desarrollo y propagación de la cultura — la enseñanza en prim era fila— que hacen de él un mundo instruido. Al elaborar estas ideas, Canguilhem retomaba de manera manifies­ ta u n cam ino que Bachelard ya había abierto; pero no se quedaba ahí, porque duplicaba la tesis precedente con la te sis inversa, al explicar que la ciencia m ism a, originada en ciertas prácticas so­ ciales, también está destinada, en la lógica de su desarrollo, a convertirse en una práctica social, incorporada como tal al funcionamiento de la so­ ciedad, en el doble plano de la infraestructura y de la s superestructuras, según se interprete que procura a la comunidad m ás bienestar o m ás lu ­ ces — una idea que ya constituía el núcleo de la em presa filosófica de Comte— . La función del científico, y la historia de esa función, que radica principalmente en su profesionalización gradual, son ilu m in a d a s por esa tendencia a la socializa­ ción del saber, que lo incorpora a la organización de la sociedad con arreglo a un movimiento cada vez m ás consustancial a su significación propia­ mente teórica. ¿Hablar de una función social de la ciencia y del científico significa, empero, que estos deben conformarse a un plano estrictamente funcional e instrum ental, que los prive de manera definitiva de su autonomía? No, al menos en la medida en que se conciba cierta autonomía de la sociedad m ism a con respecto a su s propias funciones o a al-

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gunas de e llas; ahora bien, precisam ente a eso conduce la idea de una vida social. Para que la so­ ciedad pueda utilizar la ciencia y a los científicos es preciso que disponga de la s normas correspon­ dientes, pero esas normas no son en modo alguno previas a su puesta en práctica, porque son en sí m ism as el producto de una historia sometida a la incertidum bre del acontecimiento, un a h isto ria en cuyo transcurso la sociedad inventa, por su cuenta y riesgo, maneras de ser y obrar que no es posible definir en un plano estrictamente in stitu ­ cional pero que representan, siempre bajo cierto sesgo, certo oc determinato modo, un estado de­ terminado de las luchas y los trabajos hum anos, cuya realidad concreta no agota n in g un a inter­ pretación finalista o formalista. Ciencia, conocimiento y pensamiento en gene­ ral participan, pues, de una historia natural que es simultáneamente una historia social: esta h is ­ toria es natural porque su movimiento no puede explicarse sobre la base de decisiones particula­ res asum idas en conciencia y capaces, como tales, de desviar de manera artificial su curso; y es so­ cial porque los incidentes que la jalonan destacan su singularidad en un contexto en que la colectivi­ dad entera, considerada en el conjunto de las acti­ vidades que la constituyen, está solidariam ente implicada. En otro vocabulario, diríam os que el conocimiento científico es un hecho social total. Podríamos decir también que la verdad es histó­ rica en su esencia porque es indisociable del pro­ ceso de su producción: este, habría dicho A lthus­ ser, que admiraba la obra de Canguilhem y sacó de ella un gran provecho, es producción de efectos de verdad. 142

En ese aspecto, quizá no carezca de interés re­ m itirse a un texto de A lthusser dedicado a la tra­ dición de la epistemología histórica promovida por Bachelard, Canguilhem y Foucault, y cuya redac­ ción es u n poco anterior a la publicación de La revolución teórica de Marx [Pour Marx]: «La ciencia y a no aparece como la m era co nstatació n de u n a verd ad d e sn u d a y dada, que encontraríam os o re ve la ría m o s, s in o como la producción (poseedora de u n a h isto ria ) de conocim ientos, u n a producción dom i­ n ad a por elem entos com plejos, entre ello s la s teorías, lo s conceptos, lo s m étodos, y la s re la cio n e s in te rn a s m ú ltip le s que lo s lig a n orgánicamente. Conocer el tra­ bajo real de u n a ciencia supone el conocimiento de todo ese conjunto orgánico complejo. (. . . ) E ste conocim ien­ to su p o n e otro, el d el d e v e n ir real, la h ist o r ia de ese conjunto orgánico de teorías, conceptos y métodos, y de s u s re su lta d o s (co nq uistas, d e scu b rim ie n to s científi­ cos), que vie n e n a integrarse poco a poco a él y m odifi­ can s u figura o s u estructura. Con ello, la h isto ria , la verdadera h isto ria de la s ciencias, aparece como in s e ­ parable de toda epistemología, como s u conducta esen ­ cial. Em pero, la h isto r ia que d e scu b re n e so s in v e s t i­ gadores es u n a h isto r ia n u e va , que y a no tiene el ca­ rácter de la s filosofías de la h isto ria id e a lista anterio­ re s y abandona, ante todo, el v ie jo esq uem a id e a lista de u n progreso mecánico (acum ulativo: d’Alembert, Di­ derot, C ondorcet, etc.) o d ia léctico (Hegel, H u sse r l, B r u n sc h v ic g ) co n tin u o , s in ru p tu r a s, s in p a ra d o ja s, s in retrocesos, s in saltos. Aparece u n a nu e va histo ria : la del d even ir de la razón científica, pero despojada del s im p lis m o id e a lista tra n q u iliz a d o r se g ú n e l cual, a sí como el hacer el b ien s in m ira r a q uién ja m á s deja de tener s u recompensa, no h a y cuestión científica alguna que quede s in re sp u e sta y, antes bien, siem p re la e n ­ cu en tra. La re a lid a d tie n e u n poco m á s de im a g in a ­ ción; h a y cuestio n es que ja m á s tendrán re sp ue sta por-

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que son im a g in a ria s y d ejan s in verdadera re sp ue sta el prob lem a re a l que e lu d e n ; h a y c ie n c ia s que se dicen ciencias y que no so n m á s que la im p o stu ra cientifícista de u n a ideología social, y h a y ideologías no científi­ ca s que, en confluencias paradójicas, dan a luz ve rd a ­ deros descubrim ientos, a sí como vem o s brotar el fuego del choque de dos cuerpos extraños. De ese modo, toda la com pleja realid ad de la h isto ria , en la totalidad de s u s determ inaciones económicas, sociales, ideológicas, entra en juego en la inte ligencia de la h isto ria científi­ ca m ism a . La obra de B achelard, C an g u ilhe m y F ou­ ca ult da prueba de ello».^

E sta s reflexiones esclarecen la fórm ula de Canguilhem antes citada; «La ciencia debe apare­ cer en un universo que la haga posible». Ese u n i­ verso, en el cual la s ideas cumplen en plenitud su papel de transformación e información de la reali­ dad, no puede reducirse empero a un mundo de ideas, s i se entiende por tal un mundo de ideas ya prefabricadas que no tengan m ás que reproducir o «reflejar» u n orden de cosas que está, por su par­ te, determinado con anterioridad a su interven­ ción. Cuando sostenía que la hum anidad sólo se plantea los problemas que puede resolver, Marx parodiaba la te sis hegeliana de que nadie puede saltar por encima de su tiempo. Ahora bien, Can­ guilhem , y Foucault tras él, desarrollaron una concepción de la historia irreductible a ese histori­ cisme. Y s in duda es a sí como A lthusser los lee, con el objeto de integrarlos a la perspectiva de su marxismo heterodoxo, depurado en la medida de ^ Louis Althusser, presentación de m i artículo «La philo­ sophie de la science de Georges Canguilhem: épistémologpe et histoire des sciences», La Pensée, 113, febrero de 1964, pàg. 53.

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lo posible de la referencia a un finalism o que sitúe la s épocas sucesiva s de la historia en la línea de lin a única progresión, en la cual cada una tendría su lugar ya asignado. Uno de los últim os textos publicados por Canguilhem , consagrado a «la decadencia de la idea de progreso»,® explica la formación de esta idea, en la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del principio cosmológico de conservación que es una ley de la astronomía newtoniana, lo cual lo lleva a formular la siguiente hipótesis: «La asim ilación de la idea de progreso a un principio de conserva­ ción perm itiría explicar su decadencia de otra ma­ nera, y no por un retorno imprevisto del irraciona­ lismo».® En otras palabras, la idea llevaba en su seno desde el comienzo la s condiciones de su mar­ chitamiento, sin que para comprenderla fuese ne­ cesario apelar a una teoría general de la negatividad dialéctica. ¿Adónde quiere llegar Canguilhem al embarcarse en ese tipo de razonamiento?: al hecho de que la idea de progreso, como todas la s ideas, está marcada por la singularidad de su h is ­ toria, en la cual la referencia científica aparece junto a otras, en condiciones que, si empleamos un lenguaje que no es el suyo, podemos calificar de sobredeterminadas. Al explicar, como lo hace en su artículo de 1987, que la m áquina de vapor, y con ella la instauración de una nueva configura­ ción sociotécnica y cultural, que sustituyó los mo® Georges Canguilhem, «La décadence de l ’idée de pro­ grès», Revue de Métaphysique et de Morale, 92(4), octubrediciembre de 1987, pàgs. 437-54 [«La decadencia de la idea de progreso». Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatria, 19(72), 1999, pàgs. 669-83], ® Ibid., pàg. 440.

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délos teóricos y la s metáforas im aginarias de la luz por los del calor — instauración interpretada, en prim er lugar, como un producto del progreso humano— , condujo a poner en cuestión la idea de progreso, C anguilhem hace volar en pedazos la representación de una historia unificada a partir de su s condiciones de posibilidad, tal y como es in ­ terpretada, precisamente, por lo que no debe du­ darse en llam ar «ideología del progreso». Lo cual lo lleva, de paso, a destacar lo que en el fondo d is­ tingue, e incluso se sitúa como ruptura con respec­ to a ella, el concepto m arxista de revolución de la representación burguesa del progreso: «Para la filosofía del progreso, la razón d isip a los pre­ ju ic io s y la s in ju s t ic ia s como el so l la s tin ie b la s. Pero para el so cia lism o dialéctico, la in d ig n id a d de la condi­ ció n obrera no es, como la o scurida d, del orden de la p rivación . E s el efecto de u n a expoliación. La correc­ ción no co nsiste en recuperar lo que falta, sin o en con­ q u ista r aquello de lo que uno h a sid o despojado. E l pro­ greso sólo se ha rá efectivo para todos luego de u n a se ­ gund a revolución, la verdadera, la revolución que s u s ­ titu irá la s anticip aciones id e a lista s por u n a teoría m a ­ te ria lista de la historia».^

E s lo que el propio A lthusser trató de decir con otras palabras. Y al escoger, para terminar su ar­ tículo sobre la decadencia de la idea de progreso, una referencia a Freud y a su tesis del instinto de muerte, y no a Marx — sospechado, no sin razón, de in sp ira r en el siglo XX, a pesar de haber pro­ puesto los instrum entos para criticarla, un resur­ gim iento patológico de la idea de progreso, que ^ Ibid., págs. 449-50.

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presenta a la vez los caracteres de un error de la vida y un error de la ciencia— , Canguilliem m ues­ tra mediante el ejemplo que un filósofo puede in ­ teresarse en los problemas planteados por la h is ­ toria del conocimiento, que son inseparables de todos los que se plantean, por lo demás, a través de la totalidad del desarrollo de la historia hum a­ na, buscando en otra parte y no en un evolucionis­ mo metafisico im a garantía contra las derivas del irracionalismo. Esta lección es la que hace que su estilo de pensamiento sea irreemplazable e in im i­ table.

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Normas vitales y normas sociales en el E ssa i su r quelques problèmes

concernant le normal et le pathologique*

(Hospital Sainte-Anne, 4 de diciembre de 1993)

El tema central desarrollado en la tesis de doc­ torado en medicina publicada por Georges Canguilhem , en el año 1943, con el título de E ssa i su r quelques problèmes concernant le normal et le p a ­ thologique es «la experiencia de lo viviente», en cuanto se articula en torno a cierta relación de lo normal con lo anormal, que determina de manera específica esa experiencia y le confiere su carácter propiamente biológico de experiencia de lo vivie n ­ te, de tal modo que esta expresa lo que podemos lla m ar «lo vivien te del viviente». En otras pala■''bras, s i hay un poder de la vida, sólo se deja apre­ hender a través de s u s errores o s u s flaquezas, cuando tropieza con los obstáculos que impiden o traban su manifestación: de ahí la importancia, reafirmada sin cesar por Canguilhem, de los «va­ lores negativos», cuyo concepto funda su perspec* Este texto, cuyo título original es «Normes vita le s et normes sociales dans l ’E ssa i su r quelques problèmes con­ cernant le normal et le pathologique«, se publicó por prime­ ra vez en François Bing, Jean-François Braunstein y É lisa ­ beth Roudinesco (eds.), Actualité de Georges Canguilhem; Le Normal et le pathologique. Actes du colloque de la Société Internationale d ’Histoire de la Psychiatrie et de la Psychanalyse (4 décembre 1993), Le Plessis-Robinson: In s­ titut Synthélabo pour le Progrès de la Connaissance, 1998, col. «Les Empêcheurs de Penser en Rond», pàgs. 71-84.

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tiva filosófica, que se apoya en la dialéctica o, me­ jor, la dinámica de la potencia y su s límites. Esta posición fue resum ida así en la conferencia de re­ capitulación de su s trabajos pronunciada en 1987, cuíuido el Centre National de la Recherche Scien­ tifique [CNRS] lo homenajeó con una medalla de oro: «Puede adm itirse que la biología se distanció de la mecánica en virtud de la inteligencia de la anomalía». Reparar una m áquina porque se h a ' descompuesto o desgastado es m uy distinto que atender o tratar a un organismo expuesto al ries­ go de la enfermedad, la monstruosidad y la muer­ te, que no son sólo fallos de la vida, riesgo que constituye, en forma negativa, su experiencia de viviente y le otorga su realidad e incluso su valor de organismo. Esta tesis general es desarrollada enseguida a través de esta otra: la noción de normalidad, apli­ cada a esa experiencia, no puede designar un con­ tenido objetivo unilateralm ente positivo, y con ello ofi-ecido sin mediación como un objeto dado a una racionalización científica que adopta directa­ mente la forma de una medida, es decir, de una determinación en térm inos cuantitativos de la s condiciones de esa normalidad, alineada entonces con la representación de una media. Se rechaza de ta l modo el postulado p o sitivista , que tiende a neutralizar la diferencia entre lo normal y lo pato­ lógico al reducir esto último a no m ás que una for­ m a o u n grado, apreciable en térm inos cua n ti­ tativos, del primero, en nombre del principio ele­ mental de que sólo habría ciencia de lo m ensura­ ble, un principio que encontrana aquí su s últim os requisitos en lo que podemos llam ar un «optimis­ mo tecnológico». Si hay una experiencia de lo v i­

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viente, se efectúa y se da a conocer y reconocer a través del rechazo activo de una actitud de indife­ rencia o indiferenciación con respecto a la esen­ cia l diferencia que, desde dentro de s í m ism a, constituye esa experiencia, m ientras que para el biólogo positivo el cuerpo viyp es como un cuerpo muerto, y, a la inversa, debe suceder de muy oGï^ manera para el paciente y su médico, que están directamente enfrentados a los valores negativos de la enfermedad y la muerte, a través de los cua­ les la vida se afirma, en la figura de m a negación afirmativa, expresiva del im pulso fundamental a perseverar en su ser que existe en cada viviente y que se da a conocer, entonces, tomando la s formas de la protesta y el rechazo. • Por eso, en la fórmula extraída de la conferen­ cia de recapitulación de 1987, que acabamos de ci­ tar, aparece, para designar el tipo de inte lig ib ili­ dad propio del conocimiento de lo viviente, la ex­ presión «inteligencia de la anomalía». La in te li­ gencia de la anomalía es, precisamente, el trabajo de un pensamiento unido a la experiencia y deseo­ so, ante todo, de operar en los lím ites que esta le fija en concreto; trabajo del pensamiento que, m ás allá de la s formas dadas de la existencia orgánica, disposición anatómica y a n á lisis cualitativo de la s funciones asociadas a cada órgano o grupo de ór­ ganos, pone al desnudo, dando u n sentido a los valores negativos de la existencia, los indicios de u n poder de v iv ir que no se deja observar o medir objetivamente, esto es, reducir a m a escala gra­ dual de formas que constituyan el objeto de una abstracta comparación mecánica. En últim a in s­ tancia, s i hay que dar cabida a una relación entre lo orgánico y lo mecánico, lo mejor sería comparar 150

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la s m áquinas con los organismos a los cuales es­ tán efectivamente vinculadas como órganos arti­ ficiales, y no a la inversa; y, de tal modo, s i hay una filosofía de la técnica, es ella la que pertene­ cería al orden del conocimiento de lo viviente, en lug a r de ser este conocimiento no m ás que una parte del orden global de una naturaleza interpre­ tada en función del modelo de vma máquina. Este tipo de razonamiento lleva, justamente, a su stitu ir una reflexión en torno a la s cuestiones tradicionales de la normalidad por una investiga­ ción orientada hacia m problema m ás fundamen­ tal: el de la normatividad. Si la s formas normales — casi estaríamos tentados de decir «vivibles», por no hablar de via b les— de la vida, en cuanto son precisamente formas de vida, no se dejan analizar de manera objetiva en los términos de una medi­ da estática que se reduzca a la determinación de un a m edia estadística, es porque la experiencia con la cual se relacionan debe ser interpretada co­ mo la actualización dinám ica de norm as vita les que definen el poder o la potencia de existir propia de todo viviente, tal y como se afirma negativa­ mente en los momentos privilegiados en los cuales se enfrenta de modo directo a los lím ite s de su efectuación. E s indudable que la referencia a normas vita ­ les es problemática: s i estas se interpretan como la s manifestaciones de una potencia que en s u s ­ tancia ya está toda constituida, la dinámica que im p ulsan se encuentra de alguna manera deteni­ da, fija en su origen, donde idealmente se prefigu­ rarían asim ism o su s sucesivas manifestaciones; y ya no habría motivo entonces para hablar de una dinámica de la vida, sino sólo de m a dinámica de

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su s manifestaciones, a la s que esa entidad metafí­ sica que se lla m a «la vida» daría s u respaldo a priori: en eso estriba la aporía fundamental del v i­ talism o. Empero, también es posible interpretar de m anera m uy d istin ta el concepto de norma vital, renunciando a presuponer u n poder ideal de v iv ir que esté dado en sí con anterioridad a la ex­ periencia a través de la cual las normas que acom­ pañan la manifestación de ese poder se asum en efectivamente; se dinamiza entonces desde aden­ tro la noción de norma, lo cual es justam ente el objetivo del paso de una doctrina de lo normal a una doctrina de la normalidad. En lugar de consi­ derar la puesta en vigor de la s norm as como la aplicación mecánica de un poder preconstituido, hablar de norm atividad es, s in duda, mostrar de qué m anera el m ovim iento concreto de la s nor­ m as, que son esquemas vitales para la búsqueda de la s condiciones de su realización, elabora, a medida que se desarrolla, ese poder que produce, a la vez, en el plano de su forma y de su contenido. La vida deja de ser entonces una naturaleza su s­ tancial para convertirse en un proyecto, en el sen­ tido propio del im pulso que la desequilibra al pro­ yectarla sin cesar hacia adelante de sí m ism a, a riesgo de verla, en su s momentos críticos, trope­ zar con los obstáculos que se oponen a su avance. Se plantea, a la sazón, una nueva cuestión: la de saber cómo se definen las orientaciones de ese proyecto, que confieren a su realización s u apa­ riencia de conjunto, y por lo tanto una necesidad intrínseca, en vez de dejarlo divagar al capricho de la s intervenciones de un determinismo que ter­ ciaría en o, mejor, sobre su curso desde afuera y sobre la marcha, con v ista s a fijar las etapas de su

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realización, puesto que s i el poder de v iv ir tuviera que explicarse en su totalidad por tales relaciones de causalidad, en el sentido, desde luego, de la causalidad mecánica externa, ya no habría razón para interpretarlo en términos de normatividad. ¿Significa esto que para restituir su dinámica in ­ terna a la vida hay que reinyectar en s u concepto cierta dosis de finalism o y, por lo tanto, con el fin de poner de relieve el carácter normativo de su proyecto, interpretar su movimiento en una pers­ pectiva intencional, cuya dimensión sea esencial­ mente subjetiva? ¿Y no es a esta dimensión esen­ cialmente subjetiva a la que hace referencia, en efecto, la idea de una experiencia de lo viviente, que no puede ser m ás que una experiencia vivid a en concreto? En este punto hay que tomar en cuenta el he­ cho de que la experiencia de lo viviente no es y no puede ser otra cosa que un a experiencia in d iv i­ duada: no hay experiencia de lo viviente en gene­ ral, sino tan sólo experiencias de vida singulares, que deben su singularidad precisamente a que se enfrentan de m anera permanente a los valores negativos de la vida, para los cuales cada viviente debe en principio descubrir, por su cuenta y ries­ go, su s propias respuestas de viviente, adaptadas a su s disposiciones y su s aspiraciones particula­ res de tal. E s esta la razón por la cual el proceso normativo de la vida no se reduce a la puesta en aplicación de normas preestablecidas, con el valor de prescripciones fijadas ne varietur, que objeti­ ven al viviente sometiéndolo a un orden extrínse­ co a su naturaleza de viviente para hacerlo entrar en un tipo ideal, a la manera de lo que había im a­ ginado el estadístico Quételet cuando forjó su con-

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cepto de hombre medio. Las normas, en cuanto no corresponden a una mera constatación de norma­ lidad y son, en cambio, la afirmación de un poder de normatividad, expresan dinámicamente un im ­ pulso que tiene su nervio en cada viviente, con­ forme a una orientación determinada por su esen­ cia singular de viviente. ¿Hay que concluir que las formas de esa experiencia, cuyas manifestaciones son irreductiblemente plurales, se inventan con libertad? Si así fuera, la noción de norma, al in ­ corporarse a un a perspectiva de norm atividad, quedaría privada de su carácter de necesidad y, al m ism o tiempo, puesta del lado de la singularidad subjetiva de iniciativas concretas, que serían co­ mo otros tantos modelos de vida fragmentados, ya sin ningún lazo efectivo entre ellos. Si se siguiera este camino, ¿no se llegaría entonces a pensar una especie de libre normatividad, una norm ativi­ dad sin normas y a la vez despojada de toda s u s ­ tancia? Para superar estas dificultades hay que volver a la noción de experiencia individuada y adm itir que, sobre todo en el caso del ser humano, ella no se reduce a la de experiencia individual, esto es, a una experiencia asum ida por el individuo como tal, en el sentido de una individualidad abstracta, independiente, determinada en su totalidad por su s rasgos biológicos y, así, aislada en su natura­ leza de individuo que, con su s propiedades y su s insuficiencias, su s cualidades y su s defectos, sería completamente autosuficiente. Si en el plano de la vid a hum ana hay individuación, la hay al cabo de u n proceso que produce individuos a partir de condiciones que no son estrictamente in d ivid u a ­ les, en el sentido de que no se realizan al comienzo 154

en el mero indivìduo, porque suponen la interven­ ción del medio humano, en el que prevalecen for­ m as de existencia que no son individuales sino co­ lectivas. Lo que llam am os con una expresión sin ­ crética «la vida humana» — en un sentido, toda v i­ da ha terminado por ser humana, habida cuenta de que el orden hum ano tendió a imponerse a la mayor parte de la naturaleza viva, a la cual aplicó su s formas de regulación y control, con la conse­ cuencia de exponerla, al mismo tiempo, a la s posi­ bilidades de desarreglo y error asociadas a ellas— se encuentra, de tal manera, en la confluencia de dos modos de determinaciones, unas biológicas y otras sociales, y la cuestión consiste entonces en comprender cómo se efectúa la articulación entre ambos tipos de principios. Precisamente al tomar en consideración esta articulación entre lo biológico y lo social es posible devolver a la dinámica de la s normas, comprendi­ das en el sentido de la normatividad, una necesi­ dad interna, en lugar de abandonar el rumbo de esa dinámica a la s libres iniciativas de individuos juzgados autónom os e independientes unos de otros. El poder de vivir, en cuanto ha llegado a ser poder humano, se realiza en formas que, lejos de ser librem ente in ve n ta d a s por in d iv id u o s sólo condicionados por su s rasgos biológicos, es decir, por la s disposiciones naturales que los distinguen entre sí, responden a condiciones que son las que definen la constitución del medio humano a tra­ v é s de su historia. A la teoría del hombre medio como tipo a la vez natural e ideal, sostenida por Quételet, Halbwachs ya le había opuesto el argu­ mento siguiente: ese tipo, lejos de estar fijado de m anera definitiva, se ve expuesto a variaciones

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que llevan necesariamente la marca del modo histórico-social de estructuración e información del mundo viviente. Comte fue, sin duda, el primero en comprender la importancia de ese modo histórico-social de estructuración e información, aun cuando, al teorizarlo a la luz del principio de la preponderancia del punto de vista estático sobre el punto de v ista dinámico, de alguna manera lo renaturalizó, al representar a la hum anidad con­ forme al modelo de u n solo individuo que se enca­ m in a hacia la s m etas a la s cuales lo in c lin a su constitución fundamental. Contra ese principio de la preponderancia de lo estático sobre lo dinámico, h a y que sostener la idea de que la vida no es un dato previo, una cau­ sa, sino un producto, un efecto; o, mejor, hay que proponer, en una perspectiva dinámica, que es ca­ da vez menos un dato previo y cada vez más un producto. Esto es, justamente, lo que permite pen­ sar una normatividad de las normas que la s apar­ te de un modelo mecánico de norm alidad. Las normas que ordenan la vida, en el sentido de una vida que ha llegado a ser o se ha vuelto humana, no están preestablecidas o preconstituidas, sino que se elaboran en el transcurso del m ism o pro­ ceso antagónico que hace y deshace las formas de esa vid a hum ana, puesto que, por una suerte de retroacción, los efectos que produce o contribuye a producir la acción de esas normas intervienen en el proceso de su propia producción, cuya aparien­ cia general bosquejan y modifican. Determinantes y determ inadas a la vez — o, para retomar los términos que Pascal había extraído, a su vez, de una de las m ás antiguas tradiciones de la filosofía biológica, la de los pensadores estoicos: «causadas 156

y causantes, ayudadas y ayudantes» (y podríamos agregar: normadas y normadoras)— , las normas que im p u lsa n el m ovim iento de la v id a — y no tanto que lo dirigen como una materia muerta en un sentido susceptible de ser identificado de una vez por todas, en relación con una intención, un «designio inteligente» cuya razón de ser no podría m ás que estar oculta y deberse al m ism o tiempo a im principio sobrenatural— se confunden con ese movimiento del que no es posible separarlas, pues­ to que sin él no existirían, así como él no existiría sin ellas. Hay motivos, entonces, para volver al concepto de valor negativo, que cobra en este contexto un relieve m uy especial. Si la experiencia de lo v i­ viente es de naturaleza tal que se expresa, ante todo, a través de los valores negativos que revelan la s anom alías de su trayectoria, es porque estas son constitutivas de su esencia de viviente, cuya manifestación también exponen: la enfermedad, la m onstruosidad y la muerte no son accidentes exteriores que vengan a injertarse en esa esencia para alterar su naturaleza en cuanto ella estaría, por sí, determinada en sí; son, en cambio, formas consustanciales al proceso de la vida, cuyos lím i­ tes especifican necesariamente, y desde adentro. Estar enfermo, ser un monstruo, morir, continúa siendo vivir; y quizá lo sea incluso en un sentido m ás fuerte, m ás intenso que el banalizado por el curso ordinario de la existencia, porque esos mo­ mentos o estados de c risis son tam bién aquellos en v irtu d de los cuales la vid a alcanza un valor más elevado. El modo histórico-social de estructu­ ración e información de la vida, que condiciona su carácter normativo, en relación con el poder que

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ella tiene de producir normas, y no sólo de some­ terse a estas, encuentra así vm irreemplazable re­ velador en esos fenómenos críticos, a través de los cuales la dinámica vita l se enfrenta a su s límites: no por casualidad Durkheim escogió, para poner en evidencia las figuras concretas de la regulari­ dad social, el tema del suicidio, fenómeno típica­ mente anómico cuando se lo considera desde el punto de v ista de la existencia in d ivid ua l y que, pese a ello, demuestra estar sometido a leyes s i se lo aborda desde el punto de vista de la existencia colectiva. En lo concerniente a la enfermedad, tal fue sin duda la perspectiva desde la cual Michel Foucault analizó la experiencia clínica, cuya es­ tructura engloba, junto al enfermo que consulta porque le duele algo, al médico que diagnostica la enfermedad cuyo síntoma es esa demanda, así co­ mo a la institución médica que aporta su legitim i­ dad a esa relación entre un paciente observado y el profesional que lo examina. El propio Foucault, en su s estudios sobre la locura, la penalidad y la sexualidad, se propuso mostrar que la monstruo­ sidad de seres reputados infames se integra a la dinám ica de lo que él denominó «biopoder», que define el marco dentro del cual esa m on struosi­ dad es reconocida y, sobre la base de este reconoci­ miento, atendida o sancionada, en cuanto se tra­ ta, desde luego, de una forma de vida. Con refe­ rencia al problema de la muerte, los trabajos de Anne Fagot-Largeault sobre la asignación causal de aquella, que aparecieron con prefacio de Geor­ ges Canguilhem,* ayudan a comprender de qué ’ Referencia a Anne Fagot-Largeault, Les Causes de la mort: histoire naturelle et facteurs de risque, Paris y Lyon:

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manera la muerte, transformada en «deceso», se ha convertido en un acto legal, sometido en cuanto tal a criterios de clasificación que, por extraño que parezca, manifiestan a su modo, en el sentido de hacerla legible, cierta normatividad de la vida que no puede separarse de la institucionalización de s u s acontecimientos fundamentales. Las investigaciones que acaban de mencionar­ se fueron indiscutiblemente inspiradas por el exa­ men que Georges Canguilhem dedicó a los proble­ m as de lo normal y lo patológico. La cuestión con­ siste ahora en saber si la hipótesis a la cual rem i­ ten, esto es, la de una constitución histórico-social del poder normativo que en cada viviente define su realidad de tal, se ajusta a la s tesis planteadas en 1943 en el E ssa i su r quelques problèmes con­ cernant le norm al et le pathologique. A primera v ista , parecería que no. En efecto, en esa obra podemos leer, por ejemplo, lo siguiente: «Al d is t in g u ir ano m alía y estado patológico, va rie d a d biológica y v a lo r v it a l negativo, se h a delegado en su m a en el v iv ie n te m ism o , considerado en s u polaridad d i­ nám ica, la tarea de d istin g u ir dónde comienza la enfer­ medad. E s decir que en m ateria de no rm a s biológicas h a y que r e m itirse sie m p re a l in d iv id u o » (sig u e u n a referencia tom ada de Goldstein).^

En apariencia, esto reduce la experiencia in d i­ viduada propia de lo viviente a la forma de una exV rin /In stitu t Interd iscip lina ire d’Études É pistém ologi­ ques, 1989. {N. del T.) ^ Georges Canguilhem, Le Normal et le pathologique, Pa­ rís: PUF, 1988, col. «Quadrige», pág. 120 [Lo normal y lo patológico, México: Siglo XXI, 1986].

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periencia estrictamente individual, en la que es el individuo , por decirlo de alguna manera, el que siempre tiene la últim a palabra, sobre todo en los casos en que se enfrenta a los valores negativos de la vida. Empero, ¿qué significa exactamente la iniciati­ va aquí reconocida al viviente individual? Ello se refiere al hecho de que no hay norma o normas de vida en general que valgan de manera indistinta para todos los individuos, cuyas formas de exis­ tencia quedarían así sometidas a un principio de orden o de clasificación determinado al margen de ellas. Es precisamente esta idea la que Spinoza formuló en la proposición 57 de la tercera parte de s^x Ética: «Quilibet uniuscujusque in d iv id u i affectus ab affectu alterius tantum discrepai quantum essentia u n iu s ab essentia alterius differt», que se puede traducir de este modo: «Un afecto cualquie­ ra en cada individuo está en ruptura con el afecto de otro individuo en la m ism a relación en que la esencia de uno difiere de la esencia de otro». En el escolio que acompaña a esta proposición, Spinoza ilu stra la te sis explicando, en primer lugar, que la diferencia entre la esencia o la naturaleza del hombre y la del caballo es tan grande, que el deseo de procrear adopta en uno y otro form as no comparables, con referencia a un tipo de determi­ nación esencial que concierne, pues, no al in d iv i­ duo, u n hombre o un caballo considerados en par­ ticular, sino a la especie hum ana o equina en ge­ neral; de todas m aneras, a continuación afirma que, en virtud del mismo principio, la alegría debe igualmente tomar formas distintas y no a sim ila ­ bles — por lo tanto, imposibles de resituar en una m ism a escala de evaluación— en el borracho y el

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filósofo, que por su parte son seres de la m ism a especie, aprehendidos con ello en su esencia sin ­ gular de existentes o vivientes individuados. Aho­ ra bien, si nos ubicamos en el punto de v ista del conocimiento del tercer género, que no tiene pre­ cisamente otro objetivo que el de comprender las esencias singulares, está claro que ese principio de in d ivid u a ció n , en cuanto no se reduce a un principio de especificación, condiciona en últim a instancia la s modalidades de existencia corporal y mental de lo viviente, en relación con la forma que adopta en concreto, en cada viviente, el conatus por cuyo intermedio aquel está en comunica­ ción con la naturaleza entera. En su tesis de medicina publicada en 1932, es­ to es, unos diez años antes que la de Canguilhem, el propio Jacques Lacan cita en exergo esta propo­ sición de la Ética de Spinoza, que él traduce de la siguiente manera: «Una afección cualquiera de un in d iv id u o dado m uestra con la afección de otro tanto m ás discordancias cuanto m ás difiere la esencia de uno de la esencia de otro».^ Y comenta así esta referencia: «Queremos decir con ello que lo s conflictos determinantes, los síntom as inten­ cionales y la s reacciones pulsionales de una psico­ s is discuerdan con la s relaciones de comprensión, que definen el desarrollo, la s estructuras concep­ tuales y la s tensiones sociales de la personalidad norm al, según una medida determ inada por la ^ Cf. sobre este punto las esclarecedoras consideraciones expuestas por Elisabeth Roudinesco en Jacques Lacan: es­ quisse d ’une vie, histoire d ’un système de pensée, Paris: Fa­ yard, 1993, pàgs. 81-6 [Lacan: esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento, Buenos Aires: Fondo de Cul­ tura Econòmica, 1994].

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historia de las afecciones del sujeto».® Aunque lle­ gue a ella por caminos diferentes, Lacan defiende pues la m ism a idea que también habrá de formu­ larse en la obra de Canguilhem; la distinción en­ tre lo normal y lo patológico, tal y como la impone la discordancia de ciertos comportamientos in d i­ viduales — y el término «discordancia» aquí u tili­ zado hace un a referencia directa a lo s valores negativos de la vida— , no tiene otra medida que la que le comunica la historia o, mejor, la s h isto ­ ria s de los sujetos in d ivid u a le s considerados en su esencial singularidad. Hay que preguntarse entonces qué es exacta­ mente una historia singular del sujeto. Tomemos el ejemplo de una de esas h isto ria s según se la menciona en la tesis de medicina de Canguilhem, en respaldo de la idea de que la s normas de vida sólo valen, en últim a instancia, para los in d iv i­ duos y en la medida impuesta por su situación de individuos; «Cierta niñera, que cum ple a la perfección con la s o b li­ gaciones de s u puesto, sólo se entera de s u hipotensión por lo s trastorno s neurovegetativos que experim enta el d ia que la lle v a n de veraneo a la m ontaña. A hora hien, nadie está obligado, s in duda, a v iv ir en la altura. S in embargo, la capacidad de hacerlo im p lica u n a s u ­ perioridad, p u es en a lg ú n momento aquello puede lle ­ gar a se r in evitab le. U na norm a de v id a es sup erio r a otra cuando comporta lo que esta ú ltim a perm ite y lo que prohíbe, pero en situ a c io n e s diferentes h a y nor^ Jacques Lacan, De la psychose paranoïaque dans ses rapports avec la personnalité, reedición, Paris: Seuil, 1980, col. «Points», pàg. 343 [De la p sic o sis paranoica en su s relaciones con la personalidad, México; Siglo XXI, 1976].

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mas diferentes que, en cuanto tales, son igualmente válidas. Por ello son todas normales».^ Resumamos: todo es cuestión de «situación», y por eso la distinción entre lo normal y lo patológi­ co no está en posición dominante sobre la varie­ dad de existencias individuales, sino que se aplica a ellas de manera necesariamente indirecta y ses­ gada, en relación con la singularidad asociada a la h isto ria de cada sujeto. Empero, en el caso que ilu stra esta explicación, el término «situación» co­ bra un relieve m uy particular: estar obligada, en el carácter de niñera, a seguir a su s empleadores cuando van a veremear a la montaña es v iv ir una experiencia singular que en los hechos demuestra ser una prueba, a través de la cual la existencia de la persona expuesta a ella se enfrenta a valores negativos que le revelan su s límites. No obstante, esta experiencia, que es sin duda una experiencia de individuo en el sentido de que la vive un in d iv i­ duo, ¿es, propiamente hablando, una experiencia individual? Manifiestamente, no, pues el medio vivo en el cual hay lugar para empleos de niñera y para veraneos en la altura debe estructurarse de m anera tal que haga posible una experiencia semej ernte que, aunque vivid a «en situación» por in ­ dividuos, corresponda a formas colectivas de orga­ nización de la vida sin la s cuales ese tipo de «si­ tuación» sencillamente no tendría lugar. Y gracias a este ejemplo se ve con claridad en qué aspecto la «situación» de niñera, cuando la asum e «una» niñera, expuesta por su condición a v ia ja r a un ^ G. C anguilhem , Le Normal et le pathologique, op. cit., pág. 119.

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lugar alto, que es también «esta» niñera, con la h i­ potensión co nstitutiva de su ser sin g u la r, está literalm ente sobredeterminada por condiciones que competen a normas vitales y sociales. El hecho de que normas vitales y normas socia­ les conjuguen su s acciones al intervenir sobre el transcurso de la s existencias individuales, ¿signi­ fica que esas acciones son homogéneas entre sí? ¿Y hay que concluir de ello que esas normas están constituidas sobre la base de un m ism o modelo, cuya inteligibilidad dependa del concepto general de organización? Por la manera en que está plan­ teado, parecería que este último interrogante no tiene sentido n i mucho menos objeto, puesto que no hay modelo normativo que pueda postularse o pensarse en general y cuyas aplicaciones sean la s normas particulares, cada una en el ámbito que le es propio. Las normas no tienen realidad al m ar­ gen de la acción concreta a través de la cual se rea­ lizan afirmando, contra los obstáculos que se opo­ nen a dicha acción, su valor normativo; y esa afir­ mación no es en absoluto la expresión de un esta­ do de hecho objetivamente dado, sino que ella es axiológicamente prim era con respecto a la s for­ m as reales de organización im puestas por ella, en los momentos en que se enfrenta a los lím ites que definen el horizonte de su acción. En el apéndice agregado unos veinte años después, cuando el E s­ sa i se reeditó en un copjunto m ás vasto bajo el tí­ tulo de Lo norm al y lo patológico, esta tesis se for­ m uló con claridad de la siguiente manera: «Para retomar una expresión kantiana, postularíamos que la condición de p o sibilidad de la s reglas es intrínseca a la condición de posibilidad de la expe­ riencia de la s reglas. La experiencia de la s reglas

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es la puesta a prueba, en una situación de irregu­ laridad, de la función reguladora de la s reglas» (pág. 179). Si algo tienen en común la acción de las normas vitales y la acción de la s normas sociales, es precisamente este hecho negativo en su esen­ cia: ni im a s n i otras están en condiciones de pro­ poner modelos de existencia prefabricados que lle­ ven en sí m ism os, en su forma, la potencia de im ­ ponerse; son apuestas o provocaciones, cuyo único impacto real se da a través de la aprehensión de la anomalía y la irregularidad, sin las cuales senci­ llamente no tendrían razón de ser. Ese es el moti­ vo por el cual la experiencia de normatividad, tan­ to en el plano de la vida individual como en el de la existencia social, supone, en la puesta en práctica de su s formas de organización, la «prioridad de la infracción sobre la regularidad»,® es decir, la pri­ m acía de valores negativos sobre valores p o si­ tivos.

® Ibid., pág. 216.

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Biblioteca de filosofía

Theodor W. Adorno, Consignas Henri Arvon, La estética marxista Kostas Axelos, Introducción a un pensar futuro Gaston Bachelard, E studios Gaston Bachelard, La filosofía del no Walter Benjamin, Escritos franceses L ud w ig Binswanger, Tres formas de la existencia frustrada. Exaltación, excentricidad, manerismo Otto F. BoUnow, Introducción a la filosofía del conocimiento Bernard Bourgeois, El pensamiento político de Hegel Bruce Brown, Marx, Freud y la crítica de la vida cotidiana. Ha­ cia una revolución cultural permanente J u d it h Butler, Sujetos del deseo. Reflexiones hegelianas en la Francia del siglo XX Georges C anguilhem , E stu d io s de h isto ria y de filosofía de la s ciencias Georges Canguilhem, Ideología y racionalidad en la h isto ria de la s ciencias de la vida G illes Deleuze, Diferencia y repetición Rolf Denker, Elucidaciones sobre la agresión Jacques Derrida, E l tocar, Jean-Luc Nancy Jacques D’Hondt, De Hegel a Marx Jacques D’Hondt, Hegel, filósofo de la h isto ria viviente Gilbert D urand, La im aginación simbólica Pascal Engel, ¿Qué es la verdad? Reflexiones sobre algunos tr u is­ mos Maurizio Ferraris, Introducción a Derrida Theodor Geiger, Ideologia y verdad Lucien Goldmann, Introducción a la filosofía de Kant. Hombre, comunidad y mundo Lucien Goldmann, Lukács y Heidegger. Hacia una filosofia nueva L uden Goldmann, Marxismo y ciencias hum anas Frédéric Gros, Michel Foucault Pierre G uglielm ina, Leo Strauss y el arte de leer Max Horkheimer, Teoría crítica Marc Jimenez, Theodor Adorno. Arte, ideologia y teoría del arte Leo Koßer, Historia y dialéctica Leszek K olakowski, La presencia del mito

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