Los Mitos de Rivano

LOS MITOS Juan Rivano Rivano, Juan Los Mitos. Su función en la sociedad y la cultura. Santiago, Pehuén, 1987, Capítulos

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LOS MITOS Juan Rivano Rivano, Juan Los Mitos. Su función en la sociedad y la cultura. Santiago, Pehuén, 1987, Capítulos I-II. I.- FUNCIÓN EXPLICATORIA DE LOS MITOS No recuerdo si fue en el circo, en los patios de mi escuela durante el tiempo de recreo, o en el río a la hora de secarnos al sol sobre la chépica después del baño, que escuché la primera solución explícita del problema ¿Por qué los perros se huelen la cola? Una noche fueron de fiesta todos los perros. Todos sin faltar uno. Tantos eran, que para bailar sin estorbarse debían dejar la cola a la entrada. En lo más animado del baile no recuerdo si se produjo un temblor de tierra o si un perro amigo de las bromas de los que nunca faltan se puso a gritar “¡fuego, fuego!”. Para qué hablar de la estampida, el atropello y el caos. Empujándose, mordiéndose y ladrándose, los perros irrumpieron en vestuarios y vestíbulos. Cada quien agarró la primera cola a mano y salió disparado. Fue la noche de la confusión de las colas. Desde entonces busca cada perro su cola propiamente tal, oliendo la de cuanto semejante se le cruza en la calle. No se sabe todavía de ninguno que la haya encontrado. Asunto todo este que se puede verificar independientemente, pienso yo, considerando con cuánta frecuencia giran los perros tratando de morderse su propia cola, algo que no harían si fuera propiamente propia. ¿Y por qué las loicas tienen el pecho rojo? En esto las fallas de mi memoria son más serias. Porque es la explicación misma la que no recuerdo bien. Pero mis lágrimas de pequeño, ésas no las olvido; ni mucho menos la imagen desgarradora de la pobrecita mamá-loica soportando, por salvar a sus pequeños, las garras de un halcón que le abre el pecho.

De la trompa del elefante se aseguraba, también por esa época, que originalmente era una vulgar nariz, tan nariz como la de un jabalí o un hipopótamo, y que pasó a ser así de larga y absurda, por culpa de un elefantito curioso que se puso a olfatear en un río creyendo que los cocodrilos eran troncos de árboles. Todavía están distintas en mi memoria las ilustraciones del libro que traía esta historia; en particular, la del elefantito tirando con todas sus fuerzas para zafarse del cocodrilo que no le suelta la nariz. ¿Por qué persigue el gavilán a la alondra? La hija de un rey, prendada de un príncipe que cercaba la ciudad de su padre mientras éste dormía, abrió las puertas al invasor. El Príncipe, contra las esperanzas de la princesa, la odió por esta acción. Así desesperada, la princesa se precipitó a los abismos. Pero los dioses partidarios suyos, antes de que llegara al suelo, la transformaron en alondra. A su padre, que también tenía dioses partidarios porque a nadie le falta dios, le dieron forma de gavilán. Ahí tienen la explicación entera. ¿Por qué... morimos? He aquí un mito melanesio que nos cuenta Bronislaw Malinowski. Antes en el antes de todos los antes, los hombres no morían. Sólo cambiaban de piel cuando ésta se tornaba ajada y arrugada. Una abuela fue con su nieta un día al baño. Adentrándose en un bosque cercano, la abuela cambio de piel. Cuando regresó, la nieta se asustó al ver a esta joven desconocida que se le acercaba. La abuela volvió al lugar y se colocó su piel vieja. Viniendo otra vez donde su nieta, le contó ésta que una mujer joven había estado allí causándole mucho miedo. La abuela volvió a la aldea con su nieta y contó a la madre lo ocurrido. “Al cambiar mi piel no me reconoció. Me temió y rechazó. Ya no cambiaré mi piel”. Todos envejecemos, todos moriremos. Ya de niño, escuchando explicaciones de esta especie, fantásticas y a la medida, me daba cuenta de algunas cosas, aunque no alcanzarían ningún nivel apreciable de explicitación y articulación. En primer lugar, lo ya dicho, que se trataba de responder a una cuestión mediante una historia ad hoc, como en esas décimas de pie forzado en que se nos impone el último verso y debemos construir los nueve primeros de modo que el décimo aparezca como la perfecta terminación de la estrofa. La loica, con su roja pechera, era el pie forzado de la historia. En segundo lugar, la historia consistía en un acontecimiento o serie de acontecimientos primigenios, originales, ancestrales, que producían un algo peculiar - rasgo, característica, modalidad, condición que desde ese momento ancestral se transmitía en adelante de generación en generación. En tercer lugar aunque ajeno al asunto mismo de

esta manera de explicación con historia había esto: que el problema que así se aclaraba no se me había pasado a mí por la cabeza. Sobre esto último, por más que repaso en mi memoria, no recuerdo ni siquiera una historia de las muchas de esta especie que en mi infancia escuché que me haya parecido cosa digna de atención. Sólo me atraían porque me parecían ingeniosas (no todas, desde luego), divertidas y hasta emocionantes a veces (cómo, otra vez, la pobrecita mamá-loica soportaba el martirio por sus pequeños). De donde parece cosa cierta que sus pretensiones explicatorias no llegaban al escaso nivel de exigencias de un infante. Tampoco se me ocurrió preguntarme, siendo niño, ¿Por qué no cae el cielo?, aunque recuerdo de siempre el mito de Atlas, el gigante que sostiene la bóveda celeste. Pero, aunque por mi educación de pequeño ya no fuera posible que me pasara por la cabeza una pregunta así, parece que efectivamente se hace y es indiscutible que en el pasado se hizo. No sólo eso: es también seguro que la respuesta mítica, la historia del gigante Atlas, se tomó como buena; y no sólo por niños, si no por gente adulta y hasta por comunidades enteras. Dicho sea al pasar, la cuestión de ¿por qué no cae el cielo? se puede reemplazar por otra equivalente, cambiando el mito al responderla. Maravillándose uno de que el cielo no caiga que esté allá arriba igual se maravilla de que no esté donde tendría que estar, tendido en toda su extensión sobre la tierra. Y así estaba en los comienzos, según un mito también griego: el mito de Gea y Urano. Estando así sobre Gea, Urano le hacía hijos, sin cesar. Gea discurrió con uno de sus hijos, Cronos, para que la ayudara a librarse de un peso de embarazada en todos los sentidos de la palabra. La solución, el acto primigenio, sólo un Freud se atrevería a tildarla académica. Cronos agarró una guadaña y cercenó los órganos sexuales de su padre. Muchas cosas resultaron de esta acción brutal; entre ellas, el nacimiento de Afrodita, la diosa del amor, del semen de Urano que cayó en el mar. ¿Por qué hablan los pueblos diferentes lenguajes? Una pregunta así supongo especialmente por mis experiencias de niño oyendo hablar a árabes y gitanos en mi infancia tiene gran probabilidad de ser formulada por cualquier pequeño que escuche por primera vez una lengua extraña. Una respuesta con historia o respuesta mítica, de todos conocida y que no difiere a en formato y naturaleza de las anteriores, tiene o siquiera ha tenido hasta no hace mucho tal número de público en su favor que basta ella sola para olvidarse definitivamente de la reacción festiva y hasta desdeñosa que veníamos ensayando

hasta aquí sobre la explicación con mitos. Según esta historia así como los hombres no morían en el pasado de acuerdo a ese mito melanesio los hombres, antes, hablaban todos la misma lengua. Entendiéndose así sin equívocos unos con otros, estos ancestros unilingües intentaron construir una torre que llegara al cielo, la torre famosa de Babel. Para evitar un logro así, Dios diversificó sus lenguas. Ni cuando decía ”Pásame ese ladrillo” entendía el ayudante del albañil, de modo que el proyecto tuvo que cancelarse. Tal es el acto originario que explica la diversidad de las lenguas. Quizá vale la pena citar aquí a tan buena autoridad en estas materias de mitos y mitologías como es H. J. Rose. Se me ocurre que sí, porque el párrafo suyo que sigue responde tan bien al corto itinerario hecho hasta ahora y, también, porque responde a la forma cómo se presentaron los mitos en mi infancia (y en la infancia de muchos como espero): “Los mitos son el resultado de la aplicación de los hechos de la experiencia de la imaginación ingenua... Como una gran proporción de estos hechos son fenómenos naturales, se sigue que los mitos naturales son una especie común, y como la imaginación es suscitada comúnmente por los objetos que maravillan e intrigan, se sigue que una muy grande proporción de mitos pertenece a la clase de los mitos etiológicos, es decir, tratan las causas de toda especie de cosas, desde el movimiento aparente de los cuerpos celestes, hasta la forma de un monte cercano o el origen de una costumbre local. (A Handbook of greek Mythology, Introduction. London, 1958. El subrayado es suyo.) Importa también considerar la explicación con mitos dentro de un esquema más amplio, dentro de una serie inquisitiva. Por ejemplo: - ¿Por qué hablan por señas esas personas? - Porque no pueden comunicarse con palabras. - ¿Por qué no pueden comunicarse con palabras? - Porque no hablan el mismo lenguaje. - ¿Por qué no hablan el mismo lenguaje? - Porque Dios diversificó las lenguas. ¿Por qué diversificó Dios las lenguas? - Porque una vez los hombres, haciendo empleo de su lengua común trataron de...

O también: - ¿Por qué no cae la luna? - Porque esta sujeta al cielo - ¿Por qué no cae al cielo? - Porque Atlas lo sostiene. - ¿Por qué sostiene Atlas el Cielo? - Atlas es un gigante que una vez... Estas son series de preguntas que nos son familiares de las dos maneras: haciéndolas cuando niños y soportándolas cuando adultos. La serie amenaza con prolongarse indefinidamente y la respuesta con historias desde una perspectiva así tiene por efecto detener el avance de la serie. Así, la explicación con historia, poniendo término a la serie inquisitiva, algo se parece a la explicación con axiomas de las matemáticas. Difieren mucho, eso sí, ambas formas de explicación: mientras que la serie matemática termina allí donde la respuesta es razonablemente simple como para promover dudas, la explicación con mitos termina abrupta y arbitrariamente saltando desde el nivel de la proposiciones al de la pura ficción. Un procedimiento como éste puede comprenderse cuando no estamos en condiciones de llevar más allá la indagación. Pero también (y la distinción suele ser imprescindible y tiene sin dudas implicación de insondable profundidad) puede ocurrir que, si una vez se justificó, ya no se justifica más y no tiene más sentido que inhibir el conocimiento y suplantarlo por la superstición, la ignorancia, la confusión. La explicación con historia suele ser simple, es decir, una historia ad hoc termina la serie inquisitiva. Además de simple suele ser arbitraria, es decir, la historia queda grotescamente adherida al hecho que pretende explicar. La trompa del elefante en la historia de su pugna con el cocodrilo es simple y arbitraria. La explicación de la muerte en el mito melanesio citado es simple, pero no arbitraria. Desde luego, casi siempre hay una impresión de simpleza y arbitrariedad en los mitos o explicaciones con historias. Sin embargo, a veces (pero estamos lejos de las historias “hechas en casa” como la fiesta de los perros o la trompa del elefante) la explicación con mitos considerada francamente tiene tal fuerza de síntesis, penetración y profundidad, que no cabe pedir mas. Por ejemplo, no hay arbitrariedad, sino

educación y elevación cuando se dice que Cronos (el tiempo) devora a sus hijos, que Eros (el amor) atraviesa el corazón con sus flechas, que Prometeo (prométheia es prudencia, previsión, precaución) es el creador y tutor de los hombres. La explicación con mitos, siendo ordinariamente simple y arbitraria, pierde fuerza a medida que se multiplica. Muchas historias simples y arbitrarias dan lugar a una nueva forma, aún más intolerable, de arbitrariedad. Los griegos se puede apreciar a la primera ojeada muestran como ningún otro pueblo la tendencia y la capacidad de organizar todos sus mitos en un sistema único. La serie inquisitiva, en el caso de los mitos griegos, no desemboca en una historia simple sino en una historia de historias. - ¿Por qué no cae el cielo? - Porque el gigante Atlas lo afirma en sus espaldas. - ¿No se cansa Atlas? - Al comienzo, sí, se cansaba, pero desde que Perseo lo transformó en piedra no tiene problemas. - ¿Cómo hizo Perseo para petrificarlo? - Empleó la cabeza de Medusa. - ¿La cabeza de Medusa? Sí, era tan horrible que uno se convertía en piedra de solo mirarla. ¿Cómo hizo entonces Perseo para tener la cabeza de Medusa? - Empleó el escudo reluciente de Atenas y avanzó retrocediendo, mirando la imagen de Medusa en el escudo. - ¿Atenas ? ¿Por qué lo ayudó? - ¡Ah! Ella ayuda siempre a los que luchan contra los monstruos. - ¿Y quién es Atenas? - La hija exclusiva de Zeus que impera sobre todos los dioses. - ¿Y Atlas? - Un titán. Como Hiperión, como Océano, Prometeo, Espimeteo. - ¿Y Perseo?

- Un Héroe como Teseo, Hércules, Aquiles, Jasón. Los héroes son hijos de la unión entre dioses y mortales. Los titanes son de la generación de Cronos que con Rea engendró a Zeus. Todos descienden de la unión de Uranos y Gea; y estos de Caos, que es primero de todos. Todos coinciden en que la sistematización de los mitos es una manifestación temprana del genio grande de este pueblo, que busca ya en sus mitos representarse las cosas todas del universo dentro de un esquema unitario y coherente. También, para algunos, la aplicación temprana de esta tendencia globalizante del genio griego tiene el efecto de un retardo o freno de la búsqueda científica. La representación mítica, resolviendo la explicación de las cosas en una historia, inhibe los impulsos de la curiosidad. Y más los inhibe si hay sistema, coherencia y relación en todas las historias o mitos que se cuentan. También hay mitos para tratar con admirable profundidad el mismo asunto anterior de la ciencia y los fueros de la curiosidad. De la curiosidad y la avidez. Como el de los compañeros de Odiseo que no resistieron el impulso de abrir los odres en que Eolo había encerrado los vientos adversos pensando que era oro y plata lo que encontrarían, con el resultado de desatar sobre sí el desastre. O como el mito de Pandora, la hermosa mujer construia por Hefaistos a instancias de Zeus y enviada como presente a Prometeo por aquél, con un cofré en que estaban encerrados todos los males. Epimeteo, hermano de Prometeo (epimétheia es reflexión tardía, o precipitación, justo lo contrario de prométheia), no haciendo caso de las advertencias de éste, abrió el cofre. La energía nuclear, la ingeniería genética son casos que vienen a la mente con la sola mención de mitos como el de los odres de Eolo o la caja de Pandora. También, siguiendo en este tren, la estrategia de terminar con los mitos la serie inquisitiva puede ponerse en directa relación con el mito de Epimeteo y Pandora. “No se abre a la caja” es como decir “la averiguación termina aquí”. Y como la estrategia con mitos termina con un mito, decir “no se abre la caja” viene a significar “no se tocan los mitos”. Se cuenta una historia para que no siga más allá, para que no se desaten los vientos , para que no se desaten los males, para que no se produzca una reacción de cadena. Como se ve, el asunto no es simple. No es como decir “aquí Prometeo (precaución), aquí Epimeteo(precipitación)”. Hay -como se dice- cajas de Pandora y cajas de Pandora. Hay argumentos de los científicos que construyeron la bomba atómica en que se rechaza, por lo que parece, que la cuestión en ningún sentido puede manejarse como una caja de Pandora.

Ellos -así argumentan- no tenían más que un deber como científicos: construir el artefacto. Sobre lo mismo todavía: la estrategia de terminar con mitos la serie inquisitiva, por más bien que pueda ocultarse en nuestra “era científica”, puede identificarse fácilmente toda una vez que la conversación, el diálogo, la discusión (formas todas de la serie inquisitiva) se detiene por imploración de una de las partes: “que no destruyan sus ideales, sus sueños, sus ilusiones”. Sin saberlo uno puede guardar celosamente y bien sellada su caja de Pandora. Seguramente para muchos resultará un tanto exagerada la consideración hecha aquí entre explicación mítica y curiosidad y progreso del saber. Casi no hay autor que trate de los mitos griegos que se atreva a considerar seriamente que aún en pasados tan remotos como los de Creta y Micenas hayan creído los hombres estas historias de dioses, titanes, gigantes y toda laya de monstruos con que la fantasía de la época llenaba lagos, cráteres o cavernas. A esto hay una obvia observación que hacer: en representaciones populares existentes, vigentes, importantes y amplísimas se dan explicaciones míticas que no tienen qué envidiar al jardín de las Hespérides, la Isla de los Bienaventurados, la Sala Olímpica de Banquetes, el Reino de Plutón o el Paraíso Perdido. A lo que se puede agregar una muestra no tan oscurantista: la manipulación de los mitos emprendida por los filósofos desde antiguo. Anaximandro, por ejemplo, opinaba que todas las cosas se originaban de una substancia indeterminada; Heráclito (no sólo él y no sólo entonces) se figura la guerra como el origen de todas las cosas, y el fuego como su sustancia; Empédocles nos habla del odio y el amor; Tales, del agua ; Amaxímenes, del aire. ¿Hay mucha distancia entre Caos, Océano, Urano y Gea, Marte, Afrodita, Cronos y Rea, y los intentos de los sabios presocráticos buscando elementos últimos de los cuales derivar toda la diversidad de lo existente? O considérese la intervención reiterada de la explicación mítica en los textos platónicos. Por ejemplo, en un pasaje famoso, considerando el dilema de la búsqueda de conocimiento como inquirir lo que no conocemos puesto que no sabemos qué inquirimos, o en caso de llegar por tropiezo a saberlo, igual no lo sabríamos identificar lo resuelve este filósofo recurriendo a la noción de un alma inmortal, eterna más bien, ya que siempre existe, antes, durante y después de la vida del cuerpo en que habita. Existiendo así, perennemente, no cuesta mucho conceder que el alma en su existencia transcorporal ha hecho la experiencia

de todas las cosas sin faltar una. No tiene, pues, el alma que confrontar el dilema de saber o no saber, puesto que siempre de algún modo sabe. Además, como también se cuenta, todos tenemos un alma, o somos un alma; de manera que el dilema no vale para nadie. Este ejemplo de los textos platónicos puede aprovecharse de pasada para ilustrar la receta: ante un dilema, disuélvalo con un mito. La situación es así: Voy a investigar lo que no sé; pero, o sé o no sé. Ahora bien, ni se investiga lo que se sabe (porque ya es sabido), ni se investiga lo que no se sabe (porque no se sabe qué investigar). La dificultad se origina en la disyunción o se sabe o no se sabe. Y el mito consiste en contar una historia que muestra justamente lo contrario: que el alma sabe (porque ha visto todas las cosas) y no sabe (porque el cuerpo obnubila su visión). El alma sabe y no sabe. ¿No se parece en esto a un híbrido, formado con naturaleza incompatibles - como Centauro, Quimera, Minotauro?. Por ejemplo, este último. Si hago un argumento con la disyunción “o es toro o es hombre”, ¡Minotauro me va a enseñar lo que son cuernos de dilema!. Y a propósito, el Laberinto de Creta es así (nunca me contaron de niño cómo es, de lo que nadie me va a consolar): corredores y cuartos alargados, dispuestos en orden paralelo o perpendicular; todo geométrico y ordenado, ningún “enrevesamiento laberíntico”. La dificultad de moverse sin extraviarse no es la de quien se encuentra en un bosque o en una selva, la de una ruta que desaparece, se abre en abanico, se retuerce y vuelve sobre sí misma. Así pensaba yo en el laberinto por las palabras que oía o las ilustraciones que veía siendo niño. Pero todo el problema del laberinto no consiste más que en saber de qué lado hay que volver al término de un corredor, si a la derecha o si a la izquierda. Se ve así como se parece el laberinto al dialogo platónico (o como, al parecer, el dialogo era practicado por Sócrates). Los elementos del diálogo son preguntas simples. A cada pregunta no cabe más que dos respuestas posibles. La respuesta Quizás, no es propiamente respuesta y sólo puede indicar dos cosas: que la pregunta no es simple o que no se ha hecho propiamente una pregunta, que no hay pregunta que hacer. Así se avanza hacia la solución del problema que ha concertado el diálogo. A veces, llegados a una pregunta simple y genuina, puede ocurrir que así y todo no estemos en condiciones de responderla. El equivalente laberíntico es la bifurcación donde no sabemos si debemos torcer a la derecha o a la izquierda. Así, el análogo laberíntico de la doctrina o mito del alma empleada por Platón para sortear el dilema ”saber o no saber” sería un artefacto que nos permitiera doblar al

mismo tiempo hacia la derecha y hacia la izquierda. Algo tan prodigioso como un Minotauro. Yo no pienso que, hablando ordinariamente y con amplitud, sean criaturas escasas los minotauros. Detectándolos de viaje por los laberintos del mundo se hace la experiencia de un límite o frontera: la que marca la separación entre la manera mítica y la manera lógica de considerar las cosas. Se muestra así también que el lógico tiene sus cuentas que poner en orden con el hacedor de mitos; o éste con el primero, si se quiere decir lo mismo cambiando el estilo. Y dejando al hacedor de mitos de lado, igual quedan vigentes los mitos, tanto como para que el lógico sienta la responsabilidad de entenderse con ellos. Finalmente, surge aquí también otro límite. Un límite dentro del límite entre la manera del lógico y la manera del hacedor de mitos: el límite en el discurso lógico marcado por un mito que el lógico no puede traspasar, no teniendo a la hora qué oponer a quien lo cuenta. Bien puede llamarse a una hora así, la hora del minotauro. Pero la estrategia con mitos puede inspirar más de una vez al lógico. El mismo Platón, buscando salida por el laberinto de la dialéctica, encontraba una y otra vez que no salía, hasta que se le ocurrió pensar que nunca iba a salir mientras se sometiera al principio formal de todos los dilemas, el dictum de Pármenides: que el ser es y el no ser no es. Así, surgió la propuesta de un minotauro en el más cristalino de los laberintos, el de la lógica pura: una criatura hecha con el ser y el no - ser. O la cuestión ¿por qué no cae la luna? Conocemos la respuesta de hacedor de mitos: porque Atlas sostiene la bóveda celeste. Pero la respuesta de Newton hace justamente lo que el mito hace con los dilemas. La disyunción es “cae y no cae”. La respuesta de Newton es como un minotauro : “cae y no cae”, es decir, está animada de movimientos contrarios y simultáneos cuya combinación produce su trayectoria en torno de la tierra. Esto último vale una observación. El olvido es un estado que puede describirse como una mezcla de saber y no saber, tal como el movimiento circular puede describirse en términos de dos movimientos rectilíneos, uno tangencial y otro central. La diferencia está en el uso mítico que hace Platón del olvido y el uso científico que hace el físico del movimiento circular. Empleo mítico versus empleo científico. Nada parece impedir en principio que un análisis así puede emplearse de una manera u otra. Se marca una bifurcación así en el símil. Las cosas ocurren como si. Los cuerpos celestes se mueven como si una fuerza de atracción

universal se ejerciera entre ellos; los precios se ajustan en el mercado como si una mano invisible reglara las equivalencias; los conflictos sociales se producen como si existieran clases en guerra. Hypothesis non fingo es la frase famosa de Newton, con lo que significaba que no iba más allá del símil, del como si. También cabe una relación distinta del franco contraste entre la explicación científica y la explicación con mitos. Algo que se observa cuando de las figuras de Ares y Afrodita se pasa como ocurre ya en Homero y Hesíodo a las nociones de guerra y amor de un Empédocles; de éstas a las de egoísmo y compasión de un Rousseau, y hasta llegar a las de egoísmo y altruismo como aparecen en nuestros tiempos en los escritores que buscan aproximar biología y sociología. O considerándose el Caos en Hesíodo; el Apeiron (lo indeterminado) en Anaximandro; y las cosmogonías modernas que ensayan la noción de una sustancia, un magma químico primordial. O piénsese en la secuencia Caos-Urano, Gea-Kronos, Rea-Zeus con el sentido mítico cosmogónico: paso del desorden al orden, del caos al cosmos. O finalmente, la secuencia que va de la arcaica esposa de Zeus, Themis (la costumbre, lo establecido) a Diké (lo justo) de acuerdo con las cuales rige Zeus a la naturaleza y los hombres. De Diké vamos al logos, de Heráclito. Y de aquí no hay mala perspectiva para atisbar el determinismo universal de Laplace. Todas éstas son series en que se demuestra una relación diferente entre mito y ciencia, relación de afinidad y simpatía que nadie puede dejar pasar por alto.

II.- FUNCION SOCIAL DE LOS MITOS Lo que podemos nombrar, por todo lo que se ha visto, es decir, la función explicatoria del mito tan evidente en tantos de ellos ha sido elevado a un primer plano, amplio y general, por autores como C. S. Burne y J. A. Myres. He aquí su concepto de mito: Los mitos son historias que, aunque fantásticas e improbables para nosotros, se narran con total buena fe, porque tratan, o trata quien las relata, de explicar mediante algo concreto y entendible ideas abstractas o concepciones tan vagas como la creación, la muerte, las distinciones de razas o especies animales, las diferentes ocupaciones de los hombres y las

mujeres, los orígenes de los ritos y costumbres, los objetos sorprendentes y los monumentos prehistóricos, el significado de los nombres de las personas o lugares. Tales historias se describen a veces como relatos etiológicos, porque su propósito es explicar por qué algo existe u ocurre. (Notes and Queries on Antropology, ps.210-11, citado por B. Malinowski en Myth in Primitive Psychology). Para Malinowski, nada de lo que hay en esta caracterización vale formalmente de los mitos, pero no cuesta mucho estar de acuerdo en todo lo que él tiene que decir y no estar de acuerdo en nada. Así son las cosas con ciertos objetos de estudio (o más bien cierto modo de estudiarlos) y no sólo con los mitos. La caracterización anterior de Burne y Myres, desde el punto de vista adoptado y por la índole de los objetos que abarca parece impecable. Y no hay nada, sin embargo, de imposible que irrite hasta el paroxismo a quien se encuentre en un terreno concreto, donde eventualmente se están fraguando los mitos. Algo así ocurre con Bronislaw Malinowski. Según este autor, la primera autoridad sobre mito (quizás la única) es el antropólogo que observa la forma cómo estos operan en las sociedades primitivas todavía existentes. Y para el antropólogo así situado, el mito es infinitamente más que un texto transformado y deformado a través de versiones que ya no tienen que ver con el pasado cultural, muerto ya para siempre, donde el mito tuvo vigencia una vez. Es infinitamente más, asimismo, que la pobre narración, el texto desnudo, con que se satisfacen muchos investigadores que, partiendo de una abstracción así, elaboran concepciones especulativas y todo incluyentes como la arriba presentada de Burne y Myres. Característicamente en este autor, Malinowski, si hay algo que los mitos no son es explicación. Y, del mismo modo, si hay algo que efectivamente son, ello consiste en estatutos (garantías, acuerdos, convenios, pactos, fundamentos, modelos que todo esto puede ponerse en español para atinar con lo que quiere decir este autor con las expresión charter) de las instituciones sociales todas. Así de la definición de Burne y Myres citada más atrás, dice el autor. “Tenemos que oponernos a esta excelente aunque escueta declaración sobre la opinión actual en mitología. Esta definición crearía una especie de narrativa imaginaria que no existe el mito etiológico correspondiente a un deseo de explicar que tampoco existe, reduciendo el mito a la futesa de un “esfuerzo intelectual”

exterior a la cultura nativa y a la organización social con sus pragmáticos intereses”. (Magic, Science and Religion, p.110). En cuanto a cómo concibe el mito el propio Malinowski, leemos un poco antes del texto recién citado: “Este es quizás el punto más importante de la tesis porque abogo: mantengo que existe una clase especial de historias, consideradas sagradas, encarnadas en el ritual, las costumbres y la organización social y que forma una parte integrante y activa de la cultura primitiva. Estas historias existen no por fútil interés, ni como narrativa ficticia. Ni siquiera como narrativa verdadera, sino que son para los nativos una declaración sobre una realidad primigenia, grande y relevante, por medio de la cual la vida presente, el destino y las actividades de la humanidad se determinan, y cuyo conocimiento confiere al hombre el motivo de los actos rituales y morales igual que las indicaciones sobre cómo cumplirlos.” (Magic, Science and Religion, p.108). Es ésta una noción de mito que prontamente asociamos a M. Eliade. Es decir, el mito nos remite a un pasado originario y creador. El vínculo así mediado muestra su fuerza y su vigencia allí donde sacamos impulso e inspiración para afrontar las dificultades grandes de la vida. He preferido esta cita de Malinowski porque no parece prestarse tan fácilmente a la presentación que con frecuencia se hace de la teoría del mito de este autor. De acuerdo a nuestra cita, Malinowski está tratando “una clase especial de historia”; y por la caracterización que sigue, una clase cuya existencia y definición parece que nadie va a cuestionar. Todo, entonces, viene a parar en si para este autor su definición agota la extensión de los mitos. Por ejemplo, habiendo atacado en el estudio del que estamos citando las dos teorías del mito de más larga historia y tradición la del mito como alegoría de los fenómenos naturales y la del mito como una especie de protociencia termina Malinowski con párrafos como el siguiente: “Nuestro tratamiento ha mostrado que ninguna de estas actitudes mentales es dominante en la cultura primitiva; que ninguna puede explicar la forma de las historias sagradas primitivas, su contexto sociológico o su función cultural. Pero, una vez que ha quedado claro que los mitos sirven principalmente para establecer una norma, modelo, o criterio (charter) sociológico, o una regla de conducta moral retrospectiva, o un milagro primigenio de magia suprema, se ha dejado en claro también que tanto elementos de

explicación como de interés en la naturaleza deben encontrarse asimismo en las leyendas sagradas”. (Ibid, p. 144). Todo se reduce así a un asunto de énfasis. Se puede considerar que mientras algunos autores responden preferentemente a los elementos naturalistas (personificación y dramatización de los fenómenos naturales - secuencia de día y la noche, circuito de las estaciones, movimientos y fases de la luna, etc.), otros se inclinan más por lo que hay en los mitos de intelectual, de especulativo y explicatorio (origen del hombre, razón de la muerte, orden y desorden natural, moral, etc.); otros atienden a las proyecciones sociales y culturales del mito (relaciones de la familia, los sexos, relaciones de propiedad de trabajo, formas del rito, etc.). A todo lo cual no queda más qué asentir cordialmente, ventiladas las cualificaciones y respectos que cada caso exija como, por ejemplo, la importancia relativa de los elementos en cuestión (naturales, culturales, rituales, explicatorios) al ir de una cultura a otra, de un mito a otro. Una consideración que tiene francamente en retirada a los estudiosos tradicionales del mito humanistas, filólogos, clasicistas es la que queda expresada en una oposición ampliamente reconocida: la entre mitos vivos y mitos muertos. Malinowski y Levy-Strauss son figuras contemporáneas señeras de este vuelco sobre las culturas primitivas que conduce a un contacto con los mitos en acción como los estudiosos de las culturas antiguas no pueden ni siquiera soñar. El resultado ha sido la reducción de las mitologías antiguas y clásicas a una condición de segundas o terceras naturalezas. Los mitos griegos, por ejemplo, sufrieron primero el impacto fijista de la escritura; luego, el impacto estetizante, individualista y caprichoso de los poetas; luego, el impacto moralizante, ejemplarizante y psicológico de los escritores trágicos; luego, el impacto iluminista y racionalizante de los filósofos; luego, el impacto culturista, alegorizante del período helenista y latino. Todo esto, sin decir nada de la Edad Media, del Renacimiento, ni del cristianismo que, por obvias razones de militancia y propaganda, al tiempo que imponía su propia mitología como si fuera historia (esta misma mitología cristiana, debe agregarse, un poco y más que un poco mezclada ya o mezclándose todavía con la mitología greco-latina), condenaba las mitologías adversarias manteniéndolas por siglos y siglos en la condición de bobadas, mentiras, monstruosidades y desatinos de esa religión. Si a un maltrato así de los siglos se agrega la orfandad cultural de los mitos de Egipto, Mesopotamia, Asia Menor y Grecia, una vez que desaparecieron las sociedades en

que florecieron, no puede extrañar mucho el triunfo de los antropólogos ni la inhibición que producen en humanistas y filólogos, ni que éstos estén más que dispuestos a firmar el certificado de remota defunción de los mitos antiguos de los pueblos primitivos de Australia, las islas del Pacífico Sur o las selvas del Brasil. Pero, ¿están así de tergiversados y muertos los mitos del mundo antiguo? ¿No podemos considerarlos también con el criterio de la sobrevivencia o, mejor, con el más positivo de lo que hay en ello vigente y hasta “grande como la vida” y que tan formidablemente se muestra subsistiendo a través de una nutrida, refinada y sofisticada secuencia de filtros? Visto con esta perspectiva, parece, seguro que los mitos responden a su manera a cuestiones que no estamos en condiciones de responder en ninguna otra, como el amor, el sacrificio, el bien y el mal, la muerte y el destino, el sentido y lugar de nuestra especie. La ciencia, cualesquiera sean sus pretensiones, no está en condiciones de responder con sus métodos y conceptos a los sentimientos, intuiciones, temores y aspiraciones que subyacen en representaciones de la fantasía como la Edad de Oro, la Isla de los Bienaventurados, la Manzana de la Discordia, el Fuego de Prometeo, el Talón de Aquiles, el Cruce de Leteo, los Campos Elíseos, la Torre de Babel. Lo mismo, sobre la persistencia de los mitos, puede verse desde la perspectiva de la antropología, es decir considerando el argumento desde las mitologías primitivas salvajes. Lo que se pretende es que en estas sociedades primitivas, aunque se trate de conglomerados pequeños, marginales y atrasados, el mito se muestra en acto entero, vivo, desplegándose en todas las dimensiones y funciones propias de su ejercicio. Así percibimos su relación con el grupo social entero, sus funciones rituales, morales y, sobre todo, sociales. Y así también, se pretende, vemos que no hay en el mito nada que tenga que ver con las alegorías de la naturaleza o ciencias primitivas. Se pretende, pero también no se pretende. Malinowski, como vimos, está dispuesto a reconocer un ingrediente de interés por la naturaleza y búsqueda de explicación, pero tan sólo después que se ha reconocido que la función sustantiva del mito se cumple en la función social. ¿Qué ocurre, entonces, cuando una sociedad y su cultura desaparecen ? Con las ideas de Malinowski sobre la función sustantiva de los mitos parece que no queda más que una respuesta : los mitos desaparecen. Pero no es así. Ahí está toda la mítica clásica y sus múltiples proyecciones a través de las

culturas occidentales hasta el presente para mostrar que no es así. Los mitos no están muertos. O si se quiere jugar con las palabras, son muertos que gozan de excelente salud. ¿Por qué tendríamos que distinguir entre la parte o función sustantiva del mito y las otras aledañas y circunstanciales cuando son estas últimas las que se prueban más persistentes, más arraigadas, profundas y universales, subsistiendo de cultura hasta nuestros días? Y no se trata de reliquias adoradas y preciosas, que no queden dudas. En la medida en que se sigue contando, transcribiendo, comentando, interpretando, profundizando y variando al infinito, en la medida en que siguen siendo el depósito irremplazable de sabiduría son, en la medida en que seguimos como obligados a recurrir a ellos porque son arquetipos como y cliches, figuras de curso seguro, universal, inexhaustible, parece cosa incuestionable que están vivos, que están respondiendo a una demanda permanente y que transcienden de la función sustantiva, la función social de Malinowski, que, desde una perspectiva así, por más que importe en su nivel de validez, resulta acotada y hasta transitoria. La demanda de los mitos no tiene que ver, pues, con la sociedad y las culturas específicas que una vez se identificaron con ellos. Nos atraen de niños: sobre todo (seguramente por razones culturales) los mitos egipcios, griegos, hebreos. Nos atraen tanto en esos primeros años que sólo por ello nos inclinamos a tender a la relación que reclaman los sicólogos de orientación freudiana entre mito e infancia. Pero siguen atrayéndonos después; y asistiéndonos además en nuestra visión de las cosas, de los otros, de nosotros mismos. Tanto que ya no tiene sentido reducir su efecto y sus operaciones a mera resonancia infantil. Así también se hacen un lugar de atención consideraciones como las de K. Jung sobre especies (míticas ellas también) de arquetipos ancestrales y colectivos en relación con los mitos-como si éstos fueran alegorías, aplicaciones o signos de aquéllos. Algo hay, además, sobre todo muy a la vista en los mitos clásicos, que llama la atención de sociólogos, filósofos, epistemólogos y lógicos, y en lo cual adquieren relevancia los intentos de Freud de relacionar los mitos con los mismos principios que reglan los impulsos inconscientes como se manifiestan en los sueños, los ensueños, las manías, la sublimaciones del arte. Y también los intentos de Levy- Strauss, que trata de emparentar la función de los mitos con la resolución de tensiones conceptuales, la búsqueda de armonía y sistema entre conflictos conceptuales o categoriales, características de la vida intelectual, las formas humanas de la experiencia en general.

Sobre la pregunta ¿qué es el mito? hay ya materia para comenzar con lo visto hasta aquí. Responden unos que el mito es una alegoría de los fenómenos naturales (muy en especial los que se refieren al sol, la luna, los fenómenos atmosféricos, la secuencia de las estaciones). Para otros, el mito es un modelo, estatuto, fundamento (charter) ancestral de conducta y organización sociales. Una tercera respuesta pone énfasis en los aspectos místicos, mágicos y religiosos del mito, concibiéndolo como un aparato de evocación de la era creadora, la era de la creación y la comunión de los seres. Hay en cuarto lugar la una vez muy difundida doctrina del mito como protociencia, como intento primerizo de explicación de las cosas. Una quinta escuela habla del mito como una historia ad hoc para dar cuenta de los ritos, las costumbres, los nombres. Otros acotan con la vista puesta en los mitos divinos: el mito es una narración popular tradicional que trata de los dioses. Y un Jarich Oosten, por ejemplo, define escueto: “Los mitos son historias que explican cómo el mundo llegó a ser lo que es” (The War of Gods, Boston, 1985). A todo esto cabe agregar las concepciones del mito como surgen de las corrientes freudianas y estructuralistas ya aludidas y que consideran los mitos como artefactos primitivos de la dinámica de la represión, la catarsis, la sustitución fantástica de deseos o la resolución de conflictos categoriales. Son concepciones distintas, sin duda, pero no tanto como para tenerlas por enteramente incompatibles. Incluso, más de inclusión que de exclusión es el sentimiento que tenemos cuando les pasamos lista. Y sobre todo cuando consideramos la pléyade de los mitos clásicos. ¿Por qué, por ejemplo, tendríamos que excluir nada de lo acotado en todas estas concepciones del mito y no por el contrario incluirlo todo, y acaso más, en mitos como el triunfo de Apolo sobre Pitón, el rapto de Proserpina por Plutón, la limpieza de los establos Augeas por Hércules, el triunfo de Teseo sobre Minotauro, la solución del enigma de la Esfinge de Edipo, la decapitación de Medusa por Perseo, el descenso de Orfeo a los infiernos y tantos otros de variadas y profunda dimensión? Y si no fuera así en el caso de los mitos tomados uno a uno, ciertamente, tomados todos juntos podrían, ya unos, ya otros, responder en parte ya sea un poco ya sea mucho a todas estas proposiciones comunes en guerra sobre la esencia, naturaleza, significado y función de los mitos. En otras palabras, mientras cada una de las caracterizaciones del mito que se ofrecen son adecuadas en muchos casos no son todo lo exhaustivas que pretenden. Ni siquiera son necesariamente aplicables en todos los casos.

Esto último, seguramente, agravado con el gran número de ensayos frustrados y vueltos a frustrar sobre la pregunta ¿qué es el mito?, ha llevado a G. S. Kirk a rechazar que la cuestión planteada en tales términos tenga respuesta. No la tiene parece implicar este autor hasta donde entiendo porque no hay la unidad conceptual, anticipada o presupuesta en la pregunta, que responda al significado de la palabra “mito”. Otra vez y todavía de acuerdo a mi interpretación que no haya unidad así resulta del hecho de que no hay mito sino mitos. Refiriéndose a conceptos, generalizaciones, definiciones o caracterizaciones sobre los mitos de la especie que hemos enumerado más arriba, Kirk no parece por lo menos, no parece en su explícita aproximación al asunto interesado siquiera en la forma y especulativa posibilidad de integrar todas estas ”generalizaciones” en un concepto más amplio y articulado (un universal-de diferencias como podríamos decir para emplear una frase del agrado de H. H. Joachim o B. Bosanquet). Lo que le importa por encima de todo es denunciar la siempre comprensible inclinación de los distintos autores a considerar su propia definición del objeto como la sola adecuada algo que al fin de cuentas se encuentra muy arraigado en nuestros hábitos con conceptos y abstracciones. Se podrían recolectar numerosas generalizaciones de esta especie, cada una inconsistente con la mayoría de las otras, cada una con su propósito de ofrecer una definición de la esencia subyacente en todos los mitos provenientes de todas las latitudes. La falla de tales intentos no reside tan sólo en su arbitrariedad y en la escasez de evidencia confirmatoria, sino también, y cosa más seria, en el supuesto inexplícito de que los mitos son todos de una misma especie, el supuesto de que puede y debe haber una explicación universal acerca de la naturaleza y propósito de todos los mitos. No parece habérseles ocurrido a la mayoría de los estudiosos que los miles de historias particulares a las que ordinariamente se aplica el nombre de “mito” cubre un enorme espectro en asunto, estilo y sentimientos, de manera que resulta probable a priori que su naturaleza esencial, su función, su propósito y origen también cambien. (The Nature of Greek Myth, London. 1974). Los mitos, nos dice este autor, no son todos de una misma especie. ¿Y no podrían ser todos tranquilamente de un mismo género, entendiéndose el género (aquí acaso mejor que en ninguna otra parte) no como una identidad abstracta, un átomo lógico, que se reitera inmodificado en todas sus especies, sino como la integración orgánica de todas éstas, algo que ya hemos nombrado, recordando los argumentos lógicos como B. Bosanquet y H. H.

Joachim, un universal de diferencias. ¿Arriesga un procedimiento así la imperfección de integrarlos formalmente en una noción que se ofrece como unidad orgánica, sistema o todo de partes (otra vez H. H. Joachim) - elementos dispares, formando así nada más que un mero agregado de ítem sin relación? Pero por mucho que sea la costumbre afirmar lo contrario, no se observan inconsistencias insuperables entre lo que afirman las diversas doctrinas sobre la naturaleza, significado o esencia de los mitos. Por otra parte, no deja de ser indicativo y auspicioso que ninguna de estas respuestas en disputa por un instante siquiera considere que sea este un asunto de palabras sino que todas se aferran a la misma denominación: mito. Pero una alternativa formal así cambiar la noción de mito universal abstracto a universal concreto no la considera ni parece tenerla a disposición G. S Kirk. Por el contrario, se atisban en los títulos mismos en que este autor trata esta cuestión (The Nature of Greek Muths y Myth, its Meaning and fuctions que va a tropezar con dificultades como las que él mismo denuncia. Porque hablar de “la naturaleza de los mitos” o del “significado del mito” aparta de entrada el problema lógico de la multivocidad de la palabra “mito” ; algo que, de acuerdo a la cita hecha más arriba, no podría lograrse. Pero es mejor avanzar sobre esto con la asistencia de este autor. ¿Qué es mito? Esta me parece la forma propia de la cuestión; y no ¿Qué es Mito? (con mayúscula). Menos todavía ¿Qué es mitología? (o Mitología). Incluso “mito” como un término colectivo resulta sospechoso. Todas estas formas desorientan, implicando que lo que se debe definir es alguna esencia absoluta de todos los mitos, alguna Idea Platónica de “lo que es verdaderamente mítico”. Sugieren que se le pueda buscar la esencia directamente, sin primero considerar y delimitar las instancias. Tal es una clase de procedimeinto definitorio; pero no es el que debemos aplicar en el caso de los mitos. De aquella manera podríamos tratar, por ejemplo, el carácter de las niñas pelirrojas, puesto que nadie tiene dudas (si se ponen aparte los casos marginales) sobre qué son las pelirrojas y cuáles son. En el caso de los mitos, para empezar, no sabemos nada de eso. Lo que de hecho necesitamos es algún acuerdo sobre la especie de fenómenos que podemos clasificar como mitos, sobre la base de la cual podemos comenzar a inferir nuevas cualidades generales. Los mitos forman una categoría vaga e incierta; y un mito de acuerdo a una persona, es

leyenda de acuerdo a otra, o saga o narración popular o tradición oral. (The Nature of Greek Myth, ps.20-1. El subrayado es el del autor.) Lo que hemos dicho recién (que la noción de un todo-de-partes o universal-dediferencias no la considera ni parece tenerla G.S. Kirk a disposición) queda bien a la vista cuando consideramos lo que se dice en este pasaje sobre la consideración del término “mito” como un término colectivo, una noción que en lugar de parecerle a este autor auspiciosa, le parece sospechosa. Y, desde luego, lo que se dice, que una noción así, “desorienta implicando que lo que se debe definir es alguna esencia absoluta de todos los mitos”, es del todo injusto. Si hay algo que no sugiere un término que se toma como término colectivo es lo que se llama aquí una esencia absoluta. El término colectivo, aunque lo haga muy imperfectamente, lo que designa es una totalidad, no esa abstracción que Kirk llama esencia o idea platónica. Pero vayamos a las pelirrojas. No hay problema en saber si la niña ante uno es pelirroja. Dicho más ampliamente: si suponemos que están todas las niñas del mundo entre nosotros, no vamos a tener dificultad en decir cuáles son pelirrojas y cuáles no. Sabemos, pues, cuáles son la pelirrojas. Pero Kirk dice más: dice que sabemos cuáles son y qué son, lo que ya no es tan seguro. Ni siquiera es lo mismo, en el sentido en que en muchas ocasiones sabemos cuáles son las cosas a las que un término se aplica sin que estemos en condiciones de decir qué son esas cosas. Nadie tiene dificultades en separar el dinero del resto de las cosas. Pero eso no quiere decir que sepa qué es dinero. Puede muy bien ocurrir que mientras uno no tiene problemas con el dinero en cuanto a distinguirlo del resto de las cosas, ni siquiera se le ocurra, aunque se esfuerce, que el dinero es un medio. Pero, ¿sabe ya qué es el dinero sabiendo que es un medio? A alguien se le puede ocurrir que es un medio de compra, a alguien que es un medio de pago, a alguien que es un medio de conservación de valor, a alguien que es medio de expresión de valor. Cada una de estas funciones se puede proponer como el qué del dinero; pero basta nombrarlas para darse cuenta de que ninguna es completamente ese qué. ¿Y qué tal un ejemplo así para abundar? El qué del dinero no sería esa esencia o “forma platónica” absoluta sino el género concreto de todas esas funciones específicas que el dinero cumple. Algo así proponemos para el término mito. Según lo que decimos, el qué del mito no consistía únicamente en la explicación primitiva de los fenómenos naturales, o únicamente en la justificación de los ritos, en la validación de la

conducta, en la constitución social, etc., sino que estaría formado por todas esas cosas sin faltar una. Es esta especie de qué la que trabaja cuando nombramos con términos colectivos - cuando decimos “ejército”, por ejemplo, o “enjambre”, “asamblea ” , etc. Pero, en fin, lo que Kirk nos dice comparando la expresión “pelirroja” con la expresión “mítico” es que mientras sabemos qué y cuáles son las pelirrojas no sabemos ni una ni otra cosa sobre los mitos. Y dejando de lado lo que resulta de lo anterior (que sí sabemos, sólo que de modo como dislocado en alternativas) parece que el problema no se va a resolver jamás, sea con el método que busca la esencia absoluta que hay en todos los mitos, la Idea Platónica, sea con el método de arrearlos y cercarlos primero para averiguar después qué son. En el primer caso, no hay a la vista ninguna esencia absoluta y sólo una disputa sin término. En el segundo caso, si hay una esencia absoluta, ésta va a variar muy relativamente, dependiendo de cual es la esencia absoluta de quien es el que arrea y encierra los mitos. Mejor entonces, el procedimiento que a la vez ensaya y crítica Kirk consistente en averiguar “lo que la mayoría de la gente considera mitos” . Al fin de cuentas, el que trata la cuestión de los mitos de manera científica no tiene más campo donde hacer sus averiguaciones que éste: allí donde la gente ordinaria habla de mitos, ve e identifica mitos. Va a resultar muy interesante saber lo que el investigador tiene que decir sobre los mitos, asunto que tanto nos atrae y nos intriga. Claro, va a resultar interesante siempre que el investigador se restrinja al asunto. No sería ya interesante, pero sí muy ridículo que la persona interesada en saber de los mitos se encontrara con que el asunto no es el que le interesa.