Los cuentos y las novelas del Quijote. Stanislav Zimic. Ed. Universidad de Navarra.pdf

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'¿â I * i' Γ / j'UM'i w on Juan: “Si vivo, m i bien, en ti...; y te prom eto de ser tu esposo” . Tisbea: “Soy desigual a tu ser” . D on Juan: “A m or es rey que iguala con ju sta ley la seda con el sayal”. Tisbea: “C asi te quiero creer... M ás sois los hom bres traidores”. D on Juan: “¿Posible es, m i bien, que ignores m i am oroso proceder? H oy prendes por tus cabellos m i alm a” . Tisbea: “Y o a ti m e allano bajo la palabra y m ano de esposo” . D on Juan: “Juro, ojos bellos, que m irando m e m atáis, de ser vuestro esposo” . Tisbea: “advierte, m i bien, que hay D ios y que hay m uerte” . D on Juan: “ ...ésta es mi m ano y m i fe” . Tisbea: “N o seré en pagarte esquiva... ven... ; E sa voluntad te obligue, y si no, D ios te castigue...” ; D on Juan: “ ...dam e esa m ano, y esta voluntad confirm a con ella” . A m inta: “¿Q ué, no m e engañas?... Pues ju ra que cum plirás la palabra prom etida”. D on Juan: “Juro a esta m ano, señora... de cum plirte la palabra” . A m inta: “Jura a D ios que te m aldiga si no la cum ples” . D on Juan: “Si acaso la palabra y la fe m ía te faltare, ruego a D ios que a traición y alevosía m e de m uerte un hom bre...” A m inta: “P ues con ese juram ento soy tu esposa..., tuya soy”]64. Se h a afirmado que “una de las ideas fundamentales del novelista es que no hay fuerza bastante para violar a una m ujer”65, lo que se com probaría tam bién en el caso de D orotea, pues ésta es “demasiado lista para dejarse seducir y demasiado enérgica para dejarse forzar, com o dem ostrará m ás tarde al despeñar al criado infiel en las asperezas de sierra M orena”66. E stos juicio s hacen evocar al notorio de Sancho respecto a la m ujer “violada” (1427). D e hecho, D orotea considera la posibilidad efe resistir con la fuerza a la “fuerza” del violador, pero de inm ediato la desecha, porque, reiterem os, sabe que de no som eterse quedaría inexorablem ente “deshonrada” en la opinión de todos (1151). Al “criado” D orotea despeña con tanta “energía” porque en esas circunstancias la “honra” no le im pone la sum isión y el silencio. “C on el honor le vencí”, dice D on Juan, pensando en una de sus víctim as. D on Fernando “vence” a D orotea paralizándola asim ism o, esencialm ente, con el “honor”, según u n a gran paite de esa sociedad solía entenderlo. Com o D on Juan, don Fernando “se determinó, para poder alcanzar y conquistar la entereza de la labradora, a darle palabra de ser su esposo; porque de otra manera era procurar lo im posible” (1125). N o por irreflexivo arrebato pasional, sino por una

Tirso de Molina, El burlador de Sevilla, 232. Casalduero, Sentido y fa in a del Quijote, 136. ¿Leocadia de La fuerza de ¡a sangre? Márquez Villanueva, Temas y personajes del Quijote, 28.

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

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calculada anticipada gratificación de un

antojo,

con

total

irresponsabilidad e

indiferencia por las trágicas consecuencias para la víctim a, se hacen, pues, esos “juram en tos y prom esas” de am or y m atrim onio que del am or genuino no tienen sem blanza alguna. E sta afirmación no se contradice por el hecho de que al fin don Fernando “se arrepiente” de sus yerros y reconoce a D orotea com o su leg ítim a esposa. P ara dem ostrarlo es necesario volver a considerar a D orotea, después de darse cuenta del engaño de que ha sido víctima. L a “aparición” de Cardenio es, según se ha visto, “tortuosa, confusa, gradual y entrecortada”67, con lo que Cervantes -sutilizando el recurso convencional de las repetidas apariciones del personaje en la literatura bizantina- logra tam bién un “adm irable trasunto” del carácter, de la disposición personal de aquél en esas precarias circunstancias. ¿Es la “aparición” de D orotea en Sierra M orena, por contraste, “instantánea y clara”?68 O bservaríam os que ya su prim era, breve “aparición” se efectúa con la m ism a técnica de parcial, gradual revelación o retardación, creando la sorpresa, la adm iración e incitando la curiosidad de los otros personajes y del lector. C on una com binación ingeniosa de efectos auditivos, visuales, orales, se produce, en un m o m ento u otro, un “engaño” a todos los sentidos, que inicialm ente confunde m ucho: “...una voz que llegó a sus oídos... con tristes acentos decía... ¡Ay desdichada...! Todas estas razones oyeron y percibieron el C ura y los que con él estaban...; vieron sentado al pie de un fresno a un m ozo vestido com o labrador...; por tener inclinado el rostro..., no se le pudieron ver p or entonces...·, atento a lavarse los pies..., que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal... Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones...; todos m irando con atención...; la pierna... de blanco alabastro parecía... A lzó el ro stro y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una herm osura incom parable... E l m ozo se quitó la m ontera y sacudiendo la cabeza... se com enzaron a descoger y esparcir unos cabellos... Con esto conocieron que el que parecía labrador era m ujer, y delicada, y aun la m ás herm osa...; los luengos y rubios cabellos... la escondieron debajo de ellos..., si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía..., las m anos en los cabellos semejaban pedazos de apretada n iev e...” (1148). Los sentidos y la m ente se dem uestran m uy lim itados y, a m om entos, contradictorios en su intento de percibir y com prender la extraña, am bigua situación: ¿H om bre o m ujer? ¿R ústico

o

aristócrata? ¿C onsciente em ulador de literatura

por

m om entánea

recreación, o víctim a real de un terrible problem a personal? L a invocación al “C ielo” , com o único consuelo posible ¿no se referiría quizás a la notoria “honra”, cuyas “caídas” no suelen perdonarse jam ás en la tierra? ¿Susana, sensual, irresistible

Madariaga, Guía del lector del Quijote, 83-4.

LOS AMORES ENTRECRUZADOS

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seductora, h ija de Eva? L os delicados m iem bros fem eninos, acariciados suavem ente p o r el arroyo, entre otros detalles, sugieren sutilm ente la incitación erótica com o causa del dram a? ¿M agdalena penitente, mártir, asceta?69 El “voyerism o” de Cardenio, del Cura, del Barbero y del lector m ism o responden a estím ulos ín tim o s diferentes, que, p o r ello, tam bién los inclinan a im presiones quizás por com pleto opuestas70. A sí, “los tres que la m iraban” , con el lector, se acercan a D orotea, con “m ás deseo efe saber quién era”, “con m ás adm iración” (1148) y con m ucha m ás perplejidad e incertidum bre que al principio al percatarse de su presencia. N o, la “aparición” ds D orotea en Sierra M orena no es “instantánea y clara” en su significado, ni m ucho m enos. L lega a aclararse poco después, en gran parte, pero, principalm ente respecto a las circunstancias externas, a las peripecias episódicas. El relato de sus “desventuras” contiene tam bién una im portante corrección del relato de Cardenio, de la equivocada im presión e interpretación de éste de los acontecim ientos en el desposorio, del carácter y de la fidelidad de Luscinda. ¿N o sería posible que tam bién D orotea ignorase algún detalle, alguna faceta esencial de sus propias “desventuras” ? ¿Tiene inform ación fidedigna de la conducta irresponsable, alevosa de don Fernando? ¿N o interpretaría quizás, consciente o inconscientem ente, de m odo tendencioso, sus experiencias y desengaños y, en particular, la responsabilidad, la “culpa” de ellos? Su versión de los hechos es parcial y, posiblem ente, tan enm endable en el futuro p o r otra com o ahora se revela serlo, en parte, la historia que Cardenio narró de sus propias “desventuras”71. E sta es “la verdadera historia de mi tragedia” (1154), dice D orotea, y no hay razón para no creérselo, pero... Contem plando los sucesos y los relatos desde la perspectiva de los personajes, en el m om ento de producirse -y no desde la de la lectura ya acabada de la historia, base de la interpretación global-, nos parecen m ás bien tentativos, en Ya Casalduero destacó la impresión que Dorotea deja en el lector como alternativamente Susana y Magdalena (Sentido y forma del Quijote, 133). Sobre la técnica de “revelar” a Dorotea ver estos excelentes estudios: Culi, “Cervantes y el engaño de las apariencias”, 69-92 [Trata también de otros episodios cervantinos]; Fajardo, “Unveiling Dorotea or the Reader as Voyeur”; Kossof: “El pie desnudo: Cervantes y Lope”; Redondo, “Las dos caras del erotismo en la Prima-a Parte del Quijote". En este estudio se hace mención de una “ambigua tensión erótica”, por causa de cierta “inversión sexual” [Dorotea parece mozo al principio] (256), lo que demuestra el extremo de la imaginación a que esa escena puede inducir a algunos lectores. En el mismo numero de Edad de Oro, Johnson se refiere a las “mujeres vestidas de hombre, muchachos vestidos de muchacha” en el Quijote, con la conclusión de que la identidad sexual es “frágil” (“La sexualidad en el Quijote”, 127). En ningún detalle se percibe tal perplejidad en Dorotea respecto a su identidad sexual. De hecho, diríamos que su femineidad se afirma maravillosamente pese al disfraz masculino. Con argumentos muy débiles, Hathaway declara que “all this ignorance and or innocence” de Dorotea en su relato “seems feigned” (“Dorotea or the Narrators’ Arts”, 122). Vid. también Joly, “El erotismo en el Quijote. La voz femenina”.

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espera de com probación en cuanto a su exactitud. Y eventualm ente las im presiones de los personajes se com prueban o se invalidan, revelándose, al m enos al lector, las causas de la interpretación equivocada o incierta inicial. A veces, ésta se debe a las circunstancias pocos usuales, con que se enfrenta tam bién el lector, com o, por ejem plo, en la aventura de D on Q uijote con los batanes (I, 20); otras veces, a los m eros obstáculos o im pedim entos físicos de las circunstancias, com o se destaca en nuestra historia hasta en el detalle de que Cardenio “venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca cuanto m ás de lejos” (1123)72. Sin em bargo, a Cervantes le interesa destacar, sobre todo, las razones hum anas de las interpretaciones im propias: la obsesión, el deseo ilusionado, la estupidez, la ignorancia, el error efe ju icio , la falta de integridad, la codicia y la am bición, el engaño y la burla, etc...73 Le interesa m ostrar que el acercam iento equivocado, im propio a la realidad, a la vida, se debe directam ente a específicas anormalidades aním icas, a insuficiencias racionales y a deficiencias m orales. El personaje se revela en alguna o varias de estas condiciones al darnos su interpretación equivocada de la realidad. L a rectificación de ésta, que casi siem pre se da de algún m odo, com únm ente en form a de un alum bram iento o desengaño, sustenta nuestras observaciones. C on todo esto no querem os decir que C ervantes se erige en conocedor om nisciente de todas las peculiaridades del cerebro, de todos los pálpitos íntim os del corazón hum ano. D e m odo explícito y sum am ente ingenioso adm ite con su tratam iento del episodio de la cueva de M ontesinos (II, 22), p o r ejem plo, que hay lím ites infranqueables en la búsqueda del com plejo mundo aním ico del personaje. Y es así que tam poco los personajes de nuestra historia quedan por com pleto revelados en su íntim o ser, ni m ucho m enos, en su precisa conciencia de su íntim o ser. Es por esta sutil actitud artística, que se revela claram ente en la narración, entre m uchas otras razones, que consideram os a Cervantes com o novelista m oderno. C reem os que algunas de estas observaciones serían pertinentes para el estudio tanto del “im presionism o”74 com o del “perspectivism o”75 de Cervantes, conceptos artísticos que, a nuestro juicio, a veces se aplican a sus obras con criterios críticos m uy cuestionables. A sim ism o com o las heroínas de las novelas bizantinas que a veces asum en identidades falsas para ocultar las propias, inventando así cuentos dentro de los cuentos “verdaderos” de sus vidas76, D orotea asum e la parte de la princesa

Muchos otros ejemplos parecidos en Predmore, El mundo del Quijote. Parker, “El concepto de la verdad en el Quijote”. Vid. Hatzfeld, El Quijote como obra de arte del lenguaje. Vid. Spitzer, “Perspectivismo lingüístico en el Quijote". Leucipe se identifica como Lacaena e inventa un cuento de sus desventuras (Leucipe y Clitofonte, 68). La mujer vestida de hombre, recurso tan popular en la literatura

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M icom icona para hacerle creer a D on Q uijote que es una “doncella m enesterosa” en busca de un caballero andante que la proteja. L a representa en dicho y hecho con extraordinario “donaire”, “gracia”, “discreción”, perfectam ente, “sin faltar pu n to , com o lo pedían y pintaban los libros de caballerías” (1157). E l C ura se asom bra de la gran “sim ilitud” (1164). D orotea le narra a D on Q uijote la “verdadera historia” efe M icom icona (1161) y antes les narró a los demás “la verdadera h isto ria de [de su propia] tragedia” (1154). Son, de hecho, la m ism a historia, en todos los puntos esenciales; sólo los nom bres son diferentes. L a princesa M icom icona, heredera del gran reino M icom icón, huérfana de padre y madre, a quien “un descom unal gigante, señor de una grande ínsula, que casi alinda con nuestro reino, llam ado Pandafilando (fe la F o sca vista” , arrogante y “m aligno”, quita “todo su reino..., pasando sobre [él] con gran poderío..., sin dejar[le] una pequeña aldea”, sólo porque a ella no le h a venido en “voluntad de hacer tan desigual casam iento”, porque jam ás [le] ha pasado p o r el pensam iento casar[se] con aquel “gigante... ni con otro alguno p o r grande y desaforado que fuese” (1161), se identifica claramente con Dorotea, única heredera (fe unos labradores ricos, vasallos de un “grande” de España, “duque” de un lugar (fe A ndalucía [=la “grande ínsula” dentro de España], cuyo segundo hijo, don Fernando, “heredero... de las traiciones de V ellido y de los em bustes de G alalón (1149)”, la vio un día con “los ojos de la ociosidad” [=la “fosca vista..., por m irar siem pre al revés, y esto lo hace él de m aligno”, 1161], antojándosele poseerla de un m odo u otro. H izo m il “diligencias”, dice D orotea, “todo lo cual no sólo no m e ablandaba, pero m e endurecía de m anera com o si fuera m i m ortal enemigo, y que todas las obras que para reducirm e a su voluntad hacia, la hiciera para el efecto contrario” (1150). Independientemente de cualquier otra razón, e incluso de una p osible atracción física inicial respecto a don Fernando, D orotea estaba determinada de no casarse con él porque sabía que “sus pensam ientos, aunque él dijese otra cosa, m ás

se

encam inaban a su gusto que a mi provecho” y que “la desigualdad que había entre m í y don Fernando” haría im posible un m atrim onio “honesto” , arm ónico y duradero (1149, 50, 51). A sí, sólo por no haber querido asentir a las “diligencias” de don Fernando, com o, por otra parte, tam poco asentiría a las de ningún otro “gigante... por glande y desaforado que fuese”, pues la diferencia social sería siem pre un obstáculo a la felicidad m atrim onial, acaba Dorotea desposeída de todo su “reino” , sobre el cual “ha pasado” el violento jayán, para “reducirla a su voluntad”, (1150), sin dejarle “aldea”, nada en absoluto, pues nada es la vida sin la “honra”. E lla, “pobrecita, sola..., mal ejercitada en casos sem ejantes” , se encontró de repente frente al violento “gigante” com o una pobre “huérfana” desamparada de todos (1150). T inacrio, el sabedor, quien advierte a su hija M icom icona de las inevitables española del Siglo de Oro, ¿no procedería de la literatura bizantina, llegando a la novela pastoril y a la novella, y de allí al teatro?

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desgracias por causa de Pandafilando (1161) es, claro está, el padre de D orotea, quien tiene

un a

prem onición

sem ejante

(1150).

Perfecta

y

a

veces

m uy

su til

correspondencia -que valdría la pena de analizar m ás detenidamente, en particular en sus im plicaciones psicológicas- se aprecia, de hecho, en todos los detalles de las dos historias o, m ás bien, de las dos versiones de la m ism a historia. Incluso el olvido m om entáneo de su nom bre de “doncella m enesterosa” y la m ención de O suna (1161), entre otras cosas, sugieren una interferencia inconsciente de lo “real” en lo “ficticio”, p o r su virtual identidad. A sí, en realidad, D orotea no necesita “inventar toda una fan tástica e inverosím il historia m uy al estilo de los libros de caballerías”77, pues la m ateria se la proporcionan sus propias penosas experiencias78, p o r lo cual se nos hace evocar el hecho de que la vida puede ser aún m ás “extraña” que la ficción. E l típico “cuento dentro del cuento” bizantino se fusiona de m odo significativo, nuevo en C ervantes, cobrando una función por com pleto activa en el contexto general de la obra. Si,

las historias son idénticas y

sin

em bargo

¡cuántos

contem poráneos de C ervantes se entristecerían profundam ente -así com o cuando lloraron la m uerte de A m adís- por la m ala suerte de la “princesa” M icom icona, dama literaria, quedando, po r otra parte, por com pleto incom ovid’o s por la “tragedia tan verdadera” de

Dorotea!79 Independientemente

del fascinante

problem a

de

la

representación artística de la realidad que puede producir una im presión aún m ás conm ovedora que la realidad m ism a, ¿cuántos contem poráneos suyos, se preguntaría D orotea, le creerían que fue “sin culpa” suya su “deshonra”? P rotesta de continuo su total inocencia, pero sabe que en vano, que a la postre la condenarían presum iendo su culpa, así com o ese criado de confianza, quien, pese a todas las explicaciones que ella le dio de su “caída”, quiso aprovecharse de ella porque, evidentem ente, concluyó que era una m ujer fácil (1152-3)8”. Es por esta convicción absoluta de que no hay en su

Riquer, Aproximación al Quijote, 68. Casalduero: “Micomicona tiene como base una experiencia vital: la de Dorotea” CSentido y forma del Quijote, 142). En la venta, los que se conmueven con su “tragedia” son compañeros de viaje y de varias experiencias, por lo cual su disposición queda naturalmente afectada a favor de Dorotea. Dorotea despeña a este criado por sus intenciones lascivas respecto a ella, y no por ser “criado”, de clase social inferior, como sugiere Gilman (“Los inquisidores literarios de Cervantes”, 17), lo que en ese momento de seguro ni se le ocurre considerar. Dorotea es “cristiana vieja” y de seguro que le encantaría casarse con un mozo de la mejor clase en todos los sentidos, como sugiere también Márquez Villanueva (Temas y pa'sonajes del Quijote, 29), pero, a todas luces, ni es fanática religiosa ni es socialmente esnob (Nieto: “tiene la cabeza llena de pájaros”, “Cuatro parejas en el Quijote”, 499). El amo, quien también quería violarla, se introduce, aparentemente, por la principal razón de que Dorotea pasa varios meses por aquellos parajes. Hay que explicar cómo sobrevivió: mozo de un labrador.

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m undo quien crea en su inocencia y la ayude a recobrar su “usurpado... reino” que D orotea representa a “la m ás desconsolada y agraviada” M icom icona (1157) con tanta “desenvoltura”, “donaire”, “gracia” y “discreción”, pero tam bién, y quizás sobre todo, con íntim a am argura y con cierta cínica diversión al contem plar al único “paladín” dispuesto a am pararla y a defender su causa, ¡Don Q uijote!81 E ste, al horadar los cueros de vino en la venta, cree que ha m atado a Pandafilando (1191), lo que ilustra, com o otras em presas suyas, el extrem o error en que vive. N o podem os ver en esta cóm ica escena (“¿Q uién no había de reír...?”, 1192) una representación alegórica de la victoria sobre la “lujuria”, preanuncio de la de D orotea sobre don Fernando. Tam poco creemos que Cervantes sugiera la Providencia com o clave de la solución82, pues, entre otras cosas, de seguro consideraría presuntuoso interpretar la inescrutable V oluntad D ivina. El hecho de que los personajes m ism os atribuyan a la Providencia lo que no saben explicarse de otro m odo es otra cosa, claro está: “que considerase que no acaso, com o parecía, sino con particular providencia del C ielo, se habían todos juntado en lugar donde m enos ninguno pensaba [la venta]” (1199). Según se ha visto, C ardenio atribuye al “C ielo” lo que es claram ente atribuible a los hom bres, y, previsiblem ente, don Fernando explica su cruel abandono de D orotea com o sabia provisión del “C ielo”, para que él m ás tarde supiese “estim ar” a D orotea “en lo que m erecéis” (1199). Y com o los dem ás, tam bién D orotea se refiere al “C ielo” para explicar todo lo ocurrido (1198), pero, por el terrible desengaño experim entado, cuya causa m undana conoce harto bien, después de un gran desconcierto inicial, concluye que la solución a su trágico problem a personal, si la hay en absoluto, depende, sobre todo, de su propia iniciativa, de su “discreción”, inteligencia y astucia. A l poner en práctica esta convicción es cuando dem uestra su “listeza”, a m enudo apreciada por los lectores, pero, aparentem ente, no en todas sus m anifestaciones m ás ingeniosas. E n la venta, por fin cara a cara con don Fernando, su lujurioso, alevoso, irresponsable m arido (agarrando en ese m ism o m om ento “fuertem ente de las espaldas” a una m ujer [Luscinda], quien, desesperada en extrem o, le está afeando su violenta e innoble conducta, 1196-7)83, Dorotea no lo asalta con recrim inaciones, rencorosas m aldiciones,

indignadas

incondicionales reclam aciones de sus

“derechos”, com o sería quizás anticipable por todos sus sufrim ientos y en tan No considera la posibilidad de tal actitud Madariaga, al observar que Dorotea “cuenta sus desdichas tan bien... que acaba por dar la impresión que sus desdichas no han podido herir muy hondo en el alma” (Guía del lector del Quijote, 76). Dudley, “Don Quijote as Magus...”, 359; Herrero, ‘T he Beheading of the G iant”, 141, 149. “L ’intrusion des forces irrationelles [destino, azar, fortuna, coincidencia, etc...] dans une vie humaine” es el factor quizás más decisivo en las tramas bizantinas (Bakhtine, Esthétique et théorie du roman, 246). La revelación de la identidad de Luscinda y de los otros personajes, en la venta, se realiza con la misma técnica de retardación, bizantina, que ya se ha visto.

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hum illante situación. En el discurso que le dirige hace referencias al abandono, a la ingratitud, a las prom esas y a los juram entos no cum plidos de don Fernando, a la destrucción de su “vida contenta”, a la huida de casa y a otras penosas consecuencias que ella tuvo que sufrir sólo por haberle entregado a él “la llave de su libertad” (11978). Sin em bargo, lejos de ser “duro”84, este discurso está lleno de paliativos respecto a la conducta, pasada y presente, de don Fernando, tan flagrantemente inm oral, cruel, irresponsable, según ella m ism a la caracterizó antes. ¡Con cuán com prensiva “indulgencia” lo contem pla “asiendo” a L uscinda en su m ism a presencia!: “Si y a no es, señor m ío, que los rayos del sol que en tus brazos eclipsado tienes te quitan y buscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura hasta que tu dijeras y la desdichada D orotea”. ¡Con cuán profundo “aprecio” considera “la bondad” o “el gusto” (antes lo consideraba “lascivo apetito”) con que don Fernando quiso levantarla a ella, “labradora hum ilde”, “a la alteza efe poder llam arse tuya” ! Y si ahora la tiene de nuevo delante, que no piense que ella ha “venido aquí con pasos de m i deshonra”, con intención de quejarse y recrim inarle a él (antes dijo que se fue de casa llena de “cólera y rabia” y con la intención explícita efe preguntarle a don Fernando “con qué alm a” lo había hecho, 1152); sólo la traen “los pasos del dolor y sentim iento de verm e de ti olvidada”. ¡Con cuánta “dulzura” le aconseja: “M ira, señor m ío, que puede ser recom pensa a la herm osura y nobleza por quien [Luscinda] m e dejas la incom parable voluntad que te tengo... Y o soy tu verdadera y legítim a esposa..., quieras o no quieras” ! Claro que hay “testigos” de este m atrim onio: las “palabras” de don Fernando, su “firm a”, el “C ielo” , su “conciencia”, pero ¿para qué recordar todo esto? El cum plirá de seguro con su prom esa, por el genuino sentim iento “cristiano” , por el “noble” espíritu de “caballero”, p o r su “discreción”, “razón” y “sentido com ún”, que ¡como todos saben! él debe de poseer en m uy alto grado. Y, por encim a de todo, acentúa D orotea, “si no m e quieres por la que soy, que soy tu verdadera y legítim a esposa, quiéreme, a lo m enos, y adm ítem e por tu esclava, que com o yo esté en tu poder m e tendré por dichosa y bien afortunada” (1198). A ctitud de m ujer “enam orada” opinan algunos85. R esulta im posible saber qué siente de veras D orotea en estos m om entos, pero sí es absolutam ente cierto que la atorm enta una angustia atroz por la posibilidad de que, de “dejarla y desampararla” don F ernando, sus “buenos padres” (para no verles la “cara” desilusionada se escapó de casa) tendrían una trágica, “m ala vejez”, y ella quedaría, “deshonrada”, víctim a perpetua de m aliciosos “corrillos”, sin ya posibilidad de una vida digna, respetada, fructífera, norm al

(1198).

D e “dejarla” don Fernando en esas circunstancias

“deshonorables”, “vergonzosas”, la vida de D orotea y su fam ilia equivaldría a la

Márquez Villanueva, Temas y personajes del Quijote, 34.

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m uerte, según conceptos bien conocidos, vigentes en esa sociedad86. Consideradas bien todas estas circunstancias, resulta m ás bien evidente cuál sería la m ás urgente preocupación de D orotea en su em peño de recuperar a don Fernando, la cual, efe hecho, em pieza a torturar a D orotea pronto después de la seducción: “yo quedé n o sé si triste o alegre... confusa y pensativa...; no m e determ inaba si era bien o m al el que m e h ab ía sucedido” (1152). Su aparente entrega am orosa incondicional: “si no m e quieres por la que so y ...” , tan contradictoria a sus actitudes personales anteriores, podría ser, m ás verosím ilm ente, un aliciente para la vanidad y lu ju ria de don Fernando -m atrim onio sin im pedim entos para cualquier frivolidad am orosa con otras m ujeres-, ingeniada por causa de su extrem a desesperación. P o r im perativos efe supervivencia, m ás que po r cuestionables sentim ientos am orosos, pues, form ularía D orotea sus argum entos de “doncella enamorada”, dirigidos a gratificar la vanidad m asculina, a incitar la sensualidad, a estim ular “la noble naturaleza” de don Fernando, con tanta argucia y astucia, que éste, al cabo de un buen espacio que estuvo m irándo[la]”, sólo

puede contestar m ansam ente:

“venciste, herm osa Dorotea,

venciste, porque no es posible tener ánim o para negar tantas verdades ju n ta s ” (1198). C laro que para este cam bio debió de ser m uy com pelente, quizás decisiva la m ención de los “testigos” , de la “firm a”, de que don Fernando antes quiso desentenderse. ¡El escándalo, las dificultades que podrían causarle estos “testigos” !, pues, después (fe com eter sus m aldades o “disparates”, don Fernando, así com o un chiquillo travieso, suele estar “tem eroso de lo que el duque, su padre, haría cuando [lo] supiese” (1125)87. No obstante este tem or y la revelación de “tantas verdades ju n ta s” , que supuestam ente acaba de com prender, al ver poco después a L uscinda y Cardenio abrazándose am orosam ente, don Fernando pierde “la color del ro stro ” , haciendo “ademán de querer vengarse” de Cardenio, “encaminando la m ano a ponerla en la espada” . Sin duda que “se vengaría”, de no im pedírselo D orotea, quien le aprieta las rodillas y “no le deja m over”, y todos los presentes, sin excluir a Sancho, quienes le

Combet: “Victime [Dorotea] du culte barbare de l’honneur social” (Cervantes ou les incertitudes du désir, 64). Probablemente también el vestido con que Dorotea se adereza contribuye a la “conversión” de don Fernando, pero no nos resulta tan seguro que lo trae de casa con tal intención (Márquez Villanueva, Temas y personajes del Quijote, 61). Al saber del matrimonio de don Fernando y Luscinda sale de casa enfurecida, con disposición de vengarse de él, en el caso de encontrarle. Lo más probable es que en ese momento piensa ir a la corte, como Aminta, Tisbea, Isabel, para quejarse del engaño, por lo cual tiene que tener indumentaria apropriada, decorosa, y no el disfraz masculino que se pone para la huida. Nieto también intuye el miedo de don Fernando al “escándalo” que podría armarle Dorotea (“Cuatro parejas en el Quijote”, 509). Como el padre de Don Juan, el de don Fernando, quien de seguro debe saber algo de la naturaleza de éste, quisiera verle “más cuerdo, más bueno y con mejor fama” (El burlada· de Sevilla, 277).

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suplican, con todas clases de sensatas razones, que se porte com o “caballero cristiano” (1199). Evidentem ente, no lo han “trasformado en otro hom bre, bueno y noble” todas esas “verdades juntas” de Dorotea, que poco antes decía “no tener anim o para negar[las]”88, por ser verdades y, asegura un lector, por ser tan poéticas, pues don Fernando tendría “aún m ás de poeta que de sensual”, y “con ser un jo v en lujurioso po r naturaleza, es todavía m ás sensible al hechizo de la inteligencia vertida en buena literatura”89. P rueba de esta inclinación poética sería tam bién su pasión inicial por Luscinda, pues “lo que le encandiló de [ella] fue, en m ayor m edida que su herm osura, el haber leído un billete... tan discreto, tan honesto y tan enam orado...” que, según él, revelaba “todas las gracias de herm osura y de entendim iento que en las demás m ujeres del m undo estaban repartidas”90. Q ue don Fernando exalte de tal m odo, por su supuesto aprecio intelectual, sobre todo la “discreción”, el “entendim iento” efe Luscinda, hablando con Cardenio, el novio, a quien ya h a decidido engañar, es com prensible; se evoca la fábula esópica de la raposa elogiando a Ja corneja. Sin em bargo, lo que de veras y únicam ente llam a su atención en ese billete (sin notable atractivo poético, a nuestro juicio, lo que tam bién hace cuestionable el “entusiasm o” literario de don Fernando) es esa sugerencia de Luscinda a Cardenio: “si quisiéredes sacarm e de esta deuda sin ejecutarm e en la honra, lo podréis m uy bien hacer” (1142). L a fantasía libertina se fija con desenfrenado “apetito lascivo” en el anticipado deleite sensual ajeno, así com o debió de ocurrir con la de D on Juan al leer el m ensaje efe D o ñ a A na a su am ante y, aun antes, sin ni siquiera haberla visto, sólo oyendo alabar su belleza: “V ive D ios que la he de ver” ¡y seducir!91 “Ejecutarse” o no a la víctim a “en la h onra” es, claro está, más bien irrelevante en el proyecto de conquista decidido al instante. Sí, por desgracia, nos parece que es “extremar” m ucho sugerir una p rim ordial inspiración artística en los desmanes lujuriosos de don Fernando, que, efe acuerdo con tal tesis, hasta escogería entre Luscinda y D orotea por una especie efe certam en poético92. N o eran, pues, ni las m uchas “verdades ju n ta s” ni el valor literario de la “espléndida pieza oratoria” de D orotea lo que, instantáneam ente, pareció transform ar a don Fernando en “hom bre bueno, noble” , en “caballero cristiano” , Dudley, Herrero, Márquez Villanueva y la mayoría de los críticos basan sus estudios en la premisa de esta transformación o reformación anímica de don Fernando. Cervantes revela la verdadera personalidad por tales cambios drásticos también en otros personajes suyos, por ejemplo, Escipión de Nitmancia. Márquez Villanueva, Temas y personajes del Quijote, 35. Ibid. Tirso de Molina, El burlador de Sevilla, 225 y sigs. Márquez Villanueva, Temas y personajes del Quijote, 35. Significativam ente, Resina encuentra a don Fernando “resistente” a la literatura (“Medusa en el laberinto”, 298). Lo que menos le iba por la cabeza a don Fernando eran cuestiones literarias.

LOS AMORES ENTRECRUZADOS

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pues, tal conversión íntim a, genuina, nunca ocurrió. D espués de proclamarse “vencido” por las “verdades” de D orotea, en don Fernando siguen hirviendo fuertes resentim ientos po r el hecho de no haberse salido con la suya. Y es p o r esto que D orotea ahora le dirige otro discurso, con argum entos m ucho m ás com pelentes que los anteriores, claros, escuetos, ¡sin ningún rodeo poético!, que, según la asegura su aguda intuición, serían de eficacia infalible. Y a antes advirtió a don Fernando que L uscinda “no puede ser tuya, porque es de Cardenio” (1197), p ero sólo pasajeram ente, entre m uchos otros argum entos. A hora, en cam bio, esta advertencia se reitera con fuerte énfasis, se vuelve en tem a casi único del discurso: “T ú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazos de su m arido. M ira si te estará bien o te será posible deshacer lo que el Cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a igualar a ti m ism o... a la que delante de tus ojos tiene los suyos bañando... el rostro y pecho de su verdadero esposo..., te suplico... que este desengaño... no acreciente tu ira...,

[permite] que estos dos am antes le tengan [sosiego] sin

im pedim ento tuyo...; en esto m ostrarás que tiene contigo m ás fuerza la razón que el apetito” . D e m anera m uy “discreta”, D orotea le m uestra ana salida honorable a don Fernando, con que, en efecto, hasta se acrecentaría su “fam a de hom bre razonable y generoso”, pero sus palabras contienen una im plícita, sutil, astu ta “advertencia”, que al cabo el libertino burlador no dejaría de captar en toda su insidiosa ironía: ¿Habría sido Luscinda de Cardenio en el m ism o sentido que D orotea lo ha sido de él? Y a antes ha oído de ese “m atrim onio”, claro está, incluso en sus frustradas bodas con Luscinda, pero ésta es la prim era vez, probablem ente por las tan insistentes e insinuantes “advertencias” de D orotea, que se le ocurre esa terrible pregunta. Y la contestación, de m odo inexorable, se la suple su propia cínica m entalidad: Luscinda no pudo m enos de ser de Cardenio, después de tantos años de relaciones íntim as, y después de la prom esa de m atrim onio que se dieron, pues D orotea ha sido de él y a en un prim er, breve encuentro, bastándole unas prom esas y ju ram en to s hechos a la ligera. Siendo im pecable esta lógica desde su perversa perspectiva, L uscinda sería una esposa ya poseída por otro hom bre, no virgen93, deshonrada, y así m ancilla perpetua del linaje noble y de la descendencia del marido. Teniendo bien en cuenta el probable m odo de pensar de don Fernando, ¿no habría abandonado a D orotea tam bién por considerarla amancillada del m ism o modo, aunque el autor de su deshonra fuese él m ism o?94 A hora, por todas las circunstancias que lo hacen conveniente, racionalizaría

Tanto Dudley (“The Wild Man Goes Baroque”, 133) como Herrero (“Sierra Morena as Labyrinth”, 63) dicen que Luscinda no es “virgen”, lo cual no se puede deducir del texto. Que Dorotea sugiera sutilmente que Luscinda no lo sea, lo que crea en don Fernando la sospecha de que no lo sea, es otra cosa. Nieto sugiere lo mismo (“Cuatro parejas en el Quijote”, 500). La mujer abandonada por su seductor, por “impura”, “deshonrada”, es tema de una interesante película

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que el m atrim onio precedió al acto sexual, lo que le perm itiría aceptarla, sin “desdoro” de su nobleza: “Levantaos, señora m ía..,, la que yo tengo en m i alm a...” (1199). E l autor com enta, con ambigüedad irónica, m uy evidente, a nuestro ju icio : “el valeroso pecho de don Fernando -en fin, com o alim entado con ilustre sangre- se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera...” (1199). Todos los dem ás personajes en la venta com prendieron esta “verdad” sin dificultad, m uy pronto, y sin tener, la m ayoría de ellos, ni gota de “ilustre sangre” en las venas. D on Fernando “nunca pensó casarse con D orotea, y sin em bargo, unos breves razonam ientos bastan para que desista de Luscinda y acceda a contraer m atrim o n io con Dorotea”95. R azonam ientos sobre una desagradable, inaceptable realidad revelada sobre ciertas temibles consecuencias que tienen el poder “m ágico” efe “transform ar” a un bruto y producir una solución aceptable para las dos parejas, una solución necesaria y, por lo tanto, por com pleto verosím il96. H e aquí la verdadera correspondencia, si se quiere insistir en ello, a la “sabia Felicia” y a la “m agia” con que transform a los corazones de los am antes97: D orotea, “m aga”, p o r su inteligencia y sentido com ún, por sus razonam ientos de eficacia infalible, “m ilagrosa” com o un p otaje m ágico. italiana, de hace unos veinte años, con fondo napolitano o siciliano, Sedotta e abbandonata. Yfue tema de una situación real en España, hace unos treinta años, según me ha llegado a la atención. El padre del seductor -de antigua y poderosa familia noble- explicó a la madre de la joven seducida, una americana, que su hijo no podría casarse con ésta, por no ser ya virgen, aunque no hubiese duda quien fuese el autor de su “deshonra”. Nieto, “Cuatro parejas en el Quijote”, 524; Williamson: “don Fernando's... volte face... could only be reconciled with plausible psychological reality if we attribute a kind of resigned cynicism to him” (“Romance and Realism in the Quijote”, 55). Desde nuestra perspectiva resulta muy irónica esta observación de Casalduero: “El héroe es don Fernando, que tiene que luchar entre la razón y el apetito, que tiene que vencerse a si mismo” (Sentido y forma del Quijote, 153). A diferencia de la novela bizantina, en que “l’invraisemblance [es] une des lois du genre” (Chassang, Les romans grecs, XXXV), Cervantes crea las situaciones de la venta de acuerdo con su clara comprensión de que toda situación novelística es, en definitiva, arbitraria, pero que debe ser por completo verosímil como parte de la metáfora poética con que noveliza el problema humano. Cremos que por no tener en cuenta este hecho crucial como también por no relacionar debidamente la conducta externa con las más íntimas motivaciones de los personajes, Hatzfeld, Trueblood, Riley, Dudley, Gilman, Williamson y, en efecto, casi todos los críticos consideran el desenlace “inverosímil”, “improbable”, “teatral”, juego de “musical chairs”, etc... Avalle-Arce evoca el contraste con el palacio de la sabia Felicia de la Diana de Montemayor, con la observación de que en la venta del Quijote “la misma crisis central se resolverá de acuerdo con el contexto de las vidas de los personajes” (La novela pastoril española, 90). De acuerdo, aunque entendemos la “crisis central” de un modo diferente.

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Dorotea dudaba desde el principio que don Fernando fuese capaz de “tenerla en su alm a” a ella sola; ahora ya no duda, sabe que aunque es su esposa, siem pre tendría que com partir sus

atenciones

con

otras

m ujeres,

anticipando

la

consabida

justificación: “mirad los ojos [de otra m ujer]... en ellos hallaréis disculpa de todos m is yerros...” (1199)98. L os “besuqueos” de D orotea y don F ernando, en un rincón de la venta, que tan chocantes resultan al concepto que Sancho tiene de la dignidad fem enina (1244), quizás sean algo em blem áticos de las frívolas, superficiales, indecorosas relaciones m atrim oniales, a que Dorotea ya se está disponiendo, del m odo m ás resignado y risueño posible, por no haber otra alternativa en absoluto para ella, excepto quizás el convento99. L a historia cervantina corresponde a una de las m uchas com binaciones del cuadrángulo am oroso, característico de las novelas bizantinas: dos fieles am antes separados por varias razones, una de las m ás im portantes siendo la pasión lujuriosa con que otros personajes, com únm ente m uy poderosos y, a veces, casados, los persiguen (en A quiles Tacio, Tersandro, casado con M elite, persigue a Leucipe, novia de Clitofonte). D on Fernando, el noble lujurioso, arrogante, violador del orden m oral y cívico, es el notorio feroz “pirata” de las novelas bizantinas. E n efecto, él personifica todos los m uy variados obstáculos y peligros que am enazan a los am antes de esa literatura. L a felicidad de éstos se logra con su reunión definitiva, después efe superar todas las dificultades y por el hecho crucial de que la heroína ha preservado su pureza, lo que se suele poner a prueba al fin. L a preserva, así parece, sobre todo, por ciertas circunstancias o coincidencias casi milagrosas, pero se subraya su deseo íntim o de pureza, lo que ju stifica poder hablarse de los am ores “rom ánticos”, sentimentales, ideales de esas parejas100. Cervantes asim ism o utiliza la preocupación con la pureza o virginidad fem enina, pero, con su típica ironía, revela la perversa

Nieto: “¿...qué freno podrá tener don Fernando para que no haya en su vida de casado otras Doroteas..., otras Luscindas?” (“Cuatro parejas en el Quijote”, 525). Church: “don Fernando’s sudden turn of heart awaits the testing of time, and Dorotea knows it” (Don Quixote: The Knight o f La Mancha, 39). Trueblood cita oportunamente una observación de Cervantes sobre la reunión de Ana Felix y don Gregorio, después de una angustiosa separación: “No se abrazaron..., porque donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura... El silencio fue el que habló por los dos amantes” (“El silencio en el Quijote”, 165). “Dorothée feint de se montrer soumise et même reconaissante envers don Fernand, qui daigne 1’elever à un si haut rang. Fine psychologue, la jeune fille a pris la mésure de son futur époux: elle le sait dépourvu de finesse et de coeur, et agit en conséquence. Intelligemment” (Combet, Cervantes ou les incertitudes du désir, 43). Martin Gabriel, “Heliodoro y la novela española”, 217 y sigs. Tal es la vision consuetudinaria de los amores de Teágenes y Cariclea ya desde el siglo XVI en toda Europa.

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actitud de aquéllos que, po r una parte, im ponen condiciones arbitrarias de la vida honrada a los otros y, por otra, transgreden y profanan todas las leyes de básica m oralidad y decencia hum ana, sin preocupación alguna por las consecuencias a m enudo trágicas para las inocentes, indefensas víctim as. T am bién se destaca lo ridículo en que pueden enredarse los que mantienen tan irracionales, absurdas actitudes pundonorosas frente a la vida. En definitiva, don Fernando sale de sus enredos no sólo com o persona m ala, inescrupulosa, sino tam bién superficial, frívola, risible y, en realidad, un burlador burlado. P ro b lem a fundam ental de nuestra historia es el “m atrim onio

de palabra”,

clandestino. A base de todas sus obras, se puede concluir que Cervantes ex alta el m atrim onio de dos personas que se quieren de m odo genuino y profundo, sin im portar cóm o se haya contraído, con cerem onias religiosas y cívicas o sin ellas en absoluto. P ese a todas las cerem onias, cuando no hay am or, el m atrim onio a menudo se convierte en un “infierno portátil” , com o diría Quevedo. Cuando hay am or, el m atrim onio, aunque solo “de palabra”, tiene buenas posibilidades de ser feliz. En sum a, lo esencial es la arm onía de los espíritus, de las voluntades, com o en el caso de L uscinda y Cardenio, a quienes, con m uy penosa ironía, los padres quieren separar con la autoridad del sacram ento m atrim onial. El m ás grave peligro para el “m atrim onio de palabra” es la posible falsedad de la prom esa, del ju ram en to , de que los contrayentes deshonestos, oportunistas -los “Pandafilandos de la fosca vista” pueden fácilm ente renegar. Pese a todos los testigos, juram entos, prom esas y hasta pese a la firm a, don Fernando, después de gozar a D orotea, se desentiende de ella, com o si nada hubiese pasado entre ellos. L a eventual conciliación con D orotea se realiza pese a él, después de atroces sufrim ientos y sacrificios de m ucha gente y, por fin, con poca seguridad de que esa unión resulte jam ás feliz, próspera, “cristiana”, aunque de seguro se procuraría bendecirla de inm ediato con todas las debidas cerem onias. A sí, C ervantes no critica el “m atrim onio de palabra” en s í 101, sino que destaca su gran vulnerabilidad ante el abuso y el engaño de parte de gente inmadura, irresponsable, em bustera com o don Fernando. Se trata de una preocupación ética, social, hum ana, vigente en esa ép o ca102, con que Cervantes, de acuerdo con su usual ejem plaridad m oral y literaria, actualiza los viejos enredos am orosos bizantinos en su nueva historia bizantina de Cardenio, Luscinda, D orotea y don Fernando.

Piluso, Amor, matrimonio y honra en Cervantes, 23. Sobre estos problemas vid. Márquez Villanueva (Temas y personajes del Quijote, 63-73), con muchas de cuyas conclusiones coincidimos, esencialmente.

CA PÍTU LO V EL SUEÑO DEL CAUTIVO

CA PÍTU LO V EL SUEÑO DEL CAUTIVO

E l Cautivo: “m e parece que tenía delante de m í una deidad del cielo, venida a la tierra para m i gusto y para m i rem edio” (D on Q uijote, 1218)

“Decidm e, señor -dijo D orotea- esta señora ¿es cristiana o m ora? P orque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no queríamos que fuese” . Y el C autivo contesta: “M ora es en el traje y en el cuerpo; pero en el alm a es m uy gande cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo” (1203). A pesar de esta declaración, la crítica cervantina de las últim as décadas, de perspectivas ideológicas y literarias m uy distintas, a m enudo ha puesto en tela de ju icio el cristianism o y la bondad personal de Zoraida, considerando su fuga del hogar paterno y, sobre todo, el m odo de realizarla, com o prueba irrefutable de su obsesión, fanatism o, hipocresía, ingratitud, crueldad, dureza, frivolidad, egoísm o, narcisism o, superstición, e tc ...1 H asta algunos de los sim patizantes de Z oraida o de su fuga, com o acto de afirmación personal, coinciden con los reprensores2 en algunos oprobios: “consum ada actriz”, orgullosa, vana, de fe religiosa superficial, am orosam ente fría, indiferente3. O tros defensores de Zoraida form ulan interpretaciones alegóricas tan estrafalarias que Cirot, “Le Cautivo de Cervantes et Notre-Dame de Liesse”, 378-383; Spitzer, Linguistics and Literary History. Essays in Stylistics, 61-68; Nieto, “Cuatro parejas en el Quijote", 496-527; Meregalli, “De Los tratos de Argel a Los baños de Argel’’, 395-409; Baquero Escudero, ‘Tres historias intercaladas en el Quijote", 417-422; Williamson, “Romance and Realism in the Quixote”, 52-59; Iliades, El discurso crítico de Cervantes en “el cautivo”. Y particularmente, Percas de P onseti, Cervantes y su concepto del arte, vol. I, 225-304; Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, 77-146. En las páginas 129-130 del libro de Márquez Villanueva hay una lista de los principales reprensores de Zoraida: Trackman, Immerwahr, Trinker y otros. Azorín, Con permiso de los cervantistas, 39-40; Ruta, “Zoraida: Los signos del silencio en un personaje cervantino”, 119-133; Weber, “Padres e hijos: una lectura intertextual de la historia del Cautivo”, 425-431.

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

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podrían servir a los reprensores de buen argum ento para destacar que sólo por ciertas aberraciones críticas sería posible considerar a Z oraida virtuosa y cristiana4. Sólo dos o tres críticos cervantinos defienden de un m odo inteligente, sensitivo, el genuino cristianism o y la sincera bondad de Zoraida, aunque en un caso se desiste de una elaboración detenida5, y en otro se recurre a un enfoque quizás demasiado teológico6. L os reprensores de la personalidad y de la conducta de Zoraida -com o ente m oral y a veces tam bién com o creación literaria-7, entre los cuales figuran algunos de los m ás ilustres cervantistas, constituyen, pues, la m ayoría y, así, la suya es la visión prevalente y m ás propagada. N uestra lectura del Cuento del C autivo nos im p ele a alinearnos con los defensores de Zoraida, aunque no con todos los argum entos que éstos aducen. Tal exégesis del personaje, sugerida por una narración, a nuestro ju ic io , n otablem ente clara, o cuando m enos, no tan am bigua com o a veces se afirm a8, revela la m agnífica articulación artística, la originalidad conceptual literaria de este cuento dentro del Q uijote, com o tam bién su valor com o testim onio histórico, p o lítico , social y autobiográfico. Reconsiderem os, pues, atentam ente la actuación de Zoraida, según la describe y relata el Cautivo a los huéspedes de la venta, prestando particular atención a los aspectos supuestam ente m ás condenables de su personalidad, en opinión de sus reprensores. A nte todo, su religión. E n casi todas las expresiones de su fe religiosa y en sus apelaciones a la inspiración o protección divina, Z oraida se dirige o se refiere a la V irgen M aría. Para algunos estudiosos esto dem uestra que Zoraida practica la m ariolatría, la cual, com o es bien sabido, denota una atribución errónea de honores divinos a la V irgen!). Es una “fanática en su devoción m ariana”; “consagra todos sus am ores y deseos [a la] im agen m ariana... [que] no apunta al m ás allá, ni es signo alguno de válida experiencia religiosa” ; “culto de la V irgen M aría, y adoración de sus im ágenes...; m ayor inclinación a la m ariolatría...

que al conocim iento profundo de la doctrina

Camamis, “El hondo simbolismo de La hija de Agi Morato”, 71-102 [Zoraida = Cristo]; Parodi, “El episodio del Cautivo, poética del Quijote: verosím iles transgredidos y diálogo para la construcción de una alegoría”, 433-441 [Los tres hermanos = Santísima Trinidad]. Rosales, Cavantes y la libei-tad, vol. II, 544-551. Morón Arroyo, “La historia del cautivo y el sentido del Quijote”, 91-105. Con énfasis en lo “religioso”, “sobrenatural”, García, “ Algo más sobre el episodio del cautivo”, 187-190. Con énfasis en lo “legendario” del personaje, Murillo, “Cervantes' Tale of the Captive Captain”, 229-243; y “El Ur-Quijote, nueva hipótesis”, 43-50. Nieto, “Cuatro parejas en el Quijote", 507. Percas de Ponseti, 235; Márquez Villanueva, 146; Baquero Escudero, 421-2, y otros. The Oxford Dictionary o f the Christian Church, London, 1974, 874.

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cristiana” 10, etc... Tales conclusiones se derivan de una lectura quizás influida por ciertas perspectivas tradicionales, reprobatorias -a menudo con harta razón- de lo que se consideraba devoción excesiva a la V irgen en la Iglesia C atólica; en todo caso, efe una lectura flagrantemente arbitraria de la evidencia textual. A nte todo, hay que observar el hecho crucial de que en su fe y práctica religiosas, Zoraida no sustituye jam ás a D ios con L ela M arién, com o ocurriría, característicam ente, en la m ariolatría. D e m odo m uy revelador, al C autivo (¡y al lector!) se presenta p o r m edio de “una pequeña cruz, hecha de cañas” que “sacaron” por “una ventana” y que sugiere a los cautivos en el baño “que alguna cristiana debía estar cautiva en aquella casa” (1213); una “cruz” que Zoraida, por enseñanza de la esclava cristiana, suele besar m uchas veces, según revela en el “papel” que envía al C autivo, y que firm a con “una grande cruz” (1213). E s asim ism o significativo que se m uestre confiada, por su fe, en que la esclava, p o r buena cristiana, se “fue... con A lá” (1214); y que rece a A lá p o r la salvación del Cautivo (“A lá te guarde”, 1215); por el consuelo de su padre (“P leg a a A lá... que L ela M arién... te consuele en tu tristeza”, 1223); p o r su com prensión (“Alá, ...sabe bien que no pude hacer otra cosa” , 1223). A l llegar a E spaña, “da gracias a D ios” con “todos” los dem ás cautivos, y con “todos” ellos se encom ienda “a D io s” al enfrentarse con la nueva vida, llena de incertidum bres (1225), etc... C on extraño descuido de esta usual m anera de Zoraida de apelar a lo D ivino, se aduce, en cam bio, su salutación: “E lla y A lá te guarde...” (1214), supuestam ente sacrilega por anteponerse el nom bre de la V irgen al de D io s". Además de ser excepcional en el texto, com o se ha dicho, tal salutación, com ún y popular entre los católicos, expresa la fe en la V irgen com o com prensiva, com pasiva, m aternal protectora e intercesora del hom bre ante su Hijo. N o se le pide a la V irgen que conceda lo que D ios m ism o no concede, sino tan sólo que interceda con su entrañable am or y su inm ensa piedad “M ater dolorosa”- ante El, por la protección y salvación del alm a y del cuerpo del débil ser hum ano. Es, en su intención, una plegaria del creyente a D ios, “indirecta” precisam ente porque se inspira en una profunda hum ildad de espíritu frente al inm enso Poder D iv in o 12. Tal fe en la V irgen, tales salutaciones y plegarias no serían censuradas ni por el m ism o Erasm o, autor de mordaces sátiras de la m ariolatría, con que, com o dice, a m enudo se piden a la V irgen favores que sólo “debieran ser pedidos a D ios” o que son tan ultrajosos que “uno no se atrevería a pedírselos a ninguna

Percas de Ponseti, 230 y sigs.; Márquez Villanueva, 133 y sigs.; y otros. Percas de Ponseti, 248. La salutación se acaba: “ ...y esa cruz que yo beso muchas veces” (1214), detalle significativo. Enciclopedia Univei'sal’ Ilustrada, Barcelona, 1947, vol. 33, 4-19: “La razón de este culto que más han hecho valer los P. P. de la Iglesia y todos los teólogos católicos, es el ser la Virgen, por su altísimo carácter de Madre de Dios, medianera entre su Hijo Redentor y los hombres”.

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persona respetable” . U n personaje de C onfabulatio p ia , en parte portavoz de E rasm o, acentúa que, al pasar por la iglesia diariam ente, saluda a Jesús y a los santos y “particularm ente a la V irgen M adre” . Y esto nos hace evocar la visita de Zoraida a la ig lesia con “todos” los dem ás cautivos, para “dar gracias a D ios p o r la merced recibida”, el viaje felizm ente acabado: “así com o en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de L ela M arién” . Sus com pañeros le explican que “eran im ágenes suyas y com o m ejor se pudo le dio el Renegado a entender lo que significaban para que ella las adorase com o si verdaderam ente fueran cada u na de ellas la m ism a L ela M arién que la había hablado. E lla que tiene buen entendim iento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca d e las im ágenes se le dijo” (1226). E ste pasaje se suele poner m uy de relieve com o prueba incontrovertible de la m ariolatría e iconolatría de Z oraida13. A hora bien, ésta se lim ita a advertir un parecido entre los rostros de las M adonnas pintadas o esculpidas en la iglesia y el de Lela M arién, según se lo habría “retratado” la esclava cristiana, a su vez, de seguro, según el ideal de belleza y bondad de la V irgen representado por el arte, que ella lleva en la m em oria de sus propias visitas a las iglesias14. A unque no está indicado explícitam ente, el lector puede im aginar el íntim o estrem ecim iento de Zoraida frente a las im ágenes, pues en todo lo bello y bueno creería ver sugerencias de los sublim es atributos de su querida L ela M arién, que tiene, com o diría San Juan de la C ruz, “en sus entrañas dibujados” 15. Tal evocación no es sacrilega, sino, todo lo contrario, sugestiva de una intensa, sincera, íntim a devoción, en continua, fervorosa búsqueda de la D ivinidad en todos sus reflejos. D e todos m odos, de haber m ariolatría en este episodio, no sería achacable a Zoraida, sino, lógicam ente, a los que le explican el significado de esas im ágenes de un m odo que resulta algo am b ig u o 16. Sin em bargo, creem os que lo que estos intérpretes destacan es precisam ente la diferencia entre las im ágenes “m ateriales” y su sentido espiritual, para la com prensión de lo cual se necesitan “un buen entendim iento” y “un natural fácil y claro”, com o los que posee Zoraida. L a frase “com o m ejor se pudo” sugiere claram ente la dificultad que im plica la explicación de algo com plejo, abstracto, com o es la diferencia entre el sím bolo y lo sim bolizado. En cam bio, para la identificación literal del ídolo con la D ivinidad es suficiente una m uy pequeña capacidad mental. A l recordar el Coloquio N aufragium de Erasm o, por ejem plo, se reflexiona sobre la extraordinaria oportunidad que tam bién Cervantes habría tenido, al narrar el azaroso viaje m arítim o, para satirizar la m ariolatría de Zoraida, si su propósito hubiese sido Percas de Ponseti, 230, 232 y sigs.; Márquez Villanueva, 131 y sigs., entre otros. Enciclopedia Universal Ilustrada, 33: El arte representa en Ella “el tipo supremo de la hermosura humana de la mujer” (4-19). San Juan de la Cruz, “Canciones entre el Alma y el Esposo”. Lo prueba el desacuerdo entre May y Descousis (Percas de Ponseti, 232).

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atribuírsela. E n cam bio, la m uestra im plorando a L ela M arién que los “ayudase” a “todos”, sin

indignos,

ridículos

votos

de oraciones,

peregrinaciones,

velas,

penitencias, etc..., en sum a, sin ningún intento de sobornar a la B ondad D ivina. Otra espléndida oportunidad, entre m uchas, tendría al hacer que Zoraida pretendiese una conversación con la V irgen -lo que sería de inm ediato puesto en duda p o r el lector del Q uijote de 1605, al no m ediar noticia eclesiástica, oficial, de tal m ilagro-, en vez efe hacerle confesar honestam ente que aunque le ha hecho preguntas a L ela M arién, ésta no se las ha contestado (1215). Zoraida no es una fanática que p o r obsesión o consciente

tendenciosidad

sectaria

falsificaría

sus

experiencias

religiosas,

y

precisam ente por su franca adm isión de que la V irgen no le “ha dicho” nada, su revelación de que vio “dos veces” a la esclava, después de su m uerte, se hace m uy creíble. N o especifica cóm o o cuándo la “vio”, pero sería verosím il que la viese en sus sueños o en sus arrobadoras “zalas cristianescas” , del m odo com o esto le sucedía, p o r ejem plo, a S anta Teresa: “ ...vi a un ángel cabe m í hacia el lado izquierdo en form a corporal...; m e dejaba toda abrasada en am or grande de D ios...; andaba com o embobada” 17. Sueños o arrobam ientos, las apariciones de la esclava m uerta, quien viene a decirle que se “fuese a tierra de cristianos a ver a L ela M arién que [la] quería m ucho” (1214), son reflejos naturales y explicables de los fervorosos anhelos y las ansias espirituales de Z oraida respecto al am or prom etido de L ela M arién. N os parece p sicológica y hum anam ente verosím il que Zoraida, huérfana desde niña, busque en L ela M arién tam bién el am or m aterno, lo cual hace tanto m ás natural y conmovedor su am or a la V irgen M adre, y tanto m ás com prensible su fuga18. L a esclava, quien sustituyó con su am or m aterno, por tanto tiem po, a la m adre de Zoraida, aparece, después de muerta, para decirle a su querida “hija” que la encom ienda a L ela M arién, a la M adre Celestial. E s tam bién significativo que la devoción m ariana de Zoraida resu lta natural, adm irable a todos los cautivos cristianos. En nom bre de todos ellos, el Cautivo hasta la anim a a persistir en ella: “El verdadero A lá te guarde, señora m ía, y aquella bendita M arién, que es la verdadera M adre de Dios y es la que te ha puesto en corazón que te vayas a tierra de cristianos porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva darte a entender cóm o podrás poner por obra lo que te m anda, que ella es tan buena que sí hará...; ...se le respondió a Zoraida diciéndole [que] lo había advertido tan bien com o si L ela M arién se lo hubiese dicho” (1215, 1216). A m enos de atribuirse estas y otras declaraciones aprobatorias a un cínico interés personal del C autivo, lo que se contradice categóricam ente por toda su actuación, es lógico concluir que él y todos sus camaradas cristianos com parten por com pleto la devoción m ariana de Zoraida.

Santa Teresa, Vida (“Dice algunas mercedes grandes que le hizo el Señor”). Lo sugiere también Ruta, 129-30.

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E sta, en sum a, venera a L ela M arién (en todas las situaciones en que se representa su devoción religiosa) así com o ésta solía y suele ser venerada universalm ente por m illones de católicos, sin que sean considerados por ello m ariolatras. P o r todas estas consideraciones, no podem os aprobar en absoluto, pues, la opinión de que “la conversión de Zoraida encierra una denuncia indirecta por parte de C ervantes, de la m ariolatría e iconolatría, teína de controversia en las m ás violentas sesiones del C oncilio de Trento” 19, E sta opinión sería perfectam ente ju stificab le respecto a la P ipota y a otros personajes de R inconete y Cortadillo20 o, con toda probabilidad, al episodio de los disciplinantes que llevan cautiva “a la pobre señora” , en el Q uijote (I, cap. 52), para evocar sólo algunos ejem plos. A todas luces, la fe religiosa de Zoraida es ortodoxa, firm e, constante. Y es con el propósito principal de destacar este hecho que se inventa tam bién el incidente con los piratas franceses que despojan a los fugitivos de todas sus posesiones. Zoraida, riquísim a y m im ada dam a m ora, desem barca en E spaña com o peregrina indigente, con novio de futuro incierto, sin n i siquiera m edios para sustentarse de un día a otro. Y sin em bargo, frente a tan erada, adversa realidad, Z oraida no se desespera sino que siente una inm ensa “alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse”, lo que se m anifiesta tam bién en los “colores” del “rostro” que la hacen parecer a los demás com o “la m ás herm osa criatura... en el m undo” (1226)21. N inguna dificultad, ninguna incertidum bre puede turbarle esta inm ensa “alegría” íntim a: “L a paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo y el deseo que m uestra tener de verse ya cristiana es tanta y tal que m e admira” (1226), dice el C autivo, quien evidentemente 19 20 21

May, Un fondateur de la Libre-Pensée: Cervantes. Essai de déchiffrement de Don Quichotte, 42. Vid. nuestro estudio sobre Rinconete y Cortadillo en Las novelas ejemplares de Cervantes. Zoraida y el Cautivo deben llegar a España casi destitutos, por lo cual Cervantes no les hace sufrir un naufragio, por ejemplo, en que perdiesen todos sus bienes, quedando sin medios para viajar por España, ¡y quién no sabía cuán imposible sería esto! De allí ese “capitán” pirata, quien no sólo no les quita la vida, sino que les da un “esquife” y “todo lo necesario” para “la navegación” y hasta “cuarenta escudos de oro” a Zoraida. Algunos lectores lo verían como una sonrisa Divina a sus protegidos, pero Cervantes sabe que ese desenlace es bastante inverosímil, según ¡o revela claramente su admisión de que no puede explicar “qué misericordia” movió al capitán (1224). Necesita tal desenlace como recurso literario conveniente para poder completar el retrato anímico de Zoraida con unos toques esenciales: su firmeza amorosa y religiosa, demonstrada en circunstancias muy difíciles. Por la misma “misericordia”, el capitán no viola a Zoraida, lo que para Márquez Villanueva es ¡un rebajamiento! para ella, pues se le niega categoría de “personaje trágico” (144). Según explicamos en la última parte de este estudio, Zoraida se mantiene inmaculada por “deseo” del Cautivo. Sobre el respeto “inverosímil” (Márquez Villanueva) de Vicente por Leandra, ver nuestro estudio sobre Vicente y Leandra en este libro.

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no anticipaba tan heroica resolución para el sacrificio por la fe22. Teniendo bien en cuenta la vida despreocupada, regalada, suntuosa de su hogar, a la que renuncia p o r la difícil, peligrosa, incierta que encuentra en España, ¿qué posibles “ulterior m otives” tendría Zoraida para huirse?23 U nicam ente su fe genuina y profunda explica su fuga com o tam bién la serenidad con que se enfrenta con todas las dificultades y la “paciencia” con que acepta todos los sacrificios24. Precisam ente esto es lo qu e Zoraida desearía poder explicar a su padre: “A lá sabe bien que no pude hacer otra cosa que la que he hecho..., aunque quisiera... quedarme en m i casa, m e fuera im posible, según la priesa que m e daba m i alm a a poner por obra ésta que a m i m e parece tan buena com o tu padre am ado, la juzgas m ala” (1223). N os parece desacertado im putarle a Al llegar a la venta, el Cautivo y Zoraida todavía no están casados ni ella es bautizada, lo que sería una señal condenatoria para Márquez Villanueva (131). ¡Apenas desembarcaron! Fácil es imaginar el deseo del Cautivo de celebrar tan feliz ocasión en familia, adonde precisamente están encaminados los dos. “No ha habido lugar para ello” explica el Cautivo, y que “presto se hará esto” con “las ceremonias que su persona [de Zoraida] merece” (1203). Varios lectores (Forcione, Márquez Villanueva, Murillo) han destacado la sugestiva semejanza entre la llegada del Cautivo y Zoraida, montada en un “jumento”, a la venta, en que no hay “aposento” (1203), y la de la Virgen y José. Quizás Cervantes quiere de veras sugerirla, lo que podría sustentarse en el contexto de algunos sucesos anteriores, vistos alegóricamente, pero cabria considerar que aunque tan sugestivos, estos detalles no responden necesariamente a crear tal semejanza. Si el Cautivo dice que ha servido a Zoraida “de padre y escudero, y no de esposo” (1226), es, sobre todo, para recalcar la “propiedad” de su relación amorosa, así como, por ejemplo, la de Periandro y Auristela: “de esta venida se causó el venirme yo contigo...; tu has sido mi padre; tu mi hermano; tu, mi sombra, tú, mi amparo..., mi maestro” (Persiles, 1707). Williamson, “Romance and Realism in the Interpolated Stories”, 56. Creemos que ninguno de los muchos reprensores de Zoraida ofrece una contestación satisfactoria, convincente a esta pregunta elemental, si se plantea en absoluto, como lo observa también Riley (Don Quijote, 83). Se cuestiona la genuinidad del cristianismo de Zoraida también por su “leve fundamento de unos recuerdos de niñez y ciertas visiones”, por su “sabor islámico” (Márquez Villanueva, 131), por estar “impregnado de [la] cultura y forma de vida [mora]”, por haberlo aprendido “por aproximación y equivalencia al aprender por intermedio de la cristiana cautiva” (Percas de Ponseti, 245-7), etc... El sentimiento religioso, sincero, amoroso, sencillo, libre de especulaciones teológicas, dogmáticas, comunicado de corazón a corazón, superador de barreras e idiosincrasias culturales, nacionales, raciales, parroquiales, ¿no es quizás el con que mejor se identifica la doctrina de Cristo y sus fieles discípulos? ¿Qué importa que Zoraida exprese en términos híbridos, hispanoárabes, sus sentimientos religiosos (Percas de Ponseti, 247), si éstos son sinceros? La candidez, la casi infantil ingenuidad del cristianismo de Zoraida (Murillo, 237) confirma su absoluta sinceridad. Casalduero: “Zoraida sabe que no se entra en la verdad sin pasar por el m artirio” (Sentido y forma del Quijote, 173). Zoraida no busca el “martirio”, pero lo acepta, cuando es necesario.

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Z oraida fría petulancia “académica” por estas declaraciones25, para cuya exposición se siente, en realidad, intelectualm ente insuficiente: “pregúntaselo tú a L ela M arién que ella te lo sabrá decir m ejor que yo” (1222). ¡Le coeur a ses raisons...! Z oraida desearía hacerle com prender a su padre que su deseo de ser cristiana, “en tierra de cristianos”, es un deseo irreprim ible de “salir de las tinieblas a la luz, de la m uerte a la vida y (fe la p en a a la gloria” (1222), ó, com o diría Santa T eresa, “de una cosa que nos hace tan gran falta que si nos falta nos m ata”26. L a m otivación religiosa y la am orosa son inextricables27, aunque ésta es consecuencia directa, natural de aquélla, es decir, del deseo de Zoraida, radicado en su fe, de casarse con un cristiano, con quien crear una fam ilia cristiana, practicante activa de su creencia, en un am biente que le ofrezca plena libertad para ello, com o el que pien sa encontrar en España28. Zoraida consideraría al C autivo del m ism o m odo que Z ahara considera a Lope en Los baños de Argel·, “toda soy tuya, no p o r ti, sino por C risto ” (315). E sto explica que rechace tan sum ariam ente las propuestas efe m atrim onio de todos esos virreyes árabes -entre los cuales de seguro habría individuos adm irables, atractivos-, pues no pueden darle lo que para ella es lo m ás im portante en su vida: una fam ilia cristiana. Y sólo así se explica que, después (fe observar atenta, asiduam ente, día tras día, a los cautivos, “m uchos cristianos he visto por esta ventana” -algunos de seguro apuestos, gallardos-, escoja a un hom bre ya cuarentón, que es el único que le “ha parecido caballero” (1214). Zoraida no busca galanes m elosos sino un hom bre serio, m aduro, “honrado”, que pueda ser buen m arido y buen padre de fam ilia. En el “papel” le dice: “Y o soy m uy herm osa y m uchacha y tengo m uchos dineros que llevar conm igo; m ira tú si puedes hacer com o nos vam os y serás allá mi m arido” (1214), por lo que se la h a acusado de vanidad y “narcisism o”29. ¡Injustamente! Zoraida considera irrazonable querer que un hom bre se com prom eta con una m ujer que no ha visto jam ás, quizás nada atractiva y sin dote. Para dem ostrarle que en el “papel” decía la verdad, y no para ostentarse, se le presenta después, en el jardín, “en todo extrem o aderezada y en todo extrem o herm osa”, lo que tiene el efecto deseado: “D em asiada cosa sería decir yo agora la m ucha herm osura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que m i querida Zoraida se m ostró a m is Percas de Ponseti, 240; Márquez Villanueva, 125-6. Santa Teresa, Camino de perfección (“Que comienza a tratar de la oración. Habla con almas que no pueden discurrir con el entendimiento”). Sobre la prioridad de una u otra opinan Castro, El pensamiento de Cervantes, 143 ; Spitzer, 65 y sigs.; Meregalli, 405; González López, “Cervantes maestro de la novela histórica contemporánea: La Historia del Cautivo”, 183-4, y otros. Quizás Zoraida se está entregando, ¡quijotescamente! a una mera ilusión, según lo sugiere el episodio de Ricote y su familia, pero esto es irrelevante en este momento de su actuación. Percas de Ponseti, 240; Márquez Villanueva, 132 y sigs.

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ojos..., perlas..., carcajes de purísim o oro..., diam antes..., aljófar..., de todo lo cual era señora ésta que ahora lo es m ía...; y con esto, viendo las obligaciones en que m e había puesto, m e parece que tenía delante de m i una deidad del cielo, venida a la tierra p ara m i gusto y para m i rem edio” (1218). Con su alm a y su vida, Z oraida le ofrece al C autivo toda su riqueza, en señal de su total entrega am orosa y m atrim onial, a cam bio de un sincero, honesto, “honrado” am or cristiano de él, su futuro esposo y padre de sus hijos. A cusar a Zoraida de “narcisism o” por este y otros casos en que aparece “herm osa y ricam ente vestida” (1220) frente a los cautivos, resu lta absurdo tam bién al recordar a todos esos “virreyes” moros, m agníficos pretendientes, deseosos de adorarla com o a una diosa, de ofrecerle con sus alm as sus vidas y sus reinos fabulosos, ¡si a ella le halagasen en absoluto sus hom enajes a su hermosura! ¿Por qué posible razón rechazaría todas esas atenciones gratificadoras de la m ás insaciable vanidad, buscando, en cam bio, la adm iración de un pobre y viejo cautivo? “Serás m i m arido, si quieres”, dice Z oraida y añade: “si no quieres, no se m e dará nada” (1214), lo que a veces se aduce com o prueba incontrovertible de su agresividad y de su “frialdad” o “indiferencia” am orosa hacia el C autivo31’. N os parece m ás bien una expresión de su gran finura y consideración personal, pues dándole tal opción al C autivo, quiere exim irle, de antem ano, de toda obligación, de todo sentim iento de culpabilidad, en caso de que al conocerla no la encuentre deseable, digna de ser su esposa. E spera fervorosam ente que esto no ocurra, pero, si ocurre, ella confía, com o siem pre, en que L ela M arién la socorra dándole otro m arido cristiano. D espués de prom etérsele el Cautivo com o esposo, Z oraida invoca a Lela M arién com o testigo y com o protectora de su honor: “M ira que has de ser m i m arido, porque si no yo pediré a L ela M arién que te castigue” (1215). N o se trata de “amenazas”31, sino de otra expresión de cándida confianza frente al cinism o del m undo al apelar Z oraida sólo a la conciencia del C autivo. R esulta asim ism o irrazonable im putar “frialdad” a lo s “papeles” de Zoraida al Cautivo32. Por las circunstancias en que los escribe y envía, es evidente que no pueden constituirse en una típica correspondencia am orosa cortesana. Precisam ente esa digna contención sentim ental que los caracteriza cabe anticiparse com o expresión verosím il, apropiada33. Las relaciones entre Zoraida y el C autivo se desarrollan en un sincero m utuo respeto, cariño y am or, según se nos sugiere en algunas delicadísim as escenas, reveladoras del íntim o sentir. En el prim er encuentro, en el jardín, el C autivo, ya Márquez Villanueva, 117. Ruta, 128; Illades, 68. Márquez Villanueva, 116-120. Resulta aún más irrazonable anticipar interés “erótico” en el acercamiento de Zoraida al Cautivo, en esas circunstancias, como quisiera Márquez Villanueva, Ibid., y otros.

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rescatado, se apresura a asegurar a Z oraida que no se iría “en ninguna m anera” sin ella a E sp añ a -por la incertidum bre sobre esto a Zoraida se le llenaron “los ojos de lágrim as” un poco antes- y ella “le echa un brazo al cuello” y casi se desm aya p o r la in ten sa em oción de alegría y gratitud (1219). E n alta m ar, atorm entada p o r sus conflictos íntim os, busca consuelo, escondiendo la cabeza entre las m anos am orosas y protectoras del C autivo (1221). M anifiesta asim ism o es la preocupación protectiva de Zoraida po r la salvación y el bienestar de C autivo. D ice éste: “P or las asperezas del cam ino, alguna vez la puse sobre m is hom bros” , pero “m ás le cansaba a ella m i cansancio que le reposaba su reposo; y así nunca m ás quiso que yo aquel trabajo tom ase” (1225). M agnífica ejem plificación del noble am or neoplatónico: querer a la otra persona, sin considerar el “intéressé” propio34. T odas las abnegaciones, todas las “obras” de Zoraida demuestran su genuino y entrañable am or, lo que el C autivo com prende y aprecia profundamente: “por haberm e hecho el Cielo com pañero efe Zoraida, m e parece que ninguna otra suerte m e pudiera venir, por buena que fuera que m ás la estim ara” (1226)35. Sin em bargo, la huida de Zoraida “a tierras de cristianos” causa terribles congojas a A gi M orato, su padre: “ ¡Vuelve, am ada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono! .. .vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida si tu le dejas”, llora e im plora, desesperado cuando el barco en que huye su h ija está para desaparecer para siem pre tras el horizonte. E s para nosotros el episodio m ás triste y conm ovedor de todos los que recordamos de las obras cervantinas. A lgunos lectores, que probablem ente coinciden en tal reacción, tam bién condenan, m uy indignados, a Zoraida: “F ille denatureé, odieuse, un m onstre...” ; “capable o f great w ickedness...,

[culpable

de

una]

terrifying

violation

of

the

F ourth

C om m andm ent...”; “desconcertante hija, abandona cruelm ente al padre...; inhum ana, dem oníaca, diablo tras la cruz...; obsesa, hipócrita, pérfida, parca de la desgracia de su progenitor, inclinada a la violencia asesina...”36 D urísim as condenas, de seguro m otivadas por sólidas preocupaciones m orales, pero tan im propias com o todas las anteriores, según se desprende de una consideración m uy atenta de las razones y las circunstancias que determ inan, de m odo tan inexorable, la huida y la separación.

Montemayor, La Diana, 198. Pese a esta y otras expresiones semejantes, con que el Cautivo nos habla de su incomparable dicha por estar con Zoraida, quien le parece nada menos que una “deidad venida del Cielo” para su remedio y felicidad (1218), lo cual se justifica por todo lo que le pasa con ella, Márquez Villanueva (121-2) nos asegura que, de hecho, se trata de un desdichado a quien le tocó una harpía. Nos dejan muy perplejos tales conclusiones. Respectivamente: Cirot, 381-2; Spitzer, 66; Meregalli, 408-9; Percas de Ponseti, 243; Márquez Villanueva, 114, 121, 126, y otros.

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Recordando que Zoraida “tiene acerca de su padre la idea peyorativa de u n fanático capaz de arrojarla a un pozo”, se declara: “después se ve de que parte se halla la rigidez y quien sería capaz de m atar a quien”37. En efecto, es probable que A gi M orato no llegase al extrem o de echar a su hija “al pozo” y de “cubrirla de piedras” (1214), pero en el texto se nos m uestra claram ente que los tem ores de Zoraida p o r tal castigo son por com pleto com prensibles, justificados. A l darse cuenta de que su h ija “va de su voluntad... a tierra de cristianos”, A gi M orato, no pudiendo desahogar su rabia y despecho de otro modo, “se arrojó de cabeza en la mar, donde sin duda se ahogara si el vestido largo y em barazoso que tenía no le entretuviera un p oco sobre el agua”38 (1222), y después, al desembarcarse -el considerable tiem po transcurrido desde el prim er acto im pulsivo es tam bién m uy revelador de su tem peram ento-, A gi M orato desahoga su vengativo rencor con espantosas, hum illantes ofensas a la dignidad y a la integridad de su hija: “m ala hem bra..., de m alos deseos..., ¡Oh infam e m o za y m al aconsejada m uchacha... m aldita sea la hora en que yo te engendré, y m alditos sean los regalos y deleites en que te he criado!” A gi M orato echa estas terribles maldiciones estando “en todo su acuerdo” y “de entram bos brazos asido” por dos cautivos, “porque” -es de im portancia crucial notarlo-; ¡“algún desatino no hiciese” ! A gi M orato “lleva térm ino de no acabar tan presto” con sus m aldiciones y quejas, y alejándose el barco, “prosigue” con ellas, “rogando a M ahom a rogase a A lá que... destruyese y confundiese y acabase” a su hija y a los cautivos con quienes huye. Cuando ya casi no se pudieron oír “sus palabras”, se podían ver “sus obras, que eran arrancarse las barbas, m esarse los cabellos y arrastrarse por el suelo” , ante todo, probablem ente, por la enloquecedora frustración de no poder hacer nada para prevenir esas “indignidades” perpetradas por su hija y los cautivos tan desvergonzada e im punem ente, frente a su m ism os ojos! D espués, al contem plar la silueta y a pequeña del barco en el horizonte -¡característico y m agistral toque cervantino que nos hace evocar m uchos sem ejantes m om entos en T olstoy!- las m aldiciones de A gi M orato quedan de repente entrecortadas, ahogadas por la atroz angustia del presentim iento de una eterna separación: “ ¡Vuelve, am ada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono!” (1223). C om o ya se ha dicho, todo esto sugiere que Agi M orato probablem ente no echaría a su hija “en un pozo” ... ¡si antes se diese el tiem po de pensarlo todo m uy bien, de reprim ir su im pulsivo tem peram ento!, pero ¿podría Zoraida contar con tan discreta, hum ana reconsideración? E s obvio que no la cree posible; su “idea peyorativa” del fanatism o violento del padre se basa, con toda probabilidad, en m uchas observaciones de su conducta pasada y corresponde al hecho real y alarmante de que su “am ado padre” es un “fanático enem igo de cristianos..., intransigente en su

Márquez Villanueva, 128. Rosales: “Moro empecinado”, 548.

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fe islám ica”39, e inclinado a m anifestar su intransigencia de m odo inm ediato, im p u lsiv o ,

colérico,

violento,

potencialm ente

fatal

para

la

víctim a,

m om entáneam ente indistinguible en su identidad afectiva. U no de los propósitos principales del episodio de la separación es revelar esta realidad, que también hace por com pleto evidente por qué a Zoraida no se le ocurriría querer conversar con su padre sobre las varias religiones rii m ucho m enos intentar convertirle al cristianism o, lo que algunos lectores, con extraña lógica, consideran com o un a obligatoria m isió n religiosa de la hija para salvar al padre de su “falsa” religión40. E s, en gran parte, por saber que siem pre tendría que ocultar sus íntim as preocupaciones religiosas y que no podría revelarlas ni a su propio padre41, la persona m ás querida, que Zoraida se decide al fin p o r la huida y po r la separación. Su padre siem pre la ha querido tiernam ente, colm ándola de todos los “regalos y deleites” im aginables (1223), pero, a la vez, con su fanática, terrible intransigencia religiosa la h a condenado, aunque inconscientem ente, a un oprim ente cautiverio espiritual42. Desde un punto de vista doctrinal, evangélico, Z oraida tendría plena justificación para salir de la casa paterna: Jesús: “he venido a separar al hijo de su padre y a la hija de su m adre... Q uien am a al padre o a la m adre m ás que a mí, no m erece ser m ío”43. C onsciente de esta enseñanza, la m oralm ente perfecta A uristela declara: “m ás m e debo yo a m í que no a otro, y al interés del C ielo y de la gloria se ha de posponer los del parentesco” (Persiles, 1707). Zoraida podría considerar las circunstancias de su vida, la actitud de su padre, com o trabas a su legítim o anhelo de “alcanzar al C ielo” . Es razonable suponer la fam iliaridad de Zoraida con las enseñanzas evangélicas, por m edio de su nodriza, pero con independencia de esto, su decisión de vivir y practicar el cristianism o librem ente, “en tierras de cristianos”, se inspira esencial y prim ordialm ente en su fervorosa búsqueda del am or genuino de Lela M arién que tanto “la quería”, de un am or m utuam ente sincero, hondo, que sabe superar todos los abism os y que nunca sería posible con su padre, porque éste, según todas las evidencias, sabiéndola cristiana, no podría am arla, sin constantes prejuicios, sólo com o a una hija. N o podría ser

Murillo, “El Ur-Quijote...", 46. Spitzer, 66; Márquez Villanueva, 127. Aestas irrazonables sugerencias contesta atinadamente Rosales (548). Y no se tiene bien en cuenta que Agi Morato (el histórico) era un renegado, lo que abre una nueva perspectiva negativa sobre su intolerancia, hacia la conversión religiosa de los demás. En Los baños de Argel se expresa el gran temor de ser uno considerado “cristiano en secreto” (319), aunque, aparentemene, se podía venerar a Lela Marién como “Santa” (La gran Sultana, 388). De ser esto así, tendríamos otra prueba de que Zoraida debe irse por cristiana y no sólo por devota de Lela Marién. Aveces se intuye este problema: Ruta, 130; Garcés, quien habla de la “feminidad reprimida” de Zoraida (citada por Weber, 431). S. Mateo, X, 36-37, recordado ya por Morón Arroyo, 100.

EL SUEÑO DEL CAUTIVO

155

posible, porque, paradójicam ente, el inm enso y arbitrario poder de señor m oro le ha quitado a A gi M orato la capacidad de un am or espontáneo, incondicional, que es, únicam ente, el genuino. A l escaparse, Zoraida rescata su espíritu de un cautiverio m ucho m ás duro que el m aterial en que padecen m uchos cautivos cristianos, para alcanzar la inigualable felicidad de poder m anifestarse libremente, para poder realizarse plenam ente com o ser hum ano. Para nuestras consideraciones es m uy sugestiva la grotesca interpretación que A gi M orato da a este anhelo de libertad de su hija, y que de seguro siem pre daría, aun en el caso hipotético de la vuelta de Zoraida a su hogar: “la h a m ovido a m udar de religión... el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad m ás librem ente que en la nuestra” (1223). Tal incom prensión de su padre constituye el m ás doloroso “m artirio” para Zoraida; siem pre la atorm entaría, h asta la muerte. Considerando “la firm eza de las convicciones que los separa”, y evidentemente, según Zoraida, la im posibilidad de una actitud m ás tolerante por parte del padre en el futuro -(en cam bio, se sugiere que ella estaría dispuesta a respetar las creencias de él: “...a m i m e parece tan buena com o tu, padre amado, la juzgas p o r m ala” , 1218)- la separación le resulta “ineludible”44 y, en esas circunstancias, sólo realizable por m edio de una huida secreta, prudente, m eticulosam ente preparada. E sto constituye u n a penosa necesidad para Zoraida y

no

una com placencia divertida por la

“ingeniosidad” o “astucia” con que se tram a y efectúa la fuga, com o a veces se le reprocha, particularm ente con referencia a la notoria escena del jardín45. E n presencia del padre, Z oraida pregunta al Cautivo si es “caballero” , si está y a “rescatado” , si está ya casado, cuándo piensa irse a España (1218), preguntas probablem ente por com pleto acostum bradas, convencionales en tales encuentros, aunque ella las hace para asegurarse de la integridad y de las buenas intenciones del cristiano. E l hecho efe que Agi M orato sirve “de intérprete” de la conversación -Zoraida no dom ina la lengua p ara com unicarse bien con el C autivo- es algo irónico, sin duda, pero no constituye un escarnio intencionado por parte de la hija. Q ue Cervantes no quiere afearla con m ancillas m orales de ninguna especie se evidencia tam bién por el hecho crucial de que la redime del peligro de tener que m entir. Cuando su padre la sorprende cam inando hacia la casa, “con desmayados pasos” y “con un brazo al cuello” del C autivo, “le preguntó que qué tenía” , y “com o ella no le respondiese” de inm ediato, él m ism o ofrece la explicación: “Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos

canes se ha desmayado” . El C autivo

confirm a:

“Ellos,

señor,

la

sobresaltaron, com o has dicho” (1219). Para m antenerse por com pleto honesta y Rosales, 550. Siempre fiel al prístino cristianismo, Rustan dice a Catalina, quien ve amenazada su fe, que de serle posible la huida: “te lo hubiera aconsejado” (La gran sultana, 381). Percas de Ponseti, 249 y sigs.

156

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

veraz, Zoraida no necesita desm entirlos, pues es verdad que “se sobresaltó” cuando unos turcos entraron al jardín “a robar fruta” (1219). P or cierto que el desm ayo efe Z oraida, en que la encuentra el padre, se debe, ante todo, a la fuerte em oción p o r la p rom esa del C autivo de no irse “en ninguna m anera” sin ella a E spaña, com o es tam bién cierto que Zoraida exagera su debilidad “doblando un poco las rodillas, dando claras señales y m uestras de que se desm ayaba” (1219), pero ¿justifica esto condenarla de “falsa”, “hipócrita”, “consumada actriz”?46 C on igual criterio, serían condenables S ilvia de E l trato de A rg el (132-3), C ostanza y particularm ente Zahara, prim er esbozo de Zoraida, de Los Baños de A rgel (301-2, 319, etc...), quienes “engañan con la verdad” en situaciones m uy parecidas, evidentem ente con entusiasm ada aprobación m oral de Cervantes47. E s que con tal “fingir” , com o dice S ilvia, “se granjearía el no estorbarnos nuestra vida amada” (132), se salvaguardaría su am or, su religión y se alcanzaría su libertad. El C autivo, quien com prende bien que ese fingim iento Cervantes ou le incertitudes du désir, 84). Masuccio Salernitano, Novella XVI, en Novelle. En esta obra se noveliza por primera vez [1476] la trágica muerte de Romeo y Julieta, con los nombres de Mariotto y Giannozza. Istoria di due nobili amanti, Α3\ Giuletta: “che debbo io senza te in vita più fare, signor mió?” Sorprende que en su interesante Theatrical Aspects o f the Novel: A Study o f Don Quixote, Syverson-Stork no considere este episodio, tan eminentemente dramático, teatral. Para Hathaway, sin embargo, todo este episodio es sólo “una pequeña tragedia de errores..., teatralidad de opera o melodrama” (“Claudia Jerónima”, 319, 326). Roque Guinart confiesa que vive en un “laberinto de confusiones”·, los amores de Claudia Jerónima y don Vicente tienen desenlace trágico por las confusiones de aquélla. ¿Sería éste acaso el asunto de La confusa, obra dramática perdida de que Cervantes habla con tanto orgullo (El viaje del Parnaso, 81)? Tal posibilidad se

CLARA JERÓNIMA, VICENTE TORRELLAS Y ROQUE GUINART

315

presente esa inexorable “Fatalidad” que a m enudo destruye cruelm ente a los m ejores: D ice R oque G uinart: “Y o, de m i natural, soy com pasivo y bien intencionado; pero... el querer vengarm e de un agravio que se m e hizo, así da con todas m is buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a despecho y pesar de lo que entiendo” (1482). Y com enta U nam uno: “Roque se sentía atado a su oficio co m o a un sino fatal. Era su estrella”59. A hora bien, Roque G uinart “reconoce la insolencia de su oficio”60 y a la vez com prende, con perfecta claridad, que la causa directa de éste son esos “deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los m ás sosegados corazones” (1482), así com o “turbaron” el de él. R econoce que sus “buenas inclinaciones” y su “claro entendim iento” se dem uestran débiles, im potentes frente al violento, corrosivo im pulso vengativo. R econoce, en suma, qu e su “m a la estrella” es su propia debilidad m oral y su renuncia a la razón. Es a s í que, lejos de poder gratificarle jam ás en cualquier sentido, sus “venganzas” -penosam ente irónicas y a por el hecho de que no sabe explicarse ni su razón (“no sé qué deseos de venganza”, 1482), pues se han vuelto en m era obligación, rutina de bando-, “se eslabonan” inextricable, incesante, incontrolablem ente con otras “venganzas”, llevándolo a una eventual inexorable destrucción m oral y física. E sta es, pues, la “Fatalidad” que se cierne sobre Roque G uinart -y, por im plicación, sobre todos los bandos-, cuyas form idables fuerzas destructoras son de incalculable alcance. S in em bargo, ¡no son invencibles! D ice R oque G uinart: “ ...pero D ios es servido de que, aunque m e veo en la m itad del laberinto de m is confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro” (1482). U na bella “estrella”, de comprobadas virtudes m ilagrosas, podría, únicam ente, orientarle hacia la salida, la redención: ¡el perdón!, “ ¡Perdónanos nuestras ofensas com o nosotros perdonam os a nuestros ofensores!” El perdón, aunque só lo efe iniciativa individual, em pezaría a “eslabonarse” con otros perdones, deteniendo por fin la m onstruosa rueda de las m utuam ente perpetradoras venganzas. R oque G uinart, “de natural com pasivo y bien intencionado, y de buen entendim iento” , m antiene su “esperanza” , ¿ya vislum brando el bello resplandor de esa m ágica “estrella”? Q uizás lo vislum bre, pero al fin del episodio lo vem os todavía m uy escéptico respecto a la posibilidad de una reconciliación, de la paz entre los feroces bandos catalanes. E n su carta a A ntonio M oreno parece revelarse cierto hum or cínico al encarecer “las locuras y discreciones de D on Q uijote” , que, con “los donaires” de Sancho, “no podían dejar

59 60

sustenta mucho también por la aguda observación de Rodríguez Marín de que “el relato de Clara Jerónima está lleno de endecasílabos sueltos”, que “suena” de continuo a “verso” (Vid. Gaos, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, II, 849, 851). Según su práctica frecuente, Cervantes utilizaría el mismo asunto en géneros distintos; en éste caso, los “endecasílabos” preservados revelarían su uso original. Unamuno, La vida de Don Quijote y Sancho, 328. Ibid.

316

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

de dar gusto general a todo el m undo”, sin excluir a sus enem igos, los Cadells (1484). L a inclusión de éstos responde a una ulterior ocurrencia de R oque G uinart, debida, probablem ente, a su certera intuición del enorm e efecto “cóm ico” que tanto p ara los N ierros com o para los Cadells tendrían esas “locuras y discreciones” de D on Q uijote respecto a la posibilidad de acabar con la guerra de los bandos y de una reconciliación entre ellos: “ ...que dejasen ese m odo de vivir tan peligroso así para el alm a com o para el cuerpo...; el principio de la salud está en conocer la enfermedad y querer to m ar el enferm o las m edicinas...” (1481, 1482). Tales “pláticas” de seguro “no les entrarían bien” ni a los N ierros ni a los C adells, no por “rústicos” db entendim iento com o los “escuderos” (1481), sino, sobre todo, p o r una ceguera de la m ente y una dureza del corazón, en que el odio, el rencor y la venganza los tenían esclavizados, constituyéndose ya en condición inherente, orgánica, personal y socialm ente. L os prudentes, m orales, sabios consejos con que D on Q uijote desea ayudar a sus com patriotas -com o, notablem ente, en varias otras ocasiones sem ejantes en la Segunda Parte del Quijote^1-, serían ridiculizados por am bos bandos, los auténticos locos, todos incapaces, por su orgullo, de dar el prim er paso hacia el perdón, com o m era hum orada, en sum a, com o inútil, risible quijotería: “ ¡Pobre D on Q uijote, paseado por la ciudad con tu ecce hom o a espaldas!”62

Vid. los ensayos anteriores. Unamuno, La vida de Don Quijote y Sancho, 330. Sólo teniendo en cuenta este hecho se puede explicar que “don Antonio is a model of civility, a refined aristocrat whose idea of amusement, nonetheless, is to put Quixote on display to throngs in the street” (Murillo, A Critical Introduction to Don Quixote, 241). Es parte fundamental del pensamiento de Cervantes de que cada individuo es, en definitiva, responsable de sus acciones, de su vida, por su libre albedrío. Así, Roque Guinart es, en definitiva, responsable de su bandolerismo, pese a todas las circunstancias que lo inducen a tal vida. Esta conclusión sobre la inferencia cervantina nos parece lógica, por todo el contexto, sin necesidad de evocar las polémicas teológicas de los dominicanos y molinistas sobre el libre albedrío (Weber, “Don Quixote with Roque Guinart”, 132-3). Al exaltar la “fe” de Roque Guinart en la “Gracia Divina”, como medio suficiente para la “Salvación”, identificándola con la del autor, Casalduero propone una actitud que nos parece insostenible, a base de todas las obras de Cervantes (Sentido y forma del Quijote, 355-6). Las sugerencias de Unamuno sobre el “sino fatal” de Roque Guinart, que se discute en relación con el “malhechor colgado junto a Cristo”, San Dimás, Pablo de Tarso, Pablo el hermitaño, Enrico de Tirso de Molina, Martín Fierro, e tc ...”, nos resultan, en gran parte, contradictorias (La vida de Don Quijote y Sancho, 3219). Para Selig, Roque Guinart revela un aprecio por el arte del Quijote, al querer compartir la diversión con los Cadells (“Some Observations on Roque Guinart”, 278). Resulta, sin embargo, insostenible, por todo el contexto, que lo sugiera como posible instrumento de la reconciliación. Opinión contraria a nuestra observación en Murillo, A Critical Introduction to Don Quixote, 239.

CLARA JERÓNIMA, VICENTE TORRELLAS Y ROQUE GUINART

317

“Ed allora si divise la città in due fazioni, com e già era tutta Italia, cio è in G hibellini e G uelfi, che fu l'ultim a rovina di m oite fam iglie nobilissim e, di modo che dapoi le discordie e le sétte tra le parti, e tra li nobili ed il popolo e tra popolani grandi ed il popol m inuto, fecero varie e grandissime m utazioni, e sem pre con spargim ento di sangue grandissimo e rovine di bellissim i palazzi ed esilio di m o lti...”63. E scueta referencia novelística a una notoria tragedia nacional, repetida, sin diferencias notables, con harta frecuencia, en m uchos países. F rancisco M anuel de M eló observa que los bandos de los N ierros y Cadells “no [eran] m enos celebrados y dañosos a su patria que los G üelfos y G ibelinos” y otros bandos europeos y españoles64. A sí, evidentem ente, piensa tam bién Cervantes al contem plar esa interm inable guerra fratricida, cruel sangría, frecuentem ente, de los m ejores h ijo s efe C ataluña, de España. Es, sobre todo, para dramatizar este hecho trágico que crea los fascinantes retratos de Roque G uinart y Clara Jerónim a, am bos, esencialm ente, víctim as, tanto

por su

propio

sufrim iento

com o por el que -instrum entos

im prudentes, indiscretos, reticentes o inconscientes del violento torbellino políticoinfligen a los otros. E n sus incisivas fisonom ías, proyectadas sobre el fondo negro, om inoso, deshumanizado del caos y de la violencia, se individualiza, de modo novelísticam ente m agistral, la terrible agonía colectiva, nacional. D e una técnica esencialm ente parecida se serviría G oya en su fam osa pintura Tres de m ayo. C om o sucede a menudo en las obras cervantinas de todos los géneros, en este episodio del Quijote se entrelazan elem entos “rigurosam ente históricos” (las guerras de los bandos catalanes, Roque G uinart, etc...) con otros patentem ente inventados, ficticios (Don Q uijote, el encuentro de éste con Roque G uinart y C laudia Jerónim a, los am ores trágicos de ésta, etc...), sintentizándose todo en u n a arm oniosa situación literaria que, sim ultáneam ente, se revela com o una ingeniosa, gráfica, original e im portante m etáfora de una deplorable faceta de la realidad histórica, política, social y m oral de la E spaña de los Felipes. Por virtud de esta sutil, ponderada com binación efe lo “histórico” con lo im aginativo, am bos elem entos se fecundan recíprocam ente, novelándose y dram atizándose lo “histórico” y, a la vez, “historizándose” lo ficticio, novelesco. El m ism o procedim iento artístico, utilizado con igual intención, se aprecia, dentro del género novelístico, siglos después, en los E pisodios nacionales de Galdós65 y en L a guerra y la paz de T olstoy, para recordar sólo algunos de los ejem plos m ás notables. U no de los efectos m ás transcendentales de tal procedimiento

Bandello, Novella I, I , 10. Citado por Unamuno, La vida de Don Quijote y Sancho, 329. Vid. Gullón, “La historia como materia novelable”, en Galdós: el esaitor y la aitica, 403-426. Sánchez se refiere al episodio de Ricote, del Cautivo y de Roque Guinart como “episodios nacionales cervantinos” (“Arquitectura y dignidad moral de la Segunda Parte del Quijote”, 10-11).

318

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

es que la literatura, además de su intrínseco valor artístico, adquiere tam bién el p restig io de fidedigna, auténtica fuente histórica. D ice a este propósito P ío Baroja: “la tendencia de los escritores a buscar el conocim iento de un país en la literatura, y no en la historia, es m ucho m ás exacta... que la de los políticos [que lo buscan] en la h isto ria y la estadística” . Entre la literatura m ás valiosa tam bién en este sentido B aroja recom ienda la de Cervantes66.

66

Baroja, “La literatura y la historia”, 1100.

CAPÍTULO XIV CONCLUSIÓN

CA PÍTU LO X IV CONCLUSIÓN

Para apreciar bien la estructura del Q uijote es im prescindible tener en cuenta las reiteradas enfáticas declaraciones de C ervantes de que “todo” su Q u ijo te es “una invectiva contra los libros de caballerías”, una sistem ática parodia de ellos. P or el afán de descubrir significados m ás

transcendentales en la

genial

obra,

que

indudablem ente contiene, a m enudo se m enosprecia la im portancia de estas advertencias, com o lo lam entaba ya O rtega y Gasset: “E n la crítica de los ú ltim o s tiem pos se ha perdido la atención hacia este propósito de C ervantes. T al vez se ha pensado que era una m anera de decir, una presentación convencional de la obra. N o obstante, hay que volver a este punto de vista. Para la estética es esencial ver la obra de C ervantes com o una polém ica contra las caballerías”. Es “esencial”, porque el Q uijote es un conjunto de continuas “alusiones” -en palabras de Casalduero- a los libros de caballerías, de cuya precisa percepción depende el aprecio tanto de su fundam ental

sentido

ideológico

com o

tam bién

de

sus

sutiles

porm enores.

“A lusiones” im portantes a los libros de caballerías en el Q uijote son tam bién las “novelas y cuentos” interpolados. Y a se h a observado en los estudios cervantinos que la estructura novelística con interpolaciones del Q uijote tiene antecedentes en la literatura clásica, m edieval y renacentista y, claro está, tam bién en la literatura caballeresca. S in em bargo, pese a que a veces se destaca que esta técnica narrativa del Q uijote es asim ism o parte de la intención paródica, nunca, a nuestro juicio, se ha explicado satisfactoriam ente en qué sentido preciso lo es. A sí, esta relación entre la parodia y lo parodiado, acaba entendiéndose, com únm ente, com o un mero rem edo de modelos. Para Cervantes, entre las m uchas lacras de los m alos libros de caballerías la m ás grave es su ridicula, absurda confusión de la ficción literaria con la realidad, la vida, flagrantemente obvia en todas sus partes, en la acción o tram a central com o en las secundarias. E n el Q uijote, responde con una ingeniosa concepción paródica, haciendo que las aventuras de D on Q uijote, la tram a central, com o tam bién las “novelas y cuentos” interpolados, tengan com o tem a fundam ental precisam ente la confusión, consciente e inconsciente, de la literatura, de la ficción, en general, y la

322

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

realidad cotidiana. L a confusión de D on Q uijote está referida específicam ente a la literatura caballeresca, pero al pedir que se quem en todos los libros de aquél, la sobrina destaca, aunque de seguro sin darse cuenta de la im plicación, que no es la clase de literatura en sí la que produce la confusión, sino, sobre todo, la indiscreción o la condición aním ica de la persona que la lee. E s lo que después se dem uestra con G risóstom o y otros lectores indiscretos de la literatura pastoril; con A nselm o, lector de la novella boccacchesca; con los

“am antes entrecruzados” y

la literatura

caballeresca; con el C autivo y la literatura m orisca-fronteriza, religiosa-m ilagrera, y con otros confusos respecto a los m ás variados tipos de ficción. O bserva agudamente Pellegrini: “N on c'é quasi figura del rom anzo... che parli senza inforcare il cavallo di P egaso e non adopri un linguaggio libresco..., tutti... sem brano in d im estichezza con il m ondo della carta stam pata e della retorica”. D iríam os que en el Q uijote no hay personaje que utilice la literatura sin que con ello se nos sugiera el problem a precario, peculiar, entre aquélla y la realidad, entre la ficción y la vida. E ste problem a penetra hasta las células m ás pequeñas de la obra. C abe observar que la confusión entre la realidad y la ficción a veces no se trata con censura, sino con honda sim patía y com prensión, com o en el caso del C autivo, en que se representa com o un desesperado intento de evasión im aginaria del espíritu oprim ido, anhelante aún del m ás pálido rayito de esperanza, de ilusión, que la cruel realidad se niega a prom eterle. C on la confusión entre literatura y vida en los “am ores entrecruzados”, Cervantes tiene tam bién el propósito im portante de proponer un parám etro m ás verosím il, dictado p o r la experiencia vital, a la extrem a artificiosidad, despreocupada de los supuestos hum anos, de la literatura bizantina, cuya presencia, com o elem ento tem ático y estructural constitutivo, es característica fundam ental de la literatura caballeresca en España ya desde el Caballero Cifar. P or contraste intencionado, paródico, con la interpolación y el entrecruce (fe narraciones de todas clases en la literatura caballeresca, a m enudo sin discernible relevancia tem ática ni form al para el conjunto, Cervantes entrelaza las aventuras (fe D on Q uijote con las de los protagonistas de las “novelas y cuentos” interpolados, es decir, la tram a central con las secundarias, de m odo tan íntim o y significativo, tanto en lo tem ático com o en lo form al, que al fin todas las tram as se revelan m utuam ente com plem entarias y, de hecho, inextricables. L a licitud crítica de esta conclusión se refuerza tam bién por el hecho im portantísim o de que las “novelas y cuentos” interpolados, conjuntam ente con las aventuras caballerescas de D on Q uijote, se constituyen en una representativa “galleria dei generi letterari” -en expresión (fe Segre- de esa época. Todo este m aterial tan variado responde a la apetencia por la variedad, que también los libros de caballerías tratan de gratificar, pero C ervantes lo conform a cuidadosa e ingeniosam ente al tem a fundam ental de la literatura y la vida, de la ficción y la realidad, a la vez que con él abarca una experiencia literaria y

CONCLUSION

323

existencial m uy am plia, contem poránea, histórica y, a la vez, universal, perenne. Desde esta perspectiva se com prende que esas “novelas y cuentos” n o son sólo relevantes sino esenciales y que, en realidad, ni es correcto llam arlos “interpolados” , pues son parte íntegra, consustancial del m ism o organism o. S egún P inciano, “la fábula debe ser una y varia..., adm irable y verosím il” . En su Q uijote de 1605, C ervantes ilustra este precepto, dem ostrando, de m odo ejem plar, la posibilidad efe conciliar la variedad con la unidad, creando una com posición artística de extraordinaria armonía. Parodia perfecta, genial, de los “feos” y “descom puestos” libros de caballerías, es lógico que todos los elem entos del Q uijote constituyan una parte íntegra, esencial (fe la estructura paródica, consciente, sistem áticam ente paralela a la típica de esos libros. En todos sus aspectos, nada accidentales ni caprichosos, ésta está determinada p o r un lúcido, coherente propósito literario e ideológico, im plícitam ente correctivo respecto a la heterogénea pero caótica m ateria y estructura de esa m ala literatura caballeresca, proponiéndose, en definitiva, tam bién com o un libro de caballerías ejem plar y radicalm ente original. C ervantes presenta a D on Q uijote a través de toda la Primera Parte con el “cerebro derrumbado”, desde que de él se apodera la obsesión caballeresca, causada por sus lecturas de los desvariados libros de caballerías. E sta locura se intensifica, m ás allá efe cualquier remedio posible, lo que se dramatiza con la vuelta definitiva a su pueblo “sobre el carro de bueyes” , por deseo del propio D on Q uijote, convencido de estar “encantado”. P atético “pobre” loco, prisionero de su propia obsesión, ¡incurable!, pues de tan intoxicador, fatal efecto era esa m ala literatura a que se entregó con tan im prudente, indiscreto abandono. A l fin, lo contem plam os “m irando con o jo s atravesados” sin “acabar de entender en qué parte estaba” . Q uizás la decisión (fe A vellaneda de encerrar a D on Q uijote en un m anicom io no se deba, a fin de cuentas, a su incom prensión del personaje cervantino, sino m ás bien a su aguda percepción de la actitud irrisoria con que C ervantes m ism o enjuicia a su intratable “loco” . A sí, al acabar el Q uijote de 1605, C ervantes, con toda probabilidad, lo consideraba com pleto, definitivo. Y a nada le quedaba que decir sobre el asunto. L o dicho bastaba: el extravío de D on Q uijote con sus causas específicas y sus inexorables efectos quedaba dem ostrado y, consecuentemente, la em presa ideológica y literaria plenam ente realizada. Todo indica que Cervantes no contem plaba una continuación, porque nada le sugería que ésta fuese necesaria ni deseable, porque, en particular, la concepción de la locura quijotesca constituía un rem ate rotundam ente conclusivo, ya sin posibilidad de variación y desarrollo significativos en cuanto a la intim idad del personaje. L a Segunda Parte del Q uijote, 1615, apareció después de un interludio densamente preñado de sugerencias provocadoras respecto a la gestación intelectual, em ocional y artística. L a perspectiva de esta obra, en com paración con la

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

324

Primera P arte, se ensancha enormemente. Sus intenciones y alcances son claramente distintos, nuevos, a la vez que tam bién se sustentan en los postulados establecidos, prolongándolos. L a Segunda Parte es así una continuación de la Primera Parte, pero, a la vez, tam bién una obra m uy diferente. C reem os que el no tenerse bien en cuenta esta crucial distinción es una de las razones principales de las inconsistencias y contradicciones que suelen caracterizar las interpretaciones, particularm ente del carácter de D on Q uijote. Con el pasar de los años, meditando sobre su estram bótico “hidalgo” , a C ervantes debía de ocurrírsele m ás y m ás la im presión, la convicción efe que no h ab ía tratado con entera equidad a su fam oso personaje. ¿Se m erecía éste efe veras todo ese hum illante trato, esos continuos terribles porrazos, sólo porque se ha dejado engañar por esa literatura absurda? ¿N o se había quizás dejado influir tam bién él, C ervantes, al m enos en alguna ocasión, por esas extravagantes ficciones? ¿No había h asta actuado a veces con espíritu e im pulso de auténtico “loco” caballero andante? ¿N o se había entregado él tam bién alguna vez a bellos pero im posibles sueños? ¿N o había soñado con D ulcinea? R idicula, absurda seguía pareciéndole a C ervantes la confusión entre la literatura y la vida de D on Q uijote, pero, por im prevista anagnorisis, también em pezaba a reconocer en la fisonom ía de éste ciertos rasgos distintivos de su propia personalidad íntim a. C on el tiem po, Cervantes em pezaría a sentir siem pre m ayores com punciones por su tan categórico y severo reniego del extraviado pero bondadoso personaje. Por lo m enos, en cuanto reflejo fiel del ser hum ano,

tam bién

D on

Q uijote

debiera m anifestar

una

personalidad

m ultidim ensional, variable, com pleja, m otivada por m uchos factores, a m enudo m uy íntim os, apenas intuibles. A sí, con ánim o contrito y a la vez excitado, tanto en el sentido hum ano com o artístico, C ervantes a la postre determ inó expiar su previo arbitrario, irrisorio m enosprecio, escribiendo una historia m ás com pleta y verídica de D on Q uijote con una Segunda Parte de sus andanzas caballerescas. E s así que la personalidad de D on Q uijote “sufre” un cam bio “sorprendente”, inexplicable para m uchos lectores. E n esta Parte, los ju icio s de D on Q uijote son a m enudo por com pleto lúcidos y -lo que es de im portancia crucial- totalm ente relevantes, oportunos y necesarios respecto a las circunstancias a que se aplican, constituyéndose así en una conciencia individual y colectiva ideal, severa, reprensora y, a la vez, ju sta y ecuánim e. D e acuerdo con este cam bio, es lógico que en la Segunda Parte se encuentre un m undo que suele ser m enos discreto o m ás “loco” que D on Q uijote m ism o.

En

la

Primera Parte, la

actuación

de éste

dem uestra

patente

y

consistentem ente su propia locura, m ientras en la Segunda, a menudo se revela, ante todo, la m aldad, impropiedad o tontería de los que con él tratan tachándolo de loco. E ste cam bio de enfoque afecta a todas las relaciones entre los personajes, la estructura de la obra, y, consecuentem ente, tam bién a los cuentos que Cervantes señala com o “casos sucedidos al m ism o Don Q uijote”, para poner de relieve la nueva, m ucho m ás

CONCLUSION

325

transcendental función de éste en la Segunda Parte, en sus enfrentam ientos co n el m undo, por virtud de los cuales éste se revela en sus m ás ridiculas, tontas, m ezquinas, malvadas e innobles tendencias. Todos estos cuentos se entretejen de m odo inextricable con todos los otros elem entos del texto. U na relación ín tim a, inquebrantable entre las “novelas y cuentos” y los demás elem entos se realiza y a en la Primera Parte, pero de un m odo distinto, a base de una prim ordial preocupación literaria, paródica. En

cam bio,

en la Segunda

Parte,

la

tram a

se

unifica

principalm ente a base de una interacción esencial de todos los personajes, principales y secundarios, con el objeto prim ordial de revelarlos a todos sim ultáneam ente en sus m odos de ser, en sus actitudes y tendencias m ás significativas, cruciales frente a los problem as de la vida. R evelar la nueva faceta del quijotism o es a s í la función esencial, aunque no única, de los cuentos de la Segunda Parte del Q uijote. La “sim etría” que pueda percibirse entre éstos y los de la Primera Parte, responde al propósito lógico de proporcionar a D on Q uijote situaciones generalm ente análogas a que reaccione, ahora de m odo m uy diferente, al invertirse, en cierto sentido, las partes del quijotism o y de sus antagonistas. Los enfrentam ientos de D on Q u ijo te con los personajes y las situaciones de los cuentos de la Segunda Parte hacen apreciar el aspecto positivo, ideal del quijotism o y la deseabilidad de su im plem entación, vitalm ente necesaria pero por com pleto im posible, por la ignorancia, tontería, indiferencia y maldad del m undo, que lo condena y ridiculiza com o cóm ica locura, aun cuando percibe su sensatez. P or su hipócrita conveniencia, lo aprovecha com o pretexto para justificar sus propias faltas, para evitar la urgente necesidad de un honesto y penoso auto-escrutinio y de una consecuente radical enm ienda personal y social. L a “locura” de Don Quijote de la Segunda Parte, en su sutil función de locuraverdad, tiene un inequívoco parentesco con las notorias funciones satíricas, reveladoras de las necedades humanas, de la “locura” erasm iana. D on Q uijote habla y actúa com o loco, com o cuerdo y com o loco-cuerdo en am bas Partes, pero en la Segunda son m ucho m ás num erosos los casos de su lucidez, discreción y cordura que los de su locura. Sin em bargo, este cam bio no se efectúa de m odo arbitrario, sino con la debida atención a la verosim ilitud, para Cervantes siem pre im prescindible en u na buena obra literaria. Al convalecer, al com ienzo de la Segunda Parte, A lonso Quijano sabe que la gente se burla de sus pasadas andanzas caballerescas, que hasta ya están im presas en un libro que todos consideran muy cóm ico. Y sin em bargo, decide em prender una nueva salida cuanto antes. U na razón im portante de esta decisión es su angustia pánica al considerar las alternativas: permanecer y a para siem pre en ese m ortífero “lugar” m anchego, renunciar a la libertad de los incitantes cam inos p o r el m undo y, sobre todo, al ensueño del am or. Aunque sus andanzas pasadas fueron desvariadas, su intención fue siem pre buena, generosa, noble. ¿N o es tal intención siem pre necesaria entre la gente? L a maldad del m undo ¿no ju stificaría quizás,

326

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

asim ism o com o antes, su m isión caballeresca, aunque, claro está, practicada con m ás discreción y prudencia que antes? Incitado, pues, por una clara conciencia de su peculiar existencia cotidiana, del m om ento “crepuscular” de su vida, y armado de una fervorosa convicción de una perenne urgente necesidad del propósito noble en el m undo, A lonso Q uijano emprende, con clarísim a conciencia de su decisión y sus inexorables consecuencias, la tercera salida com o D on Q uijote. E sta pretendida personalidad caballeresca, de la cual es casi siem pre consciente en la Segunda Parte, no la representa com o un ingenioso acto teatral o com o un divertido ju e g o de niños -aunque a veces tam bién esto se puede percibir-, sino com o una em presa personal efe ineludible necesidad, de profundo, transcendental sentido existencial, com o tam bién de la m ayor im portancia y urgencia para la sociedad entera. E sta em presa caballeresca de la Segunda P arte, que A lonso Q uijano realiza con inteligente conciencia y lucidez, pero tam bién -com o sería verosím il y anticipable- con ocasionales m anifestaciones de su notoria personalidad obsesiva e im pulsiva, la ofrecería al fin, al “rendir su espíritu ” , com o justificación parcial de su existencia, a su com pasivo y com prensivo Creador. E n la Segunda Parte, D on Q uijote se nos presenta a m enudo com o personaje de gran com plejidad, a veces paradójica e im penetrable, y ello no obstante, o m ás bien gracias a ello, de total verosim ilitud artística y hum ana, y de profiindidad y sutileza novelísticas genuinam ente m odernas. R especto a la Primera Parte, revela con seguridad la m etam orfosis radical desde la representación paródica, de fines preponderantem ente literarios, hacia la personificación de un problem a que, sin dejar de ser literario, es, esencialm ente, de carácter existencial y de alcance universal.

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LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

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B etanzos P alacios, O., 203. B occaccio, G „ 63, 68, 75, 79, 81, 86, 88, 89, 222. B orges, J.L ., 219. B uchanan, M .A ., 29. B ulgin, Κ., 232, 233, 234, 235, 239, 241, 245, 247, 248, 249. C alderón de la B arca, P., 221. C am am is, G ., 144. C am ón A znar, J., 202, 219, 220. C anavaggio, J., 276. C asalduero, J„ 17, 27, 28, 29, 36, 62, 90, 104, 116, 122, 127, 129, 132, 138, 149, 208, 247, 248, 273, 321. C astro, A ., 15, 16, 17, 25, 29, 39, 40, 41, 53, 56, 90, 150, 192, 213, 293, 302. C irot, G „ 63, 80, 90, 143, 152, 238. C lem encín, D ., 19, 50, 99, 160, 161, 177, 178, 281, 299, 304. C lose, A ., 16, 25, 203, 205, 213, 214, 216, 219, 220, 265, 270, 273. C occio, A ., 97. C om bet, L „ 110, 135, 139, 282, 311, 314. C roce, B., 262. C ruz, A .J., 36. C ruz C asado, A., 96, 101. C ruz, San Juan de la, 47, 48, 146. C ull, J.T., 129. C zako, A., 216. Chasca, E. de, 27. C hassang, A ., 96, 138. C hurch, M ., 139. D escousis, P., 146. D arío, R „ 216, 221. D íaz C abal, M „ 192. D íaz Plaja, G., 218. D iego, G., 218. D om ínguez O rtiz, A., 291, 292, 293, 294, 295. D udley, E „ 16, 17, 95, 109, 114, 115, 116, 117, 133, 136, 137, 138. D urán, M ., 213, 284. E isenberg, D., 29. El Saffar, R „ 29, 32, 75, 222. E llis, R .R ., 61, 75, 89, 91, 196. E ncina, J. del, 42, 45, 56, 193. E rasm o, D „ 257, 258, 260, 261, 264, 265.

INDICE DE AUTORES CITADOS

345

E urípides, 160. F ajardo, S.J., 129. F ernández, J., 39, 52. F erreras, J., 29, 91. F ielding, H ., 15, 21, 214. F inello, D .L ., 52. F olengo, T., 24. F o rd o n e , A .K ., 29, 48, 51, 96, 149, 162, 213, 273. Ford, J.D ., 29, 175. G aos, V., 19, 20, 36, 177, 178, 249, 253, 258, 263, 264, 265, 269, 2 77, 281, 282, 299, 304, 305, 315. G arcía, W .B ., 144. G arcía A renal, M ., 289, 290, 291, 293, 294, 295. G ilm an, S., 95, 132, 138. G oethe, J.W., 57. G óngora, L. de, 231, 238. G onzález G erth, M ., 42. G onzález López, E., 117, 159, 161, 162, 167, 172. G ossy, M .S., 248. G uzm án, E ., 203. H ahn, J., 172. H anrahn, T., 282. H art, T.R ., 48, 49, 52. H athaw ay, R.L., 129, 299, 300, 310, 311, 313, 314. H atzfeld, H ., 16, 17, 27, 29, 33, 36, 95, 101, 104, 130, 138, 231, 2 34, 238, 2 45, 247, 264, 309. H eliodoro, 95, 96, 101, 102, 139. H errero, J., 40, 42, 44, 47, 53, 99, 114, 116, 117, 118, 122, 133, 136, 137, 215. H iguera, H., 256. Iliades, G „ 143, 151, 159, 161. Im m erw ahr, R,, 16, 17, 18, 118, 183. Iventosh, H „ 39, 40, 41, 44, 46, 53, 55. Jeheson, M Y ., 49. Johnson, C .B., 17, 129, 181, 219, 222. Joly, M „ 129. Juan B olufer, A ., 27. K ipling, R „ 219. K ossof, A .D ., 129. L a Rochefoucauld, F. duc de, 313.

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

346

L eón, F ray L uis de, 48, 49. L ó p ez E strada, F., 97. L ó p ez Fanego, O., 292. L ó p ez P inciano, A., 36, 96, 101, 323. L orente-M urphy, S., 299, 300, 302. L ukács, G., 217, 223. M achado, A ., 218, 219. M ach t de V era, E., 52. M ackey, M ., 49. M adariaga, S. de, 16, 21, 97, 103, 111, 128, 133. M aeztu, R. de, 203, 204, 216, 218, 222. M áinez, R ., 205. M ancing, H ., 218, 264. M ann, T ., 246, 265. M añach, J„ 218, 221. M arguerite de N avarre, 68. M arianella, C „ 278, 279, 280, 281, 283. M arías, J„ 17, 219. M árquez, H P „ 175, 182, 184, 278, 280,

311.

M árquez V illanueva, F „ 24, 103, 109,

112, 116,

118, 119, 120, 122, 125, 127,

132, 134, 135, 136, 140, 143,

144,145, 146, 148, 149, 150, 151, 152,

153, 154, 156, 157, 158, 159,

160,166, 171, 183, 189, 190, 192, 193,

196, 213, 273, 282, 284, 295, 311. M artín G abriel, A ., 96, 101, 139. M artín M orán, J.M ., 213. M artín ez B onati, F., 18, 21, 27, 28, 32, 35, 183. M asuccio Salernitano, 314. M ay, L P „ 146, 148. M azzoni, G ., 254. M enéndez Pelayo, M ., 203. M enéndez Pidal, R., 27. M eregalli, F „ 143, 150, 152.. M esa y R osales, E. de, 218, 223. M oner, M ., 101, 183, 259, 307. M ontem ayor, J. de, 138, 152, 177, 248. M oreno B áez, E., 15, 16, 21, 27, 236. M orón A rroyo, C., 144, 154, 157, 166, 218. M u rillo , L .A ., 43, 144, 149, 154, 171, 183, 208, 265, 276, 279, 281, 282, 284, 285, 299, 316.

INDICE DE AUTORES CITADOS

347

N abokov, V ., 300. N allim , C .O ., 16, 17, 27. N auschàfer, H .J., 62, 63, 87, 89. N avarro G onzález, A., 218, 223. N ieto, R ., 110, 118, 122, 123, 132, 135, 137, 138, 139, 143, 144, 172. N úñez de Reinoso, A ., 247. O liver A sín, J., 171, 172. O rteg a y G asset, J., 28, 117, 270, 321. O sterc, L., 255, 256. O tero, C P „ 62, 63. O vidio, 183, 228, 234, 244, 248. P apini, G., 222. Paredes N úñez, J., 207. P arker, A .A ., 15, 16, 21, 22, 25, 26, 130, 205, 214. Parodi, A ., 144. Pellegrini, S., 15, 29, 34. Perças de Ponseti, H., 62, 63, 77, 87, 88, 89, 95, 110, 143, 144, 145, 146, 149, 150, 152, 155, 157, 158, 163, 166, 167, 275, 295. P érez, L., 218. P érez de H ita, G., 162, 228. P érez de la D ehesa, R., 62. P iluso, R.E., 140. P irandello, L., 282. P oggioli, R ., 48. P orto, L. da, 308, 309, 310, 312, 314. Predm ore, R., 29, 34, 130. Quadra-Salcedo, M.V., 50. R edondo, A., 129, 222, 228, 234, 235, 247, 249. R endall, S „ 48, 49, 52. R esina, J.R ., 32, 39, 57, 109, 118. R eyes C ano, R., 131. R iley, E .C ., 7, 15, 16, 18, 20, 28, 29, 61, 89, 99, 138, 149, 166, 175, 182, 2 05, 206, 207, 208, 222, 234, 244, 253, 265, 299. R iquer, M. de, 132, 230, 274. R obert, M ., 218. R oca, V icente de, 189, 190, 192. R odríguez M arín, F., 177, 202, 278, 280, 315. R odríguez-L uis, J., 95, 100. R ohde, E ., 95.

LOS CUENTOS Y LAS NOVELAS DEL QUIJOTE

348

R ojas, F. de, 99. R ojas, R., 223. R om ero, C., 96. R osales, L ., 39, 40, 41, 43, 48, 49, 54, 55, 57, 144, 153, 154, 155, 157, 158, 159, 162, 282, 283. R oux, L „ 62, 63, 69, 89. R ussell, P., 16, 23, 203, 214, 236, 270. R uta, M .L ., 143, 147, 151, 154, 161. San M ateo, E vangelio de, 154. San Pedro, D. de, 117. S ánchez, A ., 99, 196, 205, 223, 265, 281, 317. S ánchez R ojas, J., 48. Satake, Κ., 108. Schevill, R., 15. Segre, C., 16, 17, 35, 322. Selig, K .L ., 295, 300, 302, 304, 305, 314, 316. S errano Plaja, A ., 222. Shakespeare, W ., 89, 160, 307, 308, 310, 313, 314. Sieber, H ., 52. S innigen, J., 235, 239, 246. Spitzer, L., 130, 143, 150, 152, 154, 159, 295. Stagg, G., 27. S tegm an, T .D ., 96. Stern, C., 222. S terne, L., 265. S w ift, J., 265. S yverson-S tork, J., 95, 282, 314. T acio, A ., 95, 96, 97, 139, 228, 246, 247. T am ayo, J.A ., 50, 53. T ansillo, L., 71, 74. T eresa de Jesús, Santa, 147, 150. T hom as, D ., 221. T irso de M olina, 109, 123, 127, 136, 316. T ogeby, Κ., 50, 53, 202, 204, 208, 283. T orrente B allester, G., 214, 219, 220, 222, 269, 270, 271, 283. T orres N aharro, B., 167, 260, 261. T rapiello, A ., 212. T rueblood, A ,S., 138, 139. U nam uno, M . de, 16, 203, 221, 223, 282, 300, 302, 303, 304, 305, 315, 316, 317.

INDICE DE AUTORES CITADOS

U rbina, E., 276. V alencia, G., 221. V allejo N ájera, A ., 102. V an D oren, M „ 222, 270, 272, 284, 285. V ega, G arcilaso de la, 45. Velázquez, D. de, 117. V ilanova, A ., 213, 273. V oltaire, 156. W ardropper, B., 67, 78, 87. W eber, A., 143, 154, 299, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 316. W eiger, J.G., 17, 117. W illiam son, E., 18, 49, 50, 138, 143, 149, 175, 207, 208, 216, 295. W iltront, A .E ., 52. Wolff, S.L., 95, 107. Z orrilla, J., 123.

349