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EL REENCUENTRO DE LOS MATAPERROS Los Mataperros (Élver, Lucho y Ángel) se encuentran después de 34 años en la plaza de Armas de Tarma, para la misa por los 40 años de la muerte de la Mamatoya. Ellos vivieron con su abuela en el barrio de Callancha hasta los 12 años, fecha en la que murió un 18 de febrero. Ángel da a conocer el destino que cada uno tomó: Lucho se convirtió en sacerdote; Élver, en torero y Ángel en escritor.

LA TERRORÍFICA VIDA DE LA SEÑORITA BAYLÓN Los tres primos, reunidos en la plaza de Armas, deciden ir a la casa de la señorita Baylón, quien vivía en la calle 2 de Mayo. Ángel recuerda el día que ingresó a esta casa, después de cinco meses de la muerte de esta mujer. Ángel ve sentada a la señorita Baylón en una esquina de su habitación y es testigo de la discusión que ella tiene con sus padres donde les reclama el maltrato que le han dado y los intentos de aborto que tuvo su madre. Ángel también encuentra una foto de su compañero Edgar Aldana atravesada por alfileres y cuatro velas negras encorvadas. Ángel se queda escuchando y viendo al fantasma de la señorita Baylón quien dormitaba y acariciaba el pelaje de sus gatos. Ángel se distrae observando una fotografía cuando escucha que la señorita Baylón lo llamaba. Cuando Ángel ve el rostro cadavérico de la señorita Baylón grita tan fuerte que ella huye por la ventana convertida en una nube de vapor. Ángel se desmaya y lo atienden sus abuelos y el guardia Montoya. Al día siguiente, la Mamatoya llama la atención a Ángel y le comenta que un día antes de que muriera Edgar Aldana ella vio a unos gatos en procesión en el techo de la señora Jetza Cachay. Los primos, ya mayores, recuerdan que los padres de Edgar Aldana no pudieron soportar la pérdida de su hijo y decidieron acabar con su vida tomándose un brebaje potente. Luego de haber visitado la casa de la señorita Baylón deciden volver a la plaza de Armas, ahí hablan sobre el presidente Odría y la construcción de la Catedral. Luego van hacia el cementerio, antes de entrar Lucho compra unas flores en un quiosco, pero la vendedora, al no tener cambio para un billete de veinte soles, accede a que le paguen más tarde, además da a conocer que los conoce desde que ellos eran pequeños y les dice que son los nietos de la Mamatoya. Ángel, Lucho y Élver ingresan al cementerio, se persignan ante la capilla del cementerio y se dirigen hacia la tumba de la señorita Baylón. Ángel les sirve de guía. Ahí recuerda la fecha en que la señorita Baylón quemó su carreta Meteoro. Cuando la señorita solía escupir a la gente mientras la paseaban en su silla de ruedas y las pesadillas que los tres sufren. Se despiden de la tumba de la señorita Baylón y llegan a dos nichos vacíos donde Lucho recuerda que de niños solían jugar ahí. Ángel refiere que pertenecieron a dos novios suicidas cuya relación estaba prohibida por ser primos, también menciona que desde los años 80 sus almas vagan por los bosques de la hacienda Santa María como condenados, él se llamaba Justo Altmann. Luego se dirigen a la tumba de la abuela Mamatoya; al llegar, Ángel limpia las esquinas con unas ramas, Lucho y Élver colocan las rosas en el florero. Se sientan en un banco de mármol, bajo un ciprés y recuerdan la voz de la Mamatoya quien les contó la historia de la señorita Baylón. Ella vivió 80 años en el barrio de Mantarana y nadie comprendía por qué gozaba de tan buena salud física y mental si desde niña estuvo expuesta a la desnutrición y el frío; ella recibió el maltrato de sus padres desde niña por haber nacido sin movilidad en las piernas. Su madre la insultaba y le pegaba en la espalda. Además de su madre, también los niños de su barrio se burlaban de ella, la llamaban “monstruo de Mantarana”, “la hermana del jorobado de Notre Dame”. La señorita Baylón olía mal y era una mujer muy avara. Los tres primos recuerdan la ocasión que la dejaron caer desde la cima del barrio de Mantarana por no haberles pagado el sol que les había prometido. También recuerdan que los asesinos de la señorita Baylón fueron tres delincuentes apodados Los Matarifes. La abuela recuerda que muy temprano la señorita Baylón tenía la costumbre de arrojar a la calle sus orines y excrementos. Cuando van el gobernador y los vecinos a exigirle que se mude de lugar, ella les replica que quienes

deben abandonar el barrio son ellos porque Mantarana pertenece a sus abuelos. La señorita Baylón se queda en su casa y no pueden hacer nada para que ella se vaya. La señorita Baylón no hablaba con nadie, excepto con la tía Vilma de Ángel. La abuela les cuenta que la señorita tenía una docena de inquilinos en la casona y era muy exigente con el pago del arriendo. Recuerda que la señorita nació en el segundo piso de la casona y que por vergüenza sus padres nunca la sacaron a pasear, sino hasta que ya estuvo crecidita. En una oportunidad, la señorita sufrió unos fuertes cólicos y le pidió a Vilma que le ayude a aliviarlos, ella le preparó una infusión de paico y culén blanco, con lo que la ayudó. Ese fin de semana unos delincuentes ingresaron a su casa, sacaron las joyas y la ahorcaron. Al morir, nadie reclamó su cuerpo y los vecinos decidieron enviarlo a la fosa común. Sin embargo, Vilma abogó por ella y les hizo saber que la señorita Baylón, en vida, había comprado su nicho en el pabellón de San Nicolás, pero la enterraron en el Génesis. Vilma le contó a la abuela Mamatoya que los estudiantes de medicina arrancaron su cabeza y los médicos retacearon el cuerpo para sus clases de anatomía y los obreros de la beneficencia se confabularon para meter al cajón solo vísceras envueltas por el hábito. Después, la cabeza dentro de una bolsa negra fue tirada en la fosa común. Por eso dicen que esa cabeza sale por las noches a buscar su cuerpo. Los ancianos le llaman la Umantacta. Otras personas cuentan que ella se ha convertido en la condenada, pero la Mamatoya afirma que es el Engaño. Luego, la abuela Mamatoya le cuenta a Ángel cómo es que su compañero Edgar Aldana murió. La abuela le narra que Edgar Aldana, desde el segundo piso le levantó la falda con una caña de pescar; y ella, sin molestarse, miró hacia arriba por varios segundos y lo dejó hipnotizado. Además mirándolo desde su silla de ruedas, le impuso con el dedo índice una cruz invertida. Al día siguiente, Edgar la bajar del segundo piso sintió mareos, el pobre no pudo sujetarse de las barandas y cayó de espaldas contra el filo de una piedra, cerca de las gradas. Murió después de dos horas con la columna rota y el cerebro dañado. Los primos, ya adultos, recuerdan que la abuela era cariñosa con los tres. Mientras el sol de la tarde se ponía más agresivo. Los tres se despiden de la tumba de la abuela, Lucho arranca un pétalo de rosa y, besándolo en la nervadura, se lo guardó en la billetera.

LA APARICIÓN DEL ENGAÑO Los tres primos pasean por los pabellones de cruces y nichos vacíos en el cementerio. Recuerdan que una noche de enero cayó una granizada que impidió que Lucho y Élver fueran a la casa de la abuela Mamatoya. Esa noche, la abuela le contó a Ángel el cuento de El Engaño. La abuela le dice que la señorita Baylón salía de su mansión por las noches y se convertía en El Engaño. Ángel pregunta qué es El Engaño. La abuela le contesta que es el espíritu de esa mujer que vaga por los lugares solitarios y no tiene rostro definido. Pero se le ven los cabellos espantados. Ella es la misma muerte que se convierte en algún miembro de la familia. La abuela le dice a Ángel que eso suele ocurrir cuando eres desobediente, o cuando te rehúsas a asistir a misa los domingos como le sucedió al señor Crisanto Orihuela. Él de borracho, insultó a Dios diciéndole que era injusto; de eso se aprovechó el diablo para apoderarse de su espíritu, llevarlo al cerro y desbarrancarlo sin piedad. El señor Orihuela horas antes de su muerte estuvo conversando con sus amigos, hasta muy entrada la noche, en la plaza de Armas sin importarle el frío. Cuando se acercaba las once empezó a reírse, cerró la boca y se puso a llorar cubriéndose los ojos con las manos. Según cuentan, la señorita Baylón se le apareció como El Engaño. El señor Orihuela empujó con el brazo izquierdo a la poca gente que estaba a su lado y empezó a caminar como un zombi. Así tieso y pálido, abandonó la ciudad obedeciendo al llamado de una voz anónima que salía desde algún lugar del cerro. Ya a cincuenta metros de distancia, donde la oscuridad reinaba, alguien apareció de entre las casas viejas del barrio y acercándosele le empezó a hablar al oído. Esa sombra empezó a llevárselo de buenas maneras. Sus amigos decidieron retirarse a sus domicilios. Días después de su muerte, ellos coincidieron al señalar en que al momento de abandonarlos, él tenía los ojos convertidos en dos cráteres volcánicos. Además, según cuentan los que lo vieron por última vez cerca del cerro, a medida que subía El Engaño se convertía en una masa oscura, deforme y jorobada, cuyo cráneo gelatinoso tenía los cabellos ralos. Cuando don José Zurita le preguntó a dónde se dirigía, don Crisanto le dijo que su mamá lo estaba llevando para saludar a su hermana que los esperaba arriba. Don José le dijo: “Pero si tu hermanita Rita hace muchos años que murió”. Don Crisanto le replicó que se equivocaba, porque realmente su hermana nunca había muerto y le pedía disculpas porque su mamá lo estaba dejando. Crisanto, realmente estaba siguiendo al Engaño, los perros aullaban y había otros que se escapaban llorando como si alguien les hubiera dado una patada en el lomo. Más allá de la medianoche solo se escuchó el eco de un grito. Ese ruido hizo que los gatos saltaran por las calaminas como si festejaran algo. Horas más tarde, cuando amaneció, encontraron al señor Orihuela tendido al pie del cerro. La abuela le dice a Ángel que El Engaño se le aparece a los desobedientes y a los débiles de carácter. Además le dice, que para escaparse del demonio basta con encomendarse a Dios con un padrenuestro. Ángel da a conocer que está mejorando su comportamiento y desea que su abuela mejore de salud para que vuelva a salir al mercado; sin embargo la abuela le manifiesta que ella está enferma de artrosis. Ángel pregunta dónde vive El Engaño, la abuela le dice que está en muchos lugares: la casona de Mantarana, en la casa verde del cerro San Juan Cruz, en el patio, en la casa de Roldós, en las capillas abandonadas o debajo de los puentes.

EL CASTIGO INELUDIBLE Los primos se dirigen hacia la fosa común. Ángel les pregunta si se acordaban de Cirilo Pahuacho, luego les dice que él descansa ahí. Luego recuerdan que de ahí sacaban fémures y jugaban a los espadachines, como “Los tres mosqueteros”. También recuerdan que la abuela iba perdiendo cada vez más la vista y la historia que les contó de cuando ella era una niña. La abuela recuerda que era una niña pobre y que el mejor cocinero de Muruhuay era don Alejandro, quien aprendió desde muy joven todas las artes de preparar y servir toda clase de comidas, como la pachamanca. Gracias a ese oficio logró mantener a su familia y envió a sus hijos a la capital. Sin embargo, el cuarto hijo de don Alejandro tuvo que abandonar la universidad debido a su flojera y su adicción a las drogas; por eso, regresó a su pueblo a trabajar, aunque nunca dejó de ser rebelde ni respondón con su padre. Debido a que con el tiempo, Alejandro aprendió a interpretar cosas en la coca, el canto del búho o a la procesión de gatos y podía predecir quién iba a morir en el pueblo, la gente lo bautizó como el Brujo Alejandro. Sin embargo, lo más curioso era lo de la pachamanca. La Mamatoya les dice a sus tres nietos que deben saber que el Señor de Muruhuay es un Dios castigador. No vale prometerle nada si no van a cumplir. Peor si la gente va a comer o a pasear y se olvida de rezarle. La abuela les recalca que es un Cristo para temerle. Por eso, los enamorados tampoco deben entrar al santuario, el Señor los castigará separándolos o en el caso extremo, si algún día logran estar juntos es para que vivan como perros y gatos, la abuela menciona el caso de su hija Petra quien vive de mala manera con su esposo, quien cuando se emborracha la bota a la calle junto a sus hijos. La abuela relata que durante el mes de mayo, todo era fiesta para el pueblo; una semana antes, don Alejandro preguntó a su patrón, don Froylán, si los visitantes que habían de llegar sabían de los rigores del Señor. Don Froylán era de Lima, tenía otras costumbres y decía que esas ridiculeces solo se le podían ocurrir a un viejo como él. El día de la tragedia, lo insultó diciéndole que se dedicase solo a trabajar. Llegado el sábado los visitantes, luego de la misa, empezaron a descender del santuario hasta terminar bailando en la plazuela de Muruhuay. Mientras tanto, don Alejandro continuaba atizando el fuego para el horno de la pachamanca, luego de una hora, cuando empezaron a reventar las piedras, con mucho cuidado las sacó con guantes y tenazas y echó, en el orden que corresponde, los ingredientes para la pachamanca. A la hora y media empezó a destapar la pachamanca acompañado de su hijo Pedro, al retirar otra porción de piedras encontró algo que lo espantó: un brazuelo de carnero raro, al abrir la ingle descubrió una burbuja de sangre, entonces don Alejandro sentenció: “Hoy alguien va a morir y esta misma noche lo estaremos velando. Y será varón porque es carnero”. Don Alejandro sabía que si una pierna de pollo de la pachamanca se quedaba cruda, entonces sería una mujer. Luego del pronóstico de don Alejandro, los niños y niñas, entre ellas estaba la Mamatoya y su hermanito Jesús, empezaron a conjeturar sobre quién creían que podría ser la víctima; pensaron que podría ser don César Hidalgo, quien fue solo a emborracharse sin importarle el Señor, o quizás don Panchjo Garrido, quien se la pasaba únicamente bailando y enamorando a cuanta muchacha se le cruzaba en el camino. Al escucharlo su hijo Pedro se molesta porque piensa que están exagerando. Don Alejandro quiso comentar lo sucedido con don Froylán pero se contuvo porque sabía que su patrón no le creería. También pensó que quizás el elegido podría ser el propio don Froylán.

Don Alejandro tiró el brazuelo en otra tina pequeña y lo dejó en para que su patrón decidiera si se lo daba a los perros o lo disponía para otros comensales del día siguiente. También sabía que si se lo comían en ese mismo instante alguno de los perros se podría salvar una vida. Luego de servir al grupo de don César Hidalgo, don Alejandro sospechó que era él quien iba de morir, le dio pena, porque era su compadre. Jaló a su hijo y se apartó de la muchedumbre llevándose dos porciones grandes de pachamanca. A las seis de la tarde, se escuchó gritar a un grupo de mujeres desde el otro lado del patio, pidiendo una ambulancia porque Pedro, el hijo de don Alejandro, se había atorado. Pedro murió. Al atorarse con la presa de chancho, en su desesperación se abrió surcos en el cuello. Después de llevarlo a su casa, ya difunto, le tuvieron que sacar con pinzas las virutas de las uñas. Esa noche hubo velorio como lo anunció don Alejandro. Lo que más le dolió fue que siempre las predicciones eran para otros. Meses más tarde, don Alejandro, inundado por la pena, también murió remojado en la lluvia. Se había emborrachado hasta no más, solito en su chacra. Luego de contarles la historia. La abuela le dice a Élver y Lucho que se queden a dormir en el sofá, Ángel se despide de ella.

EXCURSIONISTAS DE MEDIANOCHE Los tres primos se retiran de la fosa común, echando unas flores a don Cirilo Pahuacho. Se dirigen al mausoleo de los italianos y constatan que allí descansaban los restos de su antiguo director Cavagnari. Al costado de él, estaban los restos de su padre, que era odontólogo; entonces recuerdan la historia que les narraba la Mamatoya. Ella les pregunta si han conocido a don Cirilo Pahuacho, ellos le responden que es quien cuidaba el colegio San Ramón. Él era crespo, chato y muy buena gente. Cuando llegó a viejo, ya jubilado, se dedicó a tomar y andar como perdido por las calles hasta que murió de cirrosis. Cuando estaba en vida le contó a la abuela Mamatoya la historia de unos excursionistas que viajaron para el norte y que por culpa de la neblina y un chofer soñoliento fueron a parar al precipicio. Don Cirilo era guardián del colegio, entró a trabajar a los diecisiete años. El director lo había aceptado con la condición de que acoplara su habitación debajo de las gradas y que, además, cumpliera con su función de ahuyentar a los ladrones. Los primeros cinco meses no tuvo problemas; pero al sexto, el director lo mandó llamar a su oficina para que explicara qué había ocurrido con él la noche anterior, por qué había bebido hasta perder el juicio y por qué dio tal espectáculo a los alumnos, que esa mañana lo encontraron boca abajo repitiendo incoherencias. Con la cabeza caída, el pobre Cirilo lo escuchaba calladito, sin pestañear. El director, exigió a Cirilo que empezara a narrar lo ocurrido. Cirilo empezó a hablarle con lágrimas y temblándole los labios. El director al intuir lo sucedido le dijo que lo apreciaba, que había pensado en regalarle una radio para que lo acompañe en las noches e incluso darle un aumento. Cirilo le dijo que no se trataba de dinero, sino que después de esos meses no se sentía a gusto en el colegio por lo que vio y sucedió esa madrugada: Luego de terminar con la limpieza de los salones a las ocho de la noche, Cirilo se fue a descansar a su cuarto, a eso de las doce escuchó pasos que subían y bajaban por las gradas de madera. Cuando llegó al patio, no había nadie, tomó un fierro y empezó a caminar curioseando por todas partes, pero no encontró nada. Sintió miedo y su cuerpo empezó a temblar. Empezó a caminar primero por las aulas, después por fuera del colegio, pero no halló nada. Intentó regresar para dormir, echó un último vistazo a las ventanas, fue ahí cuando vio en el pasillo del segundo piso a un hombre de mandil blanco, que caminaba con la cabeza agachada hasta llegar al departamento de odontología. El hombre ingresó al departamento, entonces, Cirilo, con el mismo fierro en la mano subió por los costados, sin hacerse notar. Al acercarse a la puerta, escuchó que se suscitaban traqueteos de pinzas, martillos, espátulas y tazones de vidrio. Cirilo empujó la puerta con los pies y gritó: “Sal de ahí, ladrón. Ya te vi”. Sin embargo todo estaba en silencio. Metió la mano por la puerta para prender la luz del consultorio, todavía tenía el cuerpo afuera. Mientras palpaba las paredes buscando el interruptor sintió que una mano fría y huesuda le cogía de la muñeca y jalándole para adentro le tiró al piso, su cabeza chocó contra las patas del sillón. De ahí no recordaba nada hasta que los alumnos de quinto lo encontraron, por la mañana, botando espuma. Luego de escucharlo el director le dijo que él no era el primero en querer abandonar el trabajo ya que en ese colegio convivían con muertos hace ya más de cuarenta años. Además le dice que el que deambulaba por los pasillos es el doctor Arnaldo Cavagnari, quien fue el tutor de la promoción cincuenta, Adolfo Viénrich de la Canal; y que los que corren son los treinta y cinco alumnos del quinto grado D ya que un 30 de agosto, a las dos de la madrugada, ocurrió una terrible tragedia que enlutó a medio Tarma, incluyendo a las hermanas del doctor Arnaldo: Elvira y Sol. Ellos salieron de excursión para Ecuador

entre bombos y platillos. Después de disfrutar por cinco días su paseo, cuando estuvieron de regreso, mientras pasaban por el serpentín de Pasamayo, el ómnibus en una mala maniobra fue a dar al abismo. Murieron todas al instante. Fue así que al cumplir el año, los alumnos regresaron a las aulas, y lo hicieron precisamente a las dos de la madrugada de ese 30 de agosto, como si estuvieran vivos. A partir de esa vuelven para cada aniversario. El director le recomienda a Cirilo no tener miedo, sino respeto; además le dice que cada vez que pueda ingrese al salón del fondo y después al consultorio del doctor Cavagnari, dejando para los chicos un puñado de caramelos y para su tutor, una cajetilla de cigarrillos como muestra de amistad. Cirilo le agradece por los datos y acepta quedarse solo por ese año; sin embargo, contra todo pronóstico permaneció mucho tiempo, hasta jubilarse, acostumbrándose a las diabluras de los alumnos, año tras año. El día que el director Cavagnari solicitó su cambio lo visitó en su cuartucho para despedirse y le preguntó: ¿Y cómo te sientes ahora, Cirilo, después de estos años?” “Muy bien, respondió Cirilo; con los excursionistas vivimos en plena armonía, como amigos. Ya me acostumbré a sus alocadas carreras y al caminar del doctor Cavagnari cada 30 de agosto. Más bien si ellos no aparecen, empiezo a preocuparme y ahí sí que me entra el susto”. El director observa algo en la repisa y le pregunta qué es. Cirilo le confiesa que su abuela le enseñó un secreto: Colocar en la parte alta de la habitación o a la entrada de la casa una calavera con diez piedras a su alrededor para que le ayude a cuidar el colegio, así cuando a Cirilo le ganaba el sueño la calaverita lo cuidaba; y si es que los ladrones se atrevían a ingresar, la calavera se las arreglaba para ahuyentarlos tirándoles piedras en la cabeza. La calavera se llamaba Erasmo. Finalmente, el director le cuenta a Cirilo que se está yendo al Santa Isabel de Huancayo. Los niños se despiden de la abuela y ella les comenta que al día siguiente les contará la historia de Josefina, la loca.

JOSEFINA, LA LOCA La tarde ya se iba, los tres primos se despiden de los nichos de los italianos y se dirigen al mausoleo japonés. Ahí comentan que en ese lugar está enterrado uno que murió en Hiroshima, de quien se desconoce su nombre, porque el único que lo sabía fue el desaparecido historiador Alejandro Palomino Vega. No estuvieron mucho tiempo ahí, porque el viento frío les helaba los rostros. Ángel narra la madrugada en que la Mamatoya gritó desesperadamente. Al ingresar a su cuarto la encontraron en el suelo. Su perro Roldós no se desprendía de su lado y lamía su mejilla con impotencia. Ángel, la tía Yolanda y el abuelo la levantan y la regresan a su cama a pesar de las protestas de la anciana. La tía Yolanda empezó a frotarle las manos con alcohol, pero a la media hora perdió el conocimiento. El abuelo salió a la calle y regresó con una ambulancia. La Mamatoya volvió al hospital y los médicos informaron que se trataba de un coma diabético. Estuvo internada tres días, luego de los cuales regresó a su barrio de Callancha, pero con una imagen muy deteriorada y en silla de ruedas. Los tres recuerdan la fecha en que la abuela los llama a su cuarto y les dice que se ha convertido en estorbo en su propia casa. Ella es consciente de que le queda poco tiempo, por ello encarga que cuiden bien a Roldós cuando ya no esté. La abuela inicia su relato diciendo que eso ocurrió el mismo día que se murió el señor Quijandría. Esa noche, nadie del barrio de Callancha faltó al velorio; ni la tal Josefina que en la madrugada entró con su atado de pasto y se colocó en una esquina de la sala sin pedir comida. Josefina era una mujer que a los diez años deambulaba por la calles. La abuela la conoció en el mercado, cuando iba de compras con Yolanda. Ella ayudaba a cargar agua para los restaurantes, Era enfermiza y tímida. No oía ni murmuraba, solo olía las cosas y avisaba a veces con los ojos cuando quería un pan. Se cree que llegó de la chacra, pero ya en la ciudad poco a poco la vida la fue moldeando como una mujer sufrida: lavaba ropa de casa en casa, ayudaba a llevar baldes de comida para chanchos y limpiaba los baños de los comedores populares. Más crecidita se le vio de novia de Juancho, a quien ninguna mujer lo quiso por los hoyos que tenía en la cara y su carácter de ogro. Juancho se avergonzaba cuando le decían que Josefina era su mujer, colérico la mantuvo secuestrada por más de dos años. Se aprovechaba de su humildad y por eso nunca le hizo faltar un moretón en la cara. Cuando pasaron los años, Juancho dejó el oficio de peluquero y se metió de lleno al alcohol. Hasta que durante el amanecer de un Domingo de Pascua, lo encontraron muerto y tuvieron que llevarlo a la morgue. Josefina, también se volvió alcohólica y meses después salió embarazada, no se sabía quién era el padre de la criatura, a quien le puso de nombre Malena. Josefina siguió bebiendo, cargaba a su hija mientras lavaba. Hasta que un día el frío y el hambre provocó la muerte de la pequeña. Los vecinos organizaron una colecta para las flores y el entierro. Para ese momento Josefina ya estaba fuera de sí, pues ese día empezó a reírse cuando vio que enterraban a su hija. A partir de esa fecha Josefina empezó a dormir donde le sorprendía la noche. Anduvo así: perdida, echando disparates al aire y tirando piedras a la gente hasta que encontró un lugar cerca del hospital y allí se alojó. Se agenció una muñeca de trapo que encontró en los basurales y desde entonces se la veía todas las tardes cambiándole los pañales en plena calle, insultándola y pidiéndole que se comportara como niña educada. Por las noches hacía acostar a la muñeca cerca de su regazo y le cantaba mulizas al oído. Buscaba donde meterse para comer de caridad. Nunca faltaba a los velorios. Se metía entre los carros detenidos para exigir limosnas a

los choferes. Alguien le aventó una manta de colores y desde entonces llevó a la muñeca en la espalda, siempre exigiéndole con palmetazos que dejara de llorar. Lanzaba piedras a las personas, porque su niña no había aprendido a decir mamá. Además se quejaba de las ropas sucias de Malena, también le llamaba la atención diciéndole: “¡Malena, eres una endemoniada! ¡Muérete niña tonta! ¿Por qué te orinaste otra vez en tu calzón nuevo?”. Josefina nunca dejó de ir a los comedores populares porque pensaba que ahí siempre encontraría algo para Malena. Un día encontró un perro que la siguió, Josefina se alegró y le puso de nombre Barrabás. Así anduvo, sin embargo, sin saber cómo un día apareció muerta. Por eso, esa noche que la vieron ingresar al velorio del señor Quijandría, todos sabían que días antes había estado muerta en la morgue. La reconocieron por la muñeca que llevaba en la espalda y su gemido lastimero. Además, la abuela les advierte que frente al hospital, pasada las doce de la noche, cruza la pista una mujer con su niña en la espalda. Ella camina por la avenida y tira piedras a los parabrisas de los carros. Sale de la oscuridad del jirón Zapatel y se para en medio de la pista a lanzar a cualquier punto lo que encontró a su paso. Cuando los choferes bajan enojados a reclamarle, no encuentran a nadie, excepto un tul blanco que se desvanece frente a sus ojos. Finalmente la abuela se despide de ellos, advirtiéndoles que si no se lavan los pies mejor no vayan a verla.

TRAVESURAS DEL ABUELO PANCHO Los primos se detienen ante el nicho de Francisco de Paula Otero. Lucho recuerda que Paula de Otero fue un argentino que vino con el Libertador San Martín y colaboró con la independencia de Tarma. Limpian la lápida para ver la fecha de muerte, pero el moho no se los permite. Lucho recuerda que la abuela les contaba de un tal Pancho. La Mamatoya recuerda que hace años vivía en Callancha un anciano a quien de cariño llamaban don Pancho. Él se pasaba la vida tarareando canciones desentonadas, además nunca había trabajado en su vida, durante el día caminaba mucho, curioseando y conversando con gente desconocida. En esa época él tendría unos sesenta años, pero tenía una gran vitalidad. Quizá el único defecto que lo convertía en el antipático del barrio era su vocabulario. Con los años, le alcanzó la calvicie y le creció la joroba y la panza. Andaba por las calles averiguando vidas ajenas y metiéndose donde no lo habían llamado. A don Pancho lo llamaban el Lengualarga por lo chismoso que era. A pesar de todo era noble y servicial. Vivía en la calle San Juan. Allí poseía un cuchitril de cartones y maderas viejas en un rincón apartado del caserón de la señora Jetza. Don Pancho recibía una gran cantidad de mandados de parte de las vecinas del barrio, pero él no se molestaba, al contrario era servicial. También cuenta que pese a su tamaño mediano comía como un vikingo y gozaba de buena salud. Sin embargo, cuando cumplió los ochenta años, empezó a sentir el mal de Parkinson: primero se manifestó en su mano izquierda; luego, en la derecha. Perdía fuerzas: se le caían las cosas y rompía los platos. La abuela les relata que sucedió un hecho grave que la población nunca olvidará. Don Pancho tenía un hermano gemelo en Cerro de Pasco, llamado Reymundo. Él había sido subprefecto, hasta que un inmenso árbol lo aplastó en pleno carnaval. Don Pancho, que no tenía dinero, decidió ir hacia el paradero y pedir el favor a cualquier camionero para que le dé una aventadita hasta la ciudad minera. Estuvo esperando más de dos horas, hasta que el chofer Anselmo le dio las condolencias y le ofreció llevarlo a Cerro de Pasco. Don Pancho aceptó gustoso, sin embargo, don Anselmo le dijo que el único problema era que tendría que subirse atrás y viajar parado. Además le dijo que no llevaba carga, solo el ataúd para don Reymundo. Don Pancho le advierte al chofer que no tiene dinero. El chofer le dice que no se preocupe, le repite que suba no más y que se agarre bien de la baranda. El carro enrumbó hacia Cerro de Pasco con don Pancho en la carrocería, iba alegre y agarrándose a los filos, cuidándose de los traqueteos y observando, por momentos, el ataúd. Así viajaba, hasta que después de dos horas el cielo empezó a negrear y tras las colinas empezó a caer la lluvia acompañada de relámpagos. Don Pancho al ver que se estaba remojando, puso su bulto en la cabeza. Pero después decidió entrar al ataúd. . Hizo descansar una de sus manos sobre su pecho y con la otra regresó la tapa a su lugar. Por un momento estuvo despierto, pero diez minutos después se quedó dormido. Otra familia, en la misma carretera, esperaba con los mismos sentimientos de dolor por la muerte del subprefecto. El chofer, nuevamente se detuvo y preguntó: “Hola, compadre Javier, ¿También vas para Cerro?” Le contestó afirmativamente, diciéndole que deseaba llegar a tiempo para el velorio de don Reymundo. El chofer se ofreció a llevarlos. La familia entera subió al camión y se acomodaron en la carrocería. La familia vio el ataúd. La madre abrazó a sus hijas y les ordenó que se dieran la vuelta y miraran los cerros y el cielo azul; pero no los abismos, porque les causaría vómitos, las hijas no hicieron caso y más bien se rieron. Las hijas dijeron que ya estaban acostumbradas de ver ataúdes. En eso se despertó don Pancho con un bostezo de ultratumba. El grupo

quedó mudo por un momento, se pegaron a una esquina, sin quitar la mirada del ataúd. Cuando las niñas estuvieron por soltar el primer suspiro volvieron a escuchar otro quejido cavernoso. No había duda, el origen estaba en el ataúd. Quisieron gritar, pero les ganó el pánico. La madre agarró las manos de las niñas y las llevó hacia una de las hojas de la compuerta, pero don Pancho abrió lentamente la tapa y sacó la mano temblorosa para comprobar si continuaba lloviendo y así la mantuvo unos segundos. Al convencerse de que la lluvia había cesado salió. Don Pancho caminó hacia el otro extremo para divisar el paisaje. Al llegar a Cerro de Pasco el chofer bajó y se fue a la puerta de atrás silbando. Encontró la compuerta semiabierta y rascándose la cabeza se hizo mil preguntas. Saludo a don Pancho y le preguntó por la familia que había subido al camión. El anciano dijo no saber nada. El chofer se quedó mirando el vacío y después se arrodilló para revisar las llantas. Ayudó a bajar a don pancho y se despidieron, quedaron en encontrarse en el barrio de La Esperanza por la noche. Esa mañana hubo mucha tarea para todos pues se efectuaron no uno, sino cinco entierros, ya que toda la familia se había aventado al abismo por el susto. El pueblo se volcó al cementerio con llantos de familiares y amigos, sobre todo por las niñas. Don Pancho se quedó un mes en Cerro de Pasco y regresó a Tarma, con el mismo camión de don Anselmo, más gordo y con terno nuevo. Don Pancho continuó siendo alegre y dicharachero, ya que no fue consciente del daño que hizo; además vivió más de cien años. La abuela Mamatoya despide a sus nietos, pidiéndoles que se laven los dientes.

EL ALMA DE JUAN La noche había llegado y los tres primos dejan la tumba de Francisco de Paula Otero y recuerdan cuando regresaron a la casa de la abuela a las siete de la noche. La encontraron tosiendo y ahogándose en su propia saliva. La tía Yolanda les pidió que se fueran para que pudiera atenderla mejor, pero la Mamatoya, por contradecirla ordenó que sus nietos se quedaran para acompañarla. Ella les dijo que todavía no se iba a morir y que tenía tiempo para un cuento más. Ella empezó a relatarles: Un jueves por la mañana, caminaba un hombre por el filo de la vereda, los carros que iban a toda velocidad casi le rozaban el cuerpo. Al llegar a una esquina, empezó a mirar uno a uno los carros. Luego se puso frente al semáforo y viendo la luz roja que le prohibía pasar a propósito se dejó caer como un mástil hacia el centro de la pista. Nadie supo qué hacer para evitar que ese hombre acabara debajo de las llantas de un camión. El hombre tenía la espalda y las rodillas peladas como una manzana. Después de una fracción de segundos, empezó a moverse con breves espasmos; primero por los hombros y después por los labios. Al notar que llegaba una ambulancia, miró a sus costados y pidiendo disculpas a una enfermera se levantó frotándose la cabeza, se limpió los cabellos y se fue cojeando hacia el cerro. Dos mujeres intentaron retenerlo, pero él las apartó. Algunos quisieron preguntarle cosas, pero él se echó a correr sin oír el clamor. Así desapareció ante el asombro de la gente. Al llegar a su casa, su esposa había sentido minutos antes un aguijón de abejas en el pecho. Sin dejarse ver subió a los altos y movió las cosas para acomodarse y descansar. Ella, que ya sospechaba, levantó la mirada y lo llamó por su nombre: “¡Juan, Juan!... ¿Tan rápido has vuelto? ¡Te estoy hablando, Juan! No hagas bromas otra vez, ¿ah? ¡Ya sabes que no estoy para juegos!”. El ruido de los pasos empezó a sentirse en el piso del dormitorio. La puerta del dormitorio crujió y Amanda sintió unos terribles escalofríos. Solo escuchaba el silencio. Volvió a llamar, pero nadie le contestó. Cuando llamó por tercera vez escuchó la voz de Juan pero no en su tono habitual. Se dijo que si Juan había vuelto sin conseguir el dinero para pagar las cuentas y sobre todo la pensión de la escuela de Alejandrito, ahora sí lo echaría de su casa. Subió decidida a reclamarle pero a la mitad de la escalera le alcanzó la duda. Lo llamó, pero nadie contestó. Se santiguó tres veces y pensó que quizás se había introducido a su casa un ladrón. Cogió un largo fierro. Con pies de algodón ingresó al cuarto, se agachó y miró debajo de la cama sin respirar, como desafiando a un animal, pero todo estaba en su lugar. Amanda se puso pálida y mucho más cuando sintió un olor a zorrillo ingresar por sus fosas nasales. El pavor fue mayor, al sentir que alguien por detrás le acomodaba el cabello. Muda y con el corazón palpitante quiso bajar las escaleras rápido; sin embargo sus piernas se cruzaron y cayó diez escalones golpeándose la cara y los codos. Sin embargo, luego se tranquilizó al ver el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y pensó que podría ser la visita de su reciente compadre fallecido Abilio Ramírez. Le dedicó una oración. Al poco rato sonó el teléfono, era su amiga Clara quien le informó que su esposo Juan sufrió un accidente. Amanda empezó a desvanecerse en medio de la sala, pero Juan estaba ahí para cogerla por la espalda y cuidando su cabeza la recostó sobre un sofá. La consoló por un momento hasta que llegaron los familiares, vecinos y amigos. Amanda fue a la morgue a ver el cuerpo de su esposo, en un primer momento no lo reconoció. Pero lo enterraron al tercer día. La pobre quedó viuda y terriblemente endeudada. Desde entonces, él vista la casa, sobre todo los viernes, cerca del mediodía, cuando ingresa ese olor a zorrillo. A los tres meses se enfermó y murió de una fuerte depresión. La enterraron en Satipo y la velaron en el colegio Irazola. La abuela les comenta que esa casa está siendo habitada por los espíritus de ambos. A veces, en la

madrugada, los focos se prenden solos. Han entrado inquilinos, pero nadie soporta más de un mes. Al concluir el relato la abuela Mamatoya se despide de ellos diciéndoles que al día siguiente se irá a Pichanaki a recoger naranjas, porque la sed no la deja y la garganta se le seca. Al amanecer del día siguiente fue llevada al hospital debido a otro coma diabético. Regresó a casa y vivió por unos días más. Para alegría de los Mataperros. Los tres primos recuerdan esos últimos momentos y se abrazan frente a las cruces que se perdían en la neblina. Al llegar a la puerta del cementerio dan media vuelta y se persignan ante la capilla sin poder contener las lágrimas. Al cruzar la avenida, Lucho recuerda que se estaba olvidando de pagar las flores que compró antes de entrar al cementerio. Al buscar a la señora de chompa roja y raída se dan con la sorpresa de que no está. Entonces le preguntan a una viejecita que atendía al frente en una tienda, ella primero se ríe y les pide que se vayan. Luego regresa bostezando y les dice: “¿A ustedes también se les apareció la señora de la chompa roja?”. Lucho le pregunta por qué les dice eso. Ella les responde que ese quiosco está abandonado y que doña Rosita Suárez, la señora que ellos mencionan, hace más de un año que partió al cielo. Al escuchar el relato, los tres empiezan a temblar como cuando eran niños. Entonces Élver sugiere ir a la casa de la abuela. Ya era de noche, así que los tres se van hacia el barrio de Callancha. Llegan hasta la calle San Juan, donde las luces eléctricas se apagaron por completo y empezaron a prenderse las velas. Asimismo, seis gatos encendían sus ojos para más tarde iniciar su cortejo fúnebre. Llovía.