Los Cuentos de Mamatoya

LOS CUENTOS DE MAMATOYA El reencuentro de los Mataperros Tuvimos el privilegio de vivir junto a la abuela Mamatoya en el

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LOS CUENTOS DE MAMATOYA El reencuentro de los Mataperros Tuvimos el privilegio de vivir junto a la abuela Mamatoya en el barrio de Callancha hasta los doce años, edad en que la vimos apagarse como una vela. Desde el día en que salió del hospital, pálida y en silla de ruedas, también nosotros moriríamos un poco, viendo cada noche cómo se mordía los labios en claro afán de apaciguar el dolor que le taladraba los huesos. Lloraba en silencio por la lenta e ineludible pérdida de la visión. Mi tía Yolanda, madre de Ceci y Carla, prefirió renunciar a las obligaciones del matrimonio para quedarse en casa y cuidarla. A mis primas las envió para Lima de vacaciones, antes de tiempo, por lo tanto, no fueron testigos del deterioro de la abuela en esas semanas: «Las niñas podrían traumarse. Es mejor que vayan con sus tías», decía cuando desinfectaba sábanas, fustanes y bombachos en una batea de madera. Mientras tanto, yo soportaba una batalla interior esperando el regreso de Carolina, el primer amor de mi vida, con quien me casé en la callecita San Juan a los diez años, y declaré a los cuatro vientos que ella me pertenecía y constituía mi primer regalo, mi primer patrimonio del alma. Nuestros mejores recuerdos de la Mamatoya son las fabulosas historias desprendidas de su memoria y. otras tantas, extraídas de sus fiebres y elucubraciones que nos erizaban los cabellos y mantenían los ojos abiertos más grandes que los de un búho. Desgraciadamente, moriría un 18 de febrero, bajo la serena mirada del taparaco, animal de mal augurio, que una noche se posó en la esquina de la habitación y no desprendió sus alas, horrorosamente negras, hasta certificar aquella muerte. Luego del entierro, volaría y nosotros cancelaríamos las diabluras y tomaríamos rumbos diferentes. Así, Elver se convertiría en torero; Lucho, en sacerdote; y yo, en escritor. Este libro es un homenaje a esa viejecita que nos bautizó con el nombre de Mataperros, por lo traviesos y picaros que éramos a esa edad. Hoy, ya con canas y arrugas en los rostros, después de treinta y cuatro años nos hemos vuelto a encontrar en la misma plaza de Armas de Tarma para la misa por los cuarenta años de la muerte de la Mamatoya. Elver retornó de España y Lucho de Sudáfrica. Nos alegramos por Lucho, quien anduvo cinco años desaparecido en la selva, donde fue a servir como padre misionero. Creíamos que los caníbales habían dado buena cuenta de él o que había servido como bocadito para una manada de leones en la tribu de Kanshasha. De Elver no nos preocupábamos tanto, ya que debido a una cornada inferida en la ingle de parte del Etrusco y a las súplicas de su esposa, se retiró de los ruedos. Hasta el día de hoy ella no deja de agradecérselo con ajiacos y fritanguitas. Claro, ha quedado con esa leve cojera en el pie derecho que le ha valido el apelativo del Torero Cumbia. Luego de confundirnos en abrazos, sin importarnos | las miradas de la gente, reímos por las patas de gallo y la calvicie que ha empezado a ganar terreno en nuestras frentes. Festejamos lo bien que nos fue en la vida, habiendo ejercido oficios que no nos llenaron los | bolsillos, pero sí el alma. Más calmados, hablamos de la abuela como la mujer que siempre fue, fuerte, vital y con el huacapincho en la mano, correteándonos por el patio y después

por las calles, tratando con poco éxito de enderezar nuestras conductas. La terrorífica vida de la señorita Bailón Esa tarde, sentados en una de las bancas de la plaza de Armas, entre risas y penas, Lucho, que -servaba la pileta rodeada de picaflores metálicos, | ¿no alisándose el cabello ensortijado: —Angel, ¿aún estará en pie la casa de la señorita Baylón? —Creo que sí —respondí tomándolo del hombro. —Ha pasado tanta agua bajo el puente que no recuerdo cómo era ni cómo murió la vieja —dijo Élver, *: mando algunas fotos al agua que salía en elipsis de .: s picos de los picaflores. —Tuvieron que transcurrir tres años para saberse L verdad —aclaré—. Lo que ocurrió es que la Policía no daba con los asesinos desde aquella noche en que .a estrangularon y, más bien, solo desenterraron del sótano los cuerpos de sus tíos. Pero por un incidente me pasó, tuvieron que dejarlos como estaban. —¿Y qué se sabe de sus padres? —interrogó Élver. —Nunca los hallaron. —¿Y por qué? —insistió Lucho. —Por la agresión de los gatos que estuvieron escondidos en las vigas del techo. Saltaron de pronto como endemoniados y se pegaron como ventosas en las caras de los policías, que suspendieron el operativo para huir de sus garras. Entre ellos estaba el guardia Montoya, quien fue el más perjudicado con una fosa nasal que le quedó como colgajo de pavo. —Después de todo, Montoya era muy buena gente —se apiadó Elver. —Sí, aunque con los años se volvió alcohólico y renegón —expliqué. —Angel, ¿creo que tú llegaste a entrar a esa casona alguna vez? — preguntó Lucho con cierta duda —¡Claro! La Mamatoya tuvo la culpa de eso. —¿Cómo que tuvo la culpa? —volvió a interrogar Lucho, levantando una ceja. —Porque me lo prohibió. Y no lo hice de casualidad, como se lo confesé días después, sino por ese instinto de curiosidad que me venía de sangre. —¿Lo dices por tu papá? —dijo Elver. —¡Por él no! —respondí. —¡Por la abuela! —afirmó Lucho. —Diste en el clavo —levanté el pecho y me golpeé como un orangután—, ¡por ella! —Entonces, ¿era verdad? —volvió a decir Elver. —Claro, quizás por miedo a que me echaran la culpa de su muerte, ese día ante los ojos chispeantes de la familia, lo negué. Felizmente, al poco tiempo hallaron a los asesinos y los enviaron a un penal de Lima. ¿Recuerdan que la señorita vivía en el primer piso, junto a la huerta de hortalizas? —¡Por supuesto! —dijeron los dos—, y al medio estaba la pileta. —Efectivamente. Como la puerta estaba apolillada era fácil entrar. Al quinto mes de su muerte, fui a escondidas y constaté por la rendija que todavía estaba el catre, su silla de ruedas y un ataúd. —Allá en España, muchas veces soñé con la casona incendiándose. Intentábamos salir por el inmenso portón que daba a la calle, pero la cerradura

no cedía. El fuego nos alcanzaba los rostros y, sin que nadie pudiera auxiliarnos, llegábamos a calcinarnos —dijo Elver con acento de rabia y martillándose las rodillas con los puños. —Sigue igual, con su león rugiendo y con la descomunal aldaba colgando. Cualquiera hubiera pensado :ue la fabricaron defectuosa, sino que debido al azote ie la lluvia, esa puerta se fue doblando por una de las rsquinas inferiores como la uña de una cabra. —¡Era fea! —sentenció Elver. —Horrible, igual que la dueña —dije riendo—. Siempre tuvo ese aspecto demoniaco... quizás por las rauces y la melena espantada, nada agradable a los : jos, y por el crespón negro que se eternizó en el dintel. Y. peor aún, porque el polvo se había acumulado en I )s pliegues, luego en las bisagras y por último en las ventanas. ¿Recuerdan cuando a la señorita la llevaron il cementerio en medio de una lluvia incesante y de :ruenos aterradores que hacían temblar la ciudad0 —Un poco —murmuró Elver. —Yo sí, es como si la estuviera viendo en este momento —concluyó Lucho. —Bueno, los obreros de la beneficencia le colocaron una lápida negra, no sé con qué fines. Solo se supo, meses después, que el cura de la parroquia Santa Ana había dado esa orden al administrador del cementerio. —Eso fue raro. Y por qué sería, ¿no? —preguntó Lucho. —No lo sé; sin embargo, la lápida permanece hasta hoy. Recuerdo que del nicho sobresalía un clavo oxidado que, según dijeron, serviría para colgar un florero de lata, pero nunca sirvió excepto para que se enganche la prenda de alguien. ¡Ahí casi muere un Mataperro! —¡Y ahorcado por su propia chalina! —exclamó Lucho, soltando una carcajada en una de las enormes orejas de Elver. —Sí, fue terrible esa madrugada, y peor cuando traté de huir de la señorita Baylón —recordó Elver, santiguándose y agachando la cabeza. —¿Estás seguro de que fue ella? —pregunté con cierta duda. —Sí —respondió Elver con mucha convicción. —¿Eso también fue raro, no? —cuestionó Lucho. —Claro. Por ejemplo, hasta hoy me pregunto cómo te dejó esas marcas en el cuello si a esas horas estabas solo frente a su nicho —interrogué a Elver mirándolo a la cara. —Fue así, no les puedo mentir. Yo no soy de hacérmelas por puro gusto — dijo Elver con una voce- cita de niño sin culpa. —Después nos juraste —afirmó Lucho—, al salir del hospital, que eran los dedos de la señorita Baylón. En un principio no te creíamos, pero luego de analizar las huellas, salimos convencidos. —¡Y todo por una maldita apuesta! —sentenció Elver, abrazándonos fuertemente del cuello, en claro afán de catarsis. —Ahora que estamos cerca, ¿podríamos ir a verla? —insinuó Elver. —Claro —les dije con la misma emoción de esos años. Subimos la calle a paso de tortuga, jadeando. A lo lejos se elevaba el empinado cerro San Juan Cruz. Al llegar al lugar nuestros ojos despidieron destellos :e espanto y abrazándonos como niños nos pusimos al frente del portón para observarlo. Elver, siempre intrépido, además sugirió tocarlo. Al

acercarnos y pasar los dedos por el tallado, sentimos los mismos :emblores en el cuerpo de aquellos días cuando la ayudábamos a limpiar la cocina y botar las bolsas llenas ie excremento de gato. De alguna manera nos llegó ese miedo inicial, por lo macabro que aún se veía. —Tienes razón, Angel, se conserva muy bien, al igual que los balcones — dijo Lucho, fijando la mirada en las ventanas. —Cuando entraste aquella vez, ¿qué sentiste, Ángel? —preguntó Elver. —Mucho miedo —contesté desajustándome el cuello de la camisa—. Ese día pude ver los dos cordela mantecosos que atravesaban la habitación, cokaiien ellos sobrevivían un calzón cenizo y un fustán de tela de harina. La cama olía a orines fermentados y a grasa de cabello. Aunque parecía estar todo tranquilo, esa tarde la vi sentada en la esquina. —¿De verdad, Angel, o es otra de tus fantasías de escritor? —preguntó Lucho con acento de incredulidad. —Claro que fue cierto. Eran las cinco de la tarde cuando me quedé paralizado viendo cómo su cabello ralo empezaba a flamear tratando de salir por la ventana. Después de estar dos minutos como un témpano, me arrepentí. Recé para mis adentros a mi madrecita para salir, pero sentí una fuerza extraña que me impedía mover los pies. Los tenía clavados en el piso. En ese instante, fui testigo de cómo conversaba con sus padres muertos, mostrando siempre su mal genio. Gracias a Dios que logré recobrar el movimiento y la respiración al ratito nomás, y en vez de salir corriendo, recordé que un buen Mataperro debía ser fuerte y osado. Así que sin rendirme, pasé un poco de saliva y continué tercamente adentro. Empecé a palpar el filo metálico de su cama. Cuando levanté el colchón, siempre con temor, extraje algunas fotos que permanecían dobladas y viejas, pero me espanté más cuando encontré la cara de Edgar Aldana, agujereada con un alfiler. —¿El que fue nuestro compañero de estudios en la escuelita Mariscal Castilla? —preguntó Elver, achinando los ojos por los rayos del sol. —¡El mismo! —afirmé—. Al continuar hurgando me tropecé con cuatro velas negras encorvadas; en la repisa había un cuaderno que servía como diario donde escribía sus rabias contra sus papás. Se notaba que había llorado de impotencia al momento de hacerlo Allí estaba la impresión de la tinta deslizándose por los bordes del papel. No sé si sufrí una alucinación, pero fui testigo de la siguiente discusión: «Mamá, nunca cacarán tu cuerpo del sótano. Tampoco el de papá. Vagarán y sufrirán por la eternidad». «Salva tu alma y confiesa la verdad sobre nuestras muertes a la Policía, hija. Deshazte de los gatos, ellos son demonios. Pídele ayuda al guardia Montoya. El :e conoce... ustedes jugaban como hermanitos cuando rran niños. A pesar de todo es bueno». «Papá, no te metas con mis gatos, ellos son mis : onfidentes. Es lo mínimo que pueden sufrir por lo que hicieron. Sobre todo tú, mamá, que no quisiste inerme y por eso tomaste aquel montón de pastillas que compraste en la farmacia del tuerto Emilio. Y lo :eor, mis tíos, Juan y Ana, estaban de acuerdo para que yo no llegara a este mundo. Hubiera sido mejor así. pero ya ven? Para su pesar, ¡nací! ¡Papá!, siento odio :ontra ti, nunca tuviste carácter. Mamá lo decidía todo y tú eras una gallina obediente». «Hija, salva nuestras almas y perdónanos. Que te lleven al Señor de

Muruhuay y te rieguen agüita endita en la nuca», le suplicaba su papá. «¡Malditos, malditos! Están condenados y vivirán t0 el fuego». Así terminaba esa disputa —dije con voz entrecortada. —¿Pero llegaste a verle la cara? —preguntó Élver estregándose la nariz con un pedazo de papel higienico y caminando al mismo tiempo para encontrar un tacho —En un primer momento no. Se había quedado quieta observando cómo se esfumaban sus padres. Cuando caminé hacia la sala, levanté la cortina para indagar qué había al otro lado, para mi sorpresa encontré que en esa esquina descansaba un ataúd sobre una alfombra gris. Entonces me acerqué para abrirlo, pero me topé con sus chompas y retazos de telas carcomidas con las que curaba las heridas de sus piernas. El interior de la pieza olía a huevo podrido. Cerré de inmediato la puerta y recordé en ese preciso instante lo que contaba el guardia Montoya, quien conocía muy bien esa habitación. —¿Qué decía nuestro pata del alma? —preguntó Élver. —Que la señorita Baylón un día se robó ese ataúd del cementerio cuando hacían la remodelación del mausoleo de la familia Egóavil. Me dijo que se lo llevó arrastrando hasta su casa gritándoles a los albañiles: «Enanos, enclenques, tirifilos». Es que tenía una fuerza descomunal y por eso les ganó a los obreros. Una vez puesto el ataúd en su dormitorio, inauguró su nuevo lecho. Las únicas frazadas que utilizaba las regaló a sus gatos, incluyendo su catre de bronce. Eso sí, a los mininos nunca dejó de amarlos, por eso también les cedió las colchas hechas por su madre. El guardia Montoya además me contó que había días en que hablaba con ira, maldiciendo su condición de inválida y que se le escuchaba en toda la vecindad tirar contra las paredes las ollas y los platos de loza. Luego se calmaba y se ponía a reír a carcajadas acariciándoles el lomo a los mininos, uno a uno. —¿Cómo temblarías de miedo al recordar que estabas frente a esa mujer bipolar, no? —pregunto Elver. —¡Por supuesto! En esa habitación hacía frío y mis piernas de carrizo bailaban al verla con pocos pelos en la cabeza. Ya me habían dicho que como condenada que era, se resistía a abandonar el dormitorio. —¡Es que no aceptaba su muerte! Los condenados tienen muy bien desarrollado el sentido de propiedad. —nos explicó Lucho sacando la información de su rerebro enciclopédico. —Ese sábado —continué narrándoles, ahora apocado en la pared de enfrente—, ya siendo las seis de la tarde, comprobé por qué no debí entrar. Mi curiosidad hizo que escuchara murmullos y quejidos guturales de f us padres al otro lado de la habitación, o quizás en el totano. Observé cómo las cortinas flameaban impúlsalas por el viento que se colaba por las ventanas. Cómo explicarlo, pero de pronto la vi moviendo la mandíbula, como si masticara el aire, y empezó a rascarse la cintura con sus largas uñas. Por momentos se dormía, siempre sin darme la cara, y luego despertaba y se ponía i investigar el pelaje de uno de sus gatos, para después extraerle unas cuantas pulgas y reventarlas entre las p iredes de sus uñas. Armándome de más valor, hice *n ligero ruido con la garganta, como tosiendo, pero ella no dio la vuelta. Podía escuchar el rechinar de sus mentes. Hasta que de pronto, mientras yo miraba una :: tografía de color sepia con rostros severos colgada en pared, soltó una

voz cavernosa que fue subiendo como e:o y me llamó por mi nombre, doblando el dedo índice: «Angel, Angel, acércate hijo. No te voy a hacer daño». —¿Te habló en serio? —dijo Lucho, creyéndome loco. —Claro. Al terminar esas palabras, dio la vuelta de improviso y yo, al ver su rostro cadavérico con dos huecos hundidos, grité tan fuerte que se escuchó en toda la cuadra. Nunca había movilizado a tanta gente junta, incluyendo a tu mamá, Lucho. —¿Y qué pasó con la señorita Baylón? —Creo que del susto huyó por la ventana convertida en un remolino de vapor. Ahí me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve tirado pegado al ataúd, sangrando por la frente y la nariz, seguramente por los cortes que me hice cuando caí al filo del catre. Al enterarse los abuelos, por boca de tu mamá, acudieron en mi ayuda junto con el guardia Montoya. Al ver que no reaccionaba, ambos me repartieron lapos en la cara. Me llevaron en hombros hasta un auto donde a los pocos segundos desperté. Aparecí en casa, todavía pálido y temblando. La Mamatoya me puso unas pomadas, cubrió con gasas mis heridas y me mandó a mi cuarto haciendo sonar la punta del huacapincho en la palma de su mano derecha. «Mañana conversaremos... mañana conversaremos, hijo del diablo», me dijo con los ojos encendidos. —Eso sí que daba más miedo que los arrebatos de la vieja Baylón — intervino Elver. —Lógico —afirmé—. Por la mañana, ya recompuesto y menos sudoroso, me llamó a la sala, pero no para castigarme como esperaba, sino para decirme que Edgar Aldana había muerto por imprudente y porfiado... «jPor curioso y atrevido!», agregó la tía Yolanda desde la cocina. «Ángel, no vayas a ser el próximo en seguirle, que no tengo plata para el ataúd. Evítate problemas y deja en paz a la señorita», ordenó el abuelo en tono solemne. Y la Mamatoya me hizo saber que un día antes de que muriera Edgar, vio en el techo de la señora Jetza Cachay cómo caminaban a las dos de la madrugada los gatos de la señorita Baylón en forma de procesión. «¿Iban en procesión?», pregunté, redondeando los ojos. «Sí, llevaban en hombros a otro gato que fingía estar muerto», afirmó con toda naturalidad la abuela. «¿Los gatos eran como los dolientes?», volví a interrogar más asustado y pegándome al hombro de la Mamatoya. «Sí, caminaban erguidos en dos patitas. Los de adelante lloraban como niños, bajo una luna que resplandecía como el oro en medio de las tinieblas. Los vecinos, fastidiados por los maullidos, les tiraban zapatos; pero ellos, tercos y endemoniados, regresaban y se hacían más visibles caminando cerca de sus ventanas, con más llantos y conversando como humanos. Ese fue el anticipo de la desgracia». —Pobrecito Edgar. Sus padres fueron quienes más sufrieron —dijo Lucho, mirando una de las esquinas del portón. —Nunca pudieron superar esa muerte —continué—. Una noche de Navidad se abrazaron en el sofá de su sala y, tomando un brebaje potente, se durmieron para siempre. Al siguiente día encontraron la foto de Edgar en medio de los dos. —¡Qué desgracia! —dijo Elver.

—¿Y que habrá sido de los inquilinos? —preguntó Lucho. —Hasta donde sé las pocas personas que quedaban murieron de enfermedades mentales, inclusive un ingeniero metalúrgico sin razón alguna se colgó de una ie las vigas hace años. Nunca se entendió por qué lo hizo, si ganaba bien en Cemento Andino y era feliz con su esposa y sus dos hijas. Hay noches en que los focos se prenden solitos, y a partir de las doce penan. Por rso la gente prefiere no pasar por aquí... es que siempre se escuchan ruidos... ¡voces! —Claro, una de las historias que nos contaba la abuela trataba acerca de las apariciones de la señorita Baylón —dijo Lucho. —¿Recuerdan que la Mamatoya, aun estando rnferma, y con verdadero estoicismo, nos hacía sentar i-rededor de su cama y nos narraba con detalles cómo i parecía la vieja condenada? —pregunté observando una de las ventanas que tenía los barrotes oxidados. —Después de todo, fueron noches aterradoras, pero maravillosas —recalcó Lucho, fingiendo un temblor de manos. —De alguna forma fuimos víctimas porque en calidad los tres hemos llegado a temerle a la muerte. Con esos recuerdos a cuestas, tomamos varias fotos i esa fachada de la calle 2 de Mayo y, despidiéndonos :el portón, enrumbamos hacia la plaza de Arma^ Al llegar, Elver y Lucho se quedaron admirando i a mmensa catedral y les dije: —Aquí está enterrado el presidente Odría. —Sí, lo sabíamos; lo tienen embalsamado en un sarcófago —completó Lucho, afilando la quijada y dándome una lección del porqué no debí decir «enterrado». —¿O sea, su cara debe estar igualita, no? —aseveró Élver tocándose las orejas. —Como si estuviera vivo. Tarma lo quiere mucho —agregué. —¿Es verdad que en un inicio el Vaticano se opuso? —preguntó Lucho a los aires. —Claro, no es normal que un presidente tenga su tumba dentro de una iglesia. Además, él la mandó a construir y para eso ordenó comprar toda la manzana a una familia italiana. —Sí, porque él pensaba remodelar la antigua iglesia, pero fue su mamá Zoila quien le exigió que levantara una catedral. —A pesar de todo, era obediente el gordito —dije con una ligera sonrisa. —No hay un caso igual en todo el mundo —afirmó Élver. —¿Cómo así? —pregunté. —Que un dictador repose en una iglesia junto a los santos —concluyó Lucho, con acento moralista. Luego caminamos por la calle Lima y pasando por el bulevar doblamos hacia el cementerio. Antes de ingresar por la inmensa puerta de rejas, Lucho compró flores en un quiosco. Al momento de darle el billete de veinte soles, la vendedora, que llevaba una chompa roja raída, le dijo, sin levantar la cara, que no tenía sencillo. Entonces, él le respondió: —Si me espera, le pago más tardecito, cuando salga. .Está bien, señora? —No se preocupe, señor. Ustedes tres son gente de :onfianza. Además los

conocí cuando eran pequeños. Son nietos de la Mamatoya, ¿no? —Sí —dijimos orgullosos y con leves sonrisas. Lucho, agradeciéndole, aprisionó contra su pecho el ramo de flores. Dimos unos pasos hacia adentro y nos persignamos mirando la capilla del fondo. Élver preguntó: —¿Te acuerdas todavía dónde estaba enterrada la señorita Baylón? —Por supuesto —dije—, ¡vamos! Pasamos por la pileta antigua y los conduje por el camino de piedras hasta las tumbas y obeliscos en homenaje a filántropos, poetas y cantantes. Al llegar a la capilla, oramos por todas las almas. Dimos la vuelta a la derecha y pisamos ese lugar recóndito: —¡Aquí es la tumba! —les dije. —¡Uaooo! De verdad que es fea —exclamaron los dos. —Y sigue con el mismo clavo oxidado —observé poniéndome a un costado de la lápida. —Esa vieja nos traumó la infancia —habló Élver :on el hígado. —No solo a nosotros, también a los vecinos. A ellos íes avergonzaba contar sus exabruptos. Yo fui muchas veces víctima de su mal genio —tartamudeé dejando rscapar un suspiro, mientras me alejaba de la tumba. —¿Angel, y cómo fue eso? —preguntó Élver. sin desprender la mirada de la lápida. —Fue una mañana cuando ingresé con mi carreta a la casona a buscar a Lucho. —Sí, me acuerdo de esa fecha. Recién nos habíamos mudado con mis hermanos —intervino Lucho. —Ese día me paré en el centro del patio y silbé a los aires a todo pulmón para que salieras; pero no apareciste, sino la señorita Baylón que en un santiamén estaba frente a mis narices investigándome el rostro con los ojos encendidos. La miré sin respirar, como pidiéndole perdón, pero abriendo la boca me mostró su ferocidad en sus encías rojas. Entonces, del respaldar de su silla de ruedas extrajo su huacapincho y me amenazó con la mano levantada: «¡Fuera de mi casa, bestia! ¿O quieres que te mate?». Yo desaparecí como el cometa Halley, dejando mi carreta Meteoro en el patio. Al día siguiente me enteraría de que en un rito, donde únicamente la acompañaban sus gatos, la vieja le vació gasolina a las maderas y la quemó a las doce de la noche. —Yo te conté eso —habló Lucho en tono de reclamo. —Sí, pero no hiciste nada para salvar a Meteoro. —No podía, estaba hecha una fiera la señorita —dijo disculpándose. —Ese mal recuerdo todavía pesa en mi memoria y es como si la estuviera viendo reírse frente a mis ojos —confesé—. Nunca más me volví a fabricar una carreta. —Siempre fue mala —recalcó Elver. —Recuerdo que escupía a la gente en la calle —señaló Lucho. —Sí, y lo hacía mientras empujábamos su silla de ruedas —señalé. —Era asquerosa —volvió a decir Elver. —Angel, ¿y sigues teniendo pesadillas como me lomentabas en tus cartas? —preguntó Lucho.

—Sí, todavía hay noches en que ella sube a mi cama y se pone sobre mi pecho para ahorcarme, y lo peor es que no puedo despertar, sino después de un rato de sufrimiento. Es ahí cuando me incorporo con mucho esfuerzo, sudoroso y espantado, y termino gritando al :echo. Al rato, volteo mi almohada para bloquear la pesadilla y rezo invocando a la Virgen María, tal como nos enseñó la Mamatoya. Otras veces, cuando leo hasta muy tarde, de reojo la veo pasar por mi ventana como mía nubecilla negra. Es algo contra lo que no puedo .jchar. —¿Y pasa con el mismo faldón arrugado llegándole L suelo? —preguntó Elver. —Sí, y con su mantilla negra cubriéndole la mitad de la cara —afirmé. —Cosas, ¿no? Lucho y yo también somos víctimas de rsas pesadillas hasta ahora —dijo Elver santiguándose. —¿Ustedes también? —pregunté pasmado. —¡Aunque no lo creas! —confirmaron los dos—. Mejor salgamos de este lugar. No vaya a ser que iparezcan sus gatos y nos arranquen los ojos. Tocamos con nuestros pulgares la lápida negra con zrrto remilgo y nos despedimos con una sola frase: *Que Dios la perdone, señorita». Retomamos el camino ifr piedras y, observando dos nichos vacíos, Lucho dijo: —¿Recuerdan que aquí nos metíamos para jugar a las escondidas? —¡Claro! ¡Y salíamos llenos de tela de arañas en la cabeza! Lo curioso es que están igualitos. ¿Quiénes habrán estado acá? —preguntó Elver, metiendo la cabeza como cuando era niño. —Según dicen, fueron dos novios suicidas, cuyos padres no aprobaban esa relación de primos porque Dios no los aceptaría en el cielo. Según recuerdo, él se llamaba Justo Altmann. Desde los años ochenta se han convertido en condenados y vagan por los bosques, cerca de la hacienda Santa María. —Bueno, ¿vamos a la tumba de la abuela? —propuse. —Para eso vinimos, ¿no? —dijo Lucho, acariciando la tersura de las rosas. Al llegar al lugar, cogí unas ramas y limpié las esquinas con los ojos vidriosos. Elver y Lucho colocaron las rosas en el florero. Oramos agachando la cabeza como cuando hicimos la Primera Comunión con la madrecita Isolina. Al terminar, recordamos a Lucho haciéndonos arrodillar en medio de la sala. Desde entonces ya se perfilaba como cura, celebrando los domingos las misas. Nos hacía levantar temprano contra nuestra voluntad; cogía los panes de la mesa, extraía las migas, las aplanaba, las cortaba como galletas redondas con el filo de un vaso, y luego de exigirnos abrir la boca, recibíamos ese alimento como si fueran hostias. El intenso sol no nos permitió estar mucho tiempo parados. Nos sentamos en el banco de mármol bajo un ciprés y quedándonos por un momento callados. recordamos la voz de la abuela diciéndonos: «¡Escuden. Mataperros! La señorita Baylón vivió en aquel barrio de Mantarana los ochenta años de su vida, y i^iie entendía por qué gozaba de tan buena salud faca y mental si estuvo expuesta a la desnutrición f al frío desde niña. Por el contrario, le rebalsaban i*r la cintura lonjas de carne en señal de sobrepeso. pasar los años, pude averiguar más cosas de la peeré, ¿qué había ocurrido en su infancia?, ¿por qué ■i carácter avinagrado y sus mentiras a la Policía

«ore sus padres y sus tíos? La respuesta está en que h señorita Baylón, siendo niña, sufrió los maltratos Iít sus padres por haber nacido sin movilidad en las :c:nas, con una vocecilla de pato y con ese lunar de ame debajo del ojo izquierdo. A medida que crecía, -empezó a salir a la calle por el pan y como no lo traía a mrmpo, su madre le gritaba desde el balcón, avergonzán- aria ante la mirada curiosa de la gente: “¡Fea, mugre, EBchi! ¡Apúrate que nos morimos de hambre! ¿Hasta qué hora crees que vamos a esperarte? ¡Estúpida!”. La pobre apresuraba su silla de ruedas con las pi_mas callosas y subía la cuesta con agitado esfuerzo. Cen esas manos adoloridas abría el portón, y antes de nijesar al patio recibía en la espalda los latigazos de k. madre: “¡Algún día te voy a dar veneno para ratas, ■r. nunca más me harás renegar!”, le gritaba». -Abuela, ¿y por eso creció jorobada?», preguntó Chrer. •Esa joroba se la ganó porque vivía sumisa, con ki manitas sangrantes se cubría la cabeza desde _í> seis años. La polio no le permitió ser feliz, pero tampoco fue impedimento para que se desplazara con normalidad por las calles. Desde allí le vino la rebeldía; más aún porque fue torciéndose cada vez que aumentaba en edad y, al mismo tiempo, se iba quedando sola como un hongo. Entonces los niños del barrio se burlaban diciendo: “Ahí baja la monstruo de Mantarana”, “cuidado con la hermana del jorobado de Notre Dame”». El sol se ponía perverso en la copa de los cipreses. —Tienes razón, Angel, es como si fuera ayer —dijo Lucho, que en ese momento se paró para limpiar con su pañuelo un resquicio de la lápida. —¿Y cómo haría para bañarse, no? —interrogó Élver. Y regresó la voz de la Mamatoya diciéndonos: «Esa mujer olía mal, por eso no me acercaba. Sus ropas no se las quitaba en años. Odiaba el agua y los perfumes. Su madre, la señora Teresa, jamás se preocupó de su aseo». «¿No era pobre, verdad, abuelita?», dije muy seguro de mí. «La mujer nadaba en plata, pero su defecto estaba en que era avara. Se había habituado a la caridad y la gente tenía la culpa de eso. Además, en esa suciedad se regodeaba junto a sus gatos. La señorita Bayló carecía de dientes sanos, he allí la razón de su alient a desagüe». «¡Aggg!», dije. —Por ganarnos unos centavos —recordó Elver—, después de recorrer media ciudad jugando a la caretas, la esperábamos todas las tardes a partir de hf :uatro en la plaza de Armas. —Y nos decía con su voz de pato —agregó Lucho—: «Niños flojos, empujen más rápido mi silla de ruedas. Arriba les pagaré su sol. ¡Apúrense, apúrense!». —Nos miraba con odio, mientras escondíamos la ti:*rza en señal de asco por la baba espumosa que le « raba de la boca —reafirmé. —Nunca nos pagó y por eso nos vengamos aventán- éaka. desde la cima hasta que desapareció en una de las oles —concluyó Élver, conteniendo la risa. —Pero felizmente sobrevivió a esa tragedia gracias j -n camión de arena que estaba estacionado en una ponina —dije.

—Es que se empotró en la llanta trasera —volvió a lerir Élver. —A ella no le pasó nada, pero sí al carro, que quedó r averías en los parachoques. En ese tiempo la gente pyó que nosotros le habíamos dado muerte, pero luego rescubriría que los verdaderos asesinos fueron tres ícuentes recién salidos de la cárcel La Macarena, triados Los Matarifes — añadí—. Una de esas tardes le pregunté a la abuela: «¿Qué otras cosas extrañas res de ella?». Y frotándose la frente, me respondió, :mpre con su voz áspera: «La señorita Baylón, réndose una dama de sociedad, nunca dejó de ?rse un moño con las pocas hebras que le quedaban, ría una cacatúa. A veces se incrustaba una fila de :hos plateados a los costados, cerca de las orejas, y se fijaba en medio del patio al ver el reflejo del metal fitando en las paredes. Podía permanecer muchas horas incinerándose la cabeza, pero eso no la mortificaba en lo mínimo porque seguía igual, mostrando su cara de tomate al sol. Su talla elefantiàsica moría en sus pies descalzos, pies que estaban acorazados de mugre y hongos. Las plantas eran como suelas, como si toda la vida hubiera caminado. Cuando iba por las calles, la gente se sorprendía por sus uñas pintadas. La lluvia y la humedad no pudieron penetrar sus pies de caucho ni arrancarle siquiera un estornudo en épocas de invierno. Lo curioso era que siempre iba apurada llevando en las faldas una bolsa con comida para sus gatos. Vivía para ellos. Nunca salía a la calle si antes no les daba de comer. Cuando se deslizaba hacia la plaza de Armas conversaba para ella sola en un lenguaje que nadie comprendía. Las vecinas al verla venir saltaban a la otra vereda, cuchicheando cosas al oído». «¿Se burlaban de su condición de inválida, abuela?», pregunté en un tono de solidaridad con la señorita. «Sí. Decían: “Esta vieja cada vez está más loca”. Otras murmuraban: “La pobre nunca ha usado zapatos y, lo que es peor, jamás la vimos enfermarse. Parece que tiene un pacto con el diablo”. “Posee la resistencia de un toro”, se burlaba tu tía Yolanda. “Sí —decía la señora Jetza—, es más fuerte que un búfalo”». «¿Abuela, y cómo hacía la señorita para ir al baño?», pregunté. «Pides mucha información, Ángel. Solo sé que la señorita Baylón abría la puerta de la casona muy temprano y tomando el bacín lanzaba a la calle los excrementos y orines que había producido durante la madrugada, y que a más de uno le salpicaron en los | mpatos y pantalones. Un día los vecinos, acompañados iel gobernador, llegaron a su casa y hablaron con rúa de esos vejámenes. Mientras escuchaba atenta. autoridad terminó dándole un plazo para que se n-dara de casa; pero ella, soltando una estrepitosa f r_sa. se impuso echándole más mugre a los pies del rioernador: “¡Quienes deben largarse de estos dominios sen ustedes! Este barrio es mío. Mantarana pertenece * mis abuelos. Tengo papeles. Me da vergüenza vivir «oo pobretones que no tienen dónde caerse muertos, m: luyéndolo a usted”». «¿Y los vecinos no pudieron hacer nada para desalojóla?», pregunté con algo de rabia. «Difícil, por eso decidieron dejarlo así y esperar a r_e se muriera de alguna infección. Desgraciadamente, artes que ella, muchos se fueron a la tumba con

el tgado podrido». «¿Tenía amigos?», pregunté, hurgando una de mis i:sas nasales con la uña. •«Angel, no seas cochino. No cambias, ¿no? Usa un ptóuelo para esas cosas», dijo mostrando su molestia. •Perdón, abuelita». «Era sabido que no hablaba con nadie, excepto con jes gatos y a veces con tu tía Vilma que se había trasladado a esa casona con su ejército de hijos». . «¿Tenía muchos inquilinos?», pregunté, sobándome sien. «Sí, una docena. Cuando era fin de mes, cada quien nacía llegar un sobre con el dinero del alquiler. ¡Pobre je aquel que se demorara un solo día!». «¿Qué le ocurría, abuela?», pregunté, poniendo ojos de ardilla. «La vieja iba a las seis de la mañana a la puerta del inquilino y, derramando gasolina alrededor, gritaba con un palito de fósforo encendido: “¿Me pagas o quemo tus porquerías?”. Y, por supuesto, antes de que terminara la frase, el dinero ya estaba como un abanico moviéndose en sus narices». «¿La odiarían los inquilinos?», dije en tono de compasión con ellos. «Eso ni lo dudes. Tú más que nadie sabes de su mal genio». «Sí, nos quedó debiendo mucho dinero de las veces que empujamos con mis primos su silla de ruedas. Era maleducada. De tanto comer plátanos y sobras de lentejas, su estómago sonaba. Luego de un rato, se echaba gases pestilentes». «Claro, creo que no conocía el purgante. Además, era alérgica al orégano. No le importaba saludar o que la saludasen —continuó hablando la abuela—. Esa mujer nació para ser grosera y nunca se preocupó por ganarse un pan. Tampoco se supo cómo sus padres amontonaron tanta fortuna en los bancos y le heredaron una mansión para ella sólita. Yo me enteré de que había nacido en el segundo piso y que por vergüenza jamás la sacaron a pasear, sino hasta que estuvo ya crecidita y mostraba ímpetus de sus primeras rebeldías. Los vecinos decían que siendo niña la veían por los corredores y huertos de la mansión arrastrándose con un maletín rojo y un bacín desportillado, pero que después de la muerte de » padres, aprendió a sobrevivir saliendo todas las üüñanas al mercado, donde las personas que no sabían Ct sus cuentas en los bancos, llevadas por el buen c : razón, le regalaban panqueques para el desayuno y roles para el almuerzo. Los domingos por la noche, después de la feria, acostumbraba recoger papeles y cartones en los basurales, siempre con su huacapincho p la mano, decidida a ganarles la comida a los perros». «¿Y a qué hora dormiría?», pregunté sorprendido. «No lo sé. Pero retornaba cerca de las once de la noche a su casa sin el mínimo de cansancio, y de ahí ts. salía hasta el día siguiente». «Tú me contaste que una mañana se peleó con sus n :os», dije con voz temblorosa. •Claro, eso fue un domingo, porque los endemoniados —ñiños se tragaron sus tamales y le dejaron solo ciscaras. Su furia hizo que los lanzara a los aires hasta merlos aterrizar en los techos de los inquilinos. Ellos c : rtaban que esos pobres animales se lamentaban mientras cruzaban el espacio en forma de aspas. Vilma '-r testigo de su histeria y de la baba verde que le cr:rreaba de la

boca. “¡Mueran, malditos! ¡Lárguense mi casa! ¡Diablos! ¡Sarta de porquerías! ¡Traidores!”, ■sí la escuchó gritar». «¡Pobrecita!», dije espantando una mosca rebelde pretendía columpiarse de una de las hilachas de Li cortinas. •Toda la mañana se la pasó renegando hasta llegar ri mediodía. Fatigada por primera vez apareció en L puerta de Vilma, y suplicándole que le calme los fuertes cólicos, convulsionó a sus pies, torciéndosele la boca en ese instante». «¿Y qué hizo mi tía?», volví a preguntar con aire de perversidad. «Como estaba sola, la arrastró de las axilas para el centro de la sala y colocándole una almohada debajo de la cabeza y otra en las piernas tullidas, salió al huerto para arrancar varias yerbas curativas. Luego entró a la cocina y las hirvió con tanta rapidez que estuvo a punto de quemarse las manos. Sin importarle el olor que despedía la vieja, después de un cuarto de hora, le hizo beber a grandes sorbos un litro de paico y otro de culén blanco. Por la noche la devolvió a su habitación, ya malita. Esa fue la única vez que nos enteramos de su estado calamitoso que le duró una semana, y también la única vez que se dejó escuchar con esa voz vencida: “Vilma, muerto el perro, muerta la rabia. Me voy de este maldito infierno. Sé que tendré mala muerte. Ya entró la polilla a este cuerpo”. Y Vilma le contestó mientras le hacía cariños en la mejilla: “No diga eso, señorita, usted es fuerte como un roble”. Luego la señorita Baylón, sin fuerzas y casi muerta, continuó arrastrando las palabras: “Vilma, anoche he soñado con mis padres, me llamaban: ‘Chela, Chela, te estamos esperando. Arregla tus cosas y ven... ven'“. ¡Sufría la pobre! Así se fue desmejorando y, efectivamente, ese fin de semana unos delincuentes ingresaron a su casa, sacaron las joyas de los roperos y la ahorcaron con una correa de cuero. Todo ocurrió por la noche. Como era sabido, nadie reclamó su cuerpo y por eso los vecinos coincidieron en mandarlo a la fosa común junto a otros muertos que no tenían familia. Pero Vilma abogó por ella y les hizo saber que la señorita Baylón en vida había comprado su nicho en el pabellón exclusivo de San Nicolás, pero por razones extrañas la metieron en el más oculto: el Génesis este. La pobre :ambién se había mandado confeccionar su mortaja morada. Cuando llevaron su cuerpo al hospital para la autopsia, Vilma me confesó que los estudiantes de medicina arrancaron su cabeza y los médicos retacearon el cuerpo para sus clases de anatomía. A la semana siguiente, luego de una corta conversación con los : " reros de la beneficencia, ellos se confabularon para meter al cajón solo visceras envueltas por el hábito. Tespués, la cabeza dentro de una bolsa negra fue tirada en la fosa común. Es por eso que actualmente más de uno dice en rl barrio de Mantarana que esa cabeza sale por las i jehes a buscar su cuerpo. Los más ancianos le llaman h Umantacta, ¡es que han escuchado rebotar esa cabeza : :mo pelota más allá de las doce!: ¡tac tac, tac tac!, así meen. Otras personas cuentan que ella se ha convertido en la condenada, que sale de su casona y recorre los ^rededores del barrio junto con un sonido de latas que va arrastrando calles arriba, cuando la ciudad se 13. dormido; pero yo afirmo lo contrario, que ella, más oien, es El Engaño». «Abuela, ¿mi tía Vilma no le tenía miedo a la señorita Baylón?», pregunté

con temor. «No lo sé. Pero me contaba que cuando conversaba con ella más de dos minutos no soportaba mirarla a los ojos porque desde la profundidad de esas oquedades, al parecer, salían fuegos que quemaban. Así ocurrió la desgracia con tu compañero Edgar Aldana», dijo con voz amenazante. «¿Y cómo fue eso, abuelita?», volví a preguntar para salir de dudas. Sabía que esa muerte ocurrió una tarde en que yo paseaba por la Rambla con Carolina. Al regresar a la callecita San Juan, los vecinos corrían desesperados comentando la desgracia. «Es que Edgar se pasó de malcriado. Una cosa es ser bromista y otra grosero». «¿Qué le hizo a la señorita?», pregunté creyendo que algo de culpa me pertenecía. «Desde el segundo piso le levantó la falda con una caña de pescar, justo cuando estaba por ingresar a su habitación, y ella, sin molestarse, miró hacia arriba por varios segundos y lo dejó hipnotizado. Tieso». «¿No lo insultó como otras veces?», pregunté, siempre con miedo. «No. Mirándolo desde su silla de ruedas, le impuso con el dedo índice una cruz invertida. El, aún con los cabellos levantados, reaccionó al minuto y pudo despegar los pies del suelo; sin aliento corrió para su casa». «¿Y luego qué pasó?», me impacienté al percatarme de que hacía una pausa muy larga. «Edgar, al día siguiente, al bajar del segundo piso sintió mareos de la nada y, así lo confirmaron los vecinos que vieron el accidente, el pobre no pudo sujetarse de las barandas y cayó de espaldas contra el filo de una piedra, cerca de las gradas. Murió después de dos horas ron la columna rota y el cerebro muy dañado. Claro que ni no lo viste porque andabas de enamorado», dijo algo .-.sueña y apuntando a mi corazón. «Sí, pude ver todavía las huellas en el piso, abuela. Isa noche estuvimos los tres ayudando», dije espantando la misma mosca que intentaba perforar mi nariz. «No me consta, Angel —murmuró, soltando un rstornudo—. ¡Ah!, tengo más historias de la señorita Baylón, que uno de estos días te contaré». «¿En una de ellas se convierte en El Engaño, como decías?», pregunté enjugando los labios y sobándome las manos. «Sí —dijo mirándome maliciosamente—. Además, :e contaré cómo se lleva al más allá a los que sueñan :on ser escritores cuando sean grandes». «¿De verdad, abuela?». «¡Nunca he mentido!». Al decir esta frase se durmió. —¡Qué fregada era la abuela!, ¿no? —exclamó Elver, ;ugando con la punta de sus bigotes. Así, volverían los recuerdos con esas rondas de :uentos que nos mantuvieron por las noches alrededor ie la cama en su habitación. Quizás yo fui el más afortunado porque vivía a su lado. —Linda la abuela, pese a todo nos quería —dijo Lucho acariciando la lápida, mientras el sol de la tarde empezaba a ponerse más agresivo. —Inolvidable la Mamatoya. ¡Cómo la extrañamos ahora! —dije.

—Aunque a veces pienso que más se desvivía por Roídos y sus gallinas — volvió a hablar Elver socarronamente. —Despidámonos de la abuela con el Ave María —dijimos los tres. Después de terminar de rezar, Lucho arrancó un pétalo de rosa y, besándolo en la nervadura, se lo guardó en la billetera, para luego decir: —Siempre estarás en nuestros recuerdos, querida abuelita. La aparición de El Engaño Mientras paseábamos por los demás pabellones de cruces y nichos vacíos, llegaron a nuestra mente .as palabras nítidas de esas noches de agonía que la mantuvieron postrada en cama. La vejez primero atacó su visión y luego el oído. Eso motivó a que se confinara rn sus cuatro paredes. A veces, con mejor ánimo, redía salir a la sala; la colocábamos en la perezosa y nos hablaba de sus padres, unas veces con emoción y otras con resentimiento. Todos sufríamos al verla isí, y yo más que ellos porque la Mamatoya era mi ioble mamá. Así me había dicho cuando me enteré de :ue era huérfano. En cambio, Elver y Lucho no tanto, quizás porque ellos tenían a sus papás vivos. —Hubo una noche de enero en que no pudimos ir ionde la abuela —dijo Elver acomodándose los bigotes. —Claro, porque cayó una fuerte granizada sobre los techos de las casas y los bomberos tuvieron har. :rabajo con los desagües de la ciudad. Cuando pasó e: peligro, la abuela me llamó y me pidió que me sentar s ú borde de su cama. En realidad, disfruté bastante —recordé. —¿Y qué fue lo que te contó? —preguntó Lucho. —Algo de El Engaño —contesté—. Esa noche se abrigó las espaldas con una manta y ordenándome que me cubriera los pies, bajo esa lluvia menuda que golpeaba la ventana, me dijo acomodándose sus viejas gafas: «Mejor siéntate al frente. Ayer no sé quién dejó tierra sobre mi colcha. Bueno, ¿y tus primos se asustaron con la lluvia, Angel?». «No sé, abuelita. Quizás sus mamás no les dejaron venir por temor a que se resfriaran. Pero si me esperas voy para sus casas...». «No, déjalos. No quiero cuchis en mi cama. Lo que te voy a contar es lo que escuché de los vecinos del barrio de Mantarana, de aquellos que viven cerca del cerro San Juan Cruz». «¿Qué decían, abuelita?». «Que la señorita Baylón salía de su mansión por las noches y se convertía en El Engaño». «¿Y cómo es El Engaño?», pregunté acercándome a su lado y apartándome de la ventana. «Es el espíritu de esa mujer que vaga por los lugares solitarios y no tiene rostro definido. Pero se le ven los cabellos espantados. Ella es la misma muerte que en ocasiones se convierte en algún miembro de tu familia, que podría ser tu papá, tu mamá, alguno de tus primos o la persona que más quieres; y de pronto cuando andas distraído a tan altas horas... jpuafff!». «¿Se puede transformar inclusive en ti, abuelita?». «¡Silencio, Angel!». «¿En Carolina?», dije endulzando la voz. «Eso ni lo dudes. Y ocurre de pronto... —hizo una pausa por la persistente tos y luego de beber un poc; de agua continuó hablando— y mucho más

cuando eres desobediente, o cuando te rehúsas a asistir a misa le s domingos como sucedió con el señor Crisanto Orihuela El, de borracho, insultó a Dios diciéndole que era injusto por quemarle su casa; de eso se aprovechó el diablo para apoderarse de su espíritu, llevarlo al cerro, desbarrancarlo sin piedad y dejarlo con la cabeza abierta como una calabaza. Las personas que le cubrieron el rostro con unos periódicos dicen que el señor Orihuela horas antes de su muerte estuvo conversando con los amigos, hasta muy entrada la noche, en la plaza de Armas sin importarle el frío. Cuando se acercaban las once empezó a reírse a carcajadas y de pronto cerró la boca y se puso a llorar cubriéndose los ojos con las manos». «¿Se le apareció la señorita Baylón?», pregunté asustado, al mismo tiempo que veía cómo volaba una polilla alrededor del foco amarillo. «Dicen que sí». «¿Con su silla de ruedas?». «Angel, cuando uno muere el cuerpo no vale, solo el alma queda en la tierra hasta pagar sus pecados. A veces es para siempre». «Entonces, ¿la señorita Baylón puede caminar > usar zapatos?». «Por supuesto, en la Biblia está escrito. Algún resucitaremos completitos y sin yayas». «¿Aunque seas cojo o ciego?», insistí. «Ya te dije, completitos y rebosantes de salud». «¡Entonces tú podrás ver mejor, abuelita!». «Dios me devolverá la vista cuando resucite, de eso estoy segura. Bueno, como te iba diciendo, el señor Orihuela empujó con el brazo izquierdo a la poca gente que estaba a su lado y empezó a caminar como un zombi en medio de la calle sin importarle el saludo de sus amigos. Según dicen, así, tieso y pálido, abandonó la ciudad obedeciendo al llamado de una voz anónima que salía desde algún lugar del cerro. Ya a cincuenta metros de distancia, donde la oscuridad reinaba, alguien apareció de entre las casas viejas del barrio y acercándosele le empezó a hablar al oído. A lo lejos sus amigos podían ver que el señor Orihuela movía la cabeza diciendo sí a todo. Esa sombra empezó a llevárselo de buenas maneras». «Con seguridad era la vieja», dije golpeando con el puño la cama. «¡Más respeto, Angel! —me corrigió la abuela, mientras tomaba un sorbo de agua—. Se dice la señorita Baylón». «Perdón, abuelita, pero tú también a veces le dices vieja». «Es que yo soy mayor y tú eres un mocoso. Déjame continuar. Entonces, nadie comprendía qué pasaba por la cabeza de ese señor —siguió narrando mientras se limpiaba los ojos con una gasa—. Por eso, sus amigos resolvieron retirarse a sus domicilios con las tembladeras de un niño. Días después de su muerte, rúos coincidieron al señalar en que al momento de i'oandonarlos, él tenía los ojos convertidos en des cráteres volcánicos». «¿Como carbones encendidos?», interrumpí. «¡Peor! —contestó prontamente—. ¡Ardían en fuego!». «¡Nooo!», volví a asombrarme. «Según cuentan los que lo vieron por última vez cerca :el cerro, a medida que subía El Engaño se convertía sn una masa oscura, deforme y jorobada, cuyo cráneo zelatinoso tenía los mismos cabellos ralos de la señorita Baylón.

Además, cuando pasó por la casucha ie adobes de don José Zurita, este le preguntó adonde se dirigía, pero el señor Crisanto le respondió con los ojos perdidos en el espacio: “Mi mamá me está llevando para saludar a mi hermana que nos espera arriba". “Pero si tu hermanita Rita hace muchos años que murió”, rectificó don José. “Usted se equivoca, don José. Ella nunca murió, solo viajó lejos. Y ahora discúlpeme que mi mamá me está dejando”. Y así fue. En realidad iba con el mismo demonio. El Engaño, jalándolo de la mano, continuaba haciéndolo subir sin importarle el persistente aullido de los perros que se desesperaban y otros que se escapaban llorando como si alguien les hubiera dado una patada en el lomo». «¿Abuela, y el señor Crisanto no podía darse cuenta dije algo intrigado. «Es imposible. Dicen que el pobre caminaba como hipnotizado por esos lugares sembrados de ichu y espinas hasta llegar a la misma punta del cerro. Los pocos que lo vieron pasar por sus casuchas esa noche, dijeron que de cansancio arrastraba el pie izquierdo. Más allá de la medianoche, cuando el viento empezó a calmarse, solo se escuchó el eco de un grito que rebotó en las rocas y luego se fue apagando hasta desaparecer tras los bosques de eucalipto. Ese ruido hizo que los gatos saltaran por las calaminas como festejando algo». «¿Y la gente que lo vio pasar no le pudo ayudar?», reclamé a la abuela. «Era arriesgarse. Por el contrario, ellos, llenos de miedo, se preguntaban: “¿Y después a quién le tocará?”». «¿Ya estarían acostumbrados a ver esas cosas?», dije cubriéndome la cara con una chalina. «No creo. La gente de ese lugar tuvo que abandonar sus casuchas por el temor. Horas más tarde, cuando amaneció, encontraron al señor Orihuela tendido al pie del cerro. Así acabó su vida: aventado por ese extraño ser desde lo alto. Ahora ese señor pertenece al demonio». «Abuela, ¿y a quiénes más se les aparece El Engaño?». «Aparte de los desobedientes, a las personas débiles de carácter». «¡Gracias a Dios soy machazo! —exclamé inflando el pecho—. ¿Mañana por la noche puedo visitar esa casa?». «Si quieres puedes ir hoy mismo para que lo compruebes. De esa manera me ahorraría diez panes al día. Si estás cansado de vivir, anda, hijo... ¡Corre!». «¡Nooo, abuelita!, ¡jamás! Era bromita, nomás. ¿Y habrá una fórmula para escaparse de ese demonio?», continué muy interesado. «Basta con encomendarse a Dios con el Padrenuestro. Si te llama por tu nombre: “Angel, Ángel, soy tu abuela”. No le hagas caso». «¿Y algún día se romperá ese hechizo?», dije persignándome. «No lo creo. Si eres mataperro y, de paso, pecador, ya te condenaste para toda la vida». «¿Y si me arrepiento y le pido perdón a Dios por todo lo malo que hice?», pregunté con voz temblorosa. «¿Crees que Dios te perdonará por todas las canas verdes que me sacaste?», se burló la abuela, arreándome con las manos para que abandonara su habitación. «Tal vez, si él quiere..., abuelita. Pero ahora me porto mejor que antes. Tú

misma sabes que mi corazón no miente. Ahora es más grande porque he crecido. Deseo que te mejores de la vista y salgas al mercado para hacer las compras junto con la señora Jetza». «Eso es muy difícil, hijo —dijo suspirando—, mis piernas ya no me obedecen. Mira cómo están los huesos de mis manos: se están doblando por la artrosis. Además, la diabetes no tiene cura. Se acerca el fin, hijo». «Tú me recogiste cuando era bebito, y si algún día te mueres, yo me quiero ir contigo. ¡Para qué vivir sin ti!». «¡No hables tonterías, Ángel! ¡Escupe, escupa sonso!», dijo tomándome de los hombros. «¿Tres veces y para el lado izquierdo, no?», pregunté asustado. «Sí, cuida lo que dices. Las palabras se cumplen. Muchas veces son para mal. ¡Escupe una vez más!». «Abuelita, seguiré vendiendo chupetes en los mercados para comprar tu medicina y pagarle a los médicos». «Ojalá sea como tú dices, ¡ojalá! Ya vete a dormir y cuídate de ese mal espíritu». «Abuelita, ¿y actualmente dónde vive El Engaño? ¿En la misma casona de Mantarana?», la interrumpí. «Se aloja en muchos lugares: en la casona, donde están sus padres; en esa casa verde que está en el cerro San Juan Cruz; puede ser en el patio, cerca de mis gallinas o en la casa de Roídos». «¿Tú me dijiste también que vive detrás de las inglesias?». «¿Inglesias? Iglesias se dice, hijo, ¡iglesias!». «Perdón, perdón, abuelita». «También se esconde en las capillas abandonadas o debajo de los puentes. Es tan malo que se ha llevado tantas vidas y ha dejado muchos huerfanitos». «¿Yo estoy entre ellos?», dije con voz desesperanza- dora. «No, hijo. Me tienes a mí todavía». «¿Solamente se lleva a los hombres grande s continué preguntando de pie. «No, en su lista también están las chicas contestonas». «Tienes razón, abuela. ¿Y si voy acompañado de mis primos con una cruz y agua bendita para echarlo de la ciudad?». «De poder se puede, pero no es recomendable. Siempre que los niños van a jugar a ese cerro, al bajar por el otro lado, encuentran entre las piedras y la basura cadáveres comidos por ratas y perros. A veces, esos chicos curiosos no regresan». «¿Entonces la señorita Baylón es inmortal?», dije resignado. «Esa es la triste verdad. Aunque no nos guste, es así», concluyó. «¿Abuelita...?», quise seguir la conversación. «Ya no preguntes más y ahora ve a tu cuarto a dormir. Abrígate el pecho, que ha empezado a caer la helada. ¡Ah, lávate bien esos pies!». «¿Por qué, abuelita?», dije mortificado. «¡Porque has dejado perfumado mi cuarto!». «Yo me lavo todos los días», reclamé. «No se nota». «Hasta mañana, entonces. ¿Mañana me contarás otra historia?». «Si amanezco con vida, sí. ¡Ya, a dormir! ¡Chau, chau!».

«¿Mañana llamo a mis primos?». «No saben lo que se perderán si no vienen esos cochinos», dijo limpiando su cama con una de las manos. «¿Cómo se llamará el cuento?», pregunté con cierto entusiasmo. «Algo así como “El castigo ineludible”». «Abuela, ¿y qué significa ineludible?». «Angel, “burro que lee no tiene amo”. Así que llévate él diccionario a tu cuarto y sal de dudas. Los libros no Titán para adornar la sala, ¿entendido?». Así acabó esa historia y me mandó a la cama. —La abuela también tenía otro dicho para estos ¿sos —recordó Lucho—: «Oveja que lee, oveja que no =e deja trasquilar». —¿Y revisaste el «mataburros»? —preguntó Elver. —Claro, y cuando encontré el significado me invadió el miedo. Al cerrar el diccionario, me dije: «Mañana, tempranito, iré a la casa de mis primos para avisarles que la Mamatoya nos tiene otra historia interesante». El castigo ineludible Siempre nos causaste envidia —dijo Lucho abrazándome—, pero sana. Cuando recorríamos los otros pabellones, Elver preguntó: —¿Angel, por dónde quedaba la fosa común? —Estamos cerca. Han tapado gran parte de los huesos con tierra, pero se mantiene todavía. Síganme —les dije. Caminamos atravesando montículos de tierra y piedra. Pasamos por entre las cruces blancas sin pisar las que estaban caídas y sorteando las espigadas y ñludas hierbas nos ubicamos frente a la fosa donde rntaño muchas veces fuimos aventados por la banda ie los Cochachis por no pagar una apuesta de bolas. —¿Aquí tiraban a los muertos que no tenían famiba. no? —preguntó Lucho. —¿Se acuerdan de que la Mamatoya nos contaba de in tal Cirilo Pabuacho? —pregunté. • —Sí —respondieron los dos. —Aquí descansa el pobrecito. —También aquí están los delincuentes y borrachos —agregó Élver. —De aquí sacábamos fémures y jugábamos a los espadachines —dije riéndome. —Claro, ¡como buenos mataperros que éramos! —repitió Lucho. —¡Como «Los tres mosqueteros»! —dije, poniéndome en guardia. —¿Y por qué les dirían mosqueteros, no? —preguntó Élver. —Porque usaban mosquetes —respondió Lucho. —Los mosquetes eran fusiles antiguos —concluí. —Pero ellos usaban espadas —insistió Élver—. En todo caso debieron llamarse «Los tres espadachines». —Sí, investiga, pues, Élver—dijo Lucho, mirándome y cerrando uno de los ojos en señal de complicidad. —¿Y qué hay sobre aquel día en que coincidimos, muy puntuales, en la puerta de la abuela a las siete de la noche y la encontramos sentada esperándonos con unos caramelos de menta? —volví a decir. —¡Y chocolates de Arequipa! —agregó Lucho.

—Por supuesto —respondió Élver con algo de temor—, nos pidió con voz dulce que nos acomodáramos alrededor de su cama. Nos repitió que la próxima no nos aceptaría si no íbamos limpios y peinados. Esa noche no nos recriminó por los pantalones sucios. Estaba de buen humor y por eso nos tomó de la cabeza y acarició nuestras frentes por primera vez. —Al sentarnos —dijo Lucho—, vimos en los cristalinos de sus ojos la invasión de las cataratas. Allí desfilaban esos personajes siniestros con jorobas y ropas raídas que iban tomando formas y que se que: ¿ rían para siempre en nuestras retinas. —Esa noche —continué mientras los miraba- recuerdo que acomodó sus frazadas perpetuando un rictus de dolor, que se desprendía de lo más profundo de sus visceras. Pude darme cuenta de que su ceguera, pese a los lentes, se acentuaba cada día; y sin poder consolarla, también yo sufría a su lado cuando veía que ella no lograba agarrar las cosas que la rodeaban: su Biblia, sus libros, el pañuelo y el vaso con agua. A veces se confundía y se regañaba a sí misma con murmullos y lisuras: «Soy una inútil», «no valgo para nada». —Con sus achaques, empezamos a cultivar la paciencia y encontrarle más sentido a la vida —agregó Élver—. Pobrecita, ya no podía leer. Así, parados al filo de la fosa con su antigua cruz de cemento, volvió el recuerdo de aquellos años de infancia en la voz de la abuela: «Yo era una niña pobre y para nadie era extraño que don Alejandro era el mejor cocinero de Muruhuay. Desde joven aprendió de su madre las artes de preparar y servir toda clase de comidas, como la pachamanca. Eran más que diez cocineras juntas. Iniciaba su labor sazonando las carnes y escogiendo las papas. Al día siguiente, desde muy temprano, hacía crecer el fuego atizándolo con cartones hasta darle a las piedras un color rojo vivo». «Como los ojos de un condenado», dijo Élver. «Sí, como tus ojos —respondió la abuela—. Todos k admiraban por sus dotes, y así con ese oficio hizo familia y forjó a sus hijos en la capital. Sin embargo: cuarto hijo le fue mal. El muchacho tuvo que abandonar la universidad debido a su flojera y su adicción a las drogas. Regresó al pueblo a trabajar, aunque nunca dejó de ser rebelde y respondón con su padre. A medida que pasaba el tiempo, don Alejandro también aprendió a interpretar cosas y luego la gente lo bautizó como el Brujo Alejandro. Y era verdad, pues casi siempre acertaba con sus predicciones. Gracias a la coca, al canto del búho o a la procesión de gatos, sabía quién iba a morir en el pueblo. Dependía de esas cosas para que dijera: “Esta vez será una mujer anciana”. En otras ocasiones murmuraba: “Aunque me corten la cabeza, será un niño el que mañana estaremos despidiendo al cielo”. Pero lo que aprendió de la pachamanca es cosa curiosa». «¿Cómo es eso?», preguntamos los tres abriendo más las bocas. «Deben saber que el Señor de Muruhuay es un Dios castigador. No vale prometerle nada si no van a cumplir. Peor si la gente va a comer o a pasear y se olvida de subir a rezarle. Por eso llegó el castigo esa tarde». «Abuela, ¿y cómo mueren esas personas que no cumplen con sus promesas?», preguntó Elver, distrayéndose con una polilla que se golpeaba afiebradamente la cabeza alrededor del foco. «¿No han escuchado de volcaduras de carros, de ahogamientos y

suicidios? Si no les ha pasado nada en ese momento, en los días siguientes, ya en sus aposentos, bien se les queman sus casas o contraen enfermedades incurables, pero siempre les ocurrirá algo. Es un Cristo para temerle. Por eso, los enamorados tampoco deber, entrar al santuario, el Señor los castigará separándolos Es muy celoso». «Explícanos lo de celoso, abuelita», exigió Lucho. «Uno no sabe cómo, pero los enamorados, después ie salir, terminan discutiendo por pequeñas cosas. Al cabo de los días, sin saber por qué, sus vidas toman rumbos diferentes. Al pasar los años, viejos y con los hijos ya grandecitos, les llega el arrepentimiento y empiezan a buscarse desesperadamente, pero será :arde. Yo conozco a este tipo de personas que fracasaron en su noviazgo y, lo peor, amándose. Y en el caso extremo, si algún día logran estar juntos es para que vivan como perros y gatos y no conozcan lo que es la felicidad». «¿Tanto así?», se sorprendió Lucho. «¡Ay, hijo, qué voy a exagerar, pues! Mira a tu tía Petra nomás, cómo vive con el loco de su marido, que cuando se emborracha la bota a la calle junto a sus hijos. ¡Pobres de mis nietos! Es malo ese tipo. Ya ven. si se ingresa al santuario hay que hacerlo de casados. Dios respetará esa unión». En ese instante, yo pensé en Carolina, llevándola al altar vestida de blanco, quizás porque recordaba sus palabras retumbándome en los oídos: «Volvere para Navidad». Sentía que cada día que pasaba más la perdía. Pero me quedaba como refugio el beso escondido que le robé aquella noche en la callecita San Juan. «Volvamos a don Alejandro —continuó la abuela— Era el mes de las mayordomías. Todo era fiesta pare ei pueblo, los bailantes bebían hasta perder la conciencia. Una semana antes, don Alejandro preguntó a su patrón, don Froylán, si los visitantes que habían de llegar sabían de los rigores del Señor». «¿Y qué le contestó?», pregunté mientras colocaba mi brazo sobre el hombro de Lucho. «Don Froylán era de Lima, tenía otras costumbres y siempre decía que solamente esas ridiculeces se le podrían ocurrir a un viejo como él. Para su mala suerte, el día de la tragedia lo insultó sin más ni más: “Viejo idiota, déjate de supersticiones. Tú dedícate a trabajar si quieres cobrar tu plata. Recuerda que todo debe estar listo para este sábado a las dos de la tarde, hora en que bajarán bailando los señores”. “No hay problema, don Froylán, será como usted mande”, dijo el viejo Alejandro bajando la cabeza y reprimiendo la cólera en su garganta. Llegado el sábado —continuaba diciendo la abuela, mientras se humedecía los labios con la lengua— los visitantes, luego de la misa, empezaron a descender del santuario zigzagueando en parejas hasta terminar zapateando en la plazuela de Muruhuay. Hombres y mujeres tenían sus cervezas y las derramaban al piso por puro gusto, dando señales de poder, ¡suficiente como para aumentar el caudal del río! Los clarinetes y saxos tocaban sin pausas. Mientras tanto, a cien metros de ellos, junto a los adobes y escaleras de eucalipto, continuaba don Alejandro atizando el fuego debajo de la tejedura de piedras que se erguían como una pirámide. Después de una hora, cuando empezaron a reventar las piedras, con mucho cuidado las sacó a un costado

con guantes y tenazas, una a una, para echar carnes sobre las otras lajas que habían quedado c:mo meteoritos. Conocía de memoria dónde acomodar ks habas y las humitas; sabía la clase de papas que irbían estar encima y cuáles debajo para no terminar pachurradas. Finalmente, colocó otras piedras, aún lomeantes, sobre las presas aderezadas y las tapó ampletamente. Desperdigó shojla, hojas de saúco y .ueguito las cubrió con yutes, mantas y un plástico timenso para no dejar escapar el vapor. Así formó zn cerro de setenta centímetros en medio del patio. Antes de limpiarse el sudor con las manos, fabricó una :rucecita con dos ramitas de eucalipto y la plantó en la :unta. Después de santiguarse le derramó un hilo de .erveza, luego se fue a acompañar a su hijo que estaba untado en una esquina, con la mirada clavada en el ruelo. Esa tarde, ambos permanecieron aislados del bullicio». «¿Don Alejandro era tímido?», pregunté con la intención de que mi abuela hiciera una pausa y tomara un sorbo de agua. «¡Cómo sería pues! —contestó con la voz seca—. Sano era mudo, pero borracho hablaba como desquitado. Ese era su defecto. A la hora y media, guiado por su olfato, guardó su coquita, se limpió la boca, escupió sobre sus palmas callosas y volviéndose a colocar los guantes de cuero, cogió las tenazas metálicas y se fue. Ya en el lugar, los dos destaparon la pachamanca. Extrajeron con cuidado las carnes de chancho, carnero y pollo. Todas estaban doradas. El carácter áspero del padre obligó a que el hijo trabajara más aprisa, pues no permitía estatuas a su lado. Al retirar otra porción de piedras, cuidando que las aristas no desgarrasen las demás presas, se encontró con algo que lo espantó». «¿Qué fue, abuela?», interrogamos los tres sin cerrar los ojos. «Un brazuelo de carnero raro. Soplando abrió la ingle como una bisagra y comprobó lo que temía. En medio brillaba una burbuja de sangre. ¿Eso es bien extraño, no?», dijo la abuela, jalando la punta de la frazada que estaba por caerse. «No entendemos», volvimos a decir, molestos. «Don Alejandro, durante sus años de pachaman- quero, aprendió que la muerte también se puede ver en el brazuelo del carnero. Esa tarde, constatamos cómo chorreaban gotas de sangre. Era como si recién hubieran degollado al pobre animal». «¿Tú lo viste, abuelita?», pregunté confundido. «¡Claro!, siendo chica uno se asusta con esas cosas». «¿Y por qué estabas ahí?», interrogué en tono áspero. «Junto con las otras niñas, también ayudaba para ganarme las sobritas del fondo. Es que tu abuela era pobre, hijo». «¿Y qué pasó con don Alejandro?», preguntó Lucho parándose y creyendo mirar algo por la ventana. «Esa tarde me dijo mientras se persignaba: “¡Dios mío! Hoy alguien va a morir y esta misma noche lo estaremos velando. Y será varón porque es carnero. Pobre de él. Te acordarás de mí, María Victoria. Eso pasa por no rezarle al Taita”». «Abuela, ¿y cómo sabría don Alejandro cuando era mía mujer la que iba a morir?», pregunté acercándome a su lado.

«Por la pierna del pollo. Si estaba cruda, esa sería '.a señal». «¿Qué cosas no, abuelita?», dije cruzando los brazos. «Esa tarde muchos que lo escucharon hicieron muecas a sus espaldas. Ahí estaba también su hijo, curiándose de su creencia. Yo sabía que don Alejandro era una persona de fiar y por eso dibujé con el pulgar una cruz en mis labios mirando al cielo. Dos años atrás lo mismo había dicho para el cojo Abilio, que se murió desbarrancado junto a su burro; y también para don Marcial, que se fue al otro mundo cuando tropezó borracho y se ahogó en el río. Al pobre lo encontraron flotando, dos días después, cerca de Vilcabamba». «¿Y qué más decía don Alejandro, abuela?», quiso saber Lucho. «“Quien podría morir sería uno de los tres mayordomos que habían llegado de Lima. Quizás don César Hidalgo que vino solo a emborracharse, sin importarle el Señor”. “O tal vez don Pancho Garrido”, observó mi herma- nito Jesús. “Sí, él también podría ser. Desde que llegó se la ha pasado bailando y enamorando a cuanta muchacha se le cruzaba en el camino, y en ningún momento lo han visto subir al santuario”, se lamentó don Alejandro. “¡Estás exagerando, papá!”, intervino molesto su hijo Pedro. “Sí, no creo, su familia lo ha criado bien. Es muy católico. Baila para el Señor y viene desde lejos cada año”, afirmó con dulzura don Alejandro. En ese momento —continuó hablando mi abuela, pero esta vez con un ligero cansancio en los labios— ingresó don Froylán echando chispas por los ojos: “¡Ya, viejo, deja de estar perdiendo el tiempo, la gente está por llegar! Hay que ir colocando los platos con ají sobre las mesas”. Don Alejandro quiso comentarle lo sucedido, pero prefirió maldecirlo entre dientes porque tenía la certeza de que no daría crédito a sus palabras. Y mientras trasladaba una tina con humitas calientes, pensó: “En todo caso, este explotador de don Froylán podría ser el elegido”. Don Alejandro, al regresar, tiró el brazuelo en otra tina pequeña y lo dejó para que su patrón decidiera si se lo daba a los perros o lo disponía para otros comensales del día siguiente. “Si se lo comen hoy mismo esos animales, podríamos salvar una vida”, habló sin energía, limpiándose con el antebrazo el sudor que le resbalaba de la frente». «¿Y después, abuelita? Tú demoras mucho», reclamé con voz temblorosa y en tono de fastidio. «¿Lo que vino después? ¡El viejo Alejandro tenía razón!». «¿Cómo así?», interrumpió Elver elevando la voz. «Don Alejandro, que era viejo zorro, se dio tiempo para aguaitar desde la esquina y dando rienda suelta a su corazonada, se persignó. Allí escuchó a la gente que hablaba de sus vanidades. Luego vio que cada grupo egresaba a diferentes locales adornados de flores y :adenetas vistosas. Reventaban cohetes entre risas y abrazos, felicitando a los mayordomos que lucían sus randas cruzadas en el pecho. El grupo del señor Hidalgo entró al recinto donde r.endía el Brujo Alejandro. Después de sentarse, les legó la pachamanca en unos inmensos platos. Ya al Terminar de servir, sospechó quién se iría a morir. Le ritró miedo y como no queriendo ver la muerte, jaló a su hijo y se apartó de la muchedumbre llevándose dos rorciones grandes de pachamanca.

Por primera vez vi al pobre arrastrar los pies como entiendo pena, quizás porque don César Hidalgo era su compadre y esa tarde devoraba las presas como si rjera un emperador romano. Ese señor bebía hasta por los ojos. Don Alejandro se fue calladito, santiguándose y afirmando: “Si es él, que Dios se apiade de su alma". Esa tarde don Alejandro tenía cara de luto». «¿Y quién murió, abuelita?», exigí una respuesta inmediata. «Todavía no he terminado, Angel. No seas impaciente. A las seis de la tarde, cuando todos estaban borrachos, sin saber con quién bailaban, de pronto se escuchó gritar a un grupo de mujeres desde el otro lado del patio: “¡Agua, agua, agua! ¡Apúrense!”. “¡Una ambulancia! ¡Llamen a una ambulancia! Se está muriendo el pobrecito”, decían otras. Don Alejandro, arrodillado, se desesperaba en una T^quina sin saber qué hacer. La gente seguía el amane : 'Ayúdenlo! ¡Cárguenlo! ¡Voltéenlo! ¡Se ha atorad*:. ^ na atorado!”. «¿Luego?», interrogamos levantando las cejas. «¿Se murió don Alejandro?», insistí conteniendo curiosidad. «¡Por no haber rezado!», secundó Lucho. «No, don Alejandro era muy devoto. El no se olvida del Taita. Quien murió fue Pedro, su hijo». «¿Pero por qué?», volvimos a preguntar. «No lo sé. Fueron unos niños quienes regaron la m noticia por todo el pueblo ante la impotencia del padr que se había quedado mudo por no poder salvarlo, pobrecito se había atorado con la presa de chancho y e su desesperación se abrió surcos en el cuello. Despu' de llevarlo a su casa, ya difunto, le tuvieron que sac con pinzas las virutas de las uñas. Así se fue al m' allá el pobre Pedrito, ¡joven de veinte años! «Pobrecito», dijo Lucho, reclamándole a los santos vírgenes de la abuela. «Esa noche hubo velorio como lo anunció do Alejandro. Lo que más le dolió al pobre viejo fue qu siempre las predicciones eran para otros. Meses m' tarde, inundado por la pena, también murió remojad en la lluvia. Se había emborrachado hasta no má solito en su chacra. Días antes ya tenía claritas s intenciones». «Su hijo no habría rezado», afirmé asustado. «Es lo más seguro. Además, Pedro no creía en 1 castigos del Señor, se burlaba sacando la lengua su padre», respondió mi abuela apagando la vela ordenando para que nos fuéramos a acostar.

«Abuelita, no tenemos sueño. Queremos otra historia», reclamé. «¿Queremos? ¿O sea que tú hablas por los demás?» «Perdón, abuelita...». «Escuchen, Mataperros, si en este momento se var a dormir, para mañana les tengo otra historia. Ustedes dos —dijo dirigiéndose a Elver y Lucho—, como ya es tarde, acuéstense en el sofá. Saquen las frazadas del baúl». «¿Cómo se llama el cuento de mañana?», pregunte entusiasmado. «A ver..., a ver... “Los excursionistas de medianoche" creo». «“Los excursionistas de medianoche”, ¡yeee!», salté de alegría. «Silencio, Angel, tu abuelo está durmiendo. Tus primos ya se fueron y tú todavía sigues merodeando por aquí. Vete a tu cuarto». «Hasta mañana, abuelita». «¿Qué, ya no te habías despedido?». «Un besito, entonces». «No estoy para arrumacos. ¡Fúchila, fúchila!», me espantó como a una mosca con sus dedos artríticos. Excursionistas de medianoche Echando unas flores a don Cirilo Pahuacho, que robamos de una tumba cercana, dejamos la fosa ! común para caminar por los demás pabellones. Lucho, con algo de duda, me preguntó: —¿Creo que había un mausoleo de los italianos por acá? —Eso está a la entrada —dije—. ¡Regresemos! Y nos dirigimos al lugar, pasando por los cipreses melenudos. Entonces, mirando a Elver socarronamente dije en voz alta: —¡Por donde va el capitán, van los soldados! ¡Síganme! —Esa es mi frase, Ángel —reclamó Elver. —Sí, lo sé. Al llegar a las rejas, abrimos la puerta de metal y pudimos constatar que allí descansaban los restos de nuestro director Cavagnari, que un fatal día recibió de mis manos un motazo en plena calva y me castiga por no saber el significado de la palabra «adrede- Precisamente, su padre había muerto en un accidente y le hacía compañía al costado. De él sabíamos una historia que nos escalofriaba el cuerpo. —Sí, recuerdo que la Mamatoya nos contaba la vida de ese odontólogo — dijo Lucho con cara de sabiondo. —Claro, ese día, a las siete de la noche, ya estábamos frente a su habitación jugando al mundo, con un pie, en el centro del patio. Al rato escuchamos la voz de la abuela pidiendo que entráramos y nos sentáramos a su lado. Entonces nos dijo con esa voz tenebrosa, mientras sorbía un poco de agua y se lanzaba a la boca otra de sus pastillas para la diabetes: «Han conocido a don Cirilo Pahuacho, ¿no?». «Sí —dijimos de inmediato—, el que cuidaba el colegio San Ramón». «Exactamente. ¡Siéntense bien, sin hacer rechinar mi cama! ¡Ustedes se mueven mucho! —nos llamó la atención elevando la voz y terminó diciendo—: ¿O tienen oxiuros en el poto?». «Ya, ya, abuelita, no te preocupes, no haremos ruido. Continúa, nomás», dije adelgazando la voz. «¿Don Cirilo era crespo, abuela?», preguntó Elver, mirando burlonamente a

Lucho. «Sí, además, chato y muy buena gente. Cuando llegó a viejo, ya jubilado, se dedicó a tomar y andar como perdido por las calles hasta que murió de cirrosis», completó la abuela, acomodándose en la cama y dejando el vaso vacío sobre la mesa de noche. «Sí, abuelita, dicen que lo encontraron un domingo en la plaza de Armas, recostado en la pileta», refirió Élver. «Sí, tieso como un palo de chupete por el frío de la madrugada. Cuando aún estaba en vida y dentro de sus : abales, me contó la historia de unos excursionistas que najaron para el norte y que por culpa de la neblina y an chofer soñoliento fueron a parar al precipicio». «¿Don Cirilo era profesor?», pregunté dudoso. «No, Cirilo era el guardián. Me confesó que había rntrado a trabajar a los diecisiete años al colegio San Ramón. El director lo había aceptado con la condición ie que acoplara su habitación debajo de las gradas y que, además, cumpliera con su función de ahuyentar a los ladrones, que por aquellas veces se dedicaban a robar instrumentos musicales, sobre todo saxos. Desde ese rincón, vigilaría el colegio principalmente por las madrugadas. Los primeros cinco meses no tuvo problemas, pero al sexto, debido a un suceso que después les contaré, mis mugrientos Mataperros, el director, muy molesto, lo mandó llamar a su oficina para que explicara qué había ocurrido con él la noche anterior, por qué había bebido hasta perder el juicio y por qué dio tal espectáculo a los alumnos, que esa mañana lo encontraron boca abajo repitiendo incoherencias: ■Tambores, platillos, manzanas”». «¿Y lo echó del trabajo, abuela?», preguntó Lucho. «No, dijo que el señor director le restregó unos papeles en las narices, diciéndole que eran normas y después lo amenazó delante de todos con castigarlo. Primero con la suspensión, y que si insistía en andar? r de borrachera en borrachera, como ese día, lo despediría sin compasión. Con la testa caída, el pobre Cir:l solamente lo escuchaba calladito, sin pestañear. Ya mas calmadas las aguas, el director, con ojos compasivos, pidió a la secretaria que nadie los interrumpiera y exigió a Cirilo que empezara a narrar lo ocurrido. A tanta insistencia, a la media hora, recién se animó a hablarle al corazón, casi con lágrimas y temblándole los labios. Deslizó algunos detalles antes de continuar secándose en los pantalones el sudor de las manos. El director, al intuir lo sucedido, lo interrumpió de pronto y parándose amablemente le tendió la mano en señal de disculpas: “Mira, Cirilo, ahora que presto oído a tus palabras, no me queda más que agachar la cabeza. Tú sabes que te tengo aprecio, como paisanos que somos, y no quiero que te vayas del colegio. Más bien, he pensado en regalarte una pequeña radio para que te acompañe por las noches y de paso darte un aumentito a partir de octubre. Estos meses has demostrado responsabilidad y no hay queja alguna de los profesores, excepto por esto que pasó. Pero sígueme contando”». «Pobrecito don Cirilo», dije con voz piadosa. «Cirilo, que se volvió a callar, lo miró con mucha pena, mientras soltaba un suspiro —explicaba la abuela—, y le dijo que de todas maneras se sometía a sus órdenes y que no se trataba de dinero, sino que después de esos meses, no se sentía a gusto en el colegio, por lo que vio y sucedió esa madrugada. Y

continuó: “Mire, señor director, después de terminar con la limpieza de los salones a las ocho de la noche, me fui a descansar a mi cuarto como de costumbre. A eso de las doce, escuché pasos que subían y bajaban por las gradas de madera, cada vez con más ruido, como si se hubieran escapado los caballos del potrero. Hacían :anto escándalo que salí enfurecido, gritando. Cuando Jegué al patio con la linterna prendida, no encontré más _;je al viento soplándome la cara. Todo estaba normal y en silencio. Armándome de valor, tomé un fierro que reposaba en la esquina de mi cuarto y empecé a caminar :urioseando por todos lados con el arma en alto. Creí que eran ladrones y que se habían escondido en los servicios higiénicos, pero nada. Como le repito, señor director, todo estaba tranquilo. Me dentro el miedo al rspinazo y mi cuerpo se puso a sacudirse sofito, no por el frío, sino por el espanto. Lueguito empecé a caminar: primero por las aulas, después por fuera del colegio, pero tampoco hallé cosa alguna. Solo estaba la luna arriba. Al intentar regresar para dormir, confundido y :ascabeleándome las piernas, eché el último vistazo a 'as ventanas. Fue en ese momento que de pronto vi en el pasillo del segundo piso a un hombre de mandil blanco, que caminaba con la cabeza agachada hasta llegar al departamento de odontología. El hombre no volteaba y sin hacer mucho esfuerzo, abrió la puerta y luego la cerró con delicadeza. Con el mismo fierro subí por los costados, chispeante de cólera, pero sin hacerme notar. Ya al acercarme a la puerta, escuché que adentrito se suscitaban traqueteos de pinzas, martillos, espátulas y tazones de vidrio. Después, vino el crujir del sillón de cuero como si alguien se estuviera recostando en ese momento. Con cuidado empujé la puerta con los pies y grité como condenado: ‘Sal de ahí, ladrón. Ya te vi Pero al decir así, ese ruido cesó y hubo más silencio que en el propio cementerio. Me quedé como diez minu: s agazapado en el piso como loco, esperando y esperar: pero por gusto. Armándome de valor, me paré, volví a gritar lo mismo y como no encontré respuesta, con mucho tino, metí la mano por la puerta para prender la luz del consultorio, todavía tenía el cuerpo afuera. Mientras palpaba las paredes buscando el interruptor, sentí clarito que una mano fría y huesuda me cogía de la muñeca y jalándome para adentro, sin siquiera dejarme respirar, me tiró al piso en un dos por tres; mi cabeza chocó contra las patas del sillón. De ahí no recuerdo más, hasta que me encontraron los alumnos de quinto, hoy por la mañana, botando espuma. Así ocurrió, señor director. Es mentira que estaba borracho”». «¿Y qué le respondió el malo del director al señor Cirilo?», preguntó Lucho. «Le dijo con una carita de guagua recién destetada: “Ahora, déjame decirte lo siguiente, Cirilo. Quien debería renunciar a este cargo, soy yo. ¿Y sabes por qué? Porque debí anticiparte las cosas que ocurren aquí desde el primer día que aceptaste trabajar. No eres el primero en querer dejar el trabajo, ya lo han hecho dos que no aguantaron y se fueron sin cobrar. Esta es una labor para valientes y estoy seguro de que tú no te vas a correr. Lo que pasa es que en este colegio convivimos con muertos hace ya más de cuarenta años, cuando yo aún no era director”. “¿Y según usted, quiénes son esos que corren y caminan por la noches?”, preguntó don Cirilo con la cara envalentonada. “Te contaré. El que deambula por los pasillos es el doctor Arnaldo Cavagnari, quien fue el tutor de los chicos de la promoción cincuenta, Adolfo

Vienrich de la Canal; y los que corren son los treinta y cinco alumnos del quinto año D. El pobrecito, decían, era muy buena gente, sacaba tiempo los viernes por la tarde para atender a los alumnos en el consultorio. Ellos le tenían mucho aprecio porque, además, le agarró cariño al colegio. Pero un 30 de agosto, a las dos de la madrugada, ocurrió esta terrible tragedia que enlutó a medio Tarma, incluyendo a las hermanas del doctor Arnaldo: Elvira y Sol”». «¿Y cómo habrá sido eso, abuelita?», pregunté. «El director, abrazando a Cirilo como a un niño desprotegido, le señaló una foto y un recorte periodístico que colgaban de la pared de su oficina y le explicó: “Ellos salieron de excursión para Ecuador entre bombos y platillos. Después de disfrutar por cinco días su paseo, cuando estuvieron de regreso, mientras pasaban alegres por el serpentín de Pasamayo, el ómnibus en una mala maniobra fue a dar al abismo. Murieron todos al instante. Cuando llegaron sus cuerpos a la morgue de Tarma, ¡tuvieron que amontonarlos en los pasillos por falta de espacio! ¡Las funerarias se quedaron sin ataúdes! No sabes cómo lloraban sus madres el día que los enterraron. Fue triste. Pero ya apaciguados los dolores, no quedó otra que aceptar los designios de Dios. Así fue que al cumplir el año, los alumnos regresaron a las aulas, y lo hicieron precisamente a las dos de la madrugada de ese 30 de agosto, como si estuvieran vivos. A partir de esa fecha vuelven para cada aniversario”. “Ya entiendo clarito, señor director”, dijo Cirilo, limpiándose la frente. “Por eso no debes tener miedo, sino respeto por limitas. Más bien, cada vez que puedas, ingresa al sai r. ¿el fondo y después al consultorio del doctor Cavagnar. Deja para los chicos un puñado de caramelos y para su tutor, una cajetilla de cigarrillos como muestra de tu amistad. Verás cómo te van a proteger”. Luego de escucharlo, don Cirilo quedó perplejo sin poder articular palabra alguna. Cuando reaccionó, le dijo al director, palmeteándose los pómulos de la cara: "Muchas gracias por su tiempo y los datitos, aunque tarde, pero valió la pena. Usted sabe que he quedado viudo hace un año y con una hijita que ahora vive con su abuela en Huancayo. Solo le pido que otra vez no me grite delante de los demás ni piense mal de mí. Voy a aceptar quedarme solo por este año, porque usted sabe que necesito el trabajo y los tiempos no están para desperdiciarlo. No tengo familia acá, mucho menos casa dónde ir. En diciembre pensaré si retorno al valle para prestar mis servicios”». «¿Entonces tuvo que resignarse y quedarse en el San Ramón?», preguntó Lucho con un tufillo de justicia. «Yo creo que sí. Don Cirilo, contra todo pronóstico, permaneció mucho tiempo. Así fue que se acostumbró a las diabluras de los alumnos, año tras año, hasta jubilarse». «¡Qué machazo!», dijimos los tres. «Y aquel día —continuó la abuela— que el direc: or Cavagnari solicitó su cambio, lo visitó en su cuartucho para despedirse. Ahí le preguntó sonriente: “¿Y cóm: te sientes ahora, Cirilo, después de estos años?'’.

“Muy bien —respondió alegre—, con los excursionistas vivimos en plena armonía, como amigos. Ya me acostumbré a sus alocadas carreras y al caminar dei doctor Cavagnari cada 30 de agosto. Más bien, si ellos no aparecen, empiezo a preocuparme y ahí sí que me entra el susto”. “¿Cómo son las cosas, no, Cirilo? Uno es animal de costumbres”. “Tiene razón, señor director. Uno se adapta a todo, menos a la soledad. Ahora disfruto de mi trabajo y de la compañía de esos muertos”. ‘Y, a propósito, ¿qué hace esa cosa en la repisa?”, dijo el director metiendo la cabeza en su covacha. “No se lo diga a nadie, pero mi abuela me enseñó un secreto”. “¿Cuál?”. “Colocar en la parte alta de la habitación, o a la entrada de la casa, una calavera con diez piedras a su alrededor”. “¿Y eso para qué?”. “Para que cuide el colegio de noche. A veces tengo el sueño profundo y no despierto rápido; entonces, ahí está mi calaverita cuidándome. Si en caso se atreven a ingresar los ladrones, ella se las arregla para ahuyentarlos tirándoles piedras en la cabeza. Ya me pasó una vez. Por eso confío ciegamente en Erasmo”. terminó diciendo don Cirilo, mientras tomaba unos sorbos de aguardiente. “Veo que estás tomando licor barato, Cirilo”, le dijo el director como llamándole la atención. “Es solamente una copita para el frío, señor director. A propósito, ¿para qué lugar se va?”. “Al Santa Isabel de Huancayo”. “¡Buen colegio!”. Y ya ven —continuó mi abuela—, el pobre terminó rii la fosa común, botado como rata y olvidado como :erro sin dueño. Y hablando de ratas, ya es hora de ;ue se vayan a dormir. ¡Ya, fuera, Mataperros! Hasta mañana. ¡Ah!, Élver, pásale la voz a tu tía Yolanda para ;ue me traiga la uña de gato y me frote la espalda». «¡Hasta mañana, abuelita!», dijimos los tres. «¿Nos podrías adelantar el cuento de mañana?», dije. «A ver... a ver... ¿qué se me ocurrirá? ¡Ya sé! La Triste historia de una niña a quien llamaban Josefina, la Loca». «¡Yeee!», grité abrazando a mis primos. «¡Otra vez! ¡He dicho silencio, Angel!». Josefina, la Loca La tarde se iba y yo dije apuntando a los nichos de los italianos: —Algún día, en esas tres lápidas dirá: «Aquí descansan tres mataperrinis: Elverini, Luchini y Angelini». —Y a mi lado estará escrito: «Aquí descansa el amor de Elverini, la belle Carolini» —murmuró Elver i mis oídos y se apartó de mí. Luego de jugar con los otros apellidos, Patachini. Camellini y Jirafini, siempre riéndonos, nos despedimos del odontólogo. Al rato, entusiasmados, Elver y Lucho preguntaron por el mausoleo japonés. —¡Yo los llevo! —dije abrazándolos. Entonces Lucho aprovechó para admirar lo que :enía al paso: —¡Qué bonita pileta! Y toda de piedra.

—Es una reliquia. Ojalá algún día no se la roben —señaló Elver pasándole las yemas de los dedos por los contornos. Así llegamos al mausoleo. —Ángel, ¿verdad que en este lugar está enterrado uno que murió en Hiroshima? —preguntó Lucho. —Sí, lo trajeron veinte años después del Holocausto —contesté sin dudar. —¿Quién es? —El único que sabía se murió. —¿Don Alejandro Palomino Vega? —preguntó Elver. —Exactamente, el gran maestro e historiador —confirmé. Nos pusimos a leer esos nombres con dificultad, a la vez que nos causaban cierta gracia. Allí no nos detuvimos mucho tiempo porque el viento frío empezaba a flagelar nuestros rostros. Parándome cerca de un ciprés, les conté que ellos no fueron testigos de lo que le pasó una noche a la pobre abuela. —¿Qué ocurrió? —interrogó Lucho. —Después de despedirnos aquella noche, ya en la madrugada, de pronto la Mamatoya gritó como si la estuvieran degollando. El abuelo, que dormía en el cuarto contiguo, llamó a la tía Yolanda y entramos al cuarto de la abuela para ver qué pasaba. La encontramos en el suelo, clamando que la dejáramos morir. Roídos no se desprendía de su lado y lamía su mejilla con impotencia. Mientras tanto, la abuela pataleaba y se resistía a que la levantáramos; pero su debilidad era evidente, por lo que no fue difícil devolverla a la cama. Le acariciamos la frente y sentimos que se le había bajado la presión. Tía Yolanda empezó a frotarle las manos con alcohol, pero de nada valió porque a la media hora perdió el conocimiento y se desmoronó en sus brazos. En casa hubo gritos; mas el abuelo, con la serenidad qur L otorgaban los años, salió a la calle y regresó al cuar:: de hora con una ambulancia. La volvimos a llevar al hospital. Ya en emergencias, los médicos pudieron estabilizarla con algunas inyecciones y dijeron que s-r trataba de un coma diabético. Los tres días que estuvo internada bajo el cuidado de dos enfermeras, durmió gracias a los sedantes que le aplicaron, por lo que no habló con nadie. Dada de alta, volvió al mediodía al barrio de Callancha bajo la mirada compasiva de los vecinos, quienes cuchicheaban sobre la ceguera y lo deteriorada que la veían ingresar a la casa en su silla de ruedas. Yo, con un silencio inusual, sin jugar ni hacer ruidos, pasé la tarde ayudando a limpiar el patio y el gallinero. Al anochecer, ustedes llegaron y rezamos a los santitos y vírgenes por ella. —Sí, lo recuerdo perfectamente —dijo Elver. y silabeó algunos nombres en japonés. Fue en ese momento, mientras el frío se acentuaba y de paso sacudía las melenas desordenadas de los cipreses, que una vez más la evocamos. Entonces, regresamos a la infancia bajo la voz imperativa de la abuela: «¡Mataperros, entren!». «Hola, abuelita —dijimos en coro—. ¿Ya estás mejor Estamos aquí para cuidarte. Descansa y no hables E. médico ha pedido que no hagas ningún esfuerzo». «Siéntense, no vayan a pisarle la cola a Roídos Esr médico es un tonto. Todo lo ve pastillas y calmar.:— que tienen mi estómago sancochado. ¡Aquí tomare m_s agüitas y punto!».

«Como tú digas, abuelita», coincidimos los tres moviendo las cabezas. Elver, que observaba y tomaba fotos a los nichos, dijo: —Recuerdo perfectamente que ese día la abuela ya tenía los pómulos salidos y el moño descuidado. —Incluso no quiso que la peinara la tía Yolanda —acotó Lucho—. Estaba muy delicada. De plática en plática, empezamos a alejarnos del mausoleo de los japoneses, pero Lucho notó que pisábamos una alfombra de campanitas moradas, por lo que nos pidió que regresáramos sobre nuestros pasos, procurando no dañarlas. Quedamos pasmados por la frondosidad de un árbol que se lucía ante un cielo celeste. Volvimos a escuchar a Lucho: —Se llama jacarandá y es el árbol más antiguo de este cementerio. Todavía está lleno de vida. No hay que pisar las hojas. Recojan todas las que puedan, porque cada una representa a un niñito huérfano del Africa, que en estos momentos es salvado de la muerte por nuestras manos. —Le llaman también el árbol de la tristeza, por el color —señalé con un acento poético y tristón. «Les voy a contar una historia que seguramente les dará mucho qué pensar —continuó la Mamatoya—. Pero siéntense bien y no hagan ruido, que eso sí me molesta». «Abuelita, ¿pero estás bien? Porque si deseas, podemos regresar mañana», sugirió Lucho con acento compasivo. «No sé si mañana estaré viva. Después de esta iistoria quiero que Dios me recoja ya». «No hables así, abuelita», le supliqué. «Angel, entiende, esta vida ya no es vida. Sé que les r'toy dando mucho trabajo». «Para nada, abuelita», dijimos los tres. «Me he convertido en un estorbo en mi propia casa. Pobres Yolanda y tu abuelo Melecio, que tienen que aguantar a esta pobre vieja». «Pero nosotros no nos cansamos de ti. Solo queremos :ue nos acompañes por mucho tiempo. Tú, con tus mstorias, nos ayudas a ser felices». «Quisiera vivir eternamente, pero ya no hay fuerzas. Es como tener dolor de muelas por todo el cuerpo, hijos. Cuando ingiero los alimentos no siento sabor a nada: la boca la tengo como corcho. En fin; esto de contarles nistorias de algún modo me da ánimos. Déjenme nablarles un poco más, mis queridos Mataperritos, y luego se van a dormir. ¡Ah, cuando ya no esté, cuiden ie Roídos, por favor!». «No te preocupes, abuelita». Y sobándole las manos nos acurrucamos en su seno con mucho cuidado. «¿Es la historia que nos prometiste para hoy. Mamatoyita?», le pregunté mientras le limpiaba las légañas con su pañuelo blanco. «¡Ah!, sobre las penurias de una chica llamada Josefina, la Loca». «¡Claro!». «¿Eso ocurrió en Tarma?», preguntó Lucho. «¡Por supuesto! Esto pasó el mismo día en que se murió el señor Quijandría de una pulmonía fulminante» «¿Y cómo fue?», preguntó Élver con cierto desdén.

«Luego de jugar su partido de fulbito, el señor Quijandría se duchó con agua fría, cuando su cuerp: aún estaba hirviendo. A la hora ya estaba en la cam¿ con escalofríos, y a la medianoche el pobrecito yací¿ calato en la morgue». «Que Dios lo proteja en el cielo», dijimos los tres algo apenados. «Bueno, esa noche nadie del barrio de Callanch¿ faltó al velorio; ni la tal Josefina, que a esas horas de la madrugada entró con su atado de pasto y se colocc en una esquina de la sala sin pedir comida». «¿Quién era Josefina, abuelita?», pregunté sobándole los nudos de sus dedos. «Una mujer que a los diez años deambulaba por las calles». «¿Cómo la conociste?», interrogó Lucho, que empezaba a bostezar. «En el mercado, cuando iba de compras con tu tía Yolanda. Ella ayudaba a cargar agua para los restaurantes. Era algo enfermiza y tímida». «¡Y loca!», intervino Élver. «Sí, pero eso fue después —corrigió la abuela— Sabíamos que no oía ni murmuraba, solo olía las cosas y avisaba a veces con los ojos cuando quería un pan. Seguro había pertenecido a la chacra, donde los bueyes y las vacas hacían de sus hermanos mayores. Y es más seguro que de allá alguien la trajo mal alimentada para que sobreviviera de mendrugos en la ciudad. Así la •••irnos de pronto caminando por las calles. Aquí, poco a poco la vida la fue moldeando como una mujer sufrida: lavaba ropa de casa en casa, ayudaba a llevar baldes de comida para chanchos y limpiaba los baños de los comedores populares; hasta que más crecidita se le vio de novia con un tal Juancho. ¡A ese nunca mujer alguna lo quiso!». «¿Y por qué?», pregunté con tono de preocupación. «Debido a la varicela que le dejó hoyos en la cara y a su carácter de ogro», contestó la Mamatoya. «¿Su cara espantaba, abuelita?», interrogó Élver. observando a una alimaña meterse por las rendijas de la ventana. «No era para tanto, pero sí tenía mirada de condenado. Aunque él lo negaba todo, las evidencias estaban ahí. Se avergonzaba cuando le decían que Josefina era su mujer. Colérico y prejuicioso, la mantuvo secuestrada por más de dos años. No se podía negar que a la pobrr la usaba para lavar y cocinar. Se aprovechaba de su humildad y por eso nunca le hizo faltar un moret n en la cara. Por su parte, ella también había aprendió :i a vivir junto a él como su esposa. Cuando pasar :r. los años, ese tal Juancho dejó el oficio de peluquer: y se volvió más renegón y empezó a olvidarse de s: mismo metiéndose de lleno al licor. Entonces, se veía por las mañanas dirigirse a paso lento a cualquier cantina de mala muerte para pedir de favor un i de aguardiente. Así, poco a poco, se fue muriendo: las calles y plazuelas hasta que le agarró la cirrosis. Al amanecer de un Domingo de Pascua, lo encontraron muerto y tuvieron que levantarlo en peso para llevarlo a la morgue y así sirviera de algo a los estudiantes de medicina. El también está enterrado en la fosa común. Mientras tanto, a la pobre Josefina, a quien no le importó esa muerte, le entró el vicio con fuerza meses después, hasta que salió embarazada de no sé quién. Al poco tiempo apareció con una chicuela de nombre Malena, quien ni apellidos ni ropa tenía. Josefina, que siguió bebiendo

de bar en bar, cargaba a su hija mientras lavaba. Hasta que un día el frío y el hambre descargaron su furia sobre la pobre niña». «¿Qué le pasó a su hijita?», pregunté con acento tierno. «Se le reventaron los pulmones una madrugada. De lástima, los vecinos acudieron con una colecta para las flores y el entierro. Para ese momento la tal Josefina ya estaba fuera de sí, pues ese día empezó a reírse cuando vio que enterraban a su hija. Muchos desaprobaron aquella conducta, y hubo un señor, con lentes de fondo de botella, que leía la Biblia, que ordenó sacarla del camposanto. Aunque en un principio la pobre opuso resistencia y seguía dale que dale con el maldito asunto de la risa, al final los guardianes del cementerio lograron echarla. Así se fue por las calles levantando los brazos como si fuera a recibir un premio». «¿Para eso ya estaba loca, abuela?», preguntó Elver, elevando la voz. «Chiflada por tanto golpe recibido. A partir de esa :r;ha Josefina empezó a dormir donde le sorprendía La noche. Anduvo así por un buen tiempo: perdida, rihando disparates al aire y tirando piedras a la gente: nasta que encontró un lugar cerca del hospital y allí se alojó. Escogió ese recoveco porque la protegía de los niños burlones y del viento helado. Consultándose a sí misma, delimitó con trapos y cartones las fronteras -ntre su cuchitril y la calle. Algo consciente de su :ulpa, se agenció una muñeca de trapo que encontró en el vientre de los basurales y, desde entonces, se le veía todas las tardes cambiándole los pañales en plena calle, insultándola y pidiéndole que se comportara como niña educada». «¿Le hablaba a la muñeca?», preguntó Elver con aire de duda. «Sí. Por las noches, la hacía acostar muy cerca de su regazo y le cantaba mulizas al oído. Así las dos se dormían a la intemperie. Día a día empezó a arrastrar a su niña de las trenzas, caminar sin zapatos y buscar dónde meterse para comer de la caridad. ¡Ah!, nunca faltaba a los velorios». «¿Y pedía plata a la gente, abuelita?», volvió a interrogar Elver. «Sí, se metía entre los carros detenidos para exigir limosnas a los choferes. Uno de esos días, alguien que recolectaba basura, en forma de burla, le aventó une manta de colores; ella ni tonta ni perezosa la recogic de’, charco pestilente y la bendijo a su manera. Se aiegr: y nunca se desprendió del regalo. Desde entonces se le vio con la muñeca a la espalda, siempre exigiéndole cor. palmetazos que dejara de llorar. La bautizó también como Malena». «¿Y lloraba de verdad?», preguntó Elver con ojos incrédulos. «Para Josefina lloraba». «Pobrecita», señalé apiadándome de su suerte. «Lanzaba piedras a las personas y todo porque su niña no había aprendido a decir mamá. Por eso la gente se espantaba de la pobre, porque sabían de la bilis contenida por las rabietas de su hija. Josefina, al mirar las ropas sucias de Malena, se quejaba a los postes y a cualquier persona que pasaba por su lado. Por supuesto que le decían con ironía que tuviera paciencia». «¿Hablaba sola?», pregunté. «¿No te dije que estaba loca?», me respondió molesta la abuela, mientras nos convidaba unos trozos de chocolates. «¡Loca y tartamuda!», añadí, esperando una felicitación. «Bueno —continuó relatando y respirando con dificultad—, Josefina

molestaba a la muñeca diciéndole: “¡Malena, eres una endemoniada! ¡Muérete, niña tonta! ¿Por qué te orinaste otra vez en tu calzón nuevo?”». «¿Y lo hacía de verdad?», preguntó Elver con un tono de perversidad. «¡Pues no! —dijo burlonamente mi abuela—. Cómo una muñeca se va a orinar. Simplemente lo decía por decir. ¡Por eso es que te han crecido las orejas, Elver! «¿Qué otras cosas hacía Josefina?», pregunté algo :emeroso. «Nunca dejó de visitar los comedores populares :orque sabía que allí encontraría algo para Malena. Un iía, bajo las mesas, se tropezó con un perro vagabundo me empezó a jugarle y después a seguirla porque sabía que Josefina en sus bolsillos guardaba panes y huesos. Por eso mismo el perro selló su fidelidad. Desde ese día, Josefina le encontró más gusto a la vida y ostentó por plazas y parques el derecho de poseer un nuevo miembro de la familia. Acariciándolo por el lomo lo bautizó con el nombre de Barrabás». «¿Y hasta ahora vivirá Josefina?», quisimos saber los tres. «Hasta hace diez u once años todavía andaba por las calles; sin embargo, nadie sabe qué ha pasado con ella. Aunque me han dicho que la pobre murió atropellada por un camión». «Pero si estaba muerta, ¿cómo llegó al velorio del señor Quijandría?», observó Elver. «Por eso mismo, esa noche todos la vimos ingresar con su atado de pasto, pero en realidad días antes ya estaba estirada en la morgue». «O sea que era su espíritu», dije asustado. «Sí, por eso no pudimos verle la cara. Es que ingresó dándonos la espalda». «¡Uaooo! ¿Y cómo sabían que era ella?», preguntó Elver, acercándose más a la abuela. «La reconocieron por la muñeca que llevaba en la espalda y su gemido lastimero». «¿Vino al mundo solo para sufrir, no, abuela?», dijo Lucho con un acento de pena. «Pero no hay mucho de terror en esta historia», reclamó Elver parándose de pronto. «¡Cómo que no! ¿No has escuchado que frente al hospital, pasadas las doce de la noche, cruza la pista una mujer con su niña en la espalda?», repuso la abuelita. «¡Es verdad!», exclamé asustado. «Todo el mundo la ha visto. Camina por la avenida y tira piedras a los parabrisas de los carros. Los choferes se han quejado a la municipalidad y a la Policía, pero sin éxito». «¿Y cómo así anda por ese sitio?», preguntó Lucho. «Dicen que sale de la oscuridad del jirón Zapatel y se para en medio de la pista a lanzar a cualquier punto lo que encontró a su paso. Cuando esos choferes bajan enojados a reclamarle, no encuentran a nadie, excepto un tul blanco que se desvanece frente a sus ojos: es Josefina que anda por ahí, asustando y agrediendo a la gente». «¡Qué miedo!», volvimos a exclamar sorprendidos. «Así que cuando crezcan y tengan sus carros no pasen por esa avenida,

mis queridos Mataperros». «¿Y si mañana por la noche cruzamos la calle con nuestras carretas?», propuse. «También puede que se les aparezca». «No creo», aseguré. «Sería cuestión de que vayan uno de estos días a las doce para que comprueben si es verdad». «¿Y tú la has visto, abuelita?», pregunté yo. «No. Pero eso lo saben bien los transportistas. Pregunten a los tíos de Edgar Aldana qué les paso a los parabrisas de sus camiones madereros». «Sí, yo vi sus parabrisas destrozados, abuelita», aseveró Elver con los ojos redondos. «No solo tú, medio mundo fue testigo. Y ahora, mocosos... jchau!, es hora de dormir. ¡Hasta mañana!». «Hasta mañana, abuelita. Que duermas bien», nos despedimos los tres parándonos. «Ojalá pueda. ¡Ah!, si mañana no se lavan los pies, mejor no vengan». Elver y yo miramos maliciosamente a Lucho y él ni se inmutó. A la abuela podría faltarle todo, pero en cuestiones de olfato era campeona mundial. Travesuras del abuelo pancho Nuestros pasos crujían en las piedras, acompañados del canto de los chihuacos, que desde los árboles anunciaban la lluvia. Nos detuvimos en el nicho de don Francisco de Paula Otero. —¿Quién es él? —pregunté a Lucho para evaluar la frescura de su memoria. —Un argentino que vino con el Libertador San Martín y colaboró con la independencia de Tarma. Lucho, pese a haber estado muchos años fuera del Perú, tenía en su cabeza los nombres y las fechas importantes, como cuando era niño. —Además —continuó Lucho—, el celo de Simón Bolívar, enemigo de San Martín, hizo que Tarma desapareciera del mapa convirtiéndola de la noche a la mañana en distrito. Sin entrar en más detalle, limpiamos la lápida para precisar la fecha de su muerte, pero el moho no nos dejó descubrirla. Cuando miramos al cielo, vimos que las nubes eran grises, por eso no dudé en pedirles que no nos demoráramos; sin embargo, Elver intervino: —Aún no. La lluvia vendrá por la noche todavía. Quedémonos un rato más. —La Mamatoya —habló Lucho mirando las nubes oscuras— nos contaba sobre un tal Pancho, ¿recuerdan? Al terminar la frase, nos llegó la voz de la abuela: «Hace muchos años en la vecindad de Callancha —dijo, sobándose una de las manos—, vivía un anciano al que de cariño llamábamos don Pancho. Él se pasaba la vida tarareando canciones desentonadas; a los del barrio, por ejemplo, nos gustaba que cantara el himno nacional porque interpretaba las estrofas con el sonidito infantil de su garganta. La peculiaridad en él era que nunca había trabajado en su vida y tampoco pensaba hacerlo, porque decía que eso le causaría gastritis. Los vecinos estaban convencidos de que ese era el motivo por el que gozaba de tan buena salud. Durante el día caminaba mucho, curioseando y

conversando con gente desconocida». «¿Cuántos años tendría don Pancho?», preguntamos. «Unos sesenta, más o menos, cuando lo conocí. Pero tenía la vitalidad de un chico de quince y la memoria de un elefante. Quizás el único defecto que lo convertía en el antipático del barrio era su vocabulario. De las cien palabras que pronunciaba, cincuenta eran groserías. Además, siempre estaba riendo y contando su vida de torero a los turistas y policías de tránsito. Al pobre solterón, con los años, le alcanzó la calvicie y le creció la joroba y la panza. Andaba por las calles averiguando vidas ajenas y metiéndose donde no lo habían llamado». «¿Algún día nos hablaste de don Pancho, abuela?», preguntó Élver. «Sí, creo que sí», respondió dudosa. «¡Nunca nos contaste!», reclamé mirando con furia a Élver. «Bueno —continuó la Mamatoya—, a don Pancho los vecinos le llamaban el Lengualarga, por lo chismoso que era. A pesar de todo, era noble y servicial. Sería por eso que abusaban del pobre encomendándole una y otra cosa, y él bien gracias. Le sobraba el tiempo y sobrevivía gracias a las propinas y favores alimenticios de la gente». «¿Y dónde vivía, abuela?», preguntó Lucho. «En la calle San Juan. Allí poseía un cuchitril de cartones y maderas viejas en un rincón apartado del caserón de la señora Jetza, quien se lo cedió de favor. La cantaleta era conocida en las voces de las mujeres cuando lo veían sentado en la vereda, muchas veces jugando como un niño con una ramita de eucalipto, con la que cambiaba el rumbo a las hormigas que corrían tras un grano de azúcar. Decían esas orgochas: “¡Don Pancho, cuídeme la casa por este fin de semana que me estoy yendo para Chanchamayo!”; “¡don Pancho, saque a pasear a Boby y no se olvide llevar la bolsa para los pufis!”; “¡don Pancho, cambie de pañal a Juancito!”; “¡don Pancho, lleve esta basura a la esquina del mercado!”; “¡don Pancho, recoja a Fernandito de la escuela!”; “¡don Pancho, ayúdeme a avanzar el arroz que vuelvo a las doce!”. «¿Y no renegaba por tanto mandado?», dije con tono de fastidio. «No, realizaba las tareas domésticas con agrado, acompañado siempre de su estribillo. Era el tipo más comedido del barrio y jamás se lamentaba de su condición de pobre. A todo le encontraba solución con una simple sonrisa. Pese a su tamaño mediano, comía como un vikingo en cada casa que visitaba. Sin esperar órdenes, se zambullía en las sopas y devoraba los guisos agregándoles abundante sal y ají. Nunca se supo que hubiera padecido siquiera de un cólico. Pero un día, a este dulce anciano, le empezaron a pasar factura los años. Al cumplir los ochenta, le tocó la puerta el mal de Parkinson: primero se manifestó en su mano izquierda; luego, en la derecha. Cada día que pasaba se iba agudizando el problema. Perdía fuerzas: se le caían las cosas y rompía los platos. Pese a ello, se esforzaba por realizar las labores con normalidad y sin renegar; además, le daba poca importancia a los consejos de la vecindad de visitar a un médico. Harto de ser tratado como enfermo, una tarde explotó de cólera, levantó las manos en medio de la calle y juntando las cejas en su rostro de diablo, advirtió a un grupo de mujeres que lo miraba con gracia y compasión: “¡Si me siguen fregando, me largo de la vecindad! Ahí las voy a ver sufrir”.

“No se trata de eso, don Pancho. Es que lo queremos, por eso nos preocupamos por usted”, le decían. “Si algún día me toca morir, me moriré, pues. ¿Qué problema hay? ¿Quién tiene la vida comprada?”. ‘Ya usted verá, ¿pero a su hija la quiere dejar huérfana en Lima?”, le reprochó la señora Jetza sumamente enojada. Ahí se quedó callado el pobre. Luego recapacitó y dijo: “¡Si está casada ya! ¡Que su marido se ocupe de ella!, ¿no?”». «Entonces, sabía renegar don Pancho», repliqué. «Sí, pero a las quinientas». «¿Abuela, te contamos un secreto?», preguntó Elver, golpeándonos con el codo. «A ver de qué se trata. Díganme». «Ahora que recordamos, un día el guardia Montoya nos contó que juntándose con los niños del barrio, conscientes del humor de don Pancho, quisieron darle trabajo a su hígado, y una mañana pusieron un letrero frente a su covacha que decía: “Grupo musical habanero busca viejitos con mal de Parkinson para tocar maracas. Se paga buen sueldo"». «El creyó en la oferta a pie juntillas —afirmé con una sonrisa— y estuvo preguntando por unas horas a los policías por la dirección, pero vencido por el desgano regresó para su casa. Luego de gastarle esa broma, arrepentidos le ofrecieron disculpas a nombre del grupo. Al tenerlos frente a él, con las cabezas gachas, los perdonó con un jalón de orejas y les dijo: “No hay mejor disculpa que un buen plato de lomo saltado, con harto ají y su buena Inca Kola, ¿les parece en El Centavito? Ahí está más barato”». «Juntaron sus sencillos y lo llevaron a ese restaurante donde por poco devora el plato de loza y los dos vasos de gelatina», concluyó Lucho. «¡Diablos!, no tienen perdón. Pobre viejecito. Pero, en fin... allá ellos cuando tengan que rendir cuentas a Dios», sentenció la abuela. «Abuela, sigue contándonos. ¿Qué ocurrió con don Pancho?», exigí con palabras atropelladas. «Sucedió un hecho grave que la población nunca olvidará. Don Pancho tenía un hermano gemelo en la ciudad de Cerro de Pasco llamado Reymundo. Este se había desempeñado como subprefecto hasta que un inmenso árbol con serpentinas, globos y canastas con naranjas huando le cayó encima, interrumpiendo su borrachera y convirtiéndolo en puré en plena fiesta de carnavales. Pese a esa muerte, el pueblo continuó bailando y echando cerveza sobre el barro a la salud del difunto. Era tan querido que toda la población lloró bailando». «¿Y qué hizo don Pancho?», pregunté. «Se apenó un poco. Sin un cobre en los bolsillos, no vio mejor manera que caminar hacia el paradero a Cerro de Pasco y pedir el favor a cualquier camionero para que le diera una aventadita. Así estuvo parado más de dos horas, con su taleguita de papas en la mano y su único saquito negro. Un chofer que lo conocía detuvo el camión a un costado de la carretera y sin perder tiempo le gritó desde la ventana: “¡Don Pancho! mis sentidas condolencias por don Reymundo. Lo queríamos mucho, como a un familiar. Dios ya lo tendrá en su regazo. Era buena gente. Nosotros vamos para Cerro,

si desea lo llevo. ¿Qué dice?”. “Muchas gracias, don Anselmo; se lo agradezco en el alma”. “El único problema —dijo el chofer, quien iba con su esposa y su cuñada— es que tendría que subirse atrás y viajar parado. Por ahora no llevo carga, solo el ataúd para don Reymundo”. “No hay problema, voy divisando el paisaje. Por si acaso, no llevo dinero”. “¿Cómo le voy a cobrar? ¡Suba nomás! Solo agárrese bien de la baranda. ¿Cómo van esas manos?”. “La izquierda ya no obedece; pero la derecha, aunque temblando, ajusta todavía”, contestó con una sonrisa a flor de labios y mirándose los dedos». «Se ve que don Pancho era frágil», interrumpió Elver. «Sí, y hablador como tú —lo miró con furia la abuela—. El carro volvió a enrumbar para Cerro de Pasco con don Pancho en la carrocería. Iba alegre y agarrándose a los filos, cuidándose de los traqueteos y por momentos observando el ataúd con una filosofía simple: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Así viajaba, hasta que después de dos horas el cielo empezó a negrear y tras las colinas a caer la lluvia acompañada de relámpagos. Sin esperar calma alguna, la tormenta inició la mojadura del camión que iba descubierto de cara al cielo. Don Pancho pensó que la lluvia era loca y por eso se confió en que pasaría, pero se equivocó. Al no cesar y viendo que se estaba remojando, puso su bulto en la cabeza, pero las gotas gordas llegaron hasta su espalda». «Le hubiese avisado al chofer para que le prestara un plástico siquiera», dijo Lucho en tono compasivo. «Claro, pero buscó otra alternativa. Siempre calmado y afilándose la quijada, miró el ataúd que brillaba por la lluvia y creyó escuchar: “¿Qué esperas? No seas tonto, deja de mojarte... ven”. En un principio lo observó con recelo, y después de unos segundos se dejó seducir con deleite. Dio el primer paso, miró por la ventanita al chofer que iba concentrado en la carretera. Con la frescura de una lechuga, abrió la tapa con sumo cuidado y sin dudar se metió al cajón. Al estirarse sobre los tafetanes blancos, hizo descansar una de sus manos sobre su pecho, siempre sonriendo como un niño; con la otra, regresó la tapa a su lugar. Por un momento estuvo despierto mirando el vidrio, pero diez minutos después sus ojos empezaron a cansarse. Quién iba a saber que más allá, en la misma carretera, esperaba otra familia con los mismos sentimientos de dolor por la muerte de ese subprefecto tan querido. Con la delicadeza que caracterizaba al chofer, al reconocer al jefe de familia nuevamente se detuvo y preguntó con aire familiar: “Hola, compadre Javier, ¿también vas para Cerro?”. “Sí, don Anselmito —se adelantó la esposa—, queremos llegar a tiempo para el velorio de nuestro compadre Reymundo”. “No hay problema, comadre, suban nomás”, dijo el chofer. “Felizmente ya estamos a menos de una hora y lo bueno es que ha dejado de llover”, volvió a decir la esposa, empujando de las caderas a sus dos hijas». «¿Y vieron a don Pancho?», se inquietó Élver. «¡Espérate pues, hijo! ¡No me interrumpas! En el trayecto, consumidos por la pena, la familia miraba el ataúd solitario que permanecía quieto y con ese color tétrico que espantaba. La madre, al percatarse de los ojos de las niñas las

abrazó y les ordenó que se dieran la vuelta y miraran los cerros y el cielo azul; pero no los abismos, que les iban a causar vómitos. No hicieron caso y más bien se rieron. “¡Son más tercas que una muía! —les recriminó entre dientes—. ¡Pobres de ustedes que en la noche no puedan dormir!”. “¡Mamá, no seas pesada!”, dijo la mayor de las hijas estirando el cuello para ver el crucifijo de la tapa. “Además, cuando pasamos por la calle Arequipa, siempre vemos los ataúdes del señor Huamán —secundó la otra sin remordimientos—: Estamos acostumbradas”. “¡Allá ustedes!”, intervino el padre abrazando a su esposa». «¿Y don Pancho se había quedado dormido dentro del ataúd?», pregunté. «¡Por supuesto! Pero ya era suficiente. De pronto, se despertó con un bostezo de ultratumba. El grupo que discutía quedó mudo por un momento creyendo que el padre estaba jugando una pesada broma con las cuerdas vocales. Cruzaron las miradas, auscultaron bien los costados y de inmediato concluyeron, por las caras pálidas, que ese sonido no les correspondía. Al segundo, ya más afinadas las orejas y en completo silencio, se pegaron a una esquina sin quitar la mirada del ataúd. Cuando las niñas estaban por soltar el primer suspiro, volvieron a escuchar otro quejido cavernoso. No había duda, el origen estaba en el ataúd. Quisieron gritar, pero les ganó el pánico. La madre agarró las manos de las niñas y las llevó como pudo hacia una de las hojas de la compuerta, mas les fue peor porque don Pancho abrió lentamente la tapa y sacó la mano temblorosa para comprobar si continuaba lloviendo, y así la mantuvo unos segundos. Al convencerse de que la lluvia había cesado, se alistó a salir. Primero colocó las dos manos en ambos extremos y luego, sacudiéndose el pantalón de corduroy, se paró con los pelos desordenados. Miró a los costados y se alegró por los rayos de sol. Al rato, caminó hacia el otro extremo para divisar el hermoso paisaje. Esta vez vio el vuelo de una bandada de palomas que atravesaba el cielo como tenues pinceladas blancas. Inició su acostumbrado tararear, esta vez fue una muliza. Al llegar a Cerro de Pasco, el chofer, contento por no tener averías en el motor como otras veces, bajó y se fue a la parte de atrás silbando. Para su sorpresa, encontró la compuerta semiabierta y, rascándose la cabeza, se hizo mil preguntas. Saludó a don Pancho y le dijo: “¿Qué tal el viaje, don Pancho?”. “¡Muy bien!”, le contestó, mientras intentaba bajar de la carrocería con la tembladera en las manos. “¿Y la familia que subió?”. ‘Yo no vi nada, don Anselmo”. “Pero la compuerta está sin el pasador”, reclamó a los aires. “Sólita se habrá abierto, seguro. Yo no sé nada”. “¿Me está diciendo la verdad, don Pancho?”, volvió a preguntar el chofer con un signo de interrogación sobre la cabeza. “¡Por la santísima Trinidad!”, exclamó finalmente el anciano y se persignó». «¿Y qué hizo luego el chofer, abuelita?», pregunté intrigado. «Se quedó mirando al vacío y después se arrodilló para revisar las llantas. Ayudó finalmente a bajar a don Pancho y se despidieron, quedaron en

reencontrarse en el barrio La Esperanza por la noche. Esa mañana hubo harta tarea para todos, pues fue el día en que se efectuó no solo un entierro, sino cinco de porrazo. Toda la familia se había aventado al abismo por el susto. El pueblo se volcó al cementerio con llantos de familiares y amigos, sobre todo por las niñas». «¿Y qué pasó con don Pancho?», pregunté. «Nada. Don Pancho se quedó un mes en Cerro de Pasco y regresó a Tarma, con el mismo camión de don Anselmo, más gordo y con terno nuevo». «¿Pero no se dio cuenta del daño que hizo?», preguntó Lucho persignándose. «No creo. Siempre continuó alegre y dicharachero, sin una pizca de culpa». «Abuela, ¿y vivió mucho tiempo?», quiso saber Lucho. «Sí, más de cien años —contestó la abuela acomodándose la almohada debajo de la cabeza y abriendo otra barra de chocolate—. Bueno, ya cumplí por esta noche. Ahora ustedes cumplan con lavarse los dientes». «Abuelita, ¿y para mañana qué cuento nos vas a narrar?», dije sin levantarme de su cama. «Voy a tratar de recordar. Algo se me ocurrirá». «¿Pero también será de terror?», preguntó Lucho. «Para eso está tu cara, ¡Viruta!». «Sin bromas, pues, abuelita», reclamó. «No estoy haciendo bromas, es la verdad. ¡Ya váyanse a dormir y apaguen la luz!», dijo siempre con ese tono arisco. El alma de Juan La noche había llegado ya, y dejando la tumba de Francisco de Paula Otero volvimos a recordar aquel día cuando regresamos a la casa de la abuela a las siete de la noche. Para entonces, la encontramos tosiendo y ahogándose en su propia saliva casi por quince minutos. La tía Yolanda nos pidió que la dejáramos sola para que pudiera atenderla, pero la Mamatoya al escuchar las palabras «déjenla dormÍP> ordenó, solo por contradecirla, que nos quedáramos para acompañarla. Luego de calmarse, respiró profundamente, pidió un pañuelo para limpiarse las légañas y después un peine para arreglarse los cabellos. Cerrando los ojos por el dolor, nos volvió a pedir silencio mientras guardaba el pañuelo en el seno. Tomando el aire que le faltaba y mientras se colocaba los lentes, nos explicó con voz entrecortada: «Todavía no me voy a morir, niños. Hay tiempo para un cuento más. Voy a empezar. Si me muero en la mitad, me tapan la cabeza con la frazada». «Ya no hables esas cosas, abuelita, me das miedo», le pedí arrugando la frente. «¿Cómo se llama el cuento, abuela?», preguntó Lucho. «No lo sé. Solo escuchen». «¡Escuchamos!», dijimos los tres y cruzamos los brazos. «Un jueves, por la mañana, caminaba un hombre por el filo de la vereda, los carros que iban a toda velocidad casi le rozaban el cuerpo. Por ratos trastabillaba, pues tenía la testa caída por tanto ruido que hacía la gente. Las personas que lo vieron ese día en un primer momento no le dieron importancia. Al llegar a una esquina, empezó a mirar uno a uno los carros. Luego se puso

frente al semáforo, levantó sus cabellos desordenados y viendo la luz roja que le prohibía pasar, a propósito se dejó caer como un mástil hacia el centro de la pista. Nadie supo qué hacer para impedir que ese pobre hombre acabara debajo de las llantas de un camión, mucho menos el chofer, quien sin querer lo arrastró varios metros. El enorme vehículo frenó por los gritos desesperados de un grupo de mujeres que estaba cerca del estadio. Recién allí el conductor pudo vislumbrar el problema en el que se había metido. Cuando la multitud corrió para ver cómo había quedado la víctima, se dio con la extraña sorpresa de que el hombre tenía la boca abierta». «¿Y su espalda cómo estaría, abuelita?», pregunté con algo de dificultad, debido al escorbuto que me había salido un día antes. «Me contaron que tenía la espalda y las rodillas peladas como una manzana, que miraba hacia las nubes con una carita de niño abandonado y con un rictus que parecía querer decir algo. Después de una fracción de segundos empezó a moverse con breves espasmos; primero por los hombros y después por los labios. Pedía agua, ¡respiraba!, daba la impresión de que nada malo le había ocurrido. Sin embargo, al percatarse de que llegaba la ambulancia, miró a sus costados y pidiendo disculpas a una enfermera, que se había arrodillado para comprobar con el índice si había latidos en la yugular, se levantó frotándose la cabeza, se limpió los cabellos y se fue cojeando hacia el cerro. Dos mujeres que lloraban de impotencia intentaron retenerlo en el camino, pero él las apartó de un manotazo. Como algunos quisieron preguntarle cosas, se echó a correr sin oír el clamor. Todos se quedaron mudos ante el valor de ese hombre que aún sangraba por uno de los oídos; y aún más, porque había heridas expuestas en el antebrazo que le florecían como rosas frescas. Así desapareció ante el asombro de la gente. Al llegar a casa, agitado y sin hablar, su esposa, que no lo esperaba tan temprano, había sentido minutos antes un aguijón de abeja en el pecho. Sin dejarse ver, subió a los altos y movió las cosas para acomodarse y descansar: “No la debo preocupar”, se dijo. Sin embargo, ella, que ya sospechaba, levantó la mirada y lo llamó por su nombre con toda naturalidad: “¡Juan, Juan!... ¿Tan rápido has vuelto? ¡Te estoy hablando, Juan! No me hagas bromas otra vez, ¿ah? ¡Ya sabes que no estoy para juegos!”. El ruido de los pasos empezó a sentirse en el piso del dormitorio. La puerta del ropero crujió y Amanda sintió unos terribles escalofríos que se iniciaron en las plantas de los pies. Un tétrico silencio se apoderó de la casa y no le quedó otra cosa que ponerse valiente porque estaba sola como todas las mañanas. Volvió a llamar, pero nadie le contestó. Se dijo entonces: “Qué extraño. Nunca había ocurrido esto”. Cuando llamó por tercera vez escuchó la voz de Juan, pero no en su tono habitual. “Es él —aseveró con cierta rabia—. ¿Por qué habrá regresado? ¿Habrá bebido otra vez?”, habló mirando al techo». «¿Estaba molesta, abuelita?», pregunté relamiendo el escorbuto con cierto placer. «Sí, muy fastidiada. Entonces continuó diciendo: “¡Vaya! ¿Si ha vuelto y no me ha conseguido el dinero para pagar esas malditas cuentas y sobre todo la pensión de la escuela de Alejandrito? ¡Por Dios! Ahora sí que se me larga de esta casa y no vuelve más. Por último, que venda su alma al diablo. Yo cocinando para él y él vagando ya más de medio año. ¡No entiende que los

bancos no perdonan!”. Subió decidida a reclamarle, pero a mitad de la escalera le alcanzó la duda y retuvo sus pasos. Con voz conciliadora llamó bajando la voz: “¡Juan, Juan!... ¿Juaaan?”. Nadie contestó —continuó relatando la abuela, siempre bebiendo mucha agua—. Se armó de valor y se santiguó tres veces. Por un instante sospechó la posibilidad de la incursión de un ladrón. Como arma cogió un largo fierro que estaba al costado de la puerta y caminó por el pasillo con la mano en alto, lista para matar. Con pies de algodón penetró al cuarto, se agachó y miró debajo de la cama sin respirar, como desafiando a algún animal, pero todo estaba en su lugar, a excepción de las puertas del ropero que aún se movían produciendo un chirrido. Amanda se puso pálida, y mucho más cuando sintió un olor a zorrillo ingresar por sus fosas nasales y perforarle los pulmones. Luego de lagrimear, empezó a sentir náuseas y dolores de cabeza. El pavor fue mayor al sentir que alguien por detrás le acomodaba el cabello sobre los hombros, le soplaba un aire de mar cerca de las orejas y le susurraba: “Ya puedes estar tranquila. El estorbo se fue”». «¡Era la voz del muerto, abuelita!», interrumpió Lucho. «¡Silencio, Viruta! La mujer volteó con brusquedad mientras el sudor le emergía de las axilas, pero tampoco vio nada. Examinó los rincones y todo estaba tranquilo, entonces creyó ver una sombra que ingresaba al dormitorio. Muda y con el corazón palpitante, quiso bajar las gradas rápido; sin embargo, sus piernas se cruzaron y cayó diez escalones, golpeándose la cara y los codos. Con mucho esfuerzo se sentó por unos segundos. Se sobó las pantorrillas en el primer peldaño y escondió el rostro achinado entre sus piernas. Pero luego de unos minutos se quedó tranquila al ver que el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús la observaba desde el frente y le mostraba sus manos dadivosas. Se encomendó ciegamente: “Tú eres mi compañía. Tú proteges a mi familia, Señor". Después de un rato creyó que la había visitado el alma de Abilio Ramírez, su compadre recientemente fallecido en un accidente de carretera. A él lo estimaba porque fue un buen padre para sus seis hijos que quedaron sin madre. “Que Dios proteja a don Abilio y lo tenga en su reino, Señor. Seguramente andará recogiendo sus pasos”. Así terminó su oración. Al rato el teléfono empezó a sonar. Se levantó y caminó a duras penas para el centro de la sala: “Sí, ¿aló?”, contestó con voz cansada. “¿Con Amanda?” “Sí, ella misma contesta”, dijo con mucho temor. “¡Ah!, hola, Amandita, soy Clara. Discúlpame que sea yo quien te dé esta mala noticia. Escúchame, por favor. Quiero ante todo que tomes con mucha calma lo que voy a decirte...”. “¿Qué ha pasado, Clara? —reclamó pegando los labios al fono—. ¡Dime de una vez!”. “Se trata de tu esposo. En el jirón Chanchamayo, hace diez minutitos nomás, ocurrió un accidente. Juan cayó a la pista... ¡al parecer se aventó!”. Amanda, a medida que escuchaba esas palabras filudas, sentía una volquetada de rocas cayéndole sobre la cabeza. De manera que su cuerpo ya no le pertenecía. Dejó colgando el fono con la voz llamándole: “Aló, aló,

¿Amanda?”, seguía clamando Clara desde la línea. Buscó un lugar seguro para apoyarse, pero no lo encontró. El mareo le hizo perder el equilibrio y empezó a desvanecerse en medio de la sala. Sin embargo, Juan estaba ahí para cogerla por la espalda con más amor que nunca. El extendió los brazos y cuidando su cabeza la hizo recostar en el sofá. La consoló por un momento hasta que toda la parentela y vecinos llegaron a expresarle sus pesares. Ya despierta, escuchó decir a sus amigas: “Debes tener conformidad, Amandita”. “Seguirás luchando por tus hijos. Siempre has sido padre y madre para ellos. Juan era bueno, pero...”. “La vida es dura, pero tú eres fuerte. Has nacido para enfrentar los grandes retos del matrimonio”». «¿Y luego qué pasó?», pregunté a la abuela con poca energía. «Amanda lloró golpeando la puerta al saber la verdad. Gritaba en toda la sala: “Después de todo, nos amábamos. ¡Juan, Juan, no me dejes! ¡Yo tengo la culpa por mortificarte!”. Fue a la morgue a verlo y no lo reconoció en un primer momento. Lo enterraron al tercer día. Yo también la acompañé con tu tía Yolanda. La pobre quedó viuda y terriblemente endeudada. Jamás se repuso». «Entonces, ¿quiere decir que la señora Amanda vio el espíritu de su esposo?». «Claro. Juan, después de todo, no permitió que su esposa se descalabre en el cemento. Desde entonces él visita la casa, sobre todo los viernes, cerca del mediodía. A esa hora ingresa ese olor a zorrillo que invade la casa y, para mayor muestra, los cucharones en la cocina empiezan a moverse solos». «¿Y ella actualmente dónde está?», pregunté abrazando a Lucho, y él a su vez a Elver. «A los tres meses se enfermó y murió de una fuerte depresión», contestó la abuela. «¿Y está enterrada en Tarma?», interrogó Elver «No, se la llevaron a Satipo y la velaron en el Irazola. Ella estudió y era natural de allá». «¿Y en esa casa, ahora quién vive?», pregunté. «Los dos. Son espíritus que se resisten a abandonar las habitaciones. A veces, en la madrugada, los focos se prenden solitos ante la mirada de los pocos transeúntes que pasan por ahí. Los hijos ya no quieren regresar a esa casa por el miedo y viven con su abuelita. Claro que han entrado inquilinos, pero nadie soporta más de un mes. Esas almas los botan, pese a que el padre Humberto ha regado muchas veces agüita bendita en todas las habitaciones». «¿Cómo así los fastidian?», pregunté acercándome más a la abuela. «Jalándoles las frazadas en las madrugadas, prendiéndoles la radio o tirando los floreros al piso». «¡Uyyy, qué frío!», exclamamos en coro, temblando y sobándonos los brazos. «Muy bien, hijos, ahora lávense los dientes y a dormir. ¡Hasta mañana! ¡Angel, no te olvides de sancochar tempranito los camotes para Roídos!». «Ya, abuelita. ¡Hasta mañana!». «¿Mañana podremos volver?», preguntó Elver. «Eso depende de Dios. No solamente he perdido la vista por completo, sino

las fuerzas en los brazos. Ya no puedo sostenerme ¡Qué triste había sido llegar a vieja, chicos! Bueno pues, así serán los designios de Dios. Apaguen la luz y si amanezco bien, habrá más relatos. Ya, váyanse. ¡Ah!, mañana viajaré a Pichanaki a recoger naranjas. La sed no me deja y la garganta se me seca. ¡Adiós!». «¡Hasta mañana, abuelita!», repetimos con voz compasiva. Así la dejamos descansar. Al salir, Lucho dijo en tono de preocupación: «¿Han notado que la abuela está desvariando?». «Pobrecita, parece que son sus últimos días. Está sufriendo demasiado con esos dolores a la cadera. Si los médicos no la pueden curar, ojalá Diosito se la lleve pronto», dijo Elver compasivamente. «¡Cállate, tonto, no hables así! —lo reprendí muy dolido—. Yo la quiero mucho y seguiré vendiendo periódicos para comprarle sus medicinas». «Angel tiene razón. Es que creció con la abuela», habló Lucho justificando mi actitud. «Es mi madre. Si ella se muere, yo me muero», dije retando con los ojos a Elver. Al amanecer, fue llevada de emergencia al hospital debido a otro coma diabético. Luego de los ajetreos de la familia, los médicos lograron estabilizarla una vez más. Entonces durmió todo el día. Por la tarde, mi tía Yolanda, más aliviada, regresó a la casa. Cuando ingresó al dormitorio de la abuelita para limpiarlo, encontró debajo de la cama envolturas de chocolates y toffees a montones. —Lo que pasó es que la Mamatoya quería morirse, ¡ya! —afirmó Lucho. —Recuerdo que cuando se puso grave, la familia llegó de inmediato, incluyendo a Ceci y Carla —recordó Elver, jugando con sus bigotes—. La casa estuvo abarrotada de primos por toda una semana, pero Dios le permitió vivir unos días más para alegría de nosotros, los Mataperros. Que Dios la bendiga en el cielo —concluyó y nos abrazamos frente a las cruces que se perdían en la neblina. Al llegar a la puerta del cementerio, dimos media vuelta y nos persignamos ante la capilla sin poder contener las lágrimas. En silencio, abrimos la puerta de rejas y salimos. Caminamos por el río donde Lucho un día se cayó con la carreta y fue arrastrado por esas aguas junto con su bolsa de compras y el periódico que le mandó conseguir su papá. Nos pusimos al filo, donde antes había un árbol, y recordamos cómo nos columpiábamos como Tarzán. Entonces Élver preguntó: —¿Este es el río Huantay, no? —Sí, pero ahora está seco. La gente lo ha convertido en botadero — contesté. —¿Y los guindales de Sacsamarca, todavía existen? —preguntó Lucho. —Los guindales no, pero Sacsamarca sí. Allí se están construyendo condominios —afirmé con un acento de rabia. —Después de todo, fuimos felices en aquellos tiempos, ¿no? —dijo Elver, mirando lo cerros desnudos. —Sí, con el viento, el barro y la lluvia —afirmé dejando escapar un suspiro. —¡Claro! En aquellas épocas, sin ser ricos, éramos dueños de todo, hasta del aire —terminó diciendo Lucho.

Al cruzar la avenida, Lucho se avergonzó: —¡Ah!, me estaba olvidando de pagar las flores. —Cierto, volvamos al quiosco. Aún debe estar la señora —le sugerimos Elver y yo. Cuando nos acercamos al lugar, Lucho sacó el mismo billete de veinte soles de la camisa, pero nos dimos con la sorpresa de que la señora de chompa roja y raída ya se había retirado. El espacio estaba vacío y un tanto oscuro. Lo verificamos metiendo la cabeza y mirando para ambos lados. Nos dirigimos a la tienda de enfrente para preguntarle a una viejecita por la vendedora. Ella, en un primer momento, se rio y nos pidió que nos fuéramos. Luego, arrepintiéndose, regresó bostezando y, tapándose la boca con cuatro dedos, dijo: —¿A ustedes también se les apareció la señora de chompa roja? —¿Por qué lo dice? —preguntó Lucho, guardando al mismo tiempo el billete. —Ese quiosco está abandonado, ¡miren el óxido! Es que doña Rosita Suárez, la que ustedes mencionan, hace más de un año que partió a los cielos. Un cáncer de mama se la llevó rapidísimo. Hay muchos clientes que la han visto, ¡y han hablado con ella! Pero no es para asustarse, no hace daño, era muy buena persona. Y continuó relatándonos con detalles sabrosísimos esas esporádicas apariciones de doña Rosita a algunos visitantes del cementerio; pero cuanto más la escuchábamos explicar, más nos temblaban las piernas como cuando éramos niños. —Bueno —interrumpió Elver la plática con voz temblorosa—, vamos a la casa de la abuela. —¡Perfecto! —dije animoso—. ¡Qué rápido anocheció! Enrumbamos así para el barrio de Callancha. A medida que nos alejábamos del cementerio, creíamos ver en cada esquina a la señorita Baylón, con su cara pálida y su sonrisa malévola, esperándonos con el huacapincho en alto para darnos de alma en las espaldas y luego desaparecernos en los sótanos. Al llegar a la callecita San Juan, las luces eléctricas se apagaron por completo y empezaron a prenderse las velas, cuyos fulgores se veían por las ventanas. Bajo esa penumbra, continuamos caminando hacia la casa de la abuela Mamatoya, mientras que en los muros de adobe, seis gatos encendían sus ojos de canica para más tarde iniciar su cortejo fúnebre. Llovía.