Los Anormales - Foucault FINAL FINAL

Los Anormales - Michel Foucault Foucault, M. (2007). Los anormales. Bs. Aires: Fondo de Cultura Económica. El presente

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Los Anormales - Michel Foucault

Foucault, M. (2007). Los anormales. Bs. Aires: Fondo de Cultura Económica.

El presente texto relata las principales ideas expuestas en el libro “Los Anormales” del autor francés Michel Foucault. Para comenzar es importante dar a conocer que el libro está circunscrito a ciertas lecciones que el autor dictó en el Collège de France, donde desarrolló en cada una tesis, durante los tres primeros meses del año 1970; a sus 43 años de edad. Consecutivamente en mayo del año 1971, dicho seminario fue publicado, convirtiéndose de esta forma en una nueva obra del autor. En cuanto a las características de la enseñanza del Collège de France, éstas eran particulares, ya que establecía que los expositores debían presentar una investigación original como una forma de renovar los saberes. Además, la asistencia era libre y estaba compuesta por oyentes, no por alumnos. En este contexto y con el propio perfil de Foucault, es que aborda sus enseñanzas como un investigador, explorando, descifrando, problematizando y formulando invitaciones a fortuitos investigadores.

Ideas principales El horizonte del presente texto se alinea en “estudiar y articular los diferentes elementos que, en la historia del Occidente moderno, permitieron la formación del concepto de anormalidad”. El autor considera que el concepto de anormales posee una naturaleza indefinida y confusa, llena de sentimientos de temor, amenaza e incertidumbre, originada a fines del sigo XIX. Por tanto, parte desde el análisis del estudio histórico de las tecnologías de poder y la psiquiatría, de cómo el engranaje de la psiquiatría en el poder judicial, se volvió en la tecnología general del individuo, omnipresente, indispensable y polivalente para el funcionamiento de los principales mecanismos de poder de normalización La metodología que usa fue el análisis arqueológico de múltiples fuentes teológicas, jurídicas y médicas (pericias médicas legales). De esta forma, logra visualizar el despliegue de un conjunto de instituciones de control, mecanismos de vigilancia y distribución que fueron construyendo al sujeto anormal y a un nuevo poder que fue instalándose en la modernidad: el poder de normalización. Anormalidad, noción que sucumbió, en definitiva según el autor, en elaboraciones teóricas irrisorias y con efectos reales al ser encasillados en categorías como degeneración, peligrosidad, locura, delincuente y compuesta por tres figuras: los monstruos, los incorregibles y los onanistas.

El poder pericial El punto de partida de Michel Foucault es el análisis de dos pericias psiquiátricas en material penal, datadas en 1955 y 1974, donde concluye tres implicancias en este tipo de juicios. Considera que trata de: i) discursos tiene poder de vida y muerte, es decir, que pueden matar ya que colindan con los límites de la libertad o detención de las personas, ii) discursos de verdad por su estatus científico formulado exclusivamente por expertos de una institución avalada científicamente, y iii) discursos que dan risa ya que son enunciados con efectos de verdad –verdaderos- y poder –institucional- específicos -para matar- y que merecen atención. En esta llamada de atención es que el autor concluye la tesis de que las pericias psiquiátricas duplica el delito con la criminalidad. Esto, debido a que, en la medida de que las infracciones condenables son definidas como tales (por una ley previamente al acto mismo), la pericia lo que hace es constituir la infracción como un rasgo individual, pasando del acto de la conducta al delito como una manera de ser. De esta forma, la pericia establece un doblete psicológico ético del delito. Por un lado deslegaliza la infracción y manifiesta detrás de ella su doble, ya no como una infracción en el sentido legal del término sino como una irregularidad según una serie de reglas fisiológicas, psicológicas, morales, entre otras. Por ende, el psiquiatra lo que propone en el texto pericial, no es la explicación del crimen sino las características irregulares del personaje anormal que es incapaz de asimilar el orden y la obediencia de las normas legales y sociales imperantes. En consecuencia, el juez no va poder condenar el acto criminal en sí mismo sino que va a juzgar y sancionar, a partir de la pericia, las conductas irregulares que se propusieron como causas, génesis y desarrollo de la formación del crimen. Revelando su doblete psicológico y moral como un sesgo de asignación causal de carácter tautológico. Sin embargo, lo importante allí es el papel de legitimación que juega la pericia psiquiátrica del conocimiento científico, como una extensión del poder de castigar otra cosa que la infracción. Además, consigue reubicar la acción punitiva del poder judicial en un cuerpo general de técnicas de transformación de los individuos. La pericia psiquiátrica, además, lo que trata es de duplicar al autor del delito con ese personaje, nuevo en el sigo XVIII, que es el delincuente. Allanando en el sujeto las faltas sin fracción o los defectos personales sin ilegalidad, describiendo cómo el individuo ya se parecía a su crimen antes de haberlo cometido y, no como una patología sino como un defecto moral. En este análisis donde la pericia sirve para reconstruir anticipatoriamente el crimen mismo en una escena reducida, es que emerge al mismo tiempo, la posibilidad de fijar la posición radical de ilegalidad en la lógica del deseo. Ya que el delincuente ya estaba sujeto al deseo de la transgresión de la ley y dicho deseo es malo y siempre es correlativo a una falta, falla, ruptura y debilidad del sujeto. Por ende, tales discursos periciales lo que hace es poner en relevancia la ilegalidad del deseo y las deficiencias del sujeto, quedando imposibilitada la posibilidad de poder hablar de la responsabilidad del sujeto ya que resulta que es responsable de todo y nada, y con una personalidad jurídica indiscernible. Obligando a la justicia a retirarse de su campo para tratarlo no como un sujeto jurídico sino como el objeto de una tecnología y un saber reparatorio, que exige una readaptación, reinserción y corrección. Sancionando ya no la infracción sino las características así definidas del sujeto anormal. No obstante, el autor concibe que los médicos o psiquiatras peritos de la época no son los responsables de esta trama sino que es, en realidad, la ley misma y sus decretos de aplicación que determinaron el sentido y los caminos para llegar allí. Puesto que en términos generales, las pericias médico legales, están regidas por el Código Penal. El autor concluye que con la problemática de la pericia médico legal, fue cuando brotó el surgimiento de un poder, que no es ni médico ni judicial, y que se instaló a través de toda la sociedad moderna, escenificándose en los tribunales: el poder de normalización. Un poder autónomo, con reglas propias y técnicas de acción, que colonizó el saber médico y el poder judicial, y que se apoyó y desembocó en el juego de diversas instituciones (médicas, científicas, judiciales, etc.), y al mismo tiempo un sujeto al cual aplicar dicho poder: los anormales. El crimen remplazado por la locura Foucault entiende que la pericia debería definir si el acto criminal pertenece a la enfermedad o a la responsabilidad, si sus causas son patológicas de un enfermo o de los actos de un sujeto jurídico, entre medicina y penalidad, entre hospital o prisión. Por tanto, lo que se juega allí es elegir si la criminalidad incumbe al campo terapéutico de la locura o del castigo

penal, puesto que la locura borra el castigo del crimen, ya que no puede ser lugar del crimen y, viceversa, el crimen desaparece en cuanto tal al, no poder ser un acto arraigado en la locura. Por consiguiente, en el momento en que la justicia reconoce y declara al individuo acusado de criminalidad como loco, la institución médica releva a la institución judicial pues ésta no puede prender al loco, en definitiva, a la locura. Se puede decir, en términos generales, que la pericia contemporánea sustituyó la exclusión recíproca del discurso médico y el discurso judicial por un juego de doble calificación: médica y judicial, organizando y dándole vida a la noción de perversidad: concepto que comenzó a dominar en el siglo XIX y que permitió un funcionamiento de intercambio de las nociones médicas en el campo del poder judicial y las nociones jurídicas en el ámbito médico. Conformemente, la sociedad fue interviniendo (homogéneamente) la criminalidad patológicamente de dos modos, con fines expiatorios y terapéuticos. Sin embargo, el autor muestra que ambos polos son una red continua de mixturas institucionales que reparan y penalizan, unificando lo médico y lo judicial, y que responden a la peligrosidad, final y al cabo. Vale decir, que el núcleo teórico de las pericias médico legales se refieren más bien a un individuo peligroso, no propiamente criminal ni exactamente enfermo, que reactivan los discursos que generan miedo y categorías morales. Examen que logra, a su vez, articularse definitivamente como la pieza que ajusta y sostiene la frontera que une a este conjunto de sistemas, médico y judicial, del siglo XIX en adelante. Por ende, la pericia no se dirige a delincuentes o a enfermos sino a la categoría de anormales, precisamente en la escala de lo normal a lo anormal. Transformando al poder judicial y al saber psiquiátrico en instancias de control del anormal, o sea, del sujeto anormal. Mecanismos del poder de control y sus efectos El autor retrata durante el S. XVII (fines de la edad media) cómo el ejercicio del poder se basaba en prácticas de exclusión del leproso (mendigos, ociosos, etc), expulsándolos realmente de la comunidad simbólica para purificarla y diferenciar a los sanos de los impuros. No obstante, Foucault afirma que tal modelo de poder de exclusión desapareció a comienzos del S. XVIII pero que en su lugar fue sustituido por otro modelo, reactivo hasta hoy en día, ahora sobre los locos, enfermos, criminales, desviados, niños y pobres: el modelo de la inclusión del apestado. Es decir, en adelante se vigilará de forma continua a todos los pobladores para clasificarlos, rotularlos e intervenir en enfermos-delincuentes-peligroso. Por ende, no se trata de expulsar o marginar para tomar distancia sino de observar, establecer, asignar posiciones, definir presencias, de individualizar, de administrar a los anormales de forma constante, insistente, cercana y meticulosamente. El poder moderno se transforma, entonces, en un examen perpetuo para saber si los individuos se ajustan o no a la regla definida, y en un control político y técnico positivo de la normalización, que incluye de forma rigurosa y analítica a todos, multiplicando sus efectos a partir de sí mismo (la acumulación de la observación y el saber). Un poder que trata de mecanismos que crean, fabrican y producen estrategias de poder y fuerza; y que secundaria y lateralmente actuaría como represivo. Foucault, también, establece que en la época moderna se inaugura el arte de gobernar, al saber inventar técnicas científicas e industriales, formas de gobierno, aparatos administrativos, instituciones políticas y, en especial, por inventar técnicas de poder por producción y maximación de producción, ya no actuando por extracción. Un poder de individualidades diferenciales (ya no por separación en masas confusas) y ligado al conocimiento recolectado y atesorado (ya no por desconocimiento). La genealogía de la anormalidad El autor expone la tesis de que el personaje anormal está compuesto por tres figuras. La primera, desde la edad media hasta entrados en el S. XVIII, es llamada monstruo humano. Que refiere al individuo, que viola no sólo las leyes sociales sino naturales, al fenómeno extremo, brutal, límite, una combinación entre lo imposible y lo prohibido, y el modelo de todas las pequeñas diferencias e irregularidades posibles. El monstruo era un ser cosmológico o anticosmológico, es decir, excepcional al presentarse en la mezcla del reino animal y humano, en la mixtura de dos especies, dos individuos, dos sexos, de la vida y la muerte. Igualmente, se diferencia del lisiado pues es una irregularidad y desorden natural que trastorna al orden jurídico, al derecho civil y canónico, una criminalidad monstruosa en sí misma. Una infracción natural y un enigma jurídico al no saber si tratarlo como niño o niña, si se le autoriza a casarse o no, entre otros. Luego en el S. XIX aparece el segundo retrato: el incorregible. Que exige su corrección y se encuentra en el conflicto entre el sistema familiar y las

instituciones que le prestan apoyo como la escuela, barrio, parroquia, etc. Es un individuo que se presenta regular en sus irregularidades y es frecuente al estar próximo a la regla aunque difícil de determinar. Ya que se le reconoce de inmediato, de forma familiar y sin que haya pruebas, por ende, nunca se podrá demostrar si el individuo es incorregible, pero sí que fracasó con todas las técnicas de domesticación. La tercera, emerge ulteriormente en el S. XIX, el onanista. Un individuo masturbador y alienado mentalmente que realiza todo tipo de aberración sexual y que aparece en el campo de la familia, un espacio estrecho como el dormitorio, la cama, entre los padres y los médicos. En conjunto a la aparición de estas tres figuras de anormales, además, surge todo un aparataje tecnológico compuesto por saberes, prácticas e instituciones jurídicas y médicas que van a rodearlo y a establecer una red singular de saber y poder. Igualmente, este trio de personajes empezarán a intercambiar rasgos y perfiles para terminar superponiéndose. Por consiguiente, tanto las tres figuras como los dispositivos de poder e instancias de saber van a ir transformándose mutuamente aunque con interdependencia y con un funcionamiento diferenciado; con el fin de articularse con otros saberes y técnicas de poder que en el S. XVIII funcionaban dispersamente. La naturaleza del crimen y el poder punitivo La economía del poder punitivo a fines del siglo XVIII, era tal que la naturaleza del crimen, no tenía que plantearse. Pues lo que se intenta saber del criminal no era comprender el crimen sino únicamente saber si fue cometido, tratándolo como sujeto sapiente, poseedor de la verdad, y no como sujeto criminal. El ejercicio del poder punitivo se transforma, a partir de la perfección y desarrollo de aparatos estatales e instituciones públicas del siglo XVIII, y llega a ser continuo. Ya no ejercido en ritos (como antaño que el castigo era una especie de venganza del soberano, su revancha, y la reconstrucción regulada de su poder sobre el delincuente (un poder lagunar, insuperable e invencible), sino mediante mecanismos y estrategias permanentes de vigilancia y control, penetrando en la totalidad del cuerpo social de forma inevitable y erigido como ley absoluta. Tal fue el aumento de los efectos del poder, que logró entramarse en a lo largo de todo el proceso de producción y concretarse como una especia de control y aumento permanente de esa producción, y a su vez reducir los costos económicos y políticos. El autor agrega que no fue sólo gracias a la organización de un conjunto de instituciones que se consiguió implantar este tipo de poder incesante y perpetuo de castigo, control y vigilancia, sino que la revolución burguesa del siglo XVIII y comienzos del XIX aportaron con la invención de una nueva tecnología del poder: las disciplinas, pieza esencial. Primero, el crimen ya no podrá escapar de esta red de vigilancia, pues está necesaria y evidentemente vinculada a las técnicas del poder de castigar. Deberá responder con una pena de forma pública, demostrada y accesible a todos. Y tercero, el castigo se basará, ahora, en la mesura y en lo necesario, para que no vuelva a aparecer (elimina el exceso y el derroche del ritual). Tal medida se busca en el interés o en la razón del crimen, o sea, en la razón de ser del crimen, de su aparición, repetición e imitación por otros, frecuencia, etc. Por tanto, la cuestión de lo ilegal y la de lo anormal, lo criminal y lo patológico, se ligan al nuevo principio de economía del poder punitivo que es la razón e interés del crimen y la conducta criminal (ya no es de la atrocidad o el exceso). En adelante, entonces, el crimen posee en sí mismo una naturaleza al igual que el criminal que es naturalizado, exigiendo conocerse y fundar un nuevo saber para analizar al criminal y castigarlo. Además, según la teoría del derecho penal, ese interés se forja siempre como egoísta y violento, que empuja al individuo al crimen y a exponerse al castigo, a ir contra los otros, el interés colectivo y rompiendo el pacto social de las leyes que rigen al colectivo, convirtiendo su naturaleza criminal eventualmente en patológico. Se podrá decir, entonces, que el crimen es un abuso de poder y el criminal un déspota que hace valer su interés personal, que se encuentra fuera de la ley y sin vínculo social, un hombre solo, cuya naturaleza es idéntica a una contranaturaleza; en estricto rigor, el primer monstruo jurídico que aparece en este nuevo régimen y que se convierte en la vía regia de acceso a varias disciplinas. Un loco criminal y el sistema penal Como se dijo anteriormente al crimen se le atribuye un castigo a la medida y lo que lo posibilita, ahora, es el interés a nivel del criminal y su conducta. Un interés que refiere a la racionalidad interna del crimen que hace inteligible y justifica las

medidas punitivas. Por tanto, la nueva economía del poder punitivo exige una racionalidad del crimen que la fortifique, para castigar no al crimen sino al criminal. Ahora bien, este nuevo sistema está obligado a considerar que se van a superponer dos razones: las razones para cometer el acto (y que así se hace inteligible) y, luego la razón del sujeto que lo hace punible. Por ende, es preciso que haya un postulado explícito, el requisito de racionalidad. Pero ¿Si se encuentra una falta de racionalidad? Aquí es cuando el mecanismo penal cae en confusión y quedará fascinado por el problema del acto sin razón. Pero la resolución, que el autor encuentra, es que en el código penal refiere que si se demuestra la demencia del sujeto o al momento del acto, queda inimputable. Por ende, lo único que exige es no demostrar demencia para aplicar la ley, o sea, reclama racionalidad tanto en el sujeto como en el crimen mismo. Según Foucault, ahí se observa una inadecuación entre la codificación de las sanciones, el sistema legal que define la ley criminal y la tecnología punitiva (o bien, el ejercicio del poder de castigar). Ya que se estaría dado una deriva del código hacia la referencia psiquiátrica que avala castigar o no de acuerdo a su examen de racionalidad sobre el por qué y cómo cometió el acto. Quedando entrampado el sistema penal en estos dos mecanismos, la aplicabilidad del derecho penal, el ejercicio del poder punitivo y, en consecuencia, no logra juzgar, queda confundido, bloqueado y obligado a hacer preguntas a la psiquiatría; y recurrir al análisis científico médico. De esta forma se fue abalanzando fascinada y confundida mente por los actos sin razón pues sólo conoce la demencia y la descalificación del sujeto por la locura. En cuanto a la rama médica psiquiátrica, de principios del siglo XIX, se fue especializando no sólo como un saber científico sino como en los especialistas de la higiene pública y la protección socia. Mediante la codificación de la locura, como: i) enfermedad: al clasificarla y patologizando sus manifestaciones, analizándola con técnicas específicas para proveer una precaución social y su propio funcionamiento (saber), y ii) un peligro: portadora de riesgos y absolutamente necesaria de estudiar para evitarlos y resguardar la higiene social. Por tanto, el peligro social será codificado como enfermedad y, a causa de ello, la psiquiatría podrá funcionar como ciencia médica (como saber y con poder), encargada de la higiene pública. Ya que lograr advertir, donde nadie más puede, cierto peligro. De allí su interés por el problema la locura criminal, fenómenos imprevisibles y sin razón, para constituirse como únicos expertos y hacer valer sus derechos como poder y saber de protección dentro de la sociedad. Por consiguiente, en la medida que el crimen sin razón es la confusión total para el sistema penal, para la psiquiatría se vuelve un objeto de codicia, pues si logra identificarlo y analizarlo, será la prueba de su saber y justificación de su poder. Así se observa cómo ambas ramas se enganchan una en la otra en base a dos mecanismos, la confusión y la codicia. Por un lado, el sistema penal le solicita demostraciones de demencia al saber médico para poder ejercer su poder punitivo o su derecho de no castigar y, por el otro lado, el sistema psiquiátrico solicita crímenes sin razón, para demostrarle que es capaz de encontrar la criminalidad en la locura y así justificar su propio poder. Pues en la medida que se le acusa a un sujeto lúcido realizar un acto criminal sin razón, tal acto al pertenecerle a ese sujeto, el acto se parece a éste, y así posibilita el derecho de castigarlo y recubre la perturbadora ausencia de razón. De esta forma surgen las condiciones que hacen aparecer un objeto y una serie de elementos en el discurso psiquiátrico del siglo XIX, que de apoco, se irán desarrollando para conformar un acto criminal sin razón en un acto mórbido instintivo dentro del campo penal. El concepto de instinto va a aparecer y a formarse como el gran vector del problema de la anomalía, las pequeñas irregularidades de las conductas y la coordinación entre la monstruosidad criminal y la locura patológica. Dando paso del gran monstruo al pequeño perverso y, quedando atrás y ocupando el lugar que tenía dominio las nociones de delirio y demencia, hasta principios del siglo XIX. A la par, surgirán nuevos problemas nosológicos y científicos al interior de la psicopatología, convirtiéndose en un problema biológico evolucionista. Una problematización del instinto El autor da a conocer las condiciones que se forjaron para que apareciera el descubrimiento del instinto al interior de la psiquiatría, la jurisprudencia y la práctica penal, pero ¿Qué es el instinto?

Foucault platea que los instintos son un elemento mixto entre dos registros diferentes, un engranaje que, por primera vez, hace funcionar dos poderes productivamente en su interior, la pieza que encadena el juego del saber/poder, el poder de uno y el saber del otro. Es decir, el mecanismo del poder penal que requiere del saber médico, y el mecanismo del saber psiquiátrico que, a su vez, tiene sus requisitos de poder. Por tanto, por un lado, el escandaloso acto criminal sin razón, interés o motivación e inimputable, se reduce y, por el otro lado, se vuelve un mecanismo patológico positivo. De esta forma, se a constituirse en un elemento capaz de extender, multiplicar y ampliar constantemente las fronteras del poder y saber psiquiátrico. Para esto, el autor menciona tres procesos que la psiquiatría experimentó para convertirse en mecanismo de poder, que son los siguientes: El primero consta en los años del 1840, cuando la psiquiatría se inscribió dentro de una nueva regulación administrativa, cristalizada en la ley de 1838, que refiere a la internación de oficio. Es decir, que debe haber un establecimiento especializado médicamente y destinado para recibir y curar enfermos. Además, la internación debe contar con certificaciones médicas previas para su encierro y debe estar motivada claramente por un estado de alienación del individuo y la eventualidad de un peligro o perturbación. Así que responde, a la cuestión de la locura, la enfermedad y, a la par, al desorden, el trastorno y peligro. Además, ya no necesita mostrar el vínculo peligroso y loco del monstruo, sino que la propia administración es la que los marca y les otorga ese poder político. Colaboran en esto, también, la familia, la justicia y el enfermo, ya que el enfermo es peligroso para sí mismo y para los otros. Por consiguiente, el instinto se vuelve la forma más pura y absoluta del peligro, la muerte y, exige la doble intervención: administración y psiquiatría. En segundo lugar, está la reorganización de la demanda familiar con las autoridades psiquiátricas y judiciales, cambiando de naturaleza y de reglas las relaciones de la familia. Puesto que la familia puede solicitar una internación voluntaria y anticipadamente conseguir un certificado médico como elemento justificativo (mientras que el perfecto no lo necesita). Por ende, en lo sucesivo es el entorno cercano, ya no la familia, quien va a solicitar al médico que defina la peligrosidad, para ella. Frente a esto el psiquiatra, va a psiquiatrizar todas las relaciones intrafamiliares y los comportamientos, convirtiéndose en sus perturbaciones internas. Este médico se vuelve en el agente de los peligros intrafamiliares de lo cotidiano y se inscribe como técnicos de corrección y restitución de la justicia en las familias. Así, la psiquiatría interviene y patologiza el resto de las instancias de control y disciplinas como la familia, el vecindario, la escuela y la correccional, bajo una posición subordinada. Igualmente, son las relaciones -de amor- intrafamiliares el nuevo nervio esencial de la observación, los sentimientos intrafamiliares que remiten a la locura en la medida que son positivos. Ahora bien, lo que se patologiza son precisamente la ausencia de esos buenos sentimientos y la, por tanto, la presencia de los malos sentimientos familiares. El tercer proceso de generalización, es la aparición de la demanda política de un discriminante médico a la psiquiatría. Lográndolo mediante un hospital psiquiátrico como institución y con poder médico. Por consiguiente, se constituyeron estos tres nuevos referentes para la psiquiatría, que son lo administrativo, que hace aparecer la locura como un orden apremiante; la familia, y su fondo de sentimientos y relaciones obligatorias; y un referente político, que la aísla contra la estabilidad e inmovilidad social. De ahí una serie de consecuencias y generalizaciones tales como: En primer lugar, aparece toda una nueva economía de las relaciones locura/instinto, que van ganando poco a poco el dominio de la patología mental y la locura. Mostrando en un síntoma raro, parcial y localizado que sea, la enfermedad mental en el individuo, profundo y globalmente loco, afectando al sujeto en su totalidad. Con este arraigo unitario de la locura en sus síntomas, todos los demás fenómenos de la locura van a darse en un juego entre lo voluntario y lo involuntario, ya que el loco se asemeja a un estado de sueño, donde no es amo de su voluntad. Como se observa, todo se invierte pues la locura ya no se define por las formas lógicas del pensamiento o la alienación del pensamiento sino por los modos de espontaneidad del comportamiento, es decir, el eje de lo voluntario y no. A causa de ello, esta nueva reorganización de la psiquiatría tendrá una evolución epistemológica hacia en dos direcciones. Por un lado, la apertura de un nuevo campo sintomatológico: fenómenos con estatus de enfermedad mental. Donde la conducta figura como enfermedad posible según la distancia que represente con respecto a las reglas de orden y conformidad administrativa, familiar, política y social; y con en el eje de lo voluntario y lo involuntario. Por tanto, mientras sea conforme y voluntario estaremos frente a una conducta sana, ya no será necesaria la locura, la demencia o el delirio, puesto que se psiquiatrizar cualquier conducta sin que nada quede fuera de su examen. La psiquiatría se desalieniza, ya no necesita referirse a la verdad. Por otro lado, se produce una apertura casi indefinida que le permite convertirse en la jurisdicción

médica y le va a posibilitar un nuevo acoplamiento con la medicina orgánica, gracias al referente del eje voluntarioinvoluntario. Aparecen nuevas problemáticas relacionada a los trastornos orgánicos o funcionales que perturban el desarrollo de las conductas voluntarias y, esencialmente, con los trastornos neurológicos. Y, en lo sucesivo, la psiquiatría y la medicina podrán comunicarse a nivel del contenido, constituyéndose una neuropsiquiatría. Tenemos, entonces, una psiquiatría con la misión de recorrer en busca de todos los desórdenes posibles de la conducta, invadiendo las conductas que sólo tenían estatus moral, disciplinario o judicial. Se podrá psiquiatrizar todo lo que es desorden, indisciplina, agitación, y, al mismo tiempo, posibilita una somatización esencial de la enfermedad mental en el cuerpo. Constamos así, una verdadera ciencia médica, referida a todas las conductas que introducirá la norma como regla de conducta. Una norma que se opone a la irregularidad, desorden y extravagancia y que, por medio de su anclaje a la neurología, le permite ser entendida a la norma con un nuevo sentido: como una regularidad funcional, adaptado y ajustado. Lo normal, se opone a lo patológico, lo mórbido, desorganizado y lo disfuncional. Por tanto, la psiquiatría se convierte, en el siglo XIX, en el médico judicial, en un patólogo normativo y en la ciencia y técnica de los anormales. El crimen/locura ya no es un caso límite sino un caso regular. La historia de la confesión de la sexualidad Para comenzar, dice el autor, el campo de la anomalía se verá atravesada por el problema de la sexualidad en dos maneras. Por un lado, se va a codificar y a analizar como un fenómeno de herencia y la degeneración, y por otro lado, se van a identificar los trastornos propios de la anomalía sexual. Para este análisis, Foucault plantea que, alrededor del año 1850 en occidente, sucede un avatar de procedimientos, que es la confesión obligatoria de la sexualidad, de forma reglamentaria e institucional. Basado en el proceso primario de la confesión forzosa, una especie de libertad subyugada a un procedimiento perfectamente codificado, exigente e institucionalizado de la revelación de la sexualidad. Para comprender este mecanismo, primero es necesario conocer el ritual de penitencia. El ritual de la penitencia no entrañaba una confesión obligatoria sino que era un status que se asumía voluntariamente, donde sólo se podía ser penitente una vez en la vida. El penitente le solita al obispo, con derecho a conferir dicho estatus, la posibilidad de realizar una ceremonia pública para ser reprendido y exhortado, para luego entrar en la orden de la penitencia, usar una vestimenta especial, prohibición de limpiarse, la expulsión de la iglesia, etc. Cuando el penitente salía del estado de penitencia, lo hacía tras un acto solemne de reconciliación que borraba su estatus de penitente aunque con huellas, como la castidad vitalicia. A continuación de este antiguo sistema entró la penitencia tarifada, de origen irlandés y no latino, que refiere a que cuando el fiel cometió un pecado debía ir a buscar un sacerdote para contarle la falta, siempre grave, y el cura respondía imponiendo una penitencia, lo que se denominada una “satisfacción”, sólo así y sin ceremonia se obtenía la remisión del pecado; y para cada pecado existía un catálogo de penitencias obligatorias. A través de esta penitencia de origen judicial y laico, comienza a formarse, poco a poco, el núcleo de la confesión. Ya que si el pecador busca al sacerdote, éstos se ven obligados a conocer los lazos que encadenan al pecador, como el caso del enfermo que, también, debe buscar al médico para explicarle de qué sufre y cuál es su enfermedad. Sin embargo, la confesión en sí misma no tiene valor ni eficacia, sólo permite determinar la pena. Sólo se sabe que la confesión entraña un sentimiento de vergüenza y pena, un inicio de expiación y humillación. Por tanto, la reinserción de la confesión, en el poder eclesiástico, va a caracterizar la gran doctrina de la penitencia, formada en la época de los escolásticos y mediante varios procedimientos. Entendiéndose, en efecto, la obligación de la penitencia, la confesión y la revelación misma, de forma regular, continua y exhaustiva de todos los pecados. Y una extensión proporcional de poder al sacerdote. Obligando al fiel a confesarse sino que con un sacerdote en particular, hacerlo varias veces en la vida, y al sacerdote controlar lo que diga el fiel, mediante un examen exhaustivo: el examen de conciencia, de acuerdo a los siete pecados capitales, los mandamientos, la lista de virtudes, etc. En adelante, las penas se vuelven arbitrarias, él mismo las fijará, en función de los pecados, las circunstancias y las personas. Por consiguiente, sólo hay penitencia si hay confesión, pero no puede haber confesión si no se hace ante un sacerdote. Poder que sólo el cura lo tiene y que le da la posibilidad de otorgar por sí mismo la remisión de los pecados y

llevar acabo el ritual de absolución, puesto que a través de sus gestos y palabras, es Dios mismo quien perdona los pecados. Igualmente, la penitencia, se vuelve un sacramento y el poder del sacerdote se ancla fuerte y definitivamente al procedimiento de la confesión. Foucault, caracteriza la economía sacramental de la penitencia, que funciona desde la Edad Media hasta la actualidad, con tres rasgos, que son: en la medida en que la confesión es el mecanismo de remisión de los pecados, hay que confesarlo todo y nada omitirse, y que el crecimiento del poder y el saber del sacerdote es correlativo, ya que tiene que controlar lo que se dice, interrogar e imponer su saber, experiencia y conocimientos tanto morales como teológicos. A la par, la confesión al convertirse en sacramento se vio flanqueada por todo un conjunto de poderes adyacentes que la apoyan y entienden. De allí el formidable desarrollo de la pastoral; la técnica que se propone al sacerdote para el gobierno de las almas. Asimismo, los Estados se plantean el problema técnico del poder que podrían ejercer sobre los cuerpos y los medios, y la Iglesia, por su lado, elabora una técnica de gobierno de las almas que es la pastoral, definida por el concilio de Trento en el siglo XVI. Agrega, que la penitencia desarrolló toda una literatura destinada al confesor y a los penitentes. Además, el sacerdote debe poseer ciertas virtudes que le son propias, como la potestad y que el obispo le haya conferido dicha autoridad de confesar; el celo, amor y deseo que combate a quienes se resisten a Dios; y, debe ser santo, afirmándose en la práctica de la virtud, a causa, de todas las “tentaciones” a las que se verá expuesto en el confesionario y que no debe desear. Por ende, es necesario que tenga cierto grado de horror a los pecados de los otros y por sí mismo. Pues, no basta con que el cura escuche, ordene y decida la pena como sucedía en la Edad Media sino que se le suma una serie de condiciones que califican al sacerdote para intervenir en el examen, análisis, corrección y guía del penitente. El confesor debe estar lleno de celo, ser un santo y ser sabio, como un juez porque tiene que saber lo que está permitido y prohibido, debe conocer las leyes humanas y divinas, y debe saber, como el médico, reconocer la enfermedad que está debajo del pecado y la razón de ser de éste. Debe ser, también, sabio como un juez, médico y guía, ya que ordena las conciencias de sus penitentes y, por último, debe ser prudente, saber ajustarse a esa ciencia, a ese celo, a esa santidad. En cuanto al penitente, existe toda una economía de la pena y el placer, por faltas que no le gusta ir a confesar, pero al ser escuchado consigue consuelo y alivio. Igualmente, el funcionamiento de estos reglamentos y del poderío del sacerdote, están materializados, en el confesionario como un lugar anónimo, abierto, público y presente en todas las iglesias. Donde el fiel puede acudir y siempre encontrará al sacerdote disponible (antes del siglo XVI no hay confesionario). Conjuntamente, el sacerdote tiene que buscar los signos de constricción y someterlo a cierto examen que es en parte oral y otra no verbal, sino muda. Es decir, interrogar exhaustivamente las causas y detalles de las faltas, y observar el comportamiento, su vestimenta, gestos, tono de voz, y expulsar a las mujeres que vengan rizadas y pintadas. Posteriormente, tras el examen, se podrá imponer la “satisfacción”, considerando dos aspectos de la penitencia de la pena: el aspecto penal, punitivo y el medicinal o correctivo. En suma, se observa una evolución y reinscripción de las formas jurídicas en todo un campo de procedimientos de orden de la corrección, la orientación y la medicina. Desarrollo que tiende a sostener la confesión de la falta, ante un inmenso recorrido discursivo ante un testigo, confesor o director, que debe ser su juez y su médico, y que define los castigos y las recetas. En segundo plano, podría decirse que existe un inmenso relato total de la existencia, una autobiografía permanente. En este marco, en el siglo XVI, aparece en el mismo plano de la técnica de la confesión, el interrogatorio sobre el sexto mandamiento y que va a plantear varios problemas y reglas: el pecado de la lujuria. Algunas normas son que el confesor no debe saber más “de lo necesario”, tiene que olvidar, interrogar sobre los pensamientos para no hacerlo sobre los actos y, así, evitar enseñar algo al otro y nunca nombrar las especies de pecado (por ejemplo, sodomía, adulterio, incesto, etc.). Por tanto, lo que intenta evidenciar el autor es que, lo que va a estar en el centro de la confesión de la penitencia y su correspondiente examen, ya no es el aspecto relacional de la sexualidad, sino el cuerpo mismo del penitente, sus gestos, sentidos, sensaciones, placeres, sus deseos, la intensidad y lo que él mismo experimenta. El examen antiguo era sobre relaciones permitidas y prohibidas. El nuevo interrogatorio va a ser un recorrido meticuloso del cuerpo, convirtiendo al cuerpo y sus placeres en el código de lo carnal. Siguiendo una línea de interrogación, ya no en el orden de importancia de la infracción a las leyes de la relación, sino deberá seguir una especie de cartografía pecaminosa del cuerpo. Primero se empezará por el tacto, ya que la lujuria comienza por el contacto consigo mismo, la masturbación. Luego, seguirá con la vista analizando la mirada. En tercer lugar, la lengua, pues las palabras sucias dan placer al cuerpo. Cuarto momento, los oídos que dan placer al escuchar palabras deshonestas y discursos indecentes.

En resumen, se asiste a la fijación de la carne en el cuerpo ya que, ahora, el pecado queda habitado dentro del cuerpo mismo y todos los efectos de placer, convirtiéndose en el punto de focalización del examen de conciencia sobre el sexto mandamiento; y el pecado constituido en la relación consigo mismo y la sensualidad del propio cuerpo. Se comprende en adelante cómo ocurrió el desplazamiento del problema en la distinción (que ya preocupaba a los escolásticos), entre el acto real y el pensamiento. Hoy sólo se trata de un problema sobre las intenciones y la realización. En cambio, cuando se pone en juego el examen del sexto mandamiento la cuestión recae sobre el cuerpo y sus placeres, lo que se podría llamar una especie de fisiología moral de la carne. El examen de consciencia del siglo XVIII ya no comienza por los actos sino por los pensamientos, donde se pasa de las ideas simples a los pensamientos morosos, es decir, los en que uno se demoran, luego a los actos más o menos pecaminosos para llegar al final a los actos más criminales. Debido a que la concupiscencia comienza con cierta emocione en el cuerpo, mecánica producida por Satán, llamada “atractivo sensual” que induce un sentimiento de dulzura, excitación e inflamación. Hace que despierte el raciocinio sobre los placeres, y éstos producir un nuevo placer, que es el pensamiento mismo. Por tanto, es la satisfacción del pensamiento la que va a presentar a la voluntad, las diferentes ideas sensuales, suscitadas por el cuerpo, como cosas no pecaminosas sino admisibles y dignas de abrazarse. Y como la voluntad es una facultad ciega, como no puede saber en sí misma lo que está bien o mal, se deja persuadir. Así, se da el consentimiento, que es la forma primera del pecado. El hilo conductor de la conciencia (que dará lugar a fines del siglo XVIII y seguirá toda la pastoral del siglo XIX), ya no será la infracción a la ley, sino los impulsos, el consentimiento y la delectación (el placer del presente), ya sea por placer o complacencia. Se pasa, entonces, de la ley al cuerpo mismo, un cuerpo de placer y deseo que se constituye como el verdadero partenaire de la operación y el sacramento de la penitencia. Foucault, aclara que esta práctica de confesión, no fue masiva ni extendida, sino que se pusieron en práctica en los seminarios que se desarrollaron y en los grandes establecimientos escolares destinados a enseñar (liceos). De modo que, la tecnología “sutil” de la confesión formó elites. A partir de ese momento, hubo una formación o elaboración de toda una serie de nuevos objetos y modalidad de placeres que hicieron pasar el viejo tema del origen para todos los pecados, la idea de que en todas las faltas hay concupiscencia; el raciocinio necesario y exigido para esta técnica de intervención y este nuevo modo de ejercicio del poder. Una encarnación del cuerpo y una incorporación de la carne, como punto de unión del alma y el cuerpo, un cuerpo solitario y deseante. Convirtiendo a la masturbación en la primera forma de la sexualidad a confesar bajo el discurso de confesión, de vergüenza, de control y de corrección de la sexualidad, y en un problema pedagógico- médico, que llevará a la sexualidad al campo de la anomalía. La poseída como personaje central de la cristianización Como se explicó anteriormente, el correlativo de la nueva técnica de poder es la calificación del cuerpo como carne, un cuerpo sensible y complejo de la concupiscencia. Fue, también, una posibilidad de discurso e investigación analítica del cuerpo, basado en el examen de exhaustividad y exclusividad, y regla de silencio. Por ende, el cuerpo ligada a la carne, aparece como objeto de un discurso analítico infinito y de una vigilancia constante. Hay que decirlo todo, sin plantear el silencio sino el mecanismo de la enunciación, como condición de funcionamiento de la regla y el poder de la dirección de la conciencia. La carne es lo que se nombra, lo que se dice, no lo que se hace, sino lo que se confiesa. Además, este mecanismo de control, difícil y sutil, se relaciona con una delgada capa de la población: las más altas, los seminarios y conventos. El autor, agrega otro fenómeno suscitado en este marco pero con un destino muy distinto: el fenómeno de la posesión. Fenómeno muy típico, que testifica Foucault como la introducción de un nuevo aparato de control y poder en la Iglesia, que se instala frente a la brujería, diferenciándose muy bien en los siglos XVI y XVII. Foucault desarrolla la idea de que la brujería fue un fenómeno periférico a la ciudad, más bien campesino, y en los límites exteriores de la cristianización, donde no habían penetrado desde la Edad Media y que la Inquisición se encargará de codificar, retomar, juzgar, reprimir, quemar y destruir a la brujería. En cuanto a la posesión, también, se va a inscribir en esa cristianización pero será más bien un efecto interno que externo, pues trata de una investidura religiosa y detallada del cuerpo, de un discurso exhaustivo con una autoridad exclusiva. Por otra parte, la bruja es denunciada por las autoridades, como la mala cristiana. En cambio, la poseída no es denunciada sino que es la que confiesa espontáneamente, la mujer de la

cuidad y religiosa; el personaje central, ya no marginal, de la nueva tecnología del catolicismo, que le permite instalar sus obligaciones discursivas, en el cuerpo mismo de los individuos, y poner en funcionamiento sus mecanismo de control. Por tanto, el escenario de la posesión es diferente al de la brujería, es el personaje central, en los fenómenos de la posesión, va a ser el confesor (el director y guía). En la brujería lo que había era una especie dual, el diablo y la bruja; en la posesión el sistema de relación es triangular, el diablo, la religiosa poseída y el confesor. La poseída se resiste al diablo, aparecerá en ella una dualidad que, por un lado, dependerá del diablo y, por el otro lado, estará sujeto a otro aspecto de ella misma que se resistirá, hará valer sus y buscará apoyo en el director, el confesor y la Iglesia. Por tanto, en ella, van a cruzarse los efectos maléficos del demonio y lo efecto benéficos de las protecciones divinas o sacerdotales a las que va apelar. En relación al cuerpo, la bruja está únicamente al servicio del diablo, penetrado por Satán, establecido en un pacto y en un acto sexual de transgresión. En cambio, el cuerpo de la poseída es múltiple ya que se enfrenta unas partes a otras, hay fuerzas y sensaciones que la asaltan y la atraviesan, convirtiéndose en la cede de estas batallas, sacudida por temblores, sensaciones, dolores y placeres. Por ende, en la posesión no hay pacto ni contrato que se selle en un acto, sino más bien una invasión, insidiosa e invencible de penetración del diablo en el cuerpo. El diablo a su vez, se transforma y desaparece, encontrando sólo sensaciones, nada de posesión ni acto sexual sino una insidiosa y lenta penetración de sensaciones extrañas en el cuerpo. Desaparece, también, el sistema de intercambio y en su lugar surgen juegos infinitos de sustituciones, pues el cuerpo del diablo va a sustituir el cuerpo de la religiosa. Del mismo modo, el discurso del diablo sustituye las palabras de la religiosa, pero no se producen sin combate o conflicto previo donde la religiosa se resiste. En el caso de la bruja, su voluntad, está involucrada pues se suscribe al intercambio propuesto: tú me propones placer y poder, yo te doy mi cuerpo y mi alma, firma el pacto y se vuelve sujeto jurídico, por ende se le podrá castigar. En la posesión la voluntad está cargada con todos los equívocos del deseo, quiere y no quiere, se da en un juego de pequeños placeres, sensaciones y minúsculos consentimientos donde la voluntad y el placer se enredan uno al otro y, en cierto modo, producen un engaño donde la religiosa no ve más que placer y no advierte el mal; engaño, también, para los exorcistas, pues creen que es el diablo. El fundamento mismo de la brujería, entonces, se basa en la operación del consentimiento, cuando firma el pacto con el diablo. Por contrario, el cuerpo de la poseída es el lugar del teatro, el escenario de las luchas y sus enfrentamientos, atravesado en su espesor. En el fono, es un cuerpo y una fortaleza, cercada y sitiada, una batalla entre o que en ella resiste y la parte de sí misma que, al contrario, consiente y se traiciona. Este combate, tiene su firma, pero en la convulsión (elemento decisivo en la historia médica y religiosa). La convulsión, pasa a ser la forma plástica y visible del combate en el cuerpo, la omnipotencia del demonio y su actuación física. Convirtiendo a la carne, en la carne convulsiva, atravesada por el derecho de examen, sometido a la obligación de la confesión exhaustiva. Se puede decir, entonces, que lo que fue la brujería en el tribunal de la Inquisición, la posesión lo fue en el confesionario. Además, el autor dice que no cree que los convulsionarios y poseídos aparecieran porque se creyera en el diablo, sino que forma parte de la historia política del cuerpo. En este escenario, a mediados del siglo XVII, Foucault considera que por primera vez la Iglesia Católica se ve enfrentada a uno de sus mayores problemas ¿Cómo poder gobernar las almas según la fórmula tridentina sin chocar con la convulsión de los cuerpos? Para resolver esta problema, la Iglesia introdujo una serie de mecanismos llamados por el autor los grandes anticonvulsivos. Primero, aparece un moderador interno, que refiere a un manual de confesión que surge a principios del siglo XVII, como un imperativo de retórica que modula el estilo de la confesión y de la dirección de conciencia. Este, involucraba una normativa de cómo había que recoger la información en una confesión y para contrarrestar los efectos inductores de esta regla del discurso exhaustivo, se formularon una serie de principios de atenuación, como: la puesta en escena de la confesión que debía mantenerse en oscuridad, la aparición de una reja en el mueble del confesionario, no mirar a los ojos al penitente, utilizar el método de la insinuación, entre otros. En cuanto al discurso, aparecen dos reglas: una, que es la discursividad exhaustiva y exclusiva, y la otra, que es ahora, la nueva regla de la enunciación. Hay que decirlo todo y decir lo menos posible, o sea, se permite decir las cosas sin nombrarlas jamás, pasando de la regla del discurso exhaustivo a uno más reservado. El segundo método, es la transferencia externa y expulsión del convulsivo al poder de la medicina. Esquemáticamente se puede decir que el poder civil o la organización de la magistratura fue quien trató de incorporar la cuestión médica con respecto a la brujería, pero como moderación externa del poder de la Iglesia. Ahora, el mismo poder eclesiástico es el que va a apelar a la medicina para poder liberarse de ese problema. Apelación tímida y reticente, pues significa meter al médico en dominios teológicos, corriendo riesgos la Iglesia pues ese otro modo de análisis y gestión del cuerpo, podría confiscarle su poderío. En esa medida, hace falta un corte radical que transforme la convulsión en un

fenómeno autónomo y ajeno al convertirse en una resistencia religiosa o política. Comienza toda una historia de la convulsión como instrumento y apuesta de una justa de la religión consigo misma y con la religión. Apareciendo ahí, dos fenómenos. Por un parte, la convulsión, desde el siglo XVIII, es un objeto médico privilegiado, entrando al dominio de los médicos. Poniendo pie, por primera vez, la medicina en el orden de la sexualidad, convirtiéndose en control higiénico y con pretensiones científicas de la sexualidad al heredar ese dominio de la carne; por el poder y a pedido de la Iglesia. Cobrando importancia en esa época la patología al codificar anatómica y médicamente la carne como “sistema nervioso”, como el cuerpo racional y científico, como versión material y anatómica de la vieja concupiscencia. Foucault evidencia, así, como la convulsión se convierte, en la primera gran forma de la neuropatología y en el análisis de todas las perturbaciones del instinto, dejando atrás el análisis del error, el delirio y la ilusión. La psiquiatría paso de un análisis de la enfermedad mental como delirio, al análisis de la anomalía como trastorno del instinto. El modelo de la convulsión, será el prototipo y modelo de análisis para los fenómenos de la locura; en tanto, liberación paroxística del instinto del organismo humano. Sin embargo, mientras la medicina ganaba más y más terreno, la Iglesia Católica, por su lado, se despojaba de esa convulsión que le molestaba y permitía a la medicina ayudarla en su lucha. De modo que en el siglo XIX, se observa cada vez más descalificada la convulsión y sucedida por otra cosa: la aparición. Ya no la aparición del diablo sino la de la Virgen, una aparición que no refiere a un cuerpo a cuerpo, sino que sujeta a la regla del no contacto, a la no mezcla del cuerpo espiritual de la Virgen con el cuerpo material que es objeto de milagro. En lo sucesivo, el sujeto va a ser el niño, el niño inocente y angelical que apenas ha practicado la dirección de conciencia. Fenómenos importantes para la emergencia de la sexualidad en la medicina. Por último, el tercer anticonvulsivo es el apoyo que buscó la iglesia en los sistemas disciplinarios y educativos para controlar y detener todos los fenómenos de la posesión que entrampaban su nueva mecánica de poder: la confesión y la dirección de conciencia. El problema de la masturbación Foucault, muestra que la evolución del control de la sexualidad, al interior de los establecimientos de formación escolar cristiana, y sobre todo católica, en los siglos XVII y XVIII, tuvo dos caras. Por un lado, trató de atenuar y extinguir todos los discursos del análisis del mismo cuerpo, del placer y el deseo, que se iniciaron con técnicas del siglo XVII, referentes a la dirección de las almas. Se borra, inventa y metaforiza toda una estilística de la discreción en la confesión y la dirección de conciencia. Pero al mismo tiempo, se introduce una regla y una arquitectura en la disposición del espacio, los dormitorios, salones de clases para, al fin, institucionalizar una vigilancia que remplaza el discurso indiscreto de la carne que implicaba la dirección de conciencia. O sea, se dice lo menos posible, pero todo habla de ello al momento de transferir el discurso del placer y la carne a un ordenamiento de los lugares y las cosas, que igualmente designa los peligros de ese cuerpo de placer. Por tanto, bruscamente a mediados del siglo XVIII, se produce una floración de textos frente a lo cual se pueden hacer dos observaciones. En primer lugar, surge el discurso de la masturbación, entre el discurso cristiano de la carne y la psicopatología sexual. Sin embargo, no trata en absoluto del discurso de la carne pues no aparece jamás los términos del deseo o placer. Por otra parte, no se trata de una psicología o psicopatología sexual. Si bien hay referentes a la sexualidad, está más ausente pues trata de la masturbación misma, sin lazo alguno al comportamiento normal o anormal de la sexualidad. En segundo lugar, el discurso de la masturbación no asume un análisis científico, sino más bien una campaña, que trata de exhortar, dar consejos, advertencias y amenazas. Igualmente, entraña instituciones destinadas a atender o curar a los masturbadores, prospectos de medicamentos, recetas, aparatos, vendas, etc. Toda una cruzada de una literatura antimasturbatoria. Pero, el autor de cuestiona ¿Por qué surgió toda esta campaña y problema en pleno siglo XVIII, con esa amplitud e indiscreción? Foucault considera que esta campaña se inscribe en el proceso de represión del cuerpo de placer y de exaltación del cuerpo rendidor o el cuerpo productivo. Entonces, aparecen algunos problemas ¿Por qué la campaña del siglo XVIII trata de la masturbación y, en definitiva, no de la actividad sexual en general? ¿Por qué esta cruzada antimasturbatoria recae sobre los niños y adolescentes, esencialmente burgueses, y no sobre la gente que trabaja? Para responder a estas preguntas, El autor, elabora un análisis de las temáticas y diferentes tácticas de esta cruzad ya que las campañas no trataron de una moralización de una vida

desenfrenada, sino más bien de la somatización, de una vida adulta estropeada por las enfermedades, la cual se produce en tres formas diferentes. Primero, lo que se halla es una ficción y una descripción fabulosa de una enfermedad absoluta y sin remisión, que acumula en sí misma todos los síntomas de todas las enfermedades posibles que invaden y cubre a todo un cuerpo. Luego, se observa una codificación etiológica de la masturbación, en la literatura médica, como la causa posible de todas las enfermedades posibles. Tercero, y última forma de la somatización, fue que los médicos de la época organizaron un verdadero delirio hipocondriaco para que los enfermos asociaran sus síntomas a la masturbación. Por consiguiente, en esta campaña expresa una somatización de la masturbación que remite al cuerpo y anclado fuertemente al discurso y la práctica médica. La masturbación se configura e instala como una etiología difusa, general, polimorfa y, relaciona con cierta prohibición sexual y hasta con la muerte. Tampoco posee sintomatología propia y cualquier enfermedad, de forma aleatoria, puede derivar de ella. En definitiva, es la causalidad universal de todas las enfermedades y donde el niño pone en juego toda su vida. Fundando, a su vez, la medicina clínica y positiva del siglo XIX, al identificar en el cuerpo la anatomía patológica. Por ende, la sexualidad va a explicar todo lo que no es explicable, por lo que el mismo enfermo es responsable de su enfermedad ya que si te tocaste y tu cuerpo quedó infectado, es porque quisiste. En ese momento, en esa especie de responsabilidad patológica del sujeto es cuando sufre una doble transformación. Por un lado, lo que experimentaba el sujeto responsable era el exceso, abuso e imprudencias de la masturbación. La pregunta ¿Qué hiciste con la mano? Se traspasa a ¿Qué hiciste con tu cuerpo? Por el otro lado, la responsabilidad sexual se atribuye y extiende a todas las enfermedades, ya que antes sólo se reconocía a las enfermedades venéreas; configurando una etiología general. Pero en el caso del niño que es responsable de toda su vida, sus enfermedades y hasta de su muerte ¿También es culpable? Foucault considera que no, que no se encuentra una causalidad endógena de la masturbación ya que por la propia naturaleza del niño, en desarrollo, debe ser exculpa. La campaña contra la masturbación se orienta contra la seducción de los niños por los adultos, en su entorno inmediato y en las figuras oficiales de la casa; convirtiendo el deseo de los adultos por los niños en el origen de la masturbación. Se culpabiliza, entonces, ese espacio intermedio, a los padres, porque éstos no quieren ocuparse de sus hijos directamente, cuestionando su ausencia de atención y pereza. Lo que se requiere, en el fondo de la campaña, es una nueva organización y vigilancia continua del espacio físico familiar y doméstico, es decir, un nuevo cuerpo familiar. Ya que el cuerpo del niño debe ser objeto de atención y preocupación permanente del adulto, y los adultos deberán organizar toda una serie de trampas para atrapar al niño, en el momento en que esté cometiendo una falta, o más bien el principio de todas sus enfermedades. En ese momento, se asiste a toda una dramaturgia familiar del siglo XIX y XX, que aproxima la curiosidad y estrechez del cuerpo del adulto al cuerpo del niño, y una serie de técnicas para vincular mejor los cuerpos e impedir que el cuerpo del niño alcance el placer. De ese modo se los hacía dormir con cuerdas atadas a sus manos, por ejemplo; consignando un contacto directo, inmediato y constante de cuerpo de los padres con el de los hijos, sin intermediarios y bajo una vigilancia cuerpo a cuerpo, casi sin mezcla. Así, se constituye, como efecto de la sexualidad perseguida y prohibida del niño, un núcleo restringido, sólido, duro, corporal, afectivo de la familia: la familia-célula, en lugar de la familia-relacional. Puesto que hasta mediados del siglo XVIII, la familia aristocrática y burguesa respondía a esquemas de transmisión del parentesco, de división y reparto de los bienes y los estatus sociales, recayendo las prohibiciones sexuales en las relaciones. Este incesto que presenciamos a fines del siglo XVIII, de las miradas, la vigilancia, el contacto y los gestos alrededor del cuerpo del niño, fue la base de la familia moderna. La relación padre-hijos se solidifica en una especie de unidad sexual-corporal, homogénea a la relación médicopaciente. Los padres deben ser los agentes de salud y estar subordinados a la intervención médica e higiénica desde la primera alerta. Por tanto, en cuanto se cierra a la familia en una unidad celular, en nombre de la enfermedad, con una tecnología, un poder y saber médico externo; la nueva familia se vuelve en una familia medicalizada. No obstante, aparecen dos problematizaciones en ese enganche del poder familiar, en el poder médico son: i) la intervención médica sólo tendrá efectos, si el enfermo reconoce su mal, comprende sus consecuencias y acepta el tratamiento; sólo, si confiesa sus secretos individuales a un especialista. Se produce allí una intensidad física de la sexualidad en la familia y una ampliación discursiva afuera, en el campo médico; y ii) los instrumentos que debe erigir la familia son la correa de trasmisión del saber médico, como los medicamentos recetados por los médicos y que la familia debe aplicar como camisas, corsés, vendas, cinturones, agujas, cauterización y mutilación de genitales, etc. Se vincula entre sí, entonces, la sexualidad y la medicina por intermedio de la familia, volviéndose en un agente de medicalización de la sexualidad en su propio espacio.

En suma, es un movimiento de intercambio que hace que la medicina funcione como medio de control étnico, corporal, sexual en la moral familiar y que, en compensación, pone de manifiesto, como necesidad médica, los trastornos internos del cuerpo familiar (culpa de los padres), centrando en el cuerpo del niño (y sus vicios). Un engranaje médico familiar que organiza un campo a la vez ético y patológico, una familia medicalizada que funciona como principio de normalización y se asume como control médico. Una familia que se le dio el poder inmediato sobre el cuerpo del niño pero que es controlada externamente por el saber y la técnica médica, y que va a ser el principio y determinante de discriminación de la sexualidad, manifestando lo normal, y también de enderezamiento de lo anormal, a partir del siglo XIX. Pero ¿Por qué se le pidió a la familia que se hiciera cargo del cuerpo del niño? Por dos razones esboza el autor. Una porque los padres debían amparar al niño para que pudiera vivir, bajo dos sentido: impedir que muriera y vigilarlos para encausarlos. El Estado le pide a los padres que el gasto, hecha por las mismas familias, no sea inútil pues la vida de los hijos estaba en sus manos. Bajo este contexto, se puede pensar que la campaña antimasturbatoria, era un capítulo más de una cruzada más amplia, una batalla por la educación natural de los niños; para su supervivencia, domesticación y desarrollo normalizado, y para que, en definitiva, se vuelvan útiles al Estado. De allí que surgieran en esa época las instituciones especializadas y controladas por el Estado, como las grandes escuelas. El cuerpo sexual del niño, en cierto modo, de moneda de cambio, por un lado, siempre pertenecerá y estará bajo control de la familia, pero por otro lado, a cambio, les pedirá que les cedan ese cuerpo. Por tanto, la sexualidad infantil fue el señuelo para la constitución de la familia y una trampa destinada al poder de los padres, habilidad que sirvió como instrumento de intercambio que permitió desplazar al niño al interior de su ambiente familiar al espacio institucionalizado y normalizado de la educación. Una problemática de la sexualidad La sexualidad del niño y el adolescente fue planteada como problema en el siglo XVIII, dice el autor, formulado como el problema del autoerotismo y la masturbación, que fue perseguida como un peligro y, por ende, puesta en vigilancia. Instaurando allí las nuevas formas de las relaciones padres e hijos y una forma determinada de familia moderna. Trasponiendo el problema de la carne del confesionario a la cama, a través, de tres cambios: i) la somatización de la carne como problema del cuerpo enfermo; ii) la infantilización como el problema de la carne en torno a la sexualidad o autoerotismo infantil; y iii) la medicalización como forma de control y racionalidad que se le solicita al saber y al poder médico. La tesis fundamental de Foucault es mostrar que la caza de la masturbación, fue el instrumento para constituir una familia restringida y sustancial, con relaciones estrecha y cerrarlas en el rectángulo central padres-hijos. Y uno de los medios que se usó, para esto, fue hacer del autoerotismo algo peligroso, del cuerpo del niño algo temeroso y los padres en responsables y culpables del cuerpo, la vida y la muerte de sus hijos. Sin embargo, el autor pregunta ¿Cómo se logró aceptar el difícil tema del incesto, a fines del siglo XIX? El autor manifiesta que no fue fácil porque la sexualidad del niño era vista como autoerótica y no relacional, por ende, era imposible superponer esa sexualidad a una de tipo adulto. Pero la pericia fue que localizó la sexualidad de sus hijos y decretó que estaba íntegramente bloqueada en el autoerotismo, por lo que fue fácil para los padres aceptar que sus hijos los deseaban. Por tanto, después de un siglo de decirles a los padres que vigilen y chocaran sus cuerpos a los de sus hijos, resulta que luego se les dice que el deseo temible, les está dirigido. De aquí surgen tres efectos esenciales, los cuales son: La relación incestuosa se invierte, para pasar de los padres a los hijos, pues después de dictarles una conducta incestuosa, ahora se les exime de la culpa pues son los hijos, desde sus orígenes, los que los desean. En segundo lugar, se les garantiza a los padres que el cuerpo de sus hijos les pertenece por derecho, pues tienen que cuidarlo, vigilarlo, controlarlo, porque el deseo también les pertenece, al dirigirse a ellos. Por último, al hacer del incesto el punto de origen de todas las anomalías, se fortaleza la urgencia de intervenir bajo una tecnología médica con asidero en las relaciones intrafamiliares. Por ende, se les gratifica a los padres pues se saben como objeto de deseo y, al mismo tiempo, descubren que ellos pueden ser sujetos racionales sobres sus relaciones con sus hijos. Convirtiéndose en los agentes de normalización médica de la familia. La segunda observación, es que la cruzada antimasturbatoria se dirige casi exclusivamente a la familia burguesa. Aunque, en paralelo, se desarrolla, pero sin relación directa, otra campaña muy diferente dirigida a la familia popular o la del proletariado urbano en constitución. La campaña era en contra de la unión libre, el concubinato y la fluidez extra o parafamiliar, ya que el control eclesiástico, social y hasta judicial de la regla del matrimonio no era muy respetado en estos contextos; pues no aseguraban intercambio alguno de bienes ni cambios en el estatus social, y no tenían razón de ser para

las poblaciones flotantes a la espera o en busca de trabajo (precario y transitorio). Se hizo necesario, entonces, una estabilidad de la clase obrera por razones económicas y por control político. Ahora bien, la campaña casamentera estuvo acompañada por otro cometido, que el espacio familiar debía ser sólido, definido, especificado y diferenciado entre los individuos, edades y sexos. Por tanto, estaban prohibido los dormitorios comunes, camas compartidas por padres e hijos, nada de cuerpo a cuerpo, contactos ni mezclas. Entonces, el peligro del incesto ya no proviene de los hijos (formulado por los psicoanalistas), sino que el peligro es entre los hermanos, entre el padre y la hija, por lo que hay que evitar todo tipo de promiscuidad, responsable de un posible incesto. Por consiguiente, las dos campañas, mecanismos y temores al incesto se dan en el siglo XIX, tanto en la familia burguesa como en la obrera; ambas conducentes a un modelo familiar interclasista donde en el primer grupo, la sexualidad del niño exige una coagulación familiar y, en el segundo, se considera que la sexualidad adulta es peligrosa y se solicita, al contrario, una distribución óptima de la familia. Son, también, Dos formas de organizar a la familia celular alrededor del peligro de la sexualidad y dos modos de marcar el punto de anclaje de la intervención autoritaria como la médica, para corregir la sexualidad peligrosa del niño-hijo, y un arbitraje judicial, legal y policial para las familias donde el apetito incestuoso provenía del adulto. A su vez, aparecen en la época, dos cuerpos institucionales: psicoanálisis que va a ser la técnica para gestionar el incesto infantil y sus efectos perturbadores intrafamiliares, y las instituciones de relevamiento de las familias populares que salvaguardan a los niños en peligro. Dos instituciones que responden a dos teorías del incesto: por un lado, el psicoanálisis que inserta el fatal deseo ligada a la formación del niño en la familia y, por el otro, la teoría sociológica que saca al niño de la familia por temor al incesto adulto, prohibiéndolo como necesidad social, condición de intercambios y bienes. Por tanto, se forman dos modos de sexualización (y no dos sexualidades), de la familia, dos formas de familiarización de la sexualidad, dos espacios de la sexualidad y la prohibición sexual. La siguiente tesis que el autor intenta demostrar, es otro tipo de engranaje psiquiátrico, ahora con la familia, constituido a partir del adolescente masturbador. Foucault, indica que lo que aparece es la pertenencia de la sexualidad a la enfermedad como algo constante y frecuente, y que necesita de la instancia médica como recurso, intervención y racionalización interna del espacio familiar, especialmente. Además, surge una noción que atraviese este dispositivo, que es la de inclinación o instinto sexual; instinto que por su propia fragilidad, escapa a la norma de heterosexual y exogamia. Ahora, entonces, en su enganche al poder familiar, la psiquiatría debe poner otra problemática: la sexualidad y sus irregularidades. De allí, suceden dos consecuencias: la enorme ganancia e injerencia posible de la psiquiatría al poseer control sobre las (irregularidades de las) familias y el dominio judicial-penal sobre los locos. La psiquiatría aparece, ahora, como una tecnología del individuo indispensable, omnipotente y polivalente, para el funcionamiento de los principales mecanismos del poder de normalización; interviniendo en la relación padre/hijos y hasta en la relación Estado/individuo, pasando por cualquier parte donde exista poder: familia, escuela, tribunal, prisión, etc. Para esto, la psiquiatría va a tener que mostrar el juego entrecruzado del instinto y la sexualidad, y en definitiva del instinto sexual como formación en todas las enfermedades y desórdenes del comportamiento; en un discurso, métodos análisis y teorías psiquiátricas. Foucault muestra que esa reunificación, a partir de mediados del siglo XIX, se dio cuando la masturbación se independizó de las otras irregularidades sexuales, al definirla como proveniente de un instinto e inductora de enfermedad, y no como algo inmoral. Por tanto, la psiquiatría tuvo como primera laboral, elaborar un árbol genealógico de todos los trastornos sexuales, encontrados en los grandes tratados de psicopatología sexual del siglo XIX; gracias a la naturalización de la sexualidad humana y su principio de generalización. El dominio de la psicopatología sexual, así, configura una dinastía unitaria de aberraciones sexuales como el onanismo, pederastia, necrofilia, etc. Explicando que el factor de desviación es una imaginación mórbida que crea deseos prematuros en busca de satisfacción en medios anexos. Sin embargo, en su análisis aparece, por una parte, que es natural que el instinto sea anormal, luego que el desfasaje entre la naturalidad y la anomalía del instinto, aparece en el momento de la infancia, y tercero, que existe un vínculo privilegiado entre el instinto sexual y la imaginación o fantasía. Por tanto, la imaginación se convierte en el espacio de desarrollo de la naturaleza anormal, de su desenganche de la normalidad y las causas patológicas del instinto sexual. Se organiza, entonces, todo un campo unitario de la anomalía sexual en el campo de

la psiquiatría; en 1844, desarrollando una etiología de la imaginación acoplada al instinto; y que marca ciertos momentos, tales como: El primero fue el nacimiento de la sexualidad y las aberraciones sexuales en la psiquiatría, al vincular la masturbación con el instinto general y la imaginación, y por ahí las aberraciones y enfermedades. Segunda, fue el papel etiológico fundamental del instinto sexual en la génesis de los trastornos que no son sexuales, sino mentales, y su gobierno tanto en la vida psíquica como física (así se deshace de la vieja etiología del sistema nervioso). Por tanto, el instinto sexual se transforma en la causa de las enfermedades pues es el más impetuoso, imperioso y extendido entre los demás, además, encuentra satisfacción o es productor de placer, y de esa forma, se desconecta del acto de fecundación, no adecuándose necesariamente. Por tanto, se convierte en un productor de un placer no ligado por naturaleza a la generación, dominando la economía general de los instintos. El placer, ahora, se vuelve objeto de la psiquiatría y esta desconexión del instinto sexual con la reproducción, va a permitir la constitución del campo unitario de las aberraciones, ligada a la imaginación. Viéndose la psiquiatría en la obligación de elaborar todo un campo de teorías y conceptos propios; desarrollando la teoría dela generación y su personaje central, el degenerado. Problematizando al niño para uso de la psiquiatría El autor muestra, mediante el análisis de una pericia data en el año 1876, que ya se opeude hablar del nacimiento del anormal y su psiquiatrización. Esto, lo advierte en que, la psiquiatrización no procede de arriba sino que su verdadero recurso es la familia, la familia denuncia los hechos para que se tomen medidas. Dos, el médico realiza un informe pericial dirigida al juez para declarar la responsabilidad jurídica y judicial del sujeto en cuestión, apelando la posibilidad de una psiquiatrización más seria y completa. Tres, en vista del informe, se realiza el encierro, pues lo que piden, en definitiva, la familia, la aldea, el alcalde y el médico, en este caso, es una correccional para la niña, y el tribunal o el hospital psiquiátrico para el adulto. La reacción de la psiquiatría antes esta apelación fue buscar un correlato corporal que desencadenara el delito para inscribirlo en un gesto y una enfermedad, difícil de percibir pero que el ojo experto sí podría percibir esas señales. Llega, así, a una invasión insidiosa de esa enfermedad quedando con el síntoma del crimen, asignándole cierto instinto monstruoso, que en sí mismo es enfermo y patológico. Por ejemplo, el instinto de asesinar que no posee racionalidad y que está ahí como un automatismo. La segunda reacción de la psiquiatría fue buscar (o crear), estigmas físicos permanentes que marquen estructuralmente al individuo; por ejemplo, sometiendo al acusado a una serie de mediciones cerebrales. Así, el acto y la creación de esta constelación polimorfa y estigmas, van a referir a un estado constitutivo: congénito. Genética que se volverá responsable del estatus aberrante Por tanto, lo que demuestra Foucault, es que no existe una enfermedad intrínseca del instinto sino una suerte de desequilibrio funcional del conjunto, un mal dispositivo en las estructuras que no está controlado por las instancias que debería. Forjando la labor de volver a tomarlos, resituarlos y delimitar su acción. Exigiendo a la psiquiatría buscar en el sujeto defectos en términos de inhibición o interrupción del desarrollo infantil que forjaron un carácter infantil de la moral y sexualidad. Definiendo, además, una nueva posición del niño con respecto a la práctica psiquiátrica, una época infantil como continuidad o inmovilización de la vida; que permitirá su psiquiatrización. Con este nuevo modelo de psiquiatrización lo que se plantea, dice el autor, es una continuidad infancia-adultez, que se pueda rencontrar en el acto de hoy, la maldad de ayer para señalar el estado y sus estigmas. Por ejemplo, antes, no se podía condenar ciertos casos debido a que la persona no era lo que luego llegó a ser, resultando un corte entre la locura con la infancia, en cambio, hoy y en adelante es inimputable la persona porque de niño ya era lo que es hoy. Se exige, entonces, un recorrido biográfico para exculpar al sujeto, demostrando que ya era lo que es. En suma, la infancia se vuelve el gran instrumento de la psiquiatrización y el punto de partida de su saber y poder, al asegurar una psiquiatrización de las conductas realizando un paralelismo, casi fusión, con la infancia. Por ende, bastará que el comportamiento porte una huella cualquiera de infantilismo que sea capaz de fijar, bloquear e interrumpir la conducta del adulto y reproducirse en ella, o bien, que una conducta adulta pueda asimilarse y referirse a la de un niño. Entonces, a partir de esa problematización de la infancia y el infantilismo, se integran tres elementos que estaban separados: el placer, el instinto y la imbecilidad. Ahora, se podrá ver que bajo un solo personaje esos tres elementos o personajes reunidos, en el

momento en que el instinto logra sr patológico y placentero. Se congregan, entonces, en una misma figura el pequeño masturbador, el gran monstruo y el que se resiste a todas las disciplinas de corrección. En adelante, al ser la infancia psiquiatrizable le permite a la psiquiatría corelacionarse con la neurología del desarrollo, es decir, la evolución, ya sea de la especie o del individuo, y con la biología en general. Permitiéndole una mayor aval para poder funcionar como saber científico y médico. Por último, lo que la infancia y el infantilismo va a ofrecer a la psiquiatría, ya no es tanto una enfermedad o un proceso patológico sino más bien un estado en desequilibrio donde los elementos funcionan de un modo que, sin ser patológicos, no es un modo normal. Emerge, así, dice el autor, un sistema de referencia sobre un instinto que en sí mismo no enfermo sino sano, pero que es anormal ver aparecer aquí y ahora, y que no debería. Por tanto, las enfermedades van a aparecer sólo secundariamente, como epifenómeno, con respecto a un estado anormal fundamental ya instalado. La infancia, dice el autor, logró ser su instrumento de universalización posible y el secreto de la psiquiatría moderna, inaugurada en la década del 1960. Al convertirse en ciencia del infantilismo de las conductas y estructuras normales y anormales; en la instancia general para el análisis y control general del comportamiento. En definitiva, la nueva psiquiatría, deja de lado lo que había sido lo esencial de la justificación de la medicina menta, la enfermedad. Dejó de ser una técnica y un saber de la enfermedad, abandona el delirio, la alineación mental la referencia de la verdad para empezar a considerar el comportamiento, sus desviaciones y anomalías. Así, sustituye el estatus de enfermedad por el de anomalía. Sin embargo, si antes necesitó de la enfermedad para ejercer su poder sobre los locos y se sostuvo, ahora, al despatologizar su objeto. Surge una paradoja ¿cómo puede existir un poder médico sobre lo no patológico? Foucault, expone allí, el problema central de la psiquiatría, de la segunda mitad del siglo XIX. La exigencia funcional de edificar constructos teóricos, en beneficio tecnológico para mantener y aumentar los efectos de poder y los efectos de saber. En principio, constituye una nueva nosografía, la cual el autor la divide en tres aspectos. Primero, los síndromes de anomalías, que valen por sí mismo y que refiere a una configuración parcial y estable de conductas desviadas, consolidando las excentricidades como síntomas especificados, autónomos y reconocibles. Por tanto, lo que se porta es un estado general de anomalía, no de una enfermedad; por ejemplo, la agarofobía, el masoquismo. Aparece, también, por primera vez la homosexualidad como síntoma dentro del campo psiquiátrico. Segundo, retorna el delirio como la raíz instintiva y afectiva de la anomalía, clasificándolo como delirio de persecución, de posesión, etc. La tercera característica es la aparición de la noción estado, formulada de mil maneras para expresar un fondo psíquico. No refiere a una enfermedad exactamente, sino a un fondo causal permanente donde se desarrollan procesos y episodios de enfermedad. Es decir, es la base anormal del cual tornan posibles las enfermedades. Y precisamente, no se encuentra en los individuos normales. Por tanto, se vuelve un verdadero discriminante radical entre quienes portan dicho estado (un individuo no normal), y en la etiología absoluta y total pues puede producir cualquier cosa, en cualquier momento y en cualquier orden de lo patológico o desviado. El estado, ahora bien, posee dos ventajas muestra el autor. Por un lado, posee una gran capacidad de integración pues permite relacionar cualquier conducta desviada, por dispar o alejados que sean (fisiológica, psicológica, sociológica, moral e incluso jurídicamente desviada). Por el otro lado, permite recuperar el modelo fisiológico, la estructura que caracteriza al individuo, cuyo desarrollo de ha detenido o retrocedido a un estadio anterior. Por tanto, el estado es en sí mismo una anomalía. Pero ¿Qué cuerpo puede producir un estado en su totalidad y definitivamente anormal? Para resolverlo, aparece un sujeto involuntario, víctima y portador de ese estado de disfuncionamiento. Entonces ¿Cuál es el cuerpo que aparece del cuerpo del anormal? Es el de los padres, los ancestros, la familia, el cuerpo de la herencia. El estudio de la herencia o su atribución al origen del estado anormal le permitió una serie de ventajas a la psiquiatría. Le cedió, epistemológicamente, un laxismo causal indefinido donde todo puede ser causa de todo. Por ejemplo, la ebriedad puede provocar tuberculosis, o bien una enfermedad mental. Como se observa, la herencia funciona como el cuerpo fantástico de las anomalías, ya sean corporales, psíquicas, funcionales o del comportamiento; estando en el origen de la aparición del estado anormal. La segunda ventaja de la causalidad hereditaria, refiere a una moral, que permitirá ser la nueva tecnología del matrimonio sano o malsano, útil o peligroso. Centrándose la psiquiatría, en el problema de la reproducción, al analizar todas las aberraciones del instinto sexual que revelaban un funcionamiento no reproductivo. Finalmente, se puede decir que se formula la gran teoría de la degeneración, postulada por Morel en 1857, donde el anormal se define mitológica o científicamente, medicalizado, y como el personaje heredero y portador de un estado permanente de anomalía, no de enfermedad.

Así, demuestra Foucault, el funcionamiento de la psiquiatría y cómo se reactivó su poder, con la posibilidad de una injerencia indefinida en los comportamientos humanos, asignándose el poder de no intentar curar sino el poder de protección social contra los peligros (que se encuentran en un estado anormal). Se convierte, por ende, en la ciencia de la protección científica de la sociedad y biológica de la especie; y en la tecnología de saber y poder que gestiona, esas anormalidades individuales. Puede incluso, pretender sustituir a la justicia, la higiene y la mayoría de las manipulaciones y controles de la sociedad. En estas condiciones, explica el autor, cómo la noción de degenerado dio lugar al racismo étnico, portadores de un estado y defecto cualquiera que puede trasmitirle a sus herederos aleatoriamente la anormalidad que llevan consigo. La psiquiatría cumple, entonces, la función de detección de los portadores del peligro, un racismo interno que ayuda a filtrar a los individuos en una sociedad. Nace la psiquiatría, por ende, como una defensa interna de una sociedad contra sus anormales. Y bajo este caso, el nazismo se conecta con el racismo étnico que era endémico en el siglo XIX. Dando lugar, posteriormente, al eugenismo. Finalmente y para cerrar el seminario, Foucault retoma las preguntas de antaño, aún actuales, como son ¿El individuo es peligroso? ¿Al acusado es posible castigarlo? ¿Es curable? Frente a esto, responde que no son preguntas con significación al derecho legal o incluso psiquiátrica, en términos de patología, sino más bien refieren a una psiquiatría que funciona como defensa social. Debido a que el degenerado es portador de peligro, no es posible castigarlo y es incurable. Por tanto, esas preguntas de índole médica, patológica y jurídica, no tienen significación (una medicina de lo patológico). Sólo la tienen al interior de una medicina de lo anormal. Esas preguntas, sólo reactivan el problema de la psiquiatría sobre los degenerados del siglo XIX. Encontrando en las pericias, el sentido histórico perfectamente preciso a sus problemas.