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Maria del Sol Ortiz Moreno Ensayo: Lo que no tiene nombre “Tan real como la vida misma” con esta frase concluye la dramática narración que durante dos semanas me llevó a sentir, aunque definitivamente en cantidades diferentes, el dolor de la pérdida y la impotencia ante las decisiones y los caminos que va labrando orgánicamente la vida. Cómo la anterior, fueron muchas las frases que se quedaban retumbando en mi cabeza a pesar de que continuara adelantándome en las páginas del libro; algunas por la contundencia sus palabras que aplicaban para la comprensión del mundo desde la cotidianidad, como lo es el doble filo de la fotografía. Y otras por la angustia que me provocaba el imaginarme, madre, novia, hija o amiga de Daniel o aquel que en mi realidad pudiera actual como tal. Aun cuando esta situación pareciera lejana, no puedo olvidar que de la misma manera pensaba Piedad y lo expresaba al inicio de su obra. Sin embargo, existe en mis condiciones actuales una realidad que me llevaría a estar mucho más relacionada con esta historia, pues, aunque no soy la madre, ni la novia, ni la hermana o la amiga de Daniel -o aquel que sea equivalente en el plano de mi realidad-, pronto podré ser su terapeuta. Y ante este innegable futuro ¿quién me asegura que no tomaré las decisiones que lo llevarán por un camino u otro? ¿Cómo saber que mi ejercicio no se opacará por mi ego, mi soberbia o simplemente mi falta de interés? a tan pocos meses de ser felizmente denominada psicóloga me pregunto ¿Acaso conozco las implicaciones reales que tendrán mis palabras, mis opiniones, mis conceptos profesionales sobre las familias, las comunidades y sobre la vida de Daniel? Y ante tantas preguntas que me abruman quisiera no tomar posición y tener un ejercicio aséptico sobre estos casos, pero ¿Cuáles son “estos casos”? ¿Acaso no reza el dicho popular que solo se necesita estar vivo para morirse? Pues bien, en gran medida agradezco que durante mi formación he oído por medio de temas estructurados y de experiencias de mis profesores acerca de la importancia de nuestro trabajo y las responsabilidades a las que nos enfrentaremos por el simple hecho de que nuestro objeto de trabajo y estudio es la vida de la persona. Repetidas veces he escuchado sobre la prudencia con la que se deben usar los términos diagnósticos, pero, solamente es al leer el dolor y el miedo que se apoderan del consultante y su familia cuando entiendo la necesidad de esa delicadeza, porque ahí es cuando entiendo que conocer la categoría y el nombre profesional del problema no aporta nada, nada más allá que dar insumos para una justificación y una posible resignación. Que si bien puede generar un alivio momentáneo no es más que solo una denominación vacía creada para ordenar la cantidad de información que de los mismos pacientes se ha extraído a lo largo del tiempo. Así mismo, me parecen muy dolorosas las palabras de Piedad cuando afirma que en su duelo se ha acercado a la literatura

Maria del Sol Ortiz Moreno y encuentra que todo por lo que está pasando es esperado y predecible, que uso tan frívolo se le puede dar a un conocimiento necesario, es muy impresionante ver cuán invalidantes podemos llegar a ser como profesionales si lo único que tenemos para ofrecer es ese conocimiento sin alma. Es cierto que también he aprendido de la importancia de la relación terapéutica, de crear las condiciones de confianza para tener un proceso óptimo y en verdad agradezco que se me haya formado desde este paradigma humanista, pero en el fondo creo que aún no se entiende lo que esto implica. Se bien que este contacto facilita enormemente la tarea de la evaluación y por lo tanto la intervención, pero me he encontrado con que este estilo es un guion que más o menos sirve para complacer necesidad individualista de hacerlo bien, más que para el beneficio de mi consultante. Por lo que me pregunto ¿Qué tan lejos está el decir, de forma facilona, “entiendo que esto es difícil para ti” a la actitud desinteresada de los psiquiatras que atendieron el caso de Daniel? Temo que llegue el momento en el que cada caso pueda identificarlo, evaluarlo, denominarlo y predecirlo de forma casi intuitiva, y ruego para que caiga en cuenta rápidamente si mi ejercicio profesional no es verdaderamente para “ayudar a las personas” y haga algo al respecto, me niego a ser solo títulos universitarios. Con respecto a esto, Piedad expone la ironía que representaba el ver en apuros a aquellas personas elegantes y con numerosos estudios, de quienes esperaba un consuelo, pero no encontraba más que unas palabras torpes y una evidente incomodidad que los llevaba a evitar la situación. Por el contrario, en las personas más sencillas fue donde encontró el contacto humano y la simpatía genuina, que era lo que en el momento necesitaba. Me parece realmente absurdo como el conocimiento puede llegar a desplazar los rasgos de humanización que de manera natural hemos adquirido, tan básicos como lo son el escuchar o el abrazar. Además del error de dejar perder estas habilidades, como profesionales hemos construido unas barreras no explícitas que afectan la forma en la que somos percibidos y en la que se interactúa con nosotros. Durante la lectura percibí por parte de Piedad, la necesidad de argumentar científicamente los comportamientos de su hijo sentía en su escrito miedo y desconfianza, si en sí mismo el narrar era doloroso cuanto más lo sería un solo cuestionamiento de la veracidad de la historia. Ella se guardaba de tener que responder ¿Cómo es que tenía esquizofrenia si nunca se mostró desbordado y expansivo? o tener que escuchar “¡así son los escritores! eso es pura hipérbole para construir un relato más contundente” Me impresiona pensar que esta descripción detallada de temporalidades y

Maria del Sol Ortiz Moreno síntomas es una defensa a la crítica ¿Que imaginario se tendrá de nosotros que, sin siquiera decir una palabra, el otro tiene la necesidad de justificarse? Son muchas las realidades a las que este libro me ha permitido acercarme, realidades de las que por fortuna no he hecho parte ni directa, ni indirectamente. También ha sido un facilitador para mirar dentro de mí, para plantearme y replantearme aquello en lo que creo, lo que me duele, me molesta y me representa un reto en el ejercicio de mi profesión, por esa razón le agradezco de forma simbólica a Piedad, por contar su historia a pesar del dolor, ya que ha desencadenado en mí la intención de considerar, de seguir pensando sobre mis creencias sobre la vida, la muerte, los ritos, el suicidio y el duelo, que más allá del valor trascendental que en sí mismo posee; me ayudará a sentar las bases para una moral fortalecida que definitivamente me ayudará cuando deba enfrentar a los casos de Daniel, de Piedad y sobre todo de mí misma.