Libro La Gata Corregido

La Gata VIDA, PASIÓN Y SIDA CAPÍTULO I Un extraño episodio Aquella tarde, una extraña comitiva acompañaba el cortejo fú

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La Gata VIDA, PASIÓN Y SIDA

CAPÍTULO I Un extraño episodio Aquella tarde, una extraña comitiva acompañaba el cortejo fúnebre que avanzaba en dirección al cementerio. Solo mujeres y algunos homosexuales eran los que integraban el reducido grupo de acompañantes y entre ellos estaba el féretro sobre los hombros de las mujeres más fuertes. No había banda de música como era costumbre en los entierros del Puerto que un día llegó a ostentar el título de primer puerto pesquero del mundo. Tampoco doblaban las campanas en señal de duelo. Las cargadoras del féretro avanzaban muy de prisa por las polvorientas calles de la ciudad; parecían tener mucho apuro en llegar cuanto antes, hecho insólito en este caso pues, por lo general, los deudos siempre intentan retener lo más que puedan los restos de sus seres queridos, antes de proceder a sepultarlos. Los acompañantes no vestían el riguroso luto y tampoco se veía correr un mar de lágrimas por sus mejillas como siempre ocurre en estas amargas circunstancias; o probablemente ya habrían llorado demasiado. En sus rostros tampoco había signos de profunda congoja, ni se observaban muestras de sufrimiento, pena ni dolor por la persona fallecida. Mas la tristeza sí estaba presente en esa lúgubre y fría tarde de invierno en forma de una persistente garúa que caía sobre el ataúd bañando también los rostros de los acompañantes. Algunas personas hacían algunos comentarios. –¿Es verdad que la Gata murió de sida? –preguntó una mujer que estaba parada en una esquina y que parecía saber quién era la persona fallecida y la causa de su deceso. Uno de los acompañantes que estaba más cerca de ella lo negó categóricamente. –Eso es mentira. Los periodistas inventaron toda esa historia. La Gata murió de neumonía. Otra mujer que también se había detenido junto a otros curiosos para observar el paso del cortejo fúnebre, también quiso saber algo al respecto. –¿Es verdad que la Gata estuvo con el subprefecto, con el juez, con el comandan...? –¡Cállese, vieja chismosa y vaya a atender a su marido! –fue la enérgica y cortante respuesta de una de las cargadoras del ataúd. El murmullo y el cuchicheo de la gente fueron constantes durante todo el trayecto y ya la población estaba enterada de la muerte de la Gata. Todos querían enterarse más, no solo sobre su muerte, sino también de su vida misma. Entonces sus acompañantes optaron por no responder ninguna pregunta más ni hacer caso de todo lo que se decía. Por momentos se guardaba un respetuoso silencio mientras el féretro avanzaba por las calles en su fantasmal recorrido con sus imperturbables acompañantes. El cortejo no llevaba coronas de flores ni tampoco cruces revestidas de claveles y rosas. 1

Finalmente, luego de un agotador recorrido llegaron al cementerio e ingresaron raudamente. Pasaron de largo por la puerta de la capillita, pues no estaba programado ningún réquiem por la fallecida. Incluso allí, dentro del camposanto, las murmuraciones de los visitantes eran constantes y por demás fastidiosas. El sepulturero estaba listo para hacer su trabajo. La mujer que iba en el ataúd se llevaría sus secretos y su historia a la tumba. Solo tenía necesidad de un poco de silencio para descansar en paz. Todo había llegado a su fin. El grupo de acompañantes se dispersó. El epílogo era dar las condolencias a los deudos de la finada, pero no había nadie quien los recibiera.

CAPÍTULO II Una niña angelical Eran los años dorados del auge pesquero en el puerto de Chimbote. La hasta entonces pequeña caleta de algo más de 6,000 habitantes crecía vertiginosamente y en un lapso muy corto pasó rápidamente a albergar a más de 200,000 residentes. Los inmigrantes llegaban de todas partes sin más equipajes que sus sueños y la esperanza de tener una vida mejor y un futuro prometedor. La principal actividad económica era la pesca y paralela a ella, el negocio de los bares y la prostitución florecían. Por entonces, en la ciudad había dos prostíbulos. Uno era la Casa Rosada y algunas cuadras más allá el otro, conocido como la Casa Blanca; en estos lugares trabajaban mujeres provenientes de otras ciudades. Las trifulcas y peleas en estos lugares eran constantes. El mayor temor y preocupación para los “clientes” de estos lupanares era contagiarse con enfermedades venéreas como la sífilis, gonorrea, la clamidia y el chancro, aparte de otros ectoparásitos púbicos. Muchos clientes contraían estas infecciones pero fácilmente se curaban toda vez que estas enfermedades tenían cura mediante un tratamiento médico. Por esas polvorientas calles solía transitar, en dirección a su casa o su colegio, una agraciada niña de cabellos claros, rizos dorados y ojos verdes. Indiferente y a veces curiosa, pasaba por la puerta de bares y cantinas donde el bullicio era constante y la estridencia de la música en alto volumen se mezclaba con los gritos y las risas desaforadas de hombres y mujeres que se divertían descontroladamente, habiendo visto en algunas ocasiones escandalosas escenas y sangrientas pelea entre hombres disputándose a una fémina. Aquella niña de sonrisa angelical era conocida por todos con el apelativo de “Gata”. La frescura e inocencia de su corta edad le daban a su diminuta figura un toque especial en medio de ese sórdido ambiente donde jugueteando deambulaba de un lado a otro. En su escuelita fiscal la Gata era una alumna alegre, no era brillante pero se distinguía por su belleza, habiendo sido elegida más de una vez como la reina de su salón y de su centro educativo, llegando a ser la preferida de su maestra. La Gata provenía de una humilde familia. 2

Ella jamás alcanzó a ver el rostro de su progenitor. Su padre fue un inmigrante más que un día llegó al puerto y de igual manera se fue abandonando a su madre antes de que la Gata naciera. Rodeada de sus muñecas de trapo y acompañada de escasez y penurias, transcurría la vida de la Gata, pero con muchos deseos de vivirla con alegría. Como todas las niñas de su edad llegó a concluir sus estudios primarios. Su madre estaba muy orgullosa de su hija porque era el ser más preciado que poseía y la cuidaba como a un gran tesoro. Había decidido educarla y ya la veía en el futuro echa toda una princesa, con una profesión y casa propia. De niña ella no había leído ningún cuento de princesas, pero se imaginaba que las princesas de los relatos que escucharía después, se parecían a su hija. En las vacaciones de verano la Gata ayudaba a su madre en las diversas actividades que realizaba para sustentar el hogar, a veces vendiendo pan, otras veces cocinando y muy diligentemente terminaba cuanta tarea le era encomendada. Cuanto más se acercaba la fecha de inicio de las actividades escolares, la ilusión de la Gata de ir al colegio secundario crecía, se entusiasmaba y se preguntaba, ¿quiénes serán mis nuevas amigas? Su imaginación volaba al pensar en cómo sería su nuevo colegio, sus profesores, las clases, los recreos, los libros; vislumbraba ella todo un mundo nuevo. Finalmente llegó la ansiada fecha del inicio de clases. Su madre, haciendo todos los sacrificios posibles, ahorrando céntimos, había logrado juntar lo necesario para pagar la matrícula, comprar un uniforme nuevo y algunos cuadernos. La Gata no cabía en sí de felicidad. –Mami, cuando tú estudiabas ¿cómo era tu colegio? –preguntaba con curiosidad a su madre. –Era un colegio pequeño, tenía muchas amiguitas, pero no terminé mis estudios y de eso me arrepiento –respondió la madre con un sentimiento de nostalgia y frustración. –¿Y por qué no terminaste? –replicó la niña. –Por seguirle a las malas amigas y por otros motivos más. Ah! pero tú no harás eso, yo no lo permitiré. –No, mami, yo siempre voy a estudiar; quiero ser doctora para curarte a ti, a mis abuelitos y a todos los niños que estén enfermos. La madre se emocionada al oír la dulce voz de la pequeña. Muy conmovida abrazó a su hija. Soñaba despierta con verse realizada a través de su hija, algún día. Y para eso estaba dispuesta a realizar los sacrificios que fueran necesarios. Se quedó en silencio dudando si le contaba o no a su hija la verdadera razón por la que ella dejó el colegio. Llegó a la conclusión de que no era el momento de decirle que siendo estudiante había quedado embarazada de ella, cuando cursaba el cuarto año de secundaria y que ese fue el motivo por el que tuvo que dejar de estudiar. La mañana del primero de abril, fecha de inicio de las clases en los colegios, la Gata se levantó más temprano que de costumbre. Con la ayuda de su madre se puso su uniforme nuevo; apresuradamente tomó su desayuno pues los minutos trascurrían rápidamente. En ella se mezclaban sentimientos de angustia, alegría y ansiedad. La niña conocía dónde quedaba su 3

nuevo colegio y le pidió a su madre que la deje ir sola; le habían dicho que allí todos iban sin sus padres; ya no era la escuelita donde se iba de la mano de mamá. Salió de su casa media hora antes de la hora de entrada porque su nuevo colegio estaba a quince minutos de camino. Mientras transitaba por las calles en dirección al colegio, se acordó de sus amiguitas de escuela y se preguntaba si las encontraría a ellas también en el colegio. Cuando iba a la escuela acostumbraba llevar sus yases, a veces su muñeca de trapo, pero esta vez solo llevaba cuadernos y muchas ilusiones. Al llegar al colegio se encontró con un enorme portón y vio que todos los que entraban eran personas desconocidas. Se animó a ingresar y fue a dar a un patio bastante amplio, con canchita de fulbito y algunos árboles. Al fondo y a los costados habían edificios de dos pisos y se imaginó que eran las aulas; se sintió perdida en ese tumulto de estudiantes. Como era un colegio mixto, hombres y mujeres hablaban unos con otros; se habían formado innumerables grupos por todos lados; muchos se reían mientras conversaban. La Gata se sintió más extraña aún. Su escuela era solo de mujeres y eso definitivamente era un tremendo cambio. Mirando de un lado a otro buscaba a alguien conocido. Vio que, como ella, también habían otros niños desconcertados que solo atinaban a observar en silencio, tal vez hasta con susto; mientras seguía observando alcanzó a ver a una cara conocida. Era su “vieja” amiguita Inés Mendoza y presurosa se acercó a ella que también estaba perdida en medio del gentío. –¡Hola, Inés! –dijo la Gata con voz de sorpresa y alegría. –¡Hola, Gata! –respondió la amiguita con una amplia sonrisa, sorprendida también. Se habían vuelto a encontrar después de tres meses y ambas se sintieron felices porque ya no estaban solas en ese caótico patio donde unos hablaban, otros corrían y muchos reían y gritaban, se jaloneaban, se empujaban y cada vez más escolares llegaban. Aparentemente, allí no existían el orden ni la autoridad. –¿Has visto a alguien más de la escuela? –preguntó Inés. –No; hace rato que miro por todos lados y hay muchos alumnos aquí que no se puede ver bien, menos mal que te vi porque todos son desconocidos. Mientras conversaban seguían mirando con la esperanza de ubicar a algún otro conocido más. Tímidamente se refugiaron pegándose al costado de una columna que daba al patio, esperando tal vez que alguien las llamara indicándoles cuál era su salón y quiénes sus profesores. Los minutos transcurrían lentamente y cada vez había más gente; hasta que de pronto y sin previo aviso se escuchó el ulular de una sirena sobresaltando a la Gata y a su amiga. Eso nunca había escuchado en la escuela. Inmediatamente todos los estudiantes empezaron a desplazarse al centro del patio y a tomar posición para formarse. –¡Alumnos! ¡Todos a formar! –se escuchó decir por unos altavoces–. Los de primer año a la derecha, luego segundo y así sucesivamente y al final a la izquierda los de quinto; formen de menor a mayor, los chicos adelante, los más grandes atrás; una fila de hombres y otra de mujeres; en orden y en silencio que vamos a empezar con el himno nacional –era la voz de un hombre que por su tono parecía recto y autoritario. En un par de minutos ya estaba en el patio indicando la ubicación que debía tomar cada una de las secciones. 4

Los “primariosos” eran los niños que ingresaban al primer año de secundaria y entre ellos estaban la Gata e Inés. Las amigas se dirigieron a su ubicación, a la derecha del patio y allí encontraron dos amiguitas más. Los otros niños y niñas también se reencontraban unos con otros. A la derecha del patio ya nadie estaba solo, todos estaban sorprendidos pero igual se alinearon entre conocidos y desconocidos. Eran los primariosos quienes mayor orden guardaban. Los nuevos alumnos llegaron a conformar hasta cuatro filas y en silencio esperaban instrucciones, mientras que en las otras filas no paraban de hablar y jugar. Poco a poco, frente a ellos, fueron apareciendo algunos adultos que seguramente eran los profesores; estaban parados con la mirada hacia los estudiantes, y otra vez se escuchó la voz por la bocina. –¡Alumnos! ¡Vamos a empezar con la actuación! ¡Con todos! ¡Atención! ¡Cubran! ¡Firmes! ¡Descanso! ¡Atención!–. Se apagaron las voces de los estudiantes. Todos hacían los movimientos correspondientes; quienes obedecían con más disciplina eran los primariosos. No se quedaban atrás, pues eso lo habían hecho siempre en la escuela. La actuación había empezado y todos cantaron el himno nacional; luego habló el director quien dio la bienvenida a los alumnos de primer año; después pidió a todos que estudien bastante “para que sean alguien en la vida y el orgullo de sus padres”; habló de tomar conciencia y portarse bien y otras recomendaciones más. Minutos después, conducidos por los brigadieres bajo las órdenes e indicaciones de la voz que todavía se escuchaba en los altoparlantes, todos se dirigieron a sus respectivas aulas. Luego de un inicial desconcierto, la Gata y su amiga Inés, para suerte de ellas, fueron destinadas a la misma aula, el primero A; mientras sus otras amiguitas de la escuela fueron enviadas a otro salón, el primero B. Las aulas del primero, tercero y cuarto grado estaban en el segundo piso. Todos los alumnos subían presurosos; estando ya frente a las puertas de sus aulas entraban en tropel a disputarse las carpetas, a excepción de los alumnos de primer grado que obedeciendo al pie de la letra las indicaciones, ingresaban de manera ordenada. Una vez adentro la Gata y su amiga quedaron sorprendidas de su nuevo salón de clases. Era más grande que el saloncito de su escuela. Las inmensas ventanas dejaban pasar más luz natural y en la pared estaba pintada una enorme pizarra negra; sin embargo las carpetas, todas descuidadas, despintadas y con algunas maderas rotas, se encontraban en un estado deplorable. Conforme ingresaban los estudiantes escogían sus carpetas y se acomodaban. Inés y la Gata se ubicaron en la tercera carpeta de la segunda columna. Cada quien miraba de un lado a otro y comentaban en voz baja lo que habían visto o lo que veían. Finalmente, allí estaban los primariosos con sus ilusiones, llevando consigo todavía la inocencia de la escuelita primaria, esperando iniciar sus clases. Minutos después cuando ingresó una persona mayor, los alumnos, sin orden alguno, al igual que en su escuelita, se pusieron de pie y saludaron todos a la vez. –¡Buenos días, profesor! –dijeron en coro. –¡Siéntense! –Fue la fría respuesta–. ¡Buenos días! ¡No soy el profesor! ¡Soy el auxiliar Juan Sánchez, responsable de la disciplina y el orden en el colegio! ¡Espero no tener que castigar a ninguno de ustedes, así que pórtense bien, aquí ya no están en su escuelita donde todo lo hace mamá!–. Con voz seria y con cara de pocos amigos el auxiliar se presentó. 5

Los alumnos trataban de esconder una sonrisa; dirían mentalmente “plancha quemada, no era el profesor”. En silencio y con la mirada fija en él escucharon al auxiliar, quien llevaba en la mano una especie de vara. Más de un alumno se imaginó que era para castigar, mientras el auxiliar seguía hablando con voz autoritaria. –¡La entrada al colegio es a las siete y cuarenta y cinco de la mañana y la salida a las dos de la tarde! ¡Todos los hombres tienen que venir con el cabello recortado, bien peinados y con el uniforme limpio! ¡Las mujeres con la falda quince centímetros por debajo de la rodilla, con el cabello peinado decentemente y sin ningún tipo de maquillaje en la cara! ¡Si desobedecen, los hago regresar a sus casas! ¿Alguna pregunta? El silencio fue la respuesta y nadie se atrevió a preguntar nada. Minutos después de dar todas las indicaciones necesarias el auxiliar se retiró, advirtiendo a los alumnos que en unos minutos vendría el profesor. Cuando el auxiliar se retiró, se notaba en algunos rostros cierto temor y el comentario generalizado en voz baja se centraba en las palabras del auxiliar. Pocos minutos más tarde nuevamente se abrió la puerta, y saludando ingresó otra persona mayor, lo que obligó nuevamente a los estudiantes a ponerse de pie. –Buenos días, alumnos. –Buenos días, señorita –respondieron los alumnos en coro antes que la mujer terminara de saludar. –Siéntense todos –dijo la mujer dirigiéndose al pupitre. Allí dejó sus libros, revisó algunas cosas, pasó una rápida mirada a todos los alumnos y al momento se dirigió a todo el salón. –Mi nombre es Agripina Pinedo Salas. Conmigo vamos a llevar el curso de Lenguaje. Deseo me consideren como a una amiga mayor, más que a una profesora. Estoy aquí para enseñarles y ayudarlos en lo esté a mi alcance. Esta vez sí era una profesora quien estaba al frente, parecía una buena persona, con su voz infundía confianza; sus palabras y el tono de su voz eran completamente diferentes a los del auxiliar. Sorprendidos con el agradable trato, todos la escuchaban con atención y abrían su entendimiento para recibir sus sabios consejos. –Bueno, ahora para empezar, vamos a conocernos todos. Uno a uno se pondrán de pie, dirán su nombre, de qué escuela viene y en qué barrio viven. Escuchar esto generó al momento gran expectación en todo el salón pues era la primera vez que iban a saber quiénes eran los que estaban allí. Empezó el niño de la derecha de la primera fila, poniéndose de pie y con una tímida voz dijo: –Mi nombre es Juan Cortez Galarreta, vengo de la escuela Prevocacional, vivo en La Victoria–. Su voz era apenas audible y entrecortada, tal vez por la emoción o porque era la primera vez, como muchos de ellos, que hablaba en público. Uno después de otro, niños y niñas se ponían de pie y se daban a conocer, pasando por Inés y la Gata, para finalmente terminar con un niño gordito sentado en la última carpeta de la columna de la izquierda.

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–Yo me llamo Walter Acosta Alfaro. Estudié la primaria en la escuela de Villa María, ahora vivo en Miramar–. A diferencia del primer niño, la voz de Walter era expresiva y segura y en su rostro se veía una amplia sonrisa. En los siguientes minutos, la profesora ya estaba dando consejos, motivando a sus alumnos para que sean mejores personas. Hablaba de su vida de estudiante y lo que esperaba de sus alumnos. –Yo no quisiera que me imiten, lo que quiero es que ustedes me superen, y eso me dará mucha alegría. Ojalá de aquí a unos años cuando sean grandes profesionales me recuerden, y cuando nos encontremos y nos saludemos, me cuenten que lograron sus objetivos; entonces el esfuerzo de sus padres y sus maestros no habrá sido en vano. Todos escuchaban con suma atención a la profesora que hablaba con mucha emoción. Jamás, hasta ese momento, nadie les había hablado así. Tal vez no la entendían en su verdadera dimensión, pero intuían que se trataba de una buena persona; se rieron con ella festejando sus anécdotas. Los primeros pasos de acercamiento entre la profesora y sus alumnos se habían dado. La profesora también habló de conciencia y respeto. –No pueden burlarse de los defectos de sus compañeros, porque después de todo, todos tenemos defectos. La amistad empieza con el respeto mutuo, nuestros padres o antepasados han sido quechuahablantes. El mensaje hacía alusión al alumno Florencio López Moreno quien tenía mucha dificultad para expresarse en español, razón por la cual, cuando hizo su intervención, se escuchó alguna risa burlona escondida entre los alumnos. López provenía de Pallasca, un poblado de la sierra. –Somos un pueblo de inmigrantes. Aquellos que provienen de la sierra y aprenden el castellano tienen el mérito de ser bilingües y los que hablamos solo el castellano no tenemos la autoridad para burlarnos de sus errores o defectos. Nuestros padres o antepasados tuvieron los mismos problemas –finalizó la profesora. La Gata estaba muy atenta a todo lo que la maestra decía. A continuación la profesora expuso de manera general el contenido de su curso y de cómo les iba a servir a los estudiantes en su vida. La clase estuvo muy amena hasta que de pronto fue cortada por la sirena que indicaba el cambio de hora. Parecía que el tiempo había pasado rápido. La maestra se despidió al momento de salir y todos pudieron ver en su rostro una gran sonrisa de satisfacción. Pasaron los siguientes minutos y ningún otro maestro se hizo presente en el salón. Según el horario le correspondía al de Historia del Perú. Al parecer el profesor no había venido. Los alumnos aprovecharon la hora libre para conversar y poco a poco se iban conociendo. Conforme pasaban los minutos, lo que empezó como un murmullo se iba convirtiendo en un bullicio; ya los alumnos no musitaban, hablaban en voz alta y algunos gritaban. La hora transcurrió sin que se dieran cuenta, cuando de pronto la puerta se abrió e ingresó un adulto con el rostro serio y sin decir nada; quienes lo vieron entrar se pusieron de pie en silencio mientras que el resto seguía hablando. El profesor se ubicó al costado del pupitre y desde allí miraba en silencio, al tiempo que los alumnos unos a otros, mediante señas se comunicaban que alguien había entrado, procediendo a la vez a callar y ponerse de pie, hasta que finalmente todo quedó en silencio. 7

–Buenos días, soy su profesor de Matemáticas–. El maestro rompió el silencio con su voz grave, rostro serio, y mirada penetrante. –Buenos días, profesor –fue la respuesta de todos los alumnos. –Mi nombre es Marcial Neyra Chuquipoma; les adelanto que la situación aquí no será como en la escuela de donde proceden. Solo uno habla y el resto escucha. Cuando entra un profesor u otra persona mayor, solo deben ponerse de pie y no es necesario que todos saluden a la vez, basta con ponerse de pie. Ya irán aprendiendo–. Por su voz y su manera de expresarse, el profesor dejaba en claro su seriedad y formalidad. –A ver –dijo– quiero que levanten la mano a quiénes les gusta las matemáticas. De más de cuarenta alumnos solo cuatro levantaron la mano. La Gata estaba entre los alumnos que no levantaron la mano. –Si no logro que al menos a la mitad de ustedes les guste las matemáticas y apruebe mi curso, habré fracasado –dijo el profesor con total convicción. Luego de algunas recomendaciones, inició sus clases llenando de números la pizarra. Su clase lo hacía de manera sencilla, “como para primariosos” y él no era de reírse ni hacer bromas. Estaba más preocupado por el aprendizaje de sus alumnos. Apoyaba al que menos sabía, alentándolo a que se esfuerce un poco más. Había entrado al salón a la hora exacta y terminó sus clases también exactamente a la hora señalada. Se retiró del salón dejando algunos ejercicios. Casi inmediatamente sonó la sirena anunciando la hora del recreo. La Gata e Inés salieron juntas y desde el segundo piso miraban asombradas las instalaciones de su nuevo colegio. Bajaron al patio y allí oían lisuras por todos lados; no eran aquellas lisuras e insultos de su escuelita como “tu mamá calata”. No, eso no era nada comparado con lo que estaban escuchando. Minutos después la sirena volvió a sonar y todos retornaron a sus aulas. Las horas pasaron y esa mañana algunos profesores no llegaron; otros vinieron y ni bien dejaron la lista de útiles para su curso se retiraron. Solo el profesor de matemáticas hizo clases y la profesora de lenguaje dio una lección de vida. Fue entonces que sonó la sirena que anunciaba la hora de salida y se escuchó en todo el colegio un unánime grito de alegría proveniente de los otros salones. Todos los alumnos salieron en dirección de sus casas y otra vez se entremezclaron los alumnos al igual que a la entrada y cada quien tomó el rumbo para llegar a sus casas. La Gata caminaba al lado de su amiga Inés y ambas comentaban los sucesos del primer día de clase. –Parece que el señor Sánchez es malo ¿verdad? –dijo Inés. –Sí, y el profesor de matemáticas al comienzo también parecía malo, pero no creo que sea malo, pero sí es serio –respondió la Gata. –Ah, pero la profesora de lenguaje sí que es buena, yo quisiera ser como ella –dijo Inés con gran admiración por la maestra. Recorrieron unas cuatro cuadras juntas, comentando de su nuevo colegio, sus profesores y compañeros, hasta que llegó el momento en que tenían que separarse y tomar caminos distintos para llegar a sus respectivos hogares. 8

Cuando la Gata llegó a su casa su madre ya la esperaba con el almuerzo listo. Era algo sencillo pero era el plato que le gustaba a la niña. La madre entusiasmada preguntó: –¿Cómo te fue en el colegio? ¡Cuéntame! Mientras almorzaba la Gata, aparte de entregarle la lista de útiles escolares, le contó con lujo de detalles su primer día de clase. Su mamá la escuchaba atentamente y muy entusiasmada; interrumpiéndola a veces con preguntas. Cuando terminó de almorzar y se aprestaba a jugar, su mamá le preguntó si tenía tareas. La niña recordó entonces que el profesor de matemáticas había dejado algunos ejercicios y se dispuso de inmediato a realizarlos. Horas más tarde cuando llegó la noche, la Gata se fue a dormir temprano pues al día siguiente también tenía que levantarse muy temprano para ir al colegio. Soñaría cosas bonitas colmadas de ilusiones y esperanzas, de clases y recreos. Llegó el nuevo día y a levantarse todos. Algunos estudiantes tenían un reloj despertador, pero otros no; y cada quien tenía su forma de levantarse a la hora conveniente. La Gata tenía un despertador especial: su vecino. Era un inmigrante provinciano que a las seis de la mañana encendía su radio para escuchar sus huaynitos con melodías y letras sentidas como: Entristecido pajarillo a qué has venido a sufrir a tierras extrañas pan y cariño demás has tenido vuelve a tu tierra, que tus padres te extrañan. De tanto escuchar estas canciones, la Gata terminó por gustar del huayno, aunque solo podía escucharlo a escondidas, toda vez que algunos, despectivamente, consideraban estas melodías propio de “serranos”. Después de levantarse empezó la rutina diaria, alistarse, tomar desayuno y partir rumbo al colegio. Esta vez la niña salió un poco más tarde pero llegó a tiempo al colegio. Al ingresar, como todos, se encaminó directamente a su aula. A la hora señalada el portón del colegio se cerró y muchos alumnos tardones quedaron afuera e ingresarían más tarde pero después de un castigo. El auxiliar Sánchez parecía alegrarse cuando eso ocurría, siendo el encargado de ejecutar la sanción.

CAPÍTULO III La inocencia que aún queda En los siguientes días los primariosos se constituyeron en objeto de burla de los alumnos de grados superiores, pagando el noviciado; al mismo tiempo se enteraban de las “chapas” de los profesores y del resto de los integrantes del colegio. Al auxiliar le decían el “Chancho” Sánchez; el apodo del profesor de Historia era “Mosquito” y además se enteraron de que era un poco sordo. Al profesor de inglés lo llamaban “Chauchi” y, así por el estilo. Con el transcurso 9

de los días los alumnos de primer grado también le entraban a los sobrenombres, pues unos a otros se ponían chapas. Apodos como “Kilovatito”, “Pulga”, “Mono”, “Chasu”, “Clavito”, “Titi”, “Tronco”, “Malu”, “Andy”, “Chito” y otros, se hicieron familiares. La “Gata” seguía siendo la Gata. Así mismo los alumnos se iban “soltando” y hasta aprendiendo las mañas de los alumnos mayores. Mientras las clases continuaban, poco a poco cada quien se mostraba tal cual era y todos terminaban por conocerse mejor, con “chapas” y todo. Se formaron grupos de amigos y también parejas de amigos inseparables. Antonio Espinoza Chinchayán, el Tronco, era el alumno más grande y abusivo a la vez del salón; muchas veces le arrebataba a sus compañeros lo que él quería. A quien lo tenía de “punto” era a Marcelo Aguirre Huerta, el Clavito, un estudiante de pelo hirsuto, proveniente de la sierra, de menor estatura que el Tronco. El más pequeño del aula era Ángel Prado Gonzales, el Chito, quien continuamente se aislaba del grupo, aunque encontró en Godofredo Morales Chapoñán, el Godo, a su mejor amigo y siempre caminaban juntos evitando en lo posible juntarse con los demás. La Gata era la más popular del salón y todos los niños querían ser amigos de ella. Era la envidia de algunas niñas que apenas si le hablaban. Marlene Sevillano Vargas, Malu, era la niña pleitista por excelencia y se peleaba hasta con los niños más tranquilos. Andrés Beltrán Gutiérrez, Andy, era un niño algo extraño; delicado en sus maneras, no entraba a los juegos rudos y menos jugaba fútbol; era el “millonario” del salón, puesto que a sus padres se les consideraban como los más solventes del pueblo, siempre estaba bien vestido, sus útiles escolares eran de la mejor calidad, lo mismo que sus cuadernos y libros y con sus propinas podía invitar a todo el salón, incluido el profesor. Entre clases, exámenes, recreos, travesuras y castigos llegó septiembre, mes de la primavera y de la juventud. Todos los salones elegían a sus reinas. En algunos la competencia era reñida, pero en el primero A no había ninguna duda que la Gata tenía que ser la reina del salón. De lejos era la más bonita. Y así fue. La Gata fue elegida reina del salón y su mamá, con mucho esfuerzo, le había conseguido un precioso vestido con corona incluida. El día de la primavera los estudiantes salieron a las calles, paseando a sus reinas. La Gata, no obstante ser la más pequeña de las reinas, sobresalía por encima de las demás. Muy segura de sí, ella avanzaba por las calles saludando a la gente con la mano en alto. Su madre iba al costado de su niña, por la vereda, muy orgullosa y atenta a lo que le pudiera ocurrir. Ninguno de los transeúntes que observaban el desfile podía ignorar la presencia imponente de la pequeña reina. Horas después volvían al colegio y de allí todos a sus respectivas casas. A estas alturas del año académico, los primariosos ya habían pagado derecho de piso. Ya no eran el blanco fácil de las burlas de los alumnos de grados superiores. Se habían compenetrado con ellos. Tronco, por ejemplo, se trompeó muchas veces con alumnos de otras aulas que habían “osado” molestarlo; se peleó también saliendo en defensa de sus compañeros de aula. A su vez no dejaba de pelearse con muchos de sus compañeros de salón para dejar bien en claro su supremacía. Clavito era su mozo de espada, su “lorna”, quien obedecía sus órdenes o caprichos, más por temor que por amistad. 10

Aun quedaba en algunos de los alumnos de primer año la inocencia de niño de la escuelita primaria. La Gata y su amiguita Inés, aun jugaban en casa de una de ellas a las muñecas. En los recreos los primariosos todavía le tincaban a las bolitas. Cierto día, en pleno recreo, el director estaba preocupado debido a que el profesor de Química, uno de los docentes más populares del colegio y conocido por todos como “Conejo”, no había asistido. El director necesitaba con urgencia la llave del laboratorio que el profesor tenía en su poder. El director caminaba intranquilo por el patio cuando advirtió la presencia de un pequeño grupo de alumnos, entre los que se encontraban Ernesto García y Dante Cribillero. El director dirigiéndose al grupo preguntó: –¿Alguien conoce la casa del profesor “Conejo”? –¡Yo, señor director, yo sé donde vive! –dijo García acercándose al director. –¡Muy bien, anda a su casa y dile que necesito la llave del laboratorio, que venga inmediatamente al colegio o que te lo envíe! –¡Muy bien, señor director, ahora voy! García se encaminó a la puerta de salida junto con su amigo Cribillero. Ambos tenían la autorización del director para salir. Ya en la calle, los dos alumnos, uno al otro se preguntaban cuál era el nombre del profesor “Conejo” pues ninguno lo sabía. Luego de caminar algunos minutos más, llegaron a la casa del mencionado profesor. Tocaron la puerta y salió una señora. Entonces García le dijo: –Buenos días, señora. ¿Se encuentra el profesor “Conejo? – ¿Qué cosa? ¿Quién los ha enviado? –preguntó muy enfadada la señora. –El director del colegio –respondió Cribillero – Anda y dile a tu director que aquí ¡no vive ningún profesor “Conejo”! –y le tiró la puerta en las narices. Ante ello, García y Cribillero retornaron frustrados al colegio y se encaminaron hacia el director que se encontraba en compañía de algunos profesores. Los dos alumnos tenían el desconcierto pintado en sus rostros. Al verlos, el director les preguntó: – ¿Cómo les fue? ¿Viene el profesor o les envió la llave? –Nada de eso. Fuimos a su casa y salió una señora que nos dijo que allí no vive ningún profesor “Conejo” –respondió García. La respuesta generó hilaridad y una repentina explosión de carcajadas entre todos los profesores allí presentes. El director y sus acompañantes podían entender lo que había pasado. García explicó detalladamente lo que había sucedido y luego se retiró, mientras que los profesores, sin dejar de reír, continuaban comentando el hecho. El fin de año ya se aproximaba y los días corrían. La preocupación de los estudiantes por no salir “jalados” en los cursos que llevaban iba en aumento. Cada quien hacía sus “cálculos” para saber cuánto debía sacar en los exámenes finales y aprobar. A esas alturas del año académico, se esforzaban para ponerse al día en sus cuadernos, estudiaban hasta altas horas de la noche o desde la madrugada. Algunos recibían la ayuda de sus padres, otros de sus compañeros; la mayoría tenía que valerse por sí mismos, pero sin excepción, todos daban su 11

mejor esfuerzo. La Gata no era una alumna sobresaliente, pero por su gracia y simpatía tenía alguna consideración de parte de algunos profesores. Por entonces la mayor parte de la ciudad no contaba con luz eléctrica, de allí que muchos alumnos estudian utilizando velas, mecheros o lámparas, y todo ello no era impedimento para que los estudiantes desplegaran su mejor esfuerzo para pasar de año. De todos los alumnos, Rodolfo Ruiz Pinedo más conocido como el “Zombi”, era el más “chancón”. Era un niño humilde y tranquilo, preocupado por los estudios como él solo, siempre al día en sus cuadernos y tareas, infaltable a las clases, respetuoso, de buenas calificaciones casi en todos los cursos, excepto en uno. Era el “mimado” de la mayoría de los profesores, sin embargo era malo en el curso de educación física por su contextura: era un gordito con piernas chuecas, lento y torpe para los deportes y por este motivo algunos de sus compañeros se burlaban de él, principalmente aquellos “picones” que en las clases no respondían y eran desaprobados. Entre los alumnos también estaba Pablo Salas Baca, huérfano de padre que estudiaba y trabajaba al mismo tiempo, y gracias a sus denodados esfuerzos lograba aprobar sus cursos. Tampoco faltaban los haraganes quienes teniendo todo no tenían los cuadernos al día, no cumplían con las tareas, tampoco estudiaban y estaban siempre esperando plagiar en las pruebas o dando algo a cambio para que les pasen las respuestas en los exámenes. Chito era especial, vago también, pero era “el matemático”. Siempre estaba negociando que alguien le haga sus tareas a cambio de enseñarle matemáticas o hacerle los ejercicios. En las pruebas estaba cambiando las respuestas del examen de matemáticas, por las respuestas de lenguaje, historia y otros; y siempre aprobaba aunque con notas bajas. Podía sacar un dieciocho en un examen, pero sacaba un cero cinco en presentación de cuaderno. Nunca estaba sentado en un solo sitio especialmente a la hora de dar las pruebas. En los exámenes escritos, los plagiadores y plagiadoras estaban a la orden del día, copiándose las respuestas o pasándose papelitos. Lo que importaba era aprobar el curso. El año estaba por concluir y la mayoría de los primariosos estaban próximos a pasar de año al tiempo que iban dejando la etapa más feliz de la vida: la niñez. Pese a ello los varones aún jugaban con trompos y bolitas; en cambio las niñas ya parecían más “mujercitas”. Sin embargo se podía percibir todavía esa inocencia que traían de sus escuelas, pero que allí en la secundaria habría de perderse. Uno de aquellos días, mientras Chito y Godo revisaban sus juguetes, tuvieron la necesidad de comprar plomo para reparar un juguete dañado. Fueron a la ferretería y compraron medio sol de plomo y ya de regreso derritieron parte del metal usando una pequeña lata de betún y una vela; cuando el plomo estuvo derretido, de casualidad la chompa de Chito hizo contacto con el plomo líquido. Fascinado, Chito observó en el plomo ya solidificado, cómo había quedado registrado como un sello exacto la textura del tejido de la chompa, notándose hasta las hilachitas más finas. En ese momento al “matemático” se le “enciende el foquito” y concibe una idea sobre cómo utilizar “su descubrimiento” y lo comenta con su amigo. –Godo, mira como ha quedado la marca de mi chompa en el plomo. 12

Godo se levantó de hombros como diciendo: ¡y qué! No significada nada para él. No le daba mayor importancia. –¿Te imaginas? Podríamos hacer monedas de diez soles con el plomo. Con un sol de plomo podemos sacar hasta veinte monedas de diez soles –decía Chito entusiasmado, mientras Godo, sin comprender nada miraba a su amigo. Por entonces circulaban en el mercado nacional unas monedas blancas que equivalían a diez soles; por un lado estaba el escudo peruano y por el otro un par de peces estilizados. Chito ya se imaginaba “fabricando” muchas monedas y haciéndose millonario, mientras le decía a su amigo: –Le compramos un sol de plomo al señor de la ferretería, y después le seguimos comprando más plomo con su mismo plomo. –Y, ¿cómo piensas hacerlo? –preguntó Godo. –Tenemos que hacer un molde. Me imagino que así se hacen las medallitas ¿no? – respondió Chito. Ellos proyectaban sus pensamientos hacia el futuro, soñaban con las infinitas cosas que comprarían cuando fueran “millonarios”; hasta que la pregunta más difícil surgió de Godo. – ¿Y cómo vamos a hacer el molde? –Bueno, tenemos que ir donde los señores que hacen los moldes de las medallitas y le pedimos que nos haga el molde que queremos –respondió Chito. Allí surgió otra pregunta: ¿Quién iría a solicitar ese molde? Eso era como preguntarse quién le pone el cascabel al gato. Ninguno se atrevía y parecía que todo terminaría allí. Sin embargo Chito, fiel a su estilo, se resistía a la derrota. En su mente seguía buscando la forma de resolver el problema. Cierto día, cuando ambos amigos fueron al campo a cazar pajaritos, mientras cruzaban una acequia, Chito vio que las marcas de la planta de la zapatilla de Godo habían quedado registradas de manera exacta en la arcilla húmeda. Mientras se lo mostraba a su amigo le dijo: –Mira, ahí está lo que necesitamos para hacer el molde de los diez soles. Minutos después recogieron una porción de arcilla y se lo llevaron a su “laboratorio”, a la par que Chito explicaba la forma como debía hacerse el molde. Chito era algo torpe con los trabajos manuales a diferencia de Godo que era muy hábil con las manos, encargándose él de la preparación del molde. Días después, el molde de arcilla estaba listo. Por fin había llegado el momento para ellos. Si ese molde funcionaba era su pasaporte hacia la riqueza. Prepararon todo lo necesario para el “trabajo”. El plomo derretido estaba en la lata. Chito tomó el molde con sus dos manos y Godo tomó la lata con el plomo líquido y procedió a vaciarlo en el molde. En el preciso instante en que el candente plomo hizo contacto con el barro, se produjo una reacción química generando una pequeña explosión. El plomo salió disparado en fragmentos en todas las direcciones. Algunas diminutas esquirlas de plomo terminaron en la cara de los dos amigos, quienes, luego de reponerse del susto, las extraían como si fueran espinillas y para fortuna de ellos no les cayó en los ojos, pero sí terminaron por malograr sus chompas puesto que la mayor parte de las partículas les cayó en la ropa. Quedaron 13

maltrechos por esta reacción química que no habían contemplado en sus planes. Aún asustado, Godo, lloriqueando le reclamaba a Chito. –¡Mira cómo ha quedado mi chompa por culpa de tus inventos, ahora qué le digo a mi mamá! En la cabeza de Chito no había lugar para pequeñeces; él estaba contemplando el estropicio en silencio, pensando tal vez en cómo resolver ese nuevo problema. Casi al mismo tiempo, en otra parte de la ciudad, la Gata y sus amigas jugaban a ser estrellas, cantando canciones de moda. Sonia Coronado entonaba: Dice la tarara que no tiene novio Pero tras la puerta tiene a San Antonio La tarara sí, la tarara no La tarara baila cuando bailo yo. Con la alegría propia de una niña de su edad, simulando tener un micrófono en la mano, la Gata irrumpía cantando: Tengo el corazón contento desde aquel momento en que llegaste a mí, y doy gracias a la vida y le pido a Dios que no me faltes nunca. Yo quisiera que sepas, que mi vida comienza cuando te conocí. El “concierto” era interminable, pues una a una la mayoría del grupo participaba, aunque valgan verdades, bailaban mejor de lo que cantaban. Aparte de ver pizarras, libros y cuadernos, los alumnos también practicaban deportes. Se formaron los equipos de fútbol, vóley y otras disciplinas. El archirrival de primero A era primero B. El salón de la Gata podía aceptar una derrota con cualquiera, menos con primero B. Ellos tenían un buen equipo de fútbol, le ganaban a primero B, incluso a los salones de segundo año, pero terminaban siendo goleados por los de tercer año y los otros salones integrados por estudiantes mucho más grandes. La rivalidad entre las secciones A y B era en todo, incluso en el vóley. La Gata no jugaba bien pero a veces era considerada en el equipo. El frío invierno estaba en retirada. La pesca era abundante y había mucho trabajo. Los negociantes iban y venían. De alguna manera todos los pobladores del puerto tenían un pan en sus casas. El mar era generoso con todos. En esa época el acontecimiento de mayor importancia a nivel mundial era la llegada del hombre a la Luna. La población entera no salía de su asombro al ver al astronauta Neil Armstrong caminando sobre la superficie lunar, quien al dar el primer paso dijo: “Este es un 14

pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad”. Era un hecho histórico, trascendental, que muchos tuvieron la suerte de vivirlo. Sin embargo, otros no creían en la llegada del hombre a la Luna. Decían que eso era un montaje de los americanos, una más de sus películas. El loco Moncada, en uno de sus “discursos” callejeros frente al mercado Modelo, decía: –A quién van a engañar los gringos con el cuento de que llegaron a la Luna. Lo que se ha visto es una de sus películas. Quieren hacernos creer que son más listos que los rusos. Moncada aseguraba que nadie había llegado a la Luna. –Si en el espacio no hay viento, ¿cómo es posible que su bandera en la Luna se vea flameando? –se preguntaba Moncada. –¡Los gringos nos quieren engañar! ¡Que engañen a su abuela! –Moncada continuó hablando del alunizaje. –¡Ellos deciden qué debemos ver en la televisión, qué debemos leer en los periódicos! ¡Se creen los dueños del mundo! ¡Imperialistas, explotadores! –El loco Moncada en ese momento descargaba toda su frustración e irritación. La Gata evitaba escucharlo pues le tenía miedo. Para ella no era más que un loco. CAPÍTULO IV Las clases terminan Más allá del puerto, en Ayacucho exactamente, Augusta La Torre, una joven de diecisiete años, hija de un viejo comunista ayacuchano conocido como el camarada “Espartaco”, se había casado con Abimael Guzmán conocido como el camarada “Álvaro” que por entonces no era más que un entusiasta militante comunista que creía en una revolución armada. Ambos viajaron a la China donde llegaron a conocer de cerca el régimen comunista, entrenándose y aprendiendo tácticas de guerra que incluía estrategias, preparación de explosivos, asaltos y emboscadas bajo la supervisión de los miembros del Ejército Rojo de Mao Tse Tung. Guzmán estaba deslumbrado de la belleza de su joven esposa y más aún por su carácter y vehemencia en la acción. Desde entonces ellos ya habían concebido ejecutar la revolución en el Perú. Augusta La Torre había tomado el seudónimo de camarada “Norah”. Mientras eso sucedía al otro lado del mundo, en el Perú el presidente Juan Velasco Alvarado decretaba la Reforma Agraria bajo el lema: “Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza”. En el fútbol, Perú le ganaba a los argentinos en Lima y empataba en el estadio La Bombonera de Buenos Aires logrando de esta manera su clasificación para participar en el Mundial de México. Había sacado de la carrera mundialista a los argentinos y dicha eliminación constituyó para los “gauchos”, toda una tragedia nacional. La alegría por la clasificación también se vivía en Chimbote. Era una tarde de viernes, llamado también “sábado chico”. La mayoría de los escolares, felices de no tener que ir dos días consecutivos al colegio se divertían jugando. En esos días las polvorientas calles del puerto siempre estaban llenas de pelotas que rodaban impulsadas por hombres y mujeres. La Gata feliz jugaba vóleibol con sus amiguitas. Sin embargo, había otros niños que no disponían de tiempo 15

para jugar, como Juan Cortez, quien tenía que salir a lustrar zapatos y ayudar a su madre para el mantenimiento de sus hermanos, labor que siempre hacía cuando no estaba estudiando. Si la diversión era motivo de alegría para los niños que jugaban, para él no había mayor alegría que saber que en casa tenían algo para comer, pues hacía mucho tiempo que su padre había abandonado el hogar. Conforme caía la tarde empezó a escucharse la música y el bullicio en los bares, especialmente abarrotados de pescadores y algunas mujeres que hacían de damas de compañía. La música de las radiolas subía de volumen conforme avanzaba la noche. Los valses criollos, los pasillos y boleros se disputaban las preferencias. El tema de las canciones generalmente era de corte sentimental. Quiero emborrachar mi corazón para olvidar un loco amor que más que amor es un dolor. Y aquí vengo para eso a olvidar antiguos besos en los besos de otras bocas. Eran las letras de una de tantas canciones que evocaban tristes historias que se escuchaban en las tabernas y cantinas. Llegado el sábado, día tan esperado, el bullicio en estos lugares era mayor. Chimbote era una ciudad eminentemente bohemia donde los escándalos y peleas eran parte del ambiente. Y la música criolla no podía faltar: Ódiame por piedad yo te lo pido ódiame sin medidas ni clemencia odio quiero más que indiferencia porque el rencor hiere menos que el olvido... pero ten presente de acuerdo a la experiencia que tan sólo se odia lo querido. Generalmente los fines de semana muchos locales nocturnos ofrecían espectáculos de gran calidad. La competencia por ganarse al público de mayor poder económico era muy reñida. Clubes nocturnos como el “Foli”, “Micky Mouse”, “Walchonse”, “Saoco”, “Rits”, “La Posta” y otros, no escatimaban esfuerzos para traer exuberantes bailarinas y artistas incluso internacionales, principalmente de Argentina, Chile, Colombia y Brasil. En algunas ocasiones cuando la Gata transitaba de casualidad por la puerta de estos lugares, pasaba de largo, sin importarle las luces ni los avisos luminosos. Su madre le había dicho que allí había gente mala. Era el boom de la pesca. Los asistentes no ponían reparos en pagar. Muchos de ellos se contentaban con una leve caricia de las artistas en el rostro o la cabeza dentro del local mientras bebían. Por su lado, los más adinerados, una vez terminado el espectáculo, se las llevaban a 16

otros lugares más privados. El precio era lo que menos importaba. Y las reuniones continuaban hasta de madrugada. Entonces llegaba el domingo. Ese día la mayoría de los negocios estaban cerrados o con pocos clientes. En cambio las plazas e incluso las iglesias estaban llenas de gente. Muchos tal vez se arrepentían de lo que hicieron los dos días anteriores, hasta comulgaban, pero seguramente al salir del templo la historia se repetiría. El lunes por la mañana la rutina empezaba de nuevo para los estudiantes, aunque ese día era especial toda vez que tenían que dar su prueba final. Las preocupaciones, los nervios, los temores rondaban a todos los alumnos. Ya en el salón, las bromas y los juegos quedaban de lado. Nunca antes en el aula había reinado la calma como esa mañana. Todos le daban una última repasada a sus cuadernos. Los plagiadores preparaban sus apuntes y los copistas hacían las últimas coordinaciones. El profesor entró al salón generando el máximo de tensión. –Buenos días, alumnos. Guarden sus cuadernos, saquen sus hojas –la voz del profesor sonaba a amenaza, la sonrisa de siempre de los alumnos había desaparecido como por encanto. La Gata había estudiado todo el día domingo, pero no estaba segura de lograr aprobar el examen. El silencio en el salón era tanto que podía escucharse el sonido de los papeles que eran colocados por los alumnos sobre la carpeta. El profesor dictaba las preguntas del examen. En unos minutos más el aula se sumiría en un silencio sepulcral, que solo se rompía por la voz de algún preguntón o algunas indicaciones del docente, hasta que llegaba el fatídico anuncio del profesor: –Faltan diez minutos para recoger la prueba, alumnos. Pongan bien claro sus nombres y apellidos. Minutos después era más fatídico aún. –Alumnos, entreguen sus pruebas. El examen terminó. Al instante un pequeño coro respondía, diciendo: –Espérese un momento profesor. En ese momento unos entregaban sus pruebas. Otros seguían desarrollando el examen. El profesor se acercaba a sus carpetas para recoger la prueba y ellos se resistían a entregarlo como queriendo ganar un minuto más diciendo: –Profe, me falta poner mi nombre. Finalmente el profesor recogía todas las pruebas y se retiraba del salón. Todos los alumnos cotejaban las respuestas o se recriminaban por no haber compartido las respuestas. Las pruebas de todos los cursos se dieron unas tras otras, hasta que todo terminó. Solo quedaba esperar las libretas. Los temores atormentaban a muchos. Si salían desaprobados recibirían un castigo de sus padres. Era diciembre, mes de Navidad. El día de la clausura, los alumnos estaban en la última reunión del año. También se encontraban algunos padres de familia. La ceremonia seguía su curso mientras el director hablaba, hasta que llegó el momento más esperado por los alumnos: la entrega de libretas. Saber el resultado de lo que hicieron todo el año. En ese cartón estaba la 17

calificación del esfuerzo o la flojera, de los aciertos o errores, de la capacidad o incapacidad. En muchos la ansiedad y la tensión eran grandes. Uno a uno los alumnos fueron recibiendo sus libretas y muchos hubieran preferido no abrirlas. Enterados de sus calificaciones, algunos rostros reflejaban los resultados. Unos sonreían, otros estaban tristes y preocupados e incluso a otros les ganaba el llanto. La Gata había desaprobado únicamente matemáticas y no estaba del todo mal. Chito había aprobado todos los cursos, Godo también. Arroyo desaprobaba dos cursos, Gonzales tenía cuatro cursos desaprobados y no pudo contener el llanto. El resultado final: cinco alumnos reprobados de primero “A” que tenían que repetir de año. Nada bueno les esperaba en sus casas, ellos tendrían que esperar a los nuevos primariosos e intentarían pasar de año junto con ellos. Dejaban el grupo tal vez para siempre. Quince alumnos habían desaprobado matemáticas, el profesor Neyra no había fracasado, pues más de la mitad había aprobado su curso. Los que habían salido “invictos” en todos los cursos estaban felices pues estaban seguros de que les esperaban unas vacaciones sin estudios y quizás hasta un regalo de sus padres. Mientras que los alumnos que habían “sacado” cursos desaprobados tenían que resignarse a estudiar durante sus vacaciones para dar sus exámenes en marzo. Muchos tal vez recibirían algún castigo de sus padres. De toda la clase, Rodolfo Ruiz había obtenido el primer puesto en aprovechamiento y conducta, y su orgullosa madre estaba presente. En ese momento era la envidia de todos, mientras él, callado, “saboreaba” su triunfo por dentro. CAPÍTULO V Un nuevo año Las vacaciones eran sinónimo de viajes y juegos para los estudiantes pudientes pero no para todos. Ese era el caso de los niños Pablo Salas y Juan Cortez, para quienes las vacaciones significaban más trabajo. Entre el sol y la arena de las playas, los juegos y la ausencia de tareas escolares, los alumnos fueron sorprendidos con el fin de las vacaciones, lo que les causó gran tristeza porque eso significaba que se terminaban las diversiones. Al mismo tiempo empezaba la preocupación para muchos padres ya que tenían que conseguir el dinero necesario para comprar los uniformes y útiles escolares. De cualquier manera, los primeros días de abril las calles nuevamente se poblaban de escolares vestidos con camisa o blusa blanca y un pantalón o falda de color gris. De manera rápida habían pasado los tres meses de vacaciones y los alumnos volvían a clases. Nuevos primariosos llegaban y los demás estudiantes se conocían mejor. Ya no estaban los de quinto del año pasado, los alumnos que entraban a segundo eran menos inocentes. Habían crecido unos más que otros y de nuevo se reencontraban en el salón de clases. Tampoco estaban los repitentes. Las palomilladas en el salón de clase volvían a la orden del día. Cuando el profesor se ausentaba el caos reinaba en el aula. Cuadernos y lapiceros volaban de un lado a otro; la mota y los infaltables avioncitos de papel “surcaban” los cielos. Todo esto era la confirmación de que los estudios en el colegio se habían reiniciado. 18

La clase de geografía con la profesora Sandoval, había empezado. Mientras la mayoría de los alumnos atendía la explicación de la docente, desde la parte de atrás Kilovatito no tuvo mejor idea que matar el aburrimiento molestando al Mono Acosta lanzándole un pedazo de tiza. Como estaba sentado en la parte de adelante, Acosta no podía ver quién era el fastidioso. Fue Alfonso Tang, amigo y compañero de carpeta del Mono el que delató al travieso Kilovatito. Muy fastidiado el Mono Acosta que era conocido por todos por ser un “picón”, quiso recoger la misma tiza para arrojárselo a Kilovatito, pero la tiza había caído debajo de la carpeta contigua y estaba lejos del alcance de su mano. Por pereza, Mono intentó recogerlo sin levantarse de su asiento y se estiró lo más que pudo, pero para su mala suerte y debido al esfuerzo realizado se rompió el fundillo de su pantalón con un sonido que todos pensaron que se le había “escapado” los gases. La carcajada de los alumnos fue estruendosa e incontenible, tanto así que hasta la profesora se dio vuelta para reírse a escondidas. El Mono Acosta no sabía dónde poner la cara y estaba rojo como un tomate. La Gata bajaba la cabeza y se cubría la cara con las manos riéndose. La profesora trató de minimizar el hecho. –¡Silencio! eso le puede pasar a cualquiera, no es para tanto. Por favor, sigamos con la clase. Ah! y cuidado con estar burlándose de su compañero. Durante todo el tiempo que quedaba de la clase de geografía, las miradas estaban centradas en el Mono. Cuando la profesora pidió un voluntario para que haga un dibujo en la pizarra, una voz anónima desde el fondo dijo: –Que salga Acosta Otra vez las carcajadas se hicieron escuchar en todo el salón, incluso la profesora no pudo reprimirse y ella también ya se reía abiertamente. Al rato sonó la sirena indicando el recreo y todos salieron, menos Acosta. No quería que los demás vieran su “vergüenza”. La profesora, mientras acomodaba sus cosas para salir y estando al tanto del accidente del alumno, dirigiéndose a él y le dijo: –Espérame aquí, voy a buscar una aguja e hilo –dicho esto salió. Minutos después regresó, trayendo lo prometido. Le entregó al Mono Acosta y se retiró. Definitivamente, Acosta jamás en su vida había cosido, así que con aguja e hilo hizo lo que creía que debe hacerse, mientras se pinchaba los dedos. La siguiente hora le correspondía a la profesora de Dibujo. Mientras cosía, Acosta estaba atento a la sirena con el pantalón debajo de las rodillas. De pronto se abrió la puerta e ingresó la profesora quien había llegado temprano, antes que sonara la sirena. Grande fue la sorpresa de la profesora al encontrar al alumno inclinado y con el pantalón abajo. Ambos se quedaron mirándose un instante sin saber qué hacer ni qué decir. Entonces la maestra optó por retirarse. Nunca se sabría quien tuvo más vergüenza, la profesora o el alumno. Al margen de todo en el colegio la vida continuaba. En el salón de la Gata algunos profesores se habían ido a otros planteles y en su reemplazo habían nuevos. El de matemáticas era el mismo. El profesor Neyra se casó ese año con una profesora, también de matemáticas. Los estudiantes al enterarse comentaban: “para gustarle los números al profe‟…”. Al año siguiente tuvo un hijo al que bautizó con el segundo nombre de Ecuación. Era el más brillante de los profesores, respetado por todos e incluso temido por algunos. 19

Tronco seguía siendo el abusivo de siempre. Clavito continuaba siendo su principal “lorna”; cuidando las cosas de Tronco, especialmente cuando este se trompeaba. El auxiliar Sánchez, no había cambiado nada, castigando a todo aquel que se portaba mal o infringía las reglas. Y el profesor de matemáticas, serio como siempre. Un día durante una de sus clases, se perdió un juego de escuadras dentro del salón. Pedro Tapia Briceño, se quejó con el profesor Neyra diciendo: –Profesor, alguien ha tomado mis escuadras, yo lo dejé aquí antes de salir al recreo. El profesor le pidió a Tapia que se acerque al pupitre y procedió a interrogarlo. – ¿Es verdad que lo dejaste en tu carpeta y se perdió? –Sí, profesor. Lo he buscado y no está –respondió el alumno. En ese momento el profesor cambio de semblante. Si era serio esta vez estaba muy contrariado y jamás lo habían visto así. Se dirigió a todos los alumnos diciendo: –Quien haya tomado esas reglas está aquí, en el salón de clase. Qué triste es saber que un compañero le roba a su compañero de estudios. Me da pena saber que entre mis alumnos hay un delincuente. Mientras hablaba miraba a los ojos uno a uno a todos los estudiantes. –Quiero decirle al que lo tomó que no es más que un vulgar ladrón, una escoria, un parásito que no debería estar aquí. ¡Esas reglas aparecerán! ¡Ahora! Aunque tengamos que quedarnos toda la noche. Esas palabras, para el que tomó las reglas, eran seguramente como un filudo cuchillo en el pecho. La Gata muy sorprendida y hasta con miedo escuchaba en silencio como todos. El profesor prosiguió diciendo: –En estos momentos vamos a salir todos del salón. Yo volveré en diez minutos y a mi vuelta quiero que las reglas estén en la carpeta de vuestro compañero –. Dicho esto salió del salón y detrás de él todos los alumnos. Quienes no tenían nada que ver con el hecho salieron al patio tranquilo. Manuel Benítez, conocido como la Pulga, se dirigió solo y en silencio al fondo del colegio, a los matorrales. Allí había escondido las escuadras. Sacó las reglas, las metió en su chompa y regresó al salón para dejarlo disimuladamente en la carpeta de su dueño. Los alumnos regresaron y el profesor también. Las reglas habían aparecido y para cerrar el caso el profesor Neyra dio un pequeño “sermón” de compañerismo y honradez, prosiguiendo después con su clase. Esa fue otra lección que muchos jamás olvidarían.

CAPÍTULO VI Terremoto fatal Era domingo y ese día era especial. En las calles y en todo lugar se vivía un ambiente de fiesta por la participación del seleccionado peruano en el campeonato mundial de fútbol de 20

México. Había mucha expectativa y el comentario principal era el fútbol. La selección del Perú debutaría en menos de dos días en ese gran certamen internacional. La Gata, como siempre, ayudaba a su mamá en la mañana y sabía que como premio ella le permitiría jugar en la tarde. Las horas avanzaban y algunas niñas ya estaban en la calle jugando con la pelota, esperando que salieran todas las demás para iniciar el partido de vóleibol. Ya era hora de salir y la Gata se dirigió a su madre para pedir permiso. – Mamá, voy salir a jugar con mis amigas. Te prometo que regresaré temp… No terminó de hablar la niña cuando de pronto, en ese preciso instante, siendo exactamente las tres y media de la tarde, la tierra empezó a temblar. Era un terremoto. El movimiento telúrico alcanzando los 7.9 grados en la escala de Richter era devastador. La Gata dio un grito y se abalanzó a los brazos de su madre, quien desesperada y sin pérdida de tiempo cargó a su hija fuera de la casa. Las personas despavoridas abandonaban sus casas gritando desesperadamente. Las paredes empezaron a desplomarse y la tierra seguía temblando. Muchas personas lograron salir en cambio otras no. Las que habían logrado ganar las calles se abrazaban unas con otras para no ser derribadas por la inestabilidad del suelo, pues la tierra seguía temblando; y era como estar sobre un bote en vaivén. La Gata se aferraba fuertemente a su madre. El suelo tembló por más de un minuto. Por la fuerza del movimiento los rieles del ferrocarril se levantaron a más de medio metro del suelo y parecía una enorme culebra agitándose con rabia en el aire para después romperse en diversos tramos por la fuerte sacudida. En muchos lugares la tierra se abrió expulsando furiosamente chorros de agua turbia. La Gata resistió el sismo abrazado a su madre. En mitad de la calle se veían a muchas personas de rodillas, asustadas, alzando los brazos al cielo y con voz suplicante pedían misericordia a Dios. Otras en su desesperación, lloraban creyendo que era el fin del mundo. La mayoría de las casas estaban construidas con adobes y se derrumbaron fácilmente con el inmisericorde remesón. Al rato la vista ya casi nada podía distinguir por la gran polvareda que como una negra nube de incertidumbre cubría la ciudad. Minutos después, pasado ya el fuerte sismo, la desesperación, el temor y el dolor se apoderaban de la gente. Los familiares se echaban de menos. La gente caminaba de un lado a otro en busca de sus hijos, hermanos, padres; otros con desesperación y con lágrimas en los ojos removían los escombros con sus manos, arañando la tierra en busca de sus seres queridos. Los que no habían podido salir de sus casas quedaron atrapados debajo de las ruinas, unos con más suerte que otros. Muchas personas fueron encontradas ya cadáveres, totalmente cubiertas de polvo, con los rostros en los que se veía congelado el espanto por el sufrimiento de una muerte atroz, repentina y sin la oportunidad de tener al menos unos segundos de agonía consciente para poder encomendar sus almas al Señor. Algunos eran rescatados con heridas leves y otros de gravedad. Muchos salieron ilesos y se confundían en interminables abrazos de alegría con sus seres queridos. Un buen número de personas jamás fueron encontradas, dejando entre sus parientes la más honda desolación e incertidumbre sobre su paradero. Pequeños remezones continuaron manteniendo en vilo a la población. Aparte de los rumores de que el mar se saldría, la preocupación y el miedo reinaban acompañados del terrible dolor. 21

Godofredo Morales había logrado salir junto con sus padres y hermanos; sin embargo, pasado el fuerte sismo se dieron cuenta que su hermanita menor de cinco años no estaba con ellos, y al dirigir la mirada hacia su casa vieron que estaba en escombros. La desesperación, angustia y los gritos de la madre era desgarradores. Todos juntos empezaron a remover la casa que estaba completamente en ruinas. De pronto, debajo de los escombros escucharon algo parecido a unos gemidos. La madre llorosa y desesperada decía: –¡Gloria! ¡Gloria, hijita! ¡Dime algo! ¡Ahorita te sacamos! –¡Tranquila, hijita! ¡No tengas miedo! –decía el padre, haciendo esfuerzos por esconder su propia angustia y el terrible miedo que sentía. Algunos vecinos se sumaron a la tarea de quitar los escombros para rescatar a la niña. La operación tenía que ser rápida. Si todavía estaba con vida podía morir asfixiada por falta de aire. Con la mayor rapidez que podían y con todas las herramientas que habían conseguido removieron los escombros hasta llegar a lo que había sido la habitación de la niña. Encontraron la cama totalmente cubierta de polvo, ladrillos y restos del techo aligerado. El gemido provenía de allí. Con mayor ímpetu continuaban excavando cuando de pronto, sacudiéndose el polvo, salió sana y salva, “Mensajera”, la perrita de la familia que se había escondido debajo de la cama cuando empezó el terremoto. La desesperación y angustia de la madre fue en aumento, cuando de pronto todos escucharon una muy familiar vocecita a sus espaldas: –¡Mami, mami! –era la niña que todos creían que estaba debajo de los escombros. Todos voltearon y vieron a la niña que corría a los brazos de su madre y ambas se abrazaron. Las lágrimas esta vez eran de felicidad. Era como un milagro. La niña estaba allí, completamente ilesa. ¿Qué había sucedido? Cuando el terremoto empezó, ella no estaba en casa, se encontraba jugando en la casa de su amiguita, hija de la vecina. Allí la casa resistió el embate, no se desplomó pero la puerta se atascó, demorando su salida. Había logrado salvarse y volver sana a su casa, solo que esta vez ya no tenía casa pero sí a toda su familia y eso era motivo de gran alegría. Pero no para todos. Para Walter Acosta la suerte fue diferente, había perdido a su madre. Una viga le cayó en la cabeza matándola instantáneamente al tratar de rescatar al hijo menor. Gritando con desesperación el niño contemplaba a su madre muerta. Fue un golpe muy duro para Acosta. Él y todos sus hermanos la lloraron desconsoladamente. Eran momentos de mucho pánico e intenso dolor. Tras el terremoto, toda forma de comunicación había sido cortada, no había teléfono. Las vías de comunicación habían sido destrozadas, no había fluido eléctrico. La madre de Pablo Salas vivía en Lacramarca, una zona rural a quince kilómetros de la Chimbote. La desesperación cundió en Pablo pues quería saber cómo estaba su madre y no encontraba la forma de saberlo. La carretera había quedado intransitable y con grandes grietas. Seguramente al igual que él, su madre también quería saber si su único hijo estaba con vida. En un acto desesperado Pablo salió corriendo con dirección a Lacramarca en busca de su madre. Corría lo más que podía, con lágrimas en los ojos, sin importarle los obstáculos que en forma de derrumbes, grietas o charcos se interponían en su camino. Muchos pensamientos funestos lo asaltaban durante el trayecto. Mientras avanzaba a toda velocidad pudo observar las 22

enormes rocas que el terremoto había desprendido de los cerros, aplastando algunas casas que por desgracia se hallaban en su fatal trayectoria. Asimismo observó muchos animales muertos en el camino, aplastados también por las rocas. Esta macabra visión le hizo temer lo peor aumentando su tristeza, desesperación y dolor. Algunas rocas todavía seguían deslizándose por las laderas de los escarpados cerros, teniendo que avanzar con mayor precaución. Mientras avanzaba lo más que podía, la dulce imagen de su madre se hacía cada vez más nítida en su mente. El sol ya se había puesto y pronto todo sería oscuridad. Pablo avanzaba esta vez por un desfiladero y sus ojos tenían que hacer un mayor esfuerzo para ver el camino por la incipiente penumbra. A cierta distancia de él logró divisar a alguien que avanzaba en sentido contrario. Apresuró aún más el paso y con mucho esfuerzo pudo distinguir que la persona que venía hacia él era una mujer o al menos eso parecía. Íntimamente se regocijaba cuando creyó reconocer en la persona que se acercaba la amada silueta de su madre, aunque no estaba del todo seguro y tampoco quería ilusionarse. Su corazón se agitó más de lo que ya estaba por el cansancio, sus ojos se nublaron por las lágrimas que le ganaban y cuanto más necesitaba la claridad de su vista ésta se nubló. Avanzó lo más rápido que pudo con las últimas fuerzas que le restaban, hasta que cerca de él se escuchó una voz que para Pablo era música celestial: –¿Pablo? ¿Hijo? ¡Pablo! –decía la mujer que había reconocido a su hijo, tratando de acelerar sus pasos con las pocas fuerzas que también le quedaban para llegar hasta él. Era la voz inconfundible de su madre. Ella también, pasado el momento difícil del terremoto y llevada por la angustia salió rumbo a la ciudad en busca de su hijo. En unos instantes, finalmente estuvieron frente a frente. El encuentro fue por demás emocionante. Se estrecharon en un fuerte abrazo y la madre daba gracias a Dios por la dicha de haber encontrado a su hijo, mientras que Pablo no atinada a decir palabra alguna y solo lloraba emocionado. Creían haber vuelto a nacer. Minutos después caminaban juntos en busca de refugio, pues de su hogar solo quedaban escombros y nada más. Los que tenían uso de razón y habían vivido esa experiencia vieron de cerca el rostro de la muerte. Era terrible la angustia, la desesperación y el dolor humano. El bullicio y la alegría de las calles se habían esfumado como por un encanto maligno. El mundo entero estaba consternado con el suceso. La prensa nacional y mundial informaba del fatídico acontecimiento con diversos titulares. Probablemente el más impactante fue la primera plana del diario “El Comercio” que decía: "30 mil son nuestros muertos". Otros titulares decían: "Luego del terremoto, siniestros aluviones cubrieron los pueblos", "Casi está en ruinas la ciudad de Huaraz", "Huaraz ofrece pavoroso aspecto". Toda la atención de la prensa estaba concentrada en los acontecimientos de Ancash. En una emisora de radio el alcalde de Huaraz declaraba: "Hemos pasado la noche más triste de nuestra vida, aquí faltan manos para sepultar a nuestros muertos”. En una desesperada e infatigable labor, la cual comenzó desde el momento mismo de producirse el movimiento telúrico, grupos de voluntarios, mayormente sobrevivientes del lugar, no dejaron de prestar auxilio a los heridos, rescatar cadáveres y proteger a mujeres aterradas y niños indefensos. Los 23

radioaficionados desplegaban esfuerzos para tratar de mantener en contacto un lugar con otro. Uno de ellos en un momento llegó a escuchar por breves instantes un dramático mensaje procedente de Huallanca. Decía: "Tuvimos un amanecer de terror. La tierra sigue temblando. Los cerros se desmoronan estrepitosamente. Una espesa nube de polvo cubre toda la región. La gente muere asfixiada". Y en ese preciso momento se cortó bruscamente la comunicación. De otro lado una emisora informaba que el caserío de Ampay, en la provincia de Bolognesi, había desaparecido totalmente. Un medio de Barranca informaba que una comisión de la sierra había llegado a la ciudad luego de un viaje de 24 horas continuas a pie por los cerros; ellos informaron que de las tres mil casas que había en Ocros, sólo 5 se mantenían en pie, entre las rocas y piedras de los cerros aledaños. Sobre otros pintorescos pueblecitos y caseríos del Callejón de Huaylas no se sabe nada. “El Comercio” envió a su corresponsal Javier Ascue a la zona de desastre; fue el primero en llegar a Yungay. Había cruzado a pie las heladas punas de Áncash para constatar con sus propios ojos lo que había pasado. Según referiría después, la señal que le indicaba que iba en la dirección correcta era el olor de los cadáveres. Al principio apuntaba los cuerpos que iba encontrando, pero dejó de hacerlo cuando resbaló sobre una montaña de cuerpos inertes. Continuando con su camino encontró las palmeras enterradas que eran ya el último signo de vida de lo que había sido la ciudad. La población de Yungay estaba calculada en 25 mil personas. Por ironías del destino ese día se había organizado una feria comercial que reunía a pobladores de otras tres ciudades cercanas. De esa multitud, solo sobrevivieron 92 personas que lograron alcanzar la altura de algunos cerros para escapar del alud. Los demás perecieron bajo 50 millones de toneladas métricas de hielo, lodo y piedras; a una velocidad de 300 kilómetros por hora esa masa fue tan letal como la más poderosa arma de destrucción masiva. El periodista Ascue, continuando con su labor informativa, convivía con los sobrevivientes compartiendo sus temores, angustias y peripecias; tanto así que una vez dijo: "Casi me vuelvo loco; escuchaba voces que me pedían ayuda desde abajo; lloraba cuando los niños me preguntaban por sus madres; por las noches dormía a la intemperie hasta que no soporté más". Su angustioso testimonio no era exagerado: 20 mil huérfanos tuvieron que iniciar una vida diferente sin padres ni familiares cercanos desde aquella fatídica fecha. Por medio de la prensa se informaba que los jugadores de la selección peruana de fútbol, que por esos días disputaba el campeonato mundial de México, habían decidido enviar 11 mil dólares, producto de las primas que le correspondían a cada jugador por su participación. Los testigos de ese tiempo, los que se salvaron de la desgracia o quienes la vivieron de lejos, recuerdan ese gesto de grandeza como uno de los atenuantes del dolor en esos días tan trágicos. El pueblo Ancashino se desgarraba en el dolor, la muerte, la soledad y el hambre. El editorialista de un periódico, al referirse a la tragedia ancashina, concluía diciendo: "En el Perú está por escribirse la epopeya del hombre que sobrevive como los peces de peña, como los líquenes aferrados a las rocas. El temple del ancashino". Los siguientes días al desastre fueron duros, la radio informaba de la magnitud del desastre. Habían muerto más de setenta mil personas y se calculaba un promedio de veinte mil 24

desaparecidos en toda la Región Ancash. La ayuda internacional empezó a llegar. Enormes helicópteros rusos de dos hélices, nunca vistos en el puerto, aparecieron surcando los cielos de la ciudad con un ruido ensordecedor desplazándose de un lugar otro, llevando ayuda, trasladándose sobre todo al interior del departamento. Era la única forma de llegar a los damnificados. Los trabajos de rescate se hicieron de manera lenta, aumentando aún más la angustia y desesperación de los familiares. Muchos morían por falta de aire al no poder ser rescatados a tiempo. Otros con más suerte eran sacados con vida incluso hasta después de tres días del sismo al haber sobrevivido gracias a algún orificio que les permitió respirar. La Gata y su madre que resultaron ilesas ayudaban en lo que podían a los damnificados, en especial a los niños que habían perdido a sus padres. Eran momentos de desesperación y de dolor que calaban en el alma de la niña. Todas las líneas y formas de comunicación se habían cortado. La situación era caótica y desesperante, los familiares que vivían en Lima o lugares alejados, solo se enteraban de sus familiares por medio de la radio, orando para no escuchar el nombre del familiar en la fatídica lista de muertos y heridos que periódica y puntualmente era difundida. No había teléfonos y las carreteras estaban dañadas e interrumpidas. La emblemática y muy transitada línea del tren de Chimbote a Huallanca había quedado en escombros. Muchos pintorescos personajes de la ciudad habían sobrevivido a la hecatombe. Uno de ellos era el loco Moncada que vestido de pescador, con su viejo teléfono blanco, según él, para hablar con el presidente y con su lía al hombro estaba allí y su voz no había sido silenciada. –Dios está, hoy, ausente. Se fue, pero mandó su castigo por tantos ladrones que han aparecido –decía Moncada, fiel a su estilo, en una de las esquinas de la ciudad con las casas derruidas o en peligro de caerse–. Ojalá se hayan muerto todos, el alcalde, esos políticos comechados, los empresarios... Con muy poco público Moncada seguía hablando. En una situación como aquella, quién quería discursos o sermones. Cuando el dolor se lleva por dentro, por haber perdido un ser querido o la incertidumbre de no saber dónde pasar la noche o peor aún qué comer ese día. El panorama era desolador. Las escenas de reconocimiento de los cadáveres por sus familiares eran desgarradoras. Muchos muertos eran velados en plena calle, debido a que las paredes de las pocas casas que habían quedado en pie eran de lo más peligrosos. Sobre alguna mesa o con suerte sobre una cama, se prendían velas en torno al muerto. Esto siempre y cuando al fallecido le quedaba algún familiar. Velas, mecheros o fogatas servían para velar a los difuntos. Algunos de ellos eran velados por un solitario deudo que permanecía en vela toda la noche. No había luz eléctrica. La mayoría de los barrios jamás lo habían tenido. A la hora de enterrar a los muertos no había cajones porque también las funerarias se habían derrumbado destrozándose los ataúdes. Los deudos, si por suerte encontraban un cajón aunque sea hecho de triplay colocaban en ella hasta dos muertos. Ante la falta de ataúdes la mayoría de los fallecidos eran llevados en bolsas de plástico. Finalmente, por la urgencia de enterrarlos, se tuvo que cavar fosas comunes. En el barrio de Miramar, algunas paredes de la prisión también se habían desplomado. Los presos aprovecharon esta situación para huir, pero más que escapar ellos también fueron en 25

busca de sus familiares al igual que los policías que los custodiaban. Días después algunos presos regresaron para que los encierren nuevamente pero la cárcel estaba derruida, teniendo que irse nuevamente y regresar otro día. Desde entonces la vida nunca más fue igual. Los pobladores seguían buscando entre los escombros a los sobrevivientes o hurgando entre las ruinas con la esperanza de rescatar algunos enseres en condiciones aprovechables. Estaban desconcertados y abatidos, con un futuro incierto. Víctor Milla Loyola, jefe del ferrocarril Chimbote-Huallanca, evaluaba los destrozos causados por la furia de la naturaleza. Era la principal vía que “alimentaba” al puerto. Las líneas férreas habían sido dañadas en un setenta por ciento. A pesar de ello el señor Milla abrigaba la esperanza de que esta vía fuera reconstruida. Jorge Mendoza, un niño conocido como “Riquito”, que se ganaba la vida vendiendo dulces a los pasajeros, iba todas las mañanas con la esperanza de ver salir el tren. El daño de esta importante vía tuvo muchas repercusiones; Eudocio Martínez, entonces ganadero, no sabía cómo transportaría sus animales, lo que lo obligó a dejar de lado la actividad ganadera para dedicarse a la pesca. El alcalde de la ciudad, Carlos Mendoza Torres, hacía denodados esfuerzos por ayudar a los pobladores. Poco tiempo después, el señor Salomón Wupuy Plascencia, era nombrado alcalde encargándose del inicio de la reconstrucción de la ciudad. El mundo seguía girando en torno al campeonato mundial de fútbol que se desarrollaba en México. Le correspondía debutar a la selección peruana frente al seleccionado de Bulgaria. Nuestros representantes, aún consternados con lo que había sucedido en nuestro país, salieron a la cancha con un crespón negro en el brazo en señal de luto. Habían dedicado ese partido a todos sus compatriotas que sufrían en la zona del desastre. Al término del primer tiempo estaban con el marcador en contra, perdían por dos goles a cero. En el descanso del medio tiempo, se dice que alguien entró al camerino con una maceta llena de tierra y lo vació en el piso obligando a todos los jugadores a que la pisaran; les dijo que esa tierra era peruana traída desde Lima. Así mismo, con voz fuerte les dijo: “con este partido están matando a los que han sobrevivido al terremoto allá en Perú". Esas palabras impactaron en todos. De vuelta al gramado otro fue el equipo peruano. Se fueron con todo en busca de los goles, volteando el marcador en forma sorprendente. Liderados por Chumpitaz, Cubillas, Challe, Sotil y compañía, terminaron por ganar el partido por tres goles contra dos, dándole una gran alegría al pueblo peruano que en algo mitigaba el dolor y la tristeza que vivía. Con el transcurso del tiempo, lo peor ya había pasado. Muchos se fueron de Chimbote, pero otros llegaron. Ahora tenía que reconstruirse la ciudad. La gente “volvía” a la vida. Las esperanzas rebrotaron, las sonrisas también. Poco a poco el bullicio iba ganando las calles y los locales de diversión. La mayoría de estudiantes volvieron a clases, pero a algunos nunca más se los volvería a ver. Muchos centros educativos ya no estaban en pie y los alumnos recibían sus clases en aulas de esteras acondicionadas. 26

El reencuentro con los compañeros era emotivo, tanto así que parecía que no se hubieran visto por largo tiempo, cuando solo apenas una semana habían dejado de verse. En el salón de la Gata, todos se echaban de menos, y cuando el Auxiliar llamaba la lista, no estaban presentes Kilovatito, Chito, la Chiqui ni el Negro Arroyo. Felizmente, en los días siguientes fueron apareciendo uno a uno todos los faltantes, excepto Irma Vásquez Reyes, la Chiqui, que jamás volvería. Había muerto en el terremoto. Cada estudiante contaba el drama que le había tocado vivir. La Gata, por su parte, comentaba el miedo que sintió y el dolor que la atormentaba cuando veía a los niños llorando mientras deambulaban preguntando por sus desaparecidos padres. Otra vez las clases se reiniciaron y los profesores hacían esfuerzos para salvar las duras limitaciones que sufrían. Preocupados por el aprendizaje de sus alumnos, participaban directamente en el acondicionamiento de sus aulas para no perder clases. Algunos meses después, la alegría, los gritos, las bromas y el correteo de los alumnos en el colegio habían vuelto; lo mismo que las travesuras y palomilladas; al igual que los castigos. Alumnos y profesores retomaban a sus habituales actividades.

CAPÍTULO VII Cosecha lo sembrado Tras el terremoto los pescadores volvieron a la mar; aunque por un corto tiempo los cardúmenes de peces se alejaron para luego reaparecer. Las faenas de pesca eran ininterrumpidas logrando abundantes capturas. El empresario pesquero Luis Banchero Rossi, hombre emblemático del sector pesquero, estaba en pleno apogeo. Reconocido y querido en el puerto, conocía de necesidades y sacrificios toda vez que había empezado desde abajo. El joven empresario se había hecho y forjado a fuerza de talento y audacia. Banchero Rossi conocía bien el negocio de la pesca. Alguna vez dijo: “La pesca es un sector bastante difícil. Se puede hacer fortuna hoy y perderla mañana porque solo tiene dos variables. Una es la fuerte variación del precio en el mercado mundial y la otra es la posibilidad de que el pescado se aleje o no se encuentre. Cuando las dos cosas se juntan negativamente la quiebra es inminente. Si ganas, ganas mucho; si pierdes, pierdes todo”. En gran medida, gracias a la elevada producción de sus plantas pesqueras, Banchero logró ubicar a Chimbote en la cima de la industria pesquera en el mundo, consiguiendo también el reconocimiento de su persona a nivel mundial, tanto así que el multimillonario armador griego Aristóteles Onassis lo invitó a su boda con Jacqueline, viuda del asesinado presidente norteamericano Jhon F. Kennedy, habiendo sido el único invitado peruano de Onassis a la fastuosa boda. Por asuntos de negocio se desplazaba por diversas ciudades del mundo. Banchero soñaba con hacer de Chimbote una próspera ciudad. Quería que el puerto llegara a ser un gran astillero 27

como Hamburgo, donde los barcos eran un ícono del progreso, construyendo barcos cada vez más grandes. Así mismo, en sus planes estaba realizar cambios en la fabricación de harina de pescado, de manera que la harina de anchoveta fuera capaz de servir como alimento a los seres humanos, contribuyendo así en la lucha contra el hambre. Por lo tanto, su flota se habría de dedicar a pescar para la mesa del pueblo tan igual que para la industria. Banchero proseguía su titánica labor empresarial, con un prestigio cada vez creciente. Paralelamente, el puerto vivía un gran apogeo económico. En el puerto todos admiraban y respetaban a Luis Banchero. La madre de la Gata siempre hacía comentarios favorables de este gran hombre a su hija; le decía que Banchero quería a Chimbote como a su propia tierra. Para entonces Chimbote era ya considerado como el primer puerto pesquero del mundo. Y en el colegio, la profesora del curso de Música tenía la costumbre de llevar una manzana para saborearla durante el recreo. Ese día ella dejó la fruta sobre su escritorio mientras dictaba la lección, cuando de pronto la llamaron de la dirección. Apresurada salió del aula dejando la manzana al cuidado de Chito que, precisamente esa mañana, se había sentado muy cerca del pupitre de la maestra. Los alumnos, como siempre, ni bien se fue la profesora, generaron el desorden moviéndose de un lado a otro. Chito se levantó de su carpeta, se acercó al pupitre y de allí llamó a Miguel Contreras Zúñiga apodado como el Pelao, quien solía sentarse al fondo del salón. Además el Pelao era el chismoso del salón pues era el que delataba a todos por ganarse la simpatía de los profesores o del auxiliar. Le “debía” una y ésta era la ocasión de cobrarse. Cuando el Pelao estuvo frente a Chito, éste le dijo: –Pelao, cuídame esta manzana, voy al baño. A mi regreso te invito –y Chito, sin esperar ninguna respuesta del Pelao salió del salón. Contreras, lejos de cuidarlo, se llevó la manzana y con su grupo se lo comieron. Cuando regresó la profesora echó de menos su manzana y como no la encontraba, preguntó a Chito. –No sé, señorita, estaba allí –respondió este. La profesora se dirigió al salón y preguntó quién había tomado la manzana. Era la oportunidad que muchos habían estado esperando para vengarse, pues habían visto al Pelao comerse la manzana. –Señorita, Contreras estaba comiendo una manzana –dijo un alumno. – Sí, señorita –se escuchó un coro; la Gata también se unía a ese grupo. –No, señorita. Prado me dio la manzana –respondió el Pelao. En ese momento, Chito se puso de pie y dijo: –No, señorita. Yo le dije que cuidara la manzana y me fui al baño. –Señorita, él me dijo que era “su” manzana –replicó el Pelao. –Claro que era “mi” manzana y no tenías que comértela –sentenció con fastidio la profesora. La maestra, muy molesta por la acción, reprendió al alumno Contreras y le bajó cinco puntos como castigo. Al verse perdido el Pelao no tuvo más remedio que quedarse callado. 28

Muy molesto, se quedó sentado en su sitio, mirando de reojo y con gesto amenazador a Chito. Los otros alumnos sonreían. Al acusete, al chismoso, le habían dado una cucharada de su propia medicina. Entonces sonó la sirena. Durante los recreos las peleas entre estudiantes eran frecuentes, incluso algunas peleas no terminaban allí. Cuando en plena pelea sonaba la sirena que ponía fin al recreo, se pactaba para “seguirla” a la hora de salida del colegio. En uno de esos recreos, como siempre, Tronco maltrataba a su “lorna” Clavito, quien a pesar de su baja estatura tenía una contextura fornida, era bien “maceta” dirían algunos. Sucedió ese día que Clavito se había comprado un biscocho y estaba a punto de comérselo. Tronco al verlo le pidió que le diera y Clavito le dio la mitad. Rápidamente, Tronco se engulló el medio biscocho y, exigente, pidió más; pero Clavito se negó. Tronco le amenazó con pegarle y se abalanzó a quitárselo diciendo: –Dame ese biscocho o te rompo la cara. Como Clavito se resistió a entregar el pedazo de biscocho, recibió una patada en una de sus piernas que lo hizo rodar al piso, al mismo tiempo que le caía una lluvia de insultos y groserías de parte de Tronco. Entonces Clavito, dejando tirado en el piso el medio biscocho en disputa, se levantó lentamente y armado de valor, le aplicó un puñete en la boca de Tronco. La sorpresa paralizó por completo al Tronco. Era para no creerlo. Su “lorna” se le había revelado asombro de él y de todos los presentes. Jamás pensaron que el sumiso y diminuto alumno reaccionaría así. Clavito se “cuadró” con los puños cerrados. Tronco, sin cesar de insultarlo lanzó un puñetazo que, con ágil movimiento de cintura esquivó Clavito, y al mismo tiempo le impactó con otro puñetazo en la cara. Tronco arremetió, esta vez, con otra patada que “Clavito” resistió a pie firme, y a su turno Clavito le aplicó un gancho de derecha, esta vez en la boca del estómago de Tronco quien cayó al suelo doblado en dos, quedando sentado en el piso agarrándose el estómago muy adolorido. Nadie hubiera podido creer el resultado de esta pelea si se lo hubieran contado, tenían que haberlo visto. Clavito se retiró en silencio; Tronco se levantó lenta y penosamente; con los labios reventados y el hígado resentido por los golpes recibidos, sufría más por su orgullo magullado. Desde entonces, muchas cosas cambiaron para Tronco; algunos se envalentonaron y estaban dispuestos a enfrentarlo si eran maltratados por él, y a su vez, Tronco ya no era el abusivo de antes. Temía que con cualquier otro le podría pasar lo mismo que con Clavito. Tronco había recibido su castigo por abusivo. Pero ¿Y quién castigaba al Chancho Sánchez? Un día Chito llegó temprano al colegio y mientras esperaba a sus compañeros observó que el auxiliar Sánchez estaba inspeccionando las aulas, como todos los días, antes del ingreso de los alumnos. Más tarde, ya en el salón, Chito estaba planeando algo mientras miraba fijamente la lata de aceite que servía de basurero. Días después, Chito llegó mucho más temprano al colegio antes que el auxiliar Sánchez y se dirigió a su salón, ingresó y tomó la lata dejándolo cerca de la puerta; luego se fue al salón contiguo, sacó una silla y se la llevó hacia su salón. Se subió a la silla con la lata en una mano, cerró la puerta pero no totalmente, dejándola entreabierta y en la parte superior colocó la lata con sumo cuidado. Luego devolvió la silla y después se dirigió a un lugar estratégico y escondido para, desde allí, observar lo que iba suceder. Tal como acostumbraba hacer diariamente el auxiliar entraba salón por salón a 29

inspeccionarlos y cuando se disponía a ingresar al segundo A, al empujar la puerta, le cayó la lata en la cabeza bañándolo cuerpo entero con la basura que contenía el recipiente. Sorprendido y furioso el auxiliar interrumpió su cotidiana tarea y mientras se sacudía miraba para un lado y otro para ver si todavía estaba por allí el responsable de la “bromita” de la que había sido víctima; se fue a su oficina para limpiarse bien. Chito todavía se quedó unos instantes en su seguro escondite y al ver que ya no había peligro sigilosamente huyó de la escena del “crimen” para después reunirse con sus compañeros que ya estaban en el patio, sin decir una palabra de su “hazaña”. Estando ya todos en el aula el auxiliar irrumpió con cara de pocos amigos, vociferando: –¿Quién fue el miserable que puso la lata de basura encima de la puerta? –Muy molesto el auxiliar escudriñaba en la mirada de los alumnos algún indicio de culpabilidad. Nadie había visto ni escuchado nada, por lo tanto, qué podían decir. Chito también miraba en silencio con una expresión angelical y la inocencia de un bebito. –Me voy a enterar de todas maneras y ¡pobre de aquel! –El auxiliar soltó algunas amenazas más y se retiró. Cuando el auxiliar ya no estaba en el salón, las risas, los comentarios y averiguaciones empezaron. –Kilovatito, estoy seguro que fuiste tú –dijo el Pelao. –No, yo no he sido –respondió Kilovatito. –Entonces, ¿quién ha sido? –era la pregunta que todos se hacían. Todas eran suposiciones. Chito permaneció en silencio y a él ni lo mencionaron. Sin embargo, la Gata que se sentaba una carpeta delante de Chito, voltea y con una sonrisa de complicidad, con una voz apenas audible le dice: –Yo estoy segura que fuiste tú, diablillo. Bien hecho. Los siguientes días se implantó la “moda” de colocar la lata encima de la puerta en todos los salones y a más de un distraído alumno o profesor le cayó la lata sobre la cabeza. A partir de entonces, antes de entrar al salón, si la puerta estaba medio abierta había que ver si había una lata encima. Muchos fueron castigados cuando fueron capturados in fraganti colocando la lata encima de la puerta, pero nunca al inventor. Posteriormente, en el colegio sucedieron diversos hechos que podrían ser catalogados como “travesuras”, de los cuales nunca se supo quienes fueron sus autores. Por algún indicio sospechoso o por ser un ardid bien elaborado muchos podrían haber jurado que Chito, con la ayuda de Godo, estaría detrás de ellos.

CAPÍTULO VIII La muerte que enlutó al puerto Las clases continuaban, el tiempo trascurría, los estudiantes crecían y estaban en búsqueda de nuevas experiencias. Cada vez eran menos inocentes y más independientes. Las escapadas 30

del colegio eran comunes, el fútbol era la pasión de los varones y las mujeres estaban más interesadas en los artistas, la música, ropa y cosas del corazón. La Gata, junto a su madre había visto en la televisión el concurso de belleza Miss Universo. Conversando con su amiga Inés en su salón, hacía el siguiente comentario: –Anoche la peruana debió ganar el concurso; ella tenía un bonito vestido. Un día me compraré uno igualito –decía la Gata con seguridad. La convivencia dentro del colegio estaba inmersa de hechos y experiencias positivas y negativas que contribuían en la formación de cada alumno. Así mismo, los sucesos de su entorno influían en el desarrollo de la personalidad de cada uno de ellos. En cierta ocasión el profesor de matemáticas, como de costumbre imperturbable, se dirigía al salón a dictar su clase. Ese día, el profesor muy puntualmente ingresó al aula y como siempre dejó sus libros y apuntes sobre el pupitre, pero esta vez no tomó la tiza para “llenar” de números la pizarra como era habitual en él. Por un instante miró a todos sin decir nada. Su rostro no era el mismo y había cierta tristeza en su mirada. Se acercó a la carpeta de la primera fila y preguntó: –¿Se han enterado que murió Salvador Allende? –El tono de su voz contenía todos los matices de la tristeza. Solo dos alumnos levantaron la mano y los demás, al parecer no tenían ni idea de quien estaba hablando. Recién se enteraban que Salvador Allende era el nombre del presidente chileno. –El día de ayer el presidente de Chile fue asesinado por soldados del ejército chileno. Allende era un gran hombre que prefirió morir luchando–. Mientras hablaba el maestro, el salón se sumió en un profundo silencio y solo la voz del profesor se escuchaba: –Los soldados tomaron el palacio de gobierno de Chile; fue traicionado por Pinochet; mataron a todos los que protegían a Allende y le pidieron a él que se rinda prometiéndole que le perdonarían la vida y lo llevarían a otro país. Allende no aceptó y luchó hasta morir–. La muerte del presidente chileno había dejado muy consternado al profesor. Como nunca antes, el profesor Neyra, ese día no hizo clases. Habló de la trayectoria del presidente socialista Salvador Allende. Lo calificaba como un hombre de convicciones, elegido presidente por el pueblo en elecciones. Decía que los pobres habían depositado en él sus esperanzas de cambiar al país, pero lamentablemente había sido asesinado por la cúpula militar de su propia nación. Antes de morir, Allende llegaría a decir: “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Durante toda la hora el profesor Neyra habló de justicia, lealtad y principios. Los alumnos escuchaban con gran atención, muchas cosas no entendían, otras sí. Al finalizar su hora, como de costumbre, el profesor tomó sus cosas y se retiró a la hora exacta. Luego de unos minutos de cierto letargo, el ambiente en el salón volvía a ser lo mismo, pero con seguridad algunas palabras del profesor quedarían en la mente de los estudiantes, hasta que llegó el profesor de Religión y las clases continuaron. Uno de esos días una noticia conmocionó a todo Chimbote. Luis Banchero Rossi había sido asesinado en Lima, masacrado y apuñalado por la espalda. Ese día moría el hombre y nacía 31

la leyenda. Al enterarse del hecho la Gata quedó muy impresionada con el deceso del magnate, al extremo que derramó algunas lágrimas de tristeza, seguramente como muchos en la ciudad. Banchero era considerado como el más grande empresario que había tenido el Perú. El pueblo entero sintió su muerte. Ese día el Puerto quedó paralizado y todas las conversaciones giraban en torno a la muerte de Banchero. Por los rostros curtidos de los pescadores rodaron más de una lágrima. Los patrones de lancha, sumidos en la incertidumbre y aún incrédulos, coordinaban la realización del urgente viaje a Lima para acompañar a su entrañable jefe camino a su última morada. Queriendo saber algo más de Banchero, la Gata y su madre se encaminaron hacia el puerto y allí solamente encontraron preocupación y desolación. Todas las faenas de pesca se habían paralizado. Ellas solo alcanzaron a ver a un grupo de pescadores que subían a un vehículo con dirección a la capital encabezados por Luis Barrera. En el transcurso del día, en medio de un inmenso pesar, más de medio millar de pescadores enrumbaron a Lima. Muchos llegaron a tiempo para las exequias, pero otros no. El encuentro de los hombres de mar con el inerte cuerpo de Banchero fue conmovedor. De acuerdo al protocolo, el ataúd debía ser cargado por los morenos contratados por la funeraria, sin embargo pudo más el sentimiento de los pescadores quienes se pusieron sobre sus hombros el ataúd con los restos de Luis Banchero Rossi e ingresaron a la iglesia Virgen del Pilar. Entre los cargadores estaban Charol, Barrera, Víctor, Chicote y otros, quienes no pudieron contener las lágrimas. Lloraban como pocas veces lo habían hecho; por sus fuertes facciones y rostros curtidos por el sol, las lágrimas surcaban muy a su pesar. Con frecuencia solían decir que llorar era cosa de mujeres y no de hombres, menos aún de ellos, pescadores cuajados en las duras faenas de pesca. Pero el dolor los había ablandado. Elevaron sus plegarias al cielo mientras acompañaban el féretro para la misa de cuerpo presente. Mientras tanto, en el puerto de Chimbote, en cada una de las ciento sesenta lanchas pesqueras de Banchero se izaban sendas banderas negras como señal de duelo. Terminada la emotiva misa, el féretro fue sacado de la iglesia para ser sepultado finalmente en el cementerio El Ángel de Lima. Había sido asesinado el hombre más rico del Perú. La muerte del magnate estuvo rodeada de misterios. Se insinuó por un lado que el gobierno había ordenado su asesinato y por otro lado se llegó a decir que el autor del crimen fue Klauss Barbie conocido como el “Carnicero de Lyon”, ex oficial alemán de la Gestapo de la segunda guerra mundial, condenado en ausencia por un tribunal internacional de justicia por haber cometido crímenes de guerra. Este personaje llegando a Lima habría comprado una casa en Santa Clara, casi frente a una de las residencias de Luis Banchero Rossi. Días después del crimen, Barbie viajó a Bolivia para no retornar nunca más. En torno a este caso, la versión oficial indicaba que el primer día de enero, Luis Banchero Rossi, junto con su secretaria, llegó a su casa de campo de Chaclacayo, donde fueron recibidos por Juan Vilca, jardinero del empresario, quien apenas medía un metro con sesenta centímetros de estatura. Se dijo que éste se mostró agresivo y estaba armado con una pistola Luger calibre 38. Vilca confesó haber matado a Banquero utilizando una escultura que encontró a la mano y un cuchillo de cocina, para después violar a la secretaria Eugenia Sessarego. Según ella, para salvarse, no ofreció resistencia. Sin embargo, luego de un dilatado juicio, Eugenia, que en un 32

inicio era considerada como víctima pasó a la condición de inculpada, siendo sentenciada a cinco años de cárcel y posteriormente fue indultada por el gobierno. Durante el juicio las contradicciones de inculpados y testigos eran frecuentes. Ante ello, cada quien esboza una hipótesis de la muerte del magnate. El caso siempre fue misterioso y oscuro, y la verdad nunca se supo. Qué resentimiento siniestro, qué envidia no satisfecha, o qué complot orquestado habría sido la causa para cometer este magnicidio. Las mujeres que amó y que lo amaron, con frecuencia lo recordaban como un niño grande que quería ser protegido. Banchero Rossi era un genio de las finanzas y los desafíos. Lidió de igual a igual con los operadores de Wall Street, sacándole el máximo provecho al capital. Era un hombre honesto y sincero, de rostro jovial, enormemente sensible, casi infantil, tierno con los niños y capaz de emocionarse hasta las lágrimas al contacto con ellos. Tenía unas manos perfectas y su cuerpo tenía un movimiento armonioso. Introvertido de carácter, de vida casi solitaria, poseía una vitalidad extraordinaria. No era de tomar medicinas. En una oportunidad llegó al colegio de la Gata llevando útiles escolares para los alumnos más pobres y allí departió con todos con la sencillez que lo caracterizaba. Una de sus virtudes era rodearse siempre de los mejores hombres de mar, es así cómo reclutó, entre otros, al legendario Chiroca, al rudo Chacalla, a Luis Barrera, de quien se decía que le bastaba ver un ave en el cielo para saber por dónde iba un banco de peces. Banchero tenía su propio estilo de hacer empresa. Podía compartir por igual con los “grandes” como también con el pueblo. No era ajeno a la diversión cuando era necesaria. Más de una vez cerró el “Mickey Mouse”, el más famoso club nocturno del litoral peruano, para celebrar con sus pescadores la botadura de una de sus bolicheras. Conocedor del mar y de nuestra realidad en una oportunidad dijo: –Todo el futuro está en el mar. Pero primero hay que ocuparlo; no basta decir que es nuestro, los peruanos tenemos que explotarlo. Tenía una visión futurista y estaba dispuesto a compartir con otros empresarios. Su nombre era conocido mas allá de nuestras fronteras, y Chimbote le debía en parte el haber sido considerado el primer puerto pesquero del mundo. Luis Banchero Rossi había muerto. Sus sueños visionarios de hacer del puerto un gran astillero como Hamburgo también habían muerto. Eran los taiwaneses que empezaban a utilizar el pescado en las galletas y los japoneses experimentaban con salchichas de anchoveta. Con la desaparición de este extraordinario empresario parecía cerrarse un capítulo importante en la historia de Chimbote. Una gran incertidumbre se cernía en el sector pesquero, sustento de la economía del puerto.

CAPÍTULO IX Quinto Año 33

A pesar de todo, la vida tenía que continuar. El sol seguía apareciendo en las mañanas por el Este para esconderse tras la Isla Blanca en las tardes, creando ese majestuoso espectáculo al ponerse el sol y que invitaba a la paz. Espectáculo que día a día era contemplada por propios y extraños. Los alumnos vivían, aprendían y convivían en el colegio, algunos como Salas y Cortez trabajaban y estudiaban, pasando a veces más tiempo en el colegio que en sus casas, y allí crecían y también se formaban adquiriendo conocimientos de las letras y números que habrían de servirles durante sus vidas. Inexorablemente el tiempo avanzaba, entre clases, recreos, palomilladas, buenas y malas notas. Los alumnos del salón de la Gata ya estaban en quinto año. De todos los que iniciaron el primer año solo quedaban algo más de la mitad; algunos se habían retirado, otros habían repetido de año. Ya no eran más unos niños, cursaban su último año en el colegio, estaban próximos a salir del colegio. Era el momento de decidir el futuro. Tal vez nadie alcanzaba a entender todavía que saliendo del colegio la vida iba ser totalmente diferente. Cada quien habría de tomar su propio camino. Para ellos eso les parecía muy remoto y seguían con lo suyo. Los alumnos de ese salón habían cambiado mucho. Pelao ya no era más el chismoso, el acusete. Se había “alineado” al comportamiento del salón. Chito había crecido, pero seguía siendo el mismo tímido y enigmático de siempre. La Gata ya era una hermosa señorita de hermosos y soñadores ojos verdes con cuerpo de diosa, que tal vez no se apreciaba por el ancho uniforme que llevaba, con falda casi hasta los tobillos. El año pasado había sido elegida reina del colegio. Seguramente este año también lo sería. Muchos del salón estaban enamorados de ella, en especial Juan Cortez quien seguía estudiando y trabajando para poder sobrevivir. No se atrevía a decirle sus sentimientos a la Gata por el temor de ser rechazado, conformándose con su amor platónico. Ella era su inspiración y le escribía algunos poemas anónimos, en cuyos fragmentos se leía: Si tus ojos me miran me van a matar y si no me miran me voy a morir. Ella siempre supo de los sentimientos de Cortez, pero no los tomaba en cuenta porque, para empezar, era pobre. Pero lo buscaba cuando no entendía algo de la clase o necesitaba ayuda para hacer las tareas. Tampoco tomó en cuenta a sus otros compañeros. Constantemente le llegaban “papelitos”. Había uno que tenía un dibujo que parecía un corazón, cuyo texto decía “solo pienso en ti”. Otro que también estaba enamorado de la Gata era Raúl Vargas Rojas, quien era más extrovertido que los demás. Siempre estaba atento con ella, le hizo varios regalos y tuvo el valor de declararle su amor, pero la Gata lo rechazó. Sufrió un gran dolor, sentía que una “llaga” se había abierto dentro de él. Tenía la esperanza de cerrarla un día con la misma persona causante de la “herida”. 34

Sin embargo, la Gata tenía un amor secreto, que en sus momentos de soledad y en silencio acariciaba ese sueño y no se atrevía a contárselo ni siquiera a su madre. Había alguien en su corazón, pero para ella era inalcanzable, imposible y además prohibido. Ese secreto era solo de ella, pero la estaba atormentando. Hasta que uno de esos días decidió contárselo a su mejor amiga: Inés. –Inés, quiero contarte algo, pero primero quiero que me jures que no se lo dirás a nadie –la amiga sorprendida solo atinó a jurar y la Gata continuó hablando. –Muchos de los chicos son guapos pero ninguno me interesa. El único que me importa, estoy segura, no me hará caso y encima dirá que estoy loca y hasta podría hacerme botar del colegio. –¿Pero de quién te has enamorado? y ¿por qué podría llegar a hacer eso? –sorprendida Inés, le pregunta. –Te lo diré. Pero jamás se lo digas a nadie. Estoy enamorada del profesor Neyra – respondió la Gata. Ante esta revelación, Inés quedó sorprendida, mientras su amiga continuaba hablando del mencionado profesor, con un extraño brillo en los ojos. Inés no entendía cómo y por qué la Gata se había enamorado del profesor de matemáticas. No era guapo, tampoco era alto, era más bien serio, tenía un trato paternal y era también inteligente. –Ahora entiendo por qué a ti que no te gusta las matemáticas, siempre le estás pidiendo que te enseñe Ruiz o Cortez. Y cómo lo miras al profe –decía Inés con una ligera sonrisa–. Pero no te preocupes, no se lo diré a nadie –reiteraba su promesa la amiga de la Gata. En ese instante la Gata le mostraba a Inés recortes de corazones y frases de amor que ella había pegado en forma escondida en su cuaderno de matemáticas. Una de ellas decía: “El amor no es fantasía, el amor es poesía y es por eso que te digo que yo te amaría, aunque tú no me quieras”. Había también poemas de amor escritos por ella. En una de esas estrofas se leía: La fuerza de mi amor resistirá a tu indiferencia Y aunque a veces me encuentren llorando enjugaré siempre mis lágrimas y sonreiré de saber que al menos tengo tu presencia nadie sabrá que por ti aún suspiro. Era un amor imposible. Pero la Gata vivía esa ilusión llevando con ella ese sentimiento agridulce, con la certeza de estar lejos del profesor y la inmensa angustia al estar a su lado. Desde entonces Inés se volvió en la confidente de sus secretos más íntimos. Pero Inés también tenía sus secretos y se los confió a la Gata contándole que estaba enamorada de José Campos, un alumno de quinto B, pero que éste no mostraba ningún interés en ella. –Campos, el de quinto B me gusta, es el chico de mis sueños pero creo que él está interesado en ti, solo tiene ojos para ti –decía Inés con un tono de desilusión.

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–Sabes que a mí no me interesa, así que por mí no te preocupes, amiga; ya veremos cómo te puedo ayudar –le respondía la Gata mientras seguían con la cháchara en el patio del colegio en pleno recreo. Estando ya en casa, la madre de la Gata, preocupada por su hija, siempre la estaba aconsejando: –Hijita, estudia. Tú tienes que ser alguien en la vida. No quiero que sufras. No te metas con los chicos, después ya tendrás tiempo para los enamorados. Ella quería un futuro prometedor para su hija. La vida había sido muy dura con ella. Cometió un error siendo colegiala al quedar embarazada precisamente de su hija la Gata. A partir de entonces todo cambió para ella. Su estado grávido la obligó a abandonar los estudios y se puso a trabajar en lo que pudo para mantener a su niña. No quería esa vida para su hija y de allí provenían sus constantes preocupaciones. Esperaba ansiosa el día en que su “niña” le dijera que quería ser doctora. Las clases continuaban como de costumbre. El profesor Leonardo Montoya de Historia Universal, conocido como “Mosquito”, tenía un defecto que no le permitía oír bien y por eso era el blanco de las bromas de los alumnos. Mientras revisaba las pruebas rodeado de sus pupilos, algunos de ellos dejaban escuchar unos cánticos desde atrás: –No me molestes Mosquito, no me molestes Mosquito… –canturreaban impunemente. Kilovatito era uno de los alumnos que no podía dejar de molestar y el profesor, más sordo que una tapia. En el salón podían burlarse de cualquiera de los profesores, menos del profesor de matemáticas, quien como siempre estaba llenando de números la pizarra. El tema principal de conversación entre los estudiantes en el salón de clase era la música, las fiestas, las películas, la televisión, artistas, ropa. La novedad se centraba en la llegada de los primeros televisores a colores que hasta entonces las imágenes solo podían verse en blanco y negro. Los alumnos estaban en constante búsqueda de nuevas experiencias y para muchos, una de sus mayores aspiraciones era fumarse un cigarrillo o tomarse una cerveza. Aunque algunos ya lo habían experimentado pero otros no. Varios alumnos ya tenían mayoría de edad y ya frecuentaban el prostíbulo “Tres Cabezas”. Algunos, para impresionar a sus compañeros, contaban sus “proezas” en ese burdel. Los más jóvenes, los que por su edad les estaba prohibido el ingreso al lugar o aquellos que no tenían recursos para pagar, eran quienes seguían con gran atención esos relatos en algún rincón del salón, a escondidas y de manera disimulada. El negro Arroyo, quien había logrado escabullirse e ingresar a Tres Cabezas, con aires de héroe relataba sus experiencias a sus compañeros: –Todas son buenazas, pero la negra Hilda es la mejor; tiene un cuerpazo, atiende bien y hay que ir temprano; aunque por más temprano que vayas siempre hay que hacer cola en su puerta, siempre hay otros esperando. Cuando a mí me tocó mi turno, yo entré y la agarré, la hice trizas, la … –verdad o mentira, Arroyo seguía contando sus hazañas a sus compañeros, quienes extasiados lo escuchaban atentamente, hasta que la repentina presencia de un profesor diluía el grupo y todos se iban a sus respectivas carpetas con la miel en los sentidos, esperando la siguiente ocasión para seguir escuchando el relato del Negro Arroyo. 36

Ese año, la nave Viking I de los Estados Unidos de Norteamérica realizaba el primer descenso en la superficie de Marte, enviando unas fotos espectaculares del planeta rojo, que se veía en la televisión y los periódicos. Se confirmaba que al menos en la superficie de ese planeta no había vida. A los escolares poco les importaba eso, pero para ellos sí era importante escuchar melodías como: Es el viento que te habla que acaricia tu corazón. Es el viento que te besa es el viento que soy yo. Eran las letras de una de las canciones del cantante español Nino Bravo, quien hace poco había fallecido a los veintiocho años de edad, en un aparatoso accidente automovilístico. También se comentaba del estreno de la película “El Padrino” que lograría ganar el Oscar. Ese día los amantes de la música criolla se aprestaban a celebrar el día de la canción criolla. Lucha Reyes, a quien los cultores y aficionados de esta música la habían bautizado como la “Morena de oro”, se había levantado a las seis de la mañana. Ella estaba consciente de que no le quedaba mucho tiempo de vida; ya había perdido la visión y la aquejaba un mal terminal. Esa mañana, al levantarse llamó a su compañero Ausberto Mendoza para decirle: “ Hoy día me vas a poner bien bonita, porque hoy es el día de la canción criolla. Me voy a poner ese vestido rojo, porque yo soy bien peruana, carajo”. Luego de vestirse se dirigía a un programa de música en vivo de una emisora a donde había sido invitada. En el trayecto fue donde la muerte sorprendió a la “Morena de oro” callando su voz para siempre. La gente adulta, sobre todo los bohemios, lo sentían profundamente, más aún cuando escuchaban su melodiosa voz, cantando: Cuando mi voz ya cansada por el tiempo le llegó su momento de decir adiós, cantando esta canción. En cada nota triste de esta mi canción habrá un recuerdo por mis años vividos y los aplausos que en algún momento me hicieron feliz perdonen si esta vez una lágrima se escapa. Será por la emoción de poderles cantar mi última canción. Era un fragmento de las letras del vals “Mi última canción” que se escuchaba con fuerza en las emisoras. Lucha Reyes lo había grabado poniéndole corazón a su voz, poco antes de morir, consciente de su mal y sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida. Al parecer los románticos estaban de mala racha. Fallecía también Pablo Neruda dejándonos sus versos inmortales como: Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado 37

y parece que un beso te cerrara la boca. Eran versos inolvidables. La Gata había recibido varios versos de Neruda, enviados mayormente por sus enamorados anónimos, muchos estudiantes se habían emocionado con “20 Poemas de amor y una canción desesperada”. Estaban escritos en sus cuadernos o eran enviados al amor imposible, que muchas veces fueron preludio de tórridos romances. A la salida del colegio los alumnos mayores siempre estaban a la expectativa para acompañar a la enamorada o a la chica pretendida con la ilusión de conquistarla. La Gata era una de las más asediadas, en especial por José Campos, un alumno del quinto B. Era el más grande de ese salón y eran pocos los que en el colegio se atreverían a enfrentarlo. A la salida del colegio Campos siempre estaba en el portón esperando a la Gata para acercarse y ofrecerse a acompañarla. La Gata siempre salía con su inseparable amiga Inés. Campos no era el único merodeando en el portón, muchas veces también estaban Vargas y otros alumnos, todos con la ilusión de conquistar a la Gata. Ese día fue Campos el más aventado en acercarse primero a la Gata apenas ella se apareció en el portón con Inés. –Hola Gatita ¿Te vas para tu casa? – preguntó Campos. –Hola, sí – respondió. –Ah, entonces te acompaño –dijo Campos. –Está bien. Y ¿no saludas a mi amiga? – lo increpó la Gata. –Oh, disculpa. Hola Inés. Aquí tengo un chocolate –Campos sacó un chocolate que tenía para la Gata pero no podía darle solo a ella, temía ganarse otro reproche; ante ello partió el chocolate en dos y se los dio a ambas. –Muchas gracias– dijo Inés emocionada. Mientras que la Gata le agradeció en un tono más bien frio. Caminaron varias cuadras hablando de las clases, de los profesores, de música, películas y otros pero Campos siempre estaba tratando de hablar con la Gata y ella se esforzaba por acercar a Inés con Campos. Pero sus esfuerzos eran vanos, el muchacho solo tenía ojos para la Gata. Hasta que se despidieron de Campos y ya estando a solas, la Gata e Inés se quedan conversando. –¿Quieres estar con Campos? –Claro que sí, pero ya viste que a él no le intereso; él quiere estar contigo. –Yo voy a hacer que él esté contigo. –Pero, ¿cómo? –Primero, vístete como yo; y si puedes córtate el pelo como yo. –Pero, ¿qué vas a hacer? –Dime, ¿quieres o no estar con Campos? –Claro que sí. –Entonces haz lo que te digo. Ambas amigas quedaron en seguir conversar al día siguiente en el colegio sobre el tema. Inés estaba muy entusiasma aunque no comprendía qué estaba tramando su amiga, pero estaba dispuesta a seguirla con tal de conquistar a Campos. 38

Al día siguiente, a la salida del colegio, como siempre estaba Campos. La Gata salía sola. José se sorprendió al verla sin la compañía de su amiga Inés y eso lo entusiasmó aún más; esta era la oportunidad de decirle algunas cosas que no podía cuando estaban las dos juntas. Rápidamente Campos se acercó a la Gata antes de que alguien se le adelantara. –Hola, Gatita. ¿Qué pasó? ¿Y tu amiga Inés? –Ella se ha quedado con una amiga. ¿La extrañas? –Nada que ver; es que siempre sales con ella, pues. ¿Te vas para tu casa? –Sí. ¿Me acompañas? Conversando se pusieron a caminar y Campos aprovechando la ocasión le hacía una invitación a la Gata para ir al cine. Ella se mostraba muy complaciente con el muchacho y esto a él lo entusiasmaba más, tanto así que estaba seguro de que ese era el día de suerte que tanto había esperado. Entonces la Gata le dice: – En vez de ir al cine ¿por qué mejor no vamos a la casa de mi tía Rosa, en el 21 de Abril? Me ha pedido que se lo cuide mañana sábado por que ella va a viajar. ¿Me acompañas? Campos no podía creer lo que estaba escuchando. Eso era demasiado. No se lo esperaba. Se emocionó y solo atinó a decir: –Está bien. De acuerdo. ¿A qué hora te busco? –Búscame mañana, a eso de las 7 de la noche, yo te estaré esperando allá –le dijo la Gata con una sonrisa. Y luego ambos se despidieron. De camino a su casa Campos sonreía muy ilusionado. Este había sido definitivamente un gran día, ¡el mejor! Ya pensaba qué decirle mañana a la Gata. Cuando llegó a su casa estaba tan feliz que todavía no salía de la sorpresa de la propuesta de la Gata. Estaba ansioso de que llegara el nuevo día. Esa noche reiteradamente soñó con ella. Al día siguiente, Campos arregló su mejor camisa, hasta se prestó el perfume de su hermano. A las 6 de la tarde estaba ansioso y ensayaba lo que iría a decirle a la Gata. Luego se encaminó hacia el barrio del 21 de Abril que por entonces no contaba todavía con el servicio de energía eléctrica ni en la calle ni en las casas. Tenía la dirección de la casa donde lo esperaba la Gata, aunque no sabía exactamente cuál era la casa, pero finalmente preguntando, llegó. Nervioso, tocó la puerta, muy temeroso de que su amiga no estuviera. Se sentía desolado en ese desconocido pasaje; ya había caído la tarde y todo estaba oscuro. Volvió a tocar y al momento se abrió la puerta y apareció la agradable figura de la Gata. –Hola, José. Qué puntual eres, pasa. –Hola, Gatita –dijo Campos al tiempo que ingresaba a la casa. El interior estaba oscuro y no se podía distinguir nada. La Gata cerró la puerta. –Vamos al fondo que allá está la sala –dijo la Gata, al tiempo que le tomaba de la mano para conducirlo hacia el ambiente mencionado. El muchacho, gratamente sorprendido por este trato, avanzaba muy ilusionado; se dejaba llevar por su amiga. No podía creer que esto le estuviera sucediendo; ni en sus mejores sueños lo hubiera conseguido. Los dos, tomados de la mano, avanzaron a tientas y finalmente se 39

sentaron sobre una superficie blanda: el sofá de la sala. Todo estaba prácticamente en completa oscuridad. Campos empezó a sudar frío porque, aparte de emocionado, estaba muy nervioso y hasta se olvidó el “rollo” que tenía preparado. La Gata seguía tomada de la mano de Campos. –Aquí no se ve nada. ¿No hay luz? –Preguntó el muchacho con una voz que delataba su nerviosismo. –Sabes que en este barrio no hay luz, tampoco mi tía dejó una vela o mechero. ¿Tienes miedo? –Preguntó la Gata con una voz suave y coquetona. –No, no tengo miedo –respondió tratando de sobreponerse a su nerviosismo. –Aquí no tenemos que hablar, solo cerrar los ojos y dejar que nuestros sentimientos hablen. Espérame un momentito, ya regreso. La Gata se levantó de improviso y simplemente desapareció. Campos se quedó solo y aprovechando la soledad quiso orientarse forzando la vista, pero todo era oscuro; entonces sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y solo pudo distinguir algunos bultos que él adivinaba como muebles de sala, una vitrina o biblioteca y otros enseres; pudo orientarse que hacia la derecha estaba la puerta de la calle por el rumor de voces lejanas de ocasionales transeúntes y hacia el fondo, al lado donde se dirigió la Gata tal vez habría una puerta que daba ingreso a otra habitación. Se tranquilizó y esperó. En realidad solo le quedaba esperar. Él estaba viviendo un sueño, la Gata le había tomado la mano y encima le habló de sentimientos. Su corazón estaba acelerado. Ella le había dicho que callara, pero qué podía decir si se había quedado sin palabras. A los pocos minutos sintió, por los pasos que escuchó, que alguien se acercaba. Ni siquiera de cerca se podía distinguir las facciones de otra persona, solo pudo sentir la presencia femenina que se acercó a él, se sentó a su lado y volvió a tomarle de las dos manos, al tiempo que acercó su rostro para finalmente ofrecerle sus labios y ambos terminaron besándose sin decir ni una palabra. Fue un beso tierno y terminó por convertirse en un largo y apasionado beso. Ella parecía ponerle el alma en ese beso y lo mismo hacia él. Eran de esos besos que solo se dan una vez en la vida; y luego se abrazaron fuertemente como si quisieran fundirse. Entonces se quedaron en silencio disfrutando el momento que parecía eterno. De pronto se abrió la puerta del fondo y alguien con una vela encendida parecía avanzar en dirección de ellos iluminando el ambiente. Campos se quedó paralizado, sorprendido y boquiabierto, porque él estaba seguro que en esa casa no había ninguna otra persona más, y sobre todo porque la persona que traía la vela era nada más y nada menos que ¡la Gata! Y entonces, ¿quien estaba en sus brazos? Era Inés. –No se preocupen por mí, ustedes pueden seguir –dijo la Gata estando cerca de la pareja–. Yo sé que ambos se aman y si un día se casan quiero ser la madrina –seguía hablando la Gata, con una sonrisa de satisfacción. Campos no sabía qué decir. El muchacho estaba más que confundido. Inés estaba con la cabeza gacha como si se sintiera culpable de algo. La Gata dejó la vela en una mesita que estaba por allí y dio media vuelta para retirarse. Entonces Inés, presa tal vez de remordimiento, se levantó y quiso retirarse junto con su amiga. 40

–No. Tú te quedas. Ustedes tienen mucho que hablar. José, ¿quieres que ella se quede? – preguntó la Gata. Campos estaba absorto y todavía no podía entender lo sucedido. Vino ilusionado por la Gata, había ansiado un beso de ella, sin embargo, con Inés sintió e hizo realidad todo lo que había soñado. Ya nada era igual después de ese beso. Había sentido una placentera emoción tan dentro de su corazón, atinando solo a decir: –Quédate, Inés. La Gata se retiró e Inés volvió a sentarse en silencio con la cabeza gacha; no sabía qué decir. Fue entonces cuando Campos la tomó de las manos y le dio otro beso, con el cual quedaba sellado aquel amor que nacía. La Gata había propiciado que Cupido afinara bien la puntería y diera en el blanco, a pesar de la oscuridad de la sala. Por otro lado, a Inés le sirvió el nuevo corte que estaba luciendo; y vestirse igual que la Gata, bien valió la pena.

CAPÍTULO X La sombra de la guerra Los principales medios de comunicación daban cuenta de la salida del ejército norteamericano de Vietnam luego de más de diez años de combates donde murieron un millón y medio de vietnamitas y cincuenta mil norteamericanos. Los americanos se retiraban derrotados pues nunca pudieron doblegar a los vietnamitas. En el Perú la selección de fútbol había logrado ganar la Copa América. Por esa fecha, en la frontera con Chile, la situación era tensa. En cualquier momento se podía desencadenar la guerra. El presidente peruano Juan Velasco Alvarado, conocido como “Juan sin miedo”, un nacionalista que dominaba el inglés y el francés, exigía a sus visitantes extranjeros que le hablaran en español –los idiomas extranjeros los hablo en el extranjero– decía Velasco que estaba dispuesto a librar la guerra con los chilenos. Con la debida anticipación el Perú se venía preparando y armando a su ejército en una carrera armamentista sin precedentes en la historia del país. El mayor proyecto del presidente peruano era invadir Chile. Quería celebrar el centenario de la guerra con Chile (1979) con Arica formando parte del territorio peruano. El Perú se había armado fuertemente, principalmente con las compras a la Unión Soviética, convirtiéndose en su mayor comprador de armas en el mundo. El Perú había llegado a tener la más poderosa fuerza aérea de Sudamérica y todo su sistema de pertrechos militares eran de última generación. Todo estaba listo para la invasión de las tropas peruanas a Chile. Los servicios de inteligencia de ese país daban cuenta que Perú secretamente había solicitado a Bolivia una alianza para iniciar conjuntamente un ataque a Chile. Ante ello, Pinochet propone al Gobierno de Bolivia una salida al mar con derechos soberanos por el norte de Arica, todo esto con la intención de romper la posible Alianza Peruano Boliviana. Los bolivianos aceptan y es así que Pinochet y Banzer suscriben el acuerdo de Charaña, restableciendo sus relaciones 41

diplomáticas después de trece años de estar interrumpidas. Sin embargo esto no detendría las intenciones de Juan Velasco. El diario francés "Le Monde" publicó una entrevista al presidente peruano, donde anunciaba por su propia declaración que la guerra era inminente. Poco después, la revista inglesa "The Economist" informaba de los movimientos de submarinos y transporte de cohetes rusos para iniciar la batalla. La revista alemana "Stern" con un reportaje anunciaba que Perú estaba a punto de invadir a Chile, y que la cantidad de armas que la Unión Soviética le había proporcionado al Perú, sólo era comparable a las que se habían enviado a Vietnam. Los diarios brasileños "O Estado" y el "Journal do Brasil" anunciaban que la guerra se venía encima. Los servicios de inteligencia chilenos advertían también que la guerra era inminente. Por ironías del destino, aquel muchachito que un día escapando de la pobreza de su natal Piura se subió al barco de bandera chilena “Imperial” para viajar de polizón en una de sus bodegas hasta llegar a Lima y, venciendo dificultades se inició en el ejército como soldado raso hasta llegar a ser general de división y presidente de la república, en ese momento estaba a punto de dar un duro golpe a Chile. Todas las operaciones y negociaciones se realizaban en absoluta reserva. El general Pinochet preocupado visitaba frecuentemente Arica, ordenando el traslado de todas sus fuerzas armadas hasta esa ciudad fronteriza. Fueron desplazados submarinos y anfibios esperando en Iquique la orden de avance. Sin embargo, Chile carecía de buenas armas y encima atravesaba por una crisis económica. Como muestra de ello, una cantidad de tanques en mal estado y que no podían desplazarse, debieron ser arrastrados desde Santiago hasta la línea defensiva, para ser utilizados como cañones estáticos. Tanta era su carencia que los obligó a producir un proyectil para tanques tallado en madera, para usarlo en los entrenamientos y de ese modo no desperdiciar los proyectiles reales. En cambio, los peruanos estaban armados hasta los dientes. El panorama era sombrío para los chilenos. Los servicios de inteligencia peruano detectan reuniones secretas de altos representantes de Chile y Estados Unidos, posteriormente el presidente chileno y el canciller norteamericano Henry Kissinger se reúnen secretamente. En dicha reunión, Pinochet le hace ver a Kissinger que los intereses norteamericanos correrían peligro en una eventual invasión peruana a Chile. Enterado de esto el presidente estadounidense, ordena la intervención de la CIA y se incrementa el apoyo militar norteamericano a Chile. En la frontera se vivía momentos de gran tensión. Los servicios de inteligencia chilena detectaron el avance de las tropas peruanas desde Arequipa hasta Tacna, concentrándose a escasos kilómetros de la frontera. Rápidamente, Pinochet ordenó construir obras especiales destinadas a obstaculizar el paso de los tanques peruanos. Estos son los camellones y tetrápodos que aún existen cerca de la frontera, junto a las minas que ahora están siendo retiradas. En la frontera la tensión iba en aumento. Cualquier chispazo, incluso un malentendido, podía desencadenar la guerra. Los chilenos sabían de sus limitaciones. En un momento dado, radares chilenos detectaron la presencia de dos submarinos peruanos en aguas chilenas, pero no actuaron, no querían ser ellos los iniciadores de la guerra. Esperaban un ataque para responder. Allí pudo desatarse la confrontación. Los peruanos contaban con cincuenta y cuatro mil soldados listos para la invasión. Era una fuerza poderosa y los chilenos lo sabían. 42

Desesperadamente el gobierno chileno trataba de armarse rápidamente, endeudándose para ello, pero estaban lejos de igualar el poderío militar peruano en poco tiempo. Los generales chilenos cifraban sus posibles esperanzas en una guerra larga, que según ellos, el Perú no tendría la capacidad de resistirla. Cerca de veinte mil minas fueron colocadas a lo largo de la frontera, y miles de metros cúbicos de tierra fueron removidos con maquinaria pesada para establecer trincheras y puestos de defensa. Se colocaron, además, bloques de cemento para cerrar el posible paso de los tanques invasores. Miles de filosos arpones de acero fueron plantados en lugares estratégicos donde los paracaidistas peruanos podrían descender. Los servicios de inteligencia chilena calculaban que podrían ser más de cinco mil comandos. Washington, a través de la CIA y de todos sus medios trataba de dilatar y obstaculizar el ataque a Chile. El gobierno peruano secretamente hacía todas las coordinaciones para lanzar la invasión. En uno de los cuarteles de Lima, donde el hermano de Juan Cortez cumplía su servicio militar obligatorio, una mañana como todos los días, a golpe de toque de trompeta, se ponían de pie los reclutas del fortín para después salir al patio para la formación. Minutos después de los ejercicios respectivos, el sargento ordenaba que todos pasen a tomar desayuno. Los soldados como siempre, se dirigieron al comedor, mientras tomaban desayuno el sargento recibió una llamada urgente de sus superiores. Presuroso salió del lugar para regresar a los pocos minutos. Inmediatamente ordenó a toda la tropa a formarse en el patio. Estando ya todos en formación el sargento les comunicó a los soldados que iban a salir en una misión importante, por tanto tenían que llevar sus armamentos de reglamento y todos sus pertrechos de guerra. Los reclutas se dirigieron a la armería a tomar sus armas y todos los pertrechos necesarios para después retornar al patio y tomar su lugar. En ese momento hizo su aparición toda la plana de oficiales del cuartel con sus respectivos equipos de campaña, poniéndose al frente de sus respectivos batallones. Los carros portatropas hicieron su aparición y por orden superior todos subieron a los vehículos. Los reclutas estaban desconcertados. No sabían a dónde se dirigían. Era extraño, pues por lo general, siempre se les comunicaba las actividades que iban a realizar. Los soldados presumían que marchaban a un entrenamiento de rutina. El convoy de portatropas avanzaba en dirección al puerto del Callao para de allí dirigirse a la base naval. Ante eso los soldados se imaginaron que se trataba de algún simulacro. Luego de llegar a la base naval de la Marina de Guerra, vieron que una gran cantidad de personal de tropa de otros cuarteles estaba siendo embarcado en diversos buques de guerra. A su turno ellos también recibieron la orden de subir a un buque de la armada. Ese día se embarcaron un aproximado de cinco mil hombres. En un momento dado, altos jefes del barco de guerra ordenaron levar anclas y zarpar. Las embarcaciones se dirigían al sur. Media hora después del zarpe, apareció un coronel del ejército dirigiéndose a la tropa. –Soldados: hoy es el día que tanto había esperado la patria. Un triunfo en el sur nos espera, los Dioses y los Apus están con nosotros–. La voz del oficial era firme y con clara entonación, vibrante emoción y férrea decisión, continuó con su arenga.

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–Reciban ustedes el saludo y el encargo de nuestro presidente el general Juan Velasco Alvarado, todos juntos vamos a invadir Chile hasta llegar a Santiago. Arica volverá a ser del Perú ¡carajo! En ese momento los soldados palidecieron. Los estaban llevando a la guerra. Sí, ellos se habían entrenado para la guerra, pero la mayoría no tenía ni la remota idea de entrar a una guerra. Temores y miles de pensamientos se cruzaron en ese instante en las mentes de los tripulantes, mientras la nave continuaba surcando las aguas del Océano Pacífico avanzando hacia el sur. Una vez que el oficial se hubo retirado, los reclutas hacían un sinnúmero de comentarios. Nadie había comunicado nada a sus familiares, no se habían despedido de nadie. El viaje continuaba. Solo las aguas del mar podían divisarse. Dos horas después sucedió algo extraño. Para sorpresa de todos, la embarcación empezó a virar en ciento ochenta grados. En un momento se pensó en la inminencia de un ataque por parte de los chilenos. Ahora el barco estaba desplazándose hacia al norte. Parecía que retornaba a Lima. A los pocos minutos, por los altavoces del barco se comunicaba que la operación de invasión se había suspendido momentáneamente y estaban de retorno a sus cuarteles. Esa noticia les volvía el alma al cuerpo a muchos soldados. Por dentro sentían una inmensa alegría pero no podían exteriorizarlo por el hecho que junto a ellos estaban sus jefes. No se sabía por qué se había suspendido la invasión a Chile. Las sonrisas volvieron a los rostros de los jóvenes reclutas. Estaban regresando a casa. La principal razón por la que no se invadía Chile fue el agravamiento de la salud del General Velasco Alvarado en momentos claves; se decía que uno de sus generales de confianza le había disparado un balazo. El presidente peruano estuvo al borde de la muerte. Le amputaron la pierna y esto postergó los planes. Juan Velasco Alvarado, postrado, dirigía el país desde una silla de ruedas. A pesar de ello, cuando parecía que ya nada detendría el ataque del ejército peruano, el general Morales Bermúdez, hombre de confianza de Velasco y jefe del Estado Mayor, en esas circunstancias da un golpe de estado en Tacna proclamándose Presidente del Perú. Con ello terminaban los temores de los chilenos. El general Juan Velasco Alvarado jamás llegó a dar la orden de invasión. El país del sur no habría podido resistir la ofensiva del ejército peruano que se había preparado por muchos años con ese objetivo. Cuando la tensión aún era latente en la frontera sur, en Chimbote, en el colegio, el profesor Jorge Franco del curso de Historia, disertaba ante sus alumnos acerca de la Guerra del Pacífico. –En la guerra con Chile, el año 1879, cuando Bolognesi y Grau cayeron, el Perú quedó indefenso en manos de los chilenos, quienes cometieron muchas barbaridades y abusos con los peruanos. Emocionado el profesor continuó con su explicación. –Así fue que tres barcos de la Armada Chilena llegaron al puerto de Chimbote, con un contingente de dos mil soldados al mando del Capitán Patricio Lynch–. El profesor hablaba de la verdadera historia que no figuraba en los libros oficiales. A la Gata le gustaba el curso de historia. Sorprendida por lo que estaba escuchado, levanta la mano y pregunta al profesor. 44

–¿Por qué a la calle que está cerca al mercado Modelo le llaman la Cuesta de Chile? – –Luego de desembarcar, el ejército chileno instaló su cuartel general en ese lugar – respondió el maestro. Y continuó con el tema de la guerra explicando que luego de instalarse, los chilenos enviaron un contingente hacia la hacienda “Palo Seco” que estaba ubicado en el valle de Santa y que era propiedad de Don Dionisio Derteano. Al llegar al lugar se sorprendieron de lo que encontraron allí. Ese era el mejor ingenio azucarero de Sudamérica. Un chileno escribió una nota de lo que había visto. Dicha nota apareció publicada después en el diario “El Ferrocarril” de Santiago. Textualmente decía: “La Hacienda de Palo Seco es muy extensa y rica. Posee grandes potreros de caña de azúcar, alfalfales, arroz, etc. y una gran cantidad de ganado vacuno y equino, algunos de ellos de pura sangre. Los cuerpos de sus edificios son magníficos y el del frente, de más de una cuadra de extensión y de cinco pisos, está ocupada por la maquinaria de elaboración de azúcar, que es una de las mejores de Sudamérica, toda de rico acero y cobre. Elabora quinientos quintales diarios de azúcar y su valor se calcula en tres millones de pesos. El edificio de las máquinas posee cuatro torreones de defensa y una torre central con un reloj de cuatro esferas. Encima del reloj existía la siguiente inscripción: „Hacienda El Puente, propiedad del Señor Don Dionisio Derteano. Se colocó la primera piedra de esta obra el 5 de agosto de 1874 y se inauguró el 9 de febrero de 1876. Hizo los planos y dirigió su ejecución el señor don James P. Cahill, ingeniero y arquitecto y su superintendencia estuvo a cargo del señor don Enrique Pincel‟. Las casas son cómodas, lujosas y de arquitectura moderna como todos los otros edificios. El cuerpo de edificios de la derecha está ocupado por las máquinas de destilación, una cárcel para los chinos, las bodegas y el gasómetro, contando también con cinco máquinas (locomotoras)”. El profesor Franco continuando con su exposición, daba a conocer que el capitán Lynch impuso a las haciendas de “El Puente” y “Palo seco”, una contribución de cien mil pesos, dirigiéndose al señor Dionisio Derteano con el siguiente mensaje: “Con arreglo a las instrucciones que he recibido de mi gobierno, impongo a su ingenio de „Palo seco‟, una contribución de guerra de cien mil pesos en plata o especies que valgan esa suma. Si no concreta usted el pago correspondiente, tendré el dolor de arrasar completamente su ingenio. Puede usted indicar los medios de pagar la mencionada contribución de guerra.- firmado: Jefe de la División del Ejército Chileno en Chimbote”. Dicho esto se le daba un plazo de tres días para pagarlo. Al no poder efectivizarse el pago nada detuvo a Lynch en su obra de exterminio y destrucción. Dio la orden de incendiar, destruir y saquear. Los soldados salvajemente volaron con dinamita las maquinarias, incendiaron los cañaverales y los elegantes edificios; talaron los árboles frutales y recogieron un gran botín de objetos y muebles de mucho valor; era un espantoso espectáculo ver cómo tantas riquezas acumuladas con el trabajo de muchos años eran convertidas en un montón de escombros. Las pérdidas se calcularon en más de dos millones y medio de soles de plata. El Perú perdía una importante fuente de riqueza agrícola, quedando arruinado Don Dionisio Derteano. Seguidamente Lynch destruyó parte del ferrocarril Chimbote–Huallanca, llevándose a Chile todos los implementos que estaban en el almacén, incluido gran cantidad de rieles que habían 45

llegado para ampliar y mantener la línea férrea. Al año siguiente Don Dionisio Derteano se enlistó en el ejército y luchó junto a sus hijos en la batalla de Miraflores muriendo en combate, defendiendo a la Patria. En su honor, una de las calles de Chimbote lleva el nombre de Dionisio Derteano en homenaje a este patriota, concluía el profesor. Los alumnos estaban sorprendidos con aquella historia que no figuraba en sus libros.

CAPÍTULO XI Cuestión de Honor Fuera de las aulas la vida continuaba. En la ciudad de Chimbote la pesca había disminuido, pero seguía siendo la principal actividad económica. Las numerosas cantinas que existían era para muchos, el refugio ideal para ahogar las penas. Las melodías sentimentales seguían siendo las preferidas: Me encuentro con los nervios destrozados y llorando sin remedio como un loco atormentado por la ingrata que se fue. Mozo sírvame en la copa rota quiero sangrar gota a gota el veneno de su amor. Era una de las canciones que más se escuchaba por las radiolas de los bares entre vasos repletos de cerveza y el humo de los cigarrillos. Las letras de las canciones parecían tocar las fibras más sensibles del corazón de los parroquianos presentes. Unos cerraban los ojos con gestos desesperados como queriendo masticar sus penas; otros en cambio no dudaban en cantar con voces destempladas, recordando tal vez el dolor causado por amores que se fueron. Sin embargo eran también el preludio de peleas entre los parroquianos presentes cuando el alcohol hacía aflorar el recuerdo de algunas traiciones entre ellos y entonces había que “limpiar” el honor. Era una época romántica donde todas las canciones hablan de amores y desamores. Los Pasteles Verdes eran los músicos que emergían del puerto de Chimbote y empezaban a “sonar” con gran fuerza en todo el Perú. El rock y la salsa se disputaban las preferencias de los jóvenes y la cumbia también tenía mucha presencia, estando en vigencia los inolvidables Rumbaney al ritmo de: A Chimbote, tierra bella hoy te canto para ti 46

Primer Puerto Pesquero del Mundo y tu bahía sin igual. En música los Rumbaney en vóley la selección en fútbol el José Gálvez José Gálvez es campeón. En el colegio, entre los estudios, el bullicio y alboroto, el salón de quinto estaba preocupado por su viaje de promoción. Las mujeres eran las más entusiastas, en cambio los hombres se mostraban completamente despreocupados y poco o nada hacían por ayudar a reunir fondos. La Gata era una de las alumnas más contentas, había vendido tantas rifas, mucho más que cualquiera de sus compañeras y se sentía con derecho a tener voz y voto a la hora de elegir el lugar para el viaje de promoción. Andrés Beltrán, aquel primarioso que desde siempre no le gustaba los juegos rudos, todo delicado y aniñado, ahora ya de adolescente dejaba notar en él sus inclinaciones homosexuales. Hacía esfuerzos por disimularlos pero todo el salón y también todo el colegio lo sabían. El Director fue el último en enterarse. Para los compañeros de Andrés eso no tenía nada de raro ni especial porque se habían acostumbrado a convivir con él. Habían crecido juntos y por el hecho de haberse visto diariamente no notaron el lento y paulatino cambio. Cuando el director se enteró, escandalizado mandó llamar a los padres de Beltrán que pertenecían a una familia “honorable” y acomodada y tuvieron que llegar a un acuerdo fijándole reglas de conducta que Andrés tendría que respetar para no ser expulsado del colegio. Una de las reglas era que Andy no se “metería” con ningún alumno del colegio. En realidad nunca se había “metido” con sus compañeros del aula o, al menos nada se sabía ni se comentaba de eso en el salón. Para entonces Andy ya empezaba a comportarse abiertamente como un gay, emulando a las mujeres. Después de todo, era el único que se interesaba en ayudar a las chicas a reunir fondos para la promoción, siempre estaba coordinando con la Gata. El curso de inglés era el “fuerte”‟ de Andy y se “pulía” al pronunciar cada palabra en inglés. Allí daba rienda suelta a sus gestos amanerados; era el mejor alumno del curso de inglés. Muy aparte, las riñas o peleas entre los alumnos eran frecuentes. En una ocasión, en pleno recreo se generó un pleito entre dos estudiantes. Los alumnos que se encontraban en el patio se acercaron para ver la pelea formándose un tumulto. No todas las mujeres, incluido la Gata, eran de acercarse a ver estas peleas. Por su lado, Chito y Godo que estaban cerca del lugar de la gresca, no se movían ni se interesaban de la pelea, ellos seguían observando un lapicero nuevo que había traído Chito, sin mostrarse en lo mínimo interesados por lo que estaba sucediendo en el patio. Terminada la pelea, los alumnos se dispersaron y algunos pasaron por el sitio donde se encontraba la pareja de amigos y sin ningún disimulo le lanzaron una indirecta bien directa señalándolos con la vista, diciendo: –¡Estos son unos maricones, nunca pelean! –¡Sí, parecen hembritas, se corren de los golpes! –asintió el otro. 47

El recreo continuaba y minutos después, se escuchó la fuerte discusión de dos alumnos que intercambiaban insultos subidos de tono, se estaban mentando a la madre y de pronto empezó un conato de pelea que inmediatamente pasó a la agresión física, dándose de patadas ambos. En pocos segundos se aglomeraron los alumnos para ver quiénes estaban peleándose esta vez y al verlos no podían creer lo que estaban viendo: Godo y Chito agarrándose a puntapiés; y nadie sabía el motivo. Ambos se detuvieron y mientras se insultaban, la “chocaron” para la salida. Allí la palabra se honraba y de hecho que a la salida ambos se trompearían. El recreo estaba ya por terminar y unos a otros se pasaban la voz de que a la salida habría una pelea. Todo el colegio ya estaba enterado. En el salón, ambos contendientes que se sentaban juntos, en esa ocasión ni se miraban. El comentario en el aula era quien iría a ganar. Godo era más grande y fuerte, pero Chito era listo y calculador, es decir, era bien “mosca”. Finalmente llegó la tan esperada hora de la salida. Los alumnos salieron del colegio pero la mayoría no se retiraba a sus casas. Esperaron cerca del portón de salida para asistir a la pelea entre Chito y Godo. Allí, el honor se respetaba. En unos minutos más hacían su aparición los contrincantes por separado, cada uno acompañado por un grupo de estudiantes. Salieron y se encaminaron al pampón que estaba a tres cuadras de allí, lugar donde siempre se llevaba a cabo este tipo de contiendas lejos de la vista del auxiliar, de los profesores y de los vecinos. Mientras avanzaban, los grupos que acompañaban a los contendientes se hacían cada vez más grandes. Cada rival tenía a su costado a su respectivo “entrenador” que era generalmente un alumno mayor que fungían de instructor y que providencialmente “aparecía”, voluntariosamente para dar las indicaciones. –Chito, no te acerques mucho, mete los golpes de lejos. Cuando él meta puño, esquívalo y métele un puñete en el estómago –decía uno de los “entrenadores” mientras caminaban. –Godo, tú tienes que “pescarlo” y golpearlo cuando lo agarres –decía el otro “entrenador “del grupo de Godo. Todo estaba listo en el pampón, y los alumnos impacientes de que inicie la pelea formaron un ruedo para la contienda. Los “peleadores callejeros” ya estaban frente a frente. Los grandes y buenos amigos estaban a punto de trenzarse a golpes. Aquí, aparte de los moretones y ojos negros, y las pateaduras y los trompones que los dejaría medio abollados a estos rivales, lo que quedaría completamente maltrecha sería la gran amistad que unía a estos dos “examigos”. Pero todos vieron que ya no había lugar para ningún tipo de consideraciones entre ellos. Ambos se miraron uno al otro, avanzaron lentamente al centro, estando cerca apretaron los puños, se movieron lentamente a los costados estudiando sus respectivos movimientos. Hicieron juego de piernas como alguna vez habían visto hacer a los boxeadores en el cine. La expectativa estaba en su punto máximo. Sus acompañantes junto con sus “entrenadores” los alentaban ovacionándolos a cada uno. Estando ya muy cerca los dos contrincantes y cuando parecía irreversible que lanzarían sus puños uno contra el otro, se confundieron en un abrazo, y así abrazados comenzaron a caminar como queriendo salir del ruedo. Ante el asombro de todos, ambos amigos sonreían mientras caminaban abrazados. Los espectadores no salían de su asombro ante lo que estaban viendo. Habían venido a ver una pelea y los rivales se iban abrazados. Lograron salir del ruedo por el lado donde se encontraban los alumnos más 48

pequeños. En ese momento un grupo de alumnos que había logrado recuperarse del asombro y sintiéndose estafado, empezó a insultarlos y a tirarles pequeñas piedrecitas que por allí recogieron. Godo y Chito aceleraron el paso riéndose, mientras que los otros se quedaron con los crespos hechos y sin ver la pelea, no quedándoles otra que seguir con los insultos. Después cada quien a su casa comentando el hecho. Seguramente la “pelea” habría sido tramada por Chito por la ofensa del grupo de estudiantes mientras observaban su lapicero nuevo. A su vez, entre risas y bromas, los “peleadores” comentaban lo sucedido. Se la habían “hecho” a todo el colegio. Hasta que llegaron al paradero y Chito y Godo tomaron sus respectivos carros y se fueron, saboreando aún lo ocurrido. CAPÍTULO XII Una excursión inolvidable Era primavera y el profesor de inglés en su clase dejaba una insólita tarea para el curso. Había pedido a los alumnos que asistan al fórum debate sobre realidad nacional que se iba a realizar en un auditorio de la localidad. Había pedido también presentar un resumen del mismo. El evento duraría dos noches. A ninguno de los alumnos le interesaba ese tipo de actividades, pero por obligación tenían que ir y no solo a sentarse sino a tomar atención toda vez que tenían que presentar un informe escrito. Estaba en juego la nota. Cuando el certamen empezó, los demás asistentes vieron con sorpresa la presencia de escolares en el evento, quienes además seguían con atención el desarrollo de la exposición tomando apuntes. Uno a uno los ponentes hacían su disertación. Eran expositores de gran nivel. Para los colegiales, lo que allí escuchaban era algo totalmente nuevo. Vivían en el Perú pero la descripción que se hacía del país, especialmente del Perú profundo no lo sabían; Rodolfo Ruiz y Julio Leytón eran quienes seguían con mayor atención e interés la charla. Se hablaba de derecha e izquierda, de la pobreza extrema, de las potencialidades del país, de la discriminación, del centralismo, de la dictadura, de la democracia y tantos aspectos de la realidad del país de entonces. La Gata también estaba entre los asistentes y a pesar que escuchaba atentamente y en silencio no entendía mucho. Pero lo poco que allí escuchaba le era tan familiar pues era la viva misma del puerto. Más de uno de los presentes miraban a la Gata con ojos hasta pecaminosos impactados por su belleza. De los escolares que habían asistido, unos habían entendido más que otros. Además aprendieron muchas palabras nuevas. A partir de allí, muchos jóvenes que concurrieron al evento empezaron a interesarse y conocer el Perú que desconocían a pesar de vivir en esta tierra. Oportunamente todos habían entregaron sus trabajos escritos y calificados con notas aprobatorias. Desde entonces Ruiz y Leytón, por separado, se interesaron en la problemática del país. La fecha de los exámenes se aproximaba. Como siempre, la preocupación entre los alumnos recién empezaba a esas alturas. La mayoría se esforzaba por estudiar, se prestaban cuadernos entre ellos y trataban de ayudarse mutuamente. Para entonces había un sitio vacío. Sara Balta Ortiz se había quedado sola porque su compañera de carpeta dejó de asistir a clases. 49

Pilar Ortega no volvería más al colegio, pues había quedado embarazada de un estudiante universitario llamado Carlos Díaz, y según ella, estaba muy enamorada. Ambos estaban dispuestos a salir adelante. Como en las telenovelas los dos empezaron a vivir juntos y con ello empezaron los problemas. Nació el niño y su relación fue de mal en peor. La vida real no es como la ficción de las películas. Del amor que se juraron, solo quedó el niño. Ante los problemas, Carlos se fue, dejando a Pilar abandonada quien lloraba muy arrepentida de su mal paso. Pero ya era demasiado tarde. No le quedó otra cosa que volver a su casa y pedir perdón a sus padres. Su hogar era humilde y el niño era una carga más. Pilar trabajaba en lo que podía para mantener a su hijo. Cuando veía a los escolares en las calles, le invadía la nostalgia y el arrepentimiento. Su vida se truncó para siempre. De todo lo que le pasó, poco o nada sabían sus compañeros y profesores. Rodolfo Ruiz seguía siendo el más estudioso. Tenía las mejores calificaciones entre todos los alumnos, habiendo representado en muchas oportunidades al colegio, ganando varios concursos. Chito como siempre, incumplido con sus tareas, apelaba al trueque de sus conocimientos de matemáticas para aprobar los otros cursos. Finalmente, llegó el día de los exámenes. Los alumnos de quinto A, ansiosos esperaban el inicio de las pruebas. La Gata, inquieta, conversaba con sus amigas y en especial, como en todos los exámenes, le hablaba a Cortez en un tono dulce que dejaba embelesado al muchacho y ella sabía que con eso, él le pasaría las respuestas del examen sin ni siquiera pedírselos. El alumno Torres a quien todos conocían como el “Hermano” por su religiosidad, siempre oraba antes de las pruebas e instaba a sus compañeros a hacer lo que él. –Cuando tengan problemas o necesiten algo, pídanselo al “Flaco”, pero de corazón. El “Flaco” murió en la cruz por todos nosotros. Lean la Biblia –era la constante prédica del “Hermano” Torres. Por otro lado, eran constantes las discusiones entre Flores y Torres. Uno era evangélico y el otro profundamente católico y con intenciones de ser sacerdote en el futuro. El mayor punto en conflicto eran los santos de la iglesia católica. Los estudiantes habían logrado desarrollar sofisticadas “técnicas” para plagiar; por ejemplo, copiaban las fórmulas en papel que solo se veían a contraluz. Las respuestas se escribían en la mano y hasta en las piernas, solo bastaba levantar un poco la falda para encontrar las respuestas del examen. Y no faltaban los clásicos acordeones o los infaltables “testamentos”. Ese año el colegio había salido campeón en fútbol en gran medida gracias al “Negro” Arroyo, quien siempre recibía una “ayudadita” de parte de los profesores a la hora de calificar las pruebas. No pasó mucho tiempo hasta que llegó la época de las excursiones en los colegios. Los estudiantes del salón de la Gata, por mayoría decidieron ir a Huaraz, pero también las mujeres estaban decididas a dejar de lado a todos los varones porque los fondos recaudados eran insuficientes para cubrir los pasajes y viáticos de todos los alumnos. Simplemente, los varones no habían aportado nada para la excursión. Dicho y hecho, solo las alumnas irían a Huaraz. Los 50

varones protestaron más en son de broma, que como protesta justificada porque sabían que habían contribuido con nada para reunir los fondos. De dientes para afuera vociferaban no estar interesados en el viaje; eso decían, pero en el fondo les hubiera gustado ir. Pero Andy, por el hecho de haber ayudado a las chicas en todas las actividades pro excursión, le correspondía ir con ellas a Huaraz, sin embargo se unió a los muchachos y decidió no reclamar. Todo estaba decidido. Las chicas saldrían de excursión un viernes con dirección a Huaraz, pero los muchachos se quedaban obligados a asistir a clases. La Gata muy feliz se preparaba para el viaje. Uno de esos días, el director llamó a una reunión a todo el plantel de profesores para ver el caso de los estudiantes varones de quinto A que no iban a ir a ninguna parte de excursión. Entre ellos dialogaron y reconocieron que ese salón era “especial” porque allí estaba Rodolfo Ruiz, el mejor alumno del colegio. También estaba el “Negro” Arroyo que gracias a él llegaron a ser campeones de fútbol. Otra era la Gata considerada la alumna más bonita del colegio y por qué no, de toda la ciudad, aunque ella sí iba de excursión. Habían también otros alumnos rescatables, aparte de las “joyitas”. Se conmovieron y entonces decidieron ayudar a estos “pobres” alumnos. Hicieron un aporte voluntario con la intención de conseguirles un vehículo para un paseo a un lugar cercano, al menos por un día. Se comunicaron con los padres de Beltrán para solicitarle su apoyo y finalmente se logró conseguir lo mínimo necesario para el paseo. Esto fue comunicado a los alumnos, solicitándoles a ellos un pequeño aporte. Los estudiantes aceptaron y decidieron visitar el castillo de Chancay. En ese grupo también estaba Andy que prefirió ir con los muchachos. Finalmente llegó el esperado día del viaje. Los padres de las chicas estaban en la plaza de armas verificando que todo esté bien para después despedirse de sus hijas. Las jóvenes abordaron un moderno y confortable ómnibus de una conocida empresa de transportes turístico y partieron hacia la ciudad de Huaraz, en una excursión que duraría más de tres días. La Gata, muy feliz en el momento que el vehículo empezaba a avanzar, sacando la mano por la ventana se despedía de su madre, mientras ella parecía secarse una lágrima. Los varones también vieron la partida de las chicas en su confortable ómnibus rumbo a la sierra y las despidieron deseándoles buen viaje a lo que las felices chicas respondieron también con las manos en señal de agradecimiento. Los muchachos se habían congregado allí, no tanto porque habían venido a despedir a las chicas, sino porque para ellos era también el punto de partida. No habían muchos padres de familia y sin más, los alumnos empezaron a abordar un ómnibus algo destartalado que tomó rumbo hacia el sur, en dirección al Castillo de Chancay, en un paseo de un día. Los alumnos de quinto A salieron con destinos diferentes. Todas las chicas tenían de tutora a la profesora Rodríguez y los muchachos, aunque no fueron todos, con el profesor Mendoza como tutor. Durante el trayecto, en el vehículo de las alumnas todo era alegría. Risas, bromas y comentarios de lo que veían al paso. En cambio, en el ómnibus de los varones estaban más bien callados, aunque cada cierto tiempo explotaban las carcajadas por las bromas pesadas que se hacían; de lo que veían no existía mayor comentario pues casi todos habían viajado a Lima y conocían la ruta. En pleno trayecto, cerca del medio día y más allá de Huarmey, Andrés 51

Beltrán, Andy, que estaba sentado en uno de los asientos del medio se levantó y sacó unos sándwiches que había mandado preparar para todo el grupo, incluido el profesor y el chofer. Todos recibieron su sándwich. Seguidamente pasó a distribuir un vaso de gaseosa. Todos felices, todos contentos. Al profesor le había alcanzado doble sándwich; eso sería, después de todo, el almuerzo de los muchachos. Por su lado las muchachas en ese momento se habían detenido en un restaurant de la ruta a Huaraz y se aprestaban a almorzar. Todos los platos eran a la carta y todas hacían sus pedidos. La Gata había pedido un plato de chicharrón y lo compartía con su amiga Inés que había pedido un plato de cuy; en la mesa había varias botellas de gaseosa para todas, y entre risas y bromas, con mucha alegría terminaban de almorzar. Mientras el bus de los muchachos avanzaba, apenas uno que otro comentario se alcanzaba a escuchar. Al rato, Andy se levanta de su asiento y se acerca al profesor que estaba al fondo del carro con unos cigarrillos en la mano diciendo: –Profe, sírvase, son importados. –¿Qué? eso no, está prohibido –respondió el profesor. –Pero, Profe, ya nos vamos del colegio y ya somos grandes –insistió Andrés. Luego, las súplicas y explicaciones de Beltrán, terminó por convencerlo. –¡Bueno, está bien, pero les permito solo un cigarrillo! –dijo el profesor, recibiendo una cajetilla de cigarrillos. Andrés empezó otra vez con el reparto. Esta vez, cigarrillos para todos. Iba entregando un cigarrillo a cada uno hasta que llegó al asiento de Chito, y le dijo con tono amanerado: –¡Para ti, no hay cigarrillos. Eres todavía un niño! –¿Cual niño! ¡Trae eso para acá! ¡Yo ya tengo dos hijos! –protestó Chito, arrebatándole el cigarro de las manos de Andrés, provocando la hilaridad de todos los estudiantes. Obviamente era una broma, aunque en realidad, Chito recién había cumplido quince años y por cierto era el menor de todos. El viaje continuó con el ómnibus repleto del humo de los cigarrillos. Cada quien fumó incluso más de un cigarrillo. El “Hermano” Torres como siempre, aguafiestas: –Hermanos, no fumen, es malo para la salud y es pecado –decía tímidamente. La respuesta que obtenía era una “lluvia” de cáscaras de naranjas, puchos de cigarro y abundante humo. El vehículo continuaba su marcha y dos horas después tuvo que hacer un alto en medio del arenal para que los ocupantes pudieran hacer sus necesidades. Uno tras otro descendían alejándose del ómnibus. Kilovatito, Tronco, Chito, Arroyo, Leytón, Payrazamán y otros tramaban algo cuchicheando al oído. Luego, un grupo avanza por delante de Andrés y el otro grupo se queda atrás. Andy, que estaba parado observando hacia dónde ir, avanza a cierta distancia detrás del grupo de adelante. El grupo que quedaba avanzó tras Andrés. De pronto se escucha un silbido. Andy había empezado a miccionar y el grupo de adelante voltea y camina en dirección de Andrés. Éste, al darse cuenta de las intenciones del grupo, continúa orinando y se voltea para no ser visto y se encuentra con el segundo grupo que avanzaba tras él. –¡Oh mira! ¡Sí tenía! –dijo Kilovatito, ante la risa de todos que observaban con curiosidad cómo Andrés hacía pis. 52

La mayoría de los muchachos hicieron chacota por la “novedad” en torno de Andy y cada quien hacía comentarios de la celada tendida. Entre bromas y risas retornaron al bus. Finalmente llegaron a su destino. Descendieron. El profesor dio algunas indicaciones y en grupos paseaban por el castillo de Chancay; después almorzaron. Llegada la tarde, emprendieron el retorno hacia Chimbote y en el trayecto se detuvieron en Huaura. Todos compraron al menos una botella del típico licor, la guinda. Algo querían llevar a sus casas. Andrés compró más de una caja. Minutos después reiniciaron el viaje. Mientras viajaban, algunos alumnos tomaban un sorbo de guinda a escondidas del profesor. Fue Andrés quien se levantó otra vez y se dirigió hacia el tutor con dos botellas de guinda en las manos. –Profe, permítame obsequiarle una botella de guinda –le dijo mientras le alcanzaba la botella. –Gracias, Andrés –dijo el profesor al tiempo que recibía la botella. Con una amplia sonrisa Andy le entregó una de las botellas y luego abrió la otra botella diciendo: –Profe, quiero tomar un vasito con usted, nunca hemos brindado y tal vez no haya otra oportunidad, porque ya nos vamos del colegio. –¡No! ¡Eso no! –dijo el profesor, muy seguro de su decisión. –¡Les permití fumar un cigarrillo, pero no les voy a permitir que tomen! ¡Eso está prohibido! –Pero, profe, es solo un vasito, es como tomarse una copita de vino para asentar el almuerzo –con voz suplicante, Andrés trataba de convencer al profesor, hasta que lo logró. –Está bien, pero solo un vaso. No quiero problemas –el profesor hablaba en tono serio. Todos los alumnos estaban a la expectativa con la mirada fija en el profesor. Cuando escucharon al tutor, se miraron entre ellos y sonrieron alegres. Era como una orden para que ellos también pudieran tomar al menos un vaso de guinda. El vaso era el artículo de lujo más buscado. En unos minutos todos estaban brindando, a excepción del “Hermano” Torres, quien miraba en silencio, entre sorprendido y fastidiado cómo sus compañeros bebían licor con el consentimiento del profesor. De tomar un vaso se pasó a tomar hasta una botella. El profesor tomaba con Andrés y algunos alumnos que estaban sentados cerca de él. Otros se levantaron y se acercaron donde el profesor. Era un “honor” tomar con él. Poco a poco, trago a trago, el desorden, la alegría prestada y el bullicio se apoderó del interior del vehículo que continuaba, sin descanso, el retorno a Chimbote. De vez en cuando, el chofer visiblemente molesto, miraba por el retrovisor. Tal vez para algunos alumnos, como en el caso de Chito, era la primera vez que bebían tanto licor, pero definitivamente era la primera vez que casi todos los integrantes del salón bebían juntos. No tardaron en aparecer los improvisados cantantes con desafinadas voces, que eran acallados por sus propios compañeros. A esa hora el profesor ya estaba “privado” y eso significaba carta libre. De pronto el Chino Ugaz, irrumpió cantando. Él sí tenía una excelente voz que acalló a todos. Insólitamente se escuchó un vals. Recuerdo aquella vez, que yo te conocí, Recuerdo aquella tarde pero no me acuerdo 53

Ni cómo te vi. Pero sí te diré, que yo me enamoré, De esos, tus lindos ojos y tus labios rojos Que no olvidaré. Alma para conquistarte, Corazón para quererte, Y vida, para vivirla junto a ti... Era algo extraño que se cantara un vals en un grupo de estudiantes secundarios. El resto trataba de unirse en coro. Ni bien terminó con esa canción, empezó con otro vals. Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven al rincón donde vivieron, donde acaso floreció más de un amor... Había empezado un interminable concierto donde todos participaban. Las baladas eran las canciones más coreadas. La guinda que llevaban para su casa se había terminado. El único que tenía licor era Andrés. Los que aún estaban en pie, fueron a su asiento. Se hizo un tumulto, era el único lugar donde se podía encontrar licor. La mayoría tomaba allí, algunos se llevaron alguna botella de guinda a sus asientos. El licor confundía los sentidos, nublaba la visión y afloraba los recuerdos. En los asientos posteriores empezaba una discusión. El Negro Arroyo le recordaba a Tronco que estando en segundo año, cuando él era más pequeño, lo había golpeado. Ahora que era más grande que Tronco quería tomar venganza. Se fueron a las manos y en medio de la pelea rompieron un vidrio de la ventana del ómnibus. Algunos compañeros se acercaron para separarlos. ¿Y el profesor? Estaba dormido. Otros conatos más se dieron pero la sangre no llegó al río. El viaje continuaba y la mayoría del grupo que todavía estaba despierto rodeaba el asiento de Andrés, gorreando lo que quedaba de guinda. De pronto, en una curva se rompieron dos lunas más, precisamente cerca del lado de Andy. El carro se había inclinado peligrosamente hacia ese costado. En unos segundos más el bus salió de la pista y se detuvo bruscamente. El conductor se levantó y muy furioso reclamó la presencia del profesor. –¡Profesor! ¡Profesor Mendoza! –llamaba el chofer, y por supuesto el profesor no respondía. El profesor dormía la mona. –¿Qué pasa con ustedes? ¿Acaso quieren que nos matemos? –muy enojado el chofer proseguía hablando. –¡Por favor, siéntense todos en sus sitios! Los ocupantes se acomodaron. Cada quien volvió a su sitio, otra vez el viaje de retorno continuaba. Las bromas y canciones también. Producto de los efectos del licor, uno a uno se fueron quedando dormidos, hasta que, finalmente llegaron al Puerto. El carro se dirigió al colegio y allí se detuvo. El chofer muy molesto aún, dijo: 54

–¡Por favor, bajen todos que tengo que guardar el carro! –Pero, señor, ¿qué hacemos con los que están durmiendo? –Preguntó Rodolfo Ruiz – todavía mareado. –¡Despiértenlos y bájenlos! ¡El carro no se puede quedar aquí! –respondió el airado conductor. Tratar de despertar a muchos era imposible empezando por el profesor, que estaba durmiendo completamente ebrio. Los alumnos que aún estaban en pie trataban de despertar a sus compañeros, y a los que no podían despertarlos los bajaban en peso y los ponían tendidos en la vereda. Al profesor también lo habían bajado así, casi a rastras y no sabían qué hacer con él; no podían abandonarlo en la acera. Alguien dijo saber donde vivía y por suerte la casa estaba cerca. Entre cuatro alumnos lo llevaron como pudieron y al llegar a la indicada casa tocaron la puerta y salió su esposa, quien se sorprendió de lo que estaba viendo. A ella lo entregaron al docente y luego regresaron a la puerta del colegio. Ahora el problema era qué hacer con sus compañeros que estaban ebrios y tendidos en la vereda. Para algunos, esa era su primera “tranca”. De la mayoría no se sabía exactamente dónde vivían. Alguien sugirió que se les embarcara en las líneas que acostumbran tomar para irse a sus casas. Algunos alumnos aparentando estar sobrios, recogieron uno a uno a sus compañeros de la vereda, procediendo a detener el vehículo apropiado. El “Hermano” Torres era el encargado, pues él sí estaba realmente sobrio. No había tomado ni una sola gota de licor. Una vez detenido el vehículo lo subían al compañero ebrio y lo dejaban en un asiento para luego bajarse. Solo Dios sabe a dónde irían a terminar aquellos estudiantes; tal vez en el último paradero, en la comisaría o con suerte en su casa. Ya todos habían sido embarcados a su suerte. Mientras tanto, las chicas se encontraban en Huaraz sin mayor novedad. Estaban felices de compartir juntas momentos agradables. Habían saboreado la comida típica del lugar: los tamales, el chicharrón y los dulces. Ya estaban en el hotel planeando lo que harían al día siguiente, algunas chicas querían ir al nevado Pastoruri por la mañana, hasta que se escuchó la voz de la Gata que le preguntaba a la tutora: –Profesora, ¿podemos ir mañana por la noche a una discoteca? –Déjame pensarlo, si se portan bien, podría ser –respondía la profesora Rodríguez. Todas la chicas festejaron la respuesta de la profesora evidenciando la alegría que se dibujaba en sus juveniles rostros. Luego la profesora dio la orden para que todas se fueran a dormir a sus habitaciones. El lunes por la mañana todos los alumnos de Chimbote volvieron a clases. En el salón de quinto A solo estaban los varones. Las chicas todavía estarían de vuelta de su excursión al día siguiente. En el aula los muchachos estaban contentos y felices comentando el paseo del viernes pasado. Bromeaban y se reían recordando las incidencias pasadas, más aún escuchando lo sucedido a quienes habían sido embarcados hacia sus casas en completo estado de ebriedad. Cada quien contaba sus historias, unas más trágicas que otras. Todo era broma y risas hasta que entró el auxiliar Sánchez, con cara de muy pocos amigos. Se acallaron las risas, el ambiente se volvió tenso y la mirada del auxiliar nada bueno presagiaba. 55

–¡Lo que han hecho el día viernes, no tiene nombre! –dijo el auxiliar dirigiéndose a los alumnos– ¡Es una vergüenza para el colegio! ¡Ya tengo el informe del chofer! ¡Ahora aténganse a las consecuencias! ¡Quiero a sus padres mañana de forma obligatoria! –por su voz se dejaba notar que el señor Sánchez estaba muy contrariado. Cuatro vidrios de las ventanas del vehículo se habían roto. El problema era cómo decirle a los padres. De enterarse de los hechos el papá de Tronco lo iba a “masacrar”. Entre otras cosas había que pagar las lunas rotas. Nuevamente fue el director el que convocó a todo el personal docente a una reunión de emergencia a puertas cerradas. Hasta entonces, los alumnos jamás antes habían tenido que esperar tanto para enterarse del resultado de una reunión, que con su inconducta ellos habían propiciado. Al medio día dictaron la terrible sentencia: todos estaban expulsados por cuatro días; incluso el Hermano Torres. En ese mismo instante, el Auxiliar que era el portador de la mala nueva, ordenó a los alumnos castigados a retirarse de inmediato a sus casas. Solo tres alumnos que no fueron de paseo estaban libres de castigo. De ellos, solo uno había asistido esa mañana; en las horas siguientes, en el salón hubo una clase unitaria, para un solo alumno. Muy contrariado el Hermano Torres se quejaba: –¿Y a mí, por qué me expulsaron si yo no he hecho nada? –¡Por eso pues, por baboso! –le dijo Kilovatito en son de broma. –Si hasta el “Flaco” se tomó su vinoco en la última cena y tú te haces el santurrón! Y así fue que con mucho pesar, todos los excursionistas recibieron su merecido castigo; pero aparte de la expulsión, el castigo que recibirían de sus padres sería todavía mucho más “doloroso”. Pasados los días de castigos, otra vez el salón estaba completo y en clases. De esa excursión solo quedaba el recuerdo y algunas cuentas por pagar. Era primavera y otra vez la Gata fue elegida reina del colegio.

CAPÍTULO XIII Arguedas en Chimbote La vida de los escolares trascurría como siempre entre el colegio y sus casas; la enseñanza y el aprendizaje; las tristezas y las alegrías; entre palomilladas y castigos. Uno de esos días algunos medios de comunicación de la ciudad, anunciaban la llegada del escritor José María Arguedas. Así mismo daban a conocer que ofrecería una conferencia. Tal como estaba anunciado, Arguedas llegó y con la cámara fotográfica en la mano, caminaba por las calles del puerto, fotografiando y conversando con las vendedoras de ceviche y chicha, con los pescadores, con los bohemios. Conversó también largamente con el “Loco” Moncada al interior de un bar. Tenía en mente escribir un libro al que inicialmente pensaba ponerle por título “Pez Grande”, pero finalmente terminó poniéndole por título “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. 56

Arguedas había traducido varios escritos quechuas del fraile Francisco de Ávila del siglo XVI, los cuales serían la base de esta novela. Por la noche, siguiendo el programa establecido, el auditorio donde dictaría su conferencia estaba repleto. Había muchos intelectuales. Entre los presentes estaban también Rodolfo Ruiz y Julio Leytón que habían llegado por separado uno después del otro pero se sentaron juntos. Antes de que Arguedas tomara la palabra, un par de inmigrantes sureños, charango en mano, entonaron sentidos huaynos que eran del gusto de Arguedas. Minutos después el escritor agradecía en quechua e iniciaba su exposición: –La cultura indígena, basada en el principio de solidaridad, de trabajo compartido, se está perdiendo. En las grandes ciudades la sociedad se está deshumanizando. En una ciudad de inmigrantes como Chimbote, grandes pueblos jóvenes se han formado. A ellos, los “eruditos” de la burguesía con sus perjuicios los llaman los marginales –las palabras de Arguedas eran escuchadas atentamente. El escritor prosiguió con su disertación. –Esos marginales que ellos llaman, han llegado aquí con su propia cultura y costumbres. A eso yo digo que aquí, en este puerto están todas las sangres. Seguramente se producirá una transculturización, pero no podemos perder el principio básico de solidaridad, premisa fundamental de la cultura andina –Arguedas hace un alto pidiendo la participación de los presentes. Alguien del auditorio se levantó y preguntó: –Señor Arguedas, Víctor Raúl Haya de la Torre estuvo en esta ciudad y dijo que Chimbote podía convertirse en el New York de Latinoamérica. ¿Usted cree eso? –Ambos tienen algo en común. Son ciudades de inmigrantes, pero son realidades distintas. Para empezar, allá el centralismo casi no existe. New York se desarrolla con sus propios recursos que produce, mientras que los recursos de Chimbote se lo llevan a Lima –respondió Arguedas. La exposición estuvo interesante. Ruiz y Leytón escuchaban con mucha atención al renombrado escritor indigenista. Alguien más se levantó y preguntó: –Señor Arguedas, aparte de la solidaridad y una cultura milenaria ¿qué más puede aportar la cultura indígena en el desarrollo del Perú? –¿Cuál es la mayor maravilla del Perú? –Preguntó, Arguedas –Machupicchu, definitivamente –responde el mismo Arguedas. –Todos los que nos ufanamos de ser peruanos nos sentimos orgullosos de Machupicchu, más aún si estamos fuera del Perú. ¿Pero, quién habla de los hombres que construyeron Machupicchu, de los arquitectos, de los ingenieros y de todos los que participaron en la construcción de esa maravilla? –Arguedas se quedó en silencio por unos segundos y prosiguió: –Casi nadie, porque los descendientes directos de los constructores de Machupicchu están en los andes, empobrecidos, marginados por muchos siglos desde la llegada de los españoles. Con la república en nada ha cambiado su realidad. La burguesía continuó con esa postergación, discriminación e injusticia. Ellos allá en los andes subsisten manteniendo sus costumbres telúricas. Esperando que algún día se les dé una oportunidad para que afloren otra vez sus capacidades aletargadas y aporten en hacer grande este país como lo fue alguna vez –Arguedas calló esperando otra pregunta, alguien del fondo se levantó y preguntó: 57

–Señor Arguedas, entonces, según usted, ¿debemos esperar un “redentor” indígena y todos debemos asimilar su cultura y costumbres? –Más que todo eso, se debe impulsar una nueva civilización netamente mestiza, sin perder la esencia andina. Allí encontraremos nuestra verdadera identidad, porque como alguien decía, “si no tenemos de inga tenemos de mandinga” –respondió Arguedas, quien minutos después concluía su exposición recibiendo un estruendoso aplauso. A la salida, Ruiz y Leytón caminaban juntos comentando la exposición del novelista. Por su expresión, las palabras de Arguedas habían calado profundamente en Rodolfo Ruiz, quien a partir de entonces empezó a interesarse más en las obras de Arguedas y de la problemática del campesino.

CAPÍTULO XIV Adiós, colegio Finalmente llegó el mes de diciembre y los negocios empezaban con sus promociones pues ya se acercaba la navidad. Para sorpresa de todos, en una emisora de radio intercalándola con la música, se irradiaba un spot de publicidad grabada con la voz del mismo “Loco” Moncada. Era precisamente en radio “Progreso” donde podía escucharse la voz de Moncada, quien con su característica risotada decía: –¡Yo soy Electrolux, ja, ja, ja! Y eso era todo. Esa era toda la publicidad y hacía alusión a la tienda que vendía electrodomésticos. Y en el colegio se daban los últimos exámenes. Lo bueno era que ningún alumno de quinto repetiría el año. Lo triste era que se acababa la vida escolar, aunque los alumnos no lo percibían en su verdadera dimensión y las palomilladas no cesaban. Finalmente llegó el último día de clases. En el salón de quinto A ese día ningún profesor se hizo presente. Alguien tomó un lapicero y le pidió a su compañero que escribiera un recuerdo en su camisa. Siguiendo la “moda”, uno a uno todos hacían lo mismo. Dedicatorias como: “Para mi causa Pérez”, “No te olvidaré amiga”, “Para mi brother Kilovatito”, “Que seas feliz”, “Nunca olvides los maravillosos días que pasamos en el colegio”, “Para mi mejor amigo, Chito”, “Que seas feliz Gatita”. Eran algunos de los mensajes que se escribían en las camisas y blusas de los estudiantes en ese momento de emoción. La Gata, por su parte, con lapicero en la mano escribía un mensaje sobre la blusa de Inés que decía “guarda mis secretos amiga que yo guardaré los tuyos”, al tiempo que una lágrima brotaba de sus hermosos ojos verdes que se ponían brillosos. Inés escribiría algo parecido en la blusa de la Gata. Pasado ese momento ya afloraban los sentimientos de tristeza por el obligado alejamiento. Mientras conversaban, alguien propuso un reencuentro de todos los alumnos dentro de diez años, en ese mismo lugar, en el colegio. Estaban de acuerdo y todos juraron que dentro de una década volverían a verse, viniendo de donde estuvieran. Habían fijado la fecha, lugar y hora de 58

su próximo reencuentro. Después salieron como de costumbre en dirección de sus casas, esta vez sin la alegría de antes, enfrascados en sus propios pensamientos, con la seguridad de que no volvería a vivir jamás la vida de colegiales. Algunas chicas se marcharon con lágrimas en los ojos. El colegio iba quedando atrás, no presagiaban lo mucho que irían a extrañar la vida escolar, a su colegio, a sus maestros, a sus amigos. Una nueva vida iba a empezar para ellos. Mayores desafíos los esperaban más delante. Empezaba el verano y la mayoría de los que finalizaron la secundaria pensaban en su futuro. Ya muchos habían decidido la profesión que iban a seguir, en cambio otros aún estaban pensando mientras realizaban diversas actividades. Al margen de todo, era verano y había que ir a la playa. La Gata con sus amigas decidieron ir a veranear a la playa de Besique, un lugar de aguas tranquilas. En esa playa, Juan Cortez trabajaba vendiendo helados. Mientras se desplazaba por la arena, llevando en una caja sus productos, en medio de los bañistas le pareció ver a la Gata en ropa de baño parada a la orilla de la playa. Se acercó sigilosamente tratando de no ser visto, para comprobar si era ella o no. Estando ya cerca, se escondió detrás de una carpa y desde allí pudo confirmarlo. Era ella. Podía ver cómo las olas tímidamente tocaban sus delicados pies, el viento jugueteaba con su pelo suelto y a la vez la brisa acariciaba su bello rostro. En el fondo la belleza del enorme cielo azul y el sol que brillaba eran opacados por la belleza de esa mujer a quien Cortez tantas veces la había soñado. Se sentó para observarla mejor. Lo que veía era más que un sueño, era real. Él estaba muy cerca de ella pero muy lejos del corazón de su amada. Se quedó mirando en silencio. Para él, ella era una diosa. Juan anhelaba un beso, un solo beso de la Gata, pero pensaba que tal vez eso era demasiado. Solo podía mirarla de lejos. Quería grabar en su mente su sonrisa, para que duerma en su recuerdo y avive sus esperanzas. Cortez no era la única persona que observaba a la Gata. Su belleza encendía la mirada de los hombres de aquel lugar, mientras el sol caía. Ella, alegre y despreocupada, jugueteaba con las aguas, y minutos más tarde las primeras sombras de la noche aparecían y luego todos se alistaban para volver a sus casas. Juan, antes de emprender el retorno, escribió el nombre de la Gata en la arena. Había vendido muy poco de su mercadería, pero había visto a la Gata y eso era demasiado para él; esa noche habría de soñarla. De regreso a la ciudad, en el vehículo en el que retornaba el joven enamorado se podía escuchar a todo volumen una melodía romántica: Cómo deseo ser tu amor para poder vivir en cada espacio de tu cuerpo cómo quisiera ser un Dios para traerte junto a mí y así no muera mi alegría. Aquella canción tocaba lo más profundo de su ser. Soñaba despierto con la Gata. La dibujaba mentalmente como una bella sirena, con cara de niña y cuerpo de mujer.

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Minutos después todos estaban en la “jungla” de la ciudad. Ya era de noche. Por unos sitios crecía el bullicio donde las risas y voces se mezclaban y por otros lugares el silencio se apoderaba de la noche. Llegó el nuevo día. En el muelle, los pescadores iniciaban su faena. Se ponían en movimiento los remos, las chalanas surcaban sobre las leves olas. Las grandes lanchas varadas en el lugar se aprovisionaban de lo necesario para zarpar en busca de los cardúmenes de anchoveta; una que otra lancha aparecía en el horizonte avanzando hacia el muelle cargado de pesca. El sol brillaba en lo alto templando el ambiente. El viento parecía perdido. La Isla Blanca reflejaba una suerte de luz plateada. En el amplio mar, entre el ir y venir de las naves, el martín pescador con espectaculares clavados conseguía los más deliciosos pececillos para devorarlos. En los mercados estaba el bullicio de siempre. Era un día más en la ciudad, y ese día, Godofredo Morales tenía que partir a España. Ya estaba decidido. Iba en busca de un mejor futuro. Se despedía de quienes podía. Para su madre era una mezcla de dolor y esperanza. Para él significaba ir en busca de su destino pues no estaba dispuesto a continuar conviviendo con la pobreza. Sabía que la situación iba a ser difícil lejos de sus seres queridos y sus costumbres. –Adiós, hijo. Que Dios te acompañe –decía la mamá de Godo, mientras secaba sus lágrimas. –Madre, no llores, te voy a escribir, regresaré pronto –haciendo esfuerzos por no llorar, el hijo se despedía con los ojos nublados por las lágrimas. Rodolfo Ruiz había decidido irse a Lima. Quería estudiar en la Universidad Nacional de Ingeniería, sus padres le entregaron sus últimos ahorros. Los iba a necesitar. Los siguientes días las despedidas continuaban. La tía de Flor Mendoza Altuna lo había llamado. Tenía un pequeño negocio en Lima y necesitaba quien la ayude. Sus padres estaban de acuerdo, con la condición de que estudie allá. Chito, Kilovatito, Soledad, Raúl Vargas, Malu y Cortez, entre otros, también decidieron ir a Lima. Leytón, Pablo Salas y Contreras prefirieron tentar suerte en Trujillo. Llegado el momento de la despedida, las palabras expresaban tristeza por la separación y algunas ilusiones que morían. Después, cada quien había partido. Con algunas lágrimas aún en los ojos se fueron alejando. Poco a poco, todo lo que significaba Chimbote se iba quedando atrás. Todos se iban llenos de ilusiones y poniéndole alas a sus sueños, llevaban a cuestas sus esperanzas y también algunos temores. Cada uno iba con un sueño por hacer realidad. Rodolfo Ruiz quería ser ingeniero metalúrgico para después regresar a Chimbote y trabajar en Siderperú. La aspiración de Adelina Calderón era la medicina. Estaba consciente de que no disponía de los recursos necesarios para seguir esa carrera, por lo cual decide estudiar enfermería. Chito, quien entre sus locuras había dicho, que para conseguir la inmortalidad del hombre, más que lograr que la célula no envejezca, era conseguir trasplantar el cerebro o mejor todavía lograr “copiar” todo su contenido en otro cerebro tal vez más joven, al final si algo somos o sentimos es producto de lo que tenemos en el cerebro, comentaba. Su mayor sueño era trabajar en un gran laboratorio como científico resolviendo agudos problemas. Todos tenían ilusiones y aspiraciones y estaban dispuestos a luchar por conseguirlos y progresar. 60

Los que quedaron en el puerto, algunos preocupados del mañana y otros sin mayor preocupación como Andrés, seguían con sus vidas. En Chimbote no había ninguna universidad, solo el Instituto “Salazar Romero”, habiendo también algunos centros de capacitación básica. En aquel verano, Andy frecuentaba la playa. Les había dicho a sus padres que ese año quería descansar y que el próximo año empezaría con sus estudios superiores. Sus padres le creyeron y aceptaron. El no tenía ninguna responsabilidad, tampoco necesidades. Para conseguir lo que quería solo tenía que pedírselo a sus padres. Sin nada que hacer, buscaba diversión. Empezó a frecuentar los diversos círculos de los gays de la ciudad y también los lugares suburbanos llegando hasta los más extremos. Poco a poco se fue sumergiendo en la sordidez de esos ambientes que llegarían a formar parte de su vida con juergas, drogas y trasnochadas. Para su asombro encontró en esos lugares a personajes impensados: estilistas, profesionales y empresarios. Uno de esos días de juerga desenfrenada invitó al Tronco Antonio Espinoza a una fiesta de ambiente, en la casa de su amiga Cinthia. Le prometió que se divertiría. Que no gastaría nada. Finalmente este último argumento terminó por convencerlo. Una hora después Tronco y Andy llegaron al lugar de la reunión. Al entrar, el lugar estaba a media luz, voces chillonas y amaneradas los recibieron. Espinoza era el centro de la mirada, parecía que todos se conocían allí. Tronco con sorpresa miraba a los presentes, algunos vestidos de mujer, con gestos femeninos exagerados, algunos hombres que lucían abundantes bigotes agarraban el vaso con delicadeza y con las piernas cruzadas. La cerveza corría a raudales. De pronto tocaron la puerta. Al abrir apareció un policía uniformado. Tronco se asustó. Pensó que era una batida, pero no, también era un gay quien se disculpó por llegar tarde, por el trabajo, dijo. La fiesta seguía, bailaban unos con otros, hasta que de pronto se apagaron las luces. Inmediatamente se encendió una luz de color lila y una suave música envolvió el ambiente donde alguien hizo su aparición vestido de mujer que poco a poco y muy despacio se fue desnudando ante la algarabía y risa de todos los presentes. El espectáculo terminó. La cerveza seguía circulando. Allí se fumaba algo más que cigarro. Se habían formado parejas. El Tronco ya había visto demasiado. Asediado por varios, quería irse pero le rogaban que se quede un rato más. Todo era un desenfreno, Andy estaba totalmente “perdido”. Todos exteriorizaban sus sentimientos reprimidos. La bulla y el escándalo eran parte del lugar. Parecía una fiesta sin fin. La gente se iba o “desaparecía” sin despedirse. En ese submundo sórdido se habían dejado atrapar muchos. No había culpables. Era decisión de cada uno. Por entonces la Gata ayudaba a su madre en un pequeño negocio a donde muchos hombres llegaban no tanto por consumir sino más bien con la intención de seducirla; más de un pescador o patrón de lancha se aparecía por el lugar haciendo alarde de sus riquezas, con anillos de oro y con enormes y estrambóticos relojes, pero ella siguiendo las enseñanzas de sus profesores y de su madre trataba de ignorarlos o alejarse de ellos. Juan Risco, un patrón de lancha que con frecuencia visitaba el lugar, un día le dijo a la Gata. –Mira, Gatita, si tú quieres te puedo comprar ropa nueva, te puedo regalar un anillo de oro, o lo que quieras, solo tienes que pedírmelo. 61

La Gata había comentado con su madre acerca de ese ofrecimiento del patrón de lancha. Su madre le hizo ver el trasfondo del asunto. –¿A cambio de qué crees tú, que quiere regalarte esas cosas? Por eso la Gata respondía con seguridad rechazando las dádivas. –Gracias, señor. Pero mi mamá me los comprará –respondía la Gata, aunque ella bien sabía que su madre jamás le podría cómprale alguna de esas cosas, pero le había enseñado a no recibir nada regalado de los hombres.

CAPÍTULO XV La vida en Lima Con el afán de superarse y labrarse un futuro, Raúl Vargas había llegado a Lima y se fue a vivir en el populoso barrio de San Martín de Porres, en casa de un tío suyo. En dicho barrio lo “bautizaron” como el “Chato”. Poco a poco fue conociendo a los vecinos del lugar, acostumbrándose al ambiente propio de la capital, entablando amistad con los muchachos del barrio y reconociendo todo lo que ofrecía la ciudad. Por entonces, en las polvorientas calles del barrio, los partidos de fulbito eran frecuentes, donde los jóvenes disputaban ardorosos y reñidos partidos por ganar una apuesta de un sol. Después de los partidos, algunas noches, si no se ponían a tomar cerveza, muchos de ellos se iban al famoso burdel del Callao conocido como el “Troca”. Vargas, ya compenetrado con algunas costumbres del barrio, aparte de jugar fulbito también se iba con los muchachos al burdel del Callao, pero para su mala suerte aparte de ser chato era menor de edad, razón por el cual, cada vez que iba con sus amigos al Troca, no lo dejaban ingresar a pesar de que sus amigos hacían lo imposible para que él pueda entrar, muchas veces camuflándolo en medio del numeroso grupo, pero en cada ocasión que intentaba ingresar oculto entre sus amigos, Raúl Vargas siempre era detectado y detenido en la puerta por el negro Bomba, aquel conocido personaje tristemente célebre por originar la mayor tragedia en un partido de fútbol en el Estadio Nacional, quien trabajaba allí como portero. Bomba era un vigilante insobornable y estricto en su labor. Al ser impedido de ingresar, al Chato no le quedaba otra cosa que aguardar cerca de la puerta hasta que sus amigos salgan. Después de aproximadamente una hora, cuando todos habían salido del burdel, el Chato era la burla de todos y así se convirtió en el “punto” de la conversación en el camino de retorno al barrio; y él, de mala gana, simulando no darles mayor importancia, no perdía las esperanzas de entrar algún día a ese lugar. El tiempo trascurría hasta que cierto día se iba jugar el clásico del fútbol peruano, Universitario contra Alianza Lima. Fue entonces que uno de los amigos de Raúl le dijo: –Chato, ésta es tu oportunidad de entrar al Troca, porque el negro Bomba va a estar concentrado en escuchar el partido y tú aprovechas para zamparte. 62

Llegó la fecha del clásico y Vargas, entusiasmado pasaba la voz los muchachos del barrio para ir al prostíbulo, inclusive les ofrecía pagarles el pasaje, pero solo algunos estaban predispuestos para ir ese día, pues se jugaba el clásico y al menos querían escucharlo por radio. Con los pocos amigos que habían aceptado ir al burdel, emprendieron la marcha, tomaron el microbús y finalmente llegaron al lugar. Se encaminaron hacia la puerta. El partido de fútbol ya había empezado y, dicho y hecho, el negro Bomba estaba concentrado en el clásico, pues tenía un pequeño receptor de radio pegado al oído y le interesaba un pepino quienes entraban, salían o lo que pasaba a su alrededor. Con la mirada perdida su concentración era total en lo que escuchaba en el pequeño artefacto. Aprovechando esa situación, el Chato Vargas, en medio del pequeño grupo, finalmente pudo ingresar sin ningún impedimento. Estaba feliz porque ya no sería más la burla del barrio. Estando en el interior del Troca, por primera vez veía todo aquello que le habían contado y él solo había imaginado. Avanzó lentamente por unos pasadizos iluminados a media luz de color rojo. Todo eso era extraño para él. Había muchas puertas y en cada una de ellas estaba parada una mujer con muy poca ropa a pesar del frío. Era tal como se lo habían contado sus amigos. Las chicas estaban ataviadas solo con diminutas tangas, todas se mostraban provocativas. Vargas estaba turulato. Miraba aquí y miraba allá; a la derecha y a la izquierda; por todas partes podía verlas a todas y a ninguna en particular. Las chicas eran impresionantes, algunas altas, otras bajitas, habían rubias, morenas, pero todas en general de buen cuerpo. Se decía que a ese lugar llegaban chicas incluso de Colombia, Chile y Venezuela, siendo por tanto la sección más cara del prostíbulo. Deslumbrado, Raúl solo atinaba a caminar observando a una y otra, a lo más solo se atrevía a preguntar tímidamente el precio del servicio. Al final no hizo “nada”. Sus amigos le habían contado tanto de ese lugar y él lo estaba comprobando en vivo, en directo y a colores. Luego de pasar mirando varias veces por los mismos lugares, decidió salir con la idea de regresar; aunque tal vez para volver a ingresar tendría que esperar otro clásico de fútbol. Cuando él salió ya todos sus amigos estaban afuera y solo esperaban por él. –Chato, pensamos que el negro Bomba te había atrapado o una de las chicas te había botado por la ventana –se burlaba uno de ellos. Minutos después nuevamente todos estaban de regreso comentando sus “hazañas” dentro del Troca, y además festejando el supuesto “debut” del Chato. Hasta que finalmente llegaron al barrio y cada quien a sus casas. El Chato seguía absorto con lo que había visto, se fue a dormir con la seguridad de volver al lugar y de una vez por todas hacer lo que tenía que hacer. Con el paso de los días, Vargas conoce más gente y más lugares. Una tarde, buscando divertirse, se encamina hacia el distrito de la Victoria. Había convenido con sus amigos encontrarse con ellos para asistir a una fiesta. Cuando llegó al sitio indicado ya lo esperaban Wilmer Bazán y Fernando Bueno; y mientras “hacían hora”, se pusieron a conversar en una esquina, sentados sobre un muro que protegía un jardín. Era agosto y hacía bastante frío; el crudo invierno limeño se dejaba sentir. De pronto se detuvo cerca de ellos un vehículo tipo combi y casi inmediatamente descendieron cuatro hombres. Se acercaron al grupo de jóvenes identificándose como policías 63

pues estaban vestidos de civil, y sin que pudieran hacer algo, tomándolos de los brazos, los forzaron a subir a la combi. –¡Policía, suban, esto es una batida! –¡Pero señor, nosotros no hemos hecho nada! –dijo Vargas tratando de resistirse. –¡Eso lo dirán en la estación policial! –replicó el supuesto policía, quien dijo que era miembro de la PIP, es decir, la Policía de Investigaciones del Perú de aquella época. Pese a sus protestas, los tres amigos ya habían sido introducidos en aquel reducido e incómodo vehículo. En el interior de la combi vieron a otras personas que, al igual que ellos, también habían sido detenidos. El vehículo prosiguió su marcha con tres ocupantes más. Mientras avanzaban, los policías continuaron “recogiendo” más gente, empleando el mismo procedimiento. En eso, uno de los detenidos, que por su modo de hablar dejaba en claro que era un delincuente, conversaba con uno y con otro de los detenidos. Acercándose a Raúl, le dijo: –Deja tu “colaboración”. Estoy haciendo una bolsa para el jefe, para que nos suelte. –Pero yo, por qué voy a dar, si nada he hecho –protestó Vargas, indignado. –Que hayas hecho o no hayas hecho no interesa, igual te meterán al calabozo. –No, no voy a dar nada. Hablaré con el jefe de la estación policial. Además, no tengo plata –respondió Vargas, muy seguro. –No sabes lo que te espera, ya vas a ver –amenazante el detenido se retiró. Luego de haber recorrido todos los asientos pidiendo dinero a todos los ocupantes, el detenido le hizo una seña al conductor y éste detuvo el carro. En ese momento bajó uno de los policías que parecía ser el jefe de aquel grupo. Bajó también el detenido que había hecho la colecta. En un instante ambos estaban conversando, luego el detenido le alcanzó lo recaudado, pero al parecer era poco lo que le entregaba y el policía no lo quiso recibir. Hablaron por unos minutos más, pero definitivamente no llegaron a ningún arreglo. El policía subió al detenido, quien refunfuñando y mentado la madre a quienes no habían “colaborado” para la colecta, avanzó hasta el fondo donde se sentó. El vehículo continuó su marcha, estaba totalmente lleno y ya no había lugar para nadie más. Mientras tanto Wilmer les decía a sus amigos: –Cuando lleguemos a la estación conversaremos con el jefe y le explicamos. –Nosotros solo estábamos conversando, además somos menores de edad, le mostramos nuestro carné de estudiantes y nos sueltan. Estaban convencidos que ni bien llegaran a la estación policial, una vez hablando con el jefe, serían puestos en libertad. Los tres amigos observaban con detenimiento los rostros de los otros detenidos. Muchos de ellos tenían todos los signos de ser delincuentes comunes, con las caras cortadas y otros hasta con cortes en los brazos. Finalmente, luego de algunos minutos más de viaje llegaron al local policial. Ese lugar era la estación de policía de Apolo en La Victoria, el más mentado y peligroso de todos en la capital, a donde eran conducidos los más temibles y “rankeados” delincuentes. El vehículo se detuvo y los policías los bajaron a todos. Luego ordenaron a los detenidos a formarse en una sola fila, pegados a la pared. Seguidamente, uno a uno avanzaba hasta llegar a una mesa donde estaban un par de policías que supuestamente eran los jefes. Vargas y sus 64

amigos esperaban explicar su caso una vez llegado allí. Progresivamente fueron avanzando los detenidos, hasta que Raúl llegó a la mesa de los policías y trató de explicar: –Jefe, buenas tardes, a nosotros nos han traído por gusto... –¡Cállate! –gritó el policía. –Saca todo lo que tienes en tus bolsillos y colócalos sobre la mesa –Vargas obedeció sin poder siquiera terminar de hablar. Ante ello no le quedó otra opción que vaciar sus bolsillos y entregarlos al policía, quien “guardaba” las pertenencias de los detenidos (billetera, relojes, anillos, etc.), en sus propios pañuelos. –¡Ahora, saca tus pasadores y tu correa y déjalo en la mesa! Dicho esto, pasaba a revisarle todo el cuerpo por si todavía tenía algo escondido. Terminada la revisión a todo el grupo, fueron conducidos por un pasadizo para luego ser confinados a un ambiente poco iluminado y de apariencia tétrica; ése era precisamente el calabozo. De nada sirvieron los intentos de los amigos de querer dar explicaciones; ya estaban adentro junto con los detenidos que habían llegado con ellos y otros que se encontraban allí. El lugar era bastante reducido notándose un claro hacinamiento. Aparte de los detenidos no había ningún otro objeto ni mueble que pudiera darles alguna comodidad, excepto algunas viejas frazadas tendidas en el piso de los rincones, donde muchos de los internos se hallan sentados y cubriéndose del frío. La celda era casi del tamaño de un dormitorio y cobijaba a más de cincuenta personas. Con una rápida mirada era posible ver que la mayoría de los detenidos eran delincuentes. Todas las conversaciones estaban cargadas de fuertes lisuras. Sorprendidos y asustados Wilmer Bazán, Fernando Bueno y Raúl Vargas buscaban un lugar donde acomodarse. Estaba claro que allí permanecerían pero no sabían por cuánto tiempo. A un costado de ellos vieron que había un pequeño espacio libre y allí se dirigieron. Ya estaban acomodándose cuando de pronto, una voz áspera y autoritaria les dijo: –Salgan de allí, ese es el sitio del negro Kimba; él está en el baño y si los encuentra en su sitio los masacrará. Sin decir palabra alguna se levantaron y empezaron a buscar un sitio libre, hasta que finalmente encontraron un lugar en un rincón. Se sentaron sobre una frazada que estaba en el piso y se cubrieron los pies con otra frazada vieja y llena de huecos. Desde su nueva ubicación los tres amigos vieron salir del baño a un hombre negro de aproximadamente un metro noventa de estatura. Era el negro Kimba. En ese momento, el detenido que estaba al lado de los jóvenes, les preguntó por qué delito los habían detenido, ellos explicaron su situación. Un momento después, Fernando Bueno preguntó quienes eran todas esas personas que estaban en el calabozo, a lo que el interno les respondió: –Mira, el negro Kimba, es el taita de aquí y el loco Gaona es su “causa”. – ¿Y por qué están aquí? –preguntó Bueno. –Por asalto. Mataron a dos policías y a un cajero de un banco. –¿Y los demás? –volvió a preguntar Fernando. –Aquí hay de todo, asesinos, asaltantes, violadores, cafichos y hasta “lornas” como ustedes –contestó el preso mientras se reía. –Y a ti, ¿por qué te detuvieron? – preguntó Wilmer 65

–A mí, porque le di “vuelta” a mi compadre Cruzao, que me “atrasó” con mi mujer y yo lo “chifé” al maricón. – ¿Cuánto tiempo ya llevas aquí? –preguntó Raúl. –Casi un mes. Los “rayas” quieren que yo “cante” para que me manden a Lurigancho, pero yo les sigo diciendo que soy inocente. –¿Y los demás? –seguió preguntando Raúl. –Algunos tienen hasta tres meses, otros, una semana. Depende. Los “rayas” los tienen aquí hasta que hablen o les suelten un billete –respondió el detenido conocido como el Califa. En ese momento, Wilmer dijo tener hambre y como disponía de algunas monedas, preguntó si allí se podía comprar al menos pan. Califa le dijo que tenía que encargárselo al “alcaide” que estaba en la puerta, pero que había que darle su “sencillo”. Bazán se levantó dirigiéndose hacia la entrada y por la diminuta ventanita que tenía la puerta del calabozo pudo comunicarse con el “alcaide”, quien en realidad era también un preso, pero de “confianza”. Wilmer tenía como ocho soles y le preguntó al encargado de la puerta, si le podía conseguirle pan y plátanos. El “alcaide” recibió el dinero y le dijo que esperara. Minutos después se abrió la ventanita de la puerta y apareció la cara del “alcaide” que mostrando una bolsa que contenía algunos panes y plátanos, llamando por su nombre a Wilmer. De un salto Wilmer se incorporó para dirigirse a la puerta, pero casi simultáneamente se levantó también el negro Kimba y adelantándosele tomó la bolsa, lo abrió y empezó a comer un plátano y un pan, para después repartir el resto a sus “amigos”, y cuando en la bolsa quedaba un solitario plátano y un pan se lo entregó a Wilmer. Qué podía él hacer o decir. Tomó lo que quedaba y se lo llevó a su sitio, repartiendo esto entre sus amigos y dándole algo al Califa que estaba sentado al lado de ellos. Minutos después un familiar de uno de los detenidos le trajo comida. Igual, el negro Kimba o el loco Gaona recibían el encargo para empezar comiendo ellos, dándoles luego a sus compinches en orden de “jerarquía”, para finalmente darle al dueño de la comida lo que quedaba, si algo quedaba. Allí prevalecía la ley del más avezado. Ya había caído la tarde y la celda quedó en penumbras pues en ese ambiente no había luz eléctrica. Solo una pequeña ventana en la parte alta de la pared, pegada al techo y sin vidrios, era el único conducto por donde se filtraba la luz del alumbrado público desde la calle. Mientras tanto, Califa proseguía con sus relatos de quienes eran los que estaban allí detenidos, describiéndoles al mismo tiempo cómo era la vida en ese lugar. –Aquí a los violadores los “pasan” por la armas. Ah, también a la “carne fresca”, así que, cuídense. He visto que el negro Kimba y el Colorao Machete los han estado aguaitando a ustedes –les dijo Califa, entre bromas y serio. Escuchado todo esto, definitivamente, un sentimiento de miedo inundó el espíritu de los jóvenes estudiantes. Un torbellino de negros y funestos pensamientos pasaban por sus mentes. Recién ahora entendían lo que quiso decir aquel detenido en el carro, cuando trataba de hacer la “bolsa” para los policías. Cada quien pensaba en su familia que seguramente, ya estarían preocupados al notar sus ausencias y sin noticias de ellos. Allí estaba prohibido cualquier tipo de comunicaciones con el 66

exterior, no quedaba otra cosa que esperar y atenerse a lo que pudiera suceder. Los tres jóvenes se daban fuerza y ánimo el uno al otro. –Si alguien nos “toca” a cualquiera de nosotros, los tres nos defendemos con todo. –Eso de nada les va a servir aquí, mejor sáquense los zapatos y póngalos detrás de ustedes porque si se duermen se los van a robar –les advirtió el Califa. Se quitaron los zapatos y lo pusieron detrás de ellos contra la pared y juraron que se defenderían unos a otros pase lo que pase. Había entrado la noche y con ello los temores de los jóvenes crecían. En aquella celda todo era penumbra, solo se podía distinguir algunas siluetas que se movían, gracias a la poca luz que entraba por la pequeña ventana. El frío era cada vez más intenso, casi todos estaban sentados contra la pared y cubriéndose las piernas con las viejas frazadas llenas de huecos. El murmullo y las palabras de grueso calibre eran constantes. En la penumbra se pudo observar la silueta de alguien que se levantó de un rincón, empezó avanzando despacio, mirando de cerca la cara de quienes estaban sentados. Cuando notaba que alguien se había quedado dormido constataba si tenía puesto sus zapatos, seguramente para sacárselos, y si no los tenía, le colocaba un rollo de periódicos debajo de las medias y luego lo prendía con un fósforo. Ese era uno de los pasatiempos favoritos de aquel lugar. Para Fernando Bueno, Wilmer Bazán y Raúl Vargas era imposible dormir. El temor era inmenso. De vez en cuando hablaban. Siempre estaban mirando la pequeña ventana como queriendo que se fuera la noche para ver la luz del día, cada minuto era una eternidad, jamás pensaron que el tiempo durara tanto. No había relojes ni forma de saber la hora. La única esperanza era que amaneciera pronto. Ya nadie traía comida. De vez en cuando entraban más detenidos. El bullicio de los vehículos de la calle iba disminuyendo, cuando de pronto, en la habitación contigua pusieron música en alto volumen. Entonces Raúl preguntó: –Y, ¿qué es eso? ¿Qué hay al otro lado, acaso un cumpleaños? –No. –Respondió el Califa. –Empezó el “tono”. Son los “rayas”, que van a meter “combo” para hacer hablar. Algunos minutos después, desde la puerta, los policías llamaron al detenido Marcos Cárdenas. El que respondía a este nombre se puso de pie y se dirigió hacia la puerta y luego se lo llevaron. Empezó lo que ellos llamaban los “interrogatorios metódicos”. Ponían música en alto volumen para que los vecinos no escuchen los golpes y los gritos de los interrogados. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios. Pedro Navaja matón de esquina el que a hierro mata a hierro termina. Era una de las canciones que se podía oír. Los jóvenes entendieron de lo que se trataba. Ahora, aparte del temor de ser ultrajados por algún preso, tenían el temor de ser llevados por la policía para ser “interrogados”. En silencio seguramente rezaban, deseando que la noche pasara rápido. Parecía que el tiempo se había detenido y el miedo los había atrapado. Luego de varios minutos se abría la puerta y entre dos policías devolvían a Marcos Cárdenas aventándolo dentro 67

de la celda como si se tratara de un bulto. Cárdenas, todo maltrecho, con gran esfuerzo luego del segundo intento pudo arrastrarse hasta el lugar que ocupaba antes de que lo llamaran para el interrogatorio. Después llamaron a Manuel Ganoza, quien se levantó y se encaminó totalmente resignado a lo que era un suplicio seguro. Los llamados continuaban saliendo y después volvían todos prácticamente molidos; hasta que volvieron a llamar a Marcos Cárdenas, quien al parecer no había hablado y se lo llevaron otra vez. Minutos después lo trajeron de vuelta, arrastrándolo porque esta vez ya ni podía caminar y lo dejaron tirado en el piso a la entrada de la celda, siendo ayudado por algunos detenidos que lo llevaron a rastras hasta su sitio. Los llamados a los presos continuaban y el interrogatorio seguía. De improviso se levantó el negro Kimba y, en la penumbra, se podía ver cómo su enorme figura avanzaba en dirección de los jóvenes detenidos. Entonces dejó escuchar su voz seca y ronca diciendo: –¡Tú, del medio, ven! ¡Acompáñame! –el negro Kimba había elegido a Wilmer Bazán. En ese momento la sangre de las venas se les heló a los jóvenes, más aún a Wilmer a quien un terrible frío le recorría por todo el cuerpo. Su peor temor se estaba haciendo realidad. –No, yo no iré –dijo Bazán, casi llorando. Los tres se pusieron de pie e iban a cumplir el juramento que hicieron de defenderse cueste lo que cueste. El negro Kimba trató de tomar por el brazo a Wilmer para arrastrarlo pero este se resistía y se defendía como podía para no ser arrastrado y sus amigos hacían todo lo posible por defenderlo. Raúl Vargas recibió un puñete del negro Kimba que lo derribó, pero inmediatamente se volvió a poner de pie para arremeter contra Kimba, a pesar que sangraba de la nariz. En ese momento se acercaron tres presos más en ayuda del negro Kimba y fue así que logró llevarse a Wilmer hacia un rincón de la celda sin importarle sus gritos de auxilio ni sus intentos por defenderse, era muy débil comparado con el moreno, el cual terminó por ultrajarlo brutalmente. En unos minutos más estaba de regreso; humillado y con los ojos llenos de lágrimas, sentía haber perdido su dignidad y hombría. Se dirigió donde estaban sus amigos, todavía sujetados por los otros presos, quienes al ver que todo había terminado, soltaron a los jóvenes y se retiraron. No cruzaron palabra alguna entre ellos. Estaban sentados otra vez. Los temores de Fernando Bueno se avivaron aún más, mientras que Wilmer Bazán permanecía impotente, entre lágrimas silenciosas, con sentimientos confusos; estaba devastado sicológicamente, dejando fluir sus pensamientos que no cesaban de amartillar su mente. Pensaba en la muerte como la única salida de su terrible drama. Minutos después, tres nuevos detenidos ingresaron a la celda y entre ellos un homosexual declarado. Habían sido traídos por que uno de los detenidos terminó por delatarlo en el interrogatorio, sindicándolos a ellos como cómplices de sus fechorías. La llegada del gay causó gran alboroto entre los internos. Unos y otros se lo llevaban de un lugar a otro ante la protesta escandalosa del homosexual. Mientas que Fernando Bueno y Raúl Vargas seguían con la mirada en la ventana. Podían contar las estrellas que divisaban. Parecía que la noche era infinita como el universo mismo. A Wilmer Bazán, prisionero de sus sombríos pensamientos, ya nada le importaba. Entre los amigos se había interpuesto un silencio sepulcral. Casi dos horas después, trajeron a un borracho que vociferaba a todo pulmón, insultando a los policías, hasta mentándoles a la madre. Aún no amanecía y el frío era penetrante tanto que 68

se metía hasta los huesos. Fastidiados por el alboroto que causaba y por los insultos, dos policías ingresaron al calabozo y casi a rastras se llevaron al bullanguero borracho metiéndolo al baño, abrieron la ducha, y un chorro de agua fría cayó sobre él. Ante ello, en tan solo unos segundos, éste se calló por completo; seguramente el frío del agua que calaba hasta sus huesos, terminó por quitarle la borrachera. Salió de la ducha tiritando y para sentir menos frío se quitó la ropa que estaba completamente empapada. Ya desnudo, de cualquier modo se acomodó en algún rincón. El alboroto continuaba hasta que de pronto enmudeció la música. Eso significaba para todos que al menos esa madrugada ya no iban a ser llamados por los policías para “cantar”. Dentro de la celda los presos seguían “entretenidos” con el escandaloso gay, pero esto no significaba necesariamente que sus temores se hayan disipado para Raúl Vargas y Fernando Bueno, quienes con los ojos clavados en la ventana observaban cómo el cielo, lenta y paulatinamente se iba aclarando; poco a poco las estrellas iban desapareciendo hasta perderse todas por completo. Pequeños rayos de luz ya se divisaban. Ellos observaban cómo, segundo a segundo, el día amanecía. Jamás imaginaron que la noche fuera tan larga. Nunca pensaron estar en un lugar tan sórdido como ese. Jamás se habían alegrado tanto de ver la luz de la mañana. Largos y angustiosos minutos seguían transcurriendo. La claridad ganaba a la oscuridad del calabozo. La mayoría dormía y sus ruidosos ronquidos se dejaban escuchar en todo el ambiente. Cuanto más claro era el calabozo menos peligro se avizoraba. La noche “eterna” llegaba a su final. Serían como las cinco de la mañana, ya la luz iluminaba, aunque a medias, el interior del calabozo. De pronto, el loco Gaona se levanta, y empieza a hacer ejercicios. Inicia con unos saltos, para después hacer planchas. Minutos después se quita la ropa y con todo el frío reinante se mete a la ducha, ante el asombro de los jóvenes. Cuando el helado chorro de agua hace contacto con su cuerpo, el loco Gaona lanza un espeluznante grito acusando el frío del líquido elemento. Al rato queda en silencio. Entonces, Raúl le pregunta al Califa: –Ese está loco, ¿no? ¿Por qué se mete a la ducha con tanto frío? –Ah! Ese está “rayao”. Todos los días se mete a esta hora. Dice que eso le “baja” los nervios y calma su locura –respondió el Califa. Ese día, como pocas veces en invierno, un tímido sol aparecía para iluminar el cielo limeño. Wilmer Bazán permanecía callado. Ninguno comentaba lo que había sucedido aquella noche. Otra vez empezaba el bullicio en la calle, el ruido de los carros que siempre fue molesto, ahora les parecía una sinfonía de bellas notas musicales. Envidiaban a cualquiera que estuviera afuera. Nunca pensaron qué tanto podía valer estar libre. Se tiene que estar preso para aquilatar la libertad. Seguramente, cualquier transeúnte no podía sentir ni imaginar lo feliz que es andar libre por las calles. Pasaron algunas horas más soportando las bromas pesadas y lisuras de grueso calibre entre los presos, aunque esta vez la claridad del día les daba cierta tranquilidad. Había llegado la hora de la “calificación” de los presos. Empezaron a llamar a los detenidos del día anterior. Raúl Vargas, Wilmer Bazán y Fernando Bueno, fueron llamados uno por uno. Se acercaron. Un capitán les tomaba sus manifestaciones, mientras que un policía escribía a máquina dicha 69

manifestación. Luego, otro policía les tomaba las huellas digitales. Terminado ese trámite, el capitán les dijo: –¡Ya saben cómo es esto! ¡Váyanse, dedíquense a estudiar y no a andar por sitios dudosos y con malas juntas!– El capitán fue cortante. No dio pie a un comentario ni una queja. En un momento más les devolvían sus pertenencias. Ya no estaban sus relojes, solo billeteras vacías; tampoco estaba la medalla de Vargas, les habían dejado algún sencillo como para sus pasajes. Los tres amigos caminaron hacia la calle queriendo dejar cuanto antes ese horrendo y lúgubre ambiente de la estación policial. Al estar ya en la puerta de salida, al ver el ir y venir de la gente como también el habitual caos vehicular, una inmensa alegría invadía a Vargas y a Bueno. En cambio Wilmer tenía sentimientos encontrados. Sentía espanto por lo que le había sucedido, le parecía haberse quedado sin dignidad de hombre. Por él, no quería estar en ningún lugar. Antes de separarse e ir cada quien por su lado, Raúl dijo: –Yo juro que jamás contaré lo que pasó aquí. –Yo también lo juro. Aquí no pasó nada –Reafirmó Fernando. Wilmer solo miraba callado, con la mirada perdida sumido en sus pensamientos cargados de intenciones desquiciadas y hasta suicidas. Con un sentimiento lleno de ira escondida, en ese momento hubiera querido que se borraran completamente de las mentes de sus amigos así como de su propia mente, todos los recuerdos de la noche pasada. Se despidieron y cada quien emprendió su camino de regreso a casa. Lo más que querían era dormir, pues la noche anterior no habían dormido absolutamente nada. Wilmer Bazán habría querido dormir para no despertar jamás. En los siguientes días Wilmer empezó a apartarse de sus amigos. Nadie sabía del terrible drama que estaba viviendo; se embriagaba con más frecuencia; empezó a consumir drogas y estaba cortejando a cuanta chica encontraba, como queriendo dejar en claro su hombría. Sin embargo, poco a poco fue retomando sus actividades, intentando ser él mismo; pero esa fatídica noche en el calabozo lo había dejado marcado para siempre en lo más íntimo de su existencia. Por su parte Raúl Vargas había retornado a sus andanzas y las fiestas se volvieron una constante en su existencia; por entonces irrumpía con fuerza el ritmo de los Bee Gees en las discotecas con letras como: Well, you can tell by the way I use my walk, I'm a woman's man: no time to talk. Music loud and women warm, I've been kicked around since I was born. And we're stayin' alive, stayin' alive. Ah, ah, ah, ah, stayin' alive, stayin' alive. Ah, ah, ah, ah, stayin' alive.

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La canción “Sobreviviendo” podía tocarse más de veinte veces en una sola noche en las pistas de baile, armándose interminables competencias de baile con la participación espontánea de los presentes. Raúl siempre estaba bailando en pareja o en solitario. La “Fiebre de sábado por la noche” se había desatado y apoderado de los jóvenes. John Travolta imponía la moda que duraría más de dos años. En las discotecas tampoco podía faltar la música romántica. De pronto empezó a sonar el tema “Polvo en el viento” de Kansas. Raúl sacó a bailar a su amiga Patricia. Close my eyes, only for a moment and the moment´s gone All my dreams, pass before my eyes a curiosity Dust in the wind, All they are is dust in the wind. La música envolvía a las parejas que bailaban abrazados. Raúl también bailaba al compás de esta melodía y se sintió tan dichoso que le dio un beso a Patty. A partir de ese día, ella sería su mayor alegría y estaba dispuesto a dejar a las demás por su nueva conquista. Sin embargo, mientras Vargas estudiaba o cuando se encontraba solo y pensativo le asaltaba la imagen de la Gata como recuerdo de aquel amor imposible. No había podido olvidar el brillo de sus ojos, su amplia sonrisa ni su hermoso rostro. Recordaba entonces aquella tarde en la que él la buscaba con la mirada a ella que, perdida entre la muchedumbre, acompañaba la procesión del santo patrón de Chimbote, San Pedrito; cuyas andas eran llevadas en hombros por los recios pescadores en su recorrido por la ancha avenida Pardo. Recordaba también sus días en el colegio, tan cerca de la Gata y de sus amigos de salón. Rodolfo Ruiz, otro de los compañeros de la Gata, había ingresado a la Universidad Nacional de Ingeniería. Allí el ambiente era totalmente diferente al colegio. No había nadie parecido al “Chancho” Sánchez. No había horario de entrada ni de salida, tampoco pasaban la lista de asistencia. Las paredes de la universidad estaban llenas de pintas políticas. En cualquier momento entraban al salón los dirigentes del centro federado de estudiantes para protestar y condenar los actos del gobierno de turno que según ellos decían, era dictatorial y pro imperialista, suspendiéndose en reiteradas ocasiones las clases, para llevar a cabo marchas de protesta por las calles en apoyo de los campesinos y obreros, enfrentándose muchas veces a la policía. Conforme avanzaban las clases, Ruiz se destacaba como el primer alumno del salón, dándose tiempo para acudir a los círculos políticos y a los debates entre los jóvenes dirigentes. En uno de esos eventos un joven dirigente decía: –De acuerdo a la dialéctica marxista, el capitalismo es un simple sistema transitorio en la evolución de la sociedad y que sucumbirá por sus propias contradicciones, pudiendo acelerarse su caída con la presión popular. El poder nace del fusil… El expositor era militante de Sendero Luminoso y su prédica de reivindicación y de heroísmo moral, terminó por convencer a muchos jóvenes universitarios que se encontraban presentes, incluido Rodolfo Ruiz quien acabó formando parte del partido Comunista Sendero Luminoso. Las injusticias cometidas contra los campesinos, sus paupérrimas vidas en los andes y la incapacidad del gobierno de llegar a los más necesitados, fueron el caldo de cultivo que motivó 71

la gran acogida y la simpatía con las que fueron recibidas las promesas reivindicacionistas de Sendero Luminoso. Conocer de cerca la realidad nacional terminó por ganar la simpatía y voluntad de Ruiz; sus ideales y su ímpetu juvenil de querer cambiar las cosas convergieron con las promesas, propuestas y acciones de Sendero Luminoso. Al cabo de poco tiempo, el destacado estudiante universitario era ya un activista más. Por sus cualidades fue reclutado para realizar trabajos de “contrainteligencia y planeamiento estratégico”, para neutralizar y desmontar el trabajo de inteligencia del gobierno. Rodolfo era un cuadro intermedio importante dentro de sendero, su labor era establecer procedimientos para las reuniones y coordinaciones dentro de Sendero y su entorno, de manera que los servicios de inteligencia gubernamental no lograran infiltrarse ni obtener información acerca de los líderes senderistas. Esto impediría la ubicación y captura de los principales dirigentes de Sendero Luminoso que por muchos años fueron inubicables. De vez en cuando Ruiz volvía a Chimbote a visitar a su familia, encontrándose también con sus amigos, aunque con ellos jamás hablaba de política, y si ellos lo hacían él se hacía el desentendido. Esto le evitaba levantar sospechas.

CAPÍTULO XVI El cerro de la Juventud El Negro Arroyo, siendo estudiante, había ganado el campeonato de fútbol escolar con el equipo de su colegio y también había sido distinguido como el mejor jugador de ese campeonato. Todo esto le valió para ser convocado a formar parte del equipo del Club José Gálvez, el más popular y querido de Chimbote. Arroyo aún no alcanzaba la mayoría de edad, pero ya participaba en las prácticas del Gálvez, alternando con jugadores como el Torito Luces, jugador que después llegaría a jugar por la selección nacional. Estaban también Del Solar, Mazzo y el uruguayo Rubén Techera, quien posteriormente pasó al club Universitario de Lima llegando a convertirse allí, tal vez, como el mejor jugador extranjero que haya vestido la casaquilla crema en todos los tiempos. Arroyo tenía las esperanzas que al siguiente año le darían la oportunidad de formar parte del equipo que participaba en el campeonato de fútbol profesional peruano. Pero, para su mala suerte, al año siguiente llegaron al Gálvez otros “monstruos” como César Cueto, uno de los mejores jugadores peruanos de todos los tiempos. También habían sido contratados, Luis La Fuente, jugador de la selección nacional quien llegara a jugar por el Boca Junior de Argentina, Otorino Sartor, arquero de la selección, entre otros. Ese año el Club de la franja tenía un poderoso equipo. En un partido definitorio con Universitario perdió su oportunidad de clasificar a la Copa Libertadores de América. Los “cremas” le ganaron al Gálvez en una definición por penales. Esa noche la suerte estaba con el equipo merengue. El Negro que estaba de espectador sentía que se sufría más viendo al equipo de sus amores desde la tribuna, que jugando dentro del campo de fútbol. 72

Entre partido y partido el Negro Arroyo seguía esperando su oportunidad para saltar al gramado del estadio y defender los colores de su querido equipo José Gálvez de Chimbote. Tímidamente, con el permiso de su madre, la Gata empezaba a asistir a algunas fiestas sociales en el centro de Chimbote; siempre iba acompañada de su prima quien tenía el encargo expreso de cuidarla y regresarla temprano. En algunas ocasiones era su madre quien iba a recogerla cuando era necesario. Su hija era la niña de sus ojos y su mayor preocupación era su cuidado. Las fiestas mayormente se realizaban en el Palenque. Los Rumbaney llenaban de público aquel local y las veces que asistía la Gata generaba tal alboroto entre los hombres, quienes con miradas lujuriosas se disputaban el honor de bailar con ella, arremolinándosele. Apenas se iniciaba la música se abalanzaban intentando sacarla a bailar; sus ojos verdes y su voluptuoso cuerpo encendían las pasiones, en el preciso instante que Lucho Oliva empezaba a entonar su característico bolero. Corazón, por qué la quieres, si con otro te está engañando En palabras de mujeres corazón no estés confiado Llora corazón, corazón llora Llora corazón, corazón llora. Cuando llora el corazón, es porque lo han traicionado El cariño le han robado Pobrecito corazón Yo comprendo tu sufrir Es que nadie se conduele Yo sé bien que tú la quieres Y que ella no te quiere a ti. En ese momento, en el lugar donde se encontraba la Gata se generaba el desorden; muchos intentaban sacarla a bailar para disfrutar su cercanía, pero para otros era la oportunidad de tocar el cuerpo de la muchacha. La competencia era reñida y se la disputaban hasta a codazos, generando dentro del local una trifulca; mientras la Gata se rehusaba a bailar. –¡Eso no bailo! ¡Yo no bailo esa música! Los hombres parecían no escuchar lo que decía la Gata e insistían en bailar con ella; unos a otros se empujaban y producto de los empellones provocaban una gresca y a punta de patadas y puñetes se trenzaban en una batalla campal, obligando a que intervenga la policía y se detenga la música. La Gata y su prima optaban por retirarse de la fiesta. El Primer Congreso Eucarístico y Mariano se iba a realizar en el Puerto por esa fecha. El monseñor Luis Bambarén Gastelumendi, en su afán de realizar una obra significativa con esa ocasión tocaba las puertas para solicitar la participación de todos. Se había propuesto levantar en la cima del cerro una gran cruz denominada “Cruz de la Paz”. 73

Una mañana de primavera, desde muy temprano, gran cantidad de gente estaba reunida al pie del cerro Negro que tenía la cumbre más alta y estaba considerado como el guardián de la ciudad de Chimbote. Ese día había que llevar adelante una tarea complicada que consistía en subir hasta la cumbre del cerro materiales de construcción tales como cemento, arena y ladrillos, los cuales no podían ser transportados con vehículos ni otras formas de carga mecánica. Había que hacerlo de manera manual. Numeroso grupo de personas se congregaron allí. Se calcula que en total sumaban más de veintisiete mil entusiastas dispuestas a colaborar, conformada mayoritariamente por jóvenes que provenían de todos los centros educativos de la ciudad. En el lugar también estaban Juan Castro, Ana María Reyes, Willy Barrera, Vicky Corpacho, Marcos Macalupú, Luís Alberto Sánchez, entre otros. Luego de algunas coordinaciones los grupos empezaron a desplazarse de manera ordenada, subiendo en fila india por una ladera hasta la cima del cerro, formándose una impresionante cadena humana. Allí estaban también Kilovatito, el Negro Arroyo, Acosta, el aprendiz de cura Carlos Flores, entre otros, muy cerca uno del otro que podían tomarse de las manos. La recompensa para los que estaban en la cima era poder sentir el aire fresco que les acariciaba sus rostros, asimismo, contemplar la hermosa y espectacular visión panorámica de toda la bahía con sus embarcaciones ancladas y en movimiento. También podían apreciar desde allí la ciudad entera, con las casas, fábricas y los vehículos que parecían pequeñas hormigas que se desplazaban de un lado a otro. Al pie del cerro hombres y mujeres acondicionaban en bolsas apropiadas todo el material que tenía que subirse. La Gata, Tania, Liz, Malu, Yovana, Pilar, Inés y un gran número de mujeres preparaban y cerraban las bolsas. Todo estaba listo. A la orden de monseñor Bambarén se inició la gran faena, haciéndose entrega de la primera bolsa que contenía el material de construcción al primero de la cadena humana y este se la pasó al segundo, el segundo al tercero, el tercero al cuarto y así sucesivamente hasta que finalmente la primera bolsa llegó a las manos del último de la cadena que estaba en la cima. Miles de bolsas y ladrillos eran transportados de esa manera. Ver de lejos esta faena era espectacular. Bien podía considerarse como la expresión máxima del trabajo en equipo. El desplazamiento de ese contingente humano traía a la mente la laboriosidad organizada de las abejas. Durante todo el día se trabajó arduamente; unos acondicionando las bolsas en el llano y otros transportando dichas bolsas hacia lo alto del cerro. Luego de mucho esfuerzo y sudor, se trasportaba la última bolsa y al llegar ésta a la cima, todos alzaron las manos al cielo dando un grito de alegría, de tarea cumplida. Inmediatamente iniciaron el descenso y al llegar al llano eran recibidos por hombres y mujeres. La alegría reinaba. Se sentaron. Estaban cansados y aplacaban su sed tomando refrescos. Minutos después el monseñor se dirigía a todos agradeciéndoles y convocándolos a nuevas jornadas de trabajo para la próxima semana. Fue entonces que a partir de esa fecha, al cerro Negro se le cambió de nombre, siendo “bautizado” por el monseñor Bambarén con el nombre de “Cerro de la Juventud”, como un tributo a los miles de jóvenes que participaron en cambiarle la cara al cerro transformándolo en un lugar atractivo y de peregrinaje para las futuras generaciones de chimbotanos. 74

Después de esa agotadora jornada de trabajo todos retornaron a sus casas. Kilovatito ya no tenía fuerzas para hacer sus acostumbras bromas y extrañamente iba callado. A su lado marchaba lentamente el Negro Arroyo que solo atinaba a decir que tenía hambre. En las siguientes semanas, trabajando con esmero fue concluida la gran cruz en la cima del cerro a la que se le llamó “Cruz de la Paz”, la cual podía distinguirse a muchos kilómetros de distancia. Posteriormente se iniciaron nuevas faenas retomando las ancestrales costumbres de los Incas, el trabajo comunitario de cada fin de semana, para lograr las nuevas metas que se habían propuesto tales como una carretera que llegue hasta la gran cruz del cerro, construir una catacumba y un parque en una de las laderas del cerro. Se tenían los croquis de lo que había de hacerse. El trabajo no iba a ser nada fácil, el cerro era bastante alto y sumamente rocoso. No se sabía qué tiempo tomaría concluirla, pero estaban seguros de lograrlo contando para ello con la participación de la población adulta del puerto, y de manera especial con el empuje y dinamismo de los jóvenes. Todos trabajaban sin descanso convencidos de alcanzar los objetivos trazados. Se hizo una costumbre ver llegar al monseñor Bambarén al medio día trayendo el almuerzo para alegría de todos. Desde abajo se podía divisar el polvo que se levantaba en algún punto del cerro, señal del lugar donde se encontraba el avance de la carretera. Se había hecho también costumbre, ponerle un nombre a cada recodo de la vía asociado a las anécdotas, circunstancias y acontecimientos que sucedían mientras se avanzaba la construcción del camino. Así figuran en el lugar, escritas sobre las piedras, frases como: “La joroba de Sharon”, primer escrito el cual está grabado en la primera loma. Sharon era el nombre de aquel modesto y sencillo trabajador que dirigió la apertura de la carretera. Más adelante se encuentra la inscripción “El taco de Margot”, pues en ese lugar perdió el taco de su zapato una señora de nombre Margot, trabajadora de Hidrandina. Avanzando en la carretera se encuentra otro grabado que dice “El mirador del sapito” en honor al coordinador de esta admirable obra. Junto a la anterior se encuentra otra inscripción “El rincón de mi querido viejo”; y así, sucesivamente se encuentran inscripciones como “El cruce del paquetazo”, “El rincón de las comadres”, “León de Villanueva”, “El hueso de Mejía”, “La curva de Tomás”, “La pradera de Bambi”, entre otros; cada cual con sus propias historias. Y, al final del camino, sobre una enorme piedra se encuentra la inscripción que reza “En Chimbote el Niño es Rey”.

CAPÍTULO XVII De cara a la prostitución Hace casi año que la Gata había dejado el colegio y se sentía desconcertada. Las necesidades propias de una joven de vestirse bien, la falta de las comodidades mínimas y las limitaciones de la economía de su familia, la obligan a pensar en trabajar; sin embargo, no tardaría en darse cuenta que trabajando en cualquier ocupación “decente” ofrecido por el 75

mercado laboral de entonces, lo que ganaría no sería suficiente para cubrir sus necesidades y menos aún para ayudar a su familia como ella hubiera querido. Pensar en la ayuda de un enamorado era lejano, sus amores juveniles no podían ofrecerle otra cosa que no sea amor. Mirando en su entorno, influenciada por una vecina de quien se hablaba mal en el vecindario, pero a pesar de ello terminó siendo amiga y confidente de la Gata, empezó a cambiar su modo de pensar, tanto así que llegó a la conclusión de que el hombre puede conseguir bastante dinero y fácil robando y la mujer vendiendo su cuerpo. Un día, a sus diecisiete primaverales años, inducida por una “amiga”, decide ir al night club Copacabana que no era otra cosa que una casa de citas. Casi a las once de la noche llega al lugar ingresando con mucho miedo, ensayando una sonrisa fingida para disimular su temor. Era conducida por su “amiga” Betty quien tenía bastante experiencia en ese ambiente. El local tenía poca iluminación y lucía casi oscuro, predominaban las luces de colores; al interior todo parecía un caos, la música se mezclaba con el bullicio y las carcajadas de hombres y mujeres; era una de esas noches enloquecidas. Entre penumbras, los allí presentes, parecían cuerpos sin rostro que se abrazaban unos a otros, había que verlos de muy cerca para distinguir sus caras. Estando en el interior se encaminaron a la barra sentándose ambas en los altos bancos; desde allí era notaria su presencia llamando inmediatamente la atención de los hombres. Las miradas y comentarios de los parroquianos no se hicieron esperar y en un instante varios hombres se acercaron a ellas. La Gata ya había sido “aleccionada” cómo debía conducirse. Uno de los hombres de mirada trémula les dijo: –Hola, ¿podemos acompañarlas? –Claro, si nos invitan un trago –respondió Betty. –Mi amor, te invito una cerveza –dijo uno de ellos dirigiéndose a la Gata, quien estaba nerviosa. –Gracias, yo no tomo cerveza –respondió temerosa. Aquel era un hombre adulto, con rasgos curtidos propio de un pescador. –Pide lo que quieras, pero antes dime ¿cómo te llamas? –preguntó el hombre deslumbrado por la belleza de aquella jovencita. –Gata, así me llaman –respondió, mientras se pegó más a su amiga, al ver que el parroquiano intentaba abrazarla. –Compórtate y cómprale una gaseosa, y si quieres otra cosa paga –le dijo Betty con voz autoritaria. –Toma tu gaseosa y dime, Gatita, ¿cuánto es? –preguntó el hombre mientras le ofrecía la gaseosa. Ahora ella está más temerosa sin saber qué contestar. –Son, cien soles –responde Betty ante el silencio de la Gata. –Está bien, vamos –dice el hombre, poniéndose de pie al tiempo que coge del brazo a la Gata. Ella no hubiera querido que llegue ese momento, quería correr a la calle. –Anda con él, al fondo hay un cuarto. Y no olvides lo que te dije –le recordó Betty, quien estaba del brazo de otro parroquiano. Las palabras de su amiga parecían infundirle valor a la Gata y ella no tuvo otra opción que avanzar por el pasadizo junto a su acompañante. En el fondo había un cuarto y al abrir la puerta 76

vio una cama y un pequeño velador; y al igual que la barra la habitación estaba a media luz. Por un momento la Gata permaneció inmóvil, el temor la había paralizado. –Quítate la ropa, Gatita –le dijo el hombre mientras se fue quitando el pantalón. La Gata trataba de sobreponerse a esa sensación de miedo que la agobiaba. Pasándose la saliva empieza a desnudarse; el cuerpo le temblaba. Al quedar desnuda, sin mirar al hombre se echa en la cama; el parroquiano se le aproxima y ella cierra los ojos al sentir el cuerpo del hombre sobre ella. Quería gritar. Entonces recordó los consejos de su amiga, terminando por ahogar su llanto por dentro. Ella lo había buscado. Se agolparon a su mente recuerdos de su niñez. Terminó por abandonarse. No sabía qué estaba sucediendo con su cuerpo ni le importaba saberlo. Los minutos transcurrían lentamente que parecían una eternidad. De pronto, el parroquiano se incorporó. Algo alcanzó a decirle, pero la muchacha parecía no escuchar. Ella se dio cuenta que la puerta se abría para después cerrarse. El hombre ya se había marchado. En aquel instante la Gata volvía en sí, estallando en llanto. Sentía una gran tristeza de esas que se pegan al alma para no desprenderse jamás. Sentía también que se había quedado sin sentimientos. Con un llanto prolongado e inconsolable murmuraba algunas palabras. –¡Mamá, Dios mío! –decía mientras se incorporaba tomándose la cara. Al mirar sobre la mesita encontró doscientos soles que aquel hombre había dejado. Se vistió y salió de la habitación llevándose el dinero. Ya en el bar intenta ubicar a Betty pero no la encuentra, probablemente ella habría ido con otro parroquiano. Sin decir una palabra se dirige a la salida; en el trayecto varios hombres intentan detenerla para invitarla a “tomar”. Decidida y sacándose de encima a todos sale a la calle dirigiéndose a su casa, aquella noche no pudo conciliar el sueño. Pensaba en la pesadilla que vivió. Se preguntaba qué hacer con su vida. Qué hacer con tanto dinero que ganó con un solo “cliente”. Días después empezó a “hacerse a la vida” endureciendo sus sentimientos, dejando de lado las buenas enseñanzas del colegio y de su madre. Ya no contaba la moral y los principios de “niña buena”. Empezó a frecuentar antros nocturnos como el Copacabana, Blue Star, el Pelícano del hotel de turistas, etc. En todas partes era la más requerida por aquellos que concurría a estos lugares, siendo el único requisito indispensable tener dinero para pagar lo que ella pedía. Muchas autoridades, altos jefes policiales, empresarios y personalidades del medio sucumben a sus encantos; un alto funcionario de Siderperú le enviaba flores constantemente. La vida de la Gata transcurría entre música, tragos y hombres, en medio de una felicidad vacía. Todos y nadie eran el amor de ella. Ese era su trabajo y ganaba bastante. Se daba entonces todos los lujos y empezó a adquirir las comodidades que había soñado de niña. A su madre nada le faltaba, además siempre ayudaba a los más necesitados de su barrio, incluso más de un familiar interesado le había pedido dinero. La pregunta obligada de quienes la conocían fuera de ese submundo era ¿y cómo hacía para tener tanto dinero? Ella siempre decía que tenía un buen trabajo y un novio con mucho dinero, manteniendo en secreto su verdadero oficio en todas las formas, muchas veces inventándose viajes. En poco tiempo con sus altas ganancias alquiló su propio departamento, aunque pocas veces dormía allí. La fortuna parecía sonreírle pero no sabía por cuánto tiempo. 77

El Copacabana era el club nocturno más conocido de la ciudad, ubicado casi al final de la ciudad cerca al muelle; estaba en un lugar estratégico, algo alejado de las casas, pero cerca del lugar por donde los vaporinos transitaban y situado en una suerte de rincón escondido. Por las noches se le podía reconocer por su letrero de luces de neón. Tenía una puerta mediana que todas las noches se abría. Del fondo del local emanaban luces de diferentes tonalidades imponiéndose el color rojo, acompañado de música en alto volumen. Al interior del local, se podía distinguir una barra donde muchas chicas ataviadas de insinuantes y provocativos vestidos se ofrecían a los parroquianos. Pero también habían muebles en forma de sofás donde hombres y mujeres departían incluso abrazados; ellas permitían que las tocaran pero nunca aceptaban un beso en la boca; en medio de los sofás había una mesita pequeña colmada siempre de botellas de cerveza. Y también tenía hasta una pista de baile. En el Copacabana la oscuridad se imponía a la claridad; se podían distinguir claramente las siluetas de los hombres y mujeres, pero no así los rostros; había que verlos de muy cerca para saber quién era quién. El bullicio era ensordecedor; las risotadas provenían de todas partes. Allí se encontraban de incógnito autoridades, distinguidos empresarios y honorables ciudadanos, quienes ávidos de placeres estaban mezclados con patrones de lanchas, vaporinos extranjeros y seguramente hasta con delincuentes que contaban con dinero. Allí el único requisito era tener dinero; a nadie le interesaba cómo lo habían conseguido, poco importaba sus vidas actuales o pasadas, menos todavía las parejas que hayan tenido. De todas las chicas de ese centro nocturno, la Gata era la más solicitada, la más asediada, la más cara; tanto así que podía darse el lujo de seleccionar a sus clientes. La Gata le había dicho a su madre que trabajaba en una empresa naviera encargada de enviar harina de pescado al extranjero; que los embarques eran por la noche, razón por la cual tenía que ir a trabajar en la noche; de una y mil formas se las arreglaba para que su madre creyera eso. Pero con el paso del tiempo más de uno llegó a decirle a la señora que su hija frecuentaba el Copacabana, pero ella no les creía; pensaba que era la envidia de algunos. Sin embargo, intuyendo que su hija pudiera estar expuesta a algo indeseable, trató de averiguar qué era el Copacabana. Aún en contra de su voluntad, una de esas noches, atormentada por la duda y la preocupación, llegó hasta la puerta del local nocturno, pero no se atrevió a entrar. Ubicada a un costado de la puerta pudo ver cómo muchos hombres entraban y luego algunos salían acompañados de una mujer para tomar un taxi y desaparecer del lugar. Ella jamás iba a creer que su hija, a quien había criado con todo su amor, a quien había educado con todo esmero previniéndola de todas las tentaciones, pudiera estar en un lugar tan sórdido como el Copacabana. Y menos como una dama de compañía. No. Eso jamás; lo que pasa es que hay muchas personas envidiosas que al ver la prosperidad de su hija inventaba historias solo por perjudicarla. La mamá de la Gata cavilaba de este modo y se prometía a prestar oídos sordos a esta clase de habladurías que difamaban a su querida Gatita. Ya estaba dirigiéndose a tomar un taxi para volver a su casa, cuando con gran sorpresa vio salir a su hija del brazo de un hombre visiblemente borracho que tomaron un taxi y se perdieron en la oscuridad de la noche. La madre de la Gata sentía que el piso se abría a sus pies; una gran decepción la embargaba al 78

comprobar personalmente que su niña estaba convertida en una puta; entonces no eran solo habladurías los comentarios que hacía de ella; todo era cierto. En ese instante, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas recordó cuando ella le dijo: “quiero ser doctora para curarte a ti, a mis abuelitos y a todos los niños que estén enfermos”. Se preguntaba dónde se habían ido esos sueños, en qué había fallado. Con remordimiento y sumida en tantos pensamientos volvió a su casa. Ya era tarde y a esa hora acostumbraba a dormir, pero esa noche no durmió; luego de unas horas amaneció y empezó a salir el sol. En ese momento se abrió la puerta de la calle. Era la Gata que llegaba y luego como todos los días se encaminaba a su cuarto a descansar; pero ese día se apareció su madre quien la llamó con una angustiosa voz. –¡Hija, dime de dónde vienes? –Hola, mamá. Del trabajo como siempre –respondió la Gata al tiempo que trató en vano de rehuir la conversación con su madre. Quiso correr hacia su cuarto porque tenía todos los signos de estar ebria. –¿En tu trabajo se emborrachan y salen con hombres? ¿Ésa es la naviera con que me has mentido siempre? –preguntaba la madre con lágrimas en los ojos y con la voz entrecortada. –¿De qué me estás hablando, mamá?– insistía la Gata, evitando acercarse para que su madre no perciba el alcohol de su aliento. –Anoche fui al Copacabana y te vi salir con un hombre. Cualquier cosa hubiera esperado de ti, menos esto–. Afligida la madre trataba de secarse las lágrimas, la Gata sintiéndose descubierta, no atinaba más que a negarlo todo. –Yo que me sacrifiqué tanto por ti para que me des este pago. No mereces estar en mi casa –dijo la madre haciendo esfuerzos por ser dura. La Gata conocía muy bien a su progenitora; ella había tomado la decisión de echarla y lo cumpliría. Por eso dio media vuelta y sin decir palabra alguna salió de la vivienda con el remordimiento de haberle causado ese terrible dolor a su madre. Todavía turbada por el licor que había ingerido se dirigió a su departamento; sabía que en su casa ya no la querían.

CAPÍTULO XVIII Regreso con ilusión Juan Cortez había conseguido trabajo en un restaurante de Lima. Trabajaba incansablemente en el día y estudiaba por la noche. Su vida trascurría entre el trabajo y el estudio. En sus noches solitarias recordaba a la Gata pues sus sentimientos por ella no habían cambiado y tenía la ilusión que un día, cuando él fuera un profesional, ella habría de hacerle caso. Trabajaba duro y siempre estaba ahorrando. Esperaba impaciente los domingos, pues eran el único día que tenía libre. Esos días lavaba su ropa y salía a pasear o iba al cine de vez en cuando. Así fue que decide viajar a Chimbote a visitar a su familia aprovechando un feriado largo; pero en el fondo su mayor ilusión era ver a la Gata aunque sea de lejos. Cortez había regresado 79

al puerto luego de un prolongado periodo de ausencia. Recién allí se entero que la mujer de sus sueños frecuentaba los clubes nocturnos. Sintió cierta decepción, pero eso no era suficiente para matar el amor que sentía por ella. Luego de averiguar en qué centro nocturno podía encontrarla, se dirigió allá. Ya en la puerta, no se atrevía a ingresar. La esperó varias veces y por largas horas a la salida. Y cuando salía, siempre estaba acompañado de alguien y tampoco se atrevía a hablarle. Se quedó en Chimbote más de tres día solo por verla. Mientras esperaba en una esquina, cerca del Blue Star, desde algún lugar cercano llegó a sus oídos las notas musicales de una canción. Era una balada cuyas letras podía escuchar nítidamente y que tantas veces lo había escuchado cuando era escolar: La rubia del cabaret qué lindo fue solía esperar el sol para verla salir, del cabaret sus labios color rubí cuánto la amé una tarde la encontré y me miró y la miré en mí descubrió el rubor de mi niñez, y mi gran amor turbado le sonreí y comprendió, me comprendió La rubia del cabaret qué lindo fue… En ese momento esa canción reflejaba una extraña ironía. Cortez recordó aquellos momentos de colegial cuando entonces podía acercarse a ella e incluso hablarle, hasta podía enviarle con alguien algún poema o mensaje anónimo. Pero entonces estaba muy lejos de hacer eso. Sin embargo a pesar de todo no perdía las esperanzas y permanecía allí, retirándose por lo general, sin más consuelo que haberla visto salir de ese lugar. En los días siguientes regreso a Lima. Posteriormente empezó a venir con más frecuencia al puerto. En una de sus venidas y tantas esperas se atrevió a acercarse al Blue Star. Se dirigió hacia la puerta y allí se detuvo por un instante. Desde ese lugar solo alcanzó a ver un ambiente a media luz, iluminado con luces de colores intermitentes; podía escuchar también el bullicio de la gente que se mezclaba con la música. Se retiró de la puerta y se fue en dirección de la esquina para pararse cerca del lugar otra vez. Al cabo de varias horas de paciente espera por fin logró verla saliendo sola de aquel centro nocturno. Un sentimiento de felicidad mezclado con ansiedad y timidez invadió su ser; un extraño impulsó lo motivó a salir prácticamente corriendo, decidido a darle alcance. Se acercó con pasos apresurados y estando ya cerca de ella se armó de valor y venciendo su timidez le dijo: –Hola, Gatita, ¿cómo estás? 80

–Y, tú, ¿quién eres? –preguntó a su vez, la Gata, mirándolo con curiosidad. Estaba embriagada y tenía la mirada perdida. –Yo soy Juan Cortez. ¿No te acuerdas de mí? –Ah, y ¿qué haces aquí? –volvió a preguntar la Gata. –Quería saludarte. ¿Cómo estás? –Yo bien. ¿No ves que estoy feliz? Un poco mareada, pero feliz. Allí viene mi amigo. Nos vemos. Chao–. Tras de ella salía un hombre, embriagado también. Ambos avanzaron hacia la pista y abordaron un taxi. Vio cómo la Gata, junto a su acompañante, a bordo del taxi se perdían en la oscuridad a toda velocidad. Juan sintió un terrible dolor en el pecho y en silencio mordía con rabia su inmensa tristeza. Se había alegrado tanto de verla y ahora estaba terriblemente entristecido tras su partida de esa manera. Sus ojos se nublaron. Una vez más había sufrido la indiferencia de la Gata. Mientras caminaba de regreso a su casa, la razón le decía que eso era un imposible, que se olvidara de la Gata; pero su corazón seguía abrigando la esperanza de que un día la tendría muy cerca, entre sus brazos, como lo había soñado tantas veces. Al día siguiente volvió a Lima decidido a continuar labrándose un futuro.

CAPÍTULO XIX La Zarandonga en Chimbote Desde Trujillo, ciudad con más de cuatrocientos años de antigüedad, fundada por los españoles en honor al pueblo donde naciera Francisco Pizarro, viajaban muchos intelectuales a la cercana ciudad de Chimbote, un pueblo bastante joven y emergente, que para empezar, no contaba con una universidad. En uno de los viejos omnibuses que cubrían la ruta, un día llegó al puerto desde la llamada “ciudad de la primavera”, Zenobia Valdivia Pasos, una muchacha delgada, vivaracha y de sonrisa fácil. No era precisamente una intelectual pues ella se había “peleado” con los libros y cuadernos desde la primaria; no queriendo saber nada con los estudios desde entonces. Al llegar a Chimbote pensaba trabajar como empleada doméstica porque le habían dicho que en esa ciudad había mucho trabajo; y realmente había. Lo que nadie le había advertido es que Chimbote era una ciudad bastante bohemia, donde existían muchos bares, picanterías, night clubs, cevicherías, chicherías, entre otros; muchos de ellos funcionaban en locales clandestinos, y más que locales comerciales eran casas de citas donde se ganaba mucha plata. Zenobia no tardó en ir a conocer algunos de esos lugares con unas “amigas” y de a poco terminó por ambientarse a esos locales. Allí conocería a muchos pescadores quienes alardeaban tener mucha plata, involucrándose con ellos en esos impresentables locales como son las cantinas y chicherías de mala muerte. En tantas noches de farra, Zenobia demostró llevar la guaracha en la sangre pues bailaba como ninguna. Esto le valió para que la “bautizaran” como la “Zarandonga”. Cualquier día y sobre todo los fines de semana llegaban los patrones de lancha a lugares como el “Norteño”, 81

“Panchito” o la “Canoa”, llevando grandes cantidades de dinero para pagar a los pescadores por sus jornadas de pesca. Cada uno de ellos recibía gruesos fajos de billetes y después del reparto los pescadores gastaban parte y muchas veces todo el dinero en esa cantina, llegando incluso a comprar por adelantado todo el licor que había en el bar y obligando al propietario a cerrar la puerta para ser atendidos con exclusividad. Allí estaban la Zarandonga y sus amigas como damas de compañía complacientes. Libaban licor, bailaban e intimaban con ellos por algunos billetes que parecía sobrarles a los pescadores. Las radiolas a todo volumen envolvían el lugar en un halo de tristeza o alegría según la música. Sentados en vetustas sillas y apoyados en despintadas mesas, los asistentes, en su gran mayoría pescadores, bebían ingentes cantidades de cerveza. Embriagados y con los sentidos alterados rayanos con la idiotez, algunos llegaban al extremo de encender sus cigarros con billetes; y en una estúpida competencia entre ellos, utilizaban billetes de mayor denominación. Las disputas y los altercados eran constantes, llegando muchas a dirimir sus diferencias liándose a puño limpio. Para la Zarandonga ese espectáculo era cotidiano. Acostumbrada a embriagarse con ellos, enfervorizada por el licor y la música, vivía una artificial alegría a veces acompañada de completos desconocidos. Inmersa en esos lugares parecía una mujer extraviada de sí misma, sin sueños ni proyectos para el mañana. En algún momento la Zarandonga decidió ir al Copacabana pues le habían dicho que allí se ganaba muchísima plata. En ese centro nocturno trabajaba la Gata. Estando allí y al verla, la Zarandonga se dio cuenta que no podría hacerle competencia a la Gata y compañía que allí brindaban sus servicios. En vista de ello no le quedó otra opción que volver para quedarse con sus “amigas” en los suburbios que conocía, plagado de bares, chicherías, picanterías, cevicherías y otros antros de mala muerte. Un día cualquiera, en uno de esos lugares, se apareció un evangelista que con la Biblia en la mano trató de hacerle entender la palabra de Dios, intentando convencer a la Zarandonga para que cambie de vida. –Dios tiene un proyecto para ti. No puedes seguir llevando esta repugnante vida que llevas. Estás viviendo en las tinieblas, vuelve tu mirada a Dios, ora, arrepiéntete. La Zarandonga escuchaba y se sentía incómoda, entendía muy poco de lo que le decía, escuchaba por escuchar, esperando que acabe pronto. Para ella era como un sermón, que se escucha y se olvida. Dios no había logrado cambiarle la vida o tal vez no se usaron las palabras apropiadas para convencerla. Nada había cambiado para ella, todo seguía igual. Una de esas mañanas de desvelo salía de una cantina mientras echaban aserrín al piso. Era casi el medio día. Mientras caminaba por la avenida Gálvez vio un numeroso grupo de hombres que se desplazaban portando pancartas, gritando lemas a viva voz, reclamando sus derechos y exigiendo la reposición de los obreros despedidos. – ¡El trabajo es un derecho del pueblo! – ¡Despedidos: reposición! – ¡El pueblo unido, jamás será vencido! – ¡Pueblo, únete a la lucha! 82

Los manifestantes avanzaron algunos metros más para luego detenerse en una esquina. Acto seguido, el líder, un hombre con el rostro quemado por el sol y con la mano derecha alzada, se subió sobre la vereda y los arengó: –¡Compañeros! Hoy es una jornada de lucha en defensa de nuestros derechos adquiridos en tantas luchas memorables en las que cayeron muchos compañeros combatiendo la injusticia de la patronal y en defensa de la clase popular –dijo el dirigente con fuerza y vehemencia, prosiguiendo: – ¡Compañeros! No vamos a permitir que la empresa despida a cien obreros solo por el hecho de reclamar un aumento. Nosotros somos quienes producimos en la empresa para que los jefes vivan bien, mientras nosotros vivimos en la miseria. La lucha es el único camino que tenemos. ¡Hoy, junto con el pueblo, tomaremos las instalaciones de la empresa, basta de injusticias! La Zarandonga escuchaba con gran atención, entendiendo perfectamente todo. Se sentía parte de ese pueblo del que hablaba aquel orador. En unos minutos el dirigente terminó su alocución con arengas que eran coreados por todos y después se encaminaron calle abajo. La Zarandonga contagiada del fervor sindical acompañó a esa muchedumbre un par de cuadras para luego tomar su camino de siempre. Por la noche, en uno de los bares en la que frecuentaba, recordaba las palabras del dirigente obrero. Aquel hombre sí tenía ideales, luchaba por algo. En cambio, sus ocasionales acompañantes parecían vacíos, como muertos en una fiesta, hablando solo de mujeres, dinero, lanchas, tragos y bromas. No tenía muchas ganas de bailar como siempre lo hacía. Los días siguientes tuvo la impresión de que esos lugares habían perdido su encanto. Un día, mientras se dirigía al mercado, se enteró que los obreros de Siderperú que estaban en huelga preparaban una olla común. Se dirigió allá. Al llegar encontró una enorme olla sobre unos ladrillos que cocinaba con fuego de leña. Se acercó ofreciendo ayuda y fue recibida de buena gana. Ese día comió junto con ellos. Con sus bromas y sonrisa fácil se ganó el cariño de los obreros. El mensaje de justicia, dignidad y lucha por un mejor salario, terminó por ganar su conciencia al punto de apartarlo de la miserable vida que llevaba. A partir de entonces se entregó en cuerpo y alma al proselitismo de las luchas sociales. Los principios de Mariátegui, Marx, Lenin y otros habían hecho el “milagro” de sacarla de aquel sórdido lugar a donde había caído, donde algunas veces la Zarandonga y sus amigas habían sido humilladas y hasta denigradas. Ella haciendo un recuento de su pasado, como quien dice, tomó todo lo malo, lo metió en una bolsa, el cual resultó bastante grande, y lo tiró al mar; cambió la guaracha por las notas de La Internacional, el himno de la clase obrera, algunas de cuyas estrofas decían: El día que el triunfo alcancemos ni esclavos ni dueños habrá los odios que al mundo envenenan al punto se extinguirán. El hombre del hombre es hermano derechos iguales tendrán 83

la Tierra será el paraíso, patria de la Humanidad. Con el transcurrir de los días, dictadura, burguesía, salario justo, huelga, eran los nuevos términos de su vocabulario. En cada marcha de protesta de los siderúrgicos, pescadores, conserveros y otros gremios que protestaban, ella estaba presente en primera fila, con el puño en alto, arengando a viva voz. A veces llevando una pancarta o enarbolando una bandera. No tenía miedo a la policía y los enfrentaba por igual, a pesar que cierta vez terminó con fracturas en las piernas y costillas. En otro momento estaba subiendo a los omnibuses para distribuir los volantes que convocaban a una asamblea o llamaban a nuevas jornadas de lucha de los trabajadores. No era exactamente como la Pasionaria española pero tenía mucho de ella. La lucha contra las injusticias lo asumió de por vida. Las calles, mudo testigo de sus jornadas de lucha, pueden dar fe de ello.

CAPÍTULO XX Ilusión hecha realidad Raúl Vargas extrañaba Chimbote. Al cabo de un tiempo regresó y lo primero que hizo fue averiguar dónde podía encontrar a la Gata. Le comentaron que ella frecuentaba el Night Club “Copacabana”. Hace mucho tiempo que no la veía y esa noche fue a buscarla acompañado de un amigo. Al llegar al centro nocturno entraron y se ubicaron en una mesa. Todo estaba a media luz, pidieron dos cervezas y mientras tomaban Raúl trataba de ubicar a la Gata. Preguntó a las chicas de allí, hasta que finalmente la ubicó y se acercó a ella. Esa noche, la Gata estaba allí, de pie, con un cigarrillo en la mano que aspiraba y exhalaba; el olor del tabaco se mezclaba con su perfume. Ella lucía un traje oscuro ceñido a su voluptuoso cuerpo de cintura estrecha y abundante cabellera, con hermosos labios rosa. En ese lugar no resaltaban sus soñadores ojos verdes, por las tenues luces de colores del local. La Gata estaba en su máximo apogeo y en torno a ella los hombres bebían henchidos de hombría. Raúl estaba más que sorprendido, deslumbrado. Se acercó lo más que pudo a ella para saludarla. –Hola, Gata ¿cómo estás? Qué alegría me da verte –dijo Raúl mientras la saludaba emocionado. –Hola, Vargas ¿dónde te habías perdido? –respondió la Gata reconociéndolo. –Yo estoy en Lima, estudiando. Hace tiempo que no venía a Chimbote. ¿Y tú? –Aquí me tienes, “trabajando” en este lugar. –He venido con un amigo. Dime ¿tienes una amiga para estar juntos? –preguntó Raúl. –Claro, espérame un momento –dicho esto, la Gata se levantó y se dirigió al fondo. Pocos minutos después regresaba con una amiga y los cuatro se sentaron en una mesa casi al medio del local. Todos conversaban alegremente motivados por el licor y la música. La Gata 84

solo permitía que Raúl le tomara de la mano; a pesar de todo, el muchacho se daba ánimos pensando que eso era solo el comienzo y luego vendrían los besos y abrazos. Mientras hablaban se ponían de acuerdo con los precios. En aquel lugar no existía el amor, solo contaba el dinero. Minutos más tarde se levantaron Raúl y la Gata para luego dirigirse a una habitación privada al fondo del club. Lo mismo hizo la pareja que quedaba en la mesa. Después de hacer lo que hicieron ya estaban de regreso. Ni bien se disponían a sentarse la Gata y su amiga se fueron con otros acompañantes. Raúl Vargas y su amigo se quedaron sentados y pidieron otro par de cervezas y mientras tomaban, hablaban de lo ocurrido. Raúl comentaba que había hecho realidad un viejo sueño, pero se cuidó de no contarle que no le había gustado en nada la manera como hizo realidad su fantasía. Ese ensueño de años ya no existía más. Su ilusión se había quebrado y se había hecho añicos como el cristal cuando se rompe. Terminaba así un sueño de amor con un mal recuerdo; era como un suspiro que se quedaba en el aire; era como saber que todo había sido solo un espejismo. Raúl aparentaba total indiferencia pero íntimamente sentía el sufrimiento de una gran decepción. No tuvo el valor para hacer frente a la realidad y en ese momento, tomó el equivocado camino que acostumbran los cobardes buscando embrutecerse con el alcohol y así ahogar el sentimiento que los embarga; pero ante su amigo simplemente escondía sus emociones. De manera hipócrita sonreía comentando lo que veía en su entorno; por momentos de manera disimulada buscaba con la mirada a la Gata. El bullicio del lugar y la música se mezclaban. Hipocresía, morir de sed teniendo tanta agua Morir de amor fingiendo estar alegre queriendo amar y estar indiferente, indiferente. Hipocresía es mi sonrisa donde escondo el llanto Mi cuerpo tiene aquel perfume tuyo que me recuerda cómo estoy sufriendo y que de celos yo me estoy muriendo... Era una canción de los Pasteles Verdes, grupo chimbotano que estaba en su máximo apogeo y su música había trascendido las fronteras del Perú. En el night club Raúl hacía suya esa canción y de vez en cuando giraba la cabeza buscando la ubicación de la Gata, hasta que la vio conversando alegremente en una mesa con otros acompañantes. Esto lo motivaba a beber más para ahogar sus sentimientos. Con su amigo tomaron algunas cervezas más y decidieron retirarse de aquel lugar. Al salir pasó cerca de la Gata y un lacónico “chao” fue la despedida por parte de ella, era una simple despedida que Raúl lo sintió como un puñal en la espalda. Tantos sueños de ilusión se hacían añicos. Salieron apresuradamente del lugar; Raúl llevaba y soportaba sobre sí un gran sentimiento de frustración. Estando ya en la calle ambos amigos se fueron a otro lugar a seguir “festejando” aquel sábado por la noche. La ciudad tenía muchos lugares apropiados para eso. Sería el tiempo quien se encargaría de borrar las penas y lágrimas de amor, donde finalmente todo quedaría solo como un mal recuerdo. 85

Para alguien con sentimientos ya endurecidos como la Gata, Raúl era uno más de tantos clientes y proseguía con su rutina diaria. Haciendo un comentario pregunta a su amiga la China: –¿Has visto que está aquí el Juez Moreno, aquel moralista que nos señala con el dedo? –Claro que lo he visto, ese es un tipo de doble moral. En el día habla mal de nosotras a la prensa y por las noches viene con su plata para estar con nosotras –respondió la China. –A veces me pregunto, si dicen que a nosotras nos corresponde el infierno, a ellos con su máscara y todo ¿qué les correspondería? –se preguntaba la Gata. –Me imagino que algo peor que el infierno. Pero qué suerte tiene el sinvergüenza, él puede vender su alma al diablo pero su cuerpo queda intocable. En cambio nosotras vendemos nuestro cuerpo, pero nuestras almas quedan lastimadas. Al menos así lo siento yo –reflexionaba la China. Todos los hombres buscaban en aquel lugar ese bien escaso que es la felicidad, aunque allí todo era ficticio, artificial, incluso la felicidad misma. Para las chicas que laboraban en aquel lugar parecía que la felicidad era algo a la que ya no podían aspirar, salvo el lujo y las exquisiteces que provenían del poder del dinero. Las juergas eran interminables. Muchos se quedaban allí hasta el amanecer. Ya muy de mañana la música era silenciada. Algunos cuerpos doblados por el sueño eran despertados. Ese local mostraba una deprimente vista de desolación, resaca y desvelo; con puchos de cigarros esparcidos por el piso y harta cerveza derramada. Los últimos que salían del night club lo hacían con la luz del día, desorientados, echando de menos sus pertenencias y de lo poco que podían acordarse en esas condiciones.

CAPÍTULO XXI Presencia de Sendero Luminoso Sendero Luminoso empezaba a asomar en la sierra aunque muy poco se sabía de este movimiento. Abimael Guzmán, en contraste con los líderes tradicionales, jamás había pronunciado un discurso en una plaza pública abierta. Las veces que se dirigía al público lo hacía en la universidad, en el círculo de estudios, auditorios y eventos al cual era invitado por la célula de su partido. Era de carácter más bien sedentario, se decía revolucionario pero su personalidad era diferente a la idea que se tiene de un guerrillero que se desplaza por los campos y ciudades empuñando un arma al frente de sus combatientes. Más aún estando en la clandestinidad, permanecía escondido, protegido por sus más cercanos colaboradores, desplazándose en la maletera de los autos o en espacios camuflados de otros vehículos; se movía de un escondite a otro, permaneciendo en una habitación; por lo general siempre estaba leyendo o escribiendo un sin fin de cosas sin descanso. A diferencia de los llamados líderes revolucionarios, que propugnaban de manera práctica y directa la toma del poder por las armas en una lucha frontal, Abimael Guzmán priorizaba la 86

teoría. Esa es la razón del énfasis puesto en su “Pensamiento Guía” el cual estaba marcado por una línea ideológica y pedagógica sin mayores sentimientos, con predominio de los principios fundamentalistas del comunismo Sendero Luminoso era uno de los movimientos más activos de la izquierda peruana. Abimael Guzmán participaba de la primera escuela popular; disertaba entonces sobre historia. –Los españoles entraban en los pueblos y no dejaban niños, ni viejos, ni mujeres preñadas que no desbarrigaran e hicieran pedazos. Hacían unas horcas largas y de trece en trece, en honor de Jesucristo y los doce apóstoles, los quemaban vivos –decía Guzmán haciendo referencia a los escritos de Fray Bartolomé De las Casas, sobre la conquista española al Perú. Entre los presentes se encontraba Elena Iparraguirre, quien ya formaba parte de Socorro Popular. Ella estaba deslumbrada por el orador; era una suerte de amor a primera vista. Tenía fija su mirada en Amibael Guzmán quien proseguía con su exposición. –El Partido Comunista Peruano fue fundado por el Amauta José Carlos Mariátegui el 7 de Octubre de 1928, en una memorable reunión con un grupo de jóvenes audaces, comprometidos con los más humildes de nuestra patria. –Esa es la gran herencia que nos dejó, somos nosotros quienes tenemos que asumir la responsabilidad de continuar con su gesta y alcanzar la justicia social por medio de la revolución–. Hombres y mujeres seguían con total atención la exposición. –Si se quiere ser intelectual revolucionario, uno tiene que fundirse con las masas, trabajar como ellas, sentir como ellas y pensar como ellas. Es un proceso. Por mi lado tengo que dejar mi status, mi corbata. En muy buena y santa hora, si con eso voy a lograrlo… Concluida la exposición Iparraguirre conoce personalmente a Amibael Guzmán de quien queda prendada. Ella estaba casada y tenía dos hijos, decidiendo dejarlo todo por él, asumiendo desde entonces el seudónimo de “Camarada Miriam”. Eran tiempos de disputas violentas al interior del Partido Comunista. Sendero Luminoso luchaba en su intento de tener el predominio, siendo su mayor antagonista el grupo de Patria Roja. En su objetivo de asegurarse el poder, Amibael Guzmán estratégicamente nombra a “Norah” y “Miriam” como la número dos y la número tres respectivamente de su organización. Esto a la larga generaría entre ellas recelos y desconfianzas; en un primer momento Guzmán lo supo manejar, promoviéndolas a ambas al autodenominado Comité Permanente Histórico, con lo cual concretaba una conducta de culto a su persona en los miembros de su entorno, donde todos se rendían ante él, convirtiéndose en el líder absoluto de Sendero Luminoso, alcanzando al interior del partido una suerte de connotación divina, una especie de tótem; traslucía una figura paterna pero drástica, estando dispuesto a pasar inclusive por encima de la muerte, con clara tendencia de ser sanguinario. Se iniciaba entonces la preparación táctica militar entre los seguidores de Guzmán, con el objetivo de iniciar la revolución en el Perú. De acuerdo a la estrategia de Guzmán se tenía que reclutar muchos jóvenes y adoctrinarlos para conformar los brazos armados del partido. Se desarrollaba la primera escuela militar de Sendero, en ella estaba Rodolfo Ruiz quien seguía atentamente el discurso de Amibael Guzmán que se dirigía a los militantes asistentes: 87

–El proletariado es la hoguera, un pedazo de su chispa somos nosotros... ¿puede una chispa levantarse contra la hoguera? Las chispas no pueden detener las llamas... Necio es querer destruir la materia. ¿Cómo los granos podrían detener a las ruedas del molino? Serían hechas polvo –decía Guzmán hablando con una connotación bíblica. –Hubo una época en que prevalecieron las sombras. El paraíso está en el futuro, les hablo de un paraíso terrenal–. El camarada “Gonzalo” hablaba con aires proféticos. –Ubiquémonos en la segunda parte del siguiente siglo. La historia estará escrita por nosotros y los que sigan con nosotros, los futuros comunistas, porque somos inagotables; y vendrán otros y otros, y los que vienen son como nosotros –el líder Senderista se proyectaba al futuro. Todos los presentes estaban convencidos de las palabras de Guzmán; Rodolfo Ruiz no tenía dudas que el líder senderista iba cambiar el Perú logrando la justicia social, cara aspiración del pueblo peruano. Uno de los objetivos de esa reunión era lograr una “purificación” política de los asistentes como también alcanzar una concientización ideológica. Amibael Guzmán creía que el momento de la revolución había llegado, hablaba de alcanzar un “equilibrio estratégico” en el país, para ello desliza la posibilidad de un “genocidio” de un millón de muertos. Para él la individualidad no existe. En ese momento la masa estaba extasiada, Guzmán continuaba con su discurso. –Ahora que hemos alcanzado la capacidad de interpretar el pasado, el presente y el futuro, es posible pasar a la acción. Al hacerlo, conmocionaremos al mundo. El inicio de la lucha armada en los andes peruanos significa que entramos a la ofensiva estratégica de la revolución mundial –Amibael daba por seguro alcanzar trascendencia mundial de su persona. –La historia nos recuerda la Revolución Francesa, la Revolución de Octubre, la Revolución China y la Revolución Cultural. Ha llegado el día en el cual toda esa grandiosa acción de siglos sea concretado aquí. La promesa se abre, el futuro se despliega, es tiempo de iniciar la lucha armada. Yo seré un simple combatiente de la primera compañía. Tenemos que cruzar el río de sangre necesario para el triunfo de la Revolución–. Las palabras de Guzmán eran vehementes e incendiarias. –¡Viva la guerra popular¡ ¡Gloria al marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tse-tung! ¡Viva Sendero Luminoso!–. Arengaban hombres y mujeres. La atención de Ruiz y de todos los presentes era total. Amibael los había llevado hasta la euforia. Guzmán estaba convencido que era el momento preciso de iniciar la lucha armada, creía que el escenario político-económico mundial estaba a su favor dada la existencia de un equilibro estratégico en el mundo (Rusia–Estados Unidos). Allí mismo Amibael Guzmán se autoproclamó presidente de la república popular del Perú, y el "Pensamiento Gonzalo" se convirtió en el pensamiento guía de los seguidores de Sendero Luminoso. –¡Viva el presidente Gonzalo! ¡Con el pensamiento Gonzalo hasta la victoria final! ¡Muerte al imperialismo yanqui y a sus lacayos!–. Las arengas continuaban. 88

Al término de la reunión, los presentes estaban cargados de una euforia generalizada, con un fanatismo evidente, predispuestos a la violencia, con una fe ciega en su líder, a quien lo magnificaron. Para ellos el “presidente Gonzalo” se convertía en el más grande marxistaleninista-maoísta viviente. Lo consideraban “la cuarta espada del marxismo” después de Marx, Lenin y Mao. A partir de entonces Amibael Guzmán no hace más referencias a Mariátegui, ordenando a los militantes de su partido a ejecutar asesinatos selectivos, “ajusticiamientos”, paros armados y actos terroristas, convirtiéndose Sendero Luminoso en uno de los grupos subversivos más sanguinarios de Latinoamérica. Rodolfo Ruiz como los demás militantes firmaban una “carta de sujeción” al mismo “presidente Gonzalo”, en la cual cada militante comprometía su participación y respaldo pleno e incondicional a Guzmán, comprometiéndose también con el aporte de una “cuota de sangre” que solicitaba Amibael. La guerra había sido declarada. Para los empobrecidos y marginados campesinos de la sierra, olvidados y excluidos por siglos, las palabras de Guzmán eran redentoras. Allí, en los pequeños villorrios de comunidades campesinas, donde nunca había llegado el estado, los jóvenes se alistaban y enrolaban al llamado ejército de combatientes de la guerrilla popular de Sendero Luminoso. Dispuestos a ofrendar su vida para alcanzar la revolución, con los ideales de eliminar la explotación, donde el pueblo gobierne como pregonaba Guzmán. De igual forma muchos estudiantes universitarios de las diferentes universidades del país fueron “reclutados” por voluntad propia dispuestos a luchar por cambiar la realidad social y económica del Perú. Amibael Guzmán desencadenaba la guerra popular. La número dos y la número tres del Partido, su esposa y su fanática y deslumbrada admiradora respectivamente, comandaron los primeros atentados de Sendero Luminoso en el país. La camarada “Norah” a la cabeza de una columna de senderistas entraba en acción con la intención de boicotear las elecciones en el distrito de Chuschi, provincia de Cangallo, en Ayacucho. El objetivo era destruir el material electoral que era trasportado en tres camiones resguardados por treinta y seis soldados. Por su lado, la camarada “Miriam” al mando de un grupo armado inicia sus operaciones con la explosión de un coche bomba, en un lugar previamente elegido. Conforme se incrementan las acciones subversivas, con la perdida de muchas vidas y el derramamiento de sangre, para los senderistas convictos y confesos, Amibael Guzmán ya no era un simple caudillo, para ellos se convertía en algo parecido a un Mesías, rindiéndosele una suerte de culto religioso al “pensamiento Gonzalo”. El comité central de Sendero Luminoso había decidido “liberar” los distritos de Santa y Coishco y con esa finalidad tomaron la decisión de implantar dos células del partido en esos lugares con el fin de reclutar gente, especialmente jóvenes, y formar allí un brazo armado que mediante la lucha armada declare “zona liberada” a los dos distritos, y para ese propósito era indispensable la participación de Ruiz. No pasó mucho tiempo cuando las células de Sendero ya estaban en actividad; una noche en el poblado cercano de Guadalupito, el entonces coordinador general del partido de gobierno de turno, fue sacado de su casa. Un grupo de subversivos había 89

llegado a su casa y lo llamaron por su nombre. La esposa del coordinador, como presagiando algo malo, le dijo que no saliera, sin embargo él salió a la puerta y fue atrapado por los senderistas, llevado a rastras a la plaza del pueblo y allí fue “ajusticiado” por el grupo de sediciosos en presencia de los vecinos, acusado de traición a la revolución; los pedidos de clemencia del coordinador no fueron escuchados, siendo ultimado a tiros. Terminado el acto se retiraron lanzando vivas a Sendero Luminoso, dejando el cuerpo sin vida del coordinador en plena plaza de Guadalupito. El temor en la población era generalizado; principalmente la sierra y la costa eran azotados con actos violentos. Los políticos preferían callar cuando se trataba de expresarse sobre Sendero Luminoso o Amibael Guzmán; sin embargo, algunas voces se alzaban como la de María Elena Moyano o aquel dirigente del sindicato minero que dijo: –Los revolucionarios no cometen las atrocidades llevados a cabo por los fanáticos seguidores de Amibael Guzmán. Tampoco se puede aceptar el genocidio de las fuerzas armadas a los humildes campesinos ordenados por parte de Montesinos. Las voces que se levantaban en contra de uno u otro, eran acalladas con la muerte. La búsqueda de Amibael Guzmán por la policía era persistente. El trabajo del servicio de inteligencia del gobierno era infructuoso debido al esquema de la organización de Sendero Luminoso y su estrategia, siendo vital el trabajo desplegado por Rodolfo Ruiz que constantemente desbarataba la labor de inteligencia del estado en su intento de infiltrar agentes del gobierno para ubicar o capturar a los máximos cabecillas de Sendero, en especial de Guzmán. Los atentados o incursiones los ordenaba el “presidente Gonzalo”, siendo planificado y ejecutado por los comandos de aniquilamiento entre otros. Ruiz estaba encargado del aparato estratégico. Era quien establecía el sistema de acción que no comprometía a la cúpula del partido. Uno de ellos consistía en reclutar militantes de diferentes lugares de residencia el mismo día de la acción programada, incluso entre ellos no se conocían, siendo presentados por sus alias y no diciéndoles incluso cual era el objetivo hasta el último momento; tampoco sabían quiénes eran realmente los jefes de la operación, más allá de su alias. Estando en el lugar de los hechos, el jefe que conocía ya las cualidades y habilidades de los militantes reclutados, ordenaba a cada quien su labor a realizar. Cumplida o fracasada la operación, todo el grupo se desintegraba, volviendo cada uno a su lugar de origen. Pablo Salas quien decidiera ser policía, había egresado de la Escuela de Policía y para suerte de él, fue destacado a trabajar en Chimbote. Eran momentos difíciles para los policías, las actividades terroristas recrudecían en todo el país con cruentos actos que lindaban con la insanía y Chimbote no estaba ajeno a ello. En uno de los apagones, producto de la voladura de una de las torres de alta tensión, todo Chimbote quedó a oscuras. En ese preciso momento como siempre la Gata se encontraba en un night club, cuando de pronto se apagaron las luces de colores y la música también; al quedar el local en tinieblas, de un inicial silencio las voces volvieron a escucharse elevando lentamente el 90

volumen; más de uno aprovechó para irse sin pagar el trago ni a las chicas; la Gata empezó a sentir muchas manos sobre su cuerpo y por la oscuridad no sabía de quienes eran, pero ella trataba de sacárselas de encima gritando con cólera: –¡Saquen sus manos, carajo! Pero el manoseo seguía por parte de algunos parroquianos ávidos de tocar a la Gata, en especial sus partes intimas. Entonces surgieron en la penumbra sus ocasionales defensores y más de uno, guiados por los gritos contrariados de la Gata, se acercaron a tratar de defenderla; generándose una gresca, hasta que alguien prendió una vela y cada quien se fue por su lado. Como resultado de esto la Gata lucía despeinada, con parte del vestido roto y no encontraba uno de sus zapatos. Alguien debió habérselo llevado de recuerdo.

CAPÍTULO XXII Aparición del SIDA Los medios internacionales de comunicación difundían por primera vez el caso de la muerte de un homosexual en los Estados Unidos, con una rara enfermedad que los médicos la denominaron SIDA (Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida). A partir de entonces, la muerte de homosexuales con este mal se hacía más frecuente en Norteamérica y después en Europa, llegándose a conocer a esta enfermedad como la “peste rosa” y se tenía la creencia que solo afectaba a los homosexuales, llenado de preocupación a la comunidad gay. Más de uno llegó a decir que era un “castigo de Dios”. Se creía también que los heterosexuales eran inmunes. En el puerto se comentaba pero no se le daba mucha importancia a esta enfermedad. Se la creía muy lejana y la creencia generalizada era que nuestro puerto era casi imposible de ser tocado. En los night clubs nada había cambiado y con el bullicio de siempre en las noches abrían sus puertas. Mientras esperaban a sus “amigos”, la Gata le comentaba a su amiga la China. –¿Viste la noticia del Sida en la televisión anoche? –Si, es la plaga para los maricones –respondía la China. –Ahora, que se cuide Andy. ¿Cómo será ese mal? –se preguntaba la Gata. No había respuestas y muy poco se sabía de ese mal, pero las muertes se sucedían unas tras otras. Luego de un tiempo se produjo en Lima el primer caso. Se dio a conocer la muerte de un paciente con sida en el hospital Cayetano Heredia. Con el paso del tiempo la lista de muertes por este mal creció de manera alarmante sin que se pudiera hacer nada para evitarlo. No había ningún remedio; y los medios de comunicación constantemente abordaban el tema, constituyéndose en un tema de preocupación Mundial. En los periódicos se publican fotos del “rostro” de la muerte con sida. Eran imágenes espeluznantes, personas delgadas en extremo, con los ojos hundidos, con la cara marchita y la piel pegada al hueso. Las fotos eran de enfermos con sida de África o de América Latina. 91

Nunca aparecían las fotos de artistas o personajes conocidos de Estados Unidos enfermos de sida en su fase terminal. Este mal, al ser considerado como la enfermedad de los homosexuales, marginaba y estigmatizaba a los gays, despertando temor las relaciones homosexuales. El argot popular decía: hombre con hombre “si da”. La Gata y sus amigas del Copacabana se sentían lejos de ser “tocadas” por este mal. En aquel lugar las preocupaciones por la llamada “peste rosa” estaban muy distantes. Embriagados con el licor y con un cigarrillo en la mano los hombres se desinhibían, alardeando incluso de tener mucho dinero; las tertulias en voz alta entre hombres y mujeres se mezclaba con el alto volumen de la música, la melodía se perdía en los rincones de aquel lugar. Ella, ella ya me olvidó Yo, yo la recuerdo ahora Era como la primavera, Su anochecido pelo, Su voz dormida, el beso, Yo, yo no puedo olvidarla. La música aviva los recuerdos y las pasiones invitando a beber más y el dinero lo compraba todo allí. El movimiento nocturno en el Copacabana, Blue Star, El Pelícano y otros centros nocturnos proseguían por lo general hasta la madrugada y muchos se retiraban ya a plena la luz del sol. La vida continuaba en el puerto, sin embargo más vidas eran apagas por el sida en todo el mundo; el problema crecía vertiginosamente, no solo eran homosexuales los que morían. Se empezaba a reportar también la muerte de prostitutas con este mal. En los Estados Unidos el presidente Ronald Reagan no se pronunciaba, tampoco ordenaba que los científicos estudien el caso y busquen una cura. Se decía que Reagan, quien pertenecía a la iglesia Presbiteriana, habría retardado esto, para permitir que Dios continúe con su “castigo” a la promiscuidad.

CAPÍTULO XXIII El trago amargo Al cabo de un considerable tiempo, Juan Cortez en base a mucho trabajo ya tenía su propio restaurante; también había terminado sus estudios y ya era un profesional e ingresó a trabajar en un banco. Después de una prolongada ausencia regresó a Chimbote y esta vez estaba decidido a encontrar a la Gata allí donde estuviera. Juan decidió ir en busca de la mujer de sus sueños, encaminándose al lugar donde ella trabajaba; estaba nervioso y con cierto temor ingresó al Copacabana como cualquier cliente. Las luces de colores le dificultaban la visión, sin embargo sin mucho esfuerzo pudo ver parada junto a la barra a una mujer esbozando una sonrisa forzada, 92

fumando y con la cara pintarrajeada en exceso, mirando de reojo a quienes ingresaban al local; ella tenía puesto un vestido rojo ajustado, adornado con algunos brillantes baratos, con escote pronunciado que resaltaba lo mejor que tenía y calzaba unos zapatos de grandes tacones visiblemente torcidos; con voz algo ronca y sin que nadie le dijera nada se dirigió a Juan. –Hola ¿me invitas un trago? –Me llamo Soledad. ¿Y tú? El hielo inicial se había roto, ambos iniciaron una conversación; Juan pidió dos cervezas. Él había ido a ese lugar a buscar a la Gata y todo lo que veía alrededor suyo era nuevo. Frente a ellos una pareja bailaba; la chica vestía una minifalda escandalosa y con cada requiebre de su cintura parecía querer conquistar a su ocasional acompañante. Un hombre se acercó a ellos y sacó a bailar a Soledad y luego desaparecieron al fondo del local. Soledad no regresó más. De pronto se le acercó otra chica diciéndole: –Hola, amigo ¿qué haces aquí, solito? Invítame un trago. –Estoy buscando a la Gata. ¿Sabes dónde está? –dijo Juan, sintiéndose extraño en aquel lugar. –Qué suerte tiene la Gata porque todos la buscan. Invítame un trago y te llevo donde está ella –respondió la chica, tomándolo de la mano y conduciéndolo a otra mesa. Cortez compró dos cervezas más y mientras conversaba con la chica iba observando todo lo que había a su alrededor. Hombres y mujeres departían alegremente, unos abrazados, otros hablando al oído. La música sonaba en alto volumen y todos parecían estar felices, unos más ebrios que otros. Mientras Juan tomaba, le contaba a Érica, así se llamaba la mujer, parte de su vida de colegio, insinuando su callado amor por la Gata. Érica había ido varias veces en busca de la Gata pero siempre regresaba diciendo que estaba ocupada, hasta que finalmente logró ubicarla. Entonces le dijo: –¡Gata, hay alguien especial que te está esperando. Vamos! Y tomando del brazo a la Gata la llevó a la mesa donde estaba Juan quien al verla después de mucho tiempo se levantó emocionado y la saludo con una gran sonrisa. –¡Hola, Gatita! ¿Cómo estás? –Hola, ¿te conozco? –La Gata no lograba reconocerlo, tal vez por la poca luz del lugar. –¡Soy Juan Cortez! ¿No te acuerdas de mí? ¿No te acuerdas de nuestro colegio? –Ah, hola, te había desconocido. Y ¿qué haces por aquí? No creo que a ti te gusten estos lugares. – La verdad, no me gusta; pero estando tú aquí ya me está gustando. Cuéntame, qué ha sido de ti–. Le había arrancado una sonrisa a la Gata. Mientras tomaban algunas cervezas recordaron a sus compañeros del colegio, asimismo, Cortez le contó de sus logros, tanto en el campo profesional como en lo económico. Ahora ya no era aquel escolar pobre. A pesar de todo, él no se atrevía a confesarle el amor que sentía por ella desde cuando eran compañeros de clase, tampoco sabía cómo manifestarle sus sentimientos. De pronto, un hombre se acercó a la Gata, la saludó e invitó a que lo acompañara. Ella, sin más ni menos, se levantó diciendo: –Bueno, te dejo. Tengo que trabajar. 93

Juan vio cómo ella se alejaba junto con aquel hombre perdiéndose en la penumbra, encaminándose al fondo del establecimiento. Otra vez sus ilusiones se hacían añicos. El dolor por el amor que sentía lo estaba abatiendo otra vez. Ya tenía los efectos del licor en su organismo y sus sentimientos parecían más intensos. Llenó de cerveza el vaso y lo tomó de un solo trago. Quería ahogar su sufrimiento. En ese momento apareció Érica, preguntando: – ¿Qué pasó? ¿Y la Gata? –Se fue. Vino alguien y se fue con él –respondió Cortez con un acento triste; su alegría había desaparecido. – ¿Por qué la dejaste ir? ¿Acaso no tienes plata? –volvió a preguntar Érica. –Plata tengo, pero no sé... –titubeó, Juan. Entonces Érica le explicó cómo funcionaban las cosas allí. Pasado un largo momento, cuando la Gata reapareció, Juan se levantó y se acercó a ella. Con sentimientos encontrados, le dijo: –Dime, cuánto es, y vamos. –Está bien. Acompáñame –le dijo la Gata, tomando la delantera mientras Cortez lo seguía de cerca hacia una habitación. Ingresaron. Allí la luz era más tenue y solo había una cama con su mesita de noche. Ambos tenían evidentes signos de embriaguez. Al interior de la habitación estaban solamente los dos. Juan había soñado ese momento tantas veces; al fin, a solas con la amada Gata. En solitario muchas veces ensayó las formas de declararle su amor, esperando escuchar como respuesta, alguna palabra amable hacia él. Mientras Juan trataba de insinuar sus sentimientos, de ella solo se escuchaba el “precio” de su amor de ese momento. Él tenía mucho más que eso y estaba dispuesto a pagarlo, no era eso lo que quería escuchar. Ella no tenía mucho tiempo pues otros también esperaban contar con sus servicios. Con una rabia que empezaba a recorrer todo su cuerpo puso los billetes sobre la mesita, más de lo que había pedido la Gata. Cuando ella empezó a desnudarse, se acercó él tratando de abrazarla con la intención de darle un beso. Ansioso buscaba su boca mientras ella rehuía el beso. –Más que tu cuerpo, quiero tu amor. Dime cuánto cuesta –le dijo Juan tomándola de los brazos, con una voz que delataba su amor y rabia. –A mí solo me interesa la plata. Puedes irte con tu amor a otro sitio –le dijo la Gata retrocediendo y apartándose de él. En un acto desesperado Cortez se llevó las manos al bolsillo, sacó más dinero y lo puso sobre la cama. Dio media vuelta y salió de la habitación. A la Gata jamás le había pasado eso. Cierto que era su amigo, su eterno enamorado. Un sentimiento de culpa la asaltaba, pero qué podía hacer ella si así de duro era su mundo. Juan Cortez, al salir de la habitación, se dirigió al lugar más apartado de ese local. Se sentó al fondo y pidió más cerveza. Al verlo, Érica se acercó queriendo acompañarlo pero él le dijo: –¡Por favor, déjame solo! Hoy quiero matar este amor si antes no me mata a mí–. Sin decir una palabra más Érica optó por alejarse de ese hombre que deseaba sufrir solo y en silencio. Sentado, con el sentimiento de amor destrozado y el alma herida, Juan jamás había imaginado lo sucedido en ese lugar. Todos sus sueños rotos, sin esperanza alguna. Parecía que 94

las únicas amigas que le quedaban eran la tristeza y soledad. Quería olvidar a la Gata. Tenía que olvidarla. Esa era la determinación que había tomado. Mientras apuraba vasos del licor, una canción envolvía el ambiente. Por el amor de una mujer Llegué a llorar y enloquecer Mientras que ella se reía Rompí en pedazos un cristal Dejé mis venas desangrar Pues no sabía lo que hacía. Por el amor de una mujer He dado todo cuanto fui Lo más hermoso de mi vida, Más ese tiempo que perdí Ha de servirme alguna vez Cuando se cure bien mi herida. Mientras escuchaba esta canción Juan sentía un indescriptible tormento dentro de sí. Tomaba solo; ese día el trago lo sentía más amargo; fumaba a veces. Esa noche, de proponérselo, Juan Cortez pudo escribir el poema más triste. La ilusión había terminado. Todo había sido solo una quimera, un imposible, un amor sin inicio, un amor solo de él. Esa noche quería ponerle el definitivo punto final. Minutos después se levantó. Estaba completamente ebrio. Se encaminó hacia la salida; tambaleándose ganó la calle. Aturdido, con el corazón golpeado, se fue alejando de ese lugar llevándose consigo un amargo recuerdo. No le importaba a donde ir, solo quería alejarse de ese lugar lo más antes posible. En los días siguientes parecía algo más tranquilo. Regresó a Lima y trabajaba sin descanso como queriendo pensar solo en el trabajo, aunque algo amargado. En su interior se libraba una titánica lucha por sacar de su pensamiento a la Gata. En el trabajo le iba muy bien; por su capacidad fue solicitado por el Banco Mundial para realizar ciertos trabajos, con la posibilidad de viajar a México y Estados Unidos.

CAPÍTULO XXIV Todos vuelven La vida universitaria de Rodolfo Ruiz transcurría entre sus estudios y las actividades pro senderistas. De vez en cuando al interior del claustro universitario se encontraba con el Chito quien como siempre aparecía y desaparecía. Meses después la policía inició un seguimiento a quienes consideraban sospechosos de pertenecer a Sendero Luminoso. Enterado de esto Ruiz trató de montar una estrategia disuasiva pero fue delatado. Conocido el hecho por las 95

autoridades universitarias, terminaron por expulsar al chimbotano cuando cursaba el cuarto año de ingeniería, viéndose obligado a abandonar sus estudios. Al verse perseguido por la policía, Rodolfo regresó a Chimbote. El SIN (Servicio de Inteligencia nacional) al detectar su presencia en dicha ciudad envió al puerto un grupo especial para atraparlo. La consigna era capturarlo vivo o muerto y con el apoyo de la policía local, a las cuatro de la mañana de un día jueves, tendieron un cerco a su casa para apresarlo. En contados minutos la vivienda de Ruiz estaba rodeada de policías. Mientras él dormía, dos miembros del SIN tratan de derribar la puerta, pero no lo logran en el primer intento; pero luego de algunos golpes más fuertes consiguieron derribarlo y varios policías ingresaron con armas en las manos y listos para disparar. El ruido provocado por el inusual movimiento había despertado a Rodolfo quien en su intento por escapar logró trepar por la pared del fondo para de allí tratar de ganar la calle. Ni bien estuvo sobre el muro, vio con estupor una pistola que lo encañonaba con la orden de ¡alto! Levantó la mirada y con sorpresa alcanzó a ver que era Pablo Salas, su ex compañero de salón quien le apuntaba a la cabeza. Por brevísimos instantes, ambos se miraron a los ojos sin hablar. Una serie de recuerdos pasó por el cerebro de Salas. Por milésimas de segundos Pablo recordó las veces que Rodolfo Ruiz le había ayudado en el colegio a hacer las tareas, cuando le prestó su cuaderno para que se ponga al día, cuando le pasó la respuesta del examen que le faltaba para salvar el curso. Pero ahora, en ese momento otra era la situación. Ambos estaban en bandos contrarios, Salas tenía el deber de entregarlo a la justicia vivo o muerto. El policía titubeó; tenía ante sí la terrible disyuntiva entre el deber o su sentimiento de amigo; rastrilló el arma y estaba decidido a jalar del gatillo cuando, en el último instante bajó el arma diciendo, casi con un susurro: – ¡Vete, que no te he visto, pero ya! Al oír esto, Rodolfo Ruiz sin pronunciar ni una palabra, presuroso saltó al techo de la casa vecina para de allí saltar y ganar la calle. Algunos miembros del SIN que entraron a la casa empezaban a escalar por las paredes. –Guardia Salas ¿no ha visto usted al senderista por aquí? –preguntó el capitán. –No, mi capitán. Nadie ha pasado por aquí –fue la respuesta de Salas. –Manténgase alerta. Si lo ve, dispárele no más. Lo queremos más muerto que vivo –reiteró el capitán. La angustia de la madre de Ruiz era grande. Recién se enteraba que su hijo era buscado por la policía por la sospecha de pertenecer a los mandos de Sendero. Con desesperación quería saber si había sido detenido por la policía, ellos no le daban respuesta alguna. Por la tarde Rodolfo enviaba un mensaje escrito a su familia indicando que se encontraba bien y que no se preocuparan; que él volvería un día pero ni él mismo sabía cuándo. Con palabras de aliento y esperanzas se despedía de su familia y especialmente de su madre. Por la noche Ruiz enrumbó hacia la sierra en busca de sus compañeros de Sendero, perdiéndose con ellos en la agreste geografía, luchando por sus ideales, desbaratando los intentos del servicio de inteligencia y de las fuerzas armadas de capturar a Amibael Guzmán. Finalmente, nunca más se supo del paradero ni de la suerte de Ruiz. 96

Para entonces la DINCOTE trataba de desenmarañar la estructura senderista. El coronel Benedicto Jiménez, decía: "la guerra contra Sendero es una guerra que se va perdiendo. Nuestra lucha es militar, capturamos gente de destacamentos pequeños y milicias, pero no es una lucha inteligente, no estamos llegando a los líderes, no conocemos bien al enemigo". Esa cruenta lucha llegaba al extremo de ejecutar actos que lindaban entre el salvajismo y la barbarie en ambos bandos. Unos por desestabilizar al gobierno y los otros por acabar con el terrorismo. Ajeno a todo esto, Walter Acosta también había vuelto a Chimbote después de mucho tiempo, aprovechando sus vacaciones. Todos los fines de semana o cualquier día de la semana que se presentaba una fiesta o reunión para “festejar”, él siempre estaba dispuesto. Entre tragos, amigos y “amigas” transcurría sus días en una ciudad como Chimbote, bohemia de por sí. Se “olvidó” que tenía que retornar a la capital a continuar sus estudios. Sin preocupaciones ni responsabilidades y con la “complacencia” de sus padres se dejó llevar por el ambiente y los amigos de juerga. En este círculo siempre se requería de más dinero. Como resultado de todo esto, Acosta terminó detenido en una comisaría denunciado por robo agravado, siendo llevado después al penal de Chimbote. Enterado de su grave situación, los padres de Walter se recriminaban entre ellos de no haber sido más drásticos con su hijo, quien no tenía por qué haber llegado hasta esos extremos. Al cabo de un tiempo, de cualquier forma y con la ayuda de su familia Acosta fue puesto en libertad. Al salir, juró por su madrecita linda que nunca más volvería a ese lugar. Lamentablemente ya había sido “fichado”, lo cual le generaría después grandes problemas siendo un impedimento para conseguir trabajo. Había dejado de estudiar, truncando su vida. A partir de entonces intentó cambiar de forma de vivir. Como ya no estudiaba, empezó a sentir la presión de sus padres para que trabaje, no quedándole otro remedio que buscar en qué ocuparse, lo cual era complicado, viéndose obligado a desempeñarse ya sea como cobrador de microbús, obrero o realizar cualquier cachuelo que hubiera. Las fiestas seguían siendo su mayor diversión, pero estaba restringido por el control de sus padres y las limitaciones de su bolsillo; no estaba dispuesto a reincidir más porque el recuerdo de la prisión estaba latente en él; y además tenía un juramento de por medio. A pesar de todo aún llevaba una vida en parte disipada. En Lima, Juan Cortez haciendo un alto en su arduo trabajo, decide volver a Chimbote para visitar a sus padres. Al embarcarse en el Terminal de Lima, de casualidad se encontró con Yovana Castro en la agencia. Sorprendido gratamente se acercó a ella para saludarla. –Hola, Yovi. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Qué haces por aquí? –Hola, Cortez, voy a viajar a Chimbote. ¿Y tú? –respondió Yovana –Que coincidencia. Yo también viajo a Chimbote a visitar a mis padres. –Ah, entonces viajamos juntos –le dijo Juan con una amplia sonrisa en el rostro. Mientras seguían conversando, sacaron sus pasajes. Minutos después ambos subieron al bus y se sentaron juntos. Durante el viaje conversaban recordando el colegio, a los profesores, amigos y todo lo que habían hecho durante el tiempo que ya no se habían visto. Tenían tanto de qué conversar y así las horas trascurrían y el bus se acercaba cada vez más a Chimbote. Cuando 97

eran estudiantes ellos jamás habían hablado tanto; era extraño, pues era como si recién se hubieran conocido. Juan la veía diferente, ella había cambiado pues ya no era la chica alocada y ahora que la tenía al frente Yovana despertaba en él sus sentimientos dormidos. Hasta que finalmente llegaron a Chimbote. Cortez quería seguir conversando con ella pues su sola presencia parecía disipar su amargura y tristeza. Descendieron del bus para irse a sus respectivas casas, pero antes de despedirse, Juan le dijo: –Yovi, ¿qué te parece si mañana, nos encontramos para ir al malecón? –¡Claro! Está bien. Dime a qué hora. Hace mucho que no voy a ver la Isla Blanca. Se despidieron con la promesa de encontrarse al día siguiente. Una nueva ilusión despertaba el amor en Cortez. Al día siguiente un sol radiante iluminaba la ciudad y Juan esperaba ansioso a que llegara la tarde para encontrarse con Yovana. Para no pensar mucho en ella estuvo de visita donde una de sus tías. Finalmente la tarde llegó y tal como habían quedado él fue a esperarla a las cinco de la tarde en la Plaza Grau. Impaciente vio que su reloj señalaba ya la hora fijada y ella no aparecía; sus viejos fantasmas de desilusión empezaron a brotar de la nada y rondaban en torno a él. Se sentía vacío por dentro. Era tal vez el mismo sentimiento de los náufragos, cuando en una solitaria isla ven en el horizonte únicamente la infinita línea de la desesperanza. Por un momento lamentó haber venido y renegaba el haberse encontrado con ella. Estando a punto de ahogarse en la tristeza, ya se iba a dirigir hacia la avenida Pardo para alejarse de ese lugar, cuando en el último instante levantó la vista y le pareció ver que ella venía. Sí, era ella. Tenía que ser ella. No podía equivocarse. En ese momento una mujer estaba terminando de cruzar la avenida Pardo y de manera apresurada avanzaba en dirección de la Plaza Grau. Unos instantes después logró confirmar que efectivamente era ella. Conforme se aproximaba, su corazón empezó a acelerarse, su rostro cambió de gesto dibujándose una amplia sonrisa. –Hola, Yovi. Pensé que no vendrías –le dijo avanzando a su encuentro. –Discúlpame, por favor. Me retrasé por que el carro se demoró –respondió algo avergonzada por la tardanza. –Bueno, lo importante es que ya estás aquí. ¿Vamos al malecón? –Está bien, vamos. Juntos caminaron con dirección al malecón. Al llegar buscaron un lugar cómodo, se sentaron y entonces empezaron a recordar las veces que habían venido siendo estudiantes en el colegio. Él le relató su vida, sus realizaciones, sus decepciones, sus ilusiones. Ella también. Se hicieron bromas. La tarde caía y su magia los envolvía bajo el embrujo de la puesta del sol, que particularmente aquella tarde estaba rodeado de muchos cúmulos de nubes que hacían fascinante el espectáculo, el cielo estaba teñido de un color naranja intenso con un resplandor dorado, teniendo como fondo la hermosa bahía El Ferrol y el plateado reflejo de la Isla Blanca. Para Juan Cortez la vida había sido dura. Sus más caras ilusiones muchas veces se habían hechas trizas por el desdén de la Gata; y armándose de valor, en ese momento le declaró su amor a Yovana, quien a su vez, habiendo sido golpeada por amores traicioneros podía percibir la sinceridad en las palabras de Cortez, hasta que el ansiado sí se dio; y con un beso se entregaron en alma y corazón. Minutos después juntos miraban el horizonte que en esta 98

oportunidad estaba lleno de mil colores cálidos como un buen augurio. El futuro no podía pintarse más hermoso para ellos. Se decía que esa bahía era la más hermosa del Perú. Ambos la veían como la más hermosa del mundo. Había nacido un amor con futuro, con mañana, con un pasado olvidado. Tras de ellos, de alguna taberna ya abierta a esa hora se podía escuchar una canción: Desde que te quiero me ha cambiado todo. desde que te quiero me quedé sin alas, y me hice esclavo tuyo he vuelto a ser poema y beso de tu boca. desde que te quiero olvidé mi nombre y me hice todo tuyo. he vuelto de la noche a la mañana, y he cambiado mi sueño por el tuyo desde que yo te quiero. Era una balada que le ponía el marco apropiado a aquel amor naciente. Luego de jurarse amor eterno caminaban juntos, tomados de la mano, cambiando sueño por sueño, hablando del porvenir con ojos ilusionados. Querían recorrer un largo camino. Era invierno en el puerto pero en sus corazones se iniciaba una florida primavera. Mientras se preguntaban qué harían en la siguiente mañana les ganó la noche y se despidieron para volver a encontrarse al día siguiente.

CAPÍTULO XXV El Reencuentro El tiempo había transcurrido inexorablemente desde el día en que todos los alumnos del quinto A habían jurado reencontrarse después de diez años. Entonces estaba próximo a cumplirse la fecha para cumplir la promesa. La Gata mientras caminaba por la calle se encontró, después de mucho tiempo, con Inés Mendoza, su ex compañera de colegio, quien al verla le dijo: –¡Hola, Gatita! ¡qué sorpresa! ¿Cómo estás? –Bien, ¿y tú? ¿Qué me cuentas, que ha sido de tu vida? –respondió la Gata, sorprendida. –Tengo un hijo, pero su padre me abandonó. Ahora trabajo en una empresa conservera envasando sardinas. Y tú ¿qué me cuentas? –preguntó a su vez Inés quien ya había escuchado ciertas murmuraciones de las actividades de la Gata. No era su intención incomodar a su amiga, era una pregunta espontánea. Para la Gata, esa era una pregunta difícil de responder y queriendo desviar la conversación, respondió con otra pregunta. 99

–Ahí trabajando. ¿Has visto a las chicas o los muchachos? –No a muchos, la mayoría está fuera de Chimbote. Ah! pero te cuento, el otro día me encontré con la profesora Pinedo de Lenguaje. ¿Te acuerdas del primer año? –dijo Inés. –¡Claro que recuerdo! –respondió la Gata. –Fue de improviso que me encontré con ella en la calle. Me reconoció y me dijo: “Hola Inés Mendoza”. Al escuchar su voz y verla bien la reconocí. Era ya una anciana. En ese momento no recordaba su nombre completo, solo sabía su apellido. Pero ella sí me llamó por mi nombre completo. Sentí tanta vergüenza –dijo Inés con cierta emoción y tristeza. –¿Te acuerdas de su primera clase? –volvió a preguntar Inés –Cómo la voy a olvidar, era la profesora que no quería que la imiten, más bien que la superen –respondió la Gata. –Cuando la vi, recordé sus palabras en el salón: “ojala de aquí a unos años cuando sean grandes profesionales me recuerden, y cuando nos encontremos, nos saludemos y me cuenten que lograron sus objetivos, entonces el esfuerzo de sus padres y sus maestros no habrá sido en vano”. Tuve tanta vergüenza de contarle de mi vida, de mis fracasos, que no era nada de lo que ella hubiera querido que sea. Inventando una disculpa me fui rápido y con mucha pena –dijo Inés con gran pesadumbre. Las dos amigas continuaron conversaron un buen rato más, sobre sus amigos y todo lo que venía ocurriendo en el Puerto, hablaron también de la promesa del reencuentro en el colegio. Finalmente se despidieron, sin saber cuándo ni dónde se encontrarían nuevamente. Faltaban pocos días para que se cumpliese una década desde que la Gata y sus compañeros dejaron el colegio. La fecha para honrar el juramento que ellos hicieron de volver a encontrarse diez años después, estaba muy cerca. Unos y otros en diferentes lugares lo recordaban. Tenían una cita en su colegio con sus ex compañeros de clase. Cuando el día y la hora llegó, hombres y mujeres, uno a uno fueron apareciendo por la calle que daba al colegio. La cercanía a su centro educativo les provocaba una tristeza indescriptible mezclada de alegría. Los recuerdos invadían sus almas, después de todo era una linda tristeza. Ya en el portón de entrada al colegio, el hecho de estar otra vez uno cerca del otro, los saludos, los abrazos, el verse nuevamente allí donde aquellas paredes guardaban muchos secretos de palomilladas y sentimientos, les generaba una alegría desbordante; eran momentos emocionantes, indescriptibles y a muchos les ganaban las lágrimas. Algunos no se habían visto desde la clausura de quinto año. Unos volvían de España, Estados Unidos, Lima, Arequipa y de diferentes lugares. Luego de unos minutos de espera, solicitaron el respectivo permiso para poder ingresar a lo que alguna vez fuera su salón de clases. Ya estando en el patio del colegio, sin más ni más todo el grupo se dirigió a lo que había sido su aula. Una gran sensación de nostalgia y alegría los invadió. Al entrar al aula vieron que las carpetas seguían siendo las mismas y solo habían cambiado de pizarra. Esta vez no había profesor ni profesora, tampoco estaba el Chancho Sánchez. Cada quien fue a sentarse a la carpeta que siendo estudiante ocupaba. Fueron momentos emocionantes en los que varios de ellos no pudieron contener las lágrimas por más tiempo. Los ex compañeros seguían llegando. Recordaban tantos 100

momentos vividos; unos habían cambiado pero otros no. El Hermano Torres hablaba de recuerdos, anécdotas, de filosofía y también de poesía, pero sobre todo no dejaba de hablar del “Flaco”, de un mundo nuevo, de la vida eterna. Yovana Castro comentaba de viejas canciones que a pesar del tiempo no pasaban de moda. Estaba también presente Kilovatito, bromista e irreverente como siempre. En una de las carpetas estaba sentado Godo quien con ansias esperaba a su entrañable amigo Chito, que aún no había llegado. Morales refirió que había esperado ese momento para verlo, pues hacía varios años que no sabía nada de él. Mientras charlaban el tiempo trascurría y el último en llegar, como siempre, fue el Gordo Acosta, siendo recibido con un abucheo cariñoso, como en los viejos tiempos. Cuando nadie más llegó se pudo ver con gran tristeza que habían carpetas vacías. Chito y la Gata, entre otros, no habían llegado; tampoco Rodolfo Ruiz pero sí estaba Pablo Salas, él no contó a nadie de su participación en la operación para capturar a Ruiz, tampoco dijo que lo había encañonado con su arma, para después dejarlo ir. A media voz se hablaba de las actividades de la Gata. De los presentes cada quien tenía diferentes historias, algunos habían alcanzado sus objetivos, otros estaban en camino de lograrlo. Quien había cambiado mucho físicamente era Andy, se le veía sumamente acabado, parecía mayor que todos; las drogas lo habían consumido y quién sabe si era portador del VIH. Ojeroso y desgarbado, por momentos incoherente, recordaba anécdotas. Poco quedaba de aquel Andrés que conocieron; tal vez él no habría querido que lo vean en ese estado, pero más pudo el impulso de estar cerca de sus amigos sinceros. Habían crecido juntos y compartido muchas vivencias; probablemente solo ellos lo habían comprendido, sin haberles importado mucho su opción, apreciando sus cualidades como persona. Había tanto que recordar y de qué hablar pero esa reunión debía terminar. Definitivamente varios no llegaron al reencuentro. A todos los ausentes se les echó de menos. Hasta que decidieron continuar la reunión en otro lugar. Otra vez dejaban el colegio que permanecería en el mismo lugar pero sin ellos. Luego de un corto viaje llegaron al Vivero Forestal, pero esta vez no iban a subirse al trencito o los botecitos como cuando eran escolares. Se dirigieron a la rotonda sentándose lo más juntos posible; cada quien eligió su lugar y mientras departían alegremente en el ambiente campestre del Vivero, se podía escuchar una canción del grupo “Los enanitos verdes”. Te acordás qué tiempos aquellos qué tiempos aquellos, donde todo era un buen motivo para decir te quiero. Qué le habrá pasado a la vida que sin quererlo ya ni me acuerdo Pero cómo han cambiado los tiempos todos luchan por mantener sus puestos Hay muchos que ahora son ingenieros pero qué pocos quedaron de aquellos. Pero yo aún sigo cantando y lo voy a seguir haciendo. 101

La reunión proseguía; mientras se deleitaban con la comida y brindaban con algunos tragos, la conversación parecía interminable. Fue toda una década que no se habían visto juntos. Varios ya tenían familia, sobre todo las mujeres. Había un hermoso pasado que recordar, un presente y un futuro del que hablar. Se acordaron de la Gata, de Chito, de Ruiz y de todos los que no estaban; se hablaba de ellos, lo mucho o poco que se sabía. De la Gata se hablaba casi murmurando. Intercambiaron números de teléfonos, unos a otros se ofrecían ayudarse mutuamente. Llegada la noche, uno por uno se fueron retirando; nadie sabía si se volverían a reencontrar. La vida seguía su curso y cada quien tenía un destino o se lo estaba forjando. Cuando la noche ya empezaba su reinado todos los amigos se habían ido.

CAPÍTULO XXVI El hijo de la Gata Una de esas noches, en uno de sus operativos la policía capturó a varias meretrices, y entre ellas la Gata, para obligarlas a pasar el control médico. Las llevaron al hospital donde les practicaron una revisión médica pero no la prueba de Elisa. Dando un nombre y dirección falsos la Gata salió del centro de salud y no regresaría jamás. Posteriormente, gracias a sus influencias, en cualquier revisión o control no la “tocaban” a ella pasándola por alto. La Gata estaba segura que estaba sana, aunque de vez en cuando le asaltaba la duda, el temor, pero rápidamente se olvidaba y continuaba con su vida habitual. Ella sabía de los riesgos de su trabajo, sobre todo de las enfermedades venéreas más frecuentes como el chancro, sífilis, la gonorrea y otros que tenían cura y que podían evitarse tomando las precauciones del caso; sin embargo sabía muy poco del sida. El otro riesgo al que ella estaba expuesta era quedar embarazada. Para cuidarse del posible embarazo tomaba píldoras. Con este método anticonceptivo no tenía mayores problemas. Aparte de algunos dolores de cabeza, todo parecía marchar bien para la Gata, hasta que cierto día no le vino la regla. Pensó que era un atraso como algunas veces ya le había sucedido. No le prestó mucha importancia y esperando que en los siguientes días se normalizara ella seguía con lo suyo. Habían pasado varios días y como no le venía su menstruación empezó a preocuparse, comentándolo con su amiga Sofía. –Hace más de diez días que no me viene la regla. –¿No estarás embarazada? –preguntó Sofía con cierta preocupación. –No, no lo creo; tantos años que no he tenido problemas con las pastillas, además no tengo náuseas, antojos, ni esas cosas –afirmó la Gata. –Entonces te recomiendo que te pongas una inyección que te regule tu regla –concluyó la amiga. La Gata, siguiendo el consejo de su amiga, al día siguiente se dirigió a una farmacia y se hizo aplicar las ampollas recomendadas esperando que en los próximos días hicieran efecto las inyecciones. Pasó más de una semana y todo seguía igual. También ella continuaba con su 102

rutina pero cada vez con mayor preocupación. Habían pasado más de dos meses desde la fecha en que debía tener su regla, es cuando recién, con cierto temor, se dirige a realizar una consulta con un médico para saber si estaba embarazada o no. El galeno, luego de algunos minutos de examinarla, le dijo: –Estás embarazada; tienes casi dos meses de gestación. –Pero, doctor, no puede ser. He cumplido con tomar puntualmente mis píldoras –replicó sorprendida y muy preocupada. –Ningún método es seguro al cien por cierto; esta vez te falló –fue la determinante respuesta del profesional de la salud. –Y ahora ¿qué hago? –se preguntaba la Gata. Luego de una corta conversación con el médico se retiró del consultorio, pensando qué hacer; se preguntaba quién podría ser el padre del hijo que tenía en su vientre. Ella no podía seguir con el embarazo, tenía que seguir trabajando. No podía tener un hijo, no tenía un hogar, tampoco tenía un esposo; peor aún no sabía quién era el padre y no se sentía capaz de mantener y cuidar de un niño. Tenía la idea clara de abortar. En los siguientes días el asunto de su embarazo lo guardaba como su mayor secreto, estaba a la espera del momento de salir del problema. Ahora tenía que averiguar qué médico podría hacerlo, lo cual no representaba mayor dificultad puesto que muchas de sus amigas lo habían hecho. Cuando el embarazo ya se aproximaba a los tres meses de gestación, su instinto maternal se fue apoderando de su ser conforme trascurría el tiempo; después de todo, estaba embarazada como cualquier mujer. Informándose más sobre el embarazo, se enteró que practicar un aborto con más de tres meses de gestación es complicado y riesgoso. Fueron muchas las madrugadas en las que ella libró tormentosas luchas con su conciencia. Era una decisión difícil, entre la vida y la muerte; entre la carga de la responsabilidad y la despreocupación; entre el sentimiento de culpa y la paz de su conciencia; entre el qué dirán y el silencio acusador. Al final se sintió culpable y responsable de lo que le estaba pasando y tomo la decisión de tener a su hijo. Por momentos se ilusionaba con la idea de ser madre, pero en otros momentos se deprimía viendo su realidad. En los siguientes meses trató de esconder su embarazo de todas las formas posibles, pero seguía trabajando en el night club hasta que finalmente no pudo esconder más su abultado abdomen. Era la envidia de sus amigas. El embarazo era algo prohibido, era una imposición adoptada por ellas mismas. Sus amigas admiraban el coraje de la Gata de llevar adelante su gestación. Curiosamente, en los meses de su embarazo era cuando más la requerían los hombres; pero dejó de frecuentar el night club casi al final del sétimo mes de gravidez. Ahora su gran dilema era dónde daría a luz y quién cuidaría de ella, pues difícilmente lo harían sus ocasionales amantes. Hacía mucho tiempo que no iba a la casa de su madre desde aquella vez que fuera echada; sin embargo siempre le enviaba dinero valiéndose de alguien; además ella ya sabía de su embarazo. Después de meditarlo mucho la Gata tomó la decisión de buscar a su madre, aceptando correr el riesgo de ser echada nuevamente. Mientras se dirigía en esa dirección pensaba en el futuro de su hijo por nacer; con tantos pensamientos en su cabeza finalmente llegó a la casa y tocó la puerta, se abrió y apareció su madre. 103

–Hola, mamá –dijo la Gata con voz quebrada y lágrimas en los ojos. La madre sin decir palabra alguna abrazó a su hija y ambas se estrecharon en un fuerte abrazo, mientras las lágrimas incontenibles brotaban de los ojos de ambas. –Mamá, perdóname. No he sido una buena hija –seguía hablando la Gata en tanto que la madre permanecía en silencio abrazada de su hija. La emoción ahogaba sus palabras. Luego de unos minutos una a otra se enjugaban las lágrimas; luego ingresaron a la casa. Lo que más quería la Gata era ver su cuarto y pidió permiso a su madre y se dirigió a lo que era su habitación; abrió la puerta y encontró que todo estaba tal como ella lo había dejado hace ya varios años. Otra vez la emoción la embargó; luego de sentarse en su cama salió de su cuarto para seguir al lado de su madre y recordaron muchas cosas, hablaron incluso del nombre que le pondrían al niño; allí ambas se reconciliaron. Nuevamente en su casa, pensaba en dejar para siempre la vida que llevaba; tenía sus ahorros pero no sabía si serían suficientes para mantenerse a sí misma y al niño por siempre. Entre las interminables esperas, felices y tristes pensamientos y sobre todo la ilusión de ser madre, llegó el momento del ansiado nacimiento. Con lágrimas y dolor la Gata dio a luz a un robusto bebé que inundó con su llanto la sala de partos del hospital. Ella tomó entre sus brazos a su hijo con esa alegría propia de una madre feliz, ese niño era la fe en la vida. Los primeros días eran de alegría interminable. El bebé parecía borrar cualquier rastro de pecado y desaparecer cualquier defecto. Las trasnochadas eran frecuentes por el llanto del niño, mas su madre estaba acostumbrada a ello. Los días transcurrían, los ahorros de la Gata desaparecían y las necesidades crecían. No había mucho que pensar, la vuelta a los night club era la solución. La Gata, ahora madre, pensaba llevar una vida diferente fuera de su trabajo. Luego de dos meses del parto estaba otra vez en el Copacabana. A ella le parecía que había pasado mucho tiempo. Se encontró con sus amigas; algunas la saludaron con hipocresía pues muchas hubieran preferido que no vuelva, porque les iba quitar clientes. Habían también nuevas chicas y algunas de ellas estaban atendiendo a los habituales “clientes” de la Gata. Para alguien que volvía al lugar luego de un prolongado tiempo, significaba tener que volver a ambientarse al murmullo, a la bulla sin sentido, a la oscuridad cortada por unos focos de colores a media luz, al tabaco, al alcohol, a los desvaríos de los hombres embriagados en busca de placer y a todos los peligros a los que estaban expuestas las prostitutas. Trabajar en el centro nocturno y cuidar a su hijo era demasiado complicado para la Gata. Regresar temprano a casa le era imposible pues siempre retornaba de madrugada, con plata, es verdad, pero con ganas de descansar. Con olor a cigarro y con los efectos del alcohol difícilmente podía amamantar a su bebé y menos dedicarse a él. Es entonces que muy a su pesar, toma la dura decisión de dejar a su hijo al cuidado de su madre. Pensaba que era lo mejor y vuelve a alquilar un pequeño departamento para continuar con su trabajo. No le fue difícil recuperar a sus antiguos “clientes” y ganar a otros. Cada semana enviaba o llevaba dinero para su hijo. Una nueva preocupación la asaltaba: ¿qué iría a pensar su hijo cuando tenga uso de razón y sepa de las actividades de su madre? Su consuelo era que eso sería mucho tiempo después, y para entonces ya se habría retirado y puesto algún negocio con sus ahorros. 104

CAPÍTULO XXVII La Gata y el sida Habían transcurrido muchos años en el Puerto desde el día en que la Gata ingresara por primera vez a un night club; ella ya estaba acostumbrada a la vida nocturna; y sin embargo, esa noche se sentía cansada y como nunca se retiró a descansar casi a la media noche. Al día siguiente se levantó y aún sentía cansancio. Se dirigió al baño y con detenimiento se miró en el espejo. Hace mucho tiempo que no lo hacía; al verse, notó con preocupación las visibles marcas en su rostro que delataban el paso del tiempo; su cuerpo mostraba signos de flacidez. El tiempo, tirano, cruel e irreversible se había “echado” encima de ella. A pesar de todo, ella seguía siendo la reina del Copacabana. Pasado algunos días una simple gripe la postró por buen tiempo y pierde peso. Es cuando recurre a un médico particular quien presume que se debe a algún mal común y le receta algunos medicamentos. Pero los malestares continúan y la Gata deja de preocuparse y cree que con el tiempo mejorará. Al no haber una franca mejoría se va al hospital La Caleta donde el médico que sabía de la actividad a la que se dedicaba la Gata, en plena consulta le dice: –Tómalo como una rutina. Para descartar te recomiendo que te hagas una prueba de ELISA–. Al escuchar esto la Gata se pone pálida y fría. –Tranquilízate, no estoy diciendo que tengas sida; es algo que todos debemos hacerlo, más aún cuando uno tiene relaciones con diferentes personas –el médico logró calmar la ansiedad y el temor de la paciente. –Está bien, doctor. Me haré la prueba –dijo la Gata con voz temblorosa y visiblemente preocupada. Al salir del consultorio su preocupación iba en aumento. Se dirigió al laboratorio para que le tomen muestras de su sangre. Esa noche no fue al night club. Se quedó en su casa sin poder conciliar el sueño. Tenía miedo de conocer el resultado de los análisis. Contaba con escasa información acerca del sida. Empezó a recordar quiénes fueron los hombres que estuvieron con ella; buscaba entre ellos quién podría estar infectado. Se daba confianza pensando que nadie. Al día siguiente llegó el momento de la verdad, de saber el resultado de la prueba de Elisa. La ansiedad y la angustia la consumían y el médico trataba de preparar el terreno para comunicarle la triste verdad, pero ella no colaboraba. Exigía que de una vez le diga el resultado de los análisis. Ante ello, al médico no le quedó otra alternativa que decirle la verdad. –Tienes sida y estás en la última fase –le dijo el médico sin inmutarse, era su trabajo y no era la primera vez que lo decía. Fue un momento terrible impacto sicológico, traumatizante. El mundo se le vino abajo. Estalló en llanto; prácticamente estaba sentenciada a muerte. Nada ni nadie podría hacer algo para salvarla; ella quería morirse en ese momento. Ella ya había averiguado cómo era el final de un enfermo de sida. 105

–¿Qué va a ser de mí, ahora, doctor? –preguntó gimiendo y llorando desconsoladamente, sin levantar la cabeza. –Tranquilízate, no eres la primera ni la última; es una enfermedad que a cualquiera le puede dar, tienes que cambiar tu forma de vida –le dijo el médico tratando de confortarla y disipar su angustia; pero no había palabras que lograran ese propósito. Nunca supo cómo salió del consultorio del médico. Caminaba como un autómata; mareada, perdida, obnubilada; sin saber a dónde ir ni qué hacer. ¿Qué le diría a los suyos? ¿Cómo aguardaría su final?, ¿Quién pudo haberla infectado? Entre los muchos hombres que conoció, hubo un americano, bastante liberal y promiscuo y probablemente haya sido el portador del VIH. Tal vez fue él quien en un momento de placer, contagiaría a la Gata el virus del sida marcándola con la señal de la muerte. Ella maldijo ese instante y habría dado cualquier cosa por haberlo evitado. El americano ya había retornado a su patria y solo Dios sabía si él seguía con vida o ya habría muerto. Pero la vida continuaba para ella. Entonces, de no haber sido el americano quien la infectó, entonces quien quiera que haya sido, contagió a muchas y posiblemente continuaba contagiando a más personas con el virus mortal. Los siguientes días la Gata se refugia en su soledad. Tenía el terrible sello del sida y estaba totalmente decaída y muy demacrada; atribulada y atrapada en una inmensa tristeza; ya sin lágrimas para llorar, prefería no hablar con nadie. Esa enfermedad había trastocado sus pensamientos y sus emociones. Acaso ya se sentía más muerta que viva. Su autoestima había desaparecido tal vez para siempre; sus ganas de vivir se estaban desvaneciendo y también la mayoría de los sentimientos propios de un ser humano. No frecuentó más los centros nocturnos, se alejó de la gran ciudad y se dirigió a los poblados aledaños como San Jacinto o Jimbe, queriendo huir de lo que no podía escapar. Quería estar sola en un lugar donde nadie la conociera, sin embargo también allí muchos sabían de ella; pero no sabían de su terrible drama. El poco dinero con el que contaba se le fue acabando y tenía que seguir viviendo. Como no sabía hacer otra cosa que vender su cuerpo, se vio en la ingente necesidad de retomar su trabajo y empezó a atender a clientes de la zona; pero entonces a todos les exigía utilizar preservativos. Algunos lo aceptaban de buena gana pero muchos de ellos hacían caso omiso. –Con condón no se siente nada. Yo pago mi plata –decía un cliente negándose a utilizar el preservativo. La Gata no podía contarle su triste realidad y tampoco obligarlo a que use el preservativo, aunque pudo hacerlo; pero era mucha su necesidad. Aquel cliente creía haber logrado mayor satisfacción que aquellos que utilizaron el preservativo y sin saberlo había “firmado” su sentencia de muerte. A partir de ese momento era un portador más del terrible virus, con un futuro sombrío y los días contados. Al otro lado del mundo la prensa daba cuenta de un triste acontecimiento en Inglaterra. El cantante Fred Mercury de la banda de rock Queen, dejaba de existir en su hogar en Knightsbridge, en Londres, solo al día siguiente de haber anunciado que tenía sida, dejando consternados a todos sus seguidores 106

La Gata no era más aquella chiquilla por quien muchos se peleaban. El paso del tiempo había dejado en su hermoso rostro sus imborrables marcas; su cutis había perdido su lozanía y frescura, y su piel empezaba a mostrar incipientes signos de vejez. Aún tenía clientes. Las jovencitas recién llegadas al centro nocturno eran su competencia y algunos de sus clientes ya la habían cambiado por ellas. La Gata vivía en silencio su terrible drama mientras el sida la estaba matando de a poco; nadie debía enterarse pues no conocía otra forma de ganarse la vida. El maquillaje, el licor, la hipocresía, la vanidad y el disfraz, aparte del dinero, eran los valores que predominaban en aquel sórdido ambiente donde algunos hombres perdían hasta la razón asumiendo, a veces, la conducta propia de un animal. Cada una de las chicas de ese night club tenía su propia historia. Todas eran señaladas, pero algo en común las unía: un gran temor. A veces eran testigos o víctimas del maltrato de hombres que obnubilados por el alcohol se creían muy valientes al zaherirlas con palabras irreproducibles y muchas veces agredirlas a golpes, dejando en ellas no solo moretones sino marcas indelebles en sus almas. Muchas de ellas, dejadas de lado por sus familiares, resistían allí la marginación y la humillación porque estaban indefensas y hasta olvidadas por la sociedad. La Gata trabajaba con el pensamiento puesto en su hijo quién era la razón de su vida, era su preocupación y el motivo que la impulsaba a seguir viviendo; el niño seguía al cuidado de su abuela. Para contrarrestar la competencia de las más jóvenes, la Gata había aprendido a ser más tolerante y amable, llegando a decir alguna vez: –Lo único que yo vendo es sexo; el afecto es mi cortesía. La Gata nunca encontró su príncipe azul, pero sí tenía muchos amigos. La China era su más íntima amiga; ella podía dar fe de las disputas de los parroquianos por la preferencia de la Gata, llegando incluso a las peleas a puño limpio entre ellos. Más de uno quiso sacarla de esa vida, ofreciéndole matrimonio y hacerla su mujer; pero ella no aceptaba, ese era su mundo; aunque solía decir que juntaría mucho dinero para después apartarse de ese círculo e irse a vivir lejos y tranquila el resto de su vida con alguien, y tener más hijos. Pero el resto de su vida sería corto, después de haberse infectado con el sida.

CAPÍTULO XXVIII La muerte de la Gata La lucha armada desplegada por Sendero Luminoso se había extendido a todo el país. Amibael Guzmán, “presidente Gonzalo”, Augusta camarada “Norah” y Elena camarada “Miriam”, vivían en la misma casa. Era noviembre. En la ciudad de Ayacucho se celebraba el “Día de los muertos”, tradicional fiesta religiosa, con sus propios ritos y sus costumbres, como la preparación de la comida que en vida le agradaba al difunto, para después compartir con toda 107

la familia dicho plato al pie de la tumba del finado, y después festejar simbólicamente su cumpleaños acompañados hasta de músicos. De Rodolfo Ruiz no se sabía nada, su familia lo buscaba por comisarias, prisiones y hospitales con la esperanza de encontrarlo con vida. En Chimbote su madre encendía una vela a San “Pedrito” pidiéndole que cuide a su hijo y lo regrese con vida. El día 14 de ese mes, en circunstancias bastante extrañas, fallece Augusta La Torre Carrasco, la camarada “Norah”, quien fuera la esposa de Amibael por el lapso de veintitrés años. El líder senderista no quiso dar explicaciones de la muerte de su pareja quedando ese suceso en lo oscuro, enigmático e inconfesable historia de Sendero. En opinión de muchos, Guzmán, en complicidad con Elena Iparraguirre, dieron muerte a La Torre. La camarada “Juana” se atrevió a solicitar que se formara una comisión para saber la verdad sobre la muerte de la camarada “Norah”, solicitud que fue aceptada por Amibael, pero nadie quiso integrar dicha comisión. Por su lado, un gran número de senderistas presumía que Elena había asesinado a Augusta, pero a falta de una investigación la muerte de esta influyente lideresa senderista quedó en el misterio. En pleno velorio Amibael insinuaba que su esposa se había suicidado. Asimismo, en aquel velatorio Laura Zambrano, la camarada “Meche”, decía: –El amor tiene carácter de clase y está al servicio de la guerra popular, siendo el fin supremo liberar a nuestro pueblo del imperialismo. El cuerpo inerte de “Norah” fue enterrado en un populoso distrito de Lima con los honores respectivos. Al poco tiempo, el cadáver desapareció del lugar donde había sido sepultado, ahondando más el misterio de su muerte. Desde entonces se barajaron varias hipótesis. Para la policía, la muerte se habría producido tras haber sido empujada desde un segundo piso, siendo Guzmán uno de los sospechosos. Se presume que existían discrepancias ideológicas entre ambos. Sin embargo, algunos miembros del partido como el camarada “Feliciano”, estaban convencidos que Elena Iparraguirre la asesinó para convertirse en la única pareja sentimental de Amibael y ser la número dos dentro de la organización de Sendero Luminoso. Tras este desenlace, la camarada “Norah” se convirtió en la heroína de la revolución y la camarada “Miriam” en la mujer oficial y protectora del “presidente Gonzalo”. Todo indica que Iparraguirre no era la única mujer de Amibael. En uno de los cumpleaños de Guzmán, donde todos estaban vestidos de azul, como se llega a apreciar en uno de los videos incautados, los asistentes a esa reunión bailan la melodía “Zorba el griego” en honor a Guzmán, quien se coloca al centro y muchas mujeres giran alrededor de él. Se las ve a todas dispuestas a prodigarle sus cuidados y de complacerlo de ser necesario. La Gata tuvo que acudir con urgencia al hospital de Chimbote pues su mal paulatinamente había avanzado. Se sentía bastante indispuesta y ante ello el médico ordenó su inmediato internamiento. Su aspecto físico se había deteriorado visiblemente; quedaba muy poco de aquella atractiva mujer y sus hermosos ojos parecían haber perdido el brillo; su caminar, ese desplazamiento elegante y sensual se transformó en un caminar lento y desgarbado; su armoniosa voz se trocó en un susurro apagado que solo expresaba una profunda tristeza y dolor. 108

Estaba sola y abandonada esperando el final. Los médicos ya nada podían hacer. La Gata había pedido expresamente que bajo ninguna circunstancia dieran aviso a su madre. Cuando la oscuridad de la noche cayó sobre Chimbote, en el hospital de la Caleta alguien encendía la luz del único foco en la habitación donde había sido internada la Gata. El sonido de los pasos de los médicos, enfermeras y otros visitantes se fueron haciendo menos frecuentes y también se escuchaban menos voces. En la blanca habitación, una mesita de noche era mudo testigo del drama que estaba viviendo la paciente. La única silla vacía esperaba también a alguien que seguramente esa noche tampoco llegaría. Echada en la cama la Gata recordaba toda su vida. En algún momento se le escapó una lágrima que por su mejilla corría. Seguramente extrañaba a su hijo. En otro fugaz instante, una leve sonrisa se dibujó en su rostro, tal vez estaría recordando los chistes absurdos del Chito o las travesuras de su hijo cuando era pequeño. De pronto un profundo silencio con huellas de ausencia se apoderó de todos los rincones. Ella intuía que su fin estaba cerca y en ese momento de reflexión recordaba su vida, como queriendo encontrar una razón de su realidad o un consuelo para lo inevitable. Había tenido una alegre niñez. Cómo extrañaba a su madre. Se acordaba también de sus compañeros y profesores del colegio, y los momentos inolvidables que había vivido. Recordaba también el mal camino que había tomado al salir del colegio; los tragos, la música; los ocasionales amigos solo habían sido alegría fingida o prestada. El dinero por el amor mendigado o por las caricias fingidas de nada había servido. En su oportunidad, al enterarse que tenía sida maldijo el momento y a la persona que la contagió. Se había apartado tanto de Dios, y en esa dolorosa circunstancia, ese día buscaba al Supremo con desesperación, entre otras cosas para pedir el perdón divino. Su mayor alegría, la razón de su vida había sido su hijo a quien le brindó de todo mientras pudo. Su preocupación de siempre era ¿qué pensará él de su madre cuando se entere de toda la verdad? Le había dado de todo, sí; pero la mayor parte del tiempo su hijo lo pasó con su abuela. Tenía de todo, pero seguramente el niño quería a su madre a su lado. La Gata se arrepentía de no haber estado allí. Cuanta felicidad, cuantas alegrías perdidas, cuantas oportunidades que jamás podrán recuperarse. En ese momento ella se arrepentía de muchas cosas. En la habitación se podía percibir el olor a infinita soledad, la callada quietud reinante la asfixiaba. De pronto ese mudo ambiente era cortado por una angustiosa voz. –¡Pedrito, Pedrito...! –era la voz de la Gata llamando a su hijo. Solo el silencio respondía a su reclamo. Desde algún tiempo atrás un gran tormento martillaba su cerebro, y más aún ese día. ¿Su hijo también tendría sida? Desde lo más profundo de su ser, con todas las fuerzas de su corazón le pedía a Dios que lo libre de ese mal. Por momentos rezaba con oraciones incompletas; hasta se había olvidado parte de ellas. La Gata ya estaba resignada y aceptaba su triste, duro y solitario final; pero pedía a Dios para que le conceda el milagro de liberar a su hijo del sida y protegerlo por toda su vida. Ella ya no tenía nada que dar ni ofrecer, solo le quedaba un pequeño hálito de vida. Ya no tenía sueños por soñar ni caminos por andar. 109

Por momentos imaginaba, si pudiera retroceder en el tiempo para reinventar su historia, que hubiera cambiado todo a partir de la salida del colegio; pero esas oportunidades no da la vida, esas solo son quimeras. Si al menos alguien le hubiera dicho cómo prevenir el sida, pero en esta situación ya de nada le servían sus lamentaciones. Postrada, débil y muy afligida, solo le quedaba esperar. En un instante pasó por su mente el recuerdo de la melodía y las letras de una canción que cientos de veces había escuchando en los tantos lugares nocturnos que frecuentó. Hola soledad no me extraña tu presencia casi siempre estás conmigo te saluda un viejo amigo este encuentro es uno más. Hola soledad, esta noche te esperaba aunque no te diga nada es tan grande mi tristeza, ya conoces mi dolor. Las lágrimas de la Gata brotaron de sus ojos como tantas veces al oír esa canción, bañando sus hinchados párpados. En esa habitación, el tiempo ya no tenía valor ni le importaba; tampoco interesaba si era noche o día. La soledad y el silencio habían invadido todos los espacios. Tal vez era el lugar y el momento ideales para escuchar la voz de Dios. Eran acaso sus últimos minutos de vida y no se había despedido de los seres que más quería. Ella había llegado a la conclusión que para tanto sufrimiento la muerte, tal vez, era la más agradable opción. El inexorable paso del tiempo no perdona; todo plazo se cumple y todo momento llega. Las primeras luces del día iluminaban la habitación. La rutina diaria en el hospital reiniciaba; los médicos y enfermeras empezaban con sus visitas matutinas a todos los pacientes. Una enfermera ingresó al cuarto de la Gata para suministrarle su medicina; se acercó a ella para despertarla y la llamó por su nombre. Al no obtener respuesta la movió por los hombros pero tampoco despertaba; estaba completamente quieta y con los ojos cerrados, y en su rostro vio la más apacible tranquilidad, sin ningún rastro de angustia. ¿Acaso Dios le había hablado y perdonado? Ella ya dormía el sueño eterno. La enfermera cubrió su rostro con la sábana y se retiró a informar el deceso de la paciente. Era su trabajo y ella también ya estaba acostumbrada. La Gata había muerto. Ella pudo haber sido la felicidad por unos minutos para muchos hombres, pero también, para muchos de ellos habría de ser la tragedia por el resto de sus vidas. Esa misma mañana, en el hospital del seguro social, Walter Acosta caminaba de un lado a otro tratando de calmar sus nervios. Había llegado hasta ese establecimiento de salud casi de madrugada y le informaron que de un momento a otro nacería su hijo, Andrea, su pareja, estaba con dolores de parto. Los cigarros no servirían de nada, peor aún, estaban prohibidos allí; nunca 110

antes había sentido esa sensación como sentía en ese momento. Se preguntaba cómo sería su niño, pero en lo más hondo de sus pensamientos pedía a Dios que naciera sano, y eso era finalmente lo que más le importaba. Pasaron eternos minutos de angustia hasta que la enfermera le anuncio: –Señor, ya puede usted pasar, su hijo ya nació. Apresurado y con la alegría desbordante, pero aún con grandes temores, se acercó al lado de Andrea que ya tenía en sus brazos al niño. –¡Hola! ¿Cómo está? –preguntó emocionado. –Hola, mi amor, el niño nació sanito y se parece a ti –respondió, Andrea, con visibles muestras de estar muy agotada pero también muy feliz. Walter, con inmensa delicadeza tomó entre sus manos a su niño y sintió que una extraña felicidad invadía todo su ser. El bebé estaba con los ojos totalmente abiertos y miraba fijamente a su progenitor de tal forma que parecían brotar de aquellos ojitos una luz que iluminaba el alma de su padre. La pequeña criatura tenía los puños cerrados como presagiando los duros golpes que habría de dar en su lucha por la vida. El padre, con una amplia sonrisa de satisfacción y gran orgullo, lo contemplaba en silencio; seguramente muy pronto habría de escuchar la voz de su retoño diciéndole papá. Una nueva vida había llegado, una esperanza, un futuro, muchos sueños. Minutos después al pie de la cama estaban sentados los felices padres contemplando al niño, riendo, buscándole un nombre y hasta un futuro para él. En los días siguientes a Walter solo le interesaba su hijo, y dejó de lado a sus amigos y “amigas”; no frecuentaba más las fiestas, y las juergas quedaron de lado; solo quería estar el mayor tiempo posible con su hijo. Nunca creyó que ese sentimiento de padre podría ser tan fuerte para cambiarle la vida de esa manera. Disfrutaba jugando con su pequeño, reía con él, su imaginación volaba y pensaba, el niño de grande tal vez sería quien habría de hacer realidad sus aspiraciones y proyectos frustrados. Juntos, un día jugarían fútbol, irían al estadio, hablarían de política, compartirían un proyecto. Tantos sueños a futuro. Ese niño era un abanico de posibilidades. La noticia de la muerte de la Gata corrió como un reguero de pólvora por toda la ciudad, ni bien los medios dieron a conocer este hecho. Era un tres de Noviembre. La prensa de la localidad anunció en primera plana la muerte de la Gata como consecuencia del sida. Ese año en el mundo habían muerto alrededor de un millón y medio de personas como consecuencia del sida. La Gata formaba parte de esa estadística. Cada día más de ocho mil personas contraían la infección; todo esto principalmente en el África. Esta enfermedad había reducido drásticamente la esperanza de vida en el continente negro, tal era el caso de Zimbabwe, donde había caído en veintidós años el promedio de vida; antes de la proliferación de esta infección, el promedio de vida era de cuarenta y dos años. El responsable de esto, el sida. Por entonces en los Estados Unidos el Dr. Roberto Gallo, Investigador de los institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos. (N.I.H.) dio a conocer el descubrimiento de un nuevo retrovirus que era la probable causa del sida llegando incluso a identificar inhibidores naturales en las células humanas, lo cual permitiría disminuir la progresión acelerada del VIH. 111

La noticia de la muerte de la Gata no pasó desapercibida por nadie, puesto que ella era todo un personaje en Chimbote, tanto así que aquel día los periódicos se agotaron rápidamente. En pocas horas toda la ciudad estaba enterada del hecho. Cada quien tomaba la noticia a su manera. Quienes no conocieron a la Gata querían saber de ella, más que de su muerte de su vida misma. Otros que la conocieron, pero no tuvieron relaciones como para infectarse, tenían motivos para estar triste, pero también hasta agradecían a Dios la suerte de no haber tenido relaciones íntimas con ella, más aún cuando habían tenido la oportunidad de intimar con ella. Pero aquellos hombres que sí tuvieron relaciones sexuales con la Gata, entre ellos altos jefes policiales, autoridades, empresarios y otros, la preocupación les producía ansiedad, y el temor los invadía. Entonces empezaron a buscar información y a enterarse más del sida. Aquella noche difícilmente pudieron conciliar el sueño. El miedo de haber sido infectados y las consecuencias que esto les acarrearía no les dejó dormir. Era una pesadilla que no esperaban. Cada quien buscaba su propio consuelo y así unos se decían a sí mismos que “eso” había sido hace mucho tiempo atrás, otros se hicieron a la idea de que simplemente a ellos no les podía pasar o, en todo caso, la ciencia pronto encontraría el remedio en la medida que el mal tiene un largo proceso antes de presentar los síntomas. Muy pocos decidieron hacerse la prueba de ELISA y enfrentar la verdad, pudiendo el resultado ser fatal o tranquilizante. La mayoría de hombres que tuvieron intimidad con la Gata, terminaron por asumir de que ellos estaban sanos y en todo caso era mejor vivir engañados y continuar su vida normal, aunque su subconsciente los martillaba constantemente con la idea que podrían estar infectados y más aún estar infectando hasta a su propia familia. Tener sida significaba tener los días contados y vivir con las limitaciones propias de la enfermedad. Era mejor cerrar los ojos e ignorar todo eso, pero el tiempo seguramente se encargaría de mostrarles la triste y cruda realidad. En la ciudad de Lima, José Peralta, un comandante de la policía que tiempo atrás prestó servicios en Chimbote, al enterarse de la muerte de la Gata, quedó sumido en la más honda preocupación con la consecuente desesperación. La duda lo abatía. Peralta había tenido relaciones íntimas en algunas ocasiones con la Gata. No se trataba solo de él pues sin proponérselo había involucrado a toda su familia; y su esposa estaba embarazada y a punto de darle otro hijo. Los días que siguieron fueron desesperantes y no sabía a quién contar su drama y buscar al menos un consejo. Recordó entonces a Luis Coronado, un amigo que alguna vez le habló abiertamente del tema y que por ironía del destino no llegó a prestarle mucha atención. Valiéndose de todos sus contactos e influencias logró ubicarlo y contarle toda su historia. Coronado después de escucharlo atentamente, le dijo: –Yo tengo sida, lo que te diré es con conocimiento de causa–. El comandante Peralta lo escuchaba atónito. –Es mejor saber la verdad. La duda corroe más que la enfermedad. Me queda poco tiempo de existencia y desde entonces ha cambiado mi vida. Te diré que estos últimos años han sido los mejores de mi vida, aunque lamentablemente durarán poco –remarcó Luis, ante el asombro del Comandante. 112

Conversaron largamente sobre el tema y finalmente parecía dibujarse cierta tranquilidad en el rostro del Comandante. Luego de esa charla decidió enfrentar la verdad, el cual podría ser duro y arrastrar a toda su familia. Mientras esto sucedía en Lima, el cuerpo de la Gata yacía sobre una fría loza de la morgue del hospital La Caleta de Chimbote, sin nadie que lo reclamara. Tampoco había persona alguna que estuviera dispuesta a pagar el costo de los funerales. ¿Dónde estaban aquellos “amigos” que alguna vez se disputaron sus “favores”? ¿Dónde estaban aquellos que se aprovecharon de ella para llenar sus bolsillos? Tampoco estaban sus familiares que le “lloraron” su ayuda. Todo parecía indicar que el cuerpo de la Gata terminaría en la fosa común. Sin embargo, la solidaridad humana todavía existe incluso en este submundo. Así fue que aquella noche todas las chicas del Copacabana, del Blue Star y otros lupanares, en una demostración de compañerismo, “trabajaron” de manera exclusiva para reunir fondos para los funerales de la Gata; incluso cobrando sobreprecio, pues todas estaban decididas a darle cristiana sepultura. Improvisaron el velorio de cualquier manera y solo meretrices, homosexuales, algunas amigas, uno que otro curioso y algún periodista acompañaron, por momentos, el cuerpo inerte de la Gata. Sorpresivamente hizo su aparición el loco Moncada, vestido con su raído y único terno que solía ponerse para ocasiones especiales. No llevaba su viejo y antiguo teléfono blanco ni su cruz. Entró sin decir nada y con la mirada recorrió a los pocos presentes que lo miraban sorprendidos. Moncada tenía puesto un terno frac oscuro, un sombrero negro de copa, de esos de la antigua aristocracia inglesa, y llevaba un bastón en el brazo. Más que un aristócrata parecía el cochero de una carroza funeraria, de esos que entonces se veían en las antiguas películas de terror. En un momento ya estaba hablando. –Señores: ninguna mujer nace para puta. Se hace ante la miseria insufrible, la indiferencia de la sociedad y la complicidad de los que se aprovechan de los necesitados –Moncada estaba inspirado esa noche y prosiguió. –La muerte de la Gata ha sido el resultado de la explotación del imperialismo; ella ha muerto. No la toquen ni permitan que los ricos toquen a esa dama por más plata que tengan. Ella ha dejado de ser lo que era, y tenemos que honrarla. Pero, díganme, ¿dónde están todos esos que le mendigaron una caricia, a cambio de su plata? –se preguntaba Moncada, respondiéndose a sí mismo. –Seguramente escondidos como Judas o como Pedro, negando que la conocieron, pero igual a ellos también les llegará la muerte. Sí, la muerte, esa perra, ave carroñera que sobrevive gracias a nosotros los vivos. Entre serios y sonrientes, ante los devaneos del loco Moncada, los asistentes a ese velorio escuchaban con cierta atención. Avanzada la noche, llegó un familiar de la fallecida, se acercó al ataúd, se santiguó y oró por un instante, terminando por irse después en silencio y muy de prisa. Para entonces el loco Moncada ya estaba sentado y bebiendo. La madrugada llegó con el nuevo día, encontrado dormido y completamente ebrio al loco Moncada. Tan solo una solitaria acompañante estaba cerca del féretro, en silencio, abstraída en sus pensamientos. 113

El cielo amaneció nublado, el tiempo trascurría y en unas horas más se llevaría a cabo el entierro. Poco a poco iban llegando quienes acompañarían a la difunta en dirección hacia el cementerio. Cuando llegó la hora de iniciar el último recorrido para la difunta, solo mujeres y algunos homosexuales estaban entre los presentes; y al no haber hombres, ellas se pusieron el ataúd al hombro y salieron en dirección al cementerio. Todos se fueron acompañando a la difunta a excepción del loco Moncada, el único hombre presente, que seguía durmiendo indiferente a todo. El cortejo fúnebre emprendió su marcha y el pequeño grupo de acompañantes apuraba el paso ante las miradas y comentarios de los curiosos durante todo el recorrido. Llegando al cementerio entraron apresuradamente, encaminándose hacia al nicho reservado que se consiguió gracias a la colecta de sus amigas. Finalmente llegaron hasta el lugar señalado y donde aguardaba el sepulturero. No estaba el loco Moncada para el discurso final, pero sí estaba el rezador para recitar un responso por la fallecida a cambio de algunas monedas. Sin lágrimas ni dramatismo, la Gata fue colocada en la que sería su última morada, siendo cerrado presta y laboriosamente por el enterrador. Todo había terminado. No había deudos a quienes darles las condolencias. Finalmente, llevando prisa, cada quien se fue por su lado. En el puerto la vida continuaba, los pescadores se echaban a la mar, el bullicio en las calles se dejaba escuchar, el loco Moncada deambulaba otra vez ofreciendo sus productos y ensayando un discurso en alguna esquina concurrida. Al caer la tarde, la luz se diluía paulatinamente, los centros nocturnos, como cada noche, abrían sus puertas. Seguramente en esos lugares otras Gatas empezaban a escribir sus propias historias. Ese día, en algún lugar, el sida cobraba otra víctima; a su vez, en la cosmopolita ciudad, sin proponérselos otros también eran infectados con el mortal virus. La noche estaba muy avanzada y las calles lucían vacías y silenciosas. Un periodista, al filo de la media noche, para cerrar su programa radial, comentaba: –Es de esperar que la muerte de la Gata no haya sido inútil y que sirva para tomar conciencia de lo terrible que es el sida. No se puede tener relaciones con cualquiera, todo tiene su tiempo y lugar. Es mejor esperar y tener una existencia larga y tranquila que dar rienda suelta a la tentación y destruirse la vida. El periodista seguía hablando de las precauciones que debía tomarse para evitar el contagio del sida; para finalizar diciendo: –La educación es la única vacuna contra el sida.

CAPÍTULO XXIX La venganza Dicen que el tiempo todo lo cura; y también dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Al parecer ese no era el caso de Wilmer Bazán, ahora ya mayor de edad, a quien los recuerdos de 114

la terrible experiencia que le tocara vivir aquella noche en el calabozo de la estación policial de Apolo, lo atormentaban inmisericordemente. Innumerables noches había venido soñando lo sucedido hasta transformarse en una constante y horrible pesadilla. Era titánica su lucha por preservar su autoestima; y su sed de venganza iba en constante aumento pues no había día en que no pensara en cobrarse por tal afrenta, al extremo que estaba dispuesto a buscar al negro Kimba y hacerle pagar por lo que le hizo. Tenía la certeza de que solo así podría volver a recuperar su hombría y orgullo. Innumerables también habían sido sus noches de insomnio en las que febrilmente planeaba con minuciosidad la forma de ejecutar su venganza, pero ninguna le parecía que fuera suficiente para calmar a su angustiado espíritu. Estaba dispuesto a pagar lo que sea necesario con tal de cumplir su cometido. Y para ello tendría que salir a buscarlo donde se encuentre, de ser posible hasta en el último rincón del mundo; y no le importaba el tiempo que esto le demandaría. La decisión ya estaba tomada y su objetivo era vengarse. Sabía que iba ser necesario contar con el dinero suficiente para lograr lo que se había propuesto; en el trabajo le iba bien y empezó a ahorrar la cuarta parte de sus ingresos con este propósito. Para empezar se propuso averiguar el paradero del negro Kimba, y empezó a indagar por todos los lugares posibles. En la estación policial de Apolo le dijeron que no estaba, y en la cárcel tampoco; seguramente estaría en sus andanzas cometiendo sus fechorías; pero ¿dónde? ¿Estaría en Lima? ¿Estaría vivo? eran las preguntas que Wilmer se hacía; si algo le pedía a Dios era que lo mantuviera vivo para hacerle pagar caro. Armándose de valor, por las noches empezó a visitar los centros nocturnos donde solían frecuentar los delincuentes, y también a las más sórdidas cantinas de los suburbios, locales preferidos de los más avezados. Así fue como llegó al bar “La vida no vale nada” de La Victoria, lugar preferido de estos indeseables, y al entrar se encontró con la mirada desconfiada de un grupo de parroquianos que por lo que veía se trataba de sujetos de la peor calaña; entonces su cuerpo entero experimentó un escalofrío por el gran temor que le invadió y poco le faltaba para que el pánico lo ganara; por un momento pensó en dar la vuelta y salir corriendo del local, pero logró serenarse y recapacitando pudo pensar que tal vez eso iba a ser peor porque lo podrían seguir y atrapar. Para entonces la mayoría de los ocupantes de las diferentes mesas ya se habían dado cuenta de su presencia; fue suficiente que alguien lo haya visto para que tan solo con la mirada lo comunique al otro y así sucesivamente, y al rato todas las miradas, sin ningún disimulo, estaban dirigidas hacia la puerta de entrada donde ese extraño había osado invadir sus dominios. Wilmer sintió esas miradas como si fueran dardos venenosos y armándose de valor y sin decir palabra alguna se dirigió donde el cantinero. Ya no podía echarse para atrás; su sed de venganza era mayor que su temor y esto le daba el valor necesario para seguir adelante. Al estar frente al cantinero y todavía temblando por dentro preguntó por unas bebidas. –¿Vende cervezas para llevar? –No, pero sí tengo trago corto como pisco y ron. –Está bien. Deme dos botellas de pisco. 115

El cantinero se dirigió al aparador para sacar las dos botellas, mientras Wilmer de manera discreta recorría con la mirada todo el ambiente esperando ver al negro Kimba. Las botellas de pisco ya estaban en el mostrador. –¿Cuánto es? –Son veinticinco soles por las dos botellas. Sacó el dinero para pagar mientras seguía observando disimuladamente; al parecer el negro Kimba no se encontraba en ese lugar. Fue cuando se le ocurrió preguntar al cantinero. –¿Viene por aquí el negro Kimba? –¿Y, quién eres tú? ¿Acaso policía? –No. Solamente soy un amigo del negro y solo preguntaba. –Yo no sé quién es el negro Kimba, tampoco sé quiénes son todos los que están tomando aquí. –Bueno, gracias. Ya me voy. Luego de recibir su vuelto Wilmer se retiró llevándose las dos botellas de pisco. Ya en la calle reflexionó pensativamente que encontrar al negro Kimba no iba a ser nada fácil. Tenía que haber una mejor forma que no levante sospechas. Ya en su casa, después de darle muchas vueltas al asunto, tomo la decisión de infiltrarse en el mundo del hampa porque estaba seguro que esa era la única forma que lo llevaría hasta el hombre que estaba buscaba; el problema era cómo lograr su propósito de pertenecer al hampa; y esa noche tampoco pudo conciliar el sueño. Una mañana se vistió lo más parecido a un delincuente y se dirigió al mercado con la esperanza de iniciar alguna relación con los ladrones que frecuentemente asaltaban a los compradores que concurrían a ese centro de abastos; y mientras aguardaba, en una esquina observó a tres sujetos cómo le arrebataban a una señora la cartera y las cosas que había comprado, y luego emprendieron velozmente la fuga; dieron la vuelta a la esquina e inmediatamente se cambiaron de polo para que la víctima no pudiera reconocerlos; ahora ya no corrían, caminaban como cualquier transeúnte y dos cuadras más adelante entregaron todo lo robado a un cómplice que fungía de vendedor ambulante ofreciendo sus productos cerca de una esquina. Los arrebatadores se desprendían de su botín para no tener entre manos nada que los incriminara si la policía los detuviera; luego, los tres tomaron rumbos distintos y se perdieron entre el gentío. Wilmer se había “grabado” sus rostros en su mente y se propuso encontrar a estos malvivientes. Deambulando por todo el mercado y después de casi una hora logró verlos otra vez a dos de ellos parados en una equina, seguramente esperando a otra víctima. Wilmer quería formar parte de la gavilla de esos delincuentes, pero el problema era cómo acercarse a ellos, qué decirles. Para los malhechores él era un total desconocido y jamás lo iban a admitir de buenas a primeras. Estaba forcejeando con estos pensamientos cuando volteó hacia la izquierda y alcanzó a ver, a lo lejos, a dos policías parados en una esquina. Una lucecita se le encendió en la cabeza y con esta idea se dirigió hacia los policías. –Jefe, buenos días. En la otra esquina hay un señor que está haciendo escándalo y no quiere pagar, no sé si ustedes pueden ir. –¿Dónde es? 116

–De frente, jefe. A dos cuadras, en la esquina. Dicho esto, Wilmer se retiró, y cuando vio que los policías se dirigían lentamente al lugar que él les había indicado, sin que los guardias se dieran cuenta avanzó de manera rápida adelantándoseles. Al llegar a la esquina donde se encontraba los asaltantes se acercó a ellos de frente advirtiéndoles el peligro. –¡Causa, la “tía” que ustedes “cuadraron”, les ha tirado dedo y la policía viene! ¡Váyanse rápido! –les dijo Wilmer al tiempo que señalaba con un movimiento de cabeza la dirección por donde se aproximaban los policías. –Vieja de mierda. ¡Vámonos de aquí! –dijo uno de los asaltantes al ver cerca de ellos a los custodios del orden. Los delincuentes se retiraron calle abajo y Wilmer se fue tras ellos, y cuando los alcanzó creyó oportuno dirigirles la palabra. –Causa, al menos un par de chelitas por la “visión”, las otras dos las pongo yo. –Está bien –respondió el ratero–. Vamos al bar del chino. Caminaron cuatro cuadras más y llegaron a un bar de aspecto lúgubre inundado de estridente música a todo volumen; entraron y se sentaron en una de las mesas para después pedir cerveza, al tiempo que entre los dos delincuentes conversaban. –¡Causa, hemos dejado al Retaco, nos debe estar buscando! –¡Ya vendrá, él sabe dónde encontrarnos! –respondía el otro, y después preguntaba a Wilmer. –Causa, y tú ¿quién eres? –Yo me llamo Carlos pero me dicen Pecoso. –Yo soy Perico y este mi causa es Coloncho. Nosotros “laburamos” en el mercado. Y tú ¿qué haces por aquí? –Pasaba por acá y me gané el “pase” después del “cuadre”. Vi que la “tía” estaba dando vueltas por el mercado para encontrarlos; después se acercó a los “tombos” para denunciar que ustedes la habían “cuadrado”, y como aguayté que los “tombos” iban hacia donde estaban ustedes, por eso les pasé el “yara”. –Te ganaste dos “chelas”. Y tú, ¿dónde laburas? –Estaba por la parada pero ya los “tombos” me han “marcado”. ¿Puedo laburar con ustedes? –preguntó, Wilmer. –Puede ser, aunque ya seríamos muchas “puntas”. Pero de todas maneras vamos a hablar con el Retaco a ver qué dice. Mientras libaban licor Wilmer se iba ambientando al lugar; parecía un delincuente mas. Tenía la ventaja de estar familiarizado con la jerga de los malandrines y fue tan convincente su actuación que al rato era aceptado en el grupo; preguntaba quiénes eran los “lanzas” (arrebatadores) de la zona. Esa mañana se enteró de muchas cosas; había iniciado su plan para vengarse del negro Kimba. Y entre vaso y vaso de la espumante cerveza, como quien no quiere la cosa ya estaba preguntando a sus “compinches” por la persona que buscaba. –¿Conocen ustedes al negro Kimba? 117

–¡Ah! Ése es de los bravos. Él labura con “fierro”; mi causa Manyute es de su batería. A veces viene por acá. Después de vaciar muchas botellas de cerveza Wilmer decidió retirarse pretextando tener un asunto que resolver. –Bueno, me voy. Tengo que ver a mi “jermita” –dijo Wilmer, mientras se levantaba. En eso, Coloncho lo tomó por el hombro tratando de impedirlo. –Pero, causa... Dos chelas más y te vas. –Está bien. Les pongo cuatro chelas, pero tengo que irme ya. –Así lo hizo y pasó a retirarse, quedando acordado que se verían al día siguiente. Y mareado, Wilmer abandonó el lugar. Ya era más del medio día. Se fue a su casa satisfecho de lo que había realizado. Tenía la certeza que de alguna manera se había introducido en el submundo limeño. Al día siguiente era domingo y otra vez se fue al mercado para encontrarse con la banda de atracadores. Fue al lugar donde le dijeron que estarían y en tan solo algunos minutos de búsqueda los encontró. En la esquina estaba Perico. –Hola causa, ¿cómo va la cosa? –Está bajo la cosa, no hay mucha “lorna”, solo hay misios. –A ver, déjame “marcar” a mí –decía Wilmer, mientras saludaba a Coloncho que en ese momento se aproximaba. –Está bien, a ver cómo lo haces –dijo Perico. Entonces Wilmer se puso a “trabajar” mirando con gran atención a todos los clientes que venían al mercado a hacer sus compras; observaba con sumo cuidado tratando de adivinar quién podría tener bastante dinero y dónde lo escondían. En su recorrido tuvo la suerte de ver a un hombre obeso que compraba un reloj y pagar con un billete que sacó de una abultada billetera. Siguió observando y vio que el gordo guardaba su billetera en el bolsillo derecho de su pantalón. Wilmer lo fue siguiendo hasta que el hombre salió del mercado y ya se dirigía a tomar un taxi para trasladarse a su casa. En ese trayecto estaba la banda de atracadores y detrás del gordo, a tan solo unos pasos de distancia venía Wilmer. Intercambiaron las señales convenidas y Wilmer les indicó quién era la víctima y dónde tenía guardado la billetera, a lo cual los pillos enviaron una señal de que habían entendido el mensaje. De improviso los facinerosos cayeron en mancha sobre el voluminoso comprador tratado de meter la mano a su bolsillo derecho; en estas circunstancias ningún transeúnte se atreve a intervenir en defensa de la víctima por temor a las represalias de esta gente de mal vivir. En vista de que el gordo oponía tenaz resistencia, Wilmer se ve obligado a participar tomando al hombre por el cuello hasta que finalmente lograron arrebatarle la billetera. Conseguido el botín, los facinerosos salieron corriendo dejando tendido al hombre quien, por su gordura tenía gran dificultad para incorporarse. Wilmer y sus compinches a toda velocidad voltearon por una esquina y sobre la marcha se pusieron encima un polo diferente, para luego caminar más lentamente. Esta vez ya no fueron donde el vendedor ambulante, más bien se encaminaron por un estrecho pasaje para terminar desorientando a sus posibles perseguidores. Ya lejos y sin ninguna posibilidad de ser atrapados, los amigos de lo ajeno sacaron la billetera sustraída y para alegría de ellos encontraron una importante suma de dinero. Para Wilmer había sido su primer atraco; muy en el fondo sentía gran remordimiento 118

por lo que acababa de hacer; en su mente había quedado gravada la expresión de impotencia de aquel hombre tirado en el piso al término del asalto. El Coloncho festejaba. –Qué bien, causa; qué buena “marca” eres. A cada uno nos toca cuatrocientas “lucas”. –Esto hay que festejarlo –decía, Perico. –Quiero mi parte. Hoy no puedo tomar porque tengo que ir a ver a mi vieja –dijo Wilmer. A él no le interesaba tanto el dinero; tenía otros motivos y no se sentía bien con lo que había hecho. –Está bien causa, pero ¿vienes mañana, no? –preguntó, Perico. –No creo, es que mi vieja está mal. Estaré toda la semana con ella. Vendré la próxima semana. ¿Dónde los encuentro en la noche? –Siempre vamos al bar del chino. –Está bien, causa. Allá nos encontramos –al decir esto Wilmer se retiró del lugar para luego dirigirse a su casa. Nunca pensó que llegaría a asaltar a una persona pero ya no podía hacer nada al respecto, se había visto forzado a hacerlo. Conforme pasaban las horas el remordimiento que sentía era mayor, pero más fuerte era su sed de venganza. Los cuatrocientos soles los guardó junto al dinero que venía ahorrando. Al día siguiente tenía que ir a trabajar. Los siguientes días trascurrieron con la misma rutina de siempre hasta que llegó el fin de semana. La tarde de ese sábado Wilmer se dirigió al bar del chino con la intención de encontrar a Perico y además con el objetivo de acercarse a la gente del negro Kimba o al menos enterarse acerca de su paradero. Sin mayores contratiempos llegó al bar del chino; allí estaba el grupo entero de atracadores. Fue recibido con júbilo por Perico. –Ahí está mi causa Pecoso. Buena, causa; vamos a “meternos” unas chelas. –Cuatro chelas para mis causas –dijo Wilmer y mientras saludaba hacía el pedido al cantinero. Al rato la cerveza empezó a circular a raudales en el local; en ese loco ambiente no solo se fumaba tabaco, era evidente que allí también circulaba la droga; se podía percibir el olor característico de la pasta básica. Las conversaciones eran con palabras vulgares y groseras, las lisuras y los insultos eran constantes y nadie los tomaba a pecho, todos ya estaban familiarizados con esos términos. En medio de la conversación de manera disimulada Wilmer preguntó por el amigo de Perico. –¿Qué es de tu causa Manyute? Me han dicho que es de los bravos. –Ah, él está chupando al fondo con su “collera”. –¿Cuál es? –preguntó Wilmer. –Allá, el que está al fondo, el crespo de camisa azul –respondió Perico. Para no despertar sospechas Wilmer cambió de tema de conversación y a partir de ese momento su mirada estaba concentrada en el fondo del local tratando de ver el rostro de Manyute; por un momento pensó que tal vez estaría también el negro Kimba. Finalmente logró su objetivo de ver el rostro de Manyute grabándosela en su mente. Pero no estaba el negro Kimba. Ahora el problema era cómo acercarse a Manyute. Mientras tomaba con sus “patas” 119

pensaba que ese hampón sería el camino para llegar hasta el negro Kimba porque era un integrante de su banda. Coloncho le había dicho que eran asaltantes de “alto vuelo”. Ahí se le ocurrió entonces decirle a Perico que tenía un dato de un banco. –Tengo una “visión” de un banco donde van a dejar harto billete. –Nosotros no le entramos a eso, Pecoso; se necesitan “fierros” y es más brava la “chamba”. –Pero el dato le puede interesar a tu causa Manyute. –Claro, lo voy a llamar. Perico se levantó y se fue a la mesa donde se encontraba Manyute; le habló al oído y en un instante se levantó y junto con Perico se dirigieron a la mesa donde se encontraba Wilmer. Al llegar, Perico los presentó. –Este es mi causa Pecoso, es un buen “marca”, el otro día nos “levantamos” mil doscientos de una sola “lorna”. Wilmer se levantó para darle la mano, pero Manyute no respondió el saludo, solo se sentó y repitió lo que Perico le había dicho. –Me dice Perico que tú tienes una “visión” de un banco. –Sí, del banco de Crédito que está en la avenida Perú de San Martín de Porres. Wilmer tenía un familiar que vivía cerca de ese banco y muchas veces en sus visitas había visto los movimientos de los empleados, los policías y el carro de caudales, aunque solo por curiosidad; no pensó que eso podría servirle algún día. –Solo dos policías cuidan el banco, los viernes por la tarde van trabajadores de una empresa a cobrar su sueldo porque en la mañana, antes de las doce, llevan el dinero para el pago. –Y, ¿cómo sabes eso? –preguntó, Manyute. –Uno de mis causas vive por allá; un día que estuve por allí me gané el “pase”. –Y ¿por qué me lo dices a mí? –volvió a preguntar Manyute. –Porque Perico me dijo que ustedes hacen esa chamba. Manyute gira la cabeza y con gesto de desagrado, mirándolo fijamente interrogó a Perico. –¿Este “uón” es de confianza? ¿Tú lo conoces bien? –Claro, él labura conmigo en el “merca” –respondió apresuradamente Perico. –Está bien. Le pasaré la voz al negro Kimba. ¿Puedes venir mañana? –Al escuchar eso, un sentimiento de alegría y al mismo tiempo de rabia recorría el cuerpo de Wilmer. –Claro, mañana estaré aquí. Manyute tomó un par de vasos de cerveza, hizo algunas coordinaciones y se regresó a su mesa. Wilmer seguía departiendo con los integrantes de “su” banda. Su plan de venganza estaba avanzando y ya estaba a punto de ver al negro Kimba. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la sugerencia de Coloncho. –Esa visión del banco es buena; “pícales” buen billete, no seas cojudo. Mientras seguían bebiendo conversaban de mujeres, atracos y broncas. Wilmer, sin dejar de escuchar o hablar, no dejaba de pensar en lo que le diría al negro Kimba cuando lo tuviera al frente. Necesitaba pensar mejor. Así que decidió retirarse, pero antes compró seis botellas de 120

cerveza y los puso sobre la mesa. En unos minutos más estaba camino a su casa y todos sus pensamientos giraban en torno al encuentro del día siguiente. Al llegar a su casa se fue directo a su cuarto; se desvistió y luego se puso su pijama, ya en su cama, antes de dormir meditaba acerca de muchas cosas. Se le cruzó la idea de llevar un cuchillo y atravesarle el corazón en la primera oportunidad que se presente porque tal vez ya no tendría otra. Solo así, pensaba, encontraría paz cuando haya tomado venganza y se habría hecho justicia. Luego de pensarlo con más detenimiento creyó conveniente esperar otro mejor momento; aunque su sed de venganza le corroía todo su ser, él no podía dejarse llevar por sus instintos. Recapacitó y planificó lo que tendría que hacer al día siguiente, iría temprano al banco para hacer un croquis del lugar de manera que su “dato” tuviera una mayor aceptación. Sin embargo, la sombra de una terrible duda tomaba forma. Wilmer se preguntaba si el negro Kimba lo reconocería. Habían pasado casi dos años desde aquella espantosa noche en el calabozo; posiblemente Kimba no le vio la cara por la falta de iluminación, y además, este delincuente habría ultrajado a muchos otros como él y difícilmente se acordaría del rostro de sus víctimas. Pero Wilmer jamás había olvidado ese momento y menos la figura y el rostro de su agresor. Pensó ir al día siguiente lo más cambiado posible e incluso llevaría una gorra. A la mañana siguiente se levantó temprano, y apenas pudo se dirigió al banco de San Martín de Porres. Ese día estaba cerrado porque era domingo. Al llegar al lugar empezó a dibujar el croquis del banco y su entorno; en algunas ocasiones había ingresado al banco. Se acercó al local y mirando por la ventana pudo ver parte del ambiente e hizo también un croquis del interior de manera disimulada. Terminado lo que había venido a hacer, Wilmer regresó a su casa a esperar la hora del encuentro con el negro Kimba. Cuando llegó la tarde, casi al caer el sol, Wilmer se dirigió al bar del chino; estaba algo nervioso y antes de ingresar se soltó dos botones de la camisa para tener la mayor apariencia posible de un delincuente y se acomodó la gorra. Al dar un paso dentro de la cantina se detuvo por un instante en la puerta y recorrió con la vista el local. Entonces vio al negro Kimba en una de la mesas bebiendo junto a un grupo de malvivientes. Se quedó estático, como paralizado con esa visión. La sangre se le alborotó, su ira empezó a aflorar; entonces haciendo gran esfuerzo y comiéndose su miedo se dirigió hacia aquella mesa; ya ni siquiera se percató si estaba el Perico u otro conocido dentro del local. Al acercarse vio a Manyute y se dirigió a él que también departía en ese grupo. –Hola, Manyute, aquí estoy como quedamos. –Negro, este es Pecoso, es causa de mi causa; él tiene una “visión” de un banco –dijo Manyute, poniéndose de pie y dirigiéndose al negro Kimba. Con cierta desconfianza pero con la prepotencia que los caracteriza, el negro Kimba observó a Wilmer de pies a cabeza como si se tratara de un insignificante insecto. Solo después habló. –Me parece que te conozco de alguna parte. Pero bueno, habla. Haber “suéltala” ¿qué banco es? 121

Cuando escuchó que el negro Kimba dijo que parecía conocerlo, Wilmer se estremeció inmensamente. Cuánto tiempo había deseado tenerlo frente a él para hacerle pagar el gran daño que le ocasionó. Pero al mismo tiempo sintió pavor al escuchar la voz de aquel delincuente pues él en realidad nunca había tratado con tipos de semejante calaña. Tuvo que sobreponerse de su primera y desagradable impresión si quería seguir con su plan de venganza. Carraspeó y haciendo un sobreesfuerzo, con voz firme respondió a la pregunta. –Es el banco de Crédito de la avenida Perú de San Martín de Porres. Aquí, –tartamudeó, – aquí tengo el croquis –dijo algo nervioso y sacó los papeles que había llevado y con ello explicó con todo detalle lo referente al banco y hasta el día y la hora que se debería dar el golpe. El negro Kimba estaba sorprendido de la manera cómo el Pecoso le había explicado e incluso se había atrevido a sugerirle el día y la hora del golpe al banco; le pareció interesante todo lo que escuchó y al parecer se trataba de bastante plata. En ese momento volvió a interrogarlo. –Oye tú, mocoso. ¿Qué edad tienes? –Tengo 23 años –respondió, Wilmer. Estaba mintiendo pues quería aparentar mayor edad. –¿Alguna vez has “cuadrado” con “fierro”? –volvió a preguntar. –No, solo con “chaira”, pero estoy listo para hacerlo. Hasta puedo conseguirme un “fierro”. –Bueno, si tú consigues tu “fierro” hasta la próxima semana, te puedes unir a la “batería” y te damos tu parte, ahora vamos a “chupar”. Wilmer empezó a libar cerveza con ellos, pero pensó que no era conveniente estar mucho tiempo en el grupo pues podrían hacerle preguntas difíciles de responder o lo que es peor el negro Kimba podría reconocerlo echándose a perder todo su plan. Ya había ganado mucho terreno esa noche al encontrar a su agresor e incluso la posibilidad de integrar su banda pues eso le daba mayores oportunidades de llevar adelante sus planes de desquite. Con disimulo recorrió con la mirada todo el bar y alcanzó a ver a Coloncho y a Perico en otra mesa y pensó que era el pretexto que necesitaba para retirarse. –Allí está mi causa Perico y tiene que darme un billete. Voy pa‟ allá y después regreso– dijo Wilmer. –Está bien. Traes todo el “villegas” para “chupar”, y si no, no vengas. Una punta menos. Ah, pero quiero verte aquí el miércoles con un “fierro” –dijo el negro Kimba en un tono entre amenazante y jocoso. No pudo ser más oportuna la opción que le propuso el negro Kimba y decidió aprovecharla para apartarse de ese grupo, con el pretexto de conseguir dinero. –Si consigo “billete” vengo y si no, estaré aquí con un “fierro” el miércoles a esta hora – dijo Wilmer mientras se ponía de pie para dirigirse hacia la otra mesa. Y mientras caminaba, en el rostro de Wilmer se dibujaba una sonrisa de satisfacción, y ni bien llegó a la mesa de Coloncho donde fue recibido con un abucheo amistoso. –Causita, te vimos “chupando” con el negro Kimba. ¿Te “atracó” tu “visión”? –Preguntó Perico. 122

–Parece que sí. Me vine pa´ ca, porque yo quería “chupar” con ustedes; le dije al negro que tú me tenías un “billete” y que regresaba si me lo dabas. Yo me quedo con ustedes, pero si el negro pregunta o viene le dices que estás sin “villegas”. Yo pongo las “chelas” –respondió Wilmer. –¡Ése es mi causa Pecoso! Una caja de “chelas” pa´ aquí –celebraba Perico al tiempo de llamar al cantinero. En ese bar, colmado de delincuentes de la más variada ralea, indeseables y gente de mal vivir, estaba Wilmer asimilándolo todo y cada vez más cerca de cristalizar su venganza. Ahora su próximo objetivo era conseguir un arma de fuego para poder formar parte de la banda del negro Kimba. Esa era la oportunidad que había buscado, estar cerca de él y con un arma en la mano. Era urgente conseguir un revólver, pero ¿dónde lo conseguiría? ¿Quién le vendería a él? Para averiguar algo al respecto lanzó la pregunta a la mesa. –¿Dónde puedo conseguir un “fierro”? –Tengo un causa que te puede conseguir, pero pide como nueve “ferros” –dijo Coloncho. –Voy a ver a qué “lorna” le “pico”. ¿Puedes hacerme el “pase” mañana con él? – preguntó Wilmer. –Claro, mañana lo busco y después vamos. Se ponían de acuerdo mientras seguían tomando; la conversación era la de siempre. Unos que entraban y otros que salían; el ambiente era tenso pero Wilmer ya estaba ambientado a ese submundo, hablaba de la misma forma que ellos con naturalidad, contaba muchas cosas, pero jamás de lo que le había pasado en el calabozo de Apolo; tampoco decía por qué estaba allí. Wilmer se había ganado la confianza de ese grupo; lo habían admitido como uno más de ellos. Hablaban de sus próximas fechorías, del lugar donde esa semana irían y cómo harían mejor el “trabajo”. –El Pecoso tiene que ser el “marca”, es bueno para eso –comentaba Coloncho mientras apuraba un vaso de cerveza. Luego de algunas horas Wilmer se retiró con la promesa de que al día siguiente se encontrarían con Coloncho para ir a comprar el arma. Al llegar a su casa su madre lo estaba esperando y viéndolo embriago le llamó de atención. Sin decir ni una palabra se dirigió a su cuarto y ni bien se echó en su cama se quedó dormido. Por la mañana se levantó temprano, tomó su desayuno y se dirigió a su trabajo. Llegada la noche, Wilmer se fue en busca de Coloncho al lugar que habían acordado en encontrarse. Coloncho ya lo estaba esperando y luego de intercambiar saludos conversando amigablemente se encaminaron por unas desoladas calles de La Victoria, para luego ingresar por el callejón de una quinta, con casas bastante antiguas, con las paredes rajadas y vetustas puertas que le daban al ambiente un aspecto sombrío, donde deambulaba gente con apariencia nada amigable, con facha de delincuentes e incluso con traza de drogadictos. Ya dentro de la quinta, mientras tocaba una puerta, el Colocho lo ponía al tanto de cómo realizar las negociaciones con el dueño del arma. –Aquí vive mi compadre Macuco; vamos a ver si tiene un “fierro”. Le dices que es para ti, para que no te cobre mucho. 123

Al momento se abrió la puerta con cierta dificultad y apareció un hombre moreno de contextura gruesa, que de inmediato reconoció a uno de ellos. –¡Coloncho, qué haces acá! ¿Qué me traes? –Este es mi amigo Pecoso y necesitamos un “fierro”. ¿Tienes uno? –preguntó Coloncho. –Tengo un 38, ¿tienen plata? –¿Cuánto quieres? –Para ti, novecientos “locos”, te lo entrego con dos cajas de balas. –Eso es mucho “causa”. ¿Cuánto lo dejas último? –Bueno, por ser tú mi “causa” te lo dejo en ochocientos. –Te damos quinientos “locos” –intervino, Wilmer. –Mira, ni para mí ni para ustedes: setecientos; y si no, busquen en otro sitio. Wilmer metió la mano en su bolsillo, extrajo su billetera y sacando todos los billetes que tenía, mientras contaba dijo: –Aquí tengo seiscientos cincuenta. Es todo lo que tengo. –Está bien. Lo hago por mi causa Coloncho. Espérenme un momento que ya lo traigo. Al cabo de un momento Macuco ya estaba de regreso, con el arma en la mano y las cajas de balas que prometió. Wilmer no sabía nada de armas y dejó que Coloncho revise el arma. Allí no podían probarlo de modo que en pocos minutos más cerraron el trato y se despidieron. –Llévenselo con garantía y si hay problemas, me lo traen. Pruébenlo en la chacra. Ah, por si acaso, yo no les vendí nada, eh? –dijo Macuco mientras se guardaba el dinero. Hecha la compra, Wilmer estaba de regreso con un arma en su poder; se sentía nervioso y muchos pensamientos lo inquietaban. Luego de caminar algunas cuadras más se despidió de Coloncho para luego dirigirse hacia su casa. Lo primero que hizo al llegar fue esconder el arma en su cuarto colocándolo debajo del colchón de su cama. Ya sin el arma en sus manos se sentía más tranquilo y luego de comer con su familia se retiró a su cuarto con la intención de dormir. Mientras trataba de conciliar el sueño, muchos pensamientos se agolparon en su mente, sus temores y su sed de venganza se hacían apremiantes y estaba dispuesto a todo para vengarse del negro Kimba. Wilmer tenía pensado que en el momento del asalto, aprovechando la primera oportunidad que se le presentara acribillaría al negro Kimba de un balazo. El miércoles, como todos los días, Wilmer se fue a trabajar. Por la noche iría al bar del chino para decirle al negro Kimba que ya tenía un “fierro” y así ser aceptado en su banda para el salto al banco. Terminada su jornada de trabajo se dirigió a su casa para cambiarse de ropa. Hecho esto, buscó la pistola, la tomó en sus manos y sintió temor; no obstante ello se la puso en la cintura y cubriéndola con su casaca salió en dirección del bar. En el trayecto muchos pensamientos se cruzaron por su mente; ya no sentía temor pues parecía que el arma que portaba le daba cierta seguridad. Ya era de noche al llegar a su destino y, como todos los días, en ese lugar el bullicio y las palabras soeces eran una constante donde los gritos de los más avezados se imponían. El ambiente como siempre era cargado y tenso. Wilmer ingresó a la cantina y luego se detuvo cerca de la puerta para ver la mesa donde podría estar el negro Kimba. También alcanzó a ver a Colocho en una de las mesas y lo saludó levantando la mano. Colocho lo llamaba con señas para que se acerque a su mesa, pero él había ido por otra cosa; 124

con una seña le daba a entender que luego iría a su mesa. Parado en la entrada buscaba con la mirada al negro Kimba, cuando de pronto éste se apareció a su lado pues él también recién acababa de llegar. Wilmer se asustó con la repentina aparición del delincuente pero logró sobreponerse a la sorpresa. –Hola negro, ya tengo el “fierro” y quería mostrártelo. –Vamos al fondo, hay una mesa vacía –dijo Kimba mientras se encaminaba hacia la mesa que había señalado. Wilmer fue tras él y al llegar se sentaron. En ese instante se aparecieron dos delincuentes más que estaban bebiendo en otras mesas, para luego sentarse junto a ellos. Pidieron cervezas y empezaron a beber; en eso, Kimba preguntó por el arma. –A ver, muéstrame lo que tienes. Wilmer sacó la pistola y lo puso sobre la mesa a disposición del negro Kimba, quien lo tomó y empezó a examinarlo e hizo un comentario. –Parece que es buena. Habrá que probarlo el día del atraco. Puedes probarlo con un “tombo”. Ahora tenemos que ver quien hace el reglaje al banco; necesito dos “puntas” para eso–. El negro estaba empezando a organizar el asalto. –A ver tú, Chacal, haces esa chamba. ¿Quién lo acompaña? –Yo puedo ir; conozco el banco y el barrio –dijo Wilmer. –Está bien. Van los dos. Este viernes tiene que ser –terminó diciendo Kimba. Tomaron varias botellas de cerveza, hablaban de lo que necesitarían para el salto al banco, quiénes irían y la forma cómo darían el golpe. Una hora después luego de haber participado de la reunión, casi mareado, Wilmer se retiraba; ya se había puesto de acuerdo con Chacal el lugar y la hora para encontrarse el próximo. Todo indicaba que las cosas marchaban bien y el día de su venganza estaba cerca. Había pensado mucho en las formas de cobrarse la venganza y vivía atormentado. Estaba seguro que después de consumarla encontraría paz en su interior, disipando sus sentimientos encontrados y resarciendo en algo su dignidad de hombre. Ya en su cama, con el arma en la mano, planeaba la forma cómo realizaría el disparo, aprovechando los momentos tensos en pleno asalto al banco. Mientras pensaba todo esto se quedó dormido. Por la mañana, como era habitual en él, se levantó para tomar su desayuno y dirigirse a su trabajo. Faltaban dos días para encontrarse con Chacal para hacer el reglaje acordado. Mientras tanto, Wilmer seguía con su vida cotidiana. El viernes había decidido no ir a trabajar y luego de un frugal desayuno salió temprano para dirigirse al barrio de San Martín de Porres a encontrarse con Chacal, cerca de la puerta del banco de Crédito. Llegó al lugar antes de la hora pactada y esperó por largos minutos hasta que se apareció su compinche. Se saludaron, conversaron y quedaron que uno entraba al banco y el otro permanecería fuera, pero ambos observarían todos los movimientos para llevarle la más completa información al negro Kimba quien decidiría finalmente lo que fuera necesario para llevar a cabo el asalto al banco. A Wilmer le tocó estar en el interior del banco; con gran disimulo y muy atento observaba el movimiento de los empleados, de los policías y de los clientes. Por su parte Chacal en la calle, observaba el movimiento de la policía, del tráfico y de la gente. Estuvieron toda la 125

mañana tomando nota de lo que sucedía en el banco. Exactamente como lo había dicho Wilmer, llegó un vehículo del cual descendieron dos personas llevando tres bolsas de plástico repletos de billetes. Estos hombres ingresaron al banco y se fueron directamente a la oficina del administrador llevando consigo las bolsas y luego de algunos minutos salían de la oficina con las manos vacías; luego salieron a la calle, abordaron el vehículo que los esperaba y se fueron hacia otro destino. Terminada la jornada laboral del mediodía y siendo la una de la tarde se cerraron las puertas. Wilmer y Chacal se encontraron a una cuadra del lugar para no levantar ninguna sospecha. Luego de hablar brevemente se despidieron quedando en encontrarse por la noche. Cuando llegó al bar ya estaban el negro Kimba, Chacal y a otros dos más sentados en una mesa; y ni bien se dirigió hacia ellos, el negro Kimba habló. –Te estábamos esperando, Pecoso –dijo Kimba mientras se levantaba de la mesa – vámonos a otro sitio–. Todos salieron detrás del líder de la banda. Estando ya todos en la calle, detuvieron un taxi, subieron al vehículo y Kimba indicó al taxista el lugar a donde debía llevarlos. Luego de quince minutos de viaje con destino desconocido para Wilmer, llegaron hasta un sitio tenebroso y oscuro. Se bajaron del taxi e ingresaron por un callejón con poca iluminación. El callejón los condujo hasta una quinta y al llegar a una vieja puerta de madera Kimba la abrió. En el interior no había nadie; el ambiente era tétrico y unos vetustos muebles contrastaban con un reluciente televisor moderno. Había algunos afiches en las paredes y el lugar estaba desordenado; botellas de licor por los rincones, ropa sobre las sillas, periódicos y papeles por los suelos. En ese lugar todos se acomodaron como pudieron y en un momento más el negro Kimba presidía la reunión empezando el interrogatorio. –¡A ver tú, Pecoso, y tú, Chacal! empiecen a “cantar”, ¡cómo es lo del banco! –La plata llegó en la mañana como dijo el Pecoso; llegaron dos “patas” trayendo el billete en tres bolsas –dijo el Chacal. –¡Yo quiero todos los detalles! ¡Cuántos policías hay! ¡Dónde están! ¡Qué hay adentro, todo, todo! –replicó Kimba. Entonces uno después del otro, Chacal y Wilmer describieron con lujo de detalles y hasta con un croquis todo lo que habían visto. Los que estaban presentes eran los que participarían del asalto y deberían estar al tanto de todo. Bebían licor e intercambiaban opiniones y sugerencias, pero se imponía siempre el criterio del negro Kimba. Luego de más de dos horas de deliberaciones habían concluido el plan para el asalto del banco. Cada quien tenía un trabajo que realizar y se fijó para el siguiente viernes el atraco al banco. Esto era motivo de celebración, así que decidieron volver al bar del chino para festejarlo. Así lo hicieron y después, todos ya estaban libando cerveza. Sintiéndose ya mareado Wilmer se retiró a su casa. Al llegar a su cuarto ni bien se echó en su cama se quedó dormido. Al día siguiente no tenía que ir a trabajar y se quedó dormido hasta tarde. Al levantarse empezó a recordar todo lo que había sucedido el día anterior, los lugares a donde había ido, el plan que se había elaborado para asaltar el banco y sobre todo el trabajo que le correspondía hacer a él. Por momentos lo asaltaba el temor; pensaba en los riesgos y en lo que podría 126

sucederle; iba a ser un asalto a mano armada y podría morir en el intento; por unos instantes la razón se apoderaba de todo su ser y le hacía ver que estaba yendo demasiado lejos y que tal vez era mejor dejarlo todo como estaba; pero ahí reaparecían los fantasmas del pasado que lo atormentaban y realimentaban su sed de venganza; eran más fuertes que todos sus temores y decidió que estaba dispuesto a llegar hasta el final. Los días pasaron rápidamente hasta que llegó el jueves. Como siempre Wilmer fue a su trabajo y cumplida su jornada laboral, en el trayecto de retorno a su casa, pasó por la puerta de una iglesia y se animó a entrar; se santiguó y luego se quedó en silencio mirando al Cristo crucificado, tal vez pidiendo perdón por adelantado por lo que iba a hacer: matar al negro Kimba; y con eso, según él, redimirse como hombre. Seguramente pedía perdón también por si algún inocente moría en el asalto; y si él moría pedía por su familia y por su alma. Minutos después, ya reconfortado, salió y se fue a su casa. Al llegar la noche las luces de las calles se encendieron y ya había llegado la hora de alistarse para concurrir al bar del chino donde tenía que reunirse con toda la banda. Habían acordado realizar una reunión la noche antes del atraco al banco con la finalidad de ultimar algunos detalles; salió de su casa y se encaminó a la cita. Toda la banda del negro Kimba ya estaba ubicada en una mesa del fondo y ni bien los vio se dirigió hacia el lugar. Su llegada fue festejada por todos con bromas y lisuras. –Llegó el “talán” y ya estamos todos; a “chupar” se ha dicho –decía Calavera mientras se servía un vaso de cerveza. –No vamos a decir nada de nada; pueden haber soplones aquí. ¿Alguien se olvidó de algo? ¿Alguien se ha “chupado” y no estará mañana? –Preguntaba el negro Kimba. No hubo respuesta alguna, señal que todos sabían exactamente lo que tendrían que hacer al día siguiente y todos participarían en el asalto. Después de todo, esa reunión era para confirmar el “trabajo” del día siguiente. Fieles a sus costumbres, mientras bebían hablaban de fútbol, de mujeres y de sus propias “hazañas”; solo que esta vez no podían amanecerse en el bar porque tenían algo importante que hacer al día siguiente. El negro Kimba se levantó y dio la orden de retirada. –Nos vamos todos; mañana nos espera el billete. Si alguien me falla lo “quemo” –Algunos protestaron y querían seguir bebiendo pero se impuso la decisión del jefe y todos salieron del lugar y cada quien tomó su camino. Wilmer llegó temprano a su casa; no había bebido mucho licor. Luego de estar un buen rato con su familia se dirigió a su cuarto y lo primero que hizo fue sacar el arma que tenía bajo el colchón y luego se echó sobre su cama. Se puso a juguetear con la pistola haciendo girar el tambor mientras pensaba y pensaba. El momento de tomar su venganza estaba muy cerca; no solo lo había deseado sino que también hasta había soñado la forma de vengarse del negro Kimba. Al día siguiente, tal vez a las doce del día, de esa pistola que tenía en las manos saldría un tiro directo a la cabeza o al corazón del hombre que lo ultrajó. Toda la ira contendida por años estaba a punto de explotar; no solo pensaba dispararle un tiro sino todas las balas del tambor. Estaba enceguecido por sus sentimientos de rabia y cólera; y su sed de venganza le impedía ver las consecuencias de lo que podría suceder. 127

En qué momento y cómo iba a disparar eran las preguntas que todavía tenía que responderse. Mientras, se entretenía cargando y descargando el arma; luego de mucho meditar se incorporó y poniendo los pies en el piso se sentó al borde de la cama. Mirando el arma movió la cabeza en señal de asentimiento y luego esbozó una feroz sonrisa. De improviso se puso de pie, apuntó cuidadosamente un blanco imaginario y simuló hacer varios disparos; luego, tal como había visto hacer en las películas de vaqueros, acercó el arma hacia su boca y sopló el imaginario humo que salía del cañón. Tal parecía que ya había encontrado la forma cómo acribillaría al negro Kimba, porque silbando bajito una pegajosa melodía guardó el arma, se acostó y apagó la luz con el deseo de descansar. Necesitaba dormir para ya no seguir pensando. Sin embargo, no podía conciliar el sueño porque el mal recuerdo de aquella noche en el calabozo de Apolo volvía a atormentarlo como tantas veces; trataba de consolarse pensando que después de lo que haría al día siguiente nunca más sucedería, pero no lograba quitarse de la cabeza esos pensamientos. De pronto se le cruzó por la mente aquello de “diente por diente y ojo por ojo”; porque si bien era cierto que al día siguiente el negro Kimba ya estaría bien muerto, muerto no habría de sentir aquellos horribles momentos que a él le toco vivir y la vida repleta de tormentos que llevaba por culpa de aquel delincuente. Pensó entonces que de llevarse con éxito el asalto al banco, llegaría a tener bastante dinero, lo que le permitiría contratar a unos sicarios para hacer con el negro Kimba lo que éste había hecho con él. Ya estaba decidido. Al negro Kimba le aplicaría la Ley del Talión. Mientas se imaginaba cómo lo haría se quedó dormido. En la mañana se levantó temprano y tomó el desayuno junto con su madre; ese día no iba a trabajar. Luego de terminar con el desayuno se fue a su cuarto, tomó su pistola con cierto nerviosismo y la cargó con seis balas; luego se lo colocó en la cintura y se echó algunas balas en el bolsillo; después se despidió de su madre y finalmente salió. Esta vez no fue directo hacia el punto de reunión señalado por el negro Kimba; mientras hacía hora se puso a caminar por algunas calles desconocidas deambulando de un sitio a otro, esperando la hora para reunirse con el resto de la banda. Un poco más tranquilo se dirigió al lugar de encuentro. Fue el primero en llegar y minutos después fueron llegando uno tras otro los demás hasta que ya estaban todos. Repasaron rápidamente el plan. En ese momento Wilmer estaba al costado del negro Kimba y tenía su pistola cargada; sentía las ganas de sacar el arma y dispararle en ese momento pero tuvo que reprimirse. Inmediatamente de las coordinaciones finales, cada quien se encaminó a su puesto y todo ya estaba listo para entrar en acción. La primera señal la daría Wilmer cuando vea ingresar a los hombres que traerían el dinero para dejarlo en la oficina del administrador. En ese momento el negro Kimba ordenaría iniciar el atraco. Todos estaban es sus lugares respectivos. En el interior del banco Wilmer estaba sumamente nervioso. Sus miedos y debilidades eran atenuados cuando pensaba en su venganza y esto lo tranquilizaba y le daba valor para seguir adelante. Pasaba el tiempo y no aparecían el carro que traería el dinero al banco y esto enfurecía al negro Kimba, quien maldecía, insultaba, mentaba a la madre y hasta dudaba de los informes que había recibido de Wilmer y de Chacal, ante la sumisa pasividad de los otros integrantes de la banda. Finalmente, al cabo de más de dos horas de tensa espera llegó el vehículo de transporte de caudales y se detuvo en la puerta del banco, del cual descendieron tres hombre 128

con unas bolsas en las manos. Eran ellos. A Wilmer se le aceleró el corazón y sintió que las piernas le temblaban; en unos segundos más podía pasar cualquier cosa. Hizo la señal que el negro Kimba estaba esperando. Había llegado el momento de la acción. Casi de inmediato tres de los delincuentes se acercaron a los dos policías de la puerta y encañonándolos con sus pistolas les quitaron sus armas y los obligaron a que se tiren al piso, mientras apuntaban a todas partes intimidando a la gente, al tiempo que irrumpía el negro Kimba y con un arma en la mano, gritaba una orden. –¡Al suelo carajo, si no quieren morir! ¡Esto es un asalto! ¡Al suelo, mierda! Tras él se ubicó Calavera quien ahora apuntaba a los cajeros y a los clientes del banco, gritándoles, mentándoles a la madre, atemorizándolos; mientras tanto Kimba y Wilmer fueron por el dinero a la administración y allí, todos temerosos, solo atinaron a levantar las manos, siendo obligados por Kimba a tirarse al piso; rápidamente tomaron las bolsas con el dinero y raudamente salieron por la misma puerta que habían ingresado apenas unos minutos antes. A la salida del banco ya los esperaba un vehículo con el motor encendido. A la carrera todos subieron al auto que rechinando las llantas arrancó a toda velocidad. Nadie hizo nada; no se había disparado ni un tiro, el asalto había salido perfecto. La alegría dentro del vehículo era total. Algunas cuadras más adelante bajaron del auto y lo abandonaron. Después abordaron un taxi para terminar desapareciendo en la gran urbe. Los cinco delincuentes se dirigieron a Comas y en una de sus polvorientas calles se detuvieron. Descendieron del vehículo para luego ingresar a una casa de esteras en cuyo interior apenas había unas sillas, una mesa y una cama. Luego de la alegría por el éxito del asalto, el momento más esperado era el conteo del dinero para ver cuánto le tocaría a cada uno. Pusieron las bolsas sobre la mesa y fue el negro Kimba quien las abrió y fue colocando los fajos de dinero sobre la mesa ante la mirada expectante de los presentes que, al ver tanto dinero, les brillaban los ojos. –Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil –decía, Calavera, mientras contaba el dinero y los agrupaba sobre la mesa. El conteo del dinero continuaba hasta terminar el de una bolsa e inmediatamente abrieron la segunda y así, finalmente abrieron la tercera bolsa. –¡Quinientos ochenta mil!, ¡Quinientos noventa mil! y… ¡Seiscientos mil! –los cinco asaltantes corearon el conteo final llenos de felicidad. Calavera terminaba de acomodar los últimos paquetes de billetes. –La hicimos bien ¡carajo! –exclamaba el negro Kimba satisfecho de la cantidad de dinero que estaba sobre la mesa. Era un monto considerable y todos estaban contentos, sonrientes. Ansiosos esperaban el reparto. Cada quien sabía la cantidad que les iba a tocar y estaban deseosos de tenerlo en sus manos. Por su lado Wilmer, mientras miraba a Kimba, pensaba que solo le bastaría una parte de lo que le iba a tocar para pagar a los sicarios y llevar adelante su venganza. Los demás también pensaban en cómo iban a gastar su dinero. En un momento más todos habían recibido su parte del botín; el negro Kimba tomó doscientos mil y el resto lo había dividido en partes iguales entre los otros cuatro que habían participado en el asalto. 129

Al rato todos ya estaban listos y deseosos por salir de aquel local; y siguiendo las indicaciones del negro Kimba deberían irse por distintos caminos. El Chacal salió primero, luego el Tuerto, y después Wilmer que llevaba su dinero envuelto en unos periódicos viejos. Caminó hacia la pista por donde circulaban los vehículos de trasporte público y se subió a un viejo ómnibus que iba al centro de la ciudad. Se sentó en uno de los asientes del fondo. Jamás había tenido tanto dinero en sus manos. Después de casi una hora de recorrido el vetusto vehículo llegó al centro y Wilmer se bajó para luego tomar otro vehículo que lo llevaría hacia su casa. Al llegar, lo primero que hizo fue encerrarse en su cuarto para esconder el dinero y la pistola; todavía se encontraba nervioso. Ya era más de las tres de la tarde. Se dirigió a la sala de su casa y allí encontró a su madre, quien cariñosamente, como toda madre, lo recibió con alegría pero al mismo tiempo con preocupación pues no había estado a la hora del almuerzo. Ella sabía que ese día había faltado al trabajo pero no sospechaba ni se imaginaba lo que su hijo había hecho ni de dónde venía. –Mamá, ¿hay algo de comida? Tengo hambre –decía Wilmer mientras abrazaba a su madre. –¿Te has dado cuenta de qué hora es? Pensé que ya habías almorzado. ¿De dónde vienes, hijo? –Tenía una reunión de trabajo con unos amigos. Terminó muy tarde. De allí vengo, mamá. La madre de Wilmer se fue a la cocina a calentar lo que había sobrado del almuerzo y luego le sirvió en la mesa. Mientras Wilmer comía se puso a pensar si debería darle algo del dinero a su madre. Después de almorzar se acomodó en un sillón y se quedó profundamente dormido; ¿estaría soñando con el asalto al banco? Una hora después se despertó y lo primero que se le vino a la cabeza fue el robo al banco. El temor a que la policía pudiera identificarlo como uno de los atracadores del banco y capturarlo empezó a inquietarlo. Necesitaba aire fresco y decidió salir a la calle; buscó a sus amigos del barrio para distraerse y despejar su mente. Encontró a varios de ellos y conversaron de todo, pero Wilmer no dijo nada acerca del asalto. Poco a poco la noche avanzaba y tuvo que volver a su casa para descansar; no tenía ganas de cenar solo tomó un refresco y se fue a su cuarto. Sacó el dinero que tenía debajo del colchón, lo contó y lo camufló en una bolsa negra para volver a colocarlo debajo del colchón de manera que no se notara. Se preparó para dormir y en pocos minutos ya estaba sobre la cama; mientras trataba de conciliar el sueño pensaba que jamás se había acostado sobre más de cien mil soles; pero por otra parte el fantasma de su captura por parte de la policía lo acechaba. El robo parecía haber salido perfecto, pero era posible que los hayan reconocido, no tanto a él pero sí a sus cómplices que eran delincuentes prontuariados; pero ahora también recordaba que en la estación de policía de Apolo cuando tuvo la mala suerte de caer, al salir lo habían fichado. Tenía pensado no ir más por el bar del chino. De caer cualquiera de los delincuentes que participaron del asalto, por más que hablen difícilmente lo encontrarían a él. Nadie sabía dónde vivía y a ellos les había dicho que vivía en el Callo, cuando en realidad vivía en Chorrillos; tampoco sabían su nombre. Pero a pesar de todo, su temor era fundado. Pensaba también qué iba a hacer con tanto dinero; si algo tenía en claro era contratar unos sicarios para tomar venganza del negro Kimba. Él calculaba que uno de esos avezados delincuentes, por dos o tres 130

mil soles, harían cualquier cosa y Wilmer estaba dispuesto a pagar lo que sea necesario. Mientras pensaba a quién contrataría terminó por dormirse. Tal vez sus sueños fueron de gloria por el éxito del robo y por la inminencia de cobrarse la venganza. Al día siguiente se levantó más tarde que de costumbre y buen tiempo estuvo echado despierto en su cama, abstraído en sus pensamientos. Durante ese día realizaría las actividades que solía hacer los fines de semana. También compró un par de periódicos donde informaban del asalto al banco de Crédito de la agencia de San Martín de Porres. Con cierto temor leyó las noticias; no había fotos ni sabían quiénes eran los autores; fue algo que lo tranquilizó por el resto del día y del día siguiente. El lunes volvía a su trabajo para retomar sus actividades cotidianas; no fue más al bar del chino y el paso del tiempo diluía sus temores de ser capturado por la policía; ahora su pensamiento estaba concentrado en lo que haría para vengarse. Se preguntaba dónde encontraría unos sicarios y cómo convencerlos para que hicieran el “trabajo”. Averiguando entre amigos se enteró que los delincuentes más avezados, dispuestos a todo, estaban por los barracones del Callao. Ahora el problema era cómo llegar a ellos. Se acordó entonces de Coloncho. Él podría conocer a alguien. Con impaciencia esperó a que llegue el día sábado y en la mañana de ese día Wilmer fue al mercado en su búsqueda logrando ubicarlo con facilidad en una de las esquinas. Tan luego lo vio se acercó a saludarlo. –Hola, “causa” ¿cómo va el “laburo”? –preguntó Wilmer, a modo de saludo a Coloncho. –Hola, causita. Ahora usted está con harto billete, ¿eh? Algo me contó mi causa Manyute –decía, Coloncho, sorprendido de ver a Wilmer. –Nada, un sencillo por ahí. Vine a verte porque un “pata” quiere a un “bravo” de los barracones para joder a uno que a él lo jodió; puedes ganarte un billete. ¿Conoces a alguien? – preguntaba, Wilmer. –Sí, conozco a más de uno. Puede ser el Chusau y el Cocodrillo, pero no es fácil ubicarlos –respondió, Coloncho. –Mañana vengo a estas horas con mi “pata” para que te dé tu billete y le pongas a tus causas –decía Wilmer, mientras se despedía. Al día siguiente, Wilmer regresó al mercado para buscar a Coloncho. Luego de ubicarlo, le dijo: –Hola, causa. Te estaba buscando. –Hola, Pecoso. ¿Y tu pata que ibas a traer? –preguntó, Coloncho. –No ha podido venir por el trabajo. Me ha enviado un billete para ti –dijo Wilmer, mientras le entregaba cinco billetes de cien soles. Sorprendido, Coloncho recibía el dinero; nunca pensó que podían darle tanto dinero, quedó muy agradecido y más dispuesto a colaborar. –Está bien. Si quieres vamos contigo a los barracones. – Hoy no puedo. Tengo que ver a mi “hembrita”. Toma, te doy quinientos para que le entregues como adelanto, y que hable con mi “pata”. Él se llama Lucho, que digan donde se encuentran –terminó diciendo, Wilmer.

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Luego de definir los detalles del encuentro quedaron en verse la próxima semana en el mismo lugar y a la misma hora. Esa noche en su cuarto, Wilmer sentía que estaba cada vez más cerca de cumplir con su venganza. Pasó la semana y como habían quedado, nuevamente estaba conversando con Coloncho en el mercado. –Mañana a las seis de la tarde estará Cocodrillo en la esquina de Grau y Cajamarca, al lado de la farmacia –dijo Coloncho. –Está bien. Mañana me lo pones. Te espero allá –dijo Wilmer, mientras se despedía. Después de comprar algunas cosas en el mercado regresó a su casa. Lo del robo al banco había quedado olvidado y los temores de ser capturado por la policía se habían desvanecido. Ahora todo su pensamiento estaba en culminar su plan de venganza. Por la noche, sobre su cama, planeaba todo lo que tendría que decir a Cocodrillo para que haga el “trabajito”. Para convencerlo tenía un argumento irrefutable: dinero. Al día siguiente, tal como habían convenido, Wilmer estaba antes de la seis de la tarde por la avenida Grau, en espera de Coloncho, quien le presentaría a Cocodrillo. Minutos después de las seis se apareció Colocho y después Cocodrillo, un moreno con todos los rasgos de ser un avezado delincuente. Al verlo, Wilmer llegó a la conclusión de que él solo no podría hacerlo, toda vez que éste era más bajo y menos corpulento que el negro Kimba; se saludaron y luego de las presentaciones y algunos comentarios, Coloncho antes de irse, dijo: –Me voy, “causa”; ustedes “chamullen”. Dicho eso, Coloncho se retiró. Tanto Wilmer como Cocodrillo se encaminaron a un bar cercano del lugar para conversar. Al llegar, ingresaron y pidieron cerveza; y mientras bebían iniciaron la conversación. Ambos sabían cuál era el punto. Wilmer de manera resumida explicaba de qué se trataba. –Hace como cuatro años, ese “cabrón” violó a mi “hembrita”, ahora quiero hacerle lo mismo. Dime cuánto me va a costar el “trabajito” –decía Wilmer, con rabia en sus ojos. –A esos mierdas en la “jaula” los pasan por las armas. Dime, ¿cuánto me puedes pagar? – preguntaba Cocodrillo. –Te voy a dar diez mil. La mitad mañana y el resto, cuando lo jodas a ese desgraciado. –Está bien. Por todo ese billete, a cualquiera le doy “vuelta”. Dime ¿dónde encuentro a la “lorna” y cuándo lo “chifo”? –volvió a preguntar, Cocodrillo. –A la “lorna” quizá lo conozcas; es el negro Kimba. Al escuchar ese nombre, Cocodrillo se sorprendió. Al parecer no se lo esperaba. –Pero, pero ése es mi causa y además es un “taita”; de seguro que después me mata. ¡No, a él, no! –¿Qué te pasa? ¿Te “chupas”? Te doy veinte mil, y lo haces con dos o tres “puntas” más. Se tapan la cara y no pasa nada. Wilmer insistía tratando de convencer a Cocodrillo para que haga el trabajo. Finalmente, el dinero terminó por convencer al sicario y acordaron en treinta mil soles el monto por el trabajo. Sería Cocodrillo el que se encargaría de reclutar a dos sicarios más para cumplir el encargo. 132

Tomada la decisión, Wilmer le explicaba el plan para llevar adelante sus propósitos. Luego de más de una hora de hablar del asunto se levantaron y salieron a la calle. Habían quedado en encontrarse al día siguiente en el mismo lugar, comprometiéndose Wilmer a darle diez mil soles al día siguiente, otros cinco mil el sábado por la mañana y el resto, concluido el trabajo. Ya en su cama, Wilmer “acariciaba” el momento de su venganza que cada vez parecía estar más cerca. Se imaginaba las diversas formas de ultrajar al negro Kimba y la reacción de éste, después. Tal como se habían comprometido, al día siguiente Wilmer le entregó diez mil soles a Cocodrillo. Estaban en el bar ultimando los detalles y acordaron que el próximo sábado deberían ejecutar el plan. Ahora Cocodrillo tenía que cumplir llevando a cabo lo convenido. Al rato salieron del bar, se despidieron y cada quien se fue por su lado. Wilmer se fue a su casa completamente satisfecho; todo estaba listo. Solo era cuestión de días. Al llegar a su hogar, se mostró más alegre que de costumbre; sus familiares estaban sorprendidos. Pensaron que eran los efectos del alcohol. Luego de cenar se fue a dormir; y en los días siguientes continuaba con su rutina habitual. Hasta que llegó el día viernes y Wilmer estaba apenas a solo un día de encontrarse con Cocodrillo e ir en búsqueda del negro Kimba. Por la noche le fue difícil conciliar el sueño. Estando en su cama, con la pistola en la mano y mientras giraba el tambor, se imaginaba todo lo que habría de suceder al día siguiente. Sus fantasmas seguían ahí, atormentándolo; mañana habría de quemarlos con intenso fuego; su venganza habría de pasar por encima de la misma muerte. En aquella fatídica noche en el calabozo de Apolo, Wilmer había perdido su corazón y estaba dispuesto a recuperarlo; su sed de venganza había inhibido sus sentimientos más nobles casi hasta desaparecerlos por completo. Mañana sería acaso una revancha para Wilmer, amarga o dulce, venganza al fin y al cabo. Tal vez a partir de mañana su alma respiraría tranquila, sentiría acaso una caricia en lo más profundo de su ser. El momento que tanto había esperado estaba por llegar. Y con una sonrisa pintada en el rostro se quedó dormido de un tirón. Cuando se despertó ya había amanecido. Era sábado. Era el día decisivo. Wilmer se mostraba algo nervioso; buscó las balas de la pistola, cargó el arma, sacó veinte mil soles de debajo de su colchón y dejó todo listo. Luego se dirigió a tomar desayuno con su familia; esta vez estaba callado. Minutos después salió a la calle llevándose cinco mil soles. Tenía que encontrarse con Cocodrillo para completarle lo que faltaba del adelanto que habían convenido. En el lugar y hora señalados se encontraron para finiquitar el asunto financiero. –Toma las cinco “lucas” que acordamos del adelanto. Los otros quince te los doy terminada la “chamba” –decía Wilmer, mientras le entregaba el dinero a Cocodrillo; quien a su vez le dijo: –Todo está listo; tengo dos “puntas” y lo haremos mierda al negro Kimba. No me falles con el billete o a ti también te hacemos mierda. –De mí no te preocupes. Tengo el billete. Tienes que hacerlo como quedamos. 133

Ambos conversaron un momento más, finiquitaron algunos detalles y finalmente se despidieron. Al llegar las siete de la noche, Wilmer estaba parado cerca del bar del chino. Media cuadra más allá estaba estacionado un auto grande con los faros apagados en cuyo interior apenas se podían distinguir las siluetas de tres personas que aguardaban algo. Era sábado y los parroquianos como de costumbre iban llegando uno tras otro, ingresaban y se acomodaban en alguna mesa vacía o se integraban a algún grupo de sus amigos. Transcurrían interminables minutos y el negro Kimba no aparecía. Esto inquietaba a Wilmer poniéndolo más nervioso de lo que ya estaba. Sin embargo, al cabo de una hora de espera, por fin llegó el negro Kimba. Venía solo. A Wilmer se le aceleró el corazón y la adrenalina le fluía a raudales. Antes que el negro llegue a la puerta del bar Wilmer le salió a su encuentro. –¡Causita, dónde te habías “guardado”! ¡Qué “leche” encontrarte! –le decía Wilmer, mientras lo saludaba. Desde el día del asalto no se habían visto. –Yo siempre vengo pa´ ca´. Tú te fugaste. ¿Te queda todavía billete? –preguntaba Kimba. –Ya casi nada. Por eso he venido. Tengo otra visión. Hay un causa en el carro que tiene los contactos. Vamos pa´ que lo “aguaites” –dijo Wilmer, mientras señalaba el carro de adelante, al tiempo que ambos se encaminaban en esa dirección. –Si tu visión es buena como la vez pasada, “bacán” –decía Kimba, mientras caminaba. El vehículo estaba en una zona oscura un tanto alejado del bar; en contados minutos ambos llegaron cerca del carro cuando de improviso salieron tres hombres encapuchados con pistolas en la mano, apuntando directamente al negro Kimba, mientras le decían: –¡Al suelo mierda, o te quemamos! ¡Tírate al suelo, carajo! En segundos dos pistolas apuntaban la cabeza del negro Kimba, quien sorprendido solo atinó a tirarse al suelo, al igual que Wilmer. Los hombres empezaron a amarrar las manos de Kimba, al tiempo que Wilmer se ponía de pie. Al ver esto Kimba empezó a vociferar. –¡Maricón de mierda, me traicionaste! ¡Te mataré a ti y a todos estos “rayas”!–. El delincuente creía que eran policías los que le habían atado las manos y que Wilmer lo había delatado y entregado a ellos. Después de vendarle los ojos y amordazarlo, los tres hombres lo subieron al carro. El vehículo emprendió la marcha y durante el trayecto nadie pronunció ninguna palabra. Al cabo de casi una hora el vehículo se detuvo. Kimba pensaba que habían llegado a una estación de policía pero cambió de parecer cuando al bajarlo del carro, lo tiraron sobre la arena; definitivamente no estaba en una estación policial. El vehículo dio media vuelta y prendió todos sus faros concentrando las luces sobre la corpulencia del negro Kimba, que infructuosamente trataba de incorporarse sobre la arena. Wilmer se acercó hacia él y le arrancó la venda con rabia. La brillante luz del carro lastimó los ojos del negro Kimba quien al principio tuvo dificultad para ver; pero poco a poco se fue acostumbrando a la claridad, entonces pudo ver que estaba en una playa desolada. Muy cerca de él estaba Wilmer y un poco más allá, los tres encapuchados observaban. Fue entonces que Wilmer, acercándose a la cara del negro que estaba de rodillas tratando de incorporarse, le habló con una rabia que tantos años había contenido. –¡Negro de mierda! ¿Sabes quien soy? ¡Mírame bien! 134

En ese preciso momento Wilmer lo tomó por los pelos para que le vea la cara. –¡Tú eres el Pecoso! ¡Contigo asaltamos el banco en San Martín! ¡Cómo no voy a saberlo, mierda! –gritó, Kimba. –¡Eres una mierda, negro! ¿Te acuerdas de la “chirona” de Apolo? Hace cuatro años yo “caí” allá con dos amigos, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas, hijo de puta? –Wilmer estaba descontrolado; dejaba fluir toda su ira contenida. Tomándolo de los cabellos samaqueaba la cabeza de Kimba con todas sus fuerzas, para luego asentarle una sonora cachetada. El negro seguramente trataba de hacer memoria, pues tantas veces había estado en ese lugar. –¿No recuerdas, mierda? ¿No recuerdas esa noche que tú abusaste de mí? ¿Ah? ¿Te acuerdas ahora, carajo? –Wilmer gritaba enfurecido al tiempo que tomándolo nuevamente de los cabellos logró derribar al delincuente y ya en el suelo, lo pateaba repetidamente en la cara. Kimba recibía el castigo sin inmutarse; lo último que escuchó, le hizo saber de lo que se trataba. Recordó entonces lo que había hecho esa noche, aunque no recordaba exactamente el rosto del muchacho, pero podía haber sido el Pecoso. Gritando amenazas y groserías a voz en cuello Wilmer daba vueltas alrededor del negro Kimba que esta vez se había arrodillado en silencio, escuchando todos los insultos. Hasta que finalmente algo más calmado, Wilmer pronunció algo así como una sentencia. –¡Negro e mierda, ahora vas a saber lo que se siente! ¡Los tres que están acá te harán lo que tú me hiciste! ¡Te convertirán en un negro “cabro”! Al escuchar esto el negro Kimba se desesperó y trataba de zafarse de las amarras gritando con todas sus fuerzas. Insultaba, mentaba a la madre; jamás imaginó ese momento. –¡No, mierda! ¡Eso, no! ¡Mátame, carajo! ¡Prefiero morir! Vanos eran sus intentos por librarse. Trató de levantarse para correr pero los tres hombres lo agarraron y le amarraron los pies también. Asustado como nunca, pálido como un muerto, el negro Kimba se revolcaba sobre la arena tratando de evitar su suerte. Entonces, Wilmer dio la orden para que los sicarios ejecuten lo acordado. –¡Ahora, sáquenle el pantalón al negro e mierda este! y… ¡hagan con él lo que quieran! Los hombres procedieron a quitarle el pantalón ante la infructuosa resistencia de Kimba. El negro amenazaba, mentaba a la madre de cada sicario, gritaba de manera destemplada en medio del silencio de la playa, pero nadie respondió a su llamado ni acudió en su auxilio; ahora trataba de comprar la voluntad de los sicarios con promesas, les dijo que miren bien con quién se estaban metiendo, les ofrecía dinero, les dijo que le daría el doble de lo que el Pecoso les había ofrecido, pero los avezados delincuentes tenían un contrato y habían decidido cumplir con su palabra. Entonces cambiando de táctica el negro Kimba pasó de las amenazas a las súplicas, pidió perdón a Wilmer, gritaba que lamentaba lo ocurrido, juró por su madrecita que nunca más volvería a hacerlo, pero aquellos hombres habían aceptado realizar aquel trabajo y desoyendo los ruegos del negro Kimba, terminaron por bajarle el pantalón, para después vejarlo, cada cual a su turno, ante la atenta mirada de Wilmer quien observaba todo el acto con los ojos encendidos. Parecía saciar toda su sed de venganza; quería expulsar al exterior todo esos demonios de odio que tenía en el interior de su ser. Llegó un momento en que no se 135

escucharon más los lamentos del negro Kimba. Fue entonces que el hombres que lo tenían inmovilizado le soltó los brazos. Kimba cayó y quedó tirado sobre la arena. En silencio, Wilmer se le acercó, lo tomó de los pelos para verle la cara; los ojos del negro estaban llenos de lágrimas. Entonces, Wilmer le dijo: –¡Negro de mierda! ¿Ya sabes ahora lo que se siente, eh? ¡Todos van a saber que eres un maricón! Tomándolo otra vez de los pelos, casi al oído le dijo: –¡Esos cojudos, te conocen! Son de los barracones. En ese momento los sicarios que ya habían hecho lo convenido se acercaron a Wilmer para pedirle su dinero. Wilmer les pidió que le dieran unos minutos al tiempo que sacó su pistola. Y ante la mirada aterrada del negro Kimba abrió el tambor vaciando las balas en la palma de su mano. Luego procedió a deshacerse de todas arrojándolas al mar, pero se quedó con una bala; lo cargó en el tambor de la pistola y lo cerró; y ante el asombro de todos, especialmente de los sicarios que se tocaron de nervios, le desató las manos al negro Kimba y le entregó el arma diciendo: –¡Negro de mierda! ¡Si matas a uno, los que quedan te arrancarán los dedos uno a uno, te sacarán los ojos y te dejarán ir! ¡Negro maricón! Eran instantes de máxima tensión. Todos callaron. Kimba todavía estaba de rodillas, con la pistola en la mano. Transcurrían interminables segundos. De pronto sonó un disparo. Todos se miraron perplejos. De la mano de Kimba cayó la pistola sobre la arena, su cabeza sangraba y tenía la mirada fija en la oscuridad de la noche. Entonces su cuerpo se derrumbó de costado. Se había pegado un tiro en la cien. Y allí, sobre la fría arena yacía el cuerpo de aquel delincuente que se creía todopoderoso y que pensaba que podía disponer de cualquiera según su antojo, sin pensar siquiera que un día le darían a probar de su propia medicina. Uno de los sicarios, alarmado por la posibilidad de que alguien haya escuchado el disparo y más aún porque ya nada tenía que hacer en ese lugar, con acento autoritario ordenó la retirada. –¡Vámonos, carajo! ¡La “tombería” va llegar! Los tres sicarios rodearon a Wilmer para exigirle el dinero; entonces éste sacó de un bolsillo de su casaca un paquete y se los entregó. Rápidamente lo abrieron para contarlo; estaba completo. Wilmer permanecía en silencio observando al cuerpo inerte tendido en la arena. –¡Vámonos, Pecoso o nos agarran los “tombos”! –dijo uno de ellos. –¡Váyanse ustedes, yo me quedo! –respondió, Wilmer. Ni bien escucharon esto, los sicarios abordaron el auto, encendieron el motor, dieron vuelta al vehículo y raudamente se alejaron en dirección de la ciudad. Wilmer se quedó mirando cómo se perdía en la oscuridad. Luego se sentó sobre la arena. Los faros del carro ya no iluminaban el lugar. Una tenue luz de la luna le permitió distinguir en la penumbra el cadáver del suicida y solo el sonido de las olas quebraba el silencio de la noche. Wilmer no quitaba los ojos del cuerpo inerte. Recordaba… pensaba. Era lo que había querido hacer. Todo ya estaba consumado. Acaso se había redimido como hombre. 136

Al cabo de unos minutos se puso de pie y caminó hacia la orilla del mar, para después iniciar una caminata por la playa con dirección a la ciudad. Mientras caminaba, miles de pensamientos cruzaban por su mente. Acompañado con la luz de la luna de siempre, con el sonido de las olas de siempre, se preguntaba si su vida desde mañana sería la de siempre.

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