Libro El Gobierno de Las Indias

LA CORONA EN INDIAS. GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA JAVIER BARRIENTOS GRANDON FUNDACIÓN RAFAEL DE PI

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LA CORONA EN INDIAS. GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

JAVIER BARRIENTOS GRANDON

FUNDACIÓN RAFAEL DE PINO MADRID 2003

Al Excelentísimo Señor Don Rafael del Pino y Moreno, de cuya iniciativa es fruto este libro.

ÍNDICE GENERAL Presentación Introducción

PRIMERA PARTE DEL JUSTO DESCUBRIMIENTO, ADQUISICIÓN Y RETENCIÓN DE LAS INDIAS CAPÍTULO ÚNICO: LA INCORPORACIÓN DE LAS INDIAS A LA CORONA DE CASTILLA 1. Presupuestos. 2. La Corona de Castilla y la empresa colombina. 3. El descubrimiento y la ocupación en el sistema jurídico europeo. 4. El descubrimiento y las pretensiones portuguesas. 5. La consolidación de los derechos de Castilla: la donación papal. 6. Conflictos con Portugal: el Tratado de Tordesillas y la “partición” del Mundo. 7. La corona de Castilla y la justicia de la conquista. 7.1. Del tratamiento de los indios a la justicia de la conquista. 7.2. De la justa conquista y adquisición de las Indias. 8. De la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla

SEGUNDA PARTE DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS CAPÍTULO I: DE LA REAL JURISDICCIÓN Y EL GOBIERNO DE LAS INDIAS 1. Presupuestos. 2. Jurisdicción, Imperio y Reyes que no reconocen superior. 3. El rey fuente y origen de la jurisdicción en su reino. 4. Jurisdicción real y concepción judicial del gobierno. 5. Jurisdicción regia y oficios de gobierno en las Indias. 6. Los oficios con jurisdicción proceden del Príncipe. 7. Los provistos se obligan para con el Príncipe. 8. Responsabilidad ante el Príncipe por el uso y ejercicio del oficio. 8.1. Responsabilidad ex officio. 8.2. Responsabilidad por actos o negocios fuera del oficio. 9. Contenido institucional del oficio. 9.1. Competencia jurisdiccional. 9.2. Honras, honores y preeminencias. 9.3. Salario. 10. Símbolos del oficio. 10.1.Garnacha. 10.2.Vara de la justicia. 11. La Ilustración y los nuevos fines del gobierno regio. 12. Las oficinas y la administración.

CAPÍTULO II: DE LOS DOS PODERES SUPERIORES EN LAS INDIAS: CORONA E IGLESIA 1. Presupuestos. 2. Orígenes y configuración del Real Patronato Indiano. 3. El Real Patronato Indiano y la percepción de los diezmos. 4. El Real Patronato Indiano y la delimitación de las diócesis. 5. El Real Patronato Indiano y la erección y fundación de iglesias y conventos. 6. El Real Patronato Indiano y el derecho de presentación. 7. El Real Patronato Indiano y la Bula de la Santa Cruzada. 8. Abusos en el ejercicio del Real Patronato. 8.1. Los Recursos de Nuevos Diezmos. 8.2. Los productos de las Vacantes. 8.3. Espolios de los obispos. 8.4. Gobierno de los Presentados. 8.5. Recursos de colación de beneficios. 9. El Regalismo de la Corona y su práctica en Indias. 9.1. El Pase Regio o Exequatur. 9.2. Regalismo y Recursos de Fuerza. 9.3. Regalismo y Concilios en Indias. 9.4. Regalismo y Sínodos en Indias. 10. La Iglesia frente al regalismo: La Bula In Coena Domini. CAPÍTULO III: DEL GOBIERNO SUPREMO Y UNIVERSAL DE LAS INDIAS 1. Presupuestos. 2. El gobierno supremo de las Indias hasta la creación de su Consejo. 3. La creación del Real y Supremo Consejo de las Indias. 4. Plantilla y organización del Consejo de Indias. 5. Competencia del Real y Supremo Consejo de Indias. 6. Los consejeros de Indias. 7. La Cámara de Indias. 8. De las Juntas para negocios de Indias. 8.1. De las primeras Juntas para las Indias: De los Reyes Católicos al Rey-Emperador. 8.2. La Junta de Guerra de Indias. 8.3. La Junta de Hacienda de Indias. 8.4. Otras Juntas Particulares para Negocios de Indias. 9. La Casa de la Contratación. 10. Competencia de la Casa de la Contratación. 11. Del régimen polisinodal a las Secretarías y Ministerios. 12. Las secretarías y ministerios y el gobierno de las Indias. 13. La “Vía Reservada” y la “Vía de Consejo” en el gobierno de las Indias. CAPÍTULO IV: DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: GOBIERNO 1. Presupuestos 2. Gobernaciones y gobernadores

3. Partidos y Corregidores y Alcaldes Mayores 4. Del “rey ausente” y los virreyes 5. De la Ilustración y el gobierno territorial de las Indias 6. Las Intendencias en Indias. CAPÍTULO V: DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: JUSTICIA 1. Presupuestos 2. Jurisdicción real y establecimiento de Reales Audiencias en Indias 3. Reales audiencias y distritos de audiencias en Indias 4. Plantilla de las audiencias indianas 5. Plazas de las audiencias indianas 5.1. Presidencia de las audiencias indianas 5.2. Los Oidores de las audiencias indianas 5.3. Alcaldes del Crimen 5.4. Fiscales 5.5. Las reformas del siglo XVIII y los regentes 6. Competencia de las audiencias indianas 6.1. Las audiencias y su deber de hacer justicia al monarca 6.1.1. Las audiencias y la defensa del Real Patronato Indiano 6.1.2. Las audiencias y la defensa del Derecho y Hacienda reales 6.2. Las audiencias y su deber de hacer justicia a los vasallos en general 6.2.1. Frente a los oficiales gubernativos y de justicia 6.2.2. Frente a los oficiales eclesiásticos 6.2.3. Frente a los propios particulares 6.3. Las audiencias y su deber de hacer justicia a los vasallos indígenas 7. Partidos y Justicias Mayores 8. De las judicaturas especiales en Indias CAPÍTULO VI: DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: HACIENDA 1. Presupuestos 2. Oficiales Reales y distritos de hacienda 3. Los Tribunales de Cuentas 4. Los ingresos de la Real Hacienda 5. La Hacienda indiana y las reformas del siglo XVIII 6. Fomento económico y comercio en las Indias durante el siglo XVIII CAPÍTULO VII: DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: GUERRA 1. Presupuestos. 2. La hueste y la conquista de las Indias 3. Vecinos y encomenderos y la defensa militar de las Indias. 4. Armadas y servicio de Fortificaciones y Plazas Fuertes 5. Ejércitos profesionales permanentes 6. Las milicias 7. Las Capitanías Generales

8. La defensa militar de las Indias en el siglo XVIII

TERCERA PARTE DE LAS DOS REPÚBLICAS DE LAS INDIAS CAPÍTULO I: LA REPÚBLICA DE LOS ESPAÑOLES 1. Presupuestos 2. La jurisdicción y la república de los españoles en Indias 3. De las ciudades indianas 4. El Cabildo, Justicia y Regimiento 5. Competencia del cabildo 6. De los bienes y haciendas de las ciudades. CAPÍTULO II: LA REPÚBLICA DE LOS INDIOS 1. Presupuestos 2. Los indios como vasallos libres de la Corona 3. La libertad de los naturales y el trabajo indígena 4. La república de los naturales y sus caciques y principales 5. La república de los naturales y las costumbres indígenas 6. La república de los naturales y los pueblos de indios 7. La república de los naturales y los indios como personas menesterosas 8. La república de los naturales y los negocios y contratos de los indios EPÍLOGO RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

INTRODUCCIÓN La historia de América durante los siglos en que formó parte de la Monarquía Hispano – Indiana puede observarse desde distintos atalayas. Uno de ellos es el que se intenta en esta obra, pues se sitúa en la perspectiva que ofrece el desafío que representó para la Corona de Castilla gobernar todo un Nuevo Mundo y poner en planta en él una serie de instituciones debidamente articuladas en el espacio mayor de una Monarquía que tenía posesiones a uno y otro lado del mar Atlántico. La tarea de tal descripción no es fácil, entre múltiples razones porque la diversidad y variedad de las Indias españolas siempre huyeron de soluciones y reglas generales, de modo que siempre ha de tenerse en cuenta una actitud práctica por parte de la Corona y una juiciosa tendencia a resolver los problemas caso a caso y en cada momento. Valga aquí la misma advertencia con la que en el año de 1653 Antonio de León Pinelo dedicaba su Aparato Político de las Indias Occidentales al presidente del Consejo de Indias don Gaspar de Bracamonte y Guzmán, diciéndole que: “sin embargo de lo extraño, lo peregrino, lo nuevo de las materias de las Indias Occidentales, en la mayor atención, tendrán más fácil inteligencia, si se ayudaren de algun bosquejo de sus principios, de algun rasgo de sus ideas, y de alguna muestra de sus fundamentos”, de modo que su “humilde estudio” sólo tenía el deseo de ofrecer “un memorial, un epítome, un compendio, y delineado un mapa de todo el Gobierno de las Indias”. Este trabajo es, entonces, una suerte de mapa del Gobierno de las Indias mientras permanecieron en la Monarquía, dirigido a todo aquel que quiera formarse una visión de él en un lenguaje que ha huido en lo posible del tecnicismo y que cuando acude a algunas citas de época ha modernizado la ortografía para facilitar su comprensión. Finalmente, mas no en último lugar, es de justicia hacer presente que este trabajo se ha gestado en la feliz iniciativa del excelentísimo señor don Rafael del Pino y Moreno al alero de la fundación que lleva su nombre, y que mucho debe también a su director don Amadeo Petibtó y a don Feliciano Barrios Pintado. Madrid, mayo de 2003.

PRIMERA PARTE DEL JUSTO DESCUBRIMIENTO, ADQUISICIÓN Y RETENCIÓN DE LAS INDIAS

CAPÍTULO ÚNICO LA INCORPORACIÓN DE LAS INDIAS A LA CORONA DE CASTILLA “Señor, porque sé que habréis placer de la gran victoria que Nuestro Señor me ha dado en mi viaje, vos escribo ésta, por la cual sabréis cómo en 33 días pasé de las islas de Canaria a las Indias con la armada que los ilustrísimos rey y reina nuestros señores me dieron, donde yo hallé muy muchas islas pobladas con gente sin número; y de ellas todas he tomado posesión por Sus Altezas con pregón y bandera real extendida, y no me fue contradicho”. (Carta de Cristóbal Colón a Su Alteza, 15-II-1493)

“No pensaron ni entendieron sino que eran los dioses que habían bajado del cielo, y así con tan extraña novedad, voló la nueva por toda la tierra en poca o en mucha población. Como quiera que fuese, al fin se supo de la llegada de tan extraña y nueva gente, especialmente en México, donde era la cabeza de este imperio y monarquía”. (Diego Muñoz Camargo, Tlaxcala, s. XVI)

Historia

de

1. PRESUPUESTOS El descubrimiento colombino de 1492 representó no sólo ampliar el orbe de la tierra conocida en Occidente y convertir a España en el plus ultra de aquel Viejo Mundo desde el cual se podía alcanzar uno enteramente Nuevo, sino también el desafío de gobernarlo en justicia y en paz que, bien lo decía don Carlos II de todos sus predecesores cuando promulgaba la Recopilación de Leyes Indias en el año de 1680, siempre había sido: “El primero y más principal cuidado de los Señores Reyes nuestros gloriosos progenitores, y nuestro, dar leyes con que aquellos Reynos sean gobernados en paz y en justicia”. Pero el establecimiento de todo buen gobierno en paz y en justicia presupone solucionar una cuestión previa: la propia justicia del señorío que sobre las tierras y las gentes gobernadas se posee, es decir, aquella cuestión que desde Weber se conoce como la tocante a la “legitimidad”. La “invención” del Nuevo Mundo, que “inventar” no es más que hallar aquello que permanecía oculto y escondido, planteó a la propia Corona castellana la necesidad de responder a la pregunta que en 1511 formulara un simple fraile dominico acerca de su señorío en la Indias: “Decid: ¿Con qué derecho y con qué justicia...?”. Los reyes castellanos acometieron la empresa de conquistar y gobernar el Nuevo Mundo, pero no lo hicieron sin antes responder a la pregunta acerca del derecho y la justicia que tenían para incorporar a sus señoríos unas nuevas tierras y unos nuevos súbditos para la Corona y también unos nuevos fieles para la Iglesia. Presupuesto, pues, imprescindible para entender la configuración del gobierno indiano es describir, aunque sea brevemente, los hechos que acabaron con el descubrimiento, el honesto cuestionamiento de la justicia de la conquista y de la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, y la misma naturaleza que adoptó tal incorporación. Esto no es más que tratar de aquello que el consejero de Indias Juan de Solórzano y Pereyra calificara en 1629 como “El justo descubrimiento, adquisición y retención de las Indias”(De iusta Indiarum inquisitione, acquisitione et retentione), pues sobre tales bases se construyó aquel régimen que el mismo Solórzano y Pereyra bautizaría en 1639 como el “De la justa

gobernación de las Indias Occidentales” (De iusta Indiarum Occidentalium Gubernatione). 2. LA CORONA DE CASTILLA Y LA EMPRESA COLOMBINA En la noble villa de Valladolid el día 19 de mayo de 1506 un ya anciano Cristóbal Colón otorgaba testamento. En él, de su puño y letra, recordaba el servicio que había prestado a los Reyes Católicos con el descubrimiento del Nuevo Mundo: “El Rey y la Reina, Nuestros Señores, cuando yo les serví con las Indias, digo serví, que parece que yo por la voluntad de Dios Nuestro Señor se las di, como cosa que era mía, puédolo decir, porque importuné a Sus Altezas por ellas, las cuales eran ignotas y escondido el camino a cuantos se habló de ellas”. Muy cierto era que Colón había “importunado” a doña Isabel y don Fernando con paciente insistencia para lograr que aceptaran su proyectada aventura de alcanzar las Indias navegando hacia Occidente por el Mar Océano. En efecto, habían transcurrido más de veinte años desde que, en 1484, dejara Portugal y entrara en Castilla para instar personalmente ante los Reyes Católicos por el patrocinio de su empresa. En aquella ocasión, como lo recordaría años más tarde su hijo Hernando: “Sus Altezas respondieron al Almirante que estaban ocupados en muchas otras guerras y conquistas, y especialmente en la de Granada, que entonces llevaban a cabo, y que no tenían vagar 1 para atender a una nueva empresa; pero que con el tiempo se encontraría mejor oportunidad para examinar y entender lo que el Almirante les ofrecía. Y, en realidad, los reyes no quisieron prestar atención a las grandes promesas que el Almirante les hacía”. La decisión de doña Isabel y don Fernando tardaba, entre otras cosas, porque entendían en la reconquista de Granada. La perseverancia de Colón le había llevado a finales de 1491 hasta el campamento de Santa Fe, en las afueras de Granada, donde se hallaban los reyes, pero como no conseguía una respuesta afirmativa, entrado el mes de enero de 1492, la dejaba y encaminaba sus pasos a Francia. En aquel momento la intervención de Luis de Santángel fue decisiva para mover el ánimo de doña Isabel a aceptar el proyecto colombino, aunque la reina acogió la proposición “a condición de que se retrasara la ejecución hasta que respirase algo de los trabajos de aquella guerra”. Volvió, pues, Colón a Santa Fe y allí hubo de esperar el buen suceso de la conquista de Granada. Los términos de la empresa que iba a encabezar Cristóbal Colón fueron acordados y concertados entre él y la Corona, recogiéndose en unas Capitulaciones, otorgadas y despachadas por mandado de los Reyes Católicos en la misma Santa Fe de la Vega de Granada en el día 17 de abril de 1492 por el secretario Juan de Coloma. Este breve texto, destinado a constituirse en piedra fundacional del sistema jurídico del Nuevo Mundo, fijaba las condiciones del viaje colombino y sentaba las bases del régimen de los eventuales descubrimientos, de la navegación a las tierras que se hallaren y del comercio que se estableciere, al igual que la posición que Colón habría de tener en ellas. La aventura colombina, entonces, quedaba sujeta a una disciplina mutuamente convenida entre los Reyes Católicos y Colón. Tal era el sentido de la expresión “Capitulaciones”, pues 1 La palabra “vagar” está aquí utilizada en el sentido de “no tener lugar ni espacio” para ocuparse en la empresa que proponía Colón.

estas no eran más que: “Los conciertos, condiciones y pactos, que se dan por escrito para convenir unos con otros”, como escribía Sebastián de Covarrubias en los primeros decenios del siglo XVII en su precioso Tesoro de la lengua castellana o española. Los Reyes Católicos otorgaban las Capitulaciones titulándose “como señores que son de las dichas Mares Océanas”, y se disponía que la expedición se haría en servicio de ellos, de manera que a ellos les tocarían “las tierras que Nuestro Señor le dejará hallar y ganar”. Como contrapartida, doña Isabel y don Fernando conferían a Colón una serie de oficios y títulos, con sus correspondientes facultades jurisdiccionales, y además regulaban los términos económicos de la empresa que se iba a realizar. a) Colón como Almirante de las islas y tierras firmes que descubriere: los Reyes Católicos nombraban a Cristóbal Colón como “Su almirante en todas aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubrirán o ganarán en las dichas mares Océanas”, oficio que le conferían con caráter vitalicio y hereditario: “Para durante su vida, y después de él muerto, a sus herederos y succesores de uno en otro perpetuamente”. El oficio de “Almirante” existía en la tradición castellana y también aragonesa. En efecto, en la Corona de Aragón don Jaime I había nombrado en 1230 a un Almirante de Cataluña y Mallorca para que tuviera el mando de la flotilla real, y desde aquel año siempre hubo un Almirall en la Corona de Aragón. En Castilla, por su parte, desde el reinado de Alfonso X había un Almirante de la Mar a cargo de la flota real castellana, llamado en las Partidas (2.9.24) con el nombre de Adelantado Mayor de la Mar, que era el Cabdillo de todos los navíos que son para guerrear, pero además, por su carácter de oficio de la corte real tenía a su cargo el comercio marítimo, su protección armada y la represión del contrabando, para cuyo desempeño contaba con ciertos ingresos económicos, aunque desde el reinado de Enrique III en el año 1405 el oficio de Almirante de Castilla había quedado vinculado hereditariamente a la familia de los Enríquez, vástagos de don Fadrique, hijo bastardo de Alfonso XI, momento a partir del cual el almirantazgo tendió a convertirse en un oficio honorífico.

Si bien había “almirantes” en Aragón, las Capitulaciones de Santa Fe vinculaban el oficio colombino al almirantazgo castellano, pues en función de él se definían las competencias que llevaba anexas, pues declaraban que Colón debía gozar de todas: “Aquellas preeminencias y prerrogativas pertenecientes al tal oficio, y según que don Alfonso Enríquez, almirante mayor de Castilla y los otros sus predecessores en el dicho oficio lo tenían en sus distritos”. Las mismas Capitulaciones hacían emanar del oficio de Almirante conferido a Colón su competencia jurisdiccional en los pleitos derivados del eventual comercio que se esperaba provendría de su viaje. En efecto, Colón había suplicado a los Reyes que se le concediera jurisdicción para conocer como juez de todos los pleitos que pudieren suscitarse como consecuencia del comercio que se esperaba establecer con los habitantes de las tierras que se descubrieren, y a esta solicitud accedieron los Reyes con la expresa declaración de que tal competencia jurisdiccional le pertenecería siempre que ella fuera propia del oficio de almirante castellano. b) Colón como Virrey y Gobernador General en las islas y tierras firmes: los Reyes Católicos también accedieron en las Capitulaciones a nombrar a Colón como: “Su visorrey y gobernador general en todas las dichas tierras firmes e islas que, como dicho es, él

descubriere o ganare en las dichas mares”. Estos oficios se vinculaban directamente al gobierno de las islas y tierras que fueren descubiertas, sin que se acotara determinadamente el ámbito de competencias que ellos significaban, pues únicamente se precisaba que Colón no podría nombrar directamente en los oficios de gobierno a las personas que deseare, sino proponer una terna a los Reyes, para que fueran estos los que eligieren a la más conveniente, porque así estimaban que serían mejor regidas y gobernadas las tierras que descubriere y ganare. c) Condiciones económicas de la empresa: las Capitulaciones de Santa Fe regularon también los aspectos económicos del viaje colombino y de sus eventuales descubrimientos y adquisiciones. En primer lugar se concedía a Colón la décima parte de lo que se obtuviere con la empresa de descubrimiento y con el comercio que se estableciere respecto de todas las mercaderías que se hallaren y comerciaren. También se facultaba al Almirante para participar en las futuras expediciones y armadas contribuyendo con la octava parte de los gastos de las próximas empresas que se organizaren La falta de precisión de las competencias que implicaban los diferentes oficios que se concedían a Colón y la extensión de su participación económica dieron origen a una serie de dificultades con los Reyes, sobre todo, cuando comenzó a quedar en evidencia la magnitud del descubrimiento. Todo ello generó un larga batalla juidicial entre el Almirante y sus descendientes, por una parte, y la Corona por la otra, en los llamados “Pleitos Colombinos”, que significaron reducir al mínimo las concesiones originalmente hechas a Colón. 3. EL DESCUBRIMIENTO Y LA OCUPACIÓN EN EL SISTEMA JURÍDICO EUROPEO El día viernes 3 de agosto de 1492 inició Colón en el Puerto de Palos la aventura de dirigirse “a las Indias” navegando por el Mar Océano, provisto simplemente de sus Capitulaciones y de algunas cartas que los Reyes Católicos dirigían indeterminadamente a los posibles príncipes que encontrare en su viaje. Después de una pesada navegación, cuyos pormenores relataba el mismo Almirante en su Diario, en la madrugada del día viernes 12 de octubre por fin se divisó la tierra: “A las dos horas después de medianoche pareció la tierra, de la cual estarían dos leguas. Amañaron todas las velas... y pusiéronse a la corda temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios “Guanahani”. Colón saltó a tierra y de inmediato, para cumplir con los términos de las Capitulaciones, tomó posesión de ella para los Reyes Católicos. Así se relataba este acto según los extractos de su Diario formados por Bartolomé de las Casas: “Luego vieron gente desnuda y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Anes, su hermano, que era capitán de la “Niña”. Sacó el Almirante la bandera real, y los capitanes con dos banderas de la cruz verde, que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F y una Y; encima de cada letra, su corona, una de cabo de la † y otra de otro. Puestos en tierra, vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras.

El Almirante llamó a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo d‟ Escovedo, escribano de toda el armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio cómo él por ante todos tomaba, como de hecho tomó, posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reina sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían, como más largo se contiene en los testimonios que allí se hicieron por escrito”. El ahora Almirante de las nuevas islas recientemente descubiertas había actuado, desde el primer instante de poner pie en ellas, dentro de los más rigurosos y tradicionales términos del sistema jurídico occidental en cuanto al régimen y disciplina de los descubrimientos, no sólo para cumplir con las condiciones de unas Capitulaciones que le imponían realizar su empresa al servicio de los Reyes Católicos, sino también para asegurar los descubierto para don Fernando y doña Isabel frente a otros eventuales estados europeos. En efecto, era antigua y asentada opinión de los juristas del derecho común, fundada en textos del derecho romano y comúnmente aceptada, que aquellos territorios que carecían de señores o de dueños podían ser adquiridos por aquel que primero los ocupara. La ocupación, pues, era la causa o título que justificaba la adquisición de tierras que no pertenecían a nadie, y para que ella se verificara era imprescindible que se tomara posesión de ellas, es decir, se requería de un hecho que significara su efectivo control. Tales eran las razones por las cuales Colón había hecho levantar “testimonio” de los actos posesorios que había ejecutado en nombre de los Reyes Católicos. Esta doctrina, además, estaba expresamente recogida en Castilla desde el siglo XIII, pues en tiempos de Alfonso X, en una de las leyes del Espéculo (5.8.10) se declaraba que: “Las yslas que se fazen en la mar” debían pertenecer a quellos que primero las poblaren. Con mayor claridad se precisaba en las Siete Partidas (3.28.29), sobre la base de un texto del derecho romano, que aunque ocurría pocas veces el nacimiento de islas en medio del mar, cuando ello acontecía tales islas debían ser de aquel que primero las poblare y que éste debía obedecer al rey en cuyo señorío se hallaba aquel lugar donde había aparecido la isla. 4. EL DESCUBRIMIENTO Y LAS PRETENSIONES PORTUGUESAS El Almirante, después de haber reconocido algunas islas en el Caribe regresó al que desde ahora podía ser llamado “Viejo Mundo”, mas no tocó puerto en Castilla, sino en Portugal. El sábado 9 de marzo de 1493 fue recibido en el valle del Paraíso por el rey lusitano don Juan II, quien, luego de dar sus parabienes a Colón, le hizo presente: “Que entendía que en la Capitulación que había entre los Reyes Católicos y él, que aquella conquista le pertenecía, a lo cual respondió el Almirante que no había visto la Capitulación ni sabía otra cosa sino que los Reyes le habían mandado que no fuese a la Mina ni en toda Guinea, y que así se había mandado a pregonar en todos los puertos del Andalucía antes que para el viaje partiesse”. Las pretensiones del monarca portugués sobre pertenecerle la conquista de las islas descubiertas por el almirante se fundaban, aparentemente, en las Capitulaciones con las que había finalizado la guerra entre su antecesor don Alfonso V y el reino Castilla por la sucesión en la corona de este último derivada de los derechos reclamados por doña Juana “la Beltraneja”. Tales Capitulaciones, concluidas en Alcaçovas el 4 de septiembre de 1479,

ratificadas por los Reyes Católicos en Toledo el 6 de marzo de 1480 y por el rey portugués en Évora el 8 de septiembre del mismo año, habían sido confirmadas por la bula Aeterni Regis del papa Sixto IV el 21 de junio de 1481. En ellas, junto con acordarse la paz y el término de la guerra se solucionaron unas viejas disputas territoriales entre Portugal y Castilla tocantes a la pertenencia de ciertas islas atlánticas, a su conquista, navegación y comercio. El rey de Portugal reconocía a los Reyes Católicos la posesión de las islas Canarias, “ganadas y por ganar”, y éstos prometían no entrometerse en la conquista portuguesa del reino de Fez y además reconocían la posesión lusitana de Guinea “con sus minas de oro, y qualesquier otras islas, costas, tierras descubiertas y por descubrir, halladas y por hallar, islas de la Madera, Puerto Santo y Desierta, y todas las islas de los Azores, e islas de las Flores, y así las islas de Cabo Verde, y todas las islas que ahora tiene descubiertas, y qualesquier otras islas que se hallaren o conquistaren de las islas de Canaria para abajo contra Guinea”. Este último capítulo de los concluidos en Alcaçovas el año 1479 era el que daba pie a Juan II para fundar su pretensión de corresponderle la conquista de las islas y tierras a las que había llegado el almirante, pues en él se reconocía que pertenecía a Portugal la conquista en el Atlántico pera baxo contra Guinea. Las pretensiones lusitanas, razonables o no, significaban discutir desde su origen la posición de los Reyes Católicos en las islas recientemente halladas por Colón y amagar la ocupación y adquisición de las futuras que se esperaba descubrir, pues, en la práctica, la esbozada política portuguesa significaba desconocer el valor del descubrimiento y la ocupación, únicas causas que podían justificar la adquisición castellana de lo hallado y por hallar en la navegación por la Mar Océana hacia Occidente. 5. LA CONSOLIDACIÓN DE LOS DERECHOS DE CASTILLA: LA DONACIÓN PAPAL Una vez que los Reyes Católicos tuvieron noticia del éxito habido en el viaje del almirante y quizá sabedores del eventual cuestionamiento de sus derechos sobre las islas descubiertas y sobre la misma posibilidad de su conquista por parte del rey de Portugal, decidieron consolidar jurídicamente su débil posición frente a la conquista. Para ello, en los últimos días de marzo o en los primeros de abril de 1493, solicitaron al papa Alejandro VI que les concediera tales islas y tierras descubiertas y por descubrir. En los reinos de la cristiandad occidental, al tiempo del descubrimiento, era una doctrina comúnmente aceptada en el sistema jurídico europeo, que dentro de las potestades del romano pontífice se hallaba la de conceder los territorios de príncipes infieles a los señores cristianos. Esta doctrina hundía sus raíces en la antigua controversia sobre las relaciones entre la potestad espiritual y la temporal y se había desarrollado a la sombra de los enfrentamientos entre el papado y el imperio y los reyes. En el pontificado de Gregorio VII (1073-1085) se había defendido con vigor la idea según la cual toda potestad había sido dada por Dios a la Iglesia, aunque ésta delegara la temporal en los príncipes, y durante los siglos XII y XIII fue desarrollada por diversos papas y canonistas, entre ellos Inocencio III (1198-1216), Inocencio IV (c. 1254) y Enrique de Susa (c. 1271). Inocencio III defendía la existencia de cierto poder temporal del papado para entender del juicio moral de los actos, y así se recogía en el capítulo Novit de las Decretales, y también se atribuía cierta casual jurisdicción temporal fuera de sus estados, como se decía en el

capítulo Per venerabilem. Por su parte, Inocencio IV sostenía que la venida de Cristo al mundo le había constituido en señor natural por lo que había podido incluso deponer emperadores y reyes, y que tal potestad tocaba al pontífice en cuanto vicario suyo, de quien el emperador recibía su imperio y quien podía tomar su lugar en caso de vacancia, y quien además podía suceder en su jurisdicción a los príncipes y reyes negligentes, en virtud de la plenitud de su potestad apostólica. De su lado, Enrique de Susa, “el Ostiense”, afirmaba que si bien eran diversas la jurisdicción espiritual y la temporal, ambas procedían de Dios y la primera, como más cercana a él, era la mayor, de la cual recibía su potestad el poder real, y así el emperador podía ser llamado vicario de la Iglesia, y por ende, podía ser depuesto por el papa.

En Castilla tal doctrina había sido tempranamente asumida, pues ya durante el siglo XIII las Siete Partidas (2.1.9) al ocuparse de la cuestión de Por qué maneras se gana el señorío del reino, reconocían que entre las quatro maneras posibles se encontraba aquella obtenida: Por otorgamiento del papa, o del emperador, quando alguno dellos faze reyes en aquellas tierras en que han derecho de lo fazer. Pero, además, durante los siglos XIV y XV muchos juristas europeos admitían la señalada potestad papal para conceder territorios a los príncipes cristianos o, más bien, para conferir el derecho a ocupar ciertas tierras de infieles. Así, pues, la petición de los Reyes Católicos a Alejandro VI para que les concediera las islas y tierras descubiertas por Colón se hallaba plenamente inmersa dentro de la tradición jurídica del derecho común romano – canónico y de la propia práctica de la Sede Apostólica y de los reinos europeos, pues esta petición no era una novedad en la historia europea, ya que tenía una serie de precedentes desde el inicio del Bajo Medioevo. En 1059, por ejemplo, el papa Nicolás II había investido, por gracia de Dios y de San Pedro, a Roberto Guiscardo como duque de Apulia y Calabria y futuro de Sicilia concediéndole su conquista. En el 1091 el papa Urbano II había concedido la isla de Córcega a la iglesia de Pisa ex auctoritate apostolica. En 1155 el papa Adriano IV había otorgado la isla de Irlanda a Enrique II de Inglaterra, y en el 1297 el papa Bonifacio VII había erigido el reino de Córcega y Cerdeña en favor de don Jaime II de Aragón “por liberalidad de la Sede apostólica”. No era nueva tampoco esta petición en los casos de Castilla y Portugal. En efecto, el papa Clemente VI, mediante la bula Tuae devotionis sinceritas del 28 de noviembre de 1344, había concedido al infante don Luis de la Cerda ex auctoritate apostolica las islas Canarias, para que las conquistare y propagare en ellas la fe ortodoxa. El papa Nicolás V, por la bula Romanus Pontifex del 8 de enero de 1455, había hecho donación a los reyes de Portugal de la ciudad de Ceuta y de la conquista que se extiende desde los cabos Bojador y Num por toda Guinea y más allá hacia la playa meridional, y también de las provincias, islas, puertos, mares y qualesquiera que en el futuro...puedan adquirir de los infieles o paganos, concesión ésta que fue ratificada por el papa Calixto III el 13 de marzo de 1456.

La diplomacia castellana actuó céleremente ante el papa. Consiguió así, que ya en el mes de abril de 1493, la Sede Apostólica accediera a la solicitud de los Reyes Católicos, y que con fecha 3 de mayo de aquel año se datara una primera bula, Inter caetera, enviada desde Roma el 17 de mayo y recibida en Barcelona a finales del mismo mes. Mientras tanto, los Reyes Católicos ya conocían las pretensiones de Juan II de Portugal y su probable intento de armar una expedición por el Mar Océano. Por esto, además de enviar a Lope de Herrera a Lisboa para reclamar directamente ante el rey lusitano, gestionaron ante Alejandro VI una nueva concesión que delimitara claramente el ámbito de la donación. Obtuvieron así, que en el mes de junio de 1493, se expidiera una segunda bula Inter caetera, datada el 4 de mayo de 1493. Poco tiempo después lograron una tercera bula, la Dudum siquidem, fechada el 26 de septiembre de 1493 que ampliaba los términos de las concesiones anteriores. a) La Bula Inter caetera de 3 de mayo de 1493: en su texto se distinguían claramente dos grandes aspectos: los fundamentos de la concesión pontificia, y el contenido y términos de

ella. Fundaba Alejandro VI la expedición de la Bula, y la concesión en ella contenida, en: i) la principalísima finalidad de la difusión de la fe: “Que la Fe católica y religión cristiana sea exaltada sobre todo en nuestros tiempos, así como que se amplíe y dilate por todas partes y se procure la salvación de las almas, y que se humillen las naciones bárbaras y se reduzcan a esta Fe”; ii) en la acreditaba fe y cristiandad de los Reyes Católicos, comprobada en sus hechos y en sus obras, pues eran: “Reyes y príncipes católicos, como sabíamos que siempre lo fuisteis y demuestran vuestros hechos preclaros, conocidísimos ya en casi todo el mundo”; iii) en el propósito de Isabel y Fernando de buscar nuevas tierras, y habiéndolas hallado, sus habitantes parecían dispuestos a aceptar la fe cristiana, pues: “Con el auxilio divino y con extrema diligencia, por las partes occidentales, como se dice, hacia los indios, navegando en el Océano, encontraron ciertas islas remotísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían sido descubiertas por otros, en las cuales habitan varios pueblos que viven pacíficamente y, según se asegura, andan desnudos y no comen carne; y, según pueden opinar vuestros citados enviados, estas gentes que habitan en las mencionadas islas y tierras creen en un Dios creador que está en el cielo, y las consideran bastante aptas para abrazar la Fe católica e imbuirles buenas costumbres”. Fundada así la expedición de la bula, el mismo Pontífice se encargaba de precisar que ella se realizaba por la sola decisión de la Sede Apostólica: “Por propia decisión, no a instancia vuestra o de otros que por Vos Nos hayan dado la petición”. Apoyándose, entonces, en su mera liberalidad y a ciencia cierta y con la plenitud de la potestad apostólica, Alejandro VI precisaba la concesión en tres grandes ámbitos: su contenido; sus beneficiarios y; su finalidad. i) El contenido de la donación: del texto de la cláusula respectiva se desprendía que la concesión comprendía no sólo las tierras e islas descubiertas, sino también aquellas por descubrir, es decir, se donaba cosas presentes y futuras, pero con la limitación de no hallarse en poder de otros señores cristianos, pues quedaban libres los eventuales derechos constituidos de príncipes cristianos. “Todas y cada una de las tierras e islas ya citadas, así las desconocidas como las hasta ahora descubiertas por vuestros enviados y las que se descubran en adelante, que bajo el dominio de otros señores cristianos no estén constituidas en el tiempo presente; por la autoridad de Dios omnipotente concedida a San Pedro y del Vicariato de Jesucristo que ejercemos en la tierra, con todos los dominios de las mismas, con ciudades, fortalezas, lugares y villas y los derechos y jurisdicciones y todas sus pertenencias...”

ii) Los beneficiarios de la donación: los beneficiarios de la donación, concesión y asignación perpetua eran Fernando e Isabel y sus herederos los reyes de Castilla y León. De esta cláusula arranca la vinculación de lo descubierto con la Corona de Castilla y no con la de Aragón. Es cuestión todavía discutida cuáles fueron las motivaciones que llevaron a los Reyes Católicos a vincular las islas y tierras descubiertas a la Corona de Castilla y León y no a la de Aragón. Se ha dicho que quizá les movió una cierta consideración relativa a la mejor disposición geográfica de Castilla, naturalmente destinada a expandirse hacia el Occidente,

en relación con una Corona de Aragón cuya vocación parecía ser mediterránea. No menos importante pudo haber sido la diversa naturaleza y caracteres del poder real en una y otra Corona, pues mientras en Castilla la institución real se hallaba fuertemente consolidada ante el reino y su representación en cortes, en la vecina Aragón el poder real seguía condicionado, en muchos apectos, a una naturaleza en la cual se defendía la constitución electiva del reino con una fuerte nobleza que hacía sentir su voz en las cortes, antes las cuales debía jurar el rey la “observancia de los fueros” y sujetarse, eventualmente, al juicio de un Juez Medio o Justicia de Aragón. Así al vincular las islas y tierras descubiertas a la Corona de Castilla se estaría evitando una eventual injerencia de la poderosa nobleza aragonesa en el futuro desarrollo de la conquista y, especialmente, en el manejo del comercio que se esperaba mantener. iii) La finalidad de la donación: la concesión pontificia se hacía con la carga de la evangelización, específicamente el deber de destinar (destinare debeatis) varones probos y temerosos de Dios, expertos y peritos para instruir a los habitantes de las tierras e islas en la fe católica, materia respecto de la cual se precisaba que los Reyes debían poner especial cuidado y diligencia. b) La Bula Inter caetera de 4 de mayo de 1493: la primera bula fue recibida en Barcelona en los últimos días de mayo de 1493. Ella no satisfizo plenamente a los Reyes Católicos quienes, temerosos de las pretensiones lusitanas, obtuvieron del papa una segunda bula Inter caetera, antedatada el 4 de mayo de ese mismo año. En ella se delimitaba geográficamente el marco de la donación y se fijaba el ámbito de la expansión castellana mediante el trazado de una línea imaginaria de polo a polo situada a cien leguas al occidente de cualquiera de las islas Azores o Cabo Verde, desde la cual y hacia occidente se verificaba la donación. En esta segunda bula, además de trazarse la referida línea que venía a delimitar el ámbito de la expansión castellana y portuguesa, se reiteraban los demás párrafos de la primera Inter caetera con ligeras alteraciones, las más de ellas, enderezadas a consolidar la posición castellana, tales como determinar que lo donado eran las “islas y tierra firme” y no sólo las “islas y tierra”, y que la prohibición de dirigirse a ellas sin licencia de los Reyes Católicos o de sus herederos, se extendía a cualesquiera personas de cualquier dignidad incluso imperial y real. c) La Bula Dudum siquidem de 25 de septiembre de 1493: Alejandro VI expidió en favor de los Reyes Católicos y de sus herederos en la corona de Castilla y León el 25 de septiembre de 1493 la bula Dudum siquidem que ampliaba los términos de la donación ya hecha, pues les concedía las islas y tierras que descubrieren en la navegación al occidente y mediodía, limitándose las concesiones que se hubieran hecho con anterioridad a otros príncipes a las solas partes, mares, islas o tierras de las que se hubiera tomado posesión actual y real. Ahora los Reyes Católicos podían justificar su derecho a descubrir y a ocupar las islas descubiertas por el almirante y todas aquellas otras y tierra firme que llegaren a descubrir, en dos causas reconocidas en el sistema jurídico del derecho común europeo: el descubrimiento y la ocupación, y la donación pontificia.

6. CONFLICTOS CON PORTUGAL: EL TRATADO DE TORDESILLAS Y LA “PARTICIÓN” DEL MUNDO Las “bulas alejandrinas”, ciertamente, reafirmaron la posición de Castilla ante el descubrimiento y ocupación de las islas y tierra firme descubiertas y por descubrir, pero no acallaron la reclamaciones portuguesas, incrementadas una vez que se tuvo noticia de la línea trazada en la segunda Inter caetera.. Las presiones lusitanas, e incluso amenazas de impedir la navegación, movieron a los Reyes Católicos a negociar una fórmula aceptable para ambas coronas que, en la práctica, significaba dividir el orbe entre las dos grandes potencias europeas de la época. Una serie de desencuentros y de negociaciones precedieron al acuerdo entre el rey de Portugal y los Reyes Católicos, concretado en un tratado fechado en Tordesillas el 7 de junio de 1494. En él se acababa con la “diferencia sobre lo que a cada una de las dichas partes pertenece de lo que hasta hoy día de la fecha de esta Capitulación está por descubrir en el mar Océano”, es decir, este tratado fijaba los términos de la expansión ultramarina de las dos potencias europeas, las únicas que estaban en condiciones de enfrentar tamaña empresa. El “Tratado de Tordesillas” significó desplazar hacia Occidente la línea que se había fijado en la segunda bula Inter caetera, situándola ahora a 370 leguas desde las islas de Cabo Verde. Así, todo lo descubierto y por descubrir al oriente de dicha línea tocaba al rey de Portugal, y las islas y tierra firme halladas y por hallar al occidente de la citada raya quedaban y pertenecían a los reyes de Castilla. Esta nueva línea de demarcación zanjó definitivamente las disputas luso – castellanas por la expansión ultramarina. Una de sus consecuencias más señaladas fue la de dejar dentro de la zona portuguesa los territorios más orientales del norte de Sud América, es decir, parte del actual Brasil. 7. LA CORONA DE CASTILLA Y LA JUSTICIA DE LA CONQUISTA La ocupación y la donación papal como fundamentos jurídicos del derecho de los reyes de Castilla sobre el Nuevo Mundo, que comenzaba a aparecer ante los ojos europeos, no fueron puestas en duda por los Reyes Católicos en ningún momento. Su validez tampoco fue discutida en los primeros decenios de la conquista, por lo cual la política castellana asumió que la justa adquisición de las islas y tierra firme se enmarcaba en las doctrinas de la ocupación y de la donación pontificia, esto es, dentro del sistema del derecho común imperante en Europa. Pero a pesar de lo anterior, a los pocos años de la llegada de los castellanos a las islas del Caribe se iba a iniciar un proceso inédito en toda la historia universal: la potencia más poderosa del Occidente cristiano se iba a cuestionar moral y jurídicamente la justicia de su presencia en el Nuevo Mundo. Por primera vez una nación en pleno proceso de conquista sometería a discusión la legitimidad de sus actuaciones frente a las personas que habitaban las tierras que se descubrían y también los eventuales derechos que sobre tales tierras podía ejercer. Se iniciaba así uno de los capítulos históricos que más enaltece a la Corona castellana y que imprimiría unos caracteres propios a su proceso de expansión, muy

diferentes de aquellos que llevaron a cabo otras naciones europeas durante el mismo siglo XVI y los siguientes. 7.1. DEL TRATAMIENTO DE LOS INDIOS A LA JUSTICIA DE LA CONQUISTA La discusión derivada de las denuncias hechas por los dominicos en la isla de La Española en el año de 1511 respecto del trato que se daba a los naturales y, en particular, acerca de su sometimiento al trabajo en provecho de los castellanos preparó el terreno para un cuestionamiento de la misma presencia castellana en el Nuevo Mundo, pues, aunque solamente se trataba de discutir la legitimidad del trabajo y trato de los indios, ella condujo a controvertir la propia justicia y títulos que podían ser invocados por los Reyes de Castilla para adquirir y retener las islas y tierra firme descubiertas y por descubrir. En efecto, fray Antonio de Montesinos en su muy conocido sermón predicado en La Española durante el adviento de 1511, según la versión de Bartolomé de las Casas, preguntaba expresamente a los conquistadores por el derecho y la justicia con los cuales trataban a los naturales de las islas: “Decid ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios?. ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muerte y estragos nunca oídos, habéis consumido?. ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?. ¿Y qué cuidado tenéis de quién los doctrine y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos?. ¿Estos, no son hombres?. ¿No tienen ánimas racionales?. ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?. ¿Esto no entendéis?. ¿Esto no sentís?. ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”. Este sermón, efectivamente, despertó a la Corona de aquel “sueño letárgico” en el que dormía al otro lado de la Mar Océana, pues como resultado de la recriminación por parte de los dominicos, Fernando el Católico convocó a una Junta de teólogos y juristas para que determinara qué había de hacerse en las cuestiones planteadas por los religiosos. Entre los juristas se hallaban Juan Rodríguez de Fonseca, antiguo colegial de Salamanca y obispo de Palencia, Juan López de Palacios Rubios, colegial del Mayor de San Bartolomé de Salamanca, y doctor en cánones, y entre los teólogos figuraban el dominico fray Matías de Paz, estudiante en Salamanca, Valladolid y París, y el maestro Tomás Durán. Esta Junta se reunió en Burgos en el año de 1512 y emitió un parecer que sólo se refirió al tratamiento de los naturales, en cuanto personas libres, tal como ya lo había declarado la reina doña Isabel, a quienes debía instruirse en la fe para cumplir con el encargo papal, y a quienes podía mandarse por el rey que trabajaren con un necesario descanso y un salario conveniente, procurándose que tuvieren casas y haciendas propias y que se comunicaren con los cristianos para favorecer su evangelización. De acuerdo con estos principios básicos se elaboraron las llamadas Leyes de Burgos de 1512. Bien se ve que nada hubo en esta Junta de Burgos que cuestionara el derecho de Castilla a la ocupación de las islas y tierra firme descubiertas y por descubir. Sin embargo, se suscitó,

casi de inmediato, una nueva cuestión: ¿Si los naturales se resisten a la evangelización y al reconocimiento del señorío de la Iglesia y de los Reyes castellanos, es justo y lícito mover la guerra en contra de ellos? La respuesta de los juristas fue clara y apegada rigurosamente al sistema jurídico imperante en la Europa de la época: una guerra en tales condiciones ni era lícita, ni justa. Ello era así porque los habitantes de las islas descubiertas no tenían noticia alguna de la nueva condición en que se hallaban y que derivaba de la donación papal. Era menester, entonces, comunicarles que por decisión de la Sede Apostólica debían sumisión a la Iglesia y a la Corona y sólo si una vez requeridos a aceptar esta situación no lo hacían era posible hacerles las guerra. No es posible juzgar con nuestras precomprensiones modernas una argumentación como la que se ha descrito en el párrafo anterior, pues ella debe entenderse en su contexto cultural y en el sistema jurídico en el cual se presentaba. Pero no puede pasarse en silencio que Castilla era la primera nación europea que se preocupaba realmente por actuar conforme a justicia frente a pueblos no europeos, a los que no veía como simples objetos de dominación. Para concretar la posición anterior, en el año de 1513, en otra Junta reunida en Valladolid, se decidió elaborar un documento para noticiar a los naturales de su nueva condición derivada de la donación papal y, en consecuencia, requerirles a que aceptaren el dominio castellano y la evangelización, so pena de hacerles la guerra. Dicho documento, redactado por el jurista Juan López de Palacios Rubios, es conocido con el nombre de Requerimiento. Se enmarcaba plenamente dentro delas concepciones del derecho común de la época, pues era una suerte de notificación que, en nombre de los reyes, debía hacerse por parte de todos los conquistadores a los indios, antes de iniciar cualquier conquista. En el requerimiento se explicaba brevemente a los naturales la creación del mundo y la unidad de descendencia del género humano, para inmediatamente exponerles la doctrina del poder pontificio, en el cual se fundaba la donación en favor de la corona castellana, de manera que se les relataba compendiosamente la institución divina del papado y los poderes temporales que éste podía ejercer. Inmediatamente se comunicaba a los indios la donación papal de las islas y tierra firme del Mar Océano hecha en favor de los reyes de Castilla y León por Alejandro VI según se contenía en las bulas, que ofrecían enseñárselas y, en consecuencia, se les informaba que don Fernando y su hija eran reyes y señores de las islas y tierra firme, y que como tales habían sido reconocidos por los habitantes de algunas otras islas, quienes también habían admitido les fuera predicado el Evangelio. Acabadas las explicaciones ya citadas se rogaba y requería a los naturales que reconocieran la autoridad de la Iglesia y, en su nombre, al rey y reina de Castilla y León y que aceptaran la predicación de los religiosos que les fueren enviados. Finalmente, concluía el Requerimiento con la promesa de buen tratamiento y de mercedes si aceptaban lo contenido en él, y con la amenaza de daños, esclvitud y de guerra si lo rehusaban. De este modo la Corona castellana reiteraba la plena validez de la donación papal como justa causa para la adquisición de las islas y tierra firme descubiertas y por descubrir, pues una vez debidamente notificados los naturales debía surtir todos sus efectos, incluso el sometimiento mediante la guerra. El citado Requerimiento de inmediato comenzó a ser

entregado a los conquistadores. La historia de su lectura a los naturales presenta en muchos casos una gráfica representación del primer gran cuestionamiento práctico a la validez de la ocupación y de la donación papal como causas para justificar la adquisición de las Indias por la corona castellana. Los conquistadores hallaban evidentes dificultades para darles a entender el Requerimiento a los naturales, tal como refería el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, al relatar que el martes 13 de junio de 1513 el gobernador le había mandado: “Que yo llevase el requerimiento in scriptis que se había de hacer a los indios, y me lo dio de su mano, como si yo entendiera a los indios, para se lo leer, o tuviéramos allí quien se lo diera a entender, queriéndolo ellos oir; pues mostrarles el papel en que estaba escrito, poco hacía al caso... Passado aquel río, entramos en un pueblo de hasta veinte buhíos2, y estaba despoblado sin persona alguna; y en una casa de aquellas se entró el general con todos aquellos capitanes que allí se hallaron...y en presencia de todos, yo le dije: „Señor, paréceme que estos indios no quieren escuchar la teología de este requerimiento, ni vos tenéis quien se la dé a entender; mande vuestra merced guardarle, hasta que tengamos algún indio de estos en una jaula, para que despacio lo aprenda y el señor obispo se lo dé a entender‟. Y dile el requerimiento, y él lo tomó con mucha risa de él y de todos los que me oyeron”. Pero no eran las solas dificultades para hacer saber a los indios el Requerimiento las que encontraban los conquistadores, sino también la imposibilidad de extender los principios del derecho común europeo a unos pueblos que no participaban de aquella unidad cultural, y a quienes las doctrinas romano – canónicas ningún peso podían hacerles, supuesto que el sistema del derecho occidental se sustentaba en una tradición histórica y jurídica común, fuera de la cual no parecía tener una razón de ser. En efecto, a aquellos naturales a quienes se leía el Requerimiento y que eran capaces de comprender su contenido, les parecía una locura el pretender que ya no eran señores de sus islas y tierras porque alguien llamado papa las había donado a los reyes de Castilla y León y a sus sucesores, tal como podía leerse en el delicioso relato de Martín Fernández de Enciso sobre la lectura del citado documento a dos caciques del Cenú, en la provincia del Darién el año 1515: “Yo requerí de parte del Rey de Castilla a dos caciques destos del Cenú, que fuesen del Rey de Castilla, y que les hacía saber como había un solo Dios... Respondiéronme, que en lo que decía que no había sino un Dios y que este gobernaba el cielo y la tierra y que era señor de todo, que les parecía bien, y que así debía ser. Pero que en lo que decía que el Papa era señor de todo el Universo, en lugar de Dios, y que él había hecho merced de aquella tierra al Rey de Castilla, dijeron que el Papa debía estar borracho cuando lo hizo, pues daba lo que no era suyo; y que el Rey, que pedía y tomaba la merced, debía ser algún loco, pues pedía lo que era de otros. Y que fuese allá a tomarla, que ellos le pornían la cabeza en un palo - como tenían otras, que me mostraron, de enemigos suyos, puestas encima de sendos palos, cabe el lugar - y dijeron que ellos se eran señores de su tierra, y que no habían menester otro señor. Yo les torné a requerir que lo hiciesen; si no, que les haría la guerra y les tomaría el lugar, y que mataría cuantos tomase, o los prendería y los vendería por esclavos. E respondiéronme, que ellos me pornían primero la cabeza en un palo, e trabajaron por lo hacer, aunque nos tiraron infinitas flechas e todas herboladas, e nos

2 La voz “bohío” es palabra originaria de las islas de las Antillas utilizada por los indios taínos y en dicha lengua significa “casa

redonda”. Fue incluida en la edición de 1803 del Diccionario de la Academia con el significado de: “Choza o cabaña”.

hirieron dos hombres con hierba, y entrambos murieron de la hierba, aunque las heridas eran pequeñas”.

De esta manera el propio Requerimiento, y su base en la donación apostólica, fueron desconocidos en la práctica por los habitantes de las islas y tierra firme, pero además, el cuestionamiento acerca de la justicia con la cual se les sujetaba y obligaba al servicio de los castellanos, lo que derivaba frecuentemente en malos tratamientos, condujo al nacimiento de una larga disputa jurídica, moral y teológica respecto de los “títulos” que podían fundar el derecho de los reyes de Castilla y León a la conquista y señorío sobre las Indias. En estas discusiones participó activamente la corona castellana, pues ella misma llegó a cuestionarse la legitimidad de la conquista. Por ello este pasaje de la historia del Nuevo Mundo no fue solamente un enfrentamiento confinado en los estrechos límites de las disputas de letrados y teólogos, sino que comprometió real y verdaderamente a la propia monarquía. 7.2. DE LA JUSTA CONQUISTA Y ADQUISICIÓN DE LAS INDIAS Durante los primeros treinta anos que sucedieron al sermón de fray Antonio de Montesinos la polémica y discusión acerca de la justicia de la conquista castellana en el Nuevo Mundo se convirtió en la gran cuestión moral, teológica y jurídica de Occidente, no sólo porque en ella participaron los principales teológos y juristas de la época, sino también porque desde el tercer decenio del siglo XVI la conquista alcanzaba el territorio continental, desde la llegada de Cortés a Méjico, y comenzaba a tomarse conciencia de que se estaba en presencia realmente de un Nuevo Mundo. Hasta finales de la cuarta década del siglo XVI la referida discusión se enmarcó plenamente en los cánones tradicionales de la cultura europea, que en materia jurídica se cimentaban en el derecho común romano y canónico en el ambiente más general de una tradición clásica vinculada al pensamiento griego representado por Aristóteles y sus comentadores. En tal ambiente, teológos y juristas argumentaban sobre la justicia de la conquista y fundaban los derechos de Castilla en una serie de “títulos” que presuponían, simplemente, la aplicación a las nuevas realidades indianas de los cánones occidentales. Se hablaba así de la justa ocupación de las tierras que no pertenecían a nadie; de la potestad pontificia para conceder tierras de infieles; de la potestad universal del emperador sobre todo el “universo mundo”, situación en la que se hallaba don Carlos I; de la “bárbara” condición de los naturales de las nuevas tierras que les imposibilitaba para autogobernarse y que exigía su sometimiento para sacarles de tal inferioridad; de la misma infidelidad de los indios y de la necesidad de su conversión; de los crímenes que cometían en contra de la ley divina y natural, que requerían de condignos castigos; de la Providencia Divina que había destinado aquel Nuevo Mundo a los Reyes Católicos como premio a sus esfuerzos por defender la fe; o en fin, de la misma voluntad de Dios de darle aquellas tierras a los reyes castellanos. Aquel contexto cultural en el que se enmarcaba la discusión acerca de la justicia de la ocupación y conquista del Nuevo Mundo cambió a finales de la cuarta década del siglo XVI, porque intervino, entonces, en esta disputa uno de los principales representantes de la llamada “Escuela española del derecho natural”: Francisco de Vitoria (1483-1546), escolar

primero en Salamanca y luego profesor de Prima de Teología. Vitoria se ocupó de las cuestiones indianas en su “Primera relección sobre los indios recientemente descubiertos”, compuesta entre diciembre de 1538 y enero siguiente. En ella discutió las doctrinas tradicionales sobre las cuales se fundaban la generalidad de los títulos invocados como justos para la conquista y adquisición de las Indias por parte de los reyes de Castilla y León, y amplió sus opiniones al tema de la guerra en su “Relección del derecho de la guerra de los españoles contra los bárbaros”. Decía Vitoria que la “ocupación” nada podía justificar, pues los indios eran “verdaderos dueños en lo público y privado”, de manera que las islas y tierras descubiertas sí tenían dueño y, por ende, no podía ser ocupadas; que la donación papal no podía entenderse realizada más que sobre lo espiritual y en caso alguno sobre el dominio temproal; que en cuanto a la envangelización, si los naturales “no quieren reconocer dominio alguno del Papa, no por esto se les puede hacer guerra ni ocupar sus bienes”; que el emperador “no es señor de todo el mundo”; que sobre la “barabarie” de los indios, aunque ellos fueran: “tan ineptos y romos como se dice, no por eso debe negárseles el tener verdadero dominio, ni tenérseles en el número de los siervos civiles”; y que en cuanto a los pecados contra natura que ellos cometían: “Los príncipes cristianos no pueden, ni aun con autoridad del papa, reprimir a los bárbaros por los pecados contra la ley natural, ni castigarles por razón de ello”. La posición de Vitoria en su ya citada “Primera relacción” significaba desconocer las mismas bases culturales sobre las cuales se había discutido hasta ese instante la cuestión de las Indias. Pero no se quedaba en sólo rechazar aquellas posiciones, sino que su principal intento era situar la polémica en un nuevo escenario cultural, que asumía la diversidad existente entre los castellanos y los naturales del Nuevo Mundo. Diversidad sí, pero también igualdad y justicia en sus relaciones, fundadas ahora en una nueva concepción jurídica, de un derecho propio y singular para regir las relaciones entre todas las naciones, dentro de las cuales se hallaban Castilla y las de los indios. La cuestión de la justicia de la conquista castellana hacía aparecer en escena un nuevo derecho, si bien de nombre antiguo, el “derecho de gentes (ius gentium), entendido como aquel dirigido a regir las relaciones entre todos los pueblos, y que no se basaba en las precomprensiones culturales europeas. Fundado Vitoria en esta novedosa concepción del “derecho de gentes” examinaba cuáles podían ser los Títulos legítimos por los que pudieran venir los bárbaros a la obediencia de los españoles, y enumeraba ocho. De todos los títulos legítimos que mencionaba y explicaba Vitoria, era el primero el que más ha contribuido a su recuerdo por la posteridad, pues en él ofrecía su renovada visión del ius gentium, ya que lo entendía como derecho natural, o como derivado de él, constituido por la razón y aplicable a todas las naciones, como apuntaba en su clásica definición: “ el derecho de gentes es el que constituyó la razón natural entre todas las naciones”. Así, apartándose del texto de las Institutiones de Justiniano (2.1.1) que lo refería a todos los hombres (omnes homines), lo extendía a todas las naciones (omnes gentium). Fue en este derecho de gentes en el que buscó los fundamentos jurídicos de la Corona castellana para legitimar su presencia en las Indias.

Para Vitoria, por derecho de gentes, existía una sociedad y comunicación natural entre las naciones de la cual derivaba el derecho al libre tránsito y comercio entre todas ellas, que si los naturales del Nuevo Mundo impedían, autorizaba a los castellanos a hacerles la guerra, despojarles, reducirles a cautiverio, deponer a sus antiguos señores y establecer otros nuevos, y llegaba a esta conclusión después de sentar una serie de proposiciones, todas ellas, apoyadas en su propia concepción del derecho de gentes. Además de este título de la comunicación y comercio entre las naciones, también Vitoria afirmaba que podían considerarse como justos los títulos de: la causa de la propagación de la religión cristiana, pero sólo por medios pacíficos; la defensa de los naturales que ya se hubieran convertido, cuando sus príncipes u otros pueblos le obstaculizaban la fe; la propia y libre elección de los naturales de los reyes castellanos como sus señores; y las alianzas con naturales ya convertidos. Después de haber enumerado Vitoria estos títulos que a su juicio podían ser juzgados como legítimos, concluía que aun a falta de todos ellos no resultaba conveniente que los príncipes castellanos abandonaran las Indias: “De toda la discusión parece seguirse que si faltaran todos estos títulos, de tal modo que los bárbaros no dieran ningún motivo para guerra justa ni quisieran tener príncipes españoles, etc. cesaría toda expedición y comercio, con gran perjuicio de los españoles, y aun vendría gran detrimento al interés del príncipe, lo que no sería tolerable”. Esto era así por tres razones, a saber: no convenía que cesara el comercio; las rentas del rey serían menores y; porque “una vez que allí se ha producido la conversión de muchos bárbaros, no sería conveniente ni lícito al príncipe abandonar enteramente la administración de aquellas provincias”. Las ideas defendidas por Vitoria en sus Relecciones fueron asumidas parcial o totalmente por los juristas que en los siglos siguientes se ocuparon en la discusión del tema indiano, y también influyeron en la política de la corona, aunque sólo circulaban sus textos en copias manuscritas hasta que el año 1552 fueron impresos. Después de los escritos de Vitoria la discusión continuó todavía, pero ya situada en un nuevo escenario. En ella intervinieron autores como Bartolomé de las Casas, que protagonizó una dura polémica con Ginés de Sepúlveda, y juristas como Gregorio López y Juan de Solórzano Pereyra. Pero, en suma, la misma Corona castellana asumió una posición definitiva, que se concretó en una política de descubrimientos, pacificaciones y poblaciones fijada en tiempos de don Felipe II y más tarde recogida en la Recopilación de Indias de 1680. Al rey emperador don Carlos le había tocado enfrentar las más arduas discusiones relativas a la justicia de los títulos que podían invocar los reyes de Castilla y León para la conquista y adquisición del Nuevo Mundo y, aunque nunca se renunció a la validez de la donación papal, en la política de la corona, posterior a los escritos de Vitoria y Las Casas y a la polémica de este último con Ginés de Sepúlveda, se admitieron algunas de las nuevas opiniones y doctrinas relativas al señorío sobre las Indias. Desde el comienzo de su reinado don Carlos I había reconocido expresamente la plena

justicia y vigor de la donación papal en cuanto título para la conquista y adquisición de las Indias. Esta política inicial del emperador varió como consecuencia de la cuestión de la justicia de los títulos planteada por Francisco de Vitoria y por otros teólogos y juristas desde la quinta década del siglo XVI, influida también por el escaso valor que daban algunos reyes europeos a la concesión pontificia. Así, a partir de esta época se advierte cierta tendencia a no recurrir a las bulas de donación como fundamento de la conquista y adquisición del Nuevo Mundo, y se reciben fuertemente en la política real las ideas de la finalidad evangelizadora y misional; la tesis de la consecución del sometimiento pacífico y voluntario de los naturales; y las ideas de la comunicación y comercio entre los pueblos. Continuación de esta actitud fue la política llevada a cabo por don Felipe II, aunque en muchas de sus disposiciones se volvía a invocar la validez de la donación papal, pero también se reconocía la necesidad de la atracción pacífica de los naturales y la obtención de su sometimiento voluntario, con lo cual parecía sostenerse que el contenido de la donación alejandrina únicamente se refería al territorio del Nuevo Mundo y no a los pueblos que lo habitaban. En las Ordenanzas para nuevos descubrimientos, pacificaciones y poblaciones despachadas en el Bosque de Segovia el 13 de julio de 1573 se ordenaba eliminar la misma expresión conquista y substituirla por „pacificación‟: “Los descubrimientos no se den con título y nombre de „conquistas‟, pues habiéndose de hacer con tanta paz y caridad como deseamos, no queremos que el nombre dé ocasión ni color para que se pueda hazer fuerza ni agravio a los indios”. Se disponía, además, que: “Los descubridores por mar o tierra no se empachen en guerra ni en conquista en ninguna manera, ni ayudar a unos indios contra otros, ni se revuelvan en cuestiones ni contiendas con los de la tierra por ninguna causa ni razón que sea, ni les hagan daño ni mal alguno, ni les tomen contra su voluntad cosa suya”.. En estas mismas Ordenanzas de 1573 se insistía en la necesidad de la atracción pacífica de los naturales a la sujeción de la iglesia y de la corona, y al efecto se ordenaba a los gobernadores que una vez que hubieran edificado alguna población en las tierras de las Indias: “Con mucha diligencia y santo celo, traten de traer de paz al gremio de la sancta Iglesia, y a nuestra obediencia, a todos los naturales de la provincia y sus comarcas, por los mejores medios que supieren y entendieren”. Finalmente, en la Recopilación de Indias promulgada en 1680 se recogían y refundían todas las ideas que habían cristalizado en el pensamiento jurídico castellano desde las obras de Vitoria. Así, no sólo se afirmaba la validez de la donación papal, sino que también se mencionaban genéricamente los “otros justos y legítimos títulos”: “Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos somos Señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del mar Océano descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla” (3.1.1). Quedaba así consagrada la posición oficial de la corona castellana frente a la cuestión de los justos títulos: el señorío derivaba de la donación papal y de otros justos y legítimos títulos, doctrina que no era más que la defendida por Solórzano y Pereyra en 1629 en su De Indiarum Iure, pues, para él era la donación papal el eficacisimo título, sin perjuicio de los otros nueve restantes que trataba. La misma idea aparecía en el año 1647 en su Política

Indiana, donde escribía que: “Para la adquisición de que tratamos concurrieron sobre la concesión pontificia, otras causas y títulos que la pusieron del todo fuera de escrúpulo”.. Esta es la razón por la cual se sostiene que se debería al propio Solórzano y Pereyra la adición de la frase “y otros justos y legítimos títulos” en el texto de la ley recopilada, pues ella no aparecía en los proyectos anteriores. 8. LA INCORPORACIÓN DE LAS INDIAS A LA CORONA DE LA CASTILLA. Como se ha descrito en el apartado anterior, por el descubrimiento, por la ocupación y, en particular, por la donación pontificia, las Indias pasaron a la potestad de los Reyes Católicos, y al cabo de tres decenios desde la concesión papal se hallaron definitivamente incorporadas en la corona de Castilla y León. Las “bulas alejandrinas” fueron las que determinaron el destino y la condición jurídica en la cual se iban a incorporar las islas y tierra firme del Mar Océano, pues en ellas, como ya se anotara, se las donaba, concedía y asignaba a don Fernando y doña Isabel y a sus herederos los reyes de Castilla y León, y de esta manera quedaban perpetuamente vinculadas a Castilla. Así pues, en virtud del descubrimiento y de la donación papal, las Indias eran un bien “ganado” por los Reyes Católicos, y no un bien “heredado”, es decir, se trataba de un bien propio de Fernando e Isabel que, por la misma bula, poseían pro indiviso, situación que además era conforme a una vieja disposición del Fuero Real tocante a los bienes adquiridos durante el matrimonio (3.3.4). Pero, a diferencia de la situación general de los bienes “ganados”, don Fernando y doña Isabel no podían disponer libremente de las islas y tierra firme del mar Océano, pues las bulas alejandrinas prefijaban su destino al haber decidido que ellas se asignaban a los reyes y a sus herederos los reyes de Castilla y León. Por la razón anterior, la reina doña Isabel en su codicilo del año 1504 no hizo más que reiterar la decisión pontificia, cuando declaraba que: “El dicho reino de Granada e Islas de Canarias e Islas y Tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, ganadas y por ganar, han de quedar incorporadas en estos mis Reinos de Castilla y León, según que en la Bula Apostólica a Nos sobre ello concedida se contiene”. De este modo, desde la muerte de la reina doña Isabel, su mitad indivisa de las islas y tierra firme del mar Océano quedó incorporada a la corona de Castilla y, en tal calidad, la detentaba su hija doña Juana, en cuanto su heredera como reina de Castilla y León, momento a partir del cual dicha mitad indivisa de las Indias ya no era un bien “ganado”, sino un “bien heredado”, respecto del cual no se podía disponer libremente conforme a la doctrina general y, en consecuencia, la otra mitad indivisa se mantenía en calidad de bien “ganado” y propio del rey don Fernando, aunque su destino hereditario ya estaba predeterminado. Esta situación de indivisión respecto de las Indias, en cuanto una mitad se hallaba incorporada en la corona de Castilla y León y la otra era bien propio de don Fernando se reconocía expresamente el 8 de mayo de 1512 en la concordia celebrada entre los reyes y

los obispos del Nuevo Mundo, pues en ella se leía: “Los muy altos e muy poderosos Príncipes don Fernando Rey de Aragón y de las dos Sicilias y de Jerusalem Rey Cathólico. Y doña Juana su hija Reina de Castilla y de León etc. nuestros Señores, de la una parte. Y cada uno de Sus Altezas por sí y en Su nombre por la mitad que respective les pertenece de las islas Indias e tierra firme del mar océano por vigor de las bulas apostólicas a Sus Reales Magestades por el papa Alexandro sexto de feliz recordación concedidas”. La referida situación de indivisión se mantuvo hasta la muerte del rey don Fernando, ocurrida el año 1516, quien, al igual que había hecho la reina doña Isabel, en su testamento fechado en Madrigalejo el 22 de enero de aquel año, instituyó a su hija Juana, en cuanto reina de Castilla y León, por heredera y sucesora universal: En la parte a Nos perteneciente en las Indias del mar Océano. La muerte de don Fernando significó, entonces, el pleno cumplimiento de la decisión apostólica de la asignación de las islas y tierra firme descubiertas y por descubrir a sus sucesores en la corona de Castilla y León, con lo cual, además, dejaban definitivamente de considerarse bienes “ganados” y pasaban a la simple condición de bienes “heredados” y, como tales, unidos permanentemente a la corona. Tres años después de la muerte del rey católico, su nieto don Carlos I, junto a su madre la reina doña Juana, reconocían en real provisión fechada en Barcelona el 14 de septiembre de 1519 que las Indias pertenecían a la corona de Castilla: Las Indias islas y tierra firme del mar Océano, que son de la dicha Corona de Castilla. En consecuencia declaraban que la isla Española no sería enajenada ni apartada de la corona: “Como quiera que por estar, como assí está jurado, no haya necesidad de nueva seguridad: pero porque los vecinos y pobladores tengan mayor certinidad3 de ello, mandamos dar esta nuestra carta en la dicha razón. Por la cual prometemos nuestra fe y palabra Real, que ahora y de aquí adelante en ningún tiempo del mundo la dicha isla Española ni parte alguna ni pueblo della no será enajenado, ni apartaremos de nuestra Corona Real, nos ni nuestros herederos ni sucesores en la dicha corona de Castilla, sino que estará y la tendremos como ahora incorporada en ella: y si necesario es, de nuevo la incorporamos y metemos y mandamos, que en ningún tiempo pueda ser sacada ni enajenada”. Esta promesa fue extendida, por real provisión fechada en Valladolid el 9 de julio de 1520, a todas las Indias, aunque ahora con expresa mención de la bula de donación, y en términos semejantes, por real provisión fechada en Pamplona el 22 de octubre de 1523, se dio la misma seguridad a la Nueva España. No extrañará entonces que fuera, precisamente, don Carlos I el primer monarca castellano a quien se titulara como Hispaniarum et Indiarum Rex, es decir, como “Rey de las Españas y de las Indias”, según podía leerse en la primera moneda acuñada en la Real Casa de Moneda de Méjico en el año de 1536. Mucho había cambiado desde que en 1513 su antecesor don Fernando V se titulara en el famoso Requerimiento como “Hernando el Quinto de las Españas, de las dos Sicilias, de Jerusalem y de las Islas e Tierra Firme del mar Océano, &c. domador de las gentes bárbaras”. Así, definitivamente las Indias quedaban incorporadas en la corona de Castilla, y sobre la 3 Voz, hoy anticuada, con el significado de “certeza”.

base de las tres citadas disposiciones de don Carlos I, se elaboró la ley primera del título primero, libro tercero de la Recopilación de Indias de 1680 (3.1.1), en la cual se reiteraba esta condición. “Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla. Y porque es nuestra voluntad, y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidd y firmeza, prohibimos la enagenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra Real Corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni en sus ciudades, villas ni poblaaiones, por ningún caso ni en favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos, y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra Real Corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra Real, por Nos y los reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás serán enagenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón, o en favor de ninguna persona. Y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enagenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la declaramos”.

Estas reales declaraciones, iniciadas con la real provisión de Valladolid del 9 de julio de 1520 siempre fueron la base de las argumentaciones de los juristas indianos en cuanto a la forma jurídica que había revestido la incorporación de las islas y tierra firma del mar Océano, y así Antonio de León Pinelo (c.1595-1660) se limitaba a anotar en su Tratado de confirmaciones reales, publicado en Madrid el año 1630, que: “Las Indias Occidentales, Islas, y tierras adjacentes, desde su descubrimiento, quedaron, y están incorporadas, y unidas a la Corona Real de Castilla”. Poco tiempo después el oidor de Lima Pedro Frasso (1630-1693) escribía que los reinos de las Indias Occidentales se habían unido y anexado a la Corona de Castilla y León, como constaba en muchas reales cedulas.

SEGUNDA PARTE DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS

CAPÍTULO I DE LA REAL JURISDICCIÓN Y EL GOBIERNO DE LAS INDIAS “Vicarios de Dios son los Reyes, cada uno en su reyno, puestos sobre las gentes, para mantenerlas en justicia, e en verdad, quanto en lo temporal, bien assi como el Emperador en su Imperio”.

“Como a Rey y Señor natural y soberano de aquellas Provincias (Indias) nos toca y pertenece la elección, provisión y nombramiento de sugetos para todos los cargos y oficios de ellas”.

Siete Partidas, siglo XIII

Recopilación de Indias, 1680.

1. PRESUPUESTOS El gobierno de las Indias fue estructurado lentamente por la Corona, pero siempre de acuerdo con unos principios y criterios que se hallaban asentados en la práctica castellana desde el reinado de los Reyes Católicos, conforme a los cuales la creación de oficios temporales y la provisión de ellos tocaba al rey. Esta práctica estaba vinculada, naturalmente, a la formación y consolidación de Castilla como un “Estado moderno”, caracterizado, entre otras notas, porque el rey se volvía “absoluto”, esto es, era capaz de actuar en una serie de órdenes desligado (ab solutus) de otros poderes temporales, tales como de su reino obrando en las cortes y de los señores temporales. El poder absoluto de los reyes no tenía obstáculos en las tierras descubiertas por el Almirante, pues en ellas no había cortes ni señores temporales, y los reyes jamás los consintieron, de manera que en las Indias no había las mismas resistencias a vencer que en sus posesiones europeas. Así el Nuevo Mundo fue un escenario en el cual la organización del “Estado moderno” se impuso sin mayores contratiempos, salvo quizás las iniciales dificultades puestas por el Almirante en defensa de sus competencias capituladas, pues en este punto radicaba una de las razones que explican la larga controversia entre la Corona y Cristóbal Colón y sus sucesores, derivaba de los poderes y competencias que originalmente se le habían conferido respecto de las islas que descubriere, cuestión esta que se sanjó definitivamente en favor de los reyes. Sobradamente conocido es el papel que jugaron los juristas en la consolidación del “Estado moderno”, por ello no extrañará que detrás de él hubiera todo un telón de fondo enraízado en las concepciones jurídicas de la época, que no eran más que las del sistema del derecho común, porque dentro de él se desarrollaron las categorías, conceptos y, en definitiva, las estructuras jurídicas que explicaban el nuevo papel de los reyes en sus reinos y la configuración institucional de estos, en cuanto un discurso racional legitimante de un orden de cosas que se imponía y que se luchaba por imponer. Era, pues, en los “cuerpos” del derecho civil romano y del derecho canónico y en las opiniones de sus glosadores y comentaristas donde se hallaban las bases de este discurso y, en muchas ocasiones, el discurso mismo, del cual no fueron más que continuadores los juristas del sistema del derecho común durante los siglos XVI y XVII, es decir, precisamente en aquellas centurias en las que el “Estado moderno” se asentó en los reinos

europeos y también en los de las Indias. Supuesto lo anterior, cuando los juristas indianos de los siglos XVI al XVIII se topaban con cuestiones tocantes a los reinos de Indias y a su gobierno las enfrentaban, naturalmente, dentro del citado discurso. Era este un discurso que permitía no sólo explicar los quicios del gobierno indiano coherentemente, sino también justificarlos de una manera que se insertaba plenamente en el sistema del derecho común y, por ende, en el imaginario social de la “Época moderna”. De este modo, el estudio de las Indias desde la perspectiva de su gobierno sólo es posible de realizar en dicha perspectiva histórica, sin que, por una parte, se obscurezca con nuestras pre concepciones actuales y, por otra, se estreche en los angostos límites del examen de la legislación real que le daba forma, ya que detrás de esta última se encontraba un aparato conceptual largamente trabajado y hecho carne en quienes daban vida al gobierno y que se vinculaba también con el amplio mundo de las ideas socialmente imperantes, todas ellas entrelazadas con el ámbito de “lo político” a través de una serie de vías de comunicación, muy diversas a las posteriores al siglo XVIII. En efecto, el “Estado moderno” que se había estructurado y asentado en Europa y las Indias durante los siglos XVI y XVII experimentó una serie de transformaciones institucionales durante el curso del siglo XVIII, derivadas todas ellas de los ideales de la Ilustración, que fueron asumidos por la monarquía y que significaron una diversa concepción de los fines que debía perseguir el gobierno. Así, junto a los tradicionales deberes del rey para con su pueblo: de mantenerlo en paz y en justicia se añadía el fin permanente de procurar la “felicidad” de sus vasallos, cuya consecución exigía una nueva manera de gobernar y que se concretó a través de un estructura fundada en ministerios, secretarías y oficinas, cuyos empleados debía ejecutar las políticas enderezadas a lograr la deseada “felicidad pública”. 2. JURISDICCIÓN, IMPERIO Y REYES QUE NO RECONOCEN SUPERIOR Una de las categorías jurídicas centrales en la articulación del sistema del derecho común europeo desde el siglo XII en adelante fue la de “jurisdicción”, con una amplísima proyección en todos los ámbitos del sistema, de modo que incluso puede decirse que ella lo animaba por completo, como la sangre que vivificaba a un cuerpo, pues era ella entendida como “una potestad públicamente introducida para decir el derecho y constituir la equidad”, en una definición clásica de Azo de Bolonia, reproducida por Acursio y ampliamente acogida y desarrollada por los comentaristas a partir del siglo XIV. Así, en el plano del gobierno del cuerpo político la jurisdicción alcanzaba una trascendencia de verdadera piedra miliar, pues, amén de fundar aquella suerte de summa divisio entre la “jurisdicción espiritual” y la “jurisdicción temporal”, ella misma sentaba y sostenía a esta última, generándose en el plano temporal la gran cuestión de las relaciones entre el “Imperio”, pues al César competía la jurisdicción temporal por excelencia, y los diversos “Reinos”, cuyos reyes reivindicaban para sí y frente al Emperador y al Papa la jurisdicción plena en ellos. Las relaciones entre la citada jurisdicción temporal del Rey y la jurisdicción espiritual de la

Iglesia tuvieron en las Indias un singular desarrollo, pues a ellas se trasladó la tradicional concepción occidental de la existencia de dos sociedades con sus respectivas jurisdicciones y derechos. Tales relaciones entre ambas jurisdicciones se gestaron desde las mismas bulas de donación de Alejandro VI y acabaron configurando un especial régimen jurídico, conocido genéricamente bajo la expresión del “Real Patronato Indiano”, que intentaba mantener un “gobierno eclesiástico y pacífico” en el cual se conservaba la “unión de los dos cuchillos: pontificio y regio”. Por otra parte, la cuestión de la defensa de la jurisdicción real frente a la del emperador, que en la práctica no generaba mayores problemas debido a la creciente fortaleza y actividad de algunos reyes desde el siglo XIV en adelante, dio origen a un discurso legitimador elaborado por los juristas y que se compendiaba en la conocida fórmula: “El rey es emperador en su reino”, con la cual querían expresar que el rey, ejercía en su reino una jurisdicción igual a la del emperador en su imperio. En virtud de tal jurisdicción el rey tenía el poder de gobierno sobre los diversos ordenamientos particulares, supuesto que se admitía su exclusividad e independencia en cuanto no reconocía superior sobre él en el plano temporal. Desde el bajo medioevo el rey de Castilla, naturalmente, había actuado en la práctica sin dependencia alguna respecto del Imperio (“Romano – Germánico”), pero en la medida en que los letrados se integraban al gobierno del reino justificaron también dicha práctica con un discurso legitimador que no rompía con el sistema del derecho común, sino que se enmarcaba plenamente dentro de él. Reivindicaban así la independencia de los reyes castellanos frente al Imperio y al Emperador, en cuanto rey de un reino exento del imperio, pues no reconocía superior alguno en lo temporal, como se declaraba expresamente a mediados del siglo XIII en el Espéculo (1.1.13) de don Alfonso X: “Por la merced de Dios non habemos mayor sobre nos en lo temporal”, y en las Siete Partidas (2.1.5), donde paladinamente se afirmaba que: “Vicarios de Dios son los Reyes, cada uno en su reyno, puestos sobre las gentes, para mantenerlas en justicia, e en verdad, quanto en lo temporal, bien assi como el Emperador en su Imperio”, y como parecían reconocerlo no sólo los juristas hispanos, sino también alguno italianos como Oldrado de Ponte (†1335), que se refería a ella a propósito del uso y aplicación del derecho romano en Castilla. Este discurso legitimador de un rey que no reconocía superior en lo temporal era unánimemente mantenido por los juristas castellanos desde la época de los Reyes Católicos, particularmente cuando trataban de la vigencia del derecho romano en el reino, pues aquel derecho erael que se tenían por propio y peculiar del Imperio y, por lo tanto, ajeno al reino. Exponente inicial de estas ideas fue Juan López de Palacios Rubios (c.1447-1524), sobre cuyas bases Gregorio López (1496-1560) se extendía sobre la cuestión de las relaciones entre el derecho civil romano y el derecho propio del reino de Castilla en la glosa Por las leyes deste libro a una de las leyes de las Siete Partidas (3.4.6), en la que recordaba la afirmación de Oldrado de Ponte, seguida por López de Palacios Rubios, acerca de la existencia de una ley de los hispanos que castigaba con la pena capital a quienes alegaren las leyes de los emperadores, pues, aunque se permitía en el Ordenamiento de Alcalá (1347) que aquellas leyes fueran estudiadas, no eran aprobadas. Esto era así con toda razón, pues de la observancia de las leyes de los emperadores se induciría una cierta superioridad, lo cual no era admisible ya que el rey de Castilla no reconocía superior en lo temporal, de modo tal que

las leyes de los emperadores solamente debían usarse en cuanto razón natural, si se fundaban en ella, y no en cuanto leyes. El discurso legitimante de Gregorio López sobre la jurisdicción plena del rey castellano, como rey que no reconocía en su reino a superior alguno en lo temporal, fue asumido, casi literalmente, por todos los juristas castellanos posteriores, por ejemplo Diego Pérez de Salamanca (s. XVI), Marcos Salón de Paz († 1566), Miguel de Cifuentes (s. XVI), Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569), Francisco de Avilés (s. XVI), Luis de Molina y Morales (s. XVI), Juan Bautista Valenzuela Velázquez (1574-1645), Juan Yáñez Parladorio (s. XVI-XVII) y Alfonso de Olea († c.1685). No estará demás recordar que también los juristas aragoneses desde temprano habían reivindicado la independencia de su reino frente al imperio y, consiguientemente, la del rey de Aragón como no reconociente de un superior, tal como podía leerse, por ejemplo, en el Repertorium de Miguel del Molino y, tiempo más tarde, en las obras del oscense Juan Francisco Montemayor de Cuenca (1618-1685), que llegaría a ser oidor en Méjico, quien escribía que: “El rey de Aragón no reconoce superior”. De este modo, podía mover guerra justa, ya que el primer requisito de una justa guerra era que fuera iniciada por autoridad legítima, es decir, por la que residía sólo en el Príncipe Supremo y en la República que no reconocía superior, pues el Príncipe que no reconocía un superior, tenía el derecho de poder declarar la guerra, derecho que no sólo residía en el Príncipe o Emperador, sino también en el Rey de Aragón, pues éste no reconocía a ningún superior, teniendo en sus tierras la majestad y potestad imperial. Las ideas anteriores permitían a los juristas articular un discurso que explicaba y justificaba institucionalmente el ejercicio de tal jurisdicción dentro del reino centrada en la persona del rey, supuesto que él era no sólo el titular de la superior jurisdicción en su reino, sino también la fuente y origen de toda la jurisdicción que pudiera ser ejercida por sus agentes. Aparecía entonces la imagen del Rey como “fuente y origen de la jurisdicción”. 3. EL REY FUENTE Y ORIGEN DE LA JURISDICCIÓN EN SU REINO Se ha anticipado que una de las categorías jurídicas centrales en la articulación del sistema del derecho común europeo desde el siglo XII en adelante fue la de “jurisdicción”, y queda dicho en su lugar que en el príncipe radicaba toda la jurisdicción y como consecuencia de ello, era del príncipe de quien dimaba la jurisdicción que podían ejercer sus oficiales en el reino. Por la misma razón, sólo a él tocaba la creación de magistrados, potestad que en la práctica ejercía crecientemente en la medida en la cual su propio poder se desligaba de otras potestades en el reino, y que los juristas reivindicaban para él con un discurso legitimador que, desde el siglo XVI en adelante, también pasó a ser el característico de los juristas indianos. En medio de los rigores del frío y la altura andina de la ciudad de La Plata, Juan de Matienzo (1510-1578), antiguo estudiante en Valladolid y ahora oidor de la Real Audiencia de Charcas, no dudaba en escribir en sus Comentarios a la Nueva Recopilación (5.10.1, gl. XXI) que, por derecho común de los romanos, sólo al Príncipe pertenecía la potestad de crear magistrados, porque era de él toda la jurisdicción y de él procedía la de los demás

magistrados, de modo que, residiendo en el príncipe romano, ni la más mínima jurisdicción podía ser conferida sin su autoridad, tal era, por lo demás, la doctrina de Bártolo, Baldo, y la de muchos otros juristas. Pero agregaba que si la anterior era la doctrina del derecho común también era la del derecho castellano en relación con su rey, pues, por derecho regio se establecía lo mismo respecto del “Rey de las Españas”, como quiera que no estaba sujeto al Imperio, ni reconocía superior en lo temporal, porque había arrebatado su reino de manos de los enemigos, y así podía decirse que los Reyes de Castilla poseían el reino como cosas capturadas en guerra y por esto era llamado Rey sui iuris. En este mismo sentido Francisco de Alfaro (1551-1644), fiscal de la misma audiencia de Charcas, escribía en su Tractatus de officio fiscalis (gl. II, nr. 1-2) que el invictísimo rey de las Españas no reconocía por superior ni al emperador ni a ningún otro, y Juan de Hevia Bolaños (1570-1623) en la peruana ciudad de Los Reyes advertía en su Curia Philippica (I.1.2) que: “De la sujeción de este imperio Romano universal son libres y exentos los reinos de España y Reyes de ellos, nuestros Señores, y así no reconocen superior en lo temporal, según una glosa, y común sentencia de todos los intérpretes”. Supuesto lo anterior, concluía Matienzo que, por propio derecho, se decía que el mismo rey era la fuente de la jurisdicción, de las dignidades y de los oficios, porque en él estaba la suprema, media y mínima jurisdicción, tanto la civil, cuanto la criminal. Estas ideas, expresadas clásica y tópicamente por los juristas castellanos y en las Indias, por primera vez en palabras de Matienzo, fueron defendidas por todos los juristas indianos que se ocuparon, directa o indirectamente, de la cuestión de la jurisdición real y de los oficios reales, tales como Francisco de Alfaro (1551- 1644), fiscal de audiencia de Charcas, Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655), oidor en Lima, en su Política Indiana, fray Gaspar de Villarroel (1587-1665), obispo de Santiago de Chile, en su Govierno eclesiástico pacífico, o Francisco Ruiz de Berecedo (1674-1752), oidor honorario de Santiago de Chile. Naturalmente, la práctica real y su correspondiente discurso jurídico legitimador se concretaban en la legislación particular indiana. En ella el mismo monarca proclamaba que: “Como a Rey y Señor natural y soberano de aquellas Provincias nos toca y pertenece la elección, provisión y nombramiento de sugetos para todos los cargos y oficios de ellas” (Rec. Ind. 3.2.1). Tal era la razón por la cual: “Los cargos y oficios principales de las Indias, como son los de Virreyes, Presidentes, Oidores y otros semejantes sean a nuestra provisión, para que Nos (y no otra persona alguna, por vacante ni en ínterin) los proveamos en las personas que fuéremos servido” (Rec. Ind. 3.2.1). 4. JURISDICCIÓN REAL Y CONCEPCIÓN JUDICIAL DEL GOBIERNO La jurisdicción centrada en el príncipe explicaba también una concepción judicial del gobierno y de los deberes del rey para con su reino, pues, ellos se compendiaban en la necesidad que había de “mantenerlo en justicia y en paz”, tal como lo expresaban las leyes alfonsinas. Se asumía así una tradición que en España se remontaba a las doctrinas de san Isidoro de Sevilla expuestas en sus Etymologiae (9.3) y de allí recibidas en el título preliminar del Liber Iudiciorum, de manera que bien lo declaraban las Partidas (2.1.5): “Vicarios de Dios son los reyes, cada uno en su regno, puestos sobre las gentes para mantenerlos en justicia et en verdat, cuanto en lo temporal, bien así como el emperador en su imperio”.

De esta manera, la principal misión del rey era asegurar a cada uno lo suyo dentro de su reino, pues en él radicaba la suprema jurisdicción y de él dimanaba la que ejercían sus jueces y oficiales en el reino. Este deber lo cumplía el rey castellano desde el medioevo asistido por consejeros y auxiliares que formaban la casa del rey (Siete Partidas, 2.9.pr.) pero cualesquiera que fueran estos auxiliares y la tarea que desempeñaren, siempre se imputaba ella al propio rey, quien, por tal razón, aparecía en todo momento como el único protagonista de los actos de gobierno. Además, su deber de hacer justicia le era continuamente recordado por las cortes del reino para que oyera y atendiera personalmente a aquellos que solicitaban su intervención, al pedir mercedes, denunciar agravios o demandar sus sentencias de primera instancia en alguna causa judicial o en apelación de otros jueces. En estas últimas materias, en razón de tener que decidir los negocios conforme a derecho, generalmente desconocido por él, requería la asistencia de personas expertas. Con el tiempo, acabó por confiar la administración de justicia a letrados inhibiéndose personalmente del conocimiento y fallo de los asuntos que se le sometían. Como era imposible que los reyes aseguraran personal y directamente a sus vasallos su mantenimiento en justicia y en paz, les resultó imprescindible auxiliarse de oficiales reales para el cabal cumplimiento de este deber en todos los ámbitos del gobierno temporal, de manera que en ellos delegaban o depositaban parte de su jurisdicción real para asegurar el buen gobierno de sus súbditos en todos sus reinos y señoríos. En el caso del Nuvo Mundo, la lejanía y extensión de sus territorios mostraron muy a las claras la necesidad que había el príncipe de contar con magistrados que, en su nombre, mantuvieran a sus pueblos en justicia y en paz, pues, como advertía Solórzano y Pereyra en su Política Indiana (5.3.8): “En las partes y lugares donde los Reyes, y Príncipes no pueden intervenir, ni regir, y gobernar por sí la República, no hay cosa en la que puedan hacer más segura, y agradable merced que en darla Ministros, que en su nombre, y lugar la rijan, amparen y administren, y distribuyan justicia, recta, limpia y santamente, sin la cual no pueden consistir, ni conservarse los Reynos”. Esta era, pues, la concepción que fundaba el discurso de los juristas y la praxis real para dar cuenta de la creación de los diversos oficiales del gobierno temporal de las Indias en cada uno de sus ramos. Se estaba, pues, ante una concepción judicial del gobierno, cuya imagen era la del rey justiciero, propia de la Edad Media, cuyos ministros y oficiales debían cumplir fiel y exactamente en sus respectivos ámbitos de competencia para asegurar el mantenimiento en paz y en justicia de todos los súbditos. 5. JURISDICCIÓN REGIA Y OFICIOS DE GOBIERNO EN LAS INDIAS El gobierno temporal de las Indias se configuraba, entonces, sobre la base de oficios reales depositarios de una cierta jurisdicción real, es decir, la noción jurídica que la estructuraba era la del officium, enraizada en las concepciones del derecho común romano – canónico y en la tradición del derecho feudal. De este modo, cada una de las plazas creadas para cumplir con el deber real del mantenimiento en paz y en justicia de sus súbditos indianos era servida por el titular del oficio correspondiente. La regulación de cada oficio se hallaba establecida no sólo en el derecho municipal indiano, en cuanto “ley particular” de aquellos

reinos, y en el castellano, como “ley general”, sino también en el derecho común romano canónico. La naturaleza jurisdiccional de las plazas creadas para el gobierno temporal de las Indias estructuraba a aquellas con una serie de notas o caracteres propios que daban contenido y forma al oficio que servía cada uno de sus titulares, definiendo, además, su posición institucional en el Estado Moderno, desde una doble perspectiva: a) dichas notas distintivas fijaban las relaciones existentes entre los titulares de plazas con jurisdicción real y el mismo rey, depositario de la omnímoda jurisdicción y fuente y origen de la que ellos ejercían y; b) determinaban la posición que los titulares de tales oficios jurisdiccionales ocupaban en sus reinos frente a los pueblos a quienes debían mantener en justicia y en paz. Era, pues, el oficio con jurisdicción real el que se hallaba caracterizado por una serie de notas y, por ende, era él el que situaba a quienes accedían a ellos en una posición determinada en el reino, sujeta a un estatuto común que contribuyó eficazmente a generar una conciencia unitaria y de cuerpo entre los oficiales reales de la Época Moderna. A través de estos oficicios reales se producía también la participación de los naturales de los reinos en el ejercicio de la jurisdicción real haciéndose partícipes de los deberes del propio rey en relación con el “buen gobierno”. Tal integración en el ejercicio de la jurisdicción era la que venía definida por los caracteres de sus plazas y es la que explicará su ordenación en una carrera o cursus honorum gubernativo, letrado, militar, eclesiástico y aún de hacienda, entendido simplemente como la vía a través de las cuales los naturales de los reinos se integraban al ejercicio del poder estatal y, a través de ellos, uno de los mecanismos mediante los cuales el reino se integraba en el referido ejercicio del poder. Sobre la base de la noción de la real jurisdicción y de la concepción judicial del gobierno que se puso en planta en el Nuevo Mundo durante los siglos XVI y XVII, el régimen jurídico de los oficiales del gobierno temporal en las Indias asumía una serie de caracteres que se constituían en los cimientos de la buena gobernación, a saber: a) los oficios reales procedían del Príncipe; b) los provistos en los oficios de gobierno se obligaban para con el Príncipe; c) la responsabilidad por el uso y ejercicio del oficio era ante el Príncipe; d) el oficio estaba dotado de un contenido institucional, que comprendía la trilogía: competencia, honras y salario; e) el oficio estaba rodeado materialmente por una serie de símbolos propios. 6. LOS OFICIOS CON JURISDICCIÓN PROCEDEN DEL PRÍNCIPE Se ha anticipado como nota fundante de los oficios de gobierno con jurisdicción el que todos ellos procedían del Príncipe, como de fuente de la cual derivaban, y que así lo defendieron los juristas desde el siglo XIII en adelante, inmersos en el marco ideológico del sistema del derecho común, al igual que sus pares indianos, pues, en las ya citadas palabras de Francisco de Alfaro en su “Tratado del oficio de fiscal” era el Príncipe la fuente y origen de todas las dignidades, de modo que tanto el magistrado como su jurisdicción procedían del Príncipe, así como de una fuente de la cual derivaban y, por la misma razón, bien podía escribir Juan de Matienzo en la parte segunda de su Gobierno del Perú, a propósito del Virrey, que su “autoridad no la tiene por ser señor, sino porque se la da el Rey”.

La naturaleza real de los oficios quedaba expresamente consignada en las reales provisiones que contenían los títulos despachados en favor de quienes eran provistos en un oficio con jurisdicción. Así podía leerse en el despachado en Madrid el 31 de diciembre de 1606 en favor de don Luis Merlo de la Fuente como oidor fundador de la Real Audiencia de Santiago de Chile, pues en él se expresaba la creación del oficio por voluntad real, al igual que su provisión: “Don Phelipe...Por quanto, por convenir a mi servicio y al buen estado, pacificacion y poblacion de las provincias de Chille que en ellas se ponga Audiencia y Chancilleria Real, y acordado y determinado que asi se haga y que esta se funde y resida en la ciudad de Santiago (Creación del oficio) y mi voluntad es que vos el licdo. Luis Merlo de la Fuente, Alcalde del Crimen de mi Audiencia Real de la ciudad de Los Reyes de las provincias del Piru, vais a fundar y asentar la Audiencia y asistais en ella como mi oydor mas antiguo, por la presente os elijo y nombro para el dicho cargo (Provisión del oficio)...”.

Supuesto que en los príncipes residía originariamente la jurisdicción y que de ella emanaba la que ejercían los titulares de oficios dotados de ella, en los mismos reales títulos de los oficios despachados en favor de los provistos en ellos se contenía una cláusula expresa en la que el rey les tenía por recibidos a su uso y ejercicio y les daba el poder y facultad para ejercerlos. Así se podía leer en el librado en favor del ya citado don Luis Merlo de la Fuente: “Yo por la presente os recibo y doy por recibido al dicho cargo y al uso y ejercicio de él, y os doy poder y facultad para librar y ejercer”, y en el del fiscal del mismo tribunal don Martín Gregorio de Jáuregui, fechado el 15 de mayo de 1721: “Yo por el presente os recibo y os he por recibido al uso y ejercicio del dicho oficio y os doy poder y facultad para usarle y ejercerle”.. 7. LOS PROVISTOS EN EL OFICIO SE OBLIGAN PARA CON EL PRÍNCIPE Como natural consecuencia de ser el oficio creado por el Príncipe y que su jurisdicción anexa derivaba de él mismo, quien era provisto en uno de ellos se obligaba para con el rey a usarlo bien y fielmente, conforme a sus deberes propios. Este deber del provisto en el oficio solía consignarse expresamente en su real título, normalmente como una cláusula anterior a la del formal nombramiento, como podía leerse en el de fiscal del crimen de Méjico despachado por real provisión fechada en Madrid el 23 de junio de 1648 en favor de don Francisco Calderón y Romero: “Conviene nombrar persona que la sirva de las letras y partes necesarias y, atendiendo a que estas y otras concurren en la de vos D. Francisco Calderón y Romero, colegial del Colegio Mayor de Cuenca de la Universidad de Salamanca, y a lo bien que me habéis servido y esperando que lo continuaréis con la fidelidad y rectitud que sois obligado he tenido por bien de proveeros como por la presente os proveo por fiscal de la sala del crimen de la dicha mi Audiencia de Méjico”. Expresa consagración de los deberes asumidos por el provisto para con el rey, de quien procedía su oficio y jurisdicción, era el de prestar juramento previo a la toma de posesión, tal como ya se exigía por una de las leyes de Partidas (2.9.28) que sirvió de modelo a todos los juramentos de los provistos en oficios reales con jurisdicción, pues en ella se compendiaban genéricamente los deberes que importaba el oficio. Por ello Francisco de Alfaro (1551-1644), fiscal de la Real Audiencia de Charcas, escribía en su Tratado que el nombrado para servir un oficio antes de su recepción, debía jurar desempeñarse rectamente

y cumplir todo según la obligación de su oficio. Además, en el mismo real título se contenía la cláusula que obligaba al provisto, antes de tomar posesión del oficio, a prestar juramento al Príncipe de usarlo y ejercerlo bien y fielmente, como se leía en el título de fiscal de la Real Audiencia de Santiago de Chile expedido en Aranjuez el 15 de mayo de 1721 en favor de don Martín Gregorio de Jáuregui: “Y mando al Presidente y Oidores de la dicha mi Audiencia, tomen y reciban de vos el referido Dr. Dn. Martin Gregorio de Jauregui el juramento y solemnidad que en tal caso se requiere y debéis hacer de servir bien y fielmente este empleo”.. Este deber y obligación que se contraía para con el Príncipe se explicitaba y detallaba en el mismo texto del citado juramento que debía prestar, cuyo tenor y contenido seguía muy de cerca a la citada ley de Partidas, como podía observarse en el hecho el 27 de marzo de 1619 por don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, oidor de la Real Audiencia de Santiago de Chile: “Yo, el Dr. Dn. Christobal de la Cerda y Sotomayor, juro a la Magestad del Rey Don Phelipe, Nuestro Señor, y a los Reyes, sus subcesores en la Corona de Castilla y Leon, por Dios nuestro Señor y los Santos Evangelios, que asi como Oydor proveydo para esta Real Audiencia, obedecere los mandamientos que el Rey nuestro Señor hiciere por palabra, carta o mensajero cierto, al Presidente y Oydores de ella, y que no descubrire en ninguna manera las poridades del Acuerdo y aquellas que Su Magestad mandare y enviare a mandar que tengan secreto, y procurare, quanto me sea posible, el breve despacho de los pleytos y negocios civiles y criminales de esta dicha Real Audiencia, y que por amor ni desamor, ni por miedo ni por don que me den, ni prometan, no me desviare de la verdad ni del derecho, ni rescebire don, tierra ni acortamiento, ni mercedes de ningun grande, Concejo, ni Universidad, por pleyto, ni provision, de hombre alguno que nos los diesen por ellos y que guardare las Ordenanzas Reales que esta Real Audiencia, tiene y hubiere y todas las provisiones, cedulas y cartas que el Rey nuestro Señor ha enviado o enviare a ella para la buena administracion y execucion de su Real Justicia, y todo lo demas que por razon de ser tal Oydor soy obligado, y si ansi lo hiciere, Dios nuestro Señor me ayude, y si no, me lo demande en este mundo al cuerpo y en el otro al alma, Amen”.

8. RESPONSABILIDAD ANTE EL PRÍNCIPE POR EL USO Y EJERCICIO DEL OFICIO Lógica consecuencia de los deberes que el provisto asumía, bajo juramento, frente al Príncipe, de quien dimaba la jurisdicción que ejercía, era que el titular de un oficio real fuera responsable sólo ante él por el uso y ejercicio que de él hacía, y no ante otro oficial alguno. De este modo, se hacía preciso distinguir, de un lado, la responsabilidad de titular del oficio derivada del uso y ejercicio que de él hacía, y de otro, la responsabilidad emanada de sus negocios y actos no vinculados al ejercicio de él. 8.1. RESPONSABILIDAD POR RAZÓN DEL OFICIO El principio general tocante a la reponsabilidad de los titulares de oficios reales por el servicio de ellos era que sólo respondían ante el Príncipe, pues para con él se habían obligado mediante el juramento y de él habían recibido el oficio. Tal criterio lo explicaba Solórzano y Pereyra en el libro quinto de su Política Indiana cuando afirmaba que los ministros reales por los delitos cometidos en el oficio, o por ocasión de él: “Verdaderamente es, y regularmente debe ser de lo reservado al Príncipe, que es solo, según nos lo enseña el derecho, el que puede remover, y remueve los Oficiales, que él mismo puso, y aprobó”. Este principio general reconocía en el derecho indiano una excepción, más bien aparente

que efectiva en relación con los ministros de las audiencias reales, introducida por una real cédula fechada el 5 de septiembre de 1620 y dirigida al virrey de Méjico marqués de Guadalcázar, cuya segunda parte, decía Solórzano Pereyra en su citada Política: “Parece que habla de los (delitos) cometidos en el oficio, o por ocasión de él, y conformándose con lo que he dicho estar dispuesto por derecho común, y del Reyno, solo le da licencia de prender, y fulminar proceso contra ellos, cuando la calidad y gravedad del exceso fuere tan enorme, que requiera pública, y breve satisfacción, porque sus palabras dicen así: „Por casos, excesos, y delitos tales, en que se puede temer, y recelar algun daño considerable, o sedición, o alboroto popular, u otro delito tan enorme, y notorio, en que por la pública satisfacción conviniere hacer alguna demostración”. Al comentar esta disposición Solórzano y Pereyra declaraba en su Política que no le parecía aconsejable que los virreyes ejercieran esta facultad libremente, a menos que los delitos imputados al ministro fueran de notorio cohecho o de negociaciones escandalosas: “Pero yo (como ya lo he dicho) no querría, ni aconsejaría, que fácilmente usasen de este poder los Virreyes, en unos, ni en otros delitos: porque si a esto se diese lugar, le tendrían de intimidar mucho a los Consejeros, y Oidores, viendo que siempre que se les antojase podrían proceder contra ellos, y suspenderlos en los oficios... Pero si el crimen que se imputase al Ministro fuese de algun notorio cohecho, o grave, y escandalosa negociación, o baratería, no dejo de inclinarme a que los Virreyes podrían poner luego mano en su averiguacion, y castigo, pues es tan grande la confianza que de ellos se hace”. Bien sabido es, que los medios institucionales apropiados para exigir esta responsabilidad por el ejercicio del oficio, eran básicamente la residencia y la visita, porque como sentenciaba en 1567 Juan de Matienzo en su Gobierno del Perú (II.27): “Cosa muy sabida es que por los malos jueces se pierden las repúblicas, y por los buenos se conservan mucho tiempo y en paz, porque, cual es el juez, tales serán sus súbditos; y porque hay muchos que fingen ser buenos para ser proveídos, y después dan muestra de lo que son, es bien que sean visitados e residenciados a menudo”, puesto que, según advertía el obispo Villarroel en su Gobierno eclesiástico pacífico: “En una visita de Oydores se hace un buen escrutinio de sus vicios, o de sus virtudes, gran crédito de sus residencias (son) sus vidas”. 8.2. RESPONSABILIDAD POR ACTOS O NEGOCIOS FUERA DEL OFICIO Todos los oficiales reales eran responsables personalmente por los actos civiles o criminales que realizaren fuera del ámbito de sus oficios, aunque los mecanismos para hacer efectiva tal responsabilidad eran diversos en atención a la naturaleza y caracteres de las plazas que servían, sobre todo porque se establecía una distinción básica entre quienes servían oficios reales por un tiempo predeterminado y aquellos otros que eran nombrados a perpetuidad o a voluntad del Príncipe. Todo ello, sin perjuicio, de las potestades correctivas del propio monarca y del examen y averiguación que de tales actuaciones se hacía en las residencias, visitas y pesquisas. En relación con los ministros letrados de las audiencias indianas se establecía que ellos podían ser reconvenidos civil y criminalmente por hechos o negocios no tocantes al desempeño de sus oficios, ante las justicias ordinarias en el caso de las causas civiles, o ante el propio Príncipe, su Consejo, o aquel a quien lo cometiera el rey, en las causas

criminales, tal cual elegantemente explicaba Solórzano y Pereyra en su Política Indiana: “Aunque regularmente a otros Magistrados les honra, y favorece el derecho, en que durante su oficio, por el respeto, y dignidad que a él se debe, y porque no se les ponga embarazo en administrarle, no puedan ser convenidos, ni molestados con pleitos, como se podrá ver por los muchos textos, y Autores, que juntan Bobadilla, Mastrillo y otros a cada paso; esto, como ellos mismos lo notan, se limita en los Consejeros, Oidores y demás Ministros perpetuos; porque si les hubiera de guardar este respeto, las acciones civiles o criminales, que se pudiera intentar contra ellos, no sólo vinieran a suspenderse, sino a perderse del todo por la dicha perpetuidad. Y por esta razón tiene estatuido el derecho común, que en las causas civiles puedan ser convenidos ante las Justicias Ordinarias; y en las criminales ante el Príncipe, o su supremo Consejo, o ante otros, a quien el mismo Príncipe cometiere especialmente estos negocios”. En cuanto a la responsabilidad en causas civiles, el capítulo 31 de las Ordenanzas de la Real Audiencia de Charcas de 1563 disponía: “Que cuando alguna persona quisiere pedir o demandar algo a alguno de los nuestros oidores lo pueda hacer ante la dicha nuestra Audiencia o ante los alcaldes ordinarios, y pueda apelar de los dichos alcaldes para la dicha Audiencia”.. Esta disposición fue recopilada en 1680 (2.16.42) haciéndola extensiva a las demandas contra presidentes, oidores, alcaldes del crimen y fiscales. La opción que se daba al demandante civil de ocurrir en primera instancia ante la propia audiencia o ante los alcaldes ordinarios, se debía a que podía no querer renunciar al caso de corte que le tocaba por litigar contra un poderoso. En tal caso, tenía derecho a acudir al tribunal real y no a las justicias ordinarias, como lo defendía Francisco Carrasco del Saz († 1625), fiscal de la Real Audiencia de Panamá en su “Tratado de los casos de corte” (102). Por lo tocante a la responsabilidad en causas criminales, el capítulo 34 de las referidas Ordenanzas de Charcas de 1563 prescribía: “Que nuestro Presidente de la dicha Audiencia conozca de las causas criminales de los oydores della juntamente con los alcaldes ordinarios, no obstante la ordenanza que dispone lo contrario”. 9. CONTENIDO INSTITUCIONAL DEL OFICIO El oficio real importaba, al menos tres elementos: a) la atribución de una cierta genérica competencia, que no era más que la jurisdicción anexa a él, reflejada en la expresión uso y ejercicio; b) las honras, gracias, mercedes, franquicias, y demás preeminencias a él tocantes y; c) un salario o gajes. Estos tres elementos se consignaban expresamente en los reales títulos despachados en favor del provisto en un oficio real. A guisa de ejemplo puede verse el del fiscal de la Real Audiencia de Santiago de Chile don Martín Gregorio de Jáuregui, librado en Aranjuez el 15 de abril de 1725: (COMPETENCIA) “...Es mi voluntad que como tal entreis, esteis, y residais en ella, pidiendo demandando, acusando y defendiendo a todas y cualesquiera causas y cada una de ellas que cumplan a mi servicio y a la guarda de mi patrimonio y execucion de la justicia, y usando y exerciendo dicha plaza segun y como lo hicieron vuestros antecesores, y lo hacen, pueden y deben hacer los fiscales de mis audiencias y chancillerias de Valladolid y Granada, y mando al Presidente y Oydores de la dicha mi Audiencia...Os ayan y tengan por tal mi Fiscal de ella y otras cualesquier personas, y usen con vos el dicho oficio, en todo lo a el anexo y

concerniente, (HONRAS) guardandoos y haciendoos guardar todos los honores, gracias, mercedes, franquezas, libertades, preheminencias, prerrogativas e immunidades que por este empleo deveis aver y gozar y os deven ser guardadas, todo bien y cumplidamente, sin que en ello, ni en parte de ello no os pongan, ni consientan poner embarazo, ni impedimento alguno... (SALARIO) ...Con cuyo cargo ayais y lleveis de salario, en cada un año, mil pesos ensayados de a cuatrocientos cincuenta maravedises cada uno....”.

De este modo, en la propia práctica documental del despacho de nombramientos por el Consejo o la Cámara de Indias, en su caso, se reflejaba claramente la naturaleza y constenido institucional de los oficios reales. 9.1. COMPETENCIA JURISDICCIONAL Todo oficio real importaba el ejercicio de la real jurisdicción en un cierto ámbito y ella era la que definía la competencia que le era propia a su titular y que dependía exclusivamente de los términos y límites que el Príncipe le hubiera asignado, pues, como afirmaba el obispo Villarroel en su Gobierno eclesiástico pacífico: “Les mide él, y les pesa la jurisdicción, y essa será de el tamaño que se expressare en su título”. La jurisdicción propia de cada oficio no solía ser caracterizada de una manera concreta, sino que simplemente se la definía dándole a su titular una potestad genérica expresada en sus reales títulos mediante una cláusula que llegó a ser “de estilo”, pues en ella se le facultaba para que “hagáis y proveáis todas las cosas convinientes y necesarias al servicio de Dios nuestro Señor, y todas las cosas y negocios, que en la dicha nuestra audiencia acaescieren al dicho oficio, anexas y pertenecientes”, pues tales competencias particulares integrantes de la jurisdicción propia del oficio se contenían en una infinidad de reales disposiciones. En el caso de los presidentes, por ejemplo, gozaban ellos de una competencia genérica definida en razón del oficio como todo la tocante a él. Ella se concretaba sólo por vía de señalamiento de casos a través de diversas facultades y deberes específicos, respecto de los cuales se podían advertir ciertas diferencias en razón del carácter del titular de la plaza, básicamente si era letrado o de capa y espada, y dentro de estos últimos, si era virrey, o simplemente un gobernador y capitán general. Así en el primer título despachado en favor de un presidente no prelado para una audiencia indiana, el librado en Barcelona el 17 de abril de 1535 en favor del virrey don Antonio de Mendoza, para la de Méjico, se contenían las cláusulas definitorias de su competencia y que se iban a convertir en las de estilo en lo sucesivo, tales eran: i) presidir la audiencia; ii) hacer y proveer todo lo conveniente y necesario al servicio de Dios; iii) hacer y proveer todas las cosas y negocios que en la audiencia fueran concernientes a su oficio y; iv) seguir el ejemplar de los presidentes de las audiencias y chancillerías de los reinos de España: “Don Carlos...Acatando la suficiencia y abilidad y fidelidad de vos don Antonio de Mendoza: y porque entendemos, que ansi cumple a nuestro servicio, y a la execucion de nuestra justicia y buen despacho y expedicion de los negocios, y cosas de la dicha nuestra audiencia y chancilleria, en lugar del dicho obispo de Sancto Domingo, y la concepcion de la vega, esteys y residays y presidays en la dicha audiencia, juntamente

con los nuestros oydores della, y hagays y proveays todas las cosas convinientes y necesarias al servicio de dios nuestro Señor, y todas las cosas y negocios, que en la dicha nuestra audiencia acaescieren al dicho oficio de presidente della, anexas y pertenecientes, segun y de la manera, que lo hazen y deven hazer los otros nuestros presidentes de las nuestras audiencias y chancillerias reales destos nuestros Reynos...”.

En el caso de los oficios letrados de las audiencias indianas, hasta mediados del siglo XVI fue común que la corona precisara su contenido jurisdiccional sobre la base de las que había en las audiencias y chancillerías castellanas, y ya desde la segunda mitad del siglo XVI se añadía también el ejemplar de las plazas indianas, tanto respecto de los presidentes, cuanto de los oidores, alcaldes del crimen y fiscales. Por ejemplo en el título del fiscal de don Pedro Machado, librado por real provisión fechada en Madrid el 14 de junio de 1631 se leía: “...De aquí adelante, cuanto mi voluntad fuere, seáis mi fiscal y promotor de mi justicia de mi Audiencia Real, que reside en la ciudad de Santiago, en las Provincias de Chile, en lugar y por promoción del doctor Jacobo Adaro de San Martin a plaza de oidor de la misma Audiencia, y quiero que como tal mi fiscal podáis entrar en ella, pedir y demandar, acusar y defender todas aquellas cosas y cada una de ellas que cumplan a mi servicio y patrimonio real, y a la ejecución de mi justicia y acrecentamiento de mis rentas reales, segun han hecho y debido hacer el dicho Jacobo Adaro de San Martin y lo hacen y pueden y deben hacer los otros mis fiscales de mis Audiencias Reales de los Reinos de las Indias, guardando las Ordenanzas...”. 9.2. HONRAS, HONORES Y PREEMINENCIAS Sobre las honras, honores y preeminencias de los titulares de oficios reales en las Indias había una gran cantidad de leyes reales, pero, sin perjuicio de esto, eran casi diarias las disputas y cuestiones que, en relación con ellas, se suscitaban, sobre todos entre los ministros de las audiencias y los virreyes y gobernadores, o entre todos estos y los ministros eclesiásticos. En todos los reales títulos de los ministros reales se incluía expresamente una cláusula que ordenaba que les fueran guardadas y se le hicieran guardar “todas las honras, gracias, mercedes, franquicias, libertades, preeminencias, prerrogativas e inmunidades, y todas las otras cosas que cada una de ellas tocan y deben tocar” al oficio en el cual eran provistos, la que tenía escasas variaciones en los títulos de las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes, oidores, alcaldes del crimen, fiscales y regentes desde el año de 1776. Especial interés en esta materia tenía el oficio de virrey, en cuanto representaba a la real persona en unos reinos en los cuales la ausencia del rey era permamente. De modo que el virrey era un vicario del Príncipe, como lo defendían todos los autores y lo declaraban expresamente las leyes reales, porque, como escribía Prudencio Antonio de Palacios (1682-1755) en sus Notas a la Recopilación de Indias: “Los Virreyes representan inmediatamente a los Reyes con plenitud de potestad y jurisdicción en los Reynos assí confiados, y con facultad amplíssima de legado ad latere y con libre administración en lo que mira al gobierno y administración de justicia”. La misma regia representación se hallaba en las reales audiencias indianas y por ello

cuando actuaba en cuerpo hacía las veces del monarca y le eran debidas una serie de honras y respetos, al igual que a cada uno de sus ministros, porque, como lo resumía el obispo Villarroel en su Gobierno eclesiástico pacífico: “Es notoria la estimación que se le debe a toda Audiencia Real. Están llenos los Derechos de prerrogativas de Magistrados”. Por la misma razón Juan de Solórzano y Pereyra anotaba en su Política Indiana, respecto de los oidores indianos, que era: “Convenientísimo que sean favorecidos, y honrados por su Magestad, y su Real Consejo de ellas, no solo tanto, sino aun mas que los Oidores de España, y reverenciados, y respetados también en el mismo grado por los vecinos, y moradores de las Ciudades, y Provincias, donde residen, y administran justicia. Porque esto lo pide, y requiere la gran distancia que hay de ellas a la Real Persona, cuya suprema autoridad en aquellas partes, se suple, y representa por estos Ministros, y si comenzase a disminuirse, o menospreciarse, iría todo muy de caída”.. En el mismo sentido el obispo Villarroel sentenciaba que: “Débeseles a los Oidores grande honor por el trabajo del governar; y cuida mucho el Derecho de él”. Los honores y respetos debidos a los ministros de las audiencias eran justificados por los juristas mediante un discurso que los hacía arrancar de la propia jurisdicción real que detentaban y que hacía que no sólo la audiencia en cuerpo de tribunal representara a la real persona, sino que también cada uno de sus ministros fuera una imagen del rey y, por lo tanto, debía ser honrado como tal, pues como afirmaba el obispo Villarroel en su citado Gobierno constaba en las leyes romanas y en la autoridad de muchos doctores el: “Que sea un Oidor imagen del Rey”, y él mismo se jactaba de que: “Pruebo yo con evidencia, que en cada Oidor se copia, o se retrata el Rey”, y de allí el que coligieran “Doctores de importancia, que pierde el respeto al Rey quien no venera un Oidor”. En esta misma imagen y representación de la real persona hallaban los juristas la justificación para el tratamiento de Señor que debía dispensárseles, pues una ley recopilada ordenaba a los virreyes que les tratasen de “merced” en presencia, y de “señor” en ausencia (Rec. Ind. 3.15.57). tal era la razón por la cual Solórzano y Pereyra sostenía en su Política (5.4.17) que el tratamiento de señor no se les debía negar, ni siquiera en ausencia, pues, por regla general, “A los Oidores se les debe gran respeto, aunque esten fuera de los estrados”, como apuntaba el obispo Villarroel en su Gobierno. Explicaba el mismo Villarroel que: “Después del Rey se les hace inmediatamente el acatamiento a los Magistrados, y se les debe la salutacion, como a la persona Real”, de donde era posible ver “El tamaño de la autoridad que induce el título de Señor: pues esse título, con otros muy grandes, se les debe a los Oidores. Es vulgar la simpatía entre Señor y Senador, porque Señores y Senadores, es lo mismo que Domini en el idioma latino; Seniores se llamaban los Obispos. Y siendo este título tan proprio de los Príncipes, lo parten con los Oidores”, y advertía, finalmente, que: “Platícase el título Señor, para con los Oidores, en los mismos estrados, donde se escusa con grandes personas. Y ni en las peticiones se les retira. A las mugeres principales llamamos Señoras en ausencia, por mera cortesía; pero a las de los Oydores por que se les debe. Es derecho, que de los maridos se deriven los honores a sus mugeres”. Fundados, pues, en la regia representación que ostentaban como titulares de la jurisdicción real, todas los privilegios y honores que les eran debidos a los ministros letrados de las

audiencias contribuían a reafirmar en ellos una “conciencia de la diferencia”, la que se concretaba en el ejercicio de la jurisdicción frente a las demás instituciones reales y de la república, y también frente al resto de los letrados y, naturalmente, del común del reino, pero además también se manifestaba en todos los actos de su vida cotidiana, pues, por ejemplo, entre las cortesías que se observaban con los oidores indianos se hallaba la de apearse del caballo todo aquel que se encontraba con alguno de ellos; si concurrían a la iglesia en ningún caso se les podía impedir que llevaran silla, alfombra y almohada (Rec. Ind. 3.15.27); sin que pudiera olvidarse el privilegio de gozar de dos domicilios, como afirmaba el obispo Villarroel: “Es gran privilegio de los Oidores, o Magistrados gozar a un tiempo de dos domicilios: el de origen, que nunca se pierde, y el de la Ciudad donde la Audiencia reside”. 9.3. SALARIO Todos los titulares de un oficio real gozaban de un salario anual, pues, como escribía Solórzano y Pereyra en su Política (5.4.18) respecto de los ministros letrados: “Es justo y conveniente que estén (como en todas las Audiencias lo están) bien acomodados, y pagados en sus salarios”. Este derecho a gozar del salario lo conservaban hasta el día de sus muertes, conforme lo declaraban una real cédula del 26 de mayo de 1573 y otra del 7 de julio de 1578 (Política Indiana, 5.4.22). Por una real cédula fechada en 1543 se dispuso que los ministros reales debían haber y gozar su salario desde el día en que se hacían a la vela, con prevención de embarcarse en navío de bandera y seguir su viaje en derechura (Rec. Ind. 8.26.2). Posteriormente, afirmaba Solórzano y Pereyra en su Política: “Se redujo a que solo se les pagasen seis meses por todo el tiempo de camino, y navegacion, por obviar los fraudes de algunos que se detenían más en ellos”. Desde mediados del siglo XVII se estableció la práctica de señalar expresamente en las provisiones los meses de salario que debían pagársele a los ministros, desde el nombramiento hasta que tomaran posesión, el que tenía como límite inferior los señalados seis meses, aunque también era frecuente que se pagara el tiempo que el ministro hubiera excedido el viaje, siempre que la demora no se debiera a su culpa, por ejemplo, el haberse ocupado en negocios del real servicio, o el haberse retrasado por razones climáticas, tal como lo explicaba el mismo Solórzano y Pereyra: “Aunque si por probanzas, o testimonios fidedignos llegase a constar que no huvo tal fraude, y que el proveído gastó más tiempo, por no tener embarcación, o por otros justos impedimentos de mar, o tierra, o invasiones de enemigos, suele el Consejo por justos decretos tener por bien, y ordenar que se pague mayor cantidad, porque sus trabajosos sucesos no le sean de daño en esta parte de hacienda”. Los salarios de los ministros reales no eran iguales en todos los reinos de las Indias y experimentaron diversas variaciones a lo largo del tiempo, aunque siempre solían ser mayores que los asignados para las plazas similares de los reinos de Castilla, lo que se justificaba por la “carestía de la tierra”. Los presidentes de las audiencias de Indias tenían derecho a un salario, fijado en sus títulos, que dependía de los distintos tribunales y de si ejercían también el oficio de gobernador o capitán general, además de haber variado a lo largo del tiempo.

El presidente de la Real Audiencia de Méjico, en época de la provisión de la plaza en 1535 gozaba de un salario que ascendía a la suma anual de 3.000 ducados de oro; el de la Real Audiencia de Concepción en el reino de Chile, en 1565 tenía asignado un salario de 5.000 pesos anuales; el de la Real Audiencia de Santiago de Chile, creada en 1605, como no era letrado y as vez era gobernador y capitán general no tenía salario propio como presidente, sino sólo el de gobernador y capitán general que ascendía a 6.000 ducados anuales, pero en el siglo XVIII este salario fue acrecentado, pues por real orden fechado el 6 de marzo de 1789 se declaró que el presidente de la Real Audiencia de Chile debía gozar de un sueldo anual de 10.000 pesos. En cuanto a los oidores, durante el siglo XVI, por ejemplo, los de la Real Audiencia de Santo Domingo tuvieron un salario original de 150.000 maravedíes, el que muy pronto les fue aumentado a 300.000, y pocos años después fue incrementado a 337.500 maravedíes, y desde 1560 se les daban además 300 ducados de ayuda de costa. En 1599 fueron elevados a 600.000 maravedíes, es decir, a 1.400 ducados. Los oidores de la Real Audiencia de Méjico, gozaban desde su establecimiento en 1528 de un salario anual de 500.000 maravedíes, y desde 1530 de 650.000 maravedíes, es decir, 1.733 ducados. En 1535 esta suma fue reducida a los 500.000 maravedíes originarios, pero el 19 de octubre de 1550 nuevamente fue elevado a 650.000 maravedíes y, sobre consulta del Consejo de 2 de julio de 1557, les fue acrecentado el salario en 150.000 maravedíes por vía de ayuda de costa, y así se ordenó por una real cédula fechada en Valladolid el 7 de septiembre de 1558. Por su parte, los oidores de la Real Audiencia de Concepción establecida enel Reino de Chile en 1565 gozaron de un salario anual de 4.000 pesos, conforme se declaraba en sus títulos, y los de la Real Audiencia de Santiago de Chile, mandada fundar en 1605, se estableció en 3.600 ducados anuales para cada oidor, es decir, 3.000 pesos. Durante el siglo XVIII, los salarios de los oidores de las audiencias indianas fueron incrementados por la reforma de Gálvez en el año de 1776, que fijó los siguientes montos: a) Oidores de Lima: 5.000 pesos; b) Oidores de Santiago de Chile y de Charcas: 4.860 pesos; c) Oidores de Méjico y Cuzco: 4.500 pesos; d) Oidores de Buenos Aires: 4.466 pesos; e) Oidores de Manila: 3.500 pesos y; f) Oidores de Caracas, Guadalajara, Guatemala, Quito, Santa Fe, y Santo Domingo, 3.300 pesos. La reforma de 1788 a estos valores mantuvo los salarios de todos los oidores indianos, salvo los del Cuzco, a quienes les fue rebajado en 500 pesos. En cuanto a los fiscales, en audiencia de Santo Domingo el fiscal tenía originariamente como gajes la suma de 800 ducados, los que le fueron aumentados en 1569 a 1.000 ducados y, sobre consulta el Consejo fechada en Madrid el 23 de mayo de 1578 su salario anual fue equiparado al de los oidores, es decir, 337.500 maravedís, más 300 ducados de ayuda de costa. En Méjico, desde 1530 el fiscal gozaba del mismo salario que los oidores, es decir, al principio 1.733 ducados, rebajados a 500.000 maravedís en 1535, y vueltos a la suma primitiva en 1550, y siete años más tarde, elevado a 800.000 maravedíes. En el caso de la Real Audiencia de Concepción en el reino de Chile, el fiscal recibió un salario anual de 3.000 pesos, es decir, 1.000 menos que los oidores, y para la Real Audiencia de Santiago de Chile, sobre consulta de Cámara del 14 de diciembre de 1605 se propuso al monarca situarle un salario anual de 3.000 pesos ensayados, es decir, 3.600 ducados, cantidad que

fue aprobada por el monarca. Finalmente cuando en el siglo XVIII se creó la plaza de regente, en el Reglamento de Plazas para las audiencias americanas aprobado en 1776 se fijó el salario de los regentes, que no era único, pues variaba en las distintas audiencias, entre los 10.000 pesos anuales declarados para el regente de Lima y los 6.000 para el de Buenos Aires. Tras la regencia de Lima, se situaban las de Santiago de Chile y Charcas con 9.720 pesos anuales, y a ellas seguían las de Méjico y Cuzco con 9.000, la de Manila con 7.000 y las de Guadalajara, Guatemala, Quito, Santa Fe y Santo Domingo, con 6.600. Las reformas introducidas a instancias de Porlier y que se concretaron en el Reglamento de Plazas y Sueldos de Ministros de las Audiencias de América e Islas Filipinas, aprobado el 27 de abril de 1788, significaron, entre otras alteraciones, una fuerte disminución de los salarios para los ministros de Indias, pues ahora se asignaban 7.500 pesos anuales para el regente de Lima, 6.750 para el de Méjico, 6.600 para los de Guadalajara y Quito, 5.860 para los de Charcas y Santiago de Chile, 5.250 para el de Buenos Aires, 5.000 para el del Cuzco, 4.950 para el de Santa Fe, 4.500 para el de Manila, y 4.300 para los de Caracas, Guatemala y Santo Domingo. 10. SÍMBOLOS DEL OFICIO Los oficios con jurisdicción se manifestaban externamente en sus titulares por una serie de símbolos que representaban el honor de ellos y la misma jurisdicción real que importaban, entre los que se contaban la garnacha y la vara de justicia, respecto de los oficios letrados de las audiencias indianas. 10.1. LA GARNACHA Fray Gaspar de Villarroel resumía gráficamente en su Gobierno que, en cuanto los ministros de las audiencias indianas eran titulares de la real jurisdicción: “El Rey, ante todas cosas, trata de vestirlos”.. Esta vestimenta propia era la garnacha, que consistía en una toga talar de color negro, con mangas y vuelta, que caía desde los hombros sobre la espalda, acompañada desde el siglo XVII por la golilla, que era un adorno hecho de cartón forrado en tela, que rodeaba al cuello y en cuya parte superior llevaba unida por delante un pedazo que caía bajo el mentón, con esquina a los dos lados, y sobre el cual se ponía una tela blanca de gasa engomada o almidonada. Bajo el reinado de Felipe II se reiteró expresamente la obligación que tenían los ministros de los consejos, alcaldes de casa y corte, fiscales, presidentes y oidores de las audiencias castellanas de vestir ropas talares y, por una real cédula librada en Tomar el 22 de mayo de 1581, más tarde recopilada (Rec. Ind. 2.16.97), dirigida al presidente y oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo, se prescribía que la llevaran también en el Nuevo Mundo los oidores, alcaldes del crimen y fiscales, pues estos últimos antes no la vestían: “...Que entiendo, que los del nuestro Consejo, Alcaldes de nuestra Casa y Corte, Fiscales, Presidentes y Oydores de las nuestras Audiencias destos Reynos, avian dejado de traer las ropas que solian, que se llaman talares, y traian capas largas, habito que todos generalmente usan, y que en la apariencia y demostracion no se

diferencian de los que los han de respetar: y entiendo convenir a nuestro servicio, que se singularicen en el habito de todos los demas, para que a todos sea claro y por el sean conocidos y respetados como conviene, avemos acordado y ordenado que de aqui adelante traygan las dichas ropas talares que acostumbraban, y porque nuestra voluntad es que lo mismo se haga en las Audiencias de las nuestras Indias, os mando que de ahora y de aqui adelante, Vosotros y vuestro Fiscal de essa Audiencia, los que fueredes seglares traygais las dichas ropas que, como dicho es, se acostumbraban, y permitimos que trayendolas podais andar a caballo con gualdrapas, no en vargante lo dispuesto y ordenado”.

Esta disposición tenía como clara finalidad la de diferenciar en el aspecto exterior a los ministros que ejercían la real jurisdicción de los demás letrados y común del reino, pues era ella, como afirmaba Ruiz de Berecedo, “demostrativa de la jurisdicción del mero y mixto imperio”, tal cual lo fundaba la misma real cédula de 1581 cuando decía que ella se despachaba porque el rey se hallaba enterado de que sus ministros: “Traían capas largas, hábito que todos generalmente usan, y que en la apariencia y demostración no se diferencian de los que los han de respetar: y entiendo convenir a nuestro servicio, que se singularicen en el hábito de todos los demás”, objetivo que era reafirmado en su texto recopilado en 1680 (Rec. Ind. 2.16.97), pues en él se añadía un párrafo final que prohibía su uso, bajo severas penas, a cualesquiera otras personas: “Y prohibimos y defendemos, que otras algunas personas, de qualquier estado, calidad y condición que sean, traigan las garnachas, o ropas talares, pena de que el que la trajere la pierda, e incurra en pena de cincuenta mil maravedís, aplicados todos ellos para nuestra Cámara, y que esté treinta días en la cárcel”. Esta expresa finalidad diferenciadora en el uso de la garnacha era asumida en el discurso de los juristas indianos quienes, como Francisco de Alfaro (1551-1644) escribían que Felipe II, con justísimas causas, había establecido como precepto general, para que sus ministros supremos se distinguieran en el hábito de los restantes letrados y demás personas, que vistieran la toga talar, que permitía sólo a los presidentes, consejeros, oidores y fiscales, tanto de los consejos, cuanto de las audiencias, y el citado obispo Villarroel explicaba que se mandaba usar la garnacha: “Para distinguirse de todos los demás”. Pero tras la referida finalidad de diferenciación se hallaba otra, y no menor, pues la diversidad de la vestidura no era más que un medio para conseguir el mayor respeto y veneración de los habitantes del reino hacia los ministros letrados, vivas imágenes del Príncipe en cuanto ejercían una jurisdicción que era propia de aquel, pues como lo justificaba el mismo Villarroel: “Es muy justo diferenciar en el hábito a los que exceden a todos, y que los que representan los Príncipes, se diferencien de los particulares”, ya que, como lo declaraba la referida real cédula de 1581, el uso de un vestido distinto del común se imponía: “Para que a todos sea claro y por él sean conocidos y respetados como conviene”, porque, tal cual escribía Solórzano y Pereyra, si bien los oidores en las Indias se habían granjeado ya mucho respeto: “Se ordenó para que fuese mayor, se pusiesen Togas talares, que son las que hoy usan, y se llaman Garnachas. Cuyo honor, por otra del año 1581 se estendió a los Fiscales que antes no le tenían”. Ello era así, como agregaba Villarroel: “Para que tan venerable forma de vestido hiciese crecer el respeto”. Si la finalidad del uso de la garnacha era conseguir un mayor respeto hacia los ministros letrados que ejercían la real jurisdicción mediante una diferenciación en el hábito externo, en el discurso de los juristas aquel vestido propio pasaba a significar también una clara

señal de honor y de reconocimiento a sus letras, que remontaban al imperio romano, para así fortalecer su discurso con unos argumentos históricos de autoridad indiscutibles en la época. En efecto, Solórzano y Pereyra sostenía: “Que esta Toga talar, que sucedió en lugar de las Infulas o Laticlavios de que usaban los Senadores y otros Magistrados Romanos, sea propiamente insignia, y ornamento de honor, y manifieste el que se debe dar, y guardar a los que las traen, lo muestran y prueban latamente con lugares de buenas letras Casaneo, Pedro Fabro, Mastrillo, Zipeo, y Calixto Remírez”. En el mismo sentido el obispo Villarroel anotaba que: “Esta toga o vestidura talar es conocida señal de honor y substituye por las que traían los antiguos senadores para distinguirles de todos los demás, y para que tan venerable forma de vestido hiciere crecer el respeto”, amén de que en los magistrados también: “Las garnachas son los premios de las letras; y así en las Audiencias todas las hay calificadísimas”, y por todo ello en otro lugar llegaba a escribir que: “No hay nobleza que se iguale a la garnacha”. 10.2. VARA DE LA JUSTICIA Era la vara de la justicia del grosor de una lanza y de la altura de una persona, en cuya parte superior tenía un pequeño travesaño, que formaba un cruz, y que así servía también para tomar juramento. La vara de la justicia era insignia propia de los alcaldes del crimen, a quienes se les había asignado a imagen de los alcaldes de casa y corte, pero tempranamente se había mandado que la trajeran los oidores de la Real Audiencia de la ciudad de Méjico en cuanto podían conocer tanto de las causas civiles cuanto de las criminales, tal como se dispuso por real cédula fechada en Madrid el 5 de abril de 1528: “Y porque han de conocer de todas las causas que ante ellos fueren ansi ceviles como criminales, ansi en primera instancia, como en grado de apelacion, es nuestra voluntad que traigan varas de nuestra justicia. Por ende por la presente mandamos, que los dichos nuestros oydores, puedan traer y traigan varas de nuestra justicia: que para ello por la presente les doy poder cumplido”. Este deber fue reiterado más tarde para todas aquellas audiencias indianas en las que no había alcaldes del crimen, y así debían los oidores llevarla en cuanto ejercían también la jurisdicción criminal, conforme lo mandaban diversas cédulas recopiladas (Rec. Ind. 2.16.26): “Los oidores de audiencias donde no hubiéremos proveido Alcaldes del Crimen, conozcan de las causas civiles y criminales, segun y como pueden conocer los Oidores y Alcaldes de Valladolid y Granada, y traygan varas de justicia, como las traen los Alcaldes de nuestra Casa y Corte, y los Presidentes les obliguen a que así lo hagan y cumplan”. 11. LA ILUSTRACIÓN Y LOS NUEVOS FINES DEL GOBIERNO REGIO El siglo XVIII se inició en la monarquía hispano - indiana en medio de las convulsiones de la “Guerra de sucesión” suscitada después de la muerte de don Carlos II y que culminó con el establecimiento de la casa de Borbón en el trono de ambos Mundos, inaugurada por don Felipe V. Pero no fueron las solas consecuencias de la Guerra y el advenimiento de una nueva familia real las que iban a marcar el curso institucional de la monarquía a uno y otro lado del Mar

Océano durante el siglo XVIII y primeros decenios del siguiente, sino la actitud y política que adoptaron los monarcas frente a los nuevos ideales y visiones que comenzaban a difundirse como resultado de la Ilustración que, como fenómeno general, marcaba nuevos rumbos para las ciencias y postulaba una general revisión de las concepciones culturales tradicionalmente mantenidas desde siglos. Se vivía en los reinos europeos un ambiente de exaltación de las “ciencias experimentales”, de un profundo revisionismo crítico de los conocimientos que se tenían por asentados, ahora cuestionados a la luz de las solas fuerzas de la razón humana y de la ciega confianza en ella como eficaz instrumento descubridor de la verdad y aun definidor de la propia realidad. Todo quedaba bajo la mirada crítica de los ilustrados. No fue extraño, entonces, que se cuestionaran también las largamentes asentadas concepciones acerca de la sociedad fundadas en las opiniones de Aristóteles y en el pensamiento de santo Tomás y sus continuadores y que ello condujera a una nueva manera de entender la política y el gobierno. La corriente del derecho natural racionalista inaugurada por el holandés Hugo Grocio (1583-1645) en los primeros decenios del siglo XVII tuvo una serie de líneas de desarrollo y de influencia. Una de ellas fue la de quienes escribieron obras políticas que acabaron por descabalar la tradicional concepción aritotélico-tomista, tales como los ingleses Tomás Hobbes (1588-1679) que publicó en 1647 su De cive y en 1651 su Leviathan, y John Locke (1632-1704) a quien se debe el Treatise on Civil Government, pero sobre todos los escritores franceses del siglo XVIII como Carlos de Montesquieu (1689-1755) que publicó en 1748 su L’esprit des loix, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) autor del Du contrat social aparecido en 1762, y una serie de otros que contribuyeron a la edición de la Encyclopèdie iniciada en 1751 y concluida en 1788, es decir, un año después que las antiguas colonias inglesas de Norteamérica se dieran su “Constitución”, y un año antes que la Asamblea Nacional Constituyente francesa proclamara una Déclaration des droits de l’homme et du citoyen. Todas estas obras significaron una nueva manera de concebir la sociedad y de entender la política, cuyos cimientos se hallaban en las ideas del contrato social y de los derechos subjetivos y sobre los cuales descansaban el liberalismo y el individualismo jurídico y político, que ejercieron una gran influencia en el derecho, pues a la luz de sus postulados se revisaron crítica e ideológicamente las soluciones del derecho tradicional. Así, ahora los ya antiguos ideales de racionalidad y resistematización del derecho romano aparecían revestidos de un cariz ideológico, que condujo a procurar la eliminación de todos los principios, categorías e instituciones que aparecían como restrictivas de la libertad, de la circulación de los bienes, de la libertad contractual y, en fin, de todas aquellos campos en los cuales el derecho reconocía diferencias entre los „individuos‟, para consagrar un sujeto único de derechos. Los monarcas hispano – indianos desde el mismo don Felipe V no adoptaron una actitud hostil frente a los ideales de Ilustración reformadora y profundamente empeñada en apartar una serie de obstáculos que se estimaba impedían el progreso y la felicidad de los reinos y vasallos. Muy por el contrario, asumieron tales ideales de reforma y de progreso bajo los dictados de la razón, rodeándose, además, de una minoría ilustrada a la que integraron en el servicio de la monarquía y con ello consiguieron no sólo imprimir un nuevo sello al gobierno real, sino también evitar que las nuevas ideas desembocaran en la revolución, como ocurrió

en la vecina Francia. El ya bicentenario régimen de los Consejos y una estructura institucional cimentada en concepciones de raigambre medioeval, como lo era el oficio y sus titulares nacientes de un rey que era la fuente jurisdiccional y cuyos fines eran el mantenimiento de la paz y la justicia, no se mostraban como los más apropiados para emprender, desde el gobierno de la monarquía, las necesarias reformas que ahora debía llevar a la práctica un rey que incorporaba a sus deberes un nuevo y especial fin permanente del gobierno: procurar la “felicidad pública” de sus vasallos. Al tradicional rey justiciero se superponía ahora una nueva imagen: la del rey gobernante, porque la buena gobernación ya no sólo suponía el regir con justicia a sus reinos sino disponer todas las fuerzas del gobierno y de los propios gobernados para conseguir el aumento del bienestar y la felicidad de los vasallos. Asumía, entonces, el rey unos nuevos y más amplios fines, para cuya consecución no bastaban los medios institucionales y personales con los que contaba la monarquía. Se requerían de otros nuevos para cumplir a cabalidad con los novísimos fines permanentes del Estado. El viejo rey justiciero seguiría contando con el régimen institucional de los oficios enraizados en la jurisdicción, pero esa estructura jurisdiccional progresivamente se vio reducida precisamente al ámbito de la justicia entre partes y, al lado de ella, el espacio del gobierno político y económico comenzó a organizarse sobre la base de una administración, nacida específicamente para realizar los nuevos fines del gobierno, cuya cabeza era ahora el rey gobernante. La exaltación del rey gobernante y de los fines permanentes de felicidad pública a los que debía servir el gobierno condujeron a una exaltación del Estado, que se manifestó en una serie de transformaciones institucionales, que afectaron especialmente al régimen de los antiguos oficios, paulatina y sistemáticamente estrechados en los límites de la judicatura, con la consiguiente ampliación de la administración pública articulada sobre la base de empleados adscritos a oficinas y jerárquicamente dispuestos para ejecutar las políticas dirigidas a conseguir los nuevos y permanentes fines del gobierno. 12. LAS OFICINAS Y LA ADMINISTRACIÓN Fue el gobierno central de la monarquía el primer nivel en el cual comenzaron a producirse las reformas y transformaciones institucionales que acabarían generando una amplia y extensa administración pública extendida hasta los últimos dominios que debían ser conducidos a la felicidad por el rey gobernante. Se organizó, entonces, una compleja estructura de oficinas dispuestas para llevar a cabo las misiones propias del gobierno, bajo la directa dependencia de una administración central integrada por los secretarios del despacho o ministros, a quienes tocaba la especial y peculiarísima misión de diseñar e impulsar desde la cima del gobierno la acción de todos los empleados subalternos en las materias y asuntos que específicamente se le encomendaban, respondiendo estos titulares superiores directamente ante el monarca.

Don Felipe V inició las transformaciones en el gobienro central de la monarquía hispano – indiana. En un primer momento se transformó la Secretaría del Despacho Universal dividiéndosela en dos: una encargada de la Guerra y Hacienda y otra para los restantes asuntos. Desde aquel año 1705 se sucedieron las reformas y así aparecerían en 1714 las secretarías de Estado, de Negocios Eclesiásticos y Justicia, de Gobierno, de Guerra, a cargo todas ellas de un Secretario de Estado, y una de Indias y Marina y de Hacienda, bajo el mando de un Intendente universal. Tres años más tarde fueron reducidas a tres Sectretarías, la de Estado, la de Guera y Marina y de Justicia, Gobierno Político y Hacienda. En la segunda mitad del siglo XVIII la administración central experimentaría nuevas transformaciones, pero siempre diseñadas sobre la base de las secretarías y ministerios, hasta que en 1790 se reunieron todos los asuntos del gobierno de la monarquía en cinco Secretarías: Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina, y Hacienda, y ese mismo año se instituyó un Consejo de Gabinete, presidido por el rey e integrado por los secretarios de Estado y del Despacho. En el gobierno territorial de los dominios de la monarquía en Indias también se introdujo la nueva administración y el consiguiente establecimiento de diversas oficinas, integradas por diversos empleados dirigidos por un “jefe”, e incluso en ellas se integraban “meritantes”, que aspiraban a ingresar a la administración. En todos los reinos de las Indias durante el siglo XVIII se establecieron las Secretarías de Gobierno, bien del virreinato o de la gobernación, erigiéndose como oficinas a cargo de un empleado, de una manera bien diversa de la anterior en la cual solamente existía un “secretario” del virrey o del gobernador, titular de un oficio. Múltiples fueron también las oficinas de hacienda organizadas en los territorios americanos y la muy importante introducción del régimen de intendencias. Este nuevo régimen institucional de la administración, con jefes superiores de diversas ramas de ellas y con una serie de oficinas con plantas fijas de empleados encargadas de llevar a cabo las políticas del gobierno fue el que, en definitiva, sirvió a la nueva figura del rey gobernante para cumplir con el fin permanente de procurar la felicidad de sus vasallos, pero, además, sobre esas bases se organizaron en los primeros decenios del siglo XIX los estados americanos sucesores de la monarquía hispano – indiana.

CAPÍTULO II DE LOS DOS PODERES SUPERIORES EN LAS INDIAS: CORONA E IGLESIA “Estas son las dos espadas porque se mantiene el mundo. La primera espiritual y la otra, temporal. La espiritual taja los males escondidos, y la temporal los manifiestos”.

Siete Partidas, s. XIII

“El derecho de Patronazgo Eclesiástico nos pertenece en todo el Estado de las Indias, assí por haberse descubierto y adquirido aquel Nuevo Mundo, edificado y dotado en él las Iglesias y Monasterios a nuestra costa, y de los Señores Reyes Católicos nuestros antecesores, como por habérsenos concedido por Bulas de los Sumos Pontífices de su proprio motu, para su conservación y de la justicia que a él tenemos”. Ordenanzas de Patronato, 1574

1. PRESUPUESTOS En todos los reinos europeos se había asumido desde muy temprano la concepción cristiana que había introducido la distinción entre dos sociedades, la una temporal y la otra espiritual y, como consecuencia de ello, cada sociedad contaba con su propio poder y con su propio derecho. Mas como el Reino y la Iglesia tenían a su cuidado a los hombres durante su paso por esta vida perecedera, ambas instituciones debían actuar en una mutua colaboración, la primera para perseguir el bien común manteniéndoles en justicia y en paz, y la segunda para apartarles del pecado y procurar la salvación de sus almas. Tal concepción se hallaba fuertemente enraizada en Castilla y era gráficamente resumida en el proemio de la segunda de las Siete Partidas, donde al tratarse de estos dos poderes superiores se recogía la tradicional imagen de las dos espadas y la necesidad de concierto entre ambas: “Estas son las dos espadas, porque se mantiene el mundo. La primera, espiritual. E la otra, temporal. La espiritual, taja los males escondidos, e la temporal, los manifiestos... E por ende estos dos poderes se ayuntan a la Fe de nuestro Señor Jesu Christo, por dar justicia complidamente al alma, y al cuerpo. Onde conviene por razón derecha, que estos dos poderes sean siempre acordados, así que cada uno de ellos ayude en su poder al otro”. La historia política y del derecho en la Europa occidental está marcada en gran medida por la propia historia de las relaciones entre estos dos poderes superiores: el poder temporal, representado por el emperador y los reyes, y el poder espiritual identificado con la Iglesia. Esta misma historia tuvo un capítulo del todo nuevo en las Indias Occidentales, pues a ellas también se trasladó esta tradicional concepción de la existencia de dos sociedades con sus respectivos poderes superiores, de tal manera que el gobierno indiano hubo también de asumir el régimen jurídico y de organización de las relaciones entre la Corona y la Iglesia. El siglo XVI fue para los reinos europeos y para la Iglesia una época de permanentes contactos y enfrentamientos con los „infieles‟ y „gentiles‟, desde la expulsión de los musulmanes en España el mismo año del descubrimiento de América, hasta la derrota de

los turcos en Lepanto en el año 1571, pasando por el permanente contacto con los habitantes de los territorios descubiertos en África y en el Nuevo Mundo, lo que no sólo significó reafirmar la identidad cristiana de Occidente, sino también enfrentar por vez primera una realidad en la cual había unos extensos territorios habitados por vastas poblaciones que no compartían la identidad cultural cristiana, y en ellos había que plantar no sólo el señorío político sino también la fe. Pero también la Europa del siglo XVI presenció la división de la tradicional unidad de la cristiandad occidental debida al movimiento de la Reforma, con la posterior reacción católica del Concilio de Trento (1545-1563), en un ambiente en el cual los estados nacionales afirmaban cada vez más su independencia y soberanía, y cuyas relaciones con la Iglesia oscilaron entre las alianzas, de hecho algunas, de derecho otras (concordatos), y las separaciones, pacíficas a veces, violentas otras, todo ello en medio de una corriente de secularización en desarrollo desde el Renacimiento, y que era propagada por humanistas, filósofos y científicos que cuestionaban una concepción del mundo plantada en Aristóteles y florecida en santo Tomás. En dicho ambiente se produjo el establecimiento en el Nuevo Mundo de los dos poderes superiores: la Iglesia y la Corona. Desde sus propios orígenes se prefiguró en el Nuevo Mundo un régimen jurídico particular para las relaciones entre la Corona y la Iglesia, cuyas estrechas vinculaciones partieron desde las mismas bulas de donación del papa Alejandro VI en 1493 que impusieron a los reyes el principal cuidado de evangelizar a los naturales de las islas y tierras descubiertas, de modo que la propia Corona y su gobierno asumieron una clara finalidad misional, como se reconocía expresamente en la Recopilación de Indias de 1680 cuando se declaraba que: “El fin principal que nos mueve es la predicación y dilatación de la santa Fe Católica”. Naturalmente la historia de estas relaciones entre la Corona y la Iglesia en el Nuevo Mundo no estuvo exenta de contratiempos y conflictos, pero a pesar de todos ellos logró consolidarse un especial régimen jurídico que, bajo la genérica denominación de Real Patronato Indiano procuró no sólo un “gobierno eclesiástico y pacífico”, sino también la “unión de los dos cuchillos: pontificio y regio” para bien de los súbditos de las dos sociedades, tanto hispanos como indígenas, cuya más perfecta y acabada regulación se dio en las Ordenanzas de Patronato Real despachadas en el año de 1574 como una de las consecuencias de la visita practicada por Juan de Ovando al Consejo de Indias. 2. ORÍGENES Y CONFIGURACIÓN DEL REAL PATRONATO INDIANO Se ha anticipado que en la primera Bula Inter caetera, fechada el 3 de mayo de 1493, la Santa Sede imponía precisamente a Fernando e Isabel y a sus sucesores en la Corona de Castilla y León el deber de destinar a las islas y tierra firme comprendidas en la donación apostólica “varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes citados en la fe católica e inculcarles buenas costumbres, poniendo en lo dicho toda la diligencia debida”. Esta obligación, reiterada en la segunda Inter caetera, imprimió un indeleble sentido y finalidad misional al gobierno indiano y sentó las bases de una estrecha cooperación entre la Corona y la Iglesia para procurar el bien de las almas en el Nuevo Mundo.

Don Fernando y doña Isabel desde un principio asumieron este peculiar deber y así, en el segundo viaje de Colón enviaron al benedictino del monasterio de Monserrat fray Bernardo Boyl para que llevara a la práctica el encargo de la evangelización y, en su consecuencia, el papa despachó el 25 de junio de 1493 una bula al misionero, la Piis fidelium, invistiéndole como vicario apostólico para el cumplimiento de sus tareas misioneras. Fray Bernardo Boyl celebraría la primera misa en el Nuevo Mundo el día 6 de enero de 1494 en la recientemente establecida ciudad de La Isabela, rodeado de los doce misioneros que le acompañaban. Sin embargo, muy pronto comenzaron los primeros conflictos entre los representantes de los dos poderes, pues el Almirante entendía que el misionero le debía sujeción en el cumplimiento de sus labores, en tanto que virrey de las islas descubiertas, pero el benedictino usaba de unos poderes que le había concedido la Sede Apostólica directamente y no la Corona y por ello no consentía en las pretensiones de Colón. Surgía así en la práctica la cuestión de establecer el régimen de las relaciones que habían de mantenerse entre la Corona y la Iglesia en las Indias. Los conflictos entre el Almirante y el benedictino acabaron con el pronto regreso de este último a Castilla. En ese momento los Reyes Católicos adoptaron una nueva política para definir las relaciones entre la Corona y la Iglesia, sobre todo con la finalidad de cumplir el encargo de la evangelización. Abandonaron la idea de destinar a un nuevo misionero y solicitaron a la Sede Apostólica que concediera a la Corona el derecho de presentación de todos los oficios y dignidades eclesiásticas de la Iglesia en el Nuevo Mundo, a imagen, en cierto modo, del que habían obtenido en 1486 respecto de la Iglesia de Granada que se esperaba reconquistar. Pero junto a ello pidieron también la concesión de los diezmos y la potestad para fijar los términos y límites de las diócesis que se iban a erigir en las Indias. Estos requerimintos de los Reyes Católicos importaban asumir el derecho de Patronato sobre la Iglesia que comenzaba a fundarse en las islas descubiertas, pero con unas características diversas a la institución canónica del patronato mayoritariamente conocida en la iglesia europea de la época, pues el que solicitaban les fuera concedido asumía el carátcer de “universal” sobre toda la Iglesia indiana, a diferencia del típicamente canónico que era singular, pues sólo concedía a quien había erigido una iglesia, dotándola convenientemente, del derecho de presentación de los eclesiásticos que iban a servir los oficios divinos en ella. Después de unas largas negociaciones, no exentas de dificultades y conflictos, la Corona obstuvo paso a paso que la Iglesia Romana le concediera la serie de potestades que en materia eclesiástica habían solicitado en relación con el Nuevo Mundo. Así, en 1501 el papa Alejandro VI le concedía el derecho a percibir los diezmos; en 1508 el papa Julio II le otorgaba el derecho de presentación de personas idóneas para el servicio de los oficios eclesiásticos de la Iglesia en Indias; en 1518 el papa León X accedía por primera vez, pero de manera singular, a la petición de otorgar a los reyes la potestad de delimitar un obispado, concretamente el de Yucatán; algunos años más tarde se facultaría a la Corona para percibir la Bula de la Santa Cruzada, Subsidio y Excusado. Nacía entonces, el “Real Patronato Indiano”, como un régimen jurídico particular destinado

a organizar las relaciones en el Nuevo Mundo de la Iglesia y la Corona, que se caracterizaba por su nota de universalidad, en cuanto se trataba de una serie de potestades legítimamente concedidas por la Sede Apostólica a la Corona, para que ésta las ejerciera respecto de toda la iglesia indiana, sin que pudiera intervenir en cuestiones dogmáticas. El ejercicio práctico del Real Patronato Indiano dio cuerpo a este régimen de los dos poderes superiores en el Nuevo Mundo, pero no sólo se caracterizó por el ejercicio de las facultades legítimamente concedidas, sino también porque a lo largo del tiempo la Corona fue atribuyéndose unas nuevas potestades que, nunca fueron reconocidas oficialmente por la Iglesia, o bien ejerciendo abusivamente algunas de las justamente otorgadas, de modo que es posible advertir con toda claridad en el marco de las relaciones entre la Corona y la Iglesia dos grandes ámbitos: el ceñido en los límites del justo ejercicio del Patronato Indiano; y el de su ejercicio abusivo o ampliado por la Corona y siempre discutido por la Iglesia, pero habitualmente justificado por los juristas al servicio de la monarquía. 3. EL REAL PATRONATO INDIANO Y LA PERCEPCIÓN DE LOS DIEZMOS Los diezmos eran, en términos generales, una contribución de carácter eclesiástico que los fieles debían pagar a la Iglesia y que gravaba principalmente la producción agrícola, extendiéndose entonces a todos los frutos de la tierra, aunque en el Nuevo Mundo jugó la costumbre de las respectivas diócesis e iglesias particulares un especial papel en la determinación de los bienes agrícolas que quedaban afectos a él. La primera de las peticiones reales a la Sede Apostólica que tuvo éxito fue la relativa a la concesión del derecho a cobrar y a percibir los diezmos, que los Reyes Católicos habían formulado arguyendo los grandes costos que habría de significarles el cumplimiento de su deber de evangelización. El papa Alejandro VI en virtud de la Bula Eximiae devotionis del 16 de noviembre de 1501 concedió a los Reyes y a sus sucesores: “Que en las dichas islas y provincias podáis percibir y llevar lícita y libremente los diezmos todos de sus vecinos, moradores y habitadores que en ella están, o por tiempo estuvieren”, pero imponiéndoles la obligación de dotar con rentas convenientes a todas y cada una de las iglesias que se erigieren en el Nuevo Mundo, para que sus ministros eclesiásticos pudieran sustentarse comodamente y para que pudieran celebrarse los oficios divinos con la dignidad conveniente. La concesión pontificia de los diezmos en favor de la Corona, con la misma obligación de dotación conveniente de las iglesias, fue reiterada en una nueva Bula Eximiae devotionis despachada por el papa Julio II el 8 de abril de 1510 precisándose en ella que no quedarían afectos a esta contribución la producción de oro plata y demás metales, tal como ocurría en Castilla. Aunque poco tiempo después hubo algunas discusiones acerca de la concesión de los diezmos a la Corona por parte de Fernando quien, al parecer devolvió los diezmos a los obispos de las tres primeras diócesis indianas, durante toda la existencia de la monarquía hispano – indiana fue la Corona la que cobró y percibió esta contribución, reglándola minuciosamente en cuanto a su distribución. Aunque a lo largo de los siglos no siempre operó el mismo sistema en la distribución del producto de los diezmos que percibía la Corona, desde el reinado de don Carlos I todos

ellos se distribuían en cuatro partes: una cuarta parte se destinaba para “la mesa episcopal”, es decir, para el obispo y su provisor; otra cuarta parte era para la “mesa capitular”, esto es, para los canónigos de la catedral; y las dos cuartas restantes se dividían, a su vez, en novenos, cuatro de los cuales era para los párrocos y sus tenientes, dos para la Real Hacienda; uno y medio para la fábrica de iglesias; y el otro noveno y medio para los hospitales. El cobro y la percepción de los diezmos indianos por parte de la Corona se ejerció, pues, dentro de los precisos términos de la concesión papal, sin embargo, hubo algunas cuestiones que generaron dificultades entre la Iglesia y la Corona derivando en ciertas prácticas abusivas por parte de esta última, tales fueron la relativa a la determinación de la jurisdicción competente para conocer de las causas tocantes a los “nuevos diezmos”, esto es, a los casos en los que se pretendía gravar con ellos a especies habitualmente no sujetas a tal contribución, y la vinculada con el destino que debía darse a los espolios de los prelados y a las “vacantes”, es decir, a las rentas situadas en los diezmos que no eran pagadas por no hallarse proveídos los oficios eclesiásticos correspondientes. 4. EL REAL PATRONATO INDIANO Y LA DELIMITACIÓN DE LAS DIÓCESIS En medio de las iniciales peticiones de los Reyes Católicos a la Sede Apostólica se produjo la erección de las tres primeras diócesis en el Nuevo Mundo, como una respuesta del papa Julio II a las instancias de los monarcas. Así, mediante la Bula Illius fulciti praesidio del 15 de noviembre de 1504 se erigieron en La Española los obispados de Yaguata, Magua y Baynua, sufragáneos los dos últimos del primero que se establecía como metropolitano, sin que el pontífice reconociera a los reyes derecho alguno de presentación de sujetos para proveerlos, ni menos les habilitara para determinar sus términos y límites. Don Fernando no vio con buenos ojos la erección de estos tres primeros obispados, precisamente, porque en la bula ereccional no se concedía a la Corona la potestad de delimitar sus territorios y, por tal razón, nuevamente se inició una negociación con la Santa Sede, durante cuyo curso se obtuvo el otorgamiento del derecho de presentación en 1508, pero no así el reconocimiento de la facultad de fijar los límites de las diócesis, a lo que nunca accedió la Iglesia romana de manera general, aunque a partir de la creación del obispado de Yucatán en 1518 la bula ereccional Sacris Apostolatus ministerio del papa León X otorgó dicha potestad el rey emperador, y así fue práctica constante al erigirse nuevas sedes episcopales. En medio de esta iniciales discusiones las tres primera diócesis, que nunca llegaron a instalarse, fueron substituidas por otras tres, erigidas por la Bula Romanus Pontifex del 11 de agosto de 1511 como sufragáneas de la arquidiócesis de Sevilla, fueron ellas las de Santo Domingo, Concepción de la Vega y Puerto Rico, a las que se sumó la de Santa María de la Antigua, erigida el 28 de agosto de 1513, la de Asunción de Baracoa en 1518 y trasladada a Santiago de Cuba por breve del papa Adriano VI del 28 de abril de 1522, y la Abadía de Jamaica, creada el 29 de enero de 1515. Desde el momento en que la conquista se extendió al continente americano comenzaron a erigirse nuevas diócesis, tanto en el virreinato de la Nueva España, como en el del Perú. La

extensión de sus obispados y las especiales necesidades de la evangelización de los naturales mostraron prontamente cuán inapropiado era el que las sillas preladas del Nuevo Mundo fueran sufragáneas de la archiepiscopal de Sevilla, de modo que en tiempos del rey emperador se obtuvo que fueran elevadas a la dignidad arzobispal las cátedras de Méjico, Santo Domingo y Los Reyes (Lima) suprimiéndose, en consecuencia la jurisdicción metropolitana de Sevilla. Esto ocurría en 1547 y así la Iglesia indiana contaba ahora con una sede primada, la arzobispal de Santo Domingo, con siete diócesis sufragáneas; la arzobispal de Méjico, con seis sedes sufragáneas; y la arzobispal de Los Reyes con otras cinco sufragáneas. Con posterioridad se erigieron diversos otros obispados, sobre todo en tiempos de don Felipe II, tales como el de Santiago de Chile, creado por el papa Pío IV el 18 de mayo de 1561 y cuyo primer prelado fue Rodrigo González Marmolejo; el de la Santísima Concepción creado el 22 de mayo de 1563 con sede en La Imperial, reino de Chile, por el mismo papa Pió IV y cuyo primer titular fue fray Antonio de San Miguel Avendaño y Paz; el de Córdoba del Tucumán mediante la bula Super specula militantis Ecclesiae despachada el 14 de mayo de 1570 por papa San Pío V, cuya silla se estableció originariamente en Santiago del Estero hasta el año de 1699 cuando el papa Inocencio XII la trasladó a la ciudad de Córdoba. Bajo el reinado de don Felipe II se erigió una cuarta silla arzobispal: la de Santa Fe de Bogotá en 1565, de la cual pasaban a depender los obispados de Popayán y Cartagena. Algunos años más tarde, en 1578, se erigiría por el papa Gregorio XIII un obispado en la lejana ciudad de Manila, que fue elevada a la dignidad arzobispal, separándola de la jurisdicción de Méjico, en 1595. A principios del siglo XVII la sede de La Plata de los Charcas obtuvo la dignidad arzobispal, exactamente en el año de 1609, bajo cuya primacía quedaron las sillas de Córdoba del Tucumán, Asunción, La Paz y Santa Cruz de la Sierra. Durante el siglo XVIII se erigieron algunos nuevos obispados, por ejemplo, en el reinado de don Carlos III y a petición suya, el papa Pío VI mediante la bula Relata semper autorizó la fundación en el año de 1777 del obispado de Linares en el Nuevo Reino de León, cuya silla se estableción en la ciudad de Nuestra Señora de Monterrey, designándose como su primer prelado a fray Antonio de Jesús Sacedón. 5. EL REAL PATRONATO INDIANO Y LA ERECCIÓN Y FUNDACIÓN DE IGLESIAS Y CONVENTOS El patronato, en cuanto institución canónica, contaba con una larga vida en los reinos europeos, pues desde muy temprano la Iglesia había reconocido la calidad de patrono a quien erigía, fundaba y dotaba convenientemente una iglesia particular, cuya más señalada consecuencia estribaba en que el patrono gozaba del derecho a presentar ante la autoridad eclesiástica competente el nombre de los sujetos que parecían idóneos para el servicio de las funciones religiosas en dicha iglesia. Este derecho de patronato particular había servido de base a los Reyes Católicos, pocos años antes del descubrimiento colombino, para obtener del papa Inocencio VIII la expedición de la Bula Orthodoxae fidei, fechada el 13 de diciembre de 1486, mediante la cual se les concedía el patronato universal, es decir, sobre todas las iglesias, del Reino de

Granada que esperaban reconquistas, de las Islas Canarias y de la villa de Puerto Real. Supuesto lo anterior, resultaba una suerte de lógica continuidad política la insistente petición de Fernando el Católico por obtener de la Sede Apostólica el otorgamiento del patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo y que, conforme a él, se atribuyera a la Corona la erección, fundación y dotación competente de todas las iglesias, monasterios y demás lugares píos indianos, con el correspondiente derecho de presentación ante la Santa Sede de los sujetos que parecieren más a propósito para el servicio de los oficios y goce de los beneficios eclesiásticos. Las instancias del rey Católico consiguieron su objetivo, y el papa Julio II, en virtud de la Bula Universalis Ecclesiae regiminis del 28 de julio de 1508, le concedió a él y a su hija doña Juana el patronato sobre la Iglesia indiana y el consiguiente derecho de presentación: “Concedemos a los dichos Reyes, Fernando y Juana, y a los que en adelante lo fueren de Castilla y de León... el derecho del Patronato y de presentar personas idóneas para las dichas iglesias”. La Corona, entonces, asumió desde la Bula Universalis Ecclesiae de 1508 la más amplia facultad para autorizar la erección, fundación y dotación de las iglesias en el Nuevo Mundo, tal como declaraba una ley recopilada: “Que no se erija, instituya, funde ni constituya iglesia catedral ni parroquial, monasterio, hospital, iglesia votiva ni otro lugar pío ni religioso sin licencia expresa nuestra” (Rec. Ind. 1.6.2). La citada licencia la debía otorgar el Consejo de Indias, como se declaraba en otra ley indiana: “Que en las Ciudades y Poblaciones de nuestras Indias se edifiquen y funden Monasterios de Religiosos, siendo necesarios para la conversion y enseñanza de los naturales y predicación del Santo Evangelio, con calidad de que antes de fabricar Iglesia, Convento, ni Hospicio de Religiosos, se nos dé cuenta y pida licencia especialmente, como se ha acostumbrado en nuestro Consejo de Indias” (Rec. Ind. 1.3.1). Esta potestad fue siempre mantenida por la Corona, y así por una real cédula circular fechada en Madrid el 7 de marzo de 1705 se prohibían las erecciones y fundaciones eclesiásticas sin haber obtenido la previa licencia real a través del Consejo de Indias, so pena de formular expresos cargos en las residencias a quienes consintieran pasar contra este precepto. Para que esta potestad no quedara en letra muerta se encargaba a los virreyes y audiencias que se ocuparan en asegurar el cumplimiento y observancia de este precepto general, y para ello debían informar y dar: “Cuenta de las Iglesias que están fundadas, y de las que pareciere conveniente fundar” (Rec. Ind. 1.2.1), y para evitar conflictos o dudas en lo tocante a la erección y fábrica de las iglesias, debía cada real audiencia en su distrito designar a uno de sus oidores como comisario de la fábrica de iglesias, quien no recibía salario por el servicio de esta comisión (Rec. Ind. 2.16.38). La Corona defendió siempre con tenacidad y rigor esta potestad legítimamente concedida por la Sede Apostólica, y alguna vez hubo en la que llegó incluso a ordenar que se demolieran conventos que se había levantado sin la real licencia. Así, por ejemplo, por una real cédula fechada en Madrid el 31 de diciembre de 1628 se ordenó al presidente y oidores de la Real Audiencia de Santiago de Chile que si los hermanos de San Juan de Dios tenían a su cargo la administración del hospital de la ciudad sin órdenes reales, debían quitárselo y entregarlo al

obispo, dándole toda la ayuda necesaria para que les tomara cuentas por el tiempo que habían tenido la dicha administración, y por otra, librada en Madrid el 16 de diciembre de 1631, volvió a ordenárseles que hicieran guardar las cédulas que prohibían la fundación de conventos en el reino sin licencia real, y que se demolieran los que en contravención a ello hubieran fundado los Agustinos y otras órdenes, reiterándoseles, por real cédula despachada en Madrid el 26 de febrero de 1636, que hicieran cumplir la de 1631, de modo que no se consintieran nuevas fundaciones de conventos, y que se demolieran los que se hubieran hecho sin licencia del rey. A principios del siglo XVIII la misma audiencia santiguina hizo ejecutar una real cédula del 26 de abril de 1703 que mandaba que se demoliera un convento y hospicio que los franciscanos habían levantado en la ciudad de Mendoza, aunque ello sólo pudo cumplirse once años más tarde, después de lo cual, por real cédula despachada en Madrid el 30 de abril de 1717, se encargó especialmente al tribunal que cuidara del cumplimiento y observancia de las regalías patronales, en lo tocante a la licencia real para erigir conventos. 6. EL REAL PATRONATO INDIANO Y EL DERECHO DE PRESENTACIÓN De acuerdo con la Bula Universalis Ecclessiae de 1508, el principal derecho que confería el Real Patronato al monarca era el de presentar a la Santa Sede sujetos idóneos para que fueran proveídos en los oficios y beneficios eclesiásticos del Nuevo Mundo, derecho que se ejercía básicamente a través del Consejo de Indias, para las plazas de arzobispos, obispos, y dignidades. Para que los consejeros estuvieran bien informados de los méritos de los clérigos y religiosos que podían ser presentados se encargaba a los virreyes, gobernadores y audiencias que informaran periódicamente al monarca y a sus consejeros cuáles eran las dignidades, beneficios, doctrinas y otros oficios eclesiásticos que existían en sus distritos, con especificación de cuáles estaban proveídos y cuáles se hallaban vacantes. Debían, además, enviar una relación completa de todos los eclesiásticos y de aquellos que deseaban serlo, con expresión de sus méritos, suficiencia, letras y buenas partes, y para qué beneficios, prelacías u oficios parecían a propósito (Rec. Ind. 2.33.13). Ligada, igualmente, a la defensa de estos derechos patronales se hallaba la obligación que se imponía a las audiencias indianas de impedir que los obispos presentados entraran en posesión de sus diócesis si no acreditaban con testimonio de escribano público haber prestado juramento de respetar y guardar el Patronato Real y la jurisdicción secular, lo que también debían hacer en las presentaciones realizadas al prelado de dignidades, canongías u otros oficios eclesiásticos (Rec. Ind. 1.7.1). El derecho de presentación permitió a la Corona estructurar una carrera eclesiástica o cursus honorum que dependía en todo de ella y que la práctica organizó mediante una ordenada jerarquización de plazas y de ascensos, que tuvieron una especial regulación en las Ordenanzas del Patronato de 1574 y en diversas reales cédulas, que procuraban siempre la elección y presentación de los mejores sujetos, graduados en las universidades peninsulares e indianas, de tal manera que también los naturales del Nuevo Mundo tuvieron abierta la puerta para incorporarse al servicio de la Iglesia. De este modo, la carrera de los eclesiásticos en

Indias estaba aun más estrechamente vinculada a la corona que la de los eclesiásticos castellanos, debido a las particulares relaciones entre la Iglesia y la Monarquía derivadas del régimen jurídico del Real Patronato. Las plazas eclesiásticas que formaban los destinos naturales de los letrados teólogos y canonistas eran las de los obispados indianos, jerarquizados por la importancia de las diócesis, de manera tal que a su cabeza se encontraban los arzobispados de Méjico y Lima, y también ordenados en atención a la naturaleza de las dignidades y a los beneficios anexos a ellos. Los oficios eclesiásticos a los que se optaba para acceder eran los que formaban los capítulos, es decir, los cuerpos de canónigos de una catedral, o los colegios de canónigos de las iglesias colegiatas. Estos oficios eran llamados genéricamente canongías, y consistían en beneficios eclesiásticos que tenían anexa la obligación de celebrar los oficios divinos en la iglesia catedral o colegiata, con los derechos de silla en el coro, y asiento y voz deliberativa en los acuerdos capitulares. Dentro de las canongías, cinco de ellas tenían la denominación de dignidades, y eran las de deán, arcediano, chantre, maestrescuela, y tesorero. Otras eran las canongías de oficio, llamadas así porque además de sus deberes comunes tenían anexa un cargo u oficio especial, tales eran las canongías teologal o lectoral y la penitenciaria, instituidas en el IV Concilio de Letrán, y las magistral y doctoral, instituidas por los papas León X y Sixto V. Las restantes eran simples canongías, sin más cargo que la celebración de los oficios divinos y la asistencia al coro y altar. Distintas de las canongías eran las prebendas, esto es, el simple derecho a percibir ciertos frutos o réditos de los bienes de la iglesia, tales como las raciones y medias raciones. En la Nueva España, por ejemplo, en la catedral de Méjico, bajo el oficio de arzobispo se situaban las dignidades de deán, arcediano, chantre, maestrescuela, y tesorero; y las canongías de oficio doctoral, lectoral, magistral, y penitenciaria, además de las simples canongías, y los racioneros y medio-racioneros. Desde muy temprano se asentó en la práctica del ejercicio del derecho de presentación que para la provisión de oficios eclesiásticos en Ultramar debía presentarse a sujetos de probada literatura y suficiencia, con lo cual quedaban abiertos sólo para los graduados universitarios en teología o cánones. Así, por ejemplo, la ordenanza 6 de las de Patronato de 1574 y una real cédula fechada en Madrid el 18 de marzo de 1620, incluidas en la Recopilación de Indias de 1680 (1.6.5), mandaban expresamente que en las presentaciones para dignidades, canongías y prebendas de las catedrales indianas fueran preferidos los letrados graduados en las universidades de Lima, Méjico y reinos de Castilla, y en las ordenanzas 8 y 79 de las de Patronato se prescribía que en las catedrales de las Indias, donde fuere posible se presentaran dos juristas y dos teólogos para la provisión de cuatro de sus canongías, y por lo tocante a la provisión de prelados, diversas disposiciones de don Felipe IV, luego recopiladas, encarecían al Consejo de Indias la presentación de sujetos hábiles, letrados y suficientes, porque: “La elección de los buenos Prelados, así para descargo de nuestra Real conciencia, como para el gobierno espiritual de los Feligreses, es de tanta consideración, que en ninguna cosa deseamos más el acierto, por lo qual encargamos mucho a los de nuestro Consejo de Indias la atención en los que se nos propusieren para las Iglesias de ellas, y que hagan particular examen de la virtud, letras y demás partes que requiere el ministerio, en que tanto cuidado se debe poner, por la obligación precisa que corre de elegir a los más beneméritos...” (Rec. Ind. 2.2.30).

El derecho de presentación emanado del patronato real sobre la Iglesia universal de las Indias fue siempre mantenido por la Corona y a través de él se organizó la “carrera eclesiástica indiana”. Pero, también, en su ejercicio se introdujeron una serie de prácticas abusivas, como la de presentar ante la Santa Sede un sólo nombre para proveer el oficio vacante y, sobre todo, la de practicar una política que conducía a que los presentados para las sillas episcopales entraran en posesión de sus sedes aún antes de la cánonica institución, generándose la cuestión del llamado “gobierno de los presentados”. 7. EL REAL PATRONATO INDIANO Y LA BULA DE LA SANTA CRUZADA En los reinos europeos desde el bajo medioevo se solían predicar las llamadas “Bulas de Cruzada”, cuya principal finalidad era recaudar, por vía de limosna, contribuciones para hacer frente a la “guerra contra los infieles”, de modo que quien las obtenía recibía el indulto o indulgencia de ciertos deberes religiosos, especialmente el de comer carne, huevos y lacticinios en días vedados. Estas Bulas técnicamente era cuatro diversas, a saber: la de Vivos; la de Difuntos o Ánimas; la de Lacticinios; y la de Composición. La predicación y publicación de estas bulas en los reinos de la Monarquía Hispano – Indiana, con el consiguiente derecho a percibir las limosnas que se obtenían de ellas fue concedida a la Corona, aunque no de una manera general, sino ordinariamente mediante bulas papales por un período determinado, renovándose periódicamente hasta el siglo XVIII. En el caso de los reinos de las Indias no consta con certeza una primera concesión papal que otorgara a la Corona el derecho a percibir las limosnas procedentes de estas bulas, aunque sí se sabe que ya durante el reinado de don Carlos I se las predicaba en las Antillas en el año de 1535 y que dos años después era nombrado un Comisario General Subdelegado para la Nueva España, sin perjuicio de lo cual habitualmente la Corona y los juristas ocupados en estos temas remitían la concesión de esta facultad a una decisión del papa Gregorio XIII en el año de 1573. Para la buena administración de la bula de la Santa Cruzada, subsidio y excusado existía en la corte un Comisario Apostólico General de la Santa Cruzada, quien designaba comisarios subdelegados para que actuaran en las Indias. A principios del siglo XVII, una real cédula fechada en San Lorenzo el 16 de mayo de 1609, dispuso que en aquellos lugares de Ultramar donde había reales audiencias hubiera un comisario general de Cruzada quien, junto al oidor decano o al que en su ausencia le seguía en antigüedad, debía formar el Tribunal de Cruzada, para que en él se vieran, sentenciaran y determinaran “todos los pleytos, negocios y causas, que hubiere en sus distritos y partidos, así en lo tocante a la administración y cobranza de la Cruzada como los que fueren entre partes y ante ellos ocurriesen de los otros subdelegados particulares de su distrito en grado de apelación” (Rec. Ind. 1.20.1). Posteriormente, el 20 de diciembre de 1621 se despachó una Instrucción para la administración de las bulas en todos los reinos de la monarquía, modificada durante el siglo XVIII cuando por real cédula del 12 de mayo de 1751 se entregó la administración de la

bula a los oficiales de la Real Hacienda, y cuando en 1785 don Carlos III dio una nueva Instrucción. 8. ABUSOS EN EL EJERCICIO DEL REAL PATRONATO A pesar de las amplias concesiones apostólicas en favor de la Corona, y que constituían el cuerpo y contenido del Real Patronato Indiano, su ejercicio por ésta no siempre se ajustó a los términos de las bulas pontificias, generándose una práctica que condujo a la introducción de una serie de abusos o extralimitaciones, vinculados todos ellos precisamente a las potestades concedidas. Estas prácticas abusivas de la Corona contaron habitualmente con el poderoso apoyo de los juristas quienes, las más de las veces, las fundaban en una serie de argumentaciones que incluso llevaban a hacerlas arrancar no de las concesiones apostólicas sino de los atributos inherentes a la Corona, es decir, las comprendían dentro del campo de las “regalías”, y de allí que se generara, sobre todo a partir del siglo XVII, toda una corriente jurídica que se engloba bajo la génerica denominación de “regalismo”, entre cuyos representantes se hallaron autores de la talla de Juan de Solórzano y Pereyra, Gaspar de Villarroel y Pedro Frasso en el siglo XVII, y que tuvo una especial profundización durante el siglo XVIII al amparo de una monarquía reformadora con una clara tendencia a la consolidación de su poder frente a la Iglesia, cuya política bien justifica tratarla como de “regalismo borbónico”, defendida por juristas como Antonio José Álvarez de Abreu y Antonio Joaquín de Ribadeneyra y Barrientos. 8.1. LOS RECURSOS DE NUEVOS DIEZMOS La compleja historia de la donación de los diezmos a la corona castellana por parte del papado acarreó la dificultad de determinar la naturaleza jurídica del diezmo, en cuanto a si se trataba de una contribución eclesiástica o secular, con los consiguientes conflictos de competencia por conocer de las causas relativas a ellos entre la jurisdicción real y la eclesiástica. Uno de tales conflictos se presentaba en lo tocante a los denominados “recursos de protección” o “de nuevos diezmos”, que se suscitaban cuando se pretendía diezmar alguna cosa que no acostumbraba estar afecta al gravamen o que estaba exenta de él por la legislación real, pues, como escribía José de Rezabal y Ugarte, regente de la Real Audiencia de Santiago de Chile, este recurso procedía: “No sólo cuando se piden nuevos diezmos, sino tambien cuando se alterara la cuota en aquellas cosas de que pagaba antes”, en cuyo caso se facultaba al afectado para ocurrir ante la jurisdicción real para levantar la opresión cometida por los jueces eclesiásticos. El conocimiento de este recurso estaba mandado llevar ante el Consejo Real, según algunos autores en forma privativa, de tal manera que en las Indias no había, en principio, tribunal alguno temporal competente para concoer de ellos. Sin embargo, muchos juristas defensores de las regalías de la Corona, sostenían que en el Nuevo Mundo debían ser las audiencias las que conocieran de estas materias, tales eran Solórzano y Pereyra y Ramírez de Valenzuela, pero también hubo otros que defendían la opinión contraria, como Francisco Alfaro y José de

Rezábal y Ugarte. Sin perjuicio de la discusión de los autores, la práctica indiana mostraba que era habitual que fueran las audiencias americanas las que conocieran de estos recursos, porque se entendía que de este modo se amparaban y defendían las regalías de la Corona, de manera, entonces, que era un tribunal real el que asumía el conocimiento de estas materias, sin que se dejara intervenir en ella a los eclesiásticos. Así, por ejemplo, Ramírez de Valenzuela refería un caso práctico suscitado en la Nueva España: “Esta práctica se observa en tanto grado, que haviendo comenzado a actuar el cabildo de la Iglesia de México con los Religiosos Carmelitas, sobre que pagasen diezmos de la fruta que vendían en sus huertas intra Claustra, y sobre que se anulase cierta escritura de transacción, acudió la religión a la Real Audiencia, por decir, que el Cabildo la hacía en proceder en esta materia, y haviéndose hecho relación, se retuvo en ella el conocimiento, y acudió el Cabildo a proseguir el pleyto, y se dieron sentencia de vista, y revista, de que se interpuso segunda suplicación, y se vio en el Consejo por los años de 1727”. 8.2. LOS PRODUCTOS DE LAS VACANTES Como gran parte del producto de los diezmos se destinaba para dotar de rentas a los titulares de los oficios eclesiásticos o para sustentar los beneficios canónicos se generó en la práctica la cuestión de determinar a quién pertenecían tales rentas cuando los oficios y beneficios se hallaban vacantes, tanto las sedes arzobispales y episcopales (“vacantes mayores”), cuanto las de las canongías y prebendas (“vacantes menores”). Debido a lo lento que solía ser el procedimiento de presentación y de canónica institución de los presentados para los oficios y beneficios de la Iglesia indiana, las vacantes solían prolongarse largamente en el tiempo, de manera que se acumulaban unas rentas que llegaban a alcanzar sumas considerables, generándose la discusión en cuanto a si ellas tocaban a la Corona, como beneficiaria de los diezmos, o si pertenecían al clérigo que iba a ocupar la plaza vacante. La práctica de la Corona desde muy temprano fue considerar que las vacantes le pertenecían, de manera que mientras ellas se mantenían invertía tales rentas, aplicándolas normalmente a fines piadosos. Así, durante los siglos XVI y XVII ellas se solían distribuir en tercios: uno para la Real Hacienda, otro para la fábrica de la catedral, y otro para el obispo o clérigo sucesor. Durante el siglo XVIII y en el amplio marco del “regalismo” defendido por una serie de juristas y practicado por la misma Corona se reafirmó la política conforme a la cual los productos de las vacantes pertenecían a la Real Corona y, en consecuencia, ella podía aplicarlas a los fines que tuviera por más convenientes. El gran defensor de esta tesis y cuyas opiniones inspiraron las decisiones de don Felipe V y sus sucesores fue Antonio José Álvarez de Abreu (1688-1756), oidor de la Casa de la Contratación (1727), consejero de Indias (1731), de la Cámara de Indias (1741), quien en 1726 dio a la imprenta su obra Víctima Real Legal, discurso único, jurídico-histórico-político, sobre que las Vacantes Mayores y Menores de las Iglesias de las Indias Occidentales pertenecen a la Corona de Castilla y León con pleno y absoluto Dominio, a quien la Corona reconoció sus esfuerzos

en defensa de las regalías concediéndole, precisamente, el título de “Marqués de la Regalía”. En 1712 don Felipe V había dado una nueva orden respecto de la aplicación de las vacantes, pero ella fue del todo modificada por una real cédula fechada en San Ildefonso el 5 de octubre de 1737, conforme a la cual, asumiendo las tesis de Álvarez de Abreu, se declaraba que pertenecían a la corona los diezmos de las Indias por la concesión apostólica de Alejandro VI, con dominio pleno, absoluto e irrevocable, y que pertenecían a ella por el mismo derecho todos los frutos y rentas decimales que se causaban por las vacantes de los arzobispos y obispos, y demás ministros que gozaban de renta decimal en las Indias, y que podía aplicar estos frutos y rentas a cualesquiera usos y necesidades de la corona, como otro cualquier ramo de la Real Hacienda, pero a pesar de ello, estimaba justo destinar los productos de vacantes en lo sucesivo: “A obras pías, que han de ser las que yo mandare, se hagan atiendan y socorran”. Más tarde, una real cédula de 15 de febrero de 1791 decidió que el producto de las vacantes se invirtiera en primer lugar en el viático y conducción de misioneros, en segundo lugar en dotar párrocos que carecieran de congrua, y en tercero en socorrer a los prelados y a las iglesias en lo que fuera justo y necesario, suprimiéndose la inversión del tercio en la fábrica y reparo de iglesias, a menos que se solicitara al Consejo por los virreyes. Por último, en relación con las vacantes menores de curatos y sacristías mayores, una real cédula del 16 de noviembre de 1785 dispuso que las de curatos no ingresaran a las Cajas de la Real Hacienda, sino que fueran aplicadas a los curas interinos, pero que las de las sacristías sí se incorporaran en las Cajas Reales. 8.3. ESPOLIOS DE LOS OBISPOS Eran llamados espolios los bienes adquiridos por los prelados, inmediata o mediatamente por contemplación y vocación de la Iglesia (intuitu Ecclesiae) que ellos, justamente, no habían vendido ni distribuido antes de su fallecimiento, o como decía Escriche, ditinguiendo entre espolios y rentas vacantes: “Llámanse espolios los bienes que los arzobispos y obispos dejan al tiempo de su muerte, habiéndolos adquirido de las rentas de la mitra; y se dicen vacantes las rentas de la mitra que correspondan al tiempo que media desde el fallecimiento del prelado, hasta el día de la preconización del sucesor en Roma”, o en palabras del obispo de San Carlos de Ancud, monseñor Justo Donoso: “Se aplica, empero, esta voz para designar, en particular, el derecho de disponer de los bienes eclesiásticos que quedan por fallecimiento de los clérigos o regulares, a quienes el derecho prohíbe testar de tales bienes”. Por disposición del derecho canónico común, contenida en las Decretales de Gregorio IX, a los clérigos seculares, inclusos los obispos, les estaba prohibido disponer mortis causa de los bienes eclesiásticos adquiridos intuitu ecclesiae, o de algún beneficio, como el obispado, canongía o parroquia. En consecuencia, los bienes eclesiásticos que dejaba el clérigo después de su muerte, se adjudicaban según las prescripciones canónicas a la iglesia donde poseía el beneficio, pero posteriormente, en virtud de diversas constituciones apostólicas, eran aplicados a la Cámara Apostólica, y con dicha finalidad se nombraron en los diferentes reinos y estados colectores apostólicos encargados de su recaudación.

A pesar de estas prescripciones, en reinos como Francia, Portugal y, particularmente en los de España, no fueron observados estos mandatos y se conservó la antigua costumbre que autorizaba a los clérigos a testar, incluso de los bienes adquiridos en razón de la iglesia o beneficio, de tal manera que cuando no habían otorgado testamento les sucedían sus herederos ab intestato (Nov. Rec. 10.32.12). pero, a pesar de ello, en los reinos de España esta costumbre jamás comprendió a los obispos, respecto de quienes se mantenía en vigor la prohibición de testar de los bienes adquiridos por vocación de la iglesia y, concretamente, de aquellos que lo eran en razón del obispado, de suerte tal que, conforme a la antigua disciplina de las iglesias de los reinos de España, muerto el obispo, sus bienes eran inventariados y guardados para aplicarlos a los usos piadosos a que estaban destinados por las reglas canónicas en beneficio de las iglesias y de los pobres. En las Indias se mantuvo esta práctica y costumbre, confirmada por el régimen del Real Patronato, pues en el Nuevo Mundo, debido a la concesión apostólica de los diezmos a la corona, los espolios pertenecían a las iglesias respectivas y no a los prelados y sus deudos, de allí que como decía el fiscal indiano Pedro Frasso, la práctica ordinaria seguida por las audiencias de Ultramar era que: “Apenas muerto el prelado, y aun antes estando próximo a morir, recogiesen los bienes que dejaba con el nombre de espolios y cuidasen de ellos, hasta que hecho el recuento, se determinase cuánto pertenecía a los espolios y cuánto era a ellos extraño”. Esta situación fue alterada por la constitución Romani Pontificis providentia del papa Paulo III expedida el 3 de enero de 1542, pues ella obligaba a entregar las rentas de las vacantes a los colectores de la Cámara Apostólica, decisión que fue suplicada por el rey emperador don Carlos y, aunque no fue oído, no se dio cumplimiento a esta carta apostólica, al decir del padre Diego Avendaño, como: “Derecho de protección de una persona indefensa”, que así eran considerados los espolios: “Siempre en peligro de evaporarse en manos de los deudos del difunto prelado”. De esta manera, la Corona ordenó a las audiencias americanas que investigaran si en sus distritos había algunas personas autorizadas por bulas pontificias para cobrar los espolios de los arzobispos y obispos, y que si las había, inmediatamente debían retener tales bulas y remitirlas al Consejo de Indias para que fueran suplicadas al papa, porque el monarca entendía que tales documentos eran “en perjuicio del derecho y concesiones de pontífices que cerca dello tenemos y la costumbre ynmemorial que de no se cobrar”. La Corona, pues entendía que le tocaban los espolios de las sedes episcopales vacantes, y para evitar que ellos fueran defraudados, una real cédula fechada en Madrid el 28 de marzo de 1620, luego recopilada (Rec. Ind. 1.7.37), ordenaba a los virreyes, presidentes, audiencias y gobernadores que: “En muriendo algun Arzobispo u Obispo en los distritos de sus Provincias y Gobernaciones, pongan luego cobro en los bienes que dejaren, en conformidad de las provisiones y cartas acordadas, que en semejantes casos se despachan en nuestro Consejo Real de Castilla, de forma que en esto haya la buena cuenta y razón que es justo, sin dar lugar a ocultaciones, ni que se defraude nada de lo que fuere debido a la Iglesia, y a los que pretendieren tener derecho a los dichos bienes, y envíen a nuestro Consejo de Indias copia de los inventarios que de ellos hicieren en las primeras ocasiones que hubiere para estos Reynos”.

Así, pues, la Corona consideraba que eran suyos los espolios de los obispos y todas las rentas vacantes, porque entendía que una vez muerto el prelado: “Vacan estas rentas asignadas para sus alimentos durante sus vidas y deben acabarse con ellas y quedan por hacienda nuestra, incorporadas a nuestro Real patrimonio” (Rec. Ind. 1.7.41). Esta política fue aceptada, en parte, por la Santa Sede, que celebró un concordato con don Fernando VI, en virtud del cual se autorizó a los reyes a realizar la exacción y administración de los espolios, pero bajo la condición de invertir sus productos en usos píos con arreglo a los cánones y, al efecto, les facultaba para que nombraran colectores en las diócesis respectivas, los que necesariamente debían ser personas eclesiásticas investidas de todas las facultades para administrar y emplear los bienes comprendidos en los espolios. 8.4. EL GOBIERNO DE LOS “PRESENTADOS” El ejercicio del derecho de presentación ante la Santa Sede de los sujetos que se tenían por idóneos para ser canónicamente instituidos como prelados de alguna diócesis dio pie también para que la Corona introdujera algunas prácticas abusivas. En efecto, una vez que el Consejo de Indias tenía noticia cierta de haberse producido la vacante de una silla episcopal formaba el expediente correspondiente y solía consultar al monarca tres nombres de eclesiásticos para que éste decidiera entre alguno de ellos. Una vez que el rey se inclinaba por uno de los consultados se le comunicaba la decisión y si aceptaba la mitra inmediatamente se le despachaban por el Consejo sus “Cartas Ejecutoriales” en las que se le instaba a que de inmediato se dirigiera a su sede episcopal y asumiera el gobierno de ella. Para que el nombrado por la Corona fuera admitido en el gobierno de su obispado por el cabildo que la gobernaba en sede vacante, el Consejo dirigía a éste una carta real en la cual le “rogaba y encargaba” que aceptara al así designado aún antes de que recibiera las bulas de su canónica institución. De este modo, cuando el Consejo de Indias elevaba la presentación del eclesiástico ante la Sede Apostólica aquel ya solía hallarse en posesión del gobierno de su diócesis y frente a este hecho consumado no solía quedarle más recurso que dar curso a las bulas de su preconización. La Corona fundada la práctica del despacho de las “cartas ejecutoriales” en favor del presentado y de las de “ruego y encargo” a los cabildos eclesiásticos en las necesidades de proveer de pastores a los fieles de las diócesis, para evitar largos períodos de vacancias en unas tierras que requerían de la especial preocupación evangélica, pues como recordaría en el siglo XVIII el regalista Ribadeneyra y Barrientos, citando a Baldo de Ubaldis, no debía olvidarse que: “En iglesia vacante se goza el lobo”. 8.5. RECURSOS DE COLACIÓN DE BENEFICIOS Con motivo del ejercicio del derecho de presentación solía generarse una dificultad práctica en aquellos casos en los que al presentado para cierta dignidad le afectaba algún defecto que le inhabilitaba canónicamente para su servicio, en cuyo caso el asunto quedaba encargado a la conciencia de los prelados, quienes podían negar la colación al presentado, generándose la cuestión de determinar ante qué jurisdicción podía recurrir el afectado con la negativa de la

colación. La Corona desde tiempos de don Felipe II atribuyó a los virreyes y audiencias indianas el conocimiento de estos casos, fundándose en que ellos quedaban comprendidos dentro de las potestades inherentes al derecho de presentación concedido por el papa Julio II en 1508. De manera que ste recurso a las audiencias se fundaba en estimar a tales controversias como pertenecientes al Real Patronato y, por ende, bajo la custodia del tribunal real y no de la jurisdicción eclesiástica, a pesar de lo cual los juristas indianos no tuvieron una posición clara y uniforme. Durante el siglo XVII, aun a pesar de su claro regalimo, los juristas indianos no tuvieron una posición clara en esta materia. Por ejemplo, el fiscal de Charcas Pedro Frasso admitía que el afectado con la negativa tenía tres recursos: “Al metropolitano o al obispo vecino para que le diera la institución; apelación al juez eclesiástico para que ordenara la colación; y por último, recurrir a la Real Audiencia y al Consejo de Indias con el mismo objeto”. Más cauto y prudente todavía era Solórzano y Pereyra quien, a pesar de su regalismo, sólo se permitía escribir que: “Yo no me atrevería a consejar que se entrometiese a conocer de ellas los Virreyes o Audiencias, antes diferiría a la reclamación del prelado”. Sin embargo, en medio del abiente de exacerbado regalismo del siglo XVIII la opinión de los autores tendió a defender estas controversias como propias de la jurisdicción real. Así era defendida por el conde de la Cañada, quien argumentaba en pro de ella del siguiente modo: “El ruego de los Príncipes en las materias y negocios que están en su potestad, llevan todas todas las fuerzas de sus preceptos legales y obligan a su cumplimiento, o a que se representen y justifiquen las causas que lo impidan. ¿Y podrá dudarse de la potestad del rey para defender sus presentaciones y que tengan cumplido efecto como lo disponen los cánones y leyes citadas?. ¿Sería tolerable que se faltase al respeto y decoro de la Majestad, despreciando sus ruegos, sin poner en su real noticia las causas que tuviere el obispo para no obedecerlo y cumplirlo?”. En estas últimas líneas, que destilan regalismo, se advertía que dentro de la concepción del conde de la Cañada esta competencia de las audiencias indianas tendía a defender y salvaguardar el derecho y jurisdicción reales frente a los agravios que les podían inferir los prelados y, de tal modo, asegurar la justicia debida al monarca. 9. EL REGALISMO DE LA CORONA Y SU PRÁCTICA EN INDIAS Distintas de las prácticas abusivas en el ejercicio del Real Patronato Indiano fueron aquellas que introdujo la Corona sin relación alguna con las potestades que le habían sido concedidas por la Sede Apostólica, y que solía fundar en razones de “buen gobierno” o directamente en sus “regalías”, siempre apoyadas por una amplia literatura jurídica de autores empeñados en defender el ejercicio de facultades en materia eclesiástica sin necesidad de ligarlas a la autoridad papal, y fundándolas solamente en las regalías inherentes a la Corona. Entre tales prácticas se hallaron la introducción de la exigencia del “pase regio” para las bulas y documentos pontificios, el conocimiento de los recursos de fuerza, y la intervención en concilios y sínodos.

9.1. EL PASE REGIO O EXEQUATUR Desde el reinado de don Carlos I, en 1538, comenzó a exigirse por la corona que las bulas y documentos pontificios, antes de pasar a las Indias y de ser aplicados en ellas, contaran con el “pase” del Consejo de Indias. El fundamento de este “pase regio” o exequatur, según los reyes, era evitar la falsificación de bulas o letras apostólicas, o que se expidieran algunas sin que el Pontífice estuviera bien informado de los hechos que las motivaban, lo que podía ser muy frecuente tratándose de unas tierras tan remotas como lo eran las Indias, según recordaba el fiscal Pedro Frasso, de modo que parecía justísimo que ellas fueran examinadas primero en el Consejo de Indias antes de que se mandara fueran ejecutadas. Pero, en definitiva, esta práctica se convirtió en un precepto general que pretendía veladamente impedir que llegaran al Nuevo Mundo documentos que atentaran contra las regalías de la Corona. Así no era raro que todos los juristas que se ocuparon de esta facultad atribuida al Consejo de Indias y de su práctica, sostuvieran que ella no se dirigía a analizar la justicia de los documentos papales, sino que derivaba de la necesidad de mantener la observancia de las leyes, usos y costumbres tocantes a los derechos del monarca, y a la necesidad de evitar escándalos o turbaciones de la paz pública. Así, por ejemplo, un autor como José de Covarrubias, sostenía en el siglo XVIII que mediante el pase regio no se trataba de examinar: “La justicia o injusticia de los rescriptos y bulas en sí, sino únicamente se examina, respecto del público, si en sus cláusulas y en su contenido se trastornan las leyes, usos y costumbres de la nación, la disciplina recibida en el reino, la autoridad nativa de los superiores eclesiásticos, la disciplina monástica, o se introducen novedades que puedan traer escándalo, o turbar el sosiego público”. En igual sentido, el oidor de Santiago don José de Rezábal y Ugarte señalaba que en Castilla tocaba al fiscal introducir la demanda ante el Consejo: “Por ser el principal interesado mediante el perjuicio que de la ejecución de la Bula puede resultar al público, como por la observancia de las leyes y costumbres sobre que debe velar en razón de su empleo” y que tal recurso procedía: Siempre que la Bula se oponga a lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento y Leyes del Reyno o altere las costumbres recibidas”. Además, entendía Rezábal y Ugarte que la retención de bulas era una competencia especialmente dirigida a conservar en justicia a los vasallos, pues debía procederse a ella si causaba escándalo o turbación pública, y aun en el caso en que: “Si de la ejecución de la Bula se teme que pueda suceder, bastará para su retención, la cual se funda en la constitución de los reinos y conservación pública de sus vasallos que debe el Príncipe anhelar por todos los medios”. Para cerrar el círculo de fiscalización de las letras pontificias que pasaban al Nuevo se encomendó especialmente a las reales audiencias americanas que requisaran todos los documentos papales que pudieran circular en sus distritos sin el debido pase del Consejo y: “que los recojan todos originalmente de poder de qualesquier personas que los tuvieren, y habiendo suplicado de ellos para ante Su Santidad, que esta calidad ha de preceder, Nos los envien en la primera ocasion al dicho nuestro Consejo” (Rec. Ind. 1.9.2).

Esta competencia atribuida al Consejo de Indias complementada con la actuación de las audiencias, hacía incurrir al monarca y a sus ministros en las censuras que fulminaba la bula In Coena Domini en sus capítulos 10 y 12 contra aquellos que impedían la ejecución de cartas papales, aun so pretexto de recurrir a la Santa Sede para mejor informarla, a menos que la súplica se hiciera de verdas y luego se prosiguiera legítimamente. Para evitar esta censura, tanto el Consejo como las audiencias, al retener alguna bula debían ante todas cosas suplicar a Su Santidad. Esta suplicación, según Frasso no era dolosa, sospechosa, furtiva ni subrepticia, sino que cedía en obsequio de la sede apostólica, y sin excederse en sus términos, lo cual no lesionaba al papa, ni hacía incurrir en censuras, porque como lo afirmaba el padre Diego de Avendaño: los monarcas no incurrían en la excomunión fulminada por la bula de la Cena, pues ella sólo censuraba sólo a quienes: “Con pretexto de un cierta frívola apelación contra un gravamen recibido por letra Apostólica, recurrían a las curias seculares y a la potestad laical para que recogiese y retuviese dichos documentos; y asimismo a quienes, acatando las instancias de terceros, sin el beneplácito o el consentimiento de la Sede Apostólica, o sin que ella examinase el hecho, impedían la ejecución de lo mandado”.. 9.2. REGALISMO Y RECURSOS DE FUERZA En términos generales, el recurso de fuerza era aquel que se interponía ante la jurisdicción real y en contra de la decisión de algún juez eclesiástico cuando se pretendía que cometía fuerza en el proceso de que entendía. En las Indias el conocimiento de estos recursos se atribuyó a las reales audiencias, según lo mandaban sus Ordenanzas y diversas reales cédulas. En efecto, por real cédula fechada en Valladolid el 12 de junio de 1559 se otorgó competencia a la audiencia de Méjico para conocer de los recursos de fuerza según los prevenían las leyes y Ordenanzas de los reinos de Castilla. Esta cédula sirvió de fuente a un capítulo de las Ordenanzas nuevas de audiencias de 1563, y de allí pasó a la Recopilación de Indias de 1680 (2.15.134). La fuerza que habilitaba para interponer este recurso podía cometerse por el juez eclesiástico de tres modos, a saber, i) en conocer y proceder en perjuicio de la jurisdicción real; ii) en conocer y proceder en perjuicio de la jurisdicción de los ordinarios eclesiásticos y; iii) en el modo en que conoce y procede abusando de su jurisdicción. En el primer modo de cometer la fuerza, el eclesiástico violaba la jurisdicción real y atentaba contra las regalías de la corona, pues como escribía el regente de la Real Audiencia de Santiago de Chile don José de Rezábal y Ugarte: “La fuerza se causa por el Eclesiástico en tres modos: en conocer y proceder, como cuando conoce sobre causa profana, en cuyo caso tiene lugar el Auto que llamamos de Legos, declarando nulos los Autos obrados por el Eclesiástico y remitiendo el conocimiento al secular que corresponda”.. Desde esta perspectiva, cuando un juez eclesiástico usurpaba la jurisdicción real, el recurso de fuerza se dirigía a defender y conservar los derechos del monarca, y como tal le estaba encargado a las audiencias indianas el conocimiento de tal materia, tal como lo explicaba Solórzano y Pereyra: “Aunque de la usurpación, o impedimentos de la jurisdiccion Real suele conocer solo el Rey, o su Consejo Supremo, como se dice en otra ley recopilada, por estas palabras, “Del impedimento, y ocupación de la nuestra jurisdicción, o Señorío, ninguno puede conocer, sino Nos”. Sin embargo, también este conocimiento, y la defensa de la dicha

jurisdicción Real, está, no sólo cometida, sino gravemente encargada a las Audiencias de las Indias por una cédula dada en Valladolid a 13 de febrero de 1559, donde dice: Y no deis lugar a que contra ella se vaya, ni pase en manera alguna”. En los dos modos restantes de cometer fuerza, el juez eclesiástico se estimaba que ejercía abusivamente su jurisdicción, ya sea porque privaba al súbdito del juez legítimo, o porque le desconocía derechos en el curso de algún procedimiento judicial. En tales casos también el afectado podía acudir ante la audiencia para que esta declarara que el juez eclesiástico cometía fuerza y le ordenara que la alzara, de manera que aquí se advertía claramente la intervención de la jurisdicción real en procedimientos propiamente eclesiásticos. Muchos juristas indianos sostuvieron, para evitar que el monarca y sus ministros incurrieran en las censuras de la bula In Coena Domini, que este recurso no era de naturaleza jurisdiccional, sino una gestión tuitiva del monarca dirigida a proteger a sus súbditos eclesiásticos de las opresiones de que fueran víctimas por parte de los eclesiásticos, tal como escribía el oidor de la Real Audiencia de Santiago don José de Rezaval y Ugarte: “El conocimiento de este Recurso corresponde al Rey, porque a él le toca libertar de las violencias que los eclesiásticos infieren a sus vasallos. Los Reyes han encargado este ceremonial al Consejo y a las Audiencias en sus respectivos distritos”. 9.3. REGALISMO Y CONCILIOS EN INDIAS Las necesidades de la Iglesia indiana y sus peculiaridades derivadas, normalmente, de la evangelización de los naturales del Nuevo Mundo movió a que desde muy temprano se continuara en él la tradicional práctica eclesiástica de reunir concilios provinciales. Los concilios provinciales reunían a los obispos de una provincia o metrópoli eclesiástica, legítimamente convocados y presididos por el arzobispo metropolitano, o hallándose este impedido por el obispo sufragáneo más antiguo, debiendo convocarse no sólo a todos los sufragáneos, sino también a los capítulos catedralicios en sede vacante, y a todos los demás que, por derecho y costumbre, solían concurrir a ellos, de acuerdo a las prescripciones del concilio Tridentino. Se hallaba dispuesto por el V Concilio de Letrán y por el Tridentino que la celebración de concilios provinciales no se difiriese más de tres años, pero respecto de las iglesias del Nuevo Mundo había disposición particular, pues por privilegio del papa Gregorio XIII, otorgado por breve del 15 de abril de 1583, se permitía que pudieran celebrarse cada siete años, y más tarde, a petición de la corona, el papa Paulo V por breve del 7 de diciembre de 1610 autorizó que se celebraran cada doce años, y en dicha conformidad lo mandó también Felipe III por real cédula despachada en Madrid el 9 de febrero de 1621, la que fue recopilada en 1680 (Rec. Ind. 1.8.1). En las Indias los concilios provinciales más importantes fueron los convocados por los arzobispos de Méjico y de Lima, aunque también los hubo en Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, en Charcas y en Manila. En esta materia la Corona intervino de diversos modos: enviaba asistentes regios a los

concilios, en el siglo XVIII se ocupaba en fijar materias para que fueran decididas en ellos, y exigía el examen real antes de la publicación de las actas y decretos conciliares. La Corona extendió a los concilios indianos la práctica de enviar representantes del monarca. Así, una real cédula fechada en Barcelona el 13 de mayo de 1585 ordenó que asistieran personalmente a ellos, en nombre del monarca, los virreyes, presidentes y gobernadores: “para todo lo que se ofreciere, y les pareciere tratar de nuestra parte, a fin de conseguir el buen efecto, que se espera de aquellas Santas Congregaciones, en las quales han de tener el lugar que se acostumbra dar a los que representando nuestra persona han assistido en semejantes Concilios”(Rec. Ind. 1.8.2). En pleno auge del “regalismo borbónico” bajo el reinado de Carlos III se despachó una real cédula el 21 de agosto de 1769, llamada comúnmente „Tomo Regio‟, en virtud de la cual se instaba a la celebración de concilios provinciales y sínodos, disponiéndose que debía asistir a ellos la autoridad civil “para proteger al Concilio y velar en que no se ofendan las regalías, jurisdicción, patronazgo y preeminencia real”. En los concilios provinciales se trataban una serie de asuntos y negocios tocantes a la vida de la iglesia, entre ellos, el establecimiento, conservación y mejora de los seminarios, la decencia del culto, y buen orden y arreglo de los oficios divinos, la ejecución de los decretos de reformación de regulares, y la eliminación de abusos que se hubieran introducido entre los fieles laicos y eclesiásticos, aunque en el caso de las Indias debe advertirse que, en tiempos de Carlos III, se despachó la citada real cédula del 21 de agosto de 1769, en la que se indicaban los asuntos que tenían que ser discutidos en los concilios. En cuanto a la publicación y valor de los decretos conciliares, el papa Sixto V por su constitución Inmensae había ordenado que los decretos del concilio provincial no fueran publicados sin previo examen y aprobación de la Sagrada Congregación del Concilio, a la cual debían ser remitidos con dicha finalidad. En el Nuevo Mundo la legislación real encargó expresamente a los arzobispos que no publicaran ni imprimieran las actas conciliares antes de enviarlas al Consejo de Indias para que fueran revisadas y se proveyere por él lo que convenía a su publicación y ejecución, tras lo cual se enviaban a la citada Congregación del Concilio (Rec. Ind. 1.8.6), y este mismo orden fue reiterado por la citada cédula del 21 de agosto de 1769 que mandaba que los cánones conciliares debían ser enviados al rey “originales, para que los mande reconocer, por si algo contuvieren opuesto a mi regalía y patronato real”. Esta práctica, naturalmente era defendida por los autores regalistas que, como el oidor de Lima Pedro Frasso, refiriéndose expresamente a esta necesidad de revisión de las decisiones conciliares por parte del Consejo de Indias, pretendía fundar esta atribución regia en una concesión pontificia y en las regalías que como supremo príncipe católico tenía y retenía el rey de Castilla. 9.4. REGALISMO Y SÍNODOS EN INDIAS El sínodo diocesano, o concilio episcopal, era igualmente una reunión del clero, en particular de los párrocos y demás beneficiados de una diócesis, legítimamente convocado y presidido por el obispo, y al que debía asistir el capítulo de la iglesia catedral, los

párrocos y clérigos beneficiados, sin perjuicio de que podía invitarse a los demás clérigos y regulares exentos. El Concilio de Letrán reunido bajo Inocencio III y luego el Concilio de Trento habían dispuesto que los sínodos diocesanos se reunieran una vez al año, precepto que fue aceptado y reiterado expresamente por la legislación real despachada para las Indias en tiempos de don Felipe III, pues así se ordenó por real cédula fechada el 8 de agosto de 1621, luego recopilada (Rec. Ind. 1.8.3), aunque hubo algunos obispos que gozaron de privilegios apostólicos en esta materia como el de Lima santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, a quien el papa Gregorio XIII, por breve fechado en Roma el 12 de julio de 1584, le concedió por el tiempo que viviere que pudiera celebrar sínodos cada dos años. Al igual que lo ocurrido con los concilios provinciales, en un primer momento la corona dispuso que sus decisiones ni se publicaran ni imprimieran antes de ser enviadas y revisadas por el Consejo de Indias, tal como lo mandaba un real cédula fechada en Toledo el 31 de agosto de 1560, que decía: “Como quiera que en algunos sínodos se han hecho y ordenado cosas en perjuicio de nuestra jurisdicción real, y proveído otras cosas de que se han seguido inconvenientes, y porque siendo como es esa tierra nueva... yo vos ruego y encargo que de aquí en adelante cada y cuando hiciéredes sínodos en vuestros arzobispados y obispados, antes que los publiquéis ni se impriman los enviéis ante Nos al nuestro Consejo de las Indias”. Posteriormente se reservó a los virreyes y a las audiencias la revisión de ellos, tal como lo disponía un real cédula recopilada: “En quanto a los Synodos Diocesanos tenemos por bien de remitirlos, como por la presente los remitimos, a nuestros Virreyes, Presidentes y Oidores de las audiencias reales en cuyos distritos se celebraren para que los vean; y vistos, si de ellos resultare haber alguna cosa contra nuestra jurisdicción y patronazgo real u otro inconveniente notable, hagan sobreseer en su ejecución y cumplimiento y lo remitan a dicho nuestro Consejo, para que visto, se provea lo que convenga” (Rec. Ind. 1.8.6). Así el oidor Pedro Frasso se limitaba a apuntar que regularmente era el virrey quien examinaba en las Indias las constituciones sinodales. 10. LA IGLESIA FRENTE AL REGALISMO: LA BULA IN COENA DOMINI La Sede Apostólica no podía mirar con impasible serenidad los abusos en el ejercicio del Real Patronato Indiano, ni menos las facultades que la Corona se atribuía fundándolas en sus regalías. Así buscó a través del tiempo algunos mecanismos que le permitían reaccionar frente a tales abusos, como lo fue, por ejemplo, el incluir en el Index librorum prohibitorum a las obras de los autores que amparaban las pretensiones regalistas de la Corona, pero también recurrió a medios canónicos que, junto con denunciar tales abusos, fulminaban excomunión en contra de quienes incurrían en ellos. En Europa, al parecer el papa Martín V hacia 1420 había despachado por vez primera una bula en la cual se censuraban una serie de conductas de los príncipes temporales que habían sido condenadas en el Concilio de Constanza, diponiéndose que ella fuera leía anualmente el día Jueves Santo, conmemoración de la Última Cena, de donde tomó su nombre de “Bula de la Cena”. Posteriormente, diversos pontífices incluyeron nuevas conductas censurables

en ellas, entre otras, el conocimientos de causas eclesiásticas por parte de los tribunales reales y la retención de las bulas y documentos pontificios, es decir, dos de las actuaciones abusivas más frecuentes que la Corona Castellana practicaría respecto de las Indias. Los papas hicieron extensiva a las Indias la lectura de la citada Bula In Coena Domini, en cuanto proceso eclesiástico que fulminaba excomunión en contra de los príncipes temporales y de sus ministros que incurrían en las conductas que se contenían en sus capítulos, de los cuales los que afectaban a la Corona castellana por lo tocante a las Indias eran el 10, 12 y 14 que censuraban el conocimiento de los recursos de fuerza y la retención de bulas. Los juristas indianos, al igual que sus colegas europeos, justificaron de diversos modos las prácticas de la Corona para defender que los reyes y sus ministros no incurrían en las censuras de la Bula, respecto de la cual la propia Corona suplicaba al pontífice anualmente su ejecución, sin embargo en la práctica indiana de su lectura se halló un modo de conciliar la legítima defensa que hacía la Iglesia de sus prerrogativas y la posición de la Corona en resguardo de las suyas. En efecto, lo habitual fue que los obispos publicaran y leyeran la Bula en el día de Jueves Santo, y que a tal función eclesiástica no concurrieran los ministros reales, aunque hubo también algunos obispos que, para evitar conflictos, dejaron de leerla, como fue el de santiago de Chile fray Gaspar de Villarroel, pues él mismo explicaba que: “Como soy poco amigo de litigios he sobreseído esto de publicar la Bula”.

CAPÍTULO III DEL GOBIERNO SUPREMO Y UNIVERSAL DE LAS INDIAS “Hemos de considerar las Indias todas, como República particular; y todo lo que abraza la Corona Real de Castilla, o la Monarquía Española, como universal”.

“Veo al Supremo Consejo de las Indias, con un mundo a cuestas, sobre los hombros negocios tan pesados, lo civil, lo político, lo criminal, lo económico de tan dilatados Reynos, a solo su cuidado: En el bien de las Iglesias y de los Eclesiásticos tanto desvelo, despachando tantas Cédulas para todo”.

Antonio de León Pinelo, confirmaciones reales, 1630.

Gaspar de Villarroel, pacífico, 1656.

Tratado

de

Gobierno

eclesiástico

1. PRESUPUESTOS El Nuevo Mundo, como se ha anticipado páginas atrás, se incorporó a la Corona de Castilla y a través de ella a la monarquía hispánica que, desde ahora bien podía ser llamada “Monarquía Hispano – Indiana”, como ya lo sugería la titulación que, en 1536, se daba en la primera moneda acuñada en las Indias al rey – emperador don Carlos: “Rey de las Españas y de las Indias” (Hispaniarum et Indiarum rex) y que se mantuvo hasta el reinado de don Fernando VII en los primeros decenios del siglo XIX. Por tal razón, bien podía escribir Antonio de León Pinelo que: “Hemos de considerar las Indias todas, como República particular; y todo lo que abraza la Corona Real de Castilla, o la Monarquía Española, como universal”. Esta Monarquía Hispano – Indiana era una realidad política múltiple, cuya unidad descansaba en la persona del monarca, pues en ella se integraban dos grandes Coronas: la de Castilla y la de Aragón, y cada una de ellas se integraba, a su vez, por diversos reinos, estados y señoríos que mantenían sus propias identidades políticas, jurídicas y sociales. La Monarquía, así, sentaba y sustentaba en principio la unidad, pero no sobre la base de la uniformidad, sino de la pluralidad de realidades políticas y de gobierno, que eran asumidas por una estructura institucional que halló durante los siglos XVI y XVII su mejor expresión en un régimen de gobierno polisinodal, es decir, de muchos consejos. Cada reino con su propia población y naturaleza, con su propio derecho y costumbres, y también con su propio gobierno e instituciones, garantes de su diversidad y, a la vez, eslabones de la unidad, supuesto que aquel y estas lo eran de un mismo rey, señor natural de cada uno de los reinos que formaban las coronas y que articulaban la monarquía. Allí encontraba su quicio el artificio de un rey de diversos reinos, cuyo poder era supremo en cada uno de ellos y respecto de los cuales debía comportarse como si aquel fuera su único reino: amar a cada uno como unigénito. El rey, pues, corazón de la unidad monárquica, había de gobernar a cada uno de sus reinos como si fueran su única posesión y, en el ejercicio de su poder y jurisdicción supremas, cada reino había de tener sus propias instituciones reales y supremas, cuya creación era la

prueba no sólo del amor real, sino también la prenda y garantía de sus peculiaridades y naturalezas. Así, desde principios del siglo XVI, para cada reino fueron erigiéndose Consejos Supremos que, junto al rey, debían procurar la buena gobernación de sus súbditos, y de tal régimen no escaparon los “Reinos de las Indias”, pues también respecto de ellas el monarca se comportó como si fueran sus únicos dominios e instituyó para el ejercicio de su poder supremo en ellos un Consejo, distinto y separado de los otros, sobre cuyos hombros pasó a descansar la amplia y varia máquina del gobierno universal de todo un mundo nuevo. La naturaleza de la incorporación de las Indias en la Corona castellana, inserta a su vez en una monarquía múltiple, constituye el fundamento y base de la existencia de unas instituciones reales que, con el carácter de supremas, se instituyeron para su gobierno universal en todo género de ramos y materias. El gobierno de esta monarquía múltiple, cuyo rey era garante de la unidad y, a la vez, de la diversidad experimentó durante el siglo XVIII una serie de transformaciones institucionales que, en cierto modo, perseguían al alero de los ideales racionalistas de la generalidad y uniformidad, darle a toda ella un gobierno de sello diverso en el cual el fin supremo de la felicidad pública pudiera conseguirse en el marco de una estructura que tendía a hacer desaparecer las diferencias, aunque siempre se mantuvo la conciencia de la diversidad y de las peculiaridades, sobre todo en el caso de los dominios indianos. La descripción, pues, del gobierno supremo y universal de las Indias ocupará las páginas que siguen, en sus dos fases: la de inserción en una monarquía múltiple con un gobierno basado en la pluralidad de consejos durante los siglos XVI y XVII, y la de un gobierno reformador inspirado en los ideales de la ilustración dieciochesca, que se valió de una compleja administración con el rey a su cabeza auxiliado por sus secretarios y ministros. 2. EL GOBIERNO SUPREMO DE LAS INDIAS HASTA LA CREACIÓN DE SU CONSEJO El descubrimiento colombino puso a la Corona castellana frente al desafío de organizar el gobierno de todo un “Nuevo Mundo” que, por las noticias que cada nueva expedición del Almirante traía a la Corte, crecía hasta alcanzar unas dimensiones jamás imaginadas y en el cual aparecían unas realidades del todo diferentes a las conocidas en los reinos europeos, no sólo por su muy variada geografía y climas diferentes, sino también por la diversidad de sus naturales y porque, en definitiva, todo allí había que ponerlo en planta como si de una primera fundación se tratase. Poco a poco la Corona fue reparando en esta característica tan propia de aquel Nuevo Mundo y teniendo en cuenta, como gráficamente lo resumía León Pinelo: “Lo extraño, lo peregrino, lo nuevo de las materias de las Indias Occidentales” y, paso a paso, estructuró las instituciones que estarían llamadas a ejercer, junto al rey, la suprema gobernación de ellas. Las islas descubiertas por el Almirante se habían incorporado a Castilla y por ello nada raro hubo en que, cuando Colón preparaba su segundo viaje a las Indias, se despachara una real provisión, fechada el 23 de mayo de 1493, que hacía participar en todas las cuestiones tocantes a la expedición al arcediano de Sevilla y confesor de la reina don Juan Rodríguez

de Fonseca, miembro del Consejo Real, quien debía firmar con el Almirante todos los documentos de pagos de la hacienda. Esta decisión significaba que, a partir de aquel momento, actuarían para el gobierno de las Indias Colón, en cuanto Almirante, y el consejero de Castilla Rodríguez de Fonseca, en cuanto delegado real. Sistema que se complementaba porque todos los pleitos y cuestiones indianas solían pasar ante el propio Consejo de Castilla, pues como lo advertía Solórzano y Pereyra al tratar de la incorporación de las Indias a la Corona Castellana: “de aquí nació, que en el principio del descubrimiento de las Indias, los del Consejo de Castilla determinaban las causas arduas que de ellas venían”.. Este sistema de gobierno, fundado en la actuación del Almirante y del consejero de Castilla Rodríguez de Fonseca, se mantuvo en la práctica hasta la suspensión de los poderes de Colón. En 1504 se mandó que todos los despachos de las Indias fueran dirigidos al secretario Gaspar de Gricio, y de hecho Rodríguez de Fonseca continuó al mando de las cuestiones indianas, auxiliado por el dicho secretario, reemplazado a su muerte por el aragonés Lope de Conchillos en 1508, y en manos de ellos dos quedaron los asuntos de la gobernación indiana y los de justicia a cargo del Consejo Real de Castilla. En 1514 seguían los negocios indianos al solo cargo de Rodríguez de Fonseca y del secretario Conchillos, y como ellos habían crecido en número se dio un sello real particular para el despacho de los asuntos del Nuevo Mundo. Durante el reinado de Carlos I, el arzobispo Rodríguez de Fonseca conservaba sus poderes y Francisco de los Cobos había substituido a Conchillos, aunque desde 1518 en adelante, junto al arzobispo, solían intervenir en las cuestiones indianas Hernando de Vega, García de Padilla, el licenciado Zapata y Pedro Mártir de Anglería, tal como lo recogía León Pinelo en sus Tablas cronológicas. En la práctica, pues, a partir de 1518 las cuestiones indianas eran resueltas por varios consejeros de Castilla que debían reunirse o “juntarse” para entender en ellas. Por tal razón no es extraño que ya hacia 1520 se suela hablar de una cierta “Junta de Indias” integrada por tres o cuatro consejeros de Castilla, en la que se hallaría el germen del futuro Consejo para el gobierno del Nuevo Mundo. Por eso Solórzano y Pereyra escribía que las cuestiones indianas eran resueltas por consejeros del de Castilla y que: “Esto se fue continuando con varios accidentes hasta el año de veinte, en que parece hubo una junta más formada de cosas de Indias con Relator y portero, y entraban en ella con el dicho Obispo de Burgos, Hernando de Vega, Don García de Padilla, el Licenciado Zapata, y Don Pedro Mártir de Anglería; pero estos no tenían títulos particulares de Consejeros de Indias, sino que por la mayor parte eran del de Castilla”. 3. LA CREACIÓN DEL REAL Y SUPREMO CONSEJO DE LAS INDIAS Hasta el día no hay completa certeza acerca del proceso de creación del Consejo de Indias, cuestión que tampoco parecían tener muy clara los juristas del siglo XVII, sin embargo, es posible describir brevemente algunos hechos directamente ligados a su establecimiento como institución suprema para el gobierno universal de las Indias. Por una real cédula fechada el 23 de marzo de 1523 se ordenó al Almirante don Diego

Colón que regresara a Castilla, y lo hizo rápidamente, pues en noviembre de aquel año avisaba su llegada desde Sanlúcar. Ramos Pérez considera que esta orden pareciera haber estado directamente ligada a la decisión real de crear un Consejo especial para las Indias, cuestión que se había comenzado a tratar desde el mes de diciembre del año anterior. Sin que se conozca ningún documento oficial en el que conste la creación del Consejo de Indias, por una real provisión fechada en Valladolid el 8 de marzo de 1523 don Carlos I nombraba al doctor Diego Beltrán para que a partir de dicho momento fuera “uno de los del nuestro consejo de las Yndias”. Es decir, el doctor Beltrán era nombrado como el primer miembro del Consejo de las Indias, con la misma calidad que los consejeros del de Castilla. Algo más de un año después, por real provisión dada en Valladolid el 1 de agosto de 1524, fue nombrado el doctor Gonzalo Maldonado, obispo de Ciudad Rodrigo, como otro miembro del mismo Consejo de Indias; y por provisión, también fechada en Valladolid, del 4 de agosto de 1524, se despachó título de presidente a fray García de Loayza. En las fechas de los citados nombramientos se encontraba la razón por la cual la mayoría de los autores indianos fijaban el año 1524 como el de la fecha de creación del Consejo de Indias. Así, por ejemplo, Solórzano y Pereyra afirmaba, en 1629, que el Consejo de Indias se había comenzado “a poner y erigir en forma” después de la muerte del arzobispo de Burgos y que el 1 de agosto de 1524 se habían despachado los primeros cinco títulos de consejeros de Indias, fecha que diez años después, en el segundo tomo de su De Indiarum iure, daba directamente como la de institución del Consejo de Indias por don Carlos I, y que reiteraba en su Política Indiana ocho años más tarde. De la misma opinión era León Pinelo cuando anotaba en sus Tablas cronológicas que en el año de 1524: “Acabose de dar al Consejo la última forma de Real y Supremo, con Presidente, Consejeros, Fiscal, Secretarios y Ministros propios, en Valladolid”. La creación del Consejo de Indias significaba incorporar a las provincias del Nuevo Mundo dentro de una monarquía múltiple, cuyo gobierno durante los siglos XVI y XVII ha sido llamado “polisinodal”, precisamente, porque se crearon una serie de consejos para gobernar los distintos reinos que la integraban, tal como lo recordaba gráficamente en la segunda mitad del siglo XVII el aragonés Pedro Frasso (1630-1693), fiscal de la audiencia de Lima, cuando decía que era admirable la providencia de nuestro rey católico, pues a todo su “Imperio hispánico”, compuesto de amplísimas provincias y dominios, lo gobernaba mediante varios y distintos tribunales que, como “supremos”, se hallaban en la corte para cada uno de sus reinos. Con el rey emperador, entonces, las Indias tuvieron también su Consejo propio para el gobierno universal de sus materias, distinto y separado de los restantes reinos y dominios de la monarquía. Por ello el obispo Gaspar de Villarroel (1587-1665) podía escribir a mediados del siglo XVII, que: “Veo al Supremo Consejo de las Indias, con un mundo a cuestas, sobre los hombros negocios tan pesados, lo civil, lo político, lo criminal, lo económico de tan dilatados Reynos, a solo su cuidado: En el bien de las Iglesias y de los Eclesiásticos tanto desvelo, despachando tantas Cédulas para todo”. 4. PLANTILLA Y ORGANIZACIÓN DEL CONSEJO DE INDIAS

El Consejo de Indias aparecía integrado, desde los primeros años de la tercera década del siglo XVI, por consejeros letrados, a quienes se sumaba desde 1526 un fiscal, también letrado, bajo la presidencia originaria de un prelado, y más tarde de un letrado o de un caballero de capa y espada, a los que debía añadirse un secretario, el gran Canciller de las Indias, y una serie de subalternos creados sucesivamente, y que eran contadores, receptores o tesoreros, relatores, y porteros. La composición exclusivamente letrada del Consejo de Indias se mantuvo durante todo el siglo XVI, pues sólo en noviembre 1604 se proveyó al primer consejero de capa y espada, don Juan de Ibarra, y cuando en enero del año siguiente se nombró a don Francisco Duarte Cerón, como el segundo de esta clase, el mismo Consejo consultó a don Felipe III, el 16 de febrero, sobre si habría de existir diferencia entre unos y otros, a lo que el monarca respondió simplemente que: “Cuando don Francisco Duarte estuviere aquí antes de tomar posesión se me acuerde esto, si bien no veo caussa para dudar que entre consejeros de un mesmo Consejo no aya de aver igualdad”. La plantilla del Consejo de Indias no permaneció inalterada, sino que a lo largo de su historia experimentó una serie de variaciones que afectaron no sólo a sus plazas letradas, sino también a las de sus oficiales subalternos, determinadas en muchos casos por las alteraciones en la organización del Consejo y por las competencias que se le asignaban o que se le restaban. El número de consejeros letrados varió a lo largo de toda la historia del Consejo de Indias, entre un mínimo de tres consejeros y un máximo de veinte, a pesar de las diversas reales disposiciones que determinaban la cantidad de sus plazas, sin perjuicio de lo cual es posible distinguir algunos períodos con cierta claridad. En las dos décadas que corren entre la provisión del primer consejero de Indias hasta la visita mandada hacer al Consejo por don Carlos I en 1542 el número de consejeros permaneció estable en tres. Desde las Ordenanzas de 1543 hasta las de 1571 el número de consejeros generalmente fue de 5, aunque hubo períodos en los cuales llegaron a ser seis o siete. Las Ordenanzas de 1571 simplemente señalaron que habría un número competente de consejeros que, por el momento, fue fijado en ocho, pero en la práctica, en los 20 años que siguieron a la promulgación de tales Ordenanzas su número osciló entre 8, 9 ó 10, y desde 1592 en adelante tendieron a ser 7, 8 ó 9, aunque en consulta del Consejo, fechada en Valladolid el 27 de agosto de 1605, se proponía a don Felipe III que se mantuviera en doce el número de consejeros, a lo que el monarca simplemente respondió: “Quedo advertido desto”. Durante el siglo XVII, por real decreto fechado el 16 de marzo de 1609 se fijó en ocho el número de consejeros, aunque a los pocos años su número sobrepasaba esta cantidad, en lo que influyó la inclusión de consejeros de capa y espada, creados en 1604, y en la política permanente de nombrar consejeros “supernumerarios”, esto es, en plazas que excedían a las del número fijado. Así en 1614 se elevaba a 13, advirtiéndose que, normalmente, el número de consejeros osciló entre 8 ó 9 (1626-1665), aunque hubo cortos períodos en los que llegaron a 10 ó 12 (1621-1625, 1638-1639). Por real decreto del 6 de julio de 1677 se fijó en ocho el número de consejeros, y por real decreto del 17 de julio de 1691 se determinó que habría ocho consejeros letrados y dos de capa y espada, aunque al finalizar el reinado de don Carlos II el número de consejeros de Indias se elevaba a 19, de los cuales 12 eran

letrados y 7 de capa y espada. En el siglo XVIII hubo una gran mudanza en el número de consejeros, muchas de ellas explicables por la nueva posición que pasó a desempeñar el Consejo en la nueva estructura del gobierno de la monarquía centrada ahora en las secretarías y ministerios. Por real decreto del 27 de septiembre de 1706 se redujo a cuatro el número de consejeros togados y a dos el de capa y espada, pero esta composición fue de corta duración, pues la llamada “Planta de Orry”, fijada por real decreto del 10 de noviembre de 1713, estableció que en el Consejo de Indias habría tres presidentes, que el número de sus consejeros sería de veinte, diez togados, y diez de capa y espada, y que habría una sola fiscalía más dos abogados generales, debiendo el Consejo funcionar en tres salas, a saber, la de Consejo Pleno, la de Gobierno, y la de Justicia. Poco duró también esta composición, porque por real decreto del 5 de agosto de 1715 se volvió a una sola plaza de presidente, a diez consejeros, ocho de ellos togados y dos de capa y espada, y a dos fiscales; y esta planta, a su vez, fue alterada por real decreto del 20 de enero de 1717 que dispuso que el Consejo debería constar de un presidente, ocho consejeros, seis togados, dos de capa y espada, y dos procuradores fiscales. Don Carlos III dio una nueva planta para el Consejo, por real decreto del 13 de marzo de 1760, y restableció el número de 8 consejeros togados, y fijó en cuatro el de los de capa y espada, pero ya por real decreto de 29 de julio de 1773 se elevaba a diez el número de consejeros togados, y con las reformas del ministro Gálvez, puestas en planta por real decreto del 11 de marzo de 1776, se aumentó a catorce el número de consejeros letrados, número que no variará formalmente más. Finalmente, se fijó en cinco el de consejeros de capa y espada por real decreto del 25 de agosto de 1785. Tal fue la composición del Consejo de Indias que se mantuvo hasta su disolución en 1808. El Consejo de Indias careció de Ordenanzas propias durante cerca de veinte años, pues sólo cuando en 1542 se ordenó su visita, iniciada por el propio rey emperador y continuada por el regente doctor Figueroa, se elaboraron y promulgaron las primeras de ellas, fechadas en Barcelona el 20 de noviembre de 1543. Como resultado de la segunda visita practicada, durante el reinado de don Felipe II, por Juan de Ovando desde el año 1569, se formaron unas nuevas Ordenanzas, promulgadas en El Pardo el 24 de septiembre de 1571, las que fueron revisadas en el reinado de don Felipe IV, quien las promulgó el 1 de agosto de 1636, la mayoría de cuyos capítulos fueron recogidos en la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias de 1680. 5. DE LA COMPETENCIA DEL REAL Y SUPREMO CONSEJO DE LAS INDIAS El Consejo de Indias, desde su misma creación y luego en virtud de sus citadas Ordenanzas, era “Real”, en cuanto consejo del rey, propio y especial para sus dominios ultramarinos. Además este Consejo era “Supremo”, en tanto el Príncipe le atribuía expresamente “la jurisdicción suprema de todas las nuestras Indias Occidentales, descubiertas y por descubrir” con exclusión de cualesquier otro consejo, tribunal o juez. Por último, la jurisdicción “real” y “suprema” del Consejo de Indias era también “Universal” en cuanto se extendía a todos los dominios del Nuevo Mundo y respecto de todas sus materias,

tal cual lo señalaban sus Ordenanzas al mandarle que entendiera “de los negocios que dellas resultaren y dependieren”. La competencia, pues, del Consejo de Indias era real, suprema y universal respecto de aquellos dominios, porque, como lo recordaba el oidor Juan del Corral Calvo de la Torre (1665-1737), había sido creado y erigido como consejo del rey, totalmente separado y distinto de los otros, con facultad y potestad real para conocer sólo él de la administración, gobierno y dirección de todas las causas, negocios, provisiones eclesiásticas y seculares, y de todas las ocurrencias de las Indias Occidentales, para una mejor gobernación católica, política y económica, y para el aumento de la fe ortodoxa y la plena conversión de los indios. Pesado y eterno trabajo sería describir todas y cada una de las específicas competencias que daban cuerpo a la “universal” jurisdicción que sobre el Nuevo Mundo ejercía su Consejo, sin embargo, debe sí tenerse en cuenta que ella abrazaba las cuestiones tocantes a la “gobernación espiritual de las Indias” inseparablemente unidas al régimen del Real Patronato, y que se extendía también a todo lo perteneciente a su “buena gobernación temporal”, organizada sobre la base de la distinción en cuatro ramos: gobierno político, justicia, hacienda y guerra. En cuanto a la “gobernación espiritual” del Nuevo Mundo el Consejo entendía en todas las cuestiones vinculadas con el ejercicio del Real Patronato, tales como el consultar al monarca los nombres de los eclesiásticos idóneos para el servicio de oficios y goce de beneficios eclesiásticos y su posterior presentación a la Sede Apostólica; el conocimiento de las cuestiones relativas a la delimitación de los obispados, la consulta al monarca sobre la licencia real para erigir iglesias, conventos, monasterios, hospitales y universidades; el examen y aprobación de las actas y decretos conciliares y de las sinodales; el otorgamiento del “pase” a las bulas y demás documentos pontificios y su suplicación al Pontífice cuando algunos de ellos eran retenidos, etc. En el ramo del gobierno político el Consejo tenía a su cargo no sólo la recepción y conocimiento de todas las cartas, informaciones y memoriales dirigidos desde las Indias por los ministros reales y los particulares, sino también la elaboración de los mandatos de gobernación para el Nuevo Mundo mediante las correspondientes consultas particulares al monarca, de las cuales emanaban las reales provisiones, reales cédulas y cartas acordadas; consultaba igualmente, durante algunas épocas, los nombres de los sujetos considerados a propósito para el servicio de los oficios de gobierno, como virreyes, gobernadores y algunos corregidores; entendía en la confirmación de las ordenanzas formadas por las ciudades indianas o por sus virreyes y gobernadores; conocía también de la confirmación de las mercedes otorgadas a los beneméritos en las Indias, dentro de las cuales tenían una especial importancia las de encomiendas y de tierras, e igualmente debía confirmar las ventas de oficios “vendibles y renunciables”; especial cuidado suyo debía ser el procurar la conservación y buen tratamiento de los naturales; y velar por el recto ejercicio que los ministros reales hacían de sus oficios, despachando visitadores generales y particulares y designando a sus jueces de residencia, etc. En el ramo de justicia, sus consejeros letrados formaban “Sala de Justicia” para conocer de

una serie de causas: así lo hacía por vía de “segunda suplicación” en contra de las sentencias civiles pronunciadas por las audiencias americanas en causas de cuantía superior a los seis mil pesos de oro ensayado; también, por vía de apelación, entendía en causas de visitas y residencias de ministros reales, y de las sentencias criminales dictadas por la audiencia de la Casa de la Contratación cuando imponían peca capital o de “perdimiento de miembros”; conocía también, en única instancia, de los juicios sobre encomiendas de acuerdo con una famosa ley despachada en Malinas en 1545; etc. En el ramo de hacienda el Consejo formaba las consultas para el nombramiento de los oficiales de las Cajas Reales; velaba por el correcto desempeño de tales oficiales, para lo cual podía ordenar visitas a los distritos de hacienda; examinaba en el mismo orden las cuentas de tales oficiales; y se encargaba, en fin, de arbitrar todos los medios necesarios para organizar el apresto de las flotas y procurar el incremento de las rentas reales. En el ramo de guerra tocaba al Consejo la elaboración de las consultas para la provisión de las plazas de soldados y los oficios militares; mientras no hubo Junta especial para ello también entendía en el apresto de las armadas que debían custodiar a las flotas; en las decisiones relativas a las fortificaciones y defensas militares de las costas y puertos del Nuevo Mundo; en el conocimiento de las causas del fuero militar por vía de apelación, etc. Todas sus competencias particulares las cumplía el Consejo mediante el procedimiento de “consulta”, que consistía en la formación de un expediente para cada asunto que debía someterse a la decisión del monarca, sobre la base de todos los antecedentes que pudieran reunirse, los que luego eran resumidos y, fundados en ellos, votaban los consejeros elevándose al monarca un documento (también llamado “consulta”) en el que se daba cuenta del negocio en particular y de la opinión unánime de los consejeros o por votos particulares cuando había disensiones, para que así el rey “respondiera” a la consulta con su decisión, la que una vez publicada en el Consejo debía ser ejecutada por él mismo dando las órdenes convenientes para ello, mediante decretos o a través de la elaboración de reales cédulas o provisiones. El manejo interno de todos los papeles que se veían en el Consejo y que daban forma a los expedientes de las consultas era llevado por su secretario y los subalternos correspondientes, que trabajaban en distintas mesas, y cuya organización varió a lo largo del tiempo. Durante el reinado de don Felipe II, en el año de 1571 se dividió la gestión de estos papeles en dos escribanías de cámara: una para los negocios de Gobernación, Gracia y Merced, a cargo de Juan de Ledesma; y otra para los de Justicia, a cargo de Francisco de Balmaceda, pero la refrendación de todos ellos seguía a cargo del secretario del Consejo, a la sazón, Antonio de Eraso. En el año 1597, cuando murió el escribano Balmaceda, las escribanías se transformaron en Secretarías, la de Gobernación y Gracia, al cuidado del secretario Juan de Ibarra, y la de Justicia a cargo de Pedro Ledesma. Bajo el reinado de don Felipe III se reorganizó el trabajo interno del Consejo, sobre la base de una distinción fundada en el manejo separado de los papeles de gobierno y gracia de cada uno de los dos virreinatos. Así para el virreinato de la Nueva España se erigió una

Secretaría de Gracia y otra Secretaría de Gobierno, y lo mismo se hizo para el virreinato del Perú, cada una de ellas a cargo de un Oficial Mayor, manteniéndose una sola Escribanía de Cámara de Justicia. Prontamente, en 1609, las cuatro Secretarías quedaron reducidas a dos, ambas de Gracia y Gobierno: una para las provincias del Perú y otra para las de Nueva España. 6. LOS CONSEJEROS DE INDIAS Durante los primeros años del reinado de don Carlos I pareciera que la provisión de las plazas de consejeros del de Indias se realizaba por el príncipe previa consulta del propio Consejo indiano, como lo comprueba el resumen de una consulta del año 1531 en la cual se daba cuenta de siete sujetos que parecían a propósito para cubrir la vacante del fallecido consejero Francisco de Isunza, proveyéndose en ella a uno de los propuestos: el licenciado Pedro Mercado de Peñalosa, pero con posterioridad pareciera que ya no volvió a seguirse esta práctica, y las consultas eran formadas por el Consejo de Castilla y su Cámara. En líneas generales tal fue el sistema que imperó hasta un real decreto de agosto de 1754, que encomendó a la Secretaría del Despacho de Marina e Indias la facultad para consultar las plazas de consejeros togados y de capa y espada del de Indias, al igual que la plaza de presidente de él. Casi veinte años después, por real decreto del 12 de agosto de 1773 dirigido al Gran Canciller del Consejo, se confió a la Cámara de Indias la facultad de consultar los nombres de los sujetos que debían ocupar las dos plazas de consejeros togados que se habían creado el 29 de julio de ese mismo año y además se agregaba que lo mismo debía observarse: “En lo sucesivo con las que vacaren”, y así se practicó hasta el mismo año de 1808. Desde su puesta en planta en 1524 el Real y Supremo Consejo de Indias contó siempre con plazas de consejeros togados y aunque ellas estaban animadas por la suprema jurisdicción indiana no se las tenía, en la práctica, por oficios de término del cursus de un letrado, pues él continuaba en las plazas del Consejo de Castilla, como que el Nuevo Mundo se había incorporado a la misma jurisdicción de la corona castellana. Fue así regular el paso de los consejeros indianos al de Castilla, desde que en 1528 fue promovido el licenciado Pedro Montoya y hasta que, por real decreto del 20 de julio de 1772, fue ascendido don Jacinto Miguel de Castro, último de los consejeros indianos que pasó al de Castilla. La promoción de Castro al Consejo de Castilla en 1772 fue la última, porque el 29 de julio del año siguiente se expidió un real decreto que declaró al Consejo de Indias como tribunal de término “con igualdad al de Castilla”, de manera que a partir de dicha época la carrera de los ministros indianos acababa en él. Para acceder a las plazas letradas del Consejo había dos grandes vías: una vía indiana y otra castellana, y ya dentro de él se producía el ascenso regular desde sus fiscalías a las plazas de consejeros y desde estas aún podía pasarse a los asientos de la Cámara de Indias, cuando la hubo, pero, en general, desde ellas sólo se podía aspirar a las plazas del Consejo Real de Castilla. Durante los siglos XVI y XVII la vía indiana de acceso a las plazas de consejeros letrados del Real y Supremo de Indias tenía tres puertos regulares previos: a) la fiscalía del mismo

Consejo de Indias; b) alguna presidencia letrada indiana y; c) las plazas de oidor de Méjico y Lima, y a ellas se agregó, desde principios del siglo XVIII un cuarto puerto previo, a saber, las plazas letradas de la Casa de la Contratación. Por su parte, la vía castellana de acceso a las plazas letradas del Consejo de Indias, durante los siglos XVI, XVII y primera parte del XVIII, solía tener por puertos previos a las plazas letradas de las audiencias y chancillerías reales de Valladolid y Granada, cuyas promociones al Consejo del Nuevo Mundo fueron sistemáticas, al menos, mientras fue la Cámara de Castilla la encargada de consultar al monarca las provisiones de consejeros indianos, lo que ocurrió, al parecer, hasta el año de 1744, como ya se apuntara más atrás. Las plazas togadas del Consejo de Indias, en todo caso, marcaban la cota más alta de la carrera de la jurisdicción real indiana, precisamente porque ellas ejercían la jurisdicción suprema y, en cuanto tales, llevaban aparejadas las honras, honores y preeminencias correspondientes, de manera que eran el puerto final para los letrados que servían oficios jurisdiccionales indianos, como poéticamente lo refería el consejero Eugenio de Salazar (c. 1530-1602) en los dos tercetos del soneto que relataban su carrera: “Oidor fui en la Española. Guatemala/ me tuvo por fiscal; y de allí un salto/ di en México a fiscal, y a oidor luego./ De allí di otro al Tribunal más alto/ de Indias, que me puso Dios la escala./ Allá me abrase su divino fuego”, aunque, como se ha advertido, hasta el año de 1773 eran también una escala dentro de la carrera judicial y gubernativa castellano. Desde la puesta en planta del Consejo de Indias en 1524 hasta su disolución en 1808, cuando la invasión de los franceses, sirvieron como consejeros suyos poco más de 400 sujetos y 90 en calidad de fiscales, dentro de los cuales se hallaron los más destacados juristas hispanos e indianos. En tiempos del rey emperador sirvieron como consejeros el conocido canonista doctor Juan Bernal Díaz de Lugo (c. 1500-1556), obispo de Calahorra y asistente al Concilio de Trento, autor de diversas obras jurídicas entre las que destacó su muy difundida Praxis criminalis; y Gregorio López (1496-1560) célebre glosador de las Siete Partidas. Durante el siglo XVII pasaron por él, entre muchos otros: Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655); el influyente Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), autor de las famosas Corona gótica e Idea de un príncipe político y cristiano representado en cien empresas; Gil de Castejón (1618-1692), a quien se debe un difundidísimo Alphabetum iuridicum; el valenciano Lorenzo Matheu y Sanz (1618-1680), autor de un Tractatus de regimini Regni Valentiae (1654-1655) y de un Tractatus de re criminali (1676); el famoso erudito Juan Lucas Cortés (1624-1701). En el siglo XVIII se desempeñaron en el Consejo: Sebastián de Ortega Melgares y Espinosa (1652-1723), autor de una obra de comentario Ad iurisconsultum Paulum et Labeonem (1678) y de varias otras manuscritas; Antonio José Álvarez de Abreu (1688-1756), marqués de la Regalíaa, autor de la muy influyente Víctima real legal (1726); Prudencio Antonio de Palacios (1682-1755), anotador de la Recopilación de Indias; y Rafael Antúnez y Acevedo (1736-1800), autor de unas Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales (1797). 7. LA CÁMARA DE INDIAS

En el año 1600 se decidió, por real cédula fechada el 25 de agosto, la creación en el Consejo de Indias, de la originariamente denominada “Junta” o Cámara de Indias, a imagen de la que existía en el Consejo de Castilla. Ella aparecía como una junta particular integrada por el presidente y tres consejeros, a la cual se encomendaba la formación de todas las consultas para “las provisiones eclesiásticas y seglares que hubieren de hacer para el buen gobierno espiritual y temporal de las Indias, y que en todo y por todo se conformen con el estilo y forma que en el Consejo de Castilla se guarda y está establecida”, de manera que a partir de su creación esta competencia ya no tocaría al Consejo en pleno. El 19 de enero de 1601 fueron nombrados los tres consejeros que formarían la Cámara de Indias, fueron ellos los licenciados Agustín Álvarez de Toledo, Alonso Molina de Medrano, y Gonzalo Pérez de Aponte. La Cámara de Indias funcionó pocos años, pues el 1 de abril de 1608 el Conde de Lemos presentó en el Escorial un memorial secreto al Duque de Lerma, en el que expresaba la necesidad de suprimirla. Esta sugerencia fue acogida y por decreto del 16 de marzo de 1609 se ordenó la supresión inmediata de la Cámara de Indias, con lo cual el Consejo en pleno recuperaba su competencia en la provisión de plazas togadas. Durante el reinado de Felipe IV, se decidió restablecer la Cámara de Indias, y así se mandó hacer por real decreto fechado en Tortuera el 10 de febrero de 1644, conforme al cual debía integrarse “de tres consejeros del mismo Consejo que concurran con el Presidente de él”, nombrándose como sus primeros miembros a los consejeros Pedro González de Mendoza, Paulo Arias Temprado y Jerónimo de Villanueva. Esta segunda Cámara de Indias se instaló, según León Pinelo, el 28 de abril de aquel año de 1644 y subsistió durante 33 años, porque por un real decreto fechado el 6 de julio de 1677, que reorganizó el Consejo de Indias, se decidió la disolución de su Cámara y se ordenó que de los miembros del Consejo: “Han de intervenir en consultarme las provisiones y demás gracias que hoy corren por la Cámara, el Presidente y tres Consejeros, los que yo nombrare. Y no han de tener gajes ni emolumentos algunos por esta razón más de los que por Consejeros les tocaren”En la práctica, pues, a partir de 1677 las consultas para las provisiones de oficios de las audiencias indianas, continuaron en manos de sólo tres consejeros y del presidente, no obstante, la supresión de la Cámara que, por decreto del 17 de julio de 1691 se ordenaba que continuara formada por el presidente, tres consejeros: dos de capa y espada más antiguos, y don Manuel de Lira. La existencia y actuación de la Cámara de Indias durante el siglo XVIII continuó, aunque con una serie de interrupciones y modificaciones. En efecto, por el real decreto de reforma del 6 de marzo de 1701 se ordenó su supresión, volviendo al Consejo todas sus competencias, aunque prontamente un decreto del 3 de marzo de 1703 confirmaba su existencia, pero ella no funcionaba aún, pues, por ejemplo, el 24 de octubre de dicho año de 1703 era el Consejo en pleno el que consultaba la provisión de una plaza de oidor en la Real Audiencia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada. La Cámara de Indias fue restablecida oficialmente por decreto del 29 de abril de 1716, componiéndose del presidente o gobernador, dos consejeros de capa y espada, y un consejero togado, aunque nuevamente fue suprimida por decreto del 11 de septiembre de 1717. La Cámara de Indias fue definitivamente restablecida por decreto del 22 de diciembre de 1721,

integrada por el presidente, dos consejeros de capa y espada y dos consejeros togados, que en 1731 fueron elevados a tres, en 1734 a cuatro, en 1767 a cinco, al igual que entre 1793 y 1796. Su competencia en cuanto a las consultas para la provisión de oficios fue menguada por la reforma del 26 de agosto de 1754, pues ella ordenó que las proposiciones para plazas del Consejo de Indias, de virreyes, presidentes de audiencias, gobernadores, y oficios vinculados a la hacienda, y eclesiásticos, debían realizarse por la vía reservada, aunque mantuvo la tocante a la formación de consultas para la provisión de los ministros letrados de todas las audiencias indianas hasta el año 1808. Sobre la base del estudio de las consultas de la Cámara despachadas entre 1792 y 1808 se pueden realizar las siguientes constataciones en cuanto a su integración: en 1792 la Cámara de Indias actuaba integrada por el presidente más seis consejeros; en 1794 por el gobernador del Consejo más cinco o seis consejeros; en 1796, el gobernador más cinco o seis consejeros; en 1797 por el gobernador más cinco consejeros; en 1798 por el gobernador más cinco o seis consejeros; en 1799 por el gobernador más siete u ocho consejeros; en 1800, por el gobernador más seis consejeros; en 1801, por el gobernador más 7 u 8 consejeros; en 1802, por el gobernador más 7 u 8 consejeros, aunque desde el mes de octubre sólo concurren el gobernador y cinco consejeros; en 1803 y 1805, por el gobernador y 5 consejeros; en 1806, por el gobernador más 3 ó 4 consejeros; en 1807, el gobernador y 3 consejeros; y en 1808, el gobernador y 5 consejeros. 8. DE LAS JUNTAS PARA INDIAS Sin perjuicio del gobierno de la monarquía hispano – indiana estructurado sobre la base de una pluralidad de consejos, durante los siglos XVI y XVII se establecieron también una serie de “Juntas” para que entendieran en ciertos negocios singulares o en materias determinadas. Estas “Juntas” institucionalmente aparecieron durante el reinado de Felipe II, aunque es posible observar que la realidad de la gobernación del Nuevo Mundo también había conocido tempranamente la constitución de ciertas “Juntas”, como aquellas creadas para la discusión de las cuestiones tocantes al descubrimiento y trato de los naturales, aunque éstas no tuvieron los caracteres de cierta estabilidad y permanencia que las instituidas a partir de finales del siglo XVI. Las “Juntas” aparecían como unas ciertas comisiones de carácter pluripersonal encargadas de unas materias determinadas, cuya creación pareciera motivarse por la necesidad de entregar el conocimiento de algunas materias específicas a cuerpos especializados, sino también como un mecanismo que fuera capaz de superar el habitual paso cansino de la gestión y tramitación propia del régimen de consejos. Pero, además, como bien ha advertido Baltar Rodríguez, detrás de la constitución de Juntas en el siglo XVII también se observaban operar unos ciertos criterios políticos vinculados a las ideas y posición de los validos del monarca. 8.1. DE LAS PRIMERAS JUNTAS PARA INDIAS: DE LOS REYES CATÓLICOS AL REY - EMPERADOR Durante el reinado de los Reyes Católicos fue habitual que se dispusiera que para resolver materias muy concretas vinculadas con los negocios del Nuevo Mundo “se juntasen” algunos

de los consejeros de Castilla u otras personas, incluso más, los propios orígenes del Consejo de Indias parecieran hallarse vinculados a esta práctica de formar una cierta “Junta” para encargarse de las cuestiones indianas, tal cual lo daba a entender Juan de Solórzano y Pereyra en un Memorial para referirse a una cierta “Junta de Indias”, según él en funciones desde 1520: “Esto se fue continuando con varios accidentes hasta el año de veinte, en que parece hubo una junta más formada de cosas de Indias con Relator y portero”. Bajo el reinado y regencia de don Fernando se ordenó constituir una Junta especial para tratar de las denuncias que los dominicos habían hecho en La Española en 1511 acerca del mal tratamiento que se daba a los naturales. Dicha Junta se reunió en Burgos en el año de 1512 y de ella emanaron las Leyes de Burgos, y en el año de 1513 se convocó a otra Junta para decidir ciertas cuestiones ligadas a la expedición que iba a emprender Pedrarias Dávila, uno de cuyos frutos fue la redacción del Requerimiento que había de leerse a los indios. El rey – emperador continuó esta política de convocar a Juntas para la decisión de las cuestiones derivadas del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, entre ellas la reunida en la ciudad de Barcelona durante el año de 1529 y que fue presidida por don Juan de Tavera, a la sazón presidente del Consejo de Estado. Posteriormente la prédica de Bartolomé de las Casas en favor de los indios movió a don Carlos I a convocar una Junta, que se reunió primero en Valladolid y que luego continuó sus sesiones en Barcelona, de cuyas sesiones nacieron las llamadas Leyes Nuevas de 1542, que pretendían, entre otras cosas, acabar con el régimen de las encomiendas. Se convocaría más tarde a otra Junta en Valladolid, que actuó entre 1550 y 1551 para conocer de las disputas entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda sobre materias indianas. 8.2. LA JUNTA DE GUERRA DE INDIAS En los últimos años del reinado de Felipe II las crecientes necesidades de proveer a la defensa de las costas y puertos americanos, así como también, las derivadas de la custodia de las flotas, continuamente atacadas por corsarios y piratas movieron a la creación de algunas “Juntas” especiales para que entendieran en tales materias, como fueron la “Junta de Puerto Rico”, creada en 1583, y la “Junta de la Armada”, en 1594, para que se ocupara en todo lo tocante a la Armada del Océano, y que se integraba por los presidentes de los consejos de Indias y de Hacienda, más un consejero de Guerra y el secretario Juan de Ibarra. En tales “Juntas” y en los buenos efectos de sus actuaciones pareciera hallarse el fundamento de la decisión adoptada por don Felipe III en el año de 1600 en cuanto a la creación de la “Junta de Guerra de Indias”, mandada establecer por una real cédula fechada el 25 de agosto de aquel año: “para los negocios y materias de guerra, que se ofrecieren en nuestro Consejo”. Esta Junta de Guerra, a diferencia de la Cámara de Indias creada en el mismo año, no se integraba exclusivamente por consejeros del de Indias, sino que originariamente la componían dos consejeros de Indias y dos del de Guerra bajo la presidencia de quien lo era del Consejo de Indias, para que desde 1605 entraran en ella cuatro miembros de cada uno de estos dos consejos y en algunas épocas fue habitual que se nombraran algunos miembros

más en calidad de supernumerarios, y en tiempos de don Carlos II el número de sus miembros era de nueve. Desde su creación tocó a la Junta de Guerra el conocimiento de todas las cuestiones ligadas a la defensa militar de las Indias, apresto de la Armada y galeones, aprovisionamiento de pertrechos militares, política de fortificaciones, formación de las consultas para proveer los empleos necesarios de la Armada de la Carrera de Indias; el conocimiento, por vía de apelación, de las sentencias dictadas en primera instancia en las causas del fuero militar, etc. La Junta de Guerra se reunía por las mañanas de los días martes y jueves en la sala “grande” del Consejo cuando asistía su presidente, o en alguna de las pequeñas cuando no lo hacía, y su organización, competencias y funcionamiento fueron regulados por unas Ordenanzas especiales formadas en tiempos de don Felipe IV, que se imprimieron en 1636. 8.3. LA JUNTA DE HACIENDA DE INDIAS Al igual que en el caso de la Junta de Guerra fue en los últimos años del reinado de don Felipe II cuando, debido a las dificultades económicas de la monarquía, se decidió en 1595 que se formara una “Junta” especial para que propusiera los medios y arbitrios que parecieren más apropiados para lograr el incremento de los ingresos de la hacienda real, integrada exclusivamente por consejeros del de Indias, pero tuvo una serie de dificultades en su funcionamiento, entre las que se hallaron la propia oposición de los consejeros de Indias. En el año 1600 se acordó por don Felipe III la creación de una nueva “Junta de Hacienda de Indias”, integrada por el presidente del Consejo de Indias, seis consejeros suyos y dos consejeros del de Hacienda, quienes debían reunirse dos veces por semana, sin perjuicio de haber ordenado el mismo monarca, cuando la creación de la Cámara de Indias, “que se prosiga” la “Junta” que venía funcionando desde tiempos de su antecesor. Esta “Junta de Hacienda de Indias” pareciera que se mantuvo solamente hasta el año de 1606, según Baltar Rodríguez, o hasta el de 1604 según Schäfer y Sánchez Bella. De sus actuaciones hay pocas noticias, aunque en diciembre de 1601 se la veía consultar al monarca acerca de la necesidad de socorrer a los indios con los dineros de sus cajas de comunidad, sobre el quintarse la plata antes que saliera de manos de los plateros, y sobre la provisión de dineros para el despacho de la Armada de Indias; y en ese mismo mes decidía el monarca que tocaba a la Junta el conocimiento de los negocios relativos a los asientos de negros que se habían de llevar a las Indias. Sin perjuicio del temprano cese de la “Junta de Hacienda de Indias”, a lo largo del siglo XVII fue habitual que se constituyeran “Juntas Particulares” para tratar de ciertas cuestiones tocantes a la hacienda indiana, práctica que pareciera fue muy frecuente durante el reinado de Felipe IV quien, por ejemplo, en julio de 1649 mandaba “que se forme una Junta” para que entendiera en lo que debía hacerse con el fin de evitar que entraran mercaderías de contrabando y que debía integrarse por dos consejeros de Indias, dos del de Hacienda y dos del de Guerra; en febrero de 1650 mandaba que, para lo tocante al registro

de la plata que venía de Indias y su desvío hacia el extranjero, “se tenga una Junta donde se ha de tratar la materia”, en la que debían entrar dos consejeros de Indias nombrados por su presidente; y desde el año de 1659 pareciera que se reunió con cierta permanencia una “Junta” particular para el beneficio de la navegación de la carrera de Indias y del caudal de la avería. 8.4. OTRAS “JUNTAS PARTICULARES” PARA NEGOCIOS DE LAS INDIAS Además de aquellas Juntas que funcionaron con cierta permanencia también fue frecuente que los monarcas acudieran al expediente de reunir “Juntas particulares” o “Juntas especiales” para que entendieran en negocios o materias concretas relativas a las cuestiones del gobierno del Nuevo Mundo. La reunión de “Juntas” particulares en tiempos del rey don Felipe II fue una práctica relativamente habitual, y dentro de todas ellas tuvo una especial importancia la mandada formar en 1568, conocida con el nombre de “Junta Magna”, presidida por don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y presidente del Consejo de Estado, en la cual debían discutirse una serie de cuestiones indianas, tanto relativas a su gobernación espiritual como a la temporal, sobre todo en materias de hacienda. Don Felipe III acudió también al expediente de la reunión de “Juntas Particulares”. Así en 1601 se había formado una para deliberar acerca de las proposiciones del jesuita Juan Font sobre la conversión de los indios que se hallaban en guerra en el río Marañón; en el año siguiente se había mandado reunir una “Junta” para que conociera de los memoriales que había presentado Jerónimo de Ayanzos sobre el beneficio de metales en Potosí, y otra para los negocios relativos a ciertos asientos de esclavos. En tiempos de don Felipe IV hubo también diversas “Juntas” especiales, entre ellas algunas encargadas de examinar los proyectos de Recopilación de las leyes de Indias, tales como la creada por real decreto del 23 de septiembre de 1637, que mandaba que los consejeros de Indias Juan Solórzano y Pereyra, Juan de Palafox (1650-1659), y Juan de Santelices Guevara (†1648): “Se junten y recopilen en buena orden así las antiguas como las modernas, porque por falta de dinero no se deje de estampar cosa tan importante”; y la creada en 1660 e integrada por los consejeros Fernando Guevara Altamirano (1606-c.1670), Antonio de Monsalve y Guzmán (1608-1685), Miguel de Luna y Arellano (†1662), y Gil de Castejón (1618-1692) para que se juntaren en una sala del Consejo las tardes en que no hubiere acuerdo ordinario y reconocieran lo que se hallaba avanzado de la Recopilación y dieran cuenta al Consejo cada quince días. Don Carlos II continuó la misma práctica de sus antecesores, y así, por ejemplo, en noviembre de 1674 mandaba “se tenga Junta en la posada del Inquisidor general” para que le representara todo lo que se ofreciere sobre las agregaciones del caudal que había traído la última flota, y a ella debían concurrir el presidente del Consejo de Indias y el de Hacienda más el Comisario General de Cruzada. Durante el siglo XVIII, a pesar de las nuevas vías instauradas para el gobierno de la monarquía, también se reunieron Juntas particulares, como la denominada “Junta de

Leyes”, creada por real decreto del 9 de mayo de 1776, encargada de la formación del “Nuevo Código” para las Indias, encomendándose la tarea a Ansótegui y a Miguel José Serrador, cuyo trabajo sería revisado por una “Junta” de la que era secretario Manuel José de Ayala. 9. LA CASA DE LA CONTRATACIÓN Sin perjuicio de la superioridad del Consejo de las Indias, en cuanto le estaba atribuida la jurisdicción suprema sobre el Nuevo Mundo, no todas la jurisdicción real era ejercida directamente por él para mover la “máquina del Nuevo Mundo”, de modo que sus “hombros”, si bien anchos, compartían el peso de un tan grande artificio con otros ingenios a los cuales igualmente se había comunicado jurisdicción ordinaria, aunque no suprema y, bien lo recordaba León Pinelo, cuando afirmaba que: “Como las materias de Yndias son tan singulares, están privativamente reservadas, no solo al Consejo, como Supremo dellas, sino a los tribunales que dependen del, como la casa de la Contratación de Sevilla, el Juez Oficial en Cádiz, y los Juezes de Registros en las Islas de Canarias: todos con inhibición a las justicias destos Reynos”. Las múltiples cuestiones que comenzó a generar el descubrimiento colombino relativas a la organización de las expediciones y el paso de personas y mercaderías al Nuevo Mundo movió a los Reyes Católicos a crear una institución especialmente encargada de entender en tales negocios. Tal fue la Casa de la Contratación, mandada establecer en Sevilla el 20 de enero de 1503, integrada por un factor, un tesorero y un escribano contador, pero ya el 2 de febrero de 1505 los oficiales de la Contratación fueron autorizados para nombrar a un juez que entendiera principalmente en los pleitos de embargo. Sólo en las Ordenanzas de la Casa de la Contratación aprobadas el 15 de junio de 1510 aparece por primera vez la plaza de Asesor Letrado de los oficiales de la Contratación, cuyo primer titular fue el licenciado Hernando de Ibarra, a quien se le despachó título el 6 de junio de 1511, y en 1525 se creó una segunda plaza de asesor letrado. En 1546 se nombró un promotor fiscal para la Casa de la Contratación, y el 27 de noviembre de 1557, en vez de los dos asesores que existían, se designó a un solo Asesor Letrado, al que el 1 de enero de 1558 se le dio la denominación de Juez Asesor Letrado. De esta manera, al finalizar el reinado de don Carlos I había en la Casa de la Contratación dos plazas letradas: la de Juez Asesor Letrado, y la de Fiscal, pero, sobre consulta del Consejo fechada en Valladolid el 12 de marzo de 1558, se acordó designar a un segundo juez y a un tercer letrado para substituir al obispo de Lugo “de manera que aya tres”. En 1577, durante el reinado de don Felipe II, se practicó una visita a la Casa de la Contratación por parte del licenciado Benito López de Gamboa, una de cuyas consecuencias fue que, sobre consulta del Consejo fechada en Madrid el 3 de agosto de 1579, se acordó que anualmente pasare uno de los consejeros de Indias a servir la presidencia de la Casa de la Contratación “pero no por su turno, sino el que me pareciere nombrar, que assí será lo mejor”. El mismo don Felipe II, sobre consulta del 11 de julio de 1583, decidió la creación, solicitada desde mucho antes, de una Audiencia en la Contratación, al ordenar que se proveyesen dos plazas de Jueces Letrados, y mandar al Consejo de Indias que le enviase una Instrucción acerca de la que debería ser su

competencia y actuación. De este modo, desde 1583 existía una suerte de Audiencia en la Contratación formada por el Presidente, cuando era letrado, dos Jueces Letrados, a los que pronto se comenzó a llamar oidores, y un fiscal. Esta composición sufrió una importante variación en 1597 al decidirse que la presidencia de la Casa de la Contratación debía servirla un caballero de capa y espada en vez de un consejero de Indias, y también porque en diciembre de 1596 se había decidió proveer un tercer Juez Letrado, provisión que recayó en el doctor Arias Borja, que hasta la fecha servía la fiscalía. Con don Felipe III se volvió a alterar el sistema de designación de la presidencia de la Casa de la Contratación, pues los consejeros de Indias consultaban en Valladolid el 27 de junio de 1605 sobre la conveniencia que había en que la presidencia de la Casa de la Contratación fuera provista en miembros del Consejo de Indias, decidiéndose por don Felipe III una solución intermedia, pues respondió que: “Quedo advertido de lo que apunta el Consejo sobre la provisión de este oficio y para poder tomar resolución me proponga el de la Cámara, tres personas de ese Consejo y tres de fuera de él, los más suficientes y beneméritos que se hallaren”, de ese modo, a lo largo del siglo XVII los presidentes letrados se alternaron con los de capa y espada. La plantilla de jueces letrados y de fiscal de la Contratación no experimentó variaciones durante el siglo XVII. Así por real decreto del 17 de julio de 1691 se reiteró que debía componerse de un presidente, tres jueces letrados y un fiscal. La vida de la Casa de la Contratación durante el siglo XVIII experimentó las naturales alteraciones derivadas de las reformas introducidas en el régimen jurídico del comercio y la navegación, las que condujeron a su extinción en 1790 y a su conversión en un Juzgado de Alzadas y Arribadas en Cádiz. 10. COMPETENCIA DE LA CASA DE CONTRATACIÓN Las competencias de la Casa de la Contratación fueron perfilándose paulatinamente durante los primeros decenios del siglo XVI y acabaron girando en torno a la organización del régimen del comercio indiano y de todo lo que iba anexo a él. Cuando fue creada en 1503 simplemente se dispuso que se la establecía para que: “En ella se recojan y estén al tiempo que fuere necesario todas las mercancías y mantenimientos y todos los otros aparejos que fueren menester para proveer todas las cosas necesarias para la contratación de las Indias y para las otras islas y partes... y para enviar allá todo lo que convenga enviar y para que se reciban todas las mercancías y otras cosas que de ella se enviaren a estos nuestros reinos y para que allí se venda de ellos todo lo que se hubiere de vender o se enviare a vender y contratar”.. A esta genérica competencia relativa al tráfico comercial se le agregó en 1505 el conocimiento del paso de personas a las Indias, encomendándole que concediera las licencias para ello, con expresa prohibición de darla a los extranjeros, y también a los judíos, herejes, reconciliados y moros. El régimen de la navegación y el comercio con las Indias, que originariamente había sido de una especie de “derrota libre” fiscalizada por la Casa, se estructuró en tiempos del rey

emperador sobre la base de un sistema de creciente protección armada, pues ya en 1526 se había prohibido que los navíos realizaran sus viajes en solitario, once años más tarde se enviaba una armada para proteger el transporte del oro y plata indianos, y en 1543 se ordenó que todas las naves que hicieran la ruta de las Indias debían practicarla en convoy o conserva, protegidas por naves de guerra. En tiempos del rey don Felipe II se organizó definitivamente el comercio indiano mediante el denominado régimen de “flotas y galeones” cuyas finalidades eran conservar la exclusividad del comercio castellano con las Indias y proteger la navegación, sobre todo por los crecientes ataques de corsarios y piratas. Desde 1566 en adelante debían partir anualmente desde el puerto de Sevilla dos flotas: una para la Nueva España y otra para Tierra Firme (Panamá). La Flota de Nueva España debía partir en primavera rumbo al golfo de Méjico y sus puertos de Veracruz y Honduras, la de Tierra Firme debía salir en el mes de agosto hacia los puertos de Cartagena y Santa Marta. Ambas flotas debían pasar la invernada en las Indias y durante el mes de marzo tenían que reunirse en La Habana para regresar juntas a Sevilla. La flota de Tierra Firme iba acompañada de una armada integrada por varios navíos de guerra, a los que se acostumbró llamar “galeones” y la de Nueva España era protegida por una nao almiranta y otra capitana. Tocaba, entonces, a la Casa de la Contratación como especial competencia organizar anualmente las flotas y galeones y entender en todas las materias que se suscitaban en el curso de la navegación, lo cual significó que prontamente se delimitaran sus atribuciones judiciales, ejercidas por la “Audiencia” que se mandó formar en ella y que se extendían a las causas civiles tocantes a la navegación con apelación ante la Audiencia de los Grados de Sevilla o al Consejo de Indias según fuera la cuantía inferior o superior a 40.000 maravedíes, y a las causas criminales generadas por los delitos cometidos en la carrera de Indias, con apelación ante el Consejo de Indias si su sentencia imponía la pena de muerte o la de perdimiento de miembros. Las necesidades derivadas de la organización del régimen de comercio con las Indias exigieron desde muy temprano que se formaran prácticos y pilotos para la navegación, lo cual llevó a la creación en 1508 del empleo de Piloto Mayor, cuyo primer titular fue Américo Vespucio. Igualmente se hizo necesario que se tuviera precisa noticia de las rutas de navegación y que se prepararan las correspondientes “cartas de marear”, con cuya finalidad fue creado en 1552 el empleo de Cosmógrafo. La razón de ser de la Casa de la Contratación se perdió durante el siglo XVIII en medio de las diversas reformas del comercio indiano que tendieron a superar las deficiencias de un régimen de flotas y galeones que no había conseguido sus finalidades de asegurar un expedito y seguro comercio entre la península y el Nuevo Mundo. Ello llevó a la substitución de las flotas y galeones por un sistema de navíos sueltos que emprendían la navegación bajo registro ante la Casa, abriéndose por la misma época la ruta del Cabo de Hornos, y autorizándose a nuevos puertos en uno y otro lado del océano para la práctica del comercio. Las nuevas ideas económicas puestas en planta por don Felipe V y sus sucesores redujeron progresivamente las competencias de la Casa de la Contratación y movieron a don Carlos

IV a decidir su extinción por real decreto del 18 de junio de 1790, año en el cual fue transformada en un simple Juzgado de Arribadas y Alzadas. 11. DEL RÉGIMEN POLISINODAL A LAS SECRETARÍAS Y MINISTERIOS La llegada de la casa de Borbón al trono de la Monarquía Hispano – Indiana, al inaugurarse el siglo XVIII, no sólo significó el cambio de una dinastía reinante, sino también la difusión de unas nuevas ideas y concepciones acerca del gobierno y de sus fines, todas ellas fraguadas en el ambiente profundamente reformador de la Ilustración, y que los propios monarcas se ocuparon en llevar a la práctica introduciendo una serie de innovaciones en las instituciones políticas encargadas del gobierno y administración central de la monarquía. En líneas generales, la exaltación de un rey gobernante y no solo justiciero, dedicado preferentemente a lograr el progreso y la felicidad de sus súbditos, mostró tempranamente que el régimen de gobierno fundado en la actuación de una pluralidad de consejos, habitualmente lenta y cansina, no podía servir como eficaz instrumento realizador de los nuevos fines permanentes que asumía el gobierno, ni menos podían esperarse de ellos las necesarias y urgentes transformaciones de índole económica y política que debían introducirse en los diversos reinos y señoríos hispano – indianos. Todo ello en un escenario político complejo, donde las fuerzas y posición de los estados europeos habían variado en perjuicio de España, tal cual como podía advertirse en las paces de Utrecht de 1713 que, además de haber significado la pérdida de algunas posesiones en Ultramar, abrían la posibilidad del comercio en España a los ingleses. No se trataba simplemente de “reformar” las antiguas instituciones y procurar a través de ellas la ejecución de las nuevas políticas impulsadas por los ilustrados, sino de reconocer que el viejo modelo de los consejos no resultaba adecuado a los nuevos tiempos y condiciones, en los que las ocupaciones y tareas propias del gobierno habían aumentado considerablemente debido a que ya no se estrechaban en los solos límites del “mantenimiento en paz y en justicia”, sino que tenían múltiples y nuevas tareas que cumplir en función de la “felicidad de los vasallos”. No era tampoco la falta de dedicación de los consejeros la que dificultaba el accionar de un nuevo modelo de rey gobernante, sino simplemente que a una naciente concepción de un gobierno realizador y reformador le era indispensable contar con los medios de gestión apropiados, tal como expresamente lo declaraba don Felipe V en 1714 al decidir el establecimiento de cuatro Secretaría de Estado y del Despacho: “Reconociendo el atraso que padecen algunos de los negocios de esta monarquía, ocasionado, no de la falta de aplicación de los que los cuidan, sino de la gran copia de los que se han aumentado, tanto por los accidentes y urgencias que han ocurrido en el tiempo de mi reinado, como por diferente planta y regla que se ha dado a ellos, distinta de la que tenía por lo pasado”. Además de lo anterior, los nuevos ideales del gobierno exigían que el propio rey se situara como cabeza y articulador de toda la máquina del gobierno, y que diseñara sus políticas de adelantamiento y dirigiera a todos y cada uno de sus agentes para conseguir una mejor y más eficiente administración capaz de obtener el progreso material y moral de todos sus súbditos. El rey gobernante asumía como tarea institucional la decisión personal de todos y cada uno

de los asuntos del gobierno, como afirmaba Felipe V: “con el deseo del mayor acierto para el mayor bien del Estado, y consuelo de mis vasallos”, y para conseguirlo necesitaba de unas nuevas estructuras y agentes “con el fin de estar yo enterado de ellos y tomar por mí las deliberaciones en todos”, supuesto que era imprescindible, para este nuevo modelo de rey gobernante, respecto de las materias a su cargo “que de todas esté yo individualmente y con particularidad enterado”. Las nuevas estructuras ideadas para poner en planta y ejecutar las políticas originadas por la necesidad de cumplir unos nuevos fines del gobierno, ligados a la felicidad pública, debían reflejar el deseo “de la mayor autoridad y eficacia para su más puntual y exacto cumplimiento”, y además tenían que evitar “en la expedición de los negocios y dirección de los despachos que de ellos procedieren toda confusión”, la cual parecía inherente al viejo modelo de los consejos, cuya lentitud y progresiva ineficiencia se hacían más notables respecto de los dominios de las Indias, respecto de las cuales afirmaba don Felipe V en 1717, que tal situación de obstáculos e impedimentos era “tanto más perjudicial en los de difíciles y tardos recursos de mis ministros y vasallos con la expresada distancia de aquellos Reinos”. A pesar de lo anterior, la monarquía no prescindió por completo de los multiseculares Consejos, sino que junto a ellos organizó un sistema de gobierno y administración centrado en las Secretarías de Estado, que fue construyéndose sobre la base de la ya existente Secretaría del Despacho, de la cual nacieron distintas y diversas Secretarías como órganos claves de la administración central, cuyos titulares encarnaron, las más de las veces, los ideales reformadores de la Ilustración y diseñaron e hicieron ejecutar un nuevo modelo de gobierno realizador ocupado en el progreso y felicidad de sus vasallos. 12. LAS SECRETARÍAS Y MINISTERIOS Y EL GOBIERNO DE LAS INDIAS Como ha mostrado con particular solidez el profesor Escudero en su modélico estudio sobre Los Secretarios de Estado y del Despacho, fue en tiempos de don Felipe IV cuando apareció la “Secretaría del Despacho Universal”, afianzada durante el reinado de don Carlos II y cuyas sucesivas divisiones producidas durante el siglo XVIII “articularán el esquema administrativo y gubernamental de España” y, por cierto, de las Indias. La Secretaría del Despacho dejó de ser “Universal” en virtud de un real decreto, fechado en Madrid el 11 de julio de 1705, que la dividió en dos: una Secretaría del Despacho de Guerra y Hacienda, a cargo de don José de Grimaldo, y una Secretaría del Despacho para “todo lo demás de cualquier materia que sea”, a cargo del marqués de Mejorada, de las cuales fue la primera la de mayor entidad y trascendencia, ocupadas en los negocios de hacienda, que tanto preocupaban a don Felipe V en medio de las tribulaciones de la guerra. La distribución del despacho de los negocios en dos Secretarías se mantuvo hasta el año de 1714, cuando se puso en planta una nueva distribución que seguía el modelo francés de cuatro Secretarías de Estado más un Veedor general y que había sido propiciado por Orry, quien había sido enviado a España por Luis XIV en 1701 para que se ocupara en ordenar la arruinada y desorganizada hacienda de la monarquía. El 30 de noviembre de 1714 se daba en Madrid un real decreto que dividía nuevamente a las dos Secretarías del Despacho, reconociendo, precisamente, que había mostrado: “La experiencia el gran útil y beneficio

que se ha seguido de la división de materias en los negocios de que se compone el Estado, después que se han repartido los negociados, y tratándose de cada una separadamente en los días de cada semana”. En el citado real decreto de 1714 don Felipe V declaraba que, respecto de los negocios del gobierno, deseaba “aun el que tengan más subdivisión”, con la expresa finalidad de conseguir “su más fácil y pronto despacho”. Con tal propósito se crearon cuatro Secretarías del Despacho: la Secretaría de Estado, la Secretaría de Justicia, la Secretaría de Guerra, y la Secretaría Marina e Indias, a las que se agregaba el cargo de Veedor General en las materias de Hacienda, cuyo titular pasaba a ser Orry. Claramente quedaban consignados en el real decreto los nuevos cauces por los cuales comenzaba a discurrir el gobierno y sus instituciones centrales. Específicamente se declaraba que los Ministros y Secretarios que debían estar a cargo de cada una de los negocios pertenecientes a las cuatro sobredichas Secretarías debían cuidar “de ellos con más desembarazo, cultivándolos, siguiéndolos y respondiendo por ellos” para que “aplicado cada uno a una sola naturaleza de negocios, pueda con más práctica y conocimiento darme cuenta de lo que está a su cargo”, con la finalidad última, decía don Felipe V, “de que por este medio los determine y resuelva yo con más individualidad y acierto”. En este nuevo modelo aparecía para el Nuevo Mundo una Secretaría especial: la Secretaría de Marina e Indias, cuyo primer titular fue Bernardino Tinajero de la Escalera, por la cual, de acuerdo con las ideas de Orry, debía correr toda “la correspondencia con los virreyes, gobernadores de provincias y particulares”, la “jurisdicción de todos”, las noticias y negocios eclesiásticos, los relativos a encomiendas, los tocantes a los oficiales de la Real hacienda, rentas reales y casas de moneda y “todo lo que mira a la Marina, compra y construcción de bajeles”. En 1715 hubo nuevas alteraciones en este esquema del gobierno central, pues, junto con suprimirse el cargo de Veedor general y substituirlo por una Secretaría del Despacho de Hacienda, se produjo la disociación de la Secretaría de Marina e Indias, pues se ordenó a su titular que remitiera todos los negocios de que conocía a cada una de las tres restantes secretarías de acuerdo con sus materias. En 1717 nuevas reformas que significaban que solo hubiera tres Secretarías: la de “Estado y negocios extranjeros”; la de “Guerra y Marina” y la de “Justicia, Gobierno Político y Hacienda”, aunque en 1720 nuevamente se establece una Secretaría de Hacienda, separada de la de Justicia. En este esquema del gobierno central entre los años 1715 y 1721 las Indias carecieron de una Secretaría del Despacho especial, de modo que sus negocios eclesiásticos corrían por la Secretaría de Justicia, y todos los demás por la Secretaría de Guerra y Marina. En 1721 se produjo otra reestructuración de las Secretarías, las que ahora se fijaron en cinco al dividirse la de Guerra y Marina, de manera que ellas eran: la Secretaría de Guerra, la Secretaría de Marina e Indias, la Secretaría de Estado, la Secretaría de Justicia y Gobierno político, y la Secretaría de Hacienda. Para la Secretaría de Marina e Indias fue designado como su primer titular Andrés de Pez, substituido en 1724 por Antonio de Sopeña, y por la cual debían correr todos los negocios y asuntos del Nuevo Mundo, con la sola excepción de las cuestiones eclesiásticas que se mantenían a cargo de la Secretaría de

Justicia. El orden fijado en 1721 para el despacho de los negocios del gobierno de las Indias subsistió hasta el año de 1754, cuando don Fernando VI, por real decreto de 26 de agosto, instituyó una Secretaría del Despacho Universal de Indias y Marina, originariamente a cargo de dos secretarios: fray Julián de Arriaga para los negocios de Indias, y el economista irlandés Ricardo Wall para los de Marina, aunque poco tiempo después todo quedó en manos de Arriaga, quien sólo sería substituido bajo el reinado de don Carlos III por el emprendedor y reformista José de Gálvez, antiguo visitador en los reinos americanos y futuro marqués de Sonora. La Secretaría del Despacho Universal de Indias y Marina se mantuvo como entidad única para que corrieran por su vía todos los negocios tocantes a su gobierno, guerra, comercio, hacienda, navegación y provisión de plazas civiles, militares y eclesiásticas, hasta el reinado de don Carlos III, pues por real decreto del 8 de junio de 1787 fue dividida en dos Secretarías de Estado y del Despacho Universal de Indias, a saber: una Secretaría de Gracia, Justicia y Materias Eclesiásticas, a cargo de Antonio Porlier; y otra Secretaría de Guerra, Hacienda, Comercio y Navegación, al cuidado de Antonio Valdés. Finalmente, en los primeros años del reinado de don Carlos IV se produjo una nueva reforma en el sistema de las Secretarías, cuya idea básica se hallaba inspirada en el deseo de uniformar el despacho de los negocios del gobierno de la Monarquía y, por lo tanto, fueron suprimidas las dos Secretarías del Despacho de Indias, y sus materias se distribuyeron entre las cinco Secretarías comunes para toda la Monarquía, a saber: la Secretaría de Estado; la Secretaría de Gracia y Justicia; la Secretaría de Guerra; la Secretaría de Marina; y la Secretaría de Hacienda. El esquema fijado por don Carlos IV sería el que, en líneas generales, se mantendría hasta la época de la invasión de los franceses y de la posterior disolución de la Monarquía, pero no desaparecería con ella de las Indias, pues los nuevos estados hispanoamericanos asumieron dicha tradición y bajo diversas formas mantuvieron el modelo de un gobierno central organizado sobre la base de secretarías y ministerios. 13. LA “VÍA RESERVADA” Y LA “VÍA DE CONSEJO” EN EL GOBIERNO DE LAS INDIAS El establecimiento de las diversas Secretarías, en el ahora nivel central del gobierno y administración de la Monarquía Hispano – Indiana, acarreó el natural obscurecimiento de los antiguos Consejos y la mengua de sus competencias en el ejercicio de la suprema jurisdicción en los dominios peculiares de sus atribuciones, pero sin que éstas desaparecieran totalmente, de manera que coexistieron hasta la desintegración de la Monarquía dos “vías” diversas para conocer y resolver los negocios del gobierno de ella: la tradicional, y cada vez menos decisiva, fundada en la actuación de los Consejos a través del expediente de las consultas; y la nueva y preferente, “reservada” a la decisión del monarca a través del despacho de sus respectivas Secretarías y que se concretaba no ya en las viejas reales provisiones y cédulas, sino en unas nuevas formas de mandatos directos e imperativos, ante los cuales no cabía más que la ejecución inmediata sin posibilidad de suplicación alguna, cuales eran los reales decretos y reales órdenes.

Durante el reinado del mismo don Felipe V se delimitaron las competencias que quedaban en manos del Consejo de Indias y aquellas otras que ahora se entregaban a las Secretarías y que debían correr, entonces, por la “vía reservada”. En primer término, un real decreto del 20 de enero de 1717 disponía que siguieran a cargo del Consejo de Indias todo lo que “le tocare como de su instituto en lo que procediere de causas contenciosas y demás negocios de mera justicia”, con la precisa orden de que sus consejeros “se abstengan desde hoy” de mandar expedir “cédulas, despachos, ni otras órdenes de Gobierno”, porque: “todo lo que fuere de esta naturaleza y calidad, y en cualquiera manera y de todas las cosas de la dependencia del Consejo tocante a lo Gubernativo, Económico y Providencial, lo resuelvo en Mí para mandar ejecutar por la Vía Reservada como tuviere por conveniente”, aunque respecto de tales materias se le dejaba al Consejo la pequeña posibilidad de si consideraba que había alguna “cosa digna de mi Real noticia, me lo podrá hacer presente”. En principio parecía, pues, que la competencia del Real y Supremo Consejo de Indias se estrechaba en los límites del sólo ramo de la justicia entre partes, y que todas las demás materias y negocios se trasladaban a la vía reservada, dejándole una simple tarea informativa al monarca sobre ellas cuando le pareciere necesario. Sin embargo, como bien lo había sugerido Sánchez Bella y comprobado últimamente Pérez García, el Consejo de Indias desempeñó durante el siglo XVIII y primeros decenios del siguiente una tarea mucho mayor que la que parecía desprenderse del real decreto de 1717. En efecto, los mismos consejeros de Indias representaron a don Felipe V una serie de dudas acerca de la inteligencia de su real decreto de enero de 1717, las que fueron resueltas por otro fechado en El Pardo el 11 de septiembre de ese mismo año, en el cual bien se podía advertir que la cierta disminución de competencias del Consejo no resultaba tan drástica como originariamente parecía haberlo sido. De acuerdo con el real decreto de septiembre de 1717 se entregaba a la Vía reservada: “Todo lo que mira directa o indirectamente al manejo de mi Real Hacienda, Guerra, Comercio y Navegación de aquellos y estos Reynos, provisiones de empleos y cargos y órdenes respectivas a estas tres clases y sus incidencias y dependencias”, pues ellas debían correr “privativamente por la Vía Reservada”, quitándosele también al Consejo la facultad de “confirmar las encomiendas que sitúan los Virreyes, Presidentes, (y) Gobernadores”. Por su parte el Consejo conservaba respecto de las tres materias de Hacienda, Guerra, Comercio y Navegación sólo el “participar” al monarca “las noticias de que Yo mandare me informe y no en otros términos”, pero “todo lo respectivo al Gobierno Municipal de las Indias y a la observancia de sus Leyes” debía correr “como hasta aquí sin novedad alguna por el Consejo, como también la facultad de conceder las licencias para pasar a aquellos Dominios”. Además se le confirmaban otras importantes competencias, pues don Felipe V agregaba que: “quiero que todo lo concerniente a mi Real Patronato, las providencias y correspondencias a él anexas corran, como han corrido por el Consejo”, y también en lo tocante a la provisión de plazas de presidencias, administración de justicia, corregimientos, alcaldías mayores, y otros cuyos empleos fueran “puramente políticos y sin conexión próxima, ni remota con las expresadas materias de Hacienda, Guerra, Comercio y Navegación, me consultará el Consejo como lo practicaba antes”, aunque ahora en pleno, supuesto que se suprimía la Cámara de Indias, aunque prontamente sería restablecida.

La “Vía Reservada”, entonces, comprendió siempre y con exclusividad los negocios tocantes a la Hacienda, Guerra, Comercio y Navegación de las Indias, aunque durante todo el siglo XVIII se puede apreciar la práctica real de solicitar al Consejo su parecer en diversas materias específicas vinculadas con ellas. Asimismo, el Consejo de Indias conservó su exclusiva jurisdicción en los negocios de justicia entre partes, y mantuvo sus potestades para formar las consultas para la provisión de las plazas de justicia en el Nuevo, primero en pleno y luego a través de su Cámara, aunque por la reforma del 26 de agosto de 1754 se ordenó que las proposiciones para plazas del Consejo de Indias, de virreyes, presidentes de audiencias, gobernadores, y oficios vinculados a la hacienda, y eclesiásticos, debían realizarse por la vía reservada, pero mantenía la tocante a la formación de consultas para la provisión de los ministros letrados de todas las audiencias indianas hasta el año 1808 y, además, por real decreto del 12 de agosto de 1773 dirigido al Gran Canciller del Consejo, se confió a la Cámara de Indias la facultad de consultar los nombres de los sujetos que debían ocupar las dos plazas de consejeros togados que se habían creado el 29 de julio de ese mismo año y además se agregaba que lo mismo debía observarse: “En lo sucesivo con las que vacaren”, y así se practicó hasta el mismo año de 1808. La importancia que conservó el Consejo de Indias en el esquema del gobierno del Nuevo Mundo durante el siglo XVIII se reflejó también porque el 29 de julio del año 1773 se expidió un real decreto que declaró al Consejo de Indias como tribunal de término “con igualdad al de Castilla”, ordenándose circular tal decisión por real cédula, como de hecho se hizo por una librada el 13 de septiembre siguiente. Finalmente, la invasión de los franceses en 1808 significó que se disolviera el Consejo de Indias, materialmente por la huida de algunos de sus ministros, y que la dura y conflictiva tarea de la imposición de un nuevo régimen político constitucional acarreara la supresión de los Consejos, aunque bajo el régimen constitucional de Cádiz existió el llamado Consejo de Estado, que poco tenía que ver con el así denominado con anterioridad, pues ahora era el único Consejo del rey dentro de cuya competencia se incluían los negocios tocantes a las provincias de Ultramar, por lo demás, cada vez menos. La restauración de don Fernando VII supuso que por real decreto del 4 de mayo de 1814 se pusiera fin al régimen constitucional y con él al Consejo de Estado, y que paulatinamente se restableciera el antiguo orden en el gobierno de la monarquía. Así por real decreto del 2 de julio de 1814 se restableció el Consejo de Indias y su Cámara, pero al reimplantarse la Constitución gaditana en el año de 1820 nuevamente fueron suprimidos los consejos y restaurado el Consejo de Estado, cuyas sesiones se iniciaron el 21 de marzo de 1820, las que acabaron con la nueva restauración absolutista de 1823, que se tradujo en el establecimiento de los consejos, y entre ellos el Consejo de Indias y su Cámara, aunque por aquella época, de las viejas Indias Occidentales solamente quedaba un plaza en el puerto del Callao y la siempre leal y monárquica provincia de Chiloé en el extremo de la América del Sur, tenazmente empeñada en defenderse de las invasiones de su vecina: la naciente república de Chile. Finalmente, durante la regencia de doña María Cristina se suprimió definitivamente el Consejo de Indias y su Cámara, al igual que el de Castilla y su Cámara, por real decreto

fechado el 24 de marzo de 1834, creándose en lugar de ellos el Tribunal Supremo de España e Indias. Además por otro decreto de la misma fecha se creaba el Consejo Real de España e Indias, integrado por un presidente, una secretaría general y siete secciones, una de las cuales era la de Indias, que existió sólo hasta 1836, cuando la restauración de la vigencia de la Constitución de 1812. El restablecimiento del régimen constitucional de 1812 producido en 1836 no significó la restauración del Consejo de Estado consagrado en la Constitución de Cádiz, y en la Constitución de 1837 no se consideró la existencia de consejo alguno, y quizá a ello se deba el que por real decreto del 24 de octubre de 1838 la reina gobernadora creara una Junta Consultiva para los negocios de Gobernación de Ultramar, la que subsistió hasta su supresión por real decreto del 21 de noviembre de 1840. Morían los Consejos con el advenimiento del Estado constitucional, pero en este último hallaron amplio espacio las Secretarías y Ministerios, sobre las cuales se estructuró el gobierno a lo largo de los siglos siguientes, tanto en España como en los Estados americanos sucesores de la Monarquía Hispano – Indiana.

CAPÍTULO IV DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: GOBIERNO “Como a tal nuestro Visrorey y Gobernador y Capitán general proveáis así en lo que toca a la instrucción y conversión de los indios naturales de aquella tierra a nuestra santa fe Católica, como a la perpetuidad, población y noblecimiento de la dicha tierra”. Título de Virrey del Perú, 1558.

“Movido por el paternal amor que me merecen todos mis vasallos, aun los más distantes, y del vivo deseo con que desde mi exaltación al Trono he procurado uniformar el gobierno de los grandes Imperios que Dios me ha confiado, y poner en buen orden, felicidad y defensa mis dilatados Dominios de las dos Américas, he resuelto, con muy fundados informes y maduro examen, establecer en el Reyno de Nueva España Intendentes de Exército y Provincia”. Ordenanzas de Intendentes de Nueva España, 1786.

1. PRESUPUESTOS La “Buena gobernación temporal” de las Indias fue estructurada paso a paso en el curso del siglo XVI, durante el cual bien podría decirse que hasta tiempos de don Felipe II se vivió, en expresión de Mario Góngora, una “etapa fundacional”. Durante ella se sentaron las bases de las relaciones entre los dos poderes superiores: Iglesia y Monarquía, cuyo reflejo instititucional más notable fueron las Ordenanzas de Patronato del año 1574. También en aquel período se puso en planta y dio forma a las instituciones del gobierno supremo y universal, constituidas en la Corte, representadas principalmente por el Real y Supremo Consejo de las Indias que, erigido en 1524, recibió sus Ordenanzas definitivas y estables en 1571. Pero también en todos los decenios de la historia indiana que corrieron hasta el reinado de don Felipe II se asentó y consolidó el régimen del gobierno temporal de las Indias en su plano o nivel subordinado al de las instituciones supremas y universales y dentro del ámbito territorial de las posesiones ultramarinas, entre otras razones porque sólo durante el reinado de don Felipe se llegó hasta los últimos rincones de aquel Nuevo Mundo, como lo fueron la conquista de la autral Isla de Chiloé en el extremo sur de América, las poblaciones asentadas, aunque por breve tiempo, en el “Estrecho de Magallanes”, y la misma incorporación de las Islas Filipinas. La puesta en planta de las instituciones del gobierno temporal de las Indias en el nivel subordinado al de las instituciones supremas se realizó sobre la base de algunos principios o criterios rectores que dotaron de coherencia a toda una compleja máquina destinada a mantener en paz y justicia a los súbditos españoles y naturales de la Corona habitantes de unos tan vastos, lejanos y diversos territorios. Verdadero carácter fundante de la organización de la “buena gobernación temporal de las Indias”, fue la preeminencia de la jurisdicción real. Es decir, los pueblos del Nuevo Mundo fueron incorporados a una monarquía plural a través de la Corona de Castilla y organizados fundacionalmente por el poder real, sin que entre los vasallos de la Corona y jurisdicción

suprema del monarca se interpusiera ningún otro poder, excluyéndose todo poder estamental o señorial, pues la Corona no aceptó la constitución de señoríos jurisdiccionales o de vasallos en las Indias y detuvo siempre cualquier intento de los encomenderos por situarse como “señores de vasallos” respecto de la población indígena. Uno de los criterios centrales de la organización de las instituciones del gobierno temporal en el Nuevo Mundo fue el de estructurarlo sobre la base de su distinción en cuatro “ramos” o materias. En efecto, tal cual lo escribiría don Felipe II a la Real Audiencia de Charcas: “Todo lo que acostumbráis a escribir en muchas cartas, lo reduciréis a cuatro, por sus materias distintas: Gobierno, Justicia, Guerra y Hacienda”. Esta diferenciación por ramos implicaría que la gobernación temporal de las Indias estaba llamada a fundarse sobre la base de una serie de instituciones con competencias propias en cada uno de ellos, lo cual las diferenciaba de las instituciones supremas, cuya competencia, precisamente era “universal”, porque las abrazaba a todas ellas. Otro criterio fundante del régimen de la gobernación temporal de las Indias fue el de carácter territorial, es decir, las instituciones que se creaban para procurarla no tenían competencias en cada uno de sus ramos propios extendidas a todos los territorios indianos, sino que se las enmarcaba dentro de una región geográfica determinada. Así, pues, aparecerían unas instituciones en el ramo de Gobierno que ejercerían sus competencias dentro de espacios claramente prefijados: gobernaciones y corregimientos o alcaldías mayores; otras en el ramo de Justicia limitadas a sus distritos o provincias; otras en el de Guerra enmarcadas en el ámbito de las capitanías generales y partidos; y otras en el de Hacienda circunscritas a sus distritos de hacienda. La preeminencia del poder real en la constitución política del gobierno temporal de las Indias no dio origen a la creación de un sistema único y monopólico del poder, precisamente porque la jurisdicción real se ejercía en el Nuevo Mundo distribuida territorialmente y también por ramos de competencias específicas, de tal manera que en las Indias convivían diversos focos de poder real conectados directamente con un territorio determinado, lo cual no era más que llevar a la práctica la concepción de los juristas del derecho común que consideraban que la jurisdicción era inherente al territorio y que, en la vieja imagen que arrancaba de Pilio de Medicina (1169?-c.1209) retomada por Bártolo y muchos otros, se elevaba sobre el territorio como el vapor sobre el charco. Esta concepción de la jurisdicción delimitadora del territorio es la que explica porqué en el Nuevo Mundo se fueron constituyendo progresivamente durante toda la época indiana unos ámbitos territoriales diferenciados y con caracteres propios, que sentarían las bases de la constitución de los llamados “Reynos de las Indias”, piedras fundantes de los posteriores Estados americanos sucesores de la Monarquía Hispano-Indiana. Tal es la obra y el carácter político fundacional de la empresa de España en América en relación con los actuales Estados hispanoamericanos, herederos de aquella Monarquía, porque, como bellamente escribiera José Martí: “Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur”. Pero algo más había en el gobierno indiano llamado a configurarlo con otro carácter peculiar y propio y destinado a marcar ciertas diferencias con el de los reinos de España: el

de las Indias era un gobierno con un rey ausente. Una ausencia mucho más notable cuánto más distantes se hallaban los súbditos indianos de la persona del monarca. Esta ausencia de la “real persona” exigió desde temprano unas vías institucionales que mostraran “en carnes” o “en cuerpo” al propio monarca. Tal necesidad explica la institución virreinal encarnada en un virrey que era “el otro yo del monarca” o “el rey vivo en carnes”, como le llamara el virrey marqués de Cañete, y cuya institución se dirigía a asentar la superior jurisdicción real en unos reinos nuevos. Pero no se contentó la Corona con la institución virreinal, establecida sólo en Méjico y Lima hasta el siglo XVIII, para llevar a las Indias la “real persona”, pues la regia representación también fue atribuida a las audiencias indianas, que en sus respectivos distritos encarnaban al monarca y eran la manifestación de la preeminencia de la jurisdicción real. La preeminencia de la jurisdicción real, vivamente representada en las audiencias, terminaba por configurar la especial contitución del gobierno de los reinos de las Indias, pues era precisamente la jurisdicción real ejercida por ellas la que delimitaba los territorios del gobierno indiano, de modo que, bien podía decirse, en cada distrito de audiencia se prefiguraba un reino. Nada extrañará, entonces, que el territorio de los Estados sucesores de la Monarquía en Hispanoamérica coincida, casi hasta el día de hoy, con aquellos antiguos distritos de audiencias. En este primer apartado se describirá la organización del primero de los “ramos” del gobierno temporal de las Indias: el del Gobierno político, tanto en su constitución característica bajo los Austrias, cuanto en la reformada por los Borbones. 2. GOBERNACIONES Y GOBERNADORES Desde las Capitulaciones de Santa Fe, que marcan el momento histórico fundacional de las instituciones del gobierno del Nuevo Mundo, se consideró la existencia de un oficio de “gobernador” para las tierras que se esperaba hallar, pues a Cristóbal Colón, junto con instituírsele como virrey, se le hacía “gobernador general en todas las dichas tierras firmes e islas” que se descubrieren y ganaren, sin que se precisara cuál era el contenido de tal empleo. Producido el descubrimiento, el gobierno territorial del Nuevo Mundo quedaría en las únicas manos de Colón, pero esta situación no se mantuvo por mucho tiempo, pues desde el mismo instante en que la Corona comenzó a celebrar capitulaciones con otros expedicionarios para realizar empresas de descubrimiento y conquista empezaron a aparecer otros “gobernadores” a quienes se confiaba el gobierno político de unos territorios que se precisaban en las mismas capitulaciones. Así, por ejemplo, ya en el año de 1501 capitulaban como “gobernadores” Alonso de Ojeda y Vicente Yáñez Pinzón respecto de unos trerritorios todavía no descubiertos, pero ese mismo año los Reyes Católicos nombraban a Nicolás de Ovando como “gobernador” en las “islas y tierra firme”, salvo en las comprendidas en las capitulaciones de los dos anteriores. De esta manera surgían diversos gobernadores de distintos territorios, nombrados directamente por los reyes y dependientes solamente de ellos, sin ninguna sujeción al Almirante, situación que se consolidó durante los tres primeros decenios del siglo XVI, de

manera que ya hacia 1530 se hallaba generalizada una estructura territorial del gobierno indiano fundada en la existencia de múltiples “gobernaciones”, cuyos titulares estaban a cargo de su regimiento político, porque, como lo declaraba don Carlos II, uno de los medios que se consideraban más apropiados para facilitar el buen gobierno era “la distinción de los términos y territorios de las provincias, distritos, partidos y cabeceras, para que las jurisdicciones se contengan en ellos, y nuestros ministros administren justicia sin exceder lo que les toca”. El criterio de diferenciación territorial en el ejercicio del ramo del gobierno de las Indias se concretó, pues, en el establecimiento de unos espacios geográficos precisamente delimitados, que fueron denominados preferentemente “gobernaciones” o “provincias”, pero no todas ellas tenían el mismo rango, pues como se señalaba en la Recopilación de Indias: “Para mejor, y más fácil gobierno de las Indias Occidentales, están divididos aquellos Reynos y Señoríos en provincias mayores y menores”, de manera que consiguientemente no había un sólo tipo de gobernadores. En primer lugar se hallaban aquellas gobernaciones que en sus términos coincidían con el distrito que se asignaba, en cuanto a la administración de justicia, a una real audiencia, de guisa que el gobernador oficiaba también de presidente de ella. Tratábase, pues, de presidencias – gobernaciones, que han sido estudiadas por Muro Romero para el siglo XVI, entre las cuales se hallaron las de Santo Domingo, Filipinas, Guatemala, Panamá, Nueva Granada, Charcas y Chile. Otras gobernaciones eran las llamadas, algunas veces, “menores”, en las que “por estar más distantes de las audiencias” se nombraba a “gobernadores particulares” para que “las rijan y gobiernen en paz y en justicia”. En estas “gobernaciones” o “provincias” no había una real audiencia, sino que en cuanto a la justicia pertenecían al distrito de una audiencia que no tenía su sede en ella y, por ende, el gobernador no podía ser presidente. Entre tales gobernaciones se hallaron, durante mucho tiempo la de Venezuela; Cumaná, Margarita, o la Florida. No obstante la distinción de gobernaciones que queda señalada, la variedad y diversidad del Nuevo Mundo no quedaba estrechada en esas solas dos amplias posibilidades de gobernaciones, sino que también las hubo de otras especies, como algunas gobernaciones subordinadas a otras. Así ocurría desde el año de 1607 con el gobernador de Santiago de Cuba respecto del gobernador de La Habana, o con el gobernador de Montevideo en relación con el gobernador de Buenos Aires. Igualmente por razones de tipo militar se establecieron algunas gobernaciones “político – militares” que se hallaban sujetas también a algún gobernador, como lo fueron la de Valdivia bajo la dependencia del gobernador de Chile, y la de Chiloé, dependiente del mismo gobernador hasta el año de 1767 en que pasó a la dependencia directa del virrey del Perú. Sin perjuicio de las distintas calidades de las gobernaciones, no siempre claramente diferenciables ni permanentes durante todas las épocas, eran los gobernadores unos oficiales reales a quienes se encargaba genéricamente, como se señalaba en la Recopilación de Indias, que: “ordenaran lo que más convenga a la buena gobernación y policía de las ciudades y poblaciones de sus distritos”, cláusula esta que muestra claramente que su

competencia se llaba limitada a un ámbito exclusivamente político o de regimiento del preciso territorio que les estaba encomendado. Los gobernadores, además de detentar un empleo de carácter territorial y estrechado en el sólo ámbito del ramo de la gobernación política, representaban a una institución subordinada, en cuanto se hallaban sujetas a la superior jurisdicción del rey y a la universal competencia de su Real y Supremo Consejo de las Indias. El carácter subordinado de los gobernadores se manifestaba claramente porque ellos eran titulares de un oficio real, cuya competencia o ámbito jurisdiccional derivaba del mismo monarca, de quien procedía su nominación en el empleo, bien porque así hubiera sido acordado directamente con la Corona mediante una capitulación de la cual derivaba el nombramiento, bien porque era el rey quien los designaba directamente, previa consulta del Consejo de Indias, supuesto que se declaraba expresamente en las leyes indianas que “están reservados a nuestra provisión y merced los Gobiernos”, a cuyo cargo se ponía el regir “en buena política” a una provincia o gobernación determinada, por el término de cinco años si el designado se hallaba en los reinos de España o por tres si se encontrraba en el Nuevo Mundo, contados desde el momento en que hubieran tomado posesión, aunque esta disposición general no siempre se cumplía. A los gobernadores tocaba, en términos generales, proveer todo lo que más conviniera “a la buena gobernación y policía de las ciudades y poblaciones de sus distritos”, lo cual podían cumplir en algunas materias mediante “tenientes de gobernador”. Tan genérica competencia se concretaba en uan serie de actuaciones específicas, tales como visitar los pueblos de su jurisdicción; cuidar del buen tratamiento de los indios; distribuir mercedes entre sus habitantes, como encomiendas, tierras, aguas, minas; proveer interinamente oficios y empleos subalternos, en algunos casos incluidos los corregimientos; acostumbraban intervenir, previa información de los obispos, en la designación de beneficios eclesiásticos menores en sus distritos; debñian velar por la construcción y mantenimiento de las obras públicas y por buen estado y ornato de las ciudades; etc. Para el cumplimiento de la mayoría de sus competencias los gobernadores acostumbraban dictar bandos de buen gobierno, que cabían precisamente dentro de aquellas disposiciones que los juristas consideraban como tocantes a la buena gobernación de la república, que solían procurar la conservación de la paz y quietud de sus gobernados y al efecto reglaban materias como el porte de armas, el juego en las ciudades, el tránsito por las vías, el cuidado de las acequias, los juegos y lidias de toros, el toque de queda, etc. Un intersante bando de buen gobierno fue el promulgado por don Joaquín del Pino y Rozas en su carácter de gobernador del reino de Chile, fechado el 1 de diciembre de 1799 y remitido a la corte el 13 de marzo de 1800 con una nota al ministro José Antonio Cavallero, en la cual señalaba los precisos objetivos de dicha normativa, pues afirmaba que de su “observancia me prometo el mejor Govierno, Policía y Seguridad pública de sus vecinos”. Un grupo muy importante de capítulos de este bando procuraba lograr la quietud y seguridad pública mediante la prevención de los delitos a través del “toque de queda”, y la consecuencia de que nadie vendiera después de las avemarías en la plaza ni portales; la prohibición de portar ciertas armas; la prohibición de dar posada a desconocidos.

Vinculada con la materia anterior se hallaban una serie de capítulos destinados a prevenir los vicios del juego y la bebida, mandándose que las canchas de bolas y bochas sólo abrieran los días festivos y que los dueños de ellas no permitieran los juegos de dados o naipes; igualmente se prohibía que se tuvieran juegos de dados, tablas o envites y mesas de rifas, y que los dueños de casas de truco y billares no permitieran juegos prohibidos ni que jugaran en ellos esclavos e hijos de familia. También se ordenaba que nadie tuviera pulpería o vendiera vino aguardiente, mistela o licores fuertes en la plaza mayor; que los bodegoneros no permitieran beber en los bodegones, ni jugar en ellos y en las pulperías, ni que se detuvieran allí los peones, sirvientes o jinetes; que los bodegones y pulperías de venta de licores cerraren a las 9 en invierno y a las 10 en verano y que los días de fiesta sólo abrieran durante dos horas, desde las 11 a la 1 de la tarde, y fuera de dicha hora sólo vendieran por postigo y no por puerta, debiendo los bodegoneros dar cuenta al juez de las pendencias, heridas y muertes que se produjeren en sus establecimientos, sin que pudieran venderse licores en los paseos y alamedas, de modo que: “Se recojan por las rondas y patrullas y se destinen por quince días al trabajo de las obras públicas a todos los sugetos que se encuentran por las calles notoria y consumadamente ebrios y expuestos a otras desgracias”. También los gobernadores indianos dictaban ordenanzas, bien porque tocaban a la buena gobernación de la tierra, o bien porque el monarca expresamente les había encomendado que las formaran. Estas ordenanzas dictadas por los gobernadores reglamentaban detalladamente alguna materia, pero requerían de la aprobación del virrey o de la audiencia, y dentro del año y medio de mandadas guardar por alguno de ellos debían presentarse ante el rey para la confirmación, según doctrina defendida por Antonio de León Pinelo. 3. CORREGIMIENTOS Y CORREGIDORES Y ALCALDES MAYORES La organización del ramo de gobierno en el plano territorial de las Indias no se agotaba en los solos gobernadores, sino que se completaba con la existencia de “partidos” o “corregimientos” o “alcaldías mayores”, que constituían una suerte de divisiones espaciales menores, de modo que solía haber varios de ellos en cada gobernación, pues como lo explicaba don Carlos II en la Recopilación de Indias: “En otras partes, donde por la calidad de la tierra y disposición de los lugares no ha parecido necesario, ni conveniente hacer cabeza de provincia, ni proveer en ella gobernador, se han puesto corregidores, y alcaldes mayores para el gobierno de las ciudades y sus partidos”. En un momento inicial del descubrimiento aparecieron los “alcaldes mayores”, el primero de ellos fue designado por Cristóbal Colón en el año 1496 con competencias propiamente judiciales, pues designó como tal a Francisco Roldán para que conociera de las apelaciones de los alcaldes ordinarios. Pareciera que esta fue la práctica que también observaron los primeros gobernadores en las décadas iniciales del siglo XVI, hasta que en 1531 hicieron su entrada los “corregidores” con carácter eminentemente gubernativo, momento a partir del cual tendieron a asimilarse tales oficios, aunque perduraron las dos denominaciones de “alcalde mayor” y “corregidor”, la primera utilizada en ciertos períodos con mayor frecuencia en los territorios de la Nueva España, y la segunda más habiual en los del Perú, donde, por ejemplo, la gobernación de Chile solamente contaba con corregimientos y nunca conoció las alcaldías mayores.

El corregidor era un oficial real, de raigambre castellana, introducido en las Indias por las Ordenanzas e instrucciones para los asistentes, gobernadores, corregidores y justicias de las Indias fechadas el 12 de julio de 1530, originariamente nombrados por el rey, pero paulatinamente su designación quedó en manos de los virreyes y gobernadores, aunque, en todo caso, el monarca se reservó la designación de una serie de corregimientos y alcaldías mayores en la Nueva España en el Perú, como el corregimiento de Veracruz, las alcaldías mayores de Tabasco, la de Guautla o Amilpas, la de Metepeque, la de Tacuba y la de San Felipe de Portobelo, y los corregimientos del Cuzco, Cajamarca, Santiago deMiraflores, San Marcos de Arica, Arequipa, Huamanga, Castrovirreina, Potosí, y Quito. A los corregidores o alcaldes mayores les tocaba el ejercicio del gobierno en sus corregimientos o partidos, de modo que podían asistir a las sesiones del cabildo, pero sin voto; se les encomendaba visitar los términos de la ciudad, villa o tierra que estaba a su cargo, sin que pudieran llevar derechos por tales visitas. También debían visitar los pueblos de indios, procurar librarlos de las molestias que pudieran ocasionarles sus caciques, sin que pudieran apremiarlos a que les labraran ropa, ni menos servirse de los indios que estuvieran incorporados en la real Corona. Debían, igualmente, ocuparse en el mantenimiento de la paz y quietud públicas, para lo cual podían hacer prender a los malhechores y delincuentes, quedando de su cargo el mantenimiento de las ciudades y villas de su jurisdicción, con especial cuidado de sus caminos, acequias y del aprovisionamiento de víveres y mercaderías. Al igual que los gobernadores, en el ejercicio de su jurisdicción gubernativa podían dictar disposiciones dirigidas a la buen gobernación y conservación de los habitantes de sus partidos, pues la legislación real tendió a tratarlos de manera semejante a los gobernadores, como podía observarse en la Recopilación de Indias de 1680. 4. DEL REY AUSENTE Y LOS VIRREYES El oficio de virrey había aparecido incluso antes del propio descubrimiento del Nuevo Mundo, pues en las Capitulaciones de Santa Fe los Reyes Católicos habían provisto a Colón por “Su visorey e governador general en todas las dichas tierras firmes e islas que, como dicho es, él descubriere o ganare en las dichas mares”, pero en realidad solamente en la cuarta década del siglo XVI se introdujo definitivamente esta institución, porque el virreinato colombino fue de corta duración y sin unos perfiles institucionales que estuvieran claramente delimitados. Si bien las Indias se habían incorporado accesoriamente a la Corona de Castilla, supuesto que carecían de una identidad institucional previa que hubiera permitido su incorporación en términos de igualdad, como lo había sido la incorporación del reino de Navarra a la Monarquía y antes la unión de las coronas de Castilla y Aragón, paulatinamente fueron adquiriendo una organización institucional propia e independiente de la castellana, en la medida en la cualno sólo contaban con unos territorios y vasallos propios, sino también en cuanto se las dotó de un gobierno real, supremo y universal peculiar, separado del castellano, al erigirse su Consejo particular en tiempos del rey emperador y al generarse

para ellas un derecho propio y especial, de suerte tal que acabaron considerándose como “Reinos de las Indias”, distintos de los otros reinos que integraban la Monarquía Hispano – Indiana. Esta situación de diferenciación institucional se hizo incluso habitual en el lenguaje oficial bajo la fórmula real de designar a todos los reinos, de uno y otro lado de la Mar Océana, bajo la expresión de: “estos y aquellos dominios” o “estos y aquellos reinos”. Los reinos de las Indias no sólo se diferenciaban de los reinos europeos de la Monarquía porque ellos eran reinos nuevos, no sólo por su reciente unión a ella, sino porque habían sido plantados y organizados desde la nada por la Corona, sino también porque se trataba de unos reinos remotos, que se hallaban distantes y alejados de la persona real, que era el núcleo de unión política con los demás. En ellos, entonces, el monarca era un “rey ausente”, aunque, curiosamente, era también en ellos donde se podía apreciar en su mayor extensión el poderío y preeminencia del poder real, no condicionado por otros poderes algunos, como los estamentales, tan característicos de los reinos europeos de la Monarquía. La preeminencia real y el predominio de la jurisdicción del monarca en los nuevos reinos de las Indias requirió desde temprano de su “encarnación” institucional, porque un monarca ausente que debía amar a estos reinos como si fueran los únicos que tuviera debía hacerse presente en medio de sus vasallos, no sólo como manifestación de la amistad y amor políticos del gobernante para con su pueblo, sino también para consolidar institucionalmente la preeminencia real en unos territorios que la Corona construía como realidades políticas y en los que debía atender por entero a unos problemas derivados del propio asentamiento institucional y fundacional y de la situación de la multitud de sus vasallos naturales, inicialmente vejados y maltratados por los otros vasallos y por muchos de los gobernantes. Precisamente fue la necesidad de “hacer presente” a un “rey ausente” en los territorios mejicanos en unos momentos de clara inestabilidad institucional y de falta de asentamiento de la preeminencia real y de la protección y amparo de los vasallos indígenas, la que movió al rey emperador don Carlos I a crear el oficio de Virrey de la Nueva España, en la cuarta década del siglo XVI. Se entendía que la figura institucional de alguien que debía ser visto como un “otro yo” (alter ego) del monarca haciendo sus veces (vice regis) en persona había de lograr poner remedio al desorden político generado entre los conquistadores, asentando los nuevos reinos y dando cabal cumplimiento a la política real de supresión del trabajo personal de los indios y procurando su buena gobernación manteniéndoles en justicia y en paz. Así, pues, desde el año de 1529 una junta de consejeros recomendada al rey don Carlo I que destinara a un virrey para la Nueva España, lo que se acordó definitivamente seis años más tarde, cuando por real provisión fechada el 17 de abril de 1535 se despachó título de virrey de la Nueva España en favor de don Antonio de Mendoza. Otro tanto ocurrió con los reinos del Perú, profundamente alterados por las querellas intestinas suscitadas entre el bando del marqués Pizarro y el del adelantado Diego de Almagro, atizadas por los intereses de los ya poderosos encomenderos y que amenazaban con la pérdida total de aquella conquista y con el continuo mal tratamiento de los naturales. Por ello se decidió también “hacer presente” al rey en ellos creándose un seguendo virreinato en el Perú en las Leyes Nuevas del año 1542 y designándose como su primer virrey a don Blasco Núñez de Vela, a quien se confiaba la

misión de aquietar a los conquistadores enfrentados y de aplicar las disposiciones dirigidas a acabar con las encomiendas de servicio personal, en cuyo intento halló la muerte en manos de los rebeldes encomenderos encabezados por Gonzalo Pizarro en la batalla de Añaquito el 18 de enero de 1546, por lo que este segundo virreinato no pudo consolidarse inmediatamente, ya que la Corona optó por no nombrar a un nuevo virrey para reemplazar al asesinado, sino que simplemente envió a fray Pedro de la Gasca como presidente de su audiencia real y como “pacificador” de aquellas provincias, quien sí logró poner en orden institucional aquellos dominios, tras lo cual se nombró a su sucesor en calidad de virrey, designándose precisamente a don Antonio de Mendoza, que tomó posesión el 12 de septiembre de 1551, quien había sido el que había asentado el virreinato en Méjico. A estos dos virreinatos se sumarían en el siglo XVIII el de Nueva Granada, creado en 1717, suprimido cinco años después, y restablecido definitivamente en 1739, y el del Río de la Plata establecido en el año 1776, aunque se trataría de unos virrienatos erigidos por razones muy diversas de aquellos del siglo XVI y cuyas actuaciones se enmarcaban en una ambiente histórico y social también muy diferente, de manera que sus caracteres institucionales poco tenían que ver con los que habían caracterizado a los dos virreinatos originarios. La institución de los virreyes de la Nueva España y del Perú estuvo directamente vinculada, entonces, con el asentamiento institucional del poder real en los reinos de las Indias “haciendo presente” al monarca en ellas con su misma majestad y jurisdicción, tal como lo reconocía, a principios del siglo XVII, el oidor de Lima Juan de Solórzano y Pereyra al escribir que se los había creado para que “pudiesen hacer e hiciesen cuidar y cuidasen de todo aquello que la misma Real Persona hiciera y cuidara si se hallase presente”. De modo, que bien podría decirse que fueron estos virreyes los que fundaron el estado de los reinos indianos en el siglo XVI. El oficio de virrey surgía así superponiéndose a las distintas estructuras subordinadas y territoriales ya existentes en las Indias, como depositarios de la misma jurisdicción del rey, de quien hacían sus veces y a quien encarnaban, porque, no había duda de que el virrey, como escribía Francisco Ponte al tratar del virrey de Nápoles, que representaba a la propia persona del rey, en cuanto su vicario y lugarteniente, quien, dado el caso, podía lo que el mismo monarca, y en el mismo sentido nuestro regnícola Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655) escribía que: “A quien más propiamente los podemos asimilar, es, a los mismos Reyes, que los nombran, y envían, escogiéndolos de ordinario de los Señores titulados, y más calificados de España, y de quienes se suelen servir en su Cámara, y haciéndoles que en las provincias, que se les encargan, representen, como he dicho, su persona, y sean vicarios suyos, que ess propriamente quiere decir la palabra latina, Proreges, o Vicereges, que en romance decimos Virreyes, y en Cataluña, y otras partes los llaman Alter Nos por esta omnímoda semejanza, o presentación, de que asimismo hablan algunos títulos de derecho comun, y leyes de nuestras Partidas, y escribieron latísimanente Budeo, Cassaneo, y otros autores”. La competencia del virrey era entonces y en cierto modo universal porque abrazaba todo lo que competía a la misma persona del rey, de suerte que su potestad era ordinaria, en cuanto radicaba en ellos mismos y no simplemente ejercida por delegación, porque supuesta su

calidad vicaria de la real persona, el ya citado Solórzano y Pereyra afirmaba que: “Regularmente en las Provincias, que se les encargan, y en todos los casos, y cosas, que especialmente no llevan exceptuados, tienen, y exercen el mismo poder, mano, y jurisdiccion, que el Rey, que los nombra, y essa no tanto delegada, como ordinaria, segun consta de los Textos, y Doctores citados”, lo que se comprobaba en el derecho municipal de las Indias por una gran cantidad de reales cédulas, más tarde recopiladas, que así lo señalaban al disponer: “Que a los Virreyes se les debe guardar, y guarde la misma obediencia y respeto que al Rey, sin poner en esto dificultad, ni contradicción, ni interpretación alguna, y con apercibimiento que los que a esto contravinieren, incurrirán las penas puestas por Derecho, a los que no obedecen los mandatos Reales”. De este modo a los virreyes tocaban las competencias en los cuatro ramos del gobierno temporal, esto es, gobierno, justicia, hacienda y guerra, a los que había de añadirse las especiales atribuciones en relación con el poder espiritual concretadas en el ejercicio del real patronato, supuesto que si el rey era patrono ellos eran los vicepatronos de sus iglesias. En cuanto al gobierno político, quizá la más gráfica indicación de su situación y competencia era la que daba Solórzano y Pereyra cuando decía que los virreyes eran “gobernadores de mayor porte” a quienes se había creado para que “tuvisesen a su cargo el gobierno de aquellos dilatados reinos”, de manera que en relación con todos los territorios que caían bajo su mando tenían el “gobierno de mayor porte” o “superior gobierno”, que implicaba una genérica dirección de lo político y gubernativo sin alterar el gobierno directo e inmediato de los respectivos gobernadores en sus distritos, pero pudiendo señalar, por ejemplo, los que habrían de servir tales gobernaciones en las vacancias. Pero además los mismos a los virreyes se encomendaba el gobierno inmediato y directo de la gobernación en la cual el residía, de modo que el Perú era también gobernador de tal reino. Al igual que los demás gobernadores podían los virreyes despachar estatutos y ordenaciones locales, porque, como afirmaba el italiano García Mastrillo (†1620), en cuanto representaban a la persona del rey y podían hacer lo mismo que él, y les era posible conceder privilegios en el reino, y la razón se hallaba en que no se le prohibía establecer leyes, y por la misma razón podían dar estatutos y también pragmáticas en nombre del rey, aun a su beneplácito, y quitar los antiguos, o dispensar de ellos, y se decía que ellos tenían valor de ley, a menos que fueran contra las leyes reales, pero en el reino de Sicilia si no eran dados con el voto del Consejo expiraban en el lapso de un año. En el caso de las Indias los virreyes contaban con la potestad de dar ordenaciones municipales, como resultaba de las Instrucciones que les eran dadas al ser provistos y de diversas reales cédulas, luego recopiladas, de modo que como apuntaba el obispo Gaspar de Villarroel que: “Lo que se sabe en las Indias es, que don Luis de Velasco, el más viejo, Virrey de Nueva España, y don Francisco de Toledo, Virrey del Perú, hicieron unas ordenanzas, por orden del Rey, y como ellos muchísimos más, cuyas disposiciones municipales fueron recopiladas en ambos virreinatos. Las denominaciones que se daba en las Indias a las disposiciones despachadas por los virreyes fueron diversas a través del tiempo, aunque predominaban los nombres de Mandamientos y Ordenanzas, como las llamaba en la Nueva España el oidor Juan Francisco de Montemayor en la segunda mitad del siglo XVII, y Tomás de Ballesteros, por

la misma época, en el Perú las designaba simplemente como Ordenanzas, y en el siglo XVIII el oidor de Méjico Eusebio Ventura Beleña las calificaba genéricamente de Providencias del Superior Gobierno y específicamente acostumbraba designarlas como Bandos. El término mandamiento parecía genérico y comprensivo de las providencias virreinales de carácter gubernativo que podían revestir las calidades de autos o decretos, algunos de ellos publicados mediante bandos, término este último que acabó por designar el mismo contenido de la providencia. De su lado, las ordenanzas eran providencias virreinales que regulaban amplia y detenidamente una materia determinada. Las ordenanzas dictadas por los virreyes se ejecutaban de inmediato, aunque requerían la real confirmación, pues, como escribía Antonio de León Pinelo (c.1595-1660): “Requierese tambien confirmación Real en todas las ordenanzas y estatutos, que en las Indias hicieren los Virreyes”, aclarando que ello era: “con esta distinción, que las ordenanzas, que los Virreyes hacen, se ejecutan luego”, pero también precisaba que: “aunque de algunas se envía a pedir confirmación, las más pasan, y se guardan sin ella, aun pendiente la apelación dellas”. Hubo sí muchos casos en los cuales el monarca confirmaba las ordenanzas virreinales, tales como las muy diversas dictadas en el Perú por el virrey Francisco de Toledo (1516-1582), cuya observancia fue reiterada en la Recopilación de Indias, a quien algún autor peruano de la época llego a lamar como “Solón del Nuevo Mundo”. En el ramo de justicia los virreyes servían el oficio de presidente de la real audiencia asentada en la capital del virreinato, y podían conocer como jueces de las causas de los indios,para los cual crearon unos juzgados especiales llamos Juzgados de Indios. En cuanto a la guerra el resumen de sus competencias lo daba muy bien Solórzano y Pereyra diciendo que se había mandado que tuviesen a su cargo “todas las facciones militares que en ellos se ofreciesen como sus capitanes generales”. En el ramo de Hacienda, finalmente, se les encargaba especialmente que tuvieran particular cuidado del buen recaudo, administración, cuenta y cobranza de la Real Hacienda, procurando que ella se incrementara. Por último, un singular deber de los virreyes era proveer todo lo necesario y conveniente para lograr la conversión, protección y amparo de los indios de modo que fueran gobernados en paz y tranquilidad para su bienestar y aumentos espiritual y temporal. La misma real representación que investían los virreyes justificaba el que le fueran guardadas las mismas honras y respetos que a la majestad, salvo el ser recibidos bajo palio, aunque solía contravenirse esta prohibición y fue común que usaran de él. Ello explicará, igualmente, que el Méjico y en la ciudad de Los Reyes (Lima) se constituyeran unas verdaderas “cortes virreinales”. 5. DE LA ILUSTRACIÓN Y EL GOBIERNO TERRITORIAL DE LAS INDIAS Los ideales de la Ilustración asumidos por la Monarquía Hispano – Indiana durante el siglo XVIII no sólo implicaron la introducción de diversas reformas e innovaciones en el nivel de las instituciones del gobierno supremo y universal, sino que también condujeron a una serie de transformaciones en el plano de las instituciones subordinadas, que venían a complementar a las anteriores, supuesto que a través de ellas se pretendía concretar las aspiraciones de procurar la felicidad pública de los vasallos indianos.

Las reformas en el plano territorial introducidas en el gobierno indiano durante el siglo XVIII se hallaban inspiradas en unos criterios básicos dirigidos a mejorar la administración y gobierno de los extensos territorios indianos con el consiguiente incremento de la presencia de la nueva administración constituida por empleados jerárquicamente organizados, de manera que fuera posible actuar con mayor presteza y efectividad en la ejecución de las políticas reales, decididas por el rey y sus ministros. El ramo de gobierno durante el siglo XVIII presenció en las diferentes gobernaciones indianas la formación y consolidación de una administración estructurada sobre la base de oficinas de una planta permanente de funcionarios, entre las cuales las más importantes eran la secretaría de los virreinatos y las secretarías de las gobernaciones. Es en esta época en la cual nace propiamente la administración en el gobierno territorial de las Indias constituyéndose en función de ella una planta de funcionarios que más tarde prolongaría su presencia institucional en los estados americanos sucesores de la Monarquía Hispano – Indiana. Con la finalidad de organizar mejor el gobierno superior de las extensas provincias y gobernaciones que quedaban comprendidas bajo la jurisdicción del virrey del Perú se optó por erigir en la América del Sur dos nuevos virreyes, uno era el de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada y otro el del Río de la Plata, de modo que, a diferencia de los dos antiguos, estos no se instalaban con caracteres fundacionales y menos era la necesidad de hacer presente al rey la que había movido a su instalación, sino sobre todo mejorar la política defensiva frente a las incursiones militares inglesas en el extremo sur de América y controlar el contrabando de las naciones europeas, así como asegurar mejor los puertos del norte de Sudamérica. En el mes de mayo del año 1717 se erigió el Virreinato de Nueva Granada con sede en la ciudad de Santa Fe, y quedó a cargo interinamente de don Antonio de la Pedrosa y Guerrero, a quien substituyó, como primer virrey propietario en 1718, don Jorge de Villalonga, quien al poco tiempo de haber asumido el mando solicitó de la Corona que fuera suprimido dicho virreinato, acogiéndose esta idea por real cédula despachada el 5 de noviembre del año 1723. Pero poco tiempo después volvió a estimarse necesario este virreinato y fue restablecido definitivamente el 20 de agosto del año 1739 nombrándose como virrey a don Sebastián de Eslava, cuya jurisdicción se extendía sobre la gobernación del Nuevo Reino de Granada y las provincias de Caracas, Maracaibo, Cumaná, Guayana, Río Orinoco, Trinidad y Margarita. La primitiva organización del virreinato de Nueva Granada experimentó algunas modificaciones de importancia durante el curso del siglo XVIII, pues en el año de 1742 la gobernación de Venezuela era separada del superior gobierno del virrey neogranadino. Más trade, durante el reinado de don Carlos III, por real cédula fechada en San Ildefonso el 8 de septiembre de 1777, con la finalidad de evitar los perjuicios a la Real Hacienda derivados de la lejanía de la capital Santa Fe y proveer mejor a la defensa militar se separaron del virreinato las provincias de Cumaná, Guayana y Maracaibo, e islas de Trinidad y Margarita, decidiéndose “agregarlas en lo gubernativo y militar a la Capitanía General de Venezuela”, para lograr el objetivo de que aquellos territorios fueran “mejor regidos y gobernados con mayor utilidad de mi Real Servicio”.

La creación del virreinato de Nueva Granada se había decidido principalmente porque las gobernaciones que él comprendía eran unas de las que concentraban una importante riqueza minera, en especial de oro, que se pretendía fomentar y resguardar, y porque las costas caribeñas y atlánticas del norte de Sudamérica eran las que estaban en mejores condiciones de aprestarse para la defensa militar frente a los ataques de los filibusteros y piratas y porque desde ellos podía controlarse el contrabando, tareas que debían cumplir los virreyes. Por su parte, tardíamente, por real cédula del 1 de agosto del año 1776 se creó el virreinato del Río de la Plata, cuya sede fue fijada en el puerto de Santa María de los Buenos Aires, y que comprendía las gobernaciones del Río de la Plata, Córdoba del Tucumán, Paraguay, Charcas y la provincia de Cuyo, hasta ese momento perteneciente a la gobernación de Chile. La creación de este segundo virreinato en el siglo XVIII surgía como una concreta reacción frente a la presión portuguesa sobre la colonia de Sacramento en el Río de la Plata frente a Buenos Aires, y para enfrentar la creciente amenaza inglesa y francesa sobre las costas e islas del extremo sur de América, además de intentarse con su establecimiento que se evitara el contrabando practicado por estas mismas naciones. Por otra parte, también fue importante la reorganización del gobierno de los territorios situados en el norte del virreinato de la Nueva España al crearse, en tiempos de don Carlos III y a instancias de su ministro José de Gálvez, el 22 de agosto de 1776 una Comandancia General de las Provincias Internas, que incluía a las gobernaciones de Nueva Vizcaya, Nuevo Méjico, Nuevo León y Coahuila, cuyo primer comandante general fue don Teodoro de Croix. En años posteriores se incorporaron o separaron en algunos momentos a esta Comandancia los territorios de las Californias, Sonora – Sinaloa, Nayarit, Texas y Nuevo Santander. Finalmente, influyó notoriamente en la organización del gobierno territorial de las Indias la introducción del régimen de intendencias en todos los territorios americanos, reforma que por su trascendencia se describirá en el punto siguiente. 6. LAS INTENDENCIAS EN INDIAS En la última mitad del siglo XVIII se introdujo en las Indias el régimen de intendencias, de origen francés y que ya se había establecido en España en el año de 1718 con una clara finalidad económica, pues se pretendía lograr con ellas el saneamiento de la Real Hacienda, y siempre fue este uno de los objetivos perseguidos con ellas en las Indias, al igual que el fomento económico de sus provincias, si bien hubo dos especies de intendencias, las de ejército y hacienda, y las de ejército y provincia. La primera intendencia establecida en el Nuevo Mundo fue la de ejército y hacienda de la isla de Cuba reglada por una real instrucción fechada el 31 de octubre de 1764, cuyo titular debía conocer de “las causas de Hacienda y Guerra” de la misma manera como lo hacían los intendentes que ya existían en los reinos de España. Posteriormente por intrucción

fechada en Madrid el 8 de diciembre de 1776 se creaba la Intendencia de Ejército y Real Hacienda en Venezuela, comprensiva de las provincias de Venezuela, Cumaná, Guayana y Maracaibo e Islas de Trinidad y Margarita, cuyo intendencte, con sede en Caracas, había de conocer “de las dos clases de Hacienda y Guerra y demás que quedan expresadas, en la misma conformidad que lo hacen en Castilla los Intendentes de Ejército”. Posteriormente se establecieron las intendencias en el recientemente creado virreinato del Río de la Plata, regladas por unas Ordenanzas fechadas el 28 de enero de 1782 que constaba de 276 capítulos complementados por 15 resoluciones del año 1783. En este caso el territorio virrinal se dividía en ocho intendencias y dos gobernaciones políticas y militares, de las cuales la de Buenos Aires se erigía como Intendencia General de Ejército y Provincia, y las siete restantes somo meras intendencias de provincia, a saber: Asunción del Paraguay, San Miguel de Tucumán, Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Mendoza, La Plata y Potosí, manteniéndose el gobierno de Montevideo y de las Misiones como gobernaciones políticas y militares. Las Ordenanzas de Intendentes del Río de la Plata, con unas instrucciones adicionales, se extendieron en 1784 al virreinato del Perú, dividido en siete intendencias, una de las cuales era la de Chiloé y que constituía la más extrema de toda la América meridional. En 1785 se establecieron las intendencias en Guatemala; el 4 de diciembre de 1786 se dictó la Real ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de ejército y provincia para el virreinato de Nueva España, que quedaba dividido en doce intendencias, sin incluir las Californias, y de las cuales la de Méjico se erigía como general de Ejérico y Provincia 4. Ese mismo año de 1786 la gobernación de Chile se dividía en dos intendencias de ejército y provincia. Finalmente, en el virreinato de la Nueva Grana no se llegó a implantar el sistema de intendencias, salvo la de Cuenca, erigida el 26 de septiembre de 1786. La erección del régimen de intendencias obedecía claramente a las políticas de don Carlos III inspiradas en los ideales del gobierno ilustrado que, por una parte pretendían uniformar el gobierno de todos los territorios de la monarquía y, por otro, propender a la felicidad pública de sus vasallos mediante la mejoría de la administración, el fomento de la actividad económica, la mejor custodia de los intereses de la Real Hacienda, y la defensa militar de sus dominios. Estas finalidades eran expresamente declaradas en el proemio de las Ordenanzas de Intendentes de la Nueva España, cuando el monarca explicaba que había decidido su creación: “Movido por el paternal amor que me merecen todos mis vasallos, aun los más distantes, y del vivo deseo con que desde mi exaltación al Trono he procurado uniformar el gobierno de los grandes Imperios que Dios me ha confiado, y poner en buen orden, felicidad y defensa mis dilatados Dominios de las dos Américas”. El establecimiento del régimen de intendencias en las Indias acarreó en el ramo del gobierno territorial de ellas la desaparición de los corregimientos y alcaldías mayores, pues las respectivas Ordenanzas preveían que fueran susbituidos progresivamente por subdelegados del intendente, con facultades en los cuatro ramos, incluidos los pueblos de 4 Como queda dicho, una de dichas intendencias era la “General de Ejército y Provincia”, establecida en la capital de Méjico, y las otras

once eran solo de Provincia: Puebla, Nueva Verzcruz, Mérida Yucatán, Antequera de Oaxaca, Valldolid Michocan, Santa Fe de Guanajuato, San Luis de Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Durango, y Arispe comprensiva de Sonora y Sinaloa, aunque en 1787 se nombró como gobernador intendente de Sinaloa separado de Sonora a don Agustín de las Cuentas Zayas.

indios en los cuales hubiera habido corregidores o alcaldes mayores, pero sin eliminar la facultad que existía de elegir los propios naturales los oficios de su república. Los intendentes de ejército y provincia, a diferencia de los de hacienda y guerra, estaban a cargo de una provincia y se les dotaba de atribuciones en los “cuatro ramos”, es decir, gobierno, ahora llamado “policía”, justicia, hacienda y guerra, tal cual lo declaraba don Carlos III en las Ordenanzas de Intendentes de la Nueva España cuando afirmaba que había decido la creación de “Intendentes de Ejército y Provincia para que, dotados de autoridad y sueldos competentes, gobiernen aquellos pueblos y habitantes en paz y justicia en la parte que se les confía y encarga por esta Instrucción, cuiden de su policía, y recauden los intereses legítimos de mi Real Erario, con la integridad, celo y vigilancia que prefinen las sabias Leyes de Indias”, precisándose en el capítulo séptimo de ellas que se mandaba que: “los Intendentes tengan por consiguiente a su cargo los cuatro ramos o causas de Justicia, Policía, Hacienda y Guerra, dándoles para ello, como lo hago, toda la jurisdicción y facultades necesarias”. En el concreto ramo del gobierno temporal de las Indias a los intendentes se les daba una general competencia para procurar, por cuantos medios fuera posible, el bienestar de los habitantes de sus provincias, y así se declaraba que les tocaba “el cuidado de cuanto conduce a la policía y mayor utilidad de mis vasallos”. Para lograr tan esperados resultados debían propender al exacto conocimiento local de sus provincias, procurar que no hubiera viciosos, ociosos ni vagamundos en ellas, y en el concreto ámbito de policía debían prevenir a las justicias de todos los pueblos de sus provincias “que se esmeren en la limpieza de ellos, ornato, igualdad y empedrados de las calles que no permitan desproporción en las fábricas que se hicieren de nuevo para que no desfiguren el aspecto público”.. En cuanto competía a los intendentes el mantenimiento de la buena gobernación en sus provincias podían dictar disposiciones vinculadas a esta materia, tal como se reconocía en relación con los bandos, previa anuencia del virrey, por real cédula fechada el 3 de junio de 1786 dirigida al virrey del Río de la Plata. Pero además de lo anterior, normalmente, en las propias Ordenanzas que regulaban su empleo se le comisionaba para que elaboraran ordenanzas, reglamentos o instrucciones, sujetas a la real confirmación, y a la previa anuencia del virrey. Así en las Ordenanzas de intendentes de Nueva España de 1786 se les encargaba: “Formar un Reglamento interino para los Propios y Arbitrios, o Bienes de Comunidad de cada Pueblo”; elaborar las Ordenanzas de pósitos, las que debían pasar al virrey o comandante general de las fronteras; y formar una Ordenanzas sobre visitas, numeración, padrones y tasas de tributarios, también sujetas a real confirmación. De las demás competencias de los intendentes en las otras tres ramas se tratará individualmente en sus lugares, sin que pueda dejar de advertirse aquí que el sistema de intendencias sobrevivió a la desintegración de la Monarquía Hispano – Indiana en muchos de sus estados sucesores americanos, en algunos de los cuales hasta el día se trata de una institución que goza de muy buena salud, como es el caso del antiguo reino de Chile.

CAPÍTULO V DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: JUSTICIA “Se deben dar muchas gracias a nuestros Reyes por el gran beneficio que han hecho a sus vasallos de las Indias con las fundaciones de estas Audiencias. Porque de verdad no se puede negar, que son los castillos roqueros de ellas, donde se guarda justicia, los pobres hallan defensa de los agravios, y opresiones de los poderosos, y a cada uno se le da lo que es suyo con derecho, y verdad”. Juan de Solórzano y Pereyra, Política indiana, 1647.

“No se temieron en las Indias los oidores, sino los abogados. Hay tierras donde sobra la salud en faltando los médicos, y las medicinas”.

Gaspar de Villarroel, Gobierno eclesiástico pacífico, 1676.

1. PRESUPUESTOS La tan característica concepción judicial del gobierno tuvo, naturalmente, una especial configuración en lo tocante al ramo del gobierno temporal constituido por la justicia, pues en él podía concretarse de una manera singularmente práctica y efectiva el deber del monarca de mantener a sus súbditos en “justicia y en paz”. Mas, como era imposible que los reyes aseguraran personal y directamente a sus vasallos su mantenimiento en justicia y en paz, les resultó imprescindible auxiliarse de oficiales reales para lograr el cabal cumplimiento este deber. Fue aquí donde los letrados comenzaron a integrarse en una judicatura real, principalísimamente en las reales audiencias, supuesto que la creación de ellas era propia y verdaderamente un acto de jurisdicción real, tal como lo afirmaba el obispo Gaspar de Villarroel: “Las Audiencias Reales son de grande importancia a los Reyes. Pruébase esta conclusión, con que crear Audiencias es regalía que induce majestad, y es lista de la suprema, y soberana jurisdicción”. El ramo de justicia se organizó durante el reinado de don Carlos I sobre la base de distritos de audiencia, a cuya cabeza se erigía una Audiencia y Chancillería Real integrada por jueces letrados llamados oidores y alcaldes del crimen, y a la que tocaba la más amplia competencia defensiva y protectiva del derecho en general en su territorio para llevar a cabo el debr real de mantener a sus vasallos en paz y justicia y, por tal razón, las citadas audiencias representaban, al igual que el virrey, a la misma persona del monarca cuando actuaban en cuerpo de tales. La mayoría de los autores indianos explicaban la relativamente tardía erección de audiencias reales en las Indias por el temor que los reyes habían tenido a que el paso de abogados al Nuevo Mundo contribuyese a generar conflictos, tal cual lo recordaba amenísimamente el obispo fray Graspar de Villarroel: “Las Audiencias de las Indias se fundaron tarde por muchas congruencias. La que ponderan hombres sesudos, fue atajar los pleitos, y en esa conformidad hubo especiales órdenes del Consejo para que no pasasen a ellas abogados”, aunque inmediatamente, y con su habitual gracia y estilo, aclaraba que: “No se temieron en las Indias los oidores, sino los abogados. Hay tierras donde sobra la

salud en faltando los médicos, y las medicinas”. La competencia judicial de las audiencias indianas era preferentemente de segunda instancia y, por tal razón, el ramo de justicia se complementaba territorialmente en las Indias con una judicatura ordinaria de primera instancia que en los partidos estaba a cargos de los justicias mayores y en las ciudades de los alcaldes ordinarios, aunque estos últimos no pertenecían propiamente a la judicatura real, sino a la de la república, todo ello acompañado, además, de una serie de juzgados especiales en función de ciertas materias o de determinadas personas. El ramo de justicia en las Indias fue el menos afectado por las reformas introducidas durante el siglo XVIII, pues él se mantuvo organizado sobre la base de los antiguos oficios reales de raigambre medioeval, lo cual contribuyó a acrecentar su diferenciación institucional en relación con el ramo del gobierno político, ahora estructurado sobre una planta de empleados o funcionarios. Pero, sin perjuicio de lo anterior, hubo también algunas reformas en lo tocante a la creación de nuevos distritos de audiencias y a la nueva planta que se les dio en 1776 con la importante novedad de la introducción de la plaza de regentes en todas ellas. 2. JURISDICCIÓN

REAL Y ESTABLECIMIENTO DE REALES AUDIENCIAS EN LAS INDIAS

La concepción que fundaba el discurso de los autores indianos para dar cuenta de la creación de las audiencias reales en las Indias era la necesidad que tenían los reyes de cumplir con su deber de mantener en paz y justicia a todos sus vasallos, ya que, como sostenía Solórzano y Pereyra, los monarcas habían decidido: “Crear, erigir y poner en las ciudades más principales de cada provincia, Audiencias y Chancillerías Reales, a donde las partes pudiesen recurrir en apelación de las sentencias y agravios que les hubiesen hecho los Alcaldes Ordinarios o Corregidores”, pues, como gráficamente sentenciaba fray Gaspar de Villarroel: “Son las Audiencias la vida de las repúblicas, y es tener sus vasallos vivos, darles el Rey magistrados”, supuesto que: “Les importa a los Reyes crear Audiencias Reales, porque les ayudan a llevar el grande peso de sus muchas obligaciones”. Las audiencias indianas eran, pues, entendidas como los “castillos roqueros” de las Indias, ya que ellas cumplían vicarialmente con el deber del príncipe de mantenerlas en justicia y en paz, por lo que el mismo Solórzano y Pereyra agregaba que: “Se deben dar muchas gracias a nuestros Reyes por el gran beneficio que han hecho a sus vasallos de las Indias con las fundaciones de estas Audiencias. Porque de verdad no se puede negar, que son los castillos roqueros de ellas, donde se guarda justicia, los pobres hallan defensa de los agravios, y opresiones de los poderosos, y a cada uno se le da lo que es suyo con derecho, y verdad”, y el docto obispo de Santiago de Chile fray Gaspar de Villarroel explicaba que: “Las fundaciones de las Audiencias Reales se encaminaron por la piedad de los Reyes al bien común, a conservar los hombres en paz, a defender los pequeños de los poderosos, a que en la tierra no falte justicia, y a otros millares de útiles”, porque: “importan las Audiencias, para la tranquilidad, y quietud de las repúblicas, y para enfrenar el orgullo de la nobleza: sin Audiencia todo fuera behetria”, y “sin Oidores burláranse de las leyes”, o como lo resumía su sucesor, fray Diego de Humanzoro, en 1672 que: “Las audiencias reales fundaron nuestros gloriosos reyes para administrar justicia y componer los pueblos en buena política cristiana”.

Este discurso explicaba coherentemente la práctica seguida por la corona castellana para la creación de las audiencias en el Nuevo Mundo, pues normalmente ella se acordaba cuando se advertían problemas en el gobierno político de las provincias a donde se las mandaba establecer. En efecto, el desacierto de muchos gobernadores y las continuas quejas de los vasallos por los vejámenes y abusos de que eran víctimas por parte de sus gobernantes indianos resultaba ser una de las principales consideraciones que la corona tuvo para decidir la creación de audiencias, pues se creía que un cuerpo letrado, representante de la real persona, constituía un seguro escudo para súbditos tan alejados de la protección real. Esta motivación de carácter político influyó decisivamente en el cariz que habrían de adquirir las audiencias americanas, cuyo máximo reflejo fue su competencia, porque como muy bien lo resumía el oidor de Charcas Juan de Matienzo (1510-1578) en relación con el establecimiento de las audiencias en los reinos del Perú después de los desasosiegos generados por los enfrentamientos entre almagristas y pizarristas: “El Real Consejo de Indias, con santo celo, aconsejó a Su Majestad que hiciese tres audiencias en este Reino del Perú, y en Panamá una, y en Chile otra, movido - a mi parecer - no tanto porque viniendo a pleitos de tan lejas tierras no fuesen sus súbditos vejados (aunque ésta no fuera menor causa), cuanto por asegurar la tierra, porque tuvieron experiencia de las alteraciones y desasosiegos que en ella han acaecido, y porque tuviesen los leales adonde acudir a la voz del Rey, y porque viendo que en todas partes hay audiencia, nadie se atreviese a levantarse, como lo han hecho hasta aquí, y dividieron muy bien los distritos”. La regia representación y la consiguiente actuación vicaria del monarca que tocaba a las audiencias reales, era sostenida en forma unánime por los juristas castellanos e indianos, la que se veía aún más necesaria en el Nuevo Mundo, cuyos reinos se caracterizaban por tener un “rey ausente”, tal cual lo explicaba Solórzano y Pereyra: “Esto lo pide, y requiere la gran distancia que hay de ellas (las Indias) a la Real Persona, cuya suprema autoridad en aquellas partes, se suple, y representa por estos Ministros, y si comenzase a disminuirse, o menospreciarse, iría todo muy de caída”, y su contemporáneo Gaspar de Escalona y Agüero (c. 1590-1650), oidor de la Real Audiencia de Santiago de Chile, era aún más expresivo al señalar que la audiencia: “Vivamente representa la Real persona y es un cuerpo místico del Príncipe”, en términos semejantes a los de fray Gaspar de Villarroel, quien sentenciaba que: “Son los Oidores una viva representación de los Reyes. Son las Audiencias imágenes de los Príncipes”. Mas, no sólo se trataba del discurso de los juristas el que defendía esta real representación en las audiencias, sino también era la propia corona la que, asumiéndola en la práctica, la consignaba en una serie de reales cédulas enderezadas a destacar el lugar y posición que ocupaban en sus distritos las audiencias reales y sus ministros. Entre muchas otras, en una real cédula fechada el 23 de mayo de 1563 y dirigida al obispo de Nueva Galicia, para censurar un escandaloso encuentro que había tenido con el regio tribunal, se advertía al prelado que: “Nos tenemos de Vos por muy deservido, así porque en ello no guardasteis orden devido, ni tuvisteis el miramiento y respeto que debiérades tener, y guardar a los dichos nuestros Oydores, por representar, como representan nuestra persona real”. En otra cédula del año 1610 se recordaba a los ministros del tribunal que: “Vosotros, mis presidentes, Oidores y Fiscales, representáis inmediatamente nuestra persona real”, y en una fechada el 30 de abril

de 1640 se advertía a un gobernador que no se enfrentara: “Con la dicha mi Audiencia, respetándola como tribunal que representa la Suprema autoridad de mi Persona”. La consecuencia natural de esta “viva representación” del rey en sus reales audiencias era un discurso jurídico que justificaba el que a ellas se les debiera la misma veneración y respeto que al Príncipe, tal como lo defendía el obispo Villarroel: “Ya hemos ahondado tanto, que nos hemos encontrado con la raíz de aquella veneración en que se debe tener qualquiera Audiencia Real, porque en ella está patente un retrato de su Príncipe”, de modo que: “Quien pierde el respeto al retrato, muy cerca está de perdérselo al original”. Así pues, la audiencia aparecía como un tribunal vicarial del rey, pues cumplía personalmente el deber del príncipe de mantener en justicia y en paz a sus vasallos, de allí que la competencia de la audiencia se refiera originaria y naturalmente al ejercicio de la justicia, pero no entendida en el sentido frecuente hoy día como la dirigida a la solución de conflictos entre partes, sino en su concepción medioeval, es decir, como una actuación preventiva y represiva enderezada a asegurar a cada uno lo suyo para, de este modo, hacer efectiva la justicia y el estricto cumplimiento del derecho en pro de los habitantes de su distrito. Se estaba, pues, ante una concepción judicial del gobierno, cuya imagen era la del rey justiciero, propia de la Edad Media, cuyos ministros letrados cumplían en sus respectivos tribunales reales. 3. REALES AUDIENCIAS Y DISTRITOS DE AUDIENCIAS EN LAS INDIAS Desde el reinado de don Carlos I en adelante el ramo de justicia de las Indias quedó organizado sobre la base de distritos de audiencias, los que se asentaron en tiempos de don Felipe II, a pesar de lo cual en épocas posteriores se crearon o suprimeiron algunos de ellos, de modo que su número nunca fue el mismo en todas las épocas. En los momentos iniciales del descubrimiento y conquista de las Indias la administración de justicia quedaba en manos de Cristóbal Colón, quien en el año de 1496 designó a Francisco Roldán como justicia mayor para que conociera de todas las apelaciones de los alcaldes ordinarios, pero estas competencias judiciales del Almirante, como muchas de las demás, acabaron por ser asumidas por la Real Corona cuando por real provisión fechada el 5 de octubre del año 1511 fue creado un Juzgado y Audiencia en la isla de La Española, en el cual debían estar y residir: “Tres buenas personas que sean letrados e de buena conciencia”, primer antecedente de la que luego sería la Audiencia y Chancillería Real de Santo Domingo. a) Real Audiencia de Santo Domingo: por real provisión fechada en Granada el 14 de septiembre de 1526 se decidió la creación de la Real Audiencia y Chancillería de Santo Domingo, en cuyas Ordenanzas despachadas en 1528 se la erigía con un presidente y dos oidores, pero ya en 1530 se proveyó una tercera plaza de oidor en favor del licenciado don Juan de Vadillo. A finales del siglo XVI su plantilla se hallaba integrada por un presidente, que era gobernador y capitán general, y por cuatro oidores, tal como se recogía en la Recopilación de Indias. En el siglo XVIII las reformas de Gálvez en 1776 elevaron el

número de sus oidores a cinco, y la nueva planta de 1788 los redujo a tres. En virtud del tratado de Basilea de 1795, que significó la cesión de la isla de Santo Domingo a Francia, se decretó el 13 de abril de 1798 su traslado a Puerto Príncipe, donde se instaló el 17 de junio de 1800, manteniéndose en funciones hasta el real decreto de 21 de octubre de 1853 que mandó suprimirla. b) Real Audiencia de Méjico: por real provisión fechada el 29 de noviembre de 1527 se creó una Audiencia y Chancillería en Méjico, que contó con cuatro oidores nombrados el 4 de agosto de ese mismo año, cuyo número fue confirmado por sus Ordenanzas fechadas en Madrid el 20 de abril de 1528, presideos por el virrey desde la creación de este oficio. En 1556, a instancias del virrey Luis de Velasco se aumentó a cinco el número de sus oidores, nombrándose a don Pedro de Villalobos para servir la nueva plaza, y poco tiempo después se crearon dos plazas más, con lo que el número de oidores llegaba a siete. Sobre consulta del 4 de mayo de 1568 se decidió la creación de una sala de tres alcaldes del crimen en la Real Audiencia de Méjico y en 1597 los oidores fueron incrementados a ocho, proveyéndose en esta última a don Pedro de Otalora. De tal manera, en la Recopilación de Indias de 1680 se recogió su planta formada por ocho oidores y cuatro alcaldes del crimen. Sobre consulta del 2 de febrero de 1737 se aumentaron: “Por vía de providencia interina, quatro oidores”. La reforma del año 1776 aumentó a diez el número de sus oidores, pero la planta de 1788 volvió a los ocho que tenía antes del plan de Gálvez. Bajo el régimen fijado por la Constitución de Cádiz se dictó el decreto de 9 de octubre de 1812 que, junto con eliminar la plaza de presidente, cambió el nombre de las plazas de oidores por la de ministros, y conforme a él se dispuso que la audiencia regional de Méjico debía integrarse de doce ministros distribuidos en una sala civil y otra criminal, plantilla esta de corta duración, pues sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se había resuelto: “Que por ahora se observase el Reglamento dado a las Audiencias de aquellos dominios en 11 de marzo de 1776 en cuanto al número de sus Ministros, sin innovar en los sueldos actuales”.. c) Real Audiencia de Panamá: el 26 de febrero de 1538 se erigió una Audiencia y Chancillería Real en la ciudad de Panamá, cuyas Ordenanzas se le despacharon en la misma fecha, conforme a las cuales debía haber en ella tres plazas de oidores, plantilla que no varió hasta la supresión del tribunal por el capítulo 10 de las Leyes Nuevas de 1542. En 1563 la Real Audiencia de Los Confines fue trasladada a la ciudad de Panamá, con una plantilla que se componía de tres oidores y un presidente. Sobre consulta de Cámara del Consejo de Indias del 29 de agosto de 1657 se decidió proveer una plaza más de oidor en la Audiencia, la que se proveyó en el licenciado don Bernardo Trigo de Figueroa a consulta del 7 de septiembre del mismo año, de tal manera en la Recopilación de 1680 se recogía su planta formada por cuatro oidores, y el presidente que era gobernador y capitán general. Esta audiencia fue suprimida en 1717, aunque sobre consulta de Cámara de Indias del 6 de octubre de 1721 fue restablecida: “Con el numero de ministros que se hallaba antes de

su ultima extincion”, pero definitivamente fue extinguida por real cédula fechada el 17 de julio de 1751. d) Real Audiencia de Guatemala: el capítulo 11 de las Leyes Nuevas de 1542 mandó que hubiera en los Confines de Guatemala una Audiencia integrada por cuatro oidores letrados, uno de ellos como presidente. Este tribunal fue trasladado en 1563 a la ciudad de Panamá, pero fue mandado restablecer el 15 de enero de 1568 con la misma planta original, y sobre consulta del Consejo, fechada en Madrid el 18 de junio de 1607, se acordó aumentar a cinco el número de sus oidores, proveyéndose en la nueva plaza a don García de Carvajal: y fue esta plantilla de cinco oidores la que se recogió en la Recopilación de 1680. La reforma de 1776 mantuvo sus cinco plazas de oidores, pero la de 1788 las redujo a cuatro, y conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió que se volviera a la plantilla de 1776. e) Real Audiencia de Lima: las Leyes Nuevas de 1542 crearon una Real Audiencia en el Perú, cuyo su capítulo 10 disponía que se integrara por cuatro oidores presididos por el virrey, los que, sobre consulta del Consejo fechada en Madrid el 7 de diciembre de 1552, fueron aumentados a cinco, y a seis en 1556. Sobre consulta del Consejo fechada el 25 de octubre del mismo año de 1568 se creó en ella una sala de alcaldes del crimen. En 1597 los oficios de oidor ascendían a ocho, los que se mantuvieron hasta 1630 cuando, a instancias del virrey, se proveyó una nueva plaza de oidor, con lo cual su número se elevó a nueve, y para servirla fue nombrado don Luis Henríquez, y en 1680 se acrecentó su planta en un oidor más, con lo cual llegaron a diez, y se proveyó en ella a don Juan Jiménez de Lobatón, pero, curiosamente, en la Recopilación de Indias de 1680 no se recogía esta planta ampliada, sino que se señalaba que debía integrarse por ocho oidores y cuatro alcaldes del crimen, y la reforma de 1776 sí fijó en diez el número de ellos, y la de 1788, volvió a sólo ocho plazas. Bajo el régimen fijado por la Constitución de Cádiz se dictó el decreto de 9 de octubre de 1812 que, junto con eliminar la plaza de presidente, cambió el nombre de las plazas de oidores por la de ministros, y conforme a él se dispuso que la audiencia regional de Lima debía integrarse de doce ministros distribuidos en una sala civil y otra criminal, plantilla esta de corta duración, pues sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se volvió a la planta de 1776. Este tribunal se mantuvo en funciones hasta 1821, año en que fue substituido por la Alta Cámara de Justicia. f) Real Audiencia de Guadalajara: por real provisión fechada el 21 de mayo de 1547 se fundó otra Real Audiencia en Nueva Galicia con sede en Compostela. Recibió sus Ordenanzas el 19 de marzo de 1548, y nacía a semejanza de la Audiencia de Galicia en España. Por real cédula del 10 de mayo de 1560 fue trasladada a Guadalajara, siempre dentro de Nueva Galicia, y el 11 de junio de 1572 le fueron otorgadas las mismas Ordenanzas que se habían despachado en 1563 para la de Quito, producto de lo cual dejó de estar subordinada a la Real Audiencia de Méjico y se equiparó en todo a las restantes, y se fijó su planta en un presidente y tres oidores: “De aquí adelante haya un Presidente y tres Oidores”.

En la Recopilación de Indias de 1680 aparecía integrada por cuatro oidores, los que fueron elevados a cinco por la reforma de 1776, y nuevamente vueltos a cuatro por la de 1788. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. g) Real Audiencia de Santa Fe: por real provisión fechada el 21 de mayo de 1547 se creó una Real Audiencia en Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, que únicamente comenzó a actuar el 7 de abril de 1550, con una plantilla de cuatro oidores. En la Recopilación de Indias de 1680 se señalaba que debían integrarla cinco oidores, número que no fue alterado por las reformas de 1776 y 1788. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. h) Real Audiencia de Charcas: en la consulta del Consejo de Indias del 20 de abril de 1551 que proponía al rey la creación de una audiencia en la ciudad de La Plata de los Charcas, los consejeros instaban porque tuviera cuatro oidores, que presidiera el virrey del Perú si se hallaba en la ciudad, y si no el oidor más antiguo. Nada se decidió en dicha fecha, y en la consulta del Consejo del 2 de julio de 1557 en que presentaba sujetos para proveer las plazas de la audiencia de Charcas, el sistema originariamente previsto, había experimentado una variación, pues, conservando la presidencia del virrey si se encontraba en el tribunal, junto a los cuatro oidores, creaba un oficio de regente letrado para que presidiera. Sobre consulta del Consejo, fechada en Madrid el 15 de mayo de 1607, se aumentó a cinco el número de sus oidores, y así fue recogida su plantilla en la Recopilación de Indias, los mismos que mantuvo el plan de 1776, pero que el de 1788 redujo a cuatro. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. i) Real Audiencia de Quito: por real provisión fechada en Guadalajara el 29 de agosto de 1563 se estableció una Real Audiencia en San Francisco de Quito, para la cual se despacharon sus Ordenanzas desde Monzón el 4 de octubre de 1563, conforme a las cuales se integraba por un presidente y cuatro oidores, los mismos que se le señalaban en la Recopilación de Indias, y después de su breve supresión a principios del siglo XVIII, al mandar que fuera restablecida por real decreto del 18 de febrero de 1720 se dispuso que: “Se vuelva a establecer la Real Audiencia de Quito, según su erección y previenen las leyes, con un Presidente, cuatro oydores y un fiscal”. El número de oidores fue aumentado a cinco en 1776, y vuelto a cuatro en 1788. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se

había fijado en 1776. j) Real Audiencia de Concepción: una real provisión despachada el 27 de agosto de 1565 creó una audiencia en Concepción en el reino de Chile. Sus Ordenanzas, de la familia de las de 1563, le habían sido dadas por real provisión fechada en San Martín el 18 de mayo de 1565, conforme a las cuales comenzó a actuar el 10 de agosto de 1567 con una planta integrada por un presidente letrado, tres oidores y un fiscal. Este tribunal además de sus labores propias ejerció el gobierno de su distrito. Fue suprimida por real cédula de 26 de agosto de 1573, la que se cumplió el 25 de junio de 1575. k) Real Audiencia de Manila: sobre consulta del Consejo fechada en Madrid el 5 de febrero de 1582 se acordó la fundación de una Real Audiencia en Filipinas, en cuya consecuencia fue mandada establecer por real provisión del 25 de mayo del año siguiente, y comenzó a despachar el 9 de junio de 1584. Sus Ordenanzas le fueron enviadas el mismo año de su creación, conforme a las cuales su planta se componía de un presidente y tres oidores. En 1588 fue mandada suprimir, lo que se ejecutó por el gobernador Gómez Pérez das Mariñas, el 20 de junio de 1590. Este tribunal fue restablecido en 1595 y en el mes de junio de dicho año fueron nombrados sus nuevos ministros, pero ahora se integraba por un presidente y cuatro oidores, quienes lo instalaron el 8 de junio de 1598. Sus nuevas Ordenanzas se le habían despachado el 25 de mayo de 1596 y constituyen una variante de las de 1563. En la Recopilación de Indias se recogía su plantilla de cuatro oidores, los que en 1776 pasaban a ser cinco, y desde 1788 sólo cuatro. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. l) Real Audiencia de Santiago de Chile: fue creada sobre consulta del Consejo fechada en Valladolid el 22 de abril de 1605, con un presidente de capa y espada que era el gobernador, cuatro oidores y un fiscal, tal como lo confirmaban sus Ordenanzas fechadas el 17 de febrero de 1609. La reforma de don Carlos III en 1776 significó incrementar a cinco el número de sus oidores, pero sobre consulta del 5 de octubre de 1781 se volvió a la plantilla de establecimiento de cuatro oidores. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. Esta audiencia fue disuelta por los juntistas el 24 de abril de 1811, restablecida en mayo de 1815 durante la Restauración, y definitivamente dejó de funcionar el 12 de febrero de 1817, e inmediatamente fue continuada por un Tribunal de Justicia y Apelaciones que en 1818 se convirtió en Cámara de Apelaciones y en 1823 en la actual Corte de Apelaciones de Santiago. m) Real Audiencia de Buenos Aires: fue establecida por real provisión de 6 de abril de 1661. El 2 de diciembre del mismo año se le dieron sus Ordenanzas y comenzó a despachar el 3

de agosto con un presidente, tres oidores y un fiscal. Fue suprimida por real cédula de 31 de diciembre de 1671, la que se llevó a debido efecto el 26 de octubre del año siguiente, planta que se recogía en una ley recopilada, con la indicación de estar suprimida. Esta audiencia fue reestablecida al acabar el siglo XVIII, por real cédula de 14 de abril de 1783, integrada por un presidente, un regente y cinco oidores. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. Esta audiencia dejó de funcionar el día 22 de junio de 1810 cuando la Junta insurgente citó a sus ministros y apresándoles les expulsó de las Provincias del Río de la Plata, haciéndoles embarcar en la balandra inglesa “Dart”, capitaneada por el corsario Mark Bayfield, cuyo navío se hizo prestamente a la vela, y tras 64 días de navegación dejó a los vejados ministros en la ciudad de Las Palmas de Canarias. n) Real Audiencia de Caracas: fue fundada por real provisión del 6 de julio de 1786 y se instaló el 17 de julio de 1787 con una planta integrada por un regente, tres oidores y un fiscal. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. o) Real Audiencia del Cuzco: fue mandada erigir por real decreto fechado el 26 de febrero de 1787, expidiéndose la real provisión correspondiente de fundación en Aranjuez el 3 de mayo de 1787, con una planta integrada por un regente, tres oidores y un fiscal. Conforme al régimen constitucional fijado por el decreto del 9 de octubre de 1812 debían integrarse por un regente y nueve ministros, divididos en dos salas, pero nuevamente sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió restablecer la planta que se había fijado en 1776. p) Real Audiencia de Puerto Rico: por real decreto fechado el 19 de junio de 1831 fue creada la audiencia territorial de Puerto Rico, integrada por un presidente de capa y espada, un regente, tres oidores y un fiscal. Esta composición fue afectada por el real decreto del 26 de enero de 1835 que fijó el Reglamento provisional para la administración de justicia en lo relativo a la Real Jurisdicción, que dispuso que ninguna audiencia sería presidida sino por su regente respectivo, pero como la de Puerto Rico era audiencia ultramarina se mantuvo la presidencia en manos del gobernador y capitán general hasta el real decreto de 4 de julio de 1861 que mandó que fueran los regentes quienes presidieran las audiencias de Ultramar. Posteriormente un real decreto de 1852 declaró que los auditores de guerra de las audiencias de La Habana, Puerto Rico y Filipinas debían ser considerados oidores de las audiencias respectivas. Más tarde la real cédula de 30 de enero de 1855 amplió a cinco el número de sus oidores. Esta audiencia se mantuvo en funciones hasta el año 1898. 4. PLANTILLA DE LAS AUDIENCIAS INDIANAS Las audiencias indianas, en cuanto tribunales que ejercían vicarialmente la real jurisdicción,

contaron desde su establecimiento en el Nuevo Mundo con unas plantillas constituidas por dos grandes órdenes de plazas, a saber, las unas vinculadas directamente al ejercicio de la jurisdicción, tales eran, las de presidente, oidores, y fiscales, a las que se agregó en el siglo XVIII, la de regente; y las otras auxiliares del ejercicio de la jurisdicción que formaban el nivel de los oficiales subalternos, tales como escribanos de cámara, relatores, receptores, intérpretes, etc. Todas las audiencias eran creadas con una “planta de establecimiento” que recogía el número regular de sus oficios, es decir, sus plazas numerarias, pero además de ellas hubo una serie de otras plazas de distinta naturaleza que venían a incrementar el número de titulares de sus plazas letradas, tales como las supernumerarias y futurarias, cuya exstencia en ciertos período influía decisivamente en la estructura de la carrera judicial letrada indiana. Las audiencias indianas contaban con una plantilla de establecimiento que recogía el número regular u ordinario de sus oficios, tanto letrados, cuanto de oficiales subalternos. A estas plazas se las denominaba “numerarias” o “del número”, en cuanto correspondían al número de las plazas que venía determinado en plantilla normal del tribunal. Desde la perspectiva de quienes eran provistos en ellas estas plazas eran llamadas “propietarias”, pues sus titulares adquirían la posesión de ellas inmediatamente de prestado el juramento de estilo y las conservaban, en principio, hasta sus muertes, salvada la voluntad real. Estas plazas del número eran provistas por el rey, normalmente, sobre consulta del Consejo de Indias o de la Cámara en su caso, y llevaban anexas la jurisdicción real con todos los derechos y deberes anexos al oficio, al igual que con las honras, honores y preeminencias que les tocaban. Las plantillas de las audiencias americanas con bastante frecuencia solían verse acrecentadas con el nombramiento de ministros en plazas supernumerarias los que, por regla general, actuaban con iguales facultades que los ministros del número. Las plazas supernumerarias eran aquellas que, naturalmente, se proveían excediendo el número de plazas propietarias o de establecimiento, normalmente con ejercicio desde luego, y con los mismos privilegios y regalías que gozaban los ministros numerarios, salvo en cuanto solía concedérseles, por regla general, únicamente la mitad del salario, y, con cierta frecuencia, a los provistos en una plaza supernumeraria se les concedía la opción a la primera vacante que se ofreciera y, en casos muy excepcionales, se les daba sueldo entero. Este género de plazas se acostumbró proveer desde el siglo XVII, y fueron muy frecuentes durante el reinado de don Carlos II, con quien se aceptó habitualmente el servicio pecuniario para la provisión de ministros letrados, constituyéndose estas plazas obtenidas por la vía del beneficio en uno de los medios principales de acceso a la judicatura letrada en Indias para los naturales del Nuevo Mundo. En el comienzo del reinado de Felipe V se decidió acabar con las plazas supernumerarias y con el beneficio de ellas, y con tal finalidad, por real decreto fechado el 6 de marzo de 1701, junto con suspender temporalmente la obtención de oficios con jurisdicción por la vía del servicio pecuniario, se suprimieron las plazas supernumerarias, y se ordenó que los ministros afectados por la reforma cesaran de inmediato el servicio de sus oficios, y

perdieran sus salarios, hasta que se produjera alguna vacante, para las cuales se les consideraría preferentemente. Sin embargo, algunos meses más tarde, se suavizó esta decisión al mandarse que los supernumerarios perdieran el ejercicio y sus honores, pero sin que dejaran de percibir sus salarios, hasta que llegara el caso de una vacante. A pesar de lo anterior, desde 1709 se volvió nuevamente frecuente el nombramiento de ministros supernumerarios, y sólo se redujeron durante el reinado de Carlos III. Además de las plazas supernumerarias, desde el siglo XVII se solían conceder futuras de plazas de oidor o de fiscal, vale decir, se despachaba en favor de algún sujeto, normalmente previo servicio pecuniario, título futurario con opción a la vacante, lo que le permitía vestir toga, y despachar en el tribunal durante las ausencias y enfermedades de ministros, con goce a medio salario. Al igual que las plazas supernumerarias, los despachos de futuras de ministros togados fueron suprimidos por la reforma de 1701, aunque con posterioridad volvieron a proveerse. Una especial situación era la de las plazas honorarias, que eran provistas por los príncipes quienes, según Solórzano y Pereyra: “No se contentando con nombrar y proveer los magistrados, oficiales y ministros que se juzgaban por bastantes para el uso y ejercicio ordinario de los tribunales, cargos, prefecturas y oficios... solían también nombrar otros algunas veces que tuviesen y gozasen la dignidad, título y honor de ellos, relevándoles de su uso, ejercicio y ocupación”. De este modo, las plazas honorarias eran aquellas que sólo concedían a su titular los honores y preeminencias, sin uso y ejercicio de jurisdicción, ni salario, pues por carecer de jurisdicción sólo les “venía a quedar el desnudo título y honor de ellas”, pues, por ser de la naturaleza de las plazas honorarias estar privadas del uso y ejercicio, aquellos ministros titulados en ellas no podían asistir ni estar presentes en ningún acto en el cual la audiencia ejerciera jurisdicción. En ciertas ocasiones las plantillas de las audiencias se veían acrecentadas por el depósito que se hacía en ellas de algunos ministros de otras audiencias, y tal denominación se justificaba porque con ella se quería señalar expresamente que el ministro destinado a alguna audiencia “por vía de depósito” no adquiría la posesión de la plaza a la que era destinado, sino que simplemente debía ser considerado como un “mero tenedor” de ella. El depósito de un ministros en otro tribunal podía ocurrir, normalmente, por dos razones, a saber: a) cuando un ministro por justas causas y consideraciones era destinado forzosamente a servir temporalmente en otro tribunal como una medida preventiva o de corrección y; b) cuando un ministro era destinado a un tribunal en espera de una plaza de número en otra audiencia. En el caso de los traslados por razones de mejor servicio, ellos eran ordinariamente decretados por el monarca durante las visitas, o por los mismos visitadores de algún distrito de audiencia contra aquellos ministros que se hallaban mal opinados, de genio díscolo e inquieto, o contra los que se habían puesto cargos por sus supuestos procedimientos desarreglados, de manera que la “vía de depósito” pasaba a desempeñar una importante función dentro del cursus honorum letrado indiano, como un mecanismo sancionatorio. 5. LAS PLAZAS DE LAS AUDIENCIAS INDIANAS

Las reales audiencias de las Indias contaron con una plantilla de plazas constituida básicamente por un número variable oidores, a los que se sumaban las plazas de fiscal, las de alcaldes del crimen en las audiencias virreinales de Méjico y Lima, la plaza de presidente desempeñada en algunos casos por un letrado y en otros por un hombre “de capa y espada” y, desde 1776, la plaza de regente. 5.1. LA PRESIDENCIA DE LAS AUDIENCIAS INDIANAS El oficio de presidente de las audiencias indianas apareció con la creación de la primera Real Audiencia y Chancillería de Méjico en el año de 1527, y en dicha conformidad sus Ordenanzas antiguas de 1528 consagraron la existencia de la plaza de presidente y, aunque de momento no se proveía a su titular, se mandaba que usara del oficio el gobernador de Panuco. Estas vacilación respecto de la persona del presidente de la audiencia mejicana, no se mantuvo en el caso de la Real Audiencia de Santo Domingo, organizada por la misma época, pues en sus Ordenanzas despachadas el 4 de junio del mismo año 1528 se nombró como tal al licenciado Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo electo de Santo Domingo, y antiguo oidor de la Audiencia y Chancillería de Valladolid, y este mismo criterio se adoptó en 1530, al despacharse las segundas Ordenanzas para la audiencia mejicana, porque se proveyó por presidente de ella al referido obispo de Santo Domingo. Así, pues, las primeras dos audiencias indianas estuvieron presididas en su época fundacional por un prelado, probablemente a imagen de las audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada, pues las Ordenanzas de la primera prescribían: “Que en la dicha nuestra Corte y Chancillería haya y esté continuamente un prelado por presidente”. El presidente prelado en las audiencias indianas fue de corta duración, pues cuando don Sebastián Ramírez de Fuenleal fue trasladado de la presidencia de Santo Domingo a la de Méjico, conforme a su título del 12 de julio de 1530, fue nombrado para sucederle en la plaza que dejaba el licenciado Alonso de Fuenmayor, antiguo consejero de Navarra, con quien comenzaría la serie de presidentes letrados. En el caso de Méjico la presidencia la mantuvo el obispo hasta la creación del virreinato, pues su primer virrey, don Antonio de Mendoza, fue nombrado por su presidente y se le despachó título de tal por real provisión fechada en Barcelona el 17 de abril de 1535, con quien se inició la serie de presidentes de capa y espada y así se mantuvo hasta la supresión de la audiencia cuando la independencia mejicana. Desde este momento inicial quedó, pues, fijada la política real en cuanto al carácter de quienes habrían de presidir las audiencias indianas, ya que desde ahora serían, o letrados, o de capa y espada. La principal consecuencia de esta distinción, venía dada por la posibilidad de votar o no en las causas judiciales, es decir, por el ejercicio de la real jurisdicción del mero y mixto imperio de la que estaban dotadas solamente las plazas letradas, pues desde las Ordenanzas antiguas de 1528, se mandaba: “Que el dicho nuestro Presidente, sy fuere letrado, tenga voto, e sy no lo fuere, no lo tenga”. Durante el siglo XVI el principio general seguido por la corona fue nombrar letrados como presidentes de las audiencias que se fueron creando, con la sola excepción de las dos virreinales, en que la presidencia se entregó al virrey, vale decir a un hombre de capa y espada. En las audiencias creadas antes de la década del 60 del siglo XVI la política de la

corona fue vacilante en relación con la presidencia, pues hubo algunas sin presidente, otras en que presidía un oidor, y otras en las que presidía un letrado distinto a los oidores. a) Audiencias sin presidente: hubo tres audiencias en las cuales no se nombraba presidente alguno, sino que únicamente se designaban oidores y se solía señalar a uno de ellos como más antiguo. Tales fueron la de Panamá entre 1538 y 1542, la de Nueva Galicia entre 1548 y 1572 y la de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada entre 1548 y 1565. b) Audiencias en que presidía un oidor: tal fue el caso de la audiencia de Los Confines de Guatemala, creada por las Leyes Nuevas de 1542. c) Audiencias en que presidía un letrado distinto a los oidores: fueron las audiencias de Santo Domingo desde 1530 y la de Charcas desde 1559. Durante el reinado de Felipe II, concretamente desde 1563 y hasta finales de su gobierno, se produjo un cambio en la política real en orden al carácter que habría de tener quien iba a ocupar la presidencia de las audiencias en Indias, pues se optó por confiarla a un letrado distinto a los oidores con el preciso título de presidente. Ello ocurrió en las de Charcas y Quito desde 1563, en la de Concepción en el reino de Chile desde su fundación en 1565 hasta su supresión en 1573, en la de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada desde 1565 hasta 1604, en la de Panamá desde su restablecimiento en 1568 y hasta 1596, en la de Nueva Galicia desde 1572 en adelante, y en la de Manila desde su creación en 1583 hasta su supresión en 1588. Desde los últimos decenios del siglo XVI se advierte una nueva modificación del criterio en esta materia, pues se comenzó a entregar la presidencia de las audiencias a militares, es decir, a hombres de capa y espada, quienes además eran gobernadores y capitanes generales en sus distritos, lo que ocurrió en los casos de la restablecida Real Audiencia de Manila en 1595, de la restablecida Real Audiencia de Chile en 1605, y de la Real Audiencia de Buenos Aires en 1661. Durante el siglo XVIII se mantuvo esta misma política, pues por real decreto de 18 de diciembre de 1786 se nombró como presidente de la nueva Real Audiencia de Caracas al gobernador y capitán general de la provincia de Venezuela don Juan Guillelmi; e igual criterio se siguió al decidirse la nueva fundación de la audiencia en Buenos Aires, cuya presidencia fue confiada al virrey, gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata don Nicolás Francisco Cristóbal del Campo; y cuando en 1787 se acordó la creación de la Real Audiencia del Cuzco, no se consideraba una plaza de presidente, pues sólo la integraban un regente, tres oidores y un fiscal, pero ya por real decreto del 20 se septiembre del año siguiente fue nombrado como presidente don Manuel Pineda. Finalmente, en 1799 al trasladarse definitivamente la audiencia de Santo Domingo a Puerto Príncipe se nombró como su presidente al capitán general de Cuba y gobernador de La Habana, a la sazón el marqués de Someruelos. En 1812 la Constitución de Cádiz dejaba en manos de leyes y reglamentos la determinación de la composición de las reales audiencias indianas y, en dicha conformidad, por decreto del 9 de octubre del mismo año de 1812 se dictó el Reglamento de las Audiencias y

Juzgados de primera instancia, que en esta materia señalaba que en ninguna audiencia habría más presidente que su regente, reforma que fue tan corta, cuan breve la vigencia de la constitución gaditana, pues por real orden de 13 de julio de 1814 se volvió a entregar la presidencia de los tribunales a los virreyes y gobernadores y capitanes generales, y sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se resolvió: “Que por ahora se observase el Reglamento dado a las Audiencias de aquellos dominios en 11 de marzo de 1776 en cuanto al número de sus Ministros, sin innovar en los sueldos actuales”. Como todo titular de un oficio real el presidente de las reales audiencias de Ultramar gozaba de una competencia genérica definida en razón del oficio como todo la tocante a él, y concretada, sólo por vía, de señalamiento de casos, a través de diversas facultades y deberes específicos, respecto de los cuales se podían advertir ciertas diferencias en razón del carácter del titular de la plaza, básicamente si era letrado o de capa y espada, y dentro de estos últimos, si era virrey, o simplemente un gobernador y capitán general. La genérica competencia de los presidentes de audiencias indianas se consignaba en sus reales títulos, y se definía originariamente sobre la base de la competencia de los presidentes de la audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada. El primer título despachado en favor de un presidente no prelado para una audiencia indiana fue el librado en Barcelona el 17 de abril de 1535 en favor del virrey don Antonio de Mendoza, para la de Méjico, y en él se contenían las cláusulas definitorias de su competencia y que se iban a convertir en las de estilo en lo sucesivo, tales eran: i) presidir la audiencia; ii) hacer y proveer todo lo conveniente y necesario al servicio de Dios; iii) hacer y proveer todas las cosas y negocios que en la audiencia fueran concernientes a su oficio y; iv) seguir el ejemplar de los presidentes de las audiencias y chancillerías de los reinos de España. 5.2. LOS OIDORES DE LAS AUDIENCIAS INDIANAS Las plazas de oidores en las audiencias indianas aparecieron propiamente en los tribunales de Santo Domingo en 1526 y de Méjico en 1527, pues el Juzgado y Audiencia de la Española de 1511 estaba integrado por tres ministros a los que simplemente se denominaba como “jueces de la audiencia y juzgado”. El número de oidores de cada audiencia indiana no era el mismo, pues las hubo integradas sólo por tres oidores, como originalmente las de Panamá, y Concepción; o por cuatro como primitivamente las de Santo Domingo y Méjico. Además, a lo largo del tiempo el número de plazas de oidores en cada audiencia varió en múltiples ocasiones, como queda reseñado en el apartado número tres de este capítulo al describirse a cada una de las audiencias indianas. A diferencia de los oidores de las audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada, que sólo ejercían competencia en las causas civiles, los americanos fueron instituidos con competencia civil y criminal, pues ejercían esta última de igual manera que los alcaldes de dichas chancillerías, tal como lo declaraban las Ordenanzas antiguas de Santo Domingo de 1528, y demás ordenanzas posteriores. Sólo en las audiencias virreinales de Méjico y Lima se introdujeron alcaldes del crimen, en razón de lo cual, a los oidores sólo tocaba el ejercicio de la competencia civil.

Al igual que en el caso de los restantes titulares de oficios reales, la competencia de los oidores se definía genéricamente en razón de sus oficios, y se extendía a entrar, estar y residir en la audiencia, y a conocer, y determinar con voz y voto todos los negocios que fueren a la audiencia conforme a sus ordenanzas, con las potestades de firmar y señalar cartas, provisiones, sentencias y demás mandamientos que en ella se dieren, tal como podían y debían hacer los oidores de las restantes audiencias. Los oidores de las audiencias americanas, además de la competencia jurisdiccional propia de sus oficios, también debían desempeñar una serie de competencias por vía de comisión, aspecto en el cual también se diferenciaban de sus colegas de Valladolid y Granada, tal como lo advertía Solórzano y Pereyra al señalar que: “En las Audiencias de España los oidores, por la mayor parte, sólo se ocupan, y entienden en oir, y votar sus pleitos; pero en las de las Indias, fuera de este cuidado, tienen otras muchas ocupaciones”. Dentro de las múltiples comisiones que debían servir los oidores indianos se encontraban el despacho de algunos juzgados particulares, tales como el Mayor de Provincia, el de Bienes de Difuntos, el de Ejecutorias del Consejo, el de Medias Anatas y Lanzas, y el de Censos de Indios; también se hallaban dentro de las comisiones el servicios de algunas asesorías, como la del Comisario Subdelegado General de la Santa Cruzada, y la de Guerra; igualmente se encontraban algunas visitas, como la de la tierra, la de los oficiales reales, la de armadas, la de escribanos, y la de pueblos de indios y, finalmente, una serie de otras muy diversas comisiones, como la de fábricas de iglesias, la asistencia a las almonedas, la protecturía de hospitales, etc. 5.3. ALCALDES DEL CRIMEN Únicamente en las audiencias virreinales de Méjico y Lima se introdujeron plazas de alcaldes del crimen en el año de 1568, por lo cual en ellas a los oidores sólo les tocaba el ejercicio de la competencia civil, ya que a estos nuevos ministros se les confiaba la de lo criminal. Sobre consulta del 4 de mayo de 1568 se decidió la creación de una sala de tres alcaldes del crimen en la Real Audiencia de Méjico, lo que se comunicó al tribunal por real cédula fechada el 19 de junio del mismo año. Para la de Lima se acordó lo mismo sobre consulta del Consejo fechada el 25 de octubre de ese mismo año. La situación excepcional de estas dos audiencias quedó recogida expresamente en la Recopilación de Indias de 1680, en la cual las plazas de alcaldes del crimen eran cuatro. En el siglo XVIII hubo algún ocasión en la cual se aumentó el número de alcaldes del crimen, como en la Real Audiencia de Méjico, cuando sobre consulta del 2 de febrero de 1737 se incrementaron transitoriamente dos plazas. 5.4. FISCALES El oficio de fiscal en las audiencias indianas apareció regulado desde las Ordenanzas antiguas de 1528, aunque inicialmente no se proveyó un titular para servir la plaza, y sólo desde las Ordenanzas nuevas de 1563 se generalizó su existencia, pues, como escribía Solórzano y Pereyra, al principio un oidor hacía de tal: “Erigidas, y ordenadas en el modo

que se ha dicho las Audiencias de las Indias, pareció tambien poner en ellas, a imitación de las de España, Procuradores o Abogados Fiscales particulares que defendiesen el derecho, y hacienda Real. Porque al principio no se nombraron, sino uno de los oidores suplía por ellos, y ejercia este oficio”, y solamente desde las Ordenanzas nuevas de 1563 todas las audiencias indianas contaron con una plaza de fiscal, reglada por un título especial de dicho texto. En las audiencias de Méjico y Lima se creó una segunda plaza de fiscal el año 1597, de tal manera, había uno para lo civil, y otro para lo criminal. La división de la fiscalía en las restantes audiencias sólo se produjo con las reformas de 1776, así, en todas ellas había un fiscal para lo civil y otro para lo criminal. En la Real Audiencia de Méjico, por real decreto del 18 de octubre de 1779, se decidió: “Crear otra fiscalía más de lo civil en la referida mi Real Audiencia de México con destino al despacho de todos los asuntos y negocios de mi Real Hacienda”, y para servirla fue nombrado don Ramón de Posada y Soto. La reforma aprobada el 4 de mayo de 1788 volvió a reducir las fiscalías a una, salvo en las audiencias de Méjico, Lima, Buenos Aires, y Santa Fe, además de la de Manila. Posteriormente, en algunas audiencias volvió a proveerse una segunda fiscalía. Tal fue el caso de la Real Audiencia de Guadalajara, en que sobre consulta del 1 de agosto de 1798 se proveyó nuevamente una segunda fiscalía para lo criminal. Finalmente, el decreto de 9 de octubre de 1812 dispuso que en todas las audiencias regionales americanas debía haber dos fiscales, pero como queda dicho sobre consulta del Consejo de Indias fechada el 7 de abril de 1815 se dispuso volver a la planta fijada en 1812. El fiscal de la Real Audiencia de Charcas Francisco Alfaro, escribía en 1606 en su Tractatus de officio fiscalis, que el oficio de fiscal podía ser definido como aquel que defendía en juicio, tanto en los supremos consejos, cuanto en las audiencias y chancillerías, los negocios, tocantes a las cosas, al patrimonio o a la justicia del príncipe. Por su parte, el oidor de la Real Audiencia de Santiago de Chile Gaspar de Escalona, escribía pocos años después con su florido y recargado estilo que: “La espada que se esgrime de dos filos, civil y criminal, en defensa del patrimonio Real, es la lengua, y pluma del Abogado del Fisco: voz del Rey en sus causas, celador de los que administran su hacienda, sobrestante de los que la ordenan, y reducen a cálculos, inquiridor de los que la detentan; delator de los que la defraudan, Procurador de lo que conduce a su beneficio, y finalmente protector, y Abogado del Soberano Señor, con ardimiento lícito y sin ánimo calumnioso”. 5.5. LAS REFORMAS DEL SIGLO XVIII Y LOS REGENTES Inicialmente el oficio de regente había nacido en época del emperador don Carlos, pues cuando bajo su reinado fue creada la audiencia y juzgado de los grados de Sevilla en 1525 ella aparecía integrada por un regente y por seis jueces, distribuidos en dos salas, que debían juzgar colegiadamente en cada una de ellas. En 1566 se alteró esta composición de modo tal que se fijó su planta en un regente que la presidiría, seis jueces divididos en dos salas, la audiencia de la cuadra compuesta por los alcaldes de la cuadra, un fiscal y dos alguaciles. El mismo año 1566 don Felipe II decidió introducir en las audiencias de Galicia y de Canarias la plaza de regente.

En las Indias durante el mismo reinado de don Felipe II apareció excepcionalmente la plaza de regente en la Real Audiencia de Charcas, introducida en ella desde la creación del tribunal, entregada a un letrado que debía presidirla en ausencia del virrey, subsistió escaso tiempo, pues por real provisión fechada en Madrid el 16 de agosto de 1563 el regente Ramírez de Quiñones recibía título de presidente, en lugar de regente. La plaza de regente no volvería a aparecer en las audiencias de las Indias, sino hasta el reinado de Carlos III, cuando a instancias del ministro José de Gálvez se estableció una nueva planta para las audiencias americanas que, amén de aumentar las plazas togadas, introdujo en todas ellas el oficio de regente, como se detallaba en el real decreto de 11 de marzo de 1776, comunicado a las Indias por real cédula circular fechada en Madrid el 6 de abril del mismo año. Para regular el nuevo oficio y sus relaciones con los virreyes y presidentes se dictó en Aranjuez el 20 de junio de 1776 la Instrucción de lo que deben observar los Regentes de las Reales Audiencias de América: sus funciones, regalías, cómo se han de haber con los Virreyes y Presidentes, y estos con aquellos. La competencia de los regentes, en cuanto titulares de un oficio con jurisdicción, se definía genéricamente, aunque en las Instrucción de 1776 se precisaba bastante el ámbito al cual se extendía al señalar que los nuevos ministros tendrían: “La dirección de las Audiencias en lo contencioso y económico”. La creación de este nuevo magistrado parecía estar motivada por el interés de la corona en entregar la dirección interna del tribunal a un ministro togado, y apartar a los presidentes de capa y espada de actuaciones propias del ámbito jurisdiccional, que les eran ajenas por la naturaleza de su formación. Esta intención es la que ha permitido al profesor Bravo Lira sostener que esta reforma manifestaba la tendencia ilustrada a separar la Judicatura de la Administración. Si la finalidad era entregar a un letrado la dirección interna de las audiencias, debían producirse dos modificaciones de importancia en el régimen jurídico existente, a saber, acabar con las que ejercían los oidores en el mismo ramo, y restar las competencias que en dicho orden tenían los presidentes, para reunirlas y concentrarlas en los regentes. i)

A los oidores más antiguos de las audiencias tocaban una serie de facultades de orden económico y contencioso en el tribunal, a las que iban unidas una serie de prerrogativas y preeminencias, con las cuales acabó la Instrucción de Regentes, al prescribir que: “Las facultades de los Decanos de las Audiencias quedarán en adelante refundidas en los Regentes”..

ii)

La reforma de 1776 no acabó con la plaza de presidente, que se mantuvo en cabeza de los mismos titulares, salvo en las audiencias de Quito y Guadalajara, donde se reunían la presidencia y la regencia, y la de Charcas, donde podía eventualmente producirse: “Los Regentes de Quito y Guadalajara entrarán desde luego con el concepto y facultades de Presidente y además, como Letrados, exercerán todas las funciones que se han expuesto y pertenecen a los Regentes de las otras Audiencias, por ser compatibles en ellos, como también el de las Charcas, llegando su caso, según la ley 44. Tit. 15. lib. 2”..

Conservado, pues, el oficio de presidente, la reforma se dirigió a menguar su intervención en todas las materias tocantes a la dirección y funcionamiento del tribunal y, a la consiguiente concentración o directa intervención del regente en la mayor cantidad de ellas. Para conseguir la disminución de las competencias y actuación del presidente en materias propias de la actuación económica y jurisdiccional de la audiencia se siguieron tres vías diversas en la Instrucción de 1776, a saber: i) despojar de ciertas competencias judiciales a los presidentes; ii) reducir sus competencias privativas y; iii) establecer la dirección del presidente con acuerdo del regente, si concurría al tribunal. 6. COMPETENCIA DE LAS AUDIENCIAS INDIANAS Queda dicho que las audiencias indianas aparecían como tribunales vicariales del rey, pues cumplían en sus distritos personalmente el deber del príncipe de mantener en justicia y en paz a sus vasallos, de allí que la competencia de ellas se refiera originaria y naturalmente al ejercicio de la justicia, pero no entendida en el sentido frecuente hoy día como la dirigida a sola la solución de conflictos entre partes, sino en su concepto medioeval, es decir, como una actuación preventiva y represiva enderezada a asegurar a cada uno lo suyo, y de este modo hacer efectiva la justicia y el estricto cumplimiento del derecho en pro de los habitantes de su distrito. Se estaba, pues, ante una concepción judicial del gobierno, cuya imagen era la del rey justiciero, propia de la Edad Media. Así la competencia de las audiencias de Indias se traducía en que eran, dentro de sus distritos, las guardianas del derecho en su acepción más amplia, lo que se manifestaba en dos grandes órdenes de materias: i) hacer justicia al monarca; ii) hacer justicia a los vasallos en general, y iii) a los naturales en particular, como súbditos que merecían una especial protección. El cumplimiento de esta amplísima competencia lo realizaba la audiencia mediante el ejercicio de competencias propias realizadas en cuerpo, o mediante competencias asignadas por vía de comisión a sus oidores, o a alguno de sus ministros. i) La defensa y guarda de la justicia debida al monarca la cumplían las audiencias en un doble aspecto: en materia eclesiástica, como defensoras del Real Patronato en sus distritos; y en materia de derecho y hacienda reales. ii) El deber de hacer justicia y mantener en paz a los vasallos de sus distritos en general, lo cumplían las audiencias en tres grandes ámbitos: frente a los oficiales gubernativos; frente a los oficiales eclesiásticos y, frente a los propios particulares. iii) El deber particular de hacer justicia y mantener en paz a los vasallos indígenas de sus distritos, lo cumplían a través de una serie de competencias atribuidas al cuerpo del tribunal, de otras asignadas al fiscal, y de otras ejercidas por vía de comisión. 6.1. LA AUDIENCIA Y SU DEBER DE HACER JUSTICIA AL MONARCA Las audiencias indianas debían procurar la defensa y guarda de la justicia debida al monarca, lo que cumplían en dos grandes ámbitos, a saber: en materia eclesiástica, como defensoras del

Real Patronato en sus distritos; y en materia de derecho y hacienda reales 6.1.1. LAS AUDIENCIAS Y LA DEFENSA DEL REAL PATRONATO INDIANO La genérica competencia de las audiencias indianas de procurar que se le diera al monarca lo que le era debido por la iglesia y los eclesiásticos se compendiaba en su amplio deber de defender y conservar el Patronato Real, pero sin menoscabar la jurisdicción eclesiástica. Esta competencia la explicaba Solórzano y Pereyra, al señalar que: “Aunque las causas, que tocan al Patronato Real, o a otras Regalías, suelen tambien en España tratarse, y despacharse en el Supremo Consejo, segun lo nota Bobadilla, y yo lo he tocado en otro capítulo; pueden, y deben asimismo las Chancillerías de las Indias tomar en sí este derecho, y conocimiento, pues hallamos, que no solo les está permitido, sino apretada, y repetidamente encargado por muchas cédulas y ordenanzas”. En este contexto, en el proemio de las Ordenanzas del Patronato del 1 de junio de 1574, luego recopiladas, se mandaba que: “Los Vireyes, Audiencias y Justicias Reales, procedan con todo rigor contra los que así fueren o vinieren contra nuestro derecho y patronazgo, procediendo de oficio, o a pedimento de nuestros fiscales, y en la execución de esto se tenga mucha diligencia”, pero mucho más clara en esta materia fueron las Ordenanzas de la Real Audiencia de Manila de 1596, que incluyeron un capítulo, que luego se extendió a los demás textos elaborados sobre su base, en el que se resumía el deber de las audiencias en esta materia, al prescribir que: “El dicho presidente y oidores tengan especial cuidado de la conservacion de mi patronazgo real, no consintiendo que en nada se quebrante, en todo ni en parte. Que conservando el dicho mi patronazgo y ansí mismo mi jurisdicción real, no se entremetan en la eclesiástica, sino que antes la amparen y favorezcan como está dispuesto por mis leyes reales”. Las audiencias indianas en el ejercicio de esta competencia como defensoras del Real Patronato en sus distritos debían procurar que se conservaran las regalías de la corona, e intervenían con tal finalidad en una serie de negocios y causas, tales como: i) retención de bulas; ii) recursos de fuerza; iii) recursos de nuevos diezmos; iv) espolios de los obispos; v) presentaciones a beneficios; vi) erección de iglesias y hospitales y; vii) establecimiento de monasterios. 6.1.2. LAS AUDIENCIAS Y LA DEFENSA DEL DERECHO Y HACIENDA REALES Las reales audiencias indianas debían, igualmente, proteger los intereses del monarca y asegurar que se le guardara justicia en todo lo tocante al Derecho y Hacienda reales. El ejercicio de esta genérica competencia se cumplía especialmente a través del oficio del fiscal, y por medio de diversas comisiones encargadas a sus ministros, sobre todo en materias de hacienda. La defensa de la jurisdicción real le estaba encomendada a los fiscales indianos desde las Ordenanzas antiguas de 1528, pues conforme a ellas, por la confianza que se hacía de ellos, y por ser muy cumplidero a servicio nuestro y ejecución de la nuestra justicia, se le encargaba proseguir: “Nuestras causas, y que alegara y defendera nuestra justicia y en todas causas se avra bien y lealmente y sin parcialidad ni encubierta alguna, y que defendera nuestros derechos”, resumiéndose este deber al prescribirle que: “En todo mirara y procurara nuestro

servicio y justicia real preeminencia”. El deber y competencia de los fiscales indianos en cuanto a la defensa de la Hacienda Real era muy bien explicado por Solórzano y Pereyra, quien escribía que: “Este oficio de Fiscal, en quanto contiene la defensa de la hacienda Real, y la atencion de como se administra, y reparte, segun que se le encarga en dichas cédulas, y ordenanzas, y en una ley de la Recopilación, le podemos tener y juzgar por semejante del que ejercían en tiempo de los Romanos aquellos Ministros, o Magistrados, que por ellos eran llamados Procuradores Caesaris, o Rationales”. Una especial competencia de los fiscales de las reales audiencias indianas dirigida a salvaguardar la paz y quietud pública, en la que estaba envuelto el respeto y observancia de los derechos y mandatos de los monarcas, era la que les encargaba que salieran a los pecados públicos. Tocaba también a las audiencias de Indias guardar la hacienda real y los derechos de la corona en esta materia a través de una serie de competencias que, por vía de comisión, desempeñaban algunos de sus ministros. Las principales comisiones de esta naturaleza eran tomar cuentas a los oficiales reales, la Sala de Ordenanza, las Juntas de Hacienda, el Juzgado de la Media Anata y Lanzas, el Juzgado del Papel Sellado y, el Juzgado Privativo de Tierras Baldías. 6.2. LAS AUDIENCIAS Y SU DEBER DE HACER JUSTICIA A LOS VASALLOS EN GENERAL La principal ocupación de las audiencias de Ultramar era hacer justicia a los habitantes de sus distritos para, de este modo, asegurarles el buen gobierno que el monarca les debía, y así lo señalaban todos los documentos fundacionales de los tribunales reales de las Indias. Este deber de hacer justicia y mantener en paz a los vasallos de sus distritos en general, lo cumplían las audiencias en tres grandes ámbitos: frente a los oficiales gubernativos; frente a los oficiales eclesiásticos y, frente a los propios particulares. 6.2.1. FRENTE A LOS OFICIALES GUBERNATIVOS Y DE JUSTICIA La fundación de reales audiencias en las Indias parece haberse debido normalmente a problemas de índole política que afectaban a las provincias donde se las mandaba establecer. El desacierto de muchos gobernadores y las continuas quejas de los vasallos por los vejámenes y abusos de que eran víctimas por parte de sus gobernantes indianos resulta ser una de las principales consideraciones que tuvo la corona para decidir la creación de audiencias, pues se creía que un cuerpo letrado, representante de la real persona, constituía un seguro escudo para súbditos tan alejados de la protección real. Así pues, las Reales Audiencias y Chancillerías se crearon en las Indias para asegurar el buen gobierno a los vasallos, principalmente para poner freno a los gobernantes y para mantener el orden público, como lo declaraban las precitadas reales disposiciones, cuando decían que se las había establecido para que a los vecinos se les guardase justicia en los agravios que se les hacían por mis gobernadores y otras personas poderosas, y para procurar la paz y sosiego de los pueblos.

De esta manera las audiencias de Ultramar debían procurar que los oficiales gubernativos mantuvieran en paz y justicia a los súbditos del distrito, para que les fuera dado lo que a cada uno de ellos tocaba en todo lo relativo a la buena gobernación de la tierra, y en dicha materia ejercían ciertas competencias en cuerpo y a través de algunos de sus ministros. Las competencias que ejercía la audiencia en cuerpo en orden a la justicia gubernativa las desempeñaba por vía de especial comisión en lo tocante al gobierno interino del reino; y del conocimiento de las apelaciones en materia gubernativa, y del voto consultivo de los oidores en negocios de gobierno. Por vía de comisión a algunos de sus ministros, su competencia era fundamentalmente ejercida a través de la realización de visitas para fiscalizar la actuación de ciertos oficiales, y también a través del conocimiento de algunos juicios de residencias. 6.2.2. FRENTE A LOS OFICIALES ECLESIÁSTICOS Las audiencias indianas no sólo debían procurar hacer justicia a los vasallos frente a los titulares de oficios reales, sino también frente a los titulares de oficios eclesiásticos, para evitar los agravios que pudieran cometer contra ellos. Esta competencia de las audiencias indianas se ejercía básicamente a través de los recursos de fuerza, de los de nuevos diezmos o protección, y de la retención de bulas, en cuanto afectaran a algún particular. Aunque ya algo queda dicho de estas materias en su lugar, aquí sólo se dirá que en cuanto a los recursos de fuerza, la violencia cometida por el eclesiástico significaba oprimir a un vasallo, a quien el monarca debía su protección, por lo cual los juristas regalistas sostenía que este recurso se dirigía, al menos en dos de sus modos, a proteger a los súbditos de los eventuales abusos y agravios inferidos por los eclesiásticos. Así el regente de la Real Audiencia de Santiago de Chile don José de Rezaval y Ugarte escribía en el siglo XVIII que: “El conocimiento de este recurso corresponde al rey, porque a el le toca privativamente libertar de las violencias que los eclesiásticos infieren a sus vasallos, los reyes han encargado este conocimiento al Consejo y a las Audiencias en sus respectivos distritos, con declaración de los casos en que privativamente deberá conocer aquel con inhibición de los demás”. 6.2.3. FRENTE A LOS PROPIOS PARTICULARES Las audiencias indianas debían, igualmente mantener en justicia a los vasallos en sus relaciones particulares o privadas, mediante el ejercicio de la justicia entre partes, es decir: “Aquella que se debe hacer ordenadamente por seso y por sabiduría en demandando y defendiendo cada uno en juicio lo que cree sea su derecho”. Esta competencia judicial de las audiencias era ejercida en cuerpo de tribunal y también por vía de comisiones particulares a sus ministros. La real audiencia, en cuanto supremo tribunal real en su distrito conocía pro tribunali de los casos de corte; de las incidencias de hidalguías; de las apelaciones contra las sentencias de las justicias ordinarias; y de las suplicaciones contra sus propias sentencias. La competencia primordial de las audiencias en cuanto administrar justicia entre partes era la que les tocaba para entender en grado de alzada

Las audiencias indianas, en cuanto tribunales del rey, en el ejercicio de su jurisdicción contenciosa entre partes debían conocer de los casos de corte, que eran aquellos en los que debido a su especial gravedad, o a la condición de alguno de los litigantes, se requería que fueran conocidos por el tribunal real y no por las justicias ordinarias. De acuerdo con las Partidas eran casos de corte en atención a la gravedad de la materia los que versaban sobre muerte segura, mujer forzada, tregua quebrantada, casa quemada, traición aleve, rapto, y falsificación de moneda. En razón de la persona contra quien se litigaba eran casos de corte aquellos en los cuales se tenía como contraparte a algún poderoso, como un gobernador, un oidor, un corregidor, etc. y cuando litigaban los naturales, debido a su especial fragilidad. Un capítulo de las Ordenanzas nuevas de 1563 mandaba a las audiencias que guardaran las ejecutorias o privilegios de hidalguía a quienes las tuvieran, pero les impedía entender en los casos en que alguien pretendiere serlo, pues ellos debían remitirlos a las audiencias y chancillerías de los reinos de España. La competencia de justicia entre partes de las audiencias de Indias era básicamente de segunda instancia, y en su ejercicio le tocaba al real tribunal entender en los negocios que por vía de apelación de las justicias ordinarias llegaban hasta él. La competencia de alzada de las audiencias de Ultramar sufrió algunas variaciones en el curso del tiempo, especialmente en lo tocante a la cuantía de las sentencias que eran apelables, y a los recursos que procedían contra las sentencias que en este grado de vista dictaba la audiencia. También las audiencias conocían de la suplicación en contra de las sentencias que ellas mismas dictaban, lo cual no constituía un verdadero recurso judicial, sino una gracia real, en cuanto la propia audiencia revisaba las sentencias que ella misma había dictado en grado de vista, supuesto que era un tribunal del rey que representaba a la real persona. Finalmente, las audiencias de Ultramar ejercían diversas competencias judiciales de carácter especial por vía de comisión a algunos de sus ministros, a quienes se encargaba el despacho de determinados juzgados, o el servicio de determinadas asesorías, tales como el Juzgado Mayor de Provincia, el Juzgado de Bienes de Difuntos, el Juzgado de Alzadas del Comercio, la Auditoría de Guerra, la asesoría del Tribunal de Cruzada, etc. 6.3. LAS AUDIENCIAS Y SU DEBER DE HACER JUSTICIA A LOS VASALLOS INDÍGENAS Las audiencias indianas debían también asegurar a los naturales de sus distritos, en cuanto vasallos libres y menesterosos de la real corona que eran, el cumplimiento de la justicia y la fiel y exacta observancia de las leyes que se referían a ellos. Este deber lo cumplían las audiencias de Ultramar en cuerpo de tribunal, y por vía de comisión a sus ministros, además de las particulares competencias que se le daban a sus fiscales en la materia. Desde temprano se encargó a las reales audiencias americanas que cuidaran del buen tratamiento y buena gobernación de los naturales de sus distritos, competencia esta que había sido una de las habituales consideraciones que se habían tenido en cuenta para erigir los tribunales reales en Ultramar. En efecto, en las Ordenanzas despachadas para la Real Audiencia de Méjico en 1528 se declaraba que el tribunal se había mandado fundar: “Deseando el bien y pro común de los dichos nuestros Reinos y provincias, y porque nuestros

súbditos y naturales que pidiesen justicia la alcanzasen, y celando el servicio de Dios Nuestro Señor, bien y provecho y alivio de nuestros súbditos y naturales”, y en uno capítulo de las Leyes Nuevas de 1542 se reiteraba que una de las principales ocupaciones de las audiencias debía ser la protección y alivio de los naturales. Por otra parte, una de las principales ocupaciones de los fiscales de las audiencias americanas era la de proteger y amparar a los indios, y por ello las Ordenanzas de los tribunales y múltiples reales cédulas les encomendaban una serie de actuaciones enderezadas a procurar el buen tratamiento y alivio de los naturales, y así debían velar por la observancia de las disposiciones sobre el buen tratamiento de los naturales, ayudar y favorecer a los indios pobres, suplir y coadyuvar a los protectores de naturales, reclamar antes las audiencias por la libertad de los indios, velar porque las mercedes de tierras concedidas a los españoles no perjudicaran a los indios, etc. Las audiencias indianas, además, ejercían algunas otras competencias protectivas de los indios a través de ciertas comisiones que desempeñaban sus ministros, tales como la visita de la tierra y de los pueblos de indios, y el Juzgado Mayor de Censos de Indios. En las Ordenanzas nuevas de audiencias de 1563 se regulaba expresamente la visita anual de la tierra y por turno entre los oidores: “Queremos que uno de los nuestros oidores, por su tanda visite cada un año los pueblos del distrito de la dicha Audiencia”, y en ella debía informarse especialmente de la calidad de la tierra y número de pobladores “y si los naturales hazen los sacrificios e idolatrias que solían”, y “si se cargan los indios o si se hacen esclavos contra lo ordenado, y se informe de todo lo demás que conviene sumariamente”. Además, el oidor visitador debía preocuparse de fiscalizar el cumplimiento de la tasación de los tributos de los indios, y examinar si eran agraviados o mal tratados por sus encomenderos o por otras personas, y si eran obligados a llevar cargas, materias respecto de las cuales tenía facultad para hacer justicia y desagraviar a los naturales. El mismo oidor debía procurar que los indios tuvieran bienes de comunidad y que plantaran árboles, para que: “No se hagan holgazanes y se apliquen al trabajo para su aprovechamiento y buena policía”. Tenía, igualmente, el oidor visitador, facultad para castigar a los caciques que cometían excesos contra sus indios, y se le ordenaba que: “Visite con particular atención las encomiendas, minas, chacras y obrajes, e inquiera el tratamiento que los encomenderos, mineros y dueños de las demás haciendas hicieren a los indios de repartimiento o voluntarios y no consientan que los unos ni los otros padezcan violencia ni servidumbre, castigando los culpados y executando en sus personas y haciendas las penas impuestas”. 7. PARTIDOS Y JUSTICIAS MAYORES Los distritos de audiencias se hallaban organizados para los efectos de la administración de justicia en primera instancia en partidos coincidentes con los corregimientos, a cuyo cargo se hallaba el Justicia Mayor o Alcalde Mayor, oficio que se acumulaba al del corregidor, a quien tocaba el conocimiento de los pleitos civiles y criminales de su jurisdicción, salvo en las ciudades y el término de sus cinco leguas, pues en ellas dicha competencia correspondía a los alcaldes ordinarios de los cabildos. Como todo juez real el Justicia Mayor debía llevar la “vara de la real justicia”,

ordenándoseles por la Recopilación de Indias que: “no salgan en público sin ella, pues es la insignia por la cual son conocidos los jueces”, disponiéndose que era a él “a quien han de acudir las partes a pedirla (la justicia) para que se administre igualmente y oigan a todos con benignidad de manera que sin impedimento sean desagraviados y fácilmente la consigan”. Supuesto que, por regla general, los Justicias Mayores no eran letrados debían actuar en el conocimiento y juzgamiento de las causas con el auxilio de un asesor letrado, que necesariamente debía ser un abogado que hubiera estudiado el tiempo prefijado y que hubiera sido aprobado por la Real Audiencia del distrito. Durante el siglo XVIII el establecimiento de las intendencias acarreó la progresiva desaparición de los Justicias Mayores, pues esta competencia ordinaria fue atribuida a los mismos intendentes, como podía leerse en el capítulo 11 de las Ordenanzas de los de Nueva España del año 1786: “A medida que se vayan suprimiendo los Corregimientos y Alcaldías Mayores... ha de recaer la Jurisdicción Real que ejercen en los Intendentes respectivos como Justicias Mayores de su Provincias”, sin perjuicio de la competencia que se daba a los subdelegados en los partidos, en todos los casos en los que ellos fueron establecidos en las provincias. 8. DE LAS JUDICATURAS ESPECIALES EN INDIAS La administración de justicia indiana se caracterizó también porque junto a los tribunales ordinarios, que quedan descritos en los apartados anteriores, hubo una serie de tribunales o juzgados especiales que entendían en ciertas y determinadas causas, bien por razón de sus materias específicas, bien por la calidad de las personas que intervenían en ellos. Entre tales judicaturas especiales un lugar especial ocupaba la jurisdicción eclesiástica, cuyo ejercicio ordinario estaba en manos de los obispos en sus respectivas diócesis, como jueces ordinarios de las causas eclesiásticas, aunque normalmente el despacho de ellas quedaba confiado por el mismo prelado al Provisor y Vicario General del obispado. Especial importancia tuvo también el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, establecido en el año de 1571 en Méjico y Lima, y en 1610 en la ciudad de Cartagena de Indias, pero de su jurisdicción se hallaban exentos los indios. Igualmente había tribunales especiales en quienes se hallaba radicado el conocimiento de las causas de los soldados o de los milicianos que gozaban de fuero militar, pues respecto de sus causas el juez especial de primera instancia era el Capitán General, auxiliado por un asesor o auditor de guerra, con recurso ante la Junta de Guerra de Indias. En efecto, por reales cédulas de Felipe III, despachadas en Aranjuez el 21 de abril de 1607, el 2 de diciembre de 1608 y en Madrid el 3 de septiembre de 1624, luego recopiladas, se ordenó que los presidentes, gobernadores y capitanes generales de la Isla de la Española, Nuevo Reino de Granada, Tierra Firme, Guatemala, y Chile, conocieran privativamente de todos los pleitos y causas criminales de la gente de guerra de sus provincias y que: “Por mas satisfacción de las partes para la determinación de las dichas causas, en la segunda instancia, además del Asesor Letrado que tuvieren, nombren otro, que sea uno de los Oidores de aquella Audiencia, donde presidieren los Capitanes Generales, y con parecer de ambos determinen en segunda instancia”.

Entre muchas otras, hubo también una judicatura especial de aguas, se instauró el oficio de de juez de aguas para garantizar el uso común y equitativo de ellas entre todos los vasallos, tanto para los naturales como para los españoles Así Escalona y Agüero recordaba que: “Para repartirlas a los Indios hay capítulo de Ordenanza, que da facultad a los Virreyes, o Presidentes de nombrar Juez de aguas, por el tiempo, y las veces que fuere necesario” y, en términos general, advertía que: “Es muy necesario el oficio de Juez de aguas, y lo fue siempre en todas las Repúblicas, con titulo de curador de ellas, y según lo tiene ordenado su Majestad, ha parecido conviene no sea el Cabildo, ni interesado; y que esta elección se comunique con el Virrey, y que en su sentencia, con la de la Audiencia, en grado de revista, se ejecute, ora se confirme, o revoque: y si ejecutada quisiesen proseguir las partes en grado de revista, sean oídos”. En el siglo XVIII a los intendentes también les fue atribuido el conocimiento privativo de ciertas causas, disponiéndose que tuvieran jurisdicción exclusiva en los “expedientes y negocios de” rentas reales”, en las de ventas composiciones y repartimientos de tierras, casos de presas, naufragios, arribadas, y bienes vacantes.

CAPÍTULO VI DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: HACIENDA “Estatuimos y mandamos que para la buena administración, cuenta y cobro de nuestra Real hacienda haya en los Reinos y Provincias de las Indias tres Tribunales de Contadores, que tomen las cuentas de las rentas y derechos que a Nos pertenecen en aquellos Reinos y Señoríos”. Ordenanzas de las Contadurías, 1605.

“Entre los miembros de hacienda Real y estaciones arcarias ocupa el primer lugar el derecho de los reales quintos, así por ser el más grueso y caudaloso de todos los demás, como por su antigüedad y haber sido de los primeros que se asentaron en los Reinos del Perú, de cuya sustancia se compone por la mayor parte el envío de plata que hacen todos los años a su Majestad”. Gaspar de Escalona y Agüero, Gazophilacium, 1647.

1. PRESUPUESTOS El descubrimiento e incorporación de las Indias a la Corona de Castilla representó, además de innumerables otros efectos, un considerable incremento de los ingresos reales que, hoy lo sabemos, significaban un veinticinco por ciento de sus ingresos en tiempos de don Felipe II, de manera que la organización de su cálculo, recaudación, administración e inversión pasaron a ocupar un lugar central en la política de la Monarquía Hispano – Indiana, pues de tales ingresos no sólo pendía el mantenimiento y conservación del Nuevo Mundo, sino también la financiación de muchas de las políticas europeas de la Monarquía. Este ramo de Hacienda en el gobierno territorial de las Indias se organizó desde muy temprano sobre la base de los oficiales reales, a cuyo cargo estaban las cajas reales, en los respectivos distritos de hacienda que fueron estableciéndose para procurar una mejor y más cuidadosa gestión de los caudales americanos. Como en los demás ramos la organización financiera de las Indias no se mantuvo en una sola planta, sino que experimentó una serie de reformas a lo largo de los siglos, sin perjuicio de lo cual, como lo ha advertido el profesor Sánchez Bella, es posible apreciar la existencia de tres grandes épocas, a saber: una inicial que se extiende desde principios dela conquista hasta el año de 1605, caracterizada por la dependencia directa de los oficiales reales respecto del rey; una segunda etapa iniciada en el referido año de 1605 con la creación de los Tribunales de Cuentas de Méjico, Lima y Santa Fe dirigidos a mejorar la fiscalización de las cuentas indianas; y una tercera época desde la creación en tiempos de don Carlos III de la “Intendencia de Ejército y Hacienda” que supondrá una clara reorganización de la gestión fiscal americana. Fuen en este ramo en el cual se pudieron apreciar durante el siglo XVIII las más profundas reformas inspiradas por los ideales de la Ilustración, pues uno de ellos era el de incentivar las actividades económicas en el Nuevo Mundo e incrementar los ingresos de la Real Hacienda con la finalidad de lograr el bienestar de los vasallos y la felicidad del Estado.

2. OFICIALES REALES Y DISTRITOS DE HACIENDA Desde el mismo instante de la organización de la expedición colombina apareció la preocupación por los aspectos económicos y fiscales de ella, pues los Reyes Católicos encomendaron al contador Juan de Soria y al jurado y fiel ejecutor de Sevilla Francisco Pinelo que auxiliaran en los preparativos de su viaje al Almirante, de tal manera se hallaba detrás de esta decisión la presencia de la Contaduría Mayor de Castilla, a la cual pertenecía Juan de Soria, lo que se mantuvo en los años sucesivos al considerarse en la Instrucción que se dio a Colón para realziar su segundo viaje la existencia de un tesorero real y de un teniente o delegado de los Contadores Mayores de Castilla. En el año de 1501 se puso en planta una organización relativamente estable de la hacienda de las islas descubiertas por el Almirante y sin dependencia de la Contaduría Mayor castellana, pues el rey designa personalmente a partir de aquel año a cuatro oficiales encargados de ella: un tesorero, un contador, un factor y un veedor, que se constituirán en los oficiales de la Real Hacienda indiana durante toda la Monarquía. Desde un primer momento estos oficiales reales establecidos en La Española tenían a su cuidado todo lo tocante a los intereses de la Real Hacienda, aunque también entendían en lo relativo al comercio indiano, respecto de lo cual mantenían estrechas relaciones con la Casa de la Contratación establecida en Sevilla en el año 1503, y desde la puesta en planta del Real y Supremo Consejo de las Indias en 1524 se confió a él la vigilancia y fiscalización de los oficiales de la hacienda del Nuevo Mundo, aunque entre los años 1557 y 1562 ella se confió al Consejo de Hacienda. En la misma medida en la cual se iban ampliando los territorios indianos descubiertos e incorporados a la Corona fueron también apareciendo oficiales reales en ellos dependientes directamente del rey, cuyas competencias las ejercían en un ámbito espacial delimitado y que constituía un distrito o provincia de hacienda, pues, tal como se declaraba en las Ordenanzas del Consejo de Indias del año 1571, con la finalidad de que “tantas y tan grandes tierras, islas y provincias se puedan con más claridad y distensión precibir y entender de los que tuvieren cargo de gobernarlas” se ordenaba al citado Consejo que siempre tuviera cuidado de “dividir y partir todo el Estado de las Indias” en cuanto a lo temporal en virreinatos, provincias de audiencias “y provincias de oficiales de Hacienda real”. Los oficiales reales, que originariamente habían sido cuatro, fueron reducidos a tres al ordenarse en el año 1543 respecto de los de Tierra Firme que una sola persona sirviera los empleos de factor y veedor, decisión que acabó por generalizarse a lo largo del siglo XVI, aunque en ciertas provincias fueron reducidos a solo dos. La designación de los oficiales reales tocaba directamente al rey, previa consulta del Consejo, y sólo desde los últimos decenios del siglo XVII se admitió que tales empleos pudieran ser adquiridos al considerárseles dentro de los oficios “vendibles y renunciables”. La competencia de los oficial reales era genérica en cuanto se refería a todo lo tocante a la Hacienda Real en sus provincias o distritos. Así debía bien y fielmente y con toda

diligencia y cuidado mirar y examinar las escrituras y papeles relativos a las cuentas que estaban a su cargo, mirando siempre “por la utilidad y aumento de nuestra Real hacienda”, observando todas las leyes, ordenanzas e instrucciones que se dieran para el buen gobierno de las Indias, con la precisa obligación de dar cuenta al Consejo de Indias de todo lo que conviniera a los intereses de la real Corona. Al tesorero competía específicamente recibir todos los ingresos de la Hacienda Real y pagar lo que se ordenare librar en ella; al factor tocaba intervenir en una serie de actividades tales como asistir a las fundiciones, incoar los juicios que hubiere necedidad de iniciar, etc.; al veedor le correspondía fiscalizar el pago de los impuestos y tributos reales, particularmente del quinto real sobre la producción minera; y al contador le estaba encomendada la facción de las cuentas debidamente ordenadas y razonadas de todos los ingresos y egresos. Al cuidado de los referidos oficiales reales se hallaba, entonces, todo lo perteneciente a la Hacienda Real, que debía custodiarse en las “Cajas Reales”, que tenían obligación de mandar a construir para que en ellas “se enteren nuestras rentas Reales, y toda la hacienda que Nos perteneciere, y hubiéremos de haber”. Específicamente se mandaba que tales cajas fueran “grandes, de buena madera, pesadas, gruesas, bien fornidas, y barreteadas de hierro por los cantos, esquinas y fondo, de suerte que nuestra Real hacienda tenga toda seguridad”, y debían estar provistas de “tres cerraduras con guardas y llaves diferentes”, las cuales debían tener el tesorero, contador y factos donde hubiere estos tres oficiales. Tales cajas, que sólo se podían abrir en presencia de los tres oficiales reales, debían situarse en las Casas Reales, donde debían estar a “cargo de nuestros Oficiales, y especialmente del Tesorero”. Se mandaba que únciamente las cajas reales fueran abiertas por sus oficiales el día sábado, o miérocles si aquél fuera día de fiesta, “para recibir, cobrar y enterar nuestras rentas, y pagar los libramientos”, de manera “que no se pase ninguna semana sin abrirla”. En el año de 1680 había en el Perú dieciocho Cajas Reales, incluidas las de Panamá y las dos del reino de Chile; en el Nuevo Reino de Granada otras cuatro; en Charcas había cinco; en Méjico otras ocho; en Guadalajara otras dos; en Guatemala cinco más; e igual número en Santo Domingo; y una en Filipinas. Los oficiales reales debían rendir cuentas anualmente de la administración de la Real Hacienda que tenían a su cuidado y cargo. En los primeros años del descubrimiento y conquista les solían tomar cuentas algunos comisionados especiales, pero desde las Ordenanzas para el buen recaudo de la Hacienda, fechadas el 10 de mayo de 1554, se estableció un procedimiento regular para la rendición de cuentas por parte de los oficiales reales, quienes debían verificarla ante el presidente y oidores de la audiencia cuando su provincia coincidía con el distrito del tribunal real, y cuando ello no ocurría quien debía tomar las cuentas era el gobernador de la provincia acompañado de dos regidores y el escribano del cabildo. 3. LOS TRIBUNALES DE CUENTAS

Con la finalidad de mejorar el régimen y sistema de la toma de cuentas a los oficiales reales indianos don Felipe III decidió la creación de tres Tribunales de Cuentas, establecidos en la ciudad de Los Reyes (Lima) para las provincias del Perú, en Santa Fe para las del Nuevo Reino de Granada, y en Méjico para las de este virreinato. Para organizar dichos Tribunales y fijarles su disciplina se despacharon unas Ordenanzas en Burgos el 24 de agosto del año 1605. Cada Tribunal de Cuentas se debía componer de tres Contadores de Cuentas, dos Contadores de Resultas, y dos Oficiales, a quienes se encomendaba que tomaran “las cuentas de las rentas y derechos que a Nos pertenecen en aquellos Reinos y Señoríos a todas y cualesquier personas en cuyo poder hubiere entrado y entrare hacienda nuestra”, de manera que a ellos les tocaría ahora ordenar “las cuentas que se hubieren de tomar, los cuales y no otros ningunos lo puedan hacer”. Los Contadores debían hacer audiencia todos los días por la mañana y tres días por las tardes de cada semana, con la precisa obligación de llevar un libro en el cual registraran los nombres de todas las personas a quienes debían tomar cuentas, más los libros de recetas, de inventarios de cuentas pendientes y terminadas, de alcandes, resultas y diligencias, y de rentas y otros efectos. De esta manera, a partir del año 1605 los oficiales reales eran fiscalizados en sus actuaciones por estos Tribunales de Cuencas, y cesaron en muchas de sus competencias las reales audiencias, pues específicamente se dispuso que fueran los Contadores de Cuentas quienes habían de tomar “cuentas a todos nuestros Oficiales Reales, que tienen llave de nuestras Cajas de lo que recibieren y cobraren, procedido de todas las rentas y derechos que por cualquier causa, título, razón o forma nos pertenecen y deben pertenecer”. Para que con mayor facilidad y claridad se pudieran tomar y acabar las cuentas de los oficiales reales y se supiera el estado de cada una de ellas se ordenaba que al finald e cada año el Contador de Cuentas más antiguo concurriera a la Caja Real y levantara un inventario de todo lo que hallare en ella, sobre cuya base debía formar un tanteo de cuentas lo más ajustado y preciso posible para enviarlo al Consejo de Indias en la primera ocasión de flotas y galeones. Sin perjuicio del sistema general que fijaban las Ordenanzas del año 1605 en relación con las cuentas que debían tomar los tres Tribunales creados aquel año, debido a la dificultada que presentaba el ir o enviar a tomar cuentas a provincias muy distantes de las sedes de los citados Tribunales de Cuentas, en el año 1609 se acordó que las de los oficiales reales de Chile y Filipinas se tomaran como había sido costumbre por sus respectivas reales audiencias, y que, una vez tomadas, las primeras se enviaran al Tribunal de Cuentas de Lima y las segundas al de Méjico, excepción que en el año 1618 también se estableció para las de los oficiales reales de Panamá, con obligación de remitirlas al Tribunal de Lima. Una vez que los Tribunales de Cuentas hubieran tomado y fenecido las cuentas de los oficiales reales debían enviarlas por duplicado a la Contaduría del Consejo de Indias. 4. LOS INGRESOS DE LA REAL HACIENDA

Los ingresos de la Hacienda Indiana constituían los “ramos de ella” y consistían en diversas rentas o dineros procedentes, los más de ellos, del cobro de impuestos indirectos, o de los dineros generados por los precios de los alquileres de bienes de la real corona, o de las ventas o composiciones de tierras baldías y realengas, etc. Uno de los ramos de la hacienda indiana más importante por largo tiempo fue el del “quinto real”, porque en las Indias tempranamente se confirmó el principio de fiscalidad real en materia minera, pues una real cédula de los Reyes Católicos fechada en Medina del Campo el 4 de febrero de 1504, apartándose del régimen fiscal de la minería castellana, estableció que a la real corona le pertenecía la quinta parte neta de los minerales extraídos en las Indias, precepto que fue incluido en la Recopilación de Leyes de Indias de 1680. Esta regla general tuvo algunas excepciones, como la limitación que habían fijado una real cédula fechada en Madrid el 12 de diciembre de 1611 y otra dada allí mismo el 22 de mayo de 1648 sobre los descubrimientos y labores de minas de plomo, estaño, cobre, hierro y otros metales semejantes, respecto de los cuales se mandaba que: “De las minas, que de nuevo se descubrieren, los que sacaren estos metales nos paguen los diez primeros años, en lugar del quinto, el diezmo, y no más”, todo ello porque la intención y voluntad real era: “Ayudar, favorecer, y hacer merced a todos nuestros súbditos, y vasallos, y que se alienten a continuar descubrimientos de minas de los dichos metales de plomo, estaño, cobre, hierro, y otros semejantes”. La materia del quinto de los metales fue especialmente tratada por Gaspar de Escalona y Agüero (15 ?-1659) en su Gazophilatium Regium Peruvicum, en el que anotaba a propósito de la plata que: “Entre los miembros de hacienda Real y estaciones arcarias ocupa el primer lugar el derecho de los reales quintos, así por ser el más grueso y caudaloso de todos los demás, como por su antigüedad y haber sido de los primeros que se asentaron en los Reinos del Perú, de cuya sustancia se compone por la mayor parte el envío de plata que hacen todos los años a su Majestad”, idea que reiteraba a propósito del oro: “La misma obligación y aun más precisa que en la plata, corre la pasta de oro, por ser metal verdadero Regio, y Príncipe resplandeciente de todos los demás y más fácil y menos costoso en su saca y beneficio: porque de ordinario el que es de minas, se halla en poca profundidad y la plata ordinariamente no muestra ni da su caudal, si no es en la segunda o tercera humedad, con grande gasto y no menor fatiga de barretas en pozos y socavones de mucha dureza”.. Este derecho y parte lo gozaba el rey libre de costo y costas, y debía ser pagado en la Caja Real del distrito donde estaba situado el mineral. Distinto de él era el llamado “impuesto de Cobos” o de ensayador, fundidor y marcador mayor, que se había condedido a su titular Francisco de los Cobos por el rey emperador don Carlos I y que ascendía a un 1,5% del valor de la plata u oro cobrado antes de quintarse el mineral, y que el año 1552 fue incorporado en la real Corona. Otro ingreso de entidad lo constituía el del impuesto de alcabalas, que gravaba a las compraventas y permutas, cuya introducción en las Indias databa de tiempos de don Felipe II, quien el año de 1571 había mandado imponerlo con una tasa de un 2% sobre el valor de la especie vendida o permutada, cuyo monto fue incrementado en otro 2% cuando la “Unión de Armas” en el año de 1627, y en épocas sucesivas experimentó nuevas

variaciones que, en ciertos casos, lo elevaron hasta un 6%. También existía el ramo de almojarifazgo, consistente en una tarifa que se cobraba por las mercaderías que entraban o salían de determinados lugares y que introdujo por primera vez en la Nueva España el 5 de abril del año 1528, con un monto del 2,5% de impuesto de salida y del 5% de entrada, pagándose en Sevilla y en el puerto de entrada, pero en el año 1566 fueron elevados a un 5% y a un 10% respectivamente. Otros ingresos de la Real Hacienda indiana estaban constituidos por ciertos impuestos como la Media anata, que gravaba a todos los oficios seculares y beneficios eclesiásticos con elmonto de la mitad de una renta anual pagadero por una sola vez, y que fue introducido en las Indias en el año 1632; o el impuesto de Lanzas, que afectaba a la concesión de títulos de Castilla; o eld el papel sellado introducido en 1632, sin perjuicio del diezmo, cuya naturaleza y régimen jurídico singular queda explicado en su lugar. Algunos de estos impuestos en ciertos territorios del Nuevo Mundo no eran cobrados directamente por la Corona, sino que mediante arrendamientos reales rematados en particulares, tal como acontecía con las alcabalas, y con el derecho de almojarifazgo. 5. LA HACIENDA INDIANA Y LAS REFORMAS DEL SIGLO XVIII El ramo de hacienda y todo lo vinculado al comercio y fomento económico uno de los más afectados por las reformas ilustradas introducidas por los Borbones durante el siglo XVIII en las Indias, dentro de las cuales ocupa un lugar central el establecimiento de las intendencias, y no menos significativas fueron la creación de nuevos Tribunales de Cuentas, las reformas a ciertos impuestos. El establecimiento de las intendencias de hacienda y ejército implicaron la creación de una Superintendencia subdelegada de Real Hacienda, radicada definitivamente en los virreyes y gobernadores, que debían entenderse, precisamente, como subdelegada de la Superintendencia general de la Real Hacienda de Indias, que residía en el Secretario de Estado y del Despacho Universal de ellas. A los intendentes se les encomendaba con particularidad que velaran por la recta actuación de los oficiales reales y que fiscalizaran la recaudación e inversión de las rentas reales, evitando gastos superfluos, combatiendo el contrabando, y preocupándose por el buen funcionamiento de los diversos estancos reales, y además se les atribuía una jurisdicción exclusiva para conocer de todos los “expedientes y negocios de mis Rentas”, como asimismo de las causas y pleitos derivados de ventas, composiciones y repartimientos de tierras, casos de presas, naufragios, arribadas y bienes vacantes. Para asesorar al intendente en el ejercicio de sus competencias en esta materia se mandaba formar una Junta Superior de Real Hacienda, que desde el año 1792 se integraba por el superintendente, el regente de la audiencia respectiva, el fiscal de Real Hacienda, el ministro más antiguo de la Contaduría de Cuentas y el más antiguo contador o tesorero general de ejército y hacienda real. Sobre la base del modelo de los tres Tribunales de Cuentas que se habían establecido en el

año 1605, durante el reinado de don Carlos III se erigieron en el año 1768 uno para el reino de Chile y otro para el Río de la Plata, cuyas plantas fueron fijadas por real cédula librada el 10 de julio de 1776. También durante el siglo XVIII se liberó del pago de alcabalas a las compraventas de algunos bienes producidos en las Indias, tales como el algodón, el café y el añil producido en Cuba, y en el año 1735 se redujo a una décima parte el quinto real aplicado sobre la plata. Por otra parte se eliminó el sistema del cobro de ciertos impuestos mediante el régimen de su arrendamiento en manos de particulares, como ocurría con el de alcabalas. Así, por ejemplo, en 1777 se creó en el reino de Chile una Administración General de Reales Derechos de Almojarifazgo y Alcabalas, como también se estancaron algunas mercaderías y productos, como el tabaco y la nieve. 6. FOMENTO ECONÓMICO Y COMERCIO EN LAS INDIAS DURANTE EL SIGLO XVIII Durante el siglo XVIII el régimen del comercio indiano centralizado a través del sistema de flotas y galeones organizado por la Casa de la Contratación acabó por mostrarse como claramente ineficaz, entre otras razones porque el incremento de la producción en reinos como Inglaterra y Holanda había llevado a sus comerciantes a buscar nuevos mercados en los cuales colocar su productos organizándose en compañías particulares apoyadas por sus respectivos estados, como la de las Indias Occidentales holandesas por ejemplo, las que desarrollaron una creciente actividad en las Indias españolas mediante unas desembozadas prácticas de contrabando, que afectaba gravemente a la hacienda real. Para hacer frente a la necesidad de mejorar el comercio con las Indias se adoptaron una serie de nuevas políticas, entre ellas la substitución del antiguo régimen de flotas y galeones por el de navíos de registro, la apertura al comercio y navegación de la ruta del Cabo de Hornos, y la habilitación de nuevos puertos para el comercio tanto en España como en las Indias, pero sin lugar a dudas una de las decisiones de mayor trascendencia fue la nueva política mercantil introducida por el Reglamento y Aranceles reales para el Libre Comercio de España e Indias, fechado el 12 de octubre del año 1778, que habilitaba en España los puertos de Sevilla, San Lúcar, Cádiz, Málaga, Vélez Málaga, Almería, Cartagena, Alicante, Valencia, La Coruñas y varios otros para el comercio con las Indias, donde también se habilitaban los de San Juan de Puerto Rico, Margarita, santiago de Cuba, Trinidad, San Carlos de Matanzas, Manzanillo, Goleta, Baracoa, Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso, etc. Cuatro años antes del Reglamento de 1778 una real cédula fechada el 17 de enero había permitido el comercio recíproco entre Nueva España, Perú, Guatemala y el Nuevo Reino de Granada, y en 1776 se había autorizado el comercio entre el reino de Chile y el Río de la Plata. Un especial papel en las políticas dirigidas al fomento económico en el Nuevo Mundo se encomendaba a los intendentes indianos, cuya primera preocupación debía ser “el cuidado de cuanto conduce a la policía y mayor utilidad de mis vasallos por unos medios que

aseguren el conocimiento exacto y local” de los territorios de sus provincias, y para ello se les mandaba que “por ingenieros de toda satisfacción e inteligencia, hagan formar mapar topográficos de sus provincias, en que se señalen y distingan los términos de ellas, sus Montañas, Bosques, Ríos y lagunas”, pues con esas noticias sería más fácil decidir políticas de fomento económico, de modo que los intendentes, por medio de los informes y relaciones de los citados ingenieros, debían informarse “particular y separadamente del temperamento y calidades de las tierras que comprende cada provincia; de sus producciones naturales en los tres Reinos Mineral, Vegetal y Animal; de la Industria y Comercio activo y pasivo; de sus montes, valles, prados y dehesas, de los ríos que se podrán comunicar, engrosar y hacer navegables; a cuánta costa y qué utilidades podrán resultar a aquel imperio, y a mis vasallos de ejecutarlo”. Así, pues, los intendentes debían instruirse del estado de cada una de sus provincias, de los lugares donde convendría abrir acequias útiles para el regadío de las tierras de labor y fabricar molinos, del estado en el que se hallaban los puentes y los que convendría reparar o construir, de los caminos que deberían mejorase o abrirse, de los puertos y de su capacidad para el abrigo de embarcaciones, de manera que pudieran informar anualmente al Consejo de Indias de “todas las noticias conducentes a la conservación, aumento y felicidad de aquellos Dominios”. Por otra parte debían convertirse los mismos intendentes en los motores del fomento de todas las actividades económicas y del combate de la inactividad, cuidando de que no hubiera viciosos, ni ociosos, malentretenidos o vagamundos, de fomentar el cultivo del agodón, y con igual atención y cuidado debían procurar “que los hacendados y naturales, aprovechando las aguas corrientes y subterráneas para el riego y fertilidad de las tierras, aumenten la agricultura y siembras de granos, especialmente la de trigo”. En este mismo contexto se insertaba también la creación de nuevos Reales Tribunales del Consulado para organizar al gremio de los comerciantes, pues solamente existían en dos mandados establecer en Méjico en 1592 y en Lima en el año siguiente. Ahora se establecieron en 1793 en Caracas y Guatemala, en 1794 en Buenos Aires y La Habana, y en 1795 en Santiago de Chile y Veracruz, cuyo establecimiento era explicado en 1778 diciéndose que tal decisión se dirigía “dignamente a establecer la industria y felicidad de mis vasallos”. Similar significación respecto de los mineros tuvo la formación de las Ordenanzas de Minería de Nueva España, aprobadas en 1783, y extendidas más tarde a los demás territorios americanos, pues en ellas se consideraba el establecimiento de una Real Tribunal General de Minería, integrado por un administrador general, un director general y tres diputados generales, que debían ser mineros con más de diez años de ejercicio de la actividad, encargándose al administrador general que propusiera al Tribunal “todo lo que le pareciere conveniente a los progresos, buena conservación y mayor felicidad del mismo cuerpo, avisando y previniendo con tiempo para que asís e remueva todo lo que se considerase adverso y perjudicial a los expresados objetos”. Por último, no menos importante fue la extensión a las Indias de la aplicación de las Ordenanzas de Bilbao del año 1737, pues ello significó uniformar el derecho mercantil de

cauerdo con un texto moderno. Así, por ejemplo, se extendieron a la Nueva España en por reales órdenes de 22 de Febrero de 1792 y del 27 de abril de 1801.

CAPÍTULO VII DEL GOBIERNO TEMPORAL DE LAS INDIAS: GUERRA “Los vecinos de esa ciudad tengan en sus casas las armas necesarias para semejantes tiempos, y los que pudieren tengan caballos, de manera que en todo tiempo estén lo más bien apercibidos que ser pueda, para cualquier cosa que se ofrezca: y para que esto se continúe haréis alarde tres veces al año, de cuatro en cuatro meses, para saber la gente y caballos que en esa ciudad hay, y qué armas y aparejo tienen”.

“Es Chile Norte Sur de gran longura, costa del nuevo mar del Sur llamado; tendrá del Este al Oeste de angostura cien millas, por lo más ancho tomado... Pues en este distrito demarcado, por donde su grandeza es manifiesta, está a treinta y seis grados el Estado que tanta sangre extraña y propia cuesta: éste es el fiero pueblo no domado que tuvo a Chile en tal estrecho puesta, y aquel que por valor y pura guerra hace en torno temblar toda la tierra”.

Recopilación de Indias, 1680. Alonso de Ercilla, La Araucana, s. XVI.

1. PRESUPUESTOS No sería raro suponer que si se habla de la “conquista” de América se piense de inmediato en una empresa preferentemente militar y que, si a esa expresión conquista se le agrega el calificativo de “castellana”, se crea que ella fuera una tarea dirigida, organizada, costeada y llevada a la práctica directamente por la Corona a través de poderosos ejércitos profesionales que, precisamente, hacían su aparición en la historia de los nacientes reinos modernos de la Europa cristiana en tiempos de los Reyes Católicos, sin embargo ello no fue así. En efecto, la conquista, salvo los episodios bélicos iniciales en el valle de Méjico y más tarde en los primeros tiempos del asentamiento en el imperio del Inca, no fue una empresa que se definiera por su carácter de “militar”, aunque después de la desarticulación de los dos grandes imperios, el azteca y el del Inca, hubo más de algún enfrentamiento armado en diversas regiones del Nuevo Mundo y en algunas de ellas alcanzaron cierta importancia, como en el caso de la llamada “guerra de los Chichimecas” en el virreinato mejicano o la larga “Guerra de Arauco” en el extremo sur del reino de Chile, convertido en un verdadero “Flandes Indiano”, como le llamara el jesuita Diego de Rosales. Nunca entendió la Corona castellana su presencia en las Indias como una tarea de corte militar, de allí que desde temprano se asumiera, con celosa conciencia, la discusión acerca de la justicia o injusticia de la guerra que podía moverse en contra de los naturales, de allí también que en tiempos de don Felipe II se ordenara excluir el uso de la voz “conquista” y reemplazarla por la de “pacificación” y que se llevara a cabo toda una política de acuerdos, parlamentos o “tratados” con las comunidades indígenas, para asentar una relación de convivencia pacífica. Tampoco las empresas de descubrimiento, conquista, pacificación y población del Nuevo Mundo fueron realizadas a expensas de la Corona, salvo la particular e inicial expedición colombina y alguna otra temprana y muy excepcional, como las de Pedrarias Dávila en los

años de 1513 y 1514 o la de Hernando de Magallanes pocos años después. tan constante fue la ausencia de la Real Hacienda en costear las expediciones indianas que el mismo don Felipe II ordenaba en el año de 1573 que “ningún descubrimiento, nueva navegación y población se haga de nuestra Hacienda”, entre otras razones porque la experiencia había demostrado, “en muchos descubrimientos y navegaciones que se han hecho por nuestra cuenta”, que aquellos que los habían tenido a su cargo procuraban, más bien, aprovecharse “de la Hacienda Real que de que se consiga el efecto a que van”, aunque el mismo don Felipe aclaraba que para cumplir con el encargo de la evangelización de los naturales “tendríamos en poco todo lo que se pudiese gastar de nuestra Real Hacienda para tan santo efecto”. La empresa de descubrir, conquistar y poblar el Nuevo Mundo fue realizada esencialmente por los vasallos de la Corona, los que una vez obtenida la real licencia para llevar a cabo alguna expedición mediante una “capitulación” y recibidas las “instrucciones” para ejecutarla, organizaban personalmente su hueste o compañía, también integrada por otros vasallos como ellos. Una vez que la expedición se concretaba, aquellos mismos vasallos de la Corona que, dirigidos por su capitán, habían sido los “primeros conquistadores” se volvían en “primeros pobladores” y sobre ellos pesaba genéricamente el deber de defender militarmente la tierra en que se hallaban, quizá como viejo resabio del medioeval deber del auxilium, aunque desde temprano este deber de defensa militar de la tierra recayó especialmente en los vecinos encomenderos, y recibió una suerte de institucionalización mediante el establecimiento de “milicias”. El amparo y defensa militar de la tierra en las Indias radicado en sus mismos vecinos no eliminaba el particular deber del rey para con sus nuevas tierras, a las cuales, de acuerdo con el amoroso imaginario cultural del medioevo y de su muy expresivo lenguaje, debía “honrar y amar en tres maneras” como decían las Siete Partidas, dentro de las que se hallaba el protegerla de los enemigos externos y también de los de dentro del mismo reino. Tal era la razón que explicaba el que uno de los ramos del gobierno temporal de las Indias fuera, precisamente, el de la “Guerra”. Se dijo en su lugar que en el ámbito de las instituciones supremas y universales el cuidado de la defensa militar del Nuevo Mundo tocaba al Real y Supremo Consejo de las Indias y, desde finales del reinado de don Felipe II, actuaba también la Junta de Guerra de Indias. En el plano de las instituciones territoriales y subordinadas la Corona estructuró el ramo de Guerra sobre la base de una división espacial propia, que fue la de las capitanías generales a cargo, naturalmente, de un capitán general, y dentro de ellas se recurrió también al espacio menor de los corregimientos o partidos, de los que, por lo tocante a la guerra, se hallaban encomendados a un “capitán a guerra”. Las necesidades de protección militar de los reinos de las Indias eran las que derivaban no sólo de los eventuales alzamientos o rebeliones indígenas, sino principalmente de las actividades de piratas y corsarios que asolaban los mares del Caribe y ponían en peligro la navegación de las flotas del comercio ultramarino, pero que también atacaban ambas costas del continente americano. Para enfrentar estos peligros la Corona hizo levantar plazas fuertes y castillos, especialmente en los puertos, y estaban ellos dotados de unas fuerzas competentes para su servicio y mantenimiento.

Sólo excepcionalmente, y ya entrado el siglo XVII se crearon algunos ejércitos profesionales y permanentes para hacer frente a singulares situaciones bélicas, de las que fue vivo ejemplo la continuada “Guerra de Arauco”, que llevó a don Felipe III a sentar un ejército profesional en el sur de la Capitanía General de Chile. 2. LAS HUESTES EN LA CONQUISTA Las expediciones de descubrimiento y conquista en el Nuevo Mundo fueron realizadas por particulares, aunque con licencia real y, normalmente, previo un acuerdo, entre quien pretendía llevarla a cabo y la Corona, que se concretaba en una “capitulación”. A partir de ese momento el capitulante se convertía en “capitán” de la expedición y quedaban fijados los límites espaciales que ella comprendería y las competencias que se le concedían, reflejadas en sus empleos u oficios, como el de “adelantado” por ejemplo. El mismo capitán quedaba facultado para formar personalmente su “hueste”. Para ello se le daban expresas reales cédulas que le permitían “levantar gente en cualquier parte de estos nuestros reinos de Castilla y León”, porque a la corona de Castilla, y no a otra, pertenecían las islas y tierra firme “descubiertas y por descubrir”. El levantamiento de gente para la jornada se llevaba a cabo con unas formas de antigua raigambre que recordaban los tiempos ya idos de la reconquista y repoblación. En efecto, podía el capitulante nombrar capitantes que arbolaran banderas, tocaran cajas y publicaran la jornada que iba a emprenderse, sin que en esto se les pusiera impedimento alguno por los corregidores. El enganche en la hueste era voluntario, y se verificaba mediante un acuerdo o concierto ente el mismo capitán expedicionario y quien se enlistaba en su compañía, generándose entre ambos una relación personal y de carácter indefinido que no podía romperse sino por mutuo acuerdo. Una vez producido el enganche, quienes se habían enlistado debían permanecer en la hueste bajo las órdenes de su “adelantado o cabo principal”, sin que “se aparten de su obediencia, ni vayan a otra jornada sin su licencia”, y si lo hacían eran merecedores de la pena de muerte, como de hecho la ejecutaron varios conquistadores en algunos de los miembros de sus expediciones. La situación de aquel que se enganchaba era muy variable, porque estaba directamente ligada a los términos que había concertado con el jefe o caudillo expedicionario y dependía básicamente de su propia contribución a la jornada. De ordinario debía costearse sus armas, y no era igual la condición de quien concurría como “caballero”, esto es, de a caballo, que la de aquel que lo hacía como un simple infante, aunque todos ellos se hacían acredores de las mercedes que esperaban obtener, tales como participación en los eventuales tesoros, botines o rescates que se lograren, pero sobre todo mercedes de tierras y de indios tributarios. Fueron estas pequeñas huestes, formadas en los primeros tiempos en los reinos de Castilla y de León y más tarde en las mismas Indias, las que realizaron la “conquista” del Nuevo Mundo, aunque muchas veces contaron con el importante auxilio de los mismos indígenas, que solían unírseles voluntariamente para enfrentarse a otros naturales a los que, por diversas razones, preferían ver vencidos.

3. VECINOS Y ENCOMENDEROS Y LA DEFENSA MILITAR DE LAS INDIAS En las Indias cobraron nueva vida y sentido algunas viejas instituciones hispanas gestadas y desarrolladas en el singular espacio histórico de la “Reconquista”, dentro de las cuales se hallaba la del genérico deber de auxilium que pesaba sobre todos los vasallos respecto de su señor. Una de las manifestaciones de este deber de “auxilio” al señor, sobre todo cuando este era el rey, se concretaba en acudir a las necesidades militares del señor, tanto ofensivas como defensivas. Así el vasallo tenía el deber de fonsado, es decir, el de concurrir a formar la “hueste” cuando era convocado por su señor para llevar a cabo las expediciones militares de carácter ofensivo que pretendía intentar, y también debía acudir al apellido, esto es, al llamado para organizar la defensa militar cuando se estaba frente a un ataque o peligro, al que también eran llamados los vecinos por sus concejos. Cuando se trataba de cumplir con estos deberes para con el señor, el incumplimiento de ellos hacía incurrir al vasallo en la ira regis, de modo que perdía el favor del rey y era desnaturado debiendo salir de la tierra de su señor. Este viejo deber de auxilium que pesaba sobre todos los vasallos del rey fue revivido en las Indias con un contenido semejante al que había tenido en los reinos hispanos de la Reconquista, de modo que abrazaba tanto al deber de concurrir a fonsado como al de acudir al apellido del rey, aunque no se les llamara con estas antiguas voces. En efecto, todos los vasallos españoles en las Indias debían acudir al llamado del rey, encarnado en el Nuevo Mundo por las Real Audiencias, para auxiliarse en sus necesidades militares, tal cual como gráficamente lo mandaban las Ordenanzas generales de las audiencias del año de 1563 al disponer que cada vez: “que por la nuestra audiencia fueren llamados los vecinos y moradores de su distrito acudan a ello de paz y de guerra, como por el dicho nuestro presidente y oidores les fuere mandado, y hagan y cumplan todo lo que nuestra parte les dijeren y mandaren y les den todo el favor y ayuda que les pidieren”, y, al igual que en el caso de los reinos de la Reconquista, se declaraba que los vasallos que no cumplieran estos deberes caerían en “mal caso” y perderían el favor real: “so pena de caer en mal caso y en las otras penas en que caen e incurren los vasallos que no acuden a su rey y señor”. Este genérico deber de todos los vasallos indianos, aunque no fue especialmente regulado por la Corona, se complementaba con la obligación que se les imponía de presentarse ante los gobernadores o jefes para ser revistados y para ejercitarse y prepararse para el cumplimiento de sus deberes militares. Estas “revistas” eran denominadas alardes, voz de origen árabe (al ard) que significaba “inspección”, y que también correspondía a una vieja institución de tiempos de la Recoquista llamada de igual modo, pues durante ella era costumbre que los caballeros ciudadanos o “quantiosos” se reunieran anualmente para el reconocimiento e inspección de sus caballos, arneses y armas. Así, en el caso del Nuevo Mundo se despachó una real cédula, luego incluida en la Recopilación, que ordenaba que los vecinos de los puertos estuvieran apercibidos de armas y caballos, e hicieran alarde cada cuatro meses, y que ninguno se eximiera de salir a ellos y a las reseñas 5, no estando 5 Eran las “reseñas”, como decía Covarrubias y Orozco en su Tesoro de la lengua castellana: “La muestra que se hace de la gente de

reservado por ley o privilegio, como el que gozaban, por ejemplo, los hospitalarios de San Andrés de Lima y los cabos de las ciudades. Si bien el deber de defensa militar en las Indias pesaba sobre todos los vasallos españoles poco a poco fue radicándose en los encomenderos, es decir, en aquellos vecinos que habían recibido por merced real el beneficio de repartimientos de indios. Fue en Méjico donde apareció esta especial obligación de defensa militar impuesta a los encomenderos, según se regula en las Ordenanzas que había dado Hernán Cortés en su carácter de gobernador y capitán general de Nueva España fechadas en Temistlán el 20 de marzo de 1524. En ellas se disponía que el encomendero que tenía menos de 500 indios debía tener en buen estado una lanza, espada, puñal, dos picas, celada, bambote, armas defensivas, ballesta provista de todo lo necesario, y escopeta igualmente bien provista, aquel que tenía entre 500 y 1000 indios, además debía tener caballo o yegua de silla debidamente enjaezada, y el que tenía más de 2000 indios debía tener, además de lo anterior, tres lanzas, seis picas y cuatro ballestas o escopetas. Se imponía también a los encomenderos la obligación de concurrir a los alardes, esto es, a una suerte de revistas militares, cuando fueran llamados por los alcaldes y regidores de los pueblos cada cuatro meses. La novedad introducida por Cortés en cuanto a gravar especialmente a los encomenderos con el deber de defender militarmente la tierra en la cual tenían encomendados a sus indios fue confirmada por la política de la Corona. Así, una real cédula fechada el 13 de noviembre de 1535 ordenó que todos los vecinos y moradores de la ciudad de Méjico tuvieran en sus casas las armas necesarias “según la calidad de cada persona, en especial los que tienen indios encomendados, por manera que cuando fuese necesario puedan servir con ellos y sus personas, como son obligados”, y de allí se hizo general y fue reproducida, con algunas variaciones en la Recopilación de Indias del año 1680: “los vecinos de esa ciudad tengan en sus casas las armas necesarias para semejantes tiempos, y los que pudieren tengan caballos, de manera que en todo tiempo estén lo más bien apercibidos que ser pueda, para cualquier cosa que se ofrezca: y para que esto se continúe haréis alarde tres veces al año, de cuatro en cuatro meses, para saber la gente y caballos que en esa ciudad hay, y qué armas y aparejo tienen” (Rec. Ind. 3.4.19). En los reinos del Perú ocurrió otro tanto, pues la encomienda pareciera que desde el principio se introdujo con esta misma obligación de defensa militar. Así una real provisión del año 1536 mandaba que todo beneficiario de depósitos o encomiendas de indios, dentro del término de cuatro meses: “Será obligado de tener y tenga caballo, lanza y espada y las otras armas defensivas”, so pena de suspensión de su beneficio de indios. El deber militar de estos encomenderos fue confirmado en el año 1541 al ordenarse: “que todos los que tuvieren indios encomendados en esa provincia estén a caballo y tengan las armas que os parecieren ser necesarias”. Finalmente, ya en los mismos tiempos del rey emperador don Carlos, el peso de la defensa militar de las tierras de las Indias se generalizó en hombros de los encomenderos, tal cual lo guerra... porque se cuenta y mira el número que hay de soldados, el talle y brío y cómo van armados”.

mandaba una real cédula del 11 de agosto de 1552, en virtud de la cual se mandaba a los encomenderos que tuvieran “armas y caballos y en mayor número a los que las gozaren más cuantiosas”, ordenándoles, además, que “cuando se ofrecieren casos de guerra”, los virreyes, audiencias y gobernadores les apremiaren “a que salgan a la defensa a su propia costa, repartiéndolo de forma que unos no sean más gravados que otros, y todos sirvan en las ocasiones”. Por otra parte, esta misma disposición se preocupaba de la instrucción militar de los encomenderos al reiterar el deber en que se hallaban de participar en los alardes que parecieren necesarios, supuesto que convenía que estuvieran “prevenidos y ejercitados”, y si no cumplían con este deber de apercibirse y prepararse “o no quiseren salir a la defensa de la tierra cuando se ofreciere ocasión, les quiten los indios y ejecuten las penas en que hubieren incurrido por haber faltado a su obligación”. 4. ARMADAS Y SERVICIO DE FORTIFICACIONES Y PLAZAS FUERTES Una especial preocupación militar de la Corona fue la de proporcionar seguridad y amparo a las flotas que hacían la “carrera de Indias” bajo la fiscalización de la Casa de la Contratación y que desde muy temprano estuvieron expuestas a los ataques de corsarios y piratas, lo que movió a organizar “armadas” para proporcionar dicho servicio de custodia y defensa del comercio indiano. La primera “armada real” fue organizada y despachada en el año de 1537 y estuvo al mando del capitán Blasco Núñez de Vela, y cinco años después se decidía por punto general que la navegación de las flotas a las Indias debía realizarse necesariamente en dos flotas anuales debidamente protegidas, de modo que desde el reinado de don Felipe II se acostumbró a enviar la flota de Tierra Firme acompañada de una armada integrada por seis o más buques de guerra (galeones) y la de Nueva España era custodiada por una nave capitana y por otra almiranta. Cada armada y flota iba a cargo de un General, a quien todos debían obediencia, y además un Almirante, y en los galeones iba un gobernador del tercio de infantería. Desde la primera mitad del siglo XVI las necesidades defensivas de las Indias, no sólo en relación con los naturales del Nuevo Mundo, sino también frente a los cada vez más frecuentes ataques de corsarios y piratas movieron al establecimiento de fortalezas y a llevar a cabo una amplia política de fortificación de puertos. Las fortalezas sólo podían emplazarse previa real licencia, de manera que, de acuerdo con el régimen jurídico tradicional castellano, ellas eran tenidas en nombre del Rey, poniéndose a su cuidado a un teniente o a alcaides, que normalmente era quien había concertado una capitulación de conquista en la cual se le autorizaba para plantar fortalezas, con la precisa obligación de prestar pleito homenaje en manos del gobernador. La guarnición de estas fortalezas era habitualmente muy reducida y se componía de soldados profesionales que eran reclutados en los reinos de Castilla y León por un capitán especialmente autorizado para formar una “compañía” de unos 120 a 160 hombres que, en cuanto soldados, gozaban de fuero militar. Durante el siglo XVIII las guarniciones permanentes en el servicio de las fortalezas,

castillos y plazas fueron organizadas frecuentemente a través de Regimientos o Compañías de “veteranos”. El primero de tales Regimientos fue creado en 1719 para Cuba y más tarde se extendieron a otros lugares como Santo Domingo en 1738, Nueva España en 1740, Perú y Chile en 1753, la Luisiana en 1768, Nueva Granada en 1773, Yucatán en 1777, y el Río de la Plata en 1780. 5. EJÉRCITOS PROFESIONALES PERMANENTES La Corona castellana en las Indias no contó durante el siglo XVII con ejércitos profesionales y permanentes en ellas, sin embargo, el peculiarísimo caso del reino de Chile, donde se daba una larga y desgastadora guerra contra los indios del “Estado de Arauco” daría ocasión para establecer, a principios del siglo XVII, un ejército profesional a cuyo cargo se pondría el acabar con una guerra que se volvía interminable debido a la tenacidad de los mapuches. Ello era así porque, como muy bien lo señalaba el obispo fray Gaspar de Villarroel, estos naturales desangraban en dineros y hombres a todo el virrreinato del Perú: “Es Chile, por naturaleza, un suelo que produce orgullo. Por influjo del cielo y por especial constelación son valientes sus naturales. Cien mil indios ahuyentó en el Cuzco el capitán Mansio Sierra con el ruido de unos cascabeles6, y cuatro indios chilenos han despoblado al Perú de hombres. Poblóse esta tierra de caballeros ilustres, y tienen de indios chilenos solos los corazones. Hay mozos sin barbas aquí que asombraran a Flandes”. En el año de 1595 el virrey del Perú don Luis de Velasco se dirigía a don Felipe II para hacerle presente las necesidades militares que se experimentaban en el reino de Chile, las que se vieron agravadas con el alzamiento indígena del año 1598, en el cual murió en mismo gobernador don Martín García Oñez de Loyola y fueron destruidas las ciudades situadas al sur del río Bío-Bío. Este agravamiento de la situación de la Capitanía General 6

Este Mancio Sierra de Leguizamón es el famoso conquistador del Perú a quien, en el reparto de los tesoros del Inca, le tocó en suerte la “figura del Sol hecha de una plancha de oro” que se hallaba en la Casa y Templo del Sol de la ciudad de Cuzco (hoy iglesia de Santo Domingo), y que el conquistador perdió en un juego de cartas, como lo relata deliciosamente el inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales: “Esta figura del Sol cupo en suerte, cuando los españoles entraron en aquella ciudad, a un hombre noble, conquistador de los primeros, llamado Mancio Sierra de Leguizamón, que yo conocí y dejé vivo cuando me vine a España, gran jugador de todos los juegos, que con ser tan grande la imagen la jugó y perdió en una noche. De donde podremos decir, siguiendo al padre M. Acosta, que nació el refrán que dice: "Juega el sol antes que amanezca". Después el tiempo adelante, viendo el cabildo de aquella ciudad cuán perdido andaba este su hijo por el juego, por apartarlo de él lo eligió un año por alcalde ordinario. El cual acudió al servicio de su patria con tanto cuidado y diligencia (porque tenía muy buenas partes de caballero), que todo aquel año no tomó naipe en la mano. La ciudad, viendo esto, le ocupó otro año, y otros muchos en oficios públicos. Mancio Sierra, con la ocupación ordinaria, olvidó el juego, y lo aborreció para siempre, acordándose de los muchos trabajos y necesidades en que cada día se ponía. Donde se ve claro cuánto ayude la ociosidad al vicio, y cuán de provecho sea la ocupación a la virtud”. Famoso es también Mancio Sierra por su testamento (El Cuzco, 15-IX-1589), en el cual pedía perdón a Dios por los males que habían causado él y los demás conquistadores al Inca y su gobierno: “.... y asi cuando vieron que habia entre nosotros ladrones, y hombres que incitaban a pecado a sus mujeres e hijas nos tubieron en poco, y han venido a tal rotura en ofensa de Dios estos naturales por el mal ejemplo que les hemos dado en todo, que aquel extremo de no hacer cosa mala se ha convertido en que hoy ninguna o pocas hacen buenas, y requieren remedio, y esto toca a su Magestad, para que descargue su conciencia, y se lo advierte, pues no soy parte para más; y con esto suplico a mi Dios me perdone; y muéveme a decirlo porque soy el postrero que muere de todos los descubridores y conquistadores, que como es notorio ya no hay ninguno sino yo solo en este reino, ni fuera de él, y con esto hago lo que puedo para descargo de mi conciencia”.

chilena terminó por formar la convicción de ser imposible acabar con la extenuante “Guerra de Arauco” si es que ella continuaba confiada a los esfuerzos de los encomenderos y de unos cuantos soldados mal instruidos y peor pagados. Las alarmantes noticias de los sucesos del alzamiento del año 1598 llegaron prontamente al Consejo de Indias, y éste consultó a don Felipe III el 21 de agosto de 1599 lo conveniente que resultaba situar durante tres años la cantidad de 60.000 ducados en las cajas reales de Lima para pagar a mil hombres que se pensaba destinar a la Frontera chilena para encargarse de la guerra. Así se dedició, y fue el gobernador Alonso de Ribera quien primero pudo hacer uso de la citada cantidad para armar el “socorro” del reino de Chile. Como el “socorro” acordado en 1599 no fue suficiente, la Junta de Guerra de Indias en 1602 conoció de algunos memoriales sobre la materia y consultó al monarca sobre la urgencia de incrementar la situación a 120.000 ducados. Por real cédula del 24 de noviembre de 1602 se mandaba poner en ejecución dicho acuerdo y de inmediato se procedió a levantar un ejército profesional formado de 1.500 plazas pagadas con los referido 120.000 ducados situados en las cajas reales de Lima, los que en 1604 fueron aumentados en 20.000 ducados. En el año 1605 este “situado” era fijado en 212.000 ducados para “que por ahora hayan y me sirvan en el dicho reino de Chile dos mil hombres efectivos”, cantidad que fue mantenida por don Felipe IV y que sólo dejó de pagarse cuando durante el siglo XVIII el “Ejército de Arauco” pasó a costearse con lo producido por el estanco del tabaco establecido por real orden de 1753. Este Ejército durante el siglo XVIII quedó regulado por las Ordenanzas del Ejército de España promulagadas por Carlos III en el año de 1768, mandadas aplicar en América el año siguiente. 6. LAS MILICIAS En el año de 1562, durante el reinado de don Felipe II, se habían dictado para los reinos de España unas Ordenanzas para el establecimiento de milicias, pero como no pudieron ponerse en ejecución, el 25 de marzo de 1590 se despachó una “Circular e instrucción” para establecer sesenta mil hombres de milicia en la Corona de Castilla, aunque nuevamente no se pudo poner en planta el servicio de milicias, sino hasta la ejecución de unas Instrucciones fechadas el 25 de enero de 1598. En el Nuevo Mundo, el servicio de milicias hubo de establecerse por la misma época. Así, por ejemplo, en el año de 1612 se habían establecido seis “Compañías de milicias provinciales de infantería” en la ciudad de Puebla de los Ángeles, Nueva España, aunque todo pareciera mostrar que en el virreinato de Méjico ellas debieron decaer a lo largo del siglo XVII y primera mitad del siguiente, porque el virrey marqués de las Amarillas informaba en el año 1759 que las milicias eran desconocidas en el territorio bajo su mando, si bien estimaba que podían formarse 166 compañias milicianas de infantería y otras 90 de caballería. Durante el siglo XVIII se revitalizó el servicio de milicias el la mayoría de los territorios de la Monarquía. En efecto, el 31 de enero de 1734 se despacharon unas Ordenanzas para

reorganizar las Milicias en España, y a partir de ese momento comenzaron a dictarse diversas Ordenanzas de milicias para las Indias. Por ejemplo, por real orden del 19 de noviembre de 1757 se aprobaba un nuevo Reglamento para el Cuerpo de Milicias de las Islas Filipinas.. En el caso del virreinato del Río de La Plata, se dictó una Real Instrucción para la formación de Cuerpos de Milicias provinciales el 28 de noviembre de 1764, y dos años después comenzaron a organizarse las de Nueva España. Posteriormente, el 19 de enero de 1769 se dictó el muy importante Reglamento para las milicias de Infantería y Caballería de la isla de Cuba, que serviría de modelo para una serie de otros que se expidieron con la misma finalidad respecto de los más diversos lugares de las Indias, como el de 1772 para las milicias Panamá, o el de 1778 para las de Yucatán y Campeche. De acuerdo con el Reglamento de las Milicias de Cuba de 1769 el alistamiento en ellas no era voluntario, sino que comprendía a todos los hombres en estado de prestar servicios, incluidos los veteranos licenciados con menos de veinte años de ejercicio de las armas, a quienes se sujetaba al fuero militar. Posteriormente, una real orden del 22 de agosto de 1791 estableció que todas las milicias provinciales o locales se tendrían como “disciplinadas” si tenían una plana mayor de veteranos, instructores o asambleas regladas, gozando sus milicianos de los derechos y privilegios reconocidos en los reglamentos militares, y si no cumplían con estas condiciones quedarían en la calidad de milicias “urbanas”. 7. LAS CAPITANÍAS GENERALES Los iniciales requerimientos derivados de la conquista del Nuevo Mundo y de la necesidad de someter a sus naturales generaron paulatinamente una organización del ramo militar o de la Guerra en Indias, a cargo de unas instituciones de carácter territorial, subordinadas a las supremas y universales, concretamente al Consejo de Indias y, desde finales del siglo XVII, directamente vinculadas con la Junta de Guerra de las Indias. En un primer momento en las capitulaciones de descubrimiento y conquista se solía designar a quien capitulaba con la Corona en el carácter de “capitán” o de “capitán a guerra”, de cuyo cargo estaba todo lo tocante a lo militar de su expedición. Más tarde, cuando se produjo la incorporación de unos más vastos territorios y comenzaron a experimentarse una serie de necesidades defensivas derivadas no sólo de los ataques de los naturales, sino también de las incursiones de corsarios y de piratas, se volvió imperioso organizar de una manera más permanente el ramo de lo militar, y así aparecieron los “capitanes generales”, a quienes se encomendaba el ejercicio de las competencias propias del ramo de guerra en un ámbito territorial determinado. La Capitanía General era, entonces, un ámbito espacial determinado por las necesidades militares y por ello independiente y diverso de las delimitaciones propias de lo gubernativo, judicial o de hacienda, aunque en algunas ocasiones la Capitanía General coincidía con los términos geográficos de una gobernación y de una provincia o distrito de audiencia, pero ello no siempre fue así.

La coincidencia geográfica de una Capitanía General con una gobernación y con una provincia de audiencia explicaba también por qué solían acumularse en una misma persona los oficios de Capitán General, Gobernador y Presidente, como ocurría, por ejemplo, con los virreyes, quienes eran gobernadores directos de la correspondiente gobernación en la que residían, presidentes de la audiencia virreinal, y capitanes generales de sus distritos, o, en algunos reinos concretos, como los de Nueva Granada, Chile o Charcas. El oficio de Capitán General, era el propio de quien tenía a su cargo el ramo de guerra y, por ende, de la defensa militar del territorio bajo su mando, a quien debía dársele el tratamiento de “Señoría”, y a ellos tocaba el conocimiento de las causas de los soldados en todas sus instancias con inhibición de las justicias ordinarias y de las reales audiencias, es decir, se constituían en jueces del fuero militar, actuando para ello con la asesoría de un auditor de guerra, cuyas sentencias eran apelables ante la Junta de Guerra de Indias. 8. LA DEFENSA MILITAR DE LAS INDIAS EN EL SIGLO XVIII Durante el siglo XVIII la Corona hubo de enfrentar en las Indias una serie de necesidades de defensa militar en un contexto histórico marcado por nuevas realidades geopolíticas, derivadas, por una parte, de la creciente amenaza inglesa y francesa en el Caribe y territorios del norte del virreinato de la Nueva España, respecto de los caules también significó un nuevo elemento perturbador la independencia de las trece colonias inglesas de noteamérica. Por otra parte, en el extremo meriodional de América la amenaza inglesa fue cada vez mayor y comenzó a temerse, con sobradas razones, su intento de apoderarse de las islas Malvinas y de ocupar posiciones en el Estrecho de Magallanes. En efecto, en los últimos decenios del siglo XVIII los territorios septentrionales del virreinato de la Nueva España incrementaron su importancia estratégica, no sólo porque en ellos se situaban las fornteras indianas de la Monarquía, sino también porque allí confluían los intereses de diversas naciones europeas, concretamente de Inglaterra, Francia y Rusia, como también las del naciente nuevo Estado formado por las recientemente independizadas colonias inglesas de norteamérica, que representaron una constante amenaza para la Corona. En tal contexto la política real se dirigió a afianzar su presencia en aquel extremo norte del virreinato, y con la finalidad de reconocer tan extensos y poco ocupados territorios se organizaron diversas expediciones en las cuales tenían una especial misión los miembros del Real Cuerpo de Ingenieros del Ejército, a quienes se enviaba en ellas para el estudio de las políticas defensivas que se podían poner en práctica. Entre tales ingenieros es posible recordar a Francisco Álvarez Barreiro, que participó en las expediciones de Martín de Alarcón (1720) y Pedro de Rivera (1724), a Nicolás de Lafora, que entre 1766 y 1769 acompañó al marqués de Rubí en la expedición inspectiva de los presidios septentrionales, a Miguel Constanzó, que participó en la expedición a las Californias en el año 1767, y a Agustín López de la Cámara Alta, que en el año de 1758 había estado en Nuevo Santander. En ese mismo escenario de preocupación, a instancias del ministro de Carlos III José de Gálvez, se creó el 22 de agosto del año 1776 una Comandancia General de las Provincias Internas, que comprendía los territorios de Nueva Vizcaya, Nuevo Méjico, Nuevo León y

Coahuila, a los que se sumaron en algún momento las Californias, Sonora – Sinaloa, Nayarit, Texas y Nuevo Santander. Pero peligros de ataques extranjeros también los había en el norte del virreinato del Perú, particularmente en sus costas caribeñas de las cuales dependía gran parte del comercio y la navegación ultramarina, a los cuales se pretendió hacer frente con la creación del virreinato de Nueva Granada, pero debido a la lejanía de algunos de esos territorios “en el caso de una invasión”, por real cédula despachada en San Ildefonso el 8 de septiembre de 1777 se erigía la Capitanía General de Venezuela a la que se apgregaban las provincias de Cumaná, Guayana y Maracaibo, é islas de Trinidad y Margarita. En la costa sur atlántica del virreinato del Perú también acechaban otros peligros, no sólo de las temidas invasiones inglesas al Río de la Plata, sino también producto de las presiones e incursiones portuguesas sobre las mismas posiciones. A ellas, como se dijera en su lugar, se intentó dar respuesta mediante la creación, en 1776, de un nuevo virreinato con sede en Buenos Aires, pero también mediante las fortificaciones de la ciudad de Montevideo, en las que le cupo especial participación a su gobernador el ingeniero don Joaquín del Pino y Rozas (1729-1804), más tarde virrey del Río de la Plata, pues por real orden fechado el 30 de julio del año 1771 pasó a las provincias del Río de La Plata en calidad de comandante de los ingenieros y director de las obras de fortificación de ellas, en cuyo cometido practicó el reconocimiento del Río Grande, del Fuerte de Santa Teresa Maldonado y de otros varios en distintos tiempos, unas veces acompañando al capitán general de las provincias y otras por sí solo, además, durante su gobierno y para evitar las correrías de los portugueses, se fundó, ya entrado el año 1774, la villa de Guadalupe con 47 asturianos y gallegos, y en 1781 fue fundado el pueblo de Pando con 32 asturianos y gallegos. Las costas del Pacífico sur también ocupaban la atención de la Corona, particularmente la defensa de la navegación por el Estrecho de Magallanes, con cuya finalidad hubo una especial atención por la defensa militar de la isla de Chiloé, considerada como “antemural de América”, pues en ella se hallaba el primer puerto de recalada de la navegación después del paso del Estrecho. Para lograrla en 1767 dicha gobernación fue separada del reino de Chile y pasó a la directa dependencia del virreinato del Perú, y se ordenó al ingeniero don Carlos de Beranguer fundar en ese mismo año la Villa y Fuerte Real de San Carlos, actual ciudad de Ancud, levantándose un complejo de fortificaciones militares en toda la costa norte de dicha isla, dentro de las cuales ocupaba un lugar central el castillo de San Miguel de Ahui, que sería más tarde la última plaza fuerte en la cual se mantuvieron las armas reales en toda la América septentrional en enero del año 1826, al mando del brigadier don Antonio Lorenzo de Quintanilla y Santiago, por lo demás, el último gobernador español de toda la América indiana, quien ya en el año de 1820, al vencer a una expedición naval chilena dirigida por el almirante inglés lord Thomas Cochrane, alzándose sobre las murallas del fuerte real de San Carlos saludaba al marino británico vencido diciéndole: “Esto es del Rey milord”.

TERCERA PARTE DE LAS DOS REPÚBLICAS DE LAS INDIAS

CAPÍTULO I LA REPÚBLICA DE LOS ESPAÑOLES “Antes de conceder nuevos descubrimientos y poblaciones, se dé orden de que lo descubierto, pacífico y obediente a nuestra Santa Madre Iglesia, se pueble, asiente y perpetúe, para paz y concordia de ambas Repúblicas”. Ordenanzas de nuevos Poblaciones, 1573.

Descubrimientos

y

“Aunque el pueblo Romano transfirió en el Príncipe la jurisdicción de hacer leyes, potestad del cuchillo y elección de Magistrados, todavía reservó en sí la administración de otras cosas concernientes a otros menores gobiernos de la República, en los cuales el Pueblo tiene mano y poder, aunque subordinado y expuesto a la censura del Príncipe, sus Tribunales y Justicias”. Juan de Hevia Bolaños, Curia Philippica, Lima, 1606.

1. PRESUPUESTOS En las páginas precedentes se ha explicado la gobernación temporal de las Indias fundada en la preeminencia de la jurisdicción real y en su ejercicio a través de una serie de titulares de oficios reales dotados de genéricas competencias en cada uno de los cuatro ramos respecto de ámbitos territoriales precisamente delimitados por la propia jurisdicción real asignada a ellos. Mas, en la constitución del gobierno indiano la preeminencia de la jurisdicción real no significaba “monopolio”, pues, muy conforme con unos principios jurídicos largamente asentados en la tradición jurídica occidental, y particularmente en los reinos de España, se reconocía que en el pueblo podía descansar una cierta jurisdicción o un poder de gobierno en el espacio propio de sus intereses en cuanto república, es decir, que frente a la posición preeminente del poder real se situaba la del poder de la comunidad o república constituida por los “vasallos de la Corona”, y entre ambos polos de poder no había poder intermedio alguno. En las Indias, a diferencia de lo que ocurría en los reinos de España, se reconoció la existencia de “dos repúblicas”: la una de los vasallos españoles y la otra de los vasallos naturales. Estas dos repúblicas se constituían sobre la base de unos pobladores que eran jurídicamente iguales frente a la Corona, pues Castilla desde los primeros años de la conquista reconoció a los naturales como personas, declarados como tales y como vasallos libres de la Corona desde el año 1500 por la reina doña Isabel, asumiendo directamente su protección en cuanto más débiles que los españoles, a quienes jamás consintió sus pretensiones de declararse “señores de vasallos”. La “república de los españoles”, cuya descripción es la que ocupará las páginas de este capítulo, tuvo su cauce y expresión en la “ciudad indiana”, entendida no sólo como un espacio físico, sino como el ámbito institucional propio de la comunidad o cuerpo de los

vasallos, regidos por una cabeza: el “cabildo, justicia y regimiento”, generado libremente por sus propios vecinos para regir la vida local, al igual como en la tradición hispana se habían desarrollado los concejos desde los tempranos tiempos de la Reconquista. El desarrollo de la “república de los españoles” se vio ampliamente potenciado por uno de los caracteres que con más singularidad distinguió a la conquista castellana del Nuevo Mundo: su naturaleza poblacional, porque como lo declaraba don Felipe II en las Ordenanzas de nuevos Descubrimientos y Poblaciones de 1573: “Antes de conceder nuevos descubrimientos y poblaciones, se dé orden de que lo descubierto, pacífico y obediente a nuestra Santa Madre Iglesia, se pueble, asiente y perpetúe, para paz y concordia de ambas Repúblicas”. El Nuevo Mundo, en verdad, fue articulado sobre la base de una pluralidad de ciudades levantadas no como simples colonias con finalidades meramente mercantiles, sino con el sello de la permanencia institucional, en cuanto sedes de un poder local originado en el pueblo constituido por los grandes, los medianos y los pequeños. La pluralidad nuevamente se observaba en las Indias en su carácter poblacional, pues él permitía la coexistencia de múltiples poderes locales que no eran anulados por el poder real, sino simplemente moderados por él, en cuanto poder superior. 2. LA JURISDICCIÓN Y LA REPÚBLICA DE LOS ESPAÑOLES EN LAS INDIAS Los juristas indianos compartían la común opinión tocante a la naturaleza política del hombre y su consiguiente vida en comunidad o república perfecta, a la cual, “por derecho natural, le competía la potestad sobre todo el cuerpo y sus miembros para el gobierno, el establecimiento del derecho y su declaración e imposición de penas”, como lo afirmaba el oidor Juan del Corral Calvo de la Torre (1665-1737). Esta potestad derivaba inmediatamente de Dios, en cuanto autor del derecho natural, de tal manera, el pueblo congregado en una república era titular de la jurisdicción que le permitía establecer su gobierno y su derecho. Si bien esta era la situación originaria, hubo un momento en que, de acuerdo con las mismas doctrinas, la comunidad había establecido para su gobierno una potestad real o monarquía, y a sus reyes supremos les había trasladado su jurisdicción, y con ella la potestad de hacer leyes, tal como en el siglo XVI escribía Jerónimo Castillo de Bovadilla (1547-c.1605): “En esto digo, que después que el pueblo romano, cabeza del Mundo, (en quien estaba, y residía toda la jurisdicción y la facultad de hacer, y abrogar leyes, y nombrar jueces) quitó, y apartó de sí todo el poder, y jurisdicción, y lo pasó y lo transfirió en el Príncipe, ya reside en él todo el imperio, poderío, y hacienda pública, y en él está subordinado a su buen gobierno, y justa disposición, el cual quedó por cabeza, y el pueblo por miembros de él”. Pero sin perjuicio de esa doctrina del traslado de la jurisdicción del pueblo a los reyes, también los juristas afirmaban que en el propio pueblo habían quedado algunas potestades para regirse en cuanto república, o cuerpo, tal como lo afirmaba expresamente en las Indias Juan de Hevia Bolaños (1570-1623) cuando advertía que: “Aunque el pueblo romano transfirió en el Príncipe la jurisdicción de hacer leyes, potestad del cuchillo y elección de

magistrados, todavía reservó en sí la administración de otras cosas concernientes a otros menores gobiernos de la República, en los cuales el pueblo tiene mano y poder, aunque subordinado y expuesto a la censura del Príncipe, sus tribunales y justicias”. Aquel traslado de la jurisdicción desde el pueblo a sus príncipes era lo que hacía sostener a los autores que en los reinos de España, ningún príncipe, ciudad o comunidad de las sujetas al rey podía dar leyes, a menos que tuviera especial comisión y delegación real, pero en las Indias tales juicios debían matizarse, porque en ellas sus ciudades podían ejercer jurisdicción, fundadas en la lejanía del príncipe. Así lo explicaba el oidor de Charcas Juan Matienzo (1510-1579) cuando escribía que las ciudades de las Indias no podían ejercer ninguna jurisdicción en aquellos casos en los que contaban con un magistrado o gobernador constituido por el príncipe, pero agregaba que por derecho natural tenían los habitantes la potestad de darse magistrados, es decir, jueces ordinarios, y por ello si moría el gobernador nombrado por el rey, podían elegir uno mientras el príncipe proveía quien les rigiere y administrare justicia, lo que se justificaba aun más por la lejanía de las ciudades indianas y porque no era fácil acudir al príncipe para pedirle un magistrado, y porque era peligroso que una tierra estuviera sin gobierno, pues, bien se sabía que “en sede vacante se goza el lobo”. Así pues, en principio, el pueblo de las ciudades en las Indias carecía de jurisdicción, pero si los reyes se la daban podían ejercerla para sus propios gobiernos y constitución, sin perjuicio de quedarle reservada la decisión de todo lo que tocara a la buena gobernación de la república, porque esta facultad de los pueblos carentes de jurisdicción se entendía relativa a estatuir acerca de la buena administración de sus asuntos, de modo que bien podían disponer acerca de la conservación de sus cosas y precio de suministros, como hacer estatutos tocantes a la división de las aguas, conservación de montes y cosas similares, ya que ello no entrañaba ejercicio de jurisdicción, sino de administración gubernativa, siempre que fueran razonables, y no ambiciosos ni contrarios a derecho. Como queda dicho, las ciudades de las Indias, en principio, carecían de jurisdicción y, por lo tanto, sólo les era posible decidir por sí mismas todo lo relativo a la buena gobernación de la república, pero también hubo casos en los cuales el rey concedió expresamente a algunas de ellas la potestad de darse ordenanzas, siempre sujetas a la confirmación real, como una real cédula de don Felipe II fechada en Valladolid el 1 de septiembre de 1558 que dispuso: “Que la Ciudad de México, pueda hacer las Ordenanzas, que le pareciere ser necesarias, y convenientes a la buena administración de la República, las cuales se cumplan, y ejecuten, siendo aprobadas por el Virrey: el cual pueda quitar, y añadir, las que le pareciere convenir”. Lo mismo mandó don Felipe III por cédula fechada en Valladolid el 6 de marzo de 1603 respecto de la ciudad de Veracruz: “Que en la misma conformidad que la ciudad de México, pueda la de Veracruz, hacer sus Ordenanzas, para la buena administración de su República: y se guarden, aprobándolas el Virrey”. 3. DE LAS CIUDADES INDIANAS En los primeros días de haber tocado Colón las islas del Nuevo Mundo quedaba inaugurado el carácter poblacional de la futura conquista de América, pues él mismo había asentado una villa, tal cual lo refería a los Reyes Católicos en la carta con la cual, el 15 de febrero de

1493, anunciaba el éxito de su expedición: “He tomado posesión de una villa grande, a la cual puse nombre la villa de Navidad; y en ella he hecho fuerza y fortaleza, que ya a estas horas estará del todo acabada, y he dejado en ella gente que abasta para semejante hecho, con armas y artillerías y vituallas por más de un año, y fusta, y maestro de la mar en todas artes para hacer otras”. En poco más de cinco decenios, desde el establecimiento de aquella primera población asentada por el Almirante en la Isla de la Española, se fundarían innumerables ciudades en todo el continente americano, algunas de ellas de primera fundación y otras sobre la base de ciudades indígenas ya existentes. La Corona desde muy temprano se ocupó en regular cuidadosamente el establecimiento y fundación de ciudades, sin descuidar ninguno de los aspectos materiales de la edificación. Se trataba de poblar un continente introduciendo en él la vida civil, y ello se hizo sobre la base de unas reglas fijas que recogían muchas de las concepciones tomistas acerca de cómo debía disponerse ordenadamente una ciudad para permitir la mejor vida de sus vecinos y facilitar la consecución del bien común. Aquí se encuentra la explicación de la esencial unidad de planta y disposición de las ciudades americanas de fundación indiana y lo que más las diferencia de las ciudades de los reinos europeos que, con una muchísimo más larga historia, habían nacido y crecido sin una planta fija y uniforme. Desde los tiempos del rey emperador se dieron diversas reales provisiones y cédulas tocantes a la ordenación de las ciudades que se fundaban en el Nuevo Mundo, aunque las reglas definitivas se consolidaron durante el reinado de don Felipe II al quedar recogidas en las Ordenanzas de Nuevos Descubrimientos y Poblaciones del año 1573, más tarde recibidas en la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias de 1680. La fundación de las ciudades y villas en el Nuevo Mundo tocaba ordinariamente al capitán de las expediciones que había celebrado una capitulación con la Corona, precisamente, para llevar a cabo una empresa de descubrimiento, pacificación o población. En la misma capitulación solía disponerse que el capitán fundador debía en primer lugar señalar el término y el territorio que había de destinarse para los solares de la población y para su “ejido competente y dehesa en que pueda pastar abundantemente el ganado”, y además debía señalarse otro tanto para los “propios” del lugar. De este modo, al establecerse una ciudad en las Indias se determinaban tres géneros distintos de bienes: los destinados a la planta de la ciudad, distribuidos en solares que se asignarían a los edificios públicos y a los vecinos para sus casas y moradas; los bienes comunes de la ciudad, tales como ejidos y dehesas; y los bienes propios de la ciudad, cuyas rentas tocarían a su cabildo. En cuanto a los ejidos y dehesas de las ciudades, se mandaba que los primeros se señalaran a una distancia tal “que si creciere la población siempre quede bastante espacio, para que la gente se pueda recrear, y salir los ganados sin hacer daño”, y en cuanto a las segundas el rey emperador había ordenado en 1523 que una vez que se hubiera determinado la tierra competente para el ejido de la población y su crecimiento debían señalarse las dehesas “que confinen con los ejidos en que pastar los bueyes de labor, caballos y ganados de la carnicería”.

Junto a las dehesas y ejidos también la corona disponía que se asignaran aguas a las ciudades, de tal manera que así su uso se mantenía como común y el cuidado de ellas quedaba a cargo del cabildo, como cabeza de la república. Así, por real cédula de 20 de mayo de 1534, se otorgó autorización a virreyes y gobernadores para que repartieran tierras y aguas, procedimiento que se mantuvo por lo menos en su esencia en las Ordenanzas de nuevos descubrimientos, poblaciones y pacificaciones del año 1573, en cuyo capítulo 71 se consignaba expresamente que los adelantados estaban facultados para: “Dar ejidos, abrevaderos, caminos y sendas a los pueblos que nuevamente se poblaren”. Había una especial preocupación por aconsejar ciertos y determinados lugares para la fundación de ciudades, pero siempre y en todo caso la elección de ellos debía realizarse, como lo mandaban las Ordenanzas de 1573: “sin perjuicio de los indios y naturales, o con su libre consentimiento”, de modo que debían preferirse los sitios vacantes. Cuando se decidía plantar una ciudad en la costa debía tratarse de un sitio “levantado, sano y fuerte”, capaz de sostener un puerto en su fondo bien abrigado y defendido, recomendándose que no tuviera el mar a Mediodía ni al Poniente. Pero, en todo caso, se recomendaba que no se eligieran sitios que estuvieran en lugares muy altos “por la molestia de los vientos y la dificultad del servicio y acarreo”, ni tampoco en lugares muy bajos “porque suelen ser enfermos”, de manera que habían de preferirse “los medianamente levantados” que gozaran descubiertos los vientos del Norte y Mediodía, y si el lugar tenía sierras o cuestas se instaba porque ellas quedaren “por la parte de Levante y Poniente”, y en los casos en los que se edificare en la ribera de algún río debía disponerse la población “de forma que saliendo el sol dé primero en el pueblo que en el agua”. Especial cuidado debía ponerse en que la nueva población tuviera abundantes fuentes de aguas de las cuales proveerse con facilidad, al igual que de los materiales necesarios para edificar, como asimismo había de tener las imprescindibles tierras de labor, cultivo y pastos. El trazado de la planta de la ciudad debía realizarse “a cordel y regla” delimitándose así sus plazas, calles y solares, comenzando siempre desde la “plaza mayor” y sacando desde ella las calles a las puertas y caminos principales, con el especial cuidado de dejar el espacio necesario para que “aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma”. La “plaza mayor” estaba llamada a ser el corazón de la nueva población y precisamente debía situarse en el “centro” de ella, salvo cuando se tratare de una ciudad levantada en la costa, pues en tal caso se debía hacer “al desembarcadero del Puerto”, pero en todas las demás debía ponerse “en medio de la población”.. Su forma debía ser rectangular: “que por lo menos tenga de largo una vez y media de su ancho”, entre otras cosas, porque así: “será más a propósito para las fiestas de a caballo, y otras”, recomendándose que su tamaño fuera “proporcionada al número de vecinos, y teniendo consideración a que las poblaciones pueden ir en aumento”, aunque en todo caso se precisaba que ella no fuera “menos que de doscientos pies en ancho y trescientos de largo, y quinientos treinta y dos de ancho”. Las reglas anteriores fueron escrupulosamente seguidas por los fundadores de las ciudades

indianas, de modo que hasta el día de hoy es posible observar aquellas viejas plazas mayores en ciudades como Méjico, Lima, Santa Fe de Bogotá, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Todas ellas siguen siendo el “centro” de estas hoy capitales de estados americanos, pero no sólo son sus centros geográficos, sino también lo son de la vida pública, pues en los solares que las rodean se alzan hasta el día de hoy los principales edificios públicos: la iglesia catedral, el edificio del cabildo, las casas del gobierno, los edificios de los tribunales de justicia, etc. Estas ciudades del Nuevo Mundo tenían y mantienen un “centro” y en ello estriba otra de sus diferencias con las ciudades de los reinos europeos que, aunque dotadas de “plazas mayores” no construían necesariamente en torno a ellas sus “centros” de poder temporal y espiritual. Desde la “plaza mayor” debían salir “cuatro calles principales, una por medio de cada costado, y demás de esta dos por cada esquina”, ordenándose que las cuatro esquinas debían mirar “a los cuatro vientos principales”, porque de esta manera las calles de la plaza no estarían expuestas a los cuatro vientos. Además, tales calles debían tener “portales para comodidad de los tratantes, que suelen concurrir”, disponiéndose, igualmente, que: “en lugares fríos sean las calles anchas, y en los calientes angostas”. Trazada así la ciudad, con su plaza mayor y sus solares delimitados por sus calles, debían repartirse los solares de ella “por suerte a los pobladores”, comenzando desde los más próximos a la plaza mayor hasta que a todos les hubiera tocado uno. Los restantes se reservaban para la Corona, de manera que se pudiera hacer merced de ellos a quienes fueran a poblarla con posterioridad. Inmediatamente que se hubieran asignado los solares a los pobladores, cada uno de ellos debía procurar “armar su toldo” o hacer “ranchos con maderas y ramadas, donde se puedan recoger”, para que estuvieran en disposición de comenzar a levantar sus casas y edificios definitivos, lo que no quedaba a su entero arbitrio, pues precisamente se deseaba que los beneficiarios de solares se asentaran en la población convirtiéndose en “vecinos” de ella al tener “casa poblada”. Tales casas debían ser “de una forma, por el ornato de la población, y puedan gozar de los vientos norte y mediodía”, permitiéndose que todas ellas “puedan tener sus caballos y bestias de servicio, con patios y corrales”. Finalmente, eran los fieles ejecutores y alarifes designados por el cabildo de la misma ciudad, o las personas que diputare el gobernador, las que debían tener a su cuidado el vigilar cómo se cumplía por los pobladores todo lo ordenado y, especialmente, que se dieran prisa en la labor y edificación, para que se acabara con toda brevedad la puesta en planta de la población. 4. EL CABILDO, JUSTICIA Y REGIMIENTO En los reinos de Castilla y León, de los que procedían mayoritariamente los conquistadores del Nuevo Mundo durante el siglo XVI, había una larga tradición de vida municipal encarnada en los concejos constituidos en las localidades al compás de la Reconquista, y aunque en tiempos de los Reyes Católicos se incrementó la política real de intervención en la vida concejil, manifestada entre otros aspectos por la regulación del empleo de corregidor, en el Nuevo Mundo el régimen concejil iba a tener un amplio desarrollo.

Los concejos nacieron en las ciudades indianas desde el mismo momento de sus fundaciones por parte de los conquistadores, quienes al establecerlos no hacían más que reproducir una forma de organización ciudadana en la cual habían vivido desde siempre en sus pequeñas localidades castellanas o leonesas. Ello explica que los concejos o ayuntamientos indianos, llamados aquí habitualmente “cabildos”, no contaran originariamente con una regulación expresa, sino que simplemente se estructuraran sobre las bases de las costumbres y prácticas que los propios pobladores tenían como suyas y que correspondían a las tradicionales de los concejos peninsulares, sin perjuicio de una posterior y fragmentaria legislación real que se ocupó de ellos. En muchas ocasiones, además, el establecimiento de los primeros cabildos en las ciudades del Nuevo Mundo por parte de los conquistadores cumplió con una especial finalidad de legitimación política, porque se reconocía en ellos un originario poder ante la lejanía de un monarca ausente. Así, por ejemplo, Hernán Cortés en el año de 1519, al fundar la “tres veces heroica” ciudad de Veracruz e instituir cabildo en ella, fue designado como gobernador por este mismo cabildo, y algo similar practicó Pedro de Valdivia, cuando en el año de 1541 fundaba la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, pues el cabildo por él designado le eligió como gobernador y capitán general del naciente reino de Chile. Los cabildos de las ciudades indianas, como muchas otras instituciones del Nuevo Mundo, no estaban sujetas a una sola regla y medida, en parte porque en ellos cobraban especial fuerza los usos y costumbres, y también porque la legislación real que se ocupó de ellos reconocía las singularidades de las respectivas localidades americanas, aunque siempre y en todas ellas el cabildo constituía, como su propio nombre lo indica, la cabeza de la república. El cabildo representaba a la comunidad o república como la parte al todo y ejercía toda la potestad que a la misma república le tocaba, tal como a principios del siglo XVII afirmaba en la ciudad de Lima Juan de Hevia Bolaños (1570-1623): “La administración de otras cosas concernientes a otros menores gobiernos de la república, en los cuales el pueblo tiene mano y poder, aunque subordinados y expuesto a la censura del Príncipe, sus Tribunales y Justicia. Para lo cual el cabildo es y representa a todo el pueblo y tiene la potestad suya, como su cabeza; porque aunque en toda la congregación universal residía, fue transferida y reside en los cabildos, que pueden lo que el pueblo junto”. El pueblo en las Indias, entonces, constituía la república de cada ciudad y sus términos, a cuya cabeza se hallaba el “cabildo, justicia y regimiento”, que era, según escribía el ya citado Hevia Bolaños: “Ayuntamiento de personas señaladas para el gobierno de la República, como son la Justicia y Regidores”. Eran las “justicias” del cabildo dos alcaldes ordinarios, tal cual lo había mandado, reconociendo una práctica y costumbre ya existente, una real cédula del rey emperador despachada en 1537: “Es nuestra voluntad que sean elegidos cada año en la forma que hasta ahora se ha hecho, y fuere costumbre, dos Alcaldes ordinarios”.. La regla general de sólo haber dos alcaldes ordinarios fue reiterada por una real cédula librada el 30 de marzo de 1630, como reacción a la novedad introducida en algunas ciudades de elegirse a un tercer alcalde: “Porque en algunos Cabildos y Consejos se ha introducido elegir tres Alcaldes

ordinarios en cada un año, y esto tiene inconveniente: mandamos a los Virreyes, y Presidentes Gobernadores, que no lo permitan, ni den lugar a que los Alcaldes sean más de dos”. Los primero alcaldes del cabildo solían ser designados por el fundador de la ciudad, pero a partir de allí debían ser elegidos anualmente por la propia corporación, según la costumbre de la ciudad, que normalmente consistía en que eran elegidos por los alcaldes salientes en la última sesión del año de entre “personas honradas, hábiles, que sepan leer y escribir y tengan las otras calidades que para estos oficios se requieren”, prefiriéndose a los pobladores y a sus descendientes y relajándose la exigencia del saber leer y escribir, sobre todo en pequeñas villas y lugares, aunque, en todo caso, estas elecciones debían ser confirmadas por los virreyes, presidentes o gobernadores. Desde los primeros tiempos de la conquista se introdujo la práctica de distinguir entre los alcaldes ordinarios, aquel que lo era de “vecinos” o de “primer voto”, y aquel que lo era de “moradores”, o de “segundo voto”. El alcalde de “vecinos” solía ser elegido de entre los encomenderos, a quienes en un principio se tenía exclusivamente como vecinos, y el de “moradores” de entre los simples domiciliarios, pero esta distinción se diluyó cuando desde mediados del siglo XVI se entendió que era vecino todo aquel que tuviera “casa poblada”, aunque no fuera encomendero ni gozara de indios, como lo declaraba expresamente una real cédula de 1554: “no puedan ser elegidas ningunas personas, que no sean vecinos, y el que tuviere casa poblada, aunque no sea encomendero de Indios, se entienda ser vecino”. Los regidores, por su parte, constituían el cuerpo del cabildo, cuyo número fue variable a lo largo el tiempo y también dependiente de la importancia de las ciudades y villas, pues como se declaraba en la Recopilación de 1680: “en cada una de las Ciudades principales de nuestras Indias haya número de doce Regidores: y en las demás Ciudades, Villas y Pueblos sean seis, y no mas”. La designación de los regidores de los cabildos indianos muestra claramente uno de los aspectos en los que se manifestó la intervención real en estos ayuntamientos del Nuevo Mundo, y que tuvo entre sus consecuencias más señaladas su debilitamiento y también una cierta orientación plutocrática en cuanto a su composición. Originariamente los regidores era designados por el fundador de la ciudad, pero a partir de esta provisión inicial sus sucesores debían ser elegidos anualmente, de ordinario en la primera sesión del año, de acuerdo con la costumbre y práctica de cada ciudad, que en algunos casos era la autogeneración, en otros la elección con intervención de la población, en otros la suerte, pero siempre cuidándose que ni los virreyes, ni los presidentes, ni los oidores impidieran a los capitulares la libre elección de los oficios concejiles. Este sistema de elección fue alterado cuando la Corona incluyó a las varas de regidor dentro de los “oficios vendibles y renunciables”, de modo que así aparecían unos regidores “cadañeros”, elegidos anualmente de acuerdo con las prácticas acostumbradas, y otros “perpetuos”, que eran aquellos que habían adquirido la regiduría en pública almoneda, aunque en estos casos la política real siempre procuró: “que los Regimientos de las Ciudades en ninguna forma se rematen en personas que no tengan las partes y calidades que se requieren, poniendo mayor atención a la suficiencia, que al precio, y prefiriéndola al crecimiento de interés del que no

la tuviere”. De ordinario eran los regidores del cabildo quienes anualmente eran designados para servir una serie de empleos dirigidos al cumplimiento de las genéricas funciones de policía del cuerpo, tales como: el de fiel ejecutor, para el cuidado de pesos, medidas y vigilancia de aranceles y precios; y el empleo de alcalde de aguas, para la fiscalización del mantenimiento de acequias y cauces y buena provisión de aguas mediante el cumplimiento de los turnos respectivos. Otro era el empleo de Alférez Real, a cuyo cargo se encontraba el estandarte real, que debía pasear en las fiestas y ceremonias públicas, turnado entre los regidores en algunos cabildos como el de Buenos Aires, o servido por alguien que no lo era, como solía ocurrir en Santiago de Chile. Especial importancia cobraba en la defensa de los intereses de la república el oficio de Procurador General de la ciudad, cuya existencia databa desde el reinado de don Carlos I, pues en su tiempo se despacharon una real cédula de 14 de noviembre de 1519 y otra de 1528 que declaraban que las ciudades, villas y poblaciones de las Indias: “puedan nombrar Procuradores, que asistan a sus negocios, y los defiendan”. Esta elección debía ser por voto de los regidores, todo ello sin perjuicio de la posibilidad que tenían las ciudades de nombrar “agentes en la Corte”, como lo permitió una real cédula de don Felipe IV librada el 28 de septiembre de 1625. Las sesiones del cabildo eran presididas por los alcaldes ordinarios, aunque también en esta materia se notó la política de intervención real. En efecto, se dispuso que asistieran a ellas los virreyes y los gobernadores o sus tenientes, y los corregidores y alcaldes mayores en las ciudades cabeceras de partido, de acuerdo con una real cédula del 16 de junio de 1537, con expresa indicación de que podían “entrar en sus Cabildos todas las veces, que les pareciere conveniente a nuestro servicio y causa pública, y no se les ponga impedimento”.. Pero en todo caso se mandaba “a los gobernadores que siempre hagan los Cabildos en las Casas del Ayuntamiento, y no en las suyas”, reiterándose que no debían intervenir en la libertad de los capitulares : “no lleven ni consientan, que intervengan ministros militares, ni den a entender a los capitulares, por obra, ni palabra causa, ni razón que los pueda mover, ni impedir la libertad de sus votos”. En cuanto a la asistencia del corregidor a las sesiones del cabildo aclaraba en Lima Juan de Hevia Bolaños que este oficial real solamente dirigía las sesiones de la corporación sin voto, a menos que se tratare de dirimir un empate: “El corregidor sólo preside en el cabildo, para le gobernar, asistir, autorizar, oír, encaminar y ejecutar sus acuerdos según las leyes de la Nueva Recopilación, sin que en él tenga voto, sino es en igualdad de ellos en discordia a una y otra parte, que entonces le tiene para elegir, confirmando la una de ellas”. El cabildo sesionaba en sus “Casas”, levantadas habitualmente en uno de los solares que daban frente a la plaza mayor, y lo hacía en “cabildo ordinario”, esto es, en los días previamente prefijados, o en “cabildo extraordinario”, es decir, en aquellas ocasiones en las que era convocado por alguna causa urgente o necesidad fuera de los días de rigor. Además cabía también la posibilidad de la reunión de “cabildos abiertos”, a los cuales, junto a los miembros de la corporación, concurrían los vecinos especialmente convocados para tratar de algunas materias concretas, respecto de las cuales se estimaba conveniente tomar el

parecer de los pobladores. 5. COMPETENCIA DEL CABILDO A los cabildos indianos en cuanto cabezas de la república les competía genéricamente el cuidado de todo lo tocante a la buena gobernación y conservación política de ella, dentro del ámbito propio de la ciudad, en unas atribuciones que, teóricamente, no implicaban el ejercicio de jurisdicción, sino simplemente el de potestades directivas o de conservación y regimiento, supuesto que todo lo jurisdiccional tocaba al monarca de acuerdo con las más asentadas doctrinas de los autores. Pero, sin perjuicio de lo anterior, por una serie de razones, los cabildos indianos ejercían en la práctica una serie de facultades que implicaban directamente el ejercicio de potestades jurisdiccionales, bien porque el propio monarca se las había otorgado, bien porque se las fundaba en la ausencia y distancia del príncipe. Sobre la base de la “lejanía” del príncipe los cabildos indianos ejercieron en algunas ocasiones potestades jurisdiccionales vinculadas directamente con el gobierno político, de manera que ante la vacancia de gobernadores designados por el rey hubo varios casos en los que fueron los cabildos los que designaron gobernadores interinos, como el ya citado de Pedro de Valdivia por el cabildo de Santiago en 1541. Esta actuación de los cabildos del Nuevo Mundo era justificada doctrinariamente por los juristas, precisamente por la distancia en la que se hallaban respecto de la real persona, tal como lo sostenía el oidor de Charcas Juan Matienzo (1510-1579) cuando escribía que las ciudades de las Indias no podían ejercer ninguna jurisdicción en aquellos casos en los que contaban con un magistrado o gobernador nombrado por el príncipe, pero como por derecho natural los habitantes tenían la potestad de darse magistrados, es decir, cuando moría el gobernador nombrado por el rey, podían elegir a uno mientras el príncipe proveía quien les rigiere y administrare justicia, lo que se justificaba por la lejanía de las ciudades indianas y porque no era fácil acudir al príncipe para pedirle un magistrado, y porque era peligroso que una tierra estuviera sin gobierno. En un ámbito político semejante, también los cabildos indianos en los primeros decenios de la conquista, “a título de bien popular y de utilidad pública”, comenzaron a repartir mercedes de tierras y aguas “para aumento de la población”, como recordaba en el siglo XVIII el oidor mejicano Prudencio Antonio de Palacios (1682-1755) en sus Notas a la Recopilación de Indias de 1680, al escribir que a los cabildos: “al principio del descubrimiento, como fuesen los españoles en muy pequeño número, les fue permitida esta facultad”, pero ya en tiempos de don Felipe II esta atribución les había sido retirada. Especial competencia de los cabildos era la que tocaba a su nominación de “justicia”, pues a sus alcaldes ordinarios correspondía el conocimiento en primera instancia de las causas civiles y criminales dentro de la ciudad y sus términos, los que normalmente eran de cinco leguas, aunque los había mayores, como en el caso de la ciudad de Méjico, fijados en quince leguas por una real cédula del 3 de octubre de 1539. En aquellas ciudades donde residía el gobernador o corregidor, que también era juez de primera instancia, los alcaldes ordinarios conocían preventivamente de las causas civiles y criminales, es decir, las partes

podían acudir ante ellos o ante el gobernador o corregidor y asumía el conocimiento de la materia aquel ante quien se había iniciado el proceso, y en las otras ciudades, de acuerdo con una real cédula del año 1537 conocían exclusivamente: “conozcan en primera instancia de todos los negocios y causas, y cosas que podía conocer el Gobernador, o su Lugar teniente en cuanto a lo civil y criminal”. Como los alcaldes ordinarios no solían ser letrados, de acuerdo con una práctica defendida por la generalidad de los juristas, se acompañaban de algún asesor abogado para pronunciar sentencia, la cual, en todo caso era apelable, ordinariamente ante la real audiencia del distrito, o en otros casos, según la costumbre, ante el juez mayor de provincia, el gobernador, el corregidor, o el propio cabildo en pleno. En materia de justicia también el cabildo en cuerpo ejercía algunas competencias, tales eran las de conocer de las apelaciones interpuestas contra las sentencias de sus alcaldes ordinarios en causas civiles de cuantía inferior a 60.000 maravedíes, y de las pronunciadas por los fieles ejecutores. Pero, sin perjuicio de lo que se lleva dicho, las competencias más propias de los cabildos indianos decían relación con la “policía” de la ciudad. Así ellas se extendían al cuidado material de la ciudad en lo tocante a edificaciones de particulares, construcción y reparación de calles, puentes y acequias, limpieza y ornato de ella, aprovisionamiento de agua y alimentos para la población, cuidado del comercio y de la fidelidad de sus pesos y medidas, observancia de procedimientos y reglas en la fabricación de alimentos, fiscalización del cumplimiento de aranceles, regulación de las actividades de los gremios, cuidado de la educación mediante el mantenimiento de un maestro de primeras letras, etc. La regulación de todos los aspectos vinculados con la conservación y buen regimiento de la ciudad la solían hacer los cabildos mediante la formación de Ordenanzas que, de acuerdo con las disposiciones existentes en los reinos de Castilla, requerían de la confirmación real, que solía darla el Consejo de Indias, los virreyes y también las reales audiencias. Se acostumbraba dar a los virreyes la facultad para confirmar las ordenanzas formadas por las ciudades del Nuevo Mundo, como lo había hecho una real cédula del 1 de septiembre respecto del virrey de Méjico para confirmar las que formara la ciudad capital del virreinato, y otra del 6 de marzo de 1603 en relación con las que hiciere la ciudad de Veracruz. En otras ocasiones el propio monarca facultaba a los cabildos para hacer ordenanzas sujetas a la sola aprobación de la audiencia, como ocurrió en el caso de la ciudad de Santiago de Chile por real provisión dada en Valladolid el 10 de mayo de 1554, pues en ella se accedió a la petición del cabildo de tener un fiel ejecutor, siempre que se formaren ordenanzas y fueren aprobadas por la audiencia de Lima. pero, desde la segunda mitad del siglo XVI, sin perjuicio de la facultad de los virreyes, se dispuso, en las llamadas Ordenanzas nuevas de audiencias fechadas en Monzón el 4 de octubre de 1563, que las reales audiencias pudieran mandar que se ejecutaran las ordenanzas de las ciudades mientras se enviaban al Consejo para obtener la confirmación real: “Ordenamos que la nuestra audiencia pueda mandar que se ejecuten las ordenanzas hechas por las provincias a ellas sujetas después de por ellos vistas entretanto que se traen a confirmar de nos”, disposición que fue recopilada en 1680.

La lectura de las ordenanzas formadas por los cabildos americanos permite apreciar en la práctica todos los aspectos que quedaba cubiertos por la competencia de los ayuntamientos en cuanto cabezas de la república. Por ejemplo, las Ordenanzas de la ciudad de Santiago de Chile, formadas por su cabildo sobre la base de la concesión contenida en real provisión fechada en Valladolid el 10 de mayo de 1554 y confirmadas por la audiencia de Lima por real provisión del 30 de marzo de 1569, constaban de cincuenta y ocho capítulos. Había en ella capítulos relativos a: las audiencias públicas y de justicia, las palabras desacatadas contra la ciudad o diputados, la prohibición de entrar al cabildo con armas, la “visita general de mercaderes y regatones” (“El que compra del forastero por junto y revende por menudo”), visita de los molinos, visita de las carnicerías, a las pesas y medidas, patrones para corregirlas, la prohibición de construir, labrar y edificar sin respetar la ordenanza y permiso del alarife, construcción, reparación y limpieza de acequias, repartimiento de aguas, prohibición de contratar con indios, venta de vinos, vinagre y miel, precios de mercaderías, compras de ropas, compras de mercaderías procedentes de España, compras de cosas de comer y beber, jabón y cera, prohibición de hacer hoyos y adobes en la ciudad, limpieza de calles, prohibición a los negros de portar armas y de tener mancebas, prohibición de llevar ganado sin guarda, indemnizaciones por daños en sementeras, y disposiciones sobre el cumplimiento de penas. Pero además de las ordenanzas generales, los cabildos indianos frecuentemente acordaban ordenanzas, autos o decretos particulares relativos a materias tocantes a la policía y buena gobernación de la república, normalmente sancionados so pena de multas, de trabajo en la obras de la ciudad, e incluso de azotes. 6. DE LOS BIENES Y HACIENDA DE LAS CIUDADES Queda dicho que desde el mismo momento de la fundación se asignaban a la ciudad dos géneros de bienes: los “comunes” y los “propios”, y que ambos quedaban al cuidado del respectivo cabildo. Los “bienes” comunes estaban constituidos fundamentalmente por los ejidos y dehesas, cuya utilización por los vecinos era reglamentada por el cabildo, en cuanto a las épocas en las que podían realizarse ciertas labores colectivas en ellos, como la trilla por ejemplo, o en cuanto al número de reses que podían pacer en las dehesas. Los bienes “propios” por su partes consistían en ciertos inmuebles, muebles, o rentas o derechos que debían percibirse por el cabildo, bien porque habían sido concedidos por el monarca, bien porque les eran atribuidos por el uso y la costumbre. Dentro de tales bienes se hallaban, por ejemplo, una serie de rentas derivadas del alquiler de los propios, tales como las procedentes de la organización de lidias y juegos de cañas y toros, peleas de gallos, o las procedentes del alquiler de teatros, canchas de bolos, puestos o casuchas para mercaderes, o el cobro de ciertos derechos como el pontazgo por el paso de ciertos puentes, o el derecho de “balanza”, cobrado por el cabildo de Santiago de Chile por la exigencia de pesar en una balanza los bienes que se importaban o exportaban. Los propios y las rentas del cabildo debían rematarse en pública almoneda al mejor postor, prohibiéndose que las tantearan los arrendatarios anteriores. Los ingresos que así se reunían

eran administrados por el mismo cabildo, quien libraba los pagos en ellos sin intervención de los gobernadores o audiencias, pero anualmente debían tomarse cuenta de los propios por los oficiales reales, enviándose relación al Consejo de Indias, y además tales cuentas las debía rever un oidor. Durante el siglo XVIII y desde el reinado de don Felipe V se observó una continuada política de la Corona dirigida incorporar en ella las rentas y propios de las ciudades indianas, aunque ella nunca se concretó en la generalidad de los ramos que comprendían estos bienes, pero sí en algunos, como en el caso del asiento de la nieve, cuya historia singular da buena cuenta también de las preocupaciones de los cabildos indianos y de la importancia de la costumbre en estas materias. En el virreinato de la Nueva España fue el cabildo de la ciudad de Méjico el que, a finales del siglo XVI, decidió hacerse cargo del abastecimiento de nieve para la población durante las épocas de mayor calor y sequía, asumiendo en la práctica que las nieves de las cordilleras cercanas caían bajo su administración. Así, el 27 de mayo del año de 1596 mandó que se pregonara el remate del asiento de nieves para el aprovisionamiento de la ciudad, pero, al parecer, no hubo postores y sólo en el mes de junio del año 1620 se volvió a tratar de esta cuestión cuando Leonardo de Leaños solicitó al cabildo mejicano que se le concediera el asiento de nieve de la ciudad por el término de seis años, petición que no fue proveída directamente por el ayuntamiento, pues decidió que se sacara a remate dicho asiento, en el cual el único postor fue el citado Leaños y en dicha conformidad se le adjudicó el asiento de la nieve y la aloja de la ciudad por espacio de seis años. Aunque nada decían los capitulares mejicanos sobre la calidad jurídica de la nieve, su decisión de estancarla mediante un asiento implicaba directamente que se la consideraba dentro de la genérica condición de los “propios y arbitrios” de la ciudad, pues el producido del remate se incorporaba a los ingresos del cabildo que él mismo administraba y destinaba a obras públicas. El cabildo mejicano asumió, pues, desde finales del siglo XVI que la nieve era un bien estancado cuya administración le correspondía a la institución en cuanto cabeza de la ciudad. Por tal razón, al conceder el estanco de la nieve a su primer asentista en el año de 1620 fijó precisamente las condiciones que iban a regir dicho asiento: a) el asentista se obligaba a manejar el asiento por espacio de seis años; b) que para el manejo del asiento debía servirse de las personas que quisieren a jornal; c) que el precio del hielo en trozo debía ser de dos tomines la libra durante el primer año y que si en los sucesivos convenía rebajarlo, dicha rebaja debía ser acordada por el propio cabildo; d) que el asentista se obligaba a que no faltare el hielo durante los ocho meses de calor, so pena de diez pesos diarios; e) que debía el asentista prestar fianza de dos mil pesos; f) que era el cabildo quien le señalaría el lugar donde vendiera; g) que para contribuir al asentista a enfrentar sus gastos se le concedía también el asiento de la aloja, pero con la prohibición de hacerla como en Madrid y Segovia y vendiéndola fría a medio real el cuartillo. Fue común, pues, desde esta época que junto al asiento de la nieve también se adjudicara al asentista de ella el de la “aloja” que era, en palabras de Sebastián Covarrubias y Orozco (1539-1613): “Bebida muy ordinaria en el tiempo del estío, hecha de aguamiel y especias” y, comentaba a propósito de la etimología de la palabra que: “Si no pica no se tiene por buena” y que: “Dan fama a la de Segovia, y atribúyenlo al agua”.

Una vez introducido el asiento de la nieve y la aloja por el cabildo de la ciudad de Méjico hubo muchas otras ciudades novohispanas que siguieron su ejemplo. La segunda en establecerlo fue la de Puebla de los Ángeles, a cuyo cabildo le fue solicitado el asiento en febrero de 1626 por Juan de Villanueva, pero la corporación no aceptó la proposición y sólo hasta el año de 1638 se efectuó el primer remate del asiento de nieve. Finalmente, la corona, por real cédula fechada el 29 de septiembre de 1713, decidió que el “ramo de nieve” fuera incorporado y agregado directamente a la Real Hacienda. Con ello privaba a los cabildos novohispanos de la administración del asiento y su remate en pública almoneda pasaba a regirse enteramente por la Recopilación de Indias en sus leyes tocantes a las almonedas de hacienda real, y así el remate debía ser aprobado en Junta de Real Hacienda y confirmado por el virrey. En el Perú ocurrió otro tanto. Así en las primeras décadas del siglo XVII escribía Gaspar de Escalona y Agüero, en relación con la nieve, que: “Solía ser este género público, y como tal, le administraba en el Perú la Ciudad de los Reyes, que es donde se gasta, porque en las demás partes, o no la hay para enfriar la bebida, como es en los llanos, o no es menester, como en las Provincias que llaman de arriba, desde Potosí hasta Lima, por ser de temperamento frío, y rígido”, y, en tal carácter, agregaba que: “Dábase por la dicha Ciudad el permiso de traer nieve a ella de las sierras de Canta, cuatro días de camino a persona particular, que pagaba su procedido, con cuidar del aderezo de la Alameda. Y esto duró mucho tiempo, y en muy corta cantidad, por ser menos frecuentado el beber frío, que en estos tiempos”. Pareciera, pues, que el cabildo de la ciudad de Los Reyes no solía estancar la nieve mediante un asiento general, sino que simplemente se limitaba a conceder licencias a los particulares para que la extrajeran con el cargo de reparar y mantener la alameda de la ciudad, pero en cuanto los ingresos que procedían de estas licencias aumentaron, la Corona decidió incorporar en la Real Hacienda el ramo de nieves: “Creció la población, y al mismo paso el apetito de beber con nieve, por ocasionarlo los ardores del Verano, y llegando a ser muy cuantiosa la cantidad que cada año se recogía de su venta, determinó su Majestad incorporar este género en su Real Corona, declarándole por derecho Real, y prohibiendo que la dicha Ciudad, ni otro particular pudiese vender, arrendar, ni administrar”. Pero como prueba de la importancia de la costumbre en la vida concejil indiana, se puede apuntar que en el reino de Chile las nieves nunca estuvieron sujetas al régimen jurídico de su estanco y correspondiente asiento, de manera que, en principio no se las consideró como bienes de regalía, sino simplemente se les aplicó la disciplina general relativa a las aguas, de tal manera que su uso se consideraba común y público y, por ende, los vecinos libremente podían disponer de ella, aunque sujetos a las normas generales de policía. Era frecuente que en los meses del verano los habitantes de las ciudades del norte y centro del reino, como La Serena, Santiago y Rancagua utilizaran la nieve para la confección de bebidas heladas y también la ya citada aloja, muy frecuentes entre los alimentos y refrescos con que se acostumbraba agasajar a las visitas en las casas de más posibles y en los actos y ceremonias públicas, de manera que era habitual que se dispusiera privadamente del abastecimiento de nieve para tales finalidades.

En el caso de la ciudad de La Serena consta que en las corridas de toros celebradas con ocasión de la Jura de don Fernando VI se repartieron refrescos a los convidados, dentro de los cuales se hallaba la infaltable aloja, pues los asistentes habían consumido: “Variedad de sazonados dulces y confites y de varias bebidas de sorbetes, aloja y chocolate, y por postre un cartucho de drageas y almendras y anises de a libra a cada uno”, y para la Jura de don Carlos III el cabildo de la ciudad había pagado 16 pesos por el trabajo de ir a buscar nieve para la preparación de aloja y refrescos. Esta práctica era habitual también en la ciudad de Santiago, por ejemplo, en las ceremonias y festejos de entrada y recepción de los nuevos gobernadores del reino. Así consta que en 1799 al celebrarse los cinco días de toros para homenajear al nuevo presidente, gobernador y capitán general don Joaquín del Pino y Rozas se invirtió por el cabildo la suma de 300 pesos y tres reales en refrescos, entre los que había bebidas heladas y aloja: “Por 300 pesos, 3 reales de bebida de helado, aloja, colación, tostadas, panales, chocolate y demás especies”..

CAPÍTULO II LA REPÚBLICA DE LOS INDIOS “Ordenamos y mandamos que de aquí adelante por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera, no se pueda hacer esclavo indio alguno. Y Queremos y mandamos que sean tratados como vasallos de la Corona de Castilla, pues lo son”.

“En aquel Reyno Peruano ay dos Repúblicas, la una de españoles que deste han ydo y nacido en él, y la otra de los Indios naturales, y esta es la principal parte, porque con ellos, como un cuerpo con los nervios y huesos está en pie, se sustenta y conserva, y sobre los hombros dellos estriba todo el peso de la máquina de aquel Reyno”.

Leyes Nuevas, 1542. Juan Ortiz de Cervantes, Memorial, Madrid, 1619.

1. PRESUPUESTOS El descubrimiento colombino puso a la Corona de Castilla no sólo ante el desafío de organizar el gobierno de unos vastos y remotos territorios, sino también la situó ante la enorme población que en ellos habitaba y que, en caso alguno, constituía una unidad, pues había en ellos una gran variedad de pueblos con caracteres y costumbres muy distintos y en estados sociales también muy dispares. Los castellanos, a diferencia de la mayoría de las naciones europeas que en la época moderna entraron en contacto con pueblos diferentes en el África y en las mismas Indias Occidentales, no vacilaron en ver a los habitantes del Nuevo Mundo como personas, de modo que su encuentro con “el otro” se resolvió simplemente teniéndole como un igual. Así, desde temprano fue proclamada y defendida la libertad natural en que se hallaban, considerándoles desde un primer momento como personas y “vasallos de la Corona” y, en tal sentido, situándoles en un plano de radical igualdad con el de los vasallos hispanos de la misma Corona. Toda la política real y todas sus instituciones y agentes fueron dispuestos para amparar y favorecer a los vasallos indígenas de la Corona, porque, a pesar de su esencial igualdad con los demás vasallos de ella, se hallaban éstos en una particular situación de debilidad y fragilidad debido al desconocimiento de los modos de vida europeos. No se trataba simplemente de hacerles vivir sujetos a unas reglas y maneras ajenas a sus usos y costumbres, sino conservarles en ellas en cuanto no se opusieran a la fundamental misión evangélica, procurando que se relacionasen con los vasallos españoles en términos de justicia y de equidad, porque en este aspecto, como en tantos otros, la conquista castellana no excluyó a los indígenas de la sociedad política y civil, antes bien, propendió a su incorporación en ella. La Corona en las Indias se situó en una relación directa con los naturales, al igual como lo hizo respecto de los españoles, porque no consintió que se establecieran señoríos personales

sobre ellos ni por parte de los poderosos encomenderos, ni por parte de sus antiguos caciques y principales, a quienes el rey emperador prohibió expresamente, en el año de 1538, que “se puedan llamar o intitular Señores de los Pueblos”, porque así convenía a la conservación de la “preeminencia real”, de manera que únicamente podían “llamarse caciques o principales”. Se excluía así la posibilidad de constituir una suerte de sociedad estamental entre los naturales del Nuevo Mundo, aunque elló no significó que los caciques y principales dejaran de ejercer cierto señorío sobre los naturales que desde antes de la llegada de los castellanos les habían estado sujetos. La natural libertad de los indios, su condición de personas y de vasallos de la Corona, el reconocimiento de su diversidad cultural que les situaba como más frágiles ante los conquistadores, el firme propósito de procurar su pacífica evangelización y doctrina, el deseo de que convivieran y se relacionaran con los españoles para facilitar su conversión, fueron todas condiciones que se hallaron en la base de un especial régimen jurídico de amparo y protección que les dispensó la Corona a lo largo de los siglos, constituyendo con unos caracteres propios su particular “república”, es decir, su espacio y comunidad de vida social. 2. LOS INDIOS COMO VASALLOS LIBRES DE LA CORONA En tiempos del descubrimiento de las islas y tierra firme del Mar Océano era comúnmente admitido en los reinos cristianos de Europa que podía someterse a esclavitud a los pueblos infieles, como de hecho lo habían practicado y practicaban diversas naciones del Viejo Mundo. Por ello resulta particularmente notable que el mismo Colón considerara, desde un principio, como personas libres a los habitantes de las islas que había descubierto en su primer viaje, más aún si se tiene en cuenta que en el imaginario cultural europeo de la época era una creencia relativamente extendida que en aquellas partes del orbe debían habitar criaturas monstruosas. Pero el Almirante simplemente encontró a unos naturales gentiles y pacíficos, y por ello en la misma carta en la que anunciaba a los Reyes Católicos el éxito de su empresa, con ingenua sinceridad, les refería que: “En estas islas hasta aquí no he hallado hombres monstrudos, como muchos pensaban, más antes, es gente de muy lindo acatamiento”. Sin perjuicio de lo anterior, en los primeros años del descubrimiento hubo ciertos casos aislados en los que se sometió a esclavitud a algunos indios que se habían rebelado, pero tales situaciones y su legitimidad fueron cuestionadas inmediatamente. Así, el 16 de abril de 1495 los Reyes Católicos ordenaron que se supendiera toda venta de naturales mientras no se tuviera el parecer de teólogos y, poco tiempo después, en el año 1500, se declaró expresamente que los indios eran personas y vasallos libres de la Corona de Castilla, prohibiéndose, entonces, que se pudiera “prender ni cautivar a ninguna ni alguna persona ni personas de los indios de las dichas islas y Tierra firme de dicho mar Océano para los traer a estos mis reinos, ni para llevarlos a otras partes algunas, ni les hiciesen otro ningún mal ni daño en sus personas ni en sus bienes”. En este mismo sentido, bien conocida es la sincera preocupación de la reina doña Isabel por sus vasallos indígenas del otro lado de la Mar Océana, la que llegó hasta a un punto tal que en sus últimos momentos tuvo tiempo de recordarles en su codicilo para suplicar y encargar al rey don Fernando y a su hija doña Juana que no consintieran ni dieran lugar a que los indios vecinos y moradores del Nuevo

Mundo “reciban agravio alguno en sus personas y bienes”, y que en todo fueran “bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean”. Este reconocimiento de la natural libertad de los indios fue mantenido permanentemente por la Corona, y fue reafirmado en las Leyes de Burgos del año 1512, en las que se señalaba que los naturales del Nuevo Mundo eran libres, tal como ya lo había declarado la reina doña Isabel, aunque en el año siguiente se admitía en el Requerimiento, redactado por el jurista Juan López de Palacios Rubios, que pudieran ser sometidos a esclavitud aunque los indios que no se sometieran a la obediencia de la Iglesia y de la Corona, y algunos años más tarde, una real provisión fechada en Granada el 27 de noviembre de 1526, permitía que fueran hechos esclavos los indios que no se sometían y aquellos otros que impedían la predicación de la fe o que violentamente obstaculizaban “con mano armada que se busquen minas ni saquen de ellas oro ni de los otros metales que se hallasen”. En estos años de vacilaciones iniciales, en los que se toleraba en casos aislados la esclavitud de los indios, se daba en Castilla y las Indias una ardua discusión entre religiosos, teólogos y juristas acerca de la condición de los naturales, en la que había adquirido una especial importancia la predicación de fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), pues, desde el año de 1515, su principal intento había sido la defensa de los naturales frente a los malos tratamientos de que eran víctimas. El rey emperador estaba particularmente empeñado en actuar de acuerdo con el parecer de los teólogos y juristas, para asegurar no sólo la rectitud de su conciencia, sino también el más fiel y exacto cumplimiento del encargo que las bulas papales habían hecho a la Corona. Por ello, en agosto del año 1530 prohibió que se tomasen como esclavos a los indios, aunque fueran cogidos en guerra justa, decisión en la cual admitía las ideas de las Casas, las que también se reflejaron en la bula Sublimis Deus, dada por el papa Paulo III el 9 de junio de 1537, en la cual se declaraba solemnemente la libertad natural en que se hallaban los naturales del Nuevo Mundo, a pesar de su infidelidad: “Los dichos indios y todas las demás gentes que de aquí adelante vinieren a noticia de los cristianos, aunque estén fuera de la fe de Cristo, no están privados, ni deben estarlo, de su libertad ni del dominio de sus bienes”. Al comenzar el quinto decenio del siglo XVI la política real en cuanto a la general libertad de los naturales del Nuevo Mundo se hallaba plenamente asentada y en su consecuencia no fue raro que en las Leyes Nuevas de 1542 ella fuera nuevamente declarada, al igual que su condición de vasallos de la Corona. Pero, además, en las mismas Leyes se eliminó la posibilidad de someter a esclavitud a los indios: “Ordenamos y mandamos que de aquí adelante por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera, no se pueda hacer esclavo indio alguno”. Esta prohibición iba acompañada de la siguiente y gráfica orden: “Queremos y mandamos que sean tratados como vasallos de la Corona de Castilla, pues lo son”. A partir de este momento se encomendaría con pertinaz insistencia al Consejo de Indias que velara por el bien de los indios, y el mismo encargo se hizo a los virreyes, gobernadores y audiencias y, en general, a todos los oficiales reales, a quienes se ordenaba que tuvieran “el cuidado de mirar por ellos, y dar las órdenes convenientes, para que sean amparados, favorecidos y sobrellevados, por lo que deseamos, que se remedien los daños que padecen,

y vivan sin molestia y vejación, quedando esto de una vez asentado”. Con posterioridad, y sólo por razones que no tenían directa relación con la condición de naturales, la Corona permitió en casos muy excepcionales que ciertos indígenas pudieran caer en esclavitud. Así, por real cédula fechada el 8 de julio de 1598 se autorizó por el término de diez años la esclavitud de los indios pijaos de Popayán como una suerte de pena por sus prácticas antropofágicas. Por la misma razón otra cédula del 25 de enero de 1569 permitió esclavizar a los indios caribes, y en el año siguiente se daba una real cédula respecto de los indios mindanaos de las Filipinas que se habían convertido a la fe de Mahoma, luego reiterada por otra del 29 de mayo de 1620, que permitía hacerles esclavos cuando: “fueren de nación y por naturaleza moros y vinieren a otras islas a dogmatizar o enseñar su secta mahometana o hacer guerra a los españoles o indios que están sujetos a nos o a nuestro real servicio”. Un caso especial fue, a principios del siglo XVII, la situación de los indios rebeldes del reino de Chile, derivada de su general alzamiento en diciembre del año 1598, entre cuyas consecuencias se hallaron la violenta muerte del gobernador don Martín García Oñez de Loyola en la batalla de Curalaba ocurrida en la Natividad de aquel año, y la destrucción de todas las ciudades situadas al sur del río Bío Bío, exceptuada la ciudad de Santiago de Castro en la isla de Chiloé. En medio del temor generalizado de los habitantes del reino de Chile, que lo habían visto perecer y reducirse a la mitad, se generó una seria discusión acerca de la justicia de la guerra contra los naturales y sobre la licitud o no de darles por esclavos, con ocasión de la cual se escribieron una serie de memoriales por juristas y religiosos en los que se discutían con nuevos bríos las causas por las cuales parecía justo autorizar la esclavitud de estos indios rebeldes. Así, en 1599 el licenciado Melchor Calderón escribía un Tratado de la importancia y utilidad que hay en dar por esclavos a los indios rebelados de Chile, que fue aprobado en una junta formada por los superiores y letrados de las cinco órdenes religiosas que había en Santiago de Chile. Ese mismo año 1599 el obispo de La Imperial fray Reginaldo de Lizárraga escribió un Parecer acerca de si contra los indios de Arauco es justa la guerra que se les hace y si se pueden dar por esclavos, y por la misma época el vicario provincial de la orden de San Agustín fray Juan de Vascones presentó al Consejo de Indias una Petición en derecho... para que los rebeldes enemigos del reino de Chile sean declarados por esclavos del español que los hubiere a las manos. Las peticiones del reino fueron aceptadas por don Felipe III, quien el 26 de mayo de 1608 despachó una real cédula que ordenaba hacer la guerra a los naturales rebeldes del reino de Chile y permitía que fueran tomados como esclavos los indios mayores de diez años y medio y las indias mayores de nueve años y medios que fueran cogidas en guerra por militares, indios amigos o por cualquiera que participare en la pacificiación de la frontera. Esta real cédula fue recibida por el gobernador don Alonso García Ramón, quien la obedeció, pero no la cumplió, suplicándola al monarca porque, a su juicio, su conciencia de cristiano le impedía hacer esclavos a quienes la naturaleza había hecho libres y que luchaban en defensa de su tierra, sin embargo, su sucesor, el gobernador interino doctor Luis Merlo de la Fuente, la puso en ejecución en el año de 1610, pero dos años más tarde el virrey del Perú ordenaba suspender la aplicación de la cédula de esclavitud. Pero

nuevamente la autorización de la esclavitud de los indios rebeldes de Chile fue reiterada por don Felipe IV mediante cédula del 13 de abril de 1625, hasta que fue definitivamente suprimida por don Carlos II en virtud de una real cédula fechada el 20 de diciembre de 1674. Pero la libertad natural que se reconocía a los indígenas por la Corona no sólo era resguardada frente a la institución opuesta de la esclavitud o servidumbre, sino que era garantizada en sus más amplias y variadas manifestaciones, al igual como lo era en relación con los vasallos españoles. Así, por ejemplo, especial preocupación de la legislación real y conciliar indiana fue el garantizarles la más entera libertad para contraer matrimonio, entre ellos o con españoles: “Que los indios e indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con indios como con naturales de estos nuestros Reynos, o Españoles, nacidos en las Indias, y que en esto no se les ponga impedimento” (Rec. Ind. 6.1.2). También se les aseguraba su libertad de movimiento y de residencia: “Si constare que los indios se han ido a vivir de unos lugares a otros de su voluntad, no lo impidan las justicias, ni ministros, y déjenlos vivir y morar allí” (Rec. Ind. 6.1.12). Otra singular muestra del respeto a la libertad de los indios se presentó en cuanto a la educación, pues si bien la Corona pretendió claramente desde el reinado de don Carlos I difundir entre ellos la lengua castellana, al ordenarse en 1550 que, donde fuere posible, se pusieran escuelas para enseñarla a los naturales, ello sólo debía hacerse “a los que voluntariamente la quisieren aprender” y “como les sea de menos molestia y costo”. Así, pues, no se impuso una lengua, sino más bien la castellana acabó enriquecida por las de los propios naturales, quienes desde muy temprano fueron evangelizados por los religiosos en sus propios idiomas, redactándose catecismos y otros libros religiosos en sus lenguas propias e incluso gramáticas para aprenderlas, sin que pueda pasarse en silencio que la propia Corona dispuso que en todas las audiencias hubiera una o más plazas de “intérpretes” o “lenguas” para que los naturales pudieran actuar convenientemente en estrados, y que en algunos colegios y universidades se dotaron cátedras de lenguas indígenas. 3. LA LIBERTAD DE LOS NATURALES Y EL TRABAJO INDÍGENA La piedra en la cual durante los primeros años de la conquista siempre topaba y tropezaba la real declaración de la libertad de los naturales del Nuevo Mundo era la relativa a su trabajo o servicio personal, pues ya en los tiempos del gobierno colombino comenzó a introducirse en las islas del Caribe la práctica de repartir cierto número de indios a los castellanos para que trabajaran en su favor, sobre todo para labrar la tierra y coger oro, de manera que su libertad natural se volvía poca cosa al ser compelidos a prestar servicios personales a los conquistadores. Los desaciertos del Almirante para tratar con los conquistadores el problema del trabajo o servicio de los naturales fueron unas de las causas del término de su gobierno, época por la cual la Corona autorizaba a Nicolás de Ovando para que hiciera trabajar a los indios en las minas, pero pagándoles un jornal, pues era este salario el que dejaba a salvo su libertad. Sin

embargo, sólo sería a partir del año 1509, ya bajo el gobierno de don Diego Colón, cuando se autorizaría por la Corona el repartimiento de los naturales para que trabajaran en favor de los vecinos de las islas de las Antillas, y esta fue la causa primera de los malos tratamientos a los que se vieron expuestos y que ocasionaron la tenaz denuncia de los religiosos dominicos desde el año de 1511. La práctica de los repartimientos de naturales para que trabajaran en provecho de los conquistadores se enfrentaba radicalmente con la declaración de la libertad de sus personas. Por ello, en el año de 1512, las Leyes de Burgos conciliaron esta natural libertad de los indígenas con la necesidad de que trabajaran para evitar la ociosidad, siempre malmirada por la Corona. Aparecía así la institución de la “encomienda”, que permitía repartir entre 40 y 150 indígenas a un español para que trabajaran en su provecho, con la obligación de destinar un tercio de ellos a las labores mineras, pero con el cargo de tratarles bien, proporcionarles intrucción en la fe cristiana y, sobre todo, pagarles un salario de un peso en oro anual en “cosas de vestir” y otros bienes, pues tal salario era el que garantizaba que su trabajo fuera el de peronas libres y no el de esclavos. La práctica de los repartimientos de naturales para que trabajaran en beneficio de los españoles fue introducida también por Hernán Cortés en la Nueva España desde que iniciara su conquista en el año de 1519, pero con unas significativas modificaciones que implicaban que no se remuneraría el trabajo de los indios, pues tales repartimientos eran entendidos como mercedes para premiar a los conquistadores y como un eficaz instrumento para lograr que se radicaran en la tierra, supuesto que los beneficiarios de indios debían asentarse en el lugar donde sus indios les fueren encomendados y concurrir a la defensa de sus tierras, sin olvidar el siempre permanente cargo de evangelizarles. El régimen de la encomienda practicado por Cortés contrariaba claramente la política real en cuanto a la libertad de los naturales y generó también una serie de abusos y malos tratamientos, que fueron claramente denunciados por muchos eclesiásticos y letrados, entre ellos por Vasco de Qiroga, más tarde obispo de Michoacán, quien, junto a los miembros de la segunda audiencia de Méjico instalada en 1531 bajo la presidencia de fray Sebastián Ramírez de Fuenleal, se dio a la tarea de encontrar una solución a la cuestión del trabajo indígena. Fue fray Sebastián Ramírez de Fuenleal quien delineó las nuevas bases de la “encomienda indiana”, fundado en la realidad de los naturales de la Nueva España que tenían una clara conciencia tributaria desde antes de la llegada de los españoles, pues acostumbraban tributar a los señores aztecas. De esta manera, si los indios eran ahora vasallos de la Corona de Castilla estaban, al igual que los demás vasallos, en la obligación de prestarle tributos, tal como lo hacían antes respecto de sus señores indígenas a quienes habían sucedido legítimamente los reyes, los que debían ser tasados periódicamente por la real audiencia. Pero la Corona, por hacer bien y merced a los conquistadores podía, concederles el derecho a percibir y recibir para sí el tributo de tales naturales, y en tal merced del tributo de los indios consistirían ahora las encomiendas, eliminándose toda obligación de trabajo en favor de sus encomenderos. Esta nueva concepción de la encomienda, como una merced para la percepción del tributo a

que estaban obligados los naturales para con la Corona y sin cargo alguno de trabajar, garantizaba la libertad natural de los indios y reiteraba su trato como vasallos. Costó algún trabajo implantarla en la Nueva España y en el Perú, pero ya en los últimos años del reinado de don Carlos I se había eliminado el servicio personal de los indios y tasado el tributo que debían pagar a sus encomenderos, pues una real cédula del 22 de febrero de 1549 había prohibido todo servicio personal de los indígenas. Sin perjuicio de la generalidad de la encomienda como una merced real cuyo contenido era la tributación de los naturales encomendados, hubo ciertas regiones del Nuevo Mundo en las cuales ella adoptó algunas modalidades que consideraban la posibilidad del trabajo de los indígenas encomendados. Estas situaciones de excepción se justificaban porque, a diferencia de los naturales de Méjico y de los dominios del Inca en el Perú, había muchos pueblos indígenas que carecían de toda conciencia tributaria, de manera que el único modo de lograr que cumplieran con sus obligaciones de vasallos era tasar su tributo en servicio personal, lo que se hacía mediante la fijación de cierto número de día anuales que debían trabajar para el encomendero. Tal ocurrió, entre otros lugares, en Venezuela y Paraguay desde la segunda mitad del siglo XVI, y desde la misma época en el reino de Chile. Finalmente, entrado el siglo XVIII y cuando la encomienda ya había perdido mucho de su sentido tradicional, fue abolida en todo el Nuevo Mundo por don Felipe V mediante real cédula dada en San Lorenzo el 12 de julio de 1720 que mandaba incorporalas en la Real Corona. Sin embargo, por cédula del 30 de abril de 1723 se declaraban exentas de la medida anterior las encomiendas de las provincias del Tucumán, Paraguay y Chiloé, y por otra dada en Buen Retiro el 4 de julio de 1724 se autorizó su mantenimiento en el reino de Chile, debido a la pobreza de su tierra y de sus habitadores, y así subsistió en aquella austral Capitanía General hasta el año de 1791, cuando fue eliminada por orden de don Carlos IV. Una vez abolido el servicio personal de los indios, vinculado con el régimen de las encomiendas, los naturales del Nuevo Mundo quedaban en entera libertar para prestar su trabajo concertándolo voluntariamente a cambio del pago de un salario o jornal conveniente, pero para evitar cualquier opresión o apremio sobre ellos se dispuso, por regla general, que cuando los indígenas quisieran de su grado trabajar para algún español necesariamente debía intervenir un “protector” encargado de garantizar la justicia en la contratación y “asiento” de trabajo, cuya regulación particular tuvo una serie de variaciones a lo largo del tiempo, y también diferentes modalidades en unas regiones y otras, especialmente porque su disciplina habitualmente fue establecida por disposiciones particulares dictadas por virreyes, gobernadores o audiencias. En todo caso, la institución propia a través de la cual los indios alquilaban su trabajo era, naturalmente, una especie de “arrendamiento de servicios” denominado en el derecho indiano bajo el genérico nombre de “concierto” o “asiento” que, como queda dicho, tuvo caracteres peculiares en los distintos lugares del Nuevo Mundo. En el caso del reino de Chile, para procurar que efectivamente los naturales concertaran libremente su trabajo sin que fueran compelidos a ello, y para procurar que efectivamente se les pagare el jornal conveniente y justo, desde el mismo momento en el cual se estableció la Real

Audiencia de Santiago en el año de 1609 se dieron una serie de disposiciones sobre la materia. Así, uno de los primeros autos acordados del tribunal santiaguino, fechado el 28 de septiembre de 1609, junto con declarar la libertad de las indias y muchachos menores de 17 años quitándoles el servicio personal, dispuso que solamente podrían “concertar” su trabajo, bajo los siguientes principios: a) celebrar asientos de trabajo por un año “sin que puedan ser apremiados a servir a nadie contra su voluntad”; b) celebrarlos necesariamente con la intervención del protector de naturales o de la justicia; c) fijación y pago del salario convenido; d) obligación del que alquilaba el trabajo de curarles en sus enfermedades; e) facultad para mudar de amo una vez cumplido el asiento; f) facultad para prorrogar el asiento voluntariamente, pero sólo de año en año. Los mismos “conciertos” de trabajo de los naturales fueron regulados por otro auto acordado de la Real Audiencia de Santiago de Chile, fechado el 17 de febrero de 1694, fijándose en él el salario o jornal que debía pagarse diariamente a cada natural que concertaba su trabajo, cuyo monto se establecía en dos reales diarios más la alimentación, excepto “los indios que se concertaren para el beneficio del cáñamo y curtidurías, que a estos por ser mayor el trabajo se les permite que puedan concertarse en un real más del ordinario, que son tres reales, con más la comida en cada día”, y aquellos que se concertaban para la labor y beneficio de las minas “porque a los susodichos se les da facultad para que se puedan concertar en la forma que pudieren sin limitación alguna”. Distinto de esta especie libre y voluntaria de “asientos” o “conciertos” de trabajo era el régimen general de los “repartimientos”, cuya finalidad era la de evitar que hubiera en ambas repúblicas personas ociosas, vagas y malentretenidas, a quienes la Corona desde antiguo siempre vio como una carga y peligro social, de manera que aquellos que se hallaban ociosos, fueran españoles, indios o mestizos, debían concurrir a las plazas de sus ciudades o pueblos para que el corregidor u otras autoridades “concertaran” su trabajo por un salario justo con aquellos que lo necesitaran. 4. LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES Y SUS CACIQUES Y PRINCIPALES En el vasto y multiforme mosaico de pueblos que habitaban las Indias en el momento de la llegada de los españoles había dos grandes realidades políticas de carácter territorial: la recientemente impuesta en gran parte de Norte y Centro América por los Aztecas, y la constituida por el Inca y sus dominios en casi toda la América del Sur. Pero dentro de cada uno de tales señoríos convivían, más o menos pacíficamente, una pluralidad de pueblos de diverso origen y en muy variados estados sociales, donde las relaciones de poder, por lo general, se cimentaban en vinculaciones de señorío que no tenían necesariamente una base territorial, sino de dependencia personal en muy variados grados respecto de sus propios jefes, llamados con diversos nombres, de entre los cuales prevaleció el de origen taíno de “Caciques”. Desarticulados el “Imperio” azteca después de la muerte de Moctezuma y el del Inca tras la muerte de Atahualpa, los pueblos que estaban sujetos a sus dominaciones siguieron en la práctica bajo la dependencia de sus señores naturales o “principales”, lo mismo que aquellos otros pueblos que habían estado fuera de tales espacios de poder, sin perjuicio del superior reconocimiento de la jurisdicción de los monarcas. La Corona castellana no desconoció enteramente la realidad social de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo, de manera que admitió desde temprano la existencia de sus

organizaciones propias y peculiares bajo la dependencia de sus jefes, “caciques” o “principales”, quienes fueron asimilados a los “hidalgos”, de manera que estaban exentos de tributación, tal como ya lo señalaban las Leyes de Burgos de 1512 que les excluían de los repartimientos de trabajo, al igual que a sus hijos, de quienes poco tiempo después llegaría a decir fray Bartolomé de las Casas que eran “tan príncipes e infantes como los de Castilla”. El reconocimiento real a los jefes indígenas excluyó, en todo caso, el que ellos fueran considerados como “señores de vasallos” respecto de habitantes de sus pueblos, porque estos eran vasallos directos de la real Corona. Tal es la razón de la disposición del rey emperador del 26 de febrero de 1530 que prohibía “a los Caciques, que se puedan llamar, o intitular Señores de los Pueblos, porque así conviene a nuestro servicio y preeminencia Real”, permitiéndoles que “solamente puedan llamarse Caciques o Principales”, aunque en tiempos de don Felipe II se utilizaría alguna vez el término “señorío” para referirse a las potestades de los caciques, pero nunca en el sentido que tal término tenía en Castilla, porque solamente se les permitía conservar los derechos que se derivaban “de la antigüedad” y que “heredaron de sus padres”, siempre que los percibieran “con gusto de los indios y legítimo título”, quedando excluidos los que hubieran “impuesto tiránicamente contra razón y justicia”. El reconocimiento de los cacicazgos significaba que sus titulares indígenas y sus descendientes eran asimilados a los hidalgos castellanos, como se declaraba en la legislación indiana y como fue especialmente reiterado por una real cédula del 22 de marzo de 1697. Y, en su consecuencia, también implicaba que gozaran de un fuero especial, que les fue reconocido por don Carlos I en el año de 1549, en virtud del cual ningún juez ordinario podía prenderles o apresarles, a menos que fuera por un delito grave y, en todo caso, debía darse inmediata cuenta a la real audiencia para que entendiera en ello. La Corona castellana conservaba la condición y calidad de los caciques y principales por una especial consideración de justicia, porque, tal como lo declaraba don Felipe II en el año de 1557, era “justo que conserven sus derechos”, de manera que “el haber venido a nuestra obediencia no los haga de peor condición”. Por ello se mandaba que si los descendientes de caciques o principales pretendían suceder en tales cacicazgos a sus antepasados, las reales audiencias debían conocer de tales peticiones y resolverlas “con toda brevedad”, decidiéndose en 1614 que en los citados cacicazgos debían suceder “los hijos a sus padres”. En el año de 1576 se había prohibido que fueran caciques los “mestizos”, porque se había comprobado que maltrataban a los indios y que les “contagiaban” con sus malas costumbres, dificultando la evangelización. Como natural consecuencia del reconocimiento de los cacicazgos, la Corona admitió que los “principales” y “caciques” ejercieran ciertas facultades y potestades de correcccion y de gobierno sobre sus pueblos, incluso de carácter jurisdiccional, aunque una real cédula del año 1551 dispuso que: “La jurisdicción criminal, que los Caciques han de tener en los Indios de sus Pueblos, no se ha de entender en causas criminales, en que hubiere pena de muerte, mutilación de miembro, u otro castigo atroz, quedando siempre reservada para Nos”.

De este modo, pues, en la compleja tarea de articular en el gobierno de la monarquía a la república de los naturales del Nuevo Mundo, la Corona actuó de un modo tal que permitió la subsistencia de sus instituciones tradicionales, pero dentro del amplio espacio de la misma monarquía, a quien se hallaban sujetos directamente tanto los caciques y principales, como sus propios pueblos. Si embargo, el señorío de los caciques experimentó, como era natural, una serie de variaciones y transformaciones a lo largo del tiempo, derivadas muchas de ellas de la política real dirigida a organizar en pueblos de indios a los naturales del Nuevo Mundo y a la incorporación de ellos en los modos de vida propios de los españoles, pues tales pueblos de indios se organizaron de una manera similar a la que era peculiar de la república de los españoles, y pasaron a estar al cuidado de “alcaldes indios” y “regidores”, a cuyo cargo, decía don Felipe III, estaría el gobierno de los pueblos de naturales “en cuanto a lo universal”. En este contexto del reconocimiento de los señoríos indígenas un especial lugar ocupan aquellos pueblos que por su fidelidad a la Corona recibieron un particular tratamiento que les permitió conservar su organización política. Quizá el caso más señalado fue el de los tlaxcaltecas, quienes se aliaron gustosos a las pequeñas tropas de Hernán Cortés en la conquista del valle de Méjico para libertarse de las opresiones a que les tenían sujetos los aztecas. En el año de 1545 se dieron unas Ordenanzas para Tlaxcala, confirmadas en 1563 y 1585, en las que se reconocía expresamente que: “los Indios de Tlaxcala fueron de los primeros que en la Nueva España recibieron la santa Fe católica, y nos dieron la obediencia”, y por esta razón se mandaba a los virreyes y audiencia que tuvieran particular cuidado de honrarlos y favorecerlos “y llamarlos en las ocasiones de nuestro Real Servicio”, con la expresa indicación de que siempre se tuviera “mucha cuenta con su ciudad y República”. En la ciudad de Tlaxcala había un Alcalde Mayor indígena, respecto del cual se ordenó por don Felipe II que “se titule Gobernador, y que los Gobernadores de Indios de Tlaxcala sean naturales”, cuya organización civil al modo hispano, conservando a sus señores, ha sido idealmente inmortalizada por el pintor Rodrigo Gutiérrez en su conocido “El Senado de Tlaxcala” (1875), conservado en el Muso Nacional de Méjico. Los tlaxcaltecas recibieron toda suerte de honores y mercedes de la real Corona, y así, por ejemplo, don Felipe II les permitió que pudieran escribir directamente a la real persona, y los virreyes de Méjico les llamaban para que concurrieran en los actos publicos y solemnes de las juras reales, y en los entierros, honras y exequias de príncipes, como también se eximió a su ciudad del estanco del vino y la carnicería, disponiéndose por el mismo don Felipe II “que estas se rematen en la dicha ciudad ante la Justicia, y Regimiento, como se acostumbra en las Ciudades de estos Reynos”. Así, pues, poco trabajo costará el entender que los tlaxcaltecas se mantuvieran tenazmente fieles a don Fernando VII cuando los sucesos de la independencia de Méjico. 5. LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES Y LAS COSTUMBRES INDÍGENAS

En la constitución y mantenimiento de la “república de los indios” le cupo un principalísimo lugar a la conservación de sus usos y costumbres, que nunca llegaron a perder por entero, y conforme a muchos de los cuales siguieron dando curso a sus vidas. Pero, además de la natural y evidente pervivencia de las costumbres indígenas, que en nada penndía de la voluntad real, la Corona castellana no se dio a la tarea general de combatirlas y de procurar eliminarlas, salvo algunas muy singulares y, por el contrario, las reconoció expresamente y respecto de aquellas que tenían un contenido jurídico las incoporó dentro del universo y estructura del derecho aplicable en el Nuevo Mundo. Desde finales de la tercera década del siglo XVI se reconoció oficialmente el valor de las costumbres indígenas, aunque con algunas restricciones, no sólo en cuanto a aquellas generales tocantes a sus peculiares modos de ser, sino también a aquellas otras vinculadas al universo de las reglas jurídicas, las que fueron admitidas como un derecho aplicable solamente en las causas suscitadas entre naturales, pues, como lo afirmaba Solórzano y Pereyra, entre los naturales conversos la costumbre “suele valer y obrar mucho” En efecto, los Capítulos de Governadores y Regidores de la Nueva España, despachados en Madrid el 12 de julio de 1530, mandaban a estos oficiales reales que informaran a la audiencia sobre el modo de vivir de los naturales, y que mientras ello ocurría se guardaran los “buenos usos y costumbres” de los indios, siempre y cuando no fueren “contra nuestra religión cristiana”, recordándoseles además que en los procesos entre naturales se procediera “de palabra sin haber escrito ni proceso”. En esta misma línea, uno de los capítulos de las Leyes Nuevas de 1542 reiteraba que una de las principales ocupaciones de las audiencias americanas debía ser procurar la protección y alivio de los naturales sin que se permitiera el alargamiento de los pleitos entre indios, ni que ellos se tramitaran como procedos ordinarios, lo que solía “acontecer por la malicia de algunos abogados y procuradores”, sino que por el contrario ellos fueran despachados sumariamente “guardando sus usos y costumbres, no siendo claramente injustos, y que tengan las dichas Audiencias cuidado que así se guarde por los otros jueces inferiores”. Algún tiempo después, a petición de Juan Apobatz, cacique principal de las provincias de Verapaz y de otros caciques y vecinos, se despachó una real cédula el 6 de agosto de 1555 en la que se aprobaban y tenían por buenas “vuestras buenas leyes y buenas costumbres que antiguamente entre vosotros habéis tenido y tenéis para vuestro regimiento y policía, y las que habéis hecho y ordenado de nuevo todos vosotros juntos, con tanto que Nos podamos añadir lo que fuésemos servido, y nos pareciera que conviene al servicio de Dios Nuestro Señor, y nuestro, y a vuestra conservación y policía cristiana, no perjudicando a lo que vosotros tenéis hecho ni a las buenas costumbres y estatutos vuestros que fuesen justos y buenos”. Esta disposición se hizo general y fue incluida en la Recopilación de Indias de 1680, aunque con algunas alteraciones. De este modo, la Corona castellana admitía que los naturales conservaran sus “buenos usos” y “buenas costumbres”, comportándose respecto de ellos de una manera que claramente recordaba la vieja política real de “confirmar” los “buenos fueros” de las localidades hispanas y con las mismas restricciones que desde el siglo XIV se les venían aplicando reiteradamente. Tal respecto no era más que otra forma de mantener en “paz y justicia” a estos vasallos sin imponerles enteramente unos usos, costumbres y derechos

respecto de los cuales poca o ninguna noticia podían tener, de manera que los derechos indígenas debían aplicarse en los pleitos de los naturales, con la restricciones ya señaladas, tal como se afirmaba por los juristas indianos desde el siglo XVI. Así escribía en el Perú el licenciado Polo de Ondegardo, uno de los juristas que más conoció de las costumbres de los indios, que respecto de los naturales estaba: “Determinado por los teólogos la obligación que hay de guardar sus fueros y costumbres cuando no repugnasen al derecho natural, porque de otra manera y por la orden que se trata y ha tratado, no hay duda sino que a muchos se les quita el derecho adquirido, obligándolos a pasar por unas leyes, que ni supieron ni entendieron, ni vendrán en conocimiento de ellas de aquí a cien años”.. Si bien la corona reconoció valor genéricamente a las costumbres de los naturales con ciertas limitaciones, junto a ello privó de vigor expresamente a una serie de usos y costumbres indígenas, porque contrariaban los principios de la nueva fe que se les predicaba y que, entonces, se procuraron extirpar, pero, del mismo modo reconoció nominativamente otras. Para tener noticia de cuáles eran las costumbres que los indígenas tenían, la corona ordenó que se levantaran informaciones sobre ellas, como se hizo en Méjico y Perú. Así respecto de esta última región recordaba el licenciado Polo de Ondegardo que: “tuvo Su Majestad muy gran razón de mandar averiguar el origen del señorío de estos incas y la forma que tuvieron en servirse de las gentes de esta tierra y la que ellos mismos tenían en la distribución de lo que daban, porque de esto resultaría todo lo que tocaba justicia y fueros que entre ellos se guardaba” Entre las costumbres indígenas expresamente prohibidas se hallaban todas aquellas que contrariaban los preceptos de la religión cristiana, por ejemplo la antropofagia, los sacrificios humanos, la poligamia, la venta de las hijas para contraer matrimonio, y la entrega al cacique de las hijas de sus indios, aunque en muchas de estas materias, tanto la Iglesia como la Corona actuaron con un especial sentido de la realidad. Un claro caso del sentido práctico de la Corona y la Iglesia se presentaba en cuanto a la poligamia, frecuente entre muchos naturales, como lo era todavía en el reino de Chile durante el siglo XVII entre los llamados “indios amigos” que auxiliaban a los castellanos en la guerra de Arauco, tal como lo refería deliciosamente el obispo fray Gaspar de Villarroel: “...En esta guerra son las fuerzas principales ciertos indios amigos, que están en sus Reducciones. Ayudan, como en México a Cortés, los Tlascaltecas. Son varios, y pásanse con facilidad a los enemigos; mas como los Gobernadores necesitan de ellos, y perdidos una vez, no tiene el Reino seguridad, déjanlos vivir como paganos, y consiéntenles mil delitos. No tienen más lista de Católicos, que el carácter del Bautismo. Los más principales tienen ocho o diez mujeres, sin que entre estos indios haya número señalado: tiene más el que tiene más poder”. La opinión del docto agustino mostraba, muy a las claras, la práctica de la Iglesia y de la Corona en esta materia, y así afirmaba que: “No pecan la Audiencia y Gobernadores de Chile, consintiendo a los Indios Cristianos, que llaman amigos, que tengan muchas mujeres en sus casas, como las instruyan suficientemente, que de ellas sola la una es mujer legítima, y mancebas las otras, y que queden enterados, que también es pecado el amancebamiento, y les den bastantes ministros, para que poco a poco les vayan instruyendo, y sanando”. Si esta afirmación podía “ofender oídos piadosos”, el mismo

obispo se encargaba de explicar que: “Esta conclusión, dicha absolutamente, no suena bien, pero es evidente, si se explica, y se da la causa. No hay que dudar, sino que concurriendo dos inconvenientes, que estando encontrados son inevitables, se debe elegir el menor”. Otro ejemplo, quizá aún más significativo por lo llamativo de su contenido lo ofrecían también los referidos “indios amigos” del reino de Chile, en cuanto a ciertas prácticas y rituales antropofágicos, referidos de este modo por el mismo obispo Villarroel: “Los indios de Chile, caribes, bárbaros, y feroces, son naturalmente inclinados a comer carne humana, siendo prodigio en el mundo, que haya fiera, o ave, que no guarde ese decoro a su especie. Estos indios, ya cebados en cuerpos de Católicos vencidos, habiéndose unido con los Cristianos, desean acallar este tan inhumano apetito con carnes de los otros indios. En las entradas que hacen son unos leones, al abrigo de nuestros mosquetes. Hácense algunos prisioneros, y estos indios amigos piden los más señalados. Dánselos los Gobernadores, por excusar sus motines, y ellos entre sus borracheras, y bailes, usando con los desdichados ferocísimas crueldades, les sacan los corazones y se los comen crudos los más valientes. Asan los cuerpos, y cómenselos los que entre ellos se tienen por más soldados”. En este caso, igualmente, la opinión del docto obispo Villarroel, que fuera predicador del propio don Felipe IV, se inclinaba por considerar que era posible el que los gobernadores mantuvieran este uso y costumbre, aunque sus argumentos ahora eran más de jurista que de pastor: “Pueden los Gobernadores de Chile, sin lastimar sus conciencias, entregar algunos prisioneros a los indios que llaman amigos, para que los maten ellos. Esta conclusión, bien entendida, no tiene dificultad, porque aquellos bárbaros fueron presos en guerra justa, y por rebeldes, homicidas, ladrones y por otros millares de delitos, sacrilegios, robos, incendios, y estupros, están antecedentemente proscritos, y tiene libertad el Gobernador para elegir verdugos”. Pero no todo era prohibir costumbres indígenas y luego tolerarlas, sino también se reconocían expresamente algunas de ellas, tales como los “tianguez”, es decir, ciertos mercados tradicionales de los naturales, pues el prohibirlos era “novedad” de la que resultaba daño; y otro tanto ocurría con la propia institución del cacicazgo como queda referido, o con la “mita” que era un sistema de trabajos realizado por turnos o tandas, o el modo y forma que tenían los indígenas en usar y distribuir las aguas, también mediante alternativas o turnos, etc. 6. LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES Y LOS PUEBLOS DE INDIOS El ferviente empeño de la Corona castellana por cumplir con el encargo misionero que le había encomendado el papa en las bulas de donación dejó de manifiesto, desde los primeros momentos de la conquista, que para favorecer las tareas evangélicas resultaba conveniente que los naturales del Nuevo Mundo vivieran reunidos y en contacto con los españoles y así se procuró efectivamente desde el año de 1509 y, con especial preocupación, desde las Leyes de Burgos del año 1512. El criterio central que fijaban las Leyes de Burgos de 1512 en cuanto a la organización de los naturales era el establecerlos junto a los españoles, porque se consideraba que el “principal estorbo” que tenían los indios “para no enmendarse de sus vicios y que la doctrina cristiana les aproveche y se imprima en ellos” era el que tuvieran “sus asientos y

estancias tan lejos como los tienen y apartados de los lugares donde viven los españoles” y, por ello se decidía que fueran desplazados desde sus lugares a vivir junto a los españoles, donde recibirían tierras y aves de corral y se les construirían habitaciones. Esta política no produjó los frutos esperados, pues tendió a favorecer el mal trato y las conductas abusivas de los encomenderos, tan fuertemente denunciadas por los religiosos. Después de este intento inicial de reducción de los naturales acabó por consolidarse la política de organizar a los indígenas en “pueblos de indios”, distantes de los de españoles, donde podrían ser evangelizados cómodamente y sería más fácil el que aprendieran a “vivir en policía y buena política cristiana”. Los primeros intentos de esta nueva forma de organizar a los naturales los había realizado sin mucho éxito fray Pedro de Córdoba hacia el año de 1513 en la región de Cumaná en Venezuela, y tiempo después llevó a la práctica esta misma idea fray Bartolomé de las Casas en la región de Guatemala, y en Méjico también fue la política seguida por el obispo de Michoacán don Vasco de Quiroga desde 1532 en adelante, y más tarde por el primer virrey don Antonio de Mendoza y por don Luis de Velasco “el Mozo”. Desde la segunda mitad del siglo XVI se impuso la política de reducir a los indios a pueblos, separados de los españoles, cuyos resultados fueron diversos a lo largo del tiempo, y dependieron también del propio carácter y naturaleza de los indios, pues los había muy dados a la vida en comunidad y reunida, y otros de un genio y natural propensos a los desplazamientos y poco amigos de los asentamientos, como lo eran muchos de los pueblos indígenas de la región central y sur del reino de Chile. El rey emperador don Carlos declaraba oficialmente en 1538 cuál era el sentido de la reducción de los naturales a pueblos, cuando afirmaba que: “Para que los indios aprovechen mas en Christiandad, y policía, se debe ordenar, que vivan juntos, y concertadamente, pues de esta forma los conocerán sus Prelados, y atenderán mejor a su bien, y doctrina”. Por tal razón se mandaba a los virreyes y gobernadores que, “por todos los medios posibles”, procuraran que los indios se establecieran en pueblos, pero “sin hacerles opresión”, y además dándoles a “entender cuán útil y provechoso será para su aumento y buen gobierno”. Así como la Corona se preocupaba de los lugares en los cuales se fundaban las ciudades de los españoles, también ponía especial atención en los sitios en los que se habían de formar los pueblos y reducciones de los indios, de modo que tuvieran “comodidad de aguas, tierras, y montes, entradas y salidas, y labranzas”, sin que se olvidara la asignación de “un ejido de una legua de largo donde los indios puedan tener sus ganados, sin que se revuelvan con otros de españoles”. La fundación de estos pueblos y reducciones de indios debía realizarse, como queda dicho, sin oprimir a los indios, y por ello se cuidaba especialmente de no contrariar sus naturalezas disponiendo, por ejemplo, que los indios “de tierra fría no sean llevados a otra cuyo temple sea caliente, ni al contrario, aunque sea en la misma provincia, porque esta diferencia es muy nociva a su salud, y vida”. Por las mismas razones, en el año de 1560 se ordenaba que a los indios reducidos no se les quitaran las tierras que antes hubieran tenido, y por una real cédula del 17 de diciembre de 1551 se había dispuesto que en sus pueblos pudieran tener

toda suerte de ganados mayores y menores “como lo pueden hacer los españoles, sin ninguna diferencia”.. La quietud y tranquilidad de los indios en sus pueblos y reducciones era cuidadosamente resguardada por la Corona, que prohibió desde 1563 en adelante que en ellos pudieran vivir españoles, negros, mulatos o mestizos, facultándose a los alcaldes de los pueblos de indios para prender a los negros y mestizos hasta que llegara la justicia ordinaria. La presencia de los españoles en ellos se vedaba “porque se ha experimentado que algunos españoles, que tratan, trajinan, viven y andan entre indios, son hombres inquietos, de mal vivir, ladrones, jugadores, viciosos, y gente perdida, y por huir los indios de ser agraviados, dejan sus pueblos y provincias”.. Este mismo fundamento se hallaba en la orden que se daba en el año 1600 en cuanto a que ningún mercader pudiera permanecer mas de tres días en pueblos de indios, y que los viajeron no pudieran más que estar en ellos por un día. En cuanto a la prohibición tocante a los negros, mestizos y mulatos se decía que ella se establecía porque: “demás de tratarlos mal, se sirven de ellos, enseñan sus malas costumbres, y ociosidad, y también algunos errores, y vicios, que podrán estragar y pervertir el fruto que deseamos en orden a su salvación, aumento y quietud”. La organización de la república de los naturales en sus pueblos, además de considerar la existencia de iglesia o doctrina con sus ministros competentes para la debida evangelización, se estructuraba a semejanza de la república de los españoles, de modo que se fundaba en la existencia de alcaldes y regidores, cuyo número variaba dependiendo de la cantidad de casas que componían el pueblo o reducción. Así, en el año de 1618, se fijaba como regla general que en los pueblos de menos de cuarenta casas hubiera “un alcalde indio de la misma reducción”, en los que tuvieran entre cuarenta y ochenta casas “dos alcaldes y dos regidores, también indios”, y en los de más de ochenta casas “y aunque el pueblo sea muy grande, no haya más que dos alcaldes, y cuatro regidores”. Al igual como ocurría en la república de los españoles los oficios de la república de los naturales eran anuales y debían ser elegidos por los miembros salientes en el primer día del año “como se practica en pueblos de españoles e indios, en presencia de los Curas”, pero, a diferencia de lo experimentado en las ciudades de españoles, la Corona no introdujo la práctica de considerar vendibles y renunciables estos oficios de la república de los naturales. Era a estos alcaldes y regidores indígenas a quienes competía el gobierno de sus pueblos y reducciones, tal cual lo mandaba don Felipe III al disponer que: “estará el gobierno de los Pueblos a cargo de los dichos Alcaldes y Regidores en cuanto a lo universal”, pero conservando a los caciques la facultad de repartir los indios mediante la “mita” para los trabajos comunitarios de sus naturales. Los alcaldes de los pueblos de indios estaban dotados de jurisdicción correctiva y criminal, de manera que les estaba permitido hacer las averiguaciones por los delitos que se hubieran cometido en sus pueblos, prender a los delincuentes y conducirlos a las cárceles de los pueblos de españoles de sus distritos, facultándoseles tabién para imponer la pena de un día de prisión, seis u ocho azotes, a los indios que faltaren a misa los días de fiestas de guardar,

o a los que se embriagaren o cometieren otras faltas semejantes, con la especial advertencia de que si “si fuere embriaguez de muchos se ha de castigar con más rigor”. Dentro de este contexto poblacional indígena, particularmente felices fueron los resultados de la organización que los jesuitas dieron a algunos de ellos en sus tan conocidas y justamente alabadas “misiones”, intaladas primero en la región de Guairá, actual Paraná en Brasil, a partir del año 1609 y más tarde extendidas o trasladadas a la región de Río Grande del Sur, Misiones en Argentina y el Uruguay. En todas ellas se evangelizó eficazmente a los naturales y se les instruyó en todo género de artes y oficios contribuyendo a crear comunidades de vida dirigidas directamente por los misioneros, las que después de la expulsión de los Jesuitas, decretada en el año de 1767, quedaron en manos de los religiosos franciscanos, quienes no pudieron mantenerlas en el mismo estado de esplendor que habían tenido con sus predecesores. Durante el siglo XVIII el régimen general del mantenimiento de la república de los naturales se conservó, incluso a pesar del establecimiento de las intendencias. Así, por ejemplo, en las Ordenanzas de Intendentes de la Nueva España del año 1786 se mandaba en su capítulo 12 que únicamente en los pueblos de indios que fueran cabeceras de partidos y en los que hubiera habido tenientes de gobernador, corregidor o alcalde mayor debía ponerse un subdelegado “que lo ha de ser de las cuatro causas, y precisamente Español”, encargado de la administración de “justicia en los Pueblos que correspondan al partido, y mantenga a los naturales de él en buen orden, obediencia y civilidad”. Pero en el capítulo siguiente don Carlos III aclaraba que: “Sin embargo de esta providencia de poner Jueces Españoles en los Pueblos cabeceras de meros Indios que por el rrtículo antecedente se indican”, era su real voluntad “conservar a estos, por hacerles bien y merced, el derecho y antigua costumbre, donde la hubiere, de elegir cada año entre ellos mismos los Gobernadores o Alcaldes, y demás oficios de República que les permiten las Leyes y Ordenanzas para su régimen puramente económico”, y una vez realizadas tales elecciones de los indios en el tiempo y forma acostumbrados se debía dar cuenta al subdelegado o alcaldes ordinarios con informe al intendente de provincia. 7. LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES Y LOS INDIOS COMO PERSONAS MENESTEROSAS La Corona castellana se preocupó especialmente de los naturales, no sólo en lo que decía relación con el reconocimiento de su condición de personas libres y vasallos suyos que constituían una república propia y distinta de la de los españoles, sino que también desde la perspectiva de su vida civil en el contexto de una sociedad en la cual se pretendía que mantuvieran un trato constante con los conquistadores, y que fueran evangelizados e instruidos en los usos y costumbres de la sociedad española para su mantenimiento en una “buena política cristiana”. Mas, en este espacio amplio de relaciones entre los naturales y los españoles, se hallaban los indios en una clara situación de fragilidad, no sólo porque eran “nuevos en la fe”, sino también porque desconocían las reglas que gobernaban las relaciones que se daban en él, particularmente en el complejo universo de las negociaciones económicas, siempre envueltas en un lenguaje y unas formas jurídicas muy técnicas y prolijas, en las que, además, solía ser frecuente la escrituración y el registro negocial, con todas las

consecuencias que podían derivar de ellas en las ritualidades de unos procedimientos judiciales, también escritos. El sentido práctico de la política castellana se manifestó también en este aspecto, pues era claro que los naturales se hallaban en una situación de clara fragilidad frente a los castellanos y, por ende, se hacía preciso “ampararles y protegerles” para evitar que fueran defraudados o que no pudieran hacer valer eficazmente sus derechos. Contó aquí la Corona, como en tantas otras materias, con el conventiente auxilio de los juristas, quienes no tuvieron mayor dificultad para asimilar a los indios a una categoría jurídica de larga data en el sistema jurídico europeo de la época y que era la de “personas menesterosas” o “personas miserables”. Dentro de tales personas tradicionalmente se había considerado a los “rústicos”, a los huérfanos menores de veinticinco años, a las viudas “honestas y recogidas” (que no a todas, porque bien sabido era el adagio: “El hábito no hace al monje, al clérigo, ni a la viuda”), y a las mujeres casadas con “marido inútil”, personas todas que eran “dignas de misericordia”, y, por hallarse en mayores dificultades que las demás para defenderse y expuestas más fácilmente a ser engañadas y defraudadas, gozaban de un especial régimen jurídico de protección. Hubo así entre los juristas que trataron de las cuestiones indianas una gran preocupación, como era natural, por la condición jurídica de los naturales del Nuevo Mundo, quienes desde los principios de la conquista fueron considerados personas libres y súbditos de la corona, a quienes se incluyó, como queda dicho, dentro de la categoría de miserabiles personae con expresa invocación de una constitución del emperador Constantino del año 334 recogida en el Código de Justiniano (3.14) tocante a ciertas actuaciones en contra de las viudas y pupilos. De allí se hacía derivar su condición jurídica de “personas menesterosas”, la que era claramente explicada por los juristas indianos, aunque con casi total certeza fue el célebre jurista castellano, Gregorio López (1496-1560) quien, por primera vez, asignó a los indios el carácter de “personas miserables” en su claro contexto jurídico y no en el pastoral o evangélico con el cual algunos religiosos también les llamaban. Uno de los primeros juristas indianos que expuso con detenimiento la condición de los indios en cuanto “personas menesterosas” fue el canonista peruano Feliciano de Vega (1580-1640), fundado en una ley del Codex justinianeo y en su explicación por autores del derecho común europeo como Azo de Bolonia, Aufredo y Guido Papa, a propósito de lo cual explicaba la institución del “protector de naturales”, sobre la base de las categorías romanas del tutor y del pupilo, y la de sus auxiliares los procuradores y abogados de naturales. El presupuesto para la aplicación a los indios de la condición de personas miserables lo explicaba el mismo Feliciano de Vega, al decir que debido a su “condición de miseria, estaban sujetos a una multitud de peligros y de males”, y por ella se hallaban en la situación de no poder defenderse por sí mismos en sus negocios ni actuar en juicio sin ser auxiliados, de manera que resultaba imprescindible que actuaran asesorados por un “tutor” o “curador”. Tal era la razón por la cual, en el caso concreto del Nuevo Mundo, se había creado “Protectores” o “Procuradores”, sin cuya intervención no podían actuar extrajudicialmente, ni realizar gestiones judiciales, y agregaba que en el caso concreto de los reinos del Perú se había introducido, debido a la “rusticidad” e incapacidad de los

naturales, la institución de los “protectores generales” y de los “protectores especiales” y otros llamados “procuradores”, para que con la intervención de ellos actuaran los naturales en todos sus negocios. Este mismo fundamento de protección de los naturales en la raíz de la necesidad de actuar con el auxilio de un procurador se advertía en la opinión de Prudencio Antonio de Palacios, cuando escribía que: “Porque aunque sean mayores de edad, por la debilidad de juicio, no deben tener libre administración de sus cosas, porque están expuestos a muchos fraudes, engaños y asechanzas” De este modo, pues, los indios debían necesariamente actuar auxiliados por un protector o procurador de naturales en la celebración de sus contratos, para evitar que fueran defraudados. Pero sin perjuicio de ello, se les aplicaba también el principio general del derecho civil romano relativo a los menores de veinticinco años, como afirmaba Escalona y Agüero, al señalar que, por regla general, los indios podían hacer mejor su condición sin autoridad de sus protectores, y no peor sin ella, o con ella, mediante el beneficio de ser restituidos íntegramente al estado anterior de la celebración de algún acto o negocio que les hubiera perjudicado, y que les competía por su condición de personas miserables. De la asimilación de los naturales del Nuevo Mundo a la condición de “rústicos” o “personas menesterosas” derivaba un amplio régimen jurídico protector que se manifestaba en todos los ámbitos en los cuales podía desarrollarse la vida económica y jurídica de los indios, y así, por ejemplo, podían otorgar testamentos privilegiados sin las precisas formalidades del derecho común, sus causas eran consideradas “pleitos de corte” y, en consecuencia, tocaba su conocimiento a las audiencias reales y no a los jueces ordinarios, sus actuaciones judiciales no solían generar costas procesales, estaban excluidos de la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, pues, por ser nuevos en la fe, podían fácilmente incurrir en errores, y así sólo quedaban sujetos a la paternal corrección de sus prelados, etc. 8. LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES Y LOS NEGOCIOS Y CONTRATOS DE LOS INDIOS La reina doña Isabel con una admirable precisión había encargado a don Fernando y a su hija doña Juana que ampararan y protegieran a los indios en los dos grandes ámbitos que constituían a todos los hombres, tanto españoles como indios: sus “personas” y sus “bienes”, cuando precisamente les suplicaba y encargaba que no consintieran que los naturales del Nuevo Mundo “reciban agravio alguno en sus personas y bienes”. La protección de las personas de los indios se había concretado en la declaración y defensa de su libertad personal y en el reconocimiento de su libertad civil para constituirse en república diferenciada de la de españoles con el resguardo de sus buenos usos y costumbres y con la debida protección de tal libertad en sus relaciones con los españoles. Pero de poco hubiera servido todo ello si los indios no hubieran sido amparados en sus bienes garantizándoles de una manera concreta la libertad para disponer de ellos voluntariamente y a cubierto de todo daño o perjuicio maliciosamente causado, pues uno de los espacios sociales en los cuales la libertad encuentra su más amplio ejercicio es en el disponer de lo propio y, aun antes que ello, en adquirir bienes como propios y conservarlos y acrecentarlos. Reconocida desde un principio la condición de personas de los naturales del Nuevo Mundo y su libertad, la corona también les reconoció ampliamente su capacidad patrimonial, y expresamente

se declaró que habían de gozar plenamente de la libertad para contratar sin que fueran forzados o engañados, de modo que pudieran celebrar contratos con los españoles siempre que fuera “a contento de las partes”, utilizándose esta expresión que recuerda inmediatamente el lenguaje de don Alfonso X en la quinta de las Siete Partidas, precisamente en su definición de contrato como: “Todas las cosas que los hombres ponen entre sí, a placer de ambas partes”. Una real cédula del Emperador don Carlos fechada en Burgos el 6 de septiembre de 1521, y otras posteriores de Valladolid del 6 de junio de 1523 y de Toledo del 21 de mayo de 1534, todas ellas recopiladas, se encargaban de mandar que “entre indios y españoles haya comercio libre a contento de las partes”, porque, entre otras cosas se esperaba que: “El trato, rescate, y conversación de los Indios con los Españoles, los unirán en amistad, y comercio voluntario, siendo a contento de las partes, con que los Indios no sean inducidos, atemorizados, ni apremiados, y se proceda con buena fe, libre y general para unos y otros”. Esta disposición significaba que en materia contractual se aplicaban a los indios, como regla general, los principios comunes en la materia, es decir: a) la plena libertad para celebrar contratos; b) la amplia defensa de la libre voluntad para convenir los contratos (“a contento de las partes”, “libre y general para unos y otros”), y la consiguiente represión del dolo (“no sean inducidos”) y de la fuerza (“atemorizados, ni apremiados”) y; c) la disciplina general de la buena fe en la celebración y ejecución de los contratos (“se proceda de buena fe”), pues, como afirmaba Prudencio Antonio de Palacios al comentar la citada ley: “El comercio con los indios conviene establecerse de buena fe, y según los principios del derecho natural”, dentro de los cuales se encontraba el que, por derecho natural, nadie podía enriquecerse injustamente en daño de otro, como expresamente lo defendía Solórzano y Pereyra cuando afirmaba que “Los hispanos no deben enriquecerse con daño y lesión de los indios” (Locupletari non debent Hispani cum damno et jactura Indorum). La referida ley recopilada fue ratificada en algunos casos de contratos en particular, por ejemplo en cuanto a la venta de los frutos y mantenimientos producidos por los indios, tal como lo mandaron varias reales cédulas del siglo XVI recopiladas, cuyo tenor era el siguiente: “Acontece que las Justicias, Regidores, y Encomenderos de Indios no les consienten comerciar con libertad los mantenimientos, y otras cosas, que traen a las Ciudades, con pretexto de buen gobierno, o porque son de sus encomiendas, en que los Indios reciben muchas vejaciones, y daños, con fuerza, y violencia, no pudiendo disponer de sus frutos, y mantenimientos, y algunas veces se los quitan, habiendo de sustentar a sus mujeres, e hijos: Ordenamos a nuestras Audiencias y Justicias, que no permitan estos agravios, y los dejen vender libremente, y sin impedimento sus bienes, y frutos” En esta misma política de la corona no dejaba de ser realmente llamativo que la libertad para contratar reconocida a los indios significara también la aprobación y confirmación real de algunas de sus costumbres peculiares, como lo era en esta materia la de mantener sus mercados tradicionales o “tiánguez”, tal cual lo mandaron una real cédula fechada en Madrid el 2 de marzo de 1552 y otra dada allí mismo el 26 de abril de 1563, cuyo texto recopilado era el siguiente: “No se prohiba a los Indios hacer los tiangues, y mercados antiguos en sus Pueblos, ni consienta que reciban agravio, ni molestia de los Españoles, ni otras personas, aunque sea con pretexto de que vayan a vender a las Ciudades sus mercaderías, mantas, gallinas, maíz y otras cosas, que es novedad, de que resulta daño, y vejación”.

Los “tiánguez” eran muy frecuentes entre los indios de la Nueva España y por ello el derecho municipal indiano de aquel virreinato también reiteró la libertad de los naturales para mantener sus mercados tradicionales, como lo dispuso una ordenanza de gobierno fechada en Méjico el 23 de diciembre de 1578, recopilada por Montemayor y Cuenca, cuyo tenor era el siguiente: “Que los indios vendan libremente su maíz en los tianguiz y plazas públicas sin guardar postura”. En el mismo espíritu se encontraba un decreto del virrey fechado el 20 de octubre de 1725, confirmado por la Real Audiencia de Méjico el 31 de mayo de 1727, que mandaba: “Que los Indios puedan libremente matar las reses que necesiten, y en otro cualquier tiempo las que se les inutilizaren o mancaren, y vender la carne sin otra pensión que la de avisar al Abastecedor”. Pero sin perjuicio de la aplicación a los indios del régimen general de libertad para contratar y de toda la disciplina tocante a los contratos, ella se veía modificada en la práctica en cuatro ámbitos, a saber: a) el de la celebración general de contratos, como consecuencia de habérseles aplicado la categoría de “personas miserables”; b) la consiguiente aplicación de una serie de disposiciones de “privilegio”, frente a las reglas del derecho común, en materia contractual, como medidas de protección y beneficio; c) la disciplina particular de ciertos contratos en que intervenían indios; y d) la prohibición de comprar ciertos bienes, normalmente, por razones de buen gobierno. Como queda dicho, si bien se reconocía a los naturales una amplia libertad para contratar y ella era especialmente defendida por el derecho municipal indiano, para evitar que fueran defraudados se les incluyó en la categoría de “rústicos” o “personas menesterosas”. Con ello, quedaban sujetos a una disciplina de protección que, en materia de contratos, tenía una serie de consecuencias, dentro de las cuales la primera de ellas era la intervención de un “protector” en sus contratos, quien debía asistirles y velar porque no fueran defraudados. La aplicación de la condición de “personas menesterosas” a los indios implicaba también la existencia de una serie de disposiciones de “privilegio”, frente a las reglas del derecho común, en materia contractual, como medidas de protección y beneficio, entre las que se hallaban: a) el que cualquiera pudiera estipular o aceptar promesa en favor de los indios, aunque estuviera ausente; b) el que la fianza hecha por la mujer en favor del indio era eficaz y generaba obligaciones, a pesar del beneficio del senadoconsulto Veleyano; c) el beneficio de la restitutio in integrum, es decir, el derecho a ser restituidos al estado anterior a la celebración de un acto o contrato que estimaran que les era perjudicial, competía a los indios, no obstante su mayor edad; d) estaban exentos del pago de las alcabalas en sus actos y contratos, al igual que lo estaban los religiosos y clérigos; y e) los indios que habitaban en casas alquiladas, una vez terminado el tiempo del arrendamiento, si por su comodidad querían no dejarla, la podían mantener por el tanto que otro arrendatario diere. Sin perjuicio del régimen general de la intervención de protectores y procuradores de naturales en los contratos celebrados por los indios, había una especial regulación del contrato de compraventa cuando los indios vendías sus tierras, y también, de acuerdo con la doctrina de los autores, cuando se trataba de contratos de arrendamiento. La corona quería garantizar al máximo la plena protección de los naturales en cuanto a la conservación de sus tierras y, para evitar que fueran defraudados, introdujo una regulación de excepción frente al principio del derecho común, pues, desde se temprano se exigió,

además de la presencia del protector o procurador de naturales, la intervención judicial y la venta en pública subasta, tal cual lo mandaba una ley de la Recopilación de Indias, cuyo origen se remontaba a una cédula del 23 de marzo del año 1535 que había permitido a los vecinos españoles de Méjico “que queriendo los indios de su voluntad y sin apremio, y no de otra manera, vender cualesquiera heredamientos de tierras, los puedan comprar de ellos”, siempre que la compraventa se realizara ante un escribano y en presencia de un alcalde ordinario y “visto que la venta sea sin fraude”. Una particular preocupación del derecho municipal indiano en esta materia fue la de regular precisa y detalladamente la realización de la venta en subasta pública de los referidos bienes raíces de los indios, y así hubo algunas ordenanzas de los virreyes tocantes a esta cuestión, que de no ser cumplidas fielmente declaraban que “será la venta nula y de ningún valor ni efecto”. Los juristas indianos consideraban que las mismas precauciones y formalidades que debían cumplirse en las compraventas de bienes raíces de los indios debían observarse cuando se celebraban arrendamientos sobre ellas. Finalmente, en esta materia, el derecho especial de las Indias contenía algunas disposiciones singulares que impedían la venta de determinados bienes a los naturales, sobre todo por razones de policía y buen gobierno, al igual que con miras a su buena evangelización y mantenimiento en política cristiana. Una ley recopilada en 1680 establecía la prohibición general de vender armas a los indios, aunque contenía la excepción de poder darse licencia a los indios principales para llevarlas, y otra ley recopilada prohibía la venta de vino a los naturales: “por el grave daño que resulta contra la salud, y conservación de los Indios”

EPÍLOGO No puede concluir esta sumaria exposición del Gobierno de las Indias españolas sin la precisa observación tocante a que la obra institucional de Castilla, con sus luces y sombras, bien puede de calificarse de fundacional en relación con los estados sucesores de la Monarquía Hispano – Indiana. En efecto, se ha apuntado en diversos lugares de las páginas precedentes que muchas de las instituciones del gobierno indiano subsistieron en los estados hispanoamericanos nacidos después de la invasión de los franceses y del cautiverio de don Fernando VII, y que algunas de ellas aún se mantienen y conservan. El conocimiento de esta historia vuelve a mostrarnos que no es un mero nombre el de la comunidad histórico –cultural hispano americana, y que nuestras raíces se hunden a uno y otro lado de aquella Mar Océana navegada por Colón.

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Solamente con una finalidad de presentar algunas de las obras y estudios a los que puede recurrirse para conocer en profundidad algunos de los temas tratados en este libro se ofrece aquí una ligera enunciación de trabajos tocantes a las instituciones del gobierno indiano, sin afán exhaustivo alguno. Como exposiciones generales sobre el gobierno de las Indias españolas son de obligada consulta las obras clásicas del oidor de Charcas Juan de Matienzo (1510-1578), Gobierno del Perú (escrito en 1567, pero sólo editado en París en 1967 con estudio preliminar de Guillermo Lohmann Villena) que ofrece un panorama de la estructura gubernativa del virreinato peruano en la época de su consolidación; del oidor de Lima y consejero de Indias Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655) los dos tomos de su De Indiarum iure (Madrid 1629-1639), ahora en versión bilingüe por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid, 1994-2001) y su Política indiana (Madrid, 1647); del relator del Consejo de Indias Antonio de León Pinelo (1595-1660),Tablas cronológicas de los Reales Consejos Supremo y de la Cámara de las Indias Occidentales, (segunda edición en Madrid, Tipografía de Manuel Ginés Hernández, 1892), su Aparato Politico de las Indias Occidentales (Madrid, 1653); y del obipo de Santiago de Chile fray Gaspar de Villarroel (1587-1665) su Govierno eclesiástico y pacífico (Madrid, 1676). Entre las obras modernas de conjunto deben mencionarse las de José María Ots Capdequí: El Estado español en Indias (Madrid, 1957) e Historia del Derecho Español en América y el Derecho Indiano (Madrid, 1969), aunque ambas deben complementarse con las más modernas investigaciones; Antonio Muro Orejón y sus Lecciones de Historia del Derecho Indiano (Méjico, 1989), de fácil y didáctica lectura, pero también es necesario leerlas a las luz de obras más recientes; Bernardino Bravo Lira y su Historia de las instituciones políticas de Chile e Hispanoamérica (Santiago de Chile, 1986), en la que se ofrece un panorama general desde el descubrimiento hasta el siglo XX; José Manuel Pérez Prendes y su La monarquía indiana y el Estado de Derecho (Madrid, 1989); Ismael Sánchez Bella, Alberto de la Hera y Carlos Díaz Rementería, a quienes se debe un Historia del Derecho Indiano (Madrid, 1992), que dedica sus capítulos iniciales a una exposición sucinta de las instituciones políticas; Antonio Dougnac Rodríguez, autor de un Manual de Derecho Indiano (Méjico, 1994), centrado en los problemas iniciales de la conquista y la organización del gobierno indiano es una muy valiosa exposición general; y José Sánchez-Arcilla Bernal y sus Instituciones político – administrativas de la América española, de los cuales el segundo es una muy importante colección documental. Para el marco general ideológico y del pensamiento jurídico sobre el que descansaba la construcción institucional del gobierno indiano es particularmente sugerente el trabajo de Víctor Tau Anzoategui Casuismo y sistema. Indagación histórica sobre el espíritu del derecho indiano (Buenos Aires, 1992); y, desde otra perspectiva, puede ser útil Javier Barrientos Grandon y su Historia del Derecho Indiano del descubrimiento colombino a la codificación (Roma, 2000). Para la primera parte de este libro, dedicado al justo descubrimiento, adquisición y retención de las Indias por la Corona de Castilla, son clásicos los trabajos de Lewis Hanke, especialmente su La lucha por la justicia en la Conquista de América (Buenos Aires, 1949, Madrid, 1988); los de Juan Manzano Manzano: La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla (Madrid, 1948); los diversos estudios de Alfonso García Gallo reunidos en sus Estudios de Historia del Derecho Indiano (Madrid, 1972), y Los orígenes españoles de las instituciones americanas (Madrid, 1987); la serie de estudios reunidos en La ética en la conquista de América: Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, editados por Demetrio Ramos Pérez (Madrid, 1984); y el volumen V del Anuario Mexicano de Historia del Derecho (Méjico, 1993) que recoge los trabajos presentados a un Congreso especialmente dedicado a las “Bulas Alejandrinas”. En cuanto al régimen de las relaciones entre la Iglesia y la Corona castellana en las Indias no deben descuidarse los tratados clásicos de la época como el ya citado Gobierno eclesiástico y pacífico de fray Gaspar de Villarroel y el De Regio Patronatu Indiarum de Pedro Frasso (Madrid, 1677-1679) para el regalismo en su fase barroca; y para el regalismo dieciochesco la Víctima Real Legal de Antonio José Álvarez de Abreu, aparecida en Madrid en 1726; el Manifiesto canónico legal de Pedro de Hontalva Arce, publicado en Madrid en 1737; y el Manual Compendio de el Regio Patronato Indiano de Antonio Joaquín de

Ribadeneyra y Barrientos, publicado en Madrid en 1755. De las exposiciones modernas que tratan en su conjunto el real patronato indiano son de interés El derecho público de la Iglesia en Indias: estudio histórico – jurídico de Cayetano Bruno (Salamanca, 1967), e Iglesia y Corona en la América española de Alberto de la Hera (Madrid, 1992). Para el capítulo destinado al tratamiento de las instituciones del gobierno supremo y universal constituyen fuentes riquísimas en datos las de Juan de Solórzano y Pereyra tocantes al Consejo de Indias y su Memorial y discurso de las razones que se ofrecen para que el Real i Supremo Consejo de las Indias deba preceder en todos los actos públicos al que llaman de Flandres (sic) (Madrid, 1629); y Antonio de León Pinelo y sus Autos acuerdos y decretos de Gobierno del Real y Supremo Consejo de las Indias (Madrid, 1648). Para situar al Consejo de Indias en el contexto institucional de la monarquía resulta imprescindible Los Reales Consejos. El gobierno central de la Monarquía en los escritores sobre Madrid del siglo XVII de Feliciano Barrios Pintado (Madrid, 1988). Hasta el día las obras generales y básicas para el estudio del Consejo de Indias, sin perjuicio de las ya citadas Tablas cronológicas de León Pinelo, son la de Ernesto Schäfer para los siglos XVI y XVII: El Consejo Real y Supremo de las Indias. Su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria, I. Historia y organización del Consejo y de la Casa de la Contratación de las Indias (Sevilla, 1935) y El Consejo Real y Supremo de las Indias. Su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria, II. La labor del Consejo de Indias en la administración colonial (Sevilla, 1947), reeditadas recientemente (Madrid, 2003); las reunidas en 1970 en un volumen de estudios publicado por la Universidad de Valladolid para el siglo XVI: El Consejo de las Indias en el siglo XVI (Valladolid, 1970); la de Gildas Bernard para el siglo XVIII y primeros 8 años del siglo XIX: Le Secrétariat d'État et le Conseil espagnol des Indes, (1700-1808) (Genéve-Paris, 1976); y la de Rafael García Pérez para los reinados de Carlos III y Carlos IV, que matiza y rectifica muchas opiniones de Bernard respecto del Consejo durante el siglo XVIII: El Consejo de Indias durante los reinados de Carlos III y Carlos IV (Pamplona, 1998); a las que se pueden sumar algunos trabajos monográficos sobre aspectos concretos o desde perspectivas específicas, tales como los de Ramos Pérez: “El problema de la fundación del Consejo de Indias” (Anuario de Estudios Americanos, 26, Sevilla, 1969, pp. 385 – 425), y de Mark Burkholder: “The Council of the Indies in the Late Eigtheenth Century: A New Perspective” (Hispanic American Historical Review, 56, nr. 3, August, 1976, pp. 404 – 423), y del mismo Biographical Dictionary of Councilors of the Indies 1717-1808 (Greenwood Press, 1984), y como no es el propósito de esta reseña ofrecer un estado pormenorizado de la bibliografía remito al lector interesado al trabajo de Daniel Lastañeda: “La bibliografía jurídica del Consejo de Indias” (La supervivencia del Derecho Español en Hispanoamérica durante la época independiente, Méjico, 1998, pp. 95 – 108). La Cámara de Indias y las Juntas de Indias prácticamente no cuentan con bibliografía especializada, aunque se puede citar para su época de fundación el estudio de Jesús Real Díaz: “El Consejo de Cámara de Indias: génesis de su fundación” (Anuario de Estudios Americanos, XIX, Sevilla, 1962, pp. 725 – 758), el reciente de y utilísimo de José Antonio Escudero (Derecho y Administración Pública en las Indias, Toledo, 2002), sin olvidar a Francisco Baltar Rodríguez y su Las Juntas de Gobierno en la Monarquía Hispánica (Siglos XVI-XVII) (Madrid, 1998), y los datos, todavía de mucho interés, ofrecidos por Schäfer, más los recientes que aporta García Pérez. Para el conocimiento de la Casa de la Contratación aún debe recurrirse al ya citado trabajo de Schäfer sobre el Consejo de Indias y a los específicos que dedicó a ella: “Nuevas noticias sobre la fundaciónn e instalación definitiva de la Casa de Contratación de Sevilla” (Revista Investigación y Progreso, Madrid, 1934), “La Casa de Contratación de las Indias de Sevilla durante los siglos XVI y XVII” (Archivo Hispalense, 13, Sevilla, 1945, pp. 149-163), pero también a los estudios concretos de María Dolores Gibert: La Casa de Contratación de Sevilla (Madrid, 1935), Eduardo Ibarra Rodríguez: “Los precedentes de la Casa de Contratación de Sevilla”, (Revista de Indias, III, Madrid, 1941, pp. 85-99; IV, pp. 5-55; V, pp. 5-39), Leopoldo Zumalacárregui: “Las Ordenanzas de 1531 para la Casa de Contratación de Indias” (Revista de Indias, XXX, Madrid, 1947, pp. 749-782), del mismo “La Casa de la Contratación de las Indias durante los primeros años del reinado de Carlos V” (Anales de Economía, 11, Madrid, 1951, pp. 17-59), Gildas Bernard: “La Casa de la Contratación de Sevilla, luego de Cádiz, en el siglo XVIII” (Anuario de Estudios Americanos, 12, Sevilla, 1955, pp. 253-286), Juana Gil-Bermejo García: “La Casa de Contratación de Sevilla (algunos aspectos de su historia)” (Anuario de Estudios Americanos, 30, Sevilla, 1973, pp. 679-761), Luis Navarro García: “La Casa

de la Contratación en Cádiz” (La Burguesía mercantil gaditana (1650-1868), Cádiz, 1976, pp. 41-82), José Muñoz Pérez: “Deliberaciones acerca de la conversión de la Casa de Contratación en el Juzgado de Arribadas y Alzadas de Cádiz (1790-1793)” (Revista Chilena de Historia del Derecho, 11, Santiago de Chile, 1987), Eduardo Trueba: Sevilla, Tribunal del Océano (Sevilla, 1988), y a los recientes de Crespo Solana: La Casa de Contratación y la Intendencia General de Marina en Cádiz (1717-1730) (Madrid, 1996), y José Cervera Pery: La Casa de Contratación y el Consejo de Indias (Las razones de un superministerio) (Madrid, 1997). Para la nueva organización del gobierno central de la Monarquía e Indias durante el siglo XVIII ha de acudirse al modélico estudio de José Antonio Escudero sobre Los Secretarios de Estado y del Despacho (Madrid, 1969) y a Los orígenes del Consejo de Ministros (Madrid, 1979). Para los primeros decenios del siglo XIX a los estudios de Ismael Sánchez Bella: “La reforma de la Administración central en 1834” (Actas del III Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1974, pp. 655-688), Fernando de Arvizu y Galarraga: “El Consejo Real de España e Indias (1834-1836)” (Actas del III Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1974, pp. 383-408), Emma Montanos Ferrín: “La Junta Consultiva para los negocios de Gobernación de Ultramar (1838-1840)” (X Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y Estudios, II, Méjico, 1995, pp. 1089 - 1118), sin olvidar al reciente y muy sugerente libro de Eduardo Martiré que, bajo el simple título de 1808, revisa los acontecimientos vinculados con la invasión de los franceses (Buenos Aires, 2001). La extensa producción histórico – institucional tocante al ramo del gobierno temporal impide un registro pormenorizado de ella, sin perjuicio de lo cual conviente tener en cuenta a Mario Góngora y su El Estado en el Derecho Indiano. Epoca de su fundación 1492-1570 (Santiago de Chile, 1951), Jesús Lalinde Abadía: “El régimen virreino-senatorial en Indias” (Anuario de Historia del Derecho Español, 37, Madrid, 1967), Fernando Muro Romero: Las Presidencias-Gobernaciones en Indias (Sevilla, 1975), el artículo de Bernardino Bravo Lira: “Oficio y oficina, dos etapas en la historia del Estado indiano” (Anuario Histórico – Jurídico Ecuatoriano, V, Guayaquil, 1980, pp. 241-265), Alfonso García Gallo: “Alcaldes mayores y corregidores en Indias” (Estudios de Historia del Derecho Indiano, Madrid, 1972), Woodrow Borah y su El gobierno provincial de la Nueva España 1570-1787 (Méjico, 1985), el estudio de Ricardo Zorraquín Becú: “El oficio de gobernador en el Derecho Indiano” (Estudios de Historia del Derecho, 1, Buenos Aires, 1988). Para las reformas del siglo XVIII los trabajos de Alfonso García Gallo: La capitanía general como institución de gobierno político en España e Indias (Caracas, 1979), José María Mariluz Urquijo: Orígenes de la burocracia rioplatense. La Secretaría del Virreinato (Buenos Aires, 1974) y El agente de la Administración Pública en Indias (Buenos Aires, 1998), sobre las intendencias Luis Navarro García: Intendencias en Indias (Sevilla, 1959), Gisella Morazzani de Pérez Enciso: La intendencia en España y América (Caracas, 1966), Ricardo Rees Jones: El Despotismo Ilustrado y los intendentes de la Nueva España (Méjico, 1979), y Horst Pietschmann: Las reformas borbónicas y el sistema de intendencias en Nueva España: un estudio político-administrativo (Méjico, 1996). En el ramo de Justicia la situación de la bibliografía es similar a la de carácter político, pues la Audiencias indianas se muestran como una de las instituciones indianas que más se ha estudiado por la historiografía jurídica. Los trabajos que se han ocupado de ella superan los trescientos como lo mostraba santiago Gerardo Suárez hace más de un decenio: “Para una bibliografía de las reales audiencias” (Memoria del II Congreso Venezolano de Historia, I, Caracas, 1975) y Las reales audiencias indianas (Caracas, 1989) De las muchas obras que tratan de las audiencias americanas en general, además de los clásicos trabajos de Juan de Matienzo y Juan de Solórzano y Pereyra, todavía son de utilidad La magistratura indiana, de Enrique Ruiz Guiñazú (Buenos Aires, 1916) y la obra de Ernesto Schâfer sobre el Consejo de Indias, ya citada. De los más recientes, resulta insubstituible el artículo de García Gallo, Las audiencias de Indias, su origen y caracteres (Memoria del II Congreso Venezolano de Historia, I, Caracas, 1975), estudio notable por muchas consideraciones, pero especialmente por su perspectiva de análisis institucional en lo tocante a la competencia de estos tribunales, que precisa como únicamente de justicia. Un aporte interesante ha sido el de Mark Burkholder y Dewitt Chandler, en su From Impotence to Authority. The Spanish Crown and the American Audiencias 1687-1808 (Columbia, 1977. Hay versión castellana en Méjico, 1984) y en su Biographical Dictionary of Audiencias Ministers in the Americas 1680-1821 (Westport. 1982). Estas obras analizan las audiencias desde una perspectiva prosopográfica y ofrecen un riquísimo material sobre los ministros de ellas. En los últimos años el profesor Polanco Alcántara ha intentado un exposición general y de conjunto tocante a las audiencias indianas: Las reales audiencias en las provincias americanas de España (Madrid, 1992), y de gran utilidad es también la edición de las

Ordenanzas de audiencias indianas realizada por el profesor Sánchez-Arcilla Bernal: Las Ordenanzas de las Audiencias de Indias (1511-1821) (Madrid, 1992). Para las jurisdicciones especiales una buena exposición general es la editada por José Luis Soberanes: Los tribunales de la Nueva España. Antología (Méjico, 1980). El ramo de Hacienda cuenta con las exposiciones clásicas de Gaspar de Escalona y Agüero: Arcae limensis.Gazophilacium regium perubicum (Madrid, 1647) y de José de Rezábal y Ugarte: Tratado del real derecho de las medias-anatas seculares y del servicio de lanzas a que están obligados los títulos de Castilla (Madrid, 1792), y para las nuevas ideas económicas del siglo XVIII siempre resultarás imprescindibles Jerónimo de Ustáriz: Teoría y práctica del comercio y marina (Madrid, 1724), Dionisio de Alcedo y Herrera: Memorial informativo sobre diversos puntos tocantes al estado de la Real Hacienda y del comercio en las Indias (Lima, 1726), Bernardo de Ulloa: Restablecimiento de las fábricas y comercio español (Madrid, 1740), Bernardo Ward y su Proyecto económico (Madrid, 1762), y José Campillo y Cossio: Nuevo sistema de gobierno económico para América (Madrid, 1789). De las obras conteporáneas la mejor exposición general es La organización financiera de las Indias siglo XVI de Ismael Sánchez Bella (Sevilla, 1968, reeditada en Méjico, 1990). La Guerra cuenta con dos obras de época: el De officio praefecti militaris annonae de Pablo de Santiago Concha (Madrid, 1704), sobre el empleo de proveedor general de la Armada del Mar del Sur, y los Juzgados militares de España y sus Indias de Félix Colón de Larriategui (Madrid, 1788). Se pueden mencionar entre otros a Néstor Meza Villalobos: Régimen jurídico de la conquista y de la guerra de Arauco (Santiago de Chile, 1946), Alfonso García Gallo: “El servicio militar en Indias” (Anuario de Historia del Derecho Español, 26, Madrid, 1956), Carmen Purroy Turrillas: “Jurisdicción en Indias de los Capitanes Generales” (Causas militares (siglo XVII), Valladolid, 1996), y las obras de Santiago Gerardo Suárez: El ordenamiento militar de Indias (Caracas, 1971) y Las milias. Instituciones militares hispanoamericanas (Caracas, 1984). La república de los españoles cuenta con la pormenorizada exposición de Juan de Hevia Bolaños en su Curia Philippica (Lima, 1609), que aunque se detiene en aspectos de administración de justicia también se extiende a los demás. Sobre los cabildos americanos hay algunas obras generales como de Julio Alemparte Robles: El cabildo en Chile colonial (orígenes municipales de las repúblicas hispanoamericanas) (Santiago de Chile, 1940), Constantino Bayle: Los cabildos seculares en la América española (Madrid, 1952), y no deja de ser interesante Gabriel Guarda y su Santo Tomás de Aquino y las fuentes del urbanismo indiano (Santiago de Chile, 1965), a los que deben sumarse los trabajos de Guillermo Lohmann Villena: Los regidores del cabildo de Lima desde 1535 hasta 1635. (Estudio de un grupo de dominio) (Madrid, 1972), y Los regidores perpetuos del cabildo de Lima (1535-1821). Crónica y estudio de un grupo de gestión (Sevilla, 1983). Finalmente, de la extensísima bibliografía sobre la república de los indios en cuanto a su gobierno local son de utilidad Nestor Meza Villalobos: Historia de la Política Indígena del Estado Español en América (Santiago de Chile, 1975), Guillermo Lohmann Villena: El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias (Madrid, 1957), Constantino Bayle: Cabildos de indios en la América española (Madrid, 1951), Fernando Silva Vargas: Tierras y pueblos de indios en el reino de Chile. Esquema histórico – jurídico (Santiago de Chile, 1962), Francisco de Solano: Urbanismo y municipalización de la población indígena (Madrid, 1972), Ronald Escobedo Mansilla: Bienes y cajas de comunidad (Madrid, 1979).