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NUNC COCNOSCO EX PARTE

TRENT UNIVERSITY LIBRARY

HISPIRIA LIBROS Plaza José Antonio, 10 ZARAGOZA

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OBRAS

SELECTAS DE

JOSE FERRATER MORA

OBRAS SELECTAS DE JOSE FERRATER MORA I.

CONFESION PRELIMINAR LOS PRIMEROS PASOS TRES MAESTROS: UNAMUNO, ORTEGA, D’ORS TRES MUNDOS; CATALUÑA, ESPAÑA, EUROPA CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL EL HOMBRE EN LA ENCRUCIJADA

IL

LA FILOSOFIA EN EL MUNDO DE HOY EL ARTE DE ESCRIBIR LAS COSAS CLARAS EN TELA DE JUICIO EL SER Y LA MUERTE HACIA «EL SER Y EL SENTIDO»

I

JOSE FERRATER MORA

OBRAS SELECTAS I

Ediciones de la Revista de Occidente

Bárbara de Braganza, 12 MADRID

© Copyright by José Ferrater Mora, 1967. Editorial Revista de Occidente, S. A: Madrid (España), 1967. Depósito legal; M. 586 - 1967. Impreso en España. Sucesores de Rivadeneyra, S. A. Onésimo Redondo, 26 - Madrid-8

SUMARIO Págs. CONFESION PRELIMINAR.

9

LOS PRIMEROS PASOS .

21

Visita a Hegel. Esquemas sobre el cine.

23 29

TRES MAESTROS.

3o

Unamuno: Bosquejo de una filosofía.. ...

37

I. Unamuno y su generación. II. El hombre de carne y hueso. La idea del mundo. La idea de Dios. III. La inmortalidad. La tragedia del cristianismo. La idea de la his¬ toria . IV. España. El mundo hispánico. El quijotismo . V. La palabra. La obra literaria. VI. La idea de la ficción . VII. La idea de la realidad ... . Ortega y Gasset: Etapas de una filosofía. I. 11. III. IV.

39 66 70 85 95 103 110 117

Introducción. Objetivismo. Perspectivismo. Racio-vitalismo.

119 126 136 150

1. 2. 3.

El concepto de razón vital. La doctrina del hombre. La doctrina de la sociedad.

150 159 169

Pensamiento y realidad.

176

1. 2.

La idea del ser. La idea de la filosofía.

176 184

D’Ors: Sentido de una filosofía.

189

TRES MUNDOS: CATALUÑA, ESPAÑA, EUROPA.

199

Noticia autobibliográfica. Prefacio .

201 203

España y Europa veinte años después. Nuevas Cuestiones españolas.

207 226

V.

8 Págs.

Las formas de la vida catalana.

239

l ntrcducción.. . La continuidad. El seny. La mesura. La ironía .

239 243 253 261 267

Reflexiones sobre Cataluña. Una cuestión disputada: Cataluña y España . Unidad y pluralidad. Sobre estilos de pensar en la España del siglo xix.

276 282 293 303

CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL .

309

La unidad de las cuatro visiones.. . San Agustín o la visión cristiana . . Vico o la visión renacentista . Voltaire o la visión racionalista . Hegel o la visión absoluta.

311 320 332 343 355

EL HOMBRE EN LA ENCRUCIJADA. .

367

Prólogo a la segrmda edición.

369

Filosofía, ansiedad y renovación .

373

Primera parte:

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

I. II. III. IV. V. VI.

Segunda parte:

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

I. II. III IV. V.

Se plantea la cuestión .. Cínicos y estoicos: desprecio, resistencia y resignación. Los platónicos: la huida y la contemplación . Los futuristas . Los poderosos . El hombre nuevo.

387 408 ^^2

Crisis y reconstrucción . El La La La La

problema de la época moderna. crisis de los «pocos» . crisis de los «muchos» ... crisis de los «todos». sociedad contemporánea.

NOTICIA SOBRE LOS TEXTOS .

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CONFESION PRELIMINAR

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Si, al empezar a publicar algunos papeles (tras emborronar muchos más), se me hubiese asegurado que treinta años después una Editorial —que resultaría ser nada menos que la de la Revista de Occidente— se aprestaría a lanzar unos volúmenes míos con el título general de Obras Selectas, me habría ahorrado no pocas inquietudes con respecto a mi fu¬ turo literario. Lo más probable, claro, es que, con un porvenir literario tan bien asegurado, no habría tenido ninguno. El futuro no suele nacer de la seguridad. En todo caso aquí está el primero de los volúmenes aludidos, gracias a la generosidad de mi amigo José Ortega Spottorno y de la Editorial que tan diestramente regenta. Es un volumen que me alboroza, pero que a la vez me intimida. Trataré de razonar estos sentimientos encontrados en unas cuantas páginas que tienen algo de prólogo y mucho de confesión. Por lo pronto, confieso no pertenecer al gremio de quienes, al releer lo que escribieron, o publicaron, sea lo que fuere o cuando fuese, no les remuerde la conciencia. No tengo nada que alegar contra los miembros de este dichoso gremio; si no les remuerde la conciencia, no es porque no la tengan, sino porque tienen otra distinta de la que usufructúo. Con gusto me pasaría a su bando, si más no porque gozan de una virtud que secreta¬ mente envidio: la de poder enfrentarse con sus propios textos sin pesta¬ ñear y, por tanto, sin sucumbir a la tentación de volverlos del revés, cuando no de ponerlos fuera de combate. Sea porque juzguen sus textos intocables, sea porque estimen que es deshonesto negarse a sí mismo, los que pertenecen al gremio indicado no se plantean problemas cuando se trata de volver a publicar, o de seleccionar, sus obras. Ahí están, bue¬ nas, malas, o medianas, y lo único que cabe hacer es disponerlas en un razonable orden de batalla. Por temperamento, y acaso también por hábito, pertenezco a otro gre¬ mio: al de los que son incapaces de releer una sola página propia sin que les entre la comezón de reescribirla, y, en intención cuando menos, de mejorarla. Esta comezón puede convertirse en tortura. Lo que se ha dicho hace cinco, diez, veinte años, ^se seguiría manteniendo hoy? Y si no, ¿qué cabría decir en su lugar? Admitamos que lo dicho, dicho, ¿no cabría decirlo de otro modo? He ahí una frase turbia; habría que acla¬ rarla. He aquí una demasiado ampulosa; convendría retorcerle el cuello. He allá otra excesivamente concisa; se impone expHcaria. El resultado es un deseo imperioso de poner de nuevo la frase, la página, y hasta la obra

]2

Confesión preliminar

entera, en el telar con la esperanza, o la ilusión, de que, tras darle todas las vueltas necesarias, mejore un poco la calidad de la estofa. Puede apos¬ tarse doble contra sencillo que, a la postre, la obra saldrá ganando, y que si por ventura no mejora, no será precisamente porque sea inmejorable. Cierto que para eludir, o prevenir, estos quebraderos de cabeza queda siempre el recurso de decir: «Lo que fue, fue» o «A lo hecho, pecho», y lanzarse de prisa y corriendo a otra cosa. Pero me resulta ingrato arbi¬ trar semejante recurso cuando aún me queda aliento para volver sobre lo dicho. No porque lo que fue, fue, es forzoso concluir que lo que fue será. Mi pertenencia al gremio de los hurgadores y de los desasosegados explica que casi todos mis escritos hayan pasado por muy diversos avatares. En primer lugar, son escasos los que, al ser publicados de nuevo, se hayan mantenido íntegros. Los más han sido revisados y —así lo es¬ pero— depurados. No pocos han sido restaurados, y algunos hasta total¬ mente regenerados. En algunos casos he echado mano de remedios radi¬ cales; tal sucede cuando he descartado por entero una obra con el fin de sustituirla por otra cuya semejanza con la inmolada es pura coincidencia. En segundo lugar, aunque la gran mayoría de mis páginas han sido re¬ dactadas en español, las hay que lo han sido en otras lenguas: en inglés, en catalán y —en proporción mucho más modesta— en francés. Al ofre¬ cérseme la oportunidad de ponerlas en castellano, no he podido reprimir el impulso de introducir modificaciones más o menos sustanciales. Para complicar el asunto, he traducido yo mismo algunos de mis escritos a otras lenguas —^principalmente, al inglés—, aportando a la sazón altera¬ ciones que han repercutido oportunamente sobre posteriores publicacio¬ nes españolas. Todo lo cual se prestaría a enfadosas notas si mis escritos cayeran un día en manos de eruditos que no se contentan con versiones últinias y se empecinan en producir listas de variantes. Desde mi punto de vista, las notas sobran; lo único que permanece en pie es el hecho de que, al leer muchas de mis páginas para darles el visto bueno, me ha |>arecido que el visto podía dárselo, pero el bueno no. Se comprenderá, pues, que me sienta intimidado ante estos gruesos vo¬ lúmenes. Si bien en ellos constan (cuando las hay) las «versiones últimas» de los trabajos que contiene, persiste siempre el prurito de darles otro repa¬ so. Por una vez, sin embargo, he permitido que mi conciencia hiciera otra cosa que remorderme. Estas son páginas que tenía a mano, y sólo de vez en vez me he aventurado a afinarlas un tanto. En algunos casos, además, y especialmente con textos harto primerizos, me he tomado la libertad de dejarlas casi intactas. No quisiera que la tendencia a la de¬ puración se^ convirtiera en manía. Al fin y al cabo, estas son «Obras se¬ lectas»; sena impertinente, si no pretencioso, comenzar por ponerle peros a una selección.

Confesión preliminar

13

Varios amigos me han reprochado discretamente mi frecuente pre¬ ocupación por los modos de decir —o de escribir—. Algunos la conside¬ ran infructuosa; otros la estiman impropia. Infructuosa, porque hilar muy delgado suele pasar inadvertido; impropia, porque un escritor de ideas, y no digamos un filósofo, tiene que prestar más atención a lo que dice que al modo de decirlo. A los primeros sólo puedo responder que, en efecto, hilar muy del¬ gado pasa inadvertido casi siempre, pero que este deplorable hecho no justifica que se saque la pieza del telar intempestivamente. Se cuenta que cuando se estaba imprimiendo La guerra y la paz, Tolstoi sintió un re¬ concomio que le tuvo una noche entera en vela. A la mañana siguiente envió^ al impresor un telegrama ordenando... cambiar un adjetivo. Un acto infructuoso, casi gratuito. En la inmensa mole de los cuatro abulta¬ dos libros, el epflogo y el apéndice reunidos bajo el título de La guerra y la paz, ¿quién iba a notar el cambio de un adjetivo? Tolstoi, desde luego; el impresor, acaso; nadie más, probablemente. ¿Y en qué cambia¬ ba un adjetivo aquel océano de palabras? En tan poco, que es casi nada. Con todo, el reconcomio sentido por Tolstoi no es risible, y mucho me¬ nos grotesco; si más no, es símbolo de una firme voluntad de afinar una obra al máximo independientemente de los efectos que pueda producir —y hasta no producir— sobre los lectores. Hay una ley que se conoce con el nombre de «ley de los rendimientos decrecientes» y que puede expresarse como sigue: alcanzado cierto límite, los resultados conseguidos no compensan, o compensan cada vez menos, los esfuerzos invertidos. Admito la validez de la ley, pero sigo respetando, a modo de símbolo, el gesto de Tolstoi. Cierto que el perfeccionismo llevado a la exaspera¬ ción desemboca fácilmente en la esterilidad, como el revisionismo a ul¬ tranza conduce pronto a la degeneración. Pero, ¿puede hablarse entonces propiamente de perfeccionismo y de revisionismo? Sería confundir el le¬ gítimo desasosiego de Tolstoi con el grotesco deHrio de Joseph Grand, ese personaje de Camus que mastica perpetuamente la primera, y siempre única, frase de un manuscrito destinado a la inmortalidad. En este último caso no se trata de voluntad de perfección, sino de memez. No predico, pues, la contención por la contención. Tampoco, sin embargo, la exube¬ rancia por la exuberancia. Si se almacenan muchas ideas, lo más expedito es desembucharlas todas sin preocuparse demasiado por si aún no están bien amoladas. Pero en cuanto se pueda hay que ajustarlas y concertarlas, en provecho de ellas mismas y de los lectores presuntos. Al fin y al cabo, el número de los últimos es finito, y sus horas son contadas. La fertili¬ dad es, pues, digna de encomio, pero no lo es menos la asepsia. En las condiciones actuales, además, cuando casi todo el mundo escribe casi todo lo que le pasa por las mientes, es de agradecer que los autores se paren a meditar de vez en cuando sobre si lo que han escrito no podría boni-

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Confesión preliminar

ficarse. Lo mejor sigue siendo enemigo de lo bueno, pero no bay nada que no pueda hacerse un poco mejor. No puedo responder con el mismo desenfado a quienes insisten en que lo fundamental es lo que se diga y no el modo de decirlo. La cues¬ tión que con ello suscitan es sumamente espinosa, y no puede despacharse en cuatro palabras. Por lo pronto, descartaré los géneros donde —como la novela, y es¬ pecialmente la poesía— los modos de decir pueden convertirse en materia de creación literaria. Me ceñiré a los ^*

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•»>r acaso más importante y decisiva que la del modernismo. Otros, finalmente, se atienen a características de índole a la vez ^mas personales y generales. Se habla entonces de la comunidad de visión que parece centrarse al principio sólo en lo negativo —la aversión a la retórica hueca, a la España oficial y rutinaria, a la angostura espiri¬ tual, al cada día más vasto y embrutecedor marasmo—, pero que se va trocando, ya desde muy pronto, en hallazgos positivos —la renovación del lenguaje, la busca de la autenticidad, el redescubrimiento de la rea¬ lidad y especialmente del paisaje—. Tal comunidad de visión parece tanto mejor perfilada cuanto mas la contrastamos con los modos de ver hasta entonces habituales en España; cualesquiera que sean los hilos que enla¬ cen los desvelos del 98 con otros cronológicamente anteriores —y hay más de los que los propios miembros de la generación pensaron con frecuencia—, se supone que la generación que nos ocupa tiende a cerrarse sobre sí misma para constituir una bien acabada unidad. No incumbe aquí considerar con detalle las anteriores opiniones; las hemos reseñado, sin embargo, porque en todas ellas, y en particular en las dos últimas de cada párrafo, se encuentran elementos aprovechables. Ahora bien, sólo puede hacerse justicia a la complejidad que ofrece la realidad designada con la frase ‘generación española de 1898’ cuando se re¬ huye el excesivo esquematismo. Por bien trabada internamente que se halle una generación, no es nunca, en efecto, un núcleo invariable e in¬ conmovible: es un punto de condensación de tendencias, anhelos, ideas, actitudes; punto de condensación, además, que en vez de ser enteramente dado desde el comienzo, se va haciendo —y también deshaciendo— en el curso de la historia. De ahí ciertas aparentes paradojas: que se pueda pertenecer más o menos completamente a una generación; que sea posible insertarse en ella o alejarse de ella; que haya individuos que no lleguen a incorporarse a una generación y otros que atraviesen y aun dominen en el curso de su vida varias de ellas. Pero estas paradojas son poco temi¬ bles; de hecho, permiten eludir ciertas dificultades que de lo contrario amenazarían con obstruir por completo el camino. Permiten admitir, por ejemplo, que, aunque nacidos aproximadamente hacia las mismas fechas y con cierta anterioridad a los otros escritores mencionados, Unamuno y Ganivet mantienen un tipo distinto de relación con ese «punto de con¬ densación» calificado de generación de 1898: muy íntimo y central el del primero; p>oco definido y harto periférico el del segundo. Y ello no por razones intrincadas, sino por el simple hecho de que mientras Una¬ muno participó de lleno en todos los problemas habidos desde la genera¬ ción del 98 y aun en torno a ella, Ganivet murió exactamente en el

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Tres maestros

año 1898, cuando muchos de aquellos problemas estaban apenas encen¬ tados. Así, y fiándonos más de las realidades de la actuación que de las rigideces de la cronología, diremos que Unamuno fue y no fue a la vez miembro de esa «generación intermedia» inmediatamente anterior a la del 98. Lo fue por la fecha de su nacimiento, por la vinculación a cier¬ tos modos mentales, característicos asimismo de Ganivet, por el hecho de que ante los escritores más estrictamente del 98 hizo ya —como lo ates¬ tiguan algunas descripciones de Azorín— figura de maestro. No lo fue por las fechas de su actuación, por su contribución decisiva a muchos de los rasgos que, según vimos anteriormente, han contribuido a perfilar para la posteridad la figura de la generación de 1898. Así, diremos tam¬ bién que respecto a cada uno de los temas que agitaron, cuando menos durante unos años, las más destacadas mentes de la generación de 1898 —europeísmo e hispanismo, renovación y tradición, tensión y marasmo, para citar sólo algunos de los más conspicuos—, Unamuno adoptó actitu¬ des que a veces concordaron, pero que en ocasiones discreparon conside¬ rablemente de las asumidas por un 1898 ideal —o medio—; como lo ha subrayado Francisco Ayala, Unamrmo ha representado en muchos aspec¬ tos de la cultura española algo muy distinto tanto de una continuación como de ima mera interrupción: un verdadero «punto y aparte». Adopte¬ mos, pues, el cuadro ya tradicional de la generación de 1898 para situar a Unamuno, pero introduzcamos, siempre que sea necesario, modificacio¬ nes en su marco. Modificaciones tanto más necesarias cuanto más tenga¬ mos en cuenta el conjunto de la obra y de la actuación de Unamuno en vez de limitamos a sus puntos de partida. Pues por ser, en una de sus dimensiones esenciales, obra de filosofo, la de Unamuno tiene que enla¬ zarse, para compararla o contrastarla, con la de p>ensadores de generacio¬ nes posteriores a la del 98, en particular con la de quienes hicieron du¬ rante tantos años en España figura de maestros del pensamiento: Ortega y Gasset y Eugenio d Ors. Los tres han coincidido durante decenios en el tiempo y en las preocupaciones: sus respuestas distintas, sus diferentes modos mentales, no pueden hacernos olvidar que, a medida que avanza el tiempo y se van suavizando las aristas de sus respectivas individuaUdades, todos ellos parecen constituir un conjunto relativamente indepen¬ diente del conocido con el nombre de ‘una generación’. F^ha y lugar de nacimiento —he aquí, pues, dos datos decisivos—. Insuficientes, empero, aun e:^rimidos hasta el máximo, pues la luz que proyectan es sobre todo publica, dejando en la j>enumbra esa vida privada y retirada de la que Unamuno se sustentó sin tregua aun en los instantes de notoriedad, máxima. Como toda vida auténticamente privada, la de Unamuno sera siempre un secreto —ese famoso «secreto de los corazo¬ nes» que, según los teólogos, sólo ante Dios se descubre—. Pero podemos suponer cuando menos que en ese silencio de su vida privada e interior se halla la raíz de muchos de sus actos y de sus expresiones conocidos

Unamufio: Bosquejo de una filosofía

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y aun^ que estos son interrupciones ocasionales de un más dilatado y denso silencio: el silencio de las últimas, inexpresadas, experiencias humanas. En lo que a continuación sigue intentaremos vislumbrar algunas de éstas, pero reconociendo que las más hondas y decisivas quedarán para siempre ignoradas, constituyendo el gran misterio de una figura que sólo en apa¬ riencia se entrego por entero en cada una de sus actuaciones públicas. Este denso silencio profundo se implantó en la vida de Unamuno pro¬ bablemente ya desde los primeros años. Contrastando con él, España pa¬ recía sumergida en una vida febril sin que se supiera bien si obedecían a debilidad o a vigor los crecientes latidos de su pulso. Eran tiempos de revolución y de crisis: la del 68, la del 69, la del 70, Pero estas revolu¬ ciones y crisis no se habían resuelto todavía en guerra, en la llamada ter¬ cera guerra civil. Ardió ésta con particular tesón por el Norte, especial¬ mente al comenzar el sitio de Bilbao por los carlistas, en diciembre de 1873, cuando Unamuno tenía nueve años y había perdido ya, tres años antes, a su padre. Es una edad en la cual cuanto acontece en torno puede ejercer influencia decisiva. Así sucedió en Unamuno cuando tuvo lugar lo que él mismo ha considerado como el primer hecho significativo en su vida: la explosión, el 21 de febrero de 1874, sobre uno de los tejados cercanos a su casa, de una bomba carlista. Esta explosión dejó tras sí ese caracte¬ rístico «olor a pólvora» a través del cual se forjó nuestro pensador mu¬ chas de sus ideas y sentimientos acerca de España. Pues lo que percibió en esa explosión, lo que contemplaba por las calles de Bilbao, lo que oía musitar —o gritar— a los mayores que le rodeaban era lo que tan¬ tas veces se reiteró en el curso de su existencia: la presencia de ellos, de unos ellos siempre muy próximos a nosotros: españoles cualquiera que fuera el bando al cual pertenecieran y las ideas —o la falta de ideas— con que despedazaran a los contrarios. Así, lo que parecía decidirse en esta lucha —^lo que, en todo caso, repercutió sobre el espíritu de Unamuno— parecía menos, como en nuestra época estamos inclinados a sospechar, un conjunto de problemas económicos y sociales que una serie de obsesiones. Fueron las que presenció Unamuno en medio de las tardes monótonas de la escuela y de las peleas infantiles que describió en sus Recuerdos de niñez y de la mocedad: voces airadas junto a palabras sensatas, crueldad feroz unida a un profundo sentimiento humano, vagos y confusos jirones del anarquismo absolutista español. El olor de pólvora en el sitio de Bilbao constituyó la experiencia bᬠsica de la que surgió Faz en la guerra. Unamuno pensó hacer de esta no¬ vela una epopeya objetiva de la lucha de España, al modo como la litada había sido la epopeya de la guerra de Troya. Y, en efecto, lo que se no¬ vela en Faz en la guerra es menos un acontecimiento histórico que la esencia de un pueblo, menos un conjunto de hechos que un alma. De ahí que esta obra sea en buena parte el germen de las posteriores inter¬ pretaciones dadas por Unamuno al alma de su pueblo, así como la pri-

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Tres maestroi

mera manifestación plenaria de la busca de la paz en medio de la guerra constante. Por lo demás, mucho de lo que Unamuno vio luego en España fue la explosión de una serie de bombas, Y en medio de una de estas explosiones, en la última y más violenta de ella, se extinguió su voz. Un año después, en 1875, Unamuno ingresó, terminada la primera enseñanza, en el Instituto Vizcaíno de Bilbao. Poco sabemos de la época de sus estudios secundarios, entre 1875 y 1880, pero no pensamos equi¬ vocarnos mucho si afirmamos que entre las experiencias fundamentales habidas una fue decisiva: la del descubrimiento de mundos hasta entonces ignorados, a través de ávidas y desordenadas lecturas. Dos clases de estas lecturas debían de predominar. En primer lugar, las de la poesía de la palabra y del corazón; en segundo término, las de la poesía del |>ensamiento y de la cabeza. En una biografía completa de Unamuno habría que investigar con algún cuidado cuáles fueron estas lecturas, de las que destacaremos ahora sólo la de Raimes, de Donoso Cortés, de los poetas románticos españoles, de Trueba. También posiblemente las lecturas de las propias poesías, a las que no quita originalidad el hecho de que co¬ miencen por ser en gran parte imitaciones, si es cierto, como sospecha Unamuno, que hay originalidad siempre que haya apropiación radical. Silencio durante estos años, un silencio que merecería tanta atención por lo menos como las más violentas y ruidosas manifestaciones de la edad madura. Para conocerlo a fondo y describir la función que desem¬ peñó en su obra se necesitaría, sin embargo, algo más que haber con¬ vivido con la persona o que tener acabada noticia de todos los hechos sa¬ lientes de su vida; se requeriría haber asistido a alguna de esas confesio¬ nes personales que sólo muy de tarde en tarde se hacen generalmente a quien no ha de aprovecharlas para enriquecer ninguna bibliografía. Cierto que la propia obra de Unamuno es en parte muy considerable una con¬ fesión personal. Pero aun sacudida hasta el fondo resulta insuficiente para alcanzar las raíces últimas de la vida que la sustenta. Conviene advertirlo para tener desde ahora en cuenta que cuanto digamos acerca de la vida de Unamuno es casi siempre, y bien a pesar nuestro, sólo lo que puede verse al acercarnos a uno de los primeros planos. Los últimos planos se adelantan también a veces, y casi tenemos la impresión de que los esta¬ mos tocando. Pero en el momento de apresarlos nos topamos de nuevo con la pantalla que interpone el silencio, fondo sobre el cual se destaca, a menudo redoblada por el eco, la voz del autor. La terminación de los estudios secundarios, en 1880, arrancó a Una¬ muno de su Bilbao nativo para trasladarlo a Madrid, donde cursó, has¬ ta 1884, los estudios universitarios, y donde se sumergió febrilmente en un océano de ideas filosóficas y de dudas religiosas —donde, como el Pachico de Vaz en la guerra, vivió «empollando los sueños»—. Madrid, sin embargo, no le satisfizo. Unamuno, hombre de ciudad provinciana —de pueblo y de campo, de paisaje rural y no urbano—, se sentía poco

Unamuno: Bosquejo de una filosofía

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a sus anchas en una ciudad que, como Madrid, tenía ya alg'unas veleidades de cosmopolitismo y, por tanto, se hallaba a mil leguas de lo que, según Unamuno, se opone radicalmente al cosmopolitismo: la universalidad. No parece tampoco que la Universidad ejerciera sobre él la influencia que el ambiente universitario ejercía a la sazón en España. Más importante que tomar contacto con las actividades universitarias fueron las citadas lectu¬ ras varias y voraces, así como el enfrentarse con la persona o la obra de las figuras intelectuales entonces dominantes. Pertenecían éstas a va¬ rias generaciones, pues abarcaban desde los que, como Pi y Margall, na¬ cieron en 1821, hasta los que, como Joaquín Costa, habían nacido en 1846, pasando por los que podrían considerarse como representantes de una generación más precisa, es decir, la de los nacidos en tomo a 1838: k generación de 1868, compuesta de maestros del republicanismo, como Castelar y Salmerón; de educadores, como Francisco Giner de los Ríos; de escritores, como Pedro Antonio de Alarcón, Pereda, Juan Valera o Pé¬ rez Galdós. Pero, análogamente al fenómeno analizado al referirnos al propio Unamuno y a figuras de generaciones posteriores, se estaba ya en la época en la cual los hombres citados se iban reagrupando en una es¬ pecie de «gran generación» —si no de «generación única»—. En todo caso, la gran mayoría de ellos coincidía en el ardor por una renovación de España, ardor que era para im ojo i>enetrante tan evidente en el dejo aparentemente escéptico de Valera como en la violencia y la rudeza de Joaquín Costa. Este ardor se desplegaba en múltiples polémicas, entre las cuales se destacó la habida entre los «krausistas» y los «católicos» —re¬ presentantes de dos corrientes ideológicas y de dos «visiones del mundo», pero todos ellos arraigados en una situación pareja. Unamuno se encon¬ tró ante esas cumbres espirituales de España en las que repartió alterna¬ tivamente sus diferencias y sus simpatías, pero en vez de convertir, como más tarde, semejante alternativa en condición inexcusable de una vida que se quería agónica, se inclinó durante un tiempo hacia uno de los términos en pugna con la esperanza acaso de que pudiera vencer y, con ello, asimilar el opuesto. Era el término de la tradición liberal y europeísta, renovadora y emprendedora, deseosa, como don Miguel repitió fugazmente, de «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid», de poner coto al quijotismo desenfrenado, al cidismo sin contención ni mesura. No había llegado todavía el momento en que, tras la punzante crítica de Clarín y las primeras porfías de Menéndez y Pelayo, surgió un estado de espíritu del que Unamuno y la generación de 1898 extrajeron su inusi¬ tada reacción frente al pasado. He aquí lo que había en Madrid entre 1880 y 1884 y lo que influyó en Unamuno probablemente más que la Uni¬ versidad. Al doctorarse en esta última después de cuatro años de estudio, de silencio, de «vida interior, acurrucada en su espíritu», de diálogos en la pensión estudiantil, en el Círculo Vasco-navarro, en el Ateaeo y, sobre

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todo, de paseos en que se revelaba ya el infatigable andarín que fue siem¬ pre Miguel de Unamuno, tuvo lugar el regreso a la tierra vizcaína. Llevó allí Unamuno una vida poco marcada por acontecimientos externos. Pero desde su regreso a Bilbao y su permanencia en la tierra vasca, entre 1884 y 1891, comenzaron a sedimentar sus experiencias. Entre las lecciones particulares, las lecturas, los diálogos en la Sociedad Bilbaína, los paseos por la «sarta sin cuerda» de la calle, se fue desplegando un horizonte cuya exploración llevó a cabo tan apasionada como tenazmente. Su casa¬ miento, la iniciación en la vida familiar, coincidieron con la renovación del interés por la segunda guerra carlista como representativa de una fase crónica española. Durante esta época, entre las clases, la colabora¬ ción anónima en un diario socialista y la preparación de las primeras oposiciones, recopiló su enorme saber anecdótico en tomo a esa lucha, de los mismos labios de quienes la vivieron y en incesante cotejo con las propias experiencias de la infancia. La constancia de esta preocupación se manifiesta en la paciente reelaboración del tema de Vaz en la guerra, reelaboracion que es en Unamuno un caso único, que él ha explicado por su teoría de la creación literaria «ovípara», pero que tiene más bien su explicación en el afán de escribir esa epopeya novelada a la que nos he¬ mos referido. Vaz en la guerra se publicó sólo en 1897, después de haber sido cuento y novela corta, pero puede decirse que ya hacia 1890 estaba enteramente bosquejada. Para que estuviera, además, escrita, se necesita¬ ba una tranquilidad espiritual y económica que, a pesar de sus «encantos», no tenía el Bilbao de la época. La labor poética y literaria de Unamuno necesitó para tomar cuerpo un nuevo ambiente: fue el de Salamanca. Las oposidones a cátedra ocuparon algunos meses de la vida de Una¬ muno en el citado periodo, hasta que, después de haber fracasado en al¬ guna de ellas, alcanzó la victoria en las de lengua y literatura griegas. Formaban el tribunal, entre otros, Valera y Menéndez y Pelayo, los dos extremos representantes, en la edad, del «grupo» intelectual dominante cuando Unamuno habla cursado en Madrid sus estudios universitarios. Estas oposiciones tuvieron lugar en la capital durante la primavera de 1891. Allá conoció a Angel Ganivet, en quien descubrió inquietudes análogas a las suyas. La preocupación por España, revelada sobre todo como pre¬ ocupación por un pensamiento español auténtico, más allá ya de toda europeización y de todo tradicionalismo, era justamente lo que inquietaba en aquellos momentos a ambos. Mas si tal inquietud quedaba encubierta en Ganivet por el manto de una irónica amargura, en Unamuno, más fir¬ me y más vital, era edificada encima de una apasionada actitud polémica. Pero los dos se apoyaban en parejas experiencias; ambos estimaban que la filosofía española no está consignada en volúmenes y en bibliotecas, sino en la vida de España; ambos consideraban, como Ganivet escribió' que «la fdosofía más importante de cada nación es la suya propia, aunque sea muy inferior a las imitaciones de extrañas filosofías».

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En el mismo año de 1891 Unamuno se dirigió a Salamanca, donde tomo posesión de su cátedra de griego, a la que añadió más tarde, por acumulación, la de historia de la lengua castellana o, en la designación oficial, por él aborrecida, la de «filología comparada de latín y castellano». En Salamanca comenzó una nueva época que, con diversas vicisitudes más o menos largas y entreverada de experiencias más o menos profun¬ das y decisivas, perduró hasta el fin de su vida, pues Salamanca fue más que un destino administrativo; fue un incesante y hondo descubrimiento de SI mismo, de sus posibilidades y también —experiencia la más ingrata, pero a la vez la mas fecunda de todas— de sus limitaciones. Para servir de marco a estas vivencias, pocas ciudades más adecuadas que Salamanca; penetrada de silencio y de historia, entremezclada el ágora con el campo, la desnudez con el barroco, la vastedad de la llanura con la elevación de la sierra, podía allí descubrirse lo permanente por debajo de lo fugaz, la roca viva de la eterna tradición por debajo del tumulto incesante de la his¬ toria. Ahora bien, dentro de esa larga experiencia de Salamanca se re¬ corta un período que fue para Unamuno decisivo: el que media en¬ tre 1895 —^la fecha de publicación de En torno al casticismo— y 1905 —la de publicación de la Vida de Don Quijote y Sancho—. Fecha central en este período pudiera ser el año 1897. Aun cuando no hubiera habi¬ do en el mismo esa crisis religiosa —personal y afectiva; no sólo, como la experimentada probablemente antes, durante los años madrileños, intelec¬ tual— de que A. Sánchez Barbudo ha dado cuenta, o aunque conviniera interpretar en forma menos tajante de la que hace dicho comentarista tal crisis, se percibe entre los escritos de Unamuno anteriores y los poste¬ riores a dicha fecha un cierto cambio de tono. Antes de 1897, y espe¬ cialmente entre 1895 y 1897, lo encontramos, en efecto, en plena bata¬ lla contra el casticismo y el tradicionalismo, contra lo convencional y hue¬ co, contra la falta de personalidad y de autoafirmación. La tradición local debe ser desechada en favor de la universalidad como el risco debe ser abandonado en favor de la nube que se cierne sobre él y que tiene, como él, o más que él, una vida. La repetición ha de ceder el paso a la reno¬ vación; nada mejor que abrirse a lo de fuera para emerger del pantano en que los españoles se hallan encenagados. Después de 1897 y en par¬ ticular entre 1897 y 1905 lo encontramos, en cambio, en un esfuerzo tenso y doloroso de adentramiento, del que los Tres Ensayos, de 1900, con su planteamiento del problema de la personalidad íntima —personal o colectiva— nos dan una evidente prueba. El «¡adentro!» sustituye al «¡adelante!», don Quijote aparece en el lugar ocupado por don Alonso Quijano, el sueño ya no es obstáculo, sino que puede convertirse en la propia sustancia de la existencia. Ahora bien, aun este cambio de tono tiene lugar dentro de un proceso de maduración único. Pues hasta cuando Unamuno defendió, como sucedió antes de 1897, la importancia de los símbolos y de las formas —de las cuales declaraba que está hecho el

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mundo— advirtió que los primeros tienen vida y las segundas entrañas. El nombre, carne del concepto, debe, pues, «redimirse en lo permanente y eterno»; pero estos no son los rasgos propios de un mundo inteligible, smo los atributos de un universo que posee más bulto y consistencia aun que el sensible. Por eso la universalidad predicada no es la del cos¬ mopolitismo exangüe, sino la de esa «tradición eterna» que encontrare¬ mos dondequiera siempre que nos dediquemos a romper la cáscara de las tradiciones meramente rutinarias. ¿Debe sorprendernos, por tanto, que, cuando después de 1897 Unamuno subrayó la tradición, ésta no fuera ya el simple encerrarse dentro de sí que los tradicionalistas al uso ha¬ bían pregonado? En modo alguno; 'encerrarse’ significaba ya para él —si se nos permite la expresión— «abrirse hacia sí mismo». De una ma¬ nera o de otra, antes o después de 1897, resonó en Unamuno un impe¬ rativo que se fue haciendo cada vez más persistente y más claro: se tra¬ taba de acumular sin tregua, mas con el fin de verterse, de derramarse o, como nuestro autor lo escribió en una ocasión, de «concentrarse para irradiar». La distancia entre el primer «¡Muera don Quijote!» y el posterior rescate de la tumba del «santo caballero», la oposición entre la renova¬ ción y la eternización es, pues, menor de lo que parece. Se trata de un tránsito continuo que alberga en su seno los instantes de crisis, porque solamente a través de ellos resulta posible llegar a ese género de decisión que, desde el punto de vista racional e intelectual, da siempre la impre¬ sión de ser un salto. A la luz de dicho proceso podemos ya entender cómo se ha podido pasar de la abertura a lo externo, al derramamiento continuo a partir de lo interno, de la aparente «objetividad realista» y acumulación de detalles de Paz en la Guerra a la sorprendente «sub¬ jetividad crítica», desnudez y arbitrariedad de Amor y Pedagogía (1902). Son cambios bruscos de tono, pero siempre dentro de lo que el propio Unamuno estimaba como la marca suprema de la originalidad: el mismo acento. Durante los años referidos, la vida externa de Unamuno parecía bien fijada, hasta rutinaria: clases en la Universidad, diálogos, discusiones, pa¬ seos. Todos estos actos eran en gran parte ensayos de más resonantes actividades en la capital durante los días, o las semanas, en que residía en ella y en que hacía aumentar el pulso de las tertulias literarias y políti¬ cas en los cafes, en las redacciones de los diarios o revistas y en el Ate¬ neo. El contacto con el ambiente madrileño le llevó pronto a intervenir ^vida pohtica. Pero desde aquellas fechas hasta su muerte esta inter¬ vención tuvo un solo signo: el unamuniano. Unamuno no perteneció a nin^n partido, porque, en sus propias palabras, era un entero y no un partido. De ahí que fuera siempre el heterodoxo de todos los partidos —y aun de todos los regímenes—, en parte por el prurito de discrepar, pero en parte mayor aun por fidelidad al papel que soñaba le correspondía

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desempeñar sin fallas en España —en Europa—: el de excitador, de al¬ caloide. Por lo demás, su vocación política «heterodoxa» se acentuó con motivo de la destitución del cargo de rector que venía ejerciendo des¬ de 1901 en Salamanca. Esta destitución tuvo lugar en 1914 —un año después de publicar su obra más abismal. Del sentimiento trágico de la ^ niotivo de ella fue precisamente la denuncia de la incompatibibdad entre la dedicación pedagógica y la pobtica. Denuncia curiosa en un país donde más que en una gran mayoría de otros las fallas de la pobtica son tan graves que es obra de caridad repararlas por todos los medios que se pueda entre ellos, por la pedagogía—. Sobre todo cuan¬ do por 'pedagogía’ se entiende el trabajo en favor de la regeneración material y moral del país, el esfuerzo denodado para que el país se avive, labore, cree, sea. La «pedagogía» puede introducir a este fin algunas ideas claras y también, cuando despertar del letargo es más urgente que tra¬ bajar en la mera inercia, algunas paradojas. Lo último fue precisamente el gran gusto de Unamuno; no olvidemos, empero, que fue también su gran misión. Se ha dicho con frecuencia que Unamuno fue un apasionado personabsta no sólo en su filosofía, sino también en su política. Se ha agrega¬ do que mientras lo primero es aceptable, lo segundo es inadmisible. Con ello se olvidan, sin embargo, dos cosas. La primera es que resulta poco oportuno sobcitar de im hombre como Unamuno una ruptura radical en¬ tre el pensamiento y la acción. La segunda es que su personalismo en política tuvo la misma cuabdad que su personalismo en filosofía. Ambos eran manifestación de una misma y única actitud, según la cual lo que primariamente hay alrededor de cada uno es un cosmos personal, de tal suerte que en ningún caso se ve al prójimo como im instrumento o una cosa. Tal actitud se reveló en los más diversos momentos de la actividad política de Unamuno. Al acentuarse su sentimiento antimonárquico, Una¬ muno no combatió, por ejemplo, a la monarquía en general ni a la fun¬ ción real en general; combatió a una monarquía y a un rey determinados. Una vez más se manifestó aquí su inclinación hacia lo concreto. En este respecto se equivocaron tanto los monárquicos como los repubbcanos: los primeros, por ver en Unamuno al enemigo de una cierta estructura tra¬ dicional; los segundos, por considerar que defendía una determinada for¬ ma de gobierno. Ambas cosas eran improbables en quien no podía ponerse ni a favor ni en contra de ningún régimen, porque no concebía otro modo de actuar que el consistente en ponerse en frente —o dentro— de una persona. Ante todos los partidos políticos y aun dentro de ellos Unamuno fue siempre lo que quiso ser: un disidente, esto es, un incitador. A partir de su destitución la actividad política de Unamuno se in¬ tensificó notablemente, dirigiéndose de modo paralelo y simultáneo a una campaña contra Alfonso XIII y a una defensa de los aliados en la primera gran guerra. No hay que olvidar, sin embargo, que esta actividad

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política no lo absorbió jamás por entero; debajo de ella —y con frecuen¬ cia sustentándola— había su vida poética y religiosa. Entre la publicación de la Vida de Don Quijote y Sancho, en 1905, y la de Del sentimiento trágico de la vida, en 1913, dicha vida se había ido, además, profundi¬ zando. Testimonios de ella son la publicación de las Poesías (1907), de los Recuerdos de niñez y de mocedad (1911), del Rosario de sonetos lí¬ ricos (1911), del volumen Por tierras de Portugal y de España (1911). Este último es, por lo demás, muy característico de su modo de viajar y de su modo de mirar, a la vez prendido por lo circunstancial y arreba¬ tado por lo eterno. Los viajes por Portugal y por España llenan el alma de Unamuno hasta desbordarse; su miopía para lo que mira en Francia, en Italia o en Suiza contrasta singularmente con su penetración por lo que ve en su tierra y en la de sus «hermanos portugueses». Batoja ha escrito que Unamuno vio poco o nada en sus viajes por Europa a causa de una feroz intransigencia y una lamentable ceguera; sería acaso más caritativo —y aun menos arriesgado— suponer que esa ceguera obedecía al deseo de que la visión de los países ajenos no le distrajera de la apasionada contemplación de los propios. Como en muchas otras ocasiones, una cierta falta de objetividad puede ser la prenda que hay que dar para conseguir una distinta, y más penetrante, objetividad. Hacia 1914 Unamuno era ya un maestro para su generación y para no pocos de los miembros de la generación subsiguiente. Ello no quiere decir que fuera siempre escuchado con veneración; a menudo era comba¬ tido con violencia. Por lo demás, su figura señera comenzó pronto a des¬ tacarse en el mundo del pensamiento hispánico junto con otras y a dispu¬ tarse con ellas, en la mente de los jóvenes, la primacía. Sobre todo, con dos: José Ortega y Gasset, que comenzaba a publicar en la prensa des¬ de 1902 y que en 1914 daba a la estampa las Meditaciones del Quijote, y Eugenio d’Ors, que publicaba sus glosas desde 1905. Las obras de am¬ bos tenían un contenido y un estilo distintos de los de Unamuno y pro¬ porcionaban a los jóvenes mucho de lo que aguardaban en aquellos mo¬ mentos: un europeísmo que no consistiera en una servil imitación de Europa, un no vecen tismo que no fuera una exaltación irr azonada del pro¬ pio siglo. De hecho, para muchos la obra de estos dos pensadores resul¬ taba más atractiva que la de Unamuno, pues brindaba lo que se estaba anhelando: orden, clara luz, armonía. Es comprensible que se produje¬ ran con frecuencia manifestaciones de hostilidad entre los tres pensado¬ res —y entre los partidarios de cada uno de eUos—. Esta hostilidad se fue reduciendo a medida que se advirtió que cada cual era manco de lo que sobraba al otro y que, en rigor, no era fácil prescindir de ningrmo de ellos. Por eso Unamuno ha podido completar en el último momento a Ortega y a d’Ors, como cualquiera de éstos pudo completar a Unamuno y hacer resaltar su ineluctable limitación. La prosecución de las clases, los viajes, la vida doméstica, los diálo-

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gos y las campan^ políticas se extendieron hasta el año 1924, en que Unarnuno irrumpió más resonantemente que nunca en la vida pública y adquirió xma notoriedad que consagró su obra en más amplios círculos. H golpe de Estado de 1923 había llevado al punto culminante su opo¬ sición a Alfonso XIII; la entrevista con éste, en 1922, que algimos in¬ terpretaron como una deserción de las filas antimonárquicas, pero que el propio Unarnuno, pocos días después de celebrada, citó en medio del tumulto del Ateneo de Madrid y de la redacción de El Liberal como ejemplo de insobornable firmeza, extremó aún más su oposición, que con la proclamación de la dictadura de Miguel Primo de Rivera se hizo casi titánica. No habiendo entrado todavía la aniquilación física del con¬ trario ilustre dentro de los hábitos de la política europea, la reacción del poder frente a la oposición ideológica fue aún, al principio, vacilante y luego relativamente clemente. Tras el advenimiento de la dictadura, Unamuno pudo todavía hacer oir durante un tiempo sus airadas protestas. El destierro a Fuerteventura las hizo, por lo demás, considerablemente más notorias. Unarnuno llegó a concebir este destierro como el más im¬ portante acontecimiento de la dictadura, la cual se convirtió desde enton¬ ces en su implacable enemigo —enemigo personal y, por tanto, según Unarnuno, vmiversal—. Las rebeldías de don Miguel al ser conducido al lugar del destierro llenarían, por lo demás, un libro de anécdotas. Lo que importa, empero, no es la anécdota, sino el hecho de que fuera entonces más fiel que nunca a su incesante espíritu batallador. Desde Fuerteven¬ tura signió hablando y escribiendo contra el dictador y contra el monarca, y cuando el chrector de Le Ouotiáien, donde don Miguel colaboraba, le preparó la huida de la isla, partió sin vacilar de ésta hacia Francia para proseguir allá, sin momento de tregua, y en destierro voluntario, su opo¬ sición indomada. Unarnuno salió de Fuerteventura el 23 de junio del mismo año de 1924 en que había sido desterrado, en el instante en que le llegaba, por coin¬ cidencia o por calculo político, un indulto del que no iba a aprovecharse. Al desembarcar en Cherburgo, la oposición de Unarnuno a la dictadura española adquirió por vez primera proporciones mundiales; Max Sche1er, por ejemplo, hizo referencia a ella como uno de los hechos que con¬ tribuían a ensombrecer el cuadro espiritual europeo en la tercera década de nuestro siglo. Cierto que en la oposición unamuniana se mezclaban motivos muy diversos. Pero el norte de eUa fue siempre la recuperación personal —y, según la tan frecuentemente repetida identificación, uni¬ versal— de España. En nombre de ésta, tanto como en el suyo propio, hizo resonar incesantemente, de palabra o por escrito, su perseveran¬ te voz. La casa en que Unarnuno vivió en París, en el número 2 de la calle La Pérouse, reproducía, con las variantes oportunas, la pensión estu¬ diantil de su juventud, pero quien moraba en ella era ya un estudiante

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de altura al cual visitaban, según los casos, conspicuas o grises personali¬ dades. La complacencia que en ello encontraba era, por lo demás, escasa. Unamuno vio, en efecto, el París de esa época como una pantalla que se interponía en su visión de Credos. Ni las animadas tertulias en La Ro tonde, ni los paseos interminables por las calles sobrecargadas de belleza y de historia, pudieron desvanecer jamás en su ánimo esa impresión de obstáculo. Seguía colaborando entre tanto en la prensa europea y america¬ na, seguía combatiendo la dictadura, seguía gritando y protestando, pero la desazón de España le impedía muchas veces labrar sus experiencias poéticas y religiosas. Sólo con el traslado a Hendaya, desde donde podía contemplar físicamente la tierra española, resurgió su vocación auténtica, más allá de sus manifiestos y violencias, más allá de las Hojas Libres que pubbcaban con él Eduardo Ortega y Gasset y Blasco Ibáñez. Por eso puede decirse que Hendaya fue casi la terminación de su destierro. En La agonía del cristianismo {1925) y en Cómo se hace una novela (1927) había dado gritos de desesperación. En Hendaya la desesperación se fun¬ dió con la esperanza, dando origen a las experiencias que, ya en plena República, se manifestaron en San Manuel Bueno, mártir (1933) y en Ll hermano Juan o el mundo es teatro (1934). Hendaya representó, pues, para Unamuno una auténtica resurrección. La vida en Hendaya fue exteriormente parecida a la vida de París: tertulias en otro café, el Grand Café, entrevistas, rebeldías ante las intri¬ gas diplomáticas, paseos. Finalmente llegó, con el año 1930 y con la caí¬ da de la dictadura, el momento de dar el paso durante tanto tiempo anhelado: el paso a la tierra de España. El 9 de febrero de 1930 Unamuno pisó, en Irún, tierra española. La efervescencia nacional era en aquella fecha considerable. La República se avecinaba como un fruto maduro por una gran mayoría deseado, aunque no con la misma pureza de espíritu y de sentimiento. Tras ella acechaban quienes pensaban inmediatamente derribarla para instalar en su lugar cualquiera de los regímenes extremos y dispares entre los cuales se vio forzada a abrirse paso. Eran tiempos de exaltación y de optimismo, en los cuales se pensaba en la posibilidad de una revolución sin sangre. La entrada de Unamuno en Irún, los discursos de bienvenida, la alegría y el entusiasmo, las páginas enteras dedicadas en todos los periódicos al regreso del más ilustre desterrado, no hicieron ol¬ vidar, sin embargo, al protagonista de tales festejos las dos cosas que había tenido siempre presentes: su «dolor» de España y su radical heterodoxia frente a toda idea y a toda persona. La frase «Dios, Patria y Ley» que don Miguel pronunció atravesada la frontera podía ser, pues, una ex¬ presión de sentimiento antimonárquico; no era todavía, o no era ya, como muchos lo habían esperado, una afirmación de fe republicana. Aun antes de la proclamación de la República ya comenzaba a situarse hete¬ rodoxamente frente a ella quien contribuyó más que nadie a que el 14 de

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abril de 1931 adviniera ante las miradas a la vez sorprendidas y esperan¬ zadas que se alumbraron a la sazón en España. La vuelta a Salamanca el 11 de febrero del mismo año tuvo, en cam¬ bio, resonancias muy distintas. AUá estaba su hogar; allá alentaba aún, como s^imentado, aquel silencio del que, en fin de cuentas, se había nutndo lo mejor de su existencia. Una biografía de Unamuno que preten¬ diera revelarnos la entraña de su personalidad debería detenerse, pues, más en este pasaje del regreso a Salamanca que en el paso de la frontera o que en las manifestaciones políticas que tuvieron lugar en Madrid, en los prinieros días de mayo de 1930, con motivo de su Uegada a la capitm y del famoso discurso que pronunció en el Ateneo madrileño. En este discurso se pedían responsabilidades, se acuñaban frases acerbas que se resurman en el celebre «No hasta, sino desde», se daban directivas polí¬ ticas. Pero no se revelaban todavía las experiencias de las que dio luego tan abundante muestra. La respetuosa algazara con que fue acogido por los jóvenes adalides de las generaciones posteriores, los homenajes en la prensa pasaban casi siempre por alto esta diferencia, naturalmente absor¬ tos como estaban todos por la sucesión, acelerada y casi sincopada, de los acontecimientos. Pero es poco dudoso que Unamuno seguía teniendo su centro en Salamanca, después de haberlo tenido en Bilbao, y es aUí y no en Madrid, en París o en Elendaya, donde hay que buscar su autén¬ tica voz. La proclamación de la República, al año siguiente, lo encontró en el mismo estado de espíritu —a la vez ingenuo y astuto, generoso y calcu¬ lador, seducido por la eternidad y arrastrado por el momento—. La aper¬ tura de curso en Salamanca la hizo Unamuno, como rector, «en nombre de Su Majestad Imperial y Católica España». Con ello parecía pregonar su oposición al régimen. Pero lo que en verdad pretendía era oponerse a lo qüe consideraba su trivialización. Engolfada en las luchas políticas, la República no parecía tener tiempo, ni siquiera humor, para afrontar las luchas espirituales al filo de las cuales debía decidirse, según Una¬ muno, inclusive la dirección de lo que hoy día suscita en todo el planeta, cualquiera que sea la ideología mantenida, la incesante preocupación de una creciente mayoría humana: la economía. El recelo ante un aumento del encrespamiento de las masas, el temor a una intensificación de la desintegración espiritual y geográfica española absorbieron casi por ente¬ ro, desde 1932 hasta su muerte, los desvelos de Unamuno. En los artícu¬ los publicados en El Sol y en Ahora se traslucía, empero, más que la preocupación: se revelaba la amargura. Amargura de no ser escuchado, o, mejor, de creer que no se es escuchado —precisamente en un momento en que su obra comenzaba a decantar en el espíritu de una nueva gene¬ ración, incipiente y pronto arrancada casi de cuajo, sus mejores frutos—.

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Cierto que ni la preocupación ni la amargura engendraron en el espíritu de Unamuno el desánimo: una y otra vez intentó repetir las mismas suer¬ tes que tan afortunadas le resultaron antes de la dictadura y durante ella. Pero los tiempos habían cambiado. Se acusaba a Unamuno de haberse vendido al adversario, se le pedía perentoriamente que se definiera. Mal podía, empero, Unamuno hacer cosa semejante. Desde los primeros tiempos de su actuación pública no se había definido nunca, porque consideró que su misión consistía precisamente en indefinirse y confundirse, en borrar los límites propios —y los ajenos—. Quienes pedían a Unamuno una «definición» olvidaban que, según propia declaración, él solo tomaba los acuerdos y casi nunca por unanimidad. Coincidiendo con ello le Uegó a Unamuno el reconocimiento oficial de sus méritos; fue proclamado en 1935 ciudadano de honor de la Re¬ pública y recibió, entre grandes festqos, en 1934, la jubilación de su cᬠtedra, nombrándosele simultáneamente rector perpetuo de Salamanca. Es¬ tas consagraciones marcaron el fin de una etapa turbulenta que todavía había perdurado en las Cortes Constituyentes donde sus discursos eran, al tiempo que orlados de doctrina, repletos de incisivos ataques. El dis¬ curso que pronunció al despedirse de su cátedra era ya, en cambio, de muy distinta factura. Unamuno había comprendido que la excitación por él predicada, la agonía y la lucha por él proclamadas, habían alcanzado un punto en que era urgente templarlas. Sonaban anuncios de guerra civil por toda España, soplaban vientos de discordia irremediable. Y fue en¬ tonces cuando el gran sembrador de fecundas discordias comenzó a pre¬ dicar la concordancia. Al final de Lí2 agonía del cristianismo había escri¬ to: «Mi España agoniza y va acaso a morir en la cruz de la espada y con efusión de sangre». En la Vida de don Quijote y Sancho había pregonado: «Sí, es lo que necesitamos: una guerra civil». Mas lo que se avecinaba no era simplemente una guerra civil y una efusión de sangre; era lo que Unamuno había anticipadamente llamado xma «guerra incivil» —guerra donde, al contrario de las por él soñadas, no había en el corazón de los contendientes ninguna paz. El final de la vida de Unamuno, abuelo y rector perpetuo en Sala¬ manca, hombre solitario a quien, fallecido su más fiel compañero —su mu¬ jer, Concha— poco tiempo antes, no parecían quedarle ya más que los hijos de la carne y del espíritu, permanece como desdibujado por la mag¬ nitud de la lucha empeñada. Unamuno murió, como algunas de las cimas de la gran generación europea a la que pertenecía, como Bergson y Freud, entre comunicados de guerra. Por algún tiempo se le llamó, según los casos, traidor, débil o tránsfuga, pero quienes han confiado en él y en su obra reconocerán que jamás dejó de ser fiel a sí mismo y que gracias a ello se le ve retemblar todavía, como él quería, en las líneas que, tre-

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pidando siempre de vida, nos ha legado. Lo que de él se sabe desde el comienzo de la guerra española hasta el día último del año 1936, en que murió, confirma que Unamuno siguió siendo, hasta el fin, unamuniano: vox clamans in deserto. Y esto es lo que todavía es para nosotros Unamuno: una voz que resuena. Veamos ahora algunas de las cosas que dijo y, en ocasiones, gritó.

II EL HOMBRE DE CARNE Y HUESO - LA IDEA DEL MUNDO - LA IDEA DE DIOS

«La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filó¬ sofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso». Es probable que jamás se haya proclamado de modo tan radical la condición humana de la filosofía y la constitución terrenal del filósofo. Pero ‘condición humana’ y ‘constitución terrenal’ son expresio¬ nes nuestras que Unamuno las hubiera difícilmente suscrito; ambas ha¬ brían sido denunciadas por él como desangradas abstracciones. Pues lo que importaba a Unamuno no es la filosofía producida humanamente ni el filósofo constituido corporalmente, sino lo que alienta bajo la filoso¬ fía y al filósofo: el hombre o, mejor dicho, cada uno de los hombres. En el fondo de nuestro pensar sobre la vida y el mundo no hay un espíritu o una vida, entidades siempre demasiado genéricas, sino el hecho irreduc¬ tible, orginario, primitivo, de nuestro particular y concreto existir. Un «punto de partida» —usemos sin pretensiones de rigor conceptual la expresión— aparentemente tan claro y evidentemente tan rotundo tiene que comenzar por eHminar todos los ídolos. Muy en particular los ídolos de las ideas. Tal empresa resulta penosa para quien, como el intelectual moderno de Occidente, ha vivido no sólo de ellos, sino también por ellos. Y, sin embargo, esta tarea de romper con las ideas y de romper las ideas es casi la primera que Unamuno nos propone, especialmente en aquellos instantes en que inunda sus escritos una pujante corriente prag¬ matista. Cierto que, a diferencia del pragmatismo habitual, el de Unamu¬ no está lejos de ser una simple tendencia filosófica; es más bien la desig¬ nación de una ideofagia. Lo que Unamuno pretende hacer con las ideas es, en efecto, romperlas «como las botas, haciéndolas mías y usándolas». En cuanto sistema de ideas, el pragmatismo filosófico debe ser también tratado pragmáticamente: desarticulado, usado, absorbido. Unamuno per¬ sigue, así, toda tiranía de las ideas, incluyendo la de aquellas que preten¬ den servir de guías para la acción. El filósofo pragmatista declara que el conocimiento carece de sentido a menos que esté encaminado a fomen¬ tar la vida, mas al detenerse en ésta se inclina ante un nuevo ídolo pagano al cual termina por sacrificar lo que verdaderamente importa: nuestra vida

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y lo que ella es por debajo de la maraña de ideas en que se envuelve: carne, hueso, congoja, sufrimiento y esperanza. La eliminación de todos los ídolos es, por consiguiente, el primer paso que da Unamuno en el camino de su incesante busca para encon¬ trarse a SI mismo y para encontrar, con él, a todos los seres humanos que a su vera sufren y gozan ima vida auténtica. De ahí la implacable crítica unamuniana de toda filosofía y de todos los filósofos. Ahora bien, romper los ídolos —y las ideas que vanamente encarnan— es la condi¬ ción indispensable de algo muy positivo: el descubrimiento de que tam¬ bién en su interior había algo que nos permitía vivir, porque habíamos proyectado en ellos, sin saberlo, nuestra propia vida. Aquí encontramos una diferencia notable entre el llamado «existencialismo» de Unamuno y los existencialismos que pulularon durante un tiempo a su alrededor y a los cuales tan frecuentemente se anticipó —^para desasosegarlos, claro está, más bien que para perfilarlos—. Kierkegaard dijo más de una vez, en sus combates contra la abstracción, que un hombre que pensaba como Hegel y que identificaba su ser con su pensar no era precisamente un hombre. Más «existencia!» todavía que el propio Kierkegaard, Unamuno disentía de esta crítica, pues para él todo pensar, aun el más abstracto, es una manera de no dejar de existir o, si se quiere, una manera de «olvidar» que tendremos que «dejar de existir». Hegel resultaba, así, para Unamu¬ no un hombre tan humano y tan interesado por su particular y concreto existir como los que más explícitamente se aferran a éste. Y es que acaso para Kierkegaard, que vivía en la soledad y en la angustia, se salva única¬ mente el hombre que tiene conciencia de su abismo, en tanto que para Unamuno, que vivió en la tragedia, en la comunidad y en la esperanza, se salvan todos, aun los que se empeñan en sustituir su vivir y su espe¬ rar por el pensar. Unamuno critica a fondo la filosofía de los filósofos, mas sólo por¬ que ella les impide ver lo que son irremediablemente, aunque se empeñan en olvidarlo: hombres concretos, particulares, singulares, es decir, hom¬ bres de carne y hueso. La crítica de la filosofía afecta tanto al pensamien¬ to que pretende reducir todo lo ideal a lo idéntico como al modo de pensar que, tras haber declarado que busca al hombre, exhibe sólo una exis¬ tencia exangüe o una vida pagana. Pues tal modo de pensar insiste en «la» vida y en «la» existencia, en vez de hablar de nuestra vida y de nuestra existencia, «la mía, la tuya, la de otro cualquiera». Cierto que el propio Unamuno se deja arrastrar a veces por fórmulas cuya resonancia imper¬ sonal es innegable. ¿No escribe que la vida individual y concreta es «un principio de unidad y un principio de continuidad»? Pero no nos engañe¬ mos: ni el primero es la localización en un espacio ni el segundo es la inserción en un tiempo. Los «principios» son más bien aquí «fuentes», «hontanares», de modo que están más próximos a una «entraña» concre¬ ta que a un «fundamento» abstracto. De la «entraña» arrancan realidades

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mucho más vivientes que cualquier principio: el hambre de conservación y el instinto de perpetuación, el sentimiento de la tragedia, la vivencia de la contradicción, la mezcla inextricable de la desesperación y la esperanza. El error de la filosofía, de toda filosofía, ha sido desatender tales reali¬ dades o intentar «explicarlas» en vez de sentirlas, esto es, de abrazarse a ellas. En medio de su vorágine estamos nosotros, los hombres, y sólo gracias a ellas vislumbra cada uno de nosotros que cuando hemos dado cuenta de todo nos queda todavía lo único que realmente importa: mi ver¬ dad o tu verdad. La afanosa busca de esa «entidad» supremamente real que es el hom¬ bre de carne y hueso sitúa, pues, a Unamuno en un plano desde el cual todo existenciahsmo y todo vitalismo se resuelven en meras teorías y, además, en teorías acerca de una realidad demasiado acrisolada para que pueda ser concreta. Ahora bien, no imaginemos tener aquí un «punto de partida» filosófico donde «la preocupación por el hombre» sea idéntica a la «preocupación por lo humano». Al revés del clásico latino, Una¬ muno proclama que lo humano le es ajeno, porque le es sospechoso, tan sospechoso al menos como esa «existencia humana» con la que se inten¬ tan disimular nuevas abstracciones. Por este motivo, Unamuno, incansable buzo de las filosofías, comienza queriendo ser lo contrario de un filósofo, por el cual debe entenderse un hombre que busca por encima de todo la verdad, aun cuando ésta le obligue a reconocer la falta de realidad sus¬ tancial de la propia existencia —o la posibilidad de una final y completa aniquilación de la misma. Unamuno se niega a ser aniquilado, y por eso se rebela sin tregua contra la consunción a la cual le condenaría, a su entender, el triunfo exclusivo de la razón y de la filosofía apoyada en ésta. Sin embargo, la rebeldía contra tal supuesta aniquilación está lejos de ser una manifestación de porfiado egoísmo. Ese hombre del cual habla Unamuno es, por supuesto, él mismo, pero también el que encuentra, o puede encontrarse, a su vera, y que termina por descubrir, tras el ficti¬ cio consuelo de la filosofía, que ésta —lo mismo que toda razón y todo pensamiento— es a la postre un producto «humano», resultado de la actividad —y sobre todo de la rebeldía— de sí mismo y de éste, de aquél, del de más allá. Este hombre, que es el que filosofa y el que no filosofa, el que pro¬ clama la verdad de la razón y a la vez se rebela contra ella, el hombre de carne y hueso, cuya alma tiene pellejo y cuyo espíritu posee tuétano, es, así, una entidad irreductible a cualquier concepto abstracto, aunque sea a los de «vida» o «existencia». Ahora bien, para entenderlo a fondo hay que practicar de manera suficientemente radical esa iconoclastia de las ideas que el pragmatisnao —al fin y al cabo una filosofía— se había limitado a sugerimos. Las ideas deben ser también acogidas —como ve¬ remos luego, sus «represalias» son tan necesarias a la vida como la vida misma—, mas por el momento se nos aparecen como una mentira cuyo

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mecanismo debe ser totalmente desmontado. Pues lo peor de las ideas no es lo que ellas son —el contrario al cual la vida se abraza—, sino lo que pretenden ser; reflejos tranquilos de lo externo que ciegan la fuente de orque sólo el momento le da la más cabal expresión de lo que busca: d sentirse hom¬ bre de carne y hueso junto a otros hombres de carne y hueso, deseando ser lo más que se puede desear ser, deseando serlo «todo y por siempre», individuo limitado y a la vez ilimitada realidad. ^ Toda identidad o aun armonía de los contrarios, toda mera sumer¬ sión del momento en una eternidad intemporal queda disuelta en esta perpetua lucha del corazón con la cabeza y, no es menester decirlo, del corazón y de la cabeza consigo mismo, en este «sí y no», donde no hay después, como Nietzsche pretendía, ninguna «línea recta». Por eso el estado de espíritu propio del hombre auténtico no es el de creer en lo imiwsible simplemente porque es imposible, ni el de negarlo a causa de su imposibilidad, sino el de afirmarlo sin creerlo o, como Unamuno dice, el de crearlo. Sólo de este modo se llega hasta el punto en que le es permitido al hombre pisar el fondo del abismo, «base terrible de la tra¬ gedia y de la fe», donde conviven el escepticismo de la razón y la deses¬ peración del sentimiento, donde ese estado de la desesperación, «el no¬ bilísimo, más profundo y más humano y más fecundo estado de ánimo» se enfrenta con el escepticismo racional y se abrazan como hermanos. Abrazo trágico del que brotan la esperanza y el manantial de la vida. ¿Para triunfar definitivamente sobre la desesperación y la muerte? Más bien para seguir luchando eternamente con ellas. La querencia atropella a la razón, «mas no sin represalia» y sin que la «cochina lógica» deje de amordazar a su vez a lo que bien podría llamarse «el cochino senti¬ miento». Una vez más: razón y fe, reflexión y sentimiento, verdad pura y verdad plena se tmen en el modo de asociación de la lucha, único que les permite a ambas sostenerse, pues «cada una vive de su contraria» sin que haya un tercero que se aproveche o regocije de la contienda, sin que haya ninguna suprema Unidad o absoluta Armonía que pongan’paz

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entre los antagonistas. La única paz posible es la que hay en el seno de la guerra, pues solo la vida que no dimite y que se empeña en seguir vivien¬ do contra todos y contra todo puede alcanzar la verdadera paz. El hombre de carne y hueso, que parecía un ser bien delimitable, es, pues, constitutivamente una realidad indeterminada, buUente de contra¬ dicciones y de confusiones, pues tan pronto como ha afirmado su reali¬ dad concreta y material ha comenzado a perseguir lo imposible. Rotos los límites de la unidad personal, no se ha entregado, sin embargo, total¬ mente a lo que algunos suponen la trasciende por entero: a un ser o a un valor absolutos. El hombre de carne y hueso lucha por serlo todo en todo, pero a la vez batalla por mantenerse dentro de sus límites y con¬ servar esa realidad intransferible que es su humanidad doliente si es cierto que, como dice Joaquín en Abel Sánchez, «ser otro es dejar de ser uno, de serse el que se es». En este doble y contrapuesto movimiento hacia lo ajeno y hacia lo propio radica su realidad más entrañable —y la realidad entrañable de todas las cosas—. He aquí por qué resultaría im¬ propio adscribir a Unamuno al naturalismo y al realismo habituales, como sería inadecuado hacer de él, en el sentido tradicional, un idealista. Pues si Unamuno habla también de «realismo», entiende por éste menos la realidad que la posibilidad de crearla, y si le vemos en ocasiones próximo al naturalismo y hasta al materialismo, está muy lejos de concebirlos como una hmitación a lo material y a la «naturaleza». Para el realismo usual, el hombre se define por lo que es, lo cual quiere decir casi siempre por lo que ha sido. Para el realismo de Unamuno, se «define» por lo que va a ser; mejor, por lo que quiere ser, pues «por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos». De ahí que semejante realismo pueda ser calificado de poético, pues no mienta ningima realidad que se limite a ser lo que es, sino «una realidad íntima, creativa y de voluntad» —una realidad en la cual, como Unamuno dice, el sueño sea vida, realidad y creación. Bien comprensible resulta entonces que la imagen —a veces, idea; a veces, sentimiento— del hombre en Unamuno se perfile mejor en sus novelas que en sus ensayos. En aquéllas se habla a menudo de «carne vi¬ viente y sufriente», de «tuétano de los huesos», de «resuello del alma». Se habla también de sueño, ese sueño que es la realidad por antonomasia, pues por él existimos nosotros y los seres que creamos. En los personajes de esas novelas, tan distintos de las de otras novelas, donde, según Una¬ muno —que debía de pensar más en Zola o en Pereda que en Galdós o en Dostoievski—, se habla mucho para no decir nada, aparece encarnada esa imagen del hombre que rechaza todo lo accidental, que se contrae a su puro nervio. Con igual intensidad aparece descrita en esos pasajes don¬ de se desencadenan «pasiones desnudas», trágicas reaHdades íntimas «sin bambalinas ni realismos en los que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad». Todos los «personajes» así des-

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critos —o, mejor, creados— luchan por ser —quiere decirse, por ser hombres de carne y hueso, de ficción y de sueño, que se alzan contra todo, en particular contra el que los ha creado, y que en el curso de esta rebeldía adquieren esa máxima realidad que es la de la personahdad. Todos son, como su propio creador, «hombres de contradicciones» que tienen como fin de su vida «hacerse un alma». Hombres, en suma, y no muñecos, puesto que, como Augusto Pérez en Niebla, le dicen a su autor que quieren vivir y «ser yo, yo, yo»; puesto que cuando su autor les ame¬ naza con eliminarlos creyendo que puede hacerlo «de un plumazo» le arrojan la aterradora amenaza: la de que Dios dejará también un día de soñarlo. Mas la reaHdad de esos entes de ficción es posible tanto porque son creados mediante el sueño del autor como porque no están solos en dicho sueño, porque conviven con otros y con otros batallan. Por eso la pretendida independencia del hombre solitario —«real» o «ficticio»— es engañosa: «el sueño de un solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad». O, como dice Augusto a su perro Orfeo, «el mundo es el sueño que todos soñamos, el sueño común». La realidad del ente de ficción depende, así, del sueño del autor —un sueño del cual forma parte y no la menos importante, la rebelión contra el autor. Pero en la medida en que los hombres son entes de ficción son también productos de un sueño: el sueño de Dios. De ahí la angustia del hombre al darse cuenta de ese denso soñar en el cual se halla inmerso y de la posibilidad de que en algún momento llegue a despertarse, esto es, a convencerse de la mentira del sueño, a sumergirse en las «tinieblas de la lógica y del raciocinio» que son impotentes para consolar «los cora¬ zones de los condenados al sueño de la vida». Porque despertar del sueño significa dejar de existir, y por eso le decimos a nuestro autor que nos siga soñando, le dirigimos una oración que es al mismo tiempo una im¬ precación: «¡Suéñanos, Señor!» Ahora bien, como la fe era imposible sin la desesperación y la confianza sin la duda, también aquí nos encontramos con la suprema paradoja de que el sueño es inconcebible sin ese doble enemigo suyo que es, por un lado, la tiranía de ser soñados y, por el otro, el despertarnos del sueño. Esto quiere decir que la existencia batalla de continuo a la vez contra el no existir y contra el existir ya dado y de¬ terminado. Ser soñado —existir— es, pues, algo que también nosotros hacemos, aportando para ello, según los casos, nuestra nihilidad o nuestra rebeldía, pero auxihando también con ello la tarea incesantemente crea¬ dora, esto es, soñadora, de Dios. Este auxilio que prestamos a Dios, análogo al que nos prestan nues¬ tros entes de ficción, hace posible que así como nosotros somos hijos de Dios, sea también Dios, como proclama Unamuno, hijo nuestro, hijo de «la pobre humanidad dolorida, pues en ella, en su seno, es donde se manifiesta, donde encama la eterna e infinita Conciencia del Universo». La relación entre Dios y su creación no es para nuestro filósofo una reía-

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Clon de causa a efecto y menos aún de principio a consecuencia, sino una extraña relación que podría enunciarse del siguiente modo: «de soñador a sonado». Tal vez por eso supone Unamuno que en lugar de ser producto de una emanación necesaria— o de una creación —arbitraria—, la exis¬ tencia humana y el mundo donde vive son productos de un sueño que para ser fecimdo sólo exige amar lo soñado. Como en San Agustín, el amor ^ aquí la única acción verdaderamente suficiente, pues «el amor, con sóio amar y sin hacer otra cosa, cumple una labor heroica»; el amor, lo mismo que ja gloria, «no duerme, sino vela». Sin embargo, este velar soñar despierto y en mcxlo alguno como un dormir «Dormir» significa ser objeto de un sueño sin conciencia de ser soñado; «velar» quiere decir tener sueños sin saber que se tienen; «dormir velando» equi¬ vale a soñar siempre despierto, a ser a la vez objeto y sujeto de sueños, de aquellos en que nosotros consistimos y de aquellos por los cuales cobra vida el mundo de lo que llamamos ficciones. Así, sólo el que duerme ve¬ lando y despierto existe con plenitud máxima, pues tiene conciencia de su sueño, de aquello en que sueña y del ser que lo está soñando. En este sentido, el desvelado soñar puede designar una de las maneras del efec¬ tivo vivir. El hornbre de carne y hueso del cual habíamos «partido» y que se nos aparecía como la imagen engendrada por el más crudo «naturalismo» puede ser también, por tanto, la viviente criatura de un «idealismo» ra¬ dical, siempre que entendamos por éste una visión que en lugar de ali¬ mentarse de ideas se nutre de ideales. Por eso Unamuno estima que la carne y el hueso del hombre le permiten también proyectarse vigorosa¬ mente hacia lo que, en último término, va a vencerlos. Así, «no es éste mi yo deleznable y caduco; no es éste mi yo que come de la tierra y al que la tierra comerá un día el que tiene que vencer; no es éste, sino que es m verdad, mi yo eterno, mi patrón y modelo desde antes y hasta des¬ pués de después; es la idea que de mí tiene Dios, Conciencia del Uni¬ verso». Declaración en apariencia sorprendente, más platonizante de lo que sería de rigor en quien tantas veces ha combatido las «ideas», los «patro¬ nes» y los «modelos», pero menos incomprensible cuando, desatendiendo la letra, nos fiamos en su espíritu: el eterno modelo de mi yo es, aquí, en efecto, el resultado de una voluntad más que la consecuencia de una cogitación; es la realidad que emerge del «serlo todo en todo» y del ser, con este todo, la realísima ficción del sueño. Una vez más: hay que aban¬ donar la idea de una elección irremediable entre la supuesta verdad de la razón despierta y la imaginada única realidad del corazón dormido, pues ambos constituyen ese eterno vaivén en el cual y por el cual vive el hom¬ bre concreto de carne y hueso. Vivimos en Dios, proclama Unamtmo, en¬ tre nada y todo, entre la nada de la razón y el todo de la vida, y por eso afirmar el sueño contra el despertar es sólo una de las caras de la reali¬ dad completa en la cual despertar del sueño es tan indispensable como 5

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el propio sueño. El que en nombre de lo racional suprime lo irracional cercena de la realidad la voluntad y la vida; el que en nombre de lo irra¬ cional elimina lo racional, excluye de la realidad la verdad de la idea. Sólo quien acoge a la vez lo racional y lo irracional podrá proclamar, fren¬ te al «vanidad de vanidades» el «plenitud de plenitudes». Este último c3 el resultado de la perpetua guerra entre el corazón y la cabeza, guerra entre amigos y no entre enemigos, guerra civil. En esta guerra en que viven todas las cosas y en que existimos sobre todo los hombres, consiste la realidad última —e íntima— del hom¬ bre de carne y hueso, sujeto y objeto de la filosofía, pero también rasgo permanente del que parece ser definitiva paz y es más bien fautor de toda fecunda guerra, que esto significa llamar a Dios, en vez de «el Eterno», «el Eternizador». Racionalistas o irracionalistas, adoradores del principio de identidad y exaltadores de la contradicción coinciden en afirmar que Dios es la realidad en la cual se reconcilia toda oposición o en la que se unifica toda diversidad. Tal ocurre en un tipo de filosofía que, como la platonizante —o neoplatonizante—, no niega totalmente lo sensible, pero lo reduce a copia y reflejo de lo inteligible, el cual es, a la vez que la suprema tmidad, el último refugio. Vivir auténticamente es, s^útt ello, contemplar el mundo divino de la Idea. Pero como vivir de este modo equivale a llevar una existencia incorpórea —o, más exactamente, a actuar como si se llevara tal existencia—, la filosofía de lo inteligible y de la unidad termina por sacrificar al hombre concreto que la ha formulado '—y, sobre todo, deseado—. Tal acontece asimismo en aquellas filosofías que, enemigas en apariencia de un estático mundo inteligible, no son me¬ nos exigentes en la inmolación de lo particular y concreto, aun cuando en vez de hablar de una unidad inmóvil verbalicen de continuo sobre una supuesta unidad dinámica de los contrarios. Estas filosofías son, como dice Unamuno, una «engañifa de monismo», porque bajo la quimérica afir¬ mación de lo diverso acaban haciendo de éste, como lo vemos en Nicolás de Cusa, Giordano Bruno o Hegel, lo que por principio llega a ser recon¬ ciliado. En el completo dominio del principio de identidad había como un sacrificio incruento de las cosas múltiples, las cuales eran admitidas, pero sólo como objetos de una «ciencia de las apariencias y de las opinio¬ nes». En la doctrina de la contradicción dicho sacrificio parecía menos obligado, porque se seguía subrayando la existencia de lo diverso, pero bajo el aparente renacimiento de lo múltiple renacía el deseo de lo idén¬ tico, y por eso Giordano Bruno afirmaba que cuanto no es identidad es vanidad y nada, ilusión y vacío. Cierto que la exaltación de la unidad y de la identidad, que todavía en Nicolás de Cusa o en Brimo domina sobre cualquier otro cuidado, parece atenuarse en el pensamiento de He¬ gel. Mas aun cuando se sostiene que la verdad no es el ser puro ni la pura nada, sino el tránsito infatigable de uno a otra, el devenir incesante, el deseo de unidad acaba por triunfar sobre toda glorificación de los con-

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tranos. Pues lo que Hegel anhela en último término es menos el devenir que lo devenido, que la culminación del desenvolvimiento: la Idea absouta emerge así, por encima de toda oposición, como la nueva unidad triuntadora de todos los contrarios, ganadora, a través de una larga y dra¬ mática experiencia, de^ la paz^ eterna y de la definitiva conciliación. Nmgima conciliación y ninguna paz, en cambio, en el universo real y no solo intelectualmente dinámico de Unamuno. La guerra es verdade¬ ramente, como señalaba Herácbto, el «padre de todas las cosas». Pero mientras Herácbto la alojaba dentro de un ritmo —el ritmo según el se mueve el universo al encenderse con medida y apagarse con me> Unamuno la desaloja de todo lo que pueda amenguar por un momento su furia incesante. Lo que llamamos la paz sólo puede darse en la propia sangre —^y se da en ella, por lo demás, como su compañera msepiarable- . Por eso la identidad y la unidad están también incluidas ^ universo; como todo lo demás, existen, si bien en la forma de la lucha, empeñándose en mantenerse y esforzándose —sin lógralo jamás_ por imponerse. Si Dios puede ser llamado, como Unamuno hace en una pasión, «la Qinciencia del Universo», no es, pues, porque sea la razón del mundo: es porque se trata de una incesante lucha para fundirse- con el mundo y liberarse de el al mismo tiempo—. Cierto que sería impertinente sobcitar a nuestro autor claridades sobre un tema que, más que ningún otro, se complace en sumergir en un océano de indefiniciones __o de contradicciones—. Si sostiene, por un lado, en efecto, que dicha Con¬ ciencia del Universo se halla presa en la materia, pareciendo bogar con ello hacia un monismo panteísta y materialista, por el otro proclama que Dios, conciencia eterna e infmta del todo, es, en cuanto personalización del mundo, algo distinto de éste. Pero en cualquier caso permanece como una constante que Dios esta también, con todo, en la lucha, y aun es lucha, y que corremos el riesgo de sacarlo de la existencia tan pronto como pre¬ tendemos alejarlo del combate. Un combate que, por lo demás, y de modo análogo a Schopenhauer, presupone un sufrimiento constante, ese dolor que es el «único misterio verdaderamente misterioso» y que parece as¬ cender,^ como una savia, desde la materia inorgánica hasta el hombre, y desde ésta a esa Persona que, aun sumergida en la materia, es la eterna e infinita conciencia de ella. Casi podríamos concluir que cada ser_cada hombre, cada cosa, cada actividad, hasta cada concepto— es miembro de una especie de cuerpo místico estremecido por el dolor, parte esencial de un «Dios que sufre» y al cual consuelan sus criaturas tanto como son fK>r Él consoladas. Se trata de una especie de simbiosis de la cual la simbiosis orgánica daría sólo una imagen pálida, de un tremendo abrazo en la discordia indescriptible por medio de conceptos tales como la in¬ teracción, la acción recíproca, la mutua dependencia. Y, sin embargo, algo semejante a eUo tenemos cuando leemos que «en el seno de Dios nacen y mueren —¿mueren?— conciencias, constituyendo sus nacimientos y sus

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muertes, su vida», y sobre todo cuando se nos dice que «en el fondo lo mismo da decir que Dios está produciendo eternamente las cosas, como que las cosas están produciendo eternamente a Dios». ¿Diremos así que, a p>esar de todo, Unamuno regresa a las definicio¬ nes y a las fórmulas? Sería olvidar que, tan pronto como ha sido enun¬ ciada, toda fórmula es declarada vana, toda definición estalla en grito. Más a menudo que en ninguna otra parte termina aquí la frase con la interrogación, con la exclamación, con el apóstrofo. ¿No será el comienzo del Dios inconsciente la propia materia? ¿No será Dios más bien fin que principio del universo? ¿Hay en la eternidad diferencia entre el fin y el principio? ¿Serán las cosas ideas de la Gran Conciencia? ¿Olvida Dios, el Eternizador, lo que una vez hubo pensado? Preguntas que revelan la insatisfacción ante toda solución definitiva, y que, muestran por tanto, cuán vano es pretender inmovilizar a Unamuno en uno cualquiera de los diversos casilleros intelectuales por los que penetra y a los que indefec¬ tiblemente alborota. Monismo, panteísmo, materialismo, espiritualismo, per¬ sonalismo: he aquí algunas de las respuestas posibles. Ninguna de ellas es, sin embargo, totalmente aceptable. Dios es «ideal de la humanidad», es «el hombre proyectado al infinito y eternizado en él», pero también la Gran Persona que sale de esta proyección y se afirma por encima de ella y contra ella. Es la razón del mundo y su sinrazón; conciencia e in¬ conciencia, dolor y gozo, espíritu y materia. De ahí que el único nombre que realmente conviene a ese Dios es el que Unamuno ha terminado por darle: «mi Dios hereje». Hereje frente a toda ortodoxia, pero al mismo tiempo ortodoxo de todas las heterodoxias. Hereje hasta tal punto, que para que no quede sobre ello ni el más leve ápice de duda, lo es también respecto a sí mismo. Pues, como el hombre. Dios duda de sí y en el curso de esta duda se va haciendo a sí mismo y va haciendo a la vez el propio hombre. Esto parece ser el significado de dos de los sonetos de Unamuno más relevadores de su sentimiento de lo divino: la «Oración del ateo» y «Ateísmo». Pues si en el primero se dice que: Dios es el deseo que tenemos de serlo y no se alcanza; ¡quién sabe si Dios mismo no es ateo! en el segundo el ateo se dirige a un Dios en el cual acaso no cree ra¬ cionalmente, pero cuya existencia tiene que afirmar si no quiere aniqui¬ larse a sí mismo. Y por eso puede clamar este extraño ateo: Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras. Este es el Dios que se niega —y que se afirma—, que se desea —y que se teme—, que alienta en el fondo del hombre —y que se cierne por

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encima :'« •
cer esta verdad llevo pronto a Ortega a proponer una fórmula que pronto se convirtió en la piedra angular de su fÜosofía: «Yo soy yo y mi cir¬ cunstancia» Esta fórmula parece irrisoria. Pero no lo es más que la ayor parte de las formulas filosóficas cuando nos empeñamos en coniderarlas únicamente en su superficie. En efecto, en esta fórmula se nos 1 el que desempeñe en la existencia humana. Los pen¬ samientos llamados ideas son objeto de nuestro discurso; los pensamien¬ tos llamados creencias son el objeto de nuestra suposición: no los pensa¬ mos, sino que los damos por supuestos. Cuando tal sucede decimos que «estamos en una creencia». Esta expresión debe entenderse en una forma suficientemente radical. Sería poco adecuado, por ejemplo, identificar las creencias con ciertas creencias específicas, inclusive con creencias que lo son en modo superlativo, tales como las religiosas. Por otro lado, ciertas suposiciones (o, en el vocabulario orteguiano, «supuestos») de índole simple y elemental, pueden merecer el nombre de «creencias». Los ejem¬ plos dados por Ortega al respecto son iluminadores. Creemos, verbi¬ gracia, al disponernos a cruzar una calle que hay una calle, aun cuando el pensamiento «Hay una calle» no haya ni siquiera cruzado el umbral de nuestra conciencia. Creemos que hay ciertas regularidades que rigen los fenómenos naturales exactamente en el mismo sentido (aunque, de¬ beríamos agregar, no con el mismo «fundamento») en que ciertas comu¬ nidades humanas han creído que no había regularidad en los fenómenos naturales. Todos estos ejemplos concurren a poner de relieve la misma

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«idea» (y que ésta sea realmente una «idea» o una «creencia» es un in¬ teresante problema que suscita la filosofía de Ortega): la de que hay pensamientos no formulados y a veces inclusive no formulables que da¬ mos de continuo por supuestos y que sostienen, empujan y dirigen nues¬ tro comportamiento. No debemos extrañarnos, pues, de que las creencias constituyan, según apuntamos, el fundamento de nuestra vida y de que ocupen el lugar de la realidad. Pues la realidad no es algo que descubra¬ mos o demostremos; es algo con lo cual nos enfrentamos. Esto significa que hasta cierto punto dominamos nuestras ideas, pero que estamos siem¬ pre dominados por nuestras creencias. Por importantes que ciertas ideas sean para nosotros, no podrán realmente arraigar en nuestra vida hasta que dejen de ser ideas y se conviertan en creencias. Esto lo olvidan con frecuencia los «intelectualistas». Pues éstos suelen «creer» (y el mismo problema apuntado antes, aunque desde el ángulo inverso, asoma aquí de modo inquietante) que las ideas son externas a nosotros y que pode¬ mos tomarlas o dejarlas a nuestro albedrío. Pues aun en el caso de que una idea llegue a alcan2ar tal consistencia vital que casi se confunda con nuestra vida, siempre habra un modo de distinguirla de una auténtica creen¬ cia. Este modo ha sido precisado por Ortega en una de las fórmulas más felices de su obra: mientras podemos llegar a luchar por las ideas y hasta a morir por ellas, es absolumente imposible hacer con las ideas lo que hacemos con las creencias: vivir de ellas. La filosofía de Ortega no merecería este nombre si las fórmulas usa¬ das en ella no suscitaran incontables problemas. Los que plantean los pᬠrrafos anteriores son particularmente graves. Sobre todo, uno de ellos: e que se deriva de aceptar, por un lado, que la existencia humana es ladicalmente problemática, y de proclamar, por el otro, que esta existencia esta hecha de creencias. Pero Ortega no merecería el nombre de filósofo SI él mismo no hubiese puesto d descubierto algunos de tales problemas. Y, en efecto, Ortega comprendió que había que encontrar una salida al latermto en el cual nos había metido la distinción antes apuntada. Esta salida consiste esencialmente en precaver al lector contra toda precipita¬ da contraposición entre «duda» y «creencia». La duda, señala Ortega no se opone forzosamente a la creencia; de hecho, la duda es «una es¿cie de creencia». Dos razones permiten entender mejor esta opinión, de cariz tan paradójico. La primera es que las creencias no se presentan siempre en forma TOmpacta: ofrecen fisuras —y fisuras enormes—. La segunda es que las dudas —en el sentido más radical de este vocablo— no son sim¬ plemente pensamientos que nosotros tenemos y, por tanto, no son Ideas. Las dudas pertenecen, en suma, al mismo estrato de la vida que las creencias: como éstas, aquéllas son también nuestra realidad. Lo cual significa que podemos estar en dudas en el mismo sentido en que pode¬ mos estar en creencias. Una sola diferencia fundamental hay entre estos dos modos de estar; se funda en el hecho de que las creencias son «cosas

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estables» en tanto que las dudas son «cosas inestables». Propiamente hablando, las dudas son «lo inestable» en la existencia humana. Pero en t(^o caso vivunos simultáneamente de ambas, de tal modo que nuestra vida sena tan incomprensible sin las dudas como lo es sin las creencias. El hecho de que estemos también en dudas o, como Ortega prefiere decir, «en un mar de dudas», no significa, empero, que aceptemos esta situación como un estado normal de cosas. De hecho, estamos sin cesar luchando con el fin de sobrenadar este mar de dudas que amena2a con sumergirnos. Mas con el fin de librarnos de dudas sólo tenemos un re¬ medio: pensar acerca de ellas o, lo que equivale a lo mismo, produ¬ cir ideas. Con lo cual comenzamos a entender la función propia de esas ideas hasta ahora tan insuficientemente definidas: las ideas sirven para cubrir las fisuras que se abren de continuo en las creencias que constitu¬ yen la vida humana. Cierto que ello no parece muy plausible cuando, al examinar nuestra experiencia, advertimos que las acciones más bien que los pensamientos cortan el nudo gordiano de nuestras dudas. Pero resul¬ ta bastante más plausible tan pronto como prestamos atención al hecho de que, según Ortega, no se puede establecer una firme línea divisoria entre acción y pensamiento. La acción, indica el filósofo, se halla cierta¬ mente gobernada por la contemplación. Pero, a la vez, la contemplación —o producción de ideas— es en sí misma un proyecto para la acción Así, podemos considerar que las ideas son la única posibilidad que tene¬ mos de mantenernos a flote sobre el citado mar de dubitaciones que por doquier nos circunda. Y ello hasta tal punto que no es infrecuente susti¬ tuir nuestras previas creencias, cuando éstas han sido sacudidas hasta sus cimientos, por medio de nuevas ideas... que tienen la tendencia a con¬ vertirse en creencias. Todo esto podemos comprobarlo en el curso de nuestras experiencias personales. Pero hay una zona en la cual las susti¬ tuciones referidas se advierten con máxima claridad: la historia humana. Nada de extraño que la mayoría de ejemplos proporcionados al respecto por Ortega sean ejemplos entresacados de la historia, sobre todo de esos momentos de la historia que llamamos «críticos» y en los que se nos muestra el apasionante espectáculo de la simultánea desintegración y for¬ mación de creencias. Gracias a la adquisición del «sentido histórico» —im «sentido» cuya estructura ha sido analizada repetidamente por Ortega’^— y gracias al análisis de las «crisis históricas» —tema asimismo muy orteguiano — la doctrina de las creencias aparece como algo más que como una suposición gratuita. El tema de la razón vital se integra así con el “

V, 304 (1933-39); VI, 391 (1942).

Por ejemplo: III, 260-4 (1924); III, 245-54 (1924); III, 281-316 (1924); V, 495 (1940); VI, 385-8 (1942). “ V, 9-164 (1933); V, 492-507 (1940). También, España invertebrada. La rebe¬ lión de las masas y, en cierta medida. La deshumanización del arte.

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de la ra2Ón histórica. Al arribar a este estadio de la cuestión se suscita, sin embargo, un problema cuya solución no parece fácil: el de la compa¬ ración y confrontación de las dos «razones». Nos limitaremos a unas breves observaciones. Ante todo, si el hombre es definido como una entidad histórica pare¬ ce inevitable concluir que la razón vital es idéntica a la razón histórica. Los ocasionales titubeos de Ortega en el uso de dichas expresiones ha conducido a algunos comentaristas a la afirmación de que hay, en efecto, semejante identidad; algunos suponen, además, que ella es debida al salto que el filósofo dio de la primera a la segunda como consecuencia de su contacto relativamente tardío con la filosofía de Dilthey Ahora bien, admitir pura y simplemente esta interpretación —y la crítica fundada en ella— sería olvidar que al incluir la razón histórica en la razón vital Or¬ tega ha tenido buen cuidado en subrayar al mismo tiempo su homonimia y su sinonimia. Supongamos, en efecto, que hubiese sido más plausible sustituir sin vacilaciones Vida humana’ por ‘época histórica’ y ‘razón vital’ por ‘razón histórica’. ¿Habría esto resuelto tcwdos los problemas? En modo alguno. Pues el hecho de que la vida humana sea declarada una entidad histórica puede interpretarse todavía de dos modos. En pri¬ mer lugar, de un modo radical. En tal caso, la filosofía orteguiana de la razón vital sería una muestra de puro historicismo. En segundo término, de una forma moderada. En tal caso, la filosofía orteguiana de la razón vital se convertiría en la base metafísica de todas las filosofías, incluyendo las de corte historicista. Si se acepta la primera interpretación, la razón vital se hallará a merced del oleaje de la historia. Si se prefiere la segun¬ da, la proposición según la cual el hombre es un ser histórico quedará tan diluida que perderá muchas de sus virtualidades. Parece, así, que el pensamiento de Ortega se encuentra en este punto en un callejón sin sa¬ lida: o se adhiere al historicismo y pierde la razón vital, o insiste en la razón vital y tiene que desprenderse de todo historicismo —incluyendo la afirmación tan típicamente orteguiana de que el hombre no tiene na¬ turaleza, sino historia—. Sospecho que el impasse no es duradero y que se podrían encontrar dentro del pensamiento del filósofo instrumentos que permitirían practicar un boquete para salir de nuevo al campo libre. Por ejemplo, el instrumento que nos proporciona la tesis según la cual la razón histórica en sentido orteguiano es (a diferencia de la razón his¬ tórica en sentido diltheyano) una operación de la vida y de la historia más bien que la vida y la historia O bien el instrumento proporcionado por la idea según la cual la razón vital orteguiana no es, propiamente ha¬ blando, una teoría, sino la consecuencia de un mero hecho: el hecho de “ Véase Eduardo Nicol, Historicismo y existencialismo, México, 1952, págs. 308-31. Sobre el «encuentro» de Ortega con Dilthey, V, 165-214 (1933-34). Julián Marías, Introducción a la filosofía, pág. 212.

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que la vida —en cuanto vida fundamentalmente histórica— es una enti¬ dad que no puede eludir usar la razón si aspira a penetrar en su estrucj y especialmente^ en su significado. No podemos dilucidar aquí como es debido una cuestión tan espinosa. Pero esperamos que el análisis de la existencia humana que presentaremos acto seguido ayude al lector a formarse su propia opinión.

2.

La doctrina del hombre

La doctrína acerca de la vida humana es una cuestión central —o más bien la cuestión central— en la filosofía de Ortega. Esto no significa que sea una doctrina idealista, y menos todavía antropocentrista. Ortega ha reconocido varias veces que el hombre —o, como diremos desde ahora con frecuencia, la «vida humana»— no es la única realidad en el universo. No es ni siquiera la realidad más importante. (iQué es, pues? Simplemen¬ te, la realidad básica o, como Ortega la ha llamado, «la realidad radical». Es «radical» en el sentido de que todas las demás realidades —mundo físico, mundo psíquico, mundo de los valores— se dan dentro de ella y aun puede decirse que solamente dentro de ella son realidad^. La vida humana —cada vida humana— es, así, para Ortega, una reahdad sin la cual las demás carecerían de «lugar» propio y, por consi¬ guiente, de sentido —si se quiere, de «sentido ontológico»—. Ahora bien, sería impropio estimar que esta idea orteguiana no es, en el fondo, sino la transposición a un lenguaje elevado de una experiencia de índole co¬ mún y casi trivial: la que consiste en reconocer que sin nuestra vida todo lo demás perdería la significación —poca o mucha— que le atri¬ buimos. El principio de Ortega: «La vida humana es la realidad radical» no es incompatible con tal experiencia. Pero es mucho más sutil que ella. Implica, ante todo, que nuestras opiniones comunes sobre la vida humana se hallan afectadas por una grave falla: la que consiste en imaginar que, de un modo o de otro, la vida humana es una «cosa» dentro de la cual se encuentran otras «cosas». Pero la vida humana —insiste Ortega— no es ima «cosa». Por tanto, no puede ser definida del modo como suelen serlo las cosas —diciendo, por ejemplo, que posee una cierta naturaleza, o que es una sustancia, o que es una ley a la cual obedecen diversos fe¬ nómenos—. EUo explica que la vida humana no pueda ser reducida a nuestro cuerpo —si bien no puede seguir existiendo hic et nunc sin rm cuerpo—. Por eso ni el reahsmo ni el naturalismo —que resultan tan cómodos, y hasta tan fecundos, cuando nos las habernos con las realidades de que nos hablan la física o la biología— pueden ser utilizados cuando V, 83, 95 (1933); V, 347 (1932); VI, 13, 32 (1936); VI, 347 (1932); VII, 99 y sigs. (1957), 375-406 (1957).

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nos enfrentamos con la realidad radical de la vida humana. ¿Q)ncluiremos, pues, que tal vida se reduce a un alma, a un espíritu, a una mente, a una conciencia? Así lo declaran, en efecto, los «idealistas». Pero el idealismo —entendido aquí como la «filosofía del espíritu»— no es, se¬ gún Ortega, menos impotente para entender la realidad humana de lo que ha sido el realismo —o la «filosofía de las cosas»— y el naturalismo —o la «filosofía de la materia»—. Pues el alma, el espíritu, la mente o la conciencia son, hasta cierto punto, «cosas» o, como Descartes procla¬ maba, «cosas pensantes», a diferencia de las «cosas extensas». Así, los constantes esfuerzos de los «idealistas» para describir la realidad del «yo» sin caer en las celadas tendidas por los realistas o los naturalistas, no han sido suficientes para evitar lo que para nuestro filósofo ha cons¬ tituido siempre el error máximo: identificar la vida con una cosa. No basta con decir, en efecto, que no es una «cosa extensa»; hay que despo¬ jarla previamente, y en forma más radical de la que hasta ahora se había imaginado, de toda «cosidad» y, por ende, de toda sustancialidad. El primer resultado que se obtiene tras haber descartado las identifi¬ caciones tradicionales es, pues, un resultado negativo: la vida humana no es un cuerpo ni rm alma, esto es, no es ni una «cosa» como la materia ni una «cosa» como el espíritu. ¿Qué será, pues? Algunos filósofos, acu¬ ciados por el eterno problema de la relación cuerpo-alma, han proclama¬ do que la vida humana es, en rigor, una entidad «neutral», que puede ser calificada de alma o de cuerpo según el punto de vista que se adopte. ¿No tendremos aquí el modelo de pensamiento que ha seguido Ortega? Tentados estamos de responder a la cuestión afirmativamente. Pero a poco que reflexionemos sobre el asunto nos será fácil descubrir que, a pesar de las apariencias, hay divergencias muy fundamentales entre el pensamiento de nuestro filósofo y el de los que han desarrollado siste¬ mas de tipo «neutralista». Tengo la sospecha de que, obligado a res¬ ponder a la mencionada cuestión. Ortega vendría en admitir que su doctrina acerca del hombre coincide con las doctrinas neutralistas apun¬ tadas en lo que niegan, pero jamás en lo que afirman. Pues el neutra¬ lismo —de Mach, de RusseU o de otros autores— usa, quiéralo o no, los mismos conceptos de la ontología tradicional que tanto abundan en los textos de los idealistas o de los reaHstas. En efecto, como los idea¬ lista o los realistas, los neutralistas suponen que la realidad Uamada «vida humana» sigue el modelo descrito por la «ontología de las cosas». Pero la vida humana no sólo no es una cosa, mas ni siquiera es un «ser». Carece de status fijo; está inclusive desprovista de «naturaleza». La vida humana «ocurre» —nos «pasa»— en cada uno de nosotros. Es un puro «suceder» o, conio Ortega lo indica explícitamente, un gerundio —^un faciendum— y jamás un participio —un factum—. Una vez de «ser» algo ya hecho, es algo que tenemos que hacer —o que hacernos— incesantemente. La vida humana es, en suma, un «ser» que se hace a sí mismo o, mejor di-

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cho, un «algo» que consiste en hacerse continuamente a sí mismo. Como consecuencia de ello, el concepto de devenir, que algunos filósofos han propuesto para sustinrir al de ser, es sólo levemente más adecuado que el para describir la existencia humana. No ignoro que Ortega se aliaba más próximo a una «metafísica del devenir» que a cualquier otro tipo de filosofía. Después de todo, ha escrito una vez que ha llegado el momento de cosechar las semillas esparcidas por Heráclito ^ y que no anuaM desencaminado Bergson —el «menos eleático de los pensado¬ res» —. Pero las filosofías de Heráclito y de Bergson adolecían de graves inconvenientes: la primera era inmatura; la segunda, irracionalista. Si hu¬ biese que elegir a un pensador realmente precursor, el menos sospechoso ^ria uno hoy demasiado olvidado: Fichte. Fichte arribó casi hasta el borde de la comprensión de la vida humana. Pero se detuvo —se detuvo frenado por un persistente, y heredado, intelectualismo—. Por tanto, es indispen¬ sable forjar una nueva ontología capaz de alojar en su seno la realidad de la vida humana. He aquí la tarea que se propuso Ortega. Se trataba de una ontología igualmente alejada del intelectualismo y del irracionalismo, dispuesta a acoger con simpatía las «filosofías del devenir», p>ero a extraer también sin contemplaciones los «residuos eleáticos» que permanecen tenaz¬ mente adheridos a tales filosofías. Mas, ¿cómo edificar tal ontología? La respuesta de Ortega es inequívo¬ ca: el método de la «razón vital» proporciona la única herramienta eficaz. Cuando el racionaUsmo puro ha fracasado en su intento de comprender la vida humana, y cuando el irracionalismo se ha disuelto en patetismo, sólo «la vida como razón» puede llevar a cabo tan difícil tarea. Ello es posible porque la vida humana no es, en rigor, una teoría, sino un hecho. Como tal, antes de proceder a teorizar sobre él, hay que «dar razón» —o, si se quiere, «dar cuenta»— de él. Desde el punto de vista de la pura teoría, la vida humana no podrá dejar jamás de ser un «ser», una «sustancia», o una «cosa» —^por ahilados y sutiles que éstos sean—. Sólo cuando la teoría surja como resultado de una previa descripción en vez de ser un marco intelectual a priori más o menos violentamente impuesto podrá decirse de ella que explica o, como diría Bergson, que «muerde sobre» nuestra «reaUdad radical». ¿Qué nos descubre, pues, la razón vital en su descripción de la vida humana? Ante todo, los rasgos negativos ya apuntados. La vida humana no es, decíamos, ni cuerpo ni alma. No lo es, ni puede serlo, porque cuerpo y alma son reahdades con las que tenemos que habérnoslas, exactamente en el mismo sentido en que tenemos que habérnoslas con un ambiente social y, por supuesto, con un ambiente físico. Nos encontramos en un mundo que no hemos elegido; somos la persona que vive una vida particular y concreta VI, 34 (1936). 100

n

Loe. cit.

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con las cosas y entre las cosas. Vivir no es, pues, un acontecimiento abs¬ tracto. Podríamos, así, reiterar el viejo principio orteguiano; «Yo soy yo y mi circunstancia». El nos mostraría que, contra los realistas, nuestra vida es el punto de partida inevitable, pero que, contra los idealistas, tal vida se halla, quiéralo o no, completamente sumergia’a en el mundo. Ortega ha in¬ sistido con frecuencia en este último punto: la vida es una emigración per¬ petua del yo vital hacia el no-yo vivir es dialogar con el contorno vi¬ vir es tratar con el mundo y actuar en él En suma, vivir es salir de sí mismo para habérselas con «lo otro» y ello hasta tal punto que vivir es esencialmente convivir Por este motivo, la vida humana no es un «acontecer subjetivo». Es la más objetiva de las realidades. Ahora bien, entre las realidades con las cuales tratamos, dos ofrecen un interés par¬ ticular: nuestros mecanismos fisiológicos y nuestras disposiciones psicoló¬ gicas. Auxiliados por ellas « obstaculizados por ellas, tenemos que hacer nuestra vida y permanecer fieles a nuestro yo íntimo, a nuestro «llamado», a nuestra vocación —si se quiere, a nuestro destino» —. Es un destino estrictamente individual. Cierto que no todos los destinos humanos poseen el mismo grado de particularidad. Pero todas las «vocaciones» humanas ■!on intransferibles. Lo que psicólogos califican de «carácter» es, pues, sólo uno entre los muchos factores que determinan el curso de nuestra existen¬ cia. Sería por ello equivocado suponer que nuestra vida está determinada solamente por el ambiente externo o por nuestro carácter. La frase de Friedrich Schlegel: «Para lo que se tienen dones se tiene gusto» cons¬ tituye, al entender de Ortega, una grave incomprensión de la índole específica de la vida humana. Pues si bien es verdad que a veces nues¬ tros gustos y nuestros dones entran en feliz conjunción, no es en modo alguno excepcional que se enfrenten con violencia. Los ejemplos no fal¬ tan. Supongamos que estemos dotados para las matemáticas. ¿Y qué, si lo que nos gusta de verdad es la poesía lírica? Imaginemos que posea¬ mos grandes capacidades para el com.ercio. ¿Qué pasa si lo que secre¬ tamente anhelamos es convertirnos en metafísicos? Se dirá que tales ejemplos no son suficientemente probatorios. No lo niego. En último término, ser un matemático, un poeta lírico, un comerciante y hasta un metafísico son modos de ser que la sociedad ya ha establecido _cuando menos a partir de cierto momento en la historia— y que no pueden ser III, 180 (1923). III, 291 (1924). III, 607 (1924). IV, 400, 426 (1932). V, 384 (1934). T detallada de «la aparición del otro», de la vida ínter-individual v convivencia como rasgo esencial de la existencia humana en VIÍ 124-196 (1957). ’ IV, 411 (1932); VIII, 467-72 (1950, originariamente en 1943).

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comparados con la «vocación» realmente fundamental que constituye nues¬ tro personal «destino». Pero los ejemplos en cuestión son suficientes por lo menos en tanto que nos permiten ver claramente que los gustos y los doiies no encajan siempre entre sí sin dificultades, y que no pocas veces podemos contemplar el espectáculo de las luchas entre el destino perso¬ nal de un hombre y su carácter psicológico —^luchas que, dicho sea de paso, permiten entender el frecuente sentimiento de frustración tan característico de la existencia humana—. Por si fuera poco, son también suficientes en tanto que nos confirman que el mundo no es un conjimto de «cosas», sino mas bien un conjunto de «situaciones». Las cosas —y desde el punto de vista adoptado, meras dificultades (o facilidades) para la existencia De modo «análogo» a como decimos que los libros están hechos de páginas, podemos decir que la vida hu¬ mana «está hecha» de situaciones En suma: el hombre se encuentra con im cuerpo, con un alma y con un carácter psicológico en un sentido parecido a como se encuentra con una herencia, con un país en el cual ha nacido, con una tradición histórica Y así como tenemos que vivir con nuestro coraxon, este sano o enfermo, tenemos que vivir con nues¬ tra inteligencia —o con nuestra estupidez—. Nuestra memoria es acaso frágil. Pero lo que hagamos tendremos que hacerlo con ella —contando con ella—. Por eso la vida del hombre no es para Ortega el funciona¬ miento de una serie de mecanismos, sino lo que hacemos, bien o mal, con ellos. Los mecanismos funcionan, con plenitud o con deficiencia, al servicio de alguien, un alguien que somos cada uno de nosotros y con respecto al cual no podemos preguntar propiamente qué es, sino quién es. Enfrentado con todas estas circunstancias, el hombre tiene que ha¬ cer su propia vida y hacerla, siempre que sea posible, auténticamente”*. Esta es, por lo demás, la razón por la cual lo que hagamos en nuestra vida no es indiferente. En uno de sus ensayos sobre Goethe, Ortega subrayó que la famosa frase goethiana: «Mis actos son meramente sim¬ bólicos» era, en el fondo, un modo de ocultarse a sí mismo el carácter decisivo de los propios actos. Pues nuestros actos no son nunca simbó¬ licos; son siempre reales. No podemos, pues, obrar «de cualquier modo»; nada tan alejado de la vida humana como el «no importa», el «da lo mismo» o el «qué más da». Tampoco, claro está, podemos actuar como nos guste. Tenemos que obrar... como tenemos que obrar; tenemos que ha¬ cer... lo que tenemos que hacer. ¿No es un tanto descorazonador que al llegar a este estrato profundo de nuestra existencia los únicos enun-

VI, 32 (1936). V, 96 (1933). IV, 399 (1932). ^ Sobre el «yo auténtico», como «base insobornable» de nuestra vida, véase ya II, 84-5 (1916).

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ciados con sentido que podemos formular sean enunciados meramente tautológicos —o triviales—? ¿Será el «obra como tienes que obrar» una especie de «imperativo categórico» todavía más formal y menos nor¬ mativo que el kantiano? No niego que se trata de una cuestión difícil. Por el instante bastará señalar que cualesquiera que sean las dificulta¬ des suscitadas por semejante imperativo no puede desconocérsele una virtud: la consecuencia. El «obra como tienes que obrar» carece de res¬ tricciones —incluyendo las que podrían derivarse de las reglas de la mo¬ ralidad —. En este sentido tiene que ser obedecido en forma más ra¬ dical que la obediencia requerida por el imperativo kantiano. Pues el imperativo orteguiano se dirige a cada uno de nosotros en tanto que es él mismo el «cada uno de nosotros». Es posible, por supuesto, ofrecer resistencia a tal imperativo —queremos decir, a tal «llamado» o «desti¬ no»—. Pero entonces nuestra vida será menos auténtica y, hasta cierto punto, menos real. «Obra como tienes que obrar» significa, por consi¬ guiente, lo mismo que «Sé lo que eres». Desde este ángulo aparece me¬ nos como una tautología que como un modo de proyectar luz sobre el hecho de que nuestros actos concretos, en la medida en que sean rea¬ les y no meramente simbólicos, deben surgir del hontanar de nuestro auténtico y, con frecuencia, oculto yo, y no deben ser desviados por re¬ glas sobrepuestas, las cuales pueden conducir fácilmente a la falsificación de nuestra existencia. He señalado antes que, de no ser lo que somos, nuestra vida sería no sólo menos auténtica, sino también menos real. No era una obser¬ vación marginal; por el contrario, constituye un supuesto sin el cual se desintegraría toda la concepción orteguiana acerca de la existencia hu¬ mana. En efecto, al identificar autenticidad con realidad Ortega ha lle¬ gado hasta el límite máximo en la «desnaturalización» de la vida. La naturaleza no admite grados de realidad-'”; es lo que es. La vida hu¬ mana, en cambio, los admite: es más o menos real —lo que significa que puede ser más o que puede ser menos —. Y no se diga entonces que la falsificación de la vida y la no existencia serían iina y la misma cosa. El «ser menos» de la vida no equivale al existir menos, sino al poseer ese «modo defectivo» de realidad que calificamos de inautenticidad. Que estas ideas orteguianas plantean graves problemas, es cosa que todos los filósofos estarán de acuerdo en admitir. ¿Cómo llegamos a co¬ nocer nuestro «yo auténtico» —o, como Ortega ha dicho también, nues¬ tro «yo insobornable»?—. ¿Es posible una vida auténtica sin una cierta porción de falsificación y, por tanto, de frustración? ¿Por qué hay que descartar tan radicalmente las reglas morales, declaradas siempre conven113 113 114

IV, 406 (1932). VI, 400 (1942). Loe. cit.

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Clónales, frente a la irreducibilidad última de nuestro destino? Dilucidar no digamos ya contestar— cualquiera de estas preguntas requeriría un volumen entero. Sea cual fuere la posición que se adopte convendrá, empero, tener en cuenta que toda discusión con Ortega al respecto de¬ berá situarse en el mismo terreno en el cual el filósofo se colocaba. Este terreo no es el etico —o, si se quiere, no es el exclusivamente ético , sino el metafisico —^tal vez habría que añadir, el ontológico—. Solo a partir de él los problemas en cuestión adquirirán un sentido. \ lo mismo podemos decir del análisis crítico a que pueden someterse algunos de los mas conocidos apotegmas orteguianos, apotegmas tales como: «La vida es un problema», «La vida es quehacer», «La vida es preocupación de si misma», «La vida es un naufragio» y «La vida es un proyecto» —o un «programa». «La vida es un problema» parece ser un enunciado obvio —y harto reiterado—. Pero hay que entenderse bien sobre lo que significa. No quiere decir, en efecto, que la vida esté llena de problemas. Sería difí¬ cil, pero no imposible, encontrar hombres para quienes los «problemas de la vida» no fueran tales, o porque los hubiesen resuelto, o porque hubiesen decidido dejarlos de lado. «La vida es un problema» quiere decir que lo es ella misma, independientemente de los problemas por los cuales se ve asediada Por este motivo la vida humana es asunto más grave que cualquier otro; los grandes problemas —incluyendo los que se plantean en arte, en ciencia o en filosofía— son de escasa monta com¬ parados con «el problema de sí misma» que es nuestra vida. Pero la vida humana no es un problema porque sí; lo es porque la vida es que¬ hacer —«lo que hay que hacer» — y, por consiguiente, no los queha¬ ceres que tiene la vida, sino el quehacer magno que la vida misma es. Pues, ¿qué hay que hacer? En principio, sólo esto: nuestra propia vida. ¿No es un quehacer abrumador, casi insoportable? Ante todo, no pode¬ mos hacer nuestra vida como hacemos otras «cosas» —automóviles, sin¬ fonías o sistemas filosóficos—. Para fabricar estas «cosas» hacemos uso, en proporción siempre delicada, de inspiración y de reglas. Ahora bien, no hay reglas para hacer nuestra vida. La única «regla» que podemos sentar es la de la invención perpetua de nuestro ser. De aH que poda¬ mos decir que nuestra vida es una causa sui —^una causa de sí misma— r ello, apunta Ortega, en un sentido todavía más radical que el impli¬ cado en el tradicional concepto teológico de la causa sui, pues la vida hu¬ mana tiene, además, que decidir qué si mismo va a causar. Tiene que decidirlo sin tregua Razón por la cual Ortega ha puesto enérgicamente IV, 403 (1932). "" IV, 366 (1932); IV, 414 (1932); V, 34l (1933-39); VI, 13 (1936); VI, 42J (1942). VI, 33 (1936).

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de relieve lo que posteriormente ha sido advertido por tantos filóso¬ fos de filiación más o menos existencialista: que la libertad no es algo que tenemos, sino algo que somos; esto es, que estamos obligados a ser li¬ bres —a serlo inclusive cuando decidimos enajenar nuestra libertad —. Debemos, pues, «comprometernos» incesantemente, no porque haya xma regla moral que nos lo exija, ni porque el «compromiso» sea más noble que la indiferencia, sino porque no podemos escapar a esta condición inexorable de la vida humana. La libertad es, en rigor, tan absoluta que podemos inclusive elegir no ser «nosotros mismos», esto es, ser infieles a ese «yo insobornable» al cual hemos llamado «vocación» o «destino». Nuestra libertad no será menor porque nuestra vida sea menos auténti¬ ca, pues la libertad es justamente la posibilidad absoluta de prestar o no oídos a ese «llamado» íntimo que sostiene nuestro ser. Nada de extraño, según ello, que la vida humana esté constantemen¬ te pre-ocupada. Pre-ocupada, esto es, ocupada previamente de lo que tie¬ ne que suceder y, sobre todo, de lo que tiene que elegir. Cierto que la sociedad nos ayuda en la elección; los cauces que seguimos son en la mayor parte de los casos los que nos han forjado, a veces en una labor de siglos, los hombres que nos han precedido. Cierto, además, que las circunstancias en vista de las cuales y por medio de las cuales se hace nuestra vida constituyen una brújula sin la cual muy pronto navegaría¬ mos a la deriva. Cierto, finalmente, que por «plástica» que sea nuestra existencia se trata de un proceso irreversible, de modo que el pasado —personal y colectivo— configura nuestro presente y va introduciendo cada vez mayores limitaciones en el marco de nuestro comportamiento futuro Pero las decisiones últimas son siempre personales. Puesto que la soledad —soledad «existencial» y no simplemente «física»— es uno de los rasgos distintivos de la vida humana, sólo las decisiones tomadas en soledad son verdaderamente auténticas La citada «soledad» no es, empero, suficiente; a ella hay que agregar una condición paradójica: la de que las decisiones sean tomadas, por así decirlo, «desde el futuro» en virtud del «predominio» del futuro sobre el presente que Ortega ha llamado a veces «futurición» Esto se debe a que la vida humana es un «proyecto vital» un «programa vital», expresiones que, hasta cier¬ to punto, son equivalentes a las ya citadas de «vocación» y «destino». Podemos, por supuesto, realizar o no tal programa vital. Y en este «po¬ der realizar o no nuestro programa» encontramos el boquete en el cual IV, 171 (1930). La libertad como algo a lo cual «estamos condenados» es uno de los temas más insistentemente desarrollados por el existencialismo francés, espe¬ cialmente el de Jean-Paul Sartre, a partir de 1941. “* VI, 37 (1936). V, 23 (1933). V, 93-94 (1933); VII, 420 (1957 [1929]). II, 645 (1929); IV, 77 (1930); IV, 400 (1932); V, 239 (1935).

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se instala una condición permanente de nuestras vidas: la inseguridad. No ignoro que esta tesis de Ortega no parece siempre compatible con otras afirmaciones suyas no menos insistentes; por ejemplo, la de que la vida es una actividad llena de brío, dispuesta a aceptar el riesgo con una actitud casi deportiva Sospecho, empero, que de haberse formulado tal tipo de objeción Ortega hubiese contestado dos cosas. La primera, que el sentimiento de la inseguridad no está necesariamente en conflicto con el despliegue de una alegre vitalidad La segunda, que la definición de la vida como inseguridad no excluye en modo alguno el anhelo, siem¬ pre renovado, de encontrar alguna seguridad. Ortega ha proclamado en numerosas ocasiones que la vida es naufragio Pero también que el hom¬ bre bracea —a veces desesperadamente— para salvarse de él. Nada me¬ nos que lo que llamamos «cultura» puede ser entendido desde este punto de vista. La cultura no es, así, un inútil lujo en la vida: es el bote que lanzamos y al cual nos agarramos con el fin de no hundimos en el abismo de inseguridad que nos circunda La cultura no es un entretenimiento; es una «salvación» Pero la cultura que debe cumplir con esta misión decisiva no puede ser una cultura cualquiera; como la vida, la cultura debe ser auténtica. Debemos evitar sobrecargarla con tejido adiposo. De¬ bemos hacer lo posible por reducirla a puro nervio y a puro músculo. De lo contrario, la cultura no será una posibilidad de liberación, sino de opresión; en vez de vivir auténticamente en la cultura cometeremos el pecado tantas veces denunciado por Ortega: el de la «beatería de la cultura» Para que realmente sea, la cultura debe, como la vida, ser auténtica es decir, ser esencial. Tenemos, pues, que la vida es quehacer, problema, preocupación, in¬ seguridad. Agreguemos que es también un drama A la luz de esta equiparación debe entenderse lo que constituye una de las fórmulas más insistentes de Ortega: la de que el significado primario y radical de la vida humana no es biológico, sino biográfico. Aprehendemos el signifi¬ cado de la vida cuando procedemos, en efecto, a narrarla, es decir, cuan¬ do intentamos describir la serie de acontecimientos y de situaciones con las cuales se ha enfrentado y el programa vital que subyace en ellas. II, 350 (1924). Loe. cit. IV, 254 (1950); IV, 321 (1930); IV, 397, 412 (1932); V, 472 (1932); V, 24 (1933). ^ Loe cit. ”” I, 354-56 (1914); IV, 397 (1932). El tema de nuestro tiempo, La rebelión de las masas, Misión de la Universi¬ dad, passim. También, V, 13-64 (1933), y V, 493-507 (1940). Véase, sin embargo, V, 78 (1933), de donde parece desprenderse que la cul¬ tura ahoga siempre la auténtica vida del individuo. IV, 77 (1930); IV, 194 (1940); IV, 400 (1932); V, 31, 37 (1933); VIII, 467-68 (1950 [1943]).

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Tres maestros

Muchos son los hechos que se han puesto de relieve para confirmar este carácter dramático de la vida humana. Entre ellos hay que destacar uno: el hecho obvio de que el hombre sea un ser efímero y transitorio El hombre siempre tiene prisa. La vida humana es, quiéralo o no, urgen¬ cia. Bajo la presión del tiempo el hombre puede hacer lo que quiera menos una cosa: excusarse. Su vida es lo más opuesto que cabe a las calendas griegas. El hombre no puede forjar proyectos para ser llevados a cabo en un indeterminado y vago futuro. Debe esforzarse de continuo en realizar el magno proyecto de su vida: el de la liberación «hacia» sí mismo No puede, pues, dejar que los acontecimientos se deslicen plᬠcidamente a su vera, entre otros motivos porque, en el rigor de los tér¬ minos, los acontecimientos jamás se deslizan plácidamente. Debe vigilar sin cesar para que nada penetre en su vida que amenace con enajenarla con lo falso y lo inauténtico. Y sólo tras haber conseguido este propo¬ sito descubrirá lo que constituye acaso la última conclusión en esta su busca de la realidad básica: la conclusión según la cual es inútil buscar una realidad trascendente, porque lo que llamamos «lo trascendente» es la vida misma, la propia vida inenajenable La vida es, así, la realidad. Lo cual no significa, una vez más, que la vida humana sea la única reali¬ dad que hay en el universo o siquiera que sea una realidad puramente independiente e incomunicable. Después de todo, se ha visto ya que vivir es esencialmente convivir —con el mundo, con los otros, con la socie¬ dad—. Mas una vez tenidas en cuenta estas condiciones, hay que sub¬ rayar enérgicamente el carácter metafísicamente último de la vida, de cada vida. Todo esta —o se da— en la propia vida, de tal suerte que emigrar de la misma es radicalmente imposible. Esta vida nuestra, «sin entrada ni salida», es lo que verdaderamente hay, hasta el punto de que lo que se halla más allá de la vida se halla «más allá» sólo en tanto que alienta en su recinto. Por eso cuando el hombre pierde las creencias con que había pretendido nutrir su existencia, la única realidad que todavía le queda es la realidad de su vivir, de «su desilusionado vivir» Parece, así, que lo único que cabe hacer entonces es desesperar. Pero la verdad es que sólo cuando estamos dispuestos a enfrentarnos sin falsas ilusiones con la desnudez de nuestra propia existencia podemos hincamos firmemente en ella para recobrar el aliento del vivir.

VI, 350 (1932); VII, 410 y sigs. (1957 [1929]). V, 37 (1933); VI, 22 (1936); VI, 421-22 (1942). IV, 425 (1932). IV, 540 (1928); IV, 56-59 (1929); VI. 70 (1930); IV, 345 (1932); V, 95 (1933); VI, 49 (1936). v ^ , VI, 49 (1936).

Ortega: Etapas de una filosofía

3.

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La doctrina de la sociedad

Entre las muchas enseñanzas que debemos a Ortega me interesa ahora destacar una; Ortega nos enseñó a no edificar teorías filosóficas «en el aire». Ello no sigmfica que las teorías filosóficas deban edificarse sobre acumulaciones ingentes de hechos o de citas. Para que una teoría filosófica engrane sobre lo real no basta que vaya acompañada de un impresionante aparato erudito. De hecho, el aparato erudito muchas veces sobra porque nos impide hacer lo que nuestro filósofo pretendió justamente siempre ■—lo que, en último término, significa «no edificar teorías filosóficas en el aire»; estar atento, sin prejuicios— pero con entusiasmo —a la rea¬ lidad. La teoría orteguiana sobre la sociedad no constituye excepción a di¬ cha enseñanza. En el curso de su edificación Ortega ha tenido en cuen¬ ta las realidades de la sociedad del presente y no pocas de las realidades de las sociedades del pasado. Una parte muy sustancial de la obra de Ortega está consagrada al estudio de «problemas sociales» de índole muy con¬ creta. Algimos de sus escritos más conocidos —tales, España invertebra¬ da y La rebelión de las masas — confirman este aserto. Pero tales estu¬ dios concretos no hubiesen sido posibles —o, en todo caso, fecundos— si no los hubiese apoyado una estructura teórica. Partes de esta estruc¬ tura se hallan en la obra de Ortega desde muy temprano y han culminado en lo que el autor llamó irónicamente im «mamotreto sociológico»; el libro El hombre y la gente, donde se encuentra lo que podría calificarse de teoría orteguiana de la sociedad «en cuanto tal». Empecemos por reconocer que esta última expresión es tan inevitable como poco recomendable. En rigor, no puede hablarse de «sociedad como tal» y sólo por la comodidad del vocabulario puede emplearse sin reparos la expresión ectos fuesen un coto cerrado para todos salvo los historiadores de la filosofía. El análisis del pasado filosófico, y de sus inevitables fracasos, es una de las maneras —p>or no decir la única manera decorosa— de precisar nuestra situación. Conviene no^ dejarse embaucar por las mordacidades de Ortega contra tal o cual füósofo. Sin duda que Ortega se complació en asestar a ciertos filósofos algunos batacazos mayúsculos. Tal ocurrió al fustigar —y caricaturizar_ a Kierkegaard de un modo que, según el humor de cada cual, puede cali¬ ficarse de lamentable o de implacable. Sin embargo, en la mayoría de los casos^ los latigazos de Ortega contra algunos filósofos y algunas tendencias filosóficas han tenido un solo objeto: tratar de mostrar que son un «pa¬ sado irrepetible», lo que no es incompatible con el haber sido un «pre¬ sente espléndido».

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En todo caso no parece haber más remedio que proceder a desenterrar y, ^ando sea menester, desenmascarar a los filósofos y las doctrinas filo¬ sóficas, y ello equivale a hacer resaltar sus supuestos filosóficos. El más fundamental de éstos es la correspondiente teoría o doctrina del Ser —la teoría o doctrina que tiene por objeto dilucidar lo que el Ser (o la Rea¬ lidad) es . Ni que decir tiene que Ortega ha rechazado todas las teorías o doctrinas del Ser —las ontologías— habidas por considerarlas «insu¬ ficientes» y, en el sentido en que se han usado antes estos términos, por juzgarlas «superficiales» y «triviales». Estas teorías eran —o, mejor di¬ cho, han llegado a ser— insuficientes porque se han fundado en ideas que ahora resultan demasiado «obvias». Algunos ejemplos bastaran. En primer lugar, se ha supuesto que el Ser tiene que ser «algo» —^una especie de «cosa», sea una «cosa» como la materia o una como el espíritu—. Durante milenios ha regido una visión, por decirlo asi, «cosista» del Ser. En segundo lugar, se ha imagi¬ nado que el Ser tiene que ser estable y permanente, hasta el punto de que tan pronto como se ha advertido que algo sufría alguna inestabilidad se le ha negado la dignidad de «ser». En tercer lugar, se ha barruntado que el Ser puede —y, además, debe— descubrirse tras las apariencias, de suerte que el mundo ha sido escindido entre un aparecer y un ser. Finalmente , se ha tendido a considerar que la misión del hombre es afa¬ narse por encontrar, o descubrir, tal Ser escondido, de modo que sólo cuando ha logrado capturarlo se ha reconocido que poseía «la verdad». Dicho sea de paso, esta «verdad» puede concebirse como algo dado desde luego al hombre (o a una particular facultad suya) o como algo que estará por siempre fuera del alcance de toda comprensión humana. Se puede alegar que algunos filósofos no han participado de semejan¬ tes opiniones; que no todos los filósofos han sido más o menos confesadamente «eleáticos». Ni siquiera es menester traer a colación los fanáti¬ cos del cambio y del devenir, como Heráclito y Bergson. El propio Aris¬ tóteles, cuyas simpatías por el «ser permanente» son obvias —al fin y al cabo, «el ser se dice de muchas maneras», pero se dice primariamente «como sustancia»— realizó esfuerzos memorables para explicar el cam¬ bio y especialmente para concebir el singular y extraño tipo de movimiento que es el «pensar». Aunque atrayentes y significativos, los resultados ob¬ tenidos por estos filósofos no son, sin embargo, suficientes. Ninguno de ellos ha parecido poder escapar de las mallas conceptuales tejidas por los primeros pensadores griegos. ¿No será, pues, más oportuno poner en duda los supuestos antes descritos? ¿No habrá que perder «el respeto al con¬ cepto más venerable, persistente y ahincado que hay en la tradición de nuestra mente: el concepto de ser»? Con ello Ortega nos anuncia un «jaque mate» a toda la tradición filosófica. Consiste en negar que el Ser 174

VII, 594 (1957 [1929]).

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Tres maestros

sea tal o cual cosa, o todas las cosas en conjunto; que sea permanente o cambiante, material o espiritual, real o ideal. En rigor, el Ser no «es» nada. No porque sea la Nada, o una nada, sino sólo porque no es ninguna entidad, de cualquier especie que sea o pueda concebirse. Lo que llama¬ mos «Ser» no es algo que las cosas tengan de por sí; es más bien algo que «hay que hacer». El Ser es, en suma, quehacer. El Ser es, así, una hipótesis, una invención humana. No es algo que se le haya dado al hombre para que oportunamente lo descubra, o para que concluya, tras mucho p>enar, que es inalcanzable o incognoscible. Es resultado de un osado acto imaginativo que algunos hombres tuvieron que ejecutar con el fin de hacer frente a una situación vital —y, por descontado, histórica— que de otra suerte hubiera resultado intratable. Por tanto, algunos hombres «inventaron» la idea del ser (y de la reali¬ dad como tal) como una hipótesis, tan pronto como descubrieron que cualesquiera otras hipótesis habían fallado. En cierto modo no hay dife¬ rencia entre imaginar que Dios, o los dioses, existen, e imaginar que hay Ser, esto es, que hay algo que llamamos «la realidad». Habiendo un día los dioses «abandonado» el papel que se les atribuía, o asignaba, no hubo más remedio que acudir a «otra cosa», y ésta fue justamente la idea del Ser o de la Realidad. Por tanto, el Ser —la idea del Ser— se inventó por algo y para algo —para llenar un vacío—. Después de todo, a nadie se le hubiera ocurrido proponer que hay la Realidad si no hubiese sido me¬ nester proponerlo. Pues los hombres no tienen necesidad de pensar que hay la realidad; puede muy bien bastarles vivir, o trabajar, o amar, o rogar. Decir que el Ser es una invención humana puede interpretarse como sigue: el Ser es una especie de entidad que el hombre en cuanto realidad pensante impone sobre el caos de las apariencias con el fin de dar cuenta de ellas —de «salvarlas»— y en particular con el fin de dar razón de la regularidad de los fenómenos naturales. Si esta interpretación fuese justa, la ontología de Ortega acabaría por ser una reformulación en términos mas o menos «existenciales» del kantismo. Ahora bien, aunque Ortega creyó siempre firmemente que ningún filósofo digno de este nombre puede prescindir de un estudio cuidadoso de la filosofía de Kant, y hasta de una completa «inmersión» en esta filosofía, su ontología dista mucho de ser kantiana . En todo caso, sena falso equiparar inventado’ con ‘puesto’. Para empezar, la entidad cuya actividad, en cuanto actividad pensante, consiste en «poner», es por lo usual lo que llamamos «concien¬ cia» en el sentido filosófico, y a menudo específicamente epistemológi¬ co, de este término—. Pero la «entidad» que ha inventado la idea del Ser no es la conciencia: es la «vida humana». Y ésta no es reducible a ninguna de sus operaciones, incluyendo las intelectuales. Se ha indicado Excepto en la medida en que, bajo la noción kantiana de la «razón pura» alienta la idea de una «razón vital». (Véase IV, 59 [1929].) ’

Onega: Etapas de una filosofía

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ya que, según Ortega, la vida humana es multilateral —tiene «muchos sabores>>—. Por tanto, no es reducible a un solo lado, sea la conciencia, o el pensamiento, o el «poner», etc. Así, sostener que el hombre ha inventa¬ do la idea del Ser preguntándose por la reaHdad no es lo mismo que sostener que el hombre tiene que ordenar el supuesto caos de las sensa¬ ciones por medio de un sistema cualquiera de categorías. En todo caso, reconocer que el Ser es fundamentalmente una hipótesis humana es muy distinto que definir ‘Ser’ al modo de los demás filósofos. En rigor, es saltar a otro «nivel» filosófico —o, si se quiere, «sumergirse» en otro túvel—. Desde el nuevo punto de vista así alcanzado, el Ser no aparece ya como una característica esencial que las cosas poseen por el mero hecho de existir. Aquí surgen algunas dificultades. Ortega parece presuponer que no estamos ya obligados a seguir ninguna de las doctrinas ontológicas hasta ahora excogitadas por la simple razón de que no hay nada que sea «el Ser». Acto seguido señala que el Ser «es» un quehacer y, como tal, una cierta clase de actividad. ¿No será el Ser, a la postre, similar al pensar? Ortega lo niega en redondo; el idealismo del pensar es, en última ins¬ tancia, tan «cosista» como el realismo de las cosas Proclama, además, que, como se verá en la próxima sección, los vocablos ‘pensar’ y ‘pensa¬ miento’ no tienen por qué poseer un sentido puramente intelectual, y menos todavía intelectualista. Pero como a la vez rehúsa toda doctrina que huela a irracionalismo, intuicionismo, etc., nos encontramos de súbi¬ to en un mar de perplejidades. Por si ello fuera poco. Ortega habla a ve¬ ces del Ser y a veces de la Realidad. Tentados estamos de declarar que si bien la ontología de Ortega puede no ser trivial, está lejos de ser trans¬ parente. Por fortuna, el propio Ortega ha proporcionado indicios suficientes para ponernos en la pista de la revolución filosófica que anuncia. Algunos filósofos han pensado que algo es real sólo cuando es, o pue¬ de ser, objeto de experiencia posible. Han aceptado, pues, implícita o ex¬ plícitamente, el siguiente principio: «Ser es ser experimentado, o experimentable». Otros filósofos han conjeturado que algo es real cuando no envuelve contradicción, y cuando tiene, además, una razón suficiente para ser, y ser lo que es. Han aceptado, pues, implícita o explícitamente, el siguiente principio: «Ser es ser inteligible». Ambos bandos difieren entre sí en casi todos los puntos, pero coinciden en uno capital: el aferrarse a la idea —que es a la vez uno de los teoremas de la lógica modal— de que si algo es real, entonces es posible. ¿No es absurdo, en efecto, pen¬ sar que algo podría ser sin ser posible? Este absurdo —o absurdo aparente— es justamente el que propone La filosofía de Fichte plantea aquí un problema que, por desgracia, no pode¬ mos ni siquiera esbozar.

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Tres maestros

Ortega. Ahora bien, no porque tenga el menor deseo de introducir modi¬ ficaciones en la lógica modal, sino por un motivo más básico: porque piensa que la idea según la cual lo que es puede ser, se funda en el su¬ puesto de que todo lo que es, es decir, todo lo real es autárquico y se basta, por tanto, a sí mismo. En otras palabras, se funda en la idea de que lo real es, sin más, real. Pero he aquí el problema. ¿Por qué nc admitir que hay cuando menos algunas realidades en las cuales no es en modo alguno obvio que su ser sea suficiente? Tal sucede, desde luego, con la vida humana —o, mejor, «mi vida»—. En este caso nos encon¬ tramos con que el ser no es tal ser, sino, como escribe Ortega, «un mero ensayo o conato de ser, el cual no incluye garantía alguna de que se malogre, es decir, de que su intento de ser no sirva sólo para demostrar que es imposible» Podría alegarse que si bien el ser «indigente» puede ser una característica de la vida humana, no lo es necesariamente de otras realidades, pero a ello podría contestarse, con Ortega, que lo que llama¬ mos «las otras realidades» son sólo reaHdades secundarias con respecto a la única realidad radical que es la vida, de suerte que ésta sería la que determinaría el carácter de todo ser en cuanto ser. Si así es, cabe desconfiar de que pueda escrutarse el ser desde el pun¬ to de vista de lo real o desde el punto de vista de lo posible; el único punto de vista aceptable será aquel para el cual la distinción entre lo real y lo posible pierda sus firmes contornos clásicos y se haga proble¬ mática y cuestionable. Si una reforma merece el nombre de ‘radical’ es, sin duda, ésta. Para llevarla a cabo hay que estar dispuesto, en efecto, a romper los más sólidos eslabones hasta ahora forjados por el pensa¬ miento humano —los eslabones de esa admirable cadena que Arthur Lovejoy llamó the Great Chain of Being (la «Gran Cadena del Ser»).

2.

La idea de la filosofía

Los filósofos se han enfrentado siempre con muchos problemas. Nin¬ guno, sin embargo, más inquietante y lleno de celadas que el de la exis¬ tencia de la filosofía. ¿Que es la filosofía? ¿Es una necesidad? ¿Es un lujo? ¿Es una ciencia rigurosa? ¿Es un conjunto más o menos arbitrario de supuestos? Implícita o explícitamente muchos de los grandes filósofos han velado largamente sobre estas cuestiones. Además, durante las últimas décadas ha surgido inclusive una disciplina filosófica harto singular: la que, aproximadamente desde los tiempos de Dilthey, ha sido calificada de «fi¬ losofía de la filosofía». Ortega no ha constituido una excepción en esta ilustre cadena. Muy claramente ha percibido que la filosofía no es algo 177

VIII, 351 (1958 [1956]).

Ortega: Etapas de una filosofía

185

que debamos dar por descontado, sino algo que debemos justificar —y jus¬ tificar incesantemente. Las ideas orteguianas sobre la filosofía están en estrecha conexión con sus pensamientos acerca de la vida humana y en particular acerca de la relación entre la vida humana y el conocimiento. Se recordará que, en la Opinión de Ortega, el conocimiento no es el resultado de un simple desen¬ cadenamiento de mecanismos psicológicos, sino más bien una adquisición humana. Oponiéndose al tan citado comienzo de la Metafísica de Aristó¬ teles: «Los hombres desean por naturaleza conocer». Ortega indica, o pre¬ supone, que si la afirmación «El hombre posee una naturaleza» es inadmisi¬ ble, la afirmación «El hombre es una naturaleza que conoce» es insensata. Por lo pronto, parece como si el vocablo «conocimiento» hubiese sido usado por Ortega en rm sentido ambiguo. Por un lado, el conocimien¬ to es definido como una función vital. Por el otro, es considerado como un proceso sometido a ciertas reglas. ¿Es posible despejar semejante am¬ bigüedad? Ortega ha llegado a la conclusión de que una distinción fun¬ damental, sólo en apariencia meramente lingüística, puede resolver el pro¬ blema. Por medio de esta distinción nos será posible comprender el sig¬ nificado de la filosofía, esto es, podremos entender el papel que la filo¬ sofía desempeña en la existencia humana. La distinción de referencia consiste en dar un distinto significado a los términos ‘conocimiento’ y ‘pensamiento’ ¿Qué es el pensamiento? G)mo todo lo que afecta de algún modo a la vida humana, el pensamiento no se nos muestra en su «verdad des¬ nuda». Se nos muestra enmascarado por toda clase de ocultaciones. El término ‘ocultaciones’ debe ser entendido de una manera radical: las ocul¬ taciones que encubren el fenómeno auténtico del «pensamiento» son en¬ gañosas precisamente porque son muy similares a lo que pretenden ser sin serlo. Entre estas ocultaciones dos merecen mención especial. Una es el pensamiento como proceso psicológico; la otra, el pensamiento como conjunto de normas lógicas. El pensamiento en tanto que proceso psicológico suscita las mismas objeciones ya apuntadas cuando, tras examinar el significado del conoci¬ miento para la vida humana, concluimos, siguiendo a Ortega, que la cues¬ tión «¿Qué es el conocimiento?» —ahora reformulada bajo la pregunta: «¿Qué es el pensamiento?»— no puede ser resuelta por medio de ima descripción de los mecanismos psicológicos que nos permiten pensar. Los mecanismos psicológicos constituyen un simple instrumento en la produc¬ ción del pensamiento, porque en su sentido primario pensamiento es el hecho de usar tales mecanismos con algún propósito. Como Ortega indicó oportunamente, «siempre se ha desvirtuado la verdadera cuestión sobre el

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V, 517-47 (1941).

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Tres maestros

origen del conocimiento suplantándola con la investigación de sus meca¬ nismos» Pero «no basta tener un aparato para usarlo» Si el hombre se consagra a pensar, es porque tiene que librarse de las dudas que le atenazan. El pensamiento adopta distintas formas, y lo que llamamos «co¬ nocimiento» es solo una de ellas. El hecho de que para muchos hombres sea la forma más prominente, o de mayor cuantía, no significa que sea la única posible. Otra ocultación del fenómeno auténtico del pensamiento es^ según Ortega, la lógica. Se ha dicho a veces que el pensamiento es primariamente pensamiento logico, es decir, un pensar de acuerdo con ciertas reglas —las mismas reglas que los lógicos clásicos han calificado de «principios»—. Pero también aquí nos encontramos con que el pensamiento lógico es sólo una de las muchas formas posibles de pensamiento. De hecho, se trata de una forma de muy estrecho alcance. Las limitaciones del pensar lógico no habían sido puestas de relieve hasta fecha relativamente reciente, por¬ que los filósofos hablan manifestado una confianza ilimitada en cierto tipo de lógica. Implícita o explícitamente se había supuesto que los princi¬ pios de la lógica clasica constituían el único hilo directivo eficaz, y válido, del pensamiento humano. Tal confianza se resquebrajó desde el instante en que se descubrió que los fundamentos de la lógica tradicional no pipían ya asentarse en los supuestos ontológicos predominantes en Occidente du¬ rante más de dos mü años. Como los fundamentos de todas las ciencias, los de la lógica —y de la matemática— han entrado en una profunda, y fecunda crisis. La lógica matemática sobre todo ha mostrado que concep¬ tos tales como los de «principio» y «verdad» deben ser revisados a fondo. Hasta se ha sugerido que pueden admitirse varias lógicas. Por consiguien¬ te, el pensamiento no debe ser confundido con el pensar lógico, tanto más cuanto que la expresión ‘pensar lógico' ha perdido ya la mayor parte de sus significados tradicionales. Si el pensamiento no es solo ni un proceso psicológico ni una serie de reglas lógicas,^ ya no se podra decir que es siempre un acto cognosciti¬ vo. El termino pensamiento tiene, pues, una significación más amplia que el término ‘conocimiento’. En rigor, el conocimiento es sólo una de las muchas formas en la rica morfología del pensamiento. Y como ni la psicología, ni la lógica, ni, por supuesto, la filosofía o la ciencia pueden aecimos lo cjue es el conocimiento, nos vemos obligados a buscar una respuesta en otras regiones. Esta respuesta se halla, según Ortega, en ese elemento que baña toda la realidad humana: la historia. El fenómeno que llamamos «conocimiento», es decir, el particular modo de pensamiento que usa conceptos, razones y argumentos ha surgido en un cierto momento en el desarrollo histórico del hombre. ¿Cuándo> 179

580

VII, 77 (1957 [1929]). hoc. cit.

Ortega: Etapas de una filosofía

187

Sólo cuando se han cumplido ciertas condiciones: Ortega menciona dos de ellas: 1) la creencia de que tras el caos de las impresiones hay una realidad estable que llamamos «el ser» de las cosas, y 2) la creencia de que única¬ mente el entendimiento humano puede aprehender la naturaleza de tal realidad estable. Ahora bien, se admite comúnmente que sólo los filósofos griegos se aferraron de manera suficientemente radical a ambas creencias. Las circunstancias que los impulsaron a abrazarlas son demasiado diversas y complejas para que puedan enumerarse aquí. Bastará señalar que, como siempre sucede con la vida humana, los griegos abrazaron esas creencias porque ciertas otras creencias se habían volatilizado. Así, los filósofos grie¬ gos se convirtieron en los «conocedores» por excelencia. Nos transmitieron un espléndido legado que hemos prodigado y malbaratado. Como conse¬ cuencia de ello, se ha afirmado durante más de dos mil años que el cono¬ cimiento y, por consiguiente, la filosofía como actividad puramente cog¬ noscitiva, era algo de que el hombre podía disponer siempre que se le antojara y, por tanto, sin haber apremio para ello. Esto significa sostener que consagrarse al conocimiento es operación que no necesita justificarse. El uso de conceptos y de razones ha llegado a ser tan «natural» en la cul¬ tura de Occidente, y en las zonas influidas por eUa, que hemos llegado a la conclusión de que la actividad filosófica es, por así decirlo, innata, y de que puede ser cultivada con éxito con sólo proponérselo. Los filó¬ sofos sobre todo se han mostrado con frecuencia sorprendidos de que al¬ gunos hombres pudieran prescindir de la filosofía. ¿No es la existencia filosófica más completa y más soportable que cualquier otra? Pero admitir esto equivale a dar por sentada la existencia, y excelencia, de la filosofía, sin prestar atención a los motivos que han hecho la filosofía posible, y quizá, en algunos instantes, necesaria. Ahora bien, ser un «conocedor» no es una propiedad inherente a la naturaleza humana. Ha habido, y hay todavía, muchos tipos de hombres que, por bien o por mal, no manifiestan ante el hecho del conocimiento la actitud extática y beata que ha sido tan frecuente en la cultura de Oc¬ cidente. Caso ejemplar de ello lo tenemos en el modo hebreo de vida antes de que los hebreos entraran en contacto con las culturas basadas en el primado del conocimiento. Los hebreos creían, por ejemplo, que «la realidad» era idéntica a Dios —a un Dios que era voluntad pura, poder arbitrario, situado más allá de las reglas de la moralidad y hasta de las leyes de la naturaleza—. Si tales reglas y leyes existían, ello sucedía, ba¬ rruntaban esos hombres, porque le había placido a Dios hacerlas surgir —y mantenerlas—. Dios podía retirarlas de la circulación con la misma facilidad —y con la misma incomprensibilidad— con que las había otor¬ gado. Cuanto acontecía a la criatura era considerado, pues, como algo de¬ pendiente de los decretos inescrutables de Dios. Pero si tal sucedía, ¿qué sentido hubiera podido tener adoptar una actitud cognosciva? Ante la faz de ese Dios omnipotente y omnipresente la plegaria era más adecuada.

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Tres^ maestros

y más efectiva, que el conocimiento. No es de extrañar que en tal caso la plegaria se convirtiese en una forma de «pensamiento», poseedora de sus propias técnicas y de sus propias reglas. Con lo cual se alteraban no sólo los modos fundamentales de la existencia, sino el mismo significado de ciertos vocablos. Consideremos, por ejemplo, el vocablo Verdad’. Lo que nosotros llamamos «verdad» no era para los hebreos el descubri¬ miento de algo estable tras las apariencias inestables de la realidad: era el «descubrimiento» de lo que Dios podía haber decidido o la interpre¬ tación de lo que Dios podía haber revelado. Llamemos a este descubri¬ miento por su nombre: profecía. En otras palabras, lo que llamamos «un enunciado verdadero» no era para los hebreos, como lo fue para los grie¬ gos, una «descripción», «intuición» o «comprensión» de «lo que realmen¬ te es», sino un anuncio de «lo que será». Podrían aducirse otros ejemplos. En rigor, una descripción cuidadosa de los rasgos capitales de la cultura occidental mostraría que ni siquiera ésta ha sido siempre una «cultura fundada en el conocimiento». Pero el anterior ejemplo basta, porque nos muestra que aun cuando el hombre no puede prescindir de pensar con el fin de salir a flote de las dificultades de su vida, puede, y sobre todo ha podido, salir a flote de ellas por me¬ dios distintos de los del conocimiento. Que esto sea deseable, o siquiera posible, en el estado actual del mundo, es, por supuesto, otro problema y un problema harto complejo—. No podemos detenemos en él. No podemos tampoco debatir aquí la cuestión de si el significado de las pro¬ posiciones formuladas dentro del marco de la filosofía y de la ciencia pueden reducirse al papel que la ciencia y la filosofía desempveñan en la existencia humana. Aun cuando tal reducción fuese impracticable, habría que reconocer que la idea histórica del conocimiento elaborada por Or¬ tega, y su correspondiente concepción histórica de la filosofía, pueden proyectar viva luz sobre ciertos aspectos de ambas que hasta ahora habían sido deplorablemente descuidados. En todo caso, los filósofos pueden aprender de Ortega que «el primer principio de una filosofía es la justifi¬ cación «de sí misma». A este principio Ortega fue siempre fiel.

EUGENIO D’ORS: SENTIDO DE UNA FILOSOFIA

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Entre las incógnitas de este mundo, una de las más rebeldes a toda tentativa de despejarla es la siguiente; ¿Por qué un escritor lega a la pos¬ teridad la imagen —o serie de imágenes— que lega? Es poco común que la imagen legada coincida con las intenciones perseguidas. Confinémonos a autores de las llamadas «obras de pensamiento», y en particular de obras filosóficas. Fulano, que con toda justicia merecería haber pasado a la posteridad por su filosofía de la historia, puede muy bien ser conocido —o, mejor, citado— por sus reflexiones éticas. O Zutano, que elaboró por ventura una interesante metafísica, resulta ser el autor de aquel cele¬ brado, y todavía llevado y traído, manualito de lógica. El asunto se complica cuando el autor en cuestión no es de los que cabría llamar «monocordes». Es muy posible que la cuerda que pulsó con más interés, si no con mejor brío, sea olvidada en favor de otra que pulsó sólo con desgana. Se dirá que una cosa son las intenciones del autor y otra es la realidad; puede suceder, en efecto, que la cuerda tocada con más afición por un autor no haya sido precisamente la que mejor cuadraba con sus naturales talentos. Puede muy bien ser. Pero puede muy bien no ser. En todo caso, lo que aquí me interesa es el problema de por qué la imagen de un autor que con más frecuencia se reproduce resulta a menudo distinta no sólo de las intenciones que al autor movieron, mas también de la realidad —o, cuando menos, del valor real— de la obra que produjo. Por circunstancias que no son del caso, abundan los autores que han querido hacer una cosa —y que la han hecho—, perO' a quienes se mira como si hubiesen hecho otra —que, por lo demás, también hicieron—. Uno de estos autores es Eugenio d’Ors. Crítico de arte, glosador, esteta, y qué sé yo cuántas cosas más: todo eso es cierto. Pero él aspiró a ser, en el fondo, y hasta en la superficie, un filósofo. Por qué ciertos autores se empeñan en querer ser considerados como filósofos cuando pasan la mayor parte de sus horas laborables escribiendo sobre temas que rozan a lo sumo la filosofía, es asunto que no he llegado todavía a entender bien. Tampoco he alcanzado a comprender por qué se empeñan en que se les tenga, primaria si no exclusivamente, por filósofos, como si ser fi¬ lósofos fuese algo así como el Sumo Bien. Sea como fuere, Eugenio d’Ors aspiró a que se le tuviera por füósofo, y hasta —en una época en la

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que tales cosas se estilaban— como fautor de un sistema acabado de fi¬ losofía. Hay que reconocer que la imagen que ha legado no le favorece mucho en este respecto. Filósofo quiso ser, pero ¿lo fue en verdad y no sólo en intención? Hay bastantes motivos para responder que no. En primer lugar, y so¬ bre todo, porque hacer de veras filosofía —como hacer de veras cual¬ quier cosa— es asunto serio. No es que para ser filósofo haya que ser pedante o no escribir como Dios manda. En rigor, se puede hacer filo¬ sofía escribiendo a la vez, como quería Hume, ad populum y ad clerum. Pero no, hay que sacrificar sin más lo segundo a lo primero. Si se quiere hacer filosofía, hay que hacerla con todas las consecuencias, incluyendo la posibilidad de no convertirse, como no sea por un malentendido, en autor al alcance directo (subrayo lo subrayado) de una muchedumbre indeter¬ minada de lectores. Con frecuencia hay que elegir: o se escribe para ser (lógrese o no) vastamente leído, o se escribe con la posibilidad de ser por ventura vastamente leído (y acaso admirado), pero sin ninguna segu¬ ridad de que tal ocurra. Las cifras cantan. El propio Ortega, que fue un filósofo hecho y derecho y que ha dejado un pensamiento filosófico ex¬ plícito y sin inútiles jerigonzas, es un autor que, siendo de todos modos (y merecidamente) muy leído, lo es menos por sus obras más decidida¬ mente —^y, como él diría, más hirsutamente— filosóficas que por cuales¬ quiera otras salidas de su pluma. Dígase lo que se quiera, su «Prólogo para alemanes» —una de sus piezas filosóficas maestras— y su La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, son menos leídos que, pongo por caso. El Espectador, los Estudios sobre el amor o La rebelión de las masas. Y eso que Ortega es un caso excepcional por varios motivos, entre ellos los dos siguientes: por haber renovado el len^aje, y los modos de pensar a él anejos; y por haber sabido inyectar la filosofía con ayuda de muy finas agujas, de cuyos pinchazos muchos lec¬ tores no se han dado apenas cuenta. Siendo las excepciones lo que son, no hay que fiarse demasiado de ellas. El asunto queda, pues, bastante claro: esta bien que se h^a filosofía (sea o no celebrada a la vez por legos y doctos), pero es injusto, y hasta un tanto deshonesto, fungir de filósofo sin tomarse la molestia de actuar como tal y pensando más en el auditorio que en la verdad. Ahora bien, a la pregunta «¿Fue Eugenio d’Ors en verdad, y no sólo en intención, un filósofo?» puede también contestarse que sí. Entonces, ¿en qué quedamos? Pues quedamos en que sí, pero, claro está, sólo en parte, y no necesariamente la parte mejor, o la más voluminosa. Lo cual está muy lejos de parecerme un insulto —lo que sería si no ser filósofo, o no serlo totalmente, fuese cosa asquerosa y degradante—. Eugenio d’Ors[ filosofo in partibus infidelium, sigue siendo Eugenio d’Ors, lo que no deja de tener su interés.

D’Ors: Sentido de una filoiofta

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A esta parte de la obra de Eugenio d’Ors quiero dedicar algunos pᬠrrafos para tratar de penetrar «el sentido de una filosofía». "k

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Desde los primeros momentos el pensamiento de Eugenio d’Ors ofre¬ ció dos aspectos: en primer lugar, era esteticista; en segundo término, era «arbitrario». Estos dos aspectos se combinaban sin dificultad; la «arbi¬ trariedad» permitía romper todos los moldes racionales necesarios con el fin de «plasmar» rm sistema; el esteticismo permitía expresar sin emba¬ razo la «arbitrariedad». No hay duda de que estos dos aspectos del pensa¬ miento filosófico de Eugenio d’Ors eran en gran parte temperamentales; eran un resultado de lo que Aranguren ha llamado «el talante filosófico». Pero la filosofía de Eugenio d’Ors no era sólo una filosofía personal; era también, en gran medida, una filosofía que aspiraba a auscultar «las pal¬ pitaciones de los tiempos». Bajo esta frase estremecida pueden entenderse por lo menos dos cosas: xma, el esnobismo del «estar al día» y aun del «estar a la hora»; otra, el deseo de recoger los hilos de varias tradiciones filosóficas para proseguirlos y tejer con ellos un tapiz filosófico flamante. Entendámoslo de esta segunda manera. Según Eugenio d’Ors, lo que hacía «palpitar los tiempos» a la sazón —a comienzos de nuestro siglo, el siglo del «novecentismo»— era la necesidad de edificar un sistema de pensamientos que, sin contradecir «el imperialismo de la ciencia», permi¬ tiera salvar lo que la ciencia (o acaso cierta filosofía sobrepuesta a la cien¬ cia) amenazaba con destruir: la libertad «interna» del hombre. He aquí el dilema: o predomina «imperialmente» la ciencia y se evapora la filo¬ sofía, o se defiende la filosofía a toda costa a riesgo de permitir que se hunda la ciencia. La primera actitud es la «positivista»; la segunda, la «idealista». Muchas fueron las soluciones dadas al anterior dilema; parte de ellas forman un fragmento de la historia de la filosofía contemporánea. Euge¬ nio d’Ors empuñaba su propia solución. Como muchas de las soluciones a un dilema, era simple, y como casi todas las que abundaron durante los primeros años del siglo xx, transitoria. Hela aquí. La ciencia positivis¬ ta, proclamó Eugenio d’Ors, sacrifica el sujeto humano y su libertad a la idea de que hay un determinismo inexorable. Por otro lado, la filosofía más o menos idealista o espiritualista sacrifica el objeto y acaba por con¬ siderarlo como una creación arbitraria de la persona humana. Pero hay que salvar a ambos y mostrar de qué modo los hechos de que habla la ciencia están determinados por la libertad, y en qué proporción no menos importante la libertad de la persona resulta coartada por los hechos que investiga la ciencia. Este fue el tema del estudio de D’Ors titulado «La fórmula biológica de la lógica», tema desarrollado en «Religio est libertas» y expuesto en La filosofía del hombre que trabaja y que juega. Lógica 13

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y razón brotan, según D’Ors, de la actividad creadora del hombre. Pero esta actividad no es tma creación arbitraria. Lógica y razón están asimismo sometidas a las leyes de que nos habla la ciencia, pero no como elementos invariables de la ciencia, sino como sus instrumentos. La idea del carácter instrumental de la razón fue, así, enérgicamente destacada por Eugenio d’Ors, el cual pareció orientarse en esta su primera época hacia un biologismo y hacia un psicologismo contra los cuales acababa de disparar varios tiros mortales imo de los grandes filósofos de la época: Edmund Husserl. Pero esta orientación casi instrumentalista de Eugenio d’Ors no persistió durante largo tiempo; de hecho, fue sólo im tributo a ciertas preocupaciones de la filosofía coetánea. Pronto no se trató ya sólo de salvar —para emplear el vocabulario de Bergson— el sistema de imágenes de la representación junto al sistema de imágenes de la ciencia, sino más bien de fundar un sistema intelectualista capaz de abrir horizontes sin límites a la libertad y a la acción. La «filosofía del hombre que trabaja y que juega» no fue totalmente abandonada, antes se convirtió en imo de los varios pilares encargados de sostener tan ambiciosa arquitectura. Las exigencias de la actividad indi¬ vidual debían seguir siendo acordadas con los postulados universales de la ciencia. Mas el acuerdo no debía consistir en una mera composición, siem¬ pre en peligro de desarticularse; debía ser el resultado de una concepción de la rendad en cuyo seno perdiera el dilema indicado toda su virulencia. Ahora bien, para ello era necesario redefinir los términos en que se había planteado el dilema. Sobre todo, había que poner en claro lo que se en¬ tendía por ‘yo’, por ‘espontaneidad’ y por ‘Hl^rtad’. ¿Como entendió D’Ors el «yo»? Ante todo, de un modo negativo: lo que no se reduce ni a sentimiento ni a pura y abstracta inteligencia. ¿Es, pues, el yo una voluntad? Tampoco, si entendemos ésta psicológicamente. En cambio, el «yo» puede ser una voluntad en sentido metafísico. Pero entonces el «yo» es lo que se llama «libertad». La libertad es, así, el nú¬ cleo del ser humano. Se trata de «una libertad que se realiza a sí núsma», I^ro en medio de obstáculos y resistencias. El hombre, piensa D’Ors, es libertad en cuanto que esta se halla cercada y acosada por la necesidad Como otros filósofos, desde Destutt de Tracy y Fichte a Scheler, Euge^ nio d’Ors ha entendido la realidad como «resistencia». La «superación del pragmatismo» consiste en afirmar que hay una acción que topa de continuo con un limite. Por lo demas, la intehgencia podría ser conside^ rada asimismo como una forma de tal «acción», y hasta como su forma suprema, porque siendo una «resistencia a la resistencia» pemúte revelar la estructura de la realidad. Las tesis «arbitrarias» y «esteticistas» de D Ors adquieren, asi, sentido filosófico. En todo caso, aparecen de este modo menos «dandistas» y «wildeanas» de lo que podía presumirse Pero un problema surge ahora. Si la concepción orsiana del «yo» como una libertad que se realiza frente a la resistencia conduce a afirmar

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la existencia de una «voluntad» metafísica, arece bastante clara: la época moderna, y con ella Europa, empieza cuando se tiene la sensación de que se está edificando sobre otros, y más sólidos, cimientos. Estos cimientos son de composición muy varia, pero hay un ingrediente que casi todo el mundo está dispuesto a reconocer como indispensable. Lo llamaremos, a sabiendas de lo vaporoso que es el término, «la razón». Muy vaporoso, y dilatado, porque en él parece 14

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caber todo. Podemos comprimirlo un poco añadiendo que, a diferencia de otras formas de «razón», la moderna se caracteriza por ensamblarse con la experiencia —o, si se quiere, con ciertas formas de «experien¬ cia»—. Al fin y al cabo, uno de los principales constitutivos de la vida moderna es, y sigue siendo, la ciencia tal como se constituyó (precedida por todo lo que se estime oportuno) con Galileo y otros genios «mecáni¬ cos». La razón moderna, no es, pues, una razón cualquiera: es principal¬ mente «razón experimental». Con estas reservas en mano ya no nos vendrá tan a cuestas admitir que, en cuanto moderna por excelencia, Europa es racionalista. Como se dice a veces, Europa «ha vivido de la razón» Pero, como otras comu¬ nidades humanas u otros períodos históricos han hecho asimismo gala de racionalismo, conviene ajustar un poco más el significado de este término cuando a él se une el adjetivo ‘moderno’. Los antiguos —los filósofos antiguos por lo menos— fueron tam¬ bién, y a veces muy en serio, racionalistas. Mas su racionalismo fue pri¬ mariamente «contemplativo»: el mundo que columbraban racionalmente era un mundo extático —y estático—. Los medievales —los filósofos medievales cuando menos, o algunos de los más destacados— fueron igual¬ mente en buena medida racionalistas. Pero su idea de la razón no tenía su origen ni en el mundo ni en el hombre: procedía, en última instancia, de Dios. Las materias de fe, las credihilia, no son todas puros misterios; algunas hay que plantean problemas resueltamente «racionales». Mas el racionalismo medieval fue también, aunque en forma distinta del antiguo, «contemplativo». El mundo —el «mundo sublunar» por lo menos— fue visto como una realidad que cambia. Pero no como una realidad que pro¬ piamente «evoluciona». En todo caso, fue visto como una realidad que se puede (parcialmente) comprender, pero en la que no se debería (radi¬ calmente) «intervenir». La racionalidad del mundo es la del símbolo —del «símbolo de la fe»—; ante este símbolo es mejor esperar que actuar. La Europa moderna es racionalista en sentido distinto de los antes descritos. Si se me permite seguir con esas abstracciones, diré que se trata de un racionalismo que tiende dondequiera a ser «activo» y que termina por ser «evolutivo». Esta última característica no aparece siempre clara¬ mente; de hecho, sólo en el siglo xviii y luego, sobre todo, con Hegel, racionalismo y «evolucionismo» pudieron comenzar a conjugarse. No es tampoco por sí una característica muy clara, pues puede referirse tanto ' Sigue viviendo de ella, y hasta conviene que no se la saque de la cabeza. Al fin y al cabo, los llamados «limites de la razón» no se descubren estremeciéndose, sino razonando —aunque sea «razonando experimentalmente»—. Ni las «relaciones de incertidumbre», de Heisenberg, ni los resultados de Gbdel se han alcanzado «irra¬ cionalmente». Lo que hay que hacer es hilar más delgado y ser un poco menos candoroso, y sobre todo no soñar con que puede haber ejercicio de la razón sin una previa «actitud racional», sobre la que es bastante quimérico razonar.

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a la razón misma como a la realidad de que la razón pretende dar cuenta y a la que aspira (racionalmente, claro) a transformar. Pero de momento dejaremos las cosas así. La Europa moderna es también «idealista». Empleo este vocablo sin muchas ganas, y solo en cuanto no tiene un sentido' demasiado' «técnico». Pues aunque un fragmento considerable del pensamiento filosófico europeo haya sido efectivamente idealista, sena desatinado hacer de todo euro¬ peo moderno, y aun de todo filósofo europeo moderno, un «idealista» sensu stricto. Idealismo’ significa aquí algo así como un «idealismo de las ideas» —a diferencia del «idealismo de los ideales»—. La cosa con¬ siste en presumir que cuando algo no anda como Dios manda, hay que producir una idea, o serie de ideas, que explique por qué tal ocurre, y otra idea, o serie de ideas, que ayude a poner las cosas en su punto. En este sentido el idealismo hace buenas migas con el racionalismo. Por activa y experimental que sea, la «razón» segrega ideas con el fin de ordenar la realidad —y, cuando es de veras idealista, con el fin de «construirla». En el sentido descrito, racionalismo e idealismo son consecuencia de una actitud que Ortega y Gasset ha llamado «actitud cautelosa» y tam¬ bién, en ocasiones, «actitud burguesa». El europeo moderno —que para abreviar llamaré desde ahora con frecuencia «el europeo»»— ha sido «hombre desconfiado». Desconfiado de las cosas, porque suponía o que le engañaban o que se le rebelaban. Desconfiado de Dios, porque se le ocul¬ taba demasiado; desconfiado inclusive, y hasta sobre todo, de sí mismo. Lo último parece cosa peregrina en quien se ha puesto a vivir «desde la razón». ¿No es tal vivir la mayor y mejor prueba de que se confía en uno mismo? Si la razón no viene de uno mismo, ¿de dónde vendrá? La paradoja se desvanece cuando se tiene en cuenta que la tal razón es una especie de «director de conciencia», a quien todos los hombres, por ser hombres, escuchan, o deberían escuchar. Desconfiar de sí mismo significa entonces no entregarse a lo espontáneo y, desde luego, hacer todo lo contrario de lo que proponía Unamuno: ir «a lo que salga» La cau¬ tela y la desconfianza pueden ser así perfectamente «racionales»: la razón europea moderna es en este sentido, recato, astucia y precaución Comparemos estos rasgos del europeo —o del pensar europeo— con otros que se han manifestado a menudo en la vida de los españoles, «mo¬ dernos» también por la cronología, pero no siempre por la actitud. Sería impertinente proclamar que los españoles no han sido, en muchas dimen¬ siones de su existencia, «modernos» y punto menos que disparatado ^ Por lo demás, lo que le salía a Unamuno era siempre lo mismo que había puesto. ® Ortega y Gasset modulaba: «la inútil precaución». * Obsérvese que hablo de lo que los españoles han sido o no han sido; por el instante, no me meto a averiguar lo que son, o lo que van a ser: por supuesto que europeos, modernos o no.

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concluir que ningún español ha sido o ha pvodido ser moderno. Pero grosso modo por lo menos ^ los españoles parecen haberse empeñado en ir a redropelo de los europeos. Consideremos el racionalismo. Aunque Salvador de Madariaga hÍ2o las cosas demasiado fáciles convirtiendo al español en «hombre de pasión» —a diferencia del francés, «hombre de razón», y del inglés, «hombre de acción»—, no es una barbaridad decir que los españoles han sido durante la época moderna bastante apasiona¬ dos. Sí, ya sé, la famosa «gravedad española» y hasta el «carácter som¬ brío» de que siguen hablando los franceses para describir todo lo español, incluyendo, ¿quién lo diría?, Cervantes y Joan Miró. Pero se me hará el favor de concederme que no soy lo bastante ingenuo para pensar que cuan¬ do uno se muestra reposado, grave y ponderado, ello quiere decir que no tiene nada de apasionado. EÍ apasionamiento de que hablo no consiste en la iracundia, la gesticulación o el jaleo; los italianos, que yo sepa, gesticulan bastante, pero si son realmente apasionados lo disimulan muy bien. El aspecto grave y reposado puede muy bien ser la manifestación de lo que se llama «furia concentrada». Desde este punto de vista me será permitido decir que el español no es, o por lo menos no ha sido, racionalista. No ha sido tampoco, en el sentido antes descrito, idealista. En todo caso, si se quiere seguir usando el término ‘idealismo’, digamos que entre los españoles ha sido menos un «idealismo de las ideas» que un «idealismo de los ideales». Como las ideas son lo que segrega la razón, los ideales son lo que proyecta la «pasión», incluyendo la que razona de continuo para alimentarse a sí misma. Ello explica, entre otras cosas, que mientras el europeo ha fabricado vertiginosamente ideas, el español ha forjado, no menos vertiginosamente, ideales. El europeo se ha interesado muy particularmente por formas de pensar; el español, no menos particu¬ larmente, por formas de vivir. Hay cierta sospecha de que la razón principal de la sinrazón espa¬ ñola ha sido la actitud digamos antieuropea ® de confianza extrema en «la vida» ^ y en lo que Max Scheler llamaba algo así como «el desborda¬ miento de la vida». La cosa es estupefaciente porque cuando consideramos la sociedad española institucionalmente esa famosa «vida» se nos volati¬ liza muy pronto. Después de mucho empuje, y no escasa diligencia, las instituciones españolas parecen irse vaciando: la organización y aun la superorganización (la burocracia y el orden militar españoles son lo más alejado que cabe de lo que los cubanos llaman, o llamaron, «relajo») se anquilosan a fuerza de rigidez. Por supuesto que esto no es históricamente ® Muy grosso modo. ® Digámoslo, pero sin creerlo demasiado. ’ Uno de los vocablos más enormes aquí usados. No me tranquiliza pensar que otros autores han cometido el mismo delito. “ Estas cuatro palabras proceden directamente de Ortega y Gasset. Me parecen tan gráficas que vale la pena hacerlas circular.

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un proceso continuo: la superestructura institucional española ha pasado por muchos avatares, y lo que parecía un tiempo punto menos que deseca¬ do se vuelve a hinchar más tarde con nueva savia. Pero en último término hay como un desequilibrio entre lo institucional y lo «social». Ahora bien, este ultimo es el que aquí tengo sobre todo en cuenta. Se observa¬ rá, por lo demás, que escribo «social» entre comillas. Con ello me curo en salud, pues no me refiero necesariamente a estructuras usualmente 11arnadas «sociales» las cuales se han puesto a menudo en España de una rigide2 alarmante , sino a lo que llamaré, por falta de mejor vocabula¬ rio, «vida social» o, si se quiere, «modos de vivir», o también «el hu¬ mano vivir». Sólo desde este ángulo puede decirse que los españoles han echado por la borda las cautelas, reservas y precauciones. Pensándolo bien, analoga actitud han adoptado durante la época moderna las institu¬ ciones estatales y las clases sociales en España. El embarazoso maquiavelisino con frecuencia practicado, y en parte ingeniado, por ellas no les ha impido dirigirse por los vericuetos que, a la postre, menos podían convemrles. Para emplear el lenguaje bélico, es como si hubiesen pre¬ parado con minucia ejemplar innumerables éxitos tácticos para cosechar, con so^rendente pertinacia, grandes fracasos estratégicos. Y así ha podi¬ do decirse que los españoles en conjunto no han marchado tras los ven¬ cedores, sino tras los vencidos. Por lo demás, los «fracasos históricos» no parecen haberlos arredrado. Y así van las cosas: unos cambian de ideas, y hasta de camisa, cuando huelen a chamusquina; otros siguen sin cambiar ni mudarse, y se arrojan, impávidos, a las llamas.

III Haber vivido con frecuencia a redropelo de Europa no significa, por cierto, haberse pasado el tiempo reaccionando. Significa más bien haber vivido «a destiempo». Ello ha ocurrido a los españoles principalmente de dos modos: por demasiado tardíos en la imitación o por demasiado apre¬ surados en la anticipación. De la tardanza en la imitación no es menester hablar: bastan los re¬ cuerdos. El apresuramiento en la anticipación es menos obvio, pero acaso más interesante. Consideremos, por ejemplo, el «pensamiento». De vez en vez algu¬ nos españoles se han puesto a pensar «antes de tiempo» —como «inopor¬ tunamente»—. He aquí a Juan Luis Vives o a Francisco Sánchez. Menéndez y Pelayo se pasó de la raya al proclamar que en el pensamiento de estos dos «renacentistas» se haUa el origen directo de la filosofía moder¬ na. Pero cuando no nos dejamos despistar por los manuales escolares de filosofía o de historia, donde todo tópico tiene su asiento, no tenemos

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más remedio que reconocer que Vives, Sánche2 y algunos otros expresaron ideas muy semejantes a las que luego informaron y conformaron varias grandes corrientes de la filosofía europea moderna. En la mayor parte de los casos, esas ideas fueron expresadas con poco más que balbuceos. En ciertos casos como el de Francisco Suárez— las ideas producidas no fueron precisamente fragmentarias, pero el sistema intelectual dentro del cual las alojó el autor no estaba, o pronto no iba a estar, «a tono». Así es que de un modo o de otro varios españoles egregios se pusieron a «euro¬ peizar», a proponer «un nuevo método» o una «nueva ciencia». Pero como propusieron un nuevo método sin método, o una nueva ciencia que parecía vieja, sus voces sonaron por algún tiempo —y más de lo que mu¬ chos historiadores de la filosofía europea nos quieren hacer creer , pero acabaron por evaporarse. Los pensadores españoles en cuestión, en ^ma, se pasaron de la raya... cuando todavía no se había trazado una raya. Para «fracasar históricamente», el procedimiento es admirable. Pero los pensadores, y escritores, españoles no se limitaron a anticipar; a menudo se complacieron en subrayar la inanidad de lo anticipado. La razón, el método, la ciencia, la técnica son, parecieron decir, cosas exce¬ lentes siempre que^ no sean lo que han pretendido ser —siempre que no sean ideas, sino más bien ideales—. Si se quiere, los pensadores españoles en cuestión pecaron por falta de recelo. Si se propone un nuevo método, ¿como es posible no sentirse arrastrado por él? ¿Qué manera de pensar es esa que «no se pone» a lo pensado? ¿Es pensar realmente pensar o es aprovecharse del pensamiento? Los «europeos» parecieron interesarse sobre todo por el provecho que pudieran sacar del pensar sin provecho. Su actitud básica fue siendo cada vez más «burguesa» y, en todo caso, cada vez más «económica». Hay que pensar lo que sea necesario, no despilfarrar el pensamiento. En última instancia, el despilfarro del pensamiento, el hacer del pensamiento una actividad no «económica», es un eco del des¬ pilfarro de la vida. Hasta se puede malbaratar y derrochar, pero siempre que se coseche algún beneficio ^ Si no hay tal, es mejor ahorrar —ahorrar energías, esto es concentrarlas—. La tendencia europea al «sistema de pensar» es paralela a la tendencia al «sistema de vivir». Vivir sin sistema ¿se ha visto Mda más descabellado? No es extraño que los españoles hayan inventado a Don Quijote. Este tiene un método, pero es un método para conducir la sinrazón, para que ésta prospere y fructifique. En Europa ha habido, por supuesto, conquistadores, contrarreformadores y místicos Pero no han andado, como en España, por así decirlo, a patadas. En todo caso en Europa se ha tenido buen cuidado de ponerlos en su sitio; si se quiere en «neutralizarlos». Pasral es un hombre arrebatado; hasta parece un poco insensato. Pero sus arrebatos y su «demencia» son también «económicos». J El cual no tiene por qué ser contante y sonante. Puede ser puramente inte¬ lectual y «especulativo». En er/. sentido, la matemática más «pura» es «beneficio^».

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Y lo son, ademas, harto «burguesamente». En España abunda asimismo la tendencia a la «economía». Pero es una «economía a lo divino». Por tanto, una economía bien poco «económica» —una «economía» a largo plazo, sin provechos «palpables»—. Los contrarreformadores españoles son cualquier cosa excepto dementes; su misión no es espolear los potros, sino tirar de las riendas. Son, pues, hombres reposados, graves, maduros y sesudos. Pero tiran de las riendas con «furor concentrado»; tiran de ellas más de lo «necesario». Los conquistadores españoles plantan la cruz de Cristo en valles y cimas. Por supuesto, no son franciscanos ni trapenses; buscan el oro, la plata, y los honores a ellos allegados. Pero los medios que emplean para satisfacer su afán de lucro son desproporcionados con respecto a los fines alcanzados. No calculan si los réditos van a compen¬ sar las inversiones. Hasta los que más calculan, los más «modernos» —los cortesanos, los diplomáticos, acaso los jesuítas—, parecen apostar a me¬ nudo sobre naipes poco prometedores; como en los novelones de la Legión Extranjera, llega un momento en que están hasta dispuestos a dejar la piel por un beau geste. Aunque he bordeado peligrosamente el vocabulario hablando de cosas tales como pasarse de la raya, despilfarrar energías, método de la sinra¬ zón y otras análogas, me interesa hacer constar que nada de esto significa que el pensamiento español sea velis, nolis desaforado. De los tres pen¬ sadores que he citado como ejemplos, sólo uno de ellos —Lrancisco Sán¬ chez— da la impresión de ser un tanto lunático. Suárez, en cambio, es un sistemático reposadísimo; y Vives, un mesurado hasta las cachas. Por lo demás, la mesura y la ponderación suelen ser frecuentes en los mejores pensadores hispánicos. ¿Cómo se puede, pues, confrontarlos con los euro¬ peos? Muy sencillamente, porque cuando los pensadores españoles son tem¬ perados, lo son también «a destiempo». De modo que lo que importa para el caso no es tanto el modo de pensar como lo que podríamos llamar la «justeza histórica» del pensamiento. «Justeza histórica», por supuesto, a corto plazo, pues a largo plazo hay todavía que demostrar quién ha esrado o no «a tono». El pensamiento español arraigó en la vida en una época en que el pensamiento europeo puso «la vida» en cuarente¬ na. Las cosas son hoy harto diferentes, y ello no porque los pensado¬ res españoles hayan decidido «seguir» a Europa, ni tampoco porque hayan anticipado intempestivamente los motivos y problemas intelectua¬ les europeos, sino sencillamente porque, después de tanto sonado debate entre «europeizantes» e «hispanizantes», se ha vislumbrado que ninguno de los dos bandos tenía completamente razón. (Lo cual no significa que sus polémicas hubiesen sido puras salvas; a menudo dieron en el blanco.) Cuando se llega a ser europeo, no es menester ser ya «europeizante»; se puede ser todo lo «hispanizante» que se quiera. El problema se ha esfuma¬ do —o, seamos sensatos, está en camino de esfumarse— por haberse ago¬ tado el combustible que lo incendiaba.

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Pero, adviértase bien, el problema se ha esfumado, o puede haberse esfumado, no sólo porque los esp>añoles han dejado de marchar a redropelo de Europa, sino también porque los europeos han dejado- de ser en gran parte lo que fueron. En algima medida, por lo menos en lo que toca al pensamiento, los europeos se han «hispanizado». Sea lo que fuere lo que digan, han olfateado que el pensamiento tiene raíces en la «vida» —o, si se quiere, en la «práctica»—. La posible coincidencia de España y Europa tiene, por descontado, raíces concretas: esas cosas no suceden en el aire. Pero^ puesto que por el momento nos las habernos con el pensamiento, anotaré que ya empezó a haber «coincidencia» cuando comenzaron a fer¬ mentar los motivos románticos. En el romanticismo hay, ¿quién lo duda?, abundante paja. El romanticismo, o un fragmento de él, es, además, res¬ ponsable de que los europeos se interesaran por España como un caso «típico». Pero no hay que perder de vista el grano que el romanticismo arrastraba consigo. Ciertos espíritus románticos, especialmente ciertos es¬ píritus románticos alemanes, decidieron un buen día arrojarse vorazmente sobre la cultura y en particular sobre la literatura española. Había en ello no poco de falsa «nostalgia del Sur» y de eruditos gestos hacia el país ■—de hecho, «los países»— «donde florecen los limoneros». Había, ade¬ más, im monstruoso equívoco histórico: los románticos llegaron a creer que lo más romántico del mundo es el barroco. Cervantes, Quevedo, Gracián y Calderón se pusieron un tiempo de moda por una descomunal cola¬ dura histórico-hteraria. Pero, en fin de cuentas, había en los desenfrenos románticos atisbos que iban a fructificar. El asunto es bastante divertido, porque han venido a fructificar en una época que no parece tener ya nada de «romántica». Pero así son las cosas; por si fuera poco, es la misma época en la que la actitud «económica» ha triunfado no obstante no esti¬ larse ya el «pensar económicamente» —en el sentido antes dilucidado de estas palabras—. Pero no nos metamos en honduras. Además, nuestra tarea por el momento no consiste en confirmar la «integración» —o posi¬ ble «integración»— de España con Europa, sino en reconocer que antes de producirse las coincidencias hubo, y posiblemente persisten, cierto nú¬ mero de interesantes contrastes. Especialmente, uno mayúsculo que pro¬ cederé sin más a debatir.

IV Hay en la obra de Unamuno unas palabras que saltan a la vista como una monstruosidad retórica: ‘la España eterna y celestial’. Cuando se es joven y se tiene la cabeza a pájaros, estas palabras fascinan. Cuando se ha sentado un poco la cabeza, las mismas palabras irritan. Sólo cuando

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se empieza a estar intelectualmente maduro se barrunta que se podría hacer algo menos emotivo con ellas: intentar comprenderlas. No pretendo que, al hablar de tal guisa, Unamuno hubiese dado en el clavo. España no es eterna ni celestial ni nada parecido. Pero en ma¬ teria de pensamiento hay algo tan interesante por lo menos como dar en el clavo: es dar más allá de él. Cuando se discurre sobre la vida humana, la hipérbole no es siempre incompatible con el buen entendimiento. La realidad humana puede, y a veces debe, hasta «caricaturizarse». Al analizar el significado de esas palabras de Unamuno no me propon¬ go, pues, interpretarlas literalmente. Ello equivaldría a tomar el rábano por las hojas. Pero en temas como los aquí manipulados, no va mal de vez en cuando sumergirse en la exageración y en la paradoja. Pues paradoja es, y gorda. Decir que España es «eterna y celestial» equivale a decir que no tiene historia, o que, si la tiene, no cuenta. Hay países en los cuales no se puede distinguir muy bien entre su existencia y su historia; en verdad, su existencia es su historia. La realidad de esos países, aunque siempre algo problemática, es bastante transparente. Los países «tradicionalmente» europeos, como, por ejemplo, y sobre todo, Francia, y aun los países decididamente «preeuropeos», o «casieuropeos», como, por ejemplo, y especialmente, Inglaterra, son lo que en gran parte fueron, lo cual no qiñere decir, ni mucho menos, que su ser actual sea una «repetición». Justamente porque tales países consisten de algún modo en su historia, pueden liberarse, por decirlo así, de la historia. La historia puede ser para ellos una tradición, pero no es necesariamente una ob¬ sesión. Consideremos ahora el caso de España. De hecho, claro, tiene asimis¬ mo una historia y su realidad es, como Américo Castro ha recalcado, una «realidad histórica». Pero si la conciencia es una parte del ser, las cosas se complican. A diferencia de los «europeos», no pocos españoles han tenido a menudo la extraña sensación de que si se les cercenara una parte de su historia no por ello se les amputaría una parte de su realidad. Po¬ niéndolo en fórmulas convenientemente tajantes: los «europeos» no sólo se preguntan ante su historia «¿Cómo ocurrió?», sino también, y espe¬ cialmente «¿Cómo pudo no ocurrir?», en tanto que los españoles o, por lo menos, buena copia de ellos, se preguntan «¿Cómo es posible que ocu¬ rriera?». Y también, claro está, «¿Para qué diablos ocurrió?». Dos res¬ puestas pueden darse a esta última pregunta. Una es: «Mejor hubiera sido que no ocurriera». La otra es: «¡Qué más da!». Es interesante ver que estas respuestas no son propiamente tales: una expresa una exhortación, o un deseo; la otra, un desapego. Las dos «respuestas» se hallan, por lo demás, estrechamente relacio¬ nadas entre sí: esperar que la historia no hubiese ocurrido (o hubiese ocurrido de otro modo) y encogerse de hombros ante ella es suponer que entre el ser —como «ser colectivo»— y la historia hay una especie de

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desencaje. En ambos casos la historia no aparece como una lección más o menos aprovechable, sino como un «error». Por eso’ Unamuno, que llevó aquí la paradoja al extremo, concluyó que los españoles se sentirían como «aliviados» si pudieran descargarse de su historia para remontarse —o, más exactamente, descender o sumergirse— hacia la misteriosa «intrahistoria» —la cual es, por supuesto, una fantasía, pero una fantasía harto elocuente—. Así, en vez de continuar, o renacer, el español, cuando menos el español de temple unamuniano, se esfuerza por «des-continuar» o «des-nacer». Por vivir como si la historia no hubiese ocurrido, o cuan¬ do menos como si no hubiese debido ocurrir. La historia, en suma, apa¬ rece entonces como una pesadilla; mejor, pues, olvidarla y tratar de creer que en la vida de los pueblos es posible la virginidad. Se dirá que ese intento de recomenzar virginalmente la existencia co¬ lectiva no cuadra muy bien con el tenaz, y hasta feroz, «tradicionalismo» español, el cual no sólo parece admitir la historia, sino, y sobre todo, exaltarla. Pero semejante «tradicionalismo» no tiene de tal sino el nom¬ bre. Por una parte, exaltar la historia al modo de los «tradicionalistas» no es vitalizar la historia, sino congelarla; la verdadera historia se endu¬ rece cuando no es continuada. Por otra parte, los «tradicionalistas» en cuesdón no jalean realmente la historia, sino por ventura una historia: rque algo se gana. Luego, y finalmente, hasta puede uno envanecerse un tanto con lo que pareció «antimoderno» —y que, por descontado, lo fue en buena medida—, pero que, a la hora de la verdad, puede ayudar a extirpar algunos tumores —algunas «fijaciones históricas»— que los europeos modernos nolens volens acumularon. Así, por ejemplo, la obsesión por los «límites», de los que acaso no se pueda prescindir, pero que conviene no exagerar. 15

NUEVAS

CUESTIONES ESPAÑOLAS

I A Spengler no pararían gustarle mucho los románticos. He aquí el re¬ quiebro que una vez les largó: «Eran ciertamente heroicos y nobles y es¬ taban en todo momento dispuestos a ser mártires, pero hablaban demasia¬ do de la esencia alemana y demasiado poco de los ferrocarriles y convenios aduaneros y etc., etc.». Muy sanas palabras. Es de presumir que cuando se trate de cuestio¬ nes españolas todos nos sintamos hoy un poco «spenglerianos» ^ y que verbalicemos sin descanso no sólo sobre ferrocarriles y tarifas aduaneras, sino también sobre otras cosas de mucha miga: industrialización del agro, producción de acero, red de carreteras, nivel de vida, balanza de pagos... No sere yo quien me oponga a ello. Sólo que no estará del todo mal poner de vez en cuando en el tapete ciertos asuntos igualmente apasionantes y acaso un poco mas peliagudos: por ejemplo, la libertad, el orden públi¬ co, la convivencia. De estos asuntos el único que va realmente a campear por estas pági¬ nas es el último. He usado el plural en el título sólo para recordar al lector que ninguna cuestión realmente sustanciosa puede en principio des¬ gajarse de las otras. Con otras cuestiones siempre en mente, trataré la anunciada; espero que a nadie le duela demasiado esta artificial ampu¬ tación. Debatiré la cuestión de un modo un tanto fragmentario. Limitaciones de espacio, tiempo y circunstancia me impedirán decir siquiera todo lo que se me ocurre al respecto. Mas lo poco que diga procuraré impregnar¬ lo de serenidad. Quiero advertir —y es mi último aviso por ahora— que no entiendo la serenidad al modo usual. No me parece que la serenidad consista necesariamente en ponerse muy aparatoso, pomposo y pontifical. Se puede muy bien ser sereno sin ser completamente vacuo. Como no me hace feliz alborotar, especialmente si todo acaba en meras bravuconadas puedo dar a veces la impresión de que me cautiva la blandura y el azucaramiento. No es así como yo lo siento, pero eso es cuestión de perspec«Spenglerianos» muy sut generis ni que decir tiene. Tras aludir a los ferro¬ carriles y a los convenios aduaneros, Spengler procedía a vociferar más o menos «ro¬ mánticamente» con la aviesa intención de contribuir al incendio del planeta.

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tiva. Sólo haré constar que lo que entiendo por «serenidad» es algo así como «sentido de la realidad». Cuando se posee, o se aspira a poseer, este sentido, es asunto menor el modo como se revele. Hasta puede ser que en nuestras materias el grito sea menos eficaz que la insinuación.

II Volvamos a nuestra «cuestión española». Como tal, debe de ser una cuestión que afecte a España. Mas ahí está la cosa: ¿a qué España? Bue¬ no, se dirá, ganas de complicar la cuestión. O ganas de volver a las calen¬ das griegas. O, simplemente, ganas de envenenar las cosas. Pero si el asunto que principalmente nos ocupa es el problema de la convivencia, será mejor no taponarse los oídos. De lo contrario las gentes no convivi¬ rán, sino que se limitarán, y aun, a soportarse. La verdadera convivencia no consiste en derretírsele a uno la moUera con discursos sobre la convi¬ vencia. Pero no consiste tampoco en darse mutuamente la espalda con la excusa de que si no se hiciera así todos acabarían empuñando pistolas, o amolando puñales. Pues, sí, ¿a qué España? Por supuesto que, en fin de cuentas, a una sola, por varia y diversa que sea —aimque sea, y no estaría nada mal, a una España plural, a «las Españas»—. Pero todo eso no pasaría de ser un pío deseo si no se reconociera que a veces no se contesta como propongo. O, mejor dicho, se contesta lo mismo pero se piensa en otra cosa. Se dice, por ejemplo, «sí, es una cuestión que afecta a España». Pero cuando se aprieta un poco al hablante, éste acaba por confesar: «Claro que no me refiero a la otra». Admito que estas confesiones son cada vez más raras, y que en este respecto se ha adelantado mucho. En gran parte el progreso se debe a ese «spenglerismo» antes aludido: Es¬ paña ya va siendo cada vez menos una esencia platónica, o un sueño lite¬ rario, y cada vez más im complejo de problemas que, además, no son siem¬ pre específicamente españoles. No nos envanezcamos demasiado de nues¬ tros avances, porque no somos los primeros en ver las cosas de tal guisa. Los tan ridiculizados «regeneracionistas» no andaban muy lejos de irnos a la zaga —si es que, históricamente hablando, no somos nosotros quie¬ nes les vamos a la zaga a ellos—. Hablaban, claro está, para su tiempo, que no es el nuestro, y todo lo simplificaban un poco. Pero ocuparse de política hidráulica, de tarifas aduaneras, y, en general, de «escuela y des¬ pensa», no es tampoco una minucia. De modo que aquí tenemos, como en todo, precursores... Ahora bien, los adelantos obtenidos no han lo¬ grado liquidar por entero «la cuestión» de que habíamos partido. Todavía los hay para quienes decir «una» significa decir «pero no la otra». To-

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davía hay algunos para quienes no es menester ni siquiera plantearse el problema de cómo convivir, porque a la postre no juzgan que sea nece¬ sario vivir con «nadie más». Insisto en lo siguiente: hablar de «los otros» no equivale necesaria¬ mente a ponerlos en cuarentena, esperando el momento en que se pueda meterlos en cintura como preámbulo para vomitarlos definitivamente. Es natural, y normal, y conveniente que en toda comunidad humana haya, «los unos» y «los otros», siempre, claro está, que no sean siempre «los mismos». Justamente la convivencia de que hablo consiste en parte en que los unos se corran ocasionalmente hacia los otros y viceversa. Así, pues, no pretendo que haya que anular todas las disensiones y desave¬ nencias. Hasta es posible que ninguna comunidad humana pueda prescin¬ dir de ellas por completo. Las disputas, los enconos, las pugnas no son siempre perniciosas. Lo peor que le podría ocurrir a una comunidad hu¬ mana consistiría en que no hubiese disputas... por no haber nada sobre qué disputar. Eso ocurre, dicho sea de paso, en los cementerios, por lo menos hasta donde alcanza mi información. La convivencia desaparece desde el momento en que las luchas son del tipo de las llamadas «civiles», pero que mejor cabría llamar «inci¬ viles». Entiéndaseme bien: hasta admito —bien que con bastante repug¬ nancia— que alguna que otra vez las gentes se pregunten si no hay otro remedio para salir de un apuro grande que recurrir a la violencia. Pero, aun así, la palabra ‘violencia’ se parece a la palabra ‘ser’ según Aristó¬ teles: puede decirse de muchas maneras. No es menester ni mucho menos que la violencia consista en dinamitar las oficinas de la Junta para la Pro¬ tección a la Infancia. De modo que en este punto hay que andar con pies de plomo. Pues hay una forma de lucha civil —o repito, incivil— que no parece remediar ninguno de los males que aquejan a im país, o a una sociedad: es la que consiste en olvidar, o en hacer como quien olvida, un versículo del Evangelio de San Mateo, que reza así: «TcHo reino di¬ vidido contra sí mismo será devastado, y toda ciudad o casa dividida con¬ tra sí misma no podrá subsistir». Si esto no es claro, ya se me dirá lo que es.

III La forma de lucha más incivil que pueda rumiarse no es, pues, la que opone, a veces con temible brusquedad, unas facciones a otras, sino la que «divide el reino». Pues ahí sí que no hay nada que hacer excepto ponerse a meditar sobre el mucho poder de la insensatez. Con el famoso problema de «las dos Españas» hemos topado. Vea¬ mos, por lo pronto, lo que se dice, o ha dicho, de él.

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Unos dicen que no es, ni ha sido nunca, problema. O que, si lo ha sido, no ha diferido dcl problema tal como se ha planteado en otros países. Veamos a Francia. En este país tan dulce y simétrico las gentes se han echado los trastos a la cabeza con más frecuencia de lo que confiesan sus propios historiadores. Ocasionalmente, además, se han dedicado a liqui¬ darse mutuamente. Se dirá que esto no importa demasiado cuando se mide con los grandes zancos de la historia. O que no se trata sólo de guillotinazos y de noyades, sino de si hay o no acuerdo en que las faccio¬ nes en lucha pertenecieron todas a Francia. Pues bien, también aquí se han visto pelar las barbas del vecino. El país donde se dice que Voltaire puede convivir con Bossuet es también el país donde se ha dicho que ciertos años harto revueltos constituyeron una inexpHcable degeneración de «la verdadera historia de Francia». Otros dicen que ha sido, o es, un problema específicamente español y que lo seguirá siendo per saecula saeculorum. O que, cuando menos, ha sido un problema típicamente español desde Felipe II. En su tempesti¬ vamente resonante libro sobre «las dos España», Fidelino de Figudredo sostuvo que los vocablos «derechas» e «izquierdas» son insuficientes para describir el «desgarramiento español» y que tales vocablos no se limitan a describir distintos métodos políticos, pues aquí se ventilan más bien distintos modos de ser. Y lo característico de esos modos de ser es que quienes adoptan uno de ellos niegan que quienes adoptan el otro sean de verdad españoles. Con lo cual se desencadena, manifiesta o larvada, la susodicha «guerra incivil», la cual, por si fuera poco, es todavía un modo, bien que incómodo, de convivencia, ya que su secuela bien puede ser no una pugna, sino una completa indiferencia mutua. Como suele ocurrir, los dos aludidos grupos de opinantes no se li¬ mitan a disparatar. Es la pura verdad que en todas partes cuecen habas. Unos las cuecen a fuego lento; otros, a todo gas. Unos las aderezan con pimentones; otros las toman sin sal. Dicho menos metafóricamente (pero no menos vagarosamente): cada «espíritu del pueblo» o «espíritu nacio¬ nal» (caso que los haya) puede moldear a su manera el material histórico, pero éste es sensiblemente el mismo para todos. En este sentido es cierto que no sólo puede haber «dos Españas», sino también «dos Franelas», «dos Italias», «dos Alemanias» y hasta, ¿quién lo diría?, «dos Inglaterras». Por otro lado, es innegable que la historia de España es bastante peculiar. Ortega y Gasset ha hablado de la «tibetización de España», un proceso que, al terminar por poner el país bajo siete llaves, contribuyó grandemente a suscitar un desgarramiento interno. Desde entonces pare¬ ció haber una lucha a veces sorda y a veces ensordecedora entre quienes querían sobre todo «mantenella» y quienes suspiraban sólo por «emendalla».

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Pero dar a cada cual lo suyo tiene un inconveniente: que ya no sa¬ bemos al final quién tiene qué. Puede, pues, darse a cada cual lo suyo siempre que se precise lo que se da. A ello iré de inmediato. Reconozco que el problema de las «dos Españas» se ha planteado con más vivacidad que el problema, digamos, de las «dos Franelas». Sin em¬ bargo, no se ha planteado siempre. Al hablar de Lope de Vega y su tiem¬ po, Karl Vossler hacía notar —claro que para llevar agua a su molino, el molino germánico— que durante cierto período hubo en España algo así como un bloque macizo y espeso: el bloque de unas ciertas creencias y de un cierto modo de vivir que la Comedia española reflejó puntual¬ mente. Que tal bloque estuviese menos bien cimentado de lo que el buen Vossler pretendía, es hoy cosa clara. Pero durante un tiempo alentó efec¬ tivamente en España la «unidad de creencias» —la cual, por lo demás, consistió no sólo, ni siquiera primariamente, en creer lo mismo, sino más bien, y especialmente, en vivir de muy parecidas maneras—. Otrosí: en ocasiones, algunos españoles egregios y nada ilusionistas abrigaron la idea de que, a diferencia de otros países, España tenía bien asentada la cabe¬ za, y no estaba dispuesta a dividirse contra sí misma. Veamos im ejem¬ plo: en el último edicto de la Suprema Junta Central Real, dado en la Isla de León el 29 de enero de 1810, y presumiblemente redactado por Jovellanos, se lee lo siguiente: «Nosotros, españoles; nosotros, cuyo ca¬ rácter es la moderación y la cordura, cuya fuerza consiste en la concor¬ dia...». Este párrafo tira por elevación contra los desbarajustes fabrica¬ dos por los revolucionarios franceses. Jovellanos (o quien fuese) confirma aquí lo que más de un siglo después escribió Paul Hazard a propósito de la Francia preilustrada e ilustrada: «Todo el mundo pensaba como Bossuet; de repente, todo el mundo pensó como Voltaire; era una revolu¬ ción». La cosa es, pues, clara. Ahora bien, de vez en vez ha parecido que las palabras del susodicho edicto podían volverse del revés —como si la «fuerza» de los españoles consistiera en la discordia—. De vez en vez, en suma, han surgido con violencia, aunque, por cierto, del mismo inago¬ table volcán, «dos Españas» tan engalladas como testarudas. Parece como si se tratara no sólo de un «desgarramiento histórico», sino también, y aun sobre todo, de un «abismo moral». Dar a cada cual lo suyo significa decir que el problema de las «dos Españas» no es ni mucho menos un problema permanente, pero que es, o ha sido, o puede volver a ser cuando menos se piense, un problema. Por razones largas de contar, hoy parece menos virulento de lo que fue antaño; muchas gentes están dispuestas a admitir que si bien las porfías pueden ser todo lo vehementes que se quiera, hay que hacer lo imposible para que no sean «inciviles». Pero que una cuestión como la que nos ocupa alcance por ventura a perder virulencia, no significa que se haya convertido definitivamente en cuestión académica. En todo caso, no es nunca académica, ni en España ni en parte alguna, la cuestión de la con-

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vivencia. Los hombres no son naturalmente convivientes o conviviales; se van haciendo tales del modo como reza el escudo de Chile: «Por la ra¬ zón o la fuerza». Volvamos, pues, a nuestra cuestión —a nuestra «cues¬ tión española».

IV Hay varios modos de tomar el rábano por las hojas en el asunto de la convivencia en una comunidad humana. Uno de estos modos consiste en decir que no es posible llegar a ningún acuerdo cuando se trata de pro¬ blemas básicos, y que cuando se trata de esos problemas las gentes de una comumdad —^y luego por acaso las del planeta entero— se partirán sin remedio en «derechas» e «izquierdas». Perfectamente. Nada de ello me alarma. Sólo un requisito me parece inexcusable para que la división en «derechas» e «izquierdas» no equival¬ ga al completo desgarramiento que preludia la lucha incivil y luego la casi completa indiferencia mutua: que toda desavenencia se funde en una especie de «convención». Intentaré explicarme, aimque sé muy bien que piso terreno resba¬ ladizo. Por lo pronto, haré constar —o, más bien, recordaré— que la divi¬ sión en «derechas» e «izquierdas» (que, por comodidad, aunque no por necesidad, escribiré desde ahora a menudo sin comillas) no tiene hoy el mismo sentido que tenía, por ejemplo, en el siglo xix e inclusive hace aproximadamente un cuarto de siglo. Ya estamos hartos de ver que hay derechas que parecen izquierdas y viceversa. Que hay gentes generosa¬ mente «izquierdistas» en materia de costumbres e hirsutamente «derechis¬ tas» en asuntos de bolsillo. O que los hay muy «derechistas» cuando se trata de orden público o de censura de prensa, y muy «izquierdistas» cuan¬ do anda por medio todo lo que se llama «lo social». Se dirá que usar en estos contextos los términos ‘derechas’ e ‘izquierdas’ es un abuso. Y por supuesto lo es. Pero es un abuso que se ha montado sobre un uso y que hace este último cada vez más problemático. Por lo demás, lo pro¬ blemático se hace caricaturesco cuando asoma el rostro lo «personal». Hay niños zangolotinos muy «de izquierdas» que fuman exclusivamente cigarrillos iranios y no pueden vivir sin doncella de cámara. Hay ricachos zarrapastrosos muy de «derechas» que sólo fuman Canarios ordinarios y yantan en la tasca de la esquina Como, por descontado, hay seres en ^ Los cigarrillos iranios y los Canarios ordinarios son (creo) productos de la ima¬ ginación. En cambio, los niños zangolotinos y los ricachos zarrapastrosos son más reales que la madre que los parió.

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la inopia que no se cansan de jurar por el palo limpio y tentetieso, sobre todo cuando se ejercita sobre las cabezas de sus iguales. De modo que lo más prudente sería abstenerse de términos tan redichos, aun estando pul¬ cramente encomillados. Mas la verdad es que los abusos no son siempre motivo suficiente para poner en cuarentena los usos. Sobre todo cuando sospechamos que las embestidas contra toda división en derechas e izquierdas son a menu¬ do un truco muy sobado practicado por las primeras con el fin de negarle el pan y la sal a las últimas. Bastará simplemente reconocer que las notas que boy caracterizan a unas y a otras son distintas de las que solían ca¬ racterizarlas; que la línea divisoria entre ambas es a menudo serpenteante; y que, finalmente, una división como la aquí debatida debe funcionar a modo de ringlera de jalones bastante cómodos, pero no siempre muy fide¬ dignos. Por si fuera poco, la división de marras no es meramente una división, sino el fundamento de muchas otras divisiones. Aunque en «po¬ lítica» —en el sentido originario y más vigoroso de este vocablo— las cosas andan un poco a la diabla, no hay razones para exterminar ios matices. Muy bien. Hay, a la vista u ocultas, derechas e izquierdas y quién sabe qué por medio. Pero nada de ello produce forzosamente desgarro¬ nes punto menos que irremediables. Por tanto, en una sociedad «nor¬ malmente dividida» no hay necesidad de demasiadas «reconciliaciones» explícitas y manifiestas: la verdadera reconciliación va por dentro. Así, la reconciliación profunda sin la cual ima sociedad anda de continuo a bandazos tiene en principio poco que ver con los abrazos de Vergara. Estos pueden ser una bendición o pueden ser una calamidad: sólo el tiem¬ po dirá. No se trata, así, de meros «abrazos» o amistosos golpes en el hombro: se trata de un acuerdo realmente básico. Un acuerdo, en rigor, tan básico que puede constituir el marco para todos los desacuerdos. De hecho, una sociedad funciona de modo apetecible sólo cuando hay acuerdo en el desacuerdo. Lo que equivale a decir desacuerdo en el acuerdo —y no estoy sólo jugando con las palabras—. En efecto, «acuerdo en el des¬ acuerdo» significa que se ha «acordado» —y claro que sin pensarlo mu¬ cho— que haya desacuerdo —siempre que éste no parta a la sociedad por el medio—. Y «desacuerdo en el acuerdo» significa que el desacuerdo se mueve, vive y existe, como diría Hegel, en el «elemento» del acuerdo. Sólo así pueden los componentes de una sociedad lidiar unos con los otros sin perder el caletre y, por supuesto, sin desmocharse. Todo esto explica (por lo menos en parte) que cuando una sociedad se parte en dos —si se quiere, «se raja»— es improbable que un tercero en discordia pueda aglutinarla debidamente. La fórmula ha sido ensayada repetidas veces con escasa fortuna. En la historia española ha recibido a veces el nombre de «tercera España». Los allegados a ésta, asustados y —se comprende— bastante malhumorados por la bronca insolidaridad

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de los españoles entre sí, se han propuesio un fin muy encomiable: cal¬ mar los ánimos y, de paso, desmantelar la áspera estupidez de las bande¬ rías. Como sólo éstas poseen la fuerza, los terceros en discordia no han tenido mas remedio que acudir al único instrumento a mano: la palabra. Instrumento sin duda eficaz, pero sólo cuando los contendientes están también dispuestos a empuñarlo. Cuando no, las palabras suasorias produ¬ cen un efecto más desalentador todavía que el de no ser escuchadas: el ser contraproducentes. Muy grosera desatención, desde luego, hacia hom¬ bres de buena voluntad. Pero aquí no es cuestión de saber quién tiene razón, sino de si se puede o no hacer entrar en razón. El que no se haga entrar en razón a los contendientes se debe prin¬ cipalmente a que los terceros en discordia tienden a convertirse en ima bandería más yuxtapuesta a las existentes, pero sin el calor que anima a éstas. Claro que si se tratara sólo de calor la cosa no tendría mayor im¬ portancia. Pero lo que hace inoperantes a los terceros en discordia es que con frecuencia carecen —histórica, o socialmente, hablando— de reali¬ dad. O, si se quiere, la que tienen es tan magra que hay que hacer equi¬ librios para agarrarla. Por eso los tantas veces aludidos terceros en dis¬ cordia acaban por renunciar a sus loables empeños, que no otra cosa es decir, o mascullar: «No hay nada que hacer». O si persisten en su em¬ presa, se proponen llevarla a cabo de un modo muy peregrino: puesto que no hay forma de poner a los contendientes de acuerdo, lo mejor es prescindir de ellos. Así no armarán tanto barullo. Pero eso es como si para cauterizar una herida que necesita muchos puntos se le pusiera un parche. A lo mejor lo que se necesita es una operación quirúrgica —ope¬ ración harto delicada, pues se trata justamente de no amputar, o inmo¬ lar, al paciente. Como en asuntos como el aquí rozado proliferan los malos entendidos, y hay en este mundo tanto entendedor avieso, haré constar que el ter¬ cero en discordia víctima de mi vapuleo no es idéntico a otro posible «terce¬ ro» que sea positivamente, y no sólo de mentirijillas, un «mediador». Pues «terceros en discordia» que en vez de planear delicadamente por encima del revoltijo se zambullen en él, también los hay. Esta parece sin¬ gular noticia, ya que los terceros en discordia tienen la obligación de no ser partidarios, y ¿cómo no van a serlo una vez metidos en el zafarran¬ cho? ¿No son tales terceros en discordia siempre un tanto «aristocráti¬ cos»? Sí lo son; pero si pretenden catequizar a alguien deberán ser, como recomendó Ortega y Gasset a los peninsulares que aspiran a crear algo, «aristócratas en la plazuela». Los «mediadores» realmente eficaces lo com¬ prenden muy bien; no se les ocurre confundir la sensatez con la soledumbre. Son, por descontado, gente «moderada», pero de una moderación sui generis. Su finalidad es acabar con el frenesí. Pero saben perfectamen¬ te que con él no se acaba con sólo argüir que es salvajismo, primitivis¬ mo o estolidez.

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Los «mediadores» con ganas de hacer algo acarician, pues, una muy plausible idea: la de que ciertas peleas no tienen lugar en un mundo inteligible, en donde los contendientes pueden separarse, combinarse y re¬ combinarse como si fuesen inocuas ideas: tienen lugar en la «historia» es decir, en la «realidad»—. Lo primero que hay que hacer es no pensar que la manzana de la discordia está sólo pintada. Puede ser, por supuesto, algo así como un error, pero en las sociedades humanas los errores son tan «reales», y a veces más «reales», que las verdades. De¬ mostrar que la tal manzana es una futilidad, no remecerá a nadie. Hacer ver que los que se disputan la manzana son, pese a todo, «los mismos», puede, en cambio, alertar a los menos obcecados. Acaso todavía no logre convencerlos, pero es posible que empiece a inquietarlos. Esto no es aún, claro, una efectiva «mediación». Pero es ya un modo de ver las cosas «por debajo», esto es, en sus raíces, en vez de seguir andando por las nubes. Que los feroces contendientes, los porfiados exclusivistas, son, en el fondo, «los mismos», significa que todos ellos actúan a la postre de muy parecida manera. Algunas de sus actuaciones —por descontado, las de carácter «incivil»— son calamitosas. Usando un lenguaje vagamente mo¬ ral, las llamaremos «vicios». Pero resulta que esos «vicios» pueden ser, y son a menudo, el resultado de muy respetables «virtudes». Tomemos un caso sacado de lo vivo: ciertos desgarramientos españoles han sido históricamente causados por razones, o, si se quiere, sinrazones, muy con¬ cretas. Al fin y al cabo, en las sociedades suelen haber clases sociales, terratenientes, partidos, sindicatos, banqueros y villas agraviadas. Pero los desgarramientos en cuestión no habrían sido posibles si los que cola¬ boraron en ellos no hubiesen estado movidos por una actitud común: la de creer (disparatadamente o no, no importa para el caso) que estaban de¬ fendiendo algo no solo «importante», mas también «universal». Si se quiere, la de ser demasiado «generosos» con los demás, a quienes el asunto, en el fondo, les importaba un bledo. O a quienes, de importarles algo, era P^ta llevar agua a su propio molino. Si todo esto no es una manifestación^ de «vitalidad», y si semejante «vitalidad» no es lo que llamé una «virtud», hágase el favor de demostrarlo. Lo que no significa que esas «vitalidades» me parezcan siempre de perlas. Personalmente se me atragantan bastante. Pero reconozco que, si se quiere hacer algo po¬ sitivo, hay que contar con ellas. En vez de limitarse a denunciar los «VICIOS» de una comunidad humana, parece, pues, más expedito averi¬ guar de qué previas «virtudes» germinan. Una vez sabido, o presumido puede intentarse encaminarlas hacia fines menos apocalípticos. ’ Dije al principio que en España muchas gentes han dado pasos en esa sana dir^ción. En vez de batirse por consignas más o menos desdi¬ bujadas, comienzan a estar dispuestas a bregar en torno a cuestiones harto específicas. Ahora bien, que las gentes tiendan a disputar sobre asuntos

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«prácticos» no significa tampoco que sea buena cosa desdeñar por ente¬ ro las «ideas»: significa sólo que tales ideas no vagarán ya por los aires. Así puede ocurrir con la idea de convivencia —o, para repetirme, la idea del desacuerdo en el acuerdo—. No es un pío deseo: es una realidad —cuando menos una realidad asequible—. Paradójicamente, la idea se hace tanto más real cuanto más se reconoce que tiene algo de «conven¬ ción». Dicho de otro modo: la concordia en un cuerpo social es asunto de realidades, pero también de convenciones. De las primeras sería largo hablar. Pero puede decirse algo acerca de las segundas. A ello voy.

V Emplearé de nuevo, con los escrúpulos pertinentes, los vocablos ‘de¬ rechas’ e ‘izquierdas’. Aunque les amputaré las comillas, ni que decir tiene que ninguna cautela será poca para evitar interpretaciones atrave¬ sadas. Las izquierdas —las izquierdas en general y las españolas en particu¬ lar— han sucumbido con frecuencia a la tentación de mirar la historia, o considerables porciones de ella, con bastante asco. ¿Cómo no, si la historia parece ser casi siempre patrimonio exclusivo de las derechas? Pero como éstas son porfiadas y se empeñan en andar al modo de los can¬ grejos, lo mejor es enviar la historia —el pasado del país— a todos los diablos. La fórmula podría rezar así: «No mantenella; sólo emendalla». Las derechas se complacen en admirarse en el espejo de la historia. ¿Cómo no, si ellas lo forjaron? Las izquierdas son una pandilla de trai¬ dores o, en el mejor de los casos, de inconscientes. Nada saben de las glorias patrias. Peor aún: nada quieren saber de ellas. Cierto que algunas de las tales glorias parecen ser un tanto espurias. Mas ello es porque las izquierdas las empañaron. Mejor pasar rápidamente la esponja sobre esas manchas o, si a pesar de todo persisten, clamar que uno no es respon¬ sable de ellas. Cierto también que varias porciones de la tal historia están constituidas por descomunales tejidos de errores, que no hay modo hu¬ mano de atribuir a las izquierdas, entre otras razones porque a lo mejor no las había. Pero no hay que aflojar. El pasado fue así; el futuro debe ser igual. La fórmula podría rezar: «Mantenella y no emendalla». No entraré en el difícil asunto de si las izquierdas tienen razón o ésta les sobra a las derechas. Vamos a suponer que xmas u otras la tienen. Ni siquiera entonces me parece que se ande con buen paso. Porque, sea quien fuere el que tenga razón (supuesto que alguien la tenga), se engen¬ dran de ese modo las condiciones ideales para que derechas e izquierdas —en el sentido acordado a esos desgraciados vocablos— dejen de serlo

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«normalmente» para serlo de la manera más anómala que pueda imaginar¬ se. Las cosas se ponen entonces tan tirantes que falta muy poco para que se rompa la cuerda. Cuando tal ocurre, irrumpe esa contradicción calamitosa que he llamado «sociedad incivil». ¿Cómo salir de ese mal paso? Algimos países han «academizado» tanto su propia historia que, como dicen los cubanos, «no hay problema». Todo está bien; todo anda a pedir de boca; todos los ruritanos fueron amigos. Con esto parece zanjarse la cuestión. Pero, interesante detalle, se esca¬ motea la realidad. O, por lo menos, se dora la píldora, después de lo cual sigue uno tan contento. Lo malo es que no sabe uno realmente qué hacer luego. ¿Qué va uno a hacer después de concluir que todos los ruritanos fueron amigos? ¿No ser ya tan amigos? Pero entonces, ya no serán bue¬ nos ruritanos. ¿Seguir siendo amigos? Pero entonces ¿para qué siquiera molestarse en debatir los méritos y ventajas de la ruritanidad? En ver¬ dad, las perspectivas no son muy alentadoras. Evidentemente, no existen tales ruritanos. Pero las caricaturas no son malas ilustraciones. En el caso presente ilustran de qué modo una comuunidad humana puede, de puro regodearse en sí misma, terminar en el nirvana. Nuestros hipotéticos ruritanos no necesitarían valerse siquiera de ninguna fórmula del tipo de las antes introducidas. No podrían ni si¬ quiera gargarizar «Mantenella y no emendalla», porque no se plantearía ninguna cuestión al efecto. ¿Para qué tratar de mantener, y de no en¬ mendar, nada si todo está ya tan bien «mantenido»? Puesto que vivir es plantearse cuestiones, incluyendo cuestiones acerca del propio pasado, el ejemplo de los inexistentes ruritanos no nos con¬ mueve. ¿Habrá, pues, que decidirse por una de las fórmulas que traje a colación oportunamente? O, después de todo, ¿por qué decidirse por una fórmula? En asuntos como los aquí tentados, ¿no son las fórmulas meras convenciones? Pues, SI, ahí esta la cosa: lo son. Son, sin embargo, convenciones de carácter muy especial; convenciones que de algún mc^o se apoyan en la realidad y que a la vez influyen sobre la realidad. Me explicaré con un ejemplo. En una sociedad cuyos miembros estén política y socialmente alertas, lo más probable es que haya tantas opinio¬ nes como cabezas. Si la sociedad se compone de unas cuantas docenas de individuos, o de familias, esta disparidad de opiniones no dará demasia¬ dos quebraderos de cabeza, aunque sólo sea porque los opinantes, siendo pocos, acaben cansándose de seguir en sus trece. En todo caso, les será posible argumentar, sobre todo si están de acuerdo en algo fundamental: por ejemplo, en que después de producir muchos argumentos hay que adoptar una decisión, y una que obligue a todos, si más no por un tiempo razonable. Pero cuando las sociedades se hacen más dilatadas, y sobre todo más complejas, no bastan esos rudimentarios expedientes. Por lo pronto, las opiniones tienen que delegarse, esto es, estar «representadas».

Nuevas «cuestiones españolas'^

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Como no puede haber tantos representantes como cabezas, se impone una primera e importante restricción en la función que ejercen las opiniones o, según los casos, humores, de las testas opinantes. A esta restricáon se añaden otras cuyo origen y sentido no es menester expHcar aquí. Ahora bien, al llegar a plantearse la cuestión de cómo se organizan, por asi decirlo, las susodichas «opmiones», se pueden dar varias respues¬ tas. La mas obvia es: pues de modo que las «opiniones» queden lo me¬ jor reflejadas posible en quienes las representan. Pero ahí está: ¿qué quiere decir «lo mejor reflejadas posible»? Si se trata de una comuni¬ dad cuyos miembros, ademas de estar alertas, son vivaces, se corre el consabido riesgo: que el tal reflejo, siéndolo de un caos originario, sea a su vez caótico. Para ordenar el caos no parece haber más que un remedio: adoptar una convención. Esta consiste primariamente en aceptar el hecho de que no se puede reflejar, y, por tanto, «representarse», por completo la hipotética (y aturdidora) diversidad de opiniones. A la aceptación de este hecho se agrega, y ello es fundamental, una creencia (o una resignada concesión): la de que, a pesar de todo, los que no reflejan la diversidad de opiniones... la reflejan. La cosa no tiene, por supuesto, explicación, a menos que sea tal encogerse de hombros y decir sottovoce: «¡Qué le vamos a hacer!». No tiene explicación, pero tiene justificación. Pues sólo del modo insinuado puede funcionar una sociedad compleja cuyos componentes no sean meros placientes. He aquí el sentido de esas convenciones. Como ta¬ les, tienen algo de irreal. Pero sin esa irrealidad no podría manipularse la compleja realidad de ima comunidad humana. Se dirá que no siempre hay necesidad de convenciones semejantes. Que hay modos más «primitivos», pero no menos (y acaso más) efectivos de amalgamar una sociedad. Que hay ciertas creencias últimas tan sóli¬ damente cimentadoras que nadie repara siquiera en su existencia. No lo niego. Reconozco, además, que en la historia abundan más los ejemplos de esas «creencias inadvertidas» que los de las «convenciones» más o me¬ nos conscientes. Pero mi propósito era plantear lo más claramente posible un problema que se ha suscitado sólo porque los cimientos sociales, o na¬ cionales, amenazaban con resquebrajarse. En tal caso sería muy bonito hablar de cimientos escondidos —o cosa parecida—. Pero mucho me temo que fuese utópico. Justamente lo que se trata de hacer es poner de relie¬ ve que hay cimientos nada endebles que son —en el sentido apuntado— convenciones. Y que no está nada mal adoptar, sin ponerse a remecerla de inmediato) una convención de tal índole cuando todos los demás mate¬ riales p>ensables e impensables resultan inasequibles —o ingobernables. Volviendo ahora a nuestro asunto: a la cuestión de la convivencia española. Aquí sí que ni «derechas» ni «izquierdas» (y uso de nuevo co¬ millas porque ahora toda precaución es poca) dan en el clavo. Pues para dar en él es menester que se pongan de acuerdo por lo menos en una

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cuestión básica: en la del sentido del pasado. No quiero decir que el pasado tenga que ser indiscutible. El pasado hay que revisarlo. Diría más: el pasado no consiste ni en hacer tabla rasa de él ni en convertirlo en un bello sueño. Debe consistir en asumirlo. Una vez hecho esto, se podrá inclusive someterlo a incisiva crítica. Al fin y al cabo, todavía no está dicho que la «historia» haya coincidido siempre con la «moral»; casi siempre se han dado de bofetadas. Mas si el pasado se asume en dicho sentido como pasado común, ya no será difícil «mantenello». Y ahora parece que viene por sus propios pasos una fórmula de la que me limito a dejar constancia: cuando se trata de la historia propia, lo más plausible es «mantenella y emendalla». Ya sé que esto tiene un perfil tan abstrac¬ to que apenas dice nada. Pero esta abstracción no esquiva la realidad; por al contrario, está pidiéndola a voz en grito. Que cada lector, si tiene tiempo, o humor, para ello, haga lo posible para hinchar esa fórmula de sentido.

LAS FORMAS DE LA VIDA CATALANA

Introducción

Se ha dicho a menudo que las cosas pueden verse bien sólo desde fue¬ ra, cuando la estancia interpone entre la visión y lo visto un medio que at^pere la violencia del contacto. Si «las cosas» son las cosas, no hay nada que objetar: para ver, bien o mal, una cosa es recomendable no echarse de bruces contra ella. Pero si «las cosas» son los asuntos huma¬ nos, el problema que plantea la posibilidad de su visión es más embarazoso. Es posible que para ver los asuntos humanos, y en particular la vida humana, haya que estar de algún modo fuera de ellos. Pero dudo mucho que se vea gran cosa si no se está también, o por lo menos si no se ha estado de alguna manera, «dentro». Lo humano es accesible en cuanto es, ha sido, o inclusive podría haber sido vivido. Las cautelas antes usadas son consecuencia de un principio metódico que puede enunciarse como sigue: tratándose de asuntos humanos, hay que anuar con pies de plomo. Por eso no basta, decir que hay que ver las cosas humanas desde fuera pero también desde dentro. Hay que añadir que para verlas, y sobre todo para verlas bien, hay que estar fuera y den¬ tro. Ello explica que haya que derribar de continuo todas las barreras. Ver desde dentro no significa necesariamente «ser» lo visto. Ver desde fuera no significa necesariamente ser cosa opuesta a lo visto. Para ver a los franceses o a los persas desde dentro no es menester ser francés o persa. Mas tampoco es indispensable ser francés para ver a los persas o persa para ver a los franceses. Ser lo que se pretende ver puede con¬ ducir a una clara visión. Pero puede también conducir a la completa ce¬ guera. Para ver bien, y en particular para ver a derechas, hay que sim¬ patizar. Pero la simpatía, en la acepción radical de este vocablo, no es ni pura vivencia ni pura contemplación. Es ambas cosas a un tiempo. En este sentido, la actitud «simpática» es harto incómoda, porque consiste esencialmente en practicar la difícil acrobacia en que, según Platón, se resume el amor: oscilar perpetuamente entre el poseer y el no poseer. Mis meditaciones sobre la vida catalana y sus diversas formas se ha¬ llan enhebradas en la simpatía. He intentado trasponer en conceptos mis experiencias de esta vida, pero los conceptos no son sólo una descripción:

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son, o son también, un orden. He procurado, y las circunstancias perso¬ nales me han ayudado a ello, estar a la vez dentro y fuera de las formas de vida analizadas. Se me ha echado una vez en cara que hablar de las formas de la vida catalana y traer a colación a Heráclito, Sócrates, Kant, o Unamuno, es punto menos que una traición. Para hablar de la vida catalana, se me ha argüido, lo mejor es barajar nombres catalanes. ¿Qué análisis de la vida catalana es ese que, con escasas excepciones, excluye la literatura, la historia, la geografía o la economía catalanas? Estoy dis¬ puesto a reconocer que mis críticos tienen alguna razón. Pero no tienen toda la razón. En primer lugar, no hablo como historiador o como soció¬ logo; me limito a hablar como filósofo. Las abstracciones en que suelen embarcarse las gentes de mi gremio no son siempre tan profundas o reve¬ ladoras como algunos de mis colegas creen. Pero no son siempre tan des¬ vaídas e inoperantes como los sujetos de escasa propensión filosófica ima¬ ginan. Podría demostrar que algunas de las abstracciones filosóficas han sido más fecundas, y a menudo más revolucionarias, que millares de des¬ cripciones «concretas». Pero no es éste el lugar de proceder a tales de¬ mostraciones. En todo caso, el hablar como filósofo tiene sus exigencias, que no son posiblemente mejores, mas tampoco probablemente peores que las que impone el hablar como historiador o como sociólogo. Recu¬ rrir a Heráclito, Sócrates o Kant no es para el filósofo una pedantería; es una necesidad. No tengo la culpa si para mis análisis tengo poca, o nin¬ guna, necesidad de afinar mis conceptos con citas de Ansias March, Jordi de Sant Jordi o Verdaguer (los dos primeros, por lo demás, aunque por varias razones ello no importe aquí, «valencianos»). En segundo lugar, no pretendo decirlo todo sobre la existencia catalana. No pretendo ni siquie¬ ra que mis especulaciones sean las más acertadas. Mi visión de la vida catalana es vma entre otras posibles. No por ello es «meramente subjeti¬ va». A lo sumo, es «selectiva». Selecciono de dicha vida ciertas formas por las que siento particular interés, y hasta particular devoción. Pero aunque mi cedazo está hecho de no pocos ingredientes personales, espero que lo que se filtre por él tenga alguna validez general. Aspiro a que mi visión, aunque parcial, sea a la vez complementaria. Y mencionaré acto seguido de qué otras visiones de la vida catalana me parece comple¬ mentaria: son las de Vicens Vives y de Joan Fuster. El primero afrontó mi problema como historiador en su Noticia de Cataluña —originalmente titulada Nosotros, los catalanes—. El segundo afrontó un problema simi¬ lar, aunque en apariencia «marginal», en su obra titulada Nosotros, los valencianos. Que la primera edición de mi libro, en su original catalán, apareciera bastante antes que las dos obras citadas no significa que tenga ninguna precedencia sobre ellas. Las obras de Vicens Vives y de Joan Fuster habrían podido muy bien escribirse aunque la mía hubiese perma¬ necido en el limbo. Pero ello no impide que todas estas obras se com-

Las formas de la vida catalana

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plementen mutuarnente; no porque una influya sobre otra, sino porque en todas resuena lo que Vicens Vives llamó «conciencia de generación». He hablado de «simpatía», pero dado el sentido en que he empleado este término es fácil ver que no excluye forzosamente la severidad. Con¬ sidero que las formas de la vida catalana de que voy a ocuparme tienen un carácter «positivo». Pueden llamarse por ello «virtudes» o, en el sen¬ tido originario de este vocablo, «fuerzas» —y hasta, si se me aprieta un poco, «ideas-fuerzas»—. Pero, como todo lo humano, estas «virtudes» tie¬ nen su reverso. A los cuatro capítulos de que se compone este trabajo po¬ dría agregarse otro que se titulara, por ejemplo, «El anverso y el reverso» o, mas exactamente, «El reverso de la medalla». Pero no creo que sea ne¬ cesario; me basta con que el lector me crea si le digo que tengo tal «re¬ verso» siempre muy presente. En ningún momento se me ocurre dudar que, p>or ejemplo, la afición de los catalanes por el perfil y la figura puede conducir a la fatuidad y a la excesiva insistencia en tablados y fa¬ chadas; que la seguridad que los catalanes sienten acerca de sí mismos puede llevar al orgullo; que su sensatez puede hacerles caer en la vulga¬ ridad, y así sucesivamente. En tanto que engendradas por la «simpatía», mis meditaciones sobre los catalanes tienden a poner de relieve, a esti¬ mar, a valorar. Pero interpretaría torcidamente mis palabras quien viera en ellas puras exaltaciones gratuitas. El lector debe tener en cuenta que, como es inevitable en esos casos, algunas expresiones están formuladas cum grano salís. Ello sucede, para empezar, con el título de este ensayo. Aunque me refiero a «las formas» de la vida catalana, no hay que tomar estas palabras demasiado a pecho. Por un lado, no se trata de las formas, sino, más recatadamente, de formas. Por otro lado, estas formas no sue¬ len manifestarse en toda su pureza; como todos los conceptos, designan tipos límites o, como suele llamárseles, «tipos ideales». Delimitan la vida catalana de modo semejante a como, según Bergson, se definen las espe¬ cies vivientes: no por la posesión de ciertos caracteres, sino por su ten¬ dencia a acentuarlos. Finalmente, el uso del plural es aquí un abuso; las formas' en cuestión no pueden separarse una de otra como si estuvieran partidas, según decía un filósofo antiguo, «por el hacha». Cada una de estas formas se halla entrelazada con las otras; si se me permite emplear el vocabulario lógico un tanto a la diabla, diré que cada una implica todas las otras. Hablaré de cuatro formas de vida: la continuidad, el seny (que, por motivos que aclararé en su punto, prefiero dejar sin traducir), la mesura y la ironía. Destacaré, y hasta exageraré, cada una de estas formas, pero pediré al lector que me siga en mi intención doble: no ais¬ larlas, pero tampoco confundirlas. Es una operación trabajosa, mas no impracticable. Para llevarla a cabo es menester comprender cada una de estas formas de vida en su singularidad e incluso dentro de esta última el modo como se entrelaza con las otras. En no escasa proporción la ma¬ nera como se entrelazan estas formas es lo que funda la unidad de la 16

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vida que subyace en ellas. Ninguna de estas formas es exclusiva del vivir catalán. Pero el conjunto de ellas y la relación que cada una mantiene con las demás constituye, a mi entender, una de las raíces de la vida ca¬ talana como modo particular de la vida humana. Sé que la mayor parte de los lectores de esta obra no se dejarán des¬ pistar por el modo como, parcialmente en razón de comodidad, me ex¬ preso en estas páginas, pero, por si acaso, ahí va un último intento de curarse en salud. Hablo de las formas de la vida catalana no sólo como si estuviesen ante nosotros inmobles cual estatuas, sino como si lo hubiesen estado siempre. Hablo, además, de estas formas como si no hubiera, o no hu¬ biera habido, cambios en el modo de vivir que me ocupa y, lo que es peor, como si no fuera a haberlos. Hablo, finalmente, de estas formas como si la vida que las ostenta no fuese un asunto complejo en que hay, y ha habido, no sólo actitudes, creencias, costumbres e ideas, sino tam¬ bién, y hasta en mayor dosis, inmigraciones y emigraciones, cambios eco¬ nómicos, leyes de herencia, desarrollos industriales, formaciones y defor¬ maciones políticas, grupos sociales y luchas de clases. Hablo, en suma, como si las dos palabras 'vida catalana’ nombraran una especie de re¬ vuelta cazuela donde todo cabe: burgueses, payeses, p>escadores, artistas, golfos, «trabucaires» y proletarios. El estilo un tanto esquemático y abs¬ tracto empleado en estas páginas; el deseo de trazar un perfil sin sobre¬ cargarlo de detalles, y hasta mis propias incapacidades, pueden dar ori¬ gen a estas ilusiones. Pero no estará de más decir que yo no las guardo. Por razones de método y de claridad me veo obligado a poner de lado la gruesa verdad de que la realidad humana aquí tratada es complicada y embrollada, además de ser móvil y por ventura voluble. Para corregir un tanto el efecto de inmovilismo y «eternismo» que pueden producir estas páginas he agregado a ellas dos ensayos, de fecha bastante más re¬ ciente, donde, sin hacer historia, economía o demografía, he manejado algunas materias más concretas. Pero reconozco que inclusive con estos aditamentos mis páginas siguen siendo «muy de filósofo». ¡Qué le vamos a hacer! Bueno, sí, algo podemos hacerle: tener buen cuidado en reco¬ nocer, y ocasionalmente en confesar, que aunque aquí se describen, analizan y manipulan «esencias», éstas no tienen ninguna obligación de exis¬ tir. Mas ahora nos topamos con una de las curiosidades de la filosofía: que aunque las «esencias» no existan puede hablarse lo más bien de ellas. Que es lo que se trataba de demostrar.

Las formas de la vida catalana

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La continuidad

Tr^ formas de vida humana colectiva han influido, o siguen influyeno, sobre la existencia catalana: la hispánica, la europea y la mediterrᬠnea. Estos tres nombres designan realidades harto problemáticas, pero no nos metamos en honduras; lo poco que sabemos de ellas basta para nuestro propósito. Por lo demas, lo hispánico, lo europeo y lo mediterráneo nc) han sido siempre lo que son. Lo europeo y lo mediterráneo sobre tcrao son vastos complejos culturales que sólo a vista de pájaro —y de pájaro que vuela muy alto— aparecen como unificados. En cierto sentido lo hispamco es mas «permanente», porque, como me empeñé en mostrar en otro lugar suele resistir hasta lo máximo las contingencias históricas para intentar salvar su «alma» o, como diría Unamuno, su «entraña». Pero, carnbiantes o no, o conscientes o no de cambios, estos tres mundos han gravitado con frecuencia sobre el vivir colectivo de los catalanes. Cada uno de ellos, además, ha sentido en alguna ocasión a Cataluña _o más exactamente, a los Países catalanes— como parte integrante de su propia existencia: Cataluña ha sido considerada hispánica por los hispa¬ nos, europea por los europeos y mediterránea por los habitantes cuando menos de algunas de las más sonadas zonas litorales de ese mar que es costumbre, aunque no siempre buena, llamar «nuestro». Los catalanes, pues, han vivido, y siguen viviendo, en una situación de «prolongación» y a la vez de «confluencia». No son, como ha escrito Joan Fuster de la variedad valenciana, «marginales», pero no son tampoco «centrales». Nada de extraño, por tanto, que en ciertos momentos decisivos de su existencia histórica los catalanes se hayan sentido como «desgarrados» a la vez que «solicitados»: España, Europa y el «Mediterráneo» se los han «dispu¬ tado». En vista de ello podría concluirse que el vivir catalán es simple com¬ binación más o menos afortunada de diversas formas de vida, y que una vez averiguado en qué consisten éstas podría descansadamente deducirse aquélla. Pero en cosas humanas no hay que andar tan de prisa: una forma de vida humana puede ser una conjunción de elementos o un efecto de causas, pero ello no le impide todavía poseer, manifestar y cultivar una muy respetable orginalidad. Pues ser —humanamente— original no significa necesariamente vivir ' España y Europa (Santiago de Odie, 1942). En el escrito «‘España y Europa’ veinte años después», incluido en este volumen, se ponen las cosas en su punto, pero todavía puede verse en qué sentido algunos hispánicos han sentido como «real» esa más o menos ilusoria «permanencia».

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de sí mismo; como en el arte, en la vida humana la originalidad puede consistir en el modo como se modela una materia «ajena». La vida cata¬ lana no manifiesta tendencias que de algún modo no se hallen, o no se hayan hallado, en los citados mimdos hispánico, europeo y mediterráneo. Pero esas tendencias suelen ser combinadas, barajadas y seleccionadas. Cada una de ellas, además, suele ser transformada. Subrayo este punto, posiblemente abultándolo un tanto, porque la primera de las «formas de la vida catalana» de que voy a ocuparme no parece ser cosa del otro jueves. Se trata de «la continuidad». De los tres mundos citados, imo de ellos —el europeo— ¿no es también, y aun de modo portentoso, «con¬ tinuo»? ¿Será, pues, la continuidad de la vida catalana una simple pro¬ longación o, a lo sumo, una modesta variedad, de la continuidad euro¬ pea? Conocida esta última, ¿no sabremos ya de qué modo y en qué sen¬ tido es (o ha sido) la existencia catalana «continua»? No negaré que hay mucho en la continuidad catalana de que voy a tratar que se asemeja a la continuidad europea, o, más específicamente, a la continuidad histórica de algunos países de Europa. Pero la conti¬ nuidad catalana no es simplemente la europea. Hay en aquélla también algo de hispánico y de mediterráneo. Hay, sobre todo, algo privativo suyo que, aun cuando fuese producto de transformación de un material ajeno, seguiría siendo propio. Pero dejemos de preambular y empece¬ mos a analizar.

Consideremos ante todo el concepto de continuidad en cuanto apli¬ cado a una comunidad humana. Por de pronto, parece que sólo debmría calificarse de «continua» a una comunidad que se opusiera a cualquier transición brusca —a una comunidad cuya historia consistiera en un des¬ arrollo tan incesante como pausado—. Pero entonces no tendríamos una co¬ munidad humana, sino un vegetal. Hay que suponer, pues, que una comunidad humana puede desenvolverse continuamente aun cuando haya en ella movimientos —movimientos históricos— bruscos, revoluciones y violencias. Un solo requisito se impone para que tal comunidad pueda seguir llamándose «continua»: que aun la más extrema violencia sea, por decirlo así, «asimilada», que acabe por incorporarse a una trayectoria an¬ terior y constituir «una» historia. Una comunidad humana es continua cuando no hay en ella, históricamente hablando, puntos y apartes, o cuan¬ do éstos son sólo un modo de reordenar lo que sigue apareciendo como un conjunto en marcha. Entre las varias clasificaciones que pueden hacerse de los hombres —y que en cierta medida pueden aplicarse a los pueblos— me interesa ahora destacar una que se refiere a dos maneras distintas de afrontar el pasado.

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Por un lado, hay hombres que parecen llevar el pasado propio como a cuestas, pero tan sin esfuerzo que en rigor no lo sienten como una carga. No es menester que el pasado esté constantemente presente en la memo¬ ria; no se trata aquí de recuerdos, sino de actos. El pasado en tales hom¬ bres sigue estando presente en el modo como se vive el presente y se acmia en el. Por otro lado, hay hombres que parecen empeñarse en borrar el pasado, en invalidarlo, en destruirlo. Puede pensarse que estos dos tipos de seres humanos se caracterizan por estar respectivamente orien¬ tados hacia el pasado o hacia el futuro; por estar sometidos a la escla¬ vitud de lo que fue o abrirse a la libertad de lo que será, o podrá ser. Pero el asunto no es tan simple. Admito que en algunos casos ocurra como acabo de pintarlo. Pero me interesan por ahora sólo los casos en los que sucede algo muy distinto —en rigor, lo inverso. Quienes viven arraigados en el pasado no necesitan, en efecto, ser esclavos de la tantas veces mal llamada «tradición^. Lejos de estar domi¬ nados por la tradición, tiran constantemente de ella. Cuando estos hom¬ bres o estos pueblos— innovan, no se limitan a producir un futuro; modifican asimismo su pasado. Lo que se va «agregando» al pasado no es su repetición; es más bien una apropiación. Tanto como decir que el futuro continúa el pasado, puede decirse que el pasado continúa el futuro. Esta relación entre pasado y futuro se asemeja a la que puede haber entre una frase todavía no concluida y el proceso de su terminación —con la diferencia, sin embargo, de que las frases concluyen más de prisa que las historias—. Los vocablos que la frase ya iniciada contiene, condicio¬ nan de algún modo los que sobrevendrán; la hbertad para concluir la frase puede ser grande, pero no es ilimitada. Mas una cosa es la con¬ dición y otra es la determinación. Los vocablos que se agregan a la frase supuestamente trunca no son cualesquiera. Pero no son tampoco los que «tienen que ser» o los que «deberían ser». I>entro de ciertos confines irrumpe de continuo la «libertad de composición». Mas al tiempo que lo que se dice, o escribe, se dice, o escribe, desde lo que ya existía, lo que se añade va modificando y conformando incesantemente todo lo que ya fue. Lo nuevo viene de algún modo de lo viejo. Pero lo viejo- va siendo, por decirlo así, «innovado» sin tregua. Lo que va cambiando no es, por supuesto, las palabras mismas —o, en la historia, los hechos—, sino el sentido: el sentido de la frase o el sentido de la historia. Pasando ahora de nuevo a la vida humana, tanto individual como colectiva, la compara¬ ción introducida nos aclara algo una situación sólo en apariencia para¬ dójica. La vida humana que no da coces a su pasado puede por ello mis¬ mo Hbrarse de él; el pasado no es ya una obsesión, sino algo que hay to¬ davía, y para siempre, que hacer —o rehacer. El modo de vivir de que hablo no consiste en hacer una sola cosa. Pero no consiste tampoco en hacer «cualquier cosa». El pasado se va redisponiendo y reconformando, pero según un cierto orden, no según

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un azar completo. No estamos aquí ante una novela en la que sólo pasa lo que «debe» pasar, y sólo pudo pasar lo que pasó. Pero tampoco esta¬ mos ante una «novela» semejante a la curiosa Composition No. 1, de Marc Saporta, donde, en principio todo puede o, mejor dicho, pudo ha¬ ber pasado. En este último caso el pasado, de puro poder serlo todo, acaba por no ser nada; en un sentido muy radical de esta expresión, ha quedado «liquidado». Pero ha quedado también «liquidado» el futuro. Puesto que todo se puede en principio hacer, nada se puede realmen¬ te hacer. Quienes, por otro lado, parecen obstinarse en suprimir el pasado en aras del futuro, ofrecen la apariencia de estar innovando sin tregua. Pero tales «innovaciones» acaban por ser a menudo infecundas. El tipo de vida descrito en los anteriores párrafos era comparable a un discurso con¬ tinuo que se iba modificando íntegramente. En cambio, el tipo de vida a que me refiero ahora es comparable a un discurso que apenas merece este nombre, pues no es curso continuo, sino mera yuxtaposición —ni siquiera serie— de bruscos timonazos. Por ser lo nuevo tan nuevo y tan sin relación con el pasado, éste queda sin modificar; de puro no contar con el pasado, el pasado sigue estando siempre «ahí», exactamente tal como fue. La vida orientada de algún modo hacia el pasado —poro, in¬ sisto, no determinada por el pasado— es un modo de existir en el cual cada acción «hace» a la vez el pasado y el futuro. Por eso en tal vida la violencia no siempre destruye y con frecuencia construye; la violencia queda «integrada» y, como diría Hegel, «absorbida». La vida supuesta¬ mente orientada sólo hacia el futuro es un modo de existir en el cual, a fuerza de innovar, no se renueva. Lejos de quedar integrada y absor¬ bida, la violencia destruye. La vida es entonces no rumor y fuego, sino alboroto y chispa. En todo caso, no es el fuego de que hablaba Heráclito, el fuego que se enciende y extingue con medida, sino la explosión o, si se quiere, el volcán. Supongo que a estas alturas el lector sabrá por dónde voy. Y por su¬ puesto que voy por donde el lector sospecha: a decir que la continuidad es una de las formas básicas de la existencia catalana, y que tal conti¬ nuidad es la del tipo «integrador» del pasado que he descrito apresura¬ damente. En este sentido la existencia catalana es de factura claramente «europea». ¿Quiere esto decir, pues, que se contrapone a la famosa «dis¬ continuidad» hispánica? Algo hay de ello; si el río suena, agua Ueva. Pero el asunto se hace más complejo tan pronto se barrunta que la discontinui¬ dad histórica hispánica puede muy bien ser la espuma de una continui¬ dad que podríamos llamar «moral». El mundo hispánico, y dentro de él sobre todo España, parece aligerarse y purificarse tan pronto como logra desprenderse (o cree que logra desprenderse) de lo que Unamuno llamaba «su historia de muerte», esa historia con la cual los españoles sólo parecen haber podido hacer dos cosas: o «mantenella y no emenda-

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lia», o «pulverizalla» en nombre de una supuesta regeneración absoluta, de una cabal sumersión en las famosas aguas del olvido. Como la5 cosas cambian, y hoy cambian de prisa, es muy posible que los españoles salgan pronto, si no han salido ya, de aquel dilema. Pero hasta ahora ha sido frecuente para los hispánicos quedar presos en él. En este sentido la vida catalana discurre, o ha discurrido, muy al margen de la hispánica. Pero en otro sentido ha participado, y a menudo profundamente, de ella. Pues los catalanes no parecen haber abandonado por entero esa conti¬ nuidad moral e «intrahistórica» que Unamuno exaltó con demasiada obs¬ tinación, pero que vio también con mucha limpidez. Si la continuidad de tipo «hispánico» fuera enteramente ajena a la existencia catalana no se entendería por qué ésta tiene a menudo un «problema» con su historia, es decir, por qué a veces su propia historia se le aparece como algo so¬ brepuesto y hasta como algo «ajeno». Pero una vez reconocido esto hay que volver a la cuestión de la continuidad tal como principalmente se manifiesta en la vida catalana: es la continuidad de estirpe «europea», la continuidad de una historia. La historia puede muy bien ser carga y obstáculo; en todo caso, hay en toda historia, aun en las que parecen hechas pvor mano de artista, una cierta cantidad de «obra muerta». Pero la historia puede también ser, y cuando es historia viva debe ciertamente ser, la base para cultivar nue¬ vas posibilidades. En este sentido se dice a veces que la historia es, o puede ser, creadora. Lejos de presagiar la muerte, la historia pregona entonces la vida. La historia es en este caso una especie de sabiduría. Es la sabiduría que ha caracterizado a ciertos países europeos y que va en camino de caracterizar a Europa en conjunto. Desde el punto de vista de esa pecuhar «sabiduría», las famosas «crisis históricas» no aparecen ya como aviso de enfermedad y muerte, sino como indicio de salud y creci¬ miento. Para algunas comunidades humanas, la historia da pábulo para la desesperación. Para otras, en cambio, la historia es punto de arranque de la esperanza. Algunas comunidades humanas van tan lejos en lo últi¬ mo, que acaban por justificar inclusive las porciones más turbias y som¬ brías de su propia historia. Pero ello no es absolutamente necesario, y hasta resulta contraproducente: una cosa es poseer la historia, y otra es ser poseído por ella. Poseer la historia, la propia historia, equivale simplemente a reconocer que el pasado es parte integrante del presente y raíz del futuro. Cuando tal acontece, puede decirse que la comunidad en cuestión tiene, históricamente hablando, una continuidad. Sobrepuesta, o según las ocasiones yuxtapuesta, a la que hemos ca¬ lificado de «continuidad moral», impera entre los catalanes la continui¬ dad histórica. ¿Diremos, pues, que los catalanes se complacen en la me¬ moria de pasados, o supuestamente pasados, esplendores? Puede que al¬ gunos se consagren, en efecto, a esos ejercicios más o menos ofensivos. Pero la continuidad histórica de que estoy hablando es más fundamental

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y, por cierto, más profunda que la continuidad de tales supuestos es¬ plendores. Estos o, mejor dicho, su memoria, son con frecuencia cosa más propia de la retórica que de la historia. Al hablar de la continuidad como forma básica de la vida catalana, me refiero, en principio, a la historia catalana más o menos fielmente rememorada. Pero esta historia acabaría por vaciarse de sentido si consistiera sólo en ser recordada. Rememorar la historia es poca cosa, o nada, si no se funda en vivir la historia. Y ésta es la única verdadera, y hasta diría la única legítima, continuidad como forma de vida. Vivir pura y simplemente no significa todavía existir de un modo continuo. Pero tampoco significa existir de tal modo el mero recordar, o rememorar. La auténtica continuidad es la plenamente vivida y cuando es menester, pero sólo cuando verdaderamente lo es, rememo¬ rada. La auténtica continuidad, además, es la que articula tanto las for¬ mas de la vida colectiva como las de la vida individual. Si se quiere, la auténtica continuidad es la continuidad a un tiempo consciente e incons¬ ciente; la que se manifiesta en los pensamientos y en las actitudes, en las palabras y en los gestos. La continuidad cabal, que arraiga en el pasado de cada uno a la vez que en el de todos. Lo que Eugenio d’Ors quería acaso decir cuando no sólo la describía y exaltaba, sino llegaba inclusive a santificarla: la Santa Continuidad. Cuando son conscientes de sí mismos, los catalanes ven en la conti¬ nuidad, o potenciación de la continuidad, de que hablo la propia sustancia de su vida. Por eso los catalanes se sienten seguros de sí mismos —si de¬ masiado o demasiado poco, no lo debatiré por el instante— cuando se apoyan, sin detenerlo o detenerse, en su pasado individual o colectivo. En este sentido los catalanes son «tradicionalistas». Pero el vocablo ‘tra¬ dicionalismo’ no designa aquí una doctrina, y menos todavía una deter¬ minada y más o menos bien fichada ideología política. Designa una forma de vida, que puede ser ideológicamente todo lo «progresista» que se quie¬ ra. El «tradicionalismo» es aquí simplemente una tendencia a hacer per¬ durar, en cuanto algo viviente, el pasado. Señalé antes que, dentro de una vida orientada hacia la continuidad, el pasado no es, o no es necesa¬ riamente, un estorbo. Igual puede decirse de la tradición. Esta se con¬ vierte en obstáculo y traba sólo cuando se anquilosa en un artificioso «eterno presente», cuando se niega a «continuar» y, con ello, a modifi¬ carse. Cuando tal no ocurre, la tradición tiene por función revivir el pa¬ sado y con ello descubrir en él nuevos, y en ocasiones insospechados, sentidos. Desde este ángulo puede comprenderse por qué los catalanes sienten por lo común un profundo respeto por su propia historia, y aun por toda historia. Reconozco que a veces la insistencia en la historia puede tener su origen en una huera curiosidad arqueológica. O puede tener su origen en una actitud simplemente protestataria, y hasta resentida. Los catalanes no están en esta materia exentos de culpa: en verdad, la curiosidad ar-

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queologica, el resentimiento y la complacencia irrumpen de vez en vez en su vida y amenazan con desquiciarla. Pues ninguna medalla carece de reverso; sena cosa de milagro que todas las medallas fuesen inmacula¬ damente bruñidas. Pero hasta ahora el lespeto que los catalanes han sen¬ tido por su propia historia ha sido por lo general fuente de vida; más que tranquilidad, ha proporcionado energía. Sospecho que ello se debe en gran parte a que el «tradicionalismo» de los catalanes ha sido cosa personal además de social. El «tradicionalismo» así entendido ha sido, y es aún, la manera de ser de un pueblo y de cada uno de los componentes de este pueblo para los cuales es fundamental la continuidad, y la conciencia de la continuidad, de su propio existir. Continuidad en la existencia individual y continuidad en la vida co¬ lectiva se implican aquí mutuamente, y constituyen un doble eje en tomo al cual pueden efectuarse toda suerte de revoluciones. Lo que importa no es girar en esta o aquella dirección, o con mayor o menor celeridad, sino no descentrarse. Sólo así podrá haber continuidad efectiva. Esa resistencia a no perder el centro y el quicio se manifiesta en los catala¬ nes de muy diversas maneras. Una de ellas es el modo como se ha des¬ arrollado la historia catalana. Dejemos el asunto en manos de los his¬ toriadores. Aquí me interesa destacar maneras menos retumbantes, y especialmente maneras que podrían llamarse «cotidianas». Tomaremos, para terminar este capítulo, dos ejemplos: el trabajo y la conciencia. En los países catalanes ha habido, y hay, ociosos. En principio, puede haber habido, y haber, tanto ocioso, o más, que en otros parajes. Pero lo que aquí importa no es la efectiva presencia, o ausencia, de ociosos, sino el modo como existen dentro de im determinado cuerpo social. Ahora bien, los ociosos existen en el cuerpo social catalán como existe un prurito, o acaso una lepra. Por lo demás, los ociosos en Cataluña no son propia¬ mente ociosos; de alguna manera se toman el ocio como un trabajo. Ello se debe al profundo arraigo que el trabajo tiene entre los catalanes. El trabajo suscita admiración e infunde respeto. Sin duda que otros pueblos muestran asimismo respeto hacia el trabajo, y hasta veneración por él. Pero me parece que entre los catalanes el trabajo tiene un sentido y una función muy determinados. Por ejemplo, pueblos hay que estiman y hasta exaltan el trabajo. Pero lo que significa para ellos el trabajo es cosa dis¬ tinta, y en cierto modo opuesta, a lo que significa para los catalanes. Al¬ gunos de esos pueblos han dado en creer, o presumir, que el trabajo como tal es casi la única finalidad de la vida humana. Por eso les interesa poco, o nada, lo que se hace con el trabajo. Otros pueblos, por otro lado, apre¬ cian solamente los resultados del trabajo; no les importa el hacer, sino lo hecho. Los catalanes se inclinan a veces hacia una de dichas dos posi¬ ciones extremas, mas por lo común se sitúan en un punto equidistante. Sin desdeñar el resultado, los catalanes propenden a considerar el trabajo

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como un modo de existir. Por el trabajo, además, o sobre todo, se centran en SI mismos, y ya hemos visto que en ello radica uno de los caracteres fundamentales de la continuidad. Lo que se busca en el trabajo no es, o no es sólo, el producto, sino también, y sobre todo, el estilo. Bien está la obra siempre que, en la medida de lo humanamente posible, esté bien hecha. Y que lo esté, además, no sólo como resultado de la perfección de los instrumentos empleados, sino especialmente como consecuencia del modo de emplearlos. Por eso la idea de «la obra bien hecha» se mani¬ fiesta muy particularmente en la labor humilde. Lo importante es, como se dice, «tener oficio». No ignoro que una parte de esta actitud tiene raíces medievales y que, en las condiciones económicas del presente, puede constituir una traba para adoptar formas de trabajo que van resultando punto menos que indispensables; el trabajo en cadena, y en masa (y hasta el «trabajo», o dirección del trabajo, automatizado). Pero sería un error estimar que la citada actitud es sólo «medieval». Tiene asimismo raíces modernas en muchas formas de industriosidad y de ingenio. En todo caso, no hay motivo para que no se vaya adaptando a las formas económicas más «modernas», las cuales, tras un primer período de producción ex¬ clusivamente mecánica y en masa, van alcanzando, gracias al perfeccio¬ namiento de las técnicas, una mayor diversificación. Los pueblos econó¬ micamente poco desarrollados —para poner sólo un ejemplo— usan el acero con parsimonia, o lo usan sólo para fines muy particulares. Los pueblos económicamente desarrollados usan el acero, como se dice, y aquí se dice bien, «en cantidades industriales». Los pueblos económicamente muy desarrollados siguen (por el momento) usando mucho el acero, pero no cualquier acero. Para no pocos usos altamente técnicos es menester, otra vez, «tener oficio». Y el «tener oficio», cuya forma actual es «tener técnica», no se limita a seguir los módulos ya conocidos: busca incesante¬ mente nuevas formas, nuevos materiales, nuevos «prototipos». El trabajo «técnico» puede ser, así, el coronamiento de un largo proceso al principio del cual se halla el trabajo «gremial». Por ser el trabajo entre los catalanes un «modo de existir», se corre el peligro de que la finalidad del trabajo sea simplemente el trabajo. Hasta ahora se ha soslayado este peligro. Frente al producto por el producto, los catalanes han subrayado el estilo de producirlo. Frente al pro¬ ducir por producir, han puesto de relieve —en su acción más que en su pensamiento— la obra producida. El trabajo es, pues, un buen ejemplo de continuidad. Lo peor que puede hacerse en el proceso de trabajo oaando consideramos a éste como una forma de vivir es o «quemar las etapas» o hacer que todo se reduzca a «etapas». El trabajo como forma de vida requiere esfuerzo incesante, pero no apremio. Apresurarse es subordinar el trabajo a la obra. Por otro lado, si lo único que queda es el citado «esfuerzo incesante», la obra como tal, o si se quiere el sentido de ella, se volatiliza. Esforzarse incesantemente con vistas a algo y a la vez no

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apresurarse en el esfuerzo: he aquí lo que significa la continuidad como trabajo y al mismo tiempo, claro, el trabajo como continuidad. Cuando trabajar no se reduce a producir por producir, el trabajo puede no ser incompatible con la actitud contemplativa o con el reposo —los cuales no son trabajo, pero tampoco propiamente ocio—. En rigor, la ac¬ titud contemplativa y el reposo son prolongación de la acción, y ello hasta tal punto que a menudo no puede introducirse distinción tajante entre trabajo y reposo, acción y contemplación. Gracias a ello el trabajo puede dejar de ser esclavitud, y el reposo puede no ser simple pereza. Ahora bien, los catalanes tienden a rehuir dos cosas: ser esclavo y ser perezoso. Se trabaja para no depender de los demás —quiero decir, para no depender de los demas en cuanto individuo, por más que se dependa de los otros como miembro de la sociedad—. El trabajo es para los catalanes el mejor modo de demostrar lo que cada uno es y, sobre todo, lo que cada uno vale. Trabajar es, pues, hacerse respetar —hacerse valer—. Por eso hay en el trabajo como forma de vida en Cataluña un ingrediente que es como una espada de dos filos: la individualidad. Por un lado, en efecto, la acen¬ tuación de lo individual —de la acción individual— en el trabajo puede conducir, y ha conducido a menudo, a un individualismo y a un «atomis¬ mo» que van en camino de resultar harto perniciosos. Temeroso de la asociación y de la producción en masa, el catalán puede terminar por re¬ fugiarse en formas económicas periclitadas. Desde este punto de vista, la individualidad —y el consiguiente «individualismo»— constituyen una rémora. Ahora bien, hay otro aspecto de la individualidad en el tra¬ bajo que no sólo está de acuerdo con el mundo moderno, sino que hace posible que tal mundo sea efectivamente moderno: el que consiste en hacer del trabajo algo individual en el sentido de ser algo «propio», es decir, algo no enajenado. Es posible inclusive que este último individua¬ lismo exija, en ciertas condiciones, la supresión del primero. No puedo entrar ahora en este sugestivo problema. Me limitaré a declarar que, aun¬ que engendrado o suscitado por condiciones sociales, económicas o de otra índole, el individualismo como apropiación por cada cual de su propio trabajo es, en último término, una forma de vida. Para que ésta sea posi¬ ble es menester que la apropiación de referencia no quede a medio cami¬ no: es menester «apropiarse» no sólo el producto de la labor, sino la labor misma. Un trabajador en ciertos sentidos «emancipado» puede seguir es¬ tando en otros sentidos «enajenado». Ninguna labor podrá realmente apro¬ piarse si se eclipsan el amor y el gusto por ella. En este sentido puede decirse que desde hace mucho tiempo ha habido entre los catalanes una tendencia a la apropiación del trabajo que ha corrido parejas con lo que hemos llamado su «individualidad». Sería necio pretender que para todos los catalanes y en todas las épocas de su historia, el trabajo ha sido, en la forma en que lo he definido, «individual». Pero no puede negarse que

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en un pueblo que comienza por respetar el trabajo como condición para el respeto a sí mismo, se dan muchas condiciones favorables para que la independencia humana esté ligada a la apropiación por cada cual de su tarea. Los catalanes no se limitan, pues, a trabajar; quieren también llet^ar a cabo lo que hacen. Por si fuese poco, quieren tener conciencia de que lo están realmente llevando a cabo. Esto nos lleva a considerar brevemen¬ te el otro ejemplo de la continuidad antes anunciado: lo que he llamado «conciencia». El ser consciente de sí mismo, y de lo que se hace como parte inte¬ grante de sí mismo, no es gran novedad: es la constante tendencia de toda la cultura que, por falta de mejor adjetivo, calificaremos de «occiden¬ tal» —y, en vista de la «occidentalización» del mundo que ha estallado en el momento en que el Occidente ha dejado de ser la única aparente gran potencia histórica, también ya «planetaria»—. De modo que desde este ángulo los catalanes no hacen sino seguir una magna corriente. Pero «la conciencia» tiene sus mas y sus menos. Tiene también sus diversas formas. Ahora bien, me parece que con frecuencia ha sido característico del modo de vivir de los catalanes el destacar, y hasta exasperar, el pro¬ pio ser como ser consciente. A los catalanes no parece gustarles demasiado el andar como sonambulos. Hay ciertos seres humanos que necesitan vivir fuera de si, como embriagados. A los catalanes les resulta difícil, o pienoso, no vivir «en si» o «sobre sí», no estar de continuo «en estado de alerta». Les resulta incómodo perder la lucidez y la conciencia, andar sin saber bien por dónde se anda. Cuando los catalanes pierden conciencia no suelen caer en la genialidad; más bien se sumergen en la letargía. Tres enemigos tiene el alma catalana: la embriaguez mental, el sonambulismo y el desquiciamiento. Estos tres enemigos se reducen a uno: la inconcien¬ cia. La cual es justamente todo lo contrario de la continuidad, por lo menos en el sentido en que la he definido. Pues lo que he entendido por continuidad es a la vez la conciencia de ella. Sin esta conciencia nada aparece como integrado y enlazado. Los actos y los pensamientos parecen emerger de la oscuridad y de la nada sólo para sumergirse de nuevo en la oscuridad y la nada. El mundo pierde entonces consistencia y firmeza, porque car^e de punto de apoyo y de «centro». Es el mundo de la angustia y del palpito, un mundo que es apenas mundo, porque jamás puede estar¬ se en el como «en casa». Los catalanes —quiero decir, algunos catalanes_ pueden hablar muy en serio de angustias más o menos «existenciales». Hasta pueden jurar y perjurar que sólo de la angustia de la nada surge la realidad verdadera del mundo. Pueden decir todo lo que quieran. Pero a la hora de la verdad les vemos quedarse —si se quiere, «ontológicamencasa. Les vemos abrir los ojos y extender las manos para ver y palpar el mundo. Sobre todo, les vemos proyectar su conciencia hacia su

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presente y su pasado para asegurarse de que no andan por los terrados como sonambtdos. No sena imposible, pero sería largo, demostrar que todas estas actitudes son fimción de esa forma de vida que he intentado esbozar: la continuidad.

El

seny

Hay palabras tan arraigadas en el vocabulario de un pueblo que tra¬ ducirlas es traicionarlas —si no pervertirlas—. Estas palabras corren el riesgo de convertirse en comodines. Pero si se les da suficiente número de vueltas acaban por ser harto reveladoras. Son palabras como saudade, morriña, Gemütlichkeit. En catalán hay una de esas palabras que se des¬ taca de inmediato, palabra tan breve como preñada de significado: seny. Por razones de comodidad escribiré a veces ‘sensatez’ —y ‘sensa¬ to’, sensatamente’, etc.—. Pero en muchos casos dejaré el término sin traducir. Al fin y al cabo, este capítulo es un ensayo de desentrañar el significado —o significados— de seny como término que designa una de nuestras formas de la vida catalana. Es, a mi entender, una forma de vida básica. Pero no es ni la más importante, ni sobre todo la más decisiva, de las cuatro aquí escritas. No es comparable en este sentido con la con¬ tinuidad. Esta se infunde en todos los poros de la existencia catalana, mientras que el seny se halla limitado no sólo por su contrario —el arre¬ bato, la rauxa—, sino también por una forma que, como veremos luego, conforma en Cataluña todos los modos de vida: la mesura o medida. De¬ cir que los catalanes son gente sensata o gente de seny no significa, pues, decir que sean sólo sensatos. En rigor, vivir sensatamente o según seny consiste en no sacrificarlo todo a una sola cosa, incluyendo la sensatez. ¿Qué significa seny? ¿Qué se dice de una persona cuando se la de¬ clara sensata (assenyada)? ¿Es el seny xma «facultad», o es una «acti¬ tud»? ¿Es ima pasión, o es ima forma de conocimiento? ¿Es algo que se posee o algo que se es? Un vocablo es como un pequeño astro en torno al cual giran otros vocablos, entre ellos los sinónimos o supuestamente sinónimos. En tomo al vocablo seny, o si se quiere, ‘sensatez’, giran, entre otros, los tér¬ minos siguientes: ‘prudencia’, ‘cordura’ (enteniment), ‘discreción’, ‘dis¬ cernimiento’, ‘tino’, ‘circunspección’. Ninguno de estos términos es exac¬ tamente sinónimo de seny. Pero en alguna medida el término seny los atrae, por así decirlo, a todos. Consideremos brevemente algunos ejemplos. Seny significa de algún modo «prudencia», sobre todo en la acepción ampha que tenía prudentia entre los romanos. Equivale, pues, no sólo a moderación, sino también a una cierta previsión de lo que puede razona-

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blemente suceder entre diversas posibilidades igualmente «razonables». La prudencia es en este sentido un modo de conocimiento, cuando éste deriva de la llamada «experiencia de la vida». «Prudente» se llama a quien, por haber vivido lo suficiente, ha visto lo suficiente —a quien está «en el secreto» o acaso «de vuelta»—. La prudencia es, así, una sapiencia, distinta del saber científico de la Naturaleza, pero no forzosamente in¬ compatible con este saber. La prudencia y la sapiencia son sobre todo un modo de conocer a los hombres que acaba p>or suscitar esa irónica «piedad» que siente por todas las cosas humanas quien realmente las ha vivido. Por eso el hombre prudente es a la vez el hombre sereno y bien templado, no por indiferencia, sino por comprensión. Seny equivale asimismo a ‘cordura’ y a ‘tino’, especialmente a ‘buen tino . Por medio de la cordura se obtiene también una especie de cono¬ cimiento. Este no es irracional, mas tampoco, estrictamente hablando, ra¬ cional. La cordura de que hablo es un discernimiento por el cual se sepa¬ ra el grano de la paja, pero reconociéndose que sin la última no habría el primero. Aunque no, propiamente hablando, de carácter «intelectual», la cordura es, sin embargo, mas «intelectual» que la prudencia y hasta que la sapiencia. Se dice de una persona que tiene cordura cuando se esfuerza por estar «en si misma» y por evitar estar «alterada». La cordura exige, pues, dominio de si. Exige también lucidez, menos para descender a inson¬ dables profundidades que para ascender a claridades asequibles. El hombre cueido no es, o no es todavía, el «sabio». Pero se halla en camino de al¬ canzar esa «sabiduría mundana» que es a la vez juiciosa y jugosa. El saber por cordura no se obtiene mediante intuición, y menos mediante intui¬ ción súbita; es un saber que discurre, pero con una especie de discur¬ so constantemente afincado en la experiencia. Podría inclusive decirse que es como la conciencia de la experiencia. Por él se llega a discriminar entre lo que vale y lo que no vale; la cordura es primordialmente un saber del valor (o carencia de valor) más que del ser. Seny equivale, finalmente, a ‘discreción’ y a ‘circunspección’. El hom¬ bre sensato o de seny no se apresura, pero tampoco suspende la acción. Como persona circunspecta, es cautelosa, pero no necesariamente descon¬ fiada. «Cu-cunspección» es la acción y efecto de mirar alrededor, no por ciiriosidad ni por recelo, sino por precaución elemental: antes de pronun¬ ciar un juicio sobre algo es menester saber si existe y si realmente vale la pena; antes de disparar hay que cerciorarse de si'hay un blanco. La circunspección asi entendida no es la ausencia de decisión o de firmeza m hombre circunspecto se decide, según dirían algunos escolásticos, cum ]U7tdamento in re. De ahí su aplomo y hasta en ocasiones su gravedad. Aunque he usado el termino equivale’, no debe pensarse que el seny se reduce a prudencia, a cordura, a buen tino, a discreción o a circunspec¬ ción. Pero sin cierta dosis de cada una de ellas es difícil que haya seny. Las definiciones anteriores son, como todas las buenas definiciones,

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verbales. Ello no significa que me haya propuesto contribuir filosófica¬ mente^ a las tareas lexicográficas, y menos aún enmendar la plana al dic¬ cionario. Me he propuesto, por lo pronto, sólo esto: apretar un poco, por medio de equivalencias y comparaciones, el concepto de seny. Apretémoslo un poco mas. Y, ante todo, intentemos ver algunas co¬ sas que parecen ser el seny y no lo son. Por ejemplo: el sentido común. Se ha dicho a v^es que los catalanes tienen demasiado sentido común, y que no hay mas que leer a algunos de sus filósofos para que no quepa duda. Vean ustedes si no: Balmes, Llorens i Barba; hasta el medio chalado ' p>ero siempre «tocando de pies a tierra»— Ramón Turró. Pero no nos precipitemos. En primer lugar, y suponiendo que los pensadores citados, y otros que podrían traerse a colación, hayan sido buenos discípulos de la «escuela» del sentido común, no con ello se llega al cabo de la calle. Hay muchos pensadores catalanes definitivamente «asentados», pero hay otros empezando con Ramón LluU— que, dicho sea con todos los res¬ petos, son un tanto «arrebatados» (arrauxats). Diremos que sólo los pri¬ meros son sensatos? No me parece verosímil, por lo menos tan pronto como intentamos deslindar entre sí los conceptos de sentido común y de seny. Ello puede hacerse del siguiente modo: considerando que mientras no hay manera de ser original a base del sentido común, hay muchas ma¬ neras de serlo a base del seny. Dicho de otra manera: hay sólo un sentido común, pero muy diversas formas de seny o sensatez. Hasta se puede ir más lejos: mantener que con frecuencia el sentido común y el seny se excluyen mutuamente. El primero —si prescindimos por el instante de su compleja significación filosófica— tiende a menudo a la nivelación y hasta a la vulgarización, a la eliminación de ideales y, por descontado, de «sueños». Se dice de alguien que tiene —en la acepción sugerida_ sentido común cuando es incapaz de elevarse por encima de lo habitual y rutinario, cuando ni siquiera por desahogo poético o por esparcimiento es capaz de ver gigantes en los molinos de viento. El sentido común ex¬ cluye la experiencia personal o, si se quiere, tiende constantemente a «re¬ bajar» ésta e^eriencia. El sentido común tiene su fuente en algo origina¬ riamente vivido, pero del manantial primitivo no conserva sino el más vaporoso recuerdo. Lo que fue «el sentido de los sentidos» ha podido con¬ vertirse en la ausencia de todo sentir. Para que tal no aconteciera sería menester que el sentido común fuera personalmente revivido. Pero con ello no sería ya, propiamente hablando, sentido común: sería un «sentido personal» que puede ser, ciertamente, común a todos, pero que tiene su hontanar en la experiencia de cada uno. De hecho, el sentido común es de todos, porque no es de nadie. En cambio, el seny o es cosa personal, y constantemente revivida, o no es nada. El seny es asunto de experien¬ cia, no de rutina ni de mera, y ciega, recepción. Por supuesto que las experiencias de que aquí se trata pueden ser asimismo «comunes». Pero mientras en el sentido común predomina lo

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común, en el seny tiene primado el sentir. Se trata de un sentir al que acompaña siempre la conciencia y, cuando es menester, la crítica. Por eso la experiencia a la cual me refiero no es ni ciega ni pasiva; es esencial¬ mente reflexiva y, sobre todo, «rectificable». SÍ tal no sucediera, la experiencia no sería nunca «la madre de la ciencia». Experimentar sería simplemente andar a tientas sin encarrilarse ni orientarse, a la buena de Dios. En cuanto hombre que posee seny, el catalán es, en el significado que voy dando a esa expresión, «hombre de experiencia», hombre, por tanto, nada «puritano». Pues el puritano es el que se empeña en renunciar a la experiencia —o, mejor, a las experiencias— por considerarlas no sólo pecaminosas, mas también innecesarias. Ahora bien, «ser hombre de ex¬ periencia» no significa tampoco orientarse exclusivamente en la experien¬ cia, como si lo único interesante fuese el puro vivir y no importase un comino lo vivido. Mas lo vivido —el contenido de la experiencia— y el fin por el cual se vive importa muchos cominos. No es así como lo siente el «alma fáustica». Pero el «alma catalana» no tiene ni poco ni nada de fáustica. En todo caso, no tiene nada de alma enfermiza que se regodea en la enfermedad, que se complace infinitamente en sufrir su propia (real o soñada) ilimitación e indefinición. La experiencia es buena cuando es guiada por un «sentido» que se sotopyone, por decirlo así, a ella. Este sentido no consiste simplemente en vivir según la experiencia: consiste también, y sobre todo, en orientarse en ella. A ello lo llamo —también— seny. El cual, por tanto, mira con igual recelo la actitud puritana y la actitud fáustica. La primera parece interesarse exclusivamente en la sal¬ vación; la segunda, en la experiencia. El hombre que p>osee seny estima que ni la salvación ni la experiencia son menospreciables. Pero siempre que anden juntas. Traducido a otros términos —por ejemplo, a términos políticos—, ello equivale a querer integrar la moral con la realidad. Mu¬ cha ambición es. Pero algo se saca, si no se convierte —lo que, por lo demás, el seny no permitiría— en una obsesión. No he hablado todavía de la mesura, mas por lo ya dicho podemos presumir que no hay gran diferencia entre ella y el seny. Tanto la pri¬ mera como el segundo consisten en rehuir ciertos extremos para procurar integrarlos, con lo que dejan, naturalmente, de ser extremes. Sin embar¬ go, hay entre seny y mesura una diferencia que hace posible tratarlos como dos distintas «formas» de vida. Mientras el seny es, por así decirlo, una categoría material, y hasta parece ser una especie de «facultad», la mesura es una categoría formal. Empleo los vocablos ‘material’ y ‘for¬ mal’ en un sentido aproximado al de las expresiones ‘más específico’ y menos específico’. El seny tiene determinados contenidos; la mesura pue¬ de aplicarse a contenidos muy diversos. Sobre lo cual habrá oportuna¬ mente algo que hablar. El seny, insinuaba antes, «descarta» y «junta», pero no siempre ejecuta

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ambas operaciones a un tiempo. A veces es mejor huir de los extremos y a veces es mejor procurar acordarlos una vez, ni que decir tiene, sus aristas bien recortadas. Podrían darse numerosos ejemplos de esas operaciones en las que se trasluce el seny, pero me limitaré a dos. ^ Uno se refiere a dos actitudes muy comunes: la ingenuidad y la ma¬ licia. El seny desconfía de la primera; los ingenuos suelen meter la pata, si no hacen cosas peores. Pero a la vez se ponen en guardia frente a la se¬ gunda; los maliciosos se pasan de listos. Ahora bien, ¿no hay que ser un tanto ingenuo a la vez que un tanto malicioso? El hombre sensato no ten¬ drá muchas dudas: hay que ser un tanto ingenuo, porque de lo contrario no nos abriríamos a la realidad —especialmente, claro, a la realidad huma¬ rla—, y ésta no se «abriría» ante nosotros. La ingeimidad, o relativa in¬ genuidad, ve no pocas cosas que la cazurrería sistemática se extenúa en ocultar. Ahora bien, hay que ser ingenuo, pero no tanto... Una punta dé malicia no va del todo mal; a veces hasta es menester más que una prmta: una buena pica. La malicia bien entendida nos descubre cosas —in¬ sisto, cosas humanas— que la ingenuidad nos encubre. Lo sensato es, pues, no jurar ni por la ingenuidad ni por la malicia. Y ni siquiera por una combinación de ambas a dosis fija. La dosis tiene que cambiar según los casos. De este modo el seny procede sin cesar a «descartar» y a «jun¬ tar». Lo efectúa con un eclecticismo muy sui generis. De hecho, no hay en la actitud del seny ni ingenuidad ni malicia; hay una sensatez que es, según convenga, ingenua o maliciosa. El otro ejemplo roza un punto muy fundamental. Ser hombre de seny es ser hombre de buen sentido. Ser hombre de buen sentido significa ser hombre de buen juicio. ¿Quiere esto decir ser inteligente? En cierto modo sí; un juicio sin inteligencia es como —perdónese la comparación— una tortilla de patatas sin patatas. Pero, ¿cuánta inteligencia? Ahí está el problema. La inteligencia digamos «excesiva» suele perder de vista la realidad; en vez de morder en la realidad se dedica a morderse la cola. Por eso parece que la sensatez rehuye la inteligencia para abrazar a una especié de experiencia ciega e «infundada». En cuanto hombre de seny, el catalán da la impresión de ser «poco inteligente». No le gusta razonar demasiado. No se siente cómodo ante la excesiva sutileza. Le parece cosa sofística y hasta de mal agüero. Cosa un tanto nubosa. Ahora bien, des¬ confiar del mencionado tipo de inteligencia no equivale a poner la inteli¬ gencia como tal en entredicho; equivale sólo a tratar de aglutinarla con la experiencia. A la cual, por lo demás, no se le permite andar por su cuenta: la inteligencia debe guiarla. A tal peculiar conjunción de inteli¬ gencia y experiencia el catalán llama a menudo seny. La conjunción de referencia explica una propensión catalana que me¬ rece breve comentario. Es la propensión hacia lo externo, y por así decirlo, lo corpóreo. Esta propensión puede conducir a destacar lo formulario, la apariencia, la fa!7

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chada. Es el reverso de la medalla que se manifiesta de vez en cuando a lo largo de ciertas riberas del Mediterráneo. Pero como suele, y aun debe, acontecer, el anverso de la medalla es más valioso que el rever¬ so. La inclinación hacia lo externo y corpóreo no es, vista positivamente, pura gala y fuego de artificio; es la voluntad de plasmar lo material, de darle forma sin que se volatilice. La inclinación de que hablamos da a la existencia un aspecto palpable y plástico— un aspecto diríamos «terre¬ nal»—. G>n ello el espíritu se hace «cosa», pero a la vez las cosas dejan de ser materia inerte y pasiva para convertirse en realidades en cierto modo vivientes. Es como si todos los contenidos de la existencia estu¬ viesen dominados por un tipo de arte en el cual, por lo demás, sobre¬ salen los catalanes; el «arte plástico» —o, más exactamente, las «artes plásticas»—. Para ser fiel a este modo de ser, la inteligencia es, claro, indispensable. No sólo un poco de inteligencia, sino raudales de ella. Pero se trata de una inteligencia que no anda nunca, por así decirlo, suelta; que no huye jamás de sí misma para dispararse hacia lo infinito. La inte¬ ligencia queda sujeta dentro de un molde y este molde está hecho como de «materia». Siempre hay lo corpóreo, lo que está ahí, lo palpable, la tierra, todo lo que tiene perfil, forma, figura. El perfil, a su vez, no es un esquema: es la conjunción de la forma con el contenido. Escribo ‘exmjunción’ a sabiendas de que he separado lo que desde el punto de vista del seny no es legítimo escindir. Para los catalanes no existe lo exterior como algo separado de lo interior, y viceversa; la misma forma, que pa¬ rece tan alada y volatilizable, posee una auténtica «dimensión». La propensión catalana hacia lo externo y corpóreo es, así, una ma¬ nifestación más de un tipo de inteligencia tan hostil a la razón pura como a la orgía más o menos romántica. Sin embargo, es hostil a ellas justa¬ mente porque aspira a aglutinarlas. El cimiento usado a tal efecto es el seny. Este no es mera acumulación de cosas vistas o vividas, pues tales «cosas» carecen por sí de sentido. No es tampoco el puro e incansable razonar en el vacío, pues el razonamiento carece asimismo de sentido si no hay algo —y algo muy determinado— sobre el cual se aplique. El seny es, pues, desde el punto de vista intelectual, una experiencia con sentido, una visión personal con circunspección y prudencia. Y si ahora se pre¬ gunta lo que es el seny cuando en vez de ser juicio acerca de personas y situaciones tiene que serlo acerca de realidades de la Naturaleza, la primera respuesta que hallamos a mano es la mismísima expresión que el pensamiento filosófico moderno elaboró y exaltó: la «razón experi¬ mental». He hablado sobre todo del juicio más o menos «ordinario» y he alu¬ dido al juicio «científico». ¿Qué sucede con el juicio «filosófico» cuando el seny predomina? Contestar adecuadamente llevaría a explorar con algu¬ na minucia la historia de la filosofía en Cataluña, y esto es cosa todavía un tanto prematura. Podemos anticipar, sin embargo, que el juicio filo-

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EÓfico según el seny tiene todas las características de lo que Kant llamaba para contraponerlo al «sentido escolástico»— el «sentido mundano» de la filosofía. Este último «sentido» está, desde luego, íntimamente ligado a la experiencia y a la «práctica». Pero sería erróneo derivarlo sin más de la «práctica». Pues el verdadero «sentido mundano» de la filosofía no es el que mamfiesta esta disciplina cuando se propone, como se dice, servir para algo; cuando rechaza todo pensar que no desemboque casi de inme¬ diato en ciertos «resultados». Reconozco que éste es un terreno resbaloso, sobre todo si se considera que la cuestión del modo de unión de la prác¬ tica con la teoría es rma de las perdifficiles quaestiones —a menos que sea la quaestio perdifficilissima—. Me limitaré simplemente a poner de relieve que aquí también nos topamos con una actitud que, como la que ejemplifica el seny, se propone, en la medida de lo posible, integrar en vez de consagrarse a eliminar, o a reducir, o a absorber. La filosofía como «actividad mimdana» no es equivalente a una especie de «filosofía case¬ ra». De hecho, la verdadera «filosofía mundana» no es, o no debería ser, incompatible con una filosofía «escolástica» —entendiendo por este últi¬ mo vocablo una filosofía rigurosa e inclusive áspera—. El concepto mun¬ dano de la filosofía es más bien el que se revela cuando se es filosófica¬ mente sensato, esto es, cuando no se está dispuesto ni a comiJgar con ruedas de molino ni a negar que, para ciertos propósitos, hay que ape¬ chugar con tales ruedas. Es asimismo, y sobre todo, el que se revela cuan¬ do, justamente por mor del maridaje de la teoría con la práctica, se aspira a que ningún juicio sea o meramente subjetivo o puramente objetivo. El juicio subjetivo es la arbitrariedad; el supuesto juicio objetivo es la inhu¬ manidad. Para evitar una y otra, conviene que la filosofía sea a la vez cosa de ciencia y de conciencia. Podría decirse que para una filosofía fun¬ dada en el seny, el saber —incluyendo el saber más objetivo y más «des¬ humanizado»— ocupa lugar, y que este «lugar» es su humanidad y, en cierto mcxlo, su moralidad. La filosofía mundana fundada en el seny es, pues, algo muy parecido a lo que se ha entendido desde muchos siglos ha por ‘sabiduría’. Esta no es sólo un saber cosas, sino también, y sobre todo, un saber que se saben y por qué se saben. Ningún hombre de seny está dispuesto a vender su humanidad por un plato de lentejas —o por un viaje a Marte o a Venus—. Lo cual no significa que los hombres de seny no gusten de tales lentejas y de tales viajes; significa sólo que subordinan el saber que se halla im¬ plicado en todas esas cosas a un juicio más amplio, que incluye la moraliriari —por lo menos en un sentido de este discutido vocablo—. Por eso el hombre de seny considera que éste es primariamente una actitud, y que en esta actitud deben marchar juntos el «conocimiento» y la «moral». A causa de eso, el seny se cifra, en último término, en ser un talante, y aim se diría un «buen talante». El hombre de seny aspira a contemplar ios hombres y las cosas sin pereza, pero también sin prisa. El seny desagua

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muy pronto en una especie de serenidad. Ahora bien, ésta no es forzosa¬ mente ni altivez ni indiferencia. La serenidad no consiste en cegarse o en taponarse los oídos o en soterrar la testa como los avestruces. Consiste en ver, oir, afrontar; por tanto, en interesarse. Pero se trata de un interés en el que tiene muy poco, o nada, que hacer el entusiasmo, especialmente el entusiasmo gratuito, el cual acaba p>or consumirse en su propia llama. El interés desencadenado por la serenidad y arraigado en el «buen talan¬ te» producido por el seny, no quiere consumirse. Quiere lo contrario: continuar. El hombre de seny no es «el que está de vuelta de todo», el eterno blasé. El hombre de seny no es el que no se admira de nada, pero tampoco el que siente curiosidad por todo. Si se quiere, es el que se ad¬ mira de todo, pero de nada se asusta, porque siempre le queda un para¬ je donde recogerse y recobrar fuerzas: su propia sensatez, su propio seny. Hemos acentuado tanto el estar bien sentado, o asentado, en sí mis¬ mo del hombre sensato, que corremos ahora el riesgo de pensar que tal hombre vive horro de toda ilusión. En todo caso, no es lo que sucede con los catalanes. Aun cuando sean a veces sensatos hasta la exasperación, los catalanes no están dispuestos a renunciar a las ilusiones. Sólo quieren, o esperan, que no sean alucinaciones. No están ni siquiera dispuestos a renunciar a las utopías. Sólo confían en que no se trate de fantasías más o menos enfermizas. La utopía es un espejismo únicamente cuando no se pone ningún empeño en realizarla. Dado tal empeño, en cambio, la uto¬ pía puede convertirse en una realidad —^una realidad sui oeneris, pero de la cual todos tenemos un barrunto cuando la identificamos con un «ideal»—. Decir de los catalanes que son gente sensata no eqiúvale, por tanto, a decir que están totalmente desprovistos de ideales. En cierta medida, los catalanes son bastante quijotescos. No sé si este aserto choca¬ rá con opiniones trilladas y hasta archivadas, pero creo que podría demos¬ trarse con hechos históricos y no sólo con análisis peripsicológicos o pseudosociológicos. Ahora bien, el quijotismo de los catalanes es asimismo de especie bastante peculiar; es, perdóneseme la paradoja, «un quijotismo sensato». A tal fin colabora grandemente la mesura, de la que trataremos dentro de poco. Pero colabora asimismo, y no poco, una cierta raíz moral que hace del quijotismo catalán —como lo hizo ya, dicho sea de paso, con el quijotismo originario, el de Don Quijote— lo que Unamuno cali¬ ficó de «locura por madurez de espíritu». Se puede ser loco por infantilis¬ mo o por «juvenilismo», y en tal caso la locura carece de dirección y sen¬ tido. Pero se puede ser también «loco» por reflexión, cuando semejante «locura» va en camino de ser algo «ejemplar». Resumiré: el seny significa igual oposición al entusiasmo gratuito y a la indiferencia desdeñosa. Significa igual hostilidad al puro razonamiento y a la mera experiencia. Positivamente, significa firmeza de espíritu sin terquedad; robustez del ánimo sin pesadez; ilusión sin engaño. Significa sobre todo lo que se suele llamar «entereza». Pero puede significar todo

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esto y muchas cosas más— porque no se trata de una facultad, sino de una actitud, es decir, un modo de ser. Ser hombre de seny no es, pues, cosa que se pueda hteralmente dejar de ser. No se puede tener seny a ratos libres y dejar de tenerlo otros momentos. No tengo más retneaio que emplear la paradoja: ser hombre de seny, hombre sensato, es algo que se puede ser inclusive cuando se es insensato. Porque también la insensatez puede manifestarse, o predicarse, sensatamente. Pueden hacer¬ se muchas cosas y algunas harto insensatas— con el seny menos una cosa: escapar de él.

ha

mesura

El seny, decía, tiene ciertos contenidos. La mesura —que es algo así como «la buena medida»— no parece tenerlos. Más aún: su función pa¬ rece ser la de aplicarse a todos los contenidos posibles. Por eso he dis¬ tinguido entre el seny como «categoría material» y la mesura como «ca¬ tegoría formal». Todo lo cual no significa que sea fácil distinguir entre seny y mesura. Por ejemplo, ambos tienen de común el ser un tanto pa¬ radójicos: la sensatez —el seny— encauza la insensatez; la mesura moldea inclusive lo desmesurado. Ambos tienen también de común el ser rasgos a la vez individuales y colectivos o, si se quiere, el ser individuales sólo en tanto que son colectivos y viceversa. Sin embargo, hay diferencias entre el seny y la mesura lo bastante acentuadas para que podamos con¬ siderarlas como dos distintas formas de existencia. Ante todo, caracteriza la mesura el ser, más aún que el seny y que cualquiera de las demás formas de que me he ocupado, una tendencia Es comprensible, pues, que sea particularmente «indefinible». Volvamos al seny; aunque tampoco fácil de asir, es lo que es. Quiero decir que su modo de ser excluye otros. Aunque, para seguir con la misma paradoja, se puede ser insensato sensatamente, no se puede serlo de cualquier modo. O, si se quiere, ser sensato equivale a poseer ciertas, muy determinadas, experiencias. Lo mismo sucede con la continuidad. Se puede ser continuo de muchas maneras, pero no de cualquier manera. En cambio, la mesura tiene —y me temo que la paradoja se haga ya insostenible— la manga ancha. La paradoja es menos insostenible, sin embargo, cuando se entien¬ de la expresión ‘tener la manga ancha’ un poco a derechas. Pues significa esto: que la mesura no abarca ciertas maneras de ser, sino todas. La me¬ sura no es definida por ninguna manera especial de ser; ella define todas las maneras posibles. En cierto modo, la mesura es «universal». Recordemos los «tres mundos» de que hablamos al comienzo: el «his¬ pánico», el «europeo» y el «mediterráneo». La mesura —y la desmesura—

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existen, claro, en los tres. Pero en el último de ellos parece haber pre¬ dominado. Escribo ‘predominado’ no sólo para curarme en salud, sino también para mostrar que tengo muy en cuenta lo que desde Nietzsche, Rohde y Burckhardt se ha convertido en opinión trillada —mas no por ello menos cierta—: que en el mundo mediterráneo, y especialmente en el helénico, Apolo va siempre acompañado de Dionisio. Pero de algún modo Apolo se las ingenia para ponerse por delante. Así, podemos seguir manteniendo que el viejo apotegma: «De nada, demasiado», es auténtica¬ mente «mediterráneo». En todo caso, la mesura, o voluntad de mesura, que en él se transparenta no es cosa accidental y precaria; es cosa esencial y estable. «De nada, demasiado»: esto significa que ni siquiera tiene que haber demasiado en lo que a mesura toca. La apuntada «universalidad» de la mesura se confirma aquí ejemplarmente. ¿Qué es esa mesura? Por lo pronto, parece ser una constante invita¬ ción a que todo exhiba límites y fronteras, un irreprimible deseo de que todo muestre como lúcidamente perfil y figura, un irrefrenable anhelo de que todo sea medido y «abarcado». La mesura es, así, reducción y continencia. ¿Es también empequeñecimiento? La cosa es ya más dudo¬ sa. Piénsese, por ejemplo, en el papel que la mesura desempeña en la tra¬ gedia griega. Sin mesura no habría propiamente tragedia, ya que ésta consiste precisamente en la corrección enérgica de lo excesivo y desbor¬ dante; el metron, la medida o mesura, impone su patrón a la hybris, al exceso, a la falta de medida o desmesura. Y la tragedia es cualquier cosa menos un empequeñecimiento; en la tragedia, griega o no, se respira el aire de los grandes espacios. No confundamos, pues, el ser mesurado con el ser diminuto; todo depende de qué cosa la mesura lo es. Cuando lo que limita es grandioso, la mesura no es precisamente una nonada. Por otro lado, cuando lo que limita es minúsculo, lo Emita en su pequeñez; en tal caso, lo engrandece. La mesura no es, por lo pronto, ni lo dema¬ siado grande ni lo demasiado chico. Es lo justo, que puede ser, según los casos, grandeza o parvedad. Resulta, pues, que la mesura no es en principio empequeñecimiento. ¿Será en principio negación? Tampoco. Consideremos una realidad o una tendencia —lo que llamaremos, para abreviar, «una cosa»—. Cuando esta cosa es llevada a sus últimas consecuencias, por la exaltación o por el rigor excesivo, se escapa de sí misma para invadir otras cosas, todas las que pueda, y si puede todo. Entonces la cosa se pasa de raya; diría¬ mos que no se da cuenta de las reaUdades que la niegan. La mesura vie¬ ne a corregir esta situación. Por tanto, la mesura niega. Pero también afirma —afirma «lo otro», lo que limita a la cosa que pretendía absorber a todas las demás—. Por eso la mesura es a la vez un «sí» y un «no». Es lo que, al limitar algunas cosas, hace posible que otras subsistan. De¬ cir «De nada, demasiado», es decir «De todo, un poco». De ahí que la

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mesura sea no sólo negación, sino también afirmación. La mesura admite y excluye. Es dialéctica —algo que la desmesura jamás podrá ser. Veamos ahora el modo como la mesura se hace «actitud humana» y cómo se incorpora, en tanto que forma de vida, al tipo de ser humano cuya naturaleza nos ocupa. El catalán es hombre mesurado. Como tal, ejecuta ese doble movimiento que hemos caracterizado como inherente a la mesura. Pero insistir demasiado en dobles movimientos, lo mismo que insistir demasiado en procesos dialécticos, causa vértigo. Mejor será empezar con algo más definido; no vayamos a pasarnos de raya en nues¬ tra ya demasiado acentuada tendencia a la abstracción. Para empezar, examinemos de qué modo la mesura opera en el obrar de los catalanes. Estos manifiestan una indudable predilección por «las cosas concretas». Esta predilección se revela asimismo en los «mediterrᬠneos» y en los «hispánicos», pero con una diferencia: los primeros en¬ tienden lo concreto como perfil; los segundos, como sustancia. ¿Cómo lo entienden los catalanes? Aquí hallamos un ejemplo de conjunción que da por resultado algo distinto de los elementos componentes: lo concreto es para los catalanes una sustancia que tiene perfil, una materia que posee contorno —o si se quiere, xm perfil y un contorno henchidos de realidad. Determinación, contorno, figura, perfil, jamás separados de aquello que caracterizan y definen: he aquí para el catalán «lo concreto». Ello significa que lo concreto es a la vez palpable y visible —o, lo que viene a ser lo mismo, que podría siempre traducirse en algo palpable y visible—. Las ideas no son, por supuesto, «concretas». Mas, por así decirlo, pue¬ den representarse de im modo concreto en situaciones, casos, ejemplos. Estos no son absolutamente singulares, pues entonces no podrían ni ca¬ racterizarse ni definirse. Pero tampoco son completamente universales, pues entonces no podrían presentarse ni representarse. De alguna mane¬ ra, y claro que sin habérselo propuesto, los catalanes entienden lo con¬ creto bajo especie tmiversal y viceversa; parece como si fueran todos discípulos de Hegel —o de Husserl—. Naturalmente, ni pensarlo. Al fin y al cabo, los universales concretos de que hablaron dichos filósofos son bastante abstractos. En tanto que la abstracción descoyunta la realidad, el catalán siente por eUa una cierta desconfianza. La abstracción, bien; pero con mesura. Tiene que ser limitada, y delimitada por una forma, por algo en cierto modo visuaJizable. Ante las abstracciones, lo primero que cabe hacer es esto: ver si se trata de algo. Pero una vez el algo en cuestión está «ahí», hay que ver de qué se trata. En suma, la predilec¬ ción catalana por «las cosas concretas» —^lo que los catalanes expresan a menudo diciendo, «las cosas, claras»— es una consecuencia de la pre¬ sencia constante de la mesura. La «materia» es «medida», esto es, limi¬ tada por la «forma», y ésta por la «materia»; para el catalán hay en toda reahdad que merezca este nombre algo firme y, por decirlo así, anguloso; algo real, pero a la vez algo formado.

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De ahí diversas propensiones. En lo que se llama «la vida», la pro¬ pensión a no olvidarse de lo corpóreo, sin por ello afirmar que solamente existe lo material. En el pensamiento, la inclinación hacia las ideas que tengan, al ser representadas o expresadas, una cierta sustancialidad. En el arte, la preferencia por lo «plástico». Lo último merece breve elucidación. Los catalanes han hecho música y, en particular, literatura. Pero han he¬ cho sobre todo pintura, arquitectura, escultura. Y, por descontado, di¬ bujo. Todo lo que sea forma visible y hasta palpable. Pintores, arquitectos, escultores los hay, por supuesto, en todas partes. Pero dos hechos deben tenerse aquí en cuenta. El primero, que en Cataluña relativamente abun¬ dan. El segundo, que todos ellos llevan a cabo su actividad «a la manera catalana», gobernados por una mesura peculiar, una mesura que no ex¬ cluye ni la aventura ni el riesgo, pero que no consiste en andarse por las nubes, sino en estar bien asentados en la tierra. No para reposar en ella, como buenos «burgueses», sino para trans-formarla y trans-figurarla. El predominio de las artes plásticas sobre las otras es por sí mismo revelador. Ni la literatura ni la música pueden prescindir de «lo concreto». Pero éste es menos consistente y permanente que en el arte plástico. La literatura es, en último término, harto «intelectual». Podrá aproximarse todo lo que se quiera a lo plástico y a lo sensible; en el fondo, será siem¬ pre un arte henchido de elementos intelectuales, un arte del «espíritu». Algo semejante sucede con la música. La música entra por el oído, pero también, y sobre todo, por el cerebro. El arte plástico, en cambio, entra primariamente por los ojos —y por el tacto—. Se dirá que el cerebro tiene en él una función importante —para no usar un vocablo más enér¬ gico—, y que especialmente el llamado «arte abstracto» requiere subidas dosis de materia gris, tanto para producirlo como para entenderlo. No hay duda, aunque en lo tocante al «arte abstracto» hay mucho que de¬ batir. No por ser menos «afectivo» tiene que ser menos «visual»; hasta es probable que suceda lo inverso... Pero hay que entender bien lo que significa ‘entrar por los ojos y por el tacto’: significa que lo que pre¬ domina en el objeto considerado no es «lo que dice», sino «lo que es» —si se quiere, su presencia y su pura actualidad—. Esta consiste en ser una materia formada y transformada, y ello en un sentido mucho más radical de como la literatura es una plasmación del lenguaje y la música una plasmación del sonido. En las artes plásticas se efectúa el más cabal maridaje de la forma con lo informe, del perfil con la concreción. Si la mesura no se entrometiera de continuo, cabría el riesgo de que los cultivadores de las artes plásticas en Cataluña se convirtiesen en «este¬ tas» —en un sentido nada halagador de esta palabra—. Pero la mesura opera a modo de potente freno; los artistas catalanes no suelen conver¬ tirse en puros estetas, porque son a la vez, y en gran medida, artesanos. Ix>s catalanes suelen desconfiar de lo que no haya costado algún empeño. Pero sobre todo de lo que no revele alguna habilidad. La obra acabada

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tiene que estar «bien» —tiene que ser «bonita», o «bella», o «impresio¬ nante», o «expresiva», o todo lo que se quiera—. Pero si no exhibe de algún modo las trazas del artista, o, mejor todavía, si no se puede ver que el artista domina perfectamente su «técnica», suscita bastantes dudas. A los catalanes no les gusta demasiado que los tomen por incompetentes. Dalí o Miro pintan como pintan, pero en alguna medida podrían pintar «lo que quisieran»; bajo las «manchas» de color no hay, como en tantos rnillares de coetáneos, el vacío, sino la destreza. Bajo los trazos de la pintura hay, en todo caso, la técnica del dibujo. Técnica fundamentalmen¬ te «artesana», que no se contenta con «expresar», sino que quiere sobre todo «hacer», «construir», «terminar». Mas por mor de la mesura lo inverso es igualmente cierto: la artesa¬ nía catalana es siempre un tanto artística. El imperativo del «acabamien¬ to» no se detiene en la utilidad de la obra, sino que incluye su aspecto visible y tangible —su «forma»—. Mesura significa en buena parte que cada cosa o elemento participe de su contrario y sea limitado por él. El arte participa así de la utilidad, pero lo útil participa de lo artístico. El arte participa de la industria, y ésta del arte. De este modo se van ten¬ diendo una serie de puentes entre la utilidad y la belleza, la materia y la forma, lo concreto y lo abstracto. Tender puentes equivale, por supuesto, a querer unir e integrar. Pero la unión y la integración no serían posibles en el caso que nos ocupa sin la mesura. Una integración sin mesura no engendraría una combinación más o menos armoniosa, sino un adefesio. Los ejemplos aducidos del arte y de la artesanía podrían multiplicarse. He aquí otro no menos importante y significativo: el que concierne a la relación entre la afectividad —los llamados «sentimientos»— y la inte¬ ligencia. Los catalanes suelen ser poco propensos a exhibir sus sentimien¬ tos y hasta a dejarse dominar por ellos. El entendimiento los retiene y en buena medida los coarta. ,-;Será porque el modo de ser intelectual predo¬ mina? De ningún modo; la inteligencia suele mostrar entre los catalanes una cierta dosis de afectividad. Así, la aparente falta de sensibilidad y la relativamente escasa demostración de los afectos que se perciben en mu¬ chos catalanes son resultado de la limitación que impone la inteligencia. Pero, a la vez, la aparente escasez de elementos intelectuales, y hasta cier¬ ta desconfianza hacia ellos, son resultado de la limitación de la inteligen¬ cia por medio de la afectividad. La aridez del razonamiento o el dardo de la ironía se hallan siempre a punto de disolver cualquier situación afectiva excesivamente tensa. Y el afecto está siempre ahí a punto de encubrir un problema demasiado «árido» —demasiado «intelectual»—. Se ha hecho observar que los catalanes parecen a menudo un tanto distantes, no sólo con respecto a los demás, sino también con respecto a sí mismos. No bav duda que la distancia es a veces consecuencia de un cierto egoísmo, del deseo de no verse demasiado «envuelto» y «comprometido». Pero éste es el reverso de la medalla. En el anverso se encuentra el deseo de ser en

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todo mesurado, de no entregarse ni a lo puramente intelectual ni a lo com¬ pletamente afectivo; el deseo de mantenerse en el centro, en apariencia para rehuir, pero en última instancia para integrar. Lo último merece subrayarse porque, operando a base de limitaciones, la mesura ofrece siempre el ya citado primer aspecto del empequeñeci¬ miento. Ahora bien, no sólo la limitación propia de la mesura permite integrar, sino que hace posible que la realidad o la acción de tal modo limitadas adquieran lo que la desmesura, no obstante sus pretensiones y sus apariencias, no consigue jamás: la eficacia. Por eso la actitud mesu¬ rada siente hostilidad hacia la utopía en tanto que ésta es pura irrealidad, sin por ello rehuir el ideal en tanto que éste puede dirigir la acción y es, a su manera, eficaz. La diferencia entre la utopía y el ideal no es, claro, muy visible: una se transforma fácilmente en el otro, y viceversa. Podría decirse inclusive que la utopía es algo así como «el ideal mesurado». Este consiste en algo difícil, y hasta imposible, de conseguir, pero no en algo inerte. Decir «Vale más cien pájaros volando que uno en mano» es algo utó¬ pico. Decir «Vale más pájaro en mano que ciento volando» es algo puramente utilitario. El ideal, y lo ideal, es introducir aquí también la mesura: reconocer que aunque la mayor parte de los pájaros están vo¬ lando, no hay por qué o limitarse a tener vmo, o confinarse a contem¬ plarlos en vuelo. ¿Por qué no tratar de agarrar los más que se pueda? Ello equivale a reconocer que habrá siempre pájaros en el aire, pero que no por ello hay que o renunciar a ellos o limitarse a soñar en ellos. Así, pues, ni utilitarismo empobrecedor ni utopismo fantaseador: mesura en la realidad y mesura en el ideal. Mesura también, y sobre todo, en la distinción entre ideal y realidad. Hay que reconocerlos tal como son y procurar aproximarlos. Pero nunca hay que confundirlos. Pues la mesura se compone de dos movimientos aparentemente divergentes, pero a la postre concordantes. Por un lado, se trata de no confundir y no dispersarse. El espacio, a veces harto an¬ gosto, que acota la mesura, excluye por lo pronto buena copia de cosas, de ideas, de ideales, de afanes y hasta de posibilidades. Pero esta exclu¬ sión tiene una finalidad nada «exclusiva»: roturar el espacio dentro del cual se ha encerrado la existencia y sembrarlo. Ahí interviene lo que he¬ mos llamado la «eficacia». Por otro lado, y justamente por mor de la mesura, se trata de no excluir lo que debe ser reconocido como existente, aun cuando sea «sólo» idealmente existente. Al actuar de este modo, la medida —o el hombre que la posee, o que tiende a ella— parece salir de sí para incluirlo todo en sí misma. Con ello se produce una dispersión. Pero ésta tiene una finalidad: reconocer que si es realmente mesurada, la mesura no puede limitarse a sí misma. Tiene que tener en cuenta lo que la limita. Ahí interviene lo que, en contraste con la mera eficacia, pero siempre complementándola, podría llamarse «objetividad».

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Este doble movimiento de la mesura hace de ella algo muy distinto de un simple eclecticismo. Si la mesura fuera ecléctica, se limitaría a ser una combinación más o menos automática; nada nuevo se produciría con ella. Ser mesurado consistiría en escoger lo único que se podría escoger: lo que no fuera demasiado nada. La mesura no se movería nunca; dejaría a todo lo demás «moverse» para que ella pudiese, al fin, y tras mucho pesar, sopesar y hasta regatear, decidirse. La mesura no podría integrar nada; sólo podría mezclar. Gracias a ser no sólo movimiento, mas tam¬ bién movimiento doble, divergente y convergente —exclusión e inclu¬ sión—, la mesura puede ser una virtud, una fuerza, creadoras. Tal como aquí se ha entendido, la actitud mesurada es una actividad, y aun una actividad incesante. Por eso la hemos llamado «dialéctica», pues, como ésta, la mesura es afirmación y negación con vistas a una integración. Hay entre los catalanes un ejemplo muy claro de esa actitud mesura¬ da e integradora: es la sardana. No discutiremos aquí si la sardana es una importación, y aim ima relativamente reciente. Tomamos la sardana no como un hecho, sino como un símbolo. Símbolo de aquella nada pasiva especie de mesura. Pues en la sardana hay medida en el movimiento: en el ritmo y en la manera de contarlo. Hay mesura en la perpetua oscilación que va sin tregua de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como buscando un centro oculto y dinámico. El círculo de la sardana excluye, pero nimca definitivamente, porque está siempre a punto de hacerse y de deshacerse, de acoger a quien quiera ingresar en él y de Hbertar al que pretenda eludirlo. Por eso representa un círculo que une sin obligación y excluye sin castigo; un movimiento donde la subordinación no es ne¬ cesariamente esclavitud y donde la libertad no es jamás anarquía. La sar¬ dana no es cosa ni para los audaces ni para los tímidos, ni para los arro¬ gantes ni para los humüdes. No quiere soledad, sino independencia. No quiere colectividad, sino compañía. No es monólogo ensimismado ni coro enfurecido: es simple, fecundo, interminable diálogo. La desconocida di¬ vinidad que parece adorar desde el momento en que la tenora, con su voz ahilada, claramente la anuncia, tiene un nombre: es la Mesura.

La

ironía

Los catalanes suelen creer en algunas cosas. No muchas, mas para ellos harto fundamentales. Por ejemplo, en sí mismos. Esto puede explicar por qué no pocos catalanes ofrecen un aspecto un tanto huraño o escarpa¬ do. Claro que en esto, como en lo demás, todo depende de lugares, posi¬ ciones, situaciones, momentos y talantes. En asuntos humanos, nada más fácil que alegar excepciones. O decir que ciertos rasgos son claramente

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exhibidos por algunos miembros de una comunidad, mientras que otros miembros de la misma comunidad ostentan rasgos distintos, y hasta opues¬ tos. Así, en lo que toca a ser escarpados, las gentes del agro —y no sólo entre los catalanes— parecen serlo más que los de la urbe. Nada tengo, pues, que objetar a esas posibles objeciones salvo dos cosas; la primera, que toda afirmación demasiado general sobre algo humano incluye sus re¬ servas aun cuando éstas no se formulen expHcitamente; la segunda, que la mejor confirmación de cuanto se diga puede bailarse justamente en las excepciones. Y no porque éstas hagan lo que se dice que hacen respecto a la regla, sino porque muestran hasta dónde la regla alcarrza. La regla apenas alcanza a muchos catalanes que, por unos u otros mo¬ tivos, no parecen creer demasiado en sí mismos y son cualquier cosa me¬ nos huraños. Pero justamente ahí se muestra la importancia de la regla: decir que «apenas alcanza» no es lo mismo que decir que carece de sen¬ tido. Los catalanes menos huraños son como son «a pesar de todo». Es «a pesar de todo» que no siguen la regla. Bien. Si los catalanes son —o podrían llegar a ser— tan escarpados como presumo, y ello en parte a causa de creer, o tender a creer, ex¬ cesivamente en sí mismos, ¿a qué viene el título de este capímlo? ¿Hay nada menos escarpado y menos confiado en sí mismo que la ironía? ¿No es la ironía precisamente una tendencia a no creer ni en confiar excesiva¬ mente en nada, ni siquiera en sí mismo? Hay sujetos humanos que tienen por decirlo así un aspecto macizo; en la medida en que ello es posible en una realidad que, como la huma¬ na, tiene muchas entretelas, son lo que parecen ser y parecen ser lo que son. Otros sujetos tienen más dobleces, y ello no necesariamente porque se propongan engañar a nadie, sino hasta porque no se lo proponen: por¬ que son reservados. Estos liltimos sujetos pueden ofrecer muchas caras, pero hay dos de ellas que son básicas y, por decirlo así, constitutivas: la cara de «fuera», cuando se hallan —humanamente hablando— en reposo y están simplemente «ahí»; y la cara de «dentrc», cuando están o, mejor, se los ve estando en movimiento —también hablando humanamente_. Creo que los catalanes pertenecen a esta última especie. Mirados desde fuera pueden parecer un tanto escarpados y hasta un tanto ponderosos; desde dentro, en cambio, parecen hasta livianos. Una liviandad —y ahora entramos en el tema— que no es necesariamente, ni es frecuentemente, gracejo o donaire, sino algo menos perceptible. En rigor, algo que se es¬ conde al tiempo que se manifiesta: la ironía. Asunto difícil el de la ironía —difícil, no por intrincado, sino por in¬ grávido y casi impalpable—. Ensayemos, con todo, una definición: iro¬ nía es lo que resulta cuando se renuncia a expresarse de un modo recto para expresarse de un modo oblicuo. Ironía es rodeo, pero no —y esto es esencial— disimulo, circunloquio o subterfugio. En verdad, la ironía es un modo de llegar adonde precisamente se quiere llegar, pero haciendo

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ver cosas que de otra suerte permanecerían ocultas. La ironía es una ma¬ nera casi un método— de hacer patente algo sin exhibirlo directamen¬ te. No, por cierto, un modo de oscurecer, sino una manera de transpa¬ rentar. Este concepto de iroma puede ser calificado de «clásico». Su primer, y sin duda máximo, representante fue Sócrates, cuando éste hacía lo que Platón nos dice tantas veces que hacía. Hay también un concepto «ro¬ mántico» de la iroma que es bastante distinto del clásico, y aun opuesto a él. Su elaboración y defensa estuvo principalmente a cargo de Friedrich S^egel. Según este autor, ironizar no es transparentar, sino más bien disolver. Disolver, se entiende, para alcanzar una verdad o, mejor dicho, lo que el consideraba como la Verdad. Sólo mediante la disolución es posible, según Schlegel, dar con esa intuición centelleante que permite asir la unidad esencial de cuanto existe. En su concepto, o uso, román¬ tico, la ironía no contribuye a distinguir, sino que aspira a confundir; sur¬ gida sobre todo de la fantasía, la ironía romántica procede a descoyuntar las cosas menos para indicar lo que son que para mostrar lo que no son. Si los catalanes son, como propongo, irónicos —o, más exactamente, si son también irónicos—, lo son, creo, al modo clásico y no romántico. Lo son al modo griego y al modo socrático. Lo son no a fuerza de con¬ vicción, sino por pura aprensión. La ironía de que tratamos es, en efecto, una actitud para designar la cual Eugenio d’Ors acuñó una expresión impecable: «la creencia a me¬ dias». No, pues, la duda completa, ni tampoco la completa creencia. Al ironizar —ironizar «clásicamente»— se deja de creer, pero no de un modo absoluto. Se deja de creer en la verdad absoluta de lo que sea. Euge¬ nio d’Ors usó la expresión citada al referirse al modo como los griegos (o ciertos griegos) creían, o parecían creer, en sus dioses. Su creer a medias no era el resultado de una falta de religiosidad, sino la consecuencia de un amor a la mesura. La ironía les impedía entregarse totalmente a su creencia —o, si se quiere, el no entregarse por com.pleto a su creencia desencadenaba en ellos la ironía. El primer movimiento de la ironía puede describirse, pues, como si¬ gue: es una especie de «separación», un desapego. Se corre con ello, ni que decir tiene, un riesgo: el de hacerse poco a poco desconfiado, des¬ creído, escéptico. Pero es un riesgo que se corre sólo cuando paradójica¬ mente (e ilógicamente) se exceptúa de la actitud irónica la propia ironía. La ironía es, dijimos, una «creencia a medias». Bien. Pero, ¿no debe ser la ironía asimismo objeto de tal mesurada creencia? En todo caso, si tal no sucede, la ironía no merece ya este nombre: la ironía verdadera es la que ironiza sobre sí misma. En algunas páginas anteriores hemos hablado de lo que significa ser un hombre cuyo vivir tiende a fundarse en la experiencia o, mejor, en las experiencias. Agreguemos aquí que tal modo de ser humano implica

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una cierta actitud ante cualquier creencia: consiste en resistirse a entre¬ garse sin más a ella. Consiste sobre todo en negarse a depositar la fe en la primera realidad que sobrevenga; al fin y al cabo, la experiencia puede mostrar que hay una realidad segunda, y una tercera, y así sucesivamente. Que la realidad tiene muchos recovecos y da muchas vueltas. Semejante actitud está íntimamente ligada con la ironía clásica antes reseñada. La ac¬ titud irónica es primariamente la actitud expectante. No se trata, como a veces se piensa, de destruir toda fe. En rigor, se trata justamente de lo opuesto; de reafirmar una fe buscando lo que en ella quede una y otra vez confirmado por la experiencia. La ironía opera, así, un poco a modo de constante depuración de cuanto pueda manifestarse como inautenti¬ co, de cuanto pueda revelarse indigno de crédito. Por eso la ironía, aunque no es, en el sentido habitual de este término, la fe, no es tampoco el escepticismo. La ironía no rechaza rque no se dirige al hombre entero, sino «únicamente» a su inteligencia. Es, como la ironía socrática, enemiga de la disolución y de la confusión. Pero, a diferencia de la socrática, la ironía intelectual no llega a morder en la vida. Desde lue¬ go, no llega a lacerarla. Pero tampoco a modificarla. Es menos una acti¬ tud humana que un juego, por lo demás maravilloso, del entendimiento. Por eso pasa junto a los hombres y junto a las cosas un poco desdeñosa¬ mente. No sirve tanto para colmar la existencia como para servirle de distracción y acaso de ornato. (jQué ocurre ahora con la ironía de los catalanes? En parte concuerda con la intelectual en tanto que no hiere ni lacera. En parte coincide con la castellana, o, mejor dicho, con la quevedesca —o sus diversas formas— en que transforma y modifica. Sin embargo, la separa de esta última xina nota fundamental: su afán de equilibrio y mesura. En cierto modo, es una ironía situada en el punto en el cual confluyen la ironía meramente intelectual y la ironía soberanamente desesperada. De esta última posee su gravedad; de la primera, su gracia. A lo más que se parece es a la iro¬ nía cervantina, pero, hay que reconocerlo, sin la universalidad que posee esta última. De ella, sin embargo, tiene lo que podría llamarse su fecun¬ didad. En todo caso, es una ironía que rehúsa tanto el juego del entendi¬ miento como el arrebato del corazón, tanto la complejidad bizantina como la simplicidad, o falsa simplicidad, puritana. Tanto el desdén como el apasionamiento. El propósito de semejante ironía es transformar los hom¬ bres y las cosas, mas sin violencia. Se trata de una forma de ironía que parece participar de la agudeza y el sarcasmo, pero que en última instancia no se entrega jamás a ellos, porque aspira a ser mesurada. «La ironía, pero no demasiado»: he aquí una fórmula razonable para designar la naturaleza de la ironía catalana. «La creencia, pero no dema¬ siado»: he aquí una de las consecuencias de esta fórmula. «La descon¬ fianza, pero no demasiado»: he aquí otra consecuencia, sólo en apyariencia opuesta a la anterior. Este tipo de ironía tiene un enemigo permanente y que se presenta bajo variados disfraces: la exaltación, la desmesura, el desequilibrio, el delirio. Como éstos suelen manifestarse cuando los hom¬ bres se juntan para alguna empresa en la que creen a pies juntíllas, pode¬ mos considerar que el perenne enemigo de la ironía de referencia es siem¬ pre algo «colectivo», y que esta ironía ofrece un carácter fuertemente

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«individual». Lo cual no significa, por cierto, que ser de tal guisa irónico equivalga a ser siempre vm individualista rabioso. Si tal fuese, la ironía conduciría a una disolución tan arriesgada como todas las otras de que hemos hablado. Los hombres deben juntarse para empresas colectivas y, por descontado, deben creer en ellas. Pero si creen en ellas de un modo «absoluto», sin titubeos —sin «ironía»—, acabarán por dejar de poner manos a la obra: la «fe», o la llamada tal, podrá bastarles. Por eso la ironía en el sentido aquí descrito no es precisamente el «aguafiestas» de todas las empresas colectivas; es lo que subraya en estas empresas el in¬ grediente de la experiencia, la cual muestra que las cosas pueden cambiar y que sólo en vista de tales cambios la empresa iniciada debe realmente llevarse adelante y oportunamente fructificar. Puesto que nos hemos embarcado en bosquejos de varias especies de ironía con el fin de desentrañar el tipo de la ironía catalana, convendrá no dejar las cosas sin terminar; hablaremos, pues, bien que con harta premura, de otras dos espvecies de ironía: las llamaremos, siguiendo un modelo adoptado en otro escrito, «la ironía deformadora» y la «ironía reveladora». Estas dos especies pueden muy bien surgir de la misma situación: la situación llamada con frecuencia «crítica». Hasta ahora hemos hablado de ironía sin tener en cuenta que la actitud irónica no es, por decirlo así, «gratuita». Sea cualquiera la forma en que se presente, la ironía emerge sólo cuando la vida humana existe, individual o colectivamente, en un estado de «crisis». Ni siquiera las ironías de sesgo más «luminoso» —la socrática y la cervantina— escapan a esta condición. Sócrates y Cervantes emplearon la ironía, porque se encontraban en una situación o, mejor to¬ davía, representaban y simbolizaban una situación humana en la cual los hombres no sabían «por dónde se andaban». No necesariamente pK>rque se encontrasen en un callejón sin salida, sino más bien porque se encon¬ traban, o sentían que se encontraban, en un laberinto con muchas posibles salidas. La ironía era un modo de afrontar la perplejidad proponiéndose no echarse de cabeza contra cualquier muro. Si en el fondo de todo estado de crisis humana hay una especie de desesperación, puede admitirse que la ironía, cualquiera que sea su forma, es un modo de escapar, o tratar de escapar, de esta desesperación. Ahora bien, uno de esos modos puede ser deformador. Consiste en afrontar el estado de desesperación y de perplejidad simplemente ocultán¬ dolo. Se trata de una actitud esencialmente negativa, porque no se esfuer¬ za por «distinguir» —distinguir entre lo auténtico y lo falso, lo noble y lo innoble, y hasta entre lo factible y lo imposible—. En rigor, todo es falso, innoble y, en última instancia, «imposible» para esa ironía que de¬ forma y oculta. La ironía en cuestión es todavía más desconfiada que la ejemplificada por Quevedo, pues mientras ésta brota de una desesperación auténtica que anhela salvarse, la primera mana de una desesperación que

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parece complacerse en permanecer eternamente desesperada. De ahí que, no satisfecha con hacemos desconfiar del mimdo, la ironía deformadora tienda a hacérnoslo aborrecible. Al exagerar sin piedad, y sin medida, los rasgos —rasgos «caricaturescos»— de los hombres y de las cosas, la iro¬ nía de que hablamos anula de raíz toda posible compasión, todo posible amor, y aun todo posible odio. Si se quiere, toda «simpatía» y «antipa¬ tía». Arnor y odio, piedad y crueldad, simpatía y antipatía se disuelven en la niebla de una indiferencia donde todas las cosas van perdiendo, primero poco a poco, y aceleradamente luego, sus perfiles. La ironía de¬ formadora se aproxima a la romántica en cuanto que su tendencia capital parece consistir en la disolución. Se distingue, sin embargo, de ella en cuanto que la disolución parece ser su única finalidad. Por eso quien se abraza, como a una tabla de salvación, a la ironía deformadora, acaba por ser a menudo un cínico o un egoísta. Lo primero, por indiferencia; por comodidad, lo segundo. El otro modo de ironía puede ser revelador. Surgido asimismo de un estado de crisis y perplejidad, da un paso decisivo para salir de él. Parece que tal paso podría consistir en adoptar una creencia. Pero ya sabemos: para que la creencia sea auténtica, no debe ser ciega. La creencia ciega no emerge del estado de crisis; se limita a dar coces contra él. La ironía re¬ veladora, en cambio, quiere escapar de tal estado de crisis, y ello con los ojos bien abiertos. De ahí que esta ironía no se entregue cándidamente a «lo que salga». En verdad, cuanto «salga» es sometido por ella a crí¬ tica a veces un tanto inclemente. Toda posible creencia es, por tanto, caricaturizada. Pero, repetimos, esto no conduce a la supresión de la posible creencia, sino a su purificación. Ello explica que aun cuando la ironía reveladora empiece asimismo por deformar, no se detenga en la deformación o, si se quiere, la lleve a cabo con muy otro propósito. Con el propósito de probar la resistencia y solidez de lo deformado. Pues si lo deformado, descoyuntado, caricaturizado, exagerado, sigue mantenién¬ dose, ^tonces será digno de simpatía. Al revelar las fallas y las debili¬ dades de las cosas sobre las cuales ironiza, la ironía del tipo aquí expuesto las hace, en cierto modo, más «amables». Por mor de semejante ironía comenzamos entonces, sin por ello necesariamente justificar, a «com¬ prender». La ironía reveladora tiene, pues, por función no disimular las cosas y los problemas, sino atemperarlos; suavizar las aristas lacerantes de las cosas, aligerar el peso de los acontecimientos, poner en evidencia el ca¬ rácter presuntuoso de todo fanatismo. La ironía reveladora es como una terapéutica, pero una terapéutica que simpatiza con la enfermedad que aspira a curar. La enfermedad debe contemplarse con ironía, esto es, con «sabiduría». Lo que no significa cruzarse de brazos ante ella; significa tratarla con cuidado, a fin de que el tratamiento deje en pie al paciente. 13

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La ironía es, en fin de cuentas, una terapéutica —una acción— indisolu¬ blemente ligada a una serena contemplación —a una moral. No pretendo decir que, puesto que la ironía reveladora es la «buena ironía», se trata de la única que corresponde al talante de los catalanes. Esto sería demasiado fácil, y no siempre justo. Muchos catalanes no son irónicos; o no lo son demasiado; o lo son con muy poca frecuencia. Otros catalanes son irónicos por mera desesperación. Pero ya hemos dicho desde el principio que aquí nos las habernos no con rasgos definitivos, sino con tendencias, esto es, con los modos como ciertos seres humanos se acercan a formas de ser designadas por medio de «conceptos-límites». Ahora bien, una vez tomadas estas cautelas, me atrevo a aseverar que la ironía revela¬ dora como forma de vida es precisamente aquella a que, por motivos muy diversos y por supuesto muy largos de contar, tienden la mayoría de los catalanes. Su casi ininterrumpido vivir dentro de una historia básicamen¬ te «crítica»; la decisión de luchar contra este vivir crítico sin entregarse a cualquier fácil fanatismo; la confianza en que nada es absolutamente fatal y todo es de algún modo rectificable; en suma: la propensión a un vivir fundado en la experiencia, hacen que la ironía reveladora sea entre los catalanes el tipo de ironía más frecuente y hasta más «natural». Gjn esta ironía se pueden hacer muchas cosas en este mundo. Sobre todo, una: no salirse de quicio, y no porque éste se halle fijado de una vez para siem¬ pre, sino por ser tan flexible que pueda volver a encontrarse sin demasiada pena aun después de haberse salido —transitoriamente, claro— de él. Recordemos: las formas de vida de que hemos hablado son entre sí inseparables. A ello se ha debido la relativa dificultad de nuestro análi¬ sis. Pero a la vez ello ha hecho tal análisis posible. Cuando examinába¬ mos la continuidad, ya apuntábamos al seny, a la mesura y a la ironía. Al referirnos a la ironía hemos dado por supuestas la mesura, el seny y la continuidad. Tanto es así que en ciertos momentos ya no estábamos muy seguros de la forma que teníamos entre manos, y aun de si no introdu¬ cíamos alguna que no había sido explícitamente anunciada. Pero ha lle¬ gado el momento de ver si puede descubrirse alguna unidad en estas for¬ mas; algo así como la última raíz de un modo humano de ser. Creo que puede descubrirse, aunque sólo metafóricamente cabe ex¬ presarla; es la que se manifiesta en una forma de existir porfiadamente empeñada en lo mismo que constituye un ingrediente fundamental de la existencia humana, pero que los catalanes gustan de potenciar al máximo: en perdurar. Esta voluntad de perduración no significa siempre, por cier¬ to, un movimiento de ciega y obstinada resistencia. En todo caso, la re¬ sistencia que caracteriza a la vida catalana se parece menos a una terca oposición que a una flexible firmeza. De ahí cierta aparente «debilidad» y no pocos ocasionales «desfallecimientos». Pero en el fondo de la debi-

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lidad y del desfallecimiento alienta una maleable, cimbreante, «irónica» voluntad de resistencia. O voluntad de persistencia. Esta voluntad es la continuidad misma, que aquí se nos convierte en historia. Porque la vida catalana, como ha escrito tiempo ha Waldo Frank, es la flor de Grecia arrojada sobre esta costa de España que ha prendido nuevamente. «La vida de este pueblo no resiste: retorna. Retornó del dominio de Francia, de la tortura de Aragón y del poder de Castilla. Retornó siempre, porque es como la primavera fugaz que vuelve».

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Cataluña y el pasado En las precedentes Formas de la vida catalana he destacado, y enco¬ miado, la relación entre Cataluña y, en general, los Países catalanes, y su pasado; tal pasado, he dicho, perdura en el futuro y hace posible la continuidad histórica. Añadiré ahora que tal relación es más «vivida» que «pensada». En cuanto se ponen a pensar sobre algo así como «nosotros y la historia», los catalanes manifiestan cierta tendencia a quedarse dete¬ nidos en algún momento de tal historia para rumiar un poco sobre ella y proceder, ¿cómo no?, a lamentarse. Hay razones para ello. Los catalanes tienen la impresión de ser un pueblo cuya historia ha sido con frecuencia «desviada» o «truncada». Tie¬ nen sobre todo la impresión de que Cataluña «ha podido ser», pero «no ha sido». De ahí una serie de preguntas en la forma de los llamados «con¬ dicionales contrafácticos»; por ejemplo: «¿Qué habría pasado si en aquel momento los acontecimientos hubiesen tomado otro rumbo?», «¿Cuál ha¬ bría sido nuestra suerte si lo que no pasó hubiese por ventura pasado?». Estas preguntas parecen legítimas; no hay motivo para no suponer, o cuando menos imaginar, que si no hubiese sucedido esto o aquello, aquel pacto o aquel hecho, aquella paz o aquella guerra, Cataluña hubiese sido, o podido ser, algo distinto de lo que efectivamente ha sido. Pero aunque tales preguntas sean legítimas, y a veces hasta esclarecedoras, son mucho menos provechosas de lo que aparentan. El hecho de formular preguntas de tipo semejante revela ciertos secretos en el alma de los hombres o de los pueblos. Revela, por lo pronto, una cierta insatis¬ facción acerca de la propia realidad. En la medida en que ser humano es estar por lo menos parcialmente insatisfecho de sí mismo, la cosa es muy aceptable, y hasta loable; los seres demasiado satisfechos de sí mismos y de su pasado son sencillamente insoportables. Pero cuando se trata de seguir viviendo, la insatisfacción de sí revelada en las preguntas antedi¬ chas puede constituir un estorbo. Está bien preguntarse de vez en cuando «qué habría sucedido si...»-, pero siempre que no se concluya que lo que ha pasado no debería haber ocurrido. En la vida no se trata de si las cosas «debían» o «no debían» haber sucedido como sucedieron; se trata de saber lo que se puede hacer o no hacer en vista de lo que efectivamente sucedió. En la vida, y en la historia, los hechos cuentan. La historia no

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es simplemente la realización de ciertas posibilidades, o el truncamiento de otras, sino que es la realidad misma, algo así como la pura actualidad que se va desarrollando —^sin «posibles» que amortigüen el choque— de acto en acto. Por tanto, ningún gimoteo, por justificado que filosófica¬ mente parezca, podrá cambiar el curso de lo que haya pasado. Creer lo contrario, o hacer como quien lo cree, puede engendrar un morbo enfa¬ doso. «el morbo del pasado». Para sanarlo, no hay nada mejor que reco¬ nocer esa verdad tan simple: «ciertas cosas habrían podido pasar, pero no pasaron». Nada más. Cataluña y España Una de las consecuencias de dicha «enfermedad del pasado» es el iiitentar pasar por alto, como «algo que pasó, pero no debería haber pasa¬ do», el conjunto de complejas relaciones que Cataluña y, en general, los Países catalanes, han mantenido con los demás pueblos de España. Podría prescindirse de tales relaciones, o de muchas de ellas, si, en efecto, la historia catalana hubiese sido otra que la que fue, si en el momento en que ^ Cataluña podía haberse abierto camino en la historia, ese camino no hubiese estado bloqueado. Pero ya caemos de nuevo en el «si», en lo condicional, en la posibilidad no realizada. Para salir del atolladero, es menester Ebrarse de la obsesión de los condicionales; decir, en vez de «si...», «así es» o «así fue» y hasta, ¡qué le vamos a hacer!, «así sea». Supongamos, para aducir un ejemplo suficientemente radical, que los ca¬ talanes pensaran de este modo: «puesto que Cataluña hubiese podido rom¬ per los lazos que la han atado, o sujetado, a otros pueblos peninsulares, lo mejor es romperlos». Bien; aun así, las cosas no son tan fáciles como lucen. ‘Romper los lazos’ no equivale todavía a ‘los lazos están rotos’. Lo cual no significa, claro, que en un momento dado no pudiesen estarlo. Pero ello sería oportunamente un hecho histórico; no lo es aún. No es una realidad, y el que pudiera serlo no da pábulo para que se la considere tal. Pensar de otro modo es edificar sobre arenas movedizas, y no menos movedizas ahora porque pertenezcan al futuro en vez de ser reflejo de más o menos nostálgicas meditaciones sobre el «posible pasado». Por tanto, no nos dejemos embaucar por los innumerables «si esto...», «si aquello...», tanto si se refieren al pasado como al futuro. Vivir es algo que no se puede hacer en puro condicional. ¿Significa lo dicho, o insinuado, que la vida de Cataluña es idéntica a la de los demás pueblos de España? Ni los historiadores más obcecados podrían mantenerlo con un mínimo de decencia. El que ciertas cosas que «no deberían» haber pasado hayan pasado, no significa tampoco que ha¬ yan pasado del modo como algunos suponen. No ha habido separación, pero tampoco identificación; ha habido —para usar el vocablo inevita¬ ble— «diferencias». En qué han consistido y consisten éstas, es asunto

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largo. Me limitaré a poner de relieve que hay un elemento en tales diferencias digno de mucha consideración: es lo que puede llamarse «el ritmo». Uno de los motivos por los cuales los distintos pueblos de Es¬ paña no casen entre sí es que han marchado con distintos pulsos. Ninguno de ellos ha logrado imponerse definitiva e irremediablemente a los otros. No se ha formado una potencia «mediterránea» ni una «nación pirenaica». Pero tampoco ha tenido lugar una «asimilación castellana». De ahí que la unidad llamada «España» sufra desde hace tiempo de una curiosa, e interesante, inquietud, la cual no es debida a falta de precisión de su ma¬ quinaria estatal, sino al hecho de que ésta funcione sobre un cuerpo orgᬠnico donde han estado y están latiendo pulsos a muy distintos ritmos. Por lo demás, tal inquietud no es precisamente una catástrofe. Si se aprove¬ cha como es debido, puede dar lugar a una fecunda simultaneidad que sólo en apariencia es paradójica: la simultaneidad en el funcionamiento de la diversidad. Todo lo cual suena a abstracción, pero es tan concreto como los árboles, las nubes y el mar. Cataluña y el futuro Algunos catalanes, demasiado abocados hacia el pasado —quiero d«:ir, hacia la reflexión sobre el pasado— piensan que el futuro de Cataluña se halla, por decirlo así, taponado. Otros catalanes, en cambio, creen que Cataluña renace continuamente y hasta que Cataluña es «eterna». Ni unos ni otros operan al modo usual de los catalanes: «con los pies en la tierra». Los primeros, por desconfianza excesiva; los últimos, por excesi¬ va ilusión. Como los ilusionados, por no decir «ilusos», son en Cataluña, y aca¬ so dondequiera, más peligrosos que los escépticos, me referiré ante todo a ellos. Cataluña, dicen, o barruntan, es «eterna». Y si no renace hoy renacerá dentro de cinco lustros, y si no dentro de cinco lustros renacerá dentro de diez; y si no, dentro de un siglo, o dos, y así sucesivamente. La tesis no es completamente insensata; «renacer» —y sobre todo, «renacer cuan¬ do menos se piensa»— ha sido hasta ahora uno de los rasgos de la exis¬ tencia catalana. Pero repetimos: «hasta ahora». Nada de eso garantiza que en lo sucesivo ocurra otro tanto. Ni Cataluña ni ningún otro pueblo viven en la eternidad, sino, sencillamente, en la historia. Por lo demás, aunque tal fuera no habría motivo para felicitarse. Un pueblo no puede pasar su vida renaciendo. Si los renacimientos reiterados son muestra de cierta vitalidad, lo son asimismo de una embarazosa man¬ quedad. No basta renacer; hay que ser, y ser plenamente. No hay que consolarse, o reconfortarse, con la idea de que, «a pesar de todo», Cataluña siempre renace. Entre renacimiento y renacimiento se puede pasarlo bas¬ tante mal. Aunque fuese cierto que Cataluña renacerá sin tregua, ello no

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significa que tenga lo que se llama «un futuro». Además, esperar los renacimientos supuestamente inevitables es el procedimiento más eficaz para que llegue un instante en que ni siquiera los haya. Vivir no es, o no es solamente, esp>erar (o recordar): es, o es también, y sobre todo, actuar, esforzarse, arrimar el hombro. Sin el «esfuerzo de existir», todos los fu¬ turos serían espejismos. En el caso que nos ocupa, serían como una de esas puertas pintadas en ciertas «masías» catalanas, puertas sin entrada ni salida y con las cuales puede hacerse una sola cosa: estrellarse.

Las dos teorías Todo programa de acción está dominado, o regentado, por una teoría. Entre las teorías hay algunas fecundas y un número incontable de ellas que resultan más o menos calamitosas. Terminaré estas presurosas refle¬ xiones presentando —con el fin de precaver contra ellas— dos de las teo¬ rías de la última especie. Una es la teoría según la cual hay que hacer las cosas, todas las cosas, como se dice a veces, «en marcha». Se supone en tal caso que no es me¬ nester pensar demasiado en el futuro, porque éste es tan fluyente y di¬ námico e imprevisible, que proyectar sería sencillamente perder el tiem¬ po. La teoría en cuestión puede llamarse «dinámica», porque subraya el carácter cambiante y perpetuamente móvil de la realidad, de modo que el programa consiste justamente en no tenerlo, en irse adaptando a lo que venga, como el líquido a la vasija que va a contenerlo. Esta teoría no es enteramente descabellada, porque si hay algo que realmente cambia es la realidad histórica, la cual es definible como ima alteración perpetua. Pero el grano de verdad que posee esta teoría se disuelve en una dosis considerable de falsedad. Porque si hacemos las cosas siempre «en marcha», sin programas y sin proyectos, se esfuma toda doctrina y, con ella, toda la «moral», poca o mucha, que pueda alojarse en ella. La «teoría dinámica» es lo que más se aproxima a lo que a veces se ha llamado «nihilismo sin doctrina», el cual desemboca con frecuencia en una degeneración moral completa. El dinamismo sin trabas, el «realis¬ mo» desbocado, no son una solución aceptable, porque aunque se alcancen con ellos algunos éxitos éstos no protegen nunca contra cualquier impre¬ visible cataclismo. Otra es la teoría que jura casi exclusivamente por tesis, proyectos y programas, que parece agotarse en predecir hasta los más ínfimos deta¬ lles. La llamaremos «teoría estática». Para ésta no hay propiamente ha¬ blando realidad, o, mejor dicho, no hay más realidad que la que encaja con el programa forjado. Lo demás es imperfecto y, en gran medida.

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ilusorio. La actitud estática se interesa solamente por el cumplimiento de lo proyectado. Pero como lo proyectado no se cumple siempre, el que adopta dicha actitud se ve obligado a ponerse de espaldas a la realidad. La consecuencia última de esta actitud es exactamente la opuesta a la indicada a propósito de la «teoría dinámica». Esta sostiene, para hablar como Hegel, que todo lo real es racional. Aquélla mantiene, para seguir hablando como el filósofo, que todo lo racional es real. Pero las dos pro¬ posiciones pueden invertirse sin tropie2o, lo cual significa que las dos dicen, a la postre, lo mismo. Pasemos ahora a materias más concretas. Estimo que gran parte de cuanto los catalanes puedan hacer en el futuro dependerá de su actitud frente a cada una de las teorías reseñadas. Ahora bien, poco podrán hacer si se limitan a adherirse sin más a cualquiera de ellas. Si adoptan la teoría dinámica, tendrán que doblegarse ante cualquier realidad. Si, en efecto, suponemos que lo que será coincide con lo que deberá ser, no hay motivo para actuar, intervenir o siquiera «preocuparse»; lo único que habrá que hacer es adaptarse. La actitud dinámica puede convertirse por ello en la más estática de todas las actitudes —estática, claro, en relación a lo que pueda sobrevenir—. Por otro lado, si adoptan la teoría estática, ten¬ drán que esforzarse por encajar la realidad dentro del programa. Si, en efecto, suponemos que lo que deberá ser es lo que será, habrá que inter¬ venir de continuo, inclusive de un modo vehemente y violento. La actitud estática puede convertirse por ello en la más dinámica de todas las acti¬ tudes —dinámica, claro, en relación a lo que sobrevenga—. Entre las dos actitudes, la realidad misma —que es a la vez independiente de los pro¬ gramas y ligada a eUos— se evaporará sin residuo. En el primer caso, por no ofrecer flancos por donde atacarla; en el segundo caso, por ser toda ella un enorme flanco en el cual ningún proyecto podrá efectivamente morder. ¿Por qué, pues, no adoptar una tercera teoría que haga posible a un tiempo adaptarse a la realidad y modificarla? De pronto, ello parece ser una actitud meramente ecléctica y, como todas las tales, demasiado có¬ moda. Pero si le damos algunas vueltas al asunto repararemos en que no se trata tanto de eclecticismo como de integración. Con la actitud postu¬ lada se podrá, en efecto, intervenir en la realidad sin por ello convertirla en sueño. Lo interesante es que este tipo de intervención puede operar igualmente sobre el futuro y sobre el pasado. El futuro ya no será lo que inevitablemente sucederá ni lo que queremos a toda costa que suceda; será lo que pueda ser —incluyendo en esta posibilidad lo que nosotros hagamos de ella—. El pasado no será ya ni lo que pasó sin remedio ni lo que hubiera podido pasar si lo que ocurrió no hubiese sido tal; será lo que fue y lo que vayamos haciendo sucesivamente con él. Con la «tercera

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actitud» sugerida, los catalanes ya no vivirán obsesos por el pasado, pero tampoco serán esclavos de él; uno de los sentidos del pasado será justa¬ mente el futuro —que sin el pasado, por lo demás, nunca llegaría autén¬ ticamente a ser. Todo eso nos zambulle de nuevo en un mar de abstracciones, pero es¬ pero que no se me tome demasiado a mal. No es culpa mía si en ciertas materias la abstracción es el modo más eficaz de maniobrar la realidad.

UNA CUESTION DISPUTADA: CATALUÑA Y ESPAÑA Una cuestión previa Es grato pasear por Barcelona; mirar, al azar, los rótulos de las tien¬ das, los anuncios luminosos. Al poco rato, un hecho —por lo demás, harto conocido— me Uama la atención: rótulos y ammcios están redactados, sin excepción, en castellano. Me detengo ante un quiosco de diarios y re¬ vistas. Publicaciones periódicas en todos los formatos y en todos los colo¬ res saltan a la vista. Además de las editadas en español, las hay de todo linaje y lengua: inglés, francés, alemán, italiano, inclusive sueco. Apenas las hay, empero, en catalán. Como es verano, y el océano de turistas ha al¬ canzado la pleamar, muy diversas tonalidades acarician —o hieren— los tímpanos: voces nasales francesas, rudas voces alemanas, sutiles varieda¬ des de los barrios londinenses. Con gran frecuencia, tonalidades castella¬ nas, murcianas, aragonesas, andaluzas. Emergiendo de este vasto mar lingüístico oigo también voces catalanas. El catalán, esa lengua a veces demasiado áspera, no se sumerge con docilidad. ¡La lengua catalana hablada, la lengua catalana impresa en libros! ¿Por qué no también, me pregunto, en los rótulos y en los anuncios lumi¬ nosos, en los nombres de las calles, en los prospectos, en las carteleras de los cines y en las columnas de periódicos y revistas? Filósofo, al fin y al cabo, me formulo una cuestión previa: ¿Sería eso, caso de que pudiera llevarse a cabo, realmente fundamental? Conseguir hacer más visible y pública la lengua catalana, ¿sería una bendición para Cataluña? ¿No tienen los catalanes mucho que ganar y poco que perder cediendo terreno en el uso de la propia lengua? La ausencia de rótulos en catalán, de periódicos y revistas en catalán, ¿es cosa realmente grave? Reconozcamos ante todo que para los escritores que usan únicamente el catalán como medio de expresión literaria y hasta alardean de tal ex¬ clusivismo, la cosa puede ser gravísima. No pueden publicar artículos _o pueden publicarlos en tan escaso número que siempre tienen tiempo de sobra para pergeñarlos—. No pueden enzarzarse en polémicas diarias. No pueden trabajar —o pueden trabajar apenas— para un público imperso¬ nal, desconocido, alejado de los cenáculos donde los escritores se afanan por leerse unos a otros, ya que si no se puede alcanzar un éxito de públi¬ co no es demasiado pedir obtener uno «de crítica».

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Para los escritores catalanes que quieren ser pura y exclusivamente es¬ critores catalanes, la cosa es, pues, grave. Pero, para las demás gentes? ¿Para los catalanes sin muchos horÍ2ontes literarios y con escasas preocu¬ paciones lingüísticas? ^Para la masa anónima de humanos ajetreados, de¬ masiado metidos en las faenas del vivir cotidiano? ¿Para quienes buscan mil distracciones diversas para ninguna de las cuales es menester gran copia de lectura? ¿Y hasta para los escritores en busca de un público y sin demasiados reconcomios espirituales? Desde esos otros puntos de vista la cosa parece ser no ya poco grave, mas hasta prometedora. ¿No es el catalán acaso un idioma de radio exi¬ guo, con salida al exterior prácticamente nula? ¿No sería más sensato liquidarlo, conservándolo, a lo sumo, como asunto arqueológico más o me¬ nos sabroso? En la medida —y es medida creciente— en que cada país se abre hoy a los otros, ¿no es urgente agarrarse a todas las oportunida¬ des de alcanzar ima cada vez más dilatada «universalidad»? Aimque el lector no lo crea, no he formulado estas preguntas por el placer de ser cáustico. Tampoco las he formulado por el gusto de ser retórico. Consagrarse al cultivo intensivo y exclusivo del propio jardín es quizá un goce. Pero es un goce un tanto pasado de moda. Para estar un poco al día hay que asomarse por lo menos a los jardines vecinos. Todos se hallan unidos, mutuamente imbricados. Todos están muy juntos y, por supuesto, muy trabados. ¿Por qué empeñarse en el secreto cultivo de en¬ redaderas más o menos exquisitas, pero a la postre un tanto sofocantes? Es un hecho: las «pequeñas lenguas», tan encomiadas durante la pa¬ sada centuria, cuando los románticos encumbraron el «espíritu nacional», el folklore y las brujas, siguen empequeñeciendo. El croata, el checo, el danés, el flamenco y... el catalán se hallan en postura notoriamente incó¬ moda. Todo el mundo está gentilmente dispuesto a reconocer que en la literatura producida en esas lenguas hay «grandes escritores» —sobre todo, al parecer, «grandes poetas»—. Pero tan pronto como se piden precisio¬ nes, la mayoría de los interrogados empiezan a mascullar. A lo sumo se precipitan (cuando las hay) sobre míseras traducciones. Cierto que, desde el punto de vista «objetivo», nada de eso constituye un argumento contun¬ dente contra el uso y cultivo de las tales lenguas. En rigor, la calidad litera¬ ria de éstas puede afinarse más de lo que es común en lenguas de gran circulación, harto manoseadas por las grandes masas que las usufructúan. La circulación y la universalidad no dan patente de belleza. Finalmente, las actuales tendencias «antinacionales» o «anacionales» pueden pasar a la historia, y es muy posible que el siglo xxi, de haberlo, se mofe de nues¬ tros prejuicios con tal mala baba como nosotros nos burlamos de los del siglo XIX. Pero una vez hechas las cuentas, hay que recordar que vivimos en nuestra época, y que no hay manera de sustraerse por largo tiempo a sus exigencias. Las cuales, en la materia que me ocupa, son bastante cortantes: las «pequeñas lenguas» no pagan el esfuerzo que se gasta en

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mantenerlas bien lubricadas. En la medida en que se pretenda hoy in¬ fluir, o siquiera actuar, no hay más remedio que echar por la borda preocu¬ paciones menudas, naciones parvas, lenguas minúsculas. La lengua cata¬ lana, oficialmente de poca, o ninguna, monta, parece condenada, pues, a la desaparición. Cultivo de la lengua He subrayado los inconvenientes que ofrece hoy el uso de una lengua de tan escaso radio geográfico como la catalana para que no se me acu¬ se de capear el toro. Pero también para hacer más concluyente el argu¬ mento contrario: el de la necesidad de seguir cultivando dicha lengua y de intensificar su uso. Volvamos a nuestro paseo por Barcelona. Puesto que se hablan por allá tantas lenguas, y dado que la castellana —^una de las «lenguas uni¬ versales»— parece progresar a pasos de gigante, la conclusión es obvia: he aquí una ciudad cosmopolita. La conclusión, es obvia, ¡ay!, sólo desde el ángulo «verbal». Desde un par de lustros a esta parte Barcelona se está poniendo muy a tono; mírese por donde se mire, es una «ciudad ca¬ pital». Sin embargo, persiste en ella un fondo tenaz de «provincia». A ve¬ ces da la impresión de ser una enorme Zaragoza. La impresión de que quiere ser algo sin totalmente conseguirlo. La impresión de no poder ser a fondo lo que es. Ser provincia, se alegará, no es pecado. Las provincias desempeñan una función tan respetable como loable. Pero convertirse en provincia, o ca¬ beza de ella, cuando no se es tal, cuando todo lleva hacia la «capitalidad», es casi casi un pecado: el de vivir contra sí mismo. Lo que acabo de decir de Barcelona puede aplicarse mutatis mutandis a Cataluña entera y hasta a todos los países catalanes. Algo falla ahí; llamémoslo, a falta de mejor vocablo, «la personalidad». Ahora bien —y ahí viene mi tesis—, la personalidad catalana sólo puede manifestarse con plenitud por medio del uso de su propia lengua. Cuando ésta, por los motivos que fuere, retrocede, o se deteriora, o se vicia, se encoge el modo de ser propio de Cataluña. El catalán deja de ser catalán. ¿Se dirá que en fin de cuentas ello no es tan deplorable como lo pinto? No lo sería si, al dejar de ser catalán, o al serlo menos, el cata¬ lán no dejara también, simplemente, de ser. Mas esto es lo que sucede cuando su personalidad colectiva, manifestada (entre otras cosas) por me¬ dio de su lengua, se disuelve, cuando se hace (o se le hace hacer) «pro¬ vinciano» y se le angosta el horizonte. Para abrirlo de nuevo y seguir siendo, los catalanes no tienen, pues, más remedio que aferrarse a su len¬ gua, usarla, cultivarla, purificarla y —sin demasiados empellones— pro¬ pagarla. Lo molesto del caso es que todo eso por sí mismo dista de ser una bicoca. Usar una lengua demográficamente raquítica es más bien un

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estorbo. Pero es un estorbo sin el cual en nuestro caso no se puede ni caminar. Si los catalanes hubiesen prácticamente abandonado su lengua, al modo de los vascos o, no obstante las apariencias oficiales, de los irlan¬ deses; si hubiesen asimilado oportuna y acabadamente el español, o el francés, otra cosa seria. Pero no hay «si» que valga; el connubio del idiorna catalan con la vida catalana es un hecho, y éste no puede modificarse sin que la sustancia de dicha vida quede alterada. No se trata, pues, de derretirse de gozo por tener que apostar a favor del idioma catalán. Se tra¬ ta simplemente de sacar el mayor provecho posible de esta apuesta. Lo cual no significa ni por pienso que los catalanes hayan de conver¬ tirse en monolingüistas frenéticos. Ni las realidades ni las conveniencias lo permitirían. Ninguna de las comunidades lingüísticamente reducidas es hoy radicalmente monolingüe, cuando menos en lo que toca a la expresión de diversos aspectos de su cultura. Los daneses, los suecos, los húnga¬ ros, los rumanos, y hasta los polacos y los holandeses —más favorecidos lingüísticamente que los cuatro primeros— no cultivan un rígido monolingüismo cultural. Saben que sus pensadores, sus críticos, sus científicos sobre todo las pasarían, culturalmente hablando, muy magras si se limi¬ taran a expresarse en sus respectivas lenguas. Adoptan, pues, cuando es menester, una lengua más anchurosa o más «universal» —el francés, el alemán y, en proporción creciente, el inglés— con el fin de poder en¬ tablar diálogo con sus colegas de otros países. Los catalanes conocen por lo común el español mejor que los daneses y suecos conocen el alemán o el inglés. El español es hoy por hoy uno de los idiomas «universales» —más precisamente, el octavo, y en el llamado «Occidente» el tercero—. ¿No sería necio abandonarlo? Los catalanes no perderían, pues, nada con cul¬ tivarlo en los momentos oportunos. Pero, entiéndase bien, cultivarlo con pulcritud, sin malcasarlo con un catalán progresivamente deteriorado —mo¬ vimiento inverso, aunque complementario, del que consiste en cultivar pulcramente el catalán sin mezclarlo a tontas y a locas con el español, sin convertir a ambos en un «patois» inaguantable, pasto y delicia de saine¬ teros a la caza de retruécanos—. En realidad, y aunque parezca mentira, el cultivo intenso de la lengua catalana es en Cataluña una de las con¬ diciones más urgentes para que se desarrolle normalmente el idioma es¬ pañol —y viceversa—. El bilingüismo cultural es pernicioso sólo cuando se pierde conciencia de él —y se pierde, por añadidura, la habilidad de emplear con razonable soltura las dos lenguas. Mi tesis lingüística tiene, pues, poco que ver con los exclusivismos que imperaban hace cinco o seis lustros en algunas cabezas catalanas, por lo demás bien intencionadas. Tales cabezas rumiaban sin cesar la idea de que los catalanes son capaces de hablar y escribir decorosamente sólo el catalán. Con ello hacían de la lengua no un instrumento cultural y social, sino un órgano misterioso —una viscera punto menos que mística y mí-

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tica—. Hay que precaverse contra esta psicología lingüística casera. Pero hay que precaverse contra ella sin caer en el provincianismo antes denun¬ ciado, el cual, por ser menos auténtico, es todavía más arriesgado.

Lengua y temperamento He oído decir varias veces que si los catalanes son tales no es por la lengua, sino |X)r el «temperamento». Esta proposición es tentadora. Parece confirmarla el hecho de que al¬ gunos de los más recientes «inmigrantes» en Cataluña se expresan, en la lengua de su terruño, de maneras que pueden calificarse de «muy catala¬ nas». La existencia de un «temperamento catalán» relativamente indepen¬ diente de la lengua, es, en todo caso, un hecho innegable. ¿Concluiremos, pues, que la tesis lingüística antes brindada, aun ha¬ bida cuenta de la prudencia con que la formulé, es irremediablemente erró¬ nea? ¿No sería posible la pervivencia de un temperamento catalán robusto y activo con una base lingüística no catalana? Evidentemente, es posible. La historia da bastantes vueltas. Al fin y al cabo, los irlandeses siguen siendo irlandeses, y si se quiere más ir¬ landeses que nunca, aun cuando la lengua que realmente usan cuando las cosas van en serio sea el inglés. Pero no estoy tratando de posibilidades, sino de hechos. A base de éstos me permito declarar que los catalanes emprenderían falsa ruta si lo apostaran todo al naipe del temperamento. Esta es una condición importante, pero sólo una. De emperrarse en tal apuesta, acabarían por perderlo todo. Es muy de temer, además, que aca¬ basen en un «juegofloralismo» y en un «trovadorismo» tan bulliciosos como enfadosos. El «temperamento» es, por supuesto, cosa seria. Pero resulta que de hecho el temperamento catalán existe —y, con toda probabilidad, sólo podrá subsistir— a base de manifestarse primariamente —sean cuales fue¬ ren las formas de manifestación secundaria— mediante el uso de la pro¬ pia lengua. El temperamento puede existir en principio —muy «en prin¬ cipio»— sin la lengua, en tanto que ésta se pone mustia sin el tempera¬ mento. Perfectamente. Pero no hablo de lo que ocurre «en principio»; hablo sencillamente de lo que ocurre. Y lo que ocurre es que no puede contestarse afirmativamente a ninguna de las cláusulas de la pregunta siguiente: «¿Somos catalanes, porque hablamos catalán, o hablamos ca¬ talán porque somos catalanes?». Responder afirmativamente a la primera cláusula equivale a basarse exclusivamente en la lengua y a medir la catalanidad —y, no se olvide, el ser— de los catalanes por la buena o mala suerte que le caiga al habla. Operación poco beneficiosa porque excluiría de la comunidad catalana a muchos que por temperamento ya forman parte, o comienzan a formar parte, de ella. Responder afirmativamente a

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la segunda cláusula equivale a ignorar que la lengua catalana es una de las manifestaciones del temperamento catalán —y una muy cardinal—, pero no ima consecuencia «natural» o «lógica» de tal temperamento. Res¬ pondamos, pues, como la realidad —no el deseo o el raciocinio en el vacío— nos llevan a hacerlo: somos catalanes y hablamos catalán. No hay que caer en la trampa de que el cultivo del idioma catalán es cosa vana, i)orque basta y sobra con el «temperamento». ¡Qué va a bastar!

Catalanes y europeos Las anteriores reflexiones no pretenden ser un revcrdecimiento más o menos diestramente cocinado de la vieja consigna: «¡Cataluña adentro!». Son, en mi ánimo, exactamente lo contrario: un modo de persuadir a los catalanes de que las únicas posibilidades fértiles que hoy se les ofrecen consisten en salir afuera. Mejor dicho: im modo de pregonar que «¡Catalu¬ ña adentro!» y «¡Cataluña afuera!» son dos «consignas» complementarias* Catalanizar a Cataluña quiere decir, en efecto, en buena parte, euro¬ peizar a Cataluña. Provincianizar a Cataluña, por su lado, es el medio más eficaz que pueda ingeniarse para alejar y, a la postre, aislar a Catalu¬ ña de Europa. Si paseamos hoy por Europa —y ya no sólo por la Euro¬ pa «occidental»— nos daremos cuenta muy pronto de que uno de los rasgos más sobresalientes de ese rincón del globo es el hecho de haberse «desprovincianizado» fulminantemente. En algunos países, como Francia, nos topamos aun de vez en vez con la «provincia» —que, por cierto, no es provincia, sino «departamento» y, Dios nos coja confesados porque la cosa suele ser mortal, «subprefectura»—. La existencia «departamen¬ tal» y «subprefectural» es, por supuesto, encantadora, pero siempre que uno esté dispuesto a regodearse en el hastío. Pero hasta esos residuos de la centralización a la vez jacobina e imperial están naufragando; ahí sí que las provincias «se ponen en pie». Nada digamos de lo que sucede en Alemania, Italia (por lo menos desde la cintura para arriba) y los países más o menos bajos y escandinavos: la «desprovincianización» va alcanzan¬ do un ritmo acelerado. Los motivos de esta tendencia son varios, y como de costumbre complejos, pero es de suponer que las transformaciones económicas y las mutaciones demográficas no son ajenas a ella. Al huir de la provincianización, Europa esquiva al mismo tiempo la «ruralización» —y a la inversa—. Es un proceso análogo al que se ha venido observando tiempo ha en los Estados Unidos, especialmente en sus zonas costeras: la creciente interpenetración entre ciudad y campo, la progresiva «urbani¬ zación» del país. AI desprovincianizarse y urbanizarse, los países de Euro¬ pa se van haciendo cada vez más «americanos», pero también, cabe añadir, más «europeos». No se trata de un nebuloso o vaaro cosmopolitismo, o de un internacionalismo más o menos desleído. Tampoco se trata de ima muí-

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ticefalia caótica o de una nivelación empobrecedora. Se trata de que cada una de las zonas europeas poseedoras de una personalidad tm tanto acu¬ sada pueden poner ésta al servicio del conjunto. Y claro es que la contri¬ bución de cada zona al conjunto es tanto más sustancial cuanto más acu¬ sado esté su «temperamento». Los añejos ideales «nacionales» —y, a fortiori, «nacionalistas»— se están batiendo en retirada y hasta se disponen a recibir la extremaunción. Puede que en Asia y en Africa las cosas anden de modo distinto y que la idea de nación siga siendo allá —con las mo¬ dificaciones pertinentes— tma «idea-fuerza». Pero en Europa, si sigue siendo una idea, no tiene ya mucha fuerza. Al presumir que catalanizando a Cataluña se la hace más europea, no quiero decir, pues, que Cataluña tenga que convertirse en una «nación» a la antigua usanza para que de tal modo pueda incorporarse a un presuntuoso «concierto de naciones euro¬ peas». Porque resulta que: primero, no hay ya, en el sentido «tradicio¬ nal», naciones, y segundo: el «concierto» en cuestión produce melodías harto distintas de las soñadas por los economistas y políticos ochocentis¬ tas. La incorporación de Cataluña a Europa ofrece para los catalanes el aspecto llamado «catalanización». Para los euroj>eos ofrece los aspectos «desprovincianización», «desruralización», «urbanización». Pero, en el fon¬ do, es lo mismo. Una Cataluña «urbana» y alerta: eso es lo que significa una «Cataluña europea». El resto son juegos florales y sardanas. La Ca¬ taluña del futuro puede, si se emp>eña en ello, seguir celebrando Juegos Florales, bailar sardanas y hasta beber en porrón. Pero que no piense que con eso sólo llegará a ser de veras catalana. Si hacerse «más catalán» significa hoy hacerse «más europeo», habrá que convenir en que el sardanismo no es precisamente asunto de vida o muerte. Catalanes, europeos, españoles Los españoles no catalanes que lean estas líneas podrán pensar, por ejemplo: «Sin novedad en el Este, salvo la vagarosa idea de eiiropeísmo. A la postre, una nueva manifestación de la eterna manía aislacionista —y, en algunas cabezas, separatista— catalana. Parece que ahora les da a los catalanes por ser «europ>eos». ¿No son también, como nosotros, espa¬ ñoles?». No sé si mi razonamiento es excesivamente sutU, pero, pase lo que pase, helo aquí: la postulada catalanización de Cataluña es por ventura la última oportunidad histórica para que los catalanes sean «buenos es¬ pañoles» y los españoles se conviertan en «buenos europeos». Los españoles no catalanes menos obcecados han descubierto ya que los catalanes de hoy, inclusive aquellos a quienes más obsesiona la «cues¬ tión catalana», no son, salvo en efímeros instantes de mal humor, «sepa¬ ratistas». El separatismo es un achaque tan ochocentista como el nacio¬ nalismo y el centralismo. Es una plaga ya tan poco virulenta que ni si-

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quiera hay que combatirla con remedios heroicos; se va extinguiendo, más o menos lánguidamente, por sí misma, como un microbio escuáhdo y ex¬ tenuado. Entre los catalanes el microbio se reanima a veces cuando hace presa en algunas comunidades residentes en Hispanoamérica, donde se suelta el pelo, un par de veces por año, en fervorosos discursos patrióti¬ cos y banquetes monumentales. El gigante del separatismo es, pues, ya un molino de viento. El que tenga prisa por hundirle la lanza en el cuerpo, que lo haga, pero que no espere ver manar mucha sangre. No; nada de separatismo a la antigua usanza. Hemos vivido demasia¬ dos siglos juntos; hemos participado en demasiadas empresas comunes —y también en demasiados desastres comunes— para que sea legítimo bara¬ jar y recomenzar el juego. Hay demasiados rasgos comunes que con fre¬ cuencia saltan a la vista cuando vagamos fuera de la Península —cuando deambulamos por los Campos Elíseos o contemplamos las culebras en libertad provisional en el zoológico de Amberes—. He aquí, nos decimos de pronto, un grupo de españoles. ¿Serán catalanes? A menudo hay que acercarse y escuchar su habla; ni los rostros ni los gestos nos ponen en la pista de los «hechos diferenciales». Y si nos asomáramos al interior, a eso que algunos Uaman el hondón del alma, registraríamos posiblemente muchos talantes similares: la «humamdad esencial», la arrogancia im tanto gratuita, la sinceridad conmovedora, los dichosos celos. ^ —, separatistas, no. Mas, ¿por qué empecinarse en catalanizar a Cataluña? Si los catalanes quieren ser, como a veces dicen, «buenos españoles», ¿no sera mas discreto que hagan cesar sus trenos sobre la propia lengua, el propio temperamento y esa condenada «perso¬ nalidad» con que se gargarizan? Si se quiere encajar a Cataluña con Es¬ paña, ¿no será más eficaz que acabemos por hablar todos, a toda hora, la misma lengua, y que usufructuemos todos la misma mentalidad? ¿No se alcanzara entonces por fin la «unidad española»? ¿Y no es en tanto que bien trabados, sin enfadosos matices, como podremos incorporarnos a Europa? Y en todo caso, ¿qué nos importa que los catalanes sean real¬ mente catalanes? ¿No lo son ya demasiado? He aquí diversos modos de meter la pata. Por lo pronto, parece ol¬ vidarse que no se trata de ejercicios retóricos, sino de cuestiones de hecho. Es muy posible que desde el punto de vista «teórico» lo mejor sea una unificación bien maciza y «monolítica». ¿No ha quedado claro que la gran¬ deza de Francia ha sido función de su unidad? ¿No es la unidad efectiva, nunca rota por la diversidad administrativa, de sus Estados lo que ha constituido a Norteamérica? Supongamos que todo eso sea cierto —y es suponer bastante—. Aun así, no se probaría gran cosa. No hay patrones comunes —salvo algo así como algimas leyes económicas y sociológicas— en la historia de los pueblos. No empotremos la realidad histórica —siem¬ pre tan plástica— en coriáceos lechos conceptuales. Sólo la práctica y la pragmática históricas pueden confirmar, o rebatir, una idea determinada i9

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en esos asuntos. Ahora bien, la unidad de España en el sentido apuntado ha sido refutada históricamente. Es decir: de hecho. No ha dado buen resultado. Y como los factores en juego no han cambiado grandemente, es improbable que pueda darlo. Habría ■—y aun ¿quién sabe?— dado re¬ sultados resplandecientes si la unificación se hubiese llevado a cabo sólo cuando los diversos pueblos componentes de España hubieran llegado a su plenitud —o como se diga la cosa—. Entonces hubiera podido hablar¬ se de una especie de «unificación por debajo». Pero como el soñar des¬ pierto distrae, pero no aprovecha, es mejor no pensar demasiado en lo que habría pasado si no hubiese pasado lo que pasó. En todo caso, es mejor no ensayar de nuevo una «unificación desde arriba», la cual no pa¬ saría de ser ima malhumorada coz al aire. Catalanizar a Cataluña no quiere decir, por tanto, sustraer algo de Es¬ paña. Quiere decir lo contrario: sumarle algo. Quiere decir intentar hacer «la España grande» —y hacerla digna de incorporarse, sin ninguno de los dos sentimientos de que tanto se habla (el de inferioridad y el de superio¬ ridad), a una gran Europa. A los españoles no catalanes les importa, pues, y mucho, lo que hagan, puedan hacer, o se les permita hacer, a los catala¬ nes. Al catalanizarse de verdad, al «desprovincianizarsc», los catalanes pue¬ den contribuir a elevar el nivel de España. No se trata, ni que decir tiene, de «imperialismo» —siquiera entre comillas—. Se trata simplemente de in¬ tervención a la vez hábil y fructuosa. Los catalanes pueden —mejor: de¬ ben— intervenir en España. ‘Intervenir en’ quiere decir aquí algo pare¬ cido a ‘contribuir a’. Pero, ¿cómo se va a contribuir si se empieza por no tener nada, o muy poco? No se contribuye a nada humano sin una co¬ piosa personalidad. Por eso, al serlo de verdad, los catalanes pueden tener la gran oportunidad de hacer algo con España. Pueden contribuir a que los españoles sean más europeos. Conviene, pues, que los catalanes abandonen sin añoranzas vanas par¬ te de lo que ha constituido —a menudo, por pura obligación— su perso¬ nalidad histórica tradicional, con el fin de hacerse (claro que a base de ella) una fuerte y más eficaz personalidad. Los catalanes del^n dejar de pensar en términos de mera resistencia. Deben aprender a mandar. Deben dejar de ser primordialmente —de hecho o en espíritu— tenderos, paye¬ ses, artesanos. Deben aprender a ser también funcionarios. Tener horizon¬ tes despejados. Mandar no es hoy, en efecto, sólo ordenar; es mucho más: es organizar. Organizar en política, por supuesto, pero asimismo —y aún más— en economía, en cultura. En los problemas sociales. No pocos es¬ pañoles, en particular no pocos castellanos, poseen dotes admirables de mando. Pero les falta adaptarlas a empresas realmente modernas; orien¬ tarse hacia cuestiones verdaderamente actuales; olvidar las ya sobrepa¬ sadas contiendas de la historia. Para llevar a cabo esa tarea los catalanes vienen como ni pintados siempre que se renueven, y ello en gran parte gracias a la intensificación de su modo de ser como catalanes.

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Ojeada al mundo moderno Todo eso, se dirá, es un tanto vago. Vaguísimo, claro'. Tras lo dicho habría que decir aun casi todo. Pero espero que tomen la palabra los hom¬ bres de «pensamiento concreto»: los sociólogos, los economistas, los in¬ dustriales, los admmistradores, los historiadores, los pedagogos. A ellos comete decir lo que los catalanes tienen que hacer concretamente con el fin de catalanizarse y ayudar a los españoles a europeizarse. No hablo de «europeizarse» pKirque haya sucumbido a la «manía de Europa». No he sucumbido a ella, porque no considero que Europa sea una manía, sino una realidad. Una realidad que puede dar más juego del que ya está dando el Mercado Común —el cual, por lo demás, no es tampoco un grano de . En todo caso, Europa es el horizonte concreto donde actualmente rebullen las mayores, y mejores, posibilidades para Cataluña y España. Europa va por buen camino —el camino del futuro—. Pues se trata de rwolver, sin entorpecedoras nostalgias, pero apoyándose en la continuidad histórica, algunos de los magnos problemas de hoy: problemas de pro¬ ducción y de distribución, de riqueza y de justicia —^problemas cuya solu¬ ción, siquiera parcial, puede hacer más haí>itable este mundo' para todos los humanos. Me limitaré, pues, a unas pocas indicaciones sobre lo que pueden pro¬ poner los catalanes a sus paisanos españoles dentro del horizonte europeo. Para empezar, pueden proponerles detestar algunas cosas. ¿Cuáles? Josep Pía lo ha dicho de un modo a la vez pintoresco y taladrante: «Detesto el desierto, el polvo que todo lo destartala, la morisma, el mahometismo, los cielos azules y vacíos, los azulejos, los arabescos, la hambrienta tristeza del Sur, el Corán, los piojos y las huríes». Y también, ya lo sabemos —^y aplaudimos— el barroco y la retórica... Evidentemente, no hay que tomar esa catilinaria demasiado al pie de la letra. El mahometismo, los azulejos y las huríes no son, al fin y al cabo, tan desechables. Pero todos nos en¬ tendemos. Todos entendemos lo que quiere decir detestar el desierto, el polvo, los cielos azules y vacíos. Quiere decir hacer lo posible para que el país sea «moderno», creador, técnicamente avanzado. Quiere decir tra¬ bajar para hacer un país rico, responsable, limpio. Hacer un país habitable para todos. Algunos clamarán que todo eso —la riqueza, la limpieza— son sólo preocupaciones materiales. Que no hemos de ser materialistas. Que la materia importa poco frente al espíritu. Que la tierra es un valle de lᬠgrimas, y etcétera, etcétera. Seguramente, seguramente. Pero no hagamos coro a los que gimotean perennemente sobre «los males de la técnica y del materialismo». Es frecuente que tales verraqueos sean producidos sobre todo por dos tipos de humanos: los «exquisitos» y los «desamparados». Los primeros, por esnobismo; los segundos, por desesperación. Ambos ig-

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noran —o fingen ignorar— que la humanización de la técnica requiere el progreso de ésta. En el estado actual del mundo, la ciencia y la técnica, así como la producción industrial y la justicia social, no son figuraciones del diablo; son, para decirlo con palabras tomadas de San Pablo, un modo de reconocer en el mundo la grandeza de Dios. Desarrollarse materialmente no es hoy incompatible con desatollarse espiritualmente; por el contrario, el desarrollo material es una condición indispensable para el espiritual. Y cuando el desarrollo material alcanza cierto nivel, ya no es necesario siquiera decir que a uno no le gustan nada los azulejos o los cielos vacíos. Ya no es necesario eliminar, o disimular, el «pintoresquismo». ¿Serían pintorescos el flamenco y el cante jondo si los oyéramos trepidar en Coventry, en Detroit, en Billancourt, en Turín? ¿No serían —como son en Gran Bretaña tantas costumbres arcaicas— una interesante manifestación de «la tradición»? ¿Nos parecen tan «pintores¬ cos» los rodeos americanos? ¿Las danzas tirolesas? Sí, todo cabe, hasta los arabescos, en un país donde el europeo llegue a encontrarse como en su casa, donde deje de ser el eterno turista que oscila entre el desdén y la conmiseración. El «modelo romano» es cosa muy seria; sin él no habría habido ni España ni Europa ni posiblemente el mundo actual. Pero el «modelo ro¬ mano» no encaja en Cataluña, ni tampoco ya en España. ¿Diremos, pues, «el modelo suizo»? No lo tomemos a la ligera. No' tomemos demasiado en serio los plañidos de los helvéticos cuando nos hablan de las schtveizerische Kleinigkeiten —de las «menudencias suizas»—. No conviene mu¬ darse en suizos profesionales; cada Cual es lo que es. Pero hay en el «mo¬ delo suizo» cua.ndo menos un rasgo miiy aprovechable y que ya don Joan Maragall había recomendado a los catalanes con tan previsora insistencia: el rasgo de la civilidad, el de comportarse como ciudadanos, como gentes bien educadas y no como cafres que se comen vivos unos a otros por un quítame allá esas pajas. Los catalanes pueden enzarzarse en discusiones apasionadas, envedijarse en duras luchas. Pero aun en los combates más recios tiene que haber reglas —si se quiere (que la palabra no asuste), convenciones. Pero no es menester escoger un «modelo». Basta fomentar al máximo las propias dotes y adaptarlas a fines que no sean los demasiado raquíticos perseguidos durante tantas décadas. Los catalanes son, por ejemplo, tra¬ bajadores. ¿Deberán por ello encerrarse en la trastienda para emprender, caída la noche, un balance miserable? Que salgan, por el contrario, de sí mismos, de la pequeñez, de la banalidad. Que pongan sus pies afuera, en Europa, en España, para ayudar a Uevar a ésta, y no sólo de un modo oficial o administrativo, hasta el nivel de Europa. Pero que cuando lleven a cabo esa tarea, lo hagan desde el fondo de su autenticidad, de su pleni¬ tud; que comiencen por poner rótulos catalanes...

UNIDAD Y PLURALIDAD I Uno de los problemas españoles que han hecho derramar más tinta (y, de paso, más sangre) es el problema a que alude el título de este artículo. Como soy de condición pacífica, deploro la sangre derramada. Pero siendo de temple meditabundo, apruebo la tinta vertida. El proble¬ ma que ahora me ocupa no es un falso problema ante el cual lo más discreto sea retirarse por el foro; es un problema real sobre el que debe dialogarse. Para algunos, además, es el problema más real de Es¬ paña: el de su «constitución». Mi principal interés es escrutar el presente y preparar (en la medida en que alguien que se limita a manejar la pluma pueda llevar a cabo ope¬ ración tan descomunal) el porvenir. Seré, pues, parco en referencias al pasado. No porque tales referencias sean ociosas. De hecho, nuestro pro¬ blema se plantea sólo porque se han constituido en el pasado como tal problema. Comprender en qué consiste es en no escasa medida averiguar cómo se ha planteado. Pero no es siempre menester remontarse a las ca¬ lendas griegas. O a las góticas. O a las musulmanas. El pasado es siempre problemático. Pero en ciertos casos puede darse razonablemente por sa¬ bida una parte del mismo. Describiré esta parte respecto al asunto que traigo entre manos en un solo párrafo galopante. Desde hace varios siglos —si se quiere, desde 1492— España se ha presentado, o ha tendido a presentarse, como una unidad. Si se quiere, como una serie de «unidades» entre las que han sobresalido dos varieda¬ des: la «austríaca» y la «borbónica». Con todas las salvedades del caso —con todos los «fueros» y «estatutos» que se quiera— ha habido du¬ rante algunos siglos una cierta unidad llamada «España». No importa que tal unidad haya sido aceptada, por muchos o pocos, siempre o en algunos períodos, harto a regañadientes. Los mismos que la han puesto en duda, han partido de su existencia. La unidad en cuestión no ha sido siempre tan «monolítica» como algunos pretenden —recuérdese, para ci¬ tar un solo ejemplo, que Antonio Pérez se «refugió» en Aragón en tiempos del muy unitario Felipe II—, pero desde hace aproximadamente un siglo, y con pocas excepciones —fundamentalmente, una: la de la Constitución de 1931, en cuyo marco se insertó el «Estatuto catalán» primero y el

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«Estatuto vasco» luego—, ha sido plenamente «oficial»: España se ha presentado, y se ha representado, como un país que era a la vez una na¬ ción y un Estado. La cuestión que ahora se plantea es ésta: ¿corresponde esa urudad «oficial» a una unidad «real»? Ningún español que lo piense más de dos minutos dará a esta pregunta un «sí» rotundo. Los más dispuestos a contestar afirmativamente confesa¬ rán que hay algunas «diferencias» —y hasta, si los apuran mucho, algu¬ nos «hechos diferenciales», como se decía antaño—Admitirán, por qemplo, que los catalanes se distinguen de los extremeños o de los andaluces en varios importantes respectos, o que los vascos se distinguen de los cata¬ lanes o de los murcianos en varios respectos no menos importantes. Pero —añadirán de inmediato— estas diferencias no son «nacionalmente» sig¬ nificativas. Al fin y al cabo, los bávaros se distinguen también de los re¬ nanos y los borgoñeses de los gascones sin que dejen de ser respectivamen¬ te «alemanes» y «franceses». Sostener lo contrario es olvidar que hay ca¬ racteres «nacionales» más acusados que cualesquiera caracteres «regiona¬ les». Por tanto, podrá admitirse que Cataluña, Aragón, Galicia o Extre¬ madura sean «regiones», pero en modo alguno «naciones». Lo mismo se dirá de los vascos y, a fortiori, de los andaluces o de los castellanos —«vie¬ jos» o «nuevos»—. Así, pues, concluirán, nada impide que la unidad «oficial» corresponda a una unidad «real»: es la unidad de la nación. Ciertos españoles estarán dispuestos a reconocer la existencia de dife¬ rencias reales de mayor enjundia. Admitirán, por ejemplo, que hay en España pueblos varios, distintos entre sí no sólo en temperamento y cos¬ tumbres, sino también en oiltura y en historia. Pero —agregarán acto seguido— estas diferencias son cosa del «pasado» más que del «ptxrvcnir». El mundo marcha hacia la «unidad», ¿por qué no, pues, España? Registrar diferencias es una cosa; balcanizar el país es cosa muy distinta, y no precisamente beneficiosa. Los «hechos diferenciales» son, a la postre, un estorbo. ¿No resulta todo más fácil y hasta, como decía el poeta, «todo más claro», cuando, en vez de dos o más sistemas educativos, ju¬ diciales o administrativos tenemos uno solo? ¿Para qué multiplicarlos? ¿Vamos a poner de nuevo aduanas en cada región? ¿Por qué no en cada provincia? ¿O en cada pueblo? Todo eso equivaldría a volver a «la Edad Media». ¿Para qué tantas lenguas? ¿Babelizaremos el país al tiempo que lo balcanizamos? Quizá España no sea «realmente» una unidad, pero hay que hacer mangas y capirotes para que lo sea. La «historia ascendente» de cualquier país, o conjunto de países, consiste no en diferenciaciones, sino en un proceso de integración. Llamemos a los españoles mantenedores de una o varias de las tesis apuntadas «los unitarios». ¿Los damos con ello por despachados? En modo alguno. No todas las razones aducidas por los unitarios en favor de la unidad son descabelladas, o siquiera erróneas. Por ejemplo, hay no-

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lorias diferencias de todo jae2 entre vascos y andaluces, Pero ¿no hay también mteresantes simÜaridades entre eUos? ¿No se acortan entre ellos las distanaas cuando comparamos cualquiera de los dos, o los dos a un tiempo, con gentes de condición «nada hispánica» —con daneses o prusi^os? . Así, la mudad «oficial» no parece ser siempre exclusivamente oriaal; parece ser, como dirían los escolásticos, cum fundamento in re. La «cosa» que soporta el fundamento puede temblotear un poco, pero está «^». En cuanto a las raxones de índole pragmática —o, si se quiere, «historico-pragmática»— aducidas por otros españoles con el fin de jus¬ tificar, o propugnar, la idea de «España una», no deben echarse a la pa¬ pelera. Si la diferenciación conduce a la balcanización, no es para relamerse de gusto. Por otro lado, es razonable barruntar que dos sistemas judiciales son mas embarazosos que uno. Y que, en general, «unificar» es más lucrativo que desmenuzar. reconocido la parte de razón que usufructúan los unitarios, porque sólo de este modo ptxlran percibirse más claramente las sinrazones que los asisten o, mejor aún, los mueven—. Estas sinrazones pueden resu¬ mirse en dos. Por un lado, los unitarios no son propiamente hablando unitarios. Son más bien «centralistas». En no pcKos casos unificar es p>ara ellos lo mismo que castellanizar, si no madrileñizar. Los unitarios acatan sin pestañear, sabiéndolo o no (generalmente, sin saberlo), el modelo «francés». El mo^ délo del «Rey Sol». O el del «Emperador». O el de las Repúblicas I, II, IV y V. Una nación es para ellos algo así como un círculo: tiene un solo centro y de él todo parte —o en él todo converge—. Las naciones se parecen, cuando son perfectas, a la Plaza de la Estrella, en París, o cuan¬ do lo son menos a la Puerta del Sol, en Madrid; las naciones son radiales o no son. Si los radios se tuercen, o «se empeñan» en olvidar el centro, hay que rectificarlos. Los unitarios sueñan en una figura bien redonda, no en tma figura compleja tejida sobre un mismo cañamazo. Porque el cañamazo no tiene propiamente «centro»: el centro está «donde está la figura», es decir, un poco dondequiera. Ahora bien, el unitarismo que se resuelve en un centralismo es más formal que real. No tiene justificación «en la cosa». Pensemos en España. No hay ninguna razón para que nu¬ merosos asuntos que ni le van ni le vienen a Madrid sean ojeados y cali¬ brados en Madrid. ¿Por qué no en Valencia? ¿O, para evitar suspicacias, en Cuenca? Pues porque aunque ello no quitaría en principio un ápice de unidad al país, no sería esta unidad la que colmaría los corazones de la mayor parte de los unitarios. Mejor, pues, que dejaran hasta de llamarse rmitarios para adoptar el nombre que realmente les conviene: el de «cen¬ tralistas» más o menos disfrazados y más o menos —más bien más que menos— succionantes. Por otro lado, los unitarios de inclinación «pragmática» no fundan sus argumentos en una realidad, sino más bien en ciertas posibles —y en

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muchos casos, remotas— consecuencias que se desprenderían de una con¬ cepción no unitaria. Si se quiere, defienden sus argumentos imaginando lo que pasaría si pasara lo que ellos imaginan. Por ejemplo, tales unitarios barruntan que de acentuarse los «hechos diferenciales» en España no ha¬ bría, al final, España de ninguna clase; a lo sumo, una monstruosa —o ri¬ sible— colección de diminutas repúblicas. España, en fin, se balcanizaría. O se centroamericanizaría. Junto a ello, sospechan que tan pronto como se instituyeran, pongamos por caso, dos o tres sistemas educativos, o se diera libre circulación a dos o tres lenguas, se abrirían las puertas para que se colaran por ellas dos o tres sistemas de tarifas aduaneras. Que apenas se declarara el idioma catalán —para poner un solo ejemplo, aun¬ que uno de monta— idioma oficial en Cataluña, se pediría inmediatamen¬ te que se creara una Universidad bable. Que si hubiera por acaso una «guar¬ dia civil» gallega, o algo por el estilo, lo primero que haría sería apuntar sus fusiles contra una posible «guardia civil» leonesa. Todo lo cual, por supuesto, puede pasar. Todo puede pasar en este mundo excepto que si algo pasa no es verdad que no pasa, y viceversa. Pero ninguna tesis puede fundarse, o fundarse exclusivamente, en los resultados que podrían des¬ prenderse de aceptarse la tesis contraria. Pues también podrían imagi¬ narse consecuencias estremecedoras como resultado de la negación a ul¬ tranza de cualesquiera «hechos diferenciales», con la única diferencia de que algunas de tales consecuencias han sido ya realidad. Cuanto vengo diciendo parece venir a pedir de boca para concluir que, al referirse a España, es mejor desterrar el término «unidad» y sus¬ tituirlo por el vocablo «pluralidad». Y en gran medida, claro está, pre¬ tendo decir exactamente eso. Que, en puridad, no hay España, sino Españas. Que la realidad Llamada «España» es plurinacional. Pero antes de ver de qué modo puede entenderse esta pluralidad quisiera decir unas pa¬ labras acerca de varias formas de malentenderla. Por lo pronto, no pocos de los que embisten contra la «España uni¬ taria» lo hacen recostándose en «la historia». Esto parece en principio laudable, pues la historia no es grano de anís. Pero ¿qué clase de historia es ésa que con tal delectación se manipula? Es, al parecer, una historia muy larga. Tan larga que sus raíces se remontan a la prehistoria. «Hemos sido siempre varios —se dice o se da por entendido—, ¿por qué vamos a ser ahora uno?». Pero dejemos la prehistoria en paz. Lo menos que se dice es que las raíces de la pluralidad se hallan en «la Edad Media». Al¬ gunos llegan inclusive a proclamar que «la verdadera España» es «la Es¬ paña medieval». Otros sacan a colación las Comunidades, o el Compro¬ miso de Caspe, o lo que fuere. En todo caso, insisten en que la historia de la pluralidad española no es cosa de ayer. Y claro que no lo es. Pero puesto que se habla de historia, ¿por qué escamotear todas las partes jxxio propicias? ¿Qué longitud histórica es ésa que consiste en cortarla por la mitad y quedarse sólo con la porción que a uno le regocija? Si se tiene en

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cuenta solamente el pasado con el fin de poner orden en el presente, no habrá modo de llegar a un acuerdo. Cada cual se quedará con su historia, la cual consistirá en buena parte en eliminar al otro de ella —no fuera a ocurrir que la reclamara también como «suya»—. Pero lo peor no es eso; lo peor es que algunos pluralistas hacen de la historia, o de un frag¬ mento de ella, lo que la historia en modo alguno es: algo a lo cual «hay que volver». Pero a la historia no se vuelve, precisamente porque ha sido lo que fue, y ahora vamos a otra cosa. Vamos, por descontado, desde la historia, pero no hada ella. Que la historia haya constituido la realidad de un país no quiere decir que esta realidad sea únicamente lo que ha sido; la realidad de un país es también (por lo menos) lo que será, o lo que se propone que sea. La historia es cosa meritoria siempre que se de¬ cida hacer más de ella. He aquí por qué me parece que los «pluralistas históricos» de que hablo son, en rigor, «regresionistas» y de algún modo «reaccionaristas». La pluralidad española es para ellos algo a lo cual hay que regresar en vez de ser, o ser también, algo que hay que constituir —y claro está, ordenar. Otros «pluralistas» se ocupan poco o nada de la historia y de las tra¬ diciones más o menos espúreas anejas a ella. Lo que les interesa es opo¬ nerse al modo como efectivamente existe hoy la realidad llamada «Es|>aña». Y con este modo, que es hoy por hoy rabiosamente «unitarista», desde luego no comulgan. Pues este modo es «irreal» y no sólo «brutal». La unidad española se basa principalmente en imposiciones. Así —para confinarnos a un solo ejemplo que clama al cielo—, se basa en imponer a rajatabla el idioma español a los catalanes. Se dirá que esta imposición es cualquier cosa menos brutal. Nadie prohíbe hoy a los catalanes hablar catalán, o publicar libros catalanes, incluyendo libros en los que se sostie¬ ne que el idioma de los catalanes es justa y precisamente el catalán. Pero no nos hagamos ilusiones. La imposición de referencia parece leve. Pero es peor: es tortuosa. Consiste en dar gato por liebre. Pues un idioma se arrastra herido de muerte cuando no se enseña en las escuelas, cuando no campea en los periódicos, cuando no consta en documentos oficiales y ni siquiera en anuncios y rótulos. En vista de lo cual, los catalanes que aspiran a afirmar su personalidad como tales, hacen algo previsible: re¬ belarse. Lo que, por cierto, no se les puede echar en cara. Pero suponga¬ mos que transforman en doctrina su actitud, y que hacen de la rebelión y de la protesta la esencia del «pluralismo». Entonces sí se les puede echar en cara. Una cosa es embestir contra el unitarismo y el centralismo, y otra muy distinta concluir que la pluralidad española consiste en eso. Pero la pluralidad no tiene sentido, ni siquiera gran interés, cuando tiende a ser puramente negativa. De esta actitud pueden surgir grandes héroes, pero no sutiles pensadores. Mi opinión al respecto es ésta: la afirmación de la personalidad nacional de ciertas llamadas «regiones españolas» —en

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particxilar, ostre, un estüo de pensar es un sistema de preferencias y repugnancias relativas a la «rea¬ lidad». Espero poder confeccionar a su tiempo un libro cuyo título —El mundo del escritor— estoy acariciando de algunos años a esta parte y en el cual se pondrán los puntos sobre las íes. Por el momento renuncio a puntualizar. Pero si el lector desea tener una idea aproximada de lo que tengo en la cabeza, puede recurrir al capítulo final —titulado «La idea de la realidad»— de mi libro sobre don Miguel de Unamuno en su («su» del libro, claro) última y más decorosa versión. Allá verá qué en¬ tiendo por ‘perescrutar el lenguaje de un autor’. 8. Me he empeñado en recalcar que un estilo de pensar no es, o no es necesariamente, una filosofía. Pero de ello no se sigue que sea siem¬ pre ajeno a la filosofía. Ademas, ciertas filosofías pueden presentarse, o estudiarse, como estilos de pensar. Lo último ocurre muy particularmen¬ te con las tendencias filosóficas predominantes en la España del siglo xix. Consideradas como filosofías stricto sensu, algunas de ellas no son sino la transcripción hispánica de sistemas de pensamiento producidos, y am¬ pliamente desarrollados, en otros países europeos durante la misma época y en época inmediatamente anterior. Estimadas como estilos de pensar, en cambio, pueden juzgarse como creaciones originales. En el crisol dé una forma de pensar las filosofías ajenas se convierten en carne propia; hasta puede preguntarse si quienes las engendraron las reconocerían.

«Estilos de pensar» en la España del s. XIX

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Vayamos ahora al grano, y a todo correr. ¿Qué estilos de pensar des¬ cubrimos en la España decimonónica? Me limitaré a ofrecer un muestra¬ rio susceptible de ampliación y enmienda. Ni siquiera me referiré a esti¬ los, sino a «grupos de estilos». Los más importantes son, a mi modo de ver, los tres siguientes. El primer gruíw está constitrudo por los estilos de pensar que encar¬ nan en doctrinas filosóficas más o menos bien perfiladas. He aquí los de mas fuste: el escolasticismo —o, si se quiere, el «balmesismo», real y efectivo «estilo de pensar»—; el tradicionalismo; el esplritualismo; el materialismo médico; el krausismo. ¿Es eso todo? De ningún modo; hubo en España, durante el siglo xix, muy diversas «escuelas»: kantianos, benthamianos, comtianos, hegelianos. Pero ninguna de éstas logró constituir un estilo de pensar. En cambio, los tradicionalistas y los krausistas, si algo tuvieron, fue un «estilo». Consideremos los krausistas. Hay que hacerles justicia y no proclamar a tontas y a locas que nos las habernos simplemente con ima «actitud vital», con ciertos modos excéntricos de dear, de vestirse y de andar. Los krausistas se extenuaron en elaborar una doctrina —y una de índole supersistemática—. Pero, como lo ha mostrado Juan López-Morillas, se advierten ciertos rasgos en los modos de decir y de actuar de los krausistas que constituyen un estilo inconfun¬ dible. Por ejemplo, la severidad unida a la pasión, la tendencia a la ora¬ toria codo a codo con el diálogo cordial, la seriedad y la responsabilidad en amigable compañía con la benevolencia y la clemencia. Rasgos todos que se traducen en maneras de pensar y de expresarse que se (hstinguen claramente —y casi siempre muy conscientemente— de otras de la misma época. Análogas consideraciones podrían hacerse con respecto a otros es¬ tilos. Para mencionar un solo caso, sería posible demostrar que el tradi¬ cionalismo español no fue sólo una transcripción de las ideas de Joseph de Maistre, Louis de Bonald o Joseph Corres: fue un estilo de pensar no poco original. Otro grupo de estilos de pensar es menos deliberadamente filosófico que el anterior. A menudo hasta parece hostil a la filosofía. Se trata de los estilos de pensar en los que transparece la actitud del individuo dentro de la sociedad y especialmente frente a ella. Surgen entonces ciertas acti¬ tudes arquetípicas expresadas por medio de términos-claves: la actitud de la llamada «crítica social», o la del «distanciamiento elegante», o la del «sentido común expresado por la paradoja». Se me ocurren ahora como ejemplos los tres siguientes: Larra, Juan Valera y Angel Ganivet íeste último en la medida en que sigue siendo para nosotros decimonóni¬ co). Cada uno de estos escritores pintó un mundo distinto y bien «suyo». Cada uno se hizo, y no sólo literariamente, su propio estilo. Pero pueden exhumarse en los tres ciertos rasgos que nos los encasillan en el mismo «grupo» de estilos de pensar. Espero que se me haga el favor de creer

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que podría demostrar más o menos cumplidamente mi tesis, y que no lo hago ahora sólo por no ser impertinente. Un tercer grupo de estilos de pensar no parece ser ni pizca filosófico; es normal, y hasta útil, considerar los estilos a que voy a aludir casi acto seguido como tendencias y hasta «escuelas» puramente literarias. Pero la cosa es todavía más interesante, porque permite ver que un estilo de pensar puede coincidir con propensiones nada meditabundas. Me limitaré a mencionar una de las tales tendencias o «escuelas»: es el llamado «cos¬ tumbrismo». Creo que podría poner en claro que los autores costumbristas •—si se quiere, ciertos autores costumbristas en la España del siglo xix— nos revelan, a su manera, un mundo —o un aspecto del mundo—. De momento diré sólo esto: que el mundo que revela el estilo de los cos¬ tumbristas es uno en el cual se subraya dondequiera lo cotidiano, lo me¬ nor, lo provinciano, lo local, lo conversacional. Nuestros autores no pintan ese mundo sólo porque les divierta (aunque a todas luces les divierte bastante); lo pintan porque de este modo esperan poder conformar a los hombres —o, más específicamente, a sus paisanos— con lo que hay, des¬ tacando las cualidades «gratas» de lo que haya. El estilo de pensar en cuestión consiste en un «acortamiento» y «recortamiento» conscientes del mundo. He aquí por qué el llamado «objetivismo» de los costumbristas no está fundado en la precisión, sino en el deseo de poner en cintura toda exaltación en nombre del buen sentido —^un buen sentido que es conside¬ rado como lo único «real».

CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

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LA UNIDAD DE LAS CUATRO VISIONES

I En esta obra me ocupo de cuatro autores —San Agustín, Vico, Voltaire y Hegel y de sus visiones de la historia universal. (fPor qué estos cuatro entre los muchos que han especulado sobre la historia humana? ¿Y por que llamar a sus teorías «visiones» más bien que «filosofías»? Para responder a la primera pregunta pueden darse varias razones. Unas son un tanto arbitrarias: se trata de autores «importantes»; los co¬ nozco relativamente bien, o tengo cierta debilidad por ellos; sus doctrinas ofrecen un perfil bastante inequívoco, etc. Otras no lo son, o lo son me¬ nos; cada uno de estos autores representa un modo fundamental de en¬ tender la historia; parte considerable de otras teorías sobre la historia universal pueden encajar en alguna de las cuatro presentadas, etc. Esta última razón es la de mayor fuste. Así, la teoría histórica de Bossuet puede encajar dentro del cuadro de la de San Agustín; la de Marx puede insertarse —una vez practicada la célebre inversión por él propugnada— en el cuadro de la de Hegel; la de Spengler sigue una estructura formal parecida a la de Vico, etc. Con ello no quiero decir que las cuatro visiones de la historia universal de que me ocupo sean las únicas realmente básicas, o siquiera las únicas verdaderamente importantes, pero espero que se re¬ conozca que son, de todos modos, fundamentales. A la segunda pregunta puede responderse sólo describiendo las doctri¬ nas correspondientes; entonces resultará razonablemente claro por qué las llamo «visiones» más bien que «filosofías». Podría terminar, pues, aquí estas páginas preliminares y presentar, sin más, las «visiones» anunciadas. Estas plantean, sin embargo, ciertos problemas, entre los cuales destacan los dos siguientes: el problema de la razón de ser de la historia, y el de la finalidad de la historia. Son problemas de gran alcance —tan grande que puede ponerse en duda que sean, propiamente hablando, problemas, cuando menos si por ‘problema’ se entiende una interrogación a la cual cabe dar, tarde o temprano, una respuesta—. Problemas o no, son, en todo caso, cuestiones típicas de toda visión de la historia, de suerte que un examen, aun apresurado, de las mismas, puede permitir descubrir la unidad última de nuestras cuatro —y posiblemente de cualesquiera— vi¬ siones de la historia universal.

Cuatro visiones de la historia universal

II Ha sido común y corriente mantener que sólo dentro del cristianismo ■—y, en gran parte, dentro del «hebraísmo»— se ha dado una conciencia histórica y, en consecuencia, han podido formularse —o, más rigurosa¬ mente, comen2ar a formularse— filosofías y visiones de la historia. Den¬ tro de otras religiones o dentro de otras civiIÍ2aciones, se ha alegado, hay visiones cósmicas, mitológicas, etc., pero no, propiamente hablando, his¬ tóricas. En todo caso, lo histórico es reducido a alguna realidad no histó¬ rica y, por tanto, lo que cambia a algo que, en el fondo, no cambia. Así, por ejemplo, en la India clásica la realidad fundamental es el BrahmanAtman que todo lo abarca y absorbe; en la China clásica la reahdad bᬠsica es la sociedad de tipo tradicional, o el Tao, o lo que fuere; en Grecia, la realidad última es el Destino, o las divinidades o la Naturaleza omni¬ presente y omnicomprensiva, o el mundo inteligible de las Ideas, o el Uno supremo, etc., etc. Prescindamos por el momento de las civilizaciones y concepciones no occidentales, entre otros motivos porque el asunto está todavía bastante en pañales. Es posible, por ejemplo, que la concepción taoísta sea ahistórica, y hasta antihistórica, pero es dudoso que fuesen ahistóricas, y me¬ nos todavía antihistóricas, las concepciones de los pensadores chinos lla¬ mados «legalistas», tan parecidos a los «sofistas». Aun confinándonos a la civilización helénica, se puede preguntar si es tan cierto como se dice que los griegos carecieron de toda conciencia histórica. Por lo pronto, hubo en Grecia auténtica historiografía y no sólo crónica —como, por lo demás, hubo entre muchos cristianos, en no pocas épocas, un predomi¬ nio de la crónica sobre la historiografía propiamente dicha—. Pero, ade¬ más, puede preguntarse si no hubo asimismo entre los griegos atisbos cuando menos de una visión de la historia. Dos ejemplos son aquí espe¬ cialmente pertinentes. Por un lado, hubo en Grecia intentos de dar una visión de la historia —y de la historia «universal»—, distinta de la he¬ brea y de la cristiana, pero en muchos respectos iluminadora: tal CKurrió con lo que podríamos llamar la «visión mítica de la historia» en Platón, al tratar de describir cómo los «atlantes» se convirtieron en «meros» atenienses, o con la frecuente idea, que encontramos en Píndaro y otros poetas, de una «edad de oro» que fue transformándose y, pea: supuesto, degenerando en edades menos brillantes —las edades de plata, de cobre, de hierro, etc.—. Por otro lado, hubo una visión pragmática de la historia en los sofistas y, por supuesto, en los historiadores. Tucídides, por ejem¬ plo, aspiraba a saber no sólo lo que —tí— había sucedido, sino también, y sobre todo, por qué —diá— había sucedido. Según Karl Lowith, la historiografía griega fue «sokmente» historiografía política y con fre-

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cuencia, ademas, no muy universal; pero, política o no, hubiera sido in¬ concebible sin alguna conciencia histórica. Por si ello fuera poco, hay un historiador que llegó en este respecto mucho mas lejos que Platón, los sofistas o los historiógrafos clásicos grie¬ gos; Polibio. Cierto que se trata ya de un griego con «experiencia histó¬ rica romana» y, por consiguiente, de un griego muy poco «clásico». Pero su idea de la historia se halla todavía dentro del marco de la cultura an¬ tigua. Ahora bien, aun dentro de este marco Polibio pareció sentar los fundamentos de algo muy parecido a lo que llamamos «visión de la his¬ toria». En primer lugar, Polibio tuvo presente una «totalidad» —«el mundo entero», que sólo por provincianismo, mas no por ignorancia, fue equiparado prácticamente con el «mundo romano»—. En segundo lugar, estableció las bases para un tratamiento sistemático, y no meramente prag¬ mático o político, de la historia. Finalmente, y por encima de todo, tuvo la idea de que la historia es un desarrollo irreversible. En vista de todo lo dicho, puede concluirse que si ha sido común y corriente mantener que sólo ha habido conciencia histórica y, con ello, una posible visión de la historia universal empezando con el cristianismo —y, en parte, con el «hebraísmo»—, ha sido asimismo bastante falso e infundado. Las nociones principales en toda visión de la historia —la universalidad, la sistematicidad y la irreversibilidad— se han dado ya, por lo visto, dentro de otros marcos culturales, religiosos o políticos. Y, sin embargo, hay ciertas razones que abonan la opinión común y corriente que acabamos de poner en duda. En el sentido en que aquí se entiende, una «visión de la historia» requiere más que las nociones apxmtadas. No sólo es necesario que se evite toda reducción de lo histó¬ rico a lo no histórico, sino que es menester, además, que lo histórico sea concebido como la culminación del universo entero. Para toda autén¬ tica visión de la historia, ésta es lo fundamental, inclusive cuando se coloca dentro de un marco más amplio —el de la Naturaleza, el de la Creación, etc.—. La historia tiene que ser no sólo total, sino, además, y sobre todo, tener un sentido que la «visión» trata justamente de des¬ entrañar. Ahora bien, ello sucede por vez primera cuando, en cierto momento de la evolución del pueblo hebreo, emerge la idea de que la historia se desarrolla según un plan y no sólo como en. los acontecimientos natura¬ les, según ciertos modelos, normas o leyes. Se dirá que los hebreos pen¬ saron sólo en el plan de la historia como «plan divino» con respecto a su propia comunidad y que, por consiguiente, su visión de la historia era tan «local» como cualesquiera de las concepciones griegas. Pero no hay tal. En efecto, mientras para los griegos y, en general, para los «antiguos», lo históricamente significativo era el Estado-Ciudad, o, luego, el Imperio, de tal suerte que los demás Estados-Ciudad o Imperios aparecían como un vago horizonte sin significación precisa, para los hebreos «los

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otros» formaban asimismo parte del plan divino. Había, en efecto, que dar cuenta de ellos, ya fuera para considerarlos como obstáculos o bien como ejemplos. «Los otros» desempeñaban un papel, aunque fuese en la mayor parte de los casos el papel del traidor, del dominador, del ven¬ gador o del tentador. A mayor abundamiento la conciencia histórica y la visión de la his¬ toria universal surge, ya plenamente, dentro del cristianismo. El primer gran filósofo y teólogo de la historia —San Agustín— fue a la vez el primer gran visionario de la historia universal. Lo fue, y pudo, además, serlo porque a la idea de que el drama cósmico es, en el fondo, un drama histórico —donde cada acto es, propiamente hablando, «un acto de Dios»—, unió la convicción de que puede darse una razón de este drama. Los hebreos vivieron la historia como historia universal. Los cristianos, y en particular San Agustín, desarrollaron intelectualmente esta vivencia. La desarrollaron, por supuesto, con el auxilio de los conceptos buidos por muchos pensadores griegos que, como los neoplatónicos y los estoicos, parecían haberse complacido en negar toda significación propia a la histo¬ ria. Tentados estamos de concluir que combinando la historiografía de Polibio con las experiencias hebreas, la teoría platónica de las ideas con las creencias cristianas, tenemos ya, hecha y derecha, la primera auténtica y plena visión de la historia universal: la visión cristiana de San Agustín. Ello sería desconocer, empero, la originalidad agustiniana y, en último término, la originalidad cristiana en el asunto que nos ocupa. Volveremos oportunamente sobre el tema. Por el instante baste con subrayar que San Agustín llevó a cabo dos tareas en apariencia contrapuestas, pero en el fondo complementarias. Una fue, por decirlo así, «teologizar la historia», ver la historia desde el punto de vista de la teología. Otra fue «historizar la teología», ver las cuestiones teológicas como cuestiones últimamente «históricas». Esta ultima frase es un vivero de posibles malentendidos, por lo que intentaré aclararla brevemente. No se trata de adoptar ningún punto de vista «historicista», entre otras razones porque la historia en el sentido de San Agustín es muy distinta de la historia de que los historicistas hablan. Para San Agustín, la realidad creada es histórica sólo por¬ que es a la vez teológica. La Creación, la Caída y la Redención son, por ello, acontecimientos históricos, pero no porque se hallen «en» la histo¬ ria, sino lo contrario: porque todo lo histórico debe entenderse en hinción de esos «acontecimientos» que son la Creación, la Caída y la Re¬ dención. Las tres restantes concepciones de la historia que van a ocupamos son muy distintas de la agustiniana. En importantes respectos son inclu¬ sive opuestas a ella. Lo que para San Agustín es decisión ineluctable es para Vico esperanzadora decisión; lo que para Voltaire es lucha por la razón es para San Agustín aceptación del misterio; lo que para San Agus¬ tín es dualidad dramática es para Hegel inexorable unidad. Mas por de-

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bajo de las diferencias subyacen muy fundamentales concordancias. Por o pronto, las dos siguientes. Una, que la historia transcurre según ley, la cual puede ser engendrada por la razón o dictada por la providencia. La opa, que sin al^na «razón de ser», calcada sobre el tipo de razón descu¬ bierto por los filósofos antiguos, no podría ni siquiera hablarse de la his¬ toria. Ambas cosas son esenciales. La suposición de que existe una ley de la cual puede darse razón constituye, en efecto, un cañamazo común sobre el cual se borda toda ulterior diversidad. Es una diversidad considerable. Lo es tanto, que a poco que la sub¬ rayemos corremos el riesgo de deshacer la regularidad de nuestro cañama¬ zo. Por lo pronto, no es exactamente lo mismo que la ley sea im principio racional o el dictado de una providencia. Luego, es muy distinto sostener que la razón de la historia reside en el espíritu humano o mantener que alienta en el seno de otra realidad. Tomemos, en efecto, a San Agustín. La razón de ser —la completa razón de ser— de la historia, es poseída, según él, solo jwr la divinidad. Por tanto, en principio solamente Dios podría hablar con pleno sentido de la historia. Consideremos ahora a Vico o a Voltaire. La razón de ser de la historia es para ellos de naturaleza esencialmente humana. Para Vico es algo que el hombre hace; para Vol¬ taire, algo que el hombre destruye —o perfecciona—. Por consiguiente, la historia es la primera materia del lenguaje humano. Examinemos, fi¬ nalmente, a Hegel. La razón de ser de la historia no es divina ni humana, sino impersonal; la historia es una razón que se despliega dialécticamente como un momento en la evolución del universo. Por tanto, sólo la razón impersonal —encarnada en ciertas comunidades o en ciertos individuos— puede enunciar algo significativo acerca de la historia. ¿Seguiremos mante¬ niendo que hay algo de común en razones de ser —o de acontecer— tan di¬ versas? En la medida en que pueda afirmarse algo con seguridad en materia tan reacia a toda rigurosa demostración, ciertamente que sí. Pues lo que importa en nuestro caso no es tanto quién —o qué— decide la historia, o dónde reside su razón de ser, sino el supuesto de que la historia trans¬ curre según una ley de la cual puede darse razón. No hay duda de que nuestros cuatro autores comulgan en esta creen¬ cia. Y de que, además, esta creencia es distinta de la que poseen el filósofo de la naturaleza o el del mundo inteligible cuando se plantean, como a veces también ocurre, la cuestión, la historia. Para ambos filósofos, en efecto, la historia propiamente no existe. Como lo mostraremos en el caso del estoico y del platónico, la historia es para ellos o la eflorescen¬ cia —y, por tanto, la mera superficie— de un mundo natural, o la copia —y, por tanto, el engaño— de un mundo inteligible. Tal vez el estoico v el platónico terminen por reconocer que la historia transcurre según ley. Pero nunca llegarán a afirmar que transcurre según su propia ley. Ahora bien, esto es lo que une de raíz a nuestros cuatro «visionarios». La historia es para ellos, efectivamente, una realidad, acaso no incompa-

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tibie con la de la naturaleza o la del mundo inteligible, pero en ningún caso simplemente reductible a la de ellos. ¿Se dirá que esto es evidente solamente en algunos, como Vico o Voltaire, pero en modo alguno co¬ mún a todos? No sería difícil mostrar lo contrario. Pues si para San Agus¬ tín la historia está desde siempre en la mente de Dios, no es menos cierto que se ha hecho posible por la libertad del hombre; todos los esfuerzos de San Agustín para conciliar la libertad humana con la predetermina¬ ción divina pueden estudiarse desde este ángulo. Y si para Hegel la his¬ toria es el resultado del desenvolvimiento dialéctico de la Idea, no es menos obvio que se ha hecho posible por el afán que tiene esta Idea de recorrer el calvario —y la delicia— de sus posibles experiencias; todas las especulaciones de Hegel sobre el continuo trascenderse de la rea¬ lidad pueden considerarse como resultados de su deseo de entender este proceso. ¿Se dirá entonces que Vico habla de una historia ideal eterna según el modelo de la cual tienen que transcurrir las historias particulares? No es menos evidente que estas historias particulares le son absolutamen¬ te necesarias a la historia ideal eterna —si es que, a la postre, no la constituyen—. Cualquiera que sea el punto de vista que se adopte, será inevitable, pues, concluir que nuestros visionarios subrayan dondequiera que la ley de la historia universal es al mismo tiempo la ley que permite afirmar la plena realidad de esta historia. No hay sobre este punto ningún desacuerdo: la historia existe, y la razón de ser de ella no se alcanza al escamotearla, sino al revelarla. Por eso, dar razón de la historia no equivale simplemente a explicarla. De ser esto, tendríamos una serie de filosofías de la historia —más o menos razonables y más o menos plau¬ sibles—. Al no serlo, tenemos un conjunto de visiones de la historia —aca¬ so menos razonables y menos plausibles que las filosofías, pero, como apuntamos al comienzo, más «comprensivas»—. Nuestros autores aspiran, en efecto, tanto a la realidad como a la totalidad; lo que les interesa no son las causas, sino el principio de la historia. Ahora bien, este principio no es completo si se limita a poner de relieve la ley del desenvolvimiento de la historia universal. Además de esto, y aun por encima de esto, pre¬ tende dar una justificación de ella. El problema de la razón de ser de la historia Ueva por ello inmediatamente a la cuestión de su finalidad.

III Cdwo acontece la historia es cuestión complicada, pero no abrumado¬ ra, la paciente investigación historiografica puede proporcionar al respecto rnuy satisfactorios resultados. Por qué tiene lugar la historia es cuestión difícil, mas no insoluble; la potencia del anáh'sis filosófico puede ayudar a no pverderse del todo en ese laberinto. Para qué transcurre la historia es

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gestión imposible; para afrontarla no hay más remedio que acudir a la imaginación. Nin^o de nuestros cuatro autores careció de ella. Más aún: ninguno creyó que debía emplear grandes cautelas al manejarla. Es comprensie. En la busca por una razón de ser de la historia se anda todavía por un suelo relativamente firme: se supone que hay una historia y que esta se halla regida por una ley capaz de ordenar su aparente caos. En la busca por una finalidad de la historia, desaparece toda solidez. Por un lado, la historia no puede explicarse por algo ajeno a ella, pues en tal caso sé desvanecería su realidad. Por el otro, no puede explicarse por sí misma, pues en tal caso cardería de sentido buscarle un fin. Hay, pues, qué imaginar algo que esté más allá de ella y que, sin embargo, sea capaz de seguir manteniendo su presencia y prestancia. Es una contradicción incómo¬ da; nada de extraño que el modo habitual de resolverla no sea ni la descrip¬ ción, ni el análisis, ni siquiera la especulación, sino esa forma de repre¬ sentarse la realidad que a través de la imaginación va a parar al sueño. Al formularse la pregunta: ¿Para que hay historia?, la misma visión se convierte, en efecto, en ensoñación. Las cuestiones que se plantean al respecto parecen demasiado poco vividas y perfiladas para que sean propias de los instantes de vigilia. Y, sin embargo, son las cuestiones inevi¬ tables, las que acechan al hombre cuando se halla desprevenido, cuando no esta ocupado o, como Pascal dina, «distraído». La historia está ahí, como algo que le pasa al hombre. Bien. Mas, jipara qué le pasa? ¿Qué necesidad tiene el hombre de tener una historia? ¿No será más bien obs¬ táculo que camino esa enorme aventura de la historia universal? El estoico y el platónico habían contestado, a su modo, a estas pre¬ guntas. La historia le pasa al hombre, sostenía el primero, como le pasan todas las cosas externas: con el fin de ejercitarse en su abstención y re¬ conocer que son indiferentes. La historia le pasa al hombre, mantenía el segundo, como le pasan todas las cosas sensibles con el fin de ejercitarse en su dominio y r^onocer que son engañosas. Más allá de la historia se hallan, una vez más, las realidades auténticas: la naturaleza o el mundo de las ideas. ¿Diremos, pues, que los mismos que negaron la auténtica realidad de la historia fueron los únicos que percibieron su finalidad? Tentados estaríamos de hacerlo si las respuestas en cuestión no tuviesen un grave inconveniente: el ser negativas. Para el estoico y el platónico la historia es, en última instancia, innecesaria. Es, a lo sumo, un ejercicio, pero^no una experiencia fundamental —o, en la anterior terminología, un obstáculo y no un camino^—. En cambio, nuestros cuatro autores coinci¬ den en que la historia es un itinerario —y un itinerario insoslayable_. Sin recorrerlo por entero no podría alcanzarse lo que constantemente bus¬ can: una tierra de promisión. Esta tierra de promisión no consiste en desprenderse de lo temporal y contingente para elevarse a lo imperecedero y eterno: consiste más bien

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en hacer eterno e imperecedero lo que parece a primera vista contingente y temporal. Ninguno de los filósofos antiguos alcanzó —o siquiera pre¬ tendió alcanzar— semejante fin. La filosofía de las esencias tenía que ne¬ gar el cambio —y con él las existencias—, haciendo de esta vida la muerte verdadera, el sepulcro del alma. La filosofía de la naturaleza omnicomprensiva tenía que negar la inmovilidad —y con ello las esencias—, haciendo de esta vida una parte del todo, rma chispa del gran fuego que todo lo devora y reconstruye. La filosofía de las esencias culminaba en un mrmdo inteligible que resultaba insuficiente por falta de realidad. La filosofía de la naturaleza omnicomprensiva culminaba en un mundo existente que re¬ sultaba insuficiente por falta de plenitud. Ahora bien, la coexistencia de lo real y de lo pleno es lo que nuestros cuatro visionarios constantemente persiguen. Esto significa que intentan umr dos formas de ser que pyor lo usual se repelen mutuamente: las existencias y las eternidades. Pues la existencia —barruntan— no será completa si no es perdurable. Y la eter¬ nidad —sueñan— no será perfecta si no es existente. La salvación del hombre eje de estas visiones de la historia— no puede hallarse, por tanto, a su entender, ni en la huida del alma solitaria hacia el reino de los inteligibles, ni en la aniquilación del cuerpo dentro del mundo de las cosas naturales. Puede hallarse únicamente en una vida que admita, como momento integrante de ello, lo efímero y perecedero; en una verdad que tenga la experiencia del error, de la culpa y de la mentira. La sal¬ vación del hombre, en suma, no puede encontrarse, según nuestros auto¬ res, ni en lo que está ya muerto ni en lo que demasiado se siente que puede morir. Sólo cuando se encuentra —o se vislumbra— esa vida verdadera o esa verdad viviente— puede decirse que tiene sentido ese conjunto de zozobras y esperanzas que tejen la historia humana. Por eso la historia Cj para nuestros autores no solamente una realidad plena, sino una reali¬ dad que tiene, además, un sentido. Desde este punto de vista puede de¬ cirse ya que el sentido de la historia es algo que está «más allá» de ella. Pues mas alia no significa ya una realidad en la cual se disuelve la hisr toria, sino una realidad por la cual la historia se mantiene. En este res¬ pecto pocas diferencias hay entre nuestros autores. Cierto que su «más allá» es en cada caso muy distinto. Para San Agustín, el «más allá» es la ciudad de los elegidos; para Vico, el modelo según el cual transcurren las historias particulares; para Voltaire, el reino de la luz; para Hegel, la plenitud de la Idea. Pero todos esos «más allás» tienen algo de común: el hecho de que a la vez que el motor de la historia constituyen la justificación de ella. La historia universal no es, pues, innecesaria. No es un obstáculo que haya que salvar a la carrera o una realidad que deba reducirse a otra considerada como mas fundamental. Es una realidad tan efectiva, que el «mas alia» buscado hace con ella lo que, según Hegel, hace el proceso dialéctico: conservarla a la vez que suprimirla. La historia

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universal se convierte de este modo en un camino, pero en un camino tan indispensable como la posada. Si el viajero que llega a ésta se instala en eUa definitivamente, lo hace con el bagaje de la historia universal. h-sto es lo que nuestros visionarios piensan últimamente acerca de la historia y de su sentido. Por eso hemos dicho que al llegar a este punto sus esp^ulaciones se convierten en sueños. Hubiéramos podido agregar: y en mitos¿De^remos por ello rechazarlas? Hacerlo así sería olvidar m que Platón insistió en poner de relieve: que ciertas cuestiones no pue¬ den tratarse si no es tejiendo mitos en torno a ellas. La visión de la his¬ toria culmina asi en una mitología de la historia; el concepto cede el paso a la metáfora. Esto, sin embargo, no debe desazonarnos. Pues el mito es ^ligroso solamente cuando no tenemos conciencia de su presencia, cuando no advertimos que esta destinado, tanto como a hacernos comprender de algún modo la realidad, a consolarnos de ella. Que esto sucede con nuestros cuatro visionarios, no me parece dudoso. De hecho, sus visiones de la historia son —y de modo eminente— consolaciones por la historia. Las razones de la consolación son en cada caso distintas: para uno es la esperanza; para otro, la repetición; para un tercero, la intervención acti¬ va; para un último, la impasible —y hasta implacable— contemplación. Pero la finalidad es idéntica: hacer ver que el sentido de la historia es la plenaria justificación de ella; hacer comprender que todo juicio final im¬ plica la historia universal. La constante fidelidad de nuestros visionarios a este común empeño ha pesado no poco en nuestra selección.

SAN AGUSTIN O LA VISION CRISTIANA

Este libro está hecho a base de dejar de lado muchas cuestiones y de pasar volando sobre muchos detalles. Lo que nos interesa es únicamente poner de relieve, mondas y nítidas, ciertas visiones —no conceptuaciones o filosofías— de la historia universal. Al empezar con San Agustín y la visión cristiana, empezaremos, pues, por olvidar su complejidad, a la cual no hemos hecho más que aludir en las páginas precedentes. Por consiguiente, no sólo prescindiremos de muchos de los elementos con los que está amasada la visión agustiniana de la historia, sino que inclusive nos abstendremos de tratar algunos rasgos esenciales de ella. Así, por ejem¬ plo, no diremos nada de la concepción —o concepciones— agustinianas de la Chitas, de la «Ciudad» o «Ciudad-Estado», de que tanto depende la comprensión de la compleja dialéctica entre «las dos Ciudades»: la de Dios y la del diablo. No diremos ni siquiera nada de la estructura más o menos platónica de la «Ciudad espiritual» como «Ciudad ideal». Más —o, si se quiere, menos —aún: forzaremos un tanto la palabra —y la idea— para que se nos dé la «visión» como de golpe. Así, empe¬ zaremos por contrastar un poco violentamente la visión en principio atem¬ poral griega —cuando menos platónica o neoplatónica— con la total vi¬ sión del tiempo histórico agustianiana. Diremos, pues, con todas las sal¬ vedades del caso —que son muchas—, que el griego no le encuentra sen¬ tido a la historia, porque lo que para él cuenta son realidades tales como la Naturaleza, la Razón, el Mundo Inteligible, lo Uno —en suma: lo que no cambia o, si cambia, imita lo que no cambia y es, por consiguiente, como si no cambiara—. Si hay para el griego tiempos, son tiempos «loca¬ les». Y si hay para el griego un tiempo, se trata entonces de uno donde ningún momento se distingue de otro salvo por formar parte de un determinado ritmo. Lo que pasa en el tiempo no es, pues, propiamente hablando, temporal; cada cosa, o cada especie de cosas, tiene su tiempo como puede tener su lugar, o su forma, o hasta su color. Si se quiere, en el tiempo suceden muchas cosas, pero no «pasa» nada. En todo caso, no pasa nada que sea absolutamente decisivo y, por consiguiente, absoluta¬ mente dramático. Para el cristiano, en cambio, hay un acontecimiento que divide y casi enemista los tiempos, por el cual los tiempos mismos adquieren inequí¬ voca presencia: la llegada del Mesías, su rápido y decisivo paso por la

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tierra. Sorprenderá un poco quizá que la religión de lo eterno no excluya, sino que afirme terminantemente, lo que parece ser negación de lo eter¬ no. Pero el cristianismo es muchas cosas más de lo que se supone y no todas las que se cree. A veinte siglos de distancia de su nacimiento, toda¬ vía nos preguntamos, perplejos, en qué consiste. Y como no podemos contestar aquí de manera adecuada a esta pregunta, hemos de limitamos a repetir lo que ya en la agónica teología de San Pablo encontramos: el cristianismo es un suceso de la historia y lo que contiene y sobrepasa la historia, es afán de eternidad y justificación del tiempo, es comprensión de la muerte y afirmación de la inmortalidad; es, en suma, lo uno y lo otro, escándalo y «locura», contraste, antagonismo y «contradicción». En esta «contradicción» se encontró el primer gran cristiano cuya visión de la historia constituye nuestro tema. No es casual que el cristia¬ nismo se hiciera cuerpo y alma en quien, según sus propias confesiones, había sido lo que Pascal dice del hombre: cloaca de incertidumbre y de error, simultáneo depósito de grandeza y miseria. Hasta San Agustín el cristiamsmo había sido sobre todo vivido; desde San Agustín iba a ser, además, pensado. Ahora bien, pensar el cristianismo parecía imposible a menos que fuera asimilada de algún modo la tradición intelectu^ griega, que la lucha entre los cristianos y los paganos, cuya violencia había sido templada ya en parte por los esfuerzos de San Justino, de San Clemente de Alejandría y de Orígenes, llegara a convertirse en armonía. Lo que en San Agustín se pensaba era el cristianismo; aquello con lo cual se pensa¬ ba era la tradición griega. Pensar el cristianismo fue por lo pronto, para San Agustín, tomar el helenismo como órgano, como im instrumento que sólo por su eficacia podía ser admitido al lado de lo que había aparecido como tan distinto de él. Pues bien, lo primero con que San Agustín se encuentra al propo¬ nerse esta hazaña intelectual es la existencia de unas realidades que el griego había excluido por ser irracionales, por no ajustarse al imperio, al despotismo y a la violencia de la razón. No se trata sólo de los misterios, convertidos en dogmas; no se trata sólo de Dios y del alma, a pesar de que San Agustín dice no interesarse más que por Dios y el alma. Se trata también de lo infinito, del tiempo y de la historia, justamente las realidades que el griego había perseguido encarnizadamente sin conseguir eliminarlas. Por eso el intento de San Agustín parece hoy, desde el punto de vista religioso, una heroicidad, y desde el pimto de vista filosófico, casi un despropósito. La escolástica medieval no había concebido nunca un programa así. Obsesionada cada vez más por las soluciones «clásicas», la escolástica que culminó en Santo Tomás fue un ensayo para recobrar la tranquilidad que el cristianismo primitivo había desterrado y que San Agustín había ignorado. Para Santo Tomás no hay contradicción entre la razón y la fe, porque la unidad de la verdad concÜia cualquier desga¬ rramiento de contrarios. Para San Agustín no hay tampoco, en el fondo.

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contradicción, pero esta ausencia de contradicción no impide sino que exige cabalmente pensar la fe por la razón y justificar ésta por aquélla. Santo Tomás y toda la escolástica comprenden para creer o, si se quiere, creen y comprenden simultáneamente, porque la comprensión no es, siem¬ pre que rectamente se use, incompatible con la creencia. San Agustín y toda la mística creen para comprender, es decir, creen porque sólo la creencia les dará por la gracia aquella razón que la misma razón no puede dar. Esta vindicación de la razón por la fe o, mejor dicho, este pedir incansablemente a la fe una razón que ilumine la creencia, es caracterís¬ tica de la meditación agustiniana sobre la historia y sobre el tiempo, y en ella se funda en buena parte su visión de la historia. La filosofía de la historia de San Agustín es rma teología de la historia. Y una teología es siempre una teodicea, una justicia de Dios y una justificación de esta jus¬ ticia. En la historia vista por San Agustín aparece no sólo, sin embargo, la justicia divina, sino también su misericordia, tan infinita y tan incom¬ prensible como su justicia. Por eso la historia es, al mismo tiempo que castigo, redención de este castigo. Para el cristiano la historia se hace, en efecto, posible mediante el pecado, es decir, mediante el quebrantamien¬ to de la ley divina, el afán de conocer el bien y el mal, el apartamiento de Dios, la soberbia. Pero el pecado es sólo la posibilidad y el fundamen¬ to de la historia, su condición necesaria y no su misma sustancia. La histo¬ ria es, sin duda, historia de los pecados humanos, pero también de la salva¬ ción de los mismos. Por eso no es una comedia, divina o humana, ni tam¬ poco una tragedia, sino un drama. La historia es, para San Agustín, his¬ toria del gran drama de la salvación. Cuando San Agustín comenzó, hacia el año 413, a escribir su Ciudad de Dios, la penetración de los pueblos bárbaros en el Imperio había de¬ jado de ser una filtración pacífica. Este hecho debía de influir decisiva¬ mente en su concepción de la historia. No debe olvidarse en ningún mo¬ mento que San Agustín siente, habla y escribe desde un tiempo que había logrado poco a poco, tras enormes esfuerzos, reconocer la existencia de culturas actuales o desaparecidas a las cuales no se podía confundir, como hicieron los griegos, con una indistinta masa de bárbaros. Esa época, una de las más oscuras y apasionantes de la historia, por lo menos para nuestros días, que parecen obsesionarse por todo lo que es inestable y crí¬ tico, es la época de la disolución del mimdo antiguo, de la forma de vida que había parecido y seguía pareciendo todavía a algunos intangible y eterna. Las causas de la llamada «decadencia», frecuentemente confundidas con sus manifestaciones, nos parecen hoy de índole complicada, si es que, en realidad, puede hablarse de causas. Para el cristiano, todo aquel de¬ rrumbamiento y aquel desquiciamiento, toda aquella enorme y monstruosa confusión del Oriente con el Occidente, del Sur con el Norte, debía apa¬ recer como el anuncio del final del drama que San Agustín enuncia y que

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ya en los comentarios de Ticonio al Apocalipsis se había anticipado. Toda época de crisis parece ser siempre el crepúsculo de la historia, la prepara¬ ción para la llegada del «primero, del último y del viviente». Tal senti¬ miento resulta mucho mas explicable todavía en aquellos siglos en que parecía advenir, con la rapida difusión del cristianismo, el desquiciamien¬ to del imperio y el establecimiento de los bárbaros, un fin previsto, el acto último de un drama que había comenzado en un jardín idílico e iba a terminar en lo que es más radicalmente distinto de un idilio; en un juicio. Ante el gran teatro del mundo, en medio de las ruinas del pasado y con la esperanza y el temor de ese juicio final, escribe San Agustín su teología de la historia, y todo el contenido de esa visión de nuestro «vi¬ sionario» debe ser entendido partiendo de esta única situación. Todo debe ser comprendido desde aquí, no sólo la visión cristiana y agustiniana de la historia, sino la misma visión de la naturaleza. Si, como hemos dicho, la naturaleza era para el griego lo permanente, el gran todo al cual cada ser individual vuelve en cumplimiento de la universal jus¬ ticia de la restitución, para el cristiano es el mal, pero el mal necesario c indispensable, porque tiene su sentido en la realización del drama de la historia. Para el estoico, la naturaleza es el fin de todas las cosas, porque la naturaleza es la razón misma, el conjunto compuesto de elementos a la vez reales y racionales. Para el cristiano, la naturaleza no tiene ningún sentido si no ha sido hecha para que el hombre pudiera desenvolverse en eUa. El hombre es para el griego y, sobre todo, para el estoico, una par¬ te de la naturaleza; para el cristiano, en cambio, la naturaleza es una parte del hombre, el cual es definido justamente como un compuesto de dos elementos contradictorios y, sin embargo, coexistentes: su miseria natu¬ ral y su grandeza divina, su radicación en el mundo y en la tierra y su posibilidad de llegar, por la gracia, hasta la contemplación de Dios. Esta imagen del hombre, que coincide en ciertos aspectos con la platónica, donde se habla, en un anticipador estilo cristiano, de la caverna y de la superficie, de la oscuridad y de la luz, del reflejo y del ser verdadero, es la imagen cristiana por excelencia, y por ello también la imagen agusti¬ niana, de un San Agustín que si cristianiza el platonismo y el neoplato¬ nismo, no deja de platonizar el contenido de la fe cristiana, de dar forma a lo que amenaza constantemente con desbordar toda forma. La natura¬ leza es, como dirá posteriormente Hegel, lo que está ahí, pero es lo que está ahí, muda y pacientemente, para que sobre ella pueda desenvolverse, como sobre un escenario, el drama de la historia. Un drama que, por lo pronto, se halla ya previsto, con su comienzo, nudo y desenlace, en la mente de su autor; un drama que es tal vez la comedia divina, pero que puede ser llamado la tragedia humana. Mas un drama que, a diferencia de los concebidos y realizados por el hombre, no tiene espectadores, sino únicamente actores. Estos actores son los hom¬ bres, todos los hombres. Por eso el hombre es, en el fondo, únicamente

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un actor, un ser que lleva la máscara y que por llevarla es llamado pre¬ cisamente lo que, al parecer, significa ‘máscara’: una persona. La per¬ sonalidad del hombre consiste en este su estar enmascarado, en este su desempeñar el papel que le corresponde, que le ha sido asignado de antema¬ no desde aquellos tiempos en que no había nada, ni siquiera tiempo, por¬ que todo estaba en el seno de Dios como modelo y paradigma. La historia comienza propiamente cuando nace, por la voluntad de Dios, el tiempo y, con él, el mundo y, con el mmido, el hombre. Lo que había antes del mundo y del hombre era para el griego un caos sin forma, una materia sin perfil, una masa sin figura. La misión de Dios era entonces simple¬ mente la de dar forma a esta masa informe, la de plasmar y no la de crear, porque el Dios que ha hecho el mundo es, como afirma explícita¬ mente Platón, un demiurgo, un obrero. El Dios del cristiano no es un obrero, sino un arquitecto, porque de él surge, al dictado imperioso de su voz, la forma y la materia, la figura de la masa y la masa misma. El hombre antiguo se encuentra con un mundo al cual atribuye la eterni¬ dad; el cristiano se encuentra con un universo que ha surgido por la crea¬ ción, que ha tenido no sólo un fundamento real, sino un comienzo en el tiempo. Pero el tiempo no tiene sentido si no sirve justamente para que, a lo largo de él, se desenvuelva lo que es esencialmente temporal: la persona humana y su dramática historia. El hombre es así para el cris¬ tiano el ser vil por excelencia, el más abyecto de los abyectos, pero a la vez el centro del mundo, la cumbre de la creación, el barro, mas ba¬ rro hecho a imagen y semejanza de Dios. Sólo cuando ha nacido del barro de la tierra y del soplo divino la figura humana, descansa Dios de su obra, la contempla y la declara buena. El hombre ha sido hecho, como diría Unamuno, para acompañar la soledad de Dios. Mas porque el hombre tiene este soplo divino, porque consiste, en el fondo, como la mística germánica señala, en una inextinguible centella, no puede ser una cosa entre las cosas, sino que, junto con la gloria de ha¬ ber sido colocado en el centro del universo, surge la consecuencia de esta gloria: la embriaguez, la curiosidad, el orgullo y, con él, el pecado. Al hombre le es dado lo que ningún ser hasta entonces había recibido: la facultad de regirse por sí mismo, de elegir entre instancias opuestas, en suma, de hacerse. El hombre recibe, por la liberalidad de Dios, la posibi¬ lidad de dirigirse hacia Dios o hacia el mundo, hacia la luz o hacia las tinieblas. Criatura de Dios, es al mismo tiempo señor de las cosas y, ante todo, señor y dueño de sí mismo. Sin ese señorío y esa simultánea de¬ pendencia no podría haber eso que llamamos una historia, un drama de la humanidad. Sin la libertad, el hombre hubiera sido bestia o ángel. Con la libertad sola, sin auxilio divino, habría sido ángel rebelde, demonio. Por esa extraña superposición de la libertad y de la dependencia, de la gracia y de la naturaleza, puede ser el más grande de los misterios de este mundo: un hombre.

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Si nos atenemos a la moderna imagen evolutiva de la historia, resulta sorprendente que el hombre comience por ser, no un bruto que se desliga de la naturaleza, sino un ser que, después de haberle sido dada la ima¬ gen y figura de Dios, vuelve a revolcarse en el barro que constituye lo más alejado de Dios que pueda concebirse, lo que los neoplatónicos y, jimto con ellos, los primeros padres de la Iglesia, llamaron indistintamente el no ser, el mal y la materia. La visión actual de la historia nos presenta un origen que se confunde con lo que nuestros abuelos llamaban, no sin cierto estremecimiento, la noche de los tiempos. La visión cristiana, coin¬ cidiendo en ello dentro de su gran disparidad con la judía y la griega, nos presenta, en cambio, un origen tan increíblemente claro y transparente que cuesta esfuerzo inclusive pensarlo. Para el progresista moderno, en un principio fue la dispersión, y la historia consiste casi exclusivamente en el proceso en que lo disperso se va concentrando, en que la multiplicidad se transforma en unidad. Para el cristiano, la unidad ha sido el principio y origen de la historia y toda ella ha consistido en el desgajamiento de esa unidad primitiva, hasta que, con la venida de Cristo, y por ella, lo confuso y lo múltiple se hace nuevamente unitario. Visión que es, por tanto, lo más radicalmente distinto que puede darse de la idea del hom¬ bre sostenida por el progresista moderno. Para éste, el hombre ha surgi¬ do como un producto final del desenvolvimiento del universo y es, a la vez que vm ser natural, un comienzo de la conciencia que el universo tiene de sí mismo. La evolución del hombre es el resultado de su propió esfuerzo, el afán por liberarse del terror pánico, de la oscura caverna pri¬ mitiva, el paso lento y tenaz de la sombra a la luz, del instinto a la ra¬ zón. Para la idea oriental del primer hombre, para la idea griega del alma desterrada y, desde luego, para la idea cristiana, no hay paso de la som¬ bra a la luz, sino todo lo contrario: a la luz primitiva, a la claridad y transparencia de su origen, ha sucedido la confusión y la multiplicidad, la verdadera noche en que, de Adán a Jesucristo, ha imperado, en medio de la ignorancia de los pueblos, una sola y única revelación del Dios es¬ condido, la revelación incompleta manifestada al pueblo judío, el que ha dado muerte temporal y vida eterna al Hijo de Dios. La grandiosidad de una tal concepción de la historia se hace más pa¬ tente en el modo como es resuelto el espinoso problema de la división de las épocas. Semejante problema no existe ni para el griego ni para el judío, porque ante ellos no se despliega una sucesión de pueblos diversos, sino que al lado del propio pueblo y a veces inclusive de la propia ciudad o de la propia tribu hay sólo una masa amorfa, carente de libertad en el primer caso, ignorante del Dios verdadero en el segundo. Mas para el hombre del siglo v, que ya tiene detrás de sí no sólo la tradición inte¬ lectual griega y la grandeza política de Roma, sino también la irrupción de los pueblos bárbaros y la desaparición de los imperios de Oriente, se perfila una más complicada figura. Todo pueblo antiguo se considera a sí

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mismo como el centro del mundo y ello tanto en los judíos, en los grie¬ gos y en los romanos como en los pueblos que llegaron a formar Estados fuertes y absorbentes: en los asirios, en los babilonios, en los persas. El siglo V no podía ignorar simplemente el peso de tales pueblos en la his¬ toria. Mucho menos el hecho tremendo de su desaparición y hundimiento. Por eso la imagen de la historia bosquejada por San Agustín es a la vez que un intento de comprender dentro de una unidad la variedad de las épocas y de los pueblos, el primer esfuerzo que se hizo en el mundo antiguo para no convertir la historia universal en una crónica doméstica. La «filosofía de la historia» de los judíos, de los griegos y de los roma¬ nos es la narración de las vicisitudes de un pueblo que existe sin preocu¬ parse de los demás, excepto en la medida en que ello es requerido por la necesidad de la defensa de la conservación de su independencia y domi¬ nio. La filosofía de la historia de San Agustín es, en cambio, la filosofía de la historia de toda sociedad humana, la cual se halla ligada, según sus propias palabras, por «la comunión y lazo indisoluble de una misma na¬ turaleza». Ahora bien, ello no es posible si no se toma como punto de referencia algo que se halla más allá y por encima de la historia misma, de la evolución de un pueblo o de la comunidad de una raza. Este punto de referencia, que consistió en gran parte para el judío en su propia evo¬ lución como pueblo destinado a transmitir su revelación de Dios al mun¬ do, fue transformado en el cristianismo por una finalidad trascendente. Por eso la visión cristiana de la historia, decididamente apoyada en la vi¬ sión judaica, es, en el fondo, muy distinta de ésta. Muy distinta de ésta y muy distinta de todas en virtud de la idea agustiniana de separar la ciu¬ dad terrena de la ciudad divina, de dar, según una incomparable justicia, lo que corresponde a cada una de ellas: a César y a Dios. La separación entre Dios y el César como separación entre la religión y el Estado o, en el orden individual, entre el hombre y el ciudadano, había sido preparada ya en el crisol de esa extraña fusión de creencias y esperanzas que se conoce con el nombre de sincretismo. El rasgo carac¬ terístico del régimen antiguo había sido la íntima vinculación de lo esta¬ tal con lo religioso. La ciudad terrena era al mismo tiempo la ciudad di¬ vina, y lo que Fustel de Coulanges ha llamado el régimen municipal, esto es, el Estado-ciudad concebido simultáneamente como Estado-iglesia, se había mantenido sin quebranto hasta que, con la expansión de Roma,' re¬ sultó imposible conservarlo. El mundo antiguo se había mantenido' fir¬ memente, dentro de sus estrechos límites, mientras no hubo separación entre lo religioso y lo profano, es decir, mientras hubo, como en los co¬ mienzos, creencia verdadera, y no ya, como en los tiempos de Cicerón, creencia a medias. En realidad, la disolución del mundo antiguo comenzó cuando, tras la vacilación y el hueco dejado por la fe y la confianza en los dioses, apareció lo que fue denominado el amor al saber, la filosofía. Con la filosofía comienza, en efecto, no sólo una nueva ciencia, sino una nueva

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época, y, si ello no parece excesivo, podría decirse que con la filosofía comieda a nacer Europa. Todo parecía haber marchado perfectamente en la antigüedad mientras el hombre no formuló una pregunta que hoy puede parecer un tanto inocente, pero que entonces debió de ser considerable¬ mente grave y, sobre todo, sobremanera impía. Al preguntarse el hom¬ bre antiguo lo que eran las cosas, manifestaba su desesperación y su desconfianza: con la filosofía se sigue creyendo en los dioses, mas no ya totalmente. La filosofía ha disuelto el mundo antiguo —o la conciencia del mundo antiguo—, y quien pregunte por qué el cristianismo, que había surgiao en sus primeros tiempos tan ajeno a la tradición filosófica, tan extraño a su refinamiento intelectual, se fundió luego, bien que en per¬ petua lucha, con ella, deberá ante todo tener en cuenta que, en última instancia, la filosofía y el cristianismo se iban enderezando, por caminos distintos, a un solo fin. Hacia el siglo iii pudo parecer todavía que el cris¬ tiano y el filósofo representaban, respectivamente, el mundo nuevo y el antiguo mundo. A estas alturas parece evidente que ambos representaban lo mismo. A esto hemos llamado durante siglos el Occidente. Filosofía y cristianismo, alojados en el orbe romano, han sido los püares espi¬ rituales de la civilización occidental. Por este motivo se ha llamado a San Agustín el primer filósofo cris¬ tiano, el primer hombre moderno y el primer europeo. En él comienza la madurez de Europa, una madurez que se alcanza precisamente cuando el hombre de Occidente confiesa que no tiene patria. La coincidencia del estoicismo, del neoplatonismo y del cristianismo tiene lugar, ante todo, en el palenque común de un cosmopolitismo que debía resultar, aun en¬ tonces, después de haberse todo confundido un poco, terriblemente sub¬ versivo. Pero el cosmopolitismo de los estoicos y de los filósofos griegos de la última hora se parece, por lo menos, tanto como se diferencia del cristiano. Mientras los primeros sostienen que su patria es el universo, el segundo afirma que no hay otra patria que la invisible, que esa patria que San Agustín, siguiendo los precedentes de la historia antigua, ha llamado «ciudad». Ciudad divina. El filósofo griego entiende ciertamente también por ‘universo’ algo más que el conjunto de las tierras conocidas, pero se detiene siempre ante lo que ha sido durante siglos su obsesión máxima: la naturaleza. El filósofo cristiano comienza por combatir esta naturaleza, que si en el orden material es concebida como barro, polvo y ceniza, en el orden histórico es llamada también una ciudad, pero con un califica¬ tivo de menosprecio: la ciudad del diablo, la ciudad terrena. La historia no es dramática para el neoplatónico v el estoico porque, en última instan¬ cia, no hay historia, sino historias, y aun historias siempre iguales, repe¬ tidas eternamente a lo largo ertenecen a una historia que es pura y únicamente inquietud y dolor, mas no inquie¬ tud por encontrar el reposo en el seno de Dios, sino por dominar el mun¬ do. Los ojos de los que en ellos viven y a ellos se entregan no ven más allá de sus obras terrenales y no son, como los ciudadanos de la ciudad de Dios ya en esta vida, «bienaventurados en la esperanza», pues sus dioses no pueden ayudarles. No podrán salvar a la ciudad terrena de su final hundimiento ni los dioses antiguos ni los nuevos dioses de los filó¬ sofos, que si no claman venganza no pueden ser tampoco depósito de amor y caridad. Contra esos dioses —los antiguos y los modernos—, contra ese estar dominado por el afán de dominio que caracteriza la existencia de los Es¬ tados temporales se dirige San Agustín en nombre de la divina y eterna patria que, si por el momento está arraigada en el tiempo y en la his¬ toria, apunta al más allá continuamente. Alrededor del símbolo de la patria celestial, en torno a la Iglesia se reúnen los elegidos, aquellos que, tras el período funesto en que no había libertad sino para el mal, han alcanzado por la gracia la libertad verdadera y por ello puede decirse que están salvados. Pero si la Iglesia es condición no es causa suficiente, y por eso aun en ella son pocos los elegidos y son muchos los condenados! Llamado a la salvación ha sido todo el género humano en la persona de Adan; condenado ha sido también todo el género humano en la misma persona, definitivamente salvada sera solo, empero, una pequeña parte de él, precisamente esta parte que, mientras vive en la historia y en el mundo, tiene fuera su alma y sus entrañas. Esta justicia de condenar a todos y esta misericordia de salvar a algunos es lo que da su angustioso sentido a la visión agustiniana de la historia y lo que hace de ella, al tiempo que el reino de la desesperación, el fundamento de la esperanza. Pues, en último término, si no hubiera historia, esto es, si no hubiera lucha entre las dos ciudades, aquí confundidas y allá estrictamente sepa¬ radas, no habría ni siquiera perdón para esos pocos que han sido a la vez llamados y elegidos, que constituyen ya desde este momento el nú-

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cleo con el cual se formará, terminados los tiempos con el juicio, la pa¬ tria celestial. Esta teodicea de la historia, esta justificación de una providencia que, aun sabiendo de antemano a cuán horribles padecimientos eternos será sometida la mayor parte de los hombres, no ha detenido su impulso crea¬ dor, no ha vuelto a sepultar en el barro lo que del barro había nacido, puede parecer a muchos una cruel pesadilla. Así han opinado quienes, como Orígenes, han sobrepuesto al castigo eterno, a la separación radical entre las dos ciudades, la última y definitiva unidad de todas las cosas en todo, la apocatástasis, recapitulación o vuelta de todo a Dios. Pero a esta distinta y más apacible imagen opondrá siempre la visión agustiniana el hecho tremendo de que la condenación de los más no es prueba de crueldad, sino de justicia, y de que la salvación de los menos no es manifestación de justicia, sino de misericordia. Orígenes se limita a seña¬ lar el castigo del pecado original y de los pecados derivados con la inmer¬ sión en la materia, con la extinción de la llama divina por ese mal que es el poseer una realidad defectuosa, por esa impureza que es el mundo hollado por la culpa. Pero el mal no es para él definitivo, porque la gracia alcanza, en última instancia, a todos, y la muerte de Cristo es la muerte por la cual el género humano, en su integridad, sin separación ni elección, Volverá a reunirse con su primitiva fuente, con el hontanar que le dio sucesivamente vida, muerte y resurrección. Mas si esta visión es más reconfortante que la agustiniana, suprime todo lo que constituye la raíz y el principio de la historia, el ser constitutivamente un drama y no una comedia en la cual, como corresponde al género, «todo acaba bien». En la visión agustiniana no acaba todo bien, como en la comedia, ni todo mal, como en la tragedia; en ella mueren, con una eterna muerte sin re¬ poso, los réprobos o los condenados, pero viven con una vida sin más inquietud y desasosiego los que, debiendo ser también condenados, han resultado, por una elección que escapa a la razón humana y acaso a toda razón, inscritos en el registro de una ciudad que está constituida desde siempre, pero que sólo quedará colmada cuando la historia, ese sueño que es una pesadilla, haya terminado de ser soñada. Puede que no haya que acusar demasiado a Dios de su aterrador dictado, porque acaso la pesadilla también a Él alcanza y somos nosotros la visión que aparece constantemente en sus sueños. En los sueños de Dios, que si tal fuera cierto, serían para el hombre más reales que la realidad.

VICO

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LA VISION RENACENTISTA

De la muerte de San Agustín al nacimiento de Vico transcurren poco mas de trece siglos, y a lo largo de ellos transcurre el primer acto del drama europeo y el descubrimiento de que allende las montañas y los mares, en las fabulosas Indias de Oriente y de Occidente, están pasando análoga peripecia. Pero lo que más altera la nueva visión que va a formu¬ larse de la peripecia humana, no es tanto que sea más amplia y compli¬ cada como que no haya terminado todavía. No se olvide que la primitiva visión cristiana de la historia es casi el anuncio del final del drama huma¬ no. A intervalos soplaron sobre Occidente pánicos colectivos, asomos de apocalipsis, anuncios de consunción definitiva. Y, sin embargo, por en¬ cima de tales angustias, la historia proseguía y aun podía decirse que se hacia cada día mas rica en posibilidades. Este paradójico rejuvenecimiento del mundo, de un mundo que era ya viejo cuando San Agustín lo descu¬ bría, es lo que imprime su más indeleble carácter a la visión histórica de Vico; cuanto de ella se diga ha de tener, pues, como fondo, lo que cabría llamar «la experiencia de la renovación». La visión de Vico fue a la sazón tan nueva que durante más de dos¬ cientos anos después de su formulación j>ermaneció casi inadvertida, y, en la época misma en que era enunciada, absolutamente incomprendida. Los tiempos de Vico seguían embarcados en la aventura de la física, y cuanto en el saber no estuviera encaminado al descubrimiento de las regularidades naturales debía de parecer ocioso. La obra de Vico, la Nueva ciencia, aparece en su primera redacción poco menos de un siglo después de los Discursos de Galileo y de Descartes sobre algo que es llamado también la nueva ciencia; la ciencia matemática de la naturaleza. Ahora bien, de estas dos ciencias, sólo a una de ellas, a la ciencia física, le fue explícitamente reconocida la novedad. A la historia, en cambio (o a lo que se entendía entonces por historia), no podía serle reconocido el títu¬ lo de ciencia nueva, no solo porque, según los hábitos del tiemp)o, no era nueva, sino también, y muy especialmente, porque no era ciencia.’Ciencia se llama durante el siglo xvii y buena parte del xviii exclusivamente a la física y a todo lo que, como la física, es susceptible de ser expresado en fórmulas matemáticas, de ser sometido a cantidad y medida. Lo verda¬ dero es para aquellos apasionados de la ciencia natural lo que puede ser contado.

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Frente a esta persistente limitación de las mejores mentes a los nú¬ meros y a las medidas, Vico sostiene una extraña teoría del conocimiento y una todavía más extraña metafísica elaboradas al hilo de una continua oposición al cartesianismo dominante. Para éste, la mente humana es ante todo una sustancia racional, una cosa que piensa; para Vico, en cambio, la mente no es ninguna cosa, porque no posee la razón, sino que se limita a participar de ella. Por eso nos dice paradójicamente Vico que el hom¬ bre puede pensar en las cosas, pero no entenderlas. Toda ciencia humana es, en realidad, imitación de la ciencia divina, y como tal parte muy re¬ ducida de lo que Dios conoce y sabe. Dios lo conoce y lo comprende todo, porque lo ha hecho todo; el hombre conoce y comprende sólo al¬ gunas cosas, muy pocas, precisamente las que él mismo hace. Las demás las piensa, p>ero no las entiende. Ahora bien, sólo hay dos cosas que el hombre verdaderamente hace: una de ellas es la matemática, la ciencia de lo más abstracto; otra es la historia, el saber de lo más concreto. Sólo para ellas hay criterio de verdad absoluto y, por tanto, absoluta y verda¬ dera ciencia. La ciencia es, ante todo, para Vico, al revés que para sus contemporáneos, ciencia de los objetos no físicos, ciencia de la realidad espiritual. Por eso la historia merece ser llamada nueva ciencia al lado de la vieja ciencia matemática y contra toda pretendida ciencia nueva, contra esa insensatez que representa querer conocer las cosas que no hacemos. Pero como esta historia no es ya amena narración de hechos transcurri¬ dos o grave justificación de por qué han pasado, sino imparcial enuncia¬ ción de leyes y regularidades, el desigual combate de Vico con la física termina con una tregua en donde la propia física acaba imponiéndose a ese caballero andante de la historia. Vico hace, no una teología, ni siquiera, como hoy se dice, una psicología, sino una física de la historia. Lo que Vico pretende es, en efecto, establecer los principios de la «historia ideal eterna» de acuerdo con la cual transcurren las historias particulares; las le¬ yes que rigen y por las cuales se explica la «naturaleza común de las naciones». La nueva ciencia histórica es, pues, también, y en una propor¬ ción que su autor no había podido imaginar, una ciencia natural. Tal ciencia se aplica, sin embargo, a una naturaleza que se resiste a ser sustancia: la naturaleza humana. La frecuente crítica anticartesiana de Vico puede reducirse, en el fondo, a la indicación del hecho de que el filósofo seducido por la física renuncia a una experiencia menos exacta, y, desde luego, menos cómoda, pero infinitamente más rica y complicada que la física: la experiencia histórica. No sólo esto. Mientras el físico moderno rechaza la historia por estimarla como una de las bellas artes, ese confuso napolitano llega a la inaudita afirmación de que si hay un saber inseguro e improbable es precisamente el saber de la natura¬ leza, opaca para la mente humana, que resbala sobre ella sin penetrarla. Si parece haber en la obra de Vico unas nupcias de la naturaleza con la

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historia, parece también que tal matrimonio es la consecuencia del rapto de la primera por la segunda, pues sólo por la historia puede la naturale¬ za y, sobre todo, la naturaleza humana, ser penetrada y comprendida. Ahora bien, si la nueva ciencia es la ciencia de la historia eterna ideal, forzoso será admitir que es imposible si, en el fondo, no queda reducido todo cambio y transformación a una naturaleza única, a una sustancia. Tras las nupcias de la naturaleza con la historia o, mejor dicho, tras el rapto de la naturaleza por la historia ha ocurrido, como a veces pasa, el triunfo del raptado sobre el violador. Toda historia efectiva es, pues, participación casi platónica de unos sucesos en una historia ideal inalterable, pensada y dictada por una pro¬ videncia. No obstante, esta providencia no es, simplemente, la sumisión de los hechos a un arbitrario poder ajeno al mundo. Si hay, en efecto, un poder extraño al mundo y sup>erior a él, no existe para desbaratar la idea eterna de la historia humana, sino justamente para hacerla cumplir, para que en ningún momento la sociedad humana subsista sin orden, es decir, sin Dios. La providencia, que rige la historia y a la cual nada es¬ capa, es, pues, en realidad, vigilancia, mantenimiento del orden estable¬ cido desde la eternidad, verdadera policía. La providencia rige las cosas humanas, pero las rige con el fin de que estas cosas permanezcan dentro de su cauce. El hombre puede hacer lo que quiera con tal de mantenerse en este cauce; la libertad es libertad para todo menos para desbordarse. Por eso la historia humana es como un río cuyos desbordamientos se llaman crisis y cuyos recodos marcan los principios de nuevas etapas. La historia es, en suma, una serie de cursos y recursos, un vivir encajonado en una libertad que existe sólo porque hay, a derecha y a izquierda, las riberas de una inexorable fatalidad. Lo que tiene que hacer la suprema providencia es, pues, simplemente, vigilar el curso y recurso de la historia humana para que ningún desor¬ den, excepto los muy transitorios, sea permitido. El desorden, el desbor¬ damiento, caracteriza justamente los momentos de tránsito y de crisis, el instante en que, recorrida una serie de etapas, parece que las confusas aguas vayan a saltar por las riberas. El desorden es, en rigor, tan nece¬ sario como los órdenes precedente y subsiguiente, pero su necesidad se limita a lo momentáneo; el desorden es, más que una etapa, un límite. Más acá y más allá de él, el hombre vive dentro del cauce que la historia ideal ha excavado y del que no puede escapar sin que la transgresión vaya acompañada de cualquiera de estas dos cosas: de una violenta res¬ titución del orden establecido, o de una desorientación que es la muerte. El desorden es así necesario, a su modo, pero sólo como principio de un nuevo orden y de una nueva ley. El tránsito del orden al desorden y de éste a un orden nuevo en el tiempo, pero antiguo en la idea, es lo que se llama los cursos y recursos de la historia humana, la cual se repite a sí misma, porque renace infa-

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tigablemente de si misma. Por eso la visión histórica de Vico es una vi¬ sión renacentista, no sólo por ser la culminación teórica de ciertas ex¬ periencias, luego disueltas por las ideas claras y distintas, que alborearon en el Renacimiento, sino también porque su eje lo constituye la fe en el renacimiento perpetuo de la especie humana. La historia ha nacido una sola vez con la creación del hombre, pero ha renacido ya muchas veces y parece ir en camino de un renacimiento perpetuo, de una perpetua des¬ trucción y reconstrucción de sí misma. La historia se asemeja por ello a un proceso jmídico interminable; no es, pues, por azar que Vico ha elegido un término exactísimo: ricorso, recurso. El recurso es lo que tiene lugar cuando se renueva un expediente y se va remitiendo a fechas cada vez más inciertas el definitivo juicio. Para San Agustín, el juicio final condiciona la visión de la historia, la cual tiene que transcurrir rápida y violentamente porque el reo ha sido llamado ya a comparecer ante el tribunal supremo que ha de salvarle o condenarle. Para Vico, en cambio, el hombre parece haber interpuesto ante el tribunal de Dios una instancia de apelación para que el juicio sea menos apremiante, y la primitiva in¬ quietud de la historia, tan patente en San Agustín, se convierta en una confiada espera. Esta instancia de apelación es el recurso, la renovación constante de un expediente que, de puro interminable y complicado, será ya, cuando llegue el fin de los tiempos, completamente ilegible. La histo¬ ria se convierte así en el expediente de la especie humana, en su insis¬ tente y casi mecánica apelación al supremo juez y administrador. El contenido efectivo de cada expediente, es decir, de cada historia, puede ser distinto y responder en cada caso a las condiciones particulares de la nación apelante; la forma será siempre la misma y responderá a la inexorable formalidad jurídica. Cada una de las historias particulares de cada una de las naciones es sólo un curso para el recurso subsiguiente y un recurso para el curso anterior, para la etapa que lo había preparado y precedido. No hay, a diferencia de algunas tan llamativas como arbi¬ trarias morfologías de la cultura, pueblos distintos y casi totalmente in¬ dependientes, que siguen en su evolución las formas que les impone una supuesta y, por lo demás, metafórica constitución biológica. Si Vico supone también, como el naturalismo de nuestros días, una infancia, una juven¬ tud y ima madurez o vejez de la historia, percibe, al mismo tiempo, que la vejez de cada pueblo es, en el fondo, el anuncio de la niñez de un pue¬ blo que ha de surgir de entre sus ruinas. Los pueblos que han alcanzado la vejez no son, en rigor, menos jóvenes que los pueblos que comienzan. Si la evolución conduce, desde luego, a la consunción, conduce también, y por el mismo camino, a una resurrección y a un milagroso renacimiento. El concepto evolutivo de la historia que se encuentra en Hegel, en Comte o en Spengler es, pues, bien distinto del más consolador y optimista de Vico. I^es no hay en éste una serie de evoluciones sin sentido de pueblos separados o un recorrido único que conduce simultáneamente a la pleni-

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tud y a la muerte, sino un curso repartido a lo largo de múltiples recur¬ sos, una renovación que da vida a los más jóvenes y esperanza a los más decrépitos. Hablar de pueblos mozos y de pueblos viejos, de naciones vigorosas y de naciones caducas, es olvidar lo que tiene de tranquilizadora esa magnánima visión de Juan Bautista Vico, que si hace de la historia un expediente, deja, por lo menos, que las naciones vivan confiadas en la posibÜidad de su renovación perpetua. La filosofía de la historia de Vico es la filosofía de la historia de los pueblos que se niegan a morir. Ahora bien, si la historia es interminable, es también monótona, pues cada uno de sus cursos o de sus recmsos habrá de someterse siempre al imperio de tres etapas. Estas etapas son obligatorias: lo son hasta el punto que su mejor representación gráfica no es la línea, de la cual cabe escapar, sino el círculo, de cuya férrea tenaza nadie puede evadirse. La única eva¬ sión posible para un pueblo es, en realidad, la resistencia a pasar de una edad a otra, la permanencia dentro de uno de los tiempos que le han sido asignados. Este puede ser, por ejemplo, el caso de los pueblos primitivos que siguen viviendo en tal estado y no parecen mostrar indicios de salir de él en fecha próxima. Vico pudiera tener presentes a los pueblos aborí¬ genes americanos, de los que entonces se conocía casi únicamente el as¬ pecto externo de su cultura; podía tener presentes, también, a varios pue¬ blos africanos que viven, como ha dicho Breysig, en perpetua alborada, sin decidirse a pasar de su larga niñez a una madurez que ha de ser su muerte, pero también la promesa para un futuro rejuvenecimiento. Es el caso, también, de los pueblos que, como Numancia, Capua y Cartago, han sido destruidos antes de recorrer todo su ciclo. Tales casos no son, em¬ pero, contravenciones a la ley de la común naturaleza de los pueblos: son únicamente, por así decirlo, expedientes que permanecen en su primera fase, procesos en los cuales no hay curso ni recurso, porque no ha habido todavía ninguna apelación. Dejando aparte tales casos, que sin duda no de¬ muestran, pero que tampoco invalidan, esa ley inflexible, todos los pueblos que siguen una marcha incesante, que no permanecen estancados, han de recorrer el camino que una providencia implacable les señala. Las tres épocas o edades no son, sin embargo, únicamente tres tiem¬ pos. Cada una de las épocas es, más que una época determinada, una de¬ terminada naturaleza. Lo que caracteriza, en efecto, a cada edad, es la unidad formal y de estilo de todas sus manifestaciones, la perfecta y ad¬ mirable correspondencia de todos sus ademanes. Vico llama a estas tres edades la divina, la heroica y la humana. La primera es la edad infantil, en la que impera el noble salvajismo; la segunda es la edad juvenil, en que el heroísmo domina; la tercera es la edad senil o madura, la época de la verdadera humanidad. Pues bien; ¿qué es lo que a grandes rasgos caracteriza a cada una de esas épocas? ¿Qué es lo que da a cada una de ellas esa «maravillosa co¬ rrespondencia» de que Vico nos habla, y que parece más bien cosa de

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milagro que hecho consumado? ¿Qué nos dice Vico cuando, aun a ries¬ go de aventuradas interpretaciones, nos adentramos en su caos? La idea de las tres edades es, por lo pronto, la sistematización de una manera de ver que en tiempos de Vico era ya proverbial, y que se refería a la infancia, a la juventud o a la madurez del género humano. Desde el momento en que se descubrió que había una historia de la huma¬ nidad y no sólo una serie de hechos sin sentido, la correspondencia entre sus etapas y las edades humanas debía de imponerse con fuerza irresistible. Esta correspondencia era, por otro lado, el resultado de una experiencia que cada época y cada pueblo hacen en mayor o menor medida. El sentirse joven o viejo no es sólo un sentimiento individual, mas también colectivo; por él se hacen los jóvenes de culturas milenarias más ancianos que los viejos de culturas mozas. La infancia, la juventud o la madurez era, pues, y sigue siendo para nosotros, algo que nos corresponde vivir colectiva¬ mente, más allá de nuestra edad individual, algo que manifestamos, aun sin quererlo, en cada uno de nuestros gestos y en cada una de nuestras palabras. El hecho de un posible rejuvenecimiento, de una vitahdad in¬ acabada e inacabable de cada uno de los pueblos, no impide que la juven¬ tud revivida sea muy distinta de la primera infancia. En suma, si bien una filosofía de la existencia humana es una filosofía de la historia, ésta es asimismo una filosofía de la existencia humana: —la realidad humana. Vico anticipó, es fundamentalmente histórica. La edad infantil es la edad divina, edad esencialmente poética o crea¬ dora, edad de los gigantes que empiezan a vivir dispersos en la soledad de las montañas. La fidelidad de Vico a la narración bíblica es grande; el pueblo elegido de Dios es, pues, el verdadero principio de la historia. Sin embargo, si el pueblo hebreo aparece en el umbral de la historia, no es, ni mucho menos, toda la historia primitiva. La luminosidad de los prime¬ ros tiempos, de Adán hasta Noé, cede bien pronto el paso a una época oscura que sobreviene cuando al llegar Noé a la edad de quinientos años engendra a Sem, Cam y Jafet. Esta época nos es conservada por el mismo relato bíblico, el cual nos habla de la multiplicación de los hombres sobre la tierra y, ante todo, de la aparición de los gigantes, esos héroes nacidos del ayuntamiento de los hijos de Dios con las hijas de los hombres. La co¬ rrupción de la tierra, «llena de violencia», es la primera consecuencia de la dispersión de los descendentes de Cam y de Jafet —«errando fero¬ ces por la gran selva de la tierra fresca»—. De ahí nacieron los pueblos paganos, esos pueblos que proliferan luego sin que se sepa cómo surgie¬ ron, pero que Vico hace brotar de una dispersión que tuvo lugar tras el diluvio, cuando los hijos de los hijos de Noé se extendieron por las islas y por los países de Acadia y de Sumeria. Sólo con ellos comienza propia¬ mente la edad divina, pero el paso de la unidad a la dispersión es úni¬ camente una época de tránsito, la primera gran crisis histórica. La historia se inaugura con tres elementos, que son, a la vez, el fundamento de la 22

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convivencia; la religión, el matrimonio y la sepultura de los muertos, y por eso el proceso de esa gran dispersión no pertenece propiamente a la edad divina, primera fase de cada historia particular, hasta tanto no haya un reposo de su vagar errante por las montañas. Este reposo es el refugio en las cavernas, que protegen contra las primeras iras de Dios: las tem¬ pestades. Pues esos hombres primitivos, que perdieron al Dios que les dio origen, comenzaron por creerse dioses, por confundir su soledad con BU omnipotencia. Sólo cuando los elementos de la naturaleza les persiguie¬ ron hasta sus oscuros refugios, comprendieron que la soledad era aparente, y que, por encima de su fuerza, a la vez brutal y sincera, había un poder que no podían doblegar con sus brazos ni vencer con su indomable es¬ píritu. Del reconocimiento de esa fuerza nacieron la piedad, como norma de vida, y el temor, como forma de relación entre el hombre y lo sobre¬ humano. Pero si el temor ha hecho a los dioses, no ha hecho, en cambio, al Dios supremo y verdadero, que se halla por encima de todo terror y espanto, porque no es el fuego que todo lo devora, sino el amor que todo lo tme. La explicación del origen de los dioses paganos puede no ser in¬ compatible con la verdad del Dios de la redención y del amor. Por ser el temor la manera fundamental de la vida, todos los actos de la existencia serán, en esa primera época, actos atemorizados, realizados de acuerdo con la divinidad y jamás fuera de ella. Tal dependencia de lo divino se manifiesta en todos los órdenes de la existencia colectiva, desde el derecho y el gobierno hasta la ciencia y el lenguaje. La unidad de los actos no es, sin embargo, la identidad, sino pura y simplemente, la corres¬ pondencia, la «maravillosa correspondencia». Por eso, lo primero que ha¬ cen esas sociedades primitivas es elegir quién debe regirlas, mas no como monarca, sino como representante de los dioses sobre la tierra. El dere¬ cho depende de Dios, y no, como en las épocas heroica y humana, de la fuerza o de la razón. Lo que caracteriza al gobierno de los hombres es, pues, la teocracia, el gobierno de Dios en la figura de los hombres supe¬ riores, de aquellos que acaso carecen de la razón del sabio o tal vez no poseen la fuerza del guerrero, pero que están llenos de la intuición del poeta y del profeta, pues son depósitos de la voz que el dios o los dioses escondidos transmiten periódicamente a los hombres. De ahí la prolifera¬ ción de los oráculos, de los signos, de los sueños, de cuanto pueda ser interpretado y i>enetrado. En esas sociedades nada se hace sin que preceda a la acción la consulta, y no simplemente una consulta ritual, como las de las épocas heroicas, donde los oráculos perduran, mas sin la primige¬ nia fuerza, sino una consulta cordial, que el corazón espera y teme a la vez, pues la voz de Dios es la voz del futuro: la voz del destino. En tal gobierno teocrático no desaparece, sin embargo, la responsabilidad de los poetas y de los profetas; éstos deben limitarse, por lo pronto, a transmitir la voz de Dios, pero junto al nudo acatamiento hay la posibilidad de alterar la voluntad divina por la queja, por el ruego y por el llanto. Por eso la

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misión de la teocracia gobernante es interpretar a los dioses, pero luego interceder cerca de ellos, no sólo viendo, a través de los signos, lo que pretenden, sino también procurando que pretendan algo determinado. De ahí el primado en el lenguaje de una forma de expresión hermética, única que conviene a la majestad de los dioses. El gobernante de las épocas di¬ vinas es a un tiempo poeta y teólogo. Como poeta, dice en sueños lo que los acontecimientos son en su entraña. Como teólogo, habla con Dios y habla de Dios, lo interpela y transmite el resultado de su «diálogo» a los hombres. Lo que así se busca no es el saber formulario, residuo de rma experiencia milenaria, ni la esencia de las cosas, sino la conformidad con los designios divinos, que están, por principio, ocultos, pero que no necesi¬ tan ni siquiera ser justos, con esa menguada justicia que representa el querer dar a cada cosa lo que le corresponde. No es sorprendente que los primeros füósofos griegos sean, a la vez, los primeros defensores de la justicia contra esa injusticia que es, para ellos, el pretender determinar las cosas de otro modo que pK>r las razones, En la épKKa divina, en cambio, no hay razones, sino voluntades; no hay justificación, sino obediencia. La autoridad tiene pK>r misión no el cumplimiento de la justicia ni la apli¬ cación de la fuerza, sino la transmisión del mensaje. Si, en verdad, domi¬ na ima razón sobre los hombres, es la razón divina, aquella que sólo Dios conoce íntegramente y revela parcialmente al hombre. La revelación cons¬ tituye una parte esencial de la historia de tales sociedades, hasta el punto de que la madurez de ellas se mide, como entre los hebreos, por la mayor o menor «cantidad» de cosas reveladas, p>or el paso sucesivo del escon¬ dimiento a la presencia. La razón es cosa de la autoridad, pero la autoridad es sólo cosa del autor, es decir, del creador. A esta edad sigue casi inmediatamente una época que es también poé¬ tica, pero de una poesía menos elevada y grandiosa. Ahora hay ya un ver¬ dadero Estado, ptorque el hombre ha perdido una parte de su ingenuidad y necesita, al hacerse más astuto, un vínculo que le una formalmente con sus semejantes. Los protagonistas de este segundo acto de un drama eter¬ namente repetido, no son ya los hombres-dioses, sino simplemente los héroes, esto es, los jóvenes. El asentamiento, tras la primitiva fase nóma¬ da en una tierra; la necesidad de defenderla y defenderse, da origen a una civilización donde los hombres no se creen ya dioses, p)ero sí herede¬ ros de los dioses. Si la época divina fue la época del predominio del agua, la épKxra de los ríos y de los manantiales, este nuevo período comienza con el imperio de las ciudades. Su carácter distintivo no es ya la ciega y medrosa sumisión de los siervos a los señores y de los señores a los supremos dioses; la piedad y el temor son bien pronto sustituidos por la irritación, pK>r la taimería, pK>r la violencia. El campo invita, a veces, al recogimiento y a la admiración p)or la majestad de lo creado; la ciudad enfurece, y da origen, segtin los casos, a la opresión o a la rebeldía. Por eso, toda la época heroica está llena de las luchas entre los fuertes y los

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débiles, entre los patricios y los plebeyos. El derecho de la fuerza se so¬ brepone entonces al derecho divino, que puede ser humanamente loco, pero que será siempre divinamente cuerdo. El derecho basado en la fuerza, de los aristócratas y los optimates, no es, en cambio, ni humana ni divi¬ namente cuerdo; es pura locura humana del que cree que, por tener la fuerza en su brazo, tiene también la cordura en su cabeza. Por eso im¬ pera en esa edad un estilo militar, que se manifiesta en todas las formas del lenguaje, en la misma actitud frente a los dioses, actitud de soldado y no de hijo. Los dioses deben ser para estos fuertes héroes servidos más bien que adorados, defendidos antes que temidos. El héroe sigue cre¬ yendo en los dioses, pero su creencia se circunscribe cada vez más a la fórmula; los oráculos y los presagios, que eran absolutamente fehacien¬ tes en la época divina, son lentamente sustituidos por los ruegos hechos en un lenguaje que ya no se comprende. El hombre obliga a los dioses mediante un idioma donde lo que menos importa es el sentido, y lo que más decide es el rito, la fórmula y el gesto. Este formulismo invade tam¬ bién la jurisprudencia, cuyo carácter divino oculta siempre una voluntad humana, una voluntad que, por llamarse heroica, se coloca más allá de toda justicia y de toda misericordia. El carácter esencialmente irracional de la ley, su independencia de la justicia, es para esas terribles épocas la mayor garantía de su excelencia. Pero sería erróneo creer que tal locura refleja la cordura de los dioses; la irracional locura de la época heroica brota de los hombres fuertes y sólo de ellos. De ahí la diferencia, cada vez más clara, entre el creyente y el energúmeno, entre la fe y el fana¬ tismo. La creencia superficial, desorbitada y violenta, es, en el fondo, la creencia de los hombres en sí mismos; servidores de los dioses y no hijos, llega un momento en que se rebelan contra los dioses. Siguen en¬ comendando a Dios sus actos; en rigor, lo que impera es la fuerza primi¬ tiva, la desmesura que ya no sabe ni siquiera cuál ha sido su medida. La ley acaba por ser un dictado; no es, pues, la ley que a todos alcanza y que puede proceder, como en la edad divina, de los dioses, o, como en la edad humana, de la razón. El fundar la ley en la razón es lo propio de la época humana que, por una extraña paradoja, se parece más a la divina que a la heroica. Ahora domina ya la humanidad sobre sí misma, mas este aparente endiosamiento del hombre permite hacer lo que la época heroica ignoraba o prohibía: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. En la edad divina se da todo a los dioses y nada a los césares; en la heroica, los Césa¬ res son quienes, en nombre de Dios, pero, en verdad, en el suyo propio, lo reciben todo. En la época humana hay una separación precisa entre lo humano y lo divino y, por consiguiente, la posibilidad para cada hombre de repartir su existencia entre el servicio público y el ejercicio privado o «vida íntima». La autoridad dimana en la edad humana de la razón, pero la razón no es, como suele afirmar el irracional!smo heroico, la servidum-

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bre de los hombres a lo abstracto, sino el reconocimiento de algo que está por encima de los hombres, y de lo cual participan todos; el espíritu Es¬ píritu que no es pr^isamente el orden mecánico, la ley formal, sino el orden creacfcr, la vida que se da sus propias normas y que las obedece ^r suyas. En la vida del espíritu se busca la verdad de los hechos, pero buscar la verdad de los hechos es también indagar lo que hay, en reali¬ dad, tras el hombre, tras su distracción, su violencia v su orgullo Mas para ello es necesario antes librarse de los falsos ídolos, que acaso nos tranquilizan, ^ro que no nos satisfacen. Si es cierto que. frente a lo sa¬ grado y a lo heroico, impera en esta época humana lo simple, debe tener¬ se en raenta que éste se aproxima más a la simplicidad que a la simple¬ za. La forma de gobierno de esta época —^la república popular o la monar¬ quía moderada-- se halla a gran distancia de la primitiva teocracia, pero a mayor distancia todavía de esa extraña democracia antiliberal que supone el predominio de lo heroico, de un entusiasmo que no es sino un ramc^amiento. La época humana es moderada y razonable; la razón, e deber, la ley y la conciencia impiden la guerra de todos contra todos, el desencadenamiento de esos azotes ante los cuales suelen arrobarse los que se creen tocados de heroísmo: el llamado realismo, la política de gran estilo. Por eso se parece mucho más a la edad divina que a la heroica, pues si en la primera no hay razón, hay por lo menos aquello a que la verdadera razón conduce: la «piedad». Pero si la época humana parece el cumplimiento de la esperanza de ms hombres, el momento de la paz, ello no es sino una apariencia: la edad humana, como toda edad, es transitoria, y por eso la alegría de vivir¬ la y de crearla queda continuamente empañada por la certidumbre de que, desde el mismo momento en que ha empezado, ha entrado en su agonía. Hay una pperiencia que resuena constantemente a lo largo de toda la obra de Vico, que constituye, tal vez, el núcleo de esta obra: la experien¬ cia de la maldad de los hombres, vista y sufrida por Vico en el ambiente napolitano de su tiempo. Tan pronto como irrumpe esa «monarquía perfectísima» que es el despotismo ilustrado, apenas se han tomado las pri¬ meras disposiciones para repartir todas las cosas según justicia, cuando la maldad humana, la incurable locura de los hombres, convierte toda paz en decadencia. Las causas de ésta pueden ser enumeradas en un orden preciso: la corrupción moral, los conflictos sociales, la anarquía, las gue¬ rras civiles, el utilitarismo, la tiranía, el predominio del instinto, el di¬ namismo infatigable, la invasión extranjera. Los pocos hombres de bien que hay al final de la época humana, esos pocos justos en nombre de los cuales pedían Abraham al Eterno que salvara a Sodoma y Gomorra, que¬ dan anegados en la corrupción de los más; dispuestos en un principio a intervenir para salvar al mundo de su perdición, se van retirando poco a poco, se encierran en sí mismos, se quedan total y dolorosamente solos. Es el momento de la secesión, de la crisis, de la disolución. El

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retorno a la simplicidad primitiva parece entonces la salvación para esa corrompida humanidad; el «estado bestial» aparece al final de la época humana, entre las ruinas de la civilización, pero este estado, que parece a primera vista el aumento de la corrupción y de la violencia, no es sino el recobro de la ingenuidad, el comienzo de otra edad divina^ y teo¬ crática, la renovación del expediente. Los instintos vuelven a dominar en esta época, pero ya sin la astucia. En ello se cumple la identidad de sus¬ tancia de la historia; en ello se cmmple lo que la historia es, en el fondo; una transmigración, un continuo renacimiento, una interminable agoma. En esta agonía de la historia en que culmina la visión de Juan Bautista 'Vico se halla la razón de su pesimismo, pero también de un optimisrno que, en fin de cuentas, logra vencer las mayores desilusiones. El pesimis¬ mo surge cuando se comprueba la imposibilidad de alcanzar para siempre un estado perfecto, pues la historia ideal eterna es, desde luego, eterna, pero también ideal, esto es, situada en un inasequible lugar celeste. Lo que Vico llama la «República eterna» está reñido con la imperturbable reahdad de la historia, que sigue infatigablemente su curso, que no se detiene nunca, ni en medio de la paz ni en medio de la guerra, ni en la dulzura ni en la aspereza. La historia es perpetua agonía, pero mientras hay agonía hay vida, y mientras hay vida hay esperanza. Si existe una identidad de sustancia de la historia, puede encontrarse, pues, sólo en la vida agónica. La verdad de la historia es su agonía; la realidad de la historia es su lucha. Y aquí radica, precisamente, el más firme consuelo de esa visión, que condena a los hombres a la inquietud sin fin, pero que les promete una existencia también sin fin, perpetuamente renovada. Ante la mentira de la historia, San Agustín espera, con San Pablo, un final próximo, pues «el tiempKD es corto» y «la figura de este mundo pasa»; ante la misma menti¬ ra, Vico pide que se renueve, pide seguir viviendo en la mentira, pero seguir viviendo. Y es que, en última instancia, San Agustín, Vico y tantos hombres viven en la esperanza de no morir de un modo o de otro, en esta vida o en la otra vida, en la verdad o, si es preciso, en la mentira misma. Pues el hombre, que necesita tantas cosas —comer, beber, saber a qué atenerse, ser feliz, y quién sabe qué más— parece empeñarse sobre todo en una; en durar.

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Estamos tan habituados a ver en Voltaire al escritor de la burla cons¬ tante y de la fácil y despiadada ironía, que nos cuesta cierto esfuerzo descender de la superficie a la hondura de un hombre que tuvo, como todos los hombres, sus honduras, y, como casi todos los filósofos, sus insonda¬ bles abismos. Y, sin embargo, por difícil que nos sea escapar de la super¬ ficie, habremos de hacerlo si queremos que la realidad humana de Voltaire y de sus sueños emerja tras su realidad mimdana y cortesana. Esa reali¬ dad comienza a descubrirse en aquella dimensión que más parece haber contribuido a modelar la imagen habitual de Voltaire y del volterianismo: la ironía. Quienes son de veras irónicos saben que la ironía no es, muchas veces, más que ima forma de ocultar las dramáticas experiencias, una for¬ ma de henchir la vida, de ocultarse o, si se quiere, como Pascal decía, de distraerse. Por eso la ironía Ueva con frecuencia prendido en su ligereza el poso de xina gran amargura. No en vano fue el método preferido de Sócrates y de los románticos. El primero veía en ella la manera de hacer reconocer a los demás que ellos, tan presuntuosos y locuaces, tampoco sabían nada; los segundos veían en ella la manera de comportarse el verdadero genio, el que posee, frente a la seca cap>acidad de análisis, la fantasía creadora. En uno y otro caso, empero, la ironía era todo menos lo que, acaso también irónicamente, creemos de ella; en el reir y en el decir irónicos, la procesión va por dentro. Por dentro iba la procesión de Voltaire mientras ironizaba, y lo que nos compete hacer, si queremos llegar, aunque sólo sea hasta los arrabales de la realidad humana y no cortesana de Voltaire, es descubrir en qué consiste esta procesión tan encubierta. No es cosa fácil. Por una parte, Voltaire ironiza no sólo sobre lo que no cree, sino también, y muy espe¬ cialmente, sobre lo que cree; sus creencias y sus dudas se hallan igual¬ mente recubiertas por la niebla de una ironía que, a fuerza de ser tan in¬ sistente, resulta casi desesperante. Por otra parte, y a pyesar de su tan proclamado amor por las razones claras, es, como muy pocos p>ensadores de su tiempo, un hombre de contradicciones. Con excepción de Rousseau, con quien le unen más vínculos de los que pueda hacer sospechar su riva¬ lidad mutua, hay en Voltaire, detrás de la fachada de sus burlas y de sus veras, una vida frente a la cual el tumulto de la corte se torna la más sosegada existencia. Ni Helvecio, ni Holbach, ni Daubenton, ni Marmon-

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tel, ni ninguno de los colaboradores y amigos de la Enciclopedia, pueden en este aspecto comparársele. Todos ellos atraviesan la vida a bordo de la nave de un optimismo sin tacha y casi sin medida. Ello acontece, sobre todo, en quienes, como Holbach y Helvecio, han encontrado ya, después de la destrucción de los ídolos tradicionales, sus nuevos ídolos. El mate¬ rialismo, que no es sólo una particular concepción sobre la constitución del mundo físico, sino una moral y una fe, les es suficiente para sentir que han llegado a un puerto al abrigo de todas las tempestades. Pero Voltaire no es materialista ni ha llegado a ningún puerto; quiere vivir desde creencias firmes que sean a la ve2 ideas claras, y como el materia¬ lismo, si puede ser una firme creencia, no es ni mucho menos una clara idea, se encuentra, junto a sus compañeros de lucha, embarcado en la misma nave que ellos, en la mayor soledad y aislamiento. Entre otras mu¬ chas cosas, la ironía nos designa una manera de vivir que es el vivir solo —en medio de la más estruendosa compañía—. La soledad de Vol¬ taire es, así, al revés de la soledad de Rousseau, una realidad que le es, al propio tiempo, problema. Rousseau se encuentra realmente solo; debajo de la encina en que concibió y redactó las primeras páginas de su primer Discurso, al lado de madame de Warens, a las puertas de Ginebra, en toda ocasión hay en Rousseau un hombre que se halla solo y se complace en su soledad, la cual no es sino una forma de llegar a una mayor intimi¬ dad con la naturaleza. Voltaire, en cambio, está mucho peor; se encuen¬ tra, no real, sino problemáticamente solo. En sus años de Londres, en Cirey, en la corte de Federico II, en Verney, en París, aclamado, rodea¬ do, acosado, sin tiempo para volverse sobre sí propio, siente hasta qué punto es enojosa una soledad que ni siquiera puede permitirse el consuelo de permanecer consigo misma. Per eso puede ser un alivio la firme sole¬ dad real de Rousseau frente a esa incierta y problemática pero no menos efectiva soledad de Voltaire. Mas si Rousseau y Voltaire, que la leyenda y la historia nos presen¬ tan tan irreconciliables, pueden unirse en la raíz común de una soledad que para uno es una realidad y para el otro es un problema, los resultados a que llegan son bien distintos. Hallar la realidad humana de Rousseau tras su quebradiza realidad mundana, es relativamente fácil, porque Rous¬ seau es un hombre que se presenta o, por lo menos, que quiere presentarse, como dice al principio de sus Confesiones, «en toda la verdad de su na¬ turaleza». Ello es posible justamente porque Rousseau cree firmemente que esta su naturaleza es su realidad —y su verdad—. La experiencia fundamental de Rousseau es el descubrimiento de que verdad, realidad y naturaleza son una y la misma cosa, lo cual quiere decir, también, que son una y la misma cosa la falsedad, la apariencia y la civilización o la cultura. Al presentarse como un hombre en la verdad de la naturaleza, quiere Rousseau presentar como lo que para él es todo hombre una vez se ha desprendido de la impureza y el egoísmo de la cultura: como un

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corazón que siente, pero que también razona, con esa razón natural que de él brota cuando es verdaderamente sincero, cuando tiene fe, esperanza y caridad. Experimentar esto quiere decir combatir todo lo que no sea naturaleza, smceridad, y en última instancia, bondad. Ahora bien, cuando un hombre busca de modo tan apasionado la bondad quiere decir que es lo que menos halla en el ambiente que respira. El «más amante y sociable de los seres humanos», el que «siempre tiene el corazón en los labios», es el que «cuanto más ve el mundo, menos puede acostumbrarse a su tono». Rousseau predica la naturaleza y la vuelta a la naturaleza, porque cree que con sólo volverse natural se volverá el hombre naturalmente bue¬ no. La experiencia de Rousseau es, así, por una parte, la experiencia de la maldad de los hombres, y, por otra, la experiencia de la posibilidad de su curación por la regresión a su estado natural. Si comparamos esta experiencia fundamental de Rousseau con la de Voltaire, de la cual se deriva, con su visión del hombre, su visión y su sueño de la historia, hallaremos, como he dicho, un paisaje muy distinto, pero, más allá o a través de él, una sorprendente coincidencia. Voltaire parte también, como Rousseau, de la maldad de los hombres. En sus es¬ critos, en sus conversaciones, probablemente en su meditar solitario, hay unas frases que vuelven constantemente, que se repiten, aparecen donde menos pueda imaginarse, a modo de estribillo. Estas frases son: «las locu¬ ras del espíritu humano» y «la estupidez humana», es decir, la crueldad, el egoísmo, la injusticia, la ignorancia. Pero mientras para Rousseau toda esa locura y estupidez no tienen otro motivo que el apartamiento del hombre de su auténtico ser, que es la naturaleza, para Voltaire todo es debido a que sigue esa misma naturaleza, que es instinto, confusión y desmesura. Si el uno sostiene que el hombre es malvado, porque se ha apartado demasiado de la naturaleza, el otro indica que lo es porque no está todavía bastante lejos de ella. Uno y otro indican, empero, que el hombre es malvado, y por eso la experiencia de Rousseau y de Voltaire es, en el fondo, una y la misma, como es una y la misma su soledad, y una y la misma su esperanza. Ambos buscan con vehemencia la bondad y, en último término, poco importa dónde sueñen que la bondad se encuen¬ tra; poco importa que el hombre sea, como dice Rousseau, naturalmente bueno, o que haya, como Voltaire afirma, una bondad natural del hom¬ bre regido por la razón. Lo que se encuentra tras las nubes de la ironía de Voltaire es, pues, simultáneamente una desesperación indisolublemente unida a una esperan¬ za. La desesperación tiene su causa en la exj>eriencia de la maldad, que para él equivale a la ignorancia. La maldad del hombre, su crueldad y su locura, son propias de su permanencia en la naturaleza; la esperanza, em¬ pero, surge por la visión de la posibilidad de un pulimento gradual del hombre, por el paso de la pasión a la razón, de la ignorancia al saber, de la oscuridad a la luz, de la locura al buen sentido. Pero si el hombre

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puede ser pulido, no puede ser transformado; la eternidad del carácter humano no es para Voltaire incompatible con la ilustración de este carác¬ ter; ilustración, esto es, aderezamiento, composición y aliño. El hombre es, así, para esta desesperada esperanza que constituye la experiencia fun¬ damental de Voltaire, una naturaleza que puede ser adornada, una igno¬ rancia que puede alguna vez, sobreponiéndose a sí misma, comenzar a razonar. Esta misma experiencia de Voltaire y de Rousseau —el hecho de que el hombre sea en este momento actual cruel y desenfrenado— conduce, pues, a ambos a ima solución radicalmente distinta. Rousseau desconfía de todo lo que no sea naturaleza; Voltaire desconfía de todo lo que no sea civilización y pulimento. Si habla también, como hemos indicado, de una bondad natural, hay que tener en cuenta que semejante bondad no aparece sino cuando la razón despierta de su temeroso escondite, pues la razón, tan majestuosa y resplandeciente, es, en el fondo, cobarde, y sólo irrumpe en el mrmdo cuando cesan las luchas que puedan comprometer su existencia. Hay un pequeño escrito de Voltaire en este respecto sobra¬ damente significativo. En este escrito, titulado Elogio histórico de la ra¬ zón, se pinta la situación de Europa desde la invasión de los bárbaros, pasando por la época merovingia, por la Edad Media, por la toma de Constantinopla y por las sangrientas luchas religiosas de la época moder¬ na. Pues bien, durante todo ese tiempo en que reinaron, según Voltaire, la ignorancia, el furor y el fanatismo, la razón permaneció escondida con la verdad, su hija, y sólo en cierto momento, informada de lo que ocurría, se decidió a salir medrosamente, tocada por la piedad, aunque, añade Voltaire, «la razón no suele ser precisamente muy tierna». Esta sequedad y cobardía de la razón y de la verdad, este sorprendente filisteísmo, de¬ muestra bien a las claras lo que Voltaire entiende por ilustración y puli¬ mento del hombre. La razón y la verdad pretenden sólo, al parecer, «dis¬ frutar de los bellos días», mientras haya bellos días, y regresar a su escon¬ dite tan pronto como sobrevengan las tempestades. Ello quiere decir que la razón y la verdad pueden sucumbir fácilmente ante la furia destruc¬ tora de los hombres y, por consiguiente, que son, frente a la naturaleza, lo mortal y efímero. Pero quiere decir también que la razón es todo menos la omnipotencia, que es prudencia y buen sentido, mas también debilidad, cobardía y flaqueza. La razón es para Voltaire, a diferencia de lo que será para Hegel, no lo que se impone por sí mismo, sino algo que el hombre debe por su propio esfuerzo conquistar. Esta conquista de la razón, que se esconde y oculta de continuo, es lo que constituye precisamente la historia del hombre. La razón no se revela, sino que se descubre; se descubre dirigiéndose hacia ella, a pecho descubierto, descendiendo hasta su pozo y procurando convencerla. El mito de la razón oculta es, así, la demostración de esa debilidad y preca¬ riedad del espíritu en que algunos ven hoy su modo de ser frente a la

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inmensa y aplastante naturaleza, que pesa mucho más y vale mucho me¬ nos. El espíritu, la razón y la verdad pueden desaparecer violentamente, barridos por las fuerzas elementales, a quienes poco importa la llama ex¬ tremadamente sutil, pero extremadamente valiosa, del espíritu. Si la razón se esconde, ello puede ser atribuido a cobardía, pero también a prudencia, pues sin ese escondimiento desaparecería. El descubrimiento de la razón, su aparición sobre la superficie de la tierra y, desde luego, sobre una muy escasa superficie, representa, por tanto, para nuestro filósofo y para todos los que, confiando en el valor de la razón humana, desconfían de su poder, el advenimiento de xma edad dispuesta para el espíritu. El espíritu se ins¬ tala en el pecho de los hombres cuando éstos le han concedido el aloja¬ miento que corresponde a su condición. Mas, quiénes pueden darle alojamiento? La quebradiza fragilidad de la razón y de la verdad, su temor, su cuidado y recelo, no parecen lo más a propósito para que, ya que se deciden a emerger de su pozo, se instalen en el corazón de quienes las hagan servir para fines egoístas. En realidad, la verdad y la razón no pueden, según Voltaire, instalarse en el corazón de nadie. El corazón es la gran mentira, el lugar de la agitación y del cambio, el asiento del valor, pero también de la vinculación a esa terrible naturaleza que destruye el espíritu tan pronto como se pone en movimien¬ to. Y el espíritu es todo menos heroico; por eso se esconde ante la cruel¬ dad y la locura. Quienes pueden darle seguro alojamiento no son, pues, los hombres de corazón, sino los hombres de inteligencia, los que buscan la paz y no la guerra, los que buscan el bien. La arbitrariedad del corazón es la misma arbitrariedad de las pasiones, que tal vez son bienintenciona¬ das, pero de las que hay que desconfiar radicalmente, pues de buenas in¬ tenciones, dice el conocido proverbio, está empedrado el infierno. Voltai¬ re no busca, por lo pronto, la buena intención, sino la intención recta; la urgente necesidad que tiene de que su creencia sea a la vez ima clara idea le impide hallar para la verdad y la razón otro alojamiento que no sea el de la mente, que es tal vez fría pero no engañosa. La frialdad de la razón y de la verdad, su parquedad, su poca ternura, son precisamente para Voltaire la mayor garantía de que jamás han de engañar. El hombre de contradicciones que es Voltaire se nos muestra ya en su primera visión de una razón áspera y rigurosa, pero que, por su misma aspereza, puede, más que el corazón y el sentimiento, alcanzar la bondad tan buscada. La desconfianza de Voltaire hacia el corazón y el sentimiento tiene su causa, más que en ellos mismos, en el resultado de sus actos: co¬ razón y sentimiento, estupidez y egoísmo, han hecho, hasta el presente, la historia humana. Ahora bien, tal historia no es para él más que la historia de las desmesuras, pues «la mayor parte del género humano ha sido y será durante largo tiempo insensato e imbécil, y acaso los más in¬ sensatos han sido los que han querido encontrar un sentido a las cosas absurdas, poner la razón en lo locura». «Poner la razón en la locura» sig-

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nifica usar de la razón para apoyar lo que no es razonable, usar de la inte¬ ligencia para encubrir la ignorancia. El descubrimiento de la razón no es, por tanto, suficiente para convertir en civilización la barbarie; por su misma contextura y debilidad, la razón se presta a todo. Puede dar ori¬ gen a la verdad más estricta, pero también a la más monstruosa mentira. Abora bien, lo que se trata de buscar, tras haberle dado alojamiento a la razón, es lo realmente verdadero; es la verdad. La verdad es lo que Voltaire busca en la historia, a la cual quiere podar de todas esas frondosas ramas que para él son la mentira: las fᬠbulas, los mitos, las leyendas. Voltaire busca la escueta verdad de la his¬ toria sin advertir que todo eso que parece adorno y gala, la fábula y la leyenda, pertenecen también a la verdad de la historia y, contra lo que pudiera parecer, a la verdad más desnuda. Si, por un lado, quiere com¬ prender la historia y saber lo que verdaderamente ha pasado en ella, por el otro quiere criticarla. La actitud crítica frente a la historia se halla para Voltaire y para toda la ilustración unida a ese fino sentido histórico que el siglo xviil comienza a poseer frente al grandioso y absolutista raciona¬ lismo del siglo XVII. No es casual que quien de tal suerte critica el pasado sea capaz de reconstruirlo con tan buena maña; el incansable crítico de las fábulas que es Voltaire, es al mismo tiempo el hombre que puede hablar durante horas y horas de las más diversas y remotas fábulas y le¬ yendas; el hombre que dice que «no hay otra certidumbre histórica que la certidumbre matemática», añade a continuación que todo le es bueno para hacer la historia. «Haré —dice Voltaire— como La Fleche, que se aprovechaba de todo.» Pero aprovecharse de todo es lo más distinto que puede darse de la matemática, esa ciencia de los ascetas: aprovecharse de todo es coger de las cosas todo lo que el matemático descuida: el color, el detalle, el fondo y el trasfondo, lo que hay y lo que se supone, lo que parece ocurrir y lo que realmente ocurre, o, como Voltaire dice casi ro¬ mánticamente, «el espíritu de las naciones». La verdad de la historia es su espíritu; encontrarlo debajo de la apariencia de los hechos resonantes, de los personajes influyentes, del fragor de las guerras y de la astucia de los tratados, es encontrar lo que la historia es: su verdad. Lo que Voltaire quiere es «leer la historia en filósofo», y leer la his¬ toria en filósofo es para el tiempo en que vive leer el pasado a la luz de la razón y de la crítica. Nuestra época, que, pese a su tan proclamado historicismo, dispara desde la altura de su enorme petulancia los más des¬ pectivos requiebros sobre el siglo xix, al cual, por lo menos, suele califi¬ car de estúpido, y sobre el siglo xviil, al que, a lo sumo, y haciendo gran¬ des concesiones, acostumbra llamar, con notable olvido de las propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que apren¬ der de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal, que acaso eran un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones ’ a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que algunos de los

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intelectuales de hoy son cada día menos: verdaderos hombres. Y claro esta que por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos^ a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre verdadero es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Sólo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de «leer la histo¬ ria en^ filósofo» merezca algo más que la despectiva suficiencia de muchos historicistas. En fin de cuentas, el elogio volteriano de la razón es un poco mas sincero y posiblemente algo más valiente que los elogios actua¬ les de cualquier desventurada realidad. Pues también la razón y la crítica, la queja y la utopía son una reali¬ dad que hay que tener en cuenta en la historia, la cual no es sólo la his¬ toria de las guerras y de las paces, sino también y muy en particular la historia de los deseos y de los afanes de los hombres pata que haya gue¬ rras o para que haya paces. La lectura de la historia en filósofo no signi¬ fica, por tanto, mas que la crítica de una realidad en favor de otra reali¬ dad, tan justificada cuando menos como la primera, y para Voltaire, desde luego, mucho más digna: la realidad de la lucha por la luz, por la claridad, contra la miseria, la oscuridad, la superstición, la exageración, el fanatismo, el desconcierto de las pasiones, la grosería de las fábulas. Todo esto —miseria y fanatismo, grosería y desconcierto— pertenece a la historia, y ello hasta tal punto que el propio Voltaire, apresurado des¬ montador de mitos, llega a preguntarse si hay algo más que crueldad e infortunio en la historia humana. Cuando Voltaire se lo pregunta, des¬ pués de haber producido gran parte de su obra, al cumplir los sesenta y un años de edad, es precisamente cuando irrumpe en su vida la más amar¬ ga experiencia: el desastre de Lisboa, el terremoto que asoló a esta ciudad en 1755, cuando la misma naturaleza pareció resistirse a los designios de los reformadores. En realidad, todo lo que Voltaire había dicho y escrito hasta aquella fecha, todo su combate y toda su lucha, habían sido lleva¬ dos a cabo, dentro de su irónica amargura, con la esperanza de que habla¬ ba de un pasado, de algo que no podía volver porque empezaba la época en que la humanidad, cansada de tanta indigencia, llegaba a ver un poco claro en sí misma. Ver claro en sí misma significaba para Voltaire saberse en un mundo que podía dominar con su esfuerzo, en un universo del que iba a quedar desterrada para siempre la ignorancia. La identificación del mal con la ignorancia, que había resonado con tanta insistencia durante la vida de Voltaire, iba, sin embargo, a quedar muy pronto más que des¬ mentida. Hasta 1755 había en Voltaire casi por partes iguales un poco de ironía, un poco de esperanza y un poco de amargura. A partir de 1755 no le quedaba ya apenas más que la amargura. No es casual que toda la obra fundamental de Voltaire, aquella que responde a sus más entraña¬ bles experiencias y no sólo a las exigencias del contorno, sea posterior,

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en poco o en mucho, a esta fecha, es decir, a esta experiencia. No sólo desde luego, el Poema sobre el desastre de Lisboa, donde afirma literal¬ mente que existe sobre la tierra un mal cuyo principio nos es descono¬ cido, sino el grueso de su obra histórica, la mayor y la más significativa parte de sus cuentos, la lucha contra el optimismo, que parece una manía, pero que es, en el fondo, para todo buen entendedor, la expresión de una tragedia. A este Voltaire, racionalista desesperado, es al que debe refe¬ rirse la visión de la historia, que si antes fue la lucha del hombre contra la naturaleza y la pasión de la naturaleza, ahora es ya la lucha contra ese desconocido, mítico y, sin embargo, terriblemente existente principio del mal. La historia se convierte, así, para este maniqueo sin saberlo, para este hombre deseoso de una luz que brilla débilmente en el fondo de un inson¬ dable abismo, en una cruzada, en una organización de los hombres de buena voluntad dispuestos al rescate del principio del bien. Los maniqueos suponían que en el gran teatro del mundo tenía lugar la más gran¬ diosa escenografía metafísica: a cada uno de los principios creados por el Dios de la bondad se oponía un principio creado por el Dios del mal; a cada nueva luz, una nueva tiniebla; a cada nueva grandeza, una nueva miseria. De un modo análogo, en el no confesado maniqueísmo de Vol¬ taire hay una sucesiva y jamás terminada producción de bienes y de males, de alegrías y de desdichas. Pero mientras los maniqueos dejaban que el espectáculo corriera preferentemente a cargo de los dioses, Voltaire pide una decidida intervención de los hombres. El público, que era simple espectador en la tragedia maniquea, que se alborozaba o sufría con las vicisitudes de las potencias divinas, abandona su pasividad, sale del patio e irrumpe en el escenario. Lo que hasta entonces se le había pedido era simplemente la resignación o la queja, la actitud angustiosa y expectante hasta ver en qué paraba toda aquella fantasmagoría de luces y de tinieblas; lo que ahora se le pide es cobrar conciencia de lo mucho que le va en el resultado del conflicto, advertir que su papel puede ser decisivo. Lo que se le pide no es alegrarse o entristecerse, sino intervenir, mezclarse con la gentuza que pulula en el escenario, revolverse quijotescamente contra las fechorías y los entuertos. Voltaire pide, en suma, precisamente porque está desesperado, la intervención. Pero, ¿quién puede intervenir en la historia sino aquel que sea capaz de dar alojamiento a la razón frágil, asustada de puro andar en malas com¬ pañías? La buena voluntad no basta; la cabeza clara, bien que necesaria, no es suficiente. Sólo el poder que sea a la vez amante de la razón y bien¬ intencionado podrá preservar a la razón, una vez rescatada, de los emba¬ tes del mal que por doquier la acechan. De ahí esa extraña alianza pro¬ pugnada por Voltaire y los iluministas de su tiempo, esa sorprendente amalgama de la sabiduría con la espada, ese al parecer incomprensible ayuntamiento de la ilustración con el despotismo. Sólo cuando hay una

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unión semejante puede haber para ellos luz verdadera, sin temores de extinción al menor soplo. Ahora bien, tal unión, que es lo más deseable, es también lo más infrecuente; leer la historia en filósofo significa justa¬ mente averiguar en qué raros instantes se ha producido en el escenario del mundo el rescate de la razón y su conservación por el despotismo ilus¬ trado. Por eso hay que hacer la historia buscando todos aquellos indicios que nos permitan determinar la contribución de cada pueblo a la gran cruzada, no sólo, desde luego, de cada pueblo de Occidente, sino también de aquellos pueblos y tendencias que, poco conocidos o menospreciados hasta entonces, no han sido menos decisivos para aliviar el peso treme¬ bundo de la historia: la China ante todo, la India, los árabes, el judaismo racionalista, el cristianismo social. La preferencia de Voltaire por la China, a la que supone, como ningún otro pueblo de la tierra, razonable y mo¬ derada, coincide con el movimiento de aproximación a todos los pueblos de los que se conocía solamente lo que contrastaba con la propia cultura; coincide con el interés por todo lo que se salía del marco de la historia de Occidente, única que había sido tratada, hasta bien entrado el Rena¬ cimiento, por los mejores historiadores. La historia occidental, la suce¬ sión de los pueblos judío, griego y romano, envueltos por una nube de bárbaros, es estimada entonces como una de las historias posibles y no como la única. El entusiasmo por una América que comenzaba entonces a perfilarse como una tierra de promisión para todos los que estuvieran fatigados de vivir en Europa, la imagen idealizada de una China próspera, culta y tolerante, el interés por todo lo humano por el hecho de ser huma¬ no, toda esa amalgama de hechos y de esperanzas se encuentra expresada con la mayor transparencia en la visión histórica de la ilustración raciona¬ lista. Leer la historia en filósofo es, por consiguiente, abarcar la ancha faz de la tierra, describir las costumbres de todos los pueblos y averiguar sobre todo cuál es el fondo de razón que late bajo las supersticiones y los fanatismos. Por eso la visión histórica de Voltaire es, dentro de su con¬ cordancia con el cristianismo —ningún occidental, aunque se llame Vol¬ taire, puede eludirlo por entero—, lo más alejado que cabe de la visión cristiana, no tanto por su racionalismo, por su crítica mordaz, como por¬ que, a diferencia del cristiano, ve en la historia una serie de hechos que se hallan alojados, con relativa independencia, en diferentes espacios y tiempos. El cristiano ve la historia como un crescendo continuo, como una sinfonía que tiene cada vez notas más agudas, que acaba en una inalcan¬ zable fuga; el racionalista de la Ilustración la ve como rm contrapunto, como algo que puede ser repetido, reproducido, redoblado. La repetición no es, sin embargo, la consecuencia de una ley, sino el producto de la intervención de los hombres —de los hombres que, teniendo el poder, son al mismo tiempe ilustrados—. En la lucha entre los principios del bien y los principios del mal no hay una Providencia que disponga la victoria de unos o la derrota de otros; si el principio del bien triunfa, es

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decir, si la luz, la razón y la verdad consiguen sobreponerse momentánea¬ mente al error, a la ignorancia y a las tinieblas, ello acontece por el apro¬ vechamiento de una coyuntura extremadamente favorable, por un inespe¬ rado y magnífico azar. Lo que hay de azaroso en la historia es lo que hay de tremendo, pero también lo que hay de esperanzador, pues el azar y no la fortuna es lo que puede ser forzado. Por eso la obra de los hombres dispuestos a la lucha es tan decisiva, que puede decirse que si ha habido alguna vez épocas que han surgido de la penumbra en que se encuentra sumergida la historia, ello ha ocurrido sobre todo por esos pocos hombres que las han forjado. En el inacabable contrapunto de la historia han existido, según Voltaire, épocas de este tipo, épocas civilizadas, lo cual significa, en su opinión, épocas en que se ha dado, aunque con brevedad excesiva, el peregrino ayuntamiento del poder y de la clara luz de la razón que razo¬ na sobre las verdades. No es sorprendente que esas épocas, que Voltaire hace ascender, en lo que toca al Occidente, a cuatro, tengan todas un mis¬ mo estilo a pesar de sus mutuas diferencias: la edad clásica de los grie¬ gos, el siglo de Pericles y, un poco más allá, la irradiación de la cultura helénica en el Cercano Oriente por la virtud de Alejandro; la edad del esplendor romano, la época de Augusto; el desbordamiento de la vida y de la confianza en el Renacimiento, con los Medid; el florecimiento de la ilustración tras el siglo de Luis XIV. Todas estas edades se caracteri¬ zan, miradas con la lupa de Voltaire, por ser la ascensión al poder de los protectores de las artes, de la libre difusión de las ciencias: Pericles, Ale¬ jandro, Augusto, los Medid, el Papa Clemente XIV, Catahna de Rusia, Federico II, el Conde Aranda. Sería equivocado creer que por ello des¬ precia Voltaire todo lo que luego se ha considerado como mucho más importante que la protección a las artes y a las dendas: el bienestar de los súbditos, su elevación moral, la posibilidad de alcanzar una libertad verdadera. Si Voltaire y toda la ilustración ponen con tanto empeño el acento sobre la primera de dichas obras, es porque creen firmemente que es la condición ineludible para todo lo restante. Sólo porque con el des¬ potismo ilustrado se barren las supersticiones y los fanatismos, sólo por¬ que el que tiene el poder se esfuerza en disipar las tinieblas, podrá un día la humanidad, toda entera, y no únicamente los pocos elegidos, par¬ ticipar de la razón. El alojamiento de la razón entre los poderosos es así el camino hacia la luz, pero no la luz misma, la cual es, en el fondo, y pese a la poca ter¬ nura de la razón, el imperio de la bondad sobre la tierra. En ello se des¬ cubre una vez más la identidad fundamental de las experiencias de Rous¬ seau y Voltaire, el apasionado y el irónico, irónico y no tranquilo, es decir, por debajo de su imperturbabilidad, encubridor de abismales en¬ tusiasmos. Si Voltaire desconfía del entusiasmo, si afirma que el entusias¬ mo y la razón se unen en muy raras ocasiones, ello es sólo porque cree

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que el entusiasmo es ciego, mas no porque sienta que es inválido. De un modo semejante a la pasión de Hegel, a esa fría pasión que surge de vez en cuando rompiendo la corteza de su implacable lógica, el entusiasmo de Voltaire por las ép>ocas que llama luminosas, por los momentáneos triunfos del principio del bien sobre la ruindad y la miseria de la natura¬ leza y de la historia, es la mejor prueba de que la visión racionalista, tal como el la concebía, no es comparable a un chorro de agua helada. Y, a su vez, entre los fanáticos no hay únicamente los energúmenos; hay tam¬ bién aquellos que Voltaire concibe como los defensores de la peor especie de fanatismo: los fanáticos con sangre fría, frente a los cuales sería im¬ potente la razón del filósofo y la prudencia del gobernante. Estos fanáti¬ cos son los verdaderos genios del mal, el aspecto oscuro de la histoiia, la parte desconocida y terrible de la naturaleza. El maniqueísmo de Voltaire llega de este modo a penetrar inclusive en aquello mismo que parecía estar bien definido: al entusiasmo de la ignorancia debe oponerse el en¬ tusiasmo del claro conocimiento; al fanatismo de la mentira, el fanatis¬ mo de la verdad; a la razón que justifica las tinieblas, la razón que revela la luz; a la naturaleza oscura y misteriosa, la auténtica naturale¬ za, que es, dice Voltaire, en una frase mitad panteísta y mitad cristiana, gracia de Dios. Hay algo de divino en la naturaleza como hay algo de divino en la historia, mas hay lo divino porque hay, al lado de él, en abierta lucha con él, lo demoníaco. Sólo la contraposición de los dos poderes hace que pueda haber una historia, la cual no consistirá así simplemente, como pu¬ diera hacerlo pensar la letra de Voltaire, en un apartamiento gradual de la naturaleza, en una ascensión progresiva y paulatina hacia el reino de la cultura, sino, como lo hace sospechar su espíritu, en una oposición entre la naturaleza perversa y la naturaleza bondadosa, entre la razón ignorante y malvada y la razón generosa y cuerda. Unicamente así podrá entenderse lo que significa esa «bondad natural del hombre» y lo que quiere decir esa «ignorancia que razona», a la que Voltaire alude con tanta frecuencia. Pues, en última instancia, no es la razón la que derrama su luz sobre el mundo, sino la bondad, la cual es término y objetivo final de toda filo¬ sofía. La filosofía de Voltaire y, con ella, su visión de la historia se con¬ vierte de esta manera en lo que ha sido muchas veces la filosofía: no una doctrina, sino una forma y norma de vida; no un conjunto de ideas, sino un florilegio de virtudes. Rescatar la razón del pozo en que vive escondi¬ da, ponerla en manos de los poderosos, de los déspotas ilustrados, es mucho. Pero no es todo. Por encima de la protección a las artes y a las ciencias hay la verdad de la historia: la vida sencilla de los hombres que conocen perfectamente lo que los sabios ignoran, que conservan, en medio de un mundo corrompido, una bondad natural y una razón natural; la vida de los hombres que, como Cándido, no creen vivir al final en e! mejor de los mundos, pero cultivan su jardín. Cultivar su jardín era pre23

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cisamente la ambición de Rousseau, que buscaba también la bondad de los hombres, la verdad de su naturaleza. Voltaire no confía enteramente en la naturaleza, pero tampoco la rechaza, pues en la naturaleza puede hallarse ese algo divino que es la ley moral eterna, una ley que no se revela por sí misma, que debe ser tenazmente buscada para que un día, después de las luchas y de las zozobras, le sea posible al hombre cultivar tranquilamente su huerto, su jardín, es decir, su soledad. Quedarse solo, realmente solo, libertarse de la naturaleza vengativa y de la historia tumultuosa, es la finalidad de Voltaire, descubierta a poco que se disipen las nieblas de su ironía, de sus paradojas y contradicciones. Mas quedarse solo, romper de este modo con la historia y con la natura¬ leza, es la manera de reintegrarse al reino de la bondad, que admitirá nuevamente la naturaleza y la historia, mas purificadas, depuradas de todo lo que destruye y corrompe. Este reino de la bondad no se encuen¬ tra, por tanto, como en Rousseau, en la pura y simple naturaleza, ni tam¬ poco, como en los demás ilustrados, en el progreso de la historia, pero justamente porque no se encuentra en una ni en otro puede encontrarse, al final, en amlws. Esto, conducir a una historia y a una naturaleza puri¬ ficadas, es lo que debe hacer la filosofía, que acaso no instruye ni enseña nada, pero que libera, esto es, salva. La salvación significa ante todo abso¬ lución, desprendimiento y rescate, es decir, desprendimiento del mal, ab¬ solución del error, rescate de toda fealdad y de toda miseria. Mas esto no lo puede hacer la filosofía por la sola contemplación, sino por el comba¬ te. Hay en el mundo, por tanto, por lo menos, tres clases de hombres: unos son los que se resignan, los que ponen a mal tiempo buena cara, y éstos son dignos de respeto; otros son los que luchan e intervienen, los que van contra viento y marea, y éstos son merecedores de admiración; otros, finalmente, son los que no se resignan, pero tampoco luchan, sino que se limitan a quejarse, y éstos son acreedores de piedad y misexicordia. Voltaire, que se queja con frecuencia y que se resigna algunas veces, pasa la mayor parte de su vida interviniendo y luchando. Y acaso sea esta su mejor recompensa, pues la lucha y el esfuerzo, por animosos que sean, sue¬ len atormentar menos que la nuda contemplación.

HEGEL O LA VISION ABSOLUTA

En 1870, iin siglo después del nacimiento de Hegel y para conmemo¬ rar esta fecha, apareció un libro de Karl Ludwig Michelet cuyo título pa¬ rece un desafío; Hegel, el filósofo universal no refutado. Este libro* que es, como casi todos los bbros, un símbolo, fue escrito justamente en un momento en que, tras una incomparable polvareda, parecía definitiva¬ mente muerta la gran construcción intelectual hegeliana. Pero Hegel en¬ señó ya que nada muere definitivamente y que toda muerte es una nega¬ ción que vuelve a ser negada. Eludir a Hegel, hacer la zancadilla a Hegel, fue el ideal de un tiempo, en otros muchos respectos admirable, que in-* tentó rehuir todo lo que no puede ser rehuido, todo lo que vuelve. Puede haber en el mundo algunas cosas que, una vez caídas, no se levantan, al¬ gunas doctrinas que, una vez dichas, no se repiten. Pero Hegel se levanta y se repite, y quien quiera apartarlo de su lado queda prendido, por el simple hecho de ocuparse de él, en sus invisibles redes. Hegel es el eterno revenant, el que vuelve siempre. Esta constante vuelta de Hegel empieza a resultar comprensible si, pasando por encima del áspero encadenamiento de sus razones, nos aden¬ tramos en la pasión que les dio origen. Lo que entonces vemos es lo que menos puede hacer sospechar la filosofía de Hegel cuando se la mira de soslayo y no de frente: vemos, no una filosofía, sino una religión y aun una mística. No es casual que Hegel manifestara con frecuencia una singular admiración por Spinoza. Hegel ha proclamado alguna vez que la filosofía de Spinoza era insuficiente, esto es, incompleta y, por tan¬ to, no falsa, mas sólo parcialmente verdadera. Filosofía incompleta por¬ que quiere verlo todo desde el punto de vista de lo eterno sin adver¬ tir que también el momento es, a su manera, eterno. Hegel, en cambio, que aspira sin tregua a la eternidad, tiene conciencia perfecta de que nin¬ guna filosofía puede contentarse con ella; la eternidad de Hegel no es, como la de Spinoza, algo que sobrepasa y trasciende tiempo, sino algo que lleva dentro de sí, suspendido y como «absorbido», el tiempo. Porque Spinoza busca la beatitud, que es ausencia de pasión, libertad plena, vida conforme a la razón y al espíritu; Spinoza busca vivir para la verdad, mientras Hegel aspira a descubrir en qué consiste y cómo se realiza la plena e indiscutible verdad que es el vivir. Sólo porque el vivir pura y simplemente es verdad puede Hegel en-

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contrar lo que Spinoza comenzó a entrever al final de su profunda reli¬ gión filosófica: una esencia que fuera al mismo tiempo una existencia, un espíritu que fuese a la vez palpitante vida. Por eso es Hegel, como su fiel discípulo proclamó, el filósofo no refutado, no porque sea indestructible su filosofía, sino porque hay en su experiencia algo que permanece en pie en medio de las ruinas de toda filosofía. El eterno retorno de Hegel es el resultado de esa buscada unión de la verdad con la vida, de lo pere¬ cedero y contingente con lo inmortal y necesario. En esta unión, cuyo fruto final se llama Ideal, adquiere la filosofía de Hegel su más preciso carácter. Feuerbach dijo una vez que en todo el pensamiento de Hegel alentaba el fantasma de la teología. Sería más exacto decir que todo el pensamiento de Hegel es, en su entraña, teología, pues la Idea, el prin¬ cipio, nudo y desenlace de la tragedia filosófica hegeliana, no es sino, como Hegel paladinamente declara, el desenvolvimiento de la divinidad. Desenvolvimiento que, por otro lado, no debe ser interpretado en un sentido exclusivamente panteísta, bien que el panteísmo pueda ser una de sus consecuencias, pues la filosofía de Hegel es como el profundo pozo de donde se saca, a mejor conveniencia, la madera y el fuego que ha de quemarla. Lo que Hegel llama Idea es, ciertamente, el aspecto metafísico de lo que llama Dios el religioso, pero lo que la Idea proyecta, la Natu¬ raleza y el Espíritu, sólo en cierto sentido son divinos. La divinidad del mrmdo y de lo finito radica únicamente en su aspiración a reconciliarse con la realidad absoluta de la Idea, en su tendencia a salvarse de su finitud y contingencia, en su afán de perpetuarse. En el intrincado juego que la Idea juega consigo misma se va creando conflictos para tener el gusto de resolverlos. Crearse conflictos parece así la misión de una realidad que se presenta, ante todo, como algo que no necesita de nada más que de ella para subsistir en buena paz y armonía. Crearse conflictos parece, a primera vista, una de las habituales imaginaciones del ingenio germánico. Pero sólo a primera vista. Si la Idea se crea confUctos, si, desde su pri¬ mitivo ser en sí misma, se despliega en la Naturaleza y en la Historia para volver a sí misma, después de haber vencido las resistencias que, en el curso de su despliegue, se había opuesto, ello es porque, pese a su tan proclamado carácter absoluto, la Idea se siente desolada. Preguntarse por qué la Idea necesita crearse estos innumerables conflictos que se crea, eqtaivale, por tanto, a preguntarse por qué Dios, que no tenía necesidad del mundo, ha creado el mundo y quiere luego purificarlo. En su estado primitivo, antes de toda existencia que no fuera la propia. Dios y la Idea parecen haber tenido un día conciencia de que no se bastaban a sí mis¬ mos o, si se quiere, de que su verdad era solamente una verdad a medias, de que su vida se agotaba bien pronto en la jamás alterada identidad de su ser consigo mismo. Una filosofía que no sea la de Hegel puede respon¬ der a esta pregunta diciendo que Dios ha creado el mundo por amor o por la propia, libérrima e inescrutable voluntad de crearlo. Pero una filosofía

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como la de Hegel no puede responder de modo tan arbitrario, o tan caritat^o, a tan inquietante pregunta; la creación del mundo por Dios o, dicho ^ términos metafísicos, el autodesenvolvimiento de la Idea, no es algo arbitrario, sino necesario. Esta necesidad no puede ser otra que la in¬ suficiencia de la primitiva Idea, que la urgencia que la Idea tiene de salir de SI misma para ver si hay, en ese fuera de ella que es en sí misma, algo que pueda complacerla. Lo que la Idea encuentra en esta salida de sí, es, por lo pronto, lo opuesto a ella; al salir de sí misma, la Idea se enajena, se pone fuera de sí y pierde su primitiva cordura. Mas la primitiva cor¬ dura de la Idea, su estar, quieta y sosegadamente, en sí misma, era la cordura del inocente, del que cierra los ojos ante el error, la maldad y la culpa. La bondad de la Idea era, por así decirlo, la del que no se ha encontrado con el mal y, por tanto, no ha podido ni sucumbir a él ni ven¬ cerlo. La bondad y la pureza del inocente son siempre menos valiosas que la lindad y la pureza del que ha conocido el mal y, en vez de huir de él, ha iniciado con él un movido y dramático diálogo. Sólo el que ha vivido en medio del error y de la culpa, sólo el que ha tenido la experiencia del mal, es decir, sólo el que se ha vuelto una vez loco puede ser al final, cuando ha regresado sobre sí mismo, definitiva y plenamente cuerdo. Esta plenitud de ser, de serlo todo, sin ser al mismo tiempo nada más que sí mismo, es justamente lo que hace que la Idea, esto es, aquella realidad que de nada ajeno necesitaba, se decida a salir de ella y a proyectarse, como Hegel dice, en el elemento de lo contingente y finito. La Idea es todo menos puritana; quiere experimentarlo todo, crearse toda suerte de con¬ flictos, porque solamente así alcanzará su plena verdad. Este tenaz enajenamiento de la Idea comienza ya, por consiguiente, mientras está en sí misma, mientras se mueve desembarazadamente por el terreno familiar de la lógica. La Idea comienza a enloquecer dentro de su cordura y en su extraña demencia salta del ser a la nada, de lo uno a lo múltiple, de la cualidad a la cantidad, de la esencia al fenómeno, bus¬ cando siempre aquello que, anulando lo negado, pueda al propio tiempo conservarlo, un poco al modo como lo olvidado permanece. Esta primera locura de la Idea, que ni siquiera en su ser en sí podía reposar tranquila, anuncia ya lo que será su ulterior extrañamiento, su autodestierro, su más aventurada peripecia. De modo análogo a las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierra Morena, la Idea nos anuncia, por los desafue¬ ros que comete en el terreno de la lógica, lo que hará en mojado si ha hecho esto en seco. Al enfurecerse, la Idea se contradice a sí misma y vuel¬ ve a concordar consigo misma en una serie precisa de afirmaciones, nega¬ ciones y reafirmaciones de lo negado, pero en todo ello no Uega tan lejos como para sentir que su ser peligra. Al hacer finezas en seco, la Idea sigue ensimismada, y toda aquella fantástica pirueta de la lógica no era, por lo visto, más que un saludable ejercicio doméstico. La Idea no corre toda¬ vía grave peligro, no se ha encontrado tan distante de su propia casa como

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Cuatro visiones de la historia universal

cuando, al salir resueltamente de sí misma, se ha convertido casi mágica¬ mente en Naturaleza. La Naturaleza es la alteridad, el ser perfectamente otro de la Idea, el punto de máxima tensión en esa armonía de lo antagó¬ nico que Heráclito vio ejemplificados, como imágenes de todas las cosas, en el arco y la lira. Al apartarse de su ser, de su tranquilidad, de su ino¬ cencia, la Idea se pierde, se extravía, queda desorientada y pervertida. El elemento en que la Idea se descarría no es, sin embargo, otra cosa que ella misma; la Idea se vuelve, en suma, loca, se enfurece, se altera, pero sin dejar de ser ella. El alboroto de la Idea al llegar a la Naturaleza, ese asombroso conflicto que se crea aparentemente sin necesidad alguna, era, con todo, absolutamente necesario. En su completa alteridad y enfu¬ recimiento encuentra la Idea lo que tenía en sí misina sin saberlo, pvorque la locura, la alteración y el alboroto no son muchas veces sino ima forma de descubrirse, de revelarse con esa claridad de la embriaguez tan parecida a la claridad del relámpago. Al volverse otra, al llegar hasta lo mecánico y lo inorgánico, descubre la Idea lo que era antes de haberse desplegado: el objeto, el desenvolvimiento en el espacio. Pero justamente en el mismo instante en que ha alcanzado los confines de sí misma, en que se encuen¬ tra absolutamente perdida y desorientada, comienza la Idea a aplacarse, a volver de nuevo, enriquecida con todas sus experiendas, hada sí mis¬ ma. La Naturaleza era lo que no estaba sometido a razón, lo particular y diverso, mas de una particularidad y diversidad tan monótonas que su contemplación, dice Hegel, Uega a producir hastío. En cambio, desde el momento en que la Idea ha dejado de ser extraña a sí misma, esto es, desde el momento en que nace, con lo orgánico, lo íntimo y subjetivo, el hastío es sustituido por un entretenimiento continuo, por una diversión interminable. En la Naturaleza se encontraba la Idea, por decirlo así, en¬ cadenada, no porque estuviera sometida a leyes, sino porque no obedecía a ley propia, a exigencia íntima. Lo que la Idea encuentra al salir de sí misma es, ciertamente, una grande y necesaria experiencia, pero también un castigo; al convertirse en Naturaleza, al extrañarse de sí misma, al ex¬ patriarse, la Idea se descubre como un error, y por eso comienza a empren¬ der, como dice Hegel, un duro y enojoso trabajo contra sí misma para vol¬ ver a ser lo que antes era sin saberlo y ahora será con plena, perfecta y satisfecha conciencia. Pues al fin de toda esa enorme y dilatada explora¬ ción que la Idea realiza hasta los más remotos confines de sí misma no es otro que el de reconquistar, de modo definitivo, su perdida libertad. Conquistar la libertad, replegarse sobre sí misma para llegar a ser verdaderamente ella misma, sin enajenamientos ni alteraciones, es la mi¬ sión de la historia, cuyo protagonista es lo que surge de la Naturaleza en el instante en que hay en ella algo más que mera existencia vegeta¬ tiva: el Espíritu. Espíritu que no debe ser entendido, por otro lado, como vma vaga abstracción o como una pálida quimera. El Espíritu no es nada abstracto, sino, por el contrario, algo entera e inmediatamente concreto.

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vivo, activo, palpitante. Tal realidad, cuya hazaña consiste, según Hegel, en saberse y conocerse, se presenta, por lo pronto, como algo no realiza¬ do, como im programa y una promesa. En el momento en que la Idea comienza a desandar lo andado, surge de la misma Naturaleza, como bro¬ tada de ella, una voluntad de conocerse, única manera de llegar a ser lo que el Espíritu quiere ser ante todo: libre. El Espíritu quiere, por el momento, libertarse de la Naturaleza que le sostiene y, a la vez, le opri¬ me; la Naturaleza, que es el reino de lo contingente, es a la par el reino de la esclavitud y la dependencia, pues lo contingente no es para Hegel precisamente lo libre. La noción de libertad que aquí encontramos coin¬ cide sólo de manera parcial con lo que solemos entender por tan indefi¬ nible palabra cuando soplan dentro de nosotros los vientos de nuestra mediterránea anarquía. Libre no es para Hegel quien hace lo que quiere, sino quien hace lo que debe hacer para realizar su esencia. La libertad de la historia no es, por tanto, la mera contingencia, el azar p el acaso; la libertad de la historia es cumplimiento inexorable del fin, sumisión a sí mismo, conocimiento cabal de lo que el Espíritu es verdaderamente una vez se ha desprendido de los tentáculos de la Naturaleza. Por eso dice Hegel que el progreso en la conciencia de la libertad, en que se resume la peregrinación del Espíritu hacia sí mismo, debe ser conocido en su necesidad. La Naturaleza puede hacer toda suerte de locuras, porque la Naturaleza no es más que la vesania de la Idea. La historia, empero, no puede hacer locuras; el desenvolvimiento de la historia, es decir, la reali¬ zación del ser esencial del Espíritu, exige una sumisión rigurosa a sí mis¬ mo, una inflexible disciplina. El que está fuera de sí cree ser libre por¬ que imagina en la embriaguez de su arrebato las más extrañas fantasías; en realidad, sólo el que está en sí mismo, el que se libera de lo externo, de cuanto es extraño y ajeno a él, puede considerarse libre. La libertad es así, para esta concepción teutónica y hegeliana, la necesidad interna; no la alegre contingencia, sino la penosa y esforzada conciencia de la pro¬ pia necesidad. Definir la historia como el progreso en la conciencia de la libertad no equivale, por consiguiente, a considerar el progreso histórico como una marcha al final de la cual estaremos todos, según nuestro sentir medite¬ rráneo, anárquicamente libres. Quien alcanza la libertad es, ante todo, el Espíritu, que se despliega en la conciencia humana, el Espíritu universal, protagonista de la vuelta de la Idea hacia sí misma. Tal Espíritu comien¬ za, por lo pronto, por ser mero apéndice de la Naturaleza; en el instante en que surge lo individual y orgánico aparece el umbral de la subjetividad, la figura vacilante del Espíritu subjetivo, que está en sí mismo, pero que no se ha desarrollado enteramente porque no ha tenido uña historia. La historia es, a su modo, también una locura, pero no la locura de la Idea ,al volverse Naturaleza, sino la locura del Espíritu que necesita fortale¬ cerse, salir de su satisfecha intimidad y habérselas con la cruda intempe-

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rie. La historia es así también una gran experiencia de la cual se conoce 5^a el resultado, pero con un conocimiento imperfecto. El resultado ne¬ cesita, en efecto, no sólo ser conocido, mas también vivido. La historia termina con la liberación definitiva del Espíritu, con la conversión del Espíritu objetivo en Espíritu absoluto, esto es, según luego veremos, en vida perfectamente cumplida, en bienaventuranza eterna. Mas alcanzar la eterna bienaventuranza, la vida imperecedera, no es posible sin pasar por el dolor, el sufrimiento y la muerte, sin que la Idea, que estaba en un comienzo tan apacible y sosegada, no haya pasado por esa experiencia que es la Naturaleza y por esa enorme peripecia que es la Historia Uni¬ versal. Mas, ¿cómo se realiza esta aventura que, más que evolución de un Es¬ píritu, parece desbordamiento de la Naturaleza, desencadenamiento de to¬ das las vehemencias y pasiones? ¿Cómo es p>osible que haya en toda esta extraordinaria confusión de hechos y de pueblos, de rivalidades e intere¬ ses, de gestas y sueños, la interna e implacable evolución de un Espíritu? ¿No estará ese Espíritu, que bracea para mantenerse a flote en el mar sin fondo de las oposiciones y contradicciones, en peligro de perderse para siempre? Para Voltaire, cuyo racionalismo tenía, al fin, perfil y medida, el es¬ píritu y la razón se mantenían ocultos precisamente para no sucumbir ante los embates de la pasión y del fanatismo. Su misión era, en todo caso, iluminar lo humanamente iluminable, insinuarse, bien resguardadas las espaldas, con el fin de apaciguar los ánimos y mostrarles hasta qué punto era desatinada y absurda la discordia. El Espíritu era, en suma, para Voltaire, el que servía al tirano para que fuera, dentro de su tiranía, lo más discreto posible. Para Hegel, en cambio, cuyo racionalismo no tiene contorno, el Espíritu no puede estar al servicio de ningún tirano porque él mismo es el dictador y el tirano. La dictadura hegeliana del Es¬ píritu es así algo muy distinto de la razón volteriana, que es cualquier cosa menos absoluta imposición, abusiva y despótica autocracia. Si, como Hegel dice, «la idea universal no se entrega a la oposición y a la lucha, no se expone al peligro», permaneciendo «intangible e ilesa», este situarse al margen del tumulto real de la historia no es, como en la razón volte¬ riana, el resultado de la impotencia o, en otros términos, de la finura y sutileza del Espíritu. El Espíritu, de Hegel, que no entiende de sutilezas ni de finuras, se sitúa al margen de la lucha simplemente porque puede dominar, sin otro instrumento que su voz, esta terrible lucha. Las pasio¬ nes, los intereses, los egoísmos, las fuerzas irracionales y oscuras no son excluidas de la realidad de la historia. Los golpes que en la lucha recibe lo particular de la pasión han sido astutamente calculados por la Idea; son, como Hegel dice, ardides de la razón. Por eso un individuo que cree obrar por su propio interés y según su propio apasionamiento, no hace, en rigor, más que seguir los dictados de ese tiránico Espíritu, que oculta

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el rostro, mas no precisamente por miedo. El Espíritu, de Hegel, la razón que es sustancia de la historia, forma, según dice Hegel en un párrafo sobrecogedor, los individuos que necesita para realizar su fin. Toda esta extraordinaria confusión de la historia no es, por consi¬ guiente, sino la ininterrumpida evolución y peregrinación de un Espíritu en busca de su libertad, esto es, de su autosuficiencia. El Espíritu quiere bastarse a sí propio, y por eso necesita hacerse, desarrollarse en una serie de fases cuyos nombres corresponden a cada uno de los grandes pueblos que han llenado la historia. Lo que diferencia la evolución histórica de la evolución orgánica es que mientras ésta tiene lugar de un modo pacífico y sosegado, la primera es constante y denodado esfuerzo, agitación frené¬ tica para deshacerse de la Naturaleza, para aproximarse lo más posible al final de su camino: a la Idea absoluta. Pero la historia surge únicamente cuando el Espíritu comienza a saberse a sí propio y ha abandonado la existencia orgánica. Mientras hay ignorancia de la libertad, es decir, del bien y del mal, no hay propiamente historia, sino prehistoria, tímida vaci¬ lación entre la Naturaleza y el Espíritu. Objeto de la historia es sólo la presencia del Espíritu, que pasa infatigablemente de un lugar a otro, de un pueblo a otro, de uno a otro Estado. El paso de un Estado a otro no tiene lugar sólo cuando un pueblo ha desaparecido completa y defini¬ tivamente del haz de la tierra; lo que importa al Espíritu no es la exis¬ tencia efectiva de un pueblo, sino el grado de superficialidad o de pro¬ fundidad con que cada pueblo ha concebido lo que es el Espíritu. La carrera del Espíritu hacia la deseada Hbertad se efectúa, pues, a través de una serie de pueblos en cada uno de los cuales hay, según avanza el tiem¬ po, una mayor conciencia de que el Espíritu alienta en ellos. Pero el Espíritu no se detiene nunca porque, en el fondo, poco le importan los pueblos en que se sustenta. El fin de cada pueblo es revelar el Espíritu; «alcanzado este fin», dice Hegel, «ya no tiene nada que hacer en el mun¬ do», pues una vez desaparecido del escenario de la historia le queda úni¬ camente la duración formal, pero no la verdadera existencia. Un pueblo existe auténticamente sólo mando lleva el Espíritu en su entraña, cuando tiene algo que hacer en la Historia Universal. Por esta reducción de la historia a la peregrinación de un Espíritu que va en busca de su Hbertad, Hegel se aproxima a ella con la actitud de un hombre dispuesto a no hacer concesiones, diciéndose literalmente, tras razones tan soberbias, que todo esto es «el a priori de la historia al que la experiencia debe responder». Escribir la historia significa para Hegel tener una idea precisa de lo que en ella verdaderamente ha aconte¬ cido. Y lo que verdaderamente ha acontecido en la historia es simplemente la reconciliación del Espíritu con su concepto o, si se quiere, la elimina¬ ción del reino del Espíritu de todo lo que no sea Espíritu, la radical e im¬ placable espiritualización del Espíritu. Tal llegada del Espíritu a sí mismo, se efectúa, dice Hegel, por fases: en la primera de ellas, que corresponde

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en la historia a los pueblos orientales, el Espíritu se halla todavía prendi¬ do en las redes de lo natural y directamente vinculado a él. La sumersión en la Naturaleza significa que el Espíritu ha alcanzado sólo de un modo muy relativo la Hbertad anhelada. En esta época, que puede llamarse la infancia del Espíritu, hay todavía poca conciencia de lo que éste es capaz de hacer en su desenfrenado curso por la historia; en realidad, más que en el Espíritu se confía en la Naturaleza, en la omnipotencia de lo natu¬ ral, que es para esta primera fase vacilante lo verdaderamente sustancial y sólido. En la primera fase de la evolución del Espíritu hay sólo un hom¬ bre libre: el déspota, el que conoce la coincidencia de su voluntad con la voluntad de la sustancia del Espíritu, aquel a quien los demás hombres"! están particularmente sometidos. La libertad del Espíritu coincide con la libertad del désp>ota, pero tal libertad es bien menguada si se considera desde el punto de vista del acto final del drama histórico. Por eso a la primera fase infantil, en que reina la unidad del Espíritu con la Natu¬ raleza, sucede la segunda fase, que es, dice Hegel, la fase de la reflexión del Espíritu sobre sí mismo, la fase de la separación. En ella comienza el Espíritu a saberse, a conocer que existe y que se realiza, a aproximarse al final de su evolución, a su identificación o reconciliación con su concepto. Esta es la fase de la juventud y de la virilidad, manifestada respectiva¬ mente en el mundo griego y en el mundo romano. La diferencia entre ambos es también una diferencia en el camino hacia la conquista de la libertad, pero esta libertad se alcanza justamente cuando el hombre ha dejado de vivir desde sus propios y particulares intereses para realizar sus fines a través del Estado. La aparición de un verdadero Estado es la con¬ dición necesaria para la casi definitiva desvinculación del Espíritu respecto a la Naturaleza, pues en el Estado tiene lugar la concordancia del Espíritu subjetivo con el objetivo, del interés particular con el general, del indi¬ viduo, cuya anarquía es una manifestación de la contingencia de la Na¬ turaleza, con la sociedad, cuya disciplina es revelación auténtica del Espí¬ ritu. Mas, en rigor, tal conciliación sólo puede lograrse de un modo efec¬ tivo y definitivo en la tercera y última fase de la historia, en la fase del mundo cristiano, que este es el nombre que da Hegel al mundo germáni¬ co. Mundo que comprende, a su entender, el Occidente entero, pues el espíritu germánico es, según Hegel, el espíritu del mundo moderno. En este mundo se insertan el imperio bizantino, la época de las invasiones, la expansión del mahometismo, el imperio de Carlomagno, la Edad Me¬ dia, el Renacimiento, la Reforma, la consolidación de los Estados europeos y, finalmente, los cursos y recursos de la Revolución francesa. Todo este increíble amontonamiento de hechos y de vicisitudes no son para Hegel sino diferentes etapas de una misma y única fase histórica, la fase de la madurez del Espíritu. Madurez y no senectud, porque el Espíritu no vive en ella del pasado, como el individuo, sino en un presente que engloba todo pasado. Al llegar al mundo germánico, el Espíritu comienza a vivir.

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por vez primera, después de su largo destierro, de su propia entraña y sustancia. El Espíritu no necesita ya de nada más que de sí mismo; alcan¬ za la verdad de su ser, pero no todavía la cumplida tranquilidad. El Espíritu va, pues, a lo suyo, sin interesarse por nada más que por él, pues el mismo es el fin de su actividad, el objetivo de su existencia. El salto de uno a otro mundo, el paso de una fase a otra, no es así más que el repliegue sobre sí mismo, pero un repliegue que es para él la más aplastante victoria. El egoísmo del Espíritu no es, empero, exclusi¬ vamente, el completo desinterés por todo lo que no pertenezca a su reino; el Espíritu se satisface, pero satisface a la vez al pueblo en que encarna. El Espíritu del pueblo, de Hegel y del romanticismo alemán, es así algo muy parecido y, a la vez, algo muy distinto del espíritu de las naciones, de Voltaire y de la Ilustración francesa. Para éstos, el espíritu de las naciones es lo que hay en ellas cuando se ha puesto aparte todo lo acci¬ dental; es, por decirlo así, el perfume de la historia, su más oculta y se¬ creta cualidad, su quintaesencia. Por eso el espíritu de las naciones es lo que nunca se pierde, lo que jamás se marchita. Para Hegel, en cambio, el espíritu del pueblo es esencialmente perecedero; nace, vive y muere como un individuo natural y acaba pereciendo en el puro goce de sí mis¬ mo. El espíritu del pueblo no es sino el instante maravilloso y único en que el Gran Espíritu, el Espíritu universal y absoluto reposa en él y le hace alcanzar sus propios fines. Mientras el pueblo posee espíritu, tiene una absoluta e irreprimible necesidad de vivir. Cuando el Espíritu se ha retirado de él para pasar a otro, la necesidad se convierte en hábito, pues el Espíritu ha conseguido ya lo que quería. El pueblo elegido durante unos momentos por el Espíritu alcanza entonces la tranquilidad, el exter¬ no sosiego, pero desaparece del área de la historia. La vida ha perdido entonces, dice Hegel, su máximo y supremo interés, un interés que so¬ lamente puede hallarse allí donde hay lucha, antítesis y contradicción. La historia de que Hegel habla en su tiránica visión absoluta no coin¬ cide, pues, exactamente con la historia de que nos hablan los puntualísi¬ mos historiadores. Historia es sólo para Hegel la evolución del Espíritu y su lucha para llegar a ser sí mismo, para desvincularse de la oprimente naturaleza y hacerse Ubre. Todo lo que no sea esto, debe ser descontado. Por eso no pertenecen a la historia ni las épocas más primitivas, en que no hay Estado, ni las época's modernas, en que no hay agitación del Es¬ píritu; por eso no pertenecen a la historia ni los pueblos que amanecen, ni las pálidas civilizaciones crepusculares. Para pertenecer a la historia im¬ porta poco el brillo externo, lo que la Ilustración comenzó a llamar, no sin cierta embriaguez, avance y progreso. Bajo la capa del progreso puede esconderse lo más primitivo y lo más caduco, la esperanza de ser y la nostalgia de haber sido; bajo la capa del progreso puede haber mera prehistoria, vida al margen de la actividad esencial del Espíritu. De ahí lás increíbles afirmaciones de Hegel sobre América, a la que veía como

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la invasión de los restos de Europa, la roturación de nuevas tierras, la dispersión continua. América estaba entonces para Hegel vacía y al gol¬ pear sobre ella oía el filósofo un sordo rumor de cosa hueca. Era, en sus propias palabras, el país del porvenir, y por eso no interesaba al filó¬ sofo, que es el hombre que no hace profecías, sino que se atiene a la razón, es decir, a lo que ha sido, es y será eternamente. América era, en suma, para Hegel, una f>asión en busca de una razón a la cual servir, una naturaleza espléndida, pero una naturaleza, es decir, como toda natura¬ leza, una locura. Pues todo lo que no es historia es locura, y aun la propia historia no es sino la locura de la Idea que se va dando cuenta de sí misma, que se va volviendo cuerda paso a paso. Tal cordura es ya evidente desde el momento en que surge, con la ética objetiva, la familia y la sociedad, pero solamente entra en una fase decisiva y realmente esperanzadora cuando se apacigua la lucha interna entre la sociedad y la familia, cuando surge el Estado. Lo que Hegel dice sobre el Estado es, ciertamente, lo que puede esperarse de un hombre a quien un Estado de su tiempo —el pru¬ siano— ha convertido en filósofo oficial, esperando, sin duda, que la de¬ finición de la filosofía como el conocimiento de que el mundo real es tal como debe ser, salga al paso de todo intento de radical reforma. Pero una definición como ésta es siempre una p>eligrosa espada de dos filos. Hegel se lanza, en efecto, a una fantástica divinización del Estado, y dice, entre otras cosas aterradoras, que «sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional», que «el hombre debe cuanto es al Estado», que «todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado». El Estado se convierte de este modo en el único poder real de la historia, en el verdadero portador del Espíritu, en esa extraña li¬ bertad objetiva que parece consistir, para el hombre de carne, hueso y alma, en recibir, sin pronunciar palabra, las más apabullantes palizas. Mas si todo lo que es, debe ser, o, en otras palabras, si todo lo racional es real y todo lo real es racional, también deben ser, porque son efectiva¬ mente, la queja, la rebelión y la utopía, y esto es lo que hubiera contestado Voltaire a Hegel con su habitual desenfado, cosa que le hubiera valido ser inmediatamente expulsado de la Universidad berlinesa como un huésped demasiado impertinente. La impertinencia, sin embargo, era y sigue sien¬ do una verdad de la historia, y esta verdad no qu^a destruida por el simple hecho de ser expulsada de las aulas. Al hablar tan elogiosamente del Estado, Hegel intentaba conferir el carácter divino a un Estado y a una situación de hecho por el mero hecho de serlo, pues tal situación era para él la realización del plan de Dios en el gobierno del mundo, el ne¬ cesario resultado del desenvolvimiento de la historia. Lo que se hallara Atiera de el, fuera de la dura y despiadada organización del Estado, era realidad impura, realidad corrompida que requería ser salvada, y por eso Hegel dice que la filosofía no es un consuelo, sino una purificación de lo

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real y un remedio para toda injusticia aparente. Pero la injusticia no es jamás aparente, sino positiva, efectiva y concreta, y sólo el filósofo que no sienta hasta qué punto la ra2Ón es impotente j^rá considerar como aparente la injusticia. Este es uno de los muchos inconvenientes que tiene el haber sido nombrado una vez filósofo oficial. Mas estas que Unamuno —también condenado a ser expulsado, por impertinente, de las sagradas aulas— llamaba exigencias del cargo, no lo¬ gran nunca ocultar enteramente la pasión que hierve bajo la helada corteza de las razones^ hegelianas. Esta pasión es, como se ha indicado, la pasión por ^a esencia que fuera al mismo tiemp>o ima existencia, por una razón que fuera a la vez desbordante entusiasmo, por una vida que fuera consmnte trato y victoria sobre la muerte. Esta vida es el fondo de la esperanza de Hegel, el cual busca la razón de ser de todas las cosas, pero piensa que hay algunas cosas que no tienen una razón de ser y que, sin embargo, son a lo mejor las cosas que nos consuelan. Pues si la Naturaleza y la Historia tienen una razón de ser en virtud de la necesidad que la Idea absoluta tiene de salir de si misma y de volver a sí misma, no hay ninguna razón para que la Idea absoluta sea. No hay ninguna razón, pero sí una pasión que la hace ser, es decir, hay en el fondo, tras el filósofo oficial que fue Hegel, una esperanza. La Idea absoluta, convertida en Espíritu absoluto, es, finalmente, el regreso de la Idea a sí misma, el bien merecido descanso. Pero tal descanso no hubiera sido posible sin un trabajo previo, y por eso el Espíritu absoluto, al recobrar su cordura, no permanece lo mismo que antes, es decir, no deja de haber vivido enajenado. De no ha¬ berse decidido a salir de sí misma, de no haber habido, por virtud de la genial locura de la Idea, una Naturaleza y una Historia, la Idea hubiera estado tranquila, mas no satisfecha. La tranquilidad de la Idea en su pri¬ mitivo estado era la tranquilidad del que cierra los ojos para no contem¬ plar las miserias. Su tranquilidad al final de los tiempos es, en cambio, la paz y el sosiego del que ha vivido mucho, del que ha triunfado de la muerte, saciado de hechos y de días. Y sólo una vida que ha triunfado de la muerte, que se ha enfrentado con ella, merece la pena de ser vivida. La Idea que está en sí misma, antes de haberse alterado, es también vida, mas una vida semejante a la de la semilla o a la del capullo, una vida que no ha sido todavía, como Hegel diría, refutada. La Idea que vuelve a sí misma, por el contrario, el Espíritu absoluto, que ha cometido todo género de desmanes y desvarios, es vida mil veces refutada, y, por consi¬ guiente, vida eterna, vida imperecedera. Así lo dice, por lo menos, Hegel al final de la Lógica, cuando abandonando los razonamientos comienza a dar cuenta de sus místicas visiones: todo lo que no sea Idea absoluta, dice, es error, oscuridad, opinión, arbitrariedad, caducidad y muerte; sólo la Idea absoluta es ser, vida auténtica, verdad que se conoce a sí misma, entera y plena verdad. Así termina la historia, con la conquista de lo libre y de lo verdade-

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ro, con el triunfo sobre la muerte, siempre al acecho. Para llegar a este final todo ha servido; la verdad tanto como la mentira, la justicia tanto como la injusticia, la inocencia tanto como la culpa. Todo ha sido pro¬ vechoso para este Espíritu en el camino hacia sí mismo: los individuos, que han sido medios, y el Estado, el Derecho y la religión que han sido materiales. La historia termina con la realización de la idea de la liber¬ tad, que sólo existe, dice Hegel, como conciencia de la necesidad. Mas esta conciencia resulta, en última instancia, insuficiente, y toda esta fantástica marcha del Espíritu, que Hegel llama la justificación de Dios en la histo¬ ria, la verdadera teodicea, resulta, en realidad, un poco triste. Por eso Hegel, que advierte más de una vez esta tristeza, hace terminar la historia con su misma vida, la filosofía con su misma filosofía. Que la historia no haya terminado todavía, que aquel supuesto final haya sido una falsa alarma, nos hace sentir ahora a nosotros, a más de cien años de distancia de Hegel, una desespveración y, al mismo tiempo, un consuelo: desespe¬ ración porque, por lo visto, aquella eterna vida prometida por la Idea está aún en una vaga lejanía; consuelo, porque mientras luchamos con el error y la culpa, con la desgracia y la miseria, tenemos la posibilidad de aumentar, con la experiencia, la plenitud de nuestra vida, de ver, de saber y de vivir algo nuevo. Vivir para ver parece ser la divisa de un mundo al cual no cesamos de ultrajar, pero en el cual cada uno de nosotros se esfuerza por mantenerse. Pues, como dijo (creo) Santayana, este mundo es una gran calamidad, pero lo p>eor es que no se puede vivir siempre en él.

EL HOMBRE EN LA ENCRUCIJADA

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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Que el lector me permita una confesión hasta ahora privada y desde este instante pública: tengo reservadas para mis obras dos moradas. Una es un infierno, y allá van a rodar todos los escritos míos que juzgo defi¬ nitivamente irrecuperables. La otra es un purgatorio, y allí yacen en rela¬ tiva paz los que estimo mejorables. Como puede verse, no tengo para mis obras un paraíso, excepto acaso uno sumamente efímero que dura desde el momento en que he terminado la obra hasta la hora en que abro las pᬠginas del primero de los ejemplares de autor. (A decir verdad, dispongo de un paraje emplazado entre el infierno y el purgatorio en el cual aguar¬ dan pacientemente escritos regenerables, esto es, susceptibles de mejora sólo cuando se presenta la oportunidad de rehacerlos del principio al fin.) Opino que El Hombre en la Encrucijada es susceptible de enmienda, y que lo es, además, sin necesidad de darle demasiadas vueltas. En rigor, es el primero de mis escritos de los que he logrado sentirme relativamente satisfecho aun después de más de una década desde la fecha de su publi¬ cación. Ello se debe, creo, a que redacté esta obra cuando mi estilo de escribir y mi forma de pensar (que pueden muy bien ser la misma cosa) empezaron a cobrar madurez. Puedo, pues, enfrentarme de nuevo con ella sin excesivo reconcomio. Pero, además, mejorarla sin alterar su estructura. Es justamente lo que he hecho al preparar esta nueva edición. He revisa¬ do la obra; he reescrito parte de su comienzo; he agregado multitud de notas con propósitos vanos y en particular con la intención de ponerla al día. Con ello considero que la obra goza por ahora del paraíso efímero a que antes aludí, sin hacerme, por lo demás, demasiadas ilusiones acerca de cuánto tiempo permanecerá en este estado de beatitud. Al tratar de poner la obra al día, con referencia a hechos y a escritos contemporáneos, me he dado cuenta de que había perdido un poco la pista de los problemas que en ella se suscitan. Son problemas de historia de las ideas y de filosofía concreta de la historia —y también problemas de so¬ ciología, economía, psicología social, política—. El Hombre en la Encru¬ cijada es, en buena medida, mi «Caracteres de la edad contemporánea» —la misma edad que tantos filósofos y no filósofos han auscultado y so¬ bre la cual han, más o menos gravemente, diagnosticado—. Durante los últimos diez años no he abandonado por completo esos problemas —nadie puede simplemente salir de su época—pero me he sentido atraído cada 24

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El hombre en la encrucijada

vez más por cuestiones específicamente filosóficas. Esto no quiere decir que me halle falto de noticias; quiere decir únicamente que no he pasado largas horas tratando de digerirlas y de integrarlas dentro de una inter¬ pretación de nuestra época. Por fortuna, tan pronto como me he esforzado por colocarme de nuevo en la pista de los problemas tratados en este libro, he descubierto que, aunque muchas cosas han cambiado, los problemas planteados siguen siendo fundamentalmente los mismos. Esto me ha permitido poner la obra al día sin introducir cambios muy radicales, óegutmos en la misma encrucijada, y sospecho que en ella nos manten¬ dremos por un tiempo lo bastante dilatado para que mi libro no se con¬ vierta, de la noche a la mañana, en una curiosidad histórica. Pero aunque sucediera lo último —como tiene alguna vez que suceder—, espero que aun entonces mi libro no haya sido totalmente penas de amor perdidas. Espero,^ en suma, que pase entonces realmente a la historia, que es lo que ocurrirá si algún nuevo El Hombre en la Encrucijada, que alguna vez sera, puede sacar provecho de la lectura de El Hombre en la Encrucijada que por aquel entonces fue. ’ Como para la primera edición de esta obra, la hago preceder de al¬ gunas advertencias. Cada capítulo de este libro lleva anejas una serie de notas. No son simples notas al pie que se han trasladado al final para descargar el texto y hacerlo mas legible. Tienen su propia fisonomía y pueden ser leídas como una continuación del capítulo. Son comentarios a los problemas debati¬ dos ampliación de algunos aspectos incitantes, aclaraciones sobre puntos dudosos. Por eso han sido impresas en los mismos caracteres tipográficos que el resto del texto. En estas condiciones no importaba que algunos ocu¬ pasen bastante espacio; lo único que interesaba es que su lectura no re¬ sultara enojosa. La nota final de cada serie es de carácter bibliográfico. Proporciona las rperencias^ necesarias sobre los autores o libros citados en el correspon¬ diente capitulo. Las referencias se han suprimido cuando quedan ya ex¬ plicadas en el texto o no requieren mayor justificación. Debe tenerse prePHmaril^, mencionados son fuentes secundarias. ^Las primarias han sido también consideradas (en la medida en que lo permit an los conocimientos del autor), pero no siempre se ha creído coníniennianos en las notas a los capítulos II y III de la parte primera Pero la referencia directa a textos cristianos —la mayoría de ellos seguramente famihares a lector- falta casi totalmente. Igual sucede con las indicaciones bibliográficas de los capítulos I al V de la parte II. El autor ha pensado concretamente en los principales autores de las épocas que describía espe¬ cialmente en los autores filosóficos, que son los que menos md conoce Pero excepto cuando se ha referido a algún punto específico (como la cita e Loche en la nota al final del capitulo II de la parte II), ha prescindido

Prólogo

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de referencias. Hubiera sido demasiado engorroso, y poco pertinente para la índole de este libro, acumular textos para ilustrar las diversas concep¬ ciones estudiadas. Así, se habla de Descartes, pero no se cita ningún texto de este filosofo. Se habla de Lutero, de Montaigne o de Maquiavelo, pero ninguna cita acompaña a esas menciones, ni en el capitulo ni en las notas. Lo mismo podría decirse en el aspecto negativo. Muchos nombres impor¬ tantes no aparecen, pero no han dejado de tenerse en cuenta. Todo el material bibliográfico e ilustrativo tiene, pues, un aspecto de selección ar¬ bitraria; impútese no sólo a la ignorancia, mas también al plan del autor.

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Primera parte

FILOSOFIA, ANSIEDAD Y RENOVACION

I SE PLANTEA LA CUESTION La cuestión.—Doí modos de contestarla.—El comienzo de la crisis.—La filosofía.— Sócrates en un campo de concentración.—El tipo del sabio.—Filosofía como ciencia y filosofía como vida.—El filósofo y los demás hombres.—El poder innominado o los fenómenos históricos como cataclismos geológicos.—Las respuestas a la situación. — Notas.

Muchos son los problemas planteados en este Libro, pero uno de ellos impera sobre todos: ¿Hay salida para nuestra situación? Hay varios modos de formular la misma pregunta: ¿Puede el llama¬ do «progreso material» ir acompañado de un progreso espiritual o, como a veces se dice también, moral? ¿Cabe integrar en formas de vida mate¬ rial y espiritualmente más elevadas a sociedades cada día más vastas y, en último término, a la sociedad humana entera? ¿Puede confiarse en el hombre, en su capacidad de renovación, y mejoramiento? ¿O es el hombre pura y simplemente una mala bestia, y su historia un tejido de insensa¬ teces y crueldades? ¿Qué nos reserva el futuro? ¿Catástrofes sin cuento? ¿Una total aniquilación? ¿Nuevas y alentadoras perspectivas? ¿Una en¬ fadosa mediocridad? ¿O está el futuro ya cerrado y concluido y nos en¬ contramos en un callejón sin salida? Las respuestas que a su tiempo iremos dando a estas preguntas pare¬ cerán a algunos excesivamente optimistas. Contra quienes se complacen en ensombrecer el futuro, sostendremos que éste promete no pocas cla¬ ridades. Nos mueve, y hasta conmueve, la esperanza, no la desesperación. Pero, aunque fundadamente optimista, no somos por ello completamente ilusos. Nos damos cuenta de que el hombre —todos los hombres-— se halla, hoy más que nunca, en una encrucijada. Un camino lleva al bienestar y a la creación; el otro, a la miseria y a la esteriHdad. No pretendemos sustituir los hechos por los sueños. Pero no nos empeñamos tampoco en descartar como puras quimeras las posibilidades de una renovación. Nos interesa primariamente nuestra situación actual. Esta no es deses¬ perada justamente porque consiste en una encrucijada: nuestra encrucija¬ da. Podemos, pues, tcxlavía elegir. De todo ello nos ocupamos en los dos últimos capítulos de esta obra. Pero ninguna situación bumana colec¬ tiva puede entenderse plenamente si no se coloca en una perspectiva his-

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El hombre en la encrucijada

tórica. No podemos ni siquiera poseer una imagen clara de lo que somos si desconocemos lo que fueron quienes nos precedieron. Nuestros problernas son nuestros y de nadie más. Pero no son problemas que hayan sur¬ gido repentinamente de la nada. Tienen una historia y se hallan en gran medida condicionados por ella. Por eso el examen de nuestra situación y de nuestras posibilidades va ligado indisolublemente al escrutinio de cier¬ tas ^situaciones sin las cuales la nuestra no sena lo que es. Lo que ahora está pasando constituye la más reciente de las fases en la historia de la época moderna. Nuestra encrucijada es por el momento la última en la se¬ rie de las encrucijadas modernas. Podríamos, claro está, habernos limitado a trazar la historia de lo que hemos llamado «crisis y reconstrucción» en la edad moderna. Si al¬ gún pasado nos interesa para comprender el presente, es evidentemente nuestro propio pasado. Pero hay ciertos pasados que, sin ser el nuestro, no son enteramente desechables —pasados que, por estar ya definitiva¬ mente concluidos, pueden brindarnos claridades que todavía no oteamos en el nuestro. Tal ocurre con ciertas fases en la evolución del llamado «mundo antiguo». Hemos escrutado estas fases en la primera parte de este libro. El cuadro resultante es, así, más complejo de lo que habría sido de habernos confinado a la época moderna, Pero cuando de situaciones humanas se trata, el peligro no reside en la complejidad, sino en la sim¬ plificación. Comenzaremos, claro, por el principio: la historia de la crisis del mun¬ do antiguo. En el decurso de esta crisis se plantearon cuestiones similares a las apuntadas, pero no se plantearon de la misma manera que en la época moderna y, en particular, en nuestro tiempo. Por im lado, la crisis no afectó, como hoy, a todas las sociedades humanas. Por otro lado, la crisis se fue revelando corno el desamparo experimentado por algunos ’ hombres al descubrir que vivían en una sociedad cuyas razones de ser se les esca¬ paban —y ello justa y precisamente porque se empeñaban en buscarle razones de ser. ^ La crisis en cuestión fue larga y sería punto menos que disparatado intentar siquiera resumirla. El único resumen que cabe hacer de ella son las tres palabras, de aire un tanto misterioso, que hemos usado para encabezar la primera parte de este libro: ‘filosofía’, ‘ansiedad’ y ‘renova¬ ción’ Cada una de estas palabras designa una fase de la crisis; las dos últi¬ mas designan sus momentos culminantes. Son los momentos en que conflu¬ yeron el pasamiento racional y el culto del misterio, el desbordamiento vital y el frenesí ascético, el poder y el desorden. Son los momentos en los que se engendró una situación histórica que, a la vez que suscitó la ansiedad, justificó y llevó a plenitud vital la filosofía y, al final, entre no pocas quejumbres, desemboco en una renovación. EÍecimos «momen-

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tos» aunque deberíamos escribir «siglos». Durante algunos siglos, en efec¬ to, muchos hombres sintieron el peligro de quedarse desamparados ante un fenómeno o un proceso— que nadie parecía poner en movimiento, que era de todos y de nadie, que a todos abarcaba y a nadie incluía: un fenómeno de traza geológica, acontecimiento que parecía pertenecer más a la Naturaleza que a la Historia, el cada vez más potente, inmenso y anó¬ nimo «Estado Universal». Es difícil precisar cuando empezó dicho proceso. A diferencia de los fenómenos físicos, los procesos históricos no comienzan en un momento deterrninado. Aun a riesgo de objetársenos que nuestra descripción es demasiado ancha en el tiempo, haremos coincidir el comienzo de la crisis antigua con el de la filosofía. El proceso de referencia se inició, en efecto, cuando algunos individuos se sintieron, con razón o sin ella, desterrados de su propia sociedad, y buscaron algo que colmara el vacío producido en sus almas. Asi, la filosofía griega, que técnicamente fue una investiga¬ ción objetiva de la realidad, resultó, vista humanamente, una forma de vivir desencadenada por la soledad y que se tradujo de un modo sobre¬ manera extraño para quienes no participaban todavía en ella: por la pro¬ ducción del pensamiento. Hoy nos parece esto casi normal, porque, here¬ deros al fin de Grecia, consideramos el pensar —el pensar racional, atento a ciertos principios— como algo perteneciente a la «naturaleza del hom¬ bre». Pero en aquella sazón el pensar tuvo una función muy distinta. En uno de sus fragmentos decía Heráclito: «Me he buscado a mí mismo.» Y ya desde hacía algún tiempo se suponía que la naturaleza —^incluyendo la humana— se ocultaba y que la misión del hombre era descubrirla. La naturaleza que no se veía era la verdadera patria del hombre. Por eso buscar la propia patria o, como decía Parménides, seguir la «vía de la verdad», pudo ser la salvación de esos hombres. Con esto no relativizamos el pensamiento. Pues el pensamiento humano tiene dos caras. Por un lado, denota, o connota (o ambas cosas a la vez) una realidad. Por el otro, expresa una actitud. La primera cara tiene una significación intemporal o, para ser más exactos, objetiva. La segunda es la manifestación de una subjetividad y está ligada a su génesis temporal, individual o colectiva. Ambas son inseparables. Pues aun el pensamiento más «objetivo» no exis¬ te sin ser pensado por alguien, pero a la vez no puede hablarse de un pensamiento si, además de expresar lo que alguien es, no quiere decir algo. Usando una terminología vaga, pero aquí suficiente, diremos que en el primer caso el pensamiento es algo y en la segunda enuncia algo. El primer aspecto es el que aquí nos interesa. No, pues, el objeto que mienta, sino la función que ejerce. Desde este punto de vista el pensamiento como «pensar racional» o creencia en algunos principios «inmutables» co¬ menzó a funcionar en un cierto momento de la historia. Fue el momento en que alguien se quedó solo, desligado de la sociedad en tomo, sin parti¬ cipar de ella en lo único en que los hombres de veras participan unos con

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otros, aunque sean mortalmente enemigos en todo lo demás: en lo que creen. Muchas veces me he preguntado lo que habría hecho hoy Sócrates en el horror de un campo de concentración. Fiel a sí mismo, no se habría rebelado. Esto es propio del que confía aún en la eficacia de la sociedad. Tampoco habría pedido auxiÜo. Se habría adentrado en sí mismo, lenta y serenamente, y habría buscado en la razón —en su razón, pues no habría encontrado otra— la fuerza suficiente para resistir el horror que lo cir¬ cundara. Con esto se habría destacado del resto del mundo; habría ad¬ quirido una trágica grandeza. Se habría convertido en ejemplar de un tipo que fue conocido en Grecia con un nombre —el sóphos cuya traduc¬ ción usual es inepta: el «sabio». No fue Sócrates el primer ejemplar de esa especie en la historia de Occidente, pero sí el primero que la expresó con madurez incomparable. La expresó, además, con toda su condición paradójica. Pues el sabio no lo es porque sabe cosas, sino a la inversa: el que sabe cosas, las sabe por ser saHo. Ser sabio quiere dedr: estar abierto al conocimiento. Esto nos confirma que la significación de los pen¬ samientos pensados por el sabio, aunque en sí misma inmutable u «obje¬ tiva», no llega a existir sino después de haber emergido como tipo huma¬ no la sabiduría. Lo que el sabio descubre ya estaba probablemente «ahí». Mas para el hombre «estar ahí» no basta si antes no lo hace estar en sí mismo. Es una perogrullada inevitable decir que el hombre es, por lo pronto, el principio de lo humano. Si el sabio griego descubrió la razón fue, pues, porque la necesitaba. Se ha dicho que la filosofía surgió como un intento de dar consistencia a un mundo de creencias que se habían volatilizado. Supongamos que esto sea históricamente erróneo. En todo caso, es cierto que si emerge una creencia como la descrita, surge cuando alguien se siente «existencialmente»^ solo. Por eso hemos podido aproximar, sin tener que edificar una me¬ tafísica lírica, la ansiedad y la filosofía. Pues por «ansiedad» no enten¬ demos una vaga y patética sensación, en cuyo ámbito, previamente des¬ dibujado, cabe todo lo que buenamente se quiera. Entendemos un hecho muy concreto: el hecho de que algún hombre se sienta durante unos ins¬ tantes segregado de la sociedad, incapaz de encajar en ella, sin sentirse, empero, por encima de ella, como posible modelo de existencia, o sin sen¬ tirse por debajo de ella, como un miembro pasivo y resignado de la na¬ turaleza. —

La filosofía —un saber proteico— puede entenderse de varios modos. Interesa ahora destacar dos. Por un lado, es un saber elaborado por los filósofos «profesionales». Su resultado es un conjunto de proposiciones sobre ciertos objetos que se suponen inaccesibles a las demás ciencias. Si esta concepción es inaceptable y se niega que existan objetos filosóficos, diremos que la filosofía es una actividad reflexiva destinada a dilucidar el sentido, o sin sentido, de ciertas proposiciones. En ambos casos, será

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una actividad reflexiva, que podría en principio ser ejercida por cual¬ quiera que poseyera las facultades necesarias para ello. Por otro lado, la filosofía, antes de^ ser un conjunto de proposiciones o una actividad re¬ flexiva, es una vida. Entonces tendremos no la filosofía stricto sensu, sino la vida filosófica. Y como ésta acontece en los hombres, diremos que la filosofía aparece como un modo de ser de la existencia humana. Ahora bien, si para averiguar lo que una filosofía dice hay que atenerse a la pri¬ mera ^ concepicion, para saber lo que una filosofía es será cuerdo prestar atención a la conce^ixión segunda. Es la que aquí nos interesa. Sea cual fuere nuestra opinión personal sobre el filosofar, destacaremos, y aun exageraremos, una de sus caras, olvidando provisionalmente la otra. En¬ tonces el vocablo ‘filosofía’ podrá relacionarse sin menoscabo con los otros^ términos que lo acompañan en nuestro título. La filosofía como vida filosófica emergerá entre aquel momento en que el hombre se sienta todavía solo y el instante en que ya se haya renovado, es decir, transfi¬ gurado. No ocurre esto en cualquier instante. Necesita una co5runtura. En nuestro caso, fue el largo período en el cual, para emplear el vocabulario de Toynbee, el cisma en el cuerpo social desencadenó el proceso que nos proponemos describir: el cisma en el alma. Fue un proceso penoso. Desde el siglo IV antes de J. C. hasta la expulsión del «último filósofo» por Justiniano en 529 después de J. C., tuvo lugar un desarrollo histórico in crescendo, tan bien acordado que no sólo parece, como a veces se dice, lina sinfonía, sino también una «sinfonía clásica». Cierto que un oído afi¬ nado percibe en su melodía una buena cantidad de notas discordantes. Pero lo discordante no debe ser siempre excluido; con frecuencia es un modo de enriquecer el campo sonoro. ¿Cómo podríamos, si no, acordar elementos de otra suerte inconciliables? Por un lado, hay el final de un mundo ^—el antiguo mundo griego— al cual puede unirse, en un ritmo discrónico, la terminación del mundo pre-imperial romano. Por otro lado, hay un final —el del mundo imperial romano— que es, al mismo tiempo, el preludio de una nueva época. De modo que el mencionado crescendo no es, a la postre, más que una forma del contrapunto. Ahora bien, no podrían engarzarse los distintos períodos sin un hilo conductor. Este será el tema invariable, el «recurso» de esta primera parte. No puede alojarse en una fórmula. No puede tampoco aislarse. Como ciertos medicamentos, necesita un excipiente. No se considere, pues, suficiente si decimos que nuestro tema —sobre todo para el mundo antiguo— consiste en averi¬ guar hasta qué punto —muy Hmitado— el vocablo ‘hombre’ pudo coin¬ cidir con el vocablo ‘sabio’. Como todos los procesos históricos, el nuestro no es indiferente a la cantidad. Lo que determina el carácter cada vez más rico de la sinfonía antigua, es el hecho de que haya concurrido a su producción un número cada vez mayor de seres humanos. Como veremos en la segunda parte, es también lo que ha sucedido en la época moderna.

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Sus diferentes etapas pueden medirse por medio de sucesivas «mcorporaciones». Por eso la ansiedad que sobrecogió a algunas minorías ya en épocas en las cuales cada cosa parecía ocupar todavía su lugar en el uni¬ verso, y cada hombre su puesto en la sociedad, se difundió luego sobre una extensa masa de hombres. Lo que al principio pareció hasta una «pose», pudo luego ser recono¬ cido como la genial percepción del futuro. Esto no quiere decir, natural¬ mente, que la aspiración de las muchedumbres consistiera en ser «sabias». No afirmamos que la historia de los hombres tiene que coincidir con la historia de la filosofía. Más bien lo contrario, que la historia de la filoso¬ fía tiene que coincidir con la historia de los hombres. La sinfonía de la historia no es, por consiguiente, una melodía que los «sabios» componen y los demás ejecutan; es el resultado de un entrecruzamiento continuo de líneas melódicas. La mayor preocupación por una de ellas no significa que preterimos las demás; la destacamos, porque en ella se hace explí¬ cito lo que en otras es implícito, porque en ella suele a veces aclararse lo que en las demás sigue siendo turbio y confuso. Por eso hemos pres¬ tado a los filósofos una atención que no parece corresponder al papel que desernpeñaron en la historia. Pero la importancia de este papel no se mide sólo por la magmtud de los cambios introducidos; se mide tam¬ bién por la capacidad de proponer, de reflejar, de perfilar esos cambios. Aun relativamente segregado de la sociedad, el filósofo pudo ser el espejo de ella. Vio la situación y, fiel a una de sus misiones, la reflejó. Marx dijo que los filósofos se han limitado a explicar el mundo, pero que lo que hace falta es transformarlo. No tuvo bastante en cuenta que la con¬ templación no es sólo un pasivo reflejo de la realidad; es también el anuncio de que algo le sucede o va a sucederle. No hay, pues, que criticar demasiado a los filósofos por su incapacidad de regentar la sociedad o de construir pirámides, sobre todo cuando algunos de ellos han forjado los instrumentos mentales necesarios para ejecutar esas ojreraciones. No es un azar, por consiguiente, que ciertos hombres —y los «filó¬ sofos» con más claridad que nadie— escribieran la ecuación que cada cual trató de resolver a su modo. En esta situación coincidieron durante varias centurias muy diversos grupos. Como veremos, para gran parte de éstos había una finalidad primaria: se trataba de resistir. El hombre se hallaba alojado en un mundo terrible, sobre el cual no podía ejercer ya ningún ^er, cuando menos ningún poder visible y tangible, susceptible de medida. En el mundo antiguo sobrevino un instante en que el hombre no pudo ni siquiera ejercer el mínimo poder de pedir a los augurios cuál era su destino. Este siguió consultándose, mas la respuesta dada se creyó verd^era sólo porque era funesta. «Todos los signos en esos cuarenta días fueron aciagos, y esto muestra justamente que había que confiar en ellos». He aquí el motivo de la creencia en el destino cuando éste está prefijado. Pues el destino no se hallaba ya ni en manos de los hombres ni

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en manos de los dioses: estaba en manos de un poder anónimo, indistinto y sin rostro. En el área de la historia apareció un «Estado Universal», orjado por los hombres, pero imponente e ineluctable como un fenóme¬ no de la Naturaleza. En ultimo término, no era ni siquiera necesario que asumiese la forma de un Estado, y acaso el vocablo sociedad, cuando de¬ signa una realidad sin semblante reconocible, será más adecuado. Una vez rnás (ya que en esto consiste una de nuestras tesis fundamentales): en ciertos momentos los grandes fenómenos históricos son como los grandes cataclismos geológicos; nadie, ni nada, puede detenerlos. Entonces el hom¬ bre se siente perdido; su vida no cuenta apenas frente a esos impulsos elementales de la Historia-Naturaleza. Y aun los que han llegado a im¬ ponerse, a «dirigir» los acontecimientos, los «Césares», no son más que la cresta de la gran ola. El hombre se siente, pues, oprimido, porque ha perdido la antigua Hbertad sin haber ganado todavía ninguna libertad nue¬ va. Su libertad se ha reducido a una expresión mínima, a un movimiento imperceptible de su alma. Al igual que la palabra de la cual hablaba Faus¬ to, no es mas que ruido y humo que anubla la bóveda celeste. ¿Que puede hacer entonces? Se ha dicho que el hombre sólo piensa y actúa a fondo cuando se halla entre la espada y la pared. Esto no es del todo cierto si tenemos en cuenta las muchas ocasiones en que, en tal si¬ tuación, el hombre ha perecido por la espada. Pero tomándolo cum grano salís podemos asentir a la idea de que en esos momentos suele manifes¬ tarse con vigor singular la incomparable inventiva humana. Pues cuando no parece haber otra salida que la desesperación, se cava más profunda¬ mente que nunca el foso donde van a nutrirse las raíces de la esperanza. En todo caso, el hombre puede hacer lo que quiera menos una cosa: dejar de hacer algo; quedar paralizado. Varias de las cosas que hizo serán con¬ tadas en las páginas que siguen. Como veremos, algunos hombres inten¬ taron colocarse a caballo de la ola del tiempo: fueron los poderosos, los imi¬ tadores —o los servidores— del César. Otros se esforzaron por destruir la sociedad sin tener en vista ninguna sociedad nueva: fueron los «bár¬ baros». Otros procuraron resistir en las diversas formas que puede adop¬ tar la resistencia, desde el desprecio hasta el desapego, la renuncia y la huida: fueron los filósofos. Otros se alojaron en un mundo estremecido por visiones sin cuento, desde las fijadas por la tradición hasta las aven¬ tadas por la profecía: fueron los futuristas. Otros vislumbraron un nuevo reino que, no siendo al principio de este mundo, terminó por cambiar el mundo: fueron los cristianos. Con estas voces, aparentemente discordan¬ tes, pero de hecho profundamente bien conjugadas, se forjó durante al¬ gunos siglos la melodía de la «historia universal».

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NOTAS En este libro se dilucidan otras cuestiones además de la planteada al principio, pero como ella vuelve una y otra vez en distintas formas, la consideramos como el tema central. Puede formularse de muchos modos y, en tc^o caso, la expresión «Estado Universal» debe cambiar sus valo¬ res según los distintos momentos históricos. Tal expresión procede de Toynbee. Figura en A Study of History, vol. VI (1939). Sin embargo, aquí no se usa solo en el sentido en que la emplea Toynbee. A veces desig¬ na un gran Estado o una ingente organización política; en ocasiones deno¬ ta la sociedad cuando pretende usurpar todas las funciones del hombre; con frecuencia quiere decir la sensación —basada o no en hechos rea’ss ^ de que el horizonte histórico está cerrado y parece haber sólo esca¬ patorias por la tangente. El haber elegido como puntos de referencia el final del mundo anti¬ guo y el mundo moderno no significa que los consideremos superponibles. Aunque las analogías, especialmente entre el Bajo Imperio y nuestro siglo^ son importantes, no menos acusadas son las diferencias. Por lo pronto hay esta: el pasado esta concluso, mientras que nuestro presente está to¬ davía en marcha, lleno de amenazas, pero también de esperanzas. El lector encontrará esta tesis enérgicamente subrayada al final del Hbro. La elec¬ ción de los dos i^riodos no esta basada, pues, en la suposición de que hay analogías estrictas entre ellos. Se trata de ejemplos ilustrativos, que se prestan a comparaciones útiles, no de rigurosos paralelismos. Hemos rozado en este y otro capítulos delicados problemas de Sociologia del conocimiento. De hecho, una de las cuestiones fundamentales debatidas —la de si ciertas doctrinas filosóficas, y aun la filosofía misma, pueden ser interpretadas como «reacciones humanas ante una situación»_ depende de tal Sociología. Quiero hacer constar que la admisión de la misma no imphca la adhesión a un historicismo radical. En su obra The Open Society and Its Enemies, London, vol. II (1945), 205 y siguientes K. R. Popper ha intentado combatir el llamado historicismo de la Socio-’ logia del conocimiento —especialmente la elaborada por Karl Mannheim y Max Scheler— mostrando que los defensores de tal «ciencia» olvidan la «objetividad del método científico». Según Popper, esta objetividad es la única medicina capaz de curarnos del historicismo y de los «pre¬ juicios reaccionarios» que constituyen su principal alimento. (Es por de¬ más curioso que una doctrina «anticientífica» haya de «curarse» por medio insultos y de metáforas.) Nosotros estimamos que la «objetividad del método científico» obliga precisamente a no descuidar rasgos esenciales de la realidad. \Jno de ellos es el aspecto «humano» del conocimiento. Así, la idea de la filosofía que alienta en estas páginas está por igual

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distante de su concepción como una técnica y de su concepción como una imprecisa visión del mundo. El rigor de la fílosofía, pensamos, no es tncornpatible con la ampliación de su concepto, pero no por esto debemos aplicar el adjetivo «filosófico» a cualquier pensamiento. La filosofía, tal como de hecho ha existido y existe, oscila entre extremos, los cuales son más bien conceptos-límites que efectivas realidades, Como hemos señala¬ do en el capítulo, la filosofía es, por un lado, un sistema de proposicio¬ nes, o una actitud reflexiva, científica, y, por el otro, un conjunto de recomendaciones, una actitud personal. Ha habido que chocar con muchos escollos antes de percibir claramente la imposibilidad de reducir la filo¬ sofía a uno solo de dichos extremos. Nuestra época ha podido descubrir mejor que otras dicha imposibilidad precisamente porque la actividad fi¬ losófica se ha hecho en ella harto problemática. Compárese nuestra per¬ plejidad ante la filosofía con la relativa seguridad que se poseía sobre ella hace unas cuantas décadas. Era, al parecer, un asunto bastante fácil: filosofía, se decía (o se daba por descontado), es lo que segregan, cuando se ponen a pensar, los profesores de filosofía (incluyendo los que niegan la existencia o la posibilidad de tal disciplina). Si esos profesores son alemanes, tanto mejor; en todo caso, basta que escriban en una cierta jerga y que pertenezcan a alguna de las naciones a las cuales se supone depositarías del pensamiento filosófico. Desde mediados del siglo xix, y en particular por obra de Kierkegaard, Marx y Nietzsche, tal confianza fue trastornada. Pero sólo en tiempos recientes se ha experimentado a fondo el mencionado problematismo. Esto ha tenido algunas consecuen¬ cias enojosas, entre ellas la de atribuirse a cualquier vago sentimiento so¬ bre el mundo el carácter de filosófico. Mas la confusión introducida ha sido, en último término, beneficiosa. EUa permite entender por qué la filosofía se halla hoy en lugares inesperados, poco oficiales u «ortodoxos» (no sólo entre algunos literatos, sino también entre muchos científicos). Permite, además, comprender (y es lo que más interesaba) hasta qué punto su origen no está vinculado al tratamiento de ciertos objetos, o el des¬ arrollo de ciertos problemas. Unos y otros llegan a ser filosóficos, porque previamente se ha adoptado una actitud que los justifica como tales. Por eso hemos podido traducir los pensamientos filosóficos en actitudes hu¬ manas sin negar el carácter riguroso, objetivo y «científico» de la fi¬ losofía. No hemos podido entrar en la cuestión de hasta qué punto la filo¬ sofía es una «novedad» que caracteriza la vida occidental, o una reacción contra una novedad, una especie de «retroceso», una forma de «nostalgia» —de si, en suma, se alimenta de la «razón» o del «mito»—. Probable¬ mente ha cabalgado, al nacer, sobre una doble vía: por un lado, ha sido respuesta pensante a una situación; por el otro, ha sido aspiración a un pasado ya casi irreconocible, lleno de visiones fugitivas, de mitos, de le-

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yendas. Lo primero ha producido la filosofía como una técnica del pen¬ samiento; lo segundo la ha engendrado como una nueva forma de mito¬ logía. Lo primero ha dado lugar a la filosofía como operación; lo segun¬ do, a la filosofía como purificación. Es difícil, desde luego, desentrañar en cada filósofo griego de la época «clásica» lo que pertenece a uno y a otro aspecto, y aun describir con alguna exactitud la serie de «progresio¬ nes» y «regresiones» que caracterÍ2an el proceso que va del mythos al logos. (Véase sobre este punto el libro de W. Nestle, Vom Mythos zum Logos, Stuttgart [1940].) Heráclito fue, por un lado, un tradicionalista; la «ascensión de las masas» le producía, más que preocupación, asco. Pero habla en sus ideas muy fuertes ataques contra lo que Gübert Murray y E. R. Dodds han llamado «el Conglomerado Heredado». Los sofistas per¬ tenecen por entero a la edad de la «Ilustración». Pero ya el Anonymus lámblichi contiene ciertas «regresiones» que dan la impresión de un toque de alarma. Lo mismo podría decirse de los poetas: ¿qué no habrá de mezcla inextricable de «tradición» y de «razón» en Píndaro, o en Sófo¬ cles, o en Aristófanes? Por si fuera poco, el problema se complica por la oscuridad en que van envueltas las «regresiones míticas». Se ha dicho que lo que aquí llamamos «tendencia a la operación» (calificada por otros de «tendencia a la razón») procede del fondo cultural de los pueblos in¬ doeuropeos, mientras que la inclinación a la purificación brota de las tra¬ diciones de los pueblos «asiánicos». Es una hipótesis sugestiva, pero difí¬ cilmente comprobable. Más justa nos parece la tesis sugerida por E. R. Dodds en su admirable libro The Greeks and the Irrattonal (Berkeley & Los Angeles, 1951 [trad. esp.: Los griegos y lo irracional, 1960]). Dodds se esfuerza por mostrar en esta obra que la tradición órfica procede de los contactos de la cultura griega con las culturas chamanísticas del Norte, y que esto explica —junto con la doctrina del alma como «viajero psíquico»— algunas de las tesis filosóficas que parecieron luego el pro¬ ducto de una especulación pura o de una racionalización de las tradicio¬ nes sepultadas. En todo caso, es indudable que la interpenetración de la Operación con la purificación, y de la razón con lo irracional, es propia de toda la filosofía griega «clasica», y que una de las grandes cumbres filo¬ sóficas, Platón, se destacó de todas las otras justamente por el modo ge¬ nial con que logró mezclar esos al parecer contrapuestos ingredientes. Hay momentos de la historia, en efecto, en que lo único que puede hacerse para salvar una sociedad es estabilizarla mezclando sabiamente los mis¬ mos elementos que habían contribuido a que se desgarrase. Platón fue por ello uno de los pocos filósofos antiguos que pudo hablar en nombre de la sociedad y a la vez intentar reformarla —o, mejor, «contrarreformarla» . Antes de el, los filósofos pensaron con frecuencia a redropelo de la sociedad; después de él, abundaron los que tuvieron que pensar al margen de ella.

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La expresión final del mundo antiguo’, usada con frecuencia en la pri¬ mera parte de este libro, no preju2ga haber tomado una posición definida respecto a la línea divisoria —inevitablemente flexible— entre el «mun¬ do antipio» y el «mundo medieval» o el «mundo occidental-cristiano». Lo habitual hasta hace poco era considerar el cristianismo como la prin¬ cipal línea de separación. Esta tesis ha sido gravemente quebrantada cuan¬ do se ha advertido que el cristianismo fue también un factor importante del^ mundo antiguo. Por otro lado, a medida que se ha descubierto hasta que pimto las «invasiones de los barbaros» no alteraron muchos elementos esenciales de la antigüedad, se ha buscado un límite más preciso. En su obra póstuma Mahomet et Charlemagne, París (1937) —la tesis se re¬ monta a 1922, en un artículo del mismo título publicado en la Revue Bel ge de Philologie et d Histoire, I (1922), 77-86—, ílenri Pirenne señaló que lo que llamamos «mimdo antiguo» está determinado por el Mediterráneo, especialmente por su zona costera. Por tanto, el final de la cultura anti¬ gua coincide con la ruptura de la «unidad mediterránea». Es lo que acon¬ teció cuando dicho mundo quedó «partido» por la invasión islámica. Esta tesis ha encontrado un detallado desarrollo en la obra de Ernst Kornemann, Geschichte des Mittelmeer-Raumes, München, 2 vols. (1950). Cierto que Kornemann dedica bastante menos atención de la que prestó Pirenne al carácter «costero» de esa civilización, e incluye en ella, con buenos ar¬ gumentos, el mundo «próximo-oriental» y «medio-oriental», especialmente Persia. Si nos atenemos al postulado de Toynbee, según el cual una «ci¬ vilización» merece tal nombre sólo cuando puede «bastarse a sí misma», es indudable que el «iranismo» deberá ser incorporado al «helenismo» y al «romanismo»; todos fueron aspectos, que se influyeron recíprocamen¬ te, de una misma cultura. Tal doctrina está en vías de alcanzar merecido favor entre los historiadores. Ahora bien, como nuestro análisis no per¬ tenece a la historiografía, no tenemos por qué enzarzamos en estas cues¬ tiones, excepto en la medida en que necesitamos algunas referencias con¬ cretas para explicar la expresión ‘final del mundo antiguo’. Creemos que ésta puede admitirse tanto si tomamos como línea divisoria a Constanti¬ no, como si consideramos el año 711 como el punto de ruptura. En ver¬ dad, nuestras descripciones se extienden por períodos lo bastante dilata¬ dos para que no deba preocupamos demasiado la cuestión de los límites. Y, por lo demás, esta deliberada imprecisión será corregida en los distintos capítulos de la primera parte, cuando expliquemos en nuestras notas a qué acontecimientos históricos se refieren principalmente nuestros análi¬ sis. Esto es, a nuestro entender, más conveniente que enredarse en cues¬ tiones de límites. Como Huizinga (Cfr. El concepto de la Historia y otros ensayos, trad. W. Roces, México [1946], 46), pensamos que si hay lími¬ tes no deben considerarse como los segmentos de una línea continua, y que el concepto de período histórico puede poseer utilidad tipológica sin tenerla cronológica. 2.5

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Para Heráclito, véase fragmento B 101 (Diels-Kranz).—Para Parménides, fragmento B. 1, 23-33 (op. cit.).—Sobre el pensar racional como algo que comienza a funcionar en un momento de la historia, he utilizado las indicaciones de José Ortega y Gasset en su trabajo «Apuntes sobre el pensamiento. Su teurgia y su demiurgia», publicado primeramente en Lo¬ gas, Buenos Aires, año I, núm. 1 (1944), y recogido en la última edición de sus Obras completas, 6 vols., 1946-47 (citaremos en lo sucesivo por O. C.), Madrid, tomo V (1947), págs. 513-542. El conocedor de Ortega verá bien pronto en qué me separo de su teoría. A Ortega se debe tam¬ bién la sugestión de que la filosofía surgió para colmar el hueco dejado por creencias.—Las expresiones ‘cisma en el cuerpo social’ y ‘cisma en el alma’ se hallan en Toynbee, op. cit., V y VI (1939), así como en el resumen del Study por D. C. Somervell, New York (1947), 371-530. Hay trad. española de la obra grande por Jaime Perriaux: Estudio de la Historia, Buenos Aires, 1950 y siguientes.—Para el problema del ritmo discrónico, cfr. Bogumil Jasinowski, Historia de la Cultura, mimeografiado, Santiago de Chile (1948), 4-7.—La cita sobre el carácter aciago de los augurios procede de Ibsen, César y Galilea, II, 5. Recuérdese tam¬ bién al respecto a Calderón: ¡Qué pocas veces el hado que dice desdichas miente...! (La vida es sueño, jornada II, esc. xi.)—La presión de lo que hemos lla¬ mado la Historia-Naturaleza fue admirablemente percibida por algunos es¬ critores antiguos; parece, por ejemplo, que Séneca tenía en cuenta la si¬ tuación que hemos intentado describir, al decir (He Clementia, XXIV, 5) que matar en masa y sin discernimiento es una fuerza propia del incen¬ dio y de las ruinas —multas quidem occidere et indiscretos incendi ac ruinae potentia—. Cuando la crueldad alcanza proporciones excesivas pa¬ rece increíble que sea cosa de los hombres.

II CINICOS Y ESTOICOS: DESPRECIO, RESISTENCIA Y RESIGNACION La lucidez.—El cinismo como forma de vida.—La «escuela» cínica.—El extremisrno cínico.—La supresión de la acción: inmovilidad cínica e inmovilidad cristiana — ti desprecio a las convenciones.—El cínico como «bastardo».—Cinismo y nihilismo. La resistencia.-La «escuela» estoica.—Física, Lógica, Etica.—El estoico como me^ ara el hebreo comunidades, sino Estados, Imperios —instrumentos ael pecado—, A lo sumo podían, como el babilonio, llegar a ser instru¬ mentos utilizables. Las leyendas de Ur, la cosmología de Babilonia no fue¬ ron probablemente, al revés de lo que piensa la filología pambabilónica, el origen de la idea del gran Dios único, pero permitieron al hebreo pe¬ netrar mas hondamente en sus misterios. Por eso los pueblos del con¬ torno podían explicar la historia del pueblo elegido, pero no la hadan. A través de todos sus peregrinajes, el fondo del hebreo permaneció incó¬ lume. Los éxodos, la fijación de la Ley y del Pacto, la llegada a Egipto, la organización bajo los Jueces, el poder de los Reyes, el esplendor de David y de Salomón, las guerras con Judea, la esclavitud bajo el látigo de Tiglatt Pileser III, el cautiverio de Babilonia, la liberación y el regreso cuando ascendió sobre el cielo de Oriente la estrella rutilante de los Aqueménides..., ¿que no vivió ese pueblo que había comenzado por ser, según unos, el habitante primero de la tierra y, según otros, «los del otro lado» del Eufrates? Pero esa historia, que suena como una gran sinfonía, no tuvo más que una nota. Era la conciencia de poseer una verdad que debía ser transmitida. La conciencia de que existía para dar testimonio de esa verdad «futura», en medio de las grandes potencias y, si era preciso, con¬ tra ellas. De esa historia nos interesa especialmente un momento —un «mo¬ mento» que dura varios siglos—: el que va del cautiverio de Babilonia al dominio de Roma. Fue, en nuestra opinión, el instante decisivo: la «crisis» por antonomasia. Comenzó con un hecho grávido de consecuencias: la pérdida de la in¬ genuidad primitiva. La Promesa seguía alentando en el seno de la comu¬ nidad. Pero ya no se trataba de una Voz —audible y con frecuencia atro¬ nadora—, ni siquiera del recuerdo vivo del pacto, sino sólo de la Ley. En tomo a ésta se organizó la vida entera del pueblo. ¿Motivos? Uno principal: la percepción de una desproporción creciente entre el cada día mas exacto cumplimiento de la Ley y el cada día más notorio incumpli¬ miento de la Promesa. Pero si ésta no se cumple —^pensó el hebreo— no puede ser porque sea falsa, sino porque la Ley no se ejecuta con la con¬ ciencia pura. ¿Qué pasaría si la Ley se cumpliese a fondo? ¿O si queda¬ ra totalmente incumplida? Fue el tema de los profetas. Tenían en su boca siempre el pasado. Pero, en verdad, se referían al futuro. Para cumplir su misión no servía el conocimiento ni la consulta al Destino: se necesitaba la maldición, el ruego, el anuncio. Sobre todo el último. Pues la predi¬ cación contra las prácticas del Oriente, el abandono de la tradición, la magia, eran sólo el prefacio para proclamar el anuncio del retorno de Dios. En torno a ellos el auditorio crecía. Pues además de la desproporción mencionada entre el cumplimiento de la Ley y el de la Promesa, el he¬ breo descubrió algo sobrecogedor: en el momento de la «abominación de la desolación», consecuencia de la expedición de Antíoco, el sirio, hubo

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algunos miembros de la comunidad que flaquearon. No ante las seducción nes mundanas, sino ante algo peor: el poder ajeno. Sin embargo, ésos fueron recompensados con bienes terrenales, mientras los fieles, los resis¬ tentes, fueron sometidos al martirio. Los antiguos conceptos no eran, pues, suficientes. Algo más se necesitaba para restablecer el equilibrio perdido. Era un Salvador, un Mesías. Desde este momento comenzó en Israel la fase para nosotros más significativa: la del mesianismo. Con ella em¬ pezaron a proliferar las sectas, los grupos —las «escuelas»—. Había empe¬ zado ya al sobrevenir lo que hemos calificado de «instante decisivo»: el cautiverio de Babilonia. En el seno de ésta se formó, en efecto, aquel espíritu gracias al cual Israel se salvó y condenó al mismo tiempo: el es¬ píritu de la resistencia —colectiva— a toda «contaminación». Para explicarnos esta transformación, los historiadores han bailado dos causas. Una, la influencia ejercida por los vencedores. Otra, la volun¬ tad de resistir a ella. Para nosotros, son dos aspectos de una causa única. Desde este ángulo, la «colaboración» de las clases más acomodaticias no fue menos responsable de la acentuación del futurismo israelita que la «resistencia» de las clases más celosamente tradicionales. Como siempre, sin embargo, un solo grupo pareció llevar la voz can¬ tante. Eue el mismo que ya antes del cautiverio se había presentado como el auténtico conservador de las esencias del hebraísmo: los discípulos de Jeremías, los anavim, los hasiáim. Los «piadosos». De ellos surgió el nue¬ vo profetismo y, sobre todo, el profetismo consolador de Ezequiel. Un consuelo de índole muy particular, pues iba precedido de toda suerte de amenazas. Si el hijo del hombre miraba hacia las montañas de Israel, lo hacía para «profetizar contra ellas». Ahora bien, las «montañas de Israel» tenían allí un significado preciso: designaban los infieles, los relapsos. De hecho, una buena mayoría. Así, si Jerusalén era culpable, debía ser destruida y dispersada. El pan tenía que comerse «con angustia y espan¬ to», pues sólo así podrían conocerse las abominaciones cometidas. Los profetas disparaban contra toda clase de blancos: contra los amonitas, los moabitas, los edomitas, los filisteos; contra Tiro, Sidón, Egipto. Pero a través de éstos un solo blanco se columbraba: el grupo que no había sabido resistir la fuerza del Nuevo Imperio. Sólo él debía quedar excluido de la «Nueva Jerusalén», la cual tenía no sólo que ser reconstruida, sino que, como proponía Ezequiel, debía serlo según ritos precisos y medidas exactas. Toda la profecía se reducía a este anuncio: «Israel volverá.» No es menester decir que la voz de los profetas adquirió máxima resonancia cuando, efectivamente, Israel volvió después que el Nuevo Imperio Ba¬ bilónico cayó en las garras, relativamente blandas, de los Aqueménides. Pero desde aquel mismo instante se produjo el fenómeno antes aludido: los «intereses eternos» tuvieron que fundirse con los «intereses creados».

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Con ambos se procedió a la reconstrucción. Y ésta coincidió con la ar¬ ticulación d.e lo que fue desde entonces la columna vertebral del hebraís¬ mo: el Libro, dividido en una Ley, en unos Profetas y en unos hagiógrafos o «historiadores». Con lo cual desembocamos en aquel rasgo que parece constituir el fundamento principal del hebraísmo y que, en todo caso, nos interesa aquí más que ningún otro: la concepción de la propia comunidad como pueblo destinado por Dios a convertirse en eje de la his¬ toria. Ya a partir del llamado Segundo Isaías (los versículos 40-56 del Isaías) dicha tendencia se reveló claramente: la comunidad hebrea no se consideró a sí misma meramente como un «pueblo», sino como la sal de la humanidad. Sal de la humanidad. Esto quiere decir también martillo de Dios, instrumento de la Providencia. La idea ya no abandonó a Israel. Más: llegó a ser una obsesión. Bien pronto, pues, el profetismo se convirtió en mesianismo. Y éste irrumpió con fuerza máxima cuando la nueva conste¬ lación histórica —el Estado de Alejandro— srrrgió como un meteoro. Las relaciones con el «Occidente» se hicieron entonces cada vez más es¬ trechas. No es una paradoja. Pues justamente desde el instante en que se concebía a la propia comunidad como eje de la historia, podía aceptarse una «relación» con los otros. Ni siquiera era necesario atenerse, como sede única, a Jerusalén. Podía admitirse «otra» sede: en Alejandría, en Atenas, en Roma —en «el mundo»—. La historia del pueblo hebreo du¬ rante esa época fue una carrera desbocada; rebehón de los Macabeos, prin¬ cipado de Judas, «liberación» asmonea, lucha empeñada, capitulación y, finalmente, intervención de otra gran potencia mundial que durante si¬ glos iba a ser para el «Occidente» la potencia mundial: Roma. Con esto nos acercamos a aquel momento en que se produjo en el seno de la comu¬ nidad hebrea la gran paradoja; las mismas fuerzas que la hicieron influir máximamente sobre el mundo la convirtieron en un islote de resistencia. Para comprender esto, es menester examinar Israel por dentro. Durante unas décadas, en el tiempo de Herodes, el político pareció dominar sobre el patriarca, el juez, el rey, el sacerdote, el profeta o el héroe. Profetismo y mesianismo parecían destinados a desaparecer. Con todas las armas a su alcance —con la habilidad, con la crueldad— Hero¬ des quiso persuadir a su pueblo de que ni la nostalgia del pasado ni la visión apocalíptica de un futuro podían salvarle de la humillación y de la servidumbre. A tal fin trató de constituir una clase sacerdotal semiescéptica a modo de hábil y firme ortopedia político-religiosa. Mas pronto se vio que no era la época del político, sino la del reformador. Todos los empeños «políticos» tenían que quebrarse frente al problema que plan¬ teaba el desencaje entre lo prometido y lo sucedido. La gran cuestión no era la organización de la sociedad, sino el sentido y futuro de la Alianza. El «político» podía desviar ocasionalmente la corriente, pero no reducirla y menos suprimirla. Había llegado el instante en que Dios hiciese conocer

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su Palabra: el instante del Mesías, del Enviado, del Ungido. ¿Cómo afron¬ taban ese acontecimiento, por unos esperado, por otros temido, para todos ineludible, los que mantenían en el interior de Israel el fuego sa¬ grado? Habla los saduceos. Mucho se ha debatido sobre ellos. Docenas de libros y artículos los han examinado desde todos los ángulos posibles. Como consecuencia de esto, su imagen se ha hecho muy difusa. Ya no salmos quienes eran y que pretendían. Algunos los llaman los licim, los «libertinos» de la época. Otros los consideran los únicos «razonables», «realistas», «videntes» —los que ven la actualidad y no un vago y pro¬ blemático futuro—. Eran el sacerdocio organizado y quienes alentaban en torno al mismo. Su hebraísmo era oficial, ritual, edificado sobre el Templo, poco amigo de la Sinagoga. Su lema era el lema de toda Iglesia bien orpnizada:^ quieta non movere. Eran hábiles: sus «soluciones» no eran religiosas, sino «pobticas». No negaban enteramente al Mesías —como supinen algunos autores—, pero no insistían mucho en él ni deseaban que viniese pronto: la aparición mesiánica implicaría seguramente muchos tras¬ tornos, y todos recordaban el destierro, las luchas, la sangre. No solían admitir en sus doctrinas ni la resurrección ni —cuando menos en la «nue¬ va forma» adoptada— la angelología. Su concepción de la existencia hu¬ mana corresix)ndía punto por punto a esas bases. ¿Por qué debía el hom¬ bre ser un juguete de Dios, estar enteramente en sus manos? No; el hombre poseía una cierta «libertad». Los saduceos eran, pues, los «modera^ dos», los que no querían comprometerse ni ante Dios ni ante el poder terreno. Eran, desde luego, severos y aun muy estrictos. Pero _en la medida en que puede usarse este termino para hombres que vivían en am¬ biente tan ixxro propicio para ella— poseían una cierta «ironía». En todo caso, xma cierta cautela. Los asmoneos los protegieron. Algo sufrieron du¬ rante el reinado de Herodes el Grande, pero al final no necesitaron pre¬ ocuparse demasiado por la necesidad de decidirse ante las opuestas cons¬ telaciones políticas. El gran poder romano surgía en la historia como un vendaval irresistible. Y este poder no iba a abandonar a los únicos que podían ser la garantía del «orden» en Israel. De ahí que dentro del espí¬ ritu saduceo naciera inclusive una doctrina que podría calificarse de «jehovismo natural», no para imponerla a sangre y fuego a las demás nacio¬ nes, sino, al contrario, para poder decirles: «Mirad: nuestra religión no es intolerante, fanática: puede llegar a un acuerdo con la vuestra.» Los saduceos podían ser, así, los «ilustrados» —aunque sería excesivo califi¬ carlos, como hacen algunos, de «librepensadores»—. Eran los hombres a quienes no seducía el poder —una carga excesiva—, pero que creían ne¬ cesario no resistirlo. Al fin y al cabo, barruntaban, el poder cederá algún día, porque, a diferencia del espíritu, es algo esencialmente doblegable. Se cree conocer bien a sus adversarios: los fariseos. No es faena nues¬ tra discutir si su nombre significa o no los «separados». Supongamos que

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no; aun así no puede negarse que la traducción les va como anillo al dedo. Lo primero que vemos en ellos es, en efecto, el espíritu del desape¬ go. No de todas las cosas, sino de cuanto no discurriera por un cauce preestablecido. Al respecto no cabían reservas ni distingos: la Ley es la Ley, y la vida del hebreo fiel sólo puede consistir en vivir de la Ley y para ella. Los fariseos eran, pues, los «rigurosos», los «severos», los que se proclamaban herederos del profetismo «resistente». Pero vayamos con cuidado: este profetismo no era ya en aquella sazón una acción y una palabra imprevisibles: era una serie de tradiciones y, con frecuencia, una se¬ rie de fórmulas. La única solución para nuestros males, cavilaban los fariseos, es la observancia estricta, casi infinitesimal, de la Ley. No hay otra ciencia. Por eso hay que conocerla; luego, interpretarla; finalmente, seguirla. No en un orden cronológico, sino lógico: conocer, interpretar y seguir son actos que deben ejecutarse simultáneamente. Todos son igual¬ mente fundamentales. Pero el segundo tiene para nosotros una particular importancia. Pues a diferencia de los saduceos, para quienes grosso modo sólo la Ley escrita valía y, por consiguiente, se atenían a escasos dog¬ mas, dejando en «libertad» al resto, los fariseos ataban todos los cabos sueltos para que no pudiese haber escape. Una vez tejidos todos los hilos, sin embargo, el individuo no quedaba prendido, sino «liberado». El mun¬ do ha sido entregado a los poderosos, a los malignos. Pero los que co¬ nocen y cumplen la Ley serán justos, fieles. Podrán estar tranquilos. En su frecuentemente citada sentencia, el profeta Habacuc había dicho: «El justo se salva por la fe.» Los fariseos no lo negaban. Pero fe no desig¬ naba en ellos lo que luego significó en San Pablo —la sustancia de lo que se espera—, sino sólo la confianza en que el conocimiento y el cum¬ plimiento de la Ley fuesen la salvación de Israel. La residencia habitual de los fariseos era la Sinagoga. Odiaban la «corrupción» del Templo, y aunque menospreciaban en el fondo —y a veces hasta en la superficie— a los humildes y a los ignorantes, se creían obligados a instruirlos. Se reunían en cofradías, competían en el cumplimiento exacto de la Ley y de sus infinitas complicaciones. Discutían interminablemente en torno a ellas. De su seno surgieron los grandes doctores: Hillel y Gamaliel, el maestro de San Pablo. Esto muestra que nuestra descripción del «espíritu farisai¬ co» debe tomarse cum grano salís. ¿No había, en efecto, quienes suaviza¬ ban el rigor y la asj>ereza de la Ley con interpretaciones alegóricas? ¿No había quienes buscaban por doquiera una «abertura» que la «letra» prohi¬ bía, pero que el «espíritu» no repugnaba? Entonces, no es legítimo con¬ fundir el «espíritu farisaico» con el «fariseo». Sin embargo, el último fue el que, a la postre, predominó. Por eso podemos decir que el grueso de los fariseos de la época no se apartó mucho de la visión aquí ofrecida. Los más eran fanáticos de la observancia y de la pureza, de un formalismo siempre a punto de convertirse en formulismo. Junto a los fariseos había los «extremistas». ¿«Junto»? ¿No estaban

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mas bien «en el fondo» de ellos para azu2arlos? Pues más que una «secta» o un «partido» se trataba de una actitud dispuesta a instalarse en el seno de todo grupo. Algunos eran «piadosos»; su odio a la gente del Templo era casi indescriptible. Mas aun que los fariseos —en quienes se manifes¬ taban diversas «aberturas» hacia el mundo—, los extremistas piadosos vivían «encerrados». Apocalípticos y mesiánicos por encima de todo, es¬ peraban al Ungido «de un momento a otro». Los saduceos creían en el Ungido, pero no tenían prisa. Los fariseos lo anunciaban, pero entre lo anunciado y lo esperado no había siempre acuerdo. Los extremistas pia¬ dosos casi lo veían; «¡que viene el Señor!». Naturalmente, se considera¬ ban los verdaderos descendientes de los profetas y, a través de ellos, de los antiguos patriarcas. Por lo demás, la marcha del mundo parecía con¬ firmar sus alaridos: el mundo había enloquecido. Con excepción, claro esta, de Israel, que sabia lo que había que hacer. Es decir, lo que tenía que acontecer. Los extremistas piadosos —los mesiánicos— no tenían dudas al respecto: era la llegada del Esperado. Este tenía una misión de¬ finida: salvar a su propio pueblo. ¿Necesitaban, en efecto, los demás, alguien que los salvase? Mas bien alguien que los condenara. Con los extremistas piadosos el futurismo llegaba a sus últimas consecuencias. No eran, como a veces se dice, todo Israel, pero sí uno de sus rasgos más «típicos»: la simiente que no muere. Por eso los extremistas alternaban la desesperación total con la loca esperanza. Los saduceos respondían a la crisis intrigando, a veces sonriendo. Los fariseos respondían a ella aislán¬ dose. Los apocalípticos, gritando. desde la época de los asmoneos, los mesiánicos más rigurosos se habían reunido en grupos especiales. Uno de ellos emprendió un camino rnuy particular, que termino borrando las huellas del violento apocaliptismo. fueron los esenios. Su nombre ha sido muy diversamente interpre¬ tado: los «silenciosos», los «curadores», los «ajenos», los «piadosos». No importa Eran otra manera de reaccionar ante la misma crisis El aisla¬ miento de los fariseos no era, por lo visto, suficiente. El aislamiento de la Ley debía ser completado con el de la vida. De ahí el monasterismo de los esemos, organizados en comunidades cerradas, de acceso difícil No eran, pues, los anárquicos, sino los ascéticos. Su vida era entrenamiento y hasta «milicia». Su residencia no era la ciudad, sino el campo. Reclui¬ dos en comunidades en torno al Mar Muerto, formaban una singular cin¬ tura que ceñía a Jerusalén recordándole de continuo que si hay algo eterno no pertenece a «este mundo». Pues el mundo de los esenios no era toda¬ vía «el otro», pero tampoco ya «éste». Era un mundo «intermedio», hecho de rigor, de esperanza y de «ayuda mutua». ’ Si seguimos la clasificación de Tosefo, tan cribada por la filología pero sustancialmente aún inconmovible, podremos hablar de otro grupo’ los zelotes. Propiamente no eran un grupo, ni una secta religiosa, y menos aun una «escuela»: eran un «estallido». No poseían doctrina ni siquiera

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una «actitud» determinada y previsible. Pero su aparición en ciertos mo¬ mentos de la historia de Israel resulta todavía más iluminadora que el desarrollo de las sectas «ordinarias». En su estado «normal», los hebreos no son fanáticos o desesperados. Pero llevan la desesperación en el alma. Los zelotes fueron el percusor capaz de foguear el arma demasiado car¬ gada. Su fanatismo les llevó a la destrucción de cuanto no fuese la «pure¬ za», la problemática «pureza», de la tradición hebrea. Llamemos a eso, para no complicar las cosas, la Ley. Pues bien, la Ley fue para los zelotes el cuchillo de Dios, y quien no la cumpliese debía ser muerto a cuchilla¬ das. Era el fanatismo del ignorante. Los zelotes desempeñaron un papel decisivo en el alzamiento del año 66, y fueron por igual perseguidores de saduceos y de cristianos. De ellos puede decirse lo que de los habitantes de Jerusalén escribió Tácito a raíz de ser expugnada la ciudad por Tito: vulgus, more humanae cupidinis, sibi tantum factorum magnitudinem interpretati, ne adver sis quidem ad vera mutabantur —«siguiendo los anto¬ jos de la condición humana, interpretaban tan magnos sucesos como un gran destino, de modo que ni siquiera las adversidades lograban hacerles contemplar la realidad cara a cara». Eran los mismos que major vitae me tus quam mortis —que «temían más a la vida que a la muerte»—. En suma, los cerrados violentos, un hecho bruto más bien que una si¬ miente de la historia. Unos eran los «cerrados violentos». Otros, los «abiertos suaves». To¬ das las combinaciones posibles a base de suavidad y violencia, de encerra¬ miento y abertura fueron posibles en los grupos hebreos en el instante de su máxima crisis. Porque este fue justamente su problema: saber si debían abrirse o cerrarse, cómo debían hacerlo y a dónde convenía dirigir¬ se. Fue también uno de los problemas de la época. Por eso nos hemos detenido en quienes se lo plantearon con más lúcida conciencia. Ahora bien, ninguna de las actitudes adoptadas parecía suficiente. Los que esta¬ ban (relativamente) abiertos, carecían de ímpetu para que su «abertura» fmctificase. Los que poseían ímpetu, lo cerraban antes de tiempo y termi¬ naban por retorcerse en su propia llama, víctimas de su propio fuego. Los que estaban a la vez abiertos y poseían el ímpetu necesario, ignora¬ ban adónde había que dirigirlo. Se desembocaba, pues, en muy diversos puntos —en la adaptación cautelosa, en la sutileza exasperada, en la seve¬ ridad extrema, en la violencia enfurecida—. Pero no en el único lugar que hubiese permitido a la comunidad dar el peligroso salto que repre¬ senta para toda sociedad humana el cambiar radicalmente de postura sin dejar de ser ella misma. Por eso no le cupo a esta sociedad más que una de las tres soluciones extremas: o aniquilarse o dispersarse, o transformar¬ se. Y esto fue lo que, en efecto, ocurrió: unos se «suicidaron»; otros se desterraron; otros dejaron de ser lo que habían sido para acogerse a un nuevo tipo de comunidad donde el futurismo subsistiese, pero con orden y medida. El puro futurismo no podía ser, pues, tampoco una «solución».

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ni siquiera para quienes parecían haber hallado en su atmósfera el sentido de su existencia. Como las demás actitudes, la que nos ha ocupado aquí sólo podía mantenerse renunciando a ser única. La época no pedía exclu¬ sivismos, pero tampoco eclecticismos. Pedía algo más difícil, quizá im¬ posible: una verdadera integración.

NOTA Para la inte^retación de la existencia hebrea me he valido de las preciosas indicaciones de Xavier Zubiri en las págs. 93-99 de su trabajo titulado «Sobre el problema de la filosofía». Revista de Occidente, XXXIX (1935). Las frases entrecomilladas en la página 84 de nuestro texto pro¬ ceden de la página 96 de dicho estudio. Conviene completar estas ideas con las expuestas por José Ortega y Gasset en Esquema de las crisis, Ma¬ drid (1942), 92-93 y 97 (OC., V, 97-101) y en el artículo «Apuntes sobre el pensamiento», citado en nota al final del cap. i (OC., V, 531-532). La tesis de la verdad como lo que cumple la promesa a que se han refe¬ rido Zubiri y Ortega se halla expuesta en el discurso rectoral de Hans Freiherr von Soden, Was ist Wahrheit? (1927). Diversas sugestivas acla¬ raciones de mdole filosófica y filológica sobre este punto, en Zubiri, Na¬ turaleza, Historia, Dios, Madrid (1944), 29, nota. Una comparación entre tres distintos sentidos de la verdad —el hebreo, el griego y el romano— en Julián Marías, Introducción a la Filosofía, Madrid (1947), 104-107. Para la historia hebrea en general nos hemos valido de repertorios diversos: unos, extensos (como las obras de H. Graetz y S. W. Barón); otros, más reducidos (como las obras de Giuseppe Ricciotti, Theodore H. Robinson, Max L. Margolis y Alexander Marx, Cecil Roth). Especialmente interesantes para nosotros eran los trabajos que se referían con mayor de¬ talle al período estudiado en el capítulo (como las obras de Emil Schürer, E. Meyer, E. Bevan, M. Eriedlánder, J. Rff. Lightley, Ch. Guignebert y Joseph Bonsirven). Hemos aprovechado asimismo indicaciones contenidas en trabajos que estudian separadamente cada una de las sectas. Así, las de Geiger para los saduceos y fariseos; las de Caspari, A. T. Rober’tson y R. T. Herford para los fariseos; las de Hólscher y Lesinsky, para los sa¬ duceos; las de Ginsburg píira los esenios. Particularmente valioso nos ha sido el libro de J. W. Lightely sobre las sectas judías en la época de Je¬ sucristo, libro que resume muchas investigaciones anteriores, inclu3^endo artículos no recogidos en libros y artículos de las diversas Enciclopedias judaicas y bíblicas. Se han visto asimismo las fuentes principales. Para nuestro caso, eran las obras de Josefo (la Guerra de los judíos, las Anti¬ güedades judías y la Vida), el Nuevo Testamento y ciertas secciones de la literatura paleotestamentaria en parte de naturaleza apocalíptica_ no incluida en el Canon. Para los pasajes sobre el profetismo, se han

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tenido presentes las partes correspondientes del Antiguo Testamento. La cita de Tácito procede de Historias, V, xiii. El lector puede preguntarse por qué ha sido necesario consultar tan¬ tas obras si, a la postre, los datos transcritos en el capítulo son muy es¬ casos. Sin embargo, cualquiera que esté un poco familiarizado con el pro¬ blema acordara que bastantes consultas eran necesarias nada más que para intentar dar una opinión plausible. Esto es especialmente cierto en lo que toca a las sectas hebreas. ¿Eran los saduceos realmente los «libertinos»? ¿Eran los fariseos propiamente los «rigurosos»? Nos pareció conveniente aludir a las perplejidades que han manifestado al respecto los historiado¬ res y los filólogos. A la vez, consideramos ineludible dar la opinión que mejor cuadrase con las exigencias del confimto. Por este motivo, hemos hecho caso omiso de las «contradicciones» que a menudo se han subra¬ yado en las descripciones de los saduceos, fariseos, esenios y zelotes. Ta¬ les «contradicciones» se deben casi siempre a olvido de las muchas ocasio¬ nes en que «los extremos se tocan». Para poner un ejemplo: no enten¬ demos por qué debe sorprender que el estricto conservadurismo de los saduceos esté unido a un relativo «liberaUsmo». Para los fariseos, la tra¬ dición estaba constituida por la Ley, tanto la escrita como la oral. Hasta en algunos casos esta última, fijada en todos sus detalles, era seguida más rigurosamente que la Ley escrita, más «ambigua» y, por tanto, más susceptible de «interpretaciones» diversas. En cambio, los saduceos se atenían principalmente a la Ley escrita, y aunque no desatendían, según algunos autores han demostrado, una cierta parte de la Ley oral, ésta no tenía la importancia que adquirió entre los fariseos. Es, pues, compren¬ sible que los saduceos, aunque más «conservadores» —o precisamente per ello—, pudiesen ser más «Uberales» y «abiertos» que los fariseos. Puede comprobarlo fácilmente quien estudie el proceso de las fijaciones dogmáticas. El marxista que se atiene a los textos de Marx suele ser más «abierto» que el que los interpreta «ya» a la luz de Lenin. El retorno a las «fuentes cristianas» puede ser considerado como «sospechoso» si no va acompañado del comentario que introducen las posteriores «fijacio¬ nes». Eí caetera. Así, cuanto más «interpretado» ha sido un texto, tanto menos posibilidades brinda de introducir opiniones diferentes. Lo dicho a propósito de los saduceos y fariseos puede servir también en lo que toca a los esenios. Ha sido posible considerarlos como anteceso¬ res del cristianismo o como muy distintos de él, porque en cada caso se ha subrayado un elemento —o el profetismo, o el ceremonialismo ascético, o cualquier otro— en detrimento del conjunto. En cambio, tan pronto como se considera su actitud global se ve que cada uno de dichos ele¬ mentos tiene su papel en el todo. Con esto no pretendemos solucionar el problema de las diversas interpretaciones. Esto puede hacerlo sólo un estudio histórico sensu stricto, por lo demás sujeto siempre a revisión empírica.

V LOS PODEROSOS El poder como carga y el poder como prebenda.—Principios y resultados, medios y fines.—El poder como reacción. La figura del «político».—La «ola de la época» y las actitudes ante ella.—La im¬ potencia del poder.—Otra vez la historia y la geología. Las motivaciones psicológicas de la conquista del mando.—El poderoso y el «frí¬ volo».—Catonismo y cesarismo.—La racionalización del poder: tiranías antiguas y ti¬ ranías modernas.—La adaptación al poder.—Poder e inteligencia. Descripción del «bárbaro».—Política y fuerza.—El poder y sus medios.—La apa¬ riencia del poder.—Poder y sociedad.—El ejemplo de Roma: monarquía y anarquía.— El factor cuantitativo.—Las «épocas inevitables».—Igualación y nivelación.—El único problema: la subsistencia. Notas.

Hay épocas en las cuales el poder es aceptado como una carga. Hay otras en las que es buscado como una prebenda. Como el alma humana es inextricable, resulta difícil que se manifieste cualquiera de estas acti¬ tudes con entera pureza: todo ejercicio del poder es una mezcla de ambas. ¿Coincide tal distinción con la que hay entre ejercer el poder con res¬ ponsabilidad y pulcritud, y ejercerlo sin tino? En modo alguno; como en tantas otras cosas, es imposible casar aquí exactamente el principio con las consecuencias. Decimos, por ejemplo, «el poder por el poder», y su¬ ponemos que esto engendra siempre resultados catastróficos. La experien¬ cia muestra acto seguido numerosas excepciones. El asunto no es, pues, fácil. No podemos simplemente decir: en las épocas «críticas» o «anorma¬ les», el poder se convierte en una presa de que algunos hombres quieren disfrutar a toda costa. O como nos inclinaríamos a pensarlo en vista de la actual situación: en tales épocas el poder pierde su justificación ante la moral, la utilidad o inclusive la historia, y tiende a convertirse en una realidad autónoma. Todos los males, podríamos concluir, proceden de esta independencia. El hombre no ejerce ya el poder al servicio de nada, ni siquiera de sí mismo; a lo sumo, al servicio del «mal». Pero no; no es forzoso que así ocurra. Es una verdad de experiencia que no siempre coinciden los principios —o la falta de principios— por los cuales se hace algo con el resultado del hacer. Sospecho que una de las causas de la divergencia es la imposibilidad de encajar exactamente los medios con los fines. Como afirma el dicho popular, el infierno está

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empedrado de buenas intenciones, no menos que de ejemplos en los cua¬ les, según se repite desde Mandeville, los vicios privados se convierten en beneficios públicos. De acuerdo con la conocida y mal interpretada ^ase de^ Gide, con buenos sentimientos se puede hacer mala literatura. Gon pasiones oscuras, como ha mostrado Proust, se pueden engendrar las condiciones necesarias para producir un celestial septimino. Por tanto, lo primero que al respecto cabe decir es esto; nuestra descripción de lo que le ocurre al poder —o, según luego se verá, al poderoso— en ciertos mo¬ mentos de la historia, se halla, por lo pronto, más acá de todo juicio de valor. El problema del poder como reacción frente a una tremenda situa¬ ción histórica no debe ser juzgado exclusivamente desde el punto de vista de su justificación, o falta de justificación, ética. Hemos dicho el poder como reacción. Con toda su vaguedad, la fórmula no es inadecuada. Tal reacción ha sido descrita muchas veces. La historia tiene algo de monótono. Al fin y al cabo, mientras la resistencia o la huida o la proyección de un ideal hacia el futuro son acontecimientos excepcionales en grupos humanos un poco densos, el poder es un fenóme¬ no normal. Pero mientras no hay crisis, es visto como una delegación, una transmisión —de carácter humano o divino—, y a consecuencia de ello, como una responsabilidad. El que ejerce el poder es responsable ante algrma instancia superior y no menos ante sí mismo. Quiere esto decir que se cree poseedor de un suficiente margen de libertad para que su interven¬ ción pueda modificar sustancialmente los asuntos humanos. Pero si la crisis se acentúa, la nave del poder corre pronto a la deriva. Para seguir hablando en imágenes —habrá que hacerlo aquí varias veces— se produ¬ ce un hueco que atrae hacia sí un remolino de calculadas pasiones. Surge entonces del seno de la sociedad la turbia figura del «político». Emerge con tal vigor, que parece que el poder existe sólo en virtud de ella, que el órgano produce la función y no a la inversa. Esta impresión es corro¬ borada por el modo como frecuentemente se asume el mando; en lugar de la transmisión o de la delegación —mejor o peor amañada— se hace cada vez más frecuente el arrebatamiento. El poder no es ya entonces un ejercicio degradante o ennoblecedor, repugnante o apetecible: es un modo, singularmente brusco, de resolver una situación. Se trata de una situa¬ ción a la vez individual y colectiva. En ambos casos, tiene una caracte¬ rística: el no admitir espera. Podría, pues, compararse la decisión de conquistar el poder con la resistencia opuesta al mismo. Ambas son respues¬ tas; mejor aún, reacciones. Lo que menos importa es su particular con¬ tenido. Claro está, entre el poderoso y el dominado sigue habiendo gran¬ des diferencias. De hecho, más que en los tiempos «normales». Pero en algo fundamental coinciden: para uno y otro la actitud adoptada no tiene un fin, sino sólo un origen: es una decisión por reacción. Cierto que esta no es más que una de las caras del problema. En rigor, se trata sólo de la forma como se manifiesta psicológicamente la in-

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versión de la función «natural» dcl mando. Quizá la mejor manera de ex¬ presar nuestro pensamiento al respecto sea aducir la reflexión que formuló Balzac en una de sus novelas: «El mundo es un cenagal; procuremos per¬ manecer en su superficie.» Esto significa, siguió diciendo el novelista, que en tales momentos «no hay principios, sino sólo acontecimientos; no hay leyes, sino sólo circunstancias: el hombre superior abraza los acontecimien¬ tos y las circunstancias para dirigirlos». He aquí una de las actitudes a que hemos aludido en nuestra frecuente imagen de la incontenible «ola de la época». Una de las maneras de afrontarla consiste, en efecto, en encaramarse sobre eUa y tratar de mantenerse en su cresta, siempre ines¬ table. En vez de afirmar bien los pies en el suelo y, mientras se cierran los ojos, fortalecer —con la meditación o la plegaria— el corazón; o en vez de escapar de ella por una transposición primero intelectual y luego mística; o en lugar de seguirla como si fuese la ruta de la Providencia o del Destino, el hombre puede intentar aprovecharse de ella. Es lo que hace precisamente el dominador, el poderoso —sea la cabeza del impe¬ rio o el último de los funcionarios—. Ni siquiera es necesario a tal fin ser im tirano o un déspota. Tiranía o despotismo son modos concretos de ejer¬ cer el mando y pueden existir en todas las épocas. El dominador puede ser muchas cosas: delegado de Dios, guardián del Estado al estilo platóni¬ co, déspota ignaro o ilustrado. Puede ejercer el poder por creer que es un penoso servicio a sus semejantes, o echar por la borda todo escrúpulo y dedicarse al mando por el mando. Todo ello, con ser importante, no es aquí pertinente. Porque en todos estos casos el poder poseerá una cierta «subsistencia», una cierta «legalidad» y estructura propias. Ni una «de¬ cisión» ni una «reacción» tendrán entonces sentido. La tendrán sólo cuan¬ do el poder asuma una figura cada vez más «inconsistente», cuando re¬ pose cada vez menos en sí mismo o en un mandato superior y sea uno de tantos elementos en el sobrecogedor remolino de la época. He aquí, expresada, de nuevo metafóricamente, la otra cara del pro¬ blema. El poder aun absoluto es un barco a la deriva, tan agitado por los grandes vendavales de la época como la más frágil de las humanas bar¬ quillas. En instantes de crisis nadie puede dominar el poder. Ni siquiera el poder mismo. No se trata de una paradoja. En épocas normales se en¬ tiende por poder no sólo la fuerza, sino la dirección que ella sigue, direc¬ ción que se supone, si no libre y conscientemente regulada, por lo menos aceptada y entendida. Hay entonces una especie de juego entre la fuerza —física o moral o intelectual— del poder y la dirección del mismo. Es un juego que no sale casi nunca de un marco tan bien ajustada, que pare¬ ce establecido por convención en vez de ser —como lo es— la realidad misma. En cambio, en momentos «inestables», la realidad es justamente el hecho de que el marco no pueda ceñir nunca el cuadro. La fuerza se ha hecho independiente de su dirección; se ha cumplido lo que en el lenguaje técnico se llama «la heterogénesis de los fines». El pc^er tiene

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todas las facultades, menos una: la de dirigirse a sí mismo. Es necesario repetirlo nausearn: el proceso histórico se ha convertido en proceso geo¬ lógico; el ^>der no es, pues, más que la presión enorme que unas capas de la sociedad ejercen sobre las otras, y viceversa, sin que pueda saberse quien cabalga sobre quién —quién manda—. Por eso nuestro «poderoso» no tiene propiamente poder; nuestro «dominador» no domina nada. Y de la expresión «el poder por el poder» sea totalmente insuficiente para d^cribir tal situación histórica. Pues cuando aparece el poder que pretende justificarse a si mismo, el hombre que lo ejerce es capaz de m^tenerse por lo menos en equilibrio, de tener bien firmes, en nombre del p^er autojustificable, las riendas no sólo de la sociedad, sino tam¬ bién de su propia persona. Nada de eso sucede en la conmoción «geo¬ lógica». .^gunos hombres, en vista de la situación, «se deciden» por el poder. Bien. Desde el primer instante descubren que esta «darisión» no tiene de tal sino el nombre. He dicho im poco antes que en tales momen¬ tos el poder es usurpado. Ahora ya resultará claro que esto era sólo un primer modo de decir y que no correspondía exactamente a la realidad mentada. Podría decir, pues, que el hombre mismo se deja arrebatar por el mando. Pero mi idea es todavía más radical: el mando no pu&le ni usurpar al hombre ni siquiera usurparse a sí mismo. Ha perdido el timon, y el hombre que sobre el anda posee sólo la apariencia de la domi¬ nación y las fingidas riendas de la desbocada cabalgadura. ¿Por que, sin embargo, se decide por ello? La raíz psicológica es casi siempre la misma: se trata de «medrar», de «situarse». Esos hombres pa¬ recen tenerlo todo menos una cosa: escrúpulos. Si la vida lo pide, parecen decirse, démosle lo que pida. Dejémonos llevar por la corriente del tiempo si no queremos ser anegados por ella. Aprovechémonos, en suma, mientras sea ^sible, de los medios de que dispone. Cierto que en este terreno no sólo impera el dominio; hay también la frivolidad. Si la elegimos, nos sobrepondremos al destino buscando aquellos rincones en los que todavía no ha penetrado su carácter siniestro —las superficies de la vida_. Al¬ gunos hasta Uegan a combinar la frivolidad y el mando; los ejemplos abundan desde Alcibíades. Pero entregarse a la frivolidad no es tan ha¬ cedero como parece; requiere cantidades prodigiosas de habilidad, de in¬ teligencia, de arte. Implica, mucho más de lo que se quisiera, la inesta¬ bilidad y la zozobra. El dominio se deja conquistar más «fácilmente»; si se quiere, más «directamente». Cierto, para esto habrá que simular —para luego abrazarlo enteramente— el fanatismo. El poder se consigue tam¬ bién con el cinismo; no es muy seguro de que así pueda conservarse. El frívolo pretende sólo vivir bien —acentuando el adverbio—; el poderoso quiere vivir —destacando la acción—, Escepticismo y fanatismo, amor a la frivolidad y ansia de poder no son siempre, pues, superponibles. No lo son tampoco los medios que emplean: la ironía distante y aparente¬ mente benévola, y la astucia emprendedora. Pero son efectos de las mis-

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mas causas, maneras diversas de montar a caballo en la gran ola sabiendo muy bien que ella nos conducirá adonde quiera y no adonde nosotros pretendamos. En los momentos en que todo parece «inevitable», el poder no se ejerce ni como un medio ni siquiera como un fin. Los mismos ejem¬ plos «clásicos» no pueden servirnos de guía. Si creemos a los historia¬ dores, Catón manejó el poder como un medio sin flaquear un solo ins¬ tante; el catonismo fue inflexible precisamente porque el poder de Catón no era absoluto. César, en cambio, ejerció el poder como un fin: había que crearlo como se crea una obra de arte, pero una obra de arte nece¬ saria. Al modo del artista, tendió a considerar que su creación se man¬ tenía por sí misma: la sociedad, la intriga, la «amistad» y la «enemistad» eran simples medios. No se podía seguir una línea recta. Todo lo contra¬ rio: había que adaptarse de continuo. Mas no era la adaptación a un «ideal», sino a una «materia»; como el material con el cual se hace la estatua conforma los movimientos del artista, los hombres sobre los cua¬ les se «trabaja» obligan al ambicioso de poder a adaptar a ellos —a sus pasiones, a sus vicios, a sus virtudes— todos los actos públicos y buena parte de los privados. César ejerció el poder como un fin; el cesarismo no fue inflexible precisamente porque el poder de César era absoluto. Ahora bien, catonismo y cesarismo eran todavía fenómenos «normales»; en uno y en otro el poder seguía poseyendo sentido. No es este nuestro caso. Si buscamos un ejemplo histórico de lo que designa la expresión «el poder como reacción», lo hallaremos más bien en el poder imperial romano una vez ya constituido, no sólo con sus mandos personales, su autoritarismo creciente, sino también, y sobre todo, con su cada día más extensa burocracia. Algunos historiadores han señalado que lo caracterís¬ tico del poder romano fue la burocracia empleada. Para ella valen las con¬ diciones que han investigado Max Weber o Karl Mannheim; se trataba, en efecto, de una racionalización del poder —una racionalización funcio¬ nal, que no afectaba necesariamente a la esencia irracional del mando—. Si el conjunto no aparece todavía como una pura locura implacablemente conducida por la razón, ello se debe a que, según ha dicho Tocqueville, hay una diferencia de principio entre la antigua tiranía de un gobierno central y la «nuestra». Cuando los emperadores estaban en la cúspide del poder, ha observado dicho autor, todavía se conservaba una gran diver¬ sidad de costumbres y maneras. Había provincias administradas separa¬ damente, y mucho de la vida escapaba al control de una mano central y de sus funcionarios. Aun con un poder incontrolado, aun abusando de él con frecuencia, los emperadores podían oprimir sólo a unos pocos —ciertamente, cada día más numerosos—. Como Iván el Terrible en Ru¬ sia, se cebaban sobre todo en las capas dominantes que tenían a mano; como el monarca moscovita, destruían ocasionalmente un grupo lejano, una ciudad, hasta una región entera. Ambos, empero, carecían de los me¬ dios técnicos necesarios para racionalizar completamente la función del

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mando. Comenzaban a descubrir una Siberia, pero no podían aún explotarla. bm embargo, el ejercicio del poder estaba sometido a las mismas condiciones «actuales»; el poder seguía estando «ahí», dispuesto a dejar¬ se arrebatar por el que poseyera suficiente vigor, buena fortuna, ausencia de escrúpulos o fanatismo. Mejor dicho: dispuesto a entregarse al que pudiera adaptarse a él —^única manera de «dominarlo»—. En un momento de hondo pesimismo. Ortega estableció una distinción entre «la vida como libertad» y «la vida como adaptación». No hay duda de que en nuestro caso la adaptación predomina. El hombre será «libre» sólo en la medida en que sepa, o pueda, soltar lastre. Mas como el «político» —en tanto que actitud humana— es justamente aquel que ejecuta casi a la j>erfección la operación mencionada, será el político —y no el legislador, o el César, o siquiera el simple tirano— el que predominará en esas épocas. Juguete del destino, se dirá a sí mismo que por lo menos ha conseguido hacer coincidir su libertad con su adaptación. De ahí su desconfianza hacia todo lo «intelectual», hacia cuanto proceda del reino del «espíritu». Pues el espíritu se interesa por los orígenes y por los principios, y en vez de soltar lastre, se complace en acumularlo. No quiero decir que el «político» se desinterese de la intehgencia. La necesita demasiado para permitir¬ se tal lujo. Mas la inteligencia que tolera es crecientemente «funcional»; no es una inteligencia que busca principios, sino que ejecuta decisiones. No confundamos, pues, el mando del político con el ejercicio de la pura fuerza. El «político» no es el «bárbaro», aun cuando cometa, o permita que se cometan, todo genero de «barbaridades». El «bárbaro» es el puro brazo que golpea sin saber dónde —sin «adaptarse»—. En una novela de Josef Viktor von Scheffel, Ekkehard, publicada en 1857, el autor preten¬ dió describir el choque de dos mimdos: un mundo vital, fuerte, despreocu¬ pado; otro mundo intelectual, débil, agobiado por los escrúpulos, decaden¬ te. Hay un pasaje en esta descripción particularmente sugestivo. Como el pasaje del Coronel Lawrence para el hombre en completa soledad con Dios, el de ahora —sólo muy levemente parafraseado— servirá para ilu¬ minar al bárbaro más que cualquier minuciosa descripción histórica o cual¬ quier abstracta filosofía. Se trata de una escena donde los hunos Ellak y Hornebog, caudillos de una de las más temibles invasiones que sufrió el Occidente, se detuvie¬ ron ante un montón de cadáveres, víctimas del ataque, destrucción e in¬ cendio de un monasterio. En medio de ellos yacían chamuscados y casi indescifrables algunos códices de la destruida biblioteca. Hornebog atra¬ vesó con la espada uno de los libros, lo levanto a la altura del rostro de su compañero, y preguntó: «¿Para qué sirven esos garabatos y esas patas de gallo, señor her¬ mano?» Ellak tomó el hbro, lo hojeó distraídamente; sabía algo de latín, y al cabo de mucho rato replicó:

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«Sabiduría occidental, hermano mío. Alguien que se llamaba Boecio llenó estas hojas; creo que hay en ellas bellas cosas sobre la consolación por la filosofía.» Hornebog pensó unos momentos; pareció comprender. Pero al fin dijo: «¿Filo-sofía? ¿Y qué tiene que ver esto con la consolación?» «No se trata, ciertamente —dijo Ellak—, de ima mujer hermosa. Tam¬ poco se refiere al aguardiente. Es difícil describirlo en el lenguaje de los hunos. Mira..., cuando alguien no sabe por qué está en el mxmdo y se le mete en la cabeza saberlo, he aquí lo que en el Occidente llaman filoso¬ fía. He oído decir que el que escribió esas páginas gimió prisionero en una torre de Pavía hasta que lo mataron a bastonazos.» «Bien le estuvo —dijo Hornebog—. El que tiene una espada en la mano y un caballo entre sus piernas, ése sí sabe por qué está en el mun¬ do. Y si nosotros no lo hubiésemos sabido mejor que el que trazó esos garabatos sobre una piel de asno, no estaríamos aquí, sino huyendo por las riberas del Danubio.» Calló un rato, pero una idea pareció rondar por su cabeza. Se diri¬ gió otra vez a su compañero y sin vacilar le dijo: «¿Sabes que es una suerte que se haya inventado todo eso?» «¿Por qué?», preguntó Hornebog. «Porque la mano que ha tomado el cálamo, jamás sabrá empuñar una espada que penetre en la carne, y la locura que ha invadido esa cabeza, una vez puesta en un libro, será capaz de incendiar otros cien cerebros. Y cien almas de cántaro más, son cien caballeros menos.» No; el «pohtico» no es siempre el bárbaro. A éste le basta sentirse vitalmente actuando para sentir justificada su vida. De ahí que el bárbaro sea el que vive fuera de las fronteras de la sociedad constimida, o el que, estando geográficamente dentro, vive y actúa como si estuviese fue¬ ra. Es el inadaptado; por eso hasta puede ser a veces el «idealista» —de un «idealismo» que, a diferencia del del filósofo, no es jamás justificaSi el político usa de la fuerza, en cambio, lo hará sin ingenuidad. Quizá con fanatismo, pero a la vez con cinismo. Para ello no sirve la fuerza bruta. Es demasiado «pura». La pura fuerza tiene a veces su pro¬ pia grandeza. Y en todo caso, se aproxima demasiado a la espontaneidad vital para que pueda ser sin más comparada con la operación implacable que ejecuta una máquina. No digo que la brutalidad del bárbaro sea fun¬ damentalmente buena, o se halle mas alia del bien y del mal; no soy para esto lo bastante rousseauniano. Las gotas de pureza que, según Simone Weil, brillan muy de tarde en tarde en el tejido de bajezas y crueldades que es la historia, no están constituidas por la dudosa grandeza de la fuerza bnita, del músculo —y la mente— despreocupados. Tenemos de ello demasiadas experiencias recientes para que podamos hacemos ilusio¬ nes sobre lo que í^ía ocurrir al respecto en cualquier otra época de la

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historia. El «político» no es el inadaptado; es el perfectamente adaptado, el único que ha logrado verdaderamente «colocarse». Corre, ciertamente, el riesgo de despeñarse, pero si tal sucede será porque no habrá sido lo bastante «político», porque, conscientemente o no, habrá resistido a la gran ola que de continuo lo empuja, o se le habrá ocurrido reflexionar sobre ella y buscarle un «sentido». En los momentos que nos ocu¡>an, el sentido de los acontecimientos es que carecen de sentido. Si siguen pose¬ yendo objetivamente alguna significación, los hombres la desconocen o no logran penetrarla; actúan, pues, como si no la hubiera. Y actuar en la historia como si careciese de sentido es, me parece, lo más aproximado que puede haber a no existir sentido en la historia. Los Antoninos inten¬ taron justificar el poder. El Caltgula, de Camus —no tan psicológicamente inverosímil como parare a primera vista—, intenta demostrar, por el abuso del poder, que es libre —que es el único hombre libre—. Parece que se trata de dos tip>os completamente distintos y que su diferencia echa a ro¬ dar nuestra concepción de que el poder en esa época se parece menos a una voluntad que a una máquina. Pero no hay tal. En primer lugar, téngase en cuenta que presentamos al poder como una de las «soluciones». No era la úmca, ni la más váhda, ni siquiera la más universalmente acep¬ tada. En segundo término, importan mucho menos las diversas maneras como los hombres poderosos del tiempo ejercían el poder que la con¬ ciencia que tenían de que había algo común en todos ellos: su propia impotencia. Pues, ¿cómo?, se dirá, ¿impotencia en un momento de la historia en que los poderosos son realmente pc«ierosos? La incongruencia sería obvia si el poder dependiese exclusivamente de los medios de que dispone. El poderoso —emperador, soldado o burócrata— se halla colocado en un puesto del cual parecen depender la acción, el pensamiento y la vida de una vasta multitud de humanos. No tiene más que inclinar su volvmtad en un sentido o en otro para que esa vasta multitud sienta alterada de raíz, y hasta aniquilada, su existencia. ¿Se quiere manifestación de poder más evidente? ¿Qué va a ser el poder sino esto? ¿O es que se nos quiere andar con sutiles metafísicas y negar lo que entra por los ojos, lo que estamos casi palpando? Lo sentimos mucho, pero no hay más remedio que negarlo. Sin la posibilidad de efectivo mando, no puede hablarse con sentido del poderoso. Pero esto no es más que una condición. Pues, ¿de qué le valdrá al poderoso su poder si la misma materia sobre la cual lo ejerce es la que determina por entero sus «decisiones»? Ahora bien, cuando «lo inevitable» se impone en la historia, esto es lo que acontece. Los grandes desprendimientos de tierras son causados en parte por las mismas tierras que se desprenden; el cataclismo es la causa del cataclis¬ mo. Las capas humanas están dispuestas de tal manera que las presiones que se ejercen sobre ellas son imprevisibles. Nada más fádl, pues, que desencadenar procesos que parecen el resultado de un poder personal ab-

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soluto, pero que no son más que el resultado de la fuerza poseída por las mismas masas humanas aparentemente sometidas. Y como las masas hu¬ manas ignoran ese poder suyo, o son aún incapaces de canalizarlo, resulta que, en fin de cuentas, el poder no es de nadie ni es de nada; de todos depende, pero nadie lo ejerce. En esta situación no es extraño que algu¬ nos hombres se digan: ya que no podemos tener el poder, tengamos por lo menos su apariencia. ¡La apariencia del poder! He aquí el «secreto» de esas épocas. Vistas superficialmente, la política se hace en ellas lo que es siempre de algún modo, pero jamás tan desvergonzadamente: «realista». Se desentiende de toda «idea», de todo «programa», de toda «utópica palabrería». Tanto mejor, se dirá; de este modo se hace más flexible, más compleja, más aten¬ ta a las articulaciones de la reahdad y menos atropellada. Pero no es así. Una política compleja y sinuosa, verdaderamente «reaUsta», existe sólo cuando la realidad no es enteramente ingobernable. Quizá los hombres no puedan elegir, como tienen con frecuencia la ilusión de hacerlo, entre dis¬ tintas realidades o ideas. Pero al menos pueden elegir entre diversos ma¬ tices. Son las épocas de los políticos hábiles, astutos; los tiempos, relati¬ vamente «felices», de los «maquiavélicos». Ahora bien, el supuesto de tal política es una realidad que ofrece a veces resistencia encarnizada, pero que se puede modelar, hasta amasar. En épocas en las cuales el ejercicio del poder es sólo una «apariencia», en cambio, nada puede modelarse; el que tiene en sus manos las riendas de la sociedad no tiene más remedio que seguir fielmente sus locos tirones. Ya tiene bastante que hacer con mantenerse sobre la silla. La realidad social se ha hecho tan simple y tan compacta, que cada vez ofrece menos resquicios para las complejidades del «juego» de la política. Desde Augusto hasta los Antoninos, todavía se conservaba la ilusión de que el poder era una representación de la socie¬ dad —de la mejor sociedad—, de que el emperador —el «rey»— podía ser —y, por supuesto, debía ser— el primus Ínter pares. Pero bien pronto la ilusión se desvaneció; el que quería ser emperador debía renunciar a ser princeps. La sociedad se fue implacablemente nivelando, y con ello perdió toda posibilidad de engendrar una compleja estructura por cuyas hendeduras la libertad pudiera insinuarse. Se dirá que esta nivelación era necesaria, y que era un paso más hacia una sociedad ideal donde no hubie¬ ra ni dominadores ni dominados. Pero la realidad histórica pronto se encargó de demostrar que esto no pasaba de ser un piadoso deseo. Pues la nivelación no equivale siempre a la igualdad y menos todavía a la fra¬ ternidad; al igualarse, los hombres no se hacen por ello sin más hermanos; lo que sucede es que el centro del poder se hace cada día menos localizable y, por tanto, menos responsable. Todos parecen mandar; en verdad, no manda nadie. Bueno, se dirá, mandan los órganos más directos de la sociedad: el ejército, la burocracia. Uno y otra se han formado a base de las clases más numerosas, antes desposeídas. Perfectamente. En cuanto

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estos órganos funcionan se disponen a triturar a las clases mismas de las cuales han emergido. La sociedad parece una monarquía, quizá sin mo¬ narca, pero con un solo mando; en rigor, se trata de una anarquía. Bajo la costra de la organización a ultranza, por debajo de la universal milita¬ rización de todas las funciones sociales, acecha el vacío. Es un vacío pe¬ ligroso; cada vez que se necesita un reajuste es menester que se precipi¬ ten en él, que desaparezcan físicamente, clases enteras: el más pequeño movimiento engendra un número incontable de trastornos y males. La sociedad parece haberse hecho más simple; no por ello se ha hecho más directa y, sobre todo, más manejable. Todo lo contrario. La característica principal de una sociedad como la que intentamos describir es la falta casi completa de flexibilidad. Una de las causas de ello es de carácter cuantitativo: es necesario que un nú¬ mero cada vez mayor de hombres queden encuadrados en una misma or¬ ganización política. Esto aconteció con el Imperio romano cuando la ro¬ manidad fue cediendo cada vez más terreno en favor del puro Imperium. Era, por supuesto, un proceso inevitable; cualquier elegiaca rememoración de lo pasado resultaba artificiosa y vacua. Pero esto es precisamente lo que queremos subrayar: nuestra disgresión se refiere a períodos en los cuales no se puede decir de lo que ocurre que sea bueno o malo, detestable o apetecible, sino sólo esto: inevitable. Son las épocas en que predomina el «no hay más remedio». De Cómodo a Diocleciano, y de Diocleciano a Teodosio —dos fases de un mismo período—, se desencadenó un pro¬ ceso histórico cuya característica más general y permanente fue la impo¬ tencia. La clase senatorial fue incapaz de salvar la tradición y tuvo que perecer. El emperador no consiguió salvar a la clase senatorial; en rigor, no logró salvar a ninguna clase, y tuvo que someterlas a todas a las órde¬ nes de la burocracia y del ejército. Mas éstos no pudieron tampoco decidir por sí mismos; no sólo no poseían una conciencia de mando, sino que pensaban que ésta se hallaba encarnada en quien era sólo instrumento suyo: el emperador. Así, en tales momentos, unas clases dependen de otras y unos individuos de otros sin que se sepa si hay una estructura —buena o mala— que garantice esa dependencia. Puede argüirse que esto contra¬ dice la tesis anterior, y que nunca hay mayor flexibilidad que cuando la rigidez desaparece. Así sería, en efecto, si lo flexible se identificara con lo amorfo, si la sociedad fuese tanto más compleja cuanto más uniforme. Ahora bien, ello equivaldría a confundir dos operaciones distintas: la igua¬ lación y la nivelación. La igualación significa el sometimiento de los hom¬ bres a una común medida. La nivelación significa que todos están some¬ tidos a la misma falta de medida. Habrá entonces algo igual en todos, pero no será ya la justicia común, o el común disfrute de los bienes, sino la zozobra, la imprevisibilidad, la esclavitud. En ciertas épocas, la sociedad tiene un solo problema, siempre ur¬ gente: subsistir. No se puede pensar en otra cosa; los «políticos», los

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«poderosos» no hallan ante sí otra cuestión. Todos sus esfuerzos se con¬ juran hacia lo mismo. No pueden crear, mandar sobre la sociedad como el artista manda sobre la materia, con una singular mezcla de amor y do¬ minio. Tienen que limitarse a mantener a la sociedad en pie, a evitar que se derrumbe, aunque i>ara lograrlo deban abatir, física o moralmente, a grandes porciones de sus componentes. Son, pues, casi tan esclavos como los esclavos. Su ventaja —por supuesto, nada desdeñable— es que se hallan «encima», y de ahí que se mantenga para ellos la motivación psi¬ cológica antes referida: el «situarse». Mas a poco que reflexionen sobre su existencia y sobre la de los hombres en tomo, advierten que el vacío es igual en todos y que la gran ola del tiempo los arrastra a unos y a otros, sin pausa y sin misericordia. Su única esperanza es que la gran crisis que viven todos sea una crisis de crecimiento y no de senectud; que todo lo que ocurre tenga una última justificación en la futura historia. Ahora bien, esta historia está exulta a la mirada del hombre, y siempre subsistirá la duda de si, caso de tratarse de un parto, vale la pena aguantar sus dolores. El estoico y el neoplatónico dirán que la cuestión carece de sen¬ tido, pues no hay dolor para quien posee la fuerza interna suficiente para resistir, o el alma lo bastante pura para contemplar el mundo inteligible. El cínico dirá también que el problema carece de sentido, porque cuanto ocurre es una lacra que desaparecerá tan pronto como hayamos extirpado su causa: la perversión que la vida social introduce en la naturaleza. El futurista no afirmará, claro está, que la cuestión sea insensata, pero ne¬ gará que tenga sentido «desde» el momento presente, y en este respecto —aunque sólo en éste— coincidirá con el neoplatónico, con el estoico y hasta con el cínico. El poderoso, en cambio, no podrá nunca decir que se trata de un problema falso. Sea cualquiera la forma como haya esca¬ lado las inestables cimas del mando, el problema será siempre vivo para él. Para el hombre cuya existencia consiste en el mando —grande o pe¬ queño— no hay modo de desdoblar la realidad, de la af>ariencia: lo que la sociedad parece ser, eso es lo que es. No comprende, ni podrá segura¬ mente comprender jamás, que para salvar la apariencia no es necesario ni negarla ni exaltarla: bastará descubrir que puede ser renovada, trans¬ formada, transfigurada. La ansiedad y la filosofía nos han llevado, así, has¬ ta el umbral de la renovación.

NOTAS Reconocemos que hay cierta imprecisión respecto al período al cual se refiere nuestro análisis. En los capítulos sobre los cínicos, estoicos y platónicos, la impresión en cuanto a la época quedaba algo atenuada por las referencias a los diversos autores. En el capítulo sobre los futuristas se indicó con suficiente aproximación el período tratado. Pero en lo que

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toca al poder topamos con un problema análogo al planteado en el primer capítulo. Pues, ¿qué quiere decir, una vez más, final del mundo antiguo? La expresión es harto problemática. ¿Diremos que se trata de la «caída y decadencia del Imperio romano»? Pero entonces, ¿cuándo empieza y cuando acaba este proceso? ¿Y qué razones hay para aplicarle voces de tan decidido carácter valorativo como «decadencia», «caída» y otras anᬠlogas? No resuelve la cuestión decir que se trata de las épocas «inestables». Con esto no se obtiene más que una definición verbal y, por añadidura, metafórica. No hay más remedio que reconocer que estamos en un mar de confusiones. Para no ahogamos en él, habrá que precisar las fechas que abarca nuestro análisis. La principal dificultad estriba en que los fenómenos his¬ tóricos a los cuales conviene el presente capítulo han aparecido dentro del «mundo antiguo» en diversos períodos. Por ejemplo, varios de los pro¬ blemas descritos surgieron con caracteres agudos ya en Grecia a partir del momento en que Alejandro selló la mptura del antiguo sistema de los Estados-ciudades. Sin embargo, creemos más adecuado escoger como modelo de nuestro análisis ima determina fase del Imperio romano. Con¬ cretamente, pretendemos que nuestra disgresión sea entendida a la luz de los acontecimientos de la historia imperial romana desde la muerte de Marco Aurelio hasta la llamada «división» del Imperio por Teodosio el Grande. La nueva actitud frente a la Iglesia representada por Constantino constituye, naturalmente, uno de los puntos decisivos de esta historia, Pero el eje de ella se encuentra probablemente en la época de Diocleciano. Después de Constantino y de Teodosio comenzó, en lo que toca al po¬ der, im nuevo período que arrastraba algunas importantes características del anterior (la imaginaria, pero posible escena procedente de Ekkehard ocurre, en el siglo x, mucho después de Boecio, cuando nuestra historia ya ha terminado, y el ciclo que pretendemos describir está concluso, pero es perfectamente aplicable a la situación que hemos descrito). Por este motivo, resulta equívoco hablar de «caída» y de «decadencia». Si segui¬ mos usando estos vocablos, habrá que darles un sentido relativo —como debe tenerlo todo lo histórico—. Es, por ejemplo, una «caída» respecto a la época del Principado, pero no respecto a la Edad Media, a la que anun¬ cia y preludia. Que nos excuse la vacilación en que incurren los historia¬ dores mismos. Lo usual es distinguir entre el Imperio propiamente dicho y el Bajo Imperio, al cual se refieren usuaknente las obras relativas a la «decadencia» de Roma. Pero la distinción es imprecisa. Quienes empiezan la descripción del Bajo Imperio —que para nosotros, repetimos, es un comienzo y no im fin— en la época de Diocleciano, tal como la hacen Otto Seeck en su obra clásica Geschichte des Vntergangs der antiken Welt, 6 vols., con apéndices, Berlín (1901-1920), o, más recientemente, Emst Stein en su Geschichte des sp'átrómischen Reiches. Vom romischen zum bysantinischen Staates 284-476, Wien (1928), tomo II, en francés.

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Histoire du Bas Empire. De la disparition de l’Empire d’Occident d la mort de Justinien 476-^6^, Desclée, París-Bruselas-Amsterdam (1949), obra postuma publicada por Jean-Rémy Palanque, y en la que se establece formalmente la equivalencia «posromano = protobizantino». Quienes lo hacen comenzar con la muerte de Teodosio el Grande, como J. B. Bury en su History of the Later Román Empire, 2 vols., Londres (1931). Quienes prefieren comenzar de un modo menos determinado con la lla¬ mada «crisis del siglo iii» y la «restauración del mundo romano», como Ferdinand Lot en su obra La fin du monde antique et le début du moyen age, París (1927). No mencionaremos más obras, porque nos bastaba dar algunos ejemplos típicos en los cuales quedara patente la relativa y com¬ prensible indecisión de los historiadores al respecto (las obras que se re¬ fieren a todo el proceso del Imperio romano desde Augusto, o a toda la historia de Roma, nos interesan aquí menos que las que pretenden es¬ pecíficamente dar una descripción de la «caída»). Las divisiones de carác¬ ter pohtico, por otro lado, no ayudan mucho, de modo que no importa demasiado saber si con el Bajo Imperio se rompió la tradición del Princi¬ pado (o de la Diarquia) y comenzó el llamado Imperio «prebizantino», o bien si tal tradición había quedado ya interrumpida con la inauguración por Diocleciano del llamado «Dominado». Los procesos políticos como tales son menos significativos para nuestro propósito que los fenómenos sociales, económicos y —perdónese la vaguedad del vocablo— «vitales». Lo único que nos importa dejar bien sentado es que la cuestión del poder se plantea como aquí se ha hecho, no cuando hay decadencia stricto sensti, sino cuando el poder no puede hacer más que mantener a la sociedad en relativa cohesión y debe sacrificarlo todo a ello. En la decadencia propia¬ mente dicha el poder se hace, por más caótico, más plástico, y tiene posibilidades que no le son dadas en las épocas que hemos llamado «ines¬ tables» y que, como se puede ver, podrían igualmente calificarse de «es¬ tables» —de incómoda, trágicamente «estables»—. Ante los fenómenos históricos complejos —que albergan complejas actitudes vitales— los tér¬ minos,^ aun los menos ambiguos, se quiebran en mil pedazos y no alcanzan a cubrir todas las significaciones que se proponían. ^ En suma, antes de Comodo y de Septimio Severo, el poder discurría aún dentro de cauces «normales». Los trastornos de las guerras civiles antes de Augusto no pueden compararse con los habidos en el siglo iii. Solo en este apareció el elemento de lo «inevitable». Así, aunque externa¬ mente más «caóticos» y «confusos», los tiempos después de Constantino y, sobre todo, después de Teodosio el Grande, fueron por lo menos el fermento de una nueva comunidad —la comunidad feudal-campesina_, de modo que los dolores de la sociedad tuvieron ya más visos de parto que de agonía. Ahora se comprenderá mejor por qué la época que hemos toma¬ do por base es la que M. Rostovtzeff analiza, con los nombres de «La monarquía militar» y «La anarquía militar», en los dos últimos capítulos

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de su Hisíoria social y econotfúca del Imperio romano, 2 vols., Madrid (1937), traducción española por Luis López-Ballesteros, de The Social and Economic History of the Román Empire, Cambridge, Inglaterra (1926), y la que describe E. Altheim en Die Krise der alten Welt im III Jahr. nach Christus, vol. I, Berlín (1934). Insistimos en que la situación en la cual, según nuestro análisis, se hallaba entonces el poder, se ha ma¬ nifestado también en otras épocas —y, en parte, se manifiesta en la nuestta . Pero si se quiere una base histórica determinada que haga compren¬ sibles nuestros conceptos, creemos que la propuesta es la más abundante en ejemplos y enseñanzas. Sin embargo, queda aun en pie el problema de las «causas» que pro¬ dujeron la situación descrita. Es un asunto importante, pero que no puede ocuparnos aquí con detalle. Con las restricciones que señalamos en una nota al final del capítulo sobre «El hombre nuevo», el examen de tales «causas» corresponde al historiador y no a quien se limita a buscar las significaciones que tiene una determinada situación histórica para varios grupos humanos. Por lo demás, las opiniones sustentadas sobre las «cau¬ sas» son tan variadas, que sería muy largo mencionar siquiera las más importantes. Algunos autores buscan sobre todo causas políticas (fue la te¬ sis predominante en el siglo xix y que engendró la curiosa e ingenua tesis de Renouvier en su Ucronta, según la cual, de haber cambiado la situación política en el momento de la sucesión de Marco Aurelio, se habría alterado completamente el curso de la historia). Otros se refieren a causas económicas, o geográficas, o biológicas, o técnicas, o histéricoculturales, o religiosas, o hasta «metafísicas». Otros, finalmente, conside¬ ran que las «causas» mencionadas son meros síntomas, o bien se inclinan por una teoría «ecléctica», que ve el proceso histórico como determina¬ do por la confunción de todos los mencionados factores. Si tal «conjunción» se entiende como algo cuya estructura varía continuamente (en cuyo caso, por ejemplo, las causas económicas serían más determinantes en unos mo¬ mentos que en otros), la doctrina resultante nos parece bastante plausible. Pero entonces quedaría todavía inexplicado lo que hace que haya en tal o cual momento un mayor o menor predominio de ciertos factores cau¬ sales, de modo que se volvería a plantear el problema. Una reseña de diversas teorías acerca de la «decadencia» de la civiliza¬ ción antigua se halla en el capítulo final de la obra de Rostovtzeff antes mencionada. Un estudio de cómo se ha reflejado el problema de la deca¬ dencia de Roma en el pensamiento de Occidente, desde Polibio y San Agustín hasta Gibbon y hasta Nietzsche, pasando por la Edad Media, el Renacimiento y el siglo xviii, se halla en Walter Rehm, T)er Untergang Roms im abendlandischen Denken. Ein Beitrag zur Geschichtsschreihung und zum Dekadenzproblem, Leipzig (1930). Las teorías más recientes de índole sociológica, filosófica o histérico-filosófica (Spengler, Toynbee, etc.).

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son demasiado conocidas para que sea necesario mencionarlas con algún detalle. Como modelo de un tratamiento histórico que no es de índole «filosófica» ni estrictamente «causal», pero que tampoco se limita a lo descriptivo (y constituye, por tanto, un buen ejemplo del modo como puede atacarse el problema aun sin aceptar los motivos específicos aduci¬ dos), puede servir el estudio ya viejo, pero todavía admirable, de Max Weber, «Die sozialen Gründe des Untergangs der antiken Kultur», Die Wahrheit, Stuttgart, VI, 3 1896), 59-77; trad. esp.: «La decadencia de la cultura antigua». Revista de Occidente, XIII (1926), 25-59. Al comen¬ tar este estudio en su trabajo «Sobre la muerte de Roma», El Espectador, VI, Madrid (1927), 125-154 (recogido en OC., II [1946], 5}>1-5A1), Ortega y Gasset señala que la caída de Roma se produjo por incapacidad del romano para adaptarse a las nuevas circunstancias. Según Ortega, el siglo III no fue capaz de crear otras instituciones que las ya existentes o las derivadas de la República, y las reformas propugnadas por César no pros¬ peraron a causa de la «tosquedad intelectual» de las cabezas romanas. Sobre la burocratización del Imperio, Emst Meyer, Rómischer Staat und Staatsgedanke, Zürich (1948), págs. 98 y sigs. Las indicaciones de Max Weber sobre el papel de la burocracia y sobre sus distintos tipos se hallan en el cap. VI del t. IV, traducido al español por el autor del presente libro, de Economía y Sociedad, México (1944). El título de la obra original es: Wirtschaft und Gesellschaft (1922).-—Para la distinción de Karl Mannheim es fundamental su obra El hombre y la sociedad en la época de crisis, trad. esp. por Francisco Ayala (Madrid, 1931), del libro Mensch und Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus, Leiden (1935). El texto alemán, a su vez, es una reelaboración y ampliación de dos trabajos publi¬ cados antes por Mannheim en inglés: «Rational and Irrational Elements in Contemporary Society», Hobhouse Lecture, editada por la Oxford University Press» y «The crisis of culture in the era of mass democracies and autarchies», Ehe Sociological Review, XXVI, 2 (1934).—La referencia a Tocqueville se halla en Be la démocratie en Amérique (II, libro IV, capítulo vi).—La obra de Balzac es Le Rere Goriot. La referencia a Ortega procede de su trabajo «Del Imperio romano», publicado primero en una serie de artículos en La Nación, de Buenos Aires, y luego en el tomo Historm como sistema, Madrid (1941), recogido en OC, VI (1947), 51-107. El libro de Simone Weil es L’enracinement, París 1950).—Para el pro¬ blema de la opinión en que se tenía al poder durante el mundo antiguo, véase Joseph Vogt, «Dámonie der Macht und Weisheit der Antike», Die Welt ais Geschichte, X, 1 (1950), con citas sobre el carácter «demoníaco» y «degradante» del poder en muchos autores de la antigüedad clásica. Para la época «clásica» griega, que proporcionó muchas de las ideas luego ela¬ boradas por los autores romanos, véase Hertwig Fisch, Might and Right in Antiquity. From Homer to the Rersian Wars, Koebenhavn (1949), tra-

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ducción inglesa por C. C. Martindale del volumen Magl og Reí in Ildtiden. Una cuidadosa descripción histórica del «catonismo» y del «cesarismo» presentados frente a frente se halla en el cap. viii de la obra de Lily Ross Taylor, Parly Politics in the Age of Caesar, Berkcley & Los Angeles (1949). En su obra Los Idus de Marzo, Thorton Wilder presenta a un Julio César que posee aguda conciencia de la «fatalidad del poder»: «Roma, tal como la he forjado —le hace decir Wilder—, tal como he tenido que forjarla (el subrayado es nuestro), no es ningún lugar cómodo para un hombre cuyo genio es el genio del mando supremo. Si yo no fuera César, sería su asesino.»

VI EL HOMBRE NUEVO El cristianismo como «solucióny>.—Verdad y efectividad del cristianismo.—Religio¬ nes naturales y religiones humanas.—El filósofo y el hombre religioso. La figura de Jesús.—Mesianismo y cristianismo.—Fariseísmo y antifariseísmo.—Las «paradojas evangélicas». El carácter único de Jesús.—La abertura del hombre nuevo.—Amor a Dios, amor al prójimo y amor al mundo.—La Ley y la predicación.—La relación entre Dios y el hombre.—El papel del «Mediador».—Muerte y resurrección.—El cristianismo y la historia.—La purificación del alma y la transformación de la vida. Las «causas» del triunfo del cristianismo.—La unidad y la diversidad de éste.— La ambivalencia de la fe: renovación y estancamiento.—La necesidad de una «Iglesia». La solución de los tres desequilibrios: 1) El desequilibrio entre este mundo y otro mundo; 2) El desequilibrio entre el hombre y la sociedad; 3) El desequilibrio entre la acción y el pensamiento.—Las verdades para iniciados y la salvación para todos. Notas

Es un tópico decir que sólo el cristianismo representaba para la época una verdadera, total «solución». Se destaca el «fracaso» de los sistemas filosóficos —o de las «maneras de vivir» filosóficas—. Se subraya acto seguido la invasión del Imperio por las religiones orientales. Se agrega luego que si las circunstancias hubiesen sido distintas, el mitraísmo, por ejemplo, y no el cristianismo habría «triunfado». En suma, se presenta al hombre de esta época como errabundo, desesperado, horro de toda firme creencia. Producido el vacío —que, al igual que en nuestra época, unos llaman anhelo de absoluto y otros estupidez—, nada más natural que el cristianismo proceda a «llenarlo». Así, éste se interpreta como un «expe¬ diente» sobremanera adecuado para aquel momento histórico. El cristia¬ nismo sería en tal caso una «reacción» que, gracias a favorables coyuntu¬ ras, pudo instalarse tanto en el seno de la sociedad como en las ahnas de los hombres. El punto de vista adoptado en este libro no permite descartar tales ideas. Aún más: obliga a tomarlas muy en serio. Al fin y al cabo, análogas consideraciones se hicieron con respecto al estoico, al platónico, al futu¬ rista. Sus doctrinas no fueron juzgadas sólo como reacciones humanas. Además de esto, las consideramos verdaderas o falsas, comprobables o in¬ comprobables, plausibles o absurdas. Mas si no quedaban agotadas como

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íunciones de una existencia en una determinada situación histórica, ésta seguía diciendonos algo fundamental sobre ellas. No parece descabellado, pues, comenzdT por considerar el cristianismo como un «expediente» sin ignorar por ello lo que puede tener de afirmación que «sobrepasa» la con¬ dición humana. Desde este ángulo no necesitamos preguntarnos por la «verdad» del cris¬ tianismo —como no hemos necesitado inquirir por la «verdad» del pla¬ tonismo—. Para declararlos «verdaderos», nos basta aceptarlos como reales, esto es, como hechos efectivos en la existencia humana. Ahora bien, nada hay tan «efectivo», tan «real» para el cristiano auténtico como la figura de Jesús, su vida y su muerte. Para ser platónico no se necesi¬ ta creer que Platón ha existido. Para ser cristiano, no hay más remedio que creCT en Cristo. Hasta sospecho que uno de los motivos del «triunfo» his¬ tórico del cristiano obedece a que, en vez de ser una «religión natural», o ima «religión intelectual», o una «religión mítica», es —con las reser¬ vas que luego constan— una «religión humana». No entiendo aquí «na¬ tural» o «intelectual» o «humana» como términos filosóficos; no me pre¬ ocupan por el momento las tesis filosóficas, sino algo muy simple, que consiste en reconocer la diferencia entre seguir y adorar a un hombre —concíbase como «natural» o bien como divino— y adorar un mito, un principio o un fenómeno de la naturaleza. Los famosos dioses orientales que habían «invadido» el Imperio no eran, en este sentido, dioses hu¬ manos. Casi todo lo que tenían de tales era prestado. No brotaba de sí espontánea e inagotablemente; no era nada dramático. Por este motivo, la figura de Cristo ha sido siempre un tema central para entender la acti¬ tud cristiana y distinguirla de otras. Podemos inclusive pensar en la posi¬ bilidad de una «religión» fundada por un filósofo —un Zenón de Citio o un Sócrates—. Siempre resultará que el filósofo se esfumará ante su doctrina, o la que se le atribuya. No por su vida misma —que puede ha¬ ber sido una entrega total, un solemne sacrificio—, sino por lo que ella implica. Era un filósofo, no un «hombre religioso». He aquí toda la dife¬ rencia. Es enorme. Marca la línea divisoria entre dos mundos, aun en el caso de acabar por admitirse que ambos residen en el universo del hombre. La figura de Jesús va a ser, pues, para nosotros, el centro y el punto de partida. Como Mesías no parece plantear grandes problemas; hasta parece una culminación «natural» de la crisis del pueblo hebreo. De lo contrario, sería imposible hallar en ese pueblo —estoy hablando en tér¬ minos históricos— tanto «cristianismo» antes de Cristo. Pocas décadas antes del nacimiento de Jesús, el «cristianismo» estaba, por así decirlo, «en el aire». Por doquiera buscaba el hebreo alguna brecha por donde asomarse al exterior, escapar de la atmósfera cada vez más enrarecida que la confusa mezcla de desesperación y loca esperanza habían producido. Cerrada sobre sí, la sociedad no podía apenas funcionar. No por razones «metafísicas», sino por un motivo simple: porque era una comunidad 29

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que debía vivir entre las otras y que cx)mo no se dejaba «penetrar» no tenía más remedio que «desparramarse». Los profetas la habían abierto, mas sólo hacia sí misma. Cristo la abrió para todos. La abrió tanto, que la desencajó: no debemos sorprendernos de que desde un ángulo puramen¬ te histórico el mensaje de Jesús, aun envuelto en una atmósfera hebrea, apareciese ante muchos de su pueblo como disolvente. Como la condena¬ ción de Sócrates, la de Jesús estaba «nacional-históricamente» «justifica¬ da». Lo que la mayoría del pueblo esperaba era su Mesías, no el Mesías. Llamarse Hijo de Dios, siendo a la vez Hijo del Hombre, era demasiado fuerte para aquellos seres acostumbrados a aguardar al Hijo de David y a pensar que las palabras de los profetas sólo podían ser entendidas dentro de su propio pueblo. En un solo punto tocaron dos líneas que pa¬ recieron luego continuar paralelas, pero que resultaron divergentes; una fue el germen del cristianismo; la otra, la culminación del mesianismo. Las discusiones en torno a la figura de Jesús se deben principalmente a que del riquísimo tapiz en que está dibujada se han destacado en cada caso sólo algunos de sus hilos. Hasta puede uno entretenerse en mostrar que muchos de éstos no podrán jamás cruzarse. Tomemos un solo Evan¬ gelio, el de San Mateo. En un lugar (x, 5) se nos dice: «No iréis por el camino de los gentiles y no entraréis en la ciudad de samaritanos.» En otro (xxviii, 19) leemos: «Id y haced discípulos en todas las naciones, bau¬ tizándolos en el nombre del Padre, y del Llijo, y del Espíritu Santo.» Los filólogos y los historiadores pueden pasar la vida intentando demos¬ trar que la composición del Nuevo Testamento —y no digamos del resto de la literatura cristiana primitiva— es el resultado de un complicado pro¬ ceso donde superabundan las fuentes ignotas, las redacciones superpuestas, las interpolaciones. Con ello terminarán por mostrar que los hilos del tapiz son múltiples; difícilmente lograrán convencernos de que el tapiz no existe. ¿Vamos a ser, pues, impertinentemente lógicos y a ignorar que, a pesar de todo, tales «contradicciones» fueron aceptadas y seguidas? Esto significa que forman parte, por lo menos históricamente, del cristianismo, y que, por consiguiente, no pueden ser eliminadas para lo que aquí nos interesa: la aparición del hombre nuevo a través de lo que llamaremos el hecho cristiano. ^ Sí, la figura de Jesús, foco de esa renovación, es compleja hasta el in¬ finito, ¿fue un fundador? (fFue un profeta? ¿Fue un «violento», un «dul¬ ce», un «severo», un «irónico»? Para comenzar, no sabemos a qué ate¬ nernos respecto a su «imagen del mundo». Eduard Me\^er ha dicho que «la imagen religiosa del mundo poseída por Jesús es de punta a punta la imagen de los fariseos». Para mostrarlo ha subrayado rasgos que parecen incontrovertibles: hay un «reino de Dios», con la jerarquía de los ángeles, y un reino de demonios, bajo el imperio de Satanás. Tras la muerte habrá una justicia que precipitará a los unos a la vida eterna y arrojará a los otros a la ignominia, al infierno, a la Gehena. Resurrección y juicio uni-

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versales se dan por descontados (Marcos, xii, 26). Además, hay que cum¬ plir estrictammte la Ley (Lucas, xvi, 7; Mateo, v, 18). Si junto a esto pensamos en los citados versículos de Mateo (x, 5 y siguientes), comple¬ taremos sm dificmltad esa imagen farisaica. ¿Diremos, pues, que Jesús era «el buen fariseo», tanto más enconado contra los «malos fariseos» cuanto que estos representaban una infidelidad de corazón a los princi¬ pios que pretendía defender? Tan pronto como asentimos a ello, advertimos que hemos sacrificado la vida a la dcxtrina, y el reino de Dios a la imagen del mundo. Con la misma abundancia de datos que nos permiten afirmar el «fariseísmo» de Jesús, podríamos sostener la opinión contraria. Ferdinand Prat ha^ señalado que «el espíritu cristiano podría ser definido como la antítesis directa del espíritu farisaico». Las pruebas no son menos con\nncentes que las dadas por E. Meyer: «el temor de Dios en lugar del temor a los hombres, la simplicidad y el desprendimiento de sí en lugar de la Ostentación y del amor propio, la virtud auténtica en lugar de la ficción, la sustancia en vez de la sombra». No son metáforas; la contrapo¬ sición es apoyada por las palabras de Jesús: el fariseísmo es inautenticidad e hipocresía (Lucas, xii, I; xii, 4-7; Mateo, v, 20). Hemos citado estas dos opiniones; podríamos aducir muchas otras. El «resultado» sería siem¬ pre el mismo. No «o esto o lo otro», ni tampoco «esto y lo otro», sino «esto, pero lo otro». Pues la contraposición no es el resultado de una oposición y tampoco de un fácil eclecticismo: es, para emplear la profun¬ da expresión de Unamuno, la compenetración de unos contrarios «que se abrazan peleándose». No es la primera vez, claro está (¿cómo decir algo nuevo sobre ellas?), que se ha subrayado este carácter paradójico de las máximas evangélicas. Tampoco la primera vez que se intenta explicarlo. Bergson señaló que la paradoja evangélica desaparece, y las contradiccio¬ nes se desvanecen, si se considera la intención de estas máximas: la pro¬ ducción de un «estado de espíritu». Por eso las máximas no son nunca fórmulas, petrificaciones de un movimiento, sino la expresión misma de ese movimiento incesante. Sin adherirnos a su metafísica, aprovecharemos esa honda intuición bergsoniana. Pero, a la inversa de Bergson, no consi¬ deraremos las fórmulas como un movimiento de descenso, como un en¬ cierro en lo inmóvil, lo estático. La fórmula es uno de los extremos entre los cuales se realiza el verdadero movimiento del espíritu, entre los cua¬ les habita —jamás detenida en ningún punto— la actitud cristiana. No debe, pues, sorprendemos hasta qué punto la imagen de Jesús resulta infinitamente móvil, y en qué proporción sólo es comprendida cuando es «imitada». La actitud cristiana surge como un intento de imitatio, siem¬ pre fracasado, de Cristo. Por eso no nos aclara nada que Gamaliel e Hillel hubiesen podido pronunciar el Sermón de la Montaña, como no nos hace comprender la fuerza con que prendió el cristianismo el que hubiesen existido en la comunidad hebrea, antes del Salvador, figuras extrañamente semejantes a la suya. Pues una de las más notables paradojas de la figura

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de Jesús es el ser a la vez universal y completamente insustituible: el ser radicalmente única. No se le dé vueltas: sin ella, tal como fue, no tendría¬ mos el hontanar del cual surgió el hombre nuevo. Ya hablamos de su «abertura». Ante todo, la abertura frente a Dios. Diecisiete siglos más tarde, Quevedo formuló en un verso admirable esta condición. Alma a quien todo un Dios prisión ha sido... Es una condición fundamental. Pues sólo porque está abierto ante Dios puede el cristiano abrirse ante el prójimo y el mundo. Esto es lo que le dicen la vida —y la muerte— de Jesús, con más fuerza y precisión que si hubiese recibido de sus manos un decálogo esculpido en piedra. Pues el decálogo necesita sólo ser obedecido, mientras que la vida de Jesús debe ser, además, seguida. Uno manda y ordena donde el otro meramente «recomienda» y «se in¬ sinúa». Ahora bien, esta recomendación no es un simple «Hacedlo, si queréis». Jesús no hablaba siempre suaviter in modo; pocas amenazas tan terribles como las proferidas contra los que tuviesen el espíritu cerrado, o excesivamente complejo, o indiferente. Es más bien un anuncio, una advertencia: el reino de Dios vendrá; a nadie se le obliga a hacer esto y a rehuir aquello, pero el que quiera entender, que entienda. Y lo que hay que entender son cosas diversas y que parecen contradictorias: se dará más a quien más tiene y se le quitará lo poco que tiene al desposeído; hay que ser inocentes como palomas y astutos como serpientes, etc., etc. ¿Qué permanece de todo ello? ¿Sólo el movimiento constante que desencadena el «esto, pero lo otro»? ¿No habrá, jimto a la «enseñanza», una verda¬ dera «doctrina»? Sí, la hay. Además, enuncia multitud de cosas. Una de ellas, sobremanera importante: la de que el hombre es dueño del Sábado, pero que el dueño del hombre es Dios. Lo que cambió con la venida de Jesús no fue tanto la idea de Dios como la de la relación entre Dios y el hombre, y, como consecuencia de ella, entre el hombre y el mundo. Mas para ello era necesario que Dios mismo fuese visto bajo otro asp>ecto. El cristianismo como religión nueva engendradora de un hombre nuevo surgió sólo propiamente desde el ins¬ tantes en que se admitió que Jesús no era un mero predicador, un maes¬ tro, un anunciador de la buena nueva del perdón de Dios, sino el Señor. Por eso no se puede hablar de cristianismo si se supone que Cristo tenía sólo una naturaleza humana. Pero lo inverso es cierto: no puede hablarse de cristianismo si se imagina que Cristo tenía sólo una naturaleza divina. La radical novedad del cristianismo fue así la idea del Dios hecho hom¬ bre. «Mediadores» entre Dios y el hombre en las religiones no escasean. No sólo en las religiones conservadas, que han «triunfado», sino en las innumerables religiones perdidas, que han «fracasado». Hasta puede pre¬ guntarse si es posible una religión sin «mediación». Mas lo que importa en el cristianismo es que la mediación coincide con la Encarnación, que la elevación del hombre hacia Dios coincide con el descenso efectivo, y no sólo «mítico», de Dios hacia el hombre. Este es el motivo por el cual

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cHjimos que la imagen de Jesús constituye el foco de la renovación cris¬ tiana. No pretendíamos con esto reducir el cristianismo al evangelismo; que¬ ríamos subrayar únicamente hasta qué punto sin la radical abertura y en¬ trega que Jesús ejemplifica sería responsable la posterior abertura de sus seguidores. La teología cristiana es, por supuesto, algo más que una imitatio Christi. Pero nadie hubiese intentado renovarse si no hubiese ha¬ bido algmen —^justamente un Dios, una persona de la Trinidad— cuya vida y enseñanza podían ser la fuente inagotable de toda renovación. De ahí el papel central desempeñado por la muerte de Jesús y, desde luego, por el misterio de la resurrección. Se ha dicho que lo más sorpren¬ dente del cristianismo es el haber despertado el entusiasmo de los segui¬ dores de Jesús a pesar de la ignominia de su muerte. ¿Cómo puede sus¬ citar fervor una rehgión que empieza con el «fracaso»? Pero con esta pregunta se olvida que hay la resurrección, es decir, que junto a lo huma¬ no hay siempre lo sacramental. Con ella se confirma que Cristo no vino a proseguir, modificándolo, un mundo viejo, sino a inaugurar un nuevo mundo. ¿Qué de extraño entonces que cuando la predicación comenzó a prender en grande lo hiciese sobre todo en las almas de los gentiles? Para la mayor parte de los hebreos la predicación mesiánica estaba tenazmente ligada a la «nueva Jerusalén», a la «Jerusalén libertada». Ahora bien, la «libertad» de Jerusalén era para ellos la libertad frente al poder —al po¬ der externo, que parecía infinito e inacabable— y no aquella libertad que puede surgir inclusive bajo el poder, en medio de la mayor aflicción y de la esclavitud más dura. La libertad que prometía la muerte y la resurrec¬ ción de Jesús era, en cambio, de esta última especie; ningún «fracaso» histórico podía hacerle mella. Para el que considere al advenimiento de Cristo como lo que contiene a la historia y no como algo contenido en ella, todo lo que haya en él de meramente histórico parecerá hasta delez¬ nable. Lo cual no significa que la historia sea ajena a Cristo; significa que para el cristiano Cristo no es su caudal, sino su fuente. Así apareció el hombre nuevo. No era el único. Por el contrario, en aquel momento de la historia pulularon los que buscaban la salvación en la transformación radical de la existencia. Ni los mismos filósofos eran ajenos a ello. En una de las Epístolas de Séneca se lee; «Creo, Lucillo, que no sólo me enmiendo, sino que me transfiguro.» ¿Era posible percibir la situación más claramente? Sin embargo, la distancia entre el filósofo que buscaba la salvación y el cristiano era fundamental. Puede que Sócrates aceptase la muerte para incluir su filosofía en su vida, para que nadie tu¬ viera la menor duda de que tal filosofía no había sido rm ejercicio dia¬ léctico, un juego sofístico. Por si fuera poco, Sócrates —el Sócrates pla¬ tónico— transmitió al morir una escatología: la inmortalidad del alma. Pero nada de esto consiguió lo más importante para el momento: alojar al hombre en un mundo a la vez sacramental y fraterno. En la soterta de los filósofos, las relaciones de las almas entre sí se parecían demasiado

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a las relaciones entre sí de las ideas. Además, los filósofos no iban mucho más allá de la fraternidad de los habitantes del Estado-Ciudad, y cuando éste se extendió a todas las riberas del Mediterráneo siguieron concibién¬ dolo como un orbe cuyos habitantes eran primariamente «ciudadanos», «almas iluminadas» o quizá «miembros de la naturaleza». El amor sobre¬ abundante y «arbitrario» quedaba atenuado por la finalidad última del pensador: transformarse, sí, pero sin entregarse. En los filósofos el alma se purificaba, así como en los futuristas se estremecía, pero no llegaba a «convertirse». Seguía siendo, en el fondo, la misma alma, con todas sus antiguas huellas y sus viejas cicatrices. No había penetrado en ella ese movimiento que la haría sentirse ligera, olvidada del fardo de las ideas, de la historia y de la naturaleza. La distancia entre el «filósofo» y el «hombre nuevo» era, pues, todavía grande. Y, sin embargo, el hombre nuevo no se forjo siempre contra la filosofía. Tras la primitiva exaltación de su diferencia respecto a los demás, comprendió que había sido reite¬ radamente preludiado por ellos. Sí, en esa época, y ya desde hacía algún tiempo, abundaron los que buscaban la salvación, no en la reforma de la Ciudad ni tampoco en el retiro del individuo, sino en la transformación completa de la vida. No debe sorprendernos. Los triunfos históricos están hechos a base de innumerables fracasos; el triunfador se asienta —quiera o no— sobre las ruinas. En torno del cristianismo yacen los cadáveres de muchas religiones fracasadas, incluyendo las que incesantemente surgieron de su propio seno. Como el árbol sano, el hombre nuevo necesitaba no sólo un espacio en el cual crecer sin perturbaciones, sino también una periódica, y quizá violenta, poda de sus ramas. No corresponde aquí explicar por qué el cristianismo obtuvo una tan extraordinaria victoria. Las «causas» de su expansión —su llamado a la conciencia de los^ «humildes»; su pronta y decidida instauración de una comunidad eclesiástica; su propagación por un ámbito previamente unifi¬ cado por Roma— no tienen para nosotros más interés que el de saber ^r que una piedra arrojada a ciegas cae en un lugar determina.do. El hecho es que la ansiedad que estremeció a vastas multitudes del mundo antiguo terminó por apaciguarse sólo con el tipo de vida que ejemplificó el cristiano. Muchos aspiraron a lo mismo. Pero sólo uno lo logró en proporción suficiente para poder escribir la igualdad «cristiano = hom¬ bre nuevo». Para ello se necesitaba una condición fundamental: estar «abierto». Otras religiones lo intentaron, mas ninguna lo consiguió a fondo. Cierto que muchas religiones de origen próximo-oriental o de fuente helénica insistían en desprender al hombre de la estrecha vinculación con su Ciu¬ dad o con su pueblo. Pero bien pronto se «cerraron»: xmas terminaron por «oficializarse» —como los misterios—; otras acabaron en el mito; las más fueron presa de la más desbocada fantasía. Sin embargo, el cris¬ tianismo no puede reducirse tampoco a la «abertura», como no puede re-

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duorse a la «fe» —que otros muchos poseían por otros motivos—. Su sig¬ nificación es más compleja. Lo es superlativamente. Por lo pronto, ofrece distintas caras. ¿No lo vemos oscilar entre el moralismo y el profetismo, entre el tipo hierosolimitano y el romano, entre la pura tendencia a la fraternidad y la más rígida jerarquía? ¿No lo vemos pasar de una actitud de leal sumisión al Imperio a una declaración de que Roma tendrá que ser destruida? Tome¬ mos uno solo de sus representantes: San Pablo. ¿Cuál fue su doctrina? ¿Un fariseísmo completado por una cristología sacramental? ¿Un hele¬ nismo que adoptaba la forma cínico-estoica de la diatriba? ¿Una manifest^ión más del abundante sincretismo de los tiempos? O planteemos la cuestión de las «relaciones» entre filosofía y cristianismo. La diversidad no será menor: para unos, el pensamiento helénico no era un paganismo que había que evitar a toda costa; para otros, era un «precursor» del cristianismo; unos subrayaron el contenido intelectual; otros, la vida es¬ piritual. Parece, pues, que estamos en un mar de confusiones. Para salir de él, una primera —y errada— respuesta se nos ocurre. En efecto,' dire¬ mos, el cristianismo es una actitud tan abierta, que ser cristiano significa no estar atado a una fórmula determinada o a un estricto sistema de pro¬ posiciones. Pronto advertimos, empero, que la unidad no es menos patente en él que la diversidad. De lo contrario, no se entendería la energía con que rechazó las tendencias que pusieron en peligro su existencia, no sólo las externas —cosa fácil—, sino también las internas. Debía de haber, pues, una fuerza interior, autoestabilizadora, que permitía absorber irnos elementos y rechazar otros. Fue la Iglesia. Pero entonces el problema se plantea a la inversa. Si el cristianismo tendió a «encerrarse» tan pronto en una dogmática, y a reducir las Iglesias a una Iglesia, ¿por qué insis¬ timos en que fue una «actitud abierta»? ¿No estaremos aquí ante otra manifestación de la célebre «fraternidad o muerte» que, según algunos, proclamaban los revolucionarios franceses? ¿No habrá aquí, en suma, un espejismo del cual sólo nos puede curar el procurar entender sin inútiles sofismas el «oblígalos a entrar» agustiniano o bossuetiano? Acaso la solución consista en reconocer que el dinamismo que impulsó a la constitución del «hombre nuevo» era, como casi todo lo humano, ambivalente. Tomemos la fe. Es indudable que sin una cierta porción de ella la vida humana —la de gran parte de los hombres— no sería vivi¬ dera. Por tanto, la «solución» parece obvia: la soledad, la ansiedad, el desarraigo pueden curarse con la fe. Sin embargo, es una cura que a ve¬ ces engendra nuevos males; la fe puede conducir a la salvación o a la des¬ trucción, a la renovación o al estancamiento. Esta ambivalencia de la fe tiene una causa que fue genialmente revelada por Dostoievski: el hombre, declaró el gran novelista, no sólo quiere salvarse a sí mismo por la fe y la adoración, sino que quiere salvarse con otros. Para conseguirlo, no vacila en los medios; puede, así, desembocar o en la caridad y abnegación

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del misionero, o en el fanatismo y el terrorismo del inquisidor. No menos patente es la ambivalencia que ofrece la comunidad en la cual se preten¬ de incorporar los nuevos afanes, ideas y normas. Para comenzar, parece segregarse de las otras comunidades y hasta convertirse en «enemiga del género humano». Los hombres se agrupan en una comunidad para reno¬ varse, pero la comunidad se cierra y produce el estancamiento. De ahí la objeción habitual: sí, el cristianismo, como todo hombre nuevo, tiende a constituir una comunidad particular, una iglesia de fieles, pero ello es una traición a su propia idea y, sobre todo, a su propio impulso. ¿Cómo deshacerla? Simplemente, mostrando que la comunidad orgánica y bien estructurada le es esencial al hombre, como le es indispensable al orga¬ nismo superior un esqueleto que articule sus movimientos y rma piel que por doquiera lo ciña. Lo único que cabe pedir es que el esqueleto no se anquilose y la piel se mantenga tersa. De lo contrario, no habrá ni para el hombre individual ni para la sociedad un auténtico «ajuste». ‘Auténti¬ co’, decimos, porque no es ni la retirada del filósofo ni la adaptación del poderoso; es la posibilidad de que la libertad de la sociedad coincida con la libertad de la persona y viceversa. Por eso una «Iglesia» resulta his¬ tóricamente ineludible en todos los momentos en que un impulso de sal¬ vación total aparece. En efecto, la salvación de la cual aquí hablamos no es ya cosa de los individuos solitarios ni de las reducidas minorías; es asunto que afecta a todos los hombres y que no puede resolverse por medio de la simple, escueta, pero —¡ay!— imposible comunicación di¬ recta entre las personas. Más esto no sería suficiente aún para hablar de un hombre nuevo. Desde nuestro punto de vista, lo que hizo del cristianismo una solución «radical» fue su extraordinaria capacidad para conseguir un triple equi¬ librio. En tiempos de crisis profunda se introducen en la vida humana desequilibrios diversos. Al final del mundo antiguo podían reducirse a tres. En primer lugar, el desequilibrio creciente entre este mundo y el otro (cualquiera que fuese la idea que de este otro se tuviera). En segun¬ do término, el desequilibrio entre el hombre y la sociedad, manifestado no sólo en vagas desazones, sino en hechos muy concretos de carácter político, social y económico. Finalmente, el desequilibrio entre la acción y el pensamiento. A todo esto se unía a menudo la conciencia de un «pe¬ cado» que nadie en particular había cometido, pero que debía de ser de muy grave naturaleza, porque deterioraba y corrompía no sólo la relación de los hombres entre sí, sino también la relación entre cada hombre y los dioses. Pues bien, el cristianismo se propuso remediar esos desequilibrios y librar al hombre del faro agobiador de la «culpa». Se nos dirá quizá que la concreta vida de los hombres en esa época —y en otra cualquiera— no puede abarcarse con tan inciertas fórmulas, y que si hay problemas, éstos se refieren a la organización de la sociedad y no a vagos desequili¬ brios. Hemos formulado nuestra opinión al respecto en una nota al Enal

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de este capitulo. Digamos ahora sólo que una sociedad está realmente «organizada», y que los hombres son (o se sienten) dentro de ella algo rnas que miembros, esclavos o funcionarios, sólo cuando se han resuelto dichos desequilibrios. Para ello se requiere un movimiento de naturaleza «espiritual». No basta ejercer una suficiente presión física ni forjar una organización irreprochable: hay que convencer a los hombres de que los conflictos han dejado de existir; en suma, crearles una nueva conciencia. La solución auténtica —y, claro está, siempre relativa— de los grandes conflictos humanos consiste en que la mayor parte de los hombres de la sociedad que los sufre llegue a actuar y a pensar como si tales conflictos no existieran o, lo que viene a ser lo mismo, como si pudiesen ser resuel¬ tos siempre ante un tribunal supremo en cuya justicia hay, o se supone que puede haber, acuerdo. Es, pues, una vez más, el problema de la creencia. Mas ésta no es una mera actitud psicológica —vacía disponibilidad, llenada con cualquier con¬ tenido— ni ima pura imposición de un poder externo —estricta forzosidad, ineludible e inexorable—. La creencia que hace posible la aparición en ciertos momentos históricos de un «hombre nuevo» se basa en un equilibrio inestable entre «yo» y «lo otro». Los tres ejemplos dados son por ello muy iluminativos. Tomemos el primero: el problema de la re¬ lación entre «este mundo» y «otro mundo». El cristianismo propuso desde el principio dar a cada uno de ellos lo que le correspondía. No sólo por la famosa sentencia evangélica acerca de Dios y el César, sino en virtud de la constitución de la comunidad cristiana, la cual tuvo que «hacerse» con¬ tra el Estado, pero siguiendo, a la vez, su modelo. Mucho se hablaba de esta tierra como valle de lágrimas. Pero si nos atenemos al conjunto de los elementos que formaban el hombre cristiano, forzoso será reconocer que nunca hubo una excesiva inclinación a desligarse de este mundo. En esto coincidieron no sólo los directores temporales de la comunidad, mas también los espirituales. San Pablo decía, ciertamente, que «el tiempo es corto» (I Cor., VII, 29), que «la figura de este mundo pasa» (I Cor., VII, 31), que «no debéis conformaros con el siglo presente» (Rom., XII, 2). Pero también escribía que «lo que puede conocerse de Dios está bien manifiesto: Dios lo ha manifestado a los hombres», de modo que las per¬ fecciones invisibles de Dios, «su potencia eterna y su divinidad, se hacen visibles, desde la creación del mundo, a la inteligencia por medio de sus obras» (Rom., I, 19-21). Por tanto, si la renovación cristiana se hace den¬ tro de una atmósfera sobrenaturalista, según la cual sólo Dios es fons veri, lumen mentís, nunca se llega al extremo de suprimir «este mundo». De hecho, el hombre nuevo intentó mediar entre sobrenaturalismo y na¬ turalismo, oscilando continuamente entre ambos. Verdad es que el plató¬ nico había llegado a una «solución» análoga al interpretar el Principio de Unidad de dos modos: primero, como una culminación del movimien¬ to de la naturaleza; segundo, como una realidad que sobrepasaba toda na-

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turaleza. Pero mientras la «solución platónica» estaba casi enteramente edificada sobre una base intelectual, la «solución cristiana» se fundaba en una nueva experiencia. Por eso la mediación cristiana entre este mun¬ do y el otro, entre lo inmanente y lo trascendente, lo natural y lo sobre¬ natural, no era un razonable eclecticismo. Paradójicamente, se basaba en el rechazo de todo remiendo, de todo compromiso: era la mediación que impone quien cree poder salvar este mundo sin destruirlo. Por eso pudo haber tan frecuentes acuerdos entre «Dios» y el «César» a partir del ins¬ tante en que este último se vio obligado a reconocer la potencia de la co¬ munidad en la cual estaba depositada la nueva doctrina. El segundo desequilibrio, decíamos, era el de las relaciones entre el hombre y la sociedad. Al estatificarse y ampliarse hasta lo máximo de que fue capaz con las exiguas técnicas de la época, la sociedad se impuso a los hombres como un destino ineluctable. Como consecuencia de ello se pro¬ dujo una creciente mecanización de tales relaciones. Para aliviarla, muchos procedimientos se ingeniaron. Pero no parecía haber más que dos solu¬ ciones extremas: o adaptarse a la sociedad, o huir de ella. El dilema se agudizó cuando un número cada vez mayor de hombres no se limitó a sufrir en carne viva la brutal incertidumbre de los tiempos, sino que tuvo conciencia de que los tiempos eran inciertos y brutales. Pero llegó un mornento en que la solución verdaderamente radical se abrió paso: la que consistía en cambiar la sociedad y los hombres miembros de ella. Desde entonces desapareció el problema anterior. Pero otro nuevo —el mismo que atenaza hoy a tantos espíritus— pareció imponerse: «¿Debe refor¬ marse el hombre para que cambie la sociedad, o hay que modificar la sociedad con el fin de que se renueve el hombre?». Costó mucho enten¬ der que se trata de un problema falso. Los dos términos se imphean mutuamente: no se modifica el uno sin que se produzca una alteración sustancial en el otro. Ello ocurre, además, en una proporción directa, pa¬ recida al modo como, según el Evangelio, se da la gracia: cuanto más afortunadamente logre renovarse la sociedad, tanto más y mejor se reno¬ vará el hombre y viceversa. También el cristianismo intervino en este decisivo punto en forma adecuada para descubrir un dinámico equilibrio entre opuestas tensiones. El individuo y la sociedad fueron reunidos a través de un «elemento» que constituye a la vez su intermediario y su fundamento: Dios. La sociedad de los hombres fue presentada como una imagen posible —y jamás alcan¬ zada de la sociedad de los santos; la civitas terrena debía seguir si quería dqar de ser una civitas diaholi, el plano de la civitas divina Con ello se resolvían de golpe la mayor parte de los problemas acumulados sobre el «hombre antiguo». Con tal fin la nueva doctrina aprovechó la marcha de los tiempos, y la retracción que se experimentaba en todos los órdenes de la existencia vino a favorecer singularmente la solución pre¬ sentada. Pero ni el cristianismo fue el causante de la retracción, y por

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ello de la decadencia, del mundo antiguo, ni tampoco tal retracción cons¬ tituyo la condición sine qua non de la expansión del cristianismo. Uno y otra coincidieron y desarrollaron a fondo el complejo juego en que con¬ siste la historia. De haber encontrado otras circunstancias, los cristianos, aun sin cambiar sustancialmente su cristianismo, habrían actuado de otro modo. El problema de la relación entre el hombre y la sociedad, o no se hubiese presentado, o habría adoptado un giro distinto. Tal como se plan¬ teo entonces, permitió al cristianismo brindar a la gran masa la única so¬ lución viable: la que consistía en mostrar que el puesto que cada imo ocupaba en la vida, aun el más miserable, le permitía liberarse de todo temor que no fuese el temor de Dios. Y ello no sólo por una racionaliza¬ ción, al modo platónico, o por una resignación, a la manera estoica, o por cualquiera de las muchas otras vías hasta entonces ensayadas, sino por una viva fe desque el individuo podía encajar sin violencia dentro de la so¬ ciedad. Sería un error, pues, suponer que todo esto fue un artificio para mantener al hombre «sujeto». (-Cómo podría defenderse tal tesis sabiendo que el cristianismo proponía al hombre, a cualquier hombre, lo que nin¬ gún régimen «antiguo» le habría permitido: una vida personal, indepen¬ diente, «separada»? Acaso para algunos la predicación de que todos los hombres son hijos de Dios fue un modo de impedir que ciertos grupos se «rebelasen» contra el poder estatuido. Aun así, el cristianismo afirmaba del hombre algo inusitadamente revolucionario. Sin cometer la «falacia moderna» de interpretar todas las épocas exclusivamente a la luz de la nuestra, podemos insistir sobre este aspecto. El cristianismo no se dirige a algimos hombres, ni siquiera a los más, sino a todos. Ahora bien, con el término «revolucionario» designamos algo distinto de lo que hoy se entiende por él; entendemos simplemente «potencia de renovación» no sólo respecto a la sociedad, sino también respecto al individuo. En todo caso, el cristianismo no era una revolución de clases, sino de hombres. Por eso podía realizar una de las más grandes paradojas de la historia, alte¬ rar la relación entre el hombre y la sociedad sin tocar fundamentalmente esta última. El tercero de los desequilibrios —el introducido entre la acción y el pensamiento— es el más importante. En cierta medida, es un desequili¬ brio esencial al hombre. Sin él, en efecto, no hay inquietud ni «progre¬ so». Pero en los momentos de crisis se hace tan extremo, que le acontece lo que a algunos venenos: en una cierta proporción son beneficiosos; en cantidad excesiva, mortales. Lo último es lo que sucedió en la época que nos ocupa. Grupos cada vez más numerosos sintieron una desazón que no parecía poder curarse con nada, porque en vez de apurarla hasta lo últi¬ mo y buscar en la enfermedad el remedio, se vacaba a remedios externos, a veces ingeniosos, pero siempre insuficientes. Lo más habitual consistía en eliminar uno de los términos. Puesto que es tan difícil concertar el pensamiento con la acción, ¿por qué no actuar sin pensar o por qué no

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suspender la acción para entregarse a la delicia de un pensamiento sin re¬ sistencias? En estas afirmaciones unilaterales se basaron la mayor parte de las actitudes descritas en los anteriores capítulos. Desde luego, no era forzoso adherirse a una tendencia o grupo determinado para adoptarlas; casi siempre eran actitudes implícitas. En todo caso, parecía cada vez más difícil encajar la actuación con el pensamiento. No por hipocresía o por pensar cosas de realización notoriamente imposible, sino porque se iba olvidando cómo ejecutar una operación en la cual consiste el relativo equi¬ librio que puede existir dentro del perpetuo desequilibrio humano. Como tal operación fue expresada por la actitud cristiana de un modo sobre¬ manera enérgico, podemos utilizar sus mismas palabras; vivir la verdad. ¡Vivir la verdad! No hay fórmula que exprese mejor el desiderátum de esas épocas. En el tipo cristiano se traslucía lo que acaso fue el mo¬ tivo de la conversión de tantos; un hombre que actuaba según sus creen¬ cias, comprometido en ellas, pero no de un modo inconsciente o alcxrado, como el de aquel que dice; «Es así porque lo quiero.» Puede que algu¬ nos creyentes tendieran a subrayar que el ser depende del querer, o que algunos otros —afanosos por destacar su creencia de todas las demás— se inclinasen a pensar que lo que se creía era verdadero, por ser increíble, irracional o absurdo. Pero desde el principio predominó en el cristiano la actitud propia de todo verdadero creyente; el buscar dondequiera argu¬ mentos con el fin de apoyar racionalmente lo creído. Quien haya creído alguna vez a fondo en algo, sabrá que esto no es una mera cuestión de palabras; el creyente, además de conducir su vida según la creencia, tra¬ baja incesantemente por justificarla mediante el pensamiento. Su perspi¬ cacia en el descubrimiento de toda clase de «razones» es una patente de¬ mostración de esta su profundamente arraigada tendencia. Pues el verda¬ dero creyente no es el que obra o cree o piensa algo, sino el que junta en un bloque único, compacto, irrompible, actuación, creencia y pensamiento. Su espíritu misionero y dinámico no se explica de otro modo. Y su «aber¬ tura» consiste principalmente en buscar para cada uno las razones que puedan convencerlo. No, pues, verdades para «iniciados», sino razones para todos. Sin esto no hay creencia sino, todo lo más, obsesión. Sin esto, en suma, la expresión vivir la verdad no podría convertirse en la que pa¬ rece su opuesta, pero es su complementaria; razonar —o hacer verdade¬ ra— la vida. Tan pronto como este modo de vivir se introduce, vuelve a juntarse lo que durante t^ largo tiempo había permanecido demasiado separado; la teoría y la práctica. Nuestra época, que sabe de esos achaques, com¬ prenderá lo que esto significa, (^izá, una vez más un cierto desequili¬ brio entre ellas sea inevitable; si la teoría y la práctica fuesen idénticas, quedarían paralizadas, hundidas en la rutina. Lo que se necesita, pues, no es ni una separación ni una identificación; es una correlación. Pues si la práctica es ciega sin la teoría, ésta es impotente sin la práctica. No sólo

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en la vida, sino inclusive en la ciencia: las reglas o los principios carecen de virtualidad sin las correspondientes operaciones, Pero mientras en la ciencia predomina, a pesar de todo, la teoría, en la vida sucede algo muy distinto. La teoría no es en ella solo un enunciado que se reconoce como verdadero, pero que «se pone entre paréntesis», traspuesto y como «sus¬ pendido». La teoría carece de sentido en la existencia humana si no es pensada como algo siempre inminente, que llena o puede llenar todos los contenidos de la vida. No como una verdad dominical, en la que se cree como al desgaire y se abandona tan pronto como una tentación cualquiera surge a trasmano, sino como una verdad cotidiana, capaz de henchir la existencia, de ser una y la misma cosa con ella. Pues bien, cualquiera que sea la idea que se tenga del cristianismo no se negará que apareció en el mundo bajo este aspecto. Los cristianos fueron considerados durante mu¬ cho tiempo por los paganos como los «obstinados», los «indoctos», los «insensatos», los «agrestes». No hay duda de que el dinamismo con que vivÍM y se propagaban aparecía como algo «ineducado». A veces hasta podía no solo parecerlo, sino serlo. Mas en el fondo de esa «obstinación» y de esa «tosquedad» estaba el hecho de que el pensamiento tendía a no desligarse de la vida, de que hasta las mismas sutilezas eran el resultado de un esfuerzo para adaptar el pensar a las contradicciones de la creencia y de la existencia; estaba en el hecho fundamental de la estrecha relación de la teoría con la práctica. Cuando una partida de este volumen se ins¬ cribe en el haber, pocas otras faltan para que las cuentas históricas que¬ den saldadas.

NOTAS Al calificar al cristianismo de «religión humana» se nos achacará pro¬ bablemente que olvidamos lo más esencial de él; su dimensión divina. Pero no lo hemos olvidado. Admitimos que el cristianismo no es sólo la predicación del «reino del hombre», sino también, y sobre todo, la del «reino de Dios». Es curioso que en esta concepción coincidan los cató¬ licos —y, por supuesto, muchos cristianos no católicos— y los anticris¬ tianos o los indiferentes. Sólo los cristianos que han «perdido la fe» y que quieren salvar el aspecto «moral» y «parenético» del cristianismo, prescinden totalmente de la dimensión divina. No es que la declaren falsa, sino que consideran su verdad o su falsedad como expresiones carentes de sentido. En los creyentes y en los «anticreyentes», lo divino posee una connotación; en lo único en que se distinguen —distinción, claro está, muy importante, pero fuera de lugar aquí— es en que para los pri¬ meros tiene, además, una denotación, mientras que para los segundos se trata, como se dice en Lógica, de una «clase vacía». Para los moralizantes, en cambio, hasta la connotación queda eliminada. En nuestro texto he-

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mos dejado en suspenso la denotación, pero hemos mantenido enérgica¬ mente la connotación del término. Recuérdese que lo que nos interesaba era el modo efectivo como algunos hombres adoptaron la actitud cristiana, y el resultado que ello tuvo en la historia de Occidente. Así, decir por lo pronto del cristianismo que es una religión humana, no es afirmar que sólo lo humano —contrapuesto a lo natural, a lo inteligible o a lo divi¬ no— existe; es subrayar un aspecto de él que está generalmente ausente en las religiones antiguas, demasiado apegadas, según los momentos a lo social, a lo intelectual, a lo místico. Dentro de las «anticipaciones» de la actitud cristiana a que se ha alu¬ dido en el presente capítulo cabe mencionar las actividades de la secta a que se refieren los famosos «Manuscritos del Mar Muerto» —^los rollos que empezaron a descubrirse en 1947 en varias cuevas situadas en las in¬ mediaciones del Mar Muerto—: un Isaías, un Comentario a Habacuc, La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tineblas, el Apoca¬ lipsis de Lamec, el Manual de Disciplina, etc. La bibliografía sobre el tema es ya larga; entre los autores que se han ocupado del asunto menciona¬ mos a S. A. Birnbaum, W. H. Brownlee, Millar Burrows, M. Delcor, R. de Vaux, G. R. Driver, A. Dupont-Sommer, O. Eisfeldt, R. Goossens, P. Kahle, G. Lambert, J. T. Milik, S. Moscati, Isaac Rabinowitz, L. Rost, H. H. Rowley, M. H. Segal, E. L. Sukenik, J. L. Teicher, J. C. Trever, G. Ver¬ mes, S. Zeidin. Especialmente importantes son, a nuestro entender, los escritos de S. A. Birnbaum, Millar Burrows, R. de Vaux, G. R. Driver, A. Ehipont-Sommer, Isaac Rabinowitz, H. H. Rowley, E. L. Sukenik y G. Vermes, pero en modo alguno pretendemos agotar la lista de los his¬ toriadores y filólogos que han contribuido al esclarecimiento de los «Ma¬ nuscritos». Un vivido relato de las circunstancias que llevaron a su des¬ cubrimiento se halla en Edmund Wilson, The Scrolls from the Dead Sea, Nueva York (1955). Los documentos en cuestión parecen revelar la existencia de una co¬ munidad o secta, la de la «Nueva Alianza», que algunos autores estiman muy parecida a la de los esenios, y otros identifican con los esenios. Di¬ cha secta, originariamente belicosa, se transformó en una predicación pa¬ cífica del «Maestro de Justicia», llamado en el Escrito de Damasco (descu¬ bierto en 1896) el «Maestro Unico», el «Eundador de Justicia», el «Un¬ gido», el «Legislador», etc. —un profeta mártir y un Mesías muerto en¬ tre 67 y 63 antes de J. C. y que difundió una escatología parecida a la de Jesús. Como es natural, se ha suscitado en torno a esos documentos una polémica acerca de si confirman o refutan la tradición bíblica y sobre si alteran o no la historia de los orígenes del cristianismo. Según lo usual, esta polémica ha comenzado por centrarse en cuestiones cronológicas, Da¬ tan los documentos de antes de comienzos del siglo i antes de J. C. como señala el padre Roland de Vaux en La Revue Biblique? ¿Procede

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d Comentario atado de mediados del mismo siglo i, como apunta Dupont ommer en sus diversos artículos, siguiendo las ideas desarrolladas en sus Ubservations y Apergus sobre los documentos de referencia? ¿Tiene el rollo del Isaías que ser fechado no antes del 200 a 500 después de J. C., entre la Mishna y el Talmud, en vista de la falta de oiidado de su lenguaje, como pretende G. R. Driver en The Journal of Theological Studies? Nues¬ tra nula competencia en tales materias nos veda cualquier pronunciamien¬ to al respecto. Diremos sólo que d fragmento traduddo del Manual pa¬ rece contener mucho mas «hebraísmo» (e «iranismo» o «zoroastrismo») de lo que permitiría nuestro análisis de la «actitud cristiana». Pero su^ngamos que no ocurra tal. Aun asi, ninguno de los mencionados descu¬ brimientos desmiente nuestra idea del caráaer único de la vida y de la muerte de Jesús. En todo caso, fue el citado carácter único el que pro¬ porcionó de hecho la «solución» buscada. Los acercamientos entre diver¬ sas doctrinas, aunque históricamente muy iluminadores, no son suficien¬ tes. No todo consiste en la «doctrina» o en la «regla»5 además, y sobre todo, el movimiento suscitado por la vida concreta de la persona, de una persona determinada. No podemos, pues, convertir la historia en una serie de «proposiciones contrarias a los hechos».—«Si A no hubiese ocurrido, B habría tenido lugar», etc. No tiene ningún sentido para nos¬ otros decir; «Si Jesús no hubiese existido, el ‘Maestro de Justicia’ habría sido el fundador del ‘cristianismo’», o «Si no hubiese habido el ‘Maestro de Justicia’, Jesús no habría sido el Cristo». La función de las proposicio¬ nes que expresan posibilidades no realizadas en la historia, no es la de alterar la historia, sino la de hacerla más comprensible —para una men¬ te finita. Entre las religiones que intentaron trascender el círculo de la Ciudad ya en la época «clásica» griega, es decir, entre los movimientos de «se¬ gregación» del individuo con respecto a su comunidad por motivos de ín¬ dole rehgiosa, se hallaban —como hemos señ.alado en el capítulo— los misterios (ante todo los de Eleusis, y, de un modo más «intelectual», el orfismo). Aun así, la pequeña comunidad de los iniciados no se desintere¬ saba totalmente de la República a la cual pertenecía; muchas veces, por el contrario, pretendía reformarla. Mas la «reforma» no coincidía ya con la «gloria de la Ciudad», única instancia por la cual se preocupaban los cultos oficiales. Por eso podemos decir que hay en tales misterios la idea de la salvación —de una salvación a la vez individual y colectiva, pues se formaba una comunidad que se suponía capaz de propagarse por diver¬ sos Estados-Ciudades—. Es lo que liga a los misterios con algunas de las manifestaciones de la actividad filosófica. Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que los misterios fuesen «oficializados» y se convirtieran en una pieza esencial, y aun en la piedra angular, de la «Ciudad» o del «Es¬ tado». Es lo que en el curso de la historia occidental ha distinguido siem-

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pre las religiones «antiguas» del cristianismo, o lo que ha distinguido el cristianismo occidental del oriental. La sociedad cristiana occidental, aun¬ que ha tendido con frecuencia a la teocracia, no ha sido nunca teocrática (el cuius regio eius religio del siglo xvi tenía muy distinto sentido). El poder eclesiástico y el estatal han estado varias veces a punto de confun¬ dirse, pero no lo han logrado jamás. Por eso no podemos decir que el cristianismo occidental se haya «oficializado» en el sentido de hacerse parte —o fundamento— de la estructura del Estado. Esto ha tenido con¬ secuencias de grandísimo alcance. De hecho, muchas de las peculiaridades de la civilización occidental se derivan de un continuo intercambio entre lo religioso y lo profano. No podemos adentramos aquí en el problema. Nos convenía declarar sólo que la formación de una «Iglesia» no debe confundirse con la «oficialización» —o, mejor dicho, la «estatificación»— del ímpetu religioso. La distinción que algunos autores —por ejemplo, Yves J.-M. Congar, en su obra Vraie et fausse Réforme dans l’Eglise, París (1950), trad. esp.: Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, Madrid (1952)— han estableci¬ do entre la vida y la estructura de la Iglesia (distinción que, en principio, conviene a toda comunidad humana organizada según ciertas creencias) es muy esclarecedora. No necesitamos defender tal distinción como si se refiriera a dos realidades —^lo que, ciertamente, no ocurre—, ni adheri¬ mos a una de ellas como representando la verdad única. Para nosotros —interesados aquí no en problemas religiosos o teológicos, sino en cues¬ tiones histórico-filosóficas y filosófico-antropológicas— se trata de una cuestión de método que estimamos fecundo para la inteligencia de la historia de una comunidad como la Iglesia cristiana. Esta ha poseído por igual vida y estructura, y no ha podido prescindir nunca de ninguno de los dos términos; su existencia ha consistido justamente en mantener un equilibrio inestable entre ellos. Ha tenido, en suma, que enfrentarse in¬ cesantemente con la eterna cuestión de la relación entre el sentimiento —o las experiencias— y los principios —o los dogmas—. Con el senti¬ miento solo, los principios se desvanecen; con los solos principios, el sen¬ timiento se marchita. Pasa, pues, con unos y otros lo mismo que, según Kant, ocurre con las intuiciones y los conceptos; que mutuamente se im¬ plican. Un organismo a la vez fuerte y flexible no puede ser un puro es¬ queleto y menos un caparazón, pero tampoco una entidad moUar y des¬ huesada. Por eso no es cuestión de considerar que la vida de la Iglesia ha de determinar su estructura, ni que ésta ha de predominar sobre toda fuerza viva: se trata de una endósmosis tanto más delicada y peligrosa cuanto que, mientras cada término lucha por imponerse completamente sobre el otro, barrunta que puede estar seguro de perecer tan pronto como el otro se elimine. En la época que nos ocupa, la «comunidad de los fieles» tuvo a la vez espíritu misionero y espíritu organizador. No

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podía poseer igual ptopotáón de cada uno de ellos, pues esto hubiera producido un equilibrio estático —tan mortal como la completa absorción de uno de los términos por el otro—. El haber aceptado, por el contrario, un equilibrio inestable y dinámico, fue uno de los motivos de su triunfo histórico. No ha sido nuestra intención —ni entra en nuestras capacidades— discutir otros muchos aspectos que van ligados con la constitución de la sociedad en la cual encarnó el tipo del «hombre nuevo». Ello supondría describir, aunque fuese sumariamente, los enormes cambios políticos, so¬ ciales y económicos de la época. En nuestro análisis, tales cambios se dan por supuestos. Algo que no debe olvidarse aquí es que la historia del hombre puede escribirse en diversos lenguajes. Elegir uno de ellos no sigmfica olvidar que los otros existen; sólo implica reconocer la limita¬ ción de nuestra mente frente al complejísimo fenómeno de la historia humana. Por descuidar esto, los filósofos y los historiadores se han en¬ zarzado de continuo en problemas de relación causal sin tener presente que la indagación epistemológica al respecto está aún en la infancia. Tales problemas suelen presentarse bajo este tipo de cuestiones: «¿Fue el cristiamsmo un producto del medio social y económico, o bien el cristiano, justamente por serlo, pudo dirigir en distinto sentido del tradicional las relaciones sociales y económicas?». Tanto si se contesta a esto en sentido afirrnativo como negativo se comete, a nuestro entender, una falacia re¬ duccionista. Esta falacia transparece al probarse que con el mismo ma¬ terial histórico se pueden dar respuestas divergentes. Antes de poder formular con todo rigor cuestiones en las cuales esté impHcada la causa¬ lidad histórica, habría que desarrollar un poco más los fundamentos epis¬ temológicos. La cita de Eduard Meyer procede de su colección de estudios titu¬ lada Ursprung und Anfange des Christentums, 3 vols., Stuttgart & Berlín (1921-23), vol. II, 425. La de Ferdinand Prat, S. J., procede de su Hbro ]ésus Christ, libro III, cap. IV. La referencia a Bergson ha sido tomada de Les deux sources de la morale et de la religión, París (1932) 56-58en la trad. esp. de la misma obra: Las dos fuentes de la moral y de la reli¬ gión, Buenos Aires (1946), se halla en las págs. 114-115. El verso de Quevedo procede de su soneto «Amor constante más allá de la muerte» y puede hallarse en la pág. 43 de la edición de Obras de Quevedo en verso citada en nota al final del capítulo sobre los cínicos y los estoicos. La cita de Séneca procede de Ep., VI, 13. La referencia a Dostoievski está tomada del capítulo sobre «El Gran Inquisidor», en Los hermanos Karamazov (parte II, libro V, cap. 5). Hemos utilizado, por supuesto, otros libros, la mayor parte de ellos leídos hace ya tiempo y probablemente asimilados hasta el punto de no poder discernir ahora entre el pensamiento «propio» 30

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y el «ajeno». La bibliografía sobre Jesús y los orígenes del cristianismo es casi inacabable; como no era misión de este libro adentrarse en indicacio¬ nes bibliográficas excepto en la medida en que lo requiriese una referen¬ cia específica dada en el texto, creemos mejor no mencionar ni siquiera los más conocidos repertorios. El lector avisado descubrirá fácilmente que cuando se trata de una descripción de doctrinas o actitudes cristianas he¬ mos tenido continuamente presente la literatura cristiana primitiva y en particular el Canon neotestamentario.

Segunda Parte CRISIS Y RECONSTRUCCION

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I EL PROBLEMA DE LA EPOCA MODERNA iíw/igao y mundo moderno: analogías y diferencias.—L,a época moderna: Occidente y su expansión geográfica.—Las divisiones tradicionales del Occidente: sus fallas y sus virtudes.—La tesis de Comte: la época moderna como «crisis».—Las dificultades de esta tesis: la existencia de «momentos estables».—Lo «estable» y lo «inestable» en la Edad Moderna.—La occidentalización del mundo y la desoccidentalización de Occidente. El proceso de la estabilización: sus condiciones.—La función de los grupos social¬ mente prominentes en los momentos de crisis.—La función de los grupos «inferiores». El alma acomodaticia y el alma revolucionaria.—La cuestión de la relación entre facto¬ res reales y motivaciones ideales: su interpenetración. Las tres etapas de la crisis moderna: la crisis de los «pocos»; la crisis de los «mu¬ chos»; la crisis de los «todos».—Los periodos correspondientes a las tres etapas: si¬ glos XIV a XVII; siglo xviii; siglos xix y xx.—Sus características.—Las dos doctrinas sobre la época moderna: «progresismo» y «tradicionalismo».—Error y verdad de cada —Loj aspectos «progresivos» y los aspectos «regresivos» en la misma época.— El problema fundamental de la época moderna: la asimilación de las crisis. 1

Notas. Los problemas que se plantean al hombre contemporáneo son en im¬ portantes respectos los mismos que se plantearon al final del mimdo an¬ tiguo. También nosotros tenemos la sensación de que el futuro se nos escapa de las manos y de que el mundo —el planeta entero y ya no sólo un fragmento de él— marcha impulsado por una gran ola que se nos antoja ineluctable. No queremos decir, pues, que objetivamente así ocu¬ rre. Una cosa es el motor de la historia; otra, el modo como ésta se refleja en la conciencia de los hombres. Lo último es lo único que aquí interesa. Sean, pues, cuales fueren las posibilidades reales del hombre frente a su historia, lo cierto es que hay instantes en los cuales se con¬ sidera señor y otros en los que se siente esclavo. Lo cual no significa que todos los hombres se hallen en la misma situación o tengan la misma con¬ ciencia de ella. Como ocurrió al final del mundo antiguo, la conciencia histórica comienza por encarnar en algunos grupos humanos. Son los que, tiempo a venir, se dirá que reflejaron su época aun cuando durante la misma fuesen considerados como extra-vagantes. Sin embargo, no conviene llevar demasiado lejos la analogía. Ante todo, mientras del mundo antiguo nos interesó sobre todo su «fase últi-

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ma», del mundo moderno nos interesan todas sus fases. Esto supone que ha habido una época moderna, que se ha desarrollado en una serie de fases y que la «edad contemporánea» es una de ellas. Parece una opinión trivial. Pero en cuanto la apretamos un poco se nos muestra erizada de dificultades. Pues, ¿qué es la época moderna? Si pudiéramos confinamos al «Oc¬ cidente» —a Europa, con la inclusión frecuente del Cercano Oriente y de Rusia; y a América, y a las zonas de expansión del hombre europeo—, la cuestión, aunque nada fácil, tendría una primera aproximada respuesta. Al fin y al cabo no es un azar que la división establecida en el siglo xviil entre una edad antigua, una medieval y una moderna haya logrado tan singular fortuna. Bien entendido: los historiadores de los últimos cien años han sometido estos conceptos a toda clase de presiones y han de¬ mostrado hasta la saciedad que carecen de sentido. Pero cuando ha habi¬ do que referirse al Occidente no se ha vacilado en emplear de nuevo los períodos tradicionales. Lo único que se ha hecho es refinarlos; se ha mostrado que dentro del llamado Renacimiento hay una buena parte de edad media, o que dentro de ésta está ya incluso el Renacimiento; que si seguimos hablando de períodos no habrá que entenderlos como seccio¬ nes de una sola línea, sino como haces de líneas que se entrecruzan y que, vistas con algún detalle, convierten en borroso cualquier cuadro histórico. Su complejidad, además, ha aumentado desde que se advirtió que el Occidente se ha ido extendiendo no sólo histórica, sino también geogrᬠficamente. La utilidad de la división tradicional depende, pues, de que no se la interprete demasiado literalmente. Nosotros tomaremos la propo¬ sición «Hay ima época moderna» en ima forma similar a la lógica, como una «sentencia abierta» cuyas variables se modifican de continuo y obli¬ gan en cada caso a precisar los hechos históricos correspondientes. El ám¬ bito abarcado por tales variables no es reducido. La descripción de la «crisis moderna» comprende desde las zozobras vividas hace varios siglos por algunos hombres del Occidente europeo, hasta los trastornos que afec¬ tan a toda nuestra sociedad contemporánea por la entera superficie del planeta. Hemos dicho «la crisis moderna». Habrá que describir, en efecto, una larga fase de inestabilidad, tanto más difícil de percibir cuanto que en algunas ocasiones —como en el período de las «monarquías absolu¬ tas»— se han manifestado muy férreas «estabilidades». Pero tras lo dicho en la primera parte del libro, ya no será posible engañamos: las expre¬ siones «épocas estables» y «épocas inestables» no coinciden respectiva¬ mente con las fórmulas «épocas tranquilas» y «épocas turbulentas». Una época puede mostrar externamente la mayor calma y estar a la vez desga¬ rrada por fuertes tensiones internas. En la «época moderna» la agitación ha sido, desde luego, extema e interna. Desde sus escritos juveniles, que reflejaban lo que Saint-Simon y otros habían ya insistentemente declara-

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do, Comte manifestó que durante los siglos xvi, xvii y xviii tuvo lugar la desorganización de un sistema anterior; que en el curso de este largo período se inserto «una época inevitable de anarquía» y que durante la misma se realizaron todos los esfuerzos imaginables para «destruir el po¬ der teológico». Por estas razones predominó durante tres siglos «la doc¬ trina crítica», la cual, por lo demás, no debía ser considerada como necesariamente demoledora. Esta doctrina erigió en dogmas varios principios destinados a subvertir el antiguo orden: Ja libertad ilimitada de concien¬ cia, primero; la soberanía del pueblo, luego; la igualdad, finalmente. No tiene, pues, nada de particular que se desencadenara algo más que un juego de tensiones internas; la época moderna se caracterizó externamente por una continua ruptura de los distintos órdenes sociales, por una infa¬ tigable sustitución de unos principios por otros sin alcanzar jamás un sis¬ tema duradero de principios, capaz de producir la estabilización «perma¬ nente» de la sociedad humana. Como Comte subrayó, todas las «revolu¬ ciones anteriores» a la citada «no fueron más que sencillas modificaciones». Se podría, pues, calificar a esa larga época de la Gran Revolución. No es menester adherirse al sistema filosófico de Comte para reco¬ nocer que hay en sus ideas al respecto importantes verdades. Comte per¬ cibió con singular claridad no sólo que hubo una época moderna, sino algunos de sus rasgos capitales. El vocablo ‘moderno’ no significó ya desde entonces simplemente «nuevo»; no aludió sólo a una «vía» que se había puesto de «moda» entre los hombres menos apegados a la tradi¬ ción: designó un período histórico aún no concluso, pero del cual comen¬ zaba ya a entreverse la completa estructura intelectual y política. Para ser justos, deberíamos reconocer que tal conciencia alboreó ya en el si¬ glo xviii y que sus figuras intelectuales mayores se sintieron alojadas —unas, como Voltaire, cómoda, y otras, como Rousseau, incómodamen¬ te— en un período distinto de los anteriores y del cual comenzaban a palpar la interna osamenta. También para ser justos tendríamos que men¬ cionar a otro filósofo que, aunque en muchos respectos antípoda de Comte, no percibió menos claramente que éste nuestro problema: Hegel. En todo caso, importa declarar que la idea de lo «moderno» que aquí se propone se alimenta en buena parte de la que comenzó a fraguarse hace un par de siglos. En lo que diferimos radicalmente de los füósofos del siglo xviii, de Comte o de Hegel, es: primero, en la idea acerca de la estructura interna del período moderno; segundo, en la función que la época moderna desempeña en la total economía de la historia humana. Prescindamos de este último punto. El solo nos obligaría a elaborar toda una filosofía concreta de la historia. Para nuestro propósito, sólo el primero es ahora pertinente. Ahora bien, una vez admitido que hay una época moderna, negaremos que haya sido unitaria. En otros térmi¬ nos, si se ha tratado de un período crítico, no ha sido siempre «inestable». Desde este ángulo, la época moderna no difiere formalmente de ninguna

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otra época de la historia. Por ella puede entenderse un período relativa¬ mente concluso durante el cual se acusaron —perdónesenos el «realismo platónico» de esta afirmación— ciertas «características». Dentro del mis¬ mo hubo «crisis» que pudieron disolver la sociedad, pero que, de hecho, la ayudaron a reconstituirse. La fuerza de cohesión de ésta pudo justa¬ mente probarse por el modo como logró vencer tales crisis. Para Comte, la edad media fue una época estable, ordenada, «orgánica», donde el vo¬ cablo «crisis» carecía de sentido. Sin embargo, lo primero que vemos al acercamos a ella es el renovado intento de solucionar desequilibrios cada vez mayores. A ello se debe que haya podido hablarse de «rena¬ cimientos» dentro de la edad media —abasta el punto de que ha empeza¬ do a ponerse en duda si una «edad media» existió realmente—. Por tanto, comenzaremos por definir la época moderna como un período más o menos bien perfilado, con características generales relativamente pro¬ pias, con sus problemas, sus soluciones y sus modelos de vida. Como todos los períodos, estuvo abierto a las otras épocas, y por eso es difícil trazarle límites estrictos: mas que el segmento de una línea, es el fragmento de una melodía que comenzó cuando la frase anterior todavía no había ter¬ minado, y que acaba cuando nuevas frases hacen sentir sus modulaciones. No, pues, una mole compacta, sino un edificio sostenido sobre un equili¬ brio inestable, gracias al cual hay «evolución» y «progreso». Así, no en¬ tenderemos la época moderna como una época anárquica (como no con¬ cebiremos la edad media como una edad perfectamente estable). En am¬ bas hay un elemento —inevitable en toda historia humana— de crisis. Pero mientras la edad media se mantuvo dentro de una cierta estabilidad, la época moderna acentuó la inestabilidad, hasta el punto de parecer una edad esencialmente inestable, insegura, en cuyo seno se produjeron in¬ cesantemente «crisis», «explosiones», «rupturas». Bien entendido: con es¬ tos términos no queremos desembarazarnos de las dificultades que supone un examen concreto de la época. Cualquiera de ellos designa un conjunto de fenómenos de naturaleza vital, social, política, económica y espiritual en virtud de los cuales lo que hasta un momento determinado apareció como notorio —hasta el punto de no necesitarse ni siquiera pensar en ello—, se manifestó al poco tiempo como problemático; o en virtud de los cuales lo que un grupo de hombres había pensado como «solución» resultó ser insuficiente para otros grupos. Pero esto nos conduce ya a nuestro tema; procedamos a delimitarlo. Pues, ¿que significa lo «critico» y lo «inestable» en la época moder¬ na? En primer lugar, algo que ahora comenzamos a divisar claramente: que el «hombre moderno» se fue extendiendo, a partir de un área geo¬ gráfica limitada, por zonas cada vez más amplias: por América, desde luego; por las periferias coloniales, luego; por todo el planeta, incluyendo el interior de la enorme zona euroasiática, finalmente. La «fermentación» que hoy tiene lugar en regiones hasta hace relativamente poco tiempo co-

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lonÍ2adas la India, la China, el mundo árabe, Africa, diversas zonas del Pacífico— es una de las manifestaciones de tal ampliación. Ello parece anunciar la «occidentalización» del mundo. Es una afirmación inacepta¬ ble si la interpretamos literalmente. Pero es muy plausible si la acogemos cum grano salís, como expresión de una cierta tendencia a la «unificación» relativa de grupos humanos hasta ahora confinados en orbes distintos y separados. Sólo en los dos capítulos finales nos será posible, sin em¬ bargo, exphcar lo que tal expresión significa. Allí veremos, en efecto, que dicho proceso corre paralelo a otro no menos palmario: la «desoccidentalizacion del Occidente». En segundo lugar, lo «crítico» de la época mo¬ derna significa el proceso antes aludido: la sucesiva y progresiva produc¬ ción de «desequilibrios» en el curso de los cuales se asimilan, dentro de la civihzacion occidental, grupos cada vez más numerosos de hombres a nuevos modos de vida y de pensamiento. Los dos aspectos están estrecha¬ mente relacionados. Y en la época contemporánea parece tratarse de dos manifestaciones del mismo fenómeno. Por eso sería impropio en nuestra época considerar como una mera crisis «occidental» lo que es ya una cues¬ tión «planetaria». Así, nuestro análisis va a ofrecer dos caras. En la pri¬ mera, tratada en los capítulos i, ii y üi, nos referimos a las crisis de la época moderna en la medida en que todavía pueden limitarse al Occiden¬ te europeo y en parte europeo-americano. En la segunda, objeto de los capítulos iv y v, examinaremos la fase por ahora final del Occidente como coincidente con lo que ocurre hoy en todo el mundo. El mundo actual no puede, ciertamente, ser medido sólo con el patrón de lo que ha sucedido en Occidente. Pero sin éste no podría entenderse a fondo la sociedad contemp>oránea. Formulemos nuestro pensamiento al respecto del modo más conciso posible. 1. Si seguimos empleando el nombre de crisis para la época mo¬ derna, no lo hacemos, pues, exactamente en el sentido de Comte. La época moderna no es sólo un tránsito a otra cosa. No es tampoco una «desvia¬ ción» o un «error». Posee su propia subsistencia —su «naturaleza»—. Como ésta se manifiesta mediante una considerable «libertad» ante nuevas formas, la impresión que produce es la de una inestabilidad perpetua. Mas, a poco que la analicemos, advertimos que la jalonan varias impor¬ tantes estabilidades. Son las «etapas de la crisis». En cada una de ellas se producen fenómenos de índole social, política y económica, apareja¬ dos a cambios de naturaleza espiritual e ideológica. Estos cambios no di¬ suelven enteramente ni la sociedad ni las ideas vigentes en ella. Producen una brecha por la cual se precipitan toda clase de novedades. Pero acto seguido tiene lugar un hecho que se repite como siguiendo una ley: des¬ pués de parecer anegarlo todo, las nuevas tendencias se moderan y soli¬ difican, las aguas se retiran y la sociedad nuevamente se «estabiHza». El cambio ha sido, pues, pronta y hábilmente «asimilado». Tal suceso se ha reiterado tres veces en la sociedad europea. En cada una de ellas la «so-

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lución» ha coincidido con la conciencia de una nueva crisis. No se trata de una contradicción lógica. Pues la coincidencia no se ha dado en los mismos hombres, sino simplemente en la misma época. En otras pala¬ bras, la situación se ha estabilizado para ciertos grupos humanos cuando un desequilibrio se ha producido ya en otros. 2. La «crisis» no afecta, pues, en la misma proporción, a todos los miembros o a todos los grupos de la sociedad de Occidente. Se manifiesta primero en algunos grupos, los colocados en una posición social más «pro¬ minente» o los intelectualmente más «alerta». Si parece extraño que la inestabilidad comience por declararse en grupos que, p>or ocupar las cimas de la sociedad, poseen situaciones intelectual y socialmente más «estables», es porque no se repara lo bastante en la singular condición de las crisis: éstas no se «manifiestan» siempre en los mismos grupos en los cuales se «producen». El grupo que está socialmente «abajo» y que, por un cam¬ bio de factores reales, se siente inquieto y agitado, capaz de «ascender», vive por lo común dentro de los modos de existir y de pensar tradiciona¬ les; siente oscuramente que ha llegado el instante en que algo cambie, pero imagina tal cambio en los términos habituales: su alma es acomo¬ daticia, no revolucionaria. Por el contrario, algunos individuos de los grupos a quienes la transformación no afecta mayormente, o lo hace en desventaja suya, llegan a formular las condiciones intelectuales del cambio posible. Son la chispa que puede prender fuego al polvorín. Con lo cual llegamos a una conclusión que nos proporciona una clave para penetrar en el oscuro laberinto de la relación entre los factores reales y las mo¬ tivaciones ideales. Los primeros son la fuerza potencial, contenida, pron¬ ta a estallar, mas por si misma incapaz de ponerse en movimiento hacia un lugar determinado. Para ello se necesita un impulso directivo: la «idea». Hacia fines del pasado siglo Emilio Castelar comenzaba uno de sus escri¬ tos con una sonora frase: «La sociedad humana es condensación de ideas como el globo terráqueo es condensación de gases.» Por la misma época regía en muchas mentes europeas una tesis inversa a la anterior y no más plausible que ella: la de que los factores reales —la economía, la raza o la geografía mueven el mundo. La verdad es que el mundo no se mueve sin que entren en relación —mejor dicho, en fusión— los dos términos. Max Scheler ha dicho que los factores reales poseen la fuerza, y el espí¬ ritu tiene la dirección. Esta tesis, aunque sugestiva, es excesiva. Aquí no admitimos tan pronunciado dualismo. La relación entre las «ideas» y la «realidad» no es equiparable al choque ocasional de dos entes en sí dis¬ tintos. En rigor, no hay ni ideas puras ni puros factores reales. Unas y otros son conceptos-límites, instrumentos mentales que nos permiten en¬ tender el juego de la historia. Pero la historia misma «complica» a los dos,_ y la única distinción que cabe establecer es la basada en el «predo¬ minio» del uno sobre el otro. Asi, la conclusión al respecto será simple: cuando «predomina» demasiado exclusivamente un factor real, la idea que

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engendra no posee «fuerza» suficiente para poner en movimiento a la sociedad, y menos aun para hacer estallar el polvorín en una conmoción revolucionaria. Y a la vez, cuando «predominan» excesivamente las ideas, éstas se agotan en un puro morder sobre el vacío. 3. Erraría, pues, quien creyera que la serie de las crisis del Occi¬ dente ha dependido siempre y únicamente de trastornos reales que han afectado a la mayoría de la población. Pero no se equivocaría menos el que pensara que se ha tratado de meras crisis «espirituales», exclusiva¬ mente vividas y discutidas por las minorías. Conviene recordar esto de una vez para siempre, porque, por desgracia, nuestro vocabulario al res¬ pecto no ha podido ser lo bastante preciso. Hemos destacado tres mo¬ mentos principales de crisis y los hemos llamado la crisis de los «pocos», la crisis de los «muchos» y la crisis de los «todos». Con esto parece enun¬ ciarse que al principio hubo unos pocos hombres que sintieron vacilar el sistema tradicional de ideas y de creencias, y que forjaron, para repararlo o sustituirlo, nuevos sistemas de pensamiento y de vida; que tras esto advino un instante en el cual grupos cada vez más numerosos experimenta¬ ron una análoga desazón y se dedicaron a fraguar análogos nuevos siste¬ mas de creencias, y que, finalmente, la crisis y la consiguiente solución fueron cosas de todos. De haber ocurrido así sin más, no lograríamos, sin embargo, explicamos qué relación hubo en cada caso entre las «mino¬ rías» y las «mayorías». Fue una relación singular. Por un lado, las mi¬ norías reflejaron un estado general de crisis con un vigor y una claridad de que las mayorías no fueron capaces. (Por ‘minorías’ y ‘mayorías’ no en¬ tendemos aquí, respectivamente, «los egregios» y «los vulgares», «los mejores» y las «masas» o la «aristocracia» y el «pueblo». A veces una serie coincide con la otra, pero ello no es forzoso; además, la minoría que refleja intelectualmente la crisis, aunque usualmente procede de las capas «superiores», pronto se difunde por las «inferiores».) Pero tan pronto como empezaron a elaborar sus conceptos, se formó en las mino¬ rías una espvecie de «conciencia de clase» por la cual creyeron que la crisis las afectaba a ellas solas y que, por consiguiente, debían afrontarla con sus propios medios. De ahí el peculiar carácter ofrecido por las distintas «soluciones» modernas. Hubo una crisis. Se incorporó a la conciencia de algunos hombres bien dotados para percibirla. Bien. Pero luego que reac¬ cionaron ante ella mediante una solución, ésta resultó ser válida solamente para ellos mismos. Para que pudiese aplicarse a los demás, fue necesario que la solución se simphficase y, desde el punto de vista de la mino¬ ría que la propuso, se «falsease». Esto nos explica un hecho frecuente en la historia: el de que las mayorías han adoptado para la solución —^por lo menos intelectual— de sus conflictos, los aspectos descoyuntados, carica¬ turescos y, por tanto, «falsos» de ciertas ideas que al principio habían sido una penosa y esforzada elaboración intelectual de las minorías. Estas claman entonces: «No, no es eso.» Pero se equivocan: sus ideas eran desde

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el comienzo también «eso». Por tal motivo, puede formularse una pro¬ posición que tiene un aire paradójico: Las ideas fraguadas por las «mino¬ rías» para solucionar una crisis resultan viables sólo en la medida en que «fracasan». Se produce entonces una relativa estabilización de la socie¬ dad. No va a durar mucho. A poco aparecen nuevas grietas vitales e in¬ telectuales que se ensanchan hasta que otras minorías, que llegan a per¬ cibirlas, formulan un nuevo «sistema» que responde a la nueva crisis. El proceso anterior se repite. Pero no del mismo modo. No sólo por el con¬ tenido de la crisis, sino también porque ni las mayorías ni las minorías permanecen en una relación numérica semejante. La crisis de los «po¬ cos», aun no siendo sólo la manifestación de la desazón espiritual de algunos desocupados, afectó a un número relativamente escaso de hom¬ bres. La crisis de los «muchos» se extendió ya considerablemente por la mayoría y por la minoría. Y la crisis de los «todos» es de tal índole que tiene lugar en ella im fenómeno sobremanera extraño; no parece haber ni minorías ni mayorías, porque cada uno de los hombres de la sociedad —o poco menos— siente a la vez la crisis real y la necesidad de supe¬ rarla. 4. Sólo con la descripción de cada una de estas fases nos será posible precisar las anteriores ideas. Con ello esperamos disipar la confusión que pudo engendrar en el ánimo del lector la división de la época moderna en una serie de «crisis» o de «etapas». No se trata, en efecto, de partir la época en diferentes períodos, sino de cortarla, como Bergson diría, si¬ guiendo sus articulaciones naturales. En vez de «etapas» hemos utilizado a veces la palabra «oleadas». Con este vocablo designamos el hecho de que todas las fases se entrecruzan y traslapan. Cuando una nueva oleada critica pasa sobre la sociedad, esta todavía se halla, en efecto, estreme¬ cida por los trastornos que la anterior había causado. Sólo con estas cau¬ telas podremos aceptar la «división» propuesta. De acuerdo con la misma, consideramos que hubo un largo período cuyos comienzos algunos auto¬ res hacen remontar hasta el siglo xiii y otros inclusive hasta el llamado «Renacimiento del siglo xii», pero que nosotros hacemos iniciar a fines del siglo XIV o principios del xv. Este período —que culminó en el si¬ glo XVII— consistió en una serie de reajustes sociales e intelectuales. So¬ cialmente, se caracterizó por los primeros vagidos del Uamado «espíritu burgués». Mas éste no designa lo mismo que el «espíritu burgués» del siglo XVIII. Designa simplemente el resurgimiento de la ciudad —tras un período de «retracción» económica— y en particular la ruptura del sis¬ tema organicista que prevaleció durante la edad media. Esoiritualmente, el período se caracterizó por una serie de intentos destinados a bosquejaruna concepción del mundo que, sin desmentir la anterior, la modificase en los puntos estimados caducos. Si llamamos a esta concepción anterior la^ «concepción medieval», podremos decir que la primera etapa de la crisis no consistió tanto en arrumbarla como en ampliarla. Con frecuen-

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cia se ha insistido en el carácter «contradictorio» del Renacimiento —in¬ cluido en esta primera fase—. Desde el ángulo adoptado, las contradic¬ ciones desaparecen. Pues la trama compleja de las afirmaciones y las negociaciones no se aplicaba en tal sa2Ón a la totalidad de la concepción del mrmdo y de la estructura social hasta entonces vigentes, sino única¬ mente a diversas partes suyas. Lo que se buscaba, en el fondo, era otro modo de ser lo mismo. Se ha insistido demasiado en las potencias reno¬ vadoras del Renacimiento, olvidándose sus enormes potencias conservado¬ ras. Pues, en rigor, sólo por su coexistencia pudo mantenerse lo que la fase del xiv al xvii fue principalmente: una serie de opuestas tensiones, sostenidas en precario equilibrio. Como todas las fórmulas de este tipo, la anterior resultará muy insuficiente para los historiadores. ¡Cómo va a re¬ ducirse a una ni a mil fórmulas la riqueza inagotable de la vida humana! Pero con ello no pretendemos describir exhaustivamente la estructura de esta vida en un determinado período, sino proporcionar un hilo que nos oriente en su complejísimo laberinto. A dicha fase siguió otra más bre¬ ve, que arrancó en el xvii y alcanzó su culminación después de me¬ diados del xviii; como veremos oportunamente, la solución que, después de muchos tanteos, habían encontrado algunos hombres, los «pocos», se reveló como insuficiente para los «muchos». La estabilización fue, pues, provisional. Y así se inició otra fase, la crisis de los «todos», la nuestra. El lector excusará la parvedad de estas indicaciones; su única finali¬ dad era señalar la ruta por la cual vamos a adentrarnos. Pero de lo dicho se desprende ya algo que consideramos fundamental: que formalmente la crisis moderna puede ser considerada como una serie acelerada de «aber¬ turas» de la sociedad que intentaron «cerrarse» por medio de distintas soluciones, pero que consiguieron a lo sumo estabilizarse, y ello no por medio de la solución propuesta, sino por una deformación de la misma. La crisis moderna no ha sido, pues, una vez más, como pretendieron Comte y cuantos con él clamaron contra las «desviaciones» de la moder¬ nidad, un período único, cuya continuidad ha consistido en su progresivo «deterioro». Ha sido, si se quiere, una etapa dentro del más amplio ciclo, primero de la historia occidental y luego de la universal. Mas una etapa harto quebrada, constituida por «regresiones» y provisionales «acomodos», por «desarticulaciones» e «integraciones», todos ellos relativos tanto a las ideas y a las creencias como a la organización de las capas sociales, al goce y producción de los medios económicos y a la función del mando. Desde un punto de vista causal, quizá dichos elementos deberían ser se¬ parados. Desde el ángulo descriptivo, empero, aparecen como inextrica¬ blemente unidos. Las «ideas» no pueden ser entendidas sin una sociedad en la cual funcionen y, a la vez, ninguna sociedad humana puede vivir sin «ideas» de alguna especie. 5. Nuestro análisis de esa época difiere, pues, en muchos respectos del habitual en los filósofos de las últimas décadas. Por lo general, tan

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pronto como se ha reconocido que ha habido un período moderno, los pensadores se han decidido a atacar el problema de su «naturaleza». Dos doctrinas, basadas en dos distintas concepciones del mundo y en dos di¬ ferentes juicios de valor, han predominado alternativamente. Según la pri¬ mera, la época moderna ha sido un movimiento de «liberación total». Re¬ cogiendo las impresiones de los iluministas, se ha proclamado que en el curso de este período se han conseguido dos objetivos: «disminuir la auto¬ ridad de la Iglesia y aumentar la autoridad de la ciencia». Para algunos, este proceso de liberación ha sido de carácter predominantemente inte¬ lectual. Otros, en cambio, lo han visto desde un punto de vista social: lo que importaba, han dicho, no era que las nuevas ideas proyectaran luz, sino que transformaran la sociedad. A su vez, esta transformación ha sido entendida de diversos modos: como una expugnación de la hbertad, como un dominio de la riqueza, como una conquista del poder. De acuerdo con la segunda doctrina, por el contrario, la edad moderna ha sido en su con¬ junto una desviación, un error, una gigantesca «torpeza». Semejante idea se ha abierto paso simultáneamente con la opuesta y, en rigor, habría que retroceder hasta los debates entre los que seguían la via antiqua y los que preferían la via moderna para hallar precedentes de ambas. Sin em¬ bargo, de un modo explícito se ha impuesto sólo desde que el anti-Iluminismo, el romanticismo nostálgico y el tradicionalismo pusieron el dedo en ciertas llagas modernas. Como los hechos en historia no escasean, una y otra doctrina han podido aducir muchos que abonaran sus respectivas razones. En el caso del tradicionalismo misoneísta, los hechos son la época moderna misma, con sus «vacilaciones», sus «confusiones», sus «inesta¬ bilidades». Se han establecido, así, una serie de rasgos que, al entender de estos filósofos, muestran el carácter «perverso» de la época. Ante todo, los siguientes: secularismo, antropocentrismo, individualismo, inmanentismo. En todos los tonos se ha declarado que el hombre moderno ha que¬ dado desarraigado, perdido, vaciado de sustancia, desespiritualizado. En ocasiones se han agregado a los anteriores caracteres, otros reconocidos como menos permanentes, pero siempre «descarriadores»: racionalismo y materialismo. En vista de lo cual la «solución» parece obvia: hay que volver a hacer del «hombre moderno» un «hombre eterno», y eso sólo podrá llevarse a cabo si inauguramos una nueva edad —«ima nueva edad media» . Ya se que no es licito incluir en esta fórmula a pensadores que en muchos otros respectos no se parecen en nada. Pero, aquí, como en otros lugares, no tenemos más remedio que simplificar si queremos entendernos. Por un lado, se nos dice, si ha habido y hay todavía males, se debe a que la tradición ha pesado y pesa aún demasiado. Por tanto, nada funcionará como debe hasta que el proceso revolucionario no esté cumplido. Por otro lado, se nos indica, todos los males proceden de que el hombre se ha desviado de la tradición, que le ofrecía seguridad y con-

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fianza. Por consiguiente, nada andará como es menester a menos que el proceso revolucionario se retraiga y derrumbe. 6. El lector pensará que, aun previniendo contra eUa, nuestra sim¬ plificación es excesiva, y que no es justo reducir los debates sobre la his¬ toria moderna a una perpetua lucha entre «izquierdas» y «derechas». No ha sido, empero, nuestra intención llevar las cosas por este camino. Aun suponiendo que hay en dicha historia una tensión continua entre impul¬ sos de renovación e impulsos de conservación, entre el filoneísmo y el misoneísmo, ambos carecen de la relativa simplicidad que ofrecen en la lucha política al uso. Pero, además, hay que reconocer que tales doctrinas no se han manifestado casi mmca del modo extremo con que las hemos pintado. Ni la tesis de la «liberación» ha tenido siempre los caracteres de un futurismo utópico exaltado, ni la de la «desviación» ha estado guiada siempre por un impenitente regresionismo. La mayor parte de los inten¬ tos ideológicos se han movido equilibrada y a la vez dinámicamente entre los dos extremos. También aquí, pues, debemos entenderlos como concep¬ tos-límites, y afirmar que sólo en calidad de tales resultan iluminativos. Nociones como las de «racionalismo», «inmanentismo» y otras acuñadas por los tradicionalistas extremos o moderados no son, desde luego, inúti¬ les. Tampoco lo son las nociones de «libertad», «individualismo», etc., que los progresistas han proclamado. Mas las valoraciones subyacentes en ellas las hacen con harta frecuencia equívocas. Por este motivo preferi¬ mos inscribir todas estas nociones, demasiado estáticas, en el área de una concepción dinámica según la cual la época moderna ha sido una serie de procesos, cada uno de los cuales ha incluido aspectos «progresi¬ vos» y aspectos «regresivos», y en el curso de los cuales se ha revelado con extremo vigor el carácter ambivalente de la historia humana: el ser a la vez un conjunto de posibilidades que se crean y de otras que se des¬ truyen. La gran cuestión de toda la edad moderna —especialmente aguda en el momento actual— no es, pues, la de si el resultado de todo es un bien o un mal: es la de saber si el repertorio de posibilidades creadas po¬ drá compensar el de las posibilidades preteridas. En suma, y traducido a términos sociales, el gran problema consiste en saber si las crisis cada vez más frecuentes y extensas, manifestadas primero en Occidente y lue¬ go en el planeta entero durante los últimos cinco o seis siglos, podrán ser asimiladas por masas cada vez mayores de hombres. Muchas veces se ha preguntado el hombre, azorado ante los fenómenos de su tiempo, si éstos no tendrán su origen en una ilusión: la de que ciertas formas de vida y de pensamiento, bien adaptadas a unas minorías, pueden difundirse sin per¬ vertirse. La respuesta que hasta el presente ha dado el Occidente ha sido: sí, han podido difundirse. Y ello hasta tal punto, que nuestra descrip¬ ción de la época moderna será, en último término, la historia de una asi¬ milación creciente, en la cual los mismos tropiezos han sido hasta ahora creación de nuevas posibilidades. En ello, dicho sea de paso, se basa el

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optimismo que alienta en el fondo de nuestro cuadro. No podemos asegu¬ rar que sea posible mantenerlo. Pero si se nos permite agregar al len¬ guaje descriptivo y analítico unas gotas de lenguaje exhortativo y persua¬ sivo, diremos: es nuestra misión aportar todas nuestras fuerzas para con¬ seguirlo. Frente al alma fanática y al alma desilusionada, predicamos la necesidad de un alma serena, y por ventura irónicamente esperanzada.

NOTAS Este capítulo puede dar la impresión de que, no obstante las reservas formuladas, seguimos aceptando la división del Occidente en una época antigua, una medieval y una moderna. No hay tal. Cuando nos atenemos a esta división es sólo porque, como señala Ernst Robert Curtius (Europaische Literatur und lateinisches Mittelalter, Bern [1948], cap. 2, § 3, página 28), «resulta inevitable para entendernos» a pesar de sus notorias desventajas. Pero esperamos que resulte claro que llamamos «historia oc¬ cidental» a la que abarca la edad media y la edad moderna. Lo dicho en notas a los capítulos i y v de la primera parte sobre la línea divisoria entre el mundo antiguo y el occidental se basaba en esta idea, sin impor¬ tar que se aceptara como extremo límite del primero el siglo vi o bien la «partición» del orbe mediterráneo por la invasión islámica. En todo caso, los historiadores reconocen que durante algunos siglos se fue forjando una sociedad (en el vocabulario de Toynbee, una «sociedad afiliada») que cada vez se alejaba más de los modelos antiguos, y que precisamente por ello podía en ocasiones tomarlos como «modelos» y no como efectivas vigen¬ cias. Desde luego, aceptamos de plano todos los inconvenientes que ofre¬ ce nuestra reducción de la crisis al mundo occidental-moderno. Lo que afirmamos es esto: que dentro de la unidad cristiano-occidental (no halla¬ mos mejor nombre para designarla) advino im instante en el cual lo que había parecido un estadio ya definitivo —la sociedad feudal-organicista— resultó únicamente uno de los muchos equilibrios inestables de que se com¬ pone la historia. Para entender la diferencia entre una y otra fase creemos pertinente usar una noción fecunda: la de «función». Con ésta designamos el distin¬ to papel que desempeñan según los momentos de la historia determinados elementos —hechos o ideas—. En su libro Razón del mundo, Buenos Aires (1944), Francisco Ayala ha llamado la atención sobre el hecho de que el «oscurantismo» y el «iluminismo» (dos términos que equivalen a los ya usados de «regresionismo» y «progresismo» o de «misoneísmo» y «filoneísmo») no son sólo dos maneras de pensar: «su diferencia no se encuentra tanto en los contenidos del pensamiento como en el estilo» (op. cit., pág. 26). Por eso es tan difícil encontrar el fundamento de las diferencias entre épocas en los contenidos. Las creencias mismas, con ser

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tan importantes, no son suficientes. Lo que importa es el uso que los lombres hacen de ellas. Como ha dicho Américo Castro, «el toque no está en la vejez o novedad de las ideas, sino en la intención y el sentido que se inyecte» {Aspectos del vivir hispánico, Santiago de Chile L J) ^7). Dos comunidades pueden tener las mismas creencias. Pero cuán diferentemente pueden «estar» en sus vidas, lo comprobamos fácilmente si comparamos lo que el término 'cristiano’ significó para un hombre del siglo XIII y lo que significa para uno del siglo xx; lo que el vocablo humamsta significó en el siglo xv y en el xix. Ortega y Gasset tiene plena razón cuando denuncia las falacias que implica el uso unívoco de estos y y cuando pone de relieve lo insensato que es dar el mismo significado a poeta cuando se refiere a Homero o cuando se aplica a Lamaitine. A esto llamamos aquí función. Sin este concepto, estimamos har¬ to difícil entender ninguna época histórica. El historiador, o el sociólo¬ go, que digan; «En el fondo, todo es igual» o «Todo se repite» ignoran, pues que están usando las expresiones «es igual» y «se repite» en un sentido impropio para la historia. A lo sumo, admitiremos, según la clásica sen¬ tencia, que eadem sed aliter, que todo es igual, pero de otro modo. Ahora bien, el «pero de otro modo» no es desdeñable. Es —nada menos— lo que hace que un capitalista del siglo xx pueda «entenderse» —queremos decir, hable el mismo «lenguaje»— con un obrero del mismo siglo, en tanto que es más difícil —aunque, como veremos a continuación, no totalniente imjxisible que «se entiendan» un capitalista de nuestro siglo y otro de la Roma del siglo i después de J. C. Para subrayar esto, hemos usado también con frecuencia en este libro el vocablo 'actitud’. Entende¬ mos por el el hecho de que el hombre puede operar diversamente con los contenidos de su vida. Reconocemos que esta afirmación plantea de nuevo graves problemas: «¿Qué son los contenidos’ de la vida del hombre?». «¿Atribuimos al hombre, como hacen algunos existencialistas, una comple¬ ta libertad para hacerse a si mismo sin tener en cuenta el peso a veces tremendo de las circunstancias: de los hechos de toda índole, de las ideo¬ logías, etc.?». Para nuestro gusto, la importancia de la actitud consiste sobre todo en subrayar que contenidos idénticos o parecidos pueden fun¬ cionar de maneras distintas. No nos atrevemos a sostener que todo de¬ pende de la actitud. En última instancia, introducimos este término para indicar que él, junto con los de ideas, factores reales, etc., son elementos en cuyo juego —nunca en cuyo predominio— consiste la historia. Por otro lado, debe tenerse presente que las actitudes no se basan ex¬ clusivamente en la coetaneidad. Es cierto que los hombres que viven en una misrna época poseen, por este mismo hecho, comunes supuestos que Ies permiten «entenderse» en muchos puntos con independencia de sus opiniones, de la clase social a que pertenezcan, etc. Pero hay otras «co¬ munidades de supuestos». Por ejemplo, hay un «lenguaje común» entre un español del siglo xvi y un español del siglo xx que no se hallará entre 31

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ün español y un francés de cualquiera de dichas épocas. Hay también su¬ puestos comunes correspondientes a «clases sociales» y a «tipos psicoló¬ gicos». Gracias a ellos introducimos aquí la restricción antes anunciada; un capitalista europeo o americano de nuestro siglo y uno del siglo i des¬ pués de J. C. en Roma poseen también un «lenguaje común» y en ciertos aspectos pueden «entenderse». Lo más plausible es aplicar a este punto la tesis que Georg Simmel formuló en su Sociología (cap. VI) con el nombre de «el cruce de los círculos sociales». Como en éstos, también en las «actitudes» hay entrecruzamientos de toda especie, que engendran zo¬ nas de entendimiento y zonas de incomprensión. Ahora bien, seguimos creyendo que «el círculo máximo» dentro de una comunidad relativamen¬ te unitaria como lo es la del Occidente está constituido por la «comu¬ nidad de época». He aquí la razón que nos permite dar sentido a la ex¬ presión época moderna sin necesidad de adoptar un punto de vista radi¬ calmente historicista. Uno de los factores de que apenas hablamos en este libro, pero al cual hay que atribuir gran entidad en la historia, es el carácter. Entende¬ mos en un sentido parecido al que le ha sido dado por Kretschmer, Jung y otros psicólogos al establecer clasificaciones de tipos psicológicos. Por tanto, la psicología, la caracterología y lo que Kant llamaba «antropolo¬ gía en sentido pragmático» son disciplinas sobremanera útiles para la comprensión de la historia. Ello se manifiesta de varios modos. De ellos destacamos dos: uno es el «tipo psicológico» o psicosomático al cual pertenece cada hombre como individuo; otro es el «tipo nacional» o co¬ munal —^un tipo que, como el individual, no puede ser jamás definido mediante un solo rasgo—. No entraremos aquí en el espinoso problema de la relación entre los tipos psicológicos o nacionales y la historia. Como en la cuestión de la relación entre las ideas y los factores reales, tam¬ bién en este respecto se han enfrentado dos doctrinas; la que sostiene que los tipos psicológicos obedecen a diferencias de «constitución» (en el sentido de Kretschmer) y, por tanto, son relativamente invariables, y la que afir¬ ma que se modifican en el curso de la historia y aun son determinados por los grandes cambios acaecidos en ésta. Nuestra opinión es que los tipos psicológicos —individuales o colectivos— son de carácter funcional. No son invariables, pero sí invariantes. Por tanto, «permanecen» a través de la historia, pero ésta puede modificarlos en dos sentidos: primero, en tanto que lo comportamental prevalece con frecuencia, en avanzados esta¬ dios de la sociedad humana, sobre lo psicosomático; segundo, por cuanto la situación histórica impulsa a desarrollar ciertas posibilidades de un «tipo» y restringir otras. Sin embargo, nuestra incompetencia al respecto hace que todas estas afirmaciones deban ser tomadas como meras opinio¬ nes aventuradas. Lo único que nos parece bastante probable es que una descripción cuidadosa de la historia humana no debe olvidar la existencia

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del citado factor y aun debe en ocasiones destacarlo. Esto parece obvio para muchos cuando se trata de un «tipo nacional». Pero no menos im¬ portante es la influencia del «tipo psicológico individual» en ciertas deci¬ siones que, al parecer, afectan solo a las ideas o sólo a los factores rea¬ les. Para dar un ejemplo de lo ultimo: entre un anarquista y un marxista no hay sólo una diferencia ideológica o de conciencia de clase; hay —como lo muestra la historia de la escisión de la Primera Internacional— una diferencia de temperamento. Con la ^presión «una nueva edad media» hemos aludido a la obra del mismo título de Nicolás Berdiaeff, publicada en parte en ruso en 1923; en alemán, en 1924 (primera traducción española, 1932). Pero el orbe ideológico dentro del cual se movió el pensador ruso era muy amplio y no puede reducirse a dicha fórmula. Lo mismo ocurre con muchas de las manifestaciones del «pensamiento tradicional» durante los siglos xix y xx. Más bien que de una determinada doctrina se ha tratado de un «estilo de pensamiento» que ha adoptado formas muy diferentes, que se ha apoyado en muy distintos argumentos y que se ha adherido a muy varias «ortodo¬ xias». Dentro de tal estilo nos interesan, como particularmente ilumina¬ tivas, ciertas formas «extremistas» como las que se manifestaron a través de Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Para expresar la actitud de estos autores hay un refrán feliz: «ser más papista que el Papa». Esto es tan cierto, que la misma Iglesia católica ha tenido siempre buen cuidado de no dejarse arrastrar por las tendencias de tipo «integracionista» o «maurrasiano». Por varios motivos, la Iglesia ha visto con recelo ascender la ola del tradicionalismo a ultranza. Entre tales motivos ocupa un primer lugar la extraordinaria perspicacia psicológica y sociológica de la Iglesia. Pero, además, cuando la alta jerarquía eclesiástica ha dado su asentimiento a la tesis de la época moderna como un «error», no por ello ha dejado de contar con él. El «tradicionalismo» extremista, en cambio, se ha basado en un puro «regresionismo». En algunos casos ni siquiera ha introducido la reserva —manifestada más en la actuación que en el pensamiento— se¬ gún la cual hay que rechazar los «principios modernos», pero pueden acep¬ tarse, y hasta impulsarse, los «resultados modernos», por ejemplo, las técnicas. El tradicionalismo extremista ha declarado, en suma, lo moder¬ no en bloque como una «equivocación» gigantesca. En esta misma opinión se mantuvo, entre los españoles del siglo pasado, Juan Donoso Cortés (el Donoso Cortés del Ensayo). Entre los españoles del siglo actual se desta¬ có Ramiro de Maeztu, cuya Crisis del humanismo no sólo resumía con vigor varias tesis capitales del tradicionalismo, sino que anticipaba la doble crítica (en la que luego abundaron Maritain y otros) de lo moderno como conducente por igual al despotismo y a la anarquía. Pero en Maeztu ha-

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bía, además, un postulado cuya aceptación podría simplificar la «asimila¬ ción» de lo moderno: la salvación tiene que residir, suponía, en el reco¬ nocimiento de lo objetivo —de «valores objetivos» principalmente—. Esto puede considerarse, si se quiere, como «medieval» (y la insistencia de dicho autor en lo «estamental» con vista a la estabilización de la sociedad abona tal interpretación). Pero expresa a la vez un postulado de suma importancia para nuestra época y en el cual muchos podrían estar de acuerdo: el que la unión de la arbitrariedad subjetiva con el despotismo de un Estado suprapersonal sólo puede curarse mediante el reconocimien¬ to de que «el centro de gravedad» de la sociedad «se encuentra en el objeto». Cuál sea éste, claro está, es el clavo ardiendo de la época. En cuanto a los representantes del pensamiento «progresista» duran¬ te los últimos ciento cincuenta años, son tan conocidos que no vale la pena mencionarlos. Nos limitaremos a señalar a uno de quien hemos to¬ mado la frase que consta en la página 506 sobre la relación inversa entre la autoridad de la Iglesia y la de la ciencia. Se trata de Bertrand Russell. Dicha frase procede del libro III, parte I, cop. i, de su A History of Western Philosophy, Nueva York (1945); hay trad. esp. por J. Gómez de la Serna y A. Dorta: Historia de la filosofía occidental, Buenos Aires (1947). El propio autor reconoce irónicamente su posición «neoilustrada» al reproducir un Unpopular Essays, Londres (1950), un falso «Obi¬ tuario» aparecido ya en 1937 y en el cual se decía que su doctrina «fue» un «racionalismo anticuado» y que toda su vida «ofreció una estructura anacrónica que recuerda la de los rebeldes aristocráticos de principios del siglo XIX». Podríamos calificar a esta posición —como se había hecho en el siglo XIX— de «radicalismo filosófico», opuesto a todo romanticismo, del cual se alimentaron ideológicamente muchos tradicionalistas, pero par¬ ticipando a la vez de cierto «espíritu romántico». De él surgen dos ra¬ mas: una es el optimismo utópico; la otra, el optimismo desilusionado. La realidad social europea es más rica y compleja de lo que permiten suponer los esquemas presentados en este capítulo. Para reLrirnos sólo a los «orígenes de la burguesía», conviene no olvidar el papel fundamen¬ tal desempeñado por una clase que no podemos situar exactamente ni en la nobleza ni en el artesanado medieval: el llamado «patriciado» (véase sobre el mismo la obra de J. Lestocquoy, Les Villes de Flandre et d’ltalie sous le Gouvernement des Patriciens, XP-XW siécles, París [1952]). El hecho de que tal clase no fuera, cuando menos en los comienzos, indus¬ trial y comerciante, no significa que no fuese en alguna medida «bur¬ guesa». Las afirmaciones de Comte sobre los caracteres de la época moderna se hallan en muy diversos escritos suyos, especialmente en los primeros

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opúsculos del autor («Apreciación sumaria sobre el conjunto del pasado moderno» de 1820; «Plan de los trabajos científicos necesarios para re¬ organizar^ la sociedad», de 1822; «Consideraciones sobre el poder espi¬ ritual», de 1826, etc.). La mayor parte de las ideas al respecto fueron recogidas y sistematizadas por Comte en su Systéme de politique positive ou Traite de Sociologie instituant la Religión de VHumanité, publicado en 1851 en 4 tomos, y en el cual incluyó como Apéndice los opúsculos mencionados. De estos hay traducción española, por Francisco Giner de los Ríos, con el título: Primeros Ensayos, México (1942). Afirmaciones análogas se hallan en Saint-Simon, en Ballanche, en Proudhon y otros autores de la época, para limitarnos a Francia.—Para las tesis sobre la ejxx:a moderna como «liberación» o como «error», véase la anterior nota.— La frase de Castelar procede del prólogo que redactó para la traducción española de la Historia de la Revolución Francesa, de Thiers. En su Idearium español decía también Ganivet que «El poder político tiene la fuerza; pero la fuerza es flor de un día. En definitiva, lo que triunfa es la idea» (una variación del tema en Granada, la bella, XI: «Las ideas vienen antes que la fuerza», aunque «la fuerza se deja ver antes que las ideas»). No es necesario mentar todos los autores que elaboraron teorías acerca de la dependencia en que suponían se encontraba la historia res¬ pecto a los factores reales: Ratzel, Mare y Gobineau fueron algunos de los más significados.—La idea de Scheler aludida en el texto se halla en varios escritos suyos, especialmente en su Sociología del saber, traduc¬ ción esp. por José Gaos, Madrid (1935). El texto original es Die Wissensformen und die Gesellschaft, Leipzig (1926), 2.^ ed., modificada, de Vcrsuche zu einer Soziologie des ^^issens, Kóln (1924). Todos los autores que han trabajado en el campo de la Sociología del saber (Max Weber, Karl Mannheim, Grünwald, Sorokin, Hans Barth, J. J. Maquet, etc.) pro¬ porcionan sugestivos puntos de vista al respecto.—Los textos relativos al problema de los «orígenes de la época moderna» son innumerables y resultaría embarazoso citar siquiera los más destacados. En los últimos años se ha trabajado mucho en cuestiones tales como «Renacimientos» de varios siglos (xii, xiii, xiv); «crisis» de otros varios siglos (xiii, xiv, xv); relaciones entre la crisis —material y moral— bajomedieval y el nacimiento del «espíritu burgués», historia económica y económicosocial del tránsito de la edad media a la edad moderna (con especial considera¬ ción de los movimientos comunales en diversos países europeos y de las diferencias entre ciudades, de los antecedentes de la devotio moderna, del resurgimiento de lo biográfico, del papel desempeñado por el lujo y por el ascetismo, por la burla, etc., etc.). Muchos de estos estudios no sola¬ mente han proporcionado valiosos datos, sino que han logrado evocar una «atmósfera histórica» basada en un estudio aaicioso de las fuentes y de los detalles, pero a la vez en una firme concepción de la necesidad que tiene toda vida humana —individual o colectiva— de vivir dentro de

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una cierta estructura.—Para las ideas de «estabilización», «abertura» y «cierre» de la sociedad y otras nociones afines hemos sacado bastante provecho de Bergson, Las dos fuentes, etc. (ya citada en nota al final de la parte I, cap. vi); la idea misma es probablemente de vieja alcurnia y Toynbee ha podido citar muchos antecedentes de ella en varias partes de su A Study of History.

II LA CRISIS DE LOS «POCOS» Ambigüedad del título.—Las transformaciones entre los siglos xiv y xvii.—Edad Media y Edad Moderna: sus diferencias.—La idea medieval del orden.—Ser y acon¬ tecer. Los «ensayos» de una solución: desequilibrio y estabilidad.—La «fermentación» premoderna.—Ideas sobre lo moderno.—Las nociones tradicionales.—Las fases de la primera etapa: Renacimiento y Contra-Renacimiento.—Religiosidad y humanismo.—El sentido de la «experiencia».—Las exigencias de la construcción historiográfica.—Fases ideológicas y fases cronológicas.—La unidad y la diversidad de la Europa moderna. Soluciones parciales y soluciones totales.—El papel de la filosofía seiscentista.— Significación del cartesianismo.—El problema de la razón: razón humana y razón divina.—La razón tradicional y la razón moderna.—Santo Tomás y Descartes.—Racio¬ nalismo y voluntarismo. Espíritu radical y espíritu mediador.—La pax fidei y la nueva concepción del hom¬ bre y del universo.—Las aplicaciones del espíritu de mediación.—El proUema de Dios.—La monarquía.—La estabilidad cósmica y la estabilidad humana.—La idea de perfección.—La razón como mediadora entre la voluntad y la caridad. Notas.

El título de este capítulo es ambiguo. La crisis que se desarrolló entre los siglos XIV y XVII no afectó sólo a unos pocos. Incesantemente se pro¬ dujeron en la sociedad toda suerte de cambios: se constituyeron nuevos tipos de comunidad, entre ellas la que dio origen al moderno concepto del Estado... Pero todo ello tuvo lugar sin que la imagen del mundo en la cual los hombres estaban embebidos sufriera alteraciones radicales. Claro, algpnos no se limitaron a aliviar los desgarrones sufridos por medio de bien embalsamados parches; pretendieron ima cura radical, definitiva. Se¬ ría un error, sin embargo, suponer que estos extremismos anunciaban por si solos una nueva época. Los extremismos han existido siempre. Lo que importa es la función que ejercen; conviene preguntarse si son hechos graves, con gran arrastre e influencia, meros índices, o simples extravagan¬ cias. Siempre ha habido ortodoxias y heterodoxias, represiones y rebelio¬ nes. Pero no siempre han podido alterar la faz de la historia. Así, pues, deberemos estar muy alerta en nuestra descripción de la «crisis» de los «pocos». Se trata de una fase histórica en la cual acontecieron, en propor¬ ción creciente, todo género de mudanzas. Mas éstas se reflejaron solamen¬ te de un modo total en la mente de algunos hombres. Por consiguiente, la fórmula más adecuada para describir esta fase sería ésta: «la crisis de

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los muchos’ que se manifestó en unos ‘pocos’». Sólo por razones de bre¬ vedad adoptamos la fórmula del título. ¿En qué consistió esa etapa de la crisis? No es nuestra intención des¬ cribirla. Este no es un libro de historia: ni se enumeran hechos ni se pin¬ ta una atmósfera. Pero conviene tener presente a qué tipo de aconteci¬ mientos nos estamos refiriendo. Son éstos: la ascensión de la burguesía en el período bajomedieval —con el crecimiento de la vida ciudadana y del tráfico del comercio—; el hervor de la reforma religiosa —del que la llamada Reforma fue sólo uno de los aspectos—; la busca de nuevas formas de expresión —de la que el Renacimiento y el ritorno alVantico fueron corolarios—; la separación entre sí de los diversos factores que se mantuvieron en equilibrio durante la edad media —de la que la alter¬ nancia de pesimismo extremo y extrema confianza en la vida fueron una de las consecuencias—; el cambio de la «constelación» histórica —desde la «sustitución de la «amenaza» de Bizancio por la de los turcos, has¬ ta la época de las navegaciones, exploraciones y descubrimiento de Améri¬ ca—; el abandono de la concepción simbólicoestática del mundo; los pri¬ meros vagidos de una pura razón de Estado... Hay, por supuesto, mu¬ chos otros. Sólo se pretende aquí dar una muestra de ellos y hacer constar que lo sucedido, especialmente durante los siglos xvi y xvti, no fue sino la aceleración de un proceso que se inició ya dos siglos antes. Si se nos preguntara cuáles son los «límites» temporales de nuestra etapa, responde¬ ríamos: entre los siglos xv y xvii. El que esté familiarizado con su histo¬ ria sabra muy bien a qué nos estamos refiriendo. Sabrá especialmente que los grandes rótulos —Renacimiento, Reforma, Contrarreforma, etc.— son tan sólo designaciones cómodas de un número incontable de hechos cuyo carácter más general parece ser el «desencajamiento». Pues, en úl¬ timo término esta es la diferencia más acusada que hallamos entre la edad media y la edad moderna. Los «desencajes» de la primera fueron única¬ mente el tipo de «desencaje» que manifiestan las funciones dentro de un organismo. Extrema pobreza y extrema riqueza; ascetismo radical y pleno goce de la vida; escepticismo y creencia, así como mil otras facetas, se ha¬ llaban entonces relativamente bien acordadas. Todo esto comenzó a sepa¬ rarse ya desde comienzos del siglo xiv. El antiguo orden persistió, pero adoptó nuevas formas. Huizinga ha hecho notar que la importancia dada por la investigación histórica al ascenso de la burguesía comunal en el siglo XV no nos debe hacer olvidar que en aquella sazón se veía a tal bur¬ guesía muy por debajo de la nobleza. Cierto. Pero ello no hace sino con¬ firmar un hecho histórico digno de convertirse en ley: que las capas socia¬ les en vías de ascenso viven largo tiempo bajo la fascinación de las capas antiguas, a las cuales pretenden seguir en vez de hacer lo que en último término ocurre: sucederías. En todo caso, se puede afirmar que también con respecto a dichos dos órdenes sociales se cumple el mencionado pro¬ ceso de desencaje. El mundo medieval estaba sustentado en la noción del

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orden y de los órdenes: cada persona y cada cosa tenían, en principio, su lugar en la sociedad y en el universo. Los desplazamientos producidos se limitaban a subrayar lo que todo el mundo sabía: que, aunque edifi¬ cada sobre el modelo de la ciudad divina, la ciudad humana era una sim¬ ple copia, y a veces una caricatura, de ella. El desorden destacaba todavía más el orden; el salirse de su puesto confirmaba la existencia de un «pues¬ to». Desde el siglo xv, en cambio, la nobleza quiso enriquecerse de un modo distinto, y mas rápido, que el proporcionado |x)r las heredades, pero a la vez la burguesía comunal sintió la comezón de ser noble. Se trata sólo de un ejemplo. Pero él nos manifiesta uno de los rasgos capitales de la época moderna: la aceleración del movimiento. Para el hombre medie¬ val lo que se hacia dependía de lo que se era. Los escolásticos expresaron esta idea en una precisa fórmula: operari sequitur esse. Cada vez en ma¬ yor proporción, lo que se es ha deprendido para el moderno de lo que se ha hecho. Si sólo hasta tiempros relativamente recientes no se ha expre¬ sado esto en fórmulas adecuadas, ha sido porque, al mismo tiempo, du¬ rante la época moderna se ha intentado ofrecer varias «soluciones» según las cuales el hacer ha dependido asimismo del ser —de un ser que se concebía como el que había logrado predominar sobre todo acontecer transitorio. Durante dos siglos buscaron algunas minorías las fórmulas que per¬ mitiesen enunciar un ser del cual dependiese el acontecer. Se trataba de llegar a saber claramente varias cosas esenciales; quién debía mandar úl¬ timamente en la sociedad; qué cosa debían y podían fundamentalmente ser creídas; qué sólidas razones había para creer en ellas. Para resolver esta cuestión no todos propusieron «ideas»: algunos —los más— consi¬ deraron que la solución consistía en adoptar nuevas formas de vida. De hecho, la superabundancia de estas últimas, la rapidez con que se cam¬ biaban o modificaban, la facilidad cada día mayor con que se transmitían a otras capas de la población muestra claramente que algo inusitado acon¬ tecía y que se ensayaban toda suerte de posturas con el fin de hallar ¡as que mejor se acomodasen a las nuevas situaciones. La historia de es¬ tos «ensayos» coincide con la vida de los siglos xv y xvr. No todo en ella, claro está, puede ser explicado desde este ángulo. En primer lugar, imperan en la historia motivos múltiples que hacen imposible un fácil reduccionismo. En segundo término, hav en la citada busca toda clase de «avances» y «retrocesos», de «estabilidades» prontamente desequilibradas, y de desequilibrios presentados como fórmulas definitivas. Además, per¬ tenecen a tal historia no sólo las distintas formas de vida, sino también los mommientos espirituales de toda índole: los «humanismos» de todos los matices; los intentos de reforma religiosa, desde los que se mantuvie¬ ron fielmente dentro de la ortodoxia católica hasta los que salieron vio¬ lentamente de ella; el nuevo p>ensamiento político que se fraguó junto al crecimiento de los Estados nacionales y que suele centrarse en torno al

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maquiavelismo... Pero el lector nos permitirá manifestar al respecto lo que ya se puso de relieve en la primera parte del libro: que por lo común tiene lugar una verdadera sedimentación de todas estas nuevas ideas so¬ lamente cuando aparece un sistema filosófico capaz de englobarlas en una arquitectura unitaria. ¿Cuándo surge este sistema? No ciertamente antes del siglo xvii. Desde fines del xiv basta comienzos del xvil, hubo en toda Europa —tan¬ to en los hechos reales como en las actitudes espirituales— una verdadera y constante «fermentación». Tan intensa fue, que apenas se ha logrado introducir algún orden en la incesante danza y contradanza de dicha épo¬ ca. Lo habitual hasta ahora ha sido destacar dos movimientos de signo inverso: por un lado, el «otoño de la Edad Media» —más largo del que Huizinga presentó tan sugestivamente—; por el otro la aparición ince¬ sante de «nuevas formas» de vida y de «nuevas ideas», conjugada con el fenómeno destacado por Adolf Weber: el hecho de que las masas irrum¬ pieron por vez primera en Europa «formando una ola verdaderamente vo¬ luminosa». El orden introducido por Burckhart en uno de sus famosos libros no era, por otro lado, suficiente. Aparte de que en la obra aludida se refirió exclusivamente al Renacimiento italiano y aun a algunas formas •—^las más «estéticas»— del mismo (Cassirer hizo observar que «olvidó» nada menos que la filosofía), una parte de su intento resultó fallida, desde nuestro punto de vista, por la insistencia en destacar aspectos más bien que verdaderos cuerpos de ideas. Los intentos posteriores no fueron, que sepamos, más afortunados. En el fondo, se redujeron a adoptar uno de los dos movimientos de signo inverso antes citados, a aplicar a él, se¬ gún los casos, la nocion de «progreso» o la de «degeneración» y a articular la historia de todo el período de acuerdo con su «ascenso» o «descenso». Los inconvenientes de este método resultan particularmente claros cuando se aplica al orbe de las «ideas filosóficas». A tenor de él habría que reco¬ nocer que durante los siglos xv y xvi no ocurrió nada digno de mención en filosofía. Y así, en efecto, suele decirse. Con lo cual la gran tentativa del siglo XVII de hallar en la razón —la razón individual, apoyada y jus¬ tificada últimamente por la razón divina— la instancia suprema ante la cual tenían que desvanecerse todas las dudas, debería aparecer como una novedad absoluta, preparada a lo sumo por vagas insinuaciones, perdidas en el fárrago de toda suerte de despropósitos. No correspondiendo esto a la realidad, ha sido menester sustituir la «teoría de los aspectos» por lo que llamaremos la «teoría de las articulaciones». Es la que se está for¬ jando actualmente por los mejores conocedores del período. Percatados de que nociones como las de «Reforma», «Renacimiento», «Contrarrefor¬ ma», etc., son en sí mismas insuficientes, mas a la vez necesitados de no¬ ciones para no perderse en un caos de hechos, los historiadores han bus¬ cado algunas fases que sin ser estrictamente cronológicas permitan abar¬ car dócilmente la multiplicidad de los hechos y de las ideas. Uno de ellos.

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Hiram Haydn, ha propuesto recientemente una subdivisión bastante plau¬ sible. Por lo pronto, afecta sólo a los movimientos intelectuales. Pero como son éstos los que principalmente interesan en este libro, procedere¬ mos a adoptarla. Se trata de dividir el período del xv al xvii en tres movimientos: el Renacimiento clásico, el Contra-Renacimiento y la Reforma científica. El primero abarcó todo el renacimiento humanista, que prolongó en gran parte la concepción medieval y pretendió ampliaría. El motor de este mo¬ vimiento fue el deseo de alcanzar una «paz intelectual» que no se basara en restricciones puramente «ortodoxas», que admitiera ciertas «toleran¬ cias». El nombre que lo designa es, sin duda, insuficiente. ¿Cómo pre¬ tender que la enorme cantidad de ideas, de deseos, de sentimientos del período pueda ser abrazada mediante una expresión tan inocua como la de «Renacimiento clásico»? Quizá sería mejor llamarlo «Humanismo», si no fuera que este término ha sido usado con otros muy distintos propósitos, y si no fuera también porque los hombres que se «adhirieron» a dicho movimiento fueron humanistas además de otras cosas de descripción difí¬ cil. El segundo movimiento, en cambio, no fue humanista: incluyó las as¬ piraciones a una «reforma», subrayó la importancia de la fe, destacó las fuentes vivas de la tradición y buscó en la «experiencia» y no sólo en las «letras humanas» la justificación postrera de todo pensamiento. Ahora bien, la originalidad de Haydn al estudiar este movimiento consiste en que no ha incluido en él sólo a los homines religiosi; aunque suene a pa¬ radoja, ha incluido asimismo a quienes subrayaron por doquiera la reali¬ dad inmediata, viva y directamente intuible. Hemos escrito el vocablo «experiencia». En pocas ocasiones como ésta puede notarse la ambigüe¬ dad de este término. Pues no solamente designa la «vivencia interior» por medio de la cual pretendió inyectarse nueva savia a la vieja fe, sino también la «experiencia exterior» que enfrentó a los hombres con algo que tanto las letras humanas como los razonamientos abstractos habían desdeñado: la naturaleza. De ahí una singular amalgama: el escepticismo se unió a la más ardiente fe; el naturalismo radical se conjugó con el so¬ brenaturalismo extremado. Por si fuera poco, cabe incluir dentro de este movimiento al realismo político de tipo maquiavélico, no tanto en lo que concierne a las máximas dadas para alcanzar el poder, como en lo que toca a su concepción del hombre. El Contra-Renacimiento, en suma, se ca¬ racterizó por un intento de liberación de toda clase de rígidas ataduras, por una busca de la «soltura». Pero no en el sentido del individualismo propiamente «moderno», sino como expresión del deseo de lograr una más auténtica comunión con lo «real». Lo que imperó en las mentes contrarrenacentistas no fueron las letras humanas. Pero tampoco la teo¬ logía, y menos aún la «lógica». Fue la devotio, las «razones del corazón», las experiencias de toda índole, la observación, los «hechos» y la expe¬ riencia pragmática. En cambio, el tercer movimiento, el de la Reforma

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científica, penetró ya dentro del espíritu propiamente moderno. No tanto por la importancia dada a la ciencia, como por la nueva actitud que re¬ presentó frente a las capacidades de la razón humana. Por eso preferi¬ ríamos calificar a este movimiento de «Reforma de la mente» o del «en¬ tendimiento». Por eso también puede ser considerado como el verdadero preludio a la «solución» de la primera crisis, por no decir un fragmento considerable de la solución misma. Probable es que las citadas nociones no sean tampoco idóneas. A los historiadores corresponderá proponer en el futuro otras que ciñan más apretadamente el material histórico. En todo caso parece muy probable que alguna construcción historiográfica del tipo anterior sea necesaria si no se quiere andar perdido en un laberinto de hechos. Las dificultades que ofrece una concepción demasiado rígida quedan, por lo demás, sol¬ ventadas cuando se advierte que los movimientos en cuestión no son me¬ ros aspectos, pero tampoco simples fases cronológicas. Se entrecruzan continuamente, y es difícil en la historia real hallar representantes puros de ninguno de ellos. ¡Si ni siquiera un Montaigne fue totalmente «ex¬ perimental» y «escéptico»! ¡Si ni siquiera un Lutero fue completamente antirracional! En algunas ocasiones, la confusión de las líneas fronterizas es patente; basta citar el ejemplo de Erasmo. Dilthey dijo de él que era un «Voltaire del siglo xvi», un espíritu mordaz. Sí, pero también un apa¬ sionado buscador de la philosophia Christi. Desde otros ángulos, finalmen¬ te, debe tenerse en cuenta el modo particular cómo las distintas comu¬ nidades europeas reaccionaron ante pareja situación histórica; esto nos explica por qué la función ejercida por los citados movimientos fue, por ejemplo, muy distinta en Italia de lo que fue en Francia o en España. Así, sin una cierta previa «ordenación ideológica» de la fase crítica, no es posible entender el sentido de la solución luego propuesta por algunos hombres, el perfil del gran «sistema filosófico». ¿Cuál fue éste? Ha sido habitual considerar el cartesianismo como la expresión más cabal de «la idea moderna». La opinión es harto plausi¬ ble. Aunque poderosos e influyentes, los movimientos espirituales e inte¬ lectuales antes mencionados tocaron sólo a un aspecto de la realidad hutnana. Afectaron, por ejemplo, a lo religioso, a lo moral, o a la concep¬ ción de la naturaleza o de la marcha de la sociedad, pero no a la realidad entera. Si por acaso intentaron abarcarlas —como sucedió con la Contra¬ rreforma , lo hicieron por medio de una mezcla singular de integraciones y de exclusiones. No fueron, pues, en nuestro sentido suficientes como señales de que el proceso crítico había dado al fin con una «solución» amplia y «estable». No es sólo una ilusión nuestra. La mayor parte de los que contribuyeron a la formación de los movimientos citados tuvieron la sensación de estar aportando algo esencial para estabilizar la sociedad y descubrir un orden en el creciente caos de las ideas. Pero ninguno pen¬ só haber conseguido de veras el fin propuesto. O, para ser más exactos:

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pensaban conseguir tal fin para ellos mismos (como Montaigne), para una minoría ilustrada (como Erasmo), para una sociedad con la cual se tenían costumbres y lenguaje comunes (como Lutero). Tales limitaciones no se debían a incapacidad personal, sino a un hecho muy simple: a no estar instalados aún en el momento histórico adecuado. En cambio, los filóso¬ fos del siglo XVII, y Descartes en particular, no sólo intentaron dar solución amplia a la crisis, sino que tuvieron conciencia de haber escalado alturas desde las cuales podían dominar el anterior panorama. Tenían conciencia, sobre todo, de que desde ellas podrían trazar líneas divisorias entre ins¬ tancias que, como ha dicho Lucien Fébvre, estaban confundidas todavía en las mentes del siglo xvi: lo natural y lo sobrenatural, lo cierto y lo in¬ cierto, lo posible y lo imposible. No debe sorprendernos, pues, el acento mañanero e ingenuamente confiado con que formularon sus principales argumentos. Asumido el anterior conflicto de ideas y de intereses, se pro¬ pusieron resolverlo en su integridad, sin exclusiones, pero también sin compromisos. Su pensamiento fue en este sentido radical, y ello en un sentido mucho más propio del que corresponde a ios pensadores del Con¬ tra-Renacimiento, cuyo radicalismo en la expresión resalta con la modera¬ ción con que un Descartes se expresa. Pues «radical» no significa aquí «extremo», sino, como lo define el Diccionario de la Lengua, «pertene¬ ciente o relativo a la raíz». Se trataba, en efecto, de hallar las raíces de acuerdo con las cuales se creía que se podía vivir, y según las cuales se pensaba que se podía creer. En gracia a esa «totalidad», eximimos al pensamiento cartesiano de sus «fallas». Ni siquiera nos interesa que muchas de sus partes fuesen notoriamente «falsas» y que, en lo que toca a la ciencia —uno de los ingredientes sobresalientes de la época—, el verdadero eje alrededor del cual ha girado el pensamiento moderno no haya sido Descartes sino Newton. Todo esto pierde gravedad cuando consideramos el propósito de Des¬ cartes (y de los grandes filósofos del tiempo) y sobre todo la claridad con que fue expresado. Es éste: en vez de mantenerse sin variar un punto, en la vieja tradición; o en vez de buscar la viva fuente de la fe en el alma interior; o en lugar de contentarse con un modus vivendi cualquiera, basado en la burla sarcástica o en la escéptica benignidad, se trató de encontrar verdades firmes e indubitables, que no dependiesen del albedrío individual, que pudiesen ser aceptadas, «creídas» por todos. Para ello bastaba en principio el «sentido común». Pero, ¡qué difícil seguirlo! Se necesitaba un valor singular: desprenderse de toda aquietadora confianza, de toda previa idea, de toda arraigada creencia. Quedarse solo, comple¬ tamente solo, ante sí mismo, sin monitores, sin guías, sin testigos. No se diga que esto había ya sido intentado antes; la existencia de fórmulas análogas no permite suponer que se trata del mismo intento y de la misma experiencia. Pues en Descartes no se trataba sólo de extraer la verdad del fondo de sí mismo, sino de mostrar que tal verdad, y las inmediata-

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mente derivadas de ella, constituían la ley del universo. Si se quiere lla¬ mar a esto «idealismo» aceptemos el mote. Pero no insistamos en él demasiado. Hay una tendencia del pensamiento filosófico moderno según la cual la actividad pensante humana es de naturaleza creadora. Paradó¬ jicamente, pertenecen a esa tendencia no sólo los racionalistas, sino tam¬ bién muchos empiristas. Cuando Vico proclamaba, contra Descartes, que sólo se entiende lo que se hace, no desdeñaba la razón; subrayaba su as¬ pecto operativo. Pero sería erróneo olvidar el rasgo fuertemente «objetivista» que tiene el «subjetivismo» moderno. Hay en él la confianza —manifestada en forma de proposición apodística— según la cual la razón individual, cuando es rectamente conducida y no se deja extraviar por instancias ajenas a ella, coincide con la razón del mundo y, desde lue¬ go, con la razón divina. La primera verdadera y radical «solución» ofre¬ cida a los hombres que ya no sabían exactamente a qué atenerse, se ex¬ presó con este nombre ambiguo: razón. Pues, ¿qué?, se dirá. ¿No es esto justamente lo que hicieron siempre los filósofos? Cuando nos hemos referido a Sócrates, ¿no hemos aludido a la razón, a «su razón», para designar su postrer «refugio», el fundamen¬ to último de su existencia? Entonces, ¿por qué suponer que Descartes fue el primero en arribar a conclusión por lo visto tan mostrenca? Y, en efecto, hay que reconocer que en sí mismas las afirmaciones cartesianas fueron una de tantas reiteraciones de lo que el Occidente ha llamado la actitud filosófica. Sin una razón que no sea a la vez individual y «colec¬ tiva» —comunicable en principio a otros—, que no constituya al mismo tiempo el fundamento de la existencia individual y la expresión de la re^laridad dd universo, es difícil hablar con algún sentido de filosofía. Santo Tomás no pretendía otra cosa. Su idea de la ratío era bastante compleja: como en todos los filósofos, los términos por él usados abarcan una crecida cantidad de significaciones. Pero si no nos dejamos despistar por el detalle, reconoceremos en su concepción de la «razón» algo que estuvo siempre en la base de la actividad filosófica. ¿Cómo se puede sin ella ni siquiera filósofo? Este tiene que admitir, como todo el mundo, un cierto tribunal que «decide» cuando hay conflicto entre proposiciones. A diferencia de otras gentes, sin embargo, lo hace presidir por la razón. Ya sé que este término por sí mismo no explica gran cosa. ¿Es la consis¬ tencia lógica de las proposiciones entre sí? ¿Es una «facultad» que nos «revela» la realidad apartando de ella las nieblas de los prejuicios, de las sensaciones fugaces y contradictorias, de los oscuros movimientos de la voluntad y de las afecciones? No podríamos decirlo. Pero lo que sí pode¬ mos decir es esto: que cuando llega el momento de «decidir», el filósofo en cuanto filósofo no se decide por lo que sabe de oídas, o por lo que desea, o por lo que opina. El filósofo puede ser también un creyente. En tal caso no se limitará a creer, sino que buscará razones para apoyar su creencia. No dirá: «esto es así, porque la razón lo contradice». Y si por

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acaso sustenta semejante tesis, tendrá para ello sus motivos filosóficos: la razón individual, dirá, por ejemplo, no basta; hay una razón superior difícilmente accesible a los hombres, depositada en una institución o bien revelada a través de alguna rara y ardua «experiencia». O si se somete a la dura crítica la razón en nombre de la experiencia, su crítica seguirá siendo racional. De la razón se habrá desplazado a las razones. Pero se¬ guirá moviéndose dentro del mismo ámbito. Santo Tomás no creía que la razón pudiese saberlo todo. Además, tenía buen cuidado de delimitar sus posibilidades. No siendo puro espíritu, el hombre no puede aprehen¬ der mediante una intuición única los inteligibles; necesita derivarlos pe¬ nosamente de las cosas. Pero todo esto no está expresado por medio de meras opiniones; las limitaciones del razonamiento humano se muestran mediante razonamientos. Por tanto, no parecía cosa del otro jueves que la razón fuese una solución para las perplejidades de ciertos hombres. ¿No habrá, pues, en la filosofía cartesiana algún otro elemento, tanto o más importante que aquél, y sin el cual el aducido no sería más que la repe¬ tición de una actitud frecuente en la historia, cuando menos entre los filósofos? Sí, lo hay. Es el uso que de la razón se hace. Mejor todavía: la con¬ cepción que se hace de tal uso. Maritain ha escrito que el «pecado» de Descartes consistió en el angelismo, en haber concebido el pensamiento hu¬ mano según el tipo del pensamiento angélico. Olvidemos lo del «pecado». Siempre resultará cierto que Descartes concibió el uso de la razón de modo distinto que los demás filósofos. EUa, y sólo ella, era tribunal supre¬ mo. Pues aun en el momento en que se decide lo primero que puede sa¬ berse en el orden del conocimiento —que el que duda, piensa—, tal «de¬ cisión» no es el resultado de una experiencia fundamental, de un «hecho primitivo». La filosofía de Descartes no era la filosofía del hecho sufi¬ ciente; era la de la razón suficiente. Cierto que la voluntad desempeñaba un papel capital en ella: que no sólo el juicio era un asentimiento de la voluntad, sino que también —como en Juan Duns Escoto— la creación y su estructura dependían de la «arbitrariedad divina». Podemos, pues, añadir al racionalismo un elemento que parece o contradecirlo o sobre¬ ponerse a él: el voluntarismo. Y, en efecto. Descartes fue en este punto uno de los continuadores de lá separación establecida desde el siglo xiv por Occam y otros entre la razón y la fe. Pero- Descartes representaba más que un jalón de una larga cadena. Si fuera sólo esto, sería un emi¬ nente representante de la gran «desviación» moderna, no todavía uno de los que propusieron una solución total para la crisis de la época. Así, admitimos con Xavier Zubiri que «el presunto racionalismo cartesiano» es «más bien un ingente y paradójico voluntarismo: el voluntarismo de la razón». Por eso hemos dicho que la concepción del uso que de la razón se hace —y no simplemente la idea de la razón o el mero uso de ella— determinó la originalidad cartesiana. De un modo o de otro, todos los

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grandes filósofos del siglo xvii participaron de ella. Spinoza fue mucho menos «subjetivista» que Descartes. En el respecto citado, sin embargo, no le anduvo mucho a la zaga. Locke fue muchísimo más empirista; es dudoso pensar que difería grandemente del «espíritu cartesiano» quien afirmaba, subrayándolo, que «la razón debe ser nuestro último juicio y nuestro guía en todas las cosas». No sólo esto. Cuando examinamos el pa¬ norama total de la actividad filosófica en el siglo xvii advertimos que la escolástica misma, especialmente la más avanzada y agresiva —la escolás¬ tica de los jesuítas españoles—, llegó a concepciones sensiblemente pa¬ recidas a las «cartesianas» —o, mejor, a las leibnizianas—. Así, no nos parece demasiado errónea la designación hoy habitual para el citado siglo: la «edad cartesiana». Pues ésta no necesitaba coincidir estrictamente con la filosofía particular de Descartes, sino con rm espíritu que Descartes re¬ presentó mejor que nadie y que pudo parecer a algunos el único capaz de proporcionar un escudo contra las incertidumbres de la época. Fue, como vimos, un espíritu «radical». Pero también un «espíritu mediador». No eran incompatibles. Cuando una «edad conflictiva» alcan¬ za su punto culminante, mediación y radicalismo van unidos. Pues la me¬ diación no significa ya un vago eclecticismo: es el descubrimiento de una nueva encrucijada desde la cual los caminos que habían parecido divergir tanto resultaron convergentes. Por eso no sería justo considerar el «car¬ tesianismo» sólo como una, la primera, manifestación del racionalismo moderno, como la formulación de la metafísica que correspondía a la nue¬ va concepción del hombre y de la naturaleza. Además de esto —y en su época muchas veces por encima de esto—, fue un intento de alcanzar la tan anhelada pax fidei. Por tanto, el «reposo del corazón», la «extirpación de la inquietud», la «cesación de la preocupación» eran en él primarios. No hay que olvidar, en efecto, el papel que desempeñaron en los grandes pensadores de la época «lo ético», «lo religioso», todo lo que llevara a al¬ guna firme concepción acerca de la relación entre el hombre y Dios, a alguna clara idea del puesto del hombre en la naturaleza. Para ello era necesario saber acerca de ésta. Mas tal conocimiento era un medio y no un fin. Lo que se procuraba, para citar de nuevo a Xavier Zubiri, era hacer entrar de nuevo al hombre en sí mismo. No, pues, segregar al hombre de las cosas o de Dios. Haberlo interpretado de este último modo, como ha hecho Maritain, es haber olvidado que en la «edad cartesiana» el método no se justifica todavía por sí mismo. ¿En qué consistía la «mediación»? En muy distintas cosas. Entre ellas, algunas de índole muy concreta. Por ejemplo: la ordenación racional dé la sociedad según el principio monárquico. Con ello se eliminaba la tur¬ bulencia de los señores feudales, pero a la vez se ponía un dique a la lucha entre facciones político-religiosas, a las rebehones comunales, en que habían sido pródigos los anteriores tres siglos. Aquí, sin embarco, sólo vamos a referirnos brevemente a un tipo de mediación: es la que re-

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presentó la razón al tender un puente entre la caridad suma y la voluntad omnipotente. De pronto, esto parece una «vaguedad metafísica». ^jQué tienen que ver las tareas urgentes del momento —^la estabilización de la sociedad; el apaciguamiento de la inquietud individual y social— con tan sublimes especulaciones? Como medidas urgentes e inmediatas, casi nada. Como señales de una ingente arquitectura intelectual en la que se reflejó mara¬ villosamente la solución proporcionada por los «pocos», mucho. Esto se manifestó ante todo en un problema central para la época: el problema de Dios. ¿Cómo se hallaba el hombre ante Él? De la respuesta dada a esta pregunta dependía la posibilidad de muchas acciones humanas. Y no se crea que todo consistía en dos respuestas fáciles y extremas: o que Dios está continuamente en nosotros y en este mundo; o que vive en un in¬ cierto «más allá», fuera del mundo, indiferente a los ajetreos de los hom¬ bres —^un paso más y podrá decirse: que no vive en ninguna parte—. En aquella época no había o sólo los hombres religiosos o sólo los «li¬ bertinos». Lo más probable es que, dentro de las capas de la scxriedad donde tales inquietudes eran ya posibles, cada hombre llevara en sí mis¬ mo, como Fausto, dos almas. Esto puede explicarnos, dicho sea de paso, el «misterio» de la producción literaria erudita del siglo xvii en los di¬ versos países europ>eos. Unos publicaban libros piadosos inmediatamente después de haber dado a la estampa, con frecuencia anónimamente, libros descreídos. Otros adoptaban estilos «sospechosos»: tres siglos después uno tiene la impresión, al leerlos, de que no dicen lo que dicen, de que dicen otra cosa, pero sin que pueda saberse a punto fijo qué es. Desde 1870 hasta 1930, aproximadamente, se perdió en la mayor parte de los países europeos, y en casi todos los americanos, la noción de que es po¬ sible «desdoblarse». Hoy sabemos muy bien no sólo que es posible, sino en qué consiste: en no darse enteramente, en descubrir con destreza cuᬠles son las expresiones ambiguas, en armar hábilmente toda clase de coartadas intelectuales... Por eso podemos hoy comprender a muchos escritores del siglo xvii que hasta hace poco eran punto menos que ininteligibles. Cierto que tales mañas habían sido también practicadas en los siglos xv y xvi (y en una cierta medida se han practicado en todas las épocas). Pero en el xvii ese género de literatura —y la polémica en torno a ella— proliferaba. Era la literatura de la «indecisión». Casi toda ella se centraba en el mismo problema, como si de él dependiese la piedra angular de la sociedad y de la naturaleza. Por eso la mencionada «media¬ ción» era tan fundamental. No nos importa que Descartes y los demás grandes pensadores del siglo xvti fueran también, como se ha llamado al primero, «filósofos enmascarados». En ciertas épocas el enmascaramiento es universal. Lo cual no quiere decir que sea una muestra de insinceridad y de hipocresía: la máscara que cada cual usa es a la vez una parte de su 32

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rostro. Mas aun dentro de este desdoblamiento podía hallarse —y los grandes filósofos lo encontraron— un equilibrio. Era el equilibrio entre un Dios suficientemente poderoso para crear el mundo que quisiera, y un Dios lo bastante caritativo para que tal crea¬ ción fuese «razonable». Durante tres siglos se había ido ensanchando no sólo la ruptura entre Dios y el mundo, sino también la «ruptura» dentro de Dios mismo. La afirmación de la razón divina no había ofrecido para Santo Tomás grandes dificultades; podía sostener dicha tesis sin ser por ello un «racionalista». Desde Juan Duns Escoto y Guillermo de Occam se profundizó, en cambio, el foso entre los diversos atributos divinos. Si esto hubiese afectado sólo a la pura especulación filosófica, la cosa no habría sido grave. Pero las concepciones acerca de Dios repercutieron en las ideas acerca del hombre: el foso se abrió, pues, también, y conside¬ rablemente, para el último. ¿Debía la razón dominar en el hombre? ¿O era mejor entregarse a la devoción, a la efusión interior, a la vida humilde, activa y caritativa? Cuestiones todas ellas de la más alta entidad. La ra¬ zón cartesiana acudía a situarla en su justo medio, a arrancarlas de sus excéntricas órbitas. La omnipotente voluntad divina puede hacer cual¬ quier mundo, inclusive uno en el cual no rijan los principios de la Geo¬ metría. Pero Dios, que es suma voluntad, es a la vez caridad suma. In¬ troduce la razón para corregir los «excesos» de la voluntad omnipotente. Así, la razón es desencadenada por el choque y la tensión entre la volun¬ tad y la caridad. Es la gran mediadora, la gran moderadora. Se ha dicho que el Dios de Descartes —lo mismo que el de Leibniz— es el Gran Mammático, el Gran Arquitecto. Mejor sería decir (y Leibniz así lo dijo): el Gran Monarca. Dios es el verdadero «Príncipe», no sólo de las socie¬ dades humanas, sino de la naturaleza entera. Es la clave que sostiene la suprema bóveda del edificio. Sin Él no hay honor, ni orden, ni conoci¬ miento. Dios es, en rigor, el modelo de la naturaleza, del hombre y de la historia. Con ello parecía volverse a la idea medieval según la cual el gobierno de esta tierra es una copia, bien que imperfecta, del gobierno divino. Pero entre la idea medieval v la moderna hay una esencial dife¬ rencia. En la edad media, aunque el poder efectivo pertenecía a los Se¬ ñores, y el poder de la unificación política al Emperador, seguía pensándo,se —lo pensaban güelfos y gibelinos— que la legitimidad completa del poder terrenal solo era posible por medio del Papa. Se podía negar a éste el poder concreto, pero la justificación última del ejercicio derpoder en tanto que proveniente de la Gracia de Dios se daba a través del Vicario de Cristo. En la edad moderna, en cambio, la secularización del poder se hizo más radical de_ lo que puede darlo a pensar el acatamiento de los principes a las Iglesias. Desde el instante en que se reconoció que la re¬ ligión real determinaba la religión del súbdito, se admitió que sólo el Rey podía prescribir últimamente aquella. La sociedad quedó perfectamente redondeada, y con ella se redondeó la naturaleza y la historia.

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Fue un mundo perfecto... a su modo. Fue —intelectualmente— un momento de mediodía. Recuerda unos versos de Jorge Guillen; Todo es cúpula. Reposa, Central sin querer, la rosa. Sí, un mundo perfecto, pero, ¡con qué sacrificios! Perfecto para los «po¬ cos», incomprensible o sospechoso para los «muchos», ajeno a los «to¬ dos». Como todas las grandes construcciones intelectuales que han pre¬ tendido dar una imagen completa del mundo, representó un momento de sutil e inestable equilibrio entre muchas tensiones opuestas. Pocos dece¬ nios antes hubiera parecido inasequible; pocos decenios después parecía ya insostenible. Sin embargo, dentro de su inestabilidad acarreaba algu¬ nos gérmenes que, consecuentemente cultivados, florecieron durante los siglos modernos. Su desarrollo no fue previsto por sus autores. Más to¬ davía: de haber podido asistir a él, algunos hubiesen considerado que no era sino una caricatura. El descubrimiento de que la «razón» —en el sentido en que hemos intentado explicarla— constituía el tribunal su¬ premo ante el cual se justifican las decisiones fundamentales, era algo esencialmente minoritario, aceptable sólo por algunos. ¿Por quiénes? Jus¬ tamente por los capaces de creer en ella. Mejor todavía; por los capaces de vivir de ella. Fueron pocos; unos cuantos gentilhombres que al mismo tiempo eran «intelectuales» —o viceversa—. Para los demás, la «razón» era insuficiente. O, mejor, se necesitaba otra clase de «razón». En el mundo de Occidente comenzaban a ascender al poder, a la riqueza, a la influencia, clases cada vez más numerosas de hombres. Para ellas no bas¬ taba la razón como principio; la preferían como un instrumento. Tan pron¬ to como se cerró la crisis de los «pocos», comenzó la de los «muchos». Se planteó entonces un nuevo problema: se trataba de saber si esas nue¬ vas clases podrían ser asimiladas sin notable detrimento para las formas de vida y de cultura inauguradas por los «primeros» hombres modernos. La respuesta a esta pregunta fue dada en el curso de los siguientes cien años. Se inició con lo que Paul Flazard ha llamado «la crisis de la con¬ ciencia europea» y terminó aproximadamente con la Gran Revolución fran¬ cesa. Su centro fue el siglo xviii; su expresión principal, el «Iluminismo». Todos los países de Europa, y buena parte de los de América, intervinie¬ ron en este ingente flujo. Uno de ellos —Francia— expresó, como lo ha hecho a menudo, lo que tenían las «ideas» de «universales». Otro —In¬ glaterra—, siempre un tanto desconfiada de las «ideas», buscó la solución en calladas, y efectivas, normas de convivencia. Cada uno con su «espí¬ ritu nacional». Pero todos respondiendo a la misma situación histórica, todos montando por la misma empinada cuesta. Todos en busca de una nueva solución, capaz de encandilar más almas humanas que la idea de una Razón mediadora entre la Voluntad y la Caridad.

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NOTAS Se nos puede acusar de seguir dejando poco en claro un término del que hacemos uso constante: el ‘Occidente’. Hemos dado sobre él algunas precisiones, pero el lector pensará, y con razón, que son bien parvas. Por desgracia, no se presta a definiciones muy exactas. (Sobre las dificul¬ tades que plantea su uso hay jugosas consideraciones en el trabajo de Juan Adolfo Vázquez titulado «Occidente, el tiempo y la eternidad», pᬠginas 75-94 de su libro Ensayos metajísicos, Tucumán [1951].) No es, en efecto, una mera noción geográfica; es una noción histórica —y de una historia, además, en constante movimiento—. Sin pretender aclarar a fondo el asunto, he aquí algunas precisiones. Entendemos por ‘Occidente’ algo, por lo pronto, equivalente a Euro¬ pa, la cual sería el núcleo del Occidente. Ya dentro de este concepto apa¬ recen, sin embargo, varios difíciles problemas. El mundo mediterráneo, sobre todo a medida que se fue «Hberando» de la invasión islámica, fue «recuperado» para Europa. Pero al mismo tiempo resurgieron en él ca¬ racterísticas que habían pertenecido a la antigüedad clásica. Hay que tenerlas en cuenta y considerarlas a menudo como manifestación de una franja intermedia. Por otro lado, Rusia —aun la Rusia al oeste de los Urales— es, como repetidamente se ha dicho, una entidad histórico-geográfica ambigua. Desde Pedro el Grande parece haberse incorporado a Europa. Mas la incorporación ha sido intermitente, como lo mostraron en el siglo xix las luchas entre occidentalistas y eslavófilos (quienes, dicho sea de paso, eran menos «asiatizantes» que «bizantinistas»). ¿Deberemos decir entonces que el Occidente, en tanto que equivalente a Europa, son sólo las «naciones» modernas europeas que, aun estando internamente di¬ vididas —como algunas lo estuvieron hasta el siglo xix—, consiguieron algún día influencia económica, religiosa o política: Francia, España, Ita¬ lia, Inglaterra, Alemania, Holanda, Suecia, etc.? Tal restricción ofrecería varios inconvenientes. Excluiría, por ejemplo, a Polonia o al Sudeste europeo —otra importante franja intermedia—. La cuestión del signifi¬ cado del Occidente parece, pues, insolublc. No obstante, es así sólo cuan¬ do se pretenden dar definiciones tajantes, sin tener en cuenta el continuo flujo y reflujo de la civilización europea. Podemos, así, llegar a una con¬ clusión aproximada. Es ésta: el Occidente es una civihzación cuyo núcleo surgió en Euro¬ pa, que se ha ido dilatando por todo el planeta y que, al final —en nues¬ tro tiempo—, ha quedado «ahogado» y «comprimido» por las grandes fuerzas que él mismo desencadenó en buena parte. Tal «dilatación» del Occidente se ha efectuado en varias etapas. En los siglos xvi y xvii con¬ sistió en dos movimientos: la contención de los otomanos, y la expansión hacia America (junto con los viajes de exploración y circunnavegación).

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España y Portugal desempeñaron en esta empresa un papel decisivo. En el siglo XVII la civilización europea incluía ya buena parte de América e incorporaba el dinamismo de Rusia. Después se extendió por muchas zo¬ nas del planeta: zonas costeras e isleñas (costas de China, islas del Pacífi¬ co), subcontinentes (India), etc. En unos casos, se trataba de un proceso de colonización. En otros, de un proceso de asimilación de las técnicas (Japón). El punto de máxima expansión ha sido alcanzado en el momento de máxima penetración de la técnica. Y en este mismo instante ha comen¬ zado sobre Europa el reflujo que ella había desencadenado. La situación de Europa y del Occidente en el mundo, con el doble proceso de «dilatación» y «disolución» referido, ha sido tratada en fre¬ cuentes ocasiones, sobre todo durante las últimas décadas, y más aún tras la terminación de la Segunda Guerra Mundial. Se ha notado que una de las posibilidades que tenía Europa de mantener, si no su hegemonía, sí, cuando menos, su «independencia», se echó a perder al hundirse Alema¬ nia. Desde luego, en buena parte por culpa de ésta; Alemania no consiguió tener ni una idea ni un sentimiento claros respecto a Europa. Sea por la relativa juventud de su poder nacional, sea por la frenética ideología con que intentó protegerlo y extenderlo, la idea europea le fue casi totalmen¬ te ajena: la famosa Festung Europas no pasó de ser un término militar con el cual se designaron los anillos de defensa exteriores de Alemania. En¬ tre lo mucho que se ha publicado sobre el punto, destacamos un intere¬ sante artículo de A. Fernández Suárez, «Europa: caudal de Asia o colonia de América», Sur, núm. 199 (1951), 1-12. Las tesis de este autor son lúcidas y sugestivas, pero creemos que deben ser completadas con otras indicaciones, especialmente en lo que toca a América. Volveremos sobre el asunto en el capítulo final de esta parte. Nuestra opinión, según la cual los pensamientos filosóficos producidos en una época resultan sobremanera adecuados para entenderla, es en gran parte de raíz hegeliana. Pero diferimos en varios respectos de la idea hegeliana —y antes volteriana— del «espíritu de la época». Ante todo, no opinamos que el pensamiento filosófico sea cabalmente representativo. Lo tomamos como un ejemplo particularmente claro (y para nosotros mejor conocido que otros aspectos de la historia) de ciertas actitudes humanas. No excluimos otros muchos modos de manifestarse el hombre. Para el mundo antiguo, por ejemplo, hemos tenido en cuenta problemas relativos al poder o a la proyección de los ideales de una comunidad hacia el futu¬ ro. Para el mundo moderno, hemos insistido a menudo en los factores rea¬ les, y en los capítulos finales nos extendemos algo sobre la influencia ejercida en la sociedad por el desarrollo de la ciencia y de la técnica. Pero, además, diferimos de Hegel en que negamos la relación directa y unívoca entre cada pensamiento filosófico y su realidad histórica. Es cierto que

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ílegel no habló de coetaneidad estricta; si «la filosofía alza su vuelo, como el buho, a la llegada del crepúsculo», ello es porque la forma de vida que la pretende reflejar ya está pasando. Pero esto es todavía demasiado «correlativo» para nuestro gusto. El reflejo por el pensamiento filosófico de las formas de vida se efectúa de varios modos; simultáneamente, an¬ ticipadamente, postumamente. Inclusive puede darse el caso de que no baya tal reflejo. Es, pues, necesario ver concretamente en cada caso si puede hablarse del «espíritu de la época» reflejado por la filosofía y en qué proporción lo refleja. La objeción que inmediatamente puede ocurrírsele al lector —que Leibniz no participa de la concepción cartesiana del «Dios arbitrario» y, por tanto, que difícilmente puede considerársele como representante de la «razón mediadora»— se atenúa tan pronto como se piensa que el Dios leibniziano no tenía necesidad de introducir la razón para mediar porque desde el principio se presentó ya como sumo «mediador», equili¬ brio supremo y exacto fiel de la balanza del universo. Por eso Leibniz veía muchas analogías entre sus concepciones y las de la Escuela: ni uno ni otros tuvieron necesidad de introducir una ruptura para luego repararla. Hay un asunto que no hemos tocado en nuestro libro, a pesar de que, por muchos motivos, es apasionante para los lectores hispánicos_los «es¬ pañoles de tres mundos»; es el problema de España y el Occidente_, o —puesto que nos hemos referido en el capítulo a los siglos xvi y xvii—, el problema de la «relación» entre España y la Contrarreforma. Por sí solo merece un libro. En general, aunque se ha destacado ocasionalmente que deben tenerse presentes las «características nacionales» de las prin¬ cipales naciones europeas características que se conciben aquí como fra¬ guadas concretamente por la historia y no como espectrales esencias in¬ temporales—, ha habido que dejar en la penumbra este decisivo asunto. Nos han interesado mas aquellos rasgos que todas las naciones europeas •—y luego las americanas— tuvieron en común. Pero el caso de España posee un particular interés, y por eso llamamos la atención del lector sobre el. No se trata de la conocida mama que tienen los españoles de considerar su comunidad como algo sui generis (dicho sea de paso, tal «manía» no es ajena a buen número de países). Se trata de algo que'res¬ ponde a una viva realidad y que puede formularse así: España ha sido una de las varias naciones europeas y occidentales —una nación sin la cual la historia de Occidente resultaría incompleta—. Pero al mismo tiempo ha tenido que afrontar problemas muy propios derivados de dos fuertes tendencias aún subsistentes: la de considerarse como «desviada» de su ruta histórica por Europa; y la de estimar que debía hacer toda clase de es¬ fuerzos para rectificar el rumbo histórico —también «desviado»_de Em ropa. Quizá no pensaron así todavía los españoles del siglo xv y de

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buena parte dcl xvi. Pero lo pensaron muchos desde los últimos años clei XVI y especialmente desde las primeras décadas del xvii. Hemos ci¬ tado la Contrarreforma. Es, como se ha indicado a veces, un nudo tan difícil de apretar como de deshacer. Sería erróneo, empero, considerar que en el empeño español de defenderla y difundirla radica todo el pro¬ blema. Este consiste más bien en que careció de fuerza «física», sobre todo de base económica, para llevar a cabo la empresa (en la cual no fracasó totalmente, como lo garantizan las muchas regiones de la Europa Central y Oriental que siguieron siendo católicas gracias principalmente al empuje de los españoles). Así, no diremos que la Contrarreforma como tal sea la culpable del «problema español», entre otras razones porque este «problema», que ha producido a España incontables catástrofes, ha sido también el propulsor de grandiosas creaciones. La «culpa» la tendría más bien un modo de ser que los españoles se forjaron (y que otros con¬ tribuyeron a que tuviesen que forjarlo), modo de ser que desde mediados del siglo XVI rompió con todos los equilibrios hasta entonces mantenidos, para desbordarse sin medida. Desde entonces España ha vivido en una tensión propia a la cual se han agregado ocasionalmente las ajenas ten¬ siones. En verdad, la idea que muchos españoles han rumiado —que las circunstancias exteriores han dado al traste con muchas de sus posibilida¬ des, no deja de tener su fundamento. Pero es un fundamento que no se hubiese podido desarrollar de no haber mediado las circunstancias propi¬ cias, y éstas han residido principalmente en España. La cita de Huizinga procede de El otoño en la edad media, cap. iii. El título original es: Herfsttij der middeleeuwen (Haarlem, 1928).—La de A. Weber procede de su Historia de la cultura traducción española por Luis Recasens Siches, México (1941), 318-19. En el original: Kulturgeschichte ais Ktdtursoziologie, Leiden (1933), se halla en la pág. 284. Hay una segunda edición alemana (München, 1930) con algunas adicio¬ nes; especialmente importante es el nuevo capítulo final sobre la situa¬ ción actual del hombre.—La referencia a Cassirer procede de Individuum und Kosmos in der Philosophie der Renaissance, Leipzig/Berlín (1927), 3. Hay traducción española por Alberto Bixio: Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Buenos Aires (1931)--—La oLra de Burckhardt es La cultura del Renacimiento en Italia, traducción española por Ramón de la Serna, Buenos Aires (1942). La primera edición del original —Die Kultur der Renaissance in Italien— apareció en 1860. Los aspectos des¬ tacados por el autor son: el Estado «como obra de arte», el desarrollo de la individualidad, el retorno a lo antiguo, el descubrimiento del mundo y del hombre, la vida social, y la religión y la ética. Sin embargo, la forma de exposición según aspectos em.pleada por Burckhardt es muy fruc¬ tífera cuando —como también el gran historiador se propuso hacer— se intenta describir una «atmósfera», procedimiento que hoy se ha conver¬ tido en parte esencial de la historiografía.—El libro de Hiram Haydn es

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J he Counter-Kenaisance, Nueva York (1950); véase especialmente la «In¬ troducción». Conviene tener en cuenta las juiciosas reflexiones que sobre la división propuesta ha hecho P. O. Kristeller en la reseña de dicho libro publicada por el Journal of the History of Ideas, XII (1951), 468-72. Nuestra insistencia en la necesidad de buscar ciertas grandes articulacio¬ nes para entender el período premoderno no significa que olvidemos otros mcdos de acercarnos a la realidad histórica. Entre ellos merece particular atención el método según las generaciones.—La referencia a Dilthey pro¬ cede de su trabajo «Die Auffassung und Analyse des Menschen im 15. und 16. Jahrhundert», I, Archiv für Geschichte der Philosophie, IV (1891), 604-651; II, id., V (1892), 337-400, recogido en el tomo II de Gesammelte Schriften, pág. 42. Traducción española por Eugenio Imaz en el tomo Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, México (1944), página 54. Los trabajos de Dilthey sobre el período contienen muy vaUosas sugestiones.—La idea de Lucien Lébvre se halla en su libro Le próble¬ me de Vincroyance au XVL siécle. La religión de Rabelais, París, 1942 (1947), 473 y sigs.—La referencia a Maritain procede de Trois Réformateurs: Luther-Hescartes-Rousseau, París (1925), 78 y sigs.—Las dos re¬ ferencias a Xavier Zubiri proceden del prólogo a una edición de textos de Descartes traducidos al castellano: Descartes, Madrid (1944), recogido luego en el volumen Naturaleza, Historia, Dios, Madrid (1944), 106-7.— La cita de Locke procede de su Essay concerning Human Hnderstanding (libro IV, cap. XIX). La posible objeción a nuestra comparación entre la razón cartesiana y la razón lockiana —que para ésta la razón sería la total inteligencia del hombre, incluyendo la sensación— no es válida. Una vez «constituido» el hombre, la razón funciona en él, según Locke, como justificación última de las proposiciones formuladas. La única diferencia consiste en el proceso de su adquisición: innato en Descartes; empírico en Locke.—Para el carácter «moderno» de la escolástica jesuítica del siglo XVII, especialmente la de Suárez y los jesuítas españoles, véase mi articulo «Suarez y la filosofía moderna», en Notas y Estudios de Filosofia, II (1951), 269-94.—La expresión «edad conflictiva» la he tomado de Americo Castro; véase de este autor. De la edad conflictiva, Madrid (1961), 2."^ ed. (1963). Para la tesis de Descartes como «filósofo enmas¬ carado», véase el libro de Máxime Leroy, Descartes, le philosophe au masque, 2 vols., París (1929); hay trad. esp., 1930. Bertrand Russell afir¬ ma algo parecido respecto a Leibniz en su obra A Critical Examination of the Philosophy of Leibniz, Cambridge, Inglaterra (1900), nueva edi¬ ción (1937). Se ha discutido el asunto con respecto a otros autores; por ejemplo, Pierre Bayle (véase al respecto Richard H. Popkin, The History of Scepticism from Erasmus to Descartes, I, La Haya [1960], y Ehsabeth Labrousse, Pierre Bayle, vol. II, La Haya [1964]). La tesis ha sido muy discutida. Si con ella se quiere demostrar que Descartes fue radicalmente «insincero», creemos que debe rechazarse. Pero si se interpreta con reser-

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vas, estimamos que puede prestar algunos servicios. Al respecto es inte¬ resante consultar la obra de René Pintard, Le lihertinage érudit dans la premiére moitié du XVIP siécle, París, 2 fascículos (1943), que se refiere a numerosos fenómenos de «desdoblamiento» en la época indicada y que no deja la impresión de que se trataba de puras «hipocresías». Por lo demás, es menester tener en cuenta el fenómeno —nada infrecuente— de la diferencia entre la intención subjetiva de un autor y el aspecto «obje¬ tivo» que ofrece su pensamiento o las consecuencias que de él puedan sacarse. «Descartes es creyente, pero el racionalismo cartesiano es ateo» (Lucien Goldmann, Le Dieu caché. Etude sur la visión tragique dans les Pensées de Pascal et dans le théatre de Racine, París [1955], pág. 17). Sin necesidad de adherirse a la filosofía dialéctica adoptada por Goldmann, es razonable asentir a esta observación —e inclusive hacer de ella una de las posibles causas productoras de lo que aparece como un «enmascara¬ miento».—Sobre la cuestión de un posible «doble lenguaje» en los filó¬ sofos, véase Leo Strauss, Persecution and ihe Art of Writing, Glencoe, Illinois (1952).—Los versos de Jorge Guillén proceden de su poema «Perfección» (pág. 240 de la 4.® edición —«primera edición completa»— de Cántico, Buenos Aires [1951]).—Referencia al libro de Paul Hazard se halla en las notas al final del capítulo próximo.

III LA CRISIS DE LOS «MUCHOS» Cantidad e intensidad.—ha «conciencia desdichada».—Asentimiento nocional y asen¬ timiento real.—El comienzo de la nueva crisis: amor a la disciplina y critica de la autoridad.—Los grupos humanos imperantes.—Las diferencias entre los «espíritus na¬ cionales»: Inglaterra y el Continente.—Los nuevos racionalistas. Ortodoxias y heterodoxias: sus supuestos comunes.—Ideas y formas de vida.— Razón trasmundana y razón cismundana: el sentido del nuevo racionalismo.—La nueva idea de la naturaleza.—El mundo como residencia permanente.—Posesión y realiza¬ ción de las ideas.—La mundanidad de los laxos y la de los austeros: sus coinci¬ dencias. El tipo representativo: el «filosofo».—La sociedad de Dios y la de los hombres.— Los habitantes de la ciudad terrena.—Bondad e imbecilidad del hombre: la historia como tragicomedia.—La función de los «mejores»: despotismo ilustrado y liberalismo clásico.—El espíritu de la sociedad y el de las leyes. Victoria y derrota de la razón ilustrada.—La insuficiencia de la razón de los «mu¬ chos» para los «todos».—El nacimiento de un nuevo espíritu: crítica, afán revolucio¬ nario y nostalgia. Notas.

Hacia 1700 muchas personas intervenían en el gran debate europeo. No se trataba sólo de una cuestión de cantidad. ¿Cuántos no serían, en el siglo xii, los espíritus caldeados por el verbo de Abelardo, dispu¬ tando interminablemente en las laderas de la montaña de Santa Geno¬ veva? Tampcxro se trataba de una mera cuestión de intensidad. ¿Se quiere algo más intenso en materia de debates que los habidos durante los si¬ glos xvi y XVII en torno a la dogmática, a la pragmática, a la filosofía religiosa? ^De qué, pues? De algo fundamental: de que en las luchas ideo¬ lógicas que van a ocuparnos estaba dividida la conciencia de cada uno de los participantes. Uno de los pocos conceptos forjados por la metafí¬ sica aptos para entender la historia es el que viene circulando desde Hegel: el de la «conciencia desdichada», manifestada en la «conciencia des¬ garrada» o «escindida». Es, como la «crisis», una típica característica del hombre. Pero aquí se trata de saber hasta qué punto se acentúa a veces y si ^—perdónesenos esta sentencia lógicamente insostenible_ el desga¬ rramiento puede producir la escisión casi completa de cada hombre consi¬ go mismo. ¿Por qué llamar entonces a esta crisis la de los «muchos»? Pues por¬ que en muchos hombres aparece ya el fenómeno de la «doble conciencia».

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Los que, sobreponiéndose a su propio desdoblamiento, habían hallado una total «solución» a la crisis moderna, no habían podido comunicarla adecuadamente al resto de los hombres. ¿Por falta de habilidad, de pre¬ cisión en su lenguaje, de firmeza en la trabazón de sus pensamientos? ¡Oh, no!, casi por lo contrario. Fueron demasiado precisos, demasiado «lógicos». Confundieron el asentimiento nacional dado a las proposicio¬ nes fundamentales de sus filosofías con un asentimiento real. Alejor di¬ cho: creyeron que el asentimiento real dado a tales proposiciones podía ser admitido por todos los hombres. La distinción entre los dos tipos de asentimiento procede de Newman. Para adaptarla a nuestro propósito, empero, la modificamos y simplificamos. Por asentimiento nocional en¬ tendemos meramente un asentimiento a nociones —a nociones «intelec¬ tuales», excluyendo, contrariamente a Newman, las «creencias». Por asen¬ timiento real entendemos, como Newman, un asentimiento de carácter más fuerte que el anterior, pero si bien en él se refiere usualmente a «cosas», no es forzoso para nosotros que así acontezca; por el contrario, vemos que algunos hombres han sido capaces de vivir —o de creer que vivían— de ciertas nociones. Así, la distinción tiene dos propósitos. Pri¬ mero, mostrar cuán distinto es asentir a «cosas» o a nociones. Segundo, indicar que algunos individuos son capaces y otros incapaces de trasladar a las nociones el vigor asertivo que usualmente se refiere a las «cosas». Los primeros fueron los filósofos del siglo xvii; los segundos, los «hom¬ bres» —filósofos o no— del mismo siglo y, sobre todo, del xviii. ¿Cuándo empezó la nueva crisis? En cuanto a los acontecimientos con¬ cretos, bastante antes de que se reflejase en producciones «intelectuales». Ya hemos dicho que no hay momentos de detención demasiado largos en el continuo dinamismo de Occidente. Ciertamente, en el siglo xvii pareció lograrse un modus vivendi no sólo intelectual, mas también social: las grandes monarquías europeas fueron el modelo al cual se suponía que podían adaptarse todas las formas de la existencia. Ya a fines del mismo siglo, sin embargo, comenzó a temblar este edificio. «La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan la vida firmemente: eso es lo que amaban los hombres del siglo XVII. Las trabas, la autoridad, los dogmas; eso es lo que detestaban los hombres del siglo xviii, sus sucesores inmediatos.» Así comenzó Paul Llazard su libro sobre la crisis de la conciencia europea. Esta abarcó de 1680 a 1715; fue, en rigor, un tránsito dentro de otro tránsito. La des¬ cripción es muy justa. Pero el término «los hombres» es equívoco. ¿Qué hombres? No todos los hombres del xvii amaron «el orden que la auto¬ ridad se encarga de asegurar». Pero los que así no lo hicieron carecieron de vigencia social: fueron o unos utópicos sin ideas claras sobre la reali¬ dad, o unos rezagados, residuos de la fermentación de los siglos preceden¬ tes. La mayoría hizo lo que siempre hace: adaptarse. En cambio, pasada la línea del 1700, aumentaron los que, en vez de adaptar sus vidas y sus

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ideas a las modificaciones que sufría la sociedad, intentaron adaptar ésta a las propias ideas —o, para ser más exactos, a las propias actitudes—. Fueron principahnente las clases ascendentes: los «burgueses». Con este nombre se designa aquí no sólo a las «clases medias», sino también a aquellas clases aristocráticas que consiguieron reajustarse a los imperati¬ vos de los tiempos, que no se contentaron con exhibir orgnilosamente su nobleza. A dichas «clases ascendentes» se incorporaron, pues, muy distin¬ tos elementos: la aristocracia, que supo conservar hábilmente las viejas prerrogativas; la burguesía económicamente poderosa, que se esforzó por ilustrarse; el número cada vez mayor de los gentilhombres y de los hi¬ dalgos que se hallaban en la línea fronteriza entre lo «noble» y lo «bur¬ gués»; los «intelectuales»... Desde el punto de vista sociológico y eco¬ nómico, un caos. Pero desde el punto de vista humano, algo cada día mejor perfilado. Eran, en efecto, los grupos que coincidían en supuestos últimos acerca del hombre, de la sociedad y del mundo; que vivían según normas bastante comunes; que tenían, en suma, análogos «intereses». Las luchas entre representantes diversos de estos grupos daban, es cierto, la impresión de un combate encarnizado entre lo nuevo y lo viejo. Para em¬ plear el vocabulario difundido por Hazard, había, por un lado, los «ra¬ cionales», y, por el otro, los «religionarios» (aunque a medida que avanzó el siglo la vocería de los prim.eros apagó el clamor de los últimos). Pero vistas desde hoy sus querellas tienen el aspecto de una guerra entre her¬ manos, de una guerra civil. Tomemos el país donde estos fenómenos de lucha ideológica se acusaron más claramente: Francia. Según lo ha descri¬ to Groethuysen en un libro admirable, hubo allí por lo menos tres con¬ cepciones bien definidas que se disputaron las almas —y las propieda¬ des— de los hombres: la burguesía, el jesuitismo, el jansenismo. Pues bien, cada una de tales concepciones es ininteligible sin las opuestas. Es lo que ocurre siempre en toda competencia estrecha; sólo en la completa separación hay total diferencia. De ahí la dificultad de describir, aun muy sumariamente, los rasgos capitales de esa etapa de la crisis. El asunto se complica, además, cuan¬ do, en vez de permanecer en el campo de las «ideas», intentamos llamar siquiera la atención sobre los fenómenos sociales y económicos de la época, y en particular sobre la función desempeñada por las distintas comu¬ nidades nacionales. Piénsese, por ejemplo, en la diferencia que hay en el desarrollo de un común «espíritu moderno» entre Inglaterra u Holanda, y Francia, o aun mas, España. Ya durante el siglo xvii los dos primeros países mencionados se situaron, si no en el pensamiento, sí cuando me¬ nos en la acción, en el clima que dio origen a las grandes polémicas del siglo siguiente. Fueron inclusive lugares de «refugio» para un aspecto de la vida y del pensamiento europeos que designaremos de un modo ambi¬ guo e inexacto, pues le damos un sentido más amplio que el habitual: el «inconformismo». En Inglaterra, sobre todo, ello fue uno de los mo-

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(los en que se manifestó su característico «tutelaje» sobre la población europea. Ortega y Gasset ha dicho en varias ocasiones que Inglaterra ha estado siempre medio siglo «adelantada» con respecto al continente. Con frecuencia, además, se ha reconocido que ha sido un país capaz de hacer en silencio algunas revoluciones que en el continente han costado san¬ grientos alborotos. EUo ha tenido varias causas. Una ha sido ese «buen sentido» que engendra automáticamente la moderada desconfianza hacia las «ideas». La otra ha sido el hábil aprovechamiento del «inconformis¬ mo», sobre todo su encauzamiento en la vía del desarrollo económico. Nos faltan conocimientos para comprobar qué hay de cierto en la cono¬ cida tesis sobre la relación entre el «protestantismo» y el «espíritu del capitalismo». Parece, sin embargo, un hecho que especialmente en los citados países predominaron en la época ciertos modos de religiosidad que acentuaron el valor de la propiedad económica adquirida por el pro¬ pio esfuerzo, y encauzaron consecuentemente las energías humanas, indi¬ viduales y colectivas, por dicho camino. Por desgracia, tanto nuestro pun¬ to de vista como nuestro escaso espacio nos obligan a prescindir de tales diferencias. Ello es relativamente factible si se piensa que en el curso del siglo XVIII llegaron a coincidir en muchos puntos esenciales muy diversas corrientes; los «liberales» ingleses; los enciclopedistas franceses; los eru¬ ditos españoles, italianos y alemanes; en suma: todos los «espíritus libres» de Europa y, pronto, de América. Démosles un nombre común: los «nue¬ vos racionalistas». No fueron, repetimos, los únicos hombres de su siglo. En otro de sus libros sobre la Europa crítica, Hazard tuvo buen cuidado de manifestar que el imperio de la crítica seca, implacable y burlona en el siglo xviii no impidió que pululasen otras especies de hombres: el apologeta a ul¬ tranza de la tradición, el escéptico desolado, el «hombre del sentimien¬ to». En punto a actividad polémica, no fueron éstos a la zaga de los «racionahstas». Unos y otros poseyeron una característica que se manifestó ya en el siglo xvii, pero que en el siguiente alcanzó caracteres abruma¬ dores; fueron incansables. Ahora bien, no es el producto de un consciente falseamiento de la realidad histórica, que la imagen que nos ha dejado dicho sea predominantemente la facilitada por los «ilustrados». Parece como si, a pesar de todo (a pesar de las prefiguraciones románticas, del peso de las tradiciones, de la crítica escéptica de la razón, de la ola popular-tradicional que pronto invadió a Europa), resultaran «vencedores». Ello se explica fácilmente. Los defensores de la tradición, de la ortodoxia •—deberíamos decir: de las ortodoxias— eran fuertes y numerosos. Pero fijémonos en las armas con las cuales defendían sus posiciones: ¡las mis¬ mas, exactamente las mismas, que las de sus adversarios! La manera de pensar y no lo que se pensaba, era, como ya sucedió en el siglo xvii, la razón de la diferencia. El debate entre la «razón» y la «revelación» ocul¬ taba, pues, para los coetáneos, el hecho de que los partidarios de la últi-

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ma se servían del mismo tipo de razonamientos que los defensores de la piimera. Ambos empleaban los mismos argumentos, hablaban el mismo lenguaje. Tenían hasta la misma conciencia escindida. En suma: «se en¬ tendían». Es lo que nos permite decir que los nuevos racionalistas eran los ver¬ daderos representantes del siglo. Tenían la sartén por el mango: los inte¬ reses de las clases ascendentes coincidían con sus maneras mentales. Ade¬ más, a pesar de su desconfianza en la tradición, eran ellos los verdaderos tradicionalistas de la época: recogían, para anudarlos, todos los hilos pre¬ parados por los siglos inmediatamente anteriores. Eran, como señaló Hazard, los sucesores de los hombres del xvii, los triunfadores del debate que terminó aproximadamente hacia el año 1714 (el año del tratado de Rastatt) para abrirse de nuevo, aunque ya bajo una forma muy diferente, desde el primer cuarto de siglo. Representaban —inclusive políticamen¬ te— el «nuevo equilibrio europeo». Eran, pues, los «emancipados». En esto concordaban, así, con los que, sin ocuparse de problemas intelectua¬ les, representaban la misma actitud en sus vidas. Porque, en el fondo, ¿cuál era la diferencia entre los que trabajaban para derribar la tradición y los que seguían acatándola, pero, en el jfondo, eran indiferentes a ella? Si acaso, una: que los últimos eran aún más «radicales». La actitud com¬ bativa de los primeros mostraba que no se habían desprendido totalmen¬ te de su adversario: éste permanecía pegado a su flanco, forcejeando con ellos en una lucha jalonada de treguas. Pues también en esto se cumplía la condición que hemos destacado como común a todos los períodos de la historia moderna: la de que al tiempo que los hombres pretenden en¬ contrar solución total para un estado de crisis, ésta ha dado ya un paso más adelante y plantea nuevos problemas. Los «muchos» que forjaban una solución para la crisis oponían todavía, como en los siglos anteriores, una idea contra una idea. Los muchos más que representaban el subsue¬ lo social de la crisis oponían, como ha visto bien Groethuysen, una vida contra una vida. Fue aquí donde mejor se revelo la condición de esta nueva fase de la gran «crisis estable» del Occidente moderno. Para comprender el si¬ glo xvin es habitual referirse a sus «ideas», como si sólo éstas lo refle¬ jaran adecuadamente. De hecho, el mejor espejo de la época fueron los «modelos de vida». En todos los tiempos es importante saber «lo que se puede ser» y «lo que no se puede ser», es decir, lo que la sociedad per¬ mite o no que se sea. No es lo mismo una época en la cual se «permite» ser «cortesano» y otra en la cual se da la oportunidad de ser «héroe» o «discreto» o «filósofo». Pero en el siglo xviir estas posibilidades e im¬ posibilidades fueron decisivas. Sobre todo las segundas. Pues había lle¬ gado un momento en que importaba menos la clase social a la cual se perteneciera —siempre, por supuesto, que oscilara dentro de ciertos ran^ creencia que se tuviese —siempre que se adaptase a ciertos

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amplios moldes— que el modelo de vida adoptado. Se podía ser, pues, rey, o ministro, o jerarquía eclesiástica, o aristócrata, o burgués acomo¬ dado, o jefe de empresa, o pensador: en todos los casos había que amol¬ darse a un cierto tipo de vida para manifestar el cual eran necesarias jus¬ tamente ciertas ideas —y no a la inversa—. De modo que, llevado esto a últimas consecuencias, podría hasta decirse que las famosas ideas de la Ilustración fueron posibles porque se vivía en un tiempo en que ya no se permitía el ser cortesano o héroe, en que había que ser «tolerante», o «antientusiasta», o «ailtivado». No podemos referimos aquí con el de¬ talle necesario a este aspecto, porque, una vez más, no es nuestra misión escribir historia. Pero las indicaciones precedentes eran indispensables para que no cupiese duda de que cuando nos referimos en las páginas siguien¬ tes a las «ideas» estamos, en rigor, hablando de una realidad que incluye las formas de vida. Se trata, si se quiere, de estilos mentales donde los modos de vida y los contenidos de pensamiento se interpenetran casi en¬ teramente. Así ocurrió con uno de los rasgos fundamentales de la época: el «ra¬ cionalismo». Cassirer ha advertido muy justamente que cuando el si¬ glo XVIII quiso designar «la fuerza en la cual se concentran las diferentes energías del espíritu», apeló al sustantivo razón. Pero razón es un concep¬ to cuyo contenido cambia según las épocas. El siglo xvii —especialmente por boca de sus grandes filósofos— lo entendió como .un conjunto de principios. El xviii, como una serie de resultados. Por eso en este último «los fenómenos» eran «lo dado y los principios lo buscado», a diferencia de lo que ocurrió en el xvii, cuando lo dado por excelencia, como punto radical de partida, fueron los principios. La conclusión, según Cassirer, es obvia. Razón no fue ya en el siglo xviii el nombre colectivo de la «ideas innatas» que Dios depositó en el alma del hombre y que éste podía des¬ cubrir con tal que, como suponía Malebranche, hubiese sido redimido del pecado original —mancha no sólo de la inocencia, sino también de la «sana razón humana»—. Fue un modo de adquisición, el resultado de un esfuerzo. Por eso el siglo xviii no tomó la razón «como un contenido firme de conocimientos, de principios, de verdades, sino más bien como una energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que en su ejercicio y en su acción». Todo esto es muy justo. Pero Cassirer, que vio tan claramente dicha diferencia, no reparó en su fundamento. Este fue el tipo de hombres que impulsaron el racionalismo y las gentes para quienes lo fomentaron. Por eso el racionalismo del siglo xvii no resultó para el xviii satisfactorio. Demasiado majestuoso, demasiado estático, fue, además, excesivamente unitario. Más que una actividad pareció a los hom¬ bres del setecientos —y lo había sido, de hecho, para sus defensores— un ejercicio divino. El siglo xviii hizo, pues, con la razón lo mismo que Aristóteles con la idea platónica: llevarla del cielo a la tierra. Se trató, ^n efecto, de una «razón cismundana». La diferencia no es desdeñable.

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Pues sólo a base del otro giro tomado por el racionalismo fue posible para los hombres del xviii ejecutar la operación en la cual fueron considerados maestros: el entronamiento de la naturaleza. Un entronamiento distinto, claro está, del que tuvo lugar en varios períodos del Renacimiento, cuan¬ do la naturaleza estuvo más cerca de ser el «principio» de los antiguos que el «conjunto de cosas» de los modernos. En dicho entronamiento llegaron a coincidir casi todos: los filoneístas no menos que los misoneístas. «Si uno busca y explora en la cansina variedad de olvidados li¬ bros y folletos que tratan de religión y moral, hallará discusiones inter¬ minables, opiniones que se dan de topetazos, conclusiones diferentes y al parecer irreconciliables, y con todo, cosa rara, los polemistas de todos los partidos se unen para acudir a la naturaleza como árbitro supremo de to¬ das sus contiendas.» Así escribió Cari L. Becker en su obra sobre la Ciudad de Dios del siglo xviii. Todos los hombres de la época reconocían, pues, la autoridad de la naturaleza; en lo único en que diferían era, según Becker, «en cuanto a la defensa de su autoridad», en si meramente con¬ firmaba o del todo suplantaba «la autoridad de la revelación antigua». Diferencia menos importante de lo que parece cuando, como sugeríamos, se piensa menos en los contenidos de las ideas que en el modo como és¬ tas se manifiestan. Así, podemos muy bien afirmar que, cualquiera que fuese la filosofía sustentada, los hombres del xviii partieron de este mun¬ do. Podían pensar de éste lo que quisieran, pero se sintieron en él resi¬ dentes y no peregrinos. En ellos se basó el tipo representativo del siglo xviii. Ni siquiera era menester que muchos hombres llegaran a las mencionadas conclusiones. Para vivir de cierto modo, no es siempre forzoso «concluir» algo deter¬ minado. Plasta es posible que las «ideas» a las cuales algunos grupos se adhieren sean distintas de las normas según las cuales hacen sus vidas. Tomemos el caso de la idea de la muerte, tan finamente estudiada por Groethuysen. Todos los hombres reconocen que deben morir. ¿Cómo es posible, pues, que algunos, muchos ya, tengan este mundo como una resi¬ dencia permanente? Vrimero, porque no es lo mismo aceptar una idea que «realizarla». Desde este ángulo, podemos decir que ya en los siglos me¬ dios, y en la época moderna hasta el siglo xvi cuando menos, fue frecuen¬ te el mencionado desvío. Muchos actuaban como si no tuviesen que mo¬ rir nunca —o, lo que es lo mismo, como si tuviesen que hacerlo en un futuro indeterminado—. Pero la idea de la muerte estaba siempre pre¬ sente en ellos; todas las ceremonias religiosas, con las que estaban entre¬ mezclados los acontecimientos principales de la vida, la subrayaban. Esto podía inclusive engendrar una «familiaridad» con la muerte que hoy nos desconcierta. Nada más distinto, pues, de lo que sucede en nuestros días, en que la idea de la muerte es reprimida y en algunos países hasta en¬ mascarada. Segundo, porque aun teniendo presente la muerte, podía lle¬ narse de varios modos el hueco que producía el no pensar en ella como

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algo inminente. «Moriré yo, pero mis hijos me continuarán.» O bien: «No sólo me continuarán a mí: heredarán mi trabajo, mi empresa.» Si no se pensaba o creía en la propia empresa, otros elementos venían a re¬ emplazarla: el orgullo del propio estamento, la comunidad nacional, acaso la humanidad entera. En pensamiento, o cuando menos en acción, se cor¬ taban por doquiera las amarras con lo trasmundano, lo trascendente. Ha¬ bía pocas excepciones. Sí, los jansenistas representaron dentro del cato¬ licismo la exasperación del memento morí. Manifestaciones análogas hubo eri las demás Iglesias cristianas, inclusive en algunos «librepensadores». Pero bien pronto se fortalecieron las grandes coaliciones contra ellos; los je¬ suítas, atentos al mundo; los burgueses, afanosos de prosperidad; los aristócratas, preocupados por mantener sus honores; los libertinos, deístas y ateos, deseosos de probar una vez más la solidez de las viejas ideas lucrecianas. Junto a ellos, gentes austeras, sombrías: los puritanos, los de¬ fensores de la «libertad», los capitanes de las grandes empresas económi¬ cas y políticas. ¿Por qué también éstos? Porque para ser cismundano no es preciso ser amante de la vida, sensual, despreocupado. Bsta vida y este mundo tienen muchos aspectos; entre ellos, los destacados por los «aus¬ teros» de la época: la laboriosidad, la sobriedad, el sentimiento del deber, el rígido «pietismo». Ahora bien, el verdadero tipo representativo fue el que no sólo actuó y pensó en las maneras antedichas, sino el que, además, llevó con fre¬ cuencia la batuta: el «filósofo». De acuerdo con el uso establecido, este término, escrito entre comillas, suele designar a los hombres del siglo xviii que intentaron fundar en esta tierra la ciudad de Dios. ¿La ciudad de Dios o la de los hombres? Una y otra; se trataba, en efecto, de la ciudad de Dios entre los hombres. ¿De todos los hombres? He aquí el problema. Teóricamente, sí. Cuando Voltaire, Rousseau, d’Alembert, Joseph Butler, Adam Smith o Lessing hablaban de los seres humanos, no hacían excepciones. Suponían que todos los hombres son naturalmente iguales e invariables. Esta última condición es importante. Los hombres eran, según ellos, invariables en dos aspectos: en su bondad última, una vez liberados de las ataduras de las falsas tradiciones —o, como en Rousseau, de la civilización misma—, y en su idiotez incurable. Muchas de las páginas de los «filósofos» podrían reunirse bajo el título de un libro publicado al final de la Primera Guerra Mundial: El hombre es bueno. Pero también bajo el título que se ha dado recientemente a otro libro: El hombre, ese wtbécil. El hombre parece tener, pues, una doble naturaleza. En rigor, sólo tiene una. Por diversos motivos, nunca aclarados por los ilustrados, la «verdadera realidad» humana ha sido siem¬ pre ocultada, pervertida por otros hombres. De ahí la extraña impresión producida por la historia: es un cximulo de insensateces que no sabemos bien si tomar por lo cómico o por lo trágico. Probablemente, de ambos modos: la historia es una tragicomedia. ¿En qué tiene que consistir, pues. 33

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la ciudad de Dios en la tierra? En que los hombres mejores trabajen por disipar las tinieblas que nos circundan. Esos hombres mejores son los ene¬ migos de la superstición, los iluministas, los ilustrados. Pero la ilustra¬ ción por sí sola no es suficiente. Debe apoyarla la fuerza. De ahí la famo¬ sa teoría del «despotismo ilustrado» que con decenas de variantes imperó en las cabezas de los «filósofos», de los eruditos, de los «hombres libres» del siglo. Por eso, aunque hablasen de los hombres, los ilustrados tenían en mientes la idea de unos cuantos —desde luego, bastantes— hombres. Esos individuos selectos, capaces de comprender la importancia de las letras, pero sobre todo de las ciencias y de las artes mecánicas, eran la sal —mejor, el eje— de la historia. Sin su intervención, ésta no sería más que una miserable sucesión de fechorías. La crema de la sociedad era, así, el núcleo de los poderosos dispuestos a ilustrarse, y el conjunto de los ilustrados que, de hecho, estaban a las órdenes de los poderosos, pero que pretendían servir a los demás hombres. El asunto es importante. Si uno de los elementos más significativos de una época es la idea que se tiene en ella de los hombres que ejercen el poder, el período que nos ocupa es pródigo en enseñanzas. Fue un período hostil al matiz, amigo del di¬ lema. O se estaba a favor de la «luz», o contra ella. Si lo primero, hasta la tiranía podía perdonarse. Si lo último, no bastaba para justificarse el gesto señorial o la mostración de un frondoso árbol genealógico. Pero, ¿no será esto excesivo? Al fin y al cabo, no todos los ilustra¬ dos juraron por los déspotas. Algunos prefirieron hallar soluciones inde¬ pendientes del humor cambiante de algunos hombres. Junto a las tenden¬ cias «despóticas» discurrieron las «liberales». Consistieron éstas en pro¬ pugnar un aumento de flexibilidad en la sociedad humana por medio de una norma sutil, difícilmente perceptible, mas capaz de contener cualquier desbordamiento. Fue la tesis del equilibrio de los poderes. Con ella se expresó el «espíritu de las leyes»; mejor, el «espíritu de la sociedad». Su modelo fue Inglaterra; su corifeo. Montesquieu. No es desdeñable. Cuan¬ do muchos hombres del siglo xix emprendieron de nuevo la eterna faena de buscar una «solución», la doctrina del equilibrio constituyó —inclusive para quienes la rechazaron— una obsesión poderosa. No por azar se dice que el siglo xviii forjó la mayor parte de los instrumentos mentales con los cuales los mejores espíritus de la centuria siguiente laboraron por reformar la sociedad. La única —esencial— diferencia consistió en que el problema no se presentó ya sólo para los «muchos» —los intermediarios entre la nobleza y la «canalla»—, sino para todos. Si algunos no lo cre¬ yeron así, las revoluciones —o sus consecuencias— se encargaron de des¬ mentirlos. Pero esto vuelve a confirmarnos lo que constituye el eje de este capítulo, el elemento de la segunda gran etapa de la crisis moderna: que la nueva razón de ser de la realidad se mostró impotente en el mismo instante en que fue formulada. La «razón» de los «pocos» no bastó para los «muchos»; éstos tuvieron que desfigurarla para encajar en ella la nue-

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va realidad social ascendente. Pero la «razón» de los «muchos» resultó, a su vez —como veremos—, insuficiente para los «todos». Ya en las últimas décadas del siglo xviii se advirtió el desencaje. Aun desde el punto de vista social, los prenuncios románticos son ilummativos. No es sólo un acceso de melancolía el que hizo decir a Rousseau, al comienzo de sus Divagaciones, que había quedado solo en la tierra sin más sociedad que «él mismo», y que «habría amado a los hombres a pesar de sí mis¬ mos». No es una mera turbulencia de la imaginación la que hizo escribir a Cadalso y a Young sus lúgubres y meditabundas Noches. El creciente desencaje se anunció como una desazón «inexplicable». Y los tres hechos enormes a que nos referiremos al comienzo del próximo capítulo fueron las señales de que la gran sinfonía moderna iba a empezar el último, y más grandioso, de sus movimientos. El nudo que con tal ardor habían atado los ilustrados abarcó sólo a una parte de la sociedad. Pero, además, dejó afuera a una buena parte de las ideas del siglo. Aun en este respecto quedaron a medio camino. Personas tan distintas como Hume, Kant y Robespierre se encargaron de demostrárse¬ lo. No porque todos éstos fuesen extremistas (nadie tan cauteloso, mo¬ derado y profundamente ansioso de equilibrio como Kant), sino porque coincidieron en una dura convicción donde se quebraba la irónica punta del optimismo setecentista. Robespierre dijo que los enciclopedistas ig¬ noraron los derechos del pueblo: prefaciaron la Revolución, pero nada más. Hume, con su mente acerada, seca, desilusionada, mostró que no sólo la razón del siglo xvii, mas también la del xviii, estaba llena de grietas. Kant escribió que la crítica severa es muestra de un pensamiento profundo, que «nuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse». Todo. No pueden escapar a ella, ni «la religión, por su santidad», ni «la legislación, por su majestad». Construir a medias es una ilusión que cuesta cara. Quizá llegue un momento en que haya que apartar a la razón «para dejar paso a la fe». Mas tal momento no debe colocarse al principio, sino al final, cuando el alma necesite postular las creencias en vez de partir irrazonablemente de ellas. Así pareció cerrarse el ciclo iniciado con los filósofos del siglo xvii. Y, en efecto, las dos etapas de la crisis analizadas en este y el anterior capítulo fueron dos aspectos de una misma fase. La diferencia entre la crisis de los «todos» y la de los «muchos» es por ello mayor que la que hubo entre ésta y la de los «pocos». No sólo en los cambios sociales, mas también en los supuestos mentales. La crisis de los «pocos» y la de los «muchos» han podido describirse todavía con la fórmula «ampliación del racionalismo». Difícil es seguirla aplicando para los nuevos modos inte¬ lectuales. Si continuó habiendo, como siempre en Occidente, un «racio¬ nalismo», sus bases fueron distintas. Una de ellas fue el «evolucionismo». Es cierto que primeramente la evolución fue un «despliegue» de la Razón. Pero bien pronto se consideró a ésta como un momento —importante.

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mas no único— en un gran proceso evolutivo. Muchas novedades comen¬ zaron desde el momento en que «el antiguo régimen» se vino abajo. No logró detenerlas la Santa Alianza. En cierto modo, ocurrió lo contrario: la gran reacción contra los ideales de los iluministas abrió los diques que hicieron desbordarse a un mundo nuevo. En medio de la «paz reaccionaíia» posnapoleónica, la vida, la economía y la ideología europeas y ame¬ ricanas emprendieron el gran vuelo que las llevó hasta los umbrales de la sociedad contemporánea.

NOTAS El primero que precisó clara y rigurosamente la relación entre la afi¬ liación religiosa y el desarrollo del capitalismo moderno fue Max Weber, en su famoso trabajo «Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, vols. XX y XXI (1904-05), recogido luego en el tomo I de los Gesnmmelte Aufsatze zur Religionssoziologie, Tübingen (1920). Weber se refirió especialmente a lo que llamaba el «ascetismo mundano» de calvinistas, pietistas, meto¬ distas y sectas baptistas (especialmente los cuáqueros). Desde entonces el asunto ha sido debatido con frecuencia. Citamos al respecto la imp>ortante obra de Ernst Troeltsch, Die Soziallehren der christlichen Kirchen und Gruppen, Tübingen (1912). Es importante asimismo la clásica obra de Werner Sombart (1902) sobre el desarrollo general del capitalismo. Aun¬ que todos esos estudios critican las concepciones de Marx, es sabido que no hubiesen sido posibles sin la obra de éste. Por eso subrayan a me¬ nudo los «factores reales» —sea cual fuere el puesto que les otorgan—, a diferencia del método «científico-espiritual» aplicado por Groethuysen de acuerdo con los precedentes de su maestro Dilthey. Las objeciones que se hicieron ya poco después de publicado el citado trabajo de Max Weber —especialmente las que muestran la existencia del capitalismo en períodos históricos y en comunidades no afectas al «as¬ cetismo mundano» (por ejemplo, ciertas ciudades italianas en el siglo xii) quedan atenuadas si se piensa que el propio Weber daba al término «ca¬ pitalismo» no sólo el sentido de una voluntad de adquirir medios econó¬ micos, sino el de una racionalización en grande de la misma. Weber subra¬ yaba especialmente el hecho de la organización racional del trabajo libre como rasgo fundamental del capitalismo moderno. También destacaba la influencia ejercida por la técnica moderna, sobre todo a partir de las pri¬ meras décadas del siglo xix. Paradójicamente, y como luego veremos con más detalle, la técnica moderna, que cooperó a la racionalización de la empresa capitalista en Inglaterra, Holanda y Estados Unidos, tiende a producir una nivelación cada vez mayor entre los diversos países del

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planeta, de modo que puede contribuir a disminuir la influencia de las específicas afiliaciones religiosas y sus correspondientes «éticas». La tesis hegeliana sobre la conciencia infeliz (unglückliches Bewusstsein) se halla en la Fenomenología del Espíritu (IV. B. 3). Es una con¬ ciencia desdoblada (in sich entzweites, gedoppeltes, Bewusstsein).—La distinción del cardenal Newman entre las dos formas de asentimiento, en An Essay in Aid of a Grammar of Assent, Nueva York (1870), 34-93.— Los dos libros de Paul Hazard son: 1) Para el período 1680-1715: La crise de la conscience européenne, París (1935). Traducción española por Julián Marías: La crisis de la conciencia europea, Madrid (1941). 2). Para el siglo XVIII: La pensée européenne au XVIIP siécle, de Montesquieu á Lessing, París, 3 vols. (1946). La traducción española, también por Ju¬ lián Marías, apareció en Madrid el mismo año, con el título: El pensa¬ miento europeo en el siglo XVIII. En el capítulo nos hemos referido a ambas obras, pero con predominio óe la segunda.—La obra de Bernhard Groethuysen es Die Entstehung der bürgerlichen Welt- und Lebensanschauung in Frankreich, HaUe/Saale, 2 vols. (1927-1930). Traducción española por José Gaos: La formación de la conciencia burguesa en Fran¬ cia en el siglo XVIII, México (1943). Esta obra se refiere sólo a Francia, pero muchas de las ideas que contiene para la interpretación del siglo xviil son aplicables, mutatis mutandis, a otros países.—Entre los diversos pasa¬ jes en los cuales Ortega y Gasset ha hablado del «adelanto» de Inglaterra con repecto al Continente está su «Epílogo para ingleses», insertado en la primera edición publicada por la Colección Austral (Buenos Aires, 1937) de La rebelión de las masas.—La frase de la página 221: «Una ha sido ese ‘buen sentido’ que engendra automáticamente la moderada des¬ confianza hacia las ‘ideas’», es una anfibología. Puede entenderse que el «buen sentido» engendra la desconfianza hacia las «ideas», o que la des¬ confianza hacia las «ideas» engendra el «buen sentido». La anfibología ha sido querida por el autor; ambas cosas se engendran, en efecto, mu¬ tuamente.—La cita de Cassirer procede de un libro Die Philosophie der Aufkldrung, Tübingen (1934). Usamos la traducción de Eugenio Imaz: La filosofía de la Ilustración, México (1943), 19-26.—El libro de Cari L. Becker es The Heavenly City of the XVIIIth Century Philosophers, New Haven, Yale University Press (1932). Usamos la traducción de José Car¬ net, La ciudad de Dios en el siglo XVIII, México (1943), 62.—La refe¬ rencia a la idea de la muerte está tomada principalmente del citado libro de Groethuysen. En mi «Introducción» a El sentido de la muerte, Buenos Aires (1947), indiqué la existencia de un «desvío» entre la concepción popular y las concepciones minoritarias en el curso de la época moderna. Véanse las noticias históricas que proporciona al respecto Carlos Clavería en el libro Le Chevalier Délibéré de Olivier de la Marche y sus versiones españolas del siglo XVI, Zaragoza (1950), 98 y sigs. Sobre la influencia

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de la concepción inmanentista moderna de la muerte y sobre los diversos modos de enfrentarse con ésta, véase el trabajo de José Gaos, «La vida en presencia y ausencia de la muerte», procedente de un curso sobre «Me¬ tafísica de nuestra vida», y publicado en el volumen de dicho autor titula¬ do Filosofía de la Filosofía e Historia de la Filosofía, México (1947), 149-79. Para una descripción sarcástica del «enmascaramiento» contem¬ poráneo del morir, véase la novela de Evelyn Waugh, The Loved One: An Anglo-American Tragedy. L’Homme, cet imbécile, es el título de un libro escrito por M. Guibert (París, 1950). Es notoriamente otra forma del tí¬ tulo célebre de Alexis Carrel, El hombre, ese ser desconocido (1.® ed. in¬ glesa, 1935; 1.® ed. francesa, 1937), al cual siguieron otros trabajos de diversos autores: El hombre, ese ser demasiado conocido; El hombre, ese neurótico desconocido, etc., etc.—El hombre es bueno es el título de un libro de Leonhard Frank (Der Mensch ist gut), publicado por primera vez en 1918.—La cita de Rousseau está en la «Premiére Promenade» de las Reverles d’un promeneur solitaire.—La frase de Robespierre consta en un discurso del 18 Floreal, año II (8 de mayo, 1794), citado por Hazard, Pensée, etc., parte II, cap. ix.—El pasaje de Kant es una nota al prefacio de la primera edición (1781) de la Crítica de la razón pura. —

IV LA CRISIS DE LOS «TODOS» La. crisis de los «todos», nuestra crisis.—Expansión geográfica y expansión social del Occidente.—La aceleración en la historia.—El siglo xix, preludio de la sociedad contemporánea. Las tres grandes Revoluciones y sus secuelas.—Papel preponderante de la Revolu¬ ción industrial.—El nacionalismo y su significado.—Nacionalismo y estructura social.— El nacionalismo europeo y el extraeuropeo.—La colonización y sus consecuencias.— El contragolpe de la colonización sobre los países colonizadores. El reflejo de la crisis en las ideologías.—Ideología y poder.—El «siglo de la bur¬ guesía».—Burguesía y proletariado en el siglo xix. Las grandes tesis históricas.—Pesimismo y optimismo.—La justificación del pa¬ sado: Hegel y Spencer.—Estatismo e individualismo. La «cuestión social», problema del siglo.—Ciencia y sociedad.—La técnica material y la técnica humana. El problema de la igualdad.—Las dos consecuencias del naturalismo.—Igualdad y «lucha por la vida».—Las soluciones ofrecidas.—Otra vez los «muchos» y los «to¬ dos».—-La razón y las masas humanas.—La ambivalencia y la «rebelión de las ma¬ sas».—La incorporación de las masas y el dinamismo de Occidente.—La necesidad de un nuevo ajuste. Notas.

La crisis de los «todos» es nuestra crisis. En ella están, pues, inclui¬ dos los problemas de la sociedad contemporánea. Sólo para mayor clari¬ dad tratamos los dos asuntos aparte. Lá sociedad contemporánea sería, en efecto, ininteligible, sin su in¬ mediato trasfondo histórico. A su vez, éste es la eclosión de toda la época moderna occidental, tratada en los anteriores capítulos. En ellos hemos visto hasta qué punto el Occidente se iba des-arrollando. En dos sentidos. Por un lado, con la expansión geográfica. Por el otro, con la expansión económica, social, técnica y política. Nuevos territorios y nuevos grupos de hombres se fueron incorporando a un mundo que fue al principio el sueño de algunas minorías. La incorporación no podía, claro está, reali¬ zarse sin grave quebranto para la pureza de aquellos sueños. Hay que afrontar este hecho sin elegiacas rememoraciones. Lo único que conviene saber es si la excesiva amplitud del cuadro no va a romper el marco; si la ascensión de las masas, al desfigurar los «proyectos» de las minorías, no va a destruirlos definitivamente. Tenemos la esperanza de que no ocu¬ rra. Ahora bien, el proceso descrito hasta ahora no parece habernos He-

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vado demasiado lejos de las primitivas bases. En todo caso, parece haber como un salto entre el mundo occidental de fines del siglo xviii, todavía concentrado casi enteramente en Europa, y el mimdo actual, consciente de que la más leve punción en un punto cualquiera del globo repercute violentamente en todo el planeta. Es la consecuencia de un proceso su¬ mamente precipitado, que confirma las diversas tesis recientemente sus¬ tentadas acerca de la aceleración de la evolución histórica y aun acerca de una general aceleración evolutiva. Tal proceso llenó todo el siglo xix. En éste se hallan, pues, prefiguradas muchas de las actitudes e ideas que actualmente nos acongojan. Diversos fenómenos históricos marcaron el tránsito de la segunda a la tercera y final etapa de la crisis. De ellos destacamos tres: la Revolución americana, la Revolución francesa y la Revolución industrial inglesa. En¬ tendemos cada una de ellas con sus secuelas. La primera, con la formación de un nuevo Estado económicamente poderoso que roturó, cultivó y po¬ bló las tierras que luego enlazaron el Occidente de Europa con el extremo más «oriental» de Asia. La segunda, con las guerras napoleónicas y la trans¬ formación que introdujeron en Europa y América. La última —la más grávida de consecuencias—, con la creciente aplicación de la técnica a la producción industrial en masa. El juego de los tres procesos mues¬ tra lo que insistentemente hemos subrayado: que los factores sociales, po¬ líticos y económicos deben ser simultáneamente tenidos en cuenta con los intelectuales o espirituales para una adecuada comprensión de la historia. Si destacamos la Revolución industrial es, sin embargo, porque en las condiciones creadas en el Occidente el desarrollo económico industrial ha ejercido presiones cada vez mayores. El fulminante ha sido la técnica, y por eso nos ocuparemos luego algo circunstancialmente de ella. Pero como la técnica, a su vez, sería incomprensible sin el desenvolvimiento de la ciencia moderna de la naturaleza, podemos decir que, en una dimensión fundamental, las grandes transformaciones de la sociedad contemporánea han sido posibles gracias a una de las más grandes creaciones del espíritu humano, surgida del clima espiritual fraguado en los primeros siglos mo¬ dernos. Es una verdad archisabida que sin la técnica la mitad por lo me¬ nos de nuestra sociedad quedaría paralizada (si no aniquilada), y que tal parálisis afectaría el desenvolvimiento de las ideas no menos que a los procesos económicos y sociales. Pero es igualmente cierto que sin un sub¬ suelo a la vez económico y espiritual la evolución técnica sería imposible. La historia humana es un inmenso animal que se muerde la cola. Como en los capítulos anteriores, seremos parcos en la referencia a los hechos históricos. Hemos aludido a tres de ellos. Agreguemos otros dos: el nacionalis¬ mo y la expansión colonial. Por el primero entendemos no sólo las luchas entre los Estados nacionales europeos (tales luchas tuvieron lugar ya desde los inicios de la edad moderna), sino la participación en las mismas de

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grandes masas de hombres. Desde las guerras del siglo xvi hasta las na¬ poleónicas, los Ejércitos aumentaron continuamente sus efectivos. Pero sólo desde fines del xviii hubo verdaderos Ejércitos nacionales. Los cam¬ bios que introdujo el nuevo arte de guerrear apenas necesitan ser subra¬ yados: no sólo resultaron insuficientes los mercenarios, sino que, además, los servicios a las tropas comenzaron a alcanzar proporciones considera¬ bles. De hecho, los «talleres nacionales» franceses representaron el primer ejemplo de lo que luego han sido las ramificaciones infinitas de las in¬ dustrias y los servicios de guerra. Ahora bien, las luchas fueron solamente uno de los aspectos del desarrollo del «nacionalismo». Otro rasgo, menos atendido de lo que merece, fue el «endurecimiento» y «solidificación» de las principales naciones. No afirmaremos, como lo ha hecho el general De GauUe, que «después de intensas ebulliciones, el mundo ha cristali¬ zado». En las últimas décadas, sobre todo, hemos podido comprobar lo que valen tales «cristalizaciones». Pero no es una casualidad que hasta los comienzos de la Segunda Guerra Mundial la historia universal pare¬ ciese impulsada por los conflictos entre sí de algunas grandes potencias europeas y la intervención —que durante un tiempo pareció todavía mar¬ ginal— de Rusia y de los Estados Unidos. Ello se debió a que fue prime¬ ramente en los países europeos donde, con el «nacionalismo», llegó a su punto culminante la intervención prácticamente de la población entera en los conflictos bélicos —o en la paz armada que los precedía y seguía—. Como es sólito, el punto terminal de una evolución coincidió con el co¬ mienzo de otra. Nunca hubo tanto nacionalismo; nunca hubo tampoco tan¬ tos deseos de trocar la tradición propia por otra extraña. En esta paradóji¬ ca actitud coincidieron las grandes potencias con las potencias secunda¬ rias: unas y otras exaltaron lo que simultáneamente destruyeron. Pero esta es una historia que nos interesa sólo en cuanto destaca una de las principales condiciones del nacionalismo: su estrecha relación con los mo¬ vimientos sociales y con la consiguiente «conciencia política» de grandes masas de hombres. Por «nacionalismo» no entendemos, pues, aquí, el hecho de que haya habido y haya aún diversas formas de vida cuya prin¬ cipal misión es abrir unas posibilidades humanas y cerrar otras. La exal¬ tación de lo «nacional» es algo distinto de lo que Américo Castro llama la «vividura». Así, el nacionalismo aquí referido ejerce ante todo una función social y política; es un movimiento que emerge siempre que en un área geográfica vastas multitudes intervienen en la vida pública. Una historia de la idea de «nación» desde la Revolución francesa hasta el pre¬ sente confirmaría esta tesis. Nos mostraría sobre todo que, según vimos con otro propósito, es ilegítimo suponer que el uso del mismo nombre en distintas épocas equivale a la designación de las mismas realidades. «Nación» es xma de éstas; algo, pero no mucho, tiene que ver lo que este vocablo denotaba en el siglo xvii con lo que denotó en el xix. En todo caso, su crecimiento es fundamental para entender muchos de los fenó-

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menos de la pasada centuria y algunos de la presente. Pues en nuestra época el nacionalismo cumple una función análoga a la del siglo xix me¬ diante el «nuevo despertar» de las grandes y pequeñas comunidades ex¬ traeuropeas, especialmente las asiáticas y africanas. También aquí se trata de un fenómeno social, tan estrechamente ligado a desarrollos de natura¬ leza política, que a menudo no sabemos cuál motiva a cuál. Posiblemente se implican mutuamente, y tan justo es decir que se trata de un despertar nacional manifestado por medio de una revolución social, como que es un fenómeno social que asume la forma de un desarrollo político. Así, el actual nacionalismo extraeuropeo es una reiteración, en distin¬ tas circunstancias, del mismo fenómeno desarrollado en Europa durante el siglo XIX. La propagación de las técnicas ha implicado la difusión de ciertas actitudes e ideologías que, partidas de Europa, han servido fuera de ella para devolver el golpe con las mismas armas. Tal contragolpe se ha efectuado de varios modos. En el Japón ha parecido tratarse de una adaptación a las técnicas modernas —no sólo las científicas, sino también las económicas— sin alterar la estructura tradicional del viejo Imperio. En otros lugares —como en la China— ha parecido desencadenar un largo proceso revolucionario social y político. Aunque en todo esto puede pa¬ sar lo inesperado: que el Japón haya sentido sacudida su estructura tra¬ dicional más de lo que parecía, y que la sacudida dada por China al in¬ menso caparazón de sus tradiciones tenga, entre otras consecuencias, la de resucitar lo más vivo de ellas. En todos los casos, el choque del Occi¬ dente no ha sido vano. Volveremos sobre el asunto en el último capítulo. Ahora nos interesa destacar otro hecho fundamental de la época: la co¬ lonización. Este término abarca una gran cantidad de fenómenos diversos. El principal para nuestro proposito es la afirmación europea en territorios muy distintos y a veces muy alejados. España y Portugal habían ya abierto la ruta. Pero aquí también debemos ponernos en guardia: la colonización hispano-portuguesa, que circunnavegó el globo, tuvo un carácter muy di¬ ferente de la que empezó aproximadamente con la conquista británica de la India. No fue una empresa principalmente económica o económico-mi¬ litar; fue un designio militar-p>ohtico y, desde luego, político-religioso. Debemos, pues, excluirlo de nuestro cuadro, lo mismo que, por otras ra¬ zones, debemos excluir el poblamiento de Norteamérica. Por eso diferi¬ mos de quienes ven en la acción actual de América sobre Europa el reflujo de un flujo anterior, un contragolpe. Lo es también, siempre que no se olvide que se lo da Europa —una extraña Europa, una Europa sin tra¬ diciones a SI misma. Lo que llamamos «mundo occidental» comprende, pues, ahora también, America, especialmente aquellas regiones de la misma que se han asimilado más completamente las formas —mejores o peoresde la civilización europea. Por análogos motivos, la Rusia europea no puede ser tampoco separada de Europa. Si tal separación parece a veces

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justificable, ello se debe a que las empresas extraeuropeas de Rusia —Siberia, principalmente— las han arrastrado ocasionalmente demasiado fue¬ ra de su tradicional órbita. Pero dejemos esto. Nos importa subrayar que durante todo el siglo xix se prosiguió tma expansión colonizadora ya ini¬ ciada en el xviii, pero que sólo en la pasada centuria se sistematizó y ra¬ cionalizó en proporciones suficientes. En su decurso las potencias euro¬ peas lograron senta»* pie en casi todos los litorales del globo. Las costas del mundo recibieron el choque de nuevos modos de vivir y de producir. No es .menester señalar que, desde el punto de vista económico, la causa principal de la expansión radicaba en un factor básico para toda área al¬ tamente industrializada: la adquisición y distribución de materias primas. Pero a ello se agregaban cuestiones de estrategia militar, de penetración cultural, de prestigio político. Los viejos imperios orientales fueron pe¬ netrados; mundos que, como el árabe, vivían aletargados tras haber esta¬ do a punto de sumergir a Europa, fueron sacudidos. Se establecieron derechos de territorialidad, como en la China; nuevas oleadas humanas aflu¬ yeron a lugares hasta entonces prácticamente despichadas, como la Siberia. Sin la «colonización», pues, la nueva etapa del mundo moderno re¬ sultaría casi ininteligible. Más lo sería aún en el momento actual, en que se han producido dos hechos capitales: la transformación de las antiguas colonias en nuevas naciones (que, por lo demás, no habrían surgido de no haber pasado por el «período colonial») y la posición de Europa en el mundo. En términos absolutos, Europa posee hoy un poder político y eco¬ nómico mayor del que nunca tuvo. Han pasado los días de la posguerra, cuando Europa necesitaba la urgente, y abundante, ayuda norteamericana, y cuando algunos pensaban: «Europa está acabada; al perder su poder político y económico, sólo le ha quedado, y aún esto va menguando, un vago e inoperante poder cultural’». Pero aunque Europa se ha recupera¬ do —y no «milagrosamente»— y, en la medida en que constituye una unidad, oficial o no, ejerce un gran poder en el mundo, es obvio que no lo ejerce de la misma manera que antes. En todo caso, para ejercerlo tiene que tener en cuenta la total situación «planetaria». En rigor, todas las potencias y super-potencias se hallan hoy día en una situación analoga: por grande que sea su poder, no es nunca absoluto, sino siempre relativo. Este es uno de los hechos fundamentales de la época, uno de los elementos esenciales de la gran crisis. Esta crisis es, una vez más, la crisis de los «todos». Según nuestro esquema, ello tiene que reflejarse en las principales actitudes intelectuales adoptadas. Y así, efectivamente, ocurrió ya desde los comienzos. La «so¬ lución» dada por los ilustrados no había sido, por lo visto, suficiente. La «burguesía» consiguió más o menos cómodamente «alojarse» dentro del marco fijado. Mas el equilibrio social y espiritual conseguido fue, como todos los de la época moderna, precario. Pronto se produjeron los nuevos desajustes. Primero, nuevos grupos humanos emergieron a la luz pública.

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Segundo, dentro de las mismas clases sociales recientemente incorporadas y asimiladas, surgieron las insatisfacciones propias del que, tras haber en¬ contrado un nuevo habitáculo, procura ampharlo y mejorarlo. El primer tipo de desajuste se manifestó con las diversas formas de «jacobinismo» que —no sólo en Francia— fueron más allá de las «posiciones burgue¬ sas». Los «jacobinos» no se contentaban con la supresión de las trabas económicas; querían destruir asimismo las «trabas» sociales y espiritua¬ les. El segundo tipo se manifestó por medio de la impulsión del «roman¬ ticismo». El cuadro de la sociedad y del mundo dibujado por los ilustra¬ dos del siglo XVIII había resultado, no obstante las crudas pinceladas rousseaunianas, demasiado «luminoso». Esto engendró al principio una im¬ presión de satisfacción y hasta de entusiasmo. Pero el hombre es un ani¬ mal inquieto, y en la época moderna una bestia cupidissima rerum novarum. La excesiva luz, lo mismo que la extrema oscuridad, lo fatigan. Ama la variación y hasta la confusión; el claroscuro; más aún, la penumbra. Esto era tanto más comprensible cuanto que la «burguesía», ya «bien ins¬ talada», no tenía miedo a la aventura intelectual. Mientras siguió en la conquista del poder económico y, de paso, social, el burgués cumplió con las condiciones señaladas por Groethuysen: imponer las formas de vida sobre el pensamiento; sacrificar inclusive este último para conseguir sus propios fines. Por eso la burguesía era a la vez más y menos radical que los filósofos ilustrados. Desde el punto de vista intelectual, al principio era temerosa. Era mejor aparecer como conformándose con la tradición; al fin y al cabo, todavía la aristocracia tenía muchas de las riendas del poder y podía dar buenos tirones. Desde el ángulo vital, en cambio, su temor disminuía: el burgués veía claramente que podía imponerse me¬ diante la actuación, aunque de momento fallara por el lado del pensa¬ miento. Así, si al final reconoció en el pensamiento de los ilustrados el reflejo de sus propias oscuras intuiciones, fue porque tal pensamiento aca¬ bó siendo aceptado por muchos como el «espíritu del siglo». De este modo se produjo un fenómeno que se repite como siguiendo una ley sociológica. En el instante en que coincidieron los modos de vida de los grupos social y económicamente predominantes con las formas de pensamiento de las capas intelectuales victoriosas, aquéllos sintieron que la coincidencia debía ser transitoria. Había que buscar la forma de pen¬ sar realmente adecuada a la nueva situación, la cual era nueva, pero tam¬ bién —no se olvide— situación. Había, en suma, que conservar lo ad¬ quirido; era el momento del «balance». Ahora bien, cuando tal ocurre, el conservador da siempre la impresión del retrógrado. Sin embargo, nos engañaríamos si imagináramos a las «clases burguesas» como ansiosas de retroceso. El freno es necesario. Pero no debe detenernos. Debe condu¬ cirnos por el mismo camino que habíamos iniciado. «Celebremos, pues, todo lo que delimite los campos. La canalla’ ha llegado demasiado lejos; si las viejas aristocracias —ellas también ‘incorporadas’— son capaces de

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restablecer la situación, tanto mejor. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes ahora tenemos las riendas.» Así pensaba —a veces secretamente, a menudo a voz en grito— el «burgués». No era sólo el «comerciante», el «campesino enriquecido», el «industrial incipiente». La actividad económi¬ ca desarrollada por esos parvenus engendraba campos de fuerza que atraían cada vez a más hombres. Todavía no, claro está, al obrero industrial es¬ pecializado. Pero sí al número creciente de los «administradores» de toda laya. Los funcionarios ingresaron asimismo en estas nuevas clases. No eran aún muy poderosas. No estaban unidas. Mas para muchos de sus miembros la situación y, con ella, las posibilidades, habían cambiado no¬ tablemente. Acatemos —aparecían decir— las formas del «antiguo régi¬ men», puesto que la Santa Alianza nos obliga a ello. Pero nadie nos enga¬ ñará. Las revoluciones no han pasado en vano. No hay modo de desviar el río para que recobre su primitivo cauce. Lo único que hay que hacer es evitar su desbordamiento. No estamos sólo acumulando metáforas. Los economistas reconocen hoy que sin la era de paz inaugurada por la Santa Alianza —pK>líticamente reaccionaria y «antiguo régimen»— la evolución económica del mundo occidental hubiera sido imposible o se hubiera obs¬ taculizado notablemente. Ahora bien, esta evolución seguía marchando en beneficio de las nuevas clases emergidas al poder y a la influencia, y de los que se incorporaban a ellas o se ponían a su servicio. Así, el siglo xix sigue produciéndonos la impresión de que es, más aún que el xviii, el gran siglo de la «burguesía». Pero tan pronto como enunciamos esta fórmula nos damos cuenta de su parcialidad. Pues el siglo xix no fue sólo el siglo en el cual resonó el imperativo «¡Enriqueceos!», sino también aquel en el cual se proclamó; «Proletarios de todos los países, ¡unios!». El «jacobinismo» no había sido ama erupción momentánea. Como suele ocurrir, los «puros» se extinguieron. Mas por debajo de los restos del naufragio la ola ascendía. Ascendía a tal altura, que ya desde la tercera década del siglo no es¬ tamos muy seguros de quiénes eran burgueses reaccionarios y quiénes pro¬ gresistas «jacobinos». La confusión tuvo lugar en el continente europeo —y en muchas partes de América— sencillamente porque los grupos se habían mezclado. En Inglaterra, porque nunca estuvieron separados: la «moderación» inglesa produjo, como se ha dicho a menudo, la revolución sin trastornos. A medida que nuevos y nuevos grupos ascienden a la vida pública se hace más difícil, en efecto, precisar en qué lado está cada uno. Pero, (¡es que hay realmente lados? Se trata de la crisis de los «todos». Todos, pues, tienen que intervenir en ella y sufrir sus embates. Cuando consideramos el desarrollo industrial, esto se hace aún más patente. Los cambios introducidos repercuten sobre los «patronos» y sobre los «obre¬ ros». Ocupan posiciones diferentes; atrincherados en ellas se declaran una guerra a muerte. Por poco que puedan, se aniquilan. Pero viven sobre un mismo suelo; cuando se desencadena un temporal, no hace distinciones.

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AI principio, los trastornos afectan sólo a unos individuos; unos caen, otros los sustituyen, pero las clases quedan. Luego son las clases mismas las que se bandean. Unos y otros parecen, en lugares y momentos distin¬ tos, ocupar el poder. Mas al poco tiempo se revela que esto es ilusorio. Como al final del mundo antiguo, el poder es de todos y es de nadie. Ca¬ rece de rostro; por eso está tan empeñado en mostrar alguno que lo jus¬ tifique. Pero no nos precipitemos. Las últimas líneas se refieren ya al siglo xx; mejor, a las últimas tres décadas de este siglo. Estábamos todavía, empe¬ ro, refiriéndonos a un momento en el cual nada de eso se veía —por lo menos como algo inminente—. Todavía corría, agitando a los corazones, una fronda de progresismo. Para ser exactos, conviene decir que este vien¬ to sólo empezó a soplar con fuerza a partir de la tercera o la cuarta déca¬ da del siglo pasado. Hasta entonces, la inestabilidad fue todavía excesiva para que pudiera dar lugar a muchas esperanzas. Desde la Revolución francesa hasta la derrota de Napoleón, el mundo europeo vivió sometido a una tensión continua. Luego, por algunos años más, soplaron vientos amenazadores: reacciones sin cuento, para ahogar la libertad o para pro¬ clamarla. Por si fuera poco, los comienzos de la Revolución industrial en Inglaterra no daban motivo para grandes regocijos. Sus efectos parecieron desastrosos: la explotación del trabajo humano alcanzó proporciones ini¬ maginables. ¿Para qué entonces esperar nada de nada si la misma máquina^ que debía «ahorrar trabajo», engendraba inauditas crueldades? El tem¬ poral, sin embargo, se fue apaciguando. No porque las gentes vieran abrir¬ se ante sí inmediatamente una era dorada. Esta estaba en el futuro —a veces en el lejano futuro—. Pero estaba. Los de «arriba» creyeron que, ya llegados a puerto, el refugio no sólo era inexpugnable, sino que se ha¬ ría cada día más cómodo. Algunos pensaron inclusive que la comodidad dependía del bienestar de los que estaban a la intemperie; habría, pues, que «protegerlos». Cuando menos, los que habitaban la intemperie de Oc¬ cidente. Los demás no habían entrado todavía en la cuenta. A su vez, los de «abajo» comenzaron a concebir esperanzas. En virtud de ellas se permitieron un lujo hasta entonces prohibido para grandes masas de po¬ blación; en vez de vivir al día o para la eternidad (o ambas cosas a un tiempo), vivieron para un futuro histórico. No sólo de sus nombres o fa¬ milias, sino de su nación, o de su clase. Sí, es cierto, el siglo xix, aun después de la tercera década, fue también el siglo del pesimismo. ¿Ha habido en la historia pesimistas tan grandiosamente sistemáticos, tan con¬ secuentes, como Schopenhauer, como Eduard von Hartmann? Mas este pesimismo tuvo dos funciones. Ante todo, una que en la historia es fre¬ cuente: el servir de contrapunto. Los pesimistas ejercieron con respecto a los progresistas una función análoga a la que, en el siglo xviii, ejercie¬ ron los primitivistas frente a los ilustrados. Pero, además, una función de evasión: el pesimismo metafísico fue, como el estoicismo, un modo de

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retirarse que adoptaron algunos espíritus, acaso para mostrar que los cuadros históricos no se componen con una sola pincelada. Nada en co¬ mún con el pesimismo de Nietzsche, quien escribía aún dentro del si¬ glo XIX, pero anticipaba nuestros temores y ansiedades. Así, el optimismo del siglo XIX se hallaba encuadrado entre dos pesimismos: uno, que mi¬ raba ai pasado; el otro, al futuro. Entre los dos florecía la esperanza. No la esperanza ingenua, casi inmotivada, del progresismo setecentista. No la esperanza basada en la declaración de que todos los hombres nacen igua¬ les, sino la que consistía en ver de qué modos concretos pueden llegar a serlo. La esperanza, pues, fundada en posibilidades concretas. Unos las descubrieron en la expansión económica; otros, en el uso creciente de las máquinas, una vez eliminada la anterior crueldad y miseria; otros, en la ascensión y consolidación del espíritu revolucionario, encarnado cada vez más en las clases antes desposeídas y especialmente en las clases obreras. De un modo o de otro, el grueso de la humanidad occidental ingresó en un vehículo que sufrió su primer fuerte choque en la segunda década de nuestro siglo, cuando el pesimismo ya no apareció como un modo de re¬ tirarse, sino como una forma de combatir: no el pesimismo metafísico de Schopenhauer o el pesimismo desolado de Nietzsche, sino el «pesimis¬ mo realista» de Spengler. Cada vez en mayor cantidad y con mayor entusiasmo, las gentes de la humanidad occidental se embarcaron en dicho vehículo. Podían tener intereses diversos y aun contrarios, pero todos iban interviniendo en la vida pública. Por tanto, si tenía que haber una «solución», tenía que ser para todos. Así lo entendieron las principales figuras intelectuales del siglo. La primera de ellas, Hegel. Piénsese lo que se quiera de este filó¬ sofo como metafísico, es indudable que como meditador de la historia puso el dedo en muy sensibles llagas de la sociedad humana. Por vez pri¬ mera, en efecto, se intentó explicar la historia —toda la historia—. No al modo de Voltaire, como una lucha entre el Bien y el Mal, la Ilustra¬ ción y la Ignorancia. El Mal, la Ignorancia, tenían también su puesto; eran condiciones necesarias para la evolución, etapas de una grandiosa marcha. Tampoco al modo de Vico, como una repetición de los mismos ciclos. Si había repetición, era la del Espíritu que se despliega a sí mismo. En todo esto, desde luego, Hegel no innovó radicalmente. Lo precedieron —y acom¬ pañaron— muchos «románticos» (un Herder, un Friedrich Schlegel, un Schelling, un Fichte), así como los que, al modo de Goethe, intentaron, según dijo Nietzsche, «superar el iluminismo», aspirando a la totalidad, a la «libertad completa» del espíritu. Es verdad que el cristianismo había edificado también ima gran filosofía de la historia. Pero aunque todavía seguía vigente para la mayor parte, lo estaba en una forma muy particu¬ lar: como una concepción (me refiero exclusivamente al aspecto históricofilosófico) que había que mirar de reojo, esforzándose por asimilarla en un cuadro nuevo que tuviese en cuenta la «evolución» y el «progreso».

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Es lo que hizo Hegel. De este modo, su sistema histórico-filosófico cerró todo un período. El propio filósofo creyó haberlo cerrado por entero; la historia quedaba taponada, concluida, desde el instante en que había apa¬ recido un sistema, el suyo, que daba cuenta total de ella. El hecho de que esto resultara ser un espejismo —la historia no sólo no parecía con¬ cluir, sino empezar de veras— no impidió, sin embargo, que en ciertos aspectos la visión de Hegel fuese reconocida como singularmente pe¬ netrante. Una de las figuras decimonónicas de influencia más persistente, Marx, arraigó por una de sus esenciales dimensiones en el suelo intelec¬ tual del hegehanismo. Se dirá que con ello no presentamos más que uno de los cuadros de la historia intelectual de la centuria pasada y que, junto a él, y hasta en oposición a él, hay otro que se manifiesta tenazmen¬ te: la concepción «Hberal», individualista, antiestatista de la historia. Más aún: el hecho de que esta concepción fuese representada, entre otros, por Spencer, parece mostrar que debemos concederle mayor vigencia social que a la otra. En Spencer culminó, en efecto, una corriente intelectual que se daba la mano con los modos de vida triunfantes a la sazón en el país que parecía marcar el rumbo decisivo: la Inglaterra victoriana, donde la Revolución industrial acababa de cumplir su primer gran ciclo y don¬ de, además, se echaban las bases de lo que parecía la firme y sistemática occidentalización del planeta —el Imperio británico—. En todo caso, sería injusto no advertir las enormes diferencias que separa el hegehanismo —o el marxismo— del spencerismo —y sus afines—. Como no sería legítimo olvidar las doctrinas políticas, sociales e histórico-filosóficas que se formu¬ laron en diversos países del continente y que oscilaban entre las antes nrencionadas: el liberalismo doctrinario, la reformulación del tradiciona¬ lismo, el positivismo poHtico-religioso, etc., etc. No obstante, cuando las contemplamos con la suficiente perspectiva, nos damos cuenta de que to¬ das eran soluciones diversas al mismo problema. Problema distinto del que planteó el siglo xviii y que, por tanto, debía ser atacado con dife¬ rentes armas intelectuales. Así, cualquiera que fuese la solución brindada —desde el extremo individualismo liberal, lindante inclusive con el anar¬ quismo, hasta el estatismo completo— se tenían en cuenta los mismos datos y se procuraba dar cuenta de todos. Las propias soluciones «inter¬ medias» —como la del liberalismo doctrinario—, que parecían hechas para ciertos grupos, se basaban en la previa confianza de que a través de ellas la sociedad podría estabilizarse totalmente. Pues, claro está, de esto se trataba de nuevo. De encontrar un modo de cerrar una abertura excesiva y «peligrosa», de hallar otro modus vivendi. Como todas las demás fases modernas, el siglo xix aspiraba a «lo mismo». Pasada la efí¬ mera «estabilidad» de los últimos momentos del «antiguo régimen» la sociedad se había «abierto» otra vez. No podía, empero, continuar' así indefinidamente, porque los hombres intuían que su abertura máxima coin¬ cidiría con su disolución completa. «Debía», pues, cerrarse. ¿Cuándo?

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¿Cómo? En esas dos preguntas se halla el eje de la cuestión —la famosa cuestión social; para la época, la total cuestión humana— del siglo xix. ¡Cuántas cosas no giran en torno a ella! La misma ciencia, que debería parecer inalterable y ajena a esos problemas, cambió sin cesar su fisono¬ mía. Pues, según las épocas, los hombres ven en la ciencia realidades muy distintas. Las gentes del siglo xvii veían en ella su estructura teó¬ rica. Aunque poseyera aplicaciones prácticas de gran alcance, y a veces inclusive surgiera de la práctica, la ciencia moderna era considerada enton¬ ces fundamentalmente como un saber teórico, puro, «desinteresado». Se dice que la pure2a de aquel saber no impedía su influencia sobre las vidas de los hombres: la «imagen copernicana», manifiestan los historiado¬ res de la ciencia, cambió el mundo; los hombres dejaron de considerarse centro del universo; la idea del infinito desterró todo localismo; el me¬ canicismo arrumbó las ideas de finalidad, de propósito, de Providencia. Etcétera, etc. Pero si bien se mira no fueron esas ideas las que cambia¬ ron el mundo de los hombres, sino el modo como éstos las usaron e in¬ terpretaron. Con las mismas ideas, los hombres son capaces de forjar muy diversas «imágenes del mundo». Si ya desde el siglo xvii la vida moderna occidental fue inseparable de la ciencia, ¿se debió esto sólo a la ciencia? No menos legítimamente podría enunciarse que la ciencia fue sólo posi¬ ble por la «vida moderna». Pues ya en el siglo xviii, con el mismo tipo de ciencia, se alteró la relación de la sociedad con ella y, por tanto, la concepción que de ella se hicieron los hombres. Volveremos sobre esta cuestión fundamental en el próximo capítulo. Digamos ahora sólo que, a diferencia de las centurias anteriores, la pasada concibió la ciencia, aun la más «pura» y «desinteresada», en estrecha relación con la sociedad y con la organización de ella. Tanto es así, que se le pidió lo que antes hubiera resultado un despropósito: resolver el «problema social». Orga¬ nizar la «ciudad de los hombres». Una ciudad distinta, por supuesto, de la de los ilustrados del siglo xviii. Pues ya no se trataba sólo de una cuestión de libertad frente a la tiranía; de luz frente a la ignorancia. «Todos los hombres han nacido iguales y tienen los mismos derechos.» Bien, pero, ¿qué hacemos con esto? ¿De qué nos sirven los derechos si no tenemos la posibilidad de ejercitarlos? Perseguir la felicidad, está bien, pero el «cómo» es el gran problema. Además, comenzó a pensarse si la cuestión de la sociedad puede reducirse a tan bellas fórmulas. Hasta hubo algunos, como Dostoievski, que barruntaron que el hombre quizá no quiere ser feliz... Pero esto pertenece ya a nuestro siglo; es uno de los ingredientes de su «irracionalismo», y una confirmación más de que Dos¬ toievski, como Nietzsche, fue un espíritu anticipador. El grueso de los hombres del siglo xix no se desvió todavía mucho de la opinión según la cual hay que buscar un modo concreto de alcanzar la felicidad y según la cual la ciencia puede contribuir considerablemente a ella. Así, «ciencia» y «sociedad» fueron términos de la misma ecuación. De ahí que por vez 34

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primera comenzaran a someterse los problemas sociales a un «tratamiento científico» calcado con frecuencia sobre el modelo de las ciencias de la naturaleza, pero al cual faltaba todavía lo que solamente nuestro siglo ha proporcionado en abundancia: sus técnicas. Pues aquí comienza una mudanza que conviene hacer constar, ya que de eUa depende en gran parte la diferencia entre el pasado siglo y el nues¬ tro. En la última centuria, la técnica científico-natural en grande ya esta¬ ba a la disposición de los hombres. Lo estaba, sin embargo, más como un conjunto de inminentes posibilidades que como algo que configuraba concretamente la estructura de su vida cotidiana. Lo último ha acontecido sólo en proporción debida —en Occidente y en Oriente, en la ciudad y en el campo— durante el presente siglo. Pero no hay duda de que en el siglo XIX se vivía ya en un mundo muy distinto del inmediatamente an¬ terior y casi inconmensurable con los precedentes. Ya comenzaba a hacerse sentir inclusive la presencia de una técnica humana que, al revés de la estrictamente «individual-absoluta» del Oriente, pudiera aplicarse rápida y simultáneamente a grandes masas de hombres. A su elaboración se en¬ caminó gran parte de la ciencia en las últimas décadas del siglo xix. Vea¬ mos sus consecuencias. Los primeros siglos modernos habían edificado, en efecto, las bases para reafirmar una doctrina que era, en el fondo, un subproducto de la concepción cristiana: los hombres son iguales. La diferencia consiste en que mientras en la concepción cristiana la igualdad de los hombres se mide por la presencia ante Dios, en la concepción moderna se mide asi¬ mismo con patrón humano o natural: los hombres son iguales ante Dios, pero también ante la sociedad, ante el universo. Era, pues, la igualdad cismundana (o, para algunos, una combinación de la cismundana con la trasmundana) lo que predominaba. Con el fin de fundamentar científica¬ mente, y no sólo moral o religiosamente, las bases de tal doctrina, se pusieron a la obra las mejores mentes del siglo xix. Ahora bien, la ela¬ boración sistemática de las bases de la «cismundanidad» condujo a con¬ clusiones desconcertantes. Desde el siglo xvi, pero especialmente en el xvii y en el xviii, gran parte de las «soluciones» ofrecidas por las minorías y mayorías cultas se basaron en lo «natural». El derecho natural, la ley natural, la religión natural: he aquí algunas de las manifestaciones del pensamiento «naturalista» de la época. Se trataba, empero, de un «na¬ turalismo» ambiguo. O era una manifestación de los modos tradicionales de la religiosidad, y en tal caso tenía que encajar, como elemento subor¬ dinado, en una concepción más amplia; o era el resultado de la conocida pretensión a la autonomía humana que floreció en la época moderna, y entonces debía fundarse en algo más que en simples opiniones o aspi¬ raciones. La idea de «lo natural» y las congruentes concepciones «natura¬ listas» flotaron en esta ambigüedad durante tres centurias. Pero el si¬ glo XIX se propuso fundamentar la «naturalidad» en otro terreno. Lo con-

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siguió cuando introdujo el «naturalismo» en la ciencia de los seres vi¬ vientes. El darwinismo (por el cual entendemos más el reflejo producido por las concepciones de Darwin que éstas) fue el más notable represen¬ tante de esta tendencia. En el curso de su elaboración se descubrió algo antes insospechado: que el hombre, de puro «natural», no podía aspirar a la igualdad; que la desigualdad biológica —y, «por tanto», intelectual, moral, social y política— consütuía el fundamento del ser humano. ¡Des¬ cubrimiento singular! ¿No daba al traste con todas las ideas político-so¬ ciales penosamente forjadas y defendidas durante los anteriores siglos? ¿No retomaba al hombre en el prmto en que su «historia natural» había sido «interrumpida» —y hasta «desviada»— por el cristianismo? No dejó de haber quienes así lo pensasen: Nietzsche fue uno de ellos. Seducido por la «potencia de la vida», llegó a creer que ésta había sido aniquila¬ da por el espíritu de humildad, y que sólo podía recobrarse mediante la re¬ afirmación de la naturalidad radical del hombre. Con esto se desencade¬ naron una serie de doctrinas que apuntan ya a nuestro siglo. Todas son consecuencias directas de esa sorprendente «encarnación» del «naturalis¬ mo». Ahora bien, esto parecía entrar en conflicto con otra gran línea del pensamiento moderno, la que hemos llamado el «liberalismo». Pero no del todo. Pues si el liberalismo «político» puede escapar al naturalismo, es difícil que pueda hacerlo el liberalismo económico entendido en todo su radicalismo como una perpetua, infatigable y cruel «lucha por la vida». Hay, claro está, razones psicológicas profundas en esta última concep¬ ción: cuando se trata de explorar nuevos campos, es menester poseer el «espíritu de rudeza». Mas este espíritu tiene dos graves inconvenientes que en nuestra centuria se han revelado: entroniza la desigualdad por la desigualdad, y olvida que llega un instante en que se hace necesaria la «organización», no sólo de una particxolar empresa, sino de toda la socie¬ dad humana. Volveremos sobre ello. Por el momento nos interesa hacer constar que uno de los caracteres típicos de las últimas décadas del si¬ glo XIX fue el que sólo en nuestra centuria se ha manifestado en resul¬ tados concretos: la predicación de la brutalidad por ella misma, del músculo «alegre y despreocupado». En todo caso, tan pronto como nos aproxi¬ mamos al final del último siglo, vemos recrudecer el mismo problema que ya se planteó en su comienzo; el gran problema de la sociedad huma¬ na. ¿Puede organizarse? ¿Cómo es posible? ¿Puede ser feliz? ¿Debe serlo? Todavía de 1830 a 1870, aproximadamente, se creyó haber alcan¬ zado una solución. «Aceptemos la herencia de los tiempos modernos; la Ilustración fue ingenua; además, pensó en términos de los muchos y no de los todos. Sin embargo, algo de ella puede conservarse. La ciencia puede ayudarnos a encontrar una solución, pues no es sólo contemplación de la naturaleza o pura manipulación de ella, sino estrecha relación entre el aprovechamiento de la naturaleza y la organización de la sociedad hu¬ mana. De este modo todos —cuando menos los ‘todos’ occidentales—

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podremos ingresar en las nuevas formas de vida y de pensamiento que, en el fondo, son la culminación de un larguísimo proceso, pues toda la evolución anterior no ha sido más que preparación para el momento pre¬ sente, y por ello precisamente se justifica. No se trata ya, como en los románticos, de un regreso: se trata de la explicación de lo acontecido. Cada época tiene su función: la de la nuestra consiste en unir los hilos diversos de la historia occidental y tramar con ellos alguna fuerte tela que pueda protegernos contra las futuras inclemencias.» Así pensaron muchos. No sólo era una solución: era una serie de soluciones. Todos brindaban una considerable ventaja: la de que, efecti¬ vamente, gran parte de los miembros de la comunidad occidental se iban incorporando a ellas. En sus formas moderadas, además, no excluían, para quien las apeteciera, las tradiciones anteriores; al fin y al cabo, la tradi¬ ción posee una singular habilidad para encontrar el resquicio adecuado e introducirse en una situación nueva que en los comienzos había pareci¬ do incompatible con ella. En este sentido, dichas soluciones cumplieron con la finalidad propuesta. Algunos de los modos esenciales de la vida occidental —tales los destacados por Francisco Romero: individualismo, intelectualismo, voluntarismo— quedaban ampliados hasta los límites ne¬ cesarios para permitir el ingreso en ellos no sólo a los «pocos» o a los «muchos», sino a los «todos» —o a los casi «todos»—. Cierto que para ello había que «desfigurarlos» un poco. Pero siempre cabía el consuelo de que la desfiguración fuese transitoria. Y, en efecto, hasta el presente lo ha sido. Mas el problema que se plantea en nuestra época es más grave, porque no se trata ya de la asimilación occidental, sino de la integración «planetaria». En este respecto no cabe una respuesta definitiva: sólo una esperanza. Sí, las grandes masas lo trivializan todo; su ascenso a la vida pública ofre¬ ce a menudo más el aspecto de esa «invasión vertical de los bárbaros» de que ha hablado Ortega y Gasset, que el de una incorporación autén¬ tica. Pero no hay que desalentarse demasiado pronto y concluir que «el» hombre no tiene remedio y que cuando se congrega en excesivo número con sus semejantes se adocena o se convierte en una mala bestia. Por amargas que sean las experiencias hasta ahora habidas sobre este punto, conviene no olvidar que son unilaterales y que, en todo caso, no es reco¬ mendable divorciarse de las mayorías cuando hay que afrontar cuestiones que afectan a ellas. Para resolver un problema que concierne a todos los hombres, es inexcusable tenerlos a todos en cuenta. Por consiguiente, de¬ bemos arrostrar los peligros que implica todo proceso magno de incorpo¬ ración. De lo contrario nunca se incorporará nadie a nada. Tanto más cuanto que la historia de la época moderna nos ha mostrado que la in¬ corporación es factible y que, pasados los primeros momentos de riesgo —aquellos en que todo parece hundirse en el achabacanamiento, en la nivelación por abajo—, se obtiene un mayor enriquecimiento de la socie-

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dad humana. Estas advertencias son pertinentes especialmente para el momento actual y deberían corresponder al capítulo próximo. Pero como ya en el siglo xix se plantearon con suma gravedad para el Occidente los problemas antedichos, se nos dispensará anticiparnos. Quizá un ejemplo hará comprender mejor lo que pretendemos decir. Combatir el analfabetismo parece, por lo pronto, una invitación al abara¬ tamiento de la cultura. Una vez que sepa leer, se dice, la mayoría se arro¬ jará vorazmente sobre toda clase de bazofia literaria y, por si fuera poco, se dejará influir por toda suerte de propagandas. Al final, basta puede llegar a machacar las cabezas de los «ingenuos» que propugnaron tan pe¬ regrina idea. Puede ser. Pero con ello olvidamos la otra cara: al saber leerj las gentes entrarán en posesión de posibilidades que antes les habían sido denegadas. Pues sería injusto aniquilar, en nombre de una realidad que puede ser transitoria, la posibilidad de una auténtica elevación de la sociedad humana. Todo lo humano es una espada de dos filos. Lo que conviene es procurar que sólo el filo mejor penetre por el futuro. Así pareció ocurrir para la sociedad occidental en los postreros años del siglo pasado. Ello confirmaba la persistencia de esa peculiar característica de nuestra sociedad que hemos llamado «dinamismo». Característica a la cual habría que agregar otra, bellamente destacada por Guizot: el hecho de que la tendencia a la unidad en la civilización de Occidente no ha sido nunca en desmedro de su variedad. Pero tan pronto como se llegó a esta convicción, se repitió el mismo fenómeno tantas veces mentado: el equi¬ librio conseguido subsistió casi sólo durante los instantes en que fue no¬ tado. Con extremo vigor y claridad se introdujo entonces una ruptura que separó en dos el siglo pasado y el nuestro. Consistió en dos hechos. El primero, la conciencia de que, en rigor, no era cierto que todos los hom¬ bres se hubiesen incorporado a los «modos esenciales» de la civilización occidental y de que, por tanto, nuevos ajustes eran necesarios. Consecuen¬ cia inmediata de esa visión fue una nueva ola de pesimismo, esta vez de pesimismo en la razón, en el conocimiento, en la ciencia. Aparecieron los trenos sobre la «bancarrota de la ciencia», las lamentaciones sobre el «fra¬ caso de la ailtura». Un hecho magno, la Primera Guerra Mundial, marcó cronológicamente la línea divisoria. El segundo hecho fue el aludido va¬ rias veces: el «nuevo despertar» de Oriente, característicamente simboli¬ zado por la revolución china de 1911, a la cual puede agregarse otro «despertar»: el simbolizado por la revolución mexicana de 1910. Nuevas voces se incorporaron, pues, a la sinfonía; nada de sorprendente que la orquesta pareciese de repente desafinada, que una ola inmensa, pavorosa, indomeñable, se abatiera súbitamente no ya sobre Europa o América o las zonas más o menos occidentales del mundo, sino sobre todo el planeta. Pero esta historia pertenece ya a nuestra centuria; más todavía, a los momentos presentes. Necesitamos aclararnos la nueva situación; proceda¬ mos, para concluir, a formular sobre ella algunas reflexiones.

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NOTAS El problema de la «aceleración progresiva» en la historia ha sido de¬ batido últimamente por varios autores. En su libro Essai sur l’accélération dans Vhistoire, París (1948), Daniel Halévy menciona un texto de Michelet que confirma lo antes señalado. Ni ese texto ni el propio hbro de Halévy, sin embargo, toman la cuestión con la amplitud suficiente. En su obra L'Accélération évolutive, París-Santiago de Chile (1947), Frangois Meyer realiza una investigación interesante, y osada, acerca de los fun¬ damentos cósmicos de la aceleración histórica. Es probable que la cues¬ tión suscite en el futuro el interés de los filósofos y de los historiadores. En nuestra opinión, el proceso de la aceleración histórica no puede des¬ ligarse del fenómeno tan repetidamente subrayado en la segunda parte de este libro: la incorf>oración de masas de población cada vez mayores a la vida pública. Esto es tanto más notable cuanto que, en apariencia, debería suceder lo inverso: la incorporación progresiva de las masas de¬ bería de oponer una resistencia difícil de vencer. Sin embargo, lo que sucede en la historia puede expresarse en esta fórmula: a mayor masa, mayor aceleración. Los antiguos imperios duraban centenares de años. No diré que los sucesos «políticos» dejaban intocadas las formas de vida de las poblaciones; como es sabido, tales transformaciones consistían a veces en la suplantación de una población por otra mediante el exterminio de los antiguos pobladores. Mas esto no obsta para reconocer que lo normal era que los cambios apolíticos habidos en las capas dominantes resbalaran simplemente por encima de la masa dominada: el fondo no resultaba in¬ tocado, pero su evolución era lenta. No es, pues, un azar que el ritmo histórico moderno se haya acelerado progresivamente y que en nuestra época se haya llegado a la aceleración máxima. La idea que la ciencia —especialmente la física y la astronomía— proporciona del mundo influye, por supuesto, sobre los hombres. Pero menos de lo que se imagina. Se lee con frecuencia (sobre todo en auto¬ res de lengua inglesa) que cuando los hombres tengan una noción más clara de su puesto en el cosmos desaparecerán muchas de las rivalidades que envenenan sus relaciones. Nos permitimos dudarlo. Si tal ocurriera, no habría motivo para que el descubrimiento de la «infinitud de los mun¬ dos» no hubiese producido cambios muy radicales en las mentes humanas. Cierto que algunos produjo. Cierto, además, que fueron mayores a me¬ dida que más hombres participaron en los conocimientos proporcionados por la «imagen científica del mundo». Pero es una verdad trivial que el ser humano puede acurrucarse en su pequeño cubil con toda la ternura y toda la ferocidad de que es capaz, con bastante independencia de lo que la ciencia enuncie acerca del mundo. No porque un hombre escuche

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diariamente las noticias que emite la radio sobre los cuatro puntos dcl planeta dejará de mantener sus menudos rencores —o amores— con sus convecinos. Pensar que la visión del cosmos afecta entera o fundamen¬ talmente nuestro modo de vivir, equivale a suponer que la idea de que este mundo es sólo un valle de lágrimas impide ocuparse de las cosas de este mundo. Mas el espíritu humano es lo bastante flexible para acoger en su seno varios, y hasta contradictorios, «universos». Al mencionar la aplicación a la «cuestión social» de las técnicas cien¬ tífico-naturales, describimos sólo una de las caras del problema. Contra el positivismo científico-natural se levantaron en nuestro siglo —y ya en el anterior— decenas de voces irritadas. En muchos casos se propugnó una separación estricta entre lo humano-histórico-social y lo natural. En otros se observó que el hombre no es, en el fondo, «naturaleza» y que, por consiguiente, mal pueden aplicarse las técnicas científico-naturales a sus problemas. Si la afirmación de que el hombre no es naturaleza se en¬ tiende en el sentido de que continuamente se alteran las formas de su comportamiento, asentimos a ella. Pues con esto sólo se pretende —cree¬ mos— mostrar que en su peculiar dinamismo tiene que captarse con muy diversos medios, y no sólo los científico-naturales. No sólo el dinamismo del hombre individual —ante el cual fracasan técnicas que, como las es¬ tadísticas, están hechas para colectividades—, sino inclusive el de los grupos humanos. Pero si tal afirmación se entiende en el sentido de una separación epistemológica completa entre dos orbes científicos, la recha¬ zamos. El «análisis de la existencia humana» no es incompatible, a nues¬ tro entender, con la conexión epistemológica de lo natural y de lo «espi¬ ritual»; hasta puede proporcionarle su fundamento filosófico. No ignoramos los aspectos negativos que se presentan en los momen¬ tos de integración de nuevas masas; su sola enumeración llenaría un volu¬ minoso hbro. Todos pueden concentrarse en la fórmula «democracia hu¬ moral», que Max Scheler acuñó en un instante de irritación ante las fre¬ cuentes consecuencias desastrosas de la intervención —activa o mediante la caja de resonancia de la opinión pública— de cada vez mayor cantidad de gentes en ciertas funciones antes reservadas a minorías o simplemente a grupos restringidos. Casi todo el libro de Ortega, La rebelión de las masas, está dedicado a destacar esos aspectos, que para nosotros son in¬ negables, pero que pueden ser, y esperamos que sean, transitorios, fuen¬ tes de posibilidades más bien que realidades inconmovibles. Pues en el momento del tránsito hacia una incorporación de grandes masas no sólo ocurre que éstas «usurpan» funciones pertenecientes a grupos determi¬ nados, sino que las usurpan simultáneamente. Los ejemplos son numero¬ sos. Tomemos dos de ellos. La diplomacia, antes reservada a ciertas gen¬ tes especializadas o a ciertas minorías dominantes, depende hoy en gran

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parte de reacciones públicas. Esto no es lo más a propósito para que se adopten soluciones convenientes al público mismo; al faltar, como se ha dicho ya, la racionalidad necesaria en la decisión, el resultado es a me¬ nudo la respuesta irracional, la coz al aguijón. Pero no es forzoso que así sea siempre. La gran cuestión consiste en saber si es posible que, una vez asimiladas las nuevas masas, se introduzca en ellas el necesario elemento racional. El otro ejemplo es la administración de la justicia. Encargar de ella por entero a una minoría especializada o privilegiada tiene graves inconvenientes; entre ellos, el más rotundo, la arbitrariedad provocada por los intereses particulares de tal minoría o de aquellos a cuyo servicio actúe. Naturalmente, tales inconvenientes desaparecen cuando el encarga¬ do de administrar justicia posee, además de la correspondiente facultad de juzgar rectamente, la necesaria independencia. Pero supongamos que ello sea inasequible, o se haya perdido; el pueblo tendrá entonces que in¬ tervenir de alguna manera. Ahora bien, hay dos modos de hacerlo. Uno consiste en la introducción de ciertos «artificios» («neutrahzación» del fiscal por el defensor; intervención de jurados donde un grupo seleccio¬ nado entre todo el público decide de la culpabilidad o inocencia del acu¬ sado). A pesar de las posibles arbitrariedades que por prejuicio o igno¬ rancia puedan cometerse, los citados medios son saludables y pueden corregir los defectos anteriores. Pero imaginemos que la citada neutra¬ lización» desaparece o queda reducida al mínimo y que, además, la interven¬ ción pública en un juicio es «masiva». El resultado, ¿no será entonces puramente «humoral», arbitrario y con frecuencia cruel? Para que no lo fuera, se necesitaría que la racionahdad se introdujera también en las de¬ cisiones de las grandes masas. Ello puede efectuarse de varios modos. En unos casos, de un modo total; entonces, cuando se trata de problemas que afectan a la gran mayoría, es justo que ésta, ya incorporada y relati¬ vamente racionalizada, decida. Pero como sería utópico pretender que la gran mayoría decida directamente en todos los asuntos, aun los que la afectan, hay que recurrir a otros modos parciales y auxiliares: funciones especializadas; minorías que asumen diversos mandos; representaciones, etcétera. Naturalmente, el aspecto negativo más importante es el que se ha presentado a menudo en la historia: el de que, en vez de conducir a una mayor libertad, el proceso citado lleve, con miras a evitar el peligro de la anarquía, al más feroz despotismo. La época contemporánea abunda en ejemplos al respecto. Ante este peligro, todos los demás —incluyendo el abaratamiento transitorio de las formas de vida y de pensamiento— pier¬ den gravedad. Pues en la época actual, la tiranización, con los medios técnicos de que dispone, puede producir efectos considerablemente mayo¬ res que cuantos se han visto hasta ahora: puede modificar inclusive las estructuras psicológicas de los hombres, por lo menos de los que viven en el presente en el atea afectada. En lugar de convertirse en un con-

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junto de posibilidades efectivas, la sociedad renovada podría convertirse en una caricatura de la posibilidad: en una masa informe, maleable, no sólo vulgarÍ2ada, mas también degradada. Lo peor sería que ni siquiera con ello se evitarían los trastornos materiales. Al contrario: para mante¬ ner a la sociedad en estado de maleabilidad permanente, habría que des¬ viar sus tensiones psicológicas por vías diversas. La crueldad podría ser una de ellas. Se ha dicho, en efecto, que en el momento actual la satis¬ facción de los impulsos agresivos humanos es más peligrosa que en cual¬ quier otra época: un hombre que en circunstancias normales se contenta con dar un portazo puede, aprovechándose de los medios que pone a su disposición una ideología cualquiera, destruir por entero una ciudad, una provincia (Cfr. el artículo de Francisco Ayala, «El hombre al día», Realidad, III [1948], 28-38). Nada más cierto. Ello muestra que es injusto suponer que el hombre es hoy más cruel que antes. Lo que sucede es que tiene mayores posibilidades técnicas y sociales de ejercer la crueldad. La acción «individual» puede poseer —^para el bien y para el mal— un mayor alcance, análogamente a como la publicidad en las funciones del gobierno, al tener como fondo la enorme resonancia de la opinión pública, puede producir —también para el bien y para el mal— un gran desencaje entre la acción y el resultado; el eco de un vasto público obliga a adoptar frases, actitudes, decisiones, con vistas a satisfacer sus humores momen¬ táneos y no con el fin de resolver la situación global presentada. Jean Paulhan escribió una vez: «Que el hombre pueda experimentar un placer muy vivo en descuartizar al hombre, y desde luego —o quizá— en imagi¬ nar que lo descuartiza, no sé qué especie de cobardía nos hace disimular de ordinario un hecho evidente.» Es una comprobación que puede hacerse en todas las épocas, aunque posiblemente el pasaje anterior peca por uni¬ lateral; con la misma justificación se podría decir: «Que el hombre expe¬ rimenta un gran placer en sacrificarse por otro, etc., etc.». En esto hay que establecer una serie de distinciones. Los impulsos agresivos pueden considerarse desde tres ángulos: el psicológico, el «técnico» y el históricosocial. Los dos últimos son los que aquí nos interesan. Así, consideramos las matanzas colectivas, la barbarie en masa, como un fenómeno social, condicionado por la historia. Esto explica hechos de otra suerte incom¬ prensibles: por ejemplo, que ciertas medidas políticas de inaudita crueldad hayan sido adoptadas o ejecutadas por personas psicológicamente sensi¬ bles. Y que, al revés, políticas humanitarias hayan sido dirigidas por hombres psicológicamente brutales. Sería conveniente desenredar esta com¬ plicada madeja. No hemos atacado la cuestión de la estructura de la sociedad de ma¬ sas y de los problemas que presenta esta estructura especialmente en re¬ lación con la sociedad de masas contemporánea, porque nos hemos exten¬ dido sobre el asunto en otros lugares —especialmente en el libro La jilo-

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Sofía en el mundo de hoy, incluido en este volumen (Cap. III).—Recor¬ daremos aquí únicamente que no es incompatible para una sociedad de masas estar articulada en «grupos», «categorías», «clases», y menos toda¬ vía incompatible para tal sociedad el tener «élites de poder» que tienden de alguna manera a perpetuarse. Sin embargo, una vez reconocidas todas las divisiones internas que se quieran, hay que admitir que hay en la so¬ ciedad de masas algo «fluido», que permite continuas reestructuraciones. En unos casos, un grujx) se distingue de otros por el poder (o, mejor dicho, por ciertos poderes); en otros casos, la distinción se funda en la riqueza; en otros (como sucede a menudo en Inglaterra), en el «acento». Sena, pues, erróneo estimar que, por ser más «amorfa» que otras socie¬ dades, la sociedad de masas está completamente desarticulada. Más erró¬ neo todavía sería suponer que la sociedad de masas no evoluciona. En verdad, nada tan difícil de describir como una sociedad de masas justa¬ mente porque cambian continuamente los fundamentos de cualesquiera diferenciaciones internas que puedan descubrirse en ella. El paso de los «pocos» a los «muchos» y de los «muchos» a los «to¬ dos» no ofrece solamente un aspecto sociológico, sino también (y crecien¬ temente) un aspecto demográfico. Los «todos» van siendo cada vez más. La población del planeta —que no había pasado de los 20 millones seis milenios antes de nuestra era— alcanzaba apenas los 50 millones a me¬ diados del siglo XVII. A mediados del siglo xix pasó de los 1.000 millo¬ nes; a comienzos del siglo actual, de los 1.500 millones; a mediados del siglo, de los 2.500 millones; en la actualidad, de los 3.000 millones. Este ritmo de crecimiento no lleva trazas de aminorar, pues la proporción del aumento aumenta a su vez. En vista de ello, se anticipan para fechas re¬ lativamente cercanas cifras aterradoras, y para épocas más lejanas —pero no demasiado lejanas— una completa «saturación». La explosión demográfica plantea varios problemas, de los cuales des¬ tacan dos: ¿Bastarán los recursos naturales para una población doble, tri¬ ple o cuádruple de la actual?; ¿Será posible vivir en paz en un planeta demográficamente saturado? Se puede preguntar, en efecto, si no hay un límite en los recursos naturales disponibles (superficie de tierras cultivables, fuentes de energía explotables), aun suponiendo un muy amplio margen de recursos posibles más allá de los actualmente conocidos. Se ha hecho notar, por ejemplo, que ciertas fuentes de energía —carbón, petróleo, etc.— no son inagota¬ bles. Teniendo esto en cuenta se han propuesto varias medidas. Una de ellas consiste esencialmente en limitaciones (limitación de la población por el control de nacimientos; ahorro de energías disponibles o, en todo caso, evitación de un derroche de energía). La otra consiste esencialmente en expansiones (busca de nuevas fuentes de alimentos, como el cultivo de ciertas especies de algas, o la producción de alimentos sintéticos; busca

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de nuevas fuentes de energía —solar, nuclear, etc.—; eliminación de con¬ versiones energéticas dispendiosas, tal como en la conversión directa de la radiación en electricidad). Los partidarios del primer tipo de medidas creen que hay límites infranqueables para el crecimiento de la población y que, además, se han alcanzado ya tales límites. Los partidarios del segimdo tipo de medidas declaran que no hay ningún límite, cuando menos ningún límite visible, en vista de que las posibilidades técnicas de descu¬ brimiento y explotación son prácticamente infinitas. En nuestra opinión, ambas escuelas pecan por defecto y por exceso. Los predicadores de la retracción olvidan que los aumentos de población no son en sí mismos catastróficos y que muchas veces permiten desarrollar posibilidades antes dormidas o latentes (ya que una de las principales fuentes de energía es precisamente «la energía humana»). Los fanáticos de la expansión no tienen en cuenta que ésta no consiste en un «cuanto más, mejor», y que una expansión sin frecuentes, y prudentes, autolimitaciones, se estrangu¬ la a sí misma. Por lo demás, se pueden observar estas autolimitaciones en la explosión demográfica de algunos países —en general, los económi¬ ca y técnicamente más desarrollados. La cuestión de las consecuencias que puede tener un desarrollo demo¬ gráfico excesivo está ligada, en parte, a factores geográficos. No sólo la densidad de población está muy desigualmente distribuida, sino que están también desigualmente distribuidas las explosiones demográficas. Ello pue¬ de producir, por un lado, como se ha advertido con frecuencia (véase, por ejemplo, André Siegfried, Aspeets du vingtiéme siécle, París [1955]), «presiones» peligrosas, crisis políticas que amenazan constantemente con engendrar confhctos, localizables o generalizables. Por otro lado, puede pr^ucir «crisis culturales» que engendran innumerables fenómenos de fa¬ natismo o, según los casos, de desarraigo. También en este punto se trata de ver de qué modo y en qué proporción los «todos» podrán, como lo esperamos, elevarse hasta los niveles reservados durante mucho tiempo a los «muchos» y a los «pocos»... La tan zaherida vulgarización de la cultura que se produce en los momentos de transición descritos en el texto no se limita a la literatura —o a lo que funge de tal en millares de novelas que no poseen ni siquiera las virtudes de las hoy ya clásicas «novelas de folletín»—. En nuestra época puede notarse una pavorosa trivialización de la vulgarización cien¬ tífica. Aparece en dos formas. Primero, como una «superstición» de la ciencia, a la cual se atribuyen toda suerte de posibilidades, maravillas y portentos, sin que importe que estén en contradicción con el lenguaje cien¬ tífico —no con un determinado lenguaje científico, sino con todos ellos— y sin que tengan en cuenta esos «principios de impotencia» de que ha hablado, entre otros, George Thomson, en The Foreseeable Future, Cam¬ bridge (1955) [hay trad. esp.: El futuro previsible, Madrid (1960)]. Se-

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gundo, bajo el aspecto de la llamada «literatura de ficción científica». Las dos formas están a veces estrechamente relacionadas, 5^ la segunda, ade¬ más, está emparentada con la vulgarización «literaria». Con el nombre de «literatura de ficción científica» no nos referimos, sin embargo, al tipo de literatura que ejemplificó en su tiempo Julio Verne, ni a las «antici¬ paciones científico-sociales» de H. G. Wells. Verne trabajó dentro de la atmósfera del progresismo decimonónico. En cuanto a las «novelas cien¬ tíficas» de Wells, recordemos el dictamen de Jorge Luis Borges: «No sólo es ingenioso lo que refieren; es también simbólico de procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos humanos» (Nuevas In¬ quisiciones: 1937-1952, Buenos Aires [1952], pág. 104). En Wells hay, además, una singular mezcla de «progresismo» y «decadentismo» (como en La isla del doctor Moreau, donde lo humano se mezcla con lo infra¬ humano). En cambio, la actual «ficción científica» es, salvo casos muy honorables (como los de Ray Bradbury, Robert Heinlein y unos pocos mas), una mera caricatura de la «imaginación científica» y con frecuencia una mezcla de perversidad e ingenuidad. Constituye, así, el paralelo de la bazofia «literaria», y es ella misma un ejemplo de tal bazofia. Allí ve¬ mos desarrollarse las mas triviales aventuras amorosas entre seres que se pasan el tiempo —con el cual, por lo demás, se hace lo que se quiere— viajando de un planeta a otro, y hasta de una galaxia a otra. Allí descu¬ brimos la existencia de fantásticas razas subterráneas que emergen por la noche a la superficie para chupar la sangre de los terráqueos (Wells habló de algo parecido en La máquina exploradora del tiempo, pero esta narra¬ ción no es ninguna bazofia: es una obra maestra del género). Allí vemos se pretende que veamos— monstruos en lucha con «la Cosa» —sea ésta lo que que fuere—. Algunos autores se atienen a la llamada «vero¬ similitud científica», pero ello no les impide construir sobre ella cualquier inverosimilitud humana. Otros mezclan toda clase de inverosimilitudes y les agregan buenos puñados de mal gusto: ahí tenemos al «Superhom¬ bre». El cine, ademas, multiplica esas imágenes, por no decir que en gran parte determina el modo de presentarlas a la voracidad de los «lectores». Asi, los hombres son capaces de convertir la ciencia —por sí misma nada morbosa en un toxico. Las decenas de revistas seudo-científicas que pu¬ lulan por el mundo y los centenares de películas no menos seudo-científi¬ cas que por doquiera se proyectan se encargan de transmitirlo muy efi¬ cazmente. La interdependencia de cada pmnto del planeta con respecto al resto ha sido afirmada muchas veces en los últimos tiempos. He aquí tres citas a guisa de ejemplos. En su libro Regards sur le monde actuel, París (1931), Paul Valery escribía: «Toda política especuló hasta ahora sobre el aisla¬ miento de los acontecimientos. La historia estaba hecha de acontecimien¬ tos que podían localizarse. Cada perturbación producida en un punto del

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globo se desarrollaba como en un medio ilimitado; a distancia suficiente, sus efectos eran nulos... Ese tiempo toca a su fin» (pág. 37). En un libro, \om Ursprung und Ziel der Geschichte, Zürich (1949) —hay una traduc¬ ción española por Femando Vela: Del origen y fin de la historia, Madrid (1950)—, Karl Jaspers ha escrito: «La técnica, al hacer posible una co¬ municación hasta ahora impensable entre las diversas partes del globo, ha producido la unificación de éste.» Por eso «la historia de una humani¬ dad ha comenzado» (pág. 247 de la edición en lengua alemana). En su libro La generación del noventa y ocho, Madrid (1945), pág. 113, nota, Pedro Laín Entralgo escribe: «Por mi parte, creo que una historia verdadera¬ mente ‘universal’ no se ha dado hasta las guerras mundiales de 1914 y de 1939; y, sobre todo, hasta que, con motivo de esta última, el destino de los habitantes del Tíbet o de Tombuctú dependa de una acción militar hbrada en el Elba o en el Oder.» Ahora bien, esta unificación del mundo no equivale forzosamente a una unificación de la «conciencia humana»; hasta es posible que la actual unificación sea paralela al fenómeno de la «mptura del mundo» que Gabriel Marcel ha analizado en su obra Le Mystére de VLtre (1951). Aun así, el lector advertirá fácilmente que nuestra posición es menos «nostálgica» y «angustiada» que la de Marcel. El «corazón del mundo» se rompe a la vez que se compone, y en este movimiento incesante se forja algún sentido. Si fuéramos más aficionados a las metáforas, nos agradaría imaginar que en esta última se resume la descripción de la historia.—La cita sobre la cristalización de la «ebulli¬ ción» histórica europea en naciones procede de un libro del general Char¬ les De GauUe, Vers Varmée de métier, París (1934), 80. Hay una traduc¬ ción española de este libro por Ricardo Baeza: El Ejército del porvenir, Buenos Aires (1940). También A. Weber habla de «cristalizaciones nacio¬ nales» (Nationale Kristallisationen) en la obra mencionada en nota al final del capítulo ii de esta parte: págs. 384-96 de la edición española; páginas 344-55 de la edición en lengua alemana.—Para el concepto de «vividura», véase el folleto de Américo Castro, Ensayo de historiología, Nueva York (1950). Este concepto ha sido desarrollado luego por el mismo autor como «morada vital» (Cf. su España en su historia).—Para la referencia a Groethuysen, véase el libro de este autor citado en las notas al final del capítulo anterior.—La influencia favorable sobre el des¬ arrollo económico liberal ejercida por el equilibrio europeo que fundó el Congreso de Viena, ha sido destacada por Jesús Prados Arrarte en su artículo «La economía, la técnica y el mundo del futuro». Realidad, V (1949), 264-80.—La idea de la «superación de la Ilustración» mediante la «libertad completa del espíritu» procede de Nietzsche, Góttendammerung, § 49.—La obra de Spencer a la cual nos referimos principalmente es The Man versus the State, Nueva York (1884). Hay traducción española (pu¬ blicada en 1885) por Siró García del Mazo; reedición, revisada y prolo¬ gada por Francisco Ayala: El individuo contra el Estado, Buenos Aires-

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Tucumán (1945).—La referencia a Francisco Romero procede de varios escritos suyos; entre ellos destacamos: «Meditación de Occidente», Rea¬ lidad, III (1948), 26-46.—Para la referencia a Guizot, véase su Histoire de la civilisation en Europe, depuis la chute de Vempire romain, jusqu’d la révolution franqaise, París (1828), frecuentemente reeditado. Hay tra¬ ducción española por Fernando Vela: Historia de la civilización en Euro¬ pa desde la caída del Imperio romano hasta la Revolución francesa, Ma¬ drid (1935). Es el libro que discutieron, entre los españoles, Balmes en su obra El protestantismo, comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, l.“ ed., 4 vols., Barcelona (1842-43), y —como escribió el propio Guizot— «el muy llorado Donoso Cortés» en su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo considerados en sus principios fundamentales, 1.® ed., Madrid (1851).

V LA SOCIEDAD CONTEMPORANEA Dificultad del tema.—Las cuestiones posibles.—Nuestra selección: I. El problema de la técnica; II. El problema de la organización de la sociedad; III. El problema de la salvación del individuo y la busca de un absoluto.

I La técnica: su papel en la sociedad moderna.—La técnica como «Espíritu de la época». Intelección y manipulación de la realidad: mística y mecánica.—El problema de la invasión de las técnicas.—La critica de la técnica: sus razones y sus sinrazones. Técnica y sociedad.—La manipulación de las máquinas y la de los hombres.—La «técnica humana» en Oriente y Occidente.—La justificación última de la técnica.

II Organización de la sociedad y renovación del individuo: su implicación mutua.— Los problemas actuales de la organización social: su urgencia y su magnitud. Las posibilidades de organización.—Las falsas soluciones.—Del «laissez-faire» a la planificación: los diversos sentidos de ésta.—Las condiciones esenciales de la coexis¬ tencia de la planificación y de la libertad.—Los problemas económicos: capitalismo y comunismo.—Libertades profundas y libertades periféricas. Individuo y sociedad.—Im función del «inconformismo»: pensamiento individual y estructura social.—Individuo, masa y grupo.—La sociedad internamente diferen¬ ciada.—Posibilidades y realidades en la sociedad humana. El papel de la «inteligencia» en la sociedad: lucha o adaptación.— Grandeza y servidumbre de la «inteligencia».

III El problema individual: lo individual y lo absoluto.—La cuestión de la pérdida de la fe: fe, esceptiscismo y «conciencia desgarrada». Fe auténtica y fe espuria.—La fe y el fanatismo.—La fe y las razones.—Fe, creen¬ cia y verdad. La cuestión de la fe en el hombre contemporáneo.—La ausencia de fe: motivos que la abonan.—La falta de seguridad y el desarraigo.—El mundo de lo absurdo.— Racionalidad e irracionalidad.—El desvío entre creencia y experiencia. La presencia de fe: motivos que la abonan.—La ambivalencia del absoluto.—Del desarraigo a la esperanza. Las «soluciones» presentadas: «soluciones falsas» y «soluciones auténticas».—Las condiciones de la autencidad: universalidad, verdad, humanidad.—Trascendencia e in¬ manencia de lo absoluto.—Los cuatro absolutos y la necesidad de su equilibrio.—La cuestión fundamental: la renovación del hombre y la de todos los hombres.—La^ condiciones de la renovación.—La forja de la futura sociedad, tarea infinita. Notas.

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Por desgracia, tales reflexiones no pueden ser muy ordenadas. Para trazar el perfil de un período histórico, varias condiciones se requieren: que el período esté concluso; que se halle lo bastante alejado de nosotros para que los detalles se esfumen y las contradicciones se apacigüen... Nada de eso sucede en el mundo en que vivimos. ¿Qué podemos decir sobre él que no sean vagas generalizaciones o comprobaciones triviales? Sin embargo, no siempre lo imposible es evitable. Necesitamos orientar¬ nos un poco en el laberinto del presente. Entremos, pues, en él con pie temeroso, conscientes de que pisamos terreno movedizo. Es lo que suce¬ de siempre que, por respeto a las posibilidades humanas, se niega que la historia pueda ser sustituida por la profecía. La primera dificultad aparece ya cuando se trata de fijar los proble¬ mas. ¿De qué hablaremos? ¿De la formación de los super-Estados con¬ temporáneos, productos de una ingente evolución industrial, militar y po¬ lítica en el decurso de la cual se hunden unos Imperios y emergen otros, no sin que los vencedores tengan que adoptar muchos de los caracteres de los vencidos? ¿De los colosales e incesantes trastornos sociales, resul¬ tados no sólo de la creciente importancia adquirida por el proletariado, sino de la fimdamental «proletarización» de vastos grupos humanos? ¿De la influencia cada día mayor de las nuevas técnicas sobre la organización de las sociedades humanas? ¿Del surgir, y resurgir, del llamado «tercer mundo»? ¿De las posibilidades de aniquilación de la raza humana en un holocausto termonuclear? ¿Del desvío tantas veces notado entre el pro¬ greso material y el progreso moral, o entre la evolución técnica y la orga¬ nización política? ¿De las formas y de los modelos de vida? ¿De la lucha a muerte, y a veces de la interpenetración, de las diversas ideologías? ¿De las retumbantes explosiones de toda suerte de irracionalismos? Cualquie¬ ra de estos asuntos sería suficiente para dedicar a él todo el libro. ¡Cuánto más no ocurriría, pues, si pretendiésemos enhebrarlos todos en un perfil armonioso! Podríamos intentarlo, pero nos tememos que sería con sacri¬ ficio de aspectos esenciales; una investigación sobre los «fundamentos» del hombre y de la sociedad contemporáneos nos conduciría probablemen¬ te a una serie de inoperantes abstracciones. Es cierto que el empleo de términos clave —como ‘individualismo’ o ‘colectivismo’, ‘intelectualismo’ o ‘voluntarismo’, ‘inmanentismo’ o ‘trascendentismo’, etc.— nos proporcio¬ naría algún auxilio. Pero el lector nos permitirá desconfiar de ellos. Día vendrá en que puedan cobrar sentido. Por el momento será más pertinente atacar el problema de la sociedad contemporánea eligiendo algunos temas que, al suscitar el interés del lector, permitan dejar la puerta abierta para ulteriores reflexiones. Vamos a elegir tres temas: la técnica, la organización de la sociedad v la busca de un «absoluto». Con ello tocamos tres puntos que ninguna descripción de la crisis actual puede descuidar: el material, el social y el individual. El último, además, permitirá decir algo sobre un hecho que

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muchos de los «progresistas» han olvidado y que no pocos de los «tradicionalistas» han trivializado; el de que el hombre individual no parece poder bastarse a si mismo y de que sólo cuando intenta concebirse en función de otra realidad que estima superior, puede llevar a cabo todas sus posibilidades como individuo.

I Comencemos con la técnica. Ya mostramos en el capítulo precedente su papel en la sociedad moderna. Lo que hoy acontece al respecto es la consecuencia de lo que viene sucediendo hace dos siglos. Pero aquí tam¬ bién el factor cuantitativo es tan fundamental, que los últimos cincuenta años nos dan la impresión de un salto brusco. La técnica de la pasada década, sobre todo, ha brincado a tal altura, que algunos piensan que es ya insuperable. En todo caso, aunque en lo sucesivo no se hiciera sino explotar las posibilidades dadas, el progreso técnico actual sería incom¬ parable con el de cualquier otra época. Esto ha producido la habitual amalgama de esperanzas y zozobras, con predominio notorio de las últi¬ mas. Al sobrepasar toda medida, ¿no parece la técnica sobrepasar la me¬ dida humana? He aquí su primer, y más grave, problema. La abundancia y el alcance de las técrúcas parecen absorber las demás dimensiones hu¬ manas; la técnica parece convertirse en el Zeitgeist, en el «Espíritu de la época». No sólo esto. El creciente predominio de la técnica ha alterado fun¬ damentalmente la estructura y la función mismas de la ciencia. Se ha dicho que uno de los rasgos de la civilización occidental ha sido el acti¬ vismo. Sus raíces son probablemente hondas; se ha notado que en gran parte provienen del cristianismo y que, en todo caso, contribuyen a di¬ ferenciar notablemente al hombre occidental en todas las épocas del «hom¬ bre de Oriente». Aun así no debe omitirse el componente teórico de nues¬ tro hombre cuando hace ciencia. Así, todavía en el siglo xvii predomina¬ ba en ésta el aspecto de la intelección. La actividad, la práctica, no que¬ daban suprimidas: Galileo aprendió mucho deambulando entre poleas; Francis Bacon insistió en la construcción de artefactos; todos los sabios europeos de la época consagraron parte de su tiempo a la experimenta¬ ción, a la fabricación de nuevos instrumentos, a la resolución de proble¬ mas prácticos. Pero comparado con nuestra época, el siglo citado da la impresión de ser eminentemente «teórico». Por tanto, en estos instantes la ciencia parece haber dejado de ser un modus intelligendi para conver¬ tirse en un modus oper andi. El brinco ha sido dado: la ciencia aparece al hombre contemporáneo como un haz de portentosas técnicas. Para hacerse cargo de cuán acusada es la diferencia, compárese la idea actual del saber con la que alcanzó la culminación durante el siglo xii. 35

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en plena edad media. «La luz primera que ilumina las figuras artificiales, que son como exteriores al hombre y que han sido inventadas para suplir la indigencia del cuerpo, se llama la luz del arte mecánico, y esta luz, de naturaleza servil y subordinada al conocimiento filosófico, ha de ser propiamente llamada externa.» Así escribía San Buenaventura en su De reductione artium ad theologiam. Podríamos citar muchos otros ejemplos. Todos llegarían a la misma conclusión. Cierto que la noción no se ha per¬ dido enteramente. Mucha gente piensa todavía que sería hermoso seguir la divisa medieval: primero. Teología; luego. Filosofía (agregándole la Ciencia); finalmente. Técnica. Además, la pura ciencia se manifiesta aún con grave vigor. Pero —esto es esencial— en minorías; no es el aspecto que ofrece al hombre común, como en la edad media el saber aparecía ante él bajo especie teológica. No entendía quizá de qué se trataba, pero lo estimaba primario. En este sentido podemos decir que ha habido un salto. No sólo del predominio de la contemplación al de la acción, sino, además, del de la acción interna al de la externa. Pues ésta no es conce¬ bida ya como manifestación de aquélla; la acción no es propiamente acti¬ vidad, sino movimiento o «comportamiento». Así, para hablar en tér¬ minos de Bergson, la mecánica ha predominado en la época actual sobre la mística. En vez de la combinación de la luz superior con la interior, hay la combinación de la luz inferior con la exterior, la del conocimiento sensitivo con la técnica. No estamos aquí valorando, sino describiendo. Así la técnica presenta hoy dos problemas. Se deben a dos cambios. Pri¬ mero, la técnica ha cambiado en su cantidad. Segundo, ha cambiado en su función. Lo que tenemos ante nosotros es, pues, el problema de la acti¬ tud humana frente a la técnica, la cual ha llegado a constituir una dimen¬ sión esencial de la vida. ¿Es una ventaja? ¿Es un daño? De nuevo centenares de voces se han aprestado a discutir el asunto. Decimos «de nuevo»; ya antes de que co¬ menzara la Revolución Industrial abundaron, en efecto, los debates en pro y contra la técnica. El maquinismo se convirtió en una gran cuestión. Al casi inalterable predominio del optimismo y de la confianza en los bene¬ ficios de la ciencia aplicada durante el siglo xvii y buena parte del xviii, sucedió el espíritu del pesimismo y de la revuelta. Esto envolvió multi¬ tud de problemas: «¿Hay que reglamentar interiormente la producción?»; «¿Hay que abandonarla a su antojo?»; «¿Hay que prestar sobre todo aten¬ ción a la agricultura?»; «¿Hay que impulsar el libre comercio entre las colonias?». Cuestiones que pronto afectaron a notable cantidad de hom¬ bres y a fragmentos muy voluminosos de cada vida hum.ana. En el si¬ glo XIX, especialmente, las luchas en torno a los problemas planteados por el maquinismo fueron encarnizadas. Toda clase de soluciones se pro¬ pusieron: fomentarlo, suprimirlo, regularlo. Pronto se advirtió que el problema de la máquina implicaba el de la sociedad: desde los economistas «humanistas», como Le Play, hasta los economistas revolucionarios (bien

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que a la vez «clásicos»), como Marx, todos comprendieron que los tér¬ minos «maqumismo» y «sociedad» eran inseparables. En suma, para re¬ solver el problema del maquinismo no bastaba confinarlo a sus propios términos; era la misma estructura de la sociedad la que tenía que cam¬ biar de algún modo, suave o revolucionariamente. El problema de la técnica quedó desde entonces estrechamente vinculado con la cuestión que luego trataremos bajo el nombre de «organización». La discusión continúa en nuestra época. Una actitud muy usual es la pesimista. Miles de páginas se han consagrado a destacar los males de la técnica: ensayos, filosofía, hasta novelas. Lo que las separa de las críticas del siglo XIX es que en muchos casos no se descubre ya el escape en una reforma de la sociedad. En su libro sobre «el fracaso de la tecnología», Juenger indica que no importa que una sociedad tenga forma capitalista o estructura sociahsta. Ambas pueden convertirse en comunidades «tecnocráticas»; ambas, por tanto, son impotentes por sí mismas para con¬ jurar «los males de la técnica». Pues la raíz última del mal, se dice, no es sólo social, sino íntegramente humana. Es el rebote causado por una «perfección sin propósito», que acaba con una completa cosificación de nuestra existencia. Llevados por las técnicas, somos ya incapaces de rela¬ cionarnos directamente no sólo con los otros hombres, sino hasta con las mismas cosas. Esto ha llegado hoy inclusive a ciertos extremos cómicos. Los caricaturistas comienzan a presentar las nuevas extravagancias de la épo¬ ca; el hombre que, inclinado sobre su aparato de televisión, contempla en la pantalla el mismo espectáculo que justamente se está desarrollando en su calle, ante su ventana. Las impresiones recibidas del exterior acaban por parecer «vagamente fraudulentas». Podríamos continuar en este tono y reproducir todas las trivialidades bien conocidas: la imposibilidad de retirarse a la intimidad, las continuas e inaguantables presiones del con¬ torno, etc., etc. Muchas de estas observaciones serían ciertas. Pero no vemos por qué cargarlas todas a la cuenta del maquinismo y de la técnica. Caeríamos, además, en la iconoclastia paradójica de quienes, al tiempo que denuncian las técnicas, se sirven cuanto pueden de ellas. Las lavadoras automáticas nos impiden, ciertamente, lavar junto al río y gozar de la sombra de los álamos. Pero no todo en el lavado a la orilla del río con¬ siste en disfrutar de la deliciosa umbría. El teléfono invade el hogar. Pero también es cierto que muchos se dejan invadir gozosamente. La radio, la televisión, nos perturban. A nadie, empero, se le obliga, todavía, a man¬ tener siempre el interruptor abierto. Los anuncios, las consignas, las fórmu¬ las repetidas hasta la saciedad nos aturden, nos mecanizan, nos hastían. No es menos cierto que muchos contemporáneos las adoran. Sí, la pro¬ liferación de las técnicas puede ser una posibilidad de que el hombre no sólo viva entre las cosas, sino también de ellas. Pero debe de haber alguna íntima tendencia humana a la cosificación para que el fenómeno se gene¬ ralice tan fulminantemente. Por tanto, es el hombre mismo lo que hay

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que vigilar sin respiro. Esto liga estrechamente el problema de la técnica con los que van a ser tratados luego; con la cuestión de la organización de la sociedad y de la «salvación» de la persona. Consiguientemente, no es fácil resolverlo mediante un retroceso. Como se ha dicho con frecuencia, las técnicas representan, al tiempo que una posibilidad de cosificación y mecanización de la existencia, una no me¬ nos enérgica posibilidad de liberación de las energías humanas. Mediante la técnica puede ser cierto que un día el hombre deje de ser explotado por el hombre. Ahora bien, para ello es necesario percibir claramente que la técnica no puede ser su propio motor. Los asuntos humanos no pueden ser resueltos ni por las máquinas ni por los dirigentes de éstas: la «tec¬ nocracia». Pues ésta tiene una fuerte tendencia a tecnificar no sólo los me¬ dios de que se vale el hombre, sino al hombre mismo. En verdad, los riesgos de la mecanización son de escaso volumen si se los compara con los que representa la introducción de técnicas (y sólo ellas) en las solu¬ ciones humanas. Así, el verdadero peligro no es el mal uso de las mᬠquinas, sino el mal uso en la manipulación técnica de los hombres. Por ésta entendemos todos los artificios «científico-sociales» usados para or¬ ganizar la sociedad, auxiliados por la frecuente comparación entre el fun¬ cionamiento de ésta y el de la máquina. La época actual es también en este respecto inconmensurable con todas las otras. Se ha dicho que nues¬ tro tiempo es el de la energía atómica. No es menos cierto que es el del cerebro electrónico. Y quizá algún día la cibernética sea más omnipre¬ sente en la vida humana que la física atómica. Se trata de un problema muy grave. Pues tampoco un retroceso nos sirve de auxilio. No hay que rechazar de plano todas las técnicas de manipulación de los hombres. Como las técnicas mecánicas, las humanas resultan indispensables cuando la sociedad se complica y presenta problemas inconmensurables con los planteados cuando se reduce a unos cuantos individuos. En un intere¬ sante artículo de Maurice Duverger he leído inclusive que la llamada ventaja de Rusia sobre el Occidente no consiste en que los soviéticos tengan una fe y los occidentales carezcan de ella. Al fin y al cabo, esta ausencia de toda fe en unos —y la congruente omnipresencia de ella en otros— es asunto bastante problemático. La ventaja, si existe, consiste, según dicho autor, en que unos aplican una técnica de manipulación hu¬ mana y los otros se abstienen de ello. Ahora bien, no debe olvidarse que el Occidente emplea también muchas técnicas humanas. No sólo en las tan discutidas proposiciones de los tecnócratas y en el proceso del human engineering, que algunos interpretan como la aplicación a la sociedad humana del espíritu científico, y otros como la postrera desesperada de¬ fensa de la sociedad capitalista. La verdad es que el Occidente ha em¬ pleado siempre técnicas de manipulación humana. Sólo los que han ele¬ gido pasar por la «puerta estrecha», los que han vivido de acuerdo con la resistencia al Estado, a todo Estado —los «monasteriales»—, han esca-

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pado parcialmente a ellas. Pero hay algo de verdad en la tesis del escritor antedicho. ¿Cómo, pues, solucionar este ingente problema sin caer en una inoperante nostalgia de un incierto pasado al cual se declara en blo¬ que, sin preocuparse de examinarlo en detalle, vagamente paradisíaco? Sólo hay una solución. Consiste en ligar siempre el problema de la técnica con los otros mencionados para evitar que se desarrolle unilateral¬ mente. Sobre todo, en pensar que su fundamento no es la pura manipu¬ lación, sino aquella comprensión de la realidad que sólo la inteligencia objetiva proporciona. Nuestra conclusión sobre este primer tema puede ofrecer inclusive un aspecto paradójico: la cosificación de la existencia humana por las técnicas —mecánicas y humanas— obedece en gran parte a que no se han llevado bastante al extremo la objetividad y la univer¬ salidad que el uso de las técnicas implica. Cuando empleamos a fondo la inteligencia objetiva, la que ha hecho posible las técnicas, descubrimos lo que hay de parcial en éstas. Es que la inteligencia posee una caracterís¬ tica que a menudo se olvida: la de comprender sus propias limitaciones. Gracias a ello puede el hombre permitirse lo único de lo cual no puede prescindir: dejar la puerta abierta, dar a la posibilidad y a la realidad lo que les pertenezca. Es otro modo de decir lo' ya sabido —y olvidado—: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

11 El problema de la técnica nos ha hecho tocar ya varias veces la cues¬ tión de la organización de la sociedad humana. Parece la cuestión de la época. Algunas veces se ha discutido si la solución de los más graves conflictos de nuestro tiempo ha de conseguirse o mediante la renovación del hombre interior o por medio de un cambio colectivo. Los partidarios de la primera solución chocan con graves obs¬ táculos. A menos que equiparen la sociedad humana a una comunidad «angélica», dando por resuelto lo que se trataba justamente de demostrar, no tienen más remedio que atender a la relación, no sólo interna, mas también externa, entre las distintas personas. A su vez, quienes lo espe¬ ran todo de un cambio en la estructura de la sociedad olvidan que, si se reduce enteramente el hombre a su función social —y se resuelve la cuestión por el absurdo—, no habrá manera de renovar la condición hu¬ mana. En vista de ello se ha reconocido, con muy buen acuerdo, que las dos cuestiones se implican mutuamente; ninguna modificación en la es¬ tructura de la sociedad es ajena al cambio de la persona y viceversa. Por tanto, al desarrollar el tema de la «organización» trataremos también, por implicación, el de la «salvación del individuo». Es una verdad de experiencia que la sociedad humana no puede de¬ jar de estar articulada. La cuestión, empero, es saber cómo. Y aquí en-

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tramos en nuestro tema. Lo mismo que respecto a la técnica, también en punto a la articulación de la sociedad se distingue nuestra época de las otras. No por la cualidad del problema, sino por su magnitud; nunca como ahora se habían planteado con tanta fuerza tantos problemas de organización humana. Claro está, no fue un grano de anís organizar la sociedad egipcia. Tampoco lo fue organizar el Imperio romano o el de los Incas. O, en otros órdenes, el Imperio de la «horda dorada». Pero dentro de los arduos problemas que había en todas esas culturas, se p)oseían ciertas «ventajas» de que nosotros carecemos o de que debemos prescindir. La sociedad egipcia o el Imperio inca despacharon el asunto cerrando casi completamente las respectivas comunidades. Sobre todo en el último caso, el encajonamiento de los miembros de la sociedad en su propia estructura pareció absoluto. El Imperio mogólico resolvió el pro¬ blema dejando «sueltos» a la mayor parte de sus componentes —no sólo a los individuos, sino también a los grupos—. Uno y otro pecaron: por exceso y por defecto. Menos hacedero fue resolver el problema de la es¬ tructura del Imperio romano; quizá por esto mismo las soluciones tuvie¬ ron que ser más flexibles y profundas, y algunas han permanecido vigen¬ tes hasta nuestra época. Pero cuando llegamos a ésta, los problemas ante¬ riores, con ser graves, pierden parte de su virulencia. Pues nosotros tene¬ mos que organizar una serie de grandes sociedades y, además, hacerlo de tal modo, que la organización de cada una no represente ni la aniquila¬ ción de sus miembros ni la de las sociedades restantes. Es un problema abrumador. Nuestra primera reacción ante él puede formularse así: es insoluble. La^ tantas veces mencionada tendencia a la interdependencia de todos los países dentro del planeta no es uno de los factores menos embarazosos. ¿Cómo acordar órbitas tan complejas? No debemos dejamos seducir por la fácil idea de que todo quedará resuelto cuando una sociedad se impon¬ ga definitivamente sobre las otras, unificando el mundo por el fuego y el hierro. Estas ideas más o menos spenglerianas no pasan de ser una de tantas explosiones desesperadas de la época. Alemania soñó con un Imperiiim mundi; no se dio cuenta de que tal nombre, caso de aceptarse, debía basarse en algo más que en una especie de zoología humana. Cual¬ quiera que sea el tipo de sociedad que a la larga se imponga sobre gran¬ des masas, deberá hacerlo en nombre de todos los seres humanos, no de al¬ guna supuesta raza privilegiada. Que bajo la expresión «en nombre de todos los seres humanos» puedan ocultarse designios inconfesables, ¿quién puede negarlo? No es menos cierto que aun tales designos se ven for¬ zados hoy a adoptar una terminología «convincente». Por tanto, el pro¬ blema de la organización de la sociedad actual no puede resolverse me¬ diante la formación de un Imperium de tipo tradicional. Es una cuestión más compleja. Requiere varias difíciles condiciones, de las que enuncia¬ remos tres. Una: que la organización de la sociedad contemporánea debe

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partir de una cierta patente tendencia hacia la unificación mundial, que no impida la subsistencia de una gran variedad de modos sociales y hu¬ manos. Otra: que si quiere lograr éxito duradero la organización no debe entenderse unilateralmente, como una simple disposición «mecánica» u «orgánica». Finalmente: que por grande y pK>derosa que sea la organiza¬ ción conseguida no puede suprimir las bases que la hacen posible. Esta última condición —que hemos expresado de un modo un tanto oscuro— supone que el problema de la organización está siempre vinculado a la cuestión de la «salvación del individuo». Sólo por la comodidad de la ex¬ posición tratamos los dos asuntos separadamente. Nadie pone ya en duda no sólo que la sociedad debe organizarse, sino que, bien o mal, está organizada. Sin ello no podría subsistir un solo instante. Hasta parece que se organiza «naturalmente» y que se adapta mejor o peor a las necesidades que le impone la continua asimilación de nuevos elementos. Por tanto, parece que la cuestión no debería preocupar demasiado; en los detalles pueden introducirse muchas modificaciones, pero no en el conjunto. Hay parte de verdad en esto: la parte que con¬ siste en admitir que o la sociedad se organiza o perece. Pero no caigamos en la falacia biologista. La sociedad puede organizarse y puede desinte¬ grarse. Si perece, no es por «agotamiento»; y si persiste, no es siempre por «vitalidad». Gran parte de su destino depende de los hombres. Lo hemos visto en la época moderna. No era forzoso que la sociedad occi¬ dental solucionase como lo hizo el gran problema de la «incorporación» incesante de nuevos elementos. Hubiera podido muy bien cerrarse dema¬ siado aprisa —o podría cerrarse demasiado tarde—. En el primer caso se habría paralizado; en el segundo, disuelto. La época moderna, pues, sol¬ ventó hasta ahora la cuestión; comprendió que la sociedad occidental no podría ser ni una «comunidad de santos» ni una «asociación de termitas». En mayor proporción, y referida ya al mundo entero, es la misma cues¬ tión que se nos plantea a nosotros. La sociedad no puede vivir continua¬ mente abierta, dispuesta a alojar en el seno a cualquier elemento. Tam¬ poco puede vivir enteramente cerrada, dispuesta a rechazar cualquier ele¬ mento. Bien, se dirá. He aquí la solución: vivir entre lo cerrado y lo abierto, entre la mística y la mecánica. La aceptamos. Pero con ello no hemos dicho apenas nada. Sin llenarla de contenido, corre el riesgo de convertirse en una solución puramente formal, en un montón de vocablos eufónicos e inoperantes. Pues lo que hace ahora más aguda que nunca la cuestión de la or¬ ganización de la sociedad no es sólo la magnitud de sus términos. Hay otros elementos: el ritmo acelerado con que se plantean los problemas; la aparente ineluctabilidad de algunas de las soluciones. Hay algo que nadie apenas puede negar: que las zozobras de nuestra época se deben en oran parte a que, como lo ha señalado Karl Mannheim, «estamos vi¬ viendo en una época de transición entre el laissez-faire y la sociedad

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planificada». Por tanto, el problema de la organización es fundamental. Ahora bien, tal reconocimiento conduce a muchos a un fatalismo que se nos antoja arriesgado. Se piensa, por ejemplo: sí, la sociedad no tiene más remedio que organizarse; además, debe hacerlo sólidamente. Haga¬ mos lo que hagamos, se nos vienen encima tipos de sociedad en los cuales la articulación orgánica de sus miembros se convertirá en una rí¬ gida articulación jerárquica. No nos importan los nombres; quizá se llame democrática, fascista, comunista. O quizá tenga otros nombres; el mun¬ do, por ejemplo, dirá James Burnham, no saltará del capitalismo al so¬ cialismo, sino que acabará en un régimen «directorial», en una nueva for¬ ma de tecnocracia. Como consecuencia de ello, la libertad desaparecerá. Se desvanecerá aplastada por lo que debía apoyarla: la organización. Lo único que cabe es buscar alguna solución individual; ¿por qué no resu¬ citar el desprecio, o la resignación, o la huida? El examen de la acele¬ ración del ritmo histórico viene a confirmar estas tesis pesimistas. Hasta ahora, se dice, la sociedad occidental encontró modos diversos de estabi¬ lizarse sin cerrarse completamente. No tuvo lugar en ella esa obturación que produce la asfixia por autointoxicación, la parálisis progresiva de sus miembros y luego del cuerpo social entero. Ello se debió a que, por así decirlo, «tuvo tiempo»; a que los problemas la apretaron, pero no la ahogaron. Cierto, el Occidente se ha caracterizado siempre por su dina¬ mismo. Ha disparado continuamente modelos de vida. El aHn de origi¬ nalidad, la voluntad de creación, el deseo de destacar la individualidad han sido la hoguera en la aial ha ardido hasta ahora nuestra cultura. Pero nunca se había llegado a la carrera frenética, desbocada. Ahora, en cam¬ bio, el ritmo que sigue tiene que acelerarse hasta el delirio. Por eso al integrarse en el planeta entero, el Occidente debe encontrar urgentemente los modos de estabilización que se adapten a la situación nueva. Por tanto, se concluye, no hay mas remedio que hallar de una vez un modo de cerrarse, sea el que sea. Es imposible continuar con el proceso «críti¬ co» de la disolución sin término. Hasta aquí los argumentos. En ellos coinciden tanto los «tradicionalistas» como muchos nuevos «progresis¬ tas». Por consiguiente, se barrunta, todos los inconvenientes que pueden presentarse a los individuos en el futuro, y que tanto nos atemorizan, no son más que la consecuencia de un proceso «natural». No hay más reme¬ dio, se indica, que decidirse: o por la novedad continua, por la incitación perpetua, que conducen a la desintegración; o por el hábito, la disciplina, la repetición, que fundamentan la estabilidad. Lo último es lo que, en vista de la actual situación, «se impone». Y por eso se buscan sin cesar formas distintas de estabilizar la ebullición sin medida de la sociedad con¬ temporánea. La estabilización es, se piensa, el sentido del futuro. Es, en suma, «fatal»; no podemos evitarla, ni siquiera modificarla. Pero no nos precipitemos. Es algo «fatal» que haya el paso antes alu¬ dido del laissez-faire a la planificación, y que se entienda en un sentido

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más amplio que el económico. Pero no lo es que engendre el completo encerramiento y el consiguiente riesgo de la autoparálisis. El propio Mannheim lo indicó muy claramente. Planificar no es forzosamente un mal. Todo depende de cómo y para qué planificamos: si para la variedad o para la monotonía, para la libertad o para la esclavitud. Parecerá una pa¬ radoja que pueda planificarse para la libertad y para la variedad. Y, en efecto, hay ciertas incompatibilidades entre una y otra. Pero no tantas como se supone. De hecho, la planificación puede ser la base de la liber¬ tad. Supongamos, en efecto, que estrangule libertades antes consideradas esenciales. Hay que tener cuidado antes de pronunciarse sobre este punto. En el siglo XVIII no había en Europa ciertas libertades que luego flore¬ cieron. Sin embargo, hubiera sido considerado un verdadero atentado con¬ tra la libertad el llamar a los hombres de la comunidad nacional para cumplir el servicio militar obligatorio —algo que después ha podido ser considerado inclusive como prueba de una «sociedad libre»—. ¿No ocu¬ rrirá lo mismo mañana con ciertos «atentados a la libertad» que hoy nos parecen escandalosos? Por tanto, no confundamos la libertad huma¬ na, la libertad de la persona, última, radical y casi sagrada, con liberta¬ des cambiantes y periféricas. Las necesidades de la organización —inclu¬ sive de la «organización para la libertad»— pueden tener que arrumbar algunas de esas libertades tornadizas, teniendo buen cuidado de no hollar las libertades esenciales —los «derechos del hombre»—. Quien asi no lo piense, que reflexione un momento sobre lo que ocurriría hoy en el mun¬ do si se intentaran aflojar demasiado los lazos organizativos. Sería poco decir que se engendraría el desorden; la verdad es que sobrevendría el caos. Pues cuando se trata de enormes masas humanas, a las cuales se tiende —y con justicia— a dotar j- 7'Ti»*-: it» .Tu- ■' 'V ■'«flñ»-rj)fc&wi># ■' vA» ^tr-. v' *

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