Las parabolas de Jesus - James Montgomery Boice

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A AQUEL que abrió en parábolas su boca y declaró cosas escondidas desde la fundación del mundo.

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CONTENIDO Cubierta Portada Dedicatoria Prólogo Parábolas del reino 1. La semilla y la tierra 2. El trabajo del enemigo 3. La gente del reino 4. El reino de Dios consumado Parábolas de la salvación 5. Una oveja perdida, una moneda perdida, un hijo perdido 6. Obreros en la viña 7. La fiesta de bodas 8. La puerta angosta de la salvación 9. El fariseo y el publicano Parábolas de la sabiduría y la insensatez 10. Cinco mujeres insensatas y sus amigas 11. El rico necio 12. El mayordomo infiel 13. Constructores sabios e insensatos Parábolas de la vida cristiana 14. Historia de dos hijos 15. Dos historias acerca de lámparas 16. El buen samaritano 17. La importancia de no rendirse 18. Sobre estar agradecido Parábolas del juicio 19. El fin miserable de un hombre miserable 20. Los labradores malvados 21. Siervos inútiles y cabritos inútiles 22. El hombre rico y Lázaro Créditos Editorial Portavoz

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Prólogo

C

uando comencé a predicar sobre las parábolas de Jesús en la Décima Iglesia Presbiteriana, en el invierno de 1980-81, no tenía la menor intención de reducir los sermones a forma escrita. Todo lo contrario, había vivido un año difícil en la iglesia y buscaba una serie de sermones que se pudiera preparar y predicar sin cantidades extraordinarias de trabajo adicional y que, luego, pudiera olvidarse. Sin embargo, me encontré embelesado por las parábolas y con muchos deseos de tratarlas de la manera más exhaustiva posible. También encontré que otros eran bendecidos por ellas. Un hombre joven había estado presente en los cultos matutinos y vespertinos durante años. Se había criado en una iglesia y se había hecho miembro de nuestra congregación tiempo atrás, cuando dio una profesión creíble de fe. Pero mientras escuchaba las exposiciones, comenzó a sentir que, a pesar de su profesión de fe, no todo estaba bien con su alma. Sabía las doctrinas correctas y podía decir las palabras correctas, pero no se había producido ningún cambio importante en su vida. Un domingo por la noche, después de la exposición de una de las parábolas de salvación, la esposa de uno de mis asistentes le preguntó si había dedicado su vida al Señor Jesucristo y si realmente había nacido de nuevo. Cuando respondió que no a ambas preguntas, ella tuvo la oportunidad de conducirlo a una fe personal. Eso es lo que hacen las parábolas de Jesús, tal vez más que cualquier porción comparable de las Escrituras. Otras secciones de la Biblia nos dan teología elevada. Algunas nos hacen responder con gratitud a Dios. Pero las parábolas van más allá de las simples palabras y nos hacen preguntar si, efectivamente, se ha producido algún cambio en nuestra vida. ¿No es eso lo que debiéramos esperar, puesto que las parábolas vienen de la boca de Jesús? Él, mejor que nadie, podía penetrar las fachadas y llegar a la realidad. Hasta donde sé, nadie ha agrupado las parábolas exactamente

como lo he hecho yo. No sugiero que mi arreglo sea lo mejor, pero mientras trabajaba con las historias del Señor, me pareció que se podían agrupar de manera coherente en cinco divisiones: 1. Parábolas del reino 2. Parábolas de la salvación 3. Parábolas de la sabiduría y la insensatez 4. Parábolas de la vida cristiana 5. Parábolas del juicio No sorprende que esas también sean agrupaciones naturales de las demás enseñanzas de nuestro Señor. Me parecía, además, que algunas de las historias se tratarían mejor juntas en un mensaje, y no como estudios separados. Así que he agrupado tres parábolas juntas en el capítulo 2 y dos en el capítulo 3. El capítulo 5 contiene tres parábolas que obviamente están relacionadas. Los capítulos 15, 17 y 21 también tratan sobre dos parábolas cada uno. Después de reunir el material, descubrí que cada agrupación contiene, por lo menos, una de las parábolas más conocidas y más queridas. En el prólogo de cada uno de mis libros, me gusta agradecer a la congregación de la Décima Iglesia Presbiteriana que, amable y generosamente, me permite pasar gran parte de mi tiempo preparando sermones y escribiendo. Eso quiere decir que hay menos tiempo para visitar y aconsejar, pero, por lo general, ellos están contentos con este arreglo. También quisiera agradecer a mi secretaria Caecilie M. Foelster, que trabaja conmigo en cada etapa de preparación de los sermones que serán publicados. Sin su rapidez y pericia, yo no habría podido producir la cantidad de libros que he producido en los últimos quince años. La dedicatoria de este libro es “a aquel que abrió en parábolas su boca y declaró cosas escondidas desde la fundación del mundo”. Esas palabras vienen del Salmo 78:2 y se citan en Mateo 13:35 con referencia a la manera en que Jesús las cumplió mediante su enseñanza en parábolas. Descubrí algunas de esas cosas escondidas mientras preparaba estos estudios. Espero que suceda lo mismo con aquellos que lean estos capítulos.

Parábolas del reino Este ebook utiliza tecnología de protección de gestión de derechos digitales. Pertenece a Jaime Novoa - [email protected]

1

La semilla y la tierra Mateo 13:1-23 Aquel día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Y se le juntó mucha gente; y entrando él en la barca, se sentó, y toda la gente estaba en la playa. Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga.

U

na de mis hijas ha estado cantando una canción acerca de Jesús, que dice: “Jesús era un hombre que contaba cuentos”. La primera vez que oí ese verso, me pareció un poco burlón, como lo son tantas canciones cristianas contemporáneas. Pero al meditarlo, me di cuenta de que contiene una verdad real: aunque Jesús era mucho más que un narrador de cuentos, como mínimo era eso, y como resultado, la gente de su tiempo se apiñaba en torno a Él y lo escuchaba de buena gana (Mr. 12:37). Las palabras de Cristo siempre eran pintorescas. Él hablaba de camellos que se arrastraban por el ojo de una aguja (Mt. 19:24), de personas que trataban de sacar pajas del ojo de otro cuando una viga estaba en su propio ojo (Mt. 7:5). Se refería a una casa dividida contra sí misma, destinada a derrumbarse (Mr. 3:25) o a echar el pan de los hijos a los perros (Mr. 7:27). Previno contra la “levadura” de los fariseos (Mr. 8:15). Pero en rigor, esos no son cuentos. Los

cuentos que Jesús contaba se pueden clasificar en una categoría particular de historia que se conoce como parábola. Una parábola es una historia tomada de la vida real (o una situación de la vida real) de la cual se saca una verdad moral o espiritual. Son muchos los ejemplos: el hijo pródigo (Lc. 15:11-32), el buen samaritano (Lc. 10:25-37), el fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14), la fiesta de boda (Mt. 22:1-14; Lc. 14:15-24), las ovejas y los cabritos (Mt. 25:31-46), y otras, entre ellas las parábolas del reino que ocuparán nuestra atención en este primer grupo de estudios. Según mi recuento, hay unas veintisiete parábolas, aunque algunas están muy relacionadas y pueden ser simplemente versiones diferentes de la misma historia. Las parábolas se distinguen de las fábulas en que una fábula no es una situación real. Un ejemplo de una fábula es cualquiera de los cuentos de Esopo, en los que hablan animales. En esos cuentos, los animales son simplemente personas disfrazadas. Las parábolas también se distinguen de las alegorías, ya que en una alegoría todos los detalles, o casi todos, tienen significado. Las Crónicas de Narnia, por C. S. Lewis, son esencialmente alegorías. En las parábolas de Jesús, no todo detalle tiene significado. En efecto, tratar de imponer significado a cada uno puede producir doctrinas extrañas e, incluso, doctrinas cuya falsedad es demostrable. Las parábolas son simplemente historias de la vida real, de las cuales se sacan una o tal vez unas cuantas verdades básicas. PARÁBOLAS DEL REINO Si una persona comenzara a leer el Nuevo Testamento en la primera página (Mt. 1:1) y leyera consecutivamente, leería buen rato antes de encontrar este elemento importante de la enseñanza de nuestro Señor. En realidad, tendría que leer una cuarta parte del Evangelio de Mateo, capítulos 1—12, antes de encontrarse con tan siquiera la primera de las parábolas. Pero, con el capítulo 13, eso cambia repentinamente: aquí quedan registradas no una, sino siete parábolas. Tienen un tema, el reino de Dios, y por tanto se llaman las “parábolas del reino”. No es una casualidad que estas sean las primeras parábolas que

se encuentran. A veces se dice que el Evangelio de Mateo presenta al Señor Jesucristo como “rey de Israel”, así como Marcos lo presenta como el “Hijo del hombre”, y Lucas, como el “siervo”. Pero sin importar si le damos a Mateo ese énfasis temático, no hay ninguna duda de que la proclamación del reino por Cristo es un tema importante de este Evangelio. El primer versículo presenta a Jesús como el “hijo de David”, el rey más grande de Israel. Se dice que el precursor de Jesús, Juan el Bautista, vino predicando “el reino de los cielos” (Mt. 3:2). Jesús mismo usó eso como el primer tema de su ministerio itinerante (Mt. 4:17). Algunos consideran el Sermón del Monte (Mt. 5—7) la ética del reino; los milagros de los capítulos 8—12 demuestran el poder del reino. Puesto que ese es el primer énfasis de Mateo, no debe sorprendernos que las primeras parábolas desarrollen ese tema. Tampoco es una casualidad que las parábolas sean presentadas en el orden en el que las tenemos, aunque hay diferencias en los métodos de agrupar las siete historias. La división más obvia es en dos grupos de cuatro y tres, respectivamente. En las cuatro primeras (el sembrador y la semilla, el enemigo que siembra cizaña, la semilla de mostaza, la levadura), Jesús habla ante las multitudes. La tres últimas (las parábolas del tesoro escondido, la perla preciosa, la red) se narran solamente ante los discípulos. Algunos han agrupado las parábolas en pares: (1) las parábolas de sembrar y cosechar, (2) las parábolas de la semilla de mostaza y la levadura, (3) las parábolas que hacen hincapié en el valor del reino: el tesoro y la perla, y (4) la parábola de la red. Ambas clasificaciones sugieren un proceso de desarrollo, pero prefiero un tercer sistema de clasificación. A mi parecer, la primera parábola es única, ya que trata sobre el origen del reino. Las próximas tres van juntas, ya que (como espero demostrar) representan el deseo de Satanás de frustrar el crecimiento del reino. Las parábolas cinco y seis van juntas y muestran la actitud de aquellos que, con mucha energía, buscan el reino a pesar de las artimañas de Satanás. La última parábola, la red, muestra la consumación del reino. Juntas, las historias muestran la naturaleza, el origen, los estorbos y la victoria de la obra de Cristo de difundir su

evangelio por medio de sus mensajeros entre los días de su primera venida y su regreso. LA PARÁBOLA DEL SEMBRADOR La primera parábola es ideal como punto de partida, ya que — lógicamente— trata sobre los comienzos u orígenes del reino. Aquí se compara este con un agricultor que siembra semilla: “el sembrador salió a sembrar” (Mt. 13:3-9). No se dan explicaciones de todas las parábolas de Cristo. De hecho, no se dan explicaciones de la mayor parte de ellas. Pero de esta sí se da una explicación (vv. 18-23), y la explicación que Jesús da es nuestro punto de partida. La semilla es el evangelio del reino, y la tierra es el corazón humano (v. 19). Lo que se enfatiza son las distintas clases de corazones y cómo rechazan o reciben el mensaje de Cristo. El primer tipo de tierra representa el corazón duro, del cual hay muchos hoy día, así como en tiempos de Cristo. Se describe este corazón como la tierra junto al camino (v. 4). Tal tierra ha sido pisoteada por los muchos pies que han pasado por ahí durante décadas. Puesto que la tierra es dura, la semilla que cae allí simplemente se queda en el camino y no se hunde, y las aves (que Cristo compara con el diablo o los trabajadores del diablo) pronto la arrebatan. ¿Qué es lo que hace duro al corazón humano? Solo puede haber una respuesta: el pecado. El pecado endurece al corazón, y el corazón que se endurece peca aún más. Se describe esa clase de persona en el primer capítulo de Romanos. Tal individuo comienza reprimiendo la verdad acerca de Dios, que se puede conocer a partir de la naturaleza (vv. 18-20), se sume inevitablemente en ignorancia espiritual y degradación moral (vv. 21-31), y finalmente llega no solo a practicar los pecados de los paganos, sino también a dar su aprobación a ellos (v. 32). Aquí vemos ambas mitades del círculo: el pecado conduce al rechazo de Dios y de su verdad, y el rechazo de su verdad conduce a pecados aun más graves. ¿Qué lleva a una persona a rechazar la verdad de Dios? Según Pablo, es una decidida oposición a la naturaleza de

Dios mismo, que el apóstol describe como la “impiedad e injusticia de los hombres” (Ro. 1:18). Prácticamente todos los atributos de Dios —ya sea la soberanía, la santidad, la omnisciencia, la inmutabilidad, o incluso el amor divino— son ofensivos al hombre natural, si se entienden de manera correcta. Por lo tanto, en vez de arrepentirse del pecado y buscar misericordia volviéndose a un Dios que es totalmente soberano, santo, sabio e inmutable, los hombres y las mujeres reprimen el conocimiento que tienen y se niegan a buscar ese conocimiento adicional que podría constituir la salvación de sus almas. Hace poco, escuché una conversación entre dos mujeres: —¿Por qué está nuestro país en una condición moral decadente hoy día? Su amiga contestó: —Porque la gente ama el pecado. No se me ocurre nada más profundo que eso. Ese es el mensaje de Romanos 1 en pocas palabras. La gente ama el pecado. El pecado endurece su corazón. Por tanto, no quieren recibir el evangelio del reino de Dios cuando se les predica. La oposición del corazón no regenerado a la soberanía de Dios es particularmente evidente en estas parábolas del reino, porque reino significa dominio, y el dominio es igual a la soberanía. Cuando Jesús vino predicando el reino de Dios, vino predicando el derecho de Dios de reinar sobre la mente y el corazón de todas las personas. Pero eso es precisamente lo que no quería la gente. Adán no lo quería. Él tenía gran libertad, pero le ofendía la restricción irrazonable y arbitraria (a su criterio) de Dios en el caso del árbol del conocimiento del bien y del mal. Si Dios ejercía su soberanía en ese punto, Adán se rebelaría. Y lo hizo. Así cayó llevando consigo a la raza humana. Ese espíritu de rebelión contra el soberano Dios se desarrolla en la historia, hasta que, por fin, el Señor Jesucristo mismo viene a la tierra, y la reacción de su pueblo es: “No queremos que este reine sobre nosotros”. Así es también hoy día. Esa es probablemente la mayor razón del rechazo del evangelio de la gracia de Dios en Jesucristo, en este o en cualquier otro tiempo de la historia. Oí hablar de un hombre que

dijo: “Creo que Jesús es el Hijo de Dios y que murió por los pecadores. Pero supongo que simplemente no quiero darle mi vida. Quiero tomar mis propias decisiones”. El segundo tipo de tierra representa el corazón superficial. Jesús la describió como tierra que cubre suelo pedregoso. Cuando la semilla caía ahí, se hundía, pero solo hasta una profundidad mínima. Brotaba rápidamente, pero también se marchitaba rápidamente al calor del sol, porque no tenía raíces. Después, Jesús describió a aquella persona: “Y el que fue sembrado en pedregales, éste es el que oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza” (vv. 20-21). Mucha gente encaja con esa descripción. Los vemos en nuestras pujantes iglesias evangélicas. Sus corazones superficiales son atraídos al gozo y la emoción de una iglesia donde hay mucha actividad. Oyen el evangelio y parecen congeniar con los demás. Muchos hasta hacen una profesión de fe. Pero cuando viene alguna dificultad —pérdida de un trabajo, malentendidos con otros cristianos, enfermedad, o aun una relación sentimental frustrada— fallan tan bruscamente como antes parecían abrazar la fe, porque en realidad nunca nacieron de nuevo. Hace poco reparé en un caso extremo. Los periódicos informaron sobre la captura en Lakeland, Florida, de un hombre llamado Joseph Paul Franklin. Lo buscaban para interrogarlo acerca de una serie de fusilamientos que duró un año en Salt Lake City (Utah), Johnstown (Pensilvania), Fort Wayne (Indiana), Cincinnati (Ohio), Minneapolis (Minnesota) y Oklahoma City (Oklahoma). Había sido criado en un hogar malo, había abandonado los estudios a los diecisiete años y empezó a meterse en líos, por lo que fue detenido varias veces por llevar armas escondidas y por alteración del orden público. Pero luego, como una revista señaló al analizar su vida anterior, “se hizo cristiano evangélico”.[1] Después se volvió nazi y luego miembro del Ku Klux Klan. En cierto momento, les dijo a sus amigos que iba a alistarse en el ejército rodesiano de Ian Smith.

Había estado leyendo esa nota con un mínimo de interés, pero cuando llegué a la línea que decía que había sido “cristiano evangélico”, comencé a prestar más atención. Me pregunté por qué se había incluido eso y si era simplemente un intento más de desacreditar el cristianismo legítimo. Creo que no; Franklin en realidad había pasado por el cristianismo como una etapa en su desarrollo retorcido, y la revista solo informaba sobre ese hecho con imparcialidad. La tragedia no es que se informe sobre tal cosa, sino que haya demasiados de la categoría de Franklin dentro de nuestras iglesias. Tan solo estar en la iglesia, repitiendo las cosas que uno oye decir a los demás, no lo hace cristiano. Usted puede tener un corazón superficial. Usted puede ser una tierra pedregosa. El tercer tipo de tierra representa el corazón ahogado, ahogado por las cosas. El Señor describe esas cosas como espinos: “El que fue sembrado entre espinos, éste es el que oye la palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa” (v. 22). No hace falta que yo señale cuántas vidas son ahogadas por las riquezas hoy día. Era cierto incluso en los tiempos de Jesús; sabemos eso por las muchas advertencias de nuestro Señor contra las riquezas: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt. 19:23); “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mr. 10:25); “Mas ¡ay de vosotros, ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc. 6:24). En una oportunidad, un joven rico se apartó con tristeza de Jesús, porque le había dicho que vendiera todo lo que tenía y lo diera a los pobres, y él no estaba dispuesto a hacerlo (Lc. 18:23). Pero si eso era cierto en tiempos de Jesús entre gente que nosotros consideraríamos, por lo general muy, muy pobres, cuánto más cierto es en nuestro tiempo. Cuánto más ahogados estamos con riquezas —los que tenemos autos, y casas, y lanchas, y cuentas bancarias y todos los artefactos modernos de nuestra cultura materialista. También esto es cierto: las riquezas no ahogan a una persona de un golpe. Es un proceso gradual. Como la cizaña en la parábola de Cristo, las riquezas crecen de manera paulatina. Lentamente, muy

lentamente, ahogan los brotes de la vida espiritual interior. Cuídese de eso si ya tiene posesiones o va tan campante adquiriéndolas. Sobre todo, tenga cuidado si está diciendo: “Necesito asegurarme el bienestar ahora. Pensaré en cosas espirituales cuando sea mayor”. Jesús previno contra eso en otra historia acerca de un hombre cuyos campos produjeron una cosecha tan buena que derribó sus graneros y construyó unos más grandes, diciendo para sus adentros: “Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate”. Las palabras de Jesús fueron: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lc. 12:16-21). El último tipo de tierra es aquel para el cual toda la parábola ha preparado el terreno. Es el corazón abierto, el corazón que recibe el evangelio como la tierra buena recibe la semilla. Esa tierra da una buena cosecha, “y produce a ciento, a sesenta, y a treinta por uno” (v. 23). Aquí se podrían hacer varias observaciones secundarias. Podríamos mostrar que la única prueba segura de la aceptación genuina de la Palabra de Dios en la vida de una persona es la producción de fruto espiritual. Podríamos mostrar que la presencia del fruto es lo importante, no la cantidad (por lo menos en la mayoría de los casos). Pero esos puntos son menos importantes que el punto principal: solo el corazón abierto recibe el beneficio de la predicación del evangelio y es salvo. ¿Su corazón es un corazón abierto? ¿Está usted abierto a la verdad de Dios? ¿Permite que esta se arraigue en su vida y su pensamiento de manera que lo aparte del pecado, dirija su fe a Jesús y produzca el fruto del Espíritu Santo? Quizá usted diga: “Me temo que no. Ojalá mi corazón fuera así, pero me temo que es duro o superficial, o se ahoga con los bienes de este mundo. ¿Qué puedo hacer?”. La respuesta es que no puede hacer nada, como tampoco la tierra puede cambiar su naturaleza. Pero aunque usted no puede hacer nada, hay uno que sí puede: el Jardinero divino. Él puede aflojar la tierra dura, arrancar las piedras y sacar los espinos. Esa es la esperanza que usted puede tener: el Jardinero, no usted mismo. Fíjese en lo que dice por medio del profeta Ezequiel, quien escribió

a los duros de corazón de su tiempo. “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:25-27). Me acuerdo de ese joven rico que se apartó con tristeza de Jesús. Después que Él había comentado lo difícil que era que los ricos entraran en el reino de Dios, los discípulos le preguntaron: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?”. Reconocieron las dimensiones del problema. Jesús respondió: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc. 18:26-27). En otras palabras, “para Dios todo es posible” (Mt. 19:26). ¡Y lo es! Es posible para usted. Venga a Cristo y permita que le dé un corazón que reciba el evangelio.

[1] Time (10 noviembre 1980), p. 22.

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2

El trabajo del enemigo Mateo 13:24-43 Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña. Fueron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña? Él les dijo: Un enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos? Él les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega, y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero. Otra parábola les refirió, diciendo: El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Esta es a la verdad la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas. Otra parábola les dijo: El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo quedó leudado.

N

ada bueno jamás ha entrado en el mundo sin oposición, y eso es especialmente cierto en los asuntos espirituales. En este caso, nos enfrentamos no solo a la hostilidad y el estorbo de simples personas como nosotros, sino también a la oposición satánica o

demoníaca. Por eso, la Biblia quiere que estemos en guardia contra el diablo que, “como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 P. 5:8). La Escritura nos alerta de las “maquinaciones” del diablo. No debe poder sacar ventaja sobre nosotros (2 Co. 2:11). Puesto que tenemos un enemigo que se opone con tanta fiereza a la extensión del reinado de Dios en la tierra, no debe sorprendernos que el Señor nos prevenga contra sus estratagemas en las parábolas del reino, en Mateo 13. Jesús hace eso muy claramente en la segunda parábola, mostrando cómo el diablo, como el enemigo de cierto agricultor, siembra cizaña en el campo de Dios; es decir, disemina a sus incrédulos entre los creyentes de Dios. Jesús nos previene también en la tercera y cuarta parábola, a mi criterio, aunque allí no da una explicación. Habla de una semilla de mostaza que creció y se convirtió en un árbol grande, y de la levadura que una mujer mezcló con una gran cantidad de masa. Esas parábolas nos ponen en guardia frente a las estrategias que Satanás usa para entorpecer la obra de Dios en esta era de siembra, entre el tiempo de la primera venida de Cristo y su regreso. PARÁBOLA DE LA CIZAÑA La primera de estas parábolas es la más fácil de interpretar (aunque tiene algunas partes difíciles), tanto porque gran parte es evidente, como porque el Señor la explica. Los detalles de la parábola misma se dan en los versículos 24-30 de Mateo 13. Al analizar este pasaje, algunos le han dado mucha importancia a un detalle en la explicación de Cristo, encontrado en el versículo 38. En el versículo anterior, Jesús había dicho que “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre”, una explicación que sin duda se aplica a la primera parábola también y muestra que todas las parábolas están en cierta medida enlazadas. Luego dice: “El campo es el mundo” (v. 38). Algunos han hecho hincapié en ese punto, arguyendo que si el campo es el mundo, no puede ser la Iglesia. Por tanto, la prohibición de Cristo de tratar de separar la cizaña del grano antes del juicio final no se aplica a la disciplina en la Iglesia.

Por tanto, la Iglesia, a pesar de la advertencia de Cristo, debe tratar de ser lo más pura posible. La inquietud que conduce a esa interpretación es válida: la Iglesia debe procurar mantener la pureza. Otros pasajes del Nuevo Testamento nos exigen que luchemos por esa meta. Pero defender esa idea despista la interpretación de la parábola. Para empezar, es imposible aquí hacer una distinción rigurosa entre el mundo y la Iglesia, porque un poco más adelante, Jesús dice que los ángeles arrancarán de su reino todo lo que causa pecado y a todos los que hacen mal (v. 41). El reino de Dios no es el mundo en general, así que cualquier interpretación que se fundamente exclusivamente en la frase “el campo es el mundo” es sospechosa. Enfocando la cuestión desde otro ángulo, ¿para qué serviría que el diablo sembrara hijos “en el mundo” de manera general, si solo quiere decir que los hijos del diablo y los hijos de Dios viven uno al lado del otro? En el mejor de los casos, eso es obvio. Además, si eso es lo que quiere decir Jesús, la parábola ni siquiera expone la situación de la mejor manera posible. Si el campo es el mundo separado de la Iglesia, sería más correcto decir que los hijos del diablo ya están en el mundo y que es Jesús, en vez de Satanás, quien siembra su semilla entre la semilla que ya está creciendo. Sería Jesús el que hace la cosa nueva, y no Satanás. Él está sembrando semilla que ha de convertirse en fruto espiritual en la vida de su pueblo. Pero al contar la historia, Jesús resalta lo que hace Satanás, y eso debe ser después de que Jesús ya ha sembrado su propia semilla. El diablo mezcla cristianos falsos entre los cristianos verdaderos a fin de estorbar la obra de Dios. Por lo tanto, ese es el verdadero mensaje. En realidad, no viene al caso especificar si el campo es el mundo o la Iglesia. Simplemente, lo importante es que el diablo va a tratar de introducir personas (ya sea dentro de la Iglesia o fuera de ella) tan parecidas a los cristianos verdaderos, pero no cristianas, que ni siquiera los siervos de Dios podrán distinguirlas. Por consiguiente, aunque queremos una Iglesia pura y con toda seguridad practicaremos la disciplina en la Iglesia lo mejor que podamos en casos claros, no debemos pensar que lograremos todo nuestro deseo en esta era. Aun en nuestro ejercicio

de disciplina legítima, debemos procurar con toda diligencia no desanimar ni dañar a ninguno de aquellos por quienes Cristo murió. Encuentro las siguientes aplicaciones de esta parábola: 1. Si el diablo mezcla su gente entre los cristianos verdaderos, debemos estar atentos a ese hecho. Debemos estar en guardia para que no nos embauquen, y no nos debe sorprender si la gente del diablo aparece en lugares extraños o si se muestra tal cual es al abandonar completamente el cristianismo. En 2 Corintios, Pablo da justo esa advertencia, señalando que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” y que “no es extraño si también sus ministros se disfrazan como ministros de justicia” (2 Co. 11:14-15). Por eso, el viejo proverbio: “Si al diablo buscares, mejor que el púlpito no olvidares”. Para reiterar, no hemos de sorprendernos si algunos de esta clase finalmente repudian la fe y abandonan la comunión cristiana. Juan también escribió de tales personas: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Jn. 2:19). 2. La naturaleza mezclada de la asamblea cristiana no debiera ser una excusa para que los incrédulos se nieguen a venir a Cristo. Jesús no pretendía (y nosotros tampoco debemos hacerlo) que la Iglesia cristiana fuera perfecta. A veces, los incrédulos dicen: “No soy cristiano porque la iglesia está llena de hipócritas”. Pero esa en sí es una declaración hipócrita. Insinúa que el que la hace es mejor que aquellos a quienes rechaza. En el mejor de los casos, no es toda la verdad: hay razones más profundas por las que la gente no quiere hacerse cristiana. Pero el verdadero problema es que si se satisficiera la objeción (es decir, si se eliminaran completamente la hipocresía y otros pecados entre el pueblo de Dios), ¡ya no habría ningún lugar para el que pone objeciones! Simplemente no encajaría. Hay un lugar para él o ella sólo porque Jesús vino “no… a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mt. 9:13). 3. Nadie debe consolarse con el pecado. La Iglesia es impura; no siempre podemos distinguir entre el trigo y la cizaña en esta era. Pero viene un día en que se hará esa distinción. La cosecha vendrá. El trigo será almacenado en el granero de Dios, y la cizaña será

quemada. Por consiguiente, debemos examinarnos para ver si somos o no verdaderos hijos de Dios. Y debemos tener cuidado de procurar “hacer firme” nuestra “vocación y elección” (2 P. 1:10). LA SEMILLA DE MOSTAZA Y LA LEVADURA Las próximas dos parábolas de Cristo (vv. 31-33) van de la mano. Cada una debe ayudarnos a entender la otra, pero de todas las parábolas que Cristo contó, ninguna ha producido interpretaciones tan diametralmente opuestas como estas dos. ¿Cuáles son aquellas interpretaciones variadas? Por una parte, algunos maestros ven estas parábolas como la expansión y el crecimiento del reino, de modo que, con el tiempo, efectivamente llegue a llenarse el mundo entero. Un ejemplo es William M. Taylor, que nos ha dejado un libro excelente sobre las parábolas. Escribe de la historia de la semilla de mostaza: Un gran resultado de un comienzo pequeño, un crecimiento grande de un germen diminuto: ese es el único concepto de la parábola, y de ese proceso el Señor declara que el reino del cielo en la tierra es un ejemplo. De la levadura escribe: La gran verdad que se ilustra aquí, pues, es que el Señor Jesucristo, por su venida y su trabajo, introdujo a la humanidad un elemento que lleva a cabo en ella un cambio, el cual continuará funcionando hasta que todo se transforme; y en eso se asemeja a la levadura, escondida por una mujer en tres medidas de harina, hasta que todo quedó leudado.[1] La mayoría de los posmilenarios y muchos amilenarios adoptan este punto de vista, puesto que encaja con su escatología tener una parábola que hable del triunfo del reino en el mundo antes del regreso de Cristo. El otro punto de vista lo representa un hombre como Arno C. Gaebelein, quien considera que las parábolas enseñan una expansión burocrática anormal y dañina de la iglesia y de la obra del

diablo, quien la mina mediante la inyección del pecado, representado por la levadura. Escribe: “Todas estas parábolas muestran el crecimiento del mal, y son profecías que se prolongan durante toda la era en la que vivimos”.[2] ¿Qué ha de pensar la gente común y corriente acerca de esas dos interpretaciones? Debemos decir en primer lugar que, sea cual sea nuestra interpretación de las parábolas, hay mucho más acuerdo teológico entre las personas que defienden estos dos lados, que las interpretaciones mismas indicarían. Por cierto, hay un profundo desacuerdo en cuanto a si el reino de Dios va a ser victorioso en esta era. Los posmilenarios dirían que sí. Los premilenarios dirían que no. Pero aun aquí hay cierto acuerdo. Ambos bandos reconocen que los cristianos son enviados al mundo entero con el evangelio: la esencia de la Gran Comisión. Ambos estarían de acuerdo en que, sin duda, ha habido un crecimiento eficaz y asombroso del cristianismo desde sus pequeños comienzos en el tiempo de la muerte de Cristo hasta su posición como una religión mundial dominante hoy. Mirando nuevamente la parábola de la levadura, cada bando reconocería que, sin duda, el diablo ha sido eficaz al añadir el mal en la Iglesia visible, dañando grandemente la eficacia de esta. Así que podemos comenzar reconociendo que —con la única excepción del desacuerdo sobre si la Iglesia ha de ser victoriosa en el mundo o solo afecta una parte— casi todos los argumentos en los que algún intérprete específico insistiría serían aceptados por el otro bando. Pero tenemos que pensar en las historias de una u otra forma. Puesto que ya he indicado que las agrupo con la parábola que habla de la obra del diablo, permítame dar mis razones por verlas de la manera en que las veo. En primer lugar, el crecimiento de una semilla de mostaza hasta convertirse en árbol es anormal. Es decir, una semilla de mostaza no se convierte en árbol; se convierte en arbusto. Cualquiera a quien hablara Cristo sabría eso. Así que cuando habló del crecimiento grande e inusual de esta semilla, sus oyentes habrían sido alertados inmediatamente a que algo andaba mal. Si Jesús

hubiera deseado hacer hincapié en la interpretación de la “Iglesia victoriosa”, se habría referido a una bellota que crecía hasta convertirse en roble, o a una semilla de cedro que crecía hasta convertirse en uno de los árboles imponentes del Líbano. En segundo lugar, en el contexto de Mateo 13, las aves, que (en esta parábola) se posan en las ramas del árbol de mostaza (v. 32), ya han sido (en la primera parábola) identificadas como el diablo o los mensajeros del diablo (v. 19). Es cierto que un elemento de una parábola no tiene necesariamente que llevar el mismo significado si se emplea en la próxima, pero sin duda sería extraño si un elemento que simbolizaba tal maldad al principio del capítulo encerrara un significado totalmente distinto apenas trece versículos después. ¿Quiénes son las aves que hacen nidos en las ramas de la iglesia, si no aquellos a quienes el diablo ha sembrado en la iglesia organizada? Si no son la gente de Satanás, queda sin explicación quiénes son. Por otra parte, si las aves son los seguidores del diablo, hay un vínculo inmediato y obvio con la parábola de la levadura, pues la levadura representaría la misma cosa que las aves del versículo 32. La parábola de la levadura simplemente añadiría la idea de que la presencia del mal está generalizada. En tercer lugar, en casi todos los casos en el Antiguo Testamento (y en la vida judía actual) la levadura es un símbolo del mal. En las leyes sacrificiales de Israel, quedaba excluida de toda ofrenda al Señor hecha por fuego. En el tiempo de la fiesta de los panes sin levadura, todo judío fiel debía buscar en su casa cualquier rastro de levadura y deshacerse de ella. Eso lo hacen hoy los judíos ortodoxos y simboliza para ellos, como en épocas anteriores, la separación del pecado. Jesús hablaba de la levadura de los fariseos y los saduceos, y la de Herodes, en cada caso con el significado de su influencia malvada (Mt. 16:12; Mr. 8:15). Pablo describía la desviación de la verdad del evangelio como la persuasión de Satanás, añadiendo que los creyentes deben estar prevenidos: “Un poco de levadura leuda toda la masa” (Gá. 5:9; cp. 1 Co. 5:6). Algunos han argumentado que la levadura no es siempre un símbolo del mal, y eso es cierto. A veces es simplemente levadura. Pero cuando tiene un significado simbólico, casi siempre se emplea

para representar algo malo en vez de algo bueno. Cuesta ver cómo un símbolo del mal importante y plenamente comprendido podría ser usado por Jesús para representar exactamente lo contrario, es decir, el feliz impacto de su evangelio en el mundo. Por último, es significativo que estas dos parábolas vayan encerradas entre la del trabajo del diablo de sembrar cizaña entre el trigo (vv. 24-30), y la explicación de Cristo de esa parábola (vv. 3643). Esta estructura sugiere que no enseñan algo totalmente distinto de la parábola de la cizaña, sino que la amplían. LA IGLESIA SECULAR Como cristianos, debemos estar en guardia contra las tácticas de Satanás. Se nos previene no solo contra su inyección de su propia gente en la comunidad cristiana, sino también contra el crecimiento burocrático de la Iglesia visible (lo cual confunde el tamaño y la estructura con el fruto espiritual) y contra la inyección del mal en la vida, incluso, de personas creyentes (lo cual confunde un espíritu cariñoso y perdonador con traición a la causa de Cristo). En otras palabras, hemos de cuidarnos de la iglesia secular y también del secularismo evangélico. La iglesia secular es dominada por el mundo, como lo es gran parte de la Iglesia contemporánea. Se caracteriza por la sabiduría del mundo, la teología del mundo, las prioridades del mundo y los métodos del mundo. La iglesia evangélica, cuando es secular, procura hacer la obra de Dios a la manera del mundo. Se vale de los medios de comunicación y del dinero, en vez de Dios y su poder, que se desata mediante la oración. ¿Qué puede hacer la iglesia evangélica si descubre que le ha penetrado la “levadura” de las estrategias de Satanás? En circunstancias normales, la levadura que ha comenzado a trabajar no puede ser erradicada. Por eso es una buena representación del mal que estará en la Iglesia y el mundo hasta el regreso del Señor Jesucristo. Pero aunque en la elaboración del pan tendríamos poco éxito si tratáramos de eliminar la levadura de la masa, en la esfera espiritual podemos disfrutar de cierta medida de éxito, por lo menos,

en lo que toca a nosotros mismos (y quizá nuestros familiares más cercanos y nuestras iglesias). Pablo les escribe a los corintios: “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura” (1 Co. 5:7). En Gálatas, donde ha estado hablando de la levadura del legalismo, dice: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gá. 5:1). Satanás es activo. La levadura de los fariseos funcionará. “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:57). En las próximas parábolas, veremos el carácter divinamente conferido de aquellos que toman el reino y logran esa victoria.

[1] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), pp. 55, 60-61. [2] Arno C. Gaebelein, The Gospel of Matthew: An Exposition (Nueva York: Loizeaux, 1910), p. 292.

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La gente del reino Mateo 13:44-46 Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.

H

ay una caricatura del calvinismo que discrepa de las doctrinas de la elección y la gracia “irresistible”. Se imagina a cierto individuo —lo llamaremos Jorge— que no quiere ser salvo. A Jorge le encanta el pecado, y nunca piensa en otra cosa. Aunque ha escuchado el evangelio de salvación por gracia mediante fe en Jesucristo, no le interesa en lo personal. Pero Dios ha elegido a esta persona. Así que, a pesar de que Jorge no quiere ser salvo, es arrastrado por el pescuezo al cielo “gritando y pataleando”, un converso muy renuente. Por otra parte, hay un segundo individuo —la llamaremos María— que quiere ser salva. Cada vez que escucha el evangelio la cautiva. Cada vez que se da una invitación, ella es la primera en levantarse de su asiento. Pero Dios no la ha elegido. Aunque ella quiere ser salva, no puede serlo. Dios dice: “María, esta salvación mía por medio de Cristo no es para ti. Debes permanecer donde estás. No puedes venir al cielo”. Como digo, esa es una mala interpretación del calvinismo, pues en la elección y la gracia “irresistible”, Dios no hace caso omiso ni va en contra de la voluntad de ningún hombre ni ninguna mujer, tal como se insinúa en lo anterior. Más bien, regenera al individuo, como

resultado de lo cual nace una voluntad que ahora desea lo que la voluntad vieja despreciaba. Antes, Jorge odiaba a Cristo. Ahora lo ama, de manera que viene de buena gana cuando se predica el evangelio. Por su parte, si María desea venir, no es a pesar de la predeterminación de Dios en su caso, sino a causa de esta. Un comentarista dice: “Cuando [las personas son] rehechas… vienen corriendo irresistiblemente porque no querrían tener las cosas de ninguna otra forma. Uno puede poner toda clase de obstáculos en su camino, pero son hombres de violencia. ¡Van a tomar el reino por la fuerza! Cuando encuentren esta perla, van a vender todo lo que tienen y adquirirla. Ese tesoro escondido va a ser suyo. Van a golpear en esa puerta hasta que se abra. Van a poseer el reino porque tienen hambre y sed de justicia”.[1] EL TESORO Y LA PERLA He comenzado de esta manera porque la obra anterior de Dios en el corazón de una persona es la presuposición que subyace en las parábolas del tesoro y la perla, a las cuales ahora hemos llegado. Esas parábolas describen la clase de personas que ya han sido vivificadas en Cristo. Empleando la imaginería de las primeras dos parábolas, son aquellos en los que ya se ha sembrado la semilla del evangelio y esta ya está dando fruto. En la primera, un hombre encuentra un tesoro en un campo. Jesús dice: “[lo] halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo”. En la segunda, describe a un comerciante que busca perlas: “habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró” (vv. 44, 46). El tema de esas parábolas se encuentra en la naturaleza y las acciones de aquellos que descubren el gran tesoro, que es el evangelio. En eso, el hombre que descubrió el tesoro y el comerciante que encontró la perla son idénticos. Sin embargo, hay un punto de contraste que no se debe pasar por alto. El hombre que descubrió el tesoro escondido, al parecer, no lo buscaba —su descubrimiento fue fortuito—, pero en el caso del comerciante, el hallazgo de la perla fue el resultado de una búsqueda larga y fiel.

Ese contraste describe acertadamente las experiencias pasadas de la gente que encuentra la salvación. Algunos no tenían ningún deseo particular de encontrar a Cristo; en realidad, ni siquiera se interesaban mucho en la religión. Andaban tranquilos por la vida, cuando de repente se enfrentaron a una cosa inesperada: el evangelio. Nunca lo habían visto antes. No lo buscaban. Pero allí estaba; y en seguida, con la comprensión concedida por la obra interna de Dios de la regeneración, vieron que esta era una presea de mucho más valor que cualquier cosa que jamás había entrado en su vida antes. Se vieron como pecadores que necesitaban un Salvador. Vieron a Jesús como ese Salvador. Reconocieron que si lo tenían a Él, también tenían todo lo demás. Así que se volvieron a Él y creyeron, en ese mismo momento. Su caso es una ilustración de las palabras de Isaías: “Fui buscado por los que no preguntaban por mí; fui hallado por los que no me buscaban” (Is. 65:1). Quizá este sea su caso, aun mientras lee estas palabras. No ha estado buscando a Dios. Ha estado leyendo para llenar un momento de ocio, no para encontrar la salvación. Pero repentinamente el camino queda abierto ante usted. Cristo está presente, y usted es atraído a Él. Si es así, Dios está obrando; alégrese por ello. Ahora dé el próximo paso, como lo hizo el hombre que encontró el tesoro escondido. La otra clase de persona es muy diferente. Es el que en verdad había buscado a Dios, pero el camino le había resultado largo y difícil. Es cierto que esta persona buscaba solo porque Dios había venido primero a buscarlo a él. Se podría decir de él lo que se dice en el himno: Busqué al Señor, y después lo conocí. Él, buscándome, impulsó mi alma a buscarlo; No fui yo quien encontré, oh Salvador fiel; No, fui encontrado por ti. Pero esta persona no sabía eso durante sus años de búsqueda. Esos fueron años oscuros de pistas erradas y malentendidos dañinos. A veces, casi se desesperaba, hasta que su búsqueda se

vio premiada. La perla preciosa estaba delante de él, y ahora todo lo demás era dejado de lado a fin de obtener ese objeto tan preciado. De ellos hablaba Jesús cuando dijo: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mt. 7:7). Tal vez usted sea esa clase de persona. No ha sido indiferente a las cosas espirituales, sino que ha estado buscando, y ahora el fin de su búsqueda está delante de usted. Aquí está Jesús. Ahora debe creer en Él para salvación. Usted ha pedido y ha recibido la respuesta. Ha buscado, y se le presenta a Jesús. Ahora debe llamar y entrar por la puerta abierta. Jesús dijo: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Jn. 10:9). EN POS DEL PREMIO Aquí las lecciones principales de las dos parábolas se encuentran, pues aunque el hombre y el comerciante fueron diferentes hasta el punto en que el tesoro del evangelio estuvo delante de ellos, a partir de ese momento sus pensamientos y acciones fueron idénticos. ¿Qué hicieron? En primer lugar, reconocieron el valor de lo que habían encontrado. En segundo lugar, decidieron tenerlo. En tercer lugar, vendieron todo a fin de hacer su compra. En cuarto lugar, adquirieron el tesoro. No es de extrañar que el comerciante reconociera el valor de esa perla especial, porque había estado buscando perlas y se puede suponer que aprendió a valuar en el curso de su búsqueda. Ni es sorprendente que el hombre que descubrió el tesoro escondido viera su valor. No buscaba, pero difícilmente podemos imaginarnos que diera una patada indiferente al tesoro y siguiera su camino. Un tesoro es valioso, después de todo. Nos inclinamos a decir que una persona que descubre un tesoro en cualquier lugar o en cualquier forma y luego se aleja sin tocarlo es un tonto. Pero muchos hacen eso con el evangelio. Se predica el evangelio; se muestra que es la respuesta a nuestras necesidades individuales y comunitarias, para esta vida y para la eternidad. A pesar de eso, millones simplemente se alejan y siguen en su pobreza espiritual. ¿Quiere saber el carácter de uno que ha sido vivificado por Dios?

Dice con David: “Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad” (Sal. 84:10). Dice de las leyes de Dios: “Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado” (Sal. 19:10). Declara: “Por eso he amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro. Por eso estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira” (Sal. 119:127-128). Grita: “olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14). Una persona así ya ha tenido un cambio de valores. Ha reconocido la pobreza de todo lo que viene de los hombres y las mujeres, y ha visto el verdadero esplendor del evangelio. La segunda cosa que caracterizaba tanto al hombre que encontró el tesoro como al comerciante que descubrió la perla fue su determinación de tener el objeto una vez descubierto. Las historias no lo explican en detalle, pero imagínese el contraste. Una persona ve el valor de su descubrimiento, pero decide, al reflexionar, que sería demasiada molestia adquirir para sí el tesoro o la perla. Tendría que ajustar sus prioridades. Tendría que vender sus bienes, cambiar su estilo de vida. Eso tomaría tiempo y esfuerzo. Podría ser mal interpretado por su familia o sus amigos. Por cierto, lo haría un hombre rico, pero sería demasiada molestia. Podemos imaginarnos una situación así, pero no es el caso de los que se describen en estas parábolas. Permítame hacer un paréntesis aquí. La parábola no menciona a los dueños originales del campo y de la perla. No se nos dice nada acerca de sus actitudes. Pero está claro que estaban dispuestos a vender. Dios, por supuesto, no vende sus favores. Estas historias no enseñan eso. Lo que sí enseñan es que si usted está resuelto a tener lo que, por la gracia de Dios, percibe que tiene un valor inestimable, puede estar seguro de que Él está muy dispuesto a permitir que lo tenga. Puede tenerlo ahora. El precio es solo que esté dispuesto a llegar a Dios en la forma que Él quiere. Debe olvidarse de su propia justicia. Debe estar dispuesto a confiar solamente en Cristo. Si usted quiere llegar así, volviéndose de su

pecado a Jesús, el tesoro es suyo. Cristo ha llegado a ser su porción. Dios no tiene que ser persuadido. Usted es el que necesita persuasión. Así que no espere más; crea hoy. Eso nos lleva al tercer punto de similitud entre los dos individuos. Habiendo reconocido el valor de su hallazgo y habiéndose decidido a tenerlo, procedieron a vender todo lo que tenían para hacer la compra. Ya he dicho que no debemos interpretar que estos relatos enseñan que se puede comprar la salvación, excepto en el sentido de Isaías 55:1: “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche”. ¿Por qué, pues, venden el hombre y el comerciante sus bienes? Desde luego, es una ilustración sobre renunciar a todo lo que podría impedir la obtención del gran premio. El himno de Martín Lutero lo dice correctamente: “Nos pueden despojar de bienes y hogar, el cuerpo destruir”. Lutero no pensó ni por un momento que la salvación pudiera ser comprada por la renuncia a esas cosas ni a ninguna otra posesión preciada, pero estaba resuelto a que nada, ni la vida misma, le impidiera entrar en el reino de Dios. Charles H. Spurgeon tenía un sermón sobre el comerciante y la perla, titulado “Una gran ganga”, en el cual sugería varias cosas que debíamos liquidar a fin de tener a Jesús. La primera son los viejos prejuicios. Todos tenemos alguna idea de lo que significa agradecer a Dios, pero si Dios no nos regenera, inevitablemente seguiremos pensado de manera incorrecta, aunque solo sea porque “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14). La persona no regenerada considera a Dios como un hombre y —a decir verdad— a sí mismo, casi como un dios. Piensa en ganar por sus propios méritos. Piensa que Dios debe tomar nota de sus buenas obras y que, si Dios no hace eso, él no quiere tener nada que ver con Dios. Piensa que preferiría estar en el infierno con otra gente simpática como él, que en el cielo con aquella gentuza religiosa que le resulta tan ofensiva. Todo eso desaparece cuando encuentra a Cristo. Los viejos

prejuicios mueren. Los antiguos valores son echados abajo. Los errores del pasado son liquidados. Para reiterar, la persona que quiere tener a Cristo debe olvidarse de sus propios méritos y deshacerse de ellos. Usted no sacará mucho por ellos [sus méritos], pero me imagino que piensa que son una cosa fina. Hasta ahora ha sido muy bueno, y su propia opinión de sí mismo es que en cuanto a los mandamientos, todo esto lo ha guardado desde su juventud. Y ya que va con frecuencia a los cultos, o asiste mucho al templo, y ofrece algunas oraciones extra el día de Navidad y el Viernes Santo, y añade un poquito de los sacramentos, se siente en un estado bastante bueno. Ahora bien, amigo mío, debe liquidar y desechar esa vieja y apolillada justicia suya, de la cual tanto se enorgullece, pues ningún hombre puede ser salvo por la justicia de Cristo, mientras ponga una pizca de confianza en la propia. Liquídela, cada harapo. Y aunque nadie la quiera comprar, de todos modos debe desprenderse de ella. Sin duda no merece ser echada entre los trapos más mugrientos, pues es peor que ellos. [2] ¡Pero cuánto apreciamos nuestra propia justicia! Queremos que otros la precien. Nos cuesta decir que somos pecadores míseros necesitados de una salvación que venga totalmente por gracia. Pero eso es lo que debemos decir. La idea de justificarnos por nuestros propios méritos tiene que ser desechada. ¿No liquidará los suyos? ¿Cuánto me ofrecen por ellos? ¡Aceptado! Vendámoslos ahora. Acabe con ellos y venga a Jesús. Por último, también debe liquidar sus placeres y prácticas pecaminosos. No es el placer en sí lo que se ha de liquidar. Hay placeres santos, pues los santos son un pueblo feliz. Solo el placer pecaminoso debe desaparecer, pues uno no puede servir a Dios y al pecado. No puede decir que ama a Cristo y no guardar sus mandamientos. ¿Eso le cuesta? ¿Se echa atrás? ¿Es ese un precio demasiado alto que pagar por la salvación? Si lo es, usted no es el hombre de

la parábola de Cristo, que encuentra el tesoro y vende todo lo que tiene para obtenerlo. Usted no es el comerciante que cambia todo a fin de poseer la gran perla. Usted ni siquiera ha visto correctamente el valor de lo que está rechazando. ¡Échese atrás, pues! ¡Rechace al Señor Jesucristo! Él no exhibe sus tesoros para quienes no los quieren. ¡Váyase por su propio camino! ¡Aférrese a sus prejuicios, sus propios méritos, sus placeres pecaminosos! Hay muchos más que quieren a Cristo, y vendrán. El cielo no estará vacío. La mesa de banquete estará llena de invitados. Pero ¡quiera Dios que ese no sea su caso! Más bien que se diga de usted lo que dijo el autor de Hebreos: “Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (He. 10:39). Habiendo reconocido el valor de su descubrimiento y habiendo vendido todo en su deseo de tenerlo, el hombre que descubrió el tesoro y el comerciante que descubrió la perla efectuaron su adquisición. Adquirieron aquello en lo que habían puesto la mira. Esa compra habla de apropiación individual. Nos dice que la salvación no consiste simplemente en ver el valor de la obra de Cristo y desearla para uno mismo. Pone énfasis en que Cristo realmente debe llegar a ser nuestro por fe, que es el medio de apropiación. La fe tiene tres elementos. Hay un elemento intelectual, en el cual reconocemos las verdades del evangelio. Hay un elemento afectivo (del corazón), en el cual nos sentimos atraídos a lo que reconocemos. Y hay un elemento volitivo, por el cual efectivamente nos entregamos a Aquel a quien el evangelio revela. Eso quiere decir que la salvación es un asunto individual. Las personas no son salvadas por Jesús en grupos. Son salvadas una a la vez, a medida que por la gracia de Dios reconocen su necesidad y llegan a Jesús con la simple fe de que Él es quien afirmaba ser (el Hijo de Dios) y que hizo lo que afirmaba que haría (proporcionar lo necesario para nuestra salvación mediante su muerte en beneficio de nosotros). El hombre en el campo no permitió que nadie más comprara el tesoro, con la esperanza de participar en él. El

comerciante no formó una cooperativa para adquirir la perla preciosa. Cada uno hizo la compra de manera individual. Usted no debe pensar, si está al borde de su decisión, que habiendo renunciado a todo lo demás por Jesús, un día se llevará una desilusión al descubrir que ha quedado mal parado. No va a volver con su tesoro o su perla, esperando recuperar su propiedad. Nunca pasa así. En el intercambio descrito en estas parábolas, los hombres que hicieron la compra recibieron una ganga. Hicieron el trato de su vida, su fortuna. De ahora en adelante, serán los hombres más felices. Así será para usted. No se lo llama a pobreza en Cristo, sino a las máximas riquezas espirituales. No se lo llama a desilusión, sino a satisfacción. No se lo llama a pena, sino a gozo. ¿Cómo podría ser de otra forma, cuando el tesoro es el único Hijo de Dios? ¿Cómo puede ser malo el resultado, cuando significa salvación?

[1]. John H. Gerstner, “The Atonement and the Purpose of God”, en James M. Boice, editor, Our Savior God: Addresses Presented to the Philadelphia Conference on Reformed Theology, 1977-1979 (Grand Rapids, Michigan: Baker, 1980), p. 115. [2]. Charles Haddon Spurgeon, “A Great Bargain”, en The Metropolitan Tabernacle Pulpit, vols. 7-63 (Pasadena, Texas: Pilgrim Publications, 1972), 24:403.

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El reino de Dios consumado Mateo 13:47-52 Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera. Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Jesús les dijo: ¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos respondieron: Sí, Señor. Él les dijo: Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.

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n el segundo siglo antes de Cristo, el gran rival del poderío romano en el mundo mediterráneo era Cartago, la ciudad estado fenicia ubicada en la costa norteña de África. Se había fundado en 822 a.C. y se había vuelto tan poderosa que, durante años, amenazó la supremacía de Roma. ¿Qué había que hacer con Cartago? Un senador romano, Marco Porcio Catón el mayor, pensaba que él sabía: Cartago debía ser derrocada. Desde el momento que llegó a esa conclusión, se dice que nunca pronunciaba un discurso ante el senado romano sobre cualquier tema, que no terminara con la advertencia: Carthago delenda est (Cartago debe ser destruida). Por fin las advertencias se hicieron entender, y como resultado de la tercera Guerra Púnica, Cartago fue aniquilada. La técnica de Catón de resolver la amenaza de Cartago no es la única vez en la historia que se ha ganado un argumento por repetición. Pensamos en Hitler repitiendo sus mentiras contra los judíos hasta que, al parecer, toda Alemania las creyó; o de modo

muy diferente, en Winston Churchill diciéndoles a los muchachos en la escuela privada donde había sido formado: “¡Nunca se rindan! ¡Nunca se rindan! ¡Nunca, nunca, nunca se rindan!”. El Señor Jesucristo también usaba repetición, y en ninguna parte es más evidente que en las parábolas del reino registradas en Mateo 13. Hay muy pocos argumentos en cualquiera de esas parábolas que no se repitan de alguna forma en, por lo menos, una de las otras. Un tema es que la obra del reino, comenzada por Jesús, es como sembrar semilla en un campo. Eso se enseña en la primera parábola sobre los distintos tipos de suelo, y se repite en la segunda, que habla del trabajo del diablo al sembrar cizaña entre el trigo. El trabajo del diablo a su vez es un elemento repetido, si nuestra interpretación de las parábolas cuarta y quinta es correcta. Estorba la obra de Dios sembrando semilla mala (parábola dos), fomentando un crecimiento secular y poco natural de la Iglesia (parábola tres) y haciendo que aun la vida de los creyentes verdaderos sea debilitada por el pecado (parábola cuatro). Las parábolas cinco y seis, las del tesoro escondido y la perla valiosa, enseñan que la gente del reino es tan cambiada por Dios que se da cuenta del valor de la salvación por medio de Jesucristo y da todo lo que tiene a fin de obtenerla. LA RED Al llegar a la última de las parábolas, encontramos más repetición. Jesús introduce una nueva imagen (la pesca), pero la parábola repite esencialmente los mismos argumentos de la parábola dos. La parábola anterior relataba el caso del trigo y la cizaña que crecieron juntos hasta el tiempo de la cosecha. Luego hay una recolección de ambos, seguida de una separación. El trigo es almacenado en los graneros del dueño; la cizaña es quemada. En esta, la última de las parábolas, también hay una recolección de muchas clases de peces, seguida de la separación de los peces buenos de los malos. En ambas parábolas, Jesús describe la separación de los malos de entre los justos. Vemos el trabajo de los ángeles. Hasta se repiten frases clave de la explicación de Cristo de la segunda parábola: “al

fin del siglo” (vv. 40, 49), y “los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (vv. 42, 50). Pero ahora tenemos un problema: ¿Qué enseña la séptima parábola que no se haya enseñado ya en la segunda? Es decir, ¿por qué (en vista de la parábola anterior) se incluye esta? Es cierto, como hemos indicado, que las otras también incluyen repetición. Pero aun así, cada una añade algo nuevo. Las dos primeras hablan de sembrar, pero la primera se enfoca en la clase de tierra donde cae la semilla, mientras que la segunda se enfoca en el trabajo del diablo al sembrar semilla dañina. De manera similar, se describe al diablo como activo en las parábolas dos, tres y cuatro, pero en cada caso hace algo diferente. ¿Hay algo nuevo en esta última parábola? ¿Hay algo que nos perderíamos si no se incluyera? El único elemento que posiblemente podría entenderse como nuevo es la imagen de la pesca, y uno se siente tentado a pensar aquí en cómo Cristo llamó a pescadores a ser sus discípulos: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mt. 4:19). Quisiéramos pensar que el elemento nuevo es nuestro papel al atraer hombres y mujeres a la red del evangelio. Pero Jesús no interpreta la parábola así. Compara a los pescadores con ángeles, no con sus mensajeros terrenales. Y el escenario no es el tiempo en que la Iglesia lleva el evangelio por todo el mundo, sino el juicio final. Por tanto, ¿qué hay de nuevo en la séptima parábola? ¿La mezcla de peces en la red del evangelio? Eso está en la parábola del trigo y la cizaña. ¿El trabajo de los ángeles? ¿La separación? ¿El terrible fin de los malvados? Esos elementos también están en la parábola anterior. A medida que hacemos comparaciones, vemos un punto en que la repetición misma se vuelve la cosa “nueva”, y el énfasis singular de la parábola comienza a verse no solo en lo que se repite, sino en lo que se omite. Piense en los elementos de las demás parábolas que no están presentes. No hay ninguna explicación de cómo los peces llegaron a estar en el agua, para empezar. No hay ningún énfasis en su crecimiento ni falta de este. No hay ningún trabajador humano, ni

siquiera un diablo. La única cosa que tenemos es la separación de los peces buenos de entre los malos, los malvados de entre los justos, y el sufrimiento de aquellos que son echados en el horno de fuego. Por tanto, creo que el elemento “nuevo” es la advertencia a los malvados. Ya se ha descrito su destino, pero estaba mezclado con otros elementos. Aquí se destaca por la simple razón de que está evidentemente solo. Es como si Jesús dijera con todo el énfasis posible: Hay un juicio que viene, una separación, y el destino de los impíos será terrible en aquel día. UNA SEPARACIÓN FINAL La imagen que Jesús presenta del juicio final como una separación de los peces buenos de entre los malos (o una separación del trigo de entre la cizaña) hace hincapié en la naturaleza esencial del juicio, pues la palabra juicio quiere decir “separar”. En hebreo, así como en español, se refiere principalmente al trabajo de un juez o un legislador. Pero un significado de la palabra hebrea es “discriminar” o hacer distinciones, y en griego “juicio” (krisis) literalmente quiere decir “dividir”. Una crisis es una situación en la que uno se ve frente a una elección; uno debe responder yendo en una dirección u otra. Jesús hablaba así del juicio. En parábolas posteriores, hay una separación entre las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas, los siervos fieles y los infieles, las ovejas y los cabritos. En la parábola del hombre rico y Lázaro, se describe la situación de manera explícita: “Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá” (Lc. 16:26). Hay tres hechos importantes acerca de esa separación. En primer lugar, es absoluta. Es decir, en el día del juicio de Dios, se habrá acabado el tiempo de mezcla del bien y del mal en cualquier forma. Hoy la mezcla es una condición permanente. Hacemos algunas cosas buenas, pero nuestro bien siempre está mezclado con mal. Tenemos las personas redimidas en la iglesia, pero también

tenemos aquellos que son hijos del diablo. Sin embargo, cuando el Señor envíe a sus ángeles a llevar a cabo el juicio, se habrán acabado esos días, y los seres humanos se encontrarán en un bando u otro. O estarán con los bienaventurados en el cielo, habiendo sido limpiados de todo pecado por la obra redentora de Cristo, o estarán en el infierno sin Cristo y sin esperanza. Nadie estará parcialmente en un bando y parcialmente en el otro. El segundo hecho acerca de la separación es que está determinada de antemano en el sentido de que las bases de la distinción ya habrán sido establecidas en la tierra. ¿Cuáles son esas bases? Volviendo a las parábolas anteriores de Cristo, se trata de quién ha recibido la buena semilla del evangelio, si ha creído en Cristo. Es cuestión de si ha dejado de lado todo lo demás a fin de adquirir el tesoro escondido o de comprar la perla valiosa. Usted sabe si ha hecho eso o no. ¿En cuál bando está? Si no está en Cristo ahora, estará sin Él en aquel día. Si está con Él ahora, estará con Él en el día del juicio. En tercer lugar, la separación es permanente. Nada podría ser más permanente que recolectar los peces buenos y desechar los malos. Nada podría ser más permanente que echar la cizaña al fuego para ser quemada. En aquel día, la oportunidad de arrepentimiento se habrá acabado. El día de salvación habrá pasado. Quisiera poder decir que la realidad será diferente. Pero no puedo, porque Jesús mismo no lo dice. Hay solo una persona que le dirá eso: el diablo, y lleva siglos difundiendo esa mentira. Les ha dicho a millones que el día del juicio final siempre está lejos y que siempre habrá tiempo para arrepentimiento, o religión o lo que sea en una fecha posterior. De ese modo, ha arrullado a millones hasta dormirlos, y ahora van a la deriva, haciendo caso omiso de su peligro. Son como el hombre que se durmió en su auto en el garaje con el motor encendido. Los gases de la muerte lo rodeaban, pero no se daba cuenta. Estaba dormido y pereció. No escuche las mentiras del diablo. Usted le tiene sin cuidado. Él es un ser condenado y maligno que, sabiendo que ha de perecer, tiene como su único placer lograr que otros lo sigan a un destino

funesto. Más bien, escuche al Señor Jesucristo, que dice la verdad. La dice en esta parábola para que usted sepa que el juicio es real, la separación viene y el tiempo del arrepentimiento es ahora. ¡Óigale! ¡Créale! Apártese de cualquier cosa que lo mantiene alejado de Jesús y póngase a merced solamente de Él y su obra. CRUJIR DE DIENTES El segundo punto de la parábola de Jesús es el destino terrible de los injustos. Me alegro mucho de que el Señor haya enseñado eso, y de que no les quede a sus ministros imaginarse cuál será el destino de los incrédulos. ¿Cómo podríamos decir que el fin de estos será tan malo que solo se puede comparar adecuadamente con una quema eterna? ¿Cómo podríamos decir que producirá un eterno “lloro y crujir de dientes”? Ningún simple ser humano se atrevería a predecir ese destino para otro ser humano. Pero eso es lo que hace Jesús. Tiene más que decir acerca del infierno que cualquier otra persona de la Biblia. ¿Qué es lo que hace tan terrible el infierno, según Jesucristo? Hay varios elementos, el primero de los cuales es el sufrimiento. Se hace esa observación en la parábola de la red, ya que después de describir cómo se echa a los malos en el horno de fuego, Jesús los retrata “llorando y crujiendo los dientes”. A menudo alguien me pregunta si el infierno tiene fuego literal. Esa es la imagen que la Biblia emplea para el infierno, pero conozco la Biblia lo suficientemente bien para saber que suele emplear imaginería física para describir cosas que están más allá de nuestras imaginaciones prosaicas. Los fuegos del infierno podrían ser así. Pero no hay nada aquí con lo que uno deba consolarse. Pues aunque la Biblia emplea imaginería para representar lo inimaginable, lo hace precisamente porque la realidad es inimaginable. Es decir, el sufrimiento de los malos en el infierno es tan intenso y tan terrible que, si no es un verdadero sufrimiento físico en fuego, solo un sufrimiento físico tan intenso puede emplearse para describirlo. No le ponga peros a Jesucristo. El infierno incluye sufrimiento

intenso. Solo un tonto no trataría de evitar ese sufrimiento a toda costa. La segunda cosa que hace el infierno terrible es la memoria, particularmente la memoria de las bendiciones de la vida anterior de uno. Aunque no se dice nada en la parábola sobre la red, se revela bastante en la del hombre rico y Lázaro. Allí Jesús establece una comparación entre un hombre rico que “se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc. 16:19), y un mendigo llamado Lázaro, que se sentaba a la puerta del rico y “ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico” (v. 21). Con el tiempo, ambos murieron. El mendigo, siendo creyente a pesar de su posición terrenal insignificante, fue al cielo. El rico, a pesar de su posición favorecida en la tierra, fue al infierno. Estando en tormentos, el rico alzó la vista y vio a Abraham a lo lejos, con Lázaro a su lado, y gritó: “Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama”. Pero Abraham respondió: “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado” (Lc. 16:24-25). Creo que esa es una de las declaraciones más escalofriantes de la Biblia. Se le dice al rico que se acuerde, y lo que tiene que recordar es cómo disfrutó de una vida de cosas buenas sin referencia alguna a Dios. Ahora aquellas cosas han desaparecido para siempre. Él construyó su cielo en la tierra y nunca más ha de entrar allí, mientras que Lázaro probó el infierno aquí, y ahora ha de disfrutar del cielo de Dios. Si usted no tiene a Cristo, sepa que por muy decepcionante que considere su vida ahora, aun así vendrá un día en que parecerá “buena” comparada con su sufrimiento. Y la memoria de sus cosas buenas lo perseguirá y aumentará su sufrimiento, a menos que se arrepienta ahora y venga a Jesús. Hay una tercera cosa que hará terrible el infierno. Es la culpa por el papel que los malvados han desempeñado al llevar a otros a su fin. Hace más de cien años, como parte del último gran avivamiento religioso que arrasó Gran Bretaña, un hombre llamado Brownlow

North predicó una serie clásica de sermones de avivamiento sobre el rico y Lázaro, en uno de los cuales explica bien ese último punto. Se refirió al lugar donde se dice que el rico intercedió a favor de sus hermanos (“Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”, vv. 27-28), y preguntó cómo, de repente, se había preocupado por el bienestar de sus hermanos. No fue porque los amaba; no hay nada de amor en el infierno. North creía que era por culpa. El rico era guarda de su hermano, pero había desatendido sus responsabilidades. Ellos, al igual que él, se habían criado en la incredulidad, siguiéndole los pasos. El destino de ellos sería el mismo que el suyo, y él preveía cómo lo reprocharían por su papel en su destrucción. North concluyó diciendo: “La única cosa que puede añadir angustia a la angustia de los perdidos es estar encerrado para siempre en el infierno con aquellos a quienes han ayudado a llevar allá”.[1] ¿No es eso cierto? ¿No tiene razón Brownlow North? Padres impíos, ¡cuidado! Si llevan a sus hijos por el sendero que ustedes han elegido, estarán presentes para condenar y maldecirlos en ese día. Su angustia será mayor por ello. Madres, ¡cuidado! Si han desatendido el bienestar espiritual de sus hijas, llegará el día en que ustedes querrán orar diciendo: “Envía a Lázaro a mis hijas”, pero habrá pasado la oportunidad. Ellas perecerán, y ustedes tendrán la culpa. Sobre todo, ¡cuidado, ministros impíos! Hay ministros que son tan ignorantes del Dios a quien pretenden servir que nunca realmente oran siquiera. Pero orarán en aquel día. Demasiado tarde, le rogarán a Dios que envíe a alguien que prevenga a sus congregaciones. Habrán condenado a su gente por su evangelio falso y su negligencia criminal, por no advertirles de la ira por venir. North concluye diciendo: “No creo que exista un ser más triste, aun entre los perdidos mismos, que un ministro perdido encerrado en el infierno con su congregación”.[2] UNA ÚLTIMA PREGUNTA

Este estudio concluye con una pregunta que Jesús hizo después que terminó de contar las parábolas del reino. Preguntó: “¿Habéis entendido todas estas cosas?” (Mt. 13:51). Los discípulos contestaron: “Sí”. Esa respuesta me parece graciosa, ya que las parábolas del reino siempre han sido una de las secciones más desconcertantes de la Palabra de Dios para la mayoría de los lectores. Muy pocos hoy se atreverían a decir que entienden todas esas cosas. Pero los discípulos pensaron que ellos sí habían entendido. “Sí”, dijeron, como si el asunto no fuera nada difícil. Debo decir, sin embargo, que creo saber qué sucedía. Su “sí” no quería decir que entendían todo lo que enseñaba Jesús, sino que, por lo menos, creían todo lo que entendían y estaban dispuestos a actuar sobre la base de esa enseñanza. En ese sentido, yo le haría la misma pregunta a usted: ¿Entiende estas cosas? Sin duda hay mucho que no entiende, así como hay mucho que no entiendo yo. Pero ¿cree lo que sí entiende? ¿Esta dispuesto a actuar sobre la base de su entendimiento y venir a Jesús? Solo admita que usted es pecador, en rebelión contra Dios, merecedor de su juicio. Crea que, a pesar de esos hechos, Dios ha enviado a su Hijo a ser su Salvador. Entonces dedíquese a Jesús, prometiendo seguirlo como su Maestro y Señor. Jesús mismo dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Jn. 13:17).

[1] Brownlow North, The Rich Man and Lazarus: A Practical Exposition of Luke 16:19-31 (Edimburgo, Escocia y Carlisle, Pensilvania: Banner of Truth, 1979), p. 103. [2] Ibíd., p. 106.

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Una oveja perdida, una moneda perdida, un hijo perdido Lucas 15:1-32 Entonces él les refirió esta parábola, diciendo: ¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento. ¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente. También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre

tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.

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ntre las más o menos veintisiete parábolas de Jesús registradas en los Evangelios, hay varias que son particularmente conocidas porque tratan de la salvación. Entre ellas son las tres que se encuentran en Lucas 15: las parábolas de la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. El obispo J. C. Ryle una vez dijo de ellas: “Probablemente no hay ningún capítulo de la Biblia que haya sido de más provecho para las almas de los hombres”. Tenemos que asegurarnos de que nos resulte provechoso mientras lo estudiamos.

Un rasgo interesante de estas parábolas es que surgieron de un ataque que los santurrones dirigentes religiosos de la época hicieron al ministerio de Jesús. Él ministraba a los marginados de la sociedad: los publicanos, a quienes todos odiaban, y los “pecadores”, es decir, aquellos que no conocían la ley ni observaban los pormenores legales de la religión farisaica. Jesús circulaba libremente entre tales personas. No los despreciaba como los demás; los amaba. Porque los amaba y se interesaba por ellos, era natural que ellos lo amaran y lo buscaran a su vez. Los maestros de la ley se percataban de eso y se molestaban. Decían: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come” (v. 2). Con eso pretendían manchar la reputación de Jesús, pero en realidad parte de la gran gloria de nuestro Señor era rebajarse a salvar pecadores. Las tres historias tienen por fin mostrar que sus acciones no solo eran correctas, sino también una revelación del carácter afectuoso de Dios. En las dos primeras parábolas, Jesús hace hincapié en la pérdida sufrida por el dueño, su búsqueda ansiosa y rigurosa del objeto, y su gozo al encontrarlo. En la última parábola, enseña la misma lección al retratar la felicidad de un padre por el regreso de un hijo rebelde. En esa historia, se destaca el arrepentimiento del hijo y la actitud rencorosa de su hermano mayor, que se había quedado en casa. Pretendo considerar las historias en conjunto, que es la manera en que Lucas las presenta, y centrar mi atención en los siguientes puntos: 1. el valor del objeto perdido, 2. la actitud del dueño o padre, 3. la naturaleza de la recuperación, y 4. el problema con el hijo mayor. VALIOSO PARA DIOS La similitud más obvia entre estas tres parábolas es que, en cada una, se ha perdido algo. En la primera, se pierde una oveja, en la segunda, una moneda, y en la tercera, un hijo. Eso representa nuestra condición miserable, separados de Dios. En cada caso, el objeto retenía su valor en la mente del dueño, a pesar de su condición perdida. Podemos imaginarnos a un pastor de

ovejas que podría olvidar la pérdida de una de ellas, quitándole importancia. “Después de todo —podría decir—, ¿qué importa una oveja cuando todavía me quedan noventa y nueve? La pérdida es solo un por ciento. Un hombre de negocios tiene que esperar cierto porcentaje de pérdidas si quiere llevar un negocio”. Asimismo, la mujer pudiera haber dicho: “Simplemente, no voy a molestarme por la pérdida de una sola moneda. Cierto, es una de diez. Pero todavía tengo nueve, y estoy contenta con ellas”. El padre pudiera haber decidido: “Bueno, mi hijo menor se ha ido, pero ya debo asumirlo y seguir adelante. Centraré mi atención en el que queda”. Por supuesto, eso no es lo que hicieron los dueños ni el padre. El padre estaba deseando el regreso de su hijo pródigo, y en las dos primeras parábolas, los dueños buscaron con diligencia hasta recuperar el objeto perdido. ¿Cuál es la explicación de su conducta? El objeto tenía valor para su dueño, aunque estaba perdido, y el dueño estaba decidido a recuperarlo nuevamente. No nos gusta perder nada. Si eso nos pasara, trataríamos de recuperar la cosa extraviada. En estasparábolas, Jesús dice que Dios es como nosotros en ese detalle. Estamos perdidos. Pero aun en nuestro estado, retenemos algo de la imagen de Dios, y como Él nos ama, está decidido a encontrarnos y recuperarnos por esa imagen. Estoy convencido de que ese es el detalle esencial a partir del cual debemos comenzar a apreciar estas historias. Con mucha frecuencia, las consideramos desde el punto de vista de la condición perdida del pecador. Pensamos en el sufrimiento de la oveja, la condición desesperada de la moneda, o la degradación y servidumbre del hijo. Pero Jesús comienza, no con la pérdida del objeto, sino con la pérdida sufrida por los dueños o el padre, es decir, por Dios. William M. Taylor dice que solo en eso encontramos el patetismo infinito de las parábolas. Dios “es el pastor cuya oveja se ha alejado; él es la mujer cuya moneda ha desaparecido en la oscuridad y los escombros de la casa; él es el padre cuyo hijo se ha ido, y se le ha perdido”.[1] Debemos tener cuidado aquí de no sugerir que, en su naturaleza divina, Dios pueda ser de alguna forma disminuido por nuestro

pecado y rebelión. Él es completo con nosotros o sin nosotros. No nos necesita. Aun así, como añade Taylor: “No nos atrevemos a eliminar de la pérdida de la oveja, la moneda y el hijo, toda referencia a los sentimientos de Dios hacia el pecador. Estos significan que, en la separación entre Él y el hombre, provocado por el pecado, Jehová ha perdido algo que antes había poseído y apreciado mucho. Significan que el pecador es para Dios como algo perdido es para aquel a quien pertenecía; y estas parábolas nos permiten ver lo ansioso que está y los esfuerzos que hará por recuperarlo”.[2] Si usted está perdido, apartado de Dios, esta es la primera aplicación de estas parábolas: usted es valioso para Dios, incluso en su condición perdida. Podría carecer de valor a sus propios ojos porque solo puede ver lo que ha hecho de sí mismo, pero debe aprender que usted es valioso para Dios, porque Él puede ver para qué fue creado usted y en qué puede todavía convertirlo. EL DIOS QUE BUSCA En el capítulo 53 de Isaías, el gran profeta de Israel asemeja los pecadores a ovejas extraviadas: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Is. 53:6). Pero como Isaías procede a mostrar, Dios nos ha buscado aun en nuestra condición perdida. Jesús se volvió como nosotros, una “oveja [muda] delante de sus trasquiladores” o un “cordero… llevado al matadero” a fin de hallarnos y restaurarnos a Dios (v. 7). Eso es lo que los fariseos y los maestros de la ley no vieron, pero es lo que Jesús enseñaba en las parábolas. Algunos han sugerido que en estas tres historias se ve a cada Persona de la Deidad. En la primera, se retrata a Jesús en la persona del pastor. Él mismo dijo: “Yo soy el buen pastor” (Jn. 10:11, 14). En la tercera parábola, se retrata al Padre divino en la persona del padre humano. Se sugiere que el Espíritu Santo aparece en la segunda parábola, en la figura de la mujer que enciende una lámpara, barre la casa y busca detenidamente hasta encontrar la moneda extraviada. Esto podría sugerir la obra de iluminación del Espíritu Santo, pero

probablemente sería ir demasiado lejos en el relato. Sin embargo, la idea central es válida: toda la Deidad participa en la salvación del pecador. El Padre planifica la restauración. El Hijo la logra mediante su obra en la cruz. El Espíritu Santo la aplica al individuo al abrir su mente a la verdad del amor y la obra de Dios, y al producir un arrepentimiento que lleva al extraviado de regreso, de la pocilga del pecado a la casa del Padre. Esa es nuestra esperanza: no que nosotros estemos trabajando, sino que Dios está trabajando. Él está buscando, y lo que busca lo encuentra. Nos ha dicho: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Lc. 11:19). ¿Hemos de creer que Dios tendrá menos éxito que nosotros? Jesús dijo: “el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). ¿Nos atrevemos a decir que el propio Hijo de Dios fracasará? En conjunto, es un retrato asombroso de Dios. Se lo ve afligido, buscando, encontrando y regocijándose. Así son los pensamientos y las acciones de Dios hacia cualquier persona, antes de ser encontrada por Jesús. Esto le aconteció a usted, si es cristiano. Y sucederá con otros. Un ministro llamado William Jay una vez visitó a John Newton, un anterior comerciante de esclavos que se convirtió sorprendentemente durante una tormenta en el mar mientras iba rumbo a Inglaterra. Hablaban de un común conocido que se había convertido hacía poco. Jay observó que el hombre una vez había asistido mientras predicaba, pero que era un tipo fatal. Dijo: —Él quizá se convierta, pero no estoy seguro si sucederá. Pero si efectivamente se convierte, nunca más perderé las esperanzas de la conversión de nadie. Newton respondió: —Nunca he perdido las esperanzas desde que Dios me salvó a mí. Cada cristiano ha sido buscado y encontrado por Dios, quien siempre encuentra lo que busca. Así que nadie debe perder las esperanzas. Por muy grandes que sean sus pecados, este es el día de gracia. La Biblia dice: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él

misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Is. 55:7). VIDA DE ENTRE LOS MUERTOS Eso nos lleva a lo que he llamado “la naturaleza de la recuperación” y a la última parábola en particular. Aunque es Dios el que busca y encuentra, eso nunca sucede sin el arrepentimiento y la conversión del pródigo rebelde. Creo que, principalmente, Jesús contó la tercera parábola para señalar ese hecho. Aquí quiero terminar con un malentendido común, cuando se examinan detenidamente cada una de las parábolas. El malentendido es este: algunos han estudiado la parábola del hijo pródigo y se han imaginado, considerando solo esa parábola, que Dios está en una posición un poco desesperada en cuanto a la salvación de una persona. El hijo se ha rebelado. Ha despilfarrado su herencia. Ha caído en servidumbre en un país lejano. Y en toda la historia, no hay ninguna indicación de que el padre haga nada. Anhela el regreso de su hijo, pero no lo busca. No ofrece ningún incentivo. Por tanto, algunos han supuesto (debido a la naturaleza de esta historia) que en el asunto de la salvación, Dios tiene las manos atadas. Es impotente. Por otra parte, se supone que el pecador tiene grandes poderes. Tiene la posibilidad, incluso en su estado esclavizado, de entrar en razón, abandonar su esclavitud y regresar al Padre. Esa interpretación pone la historia del hijo pródigo en una categoría totalmente distinta de la de las primeras dos parábolas y hasta sugiere, aunque con delicadeza, que estas podrían estar equivocadas o por lo menos que se las emplea mal cuando de ellas se interpreta que la salvación es de Dios. Algunos, no dispuestos a decir que las Escrituras pueden contradecir las Escrituras, sugieren que por lo menos las historias enseñan que las personas pueden ir a Dios de modos diferentes. En algunos casos, Dios busca al pecador; en otros, el pecador busca a Dios. Sin embargo, esos son grandes errores, como ya he indicado,

pues si se las lee detenidamente, cada una de las tres parábolas enseña la misma cosa. Es cierto que en las dos historias más cortas se resalta la actividad del Dios que busca, y en la otra se describe la naturaleza del arrepentimiento y la conversión. Pero ninguna de las dos cosas ocurre sin la otra, y en realidad eso queda claro en cada una de las tres parábolas. Es parte de la naturaleza de la ilustración que Jesús no pudiera retratar el arrepentimiento de una oveja ni una moneda. Las ovejas no se arrepienten, ni tampoco las monedas. Pero Jesús pensaba en eso aun aquí, como muestran sus comentarios finales en cada uno de los dos casos: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento… Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (vv. 7, 10). De manera paralela, la última parábola, aunque resalta la cara humana de la salvación, muestra claramente que no es posible sin la intervención milagrosa y la búsqueda por Dios: “este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (v. 32). Solo Dios puede producir tal resurrección. Así que las dos cosas van de la mano. Cuando decimos que Dios encuentra a un individuo, queremos decir que, por el milagro de la regeneración, el pecador entra en razón, se arrepiente del pecado y comienza a buscar a Dios. O, expresándolo de otra forma, cuando decimos que un pecador entra en razón, queremos decir que primero Dios lo ha buscado y ha producido una resurrección espiritual. Tome nota de los pasos a lo largo del camino. Había pasos que alejaron a la persona de Dios: rebelión contra el Padre, deseo de independencia total, pérdida de la herencia, necesidad desesperada, degradación y servidumbre. Es el camino del pecado, siempre. Pero así como había pasos que alejaron, también hay pasos que acercan. En primer lugar, uno toma conciencia de su verdadera condición (v. 17). Una de las tragedias del pecado es cegarnos a nuestra condición; nos imaginamos felices cuando en realidad somos desdichados, o libres cuando estamos esclavizados. Las personas

más desdichadas que conozco creen estar felices o, por lo menos, tratan de convencerse de que están felices. Si por un momento se enfrentan a su condición, dicen para sus adentros que solo es temporal o que, tarde o temprano, algo sucederá para cambiarla. Lo que pasa es que han creído la mentira del diablo: “No moriréis” (Gn. 3:4). Dios nos ha dicho que “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23), pero ellos han elegido creerle al diablo en vez de a Dios. Así tapan lo que es evidente para todos menos para ellos. El primer paso en la conversión es reconocer y rechazar la mentira, lo cual es una toma de conciencia de la realidad. Eso es lo que le pasó al pródigo. Mientras se arruinaba, sin duda pensó que sus malos tiempos solo eran temporales y que pronto ganaría la “lotería”. Se imaginaba que todavía tenía amigos. Aun cuando tuvo que buscar trabajo con un odioso criador de cerdos, supuso que solo lo hacía a corto plazo para subsistir, hasta que se cambiara su mala fortuna. Cuando moría de hambre y se dio cuenta de que nadie, ni siquiera sus examigos, le daría nada, “recapacitó” (Lc. 15:17, NVI) y reconoció que le iría mejor como siervo en la casa de su padre. El segundo paso en la conversión del pródigo fue una confesión sincera del verdadero pecado. El hijo había pecado y ahora, habiendo entrado en razón, reconoció su pecado: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (vv. 18-19). Fíjese que no habló de “aprovechar la vida mientras se es joven”, ni de sus “defectos” ni sus “faltas”. No echó la culpa a otros, como Adán había echado la culpa a Eva, o Eva, a la serpiente. ¡No! Él confesó su pecado, porque había pecado y ahora había llegado a ver más claramente su condición y sus ofensas. Es más, confesó que había pecado “contra el cielo” así como contra su padre, y eso agravó aún más el pecado. Recordamos a David, quien oró diciendo: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). Por último, el tercer paso en su conversión fue un regreso real al padre. Habiéndose visto tal como era y habiendo confesado su pecado como pecado, el pródigo se levantó y fue a su padre (v. 20).

Solo pensar no lo salvó, aunque su pensamiento era acertado. Solo la confesión no lo salvó, aunque tenía mucho que confesar. Tenía que darse la vuelta y buscar a Dios. ¡Y eso hizo! Realmente, dejó su pecado y volvió a su padre. Iba a decir: “hazme como a uno de tus jornaleros”, pero no tuvo la oportunidad de hacer esa petición. Más bien, el padre lo colmó de amor y declaró a la casa: “hagamos fiesta, porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (vv. 23-24). ¿COMO DIOS O COMO SATANÁS? Pero había uno que no celebraba: el hijo mayor. Estaba en el campo cuando su hermano menor regresó a casa; pero cuando llegó y oyó el regocijo, y preguntó y supo lo que había pasado, se enojó y se negó a entrar. Cuando el padre salió y le suplicó, contestó: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo” (vv. 29-30). A muchos les resulta fácil compadecerse del hijo mayor. Sé que así es para mí. Pero también sé que al compadecerme de él, estoy mostrando lo poco que me parezco al Padre y lo mucho que me parezco a Satanás y los demás ángeles caídos. Nos compadecemos del hijo mayor porque nos consideramos iguales a él. No somos como el pródigo —así nos lo figuramos—. Somos como ese hijo fiel, trabajador y obediente —eso suponemos—. ¡Pero no lo somos! O si lo somos, no es exclusivamente porque hayamos sido regenerados, sino porque tenemos en nosotros el espíritu de un asalariado, que trabaja por dinero, en vez del espíritu de un hijo, que trabaja porque ama a su padre. ¿Cuáles fueron los errores del hijo mayor? Varias cosas. En primer lugar, amaba los bienes más que a las personas. Habría quedado bastante contento si el dinero hubiera regresado y el hermano se hubiera perdido. En realidad, estaba enojado porque se habían perdido los bienes y se había recuperado a su hermano. En segundo lugar, y como

resultado de su primer error, se creía muy importante y despreciaba a los demás. Era leal, trabajador y obediente —o eso creía—. Su opinión de su hermano era tan mala que ni siquiera quiso reconocer su relación con él, y lo llamó “este hijo tuyo” (v. 30). Eso lleva las tres parábolas de vuelta al punto de partida (vv. 1-2). Los fariseos eran el hijo mayor. Eran los “que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros” (Lc. 18:9). Eso también lleva la parábola de vuelta a nosotros, si nos consideramos mejores que otros o nos imaginamos que somos hijos del Padre gracias a nuestro buen carácter o nuestras supuestas buenas obras, y no puramente gracias al favor de Dios. ¿Criticaremos a Dios por actuar conforme a su propia naturaleza misericordiosa? De ser así, Él no aceptará nuestra acusación. No reconocerá injusticia alguna de su parte. Es correcto que el cielo se regocije por el pecador arrepentido; y si deseamos ser como nuestro Padre en el cielo, nosotros también debemos regocijarnos. El pródigo es nuestro hermano, ya sea que lo reconozcamos o no. El hijo mayor se refirió al pródigo como “este hijo tuyo”, pero el padre respondió: “Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (v. 32). Nunca nos asemejamos tanto a Dios como cuando nos regocijamos por la salvación de los pecadores. Nunca nos asemejamos tanto a Satanás como cuando despreciamos a quienes se convierten de esa manera y nos creemos superiores a ellos.

[1] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), p. 310. [2] Ibíd.

6

Obreros en la viña Mateo 20:1-16 Porque el reino de los cielos es semejante a un hombre, padre de familia, que salió por la mañana a contratar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Saliendo cerca de la hora tercera del día, vio a otros que estaban en la plaza desocupados; y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de las horas sexta y novena, e hizo lo mismo. Y saliendo cerca de la hora undécima, halló a otros que estaban desocupados; y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados? Le dijeron: Porque nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a la viña, y recibiréis lo que sea justo. Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada uno un denario. Al venir también los primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día. Él, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno? Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros; porque muchos son llamados, mas pocos escogidos.

C

omo cualquier predicador, el Señor Jesús tenía sus sermones favoritos. Lo sabemos porque a veces repetía sus palabras. El texto preferido de Jesús se encuentra en formas ligeramente diferentes en Mateo 18:4; 23:12; Lucas 14:11 y 18:14. Es una fórmula para la grandeza: “el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23:12). De acuerdo con esta fórmula, entre otras cosas, Jesús mismo ha de ser considerado grande, pues “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo” (Fil. 2:8-9). La parábola que vamos a considerar ahora —la segunda de cinco parábolas de salvación— va precedida y seguida de otra variante más del texto citado antes. No dice exactamente la misma cosa, pero se parece tanto que pudiera haber venido del mismo molde. Mateo 19:30 dice: “Pero muchos primeros serán últimos, y los últimos, primeros” ( -95), o en lenguaje aún más escueto: “Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (Mt. 20:16). Ya que nuestra parábola ocupa los quince versículos entre esas dos declaraciones, funcionan como corchetes de la historia, que debe ser una ilustración de la enseñanza. Pero ¿quiénes son los que serán últimos? ¿Quiénes son los que serán primeros? ¿Cómo podemos aplicar estas lecciones a nuestra vida? UNA PARÁBOLA DIFÍCIL La parábola misma es bastante sencilla. El dueño de una viña necesitaba hombres que trabajaran en su viña, así que saliótemprano por la mañana y contrató a todos los trabajadores que pudo encontrar. Quedó en pagarles un denario (el jornal normal) por el trabajo del día. Tres horas después (es decir, a eso de las nueve de la mañana), salió nuevamente y encontró más trabajadores. Los contrató a ellos también, pero esta vez no se fijó el sueldo. Simplemente dijo: “os daré lo que sea justo”. Los trabajadores nuevos aceptaron ese arreglo y pronto se unieron a los demás. El dueño hizo lo mismo al mediodía, a las tres de la tarde y a las cinco, solo una hora antes de la hora de salir del trabajo.

Al fin del día, les pagó a los trabajadores, comenzando con los últimos que había contratado. Le dio a cada uno de ese grupo un denario, y así sucesivamente a los que fueron contratados a las tres, al mediodía y a las nueve de la mañana. Por último, llegó a los primeros que había contratado. Para entonces estos frotaban las manos alegremente, suponiendo que si los que habían trabajado menos que ellos recibían un denario, ellos recibirían más. Pero el dueño les pagó un denario a ellos también, y se quejaron. El dueño respondió: “Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” (vv. 13-15). En ese punto, la parábola va seguida de la declaración mencionada anteriormente: “Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros; porque muchos son llamados, mas pocos escogidos”. La historia misma está bastante clara, pero eso no quiere decir que no tenga dificultades. La primera dificultad es que nos plantea una situación que, hay que reconocer, es extraña. Tenemos un empresario que le paga a la gente que trabaja solo una hora el mismo sueldo que les paga a quienes trabajan todo el día. Podríamos decir, como él, que el sueldo por el día completo de trabajo es justo. Puede que sí, pero ¿qué empresario actúa así? Parece irracional. Produce problemas laborales graves. Más aún, es una pésima práctica para el negocio. Un hombre que actuara así pronto estaría en quiebra. Pero hay otra dificultad: la paga a los trabajadores parece injusta. Quizá seamos reacios a decirlo, sabiendo que el dueño de la viña es Dios y que Dios siempre es justo, a pesar de lo que pensemos. Pero aun así, el procedimiento parece injusto. ¿Por qué deben los últimos en ser contratados recibir el mismo sueldo de los que fueron contratados al principio del día? ¿Por qué no deben recibir más los que trabajaron más tiempo? Muchos han intentado interpretar la parábola de tal manera que se eliminen las dificultades, pero esas interpretaciones, por lo general, no sirven. Algunos han sugerido que los que comenzaron temprano

en el día no trabajaron bien. Tomaron descansos largos y hablaron mientras trabajaban. Pararon por dos horas y media para almorzar. Pero los que trabajaron menos tiempo trabajaron más duro. Lograron hacer tanto en una, cuatro o siete horas como lo que los madrugadores hicieron en doce horas. Fue simplemente un caso de paga igual por trabajo igual. Desdichadamente, no hay nada en la historia que indique eso, y aun, mucho que va en contra de esa interpretación. Por ejemplo, las palabras finales ponen énfasis en la generosidad del dueño y no en su evaluación acertada de la cantidad de trabajo hecho (v. 15). Otros han sugerido que las monedas eran diferentes. En un caso, era un denario de oro; en otro, de plata; en otro, de bronce, y así sucesivamente. Pero, por supuesto, eso es pura fantasía. Otros más han supuesto que la parábola enseña que no hay recompensas en el cielo y que, a fin de cuentas, no importará si hacemos mucho o poco por Jesús. El problema con esa interpretación es que otros textos bíblicos enseñan que sí habrá recompensas y que nuestro trabajo sí importa. Por lo tanto, ¿cómo entendemos esta parábola? Creo que es una de cierta clase de parábolas que tratan, en parte, sobre los problemas que tuvieron los judíos cuando los gentiles comenzaron a creer el evangelio y a abrazar el cristianismo. El problema se refleja en la persona del hijo mayor, en la parábola que Jesús contó del pródigo (véase cap. 5). Se ve en la parábola del banquete, al cual muchos se negaron a ir (Mt. 22), y en la parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18). Sobre todo, se desarrolla con detenimiento en la sección central de la gran carta de Pablo a los romanos (caps. 9— 11). En los primeros días de la historia del Antiguo Testamento, desde el llamamiento de Abraham unos dos mil años antes de Cristo, Dios comenzó a tratar a los judíos de manera especial. Casi le dio la espalda a las naciones gentiles, por lo menos durante un tiempo, para comenzar a crear, redimir y finalmente enseñar y discipular a aquellos a quienes el Señor Jesús finalmente vendría. Los judíos estaban bastante orgullosos de esa herencia, como lo estaríamos nosotros mismos.

No obstante, en vez de recordar que lo que eran y lo que habían logrado se debían completamente a la gracia de Dios (gracia que a menudo habían resistido), comenzaron a suponer que los beneficios de su posición se debían, en realidad, a sus propios esfuerzos. Pensaban que se habían ganado su posición por muchos siglos de labor fiel a favor de Dios. Hasta ahora no había quejas; disfrutaban del arreglo. Pero luego vino Jesús, y aun durante su vida —así como de manera mucho más extensa después de ella—, todos los beneficios que los judíos suponían que se habían ganado fueron ofrecidos a los gentiles, que no habían hecho nada para merecerlos. Estos eran como el pródigo, que había despilfarrado las riquezas del padre, o el publicano, que era totalmente inmoral según la manera de pensar de los judíos. Además de todo eso, tantos gentiles se estaban convirtiendo que parecía que las preciadas tradiciones judías serían echadas abajo. Como indiqué anteriormente, varias parábolas tratan del problema, aunque de varias maneras. El relato del hermano mayor y la parábola de los trabajadores en la viña son similares. En cada una, las personas fieles y trabajadoras sienten celos por la generosidad del padre o del dueño hacia los que merecen menos. El problema de fondo es la envidia. En la parábola del banquete, el diagnóstico es algo diferente. Al final, los marginados sociales entran para disfrutar del banquete del señor, pero la razón por la que no están los que fueron invitados originalmente es que rechazaron la invitación del señor. En la historia del fariseo y el publicano, el problema de fondo del fariseo santurrón es el orgullo. Esos son distintos modos de analizar el mismo problema, que era evidente en las reacciones judías ante las bendiciones de los gentiles. Pero no es un problema exclusivamente judío. Lo es para cualquiera que piense que, porque ha servido a Dios fielmente durante la cantidad de años que sea, se merece algo de Él. Nunca merecemos los favores de Dios. Si pensamos que sí, corremos peligro de perderlos por completo. TRES LECCIONES

Eso nos lleva a la primera lección clara de la parábola: Dios no es deudor de nadie. Los que habían trabajado más tiempo querían imponer al dueño de la viña la reivindicación opuesta —que Dios sí nos debe algo—. Querían decir que porque ellos habían trabajado doce horas, y porque los que habían trabajado nueve horas o menos habían recibido un denario, el dueño les debía más de lo que habían aceptado originalmente. El dueño rechazaba ese principio, así como lo rechaza Dios. Casi dudo en emplear esa declaración —Dios no es deudor de nadie— porque se ha empleado de una manera completamente contraria a lo que quiero decir con ella. Sin duda usted ha escuchado el argumento que reza así: “Si usted pone a Dios en primer lugar y lo sirve de todo corazón, Él con toda seguridad lo bendecirá, porque Dios no es deudor de nadie”. O en otra forma (en los negocios u otros usos del dinero): “Si usted pone a Dios en primer lugar, si da su diezmo y algo más a la iglesia, Dios se encargará de que sus ingresos aumenten y que se vuelva más próspero de lo que habría sido de otra forma, porque Dios no es deudor de nadie”. Empleada así, la declaración realmente quiere decir: “Dios es (¡o puede convertirse en!) su deudor”, porque insinúa que Dios puede estar en deuda con usted por las acciones que usted ha hecho. Opiniones como esa están completamente equivocadas. La Biblia no la enseña y no es la lección que yo deseo sacar de la parábola de Cristo. Cuando digo que Dios no es deudor de nadie, quiero decir que nunca podemos poner a Dios bajo ninguna obligación de hacer algo por nosotros porque hemos hecho algo por Él. No hay absolutamente nada que usted, ni yo ni nadie más pueda hacer que haga que Dios se convierta en deudor nuestro. Él no nos debe nada más que castigo eterno por nuestros pecados. Así que si no experimentamos ese castigo, ese hecho y todo lo que sí experimentamos es pura gracia. Nuestro Señor enseñó esa verdad cuando dijo (en palabras similares a estas): “Tu obligación es trabajar lo más duro que puedas y cuando hayas terminado, decir: ‘En el mejor de los casos, soy siervo inútil’” (cp. Lc. 17:10). Hay que admitir que nos cuesta pensar así. Recuerdo una historia

que contó R. A. Torrey, que surgió de una serie de reuniones que había celebrado en Melbourne, Australia. Había estado hablando sobre la oración. Un día, justo antes de una reunión al mediodía, se le entregó una nota. Decía: Estimado señor Torrey: Estoy en gran perplejidad. Vengo orando desde hace mucho tiempo, pidiendo algo que tengo la plena confianza es conforme a la voluntad de Dios, pero no lo recibo. He sido miembro de la iglesia presbiteriana durante treinta años, y he tratado de ser consecuente durante todo ese tiempo. He sido superintendente de la escuela dominical durante veinticinco años y un anciano de la iglesia durante veinte años; pero aun así Dios no contesta mi oración y no puedo comprenderlo. ¿Me lo puede explicar? Torrey respondió que podía explicarlo muy fácilmente. Dijo: “Este hombre piensa que porque ha sido un miembro consecuente de una iglesia durante treinta años, un fiel superintendente de escuela dominical durante veinticinco años y un anciano de la iglesia durante veinte años, por eso Dios está bajo la obligación de contestar su oración. En realidad está orando en su propio nombre, y Dios no escuchará nuestras oraciones cuando nos acercamos a Él de ese modo. Si queremos que Dios conteste nuestras oraciones, debemos abandonar toda idea de que tenemos algún derecho de reivindicar algo a Dios. Ninguno de nosotros merece nada de Dios. Al final de la reunión, un hombre se acercó a Torrey, se identificó como el que había escrito la nota, y dijo que Torrey había dado en el clavo. Luego, confesó su error”.[1] Esa historia tiene que ver ante todo con la oración, pero el principio se aplica a otras esferas también. Se aplica a cualquier cosa que hagamos por Dios y cualquier cosa que esperemos de Él. Lo que dice la historia de Jesús es que tenemos que dejar de pensar en nuestro servicio en función de deuda u obligación, y aprender más bien a servir en el espíritu del hijo que sirve porque ama al padre, en vez de en el espíritu del asalariado que sirve solo por su sueldo.

En esto, Dios mismo da el ejemplo. Esta es la segunda lección de la parábola: Dios se interesa en las personas más que en las cosas. ¿Por qué el dueño de la viña les dio a los que habían trabajado una hora la misma cantidad que les dio a los que habían trabajado todo el día? ¿No fue porque sabía que necesitaban el denario? Cuando leemos la historia con detenimiento, nos fijamos en que no se critica en absoluto a los que no fueron contratados por la mañana. Cuando el señor vino y les preguntó: “¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados?”, ellos respondieron: “Porque nadie nos ha contratado” (vv. 6-7). Al parecer habían estado dispuestos a trabajar, estaban deseosos de trabajar y, sin duda, necesitaban el trabajo. Pero no habían sido contratados. Hemos de pensar que el dueño los contrató no por lo que pudiera sacar de ellos en unas cuantas horas, sino porque necesitaban el trabajo, y que les pagó el denario cabal por la misma razón. El dueño no pensaba en las ganancias. Pensaba en las personas y usaba sus recursos abundantes para ayudarlas. ¡Cuán diferente es eso del hijo mayor de Lucas 15! Él se enojó porque el padre se regocijaba por el regreso de su hermano menor. Él también debía regocijarse, pero en vez de eso, solo pensaba en cómo su hermano había desperdiciado la herencia (véase Lc. 15:2930). El hermano mayor habría quedado bastante contento si la propiedad hubiera regresado a casa y el hijo hubiera quedado perdido. Pero en realidad, sucedió todo lo contrario, y él quedó descontento. Dios es justo lo opuesto a esa actitud. Él piensa en nosotros mucho más que en lo que podamos hacer por Él. ¿Como quién somos nosotros? ¿Somos como Dios en nuestro servicio, sirviéndolo porque lo amamos y no por lo que Él hará por nosotros? ¿Somos como Dios en nuestro aprecio de los demás, evaluándolos en términos de su valor como seres humanos y no solo como herramientas de producción? ¿O somos como los trabajadores descontentos o el hermano mayor desconsolado? Hay una última lección. Viene del versículo con el que empezamos: “Pero muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros” (Mt. 19:30). La palabra importante aquí es “muchos”, pues la enseñanza no es que toda persona que comienza temprano con

Dios y trabaja con Él durante toda una vida inevitablemente será última, ni que todos los que comienzan tarde inevitablemente serán primeros. Eso será el caso para muchas personas, pero no será para todos. Muchos que comienzan temprano perderán su recompensa (o ni siquiera llegarán a tener una verdadera fe en Cristo y la salvación) porque se acercan a Dios con un espíritu falso, basados en sus propios méritos y no en la gracia del Padre. Muchos que son los últimos en entrar serán primeros porque, aunque comienzan tarde, reconocen que su condición se debe solo a la gracia de Dios y lo alaban por ello. Pero ese no es el caso para todos, y por eso nadie está limitado a solo esas dos alternativas. No es necesario ni comenzar temprano y terminar último, ni comenzar último y terminar primero. En realidad, ninguna de esas alternativas es la mejor. La cosa verdaderamente deseable es comenzar temprano y trabajar con todo el poder a nuestra disposición, no por recompensas, sino por amor a nuestro Maestro, el Señor Jesucristo, y cuando hayamos terminado, todavía decir: “Somos siervos inútiles”. Aquellas son las personas que Dios se deleita en honrar. Ese es el reto que le presentaría a usted, especialmente si es joven. No espere para servir a Dios. No espere hasta la hora novena o undécima de su brevísima vida. Comience ahora. Persevere en su servicio año tras año. Y cuando llegue al fin, no diga: “¿Qué se me debe por todo mi servicio?”, sino: “¡Qué deleite ha sido servir a un Señor tan cariñoso y misericordioso!”.

[1] R. A. Torrey, The Power of Prayer and the Prayer of Power (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1955), pp. 138-39.

7

La fiesta de bodas Mateo 22:1-14 Respondiendo Jesús, les volvió a hablar en parábolas, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo; y envió a sus siervos a llamar a los convidados a las bodas; mas éstos no quisieron venir. Volvió a enviar otros siervos, diciendo: Decid a los convidados: He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas. Mas ellos, sin hacer caso, se fueron, uno a su labranza, y otro a sus negocios; y otros, tomando a los siervos, los afrentaron y los mataron. Al oírlo el rey, se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad. Entonces dijo a sus siervos: Las bodas a la verdad están preparadas; mas los que fueron convidados no eran dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y llamad a las bodas a cuantos halléis. Y saliendo los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron, juntamente malos y buenos; y las bodas fueron llenas de convidados. Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes. Porque muchos son llamados, y pocos escogidos.

D

e vez en cuando, en este estudio he notado que cierta parábola es difícil de interpretar, y he mencionado varias maneras en que se podrían entender los detalles de la historia. Pero ese problema no existe con la parábola de la fiesta de boda. Al contrario,

está clarísima. Habla de la gentil invitación de Dios a nosotros en el evangelio y de la manera indiferente y arrogante en que los hombres y las mujeres a veces responden a ella. Habla del infierno, el fin de aquellos que tratan de entrar en la presencia del rey sin el traje de boda, que es la justicia de Cristo. Sabio el hombre o la mujer que aprende de esta parábola. Este relato aparece en más de un lugar y en una forma ligeramente diferente cada vez. La forma más completa es la de Mateo, así que usaremos esa como punto de partida. Pero también la encontramos en Lucas 14:15-24, que contiene más detalles de las excusas de los que rechazaron la invitación del rey. LOS QUE NO QUISIERON IR La historia comienza con cierto rey que preparó una fiesta de boda para su hijo y envió siervos a los que habían sido invitados para decirles que la fiesta ya estaba preparada y que debían venir. Pero no quisieron ir. Su negativa fue un insulto grave, por supuesto. Deshonraba al hijo, al rey y aun a los siervos que llevaban el mensaje del rey. Pero este no se enojó. Más bien, envió a otros siervos para repetir la invitación: “Decid a los convidados: He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas.” (v. 4). Una vez más no quisieron ir. Y esta vez, no solo rechazaron la invitación, también maltrataron a los mensajeros y mataron a algunos de ellos. El rey envió un ejército a destruir a los asesinos y quemar su ciudad (vv. 1-7). Después de eso, invitó a otros. Lo que hace que sea fácil entender esta parábola es que casi todos los elementos son explicados en términos sencillos en otras partes. El rey es Dios, sentado en el trono del universo. El hijo es su Hijo, el Señor Jesucristo. Los mensajeros son profetas y los primeros predicadores del evangelio. La fiesta es la cena de boda del Cordero. Aquellos a quienes se predicó primero el evangelio fueron judíos, y los que realmente fueron a la fiesta fueron gentiles, tal como se enseña en Juan 1:11-12: “A lo suyo vino, y los suyos no

le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Así como en el caso de la parábola anterior, esta es de una clase especial de parábolas, que tratan sobre la negativa de Israel a responder al Señor Jesucristo cuando se acercó primero a su propio pueblo. Ese fue un asunto importante durante la vida del Señor, así como después de ella, de manera que no sorprende encontrar varias parábolas que tratan este tema de forma explícita o aluden al tema indirectamente. El carácter del hijo mayor en la parábola del pródigo representa a Israel (así como los gentiles que poseen el mismo espíritu de resentimiento). Lo mismo es cierto en el caso de los trabajadores en la viña que fueron contratados temprano, pero recibieron la misma paga de los que llegaron tarde. También es el caso del fariseo en la parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18). Estas historias examinan el pensamiento de gente que suponía que había trabajado fielmente por Dios durante mucho tiempo, a diferencia de otros, y que sentía envidia y resentimiento cuando se demostró la gracia de Dios a quienes esta gente consideraba indignos. El elemento singular en la parábola que estamos estudiando es la negativa voluntariosa de quienes fueron invitados. No era que no podían ir; más bien, no querían. No se explica en detalle el motivo de su negativa, pero se sugiere en cómo trataron a los siervos: “tomando a los siervos, los afrentaron y los mataron” (v. 6). Si los invitados sentían eso de los siervos, es obvio que también lo sentían del rey que los había enviado, y que habrían tomado, golpeado y matado al rey si hubieran podido hacerlo. En otras palabras, no quisieron ir porque en realidad despreciaban al rey y eran hostiles hacia él. La gente de la época de Cristo se molestaba tremendamente por su retrato de ellos, pero ya sea que los molestara o no, esa era la forma exacta en que pensaban y actuaban aquellos dirigentes religiosos. En el capítulo anterior (Mt. 21:33-46), Jesús habló de los arrendatarios que golpearon, mataron y apedrearon a los siervos del dueño. Por último, asesinaron a su hijo. En el capítulo que sigue (Mt. 23), Jesús pronuncia “ayes” sobre aquella misma gente, diciendo:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres!… Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación (Mt. 23:29-32, 34-37). Sabemos que al final esos súbditos rebeldes del Rey del cielo mataron a Cristo. Como Esteban lo expresó posteriormente: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores; vosotros que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis” (Hch. 7:52-53). Hoy día, no nos inclinamos tanto a asesinar profetas. Pero si somos sinceros, admitiremos que el mismo espíritu está presente entre muchos de nuestros contemporáneos y que ellos y otros a veces se deshacen de los mensajeros de Dios mediante burlas o negligencia, si no es mediante hostilidad más violenta. Charles H. Spurgeon predicó siete sermones sobre esta parábola en el transcurso de su largo ministerio, y lo conmovió profundamente ese hecho. Dijo: Hoy día esta misma clase se encontrará entre los hijos de padres piadosos; dedicados desde su nacimiento, elevados en oración por piedad afectuosa, que escucharon el evangelio desde la niñez, pero aun así no salvos. Esperamos que esos vengan a

Jesús. Naturalmente, esperamos que se den un festín de las provisiones de la gracia y que, como sus padres, se regocijen en Cristo Jesús; pero ¡ay! ¡Con cuánta frecuencia sucede que no quieren venir!… Un predicador quizá sea demasiado retórico; mejor que se pruebe una persona de palabras sencillas. Él quizá sea muy pesado; mejor que venga otro con parábola y anécdota. ¡Ay! Para algunos de ustedes lo que hace falta no es una voz nueva, sino un corazón nuevo. No escucharían más a un mensajero nuevo que al antiguo.[1] Algunos que son invitados a la fiesta del evangelio no expresan abiertamente su odio al que la da, sino que ponen excusas. Como dice la parábola, se van “uno a su labranza, y otros a sus negocios” (v. 5). Jesús amplía ese punto en la versión de la parábola en Lucas. Allí dice: “Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir” (Lc. 14:18-20). Cada una de esas excusas es insignificante. Como lo cuenta Jesús, no se trata de un hombre en su lecho de muerte, incapaz de moverse, ni de una mujer retenida en casa por un esposo violento. Ninguna de sus excusas tiene el más mínimo peso. ¿Y qué si un hombre acaba de comprar una hacienda? No hay ninguna razón por la que tendría que verla ese día en particular y así perderse la fiesta. La hacienda esperaría. No había ninguna razón por la que la segunda persona tuviera que probar sus bueyes. Ellos permanecerían. Aun la excusa acerca del matrimonio carecía de peso. ¿Hemos de pensar que una nueva esposa no sería bienvenida en un banquete al cual habían invitado a su esposo? Además de eso, la invitación no fue la primera que habían recibido. En ambas versiones de la parábola, Jesús habla de una invitación a aquellos que ya habían sido invitados. O sea, ya se habían enviado las invitaciones. No había ninguna excusa por la que los invitados hubieran omitido organizar sus calendarios en

consecuencia. Cuando vino el anuncio final, debían estar esperando ansiosamente las festividades. Muchos que rechazan la invitación del evangelio hoy día tienen excusas igual de pobres y justamente incurrirán en la ira del Rey. Dicen que están demasiado ocupados para las cosas espirituales. Dicen que tienen campos, o pacientes, o bonos o lo que sea que aprisione su alma y los mantenga alejados de la fe en Aquel que trae salvación. Spurgeon, a quien cité anteriormente, cuenta de un hombre rico, dueño de barcos, a quien visitó un hombre piadoso. El cristiano le preguntó: —Pues bien, señor, ¿cuál es el estado de su alma? A lo cual el comerciante respondió: —¿Alma? No tengo tiempo para cuidar de mi alma. Tengo bastante que hacer sólo atendiendo mis barcos. Pero no estaba demasiado ocupado para morir, lo cual sucedió una semana después.[2] ¿Encaja usted en ese molde? ¿Está más interesado en su buen crédito que en Cristo? ¿Lee las cotizaciones de la bolsa más de lo que lee su Biblia? No tiene que asesinar a un profeta para perder sus oportunidades. Solo tiene que desperdiciar su tiempo en cosas que finalmente desaparecerán y dejar que sus oportunidades de arrepentimiento se alejen. LOS QUE FUERON La mitad de la parábola (Mt. 22:1-7) trata de los que despreciaron al rey y no quisieron ir a la fiesta. Pero hay una segunda mitad (vv. 8-14) que habla de los que sí fueron. El rey ordenó: “Id, pues, a las salidas de los caminos, y llamad a las bodas a cuantos halléis” (v. 9). En Lucas se amplía eso para mostrar que esas personas fueron tomadas de las capas más bajas de la vida. “Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos… Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa” (Lc. 14:21, 23). En términos de la historia de Cristo, esa parece una acción

extraordinaria de parte del rey o el señor de la casa. Pero cuando pensamos en términos de Dios, parece inevitable. Hacemos estas preguntas: ¿Es posible que Dios, el Rey del universo, pueda ser deshonrado al no tener nadie en la cena de boda de su Hijo? ¿Puede el Todopoderoso ser derrotado? ¿Decepcionado? ¿Puede la obra del Hijo de Dios, el Señor Jesucristo, resultar ineficaz? ¿Es posible que Jesús haya muerto en vano? ¿Resucitado en vano? ¿Ascendido en vano? Si hizo todo eso y aun así nadie recibe salvación por fe en su trabajo terminado, ¿no queda deshonrado? ¿No habrá triunfado Satanás? ¿No se habrán mofado de Él los demonios, diciendo: “A sí mismo se salvó, pero a los suyos no puede salvar”? Al expresar las preguntas así, se demuestra la imposibilidad de tal resultado. Dios debe ser honrado. Jesús debe ser eficaz en su obra salvadora. Como dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). “Pero sin duda, Dios es deshonrado por las clases de personas que sí vienen —dirá alguno—. Esas no son las personas nobles que fueron invitadas primero. No son ni sabias ni poderosas”. Cierto. Como dice Pablo: “lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Co. 1:27-29). Pero Dios no es deshonrado por ello. Al contrario, es honrado en grado sumo. ¿Cómo es Dios honrado? Permítame compartir la respuesta de Spurgeon a esa pregunta: Las personas que fueron a la boda estaban más agradecidas de lo que los primeros invitados pudieran haber estado, si hubieran ido. Los de posición acomodada cenaban bien todos los días. Aquellos agricultores siempre podían matar una oveja gorda, y aquellos comerciantes siempre podían comprar un ternero. “Gracias por nada”, le habrían dicho al rey si hubieran aceptado su invitación. Pero estos pobres mendigos recogidos de las calles… agradecieron el banquete. ¡Qué contentos estuvieron! Uno le dijo a otro: “Hace mucho que tú y yo no nos sentamos

ante platos como estos”, y el otro contestó: “Cuesta creer que realmente estoy en un palacio cenando con un rey. Pues ayer estuve todo el día mendigando y solo tenía dos centavos al anochecer. ¡Viva el rey!, digo yo, y ¡bendiciones sobre el príncipe y su novia!”. Les aseguro que ellos agradecieron semejante festín. El gozo ese día fue expresado mucho más de lo que habría sido si hubieran ido los otros. Aquellas damas y caballeros que fueron invitados originalmente, si hubieran ido a la boda, se habrían sentado allí de una manera muy estirada y correcta… ¡Pero estos mendigos! Hacen una bulla alegre; no son entorpecidos por el decoro; se alegran al ver cada plato… La celebración se hizo más famosa de lo que habría sido de otro modo. Si la fiesta hubiera seguido como de costumbre, habría sido solo una de muchas cosas por el estilo; pero ahora este banquete real fue único en su clase, singular, sin parangón. Levantar a los pobres de las calles, hombres trabajadores y hombres haraganes, hombres malos y hombres buenos, a la boda del Príncipe Heredero fue algo nuevo debajo del sol. Todos hablaban de ello. Se compusieron canciones al respecto, y estas se cantaban en honor del rey, donde antes nadie honraba a los reyes… Queridos amigos, cuando el Señor salvó a algunos de nosotros por su gracia, no fue un suceso común y corriente. Cuando llevó a sus pies a grandes pecadores como nosotros, y nos lavó, y nos atavió, y nos dio de comer, y nos hizo suyos, fue una maravilla de la cual hablar por siempre jamás. Nunca dejaremos de alabar su nombre durante toda la eternidad. Aquello que parecía que difamaría al Rey resultó ser una cosa que lo honró, y “la boda se llenó de invitados”.[3] A la larga, nada jamás deshonrará a Dios. Ni se verá imperfecta su obra de salvación, la base principal de su gloria. EL HOMBRE SIN TRAJE DE BODA En este punto, la parábola parece haber terminado. Pero no es así, y me alegro, porque el Señor procede a dar una advertencia

muy necesaria en el relato del hombre que llegó a la fiesta sin un traje de boda. Digo que es necesaria porque a veces se encuentra una clase de orgullo al revés en los desfavorecidos que se imaginan que, porque no son ricos o famosos o poderosos, sino pobres y desconocidos y débiles, por eso se merecen la generosidad del rey y pueden llegar ante él en su propio carácter y a base de sus propias “buenas” obras. Jesús puso en evidencia ese error al mostrar cómo el hombre que fue a la fiesta sin traje se vio confrontado inmediatamente con el rey y luego echado a “las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (v. 13). ¿Qué es el traje de boda? Es la justicia de Cristo, proporcionada gratuitamente a todos los que se arrepienten del pecado y confían en el Señor Jesucristo para salvación. De ella cantamos en uno de nuestros himnos: Jesús, tu sangre y justicia son mi belleza y mi vestido glorioso; entre mundos llameantes, en estas ataviado, con gozo levantaré la cabeza. Si estamos vestidos de esa justicia, podremos estar ante Dios y regocijarnos en nuestra salvación. Si no estamos vestidos en ella, quedaremos en silencio ante Él. Me interesa ese detalle —“él enmudeció”—, porque ese es el mismo concepto que Pablo expresa en Romanos 3:19 cuando dice que “para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios”. Durante los largos años de su ministerio, Donald Grey Barnhouse desarrolló una manera de presentar el evangelio que empleaba ese texto. Cuando hablaba con una persona de quien no estaba seguro si era cristiano, Barnhouse preguntaba: “Suponga que muriera esta noche y apareciera ante Dios en el cielo y Él le preguntara: ‘¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo?’, ¿qué le diría?”. Barnhouse había aprendido de la experiencia que solo había tres respuestas posibles que una persona podía dar. Muchos citaban sus buenas obras, diciendo: “Pues, diría que he hecho lo mejor que pude, y nunca he hecho nada particularmente

malo”. Eso es apelar al historial de uno. Pero, como señaló Barnhouse, nuestro historial es uno de pecado, de manera que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él [Dios]” (Ro. 3:20). Es nuestro historial lo que nos metió en problemas originalmente. Un segundo grupo de personas respondería de la manera que lo hizo una mujer a quien Barnhouse conoció una vez en un barco que cruzaba el Atlántico. Él le preguntó: —Si Dios le preguntara: “¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo?”, ¿qué diría usted? Ella respondió: —No tendría nada que decir. En otras palabras, “guardaría silencio”. Su “boca se [cerraría] y [ella quedaría] bajo el juicio de Dios”. Jesús dice que ese será el caso para todos cuando Dios realmente haga esa pregunta. En esta vida, podemos arreglárnoslas con la vana ilusión de que nuestro historial es bastante bueno y que Dios quedará satisfecho con el mismo. Pero en aquel día, cuando veamos a Dios en su gloria y comprendamos lo que es la verdadera justicia, nuestra necedad se hará patente tanto a nosotros como a todos los demás seres del universo, y quedaremos callados, si es que no estamos ataviados en el traje de boda de la propia justicia de nuestro Señor. Esa es la tercera respuesta, y la única aceptable, por supuesto. —¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo? —Ninguno en absoluto, en lo que trata de mi persona. Pero Jesús murió por mis pecados y me ha cubierto de su propia justicia, y solo en ella me atrevo a estar ante ti. Vengo por invitación tuya y vestido así. ¿Rechazará Dios a tal persona? No, porque a esas personas les pidió que vinieran a Él.

[1] Charles Haddon Spurgeon, “The Wedding Was Furnished with Guests”, en The Metropolitan Tabernacle Pulpit, vols. 28-37 (Londres: Banner of Truth, 1970), 34:254-55. [2] Charles Haddon Spurgeon, “Making Light of Christ”, en The New Park Street Pulpit, vols. 1-6 (Pasadena, Texas: Pilgrim Publications, 1975), 2:358. [3] Spurgeon, “The Wedding”, pp. 261-63.

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La puerta angosta de la salvación Lucas 13:22-30 Pasaba Jesús por ciudades y aldeas, enseñando, y encaminándose a Jerusalén. Y alguien le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán. Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos. Porque vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Y he aquí, hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros.

L

a mayor parte de las que hemos llamado parábolas de salvación son parábolas obvias. La parábola de la puerta angosta, registrada en Lucas 13:22-30, probablemente deba llamarse una parábola dudosa, si es que realmente es una parábola en algún sentido. Lo que quiero decir es que, en rigor, no es una historia. Es más bien la respuesta de Jesús a una pregunta que se le hizo. Contestó mediante una ilustración que se convirtió en historia, aunque no comenzó así. Se le preguntó a Jesús si solo unos pocos se salvarían, y él respondió diciéndole a su interrogador: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán” (v. 24). Luego contó cómo el dueño

de la casa iba a levantarse y cerrar la puerta, y creó un poco de diálogo que encajaba en el escenario. La razón para considerar esa ilustración ampliada como parábola es que es un retrato importante de la enseñanza de nuestro Señor acerca de la salvación, y por eso, aparece en muchos lugares, incluso como parte de otras parábolas. Hacia el final de ese discurso, el Señor instó a sus oyentes: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt. 7:13-14). En ese pasaje, se contrasta la puerta angosta con una espaciosa, y se añaden el camino espacioso y el angosto a la imagen básica. La misma idea aparece hacia el final de Mateo en la parábola de las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas. Ahí el novio viene, y se cierra la puerta. Por más que lloran las vírgenes insensatas, el novio se niega a abrir la puerta nuevamente (Mt. 25:113). La imagen se encuentra también en Juan, en el retrato de las ovejas y su pastor: “Yo soy la puerta de las ovejas” y “Yo soy la puerta” (Jn. 10:7, 9). De esos escenarios variados, en los que aparece la ilustración de la puerta angosta, ninguno es tan interesante como el de Lucas 13. La razón es la pregunta que comienza la sección: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. No sé qué clase de respuesta usted pudiera haber esperado que el Señor diera si usted hubiera estado allí, pero me imagino que habría esperado un simple sí o no. “¿Solo se van a salvar unos pocos? Pues, Señor, ¿qué dices? ¿Serán pocos o muchos? Dinos. Queremos saber”. Pero Jesús no contestó así la pregunta. La razón es porque se trata de pura especulación teológica. Para Él, la respuesta no contaba para nada. Lo único que importaba era si el interrogador mismo sería de los salvos, ya fuera su número grande o pequeño. Así que el Señor contestó la pregunta sin contestarla. Más bien, dijo: “Tu deber (y lo sabio) es pasar por esa puerta. Puedes preocuparte después por las dimensiones del hotel celestial. En este momento,

tu interés exclusivo e imperioso debe ser pasar por esa puerta para que estés en el lado correcto cuando se cierre y venga el juicio”. Eso es lo que Jesús nos dice a nosotros también. Ese es el mensaje de esta parábola. La divido en tres partes: 1. hay solo una puerta, y es angosta; 2. esa puerta está abierta ahora, aunque algún día se cerrará; y 3. nuestro deber es entrar por ella. YO SOY LA PUERTA La primera de esas divisiones —la verdad que está en el centro de la ilustración de Cristo— es que la salvación es por fe solamente en el Señor Jesucristo. Ese es el quid de la imagen de la puerta. ¿Cuál es la puerta? ¿Cuál es el camino que lleva a la vida? La respuesta es Jesucristo. Dijo: “Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Jn. 10:7-9). Y en otra parte: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn. 14:6). Esos versículos arrojan luz sobre nuestro texto y le dan la única interpretación correcta. Eso es crucial para el cristianismo, pero no para otras religiones. Importaría poco a la mayor parte de las religiones del mundo si su fundador fuera otra persona o, incluso, si no tuvieran fundador alguno, pues esencialmente son colecciones de verdades (o afirmaciones de verdad) y métodos espirituales, todos los cuales podrían existir sin su fundador. Necesitaban que alguien los descubriera, por supuesto. Pero cualquiera pudiera haber hecho eso, y una vez descubiertos, existen en forma independiente, igual que las proposiciones científicas. Además, si se pierden, siempre pueden ser descubiertos nuevamente. Esa es la naturaleza de las religiones del mundo. Pero el cristianismo no está en esa categoría. Ni tampoco es Jesús como esas otras figuras religiosas. Él no solo señaló el camino hacia Dios; dijo: “Yo soy el camino”. No solo afirmó saber la verdad; dijo: “Yo soy la verdad”. No solo señaló la vida abundante; dijo: “Yo soy la vida”. Por tanto, en el cristianismo, si no hay Cristo, no hay ningún camino hacia Dios, ninguna verdad acerca de Dios, y ninguna vitalidad.

¿Cómo pudo Jesús afirmar tales cosas? Si solo era hombre, sus afirmaciones son absurdas. Pero si es el que dijo ser, y si hizo lo que dijo que haría, sus afirmaciones tienen sentido. Jesús afirmó ser Dios y haber venido a la tierra a morir por nuestro pecado. Merecemos morir por nuestro propio pecado, pero Jesús murió en nuestro lugar. El que era sin pecado aceptó la culpa de nuestro pecado y murió por nosotros. Ningún otro podía hacerlo, excepto Él, y así lo hizo. De esa manera, literalmente se convirtió en la puerta por la cual los hombres y las mujeres pecaminosos pueden acercarse al Padre. El autor del libro de Hebreos lo llamó “el camino nuevo y vivo” (10:20). Pablo escribió que “por medio de él… tenemos entrada… al Padre” (Ef. 2:18). Eso quiere decir, entre otras cosas, que nadie jamás llegará a Dios a través de la naturaleza. Ese es un concepto popular entre muchos que están insatisfechos con las iglesias cristianas, pero la idea de que Dios pueda ser encontrado en la naturaleza es una ilusión; conduce a la idolatría. Una vez, después que yo había hablado sobre el tema, una mujer me contó las experiencias que había tenido mientras testificaba en las playas de California. En muchos casos, los surfistas le decían que adoraban a Dios en la naturaleza. Ella aprendió pronto a preguntar: “¿Qué es Dios?”. A menudo le decían: “Mi tabla de surf es mi dios”, o algo por el estilo. Eso es franco, por lo menos, pero puro paganismo. Una persona está engañada si piensa que tal actitud tiene algo que ver con la adoración de Dios Todopoderoso, el Padre del Señor Jesucristo. No adoramos a Dios en la naturaleza jugando golf un domingo por la mañana ni yendo a dar un paseo en auto por el campo. Si usted hace eso, o no está adorando en absoluto —lo cual probablemente sea cierto en la mayoría de los casos— o está adorando la naturaleza. ¡Pero la naturaleza no es Dios! Esa creencia es panteísmo. La Biblia dice que la revelación de Dios en la naturaleza nos condena porque no lo reconocemos a Él. Romanos 1:18-20 dice que “la ira de Dios se revela desde el cielo [contra todos porque] las cosas invisibles de él, su eterno poder y su deidad, se hace claramente visible desde la creación del mundo, siendo entendidas

por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa”. Nadie jamás ha llegado a nuestro Señor Jesucristo exclusivamente mediante la naturaleza. Además, nadie encuentra a Dios en simples pensamientos piadosos ni en la religión. Es decir, no encontraremos a Dios en la simple realización de deberes religiosos, ya sea el camino cuádruple o séptuplo al Nirvana, una vida de meditación, la “religión” de las drogas, o tan siquiera los aspectos ceremoniales del cristianismo. Dios ha escrito no sobre todos los esfuerzos humanos por ser religiosos, a fin de que pueda escribir un sí sobre todos los que abandonan la religión y se vuelven a Él en Cristo. La religión es el esfuerzo que usted hace por buscar un dios a su propia imagen. El cristianismo es la acción de Dios al buscarlo a usted y actuar para redimirlo mediante la muerte de su Hijo. Por último, nadie puede encontrar a Dios mediante la moralidad al intentar vivir de acuerdo con las normas de Dios o tan siquiera las propias. No cumplimos ningún estándar. Los primeros tres capítulos de Romanos están escritos para mostrar que nadie encontrará a Dios de ninguna otra forma que por Cristo, y eso incluye a la persona con un alto estándar moral. Pablo describe las diferentes clases de personas —el pagano, el moralista y el religioso— y concluye que todos están condenados: No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. ROMANOS 3:10-12 Nuestros caminos naturales no son verdaderos caminos hacia Dios. Pero hay un camino. Usted y yo hemos pecado, de formas pequeñas o grandes (no importa cuál), y el pecado nos mantiene

alejados de Dios. A menos que se quite el pecado, nunca entraremos en el cielo de Dios. ¿Cómo se puede quitar el pecado? Jesús nos lo ha quitado convirtiéndose en nuestro sustituto. Él murió, no por su propio pecado (porque no tenía ninguno), sino por el pecado suyo y mío. Dios no castigará dos veces el mismo pecado. Por tanto, si cree que Jesús murió por usted, si lo reconoce como su sustituto, Dios ha quitado su pecado para siempre castigándolo en la cruz de Jesús, y es correcto decir que usted ha pasado por el camino angosto y por la puerta angosta, y ha llegado a la salvación. No cometa el error de considerar su historial moral una manera de llegar a Dios. Es su historial lo que lo mete en problemas originalmente. Su historial lo condenará, sin importar lo bueno que usted se crea ni lo bueno que parezca ser a los ojos de otras personas. Dependa de la realidad de que Jesús pagó la pena de su pecado, y acepte que Él es el camino por el que personas sencillas y pecadoras como usted y yo pueden entrar en el cielo. LA PUERTA ESTÁ ABIERTA La primera lección de la parábola de la puerta es doble: hay solo una puerta y esta es angosta. Pero hay una segunda lección que es en la misma medida amplia: cualquier persona puede entrar por ella. Viene el tiempo en que se cerrará y se trancará la puerta. El tiempo para arrepentimiento no es infinito. Pero hay tiempo para arrepentirse ahora, mientras la puerta está abierta. Hoy cualquier persona puede entrar y ser salva. A veces se entiende que esa verdad contradice Juan 6:44: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”. Pero esa es una inferencia equivocada. Aquellos a quienes les desagrada Juan 6:44 hacen caso omiso del versículo o tratan de usar la invitación general del evangelio para invalidar el sentido claro del pasaje. En realidad, los dos versículos no están en conflicto. Juan 6:44 considera el asunto desde el punto de vista de Dios y declara, muy correctamente, que nadie jamás ha dado el primer paso hacia el Padre. Vamos a Dios solo porque Él nos atrae. Por

otra parte, como muestran los textos acerca de la puerta abierta, Dios no tiene favoritismo. Cualquier persona, quien sea o de donde sea, puede ser de ese grupo. El llamamiento de Dios no es limitado por nada que se pueda imaginar: raza, nivel de estudios, posición social, riquezas, logros, buenas obras, la falta de ellas ni nada más. Por tanto, no hay ninguna razón por la que usted (sea quien sea) no deba ser del grupo de los que Dios atrae a Jesús. Pero debe entrar por la puerta. No es difícil entrar; no es necesario seguir ninguna ruta complicada. Si Jesús se hubiera comparado con un muro, tendríamos que escalarlo, y eso podría exigir mucho trabajo. Si se hubiera comparado con un pasillo largo y oscuro, tendríamos que ir a tientas por él, y algunos podrían tener miedo de intentarlo. Pero Jesús dijo que era una puerta, y se puede entrar fácil e instantáneamente por una puerta. Pero hay que entrar por ella. No hay modo de sortear eso. Permítame demostrar mediante esta historia lo que debemos hacer. Hace muchos años, una mujer estaba sentada en un banco de la Décima Iglesia Presbiteriana en Filadelfia, donde ahora soy pastor. En aquel tiempo, el pastor era Donald Grey Barnhouse. Él hablaba de la cruz y la necesidad de creer en el Cristo que murió en ella. La mujer no era cristiana. Se había educado en un hogar religioso y había oído hablar de Jesús. Pero no comprendía aquellas cosas y, por tanto, obviamente, nunca había confiado en Jesús. Mientras Barnhouse hablaba de la cruz, dijo: “Imagínese que la cruz es una puerta o que tiene una puerta en ella. Lo único que se le pide hacer es pasar por la puerta. En un lado, el lado frente a usted, hay una invitación: ‘Todo aquel que quiera puede venir’. Usted se queda allí con su pecado a cuestas y se pregunta si debe entrar o no. Por fin lo hace y, al hacerlo, la carga de su pecado se desvanece. Está seguro y libre. Con gozo se vuelve y ve escritas en el otro lado de la cruz, a través de la cual ya ha entrado, las palabras: ‘Escogidos en él antes de la fundación del mundo’”. Barnhouse invitó a los que escuchaban a entrar. La mujer dijo luego que fue la primera vez en la vida que realmente había comprendido lo que significaba ser cristiano y que,

al comprenderlo, había creído. Creyó allí mismo, en esa iglesia, en ese momento. Entró por la puerta. Más aún, su vida entonces fue prueba de que un gran cambio había tenido lugar y que era hija de Dios. Estoy seguro de los hechos de mi historia porque esa mujer es mi madre. Jesús dijo: “el que por mí entrare, será salvo” (Jn. 10:9). Eso lo incluye a usted, y se refiere a algo que puede tener lugar ahora. Si todavía no ha confiado en Jesús, puede confiar en Él ahora. Hoy es el día de salvación. ESFORZAOS A ENTRAR Hay una última enseñanza en esta parábola, encontrada en la palabra con la que Jesús introduce su respuesta a la pregunta original. Es la palabra griega agônizomai, de la cual deriva nuestra palabra “agonizar”. Quiere decir “esforzarse” (RVR) o “procurar” (DHH). Con esta palabra, Jesús nos dice que hay algo que debemos hacer nosotros en el asunto de la salvación y que debemos convertirlo nuestra ocupación suprema. Eso, por supuesto, crea un problema teológico, pues parece decir que podemos contribuir en algo a nuestra salvación. Antes dije que Jesús es el único camino de salvación. Pero si hemos de esforzarnos por entrar por esa única puerta, ¿no somos nosotros también, en cierto sentido, el camino? ¿No es cierto que, en realidad, contribuimos en algo? O si no, ¿qué quiere decir Jesús cuando dice que hay que “esforzarse” o “procurar” entrar? Aquí nos ayuda una forma de hablar que era bastante común en ciertos períodos de la historia eclesiástica, pero que no es común hoy día y debe ser restablecida. Es lo que Jonathan Edwards llamaba “preparación para la salvación”. No quería decir con eso que haya algo que podamos hacer para merecer la buena opinión de Dios, porque no lo hay. No quería decir que podamos regenerarnos solos, aun empleando los medios más rigurosos. Tampoco quería decir que podamos acercarnos a Dios, porque es Él quien nos atrae, y a menos que nos atraiga, nadie puede llegar a Él (Jn. 6:44). Edwards quería decir, más bien, que aunque es

absolutamente cierto que uno no se puede salvar a sí mismo, y ni siquiera puede buscar verdaderamente a Dios, aun así también es cierto que puede dejar de lado las cosas que le llenarían el corazón y la mente con exclusión de asuntos espirituales, y en su lugar poner los “medios de gracia” que Dios normalmente emplea para atraer a los hombres y las mujeres a sí mismo. Por ejemplo, puede leer la Biblia. Puede exponerse a enseñanza cristiana. Puede tener compañerismo con el pueblo de Dios. Hasta puede orar, no fingiendo tener una relación con Dios que no tiene, sino más bien diciendo algo más o menos así: “Dios, no sé si me gustas y aun hay momentos en que dudo de que existas. Pero en mis momentos menos malos, sé que debes de estar ahí y que tarde o temprano tengo que ponerme de acuerdo contigo, y por eso prefiero que sea temprano. Eso es lo que estoy tratando de hacer. Quiero hacer todo lo posible, no pensando que yo mismo pueda salvarme o regenerarme —sé que la salvación es asunto tuyo—, sino exponiéndome a tu verdad y a cualquier medio de gracia que hayas puesto a mi disposición. Quiero que me salves a pesar de mí. Amén”. Aun una oración como esa no pone a Dios bajo ninguna obligación con usted. Pero si puede hacerla sinceramente, por lo menos es una señal alentadora. Por lo menos no está pecando más, sino que está obedeciendo a Cristo, quien le dijo que se esforzara. Y puede abrigar la esperanza de que Dios le hable y lo atraiga a sí mismo. Puedo decirle esto: la salvación no viene de ningún otro modo. No viene del mundo y sus valores, ni de los libros del mundo. Viene de Dios, a través de los medios que ha provisto. Si todavía no lo ha hecho, que Dios le dé la gracia para moverse enérgicamente en esa dirección.

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El fariseo y el publicano Lucas 18:9-14 A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido».

L

a historia del fariseo y el publicano es una de las parábolas más conocidas y más queridas de Cristo, junto con las parábolas del buen samaritano y del hijo pródigo. Pero a menudo se interpreta mal. A primera vista, es una historia acerca de dos hombres y sus oraciones, lo cual podría llevarnos a pensar que trata esencialmente sobre la oración. En realidad, es una parábola de salvación. Las oraciones plasman dos maneras diferentes de acercarse a Dios, una basada en las supuestas buenas obras del individuo y la otra, en la misericordia de Dios dada a conocer mediante el sistema de sacrificios. La conclusión es que una persona es justificada solo por la segunda manera. ¡Justificación! Esa es la palabra clave y la pista acerca del significado de la parábola. Jesús no dijo, después de relatar la oración del publicano: “Os digo que este recibió una respuesta a su oración antes que el otro”. Dijo más bien: “Os digo que éste

descendió a su casa justificado antes que el otro” (v. 14). Por lo tanto, la parábola responde a la pregunta: ¿Cómo es justificada una persona ante Dios? Martín Lutero llamaba a la justificación el “artículo principal” de la teología cristiana. Escribió: “Este es el artículo principal del cual se han derivado todas nuestras otras doctrinas”. También argumentó: “Solo ese artículo engendra, alimenta, edifica, conserva y defiende la iglesia de Dios; y sin él la iglesia de Dios no puede existir ni una sola hora”. Creía que “cuando ha caído el artículo de justificación, todo ha caído”. Llamaba la justificación “el amo y príncipe, el señor, el gobernante, y el juez sobre toda clase de doctrinas”.[1] Juan Calvino era menos retórico, pero llamaba a la justificación “uno de los principales artículos de la religión cristiana”.[2] Thomas Watson, el puritano, escribió: “La justificación es la bisagra misma y el pilar del cristianismo. Un error acerca de la justificación es peligroso, como un defecto en un cimiento. La justificación por Cristo es un manantial del agua de vida. Echar el veneno de doctrina corrupta en este manantial es deplorable”.[3] Eso no es hipérbole. Es una verdad sencilla. No estamos bien con Dios. Estamos separados de Él y bajo su ira. Cómo escapamos a esa ira y nos reconciliamos con Dios es el tema esencial. UN CONTRASTE CHOCANTE La historia del Señor se basa en un contraste, como ya hemos insinuado. Pero es un contraste en dos niveles. El primero es entre el fariseo y el publicano en sí. El segundo es entre el juicio humano normal sobre su aceptabilidad ante Dios y el juicio de Dios. Cuando Jesús comenzó su historia presentando a dos hombres, “uno… fariseo y el otro publicano”, utilizó un contraste que la gente de su tiempo podía visualizar fácilmente. Tenemos una mala imagen mental de los fariseos debido a algunas de las cosas que dijo Jesús, pero no era así en su época, por lo general. Los fariseos eran los más respetados de las distintas sectas del judaísmo. Para empezar, nunca hubo muchísimos de ellos. Como máximo hubo tres mil en un momento determinado. Además, no eran esencialmente figuras

políticas, aunque tenían gran poder político por ser muy respetados. Eran un cuerpo religioso cuyo interés principal era observar los más mínimos detalles de la ley. Nicodemo era fariseo, así como Pablo. Aquellos hombres eran de los más honrados de sus contemporáneos. Pero ¿quién era la otra persona en la parábola de Cristo? Era un “publicano”, o sea, un recaudador de impuestos: “un estafador maldito y avaro, colaboracionista de los romanos”, como lo habría descrito la mayoría de la gente de aquella época. Los publicanos eran judíos autorizados por el gobierno romano para recaudar todos los impuestos que podían. Se les permitía quedarse con cualquier excedente por encima de lo que el gobierno exigía. Así que no eran amados, sino menospreciados. La gente cruzaba la calle para pasar al otro lado cuando veía venir un publicano. Por eso, cuando Jesús habló de dos hombres, un fariseo y un publicano, era como si hubiera hablado del Presidente de la Corte Suprema y un violador, o del Presidente de un país y una prostituta. Además, esa comparación inicial y la imagen mental que comunicaba fueron realzadas por lo que el Señor dijo luego. El fariseo “puesto en pie, oraba”, como todos hubieran dicho que tenía derecho de hacer. ¿Por qué no debía ponerse de pie? Si no lo hubiera hecho, probablemente lo habrían invitado a hacerlo: “Pase adelante, señor fariseo. Póngase de pie donde todos podamos escucharlo. Todos guarden silencio ahora; el fariseo va a orar”. Así que el fariseo sacó el pecho, organizó sus pensamientos y oró consigo mismo. Dijo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano” (vv. 11-12). No creo que estuviera mintiendo. Creo que realmente daba la décima parte de sus ingresos al templo. Creo que realmente ayunaba dos veces a la semana. Con toda seguridad no era adúltero, injusto (como él entendía el concepto) ni ladrón. Más aún, creo que los demás habrían coincidido en esa evaluación. Lo habrían considerado un hombre muy destacado, un líder en su comunidad, el tipo de persona que querían tener en sus listas de

referencias o invitar a sus casas a cenar. Habrían estado encantados de tan solo conocerlo, por no decir tenerlo como amigo. Sin embargo, estaba esa otra persona, el publicano. Jesús dice que estaba lejos, donde le correspondía. Si hubieran tenido autobuses en aquella época, le habría tocado ir en la parte de atrás. Definitivamente, no le correspondía ir al frente con la gente “buena”. Además, al orar, “no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”. (v. 13). ¿Y por qué no? Era pecador. Tenía mucho por lo cual golpearse el pecho. Cuesta imaginarse un contraste más grande. En cuanto a ocupación, noble frente a vil. En cuanto a porte, orgulloso frente a vergonzoso. En cuanto a evaluación propia, seguro de sí mismo frente a rastrero. Sin embargo, cuando el Señor continúa la parábola, invierte el juicio que todos sin duda habrían estado haciendo, concluyendo con respecto al publicano: “Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14). Ninguna novela barata, ningún melodrama cinematográfico jamás ha tenido un final más sorprendente que esta parábola. “A MÍ, PECADOR” La evaluación del Señor de estos dos hombres y sus oraciones es tan contraria —no solo a lo que pensaban los de su época, sino también a lo que piensan los de hoy día— que prácticamente se nos exige que volvamos a la historia y echemos un segundo vistazo a los personajes. Hemos presentado la historia tal como la contó Cristo, pero quizá nos precipitamos en nuestra evaluación. Cierto, el primer hombre era fariseo y, por tanto, era muy respetado. Pero solo vimos la superficie, después de todo. Él afirmaba dar la décima parte de sus ingresos a la obra religiosa, pero tal vez no era así en realidad. Tal vez, como Ananías y Safira, se guardaba una porción. Afirmaba ayunar dos veces a la semana, pero ¿quién sabe lo que hacía en la intimidad del hogar? Quizá hacía trampas. En cuanto al

adulterio, tal vez engañaba en eso también. Quizá realmente era ladrón o injusto. O tal vez había cometido algún otro pecado del cual no tenía conocimiento nadie más que él y el Señor. Quizá por esas cosas se fue sin ser justificado. Por otra parte, tenemos al publicano. Definitivamente, tenía una profesión mala; nadie discutirá eso. Pero todos hemos oído hablar del “cantinero práctico de buen corazón”, que aconseja a sus clientes mientras toman. O la “prostituta con corazón de oro”. Quizá el publicano era así. Tal vez la adversidad fuera de su control lo había puesto en su vil profesión. Quizá, a pesar de su trabajo, realmente amaba a su prójimo y ponía su dinero (que se reconoce era mal habido) a su disposición. ¡Sabemos perfectamente que no se debe entender así esta historia! Es cierto que el fariseo no fue “justificado”. Era un pecador bajo la condena de Dios y la ley de Dios. Pero eso era igualmente cierto en el caso del publicano. Él también era pecador. Él también merecía juicio. La única diferencia entre ellos fue que el publicano se acercaba al Padre por los actos misericordiosos de Dios hacia los pecadores y no por su propia supuesta justicia. La pista acerca del significado de esta parábola es la palabra “justificado”, como ya indiqué. Pero el meollo de su enseñanza se encuentra en la oración del publicano: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (v. 13). Es una de las oraciones más cortas de la Biblia — seis palabras tanto en español como en griego—, pero también es una de las más profundas. Considere por un momento el principio y el fin de la oración, eliminando la parte central. Las palabras “Dios… a mí, pecador” son profundas, porque son los ingredientes esenciales de toda religión y porque expresan la comprensión religiosa genuina y esencial que se gana cuando una persona se vuelve consciente de la presencia de Dios. Definitivamente, es cierto —vemos esto en la expresión clásica de Calvino, en la Institución de la religión cristiana— que el conocimiento de Dios y el conocimiento de nosotros mismos van de la mano. Es decir, nunca tenemos el uno sin el otro. Conocer a Dios como el Dios soberano del universo es conocernos a nosotros mismos como sus súbditos, en rebelión contra Él. Conocer a Dios

en su santidad es conocernos a nosotros mismos como pecadores. Conocerlo a Él como amor es vernos a nosotros mismos como amados, aunque sin atractivo. Ver la sabiduría de Dios es ver nuestra propia necedad en las cosas espirituales. Puesto que Dios es el único estándar por el cual se puede medir cualquiera de esas cosas, no sabemos nada adecuadamente a menos que lo conozcamos a Él. O, expresándolo en otras palabras, si no conocemos a Dios, nos consideramos soberanos en nuestra propia vida, santos, cariñosos, sabios, etcétera, cuando en realidad no somos nada de eso. Al conocernos mediante conocer a Dios, el asunto del pecado es prioritario. En cualquier encuentro con Él, su santidad, en contraposición a nuestro pecado, es lo que más impresiona al adorador. Así sucedió con Adán y Eva, los primeros pecadores. Después que pecaron, se engañaron con la idea de que estaban bien. Se hicieron delantales de hojas de higuera y siguieron como si no hubiera pasado nada. Pero cuando oyeron la voz de Dios en el huerto, al aire del día, se escondieron de Él entre los árboles (Gn. 3:8). Cuando Dios preguntó: “¿Dónde estás tú?”, Adán respondió: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí” (vv. 9-10). Su desnudez era espiritual, así como física; y se dieron cuenta de su dilema espiritual como pecadores cuando oyeron venir a Dios. Encontramos lo mismo en la vida de Job, el cual había sufrido la pérdida de sus posesiones, su familia y su salud. Cuando sus amigos vinieron a convencerlo de que su pérdida se debía a algún pecado, ya fuera reconocido o escondido, Job se defendió con firmeza contra sus acusaciones. Hizo bien en eso, porque sufría como hombre recto: “¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” (Job 1:8). Si alguien hubiera podido estar de pie ante la santidad de Dios, era Job. Pero hacia el final del libro, después que Dios vino a Job con una serie de preguntas destinadas a enseñar algo de su verdadera majestad, Job quedó estupefacto y al borde del colapso. Respondió a Dios: “He aquí que yo soy vil;

¿qué te responderé?… Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 40:4; 42:6). Vemos lo mismo en el profeta Isaías. Había recibido una visión del Señor “sentado sobre un trono alto y sublime”. Escuchó las alabanzas de los serafines. Pero el efecto en Isaías, lejos de ser una causa de ufanía u orgullo por haber recibido tal visión, en realidad fue devastador. Respondió: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5). Isaías se vio como arruinado o deshecho. Solo cuando se tomó un carbón del altar y se lo usó para purgarle los labios, pudo volver a ponerse en pie y responder afirmativamente al llamamiento que Dios le hizo a servirlo. Habacuc también tuvo una visión de Dios. Había estado afligido por la impiedad del mundo a su alrededor y se había preguntado cómo los impíos podían triunfar legítimamente sobre el hombre que era más justo. El profeta entonces entró en su puesto de guardia y esperó la respuesta de Dios. Cuando Él respondió, Habacuc fue abrumado de terror. Escribió: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí” (Hab. 3:16). Habacuc era profeta; pero una confrontación con Dios, aun en su caso, fue demoledora. Asimismo, aunque la gloria de Dios estaba velada en la persona de Jesucristo, de vez en cuando los discípulos de Cristo percibieron quién era Él, aunque solo un poco, y tuvieron una reacción similar. Después que Pedro hubo reconocido la gloria de Dios en el milagro de Cristo de conceder una gran pesca en Galilea, respondió: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8). Cuando el apóstol Juan recibió una revelación de la gloria de Cristo en Patmos, en el día del Señor, viendo a Cristo resucitado de pie en medio de los siete candelabros de oro, nos dice que cayó “como muerto a sus pies” y se levantó solo después de experimentar algo así como una resurrección (Ap. 1:17). Eso es lo que pasa cuando un pecador se encuentra con Dios, y por esto sabemos que el publicano conocía a Dios (a pesar de su reputación) mientras que el fariseo no lo conocía. El fariseo

comenzó su oración con “Dios”. Pero no oraba a Dios, porque no se veía como pecador. Por otra parte, el publicano estaba tan consciente de Dios que “no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (v. 13). Estaba tan consciente de su pecado que en realidad no se llamó simplemente “pecador” en este punto, aunque así se traduce el versículo, sino “el pecador”. A sus propios ojos, era el pecador por excelencia. “SÉ PROPICIO” La segunda cosa sorprendente en esta oración —y el foco central adonde conduce todo esto— es que el publicano no solo estaba consciente de su pecado, por muy profunda y penetrante que era esa conciencia. También estaba consciente de lo que Dios había hecho para resolver su problema. Él era pecador, separado de Dios por ese pecado. Pero Dios había llenado el vacío, haciendo reconciliación. Por consiguiente, entre el principio y el fin de su oración (“Dios” y “a mí, pecador”) están las palabras “sé propicio”. Gracias a los actos de la misericordia de Dios, y solo gracias a esos actos, este hombre o cualquier otro pecador puede acercarse al Todopoderoso. En efecto, la oración es aún más profunda que eso, porque, como he indicado, no es solo una súplica de misericordia, aunque así suena en la traducción. Es una súplica de misericordia basada en lo que Dios ha hecho. La palabra que se traduce como “sé propicio” (hilasthêti) es la forma verbal de la palabra para el “propiciatorio” del arca del testimonio en el templo judío (hilastêrion). Por tanto, se podría traducir de forma literal (pero torpe) como “sé propiciatoriado” o “trátame como a uno que viene con la sangre derramada en el propiciatorio, como ofrenda por los pecados”. El arca del testimonio era una caja de madera de aproximadamente un metro de largo, cubierta de oro, que contenía las tablas de piedra de la ley de Moisés. La tapa de esa caja era el propiciatorio, construido de oro puro, que tenía en cada extremo

ángeles cuyas alas extendidas iban hacia atrás y hacia arriba, casi tocándose sobre el centro del propiciatorio. Entre aquellas alas extendidas, se imaginaba que Dios moraba simbólicamente. Tal como es, el arca es un retrato del juicio, destinado a producir terror en el adorador mediante el conocimiento de su pecado. Pues ¿qué ve Dios al mirar hacia abajo desde el lugar entre las alas de los ángeles? Ve la ley de Moisés que hemos violado. Ve que debe actuar como Juez hacia nosotros. Pero es aquí donde entra en juego el propiciatorio, y por eso se llama propiciatorio. Sobre esa tapa del arca, una vez al año, en el día de expiación, el sumo sacerdote esparcía sangre de un animal que se había matado momentos antes en el atrio del templo. Ese animal era un sustituto. Era una víctima inocente que moría en lugar del pueblo pecaminoso que merecía morir. Ahora, cuando Dios mira hacia abajo desde el lugar entre las alas extendidas de los ángeles, ve, no la ley de Moisés que hemos violado, sino la sangre de la víctima inocente. Ve que se ha llevado a cabo el castigo. Ahora su amor sale en misericordia para salvar al que viene a Él por fe en ese sacrificio. Por esto digo que la oración del publicano era tan profunda. No solo incorporaba su fe en el camino de salvación por sacrificio, sino que efectivamente expresaba esta idea a través de su forma. Es decir, entre “Dios”, a quien hemos ofendido, y “a mí, pecador”, que nos describe a todos, está el propiciatorio. Es una expresión tanto visual como verbal del camino de la salvación. Lo único que debemos añadir es que bajo el sistema del Antiguo Testamento, los sacrificios eran simplemente un retrato del único sacrificio adecuado del Señor Jesucristo, que todavía había de venir. Aunque eran importantes, la muerte de animales, por muchos que fueran, no era realmente lo que purgaba el pecado. La verdadera y única expiación era la que sería provista por el Señor Jesucristo que, como el perfecto Cordero de Dios, murió en lugar de los pecadores. Cuando el publicano oró diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”, pensaba en los sacrificios de animales porque, aunque Jesús ya estaba presente, todavía no había muerto. Cuando oramos siguiendo la pauta de la oración del publicano, pensamos en

Jesús y la manera en que Dios ha provisto una salvación plena y perfecta por medio de Él. ¿Piensa usted en Jesús? ¿Ha orado así? Nadie jamás será justificado si no ha orado así, y nadie será recibido por Dios si antes no se ha unido a los pecadores que necesitan de esa misericordia que solo Él provee.

[1] Martin Luther, What Luther Says: An Anthology, comp. Ewald M. Plass, 3 vols. (Saint Louis, Misuri: Concordia, 1959), 2:702-4, 715. [2] Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, traducido por Cipriano de Valera (1597), traducción revisada por Eusebio Goicoechea (Buenos Aires y Grand Rapids: Nueva Creación, 1967), III.XI.1, p. 557. [3] Thomas Watson, A Body of Divinity (Londres: Banner of Truth, 1970), p. 226.

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Cinco mujeres insensatas y sus amigas Mateo 25:1-13 Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas. Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite; mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron. Y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes respondieron diciendo: Para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas. Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a la boda; y se cerró la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir.

U

n signo de que nuestro Señor se rebajó a la debilidad humana es que su predicación, a menudo, apelaba a los motivos más bajos de sus oyentes. Quiero decir que solía apelar al abyecto interés personal. Por ejemplo, cuando hacía un llamado al discipulado, decía: “¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mr. 8:36). Esa declaración se basa en el simple cálculo de las ventajas y las desventajas de una manera de actuar. Quizá hubiéramos preferido que dijera: “Síganme porque

eso es lo correcto” o: “Síganme porque el Dios soberano lo exige”. Pero aunque habría podido decir eso, hace otro llamamiento. “Este es el modo de salvarte la vida, que tanto valoras; es el modo de ser aprobado en el juicio de Dios”. Asimismo dice: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 6:1). En ese versículo, el incentivo para la acción correcta es la recompensa. Otro caso por el estilo: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mt. 6:14-15). Hay una categoría especial de tales incentivos en las parábolas de la sabiduría y la insensatez: las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas (Mt. 25:1-13), el rico necio (Lc. 12:16-21), el mayordomo infiel (Lc. 16:1-9), y los constructores sabios e insensatos (Lc. 6:4649). En esas historias, nuestro Señor muestra que muchos de sus oyentes eran insensatos en términos de su propio interés, y los empuja a un camino más sabio. En la primera historia, las cinco vírgenes insensatas se pierden la fiesta de boda, lo cual no tenían ningún deseo de hacer. Querían asistir, pero se la perdieron; y la culpa era puramente suya. Jesús previene a sus oyentes contra tal insensatez. El rico necio quería divertirse, pero se perdió la felicidad eterna debido a una preocupación insensata con los bienes de este mundo. El administrador sagaz era más sabio —a su manera— que muchos que pretenden ser personas de Dios, porque pensó en el futuro. La lección de los constructores insensatos, que construyeron sin fundamento, y los constructores sabios, que construyeron su casa sobre la roca, es evidente. En cada una de estas historias, el Señor retó a sus oyentes a ver la vida en términos de la eternidad y planificar en consecuencia. UNA DIFERENCIA ESENCIAL La historia de las diez vírgenes es una obra maestra, como ha sido

reconocido por estudiantes de la Biblia (y otros) desde hace mucho tiempo. Es realista en sus detalles y conmovedora en su aplicación. Además, cuanto más uno profundiza en la misma, tanto más profundas son sus lecciones. Jesús cuenta que diez mujeres jóvenes fueron invitadas a una boda. Cinco eran prudentes, y cinco, insensatas. Las mujeres prudentes mostraron su sabiduría al pensar en la posible demora del novio. Llevaron aceite adicional para sus lámparas, para que estuvieran listas cuando él viniera. Las mujeres insensatas omitieron hacer eso. Mientras esperaban, todas se durmieron. De repente, se alzó el grito de que el novio venía. Las prudentes se levantaron y despabilaron sus lámparas. Las demás reconocieron que se les había acabado el aceite y pidieron un poco prestado. “No —dijeron las prudentes—. Puede que no haya suficiente para ustedes y para nosotras. Más bien, vayan a los que venden aceite y compren más para sí mismas”. Las mujeres que no estaban preparadas salieron, pero mientras no estaban, vino el novio, y las que estaban listas entraron con él a la fiesta. Se cerró la puerta. Más tarde las vírgenes insensatas volvieron y encontraron la puerta trancada. —¡Ábrenos la puerta! —gritaron. Pero el novio dijo: —No las conozco. El Señor concluyó diciendo: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (Mt. 25:13). La historia es una obra maestra; no cuesta ver sus enseñanzas más importantes. Esto es cierto, especialmente, con su enseñanza principal: la enorme diferencia entre las mujeres sabias y las insensatas. En muchos sentidos, eran iguales. Pero en su preparación o falta de la misma, eran antítesis perfectas. Sobre esa diferencia, gira la lección de la historia. Vale la pena ver en qué eran iguales las mujeres. En primer lugar, las diez habían sido invitadas a la fiesta. Quizá muchas no habían recibido invitaciones, pero cada una de esas mujeres había recibido una y, por tanto, cada una tenía razón al esperar una celebración memorable cuando viniera el novio. En segundo lugar, cada una había respondido a la invitación a la boda. Algunas quizá hayan

hecho caso omiso de esta o la hayan desdeñado, como pasó con los habitantes de la ciudad, en una de las otras parábolas de Jesús (Mt. 22:1-14). Pero no fue así en el caso de estas mujeres. Habían recibido la invitación y habían respondido con gozo, el cual demostraron esperando la aparición del novio. En tercer lugar, todas claramente tenían algún afecto e incluso amor al novio. Eso fue lo que las había llevado al punto en que la historia comienza: “diez vírgenes… tomado sus lámparas, salieron a recibir al novio” (v. 1). En cuarto lugar, a pesar de su afecto, todas se durmieron mientras tardaba el novio. Pero de repente él vino y, al instante, se desvanecieron las semejanzas y se reveló la diferencia esencial. Cinco tenían aceite en sus lámparas, y cinco no. Cinco estaban listas, y cinco no. Hay muchos en la Iglesia que cuadran con la descripción de nuestro Señor, pues, por supuesto, la parábola se aplica a la Iglesia. El escenario de estos últimos capítulos de Mateo (Mt. 23—25) es el tiempo que precede a la segunda venida del Señor. Así que debemos decir, basados en la parábola y en nuestra propia observación, que hay personas en la Iglesia que han escuchado la invitación de Cristo, que han respondido en cierta medida, y de quienes tal vez se pueda decir que aun sienten afecto por Jesús, pero que todavía no están listos para encontrarse con Él. Son buena gente de la iglesia. Nunca se les ocurriría decir una palabra contra Jesús. Pero no han nacido de nuevo. No tienen ese cambio interior que es lo único que les da derecho a entrar en el cielo. Así se ha de entender el aceite en la historia. Algunos lo han aplicado al Espíritu Santo, una salida tentadora, ya que al Espíritu Santo a menudo se lo simboliza con aceite en las Escrituras. Pero si hacemos eso, empezamos a pensar que uno puede tener el Espíritu Santo y entonces quedarse sin él, por así decirlo, o que cuando se acaba, hay que comprar más. Es mejor considerar el aceite simplemente como una preparación interior. En apariencia, las mujeres eran iguales. La diferencia crucial y determinante estaba adentro. Spurgeon obviamente pensaba de la misma manera. Escribió en uno de sus sermones:

Un gran cambio tiene que ser hecho en usted, mucho más allá de lo que pueda lograr con sus propias fuerzas, antes de entrar con Cristo a la boda. En primer lugar, debe ser renovado en su naturaleza, o no estará listo. Debe ser limpiado de sus pecados, o no estará listo. Debe ser justificado en la justicia de Cristo, y debe ponerse el traje de boda de él, pues de otra manera no estará listo. Debe ser reconciliado con Dios, debe ser hecho semejante a Dios, o no estará listo. O, en los términos de la parábola delante de nosotros, debe tener una lámpara, y esa lámpara debe ser alimentada con aceite celestial, y debe continuar ardiendo intensamente, pues de otra manera, no estará listo. Ningún hijo de la oscuridad puede entrar en aquel lugar de luz. Debe ser llevado de la oscuridad de la naturaleza a la maravillosa luz de Dios, pues de otra manera, nunca estará listo para entrar con Cristo a la boda, y para estar con él para siempre.[1] Por tanto, la primera enseñanza de la parábola es una pregunta: ¿Está usted listo? ¿O se encuentra entre las cinco mujeres insensatas que habían recibido la invitación, respondido a ella, y que tenían alguna forma de afecto hacia el novio, pero que no estaban preparadas por dentro? Debe encontrarse entre las prudentes que, aunque igualmente se habían dormido, estaban listas. De esa distinción depende el destino de su alma. UN MOMENTO DE CRISIS La segunda enseñanza de la parábola, que ya hemos insinuado, es que la diferencia entre la condición de las sabias y la de las insensatas fue revelada por la venida del novio. Se reveló en una crisis. Durante los días antes de la boda o la noche que precedía al comienzo de la fiesta, pocos se habrían fijado en que cinco mujeres se habían preparado adecuadamente para la venida del novio y cinco no lo habían hecho. Pero de repente vino el novio, y la distinción se notó de inmediato. Lo mismo sucederá cuando regrese el Señor Jesucristo. Se mostrará que muchos que se han considerado verdaderos hijos de

Dios no lo son, y muchos que quizá no hayan sido considerados sus hijos serán revelados como creyentes. ¿Cómo puede saber usted si está en un bando u otro? Para contestar esa pregunta, quisiera hacer una sugerencia que no se encuentra en la parábola misma, pero creo que se deriva de esta. Si es cierto que la crisis del regreso del Señor y el juicio final que se asocia con eso manifestarán la verdadera condición de los que profesan el cristianismo, ¿no es también cierto que se revela su condición verdadera en experiencias de crisis menores, pero aun así reales, en la actualidad? Creo que uno puede prever los resultados del juicio final en la manera en que reacciona frente a la crisis ahora. Un autor lo expresa así: Nada revelará más correctamente lo que está en un hombre, que si cae sobre él alguna crisis abrumadora e inesperada. Sea la ruina temporal debido al fracaso de sus cálculos o un desengaño total; sea la entrada del ángel de la muerte a su hogar y la desaparición de su amigo terrenal más allegado y querido; sea su propia postración por alguna enfermedad grave que lo pone cara a cara con su disolución, inmediatamente se despliega el alcance de sus recursos, y en seguida se revela, tanto a otros como a sí mismo, si él es animado por una fe inquebrantable en el Señor Jesucristo y sostenido por la gracia del Espíritu Santo, o si ha venido engañándose todo el tiempo, dependiendo de algún otro apoyo. Andrew Fuller observó con perspicacia que un hombre solo tiene tanta religión como de la que puede disponer en una prueba. Reflexionemos, por tanto, sobre el pasado y analicemos nuestras experiencias en tales tiempos de prueba, como aquellos a los que ya me he referido. Todos los hemos tenido. Todos ya hemos escuchado, en alguna u otra forma, este clamor de medianoche: “¡Aquí viene el novio!”; pues en cada sorpresa de la clase que he descrito, Jesús venía a nosotros. ¿Cómo lo recibimos entonces? ¿Se apagaron nuestras lámparas? ¿O pudimos despabilarlas y lograr que siguieran ardiendo intensamente? Ah, si por algún suceso de ese tipo descubrimos

nuestra absoluta falta de recursos, acudamos ahora a Cristo para que él nos renueve completamente por su Espíritu Santo y, de ese modo, prepararnos para aquella última y más solemne crisis, cuando sobre las tumbas de los muertos durmientes el arcángel grite: “¡Aquí viene el novio!”, y todos se levanten para estar de pie ante su gran trono blanco.[2] TRES LECCIONES MÁS Esta parábola tiene tres lecciones más que quisiera tratar brevemente. La primera: La vida del Señor Jesucristo en nosotros es intransferible. No quiero decir con eso que una persona salva no pueda ser usada por Dios para llevar el evangelio a otro, pues eso sucede, por supuesto. Pablo dice que el evangelio se revela “por fe y para fe” (Ro. 1:17). Quiero decir que ninguna persona puede vivir por la fe de otra. Usted no puede ser salvo por la vida de Cristo en otro. Muchas personas se engañan pensando así. No tienen verdadera fe en Cristo, pero han sido expuestas a la fe durante años y suponen que, en el momento del juicio de Cristo, podrán apelar a la obra de Dios en la vida de alguien allegado. —¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo? —Bueno, realmente no sé cómo contestar eso, Señor. Pero quisiera hacerte notar a mi madre. Era una mujer piadosa, y aprendí mucho de ella. —No te pregunté eso —responde el Señor—. Te pregunté: “¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo?”. —¡Mira mis maestros de escuela dominical, Señor! Eran personas piadosas; con toda seguridad se esforzaron mucho por enseñarme. También oraron por mí. ¡No te olvides de ellos! Jesús responde: —¿Qué derecho tienes tú a entrar en mi cielo? Recalco esta idea porque creo que es la interpretación correcta de las cinco mujeres prudentes que se negaron a dar su aceite a las cinco insensatas. Como una historia literal, eso parece poco caritativo. La actitud abnegada habría sido que las cinco mujeres sabias compartieran su aceite, aunque significara que ellas mismas

no tuvieran suficiente. Pero la historia no funciona en ese nivel. Enseña cosas espirituales, y en particular, que en el día de la venida de Cristo cada persona debe defenderse sola. La fe de su madre no lo salvará. La fe de su esposa no le será útil. No será salvo por la vida espiritual de su hijo o hija. La pregunta será: ¿Dónde queda usted? ¿Está usted vivo en Cristo? ¿Está usted listo? La segunda lección: No se pueden recuperar las oportunidades perdidas. Las mujeres insensatas salieron a comprar aceite. Pero el novio venía en ese momento, y ya era demasiado tarde para ellas. El tiempo para comprar aceite había pasado. ¡Así será cuando Cristo regrese para el juicio! Los que estén listos serán llevados a la fiesta de boda, y los que no estén listos serán dejados afuera. ¿No es usted salvo? Si no, este momento es su oportunidad. No diga: “Me volveré a Cristo más tarde. Me arrepentiré después que disfrute de algunos años más de pecado. Siempre hay tiempo para Jesús”. Usted no sabe eso. Hoy podría ser la última vez que escuche el evangelio. Aun si no lo fuera —aun si lo escuchara una y otra vez—, no le será más fácil volverse a Dios más tarde. La realidad es todo lo contrario. Rechazar la oferta gratuita de la gracia de Dios ahora lo endurecerá tanto que le resultará mucho más difícil arrepentirse más tarde. Dios podría quebrantarlo; podría hacerlo mediante sufrimiento, angustia o frustración. Pero puede que no lo haga, y la sabiduría le dice que debe prepararse ahora. “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Co. 6:2). La tercera lección: El Señor siempre viene sin previo aviso. Lo hará en el día de su segunda venida. Por eso, la parábola termina con las palabras: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora” (v. 13). Jesús también vendrá sin previo aviso en el día que usted muera, lo cual viene a ser lo mismo. Mientras preparaba este estudio, llamé a un pastor que había sido amigo mío en el seminario. Había venido de Wyoming y, después del seminario, había regresado para pastorear una iglesia en el pequeño valle donde había crecido. Lo llamaba porque me había llamado varias semanas antes, buscando consejo acerca de unos problemas que tenía en su iglesia. Una mujer contestó el teléfono —

resultó ser su madre— y me dijo que mi amigo, su hijo, estaba muerto. Había sufrido un derrame cerebral repentino e inesperado solo dos semanas antes; sobrevivió diez días y luego murió. Él era creyente. Pero la muerte había venido repentinamente, y ahora estaba en la presencia de su Señor. ¿Es Jesús el Señor de usted? Asegúrese de ello, si no está seguro. Y vele, porque no sabe “el día ni la hora” en que será llamado a encontrarse con Él.

[1] Charles Haddon Spurgeon, “Entrance and Exclusion”, en The Metropolitan Tabernacle Pulpit, vols. 7-63 (Pasadena, Texas: Pilgrim Publications, 1976), 43:30. [2] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), pp. 170-71.

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El rico necio Lucas 12:13-21 Le dijo uno de la multitud: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. Mas él le dijo: Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor? Y les dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee. También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.

L

a segunda de las parábolas del Señor sobre la sabiduría y la insensatez es la historia del rico necio. A diferencia de la parábola anterior, no presenta un contraste entre uno que era sabio y uno que era insensato. Trata exclusivamente de la necedad, la necedad de estar preocupado con las riquezas. El énfasis sobre la sabiduría se revela solo al final, cuando el Señor les dice a sus oyentes que sean “ricos”, no en las cosas de este mundo, sino “para con Dios”. La historia tiene un escenario. En esta oportunidad, mientras Jesús enseñaba, alguien interrumpió groseramente para decir que su hermano se había negado a partir una herencia con él y para pedirle a Jesús que le dijera a su hermano que la compartiera. La

exigencia estaba completamente fuera de lugar, como Jesús señaló. Él no era un juez en Israel. Había tribunales para resolver tales cosas. Pero en vez de dejar pasar el incidente, Jesús previno contra estar tan preocupado con las posesiones materiales que se excluyan los intereses espirituales. “Mirad —dijo—, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (v. 15). Esa declaración en sí es suficiente para una meditación larga y seria, particularmente por personas que viven en nuestra cultura moderna, donde a menudo es cierto lo contrario. Medimos el valor de un individuo, en gran parte, por sus posesiones. Pero el Señor no se detuvo en ese punto. Procedió a hablar de un rico necio. Según la historia, un hombre tuvo una cosecha abundante un año, tan grande que no tenía espacio para guardarla. Pudiera haber distribuido el excedente a los pobres —eso podría ser lo que Jesús sugiere—, pero no lo hizo. Más bien, dijo: “Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate” (vv. 18-19). Esa era sabiduría mundana, la clase que practican muchos hoy día. Pero Jesús dijo que Dios consideraba eso el colmo de la locura. “Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (v. 20). El Señor concluyó diciendo: “Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (v. 21). ABUSO DE LAS RIQUEZAS No hay muchos lugares en la Biblia donde Dios llama a alguien “necio”, así que es interesante que aquí señale que preocuparse por las cosas es una necedad. En el Antiguo Testamento, al hombre que dice que no hay Dios, o sea, el ateo, se lo llama necio (Sal. 14.1; 53.1). Por tanto, si a ese materialista rico se lo llama necio, lo coloca en la mismísima compañía de los que niegan la existencia de Dios. En realidad, hay una conexión obvia, pues sean cuales sean sus

opiniones intelectuales, el hombre que funciona como el necio de la parábola de Cristo es un ateo práctico después de todo. ¿Por qué era necio ese hombre? Hay varias razones. En primer lugar, abusaba de las riquezas que Dios le había dado. Había arado los campos, plantado el grano, cuidado de la tierra y recolectado la cosecha. Lo había hecho él mismo. Las riquezas eran suyas, y no tenía ninguna responsabilidad hacia nadie. Pero Jesús no veía así el asunto. Él no dijo: “Un hombre trabajó muy duro y acumuló una gran fortuna”. Dijo: “La heredad de un hombre rico había producido mucho” (v. 16). Sin duda quería decir que la prosperidad del hombre era de Dios, quien hizo la tierra y prosperó la cosecha. Es cierto que el hombre había trabajado duro. Pero sin la bendición de Dios, hubiera podido sufrir añublo o sequía, y se hubiera quedado sin ninguna cosecha. La bendición del rico era de Dios, pero él no comprendía eso. Consideraba que las riquezas eran suyas y no de Dios y, por tanto, abusó de ellas. Pensaba que todo era para él, así que las almacenó, sin acordarse de nadie más. Necesitamos decir otra cosa en este punto. Ese hombre abusó de sus riquezas al no ver que le habían venido de Dios. Ese era un error grave. Pero es común, ya que las riquezas suelen producir una distorsión de exactamente ese tipo. Las riquezas tienden a atraparnos en el ensimismamiento, el materialismo y la insensibilidad hacia otros —de la misma manera que nos atrapa el pecado—. Si no fuera así, ¿por qué habría dicho Jesús: “es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt. 19:24)? La Biblia no se opone a las posesiones cuando se usan debidamente; vamos a volver a ese punto. Pero no debemos permitir que la verdad de que las riquezas pueden ser usadas debidamente nos ciegue a que, por lo general, se abusa de ellas o pueden arruinar nuestra propia espiritualidad. Muchos ejemplos bíblicos de riquezas mal habidas o abusadas deben alertarnos sobre el peligro. En el libro de Josué, se nos relata el pecado de Acán, que causó la derrota de los ejércitos de Israel en Hai. Israel había salido victorioso en Jericó y había dedicado el botín de la batalla a Dios, como Él pretendía. Pero hubo una mancha en la victoria. Durante la

batalla, Acán había dado con un manto babilónico, doscientos siclos de plata y un lingote de oro. Porque los había codiciado, los había escondido en su tienda. Fue una cosa pequeña, pero fue desobediencia a Dios e hizo que Israel fuera derrotado en su siguiente combate (Jos. 7). Salomón permitió que el amor a la opulencia le arruinara la vida. Ananías y Safira le mintieron al Señor acerca de dinero, fingiendo que habían dado a la iglesia el precio completo de una venta, mientras que en realidad se habían quedado con una porción. Murieron (Hch. 5). Pablo escribió en una de sus cartas acerca de un hombre llamado Demas que, por amor a este mundo, lo había desamparado (2 Ti. 4:10). Vemos lo mismo hoy día cuando la gente pone una casa y su cuidado ante la necesidad de la enseñanza bíblica y, por tanto, corta la grama un día domingo cuando debe estar en la iglesia. O los hombres se esfuerzan mucho en amasar una fortuna (o parte de una), mientras desatienden a sus familias y la vida espiritual esencial de su hogar. Con razón Pablo le dijo a Timoteo que “raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Ti. 6:10). La Biblia no enseña que el dinero en sí es malo ni que las cosas en sí producen el mal. La falta se encuentra en los que lo usan. Antes que Dios creara a Adán y Eva, creó un inmenso mundo de cosas agradables y útiles para ellos. Estas cosas estaban destinadas a nuestro uso en todas las formas alegres y constructivas. Pero cuando el hombre pecó, las cosas que habían de serle útiles usurparon el lugar de Dios en su corazón. Así comenzó a pelear, robar, timar y hacer un sinfín de otras cosas para poseerlas. Hoy día, cuando una persona se entrega a Dios y permite que le dé una nueva dirección en la vida, comienza el proceso de quitar las cosas que ocupan el centro de la vida, y Dios es restituido al trono. En la historia de la Iglesia, hubo almas sensibles que reconocieron los males que acompañan las posesiones y que procuraron eliminarlos quitándolas. Usando el ejemplo de la iglesia primitiva en Jerusalén, que por un tiempo hizo un fondo común con sus posesiones y distribuyó a los que tenían necesidad, estos cristianos

arguyen contra el derecho de propiedad privada y a veces hasta abogan por una forma de comunismo cristiano. Eso no es correcto. Si algunos cristianos se sienten dirigidos por el Señor a vender sus posesiones y dar a otros, particularmente en un tiempo de necesidad, es una gran bendición. Pero ese no es un ejemplo que todos los cristianos deben imitar. Lejos de condenar la posesión de propiedad privada, la Biblia en realidad da por sentado que es correcta. Por ejemplo, el octavo mandamiento dice: “No hurtarás” (Éx. 20:15). Eso enseña que no debo tomar cosas que pertenecen a otra persona, y él tampoco debe tomar las mías. En la historia de Ananías y Safira mencionada anteriormente, Pedro dijo, cuando le hablaba al esposo: “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios” (Hch. 5:3-4). En esa declaración, aunque Pedro está exponiendo la hipocresía de Ananías, indirectamente reconoce el derecho a la propiedad privada y dice que Dios no exige que nadie se deshaga de esta. Si alguien pregunta: “Pero ¿no le ordenó el Señor al joven rico que vendiera lo que tenía y diera a los pobres?”, la respuesta es que no se lo dijo a María, ni a Marta, ni a Lázaro, ni a Juan el Evangelista ni a Zebedeo. Se lo dijo al joven rico, cuyo impedimento principal para seguir a Cristo se encontraba en sus posesiones (lo cual demostró al apartarse). Para tal persona —y hay muchas hoy día—, ceder sus posesiones sería la bendición más significativa de su vida. Regalar sus bienes sería aún mejor. Sin embargo, eso no quiere decir que las posesiones en sí sean malas ni, en realidad, que la pobreza sea una forma particularmente bendecida del cristianismo. No, en ese aspecto de la vida cristiana, la solución verdadera no se encuentra en la acumulación ni la renuncia de las riquezas. Se encuentra en el uso debido y la valoración debida de las cosas que Dios ha proporcionado. En otras palabras, no se nos llama a que renunciemos a las cosas, sino a que las usemos bajo la dirección de Dios para la salud y el bienestar de nosotros mismos y nuestras

familias, para ayuda material a otros y para promover la verdad de Dios. LAS POSESIONES PERECERÁN Sin embargo, el abuso de sus riquezas no fue la única razón por la que Dios llamó al rico necio. En realidad, ni siquiera es la razón principal. La razón principal por la que el hombre era necio es que permitió que su preocupación por las riquezas eclipsara la preocupación mucho más importante que debía tener por su alma. Ese era mal negocio, incluso desde una perspectiva mundana, porque las posesiones son bienes perecederos, mientras que el alma está diseñada para morar con Dios para siempre. Dije al comenzar con las parábolas de la sabiduría y la insensatez que nuestro Señor, de modo característico, apelaba al interés personal. Sin embargo, creo que de todas esas formas de apelar, no hay ninguna que presente el asunto a un nivel tan bajo como esta parábola. Imagínese: es la historia de un hombre moribundo, un hombre que se va de este mundo para pasar una eternidad en el infierno sin Dios. En tales circunstancias, Jesús bien pudiera haber argumentado: “Considera lo que has ganado en términos de lo que estás perdiendo. Compara tus placeres presentes con su privación y sufrimiento futuros”. Pudiera haber dicho: “Contrapón el valor de tu alma a tus posesiones”. Pero eso no es lo que dijo. Sabía que tales cosas le tenían sin cuidado al hombre. No valoraba su alma. Por eso el Señor se rebajó al nivel en que el hombre funciona y habló solo de sus posesiones. Su argumento fue: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma, y lo que has guardado, ¿de quién será?”. La única cosa que tenía alguna posibilidad de hacer que tal hombre entrara en razón era la idea de que otro disfrutara de lo que a él le había llevado la vida ganar. Piense en eso, si nada más lo conmueve. Los españoles tienen un proverbio lúgubre: “En sudario no hay bolsillos”. Un día, un hombre se encontró con otro en un tranvía, y comenzaron a hablar de un millonario, cuya muerte se había anunciado esa mañana en el diario. —¿Cuánto dejó? —preguntó uno.

—Todo lo que tenía —contestó el otro. Todo lo que usted tiene un día debe dejarse atrás. Ahora es suyo para usar o abusar, pero un día se le quitará, y usted estará desnudo ante Aquel, que es su hacedor. ¿Cómo quedará en aquel día? ¿Quedará como uno que ha puesto a Dios en primer lugar y, por tanto, ha llegado a ver las posesiones como un regalo de Él, para ser usadas para la obra de Dios? ¿O será uno de los muchos que se han vendido a las posesiones, excluyendo todo lo demás, y han muerto sin esperanza de salvación? RICO PARA CON DIOS En las últimas cuatro palabras de la parábola, el Señor da una pista acerca de lo que debe ser la meta del hombre sabio. Debe ser “rico para con Dios”, dice Jesús (v. 21). Una frase como esa podría ser explicada en gran detalle, pero su sentido básico es bastante obvio. Quiere decir que uno ha de ser rico en cosas espirituales, que perdurarán, a diferencia de ser rico solo en cosas materiales, que no perdurarán. Un tesoro espiritual es la fe. Santiago dice: “¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (Stg. 2:5). Otro tesoro son las buenas obras. Pablo le dijo a Timoteo que mandara a los que estaban bajo su cuidado “que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Ti. 6:18-19). El opuesto son los que edifican una vida de “madera, heno y hojarasca” y son salvos, si es que son salvos, “así como por fuego” (1 Co. 3:12, 15). Un escritor dice: “La fe en Jesucristo nos enriquece al darnos las bendiciones del perdón, la paz, la santidad y el cielo; y las buenas obras, realizadas como resultado de la gratitud por esas bendiciones, nos enriquecen con la felicidad presente y la recompensa futura. Esas son cosas que el mundo no puede dar ni quitar. Esas cosas son las posesiones de nuestra alma, y la muerte no puede privarnos de ellas”.[1] ¿Qué debemos hacer para alcanzar tales riquezas? Hay dos

requisitos previos. En primer lugar, debemos establecer que realmente las queremos y que, por tanto, estamos dispuestos a servir a Dios ante todo, en vez de a nuestras posesiones. El Señor mismo dijo: “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24). La palabra que se traduce aquí como “riquezas” es la palabra hebrea mamón, que significa “posesiones materiales”. Viene de una raíz que quiere decir “confiar a alguien” o “dejar al cuidado de alguien”. Mamón, por tanto, quería decir “las riquezas confiadas a otro”. En ese período de su desarrollo, la palabra no tenía ninguna connotación mala. Un rabino podía decir: “Que el mamón de tu prójimo sea tan valioso a ti como el tuyo”. Cuando se quería darle un sentido malo, se añadía un adjetivo o alguna otra palabra calificativa, como por ejemplo “el mamón de la injusticia” o “mamón injusto”. Sin embargo, con el paso del tiempo, el significado de la palabra pasó del modo pasivo (“lo que se confía”) al activo (“aquello en que uno confía”). Con eso la palabra, cuyo significado original se representaba mejor con una m minúscula, llegó a escribirse con una mayúscula, como si designara un dios. Ese cambio se repite en cualquier persona que no tenga los ojos fijos en los tesoros espirituales. ¿Se han convertido las cosas en su dios? ¿Ocultan a Dios? Puede que no, pero si usted piensa más en su casa, su automóvil, sus vacaciones, su cuenta bancaria, su ropa, su maquillaje o sus inversiones que en Dios, está sirviendo al Mamón y acumulando tesoros en la tierra. Según Jesús, “donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6:21). La segunda cosa necesaria si vamos a volvernos ricos para con Dios es que debemos despojarnos de cualquier cosa que ocupa el lugar de esas riquezas espirituales. Debemos volvernos pobres en espíritu antes que podamos volvernos ricos en bendiciones espirituales (Mt. 5:3). Debemos vaciar el corazón de avaricia, orgullo y otros pecados, para que las riquezas de Dios puedan entrar a raudales. Eso es lo que han descubierto los hijos de Dios. Antes de su conversión, Agustín estaba orgulloso de su intelecto y sus conocimientos, y su orgullo impedía que creyera en Cristo. Después que se despojó de su orgullo y dejó de organizar perfectamente su

propia vida, encontró la sabiduría de Dios a través de la Biblia. La experiencia de Martín Lutero fue similar. Cuando el futuro reformador, siendo joven, entró en el monasterio, fue para ganarse la salvación mediante la piedad y las buenas obras. No obstante, tenía un profundo sentido del fracaso. Después que reconoció su propia incapacidad de agradar a Dios y se despojó de todo intento por ganarse la salvación, el Señor le tocó el corazón y le mostró el camino verdadero. Un himnista ha escrito: Pero aunque no pueda cantar, ni contar, ni conocer la plenitud de tu amor, mientras estoy aquí abajo, mi propia vasija libremente traigo. Oh tú, que eras del amor el manantial viviente, llena mi vasija. Soy una vasija vacía: ni un pensamiento, ni mirada de amor jamás te traje a ti; pero puedo venir una y otra vez a ti, con este, el único ruego del pecador: tú me amas.[2] ¡Una vasija vacía! Eso es lo que usted debe ser si Dios ha de llenarlo de la vida de Cristo y hacer posible que viva por Él, incluso en el uso de sus posesiones.

[1] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), pp. 274-75. [2] Fuente desconocida.

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El mayordomo infiel Lucas 16:1-9 Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo”. Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que cuando se me quite la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz. Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas.

E

l pecado atrapa a la gente en la indiferencia de manera que a menudo se vuelve más necia que los animales, en cuanto a su autopreservación. Los gansos y otras aves van al sur cuando se acerca el invierno. Los roedores almacenan comida para el invierno. Algunos animales hibernan. Pero los seres humanos actúan de una manera que saben que es necia y, de modo característico, no hacen previsiones adecuadas para el futuro. Sin embargo, hay algunas excepciones a eso, y una de las

parábolas de Cristo trata precisamente sobre una persona de ese tipo. Era el mayordomo, o administrador de propiedad, de un hombre rico, el tipo de administrador que Eliezer habría sido para Abraham, o José para Potifar. Se dice de Potifar que “dejó todo lo que tenía en manos de José, y con él no se preocupaba de cosa alguna sino del pan que comía” (Gn. 39:6). El hombre de la historia de Cristo tenía esa clase de autoridad. Pero, a diferencia de José o Eliezer, que eran modelos de integridad, ese hombre era deshonesto. Estafaba a su amo, y la historia comienza con la revelación de su deshonestidad. El amo lo llamó y le preguntó: “¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo” (Lc. 16:2). El mayordomo se enfrentaba a una crisis. ¿Qué iba a hacer? Hizo un balance de la situación y concluyó que no tenía las fuerzas para hacer trabajo manual y que era demasiado orgulloso para mendigar. Así que ideó un plan que reducía la deuda de todos los que le debían algo a su amo. Un deudor debía cien barriles de aceite de oliva. Los redujo a cincuenta. Otro debía cien medidas de trigo. Las hizo ochenta. Suponía que al hacer eso, se ganaría tanta simpatía de los deudores de su amo, o los implicaría tanto en su deshonestidad, que cuando perdiera su trabajo, lo cual era seguro, ellos lo recibirían en sus casas. Entonces Jesús dijo: “Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz. Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas” (vv. 8-9). PENSAMIENTO CLARO Esta parábola ha sido un problema para muchos lectores porque se han imaginado que nuestro Señor está elogiando la deshonestidad. Pero por supuesto, eso no es lo que Jesús está haciendo. Aun en la historia, no es el Señor el que pronuncia las palabras de elogio, sino “el amo”, y aun entonces el elogio solo es por la sagacidad del hombre deshonesto. De una sola manera nos

presenta al mayordomo como ejemplo, y esa es su capacidad de ver lo que venía y hacer planes en consecuencia. En esa única característica —aunque con toda seguridad distaba mucho de ser elogiable en otras áreas— era muchísimo más sabio que incontables personas que quizá nunca hayan estafado nada a nadie, pero que no hacen planes para el momento en que cada una deba rendir cuentas ante Dios. Cuando analizamos la sagacidad que mostró el administrador, la encontramos en cuatro esferas. En cada una, es un modelo para los necios de este mundo. En primer lugar, el administrador vio la situación con claridad. Podemos imaginarnos a una persona que trataría de eliminar su problema solo con desearlo. Había sido descubierto y ahora se le exigía que rindiera cuentas. Se le había amenazado con la pérdida de su empleo. Hubiera podido pensar: Es cierto que estoy en un apuro y me costará salir del aprieto. Pero he estado en apuros antes y siempre he pasado raspando. Tal vez mi amo no podrá detectar las alteraciones que he hecho en sus libros. O, incluso si las detecta, quizá tendrá lástima de mí y no me despedirá después de todo. O posiblemente el administrador se habría sentido tan paralizado por la idea de comparecer ante su amo, libros entre manos, que se habría negado a pensar en absoluto en su problema. Quizá trataría de eliminarlo tan solo con desearlo. Pero no fue así. Cuando fue enfrentado por su amo, supo inmediatamente que el juego se había acabado. No podía ocultar su deshonestidad, y el único remedio que le quedaba era hacer planes para el futuro lo mejor que podía. Si el Señor estuviera explicando en detalle los puntos de la parábola, podría decir en esa coyuntura: “Sería bueno si todas las personas pudieran ver la situación con tanta claridad como ese mayordomo deshonesto. Todos ustedes son mayordomos de lo que Dios les ha confiado. Están desperdiciando sus posesiones. Un día deberán rendir cuentas. Piensen en cómo les irá en ese día y prepárense”. Una cosa que me consterna acerca de tantas personas hoy es el pensamiento atolondrado sobre temas fundamentales que, por

voluntad propia, promueven y aceptan. Es parte del relativismo de nuestra época que muchos estén bien dispuestos a tener corriendo por su cabeza al mismo tiempo varios conceptos contradictorios entre sí sobre cualquier tema. Nunca parecen considerar que sea sabio o siquiera necesario finalmente poner esas cosas en orden. Según tales personas, puede que haya un Dios; pero también puede que no. Si existe, puede que sea personal o puede que no. Puede que se haya revelado o puede que no. Jesús quizá sea la revelación suprema de este Dios. O por otra parte, alguna otra figura religiosa podría ser una revelación suprema. La muerte de Jesús puede haber sido necesaria, o puede que no lo fuera. La fe en Jesús puede ser el camino de la salvación, o puede que no. Puede haber un cielo, pero también hay buenas razones por las que probablemente no exista. Las personas que permiten tal confusión no simplemente son indecisas; se contradicen en sus acciones. Es decir, a veces funcionan como si hubiera un Dios que se ha revelado en Jesucristo. Pero otras veces actúan como si no existiera o como si su existencia fuera uno de los hechos más insignificantes de su vida. Eso es lo realmente increíble: que las personas puedan funcionar de modo tan contradictorio. Si usted está haciendo eso, lo exhorto a aprender del administrador deshonesto y a pensar con claridad. Tome en cuenta estas alternativas: 1. Si no hay ningún Dios, dicto mis propias leyes y puedo hacer lo que quiera. Pero por supuesto, en ese caso la vida no tiene más significado del que yo pueda darle, y no hay nada más allá. Si hay un Dios, soy hecho por Él y le debo lealtad y adoración. Mi problema comienza cuando me doy cuenta de que no he hecho eso y que, por tanto, debo de haberlo contrariado muchísimo. 2. Si hay un Dios, ese Dios o se ha revelado o no lo ha hecho. Si no lo ha hecho, a efectos prácticos estoy en la misma situación en que estaría si no hubiera ningún Dios. Por otra parte, si Dios se ha revelado (y tenemos todo derecho a esperar que lo hizo), tengo la obligación de buscar esa revelación y dirigirme a Él. Mi problema es agravado por ese deber, porque no lo he buscado.

Al contrario, he huido de Él y he tratado por todos los medios de apartar de mi vida su presencia e influencia. 3. Jesús puede ser simplemente otro maestro religioso. Si es así, sus enseñanzas pueden ser usadas o no, según se muestren útiles o poco útiles. Pero si Él es más que un maestro religioso, si es Dios venido en carne humana, como afirmó, sus enseñanzas exigen más que un examen casual. Exigen creencia y obediencia. Estoy en apuros aquí porque no he creído en Él ni lo he obedecido. 4. Si Jesús no es Dios, su muerte y sus enseñanzas acerca de su significado carecen de importancia, aunque obviamente eran importantes para Él. Pero si es Dios, su muerte es de suma importancia. Enseñó —y hay que creerle si es Dios— que nadie jamás será salvo si no cree que Él murió en su lugar para satisfacer la justa ira de Dios contra el pecador. Eso quiere decir que si no he creído en Jesús como mi Salvador, estoy destinado a sufrir por mis propios pecados cuando finalmente comparezca ante Dios para rendir cuentas de todo lo que he hecho o dejado de hacer. 5. Si hay un cielo y un infierno, es por sentido común e inteligencia que debo hacer todo lo posible para obtener el primero y evitar el último. ¿No es posible pensar claramente sobre tales asuntos? ¿No puede usted poner en orden los asuntos, sacar sus propias conclusiones y entonces actuar? No vaya por ahí, con la cabeza en las nubes y los pies en ambos bandos, Dios y el diablo. Dios mismo lo reta a pensar con tal claridad. Precisamente ese tipo de reto les dio a los israelitas cuando trataban de adorar tanto a Jehová como a Baal. Elías construyó un altar en el monte Carmelo y retó a los sacerdotes de Baal a hacer lo mismo. Después que se construyeron los altares, se añadieron los sacrificios. Todo estaba allí menos el fuego, y el único Dios verdadero —Jehová o Baal— lo enviaría. Jehová respondió con un fuego tan intenso que no solo el sacrificio, sino también la madera, las piedras, la tierra y el agua fueron consumidos por él. Eso fue después que Elías había pronunciado el

gran reto: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él” (1 R. 18:21). Ese es el reto que se le presenta hoy. No vacile entre dos opiniones. Medítelo detenidamente. Si Dios es Dios, sírvalo. Pero si no, pues siga a un Baal de su elección y descubra el fin que ha preparado para sus discípulos. INTERÉS POR EL ALMA La segunda esfera en que el administrador deshonesto nos es recomendado por su sagacidad es en su interés por el futuro. Podemos imaginarnos que un hombre de su calaña podría percibir muy claramente cuál sería el resultado de su carrera deshonesta. No se engañaría pensando que el amo lo perdonaría o que podría lograr salir del apuro mediante embaucamiento. Sabría que se había acabado el juego. Pero quizá no le importara. Con cierta actitud de “¿Y qué?”, podría decir: “Que pase lo que pase. Me he divertido. Fue magnífico mientras duró. Voy a enfrentarme a lo que suceda encogiéndome de hombros”. Ese no fue su enfoque. Le importaba lo que sucedería y, como resultado, hizo previsiones rápidamente para el futuro. ¿Alguna vez ha conversado con un agente de seguros? Si no, su primera conversación podría ser abrumadora en el sentido de que nunca habría creído las clases de cosas por las cuales puede (y según el agente, debe) asegurarse. Casi todos sabemos del seguro de vida, pero hay otros tipos. Existen el seguro por discapacidad, seguro médico, seguro dental, seguro de automóvil (en varias categorías), seguro de propietario de casa (incendio, robo, daño a terceros), seguro de hipotecas, y otras variedades. Puesto que las compañías de seguros todavía están abiertas y parecen estar prosperando, es de suponer que muchas personas se están asegurando contra toda clase de calamidades… la mayor parte de las cuales nunca sucederá. Pero no se interesan lo suficiente por sus almas como para asegurarse contra la única cosa que, con toda

seguridad, sucederá: deben morir, encontrarse con Dios y rendir cuentas. Recuerde la parábola anterior en que Dios le dice al agricultor rico: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lc. 12:20). PREPÁRESE PARA ENCONTRARSE CON DIOS El administrador deshonesto también es un ejemplo para nosotros porque hizo previsiones para lo que sabía que venía. O sea, no solo vio la situación con claridad y se interesó por el resultado, sino también hizo algo al respecto. En términos espirituales, diríamos que, de acuerdo con su ejemplo, aquel que ahora entiende que debe encontrarse con Dios y que sabe que no está preparado no debe escatimar esfuerzos por prepararse. Debe buscar enseñanza cristiana, aprender lo que Dios ha hecho por su salvación y, entonces, creer en el Señor Jesucristo como su Salvador, pues la salvación depende de lo que Jesús ha hecho. Sin embargo, es interesante que, en este contexto, Jesús ponga énfasis no tanto en la fe en su propia persona como en el uso debido del dinero, el cual solemos considerar poco importante o, por lo menos, no un asunto espiritual. Esta parábola viene después de la del hijo pródigo, que termina con el interés desequilibrado del hermano mayor por la propiedad (“este hijo tuyo… ha consumido tus bienes con rameras”). También va antes de la parábola del rico y Lázaro. En esta vida, el rico tenía “bienes”, pero los usó para sí y los despilfarró, mientras que Lázaro no tenía nada. En el cielo, se invierten los papeles. Aún más importante, la parábola del administrador sagaz termina con una aplicación al dinero y va seguida de una discusión de los usos de las riquezas. Jesús dice: Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto. Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién

os dará lo que es vuestro? Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Lc. 16:9-13). Esas declaraciones no parecen estar en ningún orden lógico; más bien son aforismos que surgen de la parábola acerca del dinero. Enseñan tres cosas. En primer lugar, el Señor dice que debemos usar el dinero para ganar amigos que llegarán al cielo antes que nosotros, para que cuando se acabe el dinero, como con toda seguridad sucederá algún día, permanezcan los amigos. No se trata (el lector entenderá esto) de comprar amigos en el cielo, ni mucho menos de comprarse el favor de Dios. Más bien la situación es similar a la de las ovejas y los cabritos que se ve en Mateo 25. En esa historia, los justos usaron sus posesiones para dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los que tenían sed, vestir a los desnudos, recibir forasteros y visitar a los que estaban enfermos y en la cárcel. El Señor mostró que ese era un uso debido de las riquezas. Los malos no hicieron ninguna de esas cosas. En segundo lugar, el Señor enseña sobre la confianza, mostrando que una persona debe ser fiel en las cosas pequeñas antes que le confíen cosas grandes. Parece haber esferas cada vez más amplias de la confianza: 1. unidades pequeñas de las riquezas de otras personas, 2. unidades grandes de las riquezas de otras personas, 3. las riquezas propias, y 4. las riquezas espirituales. Se sugiere aquí otra parábola de Cristo, en la que un siervo a quien confiaron cinco talentos los usó sabiamente y le confiaron cinco más; un hombre a quien le confiaron dos talentos los usó sabiamente y le confiaron dos más; pero un siervo a quien le dieron un talento que no usó, y se lo quitaron (Mt. 25:14-30; cp. Lc. 19:11-27). Evidentemente, el Señor Jesús toma en serio tales asuntos. La manera en que manejamos nuestro dinero es un indicio de lo fieles que seríamos en otras esferas, y la fidelidad en esta y todas las esferas de la responsabilidad terrenal es premiada con tesoros espirituales. En tercer lugar, el Señor declara terminantemente que una persona no puede servir tanto a Dios como al dinero. Muchos lo

intentan, o fingen intentarlo, pero no se puede hacer. O Dios es Señor y, por tanto, determina cómo se han de usar nuestras riquezas y otras posesiones, o el dinero es señor, y este determinará el lugar (si es que existe) que dediquemos a Dios y sus intereses. El administrador sagaz de la parábola de Cristo debe ser emulado en un último punto: actuó con rapidez. Habiendo visto la situación con claridad y estando muy interesado por su futuro, hizo previsiones inmediatamente. No demoró; no había tiempo que perder. Ni tampoco tiene usted tiempo que perder si todavía no está en una relación correcta con Dios. El profesor John Gerstner cuenta que un día él y su esposa estaban en Cachemira y volvían a casa en un barquito que acababa de pararse al lado de un junco muy grande, a la orilla. Mientras estaban sentados allí, otro barco pasó y un poco de agua los salpicó. El dueño de la casa flotante se agitó mucho y les hizo señas para que salieran. Gerstner, absolutamente indiferente, le dijo a su esposa: “¡Ya ves lo excitable que es esta gente! Nos mojamos un poquito, y uno pensaría que era una catástrofe”. El hombre siguió haciendo señas frenéticamente. Gerstner contestó: “Está bien, Kuzra, no hay problema”. Por fin, el dueño se perturbó tanto que dejó de hablar su dialecto, que no habían podido comprender, y gritó: “¡No bien!”. La pareja norteamericana cayó en la cuenta y rápidamente salió trepando el junco. Entonces el dueño les tiró a su nieto y salió de un salto, y cuando se volvieron el barco donde habían estado, había desaparecido. La corriente lo había tragado. Si hubieran demorado un momento más, se habrían ido a pique con él. Ese es el mensaje: ¡Usted no está bien! Mientras más pronto vea eso, más pronto se volverá de sus propios esfuerzos por alcanzar la salvación, a la provisión que Dios mismo ha hecho en Jesucristo, y saltará de la destrucción asegurada a sus fuertes brazos.

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Constructores sabios e insensatos Lucas 6:46-49 ¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo? Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las hace, os indicaré a quién es semejante. Semejante es al hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca. Mas el que oyó y no hizo, semejante es al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra la cual el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa.

N

unca he conocido a nadie que haya construido una estructura de valor permanente sin ningún cimiento, y supongo que es natural, ya que hacer eso sería el colmo de la locura. Pero es extraño, en vista de eso, que tantas personas construyan su vida espiritual sin fundamento y, por tanto, sean llevadas por los primeros vientos fuertes de la adversidad. Nuestro Señor debe de haber visto muchas personas así en su época, aun entre los que al parecer eran bastante religiosos. Lo seguían, escuchando sus enseñanzas, y cuando se dirigían a Él, le decían: “Señor, señor…”, pero no hacían lo que Él decía, y por esa omisión fatal, Jesús los comparó con personas que construían sin ningún cimiento. En un pasaje similar al final del Sermón del Monte, Jesús dijo: “Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt. 7:26-27).

Es importante ver que esas palabras no fueron dichas para las personas que se rebelaron contra las enseñanzas en algún grado, sino para las personas que las escucharon e hicieron una profesión de fe. Su insensatez no es la de los simples incrédulos. Es la insensatez de gente que ha escuchado lo que es correcto, ha reconocido que es correcto, y pretende seguirlo, pero no pone en práctica las enseñanzas de Cristo. EL CONSTRUCTOR INSENSATO Necesitamos reflexionar sobre esos constructores que no ponen fundamento. Necesitamos comenzar dándonos cuenta de que, en la superficie, todo parece estar bastante bien con ellos. Profesan todas las cosas correctas. Se asocian con creyentes verdaderos. Mientras la vida vaya sin complicaciones, es difícil distinguirlos de los sabios que han construido sobre un fundamento sólido. Hacia finales de un verano, después de haber pasado varios meses en Europa, tuve la oportunidad de volver a los Estados Unidos en un barco estudiantil que cruzaba a la ciudad de Nueva York desde Rotterdam. Mientras me embarcaba, pensé que probablemente era el barco más pequeño que se permitía en el océano. Más tarde descubrí que era lento y muy ligero en alta mar. Nos embarcamos una tarde y zarpamos al anochecer. Para la mañana siguiente, todavía estábamos en el Canal de la Mancha, a la vista de Holanda, supuse. Varios días después, estábamos a la vista de Land’s End, Inglaterra. La travesía llevó nueve días. Tuvimos problemas con el tiempo. Era la temporada de huracanes, y varias tormentas revolvían el océano. Llegamos a Nueva York después de más de una semana de ser zarandeados como un corcho en una bañera, y percibimos nuestra primera calma verdadera al entrar en el puerto. Fue una experiencia memorable. Llegamos de noche, pero porque no quería perdérmelo, me quedé en la cubierta hasta altas horas de la madrugada. Miré mientras el barco hacía las maniobras para entrar en el canal, echaba anclas y se paraba. Entonces vi aparecer las agujas grises del sur de Manhattan y después el resto del

contorno de Nueva York, como montañas en la creciente luz del alba. Pensé en lo sólidas que parecían y en el contraste entre aquellos edificios anclados y mi propia vida sin ancla durante los nueve días anteriores. Durante otro verano, mi familia y yo hicimos un viaje que nos llevó desde Bellinzona, Suiza, hasta Milán, Italia, y luego hacia Venecia por tren, mientras la oscuridad caía sobre el gran valle del Po, del norte de Italia. Tuvimos un viaje magnífico, que incluía una cena suntuosa, y luego llegamos a Venecia a eso de las 12:30 del mediodía. Mientras íbamos por el Gran Canal bajo el cálido cielo italiano a la Piazza San Marco, donde estaba ubicado nuestro hotel, recuerdo haber tenido una impresión bastante diferente de la que tuve cuando llegué en barco a Nueva York. Venecia se parece en cierta medida a Nueva York. Las dos ciudades son grandes puertos y centros financieros. Cuentan con edificios impresionantes. Pero yo sabía, aun mientras miraba los grandes edificios venecianos, que Venecia se hundía lentamente en las aguas del mar Adriático. La diferencia era que Venecia no tiene fundamentos. Muchas personas son así. Su vida presenta un despliegue magnífico, el cual es, a veces, el objeto de la admiración de otras personas. Pero no tienen el fundamento de la práctica de la enseñanza de Cristo. Spurgeon dijo que hablar sin practicar es una tentación: “La tentación común es, en vez de realmente arrepentirse, hablar del arrepentimiento; en vez de creer de todo corazón, decir ‘Creo’, sin creer; en vez de verdaderamente amar, hablar del amor sin amar; en vez de venir a Cristo, hablar de venir a Cristo, y pretender venir a Cristo, pero sin venir en absoluto”.[1] ¿Cuadra una descripción como esa con el “cristianismo” de usted? De ser así, debe tomar la parábola de Cristo de los constructores sabios e insensatos como una advertencia y atender a los fundamentos de su vida. Debe cavar hondo y no dejar de trabajar hasta que esté anclado en las enseñanzas del Señor. EL CONSTRUCTOR SABIO A diferencia del hombre insensato que construyó su casa sobre la

arena, el Señor también habla de un hombre sabio que construyó sobre la roca. En el Sermón del Monte, Jesús dice de tal hombre: “Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca” (Mt. 7:25). ¿Qué significa construir su casa sobre la roca, o cavar hondo y poner un fundamento? En cada una de esas versiones de la parábola, Jesús está hablando de su enseñanza, pero eso no quiere decir simplemente que hemos de salir y tratar de ser un poco más morales, aun si la moralidad que procuramos practicar es la de Cristo. Eso se requiere, como veremos. Pero hay más: debemos construir sobre Jesús mismo, porque muchas de sus enseñanzas trataban de sí mismo. Desde luego, poner en práctica sus palabras significa, en primer lugar, creer que Él es quien dice ser, y volverse del pecado a la fe en Él como el camino de la salvación. Más aún, ese es el significado más importante de la palabra “roca” o “fundamento” en las Escrituras. De modo característico, Dios o su Ungido, el Mesías, es la roca. No todos los pasajes bíblicos usan la imagen de ese modo, por supuesto. En 1 Timoteo 6:17-19, Pablo habla de las buenas obras como un fundamento: “A los ricos de este siglo manda… Que hagan bien… atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna”. Pablo también habla del decreto eterno de Dios en la elección como nuestro fundamento: “Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Ti. 2:19). Pero esas son excepciones, porque para cada uno de los textos de ese tipo, hay muchos más que aplican la misma imagen a Jesús o al Padre. Isaías escribe: “por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable” (Is. 28:16). Pablo declara: “sois… edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Ef. 2:19-20). Poco después de la resurrección, Pedro le dijo al sanedrín: “Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo” (Hch. 4:11). Escribió en su

primera carta: “He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo” (1 P. 2.6-7). Ese es el sentido verdadero de la enseñanza de Cristo: “Si quieres una vida que dure para la eternidad, construye sobre mí”. Cantamos: Por la justicia de mi Dios, por sangre que Jesús vertió, Alcanzo paz, poder, perdón, y cuanto bien me prometió. Que solo Cristo salva sé; Segura base es de mi fe. Segura base es de mi fe. En la tormenta es mi sostén, el pacto que juró y selló; Su amor es mi supremo bien, Su amor que mi alma redimió; La roca eterna que me da Base única que durará, Base única que durará. Hemos evitado un error en la interpretación de la parábola de Cristo: pensar que podemos tener las enseñanzas de Cristo sin Cristo. Pero debemos evitar el otro error también: pensar que podemos tener a Cristo sin las enseñanzas de Cristo. Particularmente, contra eso Jesús nos previene en la versión de la parábola en Lucas, pues es una reacción a los que, como dice Él, lo llaman “Señor, Señor”, y no hacen lo que les dice (Lc. 6:46). Según Jesús, no podemos tener su ética sin Él, pero tampoco podemos tenerlo a Él sin su ética. Debemos construir sobre uno y otro. El contexto es muy importante en este punto, pues tanto en el Sermón del Monte como en Lucas 6, la parábola viene como la conclusión de un conjunto sustancial de la enseñanza ética de Jesús. El caso más obvio es el Sermón del Monte. Allí la parábola se encuentra hacia el final del capítulo 7, después de tres capítulos de instrucción moral. La sección en Lucas es más corta, pero es paralela a Mateo 5—7. Comienza con una versión breve de las Bienaventuranzas e incluye enseñanzas, tales como la necesidad

de amar a los enemigos y renunciar a juzgar y condenar a otros. Por supuesto, no hemos de limitar la práctica de la enseñanza de Cristo solamente a lo que se encuentra en aquellos cuatro capítulos. Pero si queremos un ejemplo particular de lo que pensaba Jesús mientras contaba la parábola, difícilmente podemos encontrar algo mejor que esas cosas. Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. LUCAS 6:20-22 “Gozaos en aquel día, y alegraos, porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres con los profetas” (v. 23). Las frases “por causa del Hijo del Hombre” y “así hacían sus padres con los profetas” dejan en claro que Jesús no está ensalzando la pobreza, el hambre, la pena o el rechazo en sí, como si pudiera haber alguna virtud en esas cosas. Más bien, está ensalzándolos cuando se soportan por causa de Él, o como dice en el Sermón del Monte, por causa de la “justicia”. He aquí la dicha de uno que practica la enseñanza de Cristo, aun hasta el punto de la privación personal o el odio de otros. Tal persona obviamente tiene una vida ordenada de tal manera que Cristo, y no él mismo, es el centro. Y con ese cambio, no es difícil ir y hacer las otras cosas de las que habla el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo

devuelva. Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos… No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir (Lc. 6:27-31, 37-38). Hay suficiente en esos versículos para mantener ocupado durante mucho tiempo a cualquier discípulo de Cristo. La práctica de tales cosas es, precisamente, el interés principal del Señor en esta parábola. LA CASA PERMANECERÁ La vida que Jesús sostiene ante nosotros no es atractiva a primera vista, pues es absolutamente contraria a la clase de vida egoísta que lleva la gente del mundo (y la mayoría de nosotros). Y seamos realistas, tiene sus desventajas. Hay pena, privación, persecución. Pero hay una gran ventaja que compensa esos inconvenientes: una vida construida sobre Jesús y sus enseñanzas permanecerá. Permanecerá en las pruebas de esta vida y permanecerá en la eternidad. Vamos a tener tribulaciones. Esas son nuestra común suerte, pero el cristiano que está construyendo sobre Cristo y cuya mente es cautiva de la voluntad de Dios puede triunfar sobre ellas gloriosamente (Ro. 5:3). En el libro de Job, uno de los amigos de Job dice: “Porque la aflicción no sale del polvo, ni la molestia brota de la tierra. Pero como las chispas se levantan para volar por el aire, así el hombre nace para la desdicha” (Job 5:6-7). La imagen es altamente poética. Nos dice que cada generación puede compararse con un montón de leña que se coloca en las brasas ardientes de la anterior. Ese es nuestro destino: pasar por el fuego y, con el tiempo, ser liberados por la quema. Cada hijo de Adán — usted, y yo e incontables millones más— experimentará pena, dolor, sufrimiento, desengaño y, finalmente, la muerte. ¿Cuál es la solución? No el escape, seguramente; escapar es

imposible. La solución es construir sobre el cimiento seguro. Jesús dice que, aunque descenderá la lluvia, vendrán inundaciones y soplarán vientos, la vida que está construida sobre Él sobrevivirá al ímpetu y permanecerá para siempre. Así fue con Job. Así fue con Moisés y David, e Isaías y Jeremías, y todas las demás figuras grandes del Antiguo Testamento. Así fue para Pedro y Santiago, y Juan y Pablo. Permítame darle una ilustración más contemporánea. El doctor Joseph Parker de Londres, el célebre predicador inglés, que durante muchos años proclamó la Palabra de Dios en el gran Templo de la Ciudad, cuenta en su autobiografía que hubo un tiempo cuando prestaba demasiada atención a las teorías modernas de su época. Los hombres razonaban, y especulaban y subvaloraban la Palabra de Dios, y él se encontraba, mientras leía sus libros y circulaba en sus reuniones, perdiendo contacto intelectualmente con la gran doctrina fundamental de la salvación solo por la sangre expiatoria del Señor Jesucristo. Pero nos cuenta que llegó a su vida la pena más atroz que jamás tuvo que soportar. Su abnegada esposa, a quien amaba tan tiernamente, se enfermó y en unas pocas horas le fue arrebatada. Él no podía compartir su aflicción con otros, y caminando por aquellos cuartos vacíos de su casa con el corazón desgarrándose, su sufrimiento buscaba algún punto de apoyo en la teoría moderna, y no había ninguno. “Y entonces —dijo, dirigiéndose a sus hermanos de la congregación—, mis hermanos, en aquellas horas de oscuridad, en aquellas horas de la angustia de mi alma, cuando lleno de duda y temblando de miedo, me acordé del viejo evangelio de la redención solo por la sangre de Cristo, el evangelio que había predicado en aquellos días tempranos, apoyé el pie en eso, y, hermanos míos, encontré un apoyo firme. Allí me mantengo hoy, y moriré descansando sobre esa verdad bendita y gloriosa de salvación solo por la preciosa sangre de Cristo”.[2] En ese punto, el doctor Harry A. Ironside, de quien he tomado esta

ilustración, añade: “Que sólo Cristo salva sé, segura base es de mi fe, segura base es de mi fe”. Hay un punto final. Hemos hablado de construir sobre un fundamento firme, como constructor sabio, y de construir sobre la arena, como un constructor insensato. Pero, por lo menos, los que hacen una u otra cosa están construyendo. Uno podría no estar practicando, pero está oyendo las palabras de Cristo. ¿Qué de los que ni siquiera oyen, porque no quieren? Si alguien hay más necio que el que oye pero no quiere practicar, es el que se niega a oír en absoluto. Charles Spurgeon escribió de tales personas: Hay decenas de miles a quienes la predicación del evangelio es como música en oídos de un cadáver. Se tapan los oídos y no quieren oír, aunque el testimonio trate del propio Hijo de Dios, y de vida eterna y del modo de librarse de la ira eterna. A su mejor interés, a su beneficio eterno, los hombres están muertos; nada puede dirigir su atención a su Dios. ¿A qué, pues, se parecen estos hombres? Se pueden comparar correctamente con el hombre que no construyó ninguna casa en absoluto, y permaneció sin hogar de día y sin techo de noche. Cuando los problemas mundanos vienen como una tormenta, aquellas personas que no quieren oír las palabras de Jesús no tienen ninguna consolación que los alegre; cuando viene la enfermedad, no tienen ningún gozo en su corazón que los sostenga bajo sus dolores; y cuando la muerte, la más terrible de las tormentas, los azota, sienten toda su furia, pero no encuentran ningún escondite. Descuidan el alojamiento de su alma y, cuando el huracán de la ira todopoderosa se desate en el mundo por venir, no tendrán ningún lugar de refugio. En vano gritarán a las peñas que caigan sobre ellos, y a los montes que los cubran. Quedarán en aquel día sin abrigo de la justa ira del Altísimo.[3] Si usted es de esa clase, no cometa la estupidez de seguir

desprevenido y perecer. Venga a Jesús ahora. Crea en Él y comience a construir no solo para esta vida, sino para la eternidad.

[1] Charles Haddon Spurgeon, “On Laying Foundations”, en The Metropolitan Tabernacle Pulpit, vols. 28-37 (Londres: Banner of Truth, 1971), 29:51. [2] H. A. Ironside, In the Heavenlies: Practical Expository Addresses on the Epistle to the Ephesians (Neptune, Nueva Jersey: Loizeaux, 1937), pp. 56-57. [3] Spurgeon, “On Laying Foundations”, pp. 49-50.

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Historia de dos hijos Mateo 21:28-32 Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Y acercándose al otro, le dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Sí, señor, voy. Y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? Dijeron ellos: El primero. Jesús les dijo: De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle.

H

ay una conexión entre la última de las parábolas de la sabiduría y la necedad, en las cuales algunos de los oyentes de Cristo decían: “Señor, señor…”, mientras se negaban a hacer lo que Él decía, y esta primera parábola de la vida cristiana, en la que un hijo promete hacer lo que su padre le pide, pero no lo hace. Sin embargo, en el primer caso, la gente que profesaba sin practicar era gente real, y la historia trataba de hombres que construyen casas con cimientos o sin ellos. En este caso, el maestro es parte de la historia, y la ocasión que da lugar al relato es la negativa de los dirigentes religiosos de la época de Cristo a responder a la enseñanza de Juan el Bautista. La parábola se encuentra al final de Mateo, después de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, en lo que llamamos Domingo de Ramos. Había sido recibido por la gente con gritos de “¡Hosana!” y “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Eso no les gustó a los dirigentes religiosos, y les gustó aún menos cuando Jesús entró

en el área del templo y expulsó a los comerciantes que compraban y vendían. Dijo: “Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada, mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Mt. 21:13). Los dirigentes comenzaron a interrogarlo: “¿Con qué autoridad haces estas cosas?” (v. 23). Jesús respondió preguntándoles acerca de la autoridad de Juan el Bautista. “Yo también os haré una pregunta, y si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres?” (vv. 24-25). Esa pregunta puso a los dirigentes entre la espada y la pared. Si negaban que la autoridad de Juan fuera del cielo, quedarían desacreditados a los ojos del pueblo, pues la gente sostenía que Juan era profeta; es decir, que decía las palabras de Dios. Por otra parte, si reconocían la autoridad de Juan, serían criticados por Jesús por su negativa a creer en Él, ya que Juan testificó que Jesús era el Mesías. Por fin tomaron la salida del cobarde y dijeron: “No sabemos” (v. 27). Entonces Jesús respondió: “Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas” (v. 27). A continuación, contó la historia de los dos hijos. A cada uno, su padre le dijo que fuera a trabajar en la viña. Uno dijo que no lo haría, pero después se arrepintió y fue. El otro dijo que lo haría, pero no lo hizo. Jesús preguntó: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?” (v. 31). Contestaron: “El primero”. Entonces Jesús añadió esta conclusión: “De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle” (vv. 31-32). DOS CARACTERES El contexto indica cómo la parábola de los dos hijos ha de entenderse. El hijo que pretendió obedecer a su padre, pero en realidad, no lo hizo representa a los principales sacerdotes y los

ancianos; tenían la reputación de ser siervos de Dios, pero rechazaban a sus profetas. El hijo que inicialmente rechazó la orden de su padre, pero después hizo lo que este quería representa a los menospreciados publicanos y rameras, que habían estado en rebelión contra las normas de Dios, pero que, en muchos casos, se arrepentían de sus pecados particulares y venían a Jesús. Además, puesto que la orden del padre era trabajar en la viña, esta es una parábola, no simplemente de salvación —es decir, de creer en Jesús—, sino también de la vida y el servicio cristianos. Pregunta: “¿Quiénes son los que sirven de verdad?”, así como “¿Quiénes son los hijos de Dios?”. En síntesis: El padre es Dios; la viña es la Iglesia. Los hijos son dos clases de hombres a quienes viene la orden de Dios de trabajar en la Iglesia. El primero es el tipo de pecadores abiertamente disolutos y descuidados que, al recibir la orden de Dios, con insolencia se niegan a obedecer, pero que después, al recapacitar sobriamente, se arrepienten y se vuelven sinceros al trabajar en la obra de Dios. El segundo hijo es el representante de los hipócritas que, con frases fluidas y corteses, hacen promesas que no pretenden cumplir nunca, y que, sin cambiar de idea nunca, no vuelven a pensar ni en Dios ni en su servicio.[1] Aquí, como en la parábola, Cristo hace hincapié en hacer o dejar de hacer la voluntad del padre, más que en otros temas. Considere al segundo hijo, que dijo: “Sí, señor, voy”, pero no fue a la viña. Basado en eso, una persona podría concluir que Jesús sugiere que es incorrecto hacer promesas a Dios, ya que es posible que no podamos cumplirlas. Podría decidir: “No haré ninguna promesa a Dios, ninguna profesión de discipulado”. Eso estaría mal. Jesús no se opone a la profesión. Al contrario, la Biblia relaciona la confesión con la verdadera creencia en Jesús: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de entre los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:9-10).

Jesús se opone a una profesión poco sincera, la de uno que grita: “Señor, Señor…”, pero que no hace lo que Él dice. ¿Está usted en esa categoría? No puede responder diciendo que se ha afiliado a una iglesia, que ha afirmado los credos, que tiene una reputación de buen cristiano, o siquiera que es obrero o ministro cristiano. Puede hacer todas esas cosas y aun así ser desobediente a Dios, así como lo eran los dirigentes religiosos. Participaban en toda clase de cosas religiosas. Pero no creían en Juan el Bautista, no creían en Jesús y no trabajaban en la viña de Dios. Trabajaban en una viña propia, construyendo sus propios reinitos. Usted solo puede responder correctamente a esa pregunta si ha creído en Jesús como su Salvador y ahora está ocupado en la obra específica a la cual lo ha llamado. También está el otro hijo, el primero. Le dijo “no” al padre, pero después se arrepintió de su espíritu desobediente y fue a trabajar a la viña. Pero tampoco en este caso debemos pensar que Jesús daba su aprobación a todo lo que hizo joven. En concreto, Jesús no aprobaba la desobediencia inicial. A veces nos encontramos con personas que justifican una lengua desobediente o arrogante arguyendo (como es obvio) que simplemente son así. Son personas francas y directas, que llaman al pan, pan y al vino, vino, sin preocuparse por los resultados de sus palabras. Suponen que su propia arrogancia es de alguna forma correcta, simplemente, porque son francos al respecto. Suponen que no son pecadores, simplemente, porque no son hipócritas. Son como el adúltero que supone que su adulterio es menos aborrecible porque le informa a su esposa al respecto, o el ladrón que supone que es menos ladrón porque se jacta de sus robos. Al dar su aprobación a la posterior obediencia de este primer hijo, Jesús no daba su aprobación a la desobediencia inicial. El único mérito que tenía era que, aunque había desafiado arrogantemente a su padre cuando se dio la orden, después se arrepintió e hizo la voluntad de su padre. Recalco eso porque hay personas hoy, a menudo jóvenes, que piensan que está bien hacer lo que les venga en gana ahora, porque seguirán el camino de Dios en algún momento posterior. Quieren

divertirse ahora y servir a Dios más tarde —cuando sean demasiado viejos para ser muy útiles o cuando sus oportunidades de preparación sólida hayan pasado—. De acuerdo, es mejor que pequen ahora y se arrepientan después, a que pequen ahora y no se arrepientan en absoluto. Sin embargo, hay una alternativa mejor que esas: venir temprano a Jesús y servirlo tanto ahora como después. Más vale entregar toda la vida a su servicio. Además, si demora ahora, no tiene ninguna garantía de que más tarde pueda venir a Jesús. Puede que sí, pero el pecado tiene efectos graves, y una de las cosas que hace es atraparnos, de manera que no podemos liberarnos, aunque queramos hacerlo. Y usualmente, ni siquiera queremos nuestra libertad. Si Dios le está hablando y usted lo rechaza, debe saber que, aunque le podría resultar difícil decir “sí” ahora, le resultará aún más difícil decirlo la próxima vez, aun suponiendo que Dios le vuelva a hablar. Lo único seguro es obedecer el llamamiento de Dios de manera inmediata y sincera. TRABAJAR EN LA VIÑA Ahora que hemos establecido el significado general de la parábola, veamos qué enseñanza específica tiene para la vida y el servicio del cristiano. El versículo que se va a considerar es el 28, en que el padre le dice al primer hijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña”. Hay cuatro partes importantes en esta orden. En primer lugar, hay trabajo que hacer, pues se informa que el padre dice: “Ve hoy a trabajar en mi viña”. No sé por qué deba ser necesario hacer énfasis en eso, pues el trabajo por hacer es evidente. Pero es necesario, quizá porque somos incapaces de ver las necesidades de los demás. En nuestra época, gracias al trabajo de las grandes agencias de ayuda, hay cierta sensibilidad a las necesidades físicas de las poblaciones desfavorecidas del mundo. Casi mil millones de personas, un cuarto de la población del mundo, viven con menos de setenta y cinco dólares al año. Por lo menos, 460 millones padecen hambre.

Pero por muy grande que sea esa necesidad, hay una necesidad aún mayor en asuntos espirituales, donde un número aún mayor que ese vive un hambre de la Palabra de Dios. De los cuatro mil millones de habitantes de este planeta, se calcula que aproximadamente mil millones se identifican como cristianos, otros mil millones no se identifican así, pero pueden haber oído el nombre de Jesús, y más de dos mil millones nunca han oído siquiera su nombre. Además, aun entre los mil millones que se identifican como cristianos, hay muchos que, sin duda, no tienen una relación salvadora con Jesús y muchos que sí la tienen, pero que necesitan mucha enseñanza para llegar a ser espiritualmente fuertes. En vista de eso, es absurdo que tantas denominaciones grandes estén reduciendo el número de sus misioneros. Dicen que la época del misionero ha pasado. ¡Pero no es así! Su evaluación es diferente de la del Señor, que dijo: “La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc. 10:2). La segunda parte de la orden del Señor, expresada por la instrucción del padre a su hijo, es que el trabajo que hay que hacer es el trabajo de Dios. Al hijo se le dice: “Ve hoy a trabajar en mi viña”. Esa es una palabra especialmente importante para nuestra generación, pues muchos hoy trabajan —es una era de trabajo, una era de actividad a veces febril—, pero la mayor parte de lo que se hace no es para Dios. Trabajamos en nuestras viñas, para nuestro beneficio, para el fin de nuestra comodidad y gloria. Estoy convencido de que, en cualquier reunión normal de cristianos contemporáneos, la mayoría nunca ha hecho ningún trabajo constante para Dios y tiene poca probabilidad de hacerlo, a menos que cambie su comprensión actual del discipulado o de su estilo de vida. No sirven en cargos de la iglesia. No enseñan clases bíblicas. No dan testimonio de su fe. No llevan amigos o vecinos a la iglesia. A decir verdad, ni siquiera oran ni leen mucho sus Biblias. Pero suponen que todo está bien con ellos y que Dios, de alguna manera, está complacido con su falta de rendimiento. Dirían que no tienen tiempo para esas cosas, pues están muy ocupados en otros asuntos.

¿Será cierto? ¿Qué han de decir tales personas al Señor cuando se les pida rendir cuentas de su vida? ¿No se encontrarán en la posición del segundo hijo? Han dicho: “Sí, Señor, haré lo que quieras”, pero no trabajan para beneficio de nadie más que sí mismos. El tercer punto es que la necesidad es ahora. Por eso dijo el padre: “Ve hoy a trabajar en mi viña”. Es interesante que Dios, que es eterno y de quien se puede suponer que tiene interminables siglos para hacer lo que desee, resalte la importancia de trabajar ahora; mientras que nosotros, que somos criaturas de un día y que ni siquiera estamos seguros de que vamos a estar mañana, dejemos las cosas para más tarde. Podríamos pensar que Dios demoraría y que nosotros debemos poner manos a la obra inmediatamente, pero no es así. Nosotros demoramos, y es Dios el que no solo trabaja ahora, sino también nos anima a nosotros a trabajar ahora. William Taylor, de quien he adoptado los cuatro puntos en esta sección del estudio, escribe: Seamos fieles con nosotros mismos aquí y veamos si no estamos incluidos en esta condena. ¿No hay muchos entre nosotros que no se atreverían a decirle al Señor: “No quiero”, pero que al mismo tiempo habitualmente aplazamos el cumplimiento del deber y cada día vamos aumentando más los atrasos en nuestro servicio a Él? ¿Quién de nosotros se atrevería a decir que ayer, por ejemplo, no dejó de hacer nada de todo lo que Dios en su providencia puso delante de él para llevar a cabo en su nombre? Estemos alertas en este asunto; pues la falta de resolución poco a poco se hace habitual para nosotros, a medida que cedemos más a ella. Nuestro trabajo se acumula, y nuestro tiempo para hacerlo se disminuye, todo porque no somos del todo sensibles a la importancia de hoy. “Mañana — dice el proverbio— es el día en que los hombres holgazanes trabajan y los necios se reforman”. Mostremos nuestra diligencia comenzando ahora a trabajar para Dios, y nuestra sabiduría reformándonos en seguida, pues todavía el mandamiento dice:

“Ve hoy a trabajar”; y permanentemente, mientras vacilamos en nuestra obediencia a la orden, el Espíritu Santo repite la advertencia: “Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.[2] Cuando hayamos respondido a la urgencia de nuestro llamado a trabajar para Dios hoy y a no aplazar nuestro servicio hasta mañana, podremos insistir a aquellos a quienes testificamos en la necesidad del arrepentimiento y de creer. La vida es incierta, y las oportunidades que una persona tiene de venir a Cristo son limitadas. La noche del domingo 8 de octubre de 1871, D. L. Moody predicaba en Chicago a la mayor congregación a la que se había dirigido hasta el momento. Su texto era: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?”. Al final del sermón, dijo algo así como esto: “Quiero que lleven este texto a casa consigo y que le den muchas vueltas en la cabeza. La próxima semana hablaremos de la muerte de Cristo en la cruz, y decidiremos qué hacer con Jesús de Nazaret”. Ira Sankey comenzó a cantar: “Hoy el Salvador llama; refúgiate en él. La tormenta de la justicia cae, y se acerca la muerte”. Pero nunca se terminó el himno. Mientras Sankey cantaba, vino un estruendo de carros de bomberos afuera en la calle, y antes del amanecer, Chicago había quedado reducida a cenizas. Era la noche del gran incendio de Chicago. Moody testificó que hasta el día de su muerte lamentó haberle dicho a la congregación que esperara hasta la próxima semana para decidir qué hacer con Jesús. Dijo: Desde entonces, nunca me he atrevido a darle a un auditorio una semana para reflexionar sobre su salvación. Si se perdieran, podrían levantarse contra mí en juicio. Nunca he vuelto a ver aquella congregación. Nunca me encontraré con aquellas personas hasta encontrarme con ellas en otro mundo. Pero quiero contarles una lección que aprendí aquella noche, que nunca he olvidado, y es que cuando predico, debo insistir en la necesidad que la gente tiene de Cristo en ese mismo momento y la insto a que tome una decisión en el acto. Ahora preferiría que

se me cercenara esta mano derecha, antes que darle a un auditorio una semana para decidir qué hacer con Jesús.[3] El cuarto punto de la instrucción del padre tiene que ver con el deber, el deber de un hijo de hacer lo que le ordena su padre. Dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña”. Si usted es cristiano, hubo un tiempo en que no fue hijo. No tenía ninguna relación de parentesco con Dios. Era, en el mejor de los casos, un súbdito desobediente del rey del cielo. Pero Dios le dio una relación de parentesco. Como dice Pablo: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19). Ahora es hijo o hija de Dios, y tiene responsabilidades junto con los muchos privilegios de ser parte de la familia. ¿No debe decir constantemente, como Jesús: “en los negocios de mi Padre me es necesario estar” (Lc. 2:49)? QUE NINGUNO SE DESESPERE Probablemente, por ese último punto —la relación de padre e hijo —, la parábola termina con un énfasis en el acercamiento de los pecadores a Jesús. Los gobernantes religiosos eran considerados hijos de Dios, pero no valoraban esa relación y, por consiguiente, no lo servían. Muy diferente era el caso de los publicanos, las prostitutas y otros pecadores. Se daban cuenta de que se les concedía un gran regalo. Por eso se arrepentían y servían con entusiasmo. Hay aliento para todos en la conclusión. El diablo le dirá que ha pecado demasiado para ser recibido por Dios y que más le valdría seguir pecando. Pero Jesús se opone al diablo y desmiente esas palabras. Dice: “los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios”. Además, ellos van delante de la gente obviamente religiosa. Jesús no dice que los hipócritas no puedan entrar. Pueden hacerlo. Cualquiera puede venir. Pero sí declara que, en algunas maneras, les resulta más fácil a los pecadores que a la gente “religiosa” creer en Jesús, y por ese motivo, ofrece esperanza a todos. Usted no tiene por qué desesperarse, sea quien sea. Simplemente, vuélvase de su pecado —Dios no nos salvará en

nuestro pecado; nos salva de él— y vuélvase a Jesús. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

[1] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), pp. 122-23. [2] Ibíd., p. 131. [3] De Clarence Edward Macartney, Preaching Without Notes (Nueva York y Nashville: Abingdon-Cokesbury, 1946), pp. 24-25.

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Dos historias acerca de lámparas Lucas 8:16-18; 11:33-36 Nadie que enciende una luz la cubre con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay oculto, que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de ser conocido, y de salir a luz. Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que tiene, se le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se le quitará… Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo del almud, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz. La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor.

A

ños atrás en los Estados Unidos, cuando mucha gente viajaba en tren, y las calesas todavía eran comunes, hubo una tragedia en un cruce de ferrocarril rural. Un carruaje con toda una familia fue embestido por un tren que venía, y todos los ocupantes murieron. Hubo una pesquisa judicial y se interrogó al hombre asignado a vigilar ese cruce particular y advertir a los viajeros de los trenes que venían. Le preguntaron si estaba en el cruce aquella noche, como debía estar; dijo que sí. —¿Sabía que el tren venía? —Sí. Fue puntual, como siempre. —¿Llevó su farol y fue a encontrarse con él, como debía hacer? —

continuó el interrogador. —Sí. —¿Y lo agitó de un lado a otro para advertir que venía el tren? —Sí. Ese fue el meollo de la interrogación, así que después de algunas preguntas de rutina adicionales, se abandonó la pesquisa. La conclusión fue que había sido simplemente uno de esos accidentes desdichados, de los cuales no se sabía la causa. Pasaron los años, pero cuando el guardián estaba por morir, el incidente surgió otra vez en su pensamiento. Se le escuchó decir con un gemido, una y otra vez: “Ay, esa pobre gente. Ay, esa pobre gente”. Un amigo le preguntó de qué hablaba, y cuando explicó que era del accidente en el cruce de ferrocarril muchos años atrás, su amigo trató de tranquilizarlo: —Pero hubo una investigación detenida de eso —explicó su amigo —. Fuiste completamente exonerado. El guardián dijo: —Pero había una pregunta que no me hicieron. No me preguntaron si mi farol estaba encendido. No había estado encendido, y la muerte de la familia en el carruaje fue el resultado. LUZ Y OSCURIDAD Nuestro Señor usó el ejemplo de las lámparas, en bastantes oportunidades, por lo general para recalcar la responsabilidad de sus discípulos hacia otros en este mundo. Su enseñanza básica se encuentra en el Sermón del Monte, donde llamó a sus discípulos “la luz del mundo”. Dijo: “Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:15-16). Se amplía esta idea en otras situaciones para dar enseñanzas afines, pero ligeramente diferentes. En particular, la encontramos en las dos historias del Evangelio de

Lucas: mientras les enseña a sus discípulos (como en el Sermón del Monte) y cuando reprende a sus enemigos. Las dos historias comienzan de manera casi idéntica, y ambas siguen un esbozo idéntico. Una dice: “Nadie que enciende una luz la cubre con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que los que entran vean la luz” (Lc. 8:16). La otra comienza diciendo: “Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo del almud, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz” (Lc. 11:33). Cada una, entonces, aplica la idea a una situación particular y concluye con un reto. Pero no deja de ser interesante que las situaciones sean diferentes, y el reto también. En el primer caso, se aplica la imagen a la vida de los discípulos de Cristo, recalcando que deben prestar mucha atención a sus enseñanzas para que presenten bien el evangelio. En la segunda, la aplicación trata de los incrédulos, y el reto para ellos es que aclaren su visión espiritual para que puedan percibir el evangelio. Consideremos la primera. Después de introducir la imagen, Jesús dice: “Porque nada hay oculto, que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de ser conocido, y de salir a luz. Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que tiene, se le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se le quitará” (Lc. 8:17-18). Por lo general, cuando la Biblia habla de algo oculto que será revelado, o escondido que será sacado a la luz, se refiere a los pecados secretos de los hombres y las mujeres, y dice que todos esos serán hechos públicos en el día del juicio final de Dios. Eso sería apropiado en una historia que trata de la luz, pues podemos entender que la luz de Dios podría alumbrar los recovecos oscurecidos de nuestros corazones pecaminosos y exponer lo que hay allí. Pero Jesús no habla de eso en esta parábola. Inmediatamente antes de esto, había estado hablando de sembrar las semillas del evangelio y de cómo su propio pueblo percibía el significado de sus enseñanzas. Su conclusión es que aquellos, los suyos, deben escuchar con cuidado lo que Él dice. En ese contexto, las cosas que se sacarán a la luz no son pecados, sino la enseñanza del evangelio, que debía conocerse plenamente mediante el ministerio de Cristo. Sus discípulos debían escuchar

con cuidado para que pudieran ofrecer la luz de la salvación al mundo. Hay varias partes en esta enseñanza. En primer lugar, el mundo está en oscuridad espiritual. En segundo lugar, Jesús es la luz de este mundo. En tercer lugar, los que conocen a Jesús también se han de convertir en luces. (Él es el dador de luz; nosotros hemos de convertirnos en portadores de la luz). En cuarto lugar, hemos de ser luces que viven y proclaman el evangelio. La primera parte de la enseñanza de Cristo es que el mundo está en oscuridad, y la tragedia es que la gente prefiere la oscuridad a la luz de Dios. Hace varios años, una anciana en el monte de África le dijo a un misionero: “Ustedes los misioneros nos han traído la luz, pero parece que no la queremos. Nos han traído la luz, pero todavía andamos en las tinieblas”. Ella hablaba solo de la vida que conocía, pero sus palabras describen acertadamente la reacción de todo el mundo a la luz de Cristo y el evangelio. Jesús era la luz del mundo cuando estaba en el mundo. Hoy día, los cristianos son los portadores de su luz. Pero la gente todavía prefiere la oscuridad. Prefiere su propio modo pecaminoso de vivir a las normas perfectas y santas de Cristo. Una parte del problema es que la mayoría de la gente ni siquiera quiere reconocer eso. La revista Time, en una oportunidad, hizo algunas observaciones acertadas acerca de la presencia del mal en los Estados Unidos: Es la herejía peculiar de los estadounidenses [pudiera haber dicho “de todos”] que se ven como santos en potencia más que pecadores auténticos… Los radicales jóvenes de hoy, en particular, son casi penosamente sensibles a estos y otros males de la sociedad, y los denuncian violentamente. Pero al mismo tiempo, son típicamente estadounidenses en que no logran situar el mal en su perspectiva histórica y humana. Para ellos, el mal no es un componente irreducible del hombre, un hecho ineludible de la vida, sino algo cometido por la generación mayor, atribuible a una clase particular o al “Establishment”, y erradicable mediante amor y revolución.[1]

Desdichadamente, el mal es un componente irreducible del hombre, y no es menos real porque la mayoría de la gente no esté dispuesta a reconocerlo. La segunda parte de la enseñanza de Cristo es que Él es la luz. Eso no es obvio en esta parábola particular. Aunque, en otras partes, Jesús afirmó explícitamente ser la luz (Jn. 8:12; 9:5); aquí, en cambio, se insinúa. ¿Quién está encendiendo las lámparas del testimonio cristiano, si no es Jesús, la fuente de toda luz? ¿Quién está revelando la luz del evangelio, si no es Jesús, que es el centro y la sustancia de ese mensaje? Una manera en que sabemos que Jesús es la luz, es porque expuso la oscuridad a su alrededor como no lo había hecho nadie antes. Y, por supuesto, la gente lo odiaba por ello. En realidad, la venida de Jesús al mundo expuso la oscuridad del mundo, aun donde la gente pensaba que tenía más luz. Cuando era muy joven, pasé varios veranos en un campamento cristiano en Canadá. Cada verano mis amigos y yo hacíamos varios viajes para acampar. Los viajes eran divertidos, según recuerdo, pero las instalaciones para dormir no lo eran. La tierra era dura. A menudo estaba húmeda. Por lo general, había piedras debajo de nuestros sacos de dormir. Recuerdo haberme mantenido despierto, a veces toda la noche, hablando o jugando con los demás campistas. Durante las noches particularmente largas, jugábamos con nuestras linternas. Nos encandilábamos, y el juego era ver cuál era la más brillante. Usualmente la que tenía el reflector más brillante o la mayor cantidad de baterías ganaba. Por supuesto, el juego solo podía jugarse durante la oscuridad de la noche. Cuando salía el sol, las diferencias entre las linternas eran ya insignificantes. Eso es lo que pasó cuando el Señor Jesucristo vino al mundo, y eso es lo que los hombres y las mujeres todavía experimentan cuando lo conocen. Mientras vivamos en la oscuridad y nunca seamos expuestos a la luz de Dios, podemos comparar los méritos relativos de los distintos niveles de la bondad humana y ser totalmente inconscientes de lo profunda que es la oscuridad en la que nos encontramos. Podemos ver las diferencias entre un carácter de tres baterías, uno de dos baterías y uno que casi se ha

apagado. Clasificamos a los demás en consecuencia. Pero esas distinciones se desvanecen en presencia de la luz blanca de la justicia de Cristo. Él revela la profundidad de nuestra oscuridad. USTED ES LA LUZ El tercer punto de la enseñanza de Cristo —en efecto, el punto central de esta parábola— es que sus discípulos también han de ser luz. ¿Cómo? Nosotros mismos somos criaturas de la oscuridad. ¿Cómo podemos ser luz? La respuesta es: ser alumbrados por Jesús o —cambiando la metáfora un poco— reflejar su luz. Por eso, el Señor habla de una lámpara: una lámpara debe estar encendida. Y llamó a Juan el Bautista “antorcha que ardía y alumbraba” (Jn. 5:35). La luz de Juan venía de Cristo y lo reflejaba. Una de las ilustraciones más grandes que he escuchado sobre ese punto fue de Donald Grey Barnhouse. Dijo que cuando Cristo estaba en el mundo, era como el sol, que está aquí de día. Pero cuando se pone el sol, sale la luna. La luna es un retrato de la Iglesia, de los cristianos. Brilla, pero no brilla por luz propia. Brilla solo porque refleja la luz del sol. Jesús mismo dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8:12). Pero cuando pensaba en que un día sería sacado del mundo, dijo: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5:14). Por eso el mundo está en tanta oscuridad hoy. A veces la Iglesia es una luna llena en el resplandor del avivamiento, cuando están aquí hombres como Lutero, Calvino o Wesley. Otras veces la Iglesia es una luna nueva, y es apenas visible. Pero ya sea una luna llena, una luna nueva, o solo un cuarto creciente o menguante, brilla solo gracias al sol. Podemos mostrar luz solo si reflejamos la luz verdadera del Señor Jesús. ¿Cómo podemos hacer eso? Aquí encaja el cuarto punto del Señor. Podemos reflejar la luz solo al aprender de Jesús. Hemos de crecer por causa de su enseñanza, así como una planta crece por causa del agua y del sol. Además, como dice Él, el que crece así crecerá más, pero el que no crece al escuchar y aprender, se volverá aún más débil de lo que era antes: “ a todo el que tiene, se

le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se le quitará” (v. 18). ¿Escucha usted con cuidado a Jesús? ¿Crece por causa de su enseñanza? Si lo hace, funcionará un poco como Jesús mismo cuando estaba en la tierra. Una cosa que sucederá es que la presencia de usted empezará a exponer la oscuridad de este mundo, y será odiado por ello, así como se odiaba a Jesús. Iluminará prácticas deshonestas en los negocios, chismes en la sala de secretarias, habla relajada y moral aún más relajada en las fiestas, corrupción en la política local, prejuicio racial, codicia, egoísmo y otras cosas. Esos pecados parecerán aún más oscuros a los no cristianos a causa de lo que usted revela del carácter santo de Jesús. Usted también ayudará a que crezca la fe, particularmente entre los de fe débil. Los amigos deben crecer a causa de lo que usted sabe de Jesús. Si está casado y tiene hijos, ellos deben llegar a la plena estatura espiritual en su hogar. Por último, usted debe ver que otros se vuelven a Cristo gracias a su testimonio. En su época, el apóstol Pablo enseñó eso mediante una ilustración tomada del Antiguo Testamento. En 2 Corintios 3 y 4, Pablo había hablado de Moisés y, al hacerlo, su mente se volvió a la imagen de la luz. Cuando Moisés estaba con Dios en la montaña, su cara resplandecía con la gloria transferida como resultado de su encuentro. La gloria era tan brillante que más tarde, cuando Moisés había bajado de la montaña, tuvo que cubrir su cara para que no deslumbrara a la gente. Usando ese tema, Pablo argumenta que nosotros también debemos brillar con esa gloria como resultado de pasar tiempo con Jesús. Otros deben poder verlo mientras se refleja en nosotros. Concluye diciendo: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). VER LA LUZ La segunda historia sobre lámparas es bastante diferente, como

ya hemos indicado. Pero su idea central sigue naturalmente la idea central de la primera. Lucas 11:33-36 es para los incrédulos. Allí, después de hacer una declaración introductoria acerca de poner una lámpara en un candelero para que todos puedan verla, Jesús continúa así: “La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor” (Lc. 11:34-36). En este caso, también el contexto nos ayuda. Jesús había estado dirigiéndose a las multitudes, entre las cuales estaban algunos enemigos suyos. Había echado un demonio fuera de un hombre, y ellos decían que lo había hecho por poder del diablo —o sea, que Jesús era un agente de Satanás—. Más tarde pidieron una señal, y Él respondió que no se daría ninguna señal a esa generación mala, excepto la señal de su próxima resurrección. Aquella gente había estado viendo sus milagros y vería el milagro aún mayor de la resurrección. Pero no creían —en realidad se oponían a Él—, y la razón de su incredulidad no era una falta de pruebas, sino más bien su propia visión retorcida que les impedía ver claramente a Cristo. El reto que Jesús les planteó era que cambiaran su actitud de tal manera que no avanzaran siempre dando traspiés en la oscuridad espiritual. Eso es lo que el Señor quería decir cuando aplicó la imagen de una lámpara a sus ojos. Es como si estuviera hablando de despabilar la mecha o pulir el vidrio. La luz está brillando: Él es la luz. Pero ellos necesitaban pulir su percepción de Él. Como dice un comentarista: “Cuando el ojo está completamente bien y la luz está brillando, el ojo le permite usar plenamente la luz: puede ver dónde está, cómo andar y cómo hacer su trabajo. Pero cuando algo le pasa a su ojo, usted no puede usar la luz, aun cuando esté alumbrado por la luz más brillante. Todo su cuerpo está, pues, por así decirlo, envuelto en oscuridad”.[2] Aquí había personas tan envueltas en la oscuridad espiritual, que

no podían percibir la luz del Señor Jesucristo. Estaban tan cegadas a Él, que se imaginaban que sus obras se realizaban por el poder de Satanás. Jesús les dijo que hicieran caso de sus ojos, que comprobaran que la luz adentro no fuera oscuridad. ¿Quiere eso decir que podían regenerarse? ¿Que podían entregarse a la vida espiritual que no tenían? No. Pero no quería decir que debieran cruzarse de brazos y no hacer nada. Aquí nos acordamos de la enseñanza de Cristo en Juan 3: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Jn. 3:19-20). Aquellos hombres hacían lo malo. No veían la luz porque no querían verla y así ser puestos en evidencia como los pecadores que eran. A tales personas, Jesús dice: “Vuélvanse de su pecado. Repudien su mala forma de vida. Busquen justicia. Y la luz del evangelio inundará su alma y los llevará a la fe”. Usted no puede tener pecado y también a Jesús. El pecado impedirá que lo tenga. Pero si quiere la luz y está dispuesto a volverse a ella, descubrirá que Él ya está brillando y que Dios ya está trabajando para salvarlo mediante el evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

[1] Time (5 de diciembre de 1969), p. 27. [2] Norval Geldenhuys, Commentary on the Gospel of Luke (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1977), pp. 337-38.

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El buen samaritano Lucas 10:25-37 Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna? Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás. Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.

C

uando llego a una historia como la parábola del buen samaritano, me gusta parafrasear el refrán de Cristo “los primeros serán últimos, y los últimos, primeros” observando que “lo fácil será difícil, y lo difícil, fácil”. Quiero decir que, en algunas formas, la parábola del buen samaritano es la más sencilla de todas

las historias del Señor. Es la claridad misma: la historia de un samaritano que tuvo misericordia de la víctima de una paliza y un robo, y que así actuó como “prójimo” hacia él. Nosotros hemos de “hacer lo mismo”. No obstante, la historia es una de las parábolas del Señor más difíciles de explicar. DOS HISTORIAS Para empezar, la historia es en realidad dos historias. Una es la del abogado que hizo la pregunta que provocó la parábola, y la otra es la parábola misma. Además, aunque las historias están relacionadas en que la segunda es la respuesta a una pregunta planteada en la primera, en realidad tratan de asuntos distintos. La primera tiene que ver con la salvación; la segunda tiene que ver con la conducta que agrada a Dios. La parábola comienza con una pregunta que le hizo a Jesús cierto intérprete de la ley, o sea, un abogado: “Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” (v. 25). El motivo del hombre probablemente estaba equivocado, ya que se nos dice que hizo su pregunta para “probar” a Jesús y después trató de esquivar la aplicación personal de la respuesta que recibió. Pero fuera cual fuese su motivo, la pregunta es importante. En realidad, es la pregunta más importante que cualquier persona puede hacer. El obispo J. C. Ryle de Inglaterra escribió una vez sobre esa pregunta: Merece la atención primordial de todo hombre, mujer y niño en la tierra. Todos somos pecadores: pecadores moribundos, y pecadores que van a ser juzgados después de la muerte. “¿Cómo serán perdonados nuestros pecados? ¿Con qué llegaremos ante Dios? ¿Cómo nos libraremos de la condenación del infierno? ¿Adónde huiremos de la ira que ha de venir? ¿Qué debemos hacer para ser salvos?”. Estas son preguntas que personas de toda categoría deben hacerse, y nunca deben descansar hasta encontrar una respuesta.[1] Lamentablemente, esas son preguntas que muy pocas personas hacen. ¿Por qué es eso? Es porque para preguntar acerca de la

salvación, debemos reconocer nuestra necesidad de salvación. Debemos admitir que somos pecadores, necesitados del perdón de pecados y de la liberación de la ira de Dios. Pero no queremos hacer eso. Confesaremos casi cualquier cosa menos la depravación. Me acuerdo de unas palabras penetrantes sobre el tema, hechas por el arzobispo católico Fulton J. Sheen dirigidas al Desayuno de Oración Nacional (en los Estados Unidos) en enero de 1979. Jimmy Carter era presidente en aquel tiempo y estaba presente en el desayuno. El obispo Sheen inició su conferencia entonando: “Señor presidente, señora de Carter y mis compañeros pecadores”. Realmente llamó la atención, y una vez que tenía su atención, procedió a hablar (como uno podría suponer basado en ese comienzo) del pecado. Su mensaje era que, aunque no queremos admitir nuestra pecaminosidad, debemos hacerlo. En efecto, ese era el motivo esencial de un desayuno de oración, en su opinión. Dijo: Los estadounidenses no somos muy dados a pensar en el pecado. Puede que cometamos un “error”, como admitió un funcionario público; o si no, excusamos lo que llamamos nuestra conducta antisocial porque nos dieron leche de segunda cuando éramos niños, o por falta de suficientes áreas de recreo, o porque fuimos amados demasiado por una madre o muy poco por un padre. Karl Menninger, el distinguido siquiatra, ha escrito un libro titulado Whatever Became of Sin? [¿Qué fue del pecado?]. El clero suprimió el “pecado”, no fuera que ofendiera a sus congregaciones; los juristas entonces tomaron el concepto y convirtieron el “pecado” en “delincuencia”, y por fin, los siquiatras lo convirtieron en un “complejo”. El resultado es que nadie es pecador.[2] Eso era cierto en tiempos de Cristo también, por supuesto. Es evidente en la historia. Después que el abogado le había hecho su pregunta a Jesús, Él respondió dirigiendo su atención a la ley. Eso es importante en sí, pues muestra el gran respeto de Jesús por la Biblia. No dijo: “Pues, ¿qué piensas tú?” o “¿Qué dicen los

rabinos?”. Se refirió a las Escrituras, preguntando: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?” (v. 26). El abogado contestó correctamente, como Jesús mismo había hecho en otra ocasión: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” (v. 27). La primera de esas citas es de Deuteronomio 6:5; la segunda es de Levítico 19:18. Juntas resumían todo el deber del hombre, primero a Dios y luego a su prójimo. Jesús respondió: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás”. En ese punto, le era evidente al abogado, como debe ser a cualquiera que lo medite, que no había hecho eso. Nadie ama a Dios “con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y con toda su mente”. Nadie ama a su vecino “como a sí mismo”. El abogado debió haber dicho: “Pero no he hecho eso. No puedo. Nadie puede. Así que ¿qué debo hacer ahora?”. Si hubiera permitido que la conversación siguiera ese rumbo, Jesús habría podido responder con una presentación del evangelio. Pero el abogado no hizo eso. Se sintió compungido por las palabras de Cristo, pero en vez de reconocer su necesidad espiritual, trató de “justificarse a sí mismo” pasando por alto el más importante de los dos mandamientos (el de amar perfectamente a Dios) y planteando una objeción de poca monta al segundo. Preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”. Para responder a eso, se contó la historia del buen samaritano. CUATRO CLASES DE PERSONAS Hay cuatro clases de personas en esta segunda historia —la víctima, los victimarios, los indiferentes y el preocupado—, clases que cubren casi toda la humanidad. El contraste importante existe entre las últimas dos, pues eso responde a la pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. El Señor dijo que cierto hombre, que se puede suponer es judío, descendía de Jerusalén a Jericó cuando cayó en manos de ladrones. Hicieron lo que los ladrones hacen hasta el día de hoy: se llevaron sus posesiones y lo golpearon, dejándolo medio muerto. Un

sacerdote pasaba, exactamente el tipo de hombre que hubiéramos supuesto sería compasivo. Pero no hizo nada. Por el motivo que fuera —demasiado ocupado, desdén por los desdichados o temor de que lo mismo pudiera sucederle a él—, simplemente echó un vistazo al hombre y pasó de largo. Luego vino un levita, también una persona educada y de la clase alta. Pero él también pasó de largo. Parecía que nadie ayudaría cuando, sorprendentemente, llegó un samaritano y “fue movido a misericordia”. Este hombre pudiera haber tenido una excusa para pasar de largo, porque los samaritanos eran odiados por los judíos por ser racialmente impuros, así como miembros de una secta religiosa falsa. Pero eso no le importaba al samaritano en vista de la necesidad obvia de la víctima. Fue hacia él, le vendó las heridas y lo llevó a un mesón donde lo cuidó y le pagó al mesonero para que lo cuidara cuando él mismo se fuera. Jesús preguntó: —¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? (v. 36). El abogado respondió: —El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús dijo: —Ve y haz tú lo mismo. Cuando el abogado hizo su pregunta —“¿Y quién es mi prójimo?”—, tenía prevista una discusión académica. Era como la mujer que vino al pozo, cuyo modo pecaminoso de vida había sido expuesto por Jesús y que trató de desviar su línea de interrogación mediante un debate acerca de la religión: “Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (Jn. 4:1920). El abogado no amaba perfectamente a Dios. No amaba perfectamente a su prójimo. Pero pensaba que podría quitar la presión debatiendo quién realmente podía ser considerado su prójimo. No importaba qué decía Jesús, él podría (según pensaba) por lo menos expresar otra opinión, una más fácil de seguir. Como la mayoría de los judíos de su tiempo, él definiría “prójimo” como un miembro de su propia gente y raza.

Pero Jesús invirtió el problema. En rigor, no contestó la pregunta del abogado. Para el abogado, el “prójimo” era un objeto, pero Jesús lo mostró como un sujeto. No respondió a “¿Quién es mi prójimo?”, sino a “¿Quién es el que actúa como prójimo?”. Le preguntaba al abogado: “¿Actúas como vecino con la persona que necesita tu ayuda?”. Pongámoslo en otras palabras y hagámonos la pregunta a nosotros mismos. Decimos: “¿A quién debo amar?” o “¿A cuántas personas puedo amar?”, esperando de esa forma limitar nuestra obligación. Jesús pregunta: “¿Amas? No importa a quién; pues si amas, tu amor inevitablemente funcionará como debe cuando te encuentres con los necesitados”. AMOR Y SACRIFICIO Cuando el apóstol Pablo escribía del amor en el gran capítulo 13 de 1 Corintios, una de las cosas que dijo al respecto es que el amor “no busca lo suyo” (v. 5). Esa característica se ilustra particularmente bien en la historia de Cristo. Hay muchas cosas que pudieran haber impedido los actos de amor del samaritano, pero no lo hicieron. En esos aspectos, vemos particularmente la característica de “no buscar lo suyo”. En primer lugar, la amabilidad del samaritano no fue impedida por una aplicación legalista de la ley, precisamente aquello que impedía al abogado que hizo la pregunta original y que, posiblemente, impedía al sacerdote y al levita de la parábola de Cristo. Aunque la parábola no especifica la causa, sospecho que William Taylor tiene razón cuando sugiere que el sacerdote y el levita quizá habrían actuado de manera diferente si la Biblia tuviera una ley que dijera: “Se vieres un hombre tirado medio muerto a la orilla del camino, no pasarás sin atenderlo”.[3] Esos hombres se enorgullecían de cumplir la ley con exactitud; eran fanáticos al respecto. Pero también eran legalistas mezquinos que usaban su enfoque a la ley para limitarla y librarse así de su verdadero alcance y significado. Si la ley hubiera dicho: “Ayuda al pobre hombre que esté tirado medio muerto a la orilla del camino”,

lo habrían hecho, aunque de mala gana. Pero porque decía: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, podían debatir quién era ese esquivo “prójimo” y dejar desatendido al pobre hombre. ¿Era eso lo que hacía el abogado que hizo la pregunta? Sin duda. Pero es lo que hacemos nosotros también, particularmente los que somos buenos biblistas. Usamos nuestra “pericia” para librarnos, para salir del embrollo. Hacemos exégesis del significado, pero extirpamos la obligación. Eso no debería detenernos. Como dice Taylor: “En vez… de esperar alguna definición minuciosa de la letra, como aquella que esperaba este abogado cuando dijo: ‘¿Quién es mi prójimo?’, mostremos que, enseñados por el Espíritu Santo y estimulados por el ejemplo del Señor Jesús, hemos aprendido a ver que cada víctima a quien podamos ayudar tiene el derecho a nuestro amor al prójimo, el cual no podemos repudiar sin dañarlo a él y deshonrar a Dios”.[4] La segunda cosa que pudiera haber impedido la demostración de amor de parte del samaritano hacia el que sufría era nacionalidad o religión. No sabemos por qué el Señor pensaba en eso, pero debía de haber deseado hacer hincapié especial en que el único que se paró a ayudar al judío herido fue un samaritano. Unos setecientos cincuenta años antes del tiempo de Cristo, los asirios habían conquistado el reino norteño de Israel, donde estaba ubicada Samaria, y habían deportado la población judía y repoblado la región con su propia gente. No era posible transportar toda la población, por supuesto, así que algunos judíos se quedaron. (Quizá se habían escondido en cuevas, habían sobornado a sus captores o se habían librado de la deportación de alguna otra forma). Aquellos judíos se casaron con los recién llegados y produjeron una raza que era medio asiria y medio judía. Para los judíos del sur, ese era un pecado imperdonable. A su criterio, los samaritanos claramente habían perdido su herencia judía. Además de eso, tenían su propia religión. Cuando los judíos del sur volvieron a Jerusalén después del cautiverio babilónico y comenzaron a reconstruir su templo, los samaritanos se ofrecieron a ayudar. Pero porque eran profundamente despreciados como marginados mestizos, los judíos rechazaron su oferta, lo cual enojó

tanto a los samaritanos que decidieron construir su propio templo en el monte Gerizim. Este se convirtió en un templo rival que, a su vez, se hizo el centro de una religión rival. Los judíos odiaban a los samaritanos por eso y no podían hablar cortésmente de ellos. En efecto, nos fijamos en que cuando Jesús le preguntó al abogado cuál hombre había actuado como prójimo del que había caído en manos de ladrones, el abogado ni siquiera pudo pronunciar la palabra “samaritano”. En vez de eso, dijo: “El que usó de misericordia con él” (v. 37). Pero precisamente esa era la idea central. El marginado social había actuado como prójimo, aunque tenía abundantes razones para no interesarse, odiado como era; mientras que el sacerdote y el levita judíos no quisieron tener misericordia siquiera de uno de su propia nacionalidad. La idea de Cristo es que el amor debe ir más allá de la nacionalidad, la raza y la religión. Tenemos una obligación primordial y especial con nuestra propia familia: “si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1 Ti. 5:8). Hay una obligación adicional y especial con los cristianos: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10). Pero eso no elimina nuestra obligación de cuidar de los necesitados en general. En el momento de la necesidad, lo que importa es que la persona es una criatura hecha a la imagen de Dios, sin importar su profesión; y no debemos fijarnos en si puede o no clasificarse como miembro de nuestro grupo particular. Por último, el samaritano no fue disuadido de su trabajo por los que debían de ser grandes inconvenientes personales. Eso toca muy de cerca, pues los inconvenientes que sufrió el samaritano eran tanto de tiempo como de dinero, y nosotros estamos renuentes a renunciar a aquellas cosas. Se nos dice que el samaritano interrumpió su viaje para llevar al hombre herido a un mesón, donde lo cuidó durante la noche. Al día siguiente, pagó por atención adicional para él con dos monedas de plata que le dio al mesonero. ¿Haríamos eso nosotros? Taylor escribe con agudeza que “algunos darán dinero para comprar una exención de esfuerzo personal.

Otros darán su esfuerzo personal para ahorrar su dinero. Pero en el caso que vemos aquí, se dieron ambas cosas; pues lo que hace el genuino amor al prójimo, lo hace cabalmente”.[5] No somos verdaderos seguidores de Cristo hasta que estemos dispuestos a dar cualquier cosa que se necesite, y a un costo personal. En resumidas cuentas, se ve que somos verdaderamente discípulos de Cristo cuando damos de comer a los hambrientos, damos de beber a los sedientos, recibimos al forastero, vestimos al desnudo, cuidamos del enfermo y visitamos a los prisioneros (Mt. 25:34-36). Esas cosas no nos hacen discípulos, pero su ausencia demuestra claramente que no lo somos. Eso nos vuelve a llevar a la pregunta original: “¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (NVI). Y esto nos lleva al evangelio. La palabra irrevocable de Dios sigue siendo válida: que el que cumple la ley perfectamente vivirá. El que siempre ama a Dios y a su prójimo heredará la vida eterna. Pero por desdicha, ningún hombre jamás ha podido cumplir esa ley perfectamente, ni nadie podrá. Y porque ningún cumplimiento imperfecto de la ley (por muy excelente que sea) puede ser aceptado, y porque es igualmente irrevocable el juicio de Dios de que el alma que peque (aunque sea en una sola ocasión) morirá, sabemos que ningún hombre jamás podrá heredar la vida eterna por su propio mérito. Pero alabado sea Dios porque Cristo Jesús como hombre vivió una vida de completo amor a Dios y a los hombres, y como el que era enteramente inocente, soportó la muerte por nosotros en la cruz, desamparado por Dios, para que por fe seamos absueltos de la muerte que merecemos y heredemos la vida eterna. Eso, sin embargo, no quita la obligación de obedecer las palabras de Jesús: “Ve y haz tú lo mismo”. Pero la diferencia es esta: La ley ha dicho: “Haz esto y vivirás”, mientras que Cristo dice: “Te he dado vida eterna por gracia, y esta vida nueva en ti hará posible que tengas amor real a Dios y a tu prójimo, y que lo lleves a la práctica; así que ve y vive una

vida de amor verdadero a Dios y a tus prójimos, mediante el poder que te dé”.[6] Si somos cristianos por fe en la obra terminada de Cristo, viviremos como ese samaritano.

[1] J. C. Ryle, Expository Thoughts on the Gospels: St. Luke, 2 vols. (Cambridge: James Clarke & Co., 1976), 1:370. [2] Arzobispo Fulton J. Sheen, Conferencia en el Desayuno de Oración Nacional, dada el 18 de enero de 1979. [3] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), p. 230. [4] Ibíd., p. 232. [5] Ibíd., p. 237. [6] Norval Geldenhuys, Commentary on the Gospel of Luke (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1977), p. 312.

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17 La importancia de no rendirse Lucas 11:5-13; 18:1-8 Les dijo también: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante; y aquél, respondiendo desde adentro, le dice: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme, y dártelos? Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite. Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?… También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar, diciendo: Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia. Y dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto

les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?

G

eorge Müller, el fundador de la gran obra de orfanatos cristianos en Inglaterra, en el siglo XIX, era un hombre de oración. Sabía la importancia de no rendirse en una oración, aun cuando parecía que la respuesta se demoraba. Cuando era joven, comenzó a orar para que dos de sus amigos se convirtieran. Oró por ellos todos los días durante más de sesenta años. Uno de los hombres se convirtió poco antes de su muerte, en el que fue, probablemente, el último servicio que celebró Mueller. El otro se convirtió a menos de un año de su muerte. Nosotros también necesitamos orar y no rendirnos. Necesitamos ser como George Müller. La oración es un asunto difícil, por supuesto, por muchas razones. No sabemos cómo nuestras oraciones se relacionan con los consejos soberanos y eternos de Dios. Sabemos que, a menudo, no recibimos lo que pedimos porque pedimos “con malas intenciones” (Stg. 4:3, ). Pero en otras ocasiones, pedimos con motivos correctos —o por lo menos eso pensamos— y aun así no recibimos lo que pedimos. Algunos han dicho que es una falta de fe si oramos dos veces por la misma cosa. Dios ha oído la petición; ha prometido responder. Orar otra vez es mostrar incredulidad. Pero ser así de “maduro” en la fe es ir más allá de Cristo, que en por lo menos una oportunidad, repitió la misma oración varias veces. En el huerto de Getsemaní, oró durante el espacio de varias horas pidiendo que la “copa” que había de beber pasara de él (Mt. 26:36-46). De ese acontecimiento, el autor de Hebreos escribió posteriormente: “Y Cristo, en los días de su vida terrenal, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte, y fue oído a causa de su temor reverente” (He. 5:7). DOS HISTORIAS ACERCA DE LA ORACIÓN Eso es lo que enseñan las dos historias que estamos considerando. La primera trata de un hombre que tenía un amigo

que le vino muy tarde a la noche después de un viaje. Quería darle algo de comer, pero no tenía nada que servirle. Así que fue a un vecino y le dijo: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante” (Lc. 11:56). El amigo no quería molestarse. Ya se había acostado. Pero el peticionario siguió aporreando la puerta, hasta que finalmente el hombre se levantó y le dio pan, no porque era su amigo, sino por la persistencia del que pedía. El Señor dijo entonces, en lo que posteriormente se ha llegado a considerar la gran Carta Magna de la oración del que cree: “Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (vv. 9-10). Jesús también comparó a Dios con un padre humano, diciendo: “¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (vv. 11-13). La segunda historia es la parábola del juez injusto. Había un juez que no se preocupaba por hacer justicia. Una viuda en su pueblo que había sido tratada injustamente, y que no tenía ningún esposo que abogara en favor de ella, siguió viniendo a él con el reclamo: “Hazme justicia de mi adversario” (Lc. 18:3). Durante mucho tiempo, él se negó a hacerlo. Pero por fin le dio lo que ella quería, razonando para sí: “Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia”. Entonces el Señor sacó esta conclusión: “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (vv. 7-8). ALGUNAS SALVEDADES

Si se toman completamente solas, estas historias podrían ser malinterpretadas. Así que antes de hablar más de la perseverancia en la oración, necesitamos situar el asunto en un contexto bíblico más amplio. Hay varios puntos que tomar en cuenta. En primer lugar, las historias no enseñan que Dios se ha acostado y está renuente a levantarse y satisfacer las necesidades de sus hijos. Eso pudiera ser cierto en el caso de Baal (“tal vez duerme y hay que despertarle”, 1 R. 18:27), pero no es cierto en el caso del Dios de Israel, siempre vigilante y omnisciente. Dios no es un juez injusto. Con solo decir esas palabras, se muestra que la comparación no es una de similitud, sino de contraste. En efecto, es así como Jesús lo explica en la aplicación. Nosotros somos malos, dice en la primera parábola. Aun así, daremos a una persona que insiste en pedir algo; y si somos padres de familia, con toda seguridad daremos cosas buenas a nuestros hijos. Cuánto más dará Dios, ¡ya que Él no es nada malo ni está nada renuente! La idea central de la segunda parábola es que si aun un juez injusto hará justicia, por la persistencia de una persona, ¡cuánto más lo hará Dios, que no es injusto, sino que actúa rectamente! Digámoslo otra vez: Dios no es injusto y no está dormido. Siempre hace lo correcto; siempre está atento a las necesidades de sus hijos. Eso debe ser el mayor aliento posible para nosotros en nuestras peticiones. En segundo lugar, estas historias no enseñan que el privilegio de la oración es para todos. Al contrario, es solo para los hijos de Dios. En la primera historia, la persona a quien va el peticionario es su “amigo” (v. 5), no un extraño. Cuando el Señor enseña esta parábola, habla de Dios como “vuestro Padre celestial”, y Dios no es el Padre de todos. Vemos lo mismo en la segunda historia. En ella no hay ningún indicio de una relación especial entre la viuda y el juez, pero cuando Jesús relata la parábola, deja en claro cuál es la limitación usando el término “sus escogidos”. Dice: “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?” (v. 7). Estas dos parábolas, así como otras enseñanzas del Señor acerca de la oración, destrozan la doctrina falsa de la paternidad universal

de Dios, que ha sido tan popular en este siglo XX. Enseñan que Dios no es el Padre de todos los hombres. Es el Creador de todos. Pero es de manera singular el Padre del Señor Jesucristo y se convierte en el Padre solo de las personas que creen en Cristo. Jesús no enseñaba eso solo indirectamente. En una oportunidad, les dijo a algunos, que se creían hijos de Dios, que en realidad eran hijos del diablo. Jesús había estado enseñando en Jerusalén y había hecho la declaración: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32). Los judíos le contestaron: “Descendientes de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres? (v. 33). “Sé que sois descendientes de Abraham; pero procuráis matarme… Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais” (vv. 37, 39). En ese momento, la gente se enojó y acusó a Jesús de ser ilegítimo. El Señor respondió: “Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (vv. 42-44). Jesús puso fin para siempre a la doctrina engañosa y totalmente diabólica de que Dios es el Padre de todos los hombres y que todos los hombres son sus hijos. Sometámonos a la Palabra de Dios. Permita que la verdad de la Palabra barra de su mente toda idea falsa de ese tipo. Hay dos familias y dos paternidades en este mundo: la familia de Adán, en la cual todos nacemos, y la familia de Dios, en la cual algunos nacen de nuevo mediante fe en Jesucristo. Estos antes eran hijos de las tinieblas; ahora son hijos de la luz (Ef. 5:8). Estaban muertos en delitos y pecados; ahora están vivos en Cristo (Ef. 2:1). Antes eran hijos de ira y desobediencia; ahora son hijos de amor y obediencia (Ef. 2:2-3). Estos son los hijos de Dios. Solo ellos pueden acudir a Dios como su Padre. En tercer lugar, estas historias no enseñan que podamos orar pidiendo cualquier cosa sin restricciones y saber que Dios la concederá, por muy perseverantes que seamos. Sacadas de su contexto, podría parecer que las historias enseñan eso, pero en

contexto, algo bastante diferente. La primera historia la encontramos inmediatamente después de la versión de Lucas del Padrenuestro. Los discípulos querían enseñanza sobre cómo orar, así que Jesús los instruyó diciendo: Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal. LUCAS 11:2-4 Esa es una oración en la que el peticionario, en primer lugar, se acerca a Dios como su Padre; en segundo lugar, desea que el nombre de Dios sea honrado; en tercer lugar, busca la venida del reino de Dios; y luego, en cuarto lugar, pide provisión diaria, perdón de pecados y liberación del pecado —y eso no solo para sí mismo, sino también para otros—. Después de eso, encontramos la parábola del amigo que va a otro amigo. En otras palabras, el escenario limita el tipo de cosa por la que se pudiera suponer que uno oraría. No será nada contrario al honor o al reino de Dios. En el mejor de los casos, será por bendición espiritual y aun eso será para otros también. En la parábola, la petición a favor de otro, “préstame tres panes” (v. 5), claramente alude a la petición anterior: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (v. 3). La segunda historia es igual. Aquí el contexto tiene que ver con el retraso del regreso de Cristo al final del mundo (Lc. 17:20-37). La súplica de justicia de la viuda es paralela a las oraciones de los creyentes por el regreso de Cristo. La enseñanza es que volverá, aunque el suceso mismo resulte ser muy distante, y que mientras tanto los cristianos han de seguir orando, diciendo: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap. 22:20).

ORAR EN LA VOLUNTAD DE DIOS Habiendo sugerido algunas salvedades, ahora volvemos al asunto de la perseverancia en la oración y preguntamos: ¿Qué, pues, hemos de pedir en oración? ¿Qué podemos pedir sabiendo que Dios finalmente lo concederá, aunque su concesión tarde? ¿Cuáles son las cosas por las que debemos perseverar? Aquí nuestras respuestas se pueden clasificar en dos tipos diferentes: primero, cosas que las Escrituras declaran claramente ser la voluntad de Dios para nosotros; segundo, cosas no declaradas claramente como la voluntad de Dios para cada uno ni para ningún momento particular de la historia, pero aun así, cosas generalmente conforme con los deseos de Dios. ¿Cuáles cosas se incluirían en la primera categoría? Muchos de los deseos de Dios se nos revelan en las Escrituras. En la Biblia, se expresa su voluntad mediante grandes principios. Considere, por ejemplo, Juan 6:40. Ese versículo puede llamarse la voluntad de Dios para todos los incrédulos. Dice: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquél que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día final”. Si usted no es cristiano, la voluntad de Dios para usted comienza aquí. En un sentido, la voluntad de Dios está envuelta en la vida y el ministerio de Jesús, y Dios no lo llevará a usted a otras cosas hasta que crea en Él. No le enseñará el cálculo espiritual hasta que llegue a dominar la matemática rudimentaria. Otro gran pasaje que habla explícitamente de la voluntad de Dios es Romanos 12:1-2. Es una expresión de la voluntad de Dios para el cristiano: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Los cristianos pueden aceptar como un principio inalterable la verdad de que cualquier cosa que contribuya al crecimiento en santidad y a la entrega o renovación de la mente

es un aspecto de la voluntad de Dios, y cualquier cosa que impida el crecimiento en santidad no lo es. Un cristiano también puede reclamar las promesas de Dios, pues con toda seguridad son la voluntad de Dios para su vida. Santiago 1:5 dice: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”. Si pide sabiduría, puede estar seguro de que está orando en la voluntad de Dios y que se contestará su oración. He aquí otra: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7). En otras palabras, Dios desea que usted tenga paz, incluso en medio de las calamidades, y promete dársela si presenta sus peticiones ante Él. Quizá alguien está diciendo: “Pero ninguno de esos versículos cubre las cosas pequeñas de la vida, cosas con las que estoy luchando”. Permítame darle un versículo para esas. En Filipenses 4:8 leemos: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.”. Eso quiere decir que usted ha de buscar las mejores cosas. Si son las mejores cosas para usted, sígalas. Si no, vaya en otra dirección. Solo asegúrese de que obtenga de las Escrituras su entendimiento de la voluntad de Dios. LA ORACIÓN QUE PREVALECE Ahora llegamos a la segunda categoría. ¿Qué de las cosas que están en conformidad general con los deseos de Dios, pero acerca de las cuales no tenemos ninguna promesa explícita que serán ciertas para nosotros? Por ejemplo, ¿qué de los amigos de George Mueller? Es la voluntad general de Dios que las personas sean salvas (“es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”, 2 Pedro 3:9), pero no hay ninguna promesa explícita en las Escrituras que diga

que esos dos amigos de Mueller, o que nadie más en realidad, necesariamente van a ser salvos. ¿Tuvo Mueller razón al insistir en orar por ellos? ¿Iba más allá de las Escrituras? ¿Se atrevía a cambiar de idea al Dios perfectamente sabio, que quizá no habría salvado a esos dos individuos si Mueller no hubiera orado por ellos? Aquí debemos tener cuidado. Por una parte, sabemos que Santiago dice: “no tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Stg. 4:2). Eso parece decir que debemos pedir y seguir pidiendo. Por otra parte, sabemos que en el versículo siguiente el escritor dice: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal” (v. 3). Obviamente es posible orar de manera equivocada en algunas situaciones, y si es así, ¿alguna vez debemos perseverar en la oración? Creo que la respuesta a ese problema puede hallarse siguiendo estas pautas. Si usted se encuentra deseando orar por algo en esta categoría —cosas en conformidad general con la voluntad de Dios, pero no necesariamente prometidas a usted ni a nadie más— y encuentra, mientras ora, que crece su confianza en el deseo de Dios de contestar su petición, siga orando; sepa que Él responderá a sus oraciones en su debido momento. Pero si, mientras ora, no encuentra confianza, y su capacidad de perseverar en la oración se debilita, abandone su petición. Eso no quiere decir necesariamente que Dios no hará lo que usted ha pedido. Otros podrían estar orando. Pero podría significar que no es la voluntad de Dios concederle esa petición o, por lo menos, no concederla ahora. Sin embargo, eso no quiere decir que usted ya no tenga ninguna responsabilidad. No puede decir: “Bueno, no tengo ninguna gran carga de orar por nada, así que supongo que no necesito perseverar en la oración después de todo”. Eso no es correcto. No toda época es una época de gran avivamiento, pero Jesús nos dijo: “rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc. 10:2). Si no puede orar por nada más, puede orar porque Dios levante obreros y envíe avivamiento a nuestra tierra. El Gran Avivamiento bajo Jonathan Edwards comenzó con su famoso llamado a la oración y fue impulsado por oración. La obra contemporánea de Dios entre los indígenas norteamericanos bajo David Brainerd, un amigo de Edwards, comenzó en las noches que

Brainerd pasó en oración para que Dios efectuara esa gran obra. En el siglo XVII, un avivamiento comenzó en Ulster, Irlanda, que finalmente se extendió por todo el país. ¿Cómo empezó? Empezó con siete ministros, por lo demás desconocidos, que se comprometieron a orar de manera regular, ferviente y persistente por avivamiento. Lo mismo fue cierto en el caso de los avivamientos wesleyanos. En el momento en que Wesley y Whitefield comenzaron su obra, Inglaterra estaba en un estupor espiritual, un abismo moral. Las condiciones eran atroces. Pero un pequeño grupo de creyentes comenzó a orar, y Dios escuchó su oración y envió un avivamiento que transformó Inglaterra e incluso se extendió al Nuevo Mundo. En el siglo XIX, los avivamientos bajo D. L. Moody y otros se llevaron a cabo en un espíritu de oración. ¿No podemos tener eso hoy? Un escritor dice: “No es necesario que toda la iglesia se ponga a orar desde el principio. Los grandes avivamientos siempre comienzan primero en el corazón de unos cuantos hombres y mujeres a quienes Dios impulsa por su Espíritu a creer en Él como un Dios viviente, como un Dios que responde a la oración; hombres y mujeres en cuyo corazón pone una carga de la cual no se encuentra ningún descanso salvo gritando insistentemente a Dios”. [1] ¿No tiene usted nada por lo cual puede perseverar en oración? Pues persevere en oración por el avivamiento. ¿Quién sabe lo que Dios pudiera hacer como resultado de su oración y las oraciones de otros a quienes también llama a ese servicio? La Biblia dice: “La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg. 5:16).

[1] R. A. Torrey, The Power of Prayer and the Prayer of Power (Grand Rapids, Michigan:

Zondervan, 1955), pp. 245-46. Los ejemplos de avivamiento que he mencionado son examinados en más detalle por Torrey en las páginas 240-46.

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Sobre estar agradecido Lucas 7:36-50 Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume. Cuando vio esto el fariseo que le había convidado, dijo para sí: Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora. Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él le dijo: Di, Maestro. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Y los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste, que también perdona pecados? Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, ve en paz.

H

ace no mucho tiempo, un niño muy especial fue bautizado en la Décima Iglesia Presbiteriana. Solo uno de los progenitores estaba presente: la madre. Esta mujer era cristiana, pero no había estado viviendo cerca del Señor y, durante el tiempo que estaba espiritualmente a la deriva, había concebido al niño sin estar casada. Su formación había sido secular, así que su primera idea fue hacerse un aborto. Después de todo, la mayoría de sus amigas parecían estar viviendo así. ¿Por qué no? Hasta su médico la alentó a terminar el embarazo. Pero sus amigos cristianos pusieron objeciones. Arguyeron que un pecado no se mejora con otro: el asesinato no expía la fornicación. Fue una gran lucha. Por fin ella vio el asunto en términos espirituales, canceló su cita con el abortista, dio a luz… y se llenó de alegría. Para ella, el bautismo fue un testimonio público de la gracia de Dios al dar un nuevo rumbo a su vida y darle la vida y el cuidado de este niño ahora precioso. No todos estaban de acuerdo, por supuesto. Algunos que presenciaron el bautismo se opusieron levemente: “¿No era este un caso en que la iglesia aprobaba pecado, o por lo menos parecía hacerlo? ¿No era un incentivo para que otros fueran promiscuos?”. La respuesta era que, en otras circunstancias, bien pudiera haber sido así, pero que, en este caso, el bautismo era realmente un testimonio de la gracia de Dios en Cristo para con una de sus hijas y del amor grande y recíproco de la mujer a Él. Su amor fue más grande que el de muchos otros que no están igualmente conscientes del alcance del perdón que han recibido. UN DRAMA VIVIENTE Una situación similar a aquella se convirtió en la base de una de las grandes parábolas de nuestro Señor, que incluía un fariseo, Jesús y una mujer pecadora. Tenemos una mala imagen de los fariseos debido a algunas de las cosas que Jesús dijo de ellos — cosas que bien merecían en la mayoría de los casos—. Pero no todos eran tan malos. Recordamos que Nicodemo era fariseo. Vino a Jesús de noche, y Jesús no lo denunció a él ni sus costumbres. Más bien, trató de enseñarle acerca de la necesidad del nuevo

nacimiento. No tenemos ninguna prueba de que Nicodemo alguna vez naciera de nuevo, pero al final de la vida de Jesús, todavía estaba allí, trabajando con José de Arimatea para obtener y luego enterrar el cadáver. El fariseo de nuestra historia era algo así. No había nacido de nuevo. No era creyente en Cristo. Sin embargo, quería ser sensible a las cosas espirituales y por lo menos respetaba a Jesús como un maestro agudo y eficaz. “¿Es un profeta de verdad? —se preguntaba el hombre—. ¿Es de Dios o es charlatán?”. El fariseo —se llamaba Simón— decidió invitar a Jesús a cenar para conocerlo mejor. Desdichadamente, al leer la historia nos damos cuenta de que el hombre no estaba tan abierto como su invitación pudiera darnos a entender. Era tradición que un anfitrión se asegurara de que se lavaran los pies de un invitado cuando este entraba en su casa, pues se habrían empolvado en las calles de la ciudad. Simón había omitido hacer eso. ¿Fue un simple descuido, tal vez justificado por su preocupación con su invitado? Cuesta creer eso. La historia muestra que Simón era escéptico. Él iba a ser el juez del carácter y el llamamiento de Cristo. Sin duda pospuso a propósito la cortesía hasta que pudiera asegurarse de que Jesús realmente era uno a quien quisiera honrar. El segundo personaje de la historia es Jesús. Está siendo juzgado, por así decirlo. Es una situación incongruente, pues Él es el juez verdadero de los hombres, y no Simón. Pero Jesús va a la casa de este hombre para ser juzgado. ¿Por qué? Por gracia. Jesús nunca guardaba las distancias con nadie y aceptaba aun los motivos más imperfectos. Como escribe un comentarista: “Era parte de su plan aceptar hospitalidad cada vez que se le ofrecía, a fin de que pudiera de ese modo llegar a todas las clases de hombres. Por tanto, no rechazó la petición de Simón, sino que fue a su casa, de la misma manera, en efecto, que vino a la tierra misma ‘a buscar y a salvar lo que se había perdido’”.[1] Por último, está la mujer. Permanece anónima. Solo se nos dice que había llevado una vida pecaminosa en aquel pueblo y que obviamente se había arrepentido de su pecado. Ella, “al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de

alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume” (Lc. 7:3738). Es imposible imaginarnos ese escenario debido a nuestro estilo de cenar occidental, pero es bastante claro y natural para la manera en que se servían los banquetes en el oriente, en tiempos de Jesús. Sabemos que los invitados no se sentaban en sillas a una mesa como nosotros. Se recostaban alrededor de una mesa baja, apoyándose en el brazo y costado izquierdo, y se alimentaban con la mano derecha, que estaba libre. También sabemos que los banquetes eran ocasiones públicas a las cuales llegaban muchas personas no invitadas. No compartían la comida, pero estaban en el cuarto y se quedaban de pie o se sentaban contra las paredes. En nuestra cultura, eso estaría totalmente fuera de lugar. Pero en el oriente, era una cosa esperada e incluso cortés. Era una manera de honrar al anfitrión, reconociendo que efectivamente tenía un invitado ilustre. Y también era una manera de escuchar la conversación. Cuánto más ajetreo, tanto más el éxito de la noche. Al parecer esta mujer entró con las demás personas no invitadas. Se habrían fijado en ella y la habrían desairado y menospreciado. Todos sabían quién era. No querían su compañía. Pero no estaba allí porque ella les gustara a ellos, ni ellos a ella. Estaba allí a causa de Jesús. Ella lo amaba y sabía que Él la amaba y la perdonaría. El amor del Señor le había ablandado el corazón. Así que, mientras estaba parada ahí, lloraba por sus pecados. Trató de demostrar su amor a Él limpiando sus pies y ungiéndolos con el perfume que había traído. Cuando Jesús no rechazó a la mujer, el fariseo se fijó en ello y pensó que tenía su respuesta. Si Jesús fuera profeta, sabría qué clase de mujer era ella —pecadora— y la rechazaría como lo habían hecho los demás. UNA PARÁBOLA PROPUESTA El Señor entonces le contó a Simón una parábola sobre estar agradecido. Dijo: “Simón, una cosa tengo que decirte… Un acreedor

tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?”. El fariseo contestó: “Pienso que aquel a quien perdonó más”. Jesús le dijo a Simón que había juzgado correctamente, y entonces explicó la historia (vv. 44-50). El clímax vino en el versículo 48-50, cuando Jesús le dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado; ve en paz”. No cuesta ver las lecciones de esta historia, pues están ahí en la superficie. Tienen que ver con una falta de comprensión y con ingratitud. Simón entendió mal todo: entendió mal a la mujer, entendió mal a Jesús. Hasta se entendió mal a sí mismo. Simón entendió mal a la mujer porque él miraba solo la apariencia exterior y no el corazón de ella, que es lo que veía Jesús. Esta mujer había sido vuelta del pecado a la salvación. Había sido llevada al arrepentimiento y ahora estaba en el acto de adorar a Jesús. Simón veía solo su pasado y, por tanto, estaba dispuesto a olvidarse de ella sin más investigación. Simón tampoco entendió a Jesús. Decía: “Si Jesús es profeta, sabrá el carácter de esta mujer y no tendrá nada que ver con ella; ya que permite que ella siga, no debe de tener la perspicacia de un profeta y, por tanto, debe de ser un charlatán”. Ese es un buen ejemplo del razonamiento corrompido por el pecado. La premisa mayor era correcta: si Jesús fuera profeta, sabría el carácter de la mujer. Pero la premisa menor era incorrecta: si la conociera, la rechazaría. Jesús sí conocía su carácter, pero también sabía de su arrepentimiento. Además, vino a la tierra a morir por pecadores como ella. Por último, Simón se entendió mal a sí mismo. Al menospreciar a la mujer, dejó de ver que él mismo era pecador y que tenía exactamente la misma necesidad de la gracia de Dios. El hecho de no verse uno mismo como pecador es la causa fundamental de la ingratitud, en Simón y en nosotros también. La nuestra es una época de gran ingratitud. Probablemente, nunca haya habido un período de la historia en que la gente haya estado tan poco agradecida como lo está en nuestro día. Los jefes no están

agradecidos por los empleados. Los empleados no están agradecidos por sus jefes. Los esposos no están agradecidos por sus esposas, ni las esposas por sus esposos. Los hijos no están agradecidos por sus padres. Los padres no están agradecidos por sus hijos. No estamos agradecidos por los amigos. ¿Por qué es eso? Porque pensamos en nosotros mismos, de la misma manera en que el fariseo pensaba en sí mismo. Pensamos que somos mejores que otros. Menospreciamos a otros. No tenemos ningún sentido del pecado. Lo que poseemos no es causa de gratitud, porque pensamos que es lo que se nos debe. Lo que recibimos de otros no es causa de nuestro aprecio de ellos. Solo están actuando como debieran, teniendo en cuenta quiénes somos nosotros. La verdad es que aun entonces no nos están reconociendo cabalmente. Por tanto, en vez de apreciar lo que están haciendo, en realidad estamos resentidos porque no hacen más. ¿No es así? Creo que muchísimas veces lo es. Ni los cristianos nos libramos de eso. Tuve una experiencia hace no mucho tiempo que hizo que me diera cuenta cabal de mi propia ingratitud. Había estado en Pittsburgh para una conferencia y regresaba a casa en Filadelfia por la mañana temprano un día domingo, para predicar en la Décima Iglesia Presbiteriana. Iba a tomar el primer vuelo y me levanté a las 6:30 para desayunar en un restaurante, en el aeropuerto. No había nadie más por ahí, excepto la chica detrás de la caja en el restaurante. Ella estaba de un humor de perros. Cuando pagué mi comida, usé un billete de veinte dólares, pues era todo lo que tenía. Ella me preguntó groseramente si no tenía nada más pequeño. Le dije que lo sentía, pero no tenía. Agarró el billete de mi mano, plantó mi cambio en el mostrador y salió pisando fuerte, protestando acerca de gente que pasaba a esa hora de la mañana con billetes de veinte dólares. Me sentí ofendido. Pensaba que yo era su cliente, después de todo. Si le costaba recibir billetes de veinte dólares, debía conseguir más cambio. La culpa era suya, no mía. Me disgusté bastante. Pero entonces me senté con mi comida, comencé a darle gracias a Dios, y me di cuenta de que entre las muchas cosas por las cuales debía estar agradecido era aquella chica, que sin duda tuvo que

levantarse más temprano que yo para estar allí en el restaurante para servirme. Ella era desagradecida, ya que mi dinero ayudaba a pagar su sueldo. ¡Pero yo también! Yo había omitido estar agradecido por su servicio. ¿Por qué somos desagradecidos? ¡Por el pecado! Nos consideramos mejores que otras personas. Solo nos volveremos agradecidos (como Jesús quiere que estemos) cuando reconozcamos que no somos mejores que los demás, que como ellos estamos en rebelión contra Dios, y que todo lo que tenemos — la vida misma, la comida, las casas, los amigos, todo— nos viene solamente de la gracia de Dios que, si hiciera en este momento lo que exige la justicia, en vez de darnos esos regalos, estaría enviando a cada uno de nosotros al infierno. ¿ABUNDARÁ EL PECADO? Sigue planteado el interrogante: ¿No será que un evangelio como este, un evangelio en que Dios tiende la mano para salvar pecadores, fomenta el pecado? ¿No será que el perdón puede ser demasiado gratuito? La respuesta es negativa. Un evangelio como este no fomenta el pecado. Hace precisamente lo contrario. Por el poder de este evangelio se han reformado prostitutas. Los borrachos se han vuelto sobrios. Los orgullosos han sido humillados. Los deshonestos se han vuelto ejemplos de integridad. Los hombres débiles se han vuelto fuertes; todo por la transformación obrada en ellos por el evangelio de la gracia de nuestro Dios perdonador. He aquí una ilustración extraordinaria de la vida de Harry A. Ironside. Hacia principios de su ministerio, Ironside vivía en el área de la bahía de San Francisco y trabajaba con unos cristianos llamados los Hermanos. Una noche, mientras caminaba por la ciudad, se encontró con un grupo de obreros del Ejército de Salvación que celebraban una reunión en la esquina de las avenidas Market y Grant. Cuando reconocieron a Ironside, le pidieron que diera su testimonio. Lo hizo, diciendo unas palabras acerca de cómo

Dios lo había salvado por fe en la muerte física y la resurrección literal de Jesús. Mientras hablaba, Ironside se fijó en que al borde de la muchedumbre, había un hombre bien vestido que había sacado una tarjeta de su bolsillo y había escrito algo en ella. Cuando Ironside terminó su plática, el hombre pasó adelante, se sacó el sombrero y muy cortésmente le entregó a Ironside la tarjeta. En un lado estaba su nombre, que Ironside reconoció inmediatamente. El hombre era uno de los primeros socialistas que se había hecho fama dando conferencias en contra del cristianismo. Cuando Ironside dio vuelta a la tarjeta, leyó: “Señor, lo reto a un debate conmigo sobre el tema ‘Agnosticismo frente a cristianismo’ en el Salón de la Academia de las Ciencias el domingo próximo a las cuatro de la tarde. Pagaré todos los costos”. Ironside leyó la tarjeta nuevamente, en voz alta, y entonces respondió más o menos así: Me interesa mucho este reto. Francamente, ya tengo programada otra reunión para el próximo día del Señor a las tres de la tarde, pero creo que me sería posible terminar eso a tiempo para llegar a la Academia de las Ciencias para las cuatro, o si fuera necesario, podría hacer los arreglos para que otro orador me sustituyera en la reunión ya anunciada. Por tanto, será un placer para mí aceptar este debate con la condición de que, a fin de demostrar que este caballero tiene algo acerca de lo cual vale la pena debatir, él prometa llevar consigo al Salón el próximo domingo dos personas, cuyos requisitos daré en un momento, como prueba de que el agnosticismo tiene valor real para cambiar las vidas humanas y construir verdadero carácter. En primer lugar, debe prometer llevar consigo un hombre que durante años haya sido lo que llamamos un perdedor. No me importa mucho la naturaleza exacta de los pecados que destruyeron su vida y lo convirtieron en un marginado de la sociedad —ya fuera un borracho, un delincuente de algún tipo o una víctima de su apetito sensual—. Que sea un hombre que durante años haya estado bajo el poder de vicios de los cuales

no podía liberarse, hasta que, en algún momento, entró en una de las reuniones de este hombre y escuchó su glorificación del agnosticismo y sus denuncias de la Biblia y del cristianismo, y su corazón y mente, mientras escuchaba tal discurso, fueron tan profundamente conmovidos que se fue de esa reunión diciendo: “¡De ahora en adelante, yo también soy agnóstico!” y, como resultado de imbuirse de esa filosofía particular, encontró que un nuevo poder había entrado en su vida. Los pecados que antes amaba ahora los odia, y la justicia y la bondad son ahora los ideales de su vida. Ahora es un hombre completamente nuevo, un hombre digno de honor y valioso para la sociedad; todo porque es agnóstico. En segundo lugar, quisiera que mi oponente prometiera llevar consigo una mujer —creo que le pudiera resultar más difícil encontrar a la mujer que al hombre— que haya sido una paria pobre, miserable y sin carácter, la esclava de pasiones malas y la víctima del modo de vida corrupto de los hombres, quizá una que haya vivido varios años en algún lugar malo, absolutamente perdida, arruinada y desdichada a causa de su vida de pecado… Hasta que esta mujer también entró en un salón donde este hombre proclamaba fuertemente su agnosticismo y ridiculizaba el mensaje de las Sagradas Escrituras. Mientras escuchaba, la esperanza nació en el corazón de esta mujer, y dijo: “¡Esto es exactamente lo que necesito para liberarme de la esclavitud del pecado!”. Siguió la enseñanza hasta llegar a ser una agnóstica o infiel inteligente. Como resultado, todo su ser se rebeló contra la degradación de la vida que había estado viviendo. Huyó del antro de perdición donde durante tanto tiempo había sido cautiva; y hoy, rehabilitada, ha recuperado una posición honrada en la sociedad y está llevando una vida limpia, virtuosa y feliz; todo porque es agnóstica. Ahora bien —dijo, dirigiéndose al caballero que le había presentado su tarjeta y el reto—, si usted promete llevar consigo a estas dos personas como ejemplos de lo que puede hacer el agnosticismo, prometeré reunirme con usted en el Salón de las Ciencias a las cuatro el próximo domingo, y llevaré conmigo

como mínimo cien hombres y mujeres que durante años vivieron en exactamente el tipo de degradación pecaminosa que he tratado de describir, pero que han sido salvados gloriosamente creyendo el evangelio que usted ridiculiza. Tendré estos hombres y estas mujeres conmigo en la tarima como testigos del poder salvador milagroso de Jesucristo y como pruebas actuales de la verdad de la Biblia. El doctor Ironside entonces se volvió a la capitana del Ejército de Salvación y dijo: —Capitana, ¿tiene algunos que podrían acompañarme a tal reunión? Ella exclamó con entusiasmo: —Podemos darle por lo menos cuarenta, tan solo de este cuerpo, ¡y le daremos una banda para encabezar la procesión! —Excelente —contestó el doctor Ironside—. Ahora bien, caballero, no me resultará nada difícil conseguir otros sesenta de las distintas misiones, salones del evangelio e iglesias evangélicas de la ciudad. Así que si promete llevar a dos piezas tales como he descrito, yo entraré marchando a la cabeza de tal procesión, con la banda tocando ‘Firmes y adelante’, y estaré listo para el debate. Al parecer el hombre que había presentado el reto tenía algún sentido del humor, pues sonrió irónicamente e hizo un ademán de desprecio con la mano, como si estuviera diciendo: ¡Ni hablar! Luego, poco a poco, se alejó de la muchedumbre mientras los espectadores aplaudían a Ironside y los demás.[2] Eso es lo que hace el evangelio de la gracia de Dios en Cristo. No promueve promiscuidad. Es el poder de Dios para la transformación de vidas. Cuando la gente reconoce que ha sido levantada del estercolero del pecado y hecha hijos e hijas del Altísimo — cuando se da cuenta de eso—, las vidas son transformadas, y la gente se vuelve agradecida a Dios y está decidida a vivir de una manera que muestre su gratitud.

[1] William M. Taylor, The Parables of Our Saviour Expounded and Illustrated (Nueva York: A. C. Armstrong and Son, 1900), p. 212. [2] H. A. Ironside, Random Reminiscences from Fifty Years of Ministry (Neptune, Nueva Jersey: Loizeaux, 1939), pp. 99-107.

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El fin miserable de un hombre miserable Mateo 18:21-35 Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete. Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. A éste, como no pudo pagar, ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda. Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.

iempre me ha molestado predicar el mismo sermón más de una vez, no solo en el mismo lugar o a la misma gente, por supuesto, sino incluso en distintos lugares. He tenido que hacer eso debido a invitaciones a predicar, cada vez más numerosas, y cantidades limitadas de tiempo para prepararme. Pero aun así, no me gusta. El único consuelo real que tengo es saber que predicadores antes que yo también han repetido sus sermones. Ese fue el caso con Charles Haddon Spurgeon. Pocas personas han preparado más sermones originales que Spurgeon. Él podía sacar más jugo de un texto que ningún hombre antes o después, hasta donde sepa, y probablemente publicó más sermones que nadie. Publicó un sermón por semana durante todos los años de su ministerio, comenzando en 1855 y continuando hasta su muerte en 1892. Pero a su muerte, todavía había tantos sermones no publicados que siguieron publicándose al mismo ritmo durante veinticinco años más, hasta 1917. Hay más de tres mil sermones publicados, todos diferentes. Pero me han dicho que cuando Spurgeon se iba de la capital a las provincias, como hacía en muchas oportunidades, repetía sus sermones allá. Otro ejemplo de repetición ineludible fue el gran evangelista del siglo XVII, George Whitefield. Nadie jamás ha predicado más que Whitefield. Se calcula que predicó más de dieciocho mil sermones formales durante su vida, y casi la misma cantidad de sermones informales, los cuales llamaba “exhortaciones”. Whitefield predicaba hasta cuarenta horas por semana, como promedio, y a veces sesenta. Así que, obviamente, se repetía bastante a menudo. Sin embargo, la verdadera justificación de repetir un mensaje es el ejemplo, no de Spurgeon ni Whitefield, por muy ilustres que sean sus vidas, sino de Jesucristo quien, como sabemos según una lectura detenida de los Evangelios, hacía precisamente eso. La sustancia del Sermón del Monte se repitió en más de una oportunidad (cp. Mt. 5—7 y Lc. 6:17-49). Algunos de sus dichos aparecen repetidamente en contextos variados (cp. Mt. 18:4; 23:12; Lc. 14:11; 18:14). Aun las parábolas debieron de haberse repetido, como es evidente a partir de una comparación de la historia que Jesús le contó a Simón el fariseo cuando estaba en su casa

S

(Lc. 7:41-42) y la historia que le contó a Pedro cuando este le hizo una pregunta a Jesús sobre el perdón (Mt. 18:23-25). La primera versión fue breve; la segunda fue más larga. Pero, en esencia, cada una fue solo una variante de la otra. LA PREGUNTA DE PEDRO Esta segunda historia es la que vamos a considerar ahora. La versión anterior fue una respuesta a la desaprobación de Simón a que la mujer limpiara los pies de Jesús con su cabello y los ungiera con perfume. Sirvió para responder a la pregunta: “¿Cuál amará más? ¿Aquel a quien se ha perdonado mucho o aquel a quien se ha perdonado poco?”. Esta historia es una respuesta a la pregunta de Pedro: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” (Mt. 18:21). Pedro debía de estar sintiéndose bastante orgulloso de sí mismo en aquellos días. Ya se acercaba el fin del ministerio de Cristo. Había estado con Jesús durante casi tres años y sin duda había aprendido mucho. En efecto, solo dos capítulos antes de esto, cuando el grupo estaba en Cesarea de Filipo y Jesús les había preguntado a los discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro respondió correctamente: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:16). Jesús había elogiado a Pedro por esa respuesta, diciendo que le había sido revelada por Dios. De manera que, aunque Pedro había dicho algo muy tonto después y había sido reprendido con una fuerza tan grande como el calor con que había sido elogiado por su declaración anterior, Pedro recordaba su momento de perspicacia y probablemente pensaba que hacía progresos notables en la escuela de Cristo. En efecto, había llegado tan lejos (a su propio criterio) que pensaba que podía sostener un diálogo teológico con Jesús. Eligió su tema: el perdón. Entonces hizo su pregunta. Es posible que Pedro no sacara la pregunta de la nada. Era algo que había sido debatido por los rabinos, y él quizá se basaba en lo que había oído cuando hizo su pregunta. Se registra en el Tratado Joma que Rabí José ben Judá (c. 180 d.C.) dijo: “Si un hermano

peca contra ti una vez, perdónalo; una segunda vez, perdónalo; una tercera vez, perdónalo; pero una cuarta vez, no lo perdones”. Sin duda, Pedro había escuchado discusiones de ese tipo. Así que cuando le preguntó a Jesús si debía perdonar a una persona hasta siete veces, quizá le parecía que alcanzaba la cúspide de la caridad. Después de todo, los rabinos decían que se debía perdonar a una persona solo hasta tres veces. Pedro casi lo triplicaba. ¿Cómo esperaba que respondiera Jesús? Tal vez esperaba que dijera: “Pedro, eres muy amable, pero no creo que sea necesario llegar tan lejos. Quizá basta con cuatro o cinco veces”. Pero los pensamientos del hombre no son los pensamientos de Dios, y Pedro definitivamente había interpretado mal la situación. La respuesta de Jesús fue: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (o sea, cuatrocientas noventa veces; otra traducción posible es “setenta y siete veces”). Su idea central era que nuestro perdón a los demás debe ser ilimitado. Solemos menospreciar a Pedro en este punto, criticándolo por interpretar tan mal la mente de Cristo, y suponemos que nosotros haríamos mejor. Pero no debemos pensar eso. Por lo menos, Pedro hacía la pregunta. Se daba cuenta de que era el espíritu de su maestro perdonar y que él también tenía la obligación de perdonar, así como lo hacía Jesús. Quizá no entendía la plena medida de ese espíritu, pero por lo menos hacía el intento. ¿Intentamos nosotros? O diciéndolo de otra forma, ¿perdonamos tan siquiera las siete veces de las cuales hablaba Pedro, por no decir nada de las setenta y siete o cuatrocientas noventa veces sugeridas por Cristo? ¿Puede usted recordar a alguien a quien, en la última semana o mes o año, ha perdonado conscientemente por la misma ofensa hasta siete veces? Puede que sí, pero es probable que no. Así que, por lo menos, reconózcale esto a Pedro: él había estado en la escuela de Jesús por solo tres años y todavía tenía mucho por aprender, pero había aprendido eso. Algunos apenas nos estamos matriculando en esa escuela y, por tanto, estamos bastante lejos de graduarnos siquiera en los rudimentos de la enseñanza de Cristo. LA RESPUESTA DE JESÚS

Jesús le contó a Pedro una historia para ilustrar su enseñanza. Cierto rey quería arreglar las cuentas con sus siervos, así que llamó a uno que tenía una deuda descomunal: diez mil talentos. Resulta difícil calcular exactamente cuánto valía eso, y en realidad es posible que solo quiera decir la deuda más grande imaginable, ya que “diez mil” era uno de los números comunes más grandes y un “talento” era la mayor unidad monetaria. No obstante, si calculamos el monto en dólares, llegamos a resultados interesantes. Un talento equivalía a 75 libras (34 kilogramos), así que 10.000 talentos equivalían a 750.000 libras (340.000 kilogramos). No sabemos si eran talentos de oro o de plata. Pero ya que Jesús está tratando de exagerar el contraste entre esta gran deuda y la deuda relativamente pequeña del versículo 28, podemos suponer que pensaba en el mayor de los dos talentos, a saber, el de oro. En el sistema de pesos troy hay doce onzas en una libra. Así que ahora tenemos 750.000 por 12, o 9 millones de onzas de oro. Suponiendo que el oro se vende a unos 400 dólares por onza, llegamos a la cifra de 3600 millones de dólares. Eso va más allá de nuestra comprensión, que es exactamente lo que Cristo señalaba. Es una deuda astronómica, muy superior a la capacidad de pagar de este siervo o de cualquier otra persona. Puesto que el siervo no podía pagar, el rey iba a hacer que él, su esposa y sus hijos fueran vendidos a la esclavitud y que sus bienes fueran vendidos en el mercado para pagar la mayor parte posible de la deuda. Pero al escuchar eso, el hombre cayó de rodillas y rogó: “Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo” (v. 26). No podía, por supuesto, pero el rey tuvo misericordia de él y canceló el compromiso. Más tarde, ese hombre dio con un consiervo que le debía dinero, solo cien denarios. Un denario era el jornal de un obrero común, así que era aproximadamente la tercera parte del sueldo de un año. Suponiendo (en nuestros términos) que un sueldo bajo sería 12.000 o 15.000 dólares al año, esta deuda era de solo 4000 o 5000 dólares. Esa era una cantidad significativa de dinero, pero era una miseria comparada con la deuda descomunal que el primer siervo había contraído. Sin embargo, cuando el hombre con la deuda

menor suplicó tiempo para pagarla, lo cual se puede suponer podía hacer, el miserable del primer siervo endureció el corazón e hizo meter al otro en la cárcel. Los otros siervos oyeron la noticia de lo que había sucedido y se la contaron al rey. El rey llamó al primer hombre y le preguntó furioso: “Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?” (vv. 32-33). Entonces, según Jesús, su amo lo entregó a los carceleros hasta que pagara todo lo que debía. En ese punto acaba la historia, y bien pudiéramos desear que Jesús hubiera terminado allí. Pero tenía esta última palabra inquietante: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (v. 35). Eso es perturbador. En efecto, es tan perturbador que muchos han tratado de ver si pueden deshacerse de sus consecuencias inquietantes. Por una parte, parece insinuar una salvación por obras. Es decir, si usted perdona a otros (una obra), se le perdonará a usted. O bien, aun si no enseña eso, la parábola parece insinuar una continuación en la gracia mediante obras. Bien puede que seamos salvos por gracia; pero si dejamos de actuar de manera recta, Dios podría cancelar su perdón y hacer que se nos eche al infierno de todos modos, de la misma manera que el rey hizo encarcelar a su siervo malvado. Puesto que todo eso es inaceptable, los biblistas han ideado varias maneras de salir del aprieto. A medida que he ido leyendo los distintos comentarios, he encontrado por lo menos tres modos diferentes de tratar de hacer eso. En primer lugar, parece que algunos comentaristas creen que Jesús no hablaba en serio. Consideran que la parábola es simplemente hipérbole, una declaración exagerada dada por su efecto emotivo o retórico. Según esos eruditos, Jesús no quería decir que Dios nos enviaría al infierno si no perdonamos a nuestros deudores, sino solo que el perdón es un asunto sumamente importante y que realmente debemos ser perdonadores. Debemos

perdonar a otros así como Dios ya nos ha perdonado a nosotros. Pero si no lo hacemos, eso no quiere decir que no somos salvos o que perderemos nuestra salvación. Ese enfoque es un poco infantil, pues es exactamente lo que hacen los niños. Cuando una madre está a punto de salir y les dice a sus hijos lo que hay que hacer en su ausencia, dice: —Tengo que ir a la tienda por algunos minutos. Quiero que usen el tiempo que esté fuera para ordenar sus cuartos. Hagan sus camas. Cuelguen su ropa. Devuelvan los juguetes a la caja de juguetes. No pierdan el tiempo viendo televisión. ¿Me entienden? —Sí —responden los hijos. —¿Y van a hacerlo? —Sí. —¿Están seguros? ¿No van a dejarlo para más tarde? —Ah no —dicen los hijos—, lo haremos. Se va la mamá. Cuando regresa, los cuartos están exactamente como estaban, y los hijos están viendo televisión. ¿Qué dicen cuando ella les pregunta por qué no han ordenado sus cuartos? Dicen: “¿Cuartos? ¿Cuartos? ¿Querías que limpiáramos nuestros cuartos? Debemos de haberte entendido mal. Pensamos que querías que lo hiciéramos mañana”. La segunda manera de tratar de eludir las palabras de Cristo es aplicarlas a otra persona. De acuerdo con esa opinión, Jesús obviamente hablaba en serio, pero sus palabras no son para los que viven en esta época. La enseñanza era válida para los judíos que vivían bajo la ley, pero no es válida para nosotros. Somos justificados por fe aparte de las obras. El perdón de Dios no depende para nada de nuestro perdón a otros y, en realidad, ni siquiera está relacionado con eso. Esa manera de pensar es como correr a velocidad excesiva por la carretera y cuando ve la patrulla que viene con la sirena que suenan y las luces intermitentes encendidas, esperar que esté yendo en pos de otro. Jesús está hablándonos a nosotros, no a otros. Cada uno de los enfoques anteriores se encuentra en el evangelicalismo, pero no el tercero. Es el del liberalismo, que en vez de tratar de salir del embrollo, realmente se deleita en él,

rechazando el resto del Nuevo Testamento. El liberal dice: “Aquí estamos llegando al corazón del evangelio bello y sencillo que Jesús realmente enseñó. No está enseñando la doctrina paulina posterior de justificación por fe en una llamada obra de expiación. Esta es simplemente la bella enseñanza de hacer con otros lo que queremos que ellos hagan con nosotros. Queremos que Dios nos perdone. Por tanto, debemos perdonar a otros. Puesto que Dios nos perdona, debemos entender que Cristo está diciendo que la esencia de la religión es que Dios es amable con nosotros, y nosotros debemos ser amables con otros. Él es el Padre perdonador de todos; y puesto que lo es, debemos tratar a todos los hombres como hermanos”. Pero por supuesto, Jesús no está repudiando a Pablo. En realidad, como es evidente incluso de una lectura muy superficial, Jesús está diciendo que si no perdonamos a otros, Dios nos va a enviar al infierno. ¡Ese no es el evangelio del liberalismo! Obviamente, se requiere otra manera de entender sus palabras. Lo que tenemos que reconocer es que, en esta única historia, Jesús no nos está dando toda la teología bíblica. Lo que dice es cierto hasta donde llega, a saber, que hay una conexión irrompible entre nuestro perdón por Dios y nuestro perdón a otros. Eso pretende espabilarnos de cualquier letargo que tengamos y enfrentarnos al poder del evangelio que cambia vidas. Pero no quiere decir que seamos salvos perdonando a otros ni que la salvación, una vez adquirida, pueda perderse. Jesús no está excluyendo las otras partes del mensaje del evangelio. Simplemente está diciendo que, sean cuales sean las demás implicaciones (y hay muchas más), el perdón por lo menos debe ser parte del panorama. Aunque somos justificados por fe aparte de las obras de la ley, el ser justificado no es lo único que nos sucede al ser salvos. En realidad, ni siquiera es la primera cosa. La justificación es por fe, así que por lo menos la fe la precede. Y ya que, como Jesús le dijo a Nicodemo, no podemos “ver” ni “entrar en” el reino de Dios a menos que nazcamos de nuevo (Jn. 3:3, 5), la regeneración o nuevo nacimiento debe de preceder a entrar o creer. Eso quiere decir que nadie cree en Cristo y es justificado si no ha recibido ya una nueva

naturaleza, es decir, la naturaleza del Señor Jesucristo mismo. Esa es la propia naturaleza perdonadora de Dios. Así que aunque esa naturaleza no se manifiesta de un golpe, si somos justificados, tendremos esa naturaleza de Dios que inevitablemente se expresará cada vez más en perdón, de la misma manera que por Cristo, Dios nos ha perdonado. Podremos orar diciendo: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6:12). Los luteranos dicen: “Somos justificados solo por fe, pero no por una fe que está sola”. Siempre es fe y vida: primero, la vida de Dios adentro; luego, la expresión de la vida interior y divina en lo que hacemos. La conclusión es esta: si no perdonamos, no somos perdonados. No somos justificados. No somos hijos de Dios, sin importar cuál sea nuestra profesión. La parábola del deudor perdonado, pero no perdonador enseña tres cosas. En primer lugar, hay un juicio venidero. Jesús no pasó por alto esa enseñanza. Habló del perdón, pero también habló claramente de lo que le sucedió al hombre miserable en su historia. Fue echado en la cárcel hasta que pagara todo lo que debía. Ese juicio se cierne sobre todo aquel que no ha experimentado el perdón de Dios por Cristo. En segundo lugar, hay perdón. Dios sí perdona. Dios envió a Jesús para que fuera la base de ese perdón. En tercer lugar, la única prueba segura de que una persona ha recibido el perdón de Dios por verdadera fe en Jesús es un corazón transformado y una vida cambiada. ¿Cómo llevamos eso a los aspectos prácticos de nuestra vida, de manera que efectivamente comencemos a tratar a otros como hemos sido tratados? Lo hacemos estando ante el Dios tres veces santo y así viéndonos como los viles pecadores que somos —viles pero perdonados por la muerte del propio Hijo amado de Dios. La conciencia de eso debe llenarnos con tanta humildad que, simplemente, no tengamos otra alternativa, sino perdonar de todo corazón a otros.

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Los labradores malvados Mateo 21:33-46 Oíd otra parábola: Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron. Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Le dijeron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, que le paguen el fruto a su tiempo. Jesús les dijo: ¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, Ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, Y es cosa maravillosa a nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará. Y oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que hablaba de ellos. Pero al buscar cómo echarle mano, temían al pueblo, porque éste le tenía por profeta.

L

a primera de las grandes parábolas de Cristo sobre el juicio, que consideramos en el último capítulo, nos espabila de nuestro letargo. Se pretendía que aquella demoliera la presunción. En ella, Jesús enseñó que, a menos que se haya producido un cambio notable en nuestra vida, de manera que ahora perdonemos a otros así como nosotros hemos sido perdonados, no nos atrevemos a suponer que hemos nacido de nuevo, aunque podamos dar las respuestas verbales correctas a preguntas bíblicas. No somos salvados por una vida transformada; pero si hemos sido salvados por la misericordia de Dios en Cristo, recibido solo por fe, la transformación vendrá después, tan seguramente como la primavera viene después del invierno o el día viene después de la noche. Aun así, aquella parábola no examinó la profundidad del problema humano, aunque la sugirió. No mostró en términos lo suficientemente explícitos que nuestro maltrato a otros, en realidad, revela un odio a aquellas otras personas y que este, a su vez, es una expresión de nuestro odio a Dios. Esa enseñanza se da en la parábola a la cual llegamos ahora. La parábola de los labradores malvados cuenta que los hombres que habían sido seleccionados para administrar una viña por su dueño maltrataron a los siervos del dueño y, finalmente, mataron a su hijo. El padre es Dios; el hijo es Jesús; los siervos son los profetas. Así que la historia muestra que los hombres pecadores son tan virulentos en su odio a todos los demás, incluido Dios, que asesinan a los siervos de Dios y a su Hijo, y naturalmente asesinarían a Dios mismo si se rebajara a ponerse a su alcance. ¿Cuáles son los dos grandes mandamientos? El primero es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. El segundo es semejante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:37, 39; cp. Dt. 6:5; Lv. 19:18). Pero según esta historia, es correcto decir que el hombre en su estado pecaminoso hace precisamente lo contrario. Odia al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente, y odia a su prójimo como a sí mismo.

LA VID DE DIOS Cuando Jesús empezó su historia contando que un terrateniente plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre, se expresaba con suma claridad a sus oyentes judíos. Israel era la “vid” de Dios, y se sabía bien que todo lo que Jesús dijo en ese panorama inicial se había aplicado a Israel en el Antiguo Testamento. Isaías había escrito: “Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar” (Is. 5:1-2). Jeremías había registrado: “Te planté de vid escogida, simiente verdadera toda ella” (Jer. 2:21). Ezequiel declaró: “Tu madre fue como una vid en medio de la viña, plantada junto a las aguas, dando fruto y echando vástagos a causa de las muchas aguas” (Ez. 19:10). El salmista había escrito estas bellas palabras: “Hiciste venir una vid de Egipto; echaste las naciones, y la plantaste. Limpiaste sitio delante de ella, e hiciste arraigar sus raíces, y llenó la tierra. Los montes fueron cubiertos de su sombra, y con sus sarmientos los cedros de Dios” (Sal. 80:8-10). Esa imaginería era bien conocida para los oyentes de Cristo. Así que cuando contó la historia de la viña del terrateniente, no cabía ninguna duda de que hablaba de ellos y de aquellos que tenían la responsabilidad de su desarrollo espiritual. Ese hecho nos tienta a descartar la parábola como algo que se aplica solo a ellos y, por tanto, no a nosotros. Pero si esa es la manera en que estamos interpretando las observaciones de Cristo, estamos entendiéndolo de manera absolutamente incorrecta. Jesús contó la historia en esa forma porque hablaba a judíos. Pero ¿no la habría hecho igualmente directa si nos la contara a nosotros? Pudiera haber usado otra imagen; no sabemos cuál pudiera haber sido. O pudiera haber dicho simplemente que nosotros también podemos ser comparados con vides, tal como lo fue Israel. ¿No ha plantado a los habitantes de otros países en sus tierras? ¿No los ha cercado? ¿No los ha regado y cuidado? ¿No ha edificado una torre? ¿No ha enviado labradores a cuidar de ellos y a presentar sus frutos

selectos a Él cuando regrese por ellos? Claro que sí. Aun así no hemos sido fieles, como tampoco fue fiel Israel. Al hablar a su auditorio judío, Jesús se enfocó en la manera en que habían sido tratados y seguirían siendo tratados los siervos de Dios. En eso tenemos tanto historia como profecía. En la época de Elías, Jezabel asesinó a gran número de los profetas del Señor. En el reinado de Joás, el pueblo apedreó a Zacarías hijo de Joiada. Isaías, el mayor de todos los profetas, fue aserrado por la mitad por orden de Manasés, según la tradición judía. Las tumbas de muchos de esos hombres estaban en el valle de Cedrón, a distancia de una caminata breve de donde nuestro Señor hablaba, de manera que cualquiera fácilmente habría podido verificar que el trato que los profetas recibieron fue el que describió el Señor. El autor de Hebreos escribió: “otros [profetas] fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (He. 11:35-38). ¿Quiénes fueron los que hicieron todo eso a los profetas? Fueron los judíos, el mismo pueblo al que Jesús hablaba. La parábola de Cristo también fue profecía. No solo narraba lo que había pasado. Predecía lo que esa misma gente, los descendientes de los que habían asesinado a los profetas, le haría a Él. Hablamos de Jesús como dócil y dulce. Nos referimos a Él como la encarnación del amor. Nos referimos a sus muchas obras de sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, curar a los leprosos. Y esas son descripciones verídicas. Él era todas esas cosas. Pero ¿lo amaban por ello? Al contrario, era odiado porque, al mismo tiempo que hacía esas cosas buenas, también era el representante de Dios, y la gente lo odiaba por sus características divinas. NATURALMENTE ENEMIGOS DE DIOS

Años atrás, el mejor teólogo que jamás ha producido los Estados Unidos, Jonathan Edwards, escribió un discurso que desarrolló este tema con detenimiento. Se titulaba “Los hombres, por naturaleza, son enemigos de Dios” y se basaba en Romanos 5:10 (“Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”). La mayoría de nosotros, cuando vemos un texto así, nos enfocamos en la parte buena: en este caso, en la maravilla de la muerte de Cristo. Edwards no enfocaba las cosas así. Veía que nadie podía comprender la muerte de Cristo, la segunda parte del versículo, hasta que entendiera que era un enemigo de Dios, la primera parte. Así que, en ese discurso, examinó cómo somos enemigos de Dios hasta ser regenerados. Somos enemigos de Dios en varias formas, dice Edwards. En primer lugar, somos enemigos en nuestros juicios. Tenemos opiniones malas de Él. Edwards usa una ilustración aquí, preguntando: ¿Qué hace usted cuando está en alguna reunión y se ataca a algún amigo suyo? La respuesta es que salimos en su defensa. ¿Y cómo es cuando se elogia a un enemigo? En ese caso, introducimos cualquier factor negativo que podamos y aplastamos cualquier cosa en esa persona que se pudiera considerar digno de elogio. Así es en los juicios que la gente hace de Dios, arguye Edwards: Entretienen pensamientos muy bajos y despreciables acerca de Dios. Cualquier honor y respeto que finjan y aparenten hacia Dios, si se examina su práctica, mostrará que con toda seguridad lo consideran un Ser que ha de ser muy poco estimado. El lenguaje de su corazón es: “¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz?” (Éx. 5:2), “¿Quién es el Todopoderoso para que lo sirvamos? ¿De qué nos aprovechará que oremos a Él?” (Job 21:15). No lo consideran digno de ser amado ni temido. No osan comportarse con el grado de desprecio e indiferencia hacia uno de sus semejantes, cuando este está un poco más elevado que ellos en poder y autoridad, pero sí lo hacen hacia Dios. Estiman a uno de sus iguales mucho más que a Dios, y son diez veces más temerosos de ofender a tal persona, que de desagradar al

Dios que los hizo. Menosprecian en grado tan sumo a Dios que prefieren todo deseo vil antes que a Él. Y todo deleite mundano es puesto más alto en su estimación que Dios. Un bocado de comida o unos centavos de ganancia mundana son preferidos a Él. Dios es puesto en el último y más bajo lugar en la estimación de los hombres naturales.[1] La segunda manera en que mostramos que somos enemigos de Dios es en el deleite natural de nuestras almas. Edwards quiere decir que no le tomamos gusto naturalmente a Dios. En realidad, es todo lo contrario. Por naturaleza Él y sus atributos nos repugnan. En este punto, Edwards considera nuestro odio de los cuatro grandes atributos de Dios —la santidad, la omnisciencia, el poder y la inmutabilidad—, a los cuales a menudo me he referido haciendo eco de Edwards. Él dice de las personas no salvas: Oyen que Dios es un ser infinitamente santo, puro y justo, y por ese motivo no les gusta. No les gustan nada tales características; no se deleitan contemplándolas… Y debido a su repugnancia por esas perfecciones, les disgustan todos sus otros atributos. Le tienen mayor aversión porque es omnisciente y sabe todas las cosas, y porque su omnisciencia es una omnisciencia santa. No les agrada que Él sea omnipotente, y pueda hacer lo que le plazca, porque es una omnipotencia santa. Son enemigos incluso de su misericordia, porque es una misericordia santa. No les gusta su inmutabilidad, porque debido a eso nunca será diferente de lo que es, un Dios infinitamente santo.[2] Eso explica por qué los hombres y las mujeres no quieren tener mucho que ver con Dios, por qué tratan de mantenerse tan alejados de Él. Tengo una vecina que se opone tanto a Dios que uno ni siquiera puede testificarle. En el momento que surge el nombre de Dios, ella grita: “¡No me hable de Dios!”. Hasta detesta permitir que su hija de seis años oiga la mención de su nombre. Por eso, la gente no quiere ir con uno a la iglesia, no quiere leer libros cristianos, no quiere orar. A decir verdad, es la razón por la que

incluso los cristianos tienen tanta dificultad con algunas de esas cosas. En tercer lugar, Edwards dice que las personas son enemigas de Dios en su voluntad. Es decir, la voluntad de Dios y la de ellas son totalmente opuestas. Lo que quiere Él, ellas lo odian. Lo que Él odia, ellas lo desean. Edwards dice que por eso se oponen tanto al gobierno de Dios. No son súbditos leales, como deben ser, sino que se oponen a su gobierno en este mundo. Todo su deseo es expresado por el salmista: “Rompamos sus ligaduras [de Dios], y echemos de nosotros sus cuerdas” (Sal. 2:3). En cuarto lugar, las inclinaciones del hombre natural estallan contra Dios. Edwards estaba consciente de que en tiempos prósperos, cuando Dios parece dejar a los hombres en paz y sus planes no son perturbados, logran por lo general mantener escondidas sus malas inclinaciones hacia Él. Hasta serán un poco condescendientes en tales tiempos, como si del trono de su propio universo pudieran echarle una propina a Dios. Pero si son contrariados, si algo sale mal, su malicia arde contra Él. “Esta se demuestra en espantosas rebeliones del corazón, discusiones y riñas interiores, y pensamientos blasfemos, en los cuales el corazón es como una víbora, silbando y escupiendo veneno a Dios. Y por muy libre de eso que parezca ser, el corazón, cuando se lo deja en paz y seguridad, una cosa muy pequeña lo enfurecerá. Las tentaciones mostrarán lo que hay en el corazón. El cambio de las circunstancias de un hombre a menudo revelará el corazón”.[3] Edwards arguyó que esas inclinaciones verdaderas se verán más claramente cuando las personas sean echadas al infierno. Entonces, no habrá ninguna corrupción nueva, solo menos restricciones a lo que había estado presente todo el tiempo. Pero su odio a Dios arderá continuamente. En quinto lugar, los hombres son enemigos de Dios en su práctica. Aquí Edwards se acerca mucho a la enseñanza principal de la parábola de Cristo. Aunque los hombres y las mujeres no pueden herir a Dios, porque Él es superior a ellos, aun así hacen lo que pueden. Se oponen al honor de Dios, persiguen a sus profetas,

procuran frustrar su obra en este mundo y, en general, de buena gana “se alistan bajo la bandera de Satanás” como soldados. ¿Qué se ha de hacer con tales personas? Esa es precisamente la pregunta que Jesús mismo hizo a los que escuchaban su parábola. Habría podido dar la respuesta Él mismo. Habría podido decir: “Por su conducta malvada, el dueño de la viña volverá y destruirá a aquellos labradores”. Pero Jesús no la relató así. Más bien, se volvió a la misma gente a la que acusaba de ser tales labradores y les dijo: “Díganme, ¿qué hará el dueño cuando vuelva? Pronuncien sentencia ustedes. ¿Cuál es la reacción apropiada a una conducta tan malvada e imperdonable?”. La gente respondió correctamente: “A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, que le paguen el fruto a su tiempo” (v. 41). Al pronunciar esa sentencia, pronunciaron su propia condenación. Aquí me acuerdo del título de otro sermón de Jonathan Edwards: “La justicia de Dios en la condenación de pecadores”. Cuando la mayor parte de la gente oye ese título hoy día, queda muy desconcertada y se pregunta: “¿Qué tipo de persona debía de ser Jonathan Edwards para hablar así? ¿Qué tipo de persona relacionaría la justicia con la condenación?”. Pero Jonathan Edwards no fue el creador de tales ideas. Vienen de las palabras de los fariseos y los escribas mientras pronunciaban sentencia contra sí mismos al responder a la pregunta de Cristo. Más aún, esa es la sentencia que usted y yo debemos pronunciar contra nosotros mismos si somos sinceros. ¿Qué diría usted si Jesús le preguntara: “¿Qué piensas que debe hacer el dueño de la viña?”? A menos que seamos absolutos hipócritas e ignorantes, responderíamos como los dirigentes de la época de Jesús y así, de la misma manera, pronunciaríamos sentencia contra nosotros mismos. Somos tales personas, y esa es nuestra condenación. Oiga el juicio del Señor mismo. Después de escuchar lo que los hombres de su tiempo pensaban que se debía hacer, concluyó diciendo: “Jesús les dijo: ¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos? Por

tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará” (Mt. 21:42-44). Al final de su propio estudio de esta parábola, William Taylor, un gran maestro de la Biblia en Nueva York a principios del siglo XX, habló de tres grandes enseñanzas de la parábola. Contiene: 1. nuestro mayor privilegio, 2. nuestro mayor pecado, y 3. nuestra mayor condenación. El mayor privilegio es que se nos confíe el reino de Dios. Eso es lo que pasa cuando se predica el reino de Dios. Es puesto a nuestro alcance para que lo recibamos, nos alimentemos del mismo y entremos en él. Si alguien le ofreciera el privilegio de hacerse presidente de su país, no se podría comparar con el privilegio de recibir el reino de Dios. Si alguien le ofreciera el privilegio de convertirse en multimillonario, no se podría comparar con el privilegio de convertirse en hijo o hija del Altísimo. El mayor pecado es rechazar ese reino, que es rechazar a Jesucristo. Jesús no está aquí hoy día para que lo matemos. Pero hacemos lo que podemos, a menos que seamos hechos nuevamente por Dios. Rechazamos sus reivindicaciones y, sobre todo, rechazamos su señorío en nuestra vida. La mayor condenación es ser desmenuzado por el reino de ese mismo Cristo que se nos ofrece en la salvación. Cuando Jesús se refiere a ser desmenuzado por “esta piedra”, creo que se refiere a la visión que Nabucodonosor tuvo en tiempos del profeta Daniel. Nabucodonosor tuvo un sueño en que vio una estatua que representaba cuatro reinos mundiales sucesivos. Al fin de la visión, una piedra vino y golpeó la estatua, y la desmenuzó, y entonces la piedra se hizo una gran montaña que llenó toda la tierra (Dn. 2). La piedra es Cristo. La montaña es su reino. Por tanto, Jesús le estaba diciendo a la gente de su época: “Pueden ser parte de ese reino y así crecer conmigo y llenar la Tierra. Eso pasará por decreto del Dios Altísimo, mi Padre. O pueden oponerse a ese reino y ser destrozados”. No se ha de despreciar el juicio de Dios, porque no se ha de

despreciar a Dios. El Dios que ofrece salvación ahora es el que juzgará con justicia en el futuro. Si usted no lo quiere tener ahora como Salvador, en el día de su gracia, lo tendrá como su juez cuando esté ante su trono en el juicio final. Ahora es el día de gracia. Venga a Él. Venga ahora. Aun mientras decía esas palabras, el Señor Jesucristo iba rumbo a la cruz, a morir por los que quisieran tenerlo. Venga, y sea de ese grupo creyente.

[1] Jonathan Edwards, “Men Naturally Are God’s Enemies”, en The Works of Jonathan Edwards, 2 vols. (Edimburgo, Escocia y Carlisle, Pensilvania: Banner of Truth, 1974), 2:131. [2] Ibíd. [3] Ibíd.

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Siervos inútiles y cabritos inútiles Mateo 25:14-46 Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que

tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes. Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.

E

s imposible pensar en las parábolas del juicio sin pensar en seguida en las tres grandes parábolas que aparecen en Mateo 25: las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas, los talentos, y las ovejas y los cabritos. Cada una enseña conceptos similares, de

manera que el efecto acumulativo de las tres historias es particularmente fuerte. Aparecen en el último gran cuerpo de enseñanza registrado en el Evangelio de Mateo. En este momento, Jesús está a punto de ir a la cruz. Sus discípulos no lo verán más. Pero les recuerda que el día viene en que volverá como Juez de todos los hombres, y que todos los que son sabios deben prepararse para encontrarlo en ese juicio. Ya hemos estudiado una de esas parábolas: las vírgenes prudentes y las insensatas. Eso fue por su énfasis singular en la sabiduría y la necedad humanas. La consideramos junto con otras parábolas sobre el mismo tema: el rico necio (Lc. 12:13-21), el mayordomo infiel (Lc. 16:1-9), y constructores sabios e insensatos (Lc. 6:46-49). Ahora estudiaremos las dos parábolas del juicio restantes. UN JUICIO VENIDERO Pretendo considerar las cinco enseñanzas más obvias de estas parábolas. En primer lugar, en el futuro habrá un día de juicio final para todas las personas. Eso es tan obvio, basados tanto en las historias de Jesús como en nuestra experiencia de la vida, que parece casi infantil recalcarlo. Pero hay que hacerlo, porque la mayoría de las personas piensa en categorías precisamente opuestas. Jesús habló del juicio como obvio, pero esta gente considera que el juicio es la cosa más irracional y menos probable del mundo. ¿Qué piensa la mayor parte de la gente cuando uno habla de morir? La mayoría probablemente no quiere pensar en eso en absoluto, por supuesto; no está segura de qué hay —si es que algo hay—más allá de las puertas de la muerte. Si habla de eso, suponiendo que efectivamente hay algo más allá de esta vida, la mayor parte de la gente hoy día concibe la otra vida en términos buenos. Como mínimo cree en una continuación de la vida tal como la conocemos. O, si no es así, debe de ser algo mejor. Muy pocos consideran que podría ser algo peor. No se pueden imaginar que Dios sería un Dios de juicio. Esa situación relativamente nueva ha hecho que R. C. Sproul

hable de la doctrina actual de “justificación por muerte”. Antes se decía que los protestantes y los católicos discutían por la justificación. Los protestantes decían que es solo por fe (sola fide). Los católicos decían que la justificación es por fe más obras (fide et operae). Pero hoy ese desacuerdo está pasado de moda en el pensar de la mayoría de la gente. Para llegar al cielo, lo único que uno tiene que hacer es morir. Uno es “justificado” solo por la muerte. En eso nuestros contemporáneos son irracionales, así como lo son en la mayor parte de los demás asuntos espirituales. Este es un mundo malvado. No todos los pecados son juzgados en este mundo, ni son premiadas todas las buenas obras. Los justos sí sufren. Los culpables sí se liberan. Si este es un universo moral, o sea, si es creado y gobernado por un Dios moral, debe haber un juicio futuro en que se haga el balance de las cuentas. Los buenos deben prosperar, y los malos deben ser castigados. En la mayor parte de los tomos sobre escatología (las últimas cosas), hay tres puntos de gran énfasis: el regreso de Cristo, la resurrección del cuerpo y el juicio final. Pero de los tres, el único que es verdaderamente razonable es el último. No hay ninguna razón por la que Jesús deba volver otra vez. Vino una vez y fue rechazado. Si nos diera por perdidos y nunca volviera a pensar siquiera en este planeta, sería totalmente comprensible. Lo mismo es cierto en el caso de la resurrección: “polvo eres, y al polvo volverás” (Gn. 3:19). Si eso es todo lo que hay, ¿quién puede quejarse? Hemos tenido nuestra vida. ¿Por qué debemos esperar algo más? No hay nada de necesidad lógica en ninguno de esos dos asuntos en sí. ¿Pero el juicio? Esa es la cosa más lógica del universo, y cada una de estas historias dice muy claramente que habrá un día final de juicio. En el primer caso, lo encontramos cuando “vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos” (Mt. 25:19). En el segundo, el juicio será cuando “el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él” (v. 31). JUICIO POR OBRAS

La segunda enseñanza de las historias es el énfasis en las obras y, en efecto, en el juicio por obras. Eso es sorprendente y perturba en especial a los protestantes. Nos han enseñado que la salvación es por gracia mediante fe, aparte de las obras, y aquí el juicio se basa en lo que las personas han hecho o no han hecho. En el primer caso, es el uso o desuso de los talentos dados a los siervos por su señor. En el segundo, es el cuidado o la negligencia de los que tenían hambre o sed, o que eran forasteros o estaban desnudos, enfermos o encarcelados. No debemos olvidar aquí que ha habido una historia anterior, la parábola de las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas, donde se ha hecho hincapié en que las jóvenes prudentes velaron y esperaron fielmente al novio. Su velar y esperar corresponde a la fe. Por tanto, no podemos entender que estas historias que siguen enseñen que la fe en Cristo es innecesaria. Cristo creía en la fe. Aún así, estas historias completan el panorama al mostrar qué clase de fe es la que realmente espera al novio. No es una fe muerta. Una fe muerta no salva a nadie. Es una fe viva la que salva. En eso Jesús está en armonía con el apóstol Santiago, que dijo: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stg. 2:14-17). Usualmente se contrasta a Santiago con Pablo en este punto. Pero recordemos que Pablo también dijo que Dios dará “vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios” (Ro. 2:7-11). ¿Quiere eso decir que somos salvos por obras después de todo?

¿Quiere decir que la teología de la Reforma está equivocada? No, pero es una declaración de la necesidad de las obras como resultado de creer, si fuimos verdaderamente regenerados. Es la idea central de nuestro estudio de la parábola del siervo que no perdona (Mt. 18:21-35). Como dijimos allí, hay una conexión irrompible entre lo que creemos y lo que hacemos, porque creemos el evangelio solo porque somos regenerados, y las personas regeneradas inevitablemente comenzarán a llevar a la práctica la vida moralmente superior de Cristo. Nadie cree en Él si no se le ha dado una naturaleza nueva, la naturaleza de Jesús. Así que, aunque esa nueva naturaleza no se manifiesta de un golpe, si somos justificados, la tendremos e inevitablemente se manifestará cada vez más en el perdón y el servicio a otros, así como Dios nos ha perdonado y nos ha servido. No somos justificados por obras; pero si no tenemos obras, no somos justificados. No somos cristianos. Hay una advertencia aquí para nosotros, la cual no vimos en la historia del siervo que no perdonó. Cuando Jesús habló de los hombres que recibieron los talentos de su señor y que no los usaron sabiamente o no los usaron en absoluto, Él mostró que algunos de los siervos recibieron más que otros y que algunos recibieron menos. Un hombre recibió cinco talentos; los usó para ganar cinco más. Un segundo hombre recibió dos talentos; los usó para ganar dos más. El último siervo recibió uno. Él fue juzgado, pero no por no lograr ganar tanto como los que habían recibido más. Fue juzgado por no usar lo que tenía. Escondió su talento en la tierra y fue condenado por ello. Necesitamos recordar eso cuando hacemos comparaciones entre cristianos. Es cierto, como enseña esta historia, que el pueblo de Dios hará buenas obras. Con diligencia usarán los talentos que Dios les ha confiado. Pero no todos lo harán de la misma manera, al mismo nivel o en el mismo grado observable. Así que, aunque Dios juzgará la realización o no realización de esas obras, no conviene que nosotros lo hagamos. ¿Quiénes somos nosotros para decir que otra persona está sirviendo insuficientemente o incluso que está escondiendo su talento en la tierra? Quizá no esté haciendo lo que estamos haciendo nosotros, pero podría estar haciendo algo

muchísimo mejor, y solo nuestro pecado impide que lo observemos. Aquí se deben aplicar las palabras de Pablo: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Ro. 14:4). TODAS LAS BOCAS CERRADAS Ahora debemos restringir nuestra restricción o prevenir contra nuestra advertencia. La advertencia se aplica a nuestra consideración de otras personas, a quienes no estamos en condiciones de juzgar. Pero no se aplica a nosotros mismos. Al contrario, debemos ser rigurosos con nosotros mismos. No debemos pensar que se excusará un rendimiento pobre o inexistente. Eso nos lleva a la tercera enseñanza obvia de las historias: el fracaso de todas las excusas ante Dios. Mientras las leemos, encontramos que las personas que se veían confrontadas por el regreso del Señor pusieron diversas excusas, así como la gente hoy día pone excusas por su maldad. El hombre que había recibido un talento y lo había escondido en la tierra explicó que no había hecho más, porque tenía plena conciencia de la naturaleza de su señor: “Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo” (vv. 24-25). El hombre alegó que su conocimiento del carácter de su señor era una excusa para dejar de hacer lo que este deseaba. Era una cosa tonta, pero ¿no hacen lo mismo muchos hoy? Usan la teología de la justificación para excusar la obligación de cuidar de otros de manera práctica. Usan el conocimiento de la predestinación para excusar su llamado a evangelizar. Usan la perseverancia como excusa para ser perezosos. ¿Qué le dijo Dios a ese siervo? Le dijo que si tenía razón acerca del carácter de su señor, debía haber trabajado aún más duro. Y lo llamó malo y negligente: malo por su calumnia injustificada, y negligente porque ese era el verdadero motivo de su rendimiento

nulo. Según ese estándar, ¡cuántas personas malas deben de haber en nuestras iglesias! ¡Qué negligentes debemos de ser algunos! La segunda historia nos muestra otra excusa. En esa parábola, los malos son juzgados porque no han cuidado de los hermanos de Cristo. Pero responden: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?” (v. 44). Se quejan de que no veían a Jesús en los que eran necesitados. Pero para Él esa no es excusa alguna. Dice: “en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (v. 45). Usted puede ofrecer pretextos a otras personas: su jefe, sus padres, su pastor. Pero no piense que podrá ofrecer pretextos a Dios y quedarse tan tranquilo. El apóstol Pablo escribió que en el día del juicio “toda boca se [cerrará] y todo el mundo [quedará] bajo el juicio de Dios” (Ro. 3:19). No habrá ni una sola protesta cuando el Juez suba al estrado. ¡SORPRESA! En mi vida, he asistido a algunas fiestas sorpresa, en las que la persona honorada quedó realmente sorprendida. Sin embargo, lo más usual es que descubra la sorpresa, porque se ha fijado en los preparativos clandestinos o porque alguien sin darse cuenta ha “revelado el pastel”. Pero a veces la sorpresa realmente ha tenido éxito. Cuando leo estas historias del juicio, pienso que realmente va a haber una sorpresa para muchos en el día del juicio, y no será una sorpresa fingida. Muchos, si no todos, quedarán absolutamente estupefactos en el juicio de Cristo. Eso es cierto en cada una de estas historias, incluso en la que trata de las diez vírgenes. Las cinco que quedan afuera tocan a la puerta y gritan: “¡Señor, señor, ábrenos!”, y quedan completamente sorprendidas cuando no se abre la puerta. El hombre que no ha usado sus talentos queda igualmente sorprendido. Esperaba ser premiado. Así es también con los cabritos, que no han servido a otros como piensan que habrían servido a Cristo. Dicen: “¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la

cárcel, y no te servimos?” (v. 44). Quieren decir que habrían hecho todo lo que se les requería si solo hubieran visto a Cristo, pero ya que no lo vieron, no se pueden imaginar por qué se los juzga. Cada uno de esos individuos espera ser premiado. Cada uno espera entrar en el gozo del Señor. Aquí, supongo, se ve el retrato perfecto de la iglesia visible, pero no creyente. Será el fin de muchos que en su vida gritaban: “Señor, señor”, pero no hacían las cosas que Jesús ordenó. ¿Es usted uno de ellos? No nos atreveríamos a decir eso si el Señor no lo hubiera dicho primero, pero con su autoridad debemos decir que muchos que adoran en congregaciones al parecer cristianas, que seconsideran buenos cristianos, suponiendo que todo está bien con su alma, quedarán absolutamente sorprendidos en aquel día. Si tales personas serán excluidas de la presencia de Dios, ¿no debemos hacer lo que dice Pedro y “procura[r] hacer firme [n]uestra vocación y elección” (2 P. 1:10)? Justo antes de eso, Pedro había hablado de cómo se ha de hacer. Había hablado de esfuerzos por añadir virtud a fe, conocimiento a virtud, dominio propio a conocimiento, paciencia a dominio propio, piedad a paciencia, afecto fraternal a piedad, y amor a afecto fraternal. Pero concluye diciendo: “porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (vv. 10-11). La última enseñanza es la más grave de todas. Jesús habla de una división que no es simplemente por esta vida o por algunos momentos o años después de la muerte, sino por toda la eternidad. Es la división entre el cielo y el infierno, el gozo y el sufrimiento, la angustia y la alegría del Señor. En la última parábola, las ovejas son separadas de los cabritos, y estos últimos van “al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (v. 46). En la otra parábola, los fieles son invitados a compartir el gozo de su señor (vv. 21, 23), pero el siervo malo y negligente es echado “afuera, a la oscuridad, donde habrá llanto y rechinar de dientes” (v. 30, ). ¡Qué destino más nefasto es ese! Oscuridad, porque está separado de Dios, quien es la fuente de toda luz interior y exterior. Afuera, porque está apartado de Aquel que es el centro de todas las

cosas. En aquella oscuridad de afuera, no hay esperanza, no hay gozo, no hay amor, no hay risa. Solo hay llanto y rechinar de dientes para siempre.

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El hombre rico y Lázaro Lucas 16:19-31 Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá. Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos. n toda la Biblia, no creo que haya una historia más conmovedora ni más perturbadora que la del rico y Lázaro. Es conmovedora por su

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descripción de dos hombres, uno rico y el otro pobre. Están puestos en contraste, y el contraste no es solo entre sus circunstancias en esta vida, sino también entre sus destinos eternos en la otra vida. Este último contraste es marcado, absoluto y permanente. La parábola es perturbadora a causa de su representación del sufrimiento del rico. Es el único pasaje en toda la Biblia que describe explícitamente los pensamientos, las emociones y las palabras de alguien que está en el infierno. Se describe el infierno mismo en otras partes. Hay advertencias en contra de él. Pero esta es la única descripción de una persona que sufre en el infierno. Además de los contrastes bastante obvios que tenemos entre el hombre rico y el hombre pobre en la vida, en la muerte y en sus actitudes y sus conocimientos después de la muerte, hay algunos contrastes adicionales, pero más sutiles que se pueden observar de paso. LA CONDICIÓN TERRENAL El primer contraste es bastante obvio: el hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez” y el hombre pobre, Lázaro, “que estaba… lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico” (Lc. 16:19-21). Es importante reconocer que no hay nada aquí, ni en ninguna otra parte de la parábola, que condene al hombre rico por ser rico ni que alabe al hombre pobre por ser pobre. Es cierto que las riquezas del rico, sin duda, le causaron perjuicio, pues al parecer vivía para estas y nada más. Es difícil que los ricos entren en el cielo, como Jesús dijo en otra parte (Lc. 18:25). También es cierto que la pobreza de Lázaro lo benefició espiritualmente, pues carente de deleites y comodidades terrenales, sin duda, alzaba la mirada al cielo y buscaba consuelo divino. Pero pese a esas verdades, todavía es cierto que nada en la parábola alaba a Lázaro por su pobreza ni condena al rico por sus riquezas. Esta es simplemente una descripción de dos hombres: uno rico y otro pobre. Así eran las

cosas, y así son las cosas. Siempre habrá ricos, algunos irán al infierno y otros, al cielo. Siempre habrá pobres, algunos irán al cielo y otros, irán al infierno. Pero hemos de concentrarnos en la distinción espiritual y no solamente en la terrenal. No obstante, vale la pena hacer hincapié en que la pobreza de Lázaro le era una bendición indirecta, como ya he indicado. Pensamos en la privación como irremediablemente mala, pero eso no era cierto en el caso de Lázaro. En su sufrimiento, se veía obligado a acercarse a Dios, mientras que el rico no sentía tal necesidad. Lázaro debió de haberse llenado la mente de las palabras de las Escrituras. Debió de haber orado. De esa manera, encontró a Dios y, habiéndolo encontrado, llegó a ser en verdad más rico que el hombre rico, aunque el mundo nunca habría podido ver esa realidad. Eso nos lleva a lo más importante que se puede decir de estos dos hombres en su condición terrenal. Comenzamos con el contraste superficial: un hombre rico y un hombre pobre. Pero en este punto necesitamos dar más detalles. El hombre que era rico en los bienes de este mundo era en realidad pobre en lo espiritual, mientras que el hombre pobre era rico en lo espiritual. Desde la perspectiva de Dios, ese es un contraste entre un rico pobre y un pobre rico, entre uno que no tenía a Dios, aunque tenía mucho más, y uno que tenía a Dios, aunque le faltaba todo lo demás. En esa etapa de su vida, ninguno de esos hombres se cambiaría de buena gana por el otro. El rico no valoraba las riquezas espirituales de Lázaro, así que no habría deseado el cambio. Y Lázaro, que valoraba las riquezas de una vida con Dios, no habría aceptado ser el rico, ni por su prosperidad ni por la de nadie más. LO QUE HIZO LA MUERTE La siguiente etapa de la historia es la muerte de los dos hombres: “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado” (v. 22). El entierro del hombre rico debió de haber sido una cosa magnífica. Había sido favorecido en la vida, y algunos de los adornos de su

vida terrenal debieron de haberlo seguido a la tumba. Habría habido gran pompa, gran riqueza, grandes montones de flores, grandes multitudes de dolientes. En cuanto a Lázaro, no se dice siquiera que fue enterrado, aunque es bien posible que lo fuera: sin ceremonias, sin pompa, descuidado. Pero ya fueran ricos o pobres, los dos murieron. En ambos casos, la vida terrenal se terminó. Por eso se ha llamado a la muerte “el gran igualador”, aunque esa es una frase errónea en la mayoría de los casos. Brownlow North era un miembro de la nobleza inglesa que llevaba una vida despreocupada hasta su conversión en 1854. Después de eso, se convirtió en predicador y participó en los grandes avivamientos en Irlanda en 1859. Cuando North predicó sobre esta parábola, cuenta que, en cierto momento, muchos de los pobres de su época tenían la idea de que su condición en la vida inevitablemente sería reparada en el otro mundo. Uno le dijo: “Señor, la idea de que yo vaya a morir y terminar con esta vida es mi única felicidad en la tierra. Mi único placer es saber que pronto debo morir, y que con mi muerte mis penas y mis sufrimientos se acabarán”. Otro dijo: “Nunca he conocido nada más que el sufrimiento; y ahora estoy muriendo de la manera en que he vivido. ¿Piensa que Dios va a permitir que yo sea miserable en el otro mundo? Son los ricos, y no los pobres, los que sufrirán en el mundo por venir”.[1] Muchos tienen esa opinión hoy día, pero es tan errónea hoy como lo era entonces. La muerte es un igualador solo en el sentido de que todos mueren: “Deben los jóvenes y las señoritas dorados, al igual que el deshollinador, volverse polvo” (Shakespeare). Pero no necesariamente iguala las bendiciones y las angustias de este mundo. Al contrario, a veces las acentúa. Eso nos lleva al tercer contraste de la parábola, pues según esta historia las verdaderas riquezas de Lázaro fueron aumentadas en la vida por venir, mientras que la verdadera pobreza del rico fue intensificada. El rico había vivido sin Dios en este mundo, así que murió sin Dios y no tenía nada de Él en la vida del más allá. Al contrario, tenía sufrimiento. Se nos dice: “en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos” (v. 23). Lázaro había vivido con Dios aquí y

tenía aún más de Él en el cielo. Fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. En ese punto, tenemos un rico pobre que se vuelve más pobre y un pobre rico que se vuelve más rico. El rico, que no tenía ninguna parte de Dios, no solo perdió a Dios para siempre; perdió incluso las cosas hermosas (ropa, casa y comida) que había tenido. Lázaro no solo tenía a Dios para siempre; también encontró otras bendiciones. Eso es lo que hace que el infierno sea tan terrible, y que el cielo sea una bendición tan grande. No es simplemente que el infierno sea un lugar de sufrimiento, aunque lo es. Es que la pérdida de los que están en el infierno se vuelve cada vez más aguda, y la desesperación de los perdidos, cada vez más desesperada. En el cielo, los placeres de los santos aumentan para siempre. LOS MOMENTOS DESPUÉS DE LA MUERTE Hasta aquí el contraste entre el rico y Lázaro ha seguido líneas opuestas, pero paralelas: 1. riquezas terrenales frente a pobreza terrenal, 2. verdadera pobreza frente a verdaderas riquezas, 3. un aumento de verdadero sufrimiento frente a un aumento de verdadera bendición. Pero aquí el contraste varía. ¿Qué les sucedió a Lázaro y al rico en los momentos después de la muerte? ¿Quedaron sorprendidos, asombrados? Sus valores en la vida, ¿fueron puestos en entredicho o cambiados completamente? La respuesta es que la perspectiva de Lázaro permaneció esencialmente sin alterar. Había conocido a Dios en la vida, y Dios no lo decepcionó después. Si hubo alguna diferencia, fue solo mayor aprecio y más entendimiento de lo que ya tenía. Con el rico, la situación fue muy diferente. La muerte le causó una impresión fuerte, la sorpresa más desagradable que se pueda imaginar. Trastornó por completo su sistema de valores y le introdujo pensamientos que nunca creyó que tendría. Podemos decir del rico pobre que se volvió más rico en conocimientos, a la vez que se volvió más pobre en su estado espiritual. Se volvió más rico en tres aspectos. En primer lugar, se nos dice que en el infierno “alzó sus ojos… y vio de lejos a Abraham, y a

Lázaro en su seno” (v. 23). El rico nunca había alzado los ojos al cielo en toda la vida. Si creía siquiera en el cielo, era con esa clase de conocimiento puramente intelectual que tienen los diablos, pero sin beneficiarse del mismo; y es bien posible que haya dudado de la existencia del cielo. Pudiera haber dicho, como dicen muchos hoy día: “El único cielo que existe es el que pueda crear para mí aquí, y el único infierno que existe es el infierno que algunos aguantamos en la tierra”. ¡Cuánto cambió ese concepto en los primeros momentos después de la muerte! El hombre rico pudiera haber pensado que la muerte misma era un infierno, su único infierno. Pero al morir descubrió que, lejos de ser un infierno, incluso la muerte era el cielo comparada con lo que ahora sufría. Alzando los ojos vio “de lejos” a Lázaro y Abraham en el cielo. No sé si nuestro Señor pretende enseñar aquí que los que están en el infierno literalmente pueden ver a los que están en el cielo y que los que están en el cielo pueden ver a los que están en el infierno. Es posible que eso sea lo que quiere decir. Por otra parte, podría ser solo lenguaje figurado. ¿Pero qué importa? Si no es una visión literal con los ojos, por lo menos es una visión con el entendimiento. Y quiere decir que en los momentos después de la muerte, aunque el rico no hubiera reflexionado sobre el cielo en esta vida, ahora se enteraba de que había un cielo así como un infierno. Y sabía que él no estaba en el cielo. El segundo aspecto en que ese rico pobre se volvió más rico en conocimientos era en la oración. No solo llegó a saber algo que no sabía antes; hizo algo que no había hecho antes. Comenzó a orar, convencido ahora de que había un motivo para orar y algo por lo cual orar. Cometió muchos errores en la oración, como uno esperaría de un hombre que no había pasado la vida buscando y sirviendo a Dios. Oró a Abraham, en vez de a Dios Padre. Eso fue inútil, porque solo Dios contesta las oraciones. Además, pidió lo imposible: “Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama” (v. 24). Cuando Abraham respondió que eso no era posible (“una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los

que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá”, v. 26), el rico pidió otra cosa imposible: “Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento” (vv. 27-28). Eso también fue inútil (“Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos”, v. 31). Aun así, a pesar de sus errores en cuanto al único objeto verdadero y la naturaleza verdadera de la oración, esa fue por lo menos una petición espiritual genuina y sentida. No pretendo sugerir que el rico nunca hizo en la vida lo que a veces llamamos “orar”, o sea, “rezar” como actividad rutinaria. Bien pudo haberlo hecho. Era judío. Probablemente, era un miembro destacado de su comunidad, y tales personas, por lo general, actúan de manera religiosa. Es posible que el rico asistiera a la sinagoga e hiciera lo que se esperaba. Habría recitado oraciones. Pero en toda la vida, el rico nunca había orado en verdad. Ninguna oración genuina, estremecedora, sincera, que buscara a Dios, jamás había salido de sus labios. Pero ahora estaba muerto y, en los primeros momentos después de la muerte, oró. Oró con más pasión de la que jamás había mostrado por nada antes. La tercera cosa que aprendió el rico es trágica: que su oración fue demasiado tarde. Al saber eso, debió de haber sufrido los extremos de la desesperación. Leí un relato de la desesperación de una familia, cuya madre había muerto. Le habían diagnosticado un cáncer. Iba a morir en tres meses, pero la familia no podía soportar el pronóstico. No podían creer que la muerte iba a llevarse a su esposa y madre, y que no había absolutamente nada que pudieran hacer para cambiarlo. ¡Impotentes! Ese era el elemento verdaderamente trágico. Pero si así fue en un caso de simple muerte física, ¡cuánto mayor será el sentido de impotencia y cuánto más aguda la desesperación en los momentos después de la muerte para los que están en el infierno y que se dan cuenta de que, por más que oren, nunca cambiará su condición! Cuesta imaginarse una mayor tragedia que la que estoy describiendo. Perderse una oportunidad es malo. Perderse la mayor

oportunidad de todas —la oportunidad de vida con Dios en el cielo— es terrible. Pero perderse eso para siempre y saber que se lo ha perdido es una tragedia casi intolerable. Sin embargo, eso es lo que Jesús dijo que experimentó el rico. Ese fue su destino. Con eso se nos presenta un último contraste. Vimos el contraste entre las condiciones terrenales del hombre rico y el mendigo: el contraste entre su estado verdadero —el rico que en realidad es pobre, y el pobre que en realidad es rico—; el contraste entre sus experiencias en la muerte —el rico pobre se volvió más pobre, y el pobre rico, más rico—; y el contraste entre el desenvolvimiento de la experiencia del hombre pobre y el despertar brusco del hombre rico ante las realidades espirituales. En esos momentos que pasaron rápidamente después de la muerte, el rico vio el cielo, oró en vano y se desesperó. Pero ahora vemos este contraste final: entre lo desesperada de la condición del rico después de la muerte y lo esperanzadora que era su condición antes. Después de la muerte, no hay ninguna posibilidad de cambio. Pero en esta vida lo hay, y por tanto, podemos decir acertadamente: “Donde hay vida hay esperanza”, hablando en términos espirituales. Con esta nota concluyo: la oportunidad que todavía tienen todos los que oyen esta parábola, en vez del fin de las oportunidades, que vendrá cuando se nos lleve la muerte. No importa quién es usted o qué haya hecho o dejado de hacer, todavía no está en la posición del hombre rico que oró, pero que, porque oró en el infierno, oró demasiado tarde. Para usted no es demasiado tarde. Puede orar; puede encontrar a Dios ahora. Puede volverse del pecado y creer en el Señor Jesucristo como su Salvador. Puede llegar a Cristo por muchos caminos, pero solo por medio de Cristo puede llegar al cielo (Jn. 14:6). Uno de los grandes escritores de la era isabelina de Inglaterra fue Christopher Marlowe, quien escribió lo que probablemente es el tratamiento clásico en inglés de la leyenda de Fausto. Fausto era el personaje que, según el relato, vendió su alma al diablo a cambio de conocimientos secretos y placer intenso en la tierra. El diablo le dio esas cosas. Pero en la historia, llega el momento en que el tiempo de Fausto en la tierra se acaba, y el diablo viene a llevarlo a la

condenación. En el Doctor Faustus [Doctor Fausto] de Marlowe, Fausto, desesperado, suplica que el tiempo se detenga: O lente, lente, currite noctis equi! [El verso, en latín, quiere decir: “¡Corran lentamente, lentamente, caballos de la noche!”]. Todavía se mueven las estrellas, corre el tiempo, el reloj dará la hora, el diablo vendrá, y Fausto ha de ser condenado. Esas palabras hielan el corazón. Paralizan la voluntad. Pero alabado sea el Dios de toda la gracia, porque esas palabras están equivocadas. ¿Por qué? Porque no es posible vender el alma al diablo. El diablo no es el dueño de nadie, y mientras todavía vivamos, no es necesario que nadie sea condenado. Cristo es predicado. La puerta está abierta. Jesús mismo dice: “Todo el que quiera puede venir”. No espere señales. No espere milagros. Abraham dijo que los hermanos del hombre rico no creerían “aunque alguno se levantare de los muertos”. Usted tiene las Escrituras, la Biblia, y la historia dice: “A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan a ellos!” (v. 29). Escuche esa palabra. Jesús dijo: “ellas son las [Escrituras] que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39). Si usted todavía no es creyente en Jesucristo, le encomiendo esa Palabra. Se la recalco por el bien de su alma.

[1] Brownlow North, The Rich Man and Lazarus: A Practical Exposition of Luke 16:19-31 (Edimburgo, Escocia y Carlisle, Pensilvania: Banner of Truth, 1979), pp. 17-23.

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Título del original: The Parables of Jesus, © 1983 por James Montgomery Boice, y publicado por Moody Publishers, 820 N. LaSalle Boulevard, Chicago, IL 60610. Traducido con permiso. Edición en castellano: Las parábolas de Jesús, © 2017 por Editorial Portavoz, filial de Kregel, Inc., Grand Rapids, Michigan 49505. Todos los derechos reservados. La traducción fue cedida por Editorial Patmos, y revisada y actualizada por Natalia Carrá. Diseño de portada: Dogo Creativo Realización ePub: produccioneditorial.com Ninguna parte de esta publicación podrá ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otro, sin el permiso escrito previo de los editores, con la excepción de citas breves o reseñas. A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Reina-Valera 1960™ es una marca registrada de American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia. El texto bíblico indicado con “RVR-95” ha sido tomado de la versión Reina-Valera 1995, Reina-Valera 95® © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Todos los derechos reservados. El texto bíblico indicado con “NVI” ha sido tomado de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional®, copyright © 1999 por Biblica, Inc.® Todos los derechos reservados. El texto bíblico indicado con “DHH” ha sido tomado de versión Dios Habla Hoy, © 1966, 1970, 1979, 1983, 1996 por Sociedades Bíblicas Unidas. Todos los derechos reservados. Las cursivas añadidas en los versículos bíblicos son énfasis del autor. EDITORIAL PORTAVOZ 2450 Oak Industrial Drive NE Grand Rapids, MI 49505 USA Visítenos en: www.portavoz.com ISBN 978-0-8254-5734-0 (rústica) ISBN 978-0-8254-6625-0 (Kindle) ISBN 978-0-8254-8780-4 (epub) 1 2 3 4 5 edición / año 26 25 24 23 22 21 20 19 18 17

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