La Estructura de La Persona Humana

El hombre ante sí mismo Reflexiones sobre el capítulo VI de «La estructura de la persona humana», de Edith Stein PSIC

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El hombre ante sí mismo

Reflexiones sobre el capítulo VI de «La

estructura de la persona humana», de Edith Stein

PSICOLOGÍA Profesor: P. Vicent Igual Alumno: Samuel Gutiérrez

I. INTRODUCIÓN ¿Qué es el hombre? ¿Qué es lo que lo hace diferente al resto de seres vivos? ¿Cuál es su especificidad y al mismo tiempo su principal valor? Algunas de las preguntas que aborda con valentía Edith Stein en La estructura de la persona humana son preguntas que han acompañado, y siguen acompañando, la historia del pensamiento. Preguntas de ayer, hoy y siempre, que no admiten simplificaciones y que requieren necesariamente una respuesta multidisciplinar. Una respuesta, además, que no podrá ser nunca final, sino aproximativa, dada la complejidad del ser humano y la dificultad, nunca resuelta, de captar el misterio del hombre en toda su plenitud. Convencida de la importancia que tiene la concepción metafísica y antropológica del hombre de cara a un ejercicio satisfactorio de la pedagogía, Edith Stein nos sumerge, en esta obra, en las aguas profundas de la persona humana. Busca su verdadero rostro, aquello que la hace única y excepcional, para poder así responder de la mejor manera posible a los desafíos acuciantes que en toda época la asaltan. La complejida y riqueza de la temática abordada por la filósofa judía, discípula aventajada de Edmund Husserl, hacen de esta obra una cima de difícil acceso que obliga al lector a encararla con «temor y temblor». Prácticamente en el epicentro de este curso dictado en Münster durante el semestre de invierno de 1932-1933 hallamos el capítulo VI, al que nos referiremos, en el que la autora traza el punto de inflexión entre lo animal en el hombre y lo específicamente humano. A partir de entonces el discurso asciende, casi en vertical, acerca del alma, lo más íntimo de la estructura humana para Edith Stein, y la dimensión social del hombre, para concluir con el paso de la consideración filosófica del hombre a la teológica.

II. LO ANIMAL EN EL HOMBRE En su aproximación filosófica hacia el conocimiento de la estructura de ser humano, tras haber repasado la condición material, orgánica e incluso animal del hombre, Edith Stein encara el punto decisivo con la constatación de las semejanzas entre la estructura del hombre y la de los animales: «Una apertura sensitiva para impresiones externas e internas, así como la capacidad de reaccionar a la impresiones externas con movimientos y acciones de tipo instintivo» (p.89). Junto con esta constatación

aparece también la gran diferencia, el salto hacia lo específicamente humano: «Somos precisamente nosotros quienes podemos experimentar, en nosotros mismos, qué quiere decir ese percibir sensible y ese actuar reactivo» (p.89). Y añade: «Disfrutamos de esta posibilidad porque no somos seres meramenye sensitivos, sino que también estamos dotados de conocimiento espiritual.» He aquí el quid de la cuestión, lo que hace que el hombre sea hombre, cuestión, sin embargo, que Edith Stein abordará más tarde, tras haber antes descrito y precisado cuál es el sustrato animal de la vida del hombre. Advierte, no obstante, que esta captación de lo animal en nosotros solo es posible desde nuestra condición espiritual, es decir, desde el previo e ineludible reconocimiento del hombre como persona. Como insiste la autora en explicar detalladamente, la persona y el animal coinciden en su capacidad de apertura para dejarse afectar por impresiones (sensaciones) internas y externas, así como en su capacidad de reaccionar a esas impresiones con movimientos y acciones de tipo instintivo (a veces de manera consciente y otras de manera inconscientes). Hombres y animales experimentamos una serie de «movimientos anímicos» ante las sensaciones y, en mayor o menor medida, reaccionamos instintivamente, aunque en el caso de la persona los instintos nunca «serán tan finos y seguros como los de los animales» (p.90). La respuesta del hombre no está determinada por el instinto, sino que interviene también la voluntad, como veremos más adelante. En este punto, el Dr. Aquilino Polaino, catedrático en psicopatología, sostiene, además, que «la persona no experimenta las impresiones sensibles como puros estímulos sensoriales, sino que a través de la percepción —que no es meramente pasiva— alcanza una cierta verdad. La misma persona humana tiene ya pretensión de verdad, es decir, está abierta y articulada con la racionalidad y, por consiguiente, forma parte de suyo, de las funciones cognitivas. En la percepción ya hay un comienzo de abstracción y de aprehensión de verdad de las que carece el animal»1. Es indudable, pues, que en el hombre los estímulos recibidos no son meras impresiones sensoriales, sino que estos están dotados de un significado inscrito en la naturaleza de las cosas: un «orden objetivo de los entes», un «logos que los dirige»... El hombre es capaz de ver los estímulos como pertenecientes a las cosas, y esto es algo que los animales no son capaces ni de sospechar. Es otra de las grandes diferencias entre la vida animal y la vida espiritual-personal. En ambos casos, no obstante, nos 1

A. POLAINO, «La estructura de la persona humana, según Edith Stein», en Metafísica y Persona. Filosofía, conocimiento y vida núm. 2 (2009), p. 60.

hallamos ante una unidad corporal-anímica, a la que se le pueden atribuir no solo movimientos anímicos puntuales, sino también características permanentes (sentidos potentes o débiles, instintos seguros o inseguros, facultades...). Unos y otros están íntimamente relacionados, ya que «los movimientos y actos puntuales nos dan a conocer el modo de ser permanente» (p.91). «La vida anímica que se nos revela en los actos puntuales —afirmará también— tiene su fundamento ontológico en la potencia, y las potencias adquieren en los actos correspondientes una forma de ser distinta» (p.92). Teniendo en cuenta que la potencia (facultad, capacidad) es el principio de superación del actuar humano, Edith Stein advierte que cada acción realizada por la persona «reobra y modifica la potencia que originó su acción». Las potencias no son, por tanto, algo fijo, sino que se transforman produciéndose un incremento en la facilidad de actualizarse. Es lo que en filosofía tradicional se llamará hábitos o virtudes, y en la psicología empírica habilidades o destrezas.

III. UNIDAD DEL ALMA Las relaciones existentes entre potencias, hábitos y actos son una de las pruebas más elocuentes de la unidad del alma. Tanto es así que al hombre no le es posible desarrollar estas potencias simultáneamente ni tampoco actualizarlas todas a la vez: «En cada momento concreto el hombre solo puede actualizar muy poco de lo que él es potencialmente (...); muchas de las capacidades del hombre quedarán sin realizar a los largo de su vida» (pp.92-93). No todas las potencias llegarán a convertirse en hábitos e incluso algunas de ellas, al no llegar a actualizarse, pueden quedar atrofiadas. «Ningún comportamiento es por eso irrelevante para la persona —sostiene el Dr. Polaino—, aunque naturalmete hay que admitir una amplia diversidad en la gradual relevancia de los diversos comportamientos. De aquí que importe mucho cómo nos conducimos, qué decisiones tomamos, qué facultades desarrollamos o por qué fines optamos.»2 «El ser humano —continúa señalando— no es reductible a lo que la persona hace, entre otras cosas porque la persona es mucho más que lo hecho por ella. La persona es en parte lo que hace, pero en parte también lo que no hace, es decir, el modo en que no se modifican sus facultades por omisión de ciertos comportamientos que po2

Ibíd, 62.

drían acrecerlas o disminuirlas, perfeccionarlas o empobrecerlas.»3 El ser humano, para Stein, es un «todo vital unitario en continuo proceso de hacerse y deshacerse» (p.93). De ahí la importancia decisiva el conocimiento personal para poder dirigir con garantías el propio comportamiento. «Si ignoramos quiénes somos —coincidirá en recordar el catedrático Aquilino Polaino—, cómo funcionan nuestra facultades, qué características tienen, cuál es el fin de nuestra vida... es muy difícil en la práctica que podamos comportarnos de la mejor forma posible para nuestra propia persona.» Es necesario, pues, conocer bien el manual de instrucciones de la estructura de la persona humana, algo que es específico solo del hombre, el único responsable de «lo que ha llegado a ser, o de lo que no ha llegado a ser»4.

IV. SER PERSONA: LIBRE Y ESPIRITUAL Pese a tantas realidades que puedan querer gritar lo contrario, Edith Stein muestra una confianza radical en el ser humano, al que le exige hacer de sí mismo algo concreto: «Puede y debe formarse a sí mismo.» Solo el hombre es capaz de decir de sí mismo «yo». Frente al alma muda de los animales, el hombre es señor de su alma, y puede abrir y cerrar sus puertas: «La mirada de un hombre habla. Un yo dueño de sí mismo y despierto me mira desde esos ojos (...). Ser persona quiere decir ser libre y espiritual. Que el hombre es persona: esto es lo que lo distingue de todos los seres de la naturaleza» (p.94). En su afán por asegurar bien cada pequeño avance en la cordada hacia la cima, la discípula de Husserl y poco después monja carmelita se esfuerza por precisar cada uno de los conceptos que van apareciendo. La espiritualidad la asocia al despertar y a la apertura: «No solo soy y no solo vivo, sino que sé de mi ser y de mi vida» (pp.94-95). Un saber hacia dentro (de uno mismo) y un saber hacia fuera (las cosas). La persona trasciende su ser revelándose a los demás y sobre todo dotando de significado el mundo que la rodea. Desde esta calidad de yo despierto y espiritual se sostiene la libertad del hombre — yo puedo—, que «no está entregado inerme al juego de los estímulos y las respuestas (como los animales), sino que puede hacerles frente, puede poner un veto a lo que

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Ibíd, 62. Ibíd, 63.

sube dentro de él». Como explicará Polaino, «el comportamiento humano no está determinado, aunque sí condicionado. Este espacio o ámbito que va del condicionamiento a la determinación es el que, precisamente, ocupa la libertad»5. Un ámbito, el de la libertad, que es propio de la persona humana, que reside en su núcleo más íntimo, aunque se manifieste básicamente en su comportamiento: «Los actos libres proceden de una persona, en función del fin y los medios que ha diseñado para ello, que actúa según su peculiar esencia, con relativa independencia de sus condiciones ambientales y de los condicionamientos corporales a través de los cuales los lleva a cabo.»6

V. EL «YO» QUE SE FORMA A «SÍ MISMO» «El yo debe y puede formarse a sí mismo.» La fórmula empleada por Edith Stein para definir al hombre en su especificidad contiene una fuerza singular, una belleza que no se deja atrapar fácilmente por las palabras... Solo podemos intentar aproximarnos. Como lo hace, con rigor y al mismo tiempo humildad, la filósofa carmelita. «Yo» y «sí mismo» comparten esferas de significado pero no se identifican. Lo que forma y lo que es formado no pueden solaparse por completo. Nos introduce en las dos grandes facultades que caracterizan a la persona humana, el entendimiento y la voluntad, el conocer y el querer, que determinan la forma básica de vida anímica bajo la coordenada común de la intencionalidad: «El yo capaz de conocer, el yo “inteligente”, experimenta las motivaciones que proceden del mundo de los objetos, las aprehende y les da seguimiento en uso de su libre voluntad. Es necesaria y simultáneamente un yo volente, y de su actividad espiritual voluntaria depende qué sea lo que él conoce. El espíritu es entendimiento y voluntad simultáneamente: conocer y querer se hallan recíprocamente condicionados.» Para Edith Stein, ser persona es fundamentalmente «estar dotada de razón», pero entendiendo la razón en un sentido mucho más rico del que estamos acostumbrados. En su obra principal, Ser finito y ser eterno, precisaba, poco antes de estas conferencias, qué quería decir con ello: «Se llama dotada de razón a una criatura que puede comprender la normalidad de su ser propio y según esto puede orientarse con su

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Ibíd, 65. Ibíd, 66.

comportamiento. Además corresponde el entendimiento como don de comprensión y la libertad como el don de configurar por sí mismo el propio comportamiento. Si el hecho de poseer la razón pertenece al ser persona, entonces la persona en cuanto tal debe tener entendimiento y libertad.»7 Bajo esta perspectiva, queda claro que la razón pertenece al mundo del espíritu: «La materia sometida a formalización espiritual no está constituida por meras sensaciones, y el mundo en el que vivimos no es meramente un mundo perceptivo.» Aunque la relación entre alma y espíritu, como lo específicamente humano, la ahondará en el capítulo siguiente del libro, vale la pena subrayar qué entiende la autora por espíritu, tal y como lo expresa filosóficamente en Ser finito y ser eterno: «Hemos designado lo espiritual como lo no espacial y lo no material; como lo que posee un “interior” en un sentido completamente no espacial y permanente “en sí”, en cuanto sale de sí mismo. Este “salir de sí” le es de nuevo esencialmente propio: no como si no tuviera un “en sí”, sino porque entrega enteramente su él mismo sin perderlo, y en esta entrega se manifiesta enteramente.»8 El profesor Ezequiel García Rojo afirma que «sobre esta noción de espíritu descansa la relación interpersonal, la comunicación entre espíritus, incluido con el espíritu divino. En pocas palabras: la vida espiritual (también la mística), en cuanto un salir de sí para abrirse y acoger a otros espíritus sin perder nada de sí, es posible gracias al espíritu»9.

VI. EL MUNDO DE LOS VALORES En las antípodas de lo que dictaban los postulados de la psicología sin alma, para los que «el mundo interior no es tan interior, sino simple caja de resonancia de cuanto acontece en el exterior», la autora de La estructura de la persona humana subraya la importancia decisiva del interior en el sentir y actuar humano. Los propios sentimientos son considerados por Stein, «por un lado, como escala de los estados interiores de la persona, en los que se reconoce a sí misma como estando de uno u otro humor; por otro lado, como pluralidad de actos intencionales en los que se le dan al hombre ciertas cualidades de los objetos, a los que denominamos cuali7

E. STEIN, Ser finito y ser eterno. OC III, Burgos: Monte Carmelo 1996, p. 958. Ibíd, 956. 9 E. GARCÍA ROJO, «El Castillo del Alma», en Revista de Espiritualidad núm. 72 (2013), pp. 573-594. 8

dades de valor» (p.98). Así, los sentimientos nos dirigen y nos encaminan hacia el descubrimiento de los valores. Esta consideración pone de manifiesto, según el Dr. Polaino, «la peculiar estructura de la persona, que resulta alcanzada y afectada por los valores que descubre, que son los que remueven propiamente su afectividad». En este sentido, considera «una simplificación inaceptable reducir la vida afectiva al mero emotivismo fenoménico», e invita a no despreciar el ámbito de los sentimientos y de las emociones. Edith Stein distingue entre dos tipos de valores: objetivos y subjetivos. Los primeros son los que nos revelan los objetos y que hacen que nuestro entorno se manifieste como «un mundo de lo agradable o desagradable, de lo noble y lo vulgar, de lo bello y lo feo...». Los valores subjetivos están más en función del sujeto que los capta: cuando se nos muestra el «mundo de lo útil y lo nocivo, lo entusiasmante y lo repelente, lo que nos hace sentirnso bien o felices y lo que nos deprime o nos hace sentirnos desgraciados». Los valores son importantes: nos revelan una peculiar estructura del alma, en la que se conjuga la pasivida y la actividad, la conmoción y la libertad. Entendidos de esta manera, los valores no son solo lo que suscita una respuetsa de nuestros sentimientos, sino también lo que motiva nuestro comportamiento. «Esto demuestra que afectividad y cognición son distinguibles pero no separables —precisará Aquilino Polaino— y, de hecho, lo que acontece es que el descubrimiento de los valores (su dimensión cognitiva) es lo que pone en marcha nuestros sentimientos (dimensión afectiva), constituyendo incluso un nuevo sentido para nuestro vivir, lo que exige una determinada toma de posición de la voluntad y la actuación correspondiente.» Esta respuesta libre es, precisamente, «la forma de querer y de actuar específicamente humana»10. Cabeza y corazón, razón y afectividad, pensamientos y sentimientos... Todo se entreteje de forma maravillosa en la intimidad de la persona. No se pueden ni deben disociar, como tantas veces se ha hecho, con consecuencias nefastas. «El conocimiento y el amor están en el espíritu —recordaba Stein al inicio de este curso—; son por tanto una sola cosa con él, son su vida. Y, sin embargo, son diferentes de él y entre sí. El conocimiento nace del espíritu, y del espíritu que conoce procede el amor» (p.11) Desde esta perspectiva, Polaino señala con perspicacia que «la vida de una persona vale lo que valen sus amores, es decir, lo que vale el valor al que apuntan sus senti10

POLAINO, 67-69.

mientos, siempre que ese valor haya sido desvelado por el entendimiento como verdadero»11.

VII. VIVIR DESDE LA PROFUNDIDAD DEL ALMA Todo este conjunto de potencias, que podríamos llamar ramificaciones del alma, intervienen decisivamente en el necesario tránsito antes señalado del «yo» que tiene que formarse a «sí mismo». Parece claro que el «sí mismo» es la materia que el yo ha de conformar, es decir, el hombre con todas sus capacidades corporales y anímicas, pero no resulta tan evidente determinar qué es el yo: «Lo denominamos persona libre y espiritual, cuya vida son los actos intencionales.» Y añade Edith Stein desde una metodología fenomenológica: «El yo, en efecto, no es una célula del cerebro, sino que tiene un sentido espiritual al que solo podemos acceder en la vivencia de nosotros mismos» (p.101) No obstante, es más amplio que las vivencias, las trasciende: vive en ellas y al mismo tiempo puede dirigirlas y encauzarlas. El yo es el centro de atribucion de los actos humanos y de sus consecuencias, mientras que la persona está en crecimiento más alla y por encima de sí misma. Para la filósofa judía, «al alma humana pertenece un yo personal, que habita en ella, que la abraza y en cuya vida su ser se hace presente, vivo y consciente. El yo humano es algo cuya vida surge de la profundidad oscura de un alma». Aparece aquí «la raíz de la unidad de cuerpo y alma», que la obliga a definir de nuevo conceptos y a introducir lo que para la autora constituye el centro y núcleo de la persona humana, el alma: «No puede haber alma humana sin yo. (...) No puede haber yo humano sin alma (...) El yo tiene su lugar propio en el punto más profundo del alma» (p.103). Pese a ello, pese a constatar que el alma es el lugar propio del yo, el yo puede habitar en otros «lugares», y dependerá de su libertad estar en uno u otro. Decisión que no es para nada irrelevante, sino decisiva. Porque no es lo mismo que el yo habite en la profundidad del ser, que lo haga en la superficie: «Hay cosas que solo se pueden recibir desde una cierta profundidad y a las que solo desde esa profundidad cabe dar una respuesta correcta. (...) Ahora bien, la libertad puede buscar a sí misma, descender a su propias profundidades, desde ellas captarse a sí misma como un todo y tomar po-

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Ibíd, 69.

sesión de sí. Por ello, cuando el alma no logra llegar a la plenitud de su ser y de su desarrollo, es culpa de la persona» (p.104). En Ser finito y ser eterno, escrito poco antes de dictar este curso en Münster y entrar en el Carmelo, Edith Stein desarrolla buena parte de estas convicciones y las profundiza: «El que sólo ocasionalmente vuelve a la profundidad del alma, para luego de nuevo permanecer en la superficie, en él la profundidad queda sin ser desarrollada y no puede de ninguna manera desplegar su fuerza formante para las capas situadas más al exterior. Puede haber hombres que en todo caso no lleguen nunca hasta lo más hondo de sí mismos, y por eso no sólo no alcanzan jamás la plenitud de su ser, la formación completa de su alma en el sentido de su determinación esencial, sino que ni siquiera logran una primera posesión “provisional” de sí mismos, que es condición para la posesión completa y que se alcanza ya durante una estancia pasajera en la profundidad»12. En esta misma obra, su magna obra filosófica, explica también la relación existente entre cuerpo, espíritu y alma: «No debe entenderse como si el alma del hombre fuese un tercer reino entre otros dos, pero sin ellos e independientemente de ellos. En ella misma espiritualidad y sensibilidad coinciden y están entrelazadas entre sí»13. Para Stein existen como dos caras del alma: una más supeditada al cuerpo vivo que ha de animar, el alma sensitiva (la psique); y la otra, más libre, tendente a ir más allá de sí misma, el alma espiritual, o el espíritu. «En cuanto alma sensible, habita en el cuerpo vivo, en todos sus miembros y partes, recibe de él y obra sobre él configurándolo y manteniéndolo; en cuanto alma espiritual, ella trasciende más allá de sí misma y mira un mundo situado más allá de su propio yo —un mundo de cosas, de personas, de sucesos—, se entra en relación entendiéndose con ello, y de él recibe; pero en cuanto alma en el sentido más propio, habita en sí misma, y en ella el yo personal está como en su propia casa.»14

VIII. EL CUERPO NOS HABLA DEL ALMA La unidad de cuerpo y alma es tal que «el modo de ser interior de un hombre se expresa en su exterior» (p.105). El cuerpo es fundamento, expresión e instrumento del alma humana espiritual-personal. Existe, pues, un vínculo profundo entre ambas 12

STEIN, 1029. Ibíd, 966. 14 Ibíd, 967. 13

realidades, hasta el punto de que el ser espiritual y la vida nos hablan a través del cuerpo: «La impronta que los movimiento del ánimo y de la voluntad comunican al cuerpo, y especialmente al rostro, está en directa correspondencia con la impronta del alma, con el carácter» (p. 107). De ahí la importancia que da Edith Stein al cuidado y ejercicio del cuerpo, llamado de alguna manera a ser espiritualizado, en el sentido más concreto y real de la palabra: «El cuerpo únicamente podrá llegar a ser espiritual en virtud de una formalización espiritual, es ecir, por un lado en virtud de que en él hay una vida espiritual que impulsa y guía voluntariamente el proceso de formalización, y por otra parte en virtud de que el espíritu utiliza al cuerpo para fines espirituales» (p.107). Concluye Edith Stein el capítulo VI de La estructura de la persona humana volviendo sobre un tema que le interesa especialmente: el de la responsabilidad. «El hombre puede y debe formalizarse a sí mismo», insiste en repetir una y otra vez. Apunta, sin embargo, que para que el hombre configure libremente los actos puntuales de la vida y de esta manera también su modo de ser permanente, requiere actuar «en conformidad con un determinado principio». La acción y el comportamiento humanos son teleológicos: apuntan a un fin que a su vez tiene el poder de configurar ka propia personalidad. «Toda acción humana —sostendrá el Dr. Polaino, especialista en psicopatología— tiene un propósito, un fin, un sentido. Cuando alguien se conduce sin finalidad alguna, cuando su conducta no apunta a la consecución de ningún fin en concreto, decimos que esa persona ha perdido el norte, se ha extraviado, que ha perdido el juicio.»15 Libertad (poder) y responsabilidad (deber) se hayan en el hombre íntimamente unidas. Sin libertad, no puede disponer de sí; sin responsabilidad, no sabrá cómo usar esa libertad. «Se es más libre cuanto más responsable se es —asegura Polaino—. La responsabilidad añade a la libertad inicial una libertad adicional, de la que antes no se disponía. La responsabilidad es lo que hace crecer la libertad, especialmente en el proyecto personal por el que se ha optado y se pretende realizar.»16 En este proceso juega un papel fundamental la conciencia, ya que garantiza que en las acciones emprendidas el logos se encamine hacia el telos. En el juicio realizado por la conciencia no se juzga solo ésta o aquélla acción, sino que además de decir si es buena o mala,

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POLAINO, 73. Ibíd, 75.

se juzga simultáneamente a quien así se comporta y por tanto nos dice algo sobre «nuestro modo de ser». «La conciencia atestigua cómo es nuestra alma.» En cierto sentido, cada vez que elegimos libremente la opción correcta nos hacemos responsables de nosotros mismos, porque estamos dándonos a nosotros mismos la forma de nuestra alma: «Se obtiene así un criterio por el que la voluntad puede orientarse para acometer la tarea de autoconfiguración (...), es decir, en el hombre habita un yo consciente de sí mismo y capaz de contemplar el mundo, un yo que es libre y que en virtud de su libertad puede configurar tanto su cuerpo como su alma, que vive por su alma y que debido a la estructura esencial de ella va sometiendo a una formalización espiritual, antes de y junto a la configuración voluntaria, a los actos puntuales de su vida y a su propio ser permanente corporal y anímico» (p.110)

IX. CONCLUSIÓN Y COMENTARIO PERSONAL La unidad ddo entre ambas realidades, hasta el