La educación como derecho

1 El descubrimiento de la educación como derecho  Aplicación a las prácticas de las comunidades educativas  Ruth Ramas

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1 El descubrimiento de la educación como derecho  Aplicación a las prácticas de las comunidades educativas  Ruth Ramasco de Monzón Algunas reflexiones previas La mayor parte de los que se encuentran en el interior del sistema educativo formal difícilmente ven a la educación como un derecho poseído en tanto seres humanos sin más. Si atendemos a la conciencia o a la conformación del imaginario social de los que tienen en este país el privilegio de estudiar, debemos decir que su educación se presenta, no como un derecho, sino como una obligación padecida. Si atendemos, por otra parte, a un número demasiado alto, progresivamente más alto de los que educamos, la educación se presenta cada vez más como una tarea mal pagada, difícilmente reconocida, cada día sujeta a mayores exigencias de titulación, cada día más lejos de un espacio de dignidad. Por ende, hay una serie de preguntas que es preciso plantear en orden a su planteo como derecho: a) ¿cómo pasar de la obligación padecida a la necesidad sentida?; b) ¿cómo pasar de la necesidad sentida al derecho atisbado?; c) ¿cómo pasar del derecho atisbado al derecho afirmado y defendido? Señalo esto porque no hay acción humana, ni proceso social, ni meta, que pueda aparecer en la conciencia de un pueblo o de un individuo como derecho, a menos que antes aparezca como necesidad, como lo que requiere imprescindiblemente para sobrevivir, para afirmar su identidad, para vincularse con su pasado, para tener oportunidad de futuro. Y experimentar su necesidad tampoco es suficiente: de alguna manera, debe aparecer en el horizonte la pregunta que relaciona esta necesidad con algo que le es debido, que le corresponde, que es su derecho. Por último, tampoco basta el aún lejano o inicial atisbo de lo que le es debido. Se torna imprescindible experimentar que no hay derecho efectivamente vivido, a menos que quienes lo hayan descubierto tengan la osadía de reclamar su carácter de sujetos del mismo, y, por ende, sean capaces de volverlo afirmación pública, reclamo, lucha para obtenerlo, acción decidida de defensa cuando éste sea amenazado. A. En orden al análisis de nuestra objetivación posible de la educación como derecho, proponemos los siguientes pasos: 1. una enumeración no exhaustiva de ciertos rasgos de la educación argentina, la cual tendrá la función de operar como desafío fáctico de nuestra reflexión; 2. la focalización del “lugar” del descubrimiento del derecho a la educación. B. En orden a la aplicación de nuestro descubrimiento de la educación como derecho en algún ángulo de nuestra realidad educativa, proponemos el horizonte de

2 nuestros obstáculos y dificultades a la presencia efectiva del diálogo en el interior de las comunidades educativas.

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A. Educación y Derecho 1. Algunas prácticas-obstáculos de la educación argentina Numerosos rasgos de nuestra vida cotidiana vuelven particularmente difícil la manifestación de su carácter de derecho: a) la disgregación de la actividad docente en un conjunto de empleos en instituciones distintas en sus metas, propósitos e inserciones sociales; b) la fragilidad y precariedad de nuestros vínculos laborales, tanto en la estabilidad laboral como en la remuneración económica; c) la construcción de tramas de relaciones institucionales atravesadas de autoritarismo y servilismo, rasgos que coartan todo esfuerzo en la tarea o logro, porque no son estos los criterios de mérito, ni de ascenso, ni de mejora laboral; d) la fácil transformación de nuestras luchas en escenario donde se zanjan o resuelven conflictos de poder intrapartidarios o de diversos partidos políticos entre sí; e) el vaivén político de nuestros proyectos educativos, tanto en el ámbito de nuestras políticas nacionales o provinciales, como en el sometimiento de ambas a los dictados de la geopolítica mundial; f) la explotación indebida de los profesores y maestros jóvenes, así como el desprecio, ridiculización y expulsión de los docentes de edad avanzada; g) la abulia de una franja altísima de alumnos en todos los niveles de enseñanza; h) la violencia como regla que invade las aulas, proviniera de donde proviniera; i) el altísimo número de alumnos con conflictos familiares; j) el incremento del consumo de alcohol y drogas; k) la desesperación de los docentes como “atravesamiento” del aula; l) el avasallamiento de los espacios educativos por los poderosos de todos los tipos y especies (los violentos y prepotentes, los que abusan de sus alumnos, los que amenazan a sus profesores, los que sobornan a los profesores de sus hijos, los que chantajean a sus alumnos, los directivos que avasallan a sus docentes, los padres con recursos económicos imponiéndose a los directivos, etc.); m) la expulsión del conocimiento y su sustitución por una falsa socialización; n) el desplazamiento de los docentes desde los espacios curriculares que conocen a los que aceptan para seguir trabajando; o) la vida ficticia e irresponsable de la mayor parte de nuestros alumnos con recursos altos y su difícil sensibilización; p) el abuso de los cambios continuos, las exigencias continuas de capacitación, el despojamiento continuo de todo lo que nos es valioso; q) la pobreza como torrente incontenible al que ya no sabemos cómo parar para poder enseñar algo; r) la delincuencia cercando nuestras instituciones, por dentro y por fuera. Cada uno de nosotros podría agregar muchas otra líneas a esta lista. De algún modo, son estos los datos cotidianos de nuestra vida educativa. Muchos hemos descubierto allí lo mejor o más íntimo de nuestras vidas; muchos otros han hecho allí sus primeras y decisivas experiencias de injusticia, humillación, mal trato, indiferencia y hasta degradación humana. Si nuestra mirada no puede levantarse de allí, difícilmente podamos ver a qué nos referimos cuando hablamos del derecho a la educación.

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Por ello, es necesario que nos formulemos una pregunta: si es nuestra misma vida social quien genera tales prácticas, ¿qué tiene que ver ella con nuestros derechos? ¿No deberíamos plantearlo al revés: que es nuestra vida individual o familiar la que nos hace descubrirlo, y que es nuestra vida social la que parece opacarlo o negarlo? La respuesta es un no categórico y rotundo. Más allá de que efectivamente hayamos descubierto en el marco de nuestra vida personal o familiar nuestro derecho a educarnos, es nuestra vida social quien da a este derecho el rostro de su realidad concreta. Es esto lo que intentaremos explicitar. 2. El “lugar” del descubrimiento de los derechos No bastaría señalar que todos y cada uno de nosotros poseemos una identidad y potencialidades que deben desplegarse, obtenerse, construirse. Si el derecho a la educación consistiera en el derecho que cada uno posee para alcanzar su madurez humana y obtener los recursos necesarios para el descubrimiento de su vocación personal, su desarrollo y plenitud posibles, poco habríamos dicho. Tampoco nos sería suficiente señalar que el derecho a la educación es el derecho a obtener una capacitación laboral y una fuente de ingreso; ni destacar el derecho a la posibilidad de transformación de las condiciones iniciales en nuevas condiciones finales. Esas líneas de construcción derivan muy fácilmente en el desarraigo de sus sujetos de todo proyecto común, de toda pertenencia social. Hemos visto ya suficientemente cuán fácil y cuán ansiado es para muchos una educación que opere como un pasaporte para pasar a formar parte de alguna extraña y ajena élite de ilustrados (como si fuera un pasaporte para un club privado) o de alguna corporación profesional . El despliegue, la transformación, el desarrollo, no se ordenan a sí mismos: están hechos para construir algo, para participar en la construcción de nuestra vida común. Por ende, implica también, y no secundariamente, el derecho a ser sujetos receptivos y críticos en la edificación de nuestra vida social. Implica el derecho que poseen los miembros de una sociedad a insertarse en la trama de la historia de un pueblo y de su cultura, el derecho a hacerse cargo de las continuidades necesarias y de las rupturas imprescindibles para que la misma pueda sobrevivir y abrirse a los nuevos desafíos, no como si fuera un comienzo absoluto, sino como quien ha recibido un camino ya recorrido. El derecho a la educación es aquel punto o nudo de nuestro ser sujetos de derecho en donde descubrimos, afirmamos y reclamamos que nos es debido experimentar la recepción de la vida de nuestro pueblo, nuestra cultura y nuestra sociedad, no clausuradamente, sino en sus vínculos e interrelaciones con el mundo; establecer su crítica y asumir la novedad de su continuidad. Si lo que nos fuera debido tuviera sólo el estrecho límite de nuestra historia y desafío personal, sería muy poco. Lo que nos es debido es el derecho a construir una identidad singular en el horizonte apasionante y difícil de una identidad de pueblo y sociedad. B. Aplicación: diálogo y comunidad educativa Si el lugar del descubrimiento de un derecho es fundamentalmente la vida social; si, en segundo lugar, ésta se establece en la trama de sentido que una comunidad

5 produce y significa, entonces se lleva a cabo como acción de comunicación en la que los sujetos se experimenten y asuman como sujetos capaces de enunciarse a sí mismos y recíprocamente como titulares de derecho. Por ende, una comunidad educativa no puede decirse como tal, a menos que sus prácticas sean enunciaciones de derecho. Dicha posibilidad de enunciación supone el correlato de otra práctica: allí donde los actores de una comunidad se experimentan vinculados a exigencias y obligaciones y se afirman como sujetos de responsabilidad y deber. Indagaremos nuestras enunciaciones de derecho preguntando por nuestros obstáculos y nuestras enunciaciones de deber preguntando por nuestras exigencias. Metodológicamente, dejaremos deliberadamente de lado a aquellos franjas de agentes de las comunidades educativas, integradas por alumnos o padres; no porque no reconocemos su carácter de tales sino para poder elaborar ciertas dificultades específicas de los maestros y profesores. Enunciación del derecho y obstáculos Haremos referencia tan sólo a dos obstáculos: 1. el obstáculo de la negación de la dignidad, 2. el obstáculo del desplazamiento de la tarea y de los vínculos, 1. El obstáculo de la negación de la dignidad: Sin dignidad no hay diálogo. Lo cual equivale a decir que sin la afirmación, el reconocimiento, la defensa y la promoción del valor personal y social de nuestra identidad y nuestra tarea, toda propuesta de inclusión y participación, de intercambio y búsqueda común, es falaz. Frente a ello, cabe decir que muchas veces, demasiadas veces, lo que experimentamos es la negación de nuestra dignidad, tanto en la vida social, como en la institución educativa concreta a la que pertenecemos; tanto en el interior del aula como en el mismo núcleo desde donde proceden nuestros actos. En efecto, lo que una docente o un maestro o profesor tucumanos experimentan es que la ausencia de reconocimiento de su tarea, expresado en montos salariales, condiciones físicas de los lugares en los que enseña, inestabilidad de los espacios curriculares, oleadas diversas de exigencias de capacitación que así como surgen pueden caer, hablan a las claras de una conciencia social que asigna un valor escaso o nulo a la función docente. A esta misma conciencia pertenece la ligereza con la que nuestra sociedad ha transformado al sistema educativo en un depósito de niños y jóvenes, abandonados por los adultos en sus procesos de aprendizaje, formación del carácter, moral social, uso del tiempo libre. No somos para estos adultos los educadores de sus hijos: somos paredes o puertas del espacio que los contiene. Y, en su mirada, debemos tratar de no molestar demasiado, ni a ellos, ni a sus hijos. Por otra parte, experimentamos también serios agravios a nuestra dignidad en las instituciones a las que pertenecemos: el ascenso de los serviles, las innumerables exigencias que no miden ni acusan recibo del costo vital que supone cumplir con ellas, la inestabilidad laboral, el cambio de notas solicitado o exigido por los directivos, el criterio

6 del número de alumnos que se requiere para obtener el reconocimiento del curso, esgrimido como razón última que determina la aprobación o desaprobación de un alumno. Sin hablar, por supuesto, de los escándalos económicos que todos conocemos y que, en realidad, debieran llevar a la inhabilitación o la cárcel a muchos. También sentimos en las aulas la nada que representamos frente a nuestros alumnos. No siempre, por supuesto; pero sí en muchas ocasiones. Los circuitos de comunicación de niños y adolescentes cada vez se cierran más en torno a franjas etarias homogéneas; de manera que sólo son interlocutores válidos los de la misma edad. La fragmentación cada vez mayor de lo que sociológicamente se denominaba “generación” hace que la diferencia y distancia con los alumnos sea mucho más fuerte. Frente a sus oídos, rara vez podemos decir algo válido para su vida, algo que les permita asumir su propia realidad. Somos más o menos buenos, más o menos injustos, sabemos más o menos. Pero la pregunta dolorosa que debemos hacernos es si en verdad somos vistos como seres humanos, dignos, valiosos, con capacidad de alegría y sufrimiento, con capacidad de ser agraviados. Por último, también cabe decir que somos también nosotros quienes abdicamos de nuestra dignidad; somos nosotros, en nuestra desesperación y hastío, en nuestro servilismo consentido, en nuestra burla a los esfuerzos de los nuevos o a la labor incansable de los mayores, en nuestra absoluta falta de interés real por los alumnos, en nuestros pequeños o grandes tráficos de influencia, privilegios o negocios subterráneos, los que no nos creemos dignos, los que colocamos nuestro valor (y por ende, nuestra dignidad) en el dinero o prebendas que podamos obtener. 2. El obstáculo del desplazamiento de la tarea y de los vínculos El diálogo al que una comunidad educativa está llamada es el de aquel que se genera en torno a su tarea, la tarea objetiva de la educación. Por ello, si bien es posible y bueno, que las instituciones educativas sean fuentes de estrechos vínculos de compañerismo y amistad, de compañía y apoyo en la vida personal y familiar, de cohesión en la asistencia a sus miembros con problemas graves, estamos obligados a decir que esto no es suficiente. Y no lo es, porque se trata de una comunidad educativa. De ahí que la vida que se comparte, la vida que se vuelve palabra e intercambio, que suscita la escucha atenta y la interpelación aguda; la vida que exige, por su misma dinámica interna, llevarse a cabo como proyecto y acción, debe ser la específicamente educativa. La anterior, que es legítima, buena y altamente necesaria para vivir, no puede sustituirla. No somos un club, aunque contengamos y ofrezcamos propuestas educativas para el tiempo libre; no somos un consultorio psicológico, aunque debamos detectar y orientar problemas psíquicos; no somos un comedor, ni siquiera cuando damos de comer; no somos trabajadoras sociales, aunque debamos enfrentar las carencias y los desórdenes sociales que acarrean. Más aún, no somos madres ni padres, incluso cuando sabemos y tocamos que nuestros alumnos escarban en nosotros lo que sus padres no les dan, ya sea por límite o por negligencia; incluso cuando asumimos la función de la comprensión y del límite, de la audición de sus problemas, o de la orientación de sus vidas. Las funciones que desempeñamos supletoriamente no nos exime de las que son nuestras. Por lo tanto, si sólo cumplimos las supletorias y no las que nos son propias, abandonamos nuestra identidad.

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Cabe decir entonces que un serio obstáculo para la construcción del diálogo en las comunidades educativas es la hipertrofia del lugar asignado a las necesidades y dificultades socioeconómicas, familiares, psicológicas de los nuestros y el riesgo permanente y extendido de la expulsión del conocimiento. Con ello, no queremos señalar que el rol de una comunidad educativa sea la transmisión de conocimiento, ni que las aulas deben hacer caso omiso de la problemática del medio en el que se encuentran insertas. Creemos que una comunidad educativa debe ser una instancia de promoción, un recurso eficaz para la dignidad de su pueblo, el lugar donde una sociedad se hace cargo del capital cultural que posee, lo abre a nuevos desafíos e incorpora nuevos actores. Creemos también que ello no puede hacerse sin recibir a todo el hombre, pues sólo él es el real punto de partida del aprendizaje. Pero estamos convencidos de que las instituciones educativas argentinas desplazan y hasta expulsan de su vida al conocimiento y a la búsqueda de la Verdad. Arrasadas por las necesidades, se olvidan que el diálogo no es sólo un intercambio de registros de carencias y pobrezas, de problemas y callejones sin salida: es un intercambio que busca la producción del conocimiento y la fidelidad a la Verdad, que hace palabra institucional, palabra de la sala de maestros y profesores, palabra del despacho de los directivos, palabra del aula, lo que sabemos y proponemos para educar. Nuestros vínculos no pueden anudarse sólo desde los lugares del desplazamiento social y familiar: nuestra tarea inexcusable es educar, nuestro diálogo insoslayable es el que se origina al buscar cumplirla. Enunciación y sujetos de responsabilidad En una comunidad educativa, el diálogo no equivale a un intercambio de anécdotas sobre profesores, alumnos o directivos; ni tampoco a la legítima y hermosa experiencia de compartir vivencias familiares o personales. El diálogo se lleva a cabo si la palabra se vuelve espacio del encuentro y el disenso en la construcción de la comunidad, experiencia que se ahonda hacia resoluciones y proyectos, debate sobre criterios, incidencia en decisiones. ¿Qué exige? 1. Identidad e idoneidad profesional: No hay diálogo en la confusión, allí donde todos podemos situarnos en cualquier lugar y hablar sin ser identificados. Si se quiere realmente participar en la construcción de una comunidad educativa, hay que ser lo que se es. Si el docente quiere hablar como tal, primero debe serlo, y si no sabe su disciplina o no genera vías de apropiación de la misma para sus alumnos, no lo es. Puede ser un buen acompañante, un buen escucha, alguien disponible para participar en muchas actividades; pero no se engañe: no puede poner en la mesa de todos la voz de un maestro o un profesor. Si un directivo quiere serlo, deberá animarse a la extenuante labor de la conducción, a la responsabilidad última y solitaria de las decisiones; así como al riesgo del error y la rectificación, a la conjunción difícil de la fuerza para conducir y la crítica a su posibilidad de autoritarismo. Algo análogo podríamos decir del personal administrativo, o el de preceptoría o el de maestranza.

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2. Crítica al poder como clave última de interpretación de las instituciones y sus vínculos: Toda institución educativa está traspasada por relaciones de poder. Lo advertimos y lo objetivamos. Somos conscientes de los grupos de poder que anidan en nuestros espacios. También hemos visto y vemos los itinerarios de los trepadores, y sus eficaces estrategias de dominio territorial, los “coros” de los que adulan, el servilismo brotando en nosotros o en nuestros compañeros de tarea. Experimentamos muchas veces nuestro trabajo como un avasallamiento de nuestras decisiones y un desprecio del esfuerzo; es decir, lo sentimos como un abuso de poder. Sin embargo, si las relaciones en las instituciones educativas fueran sólo estrategias de dominación y sometimiento, si no hubiera nada más, entonces no cabría hablar de comunidad. Es preciso negarse a considerar que esto sea su resorte último, tanto en nuestras conductas como en nuestros criterios de interpretación. El diálogo exige una afirmación de la dignidad que acepta la distribución de funciones, la capacidad de decisión asumida por otros, pero rechaza ver a los otros como amos o esclavos. El diálogo exige una asunción radical de la propia dignidad, y exige que la comunidad forme anticuerpos que le permitan oponerse y llegar a desmantelar los grupos de privilegio, no importa cuán larga y dura sea esta tarea. Sin una oposición tenaz y paciente, “astuta como serpiente y mansa como paloma”, no es posible rectificar las estructuras perversas de muchos poderes institucionales. Sin esta oposición y rectificación, no cabe ningún diálogo, pues su posibilidad muere antes de empezar: siempre la decisión será tomada por otros y desde otros motivos. 3. La superación de la emotividad superficial: Para que haya diálogo, tiene que haber logos, no sólo emociones, afinidades, repulsiones, susceptibilidades. La trama sobrecargada de emotividad de nuestras instituciones exige el contrabalanceo de la reflexión. ¿Quién podría decir que no conoce en su propia carne la curiosidad malsana sobre su vida, los circuitos aceitados de difusión de rumores, los husmeadores de problemas personales, la sensibilidad herida ante la menor discrepancia; el diseño inagotable de los celos, las envidias, los enojos, el rencor? A veces nos preguntamos cuánto tiempo útil se ocupa en la atención de las vidas ajenas, solícitas las miradas en la búsqueda del error, la desgracia, el incidente que revele sus sentimientos o su intimidad. Hay demasiadas pasiones encontradas en nuestras vidas de educadores. Esa emotividad superficial debe abrirse paso a la concentración en las tareas, a la energía puesta en los proyectos, a la reconducción de nuestra afectividad hacia nuestras opciones fundamentales. Si tan sólo pudiéramos disfrutar más de lo que hacemos, encontrar paz en nuestras responsabilidades, la tensión afectiva de nuestras comunidades nos dejaría respirar, crecer y dialogar. Conclusión El descubrimiento de la educación como derecho no se satisface con la presencia de un marco jurídico que lo reconozca como tal (pese a su ineludible necesidad) Tampoco lo hace cuando se genera un discurso sociopolítico de fundación de

9 derechos. Si la historia y la vida concreta de una sociedad no puede sostener el cumplimiento de las exigencias supuestas en los derechos enunciados, estos no pasan de pertenecer a la ficción, incluso cuando la misma se presente como una ficción legal. El descubrimiento de la educación como derecho, y su efectiva realización, sólo puede llevarse a cabo como tal si responde a la larga y ardua trayectoria de una sociedad y a la decisión y compromiso de sus actores. Si estos últimos no se involucran, legal, institucional y operativamente, en una serie de actos de enunciación, capaz de construir una trama social de significaciones estables y nuevos desafíos, nuestra objetivación no podrá transformarse en vida vivida. Como tantos actos fundacionales vacíos, la maleza de nuestros hábitos inveterados cubrirá rápidamente la piedra o el papel en el que se han asentado expresiones de anhelo sin viabilidad real.