.La Construccion Social de La Realidad

PETER BERGER Y THOMAS LUCKMANN: LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA REALIDAD Amorrortu, Buenos Aires, 1998 (edición original, 1

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PETER BERGER Y THOMAS LUCKMANN: LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA REALIDAD Amorrortu, Buenos Aires, 1998 (edición original, 1966). 1. LA REALIDAD COMO CONSTRUCCIÓN SOCIAL La confluencia de la sociología weberiana, la sociología fenomenológica y el interaccionismo simbólico de George Herbert Mead en la sociología del conocimiento de Berger y Luckmann imprime a esta última su marcado interés en el esclarecimiento teórico de los mecanismos de la construcción social de la realidad, un proceso en el que el individuo, como parte activa de la relación dialéctica que le vincula a la sociedad, posee la capacidad de configurar intersubjetivamente el mundo social en el que vive: “La sociedad es un producto humano” (Berger y Luckmann, 1998: 84). Tal es el marco de referencia empírico, el conocimiento de la vida cotidiana, que aparece contenido en el tratado de sociología del conocimiento ya clásico La construcción social de la realidad (Buenos Aires, Amorrortu, 1998; edición original: 1966) y en distintos artículos. En la introducción de su obra, los autores proponen una definición general de dos elementos fundamentales en la sociología del conocimiento y en la sociología en general, la “realidad” y el “conocimiento”. La “realidad” es “una cualidad propia de los fenómenos que reconocemos como independientes de nuestra propia volición (no podemos hacerlos desaparecer)”, y el “conocimiento” es definido como “la certidumbre de que los fenómenos son reales y de que poseen características específicas” (Ibíd.: 13). Pues bien, la tesis fundamental que los autores tratan de fundamentar a lo largo de la obra afirma que la realidad se construye socialmente y que la labor de la sociología del conocimiento consiste en analizar los procesos por los cuales este hecho tiene lugar (Ibíd.: 13). Ya hemos visto que para los autores el conocimiento de la vida cotidiana constituye el objeto privilegiado por el análisis de la sociología del conocimiento, ya que es en el contexto de la vida cotidiana donde se establecen los procesos cognoscitivos que conforman aquello que las diferentes sociedades entienden por “realidad”. Vamos ya a exponer los fundamentos de tales procesos cognoscitivos. 1.1. CONOCIMIENTO Y VIDA COTIDIANA Berger y Luckmann hacen uso del análisis fenomenológico de la realidad social para indagar, a modo de “prolegómenos filosóficos o presociológicos” (Ibíd.: 37) la forma bajo la cual aparece el mundo de la vida cotidiana al sentido común. El aparato conceptual de este análisis coincide plenamente con las aportaciones de la fenomenología sociológica de Schütz. Los autores parten de la afirmación del carácter intencional de la conciencia. Esta siempre se dirige a objetos, sean del mundo exterior o de la realidad subjetiva. Los diferentes objetos a los que se dirige la conciencia se agrupan en constelaciones peculiares, que son llamadas, siguiendo a Schütz y en último término a William James, “realidades múltiples”. Al tránsito de la conciencia de una esfera de realidad a otra va emparejado la experiencia subjetiva de un “impacto”, que viene motivado por “un cambio radical en la tensión de la conciencia” (Ibíd.: 43). Ente las diferentes realidades accesibles a la conciencia el mundo de la vida cotidiana se nos presenta como “suprema realidad”, ya que esta “se impone sobre la conciencia de manera masiva, urgente e intensa en el más alto grado” (Ibíd.: 39). Las notas de autoevidencia con que esta se presenta a la conciencia constituyen la “actitud natural” característica del conocimiento de la vida cotidiana.

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La realidad de la vida cotidiana es aprehendida como una realidad ordenada en objetivaciones que vienen dadas y se imponen a la conciencia. Estas objetivaciones son accesibles en el lenguaje, en el cual el individuo encuentra las coordenadas interpretativas que le sirven para su desenvolvimiento en la vida cotidiana. El “aquí” de mi cuerpo y el “ahora” de cada momento presente constituyen el eje en torno al cual la realidad de la vida cotidiana es organizada. Ejerce asimismo gran influencia sobre el modo en que aprehendemos la realidad cotidiana el pragmatismo que domina la actividad de nuestra conciencia en la actitud natural; pues en virtud de este pragmatismo ordenamos la realidad en áreas, “relevancias”, que vienen definidas según el grado de problematicidad que plantean a nuestro conocimiento rutinario, siempre válido “hasta nuevo aviso”. Como ya quedó claro en el análisis del concepto fenomenológico de “mundo de la vida”, la intersubjetividad es la característica distintiva de la realidad cotidiana. El mundo de la vida cotidiana es un mundo que el individuo inexorablemente comparte con los demás, aunque no desde perspectivas idénticas. Las diferentes esferas de realidad, en su contraste con la realidad “suprema” de la vida cotidiana, aparecen así como “zonas finitas de significado”, esto es, como realidades “enclavadas dentro de la suprema realidad caracterizada por significados y modos de experiencia circunscritos” (Ibíd.: 43). Una vez más, el origen de este concepto nos es conocido... Cuando el individuo trata de objetivar experiencias vividas en estas zonas finitas de significado por medio del lenguaje, cuyo referente es la realidad de la vida cotidiana, la necesidad de “traducir” tales experiencias obliga a que estas sean “deformadas”. Berger y Luckmann hacen hincapié en la importancia de la dimensión temporal de nuestra conciencia. Esta temporalidad es intersubjetiva, y en ella se distinguen varios niveles. Estos vienen dados por la intersección de los ritmos orgánicos, la vivencia interior del fluir del tiempo, el calendario social y las secuencias impuestas por el ritmo de la naturaleza. La estructura temporal de la vida cotidiana es coercitiva, ya que el individuo inmerso en el mundo social intersubjetivo es incapaz de sustraerse a ella y, es en base a sus contenidos como ha de acometer sus proyectos; la conciencia de que la muerte constituye una limitación radical en la aplicación de los proyectos individuales imprime a la realización de estos una “angustia subyacente” (Ibíd.: 45). 1.2. LA INTERSUBJETIVIDAD EN EL MUNDO DE LA VIDA COTIDIANA Si la vida cotidiana es una realidad compartida con otros, una realidad intersubjetiva, la situación “cara a cara” destaca entre todos los tipos de interacción social por constituir la experiencia fundamental, ya que “es el protocolo-tipo de la interacción social y del que se derivan los demás casos” (Ibíd.: 46). En estas situaciones se da un intercambio continuo entre la expresividad de dos actores sociales, las cuales se presentan en el mayor grado de proximidad posible. La situación cara a cara facilita como ninguna otra la certeza subjetiva de la realidad del otro, que en estos casos es continua y prerreflexiva, frente a la certeza subjetiva de la realidad de uno mismo, más inaccesible para el individuo en la medida en que presupone un ejercicio de reflexión que “interrumpe” la espontaneidad continua de la experiencia (Ibíd.: 47). La aprehensión del otro en la situación cara a cara es realizada por medio de esquemas tipificadores. Estos se sustentan en relaciones de reciprocidad que tienen lugar en contextos situacionales donde son objeto de negociación por las partes. Aunque el acto de la tipificación por el que el otro es aprehendido entraña cierto anonimato, las relaciones que el individuo mantiene con los otros en la vida cotidiana pueden ser mucho más anónimas. Ello sucede en el caso de las relaciones “indirectas”, esto es, relaciones que el individuo establece con “contemporáneos” con los cuales no establece una relación cara a cara por razones de interés o intimidad, o con “antecesores” y “sucesores”, a los que se siente unido por razones meramente históricas y culturales.

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Así, concluyen los autores, “la realidad social de la vida cotidiana es pues aprehendida en un continuum de tipificaciones que se vuelven progresivamente anónimas a medida que se alejan del “aquí-ahora” de la situación “cara a cara” (Ibíd.: 51). 1.3. ACERCA DEL LENGUAJE Y EL CONOCIMIENTO EN EL MUNDO DE VIDA COTIDIANA En continuidad con el análisis fenomenológico de la realidad social y la teoría del lenguaje del interaccionismo simbólico de Mead, Berger y Luckmann conciben el lenguaje como una objetivación de la expresividad humana producida por (y por este motivo al mismo tiempo accesible para) los miembros de una colectividad. Pero no todas las objetivaciones son lingüísticas. La gran variedad de objetivaciones que llenan la vida cotidiana tienen en común el ser depositarias de las intenciones subjetivas de los miembros de un mundo común. Entre estas objetivaciones el signo constituye un caso especial, ya que se distingue “por su intención explícita de servir como indicio de significados subjetivos” (Ibíd.: 54). Los autores reconocen que el resto de objetivaciones, entre las que deben situarse todos los productos materiales de una cultura, pueden en determinados momentos cobrar un valor principalmente simbólico. Sin embargo no es este su valor habitual, sino más bien el puramente instrumental. En contraste, los signos se distinguen por haber sido creados con la intención originaria y explícita de servir a la comunicación de significados subjetivos. Cualquiera que sea su naturaleza (movimientos gesticulantes, clases de artefactos materiales, etc.), se agrupan en sistemas. Su cualidad de transmitir significados subjetivos es reconocida más allá de la inmediatez del contexto en que aparecen. Berger y Luckmann llaman a esto la “separatividad” del signo, que varía en el grado. Entre los diferentes sistemas de signos, el lenguaje destaca por ser “el más importante de toda la sociedad humana”. Como sistema de signos, el lenguaje presenta unas características distintivas: “El lenguaje, que aquí podemos definir como un sistema de signos vocales, es el sistema de signos más importante de toda la sociedad humana. Su fundamento descansa, por supuesto, en la capacidad intrínseca de expresividad vocal que posee el organismo humano; pero no es posible intentar hablar de lenguaje hasta que las expresiones vocales estén en condiciones de separarse del “aquí” y “ahora” inmediatos en los estados subjetivos” (Ibíd.: 55). En la medida en que la intersubjetividad es un rasgo definitorio del mundo de la vida cotidiana, el lenguaje ocupa un lugar central entre todas las objetivaciones que lo llenan: “La vida cotidiana, por sobre todo, es vida con el lenguaje que comparto con mis semejantes y por medio de él. Por lo tanto, la comprensión del lenguaje es esencial para cualquier comprensión de la realidad de la vida cotidiana” (Ibíd.: 55). El lenguaje presenta la “separatividad” superior entre el conjunto de sistemas lingüísticos. Así, en la situación cara a cara es posible hacer uso del lenguaje para expresar los significados y las experiencias más diversos. Berger y Luckmann destacan otras cualidades del lenguaje: la “reciprocidad” inherente que lo distingue de cualquier otro sistema de signos; la coerción que ejerce sobre quienes lo usan; su actividad “tipificadora” cuando es convertido en vehículo de la narración de experiencias, cualidad que le convierte en fuerza configuradora de “campos semánticos”, esto es, “zonas de significado lingüísticamente circunscritos” (Ibíd.: 59); o su capacidad de servir de “puente” entre diferentes áreas de la vida cotidiana, las cuales integra en un “todo significativo”. Este último aspecto del lenguaje constituye asimismo la línea de demarcación del símbolo. En efecto,

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“Cualquier tema significativo que de esta manera cruce de una esfera de realidad a otra puede definirse como un símbolo, y el modo lingüístico por el cual se alcanza esta trascendencia puede denominarse lenguaje simbólico. Al nivel del simbolismo, pues, la significación lingüística alcanza su máxima separación del “aquí y ahora” de la vida cotidiana, y el lenguaje accede a regiones que son inaccesibles a la experiencia cotidiana no sólo de facto sino también a priori.” (Ibíd.: 59). Tales regiones pueden ser la religión, la filosofía, el arte o la ciencia, todos ellos conjuntos de representaciones simbólicas que pueblan la realidad cotidiana “como gigantescas presencias de otro mundo” (Ibíd.: 59). La actividad lingüística configuradora de campos semánticos posibilita la sedimentación histórica de objetivaciones que constituyen el “acopio social de conocimiento” transmitido de generación a generación, el cual, como el conocimiento “de receta” individual, presenta el mundo cotidiano de manera integrada estableciendo diferencias entre zonas según su grado de familiaridad y lejanía. En la periferia de las regiones iluminadas por este acopio social de conocimiento se encuentran una serie de “zonas de penumbra” que anticipan un “trasfondo de sombras”. Con esta metáfora los autores aluden a la opacidad que inevitablemente siempre presentan ciertos aspectos de la sociedad, hecho íntimamente relacionado con la distribución social del conocimiento de la vida cotidiana y con el carácter “pragmático” del conocimiento de receta manejado por el individuo en esta realidad: “Mi conocimiento de la vida cotidiana se estructura en términos de relevancias, algunas de las cuales se determinan por mis propios intereses pragmáticos inmediatos, y otras por mi situación general dentro de la sociedad.” (Ibíd.: 64). 2. LA SOCIEDAD COMO REALIDAD FÁCTICA OBJETIVA 2.1. EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN Si rastreamos sus anteriores obras, los supuestos antropológicos de partida de la sociología de Peter Berger dejaban claro que para el autor la biología humana es incapaz por sí sola de garantizar la suficiente estabilidad al comportamiento humano. Ello se debía a la incompletud de nuestras tendencias instintivas. El hombre es inevitablemente, por las características específicas de su propia constitución biológica, un zoôn politikon. El orden social proporciona a través de sus instituciones el “orden”, la “dirección” y la “estabilidad” que el organismo es incapaz de alcanzar por sí solo... Pero, se preguntan los autores en la segunda parte de La construcción social de la realidad, ¿cómo surge este orden social?, ¿cómo se produce el proceso de institucionalización? Los autores plantean una teoría de las instituciones que es una síntesis de la obra de Gehlen y Mead. Los autores parten en esta teoría de una constatación congruente con su enfoque dialéctico: la sociedad sólo existe como resultado de la actividad humana en su continua “externalización”. Ya señalamos la influencia que la antropología filosófica del marxismo ha ejercido en la perspectiva de los autores. La externalización constituye según vimos una “necesidad antropológica”: “el ser humano no se concibe dentro de una esfera cerrada de interioridad estática; continuamente tiene que externalizarse en actividad” (Ibíd.:73). Ello no quiere decir que el orden social se reduzca a actividad humana biológicamente condicionada, sino solamente que todas las sociedades encuentran en la biología humana el presupuesto de su existencia. Pero, ¿cómo se llega a la constitución de las instituciones que satisfacen la necesidad humana de “orden” en la sociedad? Los autores ofrecen una explicación histórica del proceso de institucionalización. Este comienza ex nihilo a partir de la interacción de dos actores sociales. El paso previo a la

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institucionalización es la “habituación”, que los autores describen de la siguiente manera: “Toda actividad humana está sujeta a “habituación”. Todo acto que se repite con frecuencia, crea una pauta que luego puede reproducirse con economía de esfuerzos y que ipso facto es aprendida como pauta por el que la ejecuta” (Ibíd.: 74). La acción habitualizada posee una significatividad por el individuo, pero esta significatividad se queda disuelta en rutinas que son susceptibles de recuperación en situaciones futuras. La acción habitualizada reduce el esfuerzo psicológico de la reflexión que el ser humano precisa para acometer sus proyectos, para cuya resolución su equipo biológico se muestra de poca ayuda. La habituación es el paso previo de la “institucionalización”, que concierne tanto a la acción como al actor social que la ejecuta: “La institucionalización aparece cada vez que se da una tipificación recíproca de acciones habitualizadas por tipos de actores. Dicho en otra forma, toda tipificación de esa clase es una institución. Lo que hay que destacar es la reciprocidad de esas tipificaciones institucionales y la tipicalidad no sólo de las acciones sino también de los actores en las instituciones” (Ibíd.: 76). La institución, como la acción habitualizada, alivia la economía psíquica del individuo en los procesos de interacción social, ya que permite prever el curso de la acción del otro. La institucionalización posee otras dimensiones importantes. Una es su “historicidad”: las instituciones se crean en la medida que se las acciones habitualizadas recíprocamente tipificadas se repiten en el decurso del tiempo. Otra dimensión inherente a la institución es el control social que inevitablemente ejerce sobre la sociedad, el cual se da independientemente de los mecanismos de sanción adicionales puestos en funcionamiento por la sociedad. Cualquier aspecto de la existencia humana en donde existe una interacción social continuada es susceptible de convertirse en objeto del proceso de institucionalización. La socialización de las generaciones jóvenes acentúa la historicidad de las instituciones, que ya se perpetúan más allá de la interacción social de los actores que las dieron origen; ello potencia su “objetividad”, tanto desde el punto de vista de los padres como desde la perspectiva de las nuevas generaciones: “La objetividad del mundo institucional “se espesa” y “se endurece”, no sólo para los hijos, sino (por efecto reflejo) también para los padres. El “Ya volveremos a empezar” se transforma en “así se hacen las cosas”; un mundo visto de esa manera visto de ese modo logra firmeza en la conciencia; se vuelve real de una manera aún más masiva y ya no puede cambiarse tan fácilmente. Para los hijos, especialmente en la primera fase de su socialización, se convierte en el mundo; para los padres, pierde el carácter caprichoso y se vuelve serio” (Ibíd.: 81)” La historicidad de la institución constituye pues un factor determinante de su objetividad. Su persistencia en la historia potencia la percepción de su contenido significativo como realidad sui generis inalterable y evidente por sí misma. Sin embargo la institución tiene su origen en la externalización de la actividad humana provista de significado, que ha seguido un proceso de objetivación. La “objetivación”, como se explica en el artículo “Reification and social critique of conciousness” de 1965, es “el proceso por medio del cual la subjetividad humana se encarna ella misma en productos que se hallan disponibles para uno mismo y para los congéneres de uno mismo como elementos de un mundo común” (Berger y Pullberg, 1965: 199). Iluminando el proceso que va desde la externalización a la objetivación de los significados humanos, el enfoque dialéctico de los autores trata de sintetizar el nominalismo weberiano y la sociología

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durkheimiana del hecho social. Sin embargo la balanza se inclina más del lado de Weber. Ello se debe a que los autores rehuyen cualquier teoría reificadora de la sociedad, entendiendo por reificación la atribución de un estatus ontológico especial a las instituciones y los roles de una sociedad (Berger y Pullberg, 1965: 206), por ser contradictoria con el enfoque “dialéctico” de las relaciones individuo-sociedad que pretenden desarrollar. Los autores son firmes y claros en este punto: “a pesar de la actividad que caracteriza al mundo social en la experiencia humana, no por eso adquiere un status ontológico separado de la actividad humana que la produjo. (...) es importante destacar que la relación entre el hombre, productor, y el mundo social, su producto, es y sigue siendo dialéctica” (Berger y Luckmann, Ibíd.: 83). La relación que mantienen individuo y sociedad es, por tanto, dialéctica, y se expresa a través de tres momentos que acontecen simultáneamente en toda sociedad: externalización, objetivación e internalización; sobre la esta última los autores se extienden al tratar el proceso de socialización desde el punto de vista de la conciencia. La lógica dialéctica de su enfoque es perfectamente resumida por los autores: “La sociedad es un producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un producto social” (Ibíd.: 84). Al tratar el proceso de institucionalización los autores se enfrentan con el problema de la integración social. La historicidad de las instituciones plantea la necesidad de desarrollar mecanismos de control social que refuercen la objetividad de aquéllas en el proceso de socialización de las nuevas generaciones. Ello imprime un impulso hacia el orden en la sociedad. Ahora bien, los procesos de institucionalización no presentan una tendencia apriorística a la cohesión funcional, como pretende el funcionalismo sociológico, incurriendo así en una reificación de la sociedad. Los autores ofrecen dos tipos de explicación ante la tendencia “empírica” de las instituciones a la cohesión. La primera, de tipo antropológico, plantea la propensión de la subjetividad humana a la integración de los significados de la experiencia biográfica en un todo coherente, lo que Berger describe más prolijamente en el artículo “Reification and the sociological critique of conciousness” como “totalización”, un “presupuesto” irrealizado de la conciencia intencional del ser humano en tanto que ser activo: “Actuar significa modificar la figura de lo dado de manera que un campo es estructurado constituyendo para el actor una totalidad significativa. La totalidad es el presupuesto de cualquier acción significativa. En otras palabras, la totalidad es rota en provincias finitas de significado, cada una de las cuales constituye el escenario de tipos particulares de acción. Mientras que el hombre, como ser activo, se halla constantemente comprometido en la estructuración del mundo como una totalidad significativa (en la medida en que de otro modo no podría actuar significativamente en su seno), este proceso no es nunca completado. La totalidad, pues, nunca es un fait accompli, sino que siempre se halla en proceso de construcción. Por tanto, el término totalización (totalization) puede ser aplicado a este proceso de construcción significativa. El mundo, pues, es el resultado de la acción del hombre que “totaliza” su experiencia en la acción” (Berger y Pullberg, 1965: 201). La segunda explicación, coherente con la anterior, plantea la relación entre conciencia reflexiva e instituciones. Los autores subordinan el funcionamiento de las últimas a actividad de la primera, que se disuelve en el acopio social del conocimiento dado-porsupuesto, el cual sirve al individuo como patrón cognitivo-moral para decidir sobre el “buen” o “mal” funcionamiento de las instituciones: “El lenguaje proporciona la superposición fundamental de la lógica al mundo social objetivado. Sobre el lenguaje se construye el edificio de la legitimación, utilizándolo como instrumento principal. La lógica que así se atribuye al orden institucional es parte

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del acopio de conocimiento socialmente disponible y que, como tal, se da por establecido” (Ibíd.: 87). Puede observarse la existencia de un círculo vicioso en la argumentación que se debe a la oscuridad del concepto de “acopio social de conocimiento”, el cual, tal como es empleado por los autores, impide dar cuenta de las posibilidades de cambio institucional en la sociedad. El conocimiento preteórico del sentido común dado-por-supuesto no sólo constituye la “dinámica motivadora del conocimiento institucionalizado”, sino que además ““programa” los canales en los que la externalización produce un mundo subjetivo” (Ibíd.: 89). El acopio social de conocimiento facilita un conocimiento “de receta” que incluye programas de acción institucionalizada; a su vez, tal acopio social de conocimiento es el patrón por el que se juzgan las instituciones que él mismo da por supuesto... no es de extrañar que los autores concluyan que “le resulta muy fácil al observador de toda sociedad presumir que sus instituciones funcionan y se integran verdaderamente según “se supone” (Ibíd.: 88). Si el conocimiento del sentido común, que es conocimiento legitimador de las instituciones, establece los canales por los que discurre la acción social significativa, ¿qué margen deja dicho conocimiento a las posibilidades de transformación social? Según se desprende de la argumentación de los autores, parece que poco o ninguno: los actores sociales toman la significatividad que confieren a sus actos de los universos de significados socialmente compartidos, “vía” a través de la cual inexorablemente “llegamos a la necesidad de una integración institucional” (Ibíd.: 89)... Debe hacerse otra observación. Subyace a la argumentación que la satisfacción o insatisfacción psicológica que sigue al enjuiciamiento de las instituciones emitido por una conciencia reflexiva constituye la variable fundamental de la que dependen la integración o el conflicto sociales. En suma, la cuestión del orden institucional se reduce a un problema de legitimidad. Los autores se encargan de corroborar esta sospecha: “Si la integración de un orden institucional puede entenderse sólo en términos de “conocimiento” que sus miembros tienen de él, se sigue de ello que el análisis de dicho conocimiento será esencial para el análisis del orden institucional en cuestión” (Ibíd.: 88). Llama la atención que los autores no hayan profundizado en la cuestión de la integración institucional en el marco de su teoría de la ideología, que más tarde explicaremos, donde reconocen la conflictividad entre ideas e intereses sociales que se vinculan a las diferentes posiciones que los individuos ocupan a lo largo de la estructura social de una sociedad determinada. Ello les hubiera permitido afrontar el tema con un instrumental teórico más rico que el facilitado por la fenomenología de Schütz, el cual no pasa de reconocer la “distribución social del conocimiento”, sirviendo sin duda de poca ayuda para la elaboración de una teoría del cambio social revolucionario, una tarea que escapa a las ambiciones del programa fenomenológico y que es extrañamente barruntada por Berger y Luckmann a partir del aparato conceptual brindado por aquél. La teoría del proceso de institucionalización de los autores abarca el modo en que este se perpetúa en la historia. El concepto clave es el de “sedimentación intersubjetiva”, que es propiamente social “sólo cuando se ha objetivado en cualquier sistema de signos, o sea, cuando surge la posibilidad de objetivaciones reiteradas de las experiencias compartidas” (Ibíd.: 91). El sistema de signos principal a este propósito es el sistema lingüístico, que hace accesible el acopio colectivo de conocimiento a los sucesivos miembros de una comunidad lingüística. La experiencia acumulada en el lenguaje es abstraída de la peculiaridad del contexto histórico en que ésta se originó, volviéndose de este modo ciertamente anónimo para así convertirse en significado objetivado al alcance de los miembros de esa comunidad. Esta sedimentación abarca todo tipo de experiencias objetivadas, institucionalizadas o no. Las significaciones institucionalizadas son transmitidas en el lenguaje, pero además precisan de su reiteración a través de métodos mnemónicos más o menos desagradables en el proceso educativo. En la

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transmisión histórica de los significados institucionales pueden distinguirse una serie de elementos: el cuerpo de “transmisores” de los saberes que han de ser inculcados más o menos coercitivamente, aquellos “receptores” de dichos saberes y los procedimientos tipificados del proceso de transmisión. Cada una de estas tipificaciones, dicen los autores, es cuestión de “definición social”: “tanto el “saber” como el “no saber” se refieren a lo que es definido socialmente como realidad, y no a ciertos criterios extrasociales de validez cognoscitiva” (Ibíd.: 94). El análisis del proceso de institucionalización de Berger y Luckmann incluye una teoría de los roles. Esta es síntesis de las ideas de Mead acerca del diálogo del “mí” y el “yo” y de la concepción durkheimiana del homo duplex. El sujeto de la acción tipificada, institucional o no, experimenta una escisión en su persona. De un lado se halla su “yo social” que en el momento de realizar la acción se identifica con el significado socialmente objetivado de ésta; del otro su “yo” que, finalizada la acción, reflexiona sobre el “yo-ejecutante-de-la-acción” convirtiéndolo en objeto y por tanto “desidentificándose” de él. Así se produce un diálogo entre los dos segmentos del individuo. El actor de identifica con “tipos”, que son “roles” en el momento en que “esta clase de tipificación aparece en el contexto de un cúmulo de conocimiento objetivado, común a una colectividad de actores. Los “roles” son tipos de actores en dicho contexto” (Ibíd.: 97). Los roles representan el orden institucional, que cobra así el mayor grado de realidad en la subjetividad del individuo. Sólo a través de los roles el mundo institucional cobra vida, pues en su representación el individuo penetra en zonas específicas de conocimiento socialmente objetivado, en donde se distingue no sólo una actividad cognoscitiva, sino también la vivencia de normas, valores, emociones... Esta teoría de los roles sirve a los autores para adentrarse en la cuestión de la “distribución social del conocimiento”, expresión utilizada por Schütz cuyo significado ha sido explicado. Según los autores el acopio social de conocimiento se divide en aquello que es relevante en general y, de otra parte, las parcelas atinentes a roles específicos. De la estructura social de una determinada sociedad depende la distribución de ambos aspectos (Ibíd.: 103), y por tanto el alcance y los medios de que dispone el proceso de institucionalización. He aquí el punto de partida que pudiera haber servido a los autores para la elaboración de una teoría del orden y el cambio institucionales, una tarea que habría de figurar entre los objetivos programáticos de una sociología del conocimiento preocupada por estudiar “los procesos por los que cualquier cuerpo de “conocimiento” llega a quedar establecido socialmente como “realidad””(Ibíd.: 15). En su tratamiento del alcance y los medios de institucionalización en la sociedad los autores siguen de cerca el análisis durkheimiano de la división del trabajo. A mayor especialización funcional, mayor distribución social del conocimiento, mayor importancia del conocimiento segregado de roles y menor importancia del acopio social de conocimiento… En términos de Durkheim: según se acrecienta la división del trabajo la conscience collective tiende a debilitarse, produciéndose una sustitución de la solidaridad “mecánica” por una de tipo “orgánico”. En su orientación fenomenológica, los autores centran su atención en los aspectos subjetivos del proceso de división social del trabajo: “La segmentación del orden institucional y la distribución concomitante de conocimiento planteará el problema de proporcionar significados integradores que abarquen la sociedad y provean un contexto total de sentido objetivo para la experiencia social fragmentada y el conocimiento del individuo” (Ibíd.: 110) Recordemos que el ser humano experimenta una necesidad psicológica de orden, al que siempre aspira la conciencia “totalizadora” en la acción. La solidez de los patrones cognitivos y éticos de que está hecha la conscience collective parece evaporarse en un mundo dividido en “subuniversos de significado”: “Resulta innegable aclarar que esta

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multiplicación de perspectivas aumenta sobremanera el problema de establecer una cubierta simbólica estable para toda la sociedad” (Ibíd.: 113). El proceso de diferenciación institucional que lleva a la constitución de las sociedades modernas es per se contradictorio con la búsqueda subjetiva del “orden”, cuya satisfacción constituye un imperativo antropológico... Pero el proceso de diferenciación institucional también plantea la necesidad de legitimación de unos segmentos institucionales (“universos de significado”) vis-à-vis de otros, pudiendo estos percibirse entre sí con mayor o menor grado de opacidad. En este punto los autores trascienden el marco teórico durkheimiano, donde el concepto de “solidaridad orgánica” deviene central. Los “portadores” de los subuniversos de significado son colectividades sociales específicas, las cuales producen continuamente significados para cuyos miembros están dotados de una realidad objetiva. Su actividad significativa viene mediada por sus intereses sociales. Entre ellos existe una relación dialéctica: “Cada perspectiva, con cualquier apéndice teórico o de Weltenschauungen [cosmovisiones], está relacionada con los intereses sociales concretos del grupo que la sustenta. Esto no significa, empero, que las diversas perspectivas, y mucho menos las teorías o Weltenschauungen sean sólo reflejos mecánicos de los intereses sociales. Especialmente a nivel teórico, es muy posible que el conocimiento llegue a separarse en forma apreciable de los intereses biográficos y sociales del conocedor. (...) Más aún: cuando un cuerpo de conocimiento se ha elevado al nivel de un universo de significado relativamente autónomo, tiene la capacidad de volver a actuar sobre la colectividad que lo produjo. (...) La medida en que el conocimiento se aparta así de sus orígenes existenciales dependerá de un gran número de variables históricas (tales como la urgencia de los intereses sociales involucrados, el grado de refinamiento teórico del conocimiento en cuestión, la relevancia o no relevancia social de este último, etc.). El principio que importa en nuestras consideraciones generales es que la relación entre el conocimiento y su base social es dialéctica, vale decir, que el conocimiento es un producto social y un factor de cambio social” (Ibíd.: 113-114). El esquema dialéctico de las relaciones entre intereses sociales y conocimiento planteado por los autores está claramente inspirado, como ellos mismos reconocen en repetidas ocasiones, en la teoría marxista de las relaciones entre infraestructura y superestructura, aunque también toma préstamos importantes de Pareto. Esta teoría de la ideología será objeto de análisis cuando comentemos los planteamientos de los autores en torno al proceso de legitimación. La última cuestión que completa la teoría de las instituciones se refiere a la reificación de la realidad social. Berger había intentado en otro escrito anterior ya comentado (“Reification and the sociological critique of conciousness”) el rescate de este concepto de origen marxista, cuyas interpretaciones a menudo tienden a confundir el significado original del mismo, esbozado por Marx en los Manuscritos y desarrollado más tarde en El Capital como “fetichismo de las mercancías”, con el significado de otros conceptos como “objetivificación”, “alienación” e incluso “anomia”. La explicación del proceso de reificación por los autores pasa por alto los procesos sociales que la tradición marxista ha considerado esenciales como factores explicativos del mismo (fetichismo de las mercancías en Marx, al que se añade el análisis weberiano de la burocracia en Lukacs), para centrarse exclusivamente en los factores psicológicos de lo que ellos consideran un estadio especial en el proceso de alineación. Berger y Luckmann definen así el significado del concepto en cuestión: “la reificación puede describirse como un paso extremo en el proceso de la objetivación, por el que el mundo objetivado pierde su comprehensibilidad como empresa humana y queda fijado como facticidad inerte, no humana y no humanizable” (Ibíd.: 117). La reificación puede darse en un plano teórico o preteórico. En el primer caso estaríamos hablando de teorías

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reificadas, que los autores consideran un caso particular de las no-”dialécticas” (donde según Berger y Luckmann habría que situar el psicoanálisis). El segundo caso resulta de mayor interés para la sociología del conocimiento defendida por los autores en la medida en que afecta a la percepción subjetiva del orden institucional: “El orden institucional, tanto en conjunto como segmentado, puede aprehenderse en términos reificados. (...) La receta básica para la reificación de las instituciones consiste en concederles un status ontológico independiente de la actividad y la significación humanas” (Ibíd.: 118-119). Tomando como referencia los escritos de Eliade, Berger y Luckmann incluyen entre las reificaciones posibles la producción humana de mitos. El hombre arcaico que encuentra legitimación de los actos sociales institucionalizados en su realización arquetípica por seres divinos, está manteniendo una visión reificada de los mismos en la medida en que para él el mundo institucional es un reflejo del macrocosmos creado por los dioses en el origen de los tiempos. Pero también existe la posibilidad de reificar roles o de la identidad entera. Todos ellos son procesos que pueden ser valorados positiva o negativamente por sus protagonistas. 2.2. EL PROCESO DE LEGITIMACIÓN La legitimación es un proceso que aparece allí donde las objetivaciones institucionalizadas han de ser inculcadas a las nuevas generaciones en el proceso de socialización. Los autores definen el proceso de legitimación desde el punto de vista de las funciones que este desempeña en la sociedad: “La mejor manera de describir la legitimación como proceso es decir que constituye una objetivación de significado de “segundo orden”. La legitimación produce nuevos significados que sirven para integrar los ya atribuidos a los procesos institucionales dispares. La función de la legitimación consiste en lograr que las objetivaciones de “primer orden” ya institucionalizadas lleguen a ser objetivamente disponibles y subjetivamente plausibles. A la vez que definimos la legitimación por esta función, sin reparar en los motivos específicos que inspiran cualquier proceso legitimador en particular, es preciso agregar que la “integración”, en una forma u otra, es también el propósito típico que motiva a los legitimadores” (Ibíd.: 120-121). La integración, que los autores reducen, ya lo hemos visto, a una cuestión de “plausibilidad subjetiva”, se refiere a dos niveles. El primero, “horizontal”, alude a la certeza subjetiva de la existencia de un “sentido” que abarca todos los procesos institucionales. El segundo, “vertical”, consiste en la adjudicación de un significado subjetivo al conjunto de etapas definidas institucionalmente que conforman la biografía individual. Berger y Luckmann recuperan el concepto paretiano de “explicación”, que el autor italiano vincula a las “derivaciones”, para describir el proceso por medio del cual los legitimadores atribuyen validez cognoscitiva y normativa al orden institucional; al retomar el concepto de “explicación”, Berger y Luckmann coinciden con Pareto en subrayar el carácter arbitrario de aquello que se trata de revestir de necesidad, pero no suscriben el marco teórico más amplio de la sociología política de Pareto, autor que describió la historia como “un cementerio de aristocracias”. Los autores distinguen analíticamente entre varios niveles de legitimación. El lenguaje constituye, ya se ha explicado, un nivel incipiente de legitimación; de carácter preteórico, resulta fundamental por facilitar los fundamentos del conocimiento autoevidente sobre el que se erigen los niveles subsiguientes de legitimación, que aumentan progresivamente en el grado de sistematización teórica. El segundo nivel viene constituido por proverbios, leyendas, máximas morales, dichos, etc., los cuales contienen proposiciones teóricas en forma rudimentaria. El tercer nivel es el de la teorías construidas expresamente para la legitimación del orden institucionalizado, las

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cuales corren a cargo de un cuerpo especializado en su confección. Berger y Luckmann resaltan, como lo hicieron Marx y Pareto, la posibilidad de que tales legitimaciones cobren suficiente autonomía como para generar cambios en los procesos institucionales para cuyo salvaguardo fueron originalmente creadas. Los “universos simbólicos” constituyen el cuarto nivel de legitimación. El significado que Berger y Luckmann atribuyen a este concepto se acerca bastante a la definición durkheimiana de la religión, aunque el marco de referencia antropológico-psicológico que le sirve de fundamento (donde la “totalización”, necesidad psicológica de orden inherente al ser humano y el impulso que este experimenta hacia la “externalización” de los significados en la realidad son su presupuesto), la perspectiva fenomenológica que prima en su definición (el cual tiene en cuenta la reelaboración schütziana del concepto de “realidades múltiples” de William James) y la integración teórica que los autores hacen del análisis del mito de Mircea Eliade terminan por hacer de este un concepto original. Los universos simbólicos, cuyo origen “arraiga en la constitución del hombre” (Ibíd.: 134), “son cuerpos de tradición teórica que integran zonas de significado diferentes y abarcan el orden institucional en una totalidad simbólica (...).” (Ibíd.: 124). Se distinguen entre las otras legitimaciones por presentar el más alto grado de integración significativa: “toda la sociedad histórica y la biografía de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de ese universo” (Ibíd.: 125). Los universos simbólicos son resultado de la sedimentación histórica de los procesos de objetivación. Su función “nómica” u “ordenadora” se extiende sobre los dos niveles en que se opera la legitimación. En lo relativo a la aprehensión subjetiva de las diferentes procesos institucionales, el universo simbólico incorpora las experiencias vividas en un todo significativo cuya dimensión temporal abarca el pasado, el presente y el futuro de la colectividad en cuestión, vinculando de esta manera al individuo con sus antecesores, contemporáneos y sucesores. Los comportamientos institucionales detentan en el universo simbólico el puesto más elevado en la jerarquía de la experiencia humana. La función integradora de los universos simbólicos se extiende asimismo sobre la significación de las “situaciones marginales”, las cuales son puestas en referencia a la realidad prominente de la vida cotidiana, acentuándose la primacía de esta sobre aquellas. También establecen una jerarquización interna de dichas realidades, contribuyendo así a mitigar el sobresalto que entraña el tránsito de unas a otras. En el nivel “vertical”, el universo simbólico “ordena” las diferentes etapas en que se divide una biografía individual. Estas son legitimadas en la medida en que son interpretadas como una reproducción de la secuencia marcada por la naturaleza o los dioses. La identidad subjetiva encuentra, pues, su correlato en el marco de referencia simbólico, lo que refuerza los sentimientos de seguridad y pertenencia. Entre las diferentes experiencias de la biografía individual, la muerte sobresale como situación marginal por excelencia, cuya legitimación por parte de los universos simbólicos resulta decisiva desde el punto de vista de la integración institucional. Los universos simbólicos son construcciones teóricas, motivo por el cual requieren de un esfuerzo conceptual para su mantenimiento. El material de reflexión viene constituido por los temas significativos que encarnan las distintas instituciones. Existe la posibilidad de que se lleven a cabo reflexiones adicionales sobre las reflexiones teóricas del universo simbólico, en cuyo caso estaríamos ante legitimaciones de segundo grado. Ellas se superponen al universo simbólico en las situaciones en que este deviene “problemático”, posibilidad siempre implícita habida cuenta de la precariedad de toda construcción humana y, además, la imposibilidad de que la realidad a la que el universo simbólico alude sea como tal empíricamente corroborada en el marco de la vida cotidiana. Existen procesos sociales típicos ante los que se desencadena un esfuerzo teórico de legitimación del universo simbólico. Estos son la herejía y el contacto con comunidades humanas portadoras de universos simbólicos alternativos. En ambos casos el esfuerzo sistemático de conceptualización del universo simbólico puede conducir a

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legitimaciones donde este presenta modificaciones respecto de su forma original. Berger y Luckmann hacen depender el éxito de los mecanismos de conceptualizaciónlegitimación del poder: “el que tiene el palo más grande tiene mayores probabilidades de imponer sus definiciones de la realidad” (Ibíd.: 140); la terapia y la aniquilación de las desviaciones de las definiciones institucionalizadas de la realidad constituyen dos aplicaciones típicas de los mecanismos conceptuales encargados de mantener los universos simbólicos Berger y Luckmann presentan un esquema de los diferentes mecanismos conceptuales elaborados por las sociedades humanas para el mantenimiento de los universos simbólicos; estos serían fundamentalmente la mitología, la teología, la filosofía y la ciencia. Aunque este esquema pretende no ser evolutivo, en él sus componentes aparecen ordenados cronológicamente y en un grado de complejidad creciente. Así, la mitología, i.e., aquella “concepción de la realidad que plantea la continua penetración del mundo de la experiencia cotidiana por fuerzas sagradas” (Ibíd.: 142) se corresponde probablemente con “una fase necesaria en el desarrollo del pensamiento humano en cuanto tal” (Ibíd.: 141-142). La teología, forma de pensamiento que se diferencia del mítico por su mayor grado de sistematización teórica, coincide con una etapa histórica donde la “vida cotidiana parece estar menos penetrada continuamente por fuerzas sagradas” (Ibíd.: 142). Debido a que en esta caracterización pretendidamente no evolutiva del devenir religioso de la humanidad se adentra en la cuestión de la secularización, dejaré su análisis para el siguiente capítulo, el cual será dedicado a la revisión de las propuestas teóricas explícitas del autor en torno a este fenómeno. Debido a que el mantenimiento de los universos simbólicos constituye una actividad realizada en sociedad, el análisis de la organización social que sirve de base a los procesos de legitimación es fundamental para su comprensión. La división del trabajo y la generación de un superávit económico facilitan la configuración de un cuerpo de expertos que reclaman competencia exclusiva como especialistas del conocimiento de la sociedad. Berger y Luckmann extraen dos consecuencias de este hecho. Una es la aparición de lo que Marx denominó la “teoría pura”: los expertos generan conocimiento cada vez más abstracto y separado de las necesidades pragmáticas de la vida cotidiana. La segunda consecuencia es un fortalecimiento de la legitimación de la sociedad e, indirectamente, una mayor propensión de la sociedad al orden institucional. Sin embargo la aparición de este cuerpo de especialistas en el mantenimiento de los universos simbólicos también puede traer consigo el desencadenamiento de conflictos sociales. Berger y Luckmann ilustran varias posibilidades: conflicto entre estos expertos y otros sectores profesionales, conflictos entre diferentes cuerpos de expertos, etc. El poder es un factor decisivo en la resolución de dichos conflictos: “siempre existirá una base socio-estructural para rivalidades entre definiciones competitivas de la realidad y (...) el resultado de la rivalidad resultará afectado, si no determinado rotundamente en todos los casos, por el desarrollo de dicha base” (Ibíd.: 153). Los autores analizan los procesos sociales de mantenimiento de los universos simbólicos según el control que los expertos ejercen sobre las definiciones de la realidad. La cristiandad medieval representa un ejemplo de monopolio en el control del conocimiento, en este caso ejercido por la iglesia católica. Esta situación de monopolio presupone según los autores “un alto grado de estabilidad socio-estructural” (Ibíd.: 156). Resulta clara la idealización de este período de la historia occidental por parte de los autores. En ello coinciden con la mayor parte de las tesis de la secularización, que tienden a presentar la Edad Media latina como un momento de máxima religiosidad en la historia de Occidente: “Cuando una definición particular de la realidad llega a estar anexada a un interés de poder concreto, puede llamársela ideología. (...) Hay que hacer notar que este vocablo tiene poca utilidad si se lo aplica a esa especie de situación monopolista que analizamos antes. Es casi un absurdo hablar, por ejemplo, de la cristiandad como ideología de la

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Edad Media –aún cuando tuviese usos políticos evidentes para las clases gobernantespor la sencilla razón de que el universo cristiano estaba “habitado” por todos los que componían la sociedad medieval, tanto los siervos como los señores.” (Ibíd.: 157). En la Edad Media existe un universo simbólico (cristiano), que es el de todos los miembros de la sociedad... En las situaciones pluralistas, que presuponen una alta división del trabajo, procesos de urbanización, un alto grado de diferenciación social y superávit económico, existe un cambio social rápido que favorece actitudes innovadoras y escépticas, por lo que las definiciones tradicionales de la realidad tienden a quebrarse. En los contextos pluralistas emerge una figura histórica peculiar, el intelectual, que los autores definen como “experto cuya idoneidad no es requerida por la sociedad en general” (Ibíd.: 160). Los objetivos de esta investigación hacen innecesario que me detenga en este punto... Los autores también reconocen la importancia que en el análisis de los procesos de legitimación poseen los intereses variables de los grupos sociales que componen la sociedad: “los diferentes grupos sociales tendrán afinidades diferentes con las teorías en competencia y, subsiguientemente, se convertirán en “portadores” de estas.” (Ibíd.: 153). El concepto clave empleado por los autores es el de “afinidades electivas”, cuya aplicación a la sociología se debe a Max Weber. Con él Weber se refería a la existencia de ciertas correlaciones entre las formas de la creencia religiosa y la ética práctica. 3. LA SOCIEDAD COMO REALIDAD SUBJETIVA 3.1. EL PROCESO DE INTERNALIZACIÓN Pero, ¿cómo llega la conciencia del individuo a comprender los significados objetivos que pueblan el mundo social? El concepto de “internalización” trata de responder a esta cuestión. Los autores lo definen como el proceso por medio del cual se produce “la aprehensión o interpretación inmediata de un acontecimiento objetivo en cuanto expresa significado, o sea, en cuanto es una manifestación de los procesos subjetivos de otro que, en consecuencia, se vuelven subjetivamente significativos para mí” (Ibíd.: 164-165). En virtud de este proceso el actor social comprende a los otros y el mundo social intersubjetivo que con ellos comparte, condición que se exige de él como miembro perteneciente a una sociedad. La “socialización” es el proceso “ontogenético” por el cual dicha comprensión llega a realizarse; este proceso se divide en dos etapas: “La socialización primaria es la primera por la que el individuo pasa en la niñez; por medio de ella se convierte en miembro de la sociedad. La socialización secundaria es cualquier proceso posterior que induce al individuo ya socializado a nuevos sectores del mundo objetivo de su sociedad.” (Ibíd.: 166) Los autores describen las etapas del proceso de socialización analizando las condiciones de su “éxito” o “fracaso”. En este sentido, la socialización primaria suele ser la más importante de las dos, ya que la “estructura básica” de la socialización posterior debe asemejarse a la de aquélla. La teoría “dialéctica” de la socialización de Mead es tomada como marco teórico principal de referencia por los autores para explicar esta primera etapa. En ella el niño se identifica con los “otros significativos”, lo que quiere decir que acepta y se apropia de los roles desempeñados por estos. En este momento se produce la “internalización”, en virtud de la cual el niño termina por adquirir una identidad subjetivamente plausible que el reconoce como suya. En este proceso existe lo que los autores llaman una “dialéctica” entre la identidad que el niño se asigna a sí mismo y la que los otros significativos le atribuyen. En este diálogo el niño aprende cuál es su lugar en el mundo social del que forma parte. El momento culminante de este proceso se produce cuando el niño es capaz de abstraer de los roles y actitudes de los otros significativos el “otro generalizado”:

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“Su formación dentro de la conciencia significa que ahora el individuo se identifica no sólo con otros concretos, sino con una generalidad de otros, o sea, con una sociedad. Solamente en virtud de esta identificación generalizada logra estabilidad y continuidad su propia auto-identificación. Ahora no sólo tiene una identidad vis-à-vis de este o aquel otro significantes, sino también de una identidad en general, que se aprende subjetivamente en cuanto sigue siendo la misma, no importa qué otros –significantes o no- se le presenten.” (Ibíd.: 169) La constitución en la conciencia del “otro generalizado” supone la internalización de la realidad social como realidad objetiva y al mismo tiempo el establecimiento en la subjetividad del actor social de una identidad ya estable. El lenguaje es el vehículo al mismo tiempo que el contenido del mundo social que el niño interioriza como autoevidente, poseyendo un grado de firmeza que jamás poseerán los mundos sociales con que se topará en socializaciones posteriores. La secuencia temporal del aprendizaje durante la socialización primaria varía en razón del contexto histórico y cultural. Las características del conocimiento institucionalizado en una sociedad influyen sobre los modos en que este es inculcado. La complejidad en la división del trabajo y la distribución social del conocimiento determina el alcance de una subsiguiente etapa de “socialización secundaria”, la cual se refiere a “la internalización de submundos institucionales o basados sobre instituciones” (Ibíd.: 174). La socialización secundaria implica la interiorización de roles, a los que se asocian “campos semánticos que estructuran interpretaciones y comportamientos de rutina dentro de un área institucional” (Ibíd.: 175); en ellos se distinguen elementos tanto cognitivos como normativos. La interiorización de roles anónimos está exenta de la carga emocional que envolvía el mensaje en la socialización primaria, motivo por el cual los individuos se muestran capaces de distanciarse respecto de los papeles que adoptan. Los submundos especializados que se interiorizan durante la socialización secundaria constituyen fragmentos de realidad que contrastan con la realidad indiscutible interiorizada en la socialización primaria, generándose problemas de coherencia entre las dos etapas de socialización. El menor grado de inevitabilidad subjetiva conferido a los mensajes de la socialización secundaria trata de ser contrarrestado mediante técnicas pedagógicas específicas que tratan de acentuar el grado de continuidad entre los viejos y los nuevos conocimientos. También existen técnicas para producir la identificación, detrás de cuyo manejo a menudo se hallan intereses sociales específicos; en otras ocasiones las técnicas orientadas a aumentar el grado de implicación afectiva son consubstanciales al mensaje mismo (los autores ilustran esta posibilidad con el ejemplo de la socialización religiosa). ¿Cómo se mantiene y se transforma la realidad subjetiva? Los autores responden a esta cuestión distinguiendo dos tipos de mantenimiento, el de rutina, que tiene lugar en la vida cotidiana, y el de crisis, que se desarrolla en las situaciones extraordinarias. La realidad de la vida cotidiana se sostiene por medio de la rutina en la que el actor social interactúa con otros “significantes” y “menos significantes”; de esta interacción continuada el individuo extrae una imagen estable del mundo y de su identidad. El diálogo en las situaciones “cara a cara” constituye el tipo de interacción social fundamental en el mantenimiento y la transformación de la realidad subjetiva. En el lenguaje aparece la realidad social objetivada, cuyos contenidos se convierten en objeto de la conciencia individual; la conversación contribuye también a la transformación de esa realidad en la medida en que en ella se enfatizan algunos de sus aspectos, otros quedan más difuminados, etc. El mantenimiento de la realidad social como hecho de la conciencia depende, pues, de lo que los autores denominan “estructuras de plausibilidad”, es decir, “la base social específica y los procesos sociales requeridos para su mantenimiento” (Ibíd.: 194). El concepto de “estructuras de plausibilidad”, de raigambre fenomenológica-interaccionista, será discutido en el próximo capítulo desde el

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punto de vista de su aplicabilidad a la investigación empírica en sociología de la religión. En las situaciones de crisis, como la muerte, los procedimientos de mantenimiento de la realidad social son igualmente rutinarios, variando tan sólo en su forma, que tiende a ser explícita y emocionalmente intensa. Los autores analizan el caso extremo de modificación de la realidad subjetiva en las “alternaciones”, que Berger ya trató en Invitación a la sociología (1971: 81-96). Estas comportan un proceso de resocialización en elementos “nómicos” radicalmente nuevos (los autores proponen el ejemplo de la conversión religiosa como caso paradigmático). Tal proceso de resocialización difiere de la socialización primaria en que, a diferencia de esta, no se realiza ex nihilo, sino sobre la realidad subjetiva que es resultado de la finalización del proceso de socialización primaria, una realidad que ahora se tratará de distorsionar para que en lo posible concuerde con las nuevas definiciones desde las que ahora es interpretado el mundo. El nuevo mundo es sostenido por nuevas estructuras de plausibilidad mediatizadas por otros significantes con los que el individuo establece una relación de identificación con un fuerte componente afectivo: “La alternación comporta, por lo tanto, una reorganización del aparato conversacional. Los interlocutores que intervienen en el diálogo significativo van cambiando, y el diálogo con los otros significantes nuevos transforma la realidad subjetiva, que se mantiene al continuar el diálogo con ellos o dentro de la comunidad que representan.” (Ibíd.: 199). La alternación plantea como requisito conceptual la disposición de un aparato de legitimación que interpreta tanto la nueva realidad como realidades pasadas. En conjunto, se produce un cambio en la interpretación que el sujeto hace de su propia biografía. El momento de la alternación divide su trayectoria vital en un antes y un después, y es interpretado como una meta hacia cuya consecución el pasado estuvo “siempre” orientado. Berger y Luckmann examinan otras posibilidades menos abruptas de transformación de la realidad subjetiva. Según ellos, los procesos de movilidad social frecuentemente dificultan una interpretación coherente de la biografía individual (Ibíd.: 202; Berger y Luckmann, 1964: 331-334). Berger y Luckmann proponen a modo esquemático algunas observaciones en torno a las relaciones entre estructura social y socialización. Tales observaciones toman como marco de referencia teórico la distinción entre sociedades modernas y sociedades tradicionales de la sociología clásica. El mayor grado de coincidencia entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva se encuentra en sociedades con poca división del trabajo y escasa distribución social del conocimiento. En ellas los significados objetivados gravitan poderosamente sobre la subjetividad de todos los miembros de la sociedad, razón por la cual existe un alto grado de simetría entre la realidad subjetiva y la realidad objetiva. La variedad de roles desempeñados en la sociedad no determina la estratificación de la subjetividad del actor social, ya que ninguno de ellos posee prioridad sobre el resto... En este tipo de sociedad poco diferenciada las deficiencias en la socialización sólo tienen lugar como resultado de accidentes biográficos. En sociedades con alto nivel de división del trabajo y gran complejidad en la distribución social del conocimiento las deficiencias en la socialización tienden a deberse a la discrepancia cognitivo-normativa de los contenidos significativos que el individuo interioriza al socializarse en diferentes medios institucionales, entre los cuales puede existir un grado variable de competencia por imponer sus definiciones específicas de la realidad; en este tipo de sociedades tiende a existir también un mayor grado de desajuste entre la socialización primaria y la secundaria. Todo ello configura tipos “escépticos” de identidad, conscientes de la relatividad de los “mundos” sociales (Ibíd.: 215). El relativismo moderno, como veremos, constituye una de las grandes cuestiones estudiadas desde la perspectiva fenomenológica de Peter Berger (enriquecida, entre otros enfoques, por el análisis weberiano de la modernización como proceso de racionalización).

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_______________________ Mario D.S.

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