La Cara Oculta de La Belleza Lectura

La cara oculta de la belleza 4as.qxd:DP 16/11/12 16:30 Página 5 RUTH BRANDON LA CARA OCULTA DE LA BELLEZA Helena Rubins

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RUTH BRANDON LA CARA OCULTA DE LA BELLEZA Helena Rubinstein, L’Oréal y la historia turbia de la cosmética Traducción de Purificación Meseguer

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Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. ¡La belleza es poder! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Un hombre autoritario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. ¿Qué hiciste en la guerra, papi? . . . . . . . . . . . . 4. Asuntos de familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Una adquisición y tres escándalos . . . . . . . . . . 6. ¿Consumidores o consumidos? . . . . . . . . . . . . Epílogo: Dos ancianitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Apéndices Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Créditos de las fotografías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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[Fotografías] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . [167-174]

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A mis amigas, bellezas naturales

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AGRADECIMIENTOS

Quiero expresar mi más sincera gratitud, por la inestimable ayuda que me prestaron a lo largo de la redacción de este libro, a Caroline Davidson, Geoff Garvey, la doctora Lucy Glancey, Abbie Greene y Nick Growse, Nick Humphrey, Sylvia Kahan, David Kuzma (director de colecciones especiales de la biblioteca de la Rutgers University), Brian Morgan, Luke Shepherd, Ann Treneman, Monica Waitzfelder, Lindy Woodhead y Randall Wright. Agradecer también al equipo de HarperCollins por su profesionalidad y su paciencia. Hay dos personas con las que me siento particularmente en deuda: Clare Alexander, mi agente, que desempeñó un papel decisivo a la hora de moldear este libro; y Ben Loehnen, mi editor, que se encargó de darle los últimos retoques.

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Alumnas de Helena Rubinstein en una clase de tratamiento facial, hacia 1950.

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Introducción

¿Quién no ha oído hablar de Helena Rubinstein, la reina de los cosméticos? Diminuta, rellenita, encaramada en sus tacones de aguja, con su bombín calado sobre la cabeza y cubierta de extravagantes joyas, fue durante muchos años un importante personaje de la sociedad neoyorquina. Siempre se la veía yendo y viniendo entre su apartamento en Park Avenue y su salón de belleza situado en la esquina de la Quinta Avenida con la Calle 57, blandiendo en una mano un gigantesco bolso de cuero (repleto de dólares, apuntes de trabajo, pañuelos usados y pendientes de repuesto) y, en la otra, una bolsa de papel con un almuerzo copioso. Imposible pasar desapercibida tanto más cuanto que su efigie aparecía en los anuncios de sus productos. Era la energía personificada; una figura más bien cómica e imponente a la vez. Ahora bien, ¿a quién le suena el nombre de Eugène Schueller? A pocos, pese a que todos conozcan la firma que fundó en París en 1909: L’Oréal. Al igual que Rubinstein, nació pobre; al igual que ella, se enriqueció explotando el sueño de toda mujer: estar más guapa. Pero si había algo que lo diferenciaba de ella era que ni su nombre ni su rostro resultaban familiares a quienes compraban tintes para el pelo. Enclaustrado en su imperio, se dedicaba a ir de 15

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una fábrica a otra en su Rolls Royce, una auténtica oficina sobre ruedas, huyendo de los focos en todo momento. De hecho, vivió tan desconectado de la sociedad que, cuando su esposa falleció y decidió volver a casarse, tuvo que conformarse con la institutriz de su hija. Y eso que, por aquel entonces, era uno de los hombres más ricos de toda Francia. En 1988, L’Oréal absorbió Helena Rubinstein, Inc. En circunstancias normales, la operación no habría suscitado el menor interés, excepto quizás el de la prensa especializada. Pero el caso es que Rubinstein era judía y Schueller un destacado colaboracionista que, durante la Ocupación alemana, se mostró particularmente receptivo a las ideas fascistas. Y aunque nunca llegaron a conocerse en vida, aunque ambos ya llevaban mucho tiempo bajo tierra cuando una empresa fagocitó a la otra, este antagonismo les sobrevivió. Desencadenó una serie de escándalos que no sólo arrojaron una luz nueva (a la vez que siniestra) sobre L’Oréal, sino que también puso en jaque la reputación de algunos de los hombres más poderosos de Francia, entre ellos, el mismísimo presidente de la República. Puede parecer extraño, y a todas luces insospechado, que la historia de la industria cosmética incluya una incursión en tierras fascistas. Pero a diferencia de la alta costura, la cosmética siempre ha mantenido relaciones turbias con la política. Las vidas de Helena Rubinstein y de Eugène Schueller demuestran que siempre ha sido así. Y que nada ha cambiado...

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1 ¡La belleza es poder!*

1 «Su vida es un verdadero cuento de hadas», decía la revista Vogue de Helena Rubinstein.1 ** Corría el año 1915: «Madame», como todos la conocían ya, acababa de abrir su primer salón de belleza en Nueva York. La sala principal ostentaba un tapizado de terciopelo azul marino y estaba decorada con revestimientos de madera de color rosa y esculturas de Elie Nadelman procedentes de la colección privada de Madame. Más allá se abría paso una hilera de salas, cada una de las cuales presentaba un tema decorativo particular: un salón Luis XVI; uno de inspiración china en tonos negros, dorados y escarlatas. La diminuta anfitriona, acoplada a sus tacones de aguja (que añadían unos centímetros oportunos al escaso metro y medio con que la había dotado la naturaleza), hizo los honores a los periodistas actuando de guía. Por muy ocupada que estuviera, siempre tenía tiempo para atenderlos. Para Madame, siempre encantada de ahorrarse unos centavos, un amplio reportaje que se exten** El título de este capítulo está inspirado en un anuncio de Helena Rubinstein publicado en 1907 en el diario Australian Home Journal. (N. de la A.) ** Véase el texto de las notas numeradas en el apéndice final de este libro. (N. del E.)

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diera a lo largo de varias páginas e incluyera fotografías valía más que cualquier anuncio. Y por si fuera poco, no le costaba ni un centavo. La historia que les contó no tenía nada que envidiarle a la de Cenicienta. Doce años antes, en 1903, Helena Rubinstein, humilde emigrante polaca, abría su primer salón de belleza en Melbourne, Australia, un local de una sola habitación donde vendía tarros de crema facial artesanal. Las clientas abundaban, los costes de fabricación eran bajos, y la joven emprendedora tenía un gran talento comercial: en cuestión de dos años, se hizo rica. En 1915, ya era millonaria. Había logrado encandilar a Londres y París, y se disponía a conquistar Estados Unidos. Pero hace falta algo más que un deslumbrante ascenso social para escribir un cuento de hadas, algo que apele a nuestros sueños más profundos. De esto precisamente trata la historia de Helena Rubinstein, su vida y la actividad profesional que desempeñó. Y es que todo lo que rodea la cosmética es sueño, más específicamente, el de un aspecto físico ideal y resistente al paso del tiempo. En términos generales, el uso de los cosméticos queda más o menos aceptado dependiendo del papel que ocupe la mujer dentro de una sociedad determinada. Cuando Ovidio, en su Arte de amar, aconsejaba a sus lectoras que se perfumasen las axilas, llevasen las piernas afeitadas, se blanquearan los dientes, aplicaran «una capa de albayalde sobre la piel» o colorete si eran muy pálidas, que se adornasen las mejillas con «lunares postizos» y resaltaran el brillo de sus ojos con «ceniza fina», el poeta romano se dirigía a una sociedad en la que las mujeres gozaban de significativas libertades en todos los aspectos de la vida social (política aparte). Del mismo modo, en una famosa escena de El rizo 18

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robado, el poeta Alexander Pope mencionaba el tocador de la heroína, repleto de «borlas, polvos, lunares postizos, biblias y cartas de amor», y nos consta que su Belinda era libre de desempeñar un papel activo en la escena social de su tiempo. No obstante, en las sociedades donde este papel se limita a engendrar niños y a servir al marido, los cosméticos son tabú. Se ganan la ira de san Pablo o del Talmud, según el cual, «una esposa cuya belleza no se deba a los coloretes alarga el doble la vida de su marido y le procura paz de espíritu».2 Y este criterio era el que aún predominaba en la sociedad del siglo XIX, especialmente en Gran Bretaña. El cronista social William Rathbone Greg se hacía eco de las ideas de su tiempo cuando, en 1862, escribía que la función de una mujer consistía básicamente en «completar, endulzar y embellecer la existencia de su prójimo».3 Sin embargo, y tras un siglo de represión durante el cual ninguna mujer respetable podía permitirse siquiera llevar un poco de colorete, Helena Rubinstein tuvo la suerte de llegar en el momento en que las mujeres se disponían a reivindicar nuevas libertades. Y sus rubíes, esmeraldas, perlas y diamantes (que no habrían desentonado en la cueva de Alí Baba), sus esculturas, cuadros, apartamentos y mansiones en Nueva York, Londres, París y la Costa Azul eran atributos que, como le gustaba a Madame, representaban esa repentina toma de poder. Y puesto que en la historia personal de Helena Rubinstein, la conquista fue una constante, parece lógico que la primera magnate, la primera millonaria, construyera su fortuna sobre la industria cosmética. Y su vida se asemeja aún más a un cuento de hadas cuando se la contempla a través del prisma de sus memorias, que ella misma escribió, y que tan poca relación guar19

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dan con la realidad. «Siempre he creído que, cuando le preguntan su edad, una mujer tiene derecho a responder con evasivas hasta, digamos, alcanzar el umbral de los noventa», escribió en una época en la que ella misma ya había dejado atrás los ochenta. Y vaya si era evasiva... Así lo fue siempre, tanto con su edad como con los demás aspectos de su vida. Es cierto que acabó confesando (¡el año de su muerte!) haber nacido «un día de Navidad, a principios de los años setenta» (resultó ser en 1872), pero aseguró hasta el final que venía de una familia adinerada. Quizás había acabado tragándose el cuento de tanto contarlo. Según explicaba, su familia había vivido en una mansión cerca de Rynek, la antigua plaza de mercado, una zona acomodada situada en el centro de Cracovia. Su padre, «vendedor de comestibles al por mayor», era un intelectual que coleccionaba libros y exquisito mobiliario. Helena habría cursado sus estudios secundarios en el Gymnasium, antes de embarcarse en un primer ciclo en medicina. Sus hermanas, supuestamente, también asistieron a la universidad.4 En realidad, cualquiera que la conociese habría dado por sentado que Madame había nacido pobre y que la experiencia no le había resultado nada grata. Disfrutaba con deleite de su fortuna, acumulaba caprichos rutilantes con un placer compulsivo que no se apagaba nunca; una sensación que ningún rico de cuna habría podido experimentar jamás. Del mismo modo, está claro que, de haber tenido la oportunidad, habría estudiado medicina: siempre proyectó de ella misma la imagen de una profesional cualificada, de una científica, al posar constantemente en bata blanca entre probetas y mecheros de Bunsen mientras destacaba las propiedades casi farmacéuticas de sus productos. Llegó a convertirse en toda una referencia en su campo. Pero la cos20

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mética poco tenía de ciencia, y los escasos conocimientos que poseía los adquirió tras muchos años de esfuerzo y no precisamente en la facultad. Retomemos, pues, el hilo de la verdadera historia de los Rubinstein. En realidad, vivían en Kazimierz, el gueto judío de Cracovia cuyas atestadas calles siguen rezumando una pobreza sombría, pese a la restauración que emprendieron los acaudalados descendientes de sus ocupantes originales con vistas a convertir el barrio en reclamo turístico de la ciudad. Y fue allí donde Naftali Herzl Rubinstein, el padre de Helena, se ganó la vida vendiendo combustible y, de vez en cuando, huevos en el mercado. Su primogénita, Chaja, quien más tarde respondería al nombre de Helena, asistía a la escuela judía del barrio. Como muchos primogénitos, era ambiciosa y siempre conseguía lo que se proponía. Pero como la mayor de nueve hermanas, tuvo que desarrollar un precoz sentido de la responsabilidad, más propio de los adultos. Cuando relata que su padre, «ya que no tenía hijos [...] se acostumbró a compartir conmigo sus planes y proyectos»,5 no existe, excepcionalmente, la menor razón por la que dudar de sus palabras. En la comunidad judía, muchas mujeres compaginaban las tareas domésticas y la educación de los niños con la gestión de un pequeño negocio familiar, proveyendo a las necesidades materiales mientras sus maridos se entregaban a quehaceres espirituales. Baleboosteh es el término yídish que designa esta combinación de destrezas que permite regentar un negocio y ocuparse del hogar de un modo eficaz; un término que, desde luego, vino a marcar el destino de Chaja. Para esta niña procedente de un ámbito tradicionalista (su abuelo materno era rabino), la facultad de Medicina no podía ser sino un sueño inalcanzable. No, la 21

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única carrera a la que podía aspirar era el matrimonio. Cualquier actividad a la que quisiera dedicarse antes de este momento tenía fecha de caducidad. Y a juzgar por la trayectoria de su madre, le esperaba un embarazo tras otro, una vida confinada y agotadora entre una prole cada vez más numerosa. Esa perspectiva bastaba para que una niña inteligente rehuyera para siempre el matrimonio y la maternidad. Y a tenor de sus posteriores incursiones en ambos terrenos, ese fue precisamente el efecto que tuvo en Chaja. No puede ser una casualidad que el único pretendiente cracoviano al que recordaba con cariño fuera también una opción imposible: no era judío. Y en una familia como los Rubinstein, casarse con un goy (no judío) habría equivalido a una muerte simbólica. De haber tomado Chaja este camino, su familia la habría repudiado y hasta habría recitado oraciones fúnebres por su alma. Pero había una alternativa: su padre ya había encontrado un buen partido para su hija: un viudo. Chaja lo rechazó, desencadenó una disputa épica y acabó abandonando el seno familiar para no regresar nunca. Se refugió en Viena con una tía materna. Aquél fue un momento decisivo en su vida. En adelante, se haría llamar Helena y sería una mujer independiente. Todo lo que sucedió después, todo lo que vivió fue fruto de aquella decisión implacable. Aquello no sólo puso de manifiesto su postura respecto a la condición de esposamadre impuesta a la mujer sino que también moldearía su concepción de la cosmética y de sus beneficios para quienes la utilizaran. A Helena Rubinstein no le interesaba la política ni mucho menos el feminismo. De hecho, procuró mantenerse al margen de esas cuestiones hasta que ya no le fue posible eludir su postura en la materia. Y sin embar22

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go, al romper así con la tradición, su vida revistió desde el principio un carácter militante. Sus parientes vieneses, los Splitter, eran unos prósperos peleteros. Por esa razón, en una foto tomada en Viena, Helena aparece ataviada con un abrigo de astracán y con un semblante demasiado matronal para sus veintiún años. Frau Splitter prosiguió, a petición de su hermana, con la búsqueda de un marido adecuado para su sobrina. Pero Helena se empeñaba en rechazar de forma sistemática a todos sus pretendientes. Y puesto que Europa no parecía brindarle las oportunidades que esperaba, decidió ponerse en marcha de nuevo e ir más lejos esta vez, a otro continente. Resulta que tres de sus tíos maternos, los Silberfeld, vivían en Australia. John era joyero en Melbourne; Bernhard y Louis regentaban una tienda de ultramarinos en Coleraine, una pequeña ciudad situada a poco más de trescientos kilómetros al oeste. También estaba Eva, hija de Louis, de la edad de su prima, casada y con dos niños pequeños. A los tíos de Coleraine no les vendría mal que les echara una mano y, en el verano de 1896, Helena zarpó desde Génova para reunirse con ellos. Nada de lo que había vivido en Europa la preparó para la vida tan dura que podía deparar un pueblucho australiano. Nunca se llevó bien con su tío Louis, quien, según dio a entender en una de sus memorias, llegó a hacerle proposiciones indecentes. En cuanto a su prima Eva, su matrimonio resultó ser un completo desastre. Para colmo, Helena no hablaba inglés y no podía comunicarse con nadie: estaba atrapada con los suyos. Años más tarde, Helena escribiría su extensa correspondencia exclusivamente en inglés, incluso para dirigirse a sus hermanas. El idioma de Shakespeare será el de la edad adulta. Pero hasta su llegada a Aus23

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tralia, sólo hablaba yídish y polaco. Éste es el motivo por el que siempre habló un inglés con un fuerte acento, salpicado de abundantes expresiones en yídish. Helena se describía a sí misma como una persona tímida, cualidad difícilmente conciliable con su forma de llevar los negocios, directa y sin tapujos, y su desenfrenada vida mundana. Pero ese rasgo parece derivar en gran parte de sus dificultades para hablar correctamente inglés. «Se expresaba mediante gruñidos»,6 evocó la redactora de moda Ernestine Carter. En realidad, era una extraña mezcla de inglés, francés, polaco y yídish que hacía sus frases ininteligibles, razón por la cual se mostraba tan reacia a entablar conversación con extraños. De ahí que acabara asumiendo el papel de matriarca y se rodeara de su familia: conforme el negocio crecía, fue reclutando a una hermana, y a otra, y a todas, y después a sus primos, sobrinos y sobrinas. Llevaba su estirpe adondequiera que fuera, Nueva York, París, Londres... Era una expatriada pero, como muchos expatriados, también era cosmopolita. Soportó la vida en Coleraine durante tres años. En cuanto hubo asimilado suficiente inglés para seguir adelante sola, decidió que había llegado la hora de escapar. Cuando, en 1958, regresó a Australia, se negó a poner un pie en Coleraine. «¡No! ¡No! Me niego a volver allí ¿Para qué? Cuando viví en ese horrible lugar era pobre, estaba sola y muerta de hambre», dijo a Patrick O’Higgins, su asesor y compañero en los últimos años de su vida.7 Con todo, no desaprovechó sus años en la Australia profunda. Salió de allí convencida de que quería montar un negocio y también del tipo de productos que vendería. Es posible que el importante poder de convicción que siempre demostró tener como esteticista tuviera algo que ver con su tez perfecta, la cual le permitió, durante mucho tiempo, 24

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aparentar menos edad de la que en realidad tenía. Era un fenómeno bastante inusual en Australia, donde las inclemencias del clima, las ráfagas de viento y el sol abrasador causan estragos en la piel. Y como tal, era objeto de admiración para sus vecinas de cutis curtidos. ¿Cuál era su secreto? Helena alegó haber empezado vendiendo sus propios tarros de crema facial a las señoras del lugar, a quienes contaba que estaba elaborada a partir de una fórmula descubierta por unos tales hermanos Lykusky «que llevan abasteciéndonos para nuestro uso personal desde que yo era una niña». Cuenta la leyenda que, al agotarse su reserva personal, Helena regresó a Polonia para reabastecerse. Aquello no era más que pura fantasía: el viaje entre Europa y Australia duraba cuarenta y cinco días, lo que demora de manera considerable la entrega de un pedido. Es igualmente improbable que su provisión inicial le permitiera aguantar tanto tiempo. Lo que sí está claro es que para una mujer de negocios nata como Helena, el interés de algunas vecinas intrigadas bastó para sembrar una idea en su mente emprendedora, la idea que había estado buscando desde que abandonó la casa paterna y las pocas perspectivas que ésta le ofrecía. Helena abriría un negocio de venta de cremas faciales. Esta decisión, en parte fruto del azar, también fue el gran primer golpe de suerte de Helena. Las mujeres que abrían un negocio partían en clara desventaja. Así sucedía en todos los sectores; la cosmética, sin embargo, era un caso aparte. Salvo en contadas excepciones como en la corte del rey de Francia Luis XV, donde tanto hombres como mujeres se empolvaban la cara (para mostrar que, a diferencia del vulgo, no llevaban una vida al aire libre), se ponían 25

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colorete en las mejillas y se pintaban los labios, la misógina sociedad cristiana miraba con recelo los cosméticos incluso cuando se utilizaban abiertamente (como sucedió durante la Restauración inglesa, por ejemplo). Aun cuando todos sabían que se utilizaba polvo de arroz, potingues, colorete o cerusa (reputado veneno hecho a base de carbonato de plomo que se usaba para blanquear la piel), las mujeres sólo podían conseguir clandestinamente estas preparaciones y debían aplicarlas en estricta privacidad. Los hombres apartaban la mirada de tales arreglos y, por lo tanto, no pudieron constatar lo que saltaba a la vista para Helena Rubinstein, a saber, que la mitad de la humanidad estaba interesada en esos productos. De hecho, incluso después de que la industria cosmética le hiciera ganar una fortuna no sólo a Helena Rubinstein sino también a Elizabeth Arden y a Estée Lauder, los hombres siguieron manteniéndose al margen del sector. Si bien es cierto que Max Factor ya había entrado en juego, se había especializado en maquillaje para el cine, aunque también sacó una línea de cosméticos hacia 1920. Por lo demás y hasta la llegada de la marca Revlon, creada por Charles Revson en 1950, el mercado de la belleza estuvo en manos de mujeres emprendedoras. En 1941, la revista Life explicaba en parte este fenómeno: «La mayoría de los hombres no encuentran un ámbito propicio para desarrollar su talento empresarial en la industria de la belleza, que no es sino un matriarcado diminuto y saturado».8 En 1920, Madame ya escribía que ese comercio operaba, «por y para las mujeres, ya que ofrece lo que sólo las mujeres pueden ofrecer: un conocimiento íntimo de las necesidades y deseos femeninos».9 Ahora bien, la sola perspectiva de generar cuantiosos beneficios suele bastar para borrar cualquier aprensión o duda. Y si las mujeres fueron las pri26

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meras en conquistar ese nicho de mercado fue porque, al menos al principio, únicamente ellas eran conscientes de que se trataba de un sector de un potencial gigantesco. Volvamos a Helena, que había decidido abrir su negocio en Melbourne. Ya entonces se trataba de una ciudad grande (en 1901 superaba el medio millón de habitantes, entre ellos, su tío John). Y en ese preciso momento, llegó su segundo golpe de suerte: Melbourne resultó ser la ciudad perfecta para poner en marcha su proyecto. En efecto, a las australianas poco les importaba si los hombres aprobaban o no que se maquillaran: a diferencia de las europeas, no dependían de ellos económicamente. En la Europa de principios del siglo XX, una mujer decente sólo trabajaba si no tenía recursos. Y el abanico de empleos que, en este caso, se abría no era muy variado: costurera, modista, institutriz o profesora. Las australianas, por su parte, ya habían conquistado muchos otros oficios: el de periodista, telefonista, secretaria, dependienta o empleada de hoteles y de pequeñas empresas... En Melbourne, aproximadamente el 35 por ciento de los asalariados eran mujeres, y el 40 por ciento de las mujeres en edad de trabajar tenían empleo. Un periódico local, el Melbourne Age, acuñó la frase «señorita soltera» para designar a las jóvenes que, al igual que la propia Helena, llegaban a la ciudad en busca de trabajo y que, en cuanto lo conseguían, se convertían en consumidoras. Desde luego, los sueldos eran bajos (el salario medio de una mujer era la mitad del que podía ganar un hombre por el mismo empleo), aun así lo que cobraban era suyo y, como tal, lo gastaban como querían.10 Como cabía esperar, las cremas de belleza no constituían un campo sin arar. Los productos comerciales no habían invadido todavía el mercado, pero la mayoría de las 27

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mujeres elaboraban sus propias preparaciones de forma casera y elemental. Y precisamente porque se trataba de un producto artesanal, hecho con materiales baratos y naturales, a las mujeres les resultó tentador explotar el filón.* A menudo se podían encontrar fórmulas en recetarios donde se solían emplear ingredientes comunes. Las lociones corporales, por ejemplo, estaban hechas a partir de una emulsión de grasa en agua, perfumada luego con extractos de plantas odoríferas. Las mujeres utilizaban cualquier cosa que tuvieran al alcance de la mano: leche, nata, grasa de oca, gelatina de pie de vaca, aceite de almendras, yemas de huevo (las claras de los huevos se mezclaban con zumo de limón para conseguir máscara astringente). Y daba la casualidad de que en Australia, el país de la ganadería ovina, no escaseaba un suministro de grasa animal particularmente adecuado para la confección de cosméticos: la lanolina, un derivado de la lana de oveja que, además de presentar propiedades beneficiosas para la piel, era muy barato. Por eso precisamente la sección de clasificados de los periódicos locales siempre estaba repleta de anuncios de mujeres que ofertaban pequeños tratamientos corporales y capilares. Sin embargo, el mercado de la cosmética en Melbourne seguía encontrándose en un estado embrionario y limitado, nada que ver con el negocio que Helena tenía en mente. Claro que el lanzamiento de todo proyecto empresarial requiere una inversión inicial y, tanto en Australia como en el resto del Imperio británico, una mujer no podía preten* Hoy como ayer, el concepto de «producto casero» está en boga. Las dos mujeres emprendedoras más exitosas de los últimos años quizá sean Martha Stewart, con su multimillonario imperio de artesanía, y Anita Roddick, con su igualmente exitosa cadena Body Shop. Ambas ideas nacieron en la mesa de una cocina. (N. de la A.)

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der que se le concediera un préstamo a su nombre. Para abrir un negocio, necesitaba un aval. Cuando le tocó reescribir su historia sesenta años más tarde, Helena señaló como su mecenas a Helen Macdonald, a quien habría conocido a bordo del barco que la llevó a Australia. La señorita Macdonald «no era rica, ni mucho menos, pero insistió en prestarme de sus ahorros las doscientas cincuenta libras imprescindibles para mi empresa».11 En cualquier caso, no aparecía ninguna Macdonald en la lista de pasajeros. Otra versión insinúa que Helena propuso a una amiga de Coleraine que la acompañara a Melbourne tras ofrecerle la mitad de las participaciones de su empresa. La amiga rechazó la oferta (¡una de las peores decisiones comerciales de la historia!), pero no se descarta que fuera esta supuesta amiga quien la avalara económicamente.12 De donde fuera que las sacase, lo cierto es que consiguió las 250 libras que necesitaba. Fue la primera y última vez que Helena Rubinstein pidió dinero prestado. Ahora tan sólo le quedaba diseñar su producto y venderlo. El primer paso consistía en aprender, si es que no lo sabía ya, la sencilla manipulación que permitía elaborar crema facial a partir de la emulsión de la lanolina antes de añadir aceites esenciales de plantas para disimular el desagradable olor a cuero. Algunos años más tarde, le enseñaría el mismo proceso a la empleada encargada de su salón londinense con una receta de crema antiespinillas: Vaciar una pinta [medio litro, aproximadamente] de aceite en un barreño blanco. Tomar cuatro pintas de peróxido de seis por ciento y añadirlas a la base (el aceite). Es fundamental proceder muy despacio: toda la operación se estropeará si se vierte demasiado de una sola vez. Ir incorporándolo poco

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a poco sin dejar de remover. Utilizar un cuchillo. Cuanto menos peróxido se vierta de una vez, mejor y más densa quedará la preparación. Añadir un poco de geranio rosado para perfumar. Mezclar.

Esos aceites esenciales eran costosos: la esencia de violeta se cotizaba a 25.000 libras el kilo, «más cara que los diamantes y las perlas, aunque unas gotas daban para mucho».13 Cualquiera que haya hecho mayonesa alguna vez reconocerá el método y, de hecho, Helena Rubinstein siempre llamó a su taller «mi cocina». Le encantaba preparar cremas y lociones, y jamás se sintió más cómoda en ningún otro sitio que en su «cocina». Mucho más tarde, conoció a su paisana polaca Marie Curie, famosa por haber conseguido aislar el radio al procesar toneladas y toneladas de mineral de uranio en un viejo cobertizo ruinoso. Helena desconcertó a Marie (que poco o nada tenía de ama de casa) al preguntarle qué aspecto tenía su «cocina». Dedicó parte de sus 250 libras a alquilar una habitación grande y luminosa en el centro de Melbourne. La pintó de blanco y la adornó con cortinas hechas con unos vestidos anticuados traídos de Europa. Luego acopió algunas existencias de crema, diseñó un letrero en el que se leía, HELENA RUBINSTEIN- SALÓN DE BELLEZA, y abrió sus puertas al público. Empezó con una única crema (aunque multiusos) llamada Crème Valaze. «VALAZE», elaborada por EL DOCTOR LYKUSKY, el dermatólogo más aclamado en toda Europa, es el mejor tratamiento hidratante. En sólo un mes permite la regeneración de las pieles más dañadas. Precios: 3 c. y 6 p., 5 c. y 6 p. Recargo de

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6 p. para envíos postales.* Distribuida por Helena Rubinstein, Inc.14

Valaze, «una crema ideal para el cutis estropeado por pecas, quemaduras de sol, arrugas, eccema, espinillas e imperfecciones cutáneas de todo tipo», se convirtió en el producto estrella del catálogo Rubinstein durante los cincuenta años siguientes. Los anuncios de Helena destacaban la procedencia exótica de la crema, importada exclusivamente de Polonia y «cuya composición incluye hierbas especiales que sólo crecen en los montes Cárpatos». También esto es puro invento. Importar desde Europa una crema manufacturada no sólo suponía plazos inviables, sino también la imposibilidad de obtener el menor beneficio. Y si Helena se hizo rica fue por varias razones: era inteligente, astuta, trabajadora y lanzó su producto en el momento idóneo. Pero, al igual que el resto de la competencia, se hizo tan sumamente rica en un periodo de tiempo tan corto por una razón concreta: el alto margen de beneficio (la diferencia entre el bajo coste de la materia prima y el desorbitado precio de venta que llegaba a cobrar por el producto final). Pocos meses antes de su muerte, Madame encontró, entre una pila de viejos papeles en el sótano de su casa parisiense, la fórmula original de la crema Valaze. No contenía más que ingredientes tan comunes y baratos como la goma ceresina, el aceite mineral y el ajonjolí.15 Esas «hierbas especiales de los montes Cárpatos» fueron definitivamente un ingrediente fundamental; al menos para el efecto publicitario. Entonces y ahora, * Precios en chelines y peniques: tres chelines y seis peniques, cinco chelines y seis peniques, seis peniques. Veinte chelines equivalían a una libra esterlina [1,19 euros], y doce peniques a un chelín. (N. de la A.)

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lo que realmente vende la industria de la belleza es magia. Y cuando se trata de convertir grasas perfumadas en elixires mágicos, ni la esencia de rosas ni el extracto de corteza de pino podrán competir nunca con unas hierbas especiales de los Cárpatos. Se trataba del primer salón de belleza en Australia y, como tal, despertó una extraordinaria curiosidad. Rubinstein llegó a evocar aquellos días: «La gente entraba y salía todo el tiempo. La mayoría venía en busca de consejos, pero eran pocas las que se marchaban de allí sin un tarro de crema, cuya etiqueta escribía a mano».16 Y no era una adquisición nada desdeñable. En aquella época, una modista ganaba unas dos libras a la semana [2,5 euros]; una camarera, una libra; una costurera, tres. Un tarro de Valaze se comía una buena proporción del salario de las clientas. Sin embargo, uno de los primeros hallazgos de Helena Rubinstein en el negocio de la belleza fue que los precios altos no frenaban las ventas, todo lo contrario. Si uno de sus productos no funcionaba bien, Madame se limitaba a subir el precio y las ventas aumentaban como por arte de magia.* Mientras trataba de satisfacer la demanda de su clientela, Rubinstein se vio inundada por pedidos por correo, muchos de los cuales llegaron a raíz de un reportaje sobre el salón publicado en un periódico de Sidney. La cobertura que ofrecía la prensa escrita era, además de gratuita, más efectiva que cualquier campaña publicitaria, por costosa que fuera. A partir de ese momento, Rubinstein se convir* A la misma conclusión llegó el escritor Michael Greenberg. Cuando trataba de ganarse la vida vendiendo cosméticos baratos en el Bronx, se dio cuenta de que un precio demasiado bajo (unos 3,50 dólares) levantaba las sospechas de los clientes. Cuando lo subió a cinco dólares, el negocio mejoró. (Véase Beg, Borrow, Steal: A Writer’s Life, de Greenberg.) (N. de la A.)

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tió en una especialista en cortejar a la prensa. Estudiaba las preferencias de las periodistas de las secciones de belleza y, cada vez que se entrevistaba con una de ellas, acudía con una joya suya de la que podía prescindir, un anillo o un brazalete, y obligaba a su interlocutora a aceptarlo como recuerdo en el momento de la despedida. Cuando las existencias se hubieron agotado, escribió personalmente a todas sus clientas ofreciéndose a devolverles el dinero si no estaban dispuestas a esperar la siguiente partida. Les explicó que acababa de realizar un nuevo pedido al doctor Lykusky, pero que la mercancía tardaría en llegar. Al final, tan sólo una de sus clientas exigió que le devolviese el dinero. Tras días y noches de un agotador trabajo en la «cocina» preparando crema y rellenando frascos, la señorita Rubinstein anunció que ya había recibido los productos y cumplió con todos los pedidos. Trabajaba dieciocho horas diarias y, tal y como relatará sesenta años más tarde, dejó escapar «a muchos pretendientes» y se perdió «toda la diversión propia de la juventud». Lo cierto es que ser joven no le resultó tan divertido como trabajar. «¡El trabajo ha sido mi mejor tratamiento de belleza!», escribió en el ocaso de su vida. «Mantiene a raya las arrugas; permite mantener joven el corazón y el espíritu. Ayuda a una mujer a conservar la juventud. ¡Y por supuesto la vitalidad!»17 El trabajo logró interesarla más que ningún hombre en toda su vida. Nunca fue capaz de conservar un novio por mucho tiempo, explicaba al rememorar los días pasados en Melbourne. Cuando se presentaban para llevarla a alguna fiesta, acababan cargando pesadas cubas de crema, rellenando tarros o pegando etiquetas... El trabajo estaba por encima de cualquier otra cosa, hasta de Edward Titus, el hombre del que se enamoró, el padre de sus hijos. 33