La Bella Florida

133 LA BELLA FLORIDA Había una vez un Rey con cuatro hijos: tres mujeres y un varón que era el Príncipe heredero. El Re

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133 LA BELLA FLORIDA

Había una vez un Rey con cuatro hijos: tres mujeres y un varón que era el Príncipe heredero. El Rey, en trance de muerte, * llamó al Príncipe y le dijo: —Hijo, yo agonizo, tendrás que hacer lo que te ordeno. Cuando tus hermanas estén en edad de casarse, las haces asomar al balcón y les das por marido al primero que pase por la calle, sea villano, maestro o gentilhombre. Cuando la mayor estuvo en edad de casarse se asomó al balcón. Pasó un hombre con los pies descalzos. —Amigo, detente un momento. —¿Qué queréis de mí, Majestad? — dijo el hombre—. Dejadme ir, que tengo los cerdos encerrados en la pocilga y debo sacarlos a comer algo. —Siéntate, tenemos que hablar de un par de cosas en confianza. Debo ofrecerte la mano de mi hermana mayor. —Su Majestad bromea: yo no soy sino un pobre porquerizo.

—Pues te casarás con mi hermana, para que se cumpla la voluntad de mi padre. Y la Princesa y el porquerizo se casaron y se marcharon del palacio. Llegó el momento de casar a la segunda hermana. Se asomó al balcón y llamó al primero que pasaba. —Dejadme, Majestad. Tendí las trampas y debo ir a ver si ha caído algún pájaro. —No importa, sube un momento que te quiero hablar. Y le propuso que se casara con su hermana. —Majestad —dijo el hombre—, ¿cómo es posible? Soy un pobre cazador, no puedo ser pariente de un Rey. —Así lo decretó mi padre —replicó el joven Rey, y la segunda hermana se casó con el cazador y se marchó. Cuando la tercera hermana se asomó al balcón pasó un sepulturero, y el hermano, si bien a regañadientes, pues le tenía mucho afecto a la hermana menor, la hizo casarse con el sepulturero. Una vez solo en el palacio, sin la compañía de sus hermanas, el joven Rey pensó: «Veamos, si hiciera lo mismo que mis hermanas, ¿con quién me tocaría casarme?». Y se asomó al balcón. Pasó una vieja lavandera caminando apresuradamente, y él la llamó: —Comadre, comadre, espera un momento. —¿Qué quieres? —Sube un momento, que tengo que hablarte con urgencia. —¡Pero qué urgencia ni qué demonios! Urgencia tengo yo, que tengo que ir al río a lavar esta ropa. —¡Basta, sube de una vez! ¡Te lo ordeno! Pero vaya uno a darles órdenes a las viejas. La mujer lo miró a la cara y le lanzó una imprecación: —¿Por qué no te vas a buscar a la bella Florida? Se dio la vuelta y siguió su camino. Al Rey le empezaron a temblar las piernas y tuvo que apoyarse en el balcón. Sintió una gran melancolía y pensó que tal vez era por nostalgia de las hermanas que había perdido, pero no, era ese nombre de la bella Florida que se le había clavado en el corazón. «Tengo que irme de esta casa», se dijo, «y recorrer el mundo hasta encontrar a la bella Florida». Caminó por medio mundo, pero nadie sabía darle noticias de la bella Florida. Hacía tres años que viajaba cuando un día se encontró en un campo y se

topó con una piara de cerdos, después con otra, y más tarde con otra, y así avanzaba en medio de un mar de cerdos, y abriéndose paso entre los cerdos llegó frente a un gran palacio. Llamó a la puerta y dijo: —¡Ah de la casa! ¡Denme alojamiento por esta noche! La puerta del palacio se abrió y apareció una gran dama, vio al Rey y le echó los brazos al cuello. —¡Hermano! Y el Rey reconoció a su hermana mayor, que se había casado con un porquerizo. —¡Hermana! Y también vio a su cuñado el porquerizo, vestido de gran señor, y le mostraron el gran palacio donde vivían diciéndole que también las otras hermanas tenían palacios similares. —Yo estoy buscando a la bella Florida —dijo el Rey. —De la bella Florida no sabemos nada —dijo la hermana—, pero ve a ver a nuestras hermanas que quizá puedan ayudarte. —Y si te ves en peligro —dijo el cuñado que había sido porquerizo—, usa estos tres pelos de cerdo; te bastará tirar uno al suelo para librarte de tus dificultades. El rey reemprendió la marcha y tras mucho caminar se encontró en un bosque. En cada rama del bosque había pájaros posados y de un árbol a otro los pájaros cruzaban volando; había tantos pájaros de todas las especies revoloteando que el cielo no se veía; y todos trinaban al mismo tiempo, formando un coro ensordecedor. En medio del bosque se alzaba el palacio de la segunda hermana, que vivía aún mejor que la primera, con aquel marido que de pobre cazador de pájaros había pasado a ser un gran señor. Ellos tampoco tenían noticias de la bella Florida y aconsejaron al Rey que fuera a ver a la tercera hermana, pero antes de despedirse el cuñado le dio tres plumas de pájaro: si se veía en peligro, le bastaría tirar una al suelo para ponerse a salvo. El Rey continuó la marcha y en cierto punto empezó a ver tumbas a ambos lados del camino, y la cantidad de tumbas era cada vez mayor, hasta que en el campo no se veían sino tumbas. Así llegó al palacio de la tercera hermana, a quien quería aún más que a las otras dos, y el cuñado que había sido sepulturero le dio un hueso de muerto y le dijo que si se veía en peligro le bastaba tirar el hueso. Y la hermana le dijo que sí, que sabía en qué ciudad vivía la bella Florida, que

incluso podía indicarle la casa de una vieja a quien ella había protegido y que sin duda lo iba a ayudar. El joven llegó a la ciudad de la bella Florida, que era la hija del Rey. Y justo frente al palacio del Rey se encontraba la casa de esa vieja, que recibió con gratitud al hermano de su benefactora. Por la ventana de la casa de la vieja el joven Rey pudo ver a la bella Florida, que al amanecer se asomaba cubierta por un velo. Era tan hermosa que cuando el joven Rey la vio, si la vieja no lo sostiene se cae por la ventana. —Pero no intentes pedir su mano, Majestad —dijo la vieja—. El Rey de esta ciudad es cruel y a los pretendientes les propone pruebas imposibles, y a los que no tienen éxito les hace cortar la cabeza. Pero el joven no se intimidó y se presentó ante el padre de la bella Florida para pedirla en matrimonio. El Rey lo hizo encerrar en un cobertizo inmenso, lleno de estanterías atiborradas de manzanas y peras, y le dijo que si en un día no se las comía todas le haría cortar la cabeza. El joven se acordó de los pelos de cerdo del cuñado porquerizo, y los tiró al suelo. De pronto se oyó un coro de gruñidos y por todas partes entraron cerdos, cerdos, cerdos, un mar de cerdos que gruñían y husmeaban con voracidad, que derribaron las estanterías y dieron cuenta de todas las manzanas y las peras sin dejar siquiera una caspia. —Te felicito —dijo el Rey—, te casarás con mi hija. Pero hay una segunda prueba. La primera noche que pases con ella debes lograr adormecerla con el canto de los pájaros, los pájaros más bellos y armoniosos que se hayan visto jamás. Si no, mañana te hago cortar la cabeza. El joven se acordó de las tres plumas de su cuñado el cazador de pájaros y las tiró al suelo. Y entonces una nube de pájaros oscureció el cielo, con alas y colas de todos los colores, posándose en los árboles, los campanarios y los tejados. Entonaron una canción tan suave que la Princesa se adormeció con una dulce sonrisa en los labios. —Sí —dijo el suegro—, te has ganado a mi hija. Pero ya que sois marido y mujer, para mañana por la mañana quiero un niño que sepa decir papá y mamá. Si no, os haré cortar la cabeza a los dos. —Hasta mañana hay tiempo — respondió el joven. Se despidió del Rey y durmió con la bella Florida.

Por la mañana se acordó del hueso del cuñado sepulturero. Lo arrojó al suelo y el hueso se transformó en un hermoso niño con una manzana de oro en la mano, que decía papá y mamá. Entró el Rey suegro y el niño le salió al encuentro y le quiso poner la manzana de oro encima de la corona. El Rey entonces besó al niño, bendijo a los esposos, se quitó la corona y la depositó en la cabeza de su yerno, que así quedó doblemente coronado. Hicieron una gran fiesta a la que invitaron también al cuñado porquerizo, al cuñado cazador de pájaros y al cuñado sepulturero con sus respectivas mujeres.

(Basilicata)