Kafka Pre Individual

Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico Marcelo Percia Gregorio Kaminsky Alejandro Kaufman Patricia Digilio Mónic

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

Marcelo Percia Gregorio Kaminsky Alejandro Kaufman Patricia Digilio Mónica B. Cragnolini Evelyn Galiazo Alejandro Tantanian Gerald Berthoud María Tortajada Raymundo Mier

Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico / Gregorio Kaminsky ... [et.al.]. - 1a ed. - Buenos Aires : Ediciones La Cebra, 2010. 272 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-24770-9-7 1. Filosofía Contemporánea Argentina. I. Kaminsky, Gregorio CDD 190.82

© De los autores © De esta edición Ediciones La Cebra 2010 [email protected] www.edicioneslacebra.com.ar Imagen de tapa Carlos Eduardo Tkach, “Hombre con sus sombras”, tinta sobre papel. Esta primera edición de 1000 ejemplares de Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2010 en Gráfica M.P.S., Santiago de Estero 328/38, Lanús, Buenos Aires, Argentina Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723

Índice

Prólogo..........................................................................................7 Kafka, partidas del sentido.....................................................19 Marcelo Percia La cosa Kafka o lo humano des-ganado.....................................51 Gregorio Kaminsky ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia............71 Alejandro Kaufman Una cruza. Continuidad y distinción en lo viviente. Animales manipulados. Seres inéditos...........................................83 Patricia Digilio Animales kafkianos: el murmullo de lo anónimo..................97 Mónica B. Cragnolini Patas arriba. Lenguaje, animalidad y animalización en los cuentos de Kafka.........................................................119 Evelyn Galiazo Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Franz Kafka...............................141 Alejandro Tantanian ¿Un universo ‘kafkiano’ hoy en día?......................................181 Gerald Berthoud Dispositivo de visión y modelos de poder: “Ante la ley”, de Kafka............................................205 María Tortajada Kafka y la escritura como contemporaneidad: ironía y desolación....................................................................233 Raymundo Mier

Prólogo

Este libro surge de una proximidad irresuelta entre amigos que se reconocen entre sí como el G5. La invención de un nombre entre cinco es un tajo en el yo: si la herida narcisista suele ser vivida como una desgracia en la estima personal, los tajos del yo son señales de escaramuzas entre apasionados. Si hubiera algo así como un gen de la amistad sería el de la fuga de la culpa y de la deuda familiar; pero también el de la salida del encierro del informe académico en la Universidad. En este libro, el G5 se extiende a tres invitados y dos traducciones.1 Las cuestiones de lo posthumano y la biopolítica suponen discutir el alcance de términos como sujeto y subjetividad. Kafka no es sujeto, lo kafkiano no es subjetividad. El pensamiento ríe. Lo viviente excede lo personal, lo individual trasciende lo propio. Sujeto es figura pasible de un límite, subjetividad estancia de lo ilimitado. Sujeto limita, lo ilimitado des-sujeta.

1. La mayoría de los textos que se incluyen en este volumen fueron presentados en la Jornada “Kafka biopolítico: preindividual, postpersonal”, organizada por el Proyecto de Investigación PICT Nº 34798 “El concepto de ‘posthumano’ y la biopolítica. Perspectivas categoriales de su incidencia en los dominios psicosociales, institucionales, y biotecnológicos”, en la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires el 13 de noviembre de 2009. Los invitados: Evelyn Galiazo (becaria doctoral del Proyecto), Raymundo Mier y Alejandro Tantanian, las traducciones de Gerald Berthoud y María Tortajada.

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

No se domina a otro encerrándolo en una celda ni adhiriéndolo a la telaraña de una deuda amorosa, sino con la sujeción de su deseo: si se posee su deseo, se gobierna su vida. Se prueba ese dominio con sacrificios: el automartirio y la autorrenuncia son dos casos del deseo enfermo de sujeción. Se lee en este libro que “en la idea de sujeto se sacrifica la vida (el sacrificio se nutre de la vida, de la vida de la ‘carne’), y se sacrifica la singularidad por lo universal”. No somos caos, vivir caotiza. Los que retan a gritos a sus mascotas porque ensucian las calles de la ciudad, expresan el absurdo de un orden vociferado. El murmullo anónimo de los animales kafkianos pone a la vista la perplejidad frente a lo caótico, lo inadecuado, las mezclas, las fusiones. No puede haber orden de lo ilimitado. El orden muerde la cola del caos; el caos, la del orden: así gira el mundo. Para Freud, el dominio de las pulsiones que desordenan es el costo necesario de la civilización. El malestar, así naturalizado, suele reforzar la resignación o servir para tramitar la solicitud de un módico bienestar. La vida humana podría pensarse como los modos en que cada cual vive la inadecuación de sí: lo que se sale del curso prescripto y esperado. Lo singular destella en lo inconveniente. La inadecuación inquieta, des-pacifica. Se idealiza la pacificación: tener la conciencia en paz, vivir sin deudas ni culpas; estar con el cuerpo en paz, sentirse a salvo del hambre, el frío, la soledad, la enfermedad, el dolor; dejame en paz, imperativo para desprenderse de las demandas de otro; que descanse en paz, deseo cuando la muerte alcanza a un semejante.

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Prólogo

Se lee en este libro que en la literatura de Kafka insiste “la fuerza de un extrañamiento que se propaga”; extrañamiento como experiencia de desapropiación de sí, pero también como extravagancia y vagabundeo fuera de lo ordinario y previsible. La cuestión no es qué hacer con la propia extrañeza, sino admitir que llegamos tarde a esa pregunta, porque la extrañeza ya nos ha hecho así como somos: extraños en nosotros mismos, inapropiados para la unidad, deficientes para la identidad. Se destaca en este libro, a través de los animales kafkianos, la presencia de lo extraño en la propia casa y en el propio cuerpo: “de lo animal que inquieta, asusta, y provoca asco. Lo animal es una alter-ación en lo humano (una extrañeza, una otredad que desarma la mismidad y la propiedad de sí)”. Vivir altera, vivir otrea: alteración y otredad son condiciones de lo viviente. Que Gregorio Samsa deviene insecto no quiere decir que se sienta como si fuera una cucaracha, sino que se anima a salir de las formas y mitos humanos. Metamorfosis significa desnominación. Se dice en este libro: “El cuerpo asume, en la ficción de Kafka, el peso de la catástrofe del sentido y la enfermedad como condición de la preservación de la vida, de la preservación del pensamiento. Pero es también el lugar de la expresión de la extenuación anímica”. Los cuerpos de lo viviente en Kafka expresan la tragedia de la potencia. Kafka se hace vegetariano para poder mirar a los peces de frente sin sentir desprecio de sí. Se anota en este libro que “Adorno recordaba que Auschwitz se inicia cada vez que alguien, pasando ante un matadero, piensa ‘son sólo animales’”.

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

No somos humanos, lo humano nos humaniza: acariciados y hablados por otro cuerpo, imitamos ese abrazo y sus palabras. La imitación intenta suprimir la extrañeza. Kafka sabe que todo niño tiene por maestro a un sometido: piensa la crianza como amaestramiento hecho por un amaestrado. La proximidad entre lo humano y lo animal suele componer fórmulas de crueldad: como la voz perro judío o cerdo israelita, como la que amenaza merecen morir como ratas o la que declara te aplastaría como a una mosca. Se recuerda el grito racista y colonialista de ¡Animals! que el público inglés dirigió a la selección argentina de fútbol en el mundial de ese país. También los enunciados lengua de víbora o cara de vaca o la afirmación sos una bestia para amonestar a un bruto ignorante. Aunque las exclamaciones ¡Bestial! o ¡Qué bestia! pueden decir, entre nosotros, una ambigüedad que va desde el triunfo de la animalidad dominada hasta la admiración de la potencia de otro. ¿Cómo es posible que se consienta o se clame la eliminación de un semejante y que esa muerte no sea considerada un homicidio, sino un acto de justicia, limpieza o necesaria defensa? La animalización es una de las coartadas del poder para desmentir lo otro en los otros de los que planea deshacerse. Se señala en este libro a propósito de la figura del sobreviviente como cuestión biopolítica “El sobreviviente es primero y antes que nada quien estuvo destinado al exterminio, ofrece testimonio sobre el suceso con su sola existencia, y sienta las perspectivas de la vida tal como puede tener lugar después del exterminio. El crimen contra la humanidad es aquello a lo que el sobreviviente ha sobrevivido”. La circunstancia del sobreviviente recuerda el comienzo de La metamorfosis: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”. El personaje de Kafka se pregunta: “¿Qué me ha sucedido?”, así

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Prólogo

como, en estas páginas, cada vez que se piensa en la civilización, no cesa la interrogación de “¿Cómo ha sido posible? Se recuerda en este libro, a propósito de Derrida, que “la noción de ‘resto’ no apunta a ‘lo que queda’ luego de un proceso de deconstrucción, sino a lo que estaba desde siempre y que impide la totalización. En el pensamiento, el ‘resto’ es lo que permite seguir pensando”. Kafka ríe de las solemnidades humanas. Las instituciones modernas son gestos serios y burocratizados de una razón cómica. Da cosa andar por las zonas difíciles de la ciudad: la cosa es el miedo. Tenemos miedo porque sabemos que la injusticia mata y que las muertes de la civilización nos vuelven como rebotes de crueldad. Se dice en este libro que la policía es el órgano auditivo que quiere pero no puede ordenar, clasificar y prontuariar el murmullo anónimo de un cuerpo sin órganos. Se lee: “Si el juez representa, en nombre del Estado, a quien examina el pasado, y el político es quien debería esbozar los escenarios posibles de futuro, entonces es el módico profesional policial quien ausculta el acontecimiento del ahora: el puro presente”. En un mundo sin Dios, si –al menos– hubiera Ley (un poder más allá, anónimo, misterioso, con sus custodios y rituales), entonces, rogaríamos a la mujer de los ojos vendados para que nos proteja. Se lee en este libro que: “…unos dicen que éstos no son tiempos de creación ni de pensamiento, sino de sentimientos asentados, de asentimientos”. El asentimiento es violencia consentida por el sentido común. El alter ego kafkiano no es otra persona, sino lo otro del yo, no su duplicación, su contaminante otredad. No es lo mismo los otros que la otredad: los otros admiten la enumeración y diferenciación de

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conjuntos de semejantes, mientras la otredad llama a lo otro, a lo neutro, a lo innumerable, a lo que difiere en la diferencia, a lo que no guarda semejanza. En cualquier momento puede ocurrir una cosa por azar o necesidad, nos pasa algo por suerte o por desgracia, un hecho puede hacer nuestra fortuna o nuestro infortunio. Se lee en este libro que: “Aún cuando no es sinónimo de precariedad, no es sencillo vivir en la contingencia, y el personaje kafkiano sabe que el ser ‘cosa’ se afirma en la fuerza (de lo) contingente, que toda permanencia es ilusoria y que debe coexistir entre las lógicas de lo autónomo y lo dependiente”. Sentirse desganado no es sólo no tener ganas de hacer algo o no tener ánimo de vivir, sino experimentarse vaciado, derrotado en el deseo, inmovilizado de miedo ante el porvenir. En la cosa kafkiana o lo humano desganado habita, como se lee en este libro, “un dolor que todavía no aconteció”. Kafka ríe cuando no ríe. En este libro algunos prefieren hablar de lo viviente antes que de lo humano. Lo viviente vive turbulencias: las turbulencias nos hacen pasibles de una y muchas existencias. Lo viviente es ilimitado. Lo ilimitado no se clasifica, comprueba, verifica: se vislumbra. A veces, la imaginación juega con lo venidero. Ya se dijo: la realidad es una especie de ficción. Los relatos de Kafka no explican ni saben sobre biología molecular, genética, biotecnología: cuentan cosas para pensar. La invención del ratón transgénico trastoca el instinto de los gatos. Una cosa es el secreto de la vida (“la voluptuosa forma helicoidal de la molécula de ADN”, se anota en este libro), otra es la vida secreta de un agente de la KGB o la CIA y otra es la vida vivida en secre-

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Prólogo

to: intimidad insubordinada a las investigaciones, espectáculos u otras especulaciones. Mutación no es metamorfosis: la mutación es cambio, a veces caprichoso, en el curso vital de la especie; metamorfosis es devenir de una potencia que espera. Se deviene abismándose, se muta ignorante de sí. La modernidad será recordada como la vida representada por metáforas: la celeste, la biológica, la psíquica, la de la máquina, la familiar, la computacional. Lo viviente ríe, Kafka ríe de las metáforas. La memoria no almacena datos ni los colecciona como trofeos, recuerdos, pruebas de existencia: la memoria testimonia la belleza y el horror de lo posible. El lenguaje trascendental a todo lenguaje se expresa en silencio. Los personajes de Kafka no se plantean rediseñar sus vidas. No amanecen proponiéndose cambios en sus maneras de ser, en sus dietas, en sus modos de vestirse o de llevar adelante sus ocupaciones; sus personajes acontecen en mundos que nunca entienden del todo y asisten a esos hechos desconcertantes con curiosidad. Luis Gusmán advierte que El Proceso anuncia que todos podemos ser intercambiables. Kafka resiste casi cien años de interpretaciones, su secreto es el exceso: las hemorragias del sentido. Si, como piensa Kafka, el mundo es el resultado de un mal día de Dios, efecto de su mal humor, escribir y pensar son intentos de curarnos de ese descuido.

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

El psicoanálisis no es un sistema alegórico que explica literaturas: si algo todavía es, sería deseo de alojar lo inexplicable. Los lugares comunes de las compulsiones interpretativas, a veces, se confunden con la lectura de una obra. Si la interpretación triunfa sobre la obra, la lectura ya no sería necesaria. La lectura des-interpreta. Si, como se dice en este libro, la flexión pasiva de la potencia se identifica con su opuesto, la impotencia, tal vez convenga seguir la indicación que Blanchot hizo a propósito de Artaud y llamar impoder a la potencia que resiste e insiste en la espera. Si la impotencia imposibilita, el impoder potencia la posibilidad. Leemos a Kafka no sólo, como sugiere Borges, como inventor de sus precursores, sino también como burlador de sus interpretadores. A partir de Blanchot, lo kafkiano deviene cada vez menos adjetivo y cada vez más en lo neutro mismo. Lo neutro no esconde ni revela, no se sumerge en profundidades ni sondea abismos: lo neutro vacila. Se lee en este libro una cita de Canetti en la que se señala la intensidad de la vacilación en las cartas de Kafka a Felice. Vacilar y dudar no indican lo mismo: el que duda no sabe si decidirse por una posibilidad u otra, se encuentra ante opciones que se le presentan dadas fuera de su dominio, el que vacila siente temblar al yo, de pronto, abandonado por el orgullo de ser uno. Si la identidad es una forma de la vanidad, lo singular es resto no capturado por esa falsa conciencia desvanecida. Un riesgo de los escritos reunidos en este libro podría ser la tentación de ser kafkianos como adhesión a un sistema de preferencias: pero no se puede ser en lo neutro e intersticial, a lo sumo vacilar.

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Prólogo

La experiencia personal de Kafka importa poco para leer su obra, incluso sus diarios y correspondencias interesan sólo como papeles de escritor. No se escribe para contar la experiencia personal, sino para despegarse de esa reducida captación individual. Lo judío de Kafka interesa, más que como identidad, como neutro del exilio y la excentricidad, como extravío de una lengua. Alegorías y parábolas comparten los vicios morales del ejemplo y de la enseñanza. Los símbolos parasitan los argumentos. Kafka ríe de las psicologías. Imitando a Pizarnik, que leía con devoción los diarios de Kafka, se podría decir que un texto dice diciendo y callando y siendo más y todavía otra cosa distinta de lo que dice y de lo que calla. Siempre se escribe para abordar la vida, la muerte, el amor y la soledad; pero lo que llama la atención en Kafka es su imprevisibilidad: su escritura imprevisibiliza. Se lee en este libro que Benjamin anota: “Kafka es siempre así”. Toda Ley alcanza a un grupo o comunidad, no hay ley personal ni individual; aunque si hubiera una puerta, sería única para cada cual. Se dice en este libro que las bases de datos son biografías de consumidores: cada vez que hacemos una llamada con nuestro teléfono o utilizamos nuestra tarjeta de crédito, dejamos rastros que otros pueden localizar. Subjetividad paranoica y tecnologías de la vigilancia, se corresponden. Somos sujetos codificados no sólo por el código genético, sino por el código de los tributos fiscales, el de las tarjetas que utilizamos, el del correo electrónico, el de las cátedras, el de los contestadores

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

telefónicos, el de la cerradura de las casas, el de la puerta del auto, el del candado del ropero. Cada clave secreta es cifra de entrada en un desierto: caracteres de la desertificación. Kafka ríe. ¡Qué alivio la risa de Kafka! Se dice en este libro: “La risa en Kafka tiene esa ambigüedad de la celebración y la experiencia neutra ante lo trágico”. La ironía es una risa tardía. El que ríe, cuando se sabe herido, no celebra ni se regodea en su dolor; luego, a través de la ironía, zarpa de sí, se aleja de su yo, disfruta de la impropiedad, del vagabundeo. Se citan en este libro las palabras finales del guardián en Ante la Ley: “Nadie más que tú podría entrar aquí, esta entrada sólo estaba destinada para ti”. La puerta del destino se cierra con la muerte: todo reside en la espera. Es posible que un momento antes de morir alguien perciba que vivió engañado: ese instante no le alcanzará. En Kafka la puerta que conduce a lo inaccesible siempre permanece entreabierta. Tratar de saber qué pasa en los relatos y novelas de Kafka es una de las obsesiones más persistentes de la historia de la literatura. En este libro se dan cita lectores fijados a esa idea. Al cabo, con las obsesiones ocurre lo mismo que con otros absurdos humanos: en algún momento se intuye que nos protegen de quedar a merced de la nada. ¿Qué consistencia tendría la vida despojada de fantasmas? Las consistencias se aferran a fantasmas, mientras las persistencias insisten solitarias y desguarnecidas.

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Prólogo

Se recuerda en este libro que el personaje de Ante la Ley consagra su vida al guardián: “conoce hasta las pulgas de su cuello de piel”. La forma en que cada uno fija su mirada en algo hace al secreto de esa vida. La interpretación alucina encontrar en un detalle insignificante la clave de acceso a lo inaccesible. La ilusión de que hay algo inaccesible, aún en nosotros mismos, excita la imaginación de la interpretación. Si lográramos amaestrar una pulga, ese logro incomparable no indicaría que sepamos algo sobre la felicidad. El interpretacionismo es la compulsión de conquistar una representación por medio de otra representación. Las metáforas aspiran a la sustitución completa: son adictas a esa seducción. Algunas respuestas que vuelven loca a la interpretación: porque sí, porque me gusta, porque se me ocurrió, porque me dieron ganas. (Pero igual la interpretación sospecha que fue por otra cosa). Manantiales: las interpretaciones buscan el lugar del que brota agua procedente de una roca o corriente subterránea. Escribe Kafka: “Ese cántaro ya estaba roto antes de ir a la fuente”. No se deberían exhibir orgullos o vanidades por comprobar intuiciones argumentales a través de los textos de Kafka, esos logros no atestiguan especiales méritos teóricos, sino la fatalidad de un choque, el impacto forzado entre representaciones. El tiempo de la espera no es tiempo perdido. La demora aloja lo por venir: lo venidero ya siendo en el presente, salido de sí. Los apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido que se leen en este libro son ejercicios de resistencia contra las inercias interpretativas del sentido común. Un montaje es una incertidumbre decidida.

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Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico

En América de Kafka, la estatua de la libertad en lugar de una antorcha (la libertad iluminando al mundo) blande una espada. Se lee en este libro que “los personajes de Kafka se mueven, no practican la introspección”. En América “los compartimientos del mueble en casa del tío de Karl no fatigan almas como los pasillos de las oficinas públicas. ¡Kafka ríe! (Emular aquella película en donde la Garbo ríe: Ninotchka). Karl Rossmann no es (ni llegará a ser) Joseph K. o Samsa”. La producción de sentido no es encuentro casual, sino condensación que se trabaja como la risa de la Garbo en Ninotchka estrenada a días de iniciada la segunda guerra: una historia de amor entre una hermosa agente proletaria rígida y austera de la revolución rusa y un conde rico, elegante, seductor que representa al mundo occidental; una parodia que cruza la figura hierática de Ninotchka con un galán divertido y despilfarrador, un encuentro romántico entre un comunismo sacrificado y un capitalismo chispeante de abundancias. Si la publicidad de aquella película de Ernst Lubitsh, ¡Garbo ríe!, aludía a que hasta entonces la actriz había sido encasillada en papeles dramáticos; la proposición ¡Kafka ríe! es, ahora, alivio “contra la interpretación”. ¡Kafka ríe! como en esa fotografía en la que se lo ve junto a Max Brod, ambos en trajes de baño con las piernas cruzadas sobre la arena en una playa. En su conferencia La poesía de 1977, Borges cita –para concluir– versos de un poeta místico del siglo diecisiete, Ángelus Silesius, que supo decir todo lo que él mismo no pudo expresar esa noche en Buenos Aires: “La rosa sin porqué, florece porque florece, no presta atención a ella misma, no se pregunta si uno la ve”. Kafka también es así.

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Kafka, partidas del sentido

Marcelo Percia A partir de un determinado punto ya no es posible alcanzar el regreso. Es menester alcanzar ese punto. F.K. Hay una meta y ningún camino; aquello que llamamos camino es tan sólo duda. F.K.

I. Partir sin el padre 1. Franz Kafka nace en Praga en 1883, en la atmósfera cultural de una minoría judía de lengua alemana y, en circunstancias de mala salud, muere de tuberculosis en 1924. A los treinta y seis años escribe una carta a su padre de sesenta y siete. Los tiempos de Kafka son los de Freud: los tiempos de los hijos que sufren por los ideales frustrados de sus padres. Tiempos del imperio austro-húngaro, del ideal de progreso capitalista, de exuberantes riquezas y ostentosas fiestas de noblezas decadentes. Tiempos de familias pequeño burguesas que admiran lo que desean alcanzar y de familias proletarias que observan lo que no les corresponde desear.

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Marcelo Percia

El padre europeo de la pequeña burguesía del siglo XIX es un señor feudal menoscabado, que sólo gobierna su pequeña familia y su mínimo negocio, mientras protege y espera satisfacciones de los suyos. Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeño burguesa no le pertenecen sus pasiones: está obligado a tributar su futuro. La crianza es una experiencia de endeudamiento. La herencia pequeño burguesa es sutil transferencia de identificaciones. Una especie de feudalismo emocional. El padre pregunta desconcertado: ¿A quién saliste así? El hijo admite: no soy lo que esperabas de mí. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. ¡Extraña culpa la del desencanto!1 Carta al Padre de Kafka relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. No es lo mismo decir te amo que tengo un Amo, ésta figura de la lengua recuerda las relaciones secretas del amor con el poder. El problema de la familia fue, desde sus comienzos, el poder del padre enquistado como deuda de amor.2 Nuestros tiempos, sin embargo, ya no son los del amor al padre como deuda moral, sino como perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio. 2. 1. Observa Benjamin (1934) que el padre “en las extrañas familias de Kafka, vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. 2. Amo (sustantivo que se escribe con mayúscula) es el nombre de quien tiene poder sobre otro y amo (conjugación en presente de la primera persona del verbo amar) es la voz que anuncia la partida de sí hacia otro.

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Kafka, partidas del sentido

Carta al padre está más cerca de Edipo que de Homero Simpson: si Edipo, como padre, es un joven heroico y protector que toma como esposa a una pobre reina viuda, que resulta luego ser su propia madre; Simpson es un padre frágil adoptado por una mujer complaciente como si fuera su niño grande. La Carta de Kafka comienza así: “Querido Padre: Una vez me preguntaste por qué afirmaba yo que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo que me infundes y en parte porque en el fundamento de ese miedo intervienen muchos detalles, demasiados para que pueda coordinarlos medianamente en una conversación”. Si el padre de Kafka causa miedo, el padre de Bart, risa. Homero es la caricatura sin autoridad del padre temido. No representa al superyó freudiano, sino al yo pequeño del hombre americano sometido al mundo del consumo. Un tipo fanático y mezquino que asume una crueldad con la misma racionalidad que una buena acción. Un empleado irresponsable en la planta nuclear de Springfield que se llena de televisión, cervezas, hamburguesas o cualquier cosa que come con voracidad. Suele dar estos consejos al hijo: “Nunca digas nada a menos que estés seguro de que todos los demás piensen lo mismo”. “Dale justo en las partes nobles. Ese movimiento ha sido marca de los Simpson por generaciones” o responder así a su esposa: “¿Estás cuidando a los niños?”, le pregunta March, “Sí, por supuesto”, asegura y se lo muestra frente al televisor mientras los chicos se tiran por la ventana.3 3. Carta al padre puede leerse como reclamo a un hombre rudo, como queja por una vida familiar ingrata, como desahogo de un 3. En La familia, Lacan ya pensaba (lejos de los “paternalismos feudales y mercantiles”) en el debilitamiento y declinación social de la figura del padre, en nuestros días.

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Marcelo Percia

temeroso, como protesta de un escritor que desea liberarse de la culpa que siente por ser diferente al que debería ser. El destino de una carta es el de la palabra: no alcanza a suprimir la distancia. “Es sabido (o casi) que el padre de Kafka no leyó la carta”, escribe Carlos Correas. El malentendido (o el sobreentendido que es el malentendido exitoso) es la figura de la proximidad amorosa. La palabra del hijo tartamudea, el miedo inmoviliza su lengua, no termina de decir lo que quiere decir, ni de explicar lo que le pasa ni de declarar los sentimientos plegados en sus dolores. El hijo no puede darse a conocer y el padre cuanto más cree conocerlo más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro. Correas relata que Oscar Masotta le dio la Carta de Kafka a su propio padre, un empleado bancario, para hacerse comprender: “Claro, el entendimiento buscado (soñado) por Oscar era que su padre gozosamente lo mantuviera para que él gozosamente cumpliera su obra”. Masotta quiere que su padre entienda, leyendo la Carta de Kafka, que debería liberarlo de la obligación de trabajar en algo que no sea leer y escribir. El amor es un entendimiento soñado, pero el padre y el hijo no tienen el mismo sueño. Masotta espera que su padre valore la obra que todavía no tiene. Asistimos a la escena del hijo escritor post-kafka: demanda que el padre se sacrifique por él como prueba de que su obra es posible.

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Kafka, partidas del sentido

El sacrificio del padre por la obra del hijo es uno de los mitos fundadores de la clase media intelectual argentina. 4. Después de Kafka, los hijos del siglo veinte, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. 4 Otras veces, la obra del hijo impugna el mundo del padre que es la historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, es poner en cuestión la propia vida y ser padre es ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al Padre se suele leer como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por sus debilidades; el texto de Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (1975): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación a él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (…) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (…) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. 4. M´hijo el Dotor (1903) de Florencio Sánchez es una figura rioplatense del mesianismo familiar de las primeras décadas del siglo XX.

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Marcelo Percia

Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a su padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que desarrolló, sino que se advierten tramas micropolíticas del deseo. El padre pretende algo peor que someter al hijo: propagar su propia sumisión. Un hijo podría defenderse y hasta rebelarse de un padre injusto y dominante, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo responde el hijo obligado al conformismo como prueba de gratitud?, ¿cómo se rehúsa al servilismo, sin traicionar ese amor? Ese rechazo, pone a la vista la miserabilidad del padre, como si le dijera “no quiero tu vida”. El hijo no puede evitar ser cruel con quien tanto lo ama. 5 5. La idea de encontrar una salida en donde el otro no la encontró, plantea una tristeza de comienzo: el hijo viene al mundo para denunciar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); tener un hijo es tener un testigo: dar lugar a otra conciencia que denuncia la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso del deseo.

5. El hijo suele decir al padre “no quiero ser como vos” como si temiera o rechazara la posibilidad de una identificación. Tal vez se trata de enunciar otra proposición “no quiero el mundo que te hizo vivir así”.

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Kafka, partidas del sentido

La fantasía paranoica de los padres de la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene. Escribe Kafka en la Carta, a propósito de los efectos terribles de la ira del padre en su infancia, que el sentimiento de culpa del niño “ha sido reemplazado por nuestro mutuo desamparo”. El rechazo del mundo del padre, su sometimiento, no es triunfo sobre su vida ni gesto de superioridad. Tampoco es expresión de una rivalidad esencial, sino salida del dominio de lo instituido, a la vez que entrada en una intemperie compartida. Padre e hijo son dos edades de un mismo desamparo. 6. ¿Por qué para el padre las preocupaciones del hijo son problemas menores comparados con los que él tuvo que enfrentar a su edad? Transcribe Kafka en la Carta éstas expresiones de su padre “Quisiera tener yo tus preocupaciones” o “No tengo una cabeza tan descansada”. Como si para el padre, los temores, inquietudes, angustias del hijo, fueran bagatelas: cosas sin importancia. El problema se puede describir así: el padre necesita asegurarse, en la conciencia del hijo, del valor de su vida haciendo de su persona la medida de toda experiencia posible, pero uno de los efectos de esa supremacía comparativa es el sentimiento que inocula en el hijo de nulidad de sí. Escribe Kafka en la Carta: “Gracias a tu esfuerzo la situación había cambiado y ya no había oportunidad de sobresalir como lo habrías hecho tú (…) nuestra desventaja radica en que no podemos jactarnos de nuestras penurias, ni humillar a nadie con ellas”.

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El mito del padre pequeño burgués es el de un hombre de origen humilde que, tras padecer privaciones y soportar injusticias, se eleva con esfuerzo por sobre su condición inicial, para poder más que su propio padre y darle a su hijo lo que él no tuvo. La construcción familiar nacida con el capitalismo es conservadora: si el padre es la medida de la experiencia posible, la necesaria transformación del mundo social queda inmovilizada. 7. La pesadilla de El proceso no es la de la burocracia, sino la de la culpa. Uno de los jueces del tribunal dice: “Cada noche buscamos personas por la ciudad que se sientan culpables y las traemos”. K. reflexiona en un momento: “Es parte de este sistema que uno sea condenado no sólo sin culpa, sino también sin saberlo”. La culpa no tanto por deseos incestuosos prohibidos: parábola paranoica de la sociedad capitalista en la que el hijo quiere para sí lo que tiene el padre, inculcación del mundo del padre como deseo realizado, sino la culpa como sentimiento difuso del rechazo de ese mundo. Rechazo que el padre necesita anular o traducir como ingratitud o traición. Se mata al padre (si de alguna muerte se trata) con indiferencia respecto de su mundo. Rechazo que no se confunde con el infantilismo que dice no quiero nada de lo que me puedas dar. Rechazo como impugnación pensada, no de la burocracia como formato vacío, sino de la sociedad a la que el padre está sometido como mundo lleno de injusticias, desigualdades y regulaciones del deseo.6

6. El padre paranoico de La condena sentencia a su hijo a morir ahogado porque vive la potencia y la felicidad del muchacho como si le robara algo que le pertenece. Llama la atención, sin embargo, la docilidad culpable del hijo que se arroja de un puente. En uno de los cuadernos póstumos de Kafka se encontró anotada esta visión: “El suicida es un preso que ve en el patio de la prisión una horca, cree equivocadamente que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo”.

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8. El teatro familiar es un espacio de exageración emocional. Cosas mínimas adquieren el valor y la trascendencia de asuntos épicos: el terror nocturno del hijo, la enuresis de la niña, la negativa de tomar la sopa, el capricho de llevar una media sucia al jardín, el dolor de que el amiguito no quiera venir a jugar a su casa, la obstinación de ponerse el dedo en la boca o comerse las uñas o tocarse el pelo o juntar las piernas en forma indebida. La experiencia familiar es la de la desmesura pasional: la amenaza de un castigo, una sentencia verbal, la preferencia injusta de un hermano, la observación de una fealdad física; cada cosa puede causar un sufrimiento mayor y requerir de conductas heroicas para sobrellevarlo. El dramatismo familiar hace olvidar que la vida pasional es aventura de un flujo social inabarcable. 9. Escribe Kafka en la Carta: “Así uno se convertía en un niño hosco, distraído, desobediente, que buscaba siempre una huída, especialmente una huída interior”. Kafka relata la invención de la interioridad como territorio propicio para una huída. La interioridad es su escondite: se oculta para tener una vida. La literatura es su secreto. 10. El psicoanálisis es un consuelo posible para una civilización que no sabe qué hacer con la experiencia interior. Suele compararse el desahogo del analizante con la confesión religiosa del pecador; es cierto, quizá, en lo que respecta a la caricatura moral que aproxima al psicoanalista con el confesor; pero no es lo mismo en cuanto al lugar de la interioridad: una interioridad sin dios es una soledad que pide ser relatada a un semejante. La existencia de dios aportaba el Otro imprescindible del mundo interior; dado que es condición de la interioridad ser dialógica y reflexiva.

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11. Así describe Kafka, en su Carta, el ideal burgués de un padre en los últimos tiempos del imperio: “Casarse, fundar una familia, aceptar los hijos que lleguen, sostenerlos en este mundo inseguro y hasta conducirlos un poco es, en mi opinión, el máximo a lo que puede aspirar un hombre”.7 Sin embargo, esa razonable aspiración se le niega. Agrega más adelante: “En tal caso, ¿por qué no me casé entonces? Había, como siempre, algunos obstáculos, pero la vida consiste justamente en superar tales obstáculos. El obstáculo básico, independiente por desgracia de los casos en sí, es que, con toda evidencia, soy espiritualmente incapaz de casarme. Esto es ostensible por el hecho de que a partir del momento en que me decido a casarme ya no puedo dormir, la cabeza me arde de día y de noche, mi vida ya no es mi vida y, desesperado, me tambaleo de uno a otro lado”. Esa decisión lo lleva hasta el límite de perder su vida (“mi vida ya no es mi vida”). Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar a su padre pareciéndosele, pero salvándolo se pierde a sí mismo. Continúa en seguida: “Sin duda, el casamiento es una garantía para la más extrema auto liberación e independencia. Yo tendría una familia, lo más alto que en mi opinión puede lograrse, por lo tanto lo más alto que tú también has logrado; yo sería tu igual, y todas tus afrentas y tiranías antiguas y siempre renovadas ya sólo serían historia. Esto ciertamente resultaría un cuento de hadas, algo fantástico, pero en ello precisamente reside ya lo problemático. Es demasiado, tanto no puede conseguirse. Es como si uno estuviera prisionero, y no sólo tuviera el 7. El final de ese ideal familiar es una crueldad histórica: las tres hermanas de Kafka (Gabrielle, Valery y Ottla, su favorita) fueron asesinadas en Auschwitz. Franz ya había muerto en 1924, Herman su padre en 1931 y Julie, su madre, en 1934. Padres e hijo están enterrados juntos en el nuevo cementerio judío de Praga; los restos de las hermanas quemados en un gran incinerador.

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propósito de fugarse, cosa que tal vez sería factible, sino, además, al mismo tiempo, el propósito de reconstruir la prisión convirtiéndola en un fastuoso castillo para sí. Si huye, no podrá reconstruir y si reconstruye, no podrá fugarse”. Kafka parece dispuesto a sacrificarse para no abandonar el mundo del padre. Presenta como fracaso personal su incapacidad para el matrimonio y la vida familiar. No denuncia del todo el encierro que, sin embargo, describe. No ostenta su salida, no exhibe su plan, no enrostra su partida. Kafka es un escritor que contempla la posibilidad de quemar su obra.8 La disyuntiva instalada en la cultura, en gran parte del siglo veinte psicoanalítico, tuvo esta forma: matar al padre para ocupar su lugar o salvarlo pareciéndosele o servirse de él para desprenderse del encierro materno. Tal vez se trata de dejar morir el mundo que lo somete. La paradoja del amor entre padre e hijo es que alcanzan máxima cercanía en el momento de la despedida. El hijo debe partir cuando el padre no puede seguir. La escena se ha visto en películas: dos hombres huyen unidos, uno de ellos está herido, el más joven lo carga sobre sus espaldas, pero el mayor no puede seguir ni siquiera así, entonces, consciente de su límite, pide que lo deje, el joven no acepta, insiste en transportarlo, pero el otro lo convence de que no puede más y se queda en un refugio, tal vez con un arma para resistir a los perseguidores o para matarse. El joven sigue, avanza desgarrado, solo, se adelanta hacia no sabe dónde. Acepta que el otro no puede acompañarlo. No lo abandona, parte sin él: marcha desamparado. Se escucha un disparo o muchos. Enseguida, silencio.

8. “Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa” escribe en su Diario.

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II. La salida humana 12. En Un informe para una Academia (1917), el informante explica ante un auditorio de científicos detalles de su simiesca vida anterior. Para ingresar al mundo humano, tuvo que olvidarse de sí: desentenderse de su cuerpo y ausentarse de sus recuerdos. Explica: “La tormenta que nacía en mi pasado y que me sacudía se fue aplacando; hoy es solamente una corriente de aire que me refresca los talones, y el agujero en la lejanía por el que entra y por el que yo pasé una vez se ha vuelto tan pequeño que, suponiendo que tuviese fuerzas y voluntad suficientes como para retrotraerme hasta ese punto, me sería necesario dejar el pellejo en el intento”. Relata que recibió dos balazos cuando fue cazado en Costa de Oro por una empresa privada: “Uno en la mejilla; no fue de importancia, pero dejó una cicatriz roja, sin pelos, que me valió el repelente, ciento por ciento inadecuado sobrenombre de Pedro el Rojo…”. Después de capturado, es arrojado en la jaula estrecha de un barco que lo trasporta hasta Hamburgo para venderlo a un zoológico o entrenarlo para un circo. A partir de ese momento, el informante relata que buscó una salida: “Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida. (…) Sobreviví ese período. Sollozar sordamente, dolorosos despiojamientos, lamer en silencio un coco, golpetear la pared del cajón con el cráneo, chascar la lengua si alguien se me acercaba, fueron mis primeras ocupaciones en mi nueva vida; pero detrás de todo eso escondía una sola sensación: ninguna salida. (…) ¡Yo había tenido hasta entonces tantas salidas!... ¡y ahora ya ninguna! Estaba encallado. (…) No tenía ninguna salida, pero tenía que encontrar alguna, porque sin ella no podía vivir”.

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El post-simio de Kafka comprende, en ese triste y brutal comienzo, la condición trágica de la vida humana: encontrar un camino allí donde no hay ninguna salida.9 “Temo que no se entienda bien qué quiero decir con la palabra salida. Empleo la palabra en su más completo y corriente sentido. Es a propósito que no digo libertad. No me refiero a esa gran sensación de libertad hacia todos lados. Como mono quizá la haya conocido y he tratado con hombres que la anhelan. Pero en lo que a mí respecta ni entonces pretendí la libertad ni tampoco ahora lo hago. A todo esto, los hombres se engañan frecuentemente. Y así como la libertad es uno de los sentimientos más elevados. Muchas veces, en las salas de varietés, antes de salir a escena, he visto a dos artistas allá arriba, en el techo, trabajando en el trapecio. Se mecían, se balanceaban, saltaban, quedaban colgando uno en brazos del otro, uno llevaba al otro por los cabellos suspendidos de sus dientes. ‘También esto es libertad humana’, pensaba yo, ‘el movimiento soberano’. ¡Tú, escarnio de la sagrada naturaleza! Ningún edificio podría permanecer en pie ante las risas de la simiedad frente a ese espectáculo. No; yo no quería libertad; solamente una salida, a derecha, a izquierda, a algún lado. No tenía más pretensiones. Así la salida fuese sólo un engaño; la pretensión era pequeña, el engaño no sería mayor…”. El post-simio de Kafka anticipa ideas que Freud (1930) bosqueja en El malestar en la cultura: la libertad es la gran sensación reprimida por la civilización. Y eso que Pedro el Rojo llama salidas es la mayor pretensión humana, aunque consista en un engaño. Luego de relatar por qué no se fugó del barco, explica: “Si yo hubiera sido un partidario de la ya mencionada libertad, seguramente habría preferido el océano a la salida que se me mostraba en la turbia mirada de esos hombres”.

9. Ausweg, la palabra que utiliza Kafka, se traduce como salida, camino, recurso, arbitrio.

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El post-simio de Kafka intuye que la humanidad es una fuga imperfecta. No era la salida que buscaba, sino la que tenía, percibía ante sí dos caminos: la humanidad o la muerte. “Repito: no me fascinaba imitar a los hombres: los imité porque buscaba una salida, por ninguna otra razón”. Del testimonio del informante, se desprende que la salida humana es un largo proceso de sujeción y que la mansedumbre no es suavidad de los impulsos, sino insensibilidad de la potencia. Pedro el Rojo admite que todavía le resulta insoportable la mirada del animal perturbado por el amaestramiento. Pedro el Rojo no se parece a King Kong10. Mientras el informante de Kafka encuentra una salida, King Kong no puede hacer otra cosa que seguir el impulso ciego de su libertad. El post-simio piensa que la libertad sólo se alcanza como sacrificio heroico, como arrojo absoluto, como desafío de la civilización. Para el informante de la Academia, la libertad humana es la ficción de los que ignoran que viven encerrados y prisioneros.

III. Aventuras con el fantasma 13. En La verdad sobre Sancho Panza, Kafka sugiere que Sancho logró, a través de las novelas de caballería, apartar de sí a un demonio que lo perseguía: lo empujó hacia un personaje por él creado que llamó Don Quijote. Distrajo al demonio de su objeto que era, precisamente, Sancho, con aventuras hermosas y entretenidas. 10. King Kong (1933) es una película norteamericana que relata la exploración de una isla perdida en la que capturan, como atracción circense, a un enorme y poderoso simio que vive en libertad y que se enamora de la joven americana rubia y tonta que colabora en su aplacamiento. Una historia de la violencia capitalista atemperada por las caricias imposibles entre la bestia y la muchacha (en el fondo) buena y sensible.

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Aunque las mil locuras de Quijote no hicieran daño a nadie, dice Kafka que Sancho, para asegurarse de que ese demonio no lastimara con congojas y angustias a otros, lo siguió en sus andanzas “de lo que obtuvo un grande y útil esparcimiento hasta su fin”. La salida acontece, para Sancho, como distracción del demonio que lo atormenta: lo enreda en disparates nobles y lo sigue como si fuera un escudero inculto y gris. Tal vez se trata de partir para distraerse de sí. El Sancho de Kafka intuye que atravesar el fantasma no pasa por someterse a pruebas temerarias y heroicas, sino por entregar el goce del yo, la locura de ser el protagonista de una gran historia.

IV. Partida de las partidas. 14. Un relato de Kafka que se llama La partida dice así: “Ordené que trajeran mi caballo. El sirviente no me comprendió. Fui yo mismo al establo, ensillé mi caballo y lo monté. A lo lejos, escuché el sonido de una trompeta y pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: —¿Hacia dónde vas? —No sé –respondí– simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta. —¿Conoces entonces tu meta? –preguntó. —Sí –repliqué– te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta”. —No llevas provisiones de comida –me dijo. —No necesito –respondí–. El viaje es tan largo que necesariamente pasaré hambre si no me dan algo en el camino. Ninguna provisión puede salvarme; felizmente es un viaje tremendamente largo. 15. Partida es la acción de salir desde un punto para ir hacia. Partida es potencia del por venir o destino sin fin.

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Partir es desencadenar un movimiento que, si no, se vuelve energía atrofiada. Partida es partición: división y desgarro, dolor y desapego. 16. Irineo Funes yace inmovilizado. No puede partir. El que parte se entrega a una especie de olvido.11 La acción de recordar, en la memoria involuntaria de Proust, es la partida infinita, un viaje imprevisible que va de un recuerdo a otro, de un signo a otro, a veces, sólo enlazados por el capricho destellante de una huella mínima. Proust se abandona a las palabras: la evocación fuera del hilo conductor es la pasión de los signos. El presente es el punto de partida; la partida hacia el pasado se llama retorno, nostalgia, locura; la partida hacia el futuro se llama proyecto, anhelo, curiosidad. 17. La partida es la aventura del juego. El Séptimo Sello de Bergman (1957) es una película sobre la partida: un caballero del siglo XIV y su escudero, regresan a su país después de diez años de combates en la Cruzadas por la recuperación de Tierra Santa. Europa es arrasada por la peste y el terror. El hombre pregunta en su sueño por el sentido de la vida. Así se lo ve despertar en una playa, cuando una figura de rostro pálido cubierta con una capa negra se presenta como la Muerte que vie-

11. Escribe Borges hacia el final de Funes el memorioso: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.

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ne a llevarlo. El caballero la desafía a una partida de ajedrez: si gana seguirá viviendo; si pierde, tendrá que partir sin su carne. La última partida es la muerte. Una canción anónima de la literatura española se llama Romance del enamorado y la muerte: la muerte aparece ante el enamorado como “una Señora tan blanca, más que la nieve fría”, el joven no quiere partir, ruega un día más de vida, la muerte le concede una hora. El enamorado sale a buscar a la muchacha que ama: “La muerte me anda buscando, junto a ti vida sería”, pero cuando está por alcanzarla, llega la muerte: “Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida”. Partida es el registro o inscripción que se hace de un nacimiento, un casamiento, un divorcio, una muerte. 18. La despedida es el último gesto antes de la partida. El que parte se entrega al olvido que es una forma de la ausencia. La partida es extrañamiento: se echa de menos a los que se quedan y se avanza hacia lo extranjero. Partir es hacer la experiencia de desconocerse. El sujeto dividido del psicoanálisis es conciencia desilusionada: donde creía ser punto de partida, se revela resto de innumerables llegadas. El goce, imperativo, ordena: “¡Partime al medio!”; el dolor expresa: “¡Me partiste el alma!” o “¡Se me parte la cabeza!”; el amor anhela su otra mitad; el deseo parte hacia lo que difiere de sí. 19. En Final de partida (1957) de Beckett cuatro personajes viven dentro de una habitación fuera de la cual “todo es gris, negro claro”.

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Hamm, un inválido ciego de mal humor en una silla de ruedas; Clov, el sirviente, que no puede sentarse y deambula sin parar. Nagg y Nell, los padres de Hamm, encerrados cada uno en un tacho de basura con las piernas mutiladas. “Uno llora, llora, por nada, por no reír –exclama Hamm–… y poco a poco... una verdadera tristeza nos invade”. 20. Partir es traspasarse. La crítica de nosotros mismos –piensa Foucault– consiste en ir más allá del propio límite. La meta es la partida de sí, no como ausencia, sino como presencia posible fuera de ese límite. La meta es partir libre de metas. 21. Itaca es el poema del viaje como partida infinita. Kavafis, contemporáneo de Kafka, en Itaca (1911) narra el largo camino de regreso (un viaje de veinte años) de Ulises, tras la guerra de Troya, hasta su isla natal. “Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias (…) Pide que el camino sea largo. / Que muchas sean las mañanas de verano, en las que llegues / ¡con placer y alegría! / a puertos nunca vistos antes (a puertos que tú antes ignorabas). (…) Conserva siempre en tu alma la idea de Itaca: llegar a ella es tu destino. / Mas no apresures nunca el viaje (Mas no hagas con prisa tu camino). / Es mejor que se alargue por años (…) Itaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino…”. El poema declara preferencias por las mañanas de verano para abrirse a lo ignorado o para abismarse en la frontera de lo nunca visto. El viaje es una pedagogía sensual que cautiva con hermosuras, rarezas, curiosidades y exotismos. El poema presenta al destino no como meta obsesionada, sino como excusa que impulsa la partida. El porvenir, para Kavafis, es lo que acontece cuando nos extraviamos y la llegada se aplaza. La prisa es ansiedad que malogra potencias.

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22. “A lo lejos, escuché el sonido de una trompeta y pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada”. El sonido de una trompeta evoca lejanías: de esa intuición nacen las promesas. La lejanía es llamada sin sujeto que llama; llamado sin objeto; llamado vacío y absoluto; llamado de deseo que espera sin saber nada de eso que, sin embargo, llama. Escucha un llamado: ¿cómo sabe si no es falso? No lo sabe, todo llamado puede ser una trampa. La compulsión no espera el llamado, sale al encuentro de lo que no llama. 23. La joven residente (recién llegada al manicomio) hace la pregunta al hombre delgado. —¿Usted, cómo se llama? —Yo no me llamo, a veces me llaman para pedirme cigarrillos, yerba o para que haga mandados. —¿Cómo lo llaman? —Me dicen: “¡Vení huesito!”. —¿Y… usted? —Voy para ver de qué se trata —¿Lo llaman huesito? —Antes me llamaban Cardoso... como al hermano de la tía que me crió que era medio pendenciero.

Pensar es partir.

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Los pensamientos del encierro repiten sentencias, amenazas, reproches, como manijas que giran en falso. Partir es animarse fuera de esos pensamientos.

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Uno de los tangos más hermosos sobre la partida es Naranjo en flor (1944) de Virgilio y Homero Expósito. Explica en uno de sus versos: “Primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento...”. 25. Partir puede ser salir a recuperar lo perdido, marchar a la conquista de lo que no se tiene, comenzar a desprenderse de lo poseído. El secreto de la partida es el desapego. A su instante fatal concurren el inventario, la culpa, el cálculo. Dicen que la partida es la novia del porvenir y que la meta, su viuda. Mientras tanto, el destino conserva las esposas. 26. El fuera de aquí es de la especie del fuera de sí. El fuera de sí no es el frenesí de los excitados que deliran: esa exaltación loca apunta al cielo y aspira al paraíso. El fuera de sí de la partida es huída del yo. No es deserción, sino entrada en el desierto. El fuera de sí del amor es un instante que se pierde cuando los enamorados recuperan sus identidades, furiosas de propiedad. Los propietarios confunden la naturaleza con sus jardines. Partir es vagabundear entre un desierto conocido y otro desierto desconocido. ¿Cómo se sabe en qué desierto se está si todos los desiertos se parecen? “Ay, ¡Estoy cansado de mí!”, es la voz del desierto sobre saturado de sí. 27. El fuera de aquí es un vacío que auxilia a la interioridad. Escribe Foucault (1989): “La atracción, tal como la entiende Blanchot, no se

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apoya en ninguna seducción, no interrumpe ninguna soledad, no funda ninguna comunicación positiva. Ser atraído, no consiste en ser incitado por el atractivo del exterior, es más bien experimentar, en el vacío y en la indigencia, la presencia del afuera. Lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra distinta, la atracción manifiesta imperiosamente que el afuera está ahí, abierto, sin intimidad, sin protección ni obstáculo (¿cómo podría tenerla, él que no tiene interioridad, sino que la despliega al infinito fuera de toda clausura?), pero que en esta abertura misma, no es posible acceder, pues el afuera no revela jamás su esencia, no puede ofrecerse como una presencia positiva –como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente como la ausencia que se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en la señal que emite para que se avance hacia ella, como si fuera posible alcanzarla”. 28. El sirviente no comprende, no escucha, detiene en el umbral, pregunta por el destino, inquiere por la meta como punto de llegada. El patrón ordena lo que no se cumple, escucha, se pregunta por el significado de lo remoto. No sabe a dónde va y sin embargo posee una meta. No piensa en arribar sino en partir. El sirviente de Kafka no oye, no entiende, no sabe nada: se parece al psicoanalista. Octave Mannoni, a propósito de la relación entre Don Quijote y Sancho en la obra de Cervantes, piensa que el torpe escudero representa el grado cero de la intervención psicoanalítica. Escribe Mannoni (1973) “Todo lo que puede hacer para su señor –además sutilmente– es repetirle con frecuencia cosas como ‘Mire vuestra merced bien lo que dice, señor’. Eso no puede servir para nada, porque Sancho sólo lanza un llamado al sentido común, y eso no es suficiente. Sin embargo, nunca dice ‘examine bien lo que yo digo’. Al contrario, es el caballero, su señor, quien sin cesar le habla así: ‘¡Escucha bien lo que digo, Sancho!’. Así, quien se toma a sí mismo por el señor del saber es Don Quijote, el loco, y no Sancho. Si Sancho se equivoca al invocar el buen sentido, se cuida de

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acapararlo. El no cree que haya otro que el de su señor, y es al de él a quien apela. Su intervención –modesta– representa algo así como el grado cero de de la intervención analítica. Será necesario ir más lejos, pero también es necesario partir de allí: escuche lo que usted ha dicho. (…)… digo que sobre su asno, ese iletrado esboza ya –y sin sacar de ahí ninguna gloria– el lugar del gran Otro, aquel que no siendo nadie no es el sujeto, sino que representa el lugar de la palabra. Pues es ante el gran Otro, y no ante un escudero, donde Don Quijote debería proceder al examen de lo que ha dicho”. 29. Se suele decir, entre nosotros, para describir un embrollo social, un absurdo burocrático, una racionalidad inútil y sin reglas previsibles: es una situación kafkiana. Se reduce lo kafkiano a cualquier circunstancia molesta en que la civilización consume sus mejores energías, kafkiano es el eros de la tramitación innecesaria o el aplazamiento sin fin de un acto mínimo. Pero lo kafkiano no es queja ciudadana nerviosa y escandalizada por la pereza libidinal ni protesta contra la administración que se ama a sí misma, lo kafkiano interesa como potencia de lo neutro. También como sentido de la fuga: el fuera de aquí como meta infinitamente larga, como partida de sí en la que no alcanzan previsiones ni provisiones. Partida no tanto como partición, sino como fuera de todas partes. Lo kafkiano, así pensado, recupera su potencia secuestrada por el adjetivo que se consume en la protesta contra las burocracias.

V. Interpretaciones partidas 30. Una pequeña fábula es un texto de Kafka que dice así: “¡Ay! –dijo el ratón–. El mundo se está poniendo cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y me hacía feliz saber esos muros, a derecha e izquierda, a lo lejos. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa hacia la que voy. –Sólo tienes que cambiar el rumbo –dijo el gato... y se lo comió”.

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31. Una ficción sobre la estrechez no como límite sino como limitación, sobre el vacío no como posibilidad sino como amenaza. Un relato sobre cómo la angostura conduce (indefectible) hacia una boca que traga: última cavidad húmeda, tibia, cerrada. Y, sin embargo, queda la sensación de que, la cita final, era evitable. De que el ratón no supo (pudo o quiso) desobedecer a la voluntad que lo manda. ¿Una historia que trasmite enseñanzas? ¿La humanización de los animales? ¿Un cuento con moraleja, conclusión moral, lección histórica? 32. Deleuze y Guattari en Kafka. Por una literatura menor (1975) señalan que la obra del checo no es interpretable. Si interpretar es explicar una cosa por otra o trazar equivalencias simbólicas o correspondencias entre metáforas, dicen que la literatura de Kafka resiste a la interpretación. Sugieren que sus ficciones son experiencias de evocación, diseminación, dispersión. Deleuze y Guattari discuten “la interpretación psicoanalítica edípica de Kafka” realizada por una autora francesa. Los estudios de Marthe Robert (1969), ensayista dedicada a la traducción y al análisis de la obra de Kafka, objetan la atribución al escritor checo de diversos simbolismos y significaciones. Aunque ella misma apela a figuras psicoanalíticas estereotipadas. En relación a la figura casi anoréxica de Kafka y el relato El artista del hambre, Robert imagina las resonancias inconscientes de la expresión “los artistas son todos unos muertos de hambre”. Deleuze y Guattari citan, a propósito, este fragmento del Diario de Kafka de 1921: “Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar en mi actividad literaria” y escriben: “Nosotros no intentamos encontrar arquetipos que serían el imaginario de Kafka, su

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dinámica o su bestiario (el arquetipo procede por asimilación, homogeneización, temática; nosotros, en cambio, no encontramos nuestra regla sino cuando se introduce una pequeña línea heterogénea en posición de ruptura). Tampoco buscamos asociaciones de las llamadas libres (todos conocen el triste destino de esas asociaciones, el de llevarnos siempre al recuerdo de infancia o, peor todavía, al fantasma, no porque fracasen, sino porque está implícito en el principio mismo de su ley oculta). Tampoco tratamos de interpretar, ni de decir que esto quiere decir aquello. Pero sobre todo, todavía menos buscamos una estructura con oposiciones formales o perfecto significante (…) Nosotros no creemos sino en una política de Kafka, que no es imaginaria ni simbólica. Nosotros no creemos sino en una máquina o máquinas kafka, que no son ni estructura ni fantasma. Nosotros no creemos sino en la experimentación de kafka; sin interpretación, sin significancia, sólo protocolos de experiencia”. Asociación libre es una contingencia prefigurada o inclinada hacia lo que se espera encontrar. Ninguna asociación es libre, se trata de encadenamientos verosímiles para los discursos culturales que nos habitan. El fantasma es una formación que intenta detener la hemorragia de la demasía. Fantasma: mano con la que intentamos tapar el sol. El problema no es la interpretación, sino la soberbia interpretativa: su estrechamiento genocida. En Kafka, la demasía retorna como experiencia posible de la conciencia pasmada: estado en el que eso que nos sobrepasa se (nos) presenta en forma amable. La conciencia pasmada de Kafka no queda inmovilizada ante el asombro, la admiración o la extrañeza. No se resiste a lo desconocido, raro o excepcional. No se excusa diciendo que no sabe qué hacer o qué decir. Kafka aloja eso que no sabe sin solicitar

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explicaciones o exigir adaptaciones a sus costumbres. No se queda pasmado como consecuencia de un hecho que escapa a su entendimiento: cultiva el estar pasmado como condición de la experiencia de sí.12 El curso del mundo no sigue la inteligencia del agua que se filtra por los techos de las terrazas o desciende desde las montañas; no es un solo curso o un conjunto previsible, aunque los expertos desesperen por encontrarle coherencia. La demanda de un orden es una debilidad humana. Cualquier interpretación podría justificar y confirmar sus razones en esa multiplicidad que llamamos vida. La multiplicidad, que parece caótica porque tiende a lo infinito, suele confundirse con la malicia del mundo que se venga de nuestra vulnerabilidad a través de lo que llamamos indeterminación, accidente o azar. No podemos si no interpretar. El fracaso no está en ese intento inevitable sino en la interpretación como refugio de los que deciden detenerse alrededor de una conclusión por pereza, seguridad o ambición de poder. “Lo horroroso de lo meramente esquemático” escribe Kafka en su Diario en mayo de 1914. Benjamin (1934) también advierte sobre los excesos interpretativos que desde su publicación sufrió la obra de Kafka, abusos tanto de la interpretación teológica como psicoanalítica. Sugiere que Kafka planeó una trampa para los interpretadores: una deliberada inconclusión o dilación del desenlace o final esquivo sin ningún mensaje. Con la literatura de Kafka ocurre, sin embargo, algo extraño: la imposibilidad misma de la interpretación desencadena 12. Lukács observaba que la literatura de Kafka expresa en forma realista la soledad y la angustia humana a través de situaciones extrañas que se vuelven creíbles por el tratamiento que el checo hace de signos mínimos que construyen el cotidiano social, escribe: “lo inverosímil, parece real a causa de la fuerte y sugestiva verosimilitud de los detalles”.

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una y otra vez el deseo de argumentación. La diferencia entre interpretación y argumentación es que mientras que la primera pretende desentrañar la verdad de un texto, la segunda carretea sobre diferentes pistas para tentar un despegue nunca asegurado hacia donde el deseo sea.13 33. La fábula hace recordar a un juego de chicos que se llama El gato y el ratón: los jugadores hacen un círculo con las manos entrelazadas. Uno dentro del círculo hace de ratón y otro fuera hace de gato. El gato tiene que atrapar al ratón. El ratón, dentro del círculo, está seguro y protegido. Los jugadores que hacen la ronda ayudan al ratón levantando y bajando los brazos para dejarlo entrar e impedir el paso del gato. El ratón sale, provoca al gato, vuelve a entrar. Un cuento popular recopilado por los hermanos Grimm hacia la mitad del siglo XIX se titula El gato y el ratón que llevan una vida en común. Es la anécdota de un gato que fingiendo amistad, tras muchas mentiras termina devorando al pobre ratón que había accedido a vivir con él. Maus, historia de un sobreviviente (1991) es un cómic de Art Spiegelmen, que nace en Estocolmo en 1948 y es hijo de judíos polacos sobrevivientes de Auschwitz. En la historieta se representan a judíos y alemanes, víctimas y verdugos, como ratones y gatos. Interviene políticamente las figuras disneydianas de los animalitos humanizados (elije los cerdos para los polacos, las 13. En un texto que se llama Contra la interpretación, Susan Sotang (1964), escribe “La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios”.

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ranas para los franceses, los ciervos para los suecos, los perros para los norteamericanos. ¿Qué significa escribir en alemán siendo un judío que vive en Praga? 34. La asechanza de lo abierto y la estrechez de lo cerrado confunden a las desconcertadas astucias humanas. Las fobias freudianas son defensas sofisticadas que no saben cómo resolver la tensión entre el deseo y la amenaza. 35. El mundo es ancho y ajeno para los pobres que viven fuera del sueño europeo.14 El muro es una metáfora de la civilización: protege y aísla, excluye y encierra, es la voz pintada de los que no callan y el último apoyo de los fusilados.15 36. El pasaje del límite a la limitación es muy rápido. Límite: seguridad, confianza, tranquilidad, certidumbre, sosiego. Limitación: celda, trampa, ahogo, encierro. Límite: umbral de la potencia. Limitación: línea de la imposibilidad. 14. “El mundo es ancho y ajeno” es el título de una novela que Ciro Alegría publica en 1941. Una trágica narrativa de la estrechez occidental y las injusticias que sufren pueblos originarios que viven en Perú: “pa nosotros los pobres, el mundo es ancho y ajeno”. 15. El muro es un relato que Sartre publica en 1939; la historia que podría llamarse el paredón, cuenta un episodio de la Guerra Civil Española en el que tres hombres van a morir fusilados.

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El propio límite no es signo de impotencia, sino de impoder. Se necesita saber cuál es el límite del límite; si no enfrentamos un poder absoluto, caprichoso y arbitrario. 37. En la angostura, estalla la intensidad de los detalles; en la estrechez, las pequeñas cosas hablan en loca simultaneidad. Velocidad: pensamientos que se piensan en uno. Aceleración: apuro de la conciencia por alcanzar lo que se le escapa. Vértigo: agotamiento en ese intento que siempre fracasa. Pensar: amarrar algo del infinito. Tragedia: juego de los dioses en el que el héroe avanza, precisamente, hacia el sitio del que quiere alejarse. ¿Cómo cambiar de rumbo si todo se va estrechando de modo que nos vemos obligados a tomar esa única dirección? 38. “El mundo se está poniendo cada vez más pequeño”: nos queda la felicidad de sentir que hablando nos alejamos de los muros.

VI. Partidas del deseo 39. En El silencio de las sirenas (otro relato que Max Brod no destruyó), Kafka sugiere que existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. El texto recrea un episodio que narra la Odisea. Ulises, en esta versión, simula gozar del canto de las sirenas haciéndose atar al mástil de su barco para que esas hermosas voces no lo arrastren a su prematuro destino; pero tapa también con cera sus oídos:

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proyecta escapar al poderoso hechizo fingiendo escuchar lo que no podrá oír. Kafka piensa que nada de eso podía servir. Recursos similares habían utilizado otros navegantes. El canto de las sirenas se abría paso a través de todas las cosas. La desenfrenada pasión de los seducidos hacía saltar cuerdas, cadenas, o cualquier otra forma de sabiduría humana. Kafka advierte que, en ocasiones, la salvación puede venir de medios precarios inseguros, escasos; incluso de ideas disparatadas y accidentales. Mientras Ulises confiaba en su pobre artificio, las sirenas tenían un arma más terrible que el canto: su silencio. Cuando la nave del más astuto llegó, las poderosas no cantaron. ¿Pensaron atraparlo de esa forma? Lo cierto es que Ulises no oyó ese silencio. Imaginó que, protegido como estaba, no escuchaba nada. Creyó estar ante profundas inspiraciones del alma, la voz de lo más preciado, la extrema melodía del mundo. Imaginó la mortal belleza de lo inescuchable. Las sirenas, más hermosas que nunca, no pudieron poseerlo. ¿La felicidad por darse a la fuga que reflejaba en el rostro de Ulises (que sólo pensaba en cera, cadenas, argucias), deshizo el encanto? ¿Qué ocurrió en aquella improbable circunstancia? ¿Un simple engaño pudo más que el revelado misterio del universo? Concluye Kafka: “Ulises, se dice, fue tan fecundo en ardiles, fue un zorro tal que ni la misma diosa del destino pudo penetrar en su fuero más íntimo. Quizá –aunque esto escapa a la comprensión humana– se haya dado cuenta de que las sirenas guardaron silencio, y haya opuesto a ellas y a los dioses el simulacro mencionado como una especie de escudo”. Tal vez ese inesperado equívoco pudo salvar a Ulises. El equívoco es la posibilidad de muchas conciencias en una palabra.

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Kafka piensa que, de haber tenido conciencia, las sirenas hubieran sido aniquiladas ese día. El silencio de las sirenas es un texto sobre otro texto que vuelve a relatar lo ya relatado con una variación: incorpora el arma más terrible de las sirenas (el silencio) y la defensa humana más poderosa (la simulación)16; y, sin embargo, sugiere que todo se resuelve como un malentendido: el Ulises de Kafka finge escuchar lo que no podrá oír, pero su fuga maravillosa sólo resulta por azar. Para Kafka, el héroe griego se salva por pura suerte de principiante: instante de coincidencias únicas, conjugación irrepetible, acontecimiento de deseo. La travesura de Ulises es ocurrencia de un apasionado que juega a realizar una fuga. Un enamorado de la astucia que goza el canto absoluto de las sirenas sin escucharlas y se aventura a una conexión plena sin poseerlas. 40. El peor hechizo es la locura posesiva. Poseer o ser poseído es la opción de los atrapados. La astucia de Kafka es desposesiva: sabe que la lógica propietaria es la celda del deseo. El secreto de la partida de Ulises no es que escapa al hechizo de las sirenas, sino al afán de tenerlas, como canto, como silencio, como cosas bellas que se llevan en un barco.

16. Este argumento hubiera encantado a José Ingenieros.

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Gregorio Kaminsky Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible entre sus apariciones, tampoco es vista en carne y hueso cuando reaparece. Esa Cosa, sin embargo, nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí. Jacques Derrida1 Cuando se abre el mundo hormigueante de las singularidades anónimas y nómadas, impersonales y preindividuales, pisamos ya el campo de lo trascendental. Gilles Deleuze2

1. La violencia corpuscular y mundana, prevaleciente en estados promocionados como (pos)modernos, alcanza tanta o mayor audiencia y protagonismo comunicacional que la que solían tener las condiciones de pobreza y trabajo o, peor, las de la alimentación e indigencia. Con todo, el hambre y la miseria, junto al cambio climático y el creciente deterioro del medio ambiente inducen hacia un estado de continuada inminencia social-existencial de desastre, ante situaciones límite de la naturaleza/sociedad, y el 1. Jacques Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 1995, p. 21. 2. Gilles Deleuze, Lógica del Sentido (Decimocuarta Serie, De las Singularidades), Barcelona, Barral, 1970, p. 136.

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escenario de ciudades iluministas cultivadas bajo la enciclopedia biopolítica de lo bestial. El orden (de lo) global manifiesta una existencia de generalizada orfandad, implicada en brutalidad y desprecio, estallada en imágenes y discursos similares a las tragedias naturales o bélicas, mientras que prolifera una catarata de voces preocupadas –hoy– por el dominio de lo inseguro, pero auspiciantes de aparatosas justificaciones deontológicas y de la agresión extra-jurídica o, lisa y llanamente, letales. El latiguillo de lo vivido como inseguro –lo inseguro vivido– ha resonado y devenido comentario ya reiterado de la opinión pública, y adopta similares formatos catástrofe a los problemas del aire, la tierra, el agua, las hambrunas, las pandemias… que, integrada al engranaje mediático mundializado, configura la doxa diaria de la subjetividad urbana. Ante la contundencia de hechos siempre consumados, se mantiene un trato restringido –distraído, displicente, despreciante– de los dispositivos públicos, de gobierno, de arriba abajo o de mayor a menor. Para el caso, es notable la lisonja y el vituperio respecto de los aparatos policiales, tal vez porque la policía pertenezca a un horizonte urbano anacrónico no distanciado, asociado al espacio de lo próximo y al tiempo de lo inmediato, y se califiquen sus presuntos valores como los propios de un ente subsidiario y se arrojen sus retazos discursivos al olvido de las acciones subalternas. Se agregan, además, obstáculos cognoscitivos que inciden –por desconocidos– en la construcción de lo policial como objeto y campo de problematización: su imputable carácter subordinado parece no permitir mucho más que supuestos saberes fabricados con generalizaciones, investidos por una epistemología degradada y con habladurías del sinsentido. Todo remite a una cierta idea volátil del rol policial, habitante de una ciudadanía indecidible, figura furtiva del funcionario en estado de máxima presencia y figura en permanente evanescencia, su calidad de actor irreflexivo o iletrado, siempre en tiempos de otra clase de urgencias. Ante los fragores de la ciudad, y casi tanto como las alarmas telúricas o las procedentes del medio ambiente,

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las violencias sociales urbanas se multiplican de modo exponencial, y se exige en la actualidad de la institución policial lo que ésta no se encuentra en condiciones de dar. Es cierto que su entidad ha prevalecido entre los innumerables y aparatosos dispositivos de control y variados modos de disciplinamiento y reproducción social, pero se la pretende ahora como un recurso jurídico y social mayor de la política, aunque sea una instancia pública que no estaba destinada más que a la gestión de lo inmediato y la mediación en lo inminente, al mantenimiento de lo próximo y a la contabilidad del orden social. Si el juez representa, en nombre del Estado, a quien examina el pasado, y el político es quien debería esbozar los escenarios posibles de futuro, entonces es el módico profesional policial quien ausculta el acontecimiento del ahora: el puro presente. Lo cierto es que la institución policial prevalece, y es al menos asombrosa esa letárgica indiferencia de las humanidades y las ciencias sociales a las que no parece interesar su examen ni importar su estudio; impresiona que lo policial sea tomado también allí como una reflexión de lo innecesario o un regodeo de la especulación: la policía no parece calificar científica ni académicamente. En éste, como en numerosos otros casos, es la literatura la que siempre suministra sus auxilios y reemplazos, la que suscita reflexiones, comparte y auspicia a su modo y en sus tiempos, esos otros saberes puestos bajo demanda de los conocimientos instituidos. 2. Los cuentos de Franz Kafka retratan las marcas extrañas de lo viviente, sugieren la torsión de la existencia como desvarío racionalmente correcto, y exponen lo humano como exabrupto del ser en ese repetido, insistente, estado de irresuelto. Más que de un saber (de lo) absurdo y un repertorio (de lo) incognoscible, su escritura sostiene un incierto orden (de lo) doliente, ajeno a las misericordias, enumera una rara humanidad ante una sociedad poblada de perplejos dentro del universo de estupefactos, todas variantes del mundo uniformado, poblado de miserables, genuflexos,

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humillados, vivientes de una comarca de esperpentos ya condenados, catálogos subjetivos formados por escorzos preindividuales dentro de un itinerario postpersonal. Los cuentos de Franz Kafka son, también, literatura de una humanidad abyecta y, asimismo, componen una anatomopolítica del resto animal (de lo) humano o, lo que es lo mismo, los modos de su (in)dignidad. Sus textos reciclan el residuo moral de la bajeza, ponen en evidencia lo repugnante como realidad y apariencia, y destilan el aroma esencial (de lo) nauseabundo. Sus portavoces ostentan una mirada (de) uniforme, sórdidos testaferros invocantes de la Ley sin ley, íconos patronales del desprecio, agentes biopolíticos de lo inmundo realmente existente: sus personajes son los portaestandartes de una razón-sin razón. Las figuras kafkianas del guardia, del vigía, el centinela, el sacerdote, el funcionario, el vigilante, o las del recaudador y el burócrata, o la del mismo policía (como en América), son todos perceptos obnubilados, todas existencias insalubres, relevos mayoritarios de lo real, caricaturas melodramáticas del modelo militar o del simple carcelero. Si se quiere, las suyas son más burdas y ostensiblemente más toscas pero, al mismo tiempo, suscitan el sobresalto que las torna más sutiles y complejas, sostenidas por una estética enrevesada que, desplegada, dispone de un eidos y abriga una doxa que anuncia –¿por qué no?– toda una programática política (de lo) virtual humano puesto en acto y al Estado en su estado más irresuelto. Los suyos son personajes trashumantes aunque quedados, que circulan por las vísceras sociales, y en sus atavismos e intersticios, sus figuras son como paleo-entidades mundanas, en ellas quedamos desencajados en los (des)pliegues y (des)bordes de un territorio: es así y es ahí adonde se amasa y formula la alternativa inexorable (de lo) bestial en nosotros mismos. Las kafkianas son ciudadanías residentes-nomádicas, figuras en que lo etnológico-policial es su encarnación ambivalente, vacilante, fluctuante y, como dijimos, irresuelta; componen un gobierno de los cuerpos, un encuentro de visibilidades, dentro de tipicidades que, aunque nunca modélicas, son siempre ejemplarizadoras.

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Kafkiana es la consistencia de un estigma (de lo) instituido, es el nombre de una matriz existencial proverbial de su tiempo. Veamos su semblante in situ y mostremos, a modo de ilustración, esto que decimos del saber literario en tanto conocimiento adoptivo del saber careciente (de lo) policial, en dos de sus conocidos cuentos.

La cuestión de Las Leyes Por lo general el pueblo no conoce las leyes, ni siquiera sabe a ciencia cierta de su existencia, qué son y para qué sirven… y la historia no recuerda apotegma que asocie a la muchedumbre con el saber de (la) Ley, y aunque su eminencia no se la posee como secreto su procedencia es como… de otro mundo; y es en parte cierto que hasta aún hoy se la (res)guarda como misterio, que necesita un intérprete que concita al juez y al sacerdote, y que exige siempre los quehaceres protectores de un custodio. Su obediencia es la de una ‘ignorancia debida’, la Ley no existe sin la palabra de su hermeneuta pero tampoco sin el cuerpo de su guardián. Sean falsas o engañosas, es verdad que las leyes promueven por su sola existencia, algunas seguridades y no pocos temores, aunque auspician el consentimiento de algunos consuelos y otras dudosas esperanzas, pero siempre acerca de universos indecisos: de no se sabe qué, ni cuándo, ni cómo, ni dónde, ni a quién o a quiénes... Dice el cuento que un grupúsculo se atribuye haber descifrado sus enigmas desde sus orígenes: ellos dicen haber emprendido una ardua tarea interpretativa que al pueblo incomoda pero adhiere. Unos pocos seres rápidos realizaron esa labor ante un mortificante asombro popular, e imprimen o imponen una supuesta política cuyo estatuto es el de la adhesión. Literalmente adheridos, pegados, regidos por una banda de taumaturgos, un grupo de bandidos a los que no se le conocen afanes de perjuicio, argumentan que la cuestión de la Ley tiene fines de protección y sólo es útil para el cumplimiento de sus mandamientos. Esos personajes grupusculares no piden más que un poco de agradecimiento y colaboración, aunque ostentan –se sabe, si cabe– la fuerza para su asistencia.

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Ante la Ley, el pueblo ignorante se hace y se dice presente pero al desconocer, al no saber, comete las peores torpezas que amparan los más groseros modos de la desprotección vital. “Vivimos al filo de esta cuchilla”, se rumorea; ésta es la cuestión: el pueblo reside en la ciudad, pero fuera de la Ley. Mediante las artes tradicionales de un gobierno de burócratas, los guardianes-policías sostienen literalmente las leyes en sus manos, son sus escribas, divulgan o difaman y, si es necesario, obligan a obedecerlas. Los hombres ilustrados del pueblo conocen este tipo de arbitrariedades pero, ante el temor de que ellos gatillen, prefieren pontificar al pueblo: “debemos odiarnos a nosotros mismos, por no ser dignos aún de tener ley”. Formulan el discurso de una acción del ser social, con o sin acción, con o sin ser.

La denegación El lugar en donde vive la multitud está ubicado demasiado lejos de la zona limítrofe y la capital del estado es extra-territorial porque su centro está ubicado, dicen, más allá de la propia frontera. Salvo a los funcionarios mayores, de la capital no llegan noticias. Los que realizan tareas públicas menores conocen algunas novedades que sólo escuchan de oídas, ellos son algo así como funcionarios del despliegue que a veces reciben órdenes de ir y golpear, son vigilantes armados de palabras u otras cosas, como resguardo eventual ante los comportamientos del vulgo. Prolija, obsesiva, esperpéntica es su exposición, una leve desatención les costaría el trabajo y un exilio a la nada. Se dice de esos funcionarios-centinelas que son gente extraña que “…habla un dialecto incomprensible, y algo parecido a una malignidad latente los hace insoportables”. No es ardua sino inútil su tarea de vigilancia, y más bien aburrida, lánguida, repetida, incluso innecesaria porque el comportamiento del vulgo es completamente pacífico e inalterable, pasivo, esto es: atónito, catatónico.

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Los cuidadores ostentan un arma, eso es verdad, pero su rol no es mucho más que el de supervisores de conducta, y se comenta que “en el fondo, hubiera bastado un soldado”, porque con un solo guardián sería más que suficiente para garantizar el orden de todo el pueblo. El mayor de los funcionarios uniformados es un coronel, cuya labor no concierne al orden sino que su fin es el de recaudador, no es ningún tirano y no se conoce decreto que lo autorice al acaparamiento. Su tarea se ve reconfortada por el respaldo de los guardianes, el resguardo exhibitorio de los centinelas, aunque no para su protección porque –debemos repetirlo– ella es innecesaria, su integridad no corre riesgos. Acto incógnito para el pueblo, del coronel parece emanar la Ley, su ejercicio de tipo ventrílocuo es como una máquina de guerra discursiva: él la promulga y la proclama, mientras que los centinelas la protegen y la sostienen, en un sentido brutalmente empírico y paralelamente simbólico. Físicamente son guardaespaldas y, metafísicamente, están a espaldas de la Ley, son custodios de un saber sin saber y un poder sin poder, nada existe tras suyo, ni una bandera ni un blasón, ni un mito ni una historia, ni siquiera una puerta entreabierta. Es curioso, pero las peticiones del populacho no son reclamos o demandas sino solamente súplicas que, desde siempre y como de costumbre, mantienen un mismo y estúpido triple ritual de actuación performativa: rogar, demorar y rechazar. Primero, el pedido de lo que se torna necesario y que, impostergable, adopta el rictus de una demanda: se trata de una rogatoria; luego concurre el tiempo de espera, retardado, de la paciencia como existencia exhausta, de toda una vida entendida como una espera prolongada: la demora. Finalmente, llega la respuesta, que se expulsa de las fauces del orden inconsciente obedecido, es una contestación que nunca va más allá de una mímica de la no aceptación de lo que piden, pero la inexorable negativa es aquello que el gentío espera y anhela: el acto de rechazo.

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Esa gente –se los llama cosos– no conoce otro trato final que el de la negativa, la desestimación y el impedimento. La (in)esperada denegación involucra tanto al objeto como al sujeto rechazado y eso es, aunque inverosímil, como un hálito de afirmación, un reconocimiento (de lo) existencial en estado negativo. Es sabido que el pueblo, integrado por sujetos carecientes de toda cualidad e incapaces de sostener o defender alguna idea o iniciativa, no está feliz ni contento; es más, el gentío no conoce siquiera los afectos de conformidad, y menos aún los afectos asociados con la alegría, pero no es el odio sino antes bien la apatía, la indolencia, el letargo y la indiferencia las condiciones colectivas de su producción subjetiva. Ellos, los guardianes, son distintos y lo tienen claro… “en los asuntos importantes siempre se puede estar seguro de la negativa”, y eso no concita aquiescencia ni vítores, pero tampoco debe conllevar revueltas ni presuponer escándalos, ni siquiera intranquilidad o resignación. Toda la labor del control social es –insistimos otra vez– ociosa por innecesaria, no se presumen potenciales temores o remordimientos y de allí presumibles resistencias o actos levantiscos. La manifiesta tarea (de lo) policial no consistiría en nada corporal: ni palos ni golpes, se trata de unos cuerpos y una pura fuerza de caución espiritual aun cuando, eso sí, el guardián deba hablar, pontificar, capturar, casi hechizar o hipnotizar al extraño: su destreza es una pura habilidad de palabra. Kafka expone las condiciones carismáticas trascendentales del ser (cuando es) asqueroso. Dice un hombre de la multitud que no se pretende sujeto de derechos y desconoce la existencia del ser ciudadano: “Al policía… lo siento en mi interior como todo el mundo”. 3. No acontecen, al momento, saberes que delimiten la inscripción social y política de lo bestial en lo ciudadano, ni razones suficientes que agenden sus alcances, ni siquiera se conocen taxonomías que clasifiquen sus especificidades. Es reclamada sí, su urgencia, pero su discurso es siempre hecho de imposturas y rehecho con simulaciones. Existe muy poco debate que establezca su episteme

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y deconstruya su arché; unos dicen que éstos no son tiempos de creación ni de pensamiento, sino de sentimientos asentados, de asentimientos. En estos escenarios checos (en lengua alemana) asistimos a una suerte de indigencia constitutiva del dispositivo biopolicial, por innoble, prosaico e inminente, por excesivamente próximo y paralelamente inalcanzable, por banal, ignorante y corrupto, por poco grandioso e impopular, por remitido a una arqueología vecinal y a una etnología de promiscuidades, y por careciente del ethos fascinante con que se lo negocia en la TV y el cine. Parece entonces una temeridad o un mero jolgorio conceptual intentar su recorrido a través de la historia del pensamiento, dado que ni siquiera sabemos si se admitiría este suministro conceptual para una estética política (de lo) cultural-bestial, y examinar su carácter como lo que es: un subproducto occidental genuino, integrante de una razón inmanente-bestial de lo des-ganado trascendental, la cosa biopolicial. Sin embargo, sabemos que no estamos tan solos. Walter Benjamín expone a la Polizei como una presencia espectral de lo civilizado: “…la institución policial, por su parte, no se funda en nada sustancial”…“Pero en las democracias, su existencia… ilustra la máxima degeneración de la violencia”.3 Entre el ensortijado del estado y la sociedad, el meridional Antonio Gramsci inscribe a la Polizia como un saltimbanqui de la hegemonía y el consenso. Entre ellas, el policía dosifica la potestad hegemónica requerida para el mantenimiento del orden político entendido como estado de consentimiento social. Dice Foucault que la racionalidad política moderna, acuñada en los siglos XVII y XVIII bajo el concepto de razón de Estado, agrupa a “un conjunto específico de técnicas de gobierno que se denominaban, en esa época en un sentido muy particular, la policía”.4 Incluso, el exquisito Jacques Lacan asegura que la Police inviste la 3. Walter Benjamín, Para una crítica de la violencia…, Madrid, Taurus, 1991, p. 32. 4. Michel Foucault, La technologie politique des individus, en Dits et écrits, Paris, Gallimard, 1988, p. 367.

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forma moderna de una antigua ceremonia que acontece entre la venganza (la vindicta) y la reivindicación (rei vindicatio).5 También Jacques Derrida afirma que en los escarceos de toda la historia de la metafísica occidental, el policía existe como un personaje conceptual: “…como una serie de sustituciones del centro para el centro… en una perpetua búsqueda del significado trascendental”.6 Paul Virilio, de un libro hacia otro, se cita a sí mismo: “El poder político del Estado no es, entonces, más que secundariamente el poder organizado de una clase para la opresión de la otra, en sentido más material es polis, policía, red de comunicaciones”.7 Paolo Napoli dice que la historia de la policía pone en valor el carácter imperceptible de “lo normal”, y Giorgio Agamben abunda y propone casi una definición: “… la policía, contrariamente a la opinión común que ve en ella una función puramente administrativa de ejecución del derecho, es tal vez el lugar donde se manifiesta más nítidamente la proximidad si no el intercambio constitutivo entre la violencia y el derecho que caracteriza a la imagen del soberano”8 y, como foucaultiano observante, no escatima una valiosa precisión del ser (de lo) policial en estado de excepción: “el verdadero arcano, el verdadero misterio, no es la soberanía, no es el estado, no es la ley, es el gobierno. No es Dios, es el ángel. No es el rey, es el funcionario, el ministro, no es el legislador, es la policía”.9 Con o sin Borges, es probable que todos estos autores algo hayan conocido de eso que consiste en el ‘a pesar de todo’ de lo humano, a partir de seguras e infinitas lecturas de Kafka; de alguien que sugiere que se trata de esbozar un repertorio (de lo) existente-olvidado, 5. Jacques Lacan, Séminaire 1966-1967, D’un discours qui ne serait pas du semblant, (Trad. “De un discurso que no fuese semblante”). 6. Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989 (trad. P. Peñalver). 7. Paul Virilio, en Estética de la desaparición, Barcelona, Anagrama, 1988, p. 47. Cita un párrafo de su texto Vitesse et Politique, Paris, Galilée, 1977. 8. Giorgio Agamben, Moyens sans fins, Rivages. Paris, 1991, p. 115. (Yo traduzco.) 9. Giorgio Agamben, Conferencia en la Universidad de Buenos Aires, 2005. (Yo traduzco.)

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de quien ofrece unos apuntes para una razón crítica o, mejor dicho, una contribución a la crítica de la razón des-ganada, una biopolítica (de lo) bestial. 4. El gesto kafkiano trasunta displicencia, además de desapego; aún así su rostro de ceño fruncido es una rostridad todavía conocida y demasiado humana, la mueca de lo abyecto es miserable, pestilente, pero al mismo tiempo es un gesto ostentoso y su estética (de lo) repugnante auspicia una insospechada, extraña belleza indómita. Ante la Ley y junto a los modos carnales de su usufructo, apuntemos sólo algunas de sus notas ostensibles, que parecen antes rasgos diferenciales que tonos indecidibles porque, aunque no lo parezca, la composición del acto, de la actuación, de la acción kafkiana, exige algo demasiado humano, una cosa cuya moción demanda: a) circulación, b) singularidad, c) contingencia, y d) libertad o necesidad. a) En tanto tal, la Ley, que se prende y desprende de lo humano, tiene pretensión de orden y es una razón que se quiere (de lo) inmutable. No es sino Kafka quien muestra que la norma recién adopta vida, plasticidad, cuando circula, cuando emprende el camino y asciende o desciende, y también cuando se extravía y confunde el territorio. Su existencia depende de un acontecimiento: la producción de la Ley puede ‘tener lugar’ sólo cuando hay algo que transita mediante un acto material y simbólico de circulación; sólo cuando ocurre una salida o se dispone una partida es que ella acontece. El discurso legal-vigilante no tiene entonces sino una entidad mecánica de tipo circulatorio, por ejemplo penosamente rotatorio, como una caligrafía desplazada. La condición de posibilidad productiva del dispositivo kafkiano opera bajo un modo de circulación que marea o da vértigo; allí, el universo normativo y el acto de justicia devienen negatividad productiva y su derrotero se consuma en manos no necesariamente de la solemnidad de la norma ni de alguna palabra proferida, sino a partir de un sencillo o burdo acto vigilante, la tosca o grosera ‘medida’ policial.

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Más allá de su dudosa y poco noble genealogía jurídica, más allá también de su eficacia mal asegurada, las medidas policiales mantienen enunciados deónticos. De hecho, ellas alargan la esfera del deber, dentro de la que se integran las figuras clásicas de la obligación, del entredicho, del permiso, de la facultad, de la libertad, es decir, las situaciones subjetivas cernidas por la modulación lógica de la norma jurídica. El vínculo constitutivo reivindicado por las medidas de policía consiste en forjar actitudes, en engendrar automatismos, e implantar los mecanismos internos de los comportamientos individuales y colectivos.10

La monótona práctica circulatoria policial es regular, pero también reguladora, consiste precisamente en registro y gestión, es interpelación en movimiento, catalogación de lo social existente, taxonomía de la civilidad trashumante, su carácter viviente, productivo, sólo es posible cuando se consuma en su estado movilizante, circulatorio. Hélène L’Heuillet afirma que “la noción de circulación permite deducir la originalidad de la concepción policial del orden”11, que hace posible, asocia e identifica, anuda y enlaza a la denominada ‘baja’ política con la llamada ‘alta’ policía. Un sutil umbral parece separar el saber micropolítico de la inteligencia policial. Precisamente, en sus espacios y tiempos biopolíticos, los personajes policiales son como una subjetividad en tránsito, gozan y/o padecen un estado de permanente experiencia movilizada: son la cosa que marcha, seres detenidos aunque movilizados que ostentan, hieráticos, un pensamientomóvil, aunque los móviles de su pensamiento denegado apunten hacia una crítica de la racionalidad (policial) circulatoria. La cosa Kafka se mueve, circula, entre una desconfiada benignidad civil y una inherente peligrosidad estatal.

10. Paolo Napoli, “Policía y sociedad, La mediación simbólica del derecho”, en Mirada (de) uniforme, Viedma, Ed. Teseo-UNRN, 2010 (bastardillas nuestras). 11. Hélène L’Heuillet, Basse politique, haute police, Paris, Ed, Fayard, 2001, p. 148.

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b) Entonces queda dicho: con Kafka no existe el individuo, aquello que vive, convive, es otra cosa que aquello que se impone como personal o individual: es una singularidad, una cosa ante la que estamos, una cosa que es preindividual y, al mismo tiempo, postpersonal. Se trata, por cierto, de un ente de gobierno que, al mismo tiempo, no pierde completamente el rostro de ser social, es un residente de estado aunque no más que un inmigrante del (in)cumplimiento político, sujeto-objeto del discurso proferido pero también es un destinatario óptico, visual. El centinela, el funcionario o el burócrata kafkiano pero también el campesino y el forastero, construyen un cierto perspectivismo de lo humano en estado de máxima proximidad. Un parecido con el extranjero usurpador (de lo) público en el registro ínfimo (de lo) privado, del guardián (de lo) legal-arbitrario y deambulante (de lo) reglamentario-procedimental, gobernador de los cuerpos civiles en nombre del espíritu uniformado: ante lo individual, la cosa kafkiana monta en tiempo y forma su propio dispositivo a priori y consuma el sentido trascendental de no ser más que una cosa ‘personal’. Los cuentos de Kafka distinguen esa huella fenomenológica y formulan toda una filosofía en esa, su literatura ‘menor’, cuando se “trata de alcanzar la dimensión de lo preindividual, de lo impersonal, que no se confunde ni con alguna profundidad informe, ni con los esfuerzos de la conciencia. Este nivel se sitúa en la superficie misma de emergencia de las singularidades, y estas últimas son los ‘verdaderos acontecimientos trascendentales’”.12 El sujeto (de la) cosa debe ser un proto-existente, morador de otros espacio/tiempos, claros y distintos, y además un agente disparador, un ente biopolicial disparado. El coronel, por ejemplo, es un pastor con tareas de recaudador, el guardián un personaje propicio al estado sedentario, el vigilante es un bárbaro-civilizado, discretodiscrecional, temerario-temeroso, y el centinela es un actor (de lo) 12. Francois Dosse, Gilles Deleuze y Félix Guattari Biografía cruzada, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 200.

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espectacular, un protagonista-corifeo, venerado-vilipendiado, que ejemplariza hasta con una esencia solemne al insolente y al proverbial ente (de lo) social en estado de ridículo. En días de opacidad y noches de transparencia, la cosa Kafka es portadora contaminada de misterio, del secreteo canónico en la banalidad mundana. Alterante y alternante del Otro oriundo de lo alter/nativo: adalid de lo Mismo, la cosa biopolicial es la fórmula de una misma/otredad, una mismidad/otra, un Otro-Sí mismo.13 c) Aún cuando no es sinónimo de precariedad, no es sencillo vivir en la contingencia, y el personaje kafkiano sabe que el ser cosa se afirma en la fuerza (de lo) contingente, que toda permanencia es ilusoria y que debe coexistir entre las lógicas de lo autónomo y lo dependiente. Ni divino, ni natural, ni extraño, ni familiar, lo contingente pertenece al orden variable (de lo) deprimente, (de lo) bestialhumano propiamente dicho. Tal como la libertad, la contingencia reniega de lo invariante y, tal como la necesidad la contingencia repudia la arbitrariedad. La contingencia kafkiana convoca a lo necesario hacia lo devenido libertad y, al mismo tiempo, constituye necesidad (de lo) devenido libre. El dominio de lo contingente es el territorio de la cultura de lo descompuesto, de la variación política, es la órbita de la cosa biopolicial, que debe preservar cierta virtud y resguardar la obediencia aún en situación de precaria necesidad. Aunque no se (lo) crea, el saber preferido de las contingencias siempre es el policial, ésta es la jactancia de su gloria y también es la gracia de su horror. Reconstruir la cosa biopolicial es inscribirse en los afueras de su causalidad histórica mediante la interpelación de su (in)determinación social, su (in)diferenciación cultural e inanidad política.

13. “Nuestro modo de ser, en tanto existentes, es comunitario: y esto no significa que somos ‘sociales’, sino que ya somos otro, ya estamos atravesados por el otro, que nuestra supuesta ‘mismidad’ ya está contaminada de alteridad, de diferencia, de monstruosidad (en tanto el otro es lo no-familiar, lo Unheimliches)” (Mónica Cragnolini).

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Existe una variada oferta intelectual, pero casi todos prefieren la contingencia filosófica hegeliana: que haya Estado para que haya un policía, es necesario que el principio del libre arbitrio sea respetado, y así se tendrá al objeto (de lo) policial como perteneciente a la esfera de la necesidad y no de la contingencia de la cual, efectivamente, proviene. Paolo Napoli admite ese gesto: “Tal vez se debería, y sin sonrojarse, hacer justicia con Hegel: la historia de la policía demuestra que el fracaso de lo contingente se puede revelar como la fortuna del porvenir”.14 Así como pensar lo policial requiere no soslayar fundamentos ontológicos y éticos, también exige suscribir un objeto lógicoepistemológico que despeje conocimientos disciplinarios incrustados en los estigmas del orden y las taxonomías del derecho y las ciencias sociales.15 En tanto campo problemático, una pragmática del saber (de lo) bestial demanda una actualización continuada en cuestiones de método y de los dispositivos instrumentales prácticoconcretos. Existe una requisitoria por abrir otras perspectivas, no para poner simplemente en tensión algún espíritu de libertad, sino para promover una genealogía de su moribundo costado activo. Es cierto que, luego de tantos siglos de sangre derramada la escritura debería ser otra, un saber de la razón policial debería acompañar los alcances filosóficos –al menos virtuales– que nos constituyen como sujetos de libertad/necesidad, ni más ni menos que el esfuerzo por preservar lo que tiene de legítimo o, al menos aceptable, el corazón mismo del pensamiento moderno. Contingente es la determinación diferenciadora (de lo) histórico-social, contingente es además la razón biopolítica del dispositivo 14. Paolo Napoli, “Policía y sociedad, La mediación simbólica del derecho”, en Mirada (de) uniforme, Viedma, Ed. Teseo-UNRN, 2010. 15. “Mirar individuos desde una posición cercana es un proceso inductivo que se mueve desde el sujeto particular bajo observación a su inclusión en una categoría de individuos o a una conclusión general… A pesar de que no es ciencia, ellos (la policía) juegan un rol que es no obstante similar a la generalización científica… La vigilancia deductiva no está limitada a la vigilancia política”; en Jean-Paul Brodeur y Stéphane Leman-Langlois, Terrorisme et antiterrorisme au Canada, Presses Universite De Montreal, 2009, p. 192-193. (Yo traduzco.)

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policial y, así, podemos suscribir a la cosa biopolicial como una crítica molecular de la razón contingente. Dice Hélène L’Heuillet “…la potencia de lo contingente, de la apertura permanente de todos los posibles, y de la certidumbre que todo, y no importa qué, siempre puede, y no importa cuándo, llegar. Esta contingencia no es neutra, sino cualitativamente determinada: lo peor siempre puede llegar”.16 d) Desprovistos como estamos de los eudemonismos de la modernidad, y habiendo trasuntado los campos de tortura y muerte del siglo XX, sabemos en carne propia que en la cosa kafkiana habita el dolor que aún no aconteció. Sabemos, en cuanto podemos, que la libertad es un fin o ideal que los humanos –seres de lo necesario– nunca alcanzamos, pero al que siempre aspiramos e intentamos recurrir. En el corazón de lo necesario habita lo libre, dice Spinoza, es el “hombre en cuanto se guía por la razón; porque en cuanto así lo hace, es determinado a obrar por causas que pueden ser adecuadamente comprendidas por su sola naturaleza, aunque éstas le determinen necesariamente a obrar”.17 Una libertad cuya naturaleza determina necesidad. Cuando la residencia del mundo de lo humano adopta las contingencias de la producción colectiva, libertad y necesidad se autoimplican y codeterminan, y se confunden debido a que sus nexos son inescindibles. Las vicisitudes del mundo actual exigen una fuerza filosófica que desbarate el encierro en el que no pocos valores de eso que es la libertad parece haber caído: un vaciadero de sentido y un sumidero moral, de entrada promiscua y salida individualista, relato burlesco de una seguridad bizarra con políticas policiales de bajo calibre. La filosofía de la cosa kafkiana, de derecha a izquierda, ha finalmente comprendido que tampoco es posible argumentar una idea de libertad sin establecer indicios de seguridad y que, más precisamente, debe emprender un (re)descubrimiento de lo policial entre 16. Hélène L’Heuillet, op. cit., Fayard, 2001, p. 182. 17. Baruch Spinoza, Traité Politique, Prop. II, par.11, Paris, Vrin, 1968. (Yo traduzco.)

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las determinaciones diferenciales de la libertad. Una causalidad diferenciada-diferencial, una genealogía de la subjetividad social, bajo el modo de una coartada en las restricciones de lo necesario histórico y, en los márgenes contingentes ya no de una pura libertad de pensamiento, sino junto a la voluntad política y el deseo (de lo) colectivo. La filosofía ya no representa a la bella doncella de la contingencia ni a la donosa princesa de la libertad, bien sabemos y padecemos la existencia de policías de lo ontológico, de la que toda la historia de la filosofía da testimonio. Lo ontológico-policial, lo policial-ontológico… trata genuinos problemas de vida y muerte, y la cosa Kafka es producto de un pensador que como escritor parece una suerte de proveedor de belleza que, insistente en lo humano, obtiene hasta de lo repulsivo. Veamos esa extraña, incómoda, insoportable cosa en este renombrado cuento.

Ante la Ley Un campesino ha arribado al gran escenario de la urbe, desea conocer y quiere habitar e intenta acceder a la Ley, pero ¿qué ha escuchado o preguntado, qué sabe de ella? Frente a este forastero se yergue un guardián, quien guarda algo, res-guarda una cosa. Es un centinela que no acoge ni tampoco echa al campesino, que no le impide su búsqueda, pero le impone un tiempo de espera, y le induce un ánimo de esperanza de no se sabe qué, ni cómo, y se ignora cuánto. Las puertas de la Ley, que siempre se mantienen entreabiertas, entornadas, (re)producen una luz con rayos resplandecientes que suscitan cierta atracción dado que de sus rendijas emanan impulsos, no se sabe si de misterio o de estupefacción y, frente a los remilgos de lo pretendido nos encontramos ante la mostración que suscita algo escondido, aquello que muestra lo que no está: la visión imposible de la cosa res-guardada. Aquello que, como todo el mundo, el forastero sí sabe es que desde el gobierno de la ciudad se administra la corrupción, y él

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acude a esos recursos por lo que ofrece una dádiva, que el guardián/policía acepta ya no como soborno sino como, dice él mismo, un gesto piadoso o de consolación. Con ello, deviene un inquietante presente del que no se advierten cambios o resultados, y el hombre de campo seguirá sentado en donde está, ante el puro transcurso del tiempo que –morir sin matar– irá carcomiendo sus fuerzas vitales. Ante la Ley, frente a ella, el campesino resigna su cuerpo laborioso de la tierra y cancela el sentido de su propia humana naturaleza. La Ley, se sabe, debe ser custodiada, este es un axioma político que, desde Roma, es de comprobable demostración: algunos invocan pactos o contratos, unos cumplimiento ciego, otros obediencia debida, el misterio del apego o la ciega adhesión. Los vigilantes, ellos mismos custodiados, son quienes se encargan del ritual de esa vigilia antepredicativa. Ambos –policía y forastero– conviven en un territorio común, socialmente separados, enfrentados, se encuentran, no obstante, unidos fuera de la Ley, esto constituye la negatividad del modo social, conjunto y articulado, de ganar o perder la vida al unísono: la vida del centinela es una pura existencia exterior basada en habladurías, y la del campesino consiste en la eterna espera para poder atravesarla (besarla atrás). Frente a estos teatros de vida, personajes y escenas ante la Ley, “…uno estaría tentado a creer que hay una desproporción entre héroe y escenario. No es así. No hay escenario sobredimensionado ni héroe miniaturizado. El héroe engendra el volumen con sus propios pies. Y el volumen del sinsentido no tiene límites”.18 No es debido al sentido de la propia Ley sino a su posición “ante” ella que rige esta gramática del sinsentido. El campesino representa al personaje que ha trocado el misterio por un mundano ‘secretito’; ¿sabe él que la singularidad del ingreso humano a la Ley ya ha acontecido, y que su presencia es tan sólo 18. Jorge Lovisolo, “Alarmas, Diáspora de la modernidad y positivismo socialdemócrata”, Salta, Ed. Hanne, 2010, p. 273.

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la asistencia al acto iniciático individual de quienes no han sido forjados, ni lo serán, por ella? Marioneta humillada de la credulidad, una sumisa moción recóndita moviliza su vida concesiva. El hombre, señala Derrida, se inclina ante la Ley y Blanchot ofrece mayor precisión anatomopolítica: el campesino se arrodilla. La hipoteca del tiempo de su existencia particularizada se subordina a la espera exigida, que va apagando sus mermadas energías y su poca esperanza a la que ya admite corroída de un miedo implícito. Él, tan cristiano como el guardián, recapitula una experiencia de vida que le muestra que la esperanza no es pasión alegre, sino que es el miedo mismo pero simulado, es tristeza con buena cara: la esperanza es una mueca, un rostro maquillado, palabra retórica montada en una gramática de la cosa edulcorada. Kafka no nos exime de un tiempo de revelación o salvación: ¿qué significa estar “ante la Ley”? Porque, efectivamente, la Ley tiene una entrada, pero no se sabe a qué, ni siquiera si existe un adentro, aunque habite un cierto ‘alguien’ que pueda quedarse afuera de todo el gran escenario. Precisamente, “…el aprendizaje del sinsentido es una aventura espacial donde el héroe deberá trajinar escenarios inconducentes: pasillos infinitos con puertas tan infinitas como idénticas (El Proceso, El Castillo, De la construcción de la Muralla China), antesalas que dan a la antesala de la antesala de la sala de espera (Ante la Ley)…”.19 El vigilante tiene un arma pero nunca se propone disparar, el dispositivo de Ley ha dejado de estar movido por el ‘no matar’, ahora la moderna máquina anonadante es, gobernando el vivir, explotar y ‘dejar morir’. En la república de la abyección, anteponiéndose a la Ley, de espaldas a ella, el solitario policía reivindica el honor de su miserabilidad, impone su honra e invoca la cosa apuntando a lo humillante como destino. En cuanto al campesino nadie le ha quitado nada y, ante una espera devenida domesticidad, él mismo ha dado consentimiento y donación de vida. Nadie le quita la vida ni, menos aún, 19. Jorge Lovisolo, op. cit., p. 248 (subrayado nuestro).

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nadie se la pide, nadie lo mata: es él mismo quien pierde la vida, la suya. El mundo puede comprobar cómo la creencia se repliega ante el saber de un poder abusador junto a una estética de lo artificioso, una postración plástica de lo grosero; su razón es una apuesta de nosotros mismos sobre nosotros mismos: nos apostamos ante una escatología colectiva de lo demasiado humano. La subjetividad de la cosa bestial nos representa la interpretación del discurso del bien y del mal, de una moral del afuera in-humano, des-ganado. El héroe del sinsentido es un hombre, claro, pero lo es sin ganas, lo es al modo de quien no puede ser otra cosa, ni siquiera animal. Aunque Kafka, a fin de escapar al sinsentido y a la podredumbre, lo intentará… Devenir animal es lo más difícil del mundo, se requiere mucho espíritu,…en su fenomenología del sinsentido, el zoológico particular se convierte en una ontología regional privilegiada.20

La cosa Kafka es una entidad des-ganada. Lo desganado (de lo) humano ante un devenir animal para el que se requiere, más que de un cuerpo orgánico, de mucho espíritu; se ofrece como una ontología de lo humano-animal, enano-inane: policial. Privilegio biopolicial kafkiano, ni más ni menos que el perseverar bestial, del devenir zoopolítico de la vida en lo que ésta tiene de abominada. La Ley kafkiana no consiste, entonces, sino en una razón o acto que apunta a la cosa, consiste en una pregunta filosófica por la cosa… Ante lo inexplicable, lo indecible, el filósofo ha expuesto sus argumentos, no (saber-poder) ofrecer respuestas sino mejorar, perfeccionar las preguntas, reformularlas; la pregunta por el ser ha debido reinterrogarse, y es Kafka quien la reformula así: la pregunta por el ser ha devenido una pregunta por la cosa en situación, por la cosa… (cuando esta es) juzgada.

20. Jorge Lovisolo,, op. cit., p. 253 (subrayado nuestro).

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Alejandro Kaufman Pondré mi espíritu en vosotros, y viviréis. Ezequiel 37, 14. Desde el momento en que la meta ya está presente y, por tanto, no hay ningún camino que pueda llevar a ella, sólo la obstinación, perpetuamente en retardo, de un mensajero cuyo mensaje sea la tarea misma de la transmisibilidad, le puede devolver al hombre, que ha perdido la capacidad de adueñarse de su estado histórico, el espacio concreto de su acción y de su conocimiento. Giorgio Agamben

I. El sobreviviente es quien vive después de la muerte de otra persona o después de un determinado suceso. Lo que define al sobreviviente es una relación –en términos de posterioridad– con una muerte o con un acontecimiento. Sobrevivir es vivir después. Sobrevivir es vivir bajo la sombra del pasado, como también puede presumirse el orden inverso de los términos: vivir bajo la sombra del pasado es sobrevivir. Por ello la aspiración o la aceptación del olvido suponen el desprendimiento de la sombra del pasado y de la condición de la supervivencia. Vivir, olvidar. El legado es aquello que se deja o transmite a los sucesores, sea cosa material o inmaterial. En relación con lo que recibe de quien ha vivido antes, el sobreviviente define su posesión, material o

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inmaterial. El legado vincula la supervivencia con la transmisión. Aquello que es producido como transmisión después de un suceso –la representación, el relato–, lo ulterior al suceso que constituye su transmisión, es aquello que lo sobrevive. Toda representación, entonces, sucede, en tanto que sucesión, como posterioridad. Toda representación, como bien se sabe, es legado de lo que ha muerto, por haber ocurrido, al formar parte del pasado. Es algo que sólo podemos saber en un instante de suspenso, una interrupción sin esperanza. La esperanza como una forma del olvido. Quien recuerda no espera, y quien olvida puede esperar. El tiempo de la memoria es el tiempo que transcurre entre el suceso y su posterioridad. En la posterioridad, en tanto memoria, el tiempo se detiene. El lazo social, entendido como legado, supone una interrupción, una detención anamnética, instante en el que el después del legado se torna presencia. Cuando, como sucede en la sociedad del espectáculo, la representación se produce en forma concomitante con el suceso, el marco de inteligibilidad de la supervivencia se nos presenta como figuración. Entre las acepciones de transmitir, hay una que remite al derecho, al poder y la soberanía: transmitir es enajenar, ceder o dejar a alguien un derecho u otra cosa. La muerte de los otros contiene entre sus posibilidades la supresión del tiempo pendiente del legado. El lazo social entendido como un vínculo temporal con los muertos remite a la memoria, al olvido, a la espera. En otras palabras, a opciones heterogéneas. Contemplamos a los muertos como fundantes de lo que somos e instauramos así nuestra condición existencial, o remitimos la fundación a una deuda de memoria con ellos. El olvido que nos conduce a una apertura experiencial, viviente, es también el olvido de esa deuda. Se pregunta Agamben cuál será la tarea del arte en aquella condición en que el ángel de la historia se ha detenido y, en el intervalo entre pasado y futuro, el hombre se encuentre frente a su propia responsabilidad. Según Agamben, Kafka contestó a esta pregunta “preguntándose a su vez si el arte podía convertirse en transmisión del acto de transmisión, es decir, si podía asumir en

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su contenido la tarea misma de la transmisión, independientemente de la cosa a transmitir”. En el suspenso que instala una imagen detenida de la alteridad se nos aparece el relato de Ezequiel, cuando narra la escena de los muertos, en medio del valle lleno de huesos. Eran muchos y estaban secos. Sobre esos huesos secos, en el relato la profecía restaura las existencias perdidas. Los huesos son el remanente de los vivos, el vínculo que la posterioridad enlaza con el pasado perdido. La interrupción oficia aquí como relato –bíblico–, relato que establece el interrogante sobre la transmisión. El crimen perfecto, como contrafigura, es aquel que suprime con eficacia el cuerpo del delito, los huesos. Hallar los huesos, cuando han sido objeto de desaparición, ¿restaura entonces el relato sobre el legado y repone el eslabonamiento interrumpido? La interrupción, el corte de la serie temporal es lo que tienen en común los opuestos de la memoria y el olvido, el victimario y la víctima, el crimen y el perdón, el exterminio y la anamnesis. La solución final reside en el corte que incide sobre la línea de la vida, la supresión del legado, la destrucción del remanente. La apuesta por la solución final es una apuesta por la destrucción del remanente. La visión de los huesos secos se nos impone como una alegoría de la continuidad anamnética que eslabonamos con el pasado. Para ello debemos detenernos, aquello que la historia nos impide. Nos albergamos en la intelección poética para detenernos, sin por ello hacer efectiva esa detención más que como instante en el que relampaguea el conocimiento acerca de lo que no nos permite detenernos. La ineluctabilidad del movimiento que nos desplaza hacia el futuro y el olvido, ineluctabilidad que puede ser –y es– relatada como saga estándar del progreso y la equidad, es vivida –en la intuición de su detenimiento– como encierro. Enclaustrados estamos en la encrucijada entre lo inadmisible del mundo que nos contiene y la potencia para transformarlo. En el instante fulgurante de la interrupción hallamos la puerta que encontramos clausurada antes y después.

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II. En nuestro tiempo se manifiesta de modo oscuro pero consistente una figura estructurante de lo histórico social: la del sobreviviente. La figura del sobreviviente evidencia una verdad acerca del testigo. El testigo es un sobreviviente, en tanto que no siempre el sobreviviente es un testigo. Somos sobrevivientes, pero no por ello testigos. Somos sobrevivientes en tanto transitamos un lapso vital, existencial, cuyo desenlace da fin a la supervivencia. Somos siempre sobrevivientes respecto de alguien, pocos o muchos que han muerto, sean o no nuestros familiares, sean o no nuestros conocidos, sean o no nuestros antepasados. Vivimos después de los muertos, y por ello somos sobrevivientes. Pero nuestra intelección sobre la figura del sobreviviente no procede de este reconocimiento de algo que en sí mismo podría considerarse simplemente evidente –sin perjuicio de que enunciarlo nunca supondrá una revelación sino una puntualización destinada a señalar consecuencias– sino del sentido que impone cierta genealogía precisa. Reconocer la figura del sobreviviente ofrece significaciones que interesan a la discusión sobre lo que especifica la actualidad. El sobreviviente –en cuanto lo paradigmático de la figura– es primero y antes que nada quien estuvo destinado al exterminio. El sobreviviente ofrece testimonio sobre el suceso con su sola existencia, y sienta las perspectivas de la vida tal como puede tener lugar después del exterminio. El crimen contra la humanidad es aquello a lo que el sobreviviente ha sobrevivido. Sabemos tanto y cada vez más sobre el sobreviviente, a la vez que advienen también los flujos supersticiosos que sustituyen al saber por un conjunto de enunciados cuya calidad y consistencia se asemejan a los términos usuales de cuando se crearon las condiciones que hicieron posible el exterminio. Es perceptible el estado de discrepancia, malestar y rechazo que se produce en forma creciente alrededor de la cuestión del sobreviviente. Podría todo ello entenderse meramente en relación con el trauma y la culpa, pero los sobrepasan.

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Al sobreviviente, la condición de la supervivencia le otorga un manto de inmunidad respecto de la violencia, así como de una inversión de su potencia en relación con la violencia. El sobreviviente no ejerce violencia, no practica la venganza, el sobreviviente es inmune a la experiencia de la guerra. Que la guerra se haya vuelto extraña a la experiencia resulta afín al extrañamiento del sobreviviente respecto de la violencia. Sorprende que el sobreviviente no ejerza violencia ni venganza, pero se instaló durante años una aceptación tanto explícita como tácita de su condición de inmunidad. La figura del sobreviviente antagoniza a la categoría agambeniana del homo sacer. Si el homo sacer puede ser asesinado, el sobreviviente es quien no puede ser asesinado, porque de algún modo ya fue asesinado, en la forma del crimen contra la humanidad, y no puede ser objeto entonces ¡nuevamente! de violencia. Es también esta inmunidad la que inhabilita al sobreviviente para el ejercicio de la violencia. La dinámica descrita no sustituye ni deniega otras razones por las que el sobreviviente se abstiene de la violencia. No obstante, es esperable y verosímil que todas ellas acompañen lo decisivo de su figura. El crimen contra la humanidad confiere al sobreviviente una cualidad transpersonal, una adscripción a la masa infinita de la humanidad, lo une con todos los seres humanos, en tanto había sido separado de ellos por el acto del exterminio. La supervivencia, al haber fracasado en separarlo de la humanidad, y al ponerse en evidencia la operación que se había ocultado y luego fracasado, procede en forma invertida: consolida la unión del sobreviviente con la humanidad. Esta unión es concomitante con la necesidad colectiva de articular el lazo social que se había desenlazado en forma general al haberse cometido el crimen contra la humanidad. La condición del sobreviviente en tanto estructurante del lazo social, instituye en forma también general un conjunto de notas matriciales que determinan profundas transformaciones en rela-

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ción con el ejercicio colectivo de la violencia, es decir: la guerra, sobre todo, pero también la represión social y la guerra civil. Estos cambios no tuvieron lugar en forma simultánea y conjunta en 1945, sino durante el transcurso de los años sucesivos hasta el presente. Fue necesario que se produjeran desde entonces los profundos cambios históricos que conocemos para que adquiriera inteligibilidad interpretativa la figura del sobreviviente. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial las prácticas de la violencia presentaron sucesivas transformaciones de índole radical. Algunas de ellas son las más evidentes, como ocurre respecto del armamento nuclear, y más en general con las llamadas armas de destrucción masiva. La noción de destrucción masiva, sustitutiva del combate y la confrontación entre destrezas y voluntades encarnadas, condujo al escenario que habitamos, en el que el ejercicio de la violencia cuenta con la condición de practicarse contra un colectivo de dimensiones inconmensurables, de manera intrínseca, estadísticamente genocida, y sin que la supervivencia tenga relación alguna con destrezas y voluntades. Sabíamos que el combate se había desvinculado de la experiencia y que era por ello que quienes retornaban del campo de batalla “no tenían nada que relatar”, pero no pudimos saber del mismo modo que los sobrevivientes, dado que la distinción de su figura se produjo años después –fue necesario el exterminio para originarla– tampoco tenían ni tienen relación alguna con la experiencia. Es lo que nos relata Primo Levi. Sabemos asimismo que el extrañamiento de la experiencia que alumbra al sobreviviente es parte integrante de las condiciones de la violencia y el exterminio, pero no podríamos saber desde el principio de qué manera la condición específica del sobreviviente iba a extenderse a las formas vigentes de la vida en común. Digamos que si la filosofía y la literatura pueden ayudarnos en la intelección del sobreviviente, su derrotero está marcado por la historia, por la historia reciente, dado que solamente a partir de los devenires colectivos es que podremos intuir su presencia

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y su participación en las actuales relaciones de poder y en las presentes prácticas sociales. El crimen contra la humanidad se ha convertido, de excepcional que se concebía, en rutinario. Ha ocurrido con la suficiente asiduidad, no tanto como para naturalizarse, dado que guardamos la esperanza voluntarista de que tal normalización finalmente nunca impere, sino porque en cambio se ha instalado en el horizonte perceptivo de nuestro aparato cognitivo. Y, sin duda, una condición ineludible de ese estado de las cosas es la asociación entre armas de destrucción masiva –casi todas las que poseen, construyen y crean las sociedades contemporáneas lo son– y población demográficamente concentrada e inconmensurable. El ejercicio de la violencia sometida a designios políticos, algo que ni por un instante ha dejado de pertenecer al ethos de los estados nacionales, cuyo número, como el de las poblaciones, no ha dejado de crecer, prosigue su incesante tarea. Pero ahora afán tanático de la guerra, en el marco de la tanatopolítica, ya no procede como combate, ni siquiera como confrontación, sino como ciego estallido de fuerza física destructiva sobre una población. Solamente está en discusión la magnitud del blanco y el número de víctimas. Un interminable rosario de enunciados especula vanamente sobre las delimitaciones de los estallidos, los daños colaterales y las opciones normativas. No obstante, en todos los casos se nos aparece la figura del sobreviviente. No queremos aquí referirnos a quienes sobreviven efectivamente a tal o cual ataque, dado que en ese caso estaríamos tratando algo harto conocido. De lo que aquí se trata es del sobreviviente como figura sociopolítica. El sobreviviente es un actor sociopolítico involucrado en el devenir histórico, y por lo tanto practicante habitual de los modos actuales de la violencia. Ese mismo sobreviviente inhibido de ejercer la violencia, e inmune frente a su descarga, es quien ahora interviene en conflictos en que se ejerce la violencia, por razones de estado, dominio territorial o económico, defensa de derechos étnicos o sociales,

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por las razones que impulsan los diferentes conflictos que se suceden ante nuestros ojos. No es solamente un eufemismo cínico el recurso a la salvación de vidas que se emplea como justificación del ejercicio de la violencia en la actualidad, ni tampoco la referencia a la “defensa”. Habituados como estamos a ver en estas palabras solamente su falacia, no vemos asimismo su verdad. Vemos lo obvio: que quien “salva vidas”, en realidad mata, y que quien se defiende, en realidad ataca, y mata. Atribuimos estas contradicciones a las distorsiones que habitualmente la guerra ejerce sobre el lenguaje. La clausura que nos impide advertir la intervención de la figura del sobreviviente nos lleva a imponernos la clasificación aparentemente ineludible de victimarios para unos y de víctimas para quienes sean sus oponentes. Como disponemos de esa distinción binaria, decidimos primero (en un sentido meramente alegórico, el que la precedencia sea “primera”, dado que no es por raciocinio que se establece la distinción, aunque se la justifica argumentativamente) la identidad del victimario, y por lo tanto la de la víctima. El carácter dual de los conflictos entre dobles masas guerreras define el sustrato de la distinción. Sin embargo, la presencia matricial de la figura del sobreviviente en nuestra época convierte la disputa por las palabras, alegadamente referida a falacias y eufemismos, en una pendencia de otro tipo. Ambos bandos se autoconstituyen como sobrevivientes, en tanto la condición que nos define, posthumana, es de sobrevivientes, impotentes para el ejercicio de la violencia, y sin embargo –y en ello reside una de las claves de la figura del sobreviviente– comprometidos con dar cumplimiento a la obligación de sobrevivir. Dado que la figura del sobreviviente conlleva en su corazón una forma de antiheroísmo: la lucha es por la supervivencia, en tanto desfallecer en esa lucha implicaría dar curso al crimen contra la humanidad. El sobreviviente, entonces, no puede ser confrontado con la mera violencia, ni se puede esperar de él el mero ejercicio de una violencia ofensiva ni defensiva. Ejercerá su violencia si se ve amenazado en su supervivencia, no

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ya en su dominio, soberanía o voluntad de poder, no obstante que esas sean las categorías de que disponemos para describir los acontecimientos, y todavía no hemos advertido adecuadamente que están ocurriendo otro tipo de sucesos que los que conocíamos. En una confrontación violenta entre sobrevivientes, al menos uno de los dos debe hacer algo inusual en la historia de la guerra, inusual como subjetividad guerrera dispuesta a la violencia. En la historia de la guerra era tan necesaria la disposición a matar como la disposición a morir. En la guerra entre sobrevivientes aparece una nueva modalidad: el suicidio como arma de guerra. El suicidio espanta en la guerra por su ineluctabilidad, y porque parece extraño a la representación de la guerra que aún conservamos, y lo es. Anuncia formas nuevas de la guerra y la violencia. El suicida no renuncia a su vida, dado que todo soldado de alguna manera para ser soldado debe renunciar a su vida, en tanto la pone en manos de sus comandantes, al convertirse su cuerpo en arma de guerra del colectivo en confrontación. El soldado no muere necesariamente, puede sobrevivir: el suicida renuncia a esto, renuncia a la supervivencia. La renuncia a la supervivencia, valor central de la figura contemporánea del sobreviviente que nos constituye, es lo que nos espanta si no estamos preparados. Sin embargo, no es ajeno a la lógica de la violencia, que implica modalidades de subjetivación destinadas a la muerte. La paradoja constitutiva de la figura del sobreviviente es que éste no puede matar ni puede ser asesinado, y no obstante debe matar y morir, porque la historia prosigue su curso después del crimen contra la humanidad al que hemos sobrevivido, y el ejercicio de nuevas formas de guerra reclama para sus fauces nuevas formas de subjetivación. El combatiente confrontado con quienes han renunciado a la supervivencia asigna en forma correlativa un valor desproporcionado a su propia vida, de modo que se convierte en denegación de su impotencia para matar, en una máquina extremada y desproporcionadamente letal, con lo cual ofende la conciencia

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de la humanidad, sobreviviente al crimen cometido contra ella misma, e impaciente de una paz perpetua que no sabe ni puede alcanzar. III. El exterminio no produce solamente muertos y desaparecidos, produce sobrevivientes. El sobreviviente, más allá de la satisfacción de no ser él mismo el muerto, sabe que su supervivencia le depara un vínculo con los muertos. La supervivencia es un vínculo con los muertos, una determinación relacional con ellos. También ese vínculo es el que despoja al superviviente de la suscitación de violencia o venganza, porque está embargado por la supervivencia, y la propia encarnación del vínculo lo lleva a su vez, a través del testimonio y la búsqueda de justicia, a restaurar el lazo social tal como fue vulnerado por el exterminador. El exterminador pretendió reconfigurar el lazo social, al consolidarlo en una mayoría del colectivo social mediante la supresión sacrificial de una minoría. El clivaje, la expulsión supresora de esa minoría, en tanto hasta ahora ha fracasado –en sus términos propositivos–, y no sabemos de otros resultados hasta ahora que el fracaso, sin que ello dependa de una ley que desconocemos, no es lesivo del lazo social por sus resultados, que serían aglutinantes en caso de verificarse, sino por el proceso mismo que, al someter a la población a una selección bajo condiciones de horror, destituye, disuelve el vínculo intersubjetivo. Sin embargo, en los términos propositivos de los proyectos perpetradores, el exterminio eficaz y exitoso sería aquel que lograra no solamente la supresión de su víctima, sino también la conservación del secreto sobre lo acontecido. En el caso de un éxito semejante, que no dejaría sobrevivientes, procedería como si no hubiese sucedido, como si no se hubiese derramado sangre. En ello reside la relación entre exterminio y violencia divina. La condición del sobreviviente se establece en forma experiencial directa o como postmemoria. Probablemente fuera por ello que Arendt advertía la inanidad de la historia patética de

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las víctimas de persecuciones, y su inconmensurabilidad con la política, porque intuyera, aunque no lo pensó de esa manera, que advenía el sobreviviente. El relato patético de la historia, la historia de las ruinas, la mente que imagina al ángel de la historia, están habitados por el sobreviviente. El sobreviviente es un irredento, aquel para quien no está destinada la salvación, salvado él mismo de la muerte, su supervivencia es la vida atrapada por la succión que el pasado produce a través de la relación con los muertos que define su condición de sobreviviente. El sobreviviente flota en las aguas como un náufrago, y su destino reside en la administración del naufragio. Elías Canetti se vale de la imagen del sobreviviente de pie frente a un cúmulo de muertos. “El momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción pues no es uno mismo el muerto. Éste yace, el superviviente está de pie”. La gestalt de esta formulación recuerda aquella imagen descrita por Ezequiel, la del valle de huesos secos, frente a los cuales la voz divina anuncia la restitución de la multitud. Una figura literaria contemporánea nos proporciona una imagen, en donde también el sobreviviente se encuentra de pie, como el de Canetti, como Ezequiel, ante una desolación: Giovanni Drogo, el protagonista –de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati– habitado por una melancolía kafkiana, “estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera un brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial...” De pie ante una desolación sin muertos ni huesos, sin cuerpos ni restos. Será entonces un sobreviviente radicalmente en soledad, des-vinculado de los muertos, solo del modo por el que la supervivencia habrá alcanzado el rango de la supresión, la ausencia, la falta instituida. Es el sobreviviente que las memorias del horror luchan por exorcizar, y que sin embargo nos acecha con su gris melancolía.

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La paradoja kafkiana acerca de que la redención tiene lugar, pero no para nosotros, anuncia el hiato en la trama temporal en el que probablemente estemos habitando en el transcurso de la presente centuria larga. Pensarnos, creernos o sabernos sobrevivientes irredentos, insalvable encierro en que transcurrimos, nos instala en una apertura para interrogarnos antes que por el futuro, por la acción o el propósito, menos aun por la responsabilidad, por el clinamen, por el modo en que habitamos la supervivencia.

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Continuidad y distinción en lo viviente. Animales manipulados. Seres inéditos Patricia Digilio

Quien se disponga a la lectura de la novela de Mary Shelley Frankestein o el moderno Prometeo, encontrará en sus primeras páginas una sutil advertencia que la propia autora desliza buscando prevenir al lector de no cometer el error de confundir el texto que tiene entre sus manos, un puro producto de su imaginación, con las consideraciones científicas que sobre el tema de la obra pueden atribuirse a “Darwin y otros escritores científicos alemanes”. Shelley parece preocuparse por establecer límites y deslindar competencias entre la ficción literaria y la literatura científica. Y, si se quiere, entre la ficción y aquello que tan groseramente llamamos “la realidad”. Sin embargo, esta distinción, que en un principio parece inequívoca, se ve perturbada cuando a medida que avanzamos en la lectura damos con aquello sobre lo que efectivamente Shelley parece querer advertirnos: que esos límites no son ni tan claros ni tan estrictos y que es en el cruce de esas imprecisas y escurridizas fronteras que se sitúa la trama de su obra. Corresponde también aquí advertir que no es propósito de este trabajo establecer una fácil analogía entre el cuento de Kafka al que se alude en el título y los desarrollos recientes de la biología molecular, la genética y la biotecnología, que son tema de este escrito, con intenciones alarmistas o tecnofóbicas como gusta decirse hoy. Esto resultaría tan pueril como inútil.

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En todo caso, y si de revelar intenciones se trata, debo decir que me he sentido atraída por ciertos entrelazamientos que parecen existir entre las intuiciones e inquietudes que germinan en el relato de Kafka y las ideas que habitan en ese otro relato con el que hoy la tecnociencia se aproxima a la vida. Sé que puede objetarse que la ficción y la literatura científica no son lo mismo y acepto la objeción. No obstante, también puede argumentarse que: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario se sumerge en su turbulencia [...] No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.1

De manera que no veo la razón para desdeñar aquello que la ficción puede aportarnos para penetrar en la complejidad y el entramado de ciertos problemas aunque se traten éstos de “problemas científicos”. Y si esta pretensión puede parecer ilegítima, hay que decir que convendría ya conceder que ciertas cuestiones requieren, cuando se trata de sumergirnos en ellas, no solo de esa inteligencia que clasifica, comprueba o verifica, sino también de esa otra que vislumbra.

1. J. J. Saer, El concepto de ficción, Buenos Aires, editorial Ariel, 1997, pp. 11-12.

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De patentes e inventos En 1987 la Oficina Americana de Patentes concede la patente US número 4736866 a la Universidad de Harvard y a dos inventores: Philip Leder y Timothy Steward, a fin de proteger la fabricación de un ratón transgénico. Los trabajos de investigación para llegar a este ratón transgénico fueron financiados por la firma Dupont de Nemours, encargada de la explotación del producto: una nueva especie animal creada gracias a los métodos de ingeniería genética. Su aparición originó algunos interrogantes jurídicos ligados a la noción de patente puesto que se trata de un ser viviente modificado que se vuelve “patentable” al ser asimilado a un dispositivo técnico inventado. Estos interrogantes se encadenan inevitablemente con otros como ¿cuál es el status ontológico de este animal? ¿Se trata de un ser viviente, de un objeto técnico o de una ficción jurídica?

La molécula de la vida Teniendo en cuenta estas consideraciones previas y estas incógnitas que este ratón transgénico suscita en su novedad propongo detenernos en ese relato que hoy la tecnociencia construye sobre lo viviente en general a partir de la intuición de cierta realidad que se produce sobre la base de una representación estética: la voluptuosa forma helicoidal de la molécula de ADN.2 Es a partir del momento en el que el gran misterio: “el secreto de la vida” se “descubrió” contenido en el ADN, que podemos reconocernos como objetos codificados. Desde que un territorio incierto tomó la forma segura de una hoja de ruta somos seres codificados. Como nosotros también están codificados todos los seres vivientes, esos cercanos que nos rodean y vemos, aquellos 2. E. di Mauro, El Dios Genético, Madrid, Ediciones de la Torre, 1996, traducción Miguel Beato, pp. 15 y siguientes.

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otros lejanos y desconocidos que no vemos y los futuros que nunca veremos. Los que son y los que están contenidos en estos que son. Y como también parece estamos codificados de un modo simple según un código lineal que resulta accesible a nuestro autodesciframiento. Nuestro código genético habla el mismo lenguaje que el de una planta, que el de una mosca, exclaman exultantes “los descubridores” y se acabó. Se acabaron las especulaciones, las derivas, los extravíos metafísicos. La vida habla a través de un código común. Y como las palabras, el ADN adquiere su sentido cuando es descifrado por las enzimas que trasforman su información en las cosas que llamamos reales: huesos, piel, manos, uñas, órganos, sangre, hojas, memoria, hijos. La ciencia genómica ha venido a revelar la índole común de todo lo viviente y bajo esta revelación traza un mapa en el que se enhebran lo humano y lo no humano lo orgánico y lo inorgánico, lo natural y lo artificial en nuevas redes complejas produciendo realidades alteradas, radicalmente heterogéneas que se vuelven irreconocibles para las categorías ontológicas y epistemológicas propias de la modernidad. Con el avance de las investigaciones que han sido orientadas en este sentido ha sido también posible conocer la estructura de la molécula que nos codifica, su forma y cómo esa forma permite al ADN autoreplicarse sin intervenciones externas. Y es que el ADN tiene la fundamental capacidad de copiarse a sí mismo, esto es, de autoreplicarse dando de este modo lugar a una nuevavieja cadena de información genética. Pero la indiscreta ciencia genómica ha revelado que el copiado no siempre es perfecto. Que el ADN es caprichoso y a veces se rebela contra la ley de su eterna repetición de lo mismo. Extraño y caprichoso es este ADN que replica al mundo y al mismo tiempo lo sujeta a sus infinitas formas combinatorias. Cabe entonces la posibilidad de “error” en la copia. De ese copiado no perfecto, de ese “error” es que provienen las mutaciones genéticas y los cambios en la secuencia del

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genoma. Son precisamente estos cambios los que hacen posible la diversidad, vital para la especie, pero también la enfermedad. La mutación conlleva entonces la doble propiedad de que así como crea la diversidad crea la enfermedad. Una doble propiedad que se desliza sobre un peligroso filo en el que las articulaciones y distinciones entre las nociones de diferencia, anomalía y patología se reformulan bajo una nueva perspectiva. En paralelo a la producción de estos conocimientos se busca también desarrollar la capacidad, mediante las técnicas creadas con ese fin, de manipular ese ADN. La posesión de los nuevos conocimientos y de ese know how, vuelve posible intervenir de manera (fantásticamente) consciente y a voluntad en el “secreto de la vida”. Y es que el dispositivo de construcción de la realidad que abre el nuevo lenguaje y el “mapeo” otorgan inteligibilidad y nos orientan con precisión en ese espacio hasta hace poco inasible y desconocido. En este sentido, la tarea semiótica y material emprendida por la nueva ciencia, permite entonces también apropiarse de ese espacio. Porque esta “nueva ciencia” tiene la propiedad no sólo de informar acerca de cómo es “la realidad” de lo viviente sino también la de imaginar, proyectar y proponer cómo podría ser si la sometemos a procesos de organización, reconstrucción y construcción, inaugurando así la posibilidad de controlar y disciplinar lo que antes resultaba indisponible.

Ciencia, técnica, lenguaje, informática y fantasía La corroboración de que el ADN es en sí mismo el material genético no es una epifanía sino el resultado de un camino que la ciencia decidió emprender. Por cierto, un camino más zigzagueante y abstruso que el que su narración oficial describe. Un camino pródigo en hallazgos y exuberante en la producción de una literatura rica en metáforas, proyecciones y metonimias.

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En este camino iniciado por la biología molecular ha sido gestada una nueva técnica. Una técnica que tiene su propio logos en el sentido más extenso que la polisemia de este término porta. Arriesguemos para decir que en la búsqueda de comprender qué y cómo es esa ininterrumpida tarea del ADN se fusionan: ciencia, técnica, lenguaje, informática y fantasía. Podemos decir que se produce una suerte de comunión léxica entre la informática y la biología en la medida que el discurso de la biología molecular se organiza sobre la metáfora computacional. Las decenas de millones de documentos en los que aparece el término Bioinformatics apenas se inicia la búsqueda en Internet, dan cuenta de este proceso. Pero, ¿se trata en realidad de una metáfora? ¿O de la disolución de las fronteras entre vida y computación? La Replicación del ADN, la Trascripción del ADN a ARN y la Traducción del ARN mensajero a proteína constituyen en sí mismos una “computación” de los procesos básicos y universales de la vida.3 De este modo se produce una disolución de las fronteras que hace de la metáfora realidad. La molécula de ADN, de una tediosa monotonía por su eterna repetición de cuatro bases, se presta muy bien a una aproximación automática, a una lectura robótica. Y en virtud de una clara división del trabajo, las máquinas hacen la parte rutinaria, aburrida, de dividir, calcular, producir datos, millones de datos. Sin embargo, para que esos datos puedan ser interpretados, para que puedan ser vistos como algo que va más allá de la secuencia misma son necesarias la excitación de la fantasía y de la imaginación humanas que llegan a equiparar un gen con las preferencias sexuales, con la fuerza de las pasiones, con nuestra violencia o nuestra pasividad. 3. R. Guigó i Serra, “La difusa frontera entre biología y computación (o hacia la mecanización de la ciencia)” en revista Anthropos, Nº 214, Barcelona, 2007 (Edición dedicada a Pensamiento y computación).

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La combinación informatico-molecular, para el conocimiento del código genético, el desarrollo de técnicas para manipularlo (ingeniería genética), la capacidad de construir “ordenadores” con capacidad ilimitada para el almacenamiento de datos, fantasía e imaginación humanas confluyen para abrir un nuevo capítulo en el libro de la vida. ¿Y cuál es la escritura de este capítulo? Cuál la sagrada escritura de este código de códigos? Descifrar el genoma es un tipo de conocimiento al que la ciencia ya nos tiene acostumbrados: clasificatorio, enumerativo, heurístico y sobre todo “seguro”. La convicción profunda sobre la que se apoya es la existencia de un lenguaje trascendental a todo lenguaje en el que se articulan todas las manifestaciones de lo viviente. Se trata entonces de interceptar y descifrar el lenguaje de todo lo que es: el logos primordial. Principio y fundamento.4 Detengámonos en estas nociones: principio y fundamento y en la relación entre fundamentar y fundar porque esa relación es la que hace posible el paso siguiente: determinar. Toda distinción entre el fundamento y lo fundado, no hace más que apresar a la diferencia bajo la complementariedad de la copia y el modelo, nos recuerda Deleuze. Así como también las alternancias ilusorias en torno a la falta o el exceso –lo Grande y lo Pequeño– no son más que las oscilaciones de la representación en relación con una identidad siempre dominante.5 De manera que el logos, en tanto principio y fundamento, es también acción de informar en el sentido de dar forma a lo indeterminado. En este sentido el logos es palabra y es verbo y el verbo es la acción de establecer un orden en el caos. En el caos de la vida.

4. E. di Mauro, op.cit., p. 22. 5. G. Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, p. 392.

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Vida codificada La información que nos identifica es nuestro patrimonio. Nos ha sido entregada por nuestros padres, que a su vez la han recibido de los suyos y así podemos remontarnos hacia atrás hasta el infinito. Esa información es el producto de innumerables sucesos casuales que han sido seleccionados, aceptados, conservados y finalmente transmitidos. Pero no es, digámoslo ya, esa información infinita lo que aquí interesa sino cómo esa información está escrita. Lo más importante es cómo nuestras células usan esas letras para formar verdaderas palabras, verdaderas frases. Cómo se constituye ese discurso completo que es el ser viviente. Esas informaciones están en el ADN, molécula real (nos dicen) no metafísica. Materia, sí, pero que es a la vez logos autogenerado hecho realidad, por una mezcla de azar y necesidad. El ADN es lengua, es código y al mismo tiempo materia y como tal inerte no viviente pero sin embargo principio de la vida. La oposición entre materia y vida, aquella que atravesó buena parte de la historia de la filosofía y de la biología, parece resolverse en esa naturaleza informacional del código genético que es fusión entre lo inerte y lo vivo. Su lectura es posible a partir de saber que el ADN, es un conjunto de átomos unidos entre sí. Solo cinco átomos distintos (hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, fósforo) unidos en pequeños grupos que se combinan entre ellos. Así como las letras del alfabeto al combinarse forman palabras, así las substancias que forman el ADN, en sus combinaciones, forman un código genético que será interpretado por la maquinaria bioquímica del organismo. Las palabras genéticas están organizadas como las frases de un discurso. En el ADN el mismo único alfabeto (A, T, G, C,) se organiza a veces con valor silábico en tripletes, a veces en conjuntos de 10 nucleótidos, otras con significados en letras únicas, o según esquemas ambiguos

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(que son descritos como vacilantes, redundantes o degenerados). Es la totalidad misma la que está contenida en este lenguaje. De manera que se trata del libro de la vida, sí. Pero de un libro que hay que decodificar. Descifrar a la manera de los enigmas. A la manera de esa tarea que emprenden los sabios cuando ya no es tiempo de sabios. La técnica que se utiliza para el desciframiento puede asimilarse a aquella que se usa para resolver de modo no casual los laberintos. Un laberinto en el que el hilo de Ariadna es la propia hebra del ADN. Pero a no confundirse, no hay aquí misterio. No se trata de develar misterios, sino de disponer de los procedimientos técnicos necesarios que permitan el desciframiento de “una realidad dada”. Para eso se recurre a exasperantes y al mismo tiempo “seguras” descripciones, enumeraciones, clasificaciones. Y la descripción se convierte rápidamente en explicación e interpretación. Y lo que no se comprende, está demás. Porque otro dato notable es que no todo el genoma está constituido de secuencias que codifiquen proteínas y esto ha originado la creación de una significativa terminología para designar esta propiedad: hay ADN Junk, ADN basura, o también ADN egoísta (no codificador) incluso a pesar de que algunos genetistas insisten en mantener la precaución de señalar que este ADN puede tener otras importantes funciones sólo que desconocidas hasta el momento. Pero lo cierto y lo sugestivo es el uso de los términos basura y egoísta para referirse al material genético. Y lo que es más inquietante todavía es, por supuesto, cómo y hasta dónde puede extenderse esta idea de “material basura” o “egoísta” y qué es lo que puede caer bajo esta calificación.

De la teoría a la técnica La secuenciación del genoma humano no es solamente un conocimiento teórico, especulativo sino también práctico. Es la

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condición decisiva para esa revolución que encabeza la biotecnología en tanto es la biotecnología la expresión del pasaje de la teoría a la praxis propia de la techné . Ahora que creemos conocer su lenguaje y que en virtud de esa creencia podemos reescribir el código genético ¿Cómo será esa escritura? Nada de lo hasta el momento hecho por esa expresión de lo viviente que llamamos hombre, es comparable con la posibilidad inmediata y radical de cambiar a los seres vivos en su núcleo más íntimo, en sus programas de desarrollos y en la calidad de sus descendientes. Nada es comparable con la posibilidad de su manipulación en la vida y en la muerte. Porque el material genético puede, además, ser conservado. Esta condición brinda la posibilidad de hacerlo funcionar (vivir) y refuncionar (revivir), es decir, la posibilidad misma de rediseñar los confines de la vida y de la muerte. También la de permitirnos retroceder hasta nuestros orígenes biológicos y de proyectarnos hacía el futuro. Porque el conocimiento de nuestra secuencia genética nos impele en un doble movimiento en el tiempo. Hacia atrás; hacia nuestro pasado más remoto y hacia el futuro concebido bajo ese biocrático sueño que es nuestra (ahora posible) infinita perfectibilidad técnica.

Continuidad y distinción en lo viviente El carácter común de los genes nos ubica en un continuo biológico. Y es esa continuidad biológica lo que los hace intercambiables, susceptibles de ser transportados de un organismo a otro y por lo tanto es también lo que hace posible las técnicas recombinatorias que a su vez hacen posible la creación de nuevas entidades transgénicas. La irrupción de la acción humana en esa continuidad inaugura una forma de ejercicio del poder sobre la vida sin precedentes que consiste en re-hacer formas de vida generando nuevas entidades biotécnicas en la medida que la nueva tecnología tiene

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la propiedad de desplazar los genes de un lugar a otro, no sólo entre las líneas de una especie sino atravesando cualquiera de las fronteras que hasta ahora separaban a los organismos vivientes. Los resultantes de estas combinaciones serán organismos esencialmente nuevos, nuevas entidades vivientes, nuevos objetos “racionales-imaginarios”, “artificiales-vivientes” que se autoproducirán y por lo tanto permanecerán. De este modo, animales, vegetales, bacterias transgénicos o quimeras se constituyen como parte de una génesis técnica de lo viviente. Si hasta ahora los organismos vivos han evolucionado muy lentamente y en ese tiempo las nuevas formas han tenido tiempo para adaptarse. Si han sido necesarios, según los casos, entre 4 y 20 millones de años para que una sola mutación se estabilizara como norma de la especie. Hoy proteínas enteras pueden ser transpuestas de un día para otro en asociaciones completamente nuevas con consecuencias que nadie puede prever ni para el organismo huésped ni para sus vecinos. Es así que en el nuevo paradigma en el que se inscribe la biología somos revelados como códigos escritos encarnados. El concepto de evolución es interpretado como un proceso de almacenamiento de información y la vida y/o la existencia en general como código de información o de escritura. De este nuevo paradigma son parte la genómica, la biotecnología y la ingeniería genética. La relación que de esta forma se establece entre la semiótica y la biología encuentra distintas interpretaciones. Una, explica esta intrusión de la semiótica en la biología como el resultado de la importación de disciplinas tales como la cibernética, la teoría de la información y la ciencia computacional como parte del desarrollo de la biología molecular. Otra, más radical, daría cuenta de la existencia real de un fenómeno de carácter semántico en el seno de la organización viviente. En cualquier caso, la analogía entre genoma y lenguaje hace posible la tarea material que emprende, desde este nuevo paradigma, la ciencia biológica que, insisto, no sólo nos dice cómo es

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la vida sino también cómo debería y/o podría ser si la sometemos a procesos de reorganización, reconstrucción y construcción, a la vez que brinda las herramientas para la realización de esos procesos. Esta fusión entre biología e informática para la comprensión de la vida y el desarrollo de técnicas que permiten manipularla y transformarla más allá de los límites hasta ahora conocidos resultan decisivos para la configuración de los modos que asuman, en virtud de esta nueva perspectiva, el tratamiento, el gobierno y la administración de la vida en general y del viviente humano en particular. Ante estas posibilidades no parece exagerado conjeturar que cuanto más se busca adherir la vida a su substrato biológico y ese substrato biológico es formalizado como texto escrito, susceptible de ser reescrito técnicamente, más estrecha se vuelve la relación entre vida y política. Tampoco que esa relación entre vida y política deviene una relación de copertenencia con la técnica en tanto la técnica alcanza la capacidad de modelar lo viviente en su origen mismo. Ya no se trata de la adaptación del humano al medio, ni de la transformación del ambiente, sino de la transformación de sí mismo y del control de la propia evolución, es decir, de un acto de autopoiesis.

La transformación de lo viviente Sacralización, dominio, domesticación de la vida y un paso radical: la transformación genética de plantas, animales y humanos modificando estructura y comportamiento. Y ya en nombre de la eficiencia o de la mayor productividad, o de ese fin sin fin que es la finalidad terapéutica, a estas alturas lo mismo da puesto que los criterios se funden, se producen las intrusiones. A partir de estas condiciones pueden vislumbrarse tanto la superación de un estadio evolutivo antropocéntrico, como nuevas formas de ejercicio de poder sobre la vida. También la posibilidad de su organización según nuevas clasificaciones

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jerárquicas basadas en los patrimonios genéticos y en función de las cuales podrían rediseñarse las categorías de incluido, excluido y recluido, dando lugar a la construcción de nuevos estereotipos sociales, dispositivos de control y regulación social funcionales a esta etapa del capitalismo calificada como tecnocapitalista y/o biocapitalista.

El secreto La metáfora cartográfica a la que alude el Proyecto del mapeo del genoma humana parece encerrar un sentido que escapa al relato que la ciencia construye para la descripción de este emprendimiento. El “hallazgo” de un código a descifrar y el trazado del mapa del genoma humano se sostienen en un supuesto fundamental que se mantiene como el secreto mejor guardado. Ese supuesto consiste en afirmar que hay un espacio y un lenguaje de la vida que está ya allí esperando la llegada de sus descubridores y que es a estos descubridores a quienes indudablemente les corresponde la potestad de ser también sus conquistadores.6 Pero lo que este supuesto cancela es precisamente la operación previa en la que él mismo se apoya. Esa operación corresponde a una decisión que no es otra que aquella mediante la cual se conviene interpretar la vida como texto escrito. De este modo, lo que queda suprimido en el relato que la ciencia presenta es que el genoma no es algo dado a la espera de ser revelado, sino que se trata de una construcción teórico-práctica. Bajo ese gesto soberano de “descubrimiento” y apropiación la metáfora cartográfica pierde el carácter de tal, y deviene “realidad” habilitando así una forma particular de tratamiento y administración de la vida. Y es con

6. Ignacio Mendiola, “Cartografías Tecnocientíficas”, en J. Arpal e I. Mendiola (editores), Estudios sobre cuerpo, tecnología y cultura, Bilbao, Servicio Editorial del País Vasco, 2007.

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ese mismo gesto que son vedados otras interpretaciones y otros modos de relación con la vida. Resulta imperioso detenernos en los sentidos y en esa sobreabundancia de significaciones que encierran estos relatos en los que la acción técnica transformadora de la biotecnología se sostiene. Pero todo esto bajo una advertencia: nada de pretender con esta indagación llegar a conclusiones que permitan expresiones “como claramente puede verse” o “como resulta evidente”. Mejor se trata de buscar esa parte necesaria para completar el conjunto y esa parte no es para nada “evidente”, más bien tiene un carácter traslúcido en el sentido que la óptica física da a este término que difiere de su acepción común que asocia lo traslúcido con lo claro y diáfano. Los cuerpos traslúcidos son aquellos que permiten el paso de una parte de la luz.7 Tal vez así resulte posible encontrar en esta trama los nudos que enlazan un relato fantástico y la fantasía de un relato y emprender el intento de una aproximación un tanto menos rudimentaria al misterio de la vida. Pero, por supuesto, sabiendo de antemano que ningún misterio se deja nunca asir ni fácil ni totalmente.

7. Estos cuerpos también reciben el nombre de cuerpos semitransparentes y se encuentran a medio camino entre los cuerpos transparentes y los opacos. Esta “iluminadora” distinción se la agradezco al profesor en Física y dramaturgo Omar Fragapane, a los intercambios entre ciencia y arte compartidos.

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En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera señala que la bondad del hombre se puede manifestar en su pureza sólo en relación a aquello que no representa una fuerza, es decir, sobre todo en referencia a los que están a merced de él, los animales. Históricamente, animales, niños y mujeres han sido equiparados en esta relación con el hombre, como la manifestación de lo débil que “debe someterse” frente a la fuerza y la potencia del actuar. Mientras que esa relación de fuerza con respecto a la mujer y al niño ha sido cuestionada, puesta en duda y criticada a lo largo de la historia, generando grandes transformaciones en el ámbito del derecho y de las costumbres, no ha ocurrido lo mismo con la cuestión del animal. Es cierto, se podría decir que en los últimos tiempos la problemática de los “derechos del animal”1 ha sido puesta en primer plano en los debates éticos, sobre todo en estrecha conexión con las demandas ambientalistas y ecológicas, sin embargo, hay algo que acontece día a día sin cuestionamiento alguno: las prácticas que se derivan de la –así considerada– “natural” preeminencia del hombre sobre el animal, lo que permite que “las bestias” estén al servicio de los humanos. En este sentido, la cuestión que se ha atrasado en las consideraciones filosóficas, ha poblado la literatura desde siempre. 1. La cuestión de los “derechos” del animal amerita un análisis que aquí no puedo llevar a cabo, sino sólo sugerir. Si se es poseedor de derechos en tanto “sujeto”, cabe hacerse la pregunta acerca de las implicaciones metafísicas de la atribución de dicho carácter al animal (aquel que, en tanto viviente, es “sujetado” en la noción de subjetividad, como señalo más adelante).

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Mónica B. Cragnolini

Indagar acerca del lugar del animal en ciertos pasajes de la literatura contemporánea puede, entonces, permitir pensar –de alguna manera– ciertos problemas que, por referirse a los animales, suelen quedar relegados ante la urgencia de otras cuestiones. Cuando buena parte de la humanidad, se suele decir, está viviendo en condiciones indignas: ¿por qué preocuparse por el animal? A buena parte de la humanidad, lo sabemos, se la reduce a condiciones indignas porque se la valora como “menos humana”, es decir, más cercana al “modo de ser animal”: así como el animal (forma de vida “inferior”, se dice) puede servir a la humanidad (forma de vida “superior”), ciertos modos de vida humana son “animalizados” para poder convertirse en lugar de experimentación, sometimiento y expiación, en beneficio del desarrollo y progreso del resto de la humanidad. Además de los “humanos animalizados”, nuestro mundo está poblado de animales que sirven para experimentos científicos: monos cuyo cerebro es el lugar de prueba de los efectos de medicinas neurológicas, conejos cuyos ojos sirven de ámbito de experimentación de alergia a cosméticos y detergentes, cobayos masacrados en experiencias con fines bélicos... Una galería de horrores y crueldades que parece necesario olvidar en nombre del “avance de la humanidad”. Y mientras se utiliza a los animales para obtener resultados que “sirvan” a la humanidad, por otra parte se sigue estudiando la posibilidad y carácter de la inteligencia y del lenguaje animal. Tal vez la pregunta pregnante con respecto a estas últimas cuestiones sea si, a partir de los resultados que se espera que “prueben” la inteligencia animal, el animal será respetado como viviente. Porque si el respeto surge de una consideración de la “humanidad” del animal (poseer inteligencia, poseer lenguaje), entonces, nuevamente, estaríamos dejando de lado lo que hay que preguntarse: por qué se asume como “natural” que la vida tenga que ser sacrificada, por qué ciertas formas de vida son preservadas en desmedro de otras, y en qué y por qué se sigue justificando la crueldad para con lo viviente animal.

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Elizabeth Costello, la protagonista de la novela de Coetzee, se plantea la pregunta acerca de lo que especularían los investigadores del equipo de Köhler sobre “el pensamiento” de los monos, cuando éstos intentaban alcanzar el alimento con los medios que los científicos ponían a su disposición. Y tal vez, reflexiona ella, a lo mejor lo único que pensaban los monos –mientras armaban los artilugios del instrumento– era: ¿dónde está y cómo se vuelve a casa? “Pensamiento”, tal vez, de montones de animales rumbo a los mataderos, a los laboratorios, a los circos, a los zoológicos, a los centros de zoonosis, y por qué no también, a los hogares en los que serán tratados como “mascotas”. En este artículo, transitaré ciertos pasajes de la animalidad en la obra de Kafka,2 con el objeto de plantear algunas problemáticas que atañen al modo de ser de lo viviente animal. Se podría decir que los relatos de Kafka son relatos dentro de otros relatos. Como señala Spilka3, son muchas las fuentes de los textos de Kafka: en este sentido, varias de sus obras son lecturas dentro de otras lecturas. Se trata, entonces, en Kafka, de cómo ha leído la tradición, y tal vez en la cuestión del animal también se trate de lo mismo: cómo ha sido leído el lugar del animal en la literatura, qué relatos están presentes en el imaginario de Occidente cuando hablamos de animales. En este sentido, es interesante notar que buena parte de la tradición ha antropomorfizado a los animales, haciéndolos hablar o actuar como humanos. En la fábula, los animales son humanos que realizan acciones de humanos, por ello se tornan pedagogos que dejan enseñanzas 2. Sobre el tema de la animalidad en Kafka véanse, entre otros: Peter Stine, “Franz Kafka and Animals”, en Contemporary Literature, Vol. 22, Nº 1 (Winter, 1981), pp. 58-80, University of Wisconsin Press, y de Margot Norris “Kafka’s Josefine: The Animal as the Negative Site of Narration”, MLN, Vol. 98, Nº 3, German Issue (Apr., 1983), pp. 366-383, y “Darwin, Nietzsche, Kafka, and the Problem of Mimesis”, MLN, Vol. 95, Nº 5, Comparative Literature (Dec., 1980), pp. 1232-1253, The Johns Hopkins University Press. 3. Mark Spilka, “Kafka’s Sources for the Metamorphosis”, en Comparative Literature, Vol. 11, Nº 4 (Autumn, 1959), pp. 289-307, Duke University Press-University of Oregon, p. 289.

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o moralejas. Si bien algunos animales hablan en Kafka (tal vez recogiendo esta tradición), es interesante notar que en varias de sus historias la condición del animal está signada o bien por la falta de palabra (el graznido, el piar, el murmullo) o bien por el ejercicio de la música (como en el relato sobre Josefine, la rata cantora). La obra de Kafka, como sugiere Rella,4 ya no es la de frontera e hibridación de dominios conocidos, sino que da lugar a un nuevo relato en el que no se puede discernir dónde comienza la filosofía y dónde termina la poesía. Con esta idea, leeré la cuestión animal en su obra: no para encontrar “ejemplos” de problemáticas filosóficas, sino para atender a esa voz no humana que se escucha en la misma. En esa dirección, plantearé tres temas a partir de (o en) los textos de Kafka: la cuestión de la animalidad en relación con el modo de ser sujeto, y el lugar del animal desde la condición “desujetada” en una doble perspectiva: desde la atribución de animalidad a ciertos grupos humanos con la consecuente exclusión de los mismos del ámbito del derecho (el pueblo judío es tal vez el ejemplo más pregnante, pero no el único, de esta consideración por parte de los otros), y desde la posibilidad de pensar, a partir de la idea de desujeción, otro modo de hacer frente a lo que acontece. Si lo que existe es caos, y la actitud humana de ordenamiento –desde la ley exacerbada en la burocracia descripta por Kafka– no hace más que incrementar el caos desde la polaridad inversa, tal vez la animalidad sea un buen ámbito para pensar cómo existir en el caos-que-somos.5

4. Franco Rella, Metamorfosis. Imágenes del pensamiento, trad. J. Jordá, Madrid, Espasa-Calpe, p. 138. 5. Asumo aquí esta idea de “caos-que-somos” como otra forma de pensar al existente humano desde una perspectiva distinta a la del sujeto (que supone “sujetar” el caos y lo vital, como desarrollaré más adelante).

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El animal y el límite de la palabra: ¿límite del sujeto? Si, como señala Foucault, la literatura es el terreno que mejor evidencia lo impersonal, tal vez desde la misma sea posible plantear la cuestión del animal como aquello del viviente que excede, rompe, hace estallar los límites del sujeto y de lo personal. Porque la noción de sujeto, a pesar de su carácter universal (ser sujeto es un modo de constitución posible del existente humano)6, implica, de algún modo, un aspecto de “lo personal” que se evidencia en el “individuo”. El individuo es, en cierta medida, el “aparecer fáctico” del sujeto metafísico, sobre todo en el mundo del mercado. El individuo es la clave del “intercambio”, que se verifica no sólo en la economía en sentido habitual, sino en la misma economía de la existencia. Con esto quiero decir que el modo de ser del hombre se constituye en la modernidad como entidad autónoma frente a un mundo en el que la ley (el nomos que rige el oikos) es la impuesta por él mismo en tanto creador (de ley, de objeto, de realidad). Ahora bien: ¿el sujeto es la sujeción de qué? ¿No será acaso la sujeción de la vida, o el intento de domeñarla? Si ser sujeto implica poder ser autónomo, es decir, usar de la propia razón para reflexionar, elegir, decidir el curso de la acción: ¿no se tornará necesario dominar lo vital para poder ejercer esa autonomía? Nancy dice que “La vida del sujeto –o lo que Hegel llama la vida del Espíritu– es la vida que vive de sacrificarse”.7 En la idea de sujeto se sacrifica la vida (el sacrificio se nutre de la vida,

6. En este sentido, remito al carácter histórico de la noción de subjetividad: el sujeto nace en la filosofía moderna, como el modo de ser fundante (y luego, autofundante) del existente humano, y con características bien definidas: posibilidad de objetualizar el mundo, conocimiento del mismo a partir de la representación en su conciencia, capacidad de disponer de la realidad toda e instrumentalizarla a su servicio, entre otras características. 7. Jean-Luc Nancy “Lo insacrificable” en Un pensamiento finito, trad. J. C. Moreno Romo, Barcelona, Anthropos, 2002, p. 55.

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de la vida de la “carne”), y se sacrifica la singularidad por lo universal. En los relatos de Kafka, el animal suele ser para el humano el ámbito de la insignificancia o de lo monstruoso. Tanto lo insignificante como lo monstruoso se encuentran en los bordes del ámbito del sentido, como aquello que no puede ser “sujetado” por la significación. Lo monstruoso revela las mezclas inconcebibles, lo que resulta de la hibridación de lo humano (lo limitado, lo ordenado) con eso que lo excede, lo altera y lo contamina. Los monstruos proceden, a veces, de la unión sexual de animales y hombres: si “ser hombre” supone dominar lo caótico, propio de lo vital, esa excedencia de sentido que no parece querer someterse a la norma y a la ley –sellos por excelencia de lo humano–: ¿por qué habría el hombre de buscar esa cercanía erótica con aquello que existe para ser sujetado y dominado? Errores de una razón obnubilada, una pasión más propia de “lo animal” que de lo humano, explicarán estas fusiones monstruosas. Frente a la limitación y a la capacidad de establecer diferencias y demarcaciones de lo humano, lo animal aparece como lo caótico (la razón dormida que sueña monstruos de Goya) que requiere ser dominado. Por ello, de la unión de un hombre y de un animal no puede sino nacer un monstruo. Un habitante monstruoso de los relatos de Kafka es precisamente un híbrido: “Una cruza”8 describe a un animal especial, “mitad gatito, mitad cordero”, pero que además parece querer ser perro y humano. Este animal, recibido como herencia del padre, que huye de los gatos y sin embargo camina por los tejados, que ataca a los corderos pero nunca mató ni hirió a nadie, este animal parece querer hablar, mirar y llorar como los humanos. Para ese animal, fusión de diferentes especies, mezcla también de humano, “tal vez el cuchillo del carnicero fuese una solución” 8. Franz Kafka, Relatos completos II, trad. F. Zanutigh Núñez, Buenos Aires, Losada, 1981, pp. 145-147. Las frases entrecomilladas de este párrafo remiten a este relato.

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dice el relato. Y el animal-cruza, exhibido los domingos ante los ojos curiosos de los niños, parece incitar, con “ojos humanamente inteligentes” a esa solución: su existencia ni totalmente animal (ni siquiera diferenciada en cuanto animal en especie) ni humana, la mezcla que él es, parece, en su inadecuación, necesitar de esa salida. Ser humano, entonces, es una forma de “superar” la animalidad en vistas de lo espiritual. Ser humano, entonces, supone poder sacrificar lo vital en uno mismo y en los otros (el orden de la vida social humana así lo exige). Para ser humano, ciertas fuerzas deben ser acalladas o encauzadas. Por eso también “ser animal” implica ser “insignificante”, estar del lado de la pobreza del sentido. El gran elemento de constitución del sentido-significado a partir del cual el viviente humano se ha pensado como superior al viviente animal ha sido el lenguaje, la palabra. Lejos de considerar que, en tanto sujeto, el hombre es producto del lenguaje (será necesario esperar hasta Nietzsche para dar cuenta de este descubrimiento), la construcción de la preeminencia lingüística humana se ha hecho sobre la base de una idea del hombre “productor” del lenguaje. El Gregorio Samsa de Kafka no habla sino que tiene “voz de animal”, “silba”, “resopla”, o “pía.”9 La aptitud artística de los ratones, en “Josefine, la cantante, o el pueblo de los ratones”, es el chillido, algo que todos saben hacer sin considerarlo un arte: “chillamos sin poner atención en ello y hasta sin notarlo”.10 Como señala Deleuze,11 Kafka inventa una utilización menor de la lengua: esto es lo que de algún modo Lyotard llama “infancia”, el movimiento que arrastra a la lengua hacia un límite diferido del lenguaje. 9. Franz Kafka, La metamorfosis, trad. y prólogo de J. L. Borges, Buenos Aires, Losada, 1994 (19 ed.), p. 26, p. 60, p. 71 respectivamente. 10. Franz Kafka, “Josefine la cantante, o el pueblo de los ratones”, en Relatos completos I, trad. cit., p. 226 ss. La cita es de p. 227. 11. Gilles Deleuze, “Balbució”, en Crítica y clínica, trad. Th. Kauf, Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 150 ss.

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Animales e infancia: así como el infante es “no hablante” (y por ello, representó durante mucho tiempo un ámbito excluido del derecho), el animal se aproxima al niño en esta condición de mudez o de lengua incomprensible. En Infancia e historia12 Giorgio Agamben ha pensando al infante como figura paradigmática del no hablante. El sujeto surge en el tránsito desde el no decir (el infante) al discurso. El adulto, frente al niño, es el que puede articular el discurso. En el texto sobre Josefine, el relator señala que un solemne silencio rodea a su voz (o a su canto), y que cierta vez una “cosita” (una rata infante) comenzó a chillar, y su chillido era el mismo de Josefine (“habría sido imposible señalar alguna diferencia”). El “sujeto” nunca es “niño”, ya nació adulto, constituido en el uso “adecuado” de la razón, que le permite representarse en su conciencia el mundo de la realidad del objeto. Los niños, dice el adulto, imaginan, alucinan, inventan realidades que no son (de algún modo, no pueden “sujetar” lo que debe ser sujetado). Deleuze y Guattari han leído en Kafka esta cercanía entre lo animal y la niñez, en relación con la pérdida de la significación de las palabras.13 El territorio del padre y de las nodrizas es el territorio de las potencias diabólicas: a ellas responde lo subhumano de un devenir-animal. Los niños construyen en esas líneas de fuga los devenires animales, por ello esos devenires no son arquetipos, sino modos de la desterritorialización en el mundo desertificado de Kafka. Un arquetipo o una figura emblemática siguen siendo modos de territorialización: lo que evidencia la escritura kafkiana es algo diferente:

12. Giorgio Agamben, Infanzia e storia. Distruzione dell’esperienza e origine della storia, Nuova edizione accresciuta, Milano, Piccola Biblioteca Einaudi Filosofia, 2001. 13. Gilles Deleuze-Felix Guattari, Kafka, por una literatura menor, trad. J. Aguilar Mora, México, Ediciones Era, 1978. El capítulo 2 de este libro está dedicado al tema del “devenir animal”.

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Devenir animal [...] consiste en trazar la línea de fuga en toda su positividad, traspasar un umbral, alcanzar un continuo de intensidades que no valen ya sino por sí mismas, encontrar un mundo de intensidades puras en donde se deshacen todas las formas y todas las significaciones, significantes y significados, para que pueda aparecer una materia no formada, flujos desterritorializados, signos asignificantes. Los animales de Kafka nunca remiten a una mitología, ni a arquetipos [...].

Estos animales kafkianos que no pueden ser transformados en arquetipos, aparecen en varios relatos como lo extraño que estaba habitando la propia casa, sin ser percibido hasta determinado momento en su carácter de extrañeza. No sólo Gregorio Samsa es el hijo que hace patente la extrañeza en el propio hogar. En “Un médico de campo”, un galeno que debe ir a visitar a un enfermo se encuentra con que no tiene ya a su caballo para tirar del carro, hasta que aparecen en el chiquero de su casa, en lugar de cerdos, dos hermosos caballos. “Uno no sabe que tiene en su propia casa”, le dice la sirvienta.14 Estos animales lo conducen hasta el enfermo moribundo, pero cuando el doctor está con el enfermo deshacen sus cuerdas e intempestivamente se asoman a la ventana, asustando a los habitantes de la casa, y contemplan al moribundo, entrando en la escena familiar. Y el joven también da cuenta de la animalidad en su propio cuerpo: el médico duda de su enfermedad, y el muchacho se abre una herida en su costado derecho, herida de la que emergen gusanos. Un relato de una visita de un médico a un enfermo, que revela la presencia extraña en la propia casa, y en el propio cuerpo (en la propia “propiedad de sí”), de lo animal que inquieta, asusta, y provoca asco. Lo animal es una alter-ación en lo humano (una extrañeza, una otredad que desarma la mismidad y la propiedad de sí).

14. Franz Kafka, Relatos completos I, trad. cit., p. 164.

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La hermana de Gregorio Samsa devenido insecto señala que ni siquiera puede nombrarlo: “Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano”15, y Gregorio es mencionado como “el bicho éste” que no puede sino desaparecer, para aliviar a la familia del dolor y la molestia de su visión. En estos devenires animales, no sólo ya no está la voz humana (queda un piar –Gregorio, en La Metamorfosis–, un silbido –Josefine, la rata cantora–, una tos –el mono del informe a la academia), sino que se pierde hasta la posibilidad misma de nominación. Como sugiere Deleuze, se trata de movimientos y vibraciones en una materia desierta.

“Perro judío”: la exclusión y lo animal Por otro lado, es significativo que diferentes intérpretes hayan considerado que relatos como el de Josefine, o el del informe para una academia, que tienen como protagonistas a animales, remiten a la condición judía de Kafka.16 “Un informe a la academia” fue publicado en la revista Der Jude, y Max Brod lo interpretó como un relato de la asimilación del judío. Hans Zimmermann y Karl Grözinger17 señalan que el pueblo de Josefine la cantora, el mundo de los ratones, es el mundo de los judíos. Buena parte de la discriminación sufrida por el pueblo judío implica la consideración del mismo, por parte de otras etnias, como un “pueblo animal”. “Perro judío” es un insul-

15. Franz Kafka, La metamorfosis, trad. cit., p. 69. 16. Para una remisión al contexto histórico judío en la obra de Kafka, y a su historia familiar, véase Arnold J. Band, “Kafka: The Margins of Assimilation”, Modern Judaism, Vol. 8, Nº 2 (May, 1988), pp. 139-155, Oxford University Press. En este sentido, Band lee varios elementos presentes en el relato “En la colonia penal” en esa dirección (la Ley, el antiguo comandante –Moisés–, el carácter “unheimlich” de la escritura). 17. Una obra imprescindible para estos temas es la de K. E. Grözinger, S. Moses, H. D. Zimmermann (hrsg.), Kafka und dans Judentum,   Frankfurt am Main, Suhrkamp, Jüdischer Verlag, 1987.

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to que forma parte de un juego infantil,18 así como otras ofensas dedicadas a este pueblo lo ubican en el lugar de lo animal. Ha sido Isaac Singer quien ha acercado la cuestión del exterminio de los judíos a la matanza de los animales: “para los animales, Treblinka dura eternamente”19. Para muchos “humanistas” esta aproximación no es adecuada, porque –se dice– no es comparable la matanza de animales por razones alimenticias a la matanza de hombres por razones ideológicas. Este argumento “humanista” parte de la idea no cuestionada de la necesidad del sacrificio de la vida, y no tiene en cuenta de qué manera la “adaptación” de la categoría de animalidad –que, en virtud de un prejuicio “humanista”, supone lo inferior frente a la superioridad de lo propiamente humano– a situaciones humanas, permite justificar también la matanza del hombre. Se ha sostenido que de las prácticas de domesticación de animales surge el modelo de esclavitud del hombre,20 y que muchas prácticas de dominación sexual de mujeres y niños se relacionan también con los modos de utilización del animal. Esto se conecta con algo que recorre buena parte de la tradición occidental, y que ya expresaba Aristóteles en la Política cuando señala que los pueblos bárbaros son esclavos por naturaleza, como lo es el cuerpo en relación al alma, o los animales con respecto al hombre. Algún “padre de la iglesia” se refirió a las sinagogas como madrigueras para bestias, y la “metáfora” animal en relación a los judíos transita las más diversas literaturas. 18. La canción de esta ronda infantil dice así: “¿Cuántos panes hay en el horno?/ veintiún quema’os/¿Quién los quemó? El perro judío/Arráncate perro que allá voy yo,/ eso te pasa por atreví’o, perro judío”. 19. Expresión de Isaac Singer que ha sido retomada en el libro de Charles Patterson, An eternal Treblinka, Our Treatment of Animals and the Holocaust, New York, Lantern Books, 2002. 20. Véase Charles Patterson, op. cit., cap. 1. Patterson relata también aspectos de las prácticas esclavistas en las colonias de EE.UU en el siglo XVIII, en las que la identificación de los esclavos con un hierro candente, la inspección de los mismos desnudos, las castraciones, etc., remedaban las prácticas con los animales de cría.

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Adorno señaló que Auschwitz se inicia cada vez que alguien, pasando ante un matadero, piensa “son sólo animales”. Cuando Derrida recibe, en 2001 el premio Theodor W. Adorno, recuerda cómo para Adorno los animales, en un sistema idealista, juegan el mismo papel que los judíos en un sistema fascista, y agrega “El fascismo empieza cuando se insulta a un animal, incluso al animal en el hombre”.21 El pueblo de Josefine, la rata cantante, es caracterizado como “habituado al sufrimiento”, constantemente colocado en situación de víctima, conocedor de la muerte, expresiones que valen tanto para el pueblo judío como para el mundo animal, víctima del mundo humano. En “Un informe para una academia”22, los académicos solicitan a un simio que presente una exposición sobre su vida anterior, pero cinco años lo separan de la condición de simio. El mono, cazado en la Costa de Oro, y apodado “Pedro el Rojo” en virtud de la herida recibida en su rostro, relata de qué modo se sentía cada vez más a gusto e integrado entre los hombres, aprendiendo sus gestos y modos. En primer lugar, fue ubicado en una jaula en la que no podía estar en posición erecta –no podía ser humano–23, y las primeras ocupaciones de su nueva vida fueron sollozar sordamente, despiojarse, golpear la pared del cajón con el cráneo. “No tenía ninguna salida, pero tenía que encontrar alguna, porque sin ella no podía vivir”.24 Entonces decide dejar de ser mono, y aclara que él pensaba solamente en “una salida”, y no en la libertad (la fuga): por esa razón comienza a observar e imitar a los hombres del barco. Aprende, entonces, por imitación a escupir, a fumar en pipa, a tomar Schnap. Esto último, lo 21. Jacques Derrida, Fichus, Paris, Galilée, 2002, trad. Acabados, seguido de Kant, el judío, el alemán, trad. P. Peñalver, Madrid, Trotta, 2004, p. 37. 22. Franz Kafka, Relatos completos I, trad. cit., pp. 194 ss. 23. El humano no sólo es el que puede estar en posición erecta, sino también quien puede “erigir” la verdad del logos ante el caos de lo vital. 24. Franz Kafka, Relatos completos I, trad. cit., p. 198.

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más difícil de aprender, es lo que le permite entrar en la sociedad humana. Al llegar a Hamburgo percibe que sus posibilidades de vida son dos: el jardín zoológico (una nueva jaula) o el varieté, y se decide por lo segundo. Y aprende, señala, lo que debía aprender. Su naturaleza de mono sale de él, y se genera un proceso por el cual su instructor se torna algo mono, razón por la cual debe ser internado en una clínica psiquiátrica. Cuando el simio se siente seguro de sus habilidades, comienza a aprender más y más: él mismo contrata a los maestros y se instruye con varios a la vez. Alcanza de este modo la cultura media de un europeo, logrando su “salida”: ser “como” un humano. Entonces el mono realiza sus representaciones, acompañado de una pequeña simia amaestrada “para hacer cosas de monos”. Pero el simio informante no soporta mirarla demasiado tiempo, ya que ella lleva en la mirada la locura del animal amaestrado. Este relato señala cómo la vida del animal –y la vida de lo animal en el hombre– no puede ser soportada por los humanos sin un trabajo de adiestramiento, que implica domeñar lo animal en el animal –y en el hombre– para devenir imitación de lo humano. El mono sabe que ese proceso de aprendizaje de lo humano no lo liberará, pero le permitirá vivir entre los hombres como ellos, y reconocer al hombre mismo como animal amaestrado. Es decir, para ser parte de la vida social, de la ley, de la norma, debe amaestrar lo caótico-animal, en una rutina que no necesariamente es mejor que la vida “salvaje”: el mono aprende a escupir, a fumar y a alcoholizarse para ser considerado humano. El relato cuestiona, de algún modo, la supuesta “humanidad” que se pretende inculcar a los animales amaestrados, los modos de asimilación de lo diferente a lo mismo. El mono que elige (pensando con su barriga, como dice) la vida del varieté, decide, de algún modo, representar constantemente la vida humana. Su “diferencia” con los humanos resulta acallada en la imitación, pero las “cosas de monos” que hace la simia que lo acompaña le patentizan la diferencia que, en tanto diferencia no soportable por los humanos, lo condena. Por no poder ser diferente, no tiene libertad ni fugas,

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sino sólo una “salida” humana. Esta salida supone que para ser parte de un grupo social debe asimilarse a las peores costumbres (fumar, beber, escupir) del mismo. Señalé anteriormente que es significativo que este relato haya sido relacionado con la vida de los judíos, que deben asimilarse como “simios” a los otros hombres para ser parte de su sociedad, pero siguen siendo “animales” que saben la diferencia. Lutero comparó a los judíos con perros rabiosos, y la calificación de “animalidad” para los mismos ha sido habitual a lo largo de la historia de la discriminación con respecto a este grupo. ¿Qué pensar de este acercamiento semántico? La cuestión del lugar asignado al animal en las diferentes prácticas de relación con el mismo dan cuenta de esa necesidad de sacrificar la vida por parte del existente humano, que señalé anteriormente. Pareciera que “ser humano” supone sacrificar la vida de otros, o la vida en uno, por cuestiones “superiores” (espirituales, culturales, religiosas) a la vida –y a la vida animal– misma. Nietzsche señala, en Humano, demasiado humano II, El caminante y su sombra, que la génesis de la moral se revela en los modos en que nos comportamos con los animales. Y esos modos son básicamente dos, dependiendo de que los animales nos reporten beneficios o perjuicios. En el primer caso, los domesticamos para aprovechar su leche, su carne, su piel, en el segundo, el animal considerado peligroso debe ser exterminado.25 Y si no reporta ni beneficio ni perjuicio (mariposas, algunos insectos, etc.), somos totalmente irresponsables con respecto a ellos. Es decir, el modo de relación con la vida del viviente animal supone la necesidad de aprovecharse de la misma o, en caso de que esto fuera imposible, exterminarla. La vida “diferente” del viviente animal 25. Friedrich Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches II, Der Wanderer und sein Schatten, § 57, KSA 2, pp. 577-578 (las obras de F. Nietzsche se citan como KSA a partir de las Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden, Hrsg. von G. Colli und M. Montinari, Berlín-New York, Walter de Gruyter, 1980), trad. española Humano demasiado humano, trad. de A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1996, p. 140.

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tiene que ser asimilada a la del hombre (utilizada, fagocitada, usufructuada), o bien, exterminada en su diferencia. Por ello Nietzsche indica que es en la relación con el animal que se puede observar la génesis de la moral, porque el animal nos patentiza la diferencia, la extrañeza de otro modo de ser, y la moral, de alguna manera, es un intento de reducir la extrañeza. La extrañeza (eso caótico, inasimilable, que patentiza el animal en tanto viviente) se reduce por el sacrificio que asimila, que constriñe lo caótico al ámbito de la regularidad, que hace pagar a la carne su exhuberancia vital. La “carne” –del animal, del hombre– debe servir para otra cosa: alimento, deporte, tracción, etc. La organización social, la instauración de la norma, supone constreñir esta carne, como lo narra “En la colonia penitenciaria”.26 En este relato, la letra, la ley, se inscribe en la carne.27 El condenado es “un tipo embrutecido”, encadenado por el cuello, las piernas y las manos, con un aspecto “perrunamente sumiso”, al que se podría incluso dejar libre y llamar con un silbido en el momento de la ejecución. La máquina que le va a inscribir en el cuerpo la sentencia permite “sujetar bien” al condenado, boca abajo, atado por el cuello con una correa, evitando que grite, y así “le escribe en el cuerpo la disposición que ha quebrantado”. El condenado no sabe su condena, “la experimentará en su cuerpo”, y tampoco sabe que ha sido condenado, ni tiene posibilidad de defenderse. Cuando el explorador pregunta al oficial cuál es la culpa del condenado, éste le indica que debía servir a un capitán y se quedó dormido, y al ser descubierto y golpeado con un látigo “asió a su señor por las piernas, lo sacudió y gritó: ‘Tira el látigo o te devoro’”.

26. Franz Kafka, Relatos completos I, trad. cit. pp. 131-161. Las expresiones entrecomilladas que siguen están tomadas de esta traducción. 27. Clayton Koelb, en su artículo “’In der Strafkolonie’: Kafka and the Scene of Reading”, en The German Quarterly, Vol. 55, Nº 4 (Nov., 1982), pp. 511-525, interpreta el relato mismo como un acto de lectura, en el que el proverbio “Am eignen Leibe etwas erfahren” se convierte en un texto a ser leído (señalo esto en la línea de la tesis indicada al comienzo, de relatos dentro de relatos en la obra de Kafka).

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El condenado es descrito con los caracteres de un animal, por eso debe ser “bien sujetado” (“ahora lo tengo en mi poder y no lo suelto más”), y recibir la condena. La rastra que baja sobre el condenado con las agujas que realizarán la inscripción, “al vibrar clava sus dientes en el cuerpo”. Una aguja larga escribe y una corta expele agua para lavar la sangre, de este modo la escritura se mantiene clara. Los patrones de la escritura son diseños complicados, con muchos adornos, porque “no debe matar enseguida”, sino en un lapso de doce horas, en las que va cubriendo el cuerpo del condenado, ahondando cada vez más. A partir de la hora sexta, el condenado puede descifrar la escritura “con sus heridas”. Pasa las seis horas siguientes en este desciframiento, hasta que la rastra lo atraviesa totalmente, la sentencia está cumplida, y el condenado es enterrado. El explorador que observa la escena de la tortura desea emitir su juicio sobre el procedimiento, y se plantea la cuestión acerca de si una forma de ejecución maquínica es inhumana o, por el contrario, el procedimiento es “lo más humano y lo más digno del hombre”. Y en cierto modo, pareciera que la tortura es el método de “humanización” aplicado a la “animalidad” que el hombre es en tanto “viviente”. El condenado es descrito como un animal, ha obrado como un animal no domesticado, y tiene que “humanizarse” con la inscripción de la ley en su cuerpo. Pero la humanización lo mata: cuando logra comprender a través de sus heridas, la muerte llega. “Ser humano” supone matar lo vital, poder “sujetar” lo vital en nombre de la ley. El sacrificio de la tortura es el sacrificio de la humanización. Fue también en nombre de la “humanización” que los judíos fueron sacrificados en los campos de exterminio: su “vida” era menos “vida” que la de la raza aria. Como lo ha señalado Agamben, el judío es la figura del “homo sacer”,28 de aquel que puede ser eliminado sin que se cometa homicidio, así como no 28. Giorgio Agamben, Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Milano, Einaudi, 1995.

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se considera homicidio la matanza sistemática de animales para alimento y “beneficio” humano.29 En la equiparación judío-animal existe entonces un “prejuicio humanista” que tiene que ser analizado. Si el humanismo es la consideración de la centralidad del modo de ser humano frente a lo viviente, la problemática animal no puede ser considerada desde una postura humanista, sino que amerita un trabajo de deconstrucción de los prejuicios –y las trampas– que encierran los humanismos.

Una ética del no-poder Rastreando la cuestión de la impotencia en las obras de Canetti y de Kafka, Roberto Esposito ha puesto el acento en la necesidad kafkiana de tornarse cada vez más pequeño y más liviano, casi hasta su desaparición.30 Y ha leído en la flacura y en la enfermedad de Kafka un modo del ascetismo que se rebela contra el poder. De este modo, Esposito –siguiendo a Canetti–, ha interpretado la cuestión de la animalidad en Kafka en relación con la despotenciación. En “La construcción”31, un animal logra escapar de los demás tornándose insignificante y no perceptible. ¿De qué animal, y de qué construcción se trata? La especie del animal nunca es mencionada, tal vez, por el carácter de la construcción, podría ser un topo u otro roedor. La construcción se visualiza como un gran agujero que no lleva a parte alguna, y el acceso a la misma es una entrada camuflada con musgo. El constructor es un animal 29. La relación entre lo sacrificial y los campos de exterminio es muy compleja y debatible. En una nota a pie de página en Un pensamiento finito (trad. cit., p. 70) Nancy plantea esta complejidad, indicando las lecturas de Philippe LacoueLabarthe (quien niega esta relación en La fiction du politique: Heidegger, l’art et la politique, Paris, Ch. Bourgeois) y la de Derrida, quien parece afirmarla en Schibboleth (Paris, Galilée, 1986) y en el diálogo con Nancy, “Il faut bien manger ou le calcul du sujet” (en Points de suspension, Paris, Galilée, 1992, pp. 269 ss.). 30. Roberto Esposito, Categorías de lo impolítico, trad. R. Raschella, Buenos Aires, Katz, pp. 200 y ss. 31. Franz Kafka, “La construcción”, en Relatos completos II, trad. cit., pp. 225 ss.

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obsesivo y meticuloso, constantemente atento a los peligros que pueden vulnerar su seguridad. Su madriguera consta de un camino central que va a la salida, pero también de muchos otros caminos internos, hechos por los ratones, que han sido incorporados a su construcción, de pequeñas plazas redondeadas, donde el protagonista suele descansar, y de una gran plaza central, lugar de almacenaje de las provisiones. Y si lo más valioso de la construcción era el silencio, en el momento del relato la situación ha cambiado. Pequeños animales generan sonidos que sólo el dueño de casa percibe, pero que lo obligan a buscar la fuente de los mismos. Y como no encuentra dicha fuente, especula que pueden ser animales extraños, no conocidos por él, una “manada en viaje”, y realiza diversas excavaciones para ubicarlos, pero sin éxito. Como señala Rella,32 cuando el sistema de defensa se transforma en máquina de tortura, se evidencia la complicidad entre la víctima y el verdugo. En el relato de la colonia penitenciaria, también aparecía esta complicidad –que aquí se da entre el topo y el sistema de seguridad– y de alguna manera, deberíamos decir que el sujeto sujetado “desea” esa sujeción. El condenado de la colonia colabora con su verdugo, el sacrificio de lo vital en él es algo en lo que “le va la vida”. Señalaba que Esposito ha leído el texto de la construcción en la línea de la despotenciación en la que interpreta la misma vida de Kafka: el animal se hace insignificante para los demás, pudiendo escapar de sus perseguidores. Y si bien el animal constantemente vive en el miedo de ser descubierto, sus predicciones acerca de la llegada de otros animales y la posible relación con los mismos, quedan en presunciones que no se cumplen, porque él sigue solo en su madriguera. Pero su obsesión por escapar lo convierte en un perseguido, y su supuesta tranquilidad se transforma en una catarata de especulaciones acerca de los posibles enemigos.

32. Franco Rella, Metamorfosis, trad. cit., p. 72.

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Tal vez el topo, más que un ejemplo de despotenciación, como interpreta Esposito, sea una muestra de lo que acontece cuando la despotenciación se asume como acción, como tarea a cumplir. Esa es la gran paradoja de la despotenciación: si quisiéramos, reconociendo que la subjetividad se funda en el poder (poder de representar, de querer, de actuar) “desubjetivarnos”, al pretender despotenciarnos, el acto mismo sería el de una voluntad que cree que “puede” liberarse del poder. Por eso, la paradoja de la despotenciación es que no hay que desearla ni realizarla, la misma “acontece”. Como señala Deleuze, si la literatura comienza cuando surge en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder de decir “Yo”,33 no podemos realizar un ejercicio yoico para alcanzar el no-poder (así como el devenir animal no puede ser el objeto de un propósito). Para Esposito, el devenir animal es un modo de ser hombre que no coincide ni con la persona ni con la cosa: es la persona viviente como sínolon inescindible de forma y fuerza, bios y zoe.34 Como indiqué más arriba, la animalidad (en su insignificancia y monstruosidad) puede ser pensada en Kafka como una forma de desubjetivación, pero la misma debe “acontecer” sin proyecto ni programa. Gregorio Samsa no se propuso ser insecto y vivir de los residuos humanos.35 Lo que deja el humano, el excremento humano, es lo que le da alimento, cuando pierde todo poder sobre sí y lo que le acontece. Deviniendo insecto, debe “vivir” en una despotenciación que no es “resultado” de una acción libre y racional del “sujeto”.

33. Gilles Deleuze, Crítica y clínica, trad. cit., pp. 150 ss. 34. Roberto Esposito, Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, trad. C. Molinari Marotto, Buenos Aires, Amorrortu, 2009, p. 215. 35. Para este tema, véase mi artículo “Vivir con muchas almas. Sobre el ‘Tractat del lobo estepario”’ el ultrahombre nietzscheano y otros hombres múltiples”, en Pensamiento de los Confines, Buenos Aires, Nº 9/10, primer semestre de 2001, Buenos Aires, pp. 196-206, reproducido en Moradas nietzscheanas. Del sí mismo, del otro y del entre, Buenos Aires, La Cebra, 2006, pp. 157-170.

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Por esto, el tema de la animalidad en Kafka no remite a la posibilidad de acceder a una “zona originaria” a partir de la cual desandar el camino de lo humano. El trayecto hacia lo “humano” se ha hecho negando o sujetando esa zona, no se trata, entonces, de “invertir” el camino, sino de pensar “el resto”.36 La idea de animalidad permite acceder a esa zona de restancia, desde la cual pensar otros modos de ser del existente humano que no supongan la dominación y utilización de lo viviente animal.

Recuerdos de mi vida animal Margot Norris ha interpretado el relato de Josefine37 como un pasaje de la significación a lo obliterado, recordando la expresión nietzscheana de la Segunda de las Unzeitgemässe,38 acerca del olvido de los animales frente al recuerdo de los hombres. Por su parte, Elisabeth de Fontenay39 se pregunta si el campo de la filosofía occidental-cristiana no se ha constituido excluyendo toda rememoración de las bestias. De alguna manera, en las consideraciones que he realizado en torno a lo que significa “ser sujeto”, la sujeción implica un olvido, pero bien diferente del olvido animal que menciona Nietzsche. Ser sujeto, ser persona, ser espiritual, supone, en parte, “tratar de olvidar” que estamos vivos (y esto, a pesar de que el derecho a la vida sea el primer derecho en cualquier código moral o legal). Es necesario sacrificar 36. La noción de “resto” no apunta a “lo que queda” luego de un proceso de deconstrucción, sino a lo que estaba desde siempre, y que impide la totalización. En el pensamiento, el “resto” es lo que permite seguir pensando. Para la idea de resto, remito a mi libro Derrida, un pensador del resto, Buenos Aires, La Cebra, 2007. 37. Franz Kafka, “Josefine la cantante, o el pueblo de los ratones”, en Relatos completos I, trad. cit., pp. 226 ss. Me refiero al artículo de Margot Norris “Kafka’s Josefine: The Animal as the Negative Site of Narration”, en MLN, citado en la nota 2, p. 367. 38. Friedrich Nietzsche, Unzeitgemässen Betrachtungen, II, KSA 1, pp. 248-249. 39. Elisabeth de Fontenay, Le silence des bêtes. La philosophie à l’épreuve de l’animalité, Paris, Fayard, 1998, p. 729.

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lo viviente animal en nosotros para crear el mundo de la cultura, del saber, de la sociedad. Pero no se puede plantear, como tarea ética, “recordar” lo olvidado en este sentido. Porque la máquina de la colonia penal ya ha inscripto sus leyes en nuestro cuerpo, y el recuerdo también forma parte de los mecanismos de lo sacrificial. Como señala Franco Rella,40 la filosofía nace de un sacrificio: Sócrates sacrifica su cuerpo por su alma. Por ello, para Rella tal vez el gallo sacrificado a Esculapio mencione aquel resto, aquel residuo inasimilable al pensamiento que supo ver Bataille. La literatura en torno a la animalidad en Kafka da cuenta de algo que no es un fondo originario a ser recordado en un ejercicio de una subjetividad que “sujeta” lo vital, sino, por el contrario, lo que acontece cuando, como dice Esposito retomando a Foucault41, aparece la tercera persona, porque la literatura es el ámbito que refleja más que ningún otro la actitud exteriorizada de los enunciados. A diferencia del “yo pienso”, el “yo hablo” se vuelca a una exterioridad, en la que el lenguaje se manifiesta en la forma de un murmullo anónimo. De ese murmullo anónimo hablan los animales kafkianos: el murmullo de esas manadas de pequeños roedores que cree sentir constantemente el topo de la construcción cuando, ejercitándose por devenir imperceptible, no hace más que exacerbar los mecanismos de defensa (¿debería decir, del “yo”?). Mientras tanto, a pesar de esos mecanismos, el murmullo, aunque lejano, aunque no identificable ni localizable, se sigue escuchando, del mismo modo que se escucha el “chillido quejumbroso”42 del pueblo de Josefine, el pueblo que –como el viviente animal– siempre es víctima. Mientras no podamos escuchar ese murmullo, el animal 40. Franco Rella, Micrologie. Territori di confine, Roma, Fazi E., 2007, p. 31. 41. R. Esposito, Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, trad. cit., p. 195. Esposito se refiere a L’archeologie du savoir, y al análisis del enunciado sin referencia a un cogito. 42. Franz Kafka, “Josefine...”, en op.cit., p. 242.

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–el otro viviente animal, pero también el animal en nosotros y en los otros “humanos”– seguirá siendo sacrificado sin que ninguna voz se alce en su nombre.43

43. Desarrollo el tema de la “escucha” del animal en mi artículo “El oído de Heidegger en la cuestión de lo viviente animal”, en Nombres. Revista de Filosofía, Córdoba, año XVIII, nro 22, dic. 2008, pp. 103-113.

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Patas arriba. Lenguaje, animalidad y animalización en los cuentos de Kafka Evelyn Galiazo He descubierto para mí que la vieja humanidad y animalidad, que incluso la totalidad de los tiempos primigenios y el pasado de todos los seres sensibles continúa poetizando en mí, amando, odiando, sacando conclusiones. De pronto desperté en medio de este sueño, pero sólo a la conciencia de que precisamente soñaba y de que tenía que continuar soñando. F. Nietzsche, La ciencia jovial § 54.

En el texto que le dedica para el décimo aniversario de su muerte, Walter Benjamin señala cierta particularidad de las historias kafkianas sobre animales: es posible leerlas durante largo rato sin advertir que no se tratan de hombres. Recién cuando tropieza con alguna referencia o descripción del protagonista el lector descubre que se encuentra ya muy lejos del continente humano y abre grandes los ojos, desconcertado. “Kafka es siempre así”, agrega Benjamin. 1 Es cierto. En el último cuento de su último libro no participa ninguna persona. “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones” es, como su título indica, un relato protagonizado por roedores. Algo similar ocurre en otros dos relatos póstumos: “Las investigaciones de un perro”, cuyas páginas transcurren de acuerdo al tránsito de un personaje canino en un mundo canino, y “La madriguera” o “La construcción” –según la traducción que 1. Cfr. W. Benjamin, “Franz Kafka en el décimo aniversario de su muerte”, Ensayos escogidos, trad. de H. A. Murena, Ed. Sur, Buenos Aires, 1967, pp. 61-62.

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se prefiera para Der Bau–, que gira en torno a la morada subterránea de un tálpido indeterminado, tal vez un topo, arquitecto, carnívoro y pensante. Pero si bien estos tres cuentos ensayan un devenir animal de la lengua a través de una voz narrativa no humana, es en último de ellos donde Kafka exacerba más la deshumanización de la palabra, haciendo que el discurso se identifique con el laberíntico monólogo interior de un animal solitario que no deja de rumiar sus pensamientos obsesivos, lábiles y volubles pensamientos que van de una preocupación a la otra con la inconsecuencia del desasosiego. “Entre todas las criaturas de Kafka son especialmente los animales quienes se dedican a la reflexión –insiste Benjamin en el mismo ensayo–. Lo que es la corrupción para el derecho, lo es la angustia para el pensar de estas criaturas”.2 Para Benjamin, el interés de Kafka por los animales proviene de la paradójica potencia redentora que encarnan, conjurando los poderes de lo imposible. “Los animales no constituyen la meta pero son indispensables para llegar a ella” –sostiene. Esto no significa que representen un medio para recuperar un estado perdido, tan idílico como mitológico, sino que esa desesperación característica del pensamiento animal, esa angustia que confunde los acontecimientos y los trastoca, es la única fuente de esperanza, una esperanza que efectivamente existe, pero no para nosotros.3 2. Ibídem, p. 70. 3. En el ensayo citado Benjamin se refiere a una conversación que Kafka sostuvo con Max Brod, su íntimo amigo y editor. En esa charla tan divulgada ambos divagan sobre la situación de Europa y la decadencia de la humanidad. Kafka esboza una imagen pesimista del mundo como pensamiento nihilista de la divinidad, luego Brod relaciona la idea con la visión gnóstica de dios como demiurgo maligno cuya creación constituye el pecado original. La respuesta kafkiana es irónica: nuestro mundo es simplemente el resultado de un mal día de dios, nada más que el efecto de su malhumor. Brod le pregunta entonces a Kafka si cree que exista alguna esperanza fuera de esta manifestación del pensamiento divino a la que llamamos mundo. Kafka sonríe y afirma que sí: “sin duda, mucha esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros”. Cfr. W. Benjamin, ob. cit., p. 57.

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Otros críticos, en cambio, leyeron en estos animales un símbolo de la autoaversión del escritor, creyendo que su presencia era una manera de lidiar, sublimándolo, determinado aspecto despreciable de sí mismo, la marca del conflictivo vínculo con su padre o una manifestación de su enfermedad. En su ensayo sobre la presencia de la animalidad en la narrativa de Kafka, Peter Stine especula que el escritor necesitaba del mundo animal porque había convertido a su familia en objeto temático de sus escritos y temía las consecuencias de explorar bajo la roca de lo reprimido sin ninguna clase de mediación. Otra de las hipótesis de Stine parte de la declaración de W. B. Yeats, quién proclamó poéticamente que la verdad puede encarnarse pero no ser conocida. Stine lee la obra de Kafka como una respuesta a esta máxima de Yeats, ya que Kafka habría hecho de los animales la encarnación de todas las verdades humanas que evaden la comprensión racional. Ronal Hayman, uno de los biógrafos de Kafka, comenta que su padre solía emplear imágenes animales para reprobarlo, y Ramón Mendoza lleva más allá esta perspectiva asumiendo que la influencia paterna fue tal vez la causa inconsciente de los relatos de Kafka sobre animales y, más aún, la razón de la coimplicancia, constatable en Kafka según este autor, entre animalidad e ignominia.4 Incluso alguien tan cercano a Kafka como lo fue Brod, –albacea traidor como puede serlo únicamente un hermano del alma– señala como dato significativo para interpretar su obra, el hecho de que Kafka llamaba “la bestia” a la tos que terminaría matándolo.5 Quizás sea “La metamorfosis” el cuento que con mayor facilidad se preste a este esquema de análisis psicoanalítico o alegórico que procede como si en los relatos kafkianos el animal encarnara un modo de ser inferior o degradado. 4. Cfr. P. Stine, “Franz Kafka and animals”, Contemporary Literature, Vol. 22, Nº 1, (Winter, 1981) pp. 58-80, R. Hayman, Kafka: A Biography, New York, Oxford University Press, 1981, p. 150 y R. Mendoza, Outside Humanity: A Study of Kafka´s Fiction, Lanham, MD University press of América, 1986, p. 90. 5. M. Brod, Kafka. Una biografía, trad. de C. F. Grieben, Madrid, Alianza, 1969, p. 140.

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Sin embargo, otras herramientas de lectura no sólo evidencian los presupuestos antropomórficos en los que tal interpretación se sostiene, sino que también los desafían, decontruyendo la tesis de que el mundo animal es en la narrativa de Kafka una metáfora pintoresca de sus oscuras y ocultas profundidades. “La metamorfosis” se inicia con una queja: Gregorio, que era viajante de comercio, estaba harto de su rutina itinerante. Por extraño que pueda parecer, no se lamenta de haberse convertido en una alimaña sino de todas las peripecias a las que lo somete la dura profesión que ha elegido. Acepta con mayor resignación su nuevo estado que la obligación de tener que andar siempre pendiente de los horarios de los trenes, haciendo y deshaciendo valijas, comiendo mal y condenado a relaciones circunstanciales que siguen, como todas las cosas de su vida, el estresante ritmo pautado por las continuas partidas. “Definitivamente –piensa– la preocupación por los negocios es mucho mayor cuando uno se encuentra fuera que cuando se debe lidiar con ella en el propio almacén”.6 Aunque el despertador ha sonado hace más de una hora Gregorio no sale de la cama. “¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato?” –se pregunta.7 Pero sabe de sobra que no puede darse ese lujo porque el jefe “lo pondría en el acto de patitas en la calle”.8 Atormentado por la culpa (“no está nada bien hacerse el zángano”, –continúa reflexionando), retrasa el momento de levantarse, se demora pensando que los viajes son “una plaga”. Todas estas metáforas entomológicas parecerían reflejar un pensamiento sedicioso acerca del trabajo, el deseo de mandar todo al diablo, que siendo previo a la transformación, finalmente resultó ser performativo. Si dijéramos que ese pensamiento fue el aguijón que inoculó su veneno durante la noche de sueño intranquilo en que Samsa se transformó en insecto, las 6. F. Kafka, “La metamorfosis”, Relatos completos, trad. de J. L. Borges, Buenos Aires, Losada, 2004, p. 93. Todas las citas pertenecen a la misma edición. 7. Ibidem, p. 94. 8. Ibidem, p. 95.

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peripecias de Gregorio arrojarían luz sobre la coacción social que ejerce el aparato económico en los individuos, a quienes impone normas de conducta que no pueden ser infringidas sin sufrir graves consecuencias. Como señala Adorno, “al existir sin realizar ninguna tarea que el hombre les reconozca, los animales son algo así como la expresión de su propio nombre, de lo por esencia no intercambiable”.9 Para comprender lo que pone en juego este pasaje de Mínima moralia, debe ser complementado con otro de la Dialéctica del iluminismo que dice: “Aquel que intentara sustraerse al intercambio universal, injusto y desigual, que no quisiera renunciar, sino tomar de inmediato la entera realidad, justamente por ello perdería todo, incluso el mísero saldo que le proporciona la autoconservación”.10 Es este mísero saldo lo que pierde Gregorio cuando se transforma y deja de someterse a la lógica del mercado. Pero si la negación de la naturaleza en sí mismo es el precio que el sujeto paga por el dominio de la naturaleza exterior, dejar de pagar este precio implica mucho más que sustraerte a las exigencias del sistema económico, implica renunciar a la propia identidad. La animalidad, la propia ajenidad que irrumpe en “La metamorfosis”, puede ser interpretada como ese residuo natural al que el sujeto debe hacer oídos sordos, igual que Ulises frente a la seducción de las sirenas. La tentación que ejerce el Gregorioanimal –ese otro de sí que lo habita, que lo alienta y provoca para que “se haga el zángano”– se opone a la necesidad de mantener su empleo y continuar con su vida acatando las órdenes que dictaminan las buenas costumbres. Gregorio Samsa es consciente de que si cede terminará “de patitas en la calle”, pero de todos modos no logra evitar que por momentos se le cruce la idea de que tal vez “fuera eso lo más conveniente”. La firme decisión de 9. Th. Adorno, Mínima moralia, trad. de J. Chamorro Mielke, Madrid, Akal, p. 237. 10. M. Horkheimar y Th. Adorno, “Excursus I: Odiseo, o mito e Ilustración”, Dialéctica de la Ilustración, trad. de J. J. Sánchez, Madrid, Trotta, 1998, p. 107.

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conservarse, unida, desde siempre, al ciego impulso de perderse. Impulso que prevalece la mañana que Samsa se despierta siendo uno de los más repugnantes miembros de la familia de los artrópodos. El devenir-cucaracha implica el triunfo de lo repulsivo, de aquello que se alimenta de basura y restos en descomposición; la victoria de la fealdad por sobre la armonía y la belleza, y el fracaso de formas de organización más nobles frente a todo lo que, como las cucarachas, puede vivir apaciblemente entre la podredumbre. En lugar de evolucionar hacia lo superior, como la oruga que se convierte en mariposa, Samsa se degrada asumiendo uno de los grados más bajos de la escala zoológica. Y por contradecir irracionalmente a la idea positiva de metamorfosis, la involución de Gregorio debe ser castigada, ya que “allí donde el dominio de la naturaleza es la verdadera meta –continúan Horkheimer y Adorno–, la inferioridad biológica constituye el estigma por excelencia: la debilidad impresa por la naturaleza, la cicatriz que invita a la violencia”.11 No obstante, estas fuerzas que trabajan por el derrocamiento de la racionalidad no lo hacen irracionalmente sino en pos de lo irracional; constituyen la rebelión de aquello que genera sentido sin pertenecer al orden del sentido, rebelión contra el positivismo, contra el sentido dominante –que es siempre antropocéntrico–, y en última instancia, contra toda opresión. Siendo el propio cuerpo de Gregorio algo tan alienado para él mismo que su transformación física carece de efectos sobre su vida psíquica, al liberarlo del trabajo la metamorfosis opera como un rescate secreto que lo salva de la alienación. Gregorio elige la flexión pasiva de la potencia, aquella que se identifica con su opuesto, la impotencia. Pero en ciertas ocasiones menos es 11. M. Horkheimar y Th. Adorno, “Hombre y animal”, Dialéctica de la Ilustración, ed. cit., p. 293. Sobre la problemática de la involución de Samsa puede consultarse M. B. Cragnolini, “Vivir con muchas almas. Sobre el ‘Tractat del lobo estepario’, el ultrahombre nietzscheano y otros hombres múltiples”, Moradas Nietzscheanas. Del sí mismo, del otro y del “entre”, Buenos Aires, La cebra, 2006, especialmente pp. 160-161.

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más. En Categorías de lo impolítico, Roberto Esposito se pregunta retóricamente: “¿Qué es (…) el hecho de mantener a la potencia dentro del régimen del sujeto, y por lo tanto del poder, sino su modalidad activa? Mientras sea activa, la potencia siempre significará potenciación-acrecentamiento. Producción de subjetividad potente. Es solamente en el aspecto de la pasividad que ella puede intentar la reducción del poder, reduciendo en primer lugar el propio sujeto, excavando desde adentro, e invirtiéndose así en su propio aparente opuesto”.12 En este contexto, no es posible sostener que los animales representan una degradación con respecto a lo humano ya que más bien incorporan y concentran un poder: la potencia de confrontar las ontologías jerárquicas y de poner patas arriba los valores por ellas establecidos. Los párrafos anteriores intentaban indicar que en “La metamorfosis”, al mismo tiempo que el sujeto del enunciado deviene animal, la enunciación también se animaliza. No me refiero a los cambios en la voz de Gregorio, “que era la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido en el cual las palabras, al principio claras, confundíanse luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído”.13 De esta descomposición que sufre la voz –una de las instancias más básicas de lo humano–, nos enteramos porque el narrador nos lo dice explícitamente. Pero además, su lenguaje deviene animal de otra forma que, como diría Wittgenstein, sin estar expresada a través del lenguaje, se manifiesta en él. Me refiero al vocabulario entomológico que mencioné antes: el hacerse el zángano, el quedarse de patitas en la calle, la plaga que representan para Gregorio lo viajes de negocios, y otras varias metáforas que aparecen diseminadas a lo largo del texto. Sin embargo, es necesario aclarar que la mayor parte de esta terminología no pertenece al campo 12. R. Esposito, Categorías de lo impolítico, trad. de R. Raschella, Buenos Aires, Katz, 2006, p. 200. 13. F. Kafka, “La metamorfosis”, ed. cit., p. 96.

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de la biología ni remite a ella en alemán. La palabra unnütz, por ejemplo, en sentido estricto significa “inútil” y los traductores ingleses suelen optar por el adjetivo useless para traducirla.14 Sólo con el objeto de enfatizar la función poética puede ser reemplazada en nuestra lengua por el sustantivo “zángano”. Aunque según el diccionario de la Real Academia Española, “persona floja, desmañada y torpe” y “hombre holgazán que se sustenta de lo ajeno”, son otros significados del término “zángano”, su sentido original, primigenio, designa un clase de abeja dentro de los tres tipos de individuos que forman la colmena: el macho de la reina, que no posee aguijón ni labra miel. La decisión de traducir “La metamorfosis” de tal manera que, coincidiendo con el contenido enunciado también la enunciación se transforme y animalize fue de Borges, quien confesó una vez: “Ningún problema [es] tan consustancial con las Letras y con su modesto misterio como el que propone la traducción”.15 Borges, lector que si de algo carece es de ingenuidad, sabe muy bien que toda traducción es en sí misma una metamorfosis, la transformación de lo dado a través de un proceso creativo y a veces también superador. A la hora de traducir este cuento Borges se aventura en la lengua alemana, esa obra capital de voces compuestas y vocales abiertas que en el pasado dominó pero que luego fue olvidando (“Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde / de los años cansados, te diviso / lejana como el álgebra y la luna”). Perdido en la jungla de sus declinaciones busca el matiz preciso que el diccionario nunca acierta.16 Se toma esa libertad 14. “No conviene hacerse el zángano en la cama” es la traducción de “Nur sich nicht im Bett unnütz aufhalten” (cito la versión original de Die Verwandlung que aparece en Projekt Gutenberg Spiegel Online: http://gutenberg.spiegel. de/?id=5&xid=1363&kapitel=1#gb_found). En inglés la frase suele aparecer, con leves variaciones, como “Just don´t stay in bed being useless”. Cfr., por ejemplo, F. Kafka, The Metamorphosis, trans. and ed. by S. Corngold, New York, BantamRandom House, 2004, p. 7. 15. Cfr. J. L. Borges, “Las versiones homéricas”, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1996, p. 252. 16. Cito y parafraseo versos de “Al idioma alemán”. Cfr. J. L. Borges, “El oro de los tigres”, Obras completas, ed. cit., p. 525.

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de traición para con la historia de Gregorio Samsa porque no ignora que “los textos decorosamente elaborados son como telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, [y] bien trabados. [Por eso] capturan todo cuanto por ahí vuela. Las metáforas que fugitivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa”.17 Atrapado por la telaraña del cuento, el castellano de Borges –que asiduamente desmitificaba la superstición de la inferioridad de las traducciones con respecto a los originales– se vuelve más kafkiano que el alemán de Kafka. En la habitual polémica entre los defensores de las traducciones literales y los abogados de las traducciones más libres, Borges se inclinaba por las versiones menos obedientes. Analizando la cuestión de la traducción en la obra de Borges, Sergio Pastormerlo explica que esta posición frente a la tarea del traductor se corresponde con un modo específico de comprender la literatura. Borges consideraba que existen dos grandes perspectivas tradicionales desde las que se observa el hecho literario: la tradición romántica y la clásica. Para la primera el traductor es un mal necesario entre el tesoro del texto original y la ignorancia idiomática del lector. Si el estilo es una manera específica e intransferible de marcar la lengua, modificar un solo término, parafrasearlo o manipular el orden sintáctico, implica borrar del lenguaje el nombre propio que se podía leer entre líneas en esa forma personal y única. Para la ideología clásica en cambio, importan más las obras que los autores porque la literatura es concebida como un acervo universal anónimo. Según ésta concepción, los textos originales no son más que borradores siempre susceptibles de correcciones que los traductores tienen la oportunidad de llevar a cabo.18 Pastormerlo aclara que aunque Borges se inclina por este enfoque, no lo defiende a ultranza. En ciertas oportunidades 17. Th. Adorno, Mínima moralia, ed. cit., p. 91. 18. S. Pastormerlo, “Borges y la traducción”, Borges Studies Online. J. L. Borges Center for Studies & Documentation (http://www.borges.pitt.edu/bsol/pastorm1.php).

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denuncia la sacralización romántica del escritor y la irreductible singularidad de los textos, que considera falsa, afirmando que la versión definitiva de obras como la Odisea o Las mil y una noches sólo responde “a la religión o al cansancio”. Pero en otras ocasiones Borges adscribe a lo mismo que denuncia. Cuando se trata de autores contemporáneos, como Whitman, cuyas obras en idioma original descansaban en los anaqueles de su biblioteca privada, no se muestra tan tolerante con las traducciones infieles, que en estos casos le parecen sacrílegas. Para Borges, Kafka se ubica entre ambas posiciones, en el umbral que las separa pero que también las une, constituyendo el límite abisal de cada una. Por un lado, cada palabra de las que escribió Kafka es sagrada e inmejorable; por otro, la magnitud de la onda expansiva de lo kafkiano es tal, que el traductor (Borges), interpelado y transformado por la lectura, no puede evitar la intervención. Paradójicamente, el resultado de esta enmienda del estilo kafkiano no es la disolución del autor (Kafka) sino su potenciación (lo kafkiano convertido en adjetivo, en concepto). Este efecto del escritor checo aparece registrado en “Kafka y sus precursores”, en donde Borges plantea la hipótesis de que la influencia de Kafka es tan poderosa que altera notablemente nuestra percepción del tiempo. Cuando Kafka irrumpe surgen “precursores” de algo que sin su presencia no existiría porque evidencian aspectos de la literatura que únicamente él condensa. “El poema ‘Fears and scruples’ de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra percepción del poema. Browning no lo leía como nosotros lo leemos”. 19 Lo kafkiano transforma hacia atrás la historia de la literatura, pero no sólo logra que el pasado se modifique sino también que el futuro anticipado en su obra parezca irrevocable. En realidad, el mismo Kafka desmiente la posición borgeana. Más que un profeta, que un adelantado a su época, se considera 19. Cfr. J. L. Borges, “Kafka y sus precursores”, Obra completa, ed. cit., pp. 93-95.

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un sismógrafo de la cultura, alguien capaz de registrar las oscilaciones que después serán importantes sacudidas en el imaginario de occidente. Kafka habría detectado entonces una cierta alteración del vínculo entre hombre y animal, esa experiencia en la que, según Derrida, por causa de los desarrollos conjuntos de saberes biológicos, etológicos y genéticos, comenzaron a temblar, desde hace ya dos siglos, las fronteras que separaban el bios de la zoe y lo zoológico de lo antropológico.20 En una carta dirigida a su joven amigo Gustav Janouch, Kafka reconoce que la problemática articulada en “La metamorfosis” manifiesta una preocupación del momento así como lo hace otra historia aparecida en 1922: Lady into fox de David Garnett, en la que una mujer se transforma en zorra. Cito de la correspondencia con Janouch: Es algo que flota en el ambiente de estos tiempos. Los dos lo hemos transcripto de nuestra propia época. El animal nos resulta más próximo que el hombre. El parentesco con él nos parece más fácil que con los seres humanos. Ahí están las rejas de nuestra prisión. Cada cual vive detrás de una reja que siempre lleva consigo. Por eso ahora se escribe tanto sobre animales. Es la expresión de la nostalgia por una vida libre y natural. Sin embargo, para el hombre la vida natural es vivir en cuanto ser humano. Pero nadie se da cuenta de ello. Nadie quiere verlo así. La existencia humana es una carga, por eso se la quiere eludir en fantasías.21

Esta declaración cuestiona los presupuestos de aquellas lecturas según las cuales Kafka sublimaba, a través de diversas figuras animales, los aspectos menos tolerables de su existencia. Dichos supuestos daban por sentado que la animalidad es lo degradado cuando en realidad la carta deja en claro que si hay algo 20. J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, trad. de C. de Peretti y C. Rodríguez Marciel, Madrid, Trotta, 2006, pp. 40-41. 21. G. Janouch, Conversations with Kafka, trans. by G. Rees, New York, New Directions Publishing Corporation, 1972, pp. 22-23. La traducción del inglés es mía.

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disminuido en la literatura kafkiana, algo de lo que desembarazarse, es del cepo de lo humano en tanto condición empobrecida de quienes por ganar una supuesta dignidad de la especie han perdido, “de forma extraordinariamente peligrosa –como arriesga Nietzsche– el sano intelecto animal”.22 Muchos años después, otros intelectuales han pensado a la subjetividad como la figura carcelaria por excelencia. En la estela de Kafka, Bataille define a la metamorfosis “como una necesidad violenta que se confunde además con cada una de nuestras necesidades animales impulsando a un hombre a desistir de repente de los gestos y las actitudes exigidos por la naturaleza humana: por ejemplo, un hombre entre otros, dentro de un departamento, se tira al suelo boca abajo y se pone a comer la papilla del perro. De modo que en cada hombre hay un animal encerrado en una cárcel, como un preso, y hay también una puerta, y si entreabrimos la puerta, el animal se abalanza hacia afuera como el preso que encuentra la salida; entonces, provisoriamente, el hombre cae muerto y el animal se comporta como animal, sin preocupación alguna por suscitar la admiración poética del muerto. En ese sentido se puede considerar al hombre como una cárcel de apariencia burocrática”.23 Si así lo hacemos, podemos leer también el resto de los cuentos de Kafka e incluso sus novelas –en las que la jaula de lo burocrático desempeña un papel fundamental– como expresiones de la misma inquietud pesimista ante lo humano. Según Deleuze y Guatari, a lo inhumano de los sistemas de sumisión Kafka responde con lo inhumano del devenir animal, un devenir que implica sacar la cabeza (de coleóptero, de rata, de perro o de mono) y derribarlo todo antes que agachar la cabeza y seguir siendo burócrata, inspector, juez o sentenciado.24 Para 22. F. Nietzsche, La Ciencia Jovial, trad. de J. Jara, Caracas, Monte Ávila, 1999, p. 147. 23. G. Bataille, “Metamorfosis”, La conjuración sagrada, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003, p. 54. 24. Cfr. G. Deleuze y F. Guatari. Kafka. Por una literatura menor, trad. de J. Aguilar Mora, México D. F., Era, 1978, p. 21.

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estos autores, en los relatos de Kafka el animal funciona como desterritorialización que libera a la materia expresiva de los diversos aparatos de captura antropológica. No obstante, dado que lo humano y lo inhumano no son en realidad dos entidades opuestas y separadas sino dos vectores en el campo de fuerzas de lo viviente, la narrativa kafkiana parece querer dar cuenta, al mismo tiempo, de que aún operando como línea de fuga, el animal también puede condensar en sí mismo esas fuerzas coercitivas que se coagulan y cristalizan negativamente. Podríamos pensar que este perfil de lo animal es explorado en Der Bau. Existen varias versiones en castellano de esta historia que Kafka escribió poco antes de su muerte. La mayoría de las ediciones argentinas y españolas traducen el título como “La construcción”, algunas pocas como “La guarida” y recientemente apareció en Buenos Aires una versión en la que, a diferencia de todas las precedentes, el traductor prefirió llamar al cuento “La madriguera”.25 Con esta innovación el título recupera el vínculo con lo animal que mantiene el término Bau pero sacrifica lo que ganaba la primera de las opciones: la implícita racionalidad arquitectónica, su connotación de estructura que responde a un plan general. La pérdida es considerable porque la susodicha cueva dista mucho de ser un producto de la naturaleza. No se trata de una gruta que el animal encontró ya lista o que modificó un poco para sus fines habitacionales. A pesar de algunas imperfecciones que no dejan de hacer ruido en la conciencia de su artífice, el topo, la guarida es una obra compleja, construida con pericia de ingeniero. “Un esforzadísimo trabajo del intelecto”26 25. Por ejemplo F. Kafka, “La construcción”, La muralla China (comp.), trad. de A. Pipping, Buenos Aires, Emecé, 1972; F. Kafka, “La construcción”, Relatos completos, trad. de F. Zanutigh Nuñez, Madrid, Losada, 2004; F. Kafka, “La guarida”, Cuentos completos, introd. y trad. de J. R. Hernández Arias, Madrid, Valdemar, 2003; F. Kafka, La madriguera, trad. y postfacio de A. Magnus, Buenos Aires, La Compañía, 2009. 26. F. Kafka, La madriguera, Buenos Aires, La Compañía, 2009, p. 26. Todas las citas pertenecen a la misma edición. La insistencia del término “construcción” [Konstruktion] en los Diarios da cuenta del peso que tiene este concepto en la

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que cuenta con una puerta falsa –dispuesta para desorientar a posibles intrusos– y otra verdadera, disimulada con una fina capa de musgo levadizo. El apretado laberinto inicial se abre después haciéndose más espacioso y prolongándose a lo largo de unos cinco mil metros de túnel, distribuidos en unas diez galerías interconectadas, con ensanchamientos cada cien metros y una plaza principal, ganada a cabezazos al suelo blando y suelto: “Con [la frente] he arremetido la tierra miles y miles de veces durante días y noches, feliz cuando me la hacía sangrar porque era una prueba de la incipiente firmeza de la pared”–confiesa orgulloso el narrador.27 Semejante esfuerzo tiene por fin la conquista de la seguridad, la evasión del peligro y las adversidades del mundo. Aunque la construcción ha fatigado gran parte de su vida, el animal se encuentra satisfecho de haber alcanzado la meta de la casa propia. “Es lindo tener una madriguera de este tipo para la edad que se avecina, haberse procurado un techo cuando el otoño comienza” –se regodea.28 Pero una vez cumplido su objetivo, la protección hogareña se vuelve preocupación porque este topo es capaz de convertir cada perspectiva en su opuesta, de ponerla patas arriba. La materia de este relato signado por la autosugestión será en adelante el miedo a que la guarida sea descubierta por otros animales. Adversarios, ladrones o asesinos, todos son enemigos; los del mundo exterior y esos otros ignotos pero legendarios seres del interior de la tierra: “Mi vida casi no tiene una hora de completa obra de Kafka y dimensiona la magnitud de la pérdida en la última traducción. En la entrada del 19 de noviembre de 1913 dice: “Me conmueve la lectura del diario. ¿Será debido a que en la actualidad no tengo ya la menor seguridad? Todo me parece una construcción.” y un par de días después agrega: “Ando a la caza de construcciones. Entro en una habitación y las encuentro entremezclándose blanquecinas en un rincón”. Cfr. F. Kafka, Diarios I (1910-1913), trad. de F. Formosa, Barcelona, Tusquets, 1985, p. 129, el subrayado es del autor. El término fue localizado en la versión original reproducida en Projekt Gutenberg Spiegel Online (http://gutenberg.spiegel.de). 27. Ibídem, p. 27. 28. Ibídem, p. 25.

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tranquilidad; (…) allá en el oscuro musgo, soy mortal, y a menudo un hocico lujurioso husmea incesantemente los alrededores”.29 Semejante lógica de la inseguridad lo impele hacia el peligro del exterior para comprobar la impenetrabilidad del escondite y la “prudencia” lo fuerza a arriesgar su vida en más y más acciones protectoras. Lo paradójico es la inversión operativa que se produce entre habitante y morada: la madriguera deja de cumplir su función específica de refugio y el animal es quien desempeña ese rol para con un hogar cuya seguridad resulta más importante que la suya propia. La permanente tarea de preparar la defensa de la construcción no termina nunca porque ninguna precaución es suficiente, y el paso del tiempo se identifica con un continuo discurrir de nuevas estrategias defensivas que jamás lo satisfacen. Ya no encuentra la felicidad en dormir el sueño tranquilo del deseo apaciguado, “señor exclusivo sobre una multiplicidad de galerías y plazas”, sino en vigilar día y noche su madriguera. Esta situación se exacerba a tal punto que el narrador prefiere observar su morada desde afuera que estar dentro de ella, y más que disfrutar de sus aposentos encuentra la dicha en vigilarlos. Promediando el relato el animal sale de excursión al bosque y al regresar declama con emoción: “He venido por ustedes, galerías y plazas, y ante todo por tus requerimientos, plaza fuerte, estimando en nada mi vida, después de que largo tiempo cometí la tontería de temblar por ella (...). Qué me importa el peligro ahora que estoy junto a ustedes”.30 Hacia el final de la historia, de la que se han perdido las últimas páginas, el narrador cree haber comprobado la presencia de un intruso que un siseo persistente delata. En el momento supremo de la profecía autocumplida, entre especulaciones de toda índole, se lamenta degustando el sabor amargo del fracaso y la culpa: “Esto es justamente lo que

29. Ibídem, p. 22. 30. Ibídem, p. 54.

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debería haber previsto, no sólo pensar en mi propia defensa (…) sino en la defensa de la madriguera”.31 Esposito, que extrañamente describe a este relato como “la culminación del procedimiento kafkiano de la despotenciación”, señala el nexo fuerte y objetivo que suelda la estructura del Ego a las modalidades de lo propium (todo aquello que se puede apropiar, apetecer, devorar).32 Con el sueño burgués de la casa propia el personaje de La madriguera parece reponer este dispositivo de sujeción a través de la estructura de aseguramiento que el texto enfatiza. Como si, preocupado y receloso de lo propio, el toponarrador se constituyera en cuanto tal mediante la instauración y reivindicación de sus propiedades, posesiones y dominios.33 No estamos, sin embargo, en presencia del animal como metáfora antropocéntrica del sujeto moderno; el animal debe ser interpretado literalmente como animal. Lo que ocurre es que también existe, como afirma Deleuze, un eros capitalista y un eros burocrático, intensidades en las que coinciden poder y deseo, que tampoco son exclusivas de lo humano. Por eso, no se trata simplemente de preferir lo animal en detrimento del hombre ya que este movimiento reproduciría la jerarquía en forma invertida; se trata más bien de pervertirla. Según Deleuze, devenir-topo es escribir con la misma intensidad con la que un topo construye su guarida. En este devenir ya no hay hombre ni animal, cada uno

31. Ibídem, p. 77. 32. R. Esposito, ob. cit., pp. 204 y 210. 33. En tanto que habitante y guarida se pertenecen mutuamente, y que las heridas de la primera le duelen al segundo en carne propia, la madriguera es muchísimo más que un refugio, es el mismo topo. El hecho de que cada cual es su propia construcción o madriguera se explicita en una carta de 1904 que le envía a Brod en donde, refiriéndose a la autoconciencia le dice: “Recorremos nuestras galerías interiores y emergemos de nuestras arenosas bóvedas subterráneas, completamente ennegrecidos y con el pelo aterciopelado, con los pobres piecitos que asoman lastimeros mendigando compasión”. F. Kafka, Letters to Friends, Family and Editors, trans. by R. and C. Winston, New York, Schocken, 1977, p. 17, la traducción del inglés es mía.

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desterritorializa al otro en un continuo de flujos reversible.34 A la tesis de que la metamorfosis es una suerte de conjunción de dos desterritorializaciones (la que el hombre impone al animal al forzarlo a huir o esclavizarlo, pero también la que el animal propone al hombre indicándole salidas o medios de huida en los que nunca habría pensado por su cuenta)35 es necesario añadirle otra sosteniendo que ninguna de estas dos desterritorializaciones debe ser identificada de forma biunívoca ni con el animal ni con el hombre. Como señalé anteriormente, lo humano y lo inhumano son vectores de fuerzas que atraviesan todo lo viviente. Durante las entrevistas publicadas luego de su muerte como Abecedario, Deleuze afirma que no hay territorio sin un vector de salida del territorio, y no hay salida del territorio, sin que al mismo tiempo se dé un esfuerzo para reterritorializarse en otro lugar, en otra cosa. Luego agrega: “todo esto funciona en los animales”.36 Mientras aceptemos que territorialización y desterritorialización son dos energéticas que gobiernan tanto a lo animal como a lo humano carecerá de sentido insistir en la inversión del binarismo. En las líneas que continúan el epígrafe con que se inician estas páginas Nietzsche proclama: ¡Qué es para mí ahora la “apariencia”! En verdad, no es lo opuesto a una esencia cualquiera –¡qué puedo decir acerca de una esencia cualquiera, sino que sólo es cabalmente el predicado de su apariencia! ¡En verdad, no es una máscara muerta que se pueda colocar a una X desconocida y que también pueda quitársele! La apariencia es para mí lo que actúa y lo viviente mismo, yendo tan lejos en su burla de sí misma como para hacerme sentir que aquí no hay más que apariencia.37 34. G. Deleuze y F. Guatari, Kafka. Por una literatura menor, ed. cit., p. 36. 35. Ibídem, p. 56. 36. Cfr. G. Deleuze y C. Parnet, “A du animal”, L’abécédaire de Gilles Deleuze, Paris, Éditions de Montparnasse, 1997. 37. F. Nietzsche, La ciencia jovial, ed. cit., pp. 63-64.

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Si eliminamos el mundo verdadero eliminamos también el aparente porque si todo es apariencia, ya no es posible llamar aparente a nada. No nos dejemos entonces engañar por la apariencia de una simple inversión de valores que privilegiara a lo animal por sobre lo humano porque estaríamos jibarizando la compleja obra kafkiana. En un principio “parece […] que la madriguera […] sólo tiene una entrada, a lo sumo el animal sueña con la posibilidad de una segunda entrada que no tendría sino una función de vigilancia. Pero es una trampa, del animal y del mismo Kafka: toda la descripción de la madriguera está hecha para engañar al enemigo”.38 Aunque el mapa se modifique política y metafísicamente según la entrada que se elija, es igualmente válido entrar (al texto, a la obra de Kafka, a la madriguera) por cualquier extremo, dado que ninguno es mejor que otro. Lo que se pretende desbaratar es precisamente la idea de que uno de los polos, de los extremos, de los vectores de fuerza, es ontológicamente superior al otro, como si esa jerarquía no ocultara (no fuera ella misma) una valoración. “El principio de las entradas múltiples por sí solo impide la introducción del enemigo, el significante, y las tentativas de interpretar una obra que de hecho no se ofrece sino a la experimentación” –recalcan Deleuze y Guatari.39 No se trata del animal por oposición al hombre sino solamente de una línea de fuga que cortocircuite momentáneamente la maquinaria de sujeción antropológica. Esta maquinaria es lingüístico-jurídica. La forma en que Esposito la explica ilumina el modo en que comprende el cuento. Según Esposito, el nexo que suelda la estructura del Ego a las modalidades de lo propium es el derecho, “el nomos como expulsión de toda antinomia de la esfera del discurso”. La ley de no contradicción gobierna al sujeto y al discurso ya que, para que “círculo cuadrado” fuera una noción válida sería necesario poder vivir sin crecer o crecer sin

38. G. Deleuze y F. Guatari, Kafka. Por una literatura menor, ed. cit., p. 7. 39. Ibídem, p. 7.

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comer.40 Esta es la causa de que “el rechazo ‘justo’ de lo ‘propio’ siempre se realice “como postergación del sujeto que lo sostiene, como vaciamiento –autovaciamiento– de su derecho a la existencia apropiadora”.41 El sujeto es la apropiación, la máquina apropiadora, pero la línea de fuga también es parte de la máquina. Aunque las cucarachas, los perros, las ratas, los topos y los monos kafkianos no son metáforas de ninguna otra cosa, tampoco valen nunca por sí mismos; son sus devenires, el devenir-perro o topo, el devenir-mono o rata, los que remiten a la desterritorialización absoluta. Únicamente lo impropio o inapropiable es incapaz de penetrar en el lenguaje pero justamente por eso constituye el punto de refracción desde el cual puede cuestionarlo con total radicalidad. La heterogeneidad de los devenires animales lleva el lenguaje a un límite en el que éste, abismándose más allá de sí mismo, se toca con lo otro, con su propia imposibilidad, hasta desdibujar la frontera, o, para decirlo con otras palabras, volver inhumana la escritura. De ahí que escribir sea una continua experimentación siempre atravesada por extraños devenires que no son devenires-escritor sino devenires-ratón, devenires-insecto, devenires-lobo.42

40. El mismo razonamiento, en el que la metonimia del comer alude a la introyección, asimilación o digestión –real y simbólica– que involucra toda identificación y toda supervivencia, es planteado por J. Derrida en “‘Hay que comer’ o el cálculo del sujeto. Jacques Derrida entrevistado por Jean-Luc Nancy”, trad. de V. Gallo y N. Billi, Pensamiento de los Confines, Nº 17, Diciembre de 2005. A propósito de Elías Canetti, Esposito analiza la relación necesaria entre subjetividad y poder, vida y muerte, señalando que sobrevivir es siempre vencer, es decir, matar, y que vivir sin matar es tan imposible como realizar la cuadratura del círculo. 41. Cfr. R. Esposito, ob. cit., pp. 191 y 210. 42. Cfr. G. Deleuze y F. Guattari, “Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible...”, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, trad. de J. Vázquez Pérez, Valencia, Pre-Textos, 2002, p. 246. A partir de esta tesis deleuziana Anne Sauvagnargues ha demostrado que en el pensamiento de Deleuze la reflexión sobre el problema del arte en general y de la escritura en particular se lleva a cabo en paralelo a una reflexión específica sobre el modo de ser del animal. (A. Sauvagnargues, Deleuze. Del animal al arte, Buenos Aires, Amorrortu, 2006).

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En el volumen que le dedica a Kafka, Blanchot caracteriza a la escritura como un acto luego del cual “ya no podré volver a verme idéntico, por[que] (…) en presencia de otra cosa soy otro, pero también por esta razón más decisiva: (…) [independientemente de su publicación] esa otra cosa –el libro–, de la que apenas tenía una idea y que me permitía conocer de antemano, precisamente soy yo mismo hecho otro”.43 Suele decirse que “Informe para una academia” testimonia los acontecimientos de Pedro el Rojo, un simio cultivado que debe dar cuenta de su educación ante los miembros de una sociedad cultural reunida para evaluarlo. Pero teniendo en cuenta las palabras de Blanchot, en lugar de decir que es la historia de un mono que deviene hombre, podríamos sugerir que es el relato de un animal que se percibe como tal sólo al contarle su historia a esos otros animales que tiene enfrente. “Hoy ya sólo puedo describir con términos humanos lo que sentí entonces. La palabra humana distorsiona mi vieja verdad de mono, que a mí mismo se me escapa y por eso la transmito alterada. Pero si bien es cierto que la antigua verdad simiesca no me es más asequible, ella está, por lo menos, en el sentido de mi descripción; de eso no les quepa duda”.44 En la misma colección de textos, Blanchot comenta que Brod se lamentaba de haber arrancado a Kafka de la oscuridad cada vez que corroboraba todo el rechazo a la humanidad contenido en sus escritos.45 Si como indica Blanchot escribir es introducir al otro como palabra y si la voz narrativa pone en juego a lo neutro entendido como el acontecimiento de lo impersonal, de lo no identificado consigo mismo en su extrañeza irreductible,46 enton43. M. Blanchot, “La literatura y el derecho a la muerte”, De Kafka a Kafka, trad. de J. Ferreiro, México, F. C. E., 1993, p. 29. 44. F. Kafka, “Un informe para una academia”, Cuentos completos, ed. cit., p. 241. 45. “Kafka y Brod”, Ibídem, p. 182. 46. El carácter binario del pensamiento occidental determina su naturaleza violenta, ya que para todo binarismo el sentido y el valor son siempre el resultado de la preconización de uno de los opuestos en detrimento del otro. En tal esquema no hay ecuanimidad ni entre masculino y femenino, ni entre conteni-

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ces tal vez esa infinita esperanza que existe pero no para nosotros sea algo para lo cual Kafka intentó con afán generar una estructura de acogida. De la desesperación frente a lo humano puede surgir una cierta esperanza. Y la literatura podría ser el camino para recuperarla en la medida que tiene el poder de desarticular ese nosotros y repensarlo de una manera completamente nueva y distinta a la de la subjetividad predadora, una manera ni exclusiva ni inclusiva, ni animal ni antropológica, una manera siempre impropia, transhumana.

do y forma, ni entre significado y significante, ni entre filosofía y literatura, y tampoco podría haberla jamás entre hombre y animal. El hecho de que en cada caso el primer término sea clásicamente concebido como original, auténtico y superior mientras que el segundo sea considerado secundario, derivado e incluso parasitario, es prueba de que este discurso dominante es también el discurso de la dominación, el habla de una identidad que expulsa a su otro y a su doble, trabajando en la reducción de las diferencias. Tal como lo encuentra Blanchot en Kafka, “lo neutro” va más allá de toda inversión precisamente porque suspende el imperativo de pronunciarse por uno de los dos términos. Aquello que pervierte o pone patas arriba “la distancia más grande en que rige la disimetría sin que sea privilegiado ni uno ni otro de los términos” no es la jerarquía sino la misma oposición, la oposicionalidad. Cfr. “La voz narrativa (el “él”, el neutro)”, ob. cit., pp. 223-240.

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Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Franz Kafka

Alejandro Tantanian “Todo el mundo es bienvenido”. “Aquí todo ocurre muy deprisa.” Franz Kafka, América

Lo que sigue tiene carácter de fragmento: escrito sobre las incertidumbres de un montaje: cuaderno de bitácora, espacio de pensamiento: así, entonces1: 1 La K en el nombre construye el nombre en el continente, el nombre en el objeto → el objeto es devorado por el nombre, el objeto deviene sujeto. Ya no es un país, es el país según K.  ¿Qué piensa Kafka cuando sueña tirado por horas en el sillón de su casa?  La estatua de la libertad demora una espada y no una antorcha en su mano, la señal de que entramos a un mundo que no es sino será. • • •

La ficción brutal se apodera del espacio. Un espectáculo estallado en su ficcionalidad. El teatro muestra su esencia: estalla, deslumbra.

1. Lo que sigue son anotaciones, textos, misceláneas y pensamientos escritos a lo largo del tiempo de creación del espectáculo Amerika estrenado en el Nationaltheater Mannheim y cuya ficha técnica se reproduce al final del texto.

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2 Bleak house (Dickens, Casa desolada)  El proceso puede leerse como una reescritura de Casa desolada. Así como América (El desaparecido) puede leerse como una reescritura de David Copperfield. Dickens, entonces. Kafka ama a Karl Rossmann (cf. Pietro Citati, Kafka). El Bildungsroman: Karl tiene los atributos del personaje de Flaubert (La educación sentimental)  La Biblia: la estatua de la libertad de Kafka es el ángel custodio del Edén2. En América está el árbol de la sabiduría, del bien y del mal. Europa es el lugar de donde Karl ha sido expulsado (ver Ramsés en la Biblia – Egipto; esclavitud)  el periplo de Karl es hacia el mundo de la ficción. Las máquinas (Deleuze)  pero esas máquinas están siendo vistas por la mirada ingenua de Karl: no es el tiempo de las máquinas de castigo (En la colonia penitenciaria): los compartimientos del mueble en casa del tío de Karl no fatigan almas como los pasillos de las oficinas públicas  ¡Kafka ríe!  (Emular aquella película en donde la Garbo ríe: Ninotchka)  Karl Rossmann no es (ni llegará a ser) Joseph K. o Samsa. La ciudad – Amerika – se presenta como el espacio de la exterioridad, del estallido, de la diversidad espacial. Vendrá luego el encierro claustrofóbico de Gregor Samsa en su cubículo – familia. En Amerika hay lateralidad. Luego, todo se verticaliza, todo va hacia sí mismo. En Amerika hay horizontalidad. Karl se mueve  no introspecta. La felicidad es horizontal; el dolor, la pena son verticales. El amor es ascendente en su verticalidad y luego se derrama horizontalmente. La envidia, el odio se asumen en la horizontalidad y se hunden en la verticalidad del ego. El ego es vertical, el ser es horizontal. La ley es vertical. La palabra de la creación es horizontal.

2. Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida. Génesis, 3:24

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Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Kafka

Karl Rossmann es un héroe horizontal. Joseph K. o aquel que se demora ante la ley o el insecto Samsa son héroes verticales. Dickens entiende el mundo de manera horizontal. Dostoievski plantea en tensas relaciones esas dos maneras de entender el mundo: la ideología (dura) verticaliza, la espiritualidad (laxa) horizontaliza. Franz Kafka dice: Estoy completamente vacío y perdido, el tranvía eléctrico que pasa tiene más sentido vital. 3 Un viaje siempre es horizontal y ese trayecto construye un eje vertical en el que viaja. El camino del espíritu es vertical en función de la horizontalidad de la experiencia. Dostoievski intenta unir estas dos experiencias aparentemente irreconciliables si no hay espiritualidad. El mundo de Kafka (post Amerika) es pura ley, no hay sensualidad. Amerika es el canto enorme y esperanzado de un mundo en donde los placeres son posibles. Kafka viaja, se fuga de la ley, de la doxa, de los negocios, de la rutina para precipitarse en lo sensorial, lo nuevo, el mar, otro continente, otras tierras. Por un tiempo la ficción se apodera de la realidad. El resto de la producción de Kafka pareciera querer ser parábola, crónica de pesadillas, traslaciones en forma de escritos de los horrores diarios, de las pesadillas burocráticas: documentos del futuro  Amerika abre y cierra –definitivamente– la posibilidad de una isla. Después, el continente. Y la certeza de la violencia. La clausura, el lager, el gas, el final  sí ¡Kafka ríe! 4 Un viaje en sentido horizontal – La lectura es horizontal. – El paisaje es horizontal. Un viaje circula en situaciones de horizontalidad. El viaje es hacia adentro y esa introspección no se supone vertical. Verscholene – del que nada se sabe. 5 Calasso (en su libro K.) dice que el castigo y la elección son la misma cosa. El proceso incluye un castigo. El castillo, una elección.

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6 Los personajes de Kafka a veces – y sin motivo aparente – golpean las manos. Franz Kafka dice: A veces pienso que no sé nada, y en fin de cuentas todo lo que pudiera saber seguiría siendo para América demasiado poco. 7 Cabeza agachada / cabeza erguida (Deleuze) 8 Un gesto tiene el peso de eras. Cada situación menor conlleva el peso de eones. Los gestos son la partitura del tiempo. Franz Kafka dice: La primera noche en Praga creo que la pasé entera soñando (en torno a ese sueño daban vueltas mis ganas de dormir como un andamio en torno a un edificio nuevo de París) que había ido a dormir a una casa grande que no consistía en nada más que taxis parisinos, automóviles, autobuses, etc. que no tenían otra cosa que hacer que circular muy pegados unos a otros, por los lados, por detrás, por encima, y donde no se pensaba en nada más ni se hablaba de otra cosa que de tarifas, enlaces, conexiones, propinas, dinero falso, etc. A causa de este sueño no podía dormir, pero como no sabía dar respuesta cabal a las preguntas que se me hacían en él, perseveré en este sueño haciendo grandes esfuerzos. 9

Apuntes surgidos de la lectura del ensayo de Pilar Carrera: Andrei Tarkovski. La imagen total 9.1 Superficie. La cosa es, no significa.

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(…) Sus actos permanecen sin porqué. Categoría ésta, el ohne Warum, que ocupaba el centro de la obra de místicos como Eckhart o Silesius3, en los que la mística era también y de forma preponderante, una forma argumental, un hacer el vacío en el relato. No una actitud existencial, sino un proceder metódico de exégesis. Recordemos cómo Eckhart construía sus sermones siempre en torno a una cita extraída de las Sagradas Escrituras y su propia escritura era un rondar ese fragmento, lo que se adivinaba como una glosa potencialmente infinita. Capacidad de hacer el vacío, de ausentar el por qué, de ausentar las razones, que practicaron, por ejemplo Bresson y Tarkovski. Pilar Carrera, obra citada, pp. 40 y 41.

9.2 ¿En Kafka hay sólo superficie? 9.3 Un paisaje entre dos batallas. Franz Kafka dice: Estar sentado en un ferrocarril, olvidarlo, vivir como en casa, acodarse de pronto, sentir la fuerza fascinante del tren, convertirse en viajero, sacar la gorra de la maleta, toparse con otros viajeros de una forma más libre, más cordial, más insistente, ser conducido a la meta del viaje sin merecerlo, sentir esto de manera infantil, convertirse en el favorito de las mujeres, estar sometido a la constante fuerza de atracción de la ventanilla, posar siempre como mínimo una mano extendida en el borde de la ventanilla. Situación de corte más nítido: olvidar que se ha olvidado, convertirse de golpe en un niño que viaja solo en tren expreso y en torno al cual va apareciendo asombrosamente hasta en sus más íntimos detalles, como en la mano de un prestidigitador, el vagón que tiembla por las prisas. 3. La rosa es sin por qué / florece porque florece. Ángelus Silesius

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9.4 Hay un enigma que está allí y no necesita (no debe) ser resuelto. La cosa es. Sin por qué. Sólo es. 9.5

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Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular, y durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era, que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. «¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?» preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios. «Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, «confiadme las actas, os lo ruego». Los consejeros de estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras colocaba un primer acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó la

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firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio, lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido. Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin, Shuwalkin, Shuwalkin… Esta historia es como un heraldo que irrumpe con doscientos años de antelación en la obra de Kafka. El acertijo que alberga es el de Kafka. El mundo de las cancillerías y registros, de las gastadas y enmohecidas cámaras, ése es el mundo de Kafka. El servicial Shuwalkin que se toma todo a la ligera para quedarse luego con las manos vacías, es el K. de Kafka. Pero Potemkin, que vegeta en su habitación apartada y de acceso prohibido, adormilado y desamparado, es un antepasado de esos depositarios de poder que en Kafka habitan, en buhardillas si son jueces, o en castillos si son secretarios. Y aunque sus posiciones sean las más altas, están hundidos o hundiéndose, aunque todavía pueden, así, de pronto, emerger espontáneamente en todo su poderío precisamente en los más bajos y degenerados personajes, en los porteros y ancianos y endebles funcionarios. (…) Benjamin, Walter. Kafka.

9.6 Un saunterer (un peregrino que camina y ese caminar es el sentido último de la existencia). Cito: Quiero decir unas palabras a favor de la Naturaleza, de la libertad total y el estado salvaje, en contraposición a una li147

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bertad y a una cultura simplemente civiles; considerar al hombre como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la sociedad. Desearía hacer una declaración radical, si se me permite el énfasis, porque ya hay suficientes campeones de la civilización; el clérigo, el consejo escolar y cada uno de vosotros os encargaréis de defenderla. En el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen el arte de Caminar, esto es, andar a pie, que tuvieran el don, por expresarlo así, de sauntering: término de hermosa etimología, que proviene de “persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse á la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de ahí, saunterer, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan allí son saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy. Henry David Thoreau, Caminar, Madrid, Árdora, 2001, pp. 7 y 8.

9.7 El tiempo en las cosas, no el pasado. (!) Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán

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le empuja sin pausa hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. Benjamin, Walter. ix tesis de filosofía de la Historia

9.8 Cuando Tarkovski filma el ícono de Rublev filma el tiempo en él. Y no “la obra”. Sino la obra que hace el tiempo en la obra. 10 Kundera4 habla de la enorme capacidad imaginativa de Franz Kafka. No hay sentido más que el sentido: un universo que se planta sobre lo que dice ser. No hay metáfora. Brod transforma a Kafka en un profeta del siglo xx. Eso construye un mito que aún sigue iluminando su figura. 11 Desaparecer. Esfumarse de lo cotidiano. Dejar de ser visto. Formar parte del silencio y ser descubierto. Pedido que se queme la obra. Vivir. Formar parte de un tejido invisible. Anular el silencio. Descubrir el hiato que hay entre lo que soy y lo que imagino que soy. Kafka desaparece con Karl Rossmann para perderse en la aventura. La felicidad está siempre en otro lado. Kafka viaja a Amerika con Karl. Kafka está harto de la verticalidad. Busca la horizontalidad. Entender a Kafka es proponerse la disciplina. Hay rigor en Kafka. Extremo tal vez. Un rigor que anuló la escritura. Sólo así se puede entender lo que hay allí. Disciplina, entonces: el camino hacia Kafka. 12 Los padres de Karl esperan en Praga en el cuarto vacío del desaparecido. 4. Kundera, Milan. Los testamentos traicionados. Editorial Tusquets.

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13 ¿Qué significa irse de la casa? ¿Qué implica dejar un hogar? 14 Hablar sin ser entendido. La experiencia de otra lengua. Franz Kafka dice: Las K me parecen muy feas, casi me repugnan y sin embargo, las escribo, deben ser algo muy característico de mí. 15 Ecos de Dickens. Ecos de Steven Millhauser (Martin Dressler) 16 La ciudad. La urbe. La máquina. 17 Una novela que no se puede contar. Que no se puede escribir (por inmensa, por muy posible, por pequeña, por imposible). 18 Relatos de extranjería. Actores “de otro lado” — Relatos de viaje. El mundo es posible en el relato. ¿Hay actores no alemanes en el elenco? Franz Kafka dice: Para mí la impaciencia es sólo el pasatiempo de la espera. 19 La guerra avanzaba sobre mi ciudad: la guerra o la paternidad, que es otra forma de la guerra. Los caminos se cerraban sobre los pasos. Cada paso que daba clausuraba una salida. El país es pequeño. Muy pequeño. Y no hay lugar donde escapar. Yo tenía

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dieciséis años entonces. Sólo dieciséis años. Primero intenté escapar hacia otras ciudades. No pude. Decidí que mi escape podía ser entonces a otras zonas de mi misma ciudad. Fracasé. El frente enemigo cerraba todas y cada una de las salidas posibles. Las paredes de mi casa eran el límite, entonces. El último refugio. Yo sabía que la guerra se colaba en todas partes. O la paternidad. Había leído en libros secretos que el mar traía siempre la aventura y que no había paisaje que no encontrase salida en el mar. Desde la ventana de mi cuarto se veía el mar. Del otro lado de mi cuarto mi padre hablaba con mi madre sobre el escándalo desatado. Su hijo Karl había seducido a una sirvienta. Sí: nada sabían sobre lo que había ocurrido realmente. Fue ella la que se abrazó a mi cuello hasta dejarme sin aire y, mientras pedía que la desvistiese, en realidad fue ella quien me desnudó y me acostó en su cama, como si a partir de ese momento sólo quisiera acariciarme y cuidarme hasta el fin de los días. –¡Karl! ¡Karl mío! – exclamaba como si al mirarme se ratificase en su posesión, mientras yo no veía absolutamente nada, y me sentía incómodo entre el montón de cálida ropa de cama que ella parecía haber amontonado expresamente para mí. Luego ella se acostó a mi lado y quiso arrancarme ciertos secretos, pero yo no pude decirle ninguno y ella se enojó, en broma o en serio, me zarandeó, escuchó mi corazón, me ofreció su pecho para que escuchase también, sin conseguir que lo hiciera, apretó su vientre desnudo contra mi cuerpo y, con la mano, hurgó entre mis piernas de forma tan repulsiva que saqué la cabeza y el cuello fuera de las almohadas, debatiéndome, luego ella empujó varias veces el vientre contra mí, y me pareció que era una parte mía y tal vez por eso me invadió una horrible sensación de desamparo. Llorando volví a mi cama, después de que ella expresara reiteradamente su deseo de volver a verme. Y así soy padre. Desde entonces. Y fui expulsado de mi casa por mi padre por ser padre.

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20 Babel: ¿cómo sería actuar en diferentes idiomas? 21 No es más que el sueño. El sueño de la construcción. Un lugar donde todo vuelva a ser posible. Un barco que me lleve lejos. Una madriguera. Un crimen. Sólo quiero eso: escapar. Dejar atrás tanto silencio. El dolor negro de un animal. Soy el hombre que escapa. Amo la fuga. La construcción. La construcción de una fuga. El silencio que precede la tormenta. La calma del mar. Yo, en el barco, llevando este cuerpo mío que no se sostiene. El viento mece este cuerpo mío. Soy tan alto como aquel mástil. Soy el cuerpo que arrastra el barco. Soy el cuerpo del silencio. Un barco como aquel que surca el mar. Un árbol al costado del desierto. Soy. Quiero escapar. Quiero crecer mientras escapo. Quiero ser otro mientras escapo. La aventura está en la fuga. La fuga es ser otro. Una vez. Y otra vez. Animal, piedra, chacal, árabe, americano, ser otro.

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22 Un final posible: Kafka sentado en un sillón. Enorme el sillón. Él, pequeño.

El espacio vacío: sentado en la inmensidad de la nada. Ensaya algunos gestos. Luego empieza a contar un relato. Que queda trunco. Franz Kafka dice, finalmente: Lo que he simulado como actor sucederá realmente. Escribiendo no he pagado mi presente. Toda

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mi vida he muerto, y ahora voy a morir realmente. Mi vida fue más dulce que la de los demás, mi muerte será tanto más terrible. El escritor que hay en mí morirá de inmediato, como es natural, pues una figura así no tiene suelo, no tiene consistencia, no es ni siquiera polvo... me he quedado en barro, no convertí la chispa en fuego sino que sólo la utilicé para la iluminación de mi cadáver. Buenos Aires, Argentina – Collini Center, Mannheim, Alemania Mayo, 2008 – Abril, 2009

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Ficha técnica Amerika a partir de Franz Kafka Versión escénica de Alejandro Tantanian con la colaboración de Miriam Tessmar Elenco Karl 1, Peter Pearce Peter Pearce Karl 2, Diego Velázquez Diego Velázquez Johanna Brummer, Klara 2, Therese, Silja von Kriegstein Silja von Kriegstein La madre de Karl, Cocinera jefe, La madre de Therese, Brunelda, Ragna Pitoll Ragna Pitoll El padre de Karl, Tío Jakob, Portero jefe, Michael Fuchs Michael Fuchs Klara 1, Robinson, Camarero mayor 1, K., Thorsten Danner Thorsten Danner Delamarche, Camarero mayor 2, Tim Egloff Tim Egloff Asistencia de dirección Boris C. Motzki Luces Wolfgang Schade Video Marc Reisner Coreografía Diego Velázquez Escenografía y vestuario Oria Puppo Dirección Alejandro Tantanian Duración / 100 minutos, sin intervalo Estreno el 25 de Abril de 2009 en el Schauspielhaus del Nationaltheater Mannheim, Alemania

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Bibliografía

Benjamin, Walter. Kafka Blanchot, Maurice. De Kafka a Kafka. Breviarios FCE Calasso, Roberto. K. Editorial Anagrama Canetti, Elías. El otro proceso de Kafka. Breviarios FCE Carrera, Pilar. Andrei Tarkovski. La imagen total. Breviarios FCE Citati, Pietro. Kafka. L’Arpenteur Dickens, Charles. Bleak house. Varias ediciones Dickens, Charles. David Copperfield. Varias ediciones Deleuze, Gilles & Guattari, Felix. Kafka: hacia una literatura menor. Ediciones Era Janouch, Gustav. Conversaciones con Kafka. Ediciones Destino Kundera, Milan. Los testamentos traicionados. Editorial Tusquets Millhauser, Steven. Martin Dressler. Editorial Andrés Bello Runfola, Patrizia. Praga en tiempos de Kafka. Editorial Bruguera Stach, Reiner. Kafka. Los años de las decisiones. Siglo xxi Unseld, Joachim. Kafka. Una vida de escritor. Editorial Anagrama Zischler, Hanns. Kafka va al cine. Ediciones Minúscula

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Apéndices

Apéndice 1

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Lista de reproducciones

Crédito de todas las fotos: © Ernesto Donegana A continuación, seguido al número según llamada al pie de cada imagen, consignamos: primero el nombre de la escena y segundo el nombre de los actores junto al personaje que interpretan (siempre de izquierda a derecha salvo indicación) 1. El viaje a América: Diego Velázquez como Karl 2 / Tim Egloff como Tim Egloff 2. Los pianos de Busby Berkeley: Peter Pearce como Karl 1 / Michael Fuchs como Tío Jakob 3. Klara y Karl, el encuentro: Thorsten Danner como Klara / Diego Velázquez como Karl 2 4. Klara y Karl, el encuentro: Thorsten Danner como Klara y Diego Velázquez como Karl 2 5. Klara y Karl, el encuentro: Thorsten Danner como Klara sobre Diego Velázquez como Karl 2 6. Tears, tears, tears: Diego Velázquez como Karl 2 sobre Michael Fuchs como Tío Jakob 7. Pinocchio: Thorsten Danner como Delamarche / Diego Velázquez como Karl 2 / Tim Egloff como Robinson 8. Oh, it’ so dark in here: Peter Pearce como Karl 1

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9. Is that all there is: Thorsten Danner,Tim Egloff, Diego Velázquez, Michael Fuchs, Peter Pearce, Silja von Kriegstein y Ragna Pitoll (como ellos mismos) 10. Hotel Continental: Silja von Kriegstein como Therese / Ragna Pitoll como Cocinera jefe 11. Hotel Continental: Ragna Pitoll como Cocinero Jefe / Peter Pearce como Karl 1 12. Un fratricidio: Peter Pearce (a izquierda), Tim Egloff (a través de las piernas de Michael Fuchs) 13 La soledad es una isla: Diego Velázquez como Karl 2 14. El gran teatro de Oklahoma: Diego Velázquez como Karl 2 15. La iluminación de mi cadáver: por detrás: Peter Pearce, Michel Fuchs, Ragna Pitoll y Diego Velázquez (como ellos mismos) – por delante: Thorsten Danner como K.

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Apéndice 2

Kafka Un texto de Alejandro Tantanian

El espacio está despojado. No hay objetos. La luz es tenue. Sólo un hombre sentado en un banco largo y bajo, como de plaza. La superficie del banco es gris plomizo y parece estar construido con cemento. Uno de sus laterales está roto. Asoman algunos hierros retorcidos. Al fondo una puerta de dos hojas. Podemos decir también de una. Alta. Inexpresiva. Abierta. El hombre tiene poco más de 40 años. Pero nada parecido al tiempo se desprende de su aspecto. Tal vez su edad se haya detenido hace tiempo. La mirada de sus ojos claros yace abismada en la punta de sus zapatos. Su rostro, que adivinamos entre sombras y que veremos cuando el hombre lo levante, es anguloso. Esculpido en piedra. Fuerte. Un rostro extraño. Un rostro dominado por esa mirada azul. Su cuerpo es menudo. Exiguo. Dificultoso. Lo lleva como acompañante. El hombre arrastra su cuerpo. Su cabeza arrastra su cuerpo. Lo veremos al caminar. Existe en él una agilidad falsa. Algo escondido en cada gesto. Todo lo que dice o hace pareciera estar ocultando algo. Salvo cuando agacha la cabeza y abisma la mirada en la punta de los zapatos. En ese gesto y en las palabras que de ese gesto emanan reconocemos algo cercano a la verdad. Siempre parece querer escaparse. Pero no hace nada por eso. No lleva a cabo ninguna acción al respecto. Nada dice que hable de su voluntad de

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huida. Sin embargo sus ojos se posan cada tanto en algún lugar fuera del espacio. Como buscando una salida. Por la descripción del hombre, por su cuerpo y por el lugar que en el espacio ocupa, por el espacio mismo y por los objetos que en él encontramos, llamaremos, caprichosamente o no, Kafka a este personaje. Y una vez nombrado, bautizado que se hubo al cuerpo ficcional, difícilmente podamos hacer algo para alejarlo de su modelo real, por lo menos en cuanto al imaginario de quien lea o vea esto que sigue. Decimos entonces: Kafka. Kafka observa la punta de sus zapatos. Kafka Es indudable que uno de los obstáculos principales para mi progreso es mi estado físico. Con un cuerpo así no se puede lograr nada... Mi cuerpo es demasiado largo para ser tan frágil; no posee el mínimo de grasa necesario para generar un calor benéfico y preservar el fuego interno; ese mínimo de grasa que permita al espíritu alimentarse más allá de sus necesidades diarias y sin perjuicio del conjunto. ¿Cómo puede este débil corazón, que últimamente me ha inquietado varias veces, impulsar la sangre a todo lo largo de estas piernas...? Kafka levanta la vista. La ahoga en algún punto más allá del espacio. Yo sé que Felice tiene que llegar. Es indispensable que llegue. Estoy seguro que avanzará por la calle en dirección a mí. Y que me extenderá los brazos. Y yo haré lo mismo. Y una vez cerca, lo suficiente para confundirnos en un abrazo, yo le acercaré la cara a la mía y hundiré mi lengua en su oreja. Recorro el pabellón con la lengua, humedezco la piel suave, la carnosa piel, me detengo en el lóbulo, abro más mi boca y apreso entre los dientes la suave piel de Felice. Ella querrá separarse

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Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Kafka

y lo hará, no sin cierta dificultad. Me mirará a los ojos. Mi mirada estará en su oreja. Un hilo de sangre se desprende de él y recorre el camino de su rostro. El rostro de Felice levemente ensangrentado. Una gota de sangre sobre el hombro, sobre la tela blanca que cubre el hombro de Felice, sobre la seda blanca que cubre la piel blanca de Felice. Una gota de sangre. Kafka vuelve a hundirse en sus zapatos. Cuando quedó claro en mi organismo que escribir era la actividad más fecunda de todo mi ser, todo confluyó hacia ella, dejando desiertas mis otras facultades, atraídas por los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica y, sobre todo, de la música. Me fui atrofiando en todas estas direcciones. Busca algo en el interior de su saco. Revuelve todos los bolsillos. Inspecciona. Saca una libreta y un lápiz. Apunta algo. Lentamente. Lleva, en medio de la escritura, el lápiz hacia su oreja. Escarba con el lápiz en él mientras piensa. Termina de escribir. Y cuando se abra aquella puerta. Lee lo que anotó. “Las cuentas de anoche. La carta de Max. Tres monedas. Un hilo desprendido de algún botón. El boleto del tren de las seis. Un lápiz. La libreta en la que apunto que tengo una libreta. Esta libreta en la que escribo con este lápiz que nombro en la libreta y con el que escribo que hay un lápiz entre mis ropas”. Pausa larga.

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Guarda el lápiz. La libreta. Luego se hunde en los zapatos. Hace unos años solía ir a menudo en bote por el Moldava; remaba aguas arriba y luego, totalmente estirado, me dejaba arrastrar por la corriente, pasando bajo los puentes. Dada mi delgadez, la escena debía resultar muy divertida vista desde algún puente. Un empleado de mi empresa, que en cierta ocasión me vio así desde uno de los puentes, resumió su impresión –tras haber subrayado suficientemente el lado cómico– en los siguientes términos: le parecía estar en vísperas del Juicio Final, cuando ya se habían destapado los ataúdes pero los muertos aún yacían dentro, inmóviles. Pasa la palma de la mano sobre la superficie del banco. Felice tendrá un vestido áspero. Pausa. ¡Si uno se lanzara a la carrera sobre un caballo, atravesara el aire, a golpes cortos sobre el suelo trepidante, hasta que uno se deshace de las espuelas porque no hay espuelas, hasta que uno arroja las riendas porque no hay riendas, y apenas ve el campo ante sí, como una pradera segada al ras, ya sin cuello de caballo y sin cabeza de caballo porque no hay caballo, sólo uno a través del aire, lanzado a la carrera! Pausa larga. Pierde su vista en la puerta. La luz crece un poco. Imperceptiblemente. Debe ser la hora del tren. La locomotora debe estar entrando a la estación. Y uno de los vagones devuelve el cuerpo de Felice. Tomará la valija marrón. Sus pies calzados en zapatos negros

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Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Kafka

sobre el piso del vagón. La escalera que desciende al andén recibirá su pie y luego el otro. La valija golpeará con el límite estrecho de la salida del vagón. Una vez en el andén girará su cabeza a izquierda y derecha, descartando en ese gesto mi presencia. Una mera esperanza. Leve como una ventana. Felice espera verme allí. Tal vez yo haya decidido ir en su busca. Tal vez yo pueda tomarle la valija con mi mano y conducirla hasta un coche para que nos traslade hasta aquí y entonces yo la sentaría a mi lado, tomaría su cabeza entre mis manos y la atraería hasta mi boca. Su cabeza hasta mi boca. Pero nada de esto ocurrirá. Yo espero a Felice. Ella sabe donde encontrarme. La luz crece en intensidad. Hasta hacerse violenta. Hasta herir la vista. En el punto más alto de luminosidad una furiosa oscuridad se apodera del espacio. Kafka habla desde las sombras. Aquí. Eso es. Tus manos. Están frías. Más cerca. Tu rostro. Así. No, sólo quiero ver tu boca. Más cerca. Tal vez más cerca pueda verte. La luz no nos ayuda. Así. Pausa. Tu oreja. Aquí. Entre mis dientes. Luz. Mi cuerpo es demasiado leve. Mi boca se pudre. Mis dientes se parten. Tal vez si ablandaras la piel. Tal vez si te mojaras. Tal vez si tu cuerpo se derramara sobre el mío yo podría entonces tomarte entre mis brazos. Tu oreja entre mis dientes se disolvería como azúcar. Dulce. Tu sangre, entonces. Dulce.

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Vendrás a mí Felice, con tu vestido áspero. Y tu cuerpo mojado. Una mujer aparece en el vano de la puerta. Sus ropas están mojadas. Cierra con extrema lentitud la puerta. Desaparece tras ella. Kafka se gira hacia la puerta. Se levanta del banco. Va hacia ella. Descubrimos en su andar aquella imprecisión descrita, aquella fuga constante, aquella fragilidad, aquello que se oculta. Llega hasta la puerta. La enfrenta. Pasa la palma abierta de su mano sobre la superficie de la puerta. Murmura algo para sí. (Algo como: “Madera”.) Saca la libreta y el lápiz. Apunta algo en ella. Guarda luego ambas cosas. Golpea a la puerta. Espera respuesta. Silencio. Vuelve a golpear. Apoya su cabeza en la puerta. Deja caer sus brazos a los costados del cuerpo. La mujer entra por uno de los laterales. Trae una valija marrón. Sus ropas están secas. Se dirige al banco. Kafka no la percibe. La mujer apoya la valija. Mira fijamente el banco. Se sienta en él. Pausa. Kafka levanta los brazos. Lleva las manos a los oídos. Los tapa. La mujer descubre a Kafka. Se levanta. Intenta unos pasos en dirección a la puerta. Los desanda. Vuelve al banco. Toma la valija. Camina en dirección contraria a su entrada. Sale. Kafka se gira. Violentamente. Como si hubiera percibido algo. Busca desde allí. Apoya su espalda en la puerta. Camina en dirección al banco.

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Apuntes para un montaje sobre América o El desaparecido de Kafka

Durante la caminata la luz va decreciendo hasta desaparecer. Y Kafka con ella. O la percepción que de Kafka tenemos. Al volver la luz la puerta está abierta. Y Kafka está allí sentado en el banco. Kafka observa la puerta. Saca la libreta. Lee. “Madera”. Pausa. Felice llevará un vestido áspero de madera. Buenos Aires, Setiembre de 1997.

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¿Un universo ‘kafkiano’ hoy en día?*

Gerald Berthoud De acuerdo a numerosos comentarios sobre la obra de Franz Kafka (1883-1924), éste presenta, en sus novelas y brevísimos relatos, personajes encerrados en circunstancias angustiantes, que reenvían a representaciones de caminos sin salida o laberintos (véase Le Bras 2000). Así también, el adjetivo ‘kafkiano’, comúnmente es utilizado para calificar desde “las situaciones absurdas, opresivas o sin salida de la vida moderna” (Rabión 1973: 7) y para referirse al carácter incomprensible y arbitrario del poder para ‘los de abajo’, hasta para evocar el horizonte de una sociedad totalitaria1. Sin embargo, para aquellos que deseen superar este uso banalizado –que sólo evoca vagamente los escritos de Kafka–, las dificultades de lectura de una obra tan fragmentada son considerables, en razón de las múltiples interpretaciones posibles2. A menos que se permanezca en el ámbito del simple comentario, la vía a seguir para liberar el alcance simbólico de esta obra es * Publicado originalmente en: Revue européenne des sciences sociales, vol. XLIV, nº 133, 2006, pp. 13-26. 1. Para evitar confusiones y malentendidos, muchos autores francófonos distinguen entre los estudios “kafkaianos”, o la obra “kafkaiana”, y el adjetivo “kafkiano”, devenido un lugar común. [En el ámbito de los estudios en lengua castellana no existe tal diferencia, que aquí sin embargo intentamos traducir. N. de la T.] 2. “Se comprende cada vez más o cada vez menos de lo necesario. La verdadera lectura sigue siendo imposible. Por tanto, quien lee a Kafka se transforma por fuerza en mentiroso y no por completo en mentiroso” (Blanchot 1991: 84).

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ardua. El modo en que la ficción interpreta la realidad humana y social obedece a exigencias propias. Lo que no deja de plantear serios problemas cuando se trata de traducir el mensaje de una novela o de un relato breve a una lengua de naturaleza científica. Ciertamente, el objetivo de la actividad literaria y el de los saberes argumentados acerca del hombre y la sociedad son parecidos. Una y otros parten de una interrogación sobre el mundo para develar las realidades obscurecidas por ideas o valores engañosos, o, al menos, ilusorios. Todos intentan imponerse un difícil trabajo de desciframiento. Pero las creaciones literarias, a diferencia de las ciencias sociales –encerradas en los estrechos límites de una búsqueda infinita de cientificidad–, pueden presentar mejor las acciones humanas en su complejidad, su ambivalencia o, incluso, sus paradojas. La búsqueda de la verdad, propia del proceso científico, tiende a desestimar los efectos desestabilizadores de toda interrogación fundamental y a producir un saber que no deja demasiado espacio a las dudas. La obra literaria puede así poner en evidencia, en la experiencia humana, aquello que frecuentemente pasa como ‘restos’ para los partidarios de un proceso científico legítimo3. Por eso, las creaciones inscritas en el orden de la ficción deberían permitir poner en perspectiva las investigaciones científicas sobre el hombre y la sociedad, a fin de romper sus límites. Ciertamente, toda creación literaria está relacionada con una aguda toma de conciencia de la propia subjetividad de su autor y de la realidad de su época. Por eso, antes de extraer posibles enseñanzas de una lectura atenta de los escritos de Kafka, es importante preguntarse qué lazo es necesario establecer con su experiencia personal, o incluso qué parte de su interioridad se halla en sus escritos. Baste señalar la importancia acordada por numerosos autores tanto a las relaciones conflictivas con su padre –esta primera encarnación 3. Sobre el aporte específico de las obras novelescas para una plena comprensión de la condición humana, véase Kundera (2005).

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¿Un universo ‘kafkiano’ hoy en día?

de la Ley–, como a su carácter de miembro marginal de la minoría judía de Praga4. Sin embargo, más allá de su personalidad, Kafka ha vivido en un contexto que permite comprender a la vez el alcance y los límites de una obra necesariamente situada y fechada. Ésta se inscribe esencialmente en la última etapa del imperio austro-húngaro, caracterizada, entre otras cosas, por una pesada burocracia. Más particularmente, en la Praga posterior a 1880 –ciudad en la cual Kafka pasó su vida–, “la ley tenía el rol del opresor, y someterse a ella equivalía a hacerse cómplice de la destrucción del mundo” (Johnston 1985:460). Kafka tenía una aguda conciencia de la pesadez burocrática (véase Angel 1962), en razón de sus propios estudios de derecho coronados por un Doctorado (1906), pero también por sus actividades en el área de los seguros (1907-1923). Una trayectoria académica y profesional que llevaba con mucha naturalidad a enfocar los problemas de los seres humanos y de la sociedad desde el ángulo de la Ley, en su sentido más general5. Esta experiencia particular no tiene, sin embargo, una significación menos universal, apropiada para interpelar al lector contemporáneo. Eso significa que leer a Kafka debería permitir una interrogación renovada sobre aspectos frecuentemente ocultos del mundo actual6. Se trata aquí de tomar tal dirección y de poner a 4. Para Hannah Arendt, Kafka pertenecía a la categoría de Judíos calificados como “parias conscientes” (1987: 74 y 205 y ss.). 5. En el sentido, entre otros, de aquello que es impuesto, instituido o establecido y, en consecuencia, de aquello que vincula. Véase, por ejemplo, el término alemán “Gesetz”. La ley puede, así, ser vista como orden del mundo, a la vez como institución que prescribe y sanciona, y como una pretendida necesidad natural. 6. Este alcance simbólico de la obra de Kafka no es admitido por todo el mundo. Para el escritor húngaro Imre Kertesz, premio Nobel de Literatura en 2002 y autor, en particular, del relato “Le procès-verbal” (2005), “Kafka es un típico realista de la Mitteleuropa” y su obra “traduce […] la quintaesencia de una visión del mundo de Europa del Este” (Le Monde, 10 de junio de 2005). Al contrario, para Roberto Calasso, autor, entre otras cosas, de un ensayo literario sobre Kafka (véase 2005), los textos de este último, no serían parábolas y ninguna interpretación simbólica sería aceptable (véase Le Monde, 3 de junio de 2005).

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prueba las posibilidades de elucidación de este proceso, a partir de un muy breve relato titulado “Ante la ley”7. Éste tendría su fuente de inspiración en la tradición talmúdica. En efecto, según un relato de Orígenes (ca. 185-ca. 254), “las Santas Escrituras semejan una gran casa con muchas, muchas habitaciones; ante cada habitación hay una llave, pero no es la correcta. Las llaves de todas las habitaciones han sido mezcladas, y es preciso […] encontrar las llaves correctas que abrirán las habitaciones” (véase Scholem 1980:20). Hay un evidente parecido entre estos dos relatos. En su exégesis, Kafka se refiere también a “los escritos previos a la Ley”, o a “el texto de la Escritura” (2007: 360 y 361)*8. Sin embargo, debe señalarse inmediatamente una importante diferencia. En el primer relato, la esperanza de hallar la “revelación” no es vana. Las “llaves” están disponibles y a pesar de la dificultad de la tarea, bastaría con encontrar aquella que debería abrir una puerta en particular. En Kafka, sencillamente no hay llave para una puerta que está siempre abierta (véase Cacciari 1990: 73 y ss.). Es decir que el trabajo de interpretación tropieza con obstáculos evidentes. A pesar del recurso a la exégesis, las lecturas posibles son numerosas, al punto de tener la impresión de estar frente a un texto cuyo sentido sería propiamente incomprensible. Ello privilegiaría la subjetividad de los lectores. Sin embargo, seguir este camino equivaldría a facilitar la tarea, al eludir la dificultad de interrogarse a la vez sobre la naturaleza del relato de Kafka y sobre la relación que puede establecerse según el tipo de lector. 7. Este texto fue publicado por Kafka en 1919 y se vuelve a encontrar sin título, pero acompañado de una exégesis relativamente larga, hacia el final de la novela póstuma El proceso (Kafka 2007: 257-380). Para la primera publicación en francés de “Ante la ley”, véase Kafka (1929). * Si bien optamos por seguir la traducción castellana del texto de Kafka publicado por la editorial Aguilar (véase al final), en este caso particular traducimos directamente del francés, debido a la gran diferencia entre la versión francesa y la castellana. Mantenemos, no obstante, la referencia bibliográfica a la versión castellana, donde el lector podrá hallar las expresiones en su contexto. 8. “Para Kafka, la meditación sobre la ley, antes de depender de su profesión de jurista, está relacionada con la búsqueda de su identidad judía” (véase Para 2002: 131).

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“Ante la ley” es presentado a veces como una alegoría, pero con mucha más frecuencia como una parábola. Tanto en un caso como en el otro, este relato debería ser portador de una significación y reenviar a principios morales, como lo atestiguan las parábolas incluidas en los tres Evangelios según San Mateo, San Marcos y San Lucas. En la hipótesis de una alegoría, cada componente del relato, es decir el guardián, el “hombre del campo” y la Ley, deberían constituir símbolos bien identificados y con una relación claramente definida con elementos de la realidad social y cultural. En el caso de la parábola, tomada en un sentido amplio, el procedimiento metafórico es más flexible. Concretamente, la enseñanza a extraer de un relato tal es, en general, muy difícil de comprender. El texto de Kafka es, desde este punto de vista, absolutamente ejemplar. Si se debe ver allí una parábola, esta última no contiene ninguna lección. ¿Qué posición de lector debe entonces adoptarse ante un relato desprovisto, aparentemente, de toda significación clara? ¿Hay que pensar que una lectura atenta de la exégesis permitiría iluminar al lector, o al menos sacarlo del apuro? Nada es menos seguro. En principio, porque cada uno de los dos protagonistas del diálogo en la catedral, el sacerdote y K., se identifican tanto con el guardián –en tanto agente subalterno al servicio de la Ley– como con el “hombre del campo”. Pero sobre todo el sacerdote, en varias ocasiones, se contenta con referir las diversas opiniones atribuidas a los exegetas o los comentadores (véase Kafka 2007: 360-363). Es preferible considerar que la exégesis no provee las claves para comprender la dimensión simbólica del relato. Al contrario, aquella tiende a hacerlo, hablando propiamente, ilegible. O al menos a multiplicar las versiones interpretativas, al punto de encerrar al lector en una aprehensión inmediata y auto-referencial del texto (véase Derrida 1985: 128-9). ¿Cómo situarse entonces con respecto a un relato de estas características, cuya exégesis no hace más que oscurecer el sentido posible? No hay duda de que el lector podría fácilmente caer en una sobre-interpretación acorde a su imaginación, multiplicando

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así, de manera especulativa, las significaciones escondidas del relato. Es evidente que, intentar saber lo que significa cada texto de Kafka, y más aún el conjunto de su obra, es difícil. Desde luego, este trabajo de interpretación pasa necesariamente por el modo en que la realidad es concebida por el lector. De manera simplificada, dos niveles de lectura son posibles. En principio, y siguiendo a numerosos representantes de los estudios ‘kafkaianos’, el alcance simbólico de relatos como “Ante la ley” se reduce a poner en evidencia la naturaleza profundamente angustiada del ser humano. Sin embargo, para otros autores, la lectura privilegiada se apoya rigurosamente en la relación con la ley9.

¿Una existencia humana angustiada? Para muchos autores interesados, de una u otra manera, en la obra de Kafka, los personajes presentados por este último son objeto de un análisis propiamente psicológico. Una serie de términos más o menos próximos permiten constituir una especie de nebulosa, adecuada para evocar la condición incierta del ser humano, o incluso la figura del propio Kafka. Se trata de las nociones de miseria moral, angustia, ansiedad. La vida humana sería una serie de fracasos, que entrañarían cada vez un profundo sentimiento de frustración y la impresión de la futilidad de toda acción. En la historia de vida del “hombre del campo”, apenas esbozada, es la 9. De manera más exigente y minuciosa, las interpretaciones de la obra de Kafka son múltiples. Se apoyan, entre otras cosas, sobre una dimensión metafísica, sobre el “más acá de la vida”, sobre la condición miserable del hombre, sobre un rechazo del absurdo y lo arbitrario, sobre la necesidad de dar un sentido a la vida humana contra toda forma de desesperanza y sobre muchos otros temas aún. Pero muchos comentadores de Kafka, ponen radicalmente en cuestión semejante fragmentación interpretativa. Se trataría, entonces, de “abandonar el dogmatismo y el esquematismo del abordaje temático para devolver a los relatos de Kafka su fuerza interrogativa y sugestiva, y su valor de testimonio” (Tabery 1991: 11). Desde el punto de vista cuantitativo, ya en 1961, los trabajos sobre Kafka se elevaban a más de cinco mil títulos (véase Raboin 1973: 7).

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ausencia de toda esperanza lo que constituiría, de acuerdo a algunos comentadores, el mensaje de la parábola “Ante la Ley”10. Esta espera, por la cual los resultados deseados son siempre aplazados para más tarde, tendería a confirmar que “no hay nada definitivo excepto el sufrimiento” (Kafka en Derrida 1985: 139). Es decir que para cada uno todo parece jugado de antemano. Unos, como el “hombre del campo”, se identifican con los deseos insatisfechos, mientras que otros, como el guardián, no son mucho más que obstáculos irrebasables. En una confrontación tal entre individuos aislados y reducidos a funciones relativamente bien definidas, la Ley pierde toda su consistencia. Sólo parece poner en juego una situación de algún modo experimental, a fin de poner plenamente en evidencia la insatisfacción innata constitutiva de la condición humana. El ser humano, en su naturaleza misma, ¿estará condenado a esperar algo que no llegará jamás? Esta visión del ser humano, de un pesimismo extremo, puede ser relativizada. ¿No habría que ver en Kafka un esfuerzo por abordar el tema universal de la vida y la muerte? La condición humana se inscribe en esta tensión principal, que se halla en todas las sociedades, según modalidades muy variables. El hombre tropieza con la finitud propia de todo ser vivo, pero siempre y en todas partes él imagina un universo de sentido para no hundirse en el absurdo. El “hombre del campo”, por ejemplo, a pesar de su espera y sus repetidos fracasos, no parece caer en la desesperación.

La relación con la ley Sin embargo, permanecer sólo en este nivel de la subjetividad, equivaldría a omitir el alcance social y político de la obra de 10. Véase, por ejemplo, Herbert Deinert, “Kafka’s parable Before the Law”, The Germanic Review, Mayo de 1964, retomado con una addenda, en Internet: http://www.people.cornell.edu/pages/hd11/BeforeTheLaw.html (consultado el 17/03/2005).

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Kafka. Para este último, los diversos personajes frustrados de sus novelas y relatos, no son concebibles sino en la trama de sus relaciones necesarias con las leyes y las instituciones, las cuales les imponen un modo de organización y les dan, o deberían darles, un sentido a sus vidas. Sería muy insuficiente quedarse en la descripción y el análisis de las motivaciones humanas, sin ninguna consideración del contexto institucional. La lectura privilegiada aquí –sin por ello minimizar la efectividad de los relatos de Kafka al simbolizar la precariedad, la incertidumbre y el malestar constitutivos de la experiencia humana individual–, es aquella que se apoya sobre una interpretación del punto de vista del ‘vivir juntos’. Para decirlo en otros términos, el tema de la relación con la Ley debería permitir abordar, una vez más, la interrogación fundamental acerca de aquello que el ser humano quiere decir. Lo cual implica, entre otras cosas, su relacionarse, de una vez, con las ideas de ley, de institución, de orden, de valor, o aun de sentido. Pero antes que nada es importante saber qué sentido dar a la noción de Ley. No es posible definir con mucha rigurosidad lo que Kafka entendía por Ley, o a qué tipo de ley se refería. La Ley puede objetivarse en un texto, en palabras, en una persona, así como también en los edificios. Pero para una plena comprensión del relato de Kafka, quizá sea vano insistir sobre estas formas de exteriorización de la Ley. Sin duda alguna, Kafka no presta atención a una ley particular; no se refiere exclusivamente a la ley en sentido religioso, moral, jurídico, o más ampliamente político, ni al tema de la “ley natural”, de la “ley judía”, o incluso de la “ley paterna”. Por eso, partamos de la hipótesis de que se trata de la idea de la Ley en el sentido más abstracto11.

11. “En el relato de Kafka, no se sabe de qué clase de ley se trata, si es aquella de la moral, el derecho o la política, incluso de la naturaleza, etc. De modo que puede suponerse que, lo que permanece invisible y oculto en cada ley, es la ley misma, aquello que hace que esas leyes sean leyes.” (Derrida 1985: 109-110).

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La Ley así entendida, como fuente de toda ley positiva o de toda institución específica, permite instaurar y organizar un espacio social. Pero este universo de sentido compartido no es aceptable, sin embargo, sino en su articulación con el tema de la libertad. Hay allí una manera, entre otras, de expresar una verdad antropológica: aquella de una tensión universal entre obligación y libertad. Ciertamente, estas dos nociones no son plenamente satisfactorias. La idea de libertad tiende a ser considerada como el privilegio de la modernidad. A menos que se acepte que ella “admite diferentes contenidos” (Lévi-Strauss 1983: 373)12. Con la noción de obligación, las dificultades semánticas no son menos. ¿Es, por ejemplo, un simple sinónimo de ‘constricción’? Para muchos autores, estos dos términos son intercambiables. Sin embargo, una diferenciación sería necesaria. De hecho, esta tensión es con frecuencia reducida a una oposición general y vaga entre un polo individual y un polo colectivo. Desde esta perspectiva, toda sociedad, caracterizada por una búsqueda permanente de equilibrio, debería organizarse de manera que cada uno pudiera afirmar su identidad subjetiva y ser reconocido como un miembro de pleno derecho. Esta tensión primordial, constitutiva de toda vida propiamente humana, hace que toda relación, comenzando por la relación con el sí mismo, implique necesariamente un entre-dos, una mediación, o incluso un tercero. Estos son a tal punto símbolos de valores compartidos o de instituciones propias de un colectivo dado, que unen y asemejan a sus miembros a pesar de los conflictos evidentes13. Excepto que se caiga 12. “Que no haya oposición entre constricción y libertad, que al contrario, éstas se contengan mutuamente –toda libertad ejerciéndose para transformar o superar una constricción, y toda constricción presentando fisuras o puntos de menor resistencia […]–, sin duda, nada puede disipar mejor la ilusión contemporánea de que la libertad no tolera trabas […]: ilusión que, ciertamente no es la causa, pero que puede ser considerada un aspecto significativo de la crisis que atraviesa hoy en día Occidente” (Lévi-Strauss 1983: 17). 13. La noción de institución es utilizada aquí en sentido amplio. De acuerdo a Mauss, se trata de “reglas públicas de acción y de pensamiento” (1968: 25). En esta perspectiva, “el lenguaje es la gran institución –la institución de instituciones– que siempre nos ha precedido a cada uno” (Ricoeur 1985: 400).

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en la inmediatez de las formas fusionales o violentas de la indiferenciación, toda relación al otro, incluso el más cercano, no es abordable más que desde el ángulo de la “buena distancia” (Ost 2004: 344). Toda relación intersubjetiva es, entonces, instituida. Ciertamente, entre una terceridad como el don –desde una perspectiva maussiana–, en tanto forma matricial de toda socialidad, y una terceridad dominante como el Estado y su modo de imposición para organizar la sociedad, las diferencias son enormes. Pero en todos los casos, las relaciones humanas son fundamentalmente triádicas14 y suponen, para perdurar en el tiempo, la existencia de símbolos. Desde esta perspectiva, la necesidad de la Ley y su fuerza organizativa hecha de prohibiciones, oportunas para hacer visibles las creencias fundadoras, se impone con el fin de contener (en el doble sentido del término) toda conducta rígidamente individualista. La Ley hace posible la sociedad, regulando las relaciones humanas. La pregunta que se plantea es, en consecuencia, acerca del origen de este acontecimiento primero, ciertamente ficticio, pero esencial para legitimar un orden social y sus múltiples leyes. Es decir que toda sociedad debe abordarse a partir de una temporalidad en la cual el pasado no está simplemente oculto. Pero dicho pasado, así inventado, no escapa de los efectos de toda forma de imaginación, apta para hacer nacer una realidad social a partir de creencias susceptibles de un uso partisano y de manipulaciones, o incluso de dominación simbólica. También en la tradición de toda sociedad, el imaginario instituyente establece un lazo ambiguo entre los miembros vivos y una alteridad radical, o bien una entidad superior de naturaleza religiosa o político-religiosa. Incluso en las sociedades llamadas modernas, esta relación vertical con una u otra forma de lo invisible no ha desaparecido, a pesar de las denegaciones de los defensores de una modernidad 14. Sobre la noción de tríada, véase Pierce (1965: 253-56). Un triángulo semejante, constitutivo de toda socialidad, se expresa en el juego de los tres pronombres “yo”, “tú” y “el” (véase Benveniste 1966: 225-236).

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que rompe radicalmente con toda forma de tradición. En resumen, toda sociedad está instituida sobre la base de un incondicional dado. Es decir que siempre hay un “ya ahí”. En suma, una relación con la ley de naturaleza democrática debería permitir que se mantenga un equilibrio siempre inestable entre los dos polos, el de la libertad y el de la obligación. Pero una pregunta temible no deja de plantearse inmediatamente. ¿Hasta dónde el deseo de libertad puede manifestarse sin poner en peligro la Ley? Para un lector centrado en el componente social y político del ser humano, la Ley aparece de forma inmediata bajo una forma exteriorizada u objetivada en un texto como la Constitución, pero también en numerosos mitos o relatos fundadores de las sociedades modernas y las tradicionales. Se plantea inmediatamente la cuestión de saber hasta qué punto estos relatos son interiorizados. El desafío es, entonces, saber si la Ley es efectivamente una terceridad adecuada para unir una pluralidad de individuos en vistas a formar un “nosotros”. O si, por el contrario, la Ley es vivida como una estricta exterioridad coercitiva y como la afirmación tangible de aquello que es prohibido. La Ley así reducida a la prohibición equivale a la figura de la muerte, representativa de múltiples formas de totalitarismo. Kafka nos arrastra a una visión dicotómica del mundo, entre una minoría cuya dominación puede llegar hasta el poder absoluto y una mayoría cuya sumisión puede ser total. Desde luego, el relato breve “Ante la ley” no se refiere, propiamente hablando, a un poder totalitario. Sin embargo, ilustra de manera ejemplar las derivas inevitables de todas las sociedades trabajadas por las fuerzas de desimbolización (véase Garapon 1997: 289). Muestra con fuerza la permanencia del conflicto entre una ley inaprensible y una vana búsqueda de la verdad y la justicia. Nos deja entender que la Ley está oculta, velada, enmascarada, perdida y, entonces, lejana. Una sucesión de matices para decir que la Ley, siempre inaccesible, impone, a través de sus representantes, una

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obediencia sin concesión. Una tendencia que puede fácilmente transformarse en un universo sometido a la violencia de una necesidad indiscutible e implacable. En la exégesis que sigue a la parábola “Ante la ley”, el sacerdote, en su diálogo con K. –el personaje principal de la novela El Proceso– insiste sobre el hecho de que el guardián es un “servidor de la Ley” y que, como tal, “él pertenece a la Ley”. Además, “dudar de la dignidad del guardián, sería dudar de la Ley”. Una manera de confirmar la superioridad del guardián, que “queda sustraído al juicio humano”. Pero, para K., aceptar tal perspectiva equivaldría a “considerar cierto todo lo que dice el guardián”. Y el sacerdote le replica, entonces, que “no hay que considerar que todo es verdad, sólo necesario”. El diálogo finaliza con este desilusionado comentario: “Una triste opinión, la mentira se convierte en principio universal” (Kafka 2007: 360-363). Una auténtica “ley necesaria” (Ost 2004: 339) impondría de este modo una división radical entre aquellos que deben someterse sin condición y aquellos que aparecen como la encarnación de una ley tal, corrompida a su favor. Empujada hasta su límite extremo, la sumisión puede resultar en la pérdida de aquello que es propiamente humano. Tal es, en Kafka, la fuerte imagen del perro, o el recurso a otras metamorfosis para significar una vida humana abyecta y alienante. A partir de este pesimismo excesivo, ¿podría pensarse que, en Kafka, el ser humano, representado, por ejemplo, por el “hombre del campo” está condenado, durante toda su vida, a una espera vana? De hecho, los personajes kafkianos están embarcados en una búsqueda de la verdad y la justicia, o al menos, de una significación existencial. Una búsqueda que no se abisma en la desesperanza, a pesar de los numerosos signos que traducen la idea de una barrera infranqueable y la experiencia repetida del fracaso ante los obstáculos incesantemente renovados. Tal rayo de esperanza queda bien atestiguado en la exégesis. Aquel es bosquejado por el sacerdote como una tesis distinta que complejiza la “ley necesaria”. Así, el guardián

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se engañará a la vez acerca de la Ley, acerca de sí mismo y acerca del “hombre del campo”. Este último, en tanto “hombre libre” es “superior al que depende de otro” (Kafka 2007: 362). Como tal, este ser debe resistir, no se deja estar, se bate por afirmar su condición de ser humano, incluso si la esperanza de dominarla es débil. O aún, hacer lo posible por no ser tratado como un perro, o no ser encerrado en “el universo de las cosas” (Henil en Rabión 1973: 84; véase también Gabel 1953: 955). Ser dominado o ser instrumentalizado, es devenir insignificante, haciendo la experiencia de la vergüenza y el sufrimiento; aún más, es perder toda estima de sí y todo reconocimiento del otro. Las dos tesis, esbozadas en la exégesis, por su yuxtaposición misma, traducen un profundo malestar sobre el tema del poder y de la libertad individual. La ley, que tiende a ser percibida como una dualidad ‘natural’, es la garantía misma de la libertad para unos y otros; pero también es una instancia centrada esencialmente en la vigilancia y el control, en vistas al funcionamiento eficaz de la sociedad. Esta coexistencia del poder y la libertad, tomados abstractamente como dos elementos radicalmente opuestos, son de hecho indisociables y se inscriben en una relación caracterizada por una ambigüedad intrínseca. Volvemos a encontrar aquí las dificultades de interpretación de la exégesis, que afirma sucesivamente la superioridad del guardián como detentador de la Ley, y la superioridad del hombre libre. Atrapado en una ambigüedad semejante, el sacerdote se halla en la incertidumbre; está literalmente “llevado de un lado a otro” sin decidirse. ¿Podría hacer las cosas de otro modo? Libertad y obligación, en el sentido de aquello que es exigido por la Ley, ¿no son, de una u otra manera, constitutivas de una relación ambivalente y paradojal en todo momento y lugar? Estas dos tesis tienden a mostrar que la tensión entre la afirmación de un ‘yo’ como sujeto libre, y la necesidad de la Ley proveedora de sentido y condición de un ‘nosotros’ político, se transforma en una dicotomía. Los dos polos de la relación, devenidos de algún modo independientes, son así llevados a afirmarse sin límites.

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¿Y hoy en día? ¿No estamos acaso atrapados en un tal desdoblamiento? ¿Qué ocurre con “la fuerza interrogativa y sugerente” de “Ante la ley” para pensar nuestra situación actual en la era así llamada de la información (véase Berthoud 2005: 375)? La condición del individuo de hoy, ¿puede ser comparada con aquella del “hombre del campo”? ¿Puede ser comprendida a partir de las dos tesis de la exégesis? En un contexto más amplio, ¿qué enseñanza puede un lector extraer de este breve texto de Kafka? ¿Qué mirada permite posar sobre el mundo actual? O aún más, ¿hasta qué punto esclarece los mayores desafíos, a la vez científicos y políticos? Para poder responder plenamente a estos interrogantes, la mayor dificultad es sin duda conciliar las exigencias de un texto pretendidamente científico con los principios propios de la creación literaria. La lectura de “Ante la ley” y su puesta en perspectiva en el contexto de la obra de Kafka, sugieren diversas pistas para elucidar los aspectos más importantes del mundo actual. No obstante, refiriéndose explícitamente a las dos tesis avanzadas en la exégesis –aquellas de la superioridad del “guardián” o, por el contrario, la del “hombre libre” –, el repertorio de preguntas que es posible plantear, para alcanzar una cierta inteligibilidad del presente, es considerablemente limitado. Supongamos, a título de hipótesis, que la dualidad ‘natural’ de la Ley, puesta en evidencia en Kafka, tiende a ser percibida y vivida como una reivindicación sin concesiones de la libertad y la elección, hasta transformarse en una ilusión individualista, de tipo liberal o libertario, para la cual nada debería ser un obstáculo. Una exigencia incondicional de libertad que se tropieza con numerosas formas de poder, llamadas a ejercer sobre el ser humano una fuerza coercitiva y a situarse más allá de todo. Esta creencia moderna supone, entonces, que el sujeto individual debe tender a un aumento de su libertad, frente a las constricciones exteriores, que son sociales y políticas, pero también psíquicas y biológicas.

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Pero sometido a la influencia siempre más fuerte de lo instrumental y lo funcional, particularmente en los terrenos de la economía y las tecnociencias ampliamente consideradas como fines en sí mismas, el “hombre libre” hace siempre y cada vez más la experiencia de una “crisis de sentido” o una “crisis de identidad”. Su reclamo de ser una persona reconocida en su subjetividad –al punto de ver en su libertad una propiedad de sí mismo y de caer en la fantasía de hacer de su deseo la Ley– tropieza necesariamente con la omnipresencia siempre más efectiva del poder puro, que induce a transgredir todo límite15. Tales son, en principio, los campos tecnocientífico y económico, devenidos, en gran medida, un mundo exterior a la percepción y la vivencia del “hombre libre”. Un mundo que impone siempre y cada vez más un sistema de regulación automática o espontánea (véase Garapon 1997: 284)16. Una situación semejante no deja de producir múltiples efectos perversos. En particular, entraña una simplificación engañosa, que empuja al individuo a oponerse a un colectivo coercitivo, sólo que mal definido y generalmente calificado como sociedad17. Esta dicotomía supone, entre otras cosas, que la “sociedad” sería una realidad exterior, o incluso extraña a los individuos. La Ley no puede, entonces, aparecer sino bajo la forma de una fuerza brutal y arbitraria, detentada frecuentemente por representantes venales y pervertidos. Toda 15. Para el saber tecnocientífico, “la gran cuestión no es ni la verdad ni la universalidad, sino el poder. El poder en el sentido de la dominación, el control, la hegemonía sin duda; pero también, y cada vez más, en el sentido de la actualización ilimitada de lo posible a través de prácticas manipuladoras y operativas aplicadas a una materia extraordinariamente plástica que incluye a lo viviente (y, en consecuencia, al ser humano (Hottois 1994: 150). 16. Para la tradición liberal, por ejemplo, “donde manda el interés, no es necesaria la ley” (véase Larrère 1992:168). Una creencia semejante reenvía sin duda a la idea de la “armonía natural de los intereses”, o a la noción de “mano invisible”. 17. Hablar de “sociedad”, es concebir aquello que mantiene unidos a los miembros de un colectivo, a pesar de las diferencias y los conflictos. Sin embargo, la representación dominante hoy en día, ¿no es la de una fragmentación social, que insiste únicamente sobre aquello que separa a los individuos y a los grupos?

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obediencia a tales “autoridades”, propiamente incomprensibles, tiende a reposar sobre un profundo desconocimiento.

Del poder tecnocientífico y económico Hoy en día, con grados variables y según múltiples modalidades, la distancia entre los individuos o los ciudadanos y aquellos que detentan el poder tecnocientífico, económico y político tiende a incrementarse, al punto de constituir una fractura social y cultural. Una fractura reconocible en las múltiples situaciones entre aquellos que pretenden hablar y actuar en nombre de la Ley y que ejercen su poder sin límites, y aquellos que la padecen. Crisis de confianza, entonces, entre aquellos que se creen los auténticos guardianes de la verdad, considerada la única vía para alcanzar el bienestar general. Esta representación dicotómica, entre un individuo puro y la inevitable realidad de las coerciones objetivas, ha perdido buena parte de su fuerza después del atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. Esta catástrofe mundializada ha producido en todas partes, según modalidades variables, un “pedido de seguridad” y, más generalmente, una inquietud. En este importante desafío entre libertad y seguridad, la promesa de un mundo a la vez más seguro y más libre pasaría por el aumento de medios técnicos siempre más eficaces. Muchos autores, sensibles a los problemas que plantean a los individuos las así llamadas nuevas tecnologías, permanecen rigurosamente encerrados en los límites de una perspectiva dicotómica. “El individuo contemporáneo, sería el individuo desconectado simbólica y cognitivamente del punto de vista de la totalidad, el individuo para el cual ya no tiene sentido alguno situarse en el punto de vista del conjunto” (Gauchet 2002: 254). Una tendencia que se verifica muy particularmente en el debate actual sobre un

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tema que ha devenido central, el de la “vida privada”18. Una opinión bastante corriente, ve en las tecnologías de la información y la comunicación, la clave para la protección asegurada de la esfera privada. Pero en una “sociedad de individuos”, el mantenimiento del orden social pasa cada vez más por la imposición de técnicas de vigilancia siempre más eficaces. El ser humano, en el conjunto de sus actividades como ciudadano, trabajador y consumidor, es cada vez más clasificado, en vistas a la satisfacción de las exigencias técnicas de las múltiples bases de datos19. Podría decirse que por una parte esta valorización de la esfera privada y su repliegue sobre sus propios asuntos, y por la otra el desarrollo acelerado de las tecnologías de vigilancia, se inscriben en un “bucle de retroacción perverso” (Lyon 2001: 21). Y sobre todo, el horizonte de una posible interconexión efectiva de las múltiples bases de datos, referidas a los individuos y sus actos, bien podría ser el de una regulación propiamente totalitaria de las relaciones humanas20. Ya

18. Para Tocqueville, en un capítulo de su obra “La democracia en América” intitulado “El individualismo en los países democráticos”, se puede leer: “El individualismo es un sentimiento pacífico y reflexivo que predispone a cada ciudadano a separarse de la masa de sus semejantes, a retirarse a un paraje aislado, con su familia y sus amigos; de suerte que después de haberse creado así una pequeña sociedad a su modo, abandona con gusto la grande.” (1957: 466) 19. “La eficacia del teléfono o la tarjeta de crédito significa que raras veces pensamos dos veces acerca del hecho de que nuestras llamadas y transacciones son rastreables, y que hay quienes se benefician con el uso de esta información” (Lyon 2001: 3). 20. En uno de los últimos capítulos, bajo el título sumamente explícito de “Qué clase de despotismo deben temer las naciones democráticas?”, Tocqueville afirma “la opresión de que están amenazados los pueblos democráticos no se parece a nada de lo que ha precedido en el mundo […] veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.” Y continúa: “esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible […] podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad […].En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. 1957: 633-634).

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hoy en día, la insistencia sobre la vida privada es indisociable de un conformismo social21. De acuerdo a una creencia difusa, para los problemas sociales y políticos puede hallarse una solución tecnocientífica. Una tecnificación progresiva de la sociedad puede hacer creer que la tecnología podría asegurar la regulación social, en la medida en que garantizaría un equilibrio entre las reivindicaciones de libertad individual y la necesidad de un orden socio-político. La presencia cada vez más fuerte, incluso invasiva, de pantallas en los lugares públicos y en la esfera privada, y el uso en vías de generalización de documentos llamados inteligentes, son otras tantas mediaciones electrónicas para vincular personas y grupos sociales en un conjunto de redes. Este proceso puede dar la impresión de que aquello que une a los individuos, sin la menor consideración de límites geográficos y políticos, depende naturalmente de una construcción tecnocientífica. Esta vía supone una limitación considerable de toda acción propiamente política, considerada como una ingerencia inaceptable en la vida privada. Esta reivindicación de una forma de individualismo, se inscribe en el ámbito de influencia de una modernidad caracterizada por la omnipotencia de un imaginario apoyado sobre “la expansión ilimitada del ‘dominio racional’” (Castoriadis 1991: 17). En tal contexto histórico y cultural, los campos de la tecnociencia y la economía en conjunto ocupan un lugar hegemónico, al punto de dar sentido al mundo imponiendo de manera excesiva apertura, flexibilidad, dinamismo, y valorizando todo aquello que supone el cambio por sí mismo. Una manera de legitimar los valores considerados esenciales en vistas a una liberación individual. Estos campos tienden, así pues, a imponer una manera instituida

21. ¿Acaso no sería necesario preguntarse si aún es posible ver en la valorización de la vida privada una modalidad del individualismo? Tal vez sería más adecuado hablar de “privatismo” (véase Laville 2001: 85).

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¿Un universo ‘kafkiano’ hoy en día?

de ser, de pensar, de hacer y de actuar, con el fin de someter a su “ley” el conjunto de la vida humana.

Del malestar de las ciencias sociales La imposición de una representación tan reductora de un mundo propiamente despolitizado, ¿entraña una actitud irremediablemente pesimista? ¿Hay que aceptar como una fatalidad histórica la fragilidad del “nosotros”, desde el ámbito local hasta el nivel planetario? Y sobre todo, ¿acaso no somos, en nuestra actividad científica, una figura ambivalente, en el sentido de ser a la vez el “hombre del campo” y el “guardián” (véase Derrida 1985: 129 y 133)? ¿No son ambos, cada uno a su manera, prisioneros de una misma visión del mundo, de los valores que ésta supone, de las instituciones que le dan forma y de las prácticas que orienta22? Estas preguntas y muchas otras, todavía traducen el innegable malestar de las ciencias sociales hoy en día. Y sin embargo, el pesimismo intelectual, característico de una gran parte de los saberes sobre el ser humano y la sociedad, no acaba de eliminar una reflexión constructiva. Comenzando por la consideración de un desajuste, las más de las veces oculto, entre la evidencia enceguecedora de las fuerzas de transformación tecnocientíficas y económicas, y las maneras tradicionales (siempre vivas) de establecer y mantener relaciones con el otro. Las diversas manifestaciones del poder no están exentas de formas siempre renovadas de resistencia. Luego, no se ha perdido toda esperanza. Lejos de ello. Tampoco es fácil responder a la cuestión de saber si el mundo actual podría ser asimilado a un universo kafkiano. Una primera dificultad reside, de seguro, en el uso generalizado y vago de este adjetivo. Ello no impide que la fuerza evocativa de dicho término permita pensar la complejidad de la condición 22. Kafka mismo podría ilustrar una ambivalencia semejante. ¿Acaso no era él quien pasaba una parte de sus noches escribiendo desde la perspectiva de los “de abajo” y aquel que ocupaba –gracias a su Doctorado en Derecho– un lugar relativamente importante en una compañía de seguros contra accidentes?

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humana desde un punto de vista nuevo. El “hombre del campo”, imaginado por Kafka, nos reenvía, entre otras cosas, a la superioridad del hombre libre que desea conocer la Ley, es decir, que desea disponer de referencias para poder actuar y dar un sentido a su vida. Aquello que el “hombre del campo” busca conocer, o redescubrir, es una Ley generadora de un sentimiento de pertenencia. Este modo instituido de ser y de actuar debiera permitir poner un verdadero freno a los dos movimientos radicalmente separados y opuestos, en la prolongación de la doble interpretación del sacerdote en la exégesis de “Ante la ley”. De un lado, la búsqueda del poder, caracterizado por la ilimitación y la artificialización, y objetivado en las acciones científicas, técnicas y económicas, pero también sociales y políticas. Del otro lado, un individualismo exacerbado, emparentado con un relativismo posmoderno y legitimado, paradójicamente, por una suerte de “derecho a la indiferencia” en el sentido de una insensibilidad o de una ausencia de consideración por los otros. Traducción: Noelia Billi

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Es posible intentar una definición de la ley en el célebre texto de Kafka. Nosotros, en cambio, buscaremos describir el funcionamiento del poder. Con el fin de aprehender las implicaciones de “Ante la ley”, es útil pasar por el revelador cinematográfico. Cuando Orson Welles adapta El Proceso en 1962, le otorga un lugar preponderante a este célebre texto que Franz Kafka había integrado al manuscrito de la novela. En el film, “Ante la ley” deviene un prólogo realizado por Alexandre Alexeieff por medio de su técnica de animación: la pantalla de agujas. Welles también la incorporó a la famosa escena de la catedral (capítulo IX), transformando el intercambio entre el sacerdote y K. en una suerte de duelo en el cual este último, con los rasgos de Anthony Perkins, se opone al abogado, encarnado por Welles mismo1. En suma, el Welles-realizador hizo que el Welles-actor asumiera el conflicto, dándole a modo de “arma” un dispositivo de visión: el abogado relata “Ante la ley”, al tiempo que proyecta imágenes 1. Jugando magistralmente con los encadenamientos y las ambigüedades, el film transforma al sacerdote, que dialoga con K., en una figura doble: guardando una referencia a la continuidad, la escena presenta al principio al cura conversando con K. en la iglesia; luego, muestra el diálogo en un decorado de estructuras metálicas (filmado en la estación de Orsay en París) donde el sacerdote (Michael Lonsdale) ha devenido el abogado (Orson Welles), antes de reaparecer bajo los rasgos de Lonsdale para cerrar la secuencia. Encadenamiento notable: el abogado es el sacerdote, que es el Welles-actor, que es el Welles-realizador, que –por el juego de sombras ante la proyección de imágenes producidas por la pantalla de agujas– deviene el guardián de la puerta.

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fijas extraídas del film de animación presentado en el prólogo2. Él entrampa momentáneamente a K. en esta representación, que unas veces se integra a la sombra del joven bajo la forma de una silueta y, otras veces, moldea su rostro, fagocitando su cuerpo y transformando a K. en un personaje de la fábula que el abogado comenta. La secuencia deviene, de este modo, un combate en el cual K. y el abogado se valen de su poder, poder que les es otorgado alternativamente por su capacidad de inscribir al otro en la imagen proyectada, de contar cada uno la historia de “Ante la ley”, en suma, de hacerse dueños de la enunciación. Se trata de hacer del otro un personaje3. El proyector, dispositivo de visión específico, deviene entonces una herramienta de poder, y coloca al espectador, asociado al punto de vista de la cámara, en el lugar de demiurgo. Esta elección de puesta en escena, da cuenta de una dimensión esencial de la parábola de Kafka, que relaciona la cuestión del poder con la práctica de los dispositivos de visión4. Diferentes aproximaciones teóricas a los dispositivos de visión han abordado esta relación en la corriente de los años ’70, 2. Este dispositivo de visión de naturaleza cinematográfica reenvía a las prácticas del cine mudo: un presentador comentaba el film, haciéndolo un espectáculo visual y sonoro completo. 3. El film hace de K. un rebelde, no sólo una víctima. 4. El dispositivo de visión es aquello que permite a un espectador acceder a una representación en función de un cierto “aparataje”: es decir, no solamente la máquina de visión como objeto técnico (por ejemplo, el aparato de proyección utilizado por el Welles-abogado en la escena de la catedral), sino también el conjunto de elementos o procedimientos puestos en obra desde la producción hasta la presentación (en el sentido amplio del término): de esta manera, tanto para la fotografía como para el cine, el proceso químico es un elemento determinante del dispositivo. Si elegimos abordar el texto desde este ángulo es porque trabajamos sobre la cuestión de los dispositivos de visión con una mirada epistemológica. Nuestra investigación actual nos lleva a trabajar en los casos particulares de Henri Bergson, Etienne-Jules Marey y Alfred Jarry. Esta investigación integra un proyecto más amplio, dirigido en colaboración con François Albera en la Sección de historia y estética del cine de la Universidad de Lausanne, que apunta a definir aquello que hemos llamado “la episteme 1900”. Véase F. Albera, M. Tortajada, “L’Epistémè ‘1900’”, Le cinématographe, nouvelle technologie du XXe siècle/The Cinema, A New Technology for the 20th Century, Lausanne, Payot, 2004, pp. 45-62.

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especialmente en torno a la cuestión de la ideología5. Es el caso del dispositivo cinematográfico, cuya fuerza ilusoria, considerada a veces incluso como alucinatoria, está cargada de un valor ideológico. Estas teorías retoman los análisis de la construcción perspectivista, que reproduce la camera obscura y hace del espectador un sujeto centrado: el lugar a partir del cual toda la representación se organiza, el centro del poder y de la dominación del mundo, cuya representación obedece a una coherencia realista6. Tanto la cámara como el proyector de cine, construyen un espectador semejante. Estos añaden a los efectos de la camera obscura procedimientos propiamente cinematográficos: el espectador es así centrado gracias al plano contraplano, de la misma manera que la continuidad espacial y temporal que construyen la ilusión de un mundo coherente se apoyan sobre todo un juego de encadenamientos, basados en la identificación del espectador con la cámara7. Los aspectos técnicos (cámara, montaje) son abordados como indicios de cuya representación da testimonio. Pero dado que ellos construyen el lugar del espectador, están relacionados con la cuestión de los dispositivos. 5. Véase especialmente Sarah Kofman, Cámara oscura de la ideología (1973), trad. cast. Anne Leroux, Madrid, Taller JB, 1975. 6. Jean-Louis Baudry, L’effet cinéma, Albatros, 1978. Los Cahiers du cinéma dedican a esta cuestión los siguientes artículos de fondo: Jean-Louis Comolli, “Technique et idéologie I”, nº 229, mayo de 1971, pp. 4-19; “Technique et idéologie II”, nº 230, julio de 1971, pp. 51-57; “Technique et idéologie III”, nº 231, agosto-septiembre de 1971, pp. 42-49; “Technique et idéologie IV”, nº 233, noviembre de 1971, pp. 39-45, “Technique et idéologie V”, nº 234-235, diciembre de 1971, pp. 94-100; Pascal Bonitzer, “‘Réalité’ de la dénotation”, nº 229, mayo-junio de 1971, pp. 39-41; “Le gros orteil. Réalité de la dénotation, 2”, nº 232, octubre de 1971, pp. 15-22; “Fétichisme de la technique: la notion de plan”, nº 233, noviembre de 1971, pp. 4-10; Pascal Bonitzer y Serge Daney, “L’écran du fantasme. Les théories idéalistes du cinéma: André Bazin”, nº 236-237, marzo-abril de 1972, pp. 30-4; Jean-Pierre Oudart, “L’effet de réel”, nº 228, marzo-abril de 1971, pp. 19-26; “Notes pour une théorie de la représentation” (seguido de “L’effet de réel”), nº 229, mayo de 1971, pp. 43-45; “Notes pour une théorie de la représentation” (continuación y final), nº 230, julio de 1971, pp. 43-45. 7. Christian Metz, El significante imaginario: psicoanálisis y cine (1977), trad. cast. Josep Elías, Barcelona, Paidós, 2001.

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La crítica del poder como dispositivo de la mirada ha sido, en los años ’70, un tema central de los trabajos de Michel Foucault. Su análisis del Panóptico de Bentham en Vigilar y castigar ha devenido un modelo de referencia en materia de dispositivos de visión8. En el panoptismo, el poder está del lado del punto de vista: la sujeción [assujettissement] consiste en ser visto, en devenir de algún modo transparente a la mirada9. Para Foucault, el poder está desindividualizado y actúa, de alguna manera, automáticamente como una “maquinaria”. El sujeto de la mirada en tanto que tal no detenta este poder, es el lugar que tal sujeto puede eventualmente ocupar en el dispositivo de visión lo que designa el lugar donde está situado el poder. Éste “funciona” porque tal punto de vista está siempre presente para el espíritu de aquel que se halla, de este modo, sujetado. “Una sujeción real nace mecánicamente de una relación ficticia. […] El que está sometido a un campo de visibilidad, y que lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo […]”10. El análisis del Panóptico demuestra que su funcionamiento se basa en la cuadriculación y la estructuración arquitectónica del espacio, definido institucionalmente como el de una prisión. El poder se ejerce, entonces, gracias al agenciamiento de un punto de vista, de un objeto de la mirada conciente de ser mirado que, de tal modo, se halla sujetado. La relación que estos dos polos mantienen está en función de una cierta organización del espacio. Si, en el Panóptico, el poder está del lado de la mirada, 8. Es esencial para Foucault analizar con precisión la forma del dispositivo, el cual depende, justamente, de su estructuración del espacio. Citemos aquí el comienzo de ese pasaje bien conocido, al cual el lector podrá remitirse: “Conocido es su principio: en la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. […]” (Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (1975), México, Siglo XXI, 342005, p. 203). 9. “Es visto, pero él no ve; objeto de una información, jamás sujeto en una comunicación.” (ibid., p. 204). 10. Ibid., p. 206.

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éste no existe sino en tanto que está él mismo construido por el dispositivo entero. Incluso si el modelo de Bentham coloca en el centro a la mirada, arquitectónicamente, la maquinaria del poder que describe Foucault produce un modelo descentralizado, un poder diseminado donde el centro es el producto de las estructuras que lo constituyen como tal11. Considerar el poder en términos de “tecnología” es, según Foucault, preguntarse “por dónde pasa el poder antes que de dónde viene”, es sacar a la luz las relaciones que éste permite12. Este dispositivo ejemplar permite comprender la sujeción que se generaliza desde la época clásica y que penetra, en el curso del siglo XIX, todos los tipos de instituciones13. El análisis magistral del Panóptico, con las conclusiones que Foucault extrae de allí, ha devenido un modelo muy frecuentemente retomado; sin embargo, en cuanto a los efectos que produce, a veces se ha aplicado a todo dispositivo de visión. Simplificando tales posiciones, podría decirse que basta que

11. El Panóptico: “Dispositivo importante, ya que automatiza y desindividualiza el poder. Éste tiene su principio menos en una persona que en cierta distribución concertada de los cuerpos, de las superficies, de las luces, de las miradas; en un equipo cuyos mecanismos internos producen la relación en la cual están insertos los individuos. Las ceremonias, los rituales, las marcas por las cuales el exceso de poder se manifiesta en el soberano son inútiles. Hay una maquinaria que garantiza la asimetría, el desequilibrio, la diferencia.” (ibid., p. 205). 12. “No ya: “¿De dónde viene el poder, a dónde va?”, sino “¿Por dónde pasa el poder y cómo pasa, cuáles son todas las relaciones de poder, cómo se pueden describir algunas de las principales relaciones de poder que se ejercen en nuestra sociedad?” (Michel Foucault, “Sexualité et pouvoir”, conférence à l’université de Tokyo, debate, 1978, en: Dits et écrits, II, 1976-1988, París, Gallimard, 2001, p. 567) [trad. cast. N. B.] 13. Así pues, Foucault aborda según el modelo tecnológico el poder ejercido sobre el cuerpo del individuo y sobre los cuerpos pertenecientes a todo un grupo social. Sobre el bio-poder, véase Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber (1976), trad. cast. Ulises Guiñazú, México, Siglo XXI, 302005. Nótese que, en el inicio de su “arqueología de la representación”, Foucault también lleva a cabo un célebre análisis del poder asociado a un dispositivo de visión: el análisis de Las Meninas de Velásquez en Las palabras y las cosas (1966), trad. cast. Elsa Cecilia Frost, México, Siglo XXI, 2001.

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sea cuestión de dispositivos de visión para que haya sujeción14, conclusión que no se permite Foucault, puesto que él analiza justamente con mucha precisión las condiciones institucionales y estructurales implicadas. La parábola15 de Kafka describe un dispositivo de visión y las prácticas de dicho dispositivo en un contexto que reenvía los personajes a la ley, al tiempo que pone en escena las formas de sujeción. Aquella propone una estructura compleja del poder, que nos parece puede ser analizada a partir de las proposiciones teóricas de Foucault sin reproducir, sin embargo, el modelo singular del Panóptico. Intentaremos, entonces, delinear un modelo de poder en términos de maquinaria o de tecnología. Gilles Deleuze y Feliz Guattari han establecido ya el lazo entre la obra de Kafka y el análisis desarrollado en Vigilar y castigar16. Lo que nos impresiona en la lectura de “Ante la ley”, es que los elementos por definición asociados al Panóptico no son evidentes: la sujeción no es a priori por ser visto; el poder no se constituye a través de una posición de dominio [maîtrise] de la mirada; y la fábula propone un dispositivo de visión que anula toda idea de espacio17. Dado el predominio de los modelos que asocian poder y punto de vista, la proposición de Kafka no puede sino intrigarnos.

14. Simplificamos aquí en extremo ciertos análisis de Jonathan Crary (Las técnicas del observador: visión y modernidad en el siglo XIX (1994), trad. cast. Fernando López García, Murcia, CENDEAC, 2008), quien por lo demás formula una proposición particularmente interesante. Hemos expresado nuestras reservas de manera más extensa y matizada en “Archéologie du cinéma: de l’histoire à l’épistémologie”, Cinémas (“Histoires croisées des images: Objets et méthodes”), vol. 14, nº 2-3, primavera de 2004, pp. 19-52. 15. Designaremos “Ante la ley” por sinónimos como “fábula”, “parábola”, “historia”, debido a su referencia común a la noción de “relato”, y a pesar de las diferentes connotaciones de dichos términos. 16. Kafka. Por una literatura menor (1975), México, Era, 1990, pp. 84-85. 17. Subrayemos aquí el interés de la adaptación de El Proceso realizada por Welles que, justamente, construye una visión espacializada de las relaciones de poder durante todo el film.

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Poder de la palabra “Ante la ley” de Kafka requiere que nos detengamos momentáneamente en su recorrido editorial. Publicado en forma separada en 191518, después como parte de la selección de textos realizada por Kafka, Un médico rural19, es parte integrante del capítulo IX de El proceso20. Aquí vamos a abordarlo en la forma propuesta al lector de la novela, dado que el inicio y el final del capítulo IX subrayan bien tanto los efectos de poder puestos en escena en la fábula, como algunos de sus resortes. La controversia entre el sacerdote y K. lo atestiguan: el final del capítulo no cesará de encadenar diferentes “interpretaciones” de “Ante la ley”, diferentes variantes, articulando siempre tesis contrarias21. Todos los argumentos se anulan, no hay verdad, del mismo modo en que no hay enunciador “responsable” o “garante” de la verdad. El sacerdote, a pesar de su función, no cesará de repetir ante K., bajo diferentes formas:

18. Vom jüngsten Tag. Ein Almanach neuer Dichtung, con fecha de1916, pero publicado ya en 1915. Véase Franz Kafka, Obras completas I, Madrid, Aguilar, 1984, pp. 792-799 (nota a Un médico rural y n. 8 de la p. 655). 19. Selección de relatos editada en 1919 que contiene “Ante la ley”. En 1917, Kafka propone un plan de selección a su editor en el cual figura ese mismo título que, sin embargo, no figurará en la novela publicada (sobre el intercambio epistolar con su editor, Kurt Wolf, véase Franz Kafka, Obras completas I, ed. cit, pp. 793-794). 20. La edición de El proceso establecida, tal como la conocemos, por Max Brod ha sido publicada de manera póstuma. Ha sido cuestionada en cuanto al orden de los textos por H. Uyttersprot (“Eine neue Ordnung der Werke Kafkas? Zur Struktur von Der Prozess und Amerika”, Antwerpen, 1957), lo cual generó una polémica. Véase sobre este tema, Hartmut Binder, Kafka-Kommentar, II, Zu den Romanen, Rezensionen, Aphorismen und zum Brief an den Vater, II, München, Winkler Verlag, 1976, pp. 160-194, y la nota a El Proceso en Franz Kafka, Obras completas I, ed. cit, pp. 737-741. Gilles Deleuze y Felix Guattari (trad. cit.), retienen este cuestionamiento discutido. No obstante, su trabajo es particularmente interesante debido al abordaje global de la obra de Kafka. 21. “‘Aquí tropiezas con una opinión contraria’, dijo el sacerdote” (Franz Kafka, El proceso en: Obras completas I, ed. cit, p. 363).

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“No me comprendas mal”, dijo el sacerdote, “sólo te muestro las opiniones que hay al respecto. No debes prestar demasiada atención a las opiniones. La Escritura es inmutable y las opiniones no son a menudo más que expresión de la desesperación ante ese hecho”22

Ello no le impedirá multiplicar las versiones: es la ironía del texto de Kafka23. No podemos no interesarnos por esta pizca de ironía, que reenvía a todo lector a un proceso de fracaso si parte en búsqueda de la “verdad” de la fábula. En este sentido, sería mejor contener la risa al leer “Ante la ley”, ¡una risa chirriante, no obstante!24 Permanecemos aferrados a la parábola como el hombre que, en la fábula, no se aleja de la puerta. Las variantes que enuncia el cura ante K se encadenan, captando la atención del lector. Todas ellas toman la fábula muy en serio, considerando las motivaciones de los personajes: su acción es considerada según criterios morales y seguida de unos análisis que se vinculan al comportamiento, al carácter, a la intención del guardián más particularmente, pero también del hombre. Se trata de delimitar su relación con la ley escondida tras la puerta dado que, si la verdad existe, es en referencia a ella. Este frenesí de interpretaciones puede ser considerado como un efecto del poder que exhibe ese texto. Así lo atestigua, en otro nivel, la abundante bibliografía sobre el texto de Kafka. No escapamos a ello. Resta, quizá, una alternativa: en lugar de apuntar a la ley, o a su representante, nos concentraremos en el funcionamiento del poder en tanto tecnología. El 22. Ibid., p. 362. 23. Así pues, especialmente: “[...] muchos intérpretes de la Escritura se asombran” (p. 361), “Los intérpretes dicen al respecto […]” (p. 361), “Algunos van incluso más lejos en esa especie de explicación y dicen que […]” (p. 362), “Se dice que […]. Es cierto que otros dicen que […]” (p. 362), “En eso divergen las opiniones sobre si […]” (p. 363), ibid. Estamos casi en la parodia de la controversia. 24. Sobre este tema, las líneas de Deleuze y Guattari nos parecen particularmente interesantes (trad. cit., pp. 63-65)

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poder ejercido sobre el lector tiene que ver con aquel que se pone en escena en la fábula. A pesar de la ironía, la parábola apela a nuestros sentimientos –digamos, al sentimiento de lo trágico–. La historia comienza así25: Ante la Ley hay un guardián. A ese guardián llega un hombre del campo y le ruega que le deje entrar a la Ley. Pero el guardián le dice que no puede dejarlo entrar aún. (p. 360)

El hombre permanecerá ante aquella puerta durante toda su vida. No es sino al final de sus días que realiza una última pregunta al guardián: “Todos ansían llegar a la Ley”, dice el hombre, “¿cómo puede ser que, en todos estos años, nadie más que yo haya solicitado entrar?” El guardián se da cuenta de que el hombre se está muriendo y, para hacer llegar las palabras a su oído que se va perdiendo, le grita: “Por aquí no podía entrar nadie más, porque esta entrada te estaba a ti solo destinada. Ahora me iré y la cerraré”.

La palabra del guardián es decisiva. Ella enmarca toda la historia entre dos actos de autoridad: el centinela significa para el hombre una prohibición para finalmente formular aquello que era su derecho singular, derecho que el hombre precisamente ignoraba. Al final del relato, el lector no puede evitar la intensa sensación de que el hombre ha fallado en algo: ha permanecido ante esa puerta aunque podría haber entrado; ha pasado su vida a la espera, y de alguna manera la ha perdido. Tal desperdicio no puede sino estremecer al lector tal como subleva a K.: “‘Entonces,

25. Para las citas de “Ante la ley”, remitimos al lector a El proceso, trad. cit., pp. 360-361.

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dijo K. enseguida, el guardián engañó al hombre’, muy atraído por la historia.” (p. 361). Si bien la ley se da de entrada como la pregunta planteada a los personajes y al lector, el término ‘poder’ no es jamás nombrado: sin embargo, es éste el que determina la acción, estructurada desde el vamos por estas dos intervenciones del guardián. Éste ejerce un poder que obedece a un mecanismo jurídico: él dice no, prohíbe26. Es el poder jerarquizado, claramente situado, que se da como censor. Una forma tradicional del poder, articulado con una ley trascendente, inaccesible, cuyo representante es el guardián. Es el funcionamiento que Foucault opone al poder moderno, tecnológico, organizado según la norma y que sigue una lógica disciplinaria, poder interiorizado por aquellos que éste somete. La obra de Kafka ha sido leída como una puesta en crisis de las formas del poder tradicional, cuyo referente es el modelo judaico arcaico27. Para Ulf Abraham, “Ante la ley” construye la imagen de la Ley arcaica, que distingue a sus sujetos, singular para cada uno y no igual para todos. El centinela lo afirma finalmente ante el hombre envejecido: la puerta no estaba allí más que para ti. En suma, la fábula cuenta la inadecuación de la petición del hombre frente a esta ley de la tradición, que ya no funciona: el centinela, en definitiva, no se representa más que a sí mismo28. Sin embargo, si el hombre se detiene ante la prohibición, y si la historia continúa, contando su vida ante dicha puerta, es 26. Véase, por ejemplo: “‘Les rapports de pouvoir passent à l’intérieur des corps’, Entretien avec L. Finas”, La Quinzaine littéraire, enero de 1977, en: Michel Foucault, Dits et écrits, II, op. cit., pp. 228-229. 27. Ulf Abraham describe especialmente en términos foucaultianos el poder normalizado y disciplinario que se confronta, en Kafka, a los modelos arcaicos heredados del derecho judaico (Der Verhörte Held. Recht und Schuld im Werk Franz Kafkas, Münche, Wilhelm Fink Verlag, 1985, especialmente pp. 126-139). 28. Ibid., pp. 116-119, 129. François Ost, en su reciente trabajo, desarrolla también un análisis interesante del funcionamiento de la ley en la obra del Kafka, describiendo, en el caso de la parábola que nos interesa aquí, una ley arcaica en una “sociedad desinstituida” (Raconter la loi. Aux sources de l’imaginaire juridique, Odile Jacob, 2004, véase especialmente pp. 385-387).

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porque la palabra preformativa del centinela es seguida de un efecto. Es porque el guardia ha hablado en nombre de la Ley. Si ese portero aparece como una instancia del poder, es porque sabe de ese poder por su lazo con la Ley, de la cual es el servidor o el representante, según las interpretaciones. La Ley inaccesible y trascendente es lo que legitima ese poder: no pasamos la puerta, no podemos alcanzarla. Esta forma de dominación arcaica actúa sobre un punto esencial: sobre el deseo del hombre de entrar en la Ley; ella es tanto más eficaz cuanto que la Ley permanece inaccesible, incluso si la puerta permanece abierta. Pero la obsesión de penetrar en el espacio de la ley, de hallar aquello que se oculta, de satisfacer la interrogación de la metáfora y de lo simbólico, a lo cual el lector no escapa, llamado en suma a reconstruir un sentido para esta Ley invisible, nos desvía de un aspecto esencial: es decir, de todo lo que es expuesto por el texto de manera mucho más prosaica: un dispositivo de visión enlazado con actos verbales de poder. Si la fábula presenta la puerta como una entrada que ni el hombre, ni el guardia, ni el lector atravesarán jamás, entonces no cesa de mostrarnos esta puerta como un punto de vista con varios usos. Nuestra hipótesis es que este texto habla de una forma de poder que se comprende a partir del momento en que lo enfocamos como una maquinaria basada en un dispositivo de visión, que, paradójicamente, depende de un modelo arcaico. El lugar esencial dado por Kafka a la cuestión del punto de vista no debería sorprendernos, puesto que todo el comportamiento de K., desde su llegada a la catedral al inicio del capítulo IX, está determinado por su relación con los dispositivos de visión. K. entra solo a un edificio sumido en la oscuridad. Su primera actividad es la observación, particularmente guiada por un juego de luces: las velas aisladas o “un gran triángulo de velas” (p. 355) llaman a su mirada29. La catedral es aprehendida 29. Por lo demás, K. está equipado con una “linterna de bolsillo” (trad. cit., p. 355).

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como un museo y no como un espacio sagrado: K. se presenta con un “álbum” (p. 355) en la mano –más tarde nos enteraremos que se trata de un “álbum de curiosidades turísticas” (p. 358). Está allí para hacer visitar ese monumento a un cliente italiano. Sin embargo, recorrerá solo el espacio, deteniéndose, como en las etapas de una exposición. Las dificultades en la observación son subrayadas sin cesar30. A cada paso, el texto precisa el tipo de mirada hasta el detalle. En suma, el recorrido por la catedral se presenta como una serie de pruebas que confrontan a un sujeto con diversos dispositivos: una catedral-museo con sus obras de arte, un álbum de fotos31. “Ante la ley”, punto culminante del capítulo, exacerba el fenómeno poniendo a prueba a los personajes frente a un dispositivo de visión mínimo.

El dispositivo de visión Entrar en la ley: allí reside la acción de la cual se trata en esta parábola. Sin embargo, todo esto podría no tener sentido: en efecto, ¿sería posible “entrar en la ley” de otro modo que metafórica o simbólicamente? No se tarda mucho en constatar que el hombre no traspasa la puerta: es el efecto inmediato de la prohibición. De lo que se tratará, entonces, será de mirar a través de ella. Más que un umbral, esta entrada y su guardián son las dos piezas de un dispositivo de visión. La parábola en su totalidad es un gran mecanismo que articula muchas prácticas del primer dispositivo mínimo.

30. “El italiano había actuado tan sensata como descortésmente al no venir: no habría visto nada y hubiera tenido que contentarse con ver algunos cuadros pulgada a pulgada con la linterna de bolsillo de K.” (ibid., p. 355). Es precisamente esto lo que K. emprende. 31. Hasta la puesta en abismo de la actividad de espectador por la estatua de un bajo relieve: un alto caballero “parecía contemplar atentamente algo que se desarrollaba ante él” (ibid., p. 356).

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I. Lo descubrimos a través del primer uso que se hace de ella. Después del rechazo sufrido por el hombre, el texto continúa: Como la puerta de la Ley está abierta como siempre y el guardián se echa a un lado, el hombre se asoma para mirar por la puerta al interior. (p. 360)

La puerta, cual ventana, representa el marco mínimo de la mirada y designa así un punto de vista que la fábula se apresura a poner en marcha. Es un topos que el realismo ha utilizado con mucha frecuencia para definir el lugar de la mirada. El centinela aparece, entonces, como “el obturador” potencial de esta abertura, que justamente no tiene puerta capaz de cerrarla. Aquello que hay para ver, o que podría esperarse ver, es la Ley. Pero no se sabrá jamás aquello que el hombre ha visto. No obstante, lo que ha sido postulado sin apelar a una retórica del símbolo es que la puerta y su guardián funcionan como un dispositivo de visión. II. El guardián proporciona inmediatamente otra descripción de este dispositivo: Cuando el guardián lo ve, se ríe y dice: “Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta una cosa: soy poderoso. Y sólo soy el más humilde de los guardianes. Sala tras sala hay otros guardianes, cada uno más poderoso que el anterior. Ni siquiera yo puedo soportar ya la vista del tercer guardián”. (p. 360)

El portero es definido doblemente como punto de vista. En primer lugar, se coloca como observador del hombre: lo ve, y riéndose de dicho espectáculo, se pone a hablarle. A pesar de la afirmación reiterada de la prohibición y el desafío a transgredirla, que son otros tantos recordatorios del primer ejercicio de su poder, la mención de la vista por el guardián (“Ni siquiera yo puedo soportar ya la vista del tercer guardián”) hace entrar

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enseguida estas palabras en la serie de los elementos que construyen un nuevo uso del dispositivo de visión. La particularidad aquí es que el guardián hace parte al hombre de su utilización del dispositivo sin intentar utilizarlo delante de él. Si bien las palabras del guardián son antes que nada descriptivas (“Sala tras sala hay…”), el final de su frase menciona su propia experiencia, lo cual presupone un relato implícito y, en consecuencia, una acción esencial: mirar a los centinelas, utilizar el dispositivo de visión. A través de su proto-narración, el portero se presenta como un testigo digno de fe y, por ende, como un modelo. El término “vista” es tanto más importante cuanto que es ambiguo32: hay allí una especie de temblor del discurso que debe retener la atención del lector. La vista, es la mirada. Es la mirada de esos otros centinelas sobre el portero; pero la vista es también el espectáculo que ofrecen esos centinelas al primer portero, instaurado como punto de vista y haciéndoles frente. El guardián está en trance de “contar” que él mismo es uno de los que utilizan el dispositivo de visión. ¿Ha entrado él quizás? No se puede sino especular sobre esta cuestión33. Aquello que el texto indica explícitamente, es que él es un punto de vista en una relación que puede calificarse como especular: él mira a un guardián, su semejante, un guardián que es su propia imagen de guardián y que, a su vez, lo mira. De modo que esta figura se repite al menos tres veces: a partir del tercer centinela, él ya no puede hacer frente. Lo que, entonces, le resulta insoportable, es la repetición 32. La ambigüedad está también en el alemán: “Von Saal zu Saal stehen aber Türhüter einer Mächtiger als der Andere. Schon den Anblick des Dritten kann nicht einmal ich ertragen”. 33. Por otro lado, es una de las variantes interpretativas expuestas por el sacerdote al final del capítulo IX de El proceso. Toda hesitación concerniente a la verdad de la palabra del guardián nos conduce a la especulación. Que el guardián diga la verdad o no, no cambia nada, dado que su proto-narración presenta un uso del dispositivo que supone ciertos efectos de poder. Hay algo de performativo en esta palabra: una vez que ha descrito ese dispositivo, su propia experiencia de punto de vista frente a la puerta de la ley, el guardián obliga a aquel que lo escucha a situarse en relación a su propuesta. Es justamente eso lo que la fábula expone.

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de las miradas, o su número. Este límite a su experiencia supone implícitamente que otros porteros se alzan más allá, en defensa de otras puertas, y así hasta el infinito. Este uso del primer dispositivo reenvía la ley al infinito de la representación, que en una aproximación simbólica puede devenir el lugarteniente del Infinito, cargado entonces de un pleno sentido de trascendencia. Pero, de hecho, para el lector de Kafka, para el hombre que escucha, como para el guardián que cuenta, si hay algo para ver en esta proto-narración, es la repetición del primer dispositivo: puerta más centinela, en un juego de encadenamientos. El infinito puede ser un “lugar” que conviene a la trascendencia, dándole forma a aquel trazo que hace de la ley lo inaccesible; pero ese punto geométrico construido por un dispositivo de visión en el cual se repiten las miradas y las puertas, está construido por un sistema de reflejos: un marco dentro de un marco, infinitamente reproducidos, eso es lo que se ve en un espejo cuando tiene otro espejo enfrente, designando a la vez el punto de vista y el punto de fuga en el espejo. Figura perfecta de la tautología: si detrás de la puerta, en el infinito, se halla la Ley, ella está para la imagen del sujeto que le hace frente y que toma su lugar delante del espejo. La Ley, en suma, es aquello que el sujeto proyecta en ella: su deseo, dirá una lectura psicoanalítica, un Dios trascendente, como parece implicar el tono por lo menos bíblico y la forma de la parábola34. Pero la figura especular reenvía a la ilusión, al engaño. Mencionar el espejo, es ya construir la crítica de la trascendencia, ese garante del poder arcaico. Es decir que la Ley no tiene, entonces, existencia por sí misma: es un fantasma del sujeto. Sin embargo, la maquinaria del poder que desarrolla la fábula no se detiene en el modelo especular que presenta el guardián. La Ley trascendente, y la crítica del poder que se refiere a ella, no son sino piezas de la máquina. 34. De la referencia bíblica o talmúdica, no diremos nada. Los comentarios de la obra de Kafka que toman esta vía son muy numerosos. Citemos a Gerhard Isermann, (Unser Leben, unser Prozess, Theologische Fragen bei Kafka, Wuppertal, 1969), que trata acerca de la influencia del Viejo Testamento sobre los relatos de Kafka.

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Es preciso remarcar que el dispositivo que describe el portero introduce una precisión en cuanto a la focalización. Si bien podría pensarse que el objetivo de aquel que mira es ver detrás de cada puerta, contemplar la Ley –es la hipótesis del dispositivo especular: el objeto de la mirada, sin embargo invisible, es el infinito de la Ley–; de hecho, el portero observa a los otros guardianes, transformando a estos últimos en objeto de mirada. Al hacer tal cosa, proporciona al hombre un modo de empleo del primer dispositivo: mirando a través de la puerta, se puede ver a los centinelas, dispuestos en serie. III. Mirar al centinela antes que a la Ley, es justamente lo que va a hacer el hombre de la fábula: él va a observar a un guardián, aquel que está más cerca de él. Va incluso a consagrarle su vida. El paso de los años es asumido por una nueva experiencia de la mirada, una tercera utilización del primer dispositivo. El texto, por otro lado, enmarca esta parte de la historia con la mención de la mirada: El hombre del campo no había previsto aquellas dificultades; la Ley, piensa, debería ser accesible siempre y para todos, pero cuando mira con más atención al guardián, con su abrigo de piel, su gran nariz puntiaguda y su barba tártara, escasa y negra, prefiere esperar a recibir autorización para entrar. (p. 360, nuestro subrayado)

Los años se agotan y el hombre renueva las tentativas de pasar por la puerta; pero lo esencial es que: Durante todos esos años el hombre observa casi ininterrumpidamente al guardián. Olvida a los otros guardianes, y ese primero le parece el único obstáculo para entrar a la Ley. […] Chochea, y como al estudiar durante años al guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que le ayuden a cambiar el talante del guardián. (p. 360, nuestro subrayado)

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La mirada escrutadora implicada por este “estudio”, que se demora en las pulgas escondidas en el cuello del guardián, podría ser una ironía: el hombre, concentrándose en lo inesencial, en ese detalle ínfimo que son los pequeños insectos, pasa por alto la grandeza de la Ley. Pero sobre todo, las pulgas subrayan de manera aguda la actividad de este observador, puesto que ellas remiten a una mirada casi imposible. Ello recuerda un tipo de espectáculo corriente alrededor de los siglos XIX y XX, que juega con una paradoja. Los domadores de pulgas, en las ferias, elegían precisamente exhibir este pequeño animal que sólo con dificultad puede verse. No es una casualidad que el cine esté interesado en los amaestradores de pulgas: citemos uno de lo más célebres, Candilejas (Limelight, 1952) donde Chaplin, en el papel de Calvero, pretende, desde lo alto de la escena de un teatro, exhibir estos parásitos. Thomas Koerfer construirá todo un film acerca de este tipo de representación en La muerte del director del circo de pulgas (Der Tod des Flohzirkusdirektors oder Ottocaro Weiss reformiert seine Firma, 1973). Con la mención de las pulgas, el texto de Kafka se inscribe también en el contexto heredado del siglo XIX, haciendo de la mirada uno de los hilos conductores del relato. Por lo demás, el narrador prosigue todavía con la cuestión de la mirada: Finalmente, su vista se debilita y ya no sabe si realmente se ha hecho más oscuro a su alrededor o si sólo lo engañan sus ojos. Sin embargo, percibe ahora en la oscuridad un resplandor que brota inextinguible de la puerta de la Ley. (p. 360)

En suma, en la tercera experiencia del dispositivo, el hombre hace como el centinela: fija una guardia. Por más que renueve su demanda padeciendo los rechazos de este intermediario, concentra su interés sobre él. Adopta así el modelo que le ha propuesto el centinela cuando le describió su propia experiencia; pero el hombre la adaptó a su propio uso, ya que, a diferencia de aquel

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que ha devenido su primer interlocutor, él desvía sus ojos de la puerta para observar al único centinela que se halla ante él: al hacerlo, escapa a la estructura especular expuesta en la fábula. Imitación y reapropiación del modelo han conducido al hombre a “descuidar” el lugar de la trascendencia, deseando siempre entrar a la Ley, pero “olvidando” posar sobre ella su mirada. IV. El último encadenamiento del texto pone, entonces, nuevamente el acento sobre la vista –esta vez la del hombre, que se debilita– dando lugar a un último uso del primer dispositivo de visión. Entonces, adviene ese gran momento que puede parecer una pequeña revelación: la luz se da a ver a través de la puerta de la Ley –sin que ningún esfuerzo voluntario sea requerido del hombre y en el momento en que sus capacidades visuales son desfallecientes. La luz que el hombre percibe es, en primer lugar, la materia que hace funcionar todo dispositivo de visión. Ello no es insignificante en el contexto de esta fábula. Esta experiencia subraya el lazo entre la ley y las prácticas de la mirada. También podría hacerse de esta luz el símbolo de la trascendencia, “la Luz divina”. No sin ironía, la fábula viene a sembrar la duda sobre este punto, dado que también podría suceder que al hombre “lo engañen sus ojos”. Si en el modelo especular el Sentido estaba minado por el efecto del espejo que sitúa al sujeto en el lugar mismo de la Ley, reenviando a uno y otra a la tautología, en esta última experiencia, la mirada del hombre, primero completamente absorbida en la contemplación de las pulgas, es solicitada por una representación que juega culturalmente con la trascendencia. Pero todavía una vez más, como con el espejo. La ilusión es un posible del dispositivo de visión. Se constata que desde el momento en que la fábula hace jugar la trascendencia, ella introduce indicios antes que cualquier certidumbre.

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Modelos de poder Después de estas cuatro prácticas del primer dispositivo de visión mínimo –la puerta y su guardián–, la fábula retorna a un habla de poder explícito: lo hemos visto, después de haber planteado la prohibición que inauguraba la parábola y forzaba al hombre a esperar, el guardián formula un derecho. A la exhibición de dicha posición de autoridad, hay que añadir otra que determina al menos otro tanto el comportamiento del hombre: el guardián propone un modelo de mirada. Para hacerlo, se sirve de una doble manera del dispositivo de visión: él lo “cuenta”, y dice haberlo experimentado. El poder del guardián no pasa por un juego de orden o de prohibición, sino por el ejemplo que él da. Para el hombre, no se trata ya de obedecer, sino de imitar. En la segunda forma verbal del ejercicio del poder, la proto-narración, la puerta no es ya considerada como una entrada, sino como un elemento del dispositivo de visión, descrito por el guardián como una representación especular. El poder que se ejerce por el ejemplo, puede ser considerado como una insinuación a la cual el hombre puede obedecer o no. Por otro lado, hemos visto que él sigue el modelo presentado apropiándoselo y, podemos creer, ejercitando un poco su libertad: durante toda su vida, él va a observar al centinela; la puerta no atraerá su mirada de nuevo sino un poco antes de su fin. Ello, sin duda, da prueba de su miopía pero evita, no obstante, la trampa especular. Sin embargo, la aparente flexibilidad de la insinuación no cambia la forma del poder. Aquello que describimos aquí es aún un modelo de dominación unilateral, donde el guardián, representante de la ley, después de todo ha cambiado de táctica, o articulado una aproximación a otra distinta35. 35. En su estudio sobre los modos de la dominación, Max Weber subraya: “Desde un punto de vista puramente psicológico la cadena causal puede mostrarse diferente, puede ser, especialmente, el “inspirar” o la “endopatía”. Esta distinción, sin embargo, no es utilizable en la construcción de los tipos de dominación.”, Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva (1956), trad. cast. José

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¿De modo que la puesta en evidencia de los usos de los dispositivos de visión nos conduce a constatar el mismo funcionamiento del poder jerárquico, a través de una variante suavizada? En suma, si este dispositivo se distingue del Panóptico de Foucault, ¿no es precisamente porque muestra una representación del poder arcaico, del cual hemos podido mencionar aquí ciertos indicios: la ley trascendente, la formulación de la prohibición y del derecho singular por el guardián, su representante, que utiliza igualmente la autoridad del ejemplo para afianzar mejor su poder? La alianza del dispositivo de visión y de la insinuación a través del ejemplo sería la versión atenuada del poder brutal, que prohíbe la entrada ignorando la cuestión de la mirada. A la inversa de los procedimientos disciplinarios, de los cuales el panóptico es el prototipo, el poder tradicional se exhibe en los fastos que confirman su autoridad. Así pues, en la fábula, la Ley es ubicada en el horizonte del dispositivo especular construido por la narración del portero, objeto de mirada por excelencia que, incluso si permanece no visto, convoca todos los resortes de la representación para su exhibición, y ocupa el lugar más importante de la estructura especular: el punto de fuga en relación al cual se organizan las miradas36. En esta perspectiva, el guardián, como objeto de mirada, es aún un relevo del poder. Ello nos conduce, luego, a interrogar el sentido que se oculta en ese punto de fuga y que parece ineludible. Ahora bien, si para definir el poder, estamos obligados a buscar la naturaleza de la ley –es decir, a “entrar a la Ley” o a reflejarnos en el dispositivo especular que nos es presentado, es que nos hemos apartado una vez más de su funcionamiento y hemos ocupado el mismo lugar que los personajes de la fábula. Si nos quedamos allí, debemos concluir que el poder representado por esta parábola pertenece Medina Echavarría, Juan Roura Parella, Eugenio Ímaz, Eduardo García Maynez y José Ferrater Mora, México, FCE, 1964, p. 172). 36. El infinito es el lugar del poder: es preciso aproximarse a esta problemática a partir del análisis de Las meninas de Velázquez realizado por Foucault (Las palabras y las cosas, trad. cit).

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al modelo arcaico. El análisis de los usos del dispositivo de visión nos muestra, sin embargo, algo distinto: que la Ley no es sino un elemento de un mecanismo más vasto. Para evitar una cuestión que nos reenvía siempre a la trascendencia, es útil aprehender el funcionamiento del poder a través de sus efectos. Esto conduce a preguntarse cómo la estructura compleja de la parábola, que articula muchos usos del dispositivo de visión y diferentes actos de habla, consiguen producir la sujeción. I. Cuando el guardián prohíbe el paso, el efecto de este ejercicio del poder que llamamos tradicional, se mide según la obediencia: el hombre no pasa. Él podría haberse sublevado –matar al guardián37. No lo hace, y se somete así a ese representante de la autoridad. Si el poder puesto en acto en esta leyenda se limitara a esto, no habría historia, dado que aquello que es esencial es que el hombre permanece allí, ante la puerta y que los años pasan. Nótese que dicha obediencia es la primera consecuencia de la mecánica de este poder que nos interesa describir. Es preciso que el hombre se detenga ante la puerta un instante, y el acto de poder tradicional juega por sí mismo su papel. II. Una vez que el paso es “cortado” por el guardián, el hombre podría haberse ido perfectamente a otra parte. ¿Por qué no lo hace? Rechacemos toda consideración moral o psicológica. Lo que sucede es que, en esta parábola, no hay “otra parte”, como tampoco hay espacio alrededor de este dispositivo mínimo: la puerta y su guardián. El texto prosaico, extremadamente preciso y particularmente lagunoso desde la perspectiva de una representación realista, es tan económico respecto de sus elementos de descripción que “olvida” dar algún elemento de espacialización: la mecánica del poder no podrá ser explicada 37. El asesinato del Padre en el orden tradicional es todavía un efecto del poder: su trasgresión a través de la sangre.

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por una cuadriculación del espacio como en el Panóptico. El mayor indicio de la sumisión del hombre es que, no habiendo franqueado la puerta, permanezca allí, ante ella. Y esta sumisión se mide de acuerdo al paso del tiempo: ¡toda una vida humana consagrada a la espera! Para que ese mecanismo de poder actúe, no es, entonces, suficiente prohibir: “la espera de por vida” es obtenida por un subterfugio que depende de la experimentación original del dispositivo de visión expuesto por el guardia ante el hombre, después de la imitación parcial que aquel produjo en éste durante toda su vida: el hombre observará atentamente al centinela, evitando el dispositivo especular que éste le ofrece. Si la prohibición impone detenerse ante la puerta, el ejemplo y su imitación modelan toda una vida. De modo que, la insinuación no es sólo la variante de un poder jerarquizado y tradicional. Si la prohibición y el ejemplo proceden en definitiva del mismo tipo de dominación, cuando están articulados el uno al otro, como en la parábola, es que entran en un funcionamiento tecnológico del poder: forman una máquina cuyos efectos se combinan para producir la sujeción. Es porque el poder que opera por medio de esta maquinaria que denuncia la trascendencia como ilusión, sugerida por el dispositivo especular, no basta para escapar a la dominación. Ahora bien, tomando como rasero el paso del tiempo, el lugar del hombre se parece mucho al del guardián. Él también permanece toda su vida ante la puerta. Considerando este aspecto de la sujeción –ciertamente no despreciable, dado que se trata de aquello que guía toda una vida humana– ellos son iguales38. Es cierto que no son iguales ante la Ley, cuyo representante es el guardián. Éste podría justificar el tiempo pasado allí, su vida, a partir de su lugar en referencia a la Ley. No es el caso del hombre; pero, ya lo hemos visto, este último podrá reinvindicar un 38. Ésta, por lo demás, es una de las pistas abiertas por el comentario del sacerdote, sólo que bajo el ángulo del juicio y, por ende, bajo el imperio de la Ley y en relación con una prohibición.

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espacio de libertad en el uso que hace del modelo especular: él mira al guardián, desviándose de la puerta. Su diferencia podría formularse así: el guardián está sujeto en tanto que es fundado por la Ley, que justifica su poder sobre el hombre; este último está sujeto en tanto que ejerce mínimamente una elección, lo cual puede parecer una compensación. En los dos casos, el estar sujeto no quita nada a la sujeción que se mide con el tiempo39. Lo que nos impresiona es la presencia excesiva del modelo arcaico del poder; pero aquello que hay que observar es que estas distintas variantes del modelo tradicional –habla de la prohibición o del derecho, dispositivo de visión de la trascendencia, autoridad a través del ejemplo – son las distintas articulaciones del poder tecnológico. III. Sin embargo, un tercer efecto de la mecánica del poder desplegada por esta fábula debe ser recordada. No basta con que el hombre obedezca a la prohibición; no basta con que permanezca pegado a esta puerta y a ese guardia durante toda su vida. Para que la sujeción opere hasta el final, es preciso que esta vida, a pesar del margen de libertad, sea una vida “perdida”. Es preciso que el hombre pueda evaluar que su elección –por lo demás, consciente o no, eso no nos interesa aquí– ha sido un error. La mecánica del poder provee el último toque a la sujeción transformando su elección mínima, su pequeño margen de vida, en un fracaso. Es un momento crucial, tanto más marcado por cuanto es el resorte del sentimiento trágico producido por la fábula. La sujeción es justamente pasar su tiempo ante la puerta, pero sobretodo es medir el valor de ese tiempo con la vara del primer modelo de poder: cuando la luz aparece, con toda su carga simbólica, el guardián asesta sus últimas palabras, que dependen del orden arcaico: le dice al hombre su derecho singular,

39. Foucault juega efectivamente con estos dos términos: devenir sujeto pasa por la sujeción.

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derecho que el hombre ha perdido. Es demasiado tarde, y se ha equivocado. El retorno de la Ley, incluso acompañado de indicios de ilusión, es esencial: permite cerrar el mecanismo. Pero la importancia de este tercer tiempo no se debe a la potencia intrínseca de la ley trascendente. Es función del lugar que corresponde a la trascendencia en el proceso global de sujeción: es decir, después de que el hombre se ha podido beneficiar de un pequeño margen de libertad. Es entonces su elección, su vida, los que son juzgados como errores, dado que él se ha desviado de la Luz, o no ha sabido entrar a tiempo. En el horizonte de su acción siempre se mantiene la Ley40. El juicio y la evaluación son los resortes del último mecanismo de la máquina. El último momento de la sujeción depende entonces del rol que es atribuido a la ley: ésta aparece como la justificación última del comportamiento, el principio de evaluación de la acción. Si se piensa al poder definiéndolo a partir del valor que representa la ley, como incitan a hacerlo los comentarios del sacerdote y de K., se permanece en la descripción del modelo arcaico. Todo comentario que apunte al juicio en referencia a este valor obedece a la maquinaria de poder de la fábula. De este modo, se continúa, en la novela, la mecánica puesta en escena en “Ante la ley”. No obstante, aún si la Ley “funciona” efectivamente como el principio a partir del cual el hombre es juzgado, ella no es, en tanto que tal, garante del poder ejercido por la maquinaria en su totalidad41. La especificidad de “Ante la Ley” es producir la 40. La fábula es emplazada enteramente bajo el signo del error y del juicio de verdad: “‘Te engañas con respecto al tribunal’, dijo el sacerdote. ‘En los escritos de introducción a la ley se dice de ese engaño: ante la Ley hay un guardián […]’”, (trad. cit., p. 360). El sacerdote cuenta la parábola para mostrar que K. se engaña acerca de la justicia: empuja al lector, tanto como a su interlocutor, a interrogarse sobre la Verdad. 41. La lectura de Deleuze y Guattari va en esta dirección: “La trascendencia de la ley era sólo máquina abstracta, pero la ley no existe sino en la inmanencia del dispositivo maquínico de la justicia. El proceso es el desmontaje de toda justificación trascen-

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sujeción integrando la Ley como una de las piezas de la mecánica del poder. Si bien ella es necesaria para la formulación de la prohibición y del ejemplo, y si bien es designada por el primer dispositivo de visión y por el habla como un elemento indispensable, no obstante ella no basta para explicar todo el proceso. La concatenación de las formas de dominación, que es preciso distinguir de la simple repetición, constituye la estructura del poder. En suma, el texto no nos dice qué es la Ley, no más de lo que no nos dice que ella no es sino una ilusión. Nos muestra cómo funciona el poder, dado que uno de sus engranajes es eso que llamamos la Ley, construida como una trascendencia. Como Foucault lo analiza para la sujeción moderna, el poder pasa aquí por un agenciamiento cuyos diferentes elementos son, paradójicamente, figuras arcaicas. No podemos contentarnos con describir la ley trascendente y el poder arcaico de la censura para comprender el funcionamiento de la sujeción que es aquí el tema. No basta tampoco con constatar la inadecuación del hombre frente a la Ley arcaica, porque su reacción es una adaptación que tiene lugar en las diferentes etapas a través de las cuales actúa la máquina en el poder. La inadecuación no permite pensar, en efecto, la integración de ese modelo tradicional con una tecnología del poder en la cual los dispositivos de visión juegan un rol importante. La fábula nos muestra, por el contrario, un funcionamiento perfectamente eficaz en el cual se encadenan muchos registros del ejercicio del poder (prohibición, insinuación a través del ejemplo, juicio referido a un sentido, con una adaptación del hombre (imitación/apropiación) a aquello que le es propuesto). dental. No hay nada que juzgar en el deseo, él mismo es el juez completamente saturado de deseo. La justicia sólo es un proceso, un desarrollo inmanente del deseo.” (trad. cit., p. 77). Apoyamos este análisis. No obstante, nuestro análisis se esfuerza por abordar el “agenciamiento” de poder sin hacer de la cuestión del deseo el resorte esencial de la maquinaria, lo cual es el caso del análisis de Deleuze y Guattari, que debe ser leído en la misma línea de El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia (trad. cast. Francisco Monge, Barcelona, Paidós, 1985).

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Si bien subrayamos la dimensión tecnológica de ese poder puesto en escena por Kafka, lo cual lo transforma en un poder moderno en el sentido foucaultiano, ¿podemos, no obstante, asimilarlo al Panóptico, que ha devenido el prototipo del poder tecnológico? Lo hemos visto, la cuadriculación del espacio que permite construir una maquinaria de poder característica no interviene en esta parábola. Además, el dispositivo de visión (puerta más centinela) que participa de la mecánica de dominación ubica el símbolo del poder en el lugar del objeto de la mirada, y por ende, depende del modelo arcaico. El primer dispositivo de visión, en la fábula, está del lado del poder tradicional, haciendo de la Ley primero y del guardián después, aquello que hay que contemplar. Por otro lado, el hombre, y también el guardián, son constantemente descritos como puntos de vista, sin importar cuál sea, por lo demás, su utilización del dispositivo. Sin embargo, ellos están sujetos a títulos diversos. El Panóptico, por el contrario, presenta una coacción por definición que Foucault cierne con precisión: aquel emplaza el poder allí donde está situada la mirada. Sin embargo, en la medida en que el panoptismo aspira a constituir un sistema de control, podemos considerar que el resultado de la maquinaria de “Ante la ley” apuntaba a ese resultado específico: la sujeción del hombre y del guardián, que los retiene ante la puerta, hace de uno el observador del otro, y a la inversa. Si bien la fábula insiste en la mirada del hombre, y no menciona más que una vez, ya lo hemos visto, al guardián como espectador de su interlocutor. Resta que el segundo nivel de sujeción, que consiste en demorarse ante la entrada a la Ley, equivale a estar cara a cara con el guardián: la mirada de uno sobre el otro no es nunca presentada como una vigilancia del interlocutor; pero ello tiene por consecuencia que cada uno sabe lo que el otro hace. El efecto de esta práctica del primer dispositivo –y que consiste en desviarse de la Ley– es transformar a los dos sujetos de mirada en objetos de la mirada del otro: su relación es, en suma, “recíprocamente panóptica”. Estar allí es precisamente estar sujetado

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Dispositivo de visión y modelos de poder: “Ante la ley”, de Kafka

en esta relación que ya no se define tanto por el poder que otorga la Ley arcaica, sino más bien por el control que ejercen uno sobre el otro los dos hombres. Y ese control se efectúa tanto más cuanto que el hombre existe como sujeto (de mirada), que puede creer en su libertad de elección, y que el guardián asume su autoridad (que le es otorgada por la ley). El efecto panóptico se halla multiplicado por el mantenimiento tanto de la ley arcaica en el sistema, como también del encadenamiento de las variantes del poder que se refieren a aquella. Si hay verdaderamente un funcionamiento panóptico, entonces no puede comprenderse la puerta como punto de vista a partir del primer dispositivo de visión (el más evidente). Éste distribuye las posiciones de punto de vista y de objeto según el modelo arcaico. No es sino por la maquinaria del poder que los personajes llegan a los usos desviados de ese primer dispositivo, lo que implícitamente induce un efecto de panoptismo. Todavía una vez más, el poder tecnológico aparece en la articulación de los usos y las variantes del poder arcaico. ¿Qué emplazamiento histórico debe atribuirse al proceso de sujeción que despliega la parábola de Kafka? Ciertamente, no responderemos aquí a la pregunta. Sin duda, el modelo debería ser confrontado con formas de poder análogas o concurrentes, liberadas a partir de otros discursos, extraídas de un corpus históricamente definido a través de muchas disciplinas. Sería preciso, en suma, apelar a una aproximación epistemológica de los dispositivos de visión en relación con la cuestión del poder, trabajo al que Foucault nos invita. Sin embargo, esta parábola demuestra la necesidad de precisar siempre el lazo entre punto de vista construido y poder. Es necesario analizar todo dispositivo de visión en el detalle de su funcionamiento, porque, lo hemos visto ya, un dispositivo que reenvía a priori al poder arcaico puede ser agenciado de manera tal que produzca una sujeción tecnológica: a partir de un dispositivo que no puede comprenderse a partir del Panóptico, hemos sido llevados, no obstante, a describir el panoptismo. Sucede que

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la maquinaria del poder no depende solamente de una estructura que distribuye los lugares, también está en función de la finalidad de ese dispositivo, es decir, de su uso social o institucional, del mismo modo en que ella es definida por la articulación interna de los lugares de mirada ligados a prácticas plurales –especialmente verbales– y dependientes unas de otras. Traducción de Noelia Billi

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La escritura en Kafka: el quebranto de la interpretación El 11 de febrero de 1913 Kafka escribe en su Diario una breve nota, desprendida de la lectura retrospectiva de su propio texto, La condena1 [Das Urteil] surgido como secuela de un arrebato febril, de un episodio de insomnio y de escritura nocturna. La pendiente de esa escritura extenuante desemboca en ese texto que aparece simultáneamente como una prefiguración y una síntesis de la historia de su propia escritura, pero también como un punto de inflexión. Como una anunciación y una cifra, también como un quebrantamiento y un gesto limítrofe, un umbral. Una metáfora en el Diario alude a este episodio con una estampa convencional, pero no ajena a ciertas alusiones a la fisonomía abyecta de la escritura: “la narración ha salido de mí, como en un auténtico parto, recubierta de mucosidades y de suciedad, y tan sólo yo puedo, con mi mano, penetrar hasta el cuerpo y tengo deseo [Lust] de hacerlo”2. Alusión al diálogo violento de los cuerpos en el momento del parto, a la 1.Una vacilación inquietante en la traducción. La versión literal, El juicio, designación neutra, equívoca, capaz de invocar quizá no sin ironía una figura lógica o incluso los destinos de la racionalidad turbia de la ley, ha sido abandonada invariablemente en la traducción por otras que acentúan un dramatismo acaso ajeno al texto: El veredicto o, incluso, La condena. Ambas soluciones descartan la fuerza irónica de la designación neutra en favor de una orientación expresa de la interpretación narrativa. 2.Franz Kafka, Tagebücher, en Franz Kafka. Kritische Ausgabe, ed. Hans-Gerd Koch, Michael Müller y Malcolm Pasley, Fischer, Frankfurt, 2002, p. 491.

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experiencia de fascinación y de asco, de amor y abyección. Una circularidad inherente en el desplazamiento de la escritura al cuerpo; la figuración de un cuerpo que engendra a otro un cuerpo emerge en la escritura, cuerpo y voz también de la escritura. Un cuerpo que se hunde en el otro para asistir al alumbramiento cuyo desenlace no es sino excrecencia, pero también luminosidad, júbilo. Alumbramiento de un texto reticente a la interpretación, ajeno a la claridad o a las ilusiones del sentido. El texto permanece abierto, sin contornos. La iluminación jamás llega. La minuciosa lectura retrospectiva del propio texto, emprendida por Kafka, arroja innumerables bifurcaciones y densidades en una mascarada cabalística, distante al esclarecimiento. Exhibe el texto como un repertorio de señales, de perturbaciones. La sombra cabalística se abate sobre los nombres: las letras de los nombres, sus iniciales, sus acentos, sus disposiciones silábicas y sus patrones vocálicos abren vías equívocas de sentido. Evocaciones. Jirones de reminiscencias perturbadoras y sin elocuencia, alegorías apenas bosquejadas como juego irónico. En una carta a Felice Brauer, Kafka se expresa con detalle sobre los nombres de los personajes del relato: Y mira, George tiene tantas letras como Franz, ‘Bendemann’ comprende Bende y Mann [hombre], Bende tiene tantas letras como Kafka y también dos vocales ocupan el mismo lugar. En cuanto a Mann, debe aparecer por compasión, para fortalecer al pobre ‘Bende’ en sus luchas. ‘Frieda’ tiene tantas letras como Felice, y también la misma inicial. Por otra parte Friede [Paz] y Glück [Felicidad] aparecen en conjunción. Gracias a Feld [campo], el apellido ‘Brandenfeld’ entra en relación con Bauer [campesino], además de poseer la misma inicial.3

3. Franz Kafka, Briefe an Felice, 11a. ed., Fischer, Frankfurt, 2009, p. 394.

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La condena despliega nítidamente el juego cabalístico de los nombres como modalidad de la voz narrativa que señala la identidad de los personajes en los textos de Kafka. La equiparación especular de los nombres no deriva de su analogía sino del trayecto cabalístico: la “similaridad” entre George [Gregor en La metamorfosis] y Franz, o entre Bende y Kafka revela ya este trayecto interpretativo, equívoco, turbio, alegórico. En otros textos esta especularidad trastocada se expresa en la repetición de la inicial K –convertida en nombre por sí mismo, en seña quebrantada del nombre, residuo, emblema, astilla, despojo– que se repite a la vez como simulacro de identidad entre el personaje y el autor, entre el autor y la voz narrativa como una incertidumbre y un desmentido de las identificaciones. La impronta cabalística se disemina también sobre otros nombres, más como ironía que como recurso de verdad o como vía para la afirmación del juego especular de las identidades. El nombre como huella mutilada del acto de escritura, como guiño, como pista falsa, cómo máscara o como trazo en el trayecto del simulacro de sí mismo y de su capacidad para impregnar con la propia experiencia el acto narrativo. Es la violencia, el vértigo y el destino errático de la apuesta de singularidad, transfigurada en principio de individuación. En La condena la narración no emerge de una síntesis identitaria sino del ahondamiento de las fisuras, quebrantamientos y pliegues del texto, insinuación de silencios; la dislocación de las identidades narrativas y de las capturas especulares. La palabra afirmada como una oscilación entre polos de identidad transitoria, episodios de certeza efímera, arrancada de su tiempo, de su atmósfera por la súbita metamorfosis de todas las fisonomías. La insistencia de esa traslación de las alusiones equívocas hace patente en el relato la interferencia de una autobiografía espectral. El nombre propio implantado en la narración como imagen aberrante de sí y del mundo propio, como un centro desfigurado que, sin embargo, engendra la narración como ondas concéntricas derivadas de la exactitud y la exigencia exhaustiva de la mirada, de la memoria, como origen oscuro de la repetición, como señal

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de los límites del lenguaje, de la expresión, que como constelación de revelaciones; más como rechazo de la pretensión hermenéutica que como vía de acceso a una verdad recóndita. En su reflexión sobre Kafka, Blanchot ha insistido en la íntima relación entre lenguaje y ausencia, en la fuerza equívoca de la negación inherente a la palabra y a la capacidad de los vocablos para evocar imaginariamente lo desaparecido, para darle una presencia fantasmal. Ha insistido en la virulencia que en la escritura de Kafka cobra el juego del pronombre, la disipación del yo, la aparición de un él trastocado por la distorsión acarreada por el nombre fragmentado –reducido a una inicial y un punto– o por la exaltación conjetural de analogías llevadas de la distorsión a la ironía. El nombre mutilado, la referencia plena y desmentida. La alegoría alentada –revelada en su fuerza indicativa, en su capacidad de solicitar el impulso analógico– para luego ofrecerla como una extrañeza. El relato es el lugar del despliegue fragmentario y equívoco de los nombres, no como síntesis de identidad, sino como huellas elusivas. Pasa de su densidad cabalística a su inscripción como simulacro, como enigma irónico, como exaltación y como fatiga de la propia voz. La densidad cabalística permanentemente desautorizada aparece como una fuerza intrínseca del lenguaje: menos su vocación a la iluminación que su señal de la desaparición. Remanentes del lenguaje, de la designación, en la penumbra de la melancolía. No era su primera referencia al texto. Previamente, en una carta previa a Felice le anuncia su publicación. Ahí lo describió como un relato “desordenado y sin sentido” y, sin embargo, capaz de encerrar “una cierta verdad interna”. Una verdad meramente presentida, más una sospecha o el relieve de un silencio, más una apuesta que una evidencia, más un sentimiento que un sentido discernible, expreso. Poco después le escribe a Felice: “No hay nada que explicar en La condena”.4 Cancela su propio impulso a la interpretación. Desalienta la expectativa de sentido. Ofrece una negación tácita pero definitiva, tajante, de las propias claves de 4. Franz Kafka, Briefe an Felice, p. 396.

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lectura. Invalida su propio juego cabalístico, lo exhibe como señal de una irrisión, de un abandono. Esa oscilación insiste, gravita no sólo en la lectura que hace Kafka de sí mismo. Marca constitutivamente su escritura. La historia del texto confirma esta penumbra y el fracaso de la exégesis, su desengaño. Huellas de alusiones, reminiscencias, fuerzas de impregnación y perturbaciones que irrumpen en el texto, lo fracturan, pesan sobre él, lo envuelven como una atmósfera turbia, intangible. Pero esa fuerza centrífuga del relato no emerge sólo de la lectura. Emerge del propio texto que exhibe sus errancias, sus puntos muertos, sus abandonos, el cansancio extremo. Cada bifurcación del texto exhibe su densidad equívoca, lo carga con suplementos inabarcables de sentido, incalificables. Transita del ascetismo descriptivo a la figuración reflexiva, a las intersecciones entre el delirio y el sueño; de la reconstrucción sobria a la apelación vulgar, a lo grotesco; de la sequedad testimonial a la mentira abierta, a la burla; de la ficción de realismo a la atmósfera de trascendencia. Del texto como espacio del acontecer, gratuito, a la violencia imperativa, fatal, de un destino inapelable, trazado como enigma. El juego de la tragedia. La biografía de Kafka hace patente su apego a ese texto. La condena marca su escritura sin comparación con sus otros textos. Alude a él remarcando incesantemente su relevancia, lo destaca una y otra vez entre sus otros relatos, se empeña en darle un relieve singular a su publicación. Se empeña inusitada, obstinadamente, en su publicación. El momento de su génesis cobra sentidos míticos. Momento tardío pero originario de su escritura. Ilumina con una luz singular, retrospectiva, lo escrito hasta ese punto, impregna también con una voz tácita todas las secuelas de esa escritura. En su correspondencia señala ese momento como un hito en su memoria, lo inscribe como una epifanía íntima, una revelación patente aunque opaca de sí mismo, una prefiguración de identidad y una certidumbre reflexiva. Es un punto equívoco, una síntesis espectral, enigmática erigida sobre los residuos de propia historia, las sombras de su entorno, los imperativos de su escritura; una

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síntesis que no exhibe una identidad, sino la imposibilidad de un nombre, una refracción incesante y convergente de imágenes discordantes, que despliega como espejo aberrante de sí mismo, de su historia. Pero que hace también de la propia escritura la señal de una experiencia de lo inconmensurable, de la singularidad. La lectura retrospectiva de Kafka señala en este texto la fuerza de un extrañamiento de sí, de su palabra, que se propaga: los derroteros erráticos del impulso reflexivo, la imagen cambiante y disgregada de sí, de la propia escritura, del lenguaje mismo, de la propia memoria y de la historia propia, de su entorno social y político, cifrada en la condensación en los nombres de alusiones arrancadas a la visión delirante de su atmósfera y a su inteligibilidad. Los nombres como huellas de la exploración de una escritura inscrita en los intersticios del lenguaje, sin arraigo, sin nombre, sin historia. Asimilación, ahondamiento y rechazo de la fuerza testimonial de la escritura: la verdad como quebrantamiento, como residuo. Kafka asume “cierta verdad” del texto, incalificable; en los linderos de la expresión y de la representación, rechazando ambas. La escritura como exilio de la verdad. Extraña a toda tentación especular: ni espejo de sí, ni de lo real, ni captura en los abismos de la identificación, ni resonancia de la doxa literaria. En los márgenes de la literatura misma. El lenguaje queda confinado a una condición residual de su fuerza designativa, pero también como espejismo de expresión. Es esta fuerza que conlleva de manera inherente la torsión de las figuras, el despliegue espectral de las alusiones, la escisión y fusión de sensación e inteligibilidad, de estremecimiento y grito, de sonoridad y silencio, de forma y ruido, pero también el extravío de la representación, el carácter espectral de la experiencia vivida y su realización efectiva como forma de habla y de vida. No hay descripción, ni representación del mundo, del entorno, de su esfera vital. La fuerza testimonial del lenguaje no deja tampoco cabida a las convenciones de la ficción, tampoco da lugar para una precipitación en el delirio. La identidad del lenguaje se eclipsa para ceder a una fuerza meramente indicativa que expresa la condición cruel del acontecer:

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“eso es, fue, ha sido así”, sin que sea posible establecer el objeto marcado por ese gesto ostensivo: acaso una figura inmanente del destino, un rechazo de la transcendencia que se convierte en trazo ontológico que advierte de la violencia trágica de la metamorfosis entendida como concatenación de juegos de extinción. Walter H. Sokel escribió: Kafka no explica nada, no comenta nada, no analiza nada. Muestra, proyecta, expresa, como lo hace el sueño. En él todo es expresión de un acontecer interno que se manifiesta como externo. De ahí lo maravilloso, lo ajeno, lo enigmático de su poesía.5

Sokel señala esta condición intersticial de esta escritura: en el umbral entre interioridad y exterioridad. Pero quizá habría que acentuar una mimesis irónica respecto al sueño; la escritura se sitúa en esa frontera del acto metafórico: ni inmerso en el régimen onírico ni ajeno a él; ni anclado en la vigilia ni ajeno a ella; el fracaso de toda referencialidad. Quizá, incluso, la fuerza de su desplazamiento narrativo desmiente incluso las vertientes del trabajo onírico, emerge de la exigencia de lucidez. Una exigencia narrativa desplaza la irrupción onírica. Es un juego espectral más que una fantasía lo que señala la trayectoria de los relatos de Kafka: espectros del padre, espectros de la vigilancia, espectro de los verdugos, espectros de la maquinaria sin fisonomía de las oficinas, los juzgados, los espacios, las sombras, espectros que ponen de relieve la voz intersticial del relato como paradoja del reconocimiento. Fundar la identidad de esa escritura en la asunción de la voz como enclave del vértigo. El texto como panorama espectral. En una carta en la que comunica a Felice la aparición de una reseña acerca de su libro Contemplación, publicado por Otto Stoessl, un muy reconocido crítico, subraya: “[escribe del libro] con tal perfecta incomprensión, que por un instante logré creer 5. Walter H. Sokel, Franz Kafka. Tragik und Ironie, Fischer, Frankfurt, 1976, p. 12.

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que mi libro era verdaderamente bueno, puesto que un hombre como Stoessl, tan inteligente y versado literariamente, había podido dar tal testimonio de incomprensión”.6 La escritura en los linderos de la inteligibilidad. Pero el lugar singular que Kafka confiere a La condena en el conjunto singular de su obra señala también una inflexión en su relación con la lectura. Marca un vuelco enigmático en su reticencia, expresa o tácita, ambivalente, a la publicación. El carácter público de la escritura. Su transfiguración en objeto desarraigado de la esfera propia. Entregado a la lectura anónima, a la circulación errante, a la indiferencia de la mirada. El acto literario edifica una zona crepuscular en esta transfiguración del texto en libro: público e íntimo, materia y secreto; inscrito en el orbe de los objetos y, no obstante, capaz de preservar una reserva inaccesible de sentido, una huella irreconocible pero patente de una intimidad ajena a las apropiaciones de la mirada. El acto literario, no obstante, no culmina sino en la lectura, en la aprehensión de ese texto como el lugar de otro sentido, irreductible a cualquier huella de intimidad propia o ajena. Kafka insiste una y otra vez en su placer por la lectura. Hacer de su voz una vía para inscribirse en el texto. Hacer de éste el lugar de la lectura como trayecto de transfiguración de sí, transfiguración del lenguaje, del texto mismo, transfiguración del sentido y la esfera íntima de otros. Lugar de mutaciones sin identidad. Dislocar el texto de todos sus arraigos. El texto como el despliegue tangible de una representación exacta y sin lugar, visibilidad plena de una figura incalificable y enigmática. Los relatos de Kafka, no obstante, despliegan el deseo de iluminación. Una iluminación paradójica: al mismo tiempo de la intimidad y desprendimiento –real, imaginario, verbal: familiar e institucional, amoroso y devastado–; acentúa la paradoja de un delirio calculado, un simulacro transfigurado en tragedia paródica. Una tragedia de la memoria, de la impregnación de la asfixia en el lenguaje, pero también de la libertad trágica de la ironía. 6. Franz Kafka, Briefe an Felice, p. 278.

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La historia de la lectura en Kafka es la de la del enfrentamiento al enigma a un imposible desciframiento, a una tentativa inútil de elucidación. Es quizá la evidencia de la escritura como la huella indeleble del enigma del oprobio, pero también del despliegue patente, inteligible, de sus resonancias. La escritura como la huella de la alianza entre tragedia y desvalimiento, entre discordia de sí y abyección. Como línea de fuga ante la atmósfera cerrada y sofocante de la modernidad. Establecer esa alianza involucraba, necesariamente, el régimen de una ficción depurada, expresada en un lenguaje nítido, neutro, sin las marcas del estilo, reticente a la grandilocuencia. Frases ascéticas, nítidas, “perfectas”, decía Kafka: escuetas, elementales, lenguaje sin sombras. Es en la composición, en la conjugación de las discordias del lenguaje donde se dan los pliegues, las zonas de penumbra, la disipación del sentido. La fuerza perturbadora emerge así no de la frase como tal sino de su disposición, de la conjugación de impulsos deliberadamente fragmentarios, de la fertilidad de los desasosiegos, surgidos de tiempos y presencias como señales de la desaparición. La “perfección” de la frase, que admiraba quizá en Flaubert, su demora ante la exigencia de una formulación exacta, da lugar a esa celebración del silencio y la inflexión, de la perturbación y la arborescencia de las intensidades, del balbuceo y el asombro en la enunciación kafkiana. El apego a la frase acompaña la exaltación de la ficción y el rechazo de toda aprehensión del relato como testimonio y como drama. La condena exhibe la virulencia espectral de la frase que emerge de la puntuación de silencios y de la disyunción de las secuencias narrativas. El espectro emerge en la narración como un advenimiento. Pero su fuerza sombría acarrea, sin embargo, el aura mítica de la revelación. Una revelación negativa: la plena visibilidad del silencio, de la imposibilidad de la revelación, acaso como el destino cifrado de la escritura. La ficción del relato como síntesis disyuntiva de la palabra como dominio de la afección, sometida a la irrupción de las reminiscencias, la exploración deliberada de los alcances irónicos de la descripción, la inversión burlesca de la búsqueda de lo sublime. Es a la vez un despliegue

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del terror, del patetismo, de la irrisión plasmada en los cuerpos, en la intimidad de los lenguajes. Martin Walser advirtió ya la relevancia de la perturbación y la fragmentación, repetitivas, en la escritura de Kafka. Emergen de una concentración abismal de los detalles y su carga afectiva, como régimen de modulación de las intensidades en la composición formal: en la medida en que se reduce la visión aprehensible físicamente desde el punto de vista del héroe del relato, tanto más los restos más fragmentarios de los fenómenos se ofrecen a la interpretación en su condición crepuscular, se liberan paulatinamente de sus causas para ofrecerse finalmente en una total autonomía.7

La inscripción de las perturbaciones en la forma del relato se conjuga con el testimonio de la propia inhibición como rasgo de la escritura. La forma del relato despliega la modalidad de la síntesis disyuntiva en la que la inflexión intempestiva de la anécdota se quebranta por la irrupción del silencio. Quebrantamiento y silencio como señal de la opacidad de la experiencia. La escritura de Kafka al disponer en este juego espectral la perturbación y el silencio, al asumir por sí misma esta posición intersticial, neutra, este lugar de la voz en el espacio de la extinción, suspende la distinción entre inteligibilidad e ininteligibilidad, entre la legibilidad de la escritura y su ilegibilidad; disipa las fronteras entre iluminación y enigma, entre testimonio y memoria, entre descripción y delirio, entre elucidación y obnubilación. Derrida subrayó, en su lectura de Ante la ley, esta fuerza de disipación de los perfiles del sentido en el texto de Kafka: La lectura puede en efecto revelar que un texto es intocable, propiamente intangible, puesto que es legible, y, al mismo tiempo ilegible en la medida en que la presencia en él de 7. Martin Walser, Beschreibung einer Form. Versuch über Kafka, Suhrkamp, Frankfurt, 1992, p. 22.

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un sentido perceptible, aprehensible, resta tan velado como su origen. La ilegibilidad no se opone entonces a la legibilidad.8

La legibilidad nítida, buscada, trabajada deliberada y afanosamente por Kafka en la frase, se opone a la invención reiterada del texto como el lugar de un acontecer narrativo trastocado por la perturbación y destinado a acoger el juego de las intensidades afectivas expresadas en escenificaciones imposibles. La condena pone en escena, de manera relevante, la invención del padre y con él el diálogo de la bajeza, como una disolución intensiva de las fisonomías. La desfiguración de la figura paterna encuentra un eco, una denominación en el propio texto: exhibe el personaje como invención de una escenificación textual. Pero esa escenificación involucra el texto en sí mismo, reclama una vía para la salida de esa escenificación: la muerte, que es la realización paradójica de la propia comedia. La fuga como la respuesta trágica a la exigencia de clausura del mundo expuesto como simulacro. La comedia pone en claro el juego de intensidades del distanciamiento, pero también la virulencia del apego. La tragedia kafkiana se teje en la tensión irresoluble entre distancia y apego, en su desenlace cardinal, la desaparición, la exclusión, el afuera desde donde se reconoce la comedia, en la desfiguración incesante de las identidades, en el simulacro. La mirada narrativa recrea un afuera del simulacro y un adentro como núcleo de silencio, se asume como residuo y como germen. Juego de una perturbadora distorsión especular: en un régimen de identificación abyecto, animal y narrador, padre e hijo, los gestos de exclusión intercambian las posiciones de la bajeza; se exalta y disipa la figura paterna en una figuración de la lejanía pero también se la asume en una condición de intimidad. La obsesión de Kafka por las formaciones ternarias, por la perturbación del juego especular 8. Jacques Derrida, “Préjugés”, en Jacques Derrida, Jean-François Lyotard, Vicent Descombes, et al., La faculté de juger, Minuit, París, 1985. p. 115.

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en la multiplicación de los espejos. Cada reflejo una distorsión, un juego de exclusiones, una zona de sombras, un vuelco del simulacro. En La condena, una trama ternaria de personajes: padre-hijoamigo, bajo la sombra de la muerte materna y la inminencia de una alianza matrimonial nunca realizada, ridiculizada hasta lo grotesco –la maternidad-paternidad excluidas, condenadas también a la muerte–. Desplazamiento triangular de las identificaciones: el padre, desmesura y confinamiento, agigantamiento y empequeñecimiento, fuerza descomunal y desvalimiento, las oscilaciones de la figura paterna encuentran su eco en las de la voz narrativa, en la del hijo, una vaga resonancia en la figura desconcertante del amigo. El intercambio epistolar, escritura relatada en la escritura, lectura dentro de la lectura, sostiene la trama: los destinatarios de las cartas invocan la invención de miradas testimoniales y lejanas, ajenas, indiferentes, una perplejidad neutra. La indiferencia de los testigos asedia la escritura de Kafka, acaso su vida. La lectura asume también el lugar del testigo. La mirada inaccesible y opaca del lector encuentra su correspondencia en la invención de ese coro de miradas atónitas y apáticas, que pueblan los relatos de Kafka y multiplican y distorsionan los espacios y distancias del espejo. Paradójicamente, la intensidad creciente de las afecciones arrastra el desaliento. La mirada del lector encuentra en el relato de Kafka los límites de la visibilidad. La contemplación aparece en el texto como la expresión de un asombro inerte, acaso destinado a la insignificancia y al olvido. La figura del padre se refracta en la imagen afirmada, revertida, también ridiculizada del hijo como figura no menos rechazada, miserable, abominada; simetrías, asimetrías y antisimetrías que se alternan, se desplazan y se confunden, se exaltan y se degradan alternativamente. Se intercambian confesiones y condenas, culpabilidades e inocencias se confunden en los diálogos de espejo y exclusión. Se desplazan de una figura a la otra en esta triangulación especular. Intimidades veladas se exhiben en sus perfiles nocturnos y distorsionados por las exigencias de la irrisión, la ironía, la sofocación, la clausura; la exigencia

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del punto de fuga radical, la caída, el derrumbe, la desaparición. Lejanías territoriales –el amigo está en Rusia, la prometida está ausente, la madre muerta– se conjugan con las proximidades y extrañezas íntimas. Se hacen patentes en la lejanía territorial del amigo ausente y presente como destinatario de la escritura, de las cartas, aliado equívoco de ambos, pero también invención espectral, imagen perturbada y cambiante de las identificaciones. Un calificativo emerge: “comediante”, le dice George al Padre; seña de identidad paterna, que responde a la imagen de mentira, máscara y ocultamiento filial y al silencio equívoco del vínculo amistoso. El despliegue especular de las distorsiones se cierra, una esfera en la que no se destaca alguna identidad, se disipan todas. Una clausura agobiante acompaña la disolución de las fisonomías. Una clausura cuyo punto de fuga son la muerte o la exclusión caprichosas, irónicas, incluso ridículas. Muerte, exclusión y escritura se confunden como lo que reclama, consolida, apuntala y quebranta la clausura. Vida y muerte se enlazan en una paradoja constitutiva: la vida como amenaza de la escritura, la escritura como garantía de la libertad que, a su vez, expresa la fuerza creadora de la vida. Una circularidad que se expresa en la disrupción incesante y en las fisuras múltiples de la memoria, del relato, de la figuración. La tensión entre la invención, el ocultamiento, la postergación, la mentira, el delirio y la ficción se desplazan sin reposo. La verdad del relato no es sino la señal equívoca de la tensión de afecciones virulentas, oscilantes, conjugadas en las parodias de la discordia. El texto kafkiano ofrece el relato como simulacro en estado de reposo. Su legibilidad ahonda el vértigo. Ritmos narrativos erigen la ficción desde el ritmo que señala la conjugación en series disyuntivas de reposo y oscuridad. Recurrir a la propia biografía secreta, a la transfiguración de la memoria y su reelaboración en patrones de ficción, proyecta una luz aún más equívoca sobre el acto narrativo. La distorsión de la memoria y el juego de la expresión del mundo propio como ficción revelan el peso de la incertidumbre en la escritura. La lectura comparte el tiempo sin fundamento y sin

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destino de lo narrado, somete a la de la postergación, de la espera y del ocultamiento en el destino de la escritura.

Escritura epistolar: la intimidad como confinamiento, líneas de fuga Deleuze y Guattari, al inicio de su inquietante libro sobre Kafka, aluden a una figuración reflexiva, abismal, de esa escritura: en su perspectiva, el texto de Kafka se ciñe a los linderos de género; por el contrario, ofrece vasos comunicantes, momentos de fusión, coalescencias que conjugan todas sus expresiones, todos los modos del relato, todas las figuras de la voz narrativa; se ofrece como un rizoma dispuesto según la forma de las “entradas múltiples”: se entra por cualquier extremo, ninguno vale más que otro, no hay entrada privilegiada, incluso si es un callejón sin salida, un pasillo estrecho, un sifón, etc. Se deberá buscar solamente aquellos puntos con los cuales esta entrada se conecta, por cuáles encrucijadas o galerías se transita para lograr la conexión de dos puntos, cuál es el mapa de este rizoma, y cómo éste se modificaría de inmediato si se entrara por cualquier otro punto.9

Las metáforas espaciales, constructivas, de Deleuze-Guattari revelan ese juego de tensiones propias de la escritura kafkiana, como también de muchas otras: enlaces y entrecruzamientos de vasos comunicantes, desplazamientos, interferencias, dislocaciones, distorsiones recíprocas entre los diferentes géneros, modos de escritura que dan su fisonomía a la obra; sus figuraciones expresivas, evocaciones icónicas, tensiones del lenguaje, fisuras, silencios y fisuras de la ficción, incitaciones e intensidades de intervención perceptual y corporal relativas a su propio cuerpo y a su entorno expresivo, político, normativo. Trama también de afecciones que 9. Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Pour une literature mineur, Minuit, París, 1975, p. 7.

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transitan de un modo expresivo a otro, de un momento de la escritura a los otros; se multiplican, se diseminan, se extinguen para ofrecer ritmos y modalidades cambiantes a la lectura. La escritura epistolar no es sino un punto de confluencia en esta composición de enlaces del trayecto de escritura. En él convergen y se refractan temas, giros, modalidades e intensidades afectivas que se propagan a los otros géneros, o desde los que se irradia una cierta hondura de la palabra. El intercambio de cartas conjuga así, en la alianza de escritura y lejanía –en la distancia y en el tiempo–, la extrañeza de la palabra y los eclipses de la identidad: en la referencia a sí, ineludible en la carta, se advierte sólo la mera estela de la voz trastocada, confinada y deformada por la imaginación propia de estas resonancias de otros textos, de otras exigencias de escritura. Le escribe a Felice trastocando la postergación temporal y la lejanía de los cuerpos con ese tejido de imágenes refractadas que teje en la escritura la distancia de una voz espectral, sin identidad. La voz neutra de la reticencia, la abstención, el repliegue, modalidades de la afección suscitada por el abatimiento del deseo. Escritura en los linderos de la melancolía. Kafka retorna incesantemente a esa repulsión errante entre sí y ella, entre ella y el mundo, una repulsión que tiene sólo una vía de ingreso en la vida: la escritura. La escritura de las cartas es una escritura que señala la vía de acceso a otra escritura. Se entrelaza con ella. Se conjugan. Es esa resonancia entre ambas escrituras, esa mutua interioridad de una en otra lo que traza el umbral que finca la paradoja vital de lo literario. Extraño a lo literario, pero acogiendo sus resonancias, la escritura de las cartas incita al diálogo para conjurarlo, asume con ello esa figura de lo neutro. El accidentado intercambio epistolar está marcado por los tiempos de la urgencia y de la espera, de la postergación y de la fuerza perturbadora del silencio. En esa serie de textos, la escritura es demanda de desaparición. La lectura no es un desciframiento, ni un impulso de reconocimiento: la lectura como concurrencia en la abyección. Kafka ofrece su propia escritura como una seducción en el despliegue de sí mismo como abyecto. Hace de la escritura un acto sublime mediante la invención

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repulsiva de su propia figura. Hace de la lectura de Felice la cifra de su alianza en la abyección. Felice exhibe su abyección en el pacto de lectura. En un vuelco equívoco, Kafka inventa la propia vía a lo sublime como el sacrificio de sí en la abyección del otro. El repudio de Felice es la culminación de su propia exclusión, la ratificación de la vía a la purificación: el reconocimiento de su escritura como la vía sacrificial a la redención. La escritura de Kafka es un acecho perverso. La tragedia en el dominio de la bajeza. Ofrece la imagen de su trayecto hacia la muerte como una condición de la luminosidad de su escritura. Ese juego de la abyección en la tragedia de la propia bajeza como figura sublime, sacrificial, se propaga en la escritura de Kafka. Es posible leer esa tragedia como régimen especular de la abyección en el simulacro de escritura epistolar constituido por la Carta al Padre –ejercicio de escritura intersticial, ficción epistolar, carta escrita para jamás ser enviada, farsa escénica, ejercicio irónico de “cómo [y por qué] escribí algunos de mis libros”, carcajada mayúscula de sí y de la invención grotesca de su propia biografía, en la sombra de la invención grotesca del padre; ficción de sí mismo a la luz de su propia figuración narrativa–. Composición de laberintos especulares poblados de las propias imágenes desplegadas como espejos de lo grotesco. Las inflexiones que este texto impone a la lectura de Kafka son una modalidad más del acertijo: a la luz de la Carta al Padre la obra de Kafka emerge como un bosque de sombras, interferido por innumerables y ásperas sendas perdidas. Por otra parte, la otra correspondencia, la efectiva, abre la vía para encontrar el despliegue diagramático, el mapa de fuerzas que desplaza y conforma las expresiones y la exaltación icónica que da forma al texto kafkiano. La voz narrativa de la carta busca exhibirse una y otra vez como entelequia de sí mismo, como mascarada incorporada en una farsa paradójica: expresión radical de la intimidad, marcada por la exigencia de veracidad, en Kafka asume la expresión radical de la escritura liminar. Voz sin identidad, resonancia de su propia escritura narrativa que se revierte sobre sí para trazar los perfiles de una identidad ajena aunque

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irreununciable, que se ofrece como testimonio biográfico. La carta también funda el simulacro del otro: Felice, Milena, acaso poco más tangibles que el Padre, destinatario imposible de la carta, son instancias de la propia voz de Kafka. Simulacro también de diálogo: anticipa sus argumentos, condena sus respuestas, confina cada gesto invocado en el otro a un asedio en los pliegues de un diálogo que se funde con el soliloquio; disipa con ello su propia figura y edifica su propia exclusión. Como en sus relatos y novelas, los diálogos entre figuras en disipación se conjugan para ofrecer un espacio clausurado, una voz, la voz narrativa, que emerge desde la exclusión radical, eventualmente desde la muerte, elegida como purificación. La escritura como vía para el exilio: como técnica de la propia desaparición. La escritura como trayecto de reconocimiento y transfiguración de sí, de objetivación y de invención ficticia de la intimidad en el lenguaje del otro, para el otro, que es también para sí mismo. Lenguaje en la extrañeza de la propia voz. Las cartas a Felice y a Milena no son menos un simulacro epistolar: la carta es el trazo residual del deseo imposible de diálogo. La voz de quien relata se refracta en los otros para ofrecer el propio rostro como una figura en permanente distorsión. Su obra despliega esa comedia confesional, expresada de manera inaudita, garantizada por la promesa tácita de reserva, incluso de secreto: su propia escritura como destino inaccesible de la lectura. Las cartas en Kafka son una intimidad enrarecida: escritas como momento del acto literario. Disloca el lugar de lo epistolar: la carta reclama una escritura singular, destinada sólo para la lectura de otro marcado por su nombre propio. Una lectura cómplice. Las cartas de Kafka son la negación misma de esa intimidad: son constitutivamente letra abierta a la mirada indeterminada, sin nombre, sin tiempo, en los límites entre literatura y confesión. Canetti llega a expresar, al escribir sobre las Cartas a Felice: Estas cartas contienen una inconcebible dosis de intimidad; son más íntimas aún de lo que sería la exposición detallada de una conmoción singular. No existe ninguna expresión

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comparable de una vacilación, de tal manera de desnudarse a sí mismo. Este intercambio epistolar resulta casi insoportable para una persona primitiva, a quien le ha de parecer la desvergonzada escenificación de una impotencia espiritual, pues uno descubre constantemente todo lo que lo caracteriza: indecisión, ansiedad, frialdad de sentimientos, minuciosidad en la presentación de una ausencia de amor, un desvalimiento de tales proporciones que es digno de credibilidad por la hiperexactitud con que se lo describe. Pero todo está formulado de tal forma, que en el acto se convierte en ley y conocimiento.10

La lectura de Canetti es reveladora porque hace patente la concurrencia de tensiones irresueltas en esta escritura epistolar de Kafka. La intimidad inconcebible: una modalidad del simulacro. Perfil trágico, trazos de una intimidad sin vacilación, despliegue de una iluminación reflexiva del estigma de sí mismo. La intimidad como seña intersticial de esa escritura liminar, habitar esa frontera que rechaza a un tiempo la confesión y la literatura, para asumir ambas; que asume a un tiempo la impudicia y la propia abyección como vía de la redención. Esa redención que exige una escritura en otro límite: el que separa la invención calculada y las derivas del sueño –figuras de esa intimidad inconcebible. La escritura de Kafka despliega la experiencia de una “afección” de sí, marcada por intensidades continuas, rítmicas, que se intensifican hasta el paroxismo o decaen hasta la apatía, la inmovilidad, la espera, lo inerte. La efigie que emerge de la enunciación epistolar en Kafka se presenta modelada desde el deseo de desaparición, cuya única línea de fuga11 es la escritura misma surgida 10. Elias Canetti, “Der andere Proceß. Kafkas Briefe an Felice”, en Das Gewissen der Worte, Fischer, Frankfurt, 1981, p. 98. 11. La expresión “línea de fuga” remite a la escritura de Deleuze-Guattari. Es un concepto en permanente metamorfosis. De sus diversas fisonomías, asumimos la “línea de fuga” como una expresión de una fuerza surgida en los intersticios entre identidades inacabadas y, como tal, sin horizonte, sin otra temporalidad que la involucrada en la génesis misma de la expresión, un modo de darse del acontecer

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de la afirmación de ese vacío. La voz narrativa como la resonancia significativa, como la imaginación y la lucidez espectral formulada desde ese territorio liminar: muerto para las palabras pero vivo a través de la escritura. Las cartas exhiben una de las fisonomías equívocas que reaparecen en la ficción de Kafka: las modalidades de la extinción. La animalidad, lo subterráneo, lo confinado, lo excluido, lo desdeñado, que emerge a la luz de la ley condensado en un solo rasgo: lo culpable, como régimen expreso de la “imaginación narrativa”, del despliegue de su invocación escénica. La reaparición incesante, agobiante, abierta del tema de la culpa y la exclusión en Kafka –a las que se alude una y otra vez en la exégesis de la obra kafkiana–, acaso velan las preguntas que las soportan tácitamente: el relato del miedo, la inocencia, la identidad y la expiación como afecciones engendradas por la fuerza de la ley, una fuerza que se revela en la abyección y el vértigo. La experiencia de la culpa como epifanía negativa: la mera afección perturbadora de la ausencia, de las desapariciones, que se confunde con la revelación. Revelación de una ley informulable, imposible, pero exorbitante. Lo trágico. Es quizá esta constelación de las afecciones derivadas de las modalidades de la fuerza inherente a la ley, la que confiere a los relatos de Kafka su violenta contemporaneidad. Suscitar en el otro la aprehensión de quien se ofrece como abyecto y la fuerza de engendramiento capaz de expresarse en el terror, el vértigo, la inocencia como figuras de la extrañeza. Fuerza de ley y extrañamiento: una polaridad constitutiva que engendra las identidades de la voz narrativa. La abyección, a su vez, como el aliento de la culpa, como fracaso del reconocimiento. Los relatos de Kafka exploran las modalidades afectivas de este fracaso y su desenlace irónico: el simulacro de alegoría, la mascarada de una fabulación, la mimesis grotesca del sueño, los desconciertos de la imaginación, la degradación de la lógica. que en la escritura se exhibe como un trayecto constituido por infinitos puntos de inflexión: cada frase, cada episodio, cada invocación icónica, cada escenario y cada figura rechazan la fijeza de la representación. Inciertas, abiertas, irrepresentables, marcan la escritura con la intensidad de su indeterminación.

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Pero también el desdoblamiento de la mirada, la observación de sí como trabajo de la ficción. La culpa como el desenlace de las intensidades afectivas derivadas del desaliento de las identidades, de los vínculos destinados ineludiblemente al fracaso: de ahí el régimen de poder desplegado en el desvalimiento. La escritura como revelación de la extrañeza, como quebrantamiento de toda inclinación especular.

Ley y desvalimiento: hacia una narratividad de la abyección Los alcances de la experiencia muda del desvalimiento involucran el surgimiento del dolor como un acaecer. El desvalimiento emerge del dolor de lo desaparecido, de la experiencia del vacío experimentado como confinamiento irreparable de sí, más allá de los márgenes de la satisfacción. El desvalimiento excede la satisfacción vicaria que ofrece la memoria y la imaginación de lo ausente, su conjugación en fantasmagorías y experiencias de la corporalidad como derrumbe. El desvalimiento, como fracaso irreparable de la satisfacción, acaso no sea sino la intensa afección ante la finitud inherente a toda acción: corporal y psíquica, la derrota de la plenitud. Acaso, los relatos de Kafka despliegan las condiciones constitutivas de una identidad fundada, paradójicamente en la intensidad afectiva del desvalimiento. Un paroxismo en el que se conjugan repulsión y fervor por la propia imagen, el apego al vértigo especular como condición de identidad. Pero en ese paroxismo se acoge también el desaliento de esa misma especularidad: lo irreconocible de sí, no lo otro sino su vacío. El otro que reclama el vínculo como extrañeza, la intimidad de la amenaza. Placer y dolor en ese quebrantamiento del otro como espejo de sí. El estremecimiento de la desolación como expresión de la propia singularidad, irreductible, irrenunciable. Doble movimiento en la aprehensión de la propia identidad: el otro como agente de satisfacción y de amenaza, fuente de la experiencia de satisfacción –la satisfacción surgida siempre en la sombra de la inminente desaparición– y de dolor, ambas 252

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experiencias surgidas de las afecciones de la intensidad, ambas sometidas a las oscilaciones de la presencia y la ausencia, ambas surgidas de un movimiento primordial, reflexivo, de aprehensión de sí como imposibilidad. En el relato de Kafka, la ley es el lugar de lo abyecto: inaccesible e íntimo, excrecencia de sí y extrañeza constitutiva de la propia identidad, universal pero radicalmente singular, oscuro y patente, violento e indiferente, excluyente e irrenunciable, revulsivo y fascinante. El otro como abyección y como imagen propia. La propia identidad como fuente de la repulsión, como la fuerza disruptiva, como la expresión de la fuerza de ley. La desolación deriva de la naturaleza espectral de la ley, de su corporeidad siempre postergada pero incisiva, ineludible, expresada siempre en el cuerpo, en la voz, en el juicio, en el pensamiento propio, de otros. Más aún, la extrañeza de la ley modela la relación con esos otros, les confiere una distancia imposible de cancelar y una extrañeza reticente a toda certidumbre. De ahí su figuración en el relato de Kafka: la ley transvasada a metáforas geométricas, a espacios marcados por pasajes infinitos, intransitables, erráticos, umbrales entre afecciones de diferentes intensidades. El desvalimiento es la señal del dolor como acontecimiento primordial. Lo que hace imposible toda analogía, toda asimilación de identidades: hacer de la escritura la huella de este dolor como fulgor arranca la escritura de toda tentación del extravío narcisista. Cábala perdida para siempre en la senda perdida de los nombres y en los impulsos irrecuperables de la experiencia vital. El nombre quebrantado en astillas: meros restos numéricos, meras huellas de designaciones perdidas, insignificantes. El nombre como el testimonio del desahucio del reconocimiento. Un falso conducto, una senda que no conduce a ningún lado, un sendero de huellas que súbitamente se disipan para revelar las ficciones de toda identidad. La tensión irresoluble entre facetas discordantes de la experiencia prepara asimismo el advenimiento de la escritura en Kafka: la constelación de los nombres, la ficción del nombre propio,

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truncado o transfigurado (heterónimos, trasposiciones, iniciales; la más célebre de ellas: K., huella de la fragmentación del nombre, de su desaparición, de la singularidad de su inscripción como escritura: inicial más punto final, sólo posible en lo escrito); la huella fragmentaria del nombre como una epifanía, una reminiscencia, una ironía reflexiva o una negación fantasmal de la identidad de sí. El repertorio de los personajes bosquejado en sus perfiles crepusculares, fisonomías surgidas en claroscuro, desplazamientos del lenguaje por las zonas limítrofes de la descripción siempre en facetas contrastantes de la hipérbole: de la extrema exactitud a la disipación, de la distorsión patética a la presentación seca, del ahondamiento barroco al trazo indicativo. Lo neutro, lo intersticial de la ley –su disipación misma– como visibilidad de la abyección de la ley. La ley emerge como un foco oscuro perfilado por los trazos oblicuos de la acción, por la primacía de lo neutro como condensación de afectos disyuntivos: la espera, la ira, el cansancio, el confinamiento, el repliegue, la indiferencia, la inocencia, el silencio, el miedo, la banalidad, la arrogancia, la angustia, el terror, la esperanza, la plegaria. La ley como faceta negativa del acontecer: el acontecer de la exigencia imperativa como simulacro de universalidad, como confinamiento íntimo, singular. Esa visibilidad inédita de la ley inscribe la escritura de Kafka en el espectro de la modernidad. La ley como ámbito y territorio de la forma pasiva, indiferente, del cinismo. Pero también nombre de la ausencia y expresión tangible de la amenaza. Una amenaza en el silencio. De ahí el carácter avasallante de la ley, de su horizonte inabarcable e ininteligible; la fuerza de esa alianza entre fuerza intangible, invención de visibilidad e implantación del silencio; de esa gravitación inextinguible de una ley cuya fuerza es extraña a la palabra. La fuerza de la ley surge de las fisuras del lenguaje y no de su potencia designativa, tampoco de su significación, sino de su silencio. De ahí la violencia de su abyección. La fascinación de la ley y su irrisión, su carácter grotesco y repulsivo emergen reiteradamente en la obra de Kafka. El silencio que sustenta y ampara la fuerza de la ley no deriva de una

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mera suspensión del lenguaje, de la extinción de su decir. De su insignificancia. La ley emerge del pliegue perverso de la escritura, de la constelación de silencios de la palabra escrita. De su fuerza incorpórea derivada de su propio silencio: su intensidad sin materia. Su espacio es, entonces, la negación misma del espacio. Es el espacio del silencio que puebla todo territorio, toda distancia; es, por consiguiente, impalpable, ubicua. La ubicuidad de su silencio la hace confundirse con la crueldad, con la virulencia abstracta de lo aleatorio, con lo incalculable del acontecer. La abyección de la ley emana de una sombra oscura: el capricho del silencio, de la seducción sin cuerpos, sin objeto y, sin embargo, capaz de marcar cada vida en su singularidad Pero el tema de la ley, de su fuerza, de su omnipresencia y su ubicuidad remiten también a las líneas de fuga, a su propia finitud: la extinción de su capacidad de doblegar, la disipación del sometimiento, la redención. En un muy breve texto, “El silencio de las sirenas”, Kafka invoca, mediante la negación irónica de la ley esas vías anómalas para situarse en los márgenes mismos de la ley. La fuerza de la ley conlleva para la aparición plena de su silencio, otra exigencia: la escucha de ese silencio. De esa escucha emerge la fuerza aterradora de la ley. Es esa escucha la que funda la ubicuidad de la escritura silenciosa de la ley. El texto deriva de la obediencia a un imperativo formulado por una voz sin nombre, sin lugar. Reclama la expresión en la escritura de la fórmula de la salvación: lo pueril [kindliche], como un nombre oblicuo de la inocencia. Más que el canto, el arma irresistible de las sirenas, relata Kafka, es su silencio. No hay salvación para quien lo escucha. “No ha ocurrido, pero es quizá pensable, que alguien se hubiera salvado de su canto, nunca de su silencio”.12 Odiseo se salvó: sus recursos para lograrlo, indecidibles. O bien, su ingenuidad lo llevó a confiar en la cera que vertía en sus oídos para no escuchar el canto, con lo cual escapó también a la escucha del silencio. O 12. Franz Kafka, “Das Schweigen der Sirenen”, en Sämtliche Erzählungen, Fischer, Frankfurt, 1970, p. 305.

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bien, su extrema astucia [listenreich: juego magnífico de palabras. Listen: escuchar], inhumana, una astucia, un rasgo animal, el de un zorro, permaneció más allá del alcance del destino. Es la posición limítrofe de lo animal. En los márgenes del destino, de la ley, al margen del oprobio, en la zona incierta de la inocencia. Esa extrañeza le permitió advertir el silencio inscrito en los cuerpos de las sirenas y, para eludir la fuerza de la ley de los dioses, presentó ese procedimiento “como escudo”. Quizá esta expresión es la de la escritura literaria como redención: oponer al silencio de la escritura de la ley, la escritura de la literatura, la sordera ante esa voz devastadora de la ley que confunden la seducción y el terror destinado a la degradación, el sometimiento y la aniquilación. Elegir la extraterritorialidad de la vida, la animalidad o la disolución en la que a la fuerza de la ley se opone como redención la fuerza inhumana del simulacro. El simulacro, la escritura literaria, como escudo el silencio animal, el desvalimiento transformado en estrategia equívoca contra el silencio. Las sirenas expresan la fuerza del silencio capaz de doblegar hasta la extinción, ese silencio inscrito tácitamente en la paradoja de la ley, en su capricho singularizante –la ley destinada al nombre propio– y su seducción indiferente, regularidad sin nombre, universal.

Negación e ironía: la irrisión trágica Es posible hablar de la ironía trágica de Kafka, llevada hasta el límite de los estremecimientos corporales de la risa y la extenuación del cuerpo, hasta la exacerbación de la fuerza vital y su extinción. Se expresa de maneras hiperbólicas y sutiles, explícitas y oblicuas. La ironía trágica no puede asumirse sino como la inscripción de la voz propia en el territorio de lo abyecto. La experiencia de finitud, inherente a la fuerza seductora de la abyección, reclama el distanciamiento, invoca asimismo el simulacro para desembocar en la tragedia: la finitud y el fondo insondable de lo absoluto, la fuerza del vértigo, lo absoluto como fuerza que seduce hasta la extinción. La escenificación sacrificial de la propia voz, como un enigma

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cuyo valor estriba en la redención en la impiedad de un destino implacable pero inaccesible, ajeno a la moral, capaz de rechazar toda fe y toda identificación. La tragedia irónica está vacía de dios. Su vértice es el vacío como absoluto. La tragedia irónica de Kafka cancela así el juego del heroísmo; la figura sacrificial se inscribe en el umbral entre la infamia y la extrañeza, lo irrecuperable. Desalienta la interpretación ejemplar. Se sitúa en los límites que conjugan lo irreconocible y lo intolerable: las figuras equívocas, irremisibles de la experiencia asumidas como impulso narrativo. Una negación más: la tragedia como sacrificio inútil, extraña al horizonte de otra redención que el júbilo de la extrañeza, que precipitarse en la desaparición. La tragedia irónica como el trayecto de la comprensión reflexiva del dolor y, como tal, fraguado en las intensidades del cuerpo y de sus figuraciones. La alianza de las intensidades corporales y la experiencia de finitud insiste de manera opresiva en el universo kafkiano para dar su forma y su relieve plenamente moderno a sus relatos. El relato gira, a veces abierta a veces oblicuamente sobre la fuerza metafórica del cuerpo, sobre la experiencia del cuerpo propio experimentada en la forma neutra de la fatiga, el pasmo, la parálisis, el derrumbe, la inhibición extrema. Canetti pone de relieve la obsesión de Kafka por la discordancia, la desproporción de las disposiciones corporales, de su despliegue expresivo; la tragedia se anuncia en la discordia de las potencias corporales y su caída en lo grotesco. La confrontación de las fisonomías como realización irónica de la fuerza disyuntiva del sometimiento. Se teje así una singular potencia negativa del cuerpo: su extinción como recurso expresivo, y como condición de la emergencia de la escritura. El destino se dibuja en la inhibición de la fuerza de los cuerpos, de su despliegue hasta la “muerte jubilosa” como condición de la escritura. Escribir desde la muerte, desde el territorio sombrío, crepuscular, de la sobrevivencia más allá de la desaparición. La última purificación, la liberación. Blanchot vinculó esa pendiente extrema en la pretensión de Kafka con la soberanía, comprendida acaso en la estela de Bataille, como la condición limítrofe, imposible, de

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una libertad surgida de la negatividad como cancelación absoluta de toda identidad: ahí donde se extingue todo certeza, donde simulacro y sentido se funden en un mismo resplandor. Es también el eclipse de toda jerarquía, donde la diferencia no se precipita en identidad alguna, al margen del poder, de la subordinación. El idilio de la devastación de sí como sustento del acto literario. La escritura no puede ser sino esa figura de la soberanía como potencia de creación que emerge de la negación que cancela toda determinación. Apertura radical al acontecer como el desenlace de una exigencia infinita, desmesurada, de una fuerza íntima inherente al abandonarlo todo. La exigencia de ascetismo como régimen para escapar a toda pretensión de sometimiento. La escritura emerge de la paradoja de la extenuación, la fatiga, la inhibición, como condición de ese extravío en la materia del lenguaje. La voz de la escritura en el acto literario abandona las ataduras del cuerpo y del entorno para encontrar una figuración autónoma. Esos temas impregnan la obra de Kafka. No sólo la meticulosa invención de sí mismo que se despliega en su epistolario y en su diario, sino en la trama de la narración. La paradoja de su entrega abismal en la escritura como clausura radical, culmina en la violencia fantasmal de la enfermedad pulmonar. Le escribe a Milena: Era como si el cerebro no pudiera soportar más las preocupaciones y el dolor que se le habían impuesto. Dijo: ‘me rindo, pero si hay alguien aquí al que le incumba algo conservar la totalidad, que entonces tome parte de mi carga y así podemos ir todavía un rato’. Entonces se ofrecieron los pulmones, que por supuesto no tenían mucho que perder. Este trato entre el cerebro y los pulmones, que ocurrió sin mi conocimiento, puede asustar.13

13. Franz Kafka, Briefe an Milena. Erweiterte Neuausgabe. Fischer, Frankfurt, 2004, p. 7.

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El cuerpo asume, en la ficción de Kafka, el peso de la catástrofe del sentido y la enfermedad como condición de la preservación de la vida, de la preservación del pensamiento, de la identidad. Pero es también el lugar de la expresión de la extenuación anímica y su violencia al margen de la reflexión. Juego que devuelve su intensidad a la expresión: en la diferencia de los cuerpos, de sus magnitudes, de sus posiciones, se expresa el poder que los vincula. Pero es un vínculo oprobioso marcado por la confrontación irreductible de potencias, una de las cuales está destinada a la extinción. El cuerpo destinado a su extrañeza radical. Los cuerpos, en la escritura kafkiana, se revelan como iconos –es decir, como potencias en devenir que hacen patente la calidad pura de la afección– de la tragedia. El cuerpo no como espejo de las tensiones anímicas, sino como el lugar de la conformación del régimen irónico de la experiencia de finitud: la enfermedad, la fatiga, el decaimiento y la neutralización de la potencia corporal, no como señal de la extinción, sino como libertad, como fuerza impulsiva, como fuerza vital y expresión de la soberanía. El cuerpo doblegado por la enfermedad, como el lugar donde se transfigura la calidad mortífera de la degradación, en régimen expresivo, en forma de escritura, en modalidad irónica de la ficción revelada como iluminación. Esa ironía del cuerpo emerge de la extinción de la identidad: como desfiguración, como metamorfosis hacia lo intersticial –nunca en Kafka el narrador deviene animal, sino que emerge como una figura intersticial, liminar; ni humana ni animal, y, sin embargo, humana y animal, abandona el silencio; animal que asume la fuerza negativa de la palabra. La palabra como la señal de lo monstruoso, de lo irrepresentable mismo. La animalidad en la escritura de Kafka participa de la tragedia irónica, de la literatura asumida como el lugar intersticial, tajante, de la escritura. No hay la mutación gradual de las identidades, la transfiguración infinitesimal de los sentidos. En la animalidad kafkiana no hay devenir. El relato se inscribe en la indeterminación de lo monstruoso: animal-humano, ni animal ni humano. La identidad imposible, sin horizonte, alentando una promesa

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devastada, desalentada absolutamente. De ahí la tragedia. Más que una transfiguración es un confinamiento en los intersticios, en la línea de sombra; una modalidad de la muerte. La animalidad, lo otro de lo humano como lugar de lo humano habitable sólo en la escritura; la inhumanidad radical como una imagen especular, distorsionada, de lo humano. Los animales de Kafka rehúsan la alegoría, la fábula. Metáforas abismales edificadas con la caracterización hiperbólica de lo humano: falta excesiva, exceso asumido como falta, el rasgo singularizante, de esa monstruosidad, de esa anomalía abismal: la anomalía dentro de la anomalía. No sólo el perro que habla, sino que es excluido de su propio universo por su inquietante proximidad con las actitudes humanas, por ser sujeto de la pregunta, por estar sometido a la herejía, a la incertidumbre. La rata cuyo chillido anómalo, entendido como canto, basta para señalarla con un destino inconmensurable al de los otros monstruos de su especie. El lenguaje y la conciencia como el exceso de lo monstruoso, la sensibilidad al canto como señal de la condena. No hay lugar para la fábula o la alegoría, el habla, la lucidez de lo animal señala el destino apofático de la palabra –la apófasis “remite al en-sí inaccesible de la deidad” (Barthes)– , el lenguaje no como figura negativa sino como la condena que surge, irónicamente, como purificación y como extrañeza, como estigma y como soberanía. El cuerpo se asume en los umbrales de la animalidad, de esta soberanía de lo negativo; emblema, síntesis, fulgor icónico y, sin embargo, creatura sólo de la escritura; el cuerpo es la potencia en acto de la escritura; el lugar del que emerge un orden vital que no puede ser sino la huella del destino, la anomalía, la tragedia. El relato en Kafka es un trayecto incesantemente interrumpido, quebrantado, interferido, sucesión narrativa poblada de inflexiones. La distorsión del relato deriva de una incesante irrupción de una conjugación y una alternancia de la apófasis sin trascendencia, sin divinidad. La expresión de la apófasis en Kafka, es una negatividad ajena a todo aliento teológico. Es una serie de momentos de intensidad extrema y de vacío: “en la apófasis se reúnen lo

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superlativo y lo privativo: lo que está más allá y más acá de la palabra... La intensidad más alta se conjuga con la negatividad no paradigmática”.14 La hipérbole en Kafka –lo irrepresentable, lo inimaginable en el umbral que se traza entre lo sublime y lo abyecto– se torna, por su intensidad intolerable, vergonzoso, ridículo. La comedia del dolor extremo en los claroscuros de la tragedia. Es el abandono deliberado de toda analogía con lo onírico, con lo alegórico, pero también con lo testimonial. Es asumir la escritura como desaliento de la revelación: un testimonio sin verdad. El “eso ha sido” propio de la imagen fotográfica, propio del recrudecimiento del efecto de realidad, emerge puntualmente, como un acontecimiento en la escritura: aparece con la exactitud de una señal que apunta a un objeto vacío, irrepresentable, inmanente al lenguaje, ajeno a toda trascendencia. La negación apofática aparece incesantemente para inscribir la puntuación y los ritmos de la intensidad afectiva en el relato. Quebranta la secuencia narrativa, la composición lógica, los derroteros temporales y causales; engendra el simulacro de lo onírico o de lo fantasmal, desalienta las inclinaciones a lo fantástico, perturba la pretensión de realismo. Finca la aprehensión de la condición específica de la ley en esta alianza de lo apofático con la ficción, cifrada en la exploración y la descripción minuciosa de sí, del entorno, de los otros. La ley aparece eventualmente no como centro del relato, sino como evocación fragmentaria, dislocada por la irrupción incesante de la apófasis; meros jirones de relato, vislumbres señalados por el desaliento. Cobra la imagen de un don aleatorio, asume la violencia de lo inconmensurable que persiste en la memoria como el régimen paradójico de lo excepcional, de lo monstruoso. Kafka alude así a las figuras paradójicas de la ley: su singularidad, su expresión excepcional, la realización de la justicia como azar, como aquello que alienta la fantasía de una voluntad oscura, una fantasía que sólo encubre la evidencia de la negación de la ley que 14. Roland Barthes, Le Neutre. Cours au Collège de France (1977-1978), Seuil-IMEC, París, 2002, p. 247.

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jamás emerge como tal, sino que emerge como sombra conjetural, como penumbra, como perturbación que se propaga como certeza de desvalimiento. Pero además, la ley como una alusión, una oquedad, un punto de singularidad que trastoca toda cohesión narrativa; es el topos de una ficción que exhibe hasta el paroxismo la paradoja de lo jurídico: en los relatos de Kafka la ley lleva troquelado el nombre propio, una ley para cada cual. Cada quien los términos oscuros, intransferibles de su condena, pero también de su justicia. La ley participa de la singularidad del nombre propio. Está determinada por éste. La universalidad revela así su ininteligibilidad monstruosa: para todo nombre una ley propia. La ley se confunde con el destino, participa de su tiranía y de su oscuridad. La ley se confunde así con el deseo: cada sujeto su propio deseo, cada sujeto su propia ley. Ambos intransigentes, implacables, impulsos intrincados en la pulsación de las intensidades vitales. La ley –como el deseo– no tiene presencia, sino en las tramas elusivas de lo fantasmal, en la ficción tejida con el testimonio y el delirio calculado en el relato kafkiano. La ley no aparece sino como objetos de un impulso onírico, cuya fuerza emana de su propia mitificación. La iluminación kafkiana sobre la ley la hace aparecer en los residuos de fábulas, amparadas en los terrores del asombro, como diseminación fragmentaria de las vislumbres del milagro, de lo monstruoso. La ley participa de la lógica de lo infame. Y, no obstante, esta realización infame, paradójica de la ley, basta para alentar la espera y la esperanza. La ley es también una dislocación fantasmal de las imaginaciones del tiempo: es postergación, promesa y espera del sentido. Deseo de ley como deseo de iluminación sobre la plenitud y la identidad del nombre. Promesa de identidad de sí postergada interminablemente, hasta surgir en el delirio asumido como promesa, engendrado como laberinto íntimo, fantasmal; el trayecto postergado hacia una certeza vacía. La espera como abatimiento íntimo de las afecciones del cuerpo propio. La visión que Kafka ofrece de la ley revela, en esta diseminación en la singularidad de los nombres, en su modo de impregnar el deseo, la eficacia del control: la inaudita fuerza excluyente

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de esta ley destinada al nombre propio, diseminada en la esfera íntima de la experiencia. Cada cuerpo acotado en su despliegue potencial por la esperanza inútil de justicia, la singularidad de la ley, la expectativa postergada de su intervención excepcional, del milagro, la redención imposible. Esa aparición fantasmal de una redención material y corporal infinita, consigue la fusión de la inhibición y la inmovilidad con la esperanza. La figura metafórica de los cuerpos doblegados en confrontación con las miradas sedentarias, expectantes, indiferentes y las sombras exorbitantes. Los cuerpos siempre en los linderos de la monstruosidad que se revela, a la luz de la eficacia de la ley, como dual: a las figuras grotescas del sometimiento corresponden las fisonomías grotescas del ejercicio de un poder que no proviene más que de un repertorio infinito de simulacros y ficciones. La relación entre esos cuerpos exhibe el lugar y el sentido de la fuerza: la experiencia de la tensión. Los cuerpos ofrecidos como trazo diagramado del poder. Hannah Arendt, propone una comprensión particular de esta inclinación de Kafka por la figuración exorbitante de cuerpos, espacios, objetos, claroscuros: Puesto que sus historias están edificadas a partir de factores que contribuyen al típico fracaso humano, y no a partir de un acontecimiento real, parecen al principio como una exageración salvaje y humorística de algo realmente acaecido, o del enloquecimiento de una lógica inescapable. La impresión de exageración, sin embargo, desaparece completamente, si consideramos el relato tal y como es en realidad: no el reporte de un evento confuso, sino el modelo mismo de la confusión. Lo que permanece es el conocimiento de la confusión presentado de tal manera que estimulará la risa, una excitación humorística que le permite al hombre poner a prueba su libertad esencial mediante cierta clase de serena superioridad ante sus propios fracasos.15 15. Hannah Arendt, “Franz Kafka: A Revaluation”, en Essays in Understanding 1930 - 1954, Schocken Books, Nueva York, 1994, p. 78.

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La observación de Arendt ofrece un matiz inquietante de la obra de Kafka. La transfiguración de esta singularidad del control, de la eficacia singular de la ley, en una cancelación de la fuerza designativa, sintética del lenguaje. La risa surge de esta contemplación de la inhibición muda de los cuerpos, de su impotencia incalificable, el fracaso de toda inteligibilidad de la ley misma. El relato aparece como la composición oscura de esta fuerza de dispersión de la ley, la tiranía de su individualización radical, la imagen de una confusión amparada en la extinción de la inteligibilidad. El hábito de la confusión, su transformación en promesa imposible de sentido es el germen de la fuerza inhibidora del control. Si bien la referencia de Kafka al fracaso, a la acción fallida, a la inhibición de los impulsos y con frecuencia a la exclusión inapelable o la muerte, es incesante, y se hace patente en todos sus textos, es posible, sin embargo, advertir el lugar suplementario del silencio que acompaña al uso de la hipérbole. La exageración, lo exorbitante de los cuerpos, de la situación, no sólo acentúa la experiencia cardinal de la confusión, la desborda. El relato se erige sobre el peso del silencio, sobre la fuerza del quebrantamiento, la paradoja en la figuración de un juego de acciones paradójicas que apuntala la soledad de los nombres, rechazando el reconocimiento de los sujetos. La hipérbole conlleva, a un tiempo, una desmesura y una calidad intolerable de la intensidad afectiva, su mutación irresuelta de sentido, su violencia sobre los umbrales de la percepción, el enrarecimiento de la finalidad y su torsión aberrante. Acoge así un giro de lo grotesco: lo grotesco de la ley misma. Lo grotesco de la ley se transforma en régimen de visibilidad: cada nombre una galería, una condena, una espera; la asimetría absoluta respecto del otro, la concurrencia de mundos inconciliables, la extenuación del diálogo. Asimetría de posiciones y de magnitudes: cuerpos y palabras confinados en sitios inauditos, expresiones de lo monstruoso como rasgos de escenificación del sometimiento. El simulacro de lo sublime: la huella del asombro como régimen de lo ominoso, pero también el hábito y el agobio de lo asombroso, el

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tedio de lo monumental transfigurado en fuente de la risa. La risa en Kafka tiene esa ambigüedad de la celebración y la experiencia neutra ante lo trágico. La tragedia, en Kafka, y quizá esto participa de la modernidad radical de esta escritura, abandona la pretensión de catarsis. Termina en la aridez, en la atonía, en la apatía y la indiferencia de la desaparición. La modernidad patente en los textos de Kafka radica acaso en que sus textos crean una visibilidad singular de lo grotesco en la experiencia íntima y colectiva. Se trata, así, del doble juego de lo grotesco: señal irónica de la monstruosidad del poder. La escenificación monstruosa, diagramática, de los cuerpos como condición de la propia eficacia de la ley. Los cuerpos abatidos por la exigencia de una tensión neutra, de un agobio en el filo de una angustia mitigada por la postergación y la esperanza. Su expresión como figura tangible del poder. Más allá del agotamiento, de la monstruosidad de los cuerpos, su tensión, su curvatura, como expresión de los límites mismos de la ley como figura instrumental del poder. Más aún, la experiencia de finitud a la que alude Arendt asume su violencia radical en la disipación de la propia fisonomía. La distorsión borra y acentúa la singularidad de las fisonomías: los cuerpos se transforman en amasijos confinados de afecciones indiferentes; afirma la individualización radical, la palabra y la mirada hundidas en el solipsismo, como vía para la cancelación y el repliegue de la propia identidad. Hay una lógica perturbadora en la afirmación de la finitud, una figura de la negación radical. No sólo la afirmación de la precariedad de la fuerza vital, sino su finitud inherente. Acaso, para Kafka, el acto de la escritura podría ofrecer una garantía, una fuerza afirmativa de la vida. Sobrevivir en la escritura, por la escritura, a costa del cuerpo mismo, de su destrucción. No es la sobrevivencia de sí, sino de la huella –no la memoria, sino la huella– de la propia afirmación. La afirmación de la vida en la escritura se conjuga con un repliegue hermético del relato hasta los confines de un decir baldío. La invocación de lo sagrado como expresión de lo insignificante, la futilidad como resabio de la consagración. Las formas grandilocuentes, ridículas

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del poder, los tonos exacerbados de la severidad autoritaria, la visibilidad de lo desdeñable, el desdén de lo espectacular. La tragedia irónica en Kafka participa, por esta inhibición de la fuerza mitificante del lenguaje, en la instauración de una “neutralidad” referencial del relato –ni efecto de realidad, ni mimesis onírica, ni formación delirante, ni modelación del relato a las regularidades de género; la escritura como tensión extrema en el trazo intersticial de la escritura en sí misma, menos la fatiga de la referencia, que el extravío y la extrañeza de la fuerza designativa del lenguaje y su intensidad reflexiva– una pura fuerza indicativa del lenguaje referida a su propia efusión vital. El relato de Kafka apela a una composición abismal, una congregación de imágenes distorsionadas que suspende la interpretación: no hay otra verdad del relato que el relato mismo, no hay lección ética, no hay enseñanza, no hay orden trascendental al que el relato señale como una revelación final, no hay ley al final de la espera y de la búsqueda. Sólo la extenuación, el exilio. La vida asumida en la ficción kafkiana no es sino una inmensa broma surgida de la fuerza diferencial de la negación. Escribir lo otro de lo humano, esa animalidad intersticial: los insectos que participan del régimen de lo monstruoso, y de lo monstruoso como lo ínfimo, lo desdeñado, lo sometido, lo destinado a la extinción. Una animalidad intersticial marcada a su vez por la singularidad del vértigo especular capaz de exhibir en la distorsión el destino infame de la experiencia vivida. La especularidad como irrisión de lo monstruoso: irrisión, lo infame, lo radicalmente inhumano como farsa.

El juicio y la ley: topologías y cronologías, en la modernidad La ley es un lugar. El lugar de lo inhabitable. La visión de Kafka parece obedecer la metáfora cotidiana, imperceptible: se está siempre fuera de la ley, jamás dentro de ella. Afuera de la ley, la intemperie, la condena. La periferia de la ley lo inhóspito, lo grotesco. La exégesis de la escritura kafkiana ha insistido quizá ya demasiado sobre esos mapas de territorios incalificables, secretos,

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cuyo acceso se hace posible o imposible a través de túneles, rutas conjeturales, umbrales, puertas, a su vez flanqueadas por empleados y vigilantes, por presencias apostadas junto a ellas. Un rasgo domina el acto de escritura: el pliegue de los simulacros. Uno sobre otro, conjugándose: el texto mismo como territorio, sólo que no concéntrico. Deleuze-Guattari lo conciben según su propia metáfora: un rizoma. La metáfora vegetal, sin embargo, al referir a Kafka no puede sino verse distorsionada por resonancias espaciales. “Múltiples entradas y salidas”, se afirma. No obstante, acaso el texto kafkiano despliega más que un espacio con infinito número de accesos, el enigma de la clausura y la exterioridad, y su inversión. El encierro exterior; la legalidad si acaso existe, enclaustrada por murallas y barreras de todo tipo, inaccesible. Las barreras enlazadas en tramas y materias exuberantes: no únicamente materiales, también edificaciones de silencio, vasos comunicantes del lenguaje entrelazados en marañas sin término. Las rutas no existen y, de existir, no tendrían destino: sendas perdidas. Túneles y rutas conjeturales que prometen fallidamente atravesar las barreras, puertas que fingen dar acceso o incluso negar el paso a territorios invisibles, secretos, invenciones de la espera o de la palabra misma. Espacios siempre en trayectorias privadas de horizonte. Acaso se llega a ellas. Las puertas se ofrecen como la figura que alienta la promesa: una promesa sin garantías, es decir, la negación de la promesa que no puede ofrecerse sino garantía de cumplimiento en sí misma. No hay promesa que no afirme su propio cumplimiento. La promesa kafkiana apela a la espera inútil, a la expectativa minada por el tiempo y por la finitud –por el cansancio, el desaliento, la confusión, el desdén, la obstinación sin objeto–, a un deseo desalentado de antemano. La insistencia de la sospecha: la ley como mascarada, la barrera y la puerta edificando la ficción de una frontera que acaso no delimita espacio alguno, de una barrera que no cierra el camino a ningún lado, la simulación de una fuerza inexistente que habría de sustentar la violencia imperativa de la vigilancia y el desvalimiento. Acaso se pueda más bien mirar el texto kafkiano como el mapa de una

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madriguera subterránea carente de aperturas, conformada por innumerables canales cavados en la oscuridad y desde la ceguera. La espera inútil de la luz. Territorio delimitado, pero intransitable desde dentro y desde fuera. No solamente vedado a la entrada; también a la salida. Un drama de la visibilidad, una condena al secreto y al silencio. Pero también una consagración de la inocencia, la imposibilidad de transgresión. La fuerza de la transgresión se disipa con la disolución de la ley. De ahí la zona equívoca entre la inocencia y la culpa, el tránsito imperceptible de una a la otra. Una como condición de la otra. La pregunta por la culpa no es sino la interrogación por la insignificancia de la inocencia. La comedia vacía de la ley disipa la fuerza de la inocencia y la violencia de la culpa: queda la muerte sin objeto, sin razón, queda el asesinato sin culpa, mecánico, inerte. Una y otra se confunden en la mascarada cuyo destino no es otro que el olvido. La insignificancia del dar la muerte, de erigir como comedia la parafernalia de la gestión de las desapariciones como figura grotesca de la ley y el control. La ironía trágica, acaso, consiste en esta inversión marcada por la escenificación grotesca que se abre al juego de todas las rutas y los pliegues barrocos: a la indiferencia entre culpabilidad e inocencia se añade el sentido suplementario de la culpabilidad de la inocencia y la inocencia de la culpabilidad, la vergüenza y la culpa de ser sometido y del someter, el horror y el dolor que invaden de manera indiferente los polos de la ley: su interior y su exterior, que sufren una inversión permanente, se funden, se trastocan. Esa figura de la inversión es la modalidad del vértigo, la fuerza degradante de su negatividad. Es quizá la marca de la desolación inherente a la modernidad. Pero el texto de Kafka no puede circunscribirse a metáforas espaciales. Las morfologías terrestres se transfiguran en tiempos vitales. Se transita insensiblemente de la invisibilidad a la inmovilidad, de la agitación al pasmo, de la tensión de la vigilancia y el control, a la apatía y al abatimiento. La comedia equipara ambos polos, uno se ofrece como el rostro irónico del otro. El trayecto se transfigura en tiempo: transcurso vital, biografía, drama, son

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modalidades de la comedia de la abyección. Penetrar las barreras, adivinablemente concéntricas, innumerables, a su vez, supone episodios vitales, nudos biográficos, devastaciones momentáneas de la vida. La figuración de la ley como lugar, como espacio, o territorio, se transfigura en modalidades de la duración, en dilatación de los tiempos, en síntesis disyuntivas del transcurso vital. Se expresa en esperas y en decaimientos, en postergaciones y en expectativas, en deseos y en memorias que se fraguan en espacios, en confinamientos que son también territorios teñidos por claroscuros, por velos, por accidentes de la visibilidad. Tiempo y espacio se expresan privilegiadamente en la aprehensión narrativa de las intensidades corporales, en el mapa corpóreo, mutable de las afecciones. Fronteras, visibilidad, efusión vital, bifurcaciones incesantes de la intensidad corporal, de las incitaciones del deseo: la ley que deviene objeto de la mirada, que invoca el cuerpo y la integración del cuerpo. La noción de exclusión, inherente a toda ley, como reclamo de fuerza corporal. El peso del cuerpo, su volumen, su carne como rasgo integrado o rechazado del territorio de la ley. Y, no obstante, la visibilidad de la ley es paradójica. Potencialmente visible, se sustrae a toda visibilidad. La visibilidad como potencia, pero también como desengaño y como desamparo. La ley y la vigilancia se conjugan. Para Kafka no hay omnipresencia de la mirada. Se está en las antípodas del panoptismo. En Kafka la modernidad se finca en la finitud de la mirada, en su fracaso, en una fuerza de ley ajena a la incorporación técnica de la eficacia del mirar: el control se finca no en la omnipresencia de la mirada, sino en la inhibición de los vínculos, la primacía de las “pasiones tristes”, por el repliegue de la mirada y de los actos ante la distancia infranqueable y la opacidad absoluta de la ley. No hay elección, la ironía trágica de Kafka no se ampara en otra predestinación que la del simulacro de universalidad de una ley que sólo es inteligible como singular, como cifrada: las vías, las formas, los espacios fantasmales de una ley que no emana sino de sí mismo retornan a sí cifradas por el nombre propio. La indiferencia de la mirada es la condición de su eficacia, su lejanía, su inscripción en

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la zona de sombra, los trayectos cerrados, la presencia inaccesible de la que se tiene solo el testimonio fragmentado de su fragmentación. La ley no como destinada a confirmar valores o finalidades, sino como indiferencia, como una pura lejanía hecha patente por la infinita colección de sus intermediarios. El juego de la creencia que desmiente la exigencia de testimonio. La distancia de la ley irreparable, su condición ajena. Su aparición fantasmal en escenas y piezas fragmentarias, en evocaciones turbias y contradictorias. El simulacro testimonial engendrado en esa multiplicación de los intermediarios, multiplica también los ecos y las imágenes discordantes de la ley, cierra las vías, las estrecha, proyecta la sombra definitiva que confirma la ley como una ausencia eficaz. Es la ausencia de la ley, como una torsión irónica de la teología negativa, la que se expresa como fuerza. Los lenguajes de la intermediación como recurso de creencia, la verdad asumida como la indeterminación designativa del lenguaje. La significación como deslizamiento caprichoso, como ratificación y acento de la desolación.

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Bibliografía referida

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