JOHN CAGE

JOHN CAGE – 4’33” (PRIMERA PARTE) Silencio. Ecos de motores, pájaros ocultos, viento, murmullos, pisadas. Silencio. Pue

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JOHN CAGE – 4’33” (PRIMERA PARTE)

Silencio. Ecos de motores, pájaros ocultos, viento, murmullos, pisadas. Silencio. Puertas que se abren, tic-tac de relojes, lluvia, chasquidos, voces entrecortadas. Silencio… Alguien dijo en una ocasión que todo el mundo cree saber qué es una emoción hasta que intenta definirla; en ese momento prácticamente nadie afirma poder entenderla. Algo parecido ocurre con el silencio y el ruido. ¿Qué es el silencio? ¿Dónde nace, dónde habita, dónde muere? ¿En qué momento desaparece éste y comienza a hablar el ruido? ¿Existe realmente, más allá de teorías y absolutos? Silencio y ruido. Dos fenómenos que conviven en el espacio y en el tiempo. Dos palabras que sugieren pero apenas dicen nada. Dos conceptos opuestos para referirse a una misma realidad. I. Tomando posiciones. De ismos, ruidos incipientes y músicas concretas. Principios del siglo XX en París, Nueva York, Londres, Dublín, Moscú. Tras concebir una serie de trabajos a partir de objetos cotidianos como pistones, ruedas de bicicleta o palas quitanieve, en 1917 Marcel Duchamp se hace con un vulgar urinario, lo desliga de todo uso funcional y lo presenta al mundo como una obra de arte. Un año más tarde Casimir Malevich toma un lienzo, mira al infinito y lleva la pintura hasta los límites de la abstracción con su Blanco sobre blanco. Ya en 1922 James Joyce se arma de épica para romper todas las barreras de la literatura y dar vida así a su particular Ulises. Estamos ante la muerte del Arte con mayúsculas, ante la destrucción de todos los cánones de la belleza y su reinvención a manos de un puñado de ismos. El artista ahora se rebela contra sí mismo, grita y se revuelve, desprecia todo lo solemne, lo sagrado, lo establecido. En su lugar rinde culto a las máquinas, a los instintos o al balbuceo de un niño. Liberado ya de toda norma, rompe con su pasado y emprende un camino hacia lo

desconocido. Un camino cargado de innovaciones, conquistas y naufragios en el que la música jugaría un papel protagonista. Mayo de 1913. Igor Stravinsky estrena La consagración de la primavera en los Campos Elíseos de París. El público asiste atónito ante una apoteosis de disonancias, convulsiones rítmicas, ritos paganos y cuerpos que se sacuden con violencia. Como era de esperar, aquella profanación del Arte termina en escándalo, con el público completamente dividido e inmerso en una batalla campal cargada de gritos, insultos, abucheos y varios duelos concertados para el día siguiente. Considerada hoy como una las obras más revolucionarias e influyentes del pasado siglo, La consagración de la primavera hizo saltar las primeras alarmas entre la aristocracia francesa, desatando su rechazo a lo vulgar y el miedo ante lo desconocido. Con todo, aquello no había hecho más que empezar. Tras una serie de intentos por superar la jerarquía tonal en su música, en 1921 Arnold Schönberg funda el dodecafonismo y tira por tierra varios siglos de férrea tonalidad. El objetivo, sacar a la música de su agotamiento y definir un nuevo lenguaje musical, desde la atonalidad libre de Alban Berg o el propio Schönberg al serialismo integral de Olivier Messiaen y Pierre Boulez, aunque para ello terminaran recluidos en una cárcel para estetas. Pero antes de que todo esto ocurriera, una nueva revolución se venía gestando en el seno del movimiento futurista. Una revolución cuyo germen residía en un elemento hasta entonces repudiado y sometido a la más absoluta marginalidad: el ruido.

Inspirado por el Manifiesto de los músicos futuristas de Balilla Pratella -él fue el primero en invocar el espíritu de los trenes, los transatlánticos, las flotas de guerra y los aeroplanos- en 1913 Luigi Russolo escribe L’Arte dei rumori, un ideario ruidista en el que el italiano alza la vista y contempla una nueva realidad musical donde los viejos instrumentos y su limitada variedad de timbres serían reemplazados por los infinitos sonidos obtenidos de mecanismos especiales. Para ello Russolo asume el papel de músico inventor y, en colaboración con Ugo Piatti, da vida a todo un ejército de intonarumori con el que lleva a cabo su apología del ruido. A pesar de sus limitaciones, aquellos mastodontes con trompas de metal conseguían recrear rugidos de motores, explosiones de fábricas e incluso el despertar de una gran ciudad. Desgraciadamente ninguno de aquellos entonaruidos sobrevivió a la II Guerra Mundial, pero el daño ya estaba hecho: con ellos Russolo no sólo se anticipó al nacimiento de la música electrónica -la evolución de la música es paralela a la multiplicación de las máquinas, decía el italiano en su manifiesto-, sino que también impresionó a numerosos compositores de la época como Maurice Ravel, Arthur Honegger o Edgar Varèse, animándoles a incorporar el ruido a sus obras.Paralelamente al desarrollo de los primeros instrumentos electrónicos -desde el Telharmonium hasta el Ritmicón, pasando por el Audion Piano, el Theremin o las Ondas Martenot- el ruido

comenzó a introducirse así en los trabajos de célebres compositores y recién llegados. Ya en 1917, en pleno transcurso de la I Guerra Mundial, Erik Satie estrena junto a Picasso y Cocteau Parade, un ballet donde la instrumentación convive con hélices de avión, chasquidos de teletipos y silbidos de barcos. En lo que al público respecta, pocas novedades: gritos, abucheos, escándalos e incluso acusaciones de traición a la causa francesa. De poco importaba ya: cuatro años después, en 1921, Edgar Varèse termina de escribir Amériques, una alegoría del descubrimiento de nuevos mundos en el que la percusión se funde con sirenas, cuernos, silbatos y exhalaciones de vapor. Apenas tres años más tarde Arthur Honegger consumaría su amor por las viejas locomotoras con la creación de Pacific 231. Aunque en menor medida, los dadaístas también contribuyeron al avance y legitimación del ruido como realidad musical mediante el uso de la poesía fonética: Fmsbw (1918) de Raoul Hausmann o Ursonate (1923) de Kurt Schwitters son dos buenas muestras de ello. Más importante fue la aportación del cine de vanguardia. En 1924 George Antheil y Fernand Léger crean Ballet mécanique, un esquizofilme de corte futurista cargado de imágenes inconexas, silbatos, hélices de avión, sirenas y campanas eléctricas. Ya en 1927, el cineasta Walter Ruttmann presenta Berlín. Sinfonía de una ciudad, un retrato silencioso basado en el ajetreado día a día de la metrópoli. Lejos de detener aquí sus experimentos, tres años más tarde Ruttmann invierte la fórmula y crea Weekend, once minutos de un fin de semana berlinés en el que, a falta de imágenes, las campanas, herramientas, ladridos y bostezos llevan el peso de la narración. El alemán daba vida así a uno de los primeros paisajes sonoros de la historia, adelantándose casi veinte años al nacimiento de la música concreta. JOHN CAGE – 4’33” (SEGUNDA PARTE)

29 de agosto de 1952. El público del Maverick Concert Hall aguarda impaciente a que dé comienzo el último trabajo de John Cage. Son algo más de las ocho de la tarde y el día comienza a caer. De pronto aparece la figura de David Tudor, caminando con gesto serio hacia el piano situado en mitad del escenario. Se sienta en la banqueta y coloca su partitura, pero para sorpresa de todos cierra la tapa del piano y pone en marcha un pequeño cronómetro. Silencio. El público espera a que Tudor abra el piano, pulse alguna tecla, algo, pero éste permanece inmóvil frente a la partitura. Fuera, el viento agita los árboles que rodean el auditorio. Pasan los segundos y el pianista detiene al fin su cronómetro. Abre la tapa del piano, vuelve a cerrarla y comienza de nuevo. Silencio. Los asistentes aguzan el oído, tratan de percibir alguna clase de sonido por parte del pianista. Mientras, las gotas de lluvia repiquetean sobre el tejado. Tudor repite la operación por tercera y última vez. Surgen entonces los primeros murmullos y protestas, uniéndose así a los ruidos del entorno. Transcurridos 4 minutos y 33 segundos, Tudor abre el piano, detiene su cronómetro y se pone en pie. La pieza ha terminado. II. Caminando hacia el silencio. De credos, pianos profanados y música aleatoria Cuando uno escribe sobre John Cage no puede evitar tener la sensación de estar corriendo riesgos constantemente: el riesgo de no emplear las palabras adecuadas, el de perderse en detalles menores que a uno le parecen decisivos, pero sobre todo el de no saber transmitir el trasfondo de esta historia. Basta dejarse caer por un debate donde aparezca el nombre del americano para comprobar que el respeto y los elogios conviven estrechamente con el desprecio y los insultos. Es lo que tiene hablar de una de las figuras más revolucionarias e

influyentes del pasado siglo. Después de todo, puede que Cage no fuera un compositor. Puede que ni siquiera fuera un músico. No al menos si entendemos por música eso que se encierra en los iPods, se escucha en la radio y se baila en los clubes. De lo que no cabe duda es de que fue un talento único, un genio creador de ideas y conceptos capaces de derribar todas las barreras del arte, empezando por la figura del propio artista.

Hijo de un inventor idealista y una periodista peleada con la vida, John Cage nació en el seno de una familia de predicadores de Los Ángeles. Su primer contacto con la música llegó de la mano de su tía Phoebe, quien le enseñó a tocar el piano. Con apenas 16 años decide ser escritor e ingresa en la universidad pero,

tras comprobar que aquel lugar poco tenía que enseñarle, en 1930 decide poner tierra de por medio y buscar respuestas en Europa. En París devora libros de arquitectura, crea sus primeras pinturas y entra en contacto con la música de Stravinsky, Hindemint y Bach. Poco después viaja a Alemania, Italia y España, donde escribe sus primeras composiciones, si bien finalmente decidirá dejarlas tras de sí para aligerar peso en su equipaje. Por fin, en 1931 Cage regresa a EEUU para centrarse en su carrera como compositor. El americano comenzará entonces un proceso de adiestramiento junto a figuras como el genial Henry Cowell, prestidigitador de cuerdas de piano e inventor de la primera caja de ritmos de la historia, o Arnold Schönberg, quien renunciaría a cobrar sus tarifas a cambio de una promesa: que desde entonces dedicaría su vida a la música. Los primeros problemas, sin embargo, no tardaron en surgir. Y es que para Schönberg un compositor debía tener un talento natural para la armonía, algo de lo que el joven Cage carecía. El austriaco le dijo que aquello le acompañaría siempre, como un muro que no podría saltar. Fue entonces cuando Cage le respondió que, en ese caso, dedicaría su vida a golpearse contra aquel muro. A partir de 1935 Cage decidirá seguir el camino iniciado por Edgar Varèse y pelear por los ruidos con tal de estar entre los perdedores. Por aquellos días Ionization era la única pieza escrita exclusivamente para percusiones; con ella Varèse no sólo había conseguido que la percusión se emancipara definitivamente del resto de la orquesta, sino que de pronto había dado vida un nuevo espacio capaz de acoger toda clase de ruidos e instrumentos. En el caso de Cage, su filiación ruidista quedará patente por primera vez en su manifiesto El futuro de la música: Credo, leído públicamente en 1937: dondequiera que estemos lo que escuchamos es, en su mayor parte, ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante. (…) Queremos capturar y controlar esos sonidos, para usarlos no como efectos de sonidos, sino como instrumentos musicales. El americano defendía así el papel del ruido como realidad musical, tendiendo un puente imaginario entre los intonarumori de Luigi Russolo y la escuela concreta de Pierre Schaeffer.

Fruto de este pensamiento surgirán piezas como Construction in metal o Living room music, compuesta para cuatro percusionistas y una serie de instrumentos indeterminados como periódicos, suelos, mesas, marcos de ventanas, libros y, en definitiva, todo aquello que uno pueda encontrarse en una sala de estar. También por aquellos años Cage comenzará a interesarse en las nuevas tecnologías y, armado con dos fonógrafos de velocidad variable, en 1939 creará Imaginary landscape no.1, un conglomerado de frecuencias oscilantes, címbalos sombríos y un piano mudo marcando las notas. El americano daba vida así a una de las primeras piezas electroacústicas de la historia y, ya de paso, inauguraba su serie de paisajes imaginarios. Su siguiente creación llegaría apenas un año más tarde con la aparición del piano preparado. Inspirado por las técnicas de Henry Cowell y Erik Satie –ya en 1913 el francés había colocado hojas de papel entre las cuerdas de su piano para conseguir un sonido más mecánico–, Cage empleará diversos objetos como tornillos, tuercas, trozos de goma y madera para conseguir una sensación percusiva. A partir de entonces Cage compondrá numerosas piezas para piano preparado, desde la primigenia Bacchanale hasta la seminal Sonatas and interludes, inspirando con ellas a artistas tan dispares como John Cale,Brian Eno o el mismísimo Aphex Twin. Ya en los 40 Cage experimentará un acercamiento a las filosofías orientales, especialmente al hinduismo y el Budismo Zen. Esto le permitirá darse cuenta de un hecho tan simple como cierto: la música, tal y como la conocemos en Occidente, está concebida como un medio de comunicación entre el artista y el oyente. Así, las piezas están constituidas por un cúmulo de sonidos intencionales delimitados por un principio y un fin con los que el autor busca transmitir sus ideas y emociones. Frente a esto, la tradición oriental entiende que la música no tiene un principio y un fin más allá de nuestra propia atención, de forma que siempre continúa. Los sonidos dejan así de ser un medio de expresión personal para fluir libremente en un marco de no-intención, transformándose en una música viva, orgánica, libre. Como el propio Cage diría años más tarde, tuve la impresión de que estaba cambiando. Creciendo, diría uno. Me di cuenta de que mi entendimiento previo era el de un niño. Pero, ¿cómo crear una obra sin propósito? ¿Cómo dejar al margen los deseos y emociones del autor, de forma que estos no contaminen su propia creación? Cage encontrará la respuesta a estas preguntas en el azar. El azar como reflejo de la propia naturaleza, pero sobre todo como herramienta para suprimir la intencionalidad del autor y liberarle de sus prejuicios. Este cambio de mentalidad y, en consecuencia, en sus métodos compositivos se materializará por primera vez en 1951 con Music of changes, compuesta mediante procesos aleatorios y, más concretamente, mediante el empleo del I Ching. El mismo método empleará para dar vida ese mismo año a su cuarto paisaje imaginario, compuesto a partir de 12

transistores de radio y 24 intérpretes. Desde entonces Cage dedicará su vida a explorar esos ámbitos de no-intención, si bien aquella búsqueda llegaría a un punto de no retorno en 1952 con la aparición de su obra más famosa y controvertida. III. Se hace el silencio. No tengo nada que decir, y lo estoy diciendo, y eso es poesía. Aunque ya en 1948 Cage había hablado de crear una posible pieza silenciosa para la factoríaMuzak, no fue hasta 1952 cuando el americano se decidió por fin a escribirla. En este sentido, hubo dos hechos que aceleraron su aparición. Por un lado, en 1951 Cage visitó a la cámara anecoica de la Universidad de Harvard esperando encontrarse allí con el silencio más absoluto. En su lugar se encontró con dos sonidos, uno grave y otro agudo. Al salir de la cámara preguntó al ingeniero encargado por aquellos sonidos. Éste le explicó que el sonido grave era la circulación de su sangre, mientras que el sonido agudo correspondía a su sistema nervioso. En ese momento Cage comprendió que, después de todo, silencio no es más que una palabra: hablamos de silencio cuando no encontramos una conexión directa con las intenciones que producen los sonidos. Decimos que es un mundo silencioso, quieto, cuando en virtud de nuestra ausencia de intención no nos parece que haya muchos sonidos. Cuando nos parece que hay muchos, decimos que hay ruido. Pero entre un silencio silencioso y un silencio lleno de ruidos, no hay una diferencia realmente esencial. Esto que va del silencio al ruido es el estado de no-intención, y es este estado el que me interesa.

El segundo acontecimiento que desencadenó la aparición de 4’33’’ ocurrió a finales de ese mismo año, cuando Cage contempló por primera vez las Pinturas Blancas de Robert Rauschenberg. ¿Qué había en aquellas pinturas para que el

americano decidiera seguir adelante con su idea? Absolutamente nada, o mejor, nada más que aeropuertos para las luces, las sombras y las partículas. Fue entonces cuando Cage decidió que había llegado el momento de escribir su pieza silenciosa. Como no podía ser de otra forma, el azar fue el encargado de determinar el tiempo de la composición, esta vez a través de complejas tiradas de cartas. A partir de ahí escribió la partitura nota por nota, silencio tras silencio. En total, 4 minutos y 33 segundos de compases listos para acoger toda clase de sonidos, ruidos y matices del entorno. Sonidos que, como en el famoso río de Heráclito, nunca darían como resultado la misma pieza, porque como en aquellas aguas los sonidos fluirían a su antojo, apareciendo y desapareciendo libremente. Así, al igual que en las pinturas de Rauschenberg, cuando aquella tarde de 1952 David Tudor interpretó 4’33’’ en el Maverick Concert Hall la pieza se convirtió en un aeropuerto para el viento, para las hojas de los árboles, para las gotas lluvia e incluso para las protestas y murmullos del público. Un público que no supo ver en ella más que una renuncia al trabajo, una provocación, una broma pesada. En una ocasión alguien preguntó al americano qué necesidad había de crear una música que ya estaba allí, que siempre lo había estado. La respuesta es sencilla: hace tiempo que dejamos de prestar atención al mundo que nos rodea. Caminamos por la calle ensimismados, cargando con nuestros prejuicios y una pareja de cascos que no deparan demasiadas sorpresas. Seleccionamos la música a nuestro antojo, blindamos nuestros oídos contra toda clase de sonidos extraños, desechando aquello que no hemos elegido. La escucha por la escucha. El tráfico, la estática de un vinilo, el traqueteo de los trenes, los timbres, las puertas, los ladridos y, por encima de todo, el silencio. Eso es precisamente lo que lo reivindicaba John Cage, hasta el punto de afirmar que la música que prefiero, incluso más que la mía, es la que escuchamos cuando estamos en silencio.

Pocos artistas han hecho temblar los cimientos de la música como Cage lo hizo. Pocos han renunciado a ser autores de su propia obra e inspirado con sus ideas a miles de artistas por todo el mundo. ¿Qué hacía si no Martin Hannett subido a una colina para grabar el silencio en24 hour party people? ¿En qué pensaba Yasunao Tone cuando arañaba los tímpanos de sus seguidores con sus cds preparados? ¿Cuántos fans de Brian Eno saben que éste apunta a Cage como el motivo por el que se hizo compositor? ¿Qué llevó a Frank Zappa a grabar su propia versión de 4’33’’? Puede que Cage no fuera un compositor. Puede que ni siquiera fuera un músico. De lo que no cabe duda es de que fue un catalizador de ideas, un anarquista de los sonidos cuyos ecos resuenan en las obras de Ryyichi Sakamoto, Kraftwerk, Pole, Asmus Tietchens, Cornelius Cardew, Morton Subotnick, La Monte Young, Merzbow, Terry Riley,Bernhard Günter, Iannis Xenakis, Art of Noise, Throbbing Gristle, Oval, Holger Czukay o Morton Feldman. De alguna manera, todos ellos coincidieron en ese camino iniciado por los futuristas, seccionado por la escuela concreta y llevado hasta los límites de su propia naturaleza por John Cage. Ya fuera a través de los silencios, de sus piezas aleatorias, de sus happenings improvisados o incluso exponiéndose a las burlas del público en la televisión norteamericana, Cage siempre luchó por poner el arte al servicio de la vida, renunciando al status de artista, disolviendo su música en las aguas de lo cotidiano. No en vano, siempre defendió que podía haber música sin necesidad de

músicos. El famoso do it youserlf que escupirían los punks años más tarde. La cuestión es, ¿qué importa si el arte ha dejado de ser algo serio, calibrado y puro? ¿Qué importa si sus fronteras se han desdibujado hasta el punto de convertirse en una tierra de nadie donde todo vale? Quien busque academicismo tendrá academicismo. Quien quiera batutas y auditorios seguirá teniéndolos. Sólo con que una banda del Bronx pueda cambiar las armas por scratches, sólo con que una mujer retorciéndose de placer pueda convertirse en un himno para la generación house, sólo con que un joven de Detroit pueda alzarse contra el mundo a ritmo de consignas techno, habrá valido la pena. Guillermo M. Ferrando



Hasta que muera habrá sonidos. Y ellos seguirán después de mi muerte. Uno no tiene que temer por el futuro de la música. John Cage (1912-1992)

Fundado en 1949 por Pierre Schaeffer y Pierre Henry, el Groupe de Recherche de Musique Concrète supuso el reconocimiento definitivo del ruido como realidad musical. Ahora ya no bastaba con que estos sonidos se infiltraran en la música y convivieran con la instrumentación como un mero acompañamiento. Ni siquiera bastaba con emularlos artificialmente como hiciera Russolo con sus máquinas. El músico concreto ve en los ruidos auténticos objetos sonoros, sonidos capaces de mutar y unirse entre sí, dando vida a piezas únicas e inalterables. De esta forma el artista renuncia a las partituras, prescinde de la instrumentación y los intérpretes para convertirse en una suerte de alquimista sónico que toma sus fuentes directamente del mundo exterior. A veces sale a la calle en busca de muestras sonoras y regresa al estudio cargado con cilindros, muelles, placas de metal y deshechos de toda clase. Una vez allí los manipula con la ayuda de un fonógeno, los estira y los comprime, los acelera y ralentiza, los corta y los pega hasta crear auténticos collages sonoros. Aquellos experimentos se materializaron por primera vez en 1948 con la aparición de los Études de Bruits de Pierre Schaeffer. Apenas un año más tarde Schaeffer y Henry firmarán Symphonie Pour Un Homme Seul, obra seminal de la música concreta compuesta a partir de ruidos, voces desfiguradas y efectos de toda clase.De Balilla Pratella a Edgar

Varèse, de Luigi Russolo a Pierre Schaeffer, fueron muchos los artistas que reivindicaron el papel del ruido en la música, arrojándolo sobre sus composiciones, escandalizando a su público, dando los primeros pasos de un camino que de alguna manera llega hasta nuestros días. Sin embargo, fue en 1952 cuando aquel camino llegaría a su cumbre creativa. El detonante, una partitura muda en la que la figura del artista se diluye hasta desaparecer, llevándose consigo sus deseos, sus sentimientos y sus emociones para dejar al público a solas con su entorno, en silencio, frente a frente. Hablamos de John Cage y su obra 4’33’’.