Jesucrito Visto Por Un Cantero

PÍO PUJOL ALBANELL JESUCRISTO VISTO POR UN CANTERO 2003 2 La presente edición contiene el texto reducido y reordenad

Views 40 Downloads 1 File size 767KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

PÍO PUJOL ALBANELL

JESUCRISTO VISTO POR UN CANTERO

2003 2

La presente edición contiene el texto reducido y reordenado de la edición catalana —Jesucrist vist per un picapedrer— publicada en 1997 y de la Presentación que, para aquella edición, hizo el Rvmo. Obispo de Vic. Mons. Josep Mª Guix.

Edición: mayo 2003

3

ÍNDICE

PRESENTACIÓN.......................................................................................................6 I. LLAMADA...............................................................................................................8 1. CONFESIÓN Y MISIÓN.......................................................................................................8 2. MI MADRE....................................................................................................................9 3. UN AÑO DE SEMINARISTA...............................................................................................13 4. LA CATÁSTROFE DEL 36................................................................................................16 5. ENTRE DOS MUNDOS......................................................................................................17 6. APRENDIZ DE CANTERO..................................................................................................19 7. UNA VUELTA DECISIVA: DEL TEATRO VIGATÁ A LA CATEDRAL..............................................23 8. LA LLAMADA PROSIGUE Y SE INTENSIFICA..........................................................................27 9. LA GRACIA SE CONFIRMA EN MALLORCA EN EL AÑO 1955..................................................29 10. JUAN EL CARBONERO...................................................................................................34 11. EL INAGOTABLE TRABAJO DE SER CRISTIANO....................................................................37 12. EL SECRETO ESTÁ EN FIARSE DE DIOS............................................................................40 II. MENSAJE.............................................................................................................44 1. HABLAR DE JESUCRISTO HOY..........................................................................................44 2. DIOS PROGRAMA A FAVOR DEL HOMBRE............................................................................44 3. CUANDO LA COPA DEL TIEMPO SE LLENE...........................................................................45 4. CUANDO LOS PROBLEMAS DEJAN DE SER PROBLEMAS...........................................................47 5. LA PREOCUPACIÓN SOCIAL DEL CRISTIANO.........................................................................48 6. EL EQUIPO DE JESÚS.....................................................................................................50 7. ÉL MISMO ES EL PROGRAMA............................................................................................51 8. QUIERE QUE NOS FIEMOS DE ÉL......................................................................................52 9. ÉL VIENE A SALVAR A TODO HOMBRE...............................................................................53 10. PARA GANAR LA SALVACIÓN.........................................................................................54 11. PLEGARIA Y VIDA.......................................................................................................56 III. DIÁLOGO...........................................................................................................58 1. MI MAL GENIO.............................................................................................................58 2. EL JUEZ JUBILADO........................................................................................................59 3. CONSUELO..................................................................................................................60 4. CURSILLO EN BURGOS...................................................................................................62 5. MI TÍO FERNANDO........................................................................................................64 6. UN DOCTOR DE MUCHA FAMA.........................................................................................66 7. EL SÉPTIMO HIJO... Y LA PRIMERA EMPRESA.......................................................................68 8. CÓMO VIVÍAMOS EN CASA..............................................................................................70 9. LA INQUIETUD DE LA MECANIZACIÓN................................................................................71 10. MI MAL GENIO TODAVÍA..............................................................................................73

4

11. CONTACTO CON LA PARROQUIA.....................................................................................74 12. UN NUEVO HORIZONTE: LOS ENFERMOS...........................................................................77 13. LA ESCUELA DE CURSILLOS DE GIRONA..........................................................................77 14. REGRESO A LA CANTERA..............................................................................................78 15. EL GOZO DE ABASTECER DE TRABAJO A LOS QUE LO NECESITAN...........................................81 16. CUALQUIER COSA TE SIRVE...........................................................................................82 17. AUMENTA MI FE.........................................................................................................85 18. LA AMARGURA DEL FRACASO........................................................................................86 19. CURSILLOS DE CRISTIANDAD........................................................................................90 20. PEDRO Y MARÍA........................................................................................................92 21. DEL SIDA AL CIELO.....................................................................................................94 22. DE LA IGNORANCIA A LA VISIÓN DE DIOS.......................................................................99 23. JOSÉ Y ADRIANO......................................................................................................101 24. COMO UN "CAPICÚA"................................................................................................105 25. HABLAR SIEMPRE DE DIOS.........................................................................................107

5

PRESENTACIÓN

He aquí un libro bien interesante. Su título es toda una sugerencia: Jesucristo visto por un cantero. El contenido de las páginas no deja decepcionado al lector. La obra tiene tres partes bien diferenciadas: "Llamada", "Mensaje" y "Diálogo". La "Llamada" es un testimonio sencillo, sincero y apasionado del encuentro personal del autor con Cristo; parece que resuena algún eco de aquel primer encuentro de Jesús con Juan y Andrés, cuya hora y detalles recuerda el futuro evangelista muchos años más tarde. También contiene algún aspecto que lleva a la memoria del encuentro decisivo de Saulo con Cristo en la puerta de Damasco. Se ve, también, la fuerza que ofrece una esposa fiel y abnegada que permanece al lado del marido en los momentos más difíciles y la gran potencia que concede a una pareja unida con el sacramento del matrimonio la comunión de ideales, especialmente cuando estos ideales se hallan impregnados de inquietudes sobrenaturales y apostólicas. Con el "Mensaje", lo que por encima de todo desea el autor es comunicar y contagiar a los demás su fe de hombre convencido. Lo manifiesta muchas veces a lo largo de estas páginas. La tercera parte, titulada "Diálogo", es la más extensa. A pesar de la abundancia y diversidad de anécdotas vividas que se recogen y se reviven, hay tres ejes alrededor de los cuales giran los diferentes episodios: la familia, la empresa y la acción apostólica. Ninguno de estos temas se halla expuesto de manera sistemática —no es el objetivo del autor—; pero se hacen bastantes referencias, por medio de los hechos de su vida que se convierten en testimonio de vivencias del Evangelio, a estas parcelas o a estas diferentes vertientes de la existencia humana y cristiana. En cuanto a la acción apostólica, es fácil de descubrir la inquietud del autor de vivir y proyectar de una manera responsable las exigencias cristianas y eclesiales que comporta el bautismo y la confirmación. Estas páginas pueden ser útiles a muchos, si saben leerlas con la misma naturalidad y la misma mirada con que han sido escritas, sin 6

buscar intenciones escondidas ni de carácter apologético, proselitista, triunfalista… Toda la exposición es un nuevo testimonio de las mil y una maneras que tiene la gracia de Dios para salir al paso de la persona que Él busca con delirio para darle a conocer que le ama, que quiere su salvación y desea hacerlo colaborador de su obra salvadora del mundo. Es muy lícito que la persona que ha encontrado el instrumento providencial para llegar a Dios sea un entusiasta y un apóstol; al fin y al cabo, es una cosa lógica y hasta obligada por el agradecimiento. Esto explica, y es muy bonito, que haya seguidores de la espiritualidad benedictina y de la carmelita, de la franciscana y de la dominicana, de la jesuítica y de la del Opus Dei... Explica también que haya gente que defiende como medio providencial los ejercicios de san Ignacio, otros los encuentros "por un mundo mejor", otros los Cursillos de Cristiandad, otros los viajes a Taizé, etc. En la Iglesia de Dios hay una pluralidad de medios suscitados por el Espíritu muy buena y provechosa; hay que respetarla y sacar provecho sin absolutizar nunca ningún sistema ni método de espiritualidad o apostolado ni su fundador o propulsor. En definitiva, siempre será verdad que sólo al Evangelio no podemos añadirle ni suprimirle nada, y sólo Jesús es —como decimos en el "Gloria" de la misa — "el único santo". Deseo que esta experiencia del encuentro del autor con Jesús sirva a muchos otros para buscarle y encontrarle. Josep Ma Guix Obispo de Vic

7

I. LLAMADA 1. Confesión y misión Jesús te cuenta cómo es Dios haciendo uso de la parábola del hijo pródigo. Esta parábola la conocemos todos. Aquel padre tenía dos hijos. Uno, el menor, le reclama su parte de la herencia y se marcha de casa. Gasta todo en juergas con amigos. El padre salía cada mañana, a primera hora, a otear el horizonte, para ver si algún día regresaba su hijo a casa. El corazón del padre presiente que volverá y vuelve. No aguarda que llegue hasta Él. Arranca a correr hasta dar con el hijo, para darle un abrazo. El hijo pide perdón. El padre: "Este hijo mío estaba muerto y ha resucitado". Pero el hijo mayor llega de trabajar en el campo. La reacción del hijo mayor está muy lejos de la alegría y el perdón del padre. Me siento retratado en esta parábola como hijo pródigo y estoy contento. No por el gusto que produce el pecado, no, no, de ninguna manera, sino por la satisfacción de sentirme perdonado. Pronto me extenderé contando que hace cuarenta años que regresé a la casa del Padre, y si bien es cierto que no me ha sido posible contener todavía la alegría y el gozo de sentirme perdonado, me ocurre lo contrario cada vez que recuerdo el hecho de los hermanos mayores. Baste decir que uno de los hermanos mayores de la parroquia, al ver que yo comulgaba todos los días comentó: "No os preocupéis, esto durará cuatro días. Cuando lo veo, me hace el efecto de estar viendo al fariseo del Evangelio". No pretendo que nadie me pida perdón. No guardo el menor rencor a nadie. Tengo la suerte de que Jesús, en la parábola del hijo pródigo, ya me lo advirtió. De esto hace ya cuarenta años. Tiene su importancia, pero para mí no tiene más valor que el de haberse convertido en una simple anécdota. Me han hecho sufrir más otras cosas. Durante estos cuarenta años no he abandonado a Jesús ni un solo momento. Procuro, en medio de mis miserias, servirlo. Tengo la vocación de dar a conocer a Jesús y predicar, 8

siempre que puedo, su palabra. No me faltan fracasos. Los he tenido y sigo teniéndolos en abundancia. Aunque no todo son fracasos. También el Señor se ha servido de mí para que, alguna que otra vez, alguien, aquel que Él escoge, también lo encuentre. He meditado muchísimo la parábola del hijo pródigo. Ya he dicho que me siento identificado con ella. Por tal motivo no sería justo que me sintiera únicamente contento. Siento la responsabilidad de predicarla. Y lo hago. No añado nada. Pero descubro que el hijo pródigo tenía además otros hermanos. Son todos aquellos que se fueron de la casa del padre y no han regresado nunca más. Si conocemos la bondad y misericordia del Padre, que continúa esperando a todos, ¿qué hacemos aquí nosotros, tranquilos, mano sobre mano? También hallo en falta en la casa del Padre a aquellos hermanos que ignoran dónde pueden encontrarla. Nadie les ha hablado de ella. Que nadie ponga en duda esto que afirmo: existen. Sólo hace falta preguntarlo. El Santo Padre y los obispos nos lo recuerdan cuando dicen que hay que recristianizar Europa. Fijémonos en que se nos habla también de recristianizar, no sólo de evangelizar. Conviene que los que están ya bautizados, empiecen de nuevo, si es que alguna vez han comenzado. 2. Mi madre Presumo de haber tenido una madre que era la voz con la que Dios se servía para llamarme. A su lado, tuve una infancia piadosa. Guardo buenos recuerdos. Podría llenar hojas de cosas agradables y espirituales. Sólo traeré a la memoria los hechos más relevantes. Empiezo por la primera Comunión. Tenía tanta ilusión que, gracias a los Hermanos Maristas del colegio al cual yo iba, de común acuerdo con mi madre, pude hacerla a los seis años. Si alguien pensase que no era posible, le ruego que mire el catecismo de los años treinta. Lo dice así, textualmente: "¿A qué edad se puede recibir la Primera Comunión? A los 7 años y, en España, por privilegio del Papa, la pueden recibir los niños de menor edad". Yo pude beneficiarme del privilegio del Papa. Cuán grande sería mi ilusión, que durante todos los días de catecismo, dedicados a ofrecernos una formación sólida y piadosa, siempre fui el primero del grupo, menos un día y en el último momento de la clase. Al formularme la última pregunta se me trabó la lengua; no respondo, responde otro, y pierdo el primer lugar. Lo normal hubiese 9

sido que me hubiese puesto a llorar. Sin embargo me entró tal deseo de reír, que aún hoy sigo sin entender lo que me ocurrió. Hablando en estos términos cualquiera podría pensar que nací en olor de santidad. Nada de esto, ni por asomo. El mismo día de la Primera Comunión, vestido de marinero, me batí a puñetazos con un compañero. Era un perfecto sinvergüenza. Contaré una gamberrada. No sé si alguien recordará que hubo una época en la que las tiendas cerraban sus puertas acristaladas, por medio de unas placas de madera del tamaño del cristal, que se adosaban a través de unas guías de hierro. Una vez colocadas aquellas maderas en las puertas, se pasaba la llave y a dormir. Ahora bien, si en los ángulos, uno a la derecha y otro a la izquierda, alguien colocaba un hierro, la puerta no podía abrirse desde dentro. La persona que lo intentaba forcejeaba hasta el extremo de ponerse histérica. Esta era una de mis diversiones favoritas; tan pronto veía venir a Casilda o a Segunda, dos mujeres de muy malas pulgas, corría a colocar el hierro esperando que quisieran salir. Era un espectáculo que me gustaba contemplar. Me moría de risa, hasta que alguna persona compasiva acudía a retirar el hierro, momento que no me dejaba perder para luego echar a correr como un galgo. Esto me confería una fama tal, que cuando observaba que alguien se me acercaba, ya podía volar porque seguro que eran Casilda o Segunda. Recuerdo todo lo que mi madre me decía de la mañana a la noche como si fuera ahora mismo. Cuando me despertaba para ir al colegio, lo primero que tenía que hacer era persignarme, con las tres cruces bien hechas; a continuación rezaba: "A Dios me encomiendo...", un padrenuestro a Jesús y tres avemarías a la Virgen. Estos eran los consejos de cada día: "No hagas enfadar a nadie, ama a todo el mundo..." y yo acababa: "porque si eres bueno todo el mundo te amará". A la hora de comer se bendecía a mesa, lo mismo si había una buena comida como si no, porque en ciertas ocasiones había muy poca cosa para bendecir. Ella siempre mostraba buen humor. No se quejaba nunca. Siempre daba gracias a Dios por todo. Si, por casualidad, caía un pedazo de pan al suelo, lo recogía y lo besaba, porque con el pan Jesús instituyó la Eucaristía. En ella todo tenía un sentido religioso; ni tan siquiera las inclemencias del tiempo constituían un motivo de queja. Dios lo quería así y con alegría se había de recibir. Las palabras "si Dios quiere" y "con la ayuda de Dios, todo se resolverá", las tenía siempre en los labios. 10

Permitidme que acabe de contar un día normal junto a mi madre. El abuelo paterno era un hombre ya mayor, muy honrado, pero se dejaba influenciar por la abuela, que era el polo opuesto a mi madre. Eran dos culturas que estaban a kilómetros de distancia. Dicho así ya resulta suficiente para entender lo que sufrió mi madre por causa de la suegra. Cierto día el abuelo descargó sobre mi madre menosprecios duros e injustos. Ella se echó a llorar, pero se abstuvo de defenderse. Pasaron unos días y nadie se atrevía a citar el incidente. Al abuelo le dolía la conciencia, pero le faltaba valor para disculparse. Se le notaba nervioso. Pero tuvo una idea genial. El hombre sabía que mi madre cantaba muy bien y a él le gustaba oírla cantar, por lo que no se le ocurrió nada mejor que pedirle: "¿Por qué no nos cantas una canción de aquellas que tú cantas tan bien?". La nuera, sin protestar, se puso a cantar "La Mare de Déu quan era xiqueta..."1. El enfado quedó resuelto. Como sea que nos hallarnos en un día normal y ya hemos cenado, ha llegado la hora de ir a dormir, pero no sin antes rezar el rosario, por lo menos ella. Cuando ya me hallaba metido en la cama, entraba en el cuarto recordando: "A Dios me encomiendo..." y todas las oraciones piadosas a la Virgen, al Ángel de la Guarda, cenando siempre con las tres avemarías y santiguándome ella misma. En alguna ocasión, ya mayorcito, le había dicho a mi madre: "¿Hasta cuándo lo hará?". Siempre contestaba: "Si me permiten entrar en el cuartel, también allá iré". De todas las oraciones aprendidas, quedó grabada en mi alma la de las tres avemarías. Cuando no tengas tiempo para rezar, por lo menos no dejes nunca las tres avemarías. Y así ha sido. Con este estilo de vida fui creciendo. Me sentía feliz a pesar de las mil gamberradas propias de la edad. El tiempo libre lo pasaba en la calle. Mi padre paraba poco en casa. Su trabajo de pequeño empresario lo tuvo casi siempre fuera del pueblo. Cuando lo teníamos en casa, con mi madre, todo se nos antojaba normal. El amor, la santidad de ella hicieron que generalmente todo pareciese una balsa de aceite. Mi madre sufría porque mi padre no practicaba, presumía de escasa fe, y sobre todo, era anticlerical hasta la médula. La definición que hacía de la Iglesia era la siguiente: "La Iglesia es el sistema de mover el corazón de los que tienen cuartos y a los tontos, y de este modo se enriquece". Sin que se acercara jamás a ningún sacerdote, se jactaba de conocer los defectos de todos. 1

Canción popular catalana.

11

Mi madre sufría este comportamiento con fe y alegría. Ella sabía que con la oración todo se alcanzaba. Permitidme que explique solamente una vivencia. Más adelante ya contaré el milagro final. Eran las últimas elecciones, las de 1936. La militancia republicana de mi padre, tal como era costumbre en aquella época, incluía realizar la propaganda electoral personalmente. Apenas había aparatos de radio y muy poca gente leía los periódicos. Tampoco se daba el respeto humano al modo de como se manifiesta ahora. Todo el mundo sabía a quién uno votaba. Las derechas y las izquierdas eran definidas. Los que iban a misa eran de derechas y los anticlericales eran de izquierda. El problema familiar de mi casa consistía en que mi padre juró, y quería que mi madre jurase, votar por las izquierdas. "Ya hablaremos Alberto, ya hablaremos". "Piensa que si no votas a las izquierdas tendremos problemas muy graves. ¿No estás harta todavía de capitalistas y de curas, que no hacen otra cosa que chupar la sangre del obrero?" Mi madre temblaba de miedo hasta que se decidió: "¡Vamos!, ¡si la oración todo lo puede, a la oración me agarro!". Hizo la promesa de subir descalza desde el lugar donde se halla la Fuente de los Enamorados, hasta el Santo Cristo, en su capilla de Aiguafreda de Dalt, con un recocido de unos dos o tres kilómetros de camino empinado por el bosque, pedregoso en todo su trayecto. "Eso haré, Señor, sino tengo que votar a las izquierdas." Mi madre sabía que, por la palabra, Jesús nos había comunicado la Buena Nueva. "Pues ahora hablaré yo." Era la mañana del día de las elecciones. Al despertarse le dijo: "Oye, Alberto, ¿quieres escucharme?" "¿Qué quieres? ¡Dime!" "¿Ya has pensado bien eso de ir a votar a las izquierdas?" "¿Qué si lo he pensado? ¿Con esas sales tú ahora?" "Aguarda, déjame hablar, déjame por favor. ¿Acaso has olvidado los siete años de Primo de Rivera? Jamás en la vida habías tenido tanto trabajo como en aquellos años. ¿Te acuerdas del patrimonio que pudiste conseguir? ¿Te acuerdas del terreno de la calle de San José? ¿Y de las dos casas de la calle del Serrat? ¿Olvidaste, acaso, que tenías entonces los mejores carruajes para el transporte de adoquines? ¿No te das cuenta, sin embargo, de que en estos años que llevamos de República, casi lo hemos perdido todo? A ver, dime; dime, Alberto, ¿a quién votamos?" Mi padre pensó unos momentos y exclamó: "¡A las derechas votaremos! ¡Qué ciego he estado!" Yo acompañé a mi madre hasta la cima, junto al Cristo de Aiguafreda de Dalt, ella descalza y ensangrentada como otro Cristo. 12

No quisiera que nadie que leyese estas cosas viera en ellas el menor indicio político. Sólo intento dar testimonio de una mujer de fe. Aquellos años de la República fueron muy duros para las personas que practicaban la religión católica. Se respiraban aires de odio y persecución. Mi madre sufrió mucho en aquellos tiempos. Teníamos alojados en casa, además del mozo que conducía el carro, tres o cuatro canteros más. Por descontado, todos anticlericales. Salvador, el carretero, que pensaba diferente que mi madre, en cambio se había hecho muy amigo de ella. Mi madre lo quería mucho; le daba unos sermones preciosos. El hombre los escuchaba, pero al mismo tiempo se burlaba de ellos. "Un día te arrepentirás." Recuerdo que cuando llegó el 36, Salvador se sumó en seguida al grupo que se dedica a incendiar y destruir iglesias. "Te arrepentirás de esto. No sabes lo que estás haciendo. Dios te castigará." "Usted siempre igual, mujer. Ya no existe aquel de la barba, no pensemos más en él. Han llegado otros tiempos." La tristeza se apoderaba de mi madre, al mismo tiempo que ella multiplicaba la oración. Las cenas en casa, de aquella época, eran un martirio para nuestra buena mujer. Ella se había convertido en la criada de todos, cocía y servía la comida, pero, durante la cena y desde la cocina, tenía que escuchar continuamente conversaciones que no eran otra cosa que una blasfemia contra Dios y la Iglesia. Ella, en silencio, respondía a cada blasfemia con una jaculatoria. Constantemente pedía perdón por tanta ignorancia. Para ella nadie era malo. Todos podían cambiar de conducta algún día. 3. Un año de seminarista Volvamos a los años 34-35. Yo tenía diez u once años. Muy aficionado al fútbol y dedicado apasionadamente a este juego, al propio tiempo me sentía cautivado por aquella santa mujer. Un buen día le dije: "Mamá, quiero ser sacerdote". "¿Qué dices? ¿Ya lo has pensado bien?" "Sí. Lo tengo pensado. Le diré más todavía. Seré misionero. Estudiaré tres cursos en el seminario de Vic y luego iré a Cervera, donde existe un seminario de misiones de los claretianos, hasta que me ordenen. A partir de entonces iré a convertir gente allí donde sea." La alegría de mi madre fue tan grande que ni ella misma la sabía describir. En la primera ocasión que tuvo, fue a Vic; se personó en el seminario para informarse de todo lo que correspondía hacer. Pasado el verano del 35, entré en el seminario. Si he de describir la primera impresión, diré que nada me resultó extraño. Todo me 13

pareció normal. Éramos muchos, y eso sí, como siempre ocurre, unos me cayeron mejor que otros. Como es lógico, todos teníamos muchas ganas de jugar, y siendo el fútbol la diversión preferida de los muchachos de este país, pues a jugar con una pelota aunque fuera de trapo. El día de llegada, teníamos todos más aspecto de caballos desbocados que de personas normales. La primera cena fue todo un espectáculo. La mesa puesta consistía en una cuchara y un plato. La cuchara sirvió de "instrumento musical" hasta el momento de traernos la sopa. Detrás de la sopa un plato de garbanzos y esa fue toda la cena. De inmediato subimos a la sala dormitorio donde el Dr. Masnou2 nos dio un sermón de disciplina, riñéndonos enérgicamente por el escándalo de las cucharas, mientras nos instruía sobre cómo debía ser nuestro comportamiento. Debo decir que las advertencias hicieron efecto y lo del primer día no se volvió a repetir jamás. ¿Qué clase de formación recibí? Caer en la trampa de querer enjuiciar ahora la vida y el ambiente de hace sesenta años sería fatal, no sería justo. Todo me parecería exagerado. Mucho infierno, mucho purgatorio, un cielo muy difícil de conquistar..., mucha abundancia de pecados, intolerantes con las demás religiones. Yo me pregunto: ¿Aquello era malo? No, no y no. Cuarenta mil veces, no. Cuanto se nos enseñaba salía del mismo Evangelio. Lo predicaban las personas más santas. Unas personas capaces de hacer las cosas incluso mejor de lo que ellos mismos predicaban. Si la doctrina hubiese sido malintencionada, no se hubiera dado tanta abundancia de santos en aquella época. Ya le echaremos a este punto una mirada más adelante. No quiero decir que aquella Iglesia no tuviese defectos. Como humana los tenía, los tiene hoy, y los seguirá teniendo. Dejadme dar una pincelada sobre aquellos cinco sacerdotes que dirigían el seminario. El Dr. Grau, el director, fue uno de los mártires del 36. Dio la vida por su sacerdocio. El Dr. Reixach, otro mártir. El Dr. Cabanes no fue mártir, pero fue sacerdote-sacerdote, hasta el último día. El Dr. Colom, el subdirector, fue la entrega personificada. Su último destino fue la parroquia de Tona. Si os fuera posible obtener alguna de sus poesías podríais comprobar la inmensa espiritualidad de aquel santo 2

Mons. Ramón Masnou, actualmente Obispo emérito de Vic. Digno continuador de la labor de Torras i Bages, mente lúcida como refleja el hecho de que, a sus 92 años, N.C. haya podido publicar su último libro "Amemos a la Iglesia", donde señala los graves errores del progresismo que aflige en esta hora a la Iglesia de Cristo. (N. E.)

14

hombre. Y el Dr. Masnou sustituyó al obispo Perelló. Referente a él prefiero no extenderme porque fue mi obispo, y como sea que le quiero tanto, alguien creería que exagero. Tan sólo diré que estuve a su servicio durante muchos años, y nunca le dije "no puedo". Por la voz de sus consiliarios siempre le obedecí. Durante aquellos años fui a visitarle alguna vez, pocas. Recuerdo lo bien que me atendía. En el Evangelio nos dice Jesús que por sus frutos los conoceréis. Nunca agradeceré lo bastante a Dios el haber podido conocerlos. Tuvieron detractores, pero hoy apenas queda ninguno dentro de la Iglesia jerárquica. Todos han abandonado el sacerdocio, se han casado y no sé cuántas cosas más. Lo que sí sé de estos, es que el fruto que les correspondía dar, no lo veo por ninguna parte. Volvamos atrás: Un día el Dr. Masnou me llamó a la hora del patio y me empezó a hacer preguntas, hasta llegar a mis intenciones respecto a la vocación. De súbito le cuento el plan que tenía de ir a Cervera y al seminario de misiones de los claretianos y que mi ideal era el de ir a convertir gente allá donde fuera. Muy contento, me puso la mano en el hombro y me dijo: "Anda, vete a jugar, corre". En aquel seminario, por parte de los dirigentes solamente existía una gran bondad. Admitían a quien fuera, sin tener en cuenta su procedencia. No creo que existiese la menor prevención "a priori" contra nadie. ¿Por qué digo esto? Pues porque entre nosotros había unos cuantos que eran de la Casa de Caridad, sin que quiera decir que ser de la Casa de Caridad careciese de garantía. No, nada de esto. Pero a dos de los que había procedentes de aquella institución, los encontré poco tiempo después de haber estallado la guerra, blasfemando como unos condenados. Uno, del cual me reservo el nombre, me confesó que se había hecho voluntario para ir al frente con la intención de acabar con todos los curas. En otra ocasión, un grupo estábamos refugiados debajo del porche del patio, porque estaba lloviendo y no era posible jugar a la pelota. Mientras hablábamos surgió el tema de la vocación. ¡Qué sorpresa tan grande y triste la mía, a mi edad de once años! Nadie supo decir por qué estaba allí, sino tan sólo para conseguir llenar la barriga, aunque tan sólo fuera de sopa y garbanzos, lo que era imposible conseguir en su casa. Que nadie confunda los hechos, ni entienda que todos mis compañeros pensaban igual, pero aquel grupo formado por unos cuatro o cinco sí. Cuando me correspondió a mí hablar de la vocación, conté mi deseo de ser misionero. La reunión terminó como el rosario de la aurora. 15

El amor y la pobreza tampoco faltaron en el seminario. Porque el Señor nunca falta allá donde hay pobres. Hasta al cabo de unos años no me percaté del porqué, en medio de tanta pobreza, nunca se me antojó quejarme. Mi madre pagaba dos pesetas por mi estancia en el seminario, no recuerdo si cada semana o cada mes. Lo que sí sé, es que era un dinero que hubo de pagar yendo a trabajar fuera de casa, en un tipo de labor muy pesada. ¡Qué buena era mi madre! 4. La catástrofe del 36 Lo que he contado fue más o menos un año de seminarista. Hasta el mes de junio del 36. Los días de este mes de junio, no sé si fueron diez o quince, nos los pasamos delante del Sagrario haciendo oración por turnos. Nuestros superiores tenían conciencia de lo que se acercaba la gran tragedia de la revolución del 36, de triste memoria. Me encontré nuevamente en casa con mucha alegría. Ver a mis padres, a mis hermanos, a mis primos, es decir a todos, me hacía feliz. Pero muy pronto empecé a sentir tristeza. Era algo tan íntimo que sólo mi madre me comprendía. Me hicieron muchas preguntas retorcidas que yo me veía incapaz de contestar. Me limitaba a callar y nada más. Me puse en contacto con la parroquia, cuando ya se notaba algo anormal. Fue cosa de pocos días, unas tres o cuatro semanas. En el interior de la iglesia reinaba la tristeza. Un día el Dr. Xandri, el rector de la parroquia, nos dijo que nos fuéramos y nos pidió que rezáramos mucho. Mi hermano Paco ya olía lo que se preparaba. Se le notaba muy preocupado. Los católicos temblaban, y a los anticlericales se les ensanchaba el pecho como si presintieran que les iba a tocar el gordo de Navidad. No llegó el gordo, pero sí se produjo la catástrofe nacional. No tengo intención de politizar nada. Tenía el convencimiento de que el odio destruía todo lo que hasta entonces me había forjado como un principio ideal, del cual en pocos días no quedó nada visible. La iglesia material y física fue destruida, los templos incendiados y los sacerdotes asesinados, tantos cuantos les fue posible detener. Muchos intentaron huir o esconderse, pero al no lograrlo también los mataron. Otros no se movieron de su propia casa, sin quitarse tan siquiera la sotana. Algunos consiguieron esconderse. Una gran tragedia. Lo que es de admirar, sin embargo, es que no se dio ni un solo caso de apostasía. 16

Sus desgraciados verdugos, desbocados por la fuerza del infierno, no sabían lo que estaban haciendo. Seguramente el Señor estaría repitiendo, corno allá en el Calvario: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Si aquellas personas desenfocadas, movidas por el odio, hubiesen sabido que en lugar de destruir la Iglesia no hacían sino convertirla en más grande y esplendorosa, hubieran utilizado otra táctica. A los tres años de aquellas barbaridades, los seminarios se quedaron pequeños, hasta el punto que obligó a la construcción de edificios nuevos. Entonces tenía doce años y para mí era todo aquello una tragedia. No podía entender aquel cambio tan súbito, por dos motivos: el primero, mi edad; y el segundo: ¿cómo era posible que media docena de hombres como máximo pudiesen apoderarse de la iglesia del pueblo sin que nadie dijera nada? Era un día entre semana al anochecer cuando se apoderaron de todo. El domingo anterior se habían celebrado cinco misas, con el templo lleno en casi todas. Todo el mundo permaneció mudo. Si hubiese sospechado la posibilidad de contar con un grupo de hombres dispuestos a plantarles cara, yo hubiera estado entre ellos. Cuando corrió la voz de que unos hombres estaban quemando las iglesias, yo me hallaba solo en casa con mi madre. Sin pronunciar palabra, aunque disimulando, huí hacia la calle, camino del templo, cuando me di cuenta de que había un individuo con una ametralladora. Di la vuelta para volver a casa, pero, en aquel momento, oigo la voz de mi padre que me dice: "¿A dónde vas?" "A casa" —respondo. Y mientras lloraba le dije: "¿No ve cómo están quemando la iglesia?". Un poco más allá, calle arriba, a unas mujeres de misa diaria que le preguntaron a mi padre por qué lloraba Pío, les contestó: "Porque queman la iglesia". Alarmadas aquellas dos mujeres nos advirtieron: "Que no se dé cuenta nadie, porque lo pasaríais muy mal". ¿Cómo podía salir nadie en defensa de la religión, si estaban tan asustados los que se consideraban buenos? Podríamos decir que aquí terminó una etapa de mi vida. El conflicto fue extendiéndose, hasta que, lo que se creía que duraría tres meses, se convirtió en una guerra civil de tres años de tragedias. 5. Entre dos mundos Poco a poco fui dejando de rezar. Las pasiones fueron cada vez más fuertes. Las amistades eran chicos normales, pero tirando a lo mundano. La 17

vida piadosa iba convirtiéndose en una vida mundana, aunque muy humana. Asistí a la escuela un año y medio más, y basta. Ocurrió que por ser tan "buen" chico me expulsaron de la escuela. Las necesidades familiares eran cada vez más acuciantes, los alimentos menos abundantes, y la obligación de trabajar era urgente e imprescindible. Mi padre en la cantera no tenía trabajo. Nadie necesitaba piedra. Cultivábamos cuatro o cinco cuarteras de tierra. Fue allí donde me inicié, trabajando con mucha ilusión; me encantaba. Era maravilloso. Algo inconsciente, admiraba la naturaleza, no como obra de Dios, sino por el hecho de plantar, por ejemplo, unas cebollas, y comprobar que al cabo de pocas semanas ya te las podías comer. La vida era dura: de una guerra y una postguerra, solamente saben dar razón aquellos que las han sufrido. Recuerdo que, en plena guerra, los alimentos iban escaseando. Uno de aquellos días me hallaba en el campo con un hombre, arando con dos animales; una mula de su propiedad y la nuestra, ayudándonos mutuamente. Tenía mucha sed, por lo que le dije al Mompá, como le llamábamos: "Tengo mucha sed. De buena gana bebería un buen trago de vino". "No lo bebes porque no quieres. Vete allá, al hato, donde guardo la bota, y bebe tanto como te apetezca." Nadie en el pueblo tenía una sola gota de vino. Desde hacía muchos días en todas las tiendas colgaba un rótulo que decía: "No hay nada de nada". Encuentro la bota y ciertamente había un buen vino. Entonces, la vida en mi casa dio un giro de 380 grados. Intentaré explicarme. Éramos nueve en la familia: mis padres, mis abuelos y cinco hermanos. Vivían en otra casa los abuelos matemos, una tía ciega y Paco, mi hermano mayor. Eran muchas bocas que alimentar y pocos en edad de trabajar. Mompá nos enseñó las ventajas del trueque de alimentos. Hicimos viajes a Sentmenat dos veces por semana durante siete años. El hambre desapareció en casa. Fuimos extendiéndonos hasta las Guillerías, adonde llevábamos vino y regresábamos cargados de patatas, casi siempre de noche, porque este trueque de alimentos era considerado estraperlo y se corría el riesgo de perderlo todo, incluso se podía ir a parar a la cárcel. Estoy seguro, mirándolo con la fe de ahora, de que las oraciones de mi madre fueron siempre la garantía total para que las cosas nos salieran bien. El Ángel de la Guarda, a pesar de no tener yo entonces conciencia de ello, no nos abandonó nunca. Podría contar mil vivencias. Explicaré sólo una. Era un día de invierno, cuando la tarde ya iba declinando emprendía el viaje desde el 18

Pla de les Arenes hacia casa. Me quedaban aún ocho horas de camino, cuando de súbito, dos guardias me preguntan: "¿Qué contiene esta carga que llevas en el carro?". "Patatas." "Ya puedes seguirnos. Vamos hacia San Hilario Sacalm, a la Comisaría de Abastos. Este carro queda decomisado. Esto es estraperlo." Me puse a llorar con fuerza, dramatizando la escena todo lo mejor que pude. ¡Qué bien lo haría y con qué sentimiento les hablaría que, cuando llevábamos unos cuantos metros oigo una voz que dice: "Para el carro muchacho"! Paro, y uno de los guardias me dice: "Si te dejamos ir y encuentras otra pareja, ¿nos prometes no decir que ya nos has visto a nosotros?". "Lo juro, lo juro." Y metí la mano en el bolsillo dispuesto a darles los cinco duros de que disponía. Por poco me lo juego todo. Eran dos hombres buenos y honrados. Yo iba creciendo entre dos mundos: el trabajo y unas ganas locas por disfrutar. En mi cabeza no había más pensamiento que chicas, bailes, cines, orquestas, y poquito a poco, o quizás no tan despacito, fui echando carne al lobo, hasta vivir de la manera que más disgustaba a mi madre, y lo que es peor todavía: había perdido casi totalmente el contacto con Dios. Digo casi, porque el problema era cada día a la hora de ir a dormir. Había que rezar las tres avemarías. La cuestión era siempre la misma: "¿Por qué rezo, si no vivo tal como me han enseñado?". Nacía la duda: "Si la Virgen María existe, la ofendo, y si no existe, ¿por qué rezo entonces?". Eran muchas las noches que iniciaba el sueño en medio de esta duda. Ahora sé que aquel hecho no era sino la voz de Dios, que gritaba sin parar. Lo que se entiende como gracia actual. 6. Aprendiz de cantero En Menorca, pasé el servicio militar: dos años y doce días. Fue la época de mi vida más larga y pesada, no por el trabajo sino porque no hacía nada. Al regresar a casa no quedaba nada de lo que había dejado. Los animales y el carro se habían vendido. Del negocio del vino y de las patatas no quedaba ni el nombre. Lo único que funcionaba medianamente era la cantera. Mi padre y mi hermano menor trabajaban allí. Yo no tenía el menor conocimiento del oficio. Nunca me había dedicado a él y me era del todo indiferente. Tenía veinticuatro años, sin oficio ni beneficio. Las alternativas de que disponía eran escasas: ir a trabajar de peón o aprender el oficio de la cantera. El ánimo me lo proporcionó mi novia, Nati: "Tienes que ir a la cantera y convertirte en imprescindible". El consejo fue acertado. 19

Mi hermano Jorge tenía buenas manos, pero no era nada negociante. Mi padre era ya mayor y chapado a la antigua. Recuerdo que se aferraba a no vender el carro de piedra, porque estaba convencido de que aún volvería a ser necesario para el transporte, cuando los camiones se estaban imponiendo con fuerza en el servicio. Me animo, me mentalizo, y totalmente convencido me tenéis ya en la cantera. Trabajé como un negro. Pude cambiar una serie de malos hábitos, como eran los horarios, las siestas y un estilo vegetativo de empresa que lo parecía todo menos un lugar donde poder ganarse la vida. Todo esto, mi padre lo fue aceptando porque él resultaba el primer beneficiado. Jorge, mi hermano, no puso jamás el menor impedimento. Daba la impresión de que aquello funcionaría: pues bien, no funcionó. La administración era cosa de mi padre y todo su sistema de contabilidad se limitaba a un libro de tapas negras que llevaba siempre en el bolsillo derecho de los pantalones y el dinero en el bolsillo izquierdo. Al llegar el sábado, los cuatro o cinco hombres que regularmente teníamos a trabajar, entraban en casa a cobrar, y les decía: "A ver ¿cómo tenemos esto?". Ninguno de ellos cobraba el trabajo al mismo precio. Unos iban a destajo. Otros por horas. El precio de la hora también solía variar. A mí me daba cinco duros a la semana y basta. No veía mi porvenir por ninguna parte, pero no obstante yo continuaba trabajando duro. La bancarrota era inminente. Cada día tenía yo peor humor. Los de casa llegaron a pensar que la culpa era de Nati; nada más falso. A finales del año 1948, con Nati decidimos casarnos. ¿Cuándo será esto? Los dos de común acuerdo concretamos: "El día 4 de abril del próximo año". Al comunicarlo en casa, mi padre me dijo: "¿Lo habéis pensado bien?". "Totalmente pensado." El planteamiento que hicimos con Nati fue el siguiente: Ya tenemos veinticinco años. Si esperamos hasta disponer de todas las cosas necesarias, ni de aquí a diez años las tendremos. La verdad era que nos queríamos mucho, y para casarnos, no precisábamos nada más. El tiempo cada día se está convirtiendo en el mejor testimonio. Hoy son muchísimos los que, si no disponen de todo, no se casan. Claro que no todos, pero sí los hay que dan la impresión de que es mucho más importante el piso y todas las comodidades, junto con el viaje de novios, que la seguridad de tener todo el amor necesario para uno de los actos más importantes de la vida. 20

Nosotros disponíamos de lo más importante: nos amábamos, y por amor nos lo saltamos todo a la torera y nos casamos. El hecho, materialmente hablando, se inició con un detalle provechoso. Mi padre me concedió una paga semanal, aunque fuera ridícula, y Nati ganaba mucho más que yo trabajando de peluquera. Así empezábamos a disponer de algún dinero, cosa que hasta entonces no habíamos logrado nunca. Pero Dios continuaba llamando. Aquella vida no podía continuar. No tenía nada de cristiana. No practicaba y los instintos mundanos se multiplicaban. Mi madre no cesaba de predicar y darme ejemplo. Aprovechaba todas las ocasiones. Un día, al volver de la cantera, me dijo: "¿Sabes quién es José Múgica, el cantante mexicano de tanto éxito?". "Sí" —le contesto. "Pues lee esta revista." Nadie piense que esta revista fuese el "Hola"; era el "Ave María". Me hizo leer la noticia donde se contaba que aquel hombre tan famoso se había convertido hasta consagrarse fraile. El cambio resultaba emocionante porque se produjo mientras el artista se hallaba en todo su apogeo, en pleno éxito, cuando ganaba dinero a manta y las mujeres se lo disputaban. Fue una gracia actual que me conmovió durante unos cuantos días, aunque no los suficientes como para poder decir basta a los instintos. En medio de este ambiente, bastante vegetativo, se nos ocurrió a Nati y a mí: "¿No crees —le dije— que ya sería hora de que fuéramos a buscar un hijo?". "Pues, sí" —contestó ella. ¿Por qué habíamos esperado dos años? Sencillamente, porque estábamos convencidos de que en aquellas circunstancias no se podía tener hijos. Pero, la peluquería iba bien y yo empezaba a espabilarme por mi cuenta ganando alguna peseta fuera de casa a base de vender piedra a otros canteros. Tuvimos el primer hijo. Fue una niña guapa como un sol. Aquella criatura me alegraba la vida, pero aun así yo no estaba satisfecho. Vivía sólo para mí. Mi pensamiento no dejaba de ser éste: no tendremos ningún hijo más. El materialismo me obligaba a decir esto que hoy se oye tan a menudo: Tal como andan las cosas con un hijo ya es suficiente. En esto iba yo cuarenta años avanzado. Hoy las parejas de nuestro país no dicen nada, pero hemos llegado a la cifra de 1,2 hijos por matrimonio. Yo no era feliz y tampoco lo son las parejas de hoy en su inmensa mayoría. Para evidenciarlo basta con echar una mirada a la calle donde vivimos cada uno de nosotros. Nos daremos cuenta de que la paz y la armonía brillan por su ausencia casi en cada casa. Puede que alguien me 21

replique que no tengo razón. Lo comprenderé, porque, si nos hubiéramos quedado sólo con la niña, no habría conocido otra cosa. Siendo así resulta fácil poder decir: "Yo ya estoy bien". Más adelante demostraré lo que digo y por qué lo digo. Dios continuaba utilizando a mi madre de altavoz. Cierto día, viéndome preocupado, me dijo: "¿Por qué no vas a hacer ejercicios espirituales?". La respuesta fue ésta: "No los he hecho nunca y no me hacen ninguna gracia". Claro, cuando uno no vive en gracia de Dios, y le hablan de cosas espirituales, cuesta aguantarlo. Diré más, parece que repugna. No sabes qué contestar. Sólo se te ocurre decir: "No me molestes más". Esta experiencia me ha ayudado mucho para hacer apostolado. Pronto me doy cuenta de si me escuchan o no. Entonces veo hacia dónde hay que conducir las aguas, o bien, según los casos, que es el momento de callar. A veces, cuando ya te conocen, lo mejor es no decir nada. El caso es que mi madre no se daba la menor tregua. Estoy seguro de que no paraba de rezar. Ignoro cuántas veces volvió a proponérmelo. Un día me pilló de buenas y le dije: "Bueno, a ver ¿qué quiere que haga?". "Mañana te lo digo." Y desde luego que me lo dijo, sin omitir detalle: "Tal día, a tal hora, en la casa de ejercicios de los claretianos ya te esperan. Hallarás allí al padre Corominas y a unos cuantos hombres. Lo pasarás muy bien. No te preocupes por nada. Solamente presta atención a todo lo que allí te digan". ¡Dios mío! Nada más llegar ya no supe si quedarme o marcharme. Éramos sólo cinco ejercitantes y el sacerdote. Únicamente pensaba: que mal lo vas a pasar. Lo peor vino cuando el cura nos dio las primeras instrucciones. Nos recomendó, sobre todo, silencio total; no podíamos hablar nada hasta el último día. Poco a poco, la cosa iba entrando. No me costaba entenderlo. Se trataba de lo mismo que me había enseñado mi madre, pero explicado con estilo magistral. Siempre igual: tan pronto te apeas del burro, el Señor se te hace el encontradizo. Por supuesto que me lo encontré, sobre todo después de la primera "colada"3. ¡Cómo cambian las cosas con la pantalla limpia! Es el revés de la medalla, de cuando vives en pecado mortal. Ya he dicho que si te hablan de Dios y no te hayas en condiciones, no le resistes. Sin embargo, con la conciencia limpia, aunque te hablasen de Él durante una vida, nunca tendrías suficiente. 3

Expresión usada coloquialmente para referirse a la confesión.

22

El regreso a casa estuvo lleno de alegría. Mi madre estaba contenta. Nati, también. Aunque no se fijó en la causa de mi alegría. Le bastaba mi felicidad. Pero, todo aquel gran entusiasmo que manifesté al llegar a casa, no duró demasiado tiempo. Despacito, fue marchitándose, hasta quedar a cero. Otra vez volví a olvidar la oración y cuando se deja de rezar, el demonio hace su agosto. 7. Una vuelta decisiva: del teatro Vigatá a la catedral Tenía veintiocho años cuando fui a hacer ejercicios espirituales. Me iba haciendo mayor y la situación continuaba siendo la misma. El mal humor aumentaba de tal manera que llegó a rayar el histerismo. Por cualquier cosa armaba el escándalo más propio de un loco que de una persona normal. Lo más acertado hubiera sido irme de casa. Mi intención fue ésta, pero no podía. Mi madre ya sufría demasiado. De haberme marchado le habría hecho mucho daño. Nati se había convertido en mi brazo derecho. Si ella con su amor, lo resistía todo con serenidad, ¿qué podía hacer yo? Además, Rosa María, la niña tenía la virtud de ayudarme a pasar mis malos momentos, con sus risas y zalamerías. Esta situación duró todavía tres años más. Las oraciones de mi madre, el amor de mi mujer y el imán de Rosa María, llegaron al cielo. Un día de marzo de 1955, al regresar de la cantera, hallé a mi madre con más ganas de hablar de lo normal. Inició el diálogo diciéndome: "Si hoy no he visto un milagro le habrá faltado muy poco". "¿Y pues?" —le contesto. "En Vic se está celebrando la Santa Misión con unos padres misioneros de gran renombre. Hablan de maravilla. ¡Qué gusto da escuchar la radio! Pero esto no es lo más importante." "Bien, pues ¿qué es lo más importante?" "Hay unos hombres llegados de Mallorca que hablan de Jesús como si lo hubieran visto." "No entiendo nada" —le digo yo. "Te lo explico. Estas personas, de distintas edades, de diferentes oficios y culturas, han realizado en Mallorca unos cursillos que ellos llaman "De Colores", que por lo que entiendo, son como unos ejercicios adaptados al tiempo de hoy y por lo que veo tienen la inspiración del Espíritu Santo. He escuchado a un comunista de Vic que se llama Miguel Adillón, que incluso me ha hecho llorar. Estos testimonios gustan tanto a los padres misioneros, que alternan sus prédicas con las que esos hombres 23

llaman rollos. Durará hasta el miércoles de la próxima semana. ¡Cómo me gustaría que fueses a escucharles uno de estos días por la noche! Empiezan a las nueve." Mi primera respuesta fue: "No, No iré. No se canse. Yo ya me conozco". La buena mujer se calló, y tan pronto hube cenado me fui a la cama. ¡Qué semana! Pensé que no iba a terminar nunca. Todas las noches siguientes tuve que oír todo lo que ella había escuchado por la radio, terminando siempre con la misma súplica: "Pero ¿por qué no vas?". "No se canse. No iré." Sin embargo, ella insistía, hasta el martes, víspera del último día. "Oye Pío, mañana es el último día. Te procuraré un taxi para que junto con unos cuantos más, no salga tan caro el viaje y seáis más en aprovecharos." No sabía cómo sacármela de encima. Se me ocurrió una idea genial, aunque tenía su lógica. "Escuche, madre. Mañana es miércoles, tengo que trabajar. Por una cosa así no voy a pasar una noche durmiendo poco, para pasarlas moradas al día siguiente por no haber descansado. Al fin y al cabo todo lo que allí hablan ya me lo cuenta usted cada noche. Ya tengo suficiente. No hablemos más." Llegó el miércoles, y cuando creía que iba a encontrar a mi madre más triste que nunca, advierto, por el contrario, que está contenta y alegre. Le pregunto: "¿Qué le ocurre hoy, con esta cara tan risueña?". "¿No lo sabes? ¿No recuerdas que esta noche había de celebrarse el último acto de la Misión, en el cual iban a despedirse los misioneros y esos cursillistas que vinieron de Mallorca? ¡Pues, fíjate! No será hoy. Tendrá que ser el próximo sábado, porque vendrá a concluir la Misión, junto con los padres predicadores, un tal Dr. Capó, cofundador de estos Cursillos. Como resulta que al día siguiente es domingo, si vas, podrás descansar todo lo que necesites." No tuve valor para negarme. "Me ha atrapado al fin" —le dije. "Ya puede prepararlo todo." El sábado hubo coche a la puesta de casa, con todos los asientos ocupados. Mi madre se había encargado de todo. Había reservado asientos en el local del Teatro Vigatà, donde se iba a celebrar el acto de clausura. Quizá tenía una capacidad de 1.200 localidades; hubo aquel día más personas de pie que sentadas. Ella debió de pensar: "si no me preocupo de todo, puede servirle de excusa el hecho de estar demasiado lleno y que no le había sido posible entrar". Siempre hablo en singular, ya que lo que cuento es cosa íntima, muy personal, que solamente a mí me afecta. Más adelante habrá ocasión de pluralizar. 24

Primera impresión: admiración. Me sorprendió la cantidad de personas que llenaron aquel teatro. Creí que todos estábamos allí porque se iba a hablar de Dios, pero más tarde me di cuenta de que hubo personal para todos los gustos, desde curiosos y criticones hasta los que no tenían la menor idea de lo que allí se estaba gestando, aunque algunos, no sé cuántos, sintieron la llamada de Dios. Empezaron los parlamentos. El primero en hablar declaró que era bailarín, que sabía hablar bien poco, y que, a duras penas, entendía lo que estaba diciendo. El caso es que mi conciencia empezó a removerse. El segundo, no recuerdo el oficio que dijo que tenía, pero habló emocionado, tanto que consiguió contagiarme su entusiasmo, poniéndome a llorar con más emoción que él. El tercero era de San Vicente de Castellet. Dijo que era el propietario del cine del pueblo. Este ya se explicó mucho mejor que los dos anteriores. Dio un testimonio espectacular. Habló de la honradez profesional orientada por Cristo. Me estaban afectando tanto aquellas palabras pronunciadas por el propietario de un cine, que tuve la impresión de que era el mismo Dios el que me estaba diciendo: "¿Qué esperas, Pío, qué esperas?". El volcán ya estaba en erupción y todavía no habíamos empezado. El cuarto se llamaba Soler, también de San Vicente de Castellet. El efecto que éste me causó fue determinante. Contó que le costó mucho comprender el cursillo, porque venía de lejos, muy lejos, tan lejos como para confesar que hacía muy poco tiempo que había salido de la cárcel. Era ni más ni menos que el ex-presidente del comité revolucionario antifascista del pueblo, o sea un incendiario de iglesias y un asesino de curas. Había salvado la vida de milagro. Aquel hombre habló sin pasión, reconociendo que su ideal era honrado. Cristo le había dado la gracia de comprender que había ido equivocado. Con la ayuda de Él, dijo, daré testimonio de lo que digo. Yo estaba anonadado. Sólo tenía ganas de volver a casa. ¿A casa, digo? ¡Si sólo habíamos empezado! Hablaron más personas, entre ellas un sacerdote que acababa de celebrar su primera misa. Se le vio muy contento. La traca final corrió a cargo de don Jaime Capó, el mallorquín por cuya culpa yo estaba allí. Si yo hubiese intuido que aquel cura, por una u otra conducta, hubiese tenido alguna relación anterior con mi madre, todo cuanto dijo no me hubiera servido de nada, porque habría pensado que se habían puesto de acuerdo. 25

Don Jaime Capó habló durante una hora seguida, como si fuese una ametralladora. Una conferencia hecha expresamente para mí, pensaba. Describió a un hombre que tenía principios religiosos y en cambio vivía como si Dios no existiera. Repitió las palabras de un filósofo danés que afirma que aquel que no vive de la manera que piensa, acaba pensando de la manera que vive. Me sentí retratado. ¡Cuántas ganas tenía de volver a casa! Pero la cosa todavía no había terminado. Las últimas palabras pronunciadas fueron estas: "Ahora todos aquellos que lo deseen, pueden venir con nosotros hasta la Catedral, porque terminamos estos actos ante el Sagrario". El auditorio en pleno, se dirigió a la Catedral. Daba la impresión del Domingo de Ramos. Aquel Padrenuestro rezado ante Jesús Sacramentado, brazos en cruz, por tanta gente, fue para mí el toque final. Que nadie imagine que yo tenía ganas de volver a casa por culpa del sueño. Tenía deseo de estar solo y hacer aquello que la conciencia me reclamaba: Examen de mi vida. Poner en un paquete todas mis deficiencias, o sea todos mis pecados, y una vez enfardelado con el dolor que sentía, aguardar a que fueran las seis de la mañana para arrodillarme a los pies del confesor, volcar allí todas mis miserias, con objeto de experimentar la misma alegría que sentían aquellas personas por haber conocido a Aquel que yo, desde hacía tiempo, había dejado solo. Así lo hice. Muy de mañana me dirigí a la iglesia para esperar al primer sacerdote que entrase en uno de los confesonarios, arrodillarme a sus pies y deshacerme de toda la miseria que me impedía vivir de acuerdo con los principios recibidos. Me preocupaba el recelo, antes de confesarme, de no llegar a sentir la misma alegría de aquellos hombres que, con tanto entusiasmo, se ponían el nombre de Cristo en la boca. Si antes no le habían conocido, o sabían de Él bien poca cosa, era normal aquella reacción. Pero yo le conocía. Con criterio humano pude pensar que no sentiría nada, como si Dios quisiera acordarse de mis infidelidades. ¡Claro, con criterios humanos! Pero Dios no es así. Nos explica Él mismo, en la parábola del hijo pródigo, cómo es el Padre, que sólo espera el arrepentimiento y no una sola vez. "¿Siete veces —dice Pedro— hemos de perdonar?" "¡Cómo siete, setenta veces siete!" Quiere decir que Él nos perdonará todas las veces que el dolor sacuda nuestro corazón. Una vez librado de la carga, me dirigí a la capilla del Santísimo, a esperar a que el sacerdote diese la Comunión. No era entonces como 26

ahora, que la Comunión se da en todas las misas. Al Señor había que recibirlo entre misa y misa, en caso de querer comulgar. Con la confesión desapareció el miedo a perder el entusiasmo. Nunca sabré describir la emoción de ver sacar a Jesús del Sagrario en manos del sacerdote y oír: "Mirad el Cordero de Dios". Todavía se me pone la piel de gallina al recordarlo. Le dije al Señor: "Tú lo sabes todo. ¡Qué bueno eres! Sabes que ahora entrarás en aquel que hasta ahora no era sino una pocilga y por el solo hecho de haberte pedido perdón, volveremos a ser amigos hasta que yo quiera". Mis oraciones fueron: "No te abandonaré jamás. Enfocaré toda mi vida a la luz del Evangelio", tal como dijo el propietario del cine de San Vicente de Castellet. Fue mucho lo que le prometí. No todo lo he podido cumplir. Lo que sí es cierto es que no le he abandonado jamás y que me siento más fuerte cada día, y de esto hace ya cuarenta años. Puedo decir, con toda seguridad, que nadie gana al Señor en generosidad. Desde aquel día puedo contar maravillas. Algunas las explicaré. 8. La llamada prosigue y se intensifica ¡Cuánta diferencia existe, ante la llamada de Dios, entre hacerse el sordo o decir: "Basta, Señor, ya me tienes a tus órdenes"! Las cosas continúan siendo las mismas, la familia, el trabajo, los ambientes, las enfermedades, el carácter, la naturaleza, todo sigue el mismo curso. Solamente cambia una cosa: el sentido que tienen a los ojos de Dios. Vivir en la gracia del Señor, no es otra cosa que esforzarse, en cada momento de la vida, para adivinar qué es lo que quiere Dios de ti. No es fácil, pero sí sencillo. Se ha de hacer siempre su voluntad, tomando al pie de la letra el mensaje —no la sola palabra literal— que tenemos en el Evangelio. En otras palabras, tengamos la certidumbre de que ser cristiano es el mayor de los ideales. No faltarán dificultades. Si por el mero hecho de decir: "Ya creo", las cosas se resolviesen solas, los templos estarían siempre llenos "hasta el tope", pero llenos de gandules. Dios no menosprecia el trabajo de nadie. Tu labor debes hacerla tú mismo. Si te empeñas en hacerla como él quiere, tendrás su protección y sin darte cuenta experimentarás un cambio tan grande en tu vida, que, por nada del mundo volverías a dejarlo. 27

Dicho de otra manera, el Evangelio es la solución para todos los problemas del hombre. Repárese que digo el Evangelio, no una parte de la Palabra, sino toda la Palabra. Si se hiciera con la Buena Nueva lo mismo que se puede hacer en una pastelería, es decir: "Póngame un dulce de coco, uno de crema, uno de nata, uno de chocolate", tendrías un buen postre, pero sin embargo estoy seguro de que no habrías resuelto el problema de la alimentación. No quisiera dar la impresión de que intento juzgar al prójimo. Haré el esfuerzo de dar testimonio de cómo me van las cosas después de hacerme amigo de Jesús. Se dice que Santa Teresa le pedía al Señor: "Tú cuida de mí, que yo cuidaré de ti". Todo este barullo de ideas me trastornaba la cabeza. Debía poner orden. No vivía solo. Tenía conmigo a Nati, a mis padres, dos hermanos y la niña. Se había de notar el cambio que yo experimentaba, tan pronto llegara a casa. ¡Ya lo creo que se notó! No paraba de charlar. Mi madre no cabía en sí de contenta. Nati no decía nada, sólo escuchaba, igual que el resto de la familia. De las palabras había que pasar a los hechos, y lo digo en plural porque sin Nati habría sido muy difícil. Mi fortuna consistía en tener una mujer enamorada. Todo lo admitía. El hecho de verme tan feliz, para ella era todo un acontecimiento. Escasean las mujeres que entiendan el matrimonio como Nati. Ella sabía que los dos éramos una sola cosa y que no tendría más punto de mira que el mío. Pero que nadie se imagine que es tonta, porque es más viva que el hambre. Mi mujer pensaba: "lo que dice es bueno; el tiempo hará el resto". El cambio no consistía solamente en haberme vuelto practicante. El ideal empezaba a funcionar. Los dos habíamos pactado que no era posible tener más hijos. Visto con ojos de fe, aquello era falso. Había que demostrar que nos fiábamos de Dios, y así sucedió. Fuimos a por el segundo hijo. Me veo en la obligación de volver a repetir que mi mujer fue y sigue siendo extraordinaria, porque este hecho ya no es cualquier cosa. La economía en casa continuaba siendo la misma. Yo trabajaba mucho y seguía cobrando muy poco. Ella, con la peluquería, evitaba que pasáramos necesidades. Nos habíamos de fiar de Dios. Yo me fiaba. Ella deseaba que su marido estuviese contento. A los nueve meses nació Javier, en la Clínica Sant Jordi, de Vic, el día 22 de diciembre, día de la lotería de Navidad. No participábamos ni con un solo número en el sorteo, ni disponíamos de un duro para ir a la 28

clínica. Un señor, sin embargo, hacía días que me debía una comisión de mil pesetas. Este buen hombre no era demasiado buen pagador. No tuve más remedio que intentar ir a cobrar. Después de encomendarme a Dios, me dirigí a su despacho, pero apenas llegué, sin permitir que terminara de hablar, ya me hubo entregado las mil pesetas. Me sentí rico. Hubo suficiente para el nacimiento y para el bautizo, y aún sobró. Javier fue el inicio de habernos tocado el gordo, pero en exceso. Se notaba que Dios iba bendiciendo el trabajo; los ingresos, poquito a poco, iban aumentando, hasta el hecho de atrevernos a la compra de un solar con la idea de construir allí una casita. No quisiera dar la impresión de que Dios sólo bendecía la materia. Lo más importante era la alegría que yo sentía dentro de mí y de cómo se iba contagiando la familia. Mi padre, que no se metía nunca en conversaciones de religión, escuchaba cual si se tratara de un catecúmeno. La evolución de nuestra familia era paralela. Aumentaba el amor, que es lo mismo que decir la armonía, el buen humor y la alegría y todas las demás cosas que se necesitan para una buena convivencia. Al mismo tiempo la economía estaba dando un vuelco. No sólo de pan vive el hombre. Todo lo necesitábamos y la Providencia no se hallaba distraída. 9. La gracia se confirma en Mallorca en el año 1955 Era la noche de la verbena de San Juan. Nos hallábamos en casa Miguel Salomó, dos seminaristas (Cases y Giol) y otro amigo al cual no recuerdo en este momento. Habíamos rezado el Santo Rosario y mientras nos comíamos una coca y bebíamos una botella de champán, una vecina entró en casa anunciando que llamaban a Pío por teléfono. Arranqué a correr, mientras el corazón me estaba diciendo que me llamaban para ir a Mallorca para asistir a un cursillo. Exacto, dicho y hecho. Vuelvo a casa cantando De Colores. Todos entendieron de lo que se trataba. Al día siguiente, viajaba a Mallorca. Pero, no piense nadie que la cosa resultara tan fácil. ¿Cuál fue la cara que puso Nati, cuando al cabo de unos momentos, nos quedamos los dos solos? Ella no decía nada. Yo tampoco. ¿Vamos a dormir? Vamos a dormir. Ya en la cama le dije a mi esposa: "Mañana me preparas la maleta por la mañana, porque antes de ir a Barcelona he de ir a Vic. Desde allí iré directamente a Barcelona, porque es por la tarde cuando sale el barco". 29

No había terminado de pronunciar la última palabra, cuando me dice: "La maleta no la prepararé". Se soltó diciendo que hasta allí habíamos llegado. Hacía tres meses que lo aguantaba todo para que yo estuviera contento, pero pensando que esto se acabaría. En lugar de acabarse, la cosa se enredaba más todavía. "No estoy dispuesta a hacer más comedia. Mira si lo digo con seriedad, que, si vas a Mallorca, cierro la peluquería". Me sentí herido de tal manera, que sin pensarlo un instante, le digo: "Si no preparas la maleta, prendo fuego a la peluquería". Me coloqué de espaldas y procuré dormir. Muy de mañana observé cómo se levantaba y que se disponía a hacer la maleta. Una vez más quedaba demostrada la bondad de Nati. Cuando fue la hora me despedí. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Pasé el día de San Juan en Barcelona. ¡Qué día, Dios mío! Pensaba que no iba a terminar nunca. Las tentaciones, por más que invocase al Señor, no paraban, hasta que determiné meterme en la iglesia de los Jesuitas de la calle Caspe, hasta la hora de la salida del barco. Ya estarnos en Mallorca. Un grupo de cursillistas nos vino a recibir, ya que éramos bastantes. Los había de Barcelona, de San Vicente de Castellet, de Vic y yo, de Centelles. Desde marzo hasta junio, yo ya había estado haciendo vida de cursillista. Todos los jueves iba a la Ultreya4 a Vic y procuraba contagiarme de todo lo bueno que escuchaba y veía de aquellos hombres que parecían llegados de otro planeta. En el cursillo llegué a sentirme tan bien, que me parecía estar viviendo un sueño. La maravilla, lo que más me entusiasmaba, no era precisamente lo que se decía, sino la forma de decirlo. El gran descubrimiento fue entender que aquello también podía hacerlo yo. Cuando entendí el Bautismo y la Confirmación, me pareció estar viendo a la Santísima Trinidad. Un mundo nuevo y una tierra nueva. La maravilla del Bautismo jamás nadie me la había explicado. Para ser cristiano siempre había creído que bastaba con ir a misa, rezar y no cometer pecados. Pero yo me sentía vacío. No bastaba con no hacer. Aquel que nada hace, es persona muerta.

4

Ultreya es el nombre que se daba a las reuniones propias de los cursillistas.

30

Me tendrían por tan seguro aquellos diligentes del cursillo, que apenas me hablaron. Sólo el último día, Juanito Pla me dijo: "Eres un mimado de Cristo". Aquellas palabras suplieron la falta de atención que había estado echando en falta. Del cursillo no explico nada más. Cuando adviertes que Dios te llama, te enamoras y te entusiasmas y quieres darlo a conocer, aunque resulta difícil hacerte entender. Porque uno tropieza con personas para todos los gustos. Cuando uno acaba de recibir el don de Dios, nadie le pregunta cómo es Dios. Unos pedirán que les digas dónde has estado. Otros, a ver quién te ha enredado. Otros, te mirarán y no dirán nada, pero se les leerá en la mirada aquello que realmente están pensando: "a éste le habrán revuelto los sesos". Por la gracia de Dios, sin embargo, los hay que te entienden. Con estos la conversación se eterniza. Viviríamos mil años y no acabaríamos de contarlo todo, porque a Dios, cuando penetra dentro de una persona, no hay quien lo pueda agotar. Se había llegado a la última cena del cursillo. Físicamente estaba cansado. Espiritualmente presentía el amanecer de un nuevo día esplendoroso, convencido de que ya no habría noche nunca más. Inesperadamente oigo un chico que pregunta: "¿Pío Pujol, por favor?". "Este soy yo", le digo. "Mira, ahí fuera está don Jaime Capó que pregunta por ti." "¿Por mí?" pregunto, y aclaro: "¡Si hemos estado tres días juntos!". "Pues, pregunta por ti". Mosén Jaime es un hombre alto de 1,90 m. Me acerco a él y me dice: "Mira", mientras se aparta hacia uno de los lados. ¡Dios mío, qué sorpresa! Cuando en aquel momento no me morí de alegría es porque de alegría no habrá muerto jamás nadie. Allí se hallaba, ni más ni menos que Nati. La abracé, dando gracias a Dios. Solamente se me ocurrió decir: "Esto es un milagro de lujo". El Señor me había escuchado aquella última tarde del cursillo. Si a alguien se le hubiera ocurrido buscarme, no habría tenido más remedio que acudir a la capilla, porque no me moví de delante del Sagrario en toda la tarde. Mi plegaria no fue otra que esta: "Señor, Nati. ¿Cómo podré ir a hablar de ti a la gente si Nati no está convencida?" La llamada ya empezaba a tener florituras, incluso. Cuando tú pones el uno, Él pone el cien. Abrazados los dos, nos dirigimos a la capilla, delante de Jesús, para dar gracias. Ojalá pudiera explicar ahora aquello que ambos sentíamos en 31

aquellos momentos. Las cosas, cuando son de Dios, no hay hombre capaz de contarlas, por bien que se exprese. Pero esto no es ninguna asignatura, es tan sólo un don de Dios. La fe, o la transmites por contagio, o no la das de ninguna manera. Mi madre me la contagió. La oración me la mantenía. Tan pronto me supe útil por el bautismo, hice del cristianismo un ideal. Con este convencimiento salimos de la capilla hacia el acto de clausura del cursillo. De mi boca tan sólo salía una palabra: "gracias, gracias, gracias". El milagro era de lujo. Solamente pude decir esto. La emoción se apoderó de mí. De este rollo siempre he guardado recuerdo, identificándolo como el rollo de la lágrima. Lo peor que me podría suceder, sería olvidarlo. ¡Qué lágrimas tan dulces! ¿Cómo fue que mi mujer viniese a Mallorca? Sin contar con la mano de Dios, el hecho no tendría explicación. Ella dice: "Sentí la necesidad de pensar lo mismo que tú. No podía hacerme a la idea de andar uno por un lado y el otro por otro. A pesar de hallarme en el tercer mes del embarazo, con muchos mareos, hice el pensamiento de acudir allá donde se hallaba mi marido. Primeramente fui a Vic, a una tienda de telas donde el amo simpatizaba con el movimiento de Cursillos. Le compré una bata, me di a conocer, y le manifesté el deseo de ir a Mallorca a buscar a Pío. Aquel hombre se multiplicó para conseguir un pasaje, ya que nos hallábamos en el mes de junio y los encargos se habían de formular con muchos días de antelación". El hecho es que al día siguiente víspera de San Pedro, lo que parecía imposible, se convirtió en una realidad. Dice Nati: "Me hallé ya en Mallorca, en la dirección que se me había indicado. Me atienden muy bien, pero me dicen que no podré ver a mi marido hasta el día siguiente, ya que está prohibido que las señoras entren en las clausuras. Insisto. Me dicen que aguarde. Al cabo de poco me comunican que el señor obispo había dicho que sí. Serás la primera mujer del mundo que entra en una clausura de Cursillos de Cristiandad". Esta vivencia, es probable que a ciertas personas no les diga nada, cosa normal. Pero para nosotros, lo dijo todo. Ya no veía solamente la mano de Dios, sino que sentía como si esa misma mano me estuviera acariciando. Empezaba el proceso de una nueva vida. Nos hospedarnos en casa de Pedro Sala, un cursillista que era oficial de la compañía Iberia. Las atenciones, con una total naturalidad, no las habríamos recibido mejor de un hermano de sangre. 32

Yo tenía mucha sed. No era por la cena, no. Era porque andaba con la boca abierta de tanta maravilla. Cuando me dejé caer en la cama ya era muy tarde. Quedé dormido como un tronco. Ya no podía resistir más. Eran demasiadas emociones para tantas horas sin poder dormir. La mano de Dios jamás descansa, ni de día ni de noche. Dormido como el yeso, advierto que me tocan, mientras me dicen: "Tú duermes muy bien, pero yo no puedo pegar ojo". "¿Qué ocurre, entonces?" "Esta noche he visto maravillas. He visto cómo las personas se aman; he visto que yo también puedo vivir este ideal". "Mañana hablaremos, Nati. Tiempo habrá. Por la mañana tan pronto nos levantemos, iremos a misa". "Sí, sí, esto es lo que yo quiero hacer, pero yo siento necesidad de confesarme". "Claro que sí, mujer. Claro que sí". "Pío, enséñame cómo debo hacer una buena confesión, hace tanto tiempo que apenas recuerdo nada". Cuánta alegría produce pensar que el primer catequista que tuvo Nati, fue su propio marido. No creo que haya otra pareja en el mundo que nos pueda superar en aquel "recasamiento" de nuestro matrimonio. La llamada se producía al son de timbales, aspas y liras. No recuerdo si logramos dormir nada. Lo que sí me acuerdo es que nos hallábamos alojados en una casa muy cercana a la catedral. Los primeros en entrar en el templo fuimos nosotros. Tan sólo poner los pies en la iglesia, Nati me abandonó y se lanzó como una flecha hacia el primer confesonario, como si este tuviera un imán que la llamara. Mientras tanto, me encanté contemplando aquella maravilla de catedral, con aquellas columnas tan altas, como si hubiesen sido construidas para alojamiento de gigantes, y pensé: "Sin embargo ¿cuántas veces no habrán penetrado aquí pigmeos, que jamás conocieron a Dios, como es el caso de mi mujer? Prometo que al salir del templo tuvimos necesidad de toda su altura y mucho más todavía. Aquel día de San Pedro permanecimos en Palma, como si se tratara de un par de novios, recién casados. Teníamos tantas cosas por decirnos, que preferirnos estar solos, pero no pudo ser así. Paseando por el borne, oírnos una voz que decía: "De Colores", "De colores". Al mirar nos dimos cuenta de que era un joven que también había estado en la clausura con nosotros. Nos saludamos muy efusivamente. Aquel hombre radiaba alegría por los cuatro costados y no sólo alegría, sino que era un Evangelio abierto. Sin que nos diera derecho a protestar nos invitó a comer en un restaurante que se 33

llamaba "L'Espiga d'Or". De la comida no recuerdo nada, pero no olvidaré nunca la maravillosa manera de hablar de aquel hombre. Dominaba la palabra de Dios, como podría hacerlo el más listo de los sacerdotes. No obstante, no era esto lo más importante para mí, sino el encanto de ver cómo lo iba entendiendo Nati. Tuve la sensación de que mi labor acerca de mi esposa, ya la había hecho el Señor. Vampillón, como así se llamaba nuestro hermano, nos narró infinidad de vivencias. Me limito a contar una sola, buenísima, que me la hice mía y la introduje en uno de los rollos. Hoy todavía hay quien la explica, aunque totalmente deformada. El caso era que este chico vivía con su padre. Era huérfano de madre. El cursillo le hizo tanto bien, le otorgaría una responsabilidad tan grande, que cada día llegaba tarde a casa. Su padre, por más que se lo explicase, no entendía absolutamente nada. Cierto día, al llegar a casa, el padre, enfadado, en lugar de servirle la cena, le puso el crucifijo dentro del plato: "¿Comerás con esto?". El hijo, sin inmutarse, toma el crucifijo, lo besa y se va a la cama. Vampillón nos dijo: "Yo no cené, pero mi padre no durmió. El problema quedó resuelto". 10. Juan el carbonero Yo volví de mi cursillo, celebrado en Mallorca, los últimos días del mes de junio, y el catorce de agosto celebrábamos otro en el santuario de la Virgen de la Gleva. El equipo de diligentes era de Mallorca; sólo yo era de Vic. Mi misión fue la de campanero y la de servir la mesa. Hasta aquí todo bien. Mi pena, o mejor dicho, mi drama consistía en que yo debía llevar candidatos al cursillo. No piense nadie que me faltase entusiasmo. Hice cantidad de proyectos. Fui casa por casa, para conseguir animar a alguien. Todos me decían que no. Incluso alguno se burlaba de mí. Faltaban sólo tres o cuatro días y todo continuaba negativo: no, no, no... Al fin un miembro de la parroquia, me dijo que sí, pero no vino. No contaré el final de este caso porque fue vergonzoso. Cuando yo había tomado la resolución de ir solo, un poco desanimado, pensando que no serviría y que sería inútil, he aquí que el día antes, al salir de casa por la mañana, camino de la iglesia, para recibir la Eucaristía, tuve la sorpresa de encontrar a un hombre esperándome en la puerta. Eran las seis de la mañana. "Hola, hola..." "Pío, te quería hacer un pregunta." "Dime, dime..." "¿Quieres decirme cómo haces para ir cada mañana a la iglesia, cuando no te había visto ir nunca?" "¿De verdad quieres saberlo?" "Sí, me he levantado temprano para preguntártelo." Se lo expliqué 34

tan bien como supe. El hombre escuchaba con atención, y al acabar, le dije que, si quería, otro día aún le podría explicar más cosas. Su respuesta no se hizo esperar: "¿Yo también podría ir a este cursillo?" "Mira, si quieres, pasado mañana empezará uno en la Gleva, yo voy de ayudante. Si quieres podríamos ir los dos juntos." "Sí, iremos; cuenta conmigo. Sólo tengo un problema. No tengo dinero." "Yo tampoco, Juan. Pero iremos. Dios nos ayudará." Se lo dije a mi madre, pero ella también se encontraba igual. "No sufráis, nos dijo la mujer, iré a pedir limosna. Conozco a una señora muy buena." Aquella noche sobraba dinero. A la hora convenida emprendimos el camino hacia La Gleva. Creo necesario, Señor, que explique quién era Juan. Hoy ya lo tienes contigo. Sé con certeza que estoy bien autorizado a decir todo lo que explicaré. Juan hacía carbonilla en el bosque. No por oficio ni por ganas. Vivía en unas circunstancias muy amargas a causa de su mala cabeza. Su trabajo había consistido en hacer el transporte de Centellas a Barcelona y viceversa. En aquella época este trabajo se hacía en tren; además hacía algo de estraperlo con el tabaco y ganaba bastante dinero. No obstante, no lo aprovechaba, porque se lo jugaba todo. Tanto era así que, un mal día, no sólo se jugó su dinero, sino que al ver que no tenía bastante, puso sobre la mesa todo lo que no era suyo, que, por lo que entendí, era mucho. Es fácil imaginarse la derrota. Sin un duro, sin prestigio, todos le perseguían, motivos más que sobrados para huir al bosque, donde pudiera ganarse algún dinero para poder comer. El resto, Dios dirá. Con esta tarjeta de visita me presenté al cursillo. A mí me pareció un trofeo a la constancia que Tú, Señor, me concedías para que no creciera en mí el desánimo. El hombre siguió el cursillo con entusiasmo. Regresamos a casa los dos, con muy buenos propósitos. Su madre no lo podía entender: "¡Cómo habla ahora este hombre! ¡A ver cuánto dura!". Tenía razón aquella mujer. A su hijo le faltaba vencer muchos escollos; en primer lugar, el juego, el trabajo, las deudas y un largo etcétera. Pero Juan se volvió al bosque con más ahínco que nunca, hasta el día que me dijo que quería volver a hacer de transportista. Procuré desengañarle haciéndole ver que, a causa de su fracaso, nadie le daría ningún encargo. "Pensemos en otro trabajo, si es que no te gusta el bosque." Pero él preguntó: "¿No dices que con la oración se puede todo? Pues ayúdame a rezar, porque yo ya lo hago. Mira si estoy convencido que las primeras pesetas que consiga me las gastaré en un kilométrico para ir un mes seguido a Barcelona". 35

Cuando le vi tan entusiasmado, no tuve más remedio que añadirme a su deseo. Rezar como él me pedía. Pero, si digo la verdad, mi fe en aquel momento era muy pequeña. No obstante no le dejé entrever mi desconfianza. La cultura de Juan era muy pobre, pero tenía mucha astucia. Con un pañuelo grande de fardo hacía un paquete lleno de cajas de cartón vacías y daba la impresión de llevar mucho peso. Yo iba a recibirle cada día a la estación para preguntarle: "¿Cómo te ha ido, Juan?". Solía contestar: "Bien, nada malo me ha sucedido". Cuando decía estas palabras ya podía entender que, encargos..., ninguno. Canino de su casa, pasábamos delante del convento de las Hermanas Josefinas; entrábamos a hacer la visita al Santísimo. En voz alta le explicábamos al Señor nuestras necesidades. Era emocionante, pero si alguien que no fuera el Señor nos hubiese oído, se habría reído muchas veces. "Señor, decía Juan, haz que pueda salir adelante con este negocio que traigo entre manos, que tanto me conviene." Cuando ya había mareado bastante al Señor la emprendía con la Virgen. Las avemarías las rezábamos de dos en dos, para la Virgen Purísima, para la Virgen de Lourdes, para la Virgen de Fátima... les rezaba ocho o diez. Un día al salir le dije: "Juan, demasiadas Vírgenes". "¿Demasiadas?" —me dijo. "¡No ves que todas han de vivir!" El kilométrico ya estaba agonizando y, encargos, el día que llevaba más eran dos, uno de un amigo buen cristiano y otro de mi esposa que algunas veces se lo inventaba. Si no era el último día debía ser el penúltimo cuando le pregunté: "¿Cómo ha ido hoy?". "Hoy, me dijo, sí que me ha costado acarrearlos". Son dos los fardos, y no vacíos sino llenos los dos." Yo sorprendido gratamente, le dije que aquel día no iríamos a pedir, sino a dar gracias. El entusiasmo delante del Santísimo fue desbordante. Yo le pedí perdón por la falta de fe. La verdad, si no fuera porque lo vi, no lo hubiese creído nunca. Si la cosa acabara aquí, quizás no fuera un milagro. El trabajo de recadero continuó con éxito, incluso, se pudo sacar el carnet de conducir, comprar una furgoneta, ganar dinero y pagar deudas. La mejor anécdota se produjo el día en que, viajando en el tren, tenía un grupo de personas que le escuchaban, mientras él, sin ningún respeto humano, les hablaba de Dios. Un negociante del pueblo, que le conocía bien le dijo: "Juan, hablas de un modo que parece que hayas visto a Dios". "Desde luego que le he visto" —le contestó. "¿Ves estos paquetes que hay aquí arriba?" "Sí, lo veo todo" —replicó el negociante. "Pues todo esto, para que lo sepas, me lo han fiado a mí. Y tú ¿me habrías fiado un duro tan sólo hace cuatro meses 36

antes?" El negociante, sin titubear, le respondió categórico: "¡No!". "No, dices, ¿verdad? ¡Pues mira, ya has visto a Dios!" Todos permanecieron en silencio, con cara de maravillados. Al día siguiente, en el pueblo, mucha gente lo comentaba. De Juan podríamos explicar muchas cosas buenas, a pesar de que era una persona como otra cualquiera, que cada día debía entonar el "Yo, pecador...". Las cosas del Señor sólo se pueden entender con los ojos de la fe. 11. El inagotable trabajo de ser cristiano En casa, todos estaban muy contentos. Mi madre, no digamos. Mi padre no decía nada, pero escuchaba muy interesado, lo mismo que mis hermanos. Jorge no tardó en hacer el cursillo, como Carmen, y mi madre también. Mi padre no hizo el cursillo. Aprovechó, sin embargo, millares de oraciones, y de golpe, hizo un cursillo de cursillos. Más adelante lo contaré. Empezaba una nueva vida. Había que emprender la faena en tres frentes distintos: la familia, la empresa y el apostolado. Todo había de tener el mismo estilo. Primer frente: la familia; de un solo hijo que habíamos deseado ya iba en camino del segundo y así hasta siete. Sin Dios no nos sentíamos capaces de mantener a uno solo, por causa de lo cual no se podían tener más hijos. Esta es la mentira del siglo. Todo el mundo lo dice. Falso. Nunca hubo nada tan falso. No se tenía nada. Sin fe, cuando hablas con una persona de las cosas del espíritu, es como si lo hicieses en chino. Con los ojos de la fe ya hablas en castellano. La Iglesia ha dicho a los cristianos: "Tened hijos con criterios de generosidad". El propio Estado manifiesta que la bancarrota puede llegar por carencia de hijos. Los hombres afirman: primero soy yo. El resultado es que cuanto más soy yo, más vacío me siento. Esta es la triste y cruda realidad. Hoy abundan los ciegos con ojos y muchos sordos con oídos. Nuestro testimonio se halla a la vista. Si alguien no lo cree y necesita más información, tenemos la puerta abierta a todo aquel que desee tocarlo con sus propias manos. De la familia podría seguir escribiendo días enteros, porque me estoy refiriendo a acontecimientos de hace cuarenta años. Segundo frente: la empresa. Continuaba en crisis. La administración no había cambiado; seguía siendo la misma de siempre, y, además, con una escasez de trabajo alarmante. Esta situación duró todavía dos años. 37

Un día mi padre dijo: "¡Basta! ¿Queréis haceros cargo vosotros del negocio?". Hablamos de ello mis padres y mis hermanos. Paco es el mayor. Nunca estuvo en la cantera, pero era un buen administrador, además de ser hombre sensato y honrado como no los había. Sus consejos fueron muy válidos. El acuerdo consistió en que yo me encargaría de la administración y así mi padre se podría jubilar. Así fue. Al comienzo estábamos bajo cero. No había ni un solo céntimo, aunque sí alguna deuda. Los tiempos iban cambiando y nuestra cantera era anticuada, tanto, que todo seguía estando igual que cien años atrás. Adoquines para las pavimentaciones ya no se producían; bordillos para las aceras, sí, pero no demasiados. Había trabajo para las serradoras de piedra, o sea, para los marmolistas. Tampoco era negocio. Mi padre contaba con un solo cliente al cual tenía concedida la exclusiva. Le habían tomado el pelo y el dinero. La renovación tuvo que ser total. Primero, dar un nuevo enfoque a la fabricación: de los adoquines pasar a la piedra para la construcción y proponer un nuevo contrato al cliente que tenía en exclusiva la producción de bloques. No fue posible entendernos. Conseguían duros a cuatro pesetas, y de aquí no querían moverse. Sin manías, decidí romper la exclusiva y de lo que se nos pagaba a duro, conseguimos que fueran veinte pesetas. Dios bendecía en abundancia las ganas de trabajar y las oraciones. La familia crecía, la empresa también, y el apostolado se comía todas las horas libres que yo tenía. Si algo me hacía sufrir, era que en la parroquia no me entendían. Tercer frente: Tal como me habían indicado los mallorquines, una vez vista la familia, mi primera obligación era la de ir a ofrecerme al señor párroco. Así lo hice. No sé si supe explicarme bien, porque se dio el caso de que nadie me entendió. Obtuve todo lo contrario, obstáculos y más obstáculos, desprecios, hasta el extremo de creer que llegaba a causar miedo a alguien, porque me sentí vigilado. Podría contar hechos ridículos. No lo haré. Entendí que la Iglesia éramos hombres con todos sus defectos. Mi madre, que demostró tener una buena experiencia de la vida, me avisó: "Mira, Pío, —me decía— te veo muy entusiasmado. Nuestro Señor no te fallará nunca, pero en cuanto a los hombres ya no es lo mismo. Sé prudente. Tendrás disgustos, desengaños y rabietas". ¡Cuánta razón tuvo mi madre! Gracias a ella y al director espiritual, pude soportarlo todo. 38

Aquí oí la gran llamada que me decía: "Pío, a unos los pruebo de una manera, a otros de otra, y a ti de ésta". A un mosén, que me hacía la vida imposible, le pregunté un día: "¿Hasta cuándo durará este malentendido?". Al ver que no sabía cómo responderme, fui yo quién le dije: "Mosén5, no sufra, yo no me apearé del burro. Le he dicho a Jesús que quería ser santo, y piense que usted me está ayudando a conseguirlo." En la parroquia también empezaron a cambiar las cosas. De ser el último mono y más despreciado de todos, pasé a presidente de Acción Católica, presidente de Cáritas y responsable de los cursillos de mis amores. Un buen día me llamaron de Vic para ir a formar nuestra escuela de cursillos. Al estilo del Señor, nos llamaron a doce. ¡Cuánta alegría! No me lo podía acabar de creer. Además, vanidad de vanidades, entonces se les llamaba profesores a los que hoy llamamos servidores. Todo un picapedrero, sin estudios, profesor de la mejor de las asignaturas. Allá, en Mallorca, había prometido que nunca más le volvería a decir no al Señor. Lo he cumplido hasta ahora. Cuarenta años haciendo cursillos, primero en Vic. Surgieron problemas y la Providencia hizo que me pudiera incorporar a la escuela de Girona. Ya hace veinte años que pertenezco a la misma. ¡Qué bien me encuentro en ella! ¡Cuántas personas buenas, cuántos buenos amigos! Tengo allí amigas y amigos que son verdaderos santos. Nunca le podré pagar al señor obispo el favor de haberme hecho un privilegiado, corno verdaderamente me hizo, ya que pertenezco a otra diócesis. Aunque lo bueno del caso, es que no lo parece. Me siento tan querido en Girona, que no hallo manera de poder pagarlo. Sin embargo, siempre hay un pero, y este es de muy mal resolver. Ya tenemos setenta y dos años, y digo tenemos, porque somos los dos, el matrimonio, los que gozarnos de esta felicidad. Los años no perdonan, las fuerzas decrecen. Comprendemos que llega la hora de tocar retirada, no del espíritu sino de la carretera. Ocurra lo que ocurra, a la gente de Girona nadie nos la podrá arrebatar de nuestro corazón. Si hago balance de estos cuarenta años, puedo decir que he hecho cursillos en media España: Navarra, San Sebastián, Burgos, Menorca, Castellón de la Plana, Solsona, y no cito Vic y Girona, porque ya se entiende. También estuve en el extranjero: Méjico, Venezuela, y no digo en otra parte porque no me lo pidieron. Si me llamaran, aún 5

Mosén: tratamiento que se da a los sacerdotes en Aragón y Cataluña. (N.E.)

39

hoy viajaría. No creo haberle pagado al Señor ni una millonésima pacte de todo lo que Él ha hecho por nosotros. 12. El secreto está en fiarse de Dios Contaré un par de hechos, sin ninguna pretensión, para hacer honor al Amor de mi vida y de mi trascendencia. Él me llamó, me llama, y no pienso hacerme el sordo. Lo que yo deseo, más lo desea Él todavía. Deseo estar eternamente a su lado. Compartimos la gran vivencia de la familia, el gran plan apostólico de mi madre. Durante muchos años la santa mujer rezó ella solita. Tan pronto como lo entendí me agregué a sus plegarias. Cuando tan sólo hacía dos años que rezaba, el Señor dijo: "Ya es hora". El plan era nuestro padre, aquel hombre que sin hacer ruido se iba transformando. Ya no iba con nosotros a la cantera. Se había hecho con unos animalitos, una burrita con su carrito, unos cerdos y una ternera. Aquello le distraía. Otra cosa no, porque aquello tenía de negocio muy poco. Tengo que aclarar, antes de seguir adelante, que a mi padre yo siempre le quise mucho, a pesar de que en los últimos años no lo aparentase. Por culpa del trabajo habíamos tenido fuertes discusiones. Todo cambió cuando nos dejó solos en la cantera. Fue preciso partir de la nada. No teníamos ningún obrero contratado. Mi hermano Jorge y yo hacíamos todo cuanto podíamos. Sentíamos alegría. Teníamos mucho ánimo. Le había prometido al Señor que yo ofrecería una vejez a mi padre que nada tendría que ver con el trato que yo había recibido de él en mi juventud. Mi pensamiento era conseguir que no le faltara nada jamás. El Señor, sin embargo, lo había previsto de otra manera. El día 11 de julio de 1957, siendo aún muy temprano, nos dijo: "Me daríais una satisfacción si pudiese ir a comprar una ternera que tiene el Quim de la plaza". "¿Cuánto vale?" —le pregunto. "Cinco mil pesetas" — responde. "Nati, ya se las puedes entregar." Disponíamos de unas diez mil, sin deber nada a nadie. El hombre, contento, nos pidió: "Hacedme un favor ¿por qué no vais a buscarla vosotros mismos? Estoy demasiado emocionado". Antes de media hora ya teníamos la ternera en casa. Aquel mismo día un camión había de ir a la cantera a cargar el bloque más grande que hasta entonces habíamos producido. Él lo sabía. No pensábamos en él en absoluto, cuando de pronto nos dimos cuenta de que se acercaba la burrita con mi padre montado en el carro. "Pues ¿a dónde 40

va'?" "¿No veis que solos no podríais cargar el camión?" "Anda, vamos a prepararlo, porque el camión estará al llegar." Él y yo estuvimos maniobrando con un cabrestante viejo, haciendo más fuerza de la normal. Jorge, con el cric, iba detrás del bloque, hacía todo cuanto podía mientras vigilaba que los rodillos llevasen siempre la dirección cara al muelle. El cric de Jorge terminó la carrera, el bloque quedó suspendido haciendo balanza, y en lugar de que diera la vuelta hacia delante, lo hizo hacia atrás, momento en que tanto mi padre como yo habíamos agotado las fuerzas. Las manillas del cabrestante volvieron hacia atrás. No pudimos sujetarlas. A mí me echaron brutalmente al suelo. No me ocurrió nada, pero a mi padre le dieron de lleno, rompiéndole el brazo y hundiéndole las costillas del lado izquierdo. Me desesperé. No así Jorge. Con serenidad me dijo: "Corre, ve a buscar un taxi, mientras yo le hago compañía, otra cosa no puedo hacer". Llegué a correr tanto, que mi padre no comprendía cómo le habían hecho esperar tan poco tiempo. Mientras el taxista corría a recoger a mi padre, yo removí cielo y tierra. Lo primero que hice fue llamar al consiliario de cursillos, el Dr. Cortés, rogándole que fuera corriendo a la clínica La Alianza, porque mi padre estaba a punto de llegar allí en malas condiciones. Todo el mundo avisado: sacerdote, clínica y todos los cursillistas que disponían de teléfono. Fue en Vic, en la Clínica La Alianza, donde mi padre hizo el cursillo de cursillos, tal como he anunciado anteriormente. Cuando llegó a la clínica, el cura ya le esperaba. Le preguntó si se quería confesar. Dijo que claro que sí. Comulgó con devoción y recibió la unción de enfermos. Manifestó una tranquilidad admirable. Mi madre permaneció a su lado, día y noche, hasta el día 16, día de la Virgen del Carmen. Mi madre contaba que cuando iban a visitarle los cursillistas, les hablaba como si él hubiera hecho los cursillos. Lo más emotivo fue cuando, el día de la Virgen del Carmen, al pasar el sacerdote para darle la comunión, le preguntó si deseaba que le impusiera el escapulario de la Virgen. "Naturalmente". El sacerdote hizo la ceremonia de imposición e intentó ponerle el escapulario por dentro del pijama. Sin embargo él exigió: "Por dentro, no; por la parte de fuera, así parecerá un símbolo, como si hubiese hecho la primera comunión". Todo marchaba bien, tan bien, que le dijo a mi madre: "Hoy vete a descansar a casa. Has de estar agotada". Así lo hicieron. Aquel día se quedó 41

Carmen. Era la noche entre el 16 y 17 de julio. La acompañante descansaba en una butaca. Cuando fue la hora de dormir, mi hermana se sentó y puso sobre sus espaldas un jersey de nuestra madre. La muchacha se da cuenta de que en el bolsillo del jersey hay unos rosarios y se lo dice a mi padre. Respuesta de éste: "¿Acaso no sabes que cada día rezamos el rosario con tu madre? Anda, ya podemos empezar". Carmen contaba: "¡Si hubieseis visto con qué devoción rezaba! Estremecía". Bien. Acabó el rosario. Y de pronto. "¿Qué pasa, qué pasa?" Una embolia, y mi padre muere. La verdad es que le lloramos muchísimo. Yo jamás he llorado tanto. Ignoro si en otro momento me corresponderá llorar más fuerte. Yo creo que no. Quiero analizar un poco esta vivencia. Yo le había prometido al Señor dar a mi padre una jubilación lo más dulce y generosa posible. El Señor dice: "Soy yo quien dispone". No olvidemos que, tanto mi madre como yo, lo primero que pedíamos era su salvación. Humanamente hubiera sido muy hermoso el plan que yo tenía. Bien analizado, un egoísmo. No le demos nunca vueltas al Autor de todas las cosas. Él siempre tiene razón, porque es la Razón. Cuando las cosas salen tal como uno pide, hemos de decir: "Gracias, Dios mío". Cuando salen de una manera que no es la nuestra, hemos de exclamar: "¡Alabado sea Dios. Sólo Tú lo sabes todo!". La otra vivencia familiar es la siguiente. Haber oído de labios de mi madre: "Pío y Nati, escuchad; os quiero confesar que estos últimos años de mi vida han sido los mejores. El calor que me habéis ofrecido los dos, junto con vuestros hijos, es la recompensa a toda una vida entregada al prójimo. Me siento bien pagada". Tanto Nati como yo lo notábamos; pero ¡qué gozo escucharlo de su propia boca! Podríamos contar todavía docenas de vivencias: familiares, del trabajo, apostólicas y de persona que se esfuerza por conseguir este gran ideal que es el ser cristiano. Esto no terminaría nunca. Dios quiera que no todo acabe en este mundo. El gozo ha de consistir en acumular cuanto más posible, para que, cuando llegue aquel momento tan esperado, el Padre no tenga demasiado trabajo en juzgamos. Que solamente mirando su cara podamos entender que está contento y que siguiendo tan sólo su mirada pueda uno sentirse instalado a su derecha. Una pregunta que no dudo podría hacerme cualquiera y que ya se me ha formulado en más de una ocasión es: "Cuentas que todo te ha ido 42

bien ¿no? Si hubiera sido al revés, ¿tendrías la misma fe?". La respuesta es: "Contando con la ayuda de Dios, sí; sin esta ayuda, no". Lo que sí puedo responder, es que procuro vivir a la luz del Evangelio, pero no solamente de palabra. Mi esfuerzo pretende que todos mis pensamientos, todas mis acciones y todas mis intenciones, sean en todo momento iluminadas por la palabra de Dios. ¿Siempre lo consigues? ¡Claro que no! Pensemos que ni el Señor me lo asegura. Me explico. Cuando Dios instituye el sacramento de la penitencia, sabe que pecaré. Entonces, yo he de usar de este don. Cuando Jesús dice: "Sed perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto", no dice: serás perfecto como mi Padre del cielo. Solamente me dice: Anda, ya tienes trabajo para rato. En una palabra: me sabe débil. Aquí es donde yo compruebo lo mucho que me quiere. Si continuáramos repasando el Evangelio, observaríamos cómo los discípulos le dicen: "Lo hemos abandonado todo ¿qué nos darás?" El Señor les responde: "El ciento por uno en este mundo, y la vida eterna". Y cuando dice: "No os preocupéis por el día de mañana" (es suficiente hacer bien lo que haces hoy), o bien "¿No estáis viendo cómo los pájaros vuelan, no siembran ni tienen granero? El Padre no les deja morir de hambre..." Mientras en otro lugar les dice: "No procures riquezas aquí en la tierra. La polilla se las come. Procura atesorar para ir al cielo" (Esto es más positivo). Fijémonos bien. Todo el Evangelio dice: "Fíate de Mí, que yo no fallo". Si prestamos toda la atención en este punto, descubriremos el secreto. Termino con una oración que hago frecuentemente: "Señor, cuando me halle enfermo querré amarte aún mucho más. Cuando lo material falle y se avecine la bancarrota, aumenta mi fe. Señor, nada de lo que digo sería verdadero, si no te quisiera más el día que todo lo humano desfallezca. Si te tengo a Ti, no me faltará nada jamás". Dice el salmo: "El Señor es mi pastor, nada me faltará".

43

II. MENSAJE 1. Hablar de Jesucristo hoy La mayor riqueza que el hombre pueda llegar a poseer es la Fe. Por esto quiero hablar de Jesucristo, hoy, en un mundo lleno de materialismo, vanidad, consumismo y afán de poder a cualquier precio. Pero a pesar de que el ambiente produzca esa impresión, Jesucristo existe. Jesucristo continúa entre nosotros. Pues ¿quién es Jesucristo? Vamos a expresarlo simple y llanamente: Es la auto-donación del Padre. ¿Y quién es el Padre? El Padre es el Amor. El hombre es la criatura preferida a los ojos de Dios. Ante la contemplación de todo lo creado, Dios se complace siempre en el hombre. Porque es el Único ser dotado de inteligencia, libertad y voluntad. Sin embargo, vivimos en un mundo que da la sensación de que de todo esto, no sabe absolutamente nada. Observamos que, con bastante frecuencia, se oye: "Si existiera Dios no habría hambre, ni guerras. Si Dios existe, ¿por qué se ha muerto mi marido, o mi hijo, o un amigo, que era muy bueno, y lo quería mucho?". Niegan la existencia de Dios, pero la admiten lo suficiente como para poder cargarle todas las culpas. Si Dios ha preparado un programa para el hombre y el hombre no lo acepta, ¿cómo se le puede culpar? Uno es capaz de tomar el nombre de Dios en cualquier momento y en cambio no se preocupa por conocer lo que Dios quiere para el hombre. Lo mejor que puedes hacer, antes que nada, es enterarte bien de lo que Dios pretende de ti y cuál es el programa de vida que te ha preparado. 2. Dios programa a favor del hombre Repasemos un poquito a la Biblia. Vayamos directamente a Abraham. Abraham es nuestro padre en la fe. Yahvé le dice a Abraham: "Abandona la tierra donde vives, deja tu patria y yo te proporcionaré una tierra nueva". Abraham sin pedir explicaciones recoge a su esposa Sara, a su sobrino Lot y todos los animales, que son muchos, y emprende el camino hacia la tierra que Yahvé le indica. 44

En otra ocasión Yahvé le dice: "Haz todo lo que ahora te diré y multiplicaré tu descendencia como estrellas hay en el cielo y arena en el mar. Circuncida a todos los tuyos y a todo tu linaje. Este es nuestro pacto. La tierra de Canaá será tuya y tendrás tanta descendencia que nadie será capaz de contarla". Abraham no replica, ni pone en duda lo que Dios le manda, sino que se postra de rodillas y cumple su voluntad. Cuando Abraham tenía noventa y nueve años le dice: "Te daré un hijo. Tu mujer Sara (que tenía noventa y dos años) dará a luz un niño. Le pondréis por nombre Isaac. Así se iniciará tu descendencia". Dios cumple su promesa. No duda. Pero un día Dios dice a Abraham: "Toma a tu hijo. Sube a la montaña y sacrifícalo". Abraham manda a Isaac: "Carga un haz de leña y súbelo a la montaña". Cuando lo tiene todo preparado, levanta el cuchillo para sacrificar al hijo. "No", dice Yahvé. En este momento ven un cordero en medio de un zarzal, y lo sacrifican. El testimonio de Abraham es el testimonio de lo que quiere Dios del hombre; que crea en Él. Dios, desde el principio, ha querido al hombre en un Paraíso. La primera demostración la tenemos en Adán y Eva. Solamente les prohíbe una cosa: "comer de este fruto". Pero el diablo, en forma de serpiente, tienta a Adán y Eva. Les hace creer que si hacen lo que les está prohibido, serán tan grandes como Dios. La ambición y la soberbia les han vencido. Dios no lo admite y les impone la obligación de ganarse la vida con el sudor de su frente. Esto es el pecado original que la humanidad y toda la naturaleza arrastrará hasta la culminación de los tiempos. 3. Cuando la copa del tiempo se llene La descendencia de Abraham ha crecido tanto que han emigrado a Egipto y, sometida, Dios le da una salvación. Moisés, salvado milagrosamente el paso del Mar Rojo, anda gozoso, con un entusiasmo desbordante; pero cuando llega la primera necesidad, que es la falta de alimento, los israelitas ya no se acuerdan de que tienen un Dios todopoderoso, y en vez de fiarse de Él, atacan a Moisés. Más tarde fundirán todas sus joyas para fabricar un becerro de oro, al que adoran. Moisés, indignado, lanza y rompe las tablas de la ley. Este hecho se repite hoy y en gran medida. Cuando el hombre deja a Dios, todo es materia. No es preciso explicar el resultado: miremos a nuestro alrededor y vemos que ya se puede abortar, ya se puede matar, ya se puede robar, ya se puede calumniar, ya se puede tomar la mujer del prójimo, ya puede crecer 45

tanto la ambición que no viene de una guerra... Entonces nos preguntamos: "Ante tanto mal, ¿dónde está Dios'?" No sería mejor meditar: ¿El hombre sin Dios, en qué callejón sin salida se ha metido?" Preguntemos dónde está el hombre y hallaremos la verdad. ¿Cómo aguanta Dios tanta ingratitud y maldad? Sólo porque es inmenso Amor. En efecto, El Padre, en cumplimiento de lo anunciado por los Profetas, hizo que al llegar la plenitud de los tiempos naciera Jesús, el cordero de Dios. Ya no habrá que matar más animales. Él será el sacrificio. Como hombre será igual a todos nosotros, menos en el pecado. Pasará hambre, frío, sueño, envidias, aguantará calumnias, incomprensiones de toda clase; los unos le amarán, otros le odiarán hasta matarlo en la cruz. No puede explicarse, si no es por una locura de Amor. Ya lo dice San Juan: "Dios amó tanto al hombre que le dio a su propio Hijo para que muriese con muerte de cruz". Hay que amar mucho para cargar con todos los pecados de la humanidad. Es verdad que muchos lo han entendido, e incluso han dado su vida por Él. Pero también es verdad que millones de personas no le han entendido en absoluto. Les es más cómodo decir: "no creo" o "soy agnóstico". También miles de personas creen en Él, pero con un egoísmo tan grande que se quedan a Jesús sólo para ellos. Por muchos que sean los disparates que oyen decir de Él o de su Iglesia, quedan mudos como si no le conociesen. Es el respeto humano. ¿Por qué vino Jesús al mundo? Hagamos memoria o queramos saber cómo sucedió este acontecimiento, el único hecho decisivo en la historia de la humanidad. Un día el Ángel del Señor se apareció a María, en su casa de Nazaret. Entra y le dice: "¡Alégrate, tú que tienes el favor de Dios! El Señor está contigo". Ella, desconcertada por estas palabras, escudriña el significado que podía tener un saludo como éste, pero el Ángel le dice: "No temas María, porque Dios se complace en Ti. Mira, concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y le llamarán Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin". María contestó: "¿Cómo será esto si no conozco varón?". El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el Altísimo omnipotente te cubrirá con su manto. Por eso el hijo que tendrás será Santo, Hijo de Dios". María acepta: "Soy la esclava del Señor. Que Dios haga como tú 46

dices". Nueve meses después de este sí de la Virgen nació nuestro Hermano Mayor. Tal como dice la Escritura, tenía que nacer en Judea, del linaje de David. José, que era de este linaje aportó a Jesús la paternidad legal. Tenía que venir al mundo nada más y nada menos que en Belén. Por aquellos días, cuando ya María estaba muy avanzada, llegó una orden de Roma, del emperador César Augusto. Había que hacer los empadronamientos. Pues ya tenemos a José y a María de camino hacia aquellas regiones donde les tocaba empadronarse. Ya comienzan las dificultades, los sacrificios. El hijo del Dios quiere ser un hombre en todo igual a los demás hombres. Aquellos días, Belén estaba muy llena. Todos llegaban con la misma misión. No había un lugar decente y solitario para María. No muy lejos había unas cabañas donde solían guardar el ganado. Por lo menos estarían solos. Según la leyenda, había un buey y una mula. Allí nace el hombre más importante de la Historia, el Hijo de Dios. Jesús pasará treinta años de su vida de una manera totalmente inadvertida. A pesar de que trabajaba con su padre José y su Madre María, no gozaban de mucha abundancia de cosas, porque el país era muy pobre. Pasaban las mismas necesidades que las demás familias. ¡Cuál sería la forja de la Sagrada Familia durante treinta años! Suficientes para que Jesús pudiera salir al mundo sin que nadie le aleccionara. La misión de Jesús eran los pobres, los necesitados y la gloria del Padre. La desarrolló con un amor tan inmenso y una preparación tan bien formada que nunca habrá nadie con una vocación tan grande de hacer el bien como Jesús. Él es el modelo que modela. Es el ejemplo a seguir. Es el Salvador. Es quien dirá: "Nadie puede venir a Mí, si el Padre no le atrae". Han pasado ya 2000 años y muy pocos lo saben. 4. Cuando los problemas dejan de ser problemas El clima social que hoy nos toca vivir, sobre todo el político, a mí, y creo que a todos los creyentes que aman a Jesús, nos provoca un sentimiento de pena y tenemos la seguridad de que, de todo lo que prometen muchos políticos, se cumplirá muy poca cosa. De algo estamos seguros: la felicidad no procede de los programas que nos ofrecen. Basta observar cómo algunos de ellos mienten y calumnian para poder afirmar: "Esto Dios no lo bendecirá jamás". 47

El cristiano entiende que la felicidad en este mundo no existe por completo. Nos guste o no, el mundo es un valle de lágrimas. Es el lugar en que Dios nos ha colocado para la lucha. Pero tampoco es verdad que todo sea negativo y doloroso. Hay cosas muy buenas. La familia, tal como Dios la ha concebido, podríamos decir que es el lugar donde empieza el camino que hemos de andar para obtener esta felicidad que será eterna. Si prestamos un poco de atención, cuando la familia es cristiana, al gusto de Jesús, empezamos hallando en los padres un amor sin límites. Al enamorarnos, dispuestos a formar nuestra familia, ¡cuántas delicias nos trae el noviazgo! ¡Qué largos son los días cuando no puedes ir a ver a la novia! ¡Qué hermoso es el día de la boda! Y más bonito todavía cuando este amor va creciendo. ¡Con qué gusto llega el mediodía o la noche, la hora de ir a comer o cenar y comerte aquel plato de sopa o aquel guiso que te han preparado con tanto amor! En tu interior dices: "Estoy cansado, es cierto, he tenido que trabajar mucho, sí, pero ha valido la pena". Alguien replicará: "¡Pero con la vida que llevamos hoy en día no siempre puedes encontrar a la mujer en casa, con la mesa puesta!". Esto no se contradice con lo anterior. Si, por alguna circunstancia, pone la mesa el hombre o incluso prepara toda la comida, y lo hace con el mismo amor, nada ha cambiado. Todavía hay más cosas. Cuando se espera el primer hijo, ¡cuántas conversaciones se llegan a tener relacionadas con el ser que estás esperando! ¡Cómo invita a rezar juntos este gran acontecimiento! Da la impresión de que esos enamorados vayan a ser los únicos en el mundo que están esperando un hijo. Y así podríamos ir diciendo cosas y más cosas que dan la felicidad cuando la familia quiere ser cristiana. Ser cristiana no quiere decir sino que en casa hay un lugar para Cristo. Hay un plato en la mesa y un corazón abierto a todas las necesidades del prójimo, porque sabemos que todo lo que hacemos a uno de éstos se lo hacemos a Jesús. Repito: No todo siempre será maravilloso. Habrá problemas, pero los problemas dejan de serlo cuando es posible enjugar las lágrimas con el pañuelo de Jesucristo. 5. La preocupación social del cristiano Permitidme decir que, a un cristiano, sea empresario u obrero, si le falta la preocupación por el problema social, poco ha entendido del Evangelio. Hemos visto en el transcurso de la historia demasiadas personas 48

que cumpliendo el precepto de no faltar a misa los domingos y fiestas de guardar y con muy poquita cosa más, ya se han considerado buenos católicos. Una gran parte de la burguesía era así. Se enriquecían y amasaban fortunas con el sufrimiento de los obreros que no tenían, ni tienen, más medio de vida que el jornal. Me permito contar una experiencia, bastante fuerte, que refleja lo que estoy diciendo. Tuve en la cantera unos amigos andaluces, de una tal bondad natural que daba gusto trabajar a su lado. Eran tres, dos hermanos y un cuñado. No practicaban y afirmaban no ser creyentes. A mí esto me preocupaba mucho y no paraba de hablarles de la fe. Eran tan buenos que se hacían querer; mayor motivo para pensar que si sin la fe eran tan trabajadores y sociables, ¡cómo serían cuando conocieran a nuestro Señor! Un día, uno de ellos llamado Víctor se descolgó para decirme: "Pío, no insistas ni te canses, hace tiempo que no pisamos la Iglesia, ni pensamos volver a pisarla jamás". Me quedé de una pieza. "A ver, explicadme por qué." "Te lo explicaremos. Presta atención. Mira, en nuestro pueblo trabajábamos en una mina. El trabajo era muy duro. La jornada era intensiva, de siete horas. Te hablamos de la postguerra. Había hambre. Nuestra comida era un puñado de harina de maíz y un pedazo de pan negro y a seguir trabajando hasta que el pito del encargado te decía basta. Hasta aquí todo era normal para nosotros. Los tiempos eran difíciles y no había más remedio que conformarse. Unos días al año, tres o cuatro, bajaban a la mina unos misioneros y nos daban ejercicios espirituales. Eso sí, producíamos mucho menos y todo el mundo tan contento. Ahora viene lo bueno. A mí un misionero me llegó al alma. Tanto, que el domingo me acerqué a la Iglesia para confesarme y con la intención de darle otro rumbo a mi vida. Cuál fue mi sorpresa, cuando estando yo sentado en el último banco de la Iglesia, se me acercó uno de los que más figuraba en la mina y me suelta estas palabras: "¿Qué habrás hecho hoy para que te arrimes a la Iglesia?". Me levanté. Me fui. Lo conté a la familia y aquí terminó, o mejor dicho, aquí me pusieron el veto, para que no entráramos nunca más en una iglesia, ya que la Iglesia sólo era para los ricos y para los tontos." Quizá de menos calibre, pero tan negativas como ésta, nuestra Iglesia tiene otras muchas vivencias.

49

6. El equipo de Jesús Después de estas digresiones seguimos con la vida de Jesús. Se retira al desierto a rezar. ¿Qué es lo que encuentra en el desierto? La prueba más dura. Permanece allí cuarenta días y cuarenta noches sin comer. Se le aparece el diablo. Le pone a prueba con tres tentaciones fuertes que nos serán útiles porque fueron realizadas a la medida de las debilidades de los hombres. La primera: "¿Es verdad que eres hijo de Dios? Pues manda que estas piedras se conviertan en panes". Pero Jesús le replicó: "Está escrito. La vida del hombre no depende solamente del pan, sino de toda palabra que proviene de la boca de Dios". En la segunda le dice, después de haberle hecho subir a lo más alto del templo: "Si eres hijo de Dios, échate abajo. Dios dará orden a los ángeles que te ofrecerán sus manos para que no choques con ninguna piedra". Jesús contestó: "Está escrito también: No pondrás a prueba al Señor tu Dios". El diablo se lo lleva a una montaña muy alta y le dice: "Te daré todo esto que ves desde aquí si te postras ante mí y me adoras". Jesús le dice: "Vete Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y solamente a Él darás culto". Entonces el diablo le dejó. Vinieron los ángeles a servirle porque tenía necesidad de comer. Ya fortalecido con las tentaciones del desierto y sin pérdida de tiempo, ha llegado la hora del trabajo, pero, para hacer mucha labor, necesita un equipo, o sea que esto de trabajar de una manera estructurada y siguiendo un plan de producción, no lo inventaron las multinacionales. Jesús, siempre hombre, dice: Necesito unos ayudantes tales que, al mismo tiempo que les enseño, me sean útiles mientras permanezcan a mi lado. Ellos serán los que extenderán la obra de mi Padre por todos los confines de la tierra. Para los miembros que necesita, no busca a los más sabios y más prestigiosos de la población. Los primeros son, ni más ni menos que, unos humildes pescadores. En la conquista de los doce, hay uno que a mí me deja maravillado. Es Mateo. Jesús le ve sentado junto a una mesa llena de dinero, ya que es cobrador de impuestos; hombres de muy mala fama, los que realizan este trabajo son tenidos por ladrones. Cobran para rendir cuentas a Roma. Son amigos de los invasores. Trabajan para ellos y éste es uno de los motivos 50

de su infamia. Además son ladrones ya que Roma fija lo que quiere, ellos cobran más y se quedan con el margen. ¡Qué fuerza tiene Jesús! Este milagro es tan fuerte como el de resucitar a un muerto. ¿Quién podría decir sin dar explicaciones: "abandónalo todo y sígueme"? Seguramente Mateo había oído hablar algo de Jesús pero aquellos escasos conocimientos que poseía de su personalidad fueron más potentes que todo el dinero que manejaba. Dichoso aquel que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica. Éste es uno de los misterios que sólo nos aclarará Dios cuando le veamos cara a cara. Dejad que os cuente una experiencia: me gusta mucho hablar de Dios. Lo he convertido en mi ideal, de la misma manera que lo han hecho muchos amigos que tengo y otros que tal vez no conoceré jamás. Hablas del Evangelio a un practicante que se lo sabe todo, pero al poco rato te das cuenta de que le cansas. Entonces no tienes más remedio que cambiar de conversación o callar. Si lo sabe todo ¿para qué? Pero te encuentras con alguien al que nunca le habían hablado de Dios. De momento queda parado, pero si continúa escuchando y observas que está tomando interés, no calles mientras no comprendas que podrías ponerte pesado. Otro día te haces el encontradizo, le preguntas si te hiciste pesado. Si contesta que le gustó, pon nuevamente el Evangelio en marcha y comprobarás cómo disfruta. Podrás contemplar el milagro de que sin haberle hablado nadie antes de Jesús, lo entiende todo. Esto es el milagro de la Gracia. El gran milagro de Jesús cuando se lleva a Mateo para ayudarle a extender el reino de su Padre, no abunda ni se repite mucho porque no hablamos bastante del Evangelio. 7. Él mismo es el programa Jesucristo nos dice: Quiero vuestro compromiso. El Padre me ha enviado para que hagáis de mi doctrina un estilo de vida. Soy la Luz para que vosotros seáis antorchas. Que nadie se avergüence de Mí. Si alguien se avergonzara de Mí, yo me avergonzaré de él delante de mi Padre que está en el cielo. Si alguien da la cara por mí, yo la daré por él delante de mi Padre que está en el cielo. ¡Cuánta responsabilidad entrañan estas palabras! ¡Cuántas veces los respetos humanos se nos comen! ¡Hay momentos en que pudiendo dar testimonio, callamos! No sabemos cuánto perdemos con ello. Disgustamos a Jesús tanto que ha llegado a decir que no nos reconocerá. 51

Como siempre, jamás le falta la razón. Callando nunca sabremos el bien que podríamos haber hecho. ¡Y pensar que cada día, al rezar, pedimos perdón por el pecado de omisión! En lugar de construir nuestra vida con las palabras de Jesús, nos limitamos a convertirlas en costumbres, que, cuando son rutinarias, no sirven para nada. Puedo dar testimonio de que cada vez que he callado sólo he sentido vergüenza y, en cambio, de muchas ocasiones en que no he callado podría contar verdaderas maravillas de la Gracia del Señor. No siempre. La hora la tiene Él, porque es Él quien todo lo hace. A nosotros solamente se nos exige una cosa: no callar. No tener vergüenza de Jesús es dar testimonio de nuestra Fe para que los que te escuchan entiendan que le amas en todo trance, porque ¡cuántas veces solamente tenemos fe para aquello que nos conviene, o sea, cuando sentimos una necesidad, ante una enfermedad, o ante cualquier vicisitud! Sin embargo, suele ocurrir con frecuencia que, cuando estamos servidos, apenas nos tomamos la molestia de darle gracias. Por ejemplo, cuando la sequía amenaza el campo con la pérdida de la cosecha, o bien en momentos de una necesidad colectiva. Ahora bien, tan pronto ha llovido, después de haberlo pedido, el testimonio suele ser la ingratitud, manifestada en el olvido total. No nos extrañe, por tanto, que el Señor, delante de una fe que sólo es de conveniencia, muchas veces se haga el sordo, y permita que la naturaleza continúe luego haciendo su camino. Él puede cambiar el ritmo de la naturaleza, pero siempre que la fe sea fe. Lo dice precisamente a sus discípulos mientras descansa en la barca azotada por el gran temporal. "Señor —le dicen—, ¿no ves que nos estamos ahogando?" Contesta Jesús, al despertar: "hombres de poca fe". La naturaleza en aquel preciso momento produce un cambio, cesa la tormenta y el mar entra en calma. ¡Cuán lejos nos hallamos de la fe que quiere Jesús! 8. Quiere que nos fiemos de Él Cualquiera podría preguntarme ¿Cómo podría obtener yo la fe? No es ningún secreto. He comprobado que cuando se siente el deseo de tenerla, Dios ya actúa. No dejes perder esta ocasión. Pregunta a quien te pueda ayudar. Toma el Evangelio. Léelo. Procura escuchar conferencias, si tienes ocasión de ello. No pierdas esta inquietud. Un consejo muy bueno, para poner la primera piedra: repasa el estado de tu conciencia. Medita sobre la vida que llevas. ¿Serías capaz de presentaste ante el juicio de Dios, si fuera ahora mismo, en este preciso momento? Si la conciencia te dijera que no, te recomiendo ir en seguida a reconciliarte con el Señor. Una confesión bien hecha es la única manera de 52

dejar limpia la pantalla del alma; a partir de ese momento, todo se ve ya de otro color. De esto tengo buena experiencia. ¿Y para perseverar en este camino, ya es suficiente? No, te harán falta tres cosas: primero, rezar; segundo, formaste, leer y escuchar, como hemos dicho (la Iglesia dispone de una extensa literatura, como para no poder terminarla jamás); tercero, actuar. Si cumples las dos primeras cosas, sentirás en seguida una gran necesidad de entrar en acción, consistente en amar al prójimo tal como Jesús nos dice: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros, de la misma manera que yo os he amado. O sea, que la fe, si es auténtica, habrás de transformarla en vida. No te faltarán tentaciones, pero si haces de ella un ideal, perderás combates, pero es cierto que jamás perderás la guerra. No seamos medias tintas. Ya en el Apocalipsis se nos dice: "Porque no eres ni frío ni caliente, mi boca te vomitará". Jesús ha de hacer la voluntad del Padre dejando siempre libre al hombre. Esto no quiere decir que cuando nos desentendemos de Él, se quede pasivo. Le duele tanto que incluso llega a llorar. En una ocasión, cerca de la ciudad de Jerusalén, tan pronto como la vio, estalló en lágrimas diciendo: "Ignoráis el día en que vivís y lo que os estáis perdiendo". A pesar de todo esto, nos deja libres. Si alguien me quiere seguir, si alguien me ama..., siempre, siempre invita. Jamás obliga. Siempre es dulce, mientras dice: "Mi padre y Yo iremos y moraremos en la casa de quien nos ame". Realiza el acto de humildad más grande al pedirte que le ames. ¡Cuánta bondad! En Jesucristo siempre hallamos una personalidad admirable. Jamás se perturba. Quienes le escuchan, dicen: Habla con autoridad. ¡Qué fuerza tan grande la suya! 9. Él viene a salvar a todo hombre Un día allá en Naim, cuando predicaba con los discípulos, vio bajar por una calle una comitiva que llevaba un niño a enterrar, hijo único de una viuda. El Señor se da cuenta. Los para a todos y le dice al niño: levántate. El niño resucita. Lo entrega a su madre. La gente se maravilla y muchos creen en Él. Una mujer se entusiasma de tal manera que exclama: "¡Bienaventurado el vientre que te trajo al mundo y los pechos que te amamantaron!". Respuesta de Jesús: "Más bien bienaventurado el que escucha 53

la palabra de Jesús y la pone en práctica". ¿No es verdad que es sublime este milagro? Pues para Jesús tiene mayor importancia la fe que sus milagros. Los hace como añadidura. Siempre repetiremos lo mismo. Jesús quiere la felicidad del hombre y sabe que sólo por la fe puede conseguirla. Lo repetiré: en este mundo nos concede una vida que sirve de ensayo para una felicidad que no terminará nunca más. Otro día llega a la otra orilla del lago con la barca y reúne en torno suyo a mucha gente. Se hallaba cerca del mar cuando acude uno de los jefes de la Sinagoga que se llamaba Jairo. Al ver a Jesús, se postra a sus pies suplicando: "Ven a casa, que mi hija se está muriendo. Si tú vienes, seguro que se salvará y vivirá". Jesús se fue acompañado de mucha gente. Todos le empujaban, pero, de pronto, paró de andar y preguntó: "¿Quién me ha tocado la ropa?" Los apóstoles le dijeron: "¿Cómo quieres que sepamos quién te ha tocado con el gentío que nos empuja?". Una mujer, que desde hacía doce años sufría pérdidas de sangre, muy asustada declaró: "Te he tocado yo", y le contó toda la verdad. Él le dijo entonces: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad". Seguía hablando todavía cuando, acercándose a la casa del jefe de la Sinagoga, oye que le dicen a éste: "Acaba de morir tu hija. No perturbes más al maestro". Jesús advierte: "No tengáis miedo. Tú cree y basta". Continuó el camino. Al llegar a la casa observó que todo eran llantos y escándalo. Les dice: "La niña no ha muerto. Tan sólo duerme". La gente se burló de aquellas palabras, pero Jesús hizo salir a todos; acompañado de los padres y los demás presentes, entra donde se hallaba la niña y, tomándola de la mano, le dijo: "Escucha niña, levántate". Acto seguido la niña se levantó. Andaba normal. Todos quedaron admirados. Recomienda: "No digáis nada a nadie". 10. Para ganar la salvación Para ir ganando esta salvación que Dios nos promete, hemos de mirar y prestar atención a nuestro comportamiento. Recordemos la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El rico era un hombre saciado, de comilona diaria. El pobre Lázaro se habría conformado, muerto de hambre, con las migajas que caían de la mesa del rico, pero recibía mayor consuelo de los perros que le lamían las llagas que de la calidad de éste. Un día Lázaro murió y los ángeles se lo llevaron al lado de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Ya en el país de los muertos, Epulón 54

pide a Abraham que permita a Lázaro que se le acerque con una gota de agua para apagarle la sed. Has llegado tarde. Nadie puede pasar ahora de un lado para otro. Cuando estabais los dos en el mundo, tú lo poseías todo y Lázaro no disponía de nada. Nunca te compadeciste de Él. No tienes remedio. Incluso en el país de los muertos, el rico piensa solamente en los suyos. Le dice a Abraham: "En casa tengo cinco hermanos. Avísalos para que no les suceda lo mismo que me está ocurriendo a mí". Abraham le responde: "Ya tienen la ley de Moisés y de los profetas, y tampoco hacen caso. Si resucita un muerto, tampoco harán caso". Esta parábola es como todas las lecciones de Jesús: de recta justicia. Es la exacta explicación de la gloria del cielo. Para ganarla nos concede toda una vida. No es admisible que hoy aparezcan personas que afirmen ser teólogos y, por su propia cuenta, se atrevan a decir que Dios, una vez hayamos muerto, nos dará a escoger entre si deseamos ir con Él o no. ¿Con qué autoridad y de qué Evangelio han sacado este disparate? ¿Cómo puede un triste mortal hacer a Dios más bueno de lo que es? Nunca entenderé por qué afirman semejante herejía. Solamente encuentro una explicación: que carecen en absoluto de fe. Son individuos que no viven el Evangelio. ¿Por qué Dios entrega la vida, si más tarde te puede echar en cara: "Has sido bien tonto, chico, te has sacrificado en vida sabiendo que yo era tan bueno y tú tan burro?" Menos mal que tales personas ya se descalifican por sí solas. Mi santa madre diría: "De brams d'ase no en puja cap al cel".6 Esta parábola nos enseña lo que es el desamor y el pecado de omisión. El Evangelio no dice que la riqueza de Epulón fuese mal adquirida. Se limita a decir que carecía de caridad. Que se burlaba del hambre de Lázaro. Hoy, Epulones y Lázaros, los hay en cada esquina. Personas que sufren necesidades, igualmente, en todas partes. Individuos que, ante el problema de un pobre, se inhiben fácilmente diciendo: "Ya te apañarás. No es éste mi problema", los hay a montones, como dicen los progres de ahora. Esta actitud ha llegado a ponerse de moda. Pertenece al más anticristiano de los códigos de hoy. Los telediarios y todos los medios de comunicación dan la sensación de tener como misión darnos a conocer únicamente la parte negativa de N.E: Expresión típica catalana que, traducida literalmente, dice: "Rebuznos de asno no llegan al cielo". 6

55

Epulón y de Lázaro. ¡Cómo se complacen en mostrarnos diariamente juergas, malversaciones de dinero, lujos y gastos superfluos, mediante los spots publicitarios en las pantallas de la televisión! ¡Cómo nos inducen al consumismo! La misma TV se recrea ofreciéndonos, inmediatamente después, imágenes con las miserias de este mundo como si se tratara de una cosa normal, tan normal, como si los hechos buenos no fuesen noticia. Y no hablemos de la Unión Europea, en la cual ya estamos insertos. Se han de sacrificar las vacas porque sobra leche. Se han de arrancar los viñedos porque sobra vino. Se han de destruir toneladas y más toneladas de cereales para poder mantener los precios. Sin embargo no hay manera de remediar a los que hemos llamado del Tercer Mundo. Se nota claramente que nuestros políticos, tanto los de España como los de Europa, o sea los de los países más ricos, no han leído en serio la parábola de Epulón y Lázaro y, si acaso la han leído, se quedan tan tranquilos manifestando que esto no deja de ser una utopía. No me corresponde a mí tener que juzgar a nadie. Yo que, por la gracia de Dios, lo entiendo, he de hacer todo lo contrario y sobre todo no callar. Al Señor no le interesa un apóstol mudo. El Evangelio nos cuenta que unos hombres se quejan a Jesús porque sus discípulos no paran de predicar. Jesús les responde: "Lo deben hacer, porque si no hablasen ellos, hablarían las piedras". Yo soy cantero. 11. Plegaria y vida Si alguien me preguntase qué debe hacer para entender esta doctrina, yo le sabría contestar. ¿Ya rezas lo suficiente? ¿De qué manera oras? A veces sí rezamos. Normalmente cuando surge la necesidad de algo. Si la cosa marcha bien, se reza, poco, poquito. En cambio cuando las penas y las necesidades son mayores, entonces ya se ruega con más fervor. La parte del Evangelio que mejor se entiende es cuando Jesús nos dice: "Pedid y se os concederá. Llamad y se os abrirá. Buscad y hallaréis". Pero cuando dice: "El que quiera ser mi discípulo, que cargue con su cruz y me siga", suelen ser siempre muchos menos los que consiguen entender esto. 56

Tristemente es normal tomar del Evangelio aquello que más nos satisface. Si nuestra oración se basara en el sermón de la montaña o en la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, que es donde se halla el compendio de toda la religión, no hay duda de que nos daríamos cuenta de que somos escuchados. Todavía más aún, tendríamos la convicción de ser comprendidos. Dios ya sabe lo que nos conviene. Nos desea humildes y que recemos. Cuando nos manda orar, no pretende que pidamos solamente por nosotros. Si somos Iglesia, si somos una sociedad, la plegaria jamás podrá ser egoísta, solamente puede ser a la manera que Jesús enseña para toda la humanidad. Cuando del cristianismo hacemos toda una vida, el resultado puede ser insospechable. Cuando convertirnos el cristianismo en una costumbre o en una conveniencia, el resultado es nulo. De ahí que lo más normal sea ver cómo se manda todo a paseo y escuchar verdaderas barbaridades contra la fe. Dios tiene entonces la culpa de todos los males de este mundo. Si explicásemos la doctrina de Jesús sin poseer vivencias capaces de dar testimonio de la verdad que es Él, nos podrían replicar diciendo que tales explicaciones son sólo teoría. La tercera parte de este libro contiene una serie de vivencias que son la práctica confirmación de la doctrina de Cristo. La única pretensión es dar testimonio de una vida cristiana, vivida con ilusión, quizá también a presión, con altos y bajos, alegrías y disgustos, algún éxito y muchos fracasos, pero en conjunto, son vivencias de una vida cristiana.

57

III. DIÁLOGO 1. Mi mal genio ¿Te acuerdas, Señor, de cuando planeábamos cómo enfocar el curso de mi vida a tu lado? El consejo que recibí de tu Iglesia fue triple: primero, la familia; segundo, la empresa, y finalmente, el apostolado. Me había imaginado que la familia sería la más fácil, el lugar más idóneo donde cumplir mi misión. No, no lo era, no en aquel tiempo en que vivía en casa con mi padre y mi madre, mi hermano Jorge y mi hermana Carmen. Es cierto que empezarnos con buena armonía y que te tenía siempre presente, pero, a pesar de sentirte constantemente a mi lado, nunca noté un cambio de carácter, mi mal genio continuaba siendo el mismo. A veces, cuando me daba cuenta del patinazo ya era demasiado tarde. No faltó quien me acusase de fariseo, por causa de mi irregular comportamiento. Ya empezaba a encontrarme como algunos de tus sacerdotes: al más pequeño e insignificante fallo, ya me habían señalado. Con frecuencia me dirigía al confesonario, a explicarlo todo a alguno de tus ministros. Ya sabes que aún lo hago y suerte que nunca me dejé ningún detalle, porque ¿qué haría si no supiese pedir perdón? Hay personas que tienen siempre a mano una respuesta falsa a mi entender; empiezan por saltarse a la torera la orden que diste a tus apóstoles; se permiten la libertad de hacerte un poco más bueno de lo que eres y aseguran que ellos hablan directamente contigo. Una forma fácil e ilusoria de dejarlo todo arreglado a su gusto. Los resultados están a la vista; nunca se habían conocido tantas familias deshechas como ahora. A tu palabra nadie puede añadirle ni quitarle nada. Los arreglos de la gente son siempre falsos. Juntos, Nati y yo, te decíamos: Señor, queremos construir una "catedral', tener una familia numerosa... pero sabemos que no somos capaces de conseguirlo sin tu ayuda. Somos conscientes de que necesitaremos trabajar mucho, desarrollar la empresa, satisfacer la ilusión de crear puestos de trabajo para que sean más las personas que ganen lo necesario para vivir dignamente, y cumplan más fácilmente la obligación de proporcionar a los hijos una educación total. Que nadie nos pudiera acusar 58

nunca de haber traído hijos al mundo sin ton ni son, ni haber hecho otra cosa que dar vida a unos simples desgraciados más. 2. El juez jubilado Hablemos de aquel hecho tan extraordinario en el cual, conjugando un plan apostólico, intervinimos Nati y yo. Tú ya lo sabes, Señor, pero déjamelo recordar, porque así volveré a gozar como en aquella ocasión. Yo había vuelto de un cursillo de cristiandad que se había celebrado en Casanovas de San Hipólito de Voltregá, por cierto, muy preocupado. Un hombre de unos ochenta años se salió del cursillo enfadado de tal manera que prometió que me mataría por mi indiscreción. Lo explicaré, Señor. Mientras duró el cursillo nos hicimos bastante amigos, le gustaba mi manera de ser. En cambio, no estaba demasiado de acuerdo con el sacerdote que nos daba el cursillo; se enfadaba cuando se consideraba retratado en algunas de las charlas. No hace falta decir que este señor vivía muy apartado de la Iglesia, pero no era ningún bobalicón, era un juez jubilado. Lo teníamos en el cursillo para complacer a Guillem Sena, de Vic, un abogado muy amigo suyo. Continúo, Señor. Al Cursillo, como a todas las cosas, también le llegó la hora del final, pero aquel señor continuaba mostrando cara de pocos amigos; solamente aceptaba hablar conmigo. Montamos, como de costumbre, el cierre para que todos pudieran dar su impresión sobre el cursillo. Cuando pidieron mi intervención, como yo no tenía otra cosa en la cabeza que aquel buen hombre, de él se me ocurrió hablar y a él me dirigí, jugándomelo todo a una carta. Habría sido así desde un punto de vista humano, pero tú sabes, Señor, cómo y de qué modo, te había mareado para que aquella persona no saliese del cursillo en aquellas condiciones. Aproveché mi intervención para decirle a Gisbert, que así se llamaba, que no se preocupase, porque un día u otro, Tú, Señor, le darías la fe para que pudiera ver claro. La razón para mí en aquellos momentos no era otra que la de hacer la fuerza necesaria para que Tú, Dios mío, le abrieras los ojos. Ya que esperábamos un hijo, pediría a Nati que ofreciese los dolores del parto para que, junto con la luz del advenimiento del hijo, Tú, Señor, dieras también la luz a nuestro amigo. Pareció que yo quedaba descargado. Pero sí, sí.... Apenas finalizado el cierre, lo vi venir y no tuve más remedio que encerrarme en una habitación, porque aquel hombre me quería matar. Aquel hecho se convirtió en el escándalo del siglo. Se dieron 59

opiniones para todos los gustos, y la más abundante fue la de que yo había deprimido a todos. Sólo Tú, Señor, conocías mis verdaderos sentimientos. Pero más tarde, sin haber transcurrido apenas un año, la auténtica razón la pudieron conocer todos. No pasaron muchos días para el nacimiento de mi hijo. En este punto siempre he creído que Tú interviniste a favor. De los siete partos de mi esposa, éste fue el más largo y doloroso. El niño no acababa de nacer nunca. A la comadrona se la veía un poco nerviosa, no por falta de profesionalidad, ya que era del dominio público que era muy competente. Nos pidió paciencia a los dos. De repente... ¿te acuerdas, Señor? Nati te dijo que ofrecía sus dolores para la conversión de aquel hombre del cursillo. Si esta vivencia solamente hubiese terminado aquí, ya sería extraordinario. Pero no, no acabó aquí. ¡Eres inmenso Señor! ¡Qué alegría el día que te presentaste en casa en forma de cartero! Abrí rápidamente expectante el sobre que contenía la carta que me enviaba Guillem Serra, aquel gran amigo tuyo. Entre otras cosas, recuerdo que, por mediación de Guillem, me decías: "Nuestro amigo Gisbert ya lo tengo a mi lado; fui a buscarlo el otro día. Y ¿a qué no sabes cómo dejó este mundo? Pues rezando: "¡Jesús, José y María, sed mi salvación!". Sus amigos le decían: "¿Ves cómo las oraciones han llegado al cielo?". Y ¿sabes qué respondió él?: "Deben ser las oraciones de aquel loco de Centellas". Señor, me guardé de ir a contar a todos aquellos deprimidos del día de la clausura esta maravilla tuya. Pensé y continúo pensando que, cuando nos encontremos un día todos juntos en la Casa del Padre, sentiremos un gozo muy especial recordando esta anécdota. 3. Consuelo Me acuerdo perfectamente. Hacía entonces poco tiempo que se había creado la escuela de profesores de Cursillos. Era el día 2 de febrero del año 1956. Fue el mes más frío que yo he conocido en mi vida. Se alcanzaron los 25 grados bajo cero. Hasta los pájaros se morían de hambre. Planeábamos el primer cursillo en nuestra diócesis. El lugar escogido había sido La Llobeta, de Aiguafreda. El equipo designado lo constituían dos profesores seglares de Mallorca y, el resto, personas de nuestra escuela, 60

entras ellas un servidor. El consiliario, doctor Cortés, me dijo: "Pío, Tú tendrás que dar un rollo". Cuando podía pillar a Nati le hacía sentarse para que escuchara y me dijese si el rollo salía bien o mal. Con tanto rollo llegó un momento en que ella se lo sabía de memoria y yo todavía no. Lo de Consuelo llega ahora. ¡Cómo debías sonreírte Señor, cuando yo, a las siete de la mañana, mientras subía montaña arriba, camino de la cantera, ensayaba el rollo recitando en voz alta y fuerte, imaginando que ya me encontraba en la sala de rollos el día del cursillo! Hasta aquí todo hubiese sido normal. Transcurría el día sin otra cosa en la cabeza y al atardecer, camino abajo hacia casa, volvía a repetir el rollo, recitándolo con el mismo énfasis que por la mañana. Apenas entré en casa, mi madre me dijo que cenara, pero que inmediatamente me fuera al cuartel de la Guardia Civil, porque allí querían verme. "Pues, ¿qué hay de nuevo?" pregunté a mi madre, pero ella me contestó que no lo sabía, ya que sólo le habían dicho que me presentase. Me apresuré y ¡al cuartel! El que quería hablar conmigo era precisamente el que estaba de guardia en la puerta. Sin darme tiempo ni para saludar, lo primero que me dijo fue que debería pagar todos los daños y perjuicios causados al rebaño de cabras de Consuelo. Así mismo, literalmente, porque el guardia civil era catalán: "¿Qué gritabas esta mañana allá en el bosque del Ollic, que has asustado a todas las cabras y ahora tienen un cólico?". De repente entendí la situación, y Tú, Señor, me imagino que debías pensar en aquella ocasión: "¡A ver ahora cómo se las arreglará, Pío, para resolver esta papeleta!". Sin inmutare le dije al guardia, del cual aún recuerdo el nombre, pero no pienso escribirlo: "Yo no he visto ningún rebaño, pero es posible que estuviesen y además que se asustasen un poco, aunque no tanto como dice Ud. En cambio, sí que es verdad que en aquel rebaño hay dos cabras que Ud. asegura que son suyas, y sólo es por esto por lo que Ud. me ha llamado. Si Ud. no hubiese tenido nada en aquel rebaño, no me habría llamado ni me habría dicho nada. Aún le diré más; las dos cabras de que hablamos no son suyas, porque llevan mucho tiempo en el rebaño y aún no las ha pagado. Podría recordarle ciertos hechos que a Ud. no le favorecerían demasiado, pero prefiero callar. ¿No ve que en los pueblos todo se sabe y Ud. es persona pública?". Respuesta rápida del guardia: "¿Sabes qué, chico? ¡no hablemos más del asunto!". Así acabó la primera parte del rollo, pero de la famosa vivencia aún falta una buena parte. 61

La segunda parte es mucho más interesante. Me pusiste una prueba un poco más dura, ¿verdad, Señor? Tenías la seguridad de que la encajaría, porque no recuerdo haber rezado nunca con tanta intensidad ni con tanto pánico. Aquel momento de comenzar el rollo pensaba que no llegaría nunca. ¡Qué día más largo, Dios mío! Pero todo tiene siempre un principio y un final. Entre el principio y el final del rollo no hubo mucha diferencia, ya que en conjunto, desde el comienzo hasta el final no transcurrieron más de dos minutos. Tú sabías, Señor, que la invocación del Espíritu Santo la había hecho perfectamente. Había decidido poner en marcha el rollo, pero al minuto de ponerme a hablar, mejor dicho, de temblar, se produjo el momento de silencio, en que me quedé mudo y sin poder decir palabra. En aquel triste estado no se me ocurrió otra cosa que decir a la gente que me escuchaba que no me encontraba bien. Los aplausos, en cambio, fueron estrepitosos, pensaba que no se acabarían nunca. ¿Qué debías pensar, Señor, cuando los cursillistas me traían aspirinas con el objeto de resolver mi enfermedad? No recuerdo si llegué a tomar muchas. Pero lo bueno del caso, es cierto, te lo reservaste, Señor, para el final, de la misma manera que sucede en la procesión del Corpus; como Tú eres el mejor, siempre te reservas para el último momento. Solamente Tú podías ser capaz de poner aquella inquietud en el corazón del hombre quien no se avergonzó de decir, a la hora de su intervención, al cierre: "Hermanos siento la responsabilidad de sincerarme y de proclamar que el cursillo me ha gustado mucho, pero el rollo que más me ha me gustado ha sido el rollo de Pío". Y el hombre continuó: "Permitidme sincerarme del todo. Hacía doce años que predicaba por toda España la Acción Católica viviendo en pecado mortal. Siento la vergüenza emocional de tener que decir que me ha hecho más efecto el fallido rollo de Pío que toda mi preparación y formación en plan fariseo. Ruego a la jerarquía que me condene a no poder hablar nunca más en público; será el principio de mi arrepentimiento." Tú también aplaudiste ¿verdad, Señor? A manos llenas, como todos los demás, porque aquello parecía Troya. Aquel hombre fue un pilar básico de la escuela, ya que reunía todas las condiciones. 4. Cursillo en Burgos ¡Qué gozo da recordar aquel momento en que, cogido de tu mano, Señor, fui al cursillo de Burgos, cuando humanamente hablando no podía ir de ninguna manera porque escaseaban los pedidos y a duras penas teníamos 62

trabajo que hacer! Me comprometí por dos motivos. El primero porque te había prometido que nunca diría "no puedo". Y el segundo, porque, por el modo de invitarme el consiliario, comprendí que era necesario. Tú ya lo sabes; hice muchos cursillos, supliendo a otros. Sólo decir sí, que iría, recibí la llamada de un cliente por teléfono, para hacerme un pedido de trabajo muy importante. Bien, debes recordar con qué ilusión te di las gracias. Estaba tan contento que saltaba de alegría. Me presenté diligente al Casal de Vic para salir de noche con aquel famoso cuatro por cuatro que nos regalaron. Pero al emprender el viaje me llaman, para decirme que acudiera al teléfono en seguida. El mensaje no fue muy alentador: "No hace falta que vayas a tomar medidas para el trabajo que solicitan. El cliente ha decidido emplear otra clase de piedra. Lo siento. ¡Qué vamos a hacer!" "¡Qué vamos a hacer!" —repetí yo. Si Tú no hubieses estado a mi lado, seguramente habría tenido motivo para desesperarme. Triste, en verdad, sí me quedé, pero asustado no. Sólo se me ocurrió decirte: Señor, haz que no me falte alegría. Y nadie notó nada en mi temperamento. Más alegre que nunca llegamos a Burgos. Como no era la primera vez que visitábamos aquella capital, ya nos conocíamos. Nos recibieron como si llegase alguien importante. El curso seguía su camino, todo andaba sobre ruedas. Era un curso muy numeroso de personas con un elevado nivel cultural, y para mí aquello era el cielo. Habíamos llegado al último día y me tocaba a mí dar la última charla, o rollo, como decíamos entonces. El entusiasmo que yo sentía era más profundo de lo normal. Hice todo lo que pude. Era tanta la satisfacción que me llenaba el corazón que no tuve impedimento para explicar el caso en que me encontraba, o sea, que me había quedado sin trabajo, pero sin miedo. Dios proveerá a su hora, afirmé convencido. ¿A su hora, digo? Pues su hora fue aquel momento. Apenas terminada la oración de acción de gracias por la charla, se presentó un hombre preguntando: "¿Quién es Pío Pujol?". "Soy yo". "Pues este telegrama es para ti". Texto del telegrama: "Obras del colegio de San Miguel, concedidas". Pedí a todos que no saliesen todavía. Me pareció oportuno leer el telegrama. No sé si todos lo entendieron bien, pero les invité a todos a dar gracias. La trascendencia de esta vivencia es de un valor incalculable. No diré que no he sufrido nunca más por el trabajo, pero sí es cierto que trabajo no me ha faltado nunca. Pienso que estoy dando la impresión de que sólo hago apostolado si hay cursillo, o dentro del cursillo. No, no. Soy consciente de que estaría equivocado, ya que así sólo haría cursillismo. Entiendo y me esfuerzo en sentirme cristiano siempre, como dice San Pablo. Tanto si comes, 63

como si trabajas, como si duermes, todo debes hacerlo a la mayor gloria de Dios. 5. Mi tío Fernando Que no se pierda ni uno, te dijo el Padre. Pues mi tío Fernando no se perdió, a pesar de haber dicho que él no tenía fe y que sentía un odio feroz hacia todos los curas. Recuerdo que un día estando en su casa, a las dos de la madrugada, en plena discusión de temas yo me esforzaba, Señor, en defenderte, ya que los disparates que salían de aquella boca eran horrorosos. Entre muchas otras cosas llegó a decirme que cuando algún día le viera en peligro de muerte, no le hablara ni le llevara ningún sacerdote. Nos pusimos nerviosos hasta el extremo de echarme fuera de su casa en aquellas horas de la noche. No tuve más remedio que irme a dormir al hotel Colón, de Vic, pues esta era la ciudad donde él residía. Mi tío era un buen hombre. Tenía unos sentimientos tan generosos que ya los quisiera tener yo. Era lo que se llama una persona que no tiene nada suyo. Estuve muchos días sin ir a verle. Como lo conocía bien y nos queríamos, un buen día decidí ir a su casa. Se puso tan contento que todo lo que hacía por mí le parecía poco. Las visitas, a partir de entonces, no las ahorré, pero procuraba ser un poco más prudente. Un día, Señor, me hiciste llegar la noticia de que mi tío estaba ingresado en la clínica La Alianza, gravemente enfermo. Lo dejé todo y me dirigí inmediatamente a la clínica para poderlo ver. Era verdad que mi tío se encontraba grave. Me quedé a su lado, haciéndole compañía un buen rato. Cuando me pareció que era hora de irme, me levanté, pero al despedirme, me di cuenta de que el hombre me miraba fijamente. Sin perder tiempo y con toda naturalidad me atreví a iniciar un sermón. Me dio la impresión de que escuchaba y efectivamente lo hacía, pero no para hacerme feliz. De repente tomó él la palabra, y, corno era de esperar, fue para lanzar el último mitin de siempre, al cual ya me tenía acostumbrado. Me repitió una vez más que yo ya estaba advertido y ahora no comprendía mi insistencia. Como se esforzó más de la cuenta replicándome, el hombre se agotó; se le notó en seguida dificultad en la respiración. Yo al verlo en aquella situación, me limité a ponerle la mano en la cabeza asegurándole que no lo abandonaría nunca. Después de darle un beso y anunciarle que al día siguiente volvería muy temprano, porque me esperaba mucho trabajo, me despedí con toda tranquilidad y salí de su habitación. "Adiós, adiós..." 64

Al día siguiente, a las seis de la mañana, ya estaba yo de nuevo en la clínica, con la intención de buscar al padre Puigoriol, al cual conté todo lo que me pasaba con mi tío. El padre ya estaba al corriente, y se lamentaba porque no podía hacer absolutamente nada por su parte, ya que mi tío le había prohibido traspasar la puesta de su habitación. Yo, Señor, me revestí de valor. ¿Te acuerdas, verdad? y le dije al sacerdote: "Padre, no se vaya muy lejos y rece, mientras entro a ver a este hombre. Que el Señor nos ayude." Y ahora, al recordar aquellos sublimes momentos, no puedo sino renovar el mismo pensamiento de entonces: "Señor, Señor, ¡qué contento debías estar otra vez, Tú que ya lo sabías todo!". Entré en la habitación. "Buenos días..." "Buenos días..." El hombre estaba tranquilo. Una vez efectuadas las preguntas de rigor, sobre su estado, me decidí a darle los consejos que a mí me parecieron oportunos y necesarios en aquellos momentos, pero sin dejarme que continuase me dijo con resolución: "Ya te dije ayer todo lo que debía decirte; por tanto no me molestes más". "Pero —le contesté— ¿no dice Ud. que nos quiere mucho?". "Sí que te quiero. Ya lo sabes de sobras." "Tío, si dice que me quiere, haga el favor de dejarme hablar." "Habla, habla, ya callarás..." "Hablo, tío, si es que dice que me quiere. Pero piense que yo no le puedo ofrecer otra cosa que la correspondencia a este amor que dice que me tiene." No se le alteró la voz y me dijo: "¿Cuál es esta cosa?". "La salvación. Usted es bueno y Dios le ama y Dios se muere de ganas de verle. No nos podemos engañar. El Señor está cerca. Ya no sirven de nada las dudas, ni las discusiones, sólo sirve y vale pedir perdón. Todos somos pecadores. Todos hemos pecado, y solamente porque hemos pecado el Señor espera que le pidamos perdón. No permita que me quede en la mano el amor que le tengo y mucho menos aquel gran amor que Dios le tiene reservado." Respuesta definitiva: "¡Pues, tráeme el sacerdote!". Abrí la puerta al instante, y le dije, complacido y emocionado: "El sacerdote ya está aquí". El padre Puigoriol hacía guardia, ¡cuán grande eres, Señor! ¿Cómo quieres, Señor, que me olvide nunca de estas maravillas? ¿Cómo quieres que no diga a todos que este hecho fue un verdadero milagro? Tú dices que tengamos fe y veremos maravillas. ¡Qué poca tengo, Señor! Me falta un montón para tenerla como un grano de mostaza, pero haz que tenga la suficiente para poder verte con mi tío eternamente.

65

Una vez hubo administrado los sacramentos del perdón y la eucaristía, el cura me llamó y me dijo: "Estate contento. Ahora me ayudarás en la unción de enfermos". ¡Qué cara de felicidad tenía mi tío! ¡Qué hermoso era todo! Mientras el cura le administraba la unción, el ambiente se parecía más a un día de fiesta mayor que a la agonía de un enfermo. Así que acabó la ceremonia, entró una chica a la habitación y mientras le arreglaba la ropa de la cama, le dijo al tío: "Ea, señor Fernando, que quiero que esté bien". Respuesta de mi tío: "Ahora sólo estaré bien cuando llegue al cielo". ¡Las cosas tuyas, Señor, son tan diferentes de las mundanas! El gozo de saborear tu doctrina cuando sientes la inquietud de transformarla en vida no tiene ninguna comparación con nada de este mundo. Ni las buenas comidas, ni los buenos teatros, ni nada de nada, por más que sea humanamente sano. Tus cosas tienen más sabor porque no se quedan aquí. El valor de la trascendencia hace que uno sienta una alegría permanente. Aunque haga años que los hechos hayan ocurrido, siempre sientes la impresión de que ha sido ayer. 6. Un doctor de mucha fama Ahora quiero darte las gracias una vez más, porque se me ocurre recordar aquella ocasión en que en la clínica Quirón, de Barcelona, estábamos haciendo compañía a la señora Palmira, que tenía a su esposo, el señor Corberó, ingresado. Estábamos mi esposa Nati, unos cuantos compañeros más de nuestro común amigo y yo. De pronto entró otro amigo del enfermo, un doctor que ya gozaba de mucha fama en el mundo de la medicina, un hombre reconocido por su prestigio en todo el mundo. Empezó hablando de varias cosas; todos escuchábamos embelesados como si se tratase de un ser llegado de otra galaxia; presumía de que por su clínica pasaba gente de todas pactes del mundo, y que recientemente había atendido enfermos llegados expresamente de Rusia y del Japón. Todo esto lo contaba mientras se dedicaba a hacer ciertas consideraciones relacionadas con la medicina. De repente, el hombre hizo un cambio de tercio, como diríamos en términos taurinos, y como si su palabra fuera dogma, empezó a cargarse a la Iglesia y a todos los sacerdotes, hasta calumniar gravemente al Papa. En cambio, se deshizo en alabanzas a Fidel Castro y aseguró que se iría a Cuba porque allí era el único lugar del mundo donde reinaba la justicia. De este señor, no diré el nombre, porque se dice el pecado, pero no el pecador. Era 66

inmensamente rico. No citaré ninguna de sus propiedades, porque daría una pista demasiado clara para identificarlo. Todos los allí reunidos, atónitos por aquellas inesperadas y crueles manifestaciones, quedamos mudos hasta el momento en que me atreví a replicar a aquel desgraciado: "¡Basta, doctor! No hay derecho a hablar así, porque usted sabe que todo lo que ha dicho es totalmente falso. Si le obligo a demostrar todas las calumnias que ha expuesto contra la Iglesia, el trabajo que tendría. Por lo que dice de Cuba, le diré igualmente que es mentira, que todo es mentira. Todo lo que posee aquí es muy importante, en cambio allí ya seria de Fidel Castro. Y a la Habana usted no irá ni para llevar un encargo. No tiene derecho a utilizar su prestigio para hacer daño ni para mentir. Le desafío a hacer cualquier demostración, porque nada de lo que ha dicho es cierto". ¿Te acuerdas, Señor, cómo se quedó mudo aquel sabio? "¿Cómo quieres que no me acuerde, chico, si todo lo iba inspirando yo'?" Para explicarlo de alguna manera, diremos que cuando el médico volvió en sí, no se le ocurrió otra cosa que dirigirse a mí para preguntarme alterado: "¿Quién eres tú? Porque piensa que a mí nadie me ha hecho callar nunca, ni los mismos cardenales". "Pues yo, doctor, soy un simple cantero y gracias". Haciendo otro cambio de tercio, el hombre me preguntó si yo sabía amar. "Yo sí —le contesté decidido. "Pues te lo explicaré yo" —me dijo. "Hoy ha venido a verme una chica, hija de una clienta mía que se me murió sin que pudiera hacer nada para curarla. La chica llevaba en la mano un miembro de su madre para que yo pudiera estudiarlo." Apenas pronunciadas aquellas palabras, el hombre rompió a llorar de forma impresionante y me dijo altivo: "¿Ves? ¡Esto es amar!". Me vi obligado a responderle como correspondía, a mi entender, orientado por aquella manifestación suya. "Totalmente de acuerdo, doctor. Eso es amor. Llorar por las necesidades del prójimo. Jesús así mismo nos lo enseña. Le aseguro, doctor, que Dios es el autor del amor. Sin el Señor, usted, ahora, no podría llorar." "Así, ¿tú eres un hombre de fe?" "Sí..." "Pero ¿sabes por qué dices que tienes fe? Porque antes alguien te lo debe de haber enseñado. Nunca habría salido de ti mismo." "Naturalmente, doctor, que antes alguien me habló de la fe. Primero fue mi madre y después la Iglesia, a las cuales debo la felicidad que siento por habérmela transmitido." "¿Lo ves? Si antes nadie te hubiera hablado de ello, tú, hoy no tendrías fe." "¡Por supuesto que es así! Usted mismo es un ejemplo y me lo ha dado a entender 67

hace breves momentos. ¿No sabe por qué vienen tantos enfermos de Rusia y del Japón a su clínica? ¿Por intuición suya? ¡No, señor, no! Vienen porque antes alguien les debió de hablar de usted, de su ciencia y de su bondad. Le repito. Lo mismo me ocurrió a mí respecto de la fe, gracias a mi madre y a la Iglesia." Sin decirme que tenía razón, dio la impresión de que nos habíamos puesto un poco más de acuerdo. Pero yo continué para decirle: "Usted, doctor, tiene unos principios cristianos como yo mismo. Le garantizo que tan pronto llegue aquel último momento del cual nadie se escapa, usted pedirá un sacerdote". "No lo creo" —me contestó convencido. "No diga: no. Seguramente tiene personas que actualmente rezan por usted y ahora tendrá otra más". Estoy seguro, Señor, de que en aquellos momentos tú ya lo habías conmocionado. La protesta disminuía por momentos y la reconciliación entre nosotros dos tomaba un carácter de amistad. Le acompañé hasta la puerta de salida, nos dimos la mano y quedamos que otro día volveríamos a hablar del mismo tema. Aquel día no llegó nunca. Pero no por ello acabó así la cosa. Este hecho se lo habíamos contado a mi hermano Paco. Transcurrió algún tiempo. Pero cierto día mi hermano me llamó por teléfono para decirme: "¿Te acuerdas de aquel famoso encuentro con el doctor tal, que me predijiste?". "¡Sí me acuerdo!". "Pues ha muerto esta semana. Alégrate Pío, porque la cosa ha resultado tal como tú le profetizaste. Su esposa ayudó a darle el empujón que necesitaba para reconciliarse con Dios. He hablado con el sacerdote que le asistió. No sabes lo contento que estaba, explicando la muerte tan edificante que había tenido el doctor. Supongo —continuó diciendo Paco— que te debe alegras". "Alegría es poco. Esto no tiene precio" —contesté a mi hermano. Señor, ¿te das cuenta de cómo tiemblo cuando vuelven a mi mente todas estas inmensas maravillas? No permitas nunca mi olvido. Sería horroroso. Preferiría perder la vida. Vuelve a tener razón San Pablo: "Sin ti, nada puedo hacer." También San Pedro dice, cuando parece que los apóstoles quieren dejarte al anunciarles la Eucaristía: "¿Dónde quieres que vayamos, si sólo tú tienes palabras de vida eterna?". 7. El séptimo hijo... y la primera empresa Podría ser, Señor, que alguien se confundiera y pensara que este hombre, que soy yo, debiera de haberse hecho cura. Sólo habla de apostolado. Pero Tú sabes cuántos hartones me he hecho de marearte, cada 68

mañana y cada noche, pidiéndote que no me faltara nunca trabajo: "Señor, mira que son seis hijos; mira que tenemos muchas facturas que pagar; los meses corren, parecen sólo semanas de lo rápido que pasan". El trabajo, como ya he dicho en otra ocasión, no faltaba, pero siempre fue justo. Miedo no tuve nunca; pero preocupaciones a toneladas. Tengo presente un hecho tuyo, Señor, que podría demostrar en cualquier parte y en cualquier momento. No obstante serían muchas las personas que, incluso viéndolo, no lo creerían. El hecho es el siguiente. Un día temprano por la mañana, mi esposa me dijo: "Pío, estoy un poco preocupada". "Pues ¿qué te ocurre?" —le pregunté. "Esperamos el séptimo hijo." Procuré animarla, pidiéndole que no se preocupase: "Cristo no nos dejará, ya lo verás. ¿Verdad que nos ayuda? Si aumentamos la fe verás cómo llega con un pan debajo del brazo. Por favor, no te desanimes. Me voy a la cantera. Por la noche hablaremos con calma". Serena como siempre, Nati se despidió, resignándose a dejar para la noche hablar seriamente del asunto. Todo el día estuve pensando en el rollo que tendría que darle a Nati para animarla a esperar el gran acontecimiento. Tu generosidad, Señor, no tiene límites. No tuve necesidad de echar ningún sermón. Llego a casa por la noche y encuentro a Nati normal, más bien contenta. Apenas entré me dijo: "Cena deprisa, porque el señor Estebanell quiere verte". El señor Estebanell era ni más ni menos que el fabricante de tejidos más importante del pueblo y, seguramente, de otros muchos pueblos. Debo explicarlo muy bien esto, Señor, porque estoy convencido de que será difícil de creer. Me pusiste ante el hombre más solvente que había a mi alrededor. Un hombre al que sólo había visto una vez en toda mi vida. Vivía, y continúa viviendo aún, en un extremo del pueblo. Toca un artículo que no tiene nada que ver con el mío. Pertenece a una clase social años luz de la mía. Este hombre sólo podía hacerme un pedido de piedra, que para mí en aquella ocasión ya hubiera sido un milagro. Ya que la niña que estaba en camino habría podido llegar, efectivamente, con el pan debajo del brazo. Un pan ¿digo? llegaba con toda la panadería, y más aún. ¿Cómo puede entenderse el hecho de que aquel señor que, como ya he dicho, sólo había visto una vez, con el cual mi relación era casi nula por las razones ya descritas, quisiera hablar precisamente conmigo? La única vez que había hablado con él fue para pedirle caridad para otra persona muy necesitada. Ello le debió de hacer gracia, y tal vez por este sencillo 69

hecho se acordaba de mí. El motivo concreto fue éste. Me pidió si quería formar parte en una sociedad mercantil con él y otro amigo suyo, con la finalidad de poner en marcha una cantera de áridos, de la cual yo sería el director. Dios mío, sabes muy bien que, cuando salí de aquella casa, no tocaba con los pies en el suelo. Tan pronto llegué a casa, se lo conté a Nati y le pedí que me ayudara a dar gracias a Dios, porque a partir de aquel mismo momento ya podríamos ingresar en casa diez mil pesetas más cada mes. De esta vivencia conservo un recuerdo inolvidable. Ya hace treinta años que ocurrió y aún dura la gran amistad que se originó con la constitución de aquella feliz sociedad mercantil. Se produjo una unión tan profunda que dio pie a una realidad, buena y triste a la vez, por la parte que a mí me corresponde. La buena es que a Antonio siempre ha sido agradable tenerlo por amigo, ya que me ha dado pruebas suficientes de serlo de verdad y, como dice la Biblia, "si tienes un amigo, guárdalo; es como un tesoro, porque existen pocos". La triste ha sido comprobar una cosa desagradable, o sea, ver cómo las personas, muchas veces, son más valoradas por lo que tienen. Esto se produjo, en este caso concreto. Así que corrió la voz que yo me había asociado con Estebanell, muchos pusieron en mí una confianza hasta entonces no experimentada, hasta el punto de poder pedir lo que necesitara en cualquier comercio sin necesidad de tener que presentar ningún aval. Del "tanto tienes, tanto vales", aún disfruto. ¡Qué le vamos a hacer! 8. Cómo vivíamos en casa Recuerdo aquellas reuniones que organizábamos sin que faltara ninguno, en las cuales se indicaba un tema que obligaba a participar a todos con la máxima entrega. Tocábamos todos los temas: la fe, la caridad, el amor, el sexo, etc. Entonces, aunque fuera tan sólo en las primeras reuniones, se debía manifestar los defectos y virtudes de cada uno. La opinión, para que tuviera validez, debía ser por votación de toda la asamblea, o sea, si la mayoría declaraba una virtud o un defecto determinado, el interesado la debía aceptar sin protestar. Yo creía que sólo me dirían un defecto y, en cambio, cuando me tocó el turno, resultó que me descubrieron ocho. Y salí bastante bien parado, porque Dios me conocía muchos más. A Ana, como era la pequeña, le correspondía ser la última en opinar. Daba la impresión de que jugaba con ventaja. Todos la alababan porque era viva, inteligente y siempre traía buenas notas. Me parece que sólo tenía nueve años. Cuando le correspondió el turno de los 70

defectos, tan sólo le encontramos uno. Todos coincidimos en aceptar que era muy lista, pero que era una lástima que se lo creyera tanto. Todos pensábamos que se pondría a llorar. ¿Llorar, digo? Seria y colorada como un tomate manifestó que estaba completamente de acuerdo en todo lo que se había dicho de ella, ya que para esto estaba la reunión. Tuvo razón la niña; desde aquel hecho nunca volvió a presumir. Siempre ha sido positiva, y se ha hecho querer por todos. Estas reuniones eran periódicas, pero, poco a poco, las fuimos espaciando, hasta terminar haciéndolas sólo en fiestas grandes o por algún acontecimiento extraordinario. Como, por ejemplo, aquella vez que nos abriste, Señor, los ojos porque a uno de los hijos se le notaba un carácter que no era normal. Con los mayores cambiamos impresiones y, con todos de acuerdo, se organizó el encuentro sin que faltara ninguno. El tema fue la droga. La preparación fue realizada a conciencia. Los que estudiaban medicina aportaron la parte principal. Dejamos que el afectado fuese el último en opinar. Por cierto se tuvo que esperar un buen rato; primero, porque al principio no se atrevía a tomar cartas en el asunto, y después, corno Tú, Señor, iluminabas tan bien a los que entendían del caso, el tiempo fue largo y provechoso. Cuando le tocó al afectado, pronunció unas breves palabras, pero muy bien dichas: "Mirad, si buscásemos a todos los chicos de Centellas que hayan podido caer en la trampa, encontraríamos un montón tan grande como un campanario. Ninguno de ellos se podría escabullir. Todos hemos fumado porquería. Pero sí que os quiero decir que doy gracias a Dios por haberme permitido nacer en esta familia. Prometo que no lo haré nunca más". Así fue. De esta tragedia de nuestro tiempo, que afecta a tantas familias, por tu gracia, Señor, hemos podido librarnos. ¡Gracias, Señor! 9. La inquietud de la mecanización Continuemos hablando del trabajo. ¡Qué gracia tan grande el día que empecé a sentir la inquietud de la mecanización! Permitidme que exponga la situación de las canteras. La primera, la que heredarnos de mi padre, era tan primitiva que continuaba funcionando como cien años atrás. Sólo disponía de herramientas; máquinas, ninguna. La segunda, era la de los áridos, la de la sociedad con el señor Estebanell, etc... Hacía falta mecanizar la propia, la de toda la vida. 71

Crecían mis ganas inmensas de trabajar. Estaba casado, con siete hijos y mi madre. Sentía en mi interior una responsabilidad tan grande que me obligaba a utilizar todos los recursos habidos y por haber. Primer recurso: Casi no haría falta decirlo, pero lo diré: Tú, Señor. ¡Cómo te mareaba cada mañana! No se me ocurría ninguna iniciativa sin antes hablar contigo. ¿Te acuerdas de aquel día que vino un chico a la cantera y me preguntó sorprendido: "¿Todavía barrenáis a mano?" "Todavía, todavía" —le respondí. "Es porque queréis. Mira, hoy he visto en tal cantera un compresor que os iría muy bien." El chico se fue. Eran las dos menos cuarto. Sin pensarlo un instante, subo a la moto y me voy a comer a casa. Mientras Nati preparaba la mesa le dije: "Me acerco a tal cantera porque me han dicho que tienen un compresor nuevo que es una maravilla. Cuando vuelva te lo explicaré". Fue una suerte que la gente de la cantera estuviera comiendo en ese momento. Pude ver el compresor detenidamente y por la placa que llevaba adosada a la máquina, el nombre de la casa y dirección donde lo vendían. Aún recuerdo lo que ponía: "Adolfo Álvarez. C/ Consejo de Ciento, 409. Barcelona". Corro a comer: "Nati, prepárame la ropa. Me voy a Barcelona a comprar el compresor". "¿Y con qué dinero? Sólo tenemos diez mil pesetas" —me dijo mi esposa. "Ya me espabilaré, no perdamos tiempo." Al llegar a la casa de Adolfo Álvarez, pregunté por el compresor. Me informaron de todos los detalles, me dijeron que valía sesenta mil pesetas, más el martillo y un juego de barrenos, lo que sumaba setenta mil pesetas. "Pues me lo quedo. Mañana lo pueden entregar al transportista." Reacción de la casa: "Va muy deprisa. Todavía no me ha dicho cómo piensa pagarlo". "Se lo diré en seguida. Miren, ahora mismo les doy diez mil pesetas y el resto lo haré efectivo mediante seis letras aceptadas de diez mil pesetas cada una, durante seis meses. Ya está." "¿Ya está?" —me contestaron. "¿De qué dispone para responder?". Se lo aclaré: "Dispongo de una cantera, mucho trabajo y muchas ganas de trabajar. Además confío en que Dios me ayudará". Una pausa. "Espera chico, un momento." Esperé más de un cuarto de hora. De pronto salieron dos hermanos. "¿Quieres volver a explicar esto que has dicho?" Me deshice comentando de nuevo el entusiasmo que me había conducido hasta aquella casa, repitiendo mis intenciones, que más que intenciones no dejaban de ser ilusiones, aunque reales. Se miraron los dos hermanos, después me miraron a mí y me dijeron: "Espérate un momento, salimos en seguida". No tardaron ni dos minutos en volver a salir y me dijeron sin más explicaciones: "Mañana tendrás el compresor". Apreté su mano tan 72

fuerte como pude, mientras les daba las gracias y les aseguraba que no les fallaría. ¡No fallamos, no, Señor! ¡Qué principio más hermoso! 10. Mi mal genio todavía Por lo que cuento parece que sólo me acuerde de los aciertos, y puede dar la impresión de ser una persona que lo hace todo bien, sin necesidad de luchar contra un carácter fuerte y falto de paciencia. No sería justo guardarme el sufrimiento que me causó, a veces, mi manera de ser. Un día temprano por la mañana, tuve que tomar el primer tren para Barcelona. Esto me impidió asistir a la Eucaristía. No constituyó un problema porque de regreso por la noche había misa a las ocho, en la que participé muy contento, porque el día me había ido bien y tenía la posibilidad de dar gracias. Pero desgraciadamente el día no acabó bien. A la salida me encontré con un hombre que me debía dinero por un favor importante. Cargado de razón, me pareció oportuno reclamarle la deuda, ya que se lo había dicho muchas veces y nunca le iba bien; siempre tenía excusas para pedirme aplazamientos a su gusto, con perjuicios cada vez más importantes. Se me había acabado la paciencia y le advertí que el asunto no acabaría bien. La respuesta de aquel desagradecido no pudo ser más acertada para conseguir agotarme la poca paciencia que aún me quedaba. "No sé qué os habéis creído, los que habéis hecho los cursillos de cristiandad, que sois los dueños del mundo... No sois más que unos perfectos fariseos." No había terminado aún de hablar que le arreo tal bofetada con la mano izquierda que el hombre fue a parar al suelo cuatro o cinco metros a mi derecha, y las gafas cuatro o cinco más a la izquierda. Tú sabes bien, Señor, que materialmente no he cobrado nunca nada, ni pienso cobrar nada en absoluto por cualquier servicio que preste a cualquier persona, sea quien sea. Yo no había reclamado el coste de un favor personal, sino el importe de un trato convenido. Al día siguiente de aquel incidente, a primera hora de la mañana, corrí a la Iglesia para acudir al confesonario. Pude explicar al sacerdote todo lo que me había ocurrido el día anterior, y al mismo tiempo pedir perdón por el odio que sentí en mi interior. Presté atención a los consejos acertadísimos del sacerdote, el cual, entre otras cosas me dijo: "Tienes que perdonar de dos maneras: La primera, expulsa el rencor que puedes sentir dentro de tu corazón. La otra, perdona la deuda de aquel que te ofendió. Créeme, créeme, sé muy bien lo que digo. El Señor te lo devolverá por otro lado". 73

Prometí al confesor que así lo haría y no se habló más del caso. El hombre del conflicto era un militante de Acción Católica. Cada semana nos encontrábamos en una reunión. No le hacían ninguna gracia los Cursillos de Cristiandad, tal como demostró el día del incidente, antes al contrario. Lo que prometí al confesor lo cumplí, y nadie pudo notar nada de lo que había pasado. Un día, no obstante, se me acercó aquel hermano —y lo digo de corazón— para preguntarme qué día había cursillo. "Tal día" —le respondí. "Pues ya me puedes apuntar." Durante muchos años hicimos reunión de grupo juntos; siempre procuré mostrarme como amigo, aunque no diré que me fuera nada fácil. 11. Contacto con la parroquia Dame prudencia, Señor. Este tema es delicado. No citaré nombres, ni entraré en detalles en todo aquello que no sea demasiado edificante. En el preciso momento en que entendí que yo era Iglesia, me vi obligado a presentarme al señor rector de la parroquia para ofrecerme en todo aquello en que yo pudiese ser útil. Le hice referencia a mi cambio de mentalidad y las ganas que tenía de hacer apostolado, por lo cual me ponía a su disposición. No me respondió nada, ni bien ni mal. No obstante yo continué exponiendo mi plan. "Mire, señor rector, de ahora en adelante, porque lo he prometido a Cristo pienso comulgar cada día, hacer la visita al Santísimo y realizar otros actos piadosos, como son el ofrecimiento de obras, el rezo del rosario, examen de conciencia, etc. El inconveniente tal vez será, pienso, la comunión y la visita, ya que, en la cantera, empezamos a trabajar a las siete de la mañana y no recogemos hasta que está ya oscuro. Por la mañana debería poder venir a la iglesia a las seis, y por la noche tanto podría ser a las ocho como a las nueve." Reacción rápida del señor rector: "¡Qué estás diciendo! A esta hora de la mañana no se levantará ningún sacerdote, y por la noche tengo la iglesia cerrada porque estoy cansado de ladrones. Todo lo que puedo hacer es dejarte hacer la visita pasando por la rectoría; te permitiré bajar por la escalera interior a la capilla del Santísimo. Mira, ven, y te enseñaré el camino." Le seguí. Él ignoraba que aquel camino lo había recorrido mucho antes que lo hiciese él. En la sacristía nos encontrarnos con el vicario. El buen hombre, sorprendido, nos preguntó si ocurría algo. "Nada, mosén, nada" y me puse a contarle todo, que quería comulgar por la mañana y hacer la visita por la noche, pero claro —le dije— a estas horas..." "¿Qué horas son esas?" —reaccionó rápido y sorprendido. "Las seis de la mañana o las nueve de la noche." No lo pensó ni un instante. 74

El vicario accedió sin formular ninguna excusa. "No habrá problema. Ya puedes empezar a venir cuando quieras. A las seis en punto me tendrás en la iglesia y para la noche yo te dejaré la llave." "Gracias, gracias, mosén, se lo agradezco mucho." Y salí de allí muy contento. Al día siguiente por la mañana el hombre ya me esperaba; fue muy puntual. Lo que ocurrió fue que como estábamos en pleno verano, yo iba en camisa y manga corta. Me miró de arriba abajo y me dijo: "¿Es así como irás a comulgar?". Mi respuesta no se hizo esperar: "¿Es que llevo alguna mancha?". "No, pero ¿irías así a ver a Franco?". Sin pensarlo dos veces, le respondí: "No, mosén, no iría". Y él: "¿lo ves, lo ves...?". "Piense, mosén —le dije rematando mi respuesta— que yo con Franco no he tenido nunca ninguna relación, y en cambio con Jesús nos hemos hecho muy amigos." Fin del diálogo: "Bien, entra y comulga como quieras". La parte de la piedad ya se había puesto en marcha. Estaba contento. No lo estaba tanto de la parte apostólica. Encontraba hombres buenos, pero equivocados, gente que vivía con costumbres anacrónicas, nada efectivas. La revolución había empezado. Sólo me entendían los jóvenes de Acción Católica y dos seminaristas. Me presentaba a todas las reuniones, pero no había manera de ordenar un plan apostólico. Siempre me decían lo mismo: "¿Qué es lo que quieres?". "Sólo quiero que me mandéis trabajo" —respondía cada vez. Un buen día el cura me dijo: "Oye, cada tercer domingo de mes hay misa de comunión general y al acabar cantamos el himno de Acción Católica; procura no faltar". "No faltaré" —le respondí. Llegó el tercer domingo de mes. La misa de comunión general era a las nueve de la mañana. De las personas de las reuniones sólo estaba Miguel Salomó. De aquellos otros que me decían que eran colaboradores de la parroquia no vi a ni uno. Tan pronto como terminó la misa, Miguel me dijo: "¿Tenemos que cantar?". "Por supuesto" —respondí aceptando. Y sin reparar que sólo éramos dos los dispuestos a cantar y sin ningún prejuicio arrancamos con aquel ardoroso "Juventudes católicas de España..., etc." Aquello fue un espectáculo. La gente se quedaba pero no reía por educación. Me imagino, Señor, que ni Tú debías estar muy contento de aquel momento. La cosa tenía su paradoja. Hay que analizarlo bien: Miguel gozaba de una fama bien ganada de ser uno de los mejores jóvenes del pueblo. En cambio, a Pío de la Fitona, que por aquel nombre se me conocía y se me conoce aún en todo el pueblo, hacía mucho tiempo que nadie le había visto por la iglesia; la fama que me había ganado era totalmente opuesta a la de Miguel. Por fuerza aquella imagen, juntos y cantando el 75

himno, había de sorprender a la gente. De pronto, no obstante, me di cuenta de que yo me había convertido en el punto de mira de todo el pueblo. Debía vigilar. Suerte tuve de los consejos de mi madre y del director espiritual. Para la gente del pueblo constituí todo un acontecimiento. Era un converso. Todos deseaban hablar conmigo. Hacían preguntas para todos los gustos. Bien intencionadas, maliciosas, de mal gusto, bien educadas... Menos mal que en el cursillo ya me advirtieron de lo que me ocurriría. También me habían avisado de que no me preocupara, porque el Espíritu Santo ya se cuidaría de poner palabras de eficacia en mi boca. Gracias, Señor, porque no permitiste que callara por nadie. De todo este mundo de vivencias se podría escribir un libro. Sólo contaré una. Era un domingo por la mañana y nos encontrábamos en medio del Paseo. Un grupo de hombres mayores empezaron a hacerme preguntas que me interesaban y gustaban mucho. Lo pasaba bien. Hasta que uno, bastante mayor que yo, haciéndose el entendido se manifestó diciendo: "Permitidme que le haga una pregunta. Ya verás cómo calla. Escucha, Pío ¿quieres decirme a dónde irán a la hora de la muerte los mahometanos, los budistas, los protestantes, en fin todos los de las demás religiones? A ver si eres capaz de contestarme esto." "Yo sí que lo sé" —le respondí, pero él reaccionó con una risotada sarcástica de mal gusto. La expectación era mucha, por descontado. Todos esperaban mi respuesta. Estimé oportuno y necesario hacerle esta consideración: "Oye, antes que nada, no te olvides de que aquí somos todos gente de Centellas, y que nos conocemos muy bien los unos a los otros. Porque tú y yo somos vecinos y nos vemos cada día. Tú sabes lo que yo hago, y yo sé lo que tú haces, más o menos. Pues la respuesta es que todas estas personas de religiones que has nombrado, tenemos que creer que, si cumplen lo que su religión les manda, todas se salvarán, no lo dudes. Tu eres católico ¿verdad?" El hombre respondió que sí. "Pues con la vida que llevas el que no se salvará serás tú. A la vista de todos me has hecho la pregunta, a la vista de todos te la respondo, y si no es verdad defiéndete." Para terminar le dije: "Y ahora no te olvides; si a mí no has podido ponerme en ridículo, piensa que mucho menos engañarás a Dios." Dio media vuelta, y creo que aún anda. La conversación con el resto de las personas duró un buen rato más. Aquel día hice comer muy tarde a la familia.

76

12. Un nuevo horizonte: los enfermos Ahora me referiré a un buen amigo que ya está en la casa del Padre, y de este sí que daré el nombre, porque era ni más ni menos que el sastre Jaime Franquesa, un hombre que de tan santo no creo poder encontrarlo ni en el mismo cielo. Lo tendrán posiblemente en un lugar de preferencia, al cual me imagino que yo no podré entrar nunca. El apóstol Franquesa un día me dijo: "Sé que ya no vas a la escuela de profesores de Cursillos." "No, no voy" —le respondí. "Supongo lo que te pasa, pero no te preocupes, ya tengo un lugar apropiado para ti. ¿Por qué no vienes a la Hospitalidad de Lourdes con los enfermos?" Yo intenté eludir la propuesta, alegando que soy aprensivo, un poco cobarde ante el enfermo. Pero Él insistió: "No digas esto. Verás, haremos una prueba. Escucha. Ahora, muy pronto, iremos a Lourdes con los enfermos, tú ven. Te digo una cosa: cuando hayas conducido un carrito llevando un enfermo y veas cómo te sonríe dándote las gracias, ya estás listo. No lo dejarás nunca más". Dicho y hecho. Quedé bien convencido en la Hospitalidad, hasta el punto de que el consiliario me hizo responsable de todos los camilleros de la diócesis. Ocho años muy buenos. A los enfermos no los he dejado nunca más, pero la Hospitalidad, como responsable, sí. Creo, Señor, que he ido siguiendo continuamente tus pasos. Siempre que he tenido una duda, he consultado. Mas ¿cuál fue la causa? ¿Por qué se produjo aquel cambio? Lo explico, Señor, Tú ya lo sabes. 13. La escuela de cursillos de Girona El negocio en casa iba creciendo paralelamente a las ansias apostólicas, aun cuando cada cosa sea cada cosa. Pero son dos asuntos llevados por una misma persona que, junto con el ofrecimiento de obras de la mañana y la Eucaristía, forman el ideal ya mencionado más de una vez. He dicho que el negocio crecía, y esto implicaba que saliesen unas furgonetas con el nombre de "Pío", las cuales recorrían y siguen recorriendo Cataluña. Uno de los lugares que más recorren es la provincia de Girona. Los conductores de las furgonetas con frecuencia me decían que habían hablado con personas que les habían dado recuerdos para mí y que se interesaban por si yo era el Pío de los Cursillos. "Cuando les decíamos que sí, explicaban los conductores de las furgonetas, se alegraban y nos recomendaban que no nos olvidásemos de decírtelo." Un día se lo conté al mosén que me dirige espiritualmente y me preguntó: "¿Te gustaría ir a la 77

escuela de Girona?" "Claro que sí" —fue mi respuesta. "Pues entérate, y dime lo que quieres que haga." Me informé. Aquella escuela no había entrado en crisis como la nuestra de Vic. Me dirigí en seguida a mi director espiritual para que hiciese todo lo que pudiese para que me admitiesen; estaba ilusionado. Me comunicó que ya me contestaría, porque él era amigo del señor Obispo, Monseñor Camprodón, procedente de nuestra diócesis. No transcurrieron ni ocho días, cuando recibo una tarjeta del señor Obispo, en la cual, entre otras cosas, me decía: "Te esperamos". Solamente Tú, Señor, sabes que ni el acierto de las más cuantiosas quinielas me habría hecho tan feliz. Tanto fue así que dejé el trabajo para ponerme inmediatamente en camino. Era sábado, subí al coche y ¡para Girona! Sabía que debía ir a Casa Carles, local de los cursillistas. Allí encontraría a mosén Moisés, consiliario. Me presenté, pero ya vi que estaba al corriente de todo. Me anunció que aquel mismo día había clase. Emprendí de inmediato el camino de regreso a casa, para explicarlo todo a Nati. Antes de marcharme había dicho a los de Girona: "Por la noche me tendréis aquí." Esta bromita duró veintidós años. ¡Qué suerte tan grande, Señor! ¡Qué bien lo pasamos, mi esposa y yo! ¡Cuántos amigos, cuántos planes apostólicos, cuántos kilómetros recocidos! Fuimos, sin damos cuenta, la admiración de muchos. Pero no fue un sacrificio sino sólo un continuo gozo. 14. Regreso a la cantera Demos un vistazo a la empresa. A la cantera de siempre, tal como ya dije cuando adquirí el compresor, o sea, aquel histórico compresor. Los tiempos eran buenos. Había mucho trabajo, ganas y necesidad tampoco faltaban. Era la época dorada, en nuestra diócesis, de los famosos Cursillos de Cristiandad. Con frecuencia me llamaban y nunca pude decir que no. Estas circunstancias casi obligaban a hacer horas extras en la oración. Ya teníamos un chico en el despacho. Podría contar una vivencia bien curiosa de aquel chico, pero me limitaré a explicar solamente la pacte buena. Era muy trabajador y me quería. Todo lo hacía con ilusión. Un día me preguntó si quería un estado de cuentas bien actualizado. Accedí a su deseo, y según su informe, la empresa disponía en aquel momento de un millón doscientas mil pesetas, sin que se debiera nada a nadie. Reaccioné sorprendido: "¡Qué me dices!". Tras asegurarme que aquello era real, el hombre prosiguió presentándome un estudio que había hecho referente a una posible expansión de la empresa, de acuerdo con la pretensión que yo había 78

manifestado en diferentes ocasiones. Según su proyecto, existía la posibilidad de iniciar la construcción del taller que yo tanto ansiaba. Un taller perfectamente mecanizado. Con el dinero disponible se podía financiar el 20% de las obras y el 20% de las tres máquinas principales. "¿Qué le parece?" —me preguntó el chico. "¿Qué me parece? Pues ya lo verás. Vete, corre y cámbiate de americana y vámonos en seguida a Barcelona. Hay que aprovechar la Feria de Muestras, que estos días expone material como el que necesitamos. Ha sido una suerte que se produjera todo en este momento." Aquella misma tarde dejamos listo el contrato para la compra de la primera máquina. Sin perder tiempo, encargamos los planos de la fábrica e inmediatamente las obras y la adquisición de las otras máquinas más necesarias. En fin, no faltó ningún detalle. En menos de un año todo estuvo a punto para empezar a trabajar. ¿Para trabajar, he dicho? Y el trabajo ¿dónde estaba? Presencié un milagro, pero a la inversa. Pronto nos encontramos sin un solo pedido. De los clientes habituales no compareció ninguno. No podía entenderlo. ¿Eran celos? O bien ¿dábamos la impresión de fabricar otro tipo de producto? El caso es que la cosa se puso en situación de desespero. Pero no me acobardé. Todo lo tenía a punto para multiplicar mis oraciones. Recalco lo de mis oraciones, porque en aquella situación no podía decir que participara nadie más en mis oraciones. No hubiese sido prudente crear un clima de preocupación. El problema era mío, exclusivamente mía la responsabilidad. Todo debía recaer sobre mis espaldas. El contable había dicho que disponíamos del 20%, pero el 80% restante ¿dónde estaba? De entrada, todo esto estaba escrito en unas letras de cambio, las había firmado hasta el punto de dolerme el brazo de tanto escribir mi nombre y apellido. Al mal tiempo, buena cara. Es una expresión muy cristiana. No quiere decir que uno sea un fresco, sino lo que el Señor dice de que "cuando ayunéis no vayáis por las calles y las plazas poniendo mala cara". Al contrario, que no se os note que las pasáis moradas. Me esforcé por comportarme así, al mismo tiempo que multiplicaba la oración. Se lo explicaba todo al Señor. ¡Como si Él no lo supiera!" ¿No ves que ya son siete los hijos? ¿No te das cuenta de todo aquel papel firmado? ¿No piensas que debo atender a los colegios de toda esta tropa que tengo en casa? O ¿no te das cuenta del pan de todos nuestros trabajadores?" Un día escuché una voz en forma de trabajo que decía: "Pío, ya lo he oído todo". Se habían presentado en casa unos señores de una empresa muy importante de Madrid con los planos del Parador Nacional de Vic. Les interesaba que les diera el precio y fecha de entrega del producto, con la 79

advertencia de que había de realizarse en el plazo de dos años o menos, ya que, en caso contrario, sería perder el tiempo. "No se preocupen, señores; les atenderé tan bien como pueda." No hace falta decir que lo primero que hice fue dar gracias a Dios y pedirle que me diera inteligencia para llevar a término aquella propuesta. Con el contable nos dedicarnos a estudiar la obra y hacer un análisis del ambiente de nuestro entorno, que quería decir conocer dónde teníamos la competencia. El día convenido les llevé todos los presupuestos. Dieron una ojeada a los papeles y la primera reacción fue decirme que yo no haría aquella obra, porque la encontraban muy cara. Me pidieron que hiciese otro estudio, ya que aquel era imposible aceptarlo. "Señores míos, les contesté, piensen que lo siento mucho, pero no haré ningún estudio más. ¿Dejémoslo?" "Pues dejémoslo", me contestaron. Yo sabía cómo estaba el patio. En la zona no había ningún cantero mecanizado. Ni tampoco había muchos. Pasaron los días y me enteré de que la empresa constructora había conseguido crear una especie de colectivo constituido por todos los canteros de la plana de Vic. No me preocupó la noticia en absoluto. Era bien consciente del precio ofrecido y del plazo de entrega de la piedra. Difícilmente podrían cumplir. Transcurrieron unos días más. No me había equivocado. Volvieron a llamarme. Intentaron dos o tres nuevas picardías para hacerme rebajar el precio. Pero me mantuve firme. Total: me adjudicaron la obra. Firmo todos los pactos y el taller se puso inmediatamente en marcha. En lo que tenía más dudas era en el plazo de entrega. No tenía experiencia en el rendimiento de las máquinas. Conseguí experiencia, sí, pero contradiciendo mis preocupaciones. Yo me había comprometido a entregar la obra en el plazo de dos años, y en cambio, pudimos entregar toda la piedra en ocho meses. Por suerte, me hicieron efectivas todas las facturas nada más acabar, o sea, a los ocho meses, pues si se hubiesen empeñado en hacer la liquidación total a los dos años, como se había pactado, me habría ido muy mal. Aquella primera obra estrenando fábrica fue un don de Dios. Sí, hubo muchas personas de la competencia que gozaban haciendo manifestaciones despectivas. "Está hundido; se lo ha jugado todo a una carta. Dejará hasta los huesos." Yo, con más lógica que ellos, podía presumir pensando que Dios no me abandonaría nunca; siempre lo tuve en medio de la obra. También me daba 80

cuenta de lo que pasaba, pero yo hablaba de ello con mi Dueño, poique tengo plena conciencia de que no soy más que su administrador. Sé bien lo que es la fe. Sé que si te fías del Señor, sin duda, la cosa no fallará. No ignoro que la cosa hubiera podido salir de otro modo. Reconozco que el Señor tiene más soluciones de las que puedes imaginar. El resultado está a la vista; siempre ha habido ciegos con ojos y sordos con orejas. 15. El gozo de abastecer de trabajo a los que lo necesitan Después de aquel trabajo providencial vino otro aún más importante. Poco a poco la empresa iba creciendo. De los cinco o seis hombres del principio pasamos a una nómina de cuarenta y siete. Así que podía admitir a otra persona en la empresa, la satisfacción que sentía era tan grande que no sabría con qué compararlo. Por ejemplo, aquel día que te presentaste en mi casa, vestido de fraile y que por compañía llevabas un matrimonio con seis o siete hijos... Recuerdo que era un domingo por la noche y hacía un frío que helaba el alma. Me dijiste: "¿Dónde la pondríamos a toda esta gente? Son canteros. Han venido de Andalucía y no tengo dónde ponerlos, Pío". "Padre Lluís —contesté-en casa no caben." "Piensa, piensa, hombre. No pueden quedarse en la calle" —insistió el fraile. En mi interior exclamé: "Señor, ayúdanos". Me puse en acción. Recordaba que al lado de mi casa tenía un amigo, propietario de una casa en nuestra misma calle, por cierto deshabitada en aquellos días. Me presento, y sin muchos rodeos, le explico la situación y le pregunto: "Pepito, ¿puedes alquilamos la casa que tienes cerrada?". El chico contestó con normalidad: "Hombre, ¿tú respondes de ello?". "Totalmente" —le dije. "Pues ya podéis entrar —concluyó. Aquí tienes las llaves." No había transcurrido una hora y ya estaban todos alojados. Salieron muebles de todas partes. Al día siguiente, el padre y dos de los hijos, ya empezaron a trabajar en la cantera. De esto ya hace muchos años. Tanto es así que el padre ya está jubilado, y uno de los hijos aún trabaja allí, junto con dos hijos suyos. Es decir, en casa trabaja, en la actualidad, la tercera generación de aquella familia. Señor, te quedaste como cuando prometiste que pagarías el ciento por uno. ¡Cómo se iba ganando la vida aquella familia! ¡Qué rendimiento tan grande han dado y siguen dando todos ellos! 81

Ahora, ¿qué te parece, Señor, si explico aquella otra vivencia de la madre de Francisco Ramal, cuando se presentó en casa con el muchacho? Esta señora era madre de siete u ocho hijos. Son andaluces. Ella y Francisco fueron los últimos en llegar. Dos de los hermanos ya hacía tiempo que trabajaban de peones con nosotros. La buena mujer deseaba que admitiéramos a este otro hijo, para que hiciese de peón como los demás hermanos. Mi respuesta fue negativa. "No, señora, no, de peón no. ¿Cuántos años tiene el niño?". Me respondió: "Quince". En aquella época era la edad de empezar a trabajar. "Señora, si quiere que me quede al chico, tendrá que ser con la condición de enseñarle el oficio." La mujer ponía inconvenientes alegando que cobraría poco. Le hice ver el error, diciéndole que antes del año ganaría más que sus hermanos. "Me fío de usted. Haga lo que quiera" —resolvió la mujer. A Francisco aún le llamarnos "el nene". Hace treinta y seis años que está en casa. Su hijo, al que llamarnos Quico, es el encargado del taller. No existe un hombre más competente. Así podríamos continuar recordándolos a todos. Pero no de todos podríamos decir lo mismo. Disgustos no han faltado. También los hubo desagradecidos. Falta de tacto por mi parte, también. ¡Hay que ver las cosas que me han pasado! 16. Cualquier cosa te sirve ¡Qué, Señor! ¿Qué te parece si aparcamos un poco la empresa y comentarnos un par de hermosas anécdotas, en que me utilizaste como instrumento? Un día me dirigí a Cardedeu con el propósito de cobrar una factura. Después de preguntar por la dirección, conseguí encontrar la casa donde debían pagármela. Tan pronto como entré en la casa, presencié un espectáculo deprimente: dos señoras, madre e hija, lloraban a lágrima viva. "Pues ¿qué ocurre?" —pregunté sorprendido. "Mire, señor, no haga caso —me dijeron sollozando—, acabamos de colgar el teléfono; hemos hablado con el hijo que tenemos en Canarias, donde cumple el servicio militar. Nos ha comunicado una mala noticia. Está enfermo, sufre del corazón, sé que tiene algo que se llama soplo. Si no se cansa no le ocurre nada, pero cansado se cae como muerto. Actualmente está internado en el hospital, ya recuperado, pero su destino es El Aaiun. La noticia que hemos recibido es que, dentro de dos o tres días, lo trasladarán, de nuevo, allí. Volverá a ocurrir lo mismo, y 82

entonces otra vez al hospital, a Canarias. Además usted ya sabe el jaleo que existe ahora en aquellas tierras." Efectivamente eran los días de la famosa marcha verde, cuando España perdió aquellos territorios. Me quedé un momento pensativo. Fue cuando te pregunté: "¿Qué debemos hacer, Señor?". Lo tuve claro en seguida. En aquella época ayudaba a dar cursillos a los militares, porque un día me lo pidieron. Como el trato contigo era no decir nunca no, allí estaba. A los cursillos, los militares los llamaban acampadas. Consolé a aquellas buenas mujeres y les animé diciéndoles que haríamos algo. "¿Ustedes tienen fe?", les pregunté. "No somos santas, pero sí creemos" —me dijeron por respuesta. "Pues miren, recen mucho; yo también lo haré. Al mismo tiempo usaré la amistad que tengo con algún militar. Bien pronto tendremos noticias." Sin perder tiempo, telefoneé al comandante que me había invitado a participar en las acampadas. Su respuesta inmediata fue ésta: "En el ejército hay justicia, no sufras. Además la naturaleza es muy sabia. Verás como todo se resuelve sin necesidad de hacer nada". Protesté: "No, no, de ningún modo. Lo que predicamos en las acampadas no es esto; o hacemos algo o no voy más". Aquellas dos señoras no lloraban porque sí. Les había pedido que llorasen con fe. Les había dicho que bien pronto tendríamos noticias. "Esto que me dices también podría habérselo dicho yo. Yo no te obligo a la solución, pero sí a hacer lo que esté en nuestra mano." El hombre cambió de idea y, al fin, me dijo: "¿Sabes, Pío? Tienes razón. Toma nota de lo que tienes que hacer. Di a estas señoras que escriban inmediatamente y manden una carta de puño y letra de la madre al ministro del Ejército. Por favor, que sea el corazón de la madre el que escriba. Nada de abogados ni de gente entendida. Yo por mi parte haré otra cosa". La otra cosa que hizo fue telefonear a un colega, amigo suyo, de las Canarias. A aquel comandante del hospital de las Islas le llamaban el "Santo", por lo buena persona que era. Rápido volví de nuevo a Cardedeu a explicar todo lo que había hecho y lo que debía hacer la madre. Señor, no creo que hubieran transcurrido ni diez días de aquel encuentro, cuando te presentaste en mi casa. Fueron la madre y el hijo los que tenía delante de mí, mostrándome la licencia definitiva del chico por causa de larga enfermedad. 83

¡Todo el dinero del mundo no sería capaz de pagar estas alegrías! Yo no sé, Señor, por qué me utilizas como instrumento. Verdaderamente cualquier cosa te sirve. En otra ocasión mi amigo, Miguel Salomó, vino a verme para decirme: "Pío, debemos ayudar a una buena mujer que está pasando una pena muy grande". Con Miguel hacíamos reunión de grupo cada semana. Estas reuniones son para llevar a término planes apostólicos. Esta vez fue esto. La preocupación de una madre que se convertirá en la preocupación de Miguel, y, por esta regla de tres, nunca mejor dicho, también en la mía. A la buena mujer, se le fugó de casa el único hijo. Era viuda y no sabía a quién acudir. Pero, pensando, le vino a la mente Miguel. ¿Por qué Miguel? Pues, Miguel iba a misa cada día, tenía fama bien merecida de ser un apóstol. Irse de casa un hijo es grave. Pero lo triste del caso es que se había ido con una mujer mayor que él, de mala fama. Había retirado todos los ahorros que tenía y se había instalado en una pensión. Nuestra reacción fue: primeramente rezar. Y sin perder tiempo, ir a encontrarlo. Dicho y hecho. Nos cercioramos de dónde podríamos encontrarle. A las ocho de la mañana desayunaba solo en un bar. Por la hora, sólo a mí me iba bien. "Bien, pues iré yo." Sostenido por la oración que habíamos hecho los dos y la que continuaba haciendo aún en aquellos momentos Miguel, me dejé caer en aquel bar. Poniendo la mano en el hombro de aquel chico le di los buenos días. Empezamos a hablar de fútbol, coincidía que él jugaba en el equipo juvenil y yo era presidente del club. De comienzo evité hablar de la vida que llevaba. Ni de la preocupación de su madre. Recuerdo bien que hablamos del servicio militar, lo cual le preocupaba. Le propuse que se hiciera voluntario, a fin de que pudiera escoger el arma y el lugar, y me preguntó si yo podría hacer alguna cosa para conseguirlo. "Pues sí, ya conoces a mis hijos; todos lo han hecho así para preservar sus estudios." El chico se animó. "Me gustaría quedarme en Barcelona. El arma me sería indiferente. Con tal de no tener que irme lejos." Sin perder tiempo, se alistó. Yo tenía en la mano la amistad de los militares del Gobierno y de Capitanía General, por el hecho de ser colaborador castrense. De ahí vino la solución que se pretendía. Se consiguió colocar al chico alejado de aquella mujer que tanto daño le hacía. Pero esto no fue todo. Un día de aquellos tuve la ocasión de preguntarle: "¿Sabes, Perico? Muy pronto habrá acampada de cristiandad. ¿No te gustaría asistir? Yo también estaré." La respuesta fue afirmativa: "Ya me puedes apuntar." ¡Qué alegría más grande poder estar tres días juntos! 84

¡Cómo seguía las charlas! ¡Cómo participaba! ¡Cómo cambiaba su rostro! Una vez terminado el cursillo me acerqué a él para hacerle este comentario: "Me imagino que te habrán satisfecho estos tres días; te veo muy feliz. No te habrá costado entenderlo." Su opinión se pudo considerar determinante: "Mira, Pío, a mí sólo me faltaba que alguien algún día me pusiera la mano en la espalda". Yo no cabía en mí de tanta alegría. ¡Qué gozo, qué satisfacción tan grande poder escuchar lo de la mano en la espalda! ¿Cuántas personas debe haber por el mundo a las cuales sólo les falta que alguien les ponga la mano en la espalda? 17. Aumenta mi fe Una vez, nuestro escribiente estaba muy preocupado porque se acercaba un próximo pago, de un importe nada despreciable, ochocientas mil pesetas, que ni él ni yo, sabíamos de dónde sacarlas. "No te preocupes —le dije— Dios no nos dejará." "Pero, señor Pío, —insistió el chico— lo tenemos muy mal, para obtener un préstamo en esta circunstancia." "Saldremos adelante, el Señor nunca nos ha dejado solos." "Suyo es el problema." "Ten fe." Al chico se le escapó una sonrisa irónica. Si lo que hiciste, Señor, no se pudiera comprobar, no lo escribiría. Como tengo testigos, por eso me permito confesarlo. Porque el mérito fue exclusivamente tuyo. Cuando faltaban muy pocas horas para ir a retirar la letra al banco, mientras nos encontrábamos solos en el despacho el contable y yo, se nos presentó un amigo, un hombre de mucha solvencia económica, que por el hecho, se vio que me apreciaba mucho y que al mismo tiempo se fiaba totalmente de mí. Sin muchos preámbulos me dijo: "Pío, acabo de cobrar unas pesetas de un solar que he vendido. Las quería llevar al banco, pero he pensado que tal vez a Pío le podrían venir bien. Creciendo como crece, nunca suele haber bastante dinero". "Hombre —le añadí yo—, sí, son muchas pesetas... Es verdad, nunca hay bastante. Ahora mismo hemos puesto una máquina nueva y, bien, la tenemos que pagar." "Mira, pues, —me aclaró— ¿Ves el talón? Es de ochocientas mil pesetas." "¿Te parece bien?" "Si lo ves así, yo también. Te agradezco mucho que te hayas acordado de mí." Al escribiente, que hacía años le invitaba a hacer cursillos de Cristiandad, insistiéndole, como si se tratase de un pobre que pide caridad o limosna, no tuve necesidad de invitarlo más. Él solito se apuntó. 85

18. La amargura del fracaso Ahora creo que es necesario reemprender el relato y continuar en el punto donde explico el fracaso que se produjo a causa del cambio de época. La empresa descendía en picado. No sólo no se trabajaba en el taller, sino que también iba mal el despacho. Yo no sabía por dónde andaba. Perdí, como se dice, el oremos. Tanto fue así, que llegó un momento en que todo me daba igual. Repartía todo lo que teníamos a los que me parecía que eran menos culpables. Entre éstos no faltaron desengaños, cuando advirtieron el desbarajuste de la empresa. Alguno estaba mil veces mejor preparado que yo. Aquello parecía el 18 de julio de 1936. Mi oración, Tú ya lo sabes Señor, era la de repetirte que no permitieses que, por mi culpa, nadie tuviese que pasar hambre. Te pedía serenidad y que en mí no entrara odio, con la convicción de que aceptaría tu voluntad. ¿Dónde estaban los hijos? Todos, todos, se encontraban en su respectivo y correspondiente sitio. Hice la llamada y no me falló ni uno. Dos de los hijos ya habían empezado a trabajar en la empresa. Confiados en el padre, porque todo lo llevaba yo, no eran conscientes del desastre. Iniciada la reunión, poco tiempo bastó para estar todos al corriente de la caída. La primera gran alegría se presentó cuando el quinto hijo de nuestro matrimonio, al cual sólo le faltaban un par de años para terminar la carrera de medicina, mientras estaba sentado a la mesa, como todos, sin haber pronunciado palabra alguna, de pronto se decidió a preguntar: "¿Me permitís que explique cuál es mi plan?". "No faltaría más, chico" —le respondimos. "Pues pediré una excedencia en la Universidad, para uno o dos años, hasta el momento en que nuestros padres vuelvan a estar bien situados." Todos se oponían, alegando que llevaba la carrera muy bien y de ninguna manera debía interrumpirla. Mas él se reafirmó con más vehemencia: "Pues sí, sí, sí. Mañana mismo empezaré a trabajar. Bajaré al taller a poner orden". El cuarto hijo se comprometió a tomar cartas en el despacho, porque creía que su lugar en la empresa consistía en el control de toda la actividad. El hijo sexto prometió que se prepararía para ser un buen técnico. Mi esposa exclamó. "¡A mí nadie me apartará del despacho, ni el mismo diablo!" "Pues yo, hijos —decidí—, seré el relaciones públicas. Me comprometo a visitar, uno por uno, a todos nuestros proveedores, a los que les 86

explicaré todo. Todo querrá decir todo lo que nos ha pasado y el plan que hemos trazado para poder cumplir con todos." Aquellas visitas eran un placer. ¡Cómo me creía la gente! No sólo me atendían bien, sino que, incluso, me ofrecían dinero para salir adelante. Me pedían en todas partes que, por el amor de Dios, no pasásemos ninguna pena. El plan en cuanto a los proveedores, se cumplió, si no con la exactitud prometida, sí sin que nadie quedase desatendido, antes bien al contrario; porque, por lo dicho por muchos, no se creían que hubiésemos podido cumplir tan bien. A los proveedores ya los teníamos contentos. Pero ¿y los bancos y los señores de Hacienda? Éstos ya eran otro cantar. Necesitábamos, ya, siete u ocho millones para hacer frente a los compromisos más inminentes. Trabajábamos con siete bancos diferentes. Todos con pólizas de crédito. Estábamos cerca de la bancarrota. Un solo fallo en cualquiera de los bancos y todo se venía abajo como un castillo de naipes. En aquellos momentos necesitábamos amigos. ¿Dónde estaban? Ahora lo veremos. No citaré ningún nombre. Fui a visitar a tres. Todos respondieron positivamente, de una forma u otra. Su ayuda fue inmensa, justo lo necesario. Los bancos no se enteraron de nada, hasta después de cierto tiempo, cuando les reclamamos las pólizas de crédito. Entonces sí se lo conté todo. Se hacían cruces. No pude sonsacar de ningún director qué hubiera ocurrido si hubiésemos cometido un fallo un poco importante. Tampoco hizo falta. Ya lo sabía muy bien yo. Acabo de decir que acudí a tres amigos. No es del todo cierto. Fueron cuatro. Sólo que el que hacía cuatro, en vez de ir yo a verlo, vino él a verme a mí. De éste sí que diré el nombre. Era el que he citado en alguna otra ocasión. Ni más ni menos que Miguel Salomó. Con Miguel nos encontrábamos cada mañana, a la misma hora, comulgando. Al salir de la Iglesia, charlábamos un poco sobre algún plan apostólico, y si se conocía algún chiste u ocurrencia nuevos, armábamos nuestra pequeña bulla, y cada uno a su trabajo. En uno de aquellos días me preguntó: "Pío ¿tienes prisa? Te veo triste. ¿Te ocurre algo?". Yo, procurando disimular, le dije que no, que no pasaba nada. Pero él insistió: "No me lo creo. ¿Somos amigos o no lo somos?". Le confirmé que sí, que éramos amigos. "Pues explicarme, ¿qué pasa?" Le detallé toda mi situación. La primera reacción de Miguel: "¿Necesitas dinero?". Le dije que no, que se lo agradecía mucho, porque creía que con el que me habían prestado, ya saldríamos adelante. 87

Segunda proposición de Miguel: "Mira, Pío, con Dolors tenemos dos millones y medio en la Caja de Ahorros de Manlleu, que no necesitamos. Ahora mismo ven a casa y vamos a sacarlos". Yo insistí diciéndole que, de momento, no los necesitaba, pero que lo comentaría con Nati y los hijos. "De todos modos, gracias, ya te diremos algo. "Me pareció bien manifestárselo y nos despedirnos. Y él: "por la noche nos veremos". Cualquier persona que nos hubiese conocido bien a los dos, es probable que se hubiese preguntado: "Y Pío, ¿por qué no le pide nada a Miguel?". Lo diré muy sinceramente. Éramos tan amigos que pensaba que si le hubiese pedido algo y él no hubiese estado en condiciones de complacerme, le hubiera hecho sufrir mucho y, si pudiendo, no lo hubiese hecho lo cual hubiese podido suceder, bien por falta de voluntad, o por impedimento de su esposa, se habría quedado intranquilo. Después me di cuenta de que me había equivocado de medio a medio. Cuando por la noche llegué a casa, me esperaban allí Miguel y Dolors. Llevaban en la mano la cartilla de la Caja de Ahorros de Manlleu con los dos millones y medio. Dolors lloraba amargamente porque no se los queríamos aceptar, pero los tranquilizamos, asegurándoles que, si los necesitábamos más adelante, ya sabíamos a dónde recurrir. De este hecho tan extraordinario, se pueden sacar muchas conclusiones. La primera lección me la aplico a mí mismo. Vivía demasiado tranquilo. Me creía un hombre que había hecho las cosas bien hechas y que me podía dormir en los laureles. Aprendí que, en todas las facetas de la vida, hay que luchar hasta el último momento. Las cosas bien hechas del todo no se hacen nunca. Tuve tiempo de pensar y de darme cuenta de que me encontraba lejos de como las cosas debían conducirse. Una segunda lección la recibieron mis hijos. Una vez las aguas volvieron a su cauce, no tuvieron inconveniente en reconocer que habían creído ser hijos de una casa rica y que ahora conocían mejor el valor de las cosas. Y la lección de las lecciones se la llevaron los tres anteriormente citados: todos sufrieron, pero para ellos, que tomaron directamente cartas en el asunto fue algo descomunal. El futuro médico renunció todo un año a sus estudios a fin de poner orden en el taller. Tuvo cuidado en seleccionar al personal, lo que costó sangre y fuego. No dejamos de ser cristianos, pero fuimos estrictamente justos a la hora de cumplir la ordenación laboral vigente. En caso contrario todos a la miseria. Lo del ciento por uno en este caso fue del mil por uno. Nadie te gana en generosidad, Señor. Este 88

quinto hijo, habiendo transcurrido un año, se presentó a los exámenes del MIR y obtuvo el número 1 entre 20.500 estudiantes que se habían presentado a la misma convocatoria. Si alguien lee este caso y tiene dudas puede venir a nuestra casa. Todavía, gracias a Dios, vivimos todos para poderlo contar. El cuarto hijo, desde aquel momento es el gerente de la empresa. No se quedó corto en méritos. Sólo contaré dos o tres cosas. La primera es que los trabajadores lo quieren mucho. No permiten que nadie hable mal de él. Y él no permite que nadie deje de ganarse la vida. Cuando se produjo la descomposición de la plantilla, en la empresa trabajaban cuarenta y siete personas. Hoy no es tan numerosa (a causa de la nueva organización), pero por otros caminos, más de cien familias se ganan la vida. El prestigio que se había conseguido era bueno, pero ahora se ha multiplicado por no sé qué porcentaje. De mi sexto hijo no se pueden decir tantas cosas, porque es el más joven. Pero sí diré algunas y buenas, no faltaría más. El desastre le hizo responsable. Ya dijimos que tomó la decisión de estudiar para hacerse técnico. Consiguió hacer los estudios de decoración y práctica sobre muebles. Podríamos afirmar que la necesidad le hizo correr. Todos están contentos y satisfechos con él. Como es el Relaciones Públicas el teléfono no descansa. "¿Y el técnico...?" A pesas de la alegría y satisfacción que a lo largo de los años nos proporcionó la familia, no quisiera que nadie pudiera imaginarse que en casa tenemos la suerte de zafarnos de la miseria que invade la sociedad en las actuales circunstancias. Es del conocimiento público que, desde que se implantó el divorcio en nuestro país, junto con el menosprecio propiciado por todas partes contra la Iglesia, por el hecho de haber predicado, según dicen, en exceso, la moral exigida del sexto mandamiento, muchísimas familias han salido perjudicadas y nosotros no hemos sido una excepción. Tenemos dos hijos con el matrimonio roto: una chica y un chico. No quiero entrar en averiguaciones para culpar al uno o al otro. Tenernos suficiente con saber que todo ha sido fruto del desamor. A nosotros, en las actuales circunstancias, sólo nos queda hacer una cosa: pedir a Dios fuerzas suficientes para ser capaces de sustituir con nuestro afecto la falta de amor que se ha producido en las familias de estos dos hijos nuestros. Es por ello que, cuando aludo a los dos hijos, me refiero ciertamente a los dos esposos: marido y esposa, esposa y marido, respectivamente. Tan pronto se unieron en matrimonio, ambos se convirtieron pronto en hijos nuestros y 89

esta consideración ha permanecido siempre. La derrota, por dolorosa que sea, nunca puede conducirnos al desamor, cueste lo que cueste. Si un día Dios hiciese que se arreglasen las cosas, tanto un hijo como el otro pueden estar seguros de que nos encontrarían en el lugar de siempre, ya que nunca les hemos abandonado; todo lo hemos perdonado. Sufrir es de cristianos, lo mismo que amar. He dicho y repetido en muchas ocasiones que este mundo, tanto si nos gusta como si no, es un valle de lágrimas. Por esto vino el Señor. La lástima es que, ante la tristeza y el sufrimiento, a muchos les falte el pañuelo de Cristo para secarlos. 19. Cursillos de Cristiandad No es cristiana la competencia entre apóstoles. No son cristianas las capillitas. No olvidaré nunca una afirmación de nuestro Obispo emérito, el Doctor Masnou, en una asamblea de Acción Católica. El señor Obispo nos dijo: "No creáis que, cuando los futuros apóstoles os peleáis entre vosotros, allí está el Espíritu de Dios. Allí sólo puede estar el espíritu del diablo". Esta es una razón poderosa pasa poner en ridículo a toda persona de Iglesia que crea que su asociación o grupo es el mejor, hasta llegar a riñas. Con ello demuestra que no sabe nada del Evangelio. ¿Cómo podría ser así, si Jesús nos dice que debemos amar a nuestros enemigos? Creo que queda claro. Si todos somos de la misma Iglesia, debernos vivir la pluralidad en un solo amor. Todos los caminos conducen a Roma, si comprendemos que Roma es la casa del Padre. Digo todo esto a propósito de las relaciones entre la Acción Católica que vivían el catolicismo con todas sus consecuencias. Los cursillos adquirieron pronto tal envergadura que una de sus corrientes se independizó práctica y teóricamente de la Acción Católica. Pero no ocurrió lo mismo, al principio, en mi diócesis de Vic, donde la Acción Católica asumió y fomentó el cursillo abriendo las Ultreyas y los grupos a la propia Acción Católica, general y especializada, y a las distintas obras de la diócesis. Con ello se creó un importante entramado de movimientos y secretariados que dio durante varios años muy buenos frutos. Pero, con el paso del tiempo, el tejido se fue debilitando y los cursillos, además, se fueron independizando. Al final, de "exportadores" de los mismos pasamos a realizar sólo dos o tres el año y con poquísima asistencia. 90

Por otra parte, en la decadencia de los cursillos intervinieron otros tres factores. Uno fue el no haber asumido a fondo el significado de su título: Cursillos de Cristiandad. La Cristiandad no es ninguna especialización. No la ha inventado ningún hombre. Y para realizar bien el cursillo hay que presuponerla. No se puede admitir a nadie que no esté bautizado. Se puede llegar de levante o de poniente. Puedes haber sido santo toda la vida. Puedes estar bautizado y no haberte explicado nadie el bautismo. Puedes haber practicado en la juventud y haberlo olvidado todo después. Puedes haber llevado una vida de crápula, consciente o inconscientemente. Todos estamos invitados, menos los no bautizados. Que no se me diga: "¿Es que no son personas los no bautizados?". ¡Claro que sí! Sólo que estas personas, antes deben pasar por un catecumenado y recibir el sacramento del bautismo. Será entonces cuando se les considerará capacitadas para entender el cursillo. Enviar a estas personas sin fe o sin un mínimo de reviviscencia de la fe es condenarse de antemano al fracaso. El otro factor fue el dejarse fascinar por lo extraordinario, que no es lo mismo que lo difícil. Ya desde los primeros años asistieron a los cursillos desde el comunista honrado, comprometido por cuestiones de justicia, hasta los anticlericales clásicos, por cierto muy numerosos, sin faltar los que procedían de algún campo de concentración y no estaban de acuerdo con el testimonio de ciertos sacerdotes. Otros decían que les sobraban los curas, por el mero hecho de advertirles que era pecado la vida que llevaban, eran capaces de calumniarles hasta el extremo de asegurar que ellos habían visto todo lo que afirmaban; conocían todos los defectos del sacerdote sin haber tratado nunca de cerca con ninguno de cerca. Todos, o sea todo el mundo estaba invitado. ¿Dónde estaba el fracaso? En pensar que el cursillo era la purga de San Benito. Hubo ciertamente, por gracia de Dios, casos extraordinarios; fuimos testigos de conversiones que llamaron mucho la atención. Pero el verdadero milagro del cursillo eran las conversiones ordinarias, el arrepentimiento y el cambio de vida de los hijos pródigos de cada día, que el Padre no deja de invitar al retorno. Esto ocurría en algún caso extraordinario, alguna conversión que hubiese llamado mucho la atención. Finalmente, un tercer factor fue la falta de acogida. Quienes más la acusaron fueron los que, dentro del cursillo, se entusiasmaban por causa del ambiente, pensando que serían capaces de comérselo todo sin profundizar en el tema, ignorando que tenían en las manos el mejor de los ideales. 91

Con este entusiasmo salían nuestros hombres a la calle y, al primer tropiezo, ya no se levantaban. Pecaron, cierto, de superficialidad; pero debo añadir, por experiencia, que no obtuvieron suficiente comprensión. Aquellos cristianos necesitaban ayuda y, con frecuencia, no la encontraban, antes al contrario. Sólo desprecios.... Tengo la suerte de conocer los Cursillos de Cristiandad. La misma suerte experimento estudiando las conclusiones del Concilio Provincial Tarraconense. No veo diferencia. Prestemos atención: El Concilio dice: Anunciar el Evangelio a toda nuestra sociedad. Los Cursillos tienen como prioridad llevar a término la misma aspiración que el Concilio. El Concilio dice: La palabra de Dios y los Sacramentos en nuestras Iglesias. Los Cursillos tienen corno base fundamental el mensaje de Jesús y que la gente entienda los sacramentos. El Concilio dice: La solicitud por los más pobres y marginados. Los Cursillos promueven el apostolado a todas las personas, sin hacer distinción de su estamento social. El Concilio dice: La comunión eclesial y la coordinación interdiocesana de nuestras Iglesias. Los Cursillos nutren continuamente de elementos todas las obras diocesanas y parroquiales. El resultado es el mismo. Llenos de Dios con la Eucaristía. Llenos de fe con su palabra. Una vez bien empapados, que la boca hable de lo que el corazón está lleno. 20. Pedro y María Ayúdame Señor, a contar la vivencia de Pedro. Es asombrosa. Pedro era un buen chico de Barcelona, que había venido de Centellas por motivos profesionales. Era perito textil. Llegó a dirigir una fábrica de "Jacguard". Tenía, entonces, veintitrés o veinticuatro años. Físicamente no era ningún espantapájaros, pero tampoco ningún "gentelman". Era huérfano de padre, no practicaba ninguna religión y, en cambio, tenía una bondad natural que muchos practicantes habríamos querido para nosotros. Sólo lo conocía de vista, pero un día me lo presentaron con la intención de que le invitase al cursillo. En primer lugar procuré hacerme amigo suyo, lo cual no fue nada difícil, porque tampoco gozaba de muchas amistades. Cuando entre ambos ya habíamos adquirido más confianza, un día se descolgó diciéndome que se había enamorado de una chica, María, un 92

secreto que yo sabía tan bien como él, porque era amigo de María y ella me lo contaba todo. A María, no acababa de gustarle. Tampoco le desagradaba. Lo que más temía la chica era la falta de fe de aquel muchacho. Este punto fue precisamente el que me dio fuerza y base para decirle que todo lo bueno se le puede pedir a Dios y, si te conviene, Dios te lo da. "¿Así lo crees tú?" —me preguntó. "Naturalmente que lo creo así" — le respondí. Entonces aproveché para explicarle alguna vivencia. Interesado ya en el tema, deseaba preguntarme: "Dime, pues, ¿qué tengo que hacer?". "Rezar y ofrecer algún sacrificio." "¿Qué es sacrificio?" "Mira, por ejemplo, ¿verdad que fumas? Pues deja de fumar, aunque sólo sea por unos días." "Todo esto me parece bien, pero no lo veo claro." Al llegar a este punto ya me fue fácil descolgarme. "¿Por qué no vienes a un cursillo?" "¿Tú crees que allí lo podré entender?" "Lo creo ciegamente." "Pues ya me puedes apuntar." Ya tuvimos a Pedro en el cursillo. Antes me pareció necesario aplicarle un poco de catecumenado. El chico salió del cursillo muy contento. Una de las cosas que se tomó más en serio fue la de poner en práctica la hoja de servicios, o sea, rezar todas las oraciones a que se había comprometido con el Señor. Tanto fue así que muchas tardes me venía a ver para que le acompañase a hacer la visita al Santísimo. Íbamos a la capilla del convento de las Hermanas del Sagrado Corazón, a donde también iba María. En aquellos tiempos, gracias a los Cursillos, no se conocía el respeto humano. Solos los dos delante del Señor, orábamos en voz alta. Se producía una comunicación de bienes que hacía maravillas. Daba gusto oír a Pedro cuando decía: "Señor, por María. Tú sabes cómo la quiero". Así un día y otro. Las hermanas, en especial sor Francisca, la santita que llamábamos, no se perdía ni una de las visitas de Pedro. Ellas, desde el oratorio donde rezaban, nos veían a nosotros, pero nosotros no las veíamos a ellas. Un buen día, que era domingo, se presentó Pedro a mi casa, después de comer, fumando un habano de palmo, diciendo: "Ya fumo, ya fumo". "¿Quieres decir que ya tienes edad?" —le dije sin darle demasiada importancia. "Calla, es que María me ha dicho que sí. Ya somos novios." No se lo podía creer de alegría. Aquella tarde, no la olvidaré nunca, fuimos a dar gracias, y sentí un profundo agradecimiento, tan grande, que no encuentro en ningún diccionario las palabras adecuadas para explicarlo. No tardé en ir a visitar a María, para felicitarla. Apenas verme se echó a reír de tal forma que temí que le hubiese gastado una broma de mal gusto. Le pregunto: "¿Por qué te ríes tanto, María?". "Te lo explico" —me dijo. Ayer al atardecer, fui a hacer la visita, allí con las Hermanas. Sor Francisca, al 93

verme, me dijo. "Ven, hazla desde el oratorio donde nosotras oramos. "Sí, sí..., veo a Pedro con los brazos en cruz, rezando en voz alta, pidiendo por María. Ahora río de tanta felicidad que siento, pero el sábado aún lloraba con más felicidad. Te prometo que nos queremos. Nunca hubiese imaginado sentirme tan enamorada." Como es natural, el hecho tampoco terminó aquí. No tardaron mucho en casarse. Tuvieron no sé cuántos hijos, muchos. He perdido su pista, pues la fábrica en donde él trabajaba no iba lo bien que él quería, y determinaron ir a vivir a Santpedor de Bages. Era muy competente, Pedro; posiblemente no le habrá faltado nunca trabajo. Me gusta contar estas vivencias, como también escribirlas. Es como repetir el gozo de aquel tiempo. Cuando las medito pienso: "Señor, ¡cuán sencillo eres, y cuán complicado te hacemos los hombres!" Hoy en la Iglesia se discute demasiado. Que si el Santo Padre hace bien o no... Somos demasiado sabios para dar lecciones. Damos la impresión de entender que Jesús nos dio el Evangelio sólo para discutirlo. A veces pienso si no sería mejor hacer un alto en el camino, y darnos cuenta de que las palabras de Dios son para vivirlas, y no para hacer de ellas un cotilleo. Mucha palabra y poca vida. 21. Del sida al cielo Pronto cumpliré setenta y tres años. De los tres puntos básicos para construir la "catedral" mencionada al principio, ya estoy agotando la narración. La familia ya alcanzó su plenitud. Quiero decir que tanto mi esposa como yo estamos libres de responsabilidad, aunque no de amar. En las empresas ya lo tenemos todo hecho y, si no estuviese hecho, ya habríamos llegado tarde. El apostolado todavía continúa, aunque no sé hasta cuándo durará. Puedo afirmar, no obstante, que la intención persiste. La posibilidad sólo la conoce el Señor. ¡Ojalá fuera la muerte el acto más apostólico que haya podido realizar en esta vida! Si la familia ya está construida y la empresa también, el tiempo es para el apostolado. No diré que lo aprovecho todo, pero me conviene dejar constancia de que cuando pierdo el tiempo no me siento feliz. Para aprovecharlo bien me he hecho miembro del voluntariado social, sin desarraigarme de los Cursillos de Cristiandad. 94

Juan, mi sobrino, se contagió de la enfermedad del sida. Toda su vida había sido un desastre. De joven ya se dio a la droga; de aquí, como cosa normal, a los robos y, naturalmente, acabó también en prisión. Arruinó a tantas personas como pudo. Su pobre madre fue la más perjudicada, hasta extremos catastróficos. No hace falta entrar en más detalles. Todo cabía en una vida como la suya. Las circunstancias impidieron que mi hermana pudiera continuar cuidándole. Tuvimos que ser mi esposa y yo los que nos responsabilizáramos de aquella pobre criatura. Menos de la comida nos hicimos cargo de todo. De la alimentación se hizo cargo su suegra. Se había casado con una buena chica y tenían un hijo precioso. De la parte material —básica, sin duda—, ya no hablaré más. Lo más importante para un cristiano, es la espiritualidad. Lo diré de otro modo más gráfico y determinante: salvar el alma. Con Nati pensábamos que daba gusto ver cómo Juan se dejaba querer, incluso se había vuelto educado; se le veía agradecido, lo cual nunca antes se había apreciado en él. El caso era que la enfermedad hacía estragos. Cada día que pasaba se le notaba cómo se iba deshaciendo como el hielo. Le hablábamos de religión. Como el chico era inteligente y le importaba que le tratásemos bien, pensaba tenernos contentos con seguir la conversación atentamente. Yo estaba preocupado. Su estado se había agravado y fue internado en el Hospital. Un día le dije a Nati: "De hoy no pasa. Vamos a Terrassa, porque me han telefoneado que se agrava por momentos. Le hablaré claro, sin rodeos. Tiene principios cristianos, aunque sean muy escasos. Es muy humano nuestro comportamiento, de acuerdo, pero hoy, para Juan lo mejor es hablarle del alma". Era domingo. Fuimos a misa y, al salir, sin perder tiempo, tomamos el camino para Terrassa. No hace falta decir ¡cómo se lo pedimos al Señor! Lo encontramos solito en la habitación; tenía buena cara y estaba alegre. De pronto me di cuenta de una estampita que estaba sobre la mesilla de noche, de san Martín de Porres. Le dije: "Juan, estoy contento, veo que tienes el Santo al que tanta devoción tenía la abuela. ¿Te acuerdas?" Respondió el chico: "Sí me acuerdo, pero no piense que la he puesto yo. Ha sido ella, Montse; yo se lo respeto". Tuve que insistir: "Juan, lo dices como si le perdonases la vida". "No, pero yo no creo en estas cosas." "¿Es posible lo que me dices?" "Sí, sí, tío. Le diré. Usted es una buena persona. Pero le 95

puedo decir, y le digo, que no puedo creer nada de la religión, porque estoy desengañado de todos. Mi padre me falló. Mi madre también y la suegra igual; y no digamos de los curas, de los cuales le haría una lista interminable. Todo, todo es mentira..." —aseguraba el chico con una voz tan fuerte como fuerzas tenía todavía. Mientras le escuchaba, yo iba pidiendo al Señor que iluminase mi respuesta. "¿Ya has terminado, Juan?" "Sí, ya he terminado." "¿Me permites que hable yo, ahora?" "Diga." "Juan, yo te diré lo mismo que tú me has dicho pero al revés. Dices que todos te hemos fallado ¿verdad?" "Sí, todos." "A ver, veamos ahora cómo lo has hecho tú. ¿Hay alguna persona de las que has nombrado, a la cual tú no hayas decepcionado, y alguna a la que no hayas perjudicado? ¿Hay una sola a la que, por tu comportamiento y tu testimonio, pueda haber mejorado, poco o mucho, su vida....? ¿Crees que en una sociedad de personas como tú, sería posible vivir? Juan, te estás muriendo. Tú lo sabes mejor que yo. Lo que tú no sabes, en cambio, es que Dios te quiere, te espera, y sólo desea perdonarte. ¿Es posible tu rebeldía, cuando tienes a tu lado unas personas que te quieren, sin haber hecho nunca el más pequeño mérito para merecerlas? ¿Crees que si no hubiese Dios podría ocurrir esto que está ocurriendo? Escucha, ahora nosotros nos vamos. Medita bien la conversación de hoy. Mañana volveremos. Adiós, hasta mañana." Al día siguiente le dieron el alta para ir a su casa, ya que se había recuperado un poco. Este ir y venir de la Mutua a su casa era frecuente. Le fuimos a ver el martes. Ya nos esperaba. Una vez le hubimos preguntado cómo se encontraba, yo le dije: "Juan, ¿ya has meditado bien la conversación del domingo pasado? Reconozco que fui demasiado duro, y que te lo podía haber dicho en otro tono de voz". "¿Quiere que le diga una cosa, tío? Ya era hora de que alguien me hablara claro. He pensado mucho en todo lo que me dijo. Me doy cuenta de que no tengo razón. Tengo que cambiar de vida." Mi respuesta inmediata fue: "¿Quieres que te traiga un sacerdote?" "Sí tío, me hace falta poder ver a un sacerdote, aunque de momento sólo sea para hablarle. Tengo que aclarar muchos conceptos. Entonces, si lo veo claro, todo puede ocurrir." El chico no podía responder mejor. Me di cuenta de que no me tomaba el pelo. Nunca me había reaccionado de aquel modo. La alegría que yo sentía en mi interior era enorme. Le llevé el sacerdote. Charlaron mucho, pero nada más. A los dos días otro encuentro. En esta ocasión ya se 96

consiguió algo. Se confesó y se le despertó una alegría desbordante. Hablaba de ello con todos, sin ningún respeto humano. Se pusieron de acuerdo en que a la semana siguiente recibiría la comunión. Más alegría aún, si cabe. Transcurrieron unos cuantos días recibiendo con frecuencia nuestra visita. Yo no estaba del todo satisfecho. Faltaba la unción de enfermos. Me lo preparé bien, y aprovechando un buen momento le dije a Juan que le faltaba aún otro sacramento. "Ya lo sé, tío. De momento, no. No lo veo claro, y si no lo veo claro, no lo quiero hacer." "¿Sabes qué, Juan? Haré que venga otra vez el cura y que él te lo explique bien. Si lo entiendes, recibes el sacramento y si no fuese así, esperamos más adelante." Así fue. Vino el sacerdote, y nos sentamos los cuatro alrededor de una mesa camilla. Él, su esposa, el sacerdote y yo. La disertación que escuchamos estuvo tan bien hecha que yo no pude por menos que pedir al sacerdote si me podía, también, administrar la unción. Me respondió que sí porque yo ya tenía setenta años. Tomó la palabra Juan para decirle a Montserrat: "¿Tú también la quieres recibir la unción'?" "Sí, yo también" —contestó la chica. Montse también podía recibirla, porque también tenía sida. Hay que remontarse a aquella situación para poder expresar el gozo que se apoderó de los tres, abriendo bien los oídos para no perdemos ninguna palabra de aquella bellísima liturgia, y prestando los tres toda la devoción posible. Señor, aquel día no tiene comparación. Igual, bien, igual, sería imposible repetirlo. Pero ¡claro! las cosas viniendo de Ti, siempre pueden ir mejor. Cuando parecía que lo principal ya estaba todo hecho, surge un nuevo contratiempo. La enfermedad se aceleró. Su madre vivía en Nueva York. ¿Qué debía hacer? ¿Decirle que viniese? Sí, creímos que convenía, porque sería la última vez que lo vería, pobre mujer. Vino la madre. Pero Juan pareció que se rehacía. Mi hermana no podía permanecer mucho tiempo aquí, ya que tenía cita en un hospital de América, donde le debían practicar una operación que no podía eludir ni aplazar de ninguna manera. La sorpresa fue la siguiente. Hablando con la madre del chico, la buena mujer me manifestó que dudaba de que Juan se hubiese casado nunca. Quise saberlo con certeza y para ello emprendí de nuevo el viaje a Terrassa. Al verme, mi sobrino se sorprendió: "Tío, hoy no te esperaba." "Ni yo había pensado venir. Pero ¿sabes por qué estoy aquí? Me acaba de decir tu madre que no estáis casados por la Iglesia." "Mire, tío, una vez, cuando mi 97

vida era un desastre, una persona me hizo casar. No le engaño, tío; yo no sé si fue por la Iglesia o por la legislación civil. Lo único que sé con certeza es que estaba drogado hasta las cejas." No se me ocurrió nada más que decirle que lo debíamos completar, asegurando, llegado el caso, el sacramento del matrimonio. "¿Qué haremos pues, tío?" "La primera cosa contárselo todo al Rector de la parroquia; él nos aconsejará." "Si quiere, ahora mismo, vaya a buscar al sacerdote." Delante de su bondadosa actitud, le tuve que confesar que me encontraba muy satisfecho, y que él estuviese también tranquilo, porque todo lo que ahora había hecho era totalmente válido. Consultamos con el médico si sería prudente que el sábado pudiera ir a casa, como en anteriores sábados. El médico nos dijo que sí. Hubo suerte... Al párroco le explicamos todo el problema, y no se podía esperar mejor comprensión de aquel buen sacerdote: "¿A qué hora queréis que venga el sábado, a las cinco?". El Rector lo arregló todo de pontificial. No faltó ni un detalle. La homilía, no creo que en aquella circunstancia, nadie la pudiera superar. Nunca en la vida había oído hablar del amor como en aquel día. Yo pensaba, en mi interior. A ver ¿cómo lo hará si ya hace diez años que viven juntos? Juan y Montse iban tan elegantes que, incluso, daban envidia. Al hijo, David, lo colocaron entre ellos dos. Ante un cuadro como aquel, desde luego que el sacerdote se inspiró. Ahora sí, ya todo estaba en regla. La enfermedad seguía su curso. La paz se hacía evidente. El gozo de haber cumplido como una familia cristiana producía una felicidad tan grande que sólo se puede experimentar viviéndolo. Gracias a este clima tan fantástico pudimos conocer el momento en que Juan había sido llevado a Terrassa en estado muy grave. Nati y mi hija mayor fueron inmediatamente al hospital, mientras yo iba a recoger al sacerdote. Tan pronto como éste entró en la habitación, el enfermo le reconoció la voz a pesar de que agonizaba. Levantó la cabeza y, juntos se pusieron a rezar. Estremecía verlos. Estaban allí presentes su padre, su hermano, la mujer de su hermano, y no hace falta decir que su esposa y nosotros. El momento más emotivo se produjo cuando su esposa se pudo acercar, ya que hasta entonces no había podido, pues Toni, su hermano, no se movía de su lado. Yo estaba al otro lado de la cama, desde donde pude oír cómo Juan le decía a Montse: "No sufras, estoy muy contento, sé a dónde voy; piensa que yo allí te guardaré un sitio." Al terminar de decir esto, dejó de existir. No puedo describir mejor aquellos momentos. No lo sé hacer mejor. Sólo contaré el fruto de aquella sublime situación. 98

Palabras de su padre: "Pediré a Dios una muerte corno la de mi hijo". Palabras de su hermano: "Tío, ¿cómo puedo hacer para vivir como ha muerto mi hermano?" "Otro día hablaremos de ello, Toni." Aquel día tuvo lugar la semana siguiente, porque celebrábamos un cursillo de final de año. Pudo venir; de esto hace ya dos años. Salió muy contento. Podría contar muchas cosas, pero ahora no vienen a cuento. 22. De la ignorancia a la visión de Dios Callar no es de cristianos. Tú ya sabes la experiencia que tuve con Javier, el amigo de fatigas de mi sobrino Juan. Eran amigos desde hacía muchos años, del mundo de la droga, de los robos, de la prisión y compañero de habitación en la enfermedad del sida. Allí en la cama le conocí. No tenía la enfermedad tan avanzada corno mi sobrino Juan. Era guapo y elegante, y muy educado. Muy sincero. Se le intuía de buena familia. Un día de aquellos que acompañaba al sacerdote a ver a Juan, mientras hablaban los dos, me acerqué a Javier, para preguntarle si él se encomendaba al Señor. Me miró muy sorprendido, diciéndome: "¿Este quién es? ¿De qué señor me hablas?" "¿No conoces a Jesús, el Hijo de Dios'?" "De Dios sí que he oído hablar, pero de su hijo no." "¿Quieres que te hable de Él algún día'?" "Sí, sí, ¿por qué no?" El sacerdote se despedía de Juan y de Javier, momento que aproveché para explicar al mosén el hecho en que me acababa de encontrar. El sacerdote se dirigió al chico para decirle que en aquel momento no tenía tiempo, pero que otro día podrían hablar. "Ahora, si quieres, puedo darte la bendición." Javier se quedó parado, corno desconcertado. No sabía qué le pasaba. Juan nos contó, más adelante, que todo el día lo pasó pensativo. No había entendido nada. No le abandoné más. Cada semana le visitaba. No hace falta decir que le explicaba cada vez, tan bien como sabía, quién era Jesucristo. Tristemente decía que nunca nadie le había hablado del Señor. Había hecho la comunión sin haber ido a catequesis. No recordaba que ni una sola vez, en ninguna lección de la escuela, alguien hubiese hablado de Jesús, con la seguridad —por la impresión que causaba— de que, si algún día habían hablado, él aquel día no había estado en clase. Mi catequesis consistía en hacerle ver lo que se había perdido viviendo continuamente en pecado. Pero no le culpé nunca. Lo que importaba no era precisamente el pasado. Lo que valía era el presente. Poder saber quién era el Señor, para qué vino, cómo le esperaba, cómo le quería, cómo le había dado una esposa muy buena y bonita, un hijo 99

precioso, una madre que no le dejaba nunca y una ocasión como aquella de ir a parar a la misma habitación que Juan. Escuchaba siempre muy atento. Preguntaba, quería saber qué podría hacer para participar en este ideal, que él no conocía. Sintiendo que Dios me ayudaba, procuré no perder ritmo. Aprovechando una de las preguntas que me hacía, le dije: "¿Sabes, Javier, lo que hice para entender todo lo que te digo?". "No, dímelo..." "Pues yendo a confesar: vacié todas mis miserias y no creas que fueron pocas. Con el agravante de que yo era más culpable que tú, porque todo esto que te explico yo ya lo conocía, y no obstante, pecaba." "¿Qué puedo hacer yo?" "Si quieres iré a ver al Rector del pueblo y te vendrá a ver. Entonces podrás explicárselo todo. Verás cómo te entiende. Él no sólo sabe más que yo, sino que tiene todas las facultades, como sacerdote, para perdonarte los pecados y darte a comer al Señor, aquel que hace pocos días aún no conocías." Su deseo no se hizo esperar. "Cuando quieras, le puedes decir que venga." Al salir de su casa, volé. El sacerdote, que ya lo conocía gracias al caso de Juan, se puso muy contento. A la primera escapada fue a visitarle y ya no le dejó más; con la particularidad de que para poder servir una parroquia tan extensa como la suya no podía abarcar tanto trabajo como frecuentemente se le presentaba, y tuvo que disponer de un diácono seminarista, muy fuerte físicamente, y aun espiritualmente, que le tomó el relevo al Rector, de modo que cada semana llevaba la comunión a Javier. ¡Qué hermoso eres, Señor! ¡Qué maravilla ver a Javier comprendiendo todas tus cosas, y en tan poco tiempo! Daba gusto oírle hablar de ti. El diácono le dio a leer un evangelio ilustrado, muy interesante. Después él me lo explicaba con el gozo de haber encontrado el tesoro escondido. Las semanas se me hacían largas esperando verle. Como ocurría en el caso de Juan, una semana lo veía en su casa, y otra en Terrassa. Esto hasta el último día, o sea, hasta un año y medio en que murió en la Residencia-hospital de la Ametlla del Vallés. ¿Cómo se comprende que fuese a morir allí, solo, aislado de los suyos, una vez desengañado del médico? No lo entendía. Fui a su casa y me dijeron que estaba en la Ametlla y, si le quería ver, debía ir allí. Lo encontré solito en la habitación. Hacía un calor espantoso; era el ocho de julio. "Javier, estás cansado, ¿verdad?" "Pío, me estoy muriendo, pero no estoy asustado, estoy contento. ¿Sabes porque he querido venir aquí?" "No, no lo sé." "Mira, aquí está Agustín —Agustín era diácono— ya sabes que me traía la comunión cada semana, pero aquí tengo la ventaja de que él me puede traer la comunión cada día." Al día siguiente, día 100

nueve, murió. Agustín me explicó que Javier murió con el Señor en la boca. ¡Podemos estar todos contentos! Vivencias como la narrada me mueven a la reflexión. ¿Cuántos hermanos nuestros no saben aún quién es el Señor? ¿Cuántos, en cambio, lo podrían saber, si los que lo conocemos desterrásemos el pecado de omisión? Repito. ¿Vale la pena discutir la religión? ¿No es mejor vivirla? 23. José y Adriano Las dos experiencias mencionadas, de Juan y de Javier, me indujeron —como ya he adelantado— a hacerme miembro del voluntariado social. Vi, mediante tu gracia, un campo inmenso donde poder trabajar. Un amigo me había proporcionado la dirección de una institución, o sea, Vía Layetana, 38, 7°. Allí me presenté y, un señor muy amable, que se llama Paco Vicente, me preguntó qué era lo que yo quería hacer: "Tenemos trabajo de toda clase" —me aclaró el buen señor. "Yo quisiera hacer algo por los enfermos de sida." "¿Tiene usted coche?" "Sí, tengo coche." "Pues podrá transportar enfermos; le pagarán hasta los gastos." "No, usted no me ha entendido. Yo no he venido a buscar trabajo, sino que me presento voluntario." "De acuerdo, de acuerdo, así también le puedo dar algunas direcciones donde podrá ir a visitar. Pero me ha de decir exactamente por qué quiere hacer esto." "Mire, mi intención no es otra que hablar de Dios a los enfermos." "¡Cuidado! —me replicó— este trabajo se ha de vigilar mucho." "¡No, Señor Paco, no! De vigilar ya se encargará Dios. Yo sólo debo hablar." "Ya le entiendo. Haga, pues, lo que quiera. Le seré sincero, yo también quería ser sacerdote. ¡Adelante!" Ya hace más de un año que pertenezco al voluntariado. Podría contar muchas vivencias, ya que cada semana presto algún servicio. ¡Es maravilloso! Tengo la impresión Señor, que me dices: "¿Lo ves? no has perdido el tiempo." De todos los enfermos a quienes he prestado, durante este tiempo, algún servicio, sólo uno no ha querido que le hablase de Dios. Quedé disgustado, pero lo que importa es que el Señor ya sabe el caso. Los demás, que son bastantes, sí que lo han admitido. Si contase todos los casos, seguro que saldría un buen librito. Referiré el hecho más importante. Empezó hace más de un año y aún perdura. El chico se llama Adriano, tiene cuarenta años, es inteligente, goza de unos buenos principios cristianos, gracias al colegio religioso al cual asistió durante cuatro cursos. El bien recibido allí no tiene precio. 101

El hecho se inició en la vigilia de Navidad del año 1995. El lugar merece una descripción. Nos encontrábamos en la montaña de Can Ruti, de Badalona, en una casa de acogida que lleva el nombre del inquilino, José Tejada. Este inquilino es peruano, tiene unos cuarenta años, más o menos; todas las personas que le conocemos admiramos su dedicación incondicional a los marginados. Su profesión es ATS, y tiene los estudios de Hermano de San Juan de Dios. Cuando, allí en Perú, acabó la formación, le dieron un año de plazo para que pensase si su vocación era suficientemente fuerte y segura para poder realizar un trabajo tan abnegado como es el del mundo de los enfermos marginales. Temía José que, una vez transcurrido el año, posiblemente lo pondrían en la administración, por lo cual el hombre se dijo: "Ya verás, iré a Lima, al barrio chino, y allí empezaré la labor con los marginados." Según él explica, así mismo lo hizo, y reconoce que gozó mucho, pero era una empresa difícil de sostener. Lo que hoy ganaba, mañana lo perdía. Como las ayudas no existían, aquel trabajo se convertía en un continuo sufrimiento. Hasta el día que supo que en Barcelona había una monja dedicada totalmente a los drogadictos y enfermos del sida. Esta hermana es sor Genoveva, con quien hizo lo posible para ponerse en contacto, lo cual dio como resultado su traslado a Barcelona, donde inició el trabajo, orientado por la hermana, hasta conseguir independizarse organizando la casa ya mencionada. José tiene la vida orientada de este modo. Trabaja tres jornadas dobles en un hospital de enfermos terminales, en Barcelona, y el resto de la semana en su casa con seis o siete enfermos desamparados totalmente. Tanto es así, que, para admitirles, han de ser los más marginados y carentes de amor. Esta descripción que acabo de hacer de José es sólo una pincelada de un hombre excepcional. Así pues, en esa casa conocí a Adriano, como ya he dicho, hace más de un año. Lo conocí sentado en un sofá, brazos y piernas rotos, seco como una tabla de planchar. Daba la impresión de tener los días contados. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle qué era lo que le había ocurrido. "Sí, mire, me caí." "¿Cómo, de un coche, o cómo?" "De un séptimo piso." "¿Tuviste alguna distracción'?" "No, no, distracción no. Me tiré." "¿No crees en Dios?" "Sí que creo, sí. Ahora más que nunca. Cuando estuve en la acera del número siete de la calle Cerdeña y comprobé que no me había muerto, pensé que Dios me había salvado la vida, a fin de que tuviese tiempo para pedirle perdón." Me dejó boquiabierto. Le hice hablar tanto como pude. Conocía el Evangelio a la perfección. Intenté explicarle el caso del hijo pródigo, pero no me permitió abrir la boca; lo conocía mejor que yo.

102

Sentí la incontenible atracción de pedirle que quería ser su amigo, porque me caía muy bien. "¿Usted cree que podemos ser amigos?" "Sí, hombre, sí. Te prometo venir a verte una vez por semana." "Le agradezco mucho que me diga esto. Por si pudiese, le pido un favor. Yo tomo metadona cada día, hace falta recogerla en Barcelona en un camión que hace el recorrido a diferentes lugares a horas determinadas. Si fuese posible, yo le acompañaría un día e iríamos juntos a ver al médico para que me hiciese una autorización, ya que así me darían las siete raciones una vez por toda la semana." Dicho y hecho. Así he seguido haciéndolo durante un año. Cada semana he podido verle, somos muy amigos. No solamente con él, sino con todos los de la casa, ya que he conocido a muchos, algunos de pocos días, porque por una circunstancia u otra se han ido y otros han muerto. El ambiente de aquella casa cambia con frecuencia. Hay días alegres, pero también tristes. De aquí podría contar vivencias apostólicas muy bonitas. Adriano vino al cursillo. Lo que falta es explicar cómo seguía las charlas aquel chico, no se le escapaba nada. A medida que avanzaba el curso, se notaba en su semblante que iba aumentando la responsabilidad. Xon, una servidora del cursillo, se sentaba a su lado, e iba participando de sus inquietudes. Entre muchas, mostraba una gran preocupación por sus padres. Era consciente de la multitud de fechorías que les había hecho. El consejo de esta señora de Girona, a la que llamamos Xon porque se llama Asunción, era éste: "Has de hacer las paces con tus padres". Pero él preocupado y confundido, le contestaba: "Yo sí que querría, pero ¿cómo lo hago?" Adriano me explicó su inquietud y el consejo de Xon. Le pedí: "Dime ¿qué puedo hacer yo?". "No podrá hacer nada porque mis padres son de Burgos, de un pueblecito que se llama Quintanadueñas." "¿De Burgos, dices? Pues bien, si quieres, sí que puedo hacer algo. Si no tuviese fe te diría mira qué casualidad, dentro de quince días iré con mi mujer, pero como tengo fe, quiero que veas qué grande es el Señor, yo ya lo doy todo por solucionado." "¿De verdad, quiere usted hacerlo?" "Me muero de ganas. Dame la dirección, el teléfono y explícame todo lo que te apetezca; sólo te pido que no me mientas." "Pío, yo nunca he mentido." "Pues adelante." Puse inmediatamente hilo a la aguja. Al poco tiempo ya estábamos en Burgos. En esta ciudad tengo buenos amigos, a los que pedí el favor de acompañarme a Quintanadueñas. No hubo ningún problema, antes al contrario; todo fueron facilidades. Llegado al pueblo nos presentamos en 103

casa de Leopoldo Juez y de Julia Bueno. Leopoldo era el padrastro de Adriano, y Julia la madre verdadera. La familia de este buen señor había sido vecina en Burgos de unos amigos que me acompañaban. Les caímos bien. "Ustedes dirán a qué han venido." Tomé enseguida la palabra para explicar a aquellos señores que yo era amigo de su hijo. "¿De Adriano? —interrumpió la madre—. De éste no quiero saber nada." El chico me había advertido de lo que ocurriría. "Se pondrá como una fiera, mi madre. ¡La he ofendido mucho!" La dejarnos hablar tanto como quiso; su indignación era de campeonato. Una vez hubo terminado, le pedí si podía hablar yo. Leopoldo, que me escuchaba con mucha atención, mientras procuraba calmar a su mujer, me dijo: "Hable, por favor." La primera pregunta que les hice, era, si de verdad creían en Dios. "Ya lo creo que sí, todo los días rezamos." "Pues así nos entenderemos pronto." Les expliqué el proceso de su hijo, para terminar diciéndoles: "Su hijo no quiere morir sin conseguir el perdón de ustedes. No pretende nada material, sino presentarse limpio a la Casa del Padre. Si un servidor de ustedes no lo creyera así, nosotros no estaríamos ahora aquí". Las lágrimas de aquella madre fueron abundantísimas. Lloraba a gusto. Al padrastro también le caían las lágrimas. Una vez sosegados, no tuvieron ningún recelo en decirme: "Ya puede decir a Adriano que tiene nuestro perdón". Les sugerí que escribieran unas letras en un papel, que me servirían de testimonio. Quedamos que pasaría a recogerlas a los dos días, a fin de que tuviesen tiempo de hacerlo. Aquellas buenas gentes me dieron una misiva tan bonita, tan cristiana... Lástima que no esté autorizado a transcribirla. Aquel escrito era todo un documento. Adriano estaba contento y de su alegría gozábamos todos. Pero la cosa no acabó aquí. Uno de aquellos días, hablando por teléfono con Leopoldo, el hombre me dijo: "Nos gustaría venir a verlo". Mi respuesta no fue para hacerse rogar, sino: "Claro que sí. Cuando quieran. Digan ustedes el día y la hora que llegan; iremos Adriana y yo a recogerles, y podrán estar todo el tiempo que quieran aquí, no deberán preocuparse por nada." Así fue. Vinieron, se quedaron un par de días, hicieron una excursión con todos los de la casa de José Tejada a casa de unos buenos amigos del Penedés, cerca de Vilafranca, que les obsequiaron muy bien, y al día siguiente fueron a Montserrat, respirando todos continuamente un 104

gozo y una alegría difíciles de contar. Hasta la hora de la despedida, que fue emocionante y de auténtica tristeza. Esta vivencia la paro aquí, ya que sólo Dios sabe cómo y cuándo llegará el final. 24. Como un "capicúa" En el cursillo de los mallorquines nos insistían en que hiciéramos apostolado. De una forma gráfica, nos decían: "Buscad máquinas, no vagones, ya que las máquinas pueden arrastrar muchos vagones". Pues bien el primer fracaso lo tuve pensando en mi mejor amigo, aquel que todos teníamos por mejor máquina. Era el más listo en todo. Jugando a fútbol, el mejor. Jugando a las canicas, el mejor. En el colegio sabía la lección cada día sin apenas tener que estudiar. En el baile era una Fred Astaire. Conquistando chicas, el que más "ligaba", etc. Esta persona fue la que constituyó mi primer plan apostólico. Le visité con la intención de invitarle al cierre de un cursillo. El hombre me escuchó con mucha atención. Yo me expresé con mucho entusiasmo. Al terminar mi sermón, tomó la palabra para decirme que creía en todo aquello que yo le había dicho y que me admiraba por el cambio que yo había hecho, pero que él no se sentía capaz de hacer algo semejante. Terminó diciéndome: "No te canses más, porque no iré al cursillo pero, no me gustaría que se perdiera nuestra amistad". A causa de los particulares ambientes de ambos, no pudimos, en lo sucesivo, mantener una relación constante, como en nuestra juventud. Pero aún teníamos ocasión de hacer alguna comida juntos, de vez en cuando, acompañados de dos amigos más. Todo esto hasta el día —hace cosa de dos años— en que me dijeron: "¿Sabes? El señorito —así le llamábamos por sobrenombre— ha sufrido un ataque de apoplejía y está en el Hospital de Vic". Sin pereza fui al Hospital y, efectivamente, allí me lo encuentro, acompañado de su hija mayor y sentado en una silla de ruedas. Las primeras palabras que me dijo no se me olvidarán nunca de la memoria. Llorando me dijo: "De ti sí estaba seguro que me vendrías a ver". Desde aquel instante reafirmamos nuevamente nuestra amistad y nunca más la hemos dejado. De nuestras conversaciones han ido resurgiendo los recuerdos antes mencionados; de ahí nacieron una visita a la Virgen de Lourdes, con la Hospitalidad, y la asistencia al cursillo que, cuarenta años atrás, me había 105

negado. Participó con su hija menor, Margarita, y su enfermera. No tuvo bastante con un cursillo, repitió y, esta vez, acompañado de su hija mayor Ester. ¡Qué maravilla! Humanamente hablando, este hecho en sí ya es precioso, pero espiritualmente no tiene precio. ¡Qué bien lo entiende todo, Juan! ¡Qué valor tan grande tienen los principios! Juan tenía unos padres muy sensatos. Además los estudios los había hecho en el colegio de los Hermanos Maristas. Su infancia había sido totalmente cristiana. De la época correspondiente al tiempo que va desde su infancia hasta la hora de su enfermedad, no hablaré, ya que la desconozco, y no es eso a lo que voy. Lo que más me interesa es recordar cómo lloraba a los pies de la Virgen de Lourdes. Para describir tanta emoción no existen suficientes palabras. ¡Cómo pedía a la Virgen que le hiciese la gracia de darle un nieto! ¡Qué contento lo tenemos ahora cuando ya sabe que está en camino! Y ¿el cursillo? ¡Cómo lo entendía y cómo sigue entendiéndolo todo! ¡Con qué satisfacción pidió el sacramento de la penitencia y con qué ilusión comulgó! Aquí hago un descanso. Permitidme decir, Señor, si es que es posible hacer una valoración, que Juan quizás es el hombre que me ha dado la mayor de las alegrías. Un día, hablando de la Eucaristía, me dijo: "¿Sabes, Pío, lo que más me gustaría?" "No sé, dímelo" —le contesté. "Pues me gustaría hacer los nueve primeros viernes de mes; cuando iba al colegio de los Hermanos Maristas los hacíamos y lo recuerdo mucho. ¿Qué te parece?" "Juan, por mi pacte —le dije— esto no se perderá, porque ni con todo el dinero del mundo me darías una alegría tan grande como ésta. Se lo diré al señor rector." El sacerdote no se hizo rogar. "Tú mismo, ya le puedes llevar la Eucaristía." Ya han transcurrido cuatro meses y sólo Dios conoce el final. Después de tanta maravilla se me ocurre pedir a Dios que me pueda morir. Pero no se lo pediré, ya que, tratando con el Señor, nunca se sabe cuál será la nueva maravilla que aún falta por contemplar. La bondad de Dios no tiene límites. No puedo pasar por alto, sin dejarles consignadas las palabras que pronunció Juan al cierre de su cursillo: "¡Mirad, hermanos, a Dios y a Pío, les he hecho esperar cuarenta años, pero no les dejaré nunca más!" ¿Verdad que casi se podría decir, "ya me puedo morir"? Pero sólo casi.

106

25. Hablar siempre de Dios Señor, algunas personas me han dicho: "Pío, no sabemos qué haces para estar siempre dispuesto a hablar de Dios." Cuando oigo estas palabras no se imaginan la alegría que experimento. Es cierto, es la mejor alabanza que me pueden hacer. ¿Es casual esta circunstancia? ¿Verdad que no, Señor? Si tan sólo poner los pies en el suelo por la mañana, ofrezco las obras de todo el día, tomo el libro de la Liturgia de las Horas, el cual rezo con devoción y espero que sean las siete y cuarto para ir a la Eucaristía, lugar destinado para acabar de perfilar el planteamiento de toda la jornada, ¿cómo puede extrañar que en cualquier momento me encuentre preparado para hablar de ti? Si las personas que me lo preguntan conociesen como Tú y como yo la satisfacción que experimento mientras me encuentro en la capilla de la Residencia de ancianos, donde mosén Vidal celebra la Santa Misa cada día, reunido con un grupo maravilloso, compuesto de siete a diez señoras, cuatro monjas, dos hombres y un sacerdote ¡no lo encontrarían extraño! La luz de esta alegría eres Tú, Señor. No pasa un día que no me maraville cada vez que se me ocurre preguntarme cómo ha sido posible sentirme ahora tan a gusto junto al Señor, cuando en otro tiempo de mi vida, si me hubiesen pronosticado mi actual modo de vivir, estoy seguro de que habría reaccionado airadamente, con mala educación, tratando de loco, a la persona que se hubiese atrevido a hacerme tal pronóstico. Pero ahora no puedo decir nada más. No sabría cómo hacerlo. Mi sentimiento es tan íntimo que no vale la pena el saber describir mejor o peor lo que me pasa. Imposible expresarlo con fidelidad. Centellas, Cuaresma de 1997

Que toda la tierra sea, con la Virgen María, gloria de Dios

107

108