Huidobro - Sopa de diamantes (1)

Norma Huidobro SOPA DE DIAMANTES Contenido 1I . Yo soy a s í ........................................................ 2

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Norma Huidobro

SOPA DE DIAMANTES Contenido 1I . Yo soy a s í ........................................................ 2. De Barracas a Capilla del M onte.................. 3. A buelito, dim e t ú ............................................. 4. La casa del inglés............................................ 5. Póquer de cuatro.............................................. 6. La importancia del perejil............................... 7. La señorita T ru n c h b u ll.................................. El fulgor de una estrella................................. 8 9. El coilar de !a rein a ......................................... 10 Fiebre de sábado a la noche....................... 11. Un olvido im perdonable................................. 12. Un im perm eable y un som brero................... 13. La culpa la tiene el gato .................................. 14 Después de las cinco, me encontrás........... 15. Persiguiendo al sospechoso....................... 16. Alguien e n tr ó .................................................... 17. O peración rescate............................................ 18. Se aclara e l panoram a................................... 19. Qué resulto de todo e so ................................. 20. Y la sopa se hizo luz ....................................... 21. El marqués de Toledo y el inglés.................. 22 De noche en la ventana...............................

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A Ehsa Regalsky

1. Yo soy así Cuando mamá nos avisó que iba a viajar a México en las vacacio­ nes de invierno porque la mandaban del diario y que tem am os que quedarnos con papá esas dos semanas, yo dije no no y no Mi her­ mano no dijo nada — Tu padre piensa llevarlos a Brasil — siguió mamá, mirándome úni­ camente a mí. — ¡Buenísim o1— gritó mi hermano. Pero la cosa no era con él. Mamá continuó hablándome a mí e igno­ rando a Nacho porque sabia muy bien que la tormenta se desataba en cuestión de segundos y que los truenos y rayos saldrían de mi boquita y no de la de mi dulce hermano. — Quiere que conozcan Río de Janeiro y Bahía — siguió, sin perder la esperanza de cautivarme aunque más no fuera un poco — ¡Buenísimo! — insistió Nacho, ahora m irándom e él también a mi, a la espera de mi reacción, — ¿Vamos a ir los tres solos. .? — pregunté con voz aterciopelada — Ya sabés que no — dijo mamá, con un suspiro largo — Valeria es rebuena No sé por qué no te la bancas — dijo el sala­ me de mi hermano. — Es una bruja. Yo con ella no voy a ningún lado. — Yo sí voy. Y no es ninguna bruja. — ¡Es una bruja! ¿No ves que a vos te trata bien a propósito, para hacer diferencias conmigo? ¿Puede ser que no te des cuenta de lo falsa que es, Nacho? — ¿Por qué no ponés un poco de buena voluntad? Yo creo que si le das una oportunidad, hasta podrían llegar a ser amigas — ¿Me estás cargando, ma? ¿Valeria, mí amiga? ¡Una madrastra no puede ser una amiga! — ¿Quién dijo que no? Adem ás ella no es tu madrastra. Para eso yo tendría que estar muerta — No veo la necesidad Es una madrastra y una bruja. Todo junto Y no pienso pasar mis vacaciones de invierno con ella ¡Que te quede claro! — ¿Y se puede saber qué vas a hacer entonce-"'

En ese momento sonó el teléfono y Nacho corrió a atender. Era pa­ pá, que ya se imaginaba cómo iban las cosas por casa y quería ente­ rarse. — Papi quiere hablar con vos — dijo Nacho, m irándom e como si fue­ ra a com erm e su postre. Mamá me miraba con resignación. Volvió a suspirar largo, largo. Atendí el teléfono. — ¿Y, Malena? ¿Qué te parece el viaje? — Rebueno. A Nacho le va a encantar. — ¿Y a vos...? — No, gracias. Yo tengo otros planes. — ¿Puedo saber cuáles? — Me voy a Capilla del Monte, a la casa del abuelo. — Dame con tu madre. — Cómo no. Los dejé discutir por teléfono, mientras Nacho me miraba como si yo ya me hubiera comido su postre y me fui a mi habitación. Detesto a mi madrastra. Y ella me detesta a mí. No me soporta y me lo hace saber cada vez que me ve. Pero yo no soy ni Cenicienta ni Blancaníeves, así que no tengo por qué soportar nada. A mi hermano lo enganchó de entrada: Nachito esto, Nachito lo otro. ¡Ay, Nachito, qué dulce! Conmigo todo son críticas. No le gustan mis rastas, no le gusta mí ropa (le parece un horror que la compre en las ferias ameri­ canas), no le gusta que ande siempre en zapatillas. Me regala cosas que sabe perfectamente que jam ás voy a usar, como una blusa rosa con voladitos estúpidos que me compró para Navidad o una cartera negra de cuero, para mi cumpleaños, de esas que usan las viejas, que al final se la di a mamá. ¿Qué piensa, que me voy a vestir como ella quiere para que pueda presentarm e a sus amigas sin pasar ver­ güenza? Pobre, todavía no me conoce. Y papá, parece que tampoco. ¿A ver qué linda la blusa que te com pró Valeria? Me dijo Valeria que quiere llevarte a su peluquero. Valeria estuvo buscando zapatos para vos. ¿Pero qué le pasa a papá? Valeria dice, Valeria quiere, Valeria, Valeria. No, señor. Yo soy como soy y no me van a cambiar. Por eso se me ocurrió ir a Capilla del Monte con mi abuelo. Mi abuelo y yo nos parecemos. Además, estaba segura de que a papá la idea no le iba a gustar nada. Ja.

2. De Barracas a Capilla del Monte Desde la ventana de mi habitación veo ia plaza Colombia y las to­ rres de Santa Felicitas. Si estoy alegre, me detengo en la plaza y si estoy triste, en las torres. Ahora estaba alegre porque mamá y papá, después de una de las tantas peleas telefónicas a causa de mi perso­ na, habían decidido dejarme viajar a Córdoba. Pero también estaba un poco triste. No es que yo me alegre de que mis padres se peleen por mí. Lo que pasa es que no puedo evitarlo. Siempre soy motivo de al­ guna discusión, y aunque no me arrepiento, me da cierto malestar. A veces me gustaría que no pelearan, pero no pienso convertirm e en una tonta que dice a todo que sí solam ente para que ellos no peleen. A de­ más ya están separados y eso no es responsabilidad mía. Lo tengo bien claro. Papá se enamoró de una mujer más joven que él — Valeria— y se fue de casa. Mamá terminó haciendo terapia, pero ya anda bastante bien. Por suerte nos tiene a Nacho y a mí; no sé cuál será la suerte, pero es lo que dice ella. Mamá es periodista y trabaja en un diario. De vez en cuando tiene que hacer algún viaje y nos toca quedarnos con papá. Mejor dicho, nos tocaba, porque desde la última vez, juré que nunca más me iba a que­ dar en su casa. Valeria es insoportable. Con Nacho es diferente porque lo usa para m arcar diferencias conmigo. Y el salame no se da cuenta. Valeria es contadora. Term inó la carrera cuando ya vivía con papá, y mientras estaba estudiando, no podíamos pisar su casa durante el día. Los fines de semana que nos tocaba quedarnos con él, papá nos iba a buscar y pasábamos todo el día afuera; llegábamos a su casa dé no­ che, cuando Valeria ya estaba durmiendo. Yo me alegraba, porque no quería ni verla. Por aquella época tenía unas fantasías asesinas increíbles. Imagi­ naba que Valeria era una víbora con apariencia de mujer Yo era la única que lo sabía y me las ingeniaba para que ella misma se mordiera y se envenenara con su propio veneno. Gracias a mí, se conocía la verdad sobre la mujer víbora y me hacía famosa en el mundo entero. Papá volvía a casa y todos éramos felices otra vez. Pero nunca logré que Valeria se mordiera y además tengo reclaro que papá jam ás volverá a casa. En todo este asunto de Valeria, para él yo soy la mala de la película. No importa, me gusta ser la mala. Para bueno, ya está Nacho. A él todo le viene bien. Valeria le regala cosas

lindas, y no horrorosas como a mí, y lo acepta tal como es. Claro que Nacho es bastante aceptable, convencional, digamos, como a ella y a papá les gusta. En cambio yo, bueno, cada uno es como es Mamá me apoyó en lo de Capilla del Monte (después de todo mi abuelo es su padre) y papá term inó por aceptarlo. Yo sé que mamá, aunque no me lo diga, se alegra de que yo no soporte a Valeria; se me ocurre que para ella es una especie de revancha No sé, a lo mejor me equivoco. Una de las cosas buenas de mamá es que me banca tal co­ mo soy, eso se lo reconozco siempre, aunque tengam os nuestras dife­ rencias. Pero con mi abuelo es distinto. Tenem os toneladas de cosas en común. A los dos nos gusta cocinar, por ejemplo. Yo cocino desde que tenía siete años; me enseñó él. Mi abuelo tiene un restaurante en su casa; es chico y funciona nada más que los fines de semana. Su sueño es tener un restaurante grande, de verdad El departam ento de Barracas, donde vivo con mamá y Nacho, es suyo. Cuando mamá y papá se separaron, mi abuelo se fue a vivir a Capilla del Monte y nos lo dejó a nosotros. Es mucho mas grande y más lindo que el de Palermo, donde vivíam os con papá. Hacía rato que mi abuelo quería irse a Cór­ doba, creo que desde que murió mi abuela, pero nunca se decidía. Al fin, cuando papá y mamá se separaron, se le presentó la ocasión Ma­ má no quería quedarse en el departam ento de Palermo y empezó a buscar otro para alquilar, entonces el abuelc dijo que no, que mejor nos fuéram os a Barracas, asi él podía irse a Córdoba tranquilo sin ne­ cesidad de vender su casa que tanto quería Y bueno, Nacho y yo, feli­ ces. Siempre nos gustó el departam ento del abuelo, tan grande y anti­ guo y lleno de sol, frente a ¡a plaza Colombia. Mamá también se ale­ gró, así que nos mudamos enseguida: nosotros, a Barracas; el abuelo, a Capilla del Monte. En las vacaciones del año pasado y las de este último verano fuim os los tres, pero esta era la primera vez que iba yo sola y en invierno, Y con el frío que hace allá. A mí me encanta el in­ vierno, y cuanto más trio, mejor. Eso también lo com parto con mi abue­ lo. Dejé de mirar la plaza y las torres de Santa Felicitas y term iné de preparar la mochila y el bolso. En eso estaba, cuando Nacho entró a mi habitación para despedirse, — Ya vino papá — me dijo— , ¿Vas a bajar? — ¿Está solo? — No. Vino con Valeria.

— Entonces no bajo. — Dale, se va a enojar. — Que se enoje — Dale, no seas mala Nacho es un sentimental, qué se le va a hacer Le di un beso y un abrazo y le deseé felices vacaciones. El me las deseó a mí y bajó con mamá. Seguí m etiendo pulóveres en el bolso y al ratito apareció Nacho otra vez. — Dice papá que no nos vamos hasta que bajes vos. Tuve que bajar, si no, no me iban a dejar tranquila Papá estaba con mamá en la vereda. Nacho subió al auto y se puso a charlar con V ale­ ria — Hola, pa — ¿Qué pasa que no querés despedirte? — Ya nos habíamos despedido por teléfono. — Podemos darnos un beso, ¿no te parece? Papá me abrazó y por un segundo me sentí como cuando tenía cin­ co años y me levantaba en brazos y me hacía volar por el aire y yo me reía sin parar. — ¿No vas a saludar a Valeria? — preguntó. Entonces me desprendí de sus brazos y me estrellé contra la vere­ da. — Salúdala vos — le dije y subí corriendo por la escalera Esa noche hizo mucho frío. El cielo estaba despejado, lleno de es­ trellas. Me quedé mirando por la ventana hasta muy tarde No podía dormir y al otro día tenía que levantarm e tem prano para ir a Retiro. Las torres de Santa Felicitas, oscuras y misteriosas, daban miedo; de tanto mirarlas, me hicieron doler los ojos. Mamá me acom pañó a Retiro para tomar el micro. Me hizo mil re­ comendaciones: que la llamara por teléfono cuando llegara, que le mandara un mail, que me abrigara bien, que no jugara al póquer con el abuelo y sus amigos porque corría el riesgo de convertirm e en una ju ­ gadora compulsiva y no sé cuántas cosas más Finalmente llegó el mi­ cro, despache mi bolso, me despedí de mamá y subí Seguí salu­ dándola por la ventanilla hasta que el micro se alejó de la estación y no la vi más. Me acordé de un texto que tuve que escribir para Lengua, a partir de una frase que nos dio la profesora Me quedé parada en el

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andén, viendo cómo el tren se perdía en el horizonte”. Escribí como cinco hojas contando la historia en primera persona de una mujer que había ido a la estación a despedir a su novio que se iba a la guerra; una tragedia del principio al final. Pero en la simple realidad de mis días, era mamá la que miraba desde el andén cómo se perdía en el horizonte el micro que me llevaba a mí a Capilla del Monte, y lo más importante es que no había ninguna tragedia que lamentar: yo me iba de vacaciones y mamá viajaría a México al día siguiente, país que no conocía y que se moría por conocer. Así que todo bien. Cuando el micro llegó a la terminal de Capilla del Monte ya era de noche y llovía un montón. Había empezado a llover a la altura de Car­ los Paz, por eso el último tram o lo hicimos más despacio y tardam os bastante. Yo quería ver el Uritorco por la ventanilla, pero fue imposible. Mi abuelo iba a estar esperándom e en la terminal y pensé que su cara sería lo primero que vería cuando el micro estacionara junto al andén. Pero no, lo primero que vi fue la cara de Garufa, un amigo de mi abue­ lo que maneja un taxi. — ¡Malenita! ¡Qué alegría de verte! — me saludó. Le di un beso y le pregunté por mi abuelo, — Anda un poco engripado. Por eso vine yo. Con esta lluvia, mejor que no salga. Garufa y mi abuelo son amigos desde chicos. Los dos se criaron en Avellaneda. Cuando mí abuelo se fue a vivir a Capilla del Monte, al po­ co tiempo se fue Garufa. Vendió su casa de Avellaneda y compró otra en Capilla, y con la plata que le sobró compró un taxi. — ¿Y, Garufa, cómo va el restaurante? — le pregunté, mientras subíam os al auto. — Viento en popa, nena, viento en popa. Ya vas a ver. El comedor nos está quedando chico. Tu abuelo está pensando en habilitar el ga­ raje. Pero no se decide porque habría que tirar abajo una pared. Seguía lloviendo. Pasamos por la calle techada y abrí la ventanilla para oír el ruido de la lluvia en el techo. Se oye como un chapoteo fuer­ te y pesado. Una ráfaga de viento helado me enfrió la cara. Tenía unas ganas locas de llegar a la casa de mi abuelo y tom ar chocolate. Al final de la calle doblam os y em pezam os a subir por otra algo empinada. Me pareció oír un ruido raro. — ¡Uy! Em pezam os de nuevo... — dijo Garufa— , Es el motor. Espero que nos deje llegar...

Avanzam os un trecho y el auto se paró. Garufa trató de hacerlo arrancar, pero fue inútil — Bueno, dentro de todo la cosa no está tan mal — dijo, optim ista— . Un poco más adelante vive el Gallego, un amigo de tu abuelo y mío. Lo voy a buscar para que me dé una mano y seguimos viaje. — ¿Y yo me voy a quedar acá, sola? — Te quedás adentro del auto. Vuelvo enseguida. Pensé en las historias de extraterrestres de Capilla del Monte y el Uritorco y en esas series de televisión que siempre miraba cuando era chica, aunque me daban miedo, en las que solía haber una escena con alguien que se quedaba atrapado en un auto, mientras uno o varios extraterrestres que acababan de bajar de una nave espacial, lo am e­ nazaban desde afuera. Miré el cielo por si aparecía alguna luz extraña y bajé del auto. — Decime cuál es la casa y voy yo — le dije a Garufa, que también había bajado y ya enfilaba hacia la casa de su amigo, abandonándome a merced de los alienígenas. — ¿Cómo que vas a ir vos? ¿Con esta lluvia? Quédate en el auto que vuelvo enseguida. — No. Me da miedo. ¿Y sí el auto empieza a bajar la cuesta solo? ¿Yo qué hago? No sé m anejar — ni loca le contaba mis temores m ar­ cianos. Finalmente lo convencí. La casa del Gallego quedaba muy cerca y no tardaría más que unos pocos minutos en ir y volver. Levanté la ca­ pucha de mi campera, metí las manos en los bolsillos y empecé a ca­ minar contra el viento. Como la lluvia me daba en la cara, caminaba mirando el piso. Había poca luz en la calle, unos faroles en las esqui­ nas y eso era todo. Más que seguro que la mayor parte de las casas estaban desocupadas. Deben ser casas de vacaciones, pensé, si no, no estarían a oscuras. Me acordé de los extraterrestres y me alegré de no haberme quedado en el auto; en caso de tener que escapar, prefe­ ría estar afuera y no encerrada. Caminé una cuadra y doblé a la dere­ cha. Ya estaba llegando a la otra esquina cuando, a la luz del farol, vi algo que brillaba a un costado de la vereda, junto al cerco de una casa. Me agaché para verlo bien y me pareció que era un collar o una pulse­ ra. Lo levanté. Parecía de plata; era una cadena con una estrella. Me gustó. Miré hacia la casa; estaba completam ente a oscuras, el jardín se veía abandonado. Me guardé el colgante en el bolsillo y seguí camí-

nando. La casa del Gallego estaba en la cuadra siguiente, doblando a la izquierda. Tal como había imaginado, en cuestión de minutos se re­ solvió todo Yo al Gallego no lo conocía, pero ni bien le dije que era la nieta de Francisco y le conté lo que había pasado con el taxi, sacó la camioneta del garaje y volamos en auxilio de Garufa. El Gallego tuvo que remolcarlo hasta la casa de mi abuelo; menos mal que estábam os cerca. Cuando llegamos, mi abuelo nos estaba esperando en la galería envuelto en un poncho que le llegaba a las rodillas, con un gorro de lana hundido hasta los ojos, una bufanda que le tapaba ia nariz y con Tita y Filomena, sus dos perras, una de cada lado. — ¡Al fin! Pensé que los había raptado un plato volador.

3. Abuelito, dime tú Cuando me desperté a la mañana siguiente, no me podía mover. Al­ go apretaba mis piernas contra la pared y otro algo se me hundía en la espalda. Enseguida me di cuenta Estiré un brazo y toqué las orejas largas y peludas de Filomena. Entonces, la que estaba contra mis pier­ nas era Tita En cuanto la acaricié, Filomena se puso patas para arriba para que le rascara la panza. Tita, para no ser menos, se me acercó de un salto y em pezó a lamerme la cara Son muy cariñosas y les encanta dorm ir en las camas A mí me conocen desde que era chica. Yo tenía seis años cuando apareció Tita en la puerta de la casa de Barracas; la habían abandonado en una caja de zapatos. Mi abuelo la oyó llorar desde el balcón y bajó a buscarla. A Filomena la encontró mi abuela, dos años después, en la plaza Colombia. Estaba acurrucada debajo de un banco, toda sucia, flaca y lastimada. Mi abuela no hizo más que acariciarle la cabeza y ella se levantó y la siguió hasta su casa. Era como si la hubiera estado esperando. Mi abuelo dice que Tita y Filóme na son sus hijas de la vejez, y nunca dice “las perras”, dice “las chicas”. Un olor exquisito llegaba desde la cocina. ¿Bizcochuelo, m edialu­ nas, masitas de m anteca...? Me senté en la cama y em pecé a vestir­ me, tratando de adivinar qué estaría horneando mi abuelo. — Pancitos de canela — dijo, extendiendo hacia mí una fuente rebo sante de pequeños panes dorados— ¿Chocolate o café con leche? — preguntó. — Chocolate — le dije y me sentí una Heídi cualquiera Después de desayunar fui a dar una vuelta por el barrio con Tita y

Filomena. Todas las casas tienen jardín y todas las veredas tienen ár­ boles. No hay edificios altos. Se ve el cielo, hermoso y ceieste y limpio. Se ven los cerros. Se ve el Uritorco. Respiré hondo y sentí el aire frío y perfumado Me gusta Capilla del Monte. Me pregunté cómo sería vivir allí todo el año, como mi abuelo A él le encanta y dice que ni loco vol vería a Buenos Aires A mí me gusta Buenos Aires. Por ahora no pien­ so mudarme, lo que sí voy a hacer es viajar más seguido a Capilla. Después de cam inar poco más de media hora, Tita se cansó y se acosto en la vereda. Me senté al lado de ella para que descansara y Filomena hizo lo mismo Nos quedam os unos m inutos y volvimos. Cuando llegamos, mi abuelo estaba sentado frente al televisor, con una papa en una mano y el pelapapas en la otra. — No sabés lo que pasó — dijo, sin dejar de mirar la televisión— . En­ contraron el cadáver de una mujer en un terreno, cerca del complejo de “El Zapato". Era una enferm era de acá, de Capilla Trabajaba en el hospital. Yo la conocía Una periodista del noticiero, sentada ante una mesa con papeles, hablaba de cara a la cámara; "Mientras se aguarda el resultado de la autopsia de Mina María Naveira, enfermera del Hospital General de Capilla del Monte, que en es­ tos m om entos se está realizando en la ciudad capitai de la provincia, el subcom isario Ramón Aráoz, de la policía de nuestra localidad, declaió en rueda de prensa, hace apenas unos minutos ” La imagen se interrumpió para dar paso a un prim er plano del subcomisario, hablando delante de varios micrófonos “La enferm era tenía una herida en la cabeza, seguram ente producto de un golpe contundente. No encontram os ningún elem ento que pudie­ ra haberlo causado. Pensamos que tal vez la atropelló un auto, pero son suposiciones, nada más. Es muy pronto para sacar conclusiones ” “¿Y cómo apareció el cadáver en un terreno, lejos de la ruta?”, pre­ guntó un periodista. “No puedo decírselo. Es muy pronto para sacar conclusiones.” “¿Se trata de un asesinato, subcom isario?” , se oyó otra voz. "Yo no descartaría nada, pero es muy pronto para sacar conclusio­ nes.” Otro corte y volvió la periodista ante su mesa colmada de papeles: “Como han oído de boca del subcom isario Ramón Aráoz, no se des­ carta que la enferm era haya sido víctima de un brutal asesinato Volve­

remos con más información. Por el momento, es todo.” Mi abuelo soltó el pelapapas y agarró el control remoto para apagar el televisor. — ¿Un crimen? — dijo, pensativo— . Qué raro. Pensé que acá esas cosas no pasaban. — Pasan en cualquier parte, abuelo. Adem ás todavía no se sabe na­ da — Tenés razón. Verem os qué dicen más tarde. Ahora vamos a la cocina. ¿Me ayudás con el pastel de papas?

4. La casa del inglés Mi abuelo le pone aceitunas negras enteras al pastel de papas, y queso fresco debajo del puré; y clara de huevo batida con azúcar, por encima. Cuando lo saca del horno, le queda una capa dorada y brillan­ te, con un humito dulzón que se escapa por los costados de la fuente y unos globitos de jugo colorado, que mi abuelo dice que es por el pi­ mentón. Una delicia. No conozco a nadie que cocine tan bien como mi abuelo. Cuando term inam os de limpiar la cocina, salimos a cam inar un rato. Había sol. Ni rastros de la lluvia del día anterior. Empezamos a cami­ nar sin rumbo; Tita y Filomena iban adelante, así que, en todo caso, las que lo marcaban eran ellas. De repente, me di cuenta de que estába­ mos frente a la casa del Gallego. — Qué raro — dije— Reconozco la casa, pero no la calle. Parece to­ do distinto. — Lo que pasa es que viniste de noche y con lluvia. No podías ver demasiado. — No, es otra cosa. . — dije, mirando a un lado y a otro— . Yo no vine por esta calle... — Ah, claro, tenés que haber venido por allá — dijo mi abuelo, seña­ lando una callecita, a la izquierda de la casa del Gallego. Era una especie de callejón. Lo recorrimos despacio y enseguida lo reconocí. Por el otro extrem o desem bocaba en la calle donde, unas dos cuadras más abajo, se había quedado el auto de Garufa. — Por acá no pasa casi nadie — siguió mi abuelo— . Este terreno es del Gallego — dijo, señalando hacia su derecha— . Y de este lado — y

señaló hacia la izquierda— está la casa del inglés. Estos son los fon­ dos. El frente está en la otra calle. Pasamos junto al cerco donde encontré el colgante de plata Me de­ tuve. Era un alam brado que formaba rombos, cubierto con una ligustrina como la que tenía mi abuelo. En un momento el cerco se interrum ­ pía para dar lugar a una puerta, también de alambre, con un pasador de hierro. Fue exactam ente ahí, junto a la puerta, estoy segura, donde encontré la cadena. Con la luz del día, todo se veía mucho más aban­ donado. — Esa es la parte de atrás de la casa, ¿ves? Se veía un caminito de ladrillos con yuyos entre las junturas, que llegaba hasta una especie de galería con un alero de chapas. — Ahí está la cocina — dijo mi abuelo, señalando una puerta en la galería— . Vam os a dar la vuelta y vas a ver el frente. La casa está en sucesión. Entré una vez con el dueño de la inmobiliaria, que es amigo mío. El inglés vivía solo. Murió hará unos dos años. Lo único que te puedo decir es que la casa me vuelve loco. No sabes el restaurante que pondría yo acá... — ¿La vas a comprar, abuelo? — Ojalá pudiera. Deben pedir un montón... No, es una ilusión, nada más. — ¿Y si vendés la casa de Barracas? — No. La casa de Barracas no se vende. Es para tu mamá, para vos y tu hermano. Ustedes son lo único que tengo y me gusta saber que quieren la casa como la quiero yo. Dimos la vuelta. El terreno era muy grande, con muchos árboles. A un costado había un garaje y un galpón. La casa tenía una galería en el frente, mucho más amplia que la de la cocina, a la que daban cuatro ventanas con celosías de madera. — ¿Por qué está abandonada, abuelo? — El inglés no tenía familia directa. Parece que hay un montón de primos lejanos o algo por el estilo. Tienen que hacerse cargo de la su­ cesión y poner la casa en venta, pero no lo hacen. Esas cosas suelen llevar tiempo. Además, ninguno vive en Córdoba. — Pero la casa se va a venir abajo... — Es una lástima... — ¿Por qué no averiguás bien, abuelo? Mirá si pudieras comprarla... — Mmm... Difícil, difícil...

5. Póquer de cuatro Esa noche, el Gallego y Garufa jugaban al póquer con mi abuelo. Después de cenar, mientras los esperábamos, miramos un rato la tele­ visión. “Más noticias de la enferm era encontrada muerta esta mañana, en las cercanías del complejo de ‘El Zapato' Esta vez era un hombre quien estaba al frente del noticiero, ante una mesa no tan llena de papeles como la del mediodía. "Según el resultado de la autopsia, la enfermera Mirta María Naveira murió hace aproxim adam ente treinta y seis horas, a causa de un golpe en la cabeza, dado con un objeto contundente que le provocó la m uer­ te de manera instantánea. Se descarta que haya sido producto de un accidente automovilístico. Si bien el cuerpo fue hallado en las inm edia­ ciones de la ruta, el hecho de que estuviera en los fondos de un te­ rreno hizo tam balear desde un com ienzo la hipótesis del accidente es­ grimida por la policía. Es todo por el momento. Volverem os con más inform ación.” — Qué raro es todo esto... — dijo, pensativo, mi abuelo— ¿Quién la habrá matado? ¿Y por qué? Que yo sepa, Mirta no tenía problemas con nadie. Al contrario, en el hospital la querían todos... — ¿Cuántos años tenía? — No sé. Más de cuarenta, seguro. Estaría cerca de los cincuenta, me parece. — ¿Vivía sola? — Creo que sí. — ¿Tenía novio, amante, ex marido...? — Epa, epa... ¿Me está interrogando, señorita? — Sí, señor. Soy muy curiosa. — Bueno, en ese caso, vas a tener que hablar con Garufa. Es el chism oso número uno de Capilla y alrededores. Mi abuelo fue a preparar café y al rato llegaron el Gallego y Garufa. Me invitaron a com partir la mesa de póquer y, por supuesto, acepté. Nacho y yo jugam os al póquer desde chiquitos. Nos enseñó mi abuelo. A mamá no le gusta, pero a nosotros nos encanta. Esa noche jugam os hasta tarde. Tuve bastante suerte. Me tocó una escalera servida y ga­ né una botella de coñac y una bolsa de pasas de uva cubiertas con chocolate. Mientras doblábam os el paño de la mesa y guardábam os

las cartas, saqué el tema de la enfermera. — ¿Vos sabés algo del crimen de la enfermera, Garufa? — Lo que dijeron en la televisión, o sea, nada. — Mi abuelo dice que vos sabés todo lo que pasa en Capilla. — Tu abuelo cree que porque manejo un taxi, me entero de todo. No es tan así. — ¿Con quién vivía? — Vivía sola Sé que tuvo un novio hasta el año pasado, pero des­ pués parece que se pelearon. — Yo lo conocí al novio — dijo el Gallego— . Vívía al lado de la casa de mi hermana. Al poco tiempo de separarse de Mirta se fue, creo que a Rosario. Mi abuelo acom pañó a sus dos amigos hasta la puerta y yo encendí el televisor. Estaban dando una película de Bruce Willis. En un ángulo de la pantalla, en letras sobreim presas en rojo rutilante, se leía: “Pre­ sunto autor del crimen de la enfermera, en prisión”.

6. La importancia del perejil Tita y Filomena me despertaron temprano. Las oí ladrar en la coci­ na. Los ladridos me llegaron junto al olor del pan recién horneado. A l­ cancé a oír una voz de mujer, pero no entendí lo que decía. Mi abuelo también hablaba. Me vestí y bajé. Cuando llegué a la cocina, la puerta que da al jardín acababa de cerrarse. Fui a m irar por la ventana. Una mujer alta y flaca, vestida con un jean y un poncho negro, subió a una bicicleta y en dos segundos desapareció de mi vista. — ¿Quién es esa mujer, abuelo? — Es Adela, la hermana de Pepino, — ¿Y quién es Pepino? — Ahora te cuento, esperá que voy hasta la huerta a buscar un poco de perejil. Hoy com em os milanesas. Para mi abuelo, el perejil es el toque de gracia de las milanesas. Sin perejil, las m ilanesas no existen. Me serví el café con leche y un pan tibio y redondo que saqué de una fuente tapada con una servilleta, busqué la manteca y la mermelada, encendí la radio y me senté a desayunar. Una voz de hombre, áspera y profunda, cantaba un tango

La costumbre de desayunar escuchando la radio me viene por el lado de papá. Será por eso que al encenderla, nomás, me acordé de él, y me pasó lo que me pasa siempre: por un instante me pongo alegre, pero enseguida aparece la cara de Valeria interfiriendo en el recuerdo y la alegría se transform a en bronca. Las luces y la luna suburbana y tu am or y tu ventana, todo ha muerto, ya lo sé... la voz ronca y dolida arañaba el aire, y de repente se interrumpió, para dar paso a un boletín de último momento: “Reiteramos la información adelantada en nuestro primer boletín del día. El presunto asesino de la enfermera Mirta María Naveira se encon­ traría detenido en la comisaría primera, de nuestra localidad de Capilla del Monte A pesar de ias pruebas que lo incriminan, el involucrado, Víctor Zapiola, niega toda participación en el hecho Volverem os con más información en nuestro boletín del m ediodía.” Mi abuelo, que volvía de la huerta con un ramo de perejil y dos limo­ nes, escuchó la última parte de la información. — Ahí está Pepino — dijo— . ¿Te parecen bien las milanesas con pu­ ré de papa, batata y zapallo? — Me parecen perfectas, pero. . ¿dónde está Pepino...? — Preso, Es Víctor Zapiola, el... presunto asesino, O m ejor dicho, el perejil. Un perejil, pobre Pepino. — No entiendo nada, abuelo. — Un perejil quiere decir un tonto. Vos mira qué curioso, con lo im­ portante que es el perejil en la cocina, cuando la palabra se aplica a una persona, se la está insultando. Si dependiera de mí, perejil sería un halago — ¿Yo sería un perejil, abuelo? — Por supuesto; y yo, también. — Contame de Pepino. ¿Vos creés que sea el asesino? — No. De ningún modo. Pepino es casi un ermitaño; no se mete con nadie, no habla con nadie y es incapaz de hacer una maldad. Es un pobre tipo con una deficiencia mental, y así como te digo que jam ás le haría daño a alguien, también te digo que es absolutam ente incapaz de defenderse. — ¿Y por qué lo acusan? — Por eso, porque no puede defenderse. El terreno donde apareció el cadáver está pegado a su casa. Todavía no se sabe bien, pero pa­ rece que encontraron en su poder algunas cosas de la enferm era To­

do es muy raro, ¿te das cuenta? Por empezar, no entiendo por qué tenían que revisar su casa. Hay otras casas alrededor de ese terreno y no las revisaron. Además, insisto en que Pepino es incapaz de matar a una mosca. — ¿Y a qué vino la hermana? — Está organizando una concentración frente a la comisaría para mañana a la tarde. Va de casa en casa para hablar con la gente. Adela es muy buena persona, siempre se ocupó de su hermano. Muchas ve­ ces trató de llevárselo a vivir con ella, pero Pepino nunca quiso. Ya te dije que es un ermitaño. Ella lo ayuda igual: lo va a ver, le lleva comida, le compra ropa. La gente de la zona lo quiere mucho Es manso Pe­ pino, casi no habla, pero se hace entender perfectamente Anda siem ­ pre en bicicleta, igual que Adela. Los vecinos lo llaman para algunas changas: corta el pasto, arregla algún techo. Como te dije, la gente lo quiere. Seguro que van a ¡r todos a la concentración. — ¿Vos vas a ir, abuelo? — Claro. Y Garufa y el Gallego, también. — Entonces, yo voy con ustedes. — Muy bien. Así somos más. A la tarde fui a un locutorio. Abrí mi correo y encontré un mail de mamá y uno de mi amiga Victoria. Contesté los dos y le mandé otro a Nacho, mientras me imaginaba a Valeria caminando por la playa con pareo, sombrero, anteojos de sol y las uñas pintadas, como una actriz sexy de segunda. No, de cuarta, mejor. Cuando salí del locutorio eran más de las cinco y me moría de hambre. Mí abuelo me había prometi­ do una torta de manzanas para la merienda, así que me apuré a cami­ nar. Hacía mucho frío y con el frío me dan ganas de caminar y saltar y qué sé yo. A diferencia de la mayoría de la gente, a mí el invierno me energiza y me pone de buen humor. El aire estaba gris y quieto. Un silencio extraño parecía descolgarse del cielo. Nunca vi nevar, pero me acordé que así se describía en alguna novela que leí, el momento pre­ vio a una nevada. Quise recordar dónde lo había leído y empecé a re­ pasar m entalmente la lista de mis libros preferidos, entonces me acor­ dé de una novela en la que el inspector Maigret volvía al pueblo de su infancia, porque había recibido una carta donde le anunciaban que allí se cometería un asesinato. No me acordaba de los detalles, pero sí que hacía mucho frío y las tardes eran grises y el inspector Maigret iba

de un lado a otro del pueblo y después se calentaba junto a la estufa de la posada donde se había alojado. Entonces pensé en la salam an­ dra de mi abuelo y en el chocolate de la merienda y la torta de m an­ zanas y me apuré más. Cuando pasé frente a la casa del inglés, me acordé del colgante de plata y me di cuenta de que todavía no lo había estrenado. En el noticiero de la noche dieron un informe com pleto del crimen de la enferm era y de la situación de Pepino. Según dijeron, la policía ha­ bía encontrado en su casa la billetera de Mirta María Naveíra, con algo de plata y sus documentos. Cuando le preguntaron a Víctor Zapiola, alias Pepino, por qué la billetera se encontraba en su poder, no supo qué contestar y sólo negó con la cabeza. Y lo que es peor, muchísimo peor, es que, aparentemente, habrían encontrado el arma homicida — un viejo caño de hierro— en el galpón de las herram ientas de su casa. Todavía faltaban algunos análisis para confirmarlo, pero casi no había dudas de que se trataba del arma con que se había matado a la e n ­ fermera. Alguien hizo una llamada anónima a la policía y denunció a Pepino. Esa persona dijo que el sábado, por la noche habia visto a la enferm era entrando en su casa. “¿Habrá sospechado, en algún m o­ mento, que la aguardaba la m uerte?”, se preguntaba el periodista. — Mirá que dicen idioteces, ¿eh? — protestó mi abuelo. — ¿Seguís pensando que Pepino es inocente? — Estoy seguro. — ¿Y las pruebas? — No sé qué pensar. — Mañana es la marcha, abuelo; ¿vos creés que la gente va a ir igual, después de estas noticias? — Algunos irán y otros, no. Después de escuchar esto, muchos ya lo deben de haber condenado al pobre Pepino. — ¿Vos vas a ir? — Yo, sí. Y el Gallego y Garufa, también. Y Adela, por supuesto. — Y yo, no te olvides. Nos quedam os charlando un rato largo en la cocina. Mi abuelo se puso a cebar mate y a mí me dieron ganas de volver a com er la torta de m anzanas que había preparado para la merienda. Charla va. mate viene, entre los dos nos term inam os la torta. Me gusta hablar con mi abuelo Siempre dice cosas que me dejan pensando. Hablamos de papá y Valeria.

— A Valeria no la vas a cam biar — me dijo— . Es así y punto. ¿No te gusta? Muy bien, no tiene por qué gustarte. Tu papá la eligió tal como es, y aunque a vos te parezca malvada como la madrastra de Blancanieves, para él es dulce y encantadora. Y si para Nachito también es un encanto, bueno, está en su derecho, déjalo. — Pero es una bruja... — No importa. Es la bruja que eligió tu padre y que acepta tu her­ mano. Pero que vos, de ningún modo, estás obligada a aceptar. ¿Vale­ ria no te gusta? Muy bien, no hay ningún problema: no te gusta y se terminó.

7. La señorita Trunchbull Lo primero que hice cuando me desperté, m ejor dicho, cuando me despertaron Tita y Filomena m ientras se disputaban una pelota encima de mi cama — y de mí— fue ponerme el colgante de plata con la estre­ lla, que había guardado en el cajón de la mesita de luz. Después me vestí y bajé a desayunar. Bajamos. Las chicas se me adelantaron co­ rriendo con la pelota y fueron a sentarse debajo de la mesa de la coci­ na, dispuestas a participar de mi desayuno. Encendí la radio y em pecé a untar tostadas con manteca y m erm e­ lada. El señor de la voz áspera y gangosa cantaba otro tango. Volvió una noche, no la esperaba, traía en sus ojos tanta inquietud...Tita y Filomena, una de cada lado, apoyaron el hocico en mis rodillas y se dedicaron a mirarme fijam ente con cara de lástima. Separé algunas tostadas sin untar para ellas. Que tuve miedo de reprocharle su felonía y su maldad... Felonía Dijo felonía. ¿Qué será? — ¡Abuelo! ¿Qué es felonía? — grité bien fuerte, pensando que mi abuelo estaba en el comedor, pero no me contestó. “Interrumpimos nuestro programa Mañanitas de tango para dar paso a un adelanto del informativo del m ediodía.” La voz del locutor era clara, fuerte, bien modulada. Lo imaginé con traje y corbata, camisa impecable, pelo oscuro, sonrisa de dientes blanquísimos. “Fuentes acreditadas aseveran que el arma que puso fin a la vida de Mirta María Naveira es, efectivamente, el caño de hierro hallado en la

vivienda del detenido, Víctor Zapiola, la cual, como se recordará, linda con el terreno donde se encontró el cadáver de la infortunada mujer. De este modo, la situación del único sospechoso se toma prácticam en­ te irreversible. Volverem os con más información sobre la trágica muer­ te de la enfermera, en nuestro informativo de las doce.” Si Pepino no era el asesino, tal como decía mi abuelo, ¿cómo apa­ recían esas pruebas en su casa? ¿Y si de verdad era el asesino y mi abuelo estaba equivocado? Podía ser... ¿Pero si no era...? Una bocina interrumpió mis pensamientos. Me asomé por la ventana y vi el taxi de Garufa, Mi abuelo apareció en el jardín; venía de la huerta. En el taxi también estaba Adela. Los tres charlaron un rato. Finalmente Garufa saludó con la mano y el auto arrancó. — Malas noticias — dijo mi abuelo, entrando en la cocina— . Trasla­ dan a Pepino a una cárcel de la ciudad de Córdoba. Ya comprobaron que a la enfermera la mataron con el caño que encontraron en su casa. — Sí, lo escuché recién en la radio. — Adela está desesperada. Quería saber si vamos a ir a la concen­ tración Tiene miedo de que después de esta noticia no vaya nadie. Muy equivocada no estaba Adela. A la tarde, cuando llegamos a la plaza donde debíamos encontrarnos para m archar hasta la comisaría, apenas había unas ocho o diez personas, incluyendo a Garufa, el Ga­ llego y la misma Adela. Y en la vereda de la comisaría éram os menos todavía, ya que algunos fueron desertando por el camino. Como m ani­ festación, dábamos lástima. Adela nos agradeció a todos por haberla acom pañado y nos pidió que nos fuéramos, porque ya no podíamos hacer nada. Ella se quedaba: el comisario le había prometido que po­ dría ver a su hermano antes de que lo trasladaran. Garufa se quedó para acom pañarla y mi abuelo, el Gallego y yo nos fuim os a un bar. La tarde se había puesto muy fría. Unos escasos y pálidos relum­ brones de sol se filtraban por el cielo gris, denso de nubes. Otra vez me acordé del inspector Maigret deam bulando por el pueblo de su in­ fancia, de cara al viento, yendo a la posada donde lo aguardaba una estufa, que seguram ente sería parecida a la salam andra de mi abuelo. Cuando entramos al bar sentí calor. Algunos exageran con la calefac­ ción. Me saqué la campera, el gorro, la bufanda, los guantes y un pulóver enorme que me había puesto encima de otro y me sentí mejor. Acom odé la tonelada de ropa sobre una silla, me senté en otra y, me­ nos mal que estaba sentada, porque se me aflojaron las piernas: para­

da junto al mostrador, con la bandeja en una mano y un repasador en la otra, la señorita Trunchbull me miraba fijamente. Como si se hubiera escapado de las páginas de M a tiId a, mi libro preferido de cuando tenía diez años, ahí estaba, mirándome con des­ precio, con ganas de arrancarme las rastas o, mejor aún, de agarrarlas con su manota, como hizo con las colitas de la pobre Amanda, y revo­ learme por el aire. Sí, se notaba que a la señorita Trunchbull mis rastas no le gustaban. Se había quedado mirándome y yo la miraba a ella: una mujerona de pies enormes em butidos en zapatos de cordones, con medias tres cuartos de lana y un bermudas ancho y largo hasta por debajo de las rodillas, que enm arcaba sus poderosas pantorrillas de jugador de fútbol. Eso, por abajo, y por arriba: una carota gorda y colorada, el pelo rubio estiradísimo, recogido en un rodete alto, el cue­ llo corto y ancho, los ojos chicos y malvados. Había enfundado su cuerpo volum inoso en un delantal de mangas cortas color beíge que le llegaba a la altura de la panza, y entre cuyos últimos botones y sus correspondientes ojales quedaba un insalvable espacio de quince o veinte centím etros A esta altura de mi examen no me quedaba nin­ guna duda- era la señorita Trunchbull. Mi abuelo y el Gallego seguían hablando de Pepino. Yo no podía quitar los ojos del ogro con rodete. De repente, como si le hubieran ajustado las pilas, el ogro abandonó la inmovilidad y avanzó hacia no­ sotros a un ritmo marcial, pisando fuerte con sus zapatones. — ¿Qué se van a servir? — preguntó, como era de esperar, con vo­ zarrón de ogro. Mi abuelo y el Gallego pidieron café. Como yo no dije nada, se que­ daron mirándome los tres. — Café con leche — dije, entonces— . Con medialunas. La señorita Trunchbull se fue y mi abuelo y el Gallego retomaron la conversación acerca de la necesidad de buscar un abogado para Pe­ pino. — ¿Conocen a esa mujer? — pregunté, señalando con la cabeza a la señorita Trunchbull que en ese momento manipulaba la máquina de café express. — Yo no — dijo mi abuelo— Nunca la había visto. — Yo tam poco — dijo el Gallego— . Pero podés preguntarle a Garufa. Si él no la conoce, seguro que es una marciana. Cuando nos fuimos del bar, la marciana nos miró largamente. Esta­

ba atendiendo una mesa, de espaldas a la entrada y justo cuando mi abuelo abrió la puerta, ella giró la cabeza. Yo no le sacaba los ojos de encima, por eso me di cuenta. Nos fuim os cam inando despacio. Mi abuelo y el Gallego no paraban de hablar Yo escuchaba un poco y otro poco me distraía mirando las casas, el paisaje, el cielo y pensando en no sé qué. Capté algunas co­ sas de la conversación y otras me las perdí. Sé que además del tema de Pepino, también hablaron de Garufa y Adela, algo dijeron que no entendí del todo Me pareció que hablaban con evasivas. A lo mejor no querían que yo los escuchara. No sé En una de esas eran ideas mías. De lo que sí estoy segura es de que en un momento sentí que entre nosotros había alguien más. Fue una sensación muy extraña. Sentí... una presencia. Eso, una presencia. No tuve miedo; pero me sobresal­ té. Me di vuelta y creí ver una sombra junto a una pared. Mi abuelo y el Gallego seguían charlando como si nada. Cam inam os unas cuadras más y en una esquina nos despedim os del Gallego, que dobló hacia su casa. La sensación de la presencia no se iba Me di vuelta otra vez, pero no vi nada. — ¿Qué pasa? — preguntó mi abuelo. — Alguien nos sigue — dije, despacio — No veo a nadie —dijo él, dándose vuelta de golpe. — Yo tampoco. Pero tengo una ¡dea. Apurém onos a llegar a casa. Cam inam os a buen paso, sin detenernos ni darnos vuelta. Cuando llegamos, subí volando a mi nabitación y me asom é por la ventana. La calle por la que vinimos se veía clara y despejada a la luz de los faroles de las esquinas; alcanzaban a distinguirse más de dos cuadras, ape­ nas salpicadas por las escasas sombras de los árboles pelados de las veredas. Alejándose en dirección contraria a la casa, alguien cam inaba a paso ligero, sin despegarse de la pared. Una figura volum inosa y gro­ tesca, que a la distancia parecía una montaña avanzando sobre dos columnas. El pico de la montaña remataba en un absurdo rodete, que hacía recordar la manzana de Guillermo Tell sobre la cabeza de su hijo.

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8. El fulgor de una estrella Mi abuelo no le dio importancia al episodio de la señorita Trunchbull. Mientras preparaba una sopa de verduras para la cena, elaboró la si­ guiente hipótesis: — Seguram ente tu señorita Tru. . no sé qué vive en el barrio. Y como es nueva, no lo conoce muy bien. Empezó a cam inar y de golpe se dio cuenta de que había cam inado de más. Entonces dio media vuelta y retrocedió. ¿No te parece más sencillo que andar pensando que nos seguía? Y sí, como sencillo, era sencillo. Pero yo me guío por mi intuición. Y estoy segurísima de que la señorita Trunchbull nos seguía. Mi abuelo tiene mucha imaginación para cocinar, pero le falta talento detectivesco, que a mí — modestia aparte— me sobra. Adem ás estaba clarísim o que en el bar la cosa era conmigo La señorita Trunchbull, el ogro, la m arciana o como se llame, me miraba con ganas de matarme. Por qué, no sé Y si nos siguió cuando salim os del bar fue para ver dónde vivíamos o, mejor dicho, dónde vivía yo. Pero, ¿por qué?, volví a preguntarm e Mi abuelo me tranquilizó: — No tenés que preocuparte, no va a pasar nada Pero, si por una de esas casualidades, te la llegás a encontrar otra vez y te vuelve a mirar mal, me llamás a mí. ¿Entendiste? Entendí. Me imaginé una pelea cuerpo a cuerpo entre la señorita Trunchbull y mi abuelo — que también es bastante corpulento— y me dio risa. Esa noche nos acostamos tem prano Mi abuelo tenía mucho trabajo al día siguiente porque empezaba con los preparativos para la cena del viernes y la del sábado y el alm uerzo del domingo, que son los tres días en que su casa se transform a en restaurante. Yo me anoté para ayudarlo y quedam os en levantarnos a las siete para em pezar con el budín de pan. Puse el despertador pero me levanté siete y media. Cuando aparecí en la cocina, mi abuelo ya había puesto a remojar el pan en la leche y estaba acaram elando los moldes — Así no vale ¿Y yo qué hago? — Lo que sigue. Todo, incluyendo el horno Son cinco moldes, así que tenés para entretenerte — ¿Y vos qué vas a hacer? 1

— Arroz con leche. Es el postre preferido de Adela, y como la pobre está tan mal, Garufa me pidió que lo hiciera. Algo en mi cabeza hizo "clic”. Me vino la imagen de mi abuelo, el Gallego y yo cam inando rumbo a casa, después de dejar el bar donde la señorita Trunchbull me fulm inó con la mirada. La imagen iba acom ­ pañada de frases sueltas, no muy claras, de las cuales Adela y Garufa eran protagonistas. Filomena aprovechó mi distracción y me sacó de la mano una rebanada de pan con manteca. Tuve que darle otra a Tita para que no se pusiera celosa. — Abuelo, ¿qué onda entre Adela y Garufa? — ¿Qué onda...? — Sí, digo si pasa algo... — Ah, y... qué querés que te díga... — Eso, si pasa algo. — Afilan un poco. — ¿Afilan...? — Quiero decir que andan de novios. — Ah... — Te parece raro, ¿no? — No, para nada. — Digo, como ya tienen sus años... — ¿Y qué? Todo bien, abuelo. Si vos tenés novia, espero conocerla, ¿eh? — No, no tengo. Pero te prometo que si llego a tener, vas a ser la primera que lo sepa. Empecé a batir huevos para el primer budín de pan de la mañana. Cuando estaba metiéndolo en el horno, llegó Adela. Traía una pila de m anteles y servilletas. — Adela es la encargada de la mantelería — me informó mi abuelo— . También nos ayuda a servir las mesas. — Y a lavar los platos — agregó Adela, sonriendo y con una mirada cómplice, dirigida a mí. De repente se puso seria y se quedó mirándome, quieta, sin decir nada. Después se fue acercando, despacio, con la vista clavada en mi cuello. Yo también la miraba, me sentía rara. — ¿De dónde lo sacaste? — me preguntó, tocando mi colgante con la punta de los dedos. — Lo encontré el domingo, cuando llegué. — ¿Dónde? 1

— En la calle... cuando se paró el auto de Garufa y fui a buscar al Gallego... en la casa del inglés — dije, recordando lo que me había con­ tado mi abuelo. — ¿Qué pasa, Adela? — preguntó él. — Este colgante era de Mirta, me acuerdo bien. — ¿Estás segura? — Sí. Lo usaba siempre. — ¿No puede ser uno igual o parecido? — Sería dem asiada casualidad. Para mí, es el mismo Fíjate en la estrella. No es común. ¿Ves la filigrana? — dijo, señalando el borde, donde la plata estaba trabajada como una puntilla— . Recuerdo muy bien esta estrella. Hace un tiempo estuve internada en el hospital, cuando me operaron de apendicítis. Mirta estaba de guardia a la noche. Yo tardaba en dorm ir­ me y ella se quedaba un rato conmigo, charlando. Me gustaba mirar la estrella. Me llamaba la atención. Una vez me dijo que se la había rega­ lado alguien... un familiar, creo. — ¿Y cómo llegó a la casa del inglés? — Mirta tiene que haber pasado por ahí... ¿En qué parte la encon­ traste, Malena? — Junto a la puerta de alambre. La que está en el callejón por donde se va a la casa del Gallego. — Sí, la puerta de atrás — dijo mi abuelo. — ¿Mirta vivía en el barrio? — pregunté. — No — respondió Adela— , Vivía bastante lejos de ahí... Todo esto es muy raro. La bocina del taxi de Garufa se clavó como un cuchillo en el aire denso de la cocina. Los tres nos habíamos quedado callados en torno a mi colgante, que ya no consideraba tan mío como hacía apenas unos minutos. Adela seguía sosteniendo la estrella entre sus dedos; la m ira­ ba fijo, con el ceño fruncido. Yo miraba su cara huesuda, de pómulos salientes, sus ojos oscuros y profundos, los labios apretados. Parecía una mujer interesante Adela, y hacía un buen contraste con Garufa, que era de estilo alegre y campechano. Cuando sonó la bocina me so­ bresalté. Mi abuelo se apuró a salir y Adela lo siguió. Garufa traía el auto cargado de botellas de vino y cerveza, una bolsa de papas, otra de cebollas y una canasta de huevos. Mientras bajábamos todo y lo llevábamos a la cocina, Adela le contó lo del colgante.

— Eso quiere decir que el día que la asesinaron, Mirta estuvo en la casa del inglés — concluyó Garufa. — Exactam ente — dije yo, feliz de descubrir inclinaciones detectivescas en el buenazo de Garufa. — No se apuren a sacar conclusiones — dijo, prudente, mi abuelo. — Hay que ir a la policía — dijo Adela— A lo mejor ellos descubren algo. — No — intervino Garufa— . Primero hay que buscar una conexión entre Mirta y la casa del inglés. La polícía no lo va a hacer Ya tienen a tu hermano con el arma homicida y todo, Adela — dijo, tocándole un brazo, afectuoso— . No se van a poner a investigar cómo llegó el col­ gante hasta ahí. Te van a decir cualquier cosa; no les importa. Noso­ tros tenem os que buscar esa conexión. Garufa era de ios míos, no había dudas. — A mi no se me ocurre ninguna conexión — dijo mi abuelo— . No sé qué puede haber en común entre Mirta y el inglés, salvo que los dos están muertos. — No. Entre Mirta y el inglés, no — corrigió Garufa— . Entre Mirta y la casa del inglés. No se olviden que el hombre murió hace más de dos años. — Un m om entito — dijo Adela, levantando una mano— . Sí hay una conexión entre Mirta y el inglés. En la época en que a mí me operaron, el inglés estuvo internado en el hospital Ella hacía guardia de noche y se quejaba porque él le daba mucho trabajo. Me acuerdo que una vez me contó que tenía que ir a verlo a cada rato porque gritaba o tenía pesadillas o algo por el estilo. — Mirta era enferm era del hospital y además daba inyecciones. Se­ guram ente conocía a toda Capilla — sentenció mi abuelo con su pru­ dencia habitual. — Es cierto — dijo Adela— . Con eso no hacemos nada — Pero no hay que descartarlo — dije, mientras desfilaban por mi ca­ beza todas las cosas sucedidas desde que llegué a Capilla: la lluvia del domingo, el desperfecto del auto, el colgante, la casa misteriosa del inglés, las noticias del crimen de la enferm era...— . Quiero decir que a lo mejor hay otra cosa — seguí— , no sé, algo. Habría que averiguar si entre la enfermera y el inglés no existía alguna relación especial... dife­ rente de la que tenía con el resto del pueblo. Garufa se quedó pensativo; Adela, también. Mi abueio empezó a

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acom odar las botellas de cerveza en la heladera. Yo fui hasta el horno a ver qué tal andaba mi budín de pan. Volví a pensar en el colgante. Yo no soy supersticiosa, pero me dio no sé qué dejárm elo puesto. A ho­ ra que sabía que había pertenecido a la enferm era asesinada, me da­ ba cosa, qué sé yo. Me lo saqué y lo dejé en el armario del comedor, dentro de un platito de cerámica, pensando en volver a guardarlo, más tarde, en la mesita de luz. — Bueno — suspiró Garufa— . Me voy a trabajar. Tengo algunos viajecitos hasta la tarde y de paso.. — dijo, enigm ático— ... a lo mejor se me ocurre algo.

9. El collar de la reina Garufa no volvió en todo el día. Según mi abuelo, debe de haber te­ nido bastante trabajo, porque si no, se hubiera acercado aunque más no fuera un ratito, Adela se quedó a almorzar con nosotros y después se fue a la ciudad de Córdoba para ver a un abogado que le recom en­ daron para el pobre Pepino. Cuando saqué del horno el quinto budín de pan, ya eran las cinco y media de la tarde. Mi abuelo seguía asando m orrones y berenjenas y picando kilos de ajos. Y todavía faltaba preparar la masa para los pan citos de cebolla y los arrollados de queso y ají picante. Esa noche nos acostamos temprano. Quise mirar una película por televisión, pero me quedé dormida. Me resistía a irme a la cama porque pensaba que a lo mejor venia Garufa con alguna buena idea para el enigma de la enfer­ mera y el inglés, pero no. Ni siquiera apareció. A las ocho de la mañana me despertó un bocinazo Garufa por su­ puesto. Tita y Filomena bajaron ladrando de mi cama y fueron a recibir­ lo. Yo me vestí a las apuradas y casi me caigo por la escalera En la cocina se mezclaban los olores del café recién hecho y el pan casero que mi abuelo acababa de sacar del homo. — Espero que traigas noticias, Garu, si no, no te invitamos a desa­ yunar — dije. — Traigo. Y bastantes. Así que mi desayuno va a ser abundante. Es­ toy levantado desde las seis y apenas tomé dos mates. Tuve que llevar a una señora hasta Cruz del Eje. Mi abuelo ya había puesto las tazas para Garufa y para mí. Él tom a­ ba mate, m ientras seguía am asando pan Yo serví el café con leche

— ¿Y, Garu? ¿Qué averiguaste? — Bueno, empiezo por el principio — dijo, arrancando con un suspi­ ro— . Ayer, mientras hablábamos de Mirta y el inglés, me acordé del viejo Saturnino. ¿Te conté alguna vez de Saturnino, Francisco? — Mil veces — dijo mi abuelo— . No lo conozco, pero con todo lo que me contaste, es como si fuera mi vecino, — Saturpino es más viejo que tu abuelo y yo juntos — dijo, dirigién­ dose a mí— . Vivió toda su vida en Capilla y es el chism oso más grande que conozco. — Cómo será que es más chism oso que él — dijo mi abuelo, seña­ lando a Garufa con la cabeza. — Sí, señor. Más viejo y más chism oso que yo. Bueno, lo fui a ver. Trabajé hasta eso de las cinco y aparecí por su casa con unos bizco­ chos para el mate. Ah, Francisco, te traje unas plantitas de romero; no sabés la huerta que tiene el viejo. Me dio perejil, también; lo dejé en casa. No lo traje porque vos tenés mucho. — Contá del inglés, Garufa — le dije— , si no, vas a term inar a la hora del almuerzo — Sí, tenés razón Bueno, mientras Saturnino preparaba el mate, le pregunté directam ente qué sabía del inglés, de su casa y de la posible relación con Mirta. Para eso, tuve que contarle lo del colgante que en­ contraste. Saturnino te cuenta, pero tenés que pagarle contándole al­ go, si no, no te dice nada. Bueno, la cosa es así: parece ser que hace muchos años, cuando el inglés vino a vivir a Capilla, corría el rumor de que el tipo había robado un collar de diam antes de la reina, y que por eso se había escapado de Inglaterra para venir a parar a estos pagos. Rumores, como se darán cuenta. Después, el tiempo fue pasando y se dejó de hablar del asunto. Además el inglés era un tipo que vivía con lo justo. Tenía su casa bien puesta y nada más. Cultivaba sus verduras y creo que hasta llegó a fabricar dulces para vender, con la fruta de sus árboles. Se imaginan que si hubiera robado ese collar, podría haber vivido un poco mejor... — ¿Y quién te dijo que el tipo no vivía bien? — dijo mi abuelo— . Te­ nía una casa hermosa, con lindos muebles, cuadros... yo los vi. Segu­ ramente tenía todo lo que necesitaba, ¿para qué más? — Sí, pero nadie roba un collar de diamantes, nada menos que de una reina, para después encerrarse en una casa a fabricar m ermela­ das con las frutas de su huerto — dijo Garufa, mientras se servía un

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segundo café con leche. — ¿Y quién dijo que de verdad robó el collar? — siguió mi abuelo— . Son chismes, nada más. — Serán chismes — intervine yo— , pero ese collar puede ser el m oti­ vo que llevó a la enfermera a visitar la casa del inglés. Los dos me miraron como si hubiera dicho una barbaridad. O una genialidad, no sé. — ¿Qué tal si la enfermera fue a la casa del inglés para robar el co­ llar? — seguí, inspirada por mi querido inspector Maigret. — ¿Y quién la mató? — preguntó mi abuelo. — Alguien que también quería el collar — dijo Garufa, inspirado vaya a saber por quién. — Bueno, bueno — suspiró largo mi abuelo— . ¿Qué les parece si ponemos una agencia de detectives? — No es mala la idea — dijo Garufa, pensativo— Me refiero a lo del collar... Si Saturnino conoce la historia, seguramente otros la cono­ cerán también... — Pero es una historia vieja, Garufa — insistió mi abuelo— . A ver, decime por qué no intentaron robarlo antes. — Supongo que cuando él vivía sería más difícil. Ahora la casa está deshabitada. — Hace tiempo que está deshabitada. Nunca supe que nadie entrara a robar. Conozco la casa por dentro. Fui con Tito Garay, el de la inm o­ biliaria. Están todos los muebles y cuadros que tenía el inglés, no falta nada, Y son cosas buenas, te aseguro. Garay hizo el inventario y me dijo que está todo tal como lo dejó el viejo. Y Garay es un tipo honesto, lo conozco. ¿Querés decirme por qué no entraron antes? ¿Por qué justo ahora? — No sé por qué justo ahora. Es una posibilidad, nada más — dijo Garufa. — ¿En qué año vino el inglés a la Argentina? — pregunté, — Antes de la guerra, me dijo Saturnino. En la década del treinta. — En 1934 — dijo, seguro, mi abuelo. Garufa y yo lo miramos, sorprendidos. — Bueno... — sonrió mi abuelo— , si le prestan atención al frente de la casa, van a ver que sobre la puerta hay un bonito trabajo de mampostería donde está la fecha. Es una especie de óvalo enmarcado por hojas y flores, donde está grabado el año: 1934. Se lee clarito. Por lo

menos, ese es el año en que se construyó la casa. A lo m ejor el inglés vino antes. Lo que Tito Garay me dijo fue que la casa la hizo construir él. — O sea que en 1934 ya estaba en Capilla del Monte... — dije yo que, aún bajo la inspiración del inspector Maigret, ya estaba cocinando algo en mi cabeza. Y como precisam ente de cocinar se trataba, aunque con otros in­ gredientes, mi abuelo empezó con las directivas para ¡a comida de la noche. Garufa se encargó de preparar el comedor, lo cual consistía en correr algunos muebles, sacar otros y llevarlos a los dormitorios y colo­ car las mesas individuales y ias sillas que tenían apiladas en el garaje. Yo quise encargarm e de la salsa agridulce para el carré de cerdo, pero mi abuelo no me dejó Me dijo que la salsa era su especialidad y que primero iba a tener que aprender a hacerla bien, así que me propuso que pelara papas y batatas, mientras él la preparaba y me iba ense­ ñando los secretos paso a paso Me pareció bien. Me encanta cocinar y con el único que puedo aprender es con mi abuelo, porque a mamá no le gusta Ella cocina lo indispensable y nada más; y eso, cuando tiene ganas, porque casi siempre cocino yo. Al mediodía llegó Adela con flores para el comedor. Lo primero que hice fue contarle lo que había averiguado Garufa con el viejo Satur­ nino. Se quedó m irándom e con los ojos tristes. Me dio la impresión de que no me escuchaba. — La situación de Pepino es muy delicada — dijo— . Ayer hablé con el abogado. Hay pruebas. No sé... No sé qué podemos hacer.. Ahora me quedé yo mirándola. Tenía los ojos vidriosos y se mordía el labio superior. No supe qué decirle.

10. Fiebre del sábado a la noche La cena del viernes salió espectacular. No vino mucha gente Mi abuelo me dijo que el dia fuerte es el sábado. El viernes vienen grupos reducidos y más o menos son siempre los mismos amigos, amigos de los amigos y cosas por el estilo. A mi me vino bien que fueran pocos, porque así pude practicar com o moza. Y además como ayudante de cocina y lavaplatos La verdad, nunca en mi vida había trabajado tanto, y eso que Adela y Garufa también hicieron de todo Mi abuelo casi no salió de la cocina, solamente al final, cuando ya todos habían comido y él apareció como un rey, con su gorro de cocinero y lo aplaudieron y lo felicitaron por la comida Espectacular, mi abuelo. Todo el mundo se fue tarde, pero a mí me mandaron a dorm ir antes porque, como dijo Adela, soy joven y tengo que descansar bien y al otro día había que seguir trabajando. En cambio ellos, que son viejos, duermen menos y siempre se levantan temprano, se acuesten a la ho­ ra que se acuesten... Y debe ser cierto nomás, porque la mañana del sábado me levanté a las diez — eso que había puesto el despertador a las ocho— y mi abuelo ya estaba en la cocina am asando fideos y con tres salsas diferentes cocinándose a fuego iento sobre las hornallas Y bueno, una hace lo que puede. Eso si, me levanté muerta de hambre, debe ser por todo lo que trabajé A las once aparecieron Adela y Garufa y al rato llegó el Gallego, que los sábados ayuda siempre. Como eran muchos me dieron franco has­ ta la tarde, así que aproveché para ir hasta el centro del pueblo a des­ pejarme un poco y a averiguar algunas cosas La verdad, yo tenía un plan, bueno, digam os algo parecido a un plan, y estaba esperando la oportunidad de ponerlo en práctica. Cuando volví, eran más de las dos de la tarde Adela, Garufa y el Gallego ya se habían ¡do y mi abuelo dormía la siesta Me había deja­ do una nota en la mesa de la cocina “Tenés un plato de fideos en la mesada. Calentalos en el m icroondas Me acuesto un rato. Si a las cin­ co no me levanté, despertam e ¿Qué hiciste en el locutorio que tardas­ te tanto?” Buena pregunta Qué hice en el locutorio. Pensé que los iba a encontrar a todos trabajando, llegué lo más rápido que pude para contarles y resulta que se fueron a dormir la siesta ¿No era que los viejos dormían poco?

Lo primero que hice en el locutorio fue revisar mi correo. Tenía tres mails. Los abrí por orden de llegada. El primero era de mi amiga Victo­ ria. Quinientas mil palabras desesperadas para contarme que Matías, su amor imposible, acababa de estrenar novia y, lamentablemente, no era ella. El segundo, por suerte mucho más breve, era de Nacho. Para mi afortunado hermano, Brasil era espectacular; papá y Valeria, m ara­ villosos y yo, una estúpida por perderme tanta felicidad. Abrí el tercero. Después de contarme lo bien que lo estaba pasando en México, mamá lamentaba tener que com unicarm e que su viaje se prolongaría cuatro o cinco días más de lo previsto y que yo iba a tener que ir a la casa de papá hasta que ella volviera. Le contesté brevemente: “Ni loca. Me quedo con el abuelo hasta que vuelvas vos”. Comí los fideos, miré un poco de televisión y enseguida se hicieron las cinco. Mi abuelo bajó de su habitación, precedido por Tita y Filom e­ na que, apenas me vieron, corrieron a saludarm e a lengüetazos. En eso estábamos, cuando aparecieron Garufa y Adela. Mi abuelo preparó el mate y empezó a hornear pancitos, y antes de que Adela y Garufa se pusieran a ordenar el comedor, conté lo que había averiguado en el locutorio. Desde luego, obvié el maíl de Victoria, que no venía al caso; el de Nacho, que no importaba para nada y el de mamá, que no sé si importaba o no, pero que tam poco venía al caso, y fui a lo realmente importante. — En el año 1930 robaron un diam ante enorme y valiosísim o en un museo de Londres — dije de un tirón. Hice una pausa para crear suspenso, que dio buen resultado porque los tres se inmovilizaron al mismo tiempo y me miraron, sorprendidos. — Nunca se supo quién lo robó y el diam ante jam ás apareció — seguí— . Lo llamaban “la piedra toledana” y pertenecía a una duquesa que había aceptado exponerlo en el museo junto con las joyas de otros nobles, porque era el cum pleaños de la reina y lo festejaban así, m os­ trándole a la gente sus riquezas. Los tres seguían inmóviles, m irándom e con la boca abierta. No supe si de admiración o porque pensaban que me había vuelto loca. — Estuve navegando por internet — aclaré, por las dudas— . Aprendí varias cosas de los diamantes, por ejemplo, que los más grandes y fam osos tienen nombre y una historia que se puede rastrear por años y años. Parece ser que “la piedra toledana" perteneció a un marqués español, de Toledo, que vivió en el siglo XVIII y la tenía en su casa, en

una vitrina, porque necesitaba verla todos los días para seguir vivien­ do. Digamos que el diamante venía a ser lo más importante de su vida, o algo así. Pero resulta que uno de sus hijos, que era un jugador y bo­ rracho perdido, un día lo sacó de la vitrina y se lo llevó a Inglaterra para venderlo. Y cuentan que el pobre marqués se murió de tristeza una semana más tarde. Lo que vendría a confirm ar que era cierto que lo necesitaba para vivir. — ¿Vos querés decir — empezó mi abuelo, con cara de no te creo nada— que el inglés, este inglés que vivió tantos años acá, en Capilla, robó el diamante ese de la historia que leiste en internet...? — ¿Y por qué no? — fue lo único que se me ocurrió responder. — Porque si fuera así, alguien ya lo habría descubierto. — El diam ante jam ás apareció, abuelo. Así que cualquiera que lo haya robado, lo ocultó muy bien. — Demasiada fantasía. Ni siquiera sabés si la historia es cierta o si la inventaron para entretener a la gente que navega por internet. — No, abuelo. Me metí en una página que se llama “Los robos más grandes del siglo XX” . Es cierto. — Está bien. No te discuto la información, pero sim plem ente no pue­ do creer que porque en Inglaterra se haya robado un diamante en 1930, el ladrón tiene que ser necesariamente un inglés que vino a vivir a Capilla del Monte unos años después. — Pero no vas a negar la coincidencia — dijo Garufa, que se había quedado pensativo— . Saturnino habló de un collar de diamantes y el artículo de internet, de un diamante. Yo diría que es casi lo mismo. De­ be haber trascendido algo cuando el inglés vino a vivir acá, una parte de la verdad, una sospecha, qué sé yo, algo, en fin, que los rumores y la fantasía de la gente convirtieron en un collar de diamantes — Si todo esto pasó así, es muy probable que la enfermera haya en­ trado a la casa del inglés para robar el diamante o el collar de la reina, para el caso es lo mismo, y alguien que también conocía la historia la mató para quedarse con la joya — seguí yo— . Es más, el asesino pue­ de haber sido el cómplice de la enfermera. Entraron juntos a robar, en­ contraron el diamante, él la mató, sacó el cadáver y lo llevó al terreno que está al lado de la casa de Pepino. — Yo te agradezco lo que estás haciendo — dijo Adela, conm ovida— , pero no entiendo cómo se puede probar todo eso. — Precisamente ese es el problema — dijo mi abuelo, señalándome

con el dedo— , que estés tan segura de algo de lo cual no tenés ni una sola prueba. Son conjeturas, nada más. — ¿Cómo explican, entonces, el colgante de la estrella que encontré en la vereda del inglés? — No tengo la menor idea — dijo mi abuelo— . Lo que sí sé es que si no sigo cocinando, no term ino ni a las doce de la noche. Nadie agregó nada y cada cual fue a sus tareas. Yo también. La ce­ na del sábado iba a ser muy concurrida. Ya había siete mesas reser­ vadas, más otras cinco sin reservar, pero que, según mi abuelo, segu­ ramente se iban a ocupar, A las ocho de la noche ya estaba todo listo; las mesas preparadas, las luces encendidas, Garufa con un delantal a cuadros largo hasta las rodillas, Adela con un delantal más corto y cofia, yo también con cofia (ridiculam ente puesta sobre las rastas a pedido de mi abuelo, que in­ sistió en que me daba un toque exótico), el primer tango de la noche rezongando (como dice Garufa) en el equipo de música, Tita y Filom e­ na en la cocina con mi abuelo, y los olores tibios que se escapaban de las ollas y el horno, impregnando toda la casa e invitando a disfrutar del placer de la comida Alrededor de las nueve empezó a llegar la gente y a las diez ya es­ taban casi todas las mesas ocupadas. Adela, Garufa y yo íbamos y veníam os del com edor a la cocina y de la cocina al com edor como si nos hubieran program ado nada más que para eso. Menos mal que a las diez y media apareció el Gallego para dar una mano. Tita y Filom e­ na estuvieron todo el tiempo en la cocina; mi abuelo les enseñó que cuando su casa funciona como restaurante, tienen que quedarse ahí hasta que se vayan todos. Las cosas estaban saliendo muy, pero muy bien. Por lo visto, mi abuelo no sólo sabe cocinar, sino que es un gran organizador Por más que Garufa, Adela ei Gallego y yo trabajáram os un montón, el que movía los hilos desde la cocina era él. La gente estaba feliz. Alababan la comida, el vino, la música; además se conocían y charlaban de m e­ sa a mesa. Yo me sentía tan bien, que me puse a hacer planes para instalarme en Capilla como socia de mi abuelo cuando abriera un res taurante más grande. En eso andaba, cuando pasó algo que me estro­ peó la noche La cosa fue asi: yo estaba en mitad del trayecto cocinacomedor, llevando una bandeja con tres platos de tallarines con brócolis cuando sonó el timbre de la puerta y Garufa fue a abrir. Oh, sorpre­

sa. ¿Quién apareció? Nada menos que la señorita Trunchbull. en com ­ pañía de un hombre y una mujer. Ahí me quedé, en el centro del co­ medor, a unos pasos de la mesa que aguardaba los fideos, mirando a la odiosa giganta que también me miraba, aunque esta vez, sonriendo. Vacilé unos segundos, me tem bló un poco la bandeja, pero logré llegar a la mesa y repartir los platos Mientras tanto, Garufa ya habia acom ­ pañado al trío recién llegado hasta la última mesa libre Corrí a refu­ giarme en la cocina. — ¡La señorita Trunchbull! — casi grité, con cara de horror Mi abuelo acababa de colocar el último huevo frito sobre, una fuente de costillitas a la riojana para que Adela la llevara al comedor. Los dos me miraron, sorprendidos — Está acá. Vino con un hombre y una mujer — seguí, desesperada. — ¿Y cuál es el problema? — dijo mi abuelo, lo más tranquilo— Vi­ nieron a comer. — ¿Quieren explicarm e de quién hablan? —dijo Adela — De una m ujer que el otro día la miró a Malena con mala cara — Con ganas de pegarme me miró. Y no es una mujer, es un ogro. Y además nos siguió hasta casa. — Voy a tom arle el pedido y de paso me fijo si la conozco — dijo Adela, mientras salía con la fuente de costillitas a la riojana En ese momento entró Garufa. — Los de la mesa ocho quieren champán — dijo — ¿Los que entraron recién? — pregunté— ¿La giganta y los otros dos? ¿Los conocés, Garu? — No. Nunca los había visto. ¿Por qué? Le conté rápido mi asunto con la señorita Trunchbull, mientras mí abuelo rezongaba, parado frente a la heladera abierta. — ¿Qué pasa, Francisco? — le preguntó Garufa. — Quedan dos botellas de champán ¿Qué pasó, Garufa? ¿Por qué no trajiste más? — Me pareció que no hacía falta. Si nadie pide.. — Ahora pidieron. Y mirá si piden más. No me gusta aridai escasam — ¿Andar qué? — Escaso, nena, escaso — me aclaró Garufa— . Bueno, ¿y ahora, qué hacemos? — preguntó. En ese momento entró el Gallego. — Los de la ocho reclaman el champán — dijo— . Parece que tu ami-

guita tiene sed, nena. ¿La viste? — Como para no verla... Garufa envolvió la botella de champán en una servilleta blanca, la acomodó en un balde plateado lleno de hielo y salió de la cocina. Casi choca con Adela, que venía con el pedido de los de la ocho. — Tu ogro es un encanto, Malena — dijo, sonriente— . Se llama Mar­ garita. Se presentó ella misma. Me contó que está trabajando en el bar San Antonio. Llegó hace poco de Marcos Juárez y piensa quedarse a vivir en Capilla. El hombre y la m ujer son unos amigos que están de paso. Me preguntó por vos. — ¿Por mí? ¿Por qué? — Me dijo que te parecés mucho a la hija de una amiga. — Debe odiarla, pobre chica. — Es una mujer agradable. A lo m ejor lo que no te cae bien es su aspecto. Es un poco.,. — dudó Adela. — Un poco, no. Del todo horrible, querrás decir, — No prejuzgues, pobre mujer. No le contesté. Mi abuelo terminó de preparar la tabla de quesos y fiambres que pidieron los de la ocho y se la entregó a Adela. Volví a pensar en la tarde en que conocí a la señorita Trunchbull en el bar, me concentré en su cara cuando me miraba fijam ente y decidí que no, que con toda seguridad, la señorita Trunchbull no podía ser ningún encan­ to, sino todo lo contrario, y que la historia esa del parecido con la hija de una amiga era un pretexto para sacarle a Adela alguna información sobre mí. ¿Qué le habría dicho Adela? Que era la nieta del dueño del restaurante y que venía de Buenos Aires, otra cosa no se me ocurría. Eso meditaba, cuando me di cuenta de que mi abuelo me estaba ha­ blando. — ¿Por qué no lo acom pañas y tom as un poco de aire? No tenía la m enor idea de qué me hablaba. — ¿En qué estabas pensando, Malena? Dale, acom páñalo a Garufa a lo del Gallego a buscar champán. Sí, un poco de aíre me iba a venir bien. El auto de Garufa estaba es­ tacionado en la esquina. Me puse a mirar el cielo. En Buenos Aires no se ven tantas estrellas. — ¿Estás buscando un plato volador? — dijo Garufa. Subimos al auto y volví a contarle, pero ahora con detalles, mí ex­ traña relación con la señorita Trunchbull. 1

— No puedo creer que a Adela le haya gustado. Me dijo que era un encanto — le comenté. — Adela es muy generosa. A lo mejor la señorita Trucha, como vos la llamas... — Trunchbull. — Eso. Quiero decir que a lo mejor es una víbora y Adela no se va a dar cuenta hasta que la muerda. Una luz, Garufa. Yo pensaba lo mismo. De entrada me di cuenta de que la señorita Trunchbull era una víbora. Eso sí, yo no pensaba po­ nerle la mano para que me mordiera. No hicimos más que estacionar frente a la casa del Gallego, cuando se abrió la puerta y una mujer menuda y gordita nos saludó agitando la mano. Era Beatriz, su esposa. Nos estaba esperando con cuatro bote­ llas de champán en una bolsa. El Gallego le había avisado por teléfono que íbamos a pasar a buscarlas. — Bueno, Male — dijo Garufa, otra vez al volante— , vamos rápido, no sea cosa de que la señorita Trucha se haya tom ado las dos botellas de champán que quedaban y quiera más. — T ru n ch b u ll— corregí. — Eso. Tiene pinta de buen com er y buen beber. — Pinta de ogro tiene. Doblamos por el callejón al que dan los fondos de la casa del inglés. Un hombre apareció en la esquina y caminó en dirección a nosotros, pegado al cerco. De repente, levantó la cabeza y nos miró. La luz de la calle no alcanzaba para distinguir los rasgos de su cara, apenas pude ver un bigote. Todo pasó muy rápido, pero tuve la sensación de que se sorprendió al vernos. Llevaba un impermeable muy largo, de color cla­ ro y un sombrero como los que se usaban hace m uchísim os años. — Qué raro, un hombre con sombrero — dije. — Qué raro, un hombre — dijo Garufa— . Por acá nunca pasa nadie. Y menos a esta hora. El hombre siguió caminando pegado al cerco; me pareció que se apuraba. Al doblar la esquina me di vuelta, pero no lo vi; había desapa­ recido. Cuando llegamos, mi abuelo me sacó la bolsa de un tirón. — Mejor las pongo en el frízer. Seguro que piden más — dijo, un po­ co nervioso. Me quedé mirándolo.

— Ya van por la segunda — me dijo— . Los de la mesa ocho — aclaró— . Y Margarita va por el cuarto plato de pastas. Margarita. Dijo Margarita. Me fui unos minutos y cuando volví ya la llamaba Margarita. ¿Qué había pasado durante mi ausencia? — Es muy simpática, Malenita, no te enojes — siguió mi abuelo, le­ yéndom e el pensamiento, como quien dice— . Charla con todos, hace chistes, se ríe mucho y... come sin parar. — Y toma — dijo Garufa, guiñándom e un ojo— . Es completa la seño­ rita Trucha. — Trunchbull. — Eso. Después de la segunda botella siguió la tercera. Y después del cuar­ to plato, aparte de la entrada, siguieron los postres; tres, para la señori­ ta Trunchbull. Y también la cuarta botella de champán. Adela y el Ga­ llego fueron los encargados de atenderlos toda la noche. Yo me dedi­ qué a las mesas que estaban lo más lejos posible de la ocho. Trataba de no mirar a la señorita Trunchbull, pero sentía que me clavaba los ojos cada vez que me tenía a su alcance. En un momento, al salir de la cocina, le eché una mirada rápida: se reía con los de la mesa vecina, estaba coloradísim a y como a punto de explotar. Cuando term inó el café, se paró y dijo, con voz de ogro contento: — Quiero pedir un aplauso para el cocinero y..., quiero conocerlo..., — terminó, haciéndose la mimosa. Todos aplaudieron. No pude dejar de mirarla. Sonreía y aplaudía con golpes de tambor. Las mejillas parecían dos m anzanas deliciosas; el pelo estiradísimo, con el rodetito coronando la cabeza; la extraña vestim enta estilo cazador, con los bermudas, las medias tres cuartos y los zapatones abotinados... Parecía irreal, y sin embargo, ahí estaba. En un momento, entre el ruido de los aplausos y los vivas al cocinero, sus ojos se fijaron en mí. Fue algo rápido, breve, pero muy claro, como si me dijera “¿Ves? Los tengo a todos de mi parte. Por más que digas que soy un ogro, nadie te va a creer”. Mi abuelo salió de la cocina y los aplausos crecieron. La señorita Trunchbull se adelantó, le dio la mano y lo felicitó. Después, dirigién­ dose a todos, dijo: — Bueno, si ustedes me permiten, me gustaría bailar un tango con mí amigo, aquí presente — y señaló al hombre que estaba en su m e­ sa— que es un gran bailarín, el m ejor de Marcos Juárez y alrededores

— terminó, levantando aún más la voz, como un ogro gritón. Todos se entusiasmaron y empezaron a correr las mesas. El G alle­ go subió el volumen del equipo de música y preguntó sí ese tango es­ taba bien o si ponía otro. — Preferiría el de Fresedo que escucham os hace un rato — dijo el hombre, acercándose a su increíble compañera de baile. El Gallego le hizo caso, se oyeron los primeros acordes y la original pareja — al lado de ella, él era Pulgarcito— em pezó a bailar. Los de­ más los miraban en silencio. Yo no sé bailar tango, pero me di cuenta de que bailaban muy bien La gente los miraba con admiración, inclu­ yéndolo a mi abuelo, que de tango sabe bastante. Me sentí sola. Yo era la única para quien esa mujer era la horrible señorita Trunchbull. Para los dem ás era Margarita; la simpática, divertida y graciosa M arga­ rita que bailaba el tango divinam ente con el mejor bailarín de Marcos Juárez y alrededores. Esas eran mis reflexiones, cuando alguien me codeó un brazo. — ¿Querés decirm e a quién quiere engrupir la señorita Trucha esta? — Trunch... No, tenés razón, Garu. Trucha. Es la señorita Trucha Y no sé a quién quiere engrupir, pero estoy segura de que ni a vos ni a mí nos engrupe. Segurísima, Garu.

11. Un olvido imperdonable El dom ingo amaneció con lluvia. Al menos, para mí. Me desperté a las once con el ruido de las gotas sobre el alero de mi ventana. Según mi abuelo, que estaba levantado desde temprano, empezó a llover después de las nueve. — ¿Qué pasa cuando llueve, abuelo? ¿La gente viene igual? Yo tenía la secreta esperanza de que la lluvia desalentara a sus clientes y no viniera ninguno. — Vienen igual, y eso que no están acostum brados a que llueva. Acá los inviernos suelen ser secos. Ahora no sé qué pasa El tiempo se puso loco. Pero no te preocupes, va a ser poca gente. Más o menos como el viernes. ¿Tan preocupada me vio? El episodio de la señorita Trucha me alte­ ró bastante, pero no pensé que se me notara. — El trabajo de hoy va a ser liviano — siguió mi abuelo, decidido a

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darme ánimos— . Cuatro mesas. Pero vos ya trabajaste bastante, así que si querés tomarte el día franco, tenés permiso. Bueno, no era para tanto. Después de todo, no había pensado de­ sertar. Cuatro mesas, sí comparamos con el gentío del sábado, no eran nada. — No, está bien, abuelo. Contá conmigo. ¿Qué querés que haga, ahora? — Prepará la ensalada rusa, mientras voy un ratito al garaje. Tengo que afilar unos cuchillos. Garufa ya debe de estar por llegar. Seguro que fue a darle de comer a Chucho, el perro de Pepino — dijo, mientras salía de la cocina. Tita y Filomena dormían, debajo de la mesa; Una de las dos reso­ plaba cada tanto, como acom pañando los tangos de la radio. Che, papusa, oí, los latidos angustiosos de mi pobre corazón... Che, papusa. La voz del cantor de tangos era suave, melodiosa. El golpeteo de la lluvia, también. Empecé a cortar las papas y las zanahorias. Tita y Fi­ lomena salieron de abajo de la mesa y se me pusieron una de cada lado, mirándome fijamente. Querían zanahoria. Les di un pedazo a ca­ da una y después no las miré más. Conozco su táctica: miran fijo, con cara de tengo hambre para que uno se conmueva y las alimente todo el día, sin parar. Tita me hociqueó una pierna. Filomena me puso una pata sobre el pie. Les di otro pedazo de zanahoria. En eso estábamos cuando apareció Garufa. — ¿Y, Male? ¿Cansada? — No para nada. Adem ás lo de hoy va a ser liviano. Cuatro mesas, dijo mi abuelo. — Eso mismo. El dom ingo es un día tranquilo. Un día tranquilo era lo que yo necesitaba. Las chicas seguían inten­ tando conm overm e con las miradas. Mi abuelo vino del garaje con los cuchillos afilados. — No les hagas caso — dijo— . Ya comieron bastante. Las dos entendieron y volvieron al refugio de la mesa. Garufa empe­ zó a preparar el com edor para el almuerzo. Aquella. . de la que todos hablaban, porque siempre la encontraban al volver de madrugada... La voz de este cantor era más fuerte, más grave, más seria. Aquella... con un poem a de amargura, contenido en la dulzura del

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azul de su mirada... La dulzura del azul de su mirada; me gustó. Seguía lloviendo. Mi abuelo picaba cebolla en la tabla. Tita y Filomena dormían. Una de las dos resoplaba. Garufa iba y venía llevando cubiertos y manteles. Estrella... de esperanzas y de olvido, bajo un cielo amanecido con m entiras y champán. Estrella... De esperanzas y de olvido. Estrella. De esperanzas y de olvido. Ol­ vido... — ¡La estrella! — grité— . ¡La estrella! Me olvidé de la estrella. Dejé la ensalada rusa y corrí al com edor Fui derecho al aparador donde había dejado el colgante de plata de la enfermera. — ¡No está! — grité, mientras buscaba entre los adornos y portarre­ tratos, aunque recordaba perfectam ente que lo había puesto en un platito de cerámica con el fondo esm altado de azul. Estaba acá. Lo puse el otro día, cuando Adela me dijo que era de la enfermera. Me dio no sé qué tenerlo puesto y lo dejé en el platito, pensando que después lo iba a guardar en mi mesita de luz... y me olvidé. — ¿No lo habrás guardado y ahora no te acordás? — dijo mi abue­ lo— . ¿Por qué no subís y te fijás? Yo estaba segura, pero igual subí y revisé la mesita de luz, la cóm o­ da y el placard. Nada. El colgante de la estrella había desaparecido — Alguien lo robó — dije, segurísima. — Imposible — dijo mí abuelo, segurísimo, también. — Alguien lo robó — insistí— . Y tiene que haber sido el sábado, que fue el día que vino más gente. — No puede ser. En todo el tiempo que llevo con el restaurante, ja ­ más me faltó nada. — Siempre hay una primera vez — dijo Garufa, con cara de sabio. — Un momentito, un momentito — pidió mi abuelo, evidentemente m olesto— No se puede desconfiar porque sí. — Porque sí, no — dije yo, también molesta— . Si el colgante no está en ningún lugar es porque alguien se lo llevó. Empecé a abrir y cerrar las puertas y cajones de todos los armarios, me fijé hasta en el interior de los floreros. No. El colgante no estaba en ninguna parte. Alguien se lo había llevado. El almuerzo fue tranquilo. Igual hubo que poner una mesa más por­ que a último momento vino gente que no había reservado; pero todo

salió bien. Adela y Garufa se fueron después de lavar los platos, pero prometieron volver más tarde para salir a dar una vuelta. Ya no llovía. Mi abuelo se acostó un rato y yo me quedé dando vueltas entre el co­ m edor y la cocina, va y viene, pensando y pensando. Algunos pueden pensar sentados. Yo, no. Necesito caminar. Finalmente decidí salir. Me llevé a las chicas. Dimos una vuelta manzana, cruzam os una calle, otra, y en un momento — oh, sorpresa— me encontré ante la casa del inglés. Es evidente que el azar no tuvo nada que ver. Yo fui hacia esa casa porque quería, sólo que me di cuenta cuando llegué y no mientras iba. Me puse a observar detenidam ente el callejón. Es un lugar tan aislado del resto. Del lado de la casa del inglés sólo se ve el cerco de ligustrina y la puerta de alambre. Y en la vereda de enfrente, otro cerco de plan­ tas y árboles. La calle es adoquinada y las veredas, de tierra y pasto, Al final del callejón, por ambos lados, se ven nada más que árboles. Me dio un poco de miedo, Menos mal que estaban Tita y Filomena, que ante cualquier peligro enseguida se ponen a ladrar Más tranquila, avancé hacia la puerta de alambre Me fijé que no tenía candado. Es­ taba cerrada con un pasador de hierro y nada más. No aguanté la ten­ tación y metí la mano por el enrejado de alambre. Moví el pasador y la barra de hierro se deslizó hacia un costado. Empujé la puerta. Me que­ dé ahí parada, mirando. ¿Entro o no entro? En eso estaba, cuando Tita se me adelantó y entró ladrando como una loca: había visto un gato. Filomena la siguió y a mí no me quedó más remedio que hacer lo mis­ mo. Por suerte el gato se escapó y las dos se calmaron. Fui por el cam inito de ladrillos hacia la puerta que, según mi abuelo, daba a la coci­ na. Dos escalones de piedra subían hasta la pequeña galería cubierta con un alero de chapas. Allí estaba la puerta y, al lado, una ventana con celosías; todo muy bien cerrado, era imposible ver hacia adentro. Entonces miré el piso. Era de baldosas rojas. Junto a la puerta había un poco de barro. Me agaché y miré. Una huella de zapatilla. La com ­ paré con mi pie: era enorme. Yo calzo 36. Calculé que sería, más o menos, 44 o 45, De un hombre, seguramente. Había otra huella, pero más borrosa. Las dos se dirigían hacia la puerta. Retrocedí y encontré una más, junto al borde del último escalón. No había huellas en los escalones. Miré hada arriba y entendí por qué: el alero cubría la pe­ queña galería, pero no los escalones. Y como había llovido, obviam en­ te la lluvia borró las demás huellas.

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Reflexioné. ¿Qué quería decir todo esto? Una sola cosa, desde lue­ go: alguien había entrado a la casa. ¿Cuándo?: mientras llovía; eso explicaba el barro. De golpe me quedé dura, junto a la puerta. ¿Y si había alguien adentro, ahora mismo? Estuve a punto de salir corriendo, pero me contuve. Los cobardes no escriben la historia, me dije. Pegué la oreja a la puerta. No se oía absolutamente nada. En un arranque de valentía, me acerqué a la ventana y apoyé la oreja en la celosía. Tam ­ poco se oía nada, pero el silencio era diferente. Tal vez faltaban los vidrios de la ventana, no sé, pero yo oía la casa, era como si la oyera respirar. De repente, me sobresaltó un ruido más bien lejano que, sin duda, procedía del interior Un ruido de vidrios rotos, como si un vaso se hubiera estrellado con­ tra el piso. Me alejé de la ventana en pleno ataque de pánico, bajé los dos escalones de un salto y corrí hacia la puerta del jardín. Tita y Filo­ mena, que se habían acostado en el caminito de ladrillos, empezaron a ladrar, sorprendidas, y corrieron conmigo. No hice más que llegar a la esquina y me di cuenta de que había dejado la puerta de alambre abierta. Desde luego, no volví. Seguramente, yo no iba a escribir nin­ guna historia.

12. Un impermeable y un sombrero Cuando llegué a la casa de mi abuelo, me encontré con Adela y Ga­ rufa que bajaban del auto. Les conté mi aventura ahí nomás y tuve que repetirla en la cocina para mi abuelo. — ¿Quién te manda meterte donde no te llaman? — me dijo— . Mirá el susto que te llevaste. — Bueno, lo importante es que estás bien — dijo Garufa— . Ahora llamemos a la policía. Adela descolgó el teléfono, dudó y volvió a colgarlo. — ¿Qué digo? — Que hay alguien en la casa del inglés — dijo Garufa. — Ah, sí, ¿y nosotros cómo lo sabemos? — Porque Malenita entró y... — No. No se puede decir que Malena entró al jardín del inglés como Pancho por su casa, que pegó la oreja a una ventana y escuchó un ruido — dijo mi abuelo— . Van a preguntar qué hacía Malena en la casa,

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van a sospechar de ella y al final todo va a term inar con que el ruido lo hizo un gato. — ¿Un gato...? Había, uno en el jardín... — ¿No te digo? Seguro que se asustó de las chicas y entró por algu­ na ventana rota. — ¿Y las huellas? — pregunté. — Habría que ver sí no son de Tito Garay. Él va cada tanto a ver cómo está todo — Mmm... No me convence — dijo Garufa, bajito, entre dientes. — A mí tampoco — le contesté, del mismo modo. Salimos a caminar. Hacía mucho frío y el cielo se veía como con ganas de llover. Llegamos al centro del pueblo y nos encontram os con el Gallego, que nos esperaba en una esquina. Había quedado en en­ contrarnos allí, después de acom pañar a su esposa a la casa de una amiga. Mi abuelo propuso ir a tomar un café y yo dije que iba después porque tenía que ir al locutorio a revisar mi correo. Entonces se me ocurrió algo. — ¿Quieren venir conmigo así les muestro la página del diamante? — ¡Sí, sí, vamos! — se entusiasmó Garufa. Fue el único entusiasmado. Los demás prefirieron el bar. Dijeron que nos esperaban ahí. — No importa, Garu. Ellos se lo pierden Fascinado. Esa es la palabra. Garufa estaba fascinado Recorrimos toda la página de los “Grandes robos del siglo XX” y nos detuvim os en la historia de “la piedra toledana”. Lo dejé a Garufa leyendo atentam en­ te y abrí mi correo en la máquina de al lado. Tardé dos segundos. El único mail que tenía era de mamá. Kilométrico, pero no perdí tiempo. Leí el final: “Mándale un mail a tu padre y decile que te vas a quedar una semana con él” . Respuesta: “Asunto aclarado en mi mail anterior". Cerré y volví con Garufa. — Así que el tipo este de Toledo se sentaba todas las tardes frente a la vitrina donde tenía el diamante y se quedaba contemplándolo, m ien­ tras los últimos rayos del sol morían en su cuerpo facetado. Eso dice acá, fíjate. — “...mientras los últimos rayos del sol morían en su cuerpo faceta­ do” — leí. En mi lectura anterior lo había pasado alto. Pero ahora me llamaba la atención.

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— Mirá vos — dijo Garufa, pensativo— . Todas las tardes el marqués se sentaba a ver cómo se reflejaba el sol en el diamante... Las ocurren­ cias de la gente... En eso estábamos, cuando oí la lluvia. La oí caer sobre un techo de chapas, a mi espalda. Me di vuelta. Estábamos en el fondo del salón. Vi una ventana alta, con la persiana levantada, recortada sobre un fon­ do oscuro acuchillado de relámpagos. — Llueve, Garu. Vamos a tener que correr hasta el bar. No me di cuenta, pero podríamos haber ¡do al locutorio de la calle techada. — No importa, nos mojamos un poquito y listo. Estaba cerrando la página, cuando un codazo en las costillas me hi­ zo mirar a Garufa. — No te muevas, no hables — murmuró— . Mirá quién entró. No hablé. Traté de no moverme, pero como tenía que mirar hacia la puerta y Garufa me interceptaba la visión, tuve que girar la cabeza y estirar un poco el cuello. — ¡La señorita Trunchbull! — Trucha. — Eso. La señorita Trucha depositó en el mostrador de la entrada una ban­ deja tapada con una especie de campana de plástico. La destapó, sa­ có un café y un plato con un sándwiche, recibió el dinero que le dio el chico del local, volvió a tapar la bandeja y se fue. — ¿Te fijaste cómo iba vestida, Garu? — Sí, parecía una heladera con una funda. — ¿Te fijaste bien? ¿Viste el impermeable que tenía? ¿Y el som bre­ ro? — Sí, bastante original. Nunca vi a una mujer con un sombrero como ese. Aunque... me parece que en una película... — ¡Garu! ¡Pensá un poco! Estaba vestida igual que el hombre que vimos ayer a la noche, ¿te acordás? Cuando fuimos a buscar el cham ­ pán, en el callejón. Yo te dije que era raro ver a un hombre con un sombrero como ese y vos me dijiste que lo raro era ver a un hombre, porque nadie pasaba por ahí a esa hora. — Sí, me acuerdo. Era un hombre alto, con un impermeable y som ­ brero, como... ¡los que llevaba la señorita Trucha! — ¿Y qué te estoy diciendo? Cuando llegamos al bar, lo primero que hicimos fue contar el episo­

dio de la señorita Trucha, el impermeable, el sombrero y el hombre misterioso del callejón. Para qué lo habremos contado. Se rieron. Más de Garufa que de mí, eso sí. Yo estaba disculpada de antem ano por ser joven, pero él, viejo y llevándome el apunte a mí, era realmente lamentable. Eso lo dijo el Gallego. Para todo esto, yo ya había elabo­ rado una teoría. — La cosa es así — les dije, después de pedir un café con leche— , la señorita Trucha conocía a la enfermera, supongam os que eran amigas. La enfermera sabía que el inglés había robado el diam ante y que lo tenía en su casa — ¿Cómo sabía eso la enfermera? — me interrumpió mi abuelo. — Acuérdense de lo que contó Adela: el inglés estuvo internado en el hospital y Mirta trabajaba en el turno de la noche. El viejo la llamaba a cada rato y no paraba de hablar. Seguramente deliraba y contó lo del diamante. — Podría ser — dijo Adela. — Muy bien. Sigo. La enfermera le cuenta la historia a su amiga Margarita. Entre las dos planean robar el diamante. Entran a la casa. Discuten por algo, pelean y Margarita mata a Mirta. Después la saca de la casa y ahí es cuando a Mirta se le cae el colgante de la estrella. La lleva al terreno baldío y se las arregla para dejar las pruebas que acusan a Pepino. Como no encontró el diamante, que seguram ente debe estar muy bien escondido, se instala en el pueblo para buscarlo tranquila. Consigue trabajo en el bar y, ¡oh, sorpresa!, una tarde me ve a mí con el colgante de la estrella. — Por eso te miraba tan mal — dijo Adela. — Y por eso nos siguió a mi abuelo y a mí hasta casa. Y cuando su­ po del restaurante, apareció haciéndose la simpática para ver qué ave­ riguaba del colgante y de mí. Y tuvo tanta suerte, que lo vio en el apa­ rador y se lo llevó. Y... — Un momentito — volvió a interrumpir mi abuelo— , hay algunas co­ sas que no están nada claras. — Termino con mi teoría y después, aclaramos lo que quieras. Sigo, Una vez que recuperó el colgante y aprovechando el alboroto del sá­ bado a la noche, salió con cualquier excusa y fue otra vez a la casa del inglés a seguir buscando. Eso sí, se disfrazó con el impermeable y el sombrero, para que nadie la reconociera. Pero no sabía que se iba a encontrar con Garufa y conmigo en el callejón y tuvo que volver ense­

guida. Y hoy a la tarde, era ella la que estaba en la casa del inglés. Y de una cosa estoy segura: todavía no encontró el diamante, si no, ya se hubiera ido. — Con tu permiso — dijo mi abuelo— , paso a detallar mis objeciones a tu teoria. Tomó aire y continuó: — Uno: Margarita no es de Capilla del Monte. No conoce a la gente y nadie la conoce a ella. ¿Cómo hizo para involucrar a Pepino? ¿Sabía quién era, dónde vivía? ¿Quién se lo dijo? Dos: ¿cómo se llevó el ca­ dáver? ¿Tiene auto? ¿Dónde está? Tres: ¿cómo hizo para estar en el restaurante y en la calle al mismo tiempo? Cuatro: si el hombre m iste­ rioso era la señorita Trucha, ¿por qué volvió a ponerse el impermeable y el sombrero? ¿No tenía miedo de que pudieran reconocerla? El punto tres era el agujero más grande de mi teoría: según Adela y el Gallego, que servían las mesas mientras Garufa y yo íbamos a bus­ car el champán, la señorita Trucha no había abandonado el comedor en ningún momento. No insistí más. Me faltaban pruebas Volvimos los cinco a la casa de mi abuelo. Después de cenar, Garufa llevó a Adela hasta su casa por­ que el lunes tenía que levantarse muy tem prano para ir a ver a Pepino y hablar con el abogado. Cuando volvió, armamos una mesa de pó­ quer. Dejé de pensar en la señorita Trucha y me concentré en el juego. Nada. Un desastre. El ganador de la noche fue el Gallego, con una escalera real. El premio: el último budín de pan. Nos quedamos sin postre para el lunes.

13. La culpa la tiene el gato Solo y triste p o r la acera va este corazón transido con tristeza de ta­ pera. . — Abuelo, ¿qué quiere decir “transido"? Nadie me contestó. Aparte de la voz ronca del cantor de tangos y yo, no había nadie más en la cocina y sus alrededores. Ni siquiera Tita y Filomena. Empecé a preparar mi desayuno. Sobre la mesa había un pan redondo y gordo tapado con una servilleta. Estaba caliente ¡Perdido! Como un duende que en la sombra más la busca y m ás la nombra. Garúa... tristeza, hasta el cielo se ha puesto a llorar. Miré por la ventana: estaba despejado. Ni una nube. Me dieron ga­

ñas de salir a pasear. Cuando volviera mi abuelo le iba a pedir presta­ da su bicicleta para ir a dar una vuelta. Ya estaba term inando el café con leche y el pan con manteca, cuando oí los ladridos de Tita y Filo­ mena. — ¿Dónde estabas, abuelo? — Fui a estirar un poco las piernas, y de paso me acerqué a la inmo­ biliaria de Tito Garay. Me levanté pensando en lo que contaste ayer. ¿Y si alguien entró a robar en la casa del inglés?, me dije. Te soy sin­ cero, no creo la historia del diamante, pero podrían haber entrado a robar cualquier otra cosa. Entonces se me ocurrió hablar con Tito. Te imaginarás que no le dije la verdad. Le conté que ayer a la tarde saliste a pasear con las chicas y que, al pasar por la casa del inglés, estaba la puerta del jardín de atrás abierta y Filomena entró y se puso a ladrar junto a la puerta de la cocina, vos la seguiste para hacerla salir y oíste un ruido en el interior de la casa. ¿Qué te parece? — Buenísimo. ¿Qué te dijo? — Que en un rato viene para acá con la llave para que lo acompañe a ver si, forzaron alguna puerta o si falta alguna cosa. Siempre es me­ jo r que haya un testigo. — Yo voy, abuelo. Quiero conocer la casa. Dale, dale, decime que sí. — Me lo imaginé, así que le dije a Tito que te iba a llevar. Unos minutos después, apareció Tito Garay en su auto. Un tipo sim­ pático, me gustó. Me contó que él también era porteño y que hacía quince años que vivía en Capilla y tenía la inmobiliaria. La puerta de alambre estaba cerrada con el pasador. Garay me pre­ guntó si la había cerrado yo; le dije que no. Me callé lo de las huellas de barro por razones más que suficientes: ya no estaban. Entramos a la cocina. La ventana por la que yo había escuchado el ruido tenía un vidrio roto. Garay abrió la celosía y la cocina se llenó de luz. Era muy amplia, linda Buena para un restaurante, pensé. Después fue al co­ m edor y abrió otra celosía. El lugar era enorme, en el centro había una mesa rectangular con cuatro sillas de cada lado y dos sillones de res­ paldo alto en las cabeceras. Del techo, sobre la mesa, colgaba una araña de caireles como las que venden en las casas de anticuarios. Garay abrió otra celosía, en el living; las ventanas daban a la galería del frente. Había varios sillones y una chimenea enorme que ocupaba casi toda una pared. — Está todo en su lugar — dijo.

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— Sí — confirmó mi abuelo— . Hasta el sillón hamaca. ¿Te acordás, Tito, que te dije la otra vez que estaba mal ubicado, como al paso? — Sí, me acuerdo. Pero estuvo siempre ahí. En vida del inglés vine varias veces a la casa y siempre lo vi en el mismo lugar. Caprichos del viejo, seguramente. El sillón hamaca estaba en el centro del living, mirando hacia el co­ medor, al revés de los otros sillones, que miraban hacía las ventanas del frente. Subimos al piso superior. Había tres habitaciones. Dos tenían camas, roperos, cómodas y mesitas de luz. La otra era una especie de biblioteca o escritorio, con pocos muebles y algunos estantes con libros. A medida que recorría­ mos todo, Tito Garay confirmaba que cada cosa estuviera en su lugar. — Como ven, no falta ni un cuadro — dijo, cuando volvimos al living. Tenía razón. Las paredes del living y el com edor estaban cubiertas de cuadros casi por completo. Había paisajes de campo, flores, natura­ lezas muertas; me distraje mirándolos cuando me sorprendió la voz de Tito: — ¡Ahí está el ladrón! ¡Miren, miren! Un gato, tal vez el mismo que yo había visto en el jardín, cruzó co­ rriendo el living y escapó hacia la cocina. Mi abuelo se acercó a una de las ventanas que daban a la galería del frente. — Entró por acá. Falta el vidrio y la celosía está floja. ¿Ven? Si po­ nemos una madera atravesada, no entrá más. Tito subió al escritorio y volvió con un estante. Mi abuelo lo acomodó en la ventana y, según sus propias palabras: “listo el pollo”. Cuando salimos, el gato descansaba sobre el alero de la cocina. Tito Garay nos dejó en casa y se fue. — ¿Se puede saber en qué estás pensando, que no abriste la boca desde que salimos de la casa del inglés? — me preguntó mi abuelo, mientras encendía el horno. Suspiré largo y empecé a enumerar: — Uno: cuando llegamos, la puerta del jardín estaba cerrada y yo la dejé abierta. Dos: las huellas de zapatillas habían desaparecido. A l­ guien las limpió. Tres: yo oí claramente un ruido de vidrios rotos ayer, como cuando se cae un vaso al piso. Y ahora no había vidrios en nin­ guna parte. ¿Quién los juntó? ¿El gato? — ¿Y no te parece que si hubiera entrado alguien, Tito tendría que haberse dado cuenta?

— Si el ladrón dejó todo igual, no. — ¿Y no es raro que un ladrón entre a una casa y no toque nada? Por ese camino no íbamos a llegar a ninguna parte. Mi abuelo esta­ ba convencido de que el único que había entrado a la casa era el gato, y no lo iba a hacer cambiar de opinión así nomás. Estábamos por almorzar, cuando apareció Garufa. Adela lo había llamado desde la ciudad de Córdoba y venía a contarnos las noveda­ des. La situación de Pepino era un desastre. El abogado decía que lo mejor que le podía pasar era que lo declararan insano para evitar toda responsabilidad en el crimen. Desde luego que daban por hecho que era el asesino, pero al declararlo insano resultaba inimputable y en vez de ir a la cárcel, lo internaban de por vida en un hospital neuropsiquiátrico. Pobre Pepino, sin poder defenderse por sus propios medios y con un abogado que lo creía culpable. Sentí una bronca inmensa. Odio la injusticia. Y pensar que el verdadero asesino andaba suelto... — ¿Y Adela qué va a hacer? — preguntó mi abuelo. — Naranja, qué va a hacer... — ¿Naranja? — Nada, Malena, nada. Adela no puede hacer nada — dijo mi abuelo. Garufa comió con nosotros Le conté de nuestra visita a la casa del inglés, mientras mi abuelo servía la sopa. — ¿Y por qué no me avisaron? Yo también quería ir. Siempre quise conocer esa casa por dentro. — No sabes lo linda que es, Garu. A lo mejor el abuelo le puede pe­ dir a Tito Garay que nos lleve otra vez. — No puedo molestarlo a cada rato. Además se trata de una casa particular, no de un museo. — Le puedo pedir yo — dijo Garufa— . Después de todo, Tito también es amigo mío. La conversación se centró en Pepino y su terrible situación. Yo quise volver a hablar del ladrón, el diam ante y la señorita Trucha, pero por más que lo intenté no pude desviarlos del tema de Pepino y los hospi­ tales neuropsiquiátricos, Al final, me cansé. No era que Pepino no me interesara, sino que me daba rabia que no me llevaran el apunte. Le pedí la bicicleta a mí abuelo y me fui a dar una vuelta. Cuando me iba, Garufa me dijo: — Si te cansás de pedalear, anda a buscarme a la terminal y te trai­ go. Después de las cinco, me encontrás.

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14. Después de las cinco, me encontrás Subí a la bici y agarré para la casa del inglés. Ya estaba llegando al callejón, cuando me arrepentí. ¿Otra vez?, pensé.. Había estado hacía un rato, ¿para qué de nuevo? Se me ocurrió que a lo mejor podía con­ vencerlo a Garufa para que a la noche fuéramos a espiar un poco con el auto; seguro que la señorita Trucha entraba otra vez a buscar el diamante Pero ahora, ¿para qué? Agarré por otra calle y entonces se me ocurrió. Así, de golpe. ¿Y si voy a la casa de Pepino? Eso. Quiero ver la casa y el lugar donde apareció el cadáver de la enfermera, pen­ sé. Era fácil llegar; la casa quedaba cerca del complejo de “El Zapato”. Yo conocía el lugar y, además, lo había visto por televisión. Mi abuelo tiene una foto de su luna miel con mi abuela, en Capilla, con el enorme zapato de piedra como telón de fondo En casa tenem os otra casi igual; las mismas piedras, el mismo cielo, pero en colores y con otros personajes: papá y mamá, Nacho y yo. Fueron nuestras últimas vaca­ ciones juntos. La casa de Pepino era sencilla, humilde. No creo que tuviera más de una habitación, al menos, eso es lo que parecía desde afuera Una casa chica, pintada de amarillo claro, con una puerta y una ventana de cada lado y techo de chapas. Macetas en las ventanas, un jardín muy bien cuidado, un pequeño galpón de madera a un costado, pintado de marrón. Al lado había un terreno baldío; al fondo se veían maderas apiladas y unos arbustos. Ahí habían encontrado el cadáver de la enfermera, según la denuncia anónima. ¿Quién habría hecho esa denuncia? El verdadero asesino, seguro Pepino trabajaba para todos los vecinos, cortaba el pasto, arreglaba techos, la gente lo quería, ¿por qué mezclarlo con un crimen? ¿Por qué justo a él? En esas reflexiones estaba, cuando oí un gemido. Un perro grande, de pelo largo, negro y blanco, se me acercó moviendo la cola. Salía de atrás del galpón Era Chucho, el perro de Pepino. Se sentó a la entrada del jardín y se quedó mirándome. Sentí algo así co­ mo una piedra en la garganta. Una furia negra me hizo apretar los dientes. ¿A Pepino lo iban a m eter en un neuropsiquiátrico de por vi­ da? ¿Por qué? Yo ya sabía lo que tenía que hacer: iba a ir a hablar con la policía. Les iba a contar lo que sabía y que ellos se encargaran de descubrir la

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verdad. — No te preocupes, Chucho — dije— , tu dueño ya va a volver. Si yo no le contaba a la policía lo que sabía, empezando por el col­ gante de la estrella, iba a ser cómplice de los que querían que Pepino estuviera encerrado. Me olvidé de “El Zapato” , que había pensado visi­ tar, y enfilé para el centro del pueblo. Habría pedaleado unas tres o cuatro cuadras, cuando vi algo que me dejó dura, como quien dice: en la vereda de un hotel antiguo, con jardín y galería, frente a la plaza, la señorita Trucha charlaba con un hombre. Era ella, cómo no reconocerla La vi desde la esquina. Estaba de espaldas, así que pude subir a la vereda de la plaza y ubicarme de­ trás de un árbol bien grueso, sin que me viera. El tipo miraba hacia la esquina opuesta y señalaba algo. Desde mi escondite no podía oír na­ da. De repente, ella sacudió las piernas, primero una y después la otra y se masajeó los brazos: el ogro tenía frío. Con un movimiento rápido de la mano — un movimiento infantil, como hacen los chiquitos cuando aprenden a saludar— se despidió del hombre y se fue hacia el centro. Seguro que empezaba su turno en el bar. El hombre se quedó parado en la vereda, viendo cómo el ogro se alejaba. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón. Era alto, tanto como la señorita Trucha o, quizás, un poco más; bastante pelado, con bigote. No supe calcularle la edad; seguramente, entre cuarenta y cin­ cuenta. Me quedé esperando a que entrara, para salir de mi escondite, pero el tipo no se movía. Yo también tenía frío, quería empezar a peda­ lear de nuevo para entrar en calor, y nada. El tipo ahí, quieto, con las manos en los bolsillos, mirando hacia la esquina. Entonces me di cuen­ ta. Era el tipo del sábado a la noche. El del sombrero y el impermeable. Yo estaba equivocada pensando que era la señorita Trucha disfrazada. Era un cómplice. ¿Y ahora qué hago?, pensé. ¿Voy a la policía, así, sin pruebas? Ya no estaba tan convencida como antes. El tipo se frotó una mano con la otra, dio media vuelta y entró. Él también tenía frío. Y yo, ni hablar. Empecé a dar saltitos, mientras pensaba qué hacer. No quería irme, por si el tipo volvía a salir. Para saber cuáles serían sus próximos pasos, lo único que se podía hacer era seguirlo. Vi un taxi que se acercaba desde la esquina y tuve una idea. Lo paré. — ¿Conoce a Garufa? — le pregunté al tachero. — Claro, cómo no lo voy a conocer. — Me dijo que después de las cinco iba a estar en la terminal. Yo no

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puedo ir hasta allá. ¿Usted podría decirle que lo estoy esperando, en la plaza y que por favor venga a buscarme? Soy Malena, la nieta de Francisco — agregué, porque me pareció que me miraba con cara de desconfiado. — Francisco y Garufa, dos amigazos — dijo el hombre— . Yo soy A l­ do, mucho gusto. ¿No querés que te lleve yo hasta la terminal? — No, gracias. Tengo que quedarm e acá. Dígale que no tarde, por favor. Por suerte, no tuve que dar más explicaciones. Aldo se despidió y partió con el mensaje. Me quedé mirando el hotel y pensando lo mis­ mo, una y otra vez: seguro que esa noche el tipo volvía a la casa del inglés. Seguro que el diamante todavía estaba ahí. Seguro que él y la señorita Trucha eran cómplices. Seguro que los dos mataron a la en­ fermera para quedarse con el diamante. La bocina del taxi de Garufa me trajo a la realidad. Volví a sentir frío

15. Persiguiendo al sospechoso — Se va a dar cuenta, nena Él va en bicicleta y nosotros en auto. Y para colmo no hay nadie en la calle. — No nos va a ver. Ya es casi de noche. Hablando de bicicletas, ¿está segura la bici en el baúl? — Cómo no va a estar segura. La acomodé yo. Garufa sabe lo que hace, Malenita. Y hablando de seguridades, ¿estás segura de que es el mismo tipo del sombrero y el impermeable? — Segurísima. ¿No viste que tiene bigotes? — Ah, si lo reconociste por los bigotes, me quedo tranquilo. Mientras no lo confundas con tu abuelo o conmigo... Cuando el tipo salió del hotel, ya hacía más de media hora que es­ perábamos en el taxi. Garufa había insistido en estacionar en la esqui­ na, dando por hecho que el tipo iba a ir hacia el centro del pueblo, paso obligado para llegar a la casa del inglés. Apenas estacionó, bajé del auto y llamé a mi abuelo desde uno de los teléfonos públicos de la pla­ za, sin perder de vista la entrada del hotel. Le dije que me había en­ contrado con Garufa y que íbamos a dar una vuelta en el taxi, lo cual era rigurosamente cierto. Omití los detalles de la persecución, eso sí. El tipo tardaba en salir y Garufa ya estaba insinuando que todo el

asunto eran locuras mías, cuando lo vimos aparecer con el sombrero, un sobretodo marrón oscuro, tan largo como el impermeable, una bu­ fanda a cuadros que le tapaba media cara y una mochila en la espalda. Empujaba una bicicleta; cuando la bajó a la calle, empezó a pedalear rumbo al centro del pueblo. Iba tranquilo, lo que obligó a Garufa a de­ tenerse varias veces para que no sospechara. Ahora llevábamos como veinte minutos persiguiéndolo, pero el destino era seguro: la casa del inglés. En un momento paró en una panadería y al rato salió con una bolsa. — La cena — dijo Garufa— . A lo mejor piensa quedarse toda la no­ che. — No se va a ir hasta que encuentre el diamante. Finalmente llegamos al callejón. Ya estaba oscuro por completo, pe­ ro no era tarde; apenas un poco más de las ocho. No se veía gente por ningún lado. Ni un alma, como dice Garufa. Cuando el tipo dobló hacia el callejón, nos detuvimos en la calle transversal, antes de llegar a la esquina. — Quédate acá, que enseguida vuelvo — dijo Garufa— Quiero ase­ gurarm e de que entre en la casa. No esperó respuesta y corrió hasta la esquina. Miré el cielo, pen­ sando en los extraterrestres. Las imágenes de las series de televisión que habían deleitado y atorm entado mi infancia volvieron todas juntas a mi cabeza. Por las dudas, bajé del auto. Sentí un frío de locos y em ­ pecé a saltar con las manos en los bolsillos. Me había olvidado los guantes. De golpe me di cuenta de que tenía hambre. Miré la hora: las nueve menos cuarto. ¿Por qué tardaba Garufa? Para ver si el tipo en­ traba o no, no hacía falta tanto tiempo. Volví a m irar el cielo. En caso de un ataque extraterrestre, correría a la casa del Gallego, que era la que estaba más cerca. Ni loca me refugiaba en la del inglés. No sabía qué era peor, si el tipo del sombrero o los marcianos. ¿Pero por qué tardaba tanto Garufa? Yo tenía que hacer algo. Entre el frío, el hambre y lo nerviosa que estaba, no podía quedarm e quieta. Caminé hasta la esquina, me apoyé contra el cerco de ligustrina y miré hacia la puerta de alambre. No habia nadie. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me pegué al cerco y avancé muy despacio hasta la puerta. Estaba cerrada, pero sin el pasador. La empujé despacio Tenía miedo de que hiciera ruido; no me acordaba si antes lo había hecho. Como entré de día, no presté atención. Pero ahora, con el silencio de la no­

che, todo era distinto. ¿Y si Garufa estaba en peligro? ¿No seria mejor correr hasta la casa del Gallego para pedir ayuda? Mientras pensaba estas cosas, ya había llegado a la mitad del camino de ladrillos. La ca­ sa estaba oscura. No se oía nada Seguí avanzando. Justo cuando subí el primer escalón de piedra, distinguí una luz suave y temblorosa a través de una celosía, la misma por la que el domingo había escu­ chado el ruido de vidrios rotos. Espié por las hendijas. La llama de una vela bailoteaba casi a ras del piso. Junto a la vela estaba la mochila del tipo. No se oía nada. Me pregunté dónde estaría el tipo y dónde Garu­ fa. La primera respuesta me llegó enseguida. El tipo estaba detrás de mí. Cuando me di cuenta, ya era tarde para salir corriendo. Una mano enorme me tapó la boca y casi la cara entera; otra, me levantó en el aire y me trasladó hacia el jardín. Alcancé a ver, a pesar del terror y la oscuridad, que me llevaba al galpón. Después de amordazarme, atarme de pies y manos y dejarme tirada en el piso, el tipo se fue y cerró la puerta La oscuridad era absoluta y mi pánico, también. Ni qué hablar cuando sentí una especie de codazo en el brazo derecho. Menos mal que a continuación me llegó un m ur­ mullo que pude reconocer inmediatamente. — Mamerria... Mamerria... — era Garufa, por supuesto. Si hubiera podido gritar, lo habría hecho; pero no de terror, sino de alegría. Es raro, ¿no?, en semejante situación. Pero fue así. Igual, la alegría duró poco: empecé a pensar qué haría el tipo con nosotros. Garufa seguía golpeándom e despacio el brazo y m urmurando cosas incomprensibles. Me di cuenta de que quería saber si yo estaba bien. Para que se tranquilizara, le respondí dándole empujones suaves con el mismo brazo que él me golpeaba. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo no tenía idea de la hora ni de nada. Sólo era consciente de la presencia de Garufa a mi lado y de la otra, la del tipo, en la casa, bus­ cando el diamante y a la vez pensando cómo deshacerse de nosotros cuando lo encontrara. ¿Y si nos mataba? ¿Le convenia matarnos? Ahora Pepino estaba preso, no podía matarnos y llevarnos a su casa, ¿a quién iban a culpar? ¿Y si llevaba nuestros cadáveres al Uritorco para que culparan a los extraterrestres . ? ¿“Nuestros cadáveres"? ¿Yo pensaba en Garufa y en mi como “nuestros cadáveres”? Sentí un mareo y creo que me desmayé o, al menos, estuve a punto. Lo cierto es que pude volver en mi gracias a

los furiosos codazos de Garufa y a su murmullo que se oia cada vez más fuerte. — ¡Mamema... mmmam... m am m m ...! Reaccioné y le di un codazo, entonces se quedó quieto y dejó de murmurar. En cuanto se calló, me di cuenta que lo que quería era que yo prestara atención a lo que estaba sucediendo afuera. Presté aten­ ción. Se oía un ruido suave, como si estuvieran rasqueteando madera. Después, un crujido... Alguien quería entrar.

16. Alguien entró El portón se abrió despacio, dejando que se filtrara una mínima luz de luna, poquísima, pero suficiente — en contraste con la completa os­ curidad del galpón— para distinguir una silueta apenas recortada con­ tra el marco. Viene a matarnos, pensé y cerré los ojos. Sentí un codazo y supe que Garufa se estaba despidiendo de mí. Lo codeé yo también. El codazo del adiós, se me ocurrió, en un ataque poético. Pero no. Ga­ rufa siguió dale que dale con el codo, cada vez más fuerte y murmu­ rando a lo loco Abrí los ojos en el momento en que algo me caía en­ cima, oprimiéndome el pecho y el estómago Una humedad familiar en la nariz me hizo comprender la situación. Tita y Filomena saltaban y gemían sobre Garufa y sobre mí y nos lengüeteaban la cara ¡Abuelo!, quise gritar. Menos mal que todavía tenía la mordaza, porque si no, hubiera gritado, justo en el momento en que llegaba un ruido desde la casa... — ¡S h h h .J — fue todo lo que dijo mi abuelo, dirigiéndose, más que a Garufa y a mí, a las chicas, que habían dejado de lamernos la cara y ya se preparaban para ladrar, atentas al ruido cada vez más cercano. Eran pasos apurados, amortiguados por la tierra y el pasto del ja r­ dín, pero pasos, al fin de cuentas Sin duda, alguien corría hacia el gal­ pón. — No se muevan — nos dijo mi abuelo a los cuatro, y de un salto lle­ gó hasta el portón, que había quedado medio abierto. Tita y Filomena gruñían bajito. El portón se abrió más y otra vez una silueta se recortó contra el marco.

Lo que siguió fue rápido y confuso. Un grito, un insulto, ladridos, otro insulto, ruido de golpes, alguien que cae, alguien que se levanta, las chicas al ataque, dos que salen corriendo... ¡Mi abuelo persiguiendo al tipo! ¡Tita y Filomena, atrás! ¡Garufa y yo...! Bueno, Garufa y yo, igual que antes: atados; y amordazados.

17. Operación rescate La puerta del galpón quedó abierta del todo. Oíamos, más que nada, los ladridos de Tita y Filomena; después, ruidos confusos de persecu­ ción (seguramente mi abuelo o el tipo habían chocado con alguna cosa que el apuro y la oscuridad no les dejaron ver); eran ruidos difíciles de identificar, que no tardaron en desaparecer. Eso, afuera; adentro, el murmullo amordazado de Garufa. Yo tenía miedo por mi abuelo, que aunque es grandote y fuerte, corría con la desventaja de que el otro era más joven. Con esos temores andaba yo, cuando Garufa empezó de nuevo con los codazos. A esta altura, yo sabía perfectamente que lo que quería era que prestara atención a algo. Tal cual. El ruido del m o­ tor de un auto llegaba, inconfundible. Después otro auto y otro Ense­ guida una frenada y varias más, golpes de puertas, voces, pisadas que se hacían más sonoras a medida que se acercaban. Yo no dejaba de mirar hacia el portón abierto, tratando de pescar algo en la oscuridad del jardín, cuando una luz potente me dio en plena cara y me hizo ce­ rrar los ojos. Mientras un policía nos alumbraba con la linterna, otros dos corrie­ ron a liberarnos. Garufa, sin la mordaza, empezó a hablar a lo loco. No sé qué decía, pero no me quedé a averiguarlo. Apenas me desataron, y aunque sentía pinchazos en las piernas, corrí al jardín. Pensaba en mi abuelo. No hice más que salir del galpón, cuando me sorprendió una voz autoritaria y desconocida: — ¡Caminá, te digo! Por un costado de la casa vi aparecer al hombre del sombrero, sin sombrero: dos policías lo llevaban esposado hacia la calle, donde es­ taban los patrulleros estacionados. Detrás del tipo, venía mí abuelo con las chicas. Corrí a abrazarlo. Al verme, él también corrió hacia mí. Me puse a llorar. Enseguida apareció Garufa y nos abrazó a los dos. Un policía interrumpió la conmovedora escena:

— Bueno... Van a tener que ir a la comisaría. Hay que tomarles una declaración. — ¿Tiene que ser ahora? — preguntó mi abuelo. — No. Vayan mañana, temprano. Los tres. Entonces me acordé de algo. — Tiene una cómplice — dije— . Vayan a buscarla porque se va a es­ capar. Le expliqué al policía dónde vivía la señorita Trucha y me jugué con una información de la que no tenía pruebas, pero que, según mi intui­ ción, era más que segura. — Ella tiene algo que era de la enferm era que asesinaron — dije— : una cadena de plata con una estrella. Finalmente volvimos a casa. — Ahora que estamos tranquilos, podés contarnos cómo fue que se té ocurrió llamar a la policía — le dije a mi abuelo, mientras calentaba la cena para Garufa y para mí. — Como tardaban en volver, salí a dar una vuelta con las chicas. Tenía el presentimiento de que los iba a encontrar husmeando por el callejón. Lo que no me imaginé es que iban a estar adentro de la casa, y mucho menos, atados, am ordazados y encerrados en el galpón. Bueno.,. — mi abuelo hizo una pausa para probar los fideos— , cuando vi el auto solo, cerca del callejón, pensé: les voy a dar un susto, se lo tienen merecido Suponía que iban a estar merodeando por la puerta del jardín de atrás, pero no más. Y resulta que cuando llego hasta ahí, no veo a nadie Eso sí, la puerta estaba abierta. Las chicas me se­ guían, tranquilas. En una de esas, veo una luz en una de las ventanas de la cocina. Una luz débil, que se movió hacia adentro y desapareció. — La veía — dije yo— . Estaba en el piso de la cocina cuando espié por la ventana. ¿Vos la viste, Garufa? — Yo no vi nada. Apenas entré al jardín y caminé unos pasos, sentí un golpe en la cabeza. Se ve que el tipo me estaba esperando. Por suerte no golpeó fuerte, pero me aturdió un poco. Después me arras­ tró, me ató los pies y las manos y me puso la mordaza. Cuando term i­ né de tomar conciencia de mi situación, se abrió la puerta del galpón y apareciste vos. Tenía terror de que te hubiera golpeado. — Se ve que no hizo falta. Me tapó la boca, me levantó en el aire y en dos segundos estaba atada, am ordazada y haciéndote compañía en el galpón. Pero seguí vos, abuelo, ¿qué hiciste después de ver la

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luz? — Algo prudente, eso hice. Corrí hasta lo del Gallego y llamé a la comisaría. Después volví a la casa del inglés, por si los veía a ustedes. Estaba muy preocupado y no podía esperar hasta que llegara la poli­ cía. Fueron las chicas las que me guiaron hasta el galpón. — ¿Y el Gallego por qué no te acompañó? — pregunté. — Todavía no había llegado. Te imaginas que no me iba a quedar a esperarlo Esa noche me costó dormirme. Nunca en mi vida me había pasado algo así. Tenía ganas de contárselo a Nacho. Estaba segura de que mi hermano me iba a envidiar la aventura. También tenía ganas de con­ társelo a mamá Sabía muy bien cómo iba a ser su reacción: primero, un gran reto al estilo de “no tenes juicio”, “mirá las cosas que hacés”, “mira si el tipo te m ataba”; y después iba a estar maravillada y acosán­ dome a preguntas para enterarse hasta del último detalle. Con papá no habría altibajos emocionales de ningún tipo. Simplemente me diría: “no tenés idea del peligro” y, a continuación, “es la última vez que vas sola a algún lugar” En cuanto a Valeria, bueno, no se me ocurre que pueda decir algo diferente a: “qué horror, qué horror, qué horror”.

18. Se aclara el panorama La mañana siguiente fue distinta a todas las anteriores: la pasamos en la comisaría. Garufa nos vino a buscar con el taxi. A las ocho en punto estábam os los tres sentados en un pasillo, muertos de frío, espe­ rando al comisario. Llegó a las ocho y media, sonriendo y refregándose las manos. Era un tipo grande, más o menos de la edad de mi abuelo y Garufa, o un poco menos. — Buen día, buen día. Qué fresquete, ¿eh? — dijo, mientras abría la puerta de su despacho y nos hacía pasar. El lugar era amplio y se veía confortable. Encendió la estufa y aco­ modó tres sillas frente a un viejo y enorme escritorio de madera. Cuan­ do terminó de ubicarlas, dijo: — Muy bien. Tricota. Pueden sentarse. Lo miré a mi abuelo, que captó al instante mi duda y me hizo un ges­ to con los dedos, como si estuviera contando: uno, dos y tres. ¿Tricota

quería decir tres? — Bueno... — empezó el comisario— . A ver quién me cuenta todo este asuntó desde el principio. Me vendría bien entender algo, porque parece que la cosa viene bastante complicada. — Yo — dije, levantando la mano— . Empiezo a contar desde la no­ che que llegué a Capilla. Si me olvido de algo — miré a mi abuelo y Ga­ rufa— ustedes me ayudan. Y hablé. Conté todo y no fue necesario que me interrumpieran. Me largué con el colgante de la estrella, seguí con la señorita Trucha, el tipo del piloto y el sombrero, mi visita a la casa del inglés, el robo de la piedra toledana, la conexión entre el tipo y la señorita Trucha, mi des­ cubrimiento de los dos en la puerta del hotel y la sospecha de que ellos habían matado a la enfermera y arreglaron todo para que Pepino que­ dara como culpable. — Bueno, bueno — dijo el comisario cuando llegué a este punto de la historia— . Las piezas encajan. Vamos a ver cómo sigue todo esto, pe­ ro con lo que tenem os hasta ahora hay más que suficiente para creer que todo pasó tal como dice su nieta —dijo, mirando a mi abuelo. Después hizo una pausa, inclinando un poco la cabeza y bajando la vista; enseguida me miró y dijo: — Augusto Prada es el nombre del tipo que ustedes dos — nos seña­ ló a Garufa y a mí con el dedo— siguieron hasta la casa del inglés. Margarita Prada es su hermana. La hice detener anoche, después de que el agente que habló con vos — ahora me señalaba a mí— me con­ tó lo que le dijiste. Revisaron su habitación del hotel y encontraron el colgante. Efectivamente, perteneció a Mirta Naveira. Ya lo confirm a­ mos con una compañera del hospital. Y de paso, hicimos algunas ave­ riguaciones más — y acá hizo una pausa bastante teatral: se tiró hacia atrás, apoyándose en el respaldo de su sillón, cruzó las piernas, entre­ cerró los ojos y, señalándome otra vez con el dedo, dijo— : Augusto Prada estuvo de novio con Mirta Naveira hasta hace más o menos un año. — Ella tiene que haberle contado lo del diamante y se pusieron de acuerdo para buscarlo. El inglés estuvo internado en el hospital y Mirta lo atendía. Seguro que él, mientras deliraba, le contó la historia del diamante y... — Y ella se la creyó — me interrumpió el com isario— Y el novio, también Aunque parezca mentira, gente ilusa hay en todas partes.

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— Pero el robo del diamante fue real, lo vimos por internet — dijo Ga­ rufa. — Eso no quiere decir que lo haya robado el inglés — dijo el com isa­ rio— . Y si de verdad lo robó, se imaginarán que no lo iba a tener en la casa para que cualquiera se lo llevara. Miren, les voy a contar algo, para que vean que el viejo no era ningún estúpido. Al poco tiempo de haber muerto, apareció un pariente lejano. Estuvo en la casa, la reco­ rrió, habló con Garay, el dueño de la inmobiliaria y dijo que se iba a hacer cargo de la sucesión y que seguramente iba a poner la casa en venta. Dejó sus datos y se fue. Al poco tiempo supe por el doctor Acosta, el abogado que trabaja con Garay, que el viejo habia dejado una caja de seguridad en un banco de Buenos Aires. Acosta le dio la llave al pariente y ahí terminó toda la historia. — O sea que si el diamante lo robó el inglés, estaría en la caja de seguridad y ahora en manos del afortunado pariente — concluyó mi abuelo. — Exacto — dijo el comisario— . Como verán, son conjeturas. La ver­ dad no la vamos a saber nunca, A menos que el pariente venga y nos cuente — se rió— . Pero como eso no va a suceder, seguirá el misterio del diamante. — ¿Y Pepino cuándo queda libre? — pregunté, de golpe. — Todavía tenem os que aclarar algunas cositas más. Ya nos pusi­ mos en contacto con la gente de Córdoba, así que están al tanto de todo. Se imaginan que hay que hacer las cosas bien. Se trata de un asesinato; no se pueden dejar cabos sueltos, En cualquier momento van a tener noticias de él. Tengan un poquito de paciencia. El comisario dio la charla por terminada y nos fuimos. Todo bien, pero había algo que no me cerraba. O mejor dicho, que no terminaba de convencerme. O... que no quería aceptar Y bueno, ¿por qué no? Yo me negaba a aceptar que lo del diamante no era cier­ to o que estaba en una caja de seguridad y después se lo llevó el pa­ riente lejano. De ningún modo podía creer que la señorita Trucha y su hermano iban a matar a la enfermera sin estar seguros de que el dia­ mante estaba en la casa. — Pudo ser un accidente — dijo más tarde mi abuelo, mientras al­ morzábamos en casa con Garufa, y yo manifesté mis dudas— . No sa­ bemos cómo ni por qué la mataron. — El diamante tiene que estar en algún lugar — insistí.

— Sí — dijo Garufa— . Lo tiene el pariente ese. Siempre y cuando no lo haya vendido. No dije nada. Para qué. Lo mío era una intuición, y lo que decían mí abuelo y Garufa, además del comisario, eran cosas lógicas, con senti­ do común. Qué iba a decir. Lo más importante era que Pepino iba a quedar en libertad. Adela era la persona más feliz del mundo. Cuando salim os de la comisaría, nos estaba esperando en la calle. Nos acosó a preguntas, lloraba, se reía, corrió a un locutorio a hablar con el abo­ gado de Pepino y nos pidió que la esperáramos. Cuando salió, nos dijo que se iba a la ciudad de Córdoba y que no volvería hasta que su her­ mano saliera en libertad. Le pidió a Garufa que fuera a darle de comer a Chucho y que si para el día siguiente no estaban de regreso, que no se olvidara de regar las plantas. Se despidió con un beso a cada uno, subió a su bicicleta y desapareció al doblar la esquina. Después de alm orzar hice algo que no es común en mí: dormí la siesta. Me tiré en el sillón con el control remoto, paseé por tres o cuatro canales y ahí se terminan mis recuerdos. El siguiente paso tuvo lugar a las cinco de la tarde, cuando abrí los ojos y me encontré tapada hasta el mentón con una frazada. Según mi abuelo, la siesta reparó el can­ sancio que yo tenía como resultado de mi estado de alerta de todos esos días. No sé si será así o no. Lo cierto es que me sentía com ple­ tam ente despejada y en condiciones de pensar algunas cosas que me habían empezado a dar vueltas en la cabeza, como quien dice. O sea: dejar que las fichas fueran cayendo solas y ver qué resultaba de todo eso.

19. Qué resultó de todo eso Después de mi siesta reparadora, en la que no recordaba haber so­ ñado absolutam ente nada, me vinieron una ganas locas de leer a Ed­ gar Alian Poe. Yo había leído prácticamente todos sus cuentos, pero, no sé por qué, me surgió la necesidad de releerlos. Era como una in­ tuición, un presentimiento, qué sé yo. Se me ocurrió que podía encon­ trar algo relacionado con el crimen de la enfermera y el robo del dia­ mante. Me cuestioné a mí misma por qué Poe y no Simenon, por ejemplo, mi autor favorito de novelas policiales. No, era Poe, nomás, y no sabía por qué. Mi abuelo tiene su biblioteca en una de las habita­ ciones de arriba. Me entretuve un rato largo hojeando los libros; casi

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todos los conocía de cuando era chica, siempre me gustó revolver su biblioteca. Encontré un libro de Poe. Fui derecho al índice: “El corazón delator”, “El gato negro”, “El tonel de am ontillado”, “El pozo y el péndu­ lo”. Los había leído todos. Los hojée, los releí por encima a ver si se me ocurría algo y nada. Otra cosa me daba vueltas en la cabeza. No encontré más libros de Poe y bajé. Esa noche vinieron Garufa y el Gallego a jugar al póquer. Garufa vino antes y cenó con nosotros. Había hablado con Adela y parecía que al día siguiente Pepino recuperaba su libertad. Estábamos todos muy alegres. Mi abuelo programó una cena para hom enajear a Pepino. Cuando llegó el Gallego, abrimos una botella de champán para em pe­ zar con los festejos y Garufa propuso un brindis: — Por Malena — dijo— . Si no hubiera sido por ella, no se habría aclarado nada. Yo estaba reorgullosa. Después brindamos por Pepino, por el res­ taurante, por el futuro casam iento de Adela y Garufa y así hasta que sé; terminó la botella de champán. El Gallego empezó a preparar la mesa para el póquer, acom odam os las sillas, mi abuelo puso el mazo de cartas sobre el paño verde y yo pegué un grito: — ¡Las cartas! ¡“La carta robada”! Los tres me miraron como si estuviera loca. — “La carta robada” — repetí— . El cuento de Poe. Ese es el que yo estaba buscando en tu biblioteca. Lo que pasa es que no me acordaba cuál era. Pero si lo hu­ biera visto, seguro que me daba cuenta... — Ese libro lo dejé en Barracas. Te lo dejé a vos, ¿no te acordás? Es “Los crímenes de la calle M orgue”. Ahí está “La carta robada” — dijo mi abuelo. — ¿Y qué tiene que ver con el póquer? — preguntó el Gallego. — Tiene que ver con una carta que alguien le roba a una mujer para extorsionarla. Una carta de su amante Y el ladrón la esconde tan bien que nadie la puede encontrar. Ni la policía, que entra varias veces a su casa. Nadie, hasta que aparece el detective héroe y la encuentra. — ¿Y dónde estaba? — preguntó Garufa. — A la vista de todo el mundo. En un tarjetero, con otras cartas, en la sala, por donde pasaban todos sin verla Era tan evidente, que nadie la veía. ¿Se dan cuenta? Los tres me miraban, pero de distinta manera. Garufa, expectante, ansioso; el Gallego, confundido, y mi abuelo, que conocía el cuento y

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me conocía a mí, desconfiado y resignado, como diciendo: “ya me pa­ recía, em pezam os otra vez’’. — El diam ante tiene que estar a la vista de todo el mundo. Por eso nadie lo vio — dije. — Imposible —dijo el Gallego. — ¿Por qué? La carta no la veía nadie y estaba ahí — insistí. — En el cuento — remarcó mí abuelo— . Pero te olvidás de que la realidad es otra cosa. — Te recuerdo que eso de que la realidad supera la ficción no lo in­ venté yo — dije, enojada. — Y nosotros, tampoco — dijo el Gallego, empezando a barajar— . Qué les parece si jugamos. No hablé más y empezamos a jugar. Yo seguía enojada, pero jugué igual. Me concentré en el póquer como pude; el cuento de Poe seguía bailando en mi cabeza. Tuve suerte. Me vinieron unas cartas buenísimas. Y no una vez, sino todo el tiempo. Gané por varios cuerpos, como dice Garufa. El premio: una botella de champán, una bolsa de nueces y una caja de chocolate artesanal. Buenísima la partida.

20. Y la sopa se hizo luz La mañana se fue volando, y eso que me levanté temprano. Des­ pués de desayunar fui al locutorio para ponerme al día con los mails, pero antes le prometí a mi abuelo que lo iba a ayudar con los prepara­ tivos de la cena en honor de Pepino. Garufa había llamado tem praní­ simo para avisar que ya estaba en libertad y que alrededor del medio­ día llegaría a su casa con Adela. Mamá no es de las personas que se dan por vencidas fácilmente Yo, tampoco. Trató de hacerme ver los beneficios y bondades que me depararía la convivencia de una semana con papá, más el plus de no perder días de clases, pero no me convenció. Contesté su mail como los anteriores: brevemente y m anteniéndome con dignidad en mi posi­ ción. “Gracias. Con el abuelo estoy bien”. El mail de Nacho tampoco presentaba variantes con el anterior. Río de Janeiro, maravilloso; Salvador de Bahía, reespectacular; qué lásti­ ma que no viniste. De Victoria y su amor frustrado, ninguna noticia. Volví a casa para ayudar a mi abuelo. Por el camino pensé otra vez en

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“La carta robada”. Era una intuición, ya lo sé. Cuando el comisario nos habló de la caja de seguridad que tenía el inglés, lo lógico era pensar que el diamante estuviera ahí. En el caso de que realmente lo hubiera robado, porque de eso tampoco había pruebas. Pero no. A mi no me convencía. Mastiqué un poco más el asunto de “ La carta robada" y lle­ gué a la conclusión de que a esta altura yo ya no convencía a nadie, ni siquiera a Garufa, — ¿Cuál es el menú, abuelo? — Empanadas de carne, A pedido de Adela. Me dijo que son la debi­ lidad de Pepino. Pero antes, una sopa de cebollas. Y con este plato los voy a usar de conejillos de Indias. Si gusta, la incorporo a la carta Es una sopa especial. Una receta francesa que me dio la farmacéutica Era de su abuela y como ella no cocina, me la dio para que la probara. — ¿Y de postre? — Arroz con leche con mucha canela Parece que es el postre fam i­ liar. Me dediqué al arroz con leche. Nunca lo había hecho y quise apren­ der. Es fácil. Mi abuelo amasó y entre los dos preparamos el picadillo La sopa quiso hacerla solamente él para “interiorizarse”, como dijo Garufa pasó un rato, a la tarde, por si necesitábamos ayuda y nos con­ tó las novedades — Parece que Margarita habló largo y tendido. No pudo justificar el hecho de que el colgante de la estrella estuviera en su poder. Dijo que lo había encontrado en la calle y al final terminó confesando que lo había encontrado acá, tirado en el piso. — Qué caradura. Tirado en el platito de cerámica donde yo lo dejé, habrá querido decir. — Bueno, la cuestión es que la cosa se fue embarrando cada vez más, porque cuando le dijeron que tenían pruebas de que el colgante había pertenecido a la enfermera y que había testigos de la relación de su hermano con Mirta, y además que el colgante había sido encontra­ do por vos en la vereda de la casa del inglés, donde después, curio­ samente, atraparon a su hermanito... bueno, ya no supo cómo defen­ derse ella ni cómo tapar al quía. — ¿A quién...? — Al tipo, al hermano. — ¿Y quién mató a Mirta, él solo o los dos? — pregunté. — EL. Ella está complicada por encubrirlo, pero la noche del asesi­

nato estaba en Marcos Juárez. — ¿Y cómo saben que fue él? — preguntó mi abuelo. — Estaba esperando que me lo preguntaran — dijo Garufa, hacién­ dose el interesante— . Resulta que el tipo tenía un auto. Bien guardado, por supuesto. Pero, todo se sabe. ¿Se acuerdan del gran bailarín de Marcos Juárez? Tiene una tía que vive acá en Capilla, y parece que cuando la mujer se enteró de que Margarita y su hermano estaban presos, se presentó en la comisaría para preguntar quién se hacía car­ go del auto de Augusto. El bailarín le había pedido permiso a su tía para que su amiguito guardara el auto en el garaje de su casa. La tía le dijo a la policía que ella era una mujer honrada y no quería quedarse con lo que no le pertenecía. Y de paso se sacó el balurdo de encima, como verán. La policía fue a buscar el auto y... ¿a que no saben qué encontraron en el baúl? — Sangre — me apuré a contestar. — Exactamente. Sangre de Mirta. Ahora todo cerraba. Me imaginé una Mirta ambiciosa, escuchando de boca del inglés, en el hospital, la historia del diamante. La vi contán­ dole todo a su novio. Después, no sé, a lo mejor se pelearon y se se­ pararon, pero cuando el viejo murió, tienen que haberse puesto de acuerdo para entrar a la casa y buscar el diamante Algo pasó ahí adentro y el novio o ex-novio mató a Mirta A lo mejor discutieron, es lo más probable. No sé. Lo cierto es que él la mató y después pensó có­ mo deshacerse del cadáver. Conocía a Pepino, sabía dónde vivía, sa­ bía que el pobre ni siquiera se iba a defender. Metió el cadáver en el auto y lo llevó hasta su casa. Lo dejó en el terreno de al lado y escon­ dió la billetera de Mirta y el caño con que la golpeó en el galpón de las herramientas. Después hizo la llamada anónima y ya está. Habiendo un culpable, ¿a quién se le iba a ocurrir seguir investigando? A las ocho, mi abuelo y yo teníamos todo listo. La mesa del comedor estaba puesta a pleno, con un mantel blanco, impecable, unas copas que mi abuelo saca del aparador sólo en ocasiones especiales, el vino, las empanadas term inando de hornearse, la sopa de cebollas lista, humeando junto a la hornalla. No faltaba nada. A las ocho y cuarto oí­ mos la bocina del taxi de Garufa. Venía con Adela y Pepino. Diez m inu­ tos después apareció el Gallego, en bicicleta. — Esta es Malena — le dijo Adela a Pepino, tom ándom e de un brazo

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para presentarme a su hermano— . Ella te salvó. Ella es la que des­ cubrió toda la verdad. Pepino me miraba sonriendo y asintiendo con la cabeza. — Gracias, gracias — dijo, sin dejar de sonreír. Entonces la miró a Adela como pidiendo permiso y ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El metió la mano en un bolsillo de la campera y sacó algo pequeño, envuelto en papel de regalo. Me lo dio. Era una pulsera de macramé, de esas que se tejen con hilos de colores. — La hizo él — dijo Adela. Era hermosa. Es el tipo de adornos que a mí me gusta. Me la puse en la muñeca izquierda. — Gracias — le dije, extendiendo el brazo para que viera lo bien que me quedaba— . Me encanta. — Malena — dijo, bajito— . Gracias, Malena. Me emocioné. Nos sentamos a la mesa y mi abuelo trajo de la coci­ na una sopera y una fuente llena de cubitos de pan fritos. — Bueno... Quiero que la saboreen tranquilos y me cuenten qué les parece. Los cubitos de pan son para poner en la sopa, así — dijo mi abuelo, mientras se servía un puñado de cubitos dorados y crujientes en su plato de sopa. Todos lo imitamos. Eché mi puñado en el plato y me quedé m irándo­ lo. Las luces de la araña se reflejaban en la sopa como en un espejo. Montones de puntitos brillantes y movedizos flotando tranquilos... — Parecen diam antes — dije, y me reí. Me miraron, sorprendidos. De repente me puse seria. Comprendí el alcance de lo que acababa de decir. Ahora sí entendía. Ahora entendía todo.

21. El marqués de Toledo y el inglés Me costó un trabajo enorme convencer a mi abuelo de que teníamos que volver a la casa del inglés. Cuando vi la sopa llena de lucecitas y comprendí, no dije nada para no estropear la cena. Sabía que me iban a decir que era una delirante. Después, mientras tom ábam os el café, pensé que era el momento adecuado para hablar. Entonces se me ocurrió algo: contar, pero a medias. Crear suspenso. Dejar que les tra­ bajara la cabeza. Que no me acusaran de loca así, de una. Por lo me­ nos que esperaran hasta mañana. A las doce y media o un poco más, mientras nos despedíam os y mi abuelo ponía la mano sobre el picaporte de la puerta de calle, yo puse las mías sobre Tita y Filomena, una mano en cada perra, y con voz bien fuerte y solemne, dije: — Si mañana, al atardecer, podemos entrar a la casa del inglés, juro por las chicas que encuentro el diamante. Me miraron serios, preocupados, absolutamente convencidos del es­ tado calamitoso de mi cerebro adolescente, con seguridad agravado por el efecto nocivo de mis rastas. El único que sonreía era Pepino. — Sé dónde está el diamante. Ahora entiendo por qué pensé tanto en “La carta robada”. Por el momento, no les voy a decir nada más. Nos encontram os mañana a las seis de la tarde, en la casa del inglés. Buenas noches. Di una media vuelta llena de dignidad y empecé a subir la escalera. — Vení para acá, Agatha Christie — dijo mi abuelo, empecinado en arruinar mi retirada triunfal— . El crimen ya está resuelto y el asesino, preso No tenem os por qué reunim os en la casa del inglés. Ya se acla­ ró todo lo que se tenía que aclarar. — Todo, menos una cosa: el diamante. Pero ahora es muy tarde — dije, bostezando y mientras empezaba a subir la escalera otra vez— . Mañana hablamos Los dejé m urm urando y me fui a dormir. A la mañana siguiente me levanté temprano, se ve que estaba an­ siosa Cuando llegué a la cocina, mi abuelo y Garufa tomaban mate. “Perfecto”, pensé, “seguro que Garufa se pone de mi lado”. — Buen día — dije, sonriente. Me miraron, desconfiados, como esperando el mazazo. Empecé a preparar mi café con leche. La voz de la cantante de tango — ronca,

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dura e increíblemente dulce y melodiosa— se filtraba de la radio y col­ maba la cocina, igual que el olor del pan que se escapaba del horno. Era un mosaico diquero que yugaba de quemera, hija de una curandera, mechera de profesión... Mosaico diquero, yugaba de quemera... Estuve a punto de pregun­ tar, me moría de ganas de saber qué quería decir todo eso, pero no. Me aguanté, mejor dejarlo para otro momento. No quería que nada me apartara de lo que tenía pensado. Los dos seguían en silencio. Me es­ tudiaban. Llevé mi taza a la mesa. Me senté Mi abuelo sacó una fuen­ te del homo con cuatro panes. Me acercó uno. Tosí. Se sobresaltaron. — Bueno — empecé. Seguían mudos. — Una delicia, el pan. — Gracias — dijo mi abuelo. Los dos se miraron, sonrientes. Garufa volvió a cebar mate. No ha­ bía de qué preocuparse. La loca de las rastas se olvidó del diamante. Mi abuelo metió otra bandeja con panes en el horno. — Hoy va a ser un lindo día — dijo Garufa, optimista, mirando por la ventana. — Sí — siguió mi abuelo— . Lindo día. Con sol. Frío, pero con sol. — A las seis en punto tenemos que estar en la casa del inglés — dije, tranquila, mientras untaba una rebanada de pan con manteca. Chau lindo dia. Se desató la tormenta. Me miraron, desahuciados. Entonces empecé. — El diamante está en la casa. Sé dónde está. Digamos que lo sé en un noventa y nueve coma nueve por ciento. Lo cual es mucho decir. Me puedo equivocar, pero me gustaría comprobarlo. Si no lo encon­ tram os nosotros, la casa se va a vender con el diam ante adentro y se lo va a quedar quien la compre, o no, porque en una de esas no lo en­ cuentran nunca. — ¿Y se puede saber dónde está, que hasta ahora nadie lo encon­ tró? — dijo mi abuelo. — Lo van a saber esta tarde. — Decime una cosa, Malenita — dijo Garufa, pensativo— . Vamos a suponer que encontrás el diamante. No pensarás quedártelo, ¿no? Es un diamante robado... — Ese es el punto. ¿No lo pensaron? Tiene que haber una recom ­ pensa. Vale millones. Y como lo vamos a encontrar nosotros, nos que­

daremos con la recompensa. Y una vez que la cobremos, compramos la casa del inglés y abrimos un nuevo restaurante. ¿Qué les parece? Me miraban. Mudos, quietos. Sólo me miraban. Al fin, quien habló fue Garufa: — Grande, Malenita. Vamos a buscar el diamante, dale. A las seis en punto, Garufa, Adela, el Gallego, Tito Garay, mi abuelo y yo entrábam os a la casa del inglés por la puerta de la cocina. Mi abuelo y Garay llevaban linternas. Adentro estaba muy oscuro; hacia meses que habían cortado la corriente eléctrica. — ¿Y ahora qué hacemos? — dijo mi abuelo. — Vamos al living — ordené. Yo aparentaba seguridad, pero estaba terriblem ente nerviosa. Pen­ sar que podía haberme equivocado, me ponía mal. — ¿Y ahora? — volvió a preguntar mi abuelo cuando llegamos al li­ ving. Creo que estaba tan ansioso como yo. — Ahora vos te sentás en el sillón hamaca y te quedás tranquilo — le dije, empujándolo suavemente para que se sentara. Me hizo caso. Los demás se agruparon a su alrededor Creo que también estaban nerviosos. Me miraban como esperando órdenes y dispuestos a acatarlas. Me acordé de eso de que a los locos es mejor seguirles la corriente, ¿Parecería una loca yo? — Necesito que alguien me ayude a abrir las celosías del frente — dije. Todos, al mismo tiempo, hicieron el gesto de avanzar hacia mí. — No, no, por favor, quédense donde están. No se muevan. Garufa, vení. Volvieron a obedecerme. Tuve ganas de mirarme en un espejo. A lo mejor parecía una loca desatada de verdad. Garufa me ayudó y abri­ mos las cuatro celosías. El sol del atardecer entró — rojo sangrante— en el living. Me di vuelta. Todos me miraban a mí, pero al ver que yo me había quedado con la vista clavada en un punto, más atrás de donde ellos estaban, también se dieron vuelta. El sol empezaba a hundirse en un horizonte lejano, pero antes de desaparecer del todo, mandaba sus últimos rayos oblicuos directam en­ te a la casa del inglés, al frente de la casa, que miraba hacia el oeste. A sus ventanas, ahora abiertas como antes, como cuando vivía el ín-

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glés y todas las tardes, a la hora del crepúsculo, se sentaba en su me­ cedora a contem plar — igual que el marqués de Toledo— su diamante, su bello diamante que atrapaba durante unos minutos o segundos, no sé, la moribunda luz del sol. Nadie hablaba. ¿Para qué? El espectáculo lo hacia por sí mismo. La araña de caireles, sobre la mesa del comedor, brillaba como otro sol. Todos sus cristales relucían, pero no sólo por los rayos del sol crepus­ cular, sino por ese otro pequeño sol que colgaba del centro y del cual se desprendían cientos, miles de pequeñísimos rayos que a su vez se reflejaban en los otros cristales produciendo un efecto de luz m aravillo­ so, como nunca había visto antes. Yo me había ubicado detrás de la mecedora donde estaba mi abue­ lo. Ese era el punto exacto desde donde había que observar la piedra toledana; el sol, a nuestras espaldas, dejaba caer sus últimos rayos exactam ente sobre el diamante, de donde renacían, infinitamente mul­ tiplicados por la araña de caireles El primero en hablar, cuando las luces mágicas comenzaron a desvanecerse junto con el sol, fue Garu­ fa: — “Mientras los últimos rayos del sol morían en su cuerpo faceta­ do..." ¿Te acordás? — me dijo. — Lo leim os en la página de internet. El marqués de Toledo, el anti­ guo dueño del diamante, lo tenía en una vitrina y todas las tardes se sentaba a mirarlo, antes de que su hijo se lo robara para venderlo en Inglaterra — dije, más que nada para informar a Garay, que era el que menos sabía del asunto. — Y el inglés, también — dijo mi abuelo— . Por eso la ubicación de la mecedora... — El inglés descubrió lo mismo que el marqués — dijo Adela— . Que las cosas bellas son para contemplarlas, no para esconderlas en una caja fuerte. — Y tuvo la suerte de poder hacerlo hasta el final — agregó Garufa— , no como el pobre marqués .. — ¡Ja! — exclamó el Gallego, con adm iración— . Qué tipo, el inglés, ¿eh? — Bueno, no nos olvidemos de que era un ladrón. A ver si ahora lo convertimos en héroe — dijo mi abuelo, sensato. Y ahí terminó la charla, porque ya había oscurecido casi por com ple­ to. Con la ayuda de las linternas y de no sé qué herramienta que mi

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abuelo trajo del galpón, Garufa subió a la mesa y descolgó el diamante de la araña.

22. De noche, en la ventana Ahora estoy en Buenos Aires, en Barracas, en casa, asomada a la ventana de mi cuarto, mirando la plaza Colombia y las torres de Santa Felicitas Es de noche y ya estamos en primavera. Apenas terminaron las vacaciones de invierno, mi abuelo viajó conmigo a Buenos Aires, así que no perdí ni un día de clases. Se quedó diez días en casa por el asunto de la recompensa. Estuvo ocupadísímo mi abuelo. Tuvo que entrevistarse con varias personas de un Banco que actuó en represen­ tación de los dueños actuales del diamante, o sea, los descendientes de la duquesa a la que se lo robaron en 1930. Además le hicieron un reportaje para la televisión inglesa y otro para la española. Y cuando llegó mamá, le hizo otro, con fotos y todo, para el diario donde trabaja. En los tres reportajes, mi abuelo dijo, bien clarito, que el hallazgo del diamante se debía a su nieta. Y lo que era más importante, que “gra­ cias a ella se descubrió al verdadero asesino de la enferm era”. Yo, la nieta, feliz, feliz. Tuve que contar la historia tantas veces, que creo que en algún momento me equivoqué e inventé algo, no sé qué, no estoy muy segura. Me parece que lo mejor va a ser que escriba to­ do así no me confundo más. Cuando mi abuelo volvió a Capilla, Tito Caray lo estaba esperando con los papeles listos para la compra de la casa del inglés. Todo bien, bien, bien. Mi abuelo quiere que yo sea su soda. Buenísimo. Yo, total­ mente de acuerdo Pero, tranquila. Mamá dice que mejor esperar a que termine el colegio Papá... Bueno, papá dice que mucho mejor, cuando termine la universidad Yo digo que ya veré. Después de todo la deci­ sión va a ser mía y yo sé muy bien lo que quiero. Por lo pronto, estas vacaciones voy a ir para allá. Mi abuelo prometió que me iba a dejar hacer a mí sola la salsa agridulce para el carré de cerdo. Se me ocu­ rrieron algunas salsas nuevas para acom pañar sus fideos caseros, pe­ ro las voy a experim entar cuando vaya en el verano. De la plaza me llegan los perfumes de la primavera. Hay un vientito suave que los trae hasta mi ventana. A veces pienso en el diamante, en el juego de luces único, increíble que vi ese atardecer y me da tris­

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teza saber que nunca más lo voy a ver. Pienso también en el marqués de Toledo y en el inglés, que lo vieron y lo disfrutaron tantos atardece­ res; más el inglés, cuántos años, todos los días viendo esa cosa Unica, bella, al caer la tarde. Miré las torres de Santa Felicitas, oscuras, recor­ tadas en la noche. Volví a pensar en el diamante y lo imaginé oscuro, encerrado en una caja fuerte... O no. ¿Quién dice que a lo mejor no vuelve a repetirse la historia? ¿Quién dice que en una de esas no apa­ rece otro marqués de Toledo u otro inglés y coloca el diamante en el lugar exacto para que los últimos rayos del sol vayan a morir en su cuerpo facetado? Se me pegó la frasecita. Me reí. Volví a mirar la pla­ za, los árboles, las estrellas. Me acordé de la sopa de cebollas. Un éxi­ to, la sopa. Mi abuelo la incorporó a la carta.