Hobbes y La Risa

Hobbes y la risa Jesús Silva Herzog Márquez Además de una explosión de alegría, la risa puede ser una potente arma contr

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Hobbes y la risa Jesús Silva Herzog Márquez Además de una explosión de alegría, la risa puede ser una potente arma contra el statu quo. Al enfrentarla con los clericalismos y abrir la posibilidad de un Estado laico, queda claro que se trata de un asunto serio.

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Nietzsche, al final de Más allá del bien y del mal, imaginaba una lista de los grandes filósofos de la humanidad de acuerdo a la sonoridad de sus carcajadas. En los primeros lugares, aquellos que reían a boca suelta. En la cola, los solemnes de labios apretados. Nietzsche aborrecía intensamente a los filósofos que despreciaban la risa. Thomas Hobbes mantenía la boca bien cerrada ante el peligro de un asalto de risotadas. No negaba la relevancia filosófica de la risa: era un peligro. El erudito de Malmesbury estaba convencido de que la risa era un tema profundo, merecedor de un sitio relevante en su teoría geométrica del universo. ¿Qué es la risa? ¿Qué la provoca? ¿Tiene algún significado moral? ¿Algún efecto político? El examen meticuloso de Quentin Skinner1 es mi fuente para descubrir el tratamiento de Hobbes. Como admirablemente relata Skinner, la convulsión involuntaria y gozosa ha sido frecuentada durante siglos por filósofos, moralistas y médicos. Para algunos es simplemente el signo exterior de la felicidad. Un inocente estruendo. Pocos se quedan con esa explicación. Se trata, más bien, de una declaración cargada de sentido moral; una expresión burlona que tiende a ridiculizar los defectos de otros. Nos carcajeamos de lo ridículo, sea dicho o hecho. Es por eso que Laurent Joubert, un médico de Montpellier que publicó un tratado sobre la risa en 1579, advirtió que siempre hay un dejo de amargura en la carcajada. Descartes sigue esta línea cuando anota en su ensayo sobre las pasiones del alma que en la risa hay una mezcla de alegría y desprecio. Hobbes conoce bien esa literatura. Bien se sabe que en el Leviatán sostuvo que el hombre tiene una inclinación natural de poder que no cesa sino con la muerte y que los hombres se comparan obsesivamente unos a los otros. Si la risa es una forma de gozarse, de creerse superior a otros, se trata de un acto de poder. En la risa se experimenta el gozoso disfrute de nuestra superioridad: una presunción de preeminencia. En Los elementos de la ley natural y política, Hobbes ofrece su primer tratamiento sobre la risa. Al reírse, el individuo se glorifica. Así lo sostiene también en el Leviatán: la risa es una gloria súbita que inflama al hombre con una sensación de superioridad. Mientras los médicos del siglo XVI y XVII resaltaban las cualidades

terapéuticas de la carcajada, los humanistas tendían a resaltar su capacidad destructiva. Veían una grosería en la ruidosa matraca bucal; un insulto en la ostentación de dientes, bullas y babas. La risa solía ser vista como una ofensa, un arma ilegítima en la esgrima de cualquier debate. Lo que Hobbes destaca, en plena congruencia con su edificio de soberanía, es que quien ríe pretende subrayar su propia superioridad. En su risa, el súbdito deja de serlo. Se trata, por ello, de una amenaza a la paz, una afrenta a las leyes de la naturaleza. Quien ríe vulnera las jerarquías, destrona al poderoso y lo coloca, con el pastel en la cara, en el fango del ridículo. Por eso la risa es una victoria de la incivilidad. Brotando de la barriga del orgullo, se proyecta por la boca para declarar hostilidades y desconocer rangos. La paz del Estado hermético de Hobbes no descansa exclusivamente en ese pacto de representación total por el que los individuos ceden el derecho a gobernarse y a evaluar el mundo en su cabeza. La paz de la que depende el comercio, la ciencia, el cómputo del tiempo, la navegación y el arte puede establecerse cuando ha cesado el violento gobierno individual y se ha instaurado la paz del soberano. Ha cesado la anarquía del juicio privado para dar paso al imperio del juicio público. La paz hobbesiana supone tal vez otra cosa: una brida a esa tóxica afirmación de superioridad individual. La risa libre aparece de este modo como adelanto de la guerra civil. Es que la risa supone examen libre de las inconstancias del mundo, sus imposturas, sus caprichos, su carácter inevitablemente ridículo. Constatar las deformidades que nos rodean es adelantar el primer juicio, el primer veredicto individual; separarse sin cálculo y sin silogismo del dictamen soberano y afirmar, a carcajada batiente, la razón individual. Más aún: la risa es un resorte indócil. Evade cualquier previsión pues siempre es producto repentino, súbito. No puede agendarse una risa para las 4:30 de la tarde. Puede encontrarse aquí una segunda limitación natural al imperio del poder. Hobbes reconoce que el soberano, a pesar de la monstruosidad de su mando, es incapaz de obligar al súbdito a que se mutile, se dañe, se provoque la muerte. Puede matarlo, pero no ordenar su suicidio. Pues bien, el soberano tampoco puede imponer un carcajeo auténtico o proscribir el reflejo de la risa. De este modo, la risa aparece como el refugio de lo ingobernable, el albergue primario de una conciencia individual que se dispara sin exigir siquiera reflexión. La risa arrasa lo establecido y venerable; devasta lo habitual y lo reverenciado. El Estado hobbesiano controla la máquina de hacer la ley y la navaja del verdugo. Es propietario de todas las tierras, declarante de la verdad y cabeza de la Iglesia. No puede, sin embargo, adueñarse de los tensores de la risa. De ahí que la carcajada no sea solamente una expresión de mal gusto que denota arrogancia, falta de discreción, sino una seria amenaza a la paz. Ese dios mortal puede ser convertido en el payaso de las

bofetadas. Será por eso que Fernando Savater ubicaba ahí, en la risa, la prueba central del laicismo. Más que en los estatutos normativos, en las fronteras entre una iglesia y el poder público, en la risa podía encontrarse el medidor del laicismo. Y es que la vitalidad del temperamento laico está en la capacidad para someter todos los asuntos públicos al libre examen de la razón; en otras palabras, exponer todos los asuntos colectivos al fuego de lo ridiculizable; al amago de lo risible. Cuando se extienden zonas vedadas a ese examen de la risa, el mundo queda encantado, sumergido en el discurso mágico de lo incuestionable. Si hubiera un laicímetro, decía Savater, sería la risa. “Dime de lo que no puedes reírte o no debes reírte y te diré cuáles son los límites de tu laicismo”. Una sociedad laica es aquella capaz de afirmar el derecho a la insolencia, el derecho a burlarse de todo: del presidente y sus ministros; de la virgen, el papa y los cardenales, del ejército y los símbolos nacionales. El proyecto laico resiste a quienes pretenden establecer vastas zonas de sacralidad: territorios tan entrañables para algunos que nadie tiene el derecho de penetrar en ellos sin la misma reverencia. Derecho, sí, a la insolencia. El insolente de la risa, de la parodia, de la sátira, impugna las costumbres, rompe lo que es habitual, se burla de aquello que es tenido como venerable. Por eso temía tanto Hobbes al insolente de la carcajada: ahí está el desafío primario al poder y lo sagrado. Por eso la burla es la chispa que aviva el laicismo.

1. “Hobbes and the Classical Theory of Laughter” en Visions of Politics, Vol. III: Hobbes and Civil Science, Cambridge University Press, 2002.

De la autonomía y sus amenazas Jesús Silva Herzog Márquez La crítica está amenazada por su propio rigor y por ciertas trampas que limitan su autonomía. Es preciso, por lo tanto, aplicar en ella una suerte de contrainteligencia permanente si se quiere ejercerla con provecho.

Por inamistosa que parezca, toda crítica es una oportunidad. Habrá quien la vea, simplemente, como un acto de agresión; otros verán en ella un desafío, una convocatoria a repensar lo hecho, lo dicho o lo callado. En el despoblado de las polémicas nacionales se trata, casi, de un obsequio. Interpelación que llama a un examen de lo propio. Quien decide ignorar un cuestionamiento dejará pasar una

ocasión para ejercer la autocrítica, esa responsabilidad crucial de quien aplica a otros el dictamen de su opinión. A un lado del intenso debate que se ha oxigenado en estos días sobre la libertad de expresión corre una discusión paralela: el debate sobre la responsabilidad. Mi impresión es que el contorno de la responsabilidad crítica se ha transformado de manera importante en los últimos años y merece una puesta al día. El oficio de la crítica se funda, en cualquier tiempo, en distancia e independencia. Sea cual sea el grado de compromiso político, entiendo que el crítico debe cuidar, ante todo, su autonomía. Alcanzo a ver tres amenazas a ese distanciamiento necesario: los embrujos de una causa; las trampas de la vanidad y las ataduras del poder. Trataré de exponer la naturaleza de esas amenazas, advirtiendo de entrada que no hay nadie que pueda declararse definitivamente inmune a estas presiones. Si las señalo es porque creo que es importante tenerlas en mente para encararlas de mejor manera. Sólo desde la soledad del escritorio puede ejercerse la función crítica de manera cabal. Cuando alguien habla a nombre de algo o alguien distinto a la primera persona del singular, ha dejado de ser un crítico para ser otra cosa: publicista, abogado, párroco o militante. Una misión puede ser un faro de orientación, un estímulo. También puede ejercer chantaje: ver el mundo desde un solo mirador es un empobrecimiento; verlo como una sola causa es un demérito mayor. Tengo la impresión de que el crítico que deja de examinar las cosas desde la duda y las observa desde alguna fe termina atrapado por un prejuicio gratificante. La tarea de discernimiento se pierde cuando el mapa del mundo se ha organizado en blanco y negro: el continente de los buenos y el territorio de los enemigos. Esa épica de la Causa puede convertirse en el nuevo opio intelectual. La seriedad de la crítica exige que el crítico no se tome, él mismo, demasiado en serio. Supongo que sería atractivo imaginarse salvador de algún país perdido, pero la vanidad de sentirse redentor es el mayor extravío imaginable. Sin cierta ironía, la labor del crítico resulta risible. A decir de Weber, en los círculos intelectuales anida naturalmente una enfermedad profesional: la vanidad. El intelectual es un personaje afectado que tiende a ponerse en el lugar más visible, tiene la certeza absoluta de poseer la razón profunda o la moral verdadera y mira hacia abajo a los otros que vegetan en la comodidad o sobreviven en la penuria. Sólo él, el intelectual, tiene acceso a la verdad, a la razón, a la belleza. Él ve las cosas a plenitud, desde lo alto, desde lo verdadero. Sugería el sociólogo alemán que esos achaques eran inocuos: no lastimaban su obra ni demeritaban su genio. Discrepo de Weber, sobre todo si hablamos de eso que se ha dado en llamar el “intelectual público”. La vanidad será irrelevante para un

escultor pero no para un crítico de la política. El envanecimiento no es solamente un espectáculo teatralmente antipático, es, sobre todo, un extravío: abandonar el examen y la duda para subordinarse a un proyecto de autohomenaje. El aplauso puede convertirse de este modo en una coacción tan corruptora como el dinero. La enemistad de un perverso puede ser, también, la medalla más codiciada. Si la crítica reclama una constante búsqueda de distancia, la noción del intelectual-misionero impide definitivamente ese desapego. La independencia de la crítica ha tenido desde siempre un principio amenazante: el poder político. Gobiernos y partidos como enemigos mortales. Frente a estos dominios, la ruta de independencia parecía bastante clara: rechazar cualquier colaboración, cualquier subsidio, cualquier ayuda. La crítica se legitimaba en su apartamiento de ese imperio. Pero ya no puede pensarse que aquellos poderes políticos sean los únicos que nos someten. En la selva de los poderes privados hay también un cúmulo de intereses efectivamente reinantes. ¿Cuál ha de ser la actitud del crítico frente a esos poderes? Desde luego que debe ser tan punzante, tan severo y tan agudo con ellos como con cualquier otro. El problema es que, con frecuencia, los instrumentos de comunicación pertenecen a los grandes conglomerados de poder económico. El crítico ejerce su labor, cada vez más, desde una casa ajena. Su tribuna no se encuentra en una instancia incolora y neutral, refugiada en los márgenes de la política; por el contrario, se ubica en los consorcios de agentes interesados y políticamente activos. La pregunta sobre la autonomía de la crítica en estos tiempos adquiere, por ello, una complejidad adicional. Una actitud radical llevaría a renunciar a cualquier nexo con intereses no solamente políticos sino económicos. Para evitar la posible traición del clérigo, ¿habría que prescribir el aislamiento monacal? En todo caso, la responsabilidad del crítico seguirá estando en lo que dice y en lo que calla. De ambas labores tendrá que rendir cuentas. Insisto en que estas amenazas rondan constantemente la labor del crítico. No abundan los santos que carezcan de impulsos de vanidad; ni los paseantes carentes de vocación de influencia; ni los cartujos del aislamiento pleno. Sólo quiero decir que hay que estar alerta ante la embestida de estas trampas.

Defensa de la perplejidad Jesús Silva Herzog Márquez ¿Qué tanta legitimidad tienen las interpretaciones que se hacen en caliente? Para el autor, la duda y el desconcierto con frecuencia conducen a respuestas más inquietantes.

Me sorprende la velocidad con la que la sociología instantánea descifra los enigmas más complejos que se le presentan. Sin necesidad de tomar un respiro, los intérpretes de lo inmediato encuentran una explicación satisfactoria y veloz a todo lo que sucede. Mientras el hecho se desenrolla ante sus ojos, el analista desenvuelve un alegato perfecto sobre el origen y el sentido del fenómeno. El hecho aún no termina de acontecer y el comentarista ya despliega una interpretación convincente. La opinión expedita observa con un ojo la televisión y con el otro la red. Al mismo tiempo, sus dedos teclean su diagnóstico. Conoce apenas un par de datos, pero ha visto las suficientes imágenes para hacerse una idea completa de lo que el hecho significa. Por ello se lanza a elucidar lo que los ignorantes no entienden. Hace unos días una universidad de Estados Unidos fue invadida por el infierno. Un alumno decidió volcar su odio contra la vida. Decidió morir y matar. Tomó un par de armas y se entregó a una cruzada de muerte. Por la televisión pudimos enterarnos antes de la opinión de los expertos que de los hechos mismos. Aún no se conocía el saldo de sangre, ni la autoría de los crímenes, pero los intérpretes ya sabían por qué había sucedido todo y qué significado tenía esa furia sangrienta. Enlistaban con un convencimiento sorprendente las causas de los hechos y las medidas que pondrían fin a estas locuras. Los atajos para la opinión pueden ser muchos. Algunos acudieron a un documental popular para interpretar el hecho. Como el crimen se parecía al registrado por Michael Moore en Bowling for Columbine, la opinión repentina repitió como merolico los alegatos del panfleto: una sociedad rota, marcada por el miedo y enajenada por la devoción a las armas produce estas atrocidades. Cuando se supo el nombre del asesino, las interpretaciones se dirigieron al falso sueño de la integración norteamericana. Estados Unidos no era capaz de ofrecer casa a un muchacho de nombre oriental. Otros dijeron que se trataba de un hermano psicológico de los terroristas suicidas: un “perdedor radical”, según lo ha bautizado un ensayista alemán. El lugar común se desplegó tan exitosamente que, de pronto, no podíamos siquiera ver lo que había pasado. Antes de conocer lo que había sucedido, éramos bombardeados por interpretaciones de lo que significaba. Algo de absurdo y de impúdico tiene esta barata psiquiatría en tiempo real. ¿No es necesario hacer acopio mínimo de datos para animarse a arriesgar una opinión? ¿No resulta indispensable dejar correr un tiempo para reflexionar, serenar las ideas que siempre están tentadas por la repetición? ¿No es necesario cierto reposo para brincar el cerco de los tópicos y aventurarse con una hipótesis razonable? En realidad, el raudo intérprete no necesita del hecho para saber lo que sabe. La velocidad con la que dispara opiniones da cuenta de que no hay acontecimiento que lo

sorprenda. Se ha hecho una opinión antes de que suceda el evento que juzga. A sus ojos, todo hecho es remedo de un hecho previo, y se inscribe en un proceso general que él bien conoce. Por eso todas sus opiniones son, en realidad, reiteraciones. Todo lo que sucede, todo lo que puede suceder ha de ser insertado en el repertorio de opiniones que produce rutinariamente. Se acerca a la realidad como quien arma un rompecabezas. Ya sabe cuál es la forma que busca y solamente se acerca a la realidad buscando las piezas que rellenen los huecos. Así, los hechos de la historia no son para él más que acontecimientos anticipados, siempre previsibles. La cultura contemporánea ha creado este personaje curioso que todo el tiempo opina de todo, a la vista de todo mundo. Al tronar los dedos puede explicar frente a un procesador de palabras o una pantalla de televisión el origen del sobrecalentamiento de la Tierra, el futuro del mercado petrolero, el significado moral de la música contemporánea y los pleitos de alguna familia política. Auténticos personajes de circo, estos saltimbanquis de la opinión. Tal parece que no hay permiso para ventilar públicamente la perplejidad. Como el candidato que no se atreve al silencio, que es incapaz de reconocer que ignora algo, aferrándose a la pretensión de que tiene un diagnóstico y una solución para cada problema mundial, el opinador actúa sin aceptar la posibilidad de la duda o la incapacidad para hablar de algún tema. Hechos como los que acaban de acontecer reiteran la necesidad de escapar del castillo de la opinión soberbia. Lejos de esperar desciframientos inmediatos, bien nos valdría pedir alojamiento al asombro. Compartir la confusión, la incapacidad de ubicarse, la imposibilidad de encontrar sentido a lo que pasa. Ante un acontecimiento como el que sacudió a un pueblo universitario y, de inmediato, al mundo entero, ¿no sería legítimo simplemente expresar la anchura de la perplejidad, es decir, las dimensiones de nuestra confusión? La vida es siempre perplejidad, decía Ortega. Vivir es carecer de brújula y de reloj. Es no saber dónde está uno, qué significa lo que hay al lado, ignorar lo que viene después, desconocer el rumbo que debe uno tomar ante las disyuntivas que se abren. Por eso la filosofía apenas debía ofrecer, como lo nombró Maimónides, una “guía para perplejos”. Más aún, antes que un consejo, lo que ofrece la inteligencia es un sitio para mirar. Ese sitio no puede ser otro que el asombro. Hay que pensar, dice el filósofo español Javier Muguerza, precisamente desde ahí: “desde la perplejidad”. ¿No debemos pedirles eso a quienes se ofrecen como anteojos del mundo?