Hitler y la tradicion catara

JEAN MICHEL ANGEBERT Hitler y la Tradicion Catara Sinopsis A pesar de los millares de obras aparecidas desde el fina

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JEAN MICHEL ANGEBERT

Hitler y la Tradicion Catara

Sinopsis

A pesar de los millares de obras aparecidas desde el final de la guerra sobre el nacionalsocialismo, el fenómeno hitleriano sigue siendo un enigma. Eh efecto, la mayoría de los autores, al tratar el problema nazi bajo una óptica puramente racional, sólo han bordeado el tema. La aceleración de la Historia y la masa de descubrimientos que la acompañan nos sumergen. Cada vez es más difícil encontrar una obra que abarque totalmente un tema determinado. El método de investigación histórica se ve en sí dificultado por la absurda regla consistente en no explotar los archivos durante los treinta años posteriores a su redacción. Detrás del investigador francés se esconden realmente dos personas cuyos verdaderos nombres son Michel Bertrand y Jean-Victor Angelini. Michel Bertrand, alias Michel Angebert, nace el 16 de enero de 1944 en Carcasona, una comuna francesa totalmente occitana. Pasa su niñez en Beziers, antigua ciudad cátara. Cursa sus estudios superiores en Aix-en-Provence, perteneciendo también a varias sociedades iniciaticas tradicionalistas. Bertrand se convierte en escritor, periodista y conocedor de la guerra marítima. Ya sea escribiendo como Michel Bertrand o Michel Angebert, sus temas recurrentes son el grial, los cátaros, el tradicionalismo y la marina francesa. Jean-Victor Angelini alias Jean Angebert nace el 21 de octubre de 1943 en Dakar la capital de Senegal, de ascendencia provenzal, pasa su niñez en Bastia (Francia) y cursa sus estudios superiores en Aix-en-Provence. Se interesa por el simbolismo y el estudio del tradicionalismo. A diferencia de Bertrand, cambio de Angelini solo conocemos sus aportes de escritor en colaboración con Bertrand, bajo el pseudonimo de Jean Angebert, sin destacar mayormente con escritos en solitario. De la unión de Angelini y Bertrand obtenemos Angebert y los nombres Jean y Michel completan tan curioso personaje que nos ha dado 4 clásicos libros: Hitler y la tradición cátara, Los místicos del sol, Le livre de la tradition y La ciudades mágicas.

Autor: Angebert, Jean Michel ISBN: 9788401310102 Generado con: QualityEbook v0.72

Datos de credito «Hay otros mundos, pero están en éste» ELUARD

Jean-Michel Angebert HITLER Y LA TRADICION CATARA PLAZA & JANES, S. A Editores Título original: HITLER ET LA TRADITION CATHARE Traducción de ROSA M. BASSOLS Primera edición: Junio, 1972 Segunda edición: Enero, 1974 Tercera edición: Setiembre, 1975 © Éditions Robert Laffont, S. A., 1971 © 1975, PLAZA & JANES, S. A., Editores Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugas de Llobregat (Barcelona) Este libro se ha publicado originalmente en francés con el titulo de HITLER ET LA TRADITION CATHARE. Printed in Spain — Impreso en España ISBN: 84-01-31010-5 — Depósito Legal: B. 35.246 − 1975 GRAFICAS GUADA, S. A. — Virgen de Guadalupe, 33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) Y por ello confío mi «Cruzada contra el Graal al pueblo francés, que ampara, dentro de los límites de su gran patria, el antiguo castillo del Graal. Otto Rahn

PREFACIO EXISTEN ya varias obras excelentes dedicadas a esclarecer los inquietantes y prodigiosos «arcanos mágicos» del nacionalsocialismo. Por tanto, al recibir el manuscrito de Hitler y la tradición cátara, que nosotros presentamos al público, emprendemos un trabajo que no hará más que, como se dice vulgarmente, abrir puertas que ya están abiertas, volver a decir —menos bien— cosas que han perdido su originalidad. Y, no obstante, no es éste el caso. Dejamos al lector el asombro que no dejará de manifestar ante los asombrosos hallazgos de los que tendrá conocimiento. Descubrirá cómo, para explicar la carrera «mesiánica» de Adolf Hitler, uno se ve en la necesidad de hacer intervenir, en definitiva, explicaciones, causas secretas, más extraordinarias aún que las que se encuentran en la más descabellada fantasía. La presente obra se lee de un tirón, pero suscitará muchos comentarios, muchas hipótesis y conjeturas. ¿Llegamos por fin a la revelación de todo el expediente «oculto» del hitlerismo? Parece realmente que así es. Serge Hutin.

PRÓLOGO A pesar de los millares de obras aparecidas desde el final de la guerra sobre el nacionalsocialismo, el fenómeno hitleriano sigue siendo un enigma. En efecto, la mayoría de los autores, al tratar el problema nazi bajo una óptica puramente racional, sólo han bordeado el tema. La aceleración de la Historia y la masa de descubrimientos que la acompañan nos sumergen. Cada vez es más difícil encontrar una obra que abarque totalmente un tema determinado. El método de investigación histórica se ve en sí dificultado por la absurda regla consistente en no explotar los archivos durante los treinta años posteriores a su redacción. ¿Qué podemos imaginar, entonces, acerca de los orígenes secretos del movimiento nacionalsocialista, cuyos archivos fueron cuidadosamente embalados o dispersados a los cuatro vientos? En efecto, una parte fue sustraída por los fieles de última hora, e ignoramos el emplazamiento de las cajas perdidas en el corazón de los Alpes Bávaros, que los ocultan; los aliados arramblaron con todo lo que no había sido quemado, y es probable que la publicación de tales documentos esté proscrita para siempre. El escritor se ve reducido —¿por qué no confesarlo?— a investigaciones fastidiosas y a cotejos bastante extraños, aunque significativos. Por nuestra parte, la lectura de una obra, rarísima en Francia en la hora actual, La Cruzada contra el Graal, de Otto Rahn, sirvió de punto de partida a nuestra investigación sobre los orígenes secretos de la cosmogonía hitleriana. La Corte de Lucifer en Europa (no traducido al francés), del mismo autor, confirmó nuestra primera hipótesis: existía realmente un vínculo entre el nacionalsocialismo y la búsqueda del Graal cátaro. La obra de Saint-Loup, Nouveaux Cathares pour Montségur, aparecida en 1969, confirmó nuestra idea básica y nos alentó a proseguir en este camino. Luego, de día en día, llegan alientos de todas partes, y lo que para nosotros no era más que una investigación especulativa se ha impuesto como una evidencia que no queremos retrasar por más tiempo en comunicar a la opinión pública. Creemos que no se debe retroceder ante el peligro, venga de donde venga, sino, por el contrario, aclarar las tinieblas del conjunto del conocimiento. Los historiadores del III Reich fracasaron en su intento de explicación, porque no habían intentado trascender cierta visión conformista de la Historia. El mito hitleriano sólo puede ser comprendido situándolo en un sistema filosófico de comprensión del mundo, en el seno de una corriente histórica de la que no forma más que un eslabón dentro de la cadena de los tiempos. Los que impulsaron a Alemania a abrazar el estandarte de la cruz gamada no están muertos. Se hallan entre nosotros, como lo estaban en todas las épocas y, sin duda, lo estarán hasta el Apocalipsis. El nacionalsocialismo no fue para ellos más que un vehículo, y Hitler solamente un instrumento. La empresa fracasó. Se trata ahora de resucitar el mito con otros medios, tal como fue realizado en el pasado. El objetivo de este libro es levantar el velo y divulgar las grandes corrientes que atraviesan la Historia, corrientes subterráneas secretas, es cierto, pero muy reales y potentes, animadas como están por hombres imbuidos de una creencia fanática en su misión. Las fuerzas ocultas se preparan en la sombra, en tanto que, sobre la escena, actores impasibles representan tranquilamente una pieza inmutable ante los ojos de un público ignorante.

Desgraciado aquel que intenta penetrar en estos misterios, ya que es al punto denunciado como el autor del escándalo. El fariseísmo y la hipocresía son el patrimonio del mundo moderno, y los que nos leen lo saben; pero estamos decididos a proseguir, cualesquiera que sean las reacciones de los tartufos y de los tradicionalistas. Este libro, que se propone aclarar al público hechos deliberadamente sumergidos en el silencio, no es más que el primero de una serie que tratará de los aspectos secretos de todos los grandes fenómenos históricos, desde Confucio hasta Napoleón. La pequeña llama de la esperanza no ha dejado nunca de brillar en el corazón del hombre, por lo que creemos que nuestra obra no habrá sido inútil. Éste es nuestro deseo más ardiente. El lector está harto de mentiras y de engaños seudohistóricos. Nosotros le confiamos nuestra obra con toda serenidad.

INTRODUCCION EN BERLÍN, este 30 de abril de 1945, los jardines de la Cancillería han adquirido un aspecto lunar: la ciudad se ha convertido en la Sodoma o la Gomorra del siglo XX. A ocho metros bajo la superficie del suelo, dentro del bunker del Führer, se oculta la araña en el centro de su tela. Seguido por Goebbels y su ayudante de campo, Adolf Hitler profetiza: «Ya lo veréis. Los rusos sufrirán la mayor y más sangrienta derrota de su Historia ante las puertas de Berlín.» Pero Goebbels, que tres meses antes proclamaba: «Si tenemos que desaparecer, toda la Tierra temblará», repetía este día a todo aquel que quería escucharle: «Ésta no es solamente la derrota militar del III Reich; es toda una concepción del mundo lo que se desploma.» Veinticinco años después de esta declaración, queda planteada una pregunta: ¿Cuál era, pues, esta nueva concepción del mundo? ¿Cuál era, para emplear una expresión alemana, esta Weltanschauung que la Alemania nacionalsocialista quería expandir por toda la Tierra? Sigue desconociéndose sobre qué concepción del hombre descansa el nazismo (al menos, en el espíritu de sus guías espirituales); a lo sumo, se creía poder buscar en una cierta Logia del Vril (emanación de la Rosacruz) y en la personalidad de Karl Haushoffer, los balbuceos de la Weltanschauung hitleriana. En esta dirección trabajaron autores como Louis Pauwels y Jacques Bergier en su célebre obra El retorno de los brujos.1 No obstante, Bergier y Pauwels cometieron un error de filiación en la tradición a la cual vinculaban el nazismo: es cierto que en esta tradición existía, de hecho, una corriente oriental, pero ésta ha venido a incorporarse a una corriente principal, propiamente occidental, y que, por simplificación, calificaremos de corriente graálica hiperbórea... Por nuestra parte, preferimos el enfoque más objetivo e histórico del fenómeno, y el mismo título de nuestra obra, Hitler y la tradición càtara, plantea el angustioso problema de los ciclos metafísicos. Siendo el catarismo la forma más reciente y elaborada del maniqueísmo, uno no se asombra de la relación que tiene con el hitlerismo, que es una manifestación sorprendente de la nueva gnosis, y la filosofía càtara de dos mundos opuestos representados por la luz y las tinieblas. En la cosmología nazi, el Sol ha desempeñado efectivamente, como en los cátaros, un papel esencial, en tanto que símbolo sagrado de los arios, frente al simbolismo femenino y mágico de la Luna, tan caro a los pueblos semitas. Así, pues, se comprende mejor el odio, con tendencia a la locura obsesiva, que Hitler manifestaba frente a los judíos. Dentro de su óptica dualista, y fiel a la inspiración profètica de Manes, el Führer veía en la raza judía, en los cabellos negros, en la piel mate, el polo tenebroso de la Humanidad, en tanto que los arios, rubios y de ojos azules, constituían el polo luminoso. Al proceder a una selección biológica despiadada, Hitler, que aborrecía la materia y todas las «escorias» que se relacionan con ella, comenzando por la sexualidad (incorporándose así en este punto a la doctrina albigense), pretendía extirpar del mundo material sus elementos impuros, introducidos por el satanismo judío y la cábala hebraica (para volver a utilizar una fraseología comprometida), a fin de arrastrarlo, cuerpo glorioso, a la vía triunfante del retorno a las fuentes divinas. Esta tentativa, digna de un orgullo luciferino, no es, sin embargo, nueva. Siempre se ha encontrado, en todas las épocas, locos o profetas para

predicar un Evangelio en oposición flagrante con las religiones reveladas y enseñadas a los pueblos por la autoridad temporal; pero no todos tuvieron el triste privilegio de causar la muerte de millones de seres humanos. Sin duda, los medios modernos de destrucción no son extraños a esta hecatombe, pero es preciso darse cuenta de que cuando un hombre, simple mortal, se imagina que posee la verdad y la clave de todo conocimiento, está dispuesto a reducir a cenizas el mundo entero con objeto de hacer triunfar su idea. Hitler no procedió de otro modo. En tanto que los cátaros y, antes que ellos, los maniqueos y los gnósticos se habían consumido en las llamas de la hoguera, rodeándose así de la aureola del martirio, se ha visto, luego a la oveja inocente perseguida transformarse en un Moloch devorador y a las nuevas hogueras de Auschwitz quemar a otros «herejes». De este modo, la Historia, lejos de servir de lección, es un perpetuo comenzar. Pero la violencia no triunfó allí donde el mártir había fracasado. La hora del triunfo gnóstico aún no había sonado, ya que dos poderes se levantaban, eternos y vigilantes, contra el enemigo común: la Iglesia Romana, perpetua adversario de la gnosis, a la que acosa bajo todas sus formas, y la religión de Israel, que pretende corromper para su único provecho los misterios del conocimiento integral. No obstante, mucho antes que los cátaros, hombres, filósofos, escritores, profetas, se habían sublevado contra el conformismo de su tiempo e intentado encontrar por sí mismos los secretos del Universo y de la tradición primordial. Desde Zaratustra, el profeta iranio que recibió la iniciación del Verbo Solar, hasta Ahura-Mazda, pasando por Manes, el fundador perseguido de una religión de principios grandiosos, aunque en contradicción con el cristianismo enseñado por la Iglesia, se llega naturalmente a la gnosis, movimiento de una importancia tal que justificaría por sí mismo este libro. Filosofía que se inserta en el interior del cristianismo, pero que pretende trascenderlo, la gnosis ofrece a sus adeptos una cosmogonía, es decir, una concepción y una explicación del Universo, tanto material como espiritual, visión que, indudablemente, tenía que atraer a numerosas élites intelectuales a las que dejaba insatisfechas el comentario apologético de los Evangelios. Los gnósticos aportaban con ellos un conocimiento esotérico, en oposición a la vulgar «Pistis», o creencia de las masas. La verdadera doctrina, revelada a un reducido número, no debía ser propagada por el pueblo. Esta religión aristocrática chocaba con los principios de la naciente Iglesia Católica, atrayendo hacia sí al conjunto de los fieles, cualquiera que fuera su grado de conocimiento, y la amenazaba de muerte. Por eso, los Padres de la Iglesia denigraron sistemáticamente a los autores gnósticos. Habiéndose revelado la refutación como insuficiente, pronto vinieron las persecuciones, y el gran profeta Manes, digno continuador de la gnosis, fue cargado de cadenas y ejecutado, cuando sus escritos se habían dispersado ya a los cuatro vientos. Los obispos persiguieron a los maniqueos. La herejía fue así destruida: pero si el maniqueísmo fue extirpado del Asia Menor, encontró, sin embargo, asilo en el seno del Imperio bizantino, en las comunidades búlgaras del siglo vil, que lo introdujeron en Italia trescientos años más tarde. Desde ahí, se propagó, como un reguero de pólvora, a toda la Europa medieval, a Alemania, a Francia, a Hungría. Pero es en el Mediodía provenzal y languedociano donde la herejía encuentra una acogida particularmente favorable. En este hermoso país occitano florecía, bajo el impulso de una nobleza visigótica, una civilización refinada, muy avanzada respecto a sus primos del Norte. Recogiendo los temas maniqueos, afinándolos, apoyándose en el Evangelio de Juan, sobre todo el del Apocalipsis, cuya visión aporta a la fe el apoyo de una cosmogonía sagrada, los cátaros —ya que es así como se los llamaba (del alemán Ketzer: puro)—, cuyas costumbres eran irreprochables, denunciaban la corrupción y la bajeza de la clerecía de su tiempo, entregada a la lujuria y a la corrupción,

hundida en las riquezas materiales y prisionera del Príncipe de este mundo. En sus reuniones secretas, los albigenses más puros (otra denominación de los cátaros), llamados hombres buenos o perfectos, predicaban una doctrina mucho más elaborada, bebiendo sus fuentes en los libros antiguos de los grandes sacerdotes del Sol y de todos los grandes iniciados, desde el faraón Akenatón hasta el divino Platón, heredero de la tradición de la Atlántida. Así, el pentágono, símbolo pitagórico del Sol, era para los cátaros un signo sagrado, motivo por el cual construyeron su templo- fortaleza, Montségur, según esta forma arquitectónica. Estudiaremos con más detalle el fenómeno cátaro en el curso de nuestro desarrollo, en el cuerpo mismo de la obra, pero esto está en el centro de nuestro tema: exterminados, perseguidos, quemados, los albigenses fueron torturados en nombre de la Iglesia Católica Romana y de su Inquisición, pero la llama del espíritu continuó brillando. Los templarios, en el seno del cristianismo, recogieron la llama. Mientras tanto, los libros secretos, dispersados, perdidos o mutilados, no fueron comprendidos más que parcialmente, y la Rosacruz, secta nacida después de la destrucción de la Orden del Temple, sólo transmitió una doctrina alterada, y presentaba ya los signos de una decadencia espiritual que derivó en la francmasonería, imagen degradada de una ciencia esotérica originalmente pura. No obstante, es preciso ver con claridad que, después del cisma protestante que sacudió a la Iglesia hasta el siglo XVII, las tradiciones gnósticas se encontraron mezcladas de elementos extraños, lo que acarreó la confusión actual de todas las sectas que, desde el Renacimiento, pretenden cada una poseer la verdad proclamándose portadores de la tradición esotérica. Entre éstas se destaca un grupo, porque contiene un poder de atracción y una energía espiritual que hacen de él un centro iniciático del más alto interés; se trata de la secta de los Iluminados de Baviera, fundada en el siglo XVIII por Adam Weishaupt, profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Ingolstadt. Los Iluminados de Baviera («Iluminaten Orden») tenían como base el Evangelio de Juan, por oposición a las otras logias masónicas que aceptaban a judíos entre sus miembros. Así, estos iluminados prefiguraban claramente el racismo antes de tiempo, o, si se prefiere, la segregación. Como ocurre en toda sociedad secreta, el código de obligaciones era severo y no daba lugar a ningún individualismo para el iniciado que pertenecía a la Orden. Recordemos tan sólo que el signo de reconocimiento de estos adeptos consistía en colocar la mano en forma de visera, como si estuvieran deslumbrados por la luz del Sol: este signo estaba —el lector ya lo habrá adivinado— en estrecha correlación con la luz y, en consecuencia, con su adjetivo de iluminados. Nosotros podemos simplemente señalar que la adoración solar, de origen pagano, distingue a los iluminados de las otras formas de la masonería, que tienen como base el cristianismo. Cabe señalar otra distinción: en las logias iluministas se daban cursos de retórica aplicada, o, para emplear un concepto más moderno, de acción psicológica, con objeto de persuadir a los espíritus hostiles o poco receptivos. Se sitúa hacia 1790 el declive de los Iluminados de Baviera, aunque no su desaparición, ya que numerosas resurrecciones tienen lugar (la última de ellas en 1912) y se desarrollan como por casualidad en Austria... Señalemos, por lo demás, que el iluminismo se expandió siempre con más vigor en este último país, ya que Austria representaba, a los ojos de los adeptos de la secta, una barrera contra las influencias judías, muy fuertes en esta región de Europa. De este modo, el iluminismo preparó de un modo natural el camino hacia el pangermanismo, debido a que formaba una rama autónoma de la francmasonería, cuyos

objetivos fueron transferidos y pervertidos; el internacionalismo dio lugar al nacionalismo, y el humanismo cristiano se transformó en racismo, de suerte que aparece el término «raza semítica», pudiéndose hablar con propiedad de gnosis racista. Todas estas corrientes debían encontrar su plena expansión después de 1914 en el famoso grupo Thule, gran proveedor de los dirigentes racistas neognósticos: el bien correspondía al ario y el mal, al semita. Sobre la base de esta filosofía neomaniquea, servida por el gran sacerdote que fue Dietrich Eckardt se apoyaron todas las sociedades nacidas de la rama iluminista, de las cuales las más conocidas son la Unión del Martillo (se trata aquí del martillo de Thor, Dios de la mitología nórdica) y los Compañeros de Viaje, y de las cuales la más secreta es sin duda la Sociedad de los Buscadores del Graal (en las ramificaciones mundiales en 1938). A partir de aquí, el lector comprenderá sin dificultad por qué el programa del grupo Thule es idéntico (o poco le falta) al del NSDAP.2 Es interesante indicar que el mentor del grupo Thule, Dietrich Eckart (nacido el 23 de marzo de 1869 y muerto el 26 de diciembre de 1923), participó en la marcha de Hitler sobre Munich, con ocasión del «putsch» fracasado del 9 de noviembre de 1923. También encontramos en este grupo esotérico a Antón Drexler, fundador del partido obrero alemán3 y el primer protegido político de Dietrich Eckardt, antes de que su atención se dirigiera al «cabo bohemio». Por supuesto, Hitler también formó parte de la secta, así como Rosenberg y muchos otros... El grupo Thule terna como mérito principal, a los ojos de sus iniciadores, el constituir un centro de reunión para todas las otras sociedades ocultistas de la misma tendencia y reinsertarse de este modo con la gran tradición germánica. Por lo que se refiere a la leyenda de Thule, de donde la secta tomó su nombre, lo que ha sobrevivido hasta nosotros a través del romancero germánico es el culto de la Copa de oro. El uso de la copa sagrada en las libaciones fue patrimonio de los pueblos celtonórdicos. Por su parte, la mitología nos enseña que Iris (cuyo nombre designaba el arco iris) sacaba en una copa de oro el agua de la Estigia necesaria para los juramentos de los dioses. Ahora bien, los Antiguos habían considerado siempre la raza del Arco, nacida del arco iris —es decir, la raza nórdica o ártica—, como la primera raza humana. El origen del carácter sagrado de la copa utilizada en las libaciones religiosas está explicado en el Timeo de Platón, relativo a la Atlántida. Platón relata que los diez reyes de este Imperio comenzaban sus reuniones con el sacrificio de un toro, del que recogían la sangre en una copa. El brotar de la sangre, símbolo de vida y de renovación, entraña el carácter sagrado del recipiente que la contiene. Hay que ver aquí el origen lejano del Graal, que estaría, por tanto, ligado a la tradición indoeuropea. Pero esto no es más que una hipótesis; hay otras que conceden un lugar importante al budismo, sin, no obstante, contradecir a la primera. Sea la que fuere, este concepto, surgido de Occidente, habría seguido una larga peregrinación en Oriente para finalmente regresar entre las manos de los celtas representados por los druidas, en el curso del viaje de José de Arimatea. Esta copa, verdadero testigo del relevo, según la leyenda occidental (que contiene seguramente un fondo de verdad), debía llegar hasta los cátaros; su simbolismo era doble: por una parte, representaba el Vaso del Conocimiento, y, por otra, la Copa de la Sangre Pura. Al haberla utilizado los cátaros con fines místico-religiosos, no sin haberla ocultado,

con ocasión de las persecuciones del siglo XIII, a la codicia de los no iniciados, todas las investigaciones ulteriores referentes al Graal debían girar sobre el último refugio de la herejía albigense, Montségur. Esto nos explica el prodigioso interés que representaba, para los investigadores alemanes del grupo Thule, este monte languedociano, tanto más cuanto que entre las sectas afiliadas figuraba la Sociedad de Buscadores del Graal, de la que el intelectual Otto Rahn debía ser el personaje central.

CAPÍTULO PRELIMINAR

OTTO RAHN Y LA CRUZADA CONTRA EL GRAAL

1. El buscador

UN hermoso día de verano del año 1931, los habitantes de Lavelanet, ya levantados a esta hora de la mañana, pudieron reparar en un joven alto y delgado, de mirada clara, vestido con una camisa de boy-scout y calzado con pesadas botas de montaña, que se dirigía hacia el castillo de Montségur, el cual destacaba, sobre el fondo verde esmeralda de los bosques, la blancura de su sarcófago de piedra. Este joven, por aquel entonces de veintisiete años de edad, que escalaba los senderos que conducían al Pog, habría podido suscitar muchas preguntas. ¿Qué venía a hacer a este lugar inhóspito, perdido en el corazón de la región más agreste del Ariége? ¿Quién era? ¿Cuál era su misión? Otto Rahn —así se llamaba este joven alemán enamorado de la Romanía cátara— hizo un alto al llegar al pie de la enorme puerta que daba acceso al interior de la fortaleza devastada. ¿Qué podía representar a sus ojos este lugar misterioso que atravesaban los primeros rayos del astro solar? Montségur, Tabor de los cátaros de Occitania y último refugio de la herejía albigense, es uno de estos lugares elevados donde mora el espíritu. Desde tiempos inmemoriales, el Pog, o espolón rocoso sobre el cual se alza el castillo, fue considerado un lugar sagrado. Ya en la época protohistórica los iberos se daban cita, hacia el equinoccio de otoño, sobre el Tabor pirenaico. Se destaca, así, sobre las pendientes del Soularac, uno de los dos picos del macizo del Tabe, un cromlech muy raro formado por dos círculos de piedra erguidos y tangentes. Este monumento fue objeto de culto desde la época neolítica, y desde entonces no ha dejado de ser frecuentado, ya que los católicos edificaron más tarde sobre los mismos lugares una capilla dedicada a san Bartolomé, cuya fiesta se celebra el 24 de agosto, alejando de este modo el contenido de las viejas costumbres paganas. Se conoce igualmente la tradición según la cual los dos lagos que contiene el macizo de San Bartolomé, el de las Truchas y el del Diablo, son lugares encantados. No se puede, dice la costumbre, tirar allí una piedra sin desencadenar al punto las furias celestes. De hecho, en esta región montañosa las tempestades son muy frecuentes y de una rara violencia. Para los amantes del misterio, digamos que los druidas, muy numerosos en los Pirineos cuando los celtas ocupaban estas regiones, trazaron en este lugar un círculo mágico que al profano le está prohibido franquear; de ahí el nombre de lago de las Truchas4, deformación de la palabra druida. Al margen de su situación inexpugnable, en la cima de un espolón rocoso casi inabordable, el castillo de Montségur5 presenta extrañas disposiciones: las murallas de la fortaleza están, en efecto, desprovistas de almenas, salvo sobre el muro oriental, que cae sobre una cortadura vertiginosa. Una puerta de entrada monumental, la ausencia de torres de franqueo, el abandono de gran parte de la zona rocosa, dejada sin protección, y la misma forma de la construcción, hacen de Montségur un monumento único. Tal como está construido, el castillo parece un largo cofre de piedra de forma pentagonal, al cual está adosado un torreón rectangular. Todas estas observaciones dan lugar a suponer que el monumento fue construido no en función de imperativos militares, sino según un plan de arquitectura sagrada. A partir de aquí, uno puede pensar legítimamente, y toda la epopeya albigense nos lo confirma, que Montségur fue, sin lugar a dudas, un templo dedicado a un

culto, lugar elevado llamado a ofrecer, en caso de invasión, una enconada resistencia. Las observaciones, sumamente interesantes, de Femand Niel en su libro Montségur, la montagne inspirée, demuestran que el plan de construcción del edificio permitía señalar con asombrosa exactitud las principales posiciones del sol en su salida. Antiguo templo maniqueo dedicado al culto solar, Montségur se convirtió en el Monte Tabor de los cátaros, según una filiación espiritual que es, hoy día, cada vez más difícil negar. Resulta interesante notar que otros castillos occitanos, como el de Quéribus, en las Corbiéres, que también sirvió de refugio a los albigenses, o el de Puivert (donde la madre de Trencavel, vizconde de Carcasona, fue cortejada), presentan, en cierto grado, disposiciones parecidas. Henri Coltel, que hace algunos años, realizó investigaciones en el sudoeste de Francia, aporta un refuerzo a la tesis de Femand Niel; descubrió, en efecto, unos cuarenta subterráneos de los siglos XI y XIII, y pudo constatar; 1. Que todos estos subterráneos contienen una sala-capilla provista de una especie de altar. 2. Que, por lo que se refiere a una misma región, todos están orientados de modo que convergen hacia un mismo punto. Tras un profundo estudio de estas construcciones, Henri Coltel se convenció de que no eran única ni esencialmente refugios, sino, sobre todo, lugares cultuales, donde los cátaros, desde antes de las persecuciones, celebraban ceremonias iniciáticas. En 1931, Otto Rahn sabía o presentía todo esto. Por ello, pasó tres meses en la región de Montségur, antes de regresar, en 1937, para una segunda estancia después de la aparición de su obra La Cruzada contra el Graal, aparecida en Alemania en 1933. Pero, en 1931, los habitantes del pequeño municipio de Montségur no debían de tener dudas del honor que les hacía, desde el otro lado del Rin, cierto cenáculo que se preparaba activamente a fundar el III Reich. El hecho es que este intelectual alemán había sido encargado por Alfred Rosenberg, autor de la famosa obra El mito del siglo XX, de verificar la exactitud de la hipótesis siguiente: ¿Era realmente Montségur el Montsalvat o Monte de la Salvación de las leyendas arturianas, que ocultó el Santo Graal? Para resumir la importancia de esta búsqueda, es preciso señalar que Otto Rahn era un especialista, con gran porvenir, del estudio de la Romania. Se sabe que los cátaros expandieron su proselitismo (en los siglos XI y XII) hasta Alemania y, sobre todo, en Franconia6, lo que explica el interés de nuestros vecinos por esta corriente de pensamiento de base religiosa. Recordemos que el rector de la catedral de Colonia (Eckbert) consiente a los cátaros de Renania la celebración de una fiesta en honor de su gran iniciador Manes7, prueba de que la secta de los cátaros estaba entonces sólidamente implantada en territorio germánico. Hay que creer que las investigaciones de Otto Rahn estaban respaldadas en lugar privilegiado, o que sus recursos eran mejores que los de sus predecesores, ya que su obra tuvo una gran resonancia en Alemania y en el Mediodía languedociano. En su libro, el joven escritor situaba el Graal en Montségur, y hacia de los cátaros los últimos depositarios del objeto sagrado. Más aún, emitía la hipótesis de que el Graal no podría ser otra cosa que la copa de esmeraldas de la leyenda cristiana.

La segunda estancia de Rahn en Montségur fue mucho más larga; enviado por el «Sacro Colegio» hitleriano, parece, no obstante, que Rahn no había dado fin a sus investigaciones, ya que posteriormente fue organizada una tercera misión, para, en apariencia, desembocar... En 1936, apareció en Alemania una segunda obra de Otto Rahn que confirmaba, si es que aún era necesario, el talento del historiador y del filósofo: La corte de Lucifer en Europa, donde el autor desarrolla sus tesis catarizantes apoyándose en argumentos políticos. Después de su corta estancia, en 1937, Otto Rahn, de nuevo en Alemania, no debía ya reaparecer jamás en el Languedoc, y en 1945, corrió el rumor de que había sido decapitado por los nazis en un campo de concentración. Parece que esta hipótesis, acreditada por Gérard de Sède en su obra El tesoro cátaro8, es un poco aventurada. Por nuestra parte, preferimos ceñirnos a la explicación dada por Saint-Loup en su último libro: Nouveaux Cathares pour Montségur. La investigación que el autor ha efectuado cerca de las autoridades de la República Federal de Bonn permite confirmar que Rahn desempeñó un alto cargo en las SS de Himmler. Por otra parte, los papeles dejados por el ministro Rosenberg permitieron a Saint-Loup saber el verdadero fin del intelectual nacionalsocialista. Ofrecemos aquí in extenso la conclusión de la investigación realizada por nuestro autor9. «Rahn se suicidó absorbiendo una dosis de cianuro en la cima de la montaña de Kufstein, por razones político-místicas y también por razones íntimas.» (Probablemente, en el mes de marzo de 1939.) El comienzo de explicación que nos ofrece Saint-Loup parece corresponder adecuadamente al sentimiento profundo del escritor alemán: este último, arrastrado por sus investigaciones, pudo preferir, a la guerra devastadora preparada por el III Reich, la revelación al hombre blanco de su verdadera naturaleza, la cual consistía en hacer de Alemania una comunidad de puros, de perfectos. Esta concepción de Rahn se oponía tanto a la política seguida a partir de una cierta época por los dirigentes nazis, que no le dejó otra alternativa que seguir la política oficial del partido o suicidarse. Habiendo, sin duda, perdido toda esperanza de residir en el Languedoc (sabía demasiado de esta región), no le quedaba otra solución que utilizar el veneno. Y a la manera del suicidio cátaro (el Endura) Rahn abandonó un mundo que él ya no comprendía, y que iba a reavivar, mediante los hornos crematorios, las bombas de fósforo y la explosión atómica de Hiroshima, una hoguera de Montségur a escala planetaria.

2. El Graal, ¿mito o realidad?

EN todas las leyendas, se hace mención de un objeto de virtudes extraordinarias que, a partir de cierta época, habría desaparecido misteriosamente. La interpretación simbólica del Graal más comúnmente admitida es aquella que consiste en asimilarla a la copa de que se sirvió Jesús en la última Cena, y en la cual José de Arimatea recogió la sangre del Salvador procedente de la herida del costado, producida por el lanzazo del centurión Longinos. Esto nos permite hacer notar que la copa está con frecuencia asociada a la lanza, pero el estudio de la complementariedad de los símbolos nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema. Volviendo al tema de la copa, estudiaremos su significación antigua en los capítulos siguientes, que se refieren a la Gran Tradición. No obstante, sin desvelar nuestro tema, señalemos que la pérdida del Graal (vaso sagrado del conocimiento), o de uno de los símbolos equivalentes, puede ser asimilada a la pérdida de la Tradición, con todo lo que esto implica de empobrecimiento espiritual. Para los adeptos de la unidad de la Gran Tradición, es decir, de la unidad fundamental y trascendente de todas las religiones, leyendas y mitologías diversas, se considera que los cristianos se han anexionado el mito del Graal para hacer de él la copa de esmeraldas que contenía la sangre de Cristo, separando por este motivo el símbolo de su sentido primigenio. Así, para los tradicionalistas, el mito del Graal es el reflejo de una enseñanza perdida. Ésta fue la interpretación de los nacionalsocialistas, que desarrollaron su pensamiento viendo en la Piedra-Graal una ley de vida solamente válida para ciertas razas. En su Roí du monde, René Guénon no ha querido resolver la discusión cuando declara: «Según lo que acabamos de decir, el Graal representa al mismo tiempo dos cosas que están estrechamente ligadas y son solidarias una de otra: aquel que posee integralmente la "Tradición Primordial”, que ha llegado al grado de conocimiento efectivo que implica esencialmente esta posesión, es, en efecto, por esto mismo, reintegrado a la plenitud del “Estado Primordial’. A estas dos cosas, “Estado Primordial” y “Tradición Primordial”, se relaciona el doble sentido que hay inherente en la palabra “Graal”, ya que, por una de estas asimilaciones verbales que con frecuencia desempeñan en el simbolismo un papel no despreciable y que tienen, por lo demás, razones mucho más profundas de las que podría imaginarse a primera vista, el Graal es al mismo tiempo un vaso (del occitano “grasale”) y un libro (gradal o gradual); este último aspecto designa manifiestamente la tradición, en tanto que el otro se refiere más directamente al estado en sí mismo.» Toda la discusión sobre el Graal puede ser, por tanto, resumida por esta doble significación que es, al mismo tiempo, una interrogación: ¿Vaso sagrado (símbolo de la fe), o bien libro secreto, símbolo del conocimiento perdido? Este problema, planteado por René Guénon, no alertó a ningún espíritu curioso de antes de la guerra, y fue preciso aguardar a El retomo de los brujos para que Louis Pauwels se extienda en su prefacio sobre los orígenes de la obra y escriba esta frase: «El nacionalsocialismo es el guenonismo más las Divisiones Panzer.» Para nosotros, el nacionalsocialismo es un fenómeno cuya esencia es a la vez simple

y complejo de explicar: es la respuesta a la interrogación de René Guénon presente en la segunda hipótesis: el Graal es el libro sagrado de los arios, perdido y vuelto a encontrar, y oculto finalmente en Montségur por los cátaros, que resultaron incapaces de descifrarlo correctamente. A partir de aquí, el resto parece evidente: correspondía a los sabios, a los investigadores, a los especialistas de la enrevesada escritura pagana volver a descubrir la piedra Graal y traducirla a un lenguaje claro, a fin de que la tradición aria no se perdiera, y de este modo, al llegar el secreto de la génesis del mundo a conocimiento de los amos del III Reich, viniera a justificar sus teorías políticas gracias al aval de una escritura milenaria (en el sentido de «Millenum», milenario que se corresponde al diluvio). Con este motivo, Otto Rahn, el gran especialista del catarismo, fue enviado por los pontífices del nazismo al país de los albigenses, con objeto de descubrir ahí esta famosa piedra-Graal evocada en sus poesías por Wolfram de Eschenbach (véase Parzival), quien habla de una «piedra preciosa10». Ahora bien, los maniqueos, originarios de Persia (por lo tanto, arios), asociaban el término «Gorr» (piedra preciosa) a la palabra «Al» (fragmento), lo que, por contracción, daría Graál, en el sentido de «piedra preciosa grabada», y sería, por tanto, la noción históricamente más fundamentada en virtud de su origen etimológico. Todo esto nos permite comprender el interés que los dirigentes hitlerianos, y en primer término Rosenberg, sentían por esta búsqueda. Este último declaraba con énfasis: «Hoy en día, aparece una nueva fe, el mito de la sangre, la fe de defender con la sangre la esencia divina del hombre en general.» Las apreciaciones entusiastas de Adolf Hitler sobre El mito del siglo XX adquieren entonces toda su significación: «Cuando vosotros leáis el nuevo libro de Rosenberg comprenderéis estas cosas, ya que es la obra más poderosa del género, más grande que la de H. S. Chamberlain.» (Afirmaciones aportadas por Otto Strasser.) ¿Qué significado tiene, finalmente, el juicio revelado aportado por otro filósofo respecto al nacionalsocialismo, A. Baumler, que escribía pensando en el mito del Graal? «El mito de la sangre no es una mitología frente a otras mitologías, no plantea una nueva religión al lado de religiones antiguas. Su contenido es el trasfondo misterioso de la formación mitificadora en sí misma. Todas las mitologías proceden de su principio estructural; el conocimiento de este principio estructural no es, a su vez, una mitología, sino que es el mito en sí mismo, en tanto que vida contemplada con veneración. La revelación de su realidad oculta es el viraje decisivo de nuestro tiempo.» A la luz de tales explicaciones, podemos penetrar el neognosticismo, o, si se prefiere, el maniqueísmo en profundidad, de los dirigentes y de los intelectuales nazis que se apoyaban en una gnosis racista. La adaptación de todos estos mitos al pensamiento del siglo XX debía ser la gran preocupación de los nazis. Casi todos los autores que tratan del nacionalsocialismo han presentido confusamente estas aspiraciones, pero no las han expresado en términos claros. Así, René Alleau, especialista del esoterismo, emplea, en su última obra Hitler y las sociedades secretas, los términos de «neomaniqueísmo» y de «gnosis racista», sin llevar más lejos el análisis. Ahora bien, aquí se trata de un maniqueísmo moderno, revelador, aunque adaptado al estilo de las organizaciones nazis. En efecto, en la cosmología hitleriana se vuelve a encontrar la clasificación en tres órdenes, tan querida a los grupos gnósticos: los puros, los iniciados y la masa (a uno le parece ver revivir a los cátaros); en la cúspide, se encuentra la casta de los señores; por debajo, están los miembros del partido; en el último estadio, finalmente, figura el gran pueblo de los anónimos.

La fundación de una Orden a la vez militar y doctrinal (análoga a la de los templarios de la Edad Media) era la gran idea de Hitler antes de 1939: las SS serán un esbozo de esta Orden Negra (color de los puros y de los revestidos cátaros): «He aquí el primer grado de la juventud heroica. De ahí saldrá el segundo grado, el del hombre libre, el hombre que es la medida y el centro del mundo, el hombre creador, el hombre-dios.» (Otra vez, clasificación ternaria gnóstica.) Esta nueva gnosis11, por el conocimiento del pasado del hombre ario, quería oponerse a la fe de los cristianos y a aquella otra, naciente, de los marxistas. Admirador de Wagner, que él situaba en el pináculo (dedicamos un capítulo entero al estudio del gran compositor y su influencia sobre Hitler), el Führer de la Gran Alemania hacía del gigante de Bayreuth la figura señera del ideal nacionalsocialista, con su exaltación mística del Graal en Parsifal y Lohengrin. El emblema escogido por Hitler, la svástica o cruz gamada, revela, en esta misma mitología, una significación esotérica. A este respecto, el fundador del partido nacionalsocialista quería restablecer un lazo con todas las religiones y todas las magias que descansan sobre el simbolismo; igualmente, las órdenes de caballería (como la del Temple) estaban en el origen de las sociedades iniciáticas, siendo escogidas las divisas feudales por los jefes que poseían los necesarios conocimientos ocultos. Siguiendo esta corriente, Hitler se afirmaba como el continuador de cierta tradición, concretada antes que él por el grupo Thule. Por lo que se refiere al Graal, centro de nuestro tema, presenta, en virtud de su significación, una estrecha relación con la svástica. Montsalvat, la montaña del Graal, puede ser asimilada al «Paradeshá» del sánscrito, que significa «Lugar supremo» (lo mismo ocurre en persa), o «Centro espiritual» por excelencia. Los íntimos de René Guénon habrían establecido al punto el paralelismo; es fácil ver que la montaña Polar, que se menciona bajo nombres diversos en casi todas las tradiciones, es la famosa Hiperbórea. Por lo demás, René Guénon se muestra muy rotundo sobre este aspecto, contrariamente a lo que ha escrito a propósito del Graal, ya que, según él, «se trata, en todo caso, de una región que, como el Paraíso Terrenal, se ha hecho inaccesible a la humanidad ordinaria y está situada fuera del alcance de todos los cataclismos que trastornarán el mundo humano al final de ciertos períodos cíclicos.» Nada faltaba ya a la nueva religión nazi: el mito de la sangre de la tradición esotérica, la voz de los innumerables profetas de los cuales hablaremos, la cruz gamada como signo de reconocimiento, bañado todo el conjunto en la música litúrgica de Wagner. Louis Bertrand, académico francés adicto a esta «religión» (hizo el saludo hitleriano en la Academia Francesa con ocasión de una sesión de trabajo), ha descrito en su libro consagrado a su dios, Adolf Hitler, una de las manifestaciones religiosas del III Reich en Nuremberg: «En el centro de esta enorme explanada, completamente cubierta por tropas armadas, una avenida larga como el lecho de un río que se pierde en las lejanías del horizonte... De pronto, una orquesta wagneriana, invisible, llena el espacio de triunfales sonoridades: es la marcha de los Nibelungos... Y he aquí que, desde el fondo de la pradera, a lo largo de la avenida que conduce a la tribuna del Führer, se levanta una franja de púrpura como aquella que anuncia el Sol en un cielo matinal. Veinte mil estandartes se elevan. Acompasado por la música triunfal, el río sube, afluye, se esparce en una vasta capa roja y se detiene bruscamente con un solo movimiento. Y, con un solo movimiento, los veinte mil estandartes se yerguen, como grandes flores de púrpura, y se inclinan en una salutación unánime ante la minúscula silueta con camisa parda apenas discernible allá

arriba, en la cumbre de la tribuna, y que representa el maestro de la Tercera Alemania... Y yo me pregunto qué soberano, qué héroe nacional ha sido aclamado, adulado, querido e idolatrado tanto como este hombre, este hombrecillo de camisa parda, que, seguido de su cortejo como un soberano, tiene siempre el aire de un obrero. Se trata de algo muy distinto a la popularidad; se trata de la religión. Hitler, a los ojos de sus admiradores, es un profeta, participa de la divinidad12.» Por lo que se refiere a las Tablas de la Ley, Hitler las envidiaba al pueblo judío, pueblo que podía seguir una línea de conducta única desde el fondo de las edades, por lo que puede imaginarse fácilmente su furor cuando evocaba a Moisés y al pueblo hebreo que, desde siglos y siglos, y a pesar de todas las persecuciones, guardaba intacta la tradición judaica y la religión de sus padres. ¡Qué victoria, a los ojos del mundo entero, la posesión del Graal por Adolf Hitler, y qué desquite, al mismo tiempo, sobre el eterno enemigo! Él, el Führer, aparecería entonces como el Mesías de la religión eterna, el jefe teocrático de una Europa nueva que tendría a Alemania como eje y... principal beneficiaría del cono cimiento absoluto en el eterno devenir de la raza blanca. Hitler había hecho suya la leyenda germánica que, desde Carlomagno a Federico Barbarroja, enfebrecía las imaginaciones alemanas: nos referimos a la leyenda del emperador dormido en el seno de una gruta de Turingia y que sólo despertará para proclamar el Reich de los mil años implantados sobre toda Europa y la superioridad alemana sobre todos los otros pueblos del mundo, por la voluntad de Dios (Gott mit uns). Pero el amo del III Reich estaba lo suficientemente versado en las cuestiones esotéricas para olvidar que la leyenda del emperador dormido se apoya en la transposición germánica del mito del Graal y la explotación que de ella hizo Wolfram von Eschenbach a finales del siglo XII. Probablemente con ocasión de la coronación de Enrique VI (hijo de Federico Barbarroja) en 1190 en Maguncia, Guyot de Provenza (trovador cátaro, y templario por añadidura) debía reencontrar al alemán Wolfram von Eschenbach, haciendo éste del Perceval occitano el Parsifal germánico magnificado por Ricardo Wagner. Se han repetido demasiado las mismas historias sobre Adolf Hitler, «el pintor de brocha gorda, el pequeño burgués nacionalista y frustrado, aupado por un grupo salido de no se sabe dónde», para que semejantes clichés resulten satisfactorios. Del mismo modo, se ha utilizado siempre al grupo Thule como tópico para explicar la ascensión de Adolf Hitler. Tal actitud desconoce gran parte de la Historia alemana, ya que, en semejante caso, ¿cómo dar una solución a los problemas planteados por un fenómeno de parecida magnitud?: ¿Mediante qué sortilegio un hombre partido de la nada pudo, en el espacio de diez años, franquear los enormes obstáculos que le separaban del poder y ganarse la confianza de millones de hombres, parados, obreros, burgueses e intelectuales? ¿Por qué la crisis de 1929 no fue aprovechada por el partido comunista alemán (que contaba con millones de votantes, mientras que el partido nazi sólo disponía de algunos millares de partidarios)? Hay que ver en el éxito personal de Hitler un signo de reconocimiento por el cual se establecía una especie de comunicación mística entre el «Volk» (es decir, la comunidad de sangre) y su Führer, al contacto de los grandes mitos germánicos que agitan el inconsciente colectivo de este gran pueblo. Desde tiempos inmemorables, los germanos habían tomado conciencia de la destrucción de sus antiguas divinidades y El crepúsculo de los dioses de Wagner, respondía como un eco a El crepúsculo de los ídolos de Nietzsche. Además, en Alemania, y mucho más en Baviera, la leyenda del Graal había sido transportada, transmitida de siglo en siglo hasta los Iluminados de Baviera. El culto solar transmitido a los cátaros por los maniqueos fue recogido por los Rosacruces y los Iluminados, para

alcanzar su cénit en la forma de la svástica en el III Reich. Para aportar una confirmación a las tesis de los dirigentes nacionalsocialistas, era preciso, no obstante, remontar el curso de la Historia occidental, y los alemanes de 1933 no eran tan incultos como para ignorar que la leyenda del Graal procedía de este Mediodía cátaro que les fascinaba. La elección de Otto Rahn para ejecutar esta misión indica el deseo de contar con las mejores garantías, ya que este último sumaba a un profundo conocimiento de la Romania (hablaba con fluidez la lengua de oc) un perfecto dominio de la lengua francesa y poseía, además, dones de espeleólogo y deportista13. Antes de partir para una nueva cruzada, Otto Rahn había estudiado extensamente la historia y la doctrina de los cátaros, donde él esperaba encontrar la «llave de las cosas ocultas», para usar el título de una obra de Maurice Magre, célebre escritor languedociano.

3. El fenómeno cátaro

Mientras tenéis luz, creed en la luz, para hijos de la luz. Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. San Juan, XII, 36, 46 El fenómeno cátaro apareció en Occidente en los alrededores del siglo X. En esta época, las herejías son denunciadas por todas partes en Europa. La mayoría de las veces se las califica como maniqueas. El término càtaro, que significa puro, apareció más tarde. Hablando de los cátaros de Renania, el benedictino Eckbert, rector de la catedral de Colonia, dice que celebraban una fiesta en honor de Manes; y el obispo de Chalón, Roger, escribió al obispo de Lieja para comunicarle que los cátaros de su diócesis pretendían recibir, por la imposición de las manos, el Espíritu Santo, que no era otro que el propio Manes. En 1017 se encuentra cátaros en Orleáns. Después de un juicio emitido por un concilio de obispos, son quemados vivos. En 1022, el hecho se repite en Toulouse. En 1030, en Italia, en la región de Asti, es descubierta una colonia de herejes, a los que se designa ya con el nombre de cátaros. Todos los miembros de la secta son asesinados. No obstante, a pesar de las hogueras, el movimiento se había extendido como una mancha de aceite, de forma que, en el siglo XII, se los encuentra más al Norte, en Soissons, en Lieja, en Reims, y hasta en las orillas del Rin, en Colonia y en Bonn, donde muchos herejes también son víctimas de las llamas. El norte de Italia atravesada por viajeros búlgaros, fue uno de los países más afectados, y Milán pasó largo tiempo por un foco activo de la herejía. Inocencio III consiguió, aunque con gran dificultad, contener este flujo ascendente. Pero es en el Mediodía occitano, en los territorios languedocianos y provenzales del conde de Toulouse donde el catarismo había de alcanzar sus mayores éxitos. En años, desde finales del siglo XII a principios del siglo XIII, el neomaniqueísmo se expandió como un reguero de pólvora y conquistó el derecho de ciudadanía en las tierras visigóticas, desde el Garona hasta el Mediterráneo, de suerte que la doctrina de los albigenses14 parecía que debía triunfar, a corto plazo, del catolicismo. ¿Qué era, pues, esta doctrina que seducía tanto a muchedumbres enteras como a los señores de más elevado linaje? En el Mediodía languedociano, el catarismo es el punto de convergencia de dos fuerzas: la primera hace proceder el catarismo del maniqueísmo, religión que se basa en la oposición de dos fuerzas, iguales en este mundo, la luz y las tinieblas, o el bien y el mal, el espíritu y la materia. El maniqueísmo, por su parte, arrancaba del culto esenio, del que Cristo procedía por parte de madre. Se considera que los esenios constituían el vínculo y punto de coincidencia entre los platónicos o pitagóricos, por una parte, y el budismo, por la otra, lo que nos lleva a hablar de la segunda fuerza de atracción del catarismo. Sin coincidir con el escritor Maurice Magre15, que hace de la iniciación budista la principal fuente espiritual de los albigenses, cabe señalar que los esenios, como los budistas, profesaban el

dualismo del mundo. Tenían tres órdenes de afiliados, con tres grados de iniciación. Practicaban el baño sagrado, como los brahmanes y los budistas. Condenaban los sacrificios sangrientos, se abstenían de carne y de vino y practicaban una moral ejemplar, dice el historiador Flavio Josefo. Fue mediante el canal de los esenios como las ideas indopersas pasaron al cristianismo. No olvidemos, por otra parte, que la región del Garona es una vieja tierra druídica. Ahora bien, los druidas, hombres muy sabios, a pesar de lo que se haya dicho, tenían una filosofía muy elevada. Creían principalmente en la migración de las almas y en su reencarnación después de la muerte. Sobre este viejo fondo pagano vino a injertarse la herejía arriana del siglo VII, a la cual se convirtieron los reyes visigodos. Ahora bien, los condes de Toulouse, de muy antigua nobleza germánica, eran los descendientes directos de tales familias. No es asombroso, por tanto, que el catarismo hubiera encontrado, en esta tierra románica, un lugar privilegiado en el que podía expansionarse.

Por lo que sabemos de ellos, es cierto, en todo caso, que la doctrina cátara es algo más que una simple herejía. En muchos puntos se separa del cristianismo tradicional y rechaza todos los dogmas de la Iglesia católica: ¿Podemos considerar a Dios como a un enfermo que, en el ardor de la fiebre, instaura un mundo, para aniquilarlo cuando le sobrecoge un escalofrío? El destino del mundo, ¿no es más que su fiebre o su escalofrío? ¿Acaso no es más que un hijo de los dioses, a quien este mundo le ha tocado en suerte, como juego multicolor, y que unas veces se divierte con él, y otras lo rompe en pedazos, sin poder hacer otra cosa que balbucear sus deseos

16? La inspiración gnóstica, que atribuye al hombre tres naturalezas: el cuerpo, el alma y el espíritu, siendo el cuerpo la residencia del alma y ésta la morada del espíritu, fue recogida por los albigenses. Frente a la Iglesia Romana, los cátaros continúan y amplifican la tradición maniquea, rechazando los sacramentos, la cruz, símbolo de muerte, y las ceremonias del culto. Al mismo tiempo, desprecian el Antiguo Testamento, obra de los judíos, y consideran a Jesús como un ser puramente espiritual. Conocemos, sobre todo, la herejía por sus detractores (ya que todos los escritos cátaros fueron quemados)17, que nos dan de ella un informe alterado, y por los cronistas de la época. No obstante, podemos extraer sus grandes principios. Su base la constituye el dualismo, que toma como texto de referencia el Evangelio de Juan, considerado como el único auténtico, que destaca la oposición eterna entre dos principios: el bien y el mal. Así, en este mundo, hay un antagonismo entre la materia, que es debida al diablo, y el espíritu, que procede de Dios. Los albigenses atribuían a Lucifer, el arcángel caído, el Príncipe de este mundo, la posesión del reino terrestre. Éste es el motivo por el cual, al fin de los tiempos, este mundo material será destruido, como está anunciado en el Apocalipsis de San Juan18, y se instaurará el reino del Espíritu Santo o del Cristo Cósmico, el Paráclito. El initium cátaro hay que verlo en Pitágoras, adepto de la metempsícosis o reencarnación de las almas impuras en nuevos cuerpos de hombres, de animales, e incluso en el reino vegetal. Hemos dicho ya que los cátaros rechazaban los dogmas, a saber, la eucaristía, la remisión de los pecados, y los sacramentos que les parecían sacrílegos: bautismo, comunión, matrimonio19. Hostiles a la materia impura, condenaban el matrimonio para los iniciados, institución que multiplica los cuerpos a expensas de la continencia. «La aversión por la “creación perversa” conduce a los dualistas a proscribir de su alimentación los manjares a base de carne, ya que Dios había maldecido la Tierra. Nacida gracias a la lujuria de la inseminación “inmunda”, la carne incita la concupiscencia.» (Cristina Thouzelier, Catarismo y valdeísmo en el Languedoc.) Esta creencia implica que el alma, para alcanzar la perfección, debe ser purificada de la suciedad material y del contacto de la carne. El ideal es, por tanto, la castidad que conduce a la salvación. No obstante, como semejante doctrina comporta una disciplina extremadamente dura, la masa de los creyentes no estará obligada a practicarla estrictamente. El ascetismo era cosa de los hombres buenos o perfectos, pequeña minoría de sabios, únicos capaces de recibir la iluminación del conocimiento. Absteniéndose de matar a ningún animal, respetando a la Naturaleza en todas sus manifestaciones, los perfectos, siempre vestidos de negro, «con una tiara persa sobre la cabeza, parecían brahmanes o acólitos de Zoroastro. Cuando habían terminado (sus ceremonias), sacaban un rollo de cuero que llevaban sobre el pecho, el Evangelio según San Juan, y lo leían en voz alta» (Otto Rahn, La cruzada contra el Graal). Los investidos se abstenían de carne, de huevos y de productos lácteos, todos ellos productos de origen animal, practicando una alimentación puramente vegetariana. Profesaban una castidad absoluta y evitaban, por tanto, todo comercio sexual. Por lo que se refiere a los ritos, éstos eran muy simples (por reacción contra la Iglesia, que se cubría de oro y púrpura) y estaban liberados de todo espíritu de superstición:

los constituían, sobre todo, plegarias en común, cantos y sermones, inspirándose en los libros de Manes y en los gnósticos. No teniendo los cátaros lugar de predilección para practicar su culto, la Naturaleza les ofrecía sus bosques y sus prados; los señores, sus castillos, y los burgueses, sus casas. Se ha dicho que querían destruir la familia, lo que es falso, ya que aprobaban el matrimonio «civil» para los simples creyentes. Según Femand Niel, los albigenses practicaban una fórmula de confesión pública que llamaban «Apparellamentun», pero su principal rito era el célebre «Consolamentum»20. Éste se daba, tanto a un creyente que deseaba ingresar en la comunidad de los perfectos, como a los moribundos que querían alcanzar una buena muerte. Esta ceremonia, muy simple, consistía en que el perfecto imponía las manos sobre la cabeza del consolado, pronunciando ciertas palabras cuyo contenido ignoramos. Se puede suponer que, en el tras- fondo de este ceremonial, existía un secreto procedente de los gnósticos y de los primeros cristianos, que tenía como base la transmisión de una fuerza vivificante e inmensa, fuerza que los perfectos podían procurar por medio del «bautismo del espíritu», del signo de la pureza hecho a los moribundos. Esta ayuda invisible permitía escapar a la cadena de renacimientos y permitía el acceso al reino de lo espiritual. El «Consolamentum» no era más que un símbolo exterior. Detrás de él se ocultaba el don del alma, mediante el cual esta última podía atravesar, resplandeciente, el estrecho pórtico de la muerte, escapar de la sombra e identificarse con la luz. Y los cátaros tenían, para la ayuda a los moribundos, procedimientos que la ciencia ha perdido para siempre. No temiendo a la muerte, había ocasiones en que ciertos perfectos llegaban a dejarse morir mediante el Endura: «Su doctrina —afirma Otto Rahn— permitía, como la de los druidas, el suicidio; no obstante, exigía que uno pusiera fin a su vida no por cansancio de vivir, por miedo o por dolor, sino en un estado de perfecto desapego de la materia.» Siempre según Otto Rahn, los cátaros efectuaban el Endura por parejas: «Ese hermano, al lado del que el cátaro había pasado, en la amistad más ideal, años de esfuerzos continuados y espiritualización intensiva, quería, de acuerdo con él en la otra vida también, la verdadera vida, gustar las bellezas parcialmente entrevistas del más allá y la revelación de las leyes divinas que mueven los mundos.» (La cruzada contra el Graal, págs. 142-143.) Para poner fin a sus días, elegían entre cinco tipos de muerte: envenenándose, dejándose morir de hambre, abriéndose las venas, lanzándose a un precipicio o zambulléndose en el agua helada después de un baño ardiente, lo que provocaba una congestión pulmonar que los mataba. Algunos indicios permitían suponer también que los albigenses escogían a veces la muerte en grupo. En una cripta de la montaña Negra, no lejos de Carcasona, se han encontrado esqueletos que datan de la época que nos interesa. Estaban acostados formando un círculo, las cabezas en el centro y los pies en la circunferencia, como los rayos de una rueda perfecta. «Los que se tendieron para morir en una soledad secreta, y dibujaron con sus cuerpos la figura geométrica de una rueda, persiguieron este fin tan extraño e inusitado en el momento de la muerte sólo porque se trataba de un rito de una importancia excepcional y del que esperaban un resultado sublime»21. Maurice Magre piensa que esta forma de morir, que era ya conocida en Bretaña, en la isla de Tiviec, hace más de 5 000 años, era poseída por pueblos descendientes de los antiguos atlantes. Sin embargo, la práctica del Endura no conducía fatalmente a la muerte. En la mayor parte de los casos se trataba de un prolongado ayuno de purificación, de una duración de dos meses, interrumpido por pausas durante las cuales los ascetas tomaban pan y agua. Como hemos dicho, sobre todo en la época de las persecuciones, ocurría que los

cátaros, después de la recepción del «Consolamentum», se diesen voluntariamente la muerte. Con todo, y aunque sabemos muy poco de las ceremonias de su culto, las excavaciones han permitido sacar a la luz objetos simbólicos utilizados por los albigenses que nos han permitido recoger algunas de sus creencias hasta entonces ignoradas. Así, algunos no habían dudado en afirmar que el joven Otto Rahn, para confirmar sus tesis, había dibujado algunas inscripciones halladas en las grutas del Sabarthez, notoria colonia cátara. Ahora bien, se ha encontrado una paloma esculpida en el propio Montségur, en una de las grutas del Ornolac. La paloma es el símbolo del Espíritu Santo, de la luz divina descendida entre los hombres, lo que demuestra claramente que el catarismo es una religión de luz, y no mágica. En este sentido apuntan los descubrimientos, hechos recientemente, de cruces solares, cruces célticas y objetos en forma de pentágono encontrados en el Pog y en algunas grutas. Todos estos símbolos tienen relación con el culto del Sol, glorificado por los albigenses como el astro celeste que emana de la creación divina. Los trabajos de Fernand Niel, que demuestran que el castillo de Montségur era un templo solar, y de los que ya hemos hablado, han confirmado la filiación maniquea y zoroástrica del albigenismo. De la misma manera, y aunque se haya hecho de ello un silencio voluntario, los meridionales hicieron, desde la Edad Media hasta el siglo XX, un uso constante de la cruz gamada y de la svástica, volviendo a unir así las grandes corrientes del simbolismo universal. Los cátaros llevaban una vida ejemplar. Antes de las persecuciones, recorrían el Mediodía en todos los sentidos enseñando a las masas, predicando un Evangelio de purificación y sencillez, fustigando las costumbres corrompidas de la clerecía católica, que practicaba, entre otros pecados, el nicolaísmo y la simonía22. El pueblo seguía a estos hombres vestidos de negro, que vivían como santos, y abandonaban a sus malos sacerdotes. La nobleza atraída por el ideal aristocrático de la herejía, se adhería también a la nueva fe. La Iglesia oficial se debilitaba, con tanta más facilidad cuanto que estaba alejada del pueblo. Los propios cátaros compartían las miserias de cada uno, ejerciendo la medicina, cuidando a los enfermos y llevando «la buena palabra». Con frecuencia artesanos, los albigenses practicaban sobre todo el tejido de la lana, y esos perfectos se preguntaban, encorvados sobre sus bastidores de tejedores, si «no era verdaderamente el espíritu de la Tierra quien tejía en realidad, en el telar susurrante del tiempo, el vestido viviente de la Divinidad»23. La historia de la herejía albigense es larga y agitada. No es nuestra intención escribirla o rehacerla. Lo importante, en esta revolución espiritual, es comprender sus razones. En el siglo XIII, estalla en el Lenguedoc y en la Provenza, con síntomas amenazadores, uno de estos levantamientos del espíritu humano que se reproduce de siglo en siglo hasta las predicaciones de Lutero. El filosofismo y el republicanismo atacaban conjuntamente, o aisladamente, a la autoridad soberana de la Santa Sede y el orden establecido. Un inmenso movimiento religioso se manifestaba simultáneamente sobre dos puntos: el racionalismo valdense, en los Alpes, y el misticismo alemán, en el Rin y los Países Bajos, donde los gremios ciudadanos se rebelaban contra sus obispos y la clerecía. Los sectarios de Pierre de Burys querían reconstruir la Iglesia primitiva en su pureza y su pobreza, regresando a la simplicidad del Evangelio juaniano; reprimidos durante un tiempo, se reformaron en Lyon, hacia 1170, con Valdés. En el Norte, Amaury de Bue, cerca de Chartres, y su discípulo David de Denain, se

dedicaron, hasta finales del siglo XII, a predicar una especie de misticismo sacado de los escritos de Escoto Erígena, reflejo alterado de la doctrina cátara. Para ellos, aún tenía que comenzar el reino del Espíritu Santo, en el cual las prescripciones anteriores debían cesar, para no permitir subsistir a otra religión que la pura adoración del alma. En Italia, el ideal de Dante era ver al emperador de Alemania, Enrique de Luxemburgo, destronar al Papa y restaurar un cristianismo auténtico liberado de la dominación sacerdotal, y que él habría regenerado. Dante era el gran pontífice de esta secta cátara, y su Divina Comedia sólo fue escrita para exaltar su fe hacia la Iglesia cátara y perseguir enconadamente al Papado, ya que no podía perdonarle la hecatombe provenzal. Ante el alcance de semejante revolución, la Iglesia se había conmovido, mientras que, por todas partes, los cismas y las herejías se multiplicaban; sobre todo, la doctrina cátara, que alejaba de la religión católica a los mejores servidores de la fe, clérigos o laicos. En efecto, los jefes de la herejía càtara, en el Mediodía occitano, así como en Italia, salían, en su mayoría, de las familias de la nobleza24 y de la alta burguesía. Examinemos, ante todo, los reyes de los cátaros. Del lado español, estaba la Casa de Aragón, cuyo poder se extendía sobre Cataluña, el sur de la Provenza, los condados de Urgel y Cerdaña, el Rosellón y Aragón. Del otro lado de los Pirineos, reinaban los poderosos condes de Toulouse, descendientes de los reyes visigodos. Raimundo V, que había de morir en 1194, no había tomado parte en las primeras cruzadas, prefiriendo desarrollar el «Gay Saber» de los trovadores, el espíritu cortés de los caballeros y una notable diplomacia. Se había mantenido, no obstante, al margen del catarismo, lo que no haría su hijo Raimundo VI. No obstante, en el año 1163, en el concilio de Tours, el papa Alejandro II, a instancias de los obispos del norte de Francia, dictó ima resolución que denunciaba el progreso de la herejía càtara en las provincias del Mediodía. En el Tercer Concilio de Letrán, convocado en 1179 por Alejandro III, el conde de Toulouse, el conde de Foix, el vizconde de Béziers y la mayoría de los barones de Romania fueron excomulgados: se perfilaba la amenaza para los cátaros y sus protectores. Ésta fue la señal de la primera cruzada contra los albigenses. La guerra contra los albigenses, dice Maurice Magre, fue el hito más grande de la histeria religiosa de los hombres. Raimundo VI, que acababa de ser entronizado en Toulouse, sucediendo así a su padre, no ocultaba sus simpatías por sus súbditos cátaros y no temía manifestar su aversión hacia Roma. En la famosa conferencia de Pamiers, en 1207, en el curso de debates públicos, se enfrentaron los legados pontificios y los perfectos del catarismo. Esta conferencia sirvió para demostrar a los herejes albigenses que la Iglesia pondría en acción todos sus medios para terminar con este movimiento religioso. Antes de que los ejércitos de Simón de Montfort invadieran y destruyeran la civilización occitana examinemos, por última vez, la sociedad de este tiempo. El medio político y social del Languedoc estaba entonces impregnado de un espíritu de tolerancia desconocido en el Norte. La sociedad no estaba dividida en castas cerradas, y el burgués podía acceder a la nobleza, al igual que el villano a la burguesía. Las ciudades del Mediodía estaban más pobladas y eran más ricas que en cualquier otro tiempo. No olvidemos que Toulouse, por su importancia, era la tercera ciudad de Europa, después de Venecia y Roma. Toulouse, con su maravillosa basílica de Saint- Sernin, era la ciudad rosa de los jardines y de los campanarios. En las numerosas ciudades, los síndicos y los

cónsules, elegidos por los habitantes, representaban el elemento tradicional de la libertad heredada de la Antigüedad. La intensa actividad comercial facilitaba los intercambios espirituales. «Pero el aspecto más impresionante de la civilización occitana sigue siendo el extraordinario movimiento literario de los trovadores, movimiento que sorprende por su amplitud. En efecto, se cuenta cerca de 500 trovadores conocidos, duques o condes (los condes de Foix y de Toulouse se escribían en verso, en tanto que el rey de Francia apenas si sabía firmar su nombre), simples caballeros, eclesiásticos o hijos de burgueses»25. Tema principal de esta literatura era el amor cortesano, simbolizado por la palabra «paratge», que representa las virtudes del honor, de la lealtad y de la entereza, aplicándose tanto al amor de la dama como al terreno político y religioso. El ideal trovadoresco tiende hacia lo absoluto, y se expresa en el análisis sentimental por el amor platónico y desapegado de la carne. Los poetas cantores estaban imbuidos de la mística cátara, que aspira al amor divino, y en el tiempo de las persecuciones fueron los fieles servidores de la causa albigense. Las «leyes de amor», que ellos habían fijado, comprendían un mínimo de 31 prescripciones. «Y, hecho singular, poseían como principio supremo que la “minne” (o amor cortesano) excluía toda idea de amor corporal o de matrimonio. La "minne” representa la unión de las almas y de los corazones, mientras que el matrimonio es la unión de los cuerpos. El matrimonio significa la muerte de la “minne” y de la poesía. El amor, simple pasión, se desvanece pronto con el goce sensual. Cualquiera que lleve en su corazón la verdadera “minne”, no desea en absoluto el cuerpo de su bienamada; no desea más que su corazón; la verdadera “minne” es pura e incorporal. La “minne” no es el amor; Eros no es el sexo»26. En mi castillo en calma y desierto, cubierto de nieve en pleno invierno, he soñado en mi largo delirio desde la primavera hasta la divina sonrisa. Un viejo libro de cantos de amor me decía cómo suspira Walther, el antiguo trovador, que hizo vibrar mi corazón y mi lira

27 No obstante, las nubes se amontonaban en el cielo occitano. En 1207, el legado pontificio Pierre de Castelnau, que intentaba en vano enfrentar a los señores meridionales contra los albigenses, excomulgó al conde de Toulouse, Raimundo VI. Presintiendo el peligro, los cátaros quisieron asegurarse un lugar donde pudieran refugiarse en caso de ataque. Los castillos de Quéribus, Puylaurens y Peyrepertuse les eran ya adictos. Pero es Montségur, en el corazón de los Pirineos del Ariége, que los herejes habían escogido como elevado lugar espiritual. A este efecto, pidieron a Esclarmonde de Foix y al señor del lugar, Ramón de Perelha, ambos fervientes albigenses, que reconstruyeran el castillo de Montségur, que estaba en ruinas, lo que fue realizado. «Así, Montségur, la ciudadela que protegía la montaña sagrada del Tabor, Parnaso de la Romanía, fue fortificada y organizada. Parecida a un arca, pudo, durante medio siglo aún, desafiar la oleada de sangre y de crímenes que pronto iba a desencadenarse sobre la Romanía y hundir su cultura y su civilización»28. Ya que se trata realmente de una guerra de secesión: todo el Mediodía se levanta contra los ejércitos del Norte (20 000 caballeros, 200 000 infantes), que, concentrados en Lyon, llegan por el valle del Ródano, el 24 de junio de 1209, procedentes de todos los países del norte del Loira. Otto Rahn ha dejado una descripción, de gran colorido, de estos bárbaros procedentes del Norte, que querían concluir la conquista de las provincias meridionales comenzada setecientos años antes por Clodoveo: «En cabeza, cabalga el sombrío e irreconciliable abad de Citeaux, el “jefe de las fuerzas cristianas contra los herejes albigenses”. Parecido a un caballero del Apocalipsis, galopa, hábito al viento, a través del país que no adora a su propio Dios. Detrás de él, el ejército de arzobispos, obispos, abades, padres y monjes. Al lado de los príncipes de la Iglesia cabalgan los príncipes laicos con sus armaduras resplandecientes de acero, plata y oro. Luego, vienen los caballeros saqueadores, con sus soldadescas que entraban a saco por doquier: Robert Sans-Avoir, El-que-no-bebe- agua, Dios sabe sus nombres. »A continuación, los ciudadanos y campesinos, y luego, por millares y millares, la chusma de Europa: los ribaldos, los truanes y, en los templos de Venus montados sobre cuatro ruedas, las pelanduscas de todos los países posibles»29. Y, el 21 de julio, tiene lugar la toma y saqueo de Béziers, donde es asesinada toda la población (20 000 personas), herejes y ortodoxos mezclados en la iglesia de la Magdalena: «¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!», gritaría el legado del Papa. Más tarde, le toca el turno a Carcasona, que ve cómo Arnaud-Amaury hace prisioneros al vizconde de Trencavel y a sus mejores caballeros, atrayéndoles bajo el pretexto de entablar negociaciones. En 1220, en la pequeña ciudad de Lavaur los «cruzados» reinciden en sus depredaciones: todos los habitantes, sin distinción de confesión, de edad o de sexo, son pasados por el filo de la espada, y la castellana del lugar, Geralda, es arrojada viva a un pozo, que se llena de piedras. Los cátaros muestran así la medida de su valentía y de su fe. En Goslar, prefieren ser colgados antes que desollar un pollo. En Minerva, en el Hérault, donde se rinden a Simón de Montfort después de una resistencia encarnizada, 150 herejes se lanzan voluntariamente dentro de las llamas cantando cánticos. Allí donde el genio humano parecía haberse concentrado, reposan más de un millón

de muertos, es decir, más de lo que costó la supresión de todas las otras herejías. La causa principal de la gran matanza albigense, la causa oculta, pero la verdadera causa, había sido que el secreto de los santuarios, la antigua enseñanza de los misterios tan celosamente guardada en todos los templos del mundo por todas las cofradías, había sido revelada. Había sido revelada y se había comprendido que lo que acontecía en este tiempo aún no había sido visto en la Historia del Universo. No obstante, Montségur, templo del catarismo, se levantaba todavía, como un desafío a la ortodoxia, con sus murallas invioladas. Ya en 1209, Guy de Montfort había retrocedido ante el difícil asedio de esta montaña. El asesinato de los inquisidores dominicos de Avignonet había de decidir el asedio y calda de la fortaleza. La empresa del Pog comenzó en la primavera del año 1243, pero, seis meses más tarde, el asedio no había progresado. Los cátaros, que se beneficiaban de numerosas complicidades en todos los países, y sin duda también dentro del ejército real, comunicaban con el exterior. Mensajes de aliento procedentes de Italia, del Sacro Imperio Germánico, e incluso de Constantinopla. El obispo cátaro Bertrand d’En Martí alentaba a los asediados. Finalmente, el senescal de Carcasona, Hugues de Arcis, que dirigía la «cruzada», pudo, gracias a la traición, terminar con la resistencia. Un guía, que conocía un camino secreto, condujo a un grupo armado a la plataforma de la cumbre. La crónica relata que, al día siguiente30, los voluntarios de la escalada nocturna se sobresaltaron de horror ante la vista del inconcebible camino recorrido durante la noche. A partir de aquí, la rendición de la fortaleza no era más que una cuestión de tiempo. El primero de marzo de 1244 se firmó una tregua por las dos partes, y el 16 de marzo la ciudadela se rindió. Doscientos cátaros, entre ellos cincuenta perfectos, que se negaban a abjurar de su creencia, prefirieron morir en la hoguera, erigida en un campo que recuerda, por su nombre, el sacrificio de los «herejes»: El «Camp dels Cremats». El poema de Henri Sabarthez nos hace revivir este martirio e incita a recordarlo: Montségur va a morir, estalla el grito fatal por encima de la matanza y atraviesa el éter. Sus almenas reventadas se tiñen de escarlata, y rueda en su púrpura su corona de hierro... Entraron en las brasas transportados por su fe. Doscientos mártires arden y mueren cantando. El resplandor hiere a lo lejos el cetro brillante de Papas y Reyes. Montségur va a morir. Descendiendo de su cima, semejando reyes que descendieran del Tabor, Perelha, En Martí, patriarcas sublimes, junto con el inmortal cortejo marchaban firmes hacia la muerte. Su verdadera tumba está allá arriba, cerca de los Cielos, entre los muros hundidos del Castellum trágico cuyas piedras heridas son la corona épica labrada por los dioses. Sólo los genios silenciosos velan cerca de ella; y sola, con respeto, en la aurora carmesí, el águila pirenaica que mira al sol la roza con sus alas. Paseante, detente cuando desciende la noche,

y cuando la luna, blanca como un fruto celeste, aparece en torno al castillo encantado, contempla a Montségur erguido en medio de la claridad. Fue el Templo augusto, de pasado inigualable, donde antaño triunfó el culto del Sol y resplandeció después el Santo Graal, resplandor inmortal en el profundo pasado. Y cuando de los perfectos fue el caballero, desafiando a Papas y Reyes es el último en caer. Grande entre los grandes de la historia del Hombre, diez siglos de epopeya ilustran su fantasma. Por lo que se refiere al tesoro de los herejes, Pierre Roger de Mirepoix fue autorizado para decomisarlo. Consistía en objetos preciosos, monedas de oro y de plata. Pero, ¿qué ocurría con el verdadero tesoro de los cátaros, espiritual éste, el Graal? Los documentos de la Inquisición confirman que, en la noche anterior a la capitulación, cuatro albigenses fueron descendidos mediante cuerdas a lo largo de la vertiginosa pared (Amiel Aicart, Poitevin, Hogues y Alfaro) y consiguieron escapar a las montañas, llevándose con ellos el objeto sagrado. La tradición cuenta que, cuando el Graal estuvo a salvo, una llama alumbró sobre la vecina montaña de Bidorta, anunciando a los cátaros de la fortaleza que podían morir en paz. La piedra Graal, o libro sagrado, fue, sin duda, ocultada en una de las numerosas grutas del Sabarthez, lo que aclara la leyenda que recogió Orto Rahn de boca de un viejo pastor: «En el tiempo en que las murallas de Montségur se elevaban todavía, los cátaros guardaban allí el santo Graal. Pero Montségur estaba amenazado. Los ejércitos de Lucifer asediaban sus murallas. Éstos querían el Graal, para volver a insertarlo en la diadema de su príncipe, de donde se había desprendido cuando tuvo lugar la caída de los ángeles. Entonces, en el momento más crítico, descendió del cielo una paloma blanca, que, por su pico, hendió en dos partes el Monte Tabor. Esclarmonde, la guardiana del Graal, lanzó en el interior de la montaña la joya sagrada. La montaña volvió a cerrarse, y así fue salvado el Graal. Cuando los demonios entraron en el castillo fortificado, llegaron demasiado tarde. Furiosos, hicieron perecer por el fuego a todos los puros, no lejos de la roca que sostiene el castillo, en el "Camp dels Cremats”, el Campo de la Hoguera...» «Todos los puros perecieron por el fuego, excepto Esclarmonde de Foix. Cuando ella tuvo conocimiento de que el Graal estaba en lugar seguro, subió a la cumbre del Tabor, se transformó en paloma blanca y voló hacia las montañas de Asia. Esclarmonde no ha muerto. Hoy vive todavía, allá abajo, en el Paraíso Terrestre.»

4. El libro clave

Y esta piedra se llamaba también el Graal WOLFRAM VON ESCHENBACH La Cruzada contra el Graal no ha querido ni podido tratar a fondo el tema elegido (y con razón...)- El principal interés de este libro es el de haber reunido elementos históricos que hasta entonces se consideraban distintos. La vasta cultura de Otto Rahn le permitió operar esta aproximación de ideas; además, no hay que olvidar (pero los lectores de 1933 no podían saberlo) que el escritor se beneficiaba del apoyo del Gobierno alemán y de los trabajos anexos de diversos eruditos que venían a respaldarle en su búsqueda del Graal nueva fórmula. El primer mérito de este escritor, en el terreno histórico, es el de seguir a Péladan cuando este último supone la existencia de relaciones secretas entre el catarismo y los templarios. No podemos dejar de abundar en esta opinión, pues en todas las investigaciones llevadas a cabo se han descubierto puntos de contacto entre estas dos «herejías», en el sentido eclesiástico del término. Y con razón, parece, el escritor alemán escribe a propósito de los templarios que habían podido escapar a la matanza: «Quizás encontraron asilo en las cavernas pirenaicas. Muchos indicios tenderían a demostrar que el manto blanco de los templarios, en el cual resplandecía la cruz roja octogonal, se perdió, junto con los vestidos negros y las cruces amarillas de los cátaros, en las grutas tenebrosas del Sabarthez»31. Y más adelante: «Cuando en la revolución de París las muchedumbres se dirigían, por la calle Saint-Antoine, hacia el Louvre y Notre-Dame, se cuenta que un hombre vestido con un largo manto negro32 se ensañaba contra los sacerdotes. Cada vez que su sable alcanzaba uno, el hombre gritaba: “¡Esto por los albigenses, y esto por los templarios!”» Al lector que se interese por la filiación catarismo-templarios le conviene seguir leyendo este libro; seguiremos tratando este tema. El segundo mérito del autor es el de haber relacionado el Montsalvat de los romances del Graal con el Montségur de Ariége, sirviendo el primer lugar para designar al segundo. Su último mérito, por fin, es el de haber aportado una explicación concerniente al Graal, vocablo que designaba, según él, y muy probablemente, varias tablillas de piedra o de madera grabadas en escritura rúnica antigua. A este respecto, Wolfram von Eschenbach dice: Guyot, el maestro de elevada nombradla, encontró, en escritura pagana enrevesada, la leyenda que se remonta hasta la primera fuente de las leyendas.

Este tesoro pagano y ario habría llegado hasta nosotros a través de Persia después de la desaparición del misterioso reino de Thule, patria de los hiperbóreos, antepasados remotos de los pueblos indoeuropeos. Resulta interesante poner de relieve la amalgama que hace el trovador germánico entre el Graal-esmeralda y el Graal-libro33: Y también esta piedra se llamaba Graal. Versos que pueden cotejarse con la cita siguiente: Sobre una verde esmeralda llevaba ella el deseo de Paraíso: era el objeto que se llamaba el Graal. A partir de aquí, Wolfram desarrolla la traducción de Guyot: Un pagano (tenía por nombre Flegetanis), del que se alababa su gran saber, elegido de la raza de Salomón, nacido del tronco de Israel, descubrió, el primero, la huella del Graal... Se trata aquí del tesoro de Salomón, al cual debía de pertenecer el Graal. Como precisa Otto Rahn, «en la batalla de Guadalete (711), que duró siete días, los visigodos fueron aniquilados por los árabes. El tesoro de Salomón (que había pertenecido al rey Aladeo) cayó, en Toledo, en manos de los infieles. Se dice que la Tabla de Salomón no figuraba en él»34. Fue, sin embargo, en Toledo donde, según el poema de Wolfram von Eschenbach, Guyot encontró el Graal. El resto de la leyenda se refiere más particularmente a la grata del Sabarthez, que había servido de refugio a esta piedra Graal: esta cueva, este refugio, nos es descrito por Eschenbach cuando Trevizent (el mediador), antes de introducir al joven Parsifal en la caverna para iniciarle en el misterio del Graal, le tiende un vestido: A una gruta su huésped le condujo, un lugar donde apenas llegaba un soplo de viento. Allí había un vestido; su huésped le revistió con él y le condujo después a una celda contigua. Leyendas españolas cuentan que el Graal, todavía denominado por ellas «joyero de

Salomón», fue conservado en la «gruta mágica de Hércules». En su poema Los albigenses, Lenau ha recogido este viejo tema español de la gruta: Hay en el bosque una gruta profunda y silenciosa, ningún rayo penetra en ella, ninguna brisa la roza; el jabalí envejecido, cansado, se tiende allí para morir en lugar apartado, en la sombra. Era esta caverna de Hércules la que Otto Rahn se disponía a descubrir: la situaba en las grutas de Ornolac. La cavidad debía de ser muy profunda y poco visible desde el exterior, ya que la Historia nos cuenta que los inquisidores dominicos, después de la caída de Montségur, último bastión de los herejes, llevaban perros para localizar a éstos. Al penetrar en la mayor caverna del Sabarthez, la de Lombrives, uno puede hacerse una idea de lo que podría ser una necrópolis cátara (que los arqueólogos franceses y extranjeros siguen buscando todavía). De todos modos, el Graal no pudo permanecer más que en la «catedral» de Lombrives, ya que es ahí donde se sitúa «la tumba de Hércules». He aquí la descripción del lugar, debida a Otto Rahn: «En tiempos inmemoriales, en una época cuya oscuridad apenas es aclarada por nuestra ciencia histórica, esta cueva servía de templo consagrado al dios ibero Ilhomber, dios del Sol35... Entre dos menhires, de los que uno se ha desplomado, el abrupto sendero conduce al interior del gigantesco vestíbulo de la catedral de Lombrives... Por entre las estalactitas de blanca caliza, entre las paredes de mármol de un pardo oscuro y el brillante cristal de roca, este sendero lleva a las profundidades de la montaña. Una sala de 80 metros de altura servía de catedral a los herejes»36. Se puede señalar en esta sala la presencia de una estalagmita denominada justamente «la tumba de Hércules». Sigamos a Otto Rahn en sus interesantes investigaciones espeleológicas y arqueológicas ya que nos lleva inmediatamente a una tercera gruta, la de Fontanet, informándonos que en ésta se levanta una estalagmita blanca como la nieve y denominada «el altar». Ahora bien, si tomamos de nuevo el poema de Von Eschenbach, llegaremos a la conclusión de que este último estaba muy bien informado en lo que atañe a la presencia del Graal en Montségur, ya que cita estas dos estalagmitas: «la tumba de Hércules» y «el altar»: Heraclius o Hércules

37, y luego el griego Alejandro, ya que uno y otro conocían las piedras... Y más adelante: Allá abajo se eleva también, según la costumbre del tiempo, el altar, en medio del cual estaba este joyero

38 Así, pues, podemos resumir: el Graal, llamado todavía joyero o tabla de Salomón, fue trasladado por el rey de los visigodos Alarico, en el año 410, desde Roma a Carcasona (este joyero formaba parte del tesoro de Salomón, rey de los hebreos, y había sido traído de Jerusalén por los romanos). Según la tradición árabe, la tabla de Salomón estaría en Carcasona: sería ella la que estaba oculta en una gruta del Sabarthez, la misma que describe Von Eschenbach basándose en las indicaciones de Guyot: a saber, las grutas de Lombrives y de Fontanet, entre otras hipótesis. La presencia del Graal en los Pirineos parecía estar fuera de dudas, ya que, si no, el régimen nacionalsocialista no habría atribuido tanta importancia a estas investigaciones. Digamos, de pasada, unas palabras para calificar de criminal y de ignara la postura de los universitarios franceses llamados especialistas del catarismo, que no se atreven a franquear el paso y admitir, de una vez para todas, la existencia, en un momento dado, en Montségur, de un testimonio de nuestra civilización: la piedra Graal. Estos especialistas, no contentos con dedicarse a la explotación sistemática del sitio de Montségur, con cerca de medio siglo de retraso respecto a Alemania, dan vueltas alrededor del problema cátaro, sin otro objetivo preciso, al parecer, que el descubrimiento de algunas osamentas sin valor. Los trabajos de Femand Niel, apoyados a partir de entonces por René Nelli, que cargan el acento en la significación solar del templo-fortaleza y del catarismo en general, son los únicos, a nuestro entender que pueden aportar algo nuevo y serio a la materia, confirmando nuestra hipótesis. ¿Qué diremos de los poderes públicos que se preparan para abandonar Montségur a un grupo financiero del otro lado del Rin...?

Una única cuestión se plantea desde este momento para el historiador deseoso de interpretar el lenguaje de los siglos: ¿Descubrió Otto Rahn la piedra Graal? Y, en caso afirmativo, ¿qué ocurrió con ella? Creemos que está dentro de lo posible el que Otto Rahn hubiera, en efecto, localizado el Graal en una de las cavernas del Sabarthez. Naturalmente (falto de tiempo y de medios, se hallaba en una tierra extranjera y no podía hacerse notar demasiado), no pudo apropiárselo. Sin duda, fue después de la ocupación del territorio francés por las tropas alemanas cuando esta «sustracción» pudo efectuarse. Pero, incluso si uno tiene en cuenta la duración de la ocupación, el problema todavía puede seguir vigente. Intentaremos aportar algunos hechos que servirán para ilustrar al lector sobre la autenticidad de nuestras hipótesis: se trata de la misteriosa misión que tuvo lugar a partir de 1943, y, más concretamente, de las extrañas manifestaciones que se

desarrollaron el 16 de marzo de 1944 con ocasión del setecientos aniversario de la caída de Montségur. El haz de acontecimientos cuya convergencia acabamos de ver parece confirmar que el Graal fue realmente descubierto y llevado a Alemania por miembros de las SS que actuaban bajo las órdenes de Himmler, quien estaba muy bien informado sobre la probable existencia del Graal en Montségur o en la región contigua. No hay que olvidar que el gran maestro de la Orden Negra era un apasionado de todo lo relativo a la Edad Media germánica. Incluso se puede decir que esta pasión rayaba en lo obsesivo. Sus héroes preferidos eran, por lo tanto, el rey Arturo (las leyendas de la Tabla Redonda), Enrique I (el Pajarero) y Federico I Barbarroja, personajes que el lector tendrá que acostumbrarse a encontrar de vez en cuando en este libro, ya que son sintomáticos de la tendencia esoterista de los amos del III Reich. A estos personajes hay que añadir el célebre Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), que, con el apoyo de los templarios, soñó con unificar en provecho propio el Oriente y el Occidente (antes de que la Iglesia, que había advertido ya sus planes, pusiera fuera de combate a este peligroso adversario). Volvemos a encontrar aquí la vieja idea del Mesías imperial que trataba de que templarios, cátaros y gibelinos, unidos en la misma lucha bajo la bandera del Sacro Imperio Germánico, lucharan contra la hegemonía de Roma. Himmler tenía siempre en su gabinete de trabajo los tres romances de nuestro viejo amigo Wolfram von Eschenbach, a saber: Parzival, Wilhelmhaml y Titurel. Inútil añadir que la lectura de estos romances sumergía a Himmler en un estado de intenso júbilo, ya que, contrariamente a lo que afirma André Brissaud en Hitler y la Orden Negra, el jefe de las SS sabía muy bien dónde situar el Graal, por lo que no cabía realizar investigaciones inútiles: prueba de ello es la misión de Otto Rahn, nombrado poco después coronel de las SS. El intelectual alemán, ganado para el nacionalsocialismo gozaba entonces de todos los favores de los grandes jefes hitlerianos, ya que su segundo libro, La Corte de Lucifer en Europa, fue impuesto por Himmler a los principales dignatarios del nazismo, confiriéndole así el valor de evangelio. Admirador apasionado de la leyenda arturiana y observador sumamente interesado en la expedición de 1937 en el Languedoc, Himmler tomó sus disposiciones para recibir dignamente el Graal y darle un cobijo más adecuado que la miserable caverna del Sabarthez que había tenido que servirle de refugio desde hacía siete siglos. Parece ser que su elección recayó en el castillo de Wewelsburg, cerca de Paderbom, en Westfalia. Este castillo, entonces en ruinas, sedujo a Himmler por sus majestuosas dimensiones, dado que debía convertirlo en el castillo del nuevo templo nazi, guardado por los modernos monjes-caballeros que eran para él los SS. Millares de prisioneros políticos trabajaron en la reconstrucción del edificio, cuya sala comedor tenía más de 30 metros de largo. Durante las comidas, el Reichsführer SS (copiando en esto a los caballeros de la Tabla Redonda que aguardaban el Graal), no aceptaba a su alrededor más que doce oficiales superiores de las SS. Situado bajo la sala de reunión, de impresionantes dimensiones, el sanctasantórum, la bóveda en ojivas, debía recibir el prestigioso Graal sobre un altar de mármol negro grabado con dos inscripciones SS en plata. Las meditaciones de los huéspedes de Wewelsburg tenían relación con la mística biológica, la moral del honor, el mito espiritual de la sangre y otros temas gnósticos y dualistas tan caras a las élites del otro lado del Rin. Estos retiros tenían como marco una sala de cerca de 500 metros cuadrados, situada en la vertical del altar de la nueva religión. Una vez descrito el lugar que debía acoger al Graal, queda solamente por relatar los

acontecimientos que se desarrollaron, entre 1943 y 1944, en Montségur y el Ariége. El 16 de marzo de 1944, algunos occitanos fueron a conmemorar en la cúspide del Pog de Montségur el septicentenario del sacrificio de los cátaros muertos en la hoguera. Reunidos desde el alba, habían rezado por el reposo de los perfectos, que prefirieron dejarse quemar vivos antes que renegar de su fe. Se aproximaba el mediodía cuando, saliendo de las nubes, un avión («Fieseler Storch», de matrícula alemana) se entregó a una sorprendente exhibición para los peregrinos que ocupaban el castillo. Habiendo puesto en acción sus tubos fumígenos, el avión dibujó en el cielo una gigantesca cruz céltica (uno de los emblemas cátaros) antes de desaparecer en dirección a la región de Toulouse. Los espectadores, que comprendieron finalmente la significación de este acontecimiento, se descubrieron. Según todas las probabilidades, Rosenberg se hallaba a bordo del aparato39. Este acaecimiento demuestra, si es que aún era necesario, todo el interés que Rosenberg, gran maestro de las investigaciones esotéricas, así como Heinrich Himmler, jefe de las SS, concedían a la Historia de la Edad Media occitana. Este interés volvemos a encontrarlo en la misteriosa misión que los ocupantes nazis debían efectuar, desde 1943 a 1944, en los parajes cátaros del condado de Foix, ayudándose en esta operación de las indicaciones precisas recogidas diez años antes por el hombre de confianza de Rosenberg y de la Sociedad de Buscadores del Graal, Otto Rahn, quien pensaba, como lo cantaban los trovadores: «Al cap des Set cen ans verdegeo el laurel.» (Al cabo de setecientos años reverdeció el laurel)

40.

5. La misteriosa misión

EN este mes de junio de 1943, un grupo de alemanes constituido por numerosos sabios (geólogos, historiadores, etnólogos), protegidos por milicianos franceses, se instala en la cima del Pog de Montségur. La campaña de excavaciones duró hasta el mes de noviembre del mismo año, pero, al parecer, sin resultado. Los investigadores debían reemprender su misión en la primavera de 1944. Agreguemos que los peregrinos franceses del 16 de marzo de 1944 (que hemos encontrado en la cumbre del Pog para conmemorar el 700 aniversario de la caída de la fortaleza), que habían solicitado del general alemán autorización para esta peregrinación (Montségur se encontraba en una zona prohibida), obtuvieron por respuesta que estaba prohibido hollar esta «tierra alemana», ya que el III Reich tenía «derechos históricos» sobre Montségur. Una vez terminada la guerra, la compañía de Bayreuth debía representar en la cima del monte la Tetralogía de Wagner. Hemos visto que nuestros meridionales no hicieron caso de esta prohibición, lo que les valió la sorpresa que acabamos de relatar. Es probable que Rosenberg llegara poco después a Montségur para rendir un primer homenaje al Graal, inmediatamente después de su descubrimiento. Las famosas tablillas rúnicas habían sido encontradas no en las grutas del Sabarthez (donde las buscaba Otto Rahn), sino a lo largo del itinerario histórico de los cátaros, cerca del Col de la Peyre. Sin duda, nunca se sabrá la última palabra de la historia. Se puede señalar, no obstante, que si los SS fueron (y todo parece demostrarlo) los últimos depositarios del viejo Graal ario, entonces, la Orden secreta de los arios subsiste todavía a la escala nacionalsocialista más elevada. Un general de las SS estaba junto al almirante Doenitz cuando éste declaró: «La flota submarina alemana está orgullosa de haber construido un Paraíso Terrestre, una fortaleza inexpugnable para el Führer, en alguna parte del mundo.» Los investigadores han ubicado esta base secreta en la Tierra del Fuego, ya que el archipiélago fueguino, compuesto por un número incalculable de islas, constituye una guarida ideal para este tipo de instalación. Sería muy improbable, no obstante, que el Graal hubiera sido llevado allá después de la hecatombe, aún en el caso de que esta base submarina hubiera existido de verdad. Las investigaciones referentes al Graal de los arios están más bien orientadas hacia los Alpes bávaros, erigidos por los nazis como último reducto susceptible de ofrecer una resistencia prolongada. Para imaginar lo que hubiera podido ser esta fortaleza natural, se puede establecer un paralelo con lo que los suizos han realizado cerca de la villa de Martigny, donde el alto valle del Ródano se encuentra literalmente a salvo de todo riesgo de invasión. En 1945, Hitler, no se sabe por qué razón, rechazó siempre irse al reducto alpino. Sin embargo, la región de Aussee, en el corazón de los Alpes austríacos, ofrece un refugio casi inexpugnable. Según el gran «cazador» de nazis, Simón Wiesenthal, millares de hombres habrían comenzado a replegarse a esta región durante el año 1945; el jefe de la Gestapo, Emest Kaltenbrunner, se refugió en un chalet del pueblo; la SD, la RSHA41 y la Abwehr transportaron allí sus documentos secretos, sin hablar del famoso tesoro de la Alemania nazi, que jamás se ha podido encontrar y que se sitúa aquí y allá prácticamente en toda la Europa Central. Estas historias de tesoros ocultos, elaboradas para enfebrecer las imaginaciones, han

sido mezcladas a menudo con otras noticias de los periódicos referentes a las misteriosas Centrales Secretas nazis y otros organismos, como la Araña o la Internacional de Estocolmo, acusadas de fraguar un complot para el retomo de Hitler (que en 1945 no habría hecho más que desaparecer). En toda esta «mitología», es muy difícil discernir lo verdadero de lo falso. No obstante, con vistas al lector incrédulo, recordaremos que los viejos mitos renacen a veces con imprevisible potencia: testimonio de ello es la noticia dada por el muy serio Journal des Débats del 22 de enero de 1929, y que se refiere a una de estas «explosiones» ligadas a las más antiguas tradiciones: «En 1925, una gran parte de los indios cuna se sublevaron, mataron a los gendarmes de Panamá que habitaban en su territorio y fundaron allí la República Independiente de Thule, cuya bandera es una svástica sobre fondo naranja con una franja roja. Esta república existe todavía en la actualidad.» Si, en 1929, existía en América Latina, en un territorio poblado de indios primitivos, una república nacionalsocialista, ¿acaso este fenómeno no era debido al reflejo de una tradición, común a todas las viejas civilizaciones, y según la cual existía un continente superiormente desarrollado (el Hiperbóreo o isla Blanca), cuya capital era Thule, que desapareció en una catástrofe de tipo cósmico? La pregunta es importante, ya que de su respuesta depende la significación profunda del Graal: su misma existencia se basa en el recuerdo de esta Gran Tradición. La escritura rúnica sería la clave que permitiría encontrar la solución de este problema; los teóricos nacionalsocialistas consideraban el Graal un mensaje en escritura rúnica arcaica, que sería el último legado del reino boreal de Thule. La cuestión sigue sin resolver, ya que parece cierto que los cátaros (cuyo modo de pensar está bastante alejado de los temas nórdicos) fueron incapaces de descifrar estas tablillas de piedra en «lengua pagana enrevesada»42. «La runología (es decir, el estudio del origen, desarrollo y utilización de las runas) está hoy día en plena evolución. Para los especialistas alemanes y escandinavos, “tanto el alfabeto latino como el griego proceden de la escritura rúnica”. Las escrituras fonéticas encuentran su origen, no en los fenicios o los orientales, sino en los hombres del Norte.» (C. W. Freese, Runen in Germanen Kalender, 1921). Existían también runas secretas (los ejércitos del rey Gustavo Adolfo hicieron uso de ellas). Este tipo de ranas, verdaderos símbolos, ocupaban un lugar importante en los antiguos cultos germánicos (paganismo con base solar, como es sabido). Damos a continuación dos ejemplos de estos símbolos rúnicos:

En las antiguas áreas de poblaciones escandinavas (desde Rusia hasta América) se ha encontrado de nuevo la huella de estas runas. Esto es lo que los geógrafos llamarían una runología de exportación; así, a partir del año 1020, las colonias escandinavas de América quedaron ya asentadas. De ahí este importante descubrimiento, la piedra de Heavener, hallada en 1830 por indios choctaw y que se consideró, en la época, como un ejemplo característico de escritura india; en 1948, la piedra fue reconocida como rúnica por Mrs. Gloria Farley, la cual la remitió, el 28 de setiembre de 1959, a la «Oklahoma Historical Society», así como su traducción (publicada en francés por Amiot-Dumont)43.

Sería entonces posible explicar, gracias a la iniciación de los vikingos (entre otras hipótesis), el conocimiento de la svástica por los indios (así como las leyendas relativas a hombres blancos de cabellos rojos y de elevada estatura, y que aportaron los primeros conquistadores, que se dieron cuenta, con estupefacción, de que los indios conocían la cruz). Por nuestra parte, pensamos que las runas son muy anteriores a las expediciones escandinavas, ya que las runas son llamadas también «reginnkunnar», es decir, «nacidas de los dioses». Es sumamente probable que las runas hayan remplazado a signos (las «notas» descritas por Tácito) que existían antes de ellas y que eran utilizadas de la misma manera como escritura sagrada. Prohibidas por la Iglesia (varios millares de grabados sobre madera fueron quemados en el curso de la evangelización de la Frisia por Bonifacio, y, un poco más tarde, por Carlomagno), las runas no consiguieron subsistir mucho más tiempo. Lo mismo ocurrió con los monjes de Irlanda, que, con idéntico espíritu, arrojaron al fuego 10 000 manuscritos célticos sobre corteza de abedul que encerraban quizá tesoros de sabiduría (pérdida irreparable debida a la ignorancia y a la intolerancia). Mal que bien, las runas se mantienen hasta el siglo XVIII, desapareciendo entonces definitivamente; pero la runología, nacida en la misma época, toma felizmente el relevo. Las runas han persistido hasta nuestra época bajo sus formas más significativas: la svástica (aunque éste es un símbolo universal) y el doble «Sieg» solar han alcanzado el renombre por todos sabido (las dos letras SS designan los primeros signos de este alfabeto). En Francia, y más particularmente en Normandía, las ruedas solares de paja trenzada inflamadas inauguran los fuegos del solsticio de verano, y la h o runa estrellada desea, en Dinamarca, el buen año al amigo. Sin duda, Wolfram von Eschenbach aludía a las runas cuando, a propósito del Graal, escribió: Guyot, el maestro de elevada nombradía, encontró en escritura pagana enrevesada la leyenda que se remonta hasta la fuente primera de las leyendas. No podemos hoy remontamos hasta el origen de las primeras runas, pero sí dar cuenta de esta corriente graálica hiperbórea, de la cual Otto Rahn y los dirigentes nazis han sido los adeptos más recientes. Un autor como Rauschning percibió la verdad detrás del movimiento político de gran espectáculo que fue el hitlerismo: «Todo alemán tiene un pie en la Atlántida, donde busca una patria mejor y un patrimonio mejor. Esta facultad de desdoblamiento, que le permite vivir al mismo tiempo en el mundo real y proyectarse en el mundo imaginario, se manifiesta especialmente en Hitler y proporciona la clave de su socialismo mágico.» Un escritor como Arthur Machen (nacido en 1863 en Caerlson-On-Usk, pueble- cito que fue la sede de la Corte del rey Arturo y de donde los Caballeros de la Tabla Redonda partieron en búsqueda del Graal) pertenece a esta misma corriente graálica hiperbórea: basta enfrascarse en su libro El gran retorno (meditaciones sobre el Graal) para encontrar en él todos los temas que hemos evocado. Machen estaba en estrecha relación con el movimiento británico: la Golden Dawn y sus emanaciones alemanas que debían desembocar en el grupo Thule, síntesis de todas las aspiraciones de Machen44.

Así, pues, es un análisis del pensamiento nacionalsocialista a través del dédalo de las tradiciones esotéricas lo que nosotros proponemos al lector de este libro. Al ser la gnosis el tema central, con su proyección más significativa representada por el profeta Manes, el desarrollo se ordena de modo natural alrededor del catarismo, aparición neognóstica característica de la Edad Media, y prosigue con el estudio de los templarios. A continuación, la gnosis se oculta, derivando en la Rosacruz y los Iluminados de Baviera, para desembocar, después de muchas sinuosidades, en el misterioso grupo Thule. Nos hemos decidido a escribir lo que va a seguir, ya que, tal como lo había comprendido muy bien Marcel Ray en 1939, en el enfrentamiento que entonces se anunciaba: «Ésta será una guerra maniquea, o, como lo dijo la Escritura, una lucha de los dioses.»

PRIMERA PARTE

LA GRAN TRADICION

Capítulo primero

EL MITO DE LOS ORIGENES

1. Atlántida e Hiperbórea AUNQUE OTTO Rahn no haya hecho expresamente mención de ello en su libro, toda su demostración está orientada en el sentido de una búsqueda de la tradición fundamental de la humanidad aria a través del Graal, mito viviente que apunta al eterno devenir de la sangre. El autor de La cruzada contra el Graal buscaba reunir en una síntesis audaz, y esto fue lo que motivó su éxito entre los hitlerianos, la epopeya del catarismo y la corriente gnóstica tradicional, heredada ésta de un conocimiento superior, perdido y parcialmente reencontrado, cuyo origen se pierde en la hipotética y misteriosa civilización hiperbórea. La Atlántida, verdad o leyenda, sería el último vástago del árbol de espléndidas ramas a la sombra del cual el hombre había conocido la Edad de Oro. El mito del continente perdido, de la tierra de los hombres superiores, se entronca con la teoría de los ciclos de la Humanidad, tan cara a Platón y recogida posteriormente por toda la tradición esotérica hasta nuestros días. «Durante la edad de oro —escribe Hesíodo— los dioses vestidos de aire marchaban entre los hombres.» Los sacerdotes del antiguo Egipto habían conservado, y sus libros sagrados dan fe de ello, el recuerdo de un vasto continente que se habría extendido antaño en medio del océano Atlántico, dentro de un espacio delimitado al Oeste por las islas Azores, y al Este por la fractura geológica del estrecho de Gibraltar. Platón, que pretende estar en posesión de esta tradición de Solón, relata en estos términos la Historia del continente desaparecido: «El Atlántico era entonces navegable y había, frente al estrecho que vosotros llamáis Columnas de Hércules (hoy día, el estrecho de Gibraltar), una isla mayor que Libia y Asia. Desde esta isla se podía pasar fácilmente a otras islas, y de éstas al continente que circunda el mar interior. Pues lo que está de ese lado del estrecho se parece a un puerto que tiene una entrada angosta, pero, en realidad, hay allí un verdadero mar, y la tierra que le rodea es un verdadero continente... En esta isla, Atlántida, reinaban monarcas de un grande y maravilloso poder; tenían bajo su dominio la isla entera, al igual que muchas otras islas y algunas partes del continente. Además, de este lado del estrecho reinaban también sobre Libia hasta Egipto, y sobre Europa hasta la Tirrenia.» Este extracto del Timeo o de la Naturaleza sería incompleto si no se mencionara igualmente el Critias o de la Atlántida, obra que nos describe ampliamente una ciudad del continente en gradas, con su red de canales, sus enormes templos y su sistema de gobierno dirigido por los reyes-sacerdotes mediante leyes dictadas por los dioses, en primer término de los cuales está Poseidón o Neptuno, rey de los mares, armado de su tridente. Según Platón, la isla de Poseidonia, último fragmento de la Atlántida, fue engullida 9 000 años antes de la época del sabio Solón. El geógrafo Estrabón, así como Proclo, confirman las afirmaciones de Platón. ¿Cómo habría tenido Solón conocimiento de la tradición de la Atlántida? Una sola respuesta parece coherente: los sacerdotes egipcios, que pretendían poseer la información

de los propios atlantes, la habían transmitido a los viajeros griegos que visitaban con frecuencia su país. Curiosamente, recientes investigaciones científicas confirman la hipótesis, muy verosímil, de la existencia de un continente sumergido en este lugar hace millares de años. Ya un naturalista del siglo XIX llamado Germain, estudiando cuidadosamente la fauna y la flora de las islas de Cabo Verde y de las Canarias, y basándose en rigurosos datos científicos, habían notado la analogía existente entre la flora fósil de estas islas y la de todos los otros archipiélagos diseminados entre las costas de Florida y las de Mauritania (lo que representa una extensión sumamente vasta). Informamos de los hechos tal cual, no poseyendo conocimiento de trabajos ulteriores; cuando menos, parecen significativos. Más convincentes son las tesis emitidas por los etnólogos modernos, entre los cuales conviene citar a la señora Weissen-Szumlanska, cuyos notables trabajos han sido reunidos en un libro muy convincente, aunque su hipótesis básica sea atrevida: Orígenes atlánticos de los antiguos egipcios. La obra apareció con un prefacio del doctor Martiny, profesor de la Escuela de Antropología, lo que permite afirmar que se trata de un trabajo serio. El autor, en contacto con adeptos de la escuela esotérica actual, no duda en afirmar, parece que no sin razón, los orígenes atlánticos no solamente de los antiguos egipcios, sino también de toda la gran raza blanca de los Homo sapiens, nuestros antepasados, de los cuales se han encontrado numerosos esqueletos en el archipiélago de las Azores. La señora Weissen-Szumlanska sostiene que se podría investigar los orígenes del Egipto faraónico remontando todo el curso de la civilización occidental hasta la Prehistoria y los hombres fósiles de la Dordoña, primera aparición de los Homo sapiens que nos es conocida. El declive del Egipto dinástico se explicaría por la invasión de elementos asiáticos y semíticos. Recogiendo los textos de los antiguos griegos, el autor se pregunta: Solón, Heródoto, Platón, Estrabón, Diodoro, todos los cuales evocan la Atlántida, ¿habrían mentido cuando situaban el continente desaparecido «en el otro extremo de Libia, allá donde el Sol se pone»? Sin embargo, los egipcios, que contaron a los griegos la historia de la Atlántida, sitúan claramente a Punt, la tierra de los Grandes antepasados, en la extremidad de Libia. Esta tierra misteriosa era para ellos objeto de particular veneración, mientras que, por otra parte, no demostraban más que desprecio frente a las otras naciones. Min y Athor, entre los dioses egipcios, están considerados como oriundo de la Tierra Divina, es decir, de la Atlántida o país de Punt. Según esta hipótesis, los egipcios que nosotros reconocemos como una raza roja, de tez cobriza y pómulos salientes, habrían sido «aleccionados» por otra raza, de la que serían su ramificación degenerada. ¿A qué familia podemos vincular, entonces, la raza de los «portadores» de la civilización egipcia? Todas las observaciones tenderían a demostrar que se trataba de hombres del tipo de Cro-Magnon. Este tipo, predominante dentro de la aristocracia, habría desaparecido de las esferas dirigentes de Egipto en los alrededores de la XVIII dinastía. Hay que indicar, paralelamente, la presencia en las islas Canarias, en la misma época, de un tipo humano idéntico. De este modo se puede pretender que los archipiélagos de las Azores y de las Canarias, restos de la Atlántida hundida, serían el hogar de la raza civilizadora de Egipto. A continuación, y siguiendo esta atractiva teoría, los nilotas originarios se mezclaron, cruzando las razas, con inmigrantes semitas y negroides, hasta ser absorbidos en el tipo africano-árabe- semítico.

Los guanches, que constituyen el sustrato de la población de las islas Canarias, serían los descendientes directos de los atlantes. Su elevada talla, observada en todas las momias (dos metros de promedio), su considerable capacidad craneana (1 900 cm³), la más grande que se ha conocido, el índice cefálico (77,77 en los hombres), indican una ascendencia muy pura. Al ser examinadas estas momias, algunas de ellas tenían los cabellos dispuestos en mechones dorados, largos y rizados. En la época neolítica, el tipo originario fue alterado por la aportación de sangre semita, que no fue, sin embargo, lo suficientemente importante como para hacer desaparecer los caracteres esenciales de esta vigorosa raza. La fecha de la catástrofe que produjo la inmersión casi total del continente de la Atlántida podría situarse hacia el fin del Paleolítico Superior. Este cataclismo arrastró a «las profundidades abismales a la mayor parte de la población, sus riquezas y su “ciudad solar”, adorada y llorada por todas las tradiciones egipcias y cantada por Platón, según los relatos atribuidos a uno de los Siete Sabios de Grecia». Otros sabios, antes de la señora Weissen-Szumlanska, habían ya sostenido hipótesis parecidas, lo que no dejará de confortar la opinión de los partidarios de la existencia del continente desaparecido. Así, el profesor Richard Henning y su colega Adolf Schulten declararon que «el relato de Platón sobre la Atlántida estaba basado en hechos positivos». Durante cincuenta años de su vida, el profesor Schulten efectuó investigaciones históricas y arqueológicas en la península ibérica, ya que era en este lugar donde debía situarse la extremidad de la gran isla engullida. Schulten no encontró la Atlántida, pero sí una ciudad ibérica desaparecida: Numancia, descrita en su tiempo por Cornelio Escipión (133 a. de J.C.). Las excavaciones se prosiguieron desde 1905 a 1908. De la misma manera, el gran sabio alemán identifica la principal ciudad de la Atlántida, Tartesos, situada en la actual Andalucía. En la antigüedad, esta ciudad tenía la reputación de ser fabulosamente rica. La campiña que la rodea fue descrita por Posidonio, que hace de ella una pintura muy detallada: ricos cultivos, una población increíblemente numerosa y activa serían la característica de este país, rico también en metales de todas clases, oro, plata, cobre y estaño. Si se concede crédito a Rufus Fistus Avenius, quien reeditó hacia el año 400 a. de J.C. un tratado de Geografía antigua, Tartesos habría poseído, hacia el año 500 antes de J. C., la civilización más evolucionada del antiguo Occidente. ¿Se trataría de un resto que habría escapado a la destrucción de la Atlántida? Sería arriesgada una afirmación categórica. Quizá las excavaciones realizadas cerca de Sevilla, en el fangoso lecho de la desembocadura del Guadalquivir, resucitarán la ciudad desaparecida, que el alemán Schulten considera la ciudad legendaria de los reyes atlantes... Llegados a este punto, surge una pregunta: ¿Cómo y por qué, si es que llegó a existir, fue aniquilada la suntuosa civilización de los atlantes? Platón ve la causa de su caída en el desarrollo de un deseo de poder y una perversidad moral que habría arrastrado a los atlantes al vértigo de un orgullo demencial. Parece, más bien, que guarda relación con una ley cíclica que rige toda civilización y que impone a ésta una decadencia ineluctable después de haber alcanzado cierto grado de perfección. A propósito de esta caída, he aquí una cita sacada de Critias (también de Platón): «Pero cuando se adulteró en ellos (los atlantes), por haberse mezclado repetidamente con varios elementos mortales, la parte que tenían de Dios; cuando predominó en ellos el carácter humano, entonces, impotentes a partir de aquel momento para asumir el peso de su condición presente, perdieron toda conveniencia en su modo de comportarse, y su fealdad moral se reveló a los ojos capaces de ver, ya que, entre los bienes

más preciosos, habían perdido aquellos que eran los más bellos; en tanto que, a los ojos incapaces de comprender la relación de una verdadera vida con la felicidad, pasaban precisamente por ser bellos en grado supremo, y por ser bienaventurados, llenos como estaban de injusta codicia y de poder.» Las sectas racistas alemanas, imbuidas de esoterismo (veremos de qué manera dieron a luz a Hitler y el nazismo), interpretaron los escritos de Platón de un modo muy particular. Para esas gentes, el fin de la Atlántida se debió a una mezcla racial, a una corrupción de la sangre ocurrida al mezclarse la raza pura de los atlantes blancos con las razas «demoníacas» e «inferiores» de tipo asiático-semita. A partir de aquí se comprende el interés que los ocultistas (cuya organización extendía sus ramificaciones en el mundo entero) manifestaron por el mito de la Atlántida, porque establecía una continuidad histórica de la raza blanca, asegurándole la supremacía material y espiritual sobre todas las otras razas desde tiempos inmemoriales. No obstante, es preciso añadir que los grupos racistas alemanes del siglo XIX y, sobre todo, las sectas nacidas de la Primera Guerra Mundial no eran las únicas en apelar a la tradición de la Atlántida; los teósofos, guiados por la célebre médium señora Blavatsky, pretendían también conocer el lejano pasado de los Grandes antepasados. La señora Blavatsky no dudó en afirmar que ella había conseguido leer, página por página, el manuscrito secreto que relataba la historia del fabuloso continente, el cual se hallaría en la biblioteca del Vaticano (conservándose otro ejemplar en un monasterio del Tibet). En tales círculos de pensamiento, sobre todo, por parte del fundador de la Antroposofía, Rudolf Steiner, se atribuye a los atlantes el dominio de las técnicas más modernas, por no decir superiores a nuestra ciencia actual: armas de vanguardia, vehículos motorizados, cohetes e incluso ingenios espaciales y máquinas que les permitían desplazarse en el tiempo, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. El absoluto control que poseían sobre las fuerzas de la Naturaleza al transformarse en «fuerza negra» les habría arrastrado a un cataclismo inconcebible, resultado tal vez de su dominio «demoníaco» de la energía nuclear. Estamos aquí en el terreno de la pura imaginación, y se permite a cada uno concebir la Atlántida a su propio modo. El sabio austríaco Hörbiger no dudó, por lo que a él se refiere, en sostener la naturaleza gigantesca de los hombres de este continente: las ruinas ciclópeas de Tiahuánaco, en el corazón del Perú, y las terrazas de Baalbek en el Líbano, serían la obra de semejantes superhombres. Los edificios colosales hallados cerca del lago Titicaca, a 4 000 metros de altitud, plantean un enigma a los arqueólogos y a los sabios, pero, ¿acaso tiene uno, sin embargo, derecho a suponer la existencia de fabulosos gigantes? Por lo que nos concierne, tales caminos nos parecen muy peligrosos. No obstante, es esta vía arriesgada la que emprendieron los adeptos de los caballeros de Poseidón45, entre los cuales se encuentra a simpatizantes nazis. Intentando remontarse más allá de la Atlántida, creyendo ver el origen lejano y primordial de toda la tradición occidental en la existencia de la isla mágica de Hiperbórea. El continente misterioso habría existido antaño en el emplazamiento de Groenlandia e Islandia. Un movimiento bascular de la Tierra sobre su eje habría convertido a estas tierras altamente civilizadas en el país glacial que conocemos actualmente. Poblado de «gigantes de una altura de varios metros», Hiperbórea habría sido un país todavía más evolucionado que la Atlántida, quizá civilizado por seres extraterrestres. Ya griegos y latinos señalan la existencia de Hiperbórea y de su capital Thule, como asimismo lo atestiguan las obras de Heródoto («isla de hielo situada en el Gran Norte,

donde vivieron hombres transparentes»), de Plinio el Viejo, de Diodoro de Sicilia y de Virgilio. En Medea, Séneca hace esta predicción: En los siglos futuros una hora vendrá en la que se descubrirá un gran secreto hundido en el océano: se encontrará la poderosa isla. Tetis revelará nuevamente la región y Thule, a partir de entonces, no será ya el país de la extremidad de la Tierra. Los celtas, los vikingos, los germanos han conservado el recuerdo de Thule como el de un verdadero Edén, análogo al País del Otro Mundo, de la gesta del Graal... «Más allá de los mares y de las islas afortunadas, más allá de las espesas nieblas que defienden su acceso», en esta isla «donde los hiperbóreos están en posesión de todos los secretos del mundo». Más que todos los otros, sin duda, los germanos se apoyan en la leyenda de Thule. Sobre ella basaron, hasta bien entrado el siglo XX, su culto pagano y sus ocultas aspiraciones políticas. Este mito no se ha debilitado jamás. Inspiró el Fausto de Goethe y el Parsifal de Ricardo Wagner. La balada del rey de Thule, escrita por Goethe, y que Gérard de Nerval tradujo en verso francés, tiene un sentido esotérico que no escapa a los tradicionalistas. La leyenda del Thule se relaciona, por tanto, con esta Hiperbórea, que habría existido en el Gran Norte, en algún lugar entre el Labrador e Islandia. Una enorme isla de hielo rodeada de «altas montañas transparentes como el diamante», Hiperbórea no habría sido, sin embargo, glacial: «En el interior del país reinaba46 un dulce calor en el que se aclimataba perfectamente una vegetación verdeante. Las mujeres eran de una belleza indescriptible. Las que habían nacido en quinto lugar en cada familia poseían extraordinarios dones de clarividencia.» El hombre de Hiperbórea, descendiente de «Inteligencias del Espacio», es descrito en el Libro de Enoc (cap. CVI - CVII): «Su carne era blanca como la nieve y roja como la flor de la rosa; sus cabellos eran blancos como la lana; y sus ojos eran hermosos.» En la capital de Hiperbórea, Thule, vivían «los sabios, los cardenales y los doce miembros de la Suprema Iniciación...» Entonces, sin lugar a dudas, los dioses moraban entre los hombres y compartían con ellos la copa de oro de la ambrosía, brebaje sagrado que proporciona la eterna juventud. Encontramos aquí las viejas leyendas germanas y escandinavas47 que rememoran la epopeya de los hombres-dioses y la creación del mundo, cuyo mito se vuelve a encontrar en el núcleo de todas las grandes religiones. 2. Las teorías de la creación del mundo Los mitos que informan la historia de las civilizaciones superiores y fantásticas, si bien forman la fuente principal de los diversos esoterismos, se asocian generalmente a las doctrinas de la irremediable caída de la Humanidad. Las tradiciones relativas a la existencia de una raza primitiva superior, igual a los dioses o hija de los dioses, existen y se encuentran a cada paso en las numerosas teogonías, que son, al mismo tiempo, cosmogonías. He aquí lo que éstas cuentan: Hace 12 000 años, el diluvio aniquilaba casi totalmente las civilizaciones terrestres.

Refugiados en las altas mesetas, Himalaya, Irán, Montañas Rocosas, Etiopía, Andes peruanos, las cuatro grandes razas, amarilla, blanca, cobriza y negra, repoblaron el planeta. Los blancos, refugiados en las montañas del Irán y del Asia central, poseedores de los secretos legados por los gigantes de Hiperbórea, emigraron en masa hacia Occidente, irnos 9 000 años antes de nuestra Era

48. Una rama se dirigió hacia la Europa occidental, pero, olvidando la antigua ciencia, recayó en cultos groseros. Otra, hostil a la magia negra, se dirigió hacia Oriente y fundó la civilización hindú. Por fin, una última corriente se orientó hacia la cuenca mediterránea, mezclándose en sus peregrinaciones con otras razas. Allí desarrolló las brillantes civilizaciones de Asiría y de Egipto

49. Tales leyendas, que contienen sin duda parte de verdad, están vinculadas a la creencia de la renovación periódica de la Humanidad. Así, habríamos conocido cuatro ciclos anteriores, y el último sería el ciclo del agua, o del diluvio, recuerdo catastrófico registrado tanto en los libros tibetanos como en los escritos vedas o en la tradición de la Biblia. La idea de periódicos apocalipsis, merecidos o no por los hombres, satisface el espíritu, ya que colma las lagunas de la Historia, al mismo tiempo que explica el sentido de la Creación en eterno devenir. No obstante, la sola lectura de las leyendas que han llegado hasta nosotros es ya rica en enseñanza. La raza de los gigantes y de los cíclopes, presentes en la mitología griega e incluso en la Biblia (Libro de los Reyes), si realmente existió, presupone condiciones de vida muy diferentes de las que conocemos. En efecto, para que la glándula pineal del hombre se desarrollara hasta el punto de permitirle un crecimiento casi indefinido, habría sido preciso que la gravedad terrestre fuera mucho menor que en nuestros días. Sin duda, algunos no dudarán en franquear este paso y responderán que nuestros remotos antepasados eran seres extraterrestres venidos de otro planeta, incluso de otra galaxia. Habrían llegado desde los confines del Cosmos; lo cual, sin embargo, deja intacto el problema de la Creación. El sufrimiento del hombre tiene su origen esencialmente en la ignorancia en que se encuentra acerca de su origen (en el sentido metafísico del término) y de su futuro. Las grandes religiones que se disputan los favores de los seres humanos intentan, con mayor o menor habilidad, responder a esta interrogación fundamental. Dos teorías se enfrentan en esta lucha espiritual: la primera, centrada principalmente alrededor de la tradición judeocristiana, hace del creador un Dios bueno, autor del mundo y de la materia según un esquema que nos viene explicado en el Génesis bíblico. Al ser Dios bueno y creador, al mismo tiempo, de la materia, ésta no puede ser otra cosa que esencialmente buena. Por este motivo, toda interrogación suplementaria parece superflua. Esta concepción, que asegura la tranquilidad del espíritu, ha conseguido satisfacer a las masas; sin embargo, nunca ha recogido los sufragios de la minoría, ya que, en su simplicidad, elude el problema de la lucha que está en el centro de toda actividad humana. Tanto si se trata del combate entre el bien y el mal, el fuego y el hielo, la luz y las tinieblas, el hombre está en conflicto con un mundo que debe «transmutar», si quiere cumplir plenamente su destino. Frente al monismo espiritual, se levanta, siempre combatida y siempre renaciente, la cosmogonía dualista, llena de energía, que ve la vida como una lucha incesante entre diversos elementos. Estamos en un mundo que no es fijo, estático, sino más bien vivo, en plena evolución. Las antiguas leyendas germánicas, así como las sagas nórdicas, al igual que los vedas hindúes, enseñan precisamente esto a través de una mitología que en ocasiones nos parece embrollada. La Persia de los primeros tiempos conoció también, con la religión mazdeísta de la luz, el dualismo cósmico. Si los germanos provienen de la misma rama indoeuropea que los persas de origen, los puntos de convergencia entre ambas creencias no deben sorprendernos. Así, el dualismo luz-tinieblas, y el culto del astro solar, eje del sistema religioso, son otros tantos símbolos comunes a los germanos de Tácito y a los persas de Zoroastro. Sabiendo esto, no resulta sorprendente que Nietzsche, el filósofo alemán de la

renovación y de la voluntad del poder, se haya abrevado en las fuentes de la tradición iraniana para la inspiración poética de su Zaratustra. Igualmente, la mitología escandinava de los Edda, transcrita en el siglo X por el monje irlandés Sigfusson, pero que seguramente se remonta a una época infinitamente más antigua50, revela una concepción del mundo que anuncia, tras el reinado espléndido de los dioses —traducimos: hombres sabios e inspirados por el más elevado conocimiento—, el no menos famoso Crepúsculo de los dioses, seres caídos que intentan en vano, ante el asalto de las fuerzas tenebrosas, reconquistar su trono en medio de la confusión resultante del caos de los pueblos. Pero el ciclo debe llegar a su fin, y, después de una lucha épica, los dioses serán vencidos, arrastrando al mundo en su caída, hasta que una nueva aurora vea brotar, de una tierra purificada, la luz y «el signo de justicia». He aquí unos temas que vamos a encontrar otra vez en las enseñanzas de Zoroastro, el gran profeta del mazdeísmo y padre espiritual de una religión que buscaba anudar de nuevo los hilos del conocimiento perdido; nos referimos a la gnosis.

Capítulo II

LA GNOSIS

1. La interrogación CONOCER su origen y su futuro ha sido siempre —sobra decirlo— una aspiración fundamental del hombre. A esta necesidad primordial responde la gnosis. El término griego gnosis significa «conocimiento». Conseguir el conocimiento integral del mundo, de su destino material y espiritual, tal es el sentido de la interrogación gnóstica. Sin embargo, está claro que el penetrar tales secretos no incumbe a la gran masa del pueblo. Antes de acceder a los arcanos de los misterios supremos, el hombre debe pasar por grados cada vez más elevados de iniciación, sin lo cual le sería imposible comprender la enseñanza que le es impartida. La revelación aparece, pues, como el privilegio de los iniciados. En el lado opuesto se sitúa la vulgar Pistis, o creencia de los simples auditores o fieles. La iluminación se debería, para los gnósticos, al conocimiento de un libro de origen suprahumano. Esta tradición del Gran libro es también la del Graal. En este terreno, el error sería creer que la gnosis es una simple corriente metafísica en el seno del cristianismo. Al final de nuestro estudio, se pone de manifiesto que, por el contrario, la gnosis, constituía un movimiento de pensamiento original que sucedía a una aspiración más antigua de los pueblos, cuyas rafees se hundían en la filosofía griega y la ciencia sagrada de Egipto. Antes que nada, estamos en presencia de una actitud frente a la vida y las cosas, que se separa, debido a su interpretación del mundo, de las otras corrientes religiosas. El profesor Puech escribe, y no sin razón: «Se llama o se puede llamar gnosticismo —y también gnosis— a toda doctrina o actitud religiosa basada en la teoría o la experiencia del logro de la salvación por el conocimiento.» A través de la diversidad, a lo largo de la Historia, de todos los gnosticismos, se puede extraer una actitud gnóstica muy característica de un tipo original de comprensión metafísica. A este respecto, el gnosticismo de los heresiólogos constituye incluso un tipo de espiritualidad de carácter intemporal, cuya ideología tiende a reaparecer continuamente en Europa en las épocas de gran crisis, y la nuestra no escapa ciertamente a esta calificación, cuando las religiones tradicionales se revelan impotentes para responder a las antiguas metafísicas de los pueblos. El nacionalsocialismo hitleriano se sitúa claramente en esta ola que, desde los primeros tiempos de la Era cristiana, trastorna totalmente al Occidente. Para los adeptos del esoterismo, la gnosis aparece como la fuente de todas las religiones y su último fundamento, siendo su fin el de aportar la liberación del hombre mediante el conocimiento absoluto. La existencia de una tradición primordial conservada en algunos centros iniciáticos explica a los espiritualistas, discípulos de René Guénon, la convergencia de las grandes religiones terrestres. En el terreno filosófico, la gnosis es original en cuanto que realiza una síntesis de las tendencias orientales y occidentales del pensamiento, que en Oriente están representadas por una aspiración a la liberación, y en Occidente por el deseo de la salvación eterna. Así,

en esta unión, el conocimiento metafísico, responde al impulso místico que sitúa al hombre en la cumbre de la jerarquía dentro del Universo. En esta eterna corriente de retorno a las fuentes cósmicas, hemos intentado remontarnos tan lejos como ha sido posible. Así, nos parece que la fuente primordial de toda gnosis está en la religión brahmánica, conocida por los libros sagrados: Vedas y Bhagavad Gîtâ, primera etapa de la Humanidad después de la ruina de la civilización atlantiana, según el esquema nazi de pensamiento, que recoge una tradición ya antigua desarrollada por la teosofía. Las expediciones alemanas al Tíbet, de 1937 a 1943, tenían como objeto descubrir o reencontrar una hipotética filiación entre la Atlántida desaparecida y las primeras civilizaciones del Asia Central. Para Edouard Schuré, el escritor esotérico autor de Grandes Iniciados, «la religión y civilización brahmánicas representan la primera etapa de la humanidad posatlantiana. Esta etapa se resume en una palabra: la conquista del mundo divino por la sabiduría primordial». Las grandes civilizaciones que han seguido después, Persia, Caldea, Grecia y Roma (Egipto ocupa un lugar aparte), y finalmente, el mundo que anima y guía a todas los grandes religiones y grandes civilizaciones es la de la conquista de la Tierra por la aplicación de la revelación divina a la vida. En esta teoría, la intuición primordial se ha debilitado cada vez más desde la caída de la Atlántida, en provecho de la filosofía especulativa, particularmente en la raza aria, a medida que se desarrollaban sus propias facultades: la observación rigurosa, el análisis y la razón, de lo cual resulta el sentimiento de la independencia individual y la libertad. No obstante, las posibilidades ocultas del alma no se pierden en la Humanidad, pero corresponde a una minoría educarlas y desarrollarlas en secreto, al abrigo de corrupciones exteriores. Ésta es la razón de ser de la iniciación. La energía desarrollada por esta concentración del espíritu, en lugar de dispersarse por todo el Universo se enfoca hacia un punto único, el verbo solar, que es el Logos, animador del mundo planetario y quintaesencia espiritual del Sol físico. La revelación de Zoroastro, en el Irán primitivo, es la primera etapa en el gran impulso de las poderosas civilizaciones de Persia y de Grecia dentro del vasto movimiento de la migración aria hacia Occidente. 2. Zoroastro y la religión de la luz En el corazón del Asia central, al pie de los montes Pamir y del Hindukush, techo del mundo, se extiende un país atormentado y agreste, el Irán. Los verdes paisajes de los oasis alternan, en esta región de violentos contrastes, con los áridos desiertos. El conde de Gobineau, que fue largo tiempo ministro de Francia en Persia, describe así esta vasta región: «La Naturaleza ha dispuesto el Asia central como una inmensa escalera, a la cúspide de la cual parece haber destinado el honor de ser, por encima de las otras regiones del Globo, la antigua cima de nuestra raza. Entre el Mediterráneo, el golfo Pérsico y el mar Negro, el suelo se va elevando en terrazas progresivas. Enormes cimas redondeadas dispuestas en capas, el Taurus, los montes Gordianos, las cadenas de Laristán, sostienen las provincias. El Cáucaso, el Elbruz y las montañas de Chiraz y de Ispahán le añaden un colosal graderío, más elevado todavía. Esta enorme plataforma, que escalona en diversos planos sus majestuosos desarrollos por el lado de los montes Soleimán y del Hindukush, desemboca, por una parte, en el Turquestán, que conduce a la China, y, por la otra, en las orillas del Indo, frontera de un mundo no menos vasto. La nota dominante de esta

naturaleza, el sentimiento que suscita por encima de todos los otros, es el de la inmensidad y del misterio.» Es este país de veranos ardientes, de cielo puro y limpio, tempestuoso en primavera, rudo en invierno, con inmensos bosques de cedros y robles que cubren los flancos de sus montañas, con sus estepas únicamente holladas por las gacelas de la arena, es esta tierra adoptiva de los arios primitivos la que fue patria de Zoroastro, este gran iniciado; el primero conocido por nosotros en la cadena de los tiempos, el hombre que debía ser el fundador de una religión de grandiosos principios. En la época del nacimiento de Zoroastro, hacia el año 4500 antes de nuestra Era, la antigua Persia estaba poblada por tribus arias, de raza blanca y cabellos negros, que se dedicaban al cultivo del trigo sagrado y a la cría de grandes rebaños de bueyes. Su religión era la del fuego. Pero, desde siglos, otra raza había invadido la tierra de los puros y los fuertes: el enemigo hereditario, el turanio, el hombre de raza amarilla de ojos oblicuos. Hábiles jinetes, ladrones, nómadas, los turanios constituían una cantera humana inagotable. Como los iranios, adoraban el fuego, pero en su manifestación más grosera, en la forma demoníaca y cruel. Hacían sacrificios humanos, entregando sus víctimas a dos monstruos escapados de los tiempos prehistóricos, los pterodáctilos, de los que sus sacerdotes habían hecho los emblemas de su culto. Ante esta invasión, los iranios fueron derrotados51 y se refugiaron en gran parte en las montañas cuando pudieron escapar al yugo del vencedor. En esta sombría coyuntura nació, en medio de las tribus montañosas del Elbruz, un niño de ascendencia real, de nombre Ardyap; después de una juventud aventurera, pasada en cazar búfalos y en hostigar al enemigo hereditario, el turanio, el joven recibió una especie de iluminación. Ya, cuando era joven, un loco visionario le había predicho que sería rey sin diadema, pero más poderoso que todas las otras monarquías, pues sería coronado por el Sol. Entonces, Ardyap se retiró a la montaña, donde recibió la enseñanza iniciática de un patriarca llamado, según leyendas, Vahumano. En este momento, cambió su nombre por el de Zaratustra o Zoroastro, que en persa antiguo significa: Estrella de oro o esplendor del Sol. Sacerdote del Sol, heredero, quizá, de los secretos de la Atlántida, Vahumano enseñó a su discípulo e hizo de él el apóstol de Ahura-Mazda, el dios luminoso del Irán. Según los libros persas, restos de los cuales han llegado hasta nosotros, Zoroastro vislumbró entonces la teoría de los dos mundos opuestos: Ahura-Mazda era el principio bueno, y Ahrimán, dios de los turamos, adoradores éstos de las tinieblas, su contrario; aquel que propaga el culto de la serpiente, que suscita la envidia, el odio y la tiranía. No resulta sorprendente que los partidarios del arianismo hayan visto en él al enemigo de la raza de los puros y de los fuertes, a saber, de los arios primitivos. Zoroastro, siempre según la leyenda, pasó varios años en la meditación, vestido solamente con la piel de un animal y teniendo como único compañero al águila de las rocas, ya que había encontrado refugio en una gruta perdida en las montañas. Atormentado por la soledad, que le causaba visiones espantosas, Zoroastro salió por fin victorioso de esta prueba. Ormuz, el verbo solar, se le apareció en el curso de una visión. Algunos de los autores contemporáneos apasionados de la modernidad no han dudado en afirmar que Zoroastro había recibido la visita de seres extraterrestres, descritos bajo la forma de ángeles y de cuerpos gloriosos. Dejamos a ellos la responsabilidad de tales afirmaciones.

El hecho es que esta revelación impresionó profundamente al solitario. Animado de un nuevo ardor, Zoroastro descendió de nuevo entre los suyos. Convirtiendo a su tribu natal, difundió el verbo sagrado por todo el Irán, predicando tres principios que son el centro animador de su obra: purificación, trabajo y combate. Purificación del alma y del cuerpo por la oración y el culto del fuego; trabajo de la tierra por el arado fecundante y el cultivo de las esencias sagradas, ciprés, cedro, naranjos; lucha contra Ahrimán y los turanios confundidos en las tinieblas. Ganados por el entusiasmo, galvanizados por la palabra, habiendo encontrado la fuente de su pasado lejano y de su futuro, las tribus arias reemprendieron la lucha contra los turamos a quienes, poco a poco, pudieron rechazar más allá de las montañas, tras cuarenta años de luchas y con peripecias en ocasiones indecisas. En el umbral de la muerte, Zaratustra, como todo gran iniciado, tuvo la presciencia del futuro de su pueblo. Vio la espléndida Nínive, bajo la forma de un búfalo salvaje, pisotear a los pueblos de los alrededores y hacer huir a los arios puros; a Babilonia triunfante, bajo la forma de una serpiente que vomitaba fuego, rechazar los ataques del águila de Ormuz; por fin, al león alado, símbolo de los persas y de los medas, continuadores de los arios, marchar victoriosamente a la cabeza de un ejército innumerable. Pero, de súbito, el magnífico león se transformó en un tigre feroz que se puso a devorar a sus propios hijos, provocando la desolación y la muerte hasta lo más profundo del Egipto sagrado y del santuario del Sol. Si esta visión, tal como nos viene transcrita, realmente había tenido lugar, es de una alucinante verosimilitud. En efecto, la Historia se cumplió según el esquema previsto por el apóstol del Sol. A pesar de sus dones, a Zoroastro le faltaba, no obstante, una cosmogonía, una visión universal. Ésta es la que aportó Manes. 3. Manes y su escuela. Manes, «el apóstol de la luz», nació en el siglo III después de J. C., en el año 216, según las crónicas persas. Su existencia nos viene confirmada por distintos textos, de los cuales el más importante es el constituido por las Actas de Aquelao, obispo de Kashkar en Mesopotomia, quien tuvo conversaciones filosóficas con Manes. Descendiente, por parte de su madre Miriam, de la dinastía parta de los arsácidas, babilonio de nacimiento, pero de raza irania y de linaje aristocrático, Manes, o Mani, encontró su inspiración religiosa en el mandeísmo, secta de puros a la cual pertenecía su padre Patek. Muchacho muy despierto, Manes se dedicó muy precozmente a la meditación y a las actividades del espíritu. A la edad de veinticuatro años, Manes tuvo su gran revelación. Rompiendo con su padre, se consideró el heredero de los sucesivos enviados: Buda, Zoroastro y Jesús. Después de un viaje de iniciación a las Indias, donde asimiló la ciencia de los brahmanes, Manes regresó para predicar su doctrina en el Irán52. La nueva religión se benefició de la protección del rey Sapor I (de la dinastía arsácida, ligada a la familia de Manes). Pero, tras la muerte del soberano, las persecuciones se abatieron sobre los maniqueos. En efecto, el poder acababa de pasar a las manos de la dinastía sasánida, y el nuevo monarca, Bahram I, detestaba a Manes. Detenido, encarcelado, cargado de pesadas cadenas, el profeta murió el 26 de febrero del año 277, tras veintiséis días de terrible agonía. La leyenda dice que fue desollado vivo, después de lo cual su piel, llena de aire, había sido colgada de las puertas de Ctesifonte. El hecho es que el maniqueísmo sigue siendo la religión más perseguida de toda la

Historia, y, no obstante, la expansión de la secta fue prodigiosa. En el Oeste, Egipto sufrió su influencia en sus comunidades cristianas, así como en sus escuelas paganas de Filosofía; más tarde, Palestina y Roma. En el Este, la doctrina maniquea se expande hasta China, donde conocerá un verdadero triunfo hasta la época de Gengis Khan. En el siglo IV se instala la herejía en África del Norte (San Agustín fue maniqueo desde el 373 hasta 382); en Asia Menor, en Grecia, en Iliria y hasta en la Galia y España. En el siglo V, el maniqueísmo retrocede bajo las persecuciones del Estado y de la Iglesia y permanece en la sombra hasta el siglo siguiente. No obstante, en el siglo VIII, dará nacimiento a los paulicianos de Armenia, y, luego, a los bogomiles, predecesores de los albigenses y de los cátaros en el seno de la corriente gnóstica. Habiendo obtenido esta religión semejante éxito, merece que uno se detenga en ella y profundice en su doctrina. En tanto que religión, el maniqueísmo se separa radicalmente del cristianismo, incluso aunque ciertos textos sean comunes a ambos sistemas53. El primero y principal dogma de Manes fue el de dos principios: el bien y el mal. En esto está de acuerdo con los budistas, los persas y los cristianos. Pero él hacía remontar la lucha hasta el origen de las cosas, y no admitía que el mundo hubiera sido hecho de la nada. Según él, una materia eterna había sido puesta en marcha por el principio bueno, la cual le era constantemente disputada por el malo. El mundo era procreado por el Cristo; es decir, por la esencia divina infusa en las criaturas. Con el tiempo, la victoria del bien debía ser completa; todas las cosas serían purificadas. Esta última doctrina es precisamente la de Zoroastro, referente a la victoria final de Ormuz sobre Ahrimán. Aunque Manes no era cristiano, admitía a Cristo, pero no aceptaba que éste hubiera revestido la carne humana, que hubiera nacido, que hubiera sufrido. Por este motivo Teodoro dice, con razón, que los maniqueos llamaban a Cristo el Sol de este mundo; para ellos, Cristo no era el cuerpo del Sol, sino que estaba dentro del Sol como padre de la luz inaccesible. Lo cual nos enseña también san Agustín; en esto, los maniqueos eran zoroastrianos puros, y podían admitir, en un sentido místico, el culto, entonces tan extendido, de Mitra. Manes tenía escasa estima para los profetas de los judíos, en los que hallaba muchos errores. Dirigía diversas acusaciones contra los antiguos patriarcas, y encontraba, hasta dentro del Decálogo, el culto, no de un solo Dios, sino de varios e incluso de un gran número de ellos. Estas afirmaciones maniqueas difícilmente pueden sostenerse; no obstante, sólo conocemos la doctrina de Manes a través de sus detractores, lo cual es debido a que la Iglesia cristiana destruyó todos sus manuscritos. Sin embargo, se puede afirmar que el maniqueísmo era una religión gnóstica, ya que, además del hecho de que el propio Manes reconoce expresamente algunos vínculos con dos grandes gnósticos del siglo II, Marción y Bardesane, la doctrina del apóstol de la luz, con su jerarquía iniciática54, con su concepción dualista del mundo, que es a la vez una teogonía y una cosmogonía, se despliega en una ciencia universal de las cosas divinas, celestes e infernales, donde todas las realidades trascendentes, así como los fenómenos físicos y los acontecimientos históricos, encuentran su lugar y su explicación. Como en las primeras gnosis cristianas, Manes reconocía un mundo intermediario que se interpone entre la materia y el espíritu de Dios, «el Padre de la Grandeza», mundo compuesto de jerarquías superiores, a la imagen del Cosmos, y de las cuales las más

conocidas son los ángeles, los arcángeles y los eones, cuya existencia, al menos por lo que respecta a los primeros, es reconocida por el cristianismo. El maniqueo se considera como «proyectado» en un mundo malo, al que es, por esencia, extraño, perteneciendo a la raza (genos) de los elegidos, de los inquebrantables, de los seres superiores, hipercósmicos. Si se siente desplazado, «en el exilio», en el mundo de aquí abajo, según la expresión de Serge Hutin (Los gnósticos), ello se debe a que el maniqueo, que es un gnóstico, «siente en él la lacerante nostalgia de la patria original de donde ha caído». «Tú no vienes de aquí, tu origen no es de aquí, tu lugar es el lugar de la vida»55. Manes murió dejando tras de sí «como en su cosmogonía, un alma humana anhelante de pureza, de conocimiento y de libertad»56, incluso aunque su mensaje ha parecido ser engullido por la ola que «empuja a la Humanidad hacia el materialismo y las tinieblas»57. Sin embargo, no todo desapareció, ya que el catarismo recogió el estandarte de la tradición maniquea, y la principal inspiración de Manes, la gnosis cristiana, le sobrevivió, recogiendo en ocasiones temas queridos al apóstol de la luz; es esta gnosis, cuyos principales aspectos vamos a estudiar, aspectos muy importantes para la evolución del pensamiento esotérico, el cual está en el centro de nuestro tema. 4. El cristianismo y la gnosis Hemos definido ya la gnosis en su aspecto tradicional, diciendo que era la aspiración a una ciencia más elevada. Después de haber estudiado los precedentes gnósticos en el seno de la Gran Tradición, citando el brahmanismo, profundizando en la doctrina de Zoroastro que dio origen a la síntesis maniquea, llegamos a la gnosis propiamente dicha, que es hija del pensamiento griego y, singularmente, pitagórico. Veremos cómo esta gnosis consiguió penetrar en el seno del cristianismo, con el viejo fondo neopagano, para, por fin, perecer ahogada por el dogmatismo de la Iglesia naciente. La filosofía griega —hoy en día se propende a olvidarlo— desempeñó el cometido de vulgarizar las doctrinas esotéricas. Los pensadores de la Antigüedad, que también eran sabios, habían sentido, en efecto, la necesidad de dos doctrinas: una, pública; la otra, secreta. Si la ciencia antigua proporcionó físicos como Tales de Mileto, legisladores como Solón y Dracón, tuvo, asimismo, un iniciador de primer orden: Pitágoras. Este último jamás escribió su doctrina secreta más que en forma de signos esotéricos y de un simbolismo perfectamente elaborado. No es sorprendente, pues, que fuera citado como modelo por los neoplatónicos de Alejandría, los gnósticos propiamente dichos, y como un precursor por la patrología cristiana. En efecto, su doctrina es la primera síntesis en tomo a una teoría central: encontramos en ella la doctrina oculta de Egipto, aclarada y simplificada por el genio griego. En particular, la filiación con Hermes-Trimegisto es aquí manifiesta: una vez más, la ley del misterio oculta la gran verdad, y el conocimiento absoluto no puede ser revelado más que a los iniciados. En esta fase del razonamiento, no se puede prescindir de relacionar el principio de Pitágoras con el Sol de los antiguos egipcios, cuando el profeta de la religión, el gran sacerdote de Amón Ra, desde lo alto del templo de Tebas desvelaba el conocimiento al nuevo iniciado; recordando los pasajes del Libro de los muertos, accedían al conocimiento, sostenido por la visión de las tres pirámides y de los astros que se le describían como las que habían de ser sus moradas futuras. Y si una parte del velo de Isis se había levantado,

para caer al punto, podía, no obstante, experimentar la satisfacción de haber entrevisto los misterios supremos. Además, una vez cumplida la iniciación, se convertía en sacerdote de Osiris, es decir, en guardián del sublime conocimiento. La tempestuosa vida de Pitágoras se asimila, en algunos aspectos, a la imagen de la barca de Osiris, lanzada en medio de las aguas embravecidas, tal como podía imaginársela el iniciado egipcio vagando por el Río de los Muertos; no obstante, Pitágoras siguió su ruta sin dejar derivar su embarcación en ningún momento de su existencia. Vio a Cambises, a la cabeza de sus ejércitos persas, invadir Egipto58, saquear los templos sagrados de Menfis y Tebas y destruir el templo de Amón. Pero el calvario de Pitágoras aún no había terminado: Cambises lo mandó internar en Babilonia, en aquel entonces símbolo de la irradiación de los profetas hebreos y del mestizaje de los pueblos en medio del cual triunfaba la despótica Asia. Estas pruebas enseñaron a Pitágoras que todas las religiones partían de una misma verdad: en la ciencia esotérica, él poseía la clave, la síntesis de todas estas doctrinas. La experiencia que había adquirido le mostraba una Humanidad amenazada por Asia a causa de la ignorancia de sus sacerdotes, de la obtusa ciencia positiva de sus sabios y del caos de sus democracias. Finalmente, pudo volver a su patria. De regreso a Grecia, Pitágoras tuvo largas conversaciones con los sacerdotes helenos: les hablaba de su iniciación egipcia, de los misterios de Osiris y del ocultismo babilonio. Sólo después de haber formado pitonisas inspiradas y haber hecho de Delfos un centro de vida y acción espirituales, partió para la Magna Grecia y Crotona, donde, con treinta de sus discípulos, había de encontrar la muerte. Pero el objetivo había sido ya alcanzado: la escuela pitagórica duró todavía dos siglos, y su enseñanza ha llegado a nosotros a través de sus discípulos. La cadena de los grandes iniciados no se rompió con la desaparición de Pitágoras: el ateniense Platón recogería la antorcha del conocimiento. Gracias al griego Argitas, Platón pudo procurarse un manuscrito de Pitágoras59. El Timeo de Platón es, en este sentido, una verdadera condensación de la cosmogonía pitagórica. La época en que vivía el filósofo ateniense era, al menos, tan turbulenta como la de su maestro: derrota naval de Egospótamos, y conquista de Atenas por los espartanos, coronada por la llegada de los treinta tiranos y el fúnebre tañido de la independencia ateniense. El Timeo de Platón, al crear un verdadero santuario filosófico, abrió una «antecámara» a la gran iniciación. Éste es el motivo por el cual la Academia de Atenas, fundada por el divino Platón, se prolongó en la gran escuela de Alejandría, cuyo principal representante fue Plotino (205-263). Este último, neoplatónico por excelencia, recogió en las Enéadas la tradición del paganismo. Su hijo espiritual, Jámblico, sucesor de Plotino, que vivió en el siglo IV, intentó establecer un nuevo lazo, en los Misterios de Egipto, con la tradición esotérica de los sacerdotes de Amón; pero sus esfuerzos fueron ahogados por el cristianismo triunfante. Esto explica que, para combatir la influencia de la Iglesia, los gnósticos tuvieron que buscar refugio en el seno de ésta, lo cual nos hace llegar así a la gnosis cristiana, o gnosis propiamente dicha. Consecuentemente, se comprenden los esfuerzos doctrinales que a partir del siglo II hizo la Iglesia para desembarazarse de esta invasión que atraía hacia si a todos los espíritus elevados de la comunidad cristiana. La gnosis de los primeros siglos es mal conocida, ya que la Iglesia se apresuró a

borrar las pistas, lo que no debe sorprendernos. Los especialistas de la gnosis cristiana distinguen en ella dos ramas principales: - la gnosis siria. - la gnosis alejandrina. Dentro de la primera, los principales representantes fueron Simón el Mago, Saturnino, y los ofitas. En la segunda, encontramos a Basílides, a Valentín y sus discípulos, a Carpócrates, a los Docetos, etc. Está fuera de duda que este movimiento representó un gran peligro para la Iglesia, porque existía la amenaza de dividirla en múltiples sectas o capillas que escaparían al control del sacerdocio. No obstante, los gnósticos eran espíritus superiores; estos hombres suministraban lo que la experiencia debía aportar (parcialmente) a la Iglesia, y que le faltaba a ésta por completo: una cosmogonía, una filosofía del cristianismo, así como la fijación de sus relaciones con el paganismo y el judaísmo; en una palabra, la gnosis aportaba a la Iglesia una inteligencia más profunda de su fe. Pero esta sofisticación del movimiento eclesiástico debía llevarle a la perdición. La Iglesia, en efecto, buscó el pretexto de que esta filosofía sustituía a la Revelación para condenar esta tentativa del paganismo de vivir al amparo de la Iglesia. Con relación al cristianismo, la gnosis trata de situarse en un estado de superioridad. Igualmente, los gnósticos no intentan negar el valor ejemplar de Cristo; ven en Él, ora una criatura divina, desprovista de existencia carnal, que podríamos denominar perfecta, ora, simplemente, un hombre dotado de una gran fuerza anímica y de la intuición de la sabiduría60. El gnosticismo del siglo II, que conocemos gracias a Simón el Mago y que se desarrolló en Siria, parece estar fuertemente marcado por influencias hebraicas y orientales, en tanto que la gnosis alejandrina arranca de la filosofía griega, hija de las luces, y de la ciencia sagrada del antiguo Egipto. Ciertas actitudes atestiguan, no obstante, una fuente común a ambas corrientes de pensamiento; se trata, ante todo, del rechazo del Antiguo Testamento, de la Ley de Moisés y de su escrupuloso Decálogo. En esta ética, la moral no prevalecería sobre la sabiduría surgida del conocimiento Tal como hemos dado a entender, existe cierta continuidad entre los místicos paganos y los gnósticos cristianos, puesta de manifiesto por la utilización común de ciertos símbolos sumamente característicos, los principales de los cuales son la copa y el libro (volumen), que transmiten la revelación; no obstante, como hemos subrayado, la gnosis cristiana, y singularmente la siria, sigue estando llena de los orientalismos61 propios a la tradición hebraica o, más ampliamente, a los cultos semitas, en sus manifestaciones que recurren al culto de la Gran Madre o principio femenino. El Evangelio de Eva y la Pistis Sofía principalmente (el único texto gnóstico que ha llegado íntegro hasta nosotros), están marcados por la influencia hebraica y multiplican las entidades secundarias, antepasados de los múltiples demonios de la Cábala. La actitud ante la sexualidad es, no obstante, opuesta a la ética judía y cristiana, e impone la concepción gnóstica. Casi todos, al ejemplo de Marción, condenan toda relación sexual que desemboque en la procreación, es decir, en el aprisionamiento de nuevas almas dentro de la materia. De hecho, semejante actitud exige un juicio ponderado. Si los gnósticos rechazan estrictamente

el acto camal en lo que concierne a los iniciados, admiten el matrimonio de los simples laicos que pueden someterse al principio sin dejarse dominar por la materia. Esta posición sólo es comprensible dentro de una determinada visión del mundo. Si se piensa que, para los gnósticos, la Humanidad ha perdido la llave del saber y se ha hundido de este modo en el caos, el objetivo de la continencia será, evidentemente, impedir la perpetuación del reino tenebroso, mientras el hombre no haya encontrado la esencia de su ser y la pureza original que glorificaba a sus luminosos antepasados62. Del mismo modo, en la gnosis luciferina, en particular en los ofitas y los peratas, se encuentra una reminiscencia del conocimiento primordial: la serpiente de la Biblia no es considerada ya como el símbolo del mal, sino como un mensajero del Dios de luz, o incluso como este último, a saber, el Logos. En tanto que el demiurgo había encerrado a Adán y Eva en un mundo miserable, Lucifer les aportó la ciencia del bien y del mal, es decir, la gnosis salvadora o divinizadora. El pensamiento gnóstico, imitando la forma de la serpiente, no es rectilíneo, sino circular; va de Dios a Dios, a través del mundo nacido de Él; del espíritu al espíritu, pasando por la materia; de la vida a la vida, a través de la muerte. El Uno produce el Todo, y el Todo regresa al Uno. Éste es el sentido del símbolo antiguo de la serpiente que se muerde la cola. Éste es «el río que desemboca en sí mismo», del místico alemán Eckhart. El gnóstico está persuadido de que el hombre puede descubrir el secreto íntimo de la unidad del mundo, a condición de comprometerse en los entre bastidores del teatro cósmico y de movilizar toda la eficacia de sus poderes espirituales para desgarrar el velo de Maya. Para la gnosis, la fe no es suficiente, e incluso no se le reconoce valor intrínseco. A través de la complejidad de los mitos, voluntariamente enrevesados, se percibe así una línea de pensamiento continuo que se precisa con una fuerza mucho mayor en la manifestación más elaborada de la gnosis; nos referimos a la filosofía basilidiana, y por este motivo, después de esta rápida ojeada sobre el conjunto de la corriente gnóstica, nuestro examen tratará de modo más particular sobre el estudio de la gnosis alejandrina y sobre Basilides. En efecto, nos daremos cuenta de que el punto de vista basilidiano ha sido recogido por la filosofía alemana moderna, y singularmente por el grupo Thule, que contaba entre sus miembros a Rosenberg y a Dietrich Eckhart, principal iniciador de Adolf Hitler. Esto justifica el interés de esta escuela. Para Basílides, el caos es la obra del demiurgo (criatura que pretende imitar a Dios), pero Dios, mediante su acción, anima la materia; de ahí la mezcla íntima de los dos principios, la luz y las tinieblas, en el seno del mundo material. El hombre, gracias al espíritu que ilumina su alma, es poseedor de la luz y puede llegar al conocimiento, a condición de no ceder al mundo de las tinieblas, que está también en él y alrededor de él por el reino de la degeneración material y del retomo al caos, en la corrupción de la sangre y el triunfo de la cantidad sobre el principio aristocrático. En la escala de la creación, el hombre es lo más alejado del caos y de la desorganización; igualmente, entre los hombres, algunas razas formadas por elegidos están más cerca que otras del espíritu divino. Entre éstas, y en la cúspide, se encuentra situada la raza blanca, que es la culminación del pensamiento creador; a ella le será dada dominar la materia y el Cosmos, manteniéndose fiel al principio de pureza que encierra. Para los gnósticos, y en particular Basílides, «toda evolución viva consiste en una diferenciación y una separación, en un desglose de materias originalmente mezcladas». Concepción muy moderna: para los gnósticos, el mundo espiritual es un arquetipo

que tiene su origen en el mundo material, para alejarse cada vez más hacia lo infinito y lo inmaterial, según la expresión, de otro modo incomprensible: «Lo que está arriba es igual a lo que está abajo.» Así, Basílides ve el mundo como un todo organizado y jerarquizado, donde la materia no está separada radicalmente del espíritu. En lo alto reina el espíritu, que es el Logos: el pensamiento divino, que es consciente de sí mismo; por debajo, se extiende el «neuma», que es un pensamiento inconsciente de sí mismo, pero de esencia puramente espiritual; luego, está el éter, una parte diferente, sólo en grado, del alma del mundo material; el neuma es representado como el alma del mundo que circunda el universo terrestre; el cristianismo le da el nombre de Espíritu Santo. Según el pensamiento de la filosofía griega y según la terminología de Empédocles, «el nacimiento no existe para ningún ser mortal, como tampoco existe un fin que sería la muerte. Todo es simplemente mezcla y cambio de elementos. Nacimiento es el nombre que han inventado los hombres. Cuando los elementos se mezclan y surgen a la luz del día, tanto en los hombres como en las bestias salvajes y en las plantas y los pájaros, a esto se llama nacimiento; cuando los elementos se separan, se habla entonces de muerte infortunada». De este modo, las sustancias comienzan a organizarse siguiendo las leyes puramente mecánicas de su respectiva gravedad. El espíritu, que, para Basílides, es material y compuesto de átomos muy finos, se eleva y se apresura a retornar a su principio. El neuma, que es ya una materia más opaca, se extiende alrededor del mundo como una envoltura exterior. El éter se eleva y se extiende sobre el neuma. Viene a continuación el aire, que llena la región siguiente. Hasta aquí, nada más que un proceso puramente físico. Pero, debido a que cada uno de estos elementos contiene un espíritu elemental, la cosmología científica va a transmutarse en una cosmología místico-religiosa. Así, la gnosis reconcilia, en una visión que no carece de grandeza, lo que la ciencia moderna ha querido separar (contrariamente a lo que han pretendido sus enemigos, que la presentan como una doctrina de muerte y de aniquilamiento). Pero la evolución del mundo no ha concluido. La última parte del Espíritu Cósmico debe elevarse hacia el espíritu universal; sólo entonces se restablecerá la armonía y el mundo habrá encontrado su terminación gracias a la instauración de un escalonamiento normal: espíritu, alma, cuerpo. Se trata de una compenetración recíproca, al igual que el cuerpo, el alma y el espíritu del hombre concurren en una unidad orgánica. La obra de la salvación consiste en instruir a las criaturas sobre su verdadera naturaleza, acerca de toda la creación tal como ha sido deseada por Dios, pero que no ha podido llegar a término. Una vez más, es el conocimiento, la «gnosis», lo que debe salvar al hombre, y no una fe ciega. Todo el pecado del hombre reside en su deseo, que le lleva a querer transgredir su naturaleza. Toda aspiración contra natura, tanto si se trata de la ascesis pura, como del deseo de franquear los límites fijados al hombre por la Naturaleza y la voluntad concordante de Dios, toda aspiración de este tipo arroja de nuevo al hombre a un sufrimiento siempre renovado. Todo deseo irrealizable debe, por tanto, ser yugulado por la razón, y, ante todo, los deseos sexuales, al menos para la minoría, ya que el instinto genésico representa la función central del hombre. Basílides, y luego san Isidoro, ve en el amor un deseo no normal, natural, pero no necesario, que aparta al hombre de su destino más noble; para ellos, la naturaleza y, por tanto, la moralidad consisten en satisfacer el instinto genésico al margen de todo amor. En esto, Basílides encuentra apoyo en Platón. A propósito de la transmigración, el Timeo cita, entre los impulsos racionales que el hombre

debe vencer para escapar al ciclo de los nacimientos, el amor mezclado de placer y de pena. El punto de vista basilidiano se une, en este sentido, con el del poeta y filósofo alemán Richard Dehmel, así como con el místico maestro Eckhart63. Para Basílides, tuvo lugar una caída en descenso del germen, seguida de una evolución ascendente. Esta filosofía, en efecto, se entronca en muchos puntos con el paganismo, del cual los gnósticos no rechazan su fondo de sabiduría. El nombre de este Dios es parecido al Mitra de los paganos; en efecto, el nombre de Abraxas, que significa dios, al sumar los valores numéricos de cada letra de esa palabra proporciona el número de días del año, es decir, el tiempo de evolución de la Tierra alrededor del Sol. Ahora bien, el término Mitra totaliza el mismo valor numérico. El Sol es Helios y Mitra Abraxas es el arconte que contiene en él, en una unidad, el conjunto del círculo solar. Mitra y Helios están en una relación de padre a hijo. Mitra es el gran dios; Helios es su logos, gracias al cual se desarrolla, crea el mundo y desempeña en él un papel de mediador entre el hombre y Dios, como atestiguan la liturgia de Mitra y el discurso del emperador Juliano sobre Helios rey. Finalmente, la metafísica de Basílides es un panteísmo muy elaborado, heredero de la filosofía griega, que desemboca en un sistema completamente original. Estos principios fueron recogidos más tarde, y Goethe, que era un iniciado, se sirvió de la imagen gnóstica, desarrollada por Basílides, de los mundos intermediarios que separan al hombre de su principio, que es Dios, Es la «legión, muy conocida, que se extiende como la tempestad en torno a la vasta atmósfera, y que en todas partes prepara al hombre a una infinidad de peligros. La banda de los espíritus venidos del Norte aguza contra vosotros lenguas de triple punta. La que viene del Este deseca nuestros pulmones y se alimenta de ellos. Si son los desiertos del Mediodía quienes los envían, amontonan alrededor de vuestra cabeza llama sobre llama, y el Oeste vomita un enjambre de ellas que primero os hiela y termina por devorar, en tomo a vosotros, vuestros campos y vuestras cosechas. Dispuestos a causar el mal, escucharán de buen grado vuestra llamada, e incluso os obedecerán, porque les gusta engañaros; se anuncian como enviados del cielo, y, cuando mienten, lo hacen con voz angélica». (Fausto). Como Hildegarda, Goethe se abreva en una fuente común: la Weltanschauung gnóstica, en la cual todas las entidades que existen entre Dios y el hombre —ángeles malos, espíritus de las esferas y de los astros, vientos, etc.—, ocupan un lugar muy importante. Dios sólo puede intervenir en el Cosmos desde el exterior, enviando el pensamiento de Dios, el Logos, que aportará el conocimiento a los hombres. El hombre sólo puede conseguir encontrar la vía si se encierra en él mismo el mundo entero: es un microcosmos en el seno del macrocosmos: está compuesto de materia, pero contiene también el Logos, el espíritu divino que reina sobre las regiones superiores del Cosmos. Desde la Tierna, el hombre se eleva por sus esfuerzos hasta la Luna, atravesando el reino hostil de los demonios: la capa ionosférica que envía nuevamente las ondas hacia la Tierra. Así la epopeya moderna de los cosmonautas incorpora gracias a la ciencia la visión gnóstica de la evolución. Armstrong, el jefe de la primera expedición lunar, es creyente, y sus pensamientos, durante su viaje astral, se dirigieron hacia Dios. Ante el peligro que representa este resurgimiento, particularmente sensible en Basílides, del neopaganismo, la Iglesia reaccionó y, en el Concilio de Nicea, en el año 325, la gnosis, con sus diversas escuelas, fue condenada en bloque. Como subraya Leisegang, la gnosis pertenece a la atmósfera espiritual griega. Nacidos de la filosofía helénica, los gnósticos renegaban de su origen revistiendo su doctrina de un ropaje oriental, según un uso practicado en todo tiempo. La ciencia moderna ha invertido esta relación, investigando

los principales motivos del gnosticismo en las religiones orientales. El abate Barbier —especialista del estudio de las sociedades secretas y de su influencia en el seno de la Iglesia— ha comprendido bien el fenómeno gnóstico al escribir: «El papel de la Iglesia gnóstica es el de predicar una doctrina de la raza humana superior, que no ha sido corrompida por las razas semitocushitas, y que se conforma con la máxima fidelidad a la enseñanza del Cristo Salvador»64. Este juicio sobre el neognosticismo no es, en absoluto, ajeno a nuestro tema: aparecido en el siglo n de nuestra Era, la gnosis cristiana fue prohibida al mismo tiempo que las escuelas neoplatónicas, pero encontró de nuevo su más bella expresión en el catarismo, en los siglos XII y XIII. Vejado por segunda vez, el neognosticismo debía «renacer» a finales del siglo XIX bajo la capa de la ciencia, pero en reacción contra «el progreso científico». El vínculo entre esa renovación y el nazismo es indudable. Pero no nos hemos propuesto esto en este capítulo. Si la gnosis ha podido desarrollarse y perpetuarse como un río subterráneo, es que existían, y existen todavía, no dudemos de ello, «centrales», templos donde el saber es conservado y desde los cuales se transmiten las órdenes. A esta investigación histórica queremos llevar al lector.

Capítulo III

LOS CENTROS DE INICIACION

1. Santuarios de la antigüedad DESDE la más lejana antigüedad, los hombres que deseaban adquirir el conocimiento tuvieron que sufrir las pruebas de la iniciación; pero éstas no podían tener lugar en cualquier parte. Eran necesarios templos donde enseñar y «colegios» de Sabios para impartir esta enseñanza. Ésta es la razón de ser de los centros de iniciación, lugares privilegiados donde la esencia del saber se concentraba en manos de los sacerdotes-sabios: pontífices, druidas, brahmanes o lamas. En la antigüedad egipcia —y no sabemos de ningún colegio de iniciados más antiguo—, entre los numerosos santuarios existían diversos centros iniciáticos65, tanto en el Alto como en el Bajo Egipto. Hasta la invasión de los persas mandados por Cambises, Tebas, la ciudad sagrada, encerraba en sus templos los secretos de la elevada ciencia sacerdotal. El santuario de Ptah, consagrado a Osiris, dios de los Muertos, era dirigido por un clero particularmente sabio. En este Santo de los Santos, los sacerdotes tenían el poder de evocar el Sol de los muertos, el Sol de Osiris, que guía a los difuntos hacia su última morada y puede arrastrar a los vivos al reino de la muerte. Cambises, en su ignorancia, quiso ser iniciado a estos misterios, y, como los sacerdotes de Tebas, temiendo ofender a los dioses, rehusaron evocar a Osiris al gran rey, éste les hizo asesinar en el mismo lugar. Cambises se dirigió entonces a Menfis —donde Platón habla estudiado la sabiduría—, al templo de Sais, único lugar donde el soberano también podía ser iniciado a la visión de Osiris. Sumido en un sueño letárgico gracias a un licor extraído de la flor de nepente (bebida que debía facilitar el «viaje»), Cambises, yaciendo en un sarcófago, no salió de allá más que para morir loco en el desierto de Siria, donde, abrumado por la insoportable visión, buscó refugio. En efecto, no se puede llegar a la fase suprema del conocimiento sin una larga preparación, so pena de caer «al otro lado del espejo»66, perdiendo la razón o la vida. En la prueba, cada neófito ponía en juego su vida y su alma, ya que en el zócalo de las estatuas de Isis estaba escrito: «Ningún mortal ha levantado mi velo.» Raros eran los que triunfaban de las siete pruebas previstas en la iniciación. Moisés, cuyo fabuloso destino es conocido, fue iniciado en los misterios de Egipto, pero sucumbió, según la versión de Gérard de Nerval, a la última prueba, que era la de la castidad. Este es el motivo por el cual, como había pecado, se vio privado de los honores que tanto deseaba. Herido en su amor propio, Moisés se levantó en guerra abierta contra los sacerdotes egipcios, luchó contra ellos en el terreno de la ciencia y de los prodigios y terminó por liberar a su pueblo. Orfeo y Pitágoras tuvieron que pasar por las mismas pruebas, pero este último salió victorioso de ellas. Los sacerdotes le acogieron en su colegio sagrado. Convertido desde entonces en gran iniciado, Pitágoras, tras haber visitado la India, donde recogió las enseñanzas de los brahmanes, y también la Galia, regresó a Grecia, donde fundó los santuarios de Delfos y Eleusis, con objeto de perpetuar el conocimiento esotérico. Apolonio

de Tiana, en el siglo I y Manes recorrieron también Occidente y Oriente, visitando todos los lugares donde podían instruirse. Las sectas alemanas neognósticas, cuya existencia conocemos, recogieron esta idea de que Moisés y los hebreos, al desvelar los secretos de Egipto, se habían convertido en los adeptos de la magia negra, en tanto que los griegos, continuadores de los sacerdotes de Amón, habrían poseído la magia blanca. Es sabido que Rudolf Hess, que vivió toda su juventud en Egipto, se convirtió más tarde en el delfín de Hitler. Ahora bien, este hombre formaba parte del movimiento esotérico Thule, inspirador secreto del nazismo. La sabiduría no era solamente patrimonio de Egipto, aunque este país hubiera aportado grandes secretos. Vivieron también sabios en la Galia: los druidas, demasiado conocidos, ¡ay!, por la imagen deformada y ridícula que nos han dejado los manuales de Historia. Para Maurice Magre, «sin duda, los druidas de la Galia debieron de representar una de las más altas cimas de la espiritualidad que los hombres son capaces de alcanzar»67. El propio Pitágoras, lo hemos dicho, se dirigió a los celtas para recibir la enseñanza de los «hombres sabios». «Puesto que, cualquiera que fuera el salvajismo de los pueblos, y aunque no tuviera más que su capa y su bastón, aquel que había nacido bajo la estrella del conocimiento encontraba, desde la India a Irlanda, lugares de sabiduría y de instrucción donde se le daba una contraseña que le permitía avanzar un poco más»68. «Los druidas partieron verosímilmente, de un centro situado en Irlanda, centro que, en su origen, debía de haberse nutrido en Asia, como lo demuestra la gran similitud existente en la organización de los druidas y la de los lamas»69. Respetando los dioses galos, Tautates, Esus, Terania, los druidas se hicieron médicos, jueces, maestros, a la vez que se imponían por su elevada espiritualidad. Estos hombres vivían ascéticamente como lamas tibetanos o cenobitas cristianos, lejos de la agitación de las ciudades, aposentados en lo más profundo de los bosques que, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo, cubrían entonces Francia. Formando colegios de instrucción, verdaderos «oasis del pensamiento» en medio de la ignorancia general, los druidas se transmitían religiosamente sus conocimientos. Despreciando las construcciones humanas, sus templos eran los bosques de grandes robles, y sus columnatas, los troncos de los árboles centenarios. Respetaban la vida en todas sus formas, creían en la metempsícosis, no cazaban ningún animal y construían chozas ligeras por el temor de herir el alma de los árboles. Conocían también el lenguaje de los animales y de los pájaros, que nosotros hemos olvidado, y estaban en comunicación con la Naturaleza. Despreciaban, asimismo, el oro, símbolo de la envidia y de la codicia de los hombres, y lo proclamaron maldito, prohibiendo durante largo tiempo su circulación en la Galia. Cuando los tolosates, después de su victoria en Oriente, trajeron el oro procedente de sus pillajes, recibieron la orden de arrojarlo a un lago. Sobre el emplazamiento de este lago fue erigida la iglesia de Saint-Sernin. Los druidas enseñaban también el escaso valor de la vida terrestre frente al más allá, y el desprecio a la muerte. El suicidio sagrado era lícito y estaba reglamentado, lo cual hizo pensar en los sacrificios humanos. En definitiva, poco se sabe de ellos, excepto algunas verdades, ya que su enseñanza era oral y está definitivamente perdida; pero si un Pitágoras y un Apolonio de Tiana se dignaron visitarles, esto significa el elevado renombre que habían adquirido en la

antigüedad. Los druidas desaparecieron misteriosamente, tal como habían venido, en el siglo i después de Jesucristo, ahuyentados poco a poco por las legiones romanas. Con sus largas vestiduras blancas dejaron quizás en los bosques la huella de su antiguo saber70. 2. La Agarta y el rey del Mundo Paralelamente a la tradición egipcia y en la antigüedad, existe otra corriente, no menos antigua e importante, donde encontramos también numerosas huellas de una fuente común. Se trata de los santuarios del Asia central y del Tíbet, este techo del mundo que algunos consideran también como el corazón y centro del mundo. La tradición tibetana es conocida hoy por numerosas obras difundidas entre el público desde hace cincuenta años. Sobre este abundante bagaje nos ha parecido conveniente hacer un esfuerzo de síntesis. Algunos occidentales, en número muy reducido, han sido iniciados en los monasterios del Tíbet. Con frecuencia, relatan la misma historia legendaria contada por los lamas. Una tradición afirma que, después de la gran catástrofe cósmica en la que la Atlántida se hundió, hubo algunos hombres que escaparon a ella y se dedicaron a la tarea de perpetuar el patrimonio moral humano. Se habían refugiado en las alturas del Himalaya. Ahí ocultaron las tablas astronómicas, los documentos grabados sobre hojas de metal, todo lo que representaba los elementos del saber. Y, a partir de ahí, se expandieron a través del mundo bárbaro. El escritor J. Marqués-Riviére, que no ha dejado de denunciar la francmasonería como una impostura espiritual, es también conocido como un especialista del budismo. A este respecto, señala que las bibliotecas de los monasterios contenían documentos extremadamente importantes para la Historia de la Humanidad. Estos rollos de papel, ocultos en grutas, fueron sustraídos posteriormente al vandalismo de los invasores chinos. La reconstrucción de toda la Historia de nuestra Tierra se habría sacado, según otros autores, de los famosos Anales akkáshicos. Bastaría que los iniciados se sumieran en éxtasis para rehacer el viaje en el tiempo y reconstituir el pasado de la Humanidad. Por nuestra parte, pensamos que las cosas son algo más complicadas. Si el Asia central, tierra de elección de los primitivos arios, ha podido albergar y conservar parte de la tradición y la ciencia de nuestros lejanos antepasados, no se trata de ningún caso de un proceso mágico. La magia, en sustancia, sólo está ahí para sembrar la confusión y permitir todas las extrapolaciones. La historia del Tíbet se remontaría a millares y millares de años (12000, según el coronel Churchward). Antes de esta época, el Tíbet se encontraba, según esta tradición, al nivel del mar. Según T. Lobsang Rampa (El tercer ojo), la tierra de los alrededores de Lasa contiene peces fósiles y conchas que prueban esta invasión marina. Así, por causas ignoradas, tras la desaparición del continente hiperbóreo, engullido en un cataclismo volcánico, algunos miembros de la iniciación suprema se habrían refugiado en el ahora desierto de Gobi, que era entonces fértil y próspero, desarrollando allí una civilización muy elevada. Aproximadamente unos veinte siglos más tarde, una nueva catástrofe, desencadenada esta vez por la mano del hombre, habría convertido este territorio en un vasto desierto. Los supervivientes de Hiperbórea se habrían refugiado entonces en el actual Tíbet, que se encontraba casi al nivel del mar. A continuación, deseando ocultarse a los ojos de los profanos, se habrían enterrado en una red de subterráneos y cavernas del macizo del

Himalaya. Digamos en seguida que nos mostramos escépticos ante el relato de estos hipotéticos acontecimientos. La leyenda, no obstante, debe de tener un fondo de verdad, ya que Lobsang Rampa informa, en una obra ya citada, hechos sorprendentes que pueden no ser ajenos a nuestra historia legendaria. Después de la última fase de la iniciación, el joven lama fue conducido por el padre abad a un subterráneo profundo. Tras haber relatado su descenso al corazón de la tierra, Rampa describe estas profundidades secretas: «En el centro de la caverna se hallaba una mansión negra de tal brillantez que me pareció como construida en ébano. Extraños símbolos y diagramas, parecidos a los que yo había visto en las paredes del lago subterráneo, recubrían sus muros. Entramos en la casa por una puerta alta y ancha. En el interior, vi tres féretros en piedra negra decorados con grabados y curiosas inscripciones. No estaban cerrados. AI observar su interior, se me cortó la respiración y me sentí, de pronto, muy débil. »—Observa, hijo mío —me dijo el más anciano de los monjes—. Vivían como dioses en nuestro país en la época en que aún no había montañas. Recorrían nuestro suelo cuando los mares bañaban nuestras riberas y cuando otras estrellas brillaban en nuestros cielos. Observa bien, ya que sólo los iniciados lo han visto. »Obedecí; estaba, al mismo tiempo, fascinado y aterrorizado. Tres cuerpos desnudos, recubiertos de oro, estaban extendidos ante mis ojos. Dos hombres y una mujer. Cada uno de sus rasgos era fielmente reproducido por el oro. Pero, ¡eran enormes! La mujer medía más de tres metros, y el mayor de los hombres superaba los cinco.» Siempre según el autor, la Tierra se encontraba, mucho antes de la época histórica e incluso prehistórica, mucho más cerca del Sol. Los días eran más cortos y más cálidos. Se crearon civilizaciones grandiosas. Pero un planeta loco, al chocar con nuestro Globo, modificó su órbita. La Tierra se puso a dar vueltas en el otro sentido, causando catástrofes sin nombre, levantado los mares, hundiendo las tierras y provocando la elevación del Tíbet, que fue súbitamente proyectado a 4 000 metros por encima del nivel del mar. Este testimonio difiere sensiblemente de nuestra primera versión, e ignoramos hasta la personalidad del autor del libro, que sigue siendo un desconocido. Indiquemos, sin embargo, que el mito de la civilización maravillosa y del continente perdido es una constante que encontramos en el núcleo de la tradición tibetana. Pero volvamos de un modo más concreto al tema que nos preocupa y que se relaciona con las misteriosas ciudades subterráneas que forman la Agarta o centro del mundo. René Guénon, célebre filósofo del esoterismo, en su importante libro El rey del Mundo (1927), cree en la existencia de un centro espiritual oculto de donde partirían las órdenes superiores destinadas a los grandes iniciados de este mundo. Los adeptos de la sociedad del Vrill y del grupo Thule se transmitían esta creencia, que inculcaron a Adolf Hitler, a Rudolf Hess, si es que éste tenía necesidad de ello, y a Rosenberg. Precisamente para volver a establecer un lazo con las centrales espirituales, Hitler encargó a la «Ahnenerbe», organización de investigación de las SS, que organizara una expedición al Tíbet, dirigida por el etnólogo Standartenführer SS doctor Scheffer, a quien se confió la misión de descubrir los orígenes de la raza «nórdica», que era, según los teóricos nazis, de origen indogermánico. El informe de esta expedición no se ha perdido por completo. Existen extractos de ella en los archivos microfilmados del Departamento de Estado en Washington. Sería interesante encontrar un día el texto íntegro. Por su parte, J. Marqués-Riviére, autor digno de crédito, que efectuó numerosos viajes a la India y fue iniciado al tantrismo lamaico, relata en su libro A la sombra de los

monasterios tibetanos lo que los lamas de los grados superiores le revelaron; según la Tradición Primordial, se perpetúa la existencia del rey del Mundo: «Así, pues, sobre toda la Tierra, e incluso más allá, reina el lama de los Lamas, aquél delante del cual el propio Tashi-Lama inclina la cabeza, aquél a quien llamamos Maestro de los tres mundos. Su reino terrestre es oculto, y nosotros, los de la “tierra de las nieves”, somos su pueblo. Su reino es para nosotros la tierra prometida, Napamaku, y llevamos en nuestro corazón la nostalgia de esta región de paz y de luz. Ahí un día terminaremos todos y en tiempos no lejanos, ya que nuestros oráculos son formales. Pero, un día, para salvar la tradición eterna de la posible profanación, huiremos ante los invasores del Norte y del Sur y ocultaremos otra vez nuestros escritos y nuestra doctrina [alusión a la invasión china] (...). Inmutable, este monarca reina sobre el corazón y el alma de todos los hombres. Conoce sus pensamientos secretos y ayuda a los defensores de la paz y de la justicia. No siempre ha estado en Napamaku. La tradición dice que, antes de la gloriosa dinastía de Lasa, antes del sabio Pasepa, antes de Tugkapa, el maestro omnipotente reinaba en Occidente sobre una montaña rodeada de grandes bosques71, en el país que habitan hoy día los extranjeros. Por medio de sus hijos espirituales, reinaba sobre las cuatro direcciones del mundo. En aquel tiempo existía la flor sobre la svástica... Pero los ciclos negros persiguieron al Maestro del Occidente, el cual vino a Oriente, a nuestro pueblo. Entonces, quitó la flor, y sólo queda la svástica, símbolo del poder central de la joya del Cielo.» Señalemos que en este pasaje tan importante la cruz gamada es situada en el centro del mito de la Agarta. Efectivamente, la rueda es un símbolo del mundo que efectúa su rotación alrededor de un punto fijo, símbolo que es transcrito por la svástica. Pero en ésta la circunferencia del círculo que representa la manifestación no está trazada, de modo que es el mismo centro lo que se designa directamente: la svástica no es una figura del mundo, sino más bien de la acción del principio respecto al mundo. René Guénon ha expuesto muy bien el pensamiento nazi en lo que se refiere a la Agarta, aunque no haya hecho alusión a ello. Pero existen muchas coincidencias curiosas. Así, tanto para dicho autor como para los nazis, la Thule hiperbórea representa el centro primero y supremo de nuestro ciclo actual o Manvantara. Todas las otras islas sagradas sólo son imágenes de ésta. Thule es aún llamada la Isla Blanca. En la India, la Isla Blanca es considerada como la sede de los bienaventurados, lo que la identifica claramente con la tierra de los vivos. René Guénon no ha inventado nada, ya que el francés Saint-Yves D’Alveydre, en una obra póstuma titulada Misión de la India, publicada en 1910, describe un centro iniciático misterioso designado ya con el nombre de Agarta. Naturalmente, el libro está atiborrado de cosas inverosímiles. No obstante, el ruso Ossendowski, que nada tiene de soñador, relata en su obra Bestias, hombres y dioses (aparecida en 1924) la tradición del rey del Mundo, que sigue siendo viva entre las poblaciones mongoles. Según esta leyenda, el rey del Mundo se encontraría en la Mongolia meridional. He aquí lo que un príncipe budista declara a Ossendowski: «Este reino es Agarta. Se extiende a través de todos los pasos subterráneos de todo el mundo. Yo he oído a un sabio lama chino decir a Bogdo Khan que todas las cavernas subterráneas de América están habitadas por el antiguo pueblo que desapareció bajo la tierra. Todavía se encuentran sus huellas en la superficie del país. Estos pueblos y estos espacios subterráneos reconocían la soberanía del rey del Mundo. Nada maravilloso hay en esto. Sabéis que en los dos mayores océanos del Este y del Oeste existían en otro tiempo dos continentes. Desaparecieron bajo las aguas, pero sus habitantes pasaron al reino subterráneo»72.

El autor informa que numerosos lamas le confesaron haber visto al rey del Mundo, aunque él no lo había jamás visto por sí mismo. Esto viene confirmado por Marqués-Riviére, quien asegura haber visto a un enviado de Agarta. Este último declara: «Yo soy, hijo mío, un enviado del Reino de la Vida; nuestro monasterio es el inmenso Universo de las siete puertas de oro; nuestro reino está en los tres mundos de este ciclo...»73. Realidad o ficción mística, la Agarta sigue siendo un enigma para el hombre de Occidente. Haya lo que haya en ello de verdad, el mito de las centrales espirituales corresponde en Europa a la aparición de los grupos ocultistas alemanes en el siglo XIX. Nada asombroso resulta, por tanto, que el nacionalsocialismo haya recogido esta tradición. No obstante, la referencia a las regiones del Asia central, representadas como la fuente de toda sabiduría no es, en sí misma, nueva. La leyenda se ha ido concretando poco a poco, pero su origen es antiguo, ya que el iluminado sueco Swedenborg, que vivió en el siglo XVIII, da constancia de ello cuando declara: «Es entre los sabios del Tíbet y de la Tartaria donde hay que buscar la palabra perdida.» Por su parte, Ana Catalina Emmerich, la santa visionaria del siglo XIX, hace de Jesús un iniciado del Tíbet... El hecho es éste, no obstante; después de la ruina del mundo antiguo, la tradición esotérica se rompió en Occidente. Una parte del conocimiento, salvada del desastre, sobrevivió a través del maniqueísmo y de la gnosis74. En cuanto a la otra parte, se perdió con la ruina de los santuarios y regresó a Oriente, de donde, el cabo de algunos decenios, resurgió con nueva fuerza. Es ésta la que nos proporciona la abundante literatura sobre la India y el Tíbet. Hoy día estamos obligados a perdemos, tras el fin del catarismo, en el dédalo del templarismo, de la Rosacruz e incluso de la francmasonería, para intentar volver a encontrar el hilo de Ariadna que nos conducirá hasta el neognosticismo de los siglos XIX y XX, gnosticismo oscurecido por el desarrollo de una teosofía mal comprendida, concebida como una seudorreligión. 3. Los templarios y la Rosacruz Pierre Chabert, y al respecto coincidimos con él, sostiene que hubo en la Historia humana tres períodos gnósticos principales: a) El de los tres primeros siglos, catalizado por la aparición del cristianismo sobre fundamentos preparados. b) El de la Edad Media, con el catarismo europeo y el templarismo, el sufismo islámico, y quizá los últimos resplandores del maniqueísmo primitivo en el Asia Menor y oriental. c) Finalmente, el período moderno, que se inicia con la Rosacruz, y llega hasta el nacionalsocialismo. Los templarios, como hoy día es sabido, soñaban con una Europa teocrática sometida a un mesías imperial. Para alcanzar esta meta, era preciso que todas las naciones fueran sometidas a una verdad que las trascendiera: encontramos aquí de nuevo la idea del conocimiento eterno. Resulta incontestable, y nunca se repetirá bastante, que la fe de los cruzados en la

superioridad del cristianismo debió de tambalearse notablemente a causa de los fracasos militares y por el conocimiento de la mística de los sufíes musulmanes, muy superior a las groseras creencias mantenidas por la clerecía. Después de los fracasos habidos en la conquista de Tierra Santa, se llegó rápidamente a proyectar un acuerdo con los sarracenos (sobre todo, los más intelectuales entre los cruzados, entre los cuales estaban numerosos templarios que se habían dado cuenta de que los musulmanes no eran ni bárbaros ni satélites de Satán). En Los iluminados, Gérard de Nerval escribe: «Fueron los templarios, entre los cruzados, quienes intentaron realizar la alianza más amplia entre las ideas orientales y las del cristianismo romano.» Se ha afirmado, justamente, que Palestina era un polo místico, un eje ideal entre dos mundos: Oriente y Occidente. El mismo nombre de los templarios había sido escogido para evocar, no sólo el Santo Sepulcro de los cristianos, sino también, con vistas a los judíos, el Templo de Salomón, receptáculo sagrado de la sabiduría y del conocimiento. El gran historiador Michelet subrayó claramente este hecho cuando, en el siglo XIX, escribía: «La idea del Temple, más elevada y más general incluso que la de la Iglesia, estaba, en cierto sentido, por encima de toda religión. La Iglesia ponía fechas; el Temple, no. Contemporáneo de todas las edades, era como un símbolo de la perpetuidad religiosa... La Iglesia es la casa de Cristo; el Temple, la del Espíritu Santo.» Finalmente, para recurrir a un gran especialista de la historia templaría, John Charpentier, citaremos esta frase, que resume perfectamente nuestra posición recogiendo la idea según la cual «la conciliación o la reconciliación del pasado con el presente y con el futuro, en el gran pensamiento de la unidad divina», era la tarea que los templarios se habían asignado a sí mismos. A partir de aquí, no hay, pues, nada asombroso en el hecho de que la enseñanza religiosa de los soldados del Temple estuviera acompañada por una iniciación secreta que pretendía restablecer los lazos con la Gran Tradición, objetivo de nuestro estudio. Hay que esperar hasta 1818 para que un arqueólogo austríaco, Hammer-Purgstall, publique una obra titulada El misterio de los templarios, revelado. En este libro, el historiador demostraba que la Orden del Temple había adoptado la doctrina gnóstica y practicado sus ritos. En apoyo de su tesis, Hammer-Purgstall invocaba cuatro estatuas, que se conservaban en el Museo Imperial de Viena, las cuales se afirma que fueron encontradas en casas de los templarios de esta ciudad. Ahora bien, se trata, en efecto, de ídolos gnósticos, de carácter valentiniano degradado; el más imponente es un personaje faraónico que lleva barba y que presenta, como las otras tres estatuas, todas las características del hermafroditismo. Las inscripciones descubiertas sobre las figurillas hacen alusión al fuego y a la bisexualidad de los personajes, lo cual es un rasgo gnóstico. El lector, a quien hemos tenido que hacer sufrir la iniciación gnóstica, comprenderá que se trata aquí de representaciones de eones, es decir, de emanaciones divinas, intermediarias entre el Creador y la materia, según la neumatología gnóstica. Así, pues, a este gnosis valentiniana se vinculan los templarios. Lo que ha hecho exponer reservas a muchos historiadores del Temple es el hecho de que se vieron reducidos (como Marqués- Riviére, por ejemplo) a suponer que «en el seno de los templarios existía un grupo con objetivos secretos de poder y que se apoyaban en riguroso esoterismo». Para sostener estas teorías, tales historiadores recuerdan que para hablar del gnosticismo de los templarios habría sido necesario que existiera una gnosis militante en el tiempo en que

vivieron, lo cual, a nuestro juicio no es el caso. Ahora bien, en 1945, un labrador egipcio de Luksor descubrió, al cultivar su parcela de tierra, un ánfora que esparció, al romperse, pergaminos sumamente reveladores. Estos documentos, escritos en lengua copta, proceden del siglo m de nuestra Era; se trata de libros sagrados de los gnósticos, en los cuales se pueden ver las «Revelaciones de Hermes-Thot», juntamente con los «Evangelios secretos de Tomás y Felipe». De este modo, aparece la prueba de que la vieja religión egipcia se incorporó, a través de los gnósticos, al cristianismo naciente, como se había incorporado ya al helenismo con Pitágoras y Platón. A partir de aquí, nada se opone a que los templarios aparezcan como neognósticos que quieren restablecer un vínculo con la Gran Tradición. Anatole France, burlándose de las pretensiones de los ocultistas de que estaban en conexión con el pasado más remoto mediante una filiación secreta, sólo reconocía a los Iluminados de Baviera, en el siglo XVIII, como a los sucesores auténticos de tal filiación, Esto era, digámoslo en seguida, demasiado expeditivo; hemos expresado ya la opinión que merecía la «Iluminaten Orden» y sus elementos racistas anunciadores del nacionalsocialismo. Pero no hay que olvidar, sin embargo, el punto de partida primordial que representa la gnosis y sus característicos resurgimientos: la Orden del Temple y el catarismo. En nuestro capítulo sobre Wagner veremos las complejas imbricaciones entre el catarismo y el templarismo, así como la unión sagrada de las dos «herejías», para utilizar un término tan caro a la Iglesia. Bástenos por ahora plantear en términos históricos el problema de esta alianza. En efecto, hemos evocado rápidamente el intento de alianza con los sarracenos que se ofreció a los templarios, en términos cruciales, hacia el año 1180. En esta fecha, los musulmanes empiezan a alcanzar las victorias militares que conducirán a su jefe Saladino a efectuar, en el año 1187, su entrada en Jerusalén. Así, pues, está pendiente una cuestión política y diplomática: «Hay que llegar a concluir un modus vivendi, o proseguir la guerra a ultranza.» Naturalmente, el clero romano se inclina por la última solución, y momentáneamente consigue su propósito. Pero, frente a ella, el rey de Inglaterra Enrique II Plantagenet, y su hijo Ricardo Corazón de León, sueñan compartir con Saladino la Tierra Santa. (Señalemos que es el capellán de Enrique II, Map, quien debía escribir, en Gran Bretaña, Lancelot, el romance de los caballeros de la Tabla Redonda, es decir, la historia del Santo Graal de los cátaros.) Bástenos con indicar que Map era un templario, partidario (como, por lo demás, todos los templarios) de la unión con el catarismo contra la omnipotencia pontificia. En efecto, y para cerrar el círculo templarismo-catarismo, es suficiente subrayar que el proyecto de Enrique II encontró gran apoyo en la persona del conde de Toulouse, Raimundo V, el «rey» de los cátaros. Para Raimundo V existen buenas razones en favor de esta elección. En primer lugar, el rey de Francia acaba de emprender una cruzada contra sus súbditos heréticos, los cátaros. Esta «cruzada» había de durar muchos años. Ahora bien, Raimundo V controla todos los puertos del litoral mediterráneo, desde Marsella a Narbona; el comercio con la «hija de Toulouse», la Tripolitania75, colonia románica en aquella época, le sirve de derivativo para los mercados de la economía occitana. A estas razones de orden táctico y colonial, se añaden motivos culturales y sentimentales: la hermana de Raimundo V se ha convertido en esposa de Saladino, y todos los trovadores se embarcarán con sus señores, Ricardo Corazón de León y Raimundo, ambos príncipes mecenas de las cortes de amor.

Estos proyectos británicos y occitanos no desagradan a los templarios, quienes observan una neutralidad muy benévola hacia el Midi en el conflicto que opone esta región al rey de Francia y al trono de san Pedro. A partir de entonces, su política se desarrollará sin cesar en este sentido: ante todo, la elección del trovador Roberto de Sablé para el título de Gran Maestre de la Orden Templaría. Este último será seguido de numerosos occitanos a la cabeza de la Orden, hasta la caída del Temple en tanto que organización religiosa. Pero al proseguir con esta política los monjes-soldados toparon en su camino con el rey de Francia y el Papa, lo que les fue fatal. Se olvida demasiado fácilmente que su «sede social» se encontraba en Francia y que el país de la flor de lis era la hija primogénita y obediente de la Iglesia. Al hacerse la orden político-religiosa extremadamente poderosa, la búsqueda de nuevas alianzas contra el rey de Francia debía tener un efecto de bumerang, en la medida en que el Papa abandonaría la Orden, lo que se produjo con Clemente V. En este momento, la Orden se hunde. Los numerosos historiadores del Temple no comprenden por qué este Papa inteligente y valeroso no se opuso a la verdadera negación de la justicia que fueron el arresto y la condenación de los templarios por Felipe el Hermoso, rey de Francia. La razón que éstos han ignorado, o dejado en silencio, vale, por sí misma, por todas las otras. Clemente V, de origen occitano, era lo que se podría llamar un colaborador avant la lettre. Instruido por sus orígenes meridionales, había percibido al instante la alianza de sus compatriotas —nos referimos a los cátaros— con la orden del Temple. Clemente V debía de estar ligado a Felipe el Hermoso, quien le había hecho regalo del trono pontificio y que, por el acuerdo de Saint-Jean-d’Angély, se había reservado, como contrapartida, el derecho de apoderarse de los considerables bienes del Temple. Entonces, con ocasión del Concilio de Viena, en 1311, ocurrió este hecho asombroso: que mientras todos los participantes esperaban que se hiciera la luz sobre esta misteriosa Orden del Temple, se discutió, por el contrario, entre otras cosas, acerca de cuestiones del Vaticano y del nombramiento de un arzobispo en Pekín. La disolución de la Orden del Temple, al año siguiente, no estuvo acompañada de ninguna explicación. El mismo año (1314) en que, fíeles al destino gnóstico, los templarios subían a la hoguera maldiciendo a sus verdugos, el Papa Clemente V y el rey Felipe el Hermoso morían, con algunos meses de intervalo, víctimas de un mal misterioso. Algún tiempo después, unos desconocidos cortarían la mano derecha de la estatua de Clemente V que se levanta sobre el atrio de la catedral de Burdeos. (En el antiguo Derecho Canónico, la mutilación de la mano era la pena infligida a los parricidas.) A los lectores ávidos de misterio, bástenos recordarles que la maldición lanzada por el último Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay, contra la casta de los Capeto había de encontrar su aplicación final el día en que la cabeza del desgraciado rey Luis XVI rodó sobre el serrín del cadalso. Un espectador, que se había abalanzado hacia la guillotina, mojó sus dedos en la sangre del monarca, y recogiendo algunos coágulos los lanzó sobre la muchedumbre, gritando: «¡Yo te bautizo, pueblo, en nombre de la libertad y de Jacques de Molay!» Por lo que se refiere a la maldición concerniente a los Papas, los francmasones se encargaron de ejecutarla, proclamándose, con razón o sin ella, descendientes espirituales de la Orden perseguida. Por nuestra parte, pensamos que el relevo hasta la francmasonería se operó mediante la Rosacruz, movimiento esotérico que es interesante estudiar. 4. La orden de la Rosacruz Cadet-Cassicourt escribió en La tumba de Molay (1797): «Al día siguiente de la

ejecución de Molay, el caballero Aumont76 y siete templarios, disfrazados de albañiles, acudieron a recoger las cenizas de la hoguera... Entonces, las cuatro logias (Nápoles, Edimburgo, París y Estocolmo) prestan juramento de exterminar a todos los reyes y a la raza de los Capeto, de destruir el poder de los Papas, de predicar la libertad de los pueblos y fundar una religión universal.» Pero se trataba aquí sólo de neotemplarios de obediencia masónica que reconocían a Pierre de Aumont como el auténtico sucesor de Jacques de Molay; en consecuencia, esta leyenda subsidiaria no podemos tomarla en consideración. Los rosacrucianos actuales estiman por su parte, que son una de las tres ramas de una «Fraternidad universal» histórica, la cual comprende también a los templarios, en un plano mágico, y a los cátaros. Aseguran que subsistieron cátaros auténticos en el norte de Nuremberg, en Franconia77, hasta fines del siglo XVI; éstos fueron los Hermanos de Bohemia, cuyo último obispo, Cominius, estuvo en contacto con Andrés y Jacobo Boehme. Por otra parte, algunos autores muy versados en la materia —entre ellos René Guénon— admitían, en cambio, que el legítimo sucesor de Molay fue Larmenius. Este último habría sido seguido por Bertrand du Guesclin, Henri de Montmorency, Charles de Valéis, Régent, el príncipe de Condé, y, finalmente, por Fabré-Palaprat, quien debía hacer reaparecer el Temple (o una imitación) a plena luz, en 1808, con la bendición de Napoleón (prestando incluso la Infantería su colaboración). Para aquel que conociera los proyectos políticos del Emperador de los franceses, parece como si éste hubiera querido jugarle una mala pasada al Vaticano, al mismo tiempo que desposeía a la francmasonería de su prestigio de sociedad secreta de tendencia monopolista. No podemos tampoco, una vez más, hallar una filiación directa que vincule a la Gran Tradición este tardío resurgimiento templario. Por el contrario, parece que la orden de la Rosacruz que surgió en el siglo XV78 —después que el Temple había sucumbido— fue la verdadera sucesora del movimiento templario, tesis a la que nos adherimos de buen grado. En efecto, Christian Rosenkreuz, el fundador de la orden, vivió en el siglo XV, y, según Cadet-Gassicourt (quien aquí se contradice), si el famoso conde de Saint-Germain79 pretendía ser más viejo de lo que en realidad parecía, es simplemente porque los iniciados rosacrucianos cuentan los años de un modo muy particular, fechando su nacimiento el día en que pereció Jacques de Molay, es decir, el 18 de marzo de 1314. Además —y encontramos aquí un importante jalón de esta filiación—, parece que los sucesores de los templarios se habían reagrupado alrededor de la naciente Rosacruz por la vía de la alquimia y so capa de la misma. El hecho es que los rosacrucianos, tanto antiguos como modernos, han creído poder anexionarse a Nicolás Flamel, célebre alquimista, de quien se sabe que su objetivo supremo, la transmutación de los metales y la fabricación de oro, no era totalmente desinteresado. La realización de la «gran obra» y del «huevo filosofal» podía encubrir empresas mucho más prosaicas. De hecho, la tradición alquímica, inspirada en gran parte por la Cábala judía, aparecía, aunque hubiera atraído a espíritus elevados, como una desviación de las fuerzas espirituales hacia un objetivo material, con vistas a procurarse riqueza y poder. No obstante, hay que señalar que Flamel conocía el simbolismo de la rosa, tan caro a los rosacrucianos, y se sirvió frecuentemente de él. La rosa mística no era ignorada por los templarios, y su sentido es conocido (símbolo de todas las virtudes del conocimiento) por toda la tradición esotérica. Durante largo tiempo secreta, la Rosacruz empezó a concretar sus objetivos durante el Renacimiento, que se mostraba más tolerante que la Edad Media hacia las «brujas». En

esta nueva Edad, la Rosacruz ve el fin de un ciclo, el de la época medieval, que se había de acompañar de trastornos cósmicos. Sus miembros quisieron ser así los anunciadores y fundadores de este nuevo mundo purificado por el fuego, y restablecer una especie de Paraíso Terrestre. La sigla INRI tenía para los iniciados una significación no cristiana que autentifica este mito: Igne Nature Renovatur Integra (La Naturaleza es renovada completamente por el fuego). Este fuego, que obtiene su poder del Sol, tiene un triple significado: · Es el fuego que destruirá un mundo dominado por el mal. · Es el fuego místico interior. · Es el fuego de las experiencias alquímicas. Sin embargo, para los rosacrucianos, la alquimia era el «Parergón» (es decir, una obra secundaria), en tanto que la obra por excelencia era el «ergón», que aporta al conocimiento. Esta idea era traducida por la siguiente fórmula: «Vosotros mismos sois la piedra filosofal, vuestro propio corazón es la primera materia que debe ser transmutada en oro puro». La Rosacruz ha hecho correr mucha tinta, y algunos han puesto en duda su existencia. Según Héron Lepper: «Esta sociedad famosa, admitiendo que haya existido alguna vez, ha de ser considerada como la cadena que vincula las asociaciones esotéricas de la Edad Media con las de los tiempos modernos.» Que se pueda poner en duda la existencia de la Rosacruz, y ver en ella un eslabón de la tradición esotérica, es algo bastante paradójico, sin que esto nos sorprenda, ya que, recogiendo una idea de Eric Muraise80, sería más bien un signo de su poder. Hoy día tenemos suficientes documentos, que son otras tantas pruebas, para no dudar de la realidad de esta sociedad secreta. Es en Alemania, convertida en tierra de elección del ocultismo (y que debía seguir siéndolo), donde se desarrolló la flor mística de la Rosacruz. Un pastor luterano, Juan Valentín Andreae, reveló su existencia por vez primera en 1614 en un libro titulado Las bodas químicas de Cristián Rosenkreuz, en el que desvela algunos secretos de la secta. El grupo oculto existía ya desde hacía tiempo, pues Agrippa de Nettesheim (1486-1533), el célebre médico Paracelso (1493-1541) y Heinrich Khunrath (muerto en 1690) parecen haber formado parte de él. En esta época tiene lugar la expansión espiritual de la secta y se adopta el símbolo definitivo de la Rosacruz: una rosa roja, fijada en el centro de una cruz también de color rojo, «ya que fue salpicada por la sangre mística y divina de Cristo». Las comunidades de magos creadas en toda Europa por Nettesheim habrían dado origen en 1570, en Alemania, a los hermanos de la Rosacruz de oro. Pero es Khunrath, el fundador de la pansofía, quien creó la mística del rosacrucianismo integral, que promete «materializar los espíritus y espiritualizar los cuerpos». Los «rosae crucis» de tendencia mística perdieron su influencia en el siglo XVIII a manos de los «aureae crucis», rama secundaria de tendencias más pragmáticas. Este programa gnóstico no debe hacernos olvidar los objetivos de la Rosacruz, que siguen siendo invariables. En el mes de julio de 1785, un rayo alcanzó al doctor Lange. Se encontraron en su casa documentos que demostraban que, en el Congreso rosacruciano de Wilhelmsbad, él había decidido la muerte de Luis XVI. El jefe del complot, que no era otro que el fundador de los Iluminados de Baviera, el profesor Weishaupt, tuvo el tiempo justo de ocultarse en casa de uno de sus discípulos y alumno: el duque de Sajonia-Gotha, que le dio asilo. La Corte de Baviera,

señalémoslo, hizo imprimir los archivos de los conjurados. No obstante, ningún historiador —que sepamos— ha tenido la idea de formularse esta pregunta: ¿Por qué haber elegido a Luis XVI? Todo se ordena, no obstante, alrededor de un encadenamiento lógico; el pivote central de la organización, evitando en este sentido el error templario, se había refugiado en Baviera. La creación de la francmasonería, a partir de la rama de los «rosae crucis aureae» evocados anteriormente, sirvió de pantalla protectora a la verdadera Rosacruz, que desapareció detrás de esta organización para no reaparecer jamás a la luz del día. Desgraciadamente para ella, los Iluminados de Baviera nos proporcionan una huella irrefutable de este complot, del que el propio La Fayette percibió sus ecos. El 24 de julio de 1789, el marqués escribía: «Una mano invisible dirige el populacho.» Con el transcurso del tiempo, uno está cada vez más persuadido de la existencia de una conjura, ya que se encuentra un rosacruciano (o uno que pretende serlo) en el origen del asunto del collar que causó la deshonra de la reina María Antonieta y, simultáneamente, del clero a través del cardenal de Rohan; nos referimos al italiano Cagliostro. Por el contrario, parece que la nueva francmasonería (sobre todo la francesa) no estaba al corriente de nada. Lo que refuerza nuestra idea es la asombrada reacción de La Fayette ante los primeros tumultos; ahora bien, éste era un masón notorio. Podemos añadir a Bailly, quien, antes de caer, como muchos otros, bajo la cuchilla de la guillotina, escribía con bastante lucidez en sus Memorias: «Es necesario un espíritu profundo y mucho dinero para calificar este plan abominable.» Sin duda, la Historia jamás llegará a encontrar las huellas materiales de este complot internacional, pero hay muchas probabilidades de que fuera de Alemania (más concretamente de Baviera) y de Gran Bretaña de donde partieran las consignas, va que concordaban en la política del momento; y, como por casualidad, fueron estos Estados los que acogieron favorablemente a los templarios en su huida (y no tomaron ninguna medida contra la Orden), permitiéndoles efectuar lo que hoy día se denominaría una reconversión81. La búsqueda del conocimiento a través de la investigación de la Gran Tradición no se extinguió, por tanto, con los templarios y los cátaros. ¿Acaso el rosacruciano y primer filósofo de su tiempo, Francis Bacon, no trató, en su obra Nova Atlantis, el tema de la Tierra Santa, tan caro a Cristián Rosenkreuz? Con el tema de la nueva Atlántida y del continente perdido, que fue también la Tierra Santa, tenemos un resumen prodigioso y significativo de todos los sueños de los gnósticos y de los maniqueos, de los sacerdotes de Amón y de los cátaros, de los pitagóricos a los templarios, sueños que se encuentran condensados en una síntesis fulgurante. Pero ya la búsqueda de la Gran Tradición se ha alejado de nuestras fronteras para situarse en la periferia de Francia: es en Alemania y en Austria donde, a partir de entonces, encontraremos sus huellas. Sin embargo, antes de seguir con el tema, es aconsejable, para una mejor comprensión de los fenómenos históricos, poner en lugar destacado a los Mesías de los tiempos nuevos, es decir, los profetas. 5. Los signos de los tiempos La tradición profètica, del simple oráculo que era en la antigüedad (acordémonos de las pitonisas de Delfos) se ha convertido en cósmica con la revelación cristiana de las visiones de san Juan en la isla de Patmos, que formaron parte integrante de la Biblia constituyendo su último libro, el Apocalipsis. Desde el alba del cristianismo se han

encontrado hombres ignorantes o eruditos, que intentaron percibir este simbolismo anunciador del fin de los tiempos y trataron de fijar un plazo a este hundimiento del mundo. Según las épocas fueran buenas o malas, faustas o nefastas, alegres o sombrías, iluminados, filósofos y sabios han anunciado el Paraíso Terrestre, o vaticinado el retorno al caos y la destrucción de la ciudad terrestre, verdadero reino de Satanás. En la época medieval, vino a añadirse a estos mitos el del Gran Monarca o Mesías imperial, soberano que debía reinar sobre toda la cristiandad e imponer la paz final precediendo sobre la Tierra la venida de Cristo Rey. En Francia, pero sobre todo en Alemania, hubo monarcas poderosos dispuestos a acoger favorablemente tales predicciones, que sólo podían favorecer las tentativas de restauración imperial. Por el contrario, el Papado siempre ha visto con malos ojos a estos profetas de la desgracia, que fustigaban los excesos de la Iglesia y anunciaban el cisma como algo inminente. En el mejor de los casos, las profecías hacían escaso favor al trono pontificio. El cesaropapismo fue siempre considerado en Roma como el peor enemigo de la Iglesia, campeona de la teocracia. Federico Barbarroja, Federico II (Hohenstaufen), Enrique VIII de Inglaterra, y, mucho más próximo a nosotros, Napoleón, están ahí para testimoniarlo. La Iglesia no soporta que una autoridad al margen de ella intente desempeñar un papel en la dirección espiritual; y esto es lo que conducirá a la Reforma. La unión del sacerdocio y el Imperio parece, sin embargo, necesaria con objeto de realizar esta Jerusalén nueva de la que habla el Evangelio y que debería ser el ideal de la cristiandad. Reste hoy día lo que sea de esta lucha, que nos parece claramente superada, el profetismo no ha cesado de añadir a lo largo de los siglos nuevas páginas a su leyenda. Muy próxima a nosotros, Fátima nos proporciona el ejemplo de ello. Si en Francia la fuente se agotó con Nostradamus, en Alemania el Apocalipsis siempre despierta ecos en el alma germánica. ¿Acaso Hitler no se presentó a sí mismo como un mesías de los tiempos nuevos que difundía el caudal de su bárbara elocuencia y anunciaba, recogiendo el mito del Sacro Imperio, un Reich que debía durar mil años? Pero, ¿cuáles eran estas profecías que son los signos de los tiempos? ¿Cómo se expresaron? ¿Cuáles fueron sus intérpretes? Si queremos remontarnos hasta la fuente profunda, es preciso acudir a los primeros tiempos de la Era cristiana. «En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto el Hijo del Hombre venir en su reino» (Mateo, XVI, 28). Estas palabras de Jesús tienen un sonido profètico, al anunciar la Era del Espíritu Santo o del Paráclito. El Apocalipsis de san Juan traduce claramente la efervescencia que provoca la espera del fin del mundo, después de la venida del Cristo, exacerbada por las desgracias de aquel tiempo. San Pablo reaccionó violentamente contra esta tendencia, aconsejando la moderación. Pero, paralelamente, el Apóstol de los Helenos organizará la espera de la ciudad celeste. Según la enseñanza del Evangelio, proclama: «Pero nuestra ciudad está en los cielos.» Al principio de la predicación cristiana, el Imperio Romano se halla en su apogeo, y el reino de los césares parece anunciar la edad de oro. Con el reinado de Nerón, las perspectivas cambian, y a partir de entonces se sucederán los trastornos políticos. En el siglo II aparecen teólogos como Tertuliano que se lanzan con ardor a la interpretación apocalíptica: para este último, el fin del mundo es inminente, y por ello tanto más mediocre aparece el valor de las cosas terrestres. Por el contrario, Orígenes (185-h. 255) se opone vigorosamente al milenarismo, distinguiendo las dos ciudades: la ciudad terrestre y la ciudad celeste. San Agustín, obispo de Hipona (354-430), fue al principio maniqueo. Convertido al

cristianismo, trata, en La Ciudad de Dios, de superar el antagonismo entre el poder espiritual y el poder temporal, sometiendo el emperador a la Iglesia. Se erige en campeón del sacerdotalismo. Agustín abandonó toda perspectiva milenarista: «las dos ciudades no han dejado de existir una junto a otra desde el origen de los tiempos; una tiene a Caín, y la otra a Abel, por fundadores. Una es la ciudad terrestre con sus poderes políticos, su moral, su Historia y sus exigencias; la otra, la ciudad celeste, que, antes de la venida de Cristo, fue simbolizada por Jerusalén, es ahora la comunidad de cristianos que participan de un ideal divino: esta ciudad sólo está aquí en peregrinaje o en exilio, como los judíos lo estaban en Babilonia; las dos ciudades seguirán existiendo una junto a otra hasta el fin de los tiempos; pero, después, sólo la ciudad celeste subsistirá para participar en la eternidad de los santos»82. No obstante, la lucha que está teniendo lugar es realmente la del sacerdocio y el imperio en el marco milenario de los tiempos proféticos. El emperador y el Papa lucharán por la dirección espiritual de los hombres, y en este combate el primero será vencido, ya que a la muerte de Teodosio (395) el Imperio es dividido, en tanto que la cristiandad permanece unida. Así, pues, es en Occidente donde las tentativas de restauración imperial se sucederán, tras las grandes invasiones, desde Carlomagno a Hitler, pasando por Federico I (Barbarroja) y Napoleón, con idéntico fracaso. La Iglesia vela para impedir toda restauración del Mesías imperial, del orden romano o germánico que destruirá su omnipotencia. A partir de esta época la guerra entre los dos poderes está siempre lista para estallar. Tras la ruina del mundo antiguo y el fracaso de la restauración justinianea, el reinado de Carlomagno, emperador de Occidente, aparece, en medio del caos de los pueblos (800-814), como una nueva edad de oro para los partidarios del Imperio, y el recuerdo, embellecido por la leyenda, del emperador de la barba florida, seguirá estando vivo en el pueblo junto con la nostalgia de la Pax romana. Esto es lo que explica la leyenda del emperador dormido: «El emperador Otón III (983-1002) había sido advertido en sueños que debía exhumar el cuerpo del emperador Carlomagno. Se sabía que reposaba en Aquisgrán, sin que se pudiera precisar exactamente dónde. Después de tres días de ayuno, los buscadores iniciaron su tarea. Descubrieron el cuerpo de Carlomagno, como Otón lo había soñado, en una cripta abovedada bajo la basílica de Santa María. El cuerpo, perfectamente conservado, estaba revestido con la gran túnica imperial y se mantenía sentado sobre un rico trono. En este estado fue mostrado a la vista del público y vuelto a inhumar en la misma basílica, detrás del altar de san Juan Bautista. »La exhumación de Carlomagno por Otón III enfebreció las imaginaciones. Se decía que Carlomagno había sido descubierto con el cetro en la mano y los Evangelios sobre las rodillas, que sólo estaba dormido y que despertaría un día para reinar sobre Europa, como lo habían enunciado los profetas. Tras la muerte de Federico II (1250), la leyenda se transfirió en su beneficio. Luego, en el siglo XVI, nuevamente recayó en Federico Barbarroja, muerto en 1190. »Desde entonces, para todos los alemanes, el emperador prometido duerme en las profundidades de una gruta de Turingia. Está sentado ante una mesa de piedra, y, dado que duerme, su barba rodea ya varias veces el contorno de la mesa. En ocasiones, se despierta para preguntar al pastor que le vela: “¿Vuelan todavía los cuervos alrededor de la montaña?", y el pastor responde tristemente: “Sí". El emperador reemprende entonces su

sueño secular, esperando el día en que conducirá a Alemania a la cabeza de todos los otros pueblos»83. «Entonces, el Reich que durará mil años abarcará toda Europa.» Como subraya Eric Muraise, «la leyenda del emperador dormido adquirirá una nueva magnitud cuando se apoye en la transposición poética de la leyenda del Graal, copa santa, cuya revelación purificará y unirá a la cristiandad desmembrada. Sin embargo, la vía de transmisión será diferente. El mito del Graal nace en la Galia, y de aquí pasa a Germania»84. Paralelamente, tiene lugar el terror de las proximidades del año 1000, y las profecías de Rémy y de san Cesáreo anuncian el cisma final de la Iglesia, sin dar ninguna fecha. Más tarde, las profecías sagradas se apoyarán mutuamente para adquirir un nuevo impulso: citemos, de memoria, al monje Glaber, pero, sobre todo, a Joachim de Flore, figura que merece nuestro interés (1145-1202). Este abad del monasterio cisterciense de Corace (Sicilia) era un espíritu místico y un alma atormentada por el mal que veía penetrar en el santuario, la Iglesia, y comparaba ésta a una cueva de bandidos. Este espíritu elevado debe ser incluido cerca de los cátaros por su esfuerzo en retomar a la pureza. Joachim anuncia el juicio de Dios que herirá a la Iglesia por el poder de los nuevos caldeos, es decir, Alemania. Además, el monje anuncia el Anticristo, y predecía a Ricardo Corazón de León que este Anticristo ocuparía el trono pontificio. El Evangelio eterno de Joachim de Flore tuvo un gran éxito en el seno del movimiento antirromano. Según esta obra, la Humanidad se divide en tres edades: el reino del Padre, el del Hijo, que se acababa en 1260, y el del Espíritu Santo, que coincide con el fin de los tiempos. Este espíritu místico, anunciador de los tiempos imperiales y precursor de la Reforma, halló crédito en Alemania e Italia, ya que Dante, afiliado a la secta de emanación templaría de los Fideli d'Amore, sitúa al Papa en uno de los siete círculos del Infierno y se adhiere al partido imperial de los gibelinos. En la gigantesca lucha que opone al emperador y el Papa, dos clanes, en los que encontramos otra vez mezclados a cátaros, valdenses, gibelinos y templarios, se enfrentan en el curso de los cuatro siglos que van desde el año 1000 al 1400. Federico I Barbarroja tuvo grandes dificultades con el Papa, pero no supo, como sus predecesores, transponer la lucha al plano de las ideas. Federico II, emperador desde 1220 a 1250, adoptó la vía más sutil del esoterismo. Emperador de Alemania, rey de los romanos, rey de Sicilia, rey de Jerusalén, Federico II de Hohenstaufen fue un soberano prestigioso. Esta gran inteligencia, este enemigo irreductible de los Papas fue iniciado al sufismo islámico; hablaba varias lenguas, entre ellas el árabe y el griego. Por el esoterismo, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico buscaba, él también, la llave de las cosas ocultas por la búsqueda del conocimiento a través de la historia de Merlín el Mago y del Graal. También hacia 1228, Federico II fue iniciado, en San Juan de Acre, en los misterios templarios; fue elegido por los templarios y los caballeros teutónicos, ligados por un pacto, para ser el emperador del mundo. El plan fracasó, porque la Iglesia supo atacar a sus enemigos en frentes y momentos diferentes. Pero el hecho subsiste, y un vestigio singular de esta época es el castillo octogonal de Castel del Monte, en Sicilia. Esta construcción servía para reuniones misteriosas, y debía ser la sede del Nuevo Imperio. Federico II supervisó por sí mismo la construcción, que pone de manifiesto un plan secreto de arquitectura templaría imbuido del simbolismo sagrado de las cifras. Este castillo nos hace recordar a cierto burgo nazi donde se reunía el Capítulo de una Orden que pretendía suceder a los templarios y a los caballeros teutónicos. El Gran

Maestro era Heinrich Himmler, gran admirador de la Edad Media y del Sacro Imperio. En estos círculos se invocaba continuamente el esoterismo medieval y el movimiento antipapal. Para prueba, basta el libro de H. S. Chamberlain, libro de cabecera de Hitler, donde el autor de La génesis del siglo XIX exalta a Dante, el hereje, y el movimiento «los von Rom». Savonarola también es llevado al pináculo, él, que fue quemado por orden del Papa. Nacido en Alemania, el movimiento contra el Papado encontró su expresión final con Lutero, quien se opuso definitivamente al dominio de Roma. Así, a pesar de su fracaso, estas luchas imperiales no debían resultar vanas, ya que anunciaron y prepararon el camino de la Reforma. Ahí empezó todo. Ahí está el gozne de los tiempos modernos. La Reforma dio nacimiento, más allá del Rin, a una libertad intelectual desconocida en los países católicos. De esta libertad debían brotar el genio romántico del siglo XIX y las figuras prodigiosas de estos nuevos profetas que fueron Wagner y Nietzsche.

SEGUNDA PARTE

LOS NUEVOS TIEMPOS LA segunda parte de nuestro estudio sobre los orígenes del pensamiento hitleriano comienza con los dos grandes iniciadores del III Reich, que fueron Nietzsche y Wagner. Es significativo que Wagner y Nietzsche fueran los dos únicos nombres de la época bismarckiana que traspasaron las fronteras alemanas y llegaron hasta nosotros. En realidad, cronológicamente, uno es posterior al otro, sirviendo la fecha de 1870 como punto común de referencia, pero ya se elabora el espíritu de finales de siglo, y el «¡Dios ha muerto!» de Federico Nietzsche se acompaña del sustituto, el hombre-dios, el superhombre que los nazis se esforzaron en crear. Si el Crepúsculo de los dioses wagneriano responde como un eco el Crepúsculo de los ídolos nitzscheano, esto no es producto de una casualidad, sino más bien la manifestación de una corriente biológica, destructora dada su naturaleza subterránea. Contrariamente a algunos wagnerianos, probablemente bienintencionados, creemos que en el trasfondo de la Tetralogía había algo más que la admiración estética o la perfección musical. Creemos que el mensaje poético del maestro de Bayreuth contenía una verdadera Weltanschauung germánica, que se enraizaba en la tradición gnóstica, aderezada al gusto del día por un maniqueísmo racista y profundamente nacionalista. No ignoramos que la audición de la música de Ricardo Wagner provocó en Adolf Hitler un verdadero efecto de catarsis85 y una toma de conciencia, decisiva para el resto de la Humanidad, de su vocación política: veinte millones de hombres murieron por la voluntad de uno solo... Este simple recuerdo de las fechorías planetarias a las que se entregó el III Reich nos impide proseguir más allá nuestras investigaciones, sin tratar de saber por qué los fastos de Nuremberg recordaban de modo tan extraño a tos de Bayreuth. Nuestra curiosidad ha sido recompensada, pues la mitología wagneriana aparece ya impregnada de biología y conduce al racismo, ya que el símbolo del Graal contiene la idea de la sangre pura, de la sangre regeneradora para la raza germánica, y únicamente para ella. Por lo que se refiere a Nietzsche, muchos puntos parecen haber sido pasados por alto, pero el fundamento de su filosofía nos es conocida. No obstante, es después de su encuentro con Wagner y del fin de la amistad entre ambos cuando Federico Nietzsche parece haberse apartado fundamentalmente del cristianismo, lo cual merece ser subrayado, ya que las pistas están borradas como a propósito. Sin embargo, la liberación religiosa y la creación del superhombre justifican por sí mismas un enfoque del pensamiento del filósofo alemán, puesto que, no debemos olvidarlo, el mito hitleriano del superhombre procede directamente de Federico Nietzsche. Este superhombre es el hombre fuerte, el hombre liberado de todas las convenciones burguesas, el hombre cínico, el hombre que remplaza a su creador, el hombre-dios. Adolf Hitler declaró a Hermann Rauschning, presidente del Senado de Danzig: «El nacionalsocialismo es más que una religión, es la voluntad de crear el superhombre.»

Capítulo IV

NIETZSCHE Y EL SUPERHOMBRE

1. Nietzsche y Wagner SI el nacionalsocialismo halló en Alemania campo abonado para una vasta empresa de propaganda, esto no se debe a la casualidad, sino a que el romanticismo germánico había acostumbrado a los alemanes a vivir y a pensar dentro de un universo mágico que ignoraba la lógica y la razón. ¿Cómo pueden algunos aislar el wagnerismo del movimiento de pensamiento nacionalista y racista del siglo XIX? Wagner está claramente situado en el centro de semejante movimiento de pensamiento: remata el período romántico de la joven Alemania bismarckiana y prefigura el pesimismo de Nietzsche, seducido por Schopenhauer. Se encuentra en él el socialismo de Bakunin y el racismo de Gobineau, que habían de culminar en su yerno, S. Chamberlain. Contrariamente al caso de Hitler, parece cierto que las ideas de Gobineau, aparecidas, en 1853, en el célebre Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, influyeron fuertemente en Ricardo Wagner. Este último, a la vez antisemita y profundamente nacionalista, intentaba atajar la decadencia de Occidente y regenerarla mediante métodos que se pueden encontrar otra vez medio siglo más tarde en el señor del III Reich, Adolf Hitler. Recalquemos que éste había de sufrir el ascendiente filosófico del yerno de Ricardo Wagner, nos referimos a H. S. Chamberlain, a quien el Führer encontró repetidas veces en 1923. Autor de La génesis del siglo XIX, panegírico de la raza aria, donde muestra la Europa salvada del caos de la decadencia romana por las invasiones germánicas, H. S. Chamberlain fue el principal maestro del pensamiento de Alfred Rosenberg, cuyo Mito del siglo XX debía ser su consecuencia filosófica y una especie de culminación. La ópera wagneriana aspiraba a expresar por medios germánicos, es decir, románticos, la tragedia humana y a imponer al vulgo esta visión. Esta ópera wagneriana era ya propaganda, puesto que por medio de la atmósfera musical mostraba a los alemanes la primacía del sentimiento sobre la reflexión e imponía a las multitudes germánicas una comunidad religiosa cuyo símbolo era el Graal, arquetipo de la copa de sangre pura. «En Wagner, Alemania volvía a encontrar su secreta inclinación: la brutalidad maravillosamente mezclada con la inocencia, y también este pretexto que su naturaleza necesitaba y que Hitler le proporcionará para falsificar la razón de todas sus acciones: razones llamadas nobles para justificar los actos turbios, la dominación mundial disfrazada de liberación mundial; un lenguaje místico, que, a veces, era incomprensible y otras veces excitaba los sentidos; una patética sofisticación trágicamente pomposa; y, recamándolo todo, una muchedumbre de efectos, estandartes, charangas, lanzas y espadas.» (E. Ludwig, Reforma moral de Alemania.) Durante largo tiempo exilado e incomprendido, Ricardo Wagner había terminado por convertirse en el ídolo de Alemania. En las ruidosas apoteosis de Bayreuth, esta juventud adoraba su propia imagen. Nietzsche, por el contrario, permanece ignorado y solitario, se convierte en destructor y quema lo que ha adorado: su ídolo Ricardo Wagner. En 1868, en Leipzig, en casa de la hermana del compositor, Federico Nietzsche conoció al

autor de Parsifal. Al joven Federico (que no tenía aún veinticinco años) se le oponía el maestro de la música alemana, de más de cincuenta y cinco años. Rápidamente, Federico, que soñaba con ser el filósofo y legislador de esta reforma que él exigía con vehemencia, sufrió la influencia de aquél al que llamaba «el salvador de la cultura germánica». A Wagner dedicó, en 1872, su primera obra: El alumbramiento de la tragedia por el genio de la música, en la que, como reza la dedicatoria al maestro Ricardo Wagner, «la emoción patriótica» se une al «gozo estético». Pero la evolución nietzscheana debía impulsar al autor de El Anticristo a separarse de Wagner, cuando le pareció que el arte había perdido su poder mágico de regeneración. En efecto, para Federico Nietzsche la salvación hay que buscarla en otro lugar, y no puede venir más que del exceso del mal. La lección no se habrá perdido para todo el mundo, y se puede afirmar que la derrota de 1918 fue, para Alemania, una verdadera confirmación del pensamiento nietzscheano. En 1920, en Alemania se escucha y se comprende a este filósofo de poblado bigote, a este iconoclasta que pulverizó a Spinosa y a san Pablo, al cristianismo judeófilo y al humanismo internacional. En Nietzsche piensan los combatientes de las partidas de guerrilleros, verdaderas vanguardias de las tropas nazis, cuando luchan en las fronteras del Reich contra los eslavos polacos y ucranianos. Se trata, en este caso, de una imagen viva del furioso combatiente que fue Nietzsche, reinando sobre un mundo de ruinas y hundiendo al hombre germánico en la visión del eterno retorno y del crepúsculo de los dioses. Para estos combatientes antepasados de nuestros «pretorianos», no se trata solamente de un crepúsculo de los dioses, sino también de un crepúsculo a secas para el hombre germánico. Para ellos es imposible incorporarse al pasado, y el presente los avergüenza: no queda, pues, otra solución que quemar las naves y refugiarse en la visión del futuro, puesto que la preeminencia de Europa está destruida, así como la ciencia y la razón sobre las cuales se habían depositado tantas esperanzas. Así, de un modo natural, los «réprobos», como los llamaba Von Salomón, se dedicaron a meditar sobre su desastre militar de 1918 y a descubrir el poder de regeneración mágica predicado por Federico Nietzsche. Para ellos, como para los nazis, que se les incorporarán en masa, el mal está ligado a la condición humana y es tanto más abyecto cuando trata de negarse. Nietzsche encuentra, él también, más pureza en el mal reconocido, en la crueldad y la violencia. En Más allá del Bien y del Mal hay que ver, si se quiere llegar a comprenderlos, la génesis de los campos de concentración nacionalsocialistas. «Más allá del mal» no significa el alegre abandono a los apetitos y a los instintos que pueden aparecer, sino un nuevo rigor, un nuevo ascetismo. El milagro que Nietzsche aguardaba como término de su dialéctica puramente germánica es la súbita metamorfosis del malvado en un santo. Asimismo, en Nietzsche, y en esto se opone a Schopenhauer, el deseo de poder impide que se cumpla: se trata de una nueva aspiración devoradora que impulsa a nuevas conquistas, a nuevas víctimas, a un eterno retorno hacia el mal. Así, pues, la fase preparatoria del nihilismo iba por buen camino con Nietzsche; no quedaba más que deslizarse en el vacío abierto, preparada así la cosmogonía de sustitución: la cosmogonía nacionalsocialista, la Weltanschauung hitleriana de pretensión romántica. Pero ante la Historia y sus jueces Federico Nietzsche y Ricardo Wagner son los padres de semejante pensamiento, que aspira a restablecer los lazos con la gran tradición germánica: el hombre de la decadencia, el último hombre del que Nietzsche traza cruelmente su imagen es claramente el Tristán de Ricardo Wagner en el momento en que resuena, sobre la Europa que se interroga, el grito de Federico Nietzsche: «¡Dios ha muerto!».

2. El hombre-dios; la liberación religiosa En Nietzsche sólo se ve la liberación religiosa y la voluntad de poder. Fue preciso aguardar la llegada del hitlerismo para descubrir en este movimiento el principio de la creación de un hombre-dios germánico; literalmente, Adolf Hitler. Sin duda pocos lectores se habrán dado cuenta del sentido esotérico, o, si se prefiere, oculto, de la obra nietzscheana y de la filiación en la que esta obra se integra. Parece, sin embargo, que las huellas de esta dependencia son perceptibles en la obra clave de Federico Nietzsche, El Anticristo. Esta última obra del filósofo alemán es significativa por más de un concepto, puesto que el autor demostró la necesidad de subrayar la atención, que él reclamaba de su eventual lector, mediante un prólogo, verdadera advertencia respecto al sentido oculto de El Anticristo. «Este libro incumbe a los más raros..., éstos serían los que comprenden mi Zaratustra.» Y, tras haber advertido al lector, El Anticristo se inicia con una frase llena de sobrentendidos: «Veámonos tal cual. Somos hiperbóreos.» Habiendo sido Lanzada la definición, nuestros lectores no tendrán ninguna dificultad en reconocer, a través de lo que hemos escrito sobre la tradición hiperbórea, la iniciación nietzscheana; en realidad, estas obras vuelven a ocupar el lugar que no habrían debido abandonar, el de una escuela de pensamiento muy definida y de objetivos muy precisos: el retorno a los gigantes originarios mediante la creación del superhombre. A esta declaración preliminar sigue, en El Anticristo, un pasaje que reproducimos aquí in extenso por la densidad premonitoria que encierra: «Ni sobre la tierra, ni sobre el agua, hallarás el camino que conduce a los hiperbóreos: ya Píndaro sabía esto de nosotros. Más allá del Norte del hielo, de la muerte —nuestra vida, nuestra felicidad—. Descubrimos la felicidad, conocimos el camino, hallamos el origen de milenios enteros de laberinto. ¿Quién más lo encontró? ¿Sería éste el hombre moderno? “No sé dónde ir, dónde venir; yo soy aquél que no sabe dónde ir, dónde venir”, gime este hombre moderno... De este modernismo estamos enfermos, de la paz podrida, del compromiso ruin, de todas las virtudes equívocas del “sí” y el “no” moderno... j Mejor vivir en el hielo que entre estas virtudes modernas y otros vientos del Suri Somos bastante valerosos, nos preocupamos tan poco de lo nuestro como de lo ajeno: pero durante largo tiempo no hemos sabido dónde ir, o venir, con nuestra valentía. Nos convertimos en sombras, se nos llamaba fatalistas... Lo que yo planteo aquí no es el problema de lo que será la continuación de la Humanidad en la sucesión de los seres: sino qué tipo de hombre se debe producir, se debe desear, un hombre que sea de cualidad superior, más digno de la vida, más seguro del porvenir.» Este deseo de regresar al reino de los gigantes es lo que explica el odio que Nietzsche profesa respecto al cristianismo, presentado por él como una religión de subhombres. Esta concepción nietzscheana de la descristianización se encuentra otra vez, rasgo por rasgo, en el nazismo, cuyo móvil, a los ojos de sus dirigentes, es reinvertir el proceso de degradación del hombre germánico producido por la civilización judeocristiana mezclada de racionalismo. El nacionalsocialismo pretendía, él también, renovar las fuerzas naturales contra los valores que juzgaba artificiales: «El cristianismo ha llevado una guerra a muerte contra este tipo de hombre superior, ha condenado todos los instintos congénitos de este tipo, ha destilado estos instintos para extraer de ellos el mal... El cristianismo se ha puesto de parte de todo lo que es débil, bajo,

desheredado.» El método nietzscheano es idéntico al de los nazis en lo que respecta a la técnica de descristianización empleada: la autenticidad y el valor del Antiguo Testamento, las Epístolas de san Pablo, son rechazados como valores negativos inspirados por la judeocracia. Así, en la pluma del autor de Ecce Homo, se lee: «Los Evangelios son inestimables como documento sobre la gangrena ya exuberante en el interior de la primera comunidad cristiana. Lo que Pablo, con el cinismo lógico del rabino, llevó más tarde hasta su término no era, sin embargo, más que el proceso de descomposición... Los Evangelios son cosa aparte. La Biblia, en general, no soporta ninguna comparación. Se está entre judíos: primer punto de vista, si no se quiere perder completamente el hilo. Llevada hasta la genialidad, esta transposición de sí mismo en sagrado, esta falsa moneda de la palabra y el gesto en tanto que arte no es la obra casual de algún talento aislado, de alguna naturaleza excepcional. Ha sido necesaria la raza. En el cristianismo, en tanto que arte de la mentira sagrada, es todo el judaísmo, es un aprendizaje, una técnica judía, secular, archisería, lo que alcanza aquí su última perfección.» Y en conclusión: «El cristianismo no es otra cosa que un judío de confesión más liberal.» Pero, ¿cómo conseguir una descristianización total? ¿Cómo volver a encontrar al hombre natural, al hombre de los orígenes? Por la guerra, concreta Nietzsche, ya que ésta hace desaparecer el barniz de civilización y permite así encontrar otra vez la verdadera faz de la Humanidad. Este hombre primitivo no es el salvaje bondadoso de J. J. Rousseau; es un animal de presa. «He visto al hombre nuevo; es cruel, me ha dado miedo», dijo Hitler a Hermann Rauschning. La guerra se considera entonces como un medio, porque es buena en sí misma, porque libera al hombre de su pensamiento y le acerca de este modo a Dios. Esta idea se halla otra vez, en términos idénticos, en el pensamiento hitleriano: una Orden de jefes habría debido suceder al partido nazi, y en esta Orden debía alcanzar su culminación «el hombre libre, el hombre que es la medida y el centro del mundo, el hombre creador, el hombre-dios86. 3. La creación del superhombre Nietzsche piensa que el superhombre debe ser elaborado por medio de una selección biológica. Este superhombre es concebido a base de una inteligencia sutil pero desengañada, y debe destruir nuestra civilización, corrompida por el materialismo. Esta nueva variedad biológica debe, pues, ser protegida de toda mácula, tanto si procede de los judíos como de los tarados; éste es el primer punto sobre el que conviene insistir, además, no se trata de elevar a toda la raza germánica a este nivel, sino sólo a algunos de sus representantes cuidadosamente escogidos. Nietzsche, el primero, desarrolló esta idea: «Lo esencial de una buena y verdadera aristocracia es que ésta no se considere sólo una función, bien sea de la realeza o de la comunidad, sino su mismo sentido y justificación; para ello es preciso que acepte sacrificar de buen grado a una multitud de individuos que deberán ser, en su propio interés, humillados y reducidos al estado de seres mutilados, de esclavos, de instrumentos. En efecto, su creencia fundamental debe ser que la sociedad no existe para sí misma, sino que es la subestructura y el armazón que permite a usa minoría elevarse a un estado superior, bien sea en virtud de una misión superior, o simplemente en su propio interés humillados y reducidos al estado de seres mutilados, de esclavos, de instrumentos. En efecto, su creencia fundamental debe ser que la sociedad no

existe para sí misma, sino que es la subestructura y la armazón que permite a una minoría elevarse a un estado superior, bien sea en virtud de una misión superior, o simplemente en su propio interés.» (Más allá del Bien y del Mal) Lo que nos hace sonreír es que algunos han intentado, por otra parte en vano, oponer el superhombre nietzscheano al superhombre nazi. Para ello se han basado en el carácter aristocrático del hombre-dios nietzscheano. Parece como si estos exegetas hubieran leído mal al autor de El Anticristo, cuando le atribuyen nobles proyectos: «Wotan puso en mi pecho un corazón duro», dice una vieja saga escandinava; esto es hacer hablar como se debe a un fiero vikingo. Semejante hombre se enorgullece de no dejar paso a la piedad; éste es el motivo por el cual el héroe de la saga añade esta advertencia: «El que no tiene ya desde joven un corazón duro no lo tendrá jamás.» Las alusiones nietzscheanas a los hiperbóreos aportan la prueba de esta voluntad germánica de volver al mito de su origen: la polar y fría Thule. ¿Había que suponer que, contrariamente a Richard Wagner, no se hace ninguna alusión a los cátaros de Occitania en las páginas del autor de Así hablaba Zaratustra? Desengañémonos y veamos cuál es, según él, en la Edad Media, el portador del estandarte de nuestra civilización: «Fácilmente se deducirá el motivo por el cual el amor-pasión, nuestra especialidad europea, tiene evidentemente un origen aristocrático; se sabe que es un invento de los caballeros-poetas provenzales, de estos hombres magníficos e ingeniosos del Gay Saber a quién Europa debe tantas cosas, y tal vez su misma existencia.» (Más allá del Bien y del Mal). Por lo demás, son los cátaros occitanos quienes proporcionarán a Federico Nietzsche el título de una de sus obras, El Gay Saber, en homenaje al gay saber languedociano. Parece sorprendente, con el paso del tiempo, comprobar la amplia audiencia del fenómeno cátaro en los cenáculos literarios de más allá del Rin. Hasta Marx y Engels —no obstante, en las antípodas del pensamiento nietzscheano— habían evocado la cruzada contra los albigenses: «En la Edad Media, una provincia de la Francia del Sur, la nación provenzal, no sólo había conseguido un magnífico desarrollo, sino que marchaba a la cabeza del desarrollo europeo. Fue la primera de todas las naciones modernas en poseer una lengua literaria. Su arte poético servía a todos los pueblos románicos, incluso a alemanes e ingleses, de modelo entonces inigualable... La nación de la Francia meridional no había, pues, adquirido sólo méritos grandes, sino infinitos respecto a la familia de los pueblos de Europa.» (Karl Marx y Friedrich Engels, La Nueva Gaceta renana.) Sin embargo, es curioso ver a Karl Marx figurar al lado de Nietzsche en este homenaje a los occitanos. En su obra La Alemania de Hitler87, Claude David afirma, y no es el único: «Es poco probable que este negador apasionado (Nietzsche) hubiera aprobado la Alemania de Hitler más que la de Bismarck, que él detestaba. Y, por otra parte, los hitlerianos raras veces le han invocado.» El lector se ha hecho ya una idea de las numerosas actas que los hitlerianos han tomado al filósofo. Es justo ahora, con objeto de destruir una leyenda dudosa, que examinemos el juicio de Hitler, ya que, contrariamente a lo que se escribe, ¡el Fuhrer parecía conocer muy bien a este filósofo! «En el gran “hall” de la biblioteca de Linz se pueden ver los bustos de Kant, Schopenhauer y Nietzsche, nuestros más grandes pensadores. Los ingleses, los franceses y los americanos no son capaces de alinear filósofos de esta talla... Nietzsche ha superado

maravillosamente el pesimismo de Schopenhauer»88. En resumen, para Adolf Hitler, que había recogido por su cuenta el mensaje nietzscheano, no había ningún gran filósofo alemán por encima de Nietzsche que hubiera sintetizado mejor las aspiraciones y las fuentes de la concepción germánica. Estas aspiraciones y estas fuentes germánicas es lo que encontraremos en la Tetralogía wagneriana; ellas nos harán comprender mejor de qué forma un mito tan cuidadosamente mantenido durante siglos pudo estallar brutalmente en una época en que los europeos se consideraban civilizados.

CAPÍTULO V

WAGNER, TROVADOR

1. El maestro de Bayreuth y los grandes temas wagnerianos RICARDO WAGNER nació en Leipzig, en el reino de Sajonia, en 1813. Su madre era una mujer sin igual. Vuelta a casar tras la muerte de un primer marido, se instaló en Dresde con sus hijos. Como él mismo confiesa, Ricardo Wagner tuvo una infancia muy libre: «Crecí —dice— al margen de toda autoridad, sin otros maestros que la vida, el arte y yo mismo. (...) En nuestro mundo, donde la manía de educar ha sido llevada hasta el exceso, este regalo sólo nos llega por casualidad. Perdí a mi padre en mi más tierna infancia. Segura de ser bien recibida, la Noma89 se deslizó en mi cuna y me hizo la gracia de este don que ya no me abandonó.» Si, efectivamente, le fue concedido un don a este futuro prodigio, éste era en realidad el de la música. Muchacho indócil, voluntarioso, turbulento e imaginativo, el joven Ricardo sólo trabajaba cuando algo le apasionaba. Con entusiasmo aprendió de este modo el griego, el latín, la mitología y la Historia antiguas. Durante su adolescencia, las ideas revolucionarias inflamaron su espíritu generoso; el joven se ahogaba en el ambiente burgués de una Alemania pagada de su Historia. Goethe tenía ochenta años, y la decadencia y la mediocridad artísticas se instalaban por doquier. En música, la ópera cómica y la gran ópera italiana hacían tal furor que llegaban a eclipsar al genial Beethoven. Pero Wagner estaba marcado por el genio trágico. La lectura de las obras de Esquilo y de Sófocles fue para él una revelación, así como la de las tragedias de Shakespeare. Experimentando todas las cosas con extraordinaria sensibilidad, conmovido y apasionado por los acontecimientos que resonaban profundamente en él, Wagner debía traducir este exceso de entusiasmo y lirismo mediante su más grandiosa expresión, la música. Aspirando con todas sus fuerzas a un mundo ideal, esta salvaje energía le impulsaba ya a escribir dramas a la edad de quince años. Veía al hombre, liberado de las trabas de la lengua, expresarse por fin en un lenguaje universal. «Una tarde —confiesa él mismo—, oí ejecutar una sinfonía de Beethoven; por la noche, tuve un exceso de fiebre, caí enfermo, y, tras mi restablecimiento, me convertí en músico.» Después de los grandes compositores alemanes, Ricardo Wagner, inspirado por la obra dramática de Shakespeare, sacudido por la poderosa música de Beethoven, asió con mano firme el cetro evocador. Iniciado en la gran revelación, Wagner acababa de descubrir en un instante el mundo de las energías primordiales. Posee ya la clave de la poesía y de la música. A pesar de los consejos de su familia, el joven Ricardo tomó entonces la decisión de convertirse en músico: «Cuando consideré que había progresado lo suficiente en mis estudios —dice—, manifesté mi resolución de ser músico. Tuve que sostener grandes batallas, ya que mi familia no quería ver en mi inclinación por la música más que una pasión fugitiva. Tenía entonces dieciséis años, y la lectura de Hoffmann me impulsaba al más exagerado misticismo. Durante el día, entre sueños, tenía alucinaciones en las que la tónica, la tercia y la dominante se me aparecían en persona y me revelaban su importante

significación. Por fortuna, encontré para instruirme a un músico competente. Le causaba muchos problemas al pobre hombre. Tuvo que explicarme que donde yo veía formas y poderes mágicos no había más que intervalos y acordes.» Al descubrir por fin a Weber, genio completamente original que transfirió a la ópera la flor de la canción popular y el Freichütz que encierra toda la poesía primitiva del bosque, la iniciación del músico debía completarse. A los veintitrés años, Ricardo Wagner obtiene el cargo de director de orquesta del teatro de Riga, en Curlandia. Fue en las orillas del Báltico, este mar tan impregnado de leyendas nórdicas y escandinavas, donde comenzó, bajo la influencia de los maestros de la música italiana que interpretaba, su primera gran ópera: Rienzi. Un tribuno exaltado, que soñaba con el restablecimiento de la austera república romana en medio de la Roma corrompida por el Papado, «un carácter enérgico lleno de una gran imaginación, un gran corazón impregnado de su amor a la patria enfrentado con un entorno vulgar y brutal, que no tenía más que una hermana entusiasta, tan patriota como él, para participar de su fe, proyectado por un instante a la cumbre del poder por la marea popular, golpeado luego en el apogeo de su triunfo por las furias pontificiales, traicionado por una nobleza egoísta, derribado por este mismo populacho que le había aclamado, y desplomándose en el umbral de su casa incendiada como el último tribuno de Roma; este tema estaba hecho, indica Edouard Schuré, para tentar a una imaginación juvenil inflamada por la Revolución de julio y la insurrección de Polonia.» Rienzi era una obra de juventud, pero de profundas resonancias. Se perfilan ya los grandes temas wagnerianos: el ser inspirado al que intentan ahogar las fuerzas del mal, el espíritu de lucha y de sacrificio, el culto del héroe y la visión histórica del mundo, que alcanzaría su plenitud en las obras de la madurez. Enfrentado con un ambiente mezquino que no comprendía la grandeza de sus aspiraciones, Wagner decidió tentar su suerte en París, centelleante foco de gloria que deslumbraba a toda Europa. Presentó su dimisión de director de orquesta en Riga y se embarcó en un velero que se dirigía a Londres. La tempestad hizo bambolear el barco durante varios días. Por fin, el navío alcanzó la orilla y halló refugio en un fiordo de Noruega. Esta aventura dio origen a la idea musical de El buque fantasma. Los marineros habían relatado a Wagner, en el curso del viaje, la leyenda del Holandés Errante. Por fin (1839), Wagner llegó a París a la edad de veintiséis años. Tras muchos desengaños, partió nuevamente de la capital, amargado y decepcionado. Nadie había aceptado su ópera Rienzi. Pero el gran músico, que conoció durante algún tiempo la miseria, sacó de esta vida de bohemio una incomparable experiencia humana. Encontró a sus verdaderos amigos, ciertamente poco numerosos. Su genio se fortaleció en la desgracia, y allí donde muchos otros habrían sucumbido, él halló una energía nueva. En seis semanas compuso El buque fantasma. Conocida es la leyenda del navío del Holandés Errante, condenado a surcar los mares eternamente. Interesa recalcar la simplicidad, la concentración, en la acción, que estalla en las tres o cuatro escenas decisivas de la obra. Se trata aquí ya del gran Wagner. La música responde al drama por su fluidez rítmica y melódica. A comienzos de 1842 fue aceptada en el teatro de Dresde. La obra obtuvo un éxito inmediato. Con El buque fantasma, Wagner se había afirmado como un espíritu original, rompiendo como por encantamiento las cadenas de nuestra civilización que nos tienen prisioneros en una red de convenciones. Comunicando con el alma del pueblo mediante una simpatía lejana y misteriosa,

Wagner se sentía como el iniciado de una gran comunidad invisible. «Es entonces —afirma— cuando yo encontraba mi liberación como artista; es entonces cuando, tras una larga lucha entre la esperanza que surgía de dentro y la desesperanza que venía de fuera, se apoderaba de mi la más sólida fe en el porvenir del arte.» Wagner debía descubrir esta revelación en la leyenda y la poesía mística de todas las edades, desde las sagas nórdicas hasta los legendarios ciclos del Graal. En esta fuente mística inmemorial se abrevó el autor de Tannhauser y de Parsifal, reanudando los vínculos con la antigua tradición. Un libro popular sobre la leyenda de Tannhauser fue el argumento de su ópera. En él encontró la tradición sobre el combate de los cantores a la Wartburg y la leyenda de Lohengrin. Turingia fue, bajo los landgraves hospitalarios del siglo XIII, el punto de cita de los más ilustres poetas-cantores, los Minnesinger. En medio de verdes bosques se alza la montaña sagrada de Venusberg, habitada según la leyenda popular, por una diosa peligrosa. En otro tiempo, ésta era una divinidad benéfica que traía con ella la alegría y la abundancia, pero el cristianismo la persiguió y la maldijo, obligándola a refugiarse en las entrañas de la Tierra. Su nombre se confundió entonces con el de Venus, diosa de los placeres sensuales. Atraía a los caballeros mediante sus encantos, y los mantenía prisioneros en su mágico palacio. Tannhauser, el caballero poeta, «quiso ver tan grande maravilla» y fue durante siete años el esposo de Venus, tras lo cual se arrepintió e hizo pública retractación. Wagner logró de esta leyenda un maravilloso partido. Se apoyó en este tema ingenuo para exaltar el amor cortesano y puro invocado por los trovadores, y condenar el amor de los sentidos que se confunde con las cosas de este mundo. De este modo se bosqueja el fresco mítico que acerca a Wagner a la poesía medieval, impregnado todo del ideal cátaro. Con Lohengrin comienza la leyenda propiamente dicha, aquella que se remonta hasta la fuente primera de las leyendas: el ciclo de las aventuras del Santo Graal. La composición de Tannhauser había provocado en Wagner un efecto de liberación, de catarsis, que le había llevado muy lejos por encima de los pensamientos vulgares. Desde entonces, lo importante para él era hacer partícipe de su mensaje a los demás: «Apenas —escribe Wagner— me sentí inmerso en esta soledad llena de felicidad, despertóse en mí un nuevo e imperioso deseo: el que nos atrae desde las alturas hacia las profundidades, que, en el luminoso estallido del cielo más casto y más puro, nos hace buscar la sombra familiar del amor humano.» Éste es el reino que tratará de conquistar Lohengrin, el caballero del Santo Graal. No relataremos aquí la leyenda del Graal, ya que lo hemos hecho anteriormente. Bástenos recordar las grandes líneas del Lohengrin de Wagner: El preludio, mediante las armonías estáticas del Santo Graal, nos eleva a una región celeste. El iniciado de Montsalvat90 se sumerge en la plegaria. Un ejército de ángeles sostiene en medio de los caballeros la copa del Santo Graal. El vaso sagrado ha sido confiado a la custodia de un puro. El drama tiene lugar en el siglo X, cerca de Angers. El emperador de Alemania, Enrique el Pajarero91, ha reunido a los señores del lugar con objeto de juzgar a Elsa, hija del difunto duque de Brabante, acusada de haber matado a su hermano para conseguir la corona. La acusación parece triunfar cuando surge de pronto un caballero rodeado de un halo luminoso. Su armadura de plata brilla de un modo esplendoroso. Su barca se desliza sobre las olas arrastrada por un cisne blanco92, símbolo del conocimiento esotérico y de la pureza. Lohengrin interviene en favor de la joven Elsa. Desafía en combate al felón

caballero Federico, que codicia el trono y había dirigido infames acusaciones contra la joven. Federico y su esposa Ortrudis, alma de la conjuración, huyen lejos a meditar su venganza. Tras numerosas aventuras, que sería demasiado largo reproducir aquí, Lohengrin mata a Federico ante los ojos de Elsa, que ha manifestado su deseo de conocer la identidad del joven caballero. Ahora bien, éste es un misterio que Lohengrin sólo desvelará al final del drama. «En un país lejano, inabordable —dice—, se alza un castillo llamado Montsalvat. Allá resplandece un templo luminoso; sobre la tierra no hay nada más maravilloso.» Así transportado, el resplandeciente desconocido revela el misterio del Santo Graal aportado por los ángeles a los hombres puros y que confiere a sus iniciados fe, valentía y fortaleza. «¡Así, pues —grita con fiera soberbia—, escuchad todos mi respuesta! Soy el mensajero del Santo Graal; mi padre Perceval lleva la corona; ¡yo, Lohengrin, soy su caballero!» Hecha la revelación, Lohengrin tiene que partir. En vano el rey, los nobles y la bella Elsa, arrepentida, intentan retenerle. Su destino ha de cumplirse. El Santo Graal llama de nuevo a su mensajero, y el cisne ha reaparecido sobre el río arrastrando su frágil esquife. Al ver partir a Lohengrin, Elsa se desploma y entrega su alma. Así es este drama del amor ideal, revestido de los esplendores del mito caballeresco, del cual hemos dejado entrever su profundidad. ¿No es acaso el destino de Lohengrin el del héroe, el del profeta, el del genio en este mundo, tan grande para la ciencia, pero tan pequeño para la fe? Psique inquieta, Elsa, el alma humana, presiente su ideal en un sueño inconsciente. Un día llega él, y ella le pregunta: «Quién eres? ¿De dónde vienes? Aquí estoy, ¿qué más necesitas? —responde el otro—. Demuéstrame quién eres.» Entonces él desaparece y regresa a la soledad. Las aventuras maravillosas del Graal, iniciadas con Lohengrin, Wagner las culminará en la apoteosis de Parsifal, y, dado que su espíritu universal no se detenía fácilmente ante las oposiciones superficiales, nada le impedirá también profundizar y amplificar por el genio de la música la legendaria epopeya germánica, de la cual más de un mito se nutre en las mismas fuentes que el esoterismo sagrado del Graal y las aventuras de los caballeros de la Tabla Redonda. La potencia creadora de este coloso de la música no se detiene aquí, puesto que, por medio de Tristán e Isolda, obra de madurez, el maestro de Bayreuth nos ha ofrecido, quizá, su más bella creación musical. Evoquemos, una tras otra, estas obras que nos transportan, más allá de toda expresión, hacia las cumbres de la espiritualidad y del genio. Con Parsifal, Wagner prolonga y amplifica el esoterismo cristiano por un retorno a los mitos más antiguos. Haciéndonos asistir a los misterios del Graal, el compositor nos introduce en el santuario mediante la llave de oro puro que abre todas las puertas y que es la del conocimiento infinito. Resumamos la concepción del secreto wagneriano. Parsifal es un adolescente de origen noble, que su madre, por temor a los peligros, ha mantenido en la ignorancia de las cosas de la caballería. Pero el instinto guerrero subsiste en Parsifal. Tras muchas aventuras, el joven, que ardientemente desea convertirse en un verdadero caballero, llega a la región del Santo Graal. La muerte de un cisne, alcanzado por una de sus flechas, abre el ciclo de la revelación; en medio de prodigios, Parsifal llega al centro de la asamblea de los caballeros. Pero el rey Anfortas, guardián del Graal, ha pecado, y así el vaso sagrado debe salir de sus manos para evitar toda mancilla. Por última vez, el rey eleva la copa sangrante, y a Parsifal le parece que se difunde por los aires una música y un perfume inefables, hechos de sufrimiento y ternura.

Parsifal ignora el significado del Santo Graal. No sabe que el vaso de esmeraldas es aquel en el que Jesús celebró la última cena y donde José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. La orden de los caballeros del Santo Graal fue fundada por el noble Titurel con objeto de guardar el maravilloso tesoro. Su hijo Anfortas le sucedió, pero el mal le acechaba en la forma del mago Klingsor, creador del Castillo de Perdición, espejismo maléfico elevado contra la fortaleza de Dios. Klingsor hace sucumbir a Anfortas enviándole una mujer de irresistible belleza. Apoderándose de la lanza que debía matarle, Klingsor hirió a Anfortas en el costado. Después de este acontecimiento, el rey es afectado por un mal incurable. Pero Parsifal está destinado a sustituir a Anfortas en su reinado espiritual. La maga invocada por Klingsor se llama Kundry. Intentará seducir a Parsifal... En el momento en que está a punto de sucumbir ante la belleza, el joven, con un supremo esfuerzo, se serena y se aparta de las solicitaciones de Kundry. Siente una especie de quemadura en su corazón, que es la de Anfortas, el rey pecador, ya que la voluptuosidad es madre de dolores. Loco de ira ante su fracaso, Klingsor aparece en medio de sus mortales maleficios y tira la lanza sagrada, la misma que hirió el costado de Cristo, contra el temerario que osa desafiarle. Pero el arma, reconociendo a un puro, se detiene en el aire. Al punto, la maga y el castillo, que son sólo ilusiones diabólicas, se hunden en medio de un gran estruendo. En el último acto, Kundry, arrepentida, es recogida por un ermitaño. El solitario, antiguo escudero de Titurel, se llama Guernimanz. Ve venir hacia él a un caballero vestido de negra armadura. Se trata de Parsifal, Reconocido, el héroe es coronado entonces rey del Santo Graal, después que ha revestido la túnica blanca de los caballeros sin mácula. Kundry baña en lágrimas los pies del caballero. Una paz profunda desciende. Entonces, resuena el hechizo del Viernes Santo. Parsifal, blandiendo la lanza, sube hacia el santuario. Toca la herida del rey con la punta de su lanza y Anfortas se cura instantáneamente. Asiendo e! vaso de esmeraldas, Parsifal lo eleva por encima de la concurrencia. Una luz roja brota de él, envolviendo a los caballeros con su gloria e inundándolos con un bautismo de fuego. A los acordes de un coro místico, llega una paloma, que se cierne encima del Santo Graal. Tal es el fin de este cuadro simbólico de la Redención. Parsifal es el fiat lux del arte elevado a la altura de la religión universal. El sentido esotérico de esta creación no se ha agotado. Podremos constatarlo al estudiar la significación filosófica de la obra que no queremos iniciar aquí. Los maestros cantores de Nuremberg

Con Los maestros cantores, Wagner aborda el género satírico. En esta obra, el compositor opone al pedantismo escolástico de las corales burguesas la pura inspiración de los Minnesinger o trovadores del siglo XII, aquellos caballeros-poetas impregnados de ideal cátaro y cuyo espíritu continúa viviendo en un poeta de raza, lleno de juventud y entusiasmo. Esta creación tiene por marco el viejo Nuremberg del siglo XVI. El caballero-poeta se llama Walther de Stolzing, joven señor de Franconia. Sólo el viejo Hans Sachs, poeta tradicional y por añadidura sabio, ha descubierto en Walther la llama del genio. Después de haber sufrido las burlas de artistas ya caducos, el caballero-cantor triunfará por fin, y, ensalzado por la muchedumbre que se manifiesta en favor de él,

obtendrá la corona que consagra el genio político. Tristán e Isolda

«¡Tristán e Isolda! Estos dos nombres —escribe Schuré—, para siempre entrelazados, recuerdan un mundo hoy día, medio olvidado, pero antaño viviente. Durante siglos, corrieron de boca en boca, de los arpistas galos a los trovadores anglonormandos, de éstos a los trovadores franceses, y pasando luego a todos los países de Europa. Así como la leyenda del Santo Graal representaba la caballería religiosa, la conquista mística del amor divino, esta obra significa la caballería mundana, es decir, la nobleza humana puesta al servicio del amor terreno, del amor-pasión, soberano de los corazones.» Wagner, rechazando los aspectos accesorios del romance, se sitúa en el centro del mito. En tanto que todo les separa, reinos diferentes y rivales, países lejanos, odios familiares, ambos jóvenes están unidos por un destino fatal que simboliza el filtro de amor preparado en una copa de oro. A partir de entonces, Tristán e Isolda están ligados para siempre, y el destino les arrastrará inexorablemente hasta la muerte. Tristán e Isolda es una obra notable por la plenitud de su expresión, que basa su única fuerza en la poesía y la música, con un arte sin par. La música de Tristán expresa el alma en su eterno devenir. La Tetralogía: El oro del Rin, La Walkiria, Sigfrido, El crepúsculo de los dioses.

La Tetralogía de los Nibelungos es la obra más colosal de Wagner. Atraído por la leyenda nórdica y el personaje central de Sigfrido, que representa la juventud heroica, el compositor, tras haber finalizado Lohengrin, tuvo la idea de abarcar en una obra grandiosa las partes esenciales del viejo mito germánico. El texto, que comprendía El anillo del nibelungo, fiesta escénica para tres días y una noche, apareció como prólogo en 1863. Pero es la construcción del Festspielhaus de Bayreuth, especialmente destinado a las representaciones wagnerianas, bajo la protección del rey Luis II de Baviera, lo que permite al maestro realizar su sueño. Resucitando la antigua leyenda heroica de los germanos, Wagner realizó este vasto conjunto en cuatro obras sucesivas: El oro del Rin, La Walkiria, Sigfrido y El crepúsculo de los dioses. Los elementos místicos de esta epopeya están sacados de las sagas escandinavas. Únicamente gracias a ellas conocemos la leyenda de los germanos. Ambos pueblos tenían en común los mismos dioses, que se vinculaban con la gran familia de los dioses arios. Edouard Schuré explica así la Historia de ese pueblo: «En su largo viaje a través de los bosques de la Escitia y los mares del Norte, perdieron este rayo de luz que les llegaba del cielo de la remota Asia, y del cual resplandecieron otrora en India, en Persia y en Grecia, brillante aurora de la Humanidad. Sombríos, informes, bárbaros, estos dioses han vuelto a nosotros procedentes de Islandia gracias a los Edda, cosmogonía caótica, limbo tenebroso de una mitología en formación.» En medio de este drama, personaje sobresaliente de la epopeya germánica, Sigfrido concentra en él «el resplandor solar de los dioses arios». Ante esta brillante figura de la Humanidad, los propios dioses palidecen y regresan al crepúsculo de la noche sombría.

Hemos evocado ya el fondo mítico de los Edda, sus divinidades principales, lejanos reflejos de la familia olímpica: Odín o Júpiter; Fricka o Juno, Thor o Vulcano, Freya o Venus. Odín, este Zeus septentrional, dios del combate, símbolo del valor viril, reina como dueño y señor sobre este mundo divino, con sus nueve hijas cabalgando en la tempestad, las walkirias, que recogen el alma de los guerreros caídos en los campos de batalla. Los dioses están perpetuamente en guerra contra las razas de los gigantes y de los enanos, que constituyen los polos de la Humanidad. Se encuentra nuevamente aquí una idea explotada por los teóricos nórdicos, que consideran el panteísmo de la mitología germánica como una llamada a las fuerzas cósmicas de la raza. Conocemos el fin de esta patria de los dioses, que pereció en el incendio del mundo en revolución y dirigido por el hombre. Fue entonces cuando resonó el «¡Dios ha muerto!» de Federico Nietzsche. En un audaz acercamiento, Wagner renueva la tradición heroica de los germanos —agrupados alrededor del personaje de Sigfrido, el héroe sin miedo, de cabellos de oro, vencedor del dragón Fafner— en el mito de los dioses escandinavos conducidos por Odín (Wotan). Sobre este paisaje de fondo, Sigfrido y el eterno femenino, representado por Brunilda, se destacan como personajes fuera de lo normal. En la teogonía que este espectáculo escenifica, asistimos a dos dramas paralelos; los héroes nacidos del logos divino arrastrando a los propios dioses en su catástrofe. «Es la primera vez que en un escenario moderno se ha intentado representar esta mitología, a la cual el cristianismo salió al paso y que la ciencia moderna ha sido la única en sacar de sus tinieblas»93. El oro del Rin, preludio a las tres jomadas que son La Walkiria, Sigfrido y El crepúsculo de los dioses, está dominado por la lucha de las entidades divinas contra sus enemigos enanos y gigantes, unidos por el trágico vasallaje del oro puesto bajo la custodia de las hijas del Rin. En esta lucha por el anillo mágico, fuente del poder maléfico, los dioses salen embellecidos con la gloria luminosa de los vencedores. La Walkiria muestra a los hombres liberados del miedo original afrontando los poderes tenebrosos guiados por el inmundo enano Alberich. Los dioses descienden entre los hombres con objeto de ayudarles y les enseñan la sabiduría. Brunilda, la joven y altiva walkiria, hija de Wotan, es el personaje central de este drama. Sigfrido, tipo de héroe germánico, inicia la segunda jornada. Dotado de todas las virtudes, el joven desconoce el miedo y, oponiéndose a las fuerzas del mal, mata al dragón Fafner, apoderándose del famoso anillo mágico. Con Brunilda, el héroe descubre el amor, pero la superioridad de los dioses se ha terminado. Al sucumbir a la pasión terrena, la walkiria ha destruido las defensas de la fortaleza del Valhala; ha desatado las runas: «¡Crepúsculo de los dioses, sal del abismo; noche de la nada, nubla el mundo!» En El crepúsculo de los dioses, Sigfrido y Brunilda se han convertido en esposos. Sigfrido es instruido por las Walkirias acerca del sentido de las runas sagradas. El héroe ingenuo es entonces víctima de un personaje diabólico, Hagen, quien le separa de Brunilda atrayéndole a una trampa. Sigfrido muere fulminado por el traidor, mientras la hoguera encendida por Brunilda alcanza al propio Valhala, que se desploma entre llamas. En este poema épico, los dioses intentan sobrevivir dando a luz al linaje humano. Lo que Wotan ignora es que el hombre liberado por él terminará con la omnipotencia divina. Así se cumple el crepúsculo de los dioses. Cada ópera de Ricardo Wagner es una obra profundamente significativa. Lohengrin y Parsifal evocan el mito del Graal y de la sangre pura; con Tristán e Isolda el amor pasión se empareja con el amor divino. Los maestros cantores exaltan a los trovadores medievales

y, más allá, a la epopeya cátara. Finalmente, la Tetralogía nos ofrece el espectáculo de una cosmogonía en formación. No resulta sorprendente que semejante obra, capaz de combinar la fuerza de la inspiración artística con las más grandes aspiraciones espirituales, sedujera al visionario loco y al profeta que fue Adolf Hitler como secuela de la revelación nietzscheana. A la luz de la interpretación filosófica de la obra, veremos qué influencia ejerció el maestro de Bayreuth sobre un Hitler todavía adolescente, que se exaltará hasta el punto de considerarse un semidiós consagrado a los más altos destinos. 2. Significación filosófica de la obra Wagner, como ha dicho Schuré, entró en la leyenda como creador. Si el compositor resucitó las almas de este pasado medieval, era con vistas a elevarse a una esfera superior, en un audaz salto hacia el futuro. El pueblo que escuchaba la música no percibe aún la historia que subyace bajo la poesía; sueña, con un sueño clarividente, sin embargo, su propia imagen, y balbucea, sin saberlo, verdades eternas. Al escuchar a Tristán, se piensa en el inspirado que no puede crear más que lo único, y uno puede imaginarse que Ricardo Wagner se abrevó en la mágica esencia de los trovadores para cantar a Isolda, tal como Dante cantó a Beatriz, y Petrarca a Laura... En efecto, Wagner canta todas las leyendas medievales para terminar con la de la exaltación del Graal en Parsifal, en el que el caballero perfecto es admitido en esta comunidad de valientes donde el espíritu desciende. Pero, ¿cómo podían Ricardo Wagner y Federico Nietzsche trasponer su ideal del futuro y de la perfección a este marco francés medieval? ¿Cómo Perceval —que se asimila a Parzifal en Germania— pudo ser traspuesto a Alemania a no ser por intermedio del Gay Saber (el gay saber de Nietzsche) de los trovadores? Probablemente, se puede afirmar, sin riesgo de equivocarse, que esto fue realizado por los propios trovadores, versados en la lengua alemana después de una estancia más o menos larga al otro lado del Rin, pero, sobre todo, por los discípulos formados por ellos, quienes recibieron en esta región el nombre de Minnesinger, que significa cantores del amor y corresponde al término trovadores. Hay que señalar que el romance de Perceval, caballero perfecto del Santo Graal, fue inspirado por un occitano situado en el grado más elevado del episcopado cátaro, Walther de Aquitania. Este romance, divulgado gracias al poema del trovador Guyot de Provins (o de Provenza, según el caso), fue traducido precisamente por un templario alemán, Wolfram von Eschenbach. Se puede asimilar perfectamente (a la luz de lo que en la actualidad sabemos) a Wolfram, perteneciendo uno de ellos a la Iglesia cátara y el otro a la Orden del Temple, y hablando los dos la misma lengua, la del Graal o de la sangre pura. Un hecho permite confirmar esta filiación catarismo-templarismo: ambos poetas residieron en el castillo del landgrave Hermann de Turingia, castillo de Wartburg adscrito a los landgraves hospitalarios del siglo XIII, que fue precisamente el punto de cita de todos los trovadores o Minnesinger, estando el edificio situado en medio de la frondosa Turingia, no lejos de la montaña encantada de Venusberg (semejante al Monte Tabor de los cátaros, Montségur). Wolfram von Eschenbach sabía el francés bastante correctamente para comprender su sentido; por este motivo, quedó seducido por el poema de Perceval, y como el texto se detenía bruscamente en las aventuras del castillo maravilloso, Wolfram lo recogió, lo continuó, y lo terminó, para hacer de él la apoteosis del templarismo unido al catarismo

occitano. A los lectores deseosos de seguir la filiación maniqueísmo-catarismo-Temple-Rosacruz que describimos a lo largo de nuestra obra, bástenos aportarles un último detalle histórico que les permitirá establecer el vínculo con el nacionalsocialismo; en el monasterio de Loudun, fundado en 1334, bajo la dirección liberal de Pierre de Foix, cuyo nombre proclama este Mediodía cátaro, varios hermanos carmelitas dejaron su nombre grabado en escritura gótica decadente en una escalera, que, por este motivo, fue denominada la escalera de los «graffiti». Ahora bien, entre los nombres de estos hermanos, se descubre el del hermano Guyot, y este hermano Guyot94 adjunta a su nombre, para distinguirlo de los otros «graffitis», la rosa heráldica recargada con la svástica. El hermano Guyot era realmente un rosacruciano templario, miembro de la Iglesia albigense, que encontramos nuevamente en la leyenda del Graal con el nombre del caballero Kyot, duque de Cataluña, al igual que este hermano Guyot que fue el autor de la célebre Biblia cátara (que no escatima elogios sobre la Orden del Temple, en tanto que denigra a todas las demás órdenes religiosas). Podemos sacar en conclusión que la leyenda de Parsifal es una obra pura del catarismo templario, así como La Divina Comedia de Dante consagra esta unión. Señalemos que el romance Lancelot (el «Ancellus» era el servidor de Dios), traducida del inglés por Daniel Arnaud, es hermano de los romances del Santo Graal. También aquí encontramos de nuevo un afiliado del Temple: Gauthier Map (el famoso capellán de Enrique II), que la escribió en lengua sajona. La leyenda arturiana arranca de un origen muy remoto; Arturo, rey de Bretaña, se asimila a un antiguo conquistador ario de los tiempos mitológicos, viniéndole de Oriente los elementos principales del mito. Para el investigador, las analogías son notorias; en efecto, el desplazamiento anual del Sol a través de los signos del Zodíaco y la renovación de la vida en el signo de Acuario sugieren la idea de la búsqueda del Graal emprendida por los caballeros de la Tabla Redonda: los doce signos del Zodíaco son los adoradores del sol que se aventuran a la misma búsqueda que el propio Sol. Volviendo al tema del catarismo y del albigenismo, recordemos que durante la segunda mitad del siglo XII la doctrina cátara realizó una verdadera marcha triunfante a través del mundo civilizado. La vida caballeresca estaba en su plenitud, y los caballeros occitanos estaban tanto en su casa en Tierra Santa como en la Tripolitania, la cual era una provincia románica. La decadencia moral de la Iglesia contribuyó considerablemente a este movimiento antipapal en Occitania. Cuando un misionero del albigenismo predicaba, el pueblo acudía en masa y le escuchaba con fervor; pero si un sacerdote romano tomaba la palabra se le preguntaba irónicamente cómo se atrevía a difundir la palabra de Dios. Esto explica el que san Bernardo de Claraval hubiera dicho de los cátaros: «No ha habido, ciertamente, sermones más cristianos que los suyos, y sus costumbres eran puras.» En esta época, Occitania estaba tan unida al catarismo que se podía hablar con propiedad de la «Occitania, tierra cátara» por excelencia (para recoger el título de una reciente emisión de la televisión francesa). En la gran lucha que se desarrolla entre las fuerzas vivas de Occidente y la tiranía eclesiástica de aquel tiempo, albigenses, templarios, y gibelinos se enfrentaban con el mismo enemigo. La obra de Wagner podría ser realmente para nosotros la visión del trovador..., del último trovador que se elevaba sobre la incomprensión inconsciente. Así, tres elementos religiosos dominan el Tristán.

1. El viejo elemento druídico presente en el rey Marc, hijo de Meinchawn. 2. La creencia ortodoxa inclinada al albigenismo, personificada por la rubia Essylt (Isolda), que acepta con dudas y repugnancia el elemento druídico. 3. Tristán, es decir, el proselitismo albigense. Por lo que se refiere al primer elemento, recordemos que el país de Oc era, juntamente con la Armórica (lo que nos explica la leyenda de Lancelot), la tierra elegida de los druidas, donde la mezcla de los celtas y los aquitanos (iberos) había producido una raza de hombres puros y desinteresados, en los cuales los ojos azules se aliaban a los cabellos morenos. Así, las leyendas del rey Arturo se fusionaron con las de nuestros trovadores, y en el Parsifal de Kyot, el trovador, se encontrará a nuestros templarios en Montségur ante la virgen pura y guerrera, Esclarmonda de Foix. Alemania, por su parte, fue visitada (lo hemos dicho) muchas veces, en la mayoría de los casos so pretexto de peregrinación. En este sentido no faltan pruebas, y puede encontrárselas enumeradas en La historia de los cátaros y albigenses, de Schmidt. Los reinados de Federico Barbarroja y de Federico II facilitaron las relaciones, que, en consecuencia, fueron más frecuentes. Los cantos de los Minnesinger, que no hacen más que reproducir las ideas o traducir las composiciones provenzales, permiten reconocer en estos poemas del Norte las iniciaciones cátaras y, más concretamente aún, maniqueas. ¿Qué ejemplo más bello de este maniqueísmo que el de esos perfectos que renunciaban a todas las satisfacciones de la familia y se consagraban a una vida errante, llena de privaciones, la vida de los trovadores? Éstos eran los maestros o los padres, como los apóstoles llamaban a Jesucristo. De todo esto sólo podemos sacar en conclusión que los albigenses, para conservar la pureza de su fe maniquea, en medio de la racha de hogueras que habían de engullirles, crearon el «Gay Saber». Toulouse era el gran centro donde se aprendía a leer y a relatar las leyendas cátaras a fin de que los trovadores de todos los países pudieran propalarlas en su ruta, y, sobre todo, en las cortes de amor, para aportar noticias de las peripecias de la Inquisición. No hemos de olvidar que el Santo Graal (como explica François Rolt-Wheeler) es el símbolo de la más elevada emoción del cristianismo. La búsqueda del Santo Graal es el símbolo de la aspiración cristiana en la cúspide de su deseo. La cruz era el símbolo de la obediencia, y el Santo Graal el símbolo de la libertad cristiana: la tradición afirma que la primera visión del Santo Graal fue concedida a los Apóstoles por el propio Cristo, en el curso de su enseñanza iniciática, durante el período que media entre su resurrección y su ascensión. Así ocurre que se encuentran elementos de la primera época del cristianismo (e incluso, no dudemos en afirmarlo, precristiana), a saber, gnósticos, mezclados con la leyenda del bardo Merlín, con los secretos del druidismo superior y con la primera caballería del rey Arturo, en el ciclo de las aventuras del Santo Graal. Todo guarda una íntima relación; los trovadores fueron la voz de este sentimiento en el pensamiento de toda Europa, y, sobre todo, en Francia y en Alemania. Con la lectura de estas leyendas se desarrolla al mismo tiempo la acción de las imágenes y se capta mejor el esoterismo musical de Wagner que condensa los temas: lo divino es accesible, se podría decir, al iniciado; lo profano, al estado o espíritu material, y lo lírico al pensamiento musical. La vida espiritual de Wagner fue inmensa. Tres ideas maestras se pueden hallar en este gran compositor:

· El vasallaje del oro inmortalmente expresado en los sublimes compases de El oro del Rin. · La degradación de los pueblos occidentales: tema antiguo, lo hemos visto, degradación cuya causa es la influencia oriental y los vicios de la religión eclesiástica (por oposición a los puros, que son los cátaros y los caballeros del Temple). · Finalmente, la regeneración del hombre por la higiene vegetariana (que Hitler practicará durante toda su vida) y por el arte (considerado como el único intermediario entre el hombre y Dios). Wagner, como los trovadores occitanos, concibió una obra esencialmente esotérica. Podemos citar La romanza de la estrella de Wolfram, inmortalizado entre todas, sin olvidar, no obstante, el maniqueísmo de este mismo Wolfram que cantaba (después de los persas) la piedra caída del Cielo. El origen de esta piedra es probablemente el mismo que el que se le da en Oriente; se atribuye a la caída consecutiva a la rebelión de Lucifer (literalmente «ángel portador de la luz»). Cuando el ángel rebelde fue precipitado al abismo, una esmeralda se desprendió de su corona y cayó sobre la tierra. La esmeralda, según el simbolismo de las piedras preciosas, es piedra profètica. Según la leyenda, de esta gema tallada en forma de vaso sobre 144 caras (el cuadrado de 12 es el número correspondiente a la realización o plenitud) nació el Graal, ya que es siempre del mismo objeto de lo que se trata. Esto nos permite comprender que cuanto más civilizado es un país, más se difuminan sus recuerdos del mundo antiguo, así como también sus mitos originarios. Wagner quiso revivir esta vida anterior. Para ello, no dudó en situar sus escenas en un bosque encantado; quiso hacer pensar a su público y obligarle a reanudar los lazos con el pasado; nada ha sido creado inútilmente, y la obra de Wagner afronta aquí la eternidad. Para este compositor, querer ignorar la leyenda es ignorar todos los conocimientos esenciales de la Humanidad. Desgraciadamente para el investigador, la leyenda cátara y templaria no nos revela todas las fuentes, y, si hemos podido servirnos de todos los conocimientos de la materia, no es menos cierto que los trabajos poéticos de los trovadores fueron destruidos sistemáticamente o requisados para enriquecer la biblioteca secreta del Vaticano. Hoy día no se lee ya la obra poética de los trovadores, porque resulta demasiado fastidiosa, tanto más cuanto que las manifestaciones que describe parecen repetirse. Así, la monotonía albigense resulta pesada al investigador que no posee la clave de donde surge la verdadera Historia del mundo. Para Wagner, que idealizó el triunfo del espíritu y la salvación para todos los hombres, no existe un combate entre el bien y el mal, sino un verdadero foso que será colmado por la dominación divina; nos encontramos aquí ante un maniqueísmo desnudo, trascendido por un mundo superior. Se puede afirmar que, para Wagner, como para los cátaros, la inspiración religiosa se reducía al arte, verdadero puente entre lo humano y lo divino. Pero uno podría preguntarse cuál era el objetivo de esta actualización (en el siglo XIX) del templarismo y del catarismo en la época de la creación wagneriana. A través de esta leyenda cátara y templaría, el objetivo está siempre presente: la institución de un mesías imperial (que los templarios creyeron haber encontrado en la persona de Federico II

de Hohenstaufen, antes de que fuera anulado por la Iglesia, que se había dado cuenta al instante de sus planes). Lo cierto es que la confusión entre el catarismo, el templarismo y el partido imperial o gibelino, se operó después del Concilio de Viena, en 1311. Esta fusión de las fuerzas ocultas tuvo lugar en el Mediodía occitano, esta antigua tierra de los druidas; ahora bien; éstos seguramente dejaron huellas de su pasado, aunque no fuera más que por la influencia espiritual que ejercieron. En efecto, estos hombres sabios no venían a enseñar una religión, sino una filosofía del mundo, una Weltanschauung, dirían los alemanes. Llegados a las Galias, los druidas aportaron con ellos la cruz gamada, para oponerse al materialismo naciente que detestaban. No resulta, pues, asombroso que la región pirenaica, muy frecuentada por los celtas, sea el lugar donde se encuentran mayor número de cruces gamadas antiguas. Sin entrar, por el momento en el estudio de la cruz gamada, podemos señalar que este emblema desaparece completamente en ciertos períodos de nuestra Historia, para reaparecer con fuerza siempre creciente. Así ocurre que era desconocida en la antigua Roma, en tanto que florecía en el noroeste de Europa. Cuando el Imperio Romano se hundió, la svástica penetró victoriosamente a través del mundo antiguo, al mismo tiempo que la cruz céltica (o círculo barrado con una cruz). Igualmente, cuando los templarios se aliaron con los cátaros en el seno de la Orden del Santo Graal, se convino entre ellos que, en lugar de la insignia de la Orden del Temple, que era una cruz (mal vista por ambas partes), unos y otros adoptaran a partir de entonces los símbolos-signos de la paloma, la cruz céltica y la svástica95. En resumen, parece, en efecto, que los símbolos, aunque desaparecieron momentáneamente, siguen viviendo en el subconsciente de los pueblos que fueron sus promotores; así ocurre con la svástica, emblema que había de reaparecer con violencia, primero en el grupo Thule y luego en el nacionalsocialismo. Así, pues, se puede considerar que Ricardo Wagner sirvió de catalizador en el renacimiento de este símbolo «sagrado» que es la cruz gamada. En efecto, la obra del maestro de Bayreuth le dio el impulso que le permitió renacer con su antiguo poder. El único exegeta que ha visto claro en la obra wagneriana —nos referimos a Guido List— considera la svástica como el símbolo de un porvenir eterno, así como el signo sacrosanto de la creencia aria. No seamos eternamente escépticos; la cruz gamada no debería confundirnos en este aspecto: los sustratos ocultos de la Historia son más fuertes que nuestra razón; en ciertas horas, sólo se revelan a los iniciados o a aquellos que los buscan. Deploremos tan sólo el abismo que separa la Edad Media y el siglo XVIII, que fue el peor de los abismos. 3. La interpretación hitleriana de la obra Todo comenzó en Linz, una tarde de noviembre de 1906, a la salida de la ópera. Adolf Hitler y su amigo Kubizek salían de ver la representación de Rienzi de Ricardo Wagner. Hay que recordar los elementos del drama para comprender lo que ocurrió. La historia se desarrolla en Roma en 1347. El pueblo romano está oprimido por la nobleza orgullosa y sin escrúpulos. Aparece Colas Rienzi, amigo de Petrarca, que propone constituir una república italiana e instituir en Roma el Gobierno del Espíritu Santo. Grita: ¡Anuncio a Roma su libertad!

Esto significa que acaba de abatir, por medio de un audaz golpe de mano, el poder existente y que acaba de proclamar la dictadura. Adriano, un noble Colonna que le ha acompañado en su revolución, se inquieta ahora por sus proyectos: Rienzi, ¿cuáles son tus proyectos? Te veo omnipotente. Dime: ¿cómo utilizarás tu poder? Y Rienzi responde: ¡Yo haré a Roma libre y grande! Rechaza la corona, pero acepta que se le llame tribuno96. Mientras tanto, se trama una conjura encabezada por el padre de Adriano. Pero este último, que ama a Irene, la hermana de Rienzi, revela el complot al tribuno. Rienzi perdona, pero los conjurados no renuncian a derrocarlo; Rienzi debe ser asesinado. ¿El populacho? ¡Bah! Quitadle a Rienzi, y será lo que era. Rienzi, abandonado, encerrado en su casa incendiada, grita al pueblo antes de morir: ¡El último de los romanos os maldice! ¡Maldita sea esta ciudad! ¡Que sea aniquilada! ¡Que Roma se pudra y se deseque! ¡Así lo quiere su pueblo degenerado! Al salir de la representación, Adolf Hitler y su amigo Kubizek atravesaron las tranquilas calles de Linz. Hitler estaba silencioso. Continuando su paseo, llegaron hasta las afueras de la ciudad: «Adolf continuaba subiendo, como atraído por una fuerza irresistible. Llegados a la cumbre, la niebla se había ya disipado. Por encima de nuestras cabezas, las estrellas brillaban con toda su magnificencia en un cielo completamente puro. »Adolf se volvió entonces hacia mí y asió fuertemente mis manos entre las suyas. Era un gesto que nunca le había visto hacer anteriormente. Me di cuenta de hasta qué punto estaba emocionado. Sus ojos brillaban de animación. Las palabras no salían de su boca con facilidad, como de ordinario, sino entrecortadas; su tono era ronco. La voz traicionaba su agitación interior. »Entonces, brotó de sus labios un torrente de palabras. Nunca le había oído hablar,

nunca más había de volver a oírle hablar como aquella noche. De pie bajo las estrellas, teníamos la impresión de ser los únicos seres sobre la Tierra. »Recuerdo que me pintó un cuadro delirante de su futuro y del futuro del pueblo alemán. »Hasta entonces, yo había creído que mi amigo quería dedicarse a la pintura o a la arquitectura. Ahora me doy cuenta de que no había nada de esto. Me habló de ambiciones más elevadas, que yo no comprendí suficientemente bien, tanto más cuanto que, en mi opinión, nadie podía ser más grande que el artista. Me habló de una misión que algún día el pueblo le confiaría para liberarle de la esclavitud y elevarle a la libertad»97. A las tres de la madrugada, ambos jóvenes descendían de nuevo hacia la ciudad. «Nos separamos ante la casa de mis padres, y me quedé estupefacto al comprobar que Hitler no se dirigía hacia su apartamento, sino que regresaba en dirección a la montaña. »—¿Dónde vas? —le pregunté, asombrado. »—Quiero estar solo —respondió brevemente. »Le seguí largo tiempo con la mirada, mientras partía otra vez envuelto en su abrigo oscuro, solitariamente, hacia la noche»98. Un día, dice Jacques Ploncard d’Assac99, mucho tiempo después, el propio Hitler relatará a la señora Wagner esta noche de Rienzi y terminará así su relato: «Fue entonces cuando todo comenzó.» De este modo, Wagner, mediante el poder de su magia musical y la fuerza de su evocación oratoria, provocó en el alma del joven Hitler una intensa emoción que jamás le abandonaría. El maestro de Bayreuth acababa de despertar en el adolescente las fuerzas misteriosas y destructoras que agitaban su ser, y esta brusca revelación iba a trastornar la faz del mundo. Como Rienzi, Hitler se consideraba un profeta y un tribuno del pueblo, que predicaba una nueva concepción del mundo y del hombre: «La fuerza que puso en movimiento las grandes avalanchas históricas —escribirá más tarde en Mein Kampf— en el terreno político o religioso, fue solamente, desde tiempo inmemorial, el poder mágico del verbo. (...) Tan sólo una tempestad de pasión ardiente puede cambiar el destino de los pueblos, pero únicamente puede provocar la pasión aquel que la lleva en sí mismo.» ¿Acaso no se perciben en estas palabras los acentos de los grandes profetas y de los iluminados, de los Zoroastros y los Manes, que querían reformar a los pueblos instaurando una nueva religión? Para Hitler, la reforma espiritual debe pasar por la renovación política, encubriendo esta última a la primera, pero esto no podía decirse. En Wagner había el iniciado, el demiurgo, que atraía a Hitler por su Weltanschauung, que se vinculaba con las teorías de la armonía de los mundos. Kubizek, en 1906, percibía ya en su camarada la atracción por el mundo de las leyendas germánicas que habían inspirado la Tetralogía. «Pensaba sin cesar en este mundo y se sentía hecho para él. Se consideraba un héroe de la antigüedad germánica. Una vida llena de audaces proezas le conduciría al paraíso del Valhala para convertirse allí en uno de estos semidioses que veneraba. Este aspecto romántico de Adolf Hitler es importante, ya que durante toda su vida tuvo para el mundo germánico una fe, casi una religión.» Los tiempos oscuros y lejanos adquirieron para él una vida intensa. Las fantasías se convirtieron en realidad. «Wagner, si hubiera vivido, habría podido hacer de la vida de Adolf Hitler una

ópera, y uno casi puede oír las armonías que habría utilizado para ello»100. Hitler conocía a fondo la obra wagneriana y a menudo silbaba suavemente algunos motivos. Por nada del mundo habría faltado al festival de Bayreuth, que cada año seguía con pasión. Impregnado de los mitos wagnerianos, Hitler cavilaba acerca de todos estos símbolos, comenzando por el Graal, cuya significación catarizante no podía escapársele, como tampoco el fondo maniqueo de las óperas wagnerianas, que estaba de acuerdo con su propia visión de las cosas. Así, Tristán e Isolda, cúspide del amor cortesano cantado por los trovadores, es para Hitler la obra principal de Wagner, según su propia expresión. En sus Conversaciones de sobremesa, declara: «El arte de la ópera debe a Wagner el haber llegado a ser lo que es hoy día. Los grandes cantantes que han conseguido un nombre se han hecho célebres como intérpretes de Wagner... A comienzos de siglo, había los llamados wagnerianos. A los otros, no se les daba ningún nombre. ¡Qué satisfacción me ha procurado cada una de las obras de Wagner...! Los diez días del festival de Bayreuth fueron siempre una de las épocas benditas de mi existencia. Y me regocijo con la idea de que algún día podré reemprender esta peregrinación.» Para comprender claramente el carácter místico y sagrado que Hitler atribuía a la creación wagneriana, hay que darse cuenta de que, a los ojos del Führer, el espectáculo de Bayreuth estaba revestido de una significación filosófica esotérica, inaccesible al común de los mortales. «La tradición de los Juegos Olímpicos se mantuvo durante cerca de mil años. Esto proviene, según creo, de un misterio análogo al que se encuentra en el origen de Bayreuth. El ser humano expresa la necesidad de salir de sí mismo, de comunicar una idea que le sobrepasa. El Congreso del Partido, responde a la misma necesidad: y por esto, durante siglos, vendrán hombres del mundo entero a fortalecerse, una vez al año, en la maravillosa atmósfera de Nuremberg.» Escuchemos otra vez a Adolf Hitler en sus confidencias, que revelan una parte de sus pensamientos secretos: «Cuando escucho a Wagner, me parece que oigo los ritmos de un mundo anterior. Imagino que algún día la ciencia encontrará en las ondas emitidas por El Oro del Rin relaciones secretas ligadas al orden del mundo.» «La observación del mundo captado por los sentidos procede a los conocimientos aportados por la ciencia exacta y por la filosofía. El conocimiento sensible tiene valor en la medida que se adecúa a la verdad.» La influencia de Wagner fue determinante en la formación de la visión hitleriana, y no es una casualidad que el Führer hiciera de Nuremberg, ciudad de los Maestros Cantores, el lugar predilecto de las ceremonias nazis. El propio Jacques Bainville ha señalado «este hechizo wagneriano y nietzscheano»101 de los congresos hitlerianos, esta puesta en escena de «las catedrales de luz». En los discursos públicos de Hitler se pueden encontrar las huellas de los mitos tan caros al maestro de Bayreuth. Así, el «trágico vasallaje del oro», este «metal maldito», es denunciado en términos inequívocos como privativo del «materialismo judío». «Si en esta guerra los signos están dispuestos de tal forma que el oro combate contra el trabajo, el capital contra los pueblos, y la actitud reaccionaria contra el progreso de la Humanidad, en tal caso serán el trabajo, los pueblos y el progreso los que consigan la victoria»102. El abandono del patrón oro, desde 1933, había puesto ya de manifiesto este deseo de ruptura: «Hemos desvalorizado el oro; yace en nuestras cuevas y no tiene ya ningún valor.»

(Adolf Hitler.) A todo lo largo de su carrera política, Hitler no cesó de manifestar una gran solicitud por la familia de Wagner, principalmente por el nieto del compositor, Siegfried Wagner y su esposa Winiefried. Sin embargo, es en el libro, hoy día casi imposible de hallar, de Hermann Rauschning, Hitler me ha dicho, donde se encuentran las enseñanzas más valiosas concernientes a la interpretación hitleriana de Wagner. Rauschning nos revela así que «Hitler se negaba a admitir que hubieran existido precursores suyos. No hacía otra excepción que Ricardo Wagner». Asimismo, nadie, según el Führer, sabía lo que Wagner expresaba realmente. «Hitler no pensaba sólo en su genio musical, sino en toda la doctrina wagneriana de la cultura germánica, doctrina revolucionaria hasta en sus menores detalles.» Según Rauschning, fue bajo la directa influencia de Wagner, maestro del neocatarismo de los trovadores, como Hitler se convirtió en vegetariano, ya que, afirma, «Wagner había atribuido una gran parte del fracaso de nuestra cultura a la alimentación a base de carne». Hitler se abstenía de carne, de alcohol y del inmundo tabaco, no sólo por razones higiénicas, sino también por convicción razonada. «Desgraciadamente, el mundo no está maduro para una purificación general.» Wagner —este nuevo trovador— había tenido la revelación, había sido el anunciador del trágico destino del hombre alemán. No sólo era músico y poeta. Era, sobre todo, la más grande figura de profeta que el pueblo alemán hubiera poseído jamás. Él, Hitler, había dado en buena hora, fuera por casualidad o por predestinación103, con las doctrinas de Wagner. Con una exaltación casi mórbida, había constatado que todo lo que leyera en la obra de este gran espíritu se correspondía con ideas intuitivas que dormitaban, por así decirlo, en lo más profundo de su conciencia. Pero es en el mito del Graal, centro de convergencia del neocatarismo wagneriano, donde Hitler descubrirá el símbolo más importante alrededor del cual realizar su propia visión de! mundo. «¿Debe uno permitir que la masa del pueblo se abandone a sus tendencias, o es preciso detenerla? ¿Hay que crear una minoría de verdaderos iniciados? ¿Un orden? ¿Una cofradía de templarios para la custodia del Santo Graal, del augusto receptáculo donde se conserva la sangre pura?»104. Y Hitler proseguía: «Es preciso, por otra parte, comprender Parsifal en un sentido muy distinto de la interpretación corriente, por ejemplo aquella que ofrece el pobre diablo de Wolzogen. Detrás de la tabulación exterior, del tópico de sacristía, de la fantasmagoría seudocristiana del Viernes Santo, algo profundo y grande se trasluce. No es la religión de la piedad lo que está allí glorificado, según el evangelio neocristiano de Schopenhauer; es el culto de la sangre noble y preciosa, de la joya pura y resplandeciente en torno a la cual se agrupó la Cofradía de los Valientes y de los Sabios. El rey Anfortas padece un mal incurable: la corrupción de la sangre. Parsifal, el héroe ignorante, pero puro, debe escoger entre las voluptuosidades del jardín de Klingsor, que simboliza los excesos de la civilización corrompida, y el austero servicio de los caballeros que velan sobre la sangre pura, fuente mística de toda vida. Éste es nuestro drama. Esta peste de la sangre nos afecta a todos, todos estamos mancillados por la contaminación de las razas. ¿Cuál es para nosotros la vía de la curación, de la expiación? La vida eterna que proporciona el Graal sólo está reservada a los hombres de sangre pura, a los hombres nobles. Conozco a fondo todos los pensamientos de Wagner. En las diversas etapas de mi vida, siempre regreso a él. Únicamente una nueva aristocracia puede darnos el beneficio de una nueva cultura.»

Penetramos aquí en el núcleo del pensamiento hitleriano y de sus aspectos más conocidos. En efecto, el Führer confiesa a Rauschning: «Naturalmente, yo sé tan bien como todos vuestros intelectuales, vuestros pozos de ciencia, que no hay una raza, en el sentido científico del término... Y bien, yo, que soy un hombre político, tengo necesidad, sin embargo, de una noción que me permita disolver el orden establecido en el mundo y oponer a la Historia la destrucción de la Historia. ¿Comprende lo que quiero decir? Es preciso que libere al mundo de su pasado histórico. Las naciones son los materiales visibles de nuestra Historia. Es preciso que maneje estas naciones, que las moldee dentro de un orden superior, si quiero terminar con el caos de un pasado histórico que se ha vuelto absurdo. Para cumplir esta misión, la noción de raza es perfectamente utilizable. Trastorna las viejas ideas y abre las posibilidades de nuevas combinaciones. Partiendo del principio de la nación, Francia condujo su gran revolución más allá de sus fronteras. Con la noción de raza, el nacionalsocialismo conducirá a su revolución hasta el establecimiento de un nuevo orden en el mundo»105. Hitler pensaba y escribía como un profeta. Se creía el vidente, el inspirado, el trovador de los tiempos modernos, y creía ser también el del futuro, puesto que, como Wagner, conocía el secreto de la leyenda.

CAPÍTULO VI

LOS ORIGENES SECRETOS DEL NAZISMO

1. Las sociedades esotéricas: Francmasonería y teosofía alemanas EN las declaraciones de Adolf Hitler publicadas por Hermann Rauschning con el título Hitler me ha dicho, y que obtuvieron gran éxito en los años inmediatos a la anteguerra, se puede descubrir nuevamente el importante papel de modelo que desempeñó la francmasonería alemana en la organización esotérica del partido nazi. Como Rauschning se asombraba de que su Führer hubiera podido utilizar alguna cosa de la francmasonería, se le respondió: «Lo que hay de peligroso en estas gentes es el secreto de su secta, y éste es precisamente el que he adoptado. Forman una especie de aristocracia eclesiástica. Se reconocen entre ellos por signos especiales. Han desarrollado una doctrina esotérica que no está formulada en términos lógicos, sino en símbolos que se revelan, gradualmente, a los iniciados. ¿No ve usted que nuestro partido tiene que ser constituido exactamente como esa secta?»106. Hemos evocado ya, a lo largo de los capítulos anteriores, el caso de esta francmasonería tan particular que fueron las logias de los Iluminados de Baviera; ciertamente, no hay que confundirles con la verdadera francmasonería, a la que, para simplificar, calificaremos de humanitaria. A esta última se refiere Hitler, y no le escatimó su odio. Así ocurre que, en 1942, el mariscal Goering firma la orden de lucha «contra los judíos, los francmasones y otros poderes ideológicos», adversarios del III Reich. Por lo demás, esta orden fue seguida, señalémoslo, por la creación de Estados Mayores especiales (Einsatzstabe), cuya misión era la de confiscar y transferir los bienes masónicos. Este pillaje de gran estilo debía permitir a los servicios del profesor Rosenberg organizar las numerosas Exposiciones Masónicas que Europa ha conocido; hay que señalar que el «Rotary-Club» no pudo escapar a esta «razzia», así como los numerosos archivos y bibliotecas con cuya ayuda los escritores nazis esperaban poder «reinventar» la historia de las ideas políticas en Europa. Ya en 1798, por medio de un edicto, Federico Guillermo II de Prusia había prohibido las sociedades secretas, con excepción de las logias antiguas prusianas. El lector no se sorprenderá si le informamos que Hitler actuaría más tarde del mismo modo; en efecto, la prohibición que acabamos de mencionar no se dirigía a estas logias prusianas, cuyo ideal, desde principios del siglo XX, se parecía bastante al pensamiento nazi. La ruptura entre estas logias racistas y las otras cofradías masónicas era tal, que un miembro de estas logias no podía adherirse a masonerías humanitarias. Así, el orden prusiano juaniano, que tenía como ideal espiritual la constitución de un Estado ultranacionalista y racista, no admitía, por tanto, a judíos entre sus miembros. Este carácter tan germánico de la francmasonería alemana sorprenderá a aquellos que conciben a este movimiento filosófico internacional que es la francmasonería como un bloque sin grietas. Cabe subrayar que en este movimiento la diversidad ha existido siempre, ya desde su origen. Lo que hace apasionante el estudio de la francmasonería en Alemania es que esta última se aleja considerablemente de las ideas democráticas y religiosas del

movimiento masón en general. No satisfecho con ser antidemócrata, el orden juaniano, por ejemplo, predicaba un cristianismo dogmático, es decir, gnóstico. Esta búsqueda de un cristianismo dogmático, del cual la presente obra ha trazado su evolución a grandes rasgos, parecía próxima a cumplirse con el advenimiento al poder de los señores de la Tercera Alemania. Esta confirmación nos viene proporcionada por una obra de Paul Emst, aparecida en Múnich en 1935, con el título de Eine Credo, obra a la que nos referimos, ya que es significativa, por más de un concepto, de esta gnosis racista: «La doctrina cristiana comporta el dogma del Espíritu Santo. En todos los tiempos y en todos los pueblos de la cristiandad se ha visto reaparecer esta idea de un tercer imperio, aquél que debe suceder al del Hijo: El imperio del Espíritu Santo. También hoy día se capta confusamente, en la nostalgia del dios alemán, el término del Tercer Reich», y Ernst termina: «¿Será posible que la Humanidad encuentre una religión puramente espiritual, que no tenga necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no sea más que sentimiento?»107. Así, contrariamente a las explicaciones seudohistóricas, que consideraban al Tercer Reich como continuador del Reich de Bismarck y de Guillermo II, la Alemania de Adolf Hitler aparecía claramente (a los ojos de sus fundadores y de sus iniciados) como la tercera época del género humano. Este análisis, que ha escapado a todos los escritores del Reich nazi, lo encontramos de nuevo en las afirmaciones de su propio Führer: «Hubo los tiempos antiguos. Hay nuestro movimiento. Entre ambos, la edad media de la Humanidad, la Edad Media, que ha durado hasta nosotros y que nosotros vamos a clausurar»108. Volveremos a considerar esta gnosis racista, que comenzamos a bosquejar, en nuestros próximos capítulos, y más particularmente en el titulado «Catarismo y hitlerismo», donde trataremos de responder a esta pregunta con toda objetividad. Prosiguiendo el estudio de los grupos esotéricos en Alemania, nos damos cuenta de que la lucha entre las dos formas de francmasonería fue acompañada en aquel país de una lucha entre la magia blanca y la magia negra. Esta magia negra no era otra que la teosofía109, rama poderosa y bien organizada, que había estado en parte ligada con el grupo Thule, donde hemos encontrado a Haushoffer, Hess y Adolf Hitler. La teosofía añadía a esta magia neopagana, que hemos descrito, toda una tramoya oriental: mediante ésta, esperaba presentarse como una síntesis luciferina (es decir, luminosa) entre Oriente y Occidente110. Las doctrinas de la teosofía buscan la clave de su enseñanza en los Vedas sánscritos, en lugar de hacerlo en los libros hebraicos111... Es una americana, Mrs. Blavatsky (emparentada por parte de madre con las mejores familias de la aristocracia rusa), quien debía fundar, el 17 de noviembre de 1875, en Nueva York, la primera sociedad teosòfica. En materia teológica, la teosofía es panteista. Dios es todo, y todo es Dios. Si hay que prestar crédito al coronel Olcott, uno de los primeros teósofos, los dirigentes de la teosofía estaban dotados de poderes supranormales (carácter mediúmnico que aparecerá otra vez en Adolf Hitler). Todos estos fenómenos son destacados en las obras teosóficas y consisten, sobre todo, en comunicaciones efectuadas a distancia por los iniciados. Algunos autores (como René Alleau, en Hitler y las sociedades secretas) han creído ver el origen de esta «mediumnidad» de Hitler en una iniciación del Führer por su fiel discípulo Rudolf Hess. Para René Alleau, sería en Landsberg, con ocasión de su detención después del «putsch» fracasado de Múnich, donde Rudolf Hess (alemán de origen egipcio, no hay que olvidarlo) habría impulsado a Hitler a la práctica de métodos ocultos. Para

nosotros, Hitler estaba ya familiarizado con semejantes prácticas debido a su formación mística anterior y a su afiliación al grupo Thule, y no debía desconocer la declaración gnóstica de 1908 de los teósofos, que se acerca a un punto de absoluta identidad con el credo nazi de Paul Emst. «Hay uno de nuestros dogmas sobre el cual quiero insistir. Se trata del dogma de la salvación femenina. La obra del Padre se ha cumplido, y la del Hijo, también. Queda la del Espíritu, que es la única que puede determinar la salvación definitiva de la Humanidad terrestre y preparar, por esta vía, la reconstitución del espíritu. Ahora bien, el Espíritu, el Paráclito, como lo denominaban los cátaros, corresponde a lo que hay de femenino en la divinidad, y nuestras enseñanzas precisan que ésta es la única cara de Dios verdaderamente accesible a nuestra razón. ¿Cuál será exactamente la naturaleza de este nuevo y próximo mesías?»112. Este nuevo mesías imperial debía ser el señor del III Reich, adepto de esta magia negra a la que había sido iniciado, muy temprano, Adolf Hitler. Poco importa saber si éste era el objetivo de los grupos teosóficos de entonces, o si su misión fue pervertida por la aparición del nacionalsocialismo: la lección principal de este tipo de cosas es que la práctica del ocultismo y de la magia son cosas eminentemente peligrosas y que no deben estar al alcance de todos. Sobre este punto se puede afirmar que la primera víctima del nazismo fue Rudolf Steiner, quien se encontraba, podríamos decir, en la trayectoria de pensamiento de aquellos discípulos teósofos tan especiales que fueron los miembros del grupo Thule. No queremos, aquí tampoco, saber si Rudolf Steiner representaba la verdadera comente de la teosofía. Creemos, no obstante que, al igual que para la francmasonería, existían en Alemania, a principios de este siglo XX, dos corrientes opuestas en el seno de la teosofía: una corriente racista y dominadora (que se oponía a la Cábala hebraica), y una corriente humanitaria, de la que el antropósofo Steiner era el dirigente. Esta corriente, que aún perdura en Europa en el momento en que escribimos estas líneas, afirma que existe una forma blanca y una forma negra de investigación mágica. A la forma blanca de esta magia se incorporan los discípulos steinerianos. Estos últimos afirman que las sociedades neopaganas proceden del mundo subterráneo del mal, del polo maléfico, del que uno puede preguntarse quiénes son los jefes. Parece que René Guénon, en 1921, en su célebre obra El teosofismo, historia de una seudorreligión, pensaba del mismo modo, ya que escribía: «Pero, ¿no habrá quizá, detrás de todos estos movimientos, alguna cosa, por lo demás espantosa, que sus jefes tal vez no conocen y de la que son, por tanto, solamente simples instrumentos?» Esta lucha entre la magia negra de la teosofía neopagana nazi y la magia blanca de Rudolf Steiner (o antroposofía) nos viene relatada por un iniciado en la obra capital de este testigo preferente que fue Rauschning: «Cierto día que el Führer estaba de benévolo humor, una mujer de su séquito, que no carecía de presencia de ánimo, se arriesgó a darle un consejo: “Mi Führer —dijo—, no escojáis la magia negra. Tenéis, todavía hoy, la posibilidad de elegir entre la magia blanca y la magia negra. Pero en el instante en que os hayáis decidido por la magia negra, ésta no saldrá ya jamás de vuestro destino. No escojáis la vía mala del éxito rápido y fácil. Aún tenéis abierta para vos la vía que conduce al imperio de los espíritus puros. No os dejéis apartar de este buen camino por criaturas ligadas al barro, que se aprovechan de vuestra fuerza creadora.”» Y Rauschning, que no ha comprendido nada (lo que refuerza su testimonio),

prosigue: «Esta mujer inteligente expresaba, a su manera, las aprensiones que preocupaban a toda persona que estaba en contacto con Hitler: todos se daban cuenta de que el Führer se abandonaba a influencias maléficas de las cuales no era dueño.» Podríamos añadir. «¡Y con motivo!» La guerra entre la magia blanca steineriana y la magia negra hitleriana se desarrolló mucho antes de la toma del poder por los nazis: ésta es, realmente, la prueba del peligro que representaba la antroposofía para sus adversarios. Hay que hacer notar que esta lucha pasó completamente inadvertida a los ojos de los europeos de entonces: esto debería servir de advertencia para los espíritus débiles y los científicos positivistas de la Historia que, incluso en nuestros días, rehúsan admitir la existencia de fuerzas ocultas que luchan en la sombra. Que cada uno emita su juicio partiendo del caso de la teosofía contemporánea. Lo que sorprende a un observador de este fenómeno ideológico es que las primeras formaciones de SA nazis dispersaron con gran violencia las conferencias de los teósofos steinerianos; las amenazas de muerte (que parece se llevaron a cabo en la persona de los irreductibles, después del acceso al poder por los hitlerianos), y los golpes de mano contra los locales de los discípulos de Steiner se multiplicaron, hasta culminar, en 1924, con el incendio de la sede de esta secta (nos referimos al Goethaneum, erigido en Suiza por Steiner). Este último, con sus tropas dispersas, sus archivos carbonizados, y no hallando ya apoyo frente al odio que se le testimoniaba, había de sucumbir, en 1925, a su pesadumbre. Sin embargo, la lucha de estas dos magias no debía detenerse aquí; parece, efectivamente, que los discípulos de la «Rosa Blanca», organización de resistencia cuya red fue desmantelada por la Gestapo en plena guerra, habían sido una emanación de este movimiento. (La «Rosa», recordémoslo, era el símbolo del cono- miento: éste es el motivo por el que fue escogido por los gnósticos rosacrucianos.) Red de resistencia muy particular, a fin de cuentas, y cuyos jóvenes miembros fueron decapitados en la prisión de Moabitt. Este grupo, ejecutado junto con los organizadores del fracasado atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, incluía en él al joven hijo del principal iniciador de Hitler Karl, Haushofer...113 Albrecht Haushofer, antes de perecer bajo el hacha del verdugo, debía dejar un poema cuya belleza y profundidad podrían servir de punto final a esta lucha: Para mi padre el destino había hablado. Una vez más, dependía de rechazar al demonio en su cárcel. Mi padre rompió el sello, no sintió el soplo del maligno y soltó el demonio en el mundo.

2. Los grupos racistas Entre las sociedades secretas que pululaban en Alemania recién terminada la Primera Guerra Mundial, y cuya variedad acabamos de poner de manifiesto, algunas son típicamente representativas de lo que llegará a ser la gnosis nazi. Entre éstas, la sociedad del Vril y el grupo Thule, denominado también Thulegesellschaft, son las que realmente

parecen haber dado origen al movimiento hitleriano. En los orígenes de la sociedad del Vril114, o Logia Luminosa, se encuentra al escritor francés Louis Jacolliot (1837-1890). Este último había nutrido su inspiración en los pensadores esotéricos, entre ellos en Swedenborg, el iluminado sueco, en Jacob Boehme, el alquimista del siglo XV y uno de los fundadores de la secta Rosacruz, así como en Saint-Martin, el Papa del iluminismo francés del siglo XIX. Jacolliot pasó gran parte de su vida en Asia, y más concretamente en la India, donde sirvió largos años como diplomático. Entre las obras de este escritor citemos algunos títulos significativos: Krishna y Cristo, Las tradiciones indoasiáticas, Reyes, sacerdotes y castas. Jacolliot ve el principio de toda acción humana transcendente en el Vril, formidable reserva de energía de la que el hombre no utiliza más que una ínfima parte. Cosa curiosa, el Vril existe en la India en tanto que secta esotérica, y, hace algunos años todavía, contaba con unos dos millones de adeptos repartidos por el Estado de Maisur. Las sectas adoran el Sol, y, cada mañana, saludan el nacimiento del día. Sus templos muestran en los ángulos inscripciones con motivos de cruces gamadas. La sociedad del Vril115, fundada en Alemania a comienzos de siglo, tenía en este país lazos estrechos con los círculos teosóficos, y, fuera de él, con la «Golden Dawn» británica, fundada por S. L. Mathers. Entre los miembros berlineses de la sociedad de Vril destaca el nombre de Karl Haushofer. Nacido en 1869, este personaje dará mucho que hablar hasta su muerte en 1946. Efectuó numerosos viajes a Oriente, principalmente al Japón, donde estudió el budismo, y a la India. En 1918, Karl Haushofer se instaló en Múnich, refugio de todas las sociedades secretas racistas, y fue uno de los primeros en adherirse al partido obrero alemán, fundado el mismo año por el obrero cerrajero Antón Drexler (partido que se transformó en el NSDAP, bajo el impulso de Adolf Hitler). Con todo, el papel de Karl Haushofer, fundador de la geopolítica, no fue tan importante como se ha querido dar a entender. Es en el grupo Thule donde hay que buscar la inspiración auténtica del nazismo. La Thulegesellschaft, para repetir su denominación alemana, fue creada en agosto de 1918 por iniciativa del barón Von Sebottendorf, extraño personaje que merece nuestra atención. El propio grupo Thule no era más que una emanación de una sociedad secreta mucho más importante titulada Orden de los Germanos (Germanenorden) fundada en 1912, y de la que Sebottendorf era uno de los dirigentes, puesto que desde enero de 1918, se le había confiado la dirección de la provincia bávara de la Orden. Nacido en Sajonia en 1875, Sebottendorf había realizado, antes de la guerra de 1914, numerosos viajes al Próximo Oriente. Durante la guerra de los Balcanes de 1912-1913, dirigió la organización de la Media Luna Roja tinca y fue elevado a la jefatura de la Orden del Rosario (Rosenkranz). Sea lo que fuera, la influencia de este personaje era considerable, ya que, después de la derrota de 1918, podía amenazar impunemente al jefe de la policía muniquesa con desencadenar pogromos que derribarían al Gobierno en caso de que un miembro del grupo Thule fuera molestado. Dentro de este caldo de cultivo de las sectas racistas y ocultistas, surgió el DAP (Partido Obrero Alemán), fundado por Antón Drexler y directamente inspirado por nuestro famoso barón, movimiento que debía hallar su expresión definitiva en el NSDAP y su gran inspirado, Adolf Hitler. La Thulegesellschaft amparaba una red de grupos que se inspiraban en la misma doctrina racista y antisemita de base ocultista, grupos tales como la Unión del Martillo, la

cual contaba entre sus miembros influyentes a Gottfried Feder, uno de los futuros jefes del partido NS. Las reuniones tenían lugar en Múnich, eje de los movimientos secretos y antiweimarianos. En este círculo de iniciados, se descubre igualmente la presencia de Hans Frank, el abogado nazi futuro gobernador general de Polonia, de siniestra memoria, que en esta época gravitaba alrededor de una sociedad de heráldica e investigaciones genealógicas dirigida por el doctor W. Daumenlang, quien había encontrado de nuevo en el blasón de los Hohenzollem la Hakenkreuz, o cruz gamada, bajo la forma de rueda solar. Por lo que se refiere al Völkischer Beobachter, el órgano de Prensa que más tarde, bajo el impulso de Alfred Rosenberg, se convertida en el periódico oficial del partido nazi, acababa de ser adquirido por Sebottendorf en nombre de la Thulegesellschaft. Dietrich Eckart, que fue durante largo tiempo el mentor de Hitler facilitó la operación de compra del periódico proporcionando una suma muy importante cuyo origen permanece en el misterio. En su obra, hoy día rarísima, Bevor Hitler kam (Antes de que Hitler venga), aparecida en Alemania en 1933, el animador de la Thulegesellschaft recuerda cuál fue la fuente esotérica de su doctrina, lo cual enlaza con nuestro punto de vista al demostrar que los fundadores del partido nacionalsocialista no desdeñaban extraer del Islam, religión en pleno movimiento, accesible al esoterismo procedente de Egipto, parte de su inspiración gnóstica. Así, Sebottendorf no dudaba en escribir: «El Islam no es una religión petrificada. Por el contrario, su vitalidad es mayor que la del cristianismo.» ¿De dónde puede venir su fuerza? De su fuente oculta, «de un agua viva que en los primeros tiempos de la Iglesia lo fecundaba todo, y que suscitó en la Edad Media las floraciones más maravillosas». Sólo se puede comprender esta inmersión en las fuentes de las grandes religiones, zoroastrismo, maniqueísmo, budismo, islamismo, intentando situarse en el especialísimo enfoque de los nuevos señores de Alemania. A sus ojos, era preciso encontrar por todos los medios «el hilo del conocimiento perdido», y para conseguirlo había que utilizar las corrientes esotéricas tradicionales, que son las únicas que permiten reconstituir, página tras página, el «Gran libro de la mitología aria». «Es necesario —señala Sebottendorf— demostrar que la francmasonería oriental aún conserva fielmente en nuestra época las antiguas enseñanzas de la sabiduría, olvidadas por la francmasonería moderna, cuya constitución en 1717 representó una separación de la vía justa.» Según su propia visión, Sebottendorf se creía llamado a cumplir una misión: «Al revelar la fuente de estos misterios, no se me puede reprochar ninguna profanación ni sacrilegio —escribe—. Éste es el camino que las órdenes de derviches acostumbran a utilizar, con objeto de adquirir fuerzas especiales mediante técnicas particulares. La mayoría de ellos son hombres que aspiran a la suprema iniciación, aquella de donde proceden los que se han formado y preparado en sus misiones de jefes espirituales del Islam... Esta suprema iniciación es la base práctica de la francmasonería y constituía la obra de los alquimistas y rosacrucianos. Mas para responder a la acusación de una posible traición por mi parte, tengo que declarar que este texto ha sido escrito a petición de los jefes de la Orden. La razón de ello es la siguiente: una vasta organización de la incredulidad, de dimensiones monstruosas, quiere someter al mundo civilizado. Las instituciones religiosas están tan profundamente minadas que ni siquiera pueden rehacerse ni oponer una resistencia unificada. Si no aparecen jefes espirituales en Occidente, el caos puede arrastrar a todos al abismo. En semejante peligro, los hermanos musulmanes se acordaron de que la tradición afirma que hubo un tiempo en que se conocía en Europa la ciencia suprema... La

angustia del momento hizo desaparecer toda objeción a la publicación (de esta obra)»116. En esta iniciación, Sebottendorf reivindica como a su maestro al dirigente de la Unión del Martillo117, Theodor Fritsch (1825- 1933) autor del Manual de la cuestión judía, que obtuvo en su tiempo cierto éxito. El libro de Fritsch evocaba los grandes mitos del pasado que se han convertido en familiares para el lector, gigantes temibles para la «mistificación cristiana». Fritsch ejerció una influencia notable sobre las teorías de la Orden de los Germanos, fundada en 1912, la cual agrupaba a ciertas logias de la francmasonería prusiana (racista), así como a asociaciones antisemitas declaradas. «En mayo de 1914, en Thale —relata Sebottendorf—, los militantes de la Germanenorden formaron una alianza secreta, la primera logia antisemita, destinada a combatir, en tanto que sociedad consciente, a la alianza secreta judía.» La Orden de los Germanos se titulaba igualmente «Alianza para el deber del arte original alemán y para el conocimiento», lo que dice mucho acerca de sus objetivos secretos. El grupo Thule se convirtió en una filial particularmente activa de la sociedad nativa, ya que los principales intelectuales nazis debían surgir de él, apropiándosele numerosos ritos, principalmente el del saludo «Sieg Heil», según los testimonios del propio Sebottendorf. Lo que hace suponer que decía la verdad es la prohibición de su libro, decretado por el Gobierno nazi en 1934. Decía demasiadas cosas. He aquí, según Ray Petitfrére (La mística de la cruz gamada), cuáles eran las reglas de la Germanenorden animada por el barón alemán: «1° La Orden sólo aceptaba como miembro a todo alemán capaz de demostrar la pureza de su sangre hasta la tercera generación. Las mujeres (como en los Iluminados de Baviera) sólo eran admitidas en el grado de amistad, y no debían tener relaciones conyugales más que con un alemán de sangre pura. »2° Debía concederse una importancia especial a la propaganda racista. Era preciso aplicar al hombre las experiencias que se habían realizado en el reino vegetal y animal, y había que demostrar que la causa fundamental de toda miseria consistía en la mezcla de las razas.» En vísperas de la guerra de 1914, un centenar de logias se habían formado ya en todas partes a través de Alemania, agrupando a varios millares de miembros. Naturalmente, toda la organización era secreta. En diciembre de 1917, bajo el impulso de Von Sebottendorf, se decidió la publicación de las Noticias generales de la Orden, destinada solamente a los iniciados, y de las Runas, accesibles a los titulares del grado de amistad. En esta ocasión, Von Sebottendorf asumió la dirección del importante cargo de jefe para Baviera; y el mismo Sebottendorf escribe estas líneas reveladoras: «Esta elección fue importante, ya que Baviera se convertía así en la cuna del movimiento nacionalsocialista.» En las publicaciones de la Orden figuraba en lugar preeminente la cruz gamada, acompañada del símbolo del dios Wotan. En cuanto a la denominación «Thule», que sucedió a la «Orden de los Germanos» hasta el punto de absorberla por completo, resulta muy evocadora, y no será preciso insistir en el mito del continente hiperbóreo. Este nombre forzosamente tenía que atraer a Sebottendorf, siempre a la búsqueda de símbolos mágicos. Por lo demás, el hombre era muy versado en astrología (hizo numerosos horóscopos para altas personalidades). Por su iniciativa, a partir de 1918 las logias se reunían todos los sábados, que es el día de Saturno, astro ligado al destino de Adolf Hitler (nacido bajo el signo de Aries), el cual transcribió el signo astrológico en su firma.

Añadamos que el signo oficial de la Thulegesellschaft, el que decoraba las logias, representaba la cruz gamada atravesada por dos lanzas. La derrota de 1918 favoreció a los grupos esotéricos racistas, que se aprovecharon de la desesperación de numerosos alemanes. Así ocurre que el 9 de noviembre de 1918, es decir, dos días antes del armisticio, Sebottendorf pronuncia el discurso siguiente, que es muy significativo: «Tengo la intención de comprometer a la Thulegesellschaft en este combate —dijo— durante todo el tiempo que conserve el Martillo de Hierro... Hago juramento de ello sobre esta cruz gamada, sobre este signo que para nosotros es sagrado, con objeto de que tú lo oigas. ¡Oh, Sol triunfante!, y mantendré mi fidelidad ante ti. Tened confianza en mí, como yo la tengo en vosotros... Nuestro Dios es el padre del combate, y su runa es la del águila..., que es el símbolo de los arios. Igualmente, para indicar la facultad de combustión espontánea del águila, se la representará en rojo... Éste es nuestro símbolo, el águila roja, que nos recuerda que es preciso pasar por la muerte para poder revivir.» Fijémonos en la adhesión al simbolismo del águila, que será recogida por los nazis, juntamente con la cruz gamada, así como la creencia neognóstica en la encarnación de las almas, en medio de este delirio esotérico destinado a impresionar a los oyentes. En su libro Bevor Hitler kam, Sebottendorf publicó la lista completa de todos los miembros del partido nazi que hablan pertenecido al grupo Thule. Entre los jefes del movimiento hitleriano, se destacan los nombres siguientes, por orden alfabético: Aman (Max): Se convertirá en el director de las ediciones del partido NS. Drexler (Antón): Fundador y presidente del partido obrero alemán, que se transformará en partido nacionalsocialista obrero alemán. Eckart (Dietrich): Redactor jefe del Völkischer Beobachter y consejero de Hitler. Muerto en 1923. Feder (Gottfried): Profesor de economía política, cofundador del partido nazi, diputado del Reichstag en 1924, ministro de Comercio en 1933, Fiehler (Karl): Participó, con Hitler, en el «putsch» del 9 de noviembre de 1923; Obergruppenführer SS y Reischleiter del partido nazi. Frank (Hans): Doctor en Derecho, abogado y consejero jurídico del NSDAP, más tarde gobernador general de la Polonia ocupada (1940). Harrer (Karl): Primer presidente de la Asociación NS de los trabajadores alemanes. Muerto en 1926. Hess (Rudolf): Nacido el 26 de abril de 1894 en Alejandría (Egipto). Frecuenta las Universidades suizas, donde hasta 1914, aprende lenguas extranjeras. Enrolado voluntariamente por toda la duración de la guerra, termina su campaña como oficial de aviación. Uno de los primeros adeptos al partido nazi, participa en el «putsch» de Múnich y comparte la cautividad de Hitler en la prisión de Landsberg. Ministro de Estado en 1933, y delfín designado por el Führer a partir de 1937 (hasta su huida a Inglaterra en 1941). Hitler (Adolf): No es necesario presentar al personaje. Añadamos que Hitler formaba parte del grupo como hermano visitador. Rosenberg (Alfred): Nacido el 12 de enero de 1893. Colaborador de D. Eckart y redactor jefe del Völkischer Beobachter en 1924. Reichsleiter del partido nazi, ideólogo oficial, ministro y jefe de los Servicios Exteriores del NSDAP. Autor, entre otras obras, de la famosa El mito del siglo XX. Sebottendorf (Rudolf von) (de verdadero nombre, Glauer): Adoptado en 1911 por el barón Von Sebottendorf, del que tomó su nombre tras su muerte. Expulsado de Alemania

como indeseable (era súbdito turco desde 1911), regresó a Turquía en 1924, De 1929 a 1931, recorrió México y América. Falleció, ahogado, en 1945. Todos estos nombres nos ilustran sobre el sustrato del grupo Thule y los verdaderos orígenes del nazismo. A nosotros corresponde sacar las consecuencias. Veremos ahora cómo nació el partido nacionalsocialista después de los tan prometedores inicios de un grupo esotérico. 3. Nacimiento del partido nacionalsocialista Cuando fue desmovilizado, tras cuatro años de guerra pasados en el barro de las trincheras, Hitler sintió la derrota de Alemania como una injusticia y una traición, que inmediatamente imputó a los socialistas y a los judíos. Decidido, según sus propias palabras, «a entrar en la política», a partir de setiembre de 1919 se entregó a la búsqueda de un movimiento político nuevo capaz de conciliar el nacionalismo y las aspiraciones sociales de las capas populares. Con motivo de una reunión tenida en una cervecería de Múnich, Hitler descubrió el pequeño partido fundado por Antón Drexler. La Thulegesellschaft había intervenido ya en este núcleo político que constituía el partido obrero alemán, introduciendo en él a uno de sus agentes en la persona de Karl Harrer, miembro influyente del grupo esotérico, en el mes de marzo de 1919. Este periodista había realizado entonces la fusión del círculo político de trabajadores que él animaba con el nuevo partido. Cuando Hitler penetró en la sala de reunión de la «Sterneckbräu», Gottfried Feder (miembro eminente de la Thulegesellschaft) estaba precisamente hablando. Feder, que había de convertirse en el economista titular del NSDAP, se dio cuenta al instante de Hitler, no sólo por lo que este personaje tenía de insólito, sino, sobre todo, porque aquella cara no le era desconocida. Feder había dado, algún tiempo antes, cursos de política destinados al Ejército, cursos que Hitler había seguido regularmente antes de ser desmovilizado. En realidad, el joven Adolf Hitler terna ya sus partidarios desde hacía algún tiempo, pero su virulenta intervención, en el curso de la reunión, contra el discurso de un autonomista bávaro, atrajo la atención sobre él. Antón Drexler invitó a Hitler a participar, a partir de entonces, en las sesiones de su comité. Hitler aceptó la invitación y se inscribió unos días más tarde en el DAP en calidad de miembro n.° 7 (cifra sagrada). Pero fue Dietrich Eckart, escritor y periodista de nombradía, ya inscrito en el partido de Drexler y miembro de la Thulegesellschaft, quien «lanzó» realmente a Hitler, proporcionándole los fondos necesarios para sostener una primera campaña de propaganda. Eckart tomó a Hitler bajo su protección e hizo de él su pupilo político; le presentó, así, al capitán Roehm, oficial político de la Reichswehr que disponía de numerosos apoyos en las esferas dirigentes del Ejército, principalmente por medio de su jefe jerárquico, el general caballero Von Epp. Roehm aportaba de este modo a Hitler la benévola tolerancia de los medios militares y del Gobierno bávaro, sumamente valiosa en tales comienzos políticos. Toda la operación estaba muy bien planeada. No faltan más que dos personajes para reconstituir el «puzzle» original de la empresa: Rudolf Hess y Alfred Rosenberg aportaron al naciente movimiento el refuerzo de sus conocimientos «secretos». Estos dos personajes tuvieron, desde 1920 a 1925, una enorme influencia sobre Hitler, a quien predicaron el evangelio del grupo Thule. Hess y Rosenberg fueron presentados a Hitler por Dietrich Eckart, el cual aparece así decididamente como el eje de la primera aventura hitleriana. En el curso de este libro evocaremos con más detalle el personaje de Alfred Rosenberg, este hombre algo perdido en la fantasía de sus ideas. Digamos ahora algunas

palabras sobre Rudolf Hess. Nacido en Egipto en 1896, Hess recibió una sólida educación escolar y universitaria en Suiza, antes de alistarse en el Ejército, en 1914, para terminar la guerra como oficial de aviación. Nacionalista ardiente y atraído por el placer de lo insólito, Hess se inscribió en el grupo Thule, Fue él quien presentó a Hitler al célebre político Karl Haushofer, antiguo general y profesor en la Universidad de Múnich (hemos hablado ya de su extraña actividad en el seno de la sociedad del Vril). Si añadimos a esta lista a Max Amann, el antiguo sargento mayor de Hitler en el frente (y miembro también de la Thulegesellschaft), que se convertirá en el editor y hombre de negocios del partido, tenemos ya a los principales protagonistas en el origen de la primera aventura hitleriana. Todas estas personas, hemos podido constatarlo, pertenecían a sociedades secretas, grupo Thule o sociedad del Vril. No resulta, por tanto, sorprendente encontrarlas a cada paso mezcladas con la ejecución de los ritos de la nueva religión de la cruz gamada. Disponiendo a partir de aquel momento de una base política, de unos apoyos financieros importantes y de un aparato secreto (que podía guiar Hitler), el partido nacionalsocialista iba a convertirse en la máquina de guerra de estos nuevos gnósticos, máquina que tenía en su cabeza un formidable detonador, Adolf Hitler, único hombre que poseía las cualidades suficientes para despertar otra vez a Alemania de su sueño letárgico y hacer de ella el instrumento dócil de sus proyectos mágicos. En su lecho de muerte, en 1923, Dietrich Eckart aconsejó a sus íntimos: «Seguid a Hitler. Él bailará, pero soy yo quien ha escrito la música. Le hemos dado los medios para comunicarse con ellos... No sintáis mi muerte: yo habré influido sobre la Historia más que ningún otro alemán.»

CAPÍTULO VII

COSMOGONIA HITLERIANA

1. Falsas interpretaciones HEMOS evocado ya las dificultades de análisis con que tropiezan los especialistas de la Historia Contemporánea cuando se trata de hablar del nazismo. Así, todo el mundo puede comprobar la gran vaciedad intelectual existente en las conferencias y obras de los especialistas del nazismo. En efecto, los historiadores de las ideas se limitan al estudio de los acontecimientos y no mencionan ni la política «en espiral» del III Reich, ni la geopolítica tan cara a Karl Haushofer. Con ello, se alinean entre los exegetas que sólo se dan cuenta de una parcela de verdad en este importante fenómeno, tanto por el cortejo de crímenes que lo acompañó, como por las consecuencias que pagamos aún hoy día: nos referimos al reparto del mundo en Yalta y a la descolonización. A estos historiadores, ceñidos al hecho histórico, la advertencia del canciller del III Reich representa un duro mentís: «Los que sólo han visto en el nacionalsocialismo un movimiento político, no han visto nada.» Y lo mismo podemos decir por lo que se refiere al error de asimilación (que se ha hecho clásico en el mundo) consistente en considerar el nazismo y al fascismo como un fenómeno único. En este sentido, nada mejor que recordar el pensamiento íntimo que el Führer de la Gran Alemania confiaba a sus fieles, y solamente a ellos: «Del mismo modo que jamás podrá convertirse al pueblo Italiano en una nación guerrera, tampoco el fascismo ha comprendido nunca cuál es el envite en la lucha colosal que tendrá lugar. Sin duda, podemos aliamos temporalmente con Italia, pero en el fondo sólo nosotros, los nacionalsocialistas, hemos penetrado el secreto de las revoluciones gigantescas que se anuncian»118. Hay que conceder a Louis Pauwels y a Jacques Bergier el mérito de haber sido los primeros en sostener en Francia la tesis según la cual el análisis del nazismo sólo podía realizarse a través del cauce de la magia que caracterizaba la formación de sus dirigentes. No obstante, su obra El retorno de los brujos y su método del realismo fantástico pudieron contribuir quizás a impedir un enfoque claro del fenómeno hitleriano. Dicha obra, en efecto, ha sido seguida por muchas otras, menos honradas en su espíritu y forma, las cuales se contentan con perseguir un éxito editorial, embrollando cada día un poco más lo que valdría la pena de aclarar. Pero, ¿cómo llegar a un enfoque claro y lúcido del fenómeno, si no es tratando de ver lo que fue el enemigo derrotado, en lugar de afirmar de una manera simplista que el bueno venció al malo? Este concepto infantil de la Historia es peligroso en el marco del examen del antifacismo: parece haber sido totalmente inventado para excusarse del hecho de no poder predecir lo que sería el mundo de la posguerra. Al seguir esta tendencia clásica, se ha llegado, de un modo natural, a elevar el desprecio de la persona humana a la altura de una institución. Biafra y Vietnam son sus consecuencias más odiosas. El hecho de que una civilización profundamente alejada de la nuestra haya podido aparecer, desarrollarse y amenazar con arrastrar el mundo en su caída, no debe hacernos

olvidar los antecedentes históricos, so pena de ver renacer esta mística dentro de algunos decenios. Pues se trataba realmente de una nueva religión, de una nueva mística, análoga al nacimiento del cristianismo, cuyo objetivo era establecer sobre toda la Tierra una cofradía universal de amos y señores. Un adepto de esta nueva religión, Alphonse de Chateaubriant, ha descrito el progreso intelectual de esta mística en el alma de la juventud alemana: «Yo observaba cerca de mí al joven fragmento de Alemania, al pedazo de paisaje alemán que formaban su cabeza rubia y sus ojos azules... »—Entonces, ¿qué hace usted...? ¿Cuál es su ocupación principal? »—Estudio la concepción del mundo —me respondió dulcemente—. Nos negamos a pensar y a ser, nos negamos a cruzarnos de brazos ante el determinismo de las supuestas leyes de la materia. Lo que nosotros queremos es algo de tipo interior, es una construcción interior... ¡Pero lo queremos! |No permitiremos que se nos impida construir ante Dios y ante los hombres lo que debe ser construido!» Y Alphonse de Chateaubriant precisaba: «Hablaba como si yo hubiese sido un templario de Francia, uno de los últimos templarios de Francia, una especie de último superviviente de las matanzas y las hogueras de la ciudad, llegado para oír y recoger los pensamientos serios de cualquier rudo caballero de la Orden teutónica»119. Ya el maestro de Ussat, Cadal, gran escritor del catarismo, que Otto Rahn había de encontrar varias veces y al que había de rendir un homenaje respetuoso en el prefacio de su Cruzada contra el Graal, señalaba que la Alemania de 1920 aparecía en plena efervescencia neognóstica con la antroposofía, los diversos rosacrucianismos, etc. Gadal indicaba también que los germánicos aseguraban a las altas esferas cátaras una clientela ferviente; señalaba, finalmente, que Goethe (indiscutible iniciado) y el romanticismo alemán habían sido la cuna de este neocatarismo. Todos los signos del nacimiento de un nuevo profeta, o de la llegada de un mesías imperial germánico, de un Anticristo en el sentido nietzscheano del término, parecían concretarse en 1920. Parece como si nadie se hubiera dado cuenta de esta gama convergente de índices y testimonios: en realidad, se asiste a una verdadera preparación psicológica del pueblo alemán. Esta preparación psicológica es idéntica a la que sacudió a la Edad Media y que apuntaba a la dirección del espíritu humano, cuyas fases pueden ser seguidas por el historiador. Así, el Papa fue el enemigo encarnizado del emperador en el terreno espiritual y temporal, del mismo modo que la Iglesia formalista y rigorista fue enemiga de los predicadores y de los trovadores cátaros que pretendían salvar a las almas al margen de Roma. Asimismo, se había persuadido a Hitler de que era el enviado de la Providencia, es decir, de Dios, para enseñar a los hombres y prender fuego al mundo si era preciso. En El horóscopo de Hitler, Kerneiz declaraba que, en el tema astral de Hitler, la Luna está a 6º 37' de Capricornio, posición que corresponde en el zodíaco hindú al asterismo sravana. Este último tiene una significación muy concreta; su Influencia crea los jefes de escuelas filosóficas y políticas, los fundadores de sectas religiosas. Probablemente a esta particularidad astral —prosigue Kerneiz— el nazismo, o más bien el hitlerismo, debe su carácter místico. Así, el mesías de los arios declaraba: «Vemos en nuestro pueblo la realización de este pasaje de la Biblia que afirma que el caliente y el frío serán aceptados y el tibio rechazado... El mismo Todopoderoso permite

la destrucción de los tibios y desea así nuestra victoria.» Algunos autores, como Pierre Chabert, han recordado que el mundo se había asomado a un abismo inaudito con la aparición de esta «gnosis satánica» que fue el nazismo. Pierre Durban, en una obra muy interesante titulada Actualidad del catarismo, escribe: «La sociedad actual rebosa de crisis espirituales, sin duda antítesis obligatorias de un impulso materialista fundamental de los tiempos modernos. Es preciso también subrayar el carácter planetario de esta ola materialista: tan acusada en el Oeste como en el Este del “telón de acero”. Como lo proclama justamente un pastor alemán: “De un lado se predica esta doctrina, del otro se la practica." »El embrión de estas luchas ideológicas puede encontrarse nuevamente en las luchas medievales, de las que la crisis cátaras sólo fue un elemento entre otros. Siete siglos parecían haber sepultado este drama en las profundidades más oscuras de un pasado olvidado. Tan sólo algunos eruditos o unos pocos fieles revivían aún con emoción estas viejas cenizas, y he aquí que esta terrible epopeya resurge con una presencia y una agudeza nuevas»120. En verdad, y como conclusión, uno está tentado creer, a la luz de todo lo que antecede, que detrás de la personalidad de Hitler hubo algunos «superiores desconocidos», para emplear una expresión voluntariamente ambigua. Parece casi cierto que estos superiores fueron durante algún tiempo extremadamente poderosos. Pero, como ocurre a menudo, la creación iba a superar a sus creadores; este acontecimiento faustiano parecía haberse producido realmente con el nazismo. El Führer, todo lo indica manifiestamente, dotado de una fuerza mental extraordinaria, se escapó de las manos de sus iniciadores, y, como el «golem» de la Edad Media (capaz de revolverse contra su propio creador), les suplantó en la dirección político-mítica de su movimiento. Estamos aquí en la misma base de la génesis hitleriana. No se trata de que nosotros intentemos excusar al nazismo, el lector lo comprenderá fácilmente: pero los horribles acontecimientos que le sucedieron dan a la Historia otra dimensión, la sitúan al nivel de una lucha de dos concepciones espirituales. Rauschning, que se asustaba en tanto que humanista profundamente aristócrata y que no poseía ninguna de las claves del pensamiento del Führer, nos ha permitido captar esta visión mágica de Hitler. «La Creación no se ha terminado. El hombre llega a una fase de metamorfosis. La antigua especie humana ha entrado ya en la etapa de la decadencia y la supervivencia. La Humanidad sube un escalón cada 700 años, y el envite de la lucha, a un plazo mucho más largo todavía que éste, es el advenimiento del Hijo de Dios. Toda la fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Al diverger, ambas variedades evolucionarán rápidamente. Una desaparecerá y la otra alcanzará su cénit. Ésta superará infinitamente al hombre actual: ¿Comprendéis, ahora, el sentido profundo de nuestro movimiento nacionalsocialista?»121 La declaración de guerra del nazismo al humanismo está contenida por completo en esta frase de Adolf Hitler: «Las Tablas de la Ley del Sinaí han perdido todo valor.» En efecto, no podemos más que suscribir la afirmación de que «se conseguiría más fácilmente hacer un hombre civilizado de un brujo bantú, que relacionar con nuestro humanismo a Hitler, Hörbiger o Haushofer. Pero la técnica alemana, la ciencia alemana, la organización alemana, comparables, si no superiores, a las nuestras, nos ocultan este punto

de vista. La formidable novedad de la Alemania nazi es que al pensamiento mágico se añaden la ciencia y la técnica»122. 2. Materialismo y espiritualismo Debido a que el racismo hitleriano se rodea de procedimientos científicos relacionados con la biología, sería un error creer que la concepción nacionalsocialista del superhombre tiene como base un materialismo análogo, por ejemplo, al de los marxistas. Por un movimiento del espíritu que, siendo el mundo como es, nos parece completamente extraño, la gnosis hitleriana pretende actuar sobre el hombre para transformar el Universo, del mismo modo que, por procedimientos místico-religiosos, pretende actuar sobre el Universo para transformar al hombre. En esta perspectiva, la materia actúa sobre el espíritu, y el espíritu sobre la materia, de tal modo que se provoque una transmutación de todos los valores, única cosa susceptible de conducir al superhombre hacia el Punto Omega que es el de la perfección. Tal es la significación de la palabra (en esta interpretación): «yo soy el alfa y la omega»123, y del mito de la serpiente que se muerde la cola de la gnosis. En la base de semejante doctrina, reservada a un pequeño número de iniciados, se manifiesta un orgullo demencial que quiere hacer del hombre su propio Dios, pisoteando la moral tradicional y despreciando la casi totalidad de la Humanidad destinada a retomar (como en el maniqueísmo y en el catarismo) al caos (hylé) de los orígenes. En esta filosofía de la raza, el hitlerismo encontró un apoyo inesperado en un gran escritor francés, que raramente se cita como precursor del nazismo: nos referimos a Renán, quien escribió frases que Hitler no habría rechazado como suyas. El autor de La vida de Jesús revela aquí uno de sus aspectos menos conocidos, el de un racista y esoterista convencido: «Una amplia aplicación de los descubrimientos de la fisiología y del principio de selección podría conducir a la creación de una raza superior, que basara su derecho a gobernar no sólo en su ciencia, sino también en la misma superioridad de su sangre, de su cerebro y de sus nervios. Serían especies de dioses o “devas", seres con un valor diez veces superior al que nosotros tenemos, que podrían ser viables en medios artificiales. La Naturaleza sólo hace algo viable en las condiciones generales; pero la ciencia podrá ampliar los límites de la viabilidad. »Puede concebirse una época en que la producción de un “deva” fuera calculada en un cierto capital, representado por los aparatos caros, las acciones lentas, las selecciones laboriosas, la educación complicada y la conservación penosa de semejante ser contranatura. Una fábrica de Ases, un Asgaard124 podrá ser reconstituido en el centro de Asia. »Uno imagina, pues (sin duda, fuera de nuestro planeta), la posibilidad de la existencia de seres respecto a los cuales el hombre sería casi tan poca cosa como lo es el animal con relación al hombre. »Así como la humanidad nació de la animalidad, así la divinidad saldría de la humanidad. Habría seres que se servirían del hombre como el hombre se sirve de los animales... Pero, repito, la superioridad intelectual implica la superioridad religiosa; hemos de imaginar a estos futuros señores como encamaciones del bien y de la verdad; habría que subordinarse a ellos.» Y Renán prosigue: «De este modo, se concibe un tiempo en el que todo lo que en otra época reinó en el estado de prejuicio y opinión vana reinaría en el estado de realidad

y verdad: dioses, paraíso, infierno, poder espiritual, monarquía, nobleza, legitimidad, superioridad de raza, poderes sobrenaturales, pueden renacer por obra del hombre y de la razón. Parece que si semejante solución se produce, al nivel que sea, en el planeta Tierra, tendrá lugar por conducto de Alemania.» En esto Renán se mostraba buen profeta, y añadía: «Pero no es este país (Francia) el que alcanzará jamás la gran armonía, o, si se quiere, la gran servidumbre de conciencia de que hablamos. Por el contrario, el gobierno del mundo por la razón, si es que debe tener lugar, parece más apropiado al genio de Alemania, la cual muestra poca preocupación por la igualdad e incluso por la dignidad de los individuos, y tiene como objetivo, ante todo, el aumento de las fuerzas intelectuales de la especie»125. Otro filósofo, contemporáneo éste, René Guénon, nos ayuda a comprender esta particular espiritualidad que existió en el origen del nazismo. Guénon, como neognóstico, ve en el mundo la oposición continua del principio cualitativo y el principio cuantitativo. Al afirmar este principio dualista en el dogma racista, los intelectuales nazis no hacen más que transponer la lucha de los dos principios afirmada por Manes y los cátaros, dándole un contenido revolucionario particularmente chocante. La idea básica sigue siendo la misma. Éste es el motivo por el cual las teorías atomistas que van más lejos en el sentido de la reducción a lo cuantitativo eran aborrecidas por los hitlerianos126, que reprochaban en ellas el introducir en la noción de materia una discontinuidad que la aproxima mucho más a la naturaleza del número que a la de la extensión. Éstas son las teorías de René Guénon, para quien el número, al no ser percibido jamás directamente en el estado puro en el mundo corporal, debe ser considerado como constitutivo del modo fundamental propio al terreno de la cantidad. En esta perspectiva, la asociación que parece haber sido subrayada la mayoría de las veces es que relaciona la palabra «materia» (materia o cantidad) con «mater», lo cual significa que la sustancia es un principio pasivo o simbólicamente femenino, en tanto que la esencia es un principio activo o masculino. Esto explica que en todas las tradiciones religiosas el caos se identifica a las tinieblas; es la potencialidad que permite al mundo realizarse en tanto que sustancia; ahora bien, este aspecto sustancial es descrito como el polo tenebroso de la existencia, mientras que la esencia es su polo luminoso, porque es su influencia la que, efectivamente, ilumina este caos para sacar de él el Cosmos. Así, los rayos solares, que ponen de manifiesto y hacen visibles las cosas, realizan al mismo tiempo el espacio que atraviesan y constituyen una imagen del logos divino mediante la cual percibimos la realidad sensible. El Sol es, en efecto, el centro de nuestro Universo, ya que las estrellas no nos permiten damos cuenta del mundo planetario en que vivimos. Desde el punto de vista histórico, la marcha descendente de la manifestación y, por consiguiente, del ciclo, que es su expresión, al efectuarse desde el polo positivo (o esencial) de la existencia hacia su polo negativo (o sustancial), revela que todas las cosas deben adquirir un aspecto cada vez menos cualitativo y cada vez más cuantitativo; y por este motivo el último periodo del ciclo, que es el que nosotros vivimos, debe afirmarse como el reinado de la cantidad. Para los nazis, que van más lejos que Guénon en la relación del individuo con la especie, ésta se encuentra del lado de la forma y de la esencia, constituyendo la raza la superesencia o quintaesencia, hallándose los individuos del lado de la materia o de la sustancia. La especie es, en efecto, totalmente independiente de la ley del número y de la cantidad-masa. Y he aquí la culminación de esta teoría: la uniformación resultante de la ausencia de

distinción cualitativa no desemboca en una unificación, sino todo lo contrario, dado que implica una acentuación cada vez más acusada de la separatividad de las cosas y de los seres. Esto es lo que ocurre en la democracia. La cantidad, pues, no puede hacer otra cosa que separar, produciendo todo lo que proviene de la materia sólo antagonismo entre las unidades fragmentarias que se oponen a la verdadera unidad. Esta oposición cantidad-calidad, materia-espíritu, luz-tinieblas, es la de todas las filosofías dualistas, desde el mazdeísmo al catarismo. Se opone al cristianismo y al judaísmo. Por el contrario, dicha concepción dualista puede encontrarse también en el esoterismo musulmán practicado por los sufíes persas. No resulta, pues, sorprendente descubrir en los escritores nazis más notorios, comenzando por Alfred Rosenberg, una admiración no disimulada por todas las tentativas religiosas que niegan el monismo y persiguen restablecer los lazos con cierta tradición deseosa de volver a enseñar al hombre el lenguaje de los dioses. En 1935, el literato alemán Paul Emst escribió en su obra Eine Credo: «Un alemán de la Edad Media y un místico persa experimentan la misma cosa: uno como cristiano y dentro del marco de la teología escolástica, el otro como mahometano y en las formas de la filosofía chiita. Lo esencial no es la filosofía, ni el cristianismo ni el Islam, sino la experiencia religiosa, el sentimiento que estas formas han revestido. Se puede representar el proceso del modo siguiente: »Gracias al trabajo de varias generaciones de poetas, filósofos, artistas y sabios, el alma del hombre antiguo se elevó, y en lo que antaño había sido una religión ya no veía otra cosa que la angustia del bárbaro ante lo desconocido. Un sentimiento nuevo se había apoderado de estos hombres: sentían que podían convertirse en hijos de Dios. Buscaron entre las formas existentes los dioses, los cultos, los mitos: acudió a sus mentes, por ejemplo, la idea de encamar este nuevo sentimiento en el culto de Mitra, o en los mitos cosmogónicos de los gnósticos. El que experimenta el tiempo como eternidad, El que vive la eternidad como tiempo, Éste es liberado de todo sufrimiento. »Si, por tanto, en la hora actual nuestro pueblo se siente afectado por un nuevo sentimiento religioso, que en muchos individuos solamente puede expresarse en alguna de las formas de la religión cristiana, es comprensible que los hombres tomen este sentimiento por una nostalgia. »Encontramos de nuevo ese elemento que existía entre los mejores de Grecia, en la época en que Sófocles escribió Edipo en Colona: la religión en su estado vivo, la religión que aún no ha encontrado forma. He aquí el elemento común entre la religión, el arte y el amor: son vivos mientras no son más que deseos, y, a partir del momento que son satisfechos, comienza su declive... »¿Sería posible que la Humanidad encontrara una religión puramente espiritual, que no tuviera ya necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no fuera más que sentimiento?» Y el autor nazi, refiriéndose el combate ideológico en que se encuentra comprometida Alemania, concluye: «En esta guerra, un mundo antiguo se desploma. Un mundo nuevo, este mundo que apenas podemos presentir, ¿tendrá también una religión,

religión que no conocemos todavía y que contradice todo lo que conocemos: el III Reich?» Paul Emst, que pone frente a frente al III Reich y sus enemigos, estima que el conflicto se desarrolla, no en una fase material, sino entre la Iglesia Católica y la nueva gnosis: «Si quisiéramos juzgar esta guerra con nuestra razón, nos desesperaríamos. En definitiva, no es más que la continuación de la lucha que emprenden los pueblos durante los tiempos que ellos llaman paz; sólo que esta lucha de ahora es llevada a cabo con otros medios y con otra medida del tiempo.» Para que estos nuevos tiempos se cumplan poniendo fin al ciclo actual, es preciso una batalla de la que el Sigfrido germánico debe salir vencedor. Los dirigentes nazis no ignoraban, sin embargo, cuán apegado estaba el pueblo a la religión cristiana, como tampoco podían desconocer la fidelidad de las minorías a la creencia en el valor objetivo de la ciencia. Por este motivo, se esforzaron en atacar al enemigo por el flanco, sustituyendo el Universo lógico y razonado por un Mundo nacido de la imaginación, una cosmogonía que, al resucitar los mitos paganos ancestrales, derrote al ideal humanista del cristianismo. Con esta idea presente en todo momento en nuestra mente, estudiaremos la delirante y fantástica cosmogonía hitleriana sobre el hombre y el Universo. 3. El hombre y el Universo La doctrina secreta del nazismo concerniente al mundo sensible y a su organización refleja, no nos cansaremos de repetirlo, la concepción dualista de los dos mundos. Por eso las teorías del sabio austríaco Hörbiger encontraron en los nazis tan favorable acogida. Esto explica un acontecimiento que pasó inadvertido en aquel momento, pero que es, sin embargo, extremadamente revelador. Cierto día de verano de 1925, sabios alemanes y austríacos encontraron en su buzón el texto siguiente: «Ahora, hay que escoger: estar con nosotros o contra nosotros. AI mismo tiempo que Hitler limpiará la política, Hans Hörbiger barrerá las falsas ciencias. La doctrina del hielo eterno será el signo de la regeneración del pueblo alemán. ¡Tened cuidado! ¡Poneos a nuestro lado antes de que sea demasiado tarde!» Hörbiger, autor de esta amenazadora carta, estaba en aquel momento en el apogeo de su influencia. Desarrollando una explicación del Cosmos en contradicción con la astronomía oficial, el sabio austríaco pensaba que «la ciencia objetiva es un invento pernicioso, un tótem de decadencia». Únicamente el iluminado, el profeta inspirado, podía pretender acceder al verdadero conocimiento. Disponiendo de cuantiosos recursos económicos, Hörbiger creó su propio movimiento en forma de una asociación destinada a propagar su doctrina mediante la Prensa, los carteles, los folletos..., y la palabra. Sus secuaces se reclutaban a menudo entre las tropas de choque nazis. Se publicaron así docenas de obras bajo la égida del movimiento horbigeriano, que también daba conferencias y difundía un periódico, La clave de los acontecimientos mundiales. Esta curiosa sociedad encontró decenas de millares de adeptos en Alemania y Austria, y consiguió hacer triunfar sus concepciones con la llegada de Hitler al poder, en 1933. Hitler estaba completamente fascinado por las teorías del viejo profeta del hielo eterno, hasta el punto de pedirle consejo en repetidas ocasiones, cuando, por lo general, no escuchaba a nadie. ¿Cuál era realmente la doctrina de Hörbiger a la que se adhirieron varios sabios,

entre ellos el físico Lenard, así como Oberth y Stark, mundialmente conocidos por sus investigaciones sobre la espectroscopia? La teoría de Hörbiger «extrae su fuerza de una visión completa de la Historia y de la evolución del Cosmos. Explica la formación del sistema solar, el nacimiento de la Tierra, de la vida y del espíritu. Describe todo el pasado del Universo y anuncia sus transformaciones futuras. Responde a las tres preguntas esenciales: «¿Qué somos nosotros? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Y responde a todo esto de un modo exaltador»127. La idea principal, y casi mítica, del sistema horbigeriano es la lucha eterna, en el Cosmos, entre el hielo y el fuego, la fuerza de repulsión y la fuerza de atracción. Este principio dualista rige el conjunto de la Creación, y, por tanto, en primer lugar, el sistema solar y nuestro planeta. Hörbiger, que se inspiró en los profundos mitos existentes en el subconsciente de la Humanidad, es partidario de la teoría de los ciclos adoptada por Platón. La Tierra, la vida, la Humanidad, no han conocido una evolución continua, sino una ascensión interrumpida por caídas que hacen retrotraer la Creación a su nivel anterior. Después de la civilización de los gigantes, la Tierra habría sufrido catástrofes sin nombre que habrían engullido continentes enteros (Atlántida, Hiperbórea), comportando la degeneración del hombre superior. Para encontrar otra vez al hombre-dios, es preciso que se produzca otra mutación, que dará nuevamente vida a nuestro Universo bajo el signo de otro ciclo. Encontramos aquí otra vez el fundamento de todas las especulaciones hitlerianas sobre el hombre y el mundo. Basta escuchar las afirmaciones del propio Adolf Hitler para quedar convencido de ello: «La leyenda —manifiesta Hitler en sus Conversaciones de sobremesa— no puede ser extraída de la nada, no puede ser una construcción puramente gratuita. Nada nos impide suponer, y por mi parte creo incluso que es interesante hacerlo, que la mitología constituye un reflejo de cosas que existieron y de las que la Humanidad ha conservado un vago recuerdo. En todas las tradiciones humanas, orales y escritas puede hallarse la mención de una inmensa catástrofe cósmica. Lo que la Biblia relata en este sentido no es privativo de los judíos, sino que seguramente ha sido tomado por ellos a los babilonios y a los asirios. »En las leyendas nórdicas, se habla de una lucha entre gigantes y dioses. »La cosa, a mi parecer, sólo es explicable por la hipótesis de una catástrofe que destruyó completamente una Humanidad que poseía ya una civilización superior»128. De allí la explicación siguiente: «Estoy bastante dispuesto a admitir las teorías cósmicas de Hörbiger. Efectivamente, no puede excluirse el que diez mil años antes de nuestra Era se hubiera producido una interferencia de la Tierra y la Luna que hubiese determinado la órbita actual de nuestro satélite. Es posible, también, que la Tierra hubiera atraído hacia sí la atmósfera de la Luna, lo cual habría transformado por completo las condiciones de la vida sobre nuestro planeta. Se puede suponer que, antes de este accidente, el hombre podía vivir a cualquier altitud (por la simple razón de que no sufría la presión de la atmósfera). Se puede pensar también que, habiéndose abierto la Tierra, el agua se hubiera precipitado en la brecha así formada, que hubiesen seguido explosiones y, luego, verdaderos diluvios a los que las parejas humanas sólo hubieran podido escapar refugiándose en regiones muy elevadas. Me parece que tales preguntas podrán ser contestadas el día en que el hombre establezca de modo intuitivo la relación existente entre todos estos hechos, mostrando así a la ciencia exacta la vía a seguir. De otro modo, jamás levantaremos el velo que se ha interpuesto entre nuestro mundo actual y el que nos precedió. »Si se estudian nuestras religiones en sus orígenes, se descubre en ellas un carácter

más humano del que han adquirido posteriormente. Pienso que las religiones tienen su origen en esas pálidas imágenes de otro mundo, del cual la memoria humana ha conservado un lejano recuerdo. El espíritu humano ha deformado estas imágenes con nociones elaboradas por la inteligencia, y es así como las Iglesias han edificado la estructura ideológica que sostiene aun hoy día su poder»129. Más adelante, el Führer no disimula su admiración por el sabio austríaco y su teoría acerca del hielo eterno: «En la época de Ptolomeo, representaba un gran progreso afirmar que la Tierra era una esfera y que las estrellas gravitaban alrededor de ella. Posteriormente, no se ha dejado de progresar en este sentido. Copérnico, en primer lugar. Copérnico fue, a su vez, ampliamente superado, y siempre ocurrirá así. En nuestros días, Hörbiger ha dado un nuevo paso hacia delante... La ciencia actual pretende que la Luna es una proyección en el espacio de una parcela de la Tierra, y que la Tierra es una emanación del Sol130. La verdadera cuestión radica en saber si la Tierra ha surgido del Sol, o bien si tiene tendencia a acercarse a él. Para mí, no hay duda de que los planetas satélites sufren la atracción de un punto fijo, el Sol. Como el vacío no existe, es posible que la velocidad de rotación y de traslación de los planetas se vaya aminorando. Así, no puede excluirse, por ejemplo, que Marte se convierta un día en satélite de la Tierra. En este conjunto, Hörbiger considera un detalle. Afirma que el elemento que nosotros llamamos agua no es, en realidad, más que hielo fundido (en lugar de ser hielo simple agua helada). Lo que se encuentra en el Universo es el hielo, no el agua. Esta teoría constituía una revolución, y todo el mundo se ha manifestado contra Hörbiger»131. Y, en 1942, tomando resueltamente partido por el sabio revolucionario, el Führer, soñando en proyectos grandiosos, que no pasarían de tales, declaraba: «Haré construir en la otra orilla del Danubio un observatorio en el que estarán representadas las tres grandes concepciones cosmológicas de la Historia: la de Ptolomeo, la de Copérnico y la de Hörbiger»132. Esta profesión de fe horbigeriana no debe sorprendemos en boca del amo de Alemania, formado en la escuela de las sociedades secretas. Queda ahora por explicar la consecuencia de esta cosmología, ya que Hitler no la dedujo delante de sus invitados. Al fin de los tiempos, los ciclos finalizarán con una catástrofe cósmica; la Luna, que gravita alrededor de nuestro planeta, se acercará a la Tierra. Ejercerá sobre nuestro Globo una atracción cada vez mayor, elevando los océanos y provocando gigantescas mareas. Los seres vivientes se refugiarán de nuevo en las montañas y se encontrarán progresivamente aliviados de su peso. Se convertirán en más grandes y más fuertes. Los rayos solares serán más intensos y se producirán mutaciones, creando nuevas razas de animales y nuevos hombres, semejantes a los más antiguos: los gigantes. Finalmente, la Lima aún se aproximará más, estallará por efecto de la velocidad y se transformará en un anillo de piedras, gas y hielo, que girará cada vez más de prisa alrededor de la Tierra. Por fin, este anillo caerá sobre la Tierra, y esto será el Apocalipsis. Pero la Tierra sobrevivirá a esta catástrofe, y, tras nuevos ciclos de vida, se encontrará sin satélite. Un día, sin embargo, Marte, más pequeño que nuestro planeta, pasará dentro del campo de atracción de la Tierra; sin embargo, demasiado grande para ser capturado por ella, no se convertirá, como la Luna, en un satélite. Rozará la Tierra, arrastrando su atmósfera, que irá a perderse en el espacio. Los océanos hirvientes barrerán la corteza terrestre, que estallará. El Globo terrestre, convertido en un astro muerto, se transformará en una enorme bola de hielo que terminará arrojándose dentro del Sol, De este

modo, el mundo estará dispuesto para conocer un nuevo estallido de vida. Esta visión del fin del mundo no ha sido inventada con todos sus detalles por Hörbiger y los sabios nazis. Éstos no hicieron más que recoger por su cuenta las ideas expresadas anteriormente por el maniqueísmo, el cual se inspiraba en mitos muy antiguos. La concepción horbigeriana transpuesta al mundo moderno, es idéntica: se trata del dualismo. «Lo verdadero y lo falso —escribe Manes— retoman cada uno a su raíz; la luz, por su parte, es devuelta a la gran luz; la oscuridad, por su lado, lo es a la oscuridad absoluta. Se reconstituyen los dos principios. Ambos han recuperado (lo que tenían el uno del otro).» Asimismo, en la escatología maniquea y cátara, el Apocalipsis debe tener lugar por el abrasamiento del mundo (abrasamiento, en lugar de glaciación, pero el mito es parecido). Las últimas parcelas de luz se agruparán en una forma gigantesca que subirá hacia el cielo, en tanto que la materia formará una enorme bola (bolos) semejante al caos original. Así, al fin de los tiempos, el fuego y el hielo, los dos principios antagonistas, estarán nuevamente separados uno del otro, como lo estaban en su origen. En la misma tradición, las concepciones de Hörbiger se entroncan con las de los gnósticos y los neoplatónicos de Alejandría. Las Enéadas de Plotino fueron reeditadas en Alemania y en los países ocupados. «Durante la guerra se leía las Enéadas —nos informan Pauwels y Bergier (El retorno de los brujos) en los pequeños grupos intelectuales místicos proalemanes, como se leía a los hindúes, a Nietzsche y a los tibetanos.» Bajo cada línea de Plotino, ciertamente, se podría colocar una frase de Hörbiger, sobre todo, cuando el filósofo griego evoca las relaciones naturales y sobrenaturales del hombre con el Cosmos, y de todas las partes del Universo entre sí: «Este Universo es un animal único que contiene en él a todos los animales. Sin estar en contacto, las cosas actúan y tienen necesariamente una acción a distancia... El mundo es un animal único, y por este motivo es absolutamente necesario que esté en simpatía consigo mismo; en su vida no hay casualidad, sino armonía y un orden único.» Este concepto del mundo es el que inspiró a Hitler y al nazismo en su método de progresión hacia el objetivo final, que es la mutación del hombre y su quimérica transformación en dios. 4. El método de progresión Se anunciaba el alba del siglo XX cuando Bergson profetizaba: «El Universo es una máquina de hacer dioses.» Teilhard de Chardin había de hacerle eco al admitir la hipótesis de una «desviación que da nacimiento a una forma cualquiera de ser ultrahumana»: la famosa teoría de los mutantes biológicos acababa de nacer. Nos damos perfecta cuenta de que esto no iba a disgustar a los dirigentes nazis, ya que esta teoría traía el agua a su terrible molino: veían en ella una afirmación suplementaria a su deseo de crear el superhombre. Veamos cómo se formula este deseo —que Nietzsche había presentido a su modo— en las declaraciones de Hitler: «El hombre nuevo vive entre nosotros, ¡Está aquí!, gritó Hitler con tono triunfante. ¿Os basta eso? Os diré un secreto: He visto al hombre nuevo. Es intrépido y cruel. He tenido miedo ante él.» Estas afirmaciones extáticas, relatadas por Rauschning, son completadas por otras mucho más explícitas: «Del mismo modo que en el alba de una nueva Era geológica, en medio de un estruendo gigantesco, todo el Universo se hunde y surgen nuevas montañas, mientras se

abren abismos insondables y nuevas llanuras y mares fijan sus límites, del mismo modo la actual estructura de Europa será modificada por un inmenso cataclismo... La única posibilidad que tiene Alemania de poder resistir a esta presión es tomar por sí misma la iniciativa y la dirección del inevitable trastorno del cual ha de salir la nueva Era histórica»133. Leyendo estas líneas, uno cree ver hundirse la Atlántida en las aguas, y surgir nuestro mundo actual. No nos equivoquemos, Hitler era consciente de los trastornos futuros de nuestras viejas civilizaciones. Hoy día, en que los trasplantes de órganos se han convertido en moneda corriente, y los cerebros electrónicos comienzan a revolucionar el proceso de adquisición de datos, se inicia ante nuestros ojos la Era del hombre dios. Según todas las posibilidades, y tan paradójico como pueda aparecer, estos hombres del futuro serán conscientes de su relación con el Universo, y en eso serán más semejantes al hombre de la Edad Media que al hombre de 1930, o incluso de 1960. Ésta es la época del Renacimiento y, en grado menor, del progreso de las religiones que nos habían hecho olvidar esta relación, no obstante esencial, que estamos a punto de redescubrir, ya que las expresiones «contaminación atmosférica» y «protección de las especies» son los signos precursores de una catástrofe sin precedente. A partir de aquí, y esto es algo que se puede comprender sin dificultad, existe la gran tentación de franquear esa puerta que se abre a lo desconocido y entregarse a una peligrosa prospectiva. Esto es, al parecer, lo que hizo el nazismo, para desgracia de la Humanidad. Denis Saurat ha resumido maravillosamente esta inmersión en lo desconocido cuando escribe: Nada es seguro, y todo se convierte otra vez en posible...» «En tal caso, la imaginación humana, a la que un par de siglos de ciencia basada en el razonamiento habían sometido en parte, recupera sus fuerzas y utiliza algunos de los datos de la nueva ciencia. Pero la imaginación humana parece ser una constante. Está dispuesta, más que a crear nuevas imágenes, a revalorizar tradiciones antiquísimas, a las que el hombre está apegado desde que es consciente de sí mismo. »Ocurre, pues, que una de las más antiguas leyendas de nuestra civilización, la historia de la Atlántida relatada por Platón, ha cambiado en nuestros días de aspecto y se ha convertido otra vez en creíble»134. Así, desde Platón al sabio nazi Hörbiger, pasando por la teósofa Mrs. Blavatsky, queda patente que todos los hombres deseen reconvertirse en dioses. En una palabra, se trata del retorno al mito de la Atlántida, sostenido por la ciencia y la técnica del siglo XX. El paso, tan alegremente franqueado, del origen de los tiempos (o de los supuestos orígenes), seguía siendo el más duro de realizar para los dirigentes nazis: ¿Cómo predecir el futuro? Ahí reside la idea genial de los señores del III Reich. Nos referimos a la introducción de un aparato mágico y, más concretamente aún, de la astrología al servicio del nacionalsocialismo. En efecto, se ha dicho hasta la saciedad que «gobernar es prever», pero, ¿cómo prever, utilizar y reglamentar las evoluciones naturales, dado que, desde el momento en que el milagro no se produce ya en el templo, desde el momento en que el oráculo ya no habla, y nace el escepticismo, minando los dogmas? Entonces, tiene lugar la ruina de una civilización basada sobre ellos. Para los nazis, el ejemplo de lo que ellos llamaban despectivamente «la civilización judeocristiana» era demostrativa en este sentido. Ahora bien, para Hitler y sus discípulos, entre los cuales estaba Rudolf Hess (apasionado por la

astrología egipcia), la astrología y su renacimiento condicionaban, en tanto que «arte sagrado», el del hombre blanco; para ellos, en efecto, la astrología aportaba una tercera dimensión, al mismo tiempo que una confirmación de la justicia de su causa. No nos extenderemos sobre el caso del mago negro Hannussen, cuya historia es bastante conocida. De lo que queremos hablar al lector es de la parte visible de este iceberg mágico. En efecto, nadie ignora que Hannussen, en el transcurso de una de sus sesiones públicas de adivinación, anunció el incendio del Reichstag y la consagración de Adolf Hitler como Führer de la III Alemania. Con ello, acababa de firmar su condena a muerte, ya que esta seudorrevelación denunciaba implícitamente a los verdaderos incendiarios. Tras el proceso de Núremberg, no queda ya ninguna duda de que fueron los SA de Goering los que se introdujeron en el edificio; el presunto incendiario, Van der Lubbe, estaba muy ligado con un SA berlinés y debía servir de víctima propiciatoria con vistas a declarar fuera de la ley al partido comunista alemán. El caso del mago oficial del nazismo, Rudolf von Sebbottendorf, es mucho más revelador acerca de la penetración de la magia en las esferas dirigentes del nazismo. Este era considerado como uno de los principales astrólogos de su tiempo, y algunos de los trabajos de sus discípulos sobre parapsicología aún son apreciados en nuestros días. Considerado como uno de los creadores del famoso e inevitable grupo Thule, Von Sebbottendorf (1875-1945) no cejó hasta conseguir el advenimiento de un orden racista bajo los auspicios de un jefe divinizado. René Alleau, en su obra Hitler y las sociedades secretas, cita la conclusión de la obra de Sebbottendorf, aparecida en Leipzig el año del fracasado «putsch» de los primeros nazis: «Y ahora, ¡adelante, librito, el momento es propicio! He comenzado este preámbulo el 3 de febrero de 1924, a las 12,30, a 46° de latitud Norte y 90° de longitud Este. Muchos son aquellos a los que aportarás la redención por el conocimiento verdadero»135. No hay nada sorprendente, tampoco, en que todas las fuentes históricas hagan mención de los horóscopos mantenidos cuidadosamente al día por los astrólogos oficiales del régimen. Así, Schwerin von Krosigk había levantado horóscopos anunciando la guerra para 1939, victorias hasta 1941, y luego desastres en serie hasta abril de 1945, en que se produciría una espectacular inversión del curso de la guerra en favor de Alemania. Trevor-Roper, en su obra Los últimos días de Hitler,136 relata la comunicación telefónica que Goebbels mantuvo el 13 de abril con su jefe supremo. «¡Os felicito, mi Führer! Roosevelt ha muerto. Está escrito en los astros que la segunda mitad de abril señala un giro favorable para nosotros. Estamos hoy a viernes 13 de abril. ¡Éste es el giro anunciado!» Y Schwerin von Krosigk —al cual seguimos citando— cuenta que Hitler respondió alguna cosa tranquilizadora, puesto que Goebbels colgó el aparato, «como en éxtasis»137. Así, pues, esta inclinación de los dirigentes nazis por el ocultismo y la astrología debe figurar en la cosmogonía hitleriana como una tercera dimensión llamada a proporcionar las claves del futuro, y no a sustituirlo. Éste es, nos parece, el error de numerosos intérpretes del fenómeno nazi: no querer considerar al ocultismo y la astrología de esta época más que como un derivativo o una chifladura de desequilibrados. A este respecto, conviene dar un mentís a los que no quieren ver en el nazismo más que un sistema político, y en el ocultismo y la astrología hitleriana otra cosa que una prueba del satanismo de sus prácticas. En este caso, lo que hacen es definir la causa por el objeto, y no el objeto por la causa. La mayor parte de los autores contemporáneos describen confusamente los hechos cruciales y esotéricos del nazismo para desembocar en una mística de la cruz

gamada, auténtico vertedero de basuras con pretensión histórica. Así, pues, conviene aunar los elementos de que disponemos y hacer un balance basándonos en nuestras tres dimensiones: La gnosis racista como ideal político y religioso; la mutación del superhombre, simbolizada por la svástica, en el terreno científico, y, finalmente, el ocultismo mágico y la astrología como elementos de adivinación y vínculo con el pasado. Como dichas dimensiones ya están en la mente del lector, podemos abrir la puerta e introducirnos en el laberinto que ha hecho vacilar a tantos investigadores. 5. El objetivo final «Pues bien, sí, somos bárbaros, y queremos ser bárbaros. Es un título honorífico. Somos los que renovarán el mundo. El mundo actual está cerca de su fin. Nuestra única tarea es trastornarlo» (Adolf Hitler). Esta afirmación se vincula con un texto bastante célebre: nos referimos al Apocalipsis según san Juan. Es ello tan cierto, que una obra por lo menos curiosa ha llamado nuestra atención: se trata de los Dos testigos del Apocalipsis, de Albert Maillet. En esta obra, que establece un paralelo entre Hitler y Mussolini, leemos: «Al librar una guerra corporal contra el fariseísmo, Hitler y Mussolini aumentaron su poder en lugar de destruirlo. El fariseísmo sólo puede ser destruido por el poder del espíritu.» O como dice san Juan: «Cuando hayan consumado su testimonio, la bestia que surge del abismo les hará la guerra, les vencerá y les matará.» Y más adelante: «Y por su causa, los habitantes de la Tierra se regocijarán y tendrán gran alegría, enviándose regalos unos a otros, porque estos dos profetas atormentaron a los habitantes de la Tierra.» Norman Cohn demostró que el nazismo se inspiraba, en parte, en la tradición apocalíptica, al escribir: «Promesas milenarias e ilimitadas, expresadas con una convicción ilimitada y profètica ante algunos hombres desarraigados y desesperados, en el ámbito de una sociedad cuyas normas y lazos tradicionales están en vías de desintegración: éste, es, al parecer, el origen de ese fanatismo subterráneo que constituía una perpetua amenaza para la sociedad medieval. Éste es igualmente el origen de los gigantescos movimientos de tipo fanático que en nuestra época han sacudido al mundo entero»138. El objetivo final del movimiento nacionalsocialista nos parece en este caso muy semejante al de los profetas de estos movimientos milenaristas (en el sentido de «millenum»: que anuncian el diluvio) que, según Norman Cohn, «se consideraban investidos de la misión de conducir a la Historia a su realización preestablecida». A partir de aquí, el «puzzle» se pone en marcha por sí mismo, ya que esos profetas, que la mayoría de las veces eran anunciados sobre un fondo de catástrofes, predicaban el advenimiento del reino del Espíritu Santo, desde el punto de vista de una misión religiosa fijada por Dios. Por esto mismo, y desembarazado de estas tres dimensiones filosóficas, científica y mágica, el III Reich se nos aparece como la aplicación de este principio milenarista y profético que había nacido en la Edad Media alrededor del año 1000. El nazismo se manifiesta entonces como el signo precursor de los terrores del año 2000.

CAPÍTULO VIII

EL MITO, REALIZADO

1. Símbolos y emblemas COMO en toda gnosis, es decir, en todo esoterismo, cada símbolo del nacionalsocialismo tiene simultáneamente una significación exterior y un sentido oculto. Así, los colores hitlerianos, el negro, el blanco y el rojo, representan oficialmente los de la Alemania imperial; Hitler lo ha explicado en Mein Kampf. Pero hay una significación esotérica infinitamente más antigua: es preciso remontarse a Manes y a su doctrina para encontrar una explicación válida. En el culto maniqueo, en efecto, los colores de las vestiduras litúrgicas eran precisamente el negro, el blanco y el rojo. Tales concordancias no pueden ser simplemente el resultado de la casualidad. En Historia, esta palabra no tiene ningún sentido. Semejantes hechos representan la continuidad de un elemento esotérico difuso del que la Historia todavía no se ha preocupado. No es nuestro propósito examinar con detalle la significación secreta de los colores nazis, tanto más cuanto que no forman parte de nuestro tema. La cruz gamada es un emblema mucho más cargado de significación y que tiene históricamente una resonancia mucho más profunda. El origen de la svástica se pierde en la noche de los tiempos, de suerte que puede considerársela como el símbolo más remoto utilizado por la Humanidad. La significación más antigua que se ha dado de él es la del símbolo solar. Este signo puede encontrarse por doquier en todo el planeta, en la India, en México, en Palestina o en Europa. Probablemente, fue introducido en nuestro continente por los druidas, grandes iniciados poseedores de un conocimiento procedente de Oriente. El lugar que ocupa en los altares y en los santuarios demuestra que fue objeto de culto. Pero es, sobre todo, en el Mediodía de Francia, y particularmente en la región pirenaica139, donde se ha hallado el mayor número de cruces gamadas. La svástica —relata Maurice Magre— «significó el poder del tiempo, y cuando se convirtió en un signo puramente búdico simbolizó la rueda de las vidas a la que el hombre está encadenado y de la que sólo consigue liberarse gracias a la purificación»140. Asimismo, se vuelve a encontrar el signo en Alemania y en Suecia, es decir, en toda Europa. En el país vasco, la svástica, que por otra parte figura en las armas de la ciudad de Bayona bajo la forma de «croix à virgules», su más antigua representación, ha sido considerada desde siempre como un signo portador de felicidad. Todas las religiones, todas las magias, se basan en el simbolismo. En un punto, al menos, todos los autores están de acuerdo: la svástica es la cruz del movimiento; este movimiento es confirmado por algunos estandartes hitlerianos, donde el símbolo, en lugar de ser estático, indica, efectivamente, el movimiento de la rueda solar. Para unos, y la hipótesis no es inverosímil, la svástica es el instrumento original que utilizaban los brahmanes de la India para producir el fuego sagrado. Para otros, se trata de un símbolo que representa, al mismo tiempo, la luz, la alegría y la vida en marcha hacia la perfección; en una palabra, la energía. Burnouf afirma que la cruz gamada representa fenómenos cósmicos del fuego celeste, el relámpago y el rayo. En cuanto a Wiegfussen, la considera el signo de Teseo, la exhalación eléctrica. Finalmente, otros autores, entre ellos los teósofos, atribuyen a la svástica un carácter metafísico. En tal caso, la svástica tendría

como origen un signo místico, la cruz141. Según nuestras propias investigaciones, sabemos de otra significación de la cruz gamada, que en este caso sería más bien maléfica, porque concentraría los rayos del fuego interior, es decir, del principio de destrucción. Esto viene confirmado por la orientación dextrógira del signo en el estandarte nazi. La svástica hindú gira en un sentido inverso (sinistrógira); ahora bien, si esta última orientación es la de las fuerzas del destino a las que el hombre se alía por un pacto de protección, la primera orientación simboliza la acción del hombre sobre el destino y, a veces, contra el destino. La cruz gamada puede, en tal caso, captar las fuerzas maléficas del Universo y convertirse en un signo de catástrofe y de muerte. Conocemos aún otra imagen que es la «tau» invertida. Se trata aquí de un símbolo del poder de Thor, el gran dios sanguinario de la mitología escandinava. Es el martillo de Thor, con el cual este dios aplasta a sus enemigos. Este martillo comporta siempre la svástica, que no sería otra cosa que el símbolo de la transmutación y que figura en el cuadro hermético filosofal que explica la génesis de la materia. El martillo de Thor es, ciertamente, de origen egipcio, de origen hermético, lo cual se demuestra por su forma y por la inscripción del símbolo de la transmutación. Pero uno puede preguntarse, además, si el iniciado que la llevó consigo bajo esta forma desde Egipto hasta los helados países escandinavos no quiso honrar así a Hermes dándole al gran dios de la mitología nórdica el nombre de Thor. Volviendo al cuadrado filosofal, utilizado en la antigüedad en Oriente, nuevamente se encuentra en él la cruz gamada. Los signos que componen este cuadrado son universalmente conocidos:

Salvo por lo que se refiere al octavo y noveno signos. No pueden ser colocados en un orden diferente del que indicamos. La svástica simboliza la transmutación, es decir, las deformaciones que el hombre puede hacer sufrir a la molécula por desplazamiento de sus átomos. Por oposición, el noveno signo simboliza la disociación, que consiste en librar a los átomos de su prisión molecular, de donde emergen para reemprender la ruta interrumpida en el momento de la constitución de la materia. René Guénon, filósofo del esoterismo, a propósito de este signo, conocido en China, escribe: «Hay un símbolo que está en estrecha conexión con el Yin-Yang: este símbolo es la doble espiral... Esta doble espiral presenta la imagen del ritmo alternado de la evolución

y de la involución, del nacimiento y la muerte; en una palabra, representa la manifestación bajo su doble aspecto... Se puede señalar de inmediato que esto se encuentra en estrecha relación con los dos sentidos de rotación de la svástica, los cuales representan, en definitiva, la misma revolución del mundo alrededor de su eje, pero vista respectivamente desde uno u otro de los dos polos; y estos dos sentidos de rotación expresan claramente la doble acción de la fuerza cósmica de que se trata, doble acción que, en el fondo, es la misma cosa que la dualidad del Yin y del Yang bajo todos sus aspectos»142.

Asimismo, se ha podido ver en la svástica la rueda cósmica de la tradición hermética, a la que ya nos hemos referido. Dentro de un ritmo ternario, se pueden considerar tres términos: deus, homo, rota (dios, hombre, rueda). El tercer término, natura, ha sido remplazado por la palabra rota, que significa rueda; se trata de esta rueda cósmica que simboliza el mundo manifestado y a la que los rosacrucianos llamaban rota mundi. Esta concepción se entronca con la de la masonería operativa escocesa, que ve en la letra G la inicial de la palabra God (Dios), cuya posición es polar y que es la equivalente del griego r, que justifica el origen del término geométrico. «La unión de las cuatro r situadas unas en ángulos rectos con relación a otras, forman la svástica, símbolo, como lo es también la letra G, de la estrella Polar, la cual es, a su vez, el símbolo, y, para el masón operativo, la sede efectiva del Sol Central u oculto del Universo, lah»143. Es interesante indicar que, en este caso, el emblema que estudiamos viene expresado como el principio central que actúa sobre el mundo. La noción de cubo es aquí capital, porque la rueda es; en todas partes, la representación del mundo que efectúa su rotación alrededor de un punto fijo, símbolo que debe ser comparado con la svástica; pero en ésta la circunferencia que representa la manifestación, no está trazada, de modo que es el propio centro del Universo lo que está representado. Así, pues, la svástica no es una imagen del mundo, sino una representación de la acción del principio respecto al mundo. Finalmente, la cruz gamada, en tanto que objeto ritual, fue siempre el principal instrumento de la religión brahmánica, en la que simbolizaba el movimiento y la luz. Éste es el sentido más probable para un signo que está situado en el pórtico de todos los templos y en todas las encrucijadas de caminos. Haya lo que haya de cierto en estas diversas interpretaciones, tan numerosas que se podría dedicar a ellas una obra entera, lo cierto es que Hitler, al escoger la cruz gamada como emblema no inventó este signo. Asimismo, no podía ignorar el sentido preñado de consecuencia, de la utilización de este símbolo, hasta tal punto cierto que no se puede emplear la svástica con cualquier fin.

Símbolo central del nazismo, la cruz gamada fue, por otra parte, acompañada de otros emblemas significativos, tales como el águila y las runas, de las que la sigla SS es su transcripción, inscribiéndose de este modo en Una visión cósmica de lo sagrado que no podemos ignorar. El águila fue escogida por su simbolismo solar. Los intelectuales nazis creían que los primeros pueblos arios (la tribu de los arios del Asia central), refugiados en las montañas, habían hecho del pájaro de las cumbres el rey de las montañas, es decir, aquel que puede mirar al Sol cara a cara. Hemos encontrado al águila en el grupo Thule, acompañando a la cruz gamada. Por lo que al águila imperial germánica se refiere, tiene un sentido hierático, que es el de los blasones. Las runas tienen otra historia. El arte de las runas, pues se trata realmente de un arte sagrado o de una ciencia, era practicado por los antiguos germanos mucho antes de la época medieval. Había runas victoriosas, que proporcionaban valor, sabiduría y toda clase de triunfos (lo que demuestra que no se trataba únicamente de una escritura). Los guerreros las grababan sobre la vaina de sus espadas, como lo harán más tarde los SS en sus puñales, restableciendo así los vínculos con una antigua tradición germánica. Las runas marítimas se esculpían en la proa y el mástil de los navíos; asimismo, las runas protectoras eran inscritas en los lugares que servían de tribunal y sobre el sillón de los magistrados. La escritura rúnica tiene una doble significación: en tanto que representación gráfica, es un vehículo del pensamiento y del lenguaje; en tanto que dibujo, posee un sentido sagrado, que reproduce signos y emblemas que sólo los jefes podían interpretar correctamente. Las runas eran utilizadas en todos los actos importantes de la vida para ejercer una influencia benéfica y proteger a los hombres de los sortilegios y maleficios. El clero católico no cesó de luchar, en el curso de la evangelización en los siglos VII y VIII, contra el empleo de las runas, que se consideraban de inspiración satánica. Con todo, el arte de las runas, huyendo de Alemania, impregnado de influencia cristiana, halló una tierra idónea en Escandinavia, donde persistió vigorosamente hasta el siglo XVI. A partir de aquí comienza su decadencia, seguida de su desaparición casi completa en el siglo XVIII. Al dar a la minoría de las tropas nazis el signo rúnico doble SS, resulta evidente que Hitler quiso subrayar su adhesión al esoterismo nórdico. La magia de los símbolos, cuya explicación está reservada a los iniciados, es uno de los signos destacados del esoterismo. El nazismo, que es un movimiento mágico, no ha escapado a ella. Sin duda, ignoramos un considerable número de símbolos que pertenecían a las más altas esferas de las SS y que jamás han sido desvelados a los profanos. La separación de la Alemania hitleriana en tres clases explica esta laguna. Esta división en tres grados, característica de toda gnosis, precisa de algunas aclaraciones. 2. Los tres grados de iniciación Consistiendo la iniciación, principalmente, en la transmisión de una influencia espiritual, resulta fácil comprender que toda iniciación se opera según un ritmo ternario destinado a iluminar los tres mundos: espiritual, psíquico y corporal. Esta triple distinción que la gnosis introdujo en Occidente y que fue recogida por los cátaros podemos hallarla de nuevo en el hitlerismo, prueba suplementaria de las concordancias entre estos dos movimientos maniqueos. En efecto, el ritmo ternario gnóstico de los cátaros establece una triple distinción entre los neumáticos (espíritu), los psíquicos (alma) y los hílicos (cuerpos). A esta triple

distinción correspondía la clasificación orgánica siguiente: los iniciados, los adeptos y la masa. En el hitlerismo, los neumáticos e iniciados correspondían al Führer y a las minorías (jefes nazis y SS), los psíquicos o adeptos estaban representados por el partido, y los hílicos no eran otros que la masa, o, si se prefiere, el pueblo. Estos tres grados de iniciación que acabamos de describir: el Führer, el partido y el pueblo alemán, están implícitamente contenidos en la divisa del III Reich: Ein Reich, Ein Volk, Ein Führer, únicamente la palabra Volk, que en Francia se traduce por «pueblo», exige por nuestra parte una explicación más matizada. En efecto, no hay nada común entre el pueblo francés, concebido como el conjunto de ciudadanos en tanto que cuerpo político, y el Volk alemán, que es, en realidad, místico y biológico144. En Mein Kampf, Hitler, por lo demás, se ha mostrado bastante explícito: «El Volk es algo sustancialmente distinto a la suma de los individuos. Es un hecho natural que tiene un valor y una vida propios.» Esto nos permite captar mejor la empresa del Führer sobre su pueblo. En efecto, el lazo entre Hitler y la masa de los alemanes estaba constituido por este mediador místico-biológico que es el Volk. Es este último el que efectúa la unión entre los dos polos de la iniciación. Para esquematizarlo en términos simples, diremos que la masa puede ser considerada como la representación orgánica del Volk, en tanto que el jefe habla en su nombre145 y representa el gran sacerdote del Volk, cuyo partido (casta cerrada) es la Iglesia, la comunidad de los adeptos. El nacimiento de esta nueva religión, simbolizada por el Volk (trasfondo mítico de la deificación de la sangre y de la raza), no podía tener otros dogmas que los de su desarrollo histórico. En consecuencia, la religión del III Reich se enfrentaba al cristianismo, para el cual la partición del Valhala no puede existir. El jefe del Frente de Trabajo nazi, doctor Ley, se mostró diáfano en esta cuestión a] declarar: «Nuestra fe, que es lo único que nos puede salvar, es el nacionalsocialismo, y esta fe religiosa no tolera ninguna otra fe junto a ella.» Señalemos también el error de interpretación que numerosos analistas del III Reich han cometido: debido a que en Alemania el catolicismo no era solamente una religión, sino un partido político (nos referimos al «Centrum»), estos analistas no han querido ver en el antagonismo nazismo-cristianismo más que un conflicto de resonancias políticas en el período que precedió a la toma del poder por las camisas pardas. Esto, además de demasiado simplista, equivale a no admitir la evidencia, a saber, que esta lucha era la de una religión contra otra religión. En esencia, la técnica de los nazis no variaba: El Concordato no podía tener como objetivo, desde el punto de vista de los dirigentes alemanes, otra cosa que adormecer al adversario con el fin de aniquilarle más tarde con mayor facilidad. Vemos, de nuevo, que se trata aquí del punto de vista maniqueo y puramente gnóstico aderezado al gusto del día, y del cual la deificación del Volk es uno de sus rasgos dominantes146. Por supuesto, la masa germánica encontraba en este nacionalismo de resonancia pagana una filosofía suficiente y, en el primer momento, liberal, ya que permitía la subsistencia de las viejas religiones. En esto se dio rienda suelta a todo el disimulo hitleriano, pues resultaba fácil agitar el espectro del ateísmo marxista para tranquilizar a los cristianos sobre su suerte. Entretanto, así como el Imperio romano acogió en él a todos los dioses con igualdad de rango, así el nazismo, actuando de este modo, quería demostrar que

no creía ya en ninguno. Por eso la religión de la raza y de la sangre, es decir, la de la Weltanschauung nacionalsocialista, es uno de los peores peligros que el cristianismo haya tenido jamás que combatir. Subrayemos que el Vaticano permaneció mudo respecto a esta lucha, hasta el punto de que algunos creyeron poder acusar a Pío XII de complicidad. Esta actitud puede compararse a la de la Iglesia respecto a la eliminación de los cátaros: en este sentido, la conspiración del silencio es bastante reveladora. Igualmente, en esta lucha espiritual Hitler introdujo en el programa de 1920 del partido nazi el término «cristianismo positivo» para atraer mejor a la nueva religión del Volk, de la que él era el gran sacerdote, a numerosos cristianos. Puede afirmarse que el invento de este cristianismo positivo es un golpe político genial, análogo al de las Iglesias nacionales por parte de los marxistas. Este cristianismo positivo nazi no tuvo jamás otro objetivo que el de engañar la credulidad de un considerable número de personas de las que el hitlerismo quería servirse para sus fines. Para este cristianismo nacionalista y gnóstico, había, en efecto, elementos positivos que convenían mantener y elementos negativos que los nazis rechazaban, a saber: el Antiguo Testamento y las Epístolas de san Pablo, más concretamente. Sin embargo, hay que reconocer que hubo entre los católicos, así como entre los protestantes alemanes, gentes lo suficientemente ingenuas como para invocar el cristianismo positivo, y esto, muy a menudo, con objeto de protestar contra las persecuciones religiosas. La publicación de las SS Das Schwarze Korps (El Cuerpo Negro) les llamó al orden: «Siendo el cristianismo positivo un término introducido por el nacionalsocialismo, sólo éste está calificado para interpretarlo.» Así, al poder establecerse fácilmente el contacto entre el Führer y su pueblo por intermedio del Volk, puede plantearse una cuestión respecto al papel de estos tres grados de iniciación. El lector habrá captado por sí mismo todo el interés que encierra esta clasificación ternaria, y no se sorprenderá si le precisamos que a estos tres grados de iniciación correspondían tres enseñanzas distintas pero perfectamente adaptadas al objetivo perseguido. Para la masa, esta enseñanza consistía en la introducción de un racismo vulgar a base de antisemitismo. Esta doctrina simplificada, y, podríamos decir, visceral, no existía más que en su estado virtual como una verdad vivida, cuyo desarrollo estaba proporcionado a la conciencia del individuo. Más visible es el elaborado racismo enseñado al partido y a sus jefes. Si la masa, los hílicos, no pueden salir de las tinieblas de la ignorancia, no ocurre así con los psíquicos: siendo éstos últimos la «correa de transmisión» con los iniciados, era natural que pudiera serles dispensado el conocimiento. El estudio del partido nazi, el NSDAP, pone de manifiesto que éste no era un partido único como los otros. El NSDAP era el marco y el motor que creaba el Estado, para utilizar la propia expresión de Hitler. El papel del partido nazi no era solamente el de gobernar el Estado, sino también el de intervenir en todos sus engranajes. Este doble papel del NSDAP explica su solidez, que no se debilitó jamás, incluso en los peores momentos de crisis, en tanto que el partido fascista se rompió en mil pedazos a raíz de la detención del Duce. A nuestro juicio, algunos autores atribuyeron a Martin Bormann un papel excesivamente importante, y con frecuencia se habla de su talento de organizador sin saber demasiado bien cuál fue exactamente su cometido, lo cual

es, por lo menos, contradictorio. Aquí nuevamente, la unión entre los iniciados y los adeptos (como entre el Führer y la masa) tiene lugar por intermedio del Volk: se podría decir que el Estado era al partido lo que el partido era al Führer. Esta forma de interpretación es un aspecto importante para quien intente comprender cómo el III Reich pudo movilizar en sus momentos difíciles tantos medios en un tiempo récord. Todo el aparato estatal hitleriano estaba doblado de una jerarquía de funcionarios del partido, a quienes correspondía la decisión política. A partir de aquí, el partido nazi aparecía no sólo como una correa de transmisión a semejanza de los partidos marxistas, sino también como una aplicación de la iniciación progresiva. De nuevo, encontramos la aplicación de un principio eclesiástico que pretende que las Órdenes de origen espiritual (o dogmático) sean separadas de las tareas puramente materiales147. Esto permite explicar por qué el error de confundir al NSDAP con cualquier otro partido político costó tan caro a sus adversarios del momento, y particularmente a los socialdemócratas y a la derecha tradicional. Parece que los únicos que barruntaron el peligro los marxistas y el «Centrum» católico, los cuales se habían dado cuenta del riesgo que representaba la penetración, en todos los escalones del aparato estatal, de esta nueva gnosis. En el pensamiento hitleriano, el poder político, no era más que el instrumento para la realización de la Weltanschauung. La expresión «catedrales de luz» reproduce admirablemente la atmósfera nacionalsocialista de esta época, pues se trataba realmente de hacer comulgar a todo un pueblo con ocasión de la celebración del ritual en Nuremberg o en otros lugares. Hemos recordado por qué los fastos de Bayreuth configuran los de Nuremberg, lo cual ha impulsado a muchas personas a no ver en el III Reich más que un episodio del romanticismo alemán. Estos «pensadores», con un espíritu sintético simplista, opusieron a la Revolución Francesa, racionalista y universalista, el romanticismo alemán poético y nacionalista. Semejante síntesis, elaborada como tranquilizante, reducía la Alemania de Hitler a una explosión racista y nacionalista, análoga a la que Francia había conocido con ocasión del asunto Dreyfus. Esto era, en una palabra, no ver el fondo del problema, es decir, el establecimiento de una gnosis racista de vocación universal que se apoyaba sobre tres grados de Iniciación. El último grado de iniciación, reservado únicamente a los iniciados, a saber, los jefes SS, Hitler, Rosenberg y Hess, guardaba relación con la gnosis y el esoterismo del que el nazismo sacó su fuerza y su apoyo. En este sentido, uno puede preguntarse si los famosos ejercicios de espiritualidad en los que los jefes nazis parecían haber basado su iniciación no eran más que un intento de obtener esta fuerza misteriosa que es el Vril. Por nuestra parte, admitiremos como cierta esta hipótesis, ya que resulta patente que aún hoy las investigaciones de los neonazis se orientan en este sentido. En efecto, nuestra atención se siente atraída por una organización bastante curiosa, la Gran Logia del Vril. Dirigida por Jean-Claude Monet, notorio neonazi (fundador de un partido proletario nacionalsocialista y nórdico, el PPNS, que tiene como señal de reunión la svástica), esta organización, cuya sede está en París (9, rué du Hanovre), utiliza ciertos elementos de lo que parece ser realmente una enseñanza iniciática. Recogiendo la tradición de la Agartha, de la que hemos hablado ampliamente al principio de esta obra, la GLV, en su manifiesto KBL, predica una unión fraternal entre Oriente y Occidente, relacionando amistosamente al dios germánico Odín con los chinos de Mao. De todos modos, lo importante es el programa de acción político-mística que se propone a los adeptos de esta curiosa secta. «Unir en un mismo combate (antifuerzas negras) a la raza más numerosa, los

amarillos, y la raza más capaz, los rubios nórdicos.» Ahorraremos al lector el delirio con pretensiones esotéricas de esta secta, pero llamaremos su atención sobre los estrechos lazos existentes desde el principio entre el movimiento nacionalsocialista y los hindúes tibetanos. Sin embargo, lo que puede parecer sorprendente es que, si los profetas y los fundadores de este movimiento se consideraban iniciados por estas tradiciones orientales, no deberían haber desconocido su destino. Ya que, desde el punto de vista divino, la iniciación occidental y oriental enseña el carácter sacrificial de estos mismos profetas y fundadores de religión... Así, desde su iniciación, el movimiento nacionalsocialista estaba condenado, por su propia mística, a la aniquilación total y sin remedio; el único error de los dirigentes fue el de no extraer las consecuencias y arrastrar en su locura a una parte del planeta. Si hubieran profundizado un poco más en la tradición indo-tibetana, habrían podido darse cuenta del efecto de bumerang que les estaba destinado: la tradición oriental, revela, en efecto, que el avatara primordial del ciclo actual, que no es otro que el fuego, debe retornar, al final del ciclo, para abrasar el mundo y reducirlo a cenizas. 3. Las Órdenes La creación de las órdenes hitlerianas procede de la concepción del «Führerismo», es decir, de la formación de Führer en todos los escalones de la jerarquía nacionalsocialista. Ya, en Mein Kampf, se leía: «Debe reinar una rigurosa jerarquía en todos los escalones del poder, que ha de llegar hasta los más pequeños engranajes del Estado, según el principio que desde siempre ha sido la base de la grandeza del ejército: quienquiera que ejerce un mando tiene sobre aquellos que están debajo de él una autoridad absoluta; a su vez, es el único responsable ante sus superiores.» Las escuelas para el grado de Führer respondían a esta concepción; los Ordensburg o burgos de la Orden, eran tres en total: había, sucesivamente, Crossinsee (en Prusia Oriental), Vogelsang (en el país renano) y Sonthofen (en Baviera). Estos burgos o villas germánicos, que tenían tanto de castillo fortificado como de monasterio medieval, hacían pensar en el Crac de los Caballeros (conjunto fortificado), tan imponente era su arquitectura. El marco había sido cuidadosamente elegido, y esas tres construcciones se elevaban en medio de un paisaje de landas y de bosques. La dirección de estas Ordensburg dependía del NSDAP, es decir, partido nazi, y no de la famosa SS; sin embargo, esta última enviaba allí profesores y alumnos para que perfeccionaran su formación política y espiritual. Es interesante señalar que cada uno de estos tres burgos estaba especializado en una actividad muy particular, puesto que de estos tres establecimientos debía surgir una Orden llamada a tomar el relevo del partido. Así, pues, sólo por error algunos escritores creyeron ver en las SS, y únicamente en ella, a los futuros hombres-dioses del III Reich milenario. Ciertamente, la Orden Negra de las SS existía, pero no representaba más que una parte (importante, sí, pero sólo una parte) de estos futuros Führer de la Europa hitleriana. En cuanto a considerar a Himmler como el jefe de esta Orden nueva (asimilándola a la Orden Negra de las SS), es efectuar una simplificación grosera y exagerar el papel y la importancia de las Waffen SS, de las que sólo una ínfima parte (tres mil hombres todo lo más) debía recibir la iniciación, por lo demás, a un grado variable. En efecto, si se tiene en

cuenta el efectivo de las promociones (1.000 pensionistas eran recibidos anualmente entre los tres burgos), obtenemos, en el mejor de los casos, 15.000 pensionistas, la mayor parte de los cuales moriría en combate entre 1939 y 1945. De todos modos, y de una forma general, el pertenecer a las SS no era obligatorio, al menos, antes del desencadenamiento de la guerra: para aspirar a la inscripción en los burgos bastaba con tener una edad de veinte a veintiséis años, haber aprendido previamente una profesión o un oficio, y, sobre todo, haber dado pruebas de su adhesión al partido ofreciendo un historial de más de cuatro años de antigüedad en las SA, las SS o en las filas de la Juventud Hitleriana. La selección de los postulantes se basaba en la división administrativa de Alemania en Gau: menos de 200 hombres eran aceptados cada año, y solamente unos treinta eran escogidos dentro de cada Gau, en función de los criterios enunciados anteriormente; así, pues, entre el millar de hombres que anualmente salieron del ciclo de los tres Ordensburg no había más que-SS. Lo que ha hecho decir a un considerable número de especialistas de la historia del nazismo que estas Ordensburg estaban reservadas a las SS, es la incorporación durante las hostilidades de estos millares de nazis fanáticos en las SS combatientes o Waffen SS. Lo revelador de esta situación es el número espantoso de pérdidas de las formaciones SS enroladas en 1939 durante la campaña de Polonia. Ésta prueba la insuficiencia de su preparación militar, ya que los SS que se destinaban esencialmente a la carrera de las armas estaban formados en las escuelas militares superiores de tipo clásico, como Bad Tolz y Brunswick. No es nuestro propósito hacer aquí la historia de las SS, esta Orden Negra que Heinrich Himmler había creado y desarrollado con el propósito de satisfacer su complejo de inferioridad frente al ejército alemán regular. Señalemos, no obstante, que, por la fuerza de los acontecimientos, el Cuerpo Negro había de adquirir una importancia creciente en función del fanatismo de sus miembros y de su abnegación a toda prueba durante la duración de la Segunda Guerra Mundial148. Su adecuada formación estaba garantizada, a partir de 1938, por una escuela militar de las Waffen SS (programa parecido al de Saint-Cyr, en Francia, con, además, cursos de guerra psicológica y de policía), cuatro escuelas técnicas destinadas más concretamente a la formación de especialistas de la información militar149 (en Torgau, a orillas del Elba), de contraespionaje interior y exterior (Bernau, cerca de Berlín), de la Gestapo y los comandos (Friedensthal), y, por fin, de oficiales de Estado Mayor. En un artículo aparecido en 1936, el Reichführer SS Himmler definía así el papel de la Orden Negra: «Cada uno de nosotros sabe que no está solo, y que esta fuerza terrible de 200.000 hombres ligados por la fe del juramento le dan un poder incalculable. Guiados por leyes inalterables, estamos unidos y marchamos hacia el futuro. Formamos una comunidad indisoluble... Una Orden nacionalsocialista militar, integrada por hombres de tronco nórdico... antepasados de las generaciones futuras e indispensables para la existencia eterna del pueblo alemán.» En conclusión, los oficiales superiores SS, y sólo ellos, completaban su formación intelectual y política en el marco de estos tres Ordensburg: a partir de 1940 debían, por otra parte, representar la totalidad del efectivo de los burgos, es decir, cinco promociones. Conviene añadir también, para ser más precisos, que, bajo la presión de los acontecimientos militares, la enseñanza intelectual se iría reduciendo progresivamente hasta alcanzar su más simple expresión. Hemos señalado ya que los Ordensburg dependían de un ciclo común de estudios,

del cual eran sus tres eslabones. La especialización de cada una era la siguiente: Crossinsee se ocupaba del entrenamiento físico y militar, Vogelsang de la preparación en el terreno político y espiritual, y, finalmente, Sonthofen de la formación profesional superior, a saber, la preparación para las carreras políticas, diplomáticas y militares. Así, pues, es en Crossinsee donde se iniciaba el ciclo de enseñanza de los futuros Führer. En esta villa de la Prusia Oriental, los alumnos desarrollaban especialmente la resistencia física y el carácter. Esto respondía a los cánones éticos de los futuros jefes que Hitler deseaba para su pueblo: «Formaremos una juventud violenta, imperiosa, intrépida y cruel... No quiero que haya en ella nada de débil o tierno. Quiero que tenga la fuerza y la belleza de los jóvenes animales salvajes. Haré que se adiestre en todos los ejercicios físicos. Ante todo, que sea atlética: es el punto más importante»150. En Crossinsee, el deporte comenzaba en cuanto los internos se levantaban, a las seis de la mañana, y se proseguía durante toda la jomada bajo las formas más diversas; una durísima formación propiamente militar alternaba con estos ejercicios físicos. El carácter se templaba mediante conferencias y seminarios sobre los métodos subversivos y su puesta en acción, que no se disimulaba con principios, doctrinas y escrúpulos. El único objetivo que guiaba esta primera formación era la liberación de todas las convenciones «burguesas», en el sentido absoluto del término. Ésta es la fase nihilista de la selección biológica, la fase nietzscheana de la formación de los aspirantes a Führer. No nos extenderemos más de lo necesario sobre el burgo de Sonthofen, cuya enseñanza repudiaba lo superfluo y se contentaba con formar los hombres políticos y los diplomáticos, al objeto de proceder al relevo del personal «reaccionario» de estas carreras y situar en los cargos directivos a hombres seguros, entregados en cuerpo y alma a sus dirigentes. En esta villa de Baviera cada pensionista se perfeccionaba en la educación particular para la que había optado: político, diplomático, carrera de las armas. Es preciso señalar que todas las ideas, tesis o sistemas nuevos que aparecían en el mundo eran estudiados con relación al concepto nacionalsocialista y en función de éste: «Para nosotros, la gran cuestión en todas las cosas radica en saber si esta cosa es buena para nuestra raza o si puede perjudicarla. Ahora, nuestros maestros no son hombres que enseñan, son hombres que han vivido su vida»151. Por el contrario, el burgo de Vogelsang y la particularísima educación que allí se daba requieren por nuestra parte una larga digresión. La diferencia de este burgo con el de Crossinsee viene subrayada, mucho antes de 1940, por Alphonse de Chateaubriant: «En Vogelsang, debido al carácter de las cosas y de los hombres, se trata más bien del sayal de los caballeros; en Crossinsee, del sayal de los paisanos.» Este sayal de los caballeros consistía, como hemos indicado, en la enseñanza política y espiritual de los Schlungsant-SS, es decir, de los educadores pertenecientes al personal de este cuerpo. (A partir de 1940, formará la parte esencial del cuerpo de profesores.) Se comprenderá fácilmente que Mein Kampf fuera la base de esta enseñanza política. Sin embargo, esta última no se limitaba al estudio de la biblia del III Reich; por el contrario, al lado de una enseñanza análoga a la carrera de Ciencias Políticas o a la preparación para la Escuela Nacional de Administración, tal como hoy día se practica en Francia, el estudio de la historia, biología y economía, con primacía de lo político sobre lo económico, se ordenaba alrededor de este eje central que servía siempre de polo de referencia. Estos diversos programas de historia y biología son suficientemente conocidos

para que podamos resumirlos brevemente. Nos servirán de clave para proseguir nuestra investigación de la cara oculta del nazismo. La historia abarcaba un vasto programa, ya que se iniciaba con la leyenda de Hiperbórea, de la que hemos hablado ampliamente, se proseguía luego con un profundo estudio de la Edad Media, y terminaba en el período contemporáneo con la historia oficial del movimiento nacionalsocialista y su portaestandarte, Adolf Hitler. Anotemos, también, un estudio de los problemas de Extremo Oriente y, más concretamente, de la India, China y Japón. La enseñanza de la Historia servía para manejar la biología bajo la óptica de la historia del antisemitismo y de la filosofía racista considerada como un todo. En efecto, el examen de esta filosofía comprendía, particularmente, el estudio de las obras de Gobineau, H. S. Chamberlain y Alfred Rosenberg. Por lo que se refiere al antisemitismo, derivado del racismo, el enfoque histórico pretendía demostrar el carácter espacial y temporal de la lucha: así, el primer «Millenum», el primer diluvio que había visto la desaparición del continente de Hiperbórea, había contemplado igualmente la supervivencia de tres tribus escapadas milagrosamente al cataclismo: los ases, antepasados de los modernos arios, los gitanos y los hebreos. La historia enseñada en el burgo de Vogelsang tendía a demostrar la traición de los gitanos (por el análisis de su «complejo de culpabilidad colectiva») y el peligro que para los arios representaban los judíos, modernos descendientes de la tribu hebraica. Constantemente se establecía el paralelo entre la raza judía y la raza aria: el objetivo de estas dos razas era el mismo, a saber, la dominación universal mediante la purificación de la raza y su desarrollo mesiánico en el marco de una teocracia militante y de la absoluta conservación de las costumbres ancestrales. Los educadores SS, muy cultivados y totalmente fanatizados, redactaban la historia de la raza hebraica mostrando cómo había podido sobrevivir y progresar a pesar de 2000 años de ininterrumpidas persecuciones: así, pues, correspondía a la raza aria seguir este ejemplo y, al mismo tiempo, exterminar a estos peligrosos competidores en la supremacía planetaria, pues la hora de la gran mutación biológica era casi inminente, y los descubrimientos genéticos y científicos iban a trastornar el orden del mundo y a anunciar el cataclismo cíclico previsto por todos los iluminados y los profetas de la Edad Media y del nacionalsocialismo: era preciso que Alemania encabezara esta evolución, con el fin de perpetuar la especie y desarrollarla. Pero había también una vieja deuda que saldar con los antiguos «traidores» de la civilización hiperbórea: los gitanos. Además, estos últimos eran profundamente asociales, según la visión de los pensadores nacionalsocialistas, puesto que habían efectuado espionaje en favor de una y otra parte de los beligerantes durante la guerra de 1914. Convenía, por tanto, desembarazar a Alemania y a Europa de este cuerpo extraño que transportaba el veneno de la traición, como demuestra este complejo de culpabilidad colectiva del que no conseguían liberarse y que marchaba siempre con ellos en su perpetuo errar: los gitanos, responsables del primer diluvio, deben ser los indicadores del segundo, y la leyenda que les sirve de historia lo recuerda sin cesar. En efecto, en esta leyenda gitana, la historia, difundida desde hacía generaciones, pretende que esta tribu, condenada a errar indefinidamente y a no poder establecerse en las Américas, anunciará el fin de los tiempos cuando comience a asentarse de un modo definitivo152.

Ostentando el triángulo ocre sobre su uniforme a rayas de internado en un campo de concentración, más de 750.000 gitanos habrían de morir en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau, víctimas de su complejo de culpabilidad colectiva y de la cosmogonía político-histórica del sabio austríaco Hörbiger: el estudio de su teoría del mundo helado formaba parte del programa de los alumnos de Vogelsang. En cuanto al resto de esta enseñanza espiritual, salvo los ejercicios de espiritualidad y la biología científica, es escasamente conocido por los expertos del análisis nacionalsocialista, puesto que la iniciación de los Führer comprendía cierto número de grados, y el supremo conocimiento de la verdad aria no debía ser comunicado a todos los pensionistas del burgo. Por nuestra parte, afirmamos que la faceta cátara de Hitler responde a la cuestión, proporcionando la pieza del «puzzle» que faltaba para la completa comprensión de la cosmogonía hitleriana. Si se reconsideran los diferentes elementos disponibles, nos daremos cuenta de que los escritores del nacionalsocialismo y los especialistas de la investigación repiten, desde 1945, la misma cosa, limitándose a cambiar de presentación: falta, sin embargo, incluso en las obras que pretenden ser completas, el denominador común a todos estos elementos inconexos que constituyen el nazismo. Todo el mundo se da cuenta fácilmente de que el

nivel intelectual de un Hörbiger o un Haushofer era singularmente elevado; los instructores de Vogelsang, como Otto Rahn, mostraban una cultura poco común sobre los problemas que se habían dedicado a estudiar. Pero la eterna cuestión sigue planteada desde 1945: «Cuál era, pues, esta piedra angular de la cosmogonía hitleriana que impulsaba a estos hombres a ir “más allá del bien y del mal”? ¿Cuál era el motor, el molde de donde habían salido los responsables del nuevo orden?» En el semanario Carrefour del 6 de enero de 1960, Jacques Nobécourt, periodista e historiador, con ocasión del arresto del profesor Heyde en Alemania (había sido responsable de la eutanasia de los enfermos mentales del Reich) manifestaba: «La hipótesis de una comunidad de iniciados, subyacente al nacionalsocialismo, se ha impuesto poco a poco. Una comunidad verdaderamente demoníaca, regida por dogmas ocultos, mucho más elaborados que las elementales doctrinas del Mein Kampf o de El mito del siglo XX, y que utilizaba ritos, cuyas huellas aisladas no se descubren fácilmente, pero cuya existencia a los analistas les parece indudable.» Totalmente de acuerdo con este juicio, podemos afirmar que, a pesar de la desaparición de los documentos procedentes de la enseñanza iniciática de los jefes superiores de las SS, se puede reconstituir fácilmente, a la luz de estas explicaciones, la pieza del «puzzle» mágico necesaria para la comprensión del fenómeno. Nuestra explicación tiene el mérito, creemos, de unir a las investigaciones alemanas sobre los orígenes de la humanidad blanca hasta la Edad Media en general, y hasta Montségur en particular, el conjunto histórico, cultural y esotérico de la Weltanschauung nazi. Ningún autor serio se ha planteado jamás la cuestión, a fin de cuentas fundamental, de saber por qué la lectura de La cruzada contra el Graal y La Corte de Lucifer en Europa, del autor alemán, coronel SS por añadidura y miembro de la «Ahnenerbe» (organismo superior de investigación SS), Otto Rahn, había sido declarada obligatoria por el Reichsführer SS para los oficiales superiores de esta nueva Orden teutónica, confiriéndoles así el valor de evangelios... Las obras de este tipo no eran, sin embargo, muy numerosas, y el hecho de que su lectura fuera obligatoria demuestra que contenían la clave de la cosmogonía hitleriana, a poco que uno se moleste en buscarla... El singular reportero que era Alphonse de Chateaubriant hablaba a los iniciados de estos nuevos evangelios cuando escribía, hace más de treinta años, refiriéndose al enorme comedor de Vogelsang: «Toda esta blancura se debía a la repetición de un millar de cubiertos inmaculados, cada uno con su impecable servilleta, dispuesta como una flor, al mismo tiempo que, cerca de cada copa, en su jarrón de cristal, descansaba en su vasta plenitud floral una gran margarita reina, brillante y lustrosa, que difundía sus rayos blancos, como una obra maestra salida del divino taller de los magos de Meissen... »Vosotros que, por intermedio de una somera lectura, recibiréis la impresión atenuada, pero, sin embargo, auténtica, de este hecho singular, no tengáis ninguna duda: una blancura tan franca y pura y una expansión floral tan notable practicada por ese millar de jóvenes, mañana los conductores de un pueblo, dice mucho en esta hora de suciedad sobre el valor de sangre y alma aportado por esta humanidad que se levanta para ser una fuerza inquebrantable. Dice mucho sobre lo que se elabora en el alma de los germanos, sobre lo que quieren salvar de sí mismos en sí mismos, extirpando los aspectos demoniacos de los humanos que, antaño, merecieron o provocaron el diluvio. Dice mucho sobre lo que representó en el alma germánica la continuidad de esta flor de pureza que han proclamado los mitos de su raza.

»Para mí, ante esa blancura perfecta, en el seno de la cual se han reunidos estos mil jóvenes caballeros del Vogelsang, no puedo evitar de pensar en el alma de Lohengrin y de Parsifal, descubrir entre estas dos purezas una relación de fidelidad milenaria e indestructible descendencia, ver que, a través de la misma sangre, la pureza de la leyenda y la pureza del hombre nuevo se sostienen juntas en la misma rama del árbol de Dios.» Para nosotros, a la luz de estas líneas, todo se ordena desde ese momento alrededor del tema central del Graal (cuya evolución histórica fue sofocada por el simbolismo cristiano, especialmente en Francia) y en tomo a una cierta iniciación aportada por algunos «superiores desconocidos» (para emplear un término de moda), según toda probabilidad procedentes de la India o del Tíbet: al tratar de explicar la primera iniciación hitleriana, aparecen en primer plano la presencia de una colonia tibetana en Berlín y el papel de la sociedad del Vril. Creemos que Adolf Hitler y sus discípulos escaparon, más tarde, a esta corriente oriental, o se orientaron (tal vez bajo las indicaciones de estos mismos «superiores desconocidos») hacia una búsqueda propiamente occidental del conocimiento del destino humano. Todo esto viene demostrado por los hechos históricos y por la pérdida de la influencia de los primeros compañeros de viaje del Führer. De todos modos, cualquiera que se escoja entre estas tres hipótesis: oposición, continuación, cambio de orientación, todas las huellas coinciden en tomo al simbolismo del Graal. Pero antes de sacar una conclusión que sea lo más realista posible conviene examinar la biblia de los filósofos nazis y a su profeta, es decir, a Alfred Rosenberg y El mito del siglo XX, mito del que uno puede preguntarse si no se convirtió en realidad en os últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuyos acontecimientos más misteriosos serán para nosotros otras tantas hipótesis verificadas. 4. Rosenberg y el mito del siglo XX El nacionalsocialismo está ligado a su Weltanschauung. Existe para ella y desaparecerá con ella. Alfred Rosenberg Dentro del partido nazi, Rosenberg fue el más filósofo de todos los jefes hitlerianos. Perdido en las brumas del idealismo, Rosenberg lo fue hasta sus últimas consecuencias, puesto que, en vísperas de ser ejecutado en Nuremberg en 1946, todavía consideraba el nacionalsocialismo como «la idea más noble al servicio de la cual un alemán puede consagrar sus fuerzas», aunque repudiara los horrores cometidos como una increíble falsificación de la doctrina pura. Sea lo que fuere, Rosenberg fue verdaderamente la cabeza pensante de la nueva gnosis nazi. Su espíritu, orientado hacia las especulaciones metafísicas, y una cultura muy vasta le predisponían para ello. Nacido en Reval, Estonia, el año 1893, de una familia germano báltica, el joven Alfred Rosenberg frecuentó la «Petri-Real Schule» de esta ciudad, en la cual fue siempre el alumno más brillante de su clase. Estudió, luego, en la Escuela Técnica Superior de Riga y,

más tarde, en la Universidad de Moscú, donde, a principios del año 1918, obtuvo el diploma de arquitecto de primera clase. Huyendo de la revolución y del régimen soviético, que detestaba, Rosenberg, como muchos otros germano-bálticos, se refugió en Alemania. Frecuentó los grupos de emigrados rusos, entre los cuales había muchos adeptos a la teosofía, y fue introducido por ellos en la Thulegesellschaft, famosa sociedad secreta de carácter ocultista de la que ya hemos tenido ocasión de hablar. Su nombre Thule, forzosamente había de seducir al joven báltico, apasionado por los mitos germánicos. Dietrich Eckart, miembro ya por aquel entonces del grupo esotérico, se percató en seguida de este intelectual, cuya cultura contrastaba con la mediocridad ambiente. Ambos hombres entablaron amistad y pronto Eckart presentó a Rosenberg a Hitler, quien apenas iniciaba su carrera política. El emigrado de Curlandia fue uno de los primeros en inscribirse al NSDAP, y su influencia fue determinante en la formación espiritual del futuro amo de Alemania, cuyo antisemitismo e inclinación por el misterio contribuyó a reforzar. La orientación de sus primeras obras, La huella de los judíos en la evolución de los tiempos (1920), La amoralidad en el Talmud, El crimen de la francmasonería (1921), es sumamente reveladora de los objetivos del autor. En el mismo sentido, Rosenberg fue uno de los primeros propagadores en Alemania de Los protocolos de los sabios de Sión (obra que generalmente pasa por una falsificación), que publicó acompañada de un comentario (1923). Su copiosa producción literaria le valió muy pronto el ser reconocido como el principal ideólogo del partido. Habiendo participado en el «putsch» fracasado del 9 de noviembre de 1923, Hitler, encarcelado en la prisión de Landsberg, le confió la dirección del movimiento, lo cual pone de manifiesto la estima en que le tenía. Hanfstängl, que fue a recibir a Hitler a su salida de la prisión, relata que el Führer no escatimaba elogios sobre Rosenberg, declarando entre otras cosas: «Dentro de cincuenta años, su mística quizá será proclamada como una de las cumbres de la filosofía.» Cuando recuperó la dirección del partido, Hitler nombró a Rosenberg para el cargo de redactor jefe del órgano cotidiano del NSDAP, el Völkischer Beobachter, cuya tirada se elevó considerablemente en el curso de los años siguientes. En 1930, la obra de Rosenberg alcanzó una especie de apogeo con la publicación de su obra maestra, El mito del siglo XX, que, según una bibliografía de la época153, era, «juntamente con el Mein Kampf, de Adolf Hitler, la obra más importante del nacionalsocialismo». El libro alcanzó, en efecto, una tirada de más de un millón de ejemplares, cifra ciertamente considerable. El mito del siglo XX es una obra impregnada de misticismo, y, en opinión de Hitler, «de una gran elevación de pensamiento». La obra pretende someter a juicio a toda la Historia, desde los orígenes del cristianismo, sustituyéndola por una visión y una interpretación filosófica basadas en las «leyes eternas de la humanidad aria». El libro pretende ser una respuesta «a los oscurantistas de nuestro tiempo», según los propios términos de Rosenberg. El Mito se apoya en la noción de raza y el misterio de la sangre, con un fondo esotérico que no siempre se atreve a reconocer. Se ha acusado muchas veces a Rosenberg de haber escrito un libelo anticristiano. Ciertamente, el autor ataca a la Iglesia católica, pero hace una distinción entre el origen de una doctrina y su aplicación. El juicio es más moderado del que cabría esperar: «Por lo que se refiere a la personalidad de Jesucristo, fue, inmediatamente después de su muerte, deformada, refundida, con todo el fárrago de las condiciones de existencia asiáticas, judaicas y africanas.» Para Rosenberg, Jesús probablemente no era de origen judío.

Rosenberg no considera el cristianismo originario como un enemigo, ya que exalta la persona del Cristo viviente, pero, al ejemplo de los gnósticos, con los que se relaciona por numerosas afinidades, rechaza lo que considera como una mixtificación oriental, a saber, la crucifixión y la resurrección del Salvador. Indiquemos, de pasada, la admiración, apenas disimulada, por el Evangelio de Juan, al cual los cátaros hacían constante referencia. Por el contrario, el odio hacia la Iglesia en tanto que cuerpo social se confirma en forma creciente a lo largo de los capítulos. La idea de una Iglesia universal, única, que en virtud de los dogmas, debe determinar y coordinar toda la vida del Estado, toda ciencia, todo arte, toda moral, no es más que «un residuo de estas ideas del caos de los pueblos que han envenenado nuestro ser». Contra esta concepción se levantó Martín Lutero, quien «opuso a la monarquía política y universal del Papa la idea de una política nacional». Para el filósofo, todos los acontecimientos son significativos e indican la lucha eterna que opone en este mundo a las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas. En esta perspectiva, todos los herejes y, por consiguiente, en primer lugar los cátaros, son considerados como los héroes de una tragedia de dimensiones cósmicas. En esta lucha emprendida por los elementos germánico-nórdicos de Europa contra el universalismo romano, contra el catolicismo, «tuvo lugar un combate gigantesco». En la historia de los albigenses, de los valdenses, de los cátaros, de los hugonotes, de los reformados, de los luteranos, hay que ver el marco exaltante de una lucha épica. Francia, principalmente, hoy día tan degradada, fue de Norte a Sur, teatro de heroicos combates que hicieron surgir las figuras más intrépidas: «¿Quién, entre las personas cultivadas, sabe hoy día verdaderamente algo sobre la Toulouse gótica, cuyas ruinas revelan infinidad de cosas acerca de una altiva humanidad? ¿Quién conoce las grandes familias de señores de esta ciudad, aniquiladas, exterminadas en el curso de guerras sangrientas? ¿Quién ha vivido la historia de los condes de Foix, cuyo castillo no es hoy día más que un lamentable montón de ruinas, cuyos pueblos están desiertos y cuyas tierras sólo están ocupadas por miserables campesinos...? El único vestigio de la dominación de los visigodos sigue siendo la única escuela superior del protestantismo francés: Montauban.» Esta declaración inflamada, que toma el partido de la Romania cátara, coincide con los puntos de vista expuestos por Otto Rahn en su libro La cruzada contra el Graal, quien demuestra un conocimiento de los problemas occitanos que muchos franceses le envidiarían. Pero este lenguaje no debe sorprendemos, y debemos constatar que el punto de vista de Rosenberg coincide con la visión de un escritor francés como Maurice Magre, autor de La sangre de Toulouse, quien, en El tesoro de los albigenses, escribió: «La tierra de Toulouse es la más sagrada, aquella que va desde Carcasona, con sus torres de piedra, hasta los Pirineos de los señores de Foix, y se extiende después a la Abadía de Comminges. Aquí, antaño, los celtíberos, con sus cabelleras que les caían hasta los talones y que anudaban en la base de la nuca, habían relatado las riquezas místicas de Delfos. En las montañas inaccesibles del Ariége, los druidas habían ocultado los símbolos griegos, así como los secretos que les permitían deducir los acontecimientos terrestres a partir de la geometría de las estrellas. Y a Carcasona fue traída por Alarico esta Tabla de Salomón, tesoro del pensamiento original que este rey de los godos había tomado a Roma y que procedía del Templo de Jerusalén... ¡Invoco en mi ayuda al espíritu de los antiguos druidas y a esta antigua Minerva, a la que los tectosagos elevaron un templo de siete columnas sobre la colina soleada que domina el Garona...! ¡Invoco a los santos albigenses que recibieron la sabiduría de Oriente y a los trovadores inspirados que fueron iniciados por las aves de los Pirineos!»154.

Rosenberg hacía proceder también la iniciación de Oriente, puesto que de allí son originarios los arios. El filósofo evoca sucesivamente la India de los brahmanes, el budismo y la Historia de Persia; pero, a sus ojos, se falsea la filosofía hindú cuando se pretende que está impregnada de dulzura y que enseña la compasión como la virtud suprema. Si uno se remonta con anterioridad al budismo, e incluso que al brahmanismo, se encuentran ideas muy distintas: en los antiguos poemas hindúes, en algunas partes del Mahâbhârata, se encuentran exaltados el deber y el honor antes que cualquier otra cosa. «El hindú ario dotó al mundo de una metafísica cuya profundidad aún no ha sido igualada (...) El persa ario compuso el mito religioso, cuya fuerza nos alimenta a todos aún hoy155 la Hélade dórica extraía, mediante la fantasía, la belleza de este mundo con una perfección nunca igualada; la Roma italiana nos dio como ejemplo la disciplina formal del Estado, demostrando cómo debe organizarse y defenderse una comunidad humana amenazada.» Rosenberg acentúa las nociones de libertad y honor, que, para él, son básicas del carácter germánico, concibiéndose la libertad como la posibilidad de buscar la elaboración de una imagen del mundo, un sentimiento puramente religioso. La libertad exterior, de la que tanto se habla en la actualidad, es el abandono de los pueblos al caos. El alma germánica y nórdica rechaza la concepción estática de un dios único soberano del Universo; rompe con el Antiguo Testamento, fiel en esto al espíritu de Lutero, quien, bastante tarde por cierto, «se había liberado de los judíos y sus mentiras» y declarado que «no tenemos nada que ver con Moisés»; esta alma germánica siente horror del monismo filosófico y de «este adormecimiento eclesiástico que le fue impuesto más tarde por la supremacía técnica y diplomática de Roma»; distingue el mundo de la libertad y el de la naturaleza, y rechaza el milagro, en el sentido material del término, la magia y la taumaturgia; en particular, el aspecto legendario del cristianismo; se levanta contra el Antiguo Testamento y lucha también contra los sacerdotes, junto con el «insurrecto de Nazaret», quien pronunció palabras como éstas: «Yo no he venido a traer la Paz, sino la espada. Vengo a alumbrar un fuego sobre la Tierra, y desearía que quemara ya.» Ahora bien, esta revelación de Jesús no se hizo para una sola ocasión, sino para siempre; justifica la lucha continua del futuro. Occidente no ha permitido nunca que este vitalismo le fuera arrebatado por la Iglesia romana, a pesar de las excomuniones, prisiones y hogueras, pues este vitalismo místico era al mismo tiempo cósmico; o, a la inversa, debido a que el hombre germánico tenía sensaciones cósmico-solares y descubrió el orden de las leyes en el eterno devenir sobre la Tierra. Y tal vez es precisamente este sentimiento tan profundo lo que le permitió construir las formas necesarias de la ciencia, crear un simbolismo de las ideas, que es lo único que le ha proporcionado las armas para conducirla muy cerca del río que corre eternamente. Coincidiendo en otro punto con la doctrina de los cátaros, el autor considera que los sacramentos son la manifestación clara de la magia en la doctrina cristiana y que, por tanto, deben ser rechazados. El escritor nos describe, asimismo, el origen de la cruz gamada, uno de los símbolos de los dioses nórdicos, símbolos relacionados con la idea del Sol, de la vida fecundante que brota. Desde mucho antes del año 3 000 antes de Jesucristo, las olas de pueblos nórdicos la trajeron con ellos, así como también la lanza, la aureola y la cruz ordinaria, a Grecia, a Roma y a la India. «Describir esta tentativa, trasladar a la política mundial el concepto

mágico-demoníaco del brujo sobre el Universo, es escribir la Historia de la Iglesia romana y de sus dogmas.» La histórica lucha entre el emperador y el Papa muestra una nueva perspectiva si se la considera como una batalla por la supremacía entre el honor caballeresco y la doctrina afeminada del amor. Rosenberg opina que la noción cristiana del amor está en las antípodas de la verdadera noción griega y principalmente platónica. Por fin, la muerte no debería ser considerada, como pretende el cristianismo, como el salario del pecado: por el contrario, se trata de un simple fenómeno natural «que no perturba nuestra eternidad, que era antes y continuará siendo después». He aquí unos sentimientos que se identifican con los de los gnósticos y de la escuela neoplatónica de Alejandría. A quien se sorprenda, digámosle que la Historia es un perpetuo recomenzar. Al mismo tiempo que predicaba El mito del siglo XX, Rosenberg escribió La mística del maestro Eckhart, obra en la que se exalta la filosofía del místico renano y de su dios innominado. Poco después, el filósofo fundó el «grupo de combate» en favor de la cultura alemana, que, según Joachim Fest156, debía ser «la base de una organización destinada a realizar unos cánones racistas de la belleza, gracias a la cual podría ser lanzada libremente, con todos los medios disponibles del poder, la ofensiva contra el mestizaje bastardo del arte degenerado». Después de 1933, la Oficina del Reich para la Promoción de la Literatura Alemana y la Federación Cultural Nacionalsocialista fueron dirigidas por Rosenberg, lo que es sintomático del papel que desempeñó el personaje en la orientación intelectual de la Alemania hitleriana. En 1940, el escritor fue nombrado delegado del Führer para la salvaguardia de la Weltanschauung nacionalsocialista, es decir, custodio de la ortodoxia de la doctrina pura en el seno del partido y de las organizaciones juveniles. Uno de los cometidos de esta asociación fue seleccionar las obras destinadas a los Ordensburg SS. Al mismo tiempo, se encargó a Rosenberg una misión en la Europa ocupada. Llegó a Francia con el propósito de establecer contacto (hablaba fluidamente el francés) con los intelectuales franceses favorables al nacionalsocialismo. Formando parte de su misión de propaganda, pronunció en noviembre de 1940, en el Palais-Bourbon; una conferencia en la cual, entre otras cosas, declaró: «La gran revolución nacionalsocialista no es una efímera acción de poder militar que se apoye sólo en una débil fuerza popular. Estamos firmemente convencidos de que el año 1940 ha sido testigo de una decisión histórica comparable a la que, hace mil años, introdujo el cristianismo en el corazón de Europa y determinó las formas exteriores de la vida» (...). «La lucha de treinta años que ha tenido lugar en Europa entre el oro y la sangre, entre los siglos XVIII y XX, terminará con la victoria de la sangre.» «Del caos, de la miseria y de la vergüenza ha surgido el ideal racial que se opone a la idea internacional. La victoria de este ideal en todos los terrenos es la verdadera revolución mundial del siglo XX.» (Discurso pronunciado el 28 de noviembre de 1940, reproducido por el periódico L’Œuvre.) Al profetizar la victoria de la sangre, Rosenberg se equivocaba, ya que la concepción del mundo que él predicaba debía fracasar al mismo tiempo que el nazismo. Él mismo no escapó en modo alguno a la justicia de los vencedores, puesto que este idealista, este soñador, fue colgado al lado de auténticos criminales de guerra.

Se comprende el silencio que pesa hoy día sobre su obra. Rosenberg se había creado demasiados enemigos al mismo tiempo: la Iglesia, el marxismo y, finalmente, el humanismo europeo, del cual vivimos desde hace siglos. Alrededor del Mito se ha dicho demasiado o demasiado poco, ya que..., ¿acaso el mayor pecado no es el que se comete contra el espíritu, aquel que no será jamás perdonado? 5. Los acontecimientos El 30 de enero de 1933, la profecía de Joachim de Flore se cumplió: el reino del Espíritu Santo triunfó en Alemania. Adolf Hitler y sus discípulos habían tomado el poder y esperaban conservarlo hasta el «Millenum», hasta el próximo diluvio. El paraíso terrestre nazi iba a ocuparse de meter en cintura y arreglar sus viejas cuentas con los materialistas marxistas y los «falsos espiritualistas» judíos y cristianos. Se abría una nueva Era, que se prolongaría doce años y marcaría con su impronta al mundo entero. A partir de aquel momento, una sola pregunta estaba en todas las bocas: ¿Qué iba a hacer Hitler? Éste se apresuraba a cumplir su obra, la obra maestra que Dios, creía él, le había encargado personalmente. Al tomar posesión de su despacho en la Cancillería, había declarado: «¡Ahora, ningún poder del mundo podrá hacerme salir vivo de aquí!» Lo menos que puede decirse en este caso es que mantuvo su palabra: sólo muerto se le pudo hacer salir de allí. Mientras, el Führer del III Reich montaba el decorado de su futura acción: el 27 de febrero de 1933, sus principales adversarios políticos, los comunistas, veían su destino definitivamente sellado con el providencial incendio del Reichstag; el 22 de marzo del mismo año, Hitler asumía plenos poderes y se retiraba de la Sociedad de Naciones; el armisticio político concertado con los católicos alemanes concluía por fin con la firma del Concordato, el 20 de julio de 1933; la muerte del viejo mariscal Von Hindenburg, el 2 de agosto de 1934, iniciaría el definitivo asentamiento del nuevo régimen mediante la eliminación de los últimos adversarios y la puesta en marcha de la política de depuración racial. Los SA de Roehm habían sido las primeras víctimas; tampoco el Ejército escapó a las purgas que habían de culminar en el asesinato del general Von Schleicher, ministro de la Reichswehr; el Reichstag sufrirá una suerte idéntica el 14 de julio de 1934, la diplomacia europea será «amonestada» con el asesinato del rey de Yugoslavia y del ministro francés Louis Barthou, en Marsella, el 9 de octubre de 1934. Europa, inquieta, observaba impotente la ruina del Tratado de Versalles y el rearme militar y moral de la Alemania hitleriana. Las persecuciones raciales resultaban incomprensibles para su ética y trastornaban su conciencia. Por una ley del 14 de julio de 1933, los tribunales raciales del Reich estaban autorizados a preservar la raza aria de la eventual mácula de los enfermos mentales: la esterilización de estos últimos precedió a la eugenesia de 270 000 «enfermos» del III Reich por el decreto de eutanasia del 1.° de setiembre de 1939. Esta eutanasia prefiguraba ya las persecuciones dirigidas contra los gitanos, israelitas y otros «asociados». Hitler, que antes de su subida al poder había declarado: «Me asiste el derecho a exterminar a millones de individuos de razas inferiores y que se reproducen como gusanos», Hitler, que sentía un odio implacable por los israelitas desde su fracaso en el examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena157, no tardaría en poner en práctica las teorías de Nietzsche y de Chamberlain sobre la purificación racial. En efecto, reservaba para estos desgraciados una «solución final», cuya atrocidad y horror siempre estarán presentes en la conciencia universal. Este dictador, que

con frecuencia terminaba sus discursos con la palabra «amén», no dudó en enviar a millones de seres humanos a la cámara de gas y al homo crematorio, sin el menor remordimiento ni la más mínima piedad. «Tengo al mundo en mi bolsillo», declaraba en 1939, y esto era, ¡ay!, la verdad... En todas partes se veneraba al jefe de la nueva Alemania, e incluso el mismo Winston Churchill, en 1938, afirmó: «¡Si Inglaterra tuviera que debatirse en la anarquía, rogaría a Dios que le enviara un hombre del valor de Hitler!» Fue necesario el asunto del Corredor de Danzig para llegar al punto que las persecuciones no habían conseguido, es decir, a la declaración de guerra de setiembre de 1939. A partir de entonces, el carácter maniqueo de la lucha adquiere todo su relieve: tras el ruido de las armas y el furor de los combates, se enfrentaban el bien y el mal. Estas dos concepciones del mundo que se levantaban frente a frente eran extrañas una a la otra y se negaban ferozmente, pero era ya muy tarde cuando el mundo tomó conciencia del peligro al que había escapado: fue preciso para ello que la cruz gamada ondeara sobre las tres cuartas partes de Europa y que millones de muertos testimoniaran el envite de la lucha. «No capitularemos jamás», había dicho Adolf Hitler a su pueblo; y su pueblo le siguió hasta la más grande derrota militar y política que ninguna nación haya sufrido jamás. Hoy día, nada subsiste ya de la Weltanschauung nacionalsocialista, y el Reich milenario ha regresado a las arenas de la Historia sin revelar su secreto.

Parece realmente que en esta lucha gigantesca en que todas las energías se habían

concentrado, tanto por una parte como por otra de los antagonistas presentes, la magia había jugado su baza en el campo luciferino. Esta participación del arma mágica en los combates de la Segunda Guerra Mundial parecía un invento de historiadores poco serios, hasta que el descubrimiento de nuevos elementos vino a apoyar esta tesis. Estos nuevos elementos se despliegan alrededor de tres acontecimientos, cuando menos misteriosos: el descubrimiento de una política en espiral, nacida de la geopolítica hitleriana, la huida de Rudolf Hess en plena guerra a Gran Bretaña, y la conquista del monte Elbruz en el Cáucaso y su verdadero significado158. En primer lugar, la política en espiral, que pretendía que «el espacio vital del III Reich, sólo puede ampliarse partiendo de un núcleo territorial poderoso y realizando esta conquista progresivamente, poco a poco, siguiendo un movimiento en espiral dextrógiro cada vez más acentuado»159. Esta política en espiral, que seguía la figura de la cruz gamada incluso en su sentido de rotación: de izquierda a derecha, pretendía hacer participar hasta el más pequeño combatiente del frente en la mística expansionista y mágica de sus dirigentes. La huida del delfín de Hitler, Rudolf Hess, a Gran Bretaña, el 10 de mayo de 1941, participa igualmente de esta concepción mística y mágica de la guerra. La causa de esta huida reside, como a menudo se ha dicho, en una entrevista que Rudolf Hess habría tenido con Karl Haushofer: este último le habría comunicado direcciones de miembros correspondientes en Inglaterra de la «Golden Dawn» (compañera británica de la sociedad del Vril alemana), e, igualmente, le habría proporcionado nombres de personalidades simpatizantes, a saber, el duque de Hamilton, el duque de Bedford y Sir Ivone Kirpatrick. El hecho es que, a su llegada a la tierra inglesa, Hess pidió entrevistarse con esos personajes; éste es el motivo por el cual Winston Churchill le encerró y le impidió comunicarse con el exterior, con el fin de no entorpecer la acción de guerra del Gobierno inglés. Lo que puede parecer sorprendente es la conspiración del silencio que se ha cernido sobre el detenido de Spandau (¡una cárcel de 200 celdas para un solo detenido!) Hess no puede escribir sus Memorias y se ha vuelto completamente loco como consecuencia del riguroso tratamiento que ha tenido que sufrir. La explicación oficiosa que pretende que los rusos se oponen hoy, a su liberación, no tiene pies ni cabeza. La Unión Soviética querría, con esto, castigar a Hess por haber intentado firmar la paz con Gran Bretaña a espaldas de la URSS, nación a la que Hitler había atacado algunos meses después del desatino de su delfín. En efecto, no existe ninguna duda de que Londres, vía Suecia160, había establecido contacto con Berlín desde el 17 de junio de 1940. El ministro de Asuntos Exteriores de aquel entonces era Lord Halifax, antiguo brazo derecho de Neville Chamberlain (Primer Ministro inglés en la época de Múnich), y Churchill, a fin de cuentas un zorro de la política, se aprovechó de ello para amordazar a sus ministros pacifistas y así ganar tiempo, dado que era inminente la entrada de Rusia en la guerra. Se trataba, pues, por parte de Churchill, de hacer la guerra mientras Alemania no hubiera evacuado los territorios ocupados y de jugar a la contra con los nazis ingleses o simpatizantes que se hubieran infiltrado en su Gobierno. Hoy día, no ignoramos que, en desacuerdo con la política hitleriana desde 1934, numerosos miembros de la sociedad Thule habían sido los bienintencionados portavoces de Londres y Oxford, lugares donde se establecieron después definitivamente; la primera medida de estos exiliados había sido la de establecer contacto con la «Golden Dawn» británica, de la que formaban parte altas personalidades inglesas; Karl Haushofer, antiguo miembro de la sociedad del Vril alemana, no lo ignoraba, por lo que pudo confiarse al respecto a Hess. Esto es fácilmente concebible,

ya que el gran amigo de Hess, Albrecht Haushofer (el propio hijo de Karl), era un adepto de la magia blanca y tenía a su protector al corriente de los contactos que este último le había encargado establecer (en plena guerra) con el duque de Hamilton; éste recibió los mensajes de Rudolf Hess transmitidos por el joven Haushofer, pero, prudentemente, no respondió a ninguno. Fue entonces cuando Rudolf Hess se decidió a dar el paso y marchar a Inglaterra. El desenlace es de todos conocido: Hess, declarado loco, Albrecht Haushofer, decapitado en Moabitt por la Gestapo, ya que sabía demasiado sobre el asunto, Hamilton y Bedford mudos desde entonces si se considera lo que habrían podido revelar sobre la «Golden Dawn» y sobre sus actividades anteriores a la declaración de guerra. Señalemos por fin, y para concluir, que Karl Haushofer no fue nunca molestado tras la derrota de Alemania, como si se beneficiara de una protección oculta. Su suicidio, en 1946, corrió un velo sobre este episodio mágico de la batalla de Inglaterra. Política en espiral del III Reich, partida de Hess para Londres, envío de una misión al Languedoc y de otra al Tíbet... Otros tantos misterios que, sin duda, jamás serán completamente desvelados por lo que se refiere a sus resultados. Pero, ¿qué significado tiene esta verdadera expedición, que hacía alpinismo en plena guerra, enviada al frente del Cáucaso, y que plantó el pabellón de la cruz gamada sobre la cumbre más alta de Europa, a 5.633 metros de altitud, el 21 de agosto de 1942, a las once de la mañana, sobre el monte Elbruz? Ya, al comienzo de esta campaña de Rusia, otra pregunta se había planteado: ¿Por qué Hitler no había previsto para sus soldados el equipo de invierno? ¿Por qué el hielo, súbitamente, triunfaba sobre el fuego? Pauwels y Bergier sostienen que el Führer «se había aliado con el frío y que las nieves de las llanuras rusas no podrían retrasar su marcha. Bajo su guía, la Humanidad iba a entrar en el nuevo ciclo del fuego, entraba realmente en él en aquel momento. El invierno cedería ante las legiones portadoras de la llama». Hitler siempre detestó el agua y tenía un horror enfermizo por la nieve: hoy, comprendemos esta fobia; el frío que engendra el hielo eterno era el enemigo jurado del fuego, del «sol espiritual»161. Nos encontramos de nuevo con la cosmogonía hitleriana que pretendía ver en el pueblo de los ases a los supervivientes del primer diluvio (tras la desaparición del continente de Hiperbórea) y, sobre todo, a los antepasados de los pueblos arios. Esta tribu de los ases residiría «en el punto en que el curso del Volga y el Don están más próximos» según las viejas sagas nórdicas; los ases habrían sido ahuyentados de su reino por tribus asiáticas y, a continuación, se habrían establecido en las orillas del Báltico. Estas leyendas nos sirven para comprender mejor las persecuciones nazis contra los gitanos, por el hecho de que éstos eran nómadas y los germanos, sedentarios. Esta oposición entre pueblos asentados en una tierra y pueblos migradores, los hitlerianos la sentían y conocían perfectamente, así como conocían la lucha incesante que opuso en la antigüedad a los blancos iranios que representaban el mundo de la estabilidad, y a los amarillos turamos, representantes del mundo de las estepas. Finalmente, este último pueblo debería triunfar en Oriente tras la ruina definitiva del Imperio persa y la invasión turca. Tropezamos siempre con la misma concepción dualista de la lucha del bien contra el mal, o de la luz contra las tinieblas, dualismo opuesto al monismo cristiano. El neopaganismo de los nazis no hacía en esto más que seguir una inspiración que aparece constantemente en la historia de los pueblos occidentales, periódicamente sacudidos por crisis violentas de revolución religiosa contra el orden establecido. Vemos, por tanto, que el obstinado empeño de Adolf Hitler en conquistar y

conservar Stalingrado y las Repúblicas socialistas soviéticas de Osetia (la del Norte, capital Ordyonikidze; la del Sur, capital Chjivali), así como su ciudad santa, Asgardr, tenía su origen en la iniciación que había recibido cuando joven en la abadía de Lambach, en 1898, al contacto del monje cisterciense Joseph Lanz (futuro fundador de la revista hiperbórea y antisemita, Ostara), iniciación recuperada posteriormente en el seno del grupo Thule, cuya filosofía no era más que el desarrollo de las tesis contenidas en Ostara. La orden personal del Führer a dos regimientos de cazadores de montaña de ir a plantar la svástica en la cima de la montaña mágica de los ases, el monte Elbruz, adquiere aquí toda su significación y debe ser situada en la corriente místico-histórica de la Weltanschauung hitleriana: es el eterno retorno al origen del destino humano, el eterno retorno al continente de Hiperbórea.

CAPITULO IX

CATARISMO Y HITLERISMO

1. La personalidad de Hitler LA personalidad de Hitler fue siempre un enigma, incluso a los ojos de sus más próximos colaboradores; con mayor motivo, los historiadores que quieren bosquejar un retrato fidedigno del jefe del III Reich se enfrentan a una situación embarazosa. Se ha descrito, alternativamente, a Hitler como un loco, un genio, un criminal, un poseso, o incluso un pequeño burgués, lo que, confesémoslo, es, cuando menos, paradójico. Como toda personalidad excepcional, Hitler tenía un alma compleja, inasequible, que escapaba a cualquier juicio tajante. Las nociones del bien y del mal no tienen ya ningún sentido cuando se aplican a semejante personaje, cuya extraña singularidad atrae siempre a las multitudes ávidas de misterio. Lo que es cierto es el aspecto profético, místico y visionario de este moderno brujo, que puede, asimismo, presentar al mundo la faz repelente de un cínico, de un ser duro e insensible, capaz de enviar a la muerte sin el menor escrúpulo a todos cuantos pudieran estorbarle. Sabidos son los dones prodigiosos del orador que predicaba el nuevo evangelio de los arios, resucitando con una intuición inquietante la elocuencia medieval de los profetas místicos y de los iluminados. ¿Acaso no ha tratado él mismo, en Mein Kampf, del poder mágico del verbo? Cuando se dirigía a las multitudes, Hitler entraba verdaderamente en trance, estableciendo una comunicación mediúmnica con su auditorio, proyectando su fluido hacia la masa, de la cual, en reciprocidad, recogía su impulso, como un acumulador recoge la corriente eléctrica. Era realmente el Trommel, el tambor de Alemania, como le gustaba titularse a sí mismo. «Este hombre —escribe Otto Strasser (Hitler y yo)—, que, como una membrana sensible, registra las vibraciones del corazón humano, ha sabido, con una intuición que ningún don consciente podría remplazar, convertirse en el portavoz de los deseos más secretos, de los instintos a menudo menos confesables, de los sufrimientos y de las íntimas rebeliones de su pueblo.» Si Hitler pudo desempeñar este papel de magnetizador del pueblo alemán, sin duda lo debe a sus orígenes bávaros. Alemania meridional es un semillero de médiums: Stockhamer, los hermanos Schneider, ocultistas conocidos en el mundo entero, ¿no nacieron acaso, como Adolf Hitler, en la pequeña ciudad de Braunau del Inn? En las conversaciones privadas que sostuvo con las celebridades de su tiempo, el Führer conservaba también este mismo poder de fascinación. Uno de sus secretarios (Doce años junto a Hitler) ha relatado el hecho: «Cuando Hitler hablaba, bien fuera con un solo interlocutor o ante una multitud, este don se manifestaba con la misma intensidad. Literalmente, fascinaba e imponía su voluntad. (...) Emanaba de él este fluido magnético que nos acerca a las personas o, por el contrario, nos separa de ellas. (...) Este extraordinario poder sugestivo explica el que hombres desesperados que acudían a verle volvieran a partir llenos de confianza.» En el proceso de Nuremberg, el mariscal Von Blomberg confirmó, gracias a su

testimonio, estas afirmaciones que podrían parecer exageradas: «Era casi imposible contradecir a Hitler, no sólo porque hablaba siempre con una extrema volubilidad y una gran violencia, sino también porque tenía, de hombre a hombre, una influencia tan grande que uno se sentía más o menos forzado a seguirle y a participar de sus ideas. Era indiferente que se dirigiera a un solo hombre o a un millón. Os arrastraba y os convencía a pesar vuestro. Su magnetismo personal era formidable. Tenía un enorme poder de sugestión.» Keitel afirmó: «Hitler era un motor formidable.» ¿Cómo ejercía el Führer este poder? ¿Era acaso mediante la voz, este torrente fragoroso que arrastra las piedras de los Alpes austríacos, o por esta mirada azul que a veces hacía estremecerse y otras encandilaba, y de la que el escritor Alphonse de Chateaubriant decía que estaba hecha «del azul profundo de las aguas de su lago de Konigsee, cuando el lago, en los alrededores de San Bartolomé, refleja las poderosas rupturas estriadas de las nubes de su Tirol?» Por su parte, el historiador Benoist-Méchin, que en 1941 tuvo una estrecha relación con el Führer, quedó impresionado por esta mirada extraña: «Sus ojos —dos ojos tan extraños que no me han permitido ver otra cosa que ellos— eran de un azul claro y transparente, estriados en gris. Se habría dicho que estaban vacíos y como privados de vida. Pero rápidamente uno se veía obligado a rectificar este juicio. Lo que daba esta sensación de vacío era su fijeza. Se podría decir que las pupilas de Hitler, en lugar de observar al mundo, estaban vueltas hacia dentro y contemplaban un espectáculo que se desarrollaba en el interior de sí mismo. A diferencia de la mayoría de las personas, cuya mirada se dirige a vosotros —o que incluso puede llegar a transparentaros—, la del Canciller parecía que os aspiraba y os arrastraba a su mundo interior. Se experimentaba como una especie de vértigo, al que uno no podía sustraerse más que por un esfuerzo de voluntad.» A partir de estas observaciones y del testimonio de algunos hombres que le habían conocido, ciertas personas creyeron poder afirmar que Hitler estaba manipulado por poderes invisibles, estos «superiores desconocidos» evocados por Herman Rauschning. Dotado de una fuerza mental extraordinaria, el Führer se habría escapado de las manos de sus iniciadores y, al igual que el «golem» de la Edad Media, se habría vuelto contra sus creadores. Al decir de Rauschning (Hitler me ha dicho), el hombre habría entrado en contacto con seres misteriosos que le aterrorizaban: «Una persona de su entorno me dijo que se despertaba por la noche profiriendo gritos convulsivos. Pide ayuda. Sentado en el borde de la cama, parece paralizado. Está sobrecogido por un pánico que le hace temblar hasta el punto de sacudir la cama. Lanza vociferaciones confusas e incomprensibles. Jadea como si estuviera a punto de ahogarse. La misma persona me contó una de estas crisis, con detalles que me negaría a creer si mi informador no me mereciera absoluto crédito. Hitler estaba de pie, en su habitación, vacilante, mirando alrededor de sí con la mirada extraviada. “¡Es él! iEs él! ¡Ha venido aquí!”, gemía. Sus labios estaban azulados y le caían gruesas gotas de sudor. De pronto, dijo unas cifras sin ningún sentido, luego pronunció unas palabras, fragmentos de frases. Era espantoso. Empleaba términos ligados de un modo raro, totalmente extraños. Después, se había vuelto otra vez silencioso, aunque continuaba moviendo los labios. Entonces, le hicieron unas fricciones y le obligaron a tomar una bebida. Luego, súbitamente, rugió: “iAllí! ¡En el rincón! ¿Quién está allí?” Golpeaba el lo con el pie y gritaba. Le tranquilizaron diciéndole que no ocurría nada de extraordinario, y entonces, poco a poco, se fue calmando»162. Es cierto, aunque se ponga en duda el testimonio precedente, que el personaje de Hitler presenta un aspecto bastante desconcertante. Goebbels, ministro de Propaganda, que

era uno de sus íntimos, confió un día a su ayudante de campo, el príncipe de Schaumburg-Lippe: «Trabajo con él desde hace años, le veo casi cada día, y, no obstante, hay momentos en que se me escapa por completo. ¿Quién puede vanagloriarse de conocerle tal como realmente es? En el mundo de la fatalidad absoluta, donde él se mueve, nada tiene ya sentido, ni el bien, ni el mal, ni el tiempo, ni el espacio, y lo que los hombres llaman el éxito no puede servir de criterio. Me tomará usted por un loco, pero escuche lo que voy a decirle: es probable que Hitler desemboque en una catástrofe. Pero sus ideas, transformadas, obtendrán de ella una nueva fuerza. Hitler tiene enemigos en el mundo que barruntan cuál puede ser su verdadera personalidad. Pero dudo que, aparte de mí, tenga un solo amigo que lo sepa. Y, a pesar de esto, lo que hay en última instancia lo ignoro. ¿Es realmente un hombre? No podría jurarlo. Hay momentos en que me produce escalofríos.» Las afirmaciones de Hitler: «Sigo, con la seguridad de un sonámbulo, el camino que me indica la Providencia», apoyan la hipótesis de los poderes supranormales. Pero, ¿de dónde habría obtenido Hitler tales poderes? ¿Del grupo Thule que le había iniciado en el esoterismo oriental? ¿Del misterioso monje de los guantes verdes enviado por los sabios del Tíbet? ¿O bien de una revelación más antigua? No olvidemos la infancia de Hitler, bañada de romanticismo y de maravilla, así como tampoco la famosa abadía de Lambach, donde fue educado a partir de la edad de diez años. Ya en esta época el destino le reveló el emblema que había de hacer su fortuna y su desgracia: la cruz gamada. El anciano prior de la abadía de Lambach del Traun (Alta Austria) guardaba todavía, en 1930, el recuerdo del joven Adolf Hitler: «Hitler no podía pasar inadvertido. El hijo del aduanero jubilado era, a los ojos de los habitantes, un mal muchacho que no prometía nada bueno. Ciertamente, era susceptible, indisciplinado, y gustaba de hacer novillos y correr por el bosque. Leía con frecuencia las novelas populares del Far West del escritor Karl May. Pero Hitler era muy dotado. Conservamos de él el recuerdo de un niño singularmente voluntarioso y atormentado, que sentía con arrebato el encanto de los oficios divinos, que se dejaba ganar por la poesía de nuestros claustros tranquilos, de los patios sonoros, de las tumbas. Había llamado nuestra atención (y, no obstante, no tenía por aquel entonces más que diez años) por sus maneras de jefe y la autoridad de su porte. Era él quien conducía a sus camaradas a través del claustro, quien les indicaba sus puestos en los bancos de la clase. Era él quien llevaba la voz cantante.» De la abadía de Lambach, Hitler conservará una precoz experiencia mística que se desarrollará más tarde en tendencias neognósticas catarizantes y, sobre todo, el signo de la cruz gamada grabada treinta años antes en todo el monasterio por el padre abad Theodorich Hagen. Eclesiástico muy erudito, el padre Hagen estaba más o menos versado en astrología. Era igualmente un especialista del Apocalipsis según san Juan, Evangelio que sabemos constituía la base de la religión cátara, y de Joachim de Fiore, el célebre autor visionario, profeta del Tercer Imperio y del Espíritu Santo, acusado por los teólogos de simpatía hacia la herejía albigense. En 1856, el padre Hagen efectuó un largo viaje al Próximo Oriente, residiendo, entre otros lugares, en Jerusalén, y luego en la isla de Patmos, donde san Juan había tenido sus visiones celestes. También visitó Persia, Arabia, Turquía y el Cáucaso, estudiando allí, sin duda, el sufismo islámico, a la búsqueda de la unidad transcendente de las religiones. Al regresar a Lambach, en 1868, este curioso benedictino se puso en seguida a contratar obreros y ebanistas, a los que ordenó esculpir en todos los rincones de la abadía, sobre la piedra, la madera e incluso sobre los objetos del culto, un signo desconocido para todos: la svástica, o cruz gamada. Este ejemplo es único en los anales de la Iglesia. Pero,

¿acaso el padre Hagen era todavía católico cuando hizo trazar el signo fatídico venerado en Occidente por los neognósticos cátaros y templarios? Subrayemos otro hecho que acrecienta la importancia de estas revelaciones: Mientras el joven Adolf Hitler aún era alumno en la célebre abadía, un monje cisterciense, que respondía al nombre de Adolf Joseph Lanz, y cuyo físico era el tipo mismo del ario rubio de ojos azules, se detuvo para una estancia en Lambach. Este hombre, atraído por la austeridad de la vida monástica, permaneció durante varias semanas encerrado en la biblioteca del monasterio, donde realizaba misteriosas investigaciones. ¿Descubrió allí lo que buscaba? Lo cierto es que, abandonando su hábito, el monje cisterciense partió para Viena, donde al año siguiente (1900) fundó la Orden del Nuevo Temple, inspirada, como su nombre indica, en los célebres monjes-soldados, y de la cual se proclama el nuevo Gran Maestre. El mismo, Adolf Lanz, habría sido iniciado, según sus palabras, por un sucesor de Jacques de Molay. Según Wilfried Daim, Hitler leía asiduamente Ostara, el periódico publicado desde 1905 por Georg Lan von Liebenfels, alias Adolf Joseph Lanz, que, hecho significativo, utilizaba la cruz gamada como signo de reconocimiento. Para Lanz, las razas inferiores de cabellos oscuros eran los monos de Sodoma representados por la Biblia, los demonios, por oposición a los arios de ojos azules, obra maestra de los dioses, dotados de «emisores de fuerza» y de «órganos eléctricos» que les aseguraban una absoluta supremacía sobre todas las otras criaturas. Lanz pretendía despertar a los dioses que dormitaban en el hombre, a fin de dotar nuevamente a éste con la fuerza divina que le restituiría el poder original. Lanz pretendía de este modo haber formado a varios grandes hombres políticos, entre ellos a Adolf Hitler... y Lord Kitchener. Adolf Hitler, reconocido desde la más tierna infancia, pudo muy bien beneficiarse, como los dalai lamas del Tíbet, de una iniciación semejante completada por ulteriores adquisiciones, lo cual explicaría su odio a la Iglesia romana, cuya «intolerancia» fustigaba, y sus invocaciones constantes a una religión que él llamaba personal, pero que no era, en realidad, más que un tardío resurgimiento del catarismo templario. Joseph Greiner, que conoció a Hitler en Viena y en Múnich, nos señala, entre sus lecturas preferidas, La mitología germánica. Según el mismo testimonio, Hitler «guardaba en su memoria, mucho mejor que la mayoría de los profesores, la sustancia de los 25.000 versos de Parsifal. Martín Lutero y toda la historia de la Reforma le placían mucho y manifestaba un vivo interés por el dominico Savonarola. Estaba muy instruido acerca de las actividades de Zuinglio en Zúrich y de Calvino en Ginebra, y había leído las enseñanzas de Confucio, así como las de Buda y su época. Leyó un enorme número de obras sobre Moisés, Jesús, y los orígenes del cristianismo, y en este sentido estudió las obras de Renan y de Rosaltis. Entre los clásicos, leyó a Shakespeare, Goethe, Schiller, Herder, Wieland, Ruckert y Dante, y, entre los modernos, a Scheffel, Stifter, Hammerling, Hebbel, Rosegger, Hauptmann, Sudermann, Ibsen y Zola». Al enumerar los autores preferidos de Hitler, nos damos cuenta, de que su elección estaba orientada por consideraciones muy particulares. El estudio de la sabiduría oriental y tibetana, del nacimiento del cristianismo que vio florecer a los autores gnósticos, y luego de la Reforma anticatólica, se completa con la lectura de autores cuya obra está fuertemente teñida de esoterismo: Dante, Goethe, y, mucho más cerca de nosotros, Hauptmann, del que tendremos ocasión de volver a hablar. Estas tendencias a cultivar lo extraño se irán afirmando con una fuerza progresivamente mayor, y la vida privada de Adolf Hitler nos muestra a un hombre víctima del vértigo de una mística religiosa, que con frecuencia será interpretada en un sentido

contrario. Nadie ignora que Hitler era vegetariano. Pero, ¿se ha preguntado alguien acerca de las verdaderas razones de semejante ascesis, que llegaba hasta proscribir por completo toda bebida que contuviera alcohol? Nadie se ha percatado del hecho de que el vegetarianismo hitleriano concordaba admirablemente con la doctrina cátara, al igual que el rechazo de los placeres sensuales se corresponde con la ética de los perfectos. Ante algunos íntimos, el Führer gustaba de explicarse sobre los motivos de su régimen alimenticio, sin aclarar, no obstante, las razones profundas de semejante disciplina. Le agradaba confiar a Otto Dietrich, o a Hermann Rauschning, que se abstenía de carne y de cigarrillos no sólo por razones higiénicas, sino por «convicción razonada» y para lograr «una purificación generalizada» de todo su ser. En sus conversaciones de sobremesa, Hitler con el fin de provocar en sus invitados una repugnancia hacia los manjares carnosos, no duda en describir, con los detalles más horribles, el trabajo de los matarifes en los mataderos. Estas muertes de animales le repugnan profundamente; este hombre, que ordena las ejecuciones con la mayor tranquilidad, llora por la muerte de sus canarios. Adora los animales y no encuentra palabras bastante duras para condenar a los cazadores, a los que detesta. En verdad, Hitler creía en la reencarnación de las almas en los cuerpos de los animales, como los budistas y los cátaros, los cuales creían en la metempsícosis. Es esto lo que explica el amor del Canciller por toda la creación viviente y, en primer lugar, por los perros, que son los compañeros más próximos del hombre. «Soy un amigo de los animales —confesaba Hitler—, y estimo particularmente a los perros.» Con auténtica ternura, describe a su perro Foxl, al que adoptó durante la Primera Guerra Mundial: «Fue en enero de 1915 cuando di con Foxl; estaba persiguiendo un ratón que había saltado dentro de nuestra trinchera. Se debatió, intentando morderme, pero yo no aflojé la presa. Por fin, lo atraje hacia mí. Intentaba constantemente escaparse. Con una paciencia ejemplar (el animal no comprendía una palabra de alemán), lo habitué poco a poco a mi persona. Al principio, no le daba más que bizcochos y chocolate: había adquirido estas costumbres de los ingleses, que estaban mejor alimentados que nosotros. Luego, me dediqué a educarle. No me dejaba ni a sol ni a sombra... (...) No sólo simpatizaba con este animal, sino que me interesaba también estudiar sus reacciones. Por último, terminé por enseñárselo todo: saltar obstáculos, subir por una escalera, volver a bajarla... Lo esencial es que un perro duerma siempre al lado de su dueño. Cuando tenía que salir de la trinchera, lo dejaba atado en ella. Mis camaradas me decían que durante mi ausencia no se interesaba por nadie. Y ya de lejos me reconocía. ¡Qué derroche de entusiasmo en mi honor!» Más adelante, Hitler tendrá varios perros, entre ellos Rudi, un perro policía que le seguía por todas partes, tanto en Prusia Oriental como en el bunker de la Cancillería. Otro rasgo del personaje era su afecto por los niños. Las fotografías que muestran el Führer abrazando a niños y niñas pequeños que se acercaban a él para llevarle regalos o flores no son sólo producto de la propaganda. En su vida privada, Hitler actuaba del mismo modo. Así, los cinco hijitos de Goebbels venían con frecuencia a la Cancillería o a Berghof para visitar a aquel a quien familiarmente llamaban «tío Adolf» y al que adoraban. Por su parte, Hitler, que para los demás tenía un carácter irascible, mostraba con ellos una paciencia angélica distribuyéndoles golosinas o contándoles divertidas historietas. Al no tener él mismo descendencia, el Canciller se titulaba «el padre de todos los niños alemanes». También la vida sexual del Führer es un misterio, incluso a los ojos de los historiadores. A pesar de lo que se ha podido afirmar, nosotros creemos que Hitler

practicaba la castidad, y no debido a cualquier tipo de impotencia, sino por convicción razonada, con un espíritu de disciplina y purificación que recuerda al de los gnósticos y los cátaros. En la óptica hitleriana, el abandono de la continencia sexual debía entrañar la pérdida de estos poderes supranormales conferidos a título excepcional a un hombre político. Por este motivo, Hitler mantuvo siempre con las mujeres relaciones únicamente platónicas. Esto no le impedía gustar de la compañía de mujeres jóvenes, con las que mostraba una cortesía vienesa. Sus maneras galantes estaban impregnadas de un acento de la vieja Austria que sabía seducir. En cierto sentido imitaba a los trovadores, a estos Minnesinger cantados por Wagner y que loaban el amor cortesano. Uno de sus secretarios nos revela: «A Hitler le gustaban las mujeres que se adornaban con flores naturales. Llegaba hasta el punto de coger las que decoraban la mesa y lanzarlas, con una mirada incitante, a sus invitadas. Cuando las mujeres a las que así había manifestado su interés las habían prendido en sus cabellos o en su blusa, Hitler les dirigía siempre un cumplido encantador. Cuando una mujer llegaba a la mesa adornada con unas flores cuyo color no le gustaba, al instante escogía otras de un jarrón y se las tendía con la sugerencia de que se combinaban mejor con la blancura de su piel o con el color de su vestido»163. Pocas mujeres se encuentran en la vida de Hitler, aunque en sus tiempos de esplendor se le hayan atribuido numerosas aventuras. Tres figuras femeninas se destacan en su vida sentimental, tres nombres que él rodeó de un amor idealizado y como desencarnado: Estefanía, Geli Raubal y, finalmente, Eva Braun. Hitler tenía dieciséis años cuando se enamoró por primera vez. La muchacha se llamaba Estefanía. «Todas las noches —dice Léon Degrelle—, él (Hitler) se instalaba en el puente de Linz para verla pasar.» Durante los seis meses que duró el flirteo, no se atrevió a decirle una palabra. A esta edad, Hitler era muy tímido, y el adolescente se consumió durante diez años, lo que puede parecer increíble, en el amor de esta aparición lejana, imitando a los poetas de finales de la Edad Media, Dante y Petrarca, a los que admiraba. «En toda la juventud de Hitler —afirma Degrelle— no hay más que un solo amor, tanto si eso gusta como no»164. En el curso de su agitada vida de tribuno político, Hitler conocerá varios idilios, pero todos terminarán trágicamente. Un primer amor culminó con el suicidio de una muchacha en una habitación de hotel. Los amores del pintor austríaco están marcados por un signo trágico revelador de una pasión imposible. Geli Raubal, su propia sobrina, a la que amó hasta el punto de perder la cabeza por ella, se suicidó de un disparo de revólver. Los celos patológicos de Hitler la habían vuelto loca. La última unión del Führer fue la joven y rubia Eva Braun, que le fue presentada por su fotógrafo, Hoffmann, y con la que se casó «in extremis», antes de arrastrarla consigo a la muerte el 29 de abril de 1945. Ya en 1935, Eva había intentado poner fin a sus días por medio de un pequeño revólver que siempre llevaba en su bolso. Hitler no comprendía a las mujeres que se enamoraban apasionadamente de él. Vivía en un mundo inaccesible en el que la embriaguez de los sentidos no tenía ninguna significación, y el amor era antes que nada, amistad. En esta ola de suicidios, hay que citar también el nombre de una joven bella y inglesa, Unity Mitford. «Parecía —relata un testigo de la época— una diosa griega, esbelta, rubia, el tipo germánico perfectos La muchacha creía conseguir, mediante su amor, reconciliar a Hitler con Inglaterra. Unity seguía al Führer en todos sus desplazamientos, y éste, a veces, la invitaba. La belleza de sus rasgos despertaba la admiración de Hitler, pero el idilio no fue nunca más allá. Tras la declaración de guerra del 3 de setiembre de 1939, Unity, desesperada, se disparó un tiro en la sien bajo las ventanas de la Cancillería.

Gravemente herida, fue confiada a las manos de los más expertos cirujanos del Reich. Cada día Hitler le mandaba rosas. Se organizó un tren especial para conducirla hasta Suiza. Desde allí, pudo regresar a Inglaterra, donde murió de pesadumbre algún tiempo después de la desaparición de su ídolo. La vida sentimental de Adolf Hitler era alucinante. Terminó en las llamas de una hoguera cátara el 30 de abril de 1945. Semejantes fenómenos sólo son comprensibles a la luz de una visión muy particular de la vida y de las cosas. Hitler había hecho un voto de castidad, como los puros, los revestidos albigenses165. A sus ojos, la pureza del cuerpo, este templo del alma, era tan indispensable como la pureza del espíritu, tercer grado en la jerarquía espiritual, para entrar en comunicación con las entidades superiores que le inspiraban los grandes temas de su misión: pues Hitler creía en una fuerza superior, asimilable a Dios, y lo afirmó constantemente en sus discursos, en los que invoca al Todopoderoso, e incluso en sus conversaciones privadas. Pero, cuál era su concepto del Ser Supremo? ¿Era, tal vez, la que le atribuye Alphonse de Chateaubriant en La Gerbe des forces? «Hitler, como Jeremías, bajó a la casa del alfarero; y es en esta casa del alfarero donde Dios le dio a escuchar la palabra... de modo que todo, hoy, en Alemania, todo este extraordinario renacimiento alemán, surge de la mansión del alfarero.» Por nuestra parte, añadamos que la alusión al alfarero de la Biblia puede tener un sentido suplementario; sabido es que los cátaros ejercían gustosamente la profesión de artesano y singularmente la de alfarero, oficio muy honorable entre ellos, después del de tejedor. Otras alusiones al catarismo pueden descubrirse, por ejemplo, en la obra de Hermann Rauschning Hitler me ha dicho, en la que el autor relata fielmente las afirmaciones del amo de Alemania. Hitler recibió, así, con grandes honores al escritor Gerhart Hauptmann, ilustre autor de Los tejedores de Silesia, obra teatral cuya acción se sitúa en el siglo XIX, pero que contiene un considerable número de símbolos relativos a los tejedores en la Edad Media, es decir, a los cátaros. «Gerhart Hauptmann fue introducido en la sala. El Führer le estrechó la mano y le miró a los ojos. Era la famosa mirada de la que todo el mundo habla, esta mirada que produce escalofríos y acerca de la cual un jurista bien relacionado y ya de edad madura me dijo un día, que, habiéndola soportado, no tenía más que un deseo, el de retirarse a su casa para recogerse y asimilar este recuerdo único. Hitler sacudió otra vez la mano de Hauptmann. En este momento, pensaban las personas presentes, saldrán las palabras inmortales que entrarán en la Historia. Ahora, pensaba también Hauptmann. Y el Führer del Reich, por tercera vez, sacudió la mano del gran poeta, y luego pasó a los visitantes siguientes. Lo que no impidió a Gerhart Hauptmann decir a sus amigos, algo más tarde, que esta entrevista había sido la cumbre y la recompensa de toda su vida»166. Alejémonos por un instante de la interpretación personal del autor y volvamos a los simples hechos. Hitler había estrechado por tres veces las manos de Hauptmann. Ahora bien, la cifra tres es un signo de reconocimiento entre los iniciados de algunas Órdenes, principalmente, los masones... y los cátaros. Mediante este gesto, Hitler reconocía al iniciado y le transmitía su fluido, lo que aclara con una nueva luz la interpretación, por otra parte absurda, del propio Hauptmann a propósito de este encuentro. AI estudiar el pensamiento del propio Führer, quien algo dejó traslucir de él en el curso de las largas veladas de la guerra, el lector podrá darse cuenta de que la relación que hemos establecido no es en ningún caso atrevida.

2. Las concordancias Todo el viejo fondo gnóstico, dualista y càtaro se disimulaba en el nacionalsocialismo, como en toda sociedad de naturaleza ambigua, abierta hacia el exterior y hacia el interior. A los ojos del observador superficial, el hitlerismo debió de pasar por una manifestación exacerbada del sempiterno pangermanismo, y nada más. El resto... era cuenta de los iniciados de la secta. Sin embargo, algunos entrevieron la verdad; por ejemplo, el célebre astrólogo Kerneiz, especialista del budismo tibetano, que, haciendo el horóscopo de Hitler, señaló en su tema natal la posición de la Luna a 6º 37' de Capricornio; posición que corresponde en el zodíaco hindú al asterismo Sravana. Éste tiene una significación muy especial: su influencia determina los jefes de escuelas filosóficas y políticas, los fundadores de sectas religiosas. Ante el temor de ser descubierto, Hitler despreciaba abiertamente la astrología que desvelaba el fondo de su secreta cosmogonía, lo que no le impedía acudir, discretamente, a los astrólogos más reputados cuando había de tomar una decisión importante. Es, sin duda, su deseo de acercarse a los astros lo que impulsó al Canciller a construir, en la cima del monte Kehlstein, en los Alpes bávaros, su famoso Nido del Águila, donde se retiraba para meditar sus desmesurados proyectos y donde recibía a los huéspedes notables con el fin de impresionarles. En este lugar romántico «acude a la memoria la figura del rey Luis II de Baviera, este rey de leyenda con sus palacios wagnerianos, su soledad y su locura. Disimulado en una garganta rocosa, oculto a todos los ojos, un ascensor escala varios centenares de metros y desemboca en una casa de cristal, invisible en medio de las rocas, frente a la montaña de Watzmann. Aquí, cerniéndose por encima del mundo, innaccesible, lanza sus truenos el Führer alemán. Es su aguilera. Aquí afronta la eternidad, lanzando un desafío a los siglos»167. Refugiándose en las cimas donde únicamente sobrevuela el águila real, Hitler pretendía seguir la huella de Zoroastro, el profeta de los arios, y suceder en la realeza espiritual a los albigenses que hicieron de Montségur un templo fortaleza consagrado al culto solar. Berchtesgaden era un lugar sagrado a semejanza del Venusberg y del Tabor pirenaico. Estos pensamientos mágicos debían de obsesionar al Führer de la Gran Alemania cuando, a través de los amplios ventanales de Kehlsteinhaus, contemplaba el espectáculo grandioso de las cumbres alpinas perfilando sus crestas nevadas sobre el horizonte. De vez en cuando, Hitler salía de su sueño interior para desarrollar ante sus comensales los temas de la Weltanschauung nacionalsocialista: la admiración por el mundo antiguo, impregnado de sabiduría y de conocimientos esotéricos, el desprecio hacia el cristianismo, tal como es enseñado, el odio hacia la Iglesia católica, con, a veces, revelaciones brutales de una simpatía inconfesada por todos los herejes y los buscadores de dioses. En la gran sala del Berghof, ante la alta chimenea de mármol donde quemaban troncos enteros de árboles, Hitler permanecía silencioso durante largos momentos, fascinado por el espectáculo de las llamas, interrogando a las brasas crepitantes. Súbitamente, salía de su reflexión, y, ante sus estupefactos invitados, se lanzaba a largos monólogos tratando de explicar a los profanos sus propios conceptos del mundo. A sus ojos, todo el mal había comenzado con la aparición del cristianismo, destructor del sacerdocio antiguo y de la ciencia iniciática. Así, «Cristo era un ario, y san Pablo se había servido de su doctrina para movilizar el hampa y organizar de este modo un prebolchevismo. Esta intrusión en el mundo señala el fin de un largo reinado, el del claro

genio grecolatino.» Por otra parte, Hitler no hacía ningún misterio de su admiración por Grecia: «Si consideramos por un momento a los griegos antiguos (que eran germanos), encontramos en ellos una belleza muy superior a la belleza hoy día propalada, y con esto me refiero tanto al terreno del pensamiento como al de las formas. Si uno se remonta más lejos en el pasado, se puede encontrar nuevamente en los egipcios a seres humanos con la calidad de los griegos. Desde el nacimiento de Cristo, sólo unas cuarenta generaciones se han sucedido en la Tierra, y nuestro saber se remonta tan sólo a unos pocos milenios antes de la Era cristiana.» Estas últimas palabras proyectan un débil resplandor sobre las ideas que podían bullir en el cerebro del Führer. Los custodios de la ciencia sagrada nacida de la tradición atlante, a saber, los grandes sacerdotes de Egipto, eran considerados, tanto en el pensamiento de Hitler como en el de los gnósticos y los filósofos neoplatónicos de Alejandría, como maestros del conocimiento integral, aspiración secreta del nazismo, que de este modo pretendía apurar en su última manifestación abierta, el catarismo, los tesoros de cierta sabiduría perdida. «Los sacerdotes de la Antigüedad (habla Hitler) estaban más cerca de la Naturaleza y buscaban modestamente la significación de las cosas. Frente a esto, el cristianismo promulga sus inconsistentes dogmas y los impone por la fuerza. Semejante religión lleva en si misma la intolerancia y la persecución. No hay nada más sangriento.» Esta denuncia de los excesos cometidos por la Iglesia parecía, cuando menos, desaforada en boca de un hombre que hizo ejecutar fríamente a centenares de millares de seres humanos, pero encuentra su lógica en la línea fanática seguida por el amo del III Reich. Los que habían encendido las hogueras de antaño debían ver recaer sobre sí mismos las persecuciones. Semejante concepción, que, invirtiendo los signos de la Historia, confunde a judíos y cristianos en una misma execración, arrastró a las ejecuciones sangrientas del reinado nazi e hizo girar los siniestros «molinos» de Auschwitz. Se reconstituía el Infierno de Dante, pero sobre la Tierra..., y Hitler podía dejar que se manifestara su admiración por el autor de la Divina Comedia, obra que consagra la unión del catarismo templario: «Merece la pena poner de manifiesto las semejanzas existentes entre la evolución de Alemania y la de Italia. Los creadores de la lengua, Dante y Lutero, se levantaron contra el deseo de ecumenismo del Papado.» Anticristiano, lo era ciertamente el autor de Mein Kampf, en la medida que la Iglesia y la cristiandad se habían confundido durante largo tiempo, dando la jerarquía eclesiástica su aspecto definitivo a la doctrina; no obstante, la persona de Cristo no era, en su opinión, objeto de desprecio; al contrario, el Canciller declaraba a sus íntimos que Jesús luchó contra el materialismo corruptor de su época; así, pues, contra los judíos. Todo su odio se dirige, por tanto, a los hijos de Israel, y en primer lugar a san Pablo, quien fundó las primeras comunidades cristianas de Europa: Pablo de Tarso, que al principio fue uno de los más encarnizados adversarios de los cristianos, se dio cuenta de pronto de la posibilidad de utilizar inteligentemente, y para otros fines, una idea que ejercía semejante poder de fascinación... (...) Fue entonces que el futuro san Pablo desnaturalizó con un diabólico refinamiento la idea cristiana.» Se encuentra de nuevo aquí el tema gnóstico de la doctrina alterada; incluso el odio contra Pablo es una de las constantes de la religión maniquea, antepasada lejana de los cátaros... «Esta idea, que contenía una declaración de guerra al Becerro de Oro, al egoísmo y al materialismo judíos, la convirtió en el grito de libertad de los esclavos de todo tipo contra la minoría, contra los señores, contra los dominadores»168. Por el contrario, el médium de Braunau, cuando no encontraba palabras lo bastante hirvientes para denunciar «la impostura del Antiguo Testamento», reservaba sus alabanzas para las filosofías tradicionales orientales,

impregnadas de esoterismo, que dieron nacimiento a la gnosis y, más tarde, a la fe albigense. «En ocasiones, uno siente —confiaba Hitler a sus comensales— un violento sentimiento de cólera ante el pensamiento de que algunos alemanes hayan podido deslizarse hacia estas doctrinas teológicas desprovistas de toda profundidad, mientras existen otras, como la de Confucio, Buda y Mahoma, que ofrecen a la inquietud religiosa un alimento más preciado.» Habiendo fracasado, después de las persecuciones, todas las tentativas para sustituir la tutela de la Iglesia por una verdadera libertad religiosa, el odio hacia el clero católico sigue siendo una constante de las afirmaciones hitlerianas. «La Iglesia se plegó a la necesidad de imponer brutalmente su código moral. Incluso no retrocedió ante la hoguera, entregando a las llamas, por millares, a hombres de gran valor.» Después de lo que hemos leído, esta alusión al drama de los albigenses no puede sorprendernos. El tema, sin embargo, seguía siendo tabú, y Hitler no podía revelar los secretos de la secta. ¿Por qué, si no hubiera creído en estas ideas, habría conservado como un talismán, en su despacho de la Cancillería, la lanza que, según se dice, había atravesado el costado de Cristo?169. Es sabido, que, juntamente con el Graal, este emblema era uno de los dos signos del esoterismo càtaro. Lo que ha confundido a los biógrafos es el doble aspecto del personaje: uno, frío, casi positivista, razona como un librepensador; el otro, misterioso, filósofo170, desarrolla una mística delirante que contradice sus afirmaciones precedentes. No se actúa de modo distinto cuando se quiere confundir las pistas. En esto se han equivocado numerosos historiadores, y no los menos importantes. Éste es el motivo por el que se impone un ensayo de síntesis metafísica del nazismo. A la luz de esta comparación comprenderemos la profunda afinidad que ligaba al nacionalsocialismo hitleriano con cierta concepción del neomaniqueísmo cátaro. El Cristo integral no ha aparecido sobre la Tierra. Su imagen humana y divina debe todavía completarse. Un día, la salvación del mundo y la Redención se cumplirán cuando Dios y el Hombre penetrarán vivientes en el Espíritu. Cuando incluso la imagen de Jesús, reflejo de nuestros sentidos, vacile y se borre en el flujo continuo de los tiempos, cuando incluso todo testimonio de Jesús desaparezca. Entonces Dios-Hombre será el centro, el corazón luminoso de todos los mundos. Lenau, Los albigenses. 3. Intento de acercamiento metafisico Este poema, de inspiración cátara, podría ser igualmente firmado por un gnóstico... o por un intelectual nazi. Se encuentra de nuevo en él los dos temas, el de un Cristo fantasmal y una especie de panteísmo que hace del hombre el revelador divino dentro de una resurrección del mito racista. En todo caso, lo que sorprende en las minorías del nacionalsocialismo es este horror gnóstico por la materia, fuente de corrupción que parece contradecir el racismo elevado a la altura de un principio. Alphonse de Chateaubriant que era profundamente creyente, fue testigo de este fenómeno. Intelectual brillante, el autor de La Gerbe des forces se dejó hechizar por las catedrales de luz, los fastos de Nuremberg, la Roma nazi y el romanticismo de una nueva Alemania que se le aparecía como la ciudadela de una espiritualidad

renovada. Dejando hablar a los jóvenes jefes del partido y de las SS, escribe: «Nos negamos a pensar y a ser», dijeron, como si al haber tenido lugar la creación de Dios una vez por todas, el Universo y el hombre dentro del Universo no tuvieran más que aceptar positivamente todas las fases de la culminación fatal de las cosas. «Nos negamos a cruzarnos de brazos bajo el determinismo de las pretendidas leyes de la materia. »Lo que nosotros queremos es de tipo interior, es una construcción interior... ¡Pero la queremos! ¡No permitiremos que nadie nos impida construir ante Dios y ante los hombres lo que debe ser construido! »Contra el envilecimiento del hombre materializado se ha levantado, después de Hitler, el hombre alemán, para arrancar al hombre mundial de este envilecimiento que millares de hombres vienen a estudiar y a formarse en los Ordensburg germánicos. Si comprendemos mejor el orden de los grandes movimientos que se han sucedido desde la invasión de la Roma semítica por los bárbaros, pasando por la coronación de Carlomagno y la erección de la catedral de Reims, para desembocar en la Revolución Francesa, comprenderemos mejor el sentido profundo, histórico, de estas grandes margaritas que adornan cada lugar de los jóvenes creyentes del nuevo mundo, jóvenes aspirantes a regenerarse, en el gran comedor de Vogelsang.» Chateaubriant sintió que en sus interlocutores había una referencia a una tradición continua transmitida por grupos u órdenes consideradas como los antepasados de los nazis: «Hablaba como si yo hubiera sido un templario de Francia, uno de estos últimos templarios de Francia, una especie de último superviviente de las matanzas y de las hogueras de la ciudad, llegado para escuchar y recoger los pensamientos serios de cualquier rudo caballero de la Orden teutónica.» «Los alemanes del nacionalsocialismo rechazan el monismo materialista y el deísmo» —el jefe del Ordensburg de Krösingsee, al autor—. Sabemos también que Pitágoras dijo: “No hay arriba ni abajo. La cultura es el lazo humano entre la Naturaleza y la belleza suprema concebida por el espíritu perfecto.”» La referencia a los templarios es clásica, dado que los monjes-caballeros recogieron de los albigenses, tras la desaparición de éstos, la antorcha de la tradición gnóstica. A este respecto, hemos relatado al principio de este libro la aventura del intelectual nazi Otto Rahn, a la búsqueda del Graal pirenaico. En esta busca, el racismo aparece claramente como un mito que sostiene el culto idealizado de la sangre pura elevado a la altura de una mística. Rahn invoca también la Orden del Temple y reivindica dicha filiación que él pretendía imponer en los círculos más cerrados de las SS y el partido. Es oportuno recordar que, en el prólogo de su libro, el autor de La cruzada contra el Graal cita el nombre de Maurice Magre, del que alardea de ser su amigo. Ahora bien, el escritor francés, conocido como vulgarizador del budismo, fue un ferviente partidario del catarismo, fenómeno religioso al que dedicó dos obras notables: La sangre de Toulouse y El tesoro de los albigenses. En esta última obra, publicada en 1938, es decir, en plena efervescencia hitleriana, aparecía la glorificación del signo elegido por Hitler: la cruz gamada, que nos viene descrita mediante perífrasis, sin duda por temor de asustar al lector: «Y aquella piedra, pregunté otra vez, que está tallada como los mojones indicadores que pueden verse en la encrucijada de los caminos, ¿qué significa? »Yo señalaba una piedra que tenía en uno de sus lados dos líneas cortadas en tres partes y que formaban una especie de rueda. Se parecía a la que tanto me había intrigado en el bosque de Cabrioules. »Indica claramente un camino a seguir, pero se trata de un camino que no lleva a

ninguna dirección conocida. Este signo fue grabado en otro tiempo, un poco por todas partes, por hombres que venían de Oriente. Bastaba para resumir una inmensa sabiduría. Pero el sentido de esta escritura se ha perdido. El Santo Graal es una palabra viviente del mismo lenguaje»171. ¿Y qué significa esta frase de la misma obra que parece anunciar a Hitler en una especie de filigrana? «Verás tal vez un nuevo Graal erigido por un caballero demente en las montañas cada vez más lejanas»172. Sin embargo, cuando los trovadores cátaros, tras la caída de Montségur, cantaban este verso de cariz profético: Al cabo de setecientos años reverdeció el laurel, estaban lejos de suponer que un día, transcurridos los siete siglos, una secta política invocaría su nombre bajo secreto para rodearse de una aureola espiritual. Éste es el motivo por el cual Hitler afirmaba, en 1944 (o sea, en el séptimo centenario de la hoguera de Montségur), que la Humanidad conocía cada 700 años una renovación del Espíritu. ¿Qué significan estas palabras? En todo caso, no existen dudas de que, en el clima gnóstico y neocátaro en que se complacían los pontífices nazis, desde Rosenberg a Himmler, todos estaban persuadidos de haber restablecido los lazos con las profecías trovadorescas del siglo XIII. Es cierto que el maniqueísmo es el fundamento de la doctrina hitleriana: el ario representaba el príncipe bueno, y el semita, la encarnación del mal. Partiendo de esta idea-fuerza, se cometieron los peores excesos sin el menor remordimiento, habiendo quedado vacíos de sentido los principios de la moral. Los nazis sólo olvidaban un pequeño detalle, para nosotros de importancia capital: no se aplasta una idea considerada como enemiga, sino que se la combate con las armas del espíritu, pues está escrito en el Evangelio de Juan: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» La matanza de los judíos rodeó para siempre a Israel de la aureola del martirio, mientras que el pensamiento judeocristiano no fue en absoluto aniquilado, sino al contrario. Habiendo llevado el razonamiento dualista hasta consecuencias monstruosas, el nacionalsocialismo cayó en el caos que prometía para sus enemigos. Utilizador de la violencia, pereció, a su vez, vencido por las fuerzas coaligadas de la violencia, de las cuales se hallaba en primer término el peor enemigo del espíritu, a saber, la Rusia comunista y atea.

Capítulo X

APOCALIPSIS O EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

1. Apocalipsis y tradición juaniana CON la firma de Albert Maillet, apareció en 1961 una curiosa obra. En este libro, titulado Los dos testigos del Apocalipsis173, el autor, que tiene tanto de iluminado como de visionario, interpreta el libro de san Juan de un extraño modo. Así, ve en Hitler y Mussolini a los dos testigos de Dios destinados a promover, por su «martirio» la Era del Paráclito o del Espíritu Santo. Que ciertos espíritus hayan podido mezclar, a una tradición sagrada, el evangelio neognóstico del nazismo no debe sorprendemos en una época sacudida por los terrores del año 2000. Nuestro ciclo es el de los signos de los tiempos. Si el reino de la cantidad, anunciado por René Guénon, debe arrastrar al mundo hacia el abismo, Zoroastro habrá profetizado en vano una religión de la luz, y Jesús, Manes y los albigenses habrán sido perseguidos en vano. En tal caso, el fin de los tiempos se habrá hecho necesario. Impulsado por este sentimiento, exaltado a un grado de paroxismo rayano en la demencia, Albert Maillet mezcló el oro puro con el plomo vil. No obstante, él «vio», y nos relata la interpretación de su delirio: Si el primer caballero del Apocalipsis es Cristo, el segundo, san Pedro, y el tercero, san Pablo, «el cuarto caballero representa a Satanás en forma de la Iglesia convertida en dueña temporal y espiritual de la cuarta parte de la Tierra». Estamos ya en pleno dualismo, el bien y el mal, la luz y las tinieblas se enfrentan para la conquista de los mundos; «la religión de la muerte ha remplazado a la religión de la vida». Maillet nos advierte que hizo sus descubrimientos porque, es, entre otros, discípulos de Blake, de Gide y de Nietzsche. «Blake —escribe— me enseñó que el cristianismo de la Iglesia es una negación del espíritu de Cristo. Dijo que “la Iglesia actual crucifica a Jesús con la cabeza hacia abajo”.» «Gide me enseñó que el falso cristianismo de la Iglesia es el resultado de la predicación de san Pablo: pues Gide amaba fervorosamente a Cristo y aborrecía a Pablo. Me ayudó, por tanto, a reconocer a san Pablo en el tercer caballero, montado en un caballo negro y profiriendo anatemas contra el aceite y el vino. »Nietzsche me enseñó que la religión llamada cristianismo se opone a la vida y desemboca en la destrucción del hombre y de la creación divina. Me ayudó, así, a reconocer a este mismo cristianismo mentiroso en el cuarto caballero cuyo nombre es la muerte.» Y el autor pasa a definir su pensamiento: «La clave del Apocalipsis es el conocimiento del verdadero Cristo, en las antípodas de las creencias de la Iglesia.» La verdaderamente prostituida llamada Babilonia es la Iglesia, acerca de la cual está escrito en el capítulo XVII de San Juan: «...y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de

la Tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús (...) Y díjome el ángel: “La mujer que has visto es aquella ciudad grande que tiene la soberanía sobre todos los seres de la Tierra.”» «La clave del Apocalipsis es el conocimiento del verdadero Cristo —subraya Maillet—, en las antípodas de las creencias de la Iglesia. El descubrimiento de su mensaje pulveriza al falso cristianismo que ha prevalecido hasta hoy. (...) »¿De dónde procede el antisemitismo sino de la mentira milenaria de la Iglesia farisaica, que atribuye a los judíos su propio crimen deicida? Pues son los cristianos, antes que los judíos, quienes asesinaron a Jesús. A partir del momento en que el fariseo san Pablo asume la jefatura de la Iglesia, ésta se convierte en la nueva morada del fariseísmo.» Y el autor llega al meollo del tema que integra en el Apocalipsis a los acontecimientos contemporáneos. «En realidad, la doctrina racista de Hitler comportaba la afirmación de algunas verdades esenciales. En primer lugar, el amor del hombre, el culto de la belleza y de la grandeza humana. En tanto que la Iglesia se complace en la decadencia humana, la teoría racista implica la fe en el hombre, la confianza en su futuro. La preocupación por la belleza física de la raza es un homenaje al Creador.» Albert Maillet hace a continuación el proceso de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, quienes, según él, tuvieron los mismos errores que los vencidos alemanes, porque utilizaron la violencia, enemiga de Cristo: «Se reprocha a los dictadores el haber oprimido a los pueblos, y haber matado, o hecho matar, a muchos hombres. Yo respondo: ¡Vosotros también sois opresores y criminales! ¿Acaso no habéis empleado el poder de las armas para hacer triunfar vuestras ideas? ¿Acaso no habéis matado a millones de hombres con vuestras armas? ¡Fariseos ciegos que invocáis a Cristo! ¿Cuándo ha dicho Jesús que haya que matar al malvado y ejecutar al criminal? Más bien dijo lo contrario: No resistáis al malvado. Perdonad setenta veces siete; es decir, indefinidamente. En el espíritu de Cristo, el justiciero es más culpable que el criminal, pues este último sabía que hacía el mal, en tanto que el justiciero pretende hacer el bien al matar a otro. »Es cierto que esta guerra, debido a su magnitud, ha entrañado una confusión de ideas y de horrores, de las cuales se ha subrayado demasiado el aspecto unilateral, en tanto que, en realidad, por ambas partes se ha devuelto mal por mal. A quienes pudieran escandalizarse, les sugiero que lean un poemita muy sencillo de William Blake titulado La noche, en el que el comportamiento cristiano es ilustrado por ángeles, llenos de amor por todos los animales de la Naturaleza, y no solamente por el dulce cordero, sino también por el lobo y el león. Cuando el león hambriento se lanza sobre su víctima, los ángeles lloran y le suplican, pero no hacen ningún gesto hostil para detenerle. Sin embargo, la dulzura pasiva de los ángeles aparece como un principio soberano que pone fin a la violencia. Pues luego se ve en el cielo al león transformado, vertiendo lágrimas de oro, lleno de amor ahora hacia los corderos, a los que toma bajo su protección.» Para el intérprete del Apocalipsis, Hitler y Mussolini son como el león del poeta. Los judíos y los polacos son como los corderos, pero las otras naciones «no supieron comportarse, en 1939, como los ángeles de Blake». Así, los aliados son los fariseos del Evangelio; han vertido la sangre en nombre de la letra, pero «aquel que hace la guerra al malvado, aún hace peor al malvado», y Jesús dijo que «toda la sangre derramada desde el comienzo del mundo recae sobre la cabeza de los fariseos».

«Mientras en el mundo todo está bajo el maligno» (Joan, Ep. I, 5, 19). Zoroastro, Jesús, Manes, los albigenses, lo afirmaron, ¿y quién se preocupa de ello hoy día? Por lo demás, «la historia de Hitler y Mussolini es la de los dos profetas de la verdad, condenados a muerte por un mundo malvado». Si Hitler arremetió contra la judeocracia o la judería internacional, en realidad es el fariseísmo y la hipocresía del mundo lo que denunciaba, por lo que ambos dictadores son los testigos de Jesús, y su historia «forma parte del séptimo sello» que representa «la visión de los cataclismos del siglo XX». Después de la exterminación de los dos testigos, caen sobre la Humanidad las más terribles desgracias, liberándose ésta sólo in extremis gracias al vencedor de la Bestia, que instaura el reino de Cristo. La historia de los dos testigos puede dividirse en tres partes: La primera trata de los dos profetas en el apogeo de su poder; la segunda «describe la guerra que contra ellos desencadena la Bestia, es decir, el fariseísmo mundial, y la alegría de las naciones en el momento de su muerte»; la tercera relata el «espanto de las naciones» cuando se deja oír una «voz procedente del cielo», es decir, la voz de la verdad y de la justicia. De otro modo, ¿qué significarían estos versículos?: «Mandaré a mis dos testigos para que profeticen, durante mil doscientos sesenta días174, vestidos de saco» (Juan, Apoc., XI, 6). «Éstos son los dos olivos y los dos candeleras que están delante del Señor de la Tierra.» (Id., XI, 7). «Si alguno quiere hacerles daño, saldrá fuego de su boca, que devorará a los enemigos. Todo el que quiera dañarlos, morirá.» (Id., XI, 5). «Ellos tienen poder de cerrar el cielo para que la lluvia no caiga los días de su ministerio profètico, y tienen poder sobre las aguas para tornarlas en sangre y para herir la Tierra con todo género de plagas cuantas veces quisieren.» (Id., XI, 6). «Cuando hubieron acabado su testimonio, la bestia, que sube del abismo, les hará la guerra, y los vencerá y les quitará la vida.» (Id., XI, 7). «Su cuerpo yacerá en la plaza de la gran ciudad, que espiritualmente se llama Sodoma y Egipto, donde su Señor fue crucificado.» (íd., XI, 8). «Los pueblos, las tribus, las lenguas y las naciones verán sus cuerpos durante tres días y medio y no permitirán que sus cuerpos sean puestos en el sepulcro.» (íd., XI, 9). «Los moradores de la Tierra se alegrarán a causa de ellos y se regocijarán, y mutuamente se mandarán regalos, porque estos dos profetas eran el tormento de los moradores de la Tierra.» (Id., XI, 10). Confesemos que el parecido entre los acontecimientos reales y los de las profecías del Apocalipsis conturban el espíritu. Sin embargo, la delirante interpretación de Maillet fue demasiado lejos, tergiversando una predicción ambigua en provecho propio. Con todo, ya lo hemos visto, dentro de la tradición juaniana el profetismo ha tenido en todo tiempo adeptos fervientes, mucho antes que nuestro moderno exegeta. Desde la época medieval hasta los niños de Fátima175, pasando por las Centurias de Nostradamus, siempre ha habido hombres para anunciar, sea mediante interpretación bíblica, sea mediante la lectura de las tablas astrológicas, el fin de los tiempos, precedido por el «reinado de un gran monarca», el «Millenarium» germánico o el famoso retorno de la «edad de oro» por el Paráclito, período éste que sucedería a catástrofes sin nombre que harán sufrir innumerables males a la Humanidad. Los alemanes, más que ningún otro pueblo, han sido sensibles a tales profecías, y el

nacionalsocialismo no ha hecho aquí una excepción. Alphonse de Chateaubriant escribió, acertadamente, que «el alemán trata de ponerse de acuerdo con el Cosmos», y así, sin dudar de él, «comprende y vive el Apocalipsis»176. ¿Pensaba Hitler en el Apocalipsis cuando hablaba del «Reich de los mil años»? ¿Pensaba en Carlomagno, en Federico Barbarroja, en la Orden del Temple y en los albigenses? Se ha reprochado, con razón, a Hitler su furor homicida, pero no deberían olvidarse las palabras de Cristo a Pedro: «Lo que ates sobre la Tierra, atado será en el Cielo; lo que desates sobre la Tierra desatado será en el Cielo.» ¿Acaso el Führer de la Gran Alemania, que a menudo terminaba sus discursos con la palabra «amén», creía poseer el poder de las llaves, este don misterioso y terrible que abre las puertas del Infierno, así como las del Paraíso? 2. Neoalbigenismo o falsificación Sean o no ciertas las profecías, Hitler y el nacionalsocialismo están indisolublemente ligados a la aparición de la nueva gnosis, de la cual son sus hijos monstruosos. El catarismo, esta fe tan pura de los albigenses, fue vista por los nazis a través de un prisma deformante, el del mito racista; sin embargo, los temas de la Romania, del Graal y los aspectos más ocultos de la herejía albigense se funden, en el seno del hitlerismo, en un crisol alquímico, donde se mezclan el mito de la sangre, las viejas leyendas nórdicas y la tradición esotérica de Oriente. Hitler apareció en el momento esperado, en la hora fijada, como un fruto maduro en una lenta incubación, gracias al alumbramiento de esta «Magna Mater» que fue Alemania. Todas las corrientes subterráneas del pensamiento germánico, todas las tendencias filosófico-religiosas de finales del siglo XIX y comienzos del XX convergen con una pavorosa simetría en la aparición del nuevo Mesías que salvará a la Tercera Alemania desencadenando la Era del Espíritu Santo o del Paráclito, tan esperado por el catarismo y la Rosacruz desde la Edad Media. El iluminismo no se desdijo desde la época lejana que vio encender las hogueras de los templarios, últimos herederos en Francia —tras la matanza de los albigenses— de la tradición gnóstica. La antorcha pasó entonces a los hermanos de la Rosacruz, custodios de la rosa mística, que se esparcieron por toda Alemania, la cual se atribuyó a partir de entonces el título de tierra sagrada. Basta con echar una ojeada sobre la literatura del otro lado del Rin para quedar convencido de esta verdad: los alemanes sabían... mientras nosotros estábamos en la ignorancia; Hölderlin, Hoffman y el genial Goethe, que resucitó al satánico doctor Fausto, bebieron en la fuente de todas las fuentes, porque se habían liberado de la influencia tutelar de la Iglesia. A finales del siglo XIX, surge en Alemania, impulsada por el florecimiento imperial antirromano, toda una generación de escritores cuyos temas favoritos girarán en torno a la gnosis y la herejía, cuando no se sumergen, después de Wagner y Nietzsche, en la fantástica aventura de la magia eterna y del hombre-dios. El más grande entre esos maestros que, cual nuevos Cristos, querían enseñar a sus discípulos y fundar una escuela de filosofía, es Gerhart Hauptmann (1862-1946). Sus principales obras, La campana sumergida, Los tejedores de Silesia, Y Pippa baila nos cuentan la aventura de los maestros artesanos, que, tras su oficio simbólico, ocultan la mística de la suprema sabiduría. Hauptmann escenifica los maestros vidrieros venecianos, o

los amores de Pippa y el rubio Hellbrigel, simbolizando la unión del alma y el genio mediterráneo, o los héroes de la mitología griega, El arco de Ulises (1914), Ifigenia en Delfos, obra en la que el autor hace perecer a la joven heroína mientras canta las delicias de la aniquilación. En todas estas obras, se trata siempre del mismo culto a un budismo occidental, en ruptura con el cristianismo tradicional. La tentación pagana le inspira, en 1924, La isla de las madres. Unos años antes, en El hereje de Soana, su mejor novela, daba a una idea parecida una forma menos extraña. En cuanto a su primera gran novela, El Cristo loco, relata la vida de un iluminado de Silesia que quiere realizar la imitación de Jesucristo. Pero es hacia el final de su vida, que coincide con la subida y triunfo del nazismo, cuando Hauptmann se hunde en un delirio simbólico donde el misticismo se enfrenta con la magia. Till Eulenspiegel y El gran sueño son sus ejemplos más notables, constituyendo verdaderos poemas «cósmicos». En los tercetos de El gran sueño, el autor toma como modelo La Divina Comedia de Dante (otro hereje), y describe alegóricamente los horrores de la guerra para desembocar en una nueva gnosis; guiado por el ángel Satanael, el poeta atraviesa los mundos alegóricos; ve las malas acciones de la Iglesia católica y finalmente asiste, en la cima del Parnaso, a la unión del cristianismo ignorado con el genio de la Grecia antigua. Al lado de Hauptmann, y como apoyándole, bien que con un registro muy diferente, surge Stefan George (1868-1933), el más grande poeta alemán contemporáneo, a quien Hitler ofreció, en 1933, la presidencia de la Academia Alemana. Esto demuestra la gran admiración que sentía por el autor de Maximin. Ferviente adepto de la Gran Lotaringia y colocando al adolescente alemán sobre un pedestal, George resucitó los mitos paganos de Grecia; se inspira en los temas antiguos, medievales y orientales para sus poesías, en las que denuncia «la mentira del ser y del mundo», es decir, el dominio de la materia, teoría cátara por excelencia. Al final de su libro El año del alma, las ondinas del río invitan al descanso y al olvido a las almas fatigadas. En El séptimo anillo (1907), George rechaza con violencia el mundo de hoy e invoca con todas sus fuerzas el cataclismo que aniquilará la creación perversa. La obra se compone de siete libros, dispuestos en círculos simbólicos alrededor del libro central, Maximin, joven héroe idealizado que George canta como a un nuevo dios. En torno a este mito se desarrolla toda una gnosis, que constituye desde entonces el pensamiento del poeta. La estrella de la Alianza contiene las Tablas de la Ley de la sociedad nueva, de la cual el «Cenáculo» debe ser el germen. En efecto, en tomo a George, y en el «Cenáculo» que éste había fundado como una nueva Academia platónica, gravitaban escritores que se movían en un clima irracional imbuido de gnosticismo y de resurgimientos maniqueos; así, para Ludwig Klages (18721956), discípulo de Nietzsche, el hombre es el punto de fusión de fuerzas cósmicas, y está llamado a regenerar un mundo amodorrado. Alfred Schuler (1856-1923) practicaba una especie de magia y pretendía hacer revivir las energías perdidas del Imperio romano. Ludwig Derleth (1870-1948) declaraba la guerra al mundo de hoy en nombre de una nueva Trinidad en la que Cristo aparecía junto a Napoleón y Dionisos. George compartía con muchos simbolistas el gusto por las doctrinas iniciáticas. En este mundo agonizante que marca el final de un siglo y de una época, los brazos se tienden hacia el Salvador anunciado por Nietzsche, el Redentor, el nuevo Cristo que regenera al mundo. Adolf Hitler vendrá... Hasta tal punto se le había esperado177.

Con el triunfo del nazismo, esta literatura, lejos de desaparecer, conocerá un nuevo período de popularidad. Rudolf Binding, en una carta abierta dirigida a Romain Rolland178, celebraba en el advenimiento del nacionalsocialismo «una revolución propiamente religiosa». Erwin Guido Kolbenheyer, nacido en Budapest en 1878, fue una de las glorias de la literatura nacionalsocialista. Este escritor, que atribuye la metafísica de los tiempos actuales a la tradición de las «fábricas» de masones, había de ejercer considerable influencia en las esferas dirigentes de la Alemania hitleriana. El autor, alemán de la región sudete, siente una gran inclinación por los místicos, los teósofos y los buscadores de Dios. Introduce al lector en el mundo de Jacob Boehme, uno de los principales rosacrucianos, reedita una trilogía novelesca sobre Paracelso, famoso alquimista y astrólogo del Renacimiento, llegando hasta publicar un escrito acerca de los místicos alemanes, a menudo acusados de herejía, del siglo XIV. Al comienzo de su Paracelso, Kolbenheyer compara a Wotan, el dios del poder, con un Cristo consumido. Al final del libro, Wotan entierra a Cristo en el hielo de los glaciares eternos, sin duda para que su mensaje resurja un día bajo distinta forma. Dentro de la misma línea, escribe un drama antirromano sobre Canossa, Gregorio y Enrique (1934), en el que exalta la lucha del emperador contra el Papado. Este desfile de autores más o menos delirantes puede producir vértigo a los franceses apasionados por la lógica cartesiana. ¿Cómo tales ideas, después de veinte siglos de influencia cristiana, han podido surgir en nuestra época? En realidad, sólo conocemos un aspecto de las cosas. Detrás del exoterismo hay un esoterismo. Y si el hitlerismo quiso utilizar la doctrina secreta de los cátaros para glorificar a su propio ídolo, no lo podemos remediar. No obstante, el ideal nazi tiene más bien el aspecto del águila rapaz que el de la paloma pura albigense. En esto hay que ver una de las razones de su fracaso. El cristal de roca iluminado por los rayos del sol ofrece la apariencia de un diamante, pero no tiene su pureza ni su resplandor. Sin embargo, es esta piedra lo que el nacionalsocialismo, después de la destrucción por el fuego del III Reich, enterró en lo más profundo de los glaciares para que sirviera de mensaje, en los tiempos futuros, a los supervivientes de la Humanidad aria. 3. Las nuevas Tablas de la Ley Habiendo renunciado al proyecto de establecer «Serail»179 y resistir a ultranza en las vecinas montañas de Berchtesgaden, el Führer de la Tercera Alemania prefirió terminar sus días en Berlín. Cabe suponer que, de todos modos, el horror patológico por el agua, que caracterizaba a Hitler, no le habría permitido retirarse a ningún refugio marítimo construido por la Kriegsmarine. Todas las suposiciones referentes a una eventual supervivencia o incluso una evasión del señor del III Reich son, por tanto, pura fantasía. ¿Significa esto que el «Millenum» nazi nos reservó hasta el fin acontecimientos misteriosos? Sería vano negar y silenciar ciertos hechos que el tiempo y las leyendas arias nos aportan... En los últimos días de abril de 1945, algunos testigos hablan del vuelo misterioso, en la región de Salzburgo, de un cuatrimotor (un «He 277 V-l», según parece), cuyo destino permanecerá para siempre desconocido. Según el escritor Saint-Loup (Los herejes, París, Presses de la Cité, 1965), este

aparato habría llevado a los iniciados de la Orden Negra a un refugio de la América Latina previamente preparado. Esta hipótesis no acaba de satisfacernos, así como tampoco aquella que habla de una facción disidente en el seno de las SS. La tesis según la cual la oposición SS europea - SS germánica se habría traducido en una jerarquía paralela en el seno de la Orden Negra no significa una querella ideológica, sino más bien una crisis de reclutamiento, y parece dudoso, por tanto, que una de las dos fracciones presentes hubiera podido disponer de semejante aparato para permitir a sus dirigentes escapar a la justicia de los vencedores. En tales condiciones, permítasenos exponer una hipótesis más realista, dado que ninguna base submarina ha podido ser nunca descubierta allí donde los autores la sitúan por lo general, a saber, en la Tierra del Fuego. Si semejante aparato pudo despegar en los últimos días de 1945 de la Era nazi, sólo pudo transportar en su interior a iniciados en el sentido propio del término, es decir, a personalidades titulares de un elevado saber y quizás, incluso, a iniciadores cuya huella se pierde en los últimos meses de la guerra, pero cuya presencia en la Alemania hitleriana no ofrece ninguna duda... Ahora bien, ¿adónde habrían podido dirigirse estos personajes sino al lugar donde todo el mundo sitúa una buena parte de la iniciación actual y pretérita, es decir, a Asia? El radio de acción de este aparato se lo permitía fácilmente, así como los numerosos contactos establecidos a lo largo del período que nos ocupa. La pregunta sigue planteada, y parece realmente, a partir de estos hechos, que todos los caminos llevan, si no a Katmandú, al menos a la cordillera del Himalaya180. En cuanto al tesoro espiritual del que hemos estado hablando al lector, un segundo acontecimiento, más significativo todavía, nos permite suponer que su historia no termina con la derrota militar de sus nuevos poseedores. En efecto, el 2 de mayo de 1945 una compañía de SS «con destino especial», compuesta únicamente de oficiales, interceptaba la ruta Innsbruck-Salzburgo, para permitir a un convoy que descendía del célebre Berghof (el Nido del Águila hitleriana), abrirse camino en medio del avance aliado. Este convoy desembocó en la encrucijada del Isar y su valle la misma noche que Berlín capitulaba; habiendo recogido al paso sus elementos de protección, la columna prosiguió su ruta en dirección a la alta montaña. Llegados al pie del macizo de Zillertal, un pequeño grupo de oficiales SS, muy escogidos, recogieron un pesado cofre de plomo, tras una corta ceremonia a la luz de las antorchas. Responsables del misterioso cargamento, tomaron el sendero que conducía al glaciar de Schleigeiss, situado al pie del Hochfeiler, montaña de 3000 metros de altitud. Fue allí, en la vertical de una comisa de nieve, donde, con toda probabilidad habría sido enterrado el objeto, el Graal de Montségur. Pero la aventura no debía terminar ahí. Rumores que no tardaron en propagarse por la región atrajeron a numerosos curiosos a la búsqueda de tesoros menos espirituales. Todos estos buscadores habían de conocer una suerte poco envidiable. A la mayoría de ellos se les encontró horrorosamente mutilados, como al teniente austríaco Franz Gottliech, a los «alpinistas» Helmuth Mayr y Ludwig Pichler, o incluso decapitados, como a Emmanuel Werba, en 1952... ¿Habrá que pensar que el misterioso cofre enterrado en la nieve de los glaciares eternos y que encierra las preciosas tablillas de piedra en escritura pagana enrevesada contiene las leyes eternas de los arios, análogas a los Diez Mandamientos de Moisés? Estas nuevas Tablas de la Ley destinadas a servir de guía a los supervivientes de los cataclismos que nos prepara la civilización del átomo deberían ser restituidas por la morrena frontal del glaciar en los alrededores de los años 1990-1995.

Mientras, una guardia compuesta de fieles de la Orden Negra vela alrededor de la montaña para recoger la Suprema Revelación.

NOTA FINAL FUI a Montségur. Había escogido un hermoso día de julio, en este Mediodía en que el sol canta el amor apasionado de mi tierra occitana, bautizada con la sangre de los perfectos. Después de haber pasado Lavelanet, aldea adormecida entre sus hilaturas seculares que recuerdan las lanzaderas de los tejedores, tomé el camino de Montferrier, que conduce hacia el macizo de Saint-Barthélemy. Tras este último pueblo, y después de franquear el collado de Tremblement, me hallé ante la masa imponente del Pog. Ante mí se alzaba el castillo, deslumbrante sarcófago de piedra, impresionante dentro de su trágica grandeza. Abordé las ruinas por el «Camp dels Cremats», y allí estaba, de pie, como un eterno reproche a los perseguidores, el monumento erigido por la Sociedad del Recuerdo y de los Estudios Cátaros que anima el patriarca Déodat Roché. Se trata de una sencilla escultura de piedra, grabada en un lado con la lanzadera de los tejedores y en el otro con una cruz languedociana; la estela está coronada por una cruz solar. No lejos de allí, sellado en la roca, se destaca el medallón dedicado a Maurice Magre, el inspirado cantor de la epopeya albigense, autor de La sangre de Toulouse. A la ruta fácil y ruidosa, atestada de vehículos intempestivos y de peregrinos de! siglo xx, hubiera preferido la ascensión solitaria a través de las peñas con objeto de contemplar las maravillosas vistas sobre el bosque pirenaico, el más bello de Europa. Si tiene usted valor, realice la ascensión del cono rocoso por el paso del Trébuchet, a través de los escarpados senderos que dominan el abismo; éste es el itinerario que emprendieron, temblorosos, los asaltantes del castillo en 1244. En la cima de esta enorme masa calcárea, a 600 metros por encima de las praderas y de los bosques, le invade a uno un sentimiento de grandeza y de plenitud, e imagina la emoción de los hombres que, por vez primera, contemplaron esta montaña de líneas tan puras. En las pendientes del Tabor no encontré a Otto Rahn, pero me lo imaginé lleno de entusiasmo, haciendo y rehaciendo esta escalada, buscando con obstinación la ruta que utilizaron los cátaros para preservar el Graal de la bárbara codicia de los vencedores. Fernand Niel es uno de los últimos occitanos que ha guardado el recuerdo del joven alemán. En su juventud, el Pog no estaba tan frecuentado como en nuestros días y era necesario amar realmente la montaña y la Historia de Oc para aventurarse en este lugar desierto. Dejémosle la palabra: «Hubo también La cruzada contra el Graal. Su autor era aquel extranjero con el que yo me había cruzado en el pueblo de Montségur181, tan andrajoso como yo, y al que no me había atrevido a abordar. Leí su libro tal como se debe leer, es decir, como una novela, pero me mostró que la importancia de Montségur podría transcender un marco local o regional. Por un tiempo, me lanzó en las leyendas o relatos graálicos y sus comentarios, los cuales, por lo demás, me dejaron tan indeciso como lo había estado antes. Llegué a esta conclusión: Montsalvat, el castillo del Graal, existió realmente, o bien se trata de una pura ficción de los autores de la Edad Media. En este último caso, no hablemos más de ello; si no es el castillo del Graal, es Montségur y no otro.» Y Fernand Niel añade: «Ciertamente, he leído las críticas contra el libro de Otto Rahn, pero no me han hecho olvidar La cruzada contra el Graal. Me daba cuenta de qué lado procedían, y, mirándolo bien, me sentí siempre más cerca de Otto Rahn que de sus contradictores»182.

Fernand Niel se muestra buen profeta, pues la influencia de Otto Rahn no ha decrecido con el tiempo, como lo demuestra la reciente reedición de sus obras en Alemania. Aislado en medio de bandadas de turistas venidos de todo el país, atraídos por una curiosidad profana o por el gusto enfermizo de lo sensacional y de la muerte, oí resonar los duros vocablos de la lengua germánica. Y me acordé de que la Rosacruz de Oro, movimiento esotérico implantado en Alemania y en los Países Bajos, desde hace tiempo ha plantado jalones en Montségur. Mucho antes de la guerra, el maestro de escuela Gadal, apasionado del catarismo y adepto de la secta, había rastreado el país en busca del Graal cátaro y de sus símbolos. Fue él quien recibió calurosamente a Otto Rahn con ocasión de su primera visita a Romania y quien, más tarde, fundó el museo rosacruciano de Ussat-Les-Bains. No iré más lejos, y, por otra parte, no puedo decir nada más; pero si, por casualidad, pasa usted cerca de Vicdessos, deje a un lado el pueblo y ascienda en busca de los vestigios de Montréal-de-Sos, el castillo templario. Esta fortaleza interceptaba en otro tiempo la ruta que conducía a Aragón; no queda de ella más que el panel de un muro, pero oculta una gruta que encierra los símbolos altamente significativos del Temple y del Graal. A la luz de una linterna pude contemplar allí lo mismo que vio Coincy Saint-Plais, quien escribe en Torreones y castillos en el país cátaro, pág. 86: «Todavía se distingue allí, aunque muy deteriorado por el tiempo, el famoso panel de tres colores cantado por Perceval, el héroe de Chrestien de Troyes. Se perciben también una docena de cruces rojas, una espada rota y, en el centro, lo que representa el famoso Santo Graal, una forma de sol resplandeciente, la leve imagen de una corona de espinas. Dado su carácter esotérico, estos símbolos son impresionantes.» En esta perspectiva, la sangre, que lleva testimonio de las generaciones humanas desde sus orígenes, esta vía biológica es realmente el vehículo sagrado, el Sol de este mundo del que hablan los textos más antiguos, y las tablillas rúnicas, si aún existen, tienen quizás el don misterioso de hacemos escuchar esta voz interior venida del remoto país de los hiperbóreos. Pero olvidemos a los pelasgos y la transparencia de los glaciares alpinos para retomar a esta tierra occitana tan real. Mientras contorneaba la enorme muralla del torreón de Montségur, al apoyarme en la rugosa pared mi mano se detuvo sobre un curioso símbolo. Se trataba de un pentagrama de piedra, pero dispuesto invertido, es decir, con la punta hacia abajo. Más tarde, se me aseguró que se trataba de un símbolo negro, grabado a toda prisa y utilizando cemento que fragua rápidamente por miembros de uno de estos grupos misteriosos que merodean aún hoy en día en tomo al castillo. Este objeto debió de ser arrancado con gran esfuerzo: los anónimos profanadores pertenecían probablemente al grupo de los Werwolf (Picántropos), a menos que no fueran de los Wandervogel (pájaros migradores) o a los Neuauther, llamados también caballeros rojos, rama subterránea de la famosa Sociedad de Buscadores del Graal. Joseph Dupré, gran conocedor de Montségur, los ha descrito «compuestos de hombres de todas las edades, aunque la mayoría jóvenes, estos grupos presentan un aspecto paramilitar. Enarbolando banderines y estandartes, elementos de uniformes: boinas y pañuelos especiales, insignias, etc., tienen una estructura jerarquizada. Así ocurre que entre ellos existen caballeros y criados. (...) No transcurren muchos días sin que alguno de estos grupos venga a uno de los hoteles de Montségur con objeto de llenar una página en el labro de Oro de la casa. Dibujan símbolos claramente negros: cabeza de pantera enfurecida, garra de águila, etc., y uno de sus pasquines proclama: “Hemos conquistado y saqueado el burgo de Montségur.” De hecho, una de estas asociaciones ha emprendido en su país la construcción de una torre con la piedra del Pog, debiendo aportar cada uno de sus

miembros algunos bloques de Montségur.» De este modo, la acción de los vándalos se ejerce también contra el monumento del Camp deis Cremats, que les sirve de blanco, y cuya degradación demuestra que sigue todavía la lucha en tomo a Montségur. Lamentamos igualmente el fanatismo de ciertos católicos, para quienes el perdón de las culpas está lejos de ser una virtud cristiana, y que llegan a proferir frases como ésta: «Está a punto de nacer aquí una verdadera peregrinación, y habría que crear una nueva cruzada para liberar de la herejía a esta multitud descarriada.» ¿Y qué podemos decir, por fin, de esta muchedumbre que no siempre tiene la dignidad que cabe esperar en semejante lugar y que llenan el recinto y los senderos de un amasijo de detritos, sobras poco agradables de comidas campestres? «Montségur, que todavía arde...», decía André Bretón; estas palabras acudían a mi memoria mientras descendía hacia el ruido y la civilización. Fuego que ha continuado latiendo bajo las cenizas de la Historia, ¿es posible que se te deje, Ciudadela del Espíritu, sin protección ni vigilancia oficial, durante doce meses al año...? Montségur, ciudadela del vértigo, ¿asistiremos, quizás, impotentes a tu desmantelamiento por bandas de exaltados y veremos a tus ruinas gloriosas embellecer algún paisaje en las orillas del Rin? ¿O tal vez se permitirá que te conviertas en propiedad privada de un grupo alemán, propiedad en la que no tendremos siquiera el derecho de penetrar? Ciertamente, no sería la primera vez que un pobre municipio de Francia sucumbiera a las seductoras ofertas de un consorcio extranjero, y, después de todo, doscientos millones de francos (aunque sean antiguos) no son de despreciar. ¿Qué pueden, efectivamente, los ediles municipales, campesinos de Ariége, frente a un Gobierno y unos tecnócratas parisienses que ni siquiera han pensado en proteger a Montségur, no obstante «Monumento Histórico» desde 1862? Montségur, ciudadela de Occidente, ¿es que no cabe esperar que se unan sin excepción todas las voluntades para salvar este inspirado monumento de Occitania, esta tierra cátara siempre escarnecida y herida? Oh, Montségur, ciudadela de la muerte, ¿te dejarán morir por segunda vez... y oiremos, transmitido por los ecos de las montañas, el canto trágico del poeta occitano a través de la región de Sabarthez...? Montségur va a morir; el grito fatal estalla por encima de la matanza y atraviesa el éter. Sus almenas reventadas se tiñen de escarlata, y en su púrpura rueda su corona de hierro. Entonces, ante el cielo que súbitamente se cubre de oscuras nubes, me parece ver el cortejo de los cátaros, transfigurado por las llamas de la hoguera, elevarse hacia el sol..., y vuelven a mis labios, como el murmullo de una plegaria, los versos del poema inacabado: Su verdadera tumba está allá arriba, cerca de los cielos, entre los muros destrozados del trágico castellum, cuyas piedras heridas son la épica corona labrada por los dioses.

¡Sí! ¡Montségur, ciudadela de la resurrección, tu laurel reverdecerá!

Notas

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Publicado por Plaza &; Janés, editores en esta colección "Otros Mundos”.