Historia de La Literatura Tomo I

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Edición y composición computarizada / Rinaldo Acosta Cubierta / Alfredo Montoto Imagen de cubierta / Amanecer, de Esteban Chartrand

© Instituto de Literatura y Lingüística Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, 2002 © Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2002

ISBN 959-10-0779-5 Instituto Cubano del Libro Editorial Letras Cubanas Palacio del Segundo Cabo O’Reilly 4, esquina a Tacón La Habana, Cuba e-mail: [email protected]

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Índice general PRESENTACIÓN / xi

TOMO I La colonia: desde los orígenes hasta 1898 I NTRODUCCIÓN . Propósitos y características del tomo. Razones de la periodización adoptada (S. ARIAS)/ 3 PRIMERA ÉPOCA MANIFESTACIONES INICIALES (HASTA 1790) (E. SAÍNZ)/ 5 A. La vida cultural hasta 1790. Distintas manifestaciones, evolución y posibles períodos. Paralelo con la situación cultural en Hispanoamérica / 7 1. La poesía en Cuba durante los siglos XVI y XVII. Estudio de la obra de Silvestre de Balboa y de los sonetistas / 13 2. Los posibles antecedentes de la historia en Cuba como género literario durante los siglos XVI y XVII. Los primeros historiadores del XVIII. Pedro Agustín Morell de Santa Cruz / 18 3. La obra de José Martín Félix de Arrate / 22 4. Los oradores de la época / 25 5. Otras manifestaciones de la prosa. Nicolás Joseph de Ribera. Ignacio José de Urrutia y Montoya. Jacinto Josef Pita / 28 6. El teatro en Cuba durante los siglos XVI, príncipe jardinero y fingido Cloridano / 32

XVII

y

XVIII.

Santiago Pita y El

7. Estudio de la poesía en Cuba entre 1700 y 1790 / 37 B. Caracterización general de la literatura en Cuba desde sus orígenes hasta 1790. Conclusiones / 42

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ÍNDICE GENERAL

SEGUNDA ÉPOCA LA LITERATURA CUBANA EN EL PROCESO DE FORMACIÓN Y CRISTALIZACIÓN DE LA CONCIENCIA NACIONAL (1790-1898) A. Características de la época. Razones de la periodización adoptada para el estudio de la literatura producida en ese momento (S. ARIAS) / 49 1. PRIMERA ETAPA: 1790-1820 LA LITERATURA EN LA ETAPA DEL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN LITERARIA (PREDOMINIO DEL NEOCLASICISMO) (J.L. ARCOS) / 57 1.1 Vida cultural y prensa periódica / 57 1.1.1 Características y problemáticas esenciales de la etapa / 57 1.1.2 La prensa periódica / 61 1.1.3 La crítica y el artículo en las publicaciones periódicas / 64 1.1.4 El movimiento teatral a través de la prensa. Covarrubias / 65 1.2 La poesía cubana desde 1790 hasta 1820 / 67 1.2.1 El neoclasicismo. Relaciones y diferencias con el neoclasicismo en España e Hispanoamérica / 67 1.2.2 La obra literaria de Manuel de Zequeira / 70 1.2.3 Otros poetas. Manuel Justo Rubalcava. Manuel Pérez y Ramírez. Ignacio Valdés Machuca / 76 1.3 La prosa reflexiva en la etapa / 81 1.3.1 Formas de manifestarse. Los problemas de su valoración literaria. Su vinculación a las problemáticas esenciales del momento / 81 1.3.2 Reformismo político y reformismo filosófico: Francisco de Arango y Parreño y José Agustín Caballero / 82 1.3.3 Otras manifestaciones de la prosa reflexiva. La prosa histórica de Antonio José Valdés y José María Callejas. Oratoria forense, académica y sagrada / 86 1.3.4 Félix Varela, pensador y ensayista. Radicalización de las ideas filosóficas y políticas: la independencia / 88 1.4 Caracterización general de la etapa / 93 2. SEGUNDA ETAPA: 1820-1868 LA LITERATURA EN LA ETAPA DE FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA NACIONAL (DESARROLLO DEL ROMANTICISMO COMO CORRIENTE LITERARIA) / 99 2.1 Vida cultural y prensa periódica entre 1820 y 1844 / 99 2.1.1 Vida cultural (S. ARIAS)/ 99

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2.1.2 El segundo período de libertad de imprenta: 1820-1823 (E. UBIETA) / 103 2.1.3 Hispanoamericanos emigrados en Cuba (M. LESMES) / 106 2.1.4 De La lira de Apolo a La Moda. Los inicios románticos (1823-1829) (S. ARIAS) / 110 2.1.5 Auge de las publicaciones románticas entre 1830 y 1844 (S. ARIAS) / 115 2.1.6 Ubicación de nuestro romanticismo dentro del mundo hispánico. Características esenciales (S. ARIAS) / 120 2.2 La obra literaria de José María Heredia (S. ARIAS) / 127 2.3 Influencia, personalidad y obra de Domingo del Monte (S. ARIAS) / 141 2.4 La poesía del primer romanticismo cubano (1820-1844) (S. ARIAS) / 152 2.4.1 Características generales / 152 2.4.2 Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido / 157 2.4.3 La obra poética de José Jacinto Milanés / 163 2.4.4 Otros poetas del momento / 168 2.5 El teatro entre 1820 y 1844 / 176 2.5.1 Obras, autores, repertorio, escenarios y público (I. MENDOZA) / 176 2.5.2 La obra teatral de José Jacinto Milanés. El Mirón cubano (S. ARIAS) / 181 2.6 La narrativa del primer romanticismo (1820-1844) (S. ARIAS) / 188 2.6.1 Desarrollo del costumbrismo e inicios de la narrativa. Gaspar Betancourt Cisneros / 188 2.6.2 Ramón de Palma y José Antonio Echeverría / 193 2.6.3 La producción de Cirilo Villaverde hasta la década del 40 / 199 2.6.4 Esclavitud y narrativa / 203 2.7 La prosa reflexiva entre 1820 y 1844 / 213 2.7.1 Ensayismo y polémica en el pensamiento político-social de José Antonio Saco (D. IZNAGA) / 213 2.7.2 El pensamiento y la obra de José de la Luz y Caballero. La polémica filosófica (O. MIRANDA) / 220 2.7.3 La crítica literaria / 226 2.8 Vida cultural y prensa periódica entre 1844 y 1868 (S. MONTERO)/ 233 2.9 La obra literaria de Gertrudis Gómez de Avellaneda / 247 2.9.1 Noticias sobre su vida y personalidad. Su obra lírica (S. MONTERO) / 247 2.9.2 Su obra en prosa (A. BARRIO) / 253 2.9.3 Su obra dramática (I. MENDOZA) / 259

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2.10 La poesía entre 1844 y 1868 / 269 2.10.1 Evolución de la poesía cubana del período: análisis de los términos empleados por la historia literaria tradicional. Algunas figuras menores / 269 2.10.2 La poesía nativista: caracteres, aportes, figuras principales. José Fornaris, Juan C. Nápoles Fajardo / 274 2.10.3 Los poetas de El laúd del desterrado / 281 2.10.4 Rafael Ma. de Mendive. Joaquín Lorenzo Luaces / 284 2.10.5 Juan Clemente Zenea / 290 2.10.6 La obra de Luisa Pérez de Zambrana. Breve comentario acerca de otras figuras femeninas del período / 295 2.11 La narrativa de la etapa a partir de 1844 (A. BARRIO) / 304 2.11.1 Los novelistas. Betancourt, Piña / 304 2.11.2 Consolidación y auge del artículo de costumbres. Continuación de la obra de José María de Cárdenas y José V. Betancourt / 311 2.12 Desarrollo del teatro entre 1844 y 1868 / 318 2.12.1 Repertorio, escenarios y compañías. El drama social. Creto Gangá. Surgimiento de los bufos (A. BORROTO) / 318 2.12.2 La obra dramática de Joaquín Lorenzo Luaces (I. MENDOZA) / 322 2.13 La prosa reflexiva entre 1844 y 1868 / 331 2.13.1 La crítica literaria (M. LESMES) / 331 2.13.2 La obra erudita de Bachiller y Morales. Historiadores y científicos (M. SERRA) / 337 2.13.3 Hacia las guerras independentistas: tendencias, conflictos y autores. El reformismo: Francisco de Frías y El Siglo; Mestre; La Aurora. El independentismo (M. SERRA) / 346 2.14 Caracterización general de la etapa (S. ARIAS) / 357 3. TERCERA ETAPA: 1868-1898 LA LITERATURA EN LA ETAPA DE NUESTRAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA. (DEL ROMANTICISMO AL INICIO DEL MODERNISMO Y EL NATURALISMO COMO CORRIENTES BÁSICAS.) / 361 3.1 Vida cultural entre 1868 y 1898. La década heroica. La tregua fecunda. La guerra necesaria. Las artes (D. IZNAGA Y S. ARIAS) / 361 3.2 La oratoria política (D. IZNAGA) / 398 3.3 Prosa política e histórica (D. IZNAGA) / 407 3.3.1 Textos eminentemente políticos con valores literarios / 407

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ÍNDICE GENERAL

3.3.2 El testimonio / 411 3.3.3 La crítica histórica / 417 3.3.4 La biografía / 419 3.4 La crítica literaria / 427 3.4.1 Piñeyro, Varona, Sanguily (E. UBIETA) / 427 3.4.2 Etapa 1868-1898. La crítica literaria y el ensayo. Montoro, De la Cruz, Mitjans, Merchán, Armas y Céspedes, Ricardo del Monte, Bobadilla, Valdivia (M. LESMES)/ 434 3.4.3 Autores destacados en otros géneros que también ejercieron la crítica literaria. Casal, Nicolás Heredia, Tejera, Morúa Delgado, Meza (M. LESMES) / 444 3.4.4 Trabajos de tipo antológico e histórico sobre las letras cubanas (M. LESMES) / 451 3.5 El teatro (A. BORROTO) / 461 3.5.1 Panorama teatral. El teatro mambí. Algunos autores. Los bufos. Crítica teatral (A. BORROTO) / 461 3.6 La narrativa entre 1868 y 1898 (A. BARRIO) / 469 3.6.1 Panorama de la narrativa cubana de la etapa / 469 3.6.2 Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde / 475 3.6.3 La obra narrativa de Ramón Meza. Mi tío el empleado / 482 3.6.4 Otros narradores: Tristán de Jesús Medina, N. Heredia, Morúa Delgado, Calcagno / 494 3.7 La poesía (S. MONTERO) / 505 3.7.1 Los poetas de transición del período / 505 3.7.2 El modernismo. Caracteres, polémicas, aportes / 513 3.7.3 Julián del Casal. Importancia, caracteres y aportes de su obra poética / 522 3.7.4 Otros poetas cubanos modernistas. Juana Borrero. Bonifacio Byrne. Los hermanos Uhrbach. Conclusiones / 533 3.8 José Martí (S. ARIAS) / 547 3.8.1 Consideraciones generales sobre su obra literaria / 547 3.8.2 Textos anteriores a 1880 / 551 3.8.3 Textos posteriores a 1880. Los versos / 556 3.8.4 Textos posteriores a 1880. La prosa / 560 3.9 Caracterización general de la etapa (S. ARIAS) / 571

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ÍNDICE GENERAL

B. Conclusiones generales sobre la literatura cubana entre 1790 y 1898 (S. ARIAS) / 575 BIBLIOGRAFÍA GENERAL / 579 ÍNDICE ONOMÁSTICO / 583

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Presentación

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esde que en 1965 el Dr. José Antonio Portuondo fundó el Instituto de Literatura y Lingüística trazó, en lo que al estudio de las letras cubanas se refiere, dos directrices fundamentales: elaborar un Diccionario de la literatura cubana, cuyos dos tomos vieron la luz, el primero, en 1980, y el segundo en 1984; y preparar una Historia de la literatura cubana. Diversas tareas que los investigadores del Departamento de Literatura debieron asumir en el transcurso de los años fueron dilatando este quehacer, que ahora se materializa con la aparición de esta obra, para cuya realización fue necesario sumar los esfuerzos de un numeroso núcleo de estudiosos de la literatura nacional. La vida, sin embargo, no le alcanzó al Dr. Portuondo (1911-1996) para ver culminado su empeño en forma de libro, mas sí para ver concluida la obra en su versión definitiva y dejarla revisada y prácticamente lista para su publicación. Es por ello que nuestras primeras palabras deben ser de obligado reconocimiento para él, que depositó en esta labor sus mejores empeños y bajo cuya guía penetramos con nueva óptica en el complejo proceso de la literatura cubana. Hemos tratado de acercarnos a tal proceso en su complicado desarrollo de acciones y reacciones recíprocas, sin ignorar las contradicciones propias de una determinada expresión artística, que en el caso de la literatura acusa condicionantes específicas. En el lapso que corre entre 1981 y 1985, paralelamente a la ejecución de varias investigaciones sobre nuestra literatura —figuras, géne-

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ros, problemáticas, etc.—, se iniciaron también algunas tareas de carácter metodológico preparatorias de la futura historia; de modo que en ese período se elaboraron estudios abarcadores y puntuales de todo el proceso literario nacional desde sus orígenes hasta la década de los años 80 del siglo XX, y se trabajó, un poco antes de ese quinquenio, en el Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1898, publicado en 1983, que significó una provechosa experiencia para la futura historia. Asimismo, se realizaron estudios críticos sobre los principales textos de historia literaria cubana aparecidos hasta el momento y cuya riqueza, en su heterogeneidad de abordajes, es superior a lo que comúnmente se piensa; en tanto, se trazaron las Bases metodológicas para una historia de la literatura cubana, sobre las cuales se trató de sustentar, en la medida posible y dadas las condiciones concretas imperantes, el estudio del proceso de forja y desarrollo de las letras cubanas. Las tareas de investigación y de redacción, realizadas conjuntamente y ejecutadas entre 1988 y 1993, persiguieron siempre los siguientes objetivos cardinales: analizar y aprehender el desarrollo de nuestra literatura en el transcurso del acontecer histórico nacional, precisar sus líneas dominantes y atender a sus regularidades en su largo quehacer por constituirse en literatura verdaderamente cubana, así como dar fe —en el marco de estos fenómenos— de las transformaciones que fueron reflejando paulatinamente la realidad con mayor alcance y la tra-

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PRESENTACIÓN

dujeron con sentido propio. Todo ello se realizó con la finalidad de captar el significado total y peculiar del proceso literario patrio en su contribución a la afirmación de la conciencia nacional. Estamos conscientes de que algunas de las afirmaciones y valoraciones que aquí se formulan tendrán carácter polémico. Ello no deja de ser estimulante y potencialmente enriquecedor para el colectivo de autores que la hizo posible, el cual trabajó, además, con absoluta libertad de estilos y poniendo énfasis, cuando la cuestión lo ameritaba, en tratar de revalorizar figuras de relativos méritos y significación, pero que forman parte de manifestaciones y tendencias literarias que han contribuido a orientar y a definir el acontecer artístico cubano. No se precisa insistir en que el desarrollo de nuestra literatura debe estudiarse en función del propio devenir histórico insular y, por ende, resulta imposible disociar el desenvolvimiento de la vida literaria de la historia política, económica y cultural. En este sentido la obra que presentamos intenta ofrecer una visión desde perspectivas coetáneas, tanto desde el punto de vista de los temas como de la proyección científica, del quehacer literario nacional. Así, su elaboración estuvo dictada por la necesidad apremiante de la contemporaneidad de su escritura, ya que los empeños precedentes, válidos y eficaces en su momento, no muestran, sin embargo, una integración suficiente de los diversos factores que de una forma u otra inciden en la actividad literaria. No fue tarea sencilla resumir materia tan vasta y trascendente como la que se ofrece, de modo que no se omitiese nada esencial y procurando dar idea precisa de los principales fenómenos operados en el campo de las letras cubanas. La estructuración definitiva de la obra resultó una encomienda ardua, sujeta a numerosas y a veces candentes discusiones en las que no siempre hubo consenso y como regla general debió prevalecer el criterio de la mayoría. No obstante, la estructura dada a cada tomo y la periodización asumida, sustentada esta última a partir de los criterios expuestos en las mencionadas Bases metodológicas, permitieron cierta uniformidad

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y coherencia, indispensables en obras de esta naturaleza. El estudio se concibió a partir de tres grandes divisiones de carácter histórico, político y cultural: Colonia, República y Revolución; tales agrupaciones se subdividieron, a su vez, en épocas y etapas, de modo que cada volumen quedó conformado de la siguiente manera: Tomo 1: «La colonia: desde sus orígenes hasta 1898». Este tomo, como los dos restantes, es portador de una «Introducción», donde se explican los propósitos y características del contenido expuesto, así como las razones de la periodización adoptada. Seguidamente, se abre una Primera Época, que abarca desde las manifestaciones iniciales de la literatura en Cuba hasta 1790; y después una Segunda Época: «La literatura en el proceso de formación y cristalización de la conciencia nacional (1790-1898)», constituida por tres etapas: 1790-1820, 1820-1868 y 1868-1898. En la primera se estudia «La literatura en la etapa del proceso de institucionalización literaria (predominio del Neoclasicismo)»; en la segunda, donde se aborda «La literatura en la etapa de formación de la conciencia nacional», se profundiza en el desarrollo del Romanticismo como corriente literaria a través de los diversos géneros, y la tercera, «La literatura en la etapa de nuestras guerras por la emancipación del poder colonial español», transcurre del Romanticismo al inicio del Modernismo y el Naturalismo como corrientes básicas. Cada una de estas etapas está precedida de un panorama cultural en el cual se estudia el acontecer coetáneo más sobresaliente en otras disciplinas artísticas. El tomo, que estuvo bajo la dirección del investigador Salvador Arias, se cierra con unas conclusiones globales sobre la literatura cubana colonial e incluye al final, como los dos volúmenes restantes, una bibliografía de carácter general que excluye los libros y/o artículos citados en las notas. Tomo 2: «La literatura cubana entre 1899 y 1958. La República». Tras la «Introducción», se ofrece un panorama general de la épooca que corre entre 1899 y 1958, y a continuación se estudian dos grandes etapas: 1899-1923 y 19231958. La primera aparece bajo el título de «La

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PRESENTACIÓN

literatura en la etapa del advenimiento de la frustración republicana», con el abordaje del Modernismo, el Posmodernismo y el Naturalismo como manifestaciones literarias básicas hasta la aparición de las vanguardias artísticas y literarias. La segunda, enunciada como «La literatura en la etapa de situación pre-revolucionaria preparatoria de la liberación definitiva de nuestra patria», plasma, a través del estudio de figuras y géneros, cómo nuestra literatura se va incorporando a los nuevos modos de expresión del siglo XX. Como en el tomo anterior, cada etapa va precedida de un panorama cultural, que en el caso de la segunda, por su enorme trascendencia en los cambios futuros, incluye además una contextualización específica del acontecer político, social y económico. Las conclusiones generales de la época 1899-1958 cierran el volumen, en tanto que la bibliografía adopta las mismas características del tomo precedente. La responsabilidad general de su dirección recayó en el investigador Enrique Saínz. Tomo 3: «La Revolución (1959-1999)». Se precisa aclarar que inicialmente habíamos elegido como fecha de cierre de este volumen el año 1988, y sólo posteriormente, y a sugerencia de la Editorial, se decidió redactar un capítulo de actualización que extendiera el análisis hasta el año 1999. Como se sabe, todo proceso literario, tanto en su generalidad como en su especificidad, requiere de cierto distanciamiento, que en este caso resulta realmente mínimo. Somos conscientes de que no pueden formularse juicios decisivos sobre la literatura del pasado inmediato y sobre todo cuando, como ocurre con la literatura cubana de los años 90, la bibliografía pasiva sobre el período es aún exigua y sólo de manera incipiente comienzan a esbozarse los criterios para su evaluación y análisis. Pero elegimos asumir un reto que tan prudentemente evaden otros historiadores, aun a riesgo de saber el carácter tentativo o preliminar de muchas de nuestras aseveraciones y juicios. Después de la Introducción, el tomo se abre a las «Transformaciones en el proceso literario debidas al hecho revolucionario. La vida literaria en el lapso estudiado», y a continuación se analizan, por géneros, las diferentes manifesta-

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ciones literarias, dando la relevancia necesaria a aquellas figuras que más han contribuido a prestigiar la literatura cubana en estos años. Al final de cada género estudiado se incluye un panorama sobre las publicaciones de los cubanos en el exterior. Es preciso advertir que algunas de las valoraciones que allí se formulan, debido a las carencias bibliográficas con que se elaboraron, tienen un carácter tentativo, y con esas limitaciones deben ser entendidas. Estos panoramas se cierran también en 1988 y contemplan sólo las obras aparecidas en español. El tomo estudia además otras manifestaciones que, sin ser absolutamente privativas de esta época, se han enriquecido notablemente en ella. Así, figuran epígrafes dedicados al testimonio, a la literatura para niños y jóvenes y a las literaturas policíaca y de ciencia ficción. Asimismo, hay abordajes a la literatura en su conjunción con los medios masivos de comunicación, y a la significación y a los valores literarios de la oratoria revolucionaria y de los principales documentos de la Revolución. Cierra el tomo, que estuvo bajo la dirección del investigador Sergio Chaple, con una caracterización general de la literatura de la época y con la correspondiente bibliografía. Para la elaboración de estos volúmenes se trabajó directamente con la obra de los autores incluidos, con bibliografía pasiva específica acerca de los mismos y con material relacionado con períodos, movimientos, géneros y otros temas afines. Hasta donde ha sido posible, hemos tratado de estudiar el proceso literario cubano con objetividad y lucidez, pero ello no quiere decir que trabajásemos con neutralidad. Por otra parte, no nos movió el afán de hacer una obra erudita, intención nada despreciable y que sopesamos antes de emprender ésta, pero que en los momentos actuales no estamos en condiciones de asumir, no obstante constituir un propósito al cual, por supuesto, no renunciamos. El resultado que hoy presentamos fue sometido a una evaluación científica muy rigurosa, que estuvo dirigida por el Dr. José Antonio Portuondo, quien encabezó el Grupo de Expertos integrado, además, por los doctores Salvador Bueno, Ana Cairo, Ordenel Heredia, Rine Leal, Guillermo Orozco, Yolanda Ricardo, Luis To-

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PRESENTACIÓN

ledo Sande y Salvador Arias, y por la licenciada Cira Romero. Esta última fungió, además, como coordinadora general. El carácter colectivo de esta obra, rasgo que la define y la distingue de las precedentes, convirtiéndola en la primera que se elabora en Cuba bajo esa cualidad, entrañó la colaboración de numerosas instituciones culturales del país, además de los investigadores del Departamento de Literatura de nuestro Instituto. Dieron su valioso aporte especialistas de las Facultades de Artes y Letras de las Universidades de La Habana, Villaclara y Oriente, el Centro de Estudios Martianos, la Casa del Caribe, la Casa de las Américas, el Instituto Superior de Arte, el Instituo Cubano de Radio y Televisión, el Instituto Cubano del Libro, el Instituto de Filosofía y las revistas Tablas y Bohemia. Todos hicieron posible, de una forma u otra, que este proyecto se realizara. Al concluirse en 1993 la Historia de la literatura cubana en su fase de investigación y redacción, recibió ese mismo año el Premio Nacional de Ciencia y Técnica, concedido por el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, atendiendo al carácter y al contenido de la obra y también a que, en alguna medida, varios de los estudios que incluye habían sido introducidos en la práctica social a través de publicaciones de versiones parciales, cursos de posgrado y entrenamientos, entre otras formas posibles de acer-

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car sus contenidos a un creciente número de especialistas interesados en profundizar en el estudio de la literatura cubana. Como es obvio, consideramos que no nos corresponde enjuiciar la Historia de la literatura cubana que ahora se presenta, pero coincidiremos todos en que acaso no podrá escribirse nunca una historia literaria de determinado país, o universal, con carácter definitivo. Los rasgos que distinguen a ésta, superables cuando en el proceso de investigación se pueda profundizar con mayor detenimiento, vislumbran, ya, la posible necesidad de aventajarla, tarea que posiblemente competirá a quienes se inician en estos afanes o aún permanecen en las aulas universitarias. Este futuro nos alivia en los temores naturales que compartimos hoy los que la escribimos. Mas, en tanto llega ese momento, acojamos la obra como una guía y un necesario acervo de referencias, útil para acercarnos a una problemática que, como la literaria, está y estará siempre investida de la multiplicidad crítica y valorativa que, sabemos, nunca es definitiva. DEPARTAMENTO DE LITERATURA INSTITUTO DE LITERATURA Y LINGÜÍSTICA «JOSÉ ANTONIO PORTUONDO VALDOR» MINISTERIO DE CIENCIA, TECNOLOGÍA Y MEDIO AMBIENTE

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HISTORIA DE LA LITERATURA CUBANA Tomo I

La colonia: desde los orígenes hasta 1898

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Introducción PROPÓSITOS Y CARACTERÍSTICAS DEL TOMO. RAZONES DE LA PERIODIZACIÓN ADOPTADA

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ste primer tomo del proyecto Historia de la literatura cubana trata de ofrecer una visión, coherente y actualizada, del desarrollo de la literatura cubana durante el lapso en el cual la isla fue colonia española. Esto supone la elección de fechas topes signadas por acontecimientos histórico-políticos que pudieran ser considerados extraliterarios. Aunque la falta de huellas literarias autóctonas producidas en la isla antes de la llegada de los españoles simplifica el punto desde donde comenzar, la fecha final de 1898, cuando cesa la dominación colonial en Cuba, no implica necesariamente un corte tajante en el proceso literario. Quizás las similitudes entre lo escrito en los períodos que anteceden y suceden a 1898 sean mayores que sus diferencias, pero es indudable que la evolución de la conciencia nacional entra en una nueva fase, después de alcanzar un salto cualitativo con la guerra independentista de 1895. El país, aunque pase a otra forma de dependencia, sufre cambios bastante visibles en su desarrollo general a partir de 1898, los cuales van a detonar en el campo de la literatura y el arte ya hacia la década del veinte del nuevo siglo, siguiendo el lógico distanciamiento de los cambios supraestructurales respecto a los históricos, políticos, sociales y económicos. La línea fundamental que se ha seguido en la organización del tomo ha sido la de la formación de la nacionalidad cubana, lo cual no ha supuesto forzar ningún aspecto del proceso literario, puesto que precisamente éste no sólo es una de sus manifestaciones más visibles, sino

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que en ocasiones es importante fuerza actuante dentro del mismo. El seguir esta línea y la ascendente producción de obras permite fácilmente detectar dos épocas en el extenso —desde un restringido punto de vista— período colonial, que en definitiva no lo es tanto si lo comparamos con la formación de otras literaturas, sobre todo europeas. Los primeros siglos de dominio colonial son borrosos y escasos en obras y autores, hasta que en 1790 se advierte, por diversas causas que se explicarán en su correspondiente lugar, un incremento cultural notable, criterio en el que coinciden prácticamente todos los historiadores. De ahí la inicial división del tomo en una primera época, hasta 1790, dedicada a las «Manifestaciones iniciales», y una segunda época, entre la fecha anterior y 1898, que estudia la literatura cubana en el proceso de formación y cristalización de la conciencia nacional. La complejidad y progresiva riqueza de la segunda época hizo aconsejable su división en tres etapas, en las cuales no fue difícil conjugar hechos histórico-políticos con el desarrollo literario y cultural, dada la estrecha vinculación que existe entre ellos y la presencia de algunas fechas válidas de importancia común, como la flexibilización del régimen colonial, en 1820, la cual permite un auge de publicaciones que estimuló la aparición de autores y obras, y los inicios de la lucha independentista en 1868, a la cual no pudo permanecer ajeno ningún aspecto válido de la cultura nacional. Así, las etapas de la segunda época quedaron conformadas de la

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INTRODUCCIÓN

manera siguiente: Primera etapa: 1790-1820. La literatura en la etapa del proceso de institucionalización literaria (predominio del neoclasicismo). Segunda etapa: 1820-1868. La literatura en la etapa de formación de la conciencia nacional (desarrollo del romanticismo como corriente literaria). Tercera etapa: 1868-1898. La literatura en la etapa de nuestras guerras de independencia (del romanticismo al inicio del modernismo y el naturalismo como corrientes literarias). Para la confección del presente tomo se tuvieron en cuenta todos los esfuerzos precedentes en este campo que pudimos encontrar, y, especialmente, los valiosos y renovadores estudios que sobre el período colonial se han venido rea-

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lizando en las últimas décadas. De ahí lo novedoso que puede ser el tratamiento de ciertos aspectos, muchas veces debido a las pacientes investigaciones realizadas por los propios redactores, en comparación con los esfuerzos de historización hechos hasta ahora. Debe señalarse la intención que se ha tenido de centrarse en el proceso literario, pero sin desgajarlo de su contexto, en particular del desarrollo cultural, propiciando la vinculación y no el corte en evoluciones separadas. El poco tiempo en que se ha realizado este tomo —tres años a partir de su proyecto inicial— impidió en ocasiones llevar a cabo investigaciones más profundas, de acuerdo con la dimensión y complejidad del proyecto. Así y todo, creemos que se han alcanzado resultados de gran utilidad, que son un punto de referencia insoslayable para similares proyectos futuros.

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PRIMERA ÉPOCA Manifestaciones iniciales (hasta 1790)

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A. LA VIDA CULTURAL HASTA 1790. DISTINTAS MANIFESTACIONES, EVOLUCIÓN Y POSIBLES PERÍODOS. PARALELO CON LA SITUACIÓN CULTURAL EN HISPANOAMÉRICA Antes de entrar en consideraciones en torno a la cultura en Cuba hasta 1790, es necesario intentar una división en etapas de su proceso evolutivo, tarea esencialmente compleja por la escasez de información con que cuenta la historiografía en estos momentos para la solución de esa problemática. La más atendible periodización es quizás la de una primera etapa que se extiende desde el descubrimiento hasta la aparición de Espejo de paciencia y los sonetos laudatorios que lo acompañan (1608), la segunda desde la obra de Balboa hasta finales del siglo y la tercera de 1700 a 1790. Esta división descansa en los textos literarios conocidos, el primero el Diario de Cristóbal Colón, donde Cuba aparece como tema ante una mirada en la que se entremezclan los contornos y caracteres de la realidad con la fabulación. Podría pensarse que otras manifestaciones de la cultura tuvieron una mayor significación en otro momento del proceso evolutivo de la época y que la escisión del primero y el segundo períodos habría que hacerla entonces en otro año. Sin negar esas variantes, hay que afirmar la que queda propuesta por los hechos que la respaldan, de gran peso en la comprensión de los siglos iniciales de la cultura en Cuba. La etapa 1700-1790 es, de hecho, inobjetable. Desde el descubrimiento, en 1492, hasta el inicio de la conquista, 1510, Cuba era sólo un sitio para alimentar la imaginación de los peninsulares que habían leído el Diario de Colón o habían oído hablar de esta tierra a los marinos que acompañaron al gran almirante en su aventura. Transcurrido el primer decenio del siglo

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XVI, Cuba pasa a formar parte de los planes de enriquecimiento de la corona y comienza la labor de ocupación y asentamiento de los primeros poblados. Entre 1511 y 1514 se establecieron las villas de Baracoa (1511), Bayamo (1513), Sancti Spiritus, Trinidad, Puerto Príncipe, La Habana y Santiago de Cuba, todas en 1514. En los años de gobierno de Velázquez (1511-1524) se toman las medidas del reparto de tierras, se extrae el escaso oro de las minas mediante el sistema de las encomiendas de indios y se inicia la vida comercial. Como consecuencia de la política de conquista llevada a cabo por Carlos V a partir de 1517 —la fecha en que ocupa el trono de España, un año después del fallecimiento de Fernando el Católico, quien se propuso extraer de Cuba la mayor riqueza posible—, se produce un significativo despoblamiento de la isla a causa de la salida de sucesivas expediciones hacia México y otras regiones de tierra firme, de gran atractivo por sus riquezas. El siglo XVI no fue tan pobre en el orden cultural como se ha venido afirmando por la historiografía. De 1510 a la aparición de Espejo de paciencia (1608) se encuentran algunos intentos para difundir la enseñanza. En 1513 y 1515 la metrópoli recomendó que cada pueblo de indios fuese provisto de un sacristán que enseñara a los niños, hasta los nueve años, a leer, escribir y hablar el castellano. En 1523, al establecer el obispo de la isla, Juan de Witte, la catedral de Santiago de Cuba, estableció también, como una de sus dignidades, el cargo de maestrescuela, que tendría como función la enseñan-

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za de la gramática «a los clérigos y servidores de la iglesia». 1 En 1526 Carlos V dispuso el envío de jóvenes indígenas a España para que estudiaran y fuesen, tras su regreso a la isla, los maestros de los naturales. En 1532 el colono Manuel de Rojas pidió la creación de una cátedra para Bayamo. Entre 1540 y 1544 ejerció el magisterio el canónigo Miguel Velázquez, perteneciente a la primera generación de criollos, con estudios en Sevilla y en Alcalá de Henares y autor de una carta al obispo Sarmiento, de 1547, donde levanta su voz acusadora con esta frase referida a Cuba y a la ambición del gobernador Juanes Dávila: «¡Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío!»2 La relación de esfuerzos por implantar la enseñanza deja ver los nombres de Vasco Porcayo de Figueroa, Francisco de Paradas, el maestro Martín Hernández de Segura, el obispo Juan de las Cabezas Altamirano, fundador del Seminario Tridentino. Es de destacar la labor que realizaron los jesuitas durante su paso por La Habana durante 1565 y 1569 —promueven ese año la creación de un colegio—, así como la de franciscanos y dominicos entre 1574 y 1578. Hacia finales del siglo desempeñan el magisterio en La Habana Diego de Espinosa y el Bachiller Gaspar de Torres. Algunos años más tarde, a comienzos del XVII, hay un lector de filosofía, tres catedráticos y un regente en un colegio de franciscanos. En materia literaria, de la etapa anterior a Espejo de paciencia no se conoce ningún texto. Sin embargo, es perfectamente imaginable que entre esos hombres que dieron los primeros pasos dentro del campo de la enseñanza o entre quienes ya poseían determinado grado de cultura por tradición familiar o por haberla adquirido en la isla a lo largo de los años, hubiese algunos capaces de escribir con cierta calidad literaria y que dejasen testimonio de esas capacidades. La carta de Miguel Velázquez aludida no ha de haber sido un ejemplo único. El teatro, como se verá al estudiar El príncipe jardinero y fingido Cloridano, no cuenta con autores conocidos que rebasaran los límites de las festividades del Corpus —el primero celebrado en la isla es de 1520, el más antiguo de América—, representaciones en las que no había un texto que pueda ser con-

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siderado como literatura; sin embargo, no hay que desechar la posibilidad de que existiesen y escribieran, por esos años, dramaturgos cuyos nombres aún no han salido a la luz. La poesía, la oratoria, la historiografía y otras manifestaciones de la vida literaria tuvieron seguramente sus cultivadores, pero no han llegado hasta hoy constancias verificables. La arquitectura, por su parte, hubo de fructificar necesariamente, aunque fuese de un modo que la historia de los estilos no tendría interés en consignar, si no es que llegó a creaciones de alguna relevancia artística. No hay que dudar tampoco que en esos decenios circularan, entre los conocedores, diferentes disciplinas científicas. Acerca de la existencia de obras de arte hay un dato interesante que recoge Irene A. Wright 3 al referirse al contador Moncayo, quien según la investigadora poseía muebles finos y pinturas flamencas. El libre comercio con las potencias enemigas de España llegó, en los primeros años del siglo XVII, a un momento crítico, como lo demuestran los acontecimientos que tuvieron lugar en Bayamo en 1697 como respuesta al castigo que el gobernador Pedro de Valdés quiso imponer a los implicados en el contrabando de la villa. La rebelión hizo que el Consejo de Indias tomara muy en serio la atención que merecía la isla. A partir de ese año se establece un doble gobierno, uno en La Habana y otro en Santiago de Cuba, éste para atender los asuntos de las zonas orientales. Entre 1607 y 1697 son casi constantes los ataques de los filibusteros sobre las costas de Cuba. Se iba produciendo paulatinamente el fortalecimiento militar y, a su vez, un crecimiento económico en el que mucho tenía que ver el contrabando, una de las formas del comercio abastecedor. Ello permitía que determinados grupos fueran creando reservas de bienes de consumo y aumentaran sus posibilidades de disfrute material y cultural. Las distancias de la metrópoli y de los distintos puntos de la isla entre sí mantenían cierto grado de autonomía e independencia en muchas regiones del interior. El aparato administrativo español contribuyó de manera notable a despertar el espíritu autónomo en los vecinos de las villas, pues ya la legislación que regía en las esferas de la burocracia y

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del comercio estaba en muchos sentidos al margen de las necesidades y características de la colonia. En 1697, cuando se firma la paz de Ryswick para poner fin al filibusterismo —éste ya no era útil a las potencias enemigas de España, sino un verdadero obstáculo—, el ideal rentista ha triunfado contra la tendencia a abandonar el territorio en busca de mayor fortuna. La población blanca y mestiza que posee las riquezas y es dueña de los medios de producción, se ha establecido plenamente y disfruta de sus bienes sobre la base del comercio y de la explotación del trabajo ajeno. Se han ido haciendo más complejas las relaciones del individuo con sus medios social y político. La vida cultural en el XVII —aparte de los nombres de Balboa y de los sonetistas, tratados más adelante— fue acrecentándose con el decursar de los años. Sería un tanto fatigoso relacionar aquí a los que se destacaron, durante esos decenios, en las distintas ramas del saber. Descuellan Francisco Díaz Pimienta (1598-1652), nacido en La Habana y autor de una tabla general de relaciones mensurables para la navegación de galeones; Lázaro Flores (1652?-1673), también habanero, médico y matemático, autor de Arte de navegar, navegación astronómica, teórica y práctica […], escrito entre 1663 y 1672 y publicado en Madrid en 1673; Tomás Recino (1642?), profesor en España de 1663 a 1668 como especialista en Jurisprudencia, autor de versos y de numerosos textos en latín, entre otros profesionales de renombre. Como un elemento importante de ese auge del saber técnico y científico, las construcciones dan crecimiento a La Habana, elevada de rango en 1592 y necesitada de reformar y aumentar sus defensas frente a los ataques depredadores de los enemigos de España, de triste recordación desde los saqueos y destrucciones de 1538 y 1555. El panorama citadino irá cambiando con la edificación de fortalezas, iglesias y casas particulares y oficiales. La música y la pintura serán cultivadas también con mayor plenitud durante el siglo XVII, ya fuese en función de la iglesia o como oficio privado. Ahí están los nombres de Juan Camargo, autor de retablos para la Cofradía de Nuestra Señora de los Remedios y para la Igle-

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sia Parroquial Mayor de La Habana, realizados alrededor de 1601; Pedro de Arteaga, establecido en La Habana, autor de retablos para galeones fabricados en la propia ciudad, pintados en 1606; Manuel de Viera, autor de cuadros para el Convento de San Francisco; Lucas de Esquivel Pelayo y Gabriel Antonio, ambos radicados en La Habana en las décadas del 30 y el 70 respectivamente. Hay además noticias de la talla en piedra, en 1608. Por lo que se refiere a la música, importante ya en el siglo anterior, en especial para la vida de la iglesia, continúa un gradual crecimiento, como las restantes manifestaciones artísticas. La existencia de bibliotecas privadas hace pensar que el saber no era ciertamente tan ajeno a los moradores de los más importantes centros urbanos de la isla. Hay asimismo datos que acreditan la presencia de los oficios de librero y encuadernador. La entrada de papel refuerza la noticia de que Santiago de Cuba tenía imprenta desde 1698, información que brinda Ambrosio Valiente en su trabajo «Tabla cronológica de los sucesos ocurridos en Santiago de Cuba» y que habría que confirmar con una detenida indagación. De ser cierta, es muy probable entonces que La Habana contase con imprenta antes de esa fecha. Las instituciones de enseñanza, por su parte, son objetos de preocupación entre vecinos y autoridades locales desde bien temprano en el XVII: en 1611 funciona el colegio del Convento de San Agustín, activo durante muchos años. Son conocidas las gestiones que se realizaban para lograr que se establecieran escuelas de enseñanza elemental. Centros docentes, funcionarios y maestros se encargaban de satisfacer las demandas y necesidades de la población. Entre otros nombres significativos entonces en esas tareas está el de Sebastián Calvo de la Puerta, profesor de doctrina cristiana, lectura, escritura, números y buenas costumbres, quien ejerció además el cargo de alcalde examinador durante varios años. A finales de la centuria se crean los colegios de San Ambrosio (1689) y de San Carlos (1693), ilustres antecedentes de la docencia superior que durante el XVIII daría tan estimables frutos. El siglo XVIII se caracterizó por las luchas de España contra los afanes expansionistas de Gran

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Bretaña, por la creciente acumulación de riqueza material y espiritual en comparación con la centuria anterior y por el desarrollo de la conciencia criolla a medida que avanzan los años. La primera de esas características trajo como resultado el fortalecimiento militar de la isla y su consecuente empleo de grandes recursos económicos para sufragar los gastos de las construcciones y de los medios defensivos. Los propósitos expansionistas de Inglaterra tenían como objetivo apoderarse de las riquezas que España poseía en América, celosamente guardadas por la política monopolista que regía la vida comercial de Cuba, inaccesible entonces a los comerciantes ingleses. Los capitanes generales que llegaban a Cuba traían la doble misión de prepararse para la defensa y ejercer una política económica que favoreciera los intereses de la corona, tareas estrechamente relacionadas entre sí. De esos planes se desprende una creciente solidificación de las instituciones y los procedimientos encaminados a lograr un seguro control sobre las riquezas de esta posesión de ultramar. Ese cerrado monopolio fue la causa de que se hiciera más profunda la escisión entre criollos y españoles, los primeros frustrados en sus aspiraciones de ampliar sus ingresos ante tales medidas legales contra la libertad para el comercio. El control de la riqueza se ejercía mediante los monopolios centralizadores, como la Factoría del tabaco y la Real Compañía de Comercio de La Habana. La creciente importancia del tabaco llamó la atención de los intereses metropolitanos. Los ministros de Felipe V concibieron la idea de centralizar la compra a los cosecheros para que los beneficios de las transacciones comerciales en Europa pasasen todos a la corona. Pero la Factoría se propuso además fijar los precios de la compra y prohibir la venta de sobrantes a otros compradores. El mismo año 1717, meses después de establecido el estanco del tabaco, se amotinaron los vegueros y lograron que el gobernador, Vicente Roja, abandonara la Capitanía General y se marchara de Cuba. El descontento por las arbitrariedades de la Factoría y la política descaminada de la metrópoli tuvo otros dos momentos críticos, uno en 1720 y otro en 1723. La última de esas revueltas puso de ma-

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nifiesto que España estaba resuelta a imponerse de cualquier modo sobre los que intentaran enfrentar sus procedimientos y disposiciones. Por su parte, la Real Compañía de Comercio de La Habana, creada en 1739 con capital criollo y español, tenía como finalidad controlar todas las importaciones y exportaciones del comercio insular, incluso el del tabaco. En 1740 logró sus propósitos. No obstante la desatención que esto trajo para las poblaciones del interior, pues esas instituciones sólo atendían los negocios de la capital, el contrabando permitió que el desarrollo no se detuviera y pudiera continuar abriéndose camino. Hasta la ocupación de La Habana por los ingleses en 1762, el crecimiento y auge de la riqueza es lento. La experiencia extraída por Cuba de la dominación británica es de suma importancia en el desenvolvimiento posterior de la economía de la isla y en el fortalecimiento de la conciencia criolla. En primer término hay que señalar que la presencia inglesa en la capital trajo como consecuencia la apertura del comercio con la nueva metrópoli y con barcos de bandera británica. Durante los meses que duró la relación con Gran Bretaña, el comercio se vio libre de restricciones monopolistas y fue posible comprar y vender con entera libertad en cualquier puerto de las Trece Colonias de Norteamérica y de Jamaica. Pero no obstante los beneficios recibidos durante ese año por los criollos dedicados al comercio, fue acogido con júbilo el restablecimiento del dominio de España, prueba de que las discrepancias no escondían un sentimiento antiespañol, sino sólo un sentido de autonomía de raíz económica. Beneficio mayor de esa libertad que trajo la hegemonía inglesa fue la experiencia para los años subsiguientes. Entre 1763 y 1790 tuvieron lugar una serie de acontecimientos decisivos para el desarrollo de Cuba. El primero fue el reinado de Carlos III, de 1759 a 1788. La política de despotismo ilustrado del nuevo monarca se planteaba la necesidad de mejorar la situación de la colonia con la aplicación de medidas económicas y sociales que hicieran salir a la isla del atraso manifiesto en que se encontraba. No podían subsistir, a la luz de la recién acaecida dominación británica, los métodos de pre-

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dominio como los de la Real Compañía de Comercio. Se impone una nueva política que traiga transformaciones decisivas a la isla. Aunque no pueda afirmarse que la enseñanza, durante el siglo XVIII, alcanzara una difusión como en años posteriores, hay que destacar su asentamiento definitivo y estable en la rama de los estudios superiores desde la mitad de la centuria. En 1722 se funda en Santiago de Cuba el Seminario Conciliar de San Basilio Magno y en esa misma década se crean el Colegio de San Carlos —más tarde, en 1773, fundido con el de San Ambrosio— y la Universidad de La Habana (1728), esta última basada en los preceptos de la escolástica, de acuerdo con los reglamentos de la universidad de Santo Domingo, que los había puesto en funciones desde el año de su fundación, 1538. Ese espíritu casi medieval de la enseñanza superior demandaba reformas que permitieran la incorporación de la docencia a los progresos que en otras latitudes experimentaba el saber. Se inició, al calor de esas necesidades, una serie de demandas que solicitaban la introducción de cátedras nuevas, de física y de matemáticas. En lo que concierne a la enseñanza primaria se aprecia cierta desatención por parte de las autoridades, como deja ver el informe de fray Félix González,4 «Relación de las escuelas […]», aunque quizás una investigación a fondo de la cuestión permita comprobar que el abandono oficial no era en realidad tal y como lo ve el informe mencionado. En la década 1720-1730 se estableció la imprenta de Carlos Habré, cuyo más antiguo impreso conocido data de 1723. En los años subsiguientes surgieron otros establecimientos de impresión que fueron ampliando la difusión de la cultura, con un creciente número de publicaciones, pero no sin encontrar resistencia por parte de las autoridades, una y otra vez negadas a dar permiso para la apertura de talleres. Los más atendibles trabajos de esas imprentas son los sermones sagrados, las obras historiográficas y las publicaciones periódicas: Gaceta de La Habana, El Pensador (ambas de 1764, la segunda de existencia dudosa), La Gazeta de la Havana (1782-1783), el primer periódico editado en Cuba que se conserva, importante por su inten-

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to de incorporar sistemáticamente las noticias e informaciones procedentes de Europa, sin dudas una posibilidad de ensanchar los horizontes políticos y culturales para los habitantes de la isla. En relación directa con la imprenta está el grabado, que ya viene acompañando al primer impreso conocido. Más tarde surge Francisco Javier Báez (1748-1828), autor de numerosos grabados ornamentales y alegóricos con los que da inicio a la historia de ese género artístico en Cuba. La pintura de Nicolás de la Escalera (1734-1804) enriquece la cultura del siglo e inicia el posterior desarrollo del arte pictórico. Su obra (San José con el niño y la pared decorada de la iglesia de Santa María del Rosario, por ejemplo), está influida por la pintura española de tema religioso, en especial la más convencional, representativa de una tendencia popular; constituye, en sus retratos, un aporte atendible de la historia de la plástica de los inicios de la cultura en Cuba. El caso de Esteban Salas (¿1803) es mucho más rico que el de Báez y Escalera por los valores intrínsecos de su música. Cuando se traslada a Santiago de Cuba comienza el auge musical de la provincia y, con él, de toda la isla. Fue la puerta de entrada de una parte importante de la tradición europea, Haydn especialmente, y al mismo tiempo un singular creador con pleno dominio de la técnica. Escribió textos de filosofía y poesías, más tarde convertidas por él mismo en villancicos de pascua. Puede apreciarse, a partir de lo que se ha expuesto en estas consideraciones, que el siglo XVIII ha ido creando las condiciones imprescindibles para el salto que se producirá en la etapa siguiente (1790-1820), el primer período reformista de la historia de Cuba. En la evolución política, social y económica, y en su reflejo en la cultura a lo largo de estos siglos, desde el descubrimiento hasta 1790, se van haciendo cada vez más complejas las relaciones de los criollos con sus circunstancias y gana en dimensión y profundidad la contradicción esencial entre criollos y peninsulares, factores determinantes en el posterior auge de la conciencia autónoma y la cultura de la isla. La dinámica del acontecer, por acumulación cuantitativa, enriqueció la conciencia de sí al mismo tiempo que se producía una literatura

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—en una amplia acepción del término— que era reflejo de la creciente necesidad de realización de los criollos en las distintas esferas de la vida social. Las ideas de José Agustín Caballero, Francisco de Arango y Parreño, Manuel de Zequeira y otros representantes del reformismo de los años subsiguientes, surgen como continuidad de distintos acontecimientos de la vida social y cultural precedente. Los grandes centros coloniales del resto de América tuvieron un auge muy superior en el saber humanístico y científico durante esos siglos, no sólo por el volumen de obras dejadas a la posteridad en todas las disciplinas, sino incluso por la calidad real de esos testimonios. Basta recordar los nombres de Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, el Inca Garcilaso, por citar sólo escritores. La educación, la música, la arquitectura, la oratoria, la pintura, alcanzaron relieves aun hoy admirados por su maestría y perfección. Las causas son obvias: la mayor riqueza de esos centros, que ya

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contaban desde la época prehispánica con una cultura verdaderamente monumental, atrajo la atención de la corona y de los gobernantes y permitió, además, un más fácil crecimiento en la vida comercial. Las instituciones fundamentales para la cultura iniciaron su vida bien temprano en los principales territorios americanos por las razones antes expuestas. La conquista, que en Cuba no fue una fase significativa por su pobre envergadura, produjo algunos de los más memorables textos de toda la época. Sin embargo, a finales del siglo XVIII Cuba ha logrado establecer un grupo homogéneo de instituciones y se han escrito o han comenzado a integrarse una serie de textos e ideas que pueden parangonarse con las de sus homólogos del resto del continente. A pesar de la relativa pobreza cultural de los siglos XVI-XVIII en Cuba, esos son años formativos de una sensibilidad criolla que se irá conformando para el salto cualitativo del decenio final del siglo.

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1. LA POESÍA EN CUBA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII. ESTUDIO DE LA OBRA DE SILVESTRE DE BALBOA Y DE LOS SONETISTAS

Las investigaciones realizadas hasta estos momentos han sido infructíferas en el empeño de hallar, durante los siglos XVI y XVII , textos anteriores, coetáneos o posteriores a Espejo de paciencia y los sonetos que lo acompañan. Resulta improbable, no obstante, que durante casi doscientos años no hubiese otras manifestaciones en el género entre hombres que de un modo u otro habían adquirido la instrucción necesaria y poseían, con toda seguridad, las aptitudes y las motivaciones imprescindibles, habida cuenta la riquísima tradición lírica de España y la que ya se venía formando dentro del género épico en América. La propia existencia de Balboa (15631644) y de sus compañeros de inquietudes hace pensar que no fueron ellos los únicos cultivadores de la poesía en Cuba y puesto que no fueron sus textos conocidos los únicos que escribieron, como parece leerse en este momento de la «Carta dedicatoria» de Balboa 5 al obispo Cabezas Altamirano: «Me dio [el obispo] unas justas quejas casi reprendiéndome del descuido de no haberle mostrado alguna cosa de esta pequeña gracia que Dios me comunicó…», no se explica fácilmente la aparición súbita de siete poetas si no se piensa que en ellos el ejercicio de la poesía había sido incorporado a lo largo de una experiencia acumulada y que coincidían con otros en esos mismos afanes a todo lo largo de la isla. Espejo de paciencia es, pues, nuestro único texto de poesía épica renacentista, 6 al estilo de los poemas americanos, como La araucana o el Arauco domado. Es entonces, siguiendo el mo-

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delo del género, un poema narrativo de cierta extensión, escrito en octavas reales y versos endecasílabos con rima ABABABCC. Al final tiene un «Motete» cantado en 1604 —fecha que lo convierte en el documento literario conocido más antiguo de Cuba— para celebrar el retorno del obispo secuestrado, Cabezas Altamirano. Los datos que se poseen inclinan a pensar que el texto de Balboa pudo haber sido escrito a lo largo de los años 1604-1608, es decir: las fechas del secuestro y de la «Carta dedicatoria» que aparece al frente del poema. Sus estrofas relatan la prisión del obispo Fray Juan de las Cabezas Altamirano por la acción del pirata francés Gilberto Girón, quien lo lleva cautivo a su nave y pide por su vida y por la del canónigo Puebla —a quien también se lleva por la fuerza— un rescate en víveres y dinero; la batalla que libran Gregorio Ramos y sus hombres contra el pirata para castigar la afrenta del secuestro, y finalmente el triunfo alcanzado sobre los herejes. A partir de la introducción se desenvuelve el argumento en seis partes, tres en cada canto. Su desarrollo es lineal, una consecución de hechos entrelazados unos con otros, desde la decisión del secuestro hasta la celebración del triunfo sobre el enemigo. Cada una de las partes en que se divide la narración agrupa un conjunto de detalles que forman, a su vez, un núcleo. La división es la siguiente: CANTO I : Introducción (vv. 1-64). 1ª parte: Acción para el secuestro (vv. 65-240). 2ª parte: Secuestro (vv. 241-448). 3ª parte: Liberación y retorno (vv. 449-

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560). CANTO II: 1ª parte: Preparación de la venganza (vv. 561-792). 2ª parte: Combate (vv. 7931024). 3ª parte: Celebración (vv. 1025-1213). A todo lo largo del poema se insiste en la piedad del obispo y en su paciencia para soportar la afrenta del pirata, virtud de la que toma título la obra. Es preciso señalar que la exaltación que hace Balboa de las cualidades de Cabezas Altamirano es un intento para crear un personaje ideal. Puede afirmarse que la paciencia del obispo y todos los encomiables méritos que lo adornan son memorables y ejemplares sólo a partir del texto de Balboa, pues los datos concretos que la historia nos ha entregado acerca de este personaje real del siglo XVI no permiten conformar una imagen suya que merezca, desde una perspectiva puramente ética, la alabanza que le tributan las estrofas de Espejo de paciencia. No sería insensato pensar que el obispo, involucrado en el comercio de contrabando tan frecuente en la época, e interesado, al mismo tiempo, en aparecer como inocente ante las leyes que prohibían su práctica, pidiese a Balboa que dejara esclarecida su memoria ante las autoridades superiores. El tratamiento de este personaje, analizado desde una perspectiva literaria, resulta inconsistente y de poca fuerza de convicción. El exceso de algunos pasajes —como el de las oraciones del camino ante la cruz— y toda la primera parte, podrían argumentarse como pruebas de la inautenticidad de su caracterización. No obstante, hay momentos en que el personaje pasa del plano ideal —donde Balboa lo sitúa de acuerdo con sus pretensiones moralizantes— al plano real, como sucede al contrastar los versos en que se alude a la benevolencia, las lágrimas y la piedad del obispo y aquellos en los que se relata el recibimiento que hace a los triunfadores, a quienes acompaña muy regocijado junto a la cabeza de Gilberto Girón clavada en un puñal. Los restantes personajes aparecen caracterizados tomando como centro la figura del obispo. Durante el primer canto, Gilberto Girón aparece estrechamente vinculado a la paciencia de Cabezas Altamirano para darnos su retrato moral por contraste con las virtudes de su víctima, aunque en dos ocasiones (vv. 47-48 y 107-

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108) se alude al pirata de manera elogiosa, en el primer caso para exaltar la hazaña de Gregorio Ramos y en el segundo ganado el autor por la personalidad real del antihéroe. En la caracterización del enemigo, alcanza mayor efectividad la narración de hechos concretos que la ingenua adjetivación de otros momentos, ineficaz también en la conformación de la imagen que Balboa pretende comunicar del obispo. En el segundo canto el contraste viene dado por la oposición con Gregorio Ramos, quien daría muerte al enemigo francés para imponer de nuevo la justicia. Antes del combate, Balboa se detiene en calificativos contra Girón, como había hecho anteriormente; durante el combate en que se enfrentan los dos escuadrones, se impone una mayor objetividad que se traduce en un realismo de mayores alcances por su fuerza de convicción. Gregorio Ramos es un héroe épico, un hombre de acción que complementa, en la concepción general de la obra, las cualidades de Cabezas Altamirano. Si se comparan los diseños de Balboa en cada uno de estos personajes se podrá observar que Ramos se ajusta con mayor rigor a los hechos reales, si bien la figura de Girón alcanza, en ciertos momentos, en especial los del combate, similar autenticidad. La legitimidad de los pasajes en que se describe a los hombres que irán a la batalla, se los exhorta para la pelea y se detallan pormenores del enfrentamiento, descansa sobre todo en su carácter inmediato, objetivo, de abundantes ejemplos en la tradición literaria y en la propia experiencia histórica concreta de estos personajes, todos de probada existencia cierta. Es oportuno señalar que la superior calidad que se observa en las descripciones exterioristas en comparación con los retratos moralizantes (ambas vertientes estrechamente unidas en la conformación integral de la obra en una relación causa-efecto), el mayor verismo en la exposición del acontecer factual, convierte a Espejo de paciencia en el antecedente de poesía épica de que careció la literatura cubana hasta su descubrimiento en 1838 por el investigador José Antonio Echeverría. Esa superioridad viene a demostrar, además, la significación que poseía para el autor, de escasas dotes creadoras, la historia inmediata.

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El más importante de los personajes secundarios es el negro Salvador Golomón, quien da muerte a Girón en combate singular y cuyo nombre está omitido de la relación de soldados que van con Ramos al combate. Las causas de este silencio podrían ser dos: 1) fue motivado por la condición de esclavo del personaje, aunque no pudo permanecer oculto después de la hazaña y aun desde la estrofa de los vv. 929-936, preludio del encuentro, y 2) se trata de un recurso del autor para que resaltara por contraste la hazaña bélica. Podría pensarse asimismo en una tercera causa: el pasaje fue introducido por el descubridor, Echeverría, para exaltar la figura de un esclavo y propiciar, en el contexto de finales de la década del 30, la difusión de las ideas antiesclavistas que él, con otros intelectuales, sostenía por aquellos años. El resto de los personajes es de menor importancia y carece de la significación de cualquiera de éstos que quedan mencionados. Su importancia mayor radica precisamente en el grupo mismo, que constituye una muestra de los distintos elementos étnicos que integraban la sociedad de la época. Los versos en que de una forma u otra se alude al conjunto de los personajes o a sus individualidades, dan ocasión para un estudio sociológico que escapa a los objetivos de una historia de la literatura. Hay que recalcar la simplicidad de Espejo de paciencia como obra de arte. Sus mejores estrofas demuestran una relación estrecha con poemas renacentistas de reconocida calidad. Exceptuados esos escasos momentos y algún que otro verso aislado (Era en el mes de abril, cuando ya el prado / se esmalta con el lirio y con la rosa, vv. 85-86; Saltan en tierra con gallardo brío; / pisan soberbios la menuda arena, / disparan balas por el aire frío, / cual si en su patria fuesen, no en la ajena, vv. 777-780, por ejemplo), es necesario reconocer la poca destreza de Balboa para trabajar la palabra y su falta de creatividad y de gran aliento poético. Estos rasgos caracterizadores se hacen más evidentes aún cuando se compara su obra con los poemas épicos americanos de su momento, de mayor soltura y de una sensibilidad más refinada. No obstante, hay en Espejo de paciencia aciertos que dejan una grata memoria (sirva de ejemplo el pasaje del

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recibimiento del primer canto, vv. 473-552) y contribuyen a una lectura fresca por la espontaneidad en el tratamiento de la trama narrada, incluso en los pasajes pobres desde el punto de vista artístico. La llaneza del estilo, despojado de retorcimiento culterano, es decisiva en esa virtud esencial de las estrofas de Balboa. Aunque no podamos reconocer, por lo que queda dicho, que el texto de los inicios de la literatura en Cuba es un ejemplo de alta calidad artística, no puede pasarse por alto la importancia que encierra por otras razones. Sobresalen los rasgos autóctonos o de insularidad a todo lo largo de estas estrofas. Por los datos que se conocen acerca de la vida de su autor es posible conjeturar que se radicó en la isla entre 1592 y 1595, procedente de su tierra de origen, Islas Canarias. Por los años en que escribe, 1604-1608, está ya impregnado de la naturaleza insular y sumergido activamente en la vida social, económica y política de la colonia. Con mayor o menor fidelidad logró dejar constancia en sus versos de algunas características de su medio, tanto de orden natural como de orden social, relato de hechos reales o verosímiles que ocurrían frecuentemente por aquellos años en Cuba y el Caribe y en los que el mismo Balboa tenía intereses muy concretos, en especial el contrabando, un elemento vital de la economía a comienzos del siglo XVII. Por otra parte, la actitud de los que participan en la acción punitiva es la de todos los habitantes de la isla frente a los ataques enemigos. Espejo de paciencia viene a ser en verdad, antes que un retrato del obispo Cabezas Altamirano, un reflejo de aquellos años formativos de la vida histórica de Cuba y, en esa misma medida, de sus rasgos distintivos frente a la metrópoli. En el momento del secuestro no es posible hablar de una conciencia de lo propiamente autóctono entre los criollos y aun mucho menos de un anhelo de autonomía —por lo que no es exacto dar a la acción del castigo un carácter político, de oposición a un enemigo extranjero—, sino exclusivamente de pura y simple diferencia de intereses y de procedimientos con respecto a la colonia entre los nacidos en estas circunstancias y los que pretendían imponer las leyes de la

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corona. Balboa expresa esa comunidad de intereses al romper el rigor de las jerarquías sociales con ocasión de la batalla contra los piratas, en la que participan los distintos sectores y grupos económicos y raciales para salvaguardar la buena marcha de sus beneficios económicos. A partir de la insularidad esencial que atraviesa al poema de comienzo a fin, procede su autor a detallar la naturaleza de la isla. Las flores y frutos muestran el esplendor del entorno natural como un elemento altamente estimado por el poeta, quien ha hecho suyas esas realidades como si le perteneciesen desde siempre. No obstante las maneras simples y superficiales en que aparece la naturaleza insular en el poema, en esa preferencia de Balboa y en lo que ello implica de desentendimiento de otro paisaje y de cualquier influencia literaria puede verse el primer ejemplo de la estrecha relación posterior, en la literatura cubana, entre poesía y circunstancia. Es importante señalar la incorporación de los elementos autóctonos a los típicamente renacentistas en Espejo de paciencia, intento de síntesis que pretende engrandecer a la isla con el secular prestigio de la tradición y del gusto literario del Renacimiento y que, al mismo tiempo, dice mucho del carácter inmediato de la observación de Balboa. La ruptura de la rigidez es otro elemento distintivo de la individualidad del texto. Cierta gracia ingenua y una grata frescura se conjugan con esa ausencia de solemnidad, de modo que en ningún momento se puede hablar de un tono trágico en los diferentes pasajes del relato, ni aun en los del secuestro, en los que tanto empeño puso el autor. En ese sentido puede decirse que el carácter popular es un factor predominante en la obra, sobre todo si se tienen en cuenta las posibles influencias literarias del momento en Balboa. El tono de sabiduría pragmática que sobresale en algunos versos y ese carácter primario del conocimiento de la vida que se observa en determinados finales de estrofa, confirman el arraigo en lo popular. Balboa transmitió, con mayor fuerza que cualquier otro elemento integrador, el aquí y ahora de su circunstancia histórica concreta e inmediata. Para un juicio valorativo de los seis sonetos que anteceden al poema de Balboa puede tomar-

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se como punto de partida la opinión de Néstor Ponce de León: «Ninguno de los sonetos puede ser considerado como un modelo.» 7 Es necesario aclarar, no obstante, que algunos de esos sonetos están a la altura de mucho de lo que se escribió en español no sólo en su momento, sino incluso durante el siglo XIX, tanto en España como en Hispanoamérica. En sus versos es posible encontrar un trabajo de cierto refinamiento y de sensibilidad ya depurada por el aprendizaje. En todos se observa el gusto por la claridad de pensamiento, con algunas excepciones que aluden a la cita erudita y a la referencia literaria. Hay un juego con la luz y la sombra y con cambios de tonalidad que poseen un afán ornamental, no precisamente una voluntad de estilo o una visión del hecho poético concientemente asimilada. La cita erudita se constituye en estos ejemplos en una manera de mostrar los afectos y el elogio hacia el autor del texto mayor. Por encima de las influencias renacentistas se impone la sencillez expresiva, a su vez un retorno a formas más limpias, típicas de la primera mitad del siglo XVI. En general, el lenguaje de los sonetos es pobre no sólo en su adjetivación, sino también en su sintaxis y en la elaboración de las estrofas. Así, de un comienzo prometedor, Tan alto vuelas, pájaro Canario, que se pierde de vista ya tu vuelo, cual águila caudal que sube al cielo a buscar su remedio en su contrario pasamos a un final mucho más pobre: Y ceñirán tus sienes la Corona del lauro bello sin sazón cogido que te ofrece tu madre gran Canaria. Las estrofas y los versos de ese tipo son los más frecuentes en los sonetos. En ocasiones el mal gusto se impone sobre la mediocridad, como en el verso Aquí donde el amor pesca sin boya, del texto de Antonio Hernández el Viejo. La pobreza expresiva de estos poemas se evidencia en el empleo de lugares comunes, que se reiteran de un soneto a otro, como si el verso de uno

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fecundara la imaginación de los demás. Todos coinciden en la alabanza a Balboa y en el reconocimiento de sus cualidades como poeta. A partir de ahí se repiten los adjetivos, los recursos y, en general, las mismas ideas. A pesar de esa insuficiencia artística, de esa pobreza formal, y gracias a la hipérbole que pretende, como en Espejo de paciencia, enriquecer la alabanza por la fusión de lo insular y la gran tradición, las muestras de estos poetas poseen un interés similar al de las estrofas de Balboa. En ellos está la naturaleza de la isla engrandecida por la gloria del mito y por una estrecha identificación entre acción y entorno natural. En el ejemplo de Lorenzo Laso, el de expresión más depurada, hay una síntesis que trasciende la realidad concreta, inmediata, de la que surge. Nada como la elocuencia propia del texto: Dorada isla de Cuba o Fernandina, de cuyas altas cumbres eminentes bajan a los arroyos, ríos y fuentes el acendrado oro y plata fina; Si el dulce canto y música divina de aquel que vio las infernales gentes, las penas suspendió tan diferentes, y movió a compasión a Proserpina; Con cuanta más razón, Isla dichosa, estáis vos dando al orbe admiración con este nuevo Homero y fértil yedra,

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Pues su dulzura os hace más famosa que a aquella a quien la lira de Anfion hizo los muros de ladrillo y piedra. La isla entra en la fabulación y se integra a los valores de la tradición clásica y renacentista. Paisaje y poesía, hazaña y canto, estarán desde ese momento indisolublemente ligados a lo mejor de las letras cubanas. En esas seis muestras de los inicios de la poesía en Cuba se halla no sólo el comienzo de la lírica nacional en un orden estrictamente cronológico, sino además el primer testimonio de un acercamiento amoroso a nuestra realidad y del arraigo profundo de los creadores a las circunstancias insulares. Estos seis autores (Pedro de las Torres Sifontes, Cristóbal de la Coba Machicao, Bartolomé Sánchez, Juan Rodríguez de Sifuentes, Antonio Hernández el Viejo y Lorenzo Laso de la Vega y Cerda), ya identificados con el paisaje y en estrecha vinculación creadora con la historia de Cuba desde el momento que su historia es la de sus propios intereses, desde el instante en que adquirieron la conciencia de sí mismos gracias a su radicación definitiva o a su nacimiento en la isla, y gracias también a su discrepancia —como sucede con Balboa— de intereses en relación con la metrópoli, son sin duda los primeros ejemplos de una conciencia autónoma en la historia del género en la literatura cubana.

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2. LOS POSIBLES ANTECEDENTES DE LA HISTORIA EN CUBA COMO GÉNERO LITERARIO DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII. LOS PRIMEROS HISTORIADORES DEL XVIII. PEDRO AGUSTÍN MORELL DE SANTA CRUZ No se conocen, en los siglos XVI y XVII, antecedentes de la historia como género literario. Su concepción es un producto típico del XVIII. Surge como resultado de un interés nuevo y cada vez mayor por la isla, su pasado y su presente. Desde la fundación de las primeras villas se inicia un largo proceso de asentamiento de las instituciones que habrían de regir la vida económica, política y cultural de la colonia. En el siglo XVIII se hace plenamente consciente la importancia de ese pasado y aparecen los primeros intentos para explicar su evolución y desarrollo en el tiempo. Nace entonces la conciencia histórica, la necesidad de comprender el pasado en función del presente. El primero que se ocupó en Cuba de escribir acerca del pasado de la isla fue el presbítero Onofre de Fonseca (1648 ó 491710), nacido en Jamaica, autor de Historia de la aparición milagrosa de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, de 1703. El tema de la obra de Fonseca no permite que se la clasifique como histórica, pues a todo lo largo de sus páginas se reitera la exaltación de los milagros de la Virgen a través de su enumeración como hechos incontrovertibles, pero el intento de desentrañar la tradición para convertirla en un conjunto de acontecimientos indiscutibles y la utilización de fuentes con fines probatorios sí permiten considerar esta aproximación al pasado como expresión de una conciencia histórica. Es un serio intento, más allá de la autoridad del dogma impuesto por la Iglesia, de dar fuerza de realidad a una tradición. La copia que ha llegado hasta hoy

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hace sospechar que no se trate de la prosa de Fonseca, pues no es de esperar de un humilde capellán que al parecer no tuvo contactos sustanciales con la cultura, una prosa como la que se lee en la Historia de la aparición milagrosa…, mucho menos cuando se sabe que el texto había sido sometido a análisis y expurgado por el presbítero Bernardino Ramón Ramírez hacia 1782. La obra de Ambrosio de Zayas Bazán (16661748), Carta y relación de la Isla de Cuba y sus particularidades, con tres historias de los Gobernadores de La Habana desde el año de 1549 hasta 1725; de los Obispos hasta 1705 y de los Virreyes de México, de 1725, fue la primera escrita por un insular. El desconocimiento del texto y el enunciado del título no permiten más que especular sobre su contenido, quizás una breve reseña de los gobiernos civiles y eclesiásticos de la isla, elaborada a partir de las actas del cabildo habanero, de las que tan cerca se encontraba su autor en razón de sus cargos, y con la consulta además de otros documentos relativos a la vida de la iglesia. Le Riverend 8 da como probable que la obra haya sido solicitada por el Consejo de Indias, interesado en conocer las posibilidades económicas de la colonia y los recientes conflictos y rebeliones de los vegueros. Esa hipótesis es aún más atendible si se tiene en cuenta que el gobernador Gregorio Guazo Calderón, quien en 1723 había reprimido brutalmente la tercera rebelión de los vegueros, envió el manuscrito a España. Cualquiera que fuese la razón por la que Zayas Bazán escribe, hay sin

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dudas una voluntad de dejar constancia del pasado desde las fuentes documentales. El sustentamiento de una determinada tesis le daría a la Carta y relación de la Isla de Cuba… una significación mayor, pero su carácter de antecedente de la historiografía no deja de ser una realidad porque sólo se haya preocupado por la simple enumeración. La presencia de los virreyes de México en la obra hace pensar en un posible paralelo comparativo con la historia de Cuba. Antes de 1750 se escribieron otras obras, también perdidas y sólo conocidas por el título: Historia de los principales edificios de La Habana y un Premio geográfico mercantil, de Bernardo de Urrutia y Matos; La Habana exaltada y la sabiduría aprendida e Historia de la Universidad literaria de San Gerónimo de la isla de Cuba (1740), del presbítero José Manuel Mayorga; Origen, fundación, progresos, gobierno, cátedras y estudios de la Insigne, Pontificia y Real Universidad literaria de San Gerónimo (1745), Noticias de los escritores de la isla de Cuba (c. 1750?), una historia de la orden de Santo Domingo en Cuba, algo posterior a 1750, de fray José González Alfonseca, según autorizados eruditos el autor más importante de esa primera mitad de la centuria, relevante orador y, como casi todos los que escriben en el XVIII, sólidamente formado y con diversos cargos. Figura de gran relieve y significación en la historiografía de la época fue el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768), dominicano de origen y representante pleno del género antes de 1790. De rica trayectoria profesional, a las labores que fue desempeñando a lo largo de los años sumó la realización de una obra que ha quedado como un importante testimonio de su momento. Para ganar en precisión es recomendable enumerar los textos que dejó: 1) Parte elevado al Rey el 26 de agosto de 1731 para darle cuenta de la sublevación de negros y mulatos de las minas de El Cobre, Oriente; 2) Relación de las tentativas de ingleses en América, de 1746, quizás la Memoria por la invasión de Vernon a Guantánamo en 1741; 3) «Relación histórica de los primitivos obispos y gobernadores de Cuba» (1749), en ocasiones confundida con su obra mayor; 4) Visita apostólica, topográfica,

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histórica y estadística de todos los pueblos de Nicaragua y Costa Rica […] (1751); 5) «Relación en 1757 de la visita eclesiástica de la ciudad de La Habana y su partido en la isla de Cuba […]», recientemente publicado con el nombre de La visita eclesiástica (1985); 6) Historia de la isla y catedral de Cuba (1754-1761), al parecer la de mayor extensión; 7) Carta pastoral del Illmo. Sr. Obispo de Cuba a su diócesis con motivo del terremoto acaecido en la ciudad de Santiago y lugares adyacentes (1766). La obra de agosto de 1731 es interesante por lo que dice acerca de la esclavitud de la época, al menos en la zona de El Cobre, y por el diálogo que se suscita entre el obispo y los sublevados, a quienes trata de hacer regresar a sus labores y vida cotidianas; el relato de la conversación trae la primera noticia conocida de lo que siglos después sería el choteo cubano, especialmente esta frase de Morell: «todo lo que no era hablar a favor de ella [la libertad] les causaba risa».9 Por su parte, la Carta pastoral por el terremoto de Santiago de Cuba es una denuncia del estado de cosas imperante por esos años en la ciudad oriental, similar en ese sentido a la primera, pues aquella era asimismo una acusación de los procedimientos del gobernador, los que según Morell habían provocado la actitud rebelde de los esclavos de las minas. La Carta de 1766 tiene estas significativas declaraciones: El poderoso chupa la sangre del pobre, se engrossa con el sudor de su frente, se haze fuerte con sus jornales, falta a la fee de los contratos, traspassa el termino de los plazos, extuerze unas usuras desmedidas, y nada perdona por apagar una infame sed del oro, y todo lo logra impunemente con mantener unos pleitos de por vida, de que no se desenvuelven los nietos. Los pobres, acosados de semejantes tiranías, se entregan al ocio, y no trabajan, sino es en vencer sus necesidades con los hurtos, las rapiñas, contemplaciones criminales y juramentos falsos. 10 La visita eclesiástica es un pormenorizado recuento de edificaciones (iglesias, fortalezas, ca-

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sas), poblados, caminos, estado de la administración, recorrido costero, todo descrito con el desaliño de una prosa descuidada, como de rápidos apuntes que no dejan lugar a cuidados formales de ninguna índole. El interés mayor radica en la información que ofrece, elaborada con objetividad y afanes de un minucioso inventario, una fuente de conocimientos acerca de la isla sin otras pretensiones que la de dejar constancia de su visita, de la que se ha dicho que «puede considerarse el primer censo realizado en Cuba».11 La más reciente crítica 12 observa la posibilidad de que sean falsas las cifras ofrecidas por Morell en lo referente a datos diversos. No obstante, y sin olvidar que el autor pasó por alto algunas regiones de la isla, puede considerarse que en esa obra se recoge «una visión aproximada de lo que era Cuba a comienzos de la segunda mitad del siglo XVIII».13 Se trata, pues, de un informe del estado «actual» de la colonia, homólogo a otros tantos realizados entonces para contribuir a la creación de una imagen determinada de las realidades y necesidades ante las autoridades competentes. Si se compara esta prolija y sobreabundante reseña del obispo con el frío y racional trabajo de Ribera, podrá apreciarse, a partir de los elementos diferenciadores claves, la sustancial distinción que los separa, sintetizada en la actitud que ambos asumen frente al iluminismo. Influencias y corrientes de pensamiento aparte, es obligado reconocer en este libro de Morell una valiosísima muestra de la literatura en Cuba en el XVIII. Su lectura cobra sentido, en tanto literatura, por sus valores testimoniales y no por sus valores intelectuales. La Historia de la isla y catedral de Cuba consta de tres partes o libros, el primero dedicado a la historia secular y los otros dos a problemas relacionados con la iglesia, ambos matizados con párrafos en los que aborda cuestiones de otra índole. El haber dedicado tantas páginas a la vida eclesiástica no le resta más méritos a la obra que el hecho de haberse detenido como lo hizo en la figura de Colón. Ello hace pensar que Morell no tenía, ciertamente, una lúcida conciencia de historiador, argumento que se hace más sólido aún cuando se observa, en el decursar de la lectura, la cantidad de detalles sin importancia que

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van apareciendo, como si al autor no le pareciesen impropios para sus fines o no se percatara de su intrascendencia. La historia de Cuba se enriquece con esos datos, que vienen en cambio a ocupar, como sucede en el caso del tratamiento que da a Colón, el espacio que merecían cuestiones de verdadera significación. Podría pensarse, a partir de esa falta de conciencia de historiador que revelan esos defectos, que el lector está en presencia de una crónica y no de una historia propiamente dicha, aunque algunos pasajes puedan llevar a pensar que sí es, en efecto, un ejemplo de obra historiográfica. Mucho tiene que ver esa definición y, en general, la ausencia de una voluntad formal como analista de la historia, con la falta de estilo de su libro mayor. En ningún momento se percibe en sus observaciones la conciencia de la incipiente contradicción entre criollos y autoridades peninsulares. Sus objetivos eran bien distintos de los de Arrate y, en consecuencia, su trabajo habría de partir de postulados diferentes. No era necesaria para el obispo una voluntad de estilo que definiera posiciones o actitudes frente a la realidad, pues sus intenciones no eran portadoras de una tesis que necesitara demostración. Sin embargo, volver la mirada hacia el pasado de la isla entrañaba de hecho la importante decisión de salvaguardar esa historia para hacerla llegar a sus coetáneos y al futuro como una suma de acontecimientos de trascendencia. En el acto mismo de historiar, cualquiera que sea la perspectiva desde la que se haga, está la razón para que se le tenga en cuenta como uno de los representantes de la cultura activa en la Cuba del siglo XVIII, aunque no haya sabido discriminar el valor real de los hechos que se propuso recoger, aunque no haya sabido entregar un cuerpo de ideas elaboradas con la conciencia del que se propone sustentar una tesis. Son evidentes en ese sentido las semejanzas con La visita eclesiástica. En lo que concierne al estilo, la preocupación constante de Morell parece haber sido la de exponer los sucesos con claridad. No obstante, en ocasiones se imponen el mal gusto y los desaciertos, como si el autor no tuviese mucho interés en alcanzar tonos encomiables en su prosa. La displicencia con que parece tomar su oficio

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hace pensar que no tuvo presente el aporte del neoclasicismo a la hora de escribir; para expresarse ha de haber recurrido a los hábitos y recursos de su formación académica como a una herencia frente a la cual —habrá estimado el autor— no era necesario asumir posiciones creadoras, pues tampoco se aprecian en sus páginas las virtudes de la prosa de los oradores sagrados, de los clásicos latinos o de los maestros de los Siglos de Oro, lecciones que Morell no tuvo interés en asimilar ni en abandonar por nuevos postulados estéticos. Un breve fragmento de la Historia de la isla…, el Libro Primero, página 69, sirve de ejemplo para ilustrar sus rasgos

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estilísticos, caracterizados en lo esencial por una medianía un tanto indefinida: Por entonces no pasaron los españoles de este paraje. El motivo fue que Diego de Velázquez había repartido con autoridad Real, los indios de Maysí y Baytiquirí entre su suegro Cristóbal de Cuéllar, amigos y deudos. Determinó después ir con el Capitán Narváez y el P. Casas: reconocer ocultamente la tierra intermedia y hacer inspección de los lugares más cómodos para establecimiento. 14

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3. LA OBRA DE JOSÉ MARTÍN FÉLIX DE ARRATE José Martín Félix de Arrate (1701-1765) puede ser considerado, por la importancia de sus ideas y el valor literario de su obra, el más significativo de los autores anteriores a 1790. Escribió composiciones poéticas hoy desconocidas —excepto la que recoge en su obra mayor—, la tragedia El segundo robo de Elena, la Novela al ínclito mártir San Ciriaco (1757) y Llave del Nuevo Mundo, antemural de las indias occidentales. La Habana descripta: noticias de su fundación, aumentos y estado, concluida en 1760-1761. El reconocimiento y estimación de esta última datan de finales del siglo XVIII y llegan hasta el presente. Surgió como respuesta a un desdeñoso juicio hacia América emitido por Manuel Martí, deán de Alicante. A la altura de los comienzos de la década del sesenta apenas se había esbozado la historia de Cuba en dos textos que no eran precisamente ejemplares en su género, los ya analizados de Zayas Bazán y de Morell de Santa Cruz. La historiografía de América y de Europa contaba, en cambio, con numerosos textos que Arrate conocía, típicas maneras dieciochescas de escribir la historia. Llave del Nuevo Mundo siguió los moldes establecidos en su época como fidelísimo producto de los años de formación de su autor. Le Riverend 15 señala que esa defensa del criollo que acomete Arrate en su libro es también hija de su siglo, como enseñan otros textos americanos. A esa lección de su momento histórico hay que atribuir la presencia en esta obra de un gran número de páginas para explicar el origen y desenvolvimiento de institucio-

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nes de diverso género. Los críticos han hablado de omisiones y de inexactitudes, a las que habría que sumar excesos y menudencias que hoy ya dicen muy poco. El manejo de las fuentes y de la bibliografía, en el caso de Arrate, ha sido también analizado por la crítica. A pesar de los defectos que puedan detectarse en el empleo de la bibliografía, bien por la omisión de títulos importantes, bien por el mal uso que haya podido hacer de los que tuvo en sus manos, es innegable que la riqueza en el número de obras consultadas y sobre todo el manejo de la información que logró acumular al margen de los libros, puesta al servicio de sus intereses y los de su grupo social con el resultado de una obra llena de información y encaminada a demostrar la tesis del mérito de los criollos, lo convierten en un historiador que supo trascender la simple enumeración de hechos e ir más allá del dato frío. Su apasionada defensa del criollo y sus planteamientos con relación a los más importantes problemas de su época, expuestos a la luz del momento y con innegable carga de futuridad, hacen de su obra un texto extraordinario de su siglo y a la vez el antecedente de algunos planteamientos importantes del siglo XIX. Visto el libro como totalidad, los errores de información e incluso de interpretación carecen de relieve a la hora de emitir un juicio valorativo que analice, con algún detenimiento, los aciertos y desaciertos. La tesis sobre la esclavitud y el trabajo asalariado, muy novedosa en Cuba en 1760, es una prueba de la sagacidad y la capaci-

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dad de análisis de Arrate. Esas ideas se anticipan a las que serían formuladas en ese sentido en el XIX. En los años en que Arrate expresa esos criterios, la esclavitud carece de la significación que comenzaría a tener a partir de 1790, por lo que su valoración puede ser hecha con una libertad mayor que la que tuvieron Arango y Parreño y otros ideólogos de la burguesía criolla treinta o cuarenta años más tarde, cuando sus intereses de clase descansaban en la producción esclava. Arrate no se siente tan capaz, en cambio, para analizar los perjuicios que se derivan del monopolio de la Real Compañía de Comercio de La Habana, fundada veinte años antes de terminar su libro y con una historia lo suficientemente reprobable como para dedicarle páginas detractoras. Esa omisión responde, sin dudas, a lo que podría llamarse su estrategia historiográfica, a la que hay que atribuir también el silencio que hace ante la crueldad de los conquistadores, ya censurada por Poey.16 Las objeciones que merecía la aniquilación de los naturales aparecen de forma muy velada y sintética en el comentario que dedica el autor a las desventajas que se derivaron de la misma en el orden económico, pues esa población autóctona hubiese podido emplearse —opina Arrate— como fuente de trabajo asalariado que habría hecho innecesaria la mano de obra esclava, para él inferior por razones de productividad y de costo. El interés de Arrate por dejar constancia de su españolidad, evidente en todo el libro, es quizás la causa fundamental de ese silencio cómplice. Su conciencia de grupo social, puesta al servicio de sus intereses, lo va orientando muy sagazmente en la selección de los datos que tuvo a su alcance, tanto de fuentes directas como de fuentes bibliográficas. Esa españolidad se conjuga en Arrate con su irrefrenable criollismo, la más alta expresión de la conciencia de su sector social. El nacido en la isla se sentía vinculado a ella necesariamente, de manera que fue desarrollando poco a poco una conciencia de sí, en oposición a los peninsulares, nacidos allende el mar. A la altura de la década 1750-1760 los criollos habían alcanzado altos honores en las armas, en diversas funciones administrativas, en las disciplinas académicas y en las dignidades eclesiásti-

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cas; estaban, incluso, en condiciones de tomar parte activa en las grandes empresas económicas. Conjuntamente con esa participación, y como consecuencia directa, se había ido haciendo cada vez más lúcida en ellos la conciencia de sus propios valores y posibilidades, hasta llegar en Arrate a su más alta expresión. Todo su libro está inspirado en las virtudes y hazañas de los criollos, sin negar su esencial españolidad. Llave del Nuevo Mundo viene a ser, por la defensa y reclamo de los derechos de los naturales de la isla, el resumen de una larga tradición de dos siglos y el despertar de la conciencia de sí después de esos años formativos. La oposición entre la metrópoli y lo que Arrate llama la patria no es, según Le Riverend,17 un antagonismo de raíz: hay una identificación entre ambas sólo dañada por el trato discriminado de los criollos por los españoles. Ahí levanta su voz el autor, voz polémica que «alcanza el más alto grado de expresión política a que pudiera llegar hombre alguno en su tiempo […]»; de ahí proviene el hecho de que él sea «la cabeza de una tradición cultural de servicio público, de militancia política […]».18 Pero Arrate es un hombre limitado por su tiempo, del cual no puede desentenderse a la hora de interpretar el pasado. Un criollo habanero de la burocracia intelectual de la primera mitad del siglo XVIII que escribe una obra en defensa de los intereses de su grupo social, ha de emplear en su apología aquellos hechos que vienen a respaldar sus afirmaciones y sus puntos de vista, elemento de juicio del que la crítica no puede desentenderse para valorar sus aportes a la historiografía y a las ideas dentro de la cultura cubana. Este acertado análisis de Le Riverend establece importantes premisas para el estudio de Llaves del Nuevo Mundo: […] es una relación de méritos, peculiar literatura histórica de las colonias españolas. Pero con ello no decimos todo. En efecto, al igual que cualquiera otra relación de méritos, contiene grandes elementos de legítima historiografía, que dependen del personaje que enumera ante el Rey sus servicios. En este caso, por tratarse de una ciu-

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dad —lo que también quiere decir, de una clase social y de un grupo políticamente definido—, la obra rebasa los límites de la biografía y resulta lo bastante historia como para no constituir un fárrago de fechas y de proezas, mientras es lo bastante relación de méritos para verse libre de copiosas citas, a la manera eruditomaníaca del momento, de frases y de simbolismos rebuscados y ramplones.19 Las páginas de este precursor de los autores que se vuelven hacia las cuestiones de la tierra son importantes no sólo por el vigoroso espíritu que las anima, sino además por su estilo, perfectamente consecuente con la fuerza de las ideas expuestas. Hay una armonía de fondo que se debe, en primer lugar, al afán renovador que caracteriza al pensamiento de Arrate, sin dudas influido por el racionalismo francés. El reformismo implícito en las ideas de Llave del Nuevo Mundo tiene como vehículo expresivo un lenguaje novedoso, el neoclasicismo, sobre todo frente al ya decadente y fuera de época estilo barroco. Esa novedad literaria es otra de las razones de la perdurabilidad de esta obra en la historia de la cultura cubana. Ello no significa, no obstante, que la prosa de Arrate sea precisamente un modelo de buen gusto y sobriedad, pues es frecuente un notorio desaliño que está muy lejos de la mesura y equilibrio de la construcción neoclásica. Pero no se trata, en realidad, de la existencia de momentos mejor o peor trabajados, sino de una concepción del estilo que posee la categoría de novedosa. Podría entrarse a considerar si Arrate es o no buen escritor, pero más interesante resultan sus aportes como antecesor de toda una manera de escribir que daría sus mejores frutos dentro de la literatura cubana en la etapa siguiente, la que comprende los años 1790-1820, decenios de florecimiento del neoclasicismo como tendencia estilística predominante, tanto en la prosa como en la poesía, y de configuración de la primera etapa reformista en la historia política nacional. De nuevo el juicio de Le Riverend sintetiza de manera ejem-

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plar los valores de Arrate en lo referente al estilo: Si hubo reforma del estilo ésta parece manifestarse en la obra de Arrate: pero ello supone una anticipación realmente extraña pues la reacción contra el barroco decadente —en conexión muy estrecha, claro está, con el florecimiento del racionalismo filosófico— se produce en nuestro país con gran retardo y, al parecer, silenciosamente, ya que se manifiesta de súbito en el Papel Periódico en la última década del siglo. Pero Arrate treinta años antes de la gran cruzada contra el escolasticismo y el «mal gusto» literario que le acompañaba se muestra en disonancia completa con el espíritu tradicional: aunque no lo estuviera quizás respecto del pensamiento, lo estaba, sin duda, en cuanto a la expresión literaria. 20 En el oscuro panorama de esos noventa años en Cuba, etapa en la que resulta imposible deslindar períodos en la evolución literaria incluso de un género como el de la prosa histórica, de más abundantes testimonios conocidos y de obra más coherente en su conjunto, la presencia de Arrate deja entrever una plausible preocupación por la modernidad y, en consecuencia, un hito en el desenvolvimiento de la sensibilidad insular. Hay en su obra una voluntad de estilo acorde con los tiempos, en oposición a los postulados de un retrógrado barroquismo —como el de Ignacio José de Urrutia y Montoya a finales de la década del ochenta— y a diferencia de lo que podría calificarse como ausencia de estilo en el caso de Historia de la Isla y catedral de Cuba, de Morell de Santa Cruz. Quedan las páginas de Llave del Nuevo Mundo como un paradigma de la presencia en Cuba antes de 1790 de las preocupaciones e inquietudes más sobresalientes del pensamiento renovador del siglo XVIII, más tarde transformadas, al calor de las necesidades de desarrollo de una burguesía cubana incipiente, en el centro generador de una literatura de más precisos contornos y mayor hondura y riqueza artística.

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4. LOS ORADORES DE LA ÉPOCA La oratoria sagrada alcanzó en Cuba, durante los años 1700-1790, una estimable calidad literaria. Fue el género más cultivado y el que dejó las mejores muestras de un arte acabado y universal. Ninguna de las restantes manifestaciones de esa etapa posee un desarrollo similar ni por el número de obras ni por la maestría y la fuerza de sus textos. Las razones de esa superioridad se encuentran en la sólida formación académica que recibían los oradores y en la constante necesidad de comunicación con el público. Por su importancia ideológica, la Iglesia desempeñaba un papel de extraordinaria significación en el mantenimiento de las instituciones y, en general, del status establecido. José Antonio Portuondo es muy explícito en el esclarecimiento de esas funciones de la oratoria sagrada: Porque la predicación no se limitaba a exaltar a la divinidad y a los santos en sus festividades, sino que aprovechaba todas las oportunidades para difundir las docrinas religiosas, filosóficas o políticas convenientes a la clase dominante. 21 Uno de los más importantes oradores, por el renombre alcanzado y por el respeto que mereció de sus contemporáneos en reconocimiento de su obra, fue José Julián Parreño (1728-1785), nacido en La Habana y radicado en México desde fecha desconocida. Fue conocido como primer predicador a la moderna por las innovaciones que introdujo en sus sermones. Entre sus

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obras se citan los Elocuentiae praecepta (1778) y la Carta a los Señores Habaneros sobre el buen trato de los negros esclavos, también impresa en Roma, pero en fecha ignorada. Según palabras propias, su oratoria se basa en Cicerón, a quien él mismo se ocupa, previamente, de «cristianizar». Max Henríquez Ureña 22 ha señalado la ausencia de elocuencia en la oratoria de Parreño y la claridad y corrección de su lenguaje como sus dos elementos distintivos; no parece injustificado señalar en sus discursos cierta tendencia al racionalismo si se tiene en cuenta la posible asimilación del pensamiento del jesuita francés Luis Bordaloue (1631-1704) por parte de Parreño, influencia que vendría a sustentar la tesis del carácter innovador de sus sermones. De más renombre y significación fue el también habanero Francisco Xavier Conde y Oquendo (1733-1799), de rigurosa formación académica y gran fama de «fino y elocuente», 23 calificativos que quedaron subrayados después de pronunciar un discurso solicitado ante el Supremo Consejo de Indias. Su obra conservada es numerosa y de importancia no sólo por sus cualidades formales, sino además por sus planteamientos de carácter teórico. En el Discurso sobre la elocuencia expone la necesidad de una renovación basada en los más nuevos postulados de la preceptiva, ya conocidos y difundidos en España. En esos propósitos transformadores puede verse el intento por mantener a América en la línea de la renovación y que no quede a la zaga de la evolución de los nuevos tiempos. En su oratoria ha destacado la crítica dos finalida-

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des que son en sí mismas renovadoras: desterrar los residuos de gerundismo y aparecer como un orador de los tiempos clásicos. Pero en sus comienzos no estuvieron sus discursos libres del gerundismo que más tarde se propuso superar, influido como estaba en aquellos años iniciales por la retórica al uso. En el «Panegírico de Santa Catalina de Siena» se encuentran, por momentos, el gerundio y la influencia de la imaginería española, con resultados realmente efectistas. El retorno a los tiempos clásicos significaba la entrada de los principios del neoclasicismo en los sermones y su consecuente mesura y equilibrio. Sus censores le objetaron, en fecha que una adecuada cronología permitiría valorar en toda su importancia, el empleo de palabras desusadas y la complicación de sus párrafos. Su Elogio de Felipe V, Rey de España (1779 y 1785), una pieza maestra de la elocuencia que mereció segundo premio de la Real Academia Española en el año de su primera edición, posee como característica más sobresaliente la influencia de los grandes clásicos de los Siglos de Oro, de los que fue un alto representante de Cuba en el siglo XVIII. A la influencia francesa, fundamental en la concepción del discurso, incorpora la de los clásicos del idioma en el tratamiento del estilo. La impronta de Cicerón es también de mucha importancia en esta pieza, una de las más acabadas de su autor. La búsqueda de la claridad por encima de las complejas construcciones barrocas, revela la cercanía de este maestro de la oratoria a los principios estéticos del neoclasicismo y, al mismo tiempo, la importancia de su obra para la cultura de los años en que floreció. Un breve fragmento del Elogio de Felipe V mostrará las virtudes hasta aquí señaladas. Se trata del pasaje que revive la batalla con que culmina la guerra de sucesión: Felipe manda en persona la ala derecha, el Conde de Aguilar la izquierda, el de las Torres al centro quedando el gran Vandoma libre para discurrir por todas partes, y hacer que éstas obrasen de concierto con el todo. El Rey vence, pone en fuga y persigue al enemigo; mas éste rompe la primera línea de nuestro centro: la segunda hace pie

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atrás sin perder la formación, y se mantiene cerrada y firme como un muro de bronce, no por milagro del arte, sino del valor y la constancia de los soldados, aprendida del Monarca. Ésta es quien hace que los muertos no dejen claros en las filas, que los heridos no vean correr su sangre, que los moribundos se reanimen, que los fuertes se encarnicen, y auxiliados a tiempo de la Caballería, rechacen y avancen, cobren su terreno, queden dueños del campo, griten victoria, victoria: y ésta, que indecisa atravesaba de un campo a otro con el laurel en la mano, vuela derechamente a ceñir las sienes de Felipe y afirma en ellas la corona de España para siempre. 24 Rafael del Castillo y Sucre (1741-1783) es otra gran figura de la oratoria en Cuba en el XVIII. Ganó gran fama por sus dotes intelectuales y recibió, como era usual entonces entre los que tenían acceso a los centros superiores de estudio, una rigurosa formación académica. Pero a pesar de la nombradía que obtuvo como orador sagrado, no son especialmente notorias las piezas que de él se conservan. La única accesible hoy en Cuba resulta de gran interés, pues evoca a los héroes de la defensa de La Habana frente al enemigo inglés, pronunciada en el acto para bendecir las banderas del batallón de milicias de pardos al celebrarse el primer aniversario de la caída del Morro en manos del ejército británico. No tiene este discurso la calidad del de Conde y Oquendo, pero no deja por ello de ser un ejemplo de buen gusto y mesura, de elegancia en el decir y, virtud mayor, de una voluntad de estilo que demuestra un encomiable sentido del género y de sus posibilidades y necesidades. Sirva este fragmento de ilustración, el de la evocación de Velazco: Él se mueve, él manda, él grita, él aturde al cobarde, él inflama al animoso y se pasea eternamente acá en mi fantasía. Ella me presenta las menores particularidades de su traje y su figura. En su momento me alegra el alma la imagen de Velazco vivo, y me la turban las sombras de Velazco muerto.

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En la rápida sucesión de mis ideas yo desmayo y me aliento, y la misma palidez de su semblante, la misma falta de su sangre, me habla por la boca de sus heridas, agita mi espíritu y me introduce el consuelo hasta la médula de mis huesos. 25 Otros oradores célebres de esa etapa son Juan Bautista Barea (1744-1789), José Manuel Rodríguez (¿-?), José Policarpo Sabamé Domínguez de Lores (c. 1760-¿1807?) y el Padre Montes de Oca (¿-?), este último de gran elocuencia (por ella fue conocido con el sobrenombre de pico de oro) y autor de versos jocosos que, según la tradición, recordaban los de Quevedo. De Barea se ha dicho que «es siempre ciceroniano y resalta siempre como el más elocuente de los predicadores insulares de su tiempo». 26 Su obra más conocida es Oración fúnebre en las exequias, que se hicieron en La Habana en sufragio del alma del Exmo. Sr. D. Matías de Gálvez, virrey de México, y en obsequio de su hijo el señor conde de Gálvez (1785), aunque algunos estiman que de sus más de mil sermones —casi todos perdidos por no haber quedado impresos—, el mejor es el que trata acerca de San Agustín. Rodríguez obtuvo renombre también por la calidad de su oratoria, hasta llegar incluso a merecer el elogio de «uno de los ingenios más sobresalientes y universales de su tiempo, y a quien se debió en México en gran parte la reforma de la oratoria del púlpito […]».27 La estrecha relación de Sanamé con la problemática insular del XVIII lo hace más cercano a nosotros. Como los demás, se distinguió por sus piezas oratorias, sobre todo el sermón conocido como de la nube, pronunciado en Santo Domingo, y sobresalió por sus conocimientos de idiomas y por el celo que demostró en favor del progreso cultural de Bayamo, donde vivió aislado por voluntad propia durante gran parte de su vida. Según Calcagno, algunos de sus discursos fueron imitados posteriormente.

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Puede decirse que en esas muestras que se conservan de la oratoria de 1700 a 1790 están los antecedentes de la oratoria cubana del siglo XIX, aunque en esos iniciadores no hay precedentes del reformismo posterior, como sí sucede con Arrate. Los títulos de los discursos y tratados de los oradores vistos en estas páginas, demuestran el papel que desempeñaron desde el punto de vista ideológico en la formación de una conciencia de subordinación a los intereses de las clases dominantes. La influencia francesa, el ascendiente de la prosa clásica española y del estilo ciceroniano, presentes como expresión del espíritu renovador de esta forma de la prosa, dieron por resultado una literatura de gran calidad artística. La coherencia de la obra de los oradores, un corpus que no pueden entregar otros géneros en esos años, tiene explicación en las relaciones de causa-efecto que se establecen entre esos creadores y la ideología imperante, para cuya difusión trabajaron a partir de la asimilación de la cultura previa y en el sentido de sus más novedosos y eficientes recursos expresivos. Verdaderos profesionales de la ideología imperante, en sus planes de formación académica y en su constante práctica de la oratoria creaban las sólidas e imprescindibles bases de un magisterio de las ideas y del estilo. Los restantes géneros, de más fácil acceso para aficionados o de no tan exigentes requerimientos, como sucedía con la historiografía, con la poesía y con el teatro, no dieron textos de tan depurada factura y de tan eficientes resultados en sus objetivos. La voluntad neoclásica de esos hombres podría interpretarse, no obstante, como un elemento renovador que trajo un inestimable beneficio a la cultura cubana posterior, pues como Arrate, los oradores sagrados se anticipan a la labor que llevó a cabo el padre José Agustín Caballero en favor de las ideas más novedosas y contra el decadente barroquismo, tarea que en su caso se conjuga y se identifica con sus posiciones reformistas en lo político.

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5. OTRAS MANIFESTACIONES DE LA PROSA. NICOLÁS JOSEPH DE RIBERA. IGNACIO JOSÉ DE URRUTIA Y MONTOYA. JACINTO JOSEF PITA Figura altamente notoria del siglo XVIII en Cuba es Francisco Ignacio Cigala (1712-?), autor de una Carta al Exmo. P. Fr. Benito Feyjoo sobre la paradoja 5 de Disc. 9 del Tomo 5 de su Teatro crítico (1760), editada en México, y de un soneto dedicado al erudito Juan José Eguiara y Eguren en su muerte. Fue un representante del escolasticismo que lucha, en abierta resistencia, contra los intentos de la filosofía de la época por refutar la teología, pero al mismo tiempo se preocupó por el desarrollo económico, en cuyo beneficio trabajó con amplios conocimientos de física y de matemáticas. Su diversa cultura y el carácter pragmático de una buena parte de su obra lo hacen antecedente de figuras como Francisco de Arango y Parreño y Tranquilino Sandalio de Noda. El soneto en que evoca la memoria de Eguiara fue escrito, como la obra de Arrate, en respuesta al deán Martí. No obstante el sentido polémico y el carácter pragmático de sus trabajos conocidos, más trascendente en la integración de la conciencia criolla es la obra de Arrate, cuyos postulados teóricos poseen una contemporaneidad que no se halla en Cigala. Un ejemplo de la prosa del XVIII es asimismo el Memorial que algunas mujeres habaneras enviaron al monarca español para hacerle conocer la negligencia de las autoridades españolas en la defensa de La Habana contra las tropas británicas en 1762, casi seguro escrito por la marquesa Jústiz de Santa Ana, autora de la Dolorosa y métrica expresión […], poema inspirado en el mismo acontecimiento, la toma de La Habana

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por los ingleses, sobre el que se volverá más adelante. El Memorial es uno de los documentos significativos de la época: posee un lenguaje limpio y bien trabajado que descansa en las intenciones puramente comunicativas y expresa el descontento de ciertos sectores de la población frente al desinterés de las autoridades, discrepancia que reaparece en otros momentos del siglo. Las lecturas de la marquesa Jústiz de Santa Ana, mujer ilustrada como pocas en su momento, pudieron determinar en su Memorial la presencia de una voluntad de estilo, pero a su vez puede pensarse que no eran las suyas pretensiones literarias, sino puramente informativas. En el caso de Cigala, hay que tener en cuenta sus inquietudes polémicas al escribir la Carta a propósito de Feijoo, lo que sin dudas fue determinante en la adopción de una manera de exponer sus ideas. Se trata, en ambos ejemplos, de obras que enriquecen la imagen actual del XVIII en primer lugar por su condición de testimonios del pensamiento y de la importancia de la praxis en el proceso integrador de una cultura criolla. La obra del ilustrado santiaguero Nicolás Joseph de Ribera (1724-c.1775), quizás el más importante de los pensadores del siglo XVIII en Cuba en materia económica y por su conocimiento de los problemas fundamentales de la isla, consta de la Descripción de la isla de Cuba, terminada en 1756, y el Discurso sobre el comercio y navegación de España con las indias Occidentales, redactado en 1760. La primera está di-

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vidida en dos partes, una para exponer lo que el mismo Ribera llama «Las ventajas naturales de la isla» y la otra para definir su manera de pensar en lo referente al «modo con que pudiera nuestra industria apoderarse mejor de ellas». En ambas secciones se hace evidente el conocimiento real de los problemas de la colonia y se pone de manifiesto el interés de su autor por contribuir a su solución. Sus proposiciones para el mayor desarrollo de Cuba en beneficio de la corona y de los hacendados criollos a los que tan bien representa él mismo, podrían resumirse en estos tres postulados: 1) supervisión precisa y esmerada del Estado en los distintos renglones de la economía, la defensa y la administración; 2) aumento de la población blanca (española y de otros países) y de la población esclava, y 3) fomento del comercio. Las páginas de la Descripción fueron escritas después de un detenido análisis del estado de la isla entre 1739 y 1755 y con un estilo sobrio y mesurado, sin pretensiones y al mismo tiempo fluido y limpio, síntesis de su grado de penetración en las especificidades que trata y de un racionalismo que podría considerarse una verdadera lección. Ese estilo es, de hecho, la postulación del neoclasicismo en la dirección muy concreta del ensayo de tema económico. Esa voluntad de estilo, conformada en una estrecha relación cotidiana con la realidad inmediata, expresa la búsqueda de objetividad que está en el centro de la exposición de las ideas. Ribera muestra interés por toda la isla como fuente de riqueza que ha de ser atendida por la metrópoli para la obtención de mayores y más perdurables ganancias. Se trata, ni más ni menos, de una crítica de raíz reformista, con objeciones serias a las normas políticas y económicas impuestas por los desaciertos de la administración colonial. Al calor del despotismo ilustrado y sin dudas surgida de sus formulaciones, y tratando a su vez de conciliar la esclavitud con los principios legales establecidos, posición ecléctica propia del neoclasicismo que reaparecerá en los teóricos criollos de la etapa 1790-1820 e incluso en la poesía de Zequeira, la obra de Ribera puede ser estimada como una de las cimas de la cultura antes de 1790.

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El Discurso, con similares pretensiones y conocimiento de causa y con las mismas ideas esenciales que dieron origen a la Descripción, adolece en cambio de cierta rispidez en el estilo, consecuencia quizás de una mayor premura en su elaboración. Su exposición, no obstante, es clara y explícita y descansa en la concatenación e interdependencia de tres elementos básicos: producción (defensa del trabajo esclavo y sugerencias para su adquisición), distribución o venta y enriquecimiento. Como su trabajo anterior, se inscribe el Discurso en la tradición de la prosa reflexiva que se venía cultivando en América por esos años, en la cultivada en Europa desde el siglo XVII y en la que daría la tónica entre los ensayistas criollos del primer período reformista cubano, el de las décadas 1790-1820. Ahora vuelve a aparecer lo que podría llamarse la acumulación de experiencias previas con un sentido crítico, rasgo propio del eclecticismo y el equilibrio característicos del neoclasicismo. Las reformas sugeridas a la metrópoli encierran la conciencia de la necesidad de implantar una política que descanse en la razón y se imponga sobre el caos imperante, principios de la economía pragmática que encuentran su equivalente en el posterior eclecticismo filosófico de Caballero y las exhortaciones de la prosa de Zequeira en beneficio de la ética del vivir cotidiano. Como resumen de la significación de Ribera en su momento, estas afirmaciones de la investigadora Olga Portuondo Zúñiga, la más profunda conocedora de la vida y la obra de esta insigne personalidad: […] fue el ideólogo del patriciado criollo de mediados del siglo XVIII en la isla de Cuba. […] Supo expresar los fundamentos de unidad económica de la isla, a través del prisma del reformismo ilustrado y fisiocrático; fue portavoz de los primeros asomos de nuestra nacionalidad y reconoció como particularidad al criollo americano en la generalidad del hombre español. Formuló todas estas ideas como ningún otro miembro de su clase supo hacerlo. Es aquí donde radica su importancia para la historia de los orígenes del pensamiento

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cubano. 28 La obra de Ignacio José de Urrutia y Montoya (1735-1795) consta de dos libros: Teatro histórico, jurídico y político-militar de la Isla Fernandina de Cuba, principalmente de su capital la Havana (1789) y Compendio de memorias para la historia de la Isla Fernandina de Cuba, principalmente su capital la Havana (parcialmente editado en 1791, escrito para que sirviera «como de apuntes al texto mayor»). Severos juicios mereció del presbítero José Agustín Caballero 29 el Teatro histórico. No podía ver con buenos ojos el crítico de la escolástica y defensor del neoclasicismo el retorno a la forma barroca, la sobrecarga de una asfixiante erudición y los excesos del lenguaje figurado que caracterizan cierto número de páginas de Urrutia. El retoricismo de la Introducción y del Libro Primero, ostensible en las citas eruditas y en las comparaciones con el mundo natural, rompían abiertamente con lo mejor de la prosa que el autor tuvo que haber conocido en sus investigaciones; pero a su vez Caballero objeta el método y la falta de exactitud histórica, el primero por escolástico. No hay dudas de que el intransigente crítico tenía razón en sus apreciaciones, pues las experiencias acumuladas hasta ese instante debieron servir a Urrutia para concebir su libro con un sentido renovador del que a todas luces se desatendió. Sin negar, pues, la justeza de los ataques de Caballero, es preciso reconocer que a partir del Segundo Libro ya no se encuentra el mismo lenguaje, desaparecidas casi por completo las citas eruditas y asumida una prosa más directa. De otro carácter es la valoración de Julio Le Riverend, para quien el Teatro histórico es «el primer esfuerzo para abarcar la totalidad historiográfica colonial y perdura como un singular intento de aprovechar la riqueza de los archivos para incorporarla a un estudio capaz de completar el relato de los historiadores primitivos de las Indias». 30 Hay en Urrutia una despierta conciencia de historiador, en busca de un método que conduzca a fines muy concretos dentro del propósito de la obra; padeció, en cambio, del vicio de acumular información y fuentes para demostrar conocimientos, razón de las

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censuras y de las dificultades que experimentan los lectores. En la medida en que Urrutia supo utilizar las fuentes, puede ser considerado un historiador en el más apropiado sentido del término. Aparte el reconocimiento que se le daba por su afán de dar a conocer el pasado colonial con vistas a justificar la importancia de la isla dentro del conjunto del imperio español, son censurables en su texto las dilatadas digresiones que introducen al lector en acontecimientos carentes de relieve histórico, falta de perspectiva que en su caso no puede desvincularse de los excesos eruditos y retóricos a los que ya se aludió. Pero a pesar de los desaciertos señalados, puede hablarse en Urrutia de un deseo de que Cuba participe de manera más destacada, según sus posibilidades reales, en los beneficios del imperio español. No se preocupa por la defensa de los criollos, como si ello no estuviese dentro del conjunto de sus inquietudes. Una observación muy interesante de Le Riverend 31 ilumina la relación de interdependencia que se establece entre el estilo y los propósitos de la obra. Ciertamente, a medida que Urrutia penetra en la historia de Cuba va modificando su expresión, como si el tema le fuera dictando los matices estilísticos que debía emplear. Por un lado fructifica de algún modo la elección que habían dejado sus antecesores inmediatos de Cuba en el cultivo del género; por otro lado, la necesidad de captar de manera objetiva la verdad que se proponía expresar se impone sobre las pretensiones estilísticas, condicionadas en su caso por un atraso apreciable, esa filiación a un estilo que ya había pasado hacía tiempo, pero que para él seguía siendo de la más alta estima. Dentro de esa búsqueda en el pasado de la isla, esa vuelta a la tierra que caracteriza a la historiografía en Cuba durante el XVIII , hay que destacar los acercamientos a la naturaleza insular en páginas que quedan como un recuerdo, una simpatía que tiene, en Urrutia, la fuerza de un argumento o de un acontecimiento. El presbítero habanero Rafael Velásquez, cuyas fechas de nacimiento y muerte se desconocen (probablemente fallecido en el primer lustro de los diez años finales del siglo XVIII), dejó

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una obra única en su época, como lo atestiguan los conocimientos que hoy se poseen de esas centurias. Tiene por título «Testamento de D. Jacinto Josef Pita» y por subtítulo el de «obra que a imitación del de Parra hizo el presbítero don Rafael Velásquez de La Habana». Su fecha de elaboración es incierta, entre 1762 y 1792. Su personaje principal, Jacinto José de Pita y Armas —quizás pariente de Santiago Pita—, es un individuo conocido de la sociedad habanera, al igual que otros de los integrantes de la obra. Desde sus comienzos aparecen los personajes del diálogo: el hermano Juan de Vera, de la Parroquial Mayor; Diego Zepero, devoto creyente y Juan Francisco Pita, mulato zapatero y aficionado a las letras, de verso fácil. Las circunstancias del encuentro entre los tres personajes para dar lugar a la conversación con la que a su vez se integrará el cuerpo de la obra, son típicas del costumbrismo, el género definidor del «Testamento». El hermano Juan de Vera, en una de sus salidas habituales por las calles de La Habana en busca de limosnas para la iglesia, encuentra en una esquina un legajo de papeles que resultó ser el «Testamento y última voluntad del Sr. Comisario actual de Barrio D. Jacinto José Pita, alias el Cuatacudo»; continúa viaje con los papeles bajo el brazo hasta que se encuentra con los otros dos personajes mencionados y comienza una animada conversación que se nutre con la lectura del testamento. Los pasajes de diálogo llano, popular, alternan con los versos agudos de Juan Francisco Pita. Todo un mundo de convencionalismos, encarnado en el autor del testamento, devoto fiel y amo del mulato versificador, es puesto en ridículo en estas páginas llenas de gracia y de fresca espontaneidad. A medida que se van leyendo los distintos puntos del testamento, cada uno acompañado por los comentarios de Zepero y Vera y las estrofas burlonas del mulato, van saliendo a relucir los

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detalles que conforman la vida privada de don Pita, objeto de las risas de sus detractores. El cuadro de costumbres cobra vida en los diálogos y en las palabras del documento de Pita. El lenguaje, de raíz verdaderamente popular, está lleno de coloquialismos y de palabras de uso común en las calles de La Habana en el XVIII. En ningún momento siente el lector afectación y pretensiones eruditas en los diálogos, no obstante los latinazgos en boca del mulato —un antecedente del negrito catedrático del siglo XIX, que suenan más a burla que a falsa retórica—. La utilización de palabras vulgares, que rompe con el recato verbal de la época, propio de los escritores y miembros más estirados de la sociedad, es uno de los elementos primordiales de la obra. La influencia de la picaresca española —influencia que lo aleja del neoclasicismo afrancesado, de gran ascendiente en esos momentos— es decisiva en Velásquez. Es notable su parentesco espiritual (y quizás literario) con Rodríguez Ucres. Como en su antecesor, en el autor del «Testamento» aparece la visión de lo inmediato en toda su fuerza, con personajes y costumbres cotidianos. Si bien su prosa deja mucho que desear por la falta de un estilo depurado, lección de los clásicos que parece haber escapado a las posibilidades de este narrador, el magnífico cuadro expuesto trasciende como un testimonio de su época, años que sólo han llegado hasta hoy en obras de pretensiones mayores. El mundo de las calles de La Habana, con sus tipos, su lenguaje, sus costumbres, ya distintos de los de la metrópoli, se integra en conversaciones y versos de sabor popular. Ahí se encuentra una vertiente del criollismo que marcha paralela a las realizaciones de más empaque, como la de Arrate, con influencia y vínculos propios, en especial el diario vivir sin especulaciones ni búsquedas en fuentes indirectas.

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6. EL TEATRO EN CUBA DURANTE LOS SIGLOS XVI, XVII Y XVIII. SANTIAGO PITA Y EL PRÍNCIPE JARDINERO Y FINGIDO CLORIDANO La primera época colonial, hasta 1790, sólo cuenta con títulos y referencias de poca importancia para un conocimiento de la vida teatral en Cuba. Su origen en la isla está estrechamente ligado a la fiesta del Corpus, para la que se contrataba a los que sabían sacar «invenciones» que dieran lucimiento, esplendor y regocijo a la celebración religiosa. Pocos nombres y datos podrían citarse para que los lectores se hicieran una idea exacta del escaso desarrollo del teatro en esos tres siglos, como puede apreciarse en el primer tomo de La selva oscura, de Rine Leal. La obra de Santiago Pita, la única excepción porque su texto ha llegado íntegro hasta hoy, es un indicio para pensar que con seguridad otros autores del XVIII escribieron obras de similar importancia, como sucede con el testimonio de Balboa y los sonetistas que lo acompañan, y aún en los dos siglos anteriores, si bien es probable que en esas centurias el teatro entuviese limitado a las puesta en escena y que no rebasase los límites de la representación. Hasta este momento han sido infructíferas las búsquedas de textos escritos en Cuba, exceptuando el de Pita. No obstante, no puede descartarse el hallazgo inesperado. El habanero Santiago Pita (¿1693-1700?1755) dejó, como el más preciado testimonio de su existencia en la Cuba de la primera mitad del siglo XVIII, una de las obras más importantes de cuantas se escribieron (y han llegado hasta hoy) en la isla durante esa primera época. La historiografía literaria se ha detenido, podría decirse que con lujo de detalles, en diversos pormenores relacionados con El príncipe jardinero

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y fingido Cloridano, llevada y traída una y otra vez para dejar esclarecidas las distintas problemáticas que se habían suscitado a su alrededor y para recibir las apreciaciones que ha venido mereciendo a lo largo de los años, desde 1791. De significativa importancia son los hallazgos y precisiones que ha hecho José Juan Arrom 32 para una justa y acertada estimación de la comedia de Pita, sobre todo si se tiene en cuenta que sus trabajos en ese sentido vinieron a definir con nitidez algunos aspectos oscuros en los que la crítica anterior no había logrado resultados del todo satisfactorios y válidos. A partir de esos aportes concretos puede procederse al análisis de los valores y datos que ofrece la obra. En los años posteriores a los trabajos de Arrom, otros investigadores emitieron criterios atendibles que sin duda han contribuido a una mayor certidumbre y claridad en el conocimiento de la pieza. El príncipe jardinero y fingido Cloridano fue escrita por un habanero culto —probablemente sea ésta la única obra que escribió— en la década de 1720-1730 y publicada en 1733, a partir de la opera scenica de Giacinto Andrea Cicognini (1606-1660), II principe giardinero, pero con variantes que la convirtieron en una pieza nueva y distinta. Su asunto es simple y está desenvuelto con pocos personajes. El príncipe de Atenas, Fadrique, ha dado muerte a un hermano de Aurora e hijo del rey de Francia, y ha conocido la belleza sin par de la infanta mediante un retrato que tuvo en sus manos, según él mismo refiere en los versos 436 y ss. Enamorado de Aurora, decide acercarse a ella de cualquier modo. Se hace

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pasar por jardinero, con su criado Lamparón, en los jardines de su amada, quien ya desde los primeros versos de la comedia se siente atraída por Cloridano, el falso nombre que adoptó Fadrique para trabajar como subordinado. Omitida del argumento la escena de la muerte del hermano de Aurora —representada en Cicognini— a manos de Fadrique, la obra comienza en el jardín con una canción a la hermosura de la infanta, compuesta por el jardinero enamorado. Es importante señalar que el argumento se desenvuelve de manera muy agradable, sin complicaciones que hagan densa la lectura, desde los comienzos en el jardín hasta la armonía y el contento de todos por las bodas y las promesas que cierran el desenvolvimiento de la trama. No puede perderse de vista que se trata de una comedia escrita en los momentos agónicos del barroco, el único ejemplo de teatro rococó entre nosotros, por lo que su problemática y sus personajes no pueden alcanzar, en un talento nada excepcional, otras dimensiones que las que vienen dadas por ese estilo. Jovialidad y galantería vendrían a ser las dos características primordiales de la obra en lo que concierne a su argumento. Por lo que se refiere a los valores del estilo, hay que decir que el autor asimiló muy provechosamente la influencia de los clásicos y demostró sus innegables dotes de versificador. En concordancia con la galantería mencionada hace un momento y formando un todo con ella, su buen decir es la otra cualidad plausible de la comedia. No sería exagerado afirmar que su lenguaje es de una elegancia y de una coherencia poco comunes en la literatura cubana —exceptuando, por supuesto, las figuras de mayor significación—, y especialmente en lo que se ha conservado del siglo XVIII. El criterio de Arrom 33 acerca de sus calidades literarias, incluso en el contexto hispanoamericano de su centuria, confirma lo expuesto hasta aquí. A todo lo largo de la obra se deja ver una clara conciencia artística, unida a lo que sus antecedentes —Cicognini y los autores españoles— hayan podido dejar en Pita. Se observa una muy lúcida distribución de los diálogos y los pasajes que podrían calificarse de confesionales, lo que contribuye a que el desenvolvimiento de la tra-

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ma se realice a un ritmo dinámico, sobre todo gracias a los momentos en que los diálogos, que forman casi el sesenta por ciento de la obra, van dando lugar a que se desarrolle la acción. La falta de unidad de espacio y tiempo, tan duramente criticada a Pita por El viajero 34 a finales del XVIII, obedece sin dudas a una voluntad de estilo, se integra a esa conciencia artística señalada. El tono general de la comedia y el cuidado refinamiento de muchos de sus versos son muestras del buen gusto de su autor, ya se trate de influencias asimiladas o de su propia expresión, a pesar de algunos momentos de poca fluidez o de cierta torpeza que llegan a disipar el esplendor que alcanza en otras ocasiones. Entre los mejores momentos de toda la obra, en lo que atañe a la belleza verbal, hay que citar el pasaje de Cloridano cuando rechaza la orden de Aurora de que abandone el jardín, Jornada Primera, vv. 224-263: Si he de morir de miraros, y de no veros también, digo que elijo más bien morir antes que dejaros. Imposible es olvidaros, y así, en tan severo mal, de mi destino fatal quiero a muerte condenarme, por no llegar a ausentarme de vuestra luz celestial. No me da el morir temores, que ya lo que es morir sé, porque ha muchos días que me tenéis muerto de amores. Testigos son estas flores y estas cristalinas fuentes de mis suspiros ardientes, pues de mi llanto al raudal suele aumentar el cristal de sus líquidos corrientes. En ese pasaje, digno de los mejores autores españoles de los Siglos de Oro, tenemos, entre otras, las virtudes más altas del estilo de Pita, en primer lugar la fluidez de los versos, el correr fácil y musical que en ocasiones echamos de menos en otros fragmentos no tan afortunados.

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Esa virtud de la obra es la que permitiría que el público se supiera de memoria tiradas completas, según refiere Bachiller y Morales. Hay que destacar, además, la refinada selección del vocabulario, que hace de esos ejemplos una muestra del buen gusto rococó, con escenas exteriores y una trama propia de la época. Hay, sin embargo, dentro de ese buen gusto expresivo de la obra, una nota discordante en Lamparón, un personaje típico de conocida tradición. Su lenguaje es casi siempre prosaico, directo, muy racionalista por su valor de inmediatez. En todos los momentos en que interviene, siempre en respuesta a Cloridano, lo hace con destemplanza y sin retoricismos, muy lejos de las finezas de su señor. Si se tienen en cuenta su fecha de aparición en Cuba y su carácter de comedia ligera y sin pretensiones filosóficas, su humor fresco y galante —en antítesis con los conflictos trágicos y las disquisiciones en torno al destino—, y su estructura y estilo, puede considerarse que El príncipe jardinero es una pieza de alta calidad artística que en nada desmerece de su época ni de su procedencia y que muy bien resiste la prueba del tiempo y la comparación con otras de Cuba y del resto del continente. Como otra característica sobresaliente hay que destacar los americanismos utilizados por Pita. Arrom advierte el empleo de palabras y la asimilación de los sonidos z y s en las rimas consonantes, ejemplo del origen americano de la comedia. Cita varios vocablos que ilustran la cercanía lingüística del autor con México y, en general, con otros países del área: claco, corrupción de la palabra azteca tlaco; guinden, guindados, «de frecuente uso familiar en varias regiones de la América (Cuba, Veracruz, etc.)»; flato, «usado en el sentido que se le da en algunas partes de la América de tristeza o melancolía»; santularia, santurrona, «de uso familiar en las Antillas»; candela, «voz generalmente usada en la región del Caribe […]»; pulpero, «en varios países americanos, dueño de un establecimiento donde se venden víveres, licores y otras mercancías». 35 Por lo que se refiere a la asimilación fonética, Pita hace rimar incapaz con más (I, 50-51), voz con dios (I, 124 y 126), descortés con altivez (I, 237-238), confieso con pescuezo

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(II, 677 y 680), vez con es (III, 111 y 114). Sin dudas, lo que acaba de señalarse aporta razones para demostrar que El príncipe jardinero no es simple y sencillamente una comedia española, como han afirmado algunos comentaristas, escrita en La Habana casi como un hecho fortuito. En Pita se encuentra ya la asimilación de ciertos elementos lexicales y fonéticos de América por su condición de criollo habanero auténticamente inmerso en su propio mundo. No puede afirmarse, sin embargo, que las características lingüísticas apuntadas sean de gran importancia para establecer diferencias sustanciales, desde el punto de vista ideológico, con la concepción del mundo imperante en sus días. Mucho más significativo que la calidad artística y el arraigo lingüístico de la comedia es el rol de personajes como Lamparón y Flora. La presencia de ambos es de extraordinaria importancia. Los papeles principales son los de Cloridano y Aurora, complementos uno del otro en lo que podría llamarse la historia argumental de la pieza, la trama que se va desenvolviendo hasta el final; en ellos hace descansar el autor, a través de las ochentas y tantas participaciones que cada uno tiene en los sucesos, los valores convencionales del género, las características propias de ese tipo de comedias. Tanto esas figuras fundamentales como las de menos importancia (el rey, padre de Aurora; Ismania, la hermana; Narcisa, la otra criada; Polidoro y Meleandro, pretendientes de Aurora; Teágenes, el general de los ejércitos de Fadrique) son de una sola pieza, carentes de relieves y de matices inferiores convencionales y estereotipados, Lamparón y Flora, en cambio, son mucho más reales en tanto que antítesis de Cloridano y Aurora. Vienen a ser su complemento en el plano conceptual, del mismo modo que ambos enamorados se complementan entre sí en el plano argumental. Cloridano y Lamparón encarnan, como don Quijote y Sancho, la delicadeza y la desfachatez, el refinamiento y la vulgaridad, la pasión y la razón, el idealismo y el realismo, todo ello en apretada síntesis. No hay uno solo de los momentos en que los dos dialogan que no sea un claro exponente de esa antinomia, por sí mis-

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ma de extraordinaria carga de futuridad. Los razonamientos de Lamparón ante el atormentado Cloridano contribuyen a poner en el sitio conveniente los pequeños detalles que van integrando poco a poco la totalidad del argumento. Gracias a su intervención, la obra toma un cauce realista, de modo que el espectador o el lector no sienten en ningún momento la falsedad de las pasiones en todo su alcance. Dentro de la economía del texto, el personaje Lamparón crea un saludable equilibrio entre la pasión de Cloridano y el espíritu general de la obra, de manera que el príncipe no rompa la tradición del género. En ese sentido sí puede hablarse de convencionalismo en el caso del criado, aunque su lenguaje y su apego a la realidad rompan con los cánones y los valores sociales de más alta estima. Sus intervenciones introducen la chanza y la distensión en un momento solemne, como para traer el argumento por la senda que corresponde a este tipo de comedias y para disentir, con toda intención, de la pomposa brillantez de la palabra y de los ademanes. Nos imaginamos un personaje de baja estatura, regordete, como Sancho Panza, a quien toma como modelo en más de un pasaje. En las consideraciones que Octavio Smith dedica a la obra en su biografía de Pita, insinúa la posibilidad de que con ella el autor se burle del grotesco que asoma en las actas capitulares, con las que el comediante estuvo relacionado por sus labores burocráticas. Esa burla estaría encarnada precisamente en Lamparón y en Flora, personajes espontáneos y dispuestos a decir con destemplanza y un tanto candorosamente cuanto convenía a una más limpia y fresca relación social, en aquella Habana que ya sentía el rigor de la administración colonial hacía más de dos siglos. Ambos personajes vendrían a ser, en cierta medida, la ocasión para que su autor desahogara la aspereza acumulada en el trato diario con la legalidad vigente. Los apóstrofes de Lamparón, al final de la Primera Jornada, fueron suprimidos por la censura, y ello no sólo por intransigencia de una moral rígida, sino además, y en no menos medida, por temor a lo que podría calificarse como desestabilización de la ética de la sociedad.

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Ese afán por salvaguardar las buenas costumbres, según el criterio de los censores puestas en peligro por un personaje auténticamente popular, puede ser el síntoma de todo un estado de cosas, entre ellas el temor oculto de que el poder establecido pueda ser puesto en entredicho. Podría establecerse en ese sentido, en el caso específico de Pita, un cerrado vínculo entre la práctica social cotidiana y la toma de conciencia, aún en sus primeros estadíos, del carácter opresivo de los valores representados en esa ética intolerante. Si en el caso de Balboa, en los inicios del siglo XVII, se puede constatar que la experiencia inmediata es el estímulo suficiente para emprender la tarea de escribir Espejo de paciencia, no hay por qué dudar que Pita, inmerso en circunstancias más complejas y mejor dispuestas para ejercer de modo más fructífero la política de dominación, se haya sentido también estimulado por su relación pragmática con su circunstancia para escribir una comedia con alusiones a ese entorno. El trato diario con la ética pragmática de su época muy bien pudo despertar en el comediógrafo la necesidad de atacarla de alguna manera, por todo lo que ella implicaba como relación inmediata y como relación trascendente, como vivencia diaria y como expresión del poder establecido. Estas palabras de Flora en la Jornada Segunda, vv. 283-314, son harto elocuentes: ¿Dónde hay paciencia que baste para tanta honra maldita? ¿Que por ser honrado yo, y porque el mundo no diga, haya yo de sentenciarme a una lastimosa vida, peleando con mis deseos y venciéndome a mí misma, cuando es tan monstruoso el mundo, que si vivo recogida, dicen que soy santularia, y que es todo hipocresía. Y si al paseo me inclino, al sarao o montería, luego lo notan, y dicen que todo es rufianería. ¿Pues no es locura, pregunto,

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que me dé yo mucha prisa a conservar mi decoro, cuando tantos me lo quitan? ¿Qué ley me puede obligar a que me esté recogida en mi casa, sin salir, hecha una Santa Rufina, porque no murmure el vulgo y lo noten las vecinas, cuando este maldito encierro trae un millón de desdichas, como es la necesidad, desnudez y hambre continua, pudiendo yo a mi placer andar buscando la vida? Dentro de la gracia propia del personaje y con un lenguaje directo y sin finezas, se quiebra la imagen idealizada que se observa en Aurora, su antítesis y al mismo tiempo una representación de las normas convencionales, sin contradicciones con las buenas costumbres. Esa intervención de Flora está dictada por su relación espontánea con la realidad, libre de las ataduras sociales y con un alto sentido de los más inmediatos placeres. En el caso de Lamparón, más explícito por la abrumadora fuerza de su sensatez, se encuentra esa misma identificación con la realidad, sin pretensiones de trascendencia y sin idealismos de ninguna índole. En ambos se halla un lenguaje desfachatado y la búsqueda de la satisfacción de las necesidades más apremiantes por los medios más simples y directos. Po-

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dría interpretarse a ambos como una representación de posiciones racionalistas, antítesis del sofisticado idealismo del período rococó. A propósito de la obra en general, pero de hecho a partir de esos personajes, afirma Octavio Smith: «No es delirio, creemos, vislumbrar anticipos del género bufo ni advertir un erotismo ingenuo, ligeramente obsesivo, que nos parece vernáculo.» 36 Y Rine Leal: «con El príncipe jardinero nace el choteo en el teatro cubano». 37 Sin esos caracteres de grueso estilo, sensatos y vivaces, dinámicos y realistas, ¿qué habría sido la comedia de Pita sino una obra escrita con más o menos gracia, como tantas y tantas de la época? Seguramente su importancia para Cuba descansaría sólo en su primogenitura. Puede afirmarse que en estos versos, como en las páginas de Arrate y en las octavas de Balboa, cada uno en la dimensión que le permitió su talento y su circunstancia, hay un incipiente criollismo y las manifestaciones iniciales de una evolución posterior de la literatura y de las ideas. Los aciertos formales y la creación de caracteres y personajes en Pita hablan de un artista con creatividad y la suficiente capacidad de asimilación de valores tradicionales y de su momento, ejemplo único en el siglo XVIII en Cuba, al menos de lo que ha llegado hasta hoy. El teatro cubano tiene en ese comienzo un digno representante del género, una obra de arte trabajada con plena conciencia, si bien su influencia parece haber sido prácticamente inexistente.

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7. ESTUDIO DE LA POESÍA EN CUBA ENTRE 1700 Y 1790 La poesía escrita en Cuba entre 1700 y 1790 tiene pocos ejemplos para mostrar a la posteridad. Muchos de los autores pasaron sin dejar constancia de su obra escrita y otros sin dejarla siquiera de su nombre. De acuerdo con un criterio cronológico, la primera figura que hay que tener en cuenta en esta sucinta valoración es el villaclareño José Surí y Águila (1696-1762), médico de profesión y autor, además, de obras de teatro. Su producción fue abundante —como era de esperar de su condición de repentista—, pero sólo han quedado como muestras de su quehacer los seis poemas que conservó Manuel Dionisio González. El tono general de su poesía es el de la alabanza religiosa con cierta tendencia al culteranismo. La religiosidad de sus textos no es una experiencia viva, sino puramente libresca. El ingenuo barroquismo que lo caracteriza descansa en las descripciones y no se fundamenta en una sólida conciencia artística o en una voluntad de estilo, imposibles en una formación tan pobre y casi seguro de tan dispersas lecturas. Sus poemas vienen a ser exaltaciones de la doctrina católica mediante versos pobres de expresión en todos los sentidos, tanto en el plano conceptual como estilístico. La otra línea conocida de su lírica —aparecen definitivamente esfumadas sus composiciones de la etapa en que desempeñó labores agrícolas, tocadas quizás por experiencias vitales y ajenas a todo afán de adoctrinamiento— es de corte amoroso, con sólo dos ejemplos: «A Udeliquia» y «A Sodalia», también exponentes del culteranismo ingenuo

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ya aludido. Como ejemplo, un fragmento de «A Sodalia», escrita por encargo para un reencuentro amoroso: Atiende, Sodalia mía, rémora de mi memoria, imán de mi entendimiento, de mi voluntad señora. Oirás en sucinto verso, sin ápice de lisonja, lo que he sentido tu ausencia, y lo que tu vista heroica, en fuerza de ser quien eres, me comunica de gloria. ¿Viste el ámbito terrestre en las vespertinas horas, cuando en urnas de cristal el gran hijo de Latona, se sepulta en occidente, dando lugar a la sombra, para que prevengan lutos a las altas claraboyas […]? El carácter circunstancial de ese poema de amor contribuye a conformar el criterio de que es la suya una obra de ocasión. Ese rasgo, sus dotes de repentista y sus pretensiones culteranas plantean una paradoja para una justa y acertada definición de su quehacer literario. Surge entonces la pregunta: ¿es Surí un poeta culto, representante de una expresión depurada —consideración al margen de sus calidades intrínsecas—, o es por el contrario un autor que se inscribe

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dentro de un arte popular, como podría pensarse de su fácil ingenio y de la imaginería de sus versos religiosos? La solemne gravedad con que Surí tomó su oficio de poeta y las mal asimiladas lecturas que parecen transparentarse en los testimonios que dejó, hacen pensar en un creador con pretensiones dentro de la tradición culterana. Las escasas muestras que han llegado hasta hoy hacen creer que la espontaneidad por la que es conocido era sometida a un posterior trabajo en busca de efectos y de amaneramientos que nada tienen que ver con la frescura de lo popular. Otros dos poetas villaclareños, Lorenzo Martínez de Avileira (1722-1782) y Mariano José de Alva y Monteagudo (1761-1800), integran el núcleo de cultivadores de la lírica en esa región durante esa época. Del primero, de una producción que suponemos escasa, sólo se conservan cuatro décimas, escritas a petición de algunos vecinos de la villa en respuesta a unos versos satíricos llamados ensaladillas y que habían circulado manuscritos por Villaclara. El segundo, de quien se pueden leer exclusivamente dos glosas —una acerca de sus deudas y otra a propósito de la belleza de una mujer—, parece regido por similares cánones estéticos y parecidas inquietudes y estímulos de la realidad. En ambos se percibe un grato sentido del humor —del que no estaba dotado Surí, como se puede concluir de la lectura de sus textos—, y una simpática ingeniosidad dentro de una poesía de la circunstancia inmediata, surgida de las relaciones directas del creador con el medio. En el caso de Alva y Monteagudo, vuelve a resonar el culteranismo como un modo de hacer poesía. Y de nuevo se halla ausente la elegancia en el empleo del idioma, de nuevo la ausencia de buen gusto. Los versos van surgiendo uno detrás de otro más como ejemplos de la facultad de improvisar que de auténticas y altas dotes creadoras. No se deja ver en esos testimonios una larga y cuidadosa experiencia con la poesía. Sirva de ilustración esta décima a la belleza femenina, de Alva y Monteagudo, con cierto aire de elegancia, pero elaborada con convencionalismos literarios y fórmulas estereotipadas:

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Cuando en su esfera luciente raya tu hermoso arrebol, en tinieblas miro el sol sepultarse en occidente. Luz eres en el oriente del mejor Titán radiante, no hay ningún horoscopante, que no padezca desmayos pues al ver tus claros rayos, no sale el sol tan triunfante. De todas las figuras de la lírica del siglo XVIII en Cuba, la más polémica y sugerente, la de mayor vitalidad, es fray José Rodríguez Ucres, conocido por el sobrenombre Capacho o Padre Capacho, de fechas de nacimiento y muerte ignoradas (sólo se sabe que es probable que naciera antes de 1715, con toda seguridad en La Habana). Su obra conservada es más abundante que la del resto de los poetas de la etapa. Está integrada por las «Décimas del borracho», las décimas «El apasionado al número siete», «Exordio del vejamen universal dado por el padre maestro […] a la formación de la Universidad, y sus nuevos doctores», «Quejas que un amante despreciado envía a su dama», «Respuesta de la dama desengañada», las décimas «Viage que hizo de la Havana a Veracruz y reyno de México el P. Fr. Gregorio Uscarrel (o Uscarrés)» y una respuesta en décima a un amigo. Como en los casos hasta aquí estudiados, la poesía de Rodríguez Ucres es pobre desde el punto de vista estilístico. Su gusto y su sentido del ritmo dejan mucho que desear. Las alusiones cultas son menos frecuentes que en Surí. Reflejan sus versos una personalidad más rica y de mayor interés para la indagación. En el conjunto de sus textos se destacan las «Quejas […]» y su «Respuesta […]», más elaboradas y quizás menos cargadas de referencias personales. Las demás poesías están escritas en tono de burla y sin el menor asomo de ansias de trascendencia. Las dos mejores muestras dejan ver cierta musicalidad espontánea, casi seguro trabajada posteriormente. Se puede afirmar, en líneas generales, que Rodríguez Ucres rompe la falsa solemnidad de su época y muestra, en cier-

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to sentido, el otro lado de la vida, las experiencias de un pícaro que vive un tanto al margen de la ética establecida o que pretende contravenir sus normas. Su lírica tiene un desenfado que se contrapone a los convencionalismos sociales. Es de lamentar que esa influencia de lo inmediato, de lo vivencial en Rodríguez Ucres (sean o no experiencias personales las que se recogen en su obra) no alcance estatura de acendrada sensibilidad, pues hubiese quedado como un atendible antecedente, en la literatura cubana, de posteriores logros. Muestras de ambas vertientes — la amorosa y la burlesca— permitirán una más exacta comprensión de lo que queda dicho acerca de esta curiosa y única figura de la literatura escrita en Cuba entre 1700 y 1790. El primer ejemplo pertenece a «Viage que hizo de la Havana […]»; el segundo, a las «Quejas […]»: Sobre tarde me llevaban a un juego por ver mi pena, pero de gente tan buena, que hasta los Reyes jugaban: las cosas que allí pasaban a comprehenderlas no llego, mas pues está mi sosiego para entretenerme un rato, ahí va, Agustín, de barato esa pintura de Juego. *** Si fino yo la serví, Si constante la adoré, Si en mi vida la ofendí, ¿Por qué me olvida y por qué Tirana me trata así? El enfrentamiento de españoles y criollos, de un lado, y de las tropas británicas que atacaron La Habana en 1762, de otro, inspiró varias poesías que, de manera directa o indirecta, aluden a ese acontecimiento. Como en los casos hasta aquí referidos, los autores de estos versos tampoco dejaron páginas de calidad. El presbítero Diago Campos, de fechas de nacimiento y muerte desconocidas y posiblemente auxiliar episcopal del obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, escribió la peor de las composicio-

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nes conocidas en torno a esa problemática, en sus versos sobre el incidente de la detención de Morell de Santa Cruz por el ejército inglés. El hecho, que nada tiene que ver con el heroísmo de la defensa de La Habana y que no es más que una muestra de intransigencia religiosa, fue cantado con el peor gusto y con una imaginación y un vocabulario que dejan mucho que desear. Ya Max Henríquez Ureña 38 se refirió a la Relación y diario de la prisión y destierro del Illmo. Sr. D. Pedro Agustín Morell de Santa Cruz […] como carente de mérito, juicio que no llega a calificarla, como en verdad merece. El tema y el carácter narrativo de sus décimas traen a la memoria Espejo de paciencia, comparación que hace más evidente aún la ausencia de virtudes creadoras en Diego Campos. Inspirada en la toma de la capital por los ingleses, la marquesa Jústiz de Santa Ana (17331803) escribió la Dolorosa y métrica expresión del sitio y entrega de la Havana, dirigida a Nuestro Católico Monarca el Señor Carlos III. El texto guarda relación con un memorial dirigido a Carlos III por las mujeres de La Habana a propósito de la responsabilidad que tuvieron las autoridades españolas en la ocupación de la ciudad, documento probablemente escrito por la autora de los versos. La Dolorosa y métrica expresión […] (1763) está integrada por veinticuatro décimas que revelan una sólida cultura bíblica, puesta en función del tono quejumbroso y del espíritu de protesta que se quieren hacer llegar al monarca. Es muy importante el carácter circunstancial de esta composición, surgida al calor de un hecho trascendente y significativo de la historia de Cuba. No deja de ser sorprendente que una mujer culta, de la alta sociedad habanera del XVIII, dejara un texto de esta naturaleza, escrito con energía y en tono recriminatorio y con motivo de un suceso bélico, en cuyo desarrollo se respira la decisión y valentía de los combatientes en defensa de La Habana. Por la fuerza del temperamento, la marquesa recuerda la posterior singularidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Fácilmente se puede constatar que son escasos sus aciertos y sus valores literarios, apenas en alguna estrofa y en versos aislados. La más alta expresión de sus lo-

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gros está dada en la segunda estrofa, citada con frecuencia: Tu Havana Capitulada? Tu en llanto? tu en exterminio? Tu ya en extraño dominio? Que dolor! O Patria amada! Por no verte enagenada quantos se sacrificaron? y quantos máz enbidiaron tan feliz honrosa suerte, de que con sangre en la muerte, tus exequias rubricaron? En las restantes décimas, no obstante los versos que se destacan del conjunto, no está presente la calidad esperada de una poetisa de su cultura y de su educación. Resulta excesivo el empleo de las referencias bíblicas, que recargan el sentido y oscurecen el significado. Reaparece aquí la tradición, iniciada en los sonetos laudatorios que anteceden a Espejo de paciencia, de identificar los hechos y singularidades de la isla con los grandes momentos de viejas culturas, en este caso con afanes moralizantes. Como una virtud sobresaliente de esta obra hay que destacar el tono de protesta ante la cobardía de los jefes de la plaza, a quienes la marquesa recrimina y censura. En esa queja se escucha la voz de los criollos para demostrar su amor a la tierra donde nacieron, en abierto contraste con el desinterés y la desidia de las autoridades españolas. No obstante, en estas décimas está todavía vivo el sentido de la fidelidad al Rey, actitud consecuente con el momento de desarrollo de la conciencia criolla en esos años. Además de las estrofas de Jústiz de Santa Ana, la ocupación de La Habana inspiró versos de carácter popular, anónimos y agresivos. Bachiller y Morales 39 consigna que vio veintinueve décimas manuscritas con el título «Carta testamentaria de la M.N.L. ciudad de La Habana […]». Se aprecia en ellas la ausencia de pretensiones cultas y de citas abrumadoras y una amable facilidad para elaborar los versos, de una frescura que echamos de menos en la etapa. Recoge además el propio Bachiller cuatro grupos de décimas y trece cuartetas alusivas al gobernador

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Peñalver, hasta ahora las primeras muestras de sátira política contra un gobernante que no cuenta con las simpatías populares. Son ataques directos, escritos con soltura, con gran sentido de la burla y con desenfado, denuestos contra un habanero que se puso al servicio de los ingleses durante la ocupación. Esta décima permitirá constatar el criterio expuesto sobre estos testimonios populares: Vete tú antes que el inglés, porque si él se va no creo por todo lo que ahora veo que puedas irte después; y vuélvete de una vez en esto no hay que pensar que esperar o que dudar: o te vas o te guindamos y luego se lo avisamos al Sr. Conde Alvermar. Lenguaje espontáneo y versos discretos que resisten la comparación con los de los poetas cultos de la isla en esos años y en ocasiones los superan. No se puede decir lo mismo, en cambio, de las octavas que publica José Severino Boloña con el título «En regocijo de haberse libertado La Habana del poder de los ingleses…», firmadas con las iniciales J.C. y sin precisión de fecha, excesivamente pobres en el tratamiento del tema. Figura notable dentro de la lírica en esos decenios fue el sacerdote Juan Miguel de Castro Palomino (c.1725-1791). Los comentaristas han elogiado sus versos con entusiasmo un tanto excesivo, exceptuando Lezama Lima, 40 más mesurado al tratar de poner las cosas en su sitio, como se observa en este juicio: «[…] las décimas de Palomino son de lo mejor de su momento poético, no tienen nada de grotescas, expresan un sentimiento doloroso en una forma correcta y digna». La primera virtud que se revela al leer estas décimas es la sobriedad. Se hace ostensible un alto sentido de la expresión moderada y sincera, lejos de todo exceso barroco y de la ingenuidad primitiva del versificador repentista. Son dieciocho décimas de calidad sostenida y en un tono de reflexión filosófica un

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tanto sombrío. Los elementos descriptivos y las alusiones a un suceder más allá de los límites cerrados del individuo han cedido su lugar a consideraciones íntimas en las que no falta cierta dosis de religiosidad. Éste puede ser un ejemplo ilustrativo de los valores de esta obra totalmente ajena al heroísmo, a la alabanza, a la broma y a la experiencia amorosa, testimonio en cambio de resignación y de estoicismo: Ojos míos, que a sonrojos conmigo estáis sentenciados de andar encarnizados habéis parado en ser rojos: deponed tantos enojos, Mirad que si os irritáis, mas la pena me dobláis porque al dolor de no veros añadís otros mas fieros con que me martirizáis! Esta breve panorámica de la poesía escrita en Cuba entre 1700 y 1790 —omitidos algunos nombres con obras de escasísima significación—

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permite afirmar que durante esos noventa años se abren algunos de los caminos que habrá de seguir la lírica cubana hasta hoy. Surgen entonces algunas figuras aisladas para ir dando cuerpo al desarrollo paulatino de la poesía posterior. En esas obras ya se observa una tendencia culterana y otra de carácter popular, la primera representada por los textos de Surí, romances con un tema desasido de lo inmediato y alejados de vivencias auténticas, y la segunda vinculada directamente con hechos de importancia histórica o con experiencias personales, escrita en décimas. En estos poetas está el antecedente de las posteriores relaciones entre poesía y circunstancia inmediata, continuación, en ese sentido, del ejemplo inicial de Espejo de paciencia. Si bien no hay ningún poema de mayor significación literaria en esos decenios ni puede hablarse de etapas en el desarrollo evolutivo del género, se fue creando con esos testimonios una continuidad histórica y, al mismo tiempo, una evidencia de la creciente discrepancia entre criollos y españoles, sólo apuntada por el momento a modo de una oposición antagónica.

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B. CARACTERIZACIÓN GENERAL DE LA LITERATURA EN CUBA DESDE SUS ORÍGENES HASTA 1790. CONCLUSIONES Los autores y obras anteriores a 1790 que han llegado hasta hoy a pesar de los años transcurridos, y la dispersión de las ediciones y el abandono de algunos, no permiten establecer con certeza etapas, influencias, corrientes, estilos, en el proceso evolutivo de la literatura en Cuba en la época de las manifestaciones iniciales, desde el descubrimiento hasta 1790. Los siglos XVI y XVII, de un lento desarrollo económico y cultural y sometidos a la arbitrariedad de las autoridades y a las acciones de los filibusteros, han dejado a la posteridad Espejo de paciencia y los sonetos laudatorios que lo acompañan, testimonio de una sensibilidad insular que se ha conformado desde la práctica social y en la que se integran múltiples factores de índole literaria, social, política y económica. Esa relación entre literatura y circunstancia de esas primeras manifestaciones conocidas de las letras en Cuba es un ejemplo único en la época de lo que podría llamarse poesía de la participación, textos que expresan la identificación de los creadores con un entorno en una relación afectiva que va más allá de los cánones estéticos de su momento. Ahí están las primeras muestras, en una obra literaria, del surgimiento de una conciencia criolla, levemente esbozada ya en la carta de Miguel Velázquez. El siglo XVIII muestra un corpus de obra que permite llegar a ciertas conclusiones. En esos noventa años están los antecedentes del posterior desarrollo de la literatura cubana. El crecimiento económico y el afianzamiento del proceso institucional conforman un contexto en el

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que se van perfilando las contradicciones, cada vez más acentuadas, entre criollos y peninsulares, resultado del largo período de discrepancias de los siglos anteriores como consecuencia, entre otros factores, de la desatención de la corona y la desarmonía entre praxis y norma que caracterizó la vida colonial prácticamente desde los inicios de la conquista. Estos decenios de 1700 a 1790 son los del surgimiento de una conciencia de la tierra como preocupación orgánica, coherente, que da lugar a lo que podría llamarse la certidumbre histórica. Desde Onofre de Fonseca hasta la obra de Urrutia se aprecia la búsqueda de una tradición en el pasado que venga a sustentar el presente, intentos que expresan la necesidad de autodefinición. La influencia del neoclasicismo en oposición al decadente barroco es determinante en esa etapa de exaltación y de lucha de fuerzas discrepantes, batalla previa al posterior período de predomino de las ideas reformistas, expresadas en lo literario a través de la estética neoclásica a todo lo largo de 1790-1820. En la lírica se observa una tendencia al culteranismo, representada fundamentalmente por Surí en temas y estilo artificiosos, y una tendencia al desenfado y la ruptura de los cánones éticos establecidos, en versos realistas y sin pretensiones cultas, como los de Rodríguez Ucres. Al mismo tiempo hay que destacar la interdependencia que se establece entre poesía y acontecer inmediato, de gran importancia en esos momentos por lo que entraña como anteceden-

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te del posterior desarrollo de la poesía cubana. De esa relación surgen los textos inspirados en la toma de La Habana por los ingleses, en el caso de la marquesa Jústiz de Santa Ana dentro de una línea culta y de evidentes elementos de la tradición intelectual, y en el caso de los versos anónimos contra Peñalver, expresiones de un arte popular, de alusiones directas y desentendidas de la esbeltez típica de su antítesis. Una tercera manifestación de la lírica de esa etapa se encuentra en la obra de Castro Palomino, expresión de un conflicto eminentemente personal que no guarda relación, en su génesis, con acontecimientos de la realidad exterior ni con una realidad de puras abstracciones. En esta etapa se encuentran asimismo los inicios conocidos de la décima escrita, en poemas que cantan sucesos de significación popular. La oratoria, una manifestación literaria que fue cultivada con toda seguridad desde los primeros años del siglo XVI y, hacia mediados de esa centuria, casi seguro por criollos en funciones eclesiásticas, dejó sus frutos conocidos más antiguos en el XVIII. La sólida formación académica y el continuo ejercicio de sus representantes, así como el secular aparato retórico en que descansaba el género desde la época del Imperio Romano, contribuyeron a hacer de la oratoria sagrada en Cuba la más acabada expresión literaria anterior a 1790. Ahí se aprecia la batalla entre lo bueno y lo viejo que caracteriza a la historiografía y, en menor medida, a la poesía, entre los oradores a través de la lucha contra el gerundismo y la tendencia barroca y en favor de una mayor claridad y limpieza en la exposición. No obstante el tema de algunos discursos, como la recordación del heroísmo de los defensores de El Morro en 1762, la oratoria sagrada en esos años es la más alta representante de los intereses de la superestructura. No tiene, en ese sentido, la importancia de Arrate o Ribera para la historia de la formación de la conciencia cubana. Sin embargo, la brillantez de sus mejores piezas y la fama alcanzada en sus días por algunos de los representantes del género, permiten afirmar que en él tuvo la literatura insular su más acabada manifestación literaria de entonces.

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El príncipe jardinero y fingido Cloridano es un antecedente de incuestionable calidad del teatro en Cuba. Al calor de la influencia de Cicognini y de los clásicos del teatro español de los Siglos de Oro escribe Pita la única pieza rococó de la escena cubana. Esa filiación, de singular interés para una indagación en torno a sus posibles ascendientes literarios, en especial el teatro francés, crea la atmósfera idónea para que Pita logre más precisos relieves en dos de sus personajes: Lamparón y Flora, notas discrepantes por su lenguaje y su apego a la realidad inmediata, en contraposición con los personajes típicos del género. En ambos, dos marginados de las cerradas estructuras sociales en las que se mueven el argumento y los protagonistas, hay una ruptura de los valores impuestos por las convenciones sociales y por toda una visión del mundo. La estructura de la obra está concebida para dar relieve a esos caracteres e imprimir, con ellos, un mayor realismo y vitalidad al conjunto, aporte sustancial del autor a la sensibilidad que por esa etapa comienza a integrarse como parte de una conciencia colectiva. Los versos, de factura limpia y de grata lectura, revelan una voluntad artística muy encomiable. En los parlamentos de los criados aludidos están los atisbos de un lenguaje desnudo de retóricas y de idealizaciones, si bien es cierto que Pita no es un representante de los excesos del gusto, ni aún en las estrofas más cercanas a sus modelos literarios. La obra de Rafael Velásquez, «Testamento de D. Jacinto Josef Pita», en la que se entremezclan prosa y poesía como elementos estructurales, caso único antes de 1790 en Cuba, podría considerarse como la más cercana a la sensibilidad contemporánea de todas las que se escribieron en la época, incluido Espejo de paciencia, de un sabor popular que llega hasta hoy a pesar de las octavas tradicionales en las que viene expresado. Ambientes, personajes, lenguaje, tema, todo perfectamente conjugado en una estructura simple y en un relato de extrema síntesis, logran expresar los postulados de una concepción de la literatura que no tenía precedentes en Cuba. Desentendido su autor de la influencia francesa, en esos instantes de gran importancia en la formación e integración de los nuevos valores

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estéticos y filosóficos, determinantes para la cultura cubana de los tres decenios subsiguientes (1790-1820), Velásquez retoma las lecciones de los clásicos de la lengua en una dirección al parecer inexplorada hasta entonces en la isla y las integra con sus circunstancias inmediatas. La captación de lo típicamente popular —la génesis y la concepción general de la obra— es la mayor virtud de esas páginas en las que se cuestiona, pretensión que en sí misma es una finalidad totalizadora, la visión del mundo de los sectores dominantes de la sociedad desde los criterios, las vivencias y la filosofía pragmática de los sectores dominados. Dentro de formas tradicionales y bajo la doble influencia de la literatura española y los aportes renovadores del pensamiento francés como elementos predominantes a lo largo de estos siglos, se inicia y se desarrolla la conciencia de lo propio, de enorme importancia en la evolución de las letras hasta 1790. Desde lo aparentemente intrascendente hasta lo que posee significación histórica, la literatura del XVIII creó los inicios de lo que más tarde sería la conciencia de la nacionalidad. La apasionada defensa de los criollos que hace Arrate podría ser considerada, precisamente por ese entusiasmo que la caracteriza, el más elocuente testimonio de la escisión que la práctica social había producido a la altura de 1760 entre criollos y peninsulares. Ahí están los inicios de la actitud reformista de Caballero, Arango y Parreño y Zequeira en

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la última década del siglo, un decenio en el que se produjeron cambios que se habían venido preparando prácticamente desde los años de la conquista. Es lamentable que no hayan llegado hasta hoy todas las obras escritas en Cuba entre 1510 y 1790. La simple existencia de un libro como Noticias de los escritores de la isla de Cuba (c. 1750?), de fray José González Alfonseca, hace pensar, aparte de otras razones que hayan movido a su autor, en la considerable cantidad de ejemplos que habrá podido ofrecer, pues no es sensato considerar que se emprenda la tarea para lograr resultados que no sean convincentes ni justifiquen la labor de compilación. No obstante las pérdidas, numerosas y algunas seguramente de calidad (a la vez que representativas de los distintos géneros), los textos accesibles son el reflejo inequívoco de todo un estilo que el lector actual puede al menos vislumbrar, aunque sea de un modo parcial. Lo esbozado hasta aquí deja entrever un pensamiento fecundo y un cuerpo de inquietudes que dan un sentido trascendente a la vida cotidiana en busca de su propia definición. Esos son siglos integradores en todos los planos; en materia literaria son los decenios de las manifestaciones iniciales de todo un modo de ser y de sentir, distinto en esencia de los elementos que se conjugan en sus raíces. Los mejores testimonios de la literatura en esa época recogen la gestación de la nueva sensibilidad.

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NOTAS

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2

Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: Historia de la isla y catedral de Cuba. Prefacio de Francisco de Paula Coronado. Imp. Cuba Intelectual (Academia de la Historia de Cuba), La Habana, 1929, p. 109. José Antonio Portuondo: «Los comienzos de la literatura cubana (1510-1790)», en su Capítulos de literatura cubana. «José Antonio Portuondo y la literatura cubana», por Salvador Arias. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 40.

3

«Rescates: with special reference to Cuba, 15991610», The Hispanic American Historical Review. Baltimore (EE.UU.), 3 (3): 333-361, August, 1920.

4

«Relación de las escuelas…», en Memorias de la Sociedad Patriótica de La Habana. Año de 1793. Havana, Imprenta de la Capitanía General, 1793, pp. 161-175.

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7

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Este capítulo ha sido elaborado, en lo esencial, con las conclusiones a que llegó su autor, Enrique Saínz, en los libros Silvestre de Balboa y la literatura cubana (Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1982) y La literatura cubana de 1700 a 1790 (Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983), cuyos análisis en torno a múltiples problemáticas del contexto histórico, político, social y económico, y acerca de los autores y obras de la época, fueron reevaluados a la luz de los conocimientos actuales y de los fines de la presente Historia de la literatura cubana.

Silvestre de Balboa: Espejo de paciencia. Edición facsímil y crítica a cargo de Cintio Vitier. Publicación de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1962, p. 45. Es necesario recordar que algunos investigadores han puesto en duda la autenticidad del poema de Balboa y de los sonetos que lo acompañan, pero hasta el momento no hay pruebas conocidas que sustenten ese cuestionamiento. Sobre los diversos pormenores de esa problemática véase Enrique Saínz: Silvestre de Balboa y la literatura cubana, pp. 27-58. Néstor Ponce de León: «Los primeros poetas de Cuba», en Revista Cubana. La Habana, 15: 388, may., 1892.

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8

Julio Le Riverend: «Prólogo», en José Martín Félix de Arrate: Llave del Nuevo Mundo. Prólogo y notas de […]. Introducción de la primera edición. Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1949, p. XI.

9

Jacobo de la Pezuela: Historia de la Isla de Cuba, t. II. Madrid, Carlos Bailly-Baillière, 1868, p. 352.

10

Tomadas de José Antonio Saco: Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la isla de Cuba, ya publicados, ya inéditos, t. II. París, Imp. de D’Aubisson y Kugelmann, 1958, p. 399.

11

Véase César García del Pino: «Introducción», en: Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: La visita eclesiástica. Selección e introducción de César García del Pino. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1985, p. XXXI.

12

Ibíd.

13

Ibíd.

14

Cita tomada de Enrique Saínz: La literatura cubana de 1700 a 1790. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983, p. 227.

15

Julio Le Riverand: «Prólogo» a Llave del Nuevo Mundo […], ob. cit., p. XV.

16

Felipe Poey: «Con José Martín Félix de Arrate, historiador cubano», en El Ateneo. La Habana, 1 (15): 235-236, 1 feb., 1869.

17

Julio Le Riverend: «Carácter y significación de los tres primeros historiadores de Cuba», [Arrate y Urrutia], en Revista Bimestre Cubana. La Habana, 65 (1, 2 y 3): 158-160, ene.-jun., 1950.

18

Ambas citas en Idem, p. 159.

19

Julio Le Riverend: «Prólogo»», ob. cit., p. XV.

20

Julio Le Riverend: ob. cit., p. 160.

21

José Antonio Portuondo: Capítulos de literatura cubana, p. 61.

22

Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana, tomo I. Prólogo de Ángel Augier.

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Editorial Arte y Literatura, La Habana, p. 69. 23

24

Cita tomada de Enrique Saínz: La literatura cubana de 1700 a 1790. Ciudad de La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1983, pp. 174-175.

25

Id., pp. 179-180.

26

José Antonio Portuondo: Capítulos de literatura cubana, p. 67.

27

28

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J. N. Beristain de Souza: Biblioteca hispanoamericana septentrional. 2 tomos, 5 volúmenes, tercera edición. Tomo I, Volumen II. Ediciones Fuente Cultural, México, DF, 1947-?, p. 136.

J.N. Beristain de Souza: Biblioteca hispanoamericana septentrional, t. II, vol. IV, p. 247. Olga Portuondo Zúñiga: «Introducción», en Nicolás Joseph de Ribera. Compilación e introducción de […] Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986, p. 120.

29

José Agustín Caballero: Escritos varios. Editorial de la Universidad de La Habana, 1956, t. L, pp. 53-70.

30

Julio Le Riverend: «Carácter y significación de los tres primeros historiadores de Cuba», p. 163.

31

Idem., p. 168.

32

José Juan Arrom: Estudios de literatura hispanoamericana. Úcar García, La Habana, 1950, pp. 33-70.

33

Idem, p. 70.

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34

Véase Enrique Saínz: La literatura cubana de 1700 a 1790, pp. 72-74.

35

Santiago Pita: El príncipe jardinero y fingido Cloridano. «El príncipe jardinero y su verdadero autor: Santiago Pita». «Estudio preliminar» [de José Juan Arrom]. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, pp. 124, 142, 151, 162, 169 y 180 (las notas 182, 686, 909, 293, 447 y 762 resp.).

36

Octavio Smith: Para una vida de Santiago Pita. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978, p. 117.

37

Rine Leal: La selva oscura. Editorial Arte y Literatura, La Habana, t. I, p. 116.

38

Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana, tomo I, p. 75.

39

«Décimas del año 1762 acerca de la entrega de La Habana a los ingleses hasta su restauración, en que fue Gobernador D. Sebastián Peñalver y el conde de Alvermar (sic)», en Bachiller y Morales, Antonio: Cuba: monografía histórica que comprende desde la pérdida de La Habana hasta la restauración española. Nota preliminar por Emilio Roig de Leuchsenring. «Antonio Bachiller y Morales», por José Martí. Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, La Habana, 1962, p. 203.

40

José Lezama Lima: Antología de la poesía cubana, tomo I. Siglos XVII y XVIII. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965, p. 107.

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SEGUNDA ÉPOCA La literatura cubana en el proceso de formación y cristalización de la conciencia nacional (1790-1898)

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A. CARACTERÍSTICAS DE LA ÉPOCA. RAZONES DE LA PERIODIZACIÓN ADOPTADA PARA EL ESTUDIO DE LA LITERATURA PRODUCIDA EN ESE MOMENTO

El desarrollo de Cuba en su condición de colonia española fue más bien lento y nada pródigo en hechos notables hasta la segunda mitad del siglo XVIII. La toma de La Habana por los ingleses en 1762 resulta ser el catalizador que dinamiza un proceso de crecimiento que venía rumiándose ya desde antes y el nuevo programa político-económico conocido como Despotismo Ilustrado, puesto en práctica por Carlos III en España, acelera los acontecimientos. Se ha dicho que en unos decenios la economía de la Isla avanzó lo que no pudo en siglos y permitió cristalizar a una clase de productores criollos, totalmente diferenciados de los comerciantes españoles, a la vez que incrementaba la entrada en la isla de esclavos africanos y se introducían adelantos técnicos antes no soñados. La isla entera se iba convirtiendo en una gran plantación esclavista dedicada sobre todo al cultivo de la caña de azúcar. Así comienza un dilatado e importantísimo período de la historia cubana, que podemos enmarcar entre 1790 y 1898, dentro del cual ocurrió el apogeo y la crisis del régimen de trabajo esclavo, así como la formación y madurez de la conciencia nacional. Por lo amplio de su desarrollo, al vincular la literatura con los hechos ocurridos durante ese lapso, podemos diferenciar en él tres etapas sucesivas: a) Primera etapa (1790-1820). La literatura en la etapa del proceso de institucionalización literaria (predominio del neoclasicismo);

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b) Segunda etapa (1820-1868). La literatura en la etapa de formación de la conciencia nacional (desarrollo del romanticismo como corriente literaria); c) Tercera etapa (1868-1898). La literatura en la etapa de nuestras guerras por la emancipación del poder español (del romanticismo al inicio del modernismo y el naturalismo como corrientes básicas). Culturalmente el llamado Siglo de las Luces no pareció manifestarse en Cuba hasta la última década del siglo XVIII y por esos años existió un como quemar etapas para alcanzar el desarrollo europeo. En 1790 comienza la publicación del Papel Periódico, fundado a iniciativa del gobernante español Luis de las Casas, y a través de sus páginas encontramos ya testimonio de los cambios que suceden en la isla, avalados por autores como José Agustín Caballero, Tomás Romay, Francisco de Arango y Parreño y Manuel de Zequeira, quien es su redactor oficial a partir de 1803; ya desde 1793, al constituirse la Sociedad Patriótica de la Havana, ésta pasó a ocuparse de la mencionada publicación. La fecha de inicio del Papel Periódico puede tomarse como índice bien visible del despertar de la colonia y su tímida incorporación a los tiempos modernos, ya desde el año anterior marcados en Europa con el estallido de la Revolución Francesa.

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Varios acontecimientos internacionales de entonces repercuten directamente en la isla, como la Revolución Haitiana —consecuencia de la propia Revolución Francesa— acaecida en 1791, la cual permite se eleven en el mercado mundial los precios del azúcar y del café, cosa de la cual se aprovechan los productores cubanos, particularmente en su permitido comercio con los Estados Unidos, ya surgidos como nación independiente desde 1783. En Inglaterra se produce la llamada Revolución Industrial, entre cuyos vuelcos tecnológicos figura la máquina de vapor, la cual, al ser introducida en la industria azucarera cubana desencadenará un proceso económico que modificará el socio-político. La invasión a España por las tropas napoleónicas en 1808 hizo que se crearan en América Juntas de Gobierno en las cuales estaba el germen de la primera independencia hispanoamericana, pero que en Cuba fracasaron debido a las contradicciones que existían entre los comerciantes españoles radicados en la isla y la incipiente burguesía cubana, la cual en realidad no estaba interesada en provocar una lucha que pusiera en peligro sus riquezas y quizás, como en Haití, desatara una insurrección de esclavos negros. En España se instauraron, brevemente, regímenes constitucionales en 1812 y 1820. La segunda de estas fechas marca el inicio de una decisiva etapa en el desarrollo de la isla, pues a partir de ella se dan a conocer, de manera no esporádica, grupos de cubanos —entre los cuales se encontraban Félix Varela y José María Heredia— que ya se inclinaban hacia la solución independentista, alentados por las diversas ideas revolucionarias que agitaban a América y Europa y con conciencia de los graves problemas que sacudían a la isla. Al cesar el régimen constitucional en España en 1823, el gobierno metropolitano inicia una política de «mano dura» en Cuba y se le confieren al Capitán General «facultades omnímodas» que, de hecho, abolían en el país todos los derechos políticos, civiles y humanos. Aunque el sentimiento independentista no dejará de tener brotes y se mantendrá, más o menos subterráneamente, hasta el estallido bélico de 1868, el resto de la segunda etapa del período que nos ocupa estará caracterizada por el

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abolicionismo hasta 1844, fecha del sangriento Proceso de la Escalera, y posteriormente, por el anexionismo y el reformismo, cuyos fracasos dejarán inevitablemente abierta la puerta a la solución armada. Respecto a la esclavitud, hacia la cuarta década del siglo el sector más avanzado de la burguesía cubana había cambiado ligeramente su posición, debido al uso que ya le estaban dando a la máquina de vapor, que apuntaba hacia la sustitución, en un futuro más o menos próximo, de la fuerza de trabajo esclava por otra, asalariada, capaz de dominar la nueva técnica productiva. El censo de población realizado en 1827 había aportado el alarmante dato de que el 56% de la población de la isla era negra o mulata. Todo esto iba enfrentando a ese sector de la burguesía cubana —entre cuyos voceros estaban Domingo del Monte y José Antonio Saco— a los poderosos intereses de los negreros y de los propios gobernantes coloniales, que se enriquecían con el comercio libre de esclavos, ya obstaculizado por Inglaterra, la cual se proponía liberar a los esclavos de sus colonias y exigía que España hiciese lo mismo. Otro cambio en el gobierno metropolitano hacia un régimen constitucional en 1833 empeoró la situación, pues la nueva reina entendió que las libertades constitucionales siempre habían sido aprovechadas por las colonias para independizarse; por lo que dispuso apretar la «mano dura» respecto a los pocos dominios que le quedaban en ese entonces a España. Fruto de ello fue el nombramiento de Miguel Tacón como Capitán General de Cuba y su política impositiva y represiva, que comprendía una rígida censura de prensa y el cerrar las puertas del palacio de gobierno a todos los cubanos, lo cual despertó agrias polémicas, producto de una de las cuales resultó José Antonio Saco expulsado de la isla. La ida de Tacón del mando de la isla no hizo mejorar mucho la situación, pues Inglaterra estaba dispuesta a actuar fuertemente para obligar a España al cese del tráfico de esclavos, para lo cual situó en La Habana al radical David Turnbull, quien logró nuclear alrededor suyo un importante grupo de cubanos abolicionistas antitratistas. Los alzamientos de esclavos me-

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nudeaban cada vez más y Turnbull tuvo que abandonar el país. El descubrimiento de nuevas conspiraciones llevó al gobierno español a iniciar, como escarmiento, una cadena de injustos y sangrientos procesos conocidos por la Escalera —instrumento utilizado para torturar a las víctimas— a consecuencia de los cuales fue fusilado, entre otros, el poeta Plácido. El comercio de Cuba con los Estados Unidos había venido ascendiendo hasta el punto que, hacia mediados de siglo, alcanzaba los quince millones de pesos, contra tres millones el que se realizaba con España. El enriquecimiento y proceso de expansión que llevaba a cabo los Estados Unidos deslumbraron a ciertos cubanos, que veían en la posible anexión de la isla a ese país la obtención de grandes beneficios económicos, que la débil y retrógrada España era ya incapaz de propiciar. Así se crea en 1847 el Club de La Habana, sociedad secreta controlada por la rica burguesía, y entre 1851 y 1852 se producen los desembarcos armados de Narciso López, que terminan por fracasar, entre otras causas por la falta de apoyo popular. En realidad al gobierno estadounidense no le interesaba todavía la anexión de Cuba, que podría llevarlo a un enfrentamiento con la poderosa Inglaterra; por el momento, prefería que la isla vecina se mantuviese bajo el control de la decadente España. Hacia 1860 la revolución tecnológica continuaba su avance en la industria azucarera, la mayor fuente de riquezas del país, aunque esto se producía sobre todo en la región occidental del país, históricamente más desarrollada que la oriental. España arreció en su política fiscal de rapiña, que recayó con el mayor peso sobre los hombros de los productores más atrasados. Entonces volvió a renacer la corriente reformista entre los miembros de la gran burguesía azucarera, a quienes el gobierno español toleró en principio que se organizaran en partido político y tuviesen su propio órgano de propaganda, el periódico El Siglo. Aspiraban al establecimiento del libre cambio y a la abolición gradual y mediante indemnización de la esclavitud, aspectos que en definitiva le fueron negados. En febrero de 1867 se sabía ya en Cuba que España mantendría la esclavitud y que, sin concederse

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el libre cambio, se creaba un impuesto del 10% sobre rentas y utilidades de toda la riqueza de la isla. La burguesía esclavista cubana se enfrentaba a una grave crisis estructural, pues la esclavitud se había convertido en un freno para su desarrollo, mientras que el gobierno metropolitano, afectado también por la crisis, gravitaba cada vez más pesadamente sobre la economía del país, que en realidad dependía en mayor medida del mercado estadounidense que del español. Un nuevo recrudecimiento de las facultades omnímodas agravó la situación. Estos factores hicieron posible que, en 1868, grupos de cubanos, ya fuesen independentistas, abolicionistas o desengañados del reformismo y el anexionismo, se unieran en la obtención de un ideal común: la liberación nacional mediante la lucha armada, con lo cual comienza la tercera etapa del período comprendido entre 1868 y 1898, etapa que incluirá dos heroicos conflictos bélicos separados por un agitado lapso de entreguerras. Dentro del territorio cubano se habían diferenciado tres regiones fundamentales, que se correspondían, aproximadamente, con los tres departamentos militares existentes entonces. La occidental —que llegaba hasta parte de las actuales provincias de Villa Clara y Cienfuegos— poseía la mayor riqueza azucarera del país y, por lo tanto, la mayor concentración de esclavos. Y era también la región en donde existían más tropas españolas acuarteladas y en donde residía buena parte de la población peninsular radicada en la isla. La región central —aproximadamente hasta la actual provincia de Las Tunas— tenía como principal rama económica la ganadería, la cual no necesitaba el empleo masivo de fuerza de trabajo esclavo, lo que hacía que la mayor parte de su población fuese blanca y sólo un 6% de ella de origen peninsular. A diferencia de esta región, en la oriental existía una gran variedad de cultivos, así como resultaba ser la región con mayor cantidad de mulatos y negros libres dedicados a las faenas agrícolas y con el menor número de blancos peninsulares. Sin embargo, Santiago de Cuba y Guantánamo, zonas eminentemente azucareras y cafetaleras, concentraban una alta proporción de esclavos, superior a la de

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mulatos y negros libres, los que a su vez eran numéricamente superiores a los blancos. Los productores de azúcar del centro y el oriente de la isla habían marchado a la zaga de la gran burguesía esclavista occidental y para ellos la necesidad de hallar una salida a la crisis se presentaba de manera mucho más imperiosa y apremiante: su alternativa era la ruina por la competencia o la independencia política que les permitiera llevar a cabo los imprescindibles cambios socio-económicos que necesitaban para sobrevivir como clase. La insurrección estalla en Oriente, acaudillada en sus inicios por ellos, los únicos que entonces podían hacerlo, ya que disfrutaban de una posición social que les permitía arrastrar tras de sí a grandes masas de población humilde. La ausencia de trabajo esclavo entre los camagüeyanos los hizo incorporarse a la lucha con ideas de un carácter más radical en relación con los azucareros orientales, representados los primeros por Ignacio Agramonte y los segundos por Carlos Manuel de Céspedes. Las pugnas ideológicas en las filas insurrectas reflejaban el desarrollo desigual del capitalismo en el país y lastraron a la revolución desde sus comienzos, agravadas por un profundo regionalismo que dividió a las huestes revolucionarias en orientales —subdivididos también en microrregionalismos—, camagüeyanos y villareños. Sin embargo, durante la lucha fueron surgiendo jefes que no eran propietarios de tierras, ni de ingenios ni de esclavos y que al ir asumiendo el mando de la guerra, fueron radicalizándose y ampliando al carácter popular de la contienda. El artesanado, compuesto en su inmensa mayoría por negros y mulatos libres, se sumó a la causa independentista en su vertiente abolicionista más radical, mientras los escasos trabajadores asalariados, al ser mayormente españoles, se mantuvieron al margen del conflicto, al igual que otros sectores en los cuales existía una mayoría blanca que era víctima de prejuicios étnicos, cultivados por la clase dominante, que la mantenía muy dividida. En lo que al campesinado blanco respecta, aunque en muchos casos era de origen español, siguió masivamente el alzamiento, sobre todo en las zonas de Cauto y Camagüey. Del mismo procedía el gran domi-

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nicano Máximo Gómez, quien, quizás por serlo, estaba libre de los regionalismos que entorpecían la visión de conjunto de otros combatientes, y por ello estuvo más consciente que nadie de que si la guerra no se extendía a todo el país se perdía, objetivo militar que logró llevar a la región central, a fuerza de cargas al machete y tea incendiaria. Tras diez años de luchas el desgaste de ambos bandos fue muy visible. Disensiones y vacilaciones internas en los mandos supremos de la revolución, en manos todavía de la burguesía azucarera oriental, provocaron, de hecho, una insubordinación de las tropas de Camagüey, las que abandonaron sus unidades, cosa que aprovechó el astuto capitán general español Arsenio Martínez Campos para hacer llover sobre los campamentos cubanos, especialmente los camagüeyanos, proposiciones de paz. Primero, se acordó un armisticio y por último se firmó el Pacto del Zanjón para terminar la guerra. Según la capitulación, a Cuba se le concederían las mismas condiciones políticas que a Puerto Rico; se declaraba una amplia amnistía que cubriría a los involucrados en los diez años de lucha, y se ratificaba la libertad de los esclavos y asiáticos que militasen en ese momento en las filas rebeldes. España, que debía enviar desde el otro lado del océano soldados a defender una causa injusta, en terreno desconocido y hostil, en un clima que les resultaba mortal, estaba ya al fin de sus posibilidades reales. Esto lo intuyó, en Oriente, el ejército mambí, comandado por el mulato Antonio Maceo e integrado fundamentalmente por los esclavos liberados de las regiones de Guantánamo y Santiago y por blancos, mulatos y negros libres de extracción campesina, para no aceptar la capitulación. En una reunión efectuada en Mangos de Baraguá, el 15 de marzo de 1878, Maceo le expresó al asombrado Capitán General sus exigencias de abolición de la esclavitud e independencia total para Cuba. De esta forma Maceo, representante de los sectores humildes que participaron en la lucha, rechazaba la capitulación del Zanjón, como muestra de intransigencia revolucionaria. Así ascendían a la dirección del movimiento independentista las clases y sectores más explotados y, por tanto,

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más consecuentes en la lucha contra la esclavitud y el coloniaje. Aunque fue imposible mantener la lucha armada durante algún tiempo, la agitación revolucionaria no cesó ya nunca en la isla hasta el final del siglo. El Zanjón fue sólo una tregua para que las fuerzas cubanas reorganizadas bajo una nueva dirección, la de la pequeña burguesía cubana y rural, y con una base popular ampliada por la clase obrera ya constituida, se lanzaran nuevamente al combate por el objetivo no alcanzado entonces, la independencia política, así como por otras demandas socio-económicas emanadas de nuevas fuerzas, de carácter profundamente popular, que dirigirán y librarán la lucha. Este proceso de reorganización de fuerzas fue largo y, necesariamente, tuvo que tomar en cuenta, para su análisis y superación, los errores de las fuerzas revolucionarias durante la gesta de los Diez Años. En él desempeñó un papel destacado, insustituible, José Martí, un joven abogado habanero, iniciado en los trajines conspirativos el propio año de 1878, cuando se organizaba la frustrada intentona revolucionaria que se conoce como Guerra Chiquita. A partir de 1878 el gobierno español concedió a Cuba algunas libertades políticas y modificó el régimen de facultades omnímodas, aunque sin suprimir por completo las prerrogativas extraordinarias y las extralimitaciones de los gobernadores generales. Desde luego, los grandes comerciantes y la burocracia peninsular conservaron un férreo control del aparato colonial y de los mecanismos políticos. La burguesía cubana decidió crear entonces lo que primero llamaría Partido Liberal y, en 1881, Partido Liberal Autonomista. Si antes de 1868 la burguesía occidental fue antirrevolucionaria, a partir de 1878 adquirió un más agresivo matiz contrarrevolucionario, pues consciente de que la dirección de la lucha se le había ido de las manos, optó porque Cuba se quedara unida a España mediante el régimen autonómico, como provincia ultramarina. Por su parte, pocos días después de creado el Partido de la burguesía cubana, surgió el que representaba los intereses de la burocracia y burguesía española en Cuba, el llamado Partido Unión Constitucional o Integrista, que

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propugnaba conservar intacto el statu quo existente, sin que se produjera en él ningún cambio, ni siquiera los muy tibios que propugnaban los autonomistas. Los diez años de lucha habían servido de catalizador al proceso de concentración de la industria azucarera, ya iniciado antes de la contienda como producto inevitable de la competencia capitalista. Como consecuencia del proceso de modernización tecnológica y de la misma competencia, se arruinaron aquellos propietarios con menos recursos financieros para acometer la necesaria sustitución de los equipos y sus propiedades pasaron a manos de unos pocos, los más ricos. La ruina de la burguesía azucarera y ganadera de las regiones oriental y central del país, determinó su desaparición como clase. La mayor parte de sus integrantes tuvieron, a partir de 1878, que arrendar las tierras a comerciantes y prestamistas españoles, quienes se apoderaron de ellas como botín de guerra: de las cenizas de la burguesía nacional cubana surgió una nueva burguesía agraria, esta vez española. Durante este período también desapareció la esclavitud (1886) en la isla y, por tanto, el esclavo como clase social. El incipiente movimiento obrero, que había quedado desarticulado tras la Guerra de los Diez Años, resurgió después de la contienda y comenzó a organizarse en una escala más amplia mediante congresos, sindicatos y periódicos, bajo una orientación anarquista pero siempre a favor de la independencia nacional. Mientras, José Martí, deportado de Cuba, organizaba a las masas trabajadoras en los Estados Unidos y recaudaba fondos para la nueva contienda. Sobre todo a partir de 1892 la actividad revolucionaria de Martí quedó inextricablemente integrada a las masas trabajadoras de la inmigración, las que constituyeron la base social que más contribuyó a que se convirtiera en el jefe político de la insurrección, acatado y respetado por los revolucionarios de todos los orígenes sociales que participarán en la lucha que se reinicia en 1895. En la isla, a la falta de derechos políticos, la discriminación racial, la inseguridad económica de los pequeños arrendatarios rurales, la explotación despiadada de la clase obrera y la perse-

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cución y represión de sus luchas por organizarse para defender sus intereses, venían a sumarse otros elementos que exacerbaban la irritación, el descontento y la rebeldía de las masas cubanas. Con el aumento de las contribuciones per cápita que debían pagar los cubanos —más del doble de las que tributaban los habitantes de la Península—, la escandalosa corrupción administrativa y el terror implantado por la guardia civil entre el campesinado, la situación económica en la isla continuaba deteriorándose y empeoró mucho más cuando en 1894 los Estados Unidos anularon el convenio con España que reducía los derechos de entrada del azúcar cubano, e implantaron una nueva tarifa más elevada. El precio del azúcar bajó como nunca y, a consecuencia de ello, la burguesía azucarera cubana procedió al despido masivo y a la rebaja de los ya ínfimos salarios de sus trabajadores. Las condiciones estaban maduras para el reinicio de la lucha armada. Una vez comenzada, la revolución cobró fuerza incontenible. Y, aunque la muerte en combate de Martí, el 19 de mayo de 1895, resultó un durísimo golpe, ya a principios de 1896 se había llevado a cabo la proeza de la invasión por Maceo y Gómez a toda la isla, que ardía de extremo a extremo en la gran llamarada de la guerra. Las huestes mambisas, comandadas por jefes procedentes de la pequeña burguesía o de capas más modestas de la población, y compuesta por una amplia mayoría de campesinos y trabajadores, de negros y mulatos, gozaba de gran unidad ideológica. En 1895, la revolución acusaba posiciones radicalmente populares y luchaba por una liberación nacional que, una vez obtenida, aspiraba a adoptar formas políticas democráticoburguesas avanzadas. En 1898 España había agotado ya, respecto a Cuba, «el último hombre y la última peseta». Y entonces entró en acción la metrópoli económica. Hacía mucho tiempo que Estados Unidos ambicionaba la posesión de Cuba. Ya la Guerra de los Diez Años había sido aprovechada por la burguesía norteamericana para ir ganando posiciones en la isla. En 1895 se calculaba que las inversiones norteamericanas en Cuba ascendían a unos cincuenta millones de dólares, treinta

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de los cuales correspondían a la industria azucarera y quince a las minas de Oriente. Los grandes capitales yanquis necesitaban colonias para ubicar en ellas sus productos a precios altos, para explotar sus recursos minerales y agrícolas —así como su fuerza de trabajo— a precios bajos, para monopolizar sus bancos y servicios públicos, en fin, para convertirlas en coto privado de sus inversiones de toda índole. Inglaterra, que hasta ahora se había opuesto a los planes norteamericanos sobre Cuba, prácticamente apoyaría ahora el ataque yanqui a España a cambio de la no interferencia de éstos en sus proyectos sobre China y el Cono Sur Americano. El escenario estaba preparado para la primera guerra imperialista de la historia, por un nuevo reparto de un mundo repartido. Desde mediados de 1897 la campaña de la prensa monopolista yanqui creaba internamente las condiciones subjetivas en el pueblo norteamericano para el estallido de la guerra. Vista la cautela de España ante las provocaciones yanquis, los círculos expansionistas de éstos decidieron actuar enérgicamente y crear un incidente de tal gravedad que hiciera inevitable la guerra: éste fue la voladura del acorazado estadounidense «Maine», fondeado en la bahía habanera. En el mes de abril de 1898 el presidente norteamericano dirigía un mensaje al Congreso de esa nación por el cual pedía la concesión de facultades para declararle la guerra a España y el órgano legislativo aprobó, poco después, la Resolución Conjunta, la cual no reconocía personalidad legal a la República en Armas, aunque sí el derecho del pueblo de Cuba a ser libre e independiente, por lo que Estados Unidos se comprometía a entregarle el gobierno de la isla una vez pacificada. Estados Unidos, sin reconocer la existencia legal del ejército mambí, lo utilizó para sus operaciones militares en Oriente. Comandado por Calixto García, garantizó el desembarco yanqui y fue factor decisivo en las batallas del Caney, San Juan y en el cerco de Santiago de Cuba, ciudad a la que ni siquiera se le permitió entrar cuando, una vez arriada la bandera española, se izó en ella la norteamericana. En diciembre de 1898 se firmaba el Tratado de Paz de París entre España y los Estados Uni-

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dos. Tampoco allí estuvo representado el pueblo de Cuba. El 1o de enero de 1899 se iniciaba la intervención militar norteamericana, instrumento de los monopolios y al servicio de sus fines: abrir por completo la isla a las inversiones yanquis; lograr el control de tierras, minas, industrias, bancos, servicios públicos, etc. y, además, acabar de eslabonar el comercio cubano a

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su ya casi único mercado: el estadounidense. El ideario revolucionario, sus objetivos, eran así frustrados por la intervención, con la cual se inicia un nuevo período del desarrollo histórico de la isla, sólo formalmente independiente entonces, pues en realidad había dejado de ser colonia de España para convertirse en neocolonia de los Estados Unidos.

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1. PRIMERA ETAPA: 1790-1820 La literatura en la etapa del proceso de institucionalización literaria (predominio del neoclasicismo)

1.1 VIDA CULTURAL Y PRENSA PERIÓDICA 1.1.1 Características y problemáticas esenciales de la etapa La literatura producida en Cuba durante los años que transcurren entre 1790 y 1820 —etapa que encarna el proceso llamado de institucionalización literaria, en tanto significó, por primera vez en nuestra historia, la posibilidad de la existencia y difusión material de la literatura como un hecho social y cultural significativo— inicia la época de formación de nuestra conciencia nacional. Ya esta característica supone una ruptura con la llamada época de manifestaciones iniciales de la literatura en la colonia. Alrededor de esa ruptura y el inicio de aquel proceso se configurarán todas las problemáticas importantes de esta etapa, marcada por un contradictorio, complejo y dinámico carácter transicional. Como consecuencia de la política del despotismo ilustrado, auspiciada por Carlos III y con-

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tinuada por su sucesor, Carlos IV, primero en España y luego paulatinamente en las colonias hispanoamericanas, se desenvolverá un proceso de dirección y promoción de la cultura por parte del Estado que, junto al propio desarrollo de las colonias, propiciará un cambio cualitativo en el orden económico, político y social dentro del vasto imperio colonial español. En Cuba, este proceso adquiere características muy singulares, puesto que el desarrollo económico de la burguesía esclavista criolla se realizó, no como consecuencia de la política colonial, sino a contrapelo de ésta. El tránsito de una economía de servicios marinero-militar hacia la economía plantadora y productora que se impone en la última década del siglo XVIII tiene lugar como resultado del desarrollo y consolidación de una clase azucarera insular, la cual, como señala Moreno Fraginals, le impone a la metrópoli «su ritmo productor».1 Luego de la

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recuperación de la isla del provisorio pero importantísimo período de dominación inglesa, comenzarán a cuajar distintos cambios sustanciales en su estructura económica y social, estrechamente vinculados al desarrollo de la producción azucarera. Durante los once meses de dominación inglesa, se duplica el número de esclavos, se intensifica el comercio con las Trece Colonias norteamericanas y se hacen más evidentes para la sacarocracia las ventajas de la economía productora y plantadora de las islas azucareras inglesas de las Antillas. Además, a partir de entonces, toda la coyuntura azucarera internacional va a ser favorable a Cuba. Incluso, luego de la independencia de las Trece Colonias, al perder éstas su mercado con las Sugar Islands, se intensificará su relación comercial con Cuba. Este lento pero incontenible desarrollo de la sacarocracia criolla terminará por darle un vuelco a la economía colonial durante la década del noventa, cuando, ya consolidada aquélla en su poder económico, sucede, como consecuencia de la Revolución francesa, la Revolución de Haití (1791), provocando el acceso de la producción azucarera cubana al mercado internacional, por lo que la isla se convierte en el tercer productor de azúcar del mundo. Este fenómeno, típicamente criollo, significará la primera y más importante muestra de independencia, con respecto a España, de la clase insular, expresando un decisivo paso hacia la formación de una incipiente conciencia de nacionalidad. Ahora bien, esta clase necesitará, por su dependencia de la estructura política y del control comercial metropolitanos, de una estrecha colaboración con el gobierno colonial y con los comerciantes peninsulares. La dependencia era mutua, por lo que dentro del marco de la política del despotismo ilustrado del gobernador Luis de las Casas —convertido él mismo en un importante productor azucarero, como también su intendente de Hacienda, José Pablo Valiente— se iniciará una etapa de relativa conciliación ideológica entre la colonia y su metrópoli, que mediará en la índole del ideario reformista criollo, el cual conoce de una limitación esencial, pues los mismos factores que determinaron el desarrollo de la burguesía esclavista, com-

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prometieron también toda posibilidad de radicalización política, ya que al depender de la existencia de la esclavitud para su desarrollo económico, ello impedía no sólo cualquier manifestación radical de independencia política sino que constituía a la postre un freno para su propio desarrollo industrial capitalista y para su conversión en una burguesía nacional independiente. Asimismo el llamado proceso de institucionalización literaria se desenvolvió como resultado directo del auge económico de la nueva clase productora criolla, así como de la estrecha política de colaboración con el gobierno colonial. Dentro del ámbito general del despotismo ilustrado, se crearán el Papel Periódico de la Havana (1790-1805) —auspiciado por el dueño del ingenio La Amistad, Luis de las Casas—, la Real Sociedad Patriótica de la Havana (1793) y el Real Consulado de Agricultura y Comercio, con su anexa Junta de Fomento (1795), todas, instituciones creadas a partir de los intereses económicos de la sacarocracia criolla. No obstante su raíz económica, el Papel Periódico de la Havana tuvo una importante significación para nuestra literatura, pues fue la primera publicación periódica que logró expresar, desde una nueva concepción de la función social de la prensa, una imagen ideológicamente significativa de los intereses de la sociedad colonial cubana. Repárese en que fue a tal punto preponderante la influencia de esos intereses de la sacarocracia criolla en la publicación, que ello motivó las críticas de Manuel de Zequeira, quien en su etapa de director del periódico (1800-1805) intentó encauzar sus contenidos hacia un interés más acentuadamente literario. Sin embargo, el solo hecho de la existencia de la prensa trajo consigo la posibilidad de que la sociedad pudiera reconocerse a través de determinada expresión literaria. Y esa sociedad, sintetizada allí en sus rasgos más esenciales, en sus características y contradicciones singulares, podía entonces comenzar a hacerse consciente de sí misma. La ascendencia del ideario de la burguesía esclavista criolla en los contenidos de la publicación redundó sin dudas en la homogeneidad temática y en la efectividad social de la publicación.

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PRIMERA ETAPA:

El reformismo económico característico de esta etapa encontrará en el pensamiento de Francisco de Arango y Parreño su expresión más significativa. La problemática económica de la sacarocracia, con una transparente conciencia capitalista, halla en su Discurso sobre la agricultura en la Havana y medios de fomentarla (1792) su fundamentación teórica. Se debe precisar que el desarrollo de la burguesía azucarera fue un fenómeno esencialmente habanero, por las condiciones favorables que presentó esta provincia para la producción azucarera. Su ideario puede resumirse así: reformismo con esclavitud, como expresión de la demanda fundamental de la sacarocracia: la necesidad del mantenimiento e incremento de la esclavitud y por consiguiente de la trata libre de esclavos. Ya desde el período de dominación inglesa la explotación de la mano de obra esclava comenzó a conocer una intensificación que contrasta con la concepción patriarcal de la esclavitud que primaba con anterioridad dentro de una economía de servicios marinero-militar, y que había llevado a los ingleses a reconocer la esclavitud en Cuba como «la más humana de todas las Antillas». 2 Ese recrudecimiento de la esclavitud, vinculado al boom azucarero posterior a la ruina de la economía haitiana, implicó el enriquecimiento vertiginoso de la sacarocracia y una singular proyección burguesa: la ostentación de la riqueza, del lujo desmedido de la nueva clase, que motivó también una intensa obtención de títulos nobiliarios, que dio lugar a la reafirmación burguesa de Arango, a los reparos de Zequeira y al eco de esta problemática en un artículo de José Agustín Caballero, aparecido en el Papel Periódico de la Havana. Directamente vinculada con la problemática de la esclavitud y de la producción azucarera criolla, se intensifica —con un evidente matiz político— la contradicción entre los productores criollos y los comerciantes peninsulares. Moreno Fraginals recuerda en El ingenio que, como advertía Carlos Marx, «en la colonia el comercio domina a la industria»; 3 por otra parte existió siempre la tendencia a «que el desarrollo de las colonias dentro de cualquier línea de producción sea inferior al de la metrópoli y depen-

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da de ella». 4 La afirmación del poder económico de la sacarocracia, logrado a contrapelo de la política económica peninsular, constituyó otra razón para la formación de una clase criolla de características propias con respecto al poder colonial y comercial metropolitanos. Esta nueva clase sufrió siempre la contradicción derivada de su producción de mercancías a través de la mano de obra esclava para un mercado capitalista. Ya desde antes del inicio de la guerra de independencia de las Trece Colonias norteamericanas, los criollos comerciaban su producción con estas colonias inglesas, y prácticamente toda su demanda posterior para la legalización de su libertad de comercio tuvo como objetivo, logrado en 1793, el comercio libre con la nueva nación. De ahí que las constantes contradicciones entre los comerciantes españoles y los productores criollos indiquen otra de las problemáticas fundamentales de la etapa. Derivación singular de la contradicción general entre la metrópoli y la colonia fue la existente entre los esclavistas criollos y sus esclavos, de la que fueron ejemplos las conspiraciones abolicionistas de 1795 y 1812, así como numerosas sublevaciones locales de esclavos, acaso estimuladas por la Revolución de Haití, la cual constituyó un obsesivo motivo de preocupación y a la postre un importante freno ideológico para la radicalización política de los reformistas criollos. Dentro de este ámbito ideológico el reformismo permite en su seno la existencia de dos tendencias contradictorias aunque no antagónicas. Por un lado la representativa de la oligarquía azucarera, que tiene su expresión más pragmática y descarnada en el pensamiento de Arango, y por otro la asumida por José Agustín Caballero, quien, sin atacar el fundamento clasista de la esclavitud, se pronuncia por el mejoramiento de las condiciones de vida del esclavo como expresión de ciertos principios éticos, filosóficos y religiosos que sirven para matizar al materialismo pragmático de la burguesía esclavista criolla. Manuel de Zequeira, el escritor más importante de esta etapa, se hará eco en su poesía de esta problemática. El liberalismo económico fue complementado por el liberalismo político, el cual no consti-

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tuyó, dentro de la etapa reformista, sinónimo de independentismo. Por un lado existía la tendencia de los liberales españoles, los cuales tomaron como modelo la constitución francesa de 1791, según Carlos Marx la más avanzada de la época, y, por otro, la monarquía parlamentaria inglesa, menos radical y donde se establecía un compromiso entre la aristocracia y la burguesía. Dentro de la contradicción política característica de la etapa, entre el absolutismo borbónico y el constitucionalismo liberal, se expresaba otra de las demandas fundamentales del reformismo en Cuba: la participación de los criollos en la dirección del gobierno, tan necesaria para la defensa de sus intereses locales, y que se expresó a través de las distintas variantes de autonomismo político presentadas por los criollos a la metrópoli. Caballero propone, por ejemplo, como opción frente al absolutismo, el liberalismo político inglés. Esta problemática se vincula muy estrechamente con la posición conservadora y conciliatoria en el plano político del reformismo criollo, el cual, por imperativos económicos ya comentados, no derivó hacia el separatismo, por lo que a partir de 1808, cuando sucede la invasión napoleónica a España, se desarrolla en Cuba un intenso movimiento político de defensa de la corona española y, posteriormente, cuando comienza la revolución independentista hispanoamericana, Cuba se mantiene fiel a la dominación metropolitana. La conspiración independentista de 1810, encabezada por Ramón de la Luz, no expresó pues la tendencia dominante de esta etapa. Como parte esencial del ideario reformista se desarrolló, fundamentalmente a través del Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, la importante tendencia hacia la reforma de la enseñanza, la cual significó en el terreno filosófico la justificación teórica de los intereses materiales de la sacarocracia criolla. La necesidad, por parte de esta clase, de una nueva mentalidad científica, que estimulara el conocimiento y la aplicación de las ciencias experimentales, la validación de la razón y de la experiencia práctica por sobre la autoridad histórica, inmutable, de los dogmas religiosos y su ya decadente expresión ideológica: el escolasticismo,

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constituyó el centro de la reforma educacional y filosófica iniciada por José Agustín Caballero, estimulada por el obispo Juan José Díaz de Espada y Landa y continuada y profundizada por Félix Varela. Varias generaciones de criollos fueron formados bajo la influencia del pensamiento filosófico, ético, político y religioso de las modernas corrientes de pensamiento del iluminismo inglés y francés. En sentido general, el liberalismo económico y político, el nuevo humanismo educacional, la incorporación de un eclecticismo filosófico de acentuado carácter racionalista y sensualista, el antiescolasticismo, la introducción de las ciencias experimentales, caracterizaron al movimiento ideológico del reformismo de la etapa. Toda esta problemática, de significativa repercusión cultural, caracteriza el proceso de transición de una conciencia de sí hacia una conciencia para sí. Como índice significativo de este paulatino tránsito deben valorarse las llamadas denominaciones étnico-culturales presentes en el movimiento ideológico e incluso en la literatura de esta etapa. El español era el pirenaico y más comúnmente el peninsular, mientras que el cubano era el español de ultramar, el indiano, el insulano, pero sobre todo el hijo de la tierra, el criollo. Paralelamente, el negro era también denominado como criollo, o como africano o de nación, según su lugar de nacimiento; la raza etiope era también una denominación común, u otras que atendían a su concreta procedencia africana; así como las más conocidas de pardo, mulato, negro, según su mezcla racial. A veces denominaciones más singulares servían para calificar a algunos sectores sociales: «uñas sucias» fueron llamados los comerciantes españoles; «petimetres», acaso, los jóvenes criollos acomodados. El propio Arango llega a comentar: «Ya me parece que veo dirigida contra mí la muy vaga imputación de habanero y hacendado.»5 Moreno Fraginals señala que: «El lenguaje de la época, reflejando exactamente los hechos, llama agricultores a los azucareros.» 6 Es curioso que el término «sacarocracia» sea utilizado por primera vez por Arango como una forma específica de nombrar a la burguesía azucarera criolla. El mismo concepto de patria será utilizado indistintamente

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PRIMERA ETAPA:

para referirse a España y a la isla. A veces la pertenencia regional se confundía con la nacional: se reconocían como habaneros y hablaban de La Habana, el suelo o el pueblo habano, en sustitución de Cuba. No obstante, aún en esta etapa estas distintas denominaciones no implicaban una radical diferenciación política y nacional, si bien ya existía una clara conciencia de origen y de destino clasista diferentes entre criollos, esclavos y peninsulares. Finalmente, como una característica propia de la etapa, se debe reparar en el concepto de lo literario que funcionaba entonces. Es indudable que por la inexistencia de algunos géneros literarios como la novela y el cuento, y la pobreza del teatro, la proporción expresiva, la voluntad estilística, la cualidad literaria de la prosa se desarrolle en géneros no considerados con posterioridad como literarios; el periodismo, la oratoria, la prosa histórica y, en general, todas las manifestaciones de la llamada prosa reflexiva: filosófica, política, religiosa, científica, económica y social; a propósito de esta última manifestación, lo literario se expresa predominantemente en la llamada crítica de costumbres. Incluso, con respecto a la crítica literaria, José Antonio Portuondo reconoce que ésta no «distingue entre lo propiamente literario y lo social. Es tanto crítica de las costumbres como literaria.»7 Esta indiferenciación genérica no está motivada sólo por las peculiaridades de nuestro incipiente movimiento literario sino que, en cierto sentido, es una característica de una época de predominio del neoclasicismo. No es casual que el siglo XVIII español sea reconocido como un período eminentemente crítico donde se acentúa la función instrumental, marcadamente social, de la literatura. Acaso sea el ensayo su género más representativo, más creador, en un siglo presidido por la Ilustración y el iluminismo. Incluso una zona considerable de la poesía se torna prosaica y en general toda la poesía neoclásica estará traspasada de una intención social, didáctica, moralizante, incluso política. Se tiende hacia una prosa didascálica, donde debe primar el valor comunicativo y donde el rigor lógico y la claridad conceptual son sostenidos como requisitos de calidad literaria, pues el efec-

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to estético de la prosa se amista con su efectividad social. Es significativo que la propia poesía frecuente la sátira y que, como es apreciable en Cuba, se haga portadora de la crítica de costumbres. Atendiendo a estas singularidades se debe valorar la literatura de esta etapa con una adecuada perspectiva histórica, pues a menudo ha sido juzgada demasiado peyorativamente por la historiografía literaria, sin atender a la evolución del gusto estético y sin reparar en la extensión del concepto de lo literario, por donde podían ser reconocidas como literarias funciones y características que no fueron apreciadas así con posterioridad. La literatura cubana de esta etapa expresará el predominio de la norma neoclásica como formación estilística preponderante, pero la dotará, por el dinamismo de su proceso histórico, de un contenido ideológico mucho más progresivo que el presente en la literatura neoclásica española de aquel tiempo, acaso porque se hará consciente, por primera vez, del proceso de formación de nuestra nacionalidad. 1.1.2 La prensa periódica Aunque el Papel Periódico de la Havana no fue la primera publicación periódica en Cuba, sí constituyó la muestra inaugural de un periodismo socialmente significativo y, sobre todo, fue el primer periódico que reflejó el contradictorio pero dinámico proceso de formación de una conciencia nacional. Fundado por Luis de las Casas, gobernador colonial muy comprometido económicamente con la sacarocracia criolla, su primer número aparece el 24 de octubre de 1790. En su editorial, acaso redactado por el propio gobernador, se deja leer como colofón: «Prefiere el amor de nuestra Patria a nuestro reposo: Havana tú eres nuestro ático: esto te escribimos no por sobra de ocio, mas por exceso de patriotismo.» El periódico reflejará entonces las primeras manifestaciones del reformismo criollo a través de la expresión de lo que constituía entonces la afirmación más palpable de autoctonía: un desarrollo económico independiente, por lo que ilus-

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trará en sus contenidos fundamentales esta problemática y, sin desdeñar su interés comercial para los peninsulares, escarnará la proyección ideológica de los intereses económicos de la burguesía esclavista criolla. No es casual que sus principales redactores pertenezcan a esa clase o respondan a sus intereses: Diego de la Barrera, Tomás Romay, José Agustín Caballero, Nicolás Calvo, Antonio Robredo, Manuel de Zequeira, José Arango y Francisco de Arango y Parreño, entre otros. Una «Carta dirigida al Impresor», publicada en el número ocho de 1790, es reveladora al respecto; se dice allí: «Nos ha hablado Vm. de Azúcar, de Café, de Algodón, de Comercio de Negro, todo es mui útil, mui bueno, pero acuérdese Vm., que no todos sus subscritores son Hacendados, o Comerciantes.» Y a partir de 1793, cuando el periódico pasa a ser dirigido y administrado por la Real Sociedad Patriótica de la Havana, dominada prácticamente por la sacarocracia, se reforzará esta ascendencia criolla sobre la publicación. De acuerdo con este carácter, el Papel Periódico… tendrá una significación y un alcance definidamente económico, predominando siempre una tendencia práctica y utilitaria. En este sentido será un transparente reflejo de una clase criolla que empezó a expresarse y reconocerse socialmente en una literatura puesta en función de sus propios intereses. Se debe precisar que el periódico, aunque desde su primer editorial anuncia que publicará «algunos retazos de literatura», no tendrá nunca una proyección esencialmente literaria, pues, por un lado, entonces se le llamaba literatura a cualquier texto impreso y, por otro, padecerá de un intenso sincretismo genérico. No sólo algunos de los contenidos de mucha poesía publicada en sus páginas constituirán el reflejo inmediato o mediato del ideario del reformismo criollo, sino que la crítica a veces confundirá su sentido entre lo literario, lo costumbrista o lo social. Aparte de los artículos y noticias de interés económico y comercial, el periódico tampoco acogerá una proyección política expresa. Más bien su ideario se abrirá hacia un ámbito social y filosófico, a través de sus críticas al escolasticismo, de su promoción de las nuevas corrien-

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tes del pensamiento moderno, de su estímulo a la enseñanza de las ciencias experimentales y, muy significativamente, de su impulso a la crítica social y costumbrista, todos ellos, contenidos que apoyaban de una u otra manera la proyección ideológica de la burguesía esclavista criolla dentro del marco del reformismo. Lo literario se manifiesta a veces en la prosa costumbrista, destacándose el artículo de Manuel de Zequeira, «El Relox de la Havana», el cual se considera la primera prosa poética de nuestra literatura.8 En general, comenzó a desarrollarse entonces una literatura de costumbres, no circunscrita al artículo, pues alcanzó también a conformar los contenidos de la poesía y las primeras muestras de un teatro vernáculo. Críticas al juego, al lujo, al ocio, a la obtención de títulos nobiliarios, al estado deplorable de la ciudad, al maltrato excesivo de los esclavos, a los espectáculos teatrales, entre otras, dan la tónica de las primeras muestras de nuestra literatura costumbrista, matizada a veces por polémicas de acendrado carácter personal y por cierta poesía satírica, a través de las cuales pueden vislumbrarse algunos valores de una idiosincrasia criolla así como ejemplos de una clara diferenciación entre el componente criollo y el peninsular. Asimismo, a través de las noticias sobre la vida teatral, puede configurarse una idea bastante aproximada de la literatura dramática que se representaba por entonces en La Habana. Y a partir de la publicación de ciertas relaciones anecdóticas la crítica ha tratado de entrever el inicio embrionario de nuestra narrativa posterior, 9 amén de su desenvolvimiento relativo dentro de la prosa costumbrista. Mención aparte merece la poesía por ser uno de los géneros más frecuentados y hasta cierto punto desarrollados. La poesía, que fue descrita como una verdadera «manía de versar», ha sido deslindada en dos grupos: la didáctica y la lírica. En el primero predomina una poesía de índole costumbrista y satírica, escrita en un estilo prosaico. En el segundo se destaca una tendencia hacia una poesía bucólica, horaciana, muy dentro de la tradición neoclásica de la «soledad» y el beatus ille. Esta poesía, como conjunto, por

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PRIMERA ETAPA:

encima de algunos ejemplos significativos, no rebasa un valor epigonal, retórico, convencional. Incluso, debido al carácter anónimo de muchas de estas composiciones líricas, se duda entre su origen peninsular o criollo; en todo caso contrastan con algunos textos publicados por Manuel de Zequeira y, presumiblemente, por Manuel Justo Rubalcava, sí exponentes del reflejo poético de una incipiente conciencia de nacionalidad. Continuadores del Papel Periódico de la Havana fueron El Aviso. Papel Periódico de la Havana (1805-1808), El Aviso de la Havana. Papel Periódico Literario económico (1809-1810) y El Diario de la Habana (1810-1812). Entre 1800 y 1801 vio la luz El Regañón de la Havana, dirigido por Buenaventura Pascual Ferrer, marcado por su carácter crítico y polémico. En 1804 Manuel de Zequeira fundó El Criticón de la Havana, muy importante por sus numerosos artículos de crítica social y de costumbres.10 El llamado primer período de libertad de imprenta (1811-1814) es la consecuencia de la invasión napoleónica a España en 1808. A partir de este momento comienza un período decisivo para el destino de las colonias españolas con el inicio de la Revolución de independencia hispanoamericana en 1810. Predominará entonces en las publicaciones la referencia política, la cual se acentuará a partir de 1812 cuando las Cortes españolas instauran la Constitución. De este tiempo datan también las distintas variantes del reformismo político criollo a través del proyecto de gobierno autonómico redactado por José Agustín Caballero y otras propuestas similares presentadas por Francisco de Arango y Parreño. El Real Decreto sobre libertad de imprenta de noviembre de 1810, fue hecho efectivo en Cuba por el gobernador Someruelos en febrero de 1811; de ahí que desde ese mismo momento comenzaran a proliferar las publicaciones periódicas. Ya en esta fecha aparecen por lo menos ocho nuevas publicaciones, 11 entre las que se destacan El Patriota Americano y Correo de las Damas. El Patriota Americano (1811-1812) era redactado por Simón Bergaño y Villegas, José del Castillo y Nicolás Ruiz, pero contó con la cola-

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boración de Francisco de Arango y Parreño y su primo José Arango. Considerado por Bachiller y Morales como «el mejor periódico de su especie publicado hasta entonces en La Habana», 12 se preocupó por ofrecer noticias, datos estadísticos y estudios sobre Cuba y su historia —incluso le sirvió como una fuente importante de información al historiador criollo Antonio José Valdés—, en materias que abarcaron la economía, la moral, las leyes, la política, el comercio y la filosofía. Este periódico encarnó el ideario liberal del reformismo criollo, abogando por la monarquía constitucional y por el status provincial para Cuba como expresión del autonomismo. También criticó los excesos de la libertad de imprenta por un lado, y, por otro, se cuestionó los verdaderos límites de esa relativa libertad dentro de una sociedad colonial. Uno de sus redactores, el guatemalteco Simón Bergaño y Villegas, fundó además el Diario Cívico (1812-1814), El Esquife (1813-1814) y el Correo de las Damas (1811) —este último junto a José Joaquín García—, primera publicación cubana dedicada a la mujer. Bergaño, quien fue acusado por el obispo Espada y Landa de atentar contra la moral pública, se ocupó en el Diario Cívico del Contrato social de Rousseau. En el tono de la etapa escribió un largo y prosaico poema con el título de El desengañado; o sea, Despedida de la Corte y elogio de la vida del campo, el cual publicó en La Habana en 1814, el mismo año en que fue desterrado a España. A partir de 1812 aumentaron notablemente las publicaciones. Además de las ya mencionadas, se destaca, por ejemplo, el Filarmónico Mensual de la Habana o Cartilla para Aprender con Facilidad el Arte de la Música (1812), primer periódico especializado en música que existió en Cuba. El Filósofo Verdadero (1813-1814), redactado por Laureano Almeida o Lorenzo de Alló, fue un periódico conservador opuesto a cualquier manifestación de política liberal, donde se criticó desde una perspectiva católica el Contrato social; también publicó crítica de costumbres y poesías satírico-políticas. Es significativo que El centinela de la Habana (1812-1814) publicara fuertes críticas a la traducción que realizara el historiador Antonio José Valdés —fun-

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dador del periódico La Cena (1812-1814)— del Contrato Social. Entre otros muchos, en La Habana circularon también El Reparón (18121813), fundado por el cura español Tomás Gutiérrez de Piñeres, quien fue el baluarte de la reacción peninsular contra el reformismo criollo; y El Frayle (1812), el cual defendió las instituciones monacales contra El Patriota Americano. En Santiago de Cuba, además de El Eco Cubense y El Canastillo, aparecieron, entre otros, Ramillete de Cuba (1813) y Actas Capitulares de Cuba (1813), fundados por Manuel María Pérez y Ramírez. En Puerto Príncipe, circuló el Espejo de Puerto Príncipe (1813), y en Matanzas, El Patriota (1813). La libertad de imprenta fue abolida en 1814 al concluir el período constitucional. En sentido general pueden vislumbrarse en los contenidos de estos periódicos las contradicciones entre los comerciantes peninsulares y los productores criollos, las cuales se intensificarán en el segundo período de libertad de imprenta (1820-1823). En este primer período predominará la polémica política y social, aunque expresada las más de las veces a través del ataque personal. Es de notar que, paralelamente a la libertad de imprenta, se creó una junta interina de censura, donde participó, entre otros, el presbítero José Agustín Caballero. Las muestras de literatura, la crítica literaria y teatral, no rebasan los límites de la retórica y la preceptiva neoclásicas. Sí se observa un énfasis notable en la poesía política, así como se continúa la publicación de artículos costumbristas, según la tradición iniciada en el Papel Periódico de la Havana. Este período se considera como el fundador de nuestro periodismo político. 1.1.3 La crítica y el artículo en las publicaciones periódicas La crítica de costumbres, los artículos de divulgación científica y económica, los textos de interés político y social, ilustran la parte más recurrente y significativa de las publicaciones periódicas de la etapa, donde no fueron frecuentes los textos de relevante interés literario. La

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presencia y el carácter de la crítica y el artículo literarios en la prensa son exponentes de los límites intrínsecos de una crítica de acentuado carácter preceptivo, eco de la tradición normativa de la crítica literaria del siglo XVIII español, la cual puso un excesivo énfasis en valoraciones gramaticales del estilo y en toda una serie de rigurosos principios retóricos. Esta tendencia crítica se agrava en nuestro contexto colonial, donde se hace evidente la limitación propia de una crítica que desenvuelve su discurso sobre la base de la existencia de una literatura digamos inaugural —como fenómeno social y cultural significativo— e inaugural ella misma por simétrica razón. Esa interdependencia arroja una imagen bastante fiel a muchas características y problemáticas del quehacer literario de la etapa. Por ejemplo, se padece de una apreciable indistinción genérica y se confunde la crítica literaria con la histórica y la filosófica, como se evidencia en la «Crítica del teatro de Urrutia» y en «Carta de un amigo sobre las tareas literarias» de José Agustín Caballero. Sin embargo, en este último texto sí se detecta, en contraposición con el normativismo predominante, una tendencia hacia la libertad del pensamiento frente a los conceptos de autoridad e imitación, porque, como advierte Caballero, «es vano atentado poner prisiones a un entendimiento tal cual sea». En el mismo artículo hace alusión a la necesaria objetividad de la crítica, así como a la utilidad de su función social, contraponiendo estos dos objetivos con las tentaciones de la vanidad y amor propios, los alardes de ingenio, la poca hondura del pensamiento y la tendencia hacia la exterioridad formal, describiendo indirectamente la tónica del proceder crítico y de la literatura de la etapa. De ahí que censure el rebajamiento de una crítica que tiene «por objeto [afirma] más bien envenenar que corregir», donde alude a esa crítica excesivamente personal y, en última instancia, negadora, característica de aquellos años donde predominó tanta polémica estéril y seudoliteraria. La perspectiva general de Caballero se pronuncia por «un buen medio», «un justo equilibrio de la libertad filosófica», «un escepticismo moderado», orientada siempre ha-

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cia «el anhelo de encontrar la verdad». Caballero, no obstante asumir esta postura, válida en su generalidad, no puede rebasar un racionalismo demasiado apegado a consideraciones gramaticales y composicionales, donde, en juicios no exentos de humor e ironía y con una expresión desenfadada, explaya su pensamiento crítico. Precisamente a éstos y otros textos se refiere Cintio Vitier cuando alude a los «atisbos de crítica literaria» 13 aparecidos en el Papel Periódico de la Havana. Por ejemplo, la lectura de un artículo titulado «Observaciones sobre la imitación del estilo», refleja la imagen del deber ser literario según la norma neoclásica. Independientemente de la calidad intrínseca de la obra literaria, se hace énfasis en la valoración de lo que no debe ser la expresión literaria, es decir se critican por ejemplo las supervivencias culteranas, y se confunde la retórica, la prolongación epigonal en que derivó la estética barroca, con sus exponentes más perdurables; se llega incluso a sobrevalorar la calidad de ciertos escritores neoclásicos por encima de la de creadores de la significación de Fray Luis de León, Francisco de Quevedo, Santa Teresa de Jesús, entre otros. No mejor suerte padece Lope de Vega en una crítica sobre El príncipe jardinero y fingido Cloridano, cuando es enjuiciado como el «primer corruptor»14 del teatro español. La «estrechez moralizante» 15 y normativa de la primera crítica teatral aparecida en el Papel Periódico de la Havana sobre la obra de Santiago Pita, contrasta con los valores críticos, orientadores e historiográficos de numerosos comentarios de Buenaventura Pascual Ferrer, quien, no obstante esta faceta positiva de su crítica teatral, es el ejemplo más representativo de una crítica negadora, dogmática y caprichosamente personal, que desconoció los valores del mayor escritor de la etapa, Manuel de Zequeira, a quien acosó desde las páginas de El Regañón de la Havana, motivando en parte el retraimiento público de Zequeira y un desgarrador escepticismo que lo llevó a afirmar en un verso: «No en criticar consiste la cultura.» Un ejemplo que contrasta con la actitud de Ferrer lo ofrece Manuel María Pérez y Ramírez, cuando en desmesurado elogio hace una crítica poética de la «Ba-

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talla naval de Cortés en la laguna» de Zequeira. En este mismo sentido se debe destacar que Zequeira utilizó la poesía como medio para la sátira contra la enorme cantidad de publicaciones habaneras, pero, sobre todo, para expresar tanto su crítica contra el rebajamiento de los valores éticos y culturales imperantes en su contexto, como su amargura provocada presumiblemente por los ataques de El Regañón de la Havana. Dentro de este ambiente normativo, se destaca la independencia de pensamiento de Caballero cuando se expresa, por ejemplo, contra la mecánica imitación de los modelos, juicio también presente en el artículo «Reflexiones sobre la manía de versar», donde ya se ponen de manifiesto las contradicciones entre el preceptivismo neoclásico y cierto dinamismo del reformismo criollo, el cual inaugura de hecho una primera postura crítica de cierta coherencia y originalidad dentro de nuestro proceso literario. 1.1.4 El movimiento teatral a través de la prensa. Covarrubias Hasta 1775 ó 1776, cuando se funda en La Habana el teatro Coliseo, la vida teatral se reducía a las fiestas del Corpus Christi, a los espectáculos «negros» del Día de Reyes y a la representación de algunas comedias y sainetes españoles. La historia de los orígenes de nuestro movimiento teatral transita, según Rine Leal,16 de los escenarios improvisados en casas particulares, de varios locales provisionales, hasta la constitución de teatros estables, como fueron el Coliseo desde 1776 hasta 1788, y finalmente el Teatro Principal a partir de 1803, donde se destaca la labor de Andrés Prieto como animador teatral y formador del primer grupo dramático profesional en los primeros años del siglo XIX. Análoga labor realizará Santiago Cándamo en Santiago de Cuba, Puerto Príncipe y Trinidad, a partir de 1813, y Manuel Pérez en Sancti Spiritus y Santa Clara en 1820. En Matanzas no comienza la vida teatral estable hasta alrededor de 1816. Mucha importancia para los inicios de nuestro teatro tuvo la llegada a La Habana, en 1794, del

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Teatro Mecánico, el cual influyó en la gran importancia que tuvo a partir de entonces la escenografía. 17 Con respecto a las primeras manifestaciones de una dramaturgia nacional —además de El príncipe jardinero y fingido Cloridano, representada varias veces en esta etapa—, muy pocos son los títulos de obras ofrecidas a través de la prensa 18 y, por si fuera poco, sólo se han conservado dos textos, El perlático fingido (1799) —probablemente de autor español— y El matrimonio casual, del criollo Francisco Filomeno (17781835), editada en Madrid en 1802 y luego en La Habana en 1829. Pero ambas obras no poseen valores relevantes en ningún orden. Según la prensa de la etapa, entre las obras de teatro representadas en La Habana a partir de 1790 por compañías españolas fundamentalmen-

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te, se destacan las comedias, dramas y sainetes de Ramón de la Cruz, Francisco de Rojas Zorrilla, Agustín de Moreto, Juan Crisóstomo Vélez de Guevara, José Cañizares, entre otros, además de obras clásicas de Lope de Vega y Calderón de la Barca. 19 La figura más relevante de esta etapa es la de Francisco Covarrubias (1775-1850). Mucho más importante como actor que como dramaturgo, Covarrubias compuso numerosos sainetes, seguramente al estilo de Ramón de la Cruz, aunque ya con temas cubanos. Sus títulos —pues todas sus obras nos son desconocidas— han hecho pensar en los inicios de nuestro teatro costumbrista. 20 En una de las décimas que recitaba antes de sus representaciones teatrales, él mismo se calificó así para la posteridad: Si del teatro nacional /soy fundador en La Habana.

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1.2 LA POESÍA CUBANA DESDE 1790 HASTA 1820

1.2.1 El neoclasicismo. Relaciones y diferencias con el neoclasicismo en España e Hispanoamérica El neoclasicismo español, que adquiere su plenitud con el desarrollo de la política del despotismo ilustrado de Carlos III, se extenderá durante casi todo el siglo XVIII y las tres primeras décadas del siglo XIX. La crítica ha establecido tres períodos para apreciar su desenvolvimiento: aquel donde todavía se manifiestan las supervivencias del barroco, el de su plenitud literaria en la segunda mitad del XVIII, y aquel donde comienzan a mostrarse tendencias prerrománticas. Es muy significativo que el movimiento neoclásico hispanoamericano aparezca con cierto retraso, precisamente cuando ya en el español empezaban a distinguirse características que anunciaban al romanticismo, cuando ya lo que había constituido una reacción revolucionaria contra la retórica barroca, luego de su etapa de consolidación literaria, se había convertido en mera prolongación epigonal. Es decir, si la política del despotismo ilustrado en España contribuyó en su momento al desarrollo de una cultura nacional, esa misma política, aunque en un momento histórico posterior, coadyuvó a estimular el desenvolvimiento cultural de Hispanoamérica, sólo que entonces ese proceso, en nuestras tierras, conoció de una intensidad temporal desconocida en la metrópoli. Aunque con muchos antecedentes —en la

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prosa histórica, por ejemplo, y en la poesía escrita en latín por los jesuitas—, el neoclasicismo hispanoamericano se desenvuelve, aproximadamente, entre 1790-1830. Y este movimiento, que no se redujo a sus manifestaciones poéticas y teatrales, sino que encarnó en un amplio campo de renovación cultural que alcanzó a la reforma de la educación, la apropiación de nuevas corrientes de pensamiento filosófico y científico, el desarrollo de un nuevo pensamiento económico, la creación de instituciones culturales, la aparición de la prensa, se produjo precisamente cuando sobrevino la crisis política en España durante el reinado de Carlos IV. Este desfasaje histórico entre la metrópoli y sus colonias es muy importante para comprender las peculiaridades del neoclasicismo en nuestra América, pues aunque con un fondo común de ideología iluminista e ilustración en ambas realidades, en Hispanoamérica la propia política del despotismo ilustrado sirvió para acelerar la afirmación de una clase criolla que, ya consolidada en su poder económico, se lanzó, simultáneamente con la guerra de independencia española en contra de Napoleón, a la conquista de su independencia política. La poesía neoclásica hispanoamericana se desarrolla empero como una prolongación de la española. A la par de la influencia del teatro, la poesía neoclásica española encarnó a los modelos literarios 21 directos que, junto a una común formación clasicista y latina, determinó el apren-

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dizaje poético de los poetas hispanoamericanos. No obstante esta comunidad literaria, las diferencias y peculiaridades históricas aludidas determinaron también ciertas características distintivas del neoclasicismo en Hispanoamérica. Uno de los grandes temas del neoclasicismo, la naturaleza arcádica, vista a través de una poesía eglógica, bucólica, pastoril, adquiere en nuestra América una operante significación política, y cuando menos sirve para expresar la paulatina toma de conciencia por parte del hispanoamericano de su diferente realidad natural. Es decir, lo que en la poesía española terminó por asumir sólo una importancia estrictamente literaria, en nuestra realidad colonial adquirió una plenitud de significados que desbordaron el mero ejercicio retórico, o en todo caso puede afirmarse que los mismos motivos literarios podían acoger lecturas y significados muy diferentes. Ya incluso desde la poesía descriptiva de nuestra naturaleza, escrita por los jesuitas mexicanos, y particularmente por el guatemalteco de formación mexicana, Rafael Landívar, la naturaleza americana había irrumpido con su peculiar personalidad en los versos escritos en latín de su Rusticatio Mexicana (1781), donde nuestros elementos naturales conocen de una recreación mucho más concreta y matizada que en las silvas bellistas. Asimismo, la poesía del argentino Manuel José Labarden, del colombiano Luis Vargas Tejada, del mexicano José Manuel Martínez de Navarrete, de los cubanos Manuel de Zequeira y Manuel Justo Rubalcava, entre otros muchos ejemplos, ilustran esta línea temática del neoclasicismo hispanoamericano, la cual encontrará una importante continuidad en el romanticismo. Por otro lado, el ejercicio, por parte de los poetas hispanoamericanos, de una poesía patriótica en defensa de España, sirvió de inmediato antecedente a la expresión poética de nuestro pensamiento de la independencia en elocuentes y prosaicos poemas neoclásicos. Las consignas de la libertad y el progreso, verdaderos lemas de la Ilustración, y la noción del invasor, el tirano, la patria, tan frecuentes en la poesía patriótica española e hispanoamericana, vistos ya como conceptos abstractos, ya como referidos a la

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guerra de independencia española, coadyuvaron a que, a partir del inicio, en 1810, de la Revolución de independencia hispanoamericana, estos conceptos pudieran adecuarse rápidamente al ideario independentista. Por ejemplo, José María Heredia publica en Cuba, en 1820, su poema «España libre» y otros poemas patrióticos en defensa de España, pero en cierto sentido ¿no fue ese mismo ejercicio literario el que propició que, pocos años después y ocurrida su vertiginosa radicalización política —y en este caso también literaria—, Heredia creara, apenas sin transición, su poesía civil de ideario separatista? La poesía juvenil de Andrés Bello, en Caracas, muestra una evolución ideológica similar, pues si entonces hace el elogio de Carlos IV y su ministro Godoy, del capitán general Manuel de Guevara Vasconcelos y escribe su soneto «A la victoria de Bailén», ello no le impide asumir a partir de 1810, también vertiginosamente, el ideario independentista y expresarlo en su poesía. Lo mismo ocurre con el cantor de Junín y Bolívar, José Joaquín Olmedo, con el colombiano José Fernández Madrid, entre otros muchos ejemplos.22 Sólo que los estilos no cambian tan fácil y rápidamente, por lo que, como reconoce Pedro Henríquez Ureña, los poetas hispanoamericanos cantaron «en odas clásicas la romántica aventura de nuestra independencia».23 Repárese en que acaso la problemática estética más controvertida de este tiempo la constituyó la aparente contradicción entre el dominio de una expresión y estética neoclásicas, y la necesidad de expresar de una manera nueva, creadora, nuestra realidad insurgente. De ahí que la crítica haya establecido la contradicción entre la forma neoclásica y el contenido romántico. Independientemente de la realidad de esta problemática, lo cierto es que nuestro neoclasicismo fue capaz de expresar un contenido revolucionario, y sirvió, de hecho, de soporte estético a la expresión de nuestro pensamiento de la independencia. Aunque en algunos poetas hispanoamericanos aquella rápida evolución ideológica se explica por los vertiginosos acontecimientos políticos que propiciaron el inicio de la guerra de independencia contra España, no es menos cier-

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to que estos poetas, en los mismos años que escribían sus poemas en defensa de España o a favor de determinados beneficios emanados de la ilustrada política metropolitana, debieron ir conformando, concientemente frente a muchas cuestiones, y de una manera no conciente en otras, un ideario anticolonial, evolución muy relacionada con una progresiva toma de conciencia nacional. Ese tránsito es el que expresa el paso del reformismo al separatismo. Los poetas neoclásicos cubanos tuvieron en su contra, digámoslo así, la peculiar actitud reformista de los hacendados criollos, los cuales, por razones conocidas, sólo alentaron una política de reformas, y no fueron partidarios del separatismo. Ésta es la razón por la cual tanto Heredia como Félix Varela encarnan en nuestra circunstancia dos dramáticas excepciones. Pero en un sentido más general es importante constatar cómo la propia guerra de independencia española sirvió como estímulo para la guerra de independencia hispanoamericana, y cómo la propia poesía patriótica española —y la concurrente patriótica a favor de España escrita en nuestra América— funcionó como innegable antecedente ideológico y literario de la poesía independentista hispanoamericana. Había, insistimos, un fondo común de ideología iluminista donde se formaron tanto los patriotas españoles como los hispanoamericanos; había una política común de despotismo ilustrado que coadyuvó, tanto en la metrópoli como en sus colonias, a desarrollar un ideario y una cultura nacional.24 De ahí que se haya afirmado que España creó y desarrolló en su seno a su propia negación, pues amén de aquellas comunidades, existía la contradicción clasista fundamental entre la metrópoli y sus colonias. El desarrollo de esa contradicción, diferente en Cuba a la mayoría de las colonias hispanoamericanas, ayuda a explicar las diferencias entre el neoclasicismo y aun el romanticismo cubanos, y el neoclasicismo y romanticismo hispanoamericanos, independientemente de sus semejanzas y relaciones. Hemos notado que las diferencias entre el neoclasicismo español y el hispanoamericano descansan más en factores ideológicos que en

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factores estrictamente literarios. No es casual que, dada la rápida intensificación de nuestra literatura neoclásica, el romanticismo aparezca casi simultáneamente en España e Hispanoamérica, e incluso con características comunes en cuanto a la persistencia de la estética neoclásica junto al nuevo credo romántico. En realidad no acaeció una radical ruptura sino que hubo una lenta transición. En Cuba, a pesar de la excepcionalidad de Heredia, ello se acentuó más, acaso por lo efímero de su movimiento separatista y por la prolongación dominante del reformismo y del status colonial. Como es conocido, todavía en la década del treinta predominaba el normativismo neoclásico de un Domingo del Monte, el cual coadyuvó a atenuar la expresión romántica. Incluso el propio Heredia, reconocido por una zona de la crítica como el primer escritor romántico en lengua castellana, no pudo en realidad liberarse de su formación clasicista, la cual pervive siempre en su poesía, para no hablar de su teatro puramente neoclásico. Lo mismo sucede con la obra poética de Andrés Bello, uno de los poetas hispanoamericanos más importantes de la primera mitad del siglo XIX, junto a Heredia y el argentino Juan Cruz Varela, entre otros. El neoclasicismo, en cierto sentido fruto literario de la Ilustración y el clasicismo franceses, no fue un movimiento propicio a la expresión poética. Acaso frente a la plenitud de los Siglos de Oro, y como reacción contra los amaneramientos y excesos culteranos de sus postrimerías, la nueva estética se ciñó a un rigor lógico y formal demasiado apegado a una severa normativa que ofrecía un margen muy exiguo para la coexistencia en su seno de diferentes líneas poéticas. Desde los cánones estéticos de Boileau y las preceptivas italianas, hasta la Poética de Ignacio de Luzán, hay una coherente continuidad de un pensamiento normativo, racionalista, que preconizaba la imitación de insuperables modelos como expresión de un pensamiento causalista, donde la diosa Razón dejaba poco campo a la improvisación, remitiendo siempre al creador a ciertas normas inmutables que fueron tomadas como exponentes del buen gusto, la corrección, la claridad comuni-

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cativa, y hasta de un pretendido equilibrio armónico con la Naturaleza. Por otro lado, el racionalismo estimuló la aparición de una poesía didascálica y prosaísta; y en general la preeminencia de la proporción lógica y conceptual en la imagen artística estimuló la prosificación de la poesía, así como el mecanicismo lógico de los tropos retóricos. Concurrentemente, la ideología iluminista de la Revolución francesa, en su repercusión literaria, ayudó a acentuar la función social de la literatura, de ahí que la poesía didáctica y moralizante por un lado, y por otro la poesía política, tuvieran tanta importancia y presencia en la poesía neoclásica. Asimismo el espíritu crítico, experimental, analítico, pragmático, de las nuevas corrientes de pensamiento, acentuó también la función social de la literatura, y la poesía transitó así por los apólogos, fábulas edificantes, sátiras y crítica de costumbres y de la vida social en general. El gusto neoclásico optaba por la función instrumental de la literatura en detrimento, a veces, de su valor imaginal, de su poeticidad. No obstante estas limitaciones, el neoclasicismo fue, con respecto a la decadencia retórica del barroco, un movimiento progresivo, y su porción positiva, sus ganancias literarias, entre las cuales sobresale acaso su lección permanente de rigor lógico y formal —en cierto sentido desatendida por mucha poesía romántica—, no fue, salvo en poetas excepcionales como Andrés Bello, dialécticamente aprehendida por el primer romanticismo hispanoamericano, el cual se debatió entre los convencionalismos neoclásicos y la búsqueda de una nueva expresión, no ilustrando otra cosa que un período literario de acusado carácter tradicional. El neoclasicismo poético hispanoamericano, en sus figuras cimeras tan apreciable literariamente y a veces más que el español, no pudo conformar una poesía de valores poéticos permanentes; se desarrolló en un período de formación de una conciencia nacional, en las condiciones precarias de una cultura colonial, y padeció incluso de la turbulencia de la Revolución de independencia. Sin embargo, tuvo la importancia histórica de expresar ese mismo proceso de tránsito de la colonia a la indepen-

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dencia, de ser portador por primera vez de un pensamiento anticolonial, y de inaugurar los primeros acercamientos, literariamente significativos, del hispanoamericano con su realidad. Tiene indudablemente el prestigio y el interés de lo genésico, y de iniciar el lento y difícil proceso de formación de nuestra literatura hispanoamericana. 1.2.2 La obra literaria de Manuel de Zequeira Como ha reconocido la crítica, la obra literaria de Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), junto a la de Manuel Justo Rubalcava y Manuel María Pérez y Ramírez, significa para la poesía cubana el paso de la versificación a la poesía, de la poesía asumida como improvisación, mero ejercicio retórico o motivo ocasional subordinado a otros fines extrapoéticos, a la poesía asumida ya con una conciencia definida de su función estética, como destino personal incluso y, sobre todo, con la intención de dotarla de un sentido acentuadamente social, muy vinculado con la realidad colonial en Cuba de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Incluso al comparar la poesía de Zequeira con la de algunos de los poetas españoles que le habían precedido, o con la de los que le eran contemporáneos, así como con la poesía de otros poetas hispanoamericanos, aquélla no desmerece en calidad, y si por un lado acoge una evidente comunidad estilística y temática con la poesía neoclásica predominante, y participa tanto de sus logros más sobresalientes como de sus vicios retóricos más comunes, por otro lado logra expresarse a veces con verdadera originalidad, superando a sus modelos peninsulares y a sus pariguales hispanoamericanos. Su obra literaria, especialmente su poesía neoclásica, sin desdeñar los valores de su prosa costumbrista, no sólo inaugura en Cuba la manifestación de esa corriente literaria, sino que constituye a su vez su expresión más significativa. Si bien el neoclasicismo en Cuba e Hispanoamérica resulta una manifestación posterior al inicio y desarrollo del neoclasicismo español,

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se desenvolverá no obstante con una mayor intensidad temporal, y sus contenidos expresarán, más allá de los convencionalismos y de la retórica de la poesía española, el dinamismo del ideario reformista de una clase productora y de una intelectualidad de origen criollo que necesitaban expresarse y reconocerse socialmente en la literatura. No es casual entonces que Zequeira encarne también al primer escritor que, en Cuba, «escribió sistemáticamente con una conciencia de su misión intelectual y del carácter social de la literatura», 25 como ha observado Enrique Saínz. Las influencias predominantes en su obra son las del iluminismo y racionalismo francés, conocidos ya en sus fuentes originales o a través de su asimilación por el despotismo ilustrado español; las de la cultura española, tanto las de los clásicos de los Siglos de Oro —se conoce que Zequeira realizó imitaciones de Góngora y Quevedo en la década del ochenta— como sobre todo las del neoclasicismo español, a la postre decisivo en su formación literaria, junto a su formación de ascendencia latina, particularmente de Horacio y Virgilio. La crítica ha demostrado, por ejemplo, la importancia que la poética de Luzán tuvo en la configuración de su pensamiento poético. 26 Pero Zequeira también expresará de algún modo una actitud cultural y un ideario ético muy relacionado con las características ideológicas de una clase criolla muy siglo XVIII, muy apegada a una tradición patriarcal, de severa formación religiosa, con una concepción ética y una proyección económica con muchos remanentes feudales y precapitalistas; una clase criolla de orgullosa procedencia aristocrática, en fin, aquélla que basó su afirmación económica en la explotación de la tierra —tabaco, frutos menores, azúcar para consumo interno— y en la ganadería y tala de bosques, en función de una economía de servicios marinero-militar, en sentido general muy dependiente y por ello mismo muy compenetrada ideológicamente con la corona española. Esta clase criolla es precisamente la que es desplazada desde finales del XVIII por la economía productora plantadora, que propició el desarrollo de una poderosa clase criolla emer-

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gente, la oligarquía azucarera, la burguesía esclavista. De ahí las contradicciones detectables en el ideario de Zequeira, quien expresa, en muchos momentos, esa transición, y se hace portavoz de un reformismo muy matizado por aquellos factores conservadores. Hasta cierto punto Zequeira se hará eco de una proyección ideológica muy similar a la de Arrate, donde la afirmación de lo autóctono no revela aún una conciencia y un afán de independencia, sino una actitud movida por cierta conciencia de marginalidad con respecto a la metrópoli, y el deseo de ser reconocidos como verdaderos «españoles de ultramar», todavía moviéndose dentro del ámbito ideológico de la monarquía española. Zequeira, sin embargo, al participar de otro momento histórico, expresará también en su pensamiento —aunque en muchas ocasiones de una manera controvertida— su pertenencia al reformismo criollo característico de la etapa 1790-1820. Zequeira, efectivamente, no pudo superar nunca los límites que se derivaron de su formación, fue esencialmente ajeno a toda definida manifestación de prerromanticismo, y su ideario estuvo exento de cualquier radicalismo político, si bien por las razones antes atendidas y por otras que se traerán a colación, fue el escritor cubano más complejo, más contradictorio, pero por ello mismo más significativo, de esta etapa. Sin embargo, estas características, en última instancia, no son privativas de Zequeira, porque de alguna manera emanan de su estrecha identidad con la peculiar realidad colonial de Cuba, tan diferente en su desenvolvimiento histórico al resto de Hispanoamérica. Zequeira fue, incluso, el exponente singular de una actitud paradigmática en el terreno político, pues como militar combatió primero contra los franceses en Santo Domingo, defendiendo la corona española, y posteriormente contra los independentistas neogranadinos, y si bien es cierto que su vida pública y literaria se vio interrumpida, a consecuencia de su demencia —también poética—, a partir de 1821, y son hipotéticas sus posibles manifestaciones posteriores, al haber arribado en sus últimos años lúcidos a un crítico y desencantado escepticismo con su circunstancia, su obra funciona como un importan-

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tísimo testimonio de época, en el plano ideológico y literario, de las preocupaciones, límites y contradicciones históricas del reformismo criollo de la etapa. Precisamente dentro del espíritu reformista, ilustrador, crítico, racionalista y pragmático, característico del ideario de la burguesía esclavista criolla, espíritu que encarnó, como fue el deseo explícito de Arango, una ruptura con la época precedente, desarrollará Zequeira —menos proclive a una radical ruptura, más inclinado a una conservadora conciliación, por estar más apegado a una determinada tradición ética y cultural— su producción poética y su importantísima labor como publicista y redactor de artículos de crítica social y de costumbres, a través de los cuales, y a menudo con una prosa de apreciable valor literario, insistió en la función social de la literatura con una conciencia muy lúcida del valor de la comunicación, de la existencia de un público y del papel de la literatura como formadora de un gusto literario, puesta en función de un deber ser social, ético, dentro de sus intenciones didácticas y moralizantes, y, correlativamente, de la función de la prensa con respecto a la existencia de un gusto literario determinado. Si como aprecia Saínz, «el sentido educador de la poesía es quizás la más alta lección que recibió Zequeira de la cultura precedente», 27 ese «sentido educador» fue extendido por Zequeira a su labor como publicista y creador de numerosos artículos de crítica de costumbres como ejemplo de una literatura puesta en función de un ideario reformista de objetivos morales y sociales muy definidos. No sólo fue Zequeira el poeta más publicado en Cuba entonces, sino que fue el primer «director», desde 1800 hasta 1805, del Papel Periódico de la Havana. Durante ese tiempo el periódico acogió por primera vez una acentuada intención literaria, en la que insistió con posterioridad cuando fundó El Criticón de la Havana. Tanto en su etapa de director del Papel Periódico… como en El Criticón… —al parecer redactado íntegramente por él—, Zequeira, además de la publicación de sus poemas y de otras colaboraciones en diferentes periódicos, redactará una apreciable cantidad de artículos de crítica

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de costumbres, orientación muy importante que pretende para la literatura una función como reformadora social. En los mencionados periódicos aparecen sus artículos sobre las modas, contra el lujo, el juego, los charlatanes políticos, sobre las reuniones sociales, los velorios, el estado deplorable de la ciudad y los hospitales, el teatro y, en general, sobre la vida cotidiana en La Habana, dejando páginas definitivas para la captación literaria de nuestras costumbres, e inaugurando la prosa poética en nuestra literatura con su ya mencionado artículo «El relox de la Havana». Estos artículos los complementa Zequeira con la publicación de diversos poemas muy relacionados en sus contenidos con las intenciones de aquellos; son sus poemas satíricos, moralizantes y de crítica costumbrista, como es el caso de sus «Décimas con motivo de cierta reunión de sujetos de buen humor…», donde parece burlarse de la charlatanería política imperante, estrenando su característica «ironía» o lo que se ha dado en llamar su «burla criolla», como expresiones también de una «cubanía» inconsciente, de la que es también ejemplo su poema «Octavas joco-serias», donde irrumpe una visión inmediata, antisolemne de la vida, y donde desmitifica la historia y el prestigio de la tradición cultural, amparándose en los juegos de palabras, en asociaciones insólitas y en la ilación ilógica del discurso poético, anticipando esa tradición cubana del «disparate» cultivada después, por ejemplo, por Francisco Pobeda y por Samuel Feijóo, o por ese humor escéptico de un José Zacarías Tallet. Estos poemas, acaso por cierta intemporalidad que le es inherente al humor y a la ironía, y por estar escritos con una soltura mayor que otros más ambiciosos desde el punto de vista ideológico, pueden ser leídos aún con facilidad y regocijo. Con un sentido directamente relacionado con algunos temas de su crítica de costumbres escribe su soneto «El petimetre» y su controvertido poema «Siparizo», el cual provocó una intrascendente polémica con el poeta habanero Miguel González, pero que, a propósito de su crítica al joven criollo acomodado de la época, ha provocado interesantes juicios de Fina García

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Marruz, 28 en relación con la captación intuitiva de lo cubano. Estos poemas son también un ejemplo de su crítica a la exageración del valor de las apariencias, en contraposición con una ética más severa, defensora de valores permanentes. En este sentido son importantes sus artículos contra el lujo excesivo, o la falsa riqueza, pues para Zequeira, defensor de una austeridad patriarcal muy siglo XVIII, resultaba negativa la ostentación exterior que en todos los planos hacía de su riqueza el «nuevo rico» criollo, es decir la nueva clase de los productores azucareros, y porque, además de estar imbuido de un prurito clasista de igual índole, se resistía a que se pudieran confundir los signos exteriores de la verdadera aristocracia con la imitación de dichos signos por una emergente clase adinerada, donde se hace eco de una problemática típica de estos años. Pero donde este disentimiento de Zequeira con diversas manifestaciones de la ideología de la burguesía esclavista criolla se va a hacer más radical y transparente será en su poema «El gusto del día». Allí, desde la defensa de ciertos valores éticos y culturales, en gran medida universales, se opone al espíritu pragmático y materialista de la oligarquía azucarera y por primera y única vez va a descender a la raíz clasista del problema cuando critica la obtención de riqueza a través de hostigar en el trabajo / la humanidad cautiva, en referencia explícita a la esclavitud, o cuando concluye que: Nada hay, por más que sobre en sus despensas abundantemente, para alivio del pobre; ni escuchan el lamento de la viuda doliente ni al desnudo socorren ni al hambriento. El poema, en realidad un fragmento de un texto mayor, concluye invocando de Apolo algún conjuro / para tantos sectarios de Epicuro / y tan pocos discípulos de Horacio. Preguntémonos: ¿podía ser grata a los intereses materiales de la sacarocracia la política periodística de Zequeira?, ¿podían ser leídos sin sobresaltos sus referencias a «la humanidad cautiva», su defensa del

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«pobre», sus críticas contra el «lujo», la falsa «caridad» cristiana, la ausencia de ciertos valores éticos y culturales, el pragmatismo burgués, e incluso sus críticas contra el estado paupérrimo de la ciudad y de los hospitales, la frivolidad de las reuniones sociales, la charlatanería política, así como sus insistentes burlas de los «petimetres»? En esta problemática encontramos sin duda los valores más perdurables de la crítica de costumbres y aspectos de la vida social de la colonia, presentes tanto en su prosa como en su poesía. Aquí encontramos, además, un núcleo ideológico revelador de la máxima radicalidad a la que pudo arribar Zequeira como cronista de su tiempo dentro de los límites clasistas del ideario reformista predominante. Su vinculación, digamos, afirmativa, con aquel ideario, se expresa, aunque siempre desde una perspectiva muy general y matizada ella misma por las peculiaridades ideológicas de su pensamiento, en un conjunto de poemas donde, a través de las mediaciones literarias que imponía la estética neoclásica, desarrolla el tema o motivo de la naturaleza. Nos referimos a su égloga «Albano y Galatea», considerada como una de sus realizaciones poéticas más logradas; sus sáficos «A la piña», acaso su poema más conocido; «A la brisa», de importante captación de un motivo poético que posteriormente aparecerá en nuestra poesía como símbolo de lo cubano; su égloga «El solitario»; sus cuatro «Anacreónticas»; y su recreación del beatus ille «A la vida del campo». Esta poesía bucólica, pastoril, constituye quizás el ejemplo más característico de la asunción por parte de Zequeira de la estética neoclásica en el orden poético. Esa naturaleza convencional, prestigiada por una tradición de estirpe clásica, latina, donde predominará una captación de la naturaleza hecha ya retórica literaria, una naturaleza abstracta que sustituye a su recreación poética viva, particular, y vista a través de la mirada de la imaginería y mitología neoclásicas. Sin embargo, dentro de esta tradición literaria, presente tanto en la poesía española clásico-renacentista como en la poesía neoclásica española e hispanoamericana, Zequeira alcanzará una plenitud formal difícil de superar entre sus contemporáneos, pero, sobre todo,

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dotará a estos poemas de un contenido ideológico más dinámico, más original que el presente en sus modelos peninsulares; contenido que, muy ligado además a ciertas vicisitudes personales, adquiere una autenticidad muy alejada del mero ejercicio retórico. Sobre su oda «A la piña» la crítica ha dicho ya lo fundamental: importancia de elevar a categoría estética una fruta insular, la sensualidad en la recreación de la naturaleza, «lo indiano, primera forma de lo criollo», 29 etc. Pero ya en su égloga «Albano y Galatea», introduce una perspectiva moralizante, ausente en la tradición eglógica neoclásica. Es, sin embargo, en su poema «A la vida del campo», en su égloga «El solitario», y sus «Anacreónticas», de menores aciertos literarios que los dos poemas comentados, donde Zequeira introduce alusiones muy significativas a su vida pública —las insistentes críticas a que fue sometida su obra poética— y personal, en tanto la «retirada» al campo significa también una solución individual del poeta como expresión de su desencanto ante el predominante espíritu materialista de su tiempo y la consiguiente ausencia de respeto ante los valores espirituales —éticos y culturales— de que es defensor Zequeira. En estos poemas está presente una contradicción entre la sociedad y el individuo que con posterioridad se hará leitmotiv romántico. Además, vuelven a ilustrar su controvertida y personal valoración del reformismo criollo, así como demuestran la importancia inusual que le concedió Zequeira a su trascendencia como poeta. No obstante, desde aquella perspectiva general a la que nos referíamos inicialmente, estos poemas se pueden valorar también como ejemplos mediatos de la importancia que comenzó a otorgar a nuestra naturaleza, aunque ya vista como una naturaleza económica, el pragmatismo reformista de los fisiócratas criollos, los cuales representaron, independientemente del pensamiento más conservador y conciliador de Zequeira, la tendencia más progresiva, desde un punto de vista histórico, de la burguesía criolla en esta etapa. También, desde otro punto de vista, a propósito de una paulatina aproximación a nuestra realidad natural, es muy atendible el siguiente comentario de Saínz, cuan-

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do expresa que «no hay por qué pensar que esos dones naturales no sean los de la naturaleza insular, no sean ya el reflejo de una sensibilidad insular». 30 Como complemento significativo de estos poemas y con relación a las preocupaciones sobre la trascendencia de su obra, deben leerse los poemas «A mis críticos», «A la injusticia», «Introducción» y «El barquero». Zequeira llega incluso a sentirse desarraigado, como poeta, de su «patria», cuando confiesa en su «Introducción»: Mas hoy las tristes musas /en vez de alcanzar premios, / se esconden fugitivas / por no sufrir desprecios, / No es madre, que es madrastra / la patria, y con acerbos / golpes procura a veces / perseguir los talentos… Obsesionado con esta idea termina Zequeira por asumir compensatoriamente una solución individual, en el fondo transida de desencanto; de ahí sus recurrentes confesiones: Para mí solo, sin testigos canto, en «El solitario»; nadie nos oye, sufre, soy poeta, en «El barquero»; Yo por burlar mis desventuras canto, en «El motivo de mis versos». Algún aire prerromántico sopla en estas actitudes. No obstante su neoclasicismo es entrañable: en su poema «A la injusticia», esa concepción individual, escéptica, pesimista, pero auténtica, del inagotable Zequeira, alcanza incluso a configurarse como una fatalidad de resonancia universal: Al tribunal de la injusticia un día, / El mérito llegó desconsolado, donde, como en un fresco grato a los motivos plásticos de la Ilustración y en un escenario de típica ornamentación neoclásica, aparecen personajes alegóricos, conceptos humanizados. El final del poema es significativo, pues la diosa de la injusticia, al despedir al mérito, «Por razón de sus doblones», se amista con otro dios, concepto, personaje: el «poder». Toda esta doliente preocupación parece encontrar su ideal remanso compensatorio en su propia poesía, cuando el «desengañado Anfriso», de su égloga «El solitario», se retira al campo, donde con una estoica serenidad puede enfrentarse a una tormenta de una manera que no deja de anticipar a Heredia, y exclamar: ¡Oh que hermoso y brillante / es el breve relámpago a mis ojos! Dejemos pues a nuestro Anfriso cuando Solo en la tempestad sin alterarse, / el reflujo admiraba / de

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la luz que el relámpago cejaba. No había existido hasta entonces en nuestra literatura semejante interiorización poética del destino humano como consecuencia de una asunción dramática de la vida social. En este sentido, Zequeira, anuncia ya las plenitudes poéticas heredianas. Esta faceta de su obra lírica ha sido caracterizada por Saínz como su «poesía de la meditación», 31 donde el poeta desenvuelve una ética trascendente, y aborda temas de valor universal. Dice el crítico que «en estos poemas de la meditación y el desengaño encontramos a un Zequeira universal y a su vez hijo de una circunstancia determinada, con la cual no se sintió identificado en sus últimos años creadores». 32 Acaso sus poemas «A la vida», de logrado tono quevediano, y «La ilusión», constituyen sus dos textos de más calidad en esta dirección. Aunque indudablemente su poema más extraño y a la vez más profundamente sugeridor en este sentido halle su mejor ejemplo en «La ronda», sobre el cual tanto Fina García Marruz como José Lezama Lima 33 han dicho lo fundamental en la apreciación de sus valores. Sin duda ese poema casi «surrealista» sirve para corroborar la importancia que le confirió Zequeira a la poesía, la cual es asumida aquí con una complejidad de matices desconocida hasta entonces en nuestra literatura. Quien en su poema «A la piña» hiciera resonar en elocuente verso a «La pompa de mi patria»; quien en su poema «España libre» describiera en un símil a nuestros cañaverales, en típica identidad ideológica con los hacendados criollos; y quien lloró en sus «Jeroglíficos», junto a la «infeliz Havana», la muerte de Las Casas, el ilustrado capitán general, fue capaz en su prosaico poema «A la nave de vapor», de escribir estos versos de imprevisible resonancia herediana: Su mente ardía / por registrar los piélagos profundos / y ver las playas de la patria mía. Ya hemos mencionado su anticipación de un motivo poético de nuestra tradición lírica posterior en su poema «A la brisa», y Fina García Marruz ha señalado, en su extensa exégesis del poema épico «Batalla naval de Cortés en la laguna», algunos atisbos de lo que ella ha llamado la «creciente americanización de Zequeira», 34 presente

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en cierta «simpatía» de la que no está exenta la caracterización poética de los indios mexicanos. En general ha sido muy controvertida la valoración de cierta «cubanía» en la obra de Zequeira, la cual parece avenirse mejor con un intuitivo o inconsciente sentimiento de lo «insular», pero no es menos cierto que en la poesía de Zequeira pueden encontrarse los gérmenes de algunas formas de significar «lo cubano» en la literatura posterior. Precisamente los límites inherentes a su formación, momento histórico, características peculiares de Cuba con relación al proceso independentista hispanoamericano, las propias contradicciones insolubles de la burguesía esclavista criolla que impusieron rígidos límites a su radicalización política, el espíritu conservador y conciliador del reformismo de Zequeira, amén de las mediaciones literarias de la estética neoclásica, representaron factores muy difíciles de rebasar para el contradictorio Zequeira, quien fue calificado por Marcelino Menéndez y Pelayo, siempre tan susceptible para toda muestra de independentismo político, como «español hasta los tuétanos»,35 acaso en exagerada pero atendible afirmación. Pero es indudable que, como precisa Saínz, Zequeira escribió numerosos poemas que ejemplifican una «españolidad radical».36 Su propio poema «Batalla naval de Cortés en la laguna» muestra un significativo contraste con uno de los motivos del romanticismo hispanoamericano: el indigenismo. En este poema, independientemente de aquella «creciente americanización», vislumbrada por García Marruz, Zequeira asume la perspectiva ideológica del conquistador. Pero es sobre todo en sus poemas patrióticos españoles, «Primer sitio de Zaragoza», «Exclamación poética con motivo de la prisión de Fernando Séptimo por Napoleón», «A Daoíz y Velarde sobre el Dos de Mayo en Madrid», «Ataque a Yacsí» y «España libre», donde Zequeira demuestra su filiación política con la metrópoli y su ostensible oposición a cualquier manifestación de separatismo, ideario que habría significado incluso una quiebra en su equilibrada concepción del mundo. Aunque Zequeira se desencantó, en las postrimerías de su vida lúcida, de su destino militar, aunque escribió sus poemas «Contra la gue-

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rra» y «A la paz», pues en definitiva siempre consideró a la guerra como una manifestación de caos ético, cultural y político, y alcanzó a autorretratarse en «La ronda» como Yo aquel súbdito obediente / que en grado superlativo,/ soy militar a lo vivo / y esqueleto a lo viviente, no hay dudas de que la radicalidad del ideario político de Zequeira se detiene en el mismo punto a partir del cual inicia Heredia, en 1820, su vertiginosa evolución política. Como es conocido, ese mismo año publicó Heredia su «España libre» y otros poemas «patrióticos» en defensa de España. Lo que significó la poesía patriótica de Zequeira para la tradición literaria de nuestra poesía civil fue paradójicamente la práctica de un ejercicio literario en el que ensayaron muchos poetas hispanoamericanos sus futuros cantos a la independencia americana siguiendo incluso a los modelos peninsulares, es decir, a la propia poesía patriótica española. En este sentido esa ruptura ideológica se realiza sobre una continuidad literaria, estilística, muy importante. Pero, no obstante estos juicios, el siempre contradictorio Zequeira puede soportar también la siguiente caracterización de Fina García Marruz, cuando ve a este extraño Manuel de Zequeira, vestido a lo español y ceñido de laurel índico invisible, el primero de su raza que sintió el estremecimiento de lo insular rodeando su dura coraza de militarazo con toda la barba […] que no supo defenderse él mismo del influjo sutil de las divinidades de la Isla ni resolver, sin quedar vencido, la batalla entre lo visible español y lo oculto americano. 37 1.2.3 Otros poetas. Manuel Justo Rubalcava. Manuel Pérez y Ramírez. Ignacio Valdés Machuca La obra poética de Manuel Justo Rubalcava (1769-1805), frente a los bruscos contrastes, la amplitud temática y las preocupaciones trascendentes de Zequeira, resuena como un necesario tono menor que enriquece la diversidad poética

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de nuestra literatura. Una lectura atenta de su poesía produce enseguida cierta impresión de monotonía en su sencillez, como una sostenida y suave melodía, lo cual sin embargo le confiere a su estilo una uniformidad más armoniosa, más fácilmente reconocible. Su poesía acoge un mayor lirismo, es más espontánea su inspiración, la cual parece emanar más de los impulsos del sentimiento que de la razón; sus poemas no suelen apartarse de sus vivencias inmediatas, pues hay en ellos como una vivencia del sentimiento, y una experiencia trasvasada en sus versos que permanece siempre confundida con sus impresiones más directas de la realidad. De ahí que la crítica haya reparado en la importancia que tiene en su poesía la vida inmanente, el hic y el nunc, pero siempre dentro de una apropiación muy personal de la realidad, casi nunca alusiva a su circunstancia histórica. De ahí también que su poesía, más complacida en sí misma, y exenta por lo general de los imperativos éticos o políticos que abundan en la obra de Zequeira, resulte sin embargo más independiente, y en cierto sentido entonces más proclive a expresar distintos rasgos y matices de una sensibilidad «cubana». No quiere ello decir que Rubalcava esté ajeno a los convencionalismos de la norma neoclásica, ellos son abundantes en su obra, y a menudo la expresión de sus sentimientos es diluida en un lenguaje retórico que puede hacer pensar en el mero ejercicio literario. Rubalcava, de formación muy semejante a Zequeira, se inclinó más hacia una poesía sensualista, acaso de estirpe virgiliana —y que tradujo en su juventud— y hacia una tradición anacreóntica de poesía amatoria, sentimental, común al neoclasicismo español e hispanoamericano. A veces ofrece la impresión de haber leído y asimilado intensamente la poesía clásico-renacentista española, por su semejante léxico y adjetivación afectiva. De ahí su «dulce acento, su modo afable y tierno», y esa serena melancolía sentimental que traspasa toda su poesía. Rubalcava, además, está más cercano a nuestro gusto actual, e incluso su pertenencia a la norma neoclásica no le impide a su poesía mantener algunas comunidades con la obra de algunos de nuestros primeros románticos —espe-

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cialmente con Plácido— pues por otra parte es conocido que éstos no encarnaron una ruptura radical con el neoclasicismo, sino más bien ilustraron una paulatina transición hacia la nueva estética. Esto, y cierto don poético, posibilitó que Rubalcava dejara poemas tan valiosos como «A Nise bordando un ramillete», uno de nuestros mejores poemas neoclásicos, por ser capaz de acceder, precisamente a partir del límite que toda norma literaria impone, a la libertad armoniosa de la verdadera poesía: No es la necesidad tan solamente Inventora suprema de las cosas Cuando de entre tus manos primorosas Nace una primavera floreciente. La seda en sus colores diferente Toma diversas formas caprichosas, Que aprendiendo en tus dedos a ser rosas Viven sin marchitarse eternamente. Me parece que al verte colocada Cerca del bastidor, dándole vida, Sale Flora a mirarte avergonzada; Llega, ve tu labor mejor tejida Que la suya de Abril, queda enojada, Y sin más esperar, vase corrida. Rubalcava tuvo aciertos poéticos muy superiores a Zequeira, si bien el conjunto de su obra no ofrece la imagen totalizadora, múltiple, contradictoria, y ligada ella misma de una forma dramática al tiempo histórico donde participó y que padeció acaso como ningún otro escritor de entonces, de la obra literaria de este último. Con una formación muy similar, tan buen latinista como su amigo habanero, militar también, y además pintor y escultor, no siguió ni la vida ni la obra de Rubalcava los derroteros del destino de Zequeira. El peso de la poesía de Zequeira contrasta con la levedad airosa de Rubalcava. La risa —burlona, escéptica, dolida— del primero, con la sonrisa, el amanecer «risueño» del segundo. Aun es capaz de sentir: «me alegra la noche triste». Porque Rubalcava es el poeta de los símbolos luminosos: poeta del aire, del cariño, de la sonrisa, de la aurora, todos símbolos luminosos y suaves. Si Zenea será nuestro

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poeta del ocaso, Rubalcava lo será del amanecer. Como ha apreciado Fina García Marruz, 38 hasta la noche es vista sólo como parte de la luz: Mas, ¿no es la noche de la luz período?, pregunta afirmativamente en un verso de su importante poema «A la noche». Allí pide: Acaba de salir, risueña aurora, / disipa de la noche los horrores / y con tu bella luz mis ojos dora. Hay vislumbres poéticos en Rubalcava que parecen anticipar futuras imágenes de nuestra poesía. No solamente su risueña ingravidez nos recuerda siempre a Plácido, también su «Oda», subtitulada «Un amante que al venir el día recordaba el antiguo estado de sus dichas», posee cierto tono elegíaco, cierto «arroyo, que suena fugitivo», que prefigura una sensibilidad afín al Zenea de «Fidelia», si bien entre los dos poetas hay la distancia que va de la luz a la sombra. En su «Fragmento descriptivo» hay una mirada que luego alcanzará su plenitud en Heredia; dice Rubalcava: Yo subo alegre a la mayor altura / y espero salga el sol resplandeciente / por ver como derrama su luz pura. Hay también en Rubalcava una conciencia de lo fugaz, aquel «arroyo, que suena fugitivo», ese «tiempo, que veloz desaparece» de su «Fragmento descriptivo», o el símil de su «romance»: Como la espuma en el agua / y como el humo en el viento, que contrastan con su pupila de pintor que es capaz de detener durante un instante la hermosura de una mariposa que enseguida de la mano se me huye, / de sus alas dejando el oro impreso, acaso porque como afirma en su «Fragmento…»: no hay cosa / que al poeta no sea interesante. Tiene también Rubalcava su poesía satírica y su poesía filosófica, muy estudiadas por la crítica, pero que no encarnan para nuestra poesía aportes significativos. Su extenso poema «La muerte de Judas», al no avenirse con la disposición natural de su sensibilidad poética, resultó un intento fallido donde el poeta no pudo insuflar de verdadero aliento poético al tema escogido y quedó preso del prosaísmo propio de su época. Su acierto más atendible dentro de la línea filosófica de su poesía lo encontramos quizás en su «Miércoles de ceniza». Rubalcava, tan apegado a la vivencia de su sentido inmediato de la realidad, no puede ofrecer, en estos poe-

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mas de tema religioso y filosófico, una concepción del mundo de valores trascendentes. «Todo se resuelve —advierte Enrique Saínz— con una enseñanza de ética práctica o, si se quiere, en una conclusión nihilista […] El suyo es un ejemplo de vivencia ingenua, no precisamente de especulación filosófica.» 39 Pero donde sí el poeta es capaz de abordar un tema afín al ámbito ideológico de su momento histórico —a pesar de que escribió, reafirmando su independencia, que Al hombre le hacen grande sus acciones, / no la patria ni el tiempo en que ha nacido— es en su conocido poema «Silva cubana», donde el poeta inaugura en nuestra poesía lo que se ha dado en llamar «el juego de las comparaciones» entre la naturaleza europea y la americana, a través de la descripción de las frutas nativas; propósito que el poeta logra con un lenguaje mucho más fluido que el de la oda «A la piña» de Zequeira, y donde la imaginería neoclásica, también presente, parece quedar vencida por la recreación concreta de los motivos cubanos, transida de un sensualismo donde ya comienza a expresarse un acercamiento más vivo, más concreto a nuestra naturaleza. Como expresa Cintio Vitier a propósito de este «contrapunteo de las frutas»: «El separatismo empieza inconscientemente por la idiosincrasia de los dones.» 40 Incluso, este poema —ya comprobada su pertenencia a Rubalcava— 41 adquiere una gran significación dentro de la literatura hispanoamericana, pues al ser escrito antes de 1805, fecha de la muerte del poeta, se anticipa varios años a la «Alocución a la Poesía» (1823) y a la «Silva a la agricultura de la zona tórrida» (1826) de Andrés Bello, a la vez que participa de una corriente temática muy importante de nuestra poesía y, en general, de la poesía hispanoamericana. Junto a su «Silva cubana» escribió también Rubalcava su poema «El tabaco», de menores aciertos poéticos que el anterior, de tono más prosaico, pero más explícito en ocasiones de su intención: Pero suspende un tanto ¡Oh Musa, lo irascible de tus sones, Mientras que dulce canto

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De Cuba las amenas producciones! ¡Mas no! Primero la verdad entona En honor de la Patria y de Pomona. ¿Pudo gustar de esta alabanza del tabaco la sacarocracia habanera que despreciaba al veguero y que terminó por desplazar su producción? Sin embargo, la «cubanía» de Rubalcava está más ligada a su sentimiento poético de la naturaleza insular, a su captación intuitiva de posteriores motivos cubanos, así como a la propia índole de su mirada, la cual parece proyectarse desde su confusión con nuestra realidad, y no como la de Zequeira, que se sitúa casi siempre ante o sobre la realidad. La cubanía de Rubalcava palpita más en sus sentimientos, a través de una manera más específicamente poética de acceder a una conciencia y a una sensibilidad de lo cubano. La relativa independencia poética de su circunstancia temporal, su inclinación hacia motivos más intemporales, menos comprometidos con las vicisitudes de su circunstancia histórica —la cual fue, como sabemos, el centro mismo de la obra de Zequeira— lo acercan más a la expresión de una cubanía más intemporal, más resistente al paso del tiempo. Amigo de Zequeira y Rubalcava, y santiaguero como este último, Manuel María Pérez y Ramírez (1772-1851) es todavía un enigma para la historiografía literaria,42 pues apenas han llegado a nuestro conocimiento unas pocas muestras de su poesía. No obstante, su soneto «Un amigo reconciliado» —donde la crítica siempre ha hecho hincapié en su anticipación al poema «Le vase brisé» del francés Sully Prudhomme— revela a un poeta de apreciable calidad, a tal punto que no se ha vacilado nunca en relacionarlo con la obra fundadora de Zequeira y Rubalcava. De formación intelectual y destino militar similar a estos, Manuel María Pérez es recordado sobre todo por su importante labor como profuso publicista y animador de la cultura en Santiago de Cuba. Fue profesor de Félix Varela, y se conoce que escribió autos sacramentales a los que puso música Esteban Salas, así como un drama, Marco Curcio, que se ha perdido. Sin embargo, a pesar de sus pocas muestras poéticas conservadas, puede intentarse una re-

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lativa aproximación a algunas facetas de su pensamiento poético. Su «Poema Enmanuel», el canto segundo de su poema mayor, nos devela inquietudes poéticas trascendentes, semejantes a las del poema de Rubalcava «Muerte de Judas» —el cual se preocupó por publicar luego de la muerte de su amigo santiaguero. Aunque de estilo igualmente prosaico, allí se muestra un espíritu religioso de singular sentido ético, y se elogia la «pobreza» cristiana. Precisamente la humildad parece ser una de las características inherentes a su personalidad, no sólo por su ingente vocación de servicio, sino porque siendo considerado uno de los hombres más cultos de su tiempo no escatima elogios a su contemporáneo Zequeira, a propósito del poema «Batalla naval de Cortés en la laguna», cuando en sus «Octavas…» —donde prima el respeto por la sensibilidad poética y la simpatía intelectual— vuelve a distinguir el valor de la amistad, y no tiene reparos en calificar a su «lira» como «pobre y deficiente» para realzar la de su coetáneo. Manuel María Pérez debió poseer la conciencia de la relatividad del conocimiento precisamente por detentar acaso la verdadera sabiduría, la que no ceja en sacrificarse, en estimular el mérito ajeno y la que no se complace en ostentar primacías pueriles. Ante tanta crítica adversa y malintencionada, el apasionado elogio de aquel poema épico, debió constituir un oasis de sosiego y esperanza, de comprensión poética profunda, para el «regañado» Zequeira. Por otro lado, el poeta habanero Ignacio Valdés Machuca (1792-1851), más conocido por su seudónimo Desval, encarna en nuestra poesía al primer poeta deslumbrado por la musicalidad, la variedad de metros, los artificios retóricos y la exterioridad sensual de la palabra poética; en este sentido fue nuestro primer «esteticista» o nuestro primer «literato» en la acepción más exterior de este término. Aunque su vida literaria se desarrolló muy vinculada a la primera generación romántica, donde se desenvolvió como un importante animador literario, su obra está más cercana al neoclasicismo. Cabe destacar que Desval fue un profundo conocedor de la poesía latina e incluyó dentro de un folleto poético un tratado sobre la medida de

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los versos latinos; asimismo fundó, entre otras publicaciones, la importante revista literaria La Lira de Apolo (1820), y compuso el boceto dramático La muerte de Adonis. Desval —precursor del «siboneísmo»— fue autor del primer poemario publicado en Cuba, Ocios poéticos (1819), donde la crítica ha apreciado la ascendencia de los Ocios de José Cadalso, así como, en sentido general, de Juan Meléndez Valdés. Posteriormente imitó al poeta francés Jean-Baptiste Rousseau, con la publicación, en 1829, de sus Cantatas, donde desenvuelve sus característicos poemas de inspiración mitológica; dentro de esta tendencia la crítica ha destacado su poema «Los baños de Marianao», en el cual se aprecia una peculiar captación de la naturaleza insular, aunque transida por la imaginería y mitología neoclásica. Desval, a quien no se le reconoce ni originalidad ni emotividad expresivas, a la vez que padece de cierta falta de profundidad en su pensamiento poético, coadyuvó sin embargo a enfatizar en la necesidad del rigor formal en la hechura del verso. La apreciable calidad de las letras de los villancicos, cantatas y pastorelas de Esteban Salas (1725-1803), autorizan reparar en Salas como un poeta más dentro de la poesía de la etapa, si bien su obra comienza a desenvolverse con anterioridad a 1790, lo cual hace que su «poesía» no resulte del todo representativa de una inspiración neoclásica. Pablo Hernández Balaguer afirma, en su libro Los villancicos, cantatas y pastorelas de Esteban Salas, que Salas «era también, ocasionalmente, poeta». Lo cierto es que tuvo la formación cultural más alta a la que se podía aspirar dentro del ámbito universitario de su tiempo en la colonia, y no fue sólo un músico, pues se conoce que impartió las asignaturas de filosofía, teología, escolástica y moral en el Seminario de San Basilio el Magno en Santiago de Cuba. Dado el carácter eminentemente litúrgico de su música, sus textos acogen temas de inspiración bíblica y teológica y, como aprecia Balaguer, están ausentes en ellos las alusiones mitológicas gratas al neoclasicismo. Aunque es muy probable que Salas interpretara autos sacramentales con textos del poeta Manuel María Pérez y Ramírez, las letras de sus villancicos

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son atribuidas al propio Salas; además repárese simplemente en la apreciable diferencia de edad entre los dos poetas, y se dudará más de la tradicional atribución de esos textos a la inspiración del autor del soneto «El amigo reconciliado». La llamada «manía de versar» no dejó un saldo poético significativo. Mucha poesía de ocasión, de alabanza política, elegías fúnebres, poemas casi periodísticos, expresados en un lenguaje prosaico —como los escritos por el poeta habanero Miguel González y por el famoso impresor José Severino Boloña—, predominó en la etapa, junto a la poesía bucólica y la didáctica y moralizante. Pero, además, mucha poesía anónima o firmada con seudónimos, y, consiguientemente, muchos enigmas: ¿será José Agustín Caballero quien escribió los veinte poemas de «El Miserere en Sonetos»?, ¿será en realidad Rubalcava, El Selvage, autor del importantísimo poema «Oda», donde se accede a una viva recreación de la naturaleza insular? Acaso nunca conoceremos quién fue aquel E.G.L., que escribió algunos poemas de tema más personal e independiente que la mayoría de los poetas de la etapa. ¿Quién será Luisiano, autor de un romance heptasílabo, «El triunfo de la Gloria», sobre el cual ha expresado Marcelino Menéndez y Pelayo «que en una historia de la poesía americana no debe omitirse»? Y ¿será Zequeira, como pregunta Cintio Vitier, el autor de la oda «A la señora doña María Luisa O’Farril», escrita por un tal Filosimolpos y considerada como uno de los poemas de mayor calidad que se publicaron en el Papel Periódico…? A propósito de otros seudónimos importantes, pueden citarse algunos poemas significativos por su proyección social concreta, como el escrito por B.Y.E.G. en El Aviso, en 1808, donde se defiende a las «pelonas» —criollas— contra las «matronas godas»; o un poema donde un «gachupín» —español— se burla del criollo, tratándose en este caso de

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un texto anónimo. Asimismo, los seudónimos Nazario Mirto, Ramiro Nacito, Rozita Nomira, Miguel Aníbal de Narca, atribuidos por Calcagno a una misma persona, nos pueden hacer pensar en la posibilidad de que, al menos los tres primeros, sean anagramas de Tomás Romay (17691849). Otros poemas, de autor conocido, no pueden dejar de mencionarse, como «Las Glorias de la Habana», del italiano Francisco María Colombini, verdadero ensayo sobre el despotismo ilustrado, prosaico poema testimonial donde se pueden encontrar reflejados muchos aspectos de la vida política y económica de entonces. Muy interesante es el poema «El sueño», de Félix Fernández Veranés, el cual puede acompañarse por «Sueños y delirios de una imaginación despierta», de Alejandro Bonilla y San Juan, los cuales, junto a los curiosos «sueños» de las relaciones anecdóticas del Papel Periódico…, y «La ronda» de Zequeira, agregan una interesante nota onírica a los inicios de nuestra poesía. Otro poeta que no se puede pasar por alto es Manuel del Socorro Rodríguez (17581819), quien, aunque nacido en Bayamo, desarrolló toda su labor como publicista y su obra literaria en Bogotá, Colombia. La obra poética de Tomás Romay no rebasó los convencionalismos neoclásicos, y si ocupa un sitio prominente en la historia de la cultura cubana, es debido a su labor científica. Dos poetisas, Rafaela Vargas y Juana Pastor —esta última mulata— prolongan las pocas pero significativas muestras de la poesía escrita por mujeres. Algunos importantes publicistas, Diego Tanco (1789-1849), Juan Hernández Otero, Buanaventura Pascual Ferrer, José Antonio de la Ossa (¿ - 1830) y Manuel Francisco Salinero (1750-1859), incursionaron también, aunque sin relevancia, en la poesía, conformando lo que se dio en llamar una verdadera «manía de versar».43

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1.3 LA PROSA REFLEXIVA EN LA ETAPA 1.3.1 Formas de manifestarse. Los problemas de su valoración literaria. Su vinculación a las problemáticas esenciales del momento Es tradicional en las historias de la literatura cubana incluir la valoración de diferentes manifestaciones del pensamiento histórico, político, económico, filosófico y religioso como parte de la literatura cubana de la etapa. Es cierto que esta prosa llamada reflexiva —acaso precisamente por su naturaleza no literaria— tuvo una extraordinaria importancia para los inicios del proceso de formación de una conciencia nacional, porque a través de sus contenidos se muestran las problemáticas esenciales de nuestra historia. Sin embargo, la expresión de esos contenidos no está exenta de ciertos rasgos literarios significativos, toda vez que la inexistencia de la narrativa y la pobreza de nuestra literatura dramática, así como el desarrollo y el prestigio alcanzado durante el siglo XVIII por el ensayo y la oratoria, y en general por una prosa crítica, ilustrada y didascálica, debieron estimular la acentuación de la proporción expresiva de la prosa como un medio de garantizar su efectividad ideológica. Pero incluso cabe preguntarse si aquella prosa reflexiva no cumplió entonces una función literaria, aunque fuera subordinada a otras funciones, y si aquella prosa no era reconocida como literatura y no era recepcionada estéticamente. El género epistolar, con frecuencia público; el histórico; la oratoria forense, académica y sa-

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grada; el género biográfico implícito en la oratoria forense y en algunas relaciones históricas; el periodismo político, económico y social; el ensayo filosófico, y los ensayos políticos y económicos expresados a través de informes y diferentes documentos oficiales; o los estudios de igual índole, son algunas de las principales formas de manifestarse de la prosa reflexiva de la etapa. La oratoria, redactada en latín preferentemente, conocía de una antigua tradición literaria. Es muy significativo que esta tradición literaria de géneros no considerados en puridad como tales haya tenido una intensa descendencia durante todo nuestro siglo XIX, y se haya convertido en una característica distintiva de la literatura hispanoamericana como expresión de su peculiar proceso histórico. No obstante, es cierto que, posteriormente, con el desarrollo de otros géneros, muchos de los contenidos que entonces se expresaban a través de la llamada prosa reflexiva, encontraron un medio idóneo, propiamente literario, de manifestarse. Pero como mismo existía una poesía y un teatro neoclásicos, existía también una prosa neoclásica dentro de un estilo, una norma literaria muy definida, donde pueden reconocerse la misma imaginería, el mismo ámbito de referencias culturales, más intensificados, claro está, en la poesía y el teatro. Incluso, como ya se ha insistido, la prosa reflexiva de esta etapa, preocupada por la prístina recepción de su men-

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saje, acentuó su claridad expositiva, sus componentes lógicos y racionales, para lo cual trató de apropiarse de una forma adecuada a estos fines. Y esa transparencia semántica, ligada a la reacción contra los excesos culteranos y conceptistas de la estética barroca, debió influir incluso en la poesía. No es casual que una vertiente importante de la poesía neoclásica sea calificada como prosaísta, y sean comunes los calificativos de poesía oratoria, elocuente, narrativa, didascálica, entre otros. No es casual tampoco que la poesía eluda con frecuencia la recreación poética concreta de la realidad, expresándose a su vez en un lenguaje donde prima lo conceptual sobre la expresión sintética imaginativa. Y no es casual tampoco que asuma como temas poéticos muchos de los contenidos que encuentran su más natural desenvolvimiento en la prosa, vinculada directamente con la problemática económica, política y social de la etapa. 1.3.2 Reformismo político y reformismo filosófico: Francisco de Arango y Parreño y José Agustín Caballero Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), llamado con justeza por nuestra crítica histórica como «el estadista sin Estado», encarnó con su pensamiento y práctica políticos y económicos la tendencia más progresiva y radical de la burguesía esclavista criolla de la etapa. Su obra fue la expresión más nítida del reformismo político y económico de esta clase, cuyo sector más importante fue denominado por primera vez por Arango como «sacarocracia», enfatizando, con el transparente sentido capitalista y pragmático que siempre lo caracterizó, su origen esencialmente azucarero. Su obra, pues, es el reflejo directo de las problemáticas esenciales de la etapa, las cuales pueden ser historiadas a través de su expresión en el pensamiento de Arango, donde biografía personal e historia patria se confunden en una inextricable unidad. Acaso sea Arango el iniciador consciente de toda una corriente de nuestra historiografía que hizo de la historia de Cuba la expresión unilateral de la historia de una clase social determina-

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da: la burguesía esclavista cubana. Como ha demostrado Moreno Fraginals: «los azucareros […] han sido los autores intelectuales de nuestra historia escrita».44 No obstante, ello revela en Arango —uno de los hacendados habaneros más poderosos, dueño del importante ingenio «La Niña»— una conciencia de clase sin paralelos en la primera etapa de formación de la conciencia nacional. Arango, ideólogo y vocero de la burguesía esclavista, expresó como ningún otro pensador de entonces las contradicciones, límites y características del reformismo económico y político propio de estos años. El tránsito de una economía de servicios marinero-militar a una economía plantadora y productora halló en el pensamiento de Arango a su mayor teórico y a su más descarnado y pragmático instrumentador. En este sentido Arango revela una consecuencia que lo convierte en un paradigma de la tendencia más radical de los fisiócratas criollos, la cual alcanzó a detentar un pensamiento económico mucho más avanzado que el de sus pariguales metropolitanos. Precisamente fue esa consecuencia y esa independencia de su pensamiento —expresión de una conciencia de clase, la de los productores criollos, forjada no como consecuencia sino a pesar de la política económica colonial— las que coadyuvaron a la formación de una incipiente conciencia de nacionalidad en la burguesía esclavista criolla de finales del XVIII y principios del XIX: conciencia de clase limitada históricamente, pero fiel expresión de su tiempo. El pensamiento burgués, capitalista, de Arango, se veía lastrado por la contradicción insoluble de la burguesía esclavista criolla dentro de las relaciones de producción deformadas que le imponía su desarrollo como parte de un régimen colonial, es decir, la contradicción existente entre la explotación de la tierra a través de la mano de obra esclava y la producción y exportación de la riqueza hacia un mercado capitalista. Esclavistas por su ser y burgueses por su deber ser, como ha precisado Moreno Fraginals, no pudieron resolver esta contradicción que impidió entonces la radicalización política de esta clase y su conformación como una burguesía nacional industrial.

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En su Discurso sobre la agricultura de la Habana y medios de fomentarla (1792), Arango, con una fuerte ascendencia del liberalismo económico de Adam Smith, supera la propuesta económica de Sobre la ley agraria de Jovellanos.45 En este importante documento económico y político del reformismo criollo, están planteadas todas las problemáticas fundamentales de la burguesía esclavista de estos años: necesidad del incremento de la esclavitud; de la libertad del comercio de esclavos; de la tecnificación del proceso productivo; del estudio en Cuba de la Química, la Física y la Botánica; del estudio directo de las experiencias productivas inglesas en sus Sugar Islands de las Antillas —para lo cual propone Arango un viaje de reconocimiento, que realizará posteriormente por Portugal, Inglaterra, Barbados y Jamaica, en 1794—; del incremento de la población blanca como contrapartida del incremento de los esclavos; y, entre otras, de las medidas a tomar para impedir las sublevaciones de esclavos, pues estaba muy cercana la experiencia de Haití. Además propone la creación de una Junta de Fomento, en 1795. Precisamente aquí se manifiestan sus contradicciones con los comerciantes peninsulares, otra de las problemáticas esenciales de la etapa. Por otro lado, su criolla e independiente conciencia económica se manifiesta también en sus reparos al carácter ya anacrónico de los Consulados y Sociedades Patrióticas, instituciones propias de la tradición económica española y del despotismo ilustrado respectivamente, las cuales, según Arango, si no revitalizaban su concepción, de acuerdo a las necesidades e intereses de la sacarocracia criolla, constituirían un freno para su desarrollo. Finalmente Arango logró imponer en lo esencial su política económica a la metrópoli, incluso a través de una muy inteligente política de colaboración con las más altas autoridades coloniales, la cual expresa también los límites ideológicos del reformismo criollo de la etapa. Esos límites se manifiestan en el plano propiamente político en su Representación de la Ciudad de La Habana a las Cortes Españolas, donde Arango se pronuncia por un gobierno autonómico o porque Cuba fuera considerada

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como una provincia española, máxima radicalidad política que alcanzó su pensamiento dentro del reformismo. Se conoce que Arango estuvo muy vinculado a la política del absolutismo y que no fue partidario del constitucionalismo. Nunca estuvo de acuerdo con la independencia de Cuba, como se demuestra en su «Memorias de un habanero sobre la independencia de esta Isla», escrita en la década del veinte. Como ha expresado la crítica, Arango fue nuestro primer ensayista socio-económico, al estrenar una prosa reflexiva de acentuado carácter instrumental o funcional. Asimismo estimula la publicación de una importante bibliografía técnica azucarera, cuyos autores, según Moreno Fraginals, «inauguran una prosa científica totalmente nueva». 46 En un discurso pronunciado en la Real Sociedad Patriótica de la Habana, alrededor del año 1795, Arango expone lo que parece ser su «fórmula literaria» para la prosa científica, funcional, libre de toda imaginería greco-latina y clasicista, expresando una vertiente lógica, racional, pragmática, de la propia literatura neoclásica; dice entonces: El cielo no me dotó del talento de la palabra y por grandes que hayan sido los esfuerzos de mi genio no pudo salir de su esfera ni penetrar jamás los respetables lugares en que la admiración y el aplauso reciben al orador. Lejos de la tribuna y lejos a mi pesar de la sublime complacencia de gobernar a los hombres por el encanto de mis frases, no me atrevería a hablar delante de esta asamblea si la constitución fuese otra, pero destinada para ser la escuela de patriotismo y para obrar si es posible sólo por sentimiento no puede pedirme cuenta de la escasez de figuras y agradables epigramas que se nota en mis discursos. Al contrario, conceptúo que somos responsables a la Patria de todos aquellos momentos que robamos a su servicio y empleamos en nuestro lucimiento. Exijo de vuestro deber una declaración formal para que aquí no se hable sino el lenguaje simple del agricultor corriente y que escusando preámbulos y digresiones ociosas nos acerquemos al hecho

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sin el menor rodeo y entremos a su análisis sin otro acompañamiento que el de la buena lógica y el exacto raciocinio. 47 Esta propuesta estética que lo llevó, según Moreno Fraginals, a entregar «la prosa más limpia y “moderna” de América», 48 se ve enriquecida por cierto «matiz criollo» presente en sus cartas personales y en sus defensas públicas ante los ataques que sufre durante los dos períodos de libertad de imprenta, como se precisa en el Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1898, y donde, por ejemplo, a propósito de su carta a Juan Gualberto González en 1832, sobre un artículo de José Antonio Saco, se puede apreciar el «estilo coloquial […] de un habanero de la época». La otra figura importante del reformismo criollo de la etapa en su faceta filosófica, está representada por José Agustín Caballero (17621835). Formado como Arango en el Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio y en la Real y Pontificia Universidad de la Habana, y miembro activo de la Real Sociedad Patriótica de la Habana, Caballero ofrecerá una prosa mucho más variada que la de su coetáneo. Además de escribir algunos dáctilos y espondeos, propios de la tradición elegíaca de la poesía latina, como es el caso de su «Epigrama a la muerte del obispo Espada»; de descollar como orador sagrado, forense y académico, destacándose en este sentido su discurso «Sobre la reforma de los estudios universitarios» (1795), su sermón fúnebre sobre Cristóbal Colón, sus elogios de Nicolás Calvo y Luis de las Casas entre otros; de frecuentar la prosa de asunto científico; además de su prosa propiamente filosófica, representada por su Philosophia electiva; de traducir del latín la Historia del Nuevo Mundo y en especial de México, de Sepúlveda, y del inglés la novela Cartas de Milady Julieta Castelvi y su amiga Milady Henriqueta, así como otros estudios del francés; ensayó Caballero la prosa y la crítica social, política, histórica y literaria. Además, se desempeña como profesor en varias cátedras universitarias, y como publicista en su papel de redactor del Papel Periódico de la Havana.

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A pesar de declararse él mismo como «un eco de Nicolás Calvo» —junto a Arango uno de los más importantes ideólogos de la sacarocracia criolla, y exponente de un espíritu de conocimientos enciclopédicos—, Caballero, aunque representante del reformismo criollo de la etapa, y de hecho constituir también un vocero de muchos de los intereses teóricos y prácticos de la burguesía esclavista, no encarnó en cambio una posición tan radical como la de Arango. Su pensamiento social, respaldado por una tradición de contenidos éticos, filosóficos y religiosos, ausentes en la ideología pragmática y materialista de Arango, conoció matices muy significativos, los cuales —como en el caso de Manuel de Zequeira— expresan la pervivencia de una perspectiva ética, cultural y religiosa no totalmente representativa de la ideología utilitarista de la clase de los productores criollos, sino más bien del tránsito de los valores creados alrededor de una economía de imagen patriarcal anterior hacia los nuevos valores procapitalistas de los hacendados azucareros. De ahí el peculiar ideario presente en su artículo, aparecido en el Papel Periódico… en 1791, «En defensa del esclavo», bajo el seudónimo El Amigo de los Esclavos, donde llega a afirmar que «es la esclavitud la mayor maldad civil que han cometido los hombres», y se pronuncia por un mejoramiento de sus condiciones de vida y por la aplicación de castigos menos severos a quienes reconoce, como a todo hombre, un «amor innato a la libertad». Su petición de «caridad» para quienes —admite acaso con sincero humanismo— «sostienen nuestros trenes, mueblan nuestras casas, cubren nuestras mesas, equipan nuestros roperos, mueven nuestros carruajes, y nos hacen gozar los placeres de la abundancia», no ataca los fundamentos clasistas de la existencia de la esclavitud, a la cual considera como una especie de mal necesario, pero funciona como un ejemplo revelador de una perspectiva ética no frecuente en la actitud de los hacendados esclavistas criollos. No obstante, el ideario educacional y filosófico de Caballero sí es representativo de un reformismo muy acorde con los intereses clasistas de la sacarocracia, como se puede apreciar

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en sus intentos de reforma de los estudios universitarios, en su defensa del estudio de la física experimental y, fundamentalmente, en la sutil reforma en la enseñanza de la filosofía, donde inicia una ruptura —que luego profundizará Félix Varela— con el escolasticismo decadente de aquellos tiempos, a través de la asunción de una postura filosófica conocida como eclecticismo corriente, muy influida por Feijóo y por Benito Díaz de Gamarra; postura que trataba de conciliar la filosofía de Aristóteles con las corrientes del pensamiento moderno, sobre todo del racionalismo cartesiano, aunque también se inicia, si bien tímidamente, en el conocimiento del empirismo inglés y francés. Calificado como un «pensador de transición» 47 entre el escolasticismo y las modernas corrientes de pensamiento, Caballero, aunque prepara el camino para la ruptura filosófica posterior, sólo alcanza a asumir un «antiescolasticismo crítico, pero sin desentenderse de la problemática fundamental de la escolástica ni, en consecuencia, de su método», como se expresa en el Perfil histórico de las letras cubanas… No obstante, su valoración de la praxis, el ejercicio de la crítica filosófica, su filosofía electiva, son factores que introducen una nueva perspectiva de la realidad frente a una concepción del mundo regida por un pensamiento eminentemente ahistórico; factores que venían a sustentar ideológicamente la necesidad de cambios y reformas de la clase productora criolla dentro del cerrado mundo colonial español. Su pensamiento político más significativo se expresa en su redacción del primer proyecto de gobierno autonómico presentado por el diputado cubano Andrés de Jáuregui en las Cortes españolas de 1812. Allí Caballero se pronuncia por una política de descentralización, pues, a diferencia de Arango, se opuso a la política del absolutismo monárquico, prefiriendo, frente a la opción más radical de la constitución francesa de 1791, el establecimiento de una monarquía parlamentaria al estilo inglés, acaso porque la política de colaboración propia del reformismo criollo no podía adoptar posiciones políticas radicales, aunque, por otro lado, ya encarnara este

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pensamiento el liberalismo político propio de los hacendados criollos en pugna con los comerciantes peninsulares y necesitados de cierta autonomía política para poder encauzar una política económica acorde con sus intereses clasistas. Hay, pues, en el pensamiento de Caballero, un germen importante de conciencia de nacionalidad según los límites históricos que padecía la clase social a la cual representaba y que imponía el status colonial imperante. A propósito de la calidad de su prosa, por ejemplo, cuando en su crítica sobre la obra histórica de Urrutia alude a la forma de valorar una obra histórica: juzgar, dice, «la claridad del estilo, y la de los hechos», Caballero estará describiendo a su vez dos características generales de su prosa. Asimismo, en dicho trabajo, arremete, con humor e ironía, contra toda una retórica al uso, con una desenvoltura alejada de toda pedantería erudita. Esta misma actitud expresiva puede encontrarse, por ejemplo, en dos artículos aparecidos en 1798 en el Papel Periódico…, titulados «Discurso filosófico», donde, apunta Enrique Saínz, asoma cierto «espíritu burlón».50 Por lo demás, su prosa no rebasa la corrección gramatical, y una lógica y racional exposición de las ideas. Hay momentos en que alcanza algunos valores dramáticos y descriptivos, como puede comprobarse en su artículo «En defensa del esclavo». Donde acaso acoge valores más literarios será en sus muestras oratorias, en las cuales Caballero, excelente latinista, hereda toda una tradición oratoria que indudablemente influye en su tono elocuente y en una prosa donde se armonizan breves períodos de efusión exclamativa con otros más extensos de sobriedad expresiva, aunque siempre con una coherencia lógica y una claridad expositiva más funcionales que literarias. Caballero, como ideólogo del reformismo criollo, inicia una ruptura filosófica, asume una postura política y reafirma una tradición ética que luego hallarán en el pensamiento de su alumno Félix Varela a su más radical y profuso continuador.

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1.3.3 Otras manifestaciones de la prosa reflexiva. La prosa histórica de Antonio José Valdés y José María Callejas. Oratoria forense, académica y sagrada La prosa histórica tiene variadas manifestaciones a partir de 1790. Tanto en las publicaciones periódicas —El Patriota Americano, por ejemplo— como en las Memorias de la Real Sociedad Patriótica de la Havana, pueden encontrarse relaciones históricas significativas. No otra cosa que pura historia contemporánea escribió por entonces Arango, como lo hiciera con posterioridad, con una obra más dilatada y con un énfasis más específicamente histórico, José Antonio Saco. Caballero inaugura nuestra crítica histórica con su «Crítica del teatro de Urrutia», e historió las vicisitudes de la Real Sociedad Patriótica de la Havana hasta 1794. La obra histórica de Arrate, que no aparecerá hasta 1830, fue publicada parcialmente en los periódicos El Enciclopedista y El Patriota Americano. Buenaventura Pascual Ferrer escribió su Carta de un havanero… (1797) para aclarar los errores sobre Cuba en que incurrió Pedro Estala en El viajero universal, lo que trajo como consecuencia que Ferrer escribiera para el tomo vigésimo de esta última obra su «Viaje a la isla de Cuba» (1798); redactó también Ferrer una curiosa Historia de la Isla de Cuba y en especial de la Habana (1813), y José María Callejas (1772-1833), con su Historia de Santiago de Cuba, redactada en 1823, aunque no publicada hasta 1911. El matancero Antonio José Valdés, de dudoso origen —se ha pensado que naciera en una casa cuna— y de formación acaso autodidacta, constituye un ejemplo de pensamiento independiente y revolucionario. Relegado siempre, de una u otra manera, por la muy ilustre Real Sociedad Patriótica de la Havana —a la cual sin embargo dedicó varias de sus obras—, no aceptándolo nunca como socio de mérito, Valdés fue partidario de ideas liberales y un constitucionalista que evolucionó hacia el independentismo, llegando a formar parte, junto a Félix Varela y José María Heredia, de la Junta Promotora de la libertad cubana, organizada en México en 1825. Valdés se destacó como

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publicista no sólo en Cuba sino también en Argentina y México. 51 Fue autor de la primera gramática impresa en Cuba, Principios generales de la lengua castellana (1805), además de traducir el Contrato social de Rousseau, aunque expurgándole el capítulo dedicado a la religión. Su Historia de la Isla de Cuba en especial de la Habana, fue concebida inicialmente en dos tomos —luego pensó extenderla a tres. El primero y único que se conoce contiene «la parte puramente histórica y cronológica», según el propio autor, y aunque ha sido objeto de numerosas críticas, por evidentes omisiones y por el «vulgar estilo» de su prosa y su falta de gusto literario, se debe precisar que el mismo autor se propuso más que una historia «un simple ensayo». Precisamente eso será la condición que destacará Bachiller 52 en su obra, la cual, desde este punto de vista, adquiere otro valor. Se pueden poner de relieve en ella sus numerosas valoraciones personales sobre diferentes hechos históricos, los cuales a menudo se vivifican y no se reducen a una mera crónica. Son conocidas las dificultades que confrontó Valdés al escribir su obra pues no se le facilitó el acceso a numerosas fuentes. En general el autor se basó en las obras de Arrate, Morell, Urrutia, los manuscritos de Antonio López Gómez y de la biblioteca de la Sociedad Patriótica. Su obra, además, fue revisada por José Agustín Caballero, lo cual, a la luz de la osadía de muchas de las ideas allí expuestas, le confiere un valor adicional. Con respecto a la historiografía anterior, Valdés muestra su independencia al precisar las verdaderas causas de la extinción de los aborígenes cubanos; el autor, además, ofrece una descripción real y original de la toma de La Habana por los ingleses, donde no escatima elogios a la defensa criolla ni elude reparos a la gobernación española. En su «Proemio», incluso, puede notarse una velada crítica a las jerarquías sociales donde no tenía acceso Valdés. En general, toda su obra, detentadora de una ideología liberal y constitucionalista, contiene numerosas críticas a la política colonial, y son frencuentes sus referencias negativas a la tiranía, el despotismo y el absolutismo. No obstante, el autor coincide con el ideario reformista de los hacendados

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criollos en su aprecio del desarrollo agrícola, en su crítica a la conspiración de Aponte y en su elogio de la «tranquilidad» de los habaneros frente a la Revolución de independencia hispanoamericana. No será hasta su estancia en México, a patir de 1821 aproximadamente, y luego de su experiencia en la Argentina, que el autor acoja plenamente el ideario independentista. Su prosa, sin exhibir valores estilísticos significativos, soporta cierto tono ensayístico y, en general, acentúa su carácter de servicio, muy apegada a la verdad del hecho histórico y orientada siempre hacia la objetividad de la exposición. El propio Valdés describió a la historia como «la expresión clara y exacta de los hechos, muchas veces dudosos y otras complicados entre sí». A diferencia de la obra de Antonio José Valdés, la Historia de Santiago de Cuba de José María Callejas no rebasa un valor informativo. Se debe advertir que el propósito del autor no fue el de escribir una historia sino el de recopilar datos para una futura redacción de una historia de Cuba. Callejas, aunque es objetivo en la descripción de los hechos históricos, no supera a la obra del obispo Morell de Santa Cruz, de quien tomó la mayoría de los datos. Acaso por detentar una ideología muy conservadora —fue coronel del ejército español y todavía en 1824 peleó contra los independentistas mexicanos— su pensamiento no alcanzó los valores liberales del ideario de Valdés; incluso existe un testimonio que describe su oposición al constitucionalismo. Mientras, la oratoria continuó una tradición ya plenamente desarrollada durante el siglo XVIII. No es casual que, a través de la oratoria forense, académica y sagrada, se pueda calar en la conciencia social representativa de la etapa. Directamente vinculada a la iglesia y la enseñanza universitaria, la oratoria continuó siendo un importante vehículo ideológico de las clases dominantes de la sociedad colonial. A partir de 1790 comienzan a vislumbrarse en ella algunas manifestaciones de una conciencia criolla, por lo que se acentúa su incidencia en nuestro proceso literario, si bien es cierto que, debido al peso de la tradición anterior y a su fuente mayoritariamente eclesiástica, la oratoria sagrada, que

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constituía su vertiente más desarrollada, fue entonces en general más conservadora, no así la académica, más vinculada a distintas facetas del reformismo criollo. Por otro lado, comienza a desenvolverse una oratoria propia de un pensamiento laico, de la cual son muestras importantes alegatos políticos, económicos y sociales, por ejemplo: algunos discursos de Francisco de Arango y Parreño, quien, como ya se tuvo ocasión de comprobar, proclamó una suerte de fórmula literaria para su eficacia comunicativa y recomendó que se hablase en «el lenguaje simple del agricultor corriente». La oratoria académica, estimulada por la creación de las sociedades patrióticas y renovada en sus contenidos por las reformas acaecidas en la enseñanza universitaria, constituyó la manifestación más imbricada con las nuevas tendencias de pensamiento y con la ideología reformista de la clase criolla. Incluso, dentro de esta oratoria, son muy frecuentes los «elogios» a determinadas personalidades de la metrópoli y el gobierno colonial, a través de los cuales se explicitan algunos contenidos del ideario reformista, y donde cierta conciencia política alcanzó una presencia significativa. Aunque Manuel Sanguily 53 ha afirmado que la oratoria política aparece en Cuba a partir de 1868, no resulta exagerado indicar que ya en esta etapa tuvo sus primeras manifestaciones, muy similares a su presencia en una profusa y prosaísta poesía civil o patriótica, característica de estos años. Algunos sermones fúnebres complementaron esta tendencia, a la vez que sirvieron para plasmar los primeros barruntos del género biográfico. En sentido general la oratoria continuó su lucha contra el gerundismo barroco y se propuso la búsqueda de claridad y sobriedad expresivas, propias de la estética neoclásica. La ascendencia clásica —especialmente de Cicerón—, del clasicismo español y de la elocuencia racionalista francesa, serán sus fuentes y modelos fundamentales. Como una derivación de sus manifestaciones más depuradas, la crítica ha señalado la existencia de cierta manía oratoria, de un «gusto por la discusión y aun por las disputas» 54 en las aulas universitarias, como secuelas de la escuela

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peripatética, la cual fue muy criticada entonces, incluso por el propio Buenaventura Pascual Ferrer. La oratoria, como una vertiente importante de la prosa reflexiva, continuó representando en sus mayores exponentes a una prosa de notable calidad. Sus más significativos practicantes fueron José Agustín Caballero, Félix Varela y Remigio Cernadas (1779-1859), este último quien la dotó acaso de su mayor expresividad. También se destacaron el santiaguero Félix Veranes (?-1808), el caraqueño radicado en La Habana Joaquín de Morles (1772-1842), el oriundo de Puerto Príncipe José Agustín Agüero, y el habanero Mateo Andreu (1780-1865). 1.3.4 Félix Varela, pensador y ensayista. Radicalización de las ideas filosóficas y políticas: la independencia Félix Varela (1787-1853), es el exponente más importante, junto a José María Heredia, de una segunda promoción generacional que surge dentro de la etapa, pero que desenvuelve un gesto superador durante las décadas del veinte y del treinta, como expresión de un cambio cualitativo en la proyección más radical de su pensamiento con respecto a las problemáticas esenciales de la etapa. El pensamiento de Varela expresa ya otra transición: a diferencia de Arango, Caballero y Zequeira, que encarnan la transición, en el terreno ideológico, de una economía de servicios marinero-militar a una economía plantadora y productora, de un ámbito de ideas escolásticas ya decadentes, patriarcales, donde se aprecian las supervivencias barrocas, a una actitud criticista y a una expresión neoclásica, Varela, como advierte Portuondo, 55 expresa el tránsito de un siglo XVIII, criticista y neoclásico, a un siglo XIX , apasionado y romántico. Concurrentemente Varela expresa el tránsito del reformismo —al cual lleva hasta sus últimas consecuencias en el plano filosófico y político— al independentismo. Hijo de español, como Martí, tendrá Varela la formación universitaria característica de estos años marcados por la reforma de la ense-

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ñanza y en general, dentro de este ámbito, por el reformismo filosófico de Caballero. Sin embargo, ya en 1811, Varela sustituye a su maestro, en la cátedra de filosofía, y será él quien en realidad lleva a la práctica —ayudado por el obispo Espada— la introducción de las ciencias experimentales en la educación, y quien liberará a la enseñanza de la filosofía de sus últimos bastiones escolásticos, con la utilización incluso del castellano en sus clases y libros. En el plano propiamente filosófico, se puede comprobar la asunción del eclecticismo corriente desarrollado por Caballero, en sus Instituciones de filosofía electiva (1814) y en su Elenco de 1816, donde ya se advierte la presencia no decisiva del empirismo francés y el sensualismo de Locke. Pero en sus Lecciones de filosofía (1818) y en su Miscelánea filosófica (1819), Varela va a romper todo compromiso con el escolasticismo decadente en favor del valor de la experiencia y la razón, acaso retomando también la verdadera tradición tomista, debatiéndose entonces entre el racionalismo cartesiano que sobrevalora el pensamiento y el empirismo inglés que acentúa el papel de los sentidos para el conocimiento de la realidad. Con esta última destilación, la ideología reformista de la sacarocracia criolla encontraba en el plano filosófico la expresión teórica más acorde con sus intereses clasistas, vinculados a la incorporación de las modernas corrientes de pensamiento. El cartesianismo, el sensualismo, el auge científico y el liberalismo político, son las cuatro influencias más notables de que se nutre entonces el pensamiento de Varela. En su reacción contra un escolasticismo ya degradado, continúa y supera las ideas de Feijóo, como ha demostrado Portuondo. 56 Hay que subrayar también que Varela impartió las clases de Física y Química, por donde acompañó su pensamiento filosófico con contenidos propiamente científicos. El reformismo político de Varela, presente en su pensamiento hasta 1823, puede apreciarse, por ejemplo, a través de su elogio al obispo Espada, en 1812, de José Pablo Valiente y de Fernando VII, ambos de 1818, y de Carlos IV, en 1819. Su pensamiento político evoluciona hasta un franco liberalismo, siguiendo la tendencia del refor-

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mismo constitucionalista de O’Reilly. En 1820, al producirse la restauración de la Constitución de 1812, Varela gana por oposición la cátedra de Constitución del Seminario de San Carlos. Es a partir de entonces cuando su pensamiento adquiere un perfil político más definido. En 1821 publica sus Observaciones sobre la constitución política de la monarquía española. En 1823, como diputado a las Cortes españolas, expondrá la necesidad de un gobierno local, se pronunciará por la abolición de la esclavitud con indemnización, y pedirá el reconocimiento por parte de España de las repúblicas independientes hispanoamericanas. Hasta aquí llega la expresión más radical del reformismo de Varela. Ese mismo año, aún estando en España, es restaurado el absolutismo por Fernando VII, por lo que tiene que huir a los Estados Unidos al ser condenado a muerte por constitucionalista. Si Varela había arribado en 1823 al máximo límite de radicalismo político posible dentro del reformismo, esta circunstancia política regresiva, y la convicción emanada directamente de la misma, es decir la imposibilidad de obtener bajo las condiciones coloniales el desarrollo político y económico de Cuba, propician la rápida radicalización de su ideario político hacia posiciones independentistas, las cuales expondrá desde las páginas de su importante periódico El Habanero, fundado en Filadelfia en 1824. En El Habanero desarrolla Varela un apasionado pero coherente ideario independentista, exponente ya, junto a la poesía herediana, de una definida conciencia de nacionalidad. Este pensamiento será, hasta el inicio de nuestra primera guerra de independencia en 1868 y, sobre todo, hasta la prédica revolucionaria de José Martí, la expresión más alta, tanto en un plano político como ético, de nuestra nacionalidad en proceso de formación histórica, así como la expresión de un patriotismo definitivamente cubano. En este sentido, el ideario presente en El Habanero, no sólo afirmará el derecho y la necesidad de la independencia de Cuba sino que la valorará dentro de una perspectiva no estrictamente nacional, pues, por un lado, Varela relacionará la independencia de Cuba con el proceso independentista hispanoamericano, e incluso hablará de

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«que el amor de la independencia es inextinguible en los americanos», y, por otro, se opondrá en numerosos artículos a cualquier intromisión o intervención extranjera para propiciar o realizar la independencia de Cuba, partiendo del criterio de que ésta debe ser propiciada y realizada por los propios cubanos, oponiéndose aquí, además, a cualquier manifestación anexionista. En Varela encontramos, pues, los gérmenes del ideario anticolonial y antianexionista martianos, además de una fuente ética, filosófica y política del concepto de «patria» que alcanzará su plenitud ideológica en Martí. A propósito de la obra literaria de Varela, como expresión de la etapa, la crítica ha aislado, atendiendo a la presencia de valores literarios significativos, su Miscelánea filosófica (1819), sus artículos de El Habanero (1824-1826), calificado como «Papel político, científico y literario», y sus Cartas a Elpidio, sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo, en sus relaciones con la sociedad (1835, 1838), así como se ha referido a su calidad como orador y a sus ideas estéticas. Para el crítico Salvador Arias, Varela es «quizás el primer pensador cubano que se plantea una estética, muy dentro de los principios racionalistas neoclásicos, con algún ocasional atisbo romántico». 57 En efecto, tal y como ha demostrado la crítica, Varela se mantiene en sus juicios estéticos dentro de la estética neoclásica. Su línea de pensamiento en este sentido partirá del concepto de mímesis aristotélico, retomado por Boileau y posteriormente por el neoclásico Ignacio Luzán. El arte como imitación —no copia— de la naturaleza, la razón como moderadora del gusto, el rechazo a lo barroco, la búsqueda de claridad y sencillez, la importancia social y el sentido didáctico de la literatura, son algunos de los contenidos de sus ideas estéticas. Si se pronuncia por la «naturalidad del pensamiento y la libertad de la imaginación», se pronuncia también por el conocimiento técnico y la reelaboración formal. Una idea muy insistente en su estética es la necesidad de «encubrir», «disimular» el arte. En sus «Apuntes filosóficos sobre la dirección del espíritu humano», de su Miscelánea filosófica, Varela plantea que «El buen gusto literario tiene sus fundamentos en la na-

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turaleza […] Se adquiere y rectifica por estudio, por la práctica y la imitación de los buenos modelos, consiguiendo de este modo la delicadeza y corrección que son sus principales propiedades», juicio que revela la ascendencia neoclásica de su estética. Sin embargo, como observa Salvador Arias: «Racionalista de fina sensibilidad, la misma lógica de su pensamiento lo lleva a superar en ocasiones la estética neoclásica, a pesar que prefería a autores como Iriarte y Meléndez, detestaba a Rousseau y, al parecer, desconocía a otros autores prerrománticos (o románticos).»58 Esto se aprecia en la existencia de algunos criterios estéticos de franco carácter histórico y dialéctico, sobre todo cuando critica la tiranía de las «reglas». Asimismo, como aprecia Arias, Varela valoró muy positivamente la música romántica. Un juicio muy interesante que lo acerca al pensamiento estético martiano lo encontramos cuando Varela discurre sobre la necesidad del arte; dice: Muchos critican como inútiles las investigaciones de las bellas artes, creyendo que los pintores, y los demás que cultivaban el bello gusto, no producen en la sociedad bienes algunos antes bien la imperfección excitándola a frívolos placeres. Este es el mayor de los errores, pues basta considerar la misma constitución de la naturaleza humana, para desengañarse que sin esos atractivos aún la palabra útil, tan aplicada a otros objetos, disminuiría mucho en su valor respecto a los hombres. Aquí Varela parece consolar al escéptico autor del poema «El gusto del día», Manuel de Zequeira, a la vez que reafirma los versos de Rubalcava: Lo útil y lo dulce encadenando, / al lector instruyendo y deleitando. Pero lo que era en estos autores intuición poética —recordemos a propósito los versos inaugurales y el sentido del soneto de Rubalcava «A Nise bordando un ramillete»: No es la necesidad tan solamente / inventora suprema de las cosas—, o expresión aislada de juicios estéticos, se convierte en Varela en la expresión consciente de una perspectiva

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estética. Por otro lado tuvo también Varela la noción de la importancia social de la literatura, y es significativo que realice en Nueva York la primera edición de las poesías de Manuel de Zequeira en 1829. Pero donde sobresale el aporte verdaderamente creador de Varela a nuestra literatura es en su expresión ensayística. Portuondo lo considera «el primero de nuestros ensayistas», 59 y acaso en exagerado juicio —pero ya por ello mismo revelador del efecto que puede producir la lectura de los ensayos valerianos— el crítico lo distingue como el mejor ensayista en lengua española hasta la aparición de Ortega y Gasset… Por otro lado, Arias advierte en sus ensayos «cierto sorprendente aire de contemporaneidad».60 En sentido general la crítica ha apreciado una variación en la expresión ensayística de Varela, al considerar su Miscelánea filosófica como la muestra más depurada de su prosa, ejemplo de un estilo de «apasionada sobriedad»; 61 sus artículos de El Habanero, como la expresión de su estilo más personal; y, finalmente, ha notado en sus Cartas a Elpidio como un regreso al tono de su Miscelánea filosófica. Es conocido que su Miscelánea… tuvo por origen una razón netamente pedagógica, y que significó el intento de expresar sus lecciones filosóficas en una forma más clara, más sencilla, de mayor transparencia comunicativa; esa intención tuvo que influir en la calidad de su prosa, es decir, en la adopción de una forma estilística determinada. Pero, además, el estilo vareliano tiene siempre como una manera de desolemnizar lo que va exponiendo. Repárese en que Varela le había dedicado la octava lección de sus Lecciones de filosofía a la crítica de la «pedantería» intelectual. Y recuérdese que aboga por la sencillez —que disimula al arte, pero lo supone—, por la claridad —que encubre a la razón, pero la contiene—, y que se pronuncia a favor de las «frases naturales y sencillas». Esa naturalidad y sencillez, dentro de una obra escrita siempre con una intención didáctica, va a adecuarse a una exposición regida por la lógica y la razón, de ahí entonces que se pueda apreciar cierta contención, cierta sobriedad en lo afectivo. Pero sucede también que Varela es capaz de crear así un

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verdadero estilo de pensamiento, donde, con una conciente intención y acaso por una natural disposición para asimilar el conocimiento como una vivencia entrañable, éste es interiorizado y devuelto a través de una personal expresión estilística. Ya advertía Arias que en Varela «la praxis se impone siempre a cualquier escarceo teórico», 62 de ahí que ofrezca el conocimiento como un hecho vivo, lo cual ayuda a acentuar aquel «sorprendente aire de contemporaneidad» que notaba el crítico. La referida sobriedad o mesura estilística de su Miscelánea…, propia de una prosa de linaje neoclásico, va a conocer de una notable variación en sus artículos de El Habanero. Adviértase que quien redacta ese periódico es un cubano condenado a muerte por el despotismo colonial, que, como Heredia, está obligado a vivir lejos de su patria, y que ha conocido una vertiginosa radicalización política que lo ha alejado de sus posiciones reformistas para encarnar un ideario independentista, por donde Varela ha establecido una ruptura con los límites de su pensamiento anterior. Incluso esos artículos son redactados mientras Varela conoce que el gobierno colonial ha enviado a un asesino a sueldo a ultimarlo. Así, pues, en Varela, como en Heredia, el destino personal se confunde con el destino de la patria. Pero ya la patria de Varela no será la patria de Arango, de Caballero y Zequeira, será la patria de Martí. De ahí también que, incluso en un plano ideológico, muchas de sus ideas no hayan perdido vigencia, lo que refuerza aquella «contemporaneidad» de su expresión ensayística. Indudablemente todas estas razones determinan la presencia de un pathos, de un sentimiento que acentúa la intensidad de su prosa neoclásica, desbordándola a veces hacia una expresión casi romántica, intensidad que se refuerza además por una necesidad de comunicación mayor que la que motivó su Miscelánea filosófica. La crítica ha destacado muchos de los valores estilísticos de la prosa de El Habanero: peculiar uso de los signos de puntuación: tendencia a la expresión sintética y emotiva; utilización de la ironía; y reiterado empleo de giros coloquiales, cercanos a la inmediatez del habla, acom-

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pañados por una captación estilística del habla cubana —así como del «habla» cervantina, española, universal—, sobre todo, por la presencia de frases y giros populares a través de los cuales Varela le concede un alto valor a la experiencia sintetizada en sentencias. Todas estas características de su prosa coadyuvan a dotar de una original personalidad a su expresión ensayística. Varela, en realidad, transita así de un estilo de lo criollo a un estilo de lo cubano, e inicia, junto con Heredia, toda una poderosa vertiente de nuestra literatura: la imagen de la patria desde la lejanía, la llamada literatura del destierro. También sentirá Varela, como Heredia, el frío espiritual del exilio, y le confesará en una carta a otro gran desterrado, José Antonio Saco: En estos silenciosos momentos a través de las tinieblas que cubren la helada naturaleza, mi activa imaginación sólo me presenta esqueletos vegetales, aguas empedernidas, animales casi yertos, montes de nieve y llanuras desoladas. Pero ya un grato recuerdo [sic] de esta región de inercia y me trasborda al vergel de las Antillas, donde todo está animado. Las circunstancias y las razones que van a motivar la redacción de sus Cartas a Elpidio, sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo, en sus relaciones con la sociedad, de las cuales alcanzó a publicar dos tomos, uno de 1835 y el otro en 1838, en Nueva York, serán muy diferentes de las que incidieron en la redacción de El Habanero. En primer lugar Varela llega a comprender la imposibilidad inmediata de la independencia de Cuba, por lo que se decide entonces a influir sobre sus compatriotas a través, ya no del apasionado panfleto político, sino de una intención didáctica muy definida, que ayude a la formación de una conciencia ética de valores trascendentes; vuelve Varela a sus «lecciones», ahora más éticas que filosóficas. Portuondo ha caracterizado el tono de esta obra al aludir a «la urgencia del diálogo de la que son hijas las Cartas a Elpidio. La epístola fue siempre un intento de diálogo a distancia, es el esfuerzo desespera-

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do del monólogo por superar su esencial soledad.»63 La presencia de un tono ensayístico, el desenvolvimiento de un estilo personal, son en cierta medida explicados por el propio Varela cuando, ante la falta de repercusión social de su obra, le confiesa en 1839 a José de la Luz y Caballero que sus Cartas a Elpidio «contienen mis ideas, mi carácter, y puedo decir que toda mi alma», y en romántica declaración sentencia: «Yo soy mi mundo, mi corazón es mi amigo, y Dios mi esperanza.» El último párrafo del primer tomo de sus Cartas… es muy significativo al respecto por ser una muestra elocuente del tono literario empleado, de la recurrente y conmovedora literatura del destierro, y de su explícita intención ética trascendente; dice Varela: Para concluir tengo una súplica que hacerte. No ignoras que «circunstancias inevitables me separan PARA SIEMPRE de mi patria»; sabes también que la juventud a quien consagré en otro tiempo mis desvelos me conserva en su memoria, y dícenme que la naciente no oye con indiferencia mi nom-

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bre. Diles que ellos son la dulce esperanza de la patria, y que no hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad. La obra y el pensamiento de Félix Varela se nos revelan, junto a la poesía de José María Heredia, como la muestra más definida hasta entonces de la formación de una conciencia de nacionalidad en nuestra literatura. Quien transitó de un ideario reformista al independentismo; de una expresión netamente neoclásica a otra de innegables barruntos de romanticismo; de una conciencia de la patria en sí a una conciencia de la patria para sí; de un estilo de lo criollo a un estilo de lo cubano; de la patria de Arango, Caballero y Zequeira, a la patria de Martí; y quien creó nuestro primer periodismo revolucionario, y nuestra primera expresión ensayística original, y desenvolvió por primera vez un pensamiento realmente independiente, antecedente en muchos aspectos del pensamiento martiano, mereció efectivamente el juicio de José de la Luz y Caballero, cuando expresó «pues mientras se piense en la isla de Cuba, se pensará en quien nos enseñó primero a pensar».

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1.4 CARACTERIZACIÓN GENERAL DE LA ETAPA Antes de 1790, el desarrollo precario, intermitente, solitario, de algunas manifestaciones literarias —poesía, teatro— u otras que usurpaban ese carácter —prosa histórica, oratoria—, en una sociedad colonial donde los medios para la expresión de tales géneros no existían o no se utilizaban para ese fin —inexistencia de teatros estables, de periódicos, de impresiones, de crítica, y, por consiguiente, la ausencia de una conciencia social del hecho literario—, caracterizaban dramáticamente el estado de nuestra literatura. Luego de 1790, la precariedad propia de lo naciente, aún informe y dado a la confusión genérica, a la indistinción de funciones, en un ejercicio literario sin tradición significativa anterior, caracterizará asimismo el desarrollo de nuestro primer proceso literario con viabilidad social, es decir lo que se ha llamado el proceso de institucionalización literaria. ¿Cuál era entonces nuestra tradición literaria? Considerando uno solo de nuestros dos componentes étnicos y culturales, esa tradición consistía en la literatura española. Ahora bien, en una sociedad colonial, donde aún no había cristalizado una conciencia de nacionalidad, esa tradición solía asumirse a través de la permanencia imitativa, mecánica, externa, de los modelos metropolitanos. Pero ello, además, se realizaba por una exigua minoría ilustrada para la cual, incluso, la práctica literaria no estaba en última instancia prestigiada por un pleno reconocimiento social, de ahí su carácter ancilar, su hechura

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colateral y ocasional, de ahí la reticencia a exponer socialmente la paternidad literaria y su consiguiente tendencia al enmascaramiento —profusión de seudónimos, anonimato—, donde la literatura, más que por ella misma, sólo parecía poder justificar su existencia subordinada a otras realidades, es decir sólo si cumplía una utilidad social directa e inmediata. Así pues la literatura surgida a partir de 1790 comenzó justificando su personalidad social asumiéndose como un medio al servicio de diferentes problemáticas y urgencias extraliterarias, y no sólo porque dichas problemáticas y urgencias sociales no fueran susceptibles de soportar una recreación literaria genuina, sino porque, al faltar una tradición natural de continuidad, al no surgir como el resultado orgánico de un proceso anterior —sino como su prolongación colonial, dependiente, deformada, hasta cierto punto artificial—, la literatura acentuaba excesivamente su función instrumental, su noción de servicio, y se preocupaba más por su deber ser, que por su ser, acaso, en sus figuras cimeras, por la intuición profunda de que su ser actual no se avenía con sus necesidades reales de expresión. Pero, por si fuera poco, esa literatura asumía, apenas sin mediaciones, un estilo, un mundo referencial no nacido de su propia realidad en proceso de conformación histórica. La tradición creadora encarnaba una proyección hacia el futuro, era una nostalgia porvenirista, una utopía,

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un deber ser incesante, o, como advirtió Lezama Lima, nuestra tradición era lo desconocido. Mas, por otra parte, sus vínculos con la tradición anterior eran insoslayables, y lo anterior era paradójicamente lo que motivaba la vocación de ruptura, lo que se debía negar y superar, lo anterior era lo que impelía al cambio, por donde resultaba que más que la continuidad era la discontinuidad la única opción válida, de ahí el carácter transicional, la cualidad de proceso incesante, que caracterizan a esta literatura ávida de apropiarse de un ser que era sentido como carencia presente, como posibilidad futura. Esa ascendencia de la tradición anterior, en el terreno de la práctica literaria, introducía, empero, toda una serie de problemáticas e implicaba todo un conjunto de limitaciones. Por ejemplo, la literatura surgida a partir de 1790 se desarrolló dentro de una norma literaria —la neoclásica—, por un lado heredada, por otro ya ella misma agotada: repárese en que la literatura neoclásica en Cuba se desarrolla cuando ya en la metrópoli aquella comienza a encarnar una prolongación retórica, es decir cuando ya eran apreciables los síntomas de cambio, de transición, hacia una nueva norma que terminaría por imponerse, la romántica, mas ello como resultado de un lento, orgánico, natural proceso, y no, como sucedió a la postre en Cuba y en Hispanoamérica, como una fatalidad y con una vertiginosidad extraordinaria. En definitiva, la literatura neoclásica en Cuba era una literatura colonial, dependiente, que necesitaba, para afirmarse plenamente, de la negación y superación de esa dependencia, factor este sólo posible como resultado de un cambio no literario sino político, económico y social. De ahí que la historia de nuestra literatura a partir de 1790 constituya la historia del proceso de formación y cristalización de una conciencia nacional, de ahí, además, que en ocasiones la problemática puramente literaria quede relegada a un segundo plano frente a la problemática más vital de la búsqueda de nuestra expresión y ser histórico nacional, y que precisamente la literatura alcance valores relevantes cuando sea expresión de ese anhelo de conformación de una conciencia nacional.

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Una literatura en germen, precaria, escindida entre su ser y su deber ser ¿no tenía que propiciar, convivir, soportar a una crítica igualmente precaria? Y eran además una literatura y una crítica neoclásicas, deudoras de todo lo que significó para el siglo XVIII español dicha perspectiva estética, es decir una literatura y una crítica francamente menores frente al fenómeno literario anterior, ante la norma literaria del barroco de los Siglos de Oro, a la cual sucedieron y contra la cual reaccionaron. Pero la negación a ultranza del barroco condujo a conformar un arte construido no sólo a partir de no reproducir los defectos, los excesos, los amaneramientos culteranos de una retórica barroca ya vacía de significado, de impulso dinámico y creador, sino también de no asimilar sus virtudes. Entonces tanto la literatura como la crítica buscan más moralizar que conmover, razonar que sentir, enseñar que expresar, ilustrar que recrear. Las perspectivas neoclásicas alcanzan tal grado de destilación racional del fenómeno literario, llegan a ser tan absolutas, que terminan por propiciar el mayor relativismo crítico, al acceder a una generalización metafísica, divorciada del fenómeno literario vivo, por donde los principios críticos pudieran ser aplicados negativamente a cualquier manifestación literaria. Se hace crítica no de los valores intrínsecos de la obra literaria, y se aplica una severa preceptiva, estática e inmutable como un dogma. Como toda empresa excesivamente racional —detentadora por lo demás de un racionalismo relativo, en aquel entonces mecanicista y metafísico, expresión de los límites históricos de penetración cognoscitiva de la realidad— el arte terminó por descansar en el propio ejercicio práctico de la razón y de la lógica, o, en su vertiente prosaísta, en la ilustración de la historia, y no en sus resultados o conquistas independientes. La crítica llegó a convertirse en un «a priori» absoluto y la literatura conoció una de sus etapas más desalentadoras desde el punto de vista de la creación literaria. Se esgrimían modelos que en realidad sólo lo podían ser dentro de una concepción estrecha, cerrada, deformada del hecho literario; modelos que no eran ejemplos de plenitud creadora sino de todo lo contrario, de una

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intensificación unilateral de ciertos principios. Incluso se llegó por esa vía a conformar un gusto literario que aprendió a recepcionar estéticamente los convencionalismos neoclásicos y a negar los aportes verdaderamente perdurables del barroco. Como prolongación de un sistema de pensamiento no dialéctico, sino metafísico, se instauraron normas inmutables de buen gusto, de deber ser estético, realizándose además una interpretación interesada, superficial y caprichosa de ciertos principios de las poéticas de Aristóteles y Horacio. De ahí que sea tan importante en esta etapa de nuestra literatura detenerse en la valoración de las contradicciones entre lo artificial y lo creador, lo convencional y lo original, entre la continuidad y la discontinuidad, y deban apreciarse siempre los síntomas de cambio, transición, proceso, evolución o ruptura, sin dejar por ello de comprender y valorar a esta literatura dentro de las limitaciones objetivas de su momento histórico. No obstante lo anterior, la asunción de una crítica y una literatura neoclásicas implicó el inicio de un proceso de búsqueda de nuestra expresión y un proceso de conformación de un pensamiento que a la vez que se imbricaba con-

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tradictoriamente con una determinada tradición literaria, comenzaba a asumir una perspectiva literaria acorde con nuestra realidad. De ahí que el proceso de formación de una conciencia nacional se expresa en la literatura como un proceso de afirmación de determinados valores económicos, políticos, filosóficos, éticos, religiosos y sociales, los cuales propiciaron la fijación de importantes motivos poéticos y culturales que fueron conformando una tradición literaria propia. No hay que insistir demasiado en que fue a través del ideario reformista, con sus límites, complejidades y contradicciones, que se consolidó, por primera vez en nuestra historia, un movimiento ideológico de notable conherencia y con innegables rasgos criollos distintivos con relación a la metrópoli. Figuras como Manuel de Zequeira, Manuel Justo Rubalcava, José Agustín Caballero, Francisco de Arango y Parreño y como excepción dentro de este grupo la formidable radicalización de Félix Varela, entre otros, demuestran que una literatura y un pensamiento definidamente criollos pudieron expresar el tránsito hacia una apreciable conciencia de nacionalidad.

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NOTAS

(Primera Etapa) 1

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Cintio Vitier: ob. cit., tomo I, p. 9.

15

Ob. cit., Tomo I, p. 8.

16

Rine Leal: La selva oscura. (Historia del teatro cubano desde sus orígenes hasta 1868.). Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, tomo I.

17

Guillermo Sánchez Martínez: «Comienzos del arte escenográfico en Cuba», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, XVII (2): 99-118, mayo-agosto, 1975.

18

Por ejemplo: «Elegir con discreción y amante privilegiado», del poeta habanero Miguel González; «El cortejo subteniente, el marido más paciente, la dama impertinente», de Buenaventura Pascual Ferrer, obras estrenadas en 1792 y 1790, respectivamente. Hay además otras anónimas, citadas por Rine Leal en La selva oscura (ob. cit.).

19

Consúltese Fina García Marruz: «Obras de teatro representadas en La Habana en la última década del siglo XVIII», en su Hablar de la poesía (ob. cit.), pp. 221-233.

2

Moreno Fraginals, ob. cit., p. 36.

3

Ob. cit., p. 107.

4

Ob. cit., p. 24.

5

Ob. cit., p. 61.

6

Ob. cit., p. 63.

7

José Antonio Portuondo: Capítulos de literatura cubana. «José Antonio Portuondo y la literatura cubana», por Salvador Arias. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 95.

8

Fina García Marruz: Hablar de la poesía. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 236.

9

Roberto Friol: «Los cuentos del Papel Periódico», en Revista de la Biblioteca Nacional «José Martí». La Habana, XVI (1): 11-134, enero-abril, 1974.

10

Emilio Roig de Leuchsenring: «Manuel de Zequeira y Arango», en su La literatura costumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX. Los escritores. Cuaderno Revolucionario, Consejo Provincial de Cultura de La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, La Habana, 1962, tomo IV, pp. 7-18.

20

«Desbarros de Covarrubias y feria de Candelaria» (1804), «Las tertulias de La Habana» (1814), «La Feria de Carraguao» (1815), «Este sí que es chasco» (1816), «Los velorios de La Habana» (1818), entre otros títulos citados por Rine Leal en su La selva oscura (ed. cit.).

11

En Santiago de Cuba, El Eco Cubense, fundado por Manuel Pérez y Ramírez; en La Habana, El Hablador, Voz de la Razón, El Lince, Censor Universal y Tertulia de las Damas, entre otros.

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12

Antonio Bachiller y Morales: Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la isla de Cuba. Con introducción de Francisco González del Valle y biografía del autor por Vidal Morales y Morales. Cultural, La Habana, 1936-1937, tomo II, p. 217.

La poesía bucólica y satírica de José Iglesias de la Costa, la anacreóntica de Juan Meléndez Valdés, la prosaísta y patriótica de Manuel José Quintana y Juan Nicasio Gallego, la sentimental de Nicasio Álvarez de Cienfuegos, la de los fabulistas Félix María de Samaniego y de Tomás de Iriarte, y la de Gaspar Melchor de Jovellanos, Nicolás y Leandro Fernández Moratín, José Cadalso y Vázquez, entre otros.

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Incluso es muy significativo al respecto la abundante poesía patriótica argentina publicada entre los años de 1806 y 1808, con motivo de la derrota de la invasión inglesa, donde sobresale el sentimiento patriótico, con muchos matices de una cierta conciencia de nacionalidad, de Vicente López Planes; proble-

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Manuel Moreno Fraginals: El ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar. Editorial Ciencias Sociales, Ciudad de La Habana, 1978, Tomo I, p. 72.

Cintio Vitier: La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano. Prólogo y selección de Cintio Vitier. Biblioteca Nacional José Martí, Departamento Colección Cubana, 1968-1974, tomo I, p. 8.

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mática también reflejada por la poesía en Cuba cuando la toma de La Habana por los ingleses.

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23

Pedro Henríquez Ureña: Ensayos. Casa de las Américas, La Habana, 1973, p. 132.

24

Consúltese a propósito: Mariano Picón-Salas: De la conquista a la independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana. Fondo de Cultura Económica, México, 1975.

25

Enrique Saínz: «Acercamiento a la poesía de Manuel de Zequeira», en Santiago. Universidad de Oriente, (58): 176, junio, 1985.

26

Idem.

27

Ob. cit., p. 182.

28

Fina García Marruz: ob. cit., pp. 274-279.

29

Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Instituto del Libro, La Habana, 1970, pp. 49-50.

30

Enrique Saínz: ob. cit., p. 200.

31

Enrique Saínz: «Introducción», en Poesías de Manuel de Zequeira y Arango y Manuel Justo Rubalcava. Selección y prólogo de […]. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1984, p. 21.

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Junto a los hermanos Antonio y Agustín Fernández Arsila quienes pertenecieron más bien a la época anterior, según Calcagno, Trelles y otras fuentes, pueden relacionarse, para dar el tono de la llamada «manía de versar», a los poetas santiagueros Prudencio Hechevarría y O’Gavan (1796-1846) e Isidro Limonta; al santaclareño Mariano José Alva y Monteagudo (1761-1800); al oriundo de Puerto Príncipe, Félix Caballero (¿-1838); al matancero Pedro J. del Sol (1777-1858); y a los habaneros —si no se demuestra lo contrario— Lescano, el mestizo Manuel González Sotolongo, Isidro Limonta, Juan Ignacio Randón (1761-1836), José Policarpo Valdés (1807-?), Manuel del Sacramento Urrutia, Mariano del Rey Aguirre, Juan París, Juan M. Alderete, Manuel de Acosta y Casanova, Hilario Arroyo, José Francisco Isla, entre otros; también el dominicano de origen Esteban Pichardo y Tapica (1799-?), y los españoles Manuel Gómez Avellaneda (1800-1831) y Félix Caballero y Ontiveros; y ya se ha mencionado, a propósito de su labor como publicista, al guatemalteco Simón Bergaño y Villegas.

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Manuel Moreno Fraginals: ob. cit., p. 59.

45

Es de notar que Arango anticipa la obra de Manuel de Salas, El estado de la agricultura, industria y comercio del reino de Chile (1796), y aun a la Representación de los labradores de Buenos Aires (1793) inspirada por Belgrano, en 1793, y a la Representación de los hacendados del Río de la Plata (1810), de Mariano Moreno en 1810.

32

Ob. cit., p. 22.

33

Consúltese por ejemplo: Hablar de la poesía (Fina García Marruz: ob. cit., pp. 245-248) y José Lezama Lima: «Prólogo a una antología», en su La cantidad hechizada. UNEAC, La Habana, 1970, pp. 229-230.

46

Manuel Moreno Fraginals: ob. cit., p. 77.

34

Fina García Marruz: ob. cit., pp. 248-264.

47

Ob. cit., p. 78. (Los subrayados son nuestros.)

35

Marcelino Menéndez y Pelayo: Historia de la poesía hispanoamericana. Librería general de Victoriano Suárez, Madrid, 1913, Volumen I, p. 225.

48

Idem.

49

Olivia Miranda: «El pensamiento político y social de José A. Caballero», en Universidad de La Habana. Ciudad de La Habana, (216): 125, enero-abril, 1982.

50

Enrique Saínz: «Apuntes acerca de las ideas reformistas de José Agustín Caballero», en Anuario L/L. La Habana, (12-13); 9, 1981-1982.

51

Sobre la estancia de Valdés en Argentina y México consúltese Hortensia Pichardo: Antonio José Valdés, ¿Historia de Cuba o historia de La Habana? Selección e introducción por […]. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1987.

52

Antonio Bachiller y Morales: ob. cit., tomo I, pp. 133-136.

53

Manuel Sanguily: Oradores de Cuba, en su Obras. A. Dorrbecker, Habana, 1925-1930, tomo III, p. 17.

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Enrique Saínz: «Introducción», en ob. cit. (1984), p. 30.

37

Fina García Marruz: ob. cit., p. 234.

38

Ob. cit., pp. 309-311.

39

Enrique Saínz: «Introducción», en ob. cit. (1984), p. 30.

40

Cintio Vitier: ob. cit (1970), pp. 50-51.

41

Ob. cit., pp. 315-323.

42

El acucioso investigador, crítico y poeta Roberto Friol, ha encontrado poemas y artículos de Manuel María Pérez y Ramírez, los cuales, cuando sean publicados, arrojarán de seguro más luz sobre la obra hasta hoy casi desconocida del poeta.

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Ob. cit., tomo III, p. 18.

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José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 123.

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Ob. cit., p. 124-128.

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Instituto de Literatura y Lingüística: Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1898. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983, p. 88. Salvador Arias: «Las ideas estéticas de Félix Varela»,

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en Universidad de La Habana. Ciudad de La Habana, (216): 140-141, enero-abril, 1982. 59

José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 122.

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Salvador Arias: ob. cit. (1982), p. 137.

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José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 122.

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Salvador Arias: ob. cit. (1982), p. 150.

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José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 146.

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2. SEGUNDA ETAPA: 1820-1868 La literatura en la etapa de formación de la conciencia nacional (desarrollo del romanticismo como corriente literaria)

2.1 VIDA CULTURAL Y PRENSA PERIÓDICA ENTRE 1820 Y 1844 2.1.1 Vida cultural Al comenzar la tercera década del siglo XIX ya los cubanos tenían hábitos de vida propios, determinados por las condiciones geográficas y el desarrollo social. Las ciudades habían adquirido perfiles arquitectónicos típicos, mezcla y derivación de otros importados, evidentes en las edificaciones militares, religiosas, de administración pública o civiles privadas. Desde finales del siglo XVIII había cuajado lo que suele llamarse el barroco cubano, atemperado a los materiales constructivos que se tenían a mano —lo cual limitó la excesiva ornamentación estructural— y las necesidades climáticas, que hicieron proliferar soportarles, patios y vitrales. 1 Así surgieron en La Habana esas logradas muestras que rodean las plazas de la Catedral y de Armas. Es en esta última donde, en 1827, se erigió el modesto monumento del Templete —para conme-

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morar el lugar en donde se fundara la ciudad— de franco estilo neoclásico, según los entonces nuevos criterios estéticos del Obispo Espada, quien mandó también a remodelar el interior de la catedral habanera. Pero pronto dicho neoclasicismo se fundirá con el barroco nativo precedente para dar ejemplos eclécticos muy notables, sobre todo en las amplias mansiones de los criollos ricos, que culminará hacia principios de la década del cuarenta con la construcción del hermoso palacio del millonario cubano Domingo Aldama, cuyos planos había supervisado su yerno, Domingo del Monte. Pero los edificios públicos del período tienden a uniformarse en un tipo de construcción maciza y fea, como la Nueva Cárcel y el teatro Tacón —ambas ya desaparecidas—, que además eran ejemplos del afán constructivo del entonces capitán general, que sembró la isla de edificios y calzadas amparadas bajo su apellido.

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Su mayor logro fue el implantar un urbanismo ya con proyección moderna, que se hace notar sobre todo en La Habana extramuros, con su conocido Paseo Militar llamado, por supuesto, «de Tacón». 2 Si el romanticismo en el desarrollo arquitectónico cubano sólo dejó huellas en algunos detalles más bien ornamentales —rejas, vitrales— , en la pintura tampoco alcanzará la impronta dominante que logró en la literatura y hasta en la música durante la primera mitad del siglo XIX. Un hecho importante en esto fue la creación de la Academia de pintura de San Alejandro, bajo el patrocinio del Obispo Espada, dirigida por su protegido francés Juan Bautista Vermay (1784-1833), discípulo del famoso David, que se encontraba en La Habana desde 1815. Como pintor era completamente neoclásico, con cierta corrección bastante rígida, como lo prueban sus grandes lienzos en el Templete. Sin embargo, más allá de su arte profesional, no fue inmune al romanticismo: traduce el Hernani de Víctor Hugo y le profesa gran amistad a Heredia, quien le dedica un poema cuando el pintor muere víctima de la epidemia del cólera, suceso este último tan ligado al auge romántico entre nosotros. El resto de la pintura del período seguirá las pautas trazadas por Vermay y estará estrechamente vinculada a la clase opresora, ya fuese de manera directa (comisiones para hacer retratos, vistas de los ingenios de azúcar, de los cafetales, de las quintas familiares) o indirecta (paisajes, figuras elegantes, escenas de baile, etc.). 3 La dirección de la Academia, vacante por la muerte de Vermay, no se le otorgó al habanero Francisco Camilo Cuyás (1805-1887), de posiciones progresistas, sino a otro francés discípulo de David, Guillermo Colson. 4 Para hablar, consecuentemente, de un sentido romántico en la pintura cubana deberá esperarse a la segunda mitad del siglo. Es en la litografía, introducida en Cuba en 1822, donde puede encontrarse una vinculación más estrecha entre plásticos y literatos románticos, sobre todo por sus estrechos nexos en las empresas editoriales. La litografía que pudiéramos llamar seria estaba en manos de extranjeros, como Hipólito Garnerey (1787-1858) y

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James Gay Sawkins (1806-1879), neoclásicos que solidificaron toda una tradición, la cual superaba los grabados fantasiosos de la etapa anterior —como la serie sobre la toma de La Habana por los ingleses, realizada por Dominique Serres en 1763— y continuaba los presupuestos de las vistas de La Habana hechas por Elías Durnford entre 1764 y 1765, en donde grupos humanos, con anécdotas y en movimiento, enmarcan una panorámica de fuertes líneas horizontales, en donde el cielo ocupa un gran espacio. Así se ha dicho, por ejemplo, que la Vista de la Plaza Vieja de La Habana (c. 1824) de Garnerey es, en síntesis, «todo lo que habrá de desarrollarse después como escena costumbrista», con su capacidad para captar y desarrollar lo esencial de la escena. 5 Sobre dicho grabado Guy Pérez de Cisneros ha señalado también que «por primera vez encontramos un paralelo plástico de la emoción que tuvo el poeta Silvestre de Balboa, dos siglos antes (1609), en su Espejo de paciencia, ante el prodigio de la fruta tropical». 6 Es importante señalar cómo este primer costumbrismo en nuestra plástica se realiza casi totalmente por extranjeros, mientras que su equivalente literario es llevado a cabo por criollos. En 1827 se había fundado la Empresa Litográfica Habanera y en 1829 La Moda o Recreo Semanal del Bello Sexo comenzó a aparecer con litografías, sobre todo figurines de modas a color. Alejandro Moreau, martiniqués de origen, dibujante, grabador y geólogo, acompaña a Cirilo Villaverde en su segunda Excursión a Vueltabajo, hacia 1842, y dejó interesantes testimonios gráficos al respecto. A este mismo Moreau se le había encargado por la Sociedad Patriótica, en 1838, comprar en París prensas y materiales litográficos para un taller que se establecería en La Habana. Y en la capital gala contrató para trabajar en Cuba al grabador Federico Mialhe (1810-1881). Este último comenzará colaborando en El Plantel (1838-39) junto con el propio Moreau, y durante las décadas siguientes se convertirá en «la figura suprema del arte del grabado en los años iniciales de la litografía en Cuba». 7 Es de presumirse que en esta etapa ya comenzaran a cultivarse los grabados populares y anónimos —como las litografías en las

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cajas de tabaco— que abundarán durante la siguiente etapa. El cultivo del arte por las masas populares tendrá mucha mayor trascendencia en el campo musical, en donde la sensibilidad de ciertos grupos insulares se había refinado a partir de los finales del siglo XVIII, hasta el punto de que el viajero norteamericano A. Abbot afirmaba en 1829 que la música que se producía en la catedral de La Habana era la mejor que él jamás había escuchado. En dicho templo no se admitía en la ejecución musical a la «gente de color», que sin embargo dominaba en las orquestas de los teatros y en las que se formaban para amenizar los numerosísimos bailes que, en todos los estratos sociales, se ofrecían diariamente. En dichos bailes se introducen, junto a las españolas tradicionales, algunas danzas francesas provenientes de Haití, ya algo acriolladas, como el minué, la gavota, el passepied y, sobre todo, la contradanza. Esta última «fue adaptada con sorprendente rapidez, permaneciendo en la isla y transformándose en una contradanza cubana, cultivada por todos los compositores criollos del siglo XIX, que pasó a ser, incluso, el primer género de la música de la isla capaz de soportar triunfalmente la prueba de la exportación». 8 Es de las contradanzas de donde se derivan toda una familia de formas aún vigentes hoy día, como la clave, la criolla, la guajira —que proviene de la contradanza en 6 por 8— y la danza, la habanera y el danzón —de la de 2 por 4. Las modificaciones criollas se dan en gran medida a través de modalidades de interpretación, con gran influencia de ritmos africanos, que no pasaban al papel pautado sino al cabo de cierto tiempo: «ciertas contradanzas “gustaban más”, cuando las tocaban los pardos. Blancos y negros ejecutaban las mismas composiciones populares. Pero los negros les añadían un acento, una vitalidad, un algo no escrito, que “levantaban”.» 9 Es durante este período entre 1820 y 1844 cuando los negros y mulatos están en franca mayoría en el sector de la música profesional, aunque hagan «música blanca» —depurada de toda raíz africana pura— a la cual, sin embargo, le aportaban su peculiar sentido del ritmo. Quizás algo que pudiera aplicarse también a los poe-

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tas mulatos contemporáneos, como Plácido y Manzano. Cuando La Moda comenzó en 1829 a publicar partituras litografiadas, las piezas escogidas pertenecían a «los dos tipos de música local lo bastante considerados para que se les franqueara el umbral de las residencias burguesas: la contradanza y la canción». 10 Igual hará El Apolo Habanero, revista semanal totalmente consagrada a la música, cuyos doce números aparecieron en 1835. 11 La romanza sentimental, calcada de las que se cantaban en los salones de París y muy cercana a los trozos operáticos de Rossini, Bellini y Donizetti que entonces causaban furor en los escenarios habaneros, es una forma musical de clara estirpe romántica, muy obvia en sus textos. Madame de Staël, Chateaubriand y Lord Byron fueron grandes inspiradores de romanzas, así como también lo fueron poetas cubanos como Heredia («La lágrima de piedad») y Plácido («La Atala»).12 Como ha observado Alejo Carpentier: El hecho es que cierto romanticismo —más literario que musical— se introducía en la isla, a través de esas romanzas, que el salón habría de preferir a la arrabalera picardía de la guaracha. Ofrecían a las tocadoras de arpa un mejor lucimiento de desmayados ademanes. Pero, como ocurre siempre que se importan modas extranjeras, esas romanzas acabarían por ajustarse al ambiente, haciendo del mal du siècle languidez tropical. 13 La vida musical en La Habana y alguna otra ciudad del interior, aunque a veces languideciera por falta de actividades, por lo menos existía. En la capital el teatro Principal se había mantenido durante varias décadas en activo. Cuando hacia 1820 se produjo una crisis debido a la repetición de los mismos artistas y repertorios, la compañía de Andrés Pautret, con sus coreodramas o bailes pantomimas, vino a animar el ambiente. Presentaba títulos ambiciosos, como un Macbeth (en tres actos), Don Quijote, Julio César… En 1823 estrenó en Cuba La Fille Mal Gardée, ballet aún en el repertorio de las actua-

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les compañías de danza del país. La aparición de Rossini en el repertorio operático causó sensación, y entre 1817 y 1838 se estrenaron 29 óperas suyas, a pocos años de sus premières europeas. En pleno entusiasmo rossiniano, Manuel González del Valle incluyó una traducción de El barbero de Sevilla en su Diccionario de las musas, en 1827. Serafín Ramírez señaló el año de 1830 como decisivo para la evolución favorable de la música culta en Cuba, particularmente en La Habana, Entre las causas que estima permitieron esto, menciona en primer lugar la superación de los prejuicios que hasta entonces consideraban el oficio musical como «vil o infame, impropio de los bien nacidos», cosa que había permitido que la «gente de color» se apropiase de ello. Así se despertó tal afición, tal entusiasmo por la música, que ya entonces en sentido inverso apenas se pensaba en otra cosa que en ella, tal como sucede generalmente con todo aquello que por espacio de mucho tiempo ha estado por la fuerza atado y encerrado en estrechos límites, que si algún día logra romper las ligaduras que lo oprimen ¿quien sería capaz de volverla a su antiguo cautiverio? Como era de esperarse, todos querían tocar o cantar, cuando no hacer ambas cosas… 14 Entonces comenzaron a proliferar los profesores de música, la venta de instrumentos y partituras, las reuniones privadas donde se tocaba, cantaba o bailaba, sin sobresaltos, siempre y cuando se tuviese licencia para ello. 15 Desde 1824 existía la Sociedad Filarmónica, de ínfulas aristocráticas y dedicada más bien a ofrecer fastuosos bailes, como el que Cirilo Villaverde retrató en su Cecilia Valdés. El compositor e intérprete Raffelín estuvo vinculado a la apertura de una academia de música y baile en 1830 y otra, sólo de música, llamada Santa Cristina, en 1836; a partir de 1838 el Seminario de San Carlos estableció una clase de música. Pero la más brillante «sociedad artística y literaria» de la etapa fue la de Santa Cecilia, «el verdadero centro musical de La Habana hasta 1844», cuando cesa

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su vida en favor del Liceo Artístico y Literario que entonces comenzaba sus tareas. La construcción de nuevos teatros, como el Diorama en 1827 y el Gran Teatro de Tacón en 1838, fueron culminación del ímpetu cultural. En 1833 se había formado la primera gran compañía de ópera italiana y las nuevas obras de Bellini y Donizetti acaparaban la atención de un público que llegó a fanatizarse por determinados cantantes como la contralto Clorinda Pantanelli, cuyo debut se produjo en 1836. La aparición del teatro hablado romántico de procedencia extranjera, a la que sigue el estreno de piezas dentro de ese estilo escritas ya en Cuba —El conde Alarcos es el ejemplo más notable— y la presencia en nuestros escenarios de la bailarina austriaca Fanny Elssler, son sucesos notables que tienen amplia repercusión en la prensa diaria, la cual dedica buen espacio a críticas, apologías, disputas y anuncios referidos a acontecimientos teatrales, que prácticamente llegaron a constituirse en centros de la vida cultural del país. Dentro de la cual solían incluirse, todavía bastante indiscriminadamente, espectáculos diversos como cosmoramas, maromas, corridas de toros, ascensiones aereostáticas, recreaciones físicas, funciones ecuestres, exhibiciones de fenómenos, fieras, jugadores de mano, figuras de cera, asaltos de esgrima, teatros mecánicos, fuegos artificiales, etc. No era imposible que un «perro sabio» compartiera el mismo escenario con su violinista, ante un público ingenuo y ansioso, pero cada vez más numeroso y dispuesto a superarse en sus gustos. No debe olvidarse que toda esta actividad coincidía con el predominio de un estilo romántico, muy modificado por causas locales, pero que a partir de entonces arraigará bastante. El pianista alemán, de cierta fama internacional, Juan Federico Edelmann arribó a La Habana en 1832 y ofreció un concierto, con gran éxito, en el Teatro Principal. Decidió entonces quedarse a vivir en Cuba y fue nombrado para un cargo en la Sociedad de Santa Cecilia. Además de ofrecer conciertos y dar clases, abrió un almacén de música en 1836, que luego se convertiría en una importante casa editora. Fue considerado el «primer pianista de mérito» escucha-

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do en La Habana. 16 Otra de las facetas por la cual se recuerda a Edelmann fue por hacer sido el profesor de Manuel Saumell (1817-1870), el más importante compositor cubano del momento. Su mayor fama descansa en sus breves contradanzas para piano, sobre las cuales Alejo Carpentier ha comentado que ese conjunto de piezas, lleno de hallazgos, «trazó por vez primera el perfil exacto de lo criollo, creando un “clima” peculiar, una atmósfera melódica, armónica, rítmica, que habría de perdurar en la producción de sus continuadores». 17 Saumell rondó el círculo delmontino y por cartas contenidas en el Centón epistolario nos enteramos de su proyecto, en 1839, de realizar una «ópera cubana» sobre la novela Antonelli de José Antonio Echevarría, que acababa de ser publicada. Proyecto frustrado, sin precedentes en todo el continente americano, con él Saumell habría escrito una ópera nacionalista sólo tres años después que Glinka estrenara La vida por el zar, que había inaugurado en Rusia el nacionalismo musical. 18 La institución que siguió dominando el panorama cultural de la etapa fue la Sociedad Económica de Amigos del País, la cual durante gran parte de ese tiempo se conoció como Sociedad Patriótica. Aunque no cesó en sus empeños por propiciar el progreso científico, técnico y cultural del país, no pocas veces los intentos de algunos de sus miembros chocaron con la asfixiante política colonial impuesta por España a la isla. El incidente más sonado al respecto quizás fue el abortado proyecto de crear la Academia Cubana de Literatura en 1834, impulsado por Del Monte y Saco a contrapelo del presidente de la institución. Como se sabe, el incidente terminó con la deportación de Saco por orden de Tacón y el alejamiento de Del Monte de las labores públicas. A partir de este momento los cubanos de mayor peso en el campo cultural se apartan de las instituciones oficiales para realizar su labor de manera privada: Del Monte refuerza las tertulias en su propia casa; Luz y Caballero, Suárez y Romero, Palma, Echeverría y Villaverde se entregarán a la enseñanza. La vida cultural de la colonia comenzaba así a escindirse en dos vertientes que cada vez irán separándose más. Fren-

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te a la cultura oficial, hispánica, se irá desarrollando otra en donde los criollos llevan la voz cantante. Los versos de Heredia, la contradanza cubana, el pensamiento ético de un Varela y un Luz y Caballero, El conde Alarcos de Milanés, los incisivos análisis sociales y económicos de Saco, entre otras muchas muestras, van conformando una tradición que los nativos de la isla sienten con orgullo como propia y valiosa. Las costumbres nativas se describen y exaltan: se come, se bebe, se viste y se habla distinto que en la península, como distintos son la naturaleza y el clima. Lo criollo gana en concreción y profundidad, y Cuba va siendo cada vez en mayor medida algo más que una isla perteneciente a la corona hispánica. 2.1.2 El segundo período de libertad de imprenta: 1820-1823 Para comprender el verdadero significado que tuvo para Cuba el restablecimiento en 1820 de la Constitución liberal es necesario apreciar, en su fragilidad interna, la realidad político-social que prevalecía, en el país. A pesar de las duras condiciones que impuso el absolutismo en la Península, la Isla había disfrutado de ciertas libertades económicas y la preponderante influencia de los hacendados criollos, encabezados por Francisco de Arango y Parreño, en sus asuntos internos. Las autoridades coloniales de la Isla —en especial, el intendente de Hacienda Alejandro Ramírez— habían impulsado un vasto programa de reformas económicas y de renovación intelectual —fundación de cátedras especializadas de Economía Política, Botánica, Química, Filosofía, entre otras, y primeros intentos de modernización de la enseñanza primaria—; precisamente en esos años la Sociedad Económica edita la «Ley Agraria» de Jovellanos con notas referidas a los problemas económicos de Cuba, del licenciado Justo Vélez, profesor de Economía Política en el Seminario de San Carlos; desde su cátedra de Filosofía en el propio Seminario, el presbítero Félix Varela inicia además una soterrada y fructífera labor de renovación del espíritu nacional.

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En el tenso equilibrio de intereses que constituía la relación de los hacendados productores, mayoritariamente criollos, y los comerciantes urbanos, en su mayoría peninsulares, el intendente Ramírez se inclinó a favor de los primeros con medidas económicas como la supresión del estanco del tabaco, la libertad de comercio y un control más severo de las aduanas, tendiente a evitar el contrabando. De esta manera los ingresos habituales de la corona crecieron y la satisfacción del Rey —que necesitaba la Isla como retaguardia militar en su guerra contra los independentistas del Sur— propiciaba la buena marcha de las iniciativas locales. Por otra parte, la influencia de Arango y Parreño en Madrid era considerable debido a su alto cargo como consejero perpetuo de Indias; sus gestiones a favor de un gobierno local autónomo no eran sino la expresión política de una realidad incuestionable: la acción preponderante de los hacendados criollos en los asuntos del país. Cuando en 1820 Fernando VII tiene que reconocer nuevamente la Constitución, la mayoría de los peninsulares residentes en Cuba, aunque no eran realmente liberales, la acogen como una posibilidad de acción para restablecer su hegemonía en el país; el decreto de libertad de imprenta que le sigue es utilizado inmediatamente para atacar a quienes habían iniciado ese proceso de reformas —vinculados por sus cargos, o sus relaciones de influencia, con el régimen absolutista—, en específico, Ramírez y Arango. La posición de los hacendados y, en general, de la alta clase criolla es contradictoria; son hombres de ideas liberales aunque adictos a España, autonomistas defraudados por la política antiamericana de las Cortes en el primer período constitucional y escuchados, sin embargo, en algunas demandas importantes por el gobierno absolutista. Para el historiador Sergio Aguirre, este breve período —en el que finalmente predominan las ansias independentistas— se caracteriza por la pérdida momentánea del liderazgo histórico de la burguesía criolla y su traspaso a las capas medias del país.19 La libertad de imprenta permite la abierta circulación de ideas que antes sembrara en su prédica académica Félix Varela —quien se desempeñará ahora como profesor

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de la cátedra de Constitución del propio Seminario y sus lecciones serán ya, por tanto, francamente políticas—; el debate acalorado y necesario sobre los destinos de la Isla y la lucha abierta entre «piñeristas» (peninsulares) y criollos definirán aún más los perfiles de la nacionalidad y radicalizarán el espíritu liberal de las capas medias. La súbita aparición de decenas de papeles públicos estará marcada desde un inicio por propósitos diferenciados, el servicio a intereses locales o contra esos intereses, la radicalización de las concepciones liberales o su manipulación conservadora, lucha de ideas que no siempre se expresará de manera diáfana y que en ocasiones será solo el pretexto para ambiciones menores, pero que generará periódicos cuya fugaz vida será significativa en la historia nacional. Surgirán también en estos años papeles públicos de modestas pretensiones, que sin precipitarse en polémicas estériles —que de alguna manera podrían ofrecer a sus editores ganancias seguras— o en ataques de índole personal, ejercían sin embargo un periodismo costumbrista y crítico, en ocasiones satírico, que evidenciaba una preocupación cívica de los habaneros por su ciudad. Entre éstos, con características propias cada uno, podrían mencionarse El Mosquito (1820), El Tío Bartolo (1820-1821), cuyo título rememora un personaje del célebre Covarrubias, y La Mosca (1820), dirigido por el argentino José A. Miralla. Entre los periódicos de línea conservadora —aunque usufructuarios de un lenguaje liberal—, contrarios a los intereses criollos, se destacan por su intransigencia El Español Libre (1822-[1823]) y El Amigo de la Constitución (1821-1823). Pero detengámonos sobre todo en aquellos periódicos de mayores pretensiones, exponentes del pensamiento liberal criollo; éstos son principalmente El Argos (1820-1821) y El Revisor Político y Literario (1823-?). Todos ellos publicarán poesías de autores generalmente menores —con la excepción de El Revisor…, que incluye, entre otros, versos de José María Heredia—, algunas traducciones, artículos de crítica literaria de indecisa filiación romántica; también insertarán artículos de divulgación científica —según se afirma, El

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Argos fue el primer periódico científico de Cuba—, tanto respecto a las ciencias naturales como a las hoy llamadas ciencias sociales, la economía política sobre todo y la filosofía, ésta incluida generalmente en la sección de Literatura, aunque siempre y cualquiera que fuese la materia, con intenciones prácticas; pero estos periódicos son esencialmente políticos —primeros síntomas, según advierte Sergio Aguirre, de una incipiente proyección nacional 20— y los elocuentes discursos liberales, anticlericales, económicos o filosóficos, sus medianos poemas y su interés por la Química o la Física expresan, principalmente, una madurez nacional inusitada: los habaneros, criollos, americanos o patricios, como solían llamarse a sí mismos, hablaban y discutían en voz alta, como no lo habían hecho antes, sobre el futuro del país y si decidían continuar unidos a la metrópoli —no como colonia, sino como provincia, con iguales derechos cívicos— era en tanto ello los beneficiara; es decir, de hecho, había una elección y un implícito reconocimiento de la validez de otras decisiones. En el espectro de periódicos aparecidos —y desaparecidos— en esos años, El Argos ocupa un lugar singular. Editado por el colombiano José Fernández Madrid y el argentino José Antonio Miralla, constituyó una ventana abierta a América. En él aparecían con frecuencia noticias comentadas de la guerra de independencia; no obstante, es cierto que los periódicos de la época —incluido éste— no abogaban por la independiencia de Cuba, pero los vehementes artículos de Fernández Madrid desbrozan al menos ese camino; baste citar el titulado «¿Podremos ser libres? ¿Lo permiten nuestras luces y nuestras costumbres?», aparecido el 30 de julio de 1820, en el que, con inocultable orgullo americano, se refiere a los antepasados indígenas «que tanto dieron que hacer a Cortés, […] que estuvieron a punto de destruirle á pesar de su genio, de sus rayos, de sus recursos europeos…» El 17 de marzo de 1820, El Argos publica un artículo titulado «Votos de los americanos a la nación española; y a nuestro amado monarca el señor D. Fernando VII…», del peruano Manuel de Vidaurre, entonces residente

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en Cuba, en el que sutilmente se cuestiona que el gobierno constitucional pase, con respecto a América, de las promesas liberales a los hechos; Vidaurre llama a los independentistas americanos «héroes defensores de su patria». El Observador Habanero, dirigido por José Agustín Govantes, cuenta entre sus colaboradores a Félix Varela, José Agustín Caballero, Leonardo Santos Suárez, Nicolás M. de Escovedo y Felipe Poey. Este papel público de salida irregular contaba en ocasiones con más de veinte páginas. En ellas se libró una sostenida batalla anticlerical vinculada a dos direcciones fundamentales del pensamiento criollo progresista: por una parte, es consecuencia de la prédica antiescolástica de Félix Varela y sus discípulos; por la otra, es parte de la batalla política «constitucionalista» o «liberal»; pero ambas vertientes intentan destruir el complejo mecanismo ideológico que justifica el absolutismo de los reyes católicos y el despotismo colonial. Los múltiples artículos y comentarios sobre política eclesiástica en este periódico apuntan a secularizar los poderes coloniales y a destacar la igualdad jurídica de españoles y americanos. En sus páginas aparecen además extractos y comentarios de la obra de pensadores como Adam Smith, Malthus, Jovellanos o el enciclopedista D’Alambert y del propio Varela. No es sin embargo una mención pasiva: a los ilustres extranjeros se les conoce y sigue, pero también se les critica. El Americano Libre fundado, según se afirma, por los discípulos de Varela —quien ya se hallaba en España como diputado a Cortes—, en específico por Evaristo Zenea, y redactado por Domingo del Monte y José Antonio Cintra es, sin embargo, un periódico principalmente político; en él se denuncian las continuas provocaciones de los «piñeristas» y sus interesadas y muchas veces falsas alarmas conspirativas para obstruir o limitar la aplicación de la Constitución liberal en la Isla. En las reclamaciones a España de igualdad ante la ley, en la continua lucha por el mantenimiento de ciertas ventajas económicas ya alcanzadas, el periódico le advierte a la metrópoli: «el verdadero amor á la patria […] siempre es proporcionado á la utilidad que de

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ella recibe». Entre otros poemas sin firma aparece el 4 de diciembre de 1822 este «Soneto», cuya primera estrofa dice: Cuando pienso que soy americano / Que es América dulce pátria mia / Tan tierno es el placer y la alegría / Que le juzgo contento sobrehumano… (el subrayado es del poema). El Revisor Político y Literario, sucesor de aquél, fue un periódico más amplio en asuntos —aunque no menos político, como lo afirma el título— y de un tono más mesurado. En sus páginas aparecen artículos sobre literatura y artes dramáticas, incluso sobre teoría literaria, poemas de José M. Heredia, Alberto Lista, entre otros; El Revisor…, de criterios artísticos más definidos, destaca en la obra del gran autor cubano un «lenguaje poético, pasiones, y en fin versos y no renglones rimados». Digamos de paso, como ha señalado el historiador Ramiro Guerra, que Heredia recorre con rapidez en sus versos el itinerario político del sentimiento nacional, desde su oda «España libre», publicada en 1820, hasta la oda «A la muerte de Riego», escrita en 1823, año en que arriba a convicciones independentistas.21 En este periódico colaboran, entre otros, Félix Varela, Francisco Arango y Parreño, José Antonio Saco y Domingo del Monte. Para valorar en su conjunto la importancia histórica de este período es conveniente señalar dos textos no periodísticos. Uno, la Memoria presentada por Varela como diputado a Cortes, sobre la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla; el otro es un ensayo editado como folleto por Arango y Parreño en el que polemiza precisamente con El Revisor…, que en una acción insurgente había publicado un artículo de Mr. de Pradt, un conocido político francés, recomendando la independencia de Cuba. La respuesta de Arango, titulada «Reflexiones de un habanero sobre la independencia de esta Isla», forma parte en realidad de la contraofensiva desplegada por el General Vives, entonces gobernador general, que incluyó además la detención de los principales dirigentes de la sociedad secreta «Soles y Rayos de Bolívar». En ambos, sin embargo, se trata desde planos diferentes la situación del negro en Cuba, as-

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pecto este imprescindible para entender el proceso de formación nacional. Varela, en un lenguaje en apariencia tradicional, formula proposiciones en extremo liberales para su época y le concede al negro dignidad humana. En una parte de su alegato afirma: «esos mismos artistas oriundos de África no son otra cosa que habaneros, pues apenas habrá uno u otro que no sea de los criollos del país».22 En su ensayo, Arango y Parreño se apoya, por el contrario, en el supuesto peligro —que para la alta clase criolla interesada en el mantenimiento de la esclavitud confirmaban los sucesos de Santo Domingo— de una rebelión de la población negra, mayoritaria en Cuba, para definir la independencia nacional como una empresa «injusta, impracticable y ruinosa». 23 Aunque el retorno ese año al régimen absolutista y la supresión de la libertad de imprenta no produjeron reacciones inmediatas, la cultura nacional en formación había demostrado en ese breve período toda su fuerza y vitalidad generadora. 2.1.3 Hispanoamericanos emigrados en Cuba Entre 1816 y 1821 coinciden en La Habana cuatro importantes figuras del acontecer político y la cultura hispanoamericanos del momento: el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre (17731841), el ecuatoriano Vicente Rocafuerte (17831847), el argentino José Antonio Miralla (17901825) y el colombiano José Fernández Madrid (1789-1830). Conocedores de la más actualizada cultura política, científica, artística y literaria de la época, especialmente europea, al llegar a Cuba como portavoces de las ideas revolucionarias de las guerras por la independencia de América (tanto en el plano teórico como por sus participaciones directas en los jóvenes gobiernos republicanos), no dedicaron su estancia en la isla a una vida muelle y sosegada sino que intervinieron en la profundización del proceso formativo de nuestra conciencia nacional, en las tempranas décadas del siglo XIX, y contribuyeron al desarrollo del pensamiento de avanzada en Cuba, con

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las ideas que habían puesto en práctica durante los estampidos independentistas en los territorios continentales coloniales, a partir de 1810; ideas fuertemente influenciadas por la Ilustración y la Revolución francesas. Por una parte promovieron entre la juventud cubana el sentimiento de la necesidad inmediata de la separación de España, y por otra, desde el punto de vista literario, introdujeron los primeros gérmenes del romanticismo como tendencia nueva frente al neoclasicismo y como cosmovisión liberadora del hombre frente al racionalismo estrecho imperante, todo lo cual también incidió en provecho de la reflexión en torno a la independencia. El más polémico y contradictorio de estos hispanoamericanos fue Manuel Lorenzo de Vidaurre, considerado sedicioso en su país por las autoridades gubernamentales, y poco confiable por los revolucionarios, debido a que, si bien actuó como un ideólogo del movimiento contra España, en la práctica no pasaba de ser un moderado reformista. Hacia 1820 fue nombrado Oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe. Su desempeño del cargo le valió no pocas sospechas como conspirador y desafecto al gobierno, pues durante su breve estancia en Cuba suscitó las quejas del cabildo principeño con motivo de su solicitud de traslado del Regimiento español de León, capitulado en Cartagena de Indias, y ubicado en aquella ciudad. Vidaurre expuso al Capitán General lo innecesario de la permanencia de las tropas, tratando de desvirtuar cualquier sospecha de infidencia: «¿Vienen estos soldados a sofocar la voz aquí vaga de independencia? Mala política: las tropas no harían sino acelerarla […]».24 Este llamado de alerta, al mismo tiempo que constituía un intento de prevenir una política errónea del gobierno español, reconocía la existencia, todavía vaga, de la idea independentista. Este hecho no dejaba de ser audaz, teniendo en cuenta a quien estaba dirigido el alerta, nada menos que al propio Capitán General de la isla. En ese sentido conviene referirse a la obra capital de Vidaurre, su Plan del Perú, escrito en 1810, pero publicado trece años después en Filadelfia. Al final de la obra aparece una «Renuncia que hace el ciudadano Manuel

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de Vidaurre de la Plaza de Magistrado del Supremo Tribunal de Galicia»,25 escrita seguramente en fecha posterior a 1822, al salir de Puerto Príncipe, en cuyo documento exponía las causas que obligaban a la separación inmediata entre Cuba y España, la mayoría de ellas de tipo económico, declarando que, lograda la independencia, Cuba debería estrechar lazos con las confederaciones americanas. Probablemente éste sea el primer texto impreso en forma de libro o folleto en donde se aboga sin reparos por nuestra independencia. Otro de los hispanoamericanos emigrados en Cuba, Vicente Rocafuerte, posee una obra de carácter político, jurídico y mercantil no despreciable, en pro del desarrollo de toda la América. En Cuba fueron publicados algunos trabajos suyos, como Ideas necesarias a todo pueblo que quiere ser libre, con falso pie de imprenta de Filadelfia, y Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Méjico, en cuyo epílogo aparecía la «Oda a los habitantes de Anáhuac», de nuestro primer poeta romántico José María Heredia, gran amigo del ecuatoriano. Ambos probarían no pocas veces los estrechos lazos de amistad que los unían; cierta vez, Heredia protestó ante una acusación formulada contra Rocafuerte por el coronel Gaona, con motivo de haber publicado Rocafuerte un artículo poco favorable al gobierno ecuatoriano, y en otra oportunidad Rocafuerte ayudó a solicitar del presidente mexicano una invitación para que pudiera Heredia establecerse en Méjico, pero, independientemente de la influencia que pudo ejercer el ecuatoriano en la personalidad de nuestro primer romántico, debida a sus cercanas y recíprocas simpatías, el valor que tiene Rocafuerte para la cultura cubana descansa en la difusión de un ideario independentista. No hay ningún vestigio —y él mismo lo afirmaba en sus memorias—26 de que se sintiera atraído por la poesía o por la narrativa, ni siquiera realizó estudios sobre la problemática sociopolítica cubana o sobre aspectos científicos. Para Rocafuerte, tanto como para Vidaurre, el romanticismo fue, más que una corriente literaria, una cosmovisión que necesariamente determinó una actitud vital, orientada a proclamar un pensamiento abierto a nuevas

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ideas, menos rigidez en la manifestación de los sentimientos y la búsqueda de la libertad nacional. Lo que distinguió sus vidas fue la pasión con que se entregaron a la lucha política por la liberación de los pueblos latinoamericanos, espíritu de lucha que fue trasmitido a nuestro Heredia. José Antonio Miralla se estableció en Cuba hacia 1816, huyendo de la reacción causada en España por sus ideas liberales. Los círculos habaneros lo acogieron con beneplácito y de ello es prueba su pronto ingreso como miembro de la Real Sociedad Patriótica, institución en la que ganó un certamen con su estudio Entre las obras y establecimientos públicos que deben emprenderse o crearse en La Habana, a cual convendría dar preferencia […], de 1817, en donde analizaba la urgencia de facilitar el desarrollo de los habitantes blancos sobre los mayoritarios negros, ideas muy debatidas en aquel momento. Se distinguió también como periodista y traductor, pero sus creaciones poéticas originales, en verdad, fueron pocas. El valor que tiene su obra para nosotros descansa fundamentalmente en la difusión entre los cubanos, a través de sus traducciones, de las ideas románticas europeas. Sus más notables traducciones fueron la novela Últimas cartas de Jacobo D’Ortis (1822), de Hugo Fóscolo, y el poema «En el cementerio de la aldea», de Tomás Gray. La presentación a la juventud cubana de la novela epistolar de Fóscolo venía a satisfacer una doble demanda. Si como obra literaria tenía todos los rasgos de la narrativa romántica, era al mismo tiempo un panfleto político artísticamente concebido, ya que el personaje protagónico era un joven desterrado, de ideas revolucionarias, que prefería la muerte a huir o venderse al enemigo. Más que las deficiencias en la interpretación de algunos pasajes, como le señalara Domingo del Monte, la juventud cubana apreciaba la difusión de una obra imbuida de las resonancias de La Nueva Eloísa, de Rousseau, y el Werther, de Goethe. No es de extrañar, entonces, que Heredia se sintiera motivado a seguir al amigo argentino en la traducción de otra obra de Fóscolo, el poema «Los sepulcros». El dominio de idiomas extranjeros por

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Miralla, sobre todo el inglés, le permitió impartir clases de este último. José María Heredia confesaría años después, que, cuando en 1823 se encontraban en Nueva York, había sido Miralla su primer maestro en la enseñanza del idioma, y agradecido le dedicó su primera traducción —el poema «La batalla de Lora», de Ossian— 27 , lo que hace suponer que Miralla no sólo lo enseñó a traducir, sino a traducir literariamente, y a través de aquellos ejercicios dejó su contribución al germen romántico en su joven amigo. Sin embargo, los poemas conocidos del argentino son pocos y sin mucho relieve; nada significativo aportan a nuestra literatura decimonónica. Para la difusión del pensamiento de avanzada y el enraizamiento en Cuba de un radical ideario independentista era menester contar con medios de difusión eficaces como la prensa. Miralla, junto con Fernández Madrid, fundó El Argos: «El primer periódico de carácter científico impreso en Cuba.» 28 Otras de sus colaboraciones se encuentran en La Mosca de 1820 y, más modestamente, en El Diario de La Habana. Si hubo un periódico en la ciudad que promoviera las ansias de libertad fue El Americano Libre, de 1822, dirigido por Domingo del Monte y José Antonio Cintra, en el cual colaboró también Miralla. José Fernández Madrid se vinculó a los movimientos insurgentes de Colombia desde los inicios, con cargos en el gobierno hasta llegar a ocupar la presidencia del Congreso, pero los opuestos puntos de vista entre los revolucionarios, y las divisiones internas, condujeron a la caída de la joven república que él presidía, y se vio obligado a renunciar y huir, y en el intento fue apresado por las tropas españolas del general Pablo Morrillo, quien ordenó su deportación inmediata a la metrópoli. Le acompañaron al exilio su hermano y su esposa. De paso hacia Madrid fue autorizado a quedarse en La Habana debido a su delicado estado de salud. Al radicarse aquí se dedicó a ejercer como médico, y asistió como tal a los Capitanes Generales Cajigal y Mahy. La obra de Fernández Madrid está en correspondencia con las facetas de su personalidad política, periodística, literaria y científica. Esta

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última la demostró a través de los estudios presentados a la Real Sociedad Patriótica, como las Memorias sobre la disentería […], de 1817; el Ensayo analítico sobre la naturaleza, causa y curación de las calenturas […]; la Memoria sobre el influjo de los días cálidos y principalmente de La Habana, en la estación del calor (1822) y la Memoria sobre el comercio, cultivo y elaboración del tabaco en esta isla, obras que contribuyeron a acrecentar notablemente su fama. Tanto sus trabajos en materia médica como los de economía política, partían del análisis de problemas que afectaban al país y sobre todo a La Habana, pero no podemos desatender dos aspectos que señalan cómo las inclinaciones científicas estaban relacionadas con intereses políticos del momento: la situación de los esclavos y la del comercio del tabaco, problemas que atizaban las fricciones entre peninsulares y criollos, pues necesariamente (y creemos que en el caso de Fernández Madrid también de manera consciente, aunque no en forma explícita) ponían en tela de juicio los inapropiados métodos de la metrópoli y los factores que por esas razones restaban riqueza al país y a la burguesía criolla. En materia literaria, es interesante el conocimiento de la creación de Fernández Madrid. A pesar de la pobre calidad de sus textos, se aprecia en sus obras la ruptura con la tendencia neoclásica dentro de la cual había sido formado,29 y, aunque no estaba del todo libre de ataduras, en su poesía, tanto en las variaciones formales, como en el tratamiento de los temas, se advierte cómo la corriente romántica se estaba haciendo sentir. Entre sus composiciones más celebradas se citan el conjunto de poemas «Las Rosas», y los poemas «La hamaca», «Mi bandera», y «Al ciudadano Miralla con motivo de haber sosegado el furor del pueblo el 15 de abril de 1820». Si Miralla había tomado parte en los sucesos en torno a la proclamación de la Constitución española en 1820, frente a las turbas azuzadas por Tomás Gutiérrez de Piñeres, junto con él Fernández Madrid había movilizado a los habaneros a restablecer el régimen constitucional. El poema «Al ciudadano Miralla…», antes citado, estaba llamado a describir el movimiento y perpetuar la acción moderadora de Miralla para evitar excesos de

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funestas consecuencias, debido a que, una vez producidos los motines, también se pretendía la destitución por la fuerza del Intendente de Hacienda Alejandro Ramírez, mal visto por sus planes de reforma colonial. Como resultado, a la par que lograba ambos objetivos, el poema rendía homenaje a uno de los hechos históricos más significativos de las primeras décadas de la pasada centuria. Heredia, en aquellos momentos en Méjico, compuso su célebre oda «España libre», en la que también rendía honores por el suceso a Miralla y a Fernández Madrid, entre otras figuras. Es oportuno recordar la referencia de Fernández de Castro 30 a que entre Fernández Madrid y Heredia existía una amistad iniciada desde la llegada del colombiano, y que Heredia, tanto en su correspondencia privada, como en su producción pública, se había expresado siempre con afecto y respeto acerca del colombiano y su obra poética, lo cual viene a confirmarnos la certidumbre de que, de los hispanoamericanos estudiados en este epígrafe, pudiera ser Fernández Madrid el más influyente en el cubano, además de que en un acercamiento detenido a ambas creaciones, la huella del colombiano es indiscutible. Incursionó también Fernández Madrid en el género dramático con una versión de la novela Atala, de Chateaubriand, dedicada a Vicente Rocafuerte. Parte de su obra está formada, precisamente, por traducciones de originales franceses, como el Ditirambo sobre la inmortalidad del alma y Los tres reinos de la naturaleza, de Jacobo Delille, así como Messéniennes, de Juan F. Delavigne, autor del que también tradujera Heredia Messéniennes nouvelles. Desde el punto de vista político, la permanencia de estas cuatro figuras en nuestra isla fue de las más activas. Amparados por la restituida libertad de prensa, alentaban la idea de la independencia, aunque con suma habilidad se alejaban de la censura oficial por el respeto público profesado a las autoridades y la renuncia a la guerra como vehículo de separación entre las naciones. Se sabe que dicha postura sólo escondía los verdaderos objetivos de estos patriotas que, en lugar de la guerra en la manigua, preparaban el movimiento liberador a través de sociedades

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secretas en las más importantes ciudades del país, al estilo de las latinoamericanas que ellos conocían desde la etapa de sus participaciones en la independencia de las repúblicas americanas. Especialmente Fernández Madrid dirigía una de ellas en La Habana, en la que introdujo a Rocafuerte. No es entonces de extrañar por qué el gobierno colonial los acusara posteriormente de cabecillas de las conspiraciones de la época, como la de los Soles y Rayos de Bolívar. En el extranjero, al abandonar definitivamente la isla, no dejaron tampoco de interceder ante los gobiernos de la Gran Colombia, los Estados Unidos, Inglaterra, el Congreso Panamericano de 1826, o ante el propio Bolívar, para lograr sus intervenciones militares a fin de que se lograra la independencia de Cuba. Desde el punto de vista artístico-literario, como hemos visto, la amistad entre los hispanoamericanos y Heredia fue determinante en la concepción poética del «vocero más alto de la conciencia nacional»31 en aquellos momentos. Las cuatro figuras, entregadas a la difusión del espíritu independiente de las repúblicas americanas de las que provenían, tienen el mérito de haber contribuido a sembrar en el ideario político de los cubanos el deseo de libertad. A eso dedicaron sus esfuerzos de emigrantes, y si se ha afirmado que el romanticismo en América se establece como tendencia hacia la década del treinta, se debe señalar que, mucho antes, un cubano había compuesto ya los primeros versos románticos en lengua española (José María Heredia con su «En el Teocalli de Cholula», en diciembre de 1820). Pero son emigrados hispanoamericanos los que impulsan esas anticipaciones.

cogían la producción de cierto número de versificadores del momento, entre los cuales valía más la intención que el resultado. Su «redactor» era Ignacio Valdés Machuca (Desval), sin dudas el más persistente animador cultural de la época hasta la aparición de Domingo del Monte, con quien no podrá competir ni en cultura ni en amplitud de miras, pero que con su labor creativa neoclásica, sus empeños editoriales y la formación de tertulias, anticipa modestamente la labor de aquél. Dada la fecha de su aparición y el estado literario existente entonces, los colaboradores de La Lira de Apolo se expresan en un neoclasicismo retórico y epigonal, a través del cual sólo por excepción puede descubrirse algún resquicio de interés. Entre sus colaboradores era usual el seudónimo o firmar con iniciales, como lo hicieron Manuel González del Valle (Dorilo), Mariano Ortiz (Tirzo, Ramiro Nazite), Prudencio de Hechavarría y O’Gavan (H), y otros nombres perfectamente olvidables. Utilizaban formas en boga entonces, como la oda, la letrilla, la anacreóntica, el epigrama, el himno, el idilio, la epístola, la fábula, y, por supuesto, el siempre cultivado soneto, para cantar tanto temas de la actualidad hispánica como artificiosas efusiones amorosas. Los exaltados cantos a la nueva constitución menudean, y a veces encontramos algún atisbo prerromántico, como esta ambientación de Tirzo:

2.1.4 De La Lira de Apolo a La Moda. Los inicios románticos (1823-1829)

o la invención que hace Hechavarría para que lo inspire «el lúgubre canto con que sabio el anglo Young tristezas escribía». Y hasta puede hallarse cierto matiz de relajada criollez (atmósfera sensual y coloquial en la que el diminutivo da el temple necesario), en versos ligeros como éstos también de Tirzo:

La avalancha de publicaciones periódicas que ocurre tras la promulgación de la libertad de imprenta en 1820, trae una indudable novedad literaria dentro del ámbito cultural cubano: la primera revista, no sólo totalmente dedicada a este campo, sino en específico a la poesía. Las pequeñas ocho páginas de La Lira de Apolo re-

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El hórrido chiflar de la lechuza; el ronco silvo del pesado viento, y de la mar la agitación confusa, todo, todo aumentaba el descontento ………………………………………

Si me dieras un beso chiquioncito y sabroso

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desde hoy me llamaría el hombre más dichoso. Pero el conjunto de los ocho números publicados de La lira de Apolo es más bien muestra del precario estado en que aparentaba encontrarse la poesía joven cubana de aquellos momentos, ya pasado el auge neoclásico con los tres Manueles famosos: Zequeira, Rubalcava y Pérez y Ramírez. Ese mismo año de 1820, el 25 de abril, aparece en las páginas del Diario del gobierno constitucional de la Habana otro de los muchos saludos poéticos al restablecimiento de la constitución, firmado con las iniciales J.M.H., que se despejan el 16 de agosto cuando El Iniciador Constitucional incluye la oda «España libre» rubricada por José María Heredia, que continuará colaborando en El Amigo del Pueblo, y, sobre todo, en El Revisor Político y Literario. El talento del muy joven Heredia se hace sentir en diversas formas, y entre mayo y junio de 1821 edita la revista Biblioteca de Damas, ninguno de cuyos cinco números publicados ha llegado hasta nosotros. El 6 de agosto de 1823 el poeta incluye en El Revisor… su famosa oda «A la insurrección de la Grecia en 1820», en donde hace ya velada mención a la necesaria independencia de la isla. Y desde las páginas de la misma revista, Domingo del Monte anuncia el inicio de la suscripción para publicar un libro que recoja los versos del poeta, mediante un texto que tiene ya sabor de manifiesto, al ver en los poemas de Heredia, a diferencia de los usuales en otros autores de entonces, «lenguaje poético, pasiones, y en fin, versos y no renglones rimados». En vano desde las páginas de la misma revista Dorilo y Desval trataron de satirizar al nuevo poeta y su estilo: en literatura, como en otros campos, ya se perfilaba una nueva época. Una característica de la década que transcurre entre 1820 y 1830 es que, pasada la enorme efervescencia asociada al restablecimiento de la constitución, con la nueva monarquía absoluta instaurada en 1823 se produce la casi total ausencia de publicaciones periódicas en la isla y las de mayor importancia del momento hay que irlas a buscar en el extranjero, editadas por al-

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gunos de los más eminentes escritores de entonces: Félix Varela, José María Heredia y José Antonio Saco. Nos referimos en específico a El Habanero (Estados Unidos, 1824-1826), El Iris y Miscelánea (México, 1826 y 1830-31, respectivamente), y El Mensajero Semanal (Estados Unidos, 1828-1830). Si bien El Iris y Miscelánea las edita Heredia dirigidas al público mexicano, las otras dos revistas fueron ideadas con el propósito expreso de comunicarse con los cubanos. La enorme importancia de El Habanero pertenece sólo al esfuerzo de su único autor, Félix Varela, y en la parte de este tomo dedicada a su obra ya se ha analizado. Sin embargo, El Mensajero Semanal, editada por el propio Varela junto con José Antonio Saco, merece comentario aparte, por constituir la «publicación-puente» de la época, cuya importancia no siempre se ha valorado a plenitud. En realidad los propósitos de El Mensajero Semanal no contemplaban tratar lo literario, pues como en la misma revista se expresa, para ello se supone «existen varias clases de periódicos que siendo ya mensales [sic], ya trimestres, tienen campo y oportunidad para hacer una crítica juiciosa e instructiva». Por eso afirmaban sus editores que El Mensagero [sic] no es un papel científico o literario. Ni los materiales de que se compone, ni el corto período en que se publica, ni el número de sus páginas, pueden inducir a nadie a bautizarlo con tales nombres. El Mensagero no es otra cosa que una gaceta destinada a dar noticia de los acontecimientos políticos, y a hacer más variada su lectura, si las circunstancias lo permiten, con los progresos más notables de algunas artes o ciencias, o con algunos artículos de útil aplicación a la isla de Cuba, o finalmente con los chistes y agudezas del ingenio. Esto es el Mensagero (El Mensajero Semanal, oct. 13 de 1829 p. 2). A pesar de estas intenciones, la revista adquiere indudable importancia en nuestro desarrollo literario, pues en su momento, aparte de los periódicos más o menos diarios que a veces incluían

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material literario como el Diario de la Habana, La Aurora de Matanzas, la Gaceta de Puerto Príncipe y el Correo de Trinidad, las únicas otras revistas encontrables en Cuba durante este período, antes de 1829, son las Memorias de la Real Sociedad Económica de Amigos del País y los Anales de Ciencia, Agricultura, Comercio y Arte, editada por el español Ramón de la Sagra, ninguna de ellas, como sus títulos indican, dedicadas a temas literarios en específico, aunque con la última de ellas El Mensajero… sostendrá la famosa polémica acerca de la poesía de Heredia. Si El Habanero, a pesar de ser impresa en el extranjero, es considerada la más importante publicación cubana de la década, El Mensajero Semanal puede ser tenida como su legítima sucesora, no obstante sus propósitos más generales y, aparentemente, menos combativos. La presencia de Varela entre sus editores, por lo menos durante el primer año de su circulación, es harto elocuente; su compañero en estos menesteres y verdadero impulsor de la empresa, era el joven José Antonio Saco, a quien el propio Varela había seleccionado sucesor suyo en la cátedra del Seminario de San Carlos y que poseía vitalidad y talento nada comunes. 32 A su paso por los Estados Unidos también colaboró en la revista Domingo del Monte, que de regreso a La Habana fundará la revista La Moda en noviembre de 1829, la cual inaugura una nueva etapa dentro de las publicaciones periódicas cubanas. Y Saco, con la estrecha colaboración de Del Monte, dirigirá después la habanera Revista Bimestre Cubana (1831-1834), tenida en su tiempo como «el mejor papel de la monarquía». El Mensajero Semanal, pues, es el puente entre dichas revistas, y su impresión en territorio estadounidense se debe, sin dudas, a la estancia allí de Félix Varela, cuyo nombre no aparece de manera expresa en ella. Es de destacar que los fines tácticos de la publicación —que hacía énfasis en documentos e informaciones hispanoamericanos— tenían muy presente el que pudiera circular libremente en Cuba, cosa que casi se logró, pues como explica Saco en el último número de la revista (ene. 29, 1831, p. 192), «no son motivos políticos, sino otros de distante

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especie los que obligan al redactor del Mensagero a terminar su publicación», aunque se ufanaba de la lista de suscriptores cubanos que tenía, con figuras de la aristocracia y el gobierno isleños, incluyendo al mismo Capitán General, quien «jamás había puesto ningún reparo a su libre circulación». Cosa que no ocurrió en Matanzas, en donde el Gobernador solía retener sus números bastante tiempo antes de dejarlos llegar a sus destinos, lo cual, para Saco, era producto de «injustos resentimientos personales». Lo literario en El Mensajero Semanal aparece en forma esporádica y no siempre original. Copia muchos materiales extranjeros, sobre todo de los Ocios de los Españoles Emigrados en Inglaterra, aparecidos entre 1824 y 1826, pero también de otras publicaciones hasta de veinte años atrás. Pues si los editores parecen aceptar ciertos ecos prerrománticos, mantienen gran cautela frente a lo ya romántico declarado, a pesar de la buena información que poseen sobre lo que sucede en tierras europeas. Es fácilmente atribuible a Varela esta declaración que encontramos sin firma en la revista: «creemos que todas esas sectas o escuelas como la romántica y la clásica, no hacen más que esterilizar la literatura aumentando cuestiones inútiles, y poniendo trabas al ingenio. Osérvese la naturaleza, inventese modos de presentarla sin contradecirla, y he aquí todo el arte» (mayo 23, 1829, p. 290). Entre los ecos prerrománticos aparece una traducción de la «Elegía sobre el cementerio de una aldea», del inglés Thomas Gray, realizada por el colombiano José Antonio Miralla con una intuición muy romántica, que lo lleva a evocar el siguiente personaje: Ya en el bosque desdeñoso andaba, sus temas murmurando y sonriendo, ya solitario pálido vagaba, como de amor y penas padeciendo. El cual pide se ponga en su tumba como epitafio lo siguiente: Aquí el regazo de la tierra oculta un joven sin renombre, y sin riqueza; su humilde cuna vio la ciencia culta

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y marcóle por suyo la tristeza (dic. 13, 1828, p. 215) Este temprano morir del «mal del siglo» estaba muy cerca de los arranques románticos heredianos contemporáneos (incluso, Miralla le enseñó inglés a Heredia en los Estados Unidos por esa época), pero, según parece, bastante alejado del sentir de Domingo del Monte, que por entonces también recala en los Estados Unidos proveniente de Europa, con un grupo de materiales bajo el brazo, entre ellos los poemas aún no recogidos en libro del español Juan Nicasio Gallego, los cuales publicará en Filadelfia en 1829. El 7 de febrero Del Monte incluye en El Mensajero… un trabajo suyo sobre el poeta sevillano Dionisio Solís y casi podemos asegurar que a él se debe que el 27 de febrero (p. 215) se incluya otra traducción de la «Elegía sobre el cementerio de una aldea», hecha ahora casi toda en adocenados tercetos por un tal Pérez del Camino, aparecida en Burdeos, y que corregía la «literal» de Miralla publicada dos meses antes. Copiamos la nueva versión de los versos que ya habíamos reproducido, como ejemplo de la ceguera poética a la que podía conducir el prejuicio antirromántico: A veces por la selva discurría, y allá en su soledad, el desgraciado, ya doliente lloraba, ya reía. y entregando su pena al viento alado creiasle (al oir su voz ahogada) de un infeliz amor atormentado. …………………………………… El triste que aquí yace, en su indigencia, vivió desconocido de fortuna, mas la melancolía y la alma ciencia le acogieron amables en la cuna. Una de las figuras neoclásicas que recibe mayor atención crítica en las páginas de El Mensajero… es la de Leandro Fernández de Moratín, quizás porque resultaba de lo más valioso de la literatura española de entonces. Una tendencia encomiable de la revista es la de presentar tra-

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bajos con opiniones contrastantes, que son precisamente las de sus editores, por lo cual éstos a veces, después de reproducir las opiniones ajenas, dan las suyas propias. Con Moratín sucede así, cuando incluyen un artículo demasiado elogioso publicado en los Ocios…, y luego otro más extenso, también aparecido en Londres, en donde se expresaba que algunos de los defectos del autor provenían de su país de origen. Esto da pie al artículo sin firma «Reflexiones sobre el artículo de la Revista Estrangera [sic] impreso en números anteriores» (may. 23, 1829), en el cual se transparenta el ideario y el estilo varelianos, al defender las posibilidades y el respeto que se debe a cualquier literatura nacional: Lo bello y lo gracioso admiten muchas variedades, y todas buenas, aunque no todas produzcan siempre el mismo efecto, dependiendo esto de circunstancias que podemos llamar nacionales. Cada pueblo tiene un derecho a formar su gusto, por decirlo así, según sus hábitos, y sería una pretensión ridícula la de enseñar a sentir y a gustar. La posesión del idioma, el conocimiento de los usos, y las alusiones; los sentimientos de aprecio o desprecio, las ideas de noble y de ridículo inspiradas por la educación, llegan a formar como otra naturaleza privativa de cada pueblo […]. Todos saben que en materia de buen gusto sólo tienen el privilegio de la universalidad las ideas inspiradas universalmente por la naturaleza, y que sólo tienen por defectos reales, los que la contrarían. Pero la naturaleza es rica y variada, y así sus gracias no se limitan a las conocidas o apreciadas en un país. La prudencia pues y la justicia exigen, que no se tenga por insulso en si mismo lo que no exite el apetito de los que acaso no han podido conocerle (pp. 289290). Varela aquí es fiel a su ideario estético racionalista de imitación de la naturaleza como principio básico del arte, aunque esto no implique un dogmatismo infranqueable. En el pasaje que hemos reproducido subyace la defensa de una

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literatura nacional —que podría ser ya cubana— con valores legítimos aunque puedan apartarse de otros tenidos como modelos. A pesar de que Varela no acepte al romanticismo como escuela o estilo de moda, de hecho, por el desarrollo progresivo de su pensamiento en circunstancias concretas, entronca con uno de los aportes básicos de dicha «escuela» al desarrollo criollo: la validez de una literatura nacional cubana. Otro aporte indudablemente vareliano en El Mensajero… ocurre el 11 de abril de 1829, cuando, tras la intencionada reproducción de un artículo del francés Marmontel en defensa del plagio bajo ciertas circunstancias —de acuerdo con ciertas tendencias neoclásicas—, arremete en forma demoledora contra plagiarios y «literatos citadores», con la vista muy puesta, como siempre, en la formación de los jóvenes. El interés por la literatura «nacional», española en el título pero ya cubana en intención, no sólo es teoría en las páginas de El Mensajero…, pues allí encontramos el rescate de textos y autores casi olvidados, como la reproducción del «Elogio de don Luis de las Casas» pronunciado en 1801 por José Agustín Caballero (feb. 28, 1820), o el sacar de la ineditez los textos con los cuales Manuel del Socorro Rodríguez, bayamés como Saco, había realizado brillantes ejercicios literarios en 1788 (ago. 22-sep. 5, 1829). Pero en este aspecto de destacar los valores de autores criollos, por supuesto que José María Heredia es la figura más favorecida. Además de publicar algunos poemas de dicho autor, el 27 de diciembre de 1828 El Mensajero… incluye el «Juicio crítico de las poesías de don José María Heredia», redactado por el reconocido escritor español Alberto Lista a solicitud de Domingo del Monte. El 18 de abril reproduce otro elogioso artículo sobre el poeta cubano aparecido en los Ocios de los Españoles Emigrados en Inglaterra. Y el 27 de junio de 1829 Saco inicia su contundente réplica a un artículo sobre Heredia, en respuesta a los antes mencionados, aparecido en los Anales de Ciencia, Agricultura, Comercio y Artes que editaba en La Habana el español Ramón de la Sagra. Este contesta, a su vez, con una ponzoñosa e irónica carta al Mensajero, que desata aún más los furores

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de Saco, quien considera que no esperaba que su contrincante, al no tener razones, fuese capaz de sacar «el cuerpo a una cuestión puramente literaria», salvase las barreras que debían contenerlo y sin consideración a las personas a quienes se dirigía, sin respeto al público que le escucha, sin decoro a su misma persona, y sin acatamiento a los nombres que invoca al frente de su papel, consignase en sus columnas, insultos y groserías, que a no verlos estampados con los tipos de imprenta, yo creyera que habían sido el vómito de la boca más puerca y más hedionda. Este virulento tono predomina en las implacables respuestas de Saco, en una polémica que desborda las páginas de la revista para continuar mediante folletos. En fecha reciente, Cintio Vitier ponderadamente ha estimado que «en realidad ni La Sagra ni Saco, tan parecidos en sus verdaderas aficiones, eran hombres para juzgar la poesía de Heredia; sus trabajos resultan insuficientes, y a la postre la polémica derivó hacia el enfrentamiento de fondo político y personal». 33 Pero dicha polémica, sin dudas, más allá de los límites de la crítica literaria, contribuyó a reafirmar la famosa declaración herediana de que no en vano entre Cuba y España / tiende inmenso sus olas el mar. Cuando Domingo del Monte regresó a La Habana, a mediados de 1829, se encontraba pletórico de ideas y proyectos, surgidos o reafirmados al calor de sus viajes por Europa y los Estados Unidos, en donde había contactado con personalidades, publicaciones y ambientes que ensanchaban sus horizontes culturales, ya amplios de por sí, de acuerdo con su fina inteligencia y cuidada formación. Entonces madura su concepción del desarrollo de la sociedad cubana y del papel que dentro de éste le tocaba cumplir, el cual podrá irse comprobando, entre éxitos y fracasos, durante los cinco siguientes lustros. Su primer propósito público fue alentar la salida de una revista que, sin causar escándalo ni llamar a cambios radicales, fuese ejerciendo un beneficioso efecto en la superación cultural de esas

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capas que hoy podríamos llamar protoformadoras de la alta y la pequeña burguesía, entre las cuales Del Monte solía moverse. De esta forma surgió La Moda o Recreo Semanal del Bello Sexo, editada por José J. Villariño, cuyo primer número llevaba fecha 7 de noviembre de 1829. La idea de fundar una revista dedicada al público femenino no era nueva en Cuba, 34 y esto suponía la existencia de lectoras lo suficientemente instruidas como para disfrutar materiales de muy diverso rango. Aunque cada número iniciara sus dieciséis páginas con un figurín a colores acompañado de comentarios sobre modas y tratara de incluir como suplemento alguna pieza musical, 35 tras la apariencia de frívolos entretenimientos se detectaban importantes materiales (al menos durante su primera época) originales y no copiados de otras publicaciones, como era práctica habitual entonces. Se sabe que las contribuciones del propio Del Monte a la revista, anónimas o bajo seudónimo, fueron abundantes y variadas, desde comentarios de modas —verdaderos artículos costumbristas—, sus conocidos «Romances cubanos» y pequeñas narraciones, hasta bien pensados trabajos de crítica literaria. A través de las páginas de La Moda, que inaugura en Cuba un tipo de revista ágil, flexible, variado, de atractiva presencia, se dieron a conocer textos de Andrés Bello, Jovellanos, Washington Irving, Thomas Moore, Lord Byron, Lamartine, y se habló del Werther de Goethe, el Ivanhoe de W. Scott, Chateaubriand, Madame de Staël. De autores cubanos, entre otros textos, incluyó La Moda la reseña a un libro recién publicado de Francisco Poveda, la resurrección del bello artículo «El reló de la Habana», de Manuel de Zequeira, y la narración de la visita que Luz y Caballero hiciera al legendario Walter Scott. Pero, sobre todo, difundió numerosos fragmentos descriptivos en prosa de José María Heredia acerca de su estancia en los Estados Unidos, entre ellos su famosa visita a las cataratas del Niágara.36 La presentación de autores románticos europeos se hacía con bastante reserva, como demuestra la nota que acompañó la publicación de un poema de Lamartine: «sin meternos a examinar los principios de la

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escuela poética que ha seguido, ni si a ellos debe parte de sus más bellas inspiraciones, sólo aseguramos con los críticos más juiciosos de su nación, que los versos de Lamartine honrarán siempre cualquier literatura…» (abr. 24, 1830, p. 390). Apenas cumplido su primer tomo, el 19 de junio de 1830, el editor Villariño anuncia el cese de los antiguos redactores. Se ha afirmado que la separación de Del Monte y sus compañeros se debió, sobre todo, a discrepancias sobre los materiales a publicar. Y que el nuevo equipo de redactores estaba escabezado por Ignacio Valdés Machuca y Manuel González del Valle, el antiguo equipo de La Lira de Apolo que volvía a la palestra con viejos y nuevos colaboradores, casi todos mediocres.37 Aunque es evidente la pérdida de calidad en esta segunda época de la revista, tiene entre las cosas a su favor el dar a conocer al poeta esclavo Juan Francisco Manzano (ene. 22, 1831, pp. 122-127). Ya desde el 16 de enero de 1830 La Moda había saludado la aparición del nuevo periódico semanal titulado El Puntero Literario, que se sabe redactaban Domingo del Monte (otra vez) y Antonio Bachiller y Morales, periódico que, a pesar de concluir su corta vida aún antes que la propia La Moda, es señal ya del predominio, con la nueva década, de un romanticismo sui generis en las publicaciones literarias cubanas. Porque desde La Lira de Apolo hasta La Moda se había cumplido un cambio, si bien nada espectacular, al menos sí progresivo e irreversible. 2.1.5 Auge de las publicaciones románticas entre 1830 y 1844 Hacia 1846, desde las páginas de La aurora de Matanzas, Cirilo Villaverde señalaba cómo «asomó la aurora de 1830 y se abrió para Cuba la memorable era periodística […], era de oro para la juventud que comenzaba a saludar la literatura, y que acabó a fines del año 1839».38 Pues, efectivamente, en la mencionada década existió un notable incremento en cuanto a la cantidad y calidad de las publicaciones periódicas nativas, como nunca antes había sucedido, consecuen-

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cia de un gradual y progresivo desarrollo, cuyos más inmediatos antecedentes pueden encontrarse en títulos como El Habanero, El Mensajero Semanal y La Moda, aún activas estas dos últimas hacia 1831. Pero la nueva década comienza ya con una impronta francamente romántica a través de las páginas del semanario El Puntero Literario, cuyos dieciocho ejemplares, aparecidos entre enero 2 y mayo 1o de 1830, tienen casi la agresiva conciencia de un manifiesto. Aunque no se encuentra explicitado en la revista, diversas referencias permiten aseverar que sus redactores fueron Domingo del Monte y el entonces muy joven Antonio Bachiller y Morales. 39 Este último, años después, recordará que el periódico «introdujo el gusto romántico». 40 Y esto se hace evidente desde las primeras líneas que publicó, con su artículo «Aguinaldo para los clásicos», precedido por los siguientes versos: Pisando Aguinaldos De bello matiz Romántico llega El año feliz: Despeja las sombras su entrada gentil: Los clásicos lloran Y me hacen reir. En el artículo que sigue no es difícil descubrir la mano de Del Monte, por el tono y las ideas, jugando con un exagerado anacronismo al afirmar haber encontrado en un antiguo libro un edicto de 1746, «dirigido a los literatos de aquella época», que terminaba por facultar a los impresores Para que dejen en blanco los nombres de los Dioses y Semidioses o nomenclaturas falsas que encuentren en los manuscritos que les lleven, con lo que hará un gran servicio a la literatura Romántica, que repugna todo lo que no sea lozano, bello, vario, especial y por lo menos verosímil; porque lo demás es traducir fríamente y parodiar con fatiga la imaginación, que cuenta entre sus placeres más preciados el de la claridad. 41

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El desenfadado tono humorístico se hace muy evidente al ser firmado dicho edicto a «orillas del Almendares» el «1o de enero de 1830», por Iñigo del Jagüey y Rodrigo de la Seiba, con el trovador Garci Sánchez del Palmar como secretario de actas. En el segundo número de la revista, en una «Glorieta de la crítica», se reproduce la discusión que precedió a la votación del anterior edicto, en la cual participaron también Florencio Tibur, César del Castalio y Carlos Manzanares, cuyos fingidos apellidos contrastaban con la cubanía arbórea de los de sus contrincantes. 42 La discreta agresividad del primer número de El Puntero Literario se completaba con otros textos, como una reseña de la entonces acabada de aparecer edición de las Poesías de Zequeira, en donde se lamentaba, al comentar el poema «La batalla naval de Cortés en la laguna», que «siendo tan Romántico el asunto se haya mezclado con la fábula mitológica». Una «Anécdota» contraponía el teatro clásico y el romántico, a favor de este último, por prescindir de los «preceptos» y estar más de acuerdo con las necesidades de los pueblos modernos. Por último, el artículo «Romanticismo» (que Mary Cruz atribuye a Bachiller y Morales) polemizaba con La Aurora de Matanzas, al aclarar que los «Románticos» no negaban «la hermosura y gracia de muchas composiciones clásicas», pero sí dejaban de aceptar la pretendida autoridad de reglas y alusiones mitológicas, pues, en un final de sabor vareliano, aún quedaban muchos «resabios escolásticos y nos gustaba medirlo todo por las reglas que aprendimos aun cuando no las observamos estrictamente»: «Los Románticos no destruyen, antes aumentan los recursos de obtener bellezas», ya que, a fin de cuentas, la naturaleza «es el mejor código poético protector de la originalidad». Quizás ésta sea la etapa más romántica de Del Monte, aunque su batalla se centre en el rechazo a las alusiones mitológicas, el transgredir inútiles reglas establecidas por la tradición y adecuar el cultivo de la literatura a los tiempos y el lugar en donde se vivía, sin llegar a excesos por supuesto. Muy delmontina resulta también la exaltación que se hace de los romances y su for-

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ma métrica. Como era de suponer, se despertaron no pocas polémicas con otras publicaciones o lectores. Una de las que presenta mayor interés es la que responde desde las páginas del Puntero… en dos ocasiones P. J. M. [¿Pedro José Morillas?], comenzada por un «Comunicado» de Un vecino de Jagua acerca «De la belleza ideal». P. J. M. entiende que los clásicos conocieron la belleza ideal «en un grado eminente, al que ni hemos llegado ni comprendemos con la debida ecsactitud», pero tampoco pretende ostruir la introducción del romanticismo en nuestra literatura; pues si bien parece que no presta a las ciencias una guía segura, ofrece innumerables bellezas que se hermanan con nuestro caracter y costumbres; de lo cual nos ha dado una escelente prueba el joven Heredia en sus poesías; mas también conozco que cuando se trata de innovaciones, debe cuidarse mucho de la imparcialidad para no padecer equivocaciones, y hacer injusticias que siempre hacen pensar al que las nota, que cuando no se entiende lo que impugnaba menos se conoce lo que pretende inculcar. 43 Tras su colaboración momentánea en El Puntero Literario, Del Monte y Bachiller separarán sus trayectorias, correspondiéndole a este último mantener una apasionada defensa del Romanticismo, mientras su avezado colaborador irá replegándose hacia posiciones cada vez más moderadas. La importancia teórica de esta revista no se ha resaltado todavía lo suficiente, quizá porque en las muestras de creación pura que presentó tuvo poca fortuna, pues tras Heredia aún estaban por madurar los nuevos poetas románticos. Para Cintio Vitier, El Puntero Literario «desmiente la idea, tan repetida, del atraso de nuestros movimientos literarios con respecto a Europa». 44 En noviembre de 1830 comenzó a publicarse lo que pretendía ser una continuación del antiguo periódico El Regañón de La Habana, que entre 1800 y 1801 redactara Buenaventura Pascual Ferrer, «fundador de la crítica biliosa en

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nuestro país», que proclama «infatuados y ridículos principios de una censura colérica, judicial y aun penal» con un tono en donde predomina «el malhumor, la grosería y la pequeñez», al decir de Cintio Vitier. 45 El periódico de 1830 se titula El Nuevo Regañón de La Havana, y aunque al comienzo parecía una empresa del hijo de Buenaventura Pascual Ferrer, pronto este último tomará el mando de la publicación. Si bien las características señaladas por Vitier se mantienen en su nueva época —que finalizará en 1832— no todo lo publicado allí debe echarse en saco roto. Algunas de sus críticas nos parecen muy bien fundadas, como cuando se quejaba de la amplitud de criterio con que se reproducían en nuestras publicaciones de entonces textos tomados de otros lugares, a veces sin decirlo o diciéndolo en forma muy vaga. También anatematizaba la absurda costumbre que en la ópera admitía la inclusión de trozos ajenos al original, según las facilidades y «gusto» de los intérpretes. La sección «Mesa Censoria» solía pasar revista a todas las publicaciones cubanas del momento y hoy resulta una información de gran utilidad. Pero el gran momento de auge de nuestras publicaciones ocurre en 1831, cuando la Comisión de Literatura de la Real Sociedad Patriótica de Amigos del País decide editar una «Revista» al estilo europeo, que finalmente se decidió apareciera cada dos meses. En el proyecto inicial se precisaba que «debía ser su objeto el dar extractos y juicios críticos de las obras literarias que se publicasen, tanto en esta isla, como en España y países extranjeros, insertando también algunos artículos originales para hacer más amena e interesante su lectura». En abril de 1831, el frenólogo y educador catalán Mariano Cubí y Soler, miembro de la Sociedad, publicó bajo su esfuerzo personal la Revista y Repertorio Bimestre de la Isla de Cuba, que a partir de su segundo número se vinculó al proyecto de la Comisión de Literatura, ahora bajo el título de Revista Bimestre Cubana. Con el regreso de José Antonio Saco a La Habana, se le entrega a éste la dirección de la publicación a partir del 7 de abril de 1832. La revista cesó en 1834, por «ausencia del director», al ser desterrado de

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Cuba José Antonio Saco por el Capitán General Tacón. La Revista Bimestre Cubana no fue propiamente una publicación literaria, pues su campo de acción era mucho más amplio, como el de la misma Real Sociedad Patriótica que la patrocinaba, y abarcaba, más que la problemática cultural, la científica, la técnica, la económica y la social, aunque estas últimas con las limitaciones del estatus político colonial y su férrea censura, que hizo prevaleciera en ella esa «moderación» propia de los reformistas ilustrados criollos de la época, que, a fin de cuentas, tuvieron que entrar en contradicción con los retrógados intereses económicos colonialistas a favor de la trata y la esclavitud, sobre todo. La publicación fue muy altamente valorada en su tiempo. Por ejemplo, el poeta español Quintana afirmaba que «la Revista Bimestre Cubana es el mejor periódico español que se había publicado», criterio que compartían otros muchos especialistas y que, ya a finales del siglo pasado, repetiría Marcelino Menéndez y Pelayo.46 Es indudable que, hoy día, la Revista Bimestre sorprende por su modernidad: ya es el tipo de publicación seria y bien organizada que ha llegado hasta nuestros tiempos, la cual intenta actualizar la información científica y cultural de sus lectores, aunque en su caso se tratase sólo de una minoría letrada y pudiente. Predomina el estilo claro y expositivo, desterradas las antiguas ampulosidades y retóricas. Casi sorprende lo amplio y metódico de su material bibliográfico, en donde da noticia de los libros importantes publicados fuera de Cuba. A pesar de que la presencia de Saco es la que confiere su personalidad más definida a la revista, es la sostenida y casi siempre anónima colaboración de Domingo del Monte la que recorre sus páginas desde los inicios hasta el final. Según el Índice de la Revista Bimestre, las colaboraciones de Domingo del Monte allí alcanzaron la suma de 31, incluyendo notas, reseñas y artículos de diverso tema, además de ser quien más incide en el tema literario, con algunas de las mejores muestras críticas del momento, como sus comentarios a libros de Fernández Madrid, la Condesa de Merlín y Abbot, o los

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referidos a las «Primeras poesías líricas de España» o «La novela histórica». También sobre literatura, pero con menos brillo, escriben Blas Osés y José Antonio Echeverría. Entre sus artículos científicos, Luz y Caballero introduce la descripción de la visita que le hiciera al novelista Walter Scott, mientras que Varela se preocupa por cuestiones gramaticales. Pero es José Antonio Saco quien da la tónica predominante a la Revista Bimestre, con sus polémicos temas sociales y económicos, como su famoso trabajo tomando como pretexto el libro Notices of Brazil, que según confesión del propio autor fue la causa determinante de su destierro. 47 La llegada del general Tacón a Cuba en 1834 se produjo en un momento cuando la prensa periódica y la publicación de libros tendían a estabilizarse. Pero la censura que implanta férreamente el nuevo gobernante hizo que se dejaran de tocar los temas políticos, filosóficos, religiosos y sociales. Mas quedaba abierta la puerta para obtener licencia para imprimir obras por entregas, de lo cual se aprovechó Mariano Torrente para publicar trabajos de diversa índole no relacionados con Cuba. Pero esta brecha fue utilizada también por los jóvenes cubanos que ya habían gustado de la tinta impresa, y pronto comenzaron a proliferar las publicaciones de «amena literatura», que los suscriptores recibían por entregas. En 1837 aparecieron la Miscelánea de Útil y Agradable Recreo y Recreo Literario; en 1838 El Álbum, La Cartera Cubana, La Mariposa, El Plantel y La Siempreviva, de todas las cuales, dada su corta vida, ya no quedará ninguna hacia 1841. Como periódicos se habían estabilizado el Diario de la Habana, el Noticioso y Lucero de la Habana y La Aurora de Matanzas, a los que en 1841 se unirán los habaneros Faro Industrial (en donde reaparece el tema político) y La Prensa, además de otras publicaciones del interior de la isla, como El Correo de Trinidad, Eco de Villaclara, El Fénix de Sancti Spiritus, Noticioso Comercial y El Redactor, estos dos últimos de Santiago de Cuba. Según Cirilo Villaverde, en este período pueden distinguirse dos momentos, el primero de auge de las revistas, «era de oro para la juventud que comenzaba a saludar la

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literatura, y que acabó a fines del año 1839», y el segundo, inmediatamente posterior, «la era de los periódicos, la verdadera era periodística», cuyo ímpetu cesó en 1843. Es el propio Villaverde quien nos da una apreciación poco alentadora del saldo arrojado por estos momentos: Todo el mundo se creía llamado a la carrera escritoril; todos querían escribir, y sobre todo publicar; nadie quería estudiar, ni era posible, en medio del afán del ansia vivísima de estampar su nombre en las columnas de algún periódico, y tal vez subir a la gloria. Declamose en alguno que otro periódico, contra esta irrupción no menos bárbara y terrible que la de los pueblos del Norte, que atropellando el idioma, el buen gusto, la sana crítica y la filosofía, se había lanzado sobre los periódicos, y amenazaba inundarlos en insulsos versos y en agermanada prosa; pero el mal era grande, fatal; el remedio que se oponía escaso, insuficiente, equivocado y los médicos indoctos, sin autoridad ni influencia […] Todo pasó, todo se hundió en el eterno olvido, junto con los periódicos y obras periódicas que le dieron nacimiento. El mismo que esto escribe, creyó haber hecho algo en el género novelesco; pero ¡ay!, se ha convencido últimamente, que tampoco ha hecho nada. A pesar de su pesimismo ocasional, Villaverde salva algunas revistas, como El Álbum, «redactada por mi amigo el armonioso y apasionado poeta Ramón de Palma», «que había llenado noble, aunque pobremente su carrera»; El Plantel, que «en su primera aparición, prometía sazonados y óptimos frutos, en todo género literario; pero pronto pasó a manos torpes e indoctas, y fue efímera y mala su existencia», al igual que La Siempreviva, que «no tuvo tampoco tiempo de obrar el bien, que se esperaba» y La Cartera Cubana «de insondables bolsas, muerta en la miseria y olvido más lastimosos». Una visión actual, con mayor perspectiva histórica, nos hace valorar mejor aquel intento por conseguir un grupo de publicaciones literarias

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que, en definitiva, superó como conjunto a lo que se había hecho hasta entonces. Entre sus logros estuvieron la aparición en El Álbum de las primeras muestras de narrativa cubana en las manos aún inexpertas de Ramón de Palma y Cirilo Villaverde (ambos nacidos en 1812), así como la inclusión en La Siempreviva de la primera «Cecilia Valdés» y, en La Cartera Cubana, del «Antonelli» de José Antonio Echeverría (n. 1815), además de muchos textos en verso y prosa que hoy son merecedores de atento estudio. La nómina de los escritores que colaboraron en estas publicaciones, además de los ya mencionados, incluye prácticamente a casi todos los más notables que estaban en activo por aquella época, entre los que se encontraban (señalando el año de su nacimiento) los siguientes: Juan Francisco Manzano (1797), Felipe Poey (1799), Pedro José Morillas y Manuel González del Valle (1803), Domingo del Monte (1804), Anacleto Bermúdez (1806), Gabriel de la Concepción Valdés —Plácido— y Francisco de Frías (1809), Francisco Orgaz (1810), Antonio Bachiller y Morales (1812), José Victoriano Betancourt y Rafael Matamoros (1813), José Jacinto Milanés (1814), Manuel Costales (1815), Anselmo Suárez y Romero y Leopoldo Turla (1818), José Quintín Suzarte y Ramón Piña (1819), José Zacarías González del Valle (1820) y el español José María de Andueza (1809), el puertorriqueño Narciso Foxá (1822) y el mexicano Francisco Gabito. Como vemos, se trata de jóvenes que, en su inmensa mayoría, hacia 1838 aún andaban en sus veinte años. Aunque este momento de auge de las publicaciones periódicas, entre 1838 y 1843, coincidirá con la plenitud del romanticismo entre nosotros, ya muchos comenzarán a cuestionarse la validez y permanencia del estilo. Hacia finales de la década del treinta el sentimiento de nacionalidad había madurado lo suficiente como para que cualquier medida que tomase al gobierno colonial en su contra en realidad tuviese efectos contraproducentes. Pues las facultades omnímodas, el desplazamiento de los criollos de los cargos públicos importantes y la censura de prensa, no hicieron más que exacerbar la conciencia de que entre cubanos y españoles existía algo más que un océano. Esto no

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significaba que todos los que ya se sentían como no españoles coincidieran en un deseo común sobre el futuro político de la isla, pues ya sabemos que sus ideales abarcaban una amplia gama, que iba del reformismo al independentismo, sin excluir el anexionismo. Pero lo que sí se hizo evidente para todos, fue la necesidad de realzar las características de estos criollos, que entre mezclas de orgullo y amor a la tierra en que nacieron, querían dar muestras de que las diferencias no tenían un sentido peyorativo, y que tanto económica como culturalmente el cubano se sentía a la par que el español. 2.1.6 Ubicación de nuestro romanticismo dentro del mundo hispánico. Características esenciales So pena de incurrir en algunas simplificaciones, no han estado errados los muchos autores que señalan a la Ilustración francesa y su consecuencia, el brote revolucionario de 1789, como el inicio de los tiempos modernos, dentro de los cuales aún nos encontramos inmersos. En literatura se suceden o imbrican, a partir del siglo XVII, los estilos llamados «clasicismo», «neoclasicismo», y «prerromanticismo» hasta desembocar, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el llamado «romanticismo». Si definir los límites y características de estos estilos en su cuna europea resulta tarea escabrosa, mucho más lo es cuando los ubicamos en el contexto hispanoamericano. Nunca puede olvidarse, como ha señalado Raimundo Lazo, que «en Hispanoamérica, todo, aunque parezca simplemente importado, tiene que nacer de nuevo; y este punto de vista en la comparación con lo europeo tiene consecuentemente que eliminar, como un espejismo, la idea de coetaneidad». 48 Cuba, apenas acabada de despertar culturalmente a finales del siglo XVIII, recibe y asimila de manera acelerada, a su modo, la jugosa herencia europea en unas pocas décadas, para ganarle terreno hasta a su propia metrópoli. Ya es un hecho bastante generalizado el reconocer a José María Heredia como el primer poeta romántico en lengua hispánica, pero esto suele

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aceptarse como algo insólito, aislado de su medio, como si su producción no tuviera vínculos con el desarrollo cultural cubano. Es verdad que Heredia pasó la mayor parte de su vida fuera de su isla natal, pero no es menos cierto que su larga etapa final transcurrida en México, fue su momento menos romántico. El conocido historiador literario argentino Enrique Anderson Imbert, aunque reconoce a Heredia situado ya «a las puertas del romanticismo», afirma: Voces románticas se hicieron oir, aquí y allá, en toda Hispanoamérica: sólo en la Argentina, sin embargo, se dio en la década de 1830 una generación de jóvenes románticos educados por los mismos libros, vinculados entre sí por una actitud vital ante la realidad histórica, testigos de las calamidades de la patria, amigos que en el asiduo trato personal coinciden en puntos de vista fundamentales, se agrupaban en tertulias y periódicos y, al mismo tiempo que declaraban la caducidad de las normas precedentes, expresaban, con un estilo nuevo, el propio repertorio de anhelos.49 Lo anterior, tanto por fecha como por características, pudiera aplicarse al grupo que floreció en Cuba alrededor de la figura de Domingo del Monte (1804-1853) —al cual ni siquiera llega a mencionar Anderson Imbert en su texto—, a pesar de la sustancial diferencia de ser la isla aún colonia mientras la Argentina ya se había independizado. Existe cierto paralelismo en la forma en que se introduce el Romanticismo en ambos países. En la Argentina es Esteban Echevarría (18051851) quien, desterrado en Francia entre 1826 y 1830, regresa en esta última fecha a su patria «si no educado por el romanticismo, por lo menos con la mente agudizada por sus lecturas románticas». Anderson Imbert señala cómo dicho autor trató de proyectar sobre la realidad argentina dos de las fórmulas románticas: el liberalismo político y el realce artístico de lo autóctono. Aunque, afirma el autor mencionado, Echeverría «no tenía ni vocación ni genio para la poesía», cumplió una función en la historia externa de la

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literatura argentina: «Elvira o la novia del Plata (1832) fue el primer brote romántico trasplantado directamente de Francia, independientemente del romanticismo español». 50 No hay que forzar el paralelo, sino sólo recordar cómo Domingo del Monte regresa en 1829 de un viaje por Europa y los Estados Unidos, con excelente información sobre la última producción literaria en esos lugares. Su liberalismo político y sus esfuerzos por crear una poesía autóctona (sus primeros «Romances cubanos», firmados apócrifamente como el Bachiller Toribio Sánchez de Almodóvar, son de 1829), están condicionados todavía por un colonialismo no desmentido, pero las publicaciones periódicas a las que se entrega con pasión (La Moda en 1829, El Puntero Literario en 1830, la Revista Bimestre Cubana entre 1831 y 1834) difunden ideas moderadamente renovadoras, quizás con un romanticismo cada vez más ecléctico. Pero es imposible desligar a Del Monte de su amigo José María Heredia (1803-1839), que en muchas de sus Poesías de 1825 ya es abiertamente romántico. El romanticismo en sí será tópico de encendidas polémicas en las publicaciones cubanas durante esa década del treinta. Por supuesto, florecimientos literarios paralelos como los que ocurren en Cuba y Argentina hacia las proximidades de 1830 no pueden circunscribirse a individualidades, pero los elementos para la comparación desde este punto de vista es indudable que existen. Menos accidental al respecto que las andanzas de Echeverría y Del Monte resulta la situación cultural histórica del continente hispanoamericano, que durante la etapa colonial había concentrado su mayor auge en tres focos básicos: México, Perú, y Colombia, los virreinatos que alcanzaron tradición y esplendor un tanto cerrados en sí mismos, afincados los dos primeros en su indudable auge procolombino. Zonas periféricas, abiertas al tránsito de ideas y mercancías, desatendidas en su desarrollo cultural, Cuba y la zona del Río de la Plata se encontraban mucho más libres de ataduras para recibir lo nuevo, que tuvo entonces un nombre específico: «romanticismo». Que, como se ha dicho, más que un estilo literario fue un modo de vida.

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Pero la idea de «cotos cerrados» no resulta una exacta representación del estado de Hispanoamérica entonces, y las mismas guerras independentistas, que dejaron a Cuba y Puerto Rico separadas del conjunto continental, en cierta forma ayudaron a precipitar nexos y conclusiones que sin ellas no se hubieran producido. Los exiliados juegan un papel muy importante. Esa condición es la que hace a Heredia tensar sus mejores posibilidades. Pero existen otros casos significativos. El peruano Manuel Lorenzo Vidaurre (1773-1841) fue un enciclopedista sentimental y contradictorio, que a su paso por la Audiencia de Puerto Príncipe —de donde partió en precipitada fuga hacia Estados Unidos— tuvo que dejar huellas, además de los libros que allí imprimió. De Argentina pasa a Cuba José Antonio Miralla (1789-1825), traductor de Gray y Fóscolo, que muere en México cuando espera encontrarse con su amigo Heredia. De Colombia llega exiliado a La Habana José Fernández Madrid (1789-1830), a quien llamaban «el Sensible», poeta y colaborador con Miralla en empresas editoriales, prerrománticas y liberales, que muere en Inglaterra, en donde había trabado amistad con el venezolano Andrés Bello (17811865), quien al radicarse en Chile en 1829 escribe un artículo sobre los poemas de Fernández Madrid, en donde se refiere a «una nueva promoción literaria, distanciada de Meléndez Valdés y Quintana, la de los emigrados españoles de 1823», que no se darán a conocer en su patria hasta después de 1830. 51 Desenredando el mismo ovillo anterior, podríamos recordar que en 1831 Domingo del Monte dedica una extensa crítica, desde posiciones neoclásicas, a los poemas de Fernández Madrid. Mientras que en 1846 en Chile se publicará la antología América poética, que incluye poemas de Heredia, Plácido, la Gómez de Avellaneda y Fernández Madrid. Y vaya otra prueba al canto, ahora en el plano teatral, escogida un tanto al azar, de cómo la ola romántica fue extendiéndose por el continente. En 1842 el mexicano Fernando Calderón (1809-1845) produce su drama Herman o la vuelta del cruzado; el mismo año en el extremo opuesto del continente, el argentino José Mármol (1817-1871)

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escribe El cruzado, otro drama de tema similar. Pero ya algún tiempo antes, el cubano Ramón de Palma (1812-1860) había estrenado y publicado La vuelta del cruzado en 1838, imitado con seguridad de algún modelo europeo. Se trata de títulos referenciales, que poco añaden a una valoración estética, pero que resultan señales sintomáticas. No tenemos tampoco noticia alguna que otro país hispanoamericano se haya adelantado a Cuba en tratar de reproducir la «batalla de Hernani» en sus escenarios. En La Habana, la edificación de un gran teatro —el Tacón— serviría para más de una escaramuza alrededor de obras escritas en la ciudad por extranjeros. Y, ¿acaso El Conde Alarcos de José Jacinto Milanés (1814-1863), estrenada y publicada en 1838, no puede ser considerada la primera muestra perdurable del teatro romántico hispanoamericano? Las condiciones políticas en España hacen que su romanticismo aflore al regreso de los exiliados políticos, que habían permanecido sobre todo en Inglaterra. A la lucha contra la invasión napoleónica había seguido el despotismo de Fernando VII hasta 1820, cuando una breve revolución liberal —que tuvo importantes repercusiones en Cuba— permitió un respiro de tres años, para instaurarse después, otra vez, un «nuevo régimen de terror» hasta 1833, la «ominosa década» que tendrá su fin —para España— con la muerte del rey. Es entonces cuando, bajo el estímulo del romanticismo que triunfaba en otros países europeos, se empiezan a producir obras españolas decididamente dentro de ese estilo: las fechas básicas suelen atribuirse al Duque de Rivas, que en 1834 publica su leyenda El moro expósito y, en 1835, estrena su famoso drama Don Álvaro o la fuerza del sino. Al año siguiente Larra se suicida y, en su entierro, se da a conocer Zorrilla, a quien sigue en popularidad, poco después, José Espronceda. 52 Como preludio al estallido romántico, había ocurrido una revalorización de la literatura española antigua, sobre todo del teatro español de los Siglos de Oro, realizada por importantes críticos alemanes, entre los que sobresalía Schlegel, traducido en 1814 por Nicolás Böhl de Faber, lo cual dio origen a una larga polémica, hasta

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que el crítico hispano estonces de mayor autoridad, Augustín Durán, escribe su Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español y sobre el modo cómo debe ser considerado para juzgar convenientemente de su mérito peculiar, título dieciochesco que se abría a la nueva sensibilidad venida desde fuera. El mismo origen tiene la revalorización de la poesía tradicional popular española. Böhl de Faber da a conocer entre 1822 y 1825 su recopilación Floresta de rimas castellanas y, entre 1828 y 1832, Durán colecciona su Romancero general. Estos aspectos son importantes para Cuba, pues es lo que Del Monte trae como ideal a propagar, y que condiciona en gran medida sus recelos para aceptar el verdadero estallido romántico hispánico que ocurrirá después. Por supuesto, Del Monte conoció de primera mano muchas muestras del despertar de la nueva sensibilidad europea. En realidad Chateaubriand, Byron, Walter Scott, Lamartine y hasta Víctor Hugo, entre otros, fueron difundidos en Cuba desde la década del veinte (Heredia es la mejor prueba de ello). Ya a finales de los años treinta se discute sobre la caducidad del estilo romántico, que sin embargo seguirá prevaleciendo durante algunas décadas más, ahora sí con algunas influencias directas españolas, aunque Cuba ya había dado, anticipadamente, a la poesía romántica en lengua española cuatro nombres importantes: José María Heredia, Gabriel de la Concepción Valdés, José Jacinto Milanés y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Uno de los tópicos del romanticismo europeo será exaltar la libertad individual. Es sabido su insistencia en los héroes rebeldes —piratas, bandidos, etc.— que cultivan un «yo» altivo y anárquico. Pero en la América hispana el romanticismo llega en el momento de su liberación de la metrópoli colonial. Es el estilo de su independencia política. A pesar de que Olmedo cante al héroe Bolívar en versos más bien neoclásicos, la prosa del propio héroe tiene el desborde apasionado de un romántico. Pero será en Cuba, la tierra americana aún no libre, donde la tradición romántica se vincule más al ansia independentista de la colectividad. Hasta convertirse en una fuerte tradición, a veces soterrada, que

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permea todo el siglo XIX. Para encontrar algo parecido habría que buscarlo en los romanticismos de la Europa oriental. Es decir, la exaltación de una independencia colectiva muy concreta, característica americana que pone de vuelta la medalla europea occidental de la libertad individual. Cualquier característica del romanticismo cubano tiene que poner su atención en la figura de Domingo del Monte, sin que por ello tratemos de esquematizar su importancia. Pero Del Monte, por su cultura, inteligencia y conocimiento de primera mano, fue el cubano que en su tiempo pudo adentrarse mejor en el fenómeno del romanticismo europeo. Aunque no fuese para aceptarlo incondicionalmente, sino para someterlo a un rigurosa crítica de acuerdo con su formación, ideas y las condiciones existentes en Cuba. En Del Monte se vislumbran con claridad dos tendencias antitéticas. Por un lado, sus concepciones tradicionalistas en política, religión y literatura, que lo hacen aceptar el tutelaje colonial español, el cristianismo como centro unificador de su pensamiento y el neoclasicismo como punto referencial estético válido. Pero, a su vez, Del Monte es el hombre que busca lo nuevo y que trata de hacer avanzar hacia ese «progreso» ideal decimonónico a una tierra que mucho lo necesitaba. Por eso lucha por la reforma del estatus colonial, el cese de la trata negrera, el conocimiento de la mejor literatura que se producía entonces en Europa, el mejoramiento de las costumbres, etc. Nunca dentro de un espíritu revolucionario, el romanticismo controlado que propugnaba tuvo que írsele de las manos, precisamente por las condiciones prevalecientes en el país. Los dos problemas básicos de la Cuba colonial de entonces tuvieron que aflorar, a veces veladamente dada la férrea censura gubernamental. Estos problemas eran, por supuesto, la forma de dependencia colonial establecida por España y el utilizar el trabajo esclavo como base del sistema económico. Dichos aspectos encontraron formas idóneas para expresarse en el romanticismo y, con variedad de matices, así lo hicieron. Urgida por la misma realidad que vivía, la primera generación de románticos estuvo muy

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lejos de utilizar la literatura como una vía escapista o sublimadora de la compleja situación de todo tipo que vivían, y a enfrentarla lo más directamente que pudieron dedicaron sus mejores esfuerzos. Por otro lado, la subjetivación de la naturaleza encauzó su legítimo elogio del paisaje insular como manera de reafirmar esa nacionalidad que ya los neoclásicos habían manipulado. Y lo autóctono ganó cada vez más terreno, por derecho propio. Si en ese despertar nacional el pensamiento racionalista heredero de la Ilustración había ejercido un eficaz papel, la situación imperante no permitirá que fructifiquen los brotes irracionalistas y de Varela a Luz y Caballero el tránsito es predecible y firme. Externamente podría argüirse que ninguno de ellos es un romántico, pero la respuesta sería la de que ellos son nuestros ideólogos más representativos —y agréguese la figura de Saco— durante ese período en que nace y fructifica el romanticismo literario y se tendrá otra característica de lo que el florecimiento de ese estilo significó en Cuba. Recordemos las palabras de Raimundo Lazo citadas al comienzo de este epígrafe, o pensemos en la afirmación de Mirta Aguirre acerca de que no existió un romanticismo, sino muchos, a veces antitéticos entre sí.53 El romanticismo cubano, por las condiciones históricas en que se produce, tuvo características muy particulares y diferenciadoras, incluso dentro de su marco natural hispanoamericano, en donde debe ser situado más que en su relación con España, pues otra de sus características claves es su cosmopolitismo, quizás moderado, pero sin dudas existente. Por primera vez la literatura cubana, al poner la vista más allá del Océano Atlántico, dejaba de tener como foco predilecto a España para interesarse, con parecido o aún mayor énfasis, por otros países europeos. Francia en primer lugar, pero no tan rezagadas Inglaterra, Italia y aun Alemania. El interés se extiende a países como Polonia o Rusia y hasta despierta ese afán orientalista que ya por la vía colonial de las Filipinas tenía cierta cotidianidad en la isla. El romanticismo, en definitiva, permitió uno de los más espléndidos brotes de la poesía cubana, sirvió de partera a una narrativa incipiente pero con

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perfiles propios, así como a una explosión teatral después no continuada, e hizo desarrollar una variada y acuciante prosa, que desde el artí-

culo de costumbres hasta la disquisición filosófica contribuyó a reafirmar a ese estilo como el primer gran florecimiento de la literatura cubana.

NOTAS (CAPÍTULO 2.1) 1

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Predomina una piedra caliza, porosa, que era fácilmente víctima de la erosión. El siglo XIX va a enfrentarse a la crisis de las grandes fuentes maderables del país y por eso proliferó el hierro en enrejados y motivos decorativo-funcionales. Para una amplia información al respecto ver: Feliciana Chateloin: La Habana de Tacón. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989.

3

Adelaida de Juan: Pintura cubana: tema y variaciones. UNEAC, La Habana, 1978, p. 22.

4

Luz Merino: «Apuntes para un estudio de la Academia de San Alejandro», en Letras. Cultura en Cuba 4. Prefacio y compilación de Ana Cairo Ballester. Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1987, pp. 311-329.

5

Adelaida de Juan: Pintura y grabados coloniales cubanos. Contribución a su estudio. Editorial Pueblo y Educación, (Cuadernos H-Arte), 1974, p. 50.

6

Guy Pérez Cisneros: Características de la evolución de la pintura en Cuba. Dirección General de Cultura, La Habana, 1959.

7

Guillermo Sánchez Martínez: «Federico Mialhe: diseño biográfico y señalamientos para la estimación de su obra», en Letras. Cultura en Cuba 4, ob. cit. (1987), p. 354.

8

Alejo Carpentier: La música en Cuba. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988, p. 116.

9

Ob. cit., p. 128.

10

Ob. cit., p. 147.

11

Zoila Lapique Becali: Música colonial cubana (18121902). Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1979, tomo I. Otras publicaciones musicales anteriores, algunas conocidas sólo de nombre, fueron El Filármonico Mensual (1812), Periódico Musical (1822, que ya reproducía piezas litografiadas), Journal Música (1822, en donde colaboraba el com-

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positor habanero Antonio Raffelin, de posterior trayectoria internacional) y Periódico de Música (1826). 12

También las contradanzas se inspiraban en nuestros escritores, como lo prueban las tituladas «Abufar» y «El conde Alarcos», en franco homenaje a las obras teatrales de Heredia y Milanés, respectivamente.

13

Alejo Carpentier: ob. cit., p. 145.

14

Serafín Ramírez: La Habana artística, apuntes históricos. Imp. del E.M. de Capitanía General, Habana, 1891, p. 126.

15

Es significativo, por sus implicaciones políticas, el texto de un decreto del Capitán General Vives, fechado en 1830, autorizando una solicitud hecha por Ramón Pinto y otros aficionados: «Concedo a los suplicantes el permiso que solicitan, avisando al Comisario de barrio para que cele el mayor orden, y bajo la expresa condición de que sólo se ocuparán de lo ofrecido, de música» (Ramírez, ob. cit., p. 127).

16

Serafín Ramírez: ob. cit., pp. 64-65.

17

Alejo Carpentier: ob. cit., p. 178.

18

Ed. cit., p. 168. Una anécdota amorosa crea nexos entre el músico y otro escritor. Saumell se enamora de Dolores de Saint-Maxent, una belleza habanera —cantante aficionada que se dice introdujo en Cuba la obra de Schubert— quien lo desdeña para casarse con Ramón de Palma, con lo cual causa tal abatimiento en el músico que esto se da como una de las causas por las cuales desistió de su proyecto operático.

19

Sergio Aguirre: «Seis actitudes de la burguesía cubana en el siglo XIX», en su Eco de caminos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 84.

20

Sergio Aguirre: «De nacionalidad a nación», en ob. cit., pp. 419-448.

21

Ramiro Guerra: Manual de historia de Cuba. (Económica, social y política.) Consejo Nacional de Cultura, Habana, 1962, p. 272.

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Félix Varela: «Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba…», en José Antonio Saco: Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países Américo Hispanos. Cultural, S.A., Habana, 1938, tomo IV, p. 11.

23

Francisco de Arango y Parreño: «Reflexiones de un habanero sobre la independencia de esta isla», en sus Obras de Francisco de Arango y Parreño. Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, 1952, tomo II p. 425.

24

25

Manuel Lorenzo Vidaurre: Los ideólogos. Edición y Prólogo de Alberto Tauro. Comisión del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1971, p. 154.

26

Vicente Rocafuerte: Vicente Rocafuerte, un americano libre. Prólogo y notas de José A. Fernández de Castro. Secretaría de Educación Pública, México, D.F., 1947.

27

Francisco González del Valle: Cronología herediana (1803-1839). Dirección de Cultura de la Secretaría de Educación, La Habana, 1938.

28

Carlos M. Trelles: «Bibliografía de la prensa cubana de 1764 a 1900», en Instituto de Literatura y Lingüística: Diccionario de la literatura cubana. 2 tomos. Ed. Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, tomo I, p. 71.

29

José Fernández Madrid: «Manifiesto Patriótico» en su José Fernández Madrid y su obra en Cuba. Consejo Nacional de Cultura, Publicaciones del Archivo Nacional de Cuba, La Habana, 1962.

30

José Antonio Fernández de Castro: «José Fernández Madrid, prócer colombiano de la independencia de Cuba», en su Ensayos cubanos de historia y crítica. Jesús Montero editor, La Habana, 1943.

31

Ángel Augier: «Reencuentro y afirmación del poeta José María Heredia», en su Poesías completas. Homenaje de la ciudad de la Habana en el centenario de la muerte de Heredia, 1839-1939. Municipio de la Habana, 1940-1941, volumen I.

32

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Roque E. Garrigó: Historia documentada de la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, por el Dr. […] Imprenta «El Siglo XX», A. Muñiz y hno., La Habana, 1929, tomo II, p. 87.

Aunque el nombre de Félix Varela no aparece en ningún número de El Mensajero… como autor, José Antonio Saco, que sí dio a conocer su identidad desde las páginas de la revista, cuando reproduce en 1858 dentro de la colección Papeles sobre Cuba (Mi-

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nisterio de Educación, Dirección General de Cultura, La Habana, 1960) algunos de los textos escritos por él en El Mensajero…, con introducciones y notas realizadas a posteriori, deja bien expreso en ellos la colaboración de Varela. Por ejemplo, ver en el tomo I de Papeles sobre Cuba (ob. cit.), las pp. 321 y 256. 33

Cintio Vitier: «Prólogo», en su La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano. Pról. y selecc. […]. Biblioteca Nacional José Martí, Departamento Colección Cubana, La Habana, 1968-1974, Tomo I, pp. 15-16. Saco reprodujo íntegramente su polémica con La Sagra en el tomo I de su Colección de papeles (ob. cit.).

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Dirigidas especialmente a las mujeres también habían sido el Correo de las Damas (1811), con Simón Bergaño como codirector, y la hoy perdida Biblioteca de Damas (1821), de José María Heredia.

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En este aspecto las intenciones no siempre se daban de la mano con las posibilidades litográficas. Así y todo, durante su primera época pudieron publicarse las contradanzas de la Matilde (que era personaje de los comentarios de modas), del Abufar (inspirada en la tragedia de igual nombre traducida por Heredia) y del Abencerrage, así como unas cuantas canciones, algunas de autores cubanos, como «Las lágrimas de piedad», con letra también de un poema de Heredia. Ver Zoila Lapique: ob. cit., tomo I, pp. 105-114.

36

Por supuesto, el mantenido recuerdo del gran poeta cubano precisamente en su destierro, tenía una evidente intención política. Los textos publicados correspondían a cartas tan bien escritas que sugieren ya algo más que la simple comunicación epistolar.

37

En el Diccionario de la literatura cubana (ob. cit., tomo 2, p. 625) se ofrecen las fuentes de estas afirmaciones. El último número de La Moda apareció el 11 de junio de 1831. Es paradójico que Desval y Dorilo abran y cierren las publicaciones literarias del período: metafóricamente funcionan como encargados de descorrer y correr las cortinas de una función en la cual los momentos más importantes no estuvieron nunca a su cargo.

38

Cirilo Villaverde: «Periodismo», en su El periodismo en Cuba. Libro conmemorativo del día del periodismo, 1941, pp. 149-153. Originalmente aparecido en La Aurora de Matanzas en 1846.

39

Así lo afirma el Catálogo de publicaciones seriadas cubanas de los siglos XVIII y XIX (2a. edición, Biblioteca Nacional José Martí, Departamento Colección Cubana, La Habana, 1984, p. 70). Es dudosa la afir-

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mación de Mary Cruz acerca de que Del Monte era «director-propietario» de la revista («El Romanticismo visto por Bachiller y Morales (1830-1838)», en Revista de Literatura Cubana, a. IV, n. 6, enerojunio, 1986, p. 27), pues inclusive al cesar su publicación, el periodista español Ángel Iznardi le escribe a Del Monte: «Siento la muerte del puntero y por ella te doy el más cumplido pésame, si bien te quedan pa. consolarte otros hijos del entendimiento q.– viven y crecen, cuando este no era más q.– ahijado» (Centón epistolario de Domingo del Monte. 7 tomos. Con un prefacio, anotaciones y una tabla alfabética por Domingo Figarola-Caneda. Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1926-1957, tomo I, p. 112). 40

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Antonio Bachiller y Morales: Apuntes para la historia de las letras y la instrucción pública en la isla de Cuba. Con introducción de Francisco González del Valle y biografía del autor por Vidal Morales y Morales. Cultural, La Habana, 1936-1937, tomo II, p. 230. Son sintomáticas las características de «verosímil» y «claro» dadas al romanticismo, cuando en realidad éste se asociaba más con sus contrarios. Aquí encontramos uno de esos resabios neoclasicistas que Del Monte pretendía mantener en el romanticismo cubano. Tibur era el nombre antiguo de la ciudad italiana de Tívoli, Castalio aludía a la fuente mitológica cuyas aguas inspiraban a las musas, Manzanares es el conocido río que pasa por Madrid. Es curioso que la votación fuese 3 a 2, lo cual supone que el secretario no votó y, aunque con las restricciones de criterios muy castizos y moderados, Manzanares lo hizo a favor del edicto. El predominante tono humorístico permite dudar que tras cada seudónimo figurase un personaje real. En realidad Íñigo del Jagüey, Rodrigo de la Seiba y Carlos Manzanares podían ser matices complementarios de las opiniones del propio Del Monte (n.1804), aunque Mary Cruz encuentre similitudes entre De la Seiba y Bachiller y Morales (n.1812), quien según pruebas bastante convincentes aportadas por Roberto Friol (Suite para Juan Francisco Manzano. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1977, p. 187) era el

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secretario (¿de redacción?) Garci Sánchez del Palmar. Otros colaboradores reconocibles de El Puntero… fueron Pedro José Morillas (n.1803), Anacleto Bermúdez (n.1806) y José Miguel Angulo y Heredia. Autor también muy ligado a Del Monte en aquel momento era Manuel González del Valle (n.1802). Como se ve, ninguno alcanzaba la treintena, lo cual enfatiza el carácter juvenil de la empresa. 43

Cintio Vitier ha apuntado cómo para P. J. M., Heredia era ya un romántico, criterio que no era el de Del Monte y que tuvo que esperar un siglo para ser retomado de nuevo.

44

Cintio Vitier: «Prólogo», tomo 1, p. 29.

45

Ob. cit., p. 12.

46

El criterio de Quintana, así como otros datos sobre la revista, están tomados del Índice de la Revista Bimestre Cubana. (Compilado y prologado por Araceli García Carranza.) Biblioteca Nacional José Martí, Departamento Colección Cubana, La Habana, 1968.

47

José Antonio Saco: ob. cit. (1960), tomo II, pp. 3090.

48

Raimundo Lazo: Historia de la literatura hispanoamericana. El siglo XIX (1780-1914). Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1969, tomo II, p. 17.

49

Enrique Anderson Imbert: Historia de la literatura hispanoamericana. La Colonia. Cien años de república. 4a. edición. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1962, p. 224.

50

Ob. cit., p. 222.

51

Mencionado por Anderson Imbert, ob. cit., p. 116.

52

Para la situación española, ver Ángel del Río: Historia de la literatura española. Desde 1700 hasta nuestros días. Edición Revolucionaria, La Habana, 1968, volumen II, pp. 45-95.

53

Mirta Aguirre: El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973.

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2.4 LA POESÍA DEL PRIMER ROMANTICISMO CUBANO (1820-1844) 2.4.1 Características generales La etapa comprendida entre los años 1820 y 1844 constituye indudablemente el momento en que la poesía cubana adquiere definición propia y madurez artística. Basta comparar lo que se producía dentro del género antes de la primera de dichas fechas y el balance que puede hacerse del mismo al final del período, no sólo cuantitativamente sino también cualitativamente, con voces que aún se consideran entre las más altas de nuestro acervo lírico y un grupo de poemas ya instalados con firmeza entre los hitos de ese género que, para muchos, resulta no sólo la más alta expresión literaria de nuestro siglo XIX, sino uno de los más vigentes aportes nacionales al quehacer cultural de lengua hispánica. Aunque, si este período en sí puede caracterizarse como un momento de cristalización y auge, esto no significa que admita deslindarse fácilmente de las etapas que lo anteceden y suceden, pues las líneas de continuidad son demasiado evidentes y fluidas. Pero tampoco nos impide esbozar una serie de características, algunas particulares del momento y otras más generales para toda nuestra poesía decimonónica, que definen o matizan la producción de la subetapa en forma bastante evidente. A continuación, trataremos de esbozar algunas: 1) Por supuesto, sin la tradición literaria propia suficiente y utilizando moldes lingüísticos y artísticos importados necesariamente de la Me-

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trópoli, todavía apenas esbozada la necesidad de rompimiento con esta última, el quehacer literario cubano dependía en gran medida de usos y modas peninsulares. Si España vivió un neoclasicismo epigonal de poco vuelo lírico, inundado de retoricismo y referencias mitológicas, no otra cosa pretendieron hacer, al menos teóricamente, nuestros poetas de finales del XVIII y principios del XIX. Pero ya se ha insistido bastante en que nunca movimientos o escuelas literarias formados en Europa son los mismos después de cruzar el océano. Si suelen funcionar como estímulos o modelos supuestamente ideales, al llegar a nuestras playas su desarrollo puede tomar cauces insospechados, ya sea por los nuevos contextos de todo tipo que encuentran o las peripecias históricas a las que se ven asociados. Si los poetas cubanos trataron de cultivar el neoclasicismo según los modelos hispánicos, ya ciertas constantes que van definiéndose como propias de la isla hacen patente su presencia, y los moldes retóricos al uso van quedando como experiencias externas que no garantizan su permanencia. La utilería de lo mitológico, la temperancia formal que se concreta en cierto corto número de metros y estrofas canonizados, la expresión controlada y hasta meditada de las emociones, la visión de la realidad —hombres, cosas— encuadrados en estilizados esquemas de un realismo tan idealizado que resulta artificial, se hacen en aras de un «buen gusto» muchas veces muy dudoso, pero que como as-

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piración será lo que de la escuela neoclásica más arraigará entre nosotros, impulsado por el eclecticismo bien informado pero con limitaciones evidentes de Domingo del Monte. Ninguno de nuestros poetas abiertamente neoclásicos dejará honda huella en el posterior desarrollo lírico. José María Heredia es tan grande y decisivo poeta que hace olvidar casi todas las pequeñas y discretas voces que hasta entonces habíamos tenido, y él mismo se erige como la gran influencia de la poesía cubana que le sucede. Heredia no es un escritor de transición ni un ecléctico, sino algo mucho más complejo. Toma de aquí y de allá, pero su expresión personal se impone y sus obras son a veces dramáticamente románticas o equilibradamente clásicas, pero siempre «heredianas», cosa que tan bien supo aquilatar José Martí. Heredia retoma y crea muchas de las que serán constantes de la poesía cubana decimonónica. Colocado en las confluencias de estilos y épocas, ya muy analizadas y verificadas por la crítica sus relaciones con otros autores, de hecho liquida entre nosotros toda la parafernalia neoclásica sin llegar a imponer lo romántico, que no asume como escuela, sino como coyuntura necesaria de su expresión personal. Después se verá cuántos rasgos «heredianos» irán caracterizando lo que se ha llamado el «Romanticismo cubano». 2) Si los románticos europeos van a ser tan disímiles entre sí que a veces se ha dudado agruparlos bajo una misma denominación y cada uno genera posturas disímiles —que pueden llegar a tocar ideológicamente extremos tanto reaccionarios como progresistas— los ecos de ellos entre nosotros no son difíciles de deslindar en sus inicios, aunque luego se amalgamen y, de hecho, constituyan «otro» romanticismo. En primer lugar hay que recalcar que los impulsos iniciales, ya como escuela o estilo definido, no nos llegan de España ni de ningún otro país hispanoparlante. Es indudable que el romanticismo francés es el gran modelo, y sus poetas se difunden en nuestro medio con amplitud, casi siempre en su lengua original, y constituyen objeto de múltiples traducciones e imitaciones. El francés se convierte en la lengua culta sobre todo de nuestros poetas (con Del Monte otra

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vez a la cabeza) y entre los autores más favorecidos se encuentran, sin lugar a dudas, Lamartine y, poco después, Víctor Hugo, junto a nombres menores muchas veces ubicables en lo que ha solido llamarse prerromanticismo. Pero no puede olvidarse que los románticos ingleses e italianos fueron también muy leídos e imitados. Hay que recordar que ya en 1823 el argentino Miralla daba a conocer en Cuba a Young y Fóscolo. Lord Byron, conocido o no directamente, fue una presencia siempre activa. Una somera revisión de los autores que tradujo Heredia nos ofrece un primer rico abanico de acercamientos: entre otros poetas franceses de menor categoría, los preferidos resultaron ser Millevoye y Lamartine; del inglés, el falso Ossian, Campbell, Byron y Young; del italiano Fóscolo; del alemán Goethe. El panorama no se alterará mucho para nuestros siguientes poetas, que recibirán pronto las resonancias hugonianas y, por supuesto, las nuevas voces que surgen en la metrópoli, con Zorrilla y Espronceda a la cabeza. Debe subrayarse que el desarrollo del romanticismo en España es paralelo y no antecede a la aparición de rasgos de este estilo en Cuba. Lo cual no quiere decir que dejen de sobrevivir aquí los ejemplos de Meléndez y Valdés, Gallego, Cienfuegos y Quintana, algunos nimbados con esa aureola de «buen gusto» —que Del Monte sí había negado justamente a Arriaza e Iriarte, por ejemplo—, pero otros combatidos con ardor, tal como hace Bachiller y Morales con Cienfuegos. Entre algunos autores del momento existió una evidente voluntad de reproducir en Cuba una contraposición entre «clásicos» y «románticos» que en realidad no cuajó, según puede verificarse también en nuestro desarrollo teatral; allí se trató de fabricar «nuestra batalla de Hernani», que pronto, demasiado pronto, fue trascendida por un Conde Alarcos que ya se entendía superaba la famosa contraposición. En poesía, la polémica que se produjo en 1823, cuando Del Monte de manera anónima elogió los poemas de Heredia y le salieron al paso los neoclásicos Desval (Ignacio Valdés Machuca) y Dorilo (Manuel González del Valle), se desvaneció cuando Ramón de la Sagra atacó al cantor

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del Niágara en 1828. Entonces se hizo evidente una contradicción más profunda que la supuesta entre clásicos y románticos: la existente entre cubanos y españoles. Sin embargo, se seguía intentando el manifiesto o la polémica que enfrentaba ambas tendencias: así sucedió con El Puntero Literario, la efímera publicación de Del Monte y Bachiller y Morales, sobre todo con el artículo «Glorieta de la crítica», en donde se recogía la discusión que a orillas del Almendares se produjo el 28 de diciembre de 1829 entre poetas que defendían el clasicismo o el romanticismo. Entre los primeros estaban «Florencio Tibur» y «Carlos Manzanares» y entre los segundos, «Íñigo del Jagüey» y «Rodrigo de la Seiba». Aunque la conclusión se concretó sobre todo a desterrar lo mitológico de la poesía, nótese que los «románticos» utilizaban como seudónimos nombres de frondosos árboles nativos, a diferencia de los españolizantes «clásicos». En 1838 se produjo una polémica entre Antonio Bachiller y Morales y Ramón de Palma, iniciada por el artículo del primero «Literatura romántica», en donde consideraba a esta escuela como «la libertad en literatura», aunque concluía, parafraseando a Víctor Hugo, con la afirmación de que «las clasificaciones de clásicos y románticos cayeron en el abismo de 1830, como la de glukistas y piccinistas en la sima de 1789. El arte solamente ha quedado.» En definitiva, talmente parecía que la discusión clásico-romántica había desaparecido ya, superada por un «Eclecticismo» que todos los críticos hoy día suelen reconocer y achacar a la influencia delmontina. Recientemente Federico Álvarez ha reivindicado la denominación de «eclecticismo» para caracterizar a toda la literatura hispanoamericana del siglo XIX, depurándola de la connotación filosófica cousoniana que el término a veces tuvo entre nosotros.1 Pero ecléctico puede ser quien toma de aquí y de allá, sin definirse por algo propio. El diccionario nos dice que es quien «adopta entre varias opiniones o cosas lo que mejor le parece», o aquello «formado de elementos tomados a diversos sistemas». Aun en el caso que aceptemos que esto pasa con nuestra poesía entre 1820 y 1844, ¿es que sólo se

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queda en ella o acaso no llega a constituirse en algo reconocible, valioso, con rasgos propios? Indudablemente la poesía que se produjo en Cuba entre 1820 y 1844 tiene valores característicos, en los que asimila variadas fuentes, con acusadas diferencias y similitudes respecto a los romanticismos europeos. Pero más que con otra denominación, preferimos hablar de ella como perteneciente a «otro» romanticismo entre los varios que florecieron en la literatura universal a principios del siglo XIX. 3) Cintio Vitier, en su ineludible Lo cubano en la poesía, habla del desarrollo gradual de nuestra poesía desde afuera hacia adentro, de lo exterior a lo interior, revelada en varios estratos: «naturaleza, carácter, alma, espíritu». Proceso que para él resulta «clarísimo», a pesar de que dichas instancias «suelen aparecer entremezcladas, e influidas además decisivamente por el fundamental problema de la asimilación y transformación de lo europeo».2 Y a partir de Heredia se tienen ganancias irreversibles: la naturaleza nativa no es sólo descripción amorosa, sino interiorización en un ideal de libertad, que se hace cada vez más patente e imperioso. En 1820 tanto el sexagenario Zequeira como el adolescente Heredia cantan en sendos poemas a «España libre». Pero cuando tres años después el propio Heredia alude directamente a la independencia de Cuba en su composición «A la insurrección de la Grecia en 1820», estará iniciando una línea fundamental de la poesía decimonónica cubana. El ideal libertario en la poesía podrá ser sólo premisa filosófica o tema literario en estilos o modas foráneos, pero en Cuba asumió una connotación muy precisa a partir de la década del veinte, y si hay un rasgo que caracterice a nuestra lírica romántica será su recurrencia, a veces velada, simbólica o tan sólo como sugerida añoranza, a la necesaria libertad de la isla. La presencia de la naturaleza cubana en nuestra poesía, ya jerarquizada por Vitier en el proceso en el cual después de las frutas (paladar y olfato), aparecen los árboles y pájaros (mirada, oído), pasando de los sentidos más sensuales a los más espirituales, restalla en emotivas reconstrucciones «del natural», que superan los estilizados paisajes arquetípicos, no sólo del

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neoclasicismo. Si existe un rasgo de los variados romanticismos europeos que va a prender entre nosotros, será esa subjetivación del paisaje, que convierte a la naturaleza en reflejo de los estados de ánimo del autor, y de sus más caros anhelos. Esa secreta significación que el paisaje cumple entre nosotros será otro rasgo eminentemente herediano que perdurará con insistencia transformadora hasta los primeros balbuceos modernistas. Si era ya tradición permanente la fusión balanceada de artefactos foráneos con aspectos muy criollos, visible ya desde el Espejo de paciencia hasta Valdés Machuca y Plácido, sin olvidar a Zequeira, a partir de Heredia predominará un punto focal netamente cubano, y desde él se asimilará y expondrá lo extranjero. 4) Existe un sentido de lo popular en la poesía cubana cuya observación no pudo escapar a la docta pero a veces muy prejuiciada visión de Menéndez y Pelayo, que a la postre más bien como reparo hizo la siguiente observación, no exenta de cierto pintoresquismo tropicalista: En Cuba todo el mundo hace versos, y son muchos los que hacen versos sonoros y brillantes, que pueden fascinar en la recitación y aún en la primera lectura, aunque carezcan por lo demás de todo valor intrínseco. La ardiente fantasía de los naturales de aquel suelo, privilegiado en todo; lo vehemente, férvido y extremoso de sus afectos; la viveza y rapidez de comprensión, propia de la mente de los criollos; la movilidad de sus impresiones, el oido armónico de que la naturaleza parece haberles dotado y que los hace en extremo sensibles a los prestigios de la música y al halago del metro, son cualidades y condiciones que, unidas al portentoso espectáculo de aquella prolífica vegetación y el influjo de aquella atmósfera de fuego, predisponen e inclinan a la mayor parte de los cubanos a la improvisación poética, tomada esta palabra improvisación en el sentido más lato posible, es decir, como sinónimo de creación espontánea, irreflexiva y poco madura. La misma universalidad con que está repartida allí

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la aptitud estética primitiva y elemental, y el participar todos, en mayor o menor grado, de los goces artísticos, no ya como meros contempladores, sino como productores, impiden que [en Cuba] se desarrolle con bastante pujanza el genio individual y que pueda completar su educación con estudio y reposo. 3 Lo anterior explicaba, para Menéndez y Pelayo, la falta de atildamiento en la forma y serenidad conceptual que él buscaba como virtudes máximas, pero le impedía ver lo que en la propia península había sabido rastrear a través de los romances: el fuerte sentido popular de que está cargada la poesía cubana, precisamente en sus años de formación y primer auge. La línea divisoria entre camarillas de poetas cultos, aislados de los cultivadores silvestres y espontáneos no es tan fácil de establecer en Cuba, por lo menos hasta el modernismo. Esa pujanza del «genio individual» universalmente repartido, puede impedir que se completen sus educaciones «con estudio y reposo», pero por otra parte garantiza una vitalidad, frescura y raigambre popular que no es de creerse pueda ser desdeñable en ninguna forma. El círculo delmontino pudo tener sus obvios rezagos clasistas, pero no fue aristocratizante y supo retomar una tradición popular que ya existía entre nosotros, la cual, particularmente el romanticismo alemán con su búsqueda de lo folklórico, estimula y enriquece. A veces los más cultos intentan ser los trasmisores de las esencias populares (Del Monte, Palma, Muñoz del Monte, Matamoros) o los de formación más humilde tratan de ser redomados literatos (Manzano, Poveda, Vélez Herrera), pero esto ayuda a que la delimitación entre «cultos» y «populistas» sea muy variable y desdibujada, y ambas posibilidades florecen por igual en los más importantes poetas del momento: Plácido y Milanés. Si en Heredia no es patente esta voluntaria contaminación, consigue, sin embargo, ser el más universalmente popular de todos, porque hace palpable el ideal común de una Cuba independiente, hecho que también se le escapó a Menéndez y Pelayo.

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5) Si existe algo a través de lo cual puede deslindarse con claridad la llegada del romanticismo a nuestro mundo lírico, es precisamente en la nueva conciencia que se tiene del poeta dentro de la sociedad, de sus deberes y posibilidades. Aunque nuestros neoclásicos sintiesen un vivo afán publicístico, muy afín al iluminismo dieciochesco, su inserción personal en la vida pública no era un propósito definido. Así la producción de Zequeira solía encubrirse en seudónimos o anonimatos que la condenaban a una identificación a veces imposible, para no hablar de sus coetáneos Rubalcava y Pérez y Ramírez, que llegaron a la total despreocupación sobre la perdurabilidad y comunicación de sus obras poéticas. Del Monte en la teoría y Heredia en la práctica introdujeron el vuelco decisivo al respecto. No olvidemos la muy gráfica imagen de este poeta imprimiendo manualmente, ayudado por su esposa, el tomo mejicano de sus Poesías, y su constante celo por la pureza del texto y, luego, por su adecuada propagación. Un aspecto que es esencial para nuestro romanticismo «otro» es que es la primera vez que se tiene conciencia en estas tierras de que literariamente tratamos de insertarnos en un movimiento, estilo o moda que no es un traslado de lo que pasa en la península, porque, como se empezó ya a discutir en forma pública, la literatura «provincial» no tenía que ser un remedo de la «metropolitana». Y se busca una «universalidad» no sentida antes, aunque en general no se extienda dicha universalidad mucho más allá de los límites europeos. Pero así y todo es sorprendente el afán por conocer (y traducir) lo que se escribe no sólo en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, sino también en Rusia, Polonia, Estados Unidos y, por supuesto, Hispanoamérica. El afán informativo de esta etapa alcanza un nivel inusitado en cuanto a extensión y profundidad. Baste sólo repasar algunos textos de Heredia, Del Monte, Luz y Caballero o Bachiller y Morales, o las páginas del «boom» revisteril que ocurre entre 1838 y 1841. Si casi siempre se ha echado en cara a los movimientos literarios hispanoamericanos su inevitable atraso respecto a sus fuentes europeas, nuestros poetas románticos ya estuvieron muy conscien-

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tes de ello y trataron de remediarlo. Dadas las circunstancias epocales en que tuvieron que escribir lograron una producción que en no pocas ocasiones dejó de ser epigonal e imitativa, lo cual fue ya un logro importante para nuestro desarrollo literario. 6) Otro de los aportes básicos que significa el romanticismo entre nuestros poetas se verifica en el campo de la comunicación, como consecuencia de todo lo expuesto antes. Esto incluye desde los problemas internos de la composición poética hasta los más externos de su difusión y lectura. Nuestros primeros románticos escribieron para comunicarse expresamente con lectores muy específicos, que se agrupaban sobre todo bajo el denominador común máximo de su cubanidad. Más que dirigidos a grupos, estamentos o clases muy determinadas, ellos escribieron para sus compatriotas, unidos en la búsqueda de un anhelo común. Esto permitió que la poesía cubana del momento superase las limitaciones de la lengua escrita y muchos testimonios nos prueban cómo penetró con fuerza en sectores iletrados, que supieron memorizar versos y poemas, no sólo de los llamados «populistas», sino también no pocos de Heredia, Milanés o Plácido. 7) Al ganarse en conciencia histórica, según la tendencia romántica, se madura lo que ya habían esbozado Arrate, Valdés y otros antes de llegar el siglo XIX, en cuanto a profundizar en la sistematización y meditación del decursar cronológico isleño. Si por moda europea se va a la reconstrucción idealizada de épocas pasadas o de ambientes coloreados de exotismo, las implicaciones que esto tiene para nosotros resultan singulares. Existe una imantación muy evidente del indianismo americano de Chateaubriand entre nosotros, por ejemplo, pero eso se traduce en una búsqueda de nuestra «exótica» Edad Media: una cultura indígena que en Cuba solamente sobrevive a través de omnipresentes nombres, no exentos de hondos matices evocadores. La tradición indianista, que resulta aquí iluminadamente «criollista», es un rasgo permanente de nuestra poesía colonial, pero es con este primer romanticismo cuando cobra verdadera fuerza y autoconciencia. En este pe-

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ríodo, dentro de ella, escriben muy conocidos poemas Heredia, Plácido, Milanés, Valdés Machuca y otros más. Pero en Cuba no daba para mucho este indianismo nativo, que muchas e importantes veces —«En el Teocalli de Cholula», «Jicotencal»— trascendió a lo continental. Unido al criollismo y el folklorismo, en la etapa siguiente se vertebrarán las discutidas tendencias del «siboneyismo» y el «criollismo», que bien miradas estuvieron siempre apuntadas desde nuestros inicios poéticos. 8) Sin llegar a ser una característica distintiva de todo el romanticismo, especialmente en Alemania se produce una fuerte vinculación entre música y poesía, que da por resultado el perfeccionamiento de formas como el lied cantado (Schubert, Schumann, Mendelsohn, etc.) en donde ambos elementos se funden con una supuesta paridad de fuerzas. Si este movimiento no se hará sentir entre nosotros hasta la segunda generación romántica, la importancia de la música no puede desligarse de la poesía que se cultiva en Cuba entre 1829 y 1844, pero en esto hay que buscar la relación sobre todo con la ópera italiana (Rossini, Bellini, Donizetti) que en el plano culto era la más popular entonces. Las relaciones no sólo son verificables a través de los temas (desde las repercusiones de personajes, situaciones y atmósferas hasta la alabanza a los intérpretes), sino también en lo referente al tono, ritmo, estructura, vocabulario y «melodía» de las composiciones poéticas. En su Diccionario de las musas de 1827 ya Manuel González del Valle incluía una traducción de El barbero de Sevilla de Rossini y el campo de ejemplos podría ser fértil, pero aún está lejos de haber sido investigado. Producto del énfasis criollista-costumbrista que entonces se produce comenzarán a cultivarse por esta época danzas y contradanzas de ilustrativos títulos, que entroncan con características del romanticismo musical europeo: su calidad de microformas pianísticas, la relación con fuentes literarias y su evidente nacionalismo. Si ya se ha estudiado cómo el desarrollo de la poesía lírica está vinculado a formas cantadas, es importante verificar el auge que ésta alcanza en Cuba a través de la popular y campesina «dé-

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cima», terreno fecundo de ágiles improvisaciones. La décima cantada se afianza en la isla y quizás en este período es cuando comienza a volcarse más ampliamente en páginas impresas. También es cuando se llega a tener conciencia de su real significado, y a esto no resultaron ajenos los afanes de Del Monte por hacer prevalecer como poesía popular el romance, a contrapelo de una realidad que sus propios seguidores no tardaron en demostrar (Bachiller y Morales, Palma, etc.). Pero los poetas de la época que vivieron en Cuba (excluimos a Heredia) no sólo escribieron décimas, sino que muchas de ellas fueron en gran medida textos para ser cantados (Los cantares del montero, de los hermanos Milanés, y varios de Plácido, quizás sean ejemplos bien ilustrativos). Al mencionar la décima no podemos obviar alguna referencia a los aspectos métricos de nuestro primer romanticismo, que también es otra forma de manifestar ese «oído musical» que ya Menéndez y Pelayo reconocía en los hijos de este suelo. Si los poetas románticos españoles «reelaboraron y ampliaron bajo varios aspectos la métrica que recibieron del período neoclásico», con notable modificación de la proporción de sus componentes rítmicos, algo parecido sucedió entre nuestros primeros románticos, aunque hay que reconocer que no fue usual el énfasis en las combinaciones extremas ni la experimentación audaz. El espíritu romántico de Heredia no se trasluce en su metrificación, cosa que sí sucede con Gertrudis Gómez de Avellaneda, una de las más audaces innovadoras de la métrica en lengua española durante este período. Si hubo alguna tendencia hacia los metros largos, las rimas sonoras y las estrofas plenas, quizás los mejores logros de este primer romanticismo se den en formas más ligeras, como el romance y la décima, la quintilla y la rendondilla, sin olvidar que el soneto nunca dejó de cultivarse con esmero. 2.4.2 Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido Después de José María Heredia, los dos más importantes poetas del primer romanticismo

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cubano son Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido por su seudónimo de Plácido, y José Jacinto Milanés. Ambos, con características disímiles, se encuentran muy vinculados por su vida y obra a las turbulencias literarias, sociales y políticas de la época, hasta el punto que sus respectivas producciones poéticas se encuentran cercenadas por las repercusiones de esa página lamentable de la historia cubana ocurrida en 1844, que suele llamarse la Conspiración de la Escalera: Plácido muere fusilado, Milanés pierde la razón. Es de señalarse que la vida de ambos, al igual que la de Heredia, se encuentra muy ligada a la ciudad de Matanzas, devenida por este tiempo en capital poética de la Isla. Si el momento histórico que vivía Cuba era propicio para acentuar ciertas tendencias ya presentes en el romanticismo europeo, la vida de estos poetas no resultó menos favorable para que lo que pudo ser en otros moda o pose literaria, resultase en ellos dolida vivencia personal. Un fatum implacable parece ser elemento recurrente en sus biografías, que de por sí constituyen un apasionante material.4 Aunque los hechos de la vida de Gabriel de la Concepción Valdés nos presenten en realidad a un individuo —notable por sus cualidades, físicas e intelectuales— perennemente en dolorosa contradicción, no con el destino, como le hubiese gustado decir a sus colegas románticos, sino con el sistema económico, social y político que imperaba en la Isla, y, por supuesto, con los hombres que lo mantenían. Bien conocido es su nacimiento, producto ilegítimo de la unión entre una bailarina española y un peluquero mulato. Dobles prejuicios, raciales y sexuales, sin duda determinaron a su madre a depositarlo en la Casa Cuna, lugar en donde se le puso el apellido de Valdés que nunca cambió, a pesar de que su padre lo sacó de ese lugar pocos meses después. 5 Así el solo hecho de venir al mundo lo colocó en una situación social limítrofe, sumamente arbitraria e insalvable: sólo por el color de la piel sus posibilidades de desarrollo tendrían siempre un límite tajante en aquella sociedad. Habla mucho a su favor el que nunca negó su condición de mulato y de cubano, a pesar de que tuvo oportunidad de evadirse de ellas. Casi blan-

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co, fuera de Cuba el color de su piel no hubiese sido el obstáculo insalvable que aquí era. Pero Plácido nunca quiso abandonar su isla natal, ni tratar de enmascarar su condición de mulato. Hábil artífice del carey, cosa que se ha relacionado con el fino dibujo de muchos de sus versos, antes de dedicarse a dicho oficio había sido también aprendiz de pintura con Vicente Escobar y de imprenta con José Severino Boloña. En busca de mejores condiciones de trabajo se trasladó a Matanzas (1826), y ya allí comenzó a ser conocido por su facilidad para componer frescos y atractivos versos. Su primer gran triunfo poético lo obtuvo en 1834, en aquel pintoresco certamen literario celebrado en el suburbio habanero de Arroyo Apolo, en honor del nuevo primer ministro español, el poeta Martínez de la Rosa. Esto fue un triunfo «oficial» y Plácido aceptó esta posibilidad de trabajo como hubiese aceptado cualquier encargo para confeccionar peinetas. Por eso su primer tomo de poesías (1838) abre con una serie de odas «oficiales» dedicadas a cantar cumpleaños y otros fastos de la nada respetable familia real española. En gran medida él era un artesano y los versos también eran un producto de su habilidad en el oficio. Lo de sentirse un predestinado para cumplir grandes misiones, lo recogería después de las teorías románticas, sin llegar nunca a creérselo mucho. Él hacía versos para vivir, y vivir mal, como lo prueba el contrato que firmara con la Aurora de Matanzas (1837), mediante el cual se comprometía por veinticinco pesos mensuales a colaborar con un poema diario. Solía trasladarse a menudo hacia la parte central de la Isla (Villaclara, Sagua, Cienfuegos, Remedios), y sabemos que una vez guardó prisión en Trinidad, al parecer sin causa justificada. Esos viajes y la popularidad que gozaba entre las masas populares y los grupos de intelectuales, eran motivos más que suficientes para que los gobernantes recelasen de este mulato inteligente y atractivo. Los poemas de Plácido aparecían en las principales publicaciones periódicas del país, en las cuales era muchas veces elogiado. Su tomo de Poesías y sus dos folletos El veguero (1841) y El hijo de maldición (1843), lo habían colocado a la cabeza de los poetas crio-

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llos del momento. Alegre y despreocupado cuando fue tomado preso nuevamente en enero de 1844, recién vuelto a Matanzas, no pudo imaginarse que comenzaba la última y más dolorosa etapa de sus contradicciones con el sistema social existente en Cuba. Implicado en la Conspiración de la Escalera, Plácido sufrió un arbitrario proceso que lo condenó a ser fusilado el 28 de junio de 1844. Mucho se ha discutido sobre la actitud de Plácido, tanto antes de ser implicado en la Conspiración de La Escalera como sobre su comportamiento durante el proceso. Esto ha desencadenado una larga polémica, dentro de la cual la figura del poeta como ser humano ha sido llevada tanto al plano de mártir por la independencia como denigrada hasta el oficio de vil delator. Tras la polémica indudablemente existió, durante el siglo XIX, un trasfondo político y racista, pero hoy los historiadores, alejándose de ambas posiciones extremas en cuanto al enjuiciamiento placidiano, parecen coincidir en que, aparte de las ideas progresistas que pudo haber tenido, es muy difícil que haya sido un hombre de acción, implicado en forma directa en conspiraciones. Podemos juzgar sincera la protesta de inocencia que hace en sus últimos versos (sobre todo en la «Plegaria a Dios»), y esto, añadido a las brutales presiones de las que fue víctima, explica algunas debilidades suyas durante el proceso. No fue un héroe, aunque como ha expresado Julio Le Riverend, «por encima de los refinamientos de la crítica, Plácido es una doliente víctima de la ferocidad colonialista y, en tal sentido, cualquiera que fuese su querer, se incorpora objetivamente a la tradición de lucha del pueblo cubano por su liberación». 6 Plácido fue el poeta cubano que más ediciones tuvo durante todo el siglo XIX, pues alcanzó la cifra de no menos de once libros dedicados íntegramente a su obra lírica, con lo cual supera en cuatro al propio Heredia.7 Sin embargo, ya a partir de la primera década del siglo XX sus ediciones escasean, hasta el punto de que su bibliógrafa Aleida Plasencia en 1964 recogía sólo una posterior a dicha fecha. 8 Estos altibajos editoriales están muy relacionados con la valoración dada en cada época a la poesía de Gabriel de la

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Concepción Valdés. Para explicárnoslos indudablemente se deben de tener en cuenta razones extraliterarias, mas en ello tampoco puede desdeñarse la evolución de los gustos y escuelas literarias, sobre todo para comprender su posterior declinación. Aunque según los cánones poéticos que imperaban en el preceptismo literario decimonónico Plácido era un poeta bastante incorrecto, su sentido del ritmo y la plasticidad de su imaginación lírica ejercían fuerza suficiente como para ser bastante leído y gustado. Uno de los máximos críticos finiseculares en lengua española, Marcelino Menéndez y Pelayo, por ejemplo, le elogiaba sin reservas unos pocos poemas, como «Jicotencal», «La muerte de Gessler», «La flor de la caña» y la «Plegaria a Dios», y del resto de su obra consideraba que, «aun en lo peor hay, por lo menos, condiciones de versificador gallardo, y casi siempre puede entresacarse aquí un verso, acullá una estrofa, que dan testimonio del don innato que Plácido tuvo de la armonía de la imagen».9 También aludía a sus «disparates sonoros», en los cuales «el autor muchas veces no sabe lo que dice, pero casi siempre halaga el oído, y cuando describe o compara parece otro hombre. Sus cualidades son casi todas exteriores, pero muy brillantes.» Estas características no podrían ser del gusto de las nuevas generaciones poéticas que van a surgir en el siglo XX. Plácido, ya no sólo comparado con los grandes poetas cubanos de finales de siglo (Martí, Casal) o con los de la llamada segunda generación romántica (Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, Lorenzo Luaces), sino con los de su misma generación, la primera romántica, tuvo que resultarles poco consistente, ya que en él no existían ni la capacidad para la síntesis lírica de Heredia, ni la perfección formal de la Avellaneda, ni incluso la sencilla cubanía de Milanés. La poesía de Plácido evoluciona desde un ingenuo neoclasicismo hasta oleadas decididamente románticas: es decir, desde «La siempreviva», que fuera en 1834 su primer éxito público como poeta, hasta El hijo de maldición, aparecida pocos meses antes de su muerte. Con «La siempreviva» se le ofreció a Plácido una línea a seguir que le aseguraba reconocimientos oficiales

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y para cuyo cultivo contaba con muy favorables dotes naturales. En el fondo hay que pensar que para el humilde poeta mulato esto era una especie de juego o ejercicio, el cual se acostumbró a ejecutar sin mayores desgarramientos internos. Evidentemente disfrutaba al desgranar en rítmicos versos imágenes en las que, junto a la aparición de referencias mitológicas más o menos apropiadas, jugaba sobre todo con objetos bellos y suntuosos, que podían ser piedras preciosas, oros, nácares y marfiles, o flores y pájaros, ya nativos o rápidamente aclimatados mediante un alegre salto imaginativo. Lo poético tenía que resultar para él, en estos casos, la contrapartida exacta de una realidad pobre y mezquina. Mas este ejercicio, este dejar correr libremente versos brillantes y externos, le resultó un funesto acomodamiento cuando trató de cantar sus propios y profundos dolores, para los cuales difícilmente supo hallar el justo tono, sincero y desgarrado. Esto lo podemos encontrar en los poemas que se dice escribió estando en capilla, como «La fatalidad», «Despedida a Dios» y su popular «Plegaria a Dios», en donde más que la expresión del dolor interno atraen sus logros rítmicos y plásticos. En «La siempreviva» ya están las características de muchas composiciones «oficiales» dedicadas a celebrar distintos acontecimientos de la familia real o de otras influyentes personalidades (dedicó no menos de nueve composiciones a los cumpleaños de la reina Isabel II y de su madre). En estas odas y sonetos, más allá de los obligados elogios está siempre algún pensamiento liberal comprometedor, que la censura dejaba pasar gracias a lo primero, como puede verse de manera clara en los ejemplos que siguen, de una de las odas más celebradas en su tiempo, y que lleva el subtítulo de «La sombra de Padilla». Allí, en sus primeros versos, hace unas tajantes afirmaciones, tan poco verídicas y justas, que en su caso van a resultar de una ironía feroz: Sabia y excelente Reina, a quien admira extasiado de gozo el pueblo hispano, oye la voz de un vate que respira aura de Libertad, oye a un Cubano. Alguno habrá que con dorada lira

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más digna de tu oído soberano, cuando sus cuerdas diamantinas vibre cante más grato, pero no más libre. Pero poco después, en el mismo poema, hará otra afirmación que dudamos que la censura hubiese dejado pasar si no hubiera estado dentro del contexto inicial: Es el esclavo monstruo que respira / crueldad horrenda con la sed de empleo; / sólo de Patria y Libertad al nombre / defender debe hasta morir el hombre. Fragmentos como éstos debieron ser sopesados negativamente por las autoridades españolas para no darle crédito al poeta cuando afirmaba, defendiéndose, que «no ha perdido una sola ocasión de tributar sus homenages [sic] a la Escelsa Nieta de Sn. Fernando y a su Augusta madre». Pues entre sus rosas —por demás artificiales— a las damas reales, iban escondidas espinas como las siguientes: Ya los pueblos a costa de experiencia / saben ganar por armas su decoro, / y castigar la pérfida insolencia / al marcial eco del clarín sonoro. Una lectura de la obra lírica de Plácido permitiría a cualquier lector coincidir con Menéndez y Pelayo en lo referente a que una de sus principales virtudes radica en las descripciones y comparaciones, dado «el don innato que Plácido tuvo de la armonía de la imagen». Mas en estas descripciones y comparaciones también se observa su evolución del neoclasicismo a lo romántico. Como muestra de lo primero, veamos un poema dedicado «A Desval, en su día», en el cual Plácido parece cumplir fielmente lo preconizado por la persona a quien le dedica la obra, Ignacio Valdés Machuca, que le ofrecía ayuda y enseñanzas al poeta mulato. De allí es la descripción que sigue, la cual, como muchas del propio Desval, es salvada de la falta de frescura del pastiche neoclásico por ciertas ingenuidad y gracia: Desde el manso Almendar la bella ninfa, Tu oriente enzalza entre su clara linfa, de límpido cristal. Su manto de zafir, su faz riente, de oro sus rizos, de jazmín su frente, su carro de coral.

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Su nevado cendal ciñen claveles, orna su sien de auríferos laureles con ademán gentil. Y en tu natal las almas enajena, pulsando así con dedos de azucena su plectro de marfil. Más allá de los artificios se puede sentir el sensual goce del poeta al acumular objetos suntuosos y hermosas flores, en descripciones (manto de zafir, carro de coral, cendal ceñido de claveles, laureles auríferos, plectro de marfil) e imágenes (límpido cristal, de oro sus rizos, de jazmín su frente, nevado cendal, dedos de azucenas). Ejemplos como el anterior abundan en su obra, citemos ahora sólo otros dos, el primero, literalmente deslumbrante, también de una oda dedicada a la Reina gobernadora: Rasga el sol con sus rayos de diamante / de oro sutil la tropical cortina; el segundo, con la incorporación de un popular pajarillo cubano: La diosa en el fondo se cala del río / de arenas brillantes y aljófar cuajado, / y el bello colibrí en un árbol colgado / se enjuaga el rocío. Sinsontes y ruiseñores también aparecerán frecuentemente en sus poemas, incluso busca en un ave (exótica esta vez, pero de conocida futuridad «poética») su propia personificación: él es «un cisne de Yumurí» que «abre el pico de rubí». A los llamados «dioses tutelares» del poeta —según reconociera en su propio testamento—, con Martínez de la Rosa y Juan Nicasio Gallego a la cabeza, vienen a sumárseles hacia 1840 José Zorrilla y José Espronceda, que representan decididamente el triunfo romántico. Lo que de ellos más va a impresionar a Plácido serán los caracteres externos de la nueva moda literaria, tales como la polimetría, el énfasis en la sonoridad, brillantez y flexibilidad del verso, el gusto por los contrastes y las situaciones límites, la búsqueda de lo exótico y pintoresco, que lleva a las temáticas lejanas en el espacio y el tiempo, etc. Es otra vez en las descripciones donde Plácido vuelve a brillar, ya que las nuevas influencias que recibe son altamente propicias para ello. Veamos algún ejemplo. En un poema de tema religioso —en cierto modo otra obra «oficial»— titulado «En la muerte del redentor», Plácido

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describe ese preciso momento aludido en el título de la siguiente manera: Sordo mugido resonar se siente, como en el medio de la noche oscura las verdinegras nubes del poniente hacen sonar el viento en la espesura: ni una estrella se ve resplandeciente, ni una flor aparece en la llanura: y sólo el búho por el éter gira cuando del mundo el Salvador expira. Ya no se trata de la acartonada relación neoclásica, sino que es un ambiente dado con gran énfasis sonoro y mayor sutileza colorística, aunque no con mayor lógica (las extrañas nubes verdinegras en el poniente, ¿por qué tienen que hacer sonar el viento en la espesura?), aparece el búho, el ave preferida ahora —y no muy desvinculada del famoso cuervo de Poe y demás pájaros negros del romanticismo— que volveremos a encontrar numerosas veces en sus últimas obras. Y siempre está presente su sentido innato del ritmo, que lo lleva en ocasiones a una sonoridad cadenciosa y sensual, la cual nos recuerda otras similares que casi cien años después serán reconocidas como típicas de la llamada «poesía mulata», tal como ocurre en este fragmento de El hijo de maldición: Huye el pueblo en confusión, guárdanse cirios y cruces, de los salmos paró el son, y acabose con las luces la fiesta y la procesión. Esto nos hace recordar una valoración que del poeta hiciera el historiador Sergio Aguirre, precisamente en carta a Nicolás Guillén: en la integración de la nacionalidad cubana, en cubana «comunidad de cultura», veo a Plácido con jerarquía indiscutible de iniciador, en la vertiente negra, similar a la que habían presentado Zequeira o Rubalcava —o Arango y Parreño, José Agustín Caballero y Tomás Romay— cerca de medio

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siglo antes, en la vertiente blanca. Sí, amigo Nicolás. Aunque Plácido fuera mulato clarísimo y aunque versificara ajustándose a moldes que no recordaban el África. Ningún blanco discriminador se equivocó entonces al asumir frente a él una actitud de rechazo. ¿Por qué habríamos de equivocarnos nosotros ahora negándole el negrismo o la vanguardia? 10 Ya dijimos que la brillantez y externa facilidad de Plácido lo limitaron cuando quiso expresar algunos de sus más íntimos dolores. Sin embargo, en el cultivo de los géneros satíricos, aunque no logra grandes poemas, sí acaba por plantear, a veces con desnuda sinceridad, algunos de los problemas que más lo abrumaban. Compuso buen número de fábulas, epigramas y algunas anacreónticas, a través de las cuales podemos descubrir al hombre, a veces mucho mejor que en su poesía estrictamente lírica. El mejor ejemplo de ello es su fábula «El hombre y el canario», en donde evidentemente se defiende de aquellos que lo acusaban de degradar su lira al hacer versos por encargo… y dinero. El canario de su fábula declara: Sé que no puedo quebrar estas varillas de alambre; me dan vida por cantar, y si persisto en callar me harán padecer de hambre. […] Que le adulo, en la apariencia, piensa mi dueño y se hechiza; mas mirándolo en conciencia yo engaño al que me esclaviza, por conservar mi existencia. Injusticias, persecuciones, desengaños y sufrimientos no acabaron del todo por amargar a este sensual y amable poeta, y aunque personalmente no fue tampoco nada feliz en su vida amorosa, los poemas que dedicó a este tema, en particular sus letrillas y sonetos, conservan frescura y atractivo. Sin embargo, en las mismas letrillas que dedicara a las frutas y flores cuba-

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nas hay más bien un atemperado eco clasicista que una raigal cubanía, pues a pesar de utilizar criollismos, no profundiza en lo que podrían ser matices verdaderamente nacionales. Por ejemplo, en su letrilla «La luna de enero» hay un eco muy cercano de modelos hispánicos: Resuene el pandero, al monte, a la loma, vegueros, que asoma la luna de enero. Para críticos como Samuel Feijóo esto lo coloca en una línea muy característica de nuestra poesía, que lo emparenta con Silvestre de Balboa y su Espejo de paciencia.11 Mucha más cubanía existe en su romance «El veguero», que Cintio Vitier califica de «precioso vergel guajiro» y en el que Plácido «logra sin esfuerzo un movido tono popular y limpiamente agreste».12 Mas su poesía erótica quizás alcance su mejor momento en el soneto «Lo que yo quiero», también conocido como «A una ingrata», y donde logra un acento auténtico no usual en su poesía, mediante una apasionada y correcta expresión, que para Menéndez y Pelayo reflejaba «de un modo no indigno del arte, la calentura sensual de su temperamento africano».13 Los más logrados poemas de Plácido están situados a medio camino entre lo clásico y lo romántico. Cuando abandona los extremos de ambas escuelas, y particularmente cuando utiliza el molde ceñido del soneto, alcanza magníficos logros que parecían anticipar una madurez poética que no le dejaron alcanzar. Repentista feliz, es sin embargo en un trabajado romance de tema americano donde logra su mejor obra: «Jicotencal», que prueba sus habilidades técnicas, puestas en duda por algunos. Aquí el colorido, el movimiento, el triunfo de la imaginación sobre lo convencional, del sentimiento sobre la razón, su rudimentaria pero evidente «filosofía de la historia», le permiten ofrecer una muestra de un romanticismo del mejor gusto, nada exagerado, sobrio, lleno de frescura, que entronca fácilmente con las mejores tradiciones de la lírica castellana. Si bien puede ser clasificado como un «romance épico», tipo de obra muy

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característica del romanticismo, alcanza un limpio lirismo sobre todo gracias a su «orquestación», al parecer sugerida por las dos palabras que tomó de la historia: «Jicotencal» y «Tlascala». Sobre estos módulos, la rica musicalidad del oído placidiano va a desarrollar un complejo rítmico de singular acabado, en donde consonantes y vocales se amoldan funcionalmente a las intenciones del poema. Este romance, en el cual se dice que la valentía es generosa, pero que esa generosidad es fácilmente olvidable, sin dudas resonó hondo en aquel mulato que tenía que ganarse el sustento en tierra de esclavos, necesitado de apelar continuamente a la muy caduca bondad humana, que tan pronto desaparece y se olvida. A pesar de ello, y de las muchas contradicciones encontrables en su vida y obra, hoy no podemos acercarnos sino con simpatía a Plácido, víctima de la injusta sociedad en que le tocó vivir, pero a la cual supo legar una obra poética de singulares valores aún vigentes. 2.4.3 La obra poética de José Jacinto Milanés Si existe un poeta cubano que puede ser asociado a una ciudad del país ese es, sin lugar a dudas, el caso de Matanzas y José Jacinto Milanés. No sólo por la cita expresa de lugares y ambientes existente en su obra, sino por incorporar toda una atmósfera distintiva de esa ciudad, ubicada en un pintoresco anfiteatro natural, al fondo de abierta bahía, con sus ríos gemelos y sus edificaciones características, que aún hoy conservan un señalado aire decimonónico. La Matanzas de azules y verdes luminosos, o de envolventes neblinas nocturnas, que Martí consideró una vez «triste como el corazón de Milanés»,14 en donde transcurrió casi totalmente la vida del poeta, excepto breves viajes a La Habana, primero, muy joven, en busca de trabajo, y luego en dos rápidas visitas invitado por su amigo y mentor Domingo del Monte. Primogénito de una familia que por tradición intentaba asimilarse a la clase más adinerada, en la práctica los medios económicos que poseía eran insuficientes. Así, desde los dieciocho años

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José Jacinto Milanés tuvo que empezar a ganarse el sustento y si logró una instrucción más que mediana (dominaba el francés y el italiano) fue debido a sus esfuerzos autodidactas y a su fina inteligencia. Algunas de las raíces de sus conflictos y preocupaciones habría que rastrearlas en ese estar como a caballo entre dos estratos sociales, cosa que no dejó de producir algunos interesantes resultados. Las relaciones entre Del Monte y Milanés, recogidas en gran medida a través de cartas, llenan casi todo un capítulo de nuestra historia literaria: el venezolano encontró en el joven matancero una rica arcilla para modelar su ideal literario, aunque esto no siempre se produjo de manera armónica y productiva. A Del Monte, a quien Milanés conoció en 1834, se le debe el estímulo para la composición, y luego el estreno y la publicación de su drama El Conde Alarcos, en 1838. También fue el inspirador de la llamada «segunda manera» (filosófico-moral) del poeta, que predominó en su producción entre 1837 y 1838. Tenía José Jacinto veintinueve años cuando rompió un compromiso matrimonial más o menos estable, debido a una súbita pasión no correspondida por su prima Isa, de sólo catorce años, hecho que al parecer desata su locura, que lo sumió en un estado de imbecilidad aparente, del cual sólo se recobrará levemente entre 1847 y 1851, cuando escribió sus últimos versos y realizó un viaje, costeado entre medio centenar de amigos y protectores, por los Estados Unidos y Europa. Luego recaerá en su dolencia, para no recobrarse más, aunque no morirá hasta 1863. La obra literaria de José Jacinto Milanés incluye poemas, obras escénicas y algunos artículos periodísticos. Estudiada en epígrafe aparte su producción dramática (El Conde Alarcos, Un poeta en la corte, etc.), en la cual incluimos sus cuadros de costumbres dialogados El Mirón cubano, ahora nos centraremos en su poesía lírica preferentemente. En realidad, fuera de unas cuantas leyendas de corte romántico, localizadas en épocas lejanas y lugares extranjeros, de pocos méritos literarios, el resto de su producción, a grandes rasgos, puede agruparse en tres vertientes principales: a) los poemas netamente líricos, b) los poemas de corte popular, casi siem-

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pre humorísticos o satíricos y c) los que intentan una directa prédica socio-moral. José Jacinto Milanés tuvo sus ideas personales sobre el tipo de poesía que quería escribir, y aunque con las inevitables influencias de Del Monte, más de una vez expresó esto que a continuación copiamos de su poema «La ley del trabajo»: También es menester tener estilo que a todos los antojos satisfaga, estilo dulce, estilo de una maga pintoresco, gentil, noble y tranquilo. Y este que tengo es bajo y es rastrero, desnudo de color algunas veces fecundo solamente en sencilleces, algunas veces lento, otras ligero. Y no sé más; y aunque me rompa el cráneo no sé versificar de otra manera, porque desde el nacer quise que fuera mi verso natural como espontáneo. Se suele, incluso, achacar al desequilibrio mental del autor el desaliño con que cumplía las consabidas «reglas literarias», canon epocal para determinar el «grado poético» de una composición. Pero la voluntad de hacer un verso tan «natural como espontáneo» estaba tan arraigada en Milanés que no dudaba en contravenir sin ambages a Domingo del Monte, como se constata en su carta del 1o de agosto de 1837, donde se defiende de las críticas que su mentor le hace, afirmando que «la verdad gramatical no se da la mano muchas veces con la natural y entonces es preciso dejar hablar a la imaginación», porque «si no hay imaginación en poesía, dónde la ha de haber?» 15 Hoy día, cuando metro y rima han perdido parte de sus antiguos prestigios, cabe replantearse la situación desde otro punto de vista. Porque si Milanés conscientemente «baja el tono», en gran medida lo hace para librarse del retoricismo que mal cuadraba a su fluir lírico. Es innegable su natural sentido del ritmo interno del verso, reconocido por todos sus críticos, en composiciones como «La madrugada», «De codos en el puente» o «Después del festín», donde sabe conjugar sutiles matices fónico-

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lexicales para imbricar de manera íntima la expresión al contenido. Pero quizás el problema salte al no decidirse del todo el poeta a abandonar los moldes retóricos —lo cual, por supuesto, sería pedirle demasiado dada la época en que vivió— y hacer entrar entonces en franca tensión su verso «natural» y «espontáneo» con reglas, usos y convencionalismos. La tensión se resuelve en ocasiones mediante versos forzados, flojos, ambiguos, pero en otras alcanza los suficientes logros como para garantizar su esencial calidad lírica. De todos nuestros poetas románticos de la primera generación es Milanés el de tono más personal, con un subjetivismo lírico capaz de abrirse a insospechados matices. Es romántico y seguidor de Víctor Hugo, según las indicaciones del inevitable Del Monte. Sin embargo, Del Monte y Víctor Hugo sólo harán resaltar ciertas preocupaciones, sociales y estéticas, que ya existían en él. Además, la singularidad del autor matancero respecto a nuestros poetas de la primera generación romántica (Heredia, Plácido, la Avellaneda, etc.) tiene una primera base en este terreno de las influencias literarias más allá del mismo Romanticismo, ya que es el único de ellos que en cuanto a los modelos de su propia lengua consigue casi deshacerse de los engorrosos neoclásicos y prerrománticos españoles, con el rimbombante Manuel José Quintana a la cabeza. Esto lo logra al escoger sus modelos entre los líricos hispanos anteriores al siglo XVIII, en especial Lope de Vega, cuya lectura parece haber iniciado desde la adolescencia. Por eso su romanticismo tendrá una frescura distinta, que explica la afirmación de Max Henríquez Ureña de que «nadie antes que él había traído al movimiento romántico de habla española acentos de tan íntima emoción».16 No parece ser muy exacta la división cronológica que suele hacerse de la obra del poeta, según la cual se aísla un segundo período «filosófico-moral», en general duramente criticado. Es verdad que a raíz de su amistad con Domingo del Monte, Milanés realiza, entre 1837 y 1839, una serie de composiciones en las que sus preocupaciones sociales y morales se ponen demasiado en evidencia sin alcanzar una adecuada

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expresión artística, por lo que la idea queda un tanto como desnuda, y sentimos que el poema no ha cuajado, que vale más la intención que el logro; pero dentro de esta tendencia hay que colocar composiciones tan interesantes como «El mendigo» (1837) y no olvidar que junto a «El hijo del ebrio» se encuentra la ligera «Invierno en Cuba» (ambas de 1838). Es un momento de búsqueda, y si el autor lo supera no es abandonando sus preocupaciones socio-morales, sino más bien ampliándolas a lo político, e integrándolas en su peculiar modo de expresión lírica, a través de obras como su popular «La fuga de la tórtola» (1840), «Su alma» (1841) —algunas de cuyas estrofas anticipan al Martí de los Versos sencillos— o «De codos en el puente» (1842), que Cintio Vitier llama su «poema emblemático». Ya sabemos que el proceso de su madurez poética se verá abruptamente interrumpido por su temprano desequilibrio mental y, sin entrar en inútiles lamentaciones, puede afirmarse que en sus diez años de producción lúcida José Jacinto Milanés logró una expresión lírica bien personal, en ocasiones extraña y desigual, pero de cualidades nada comunes, capaz aún de interesarnos vivamente, incluso en algunas de las facetas menos consideradas por la crítica tradicional. Milanés suele tener una forma muy peculiar de construir algunos de sus poemas. A partir de un comienzo sencillo, prosaico, cotidiano, gana progresivamente en una sutil tensión interna capaz de abrirse, hacia el final, a planos inesperados, de «sobrepasamientos», como los ha llamado Cintio Vitier, su mejor crítico.17 Esto se puede verificar en poemas como «El mendigo», «Vagos paseos» o «La bella lectora»; incluso a veces se trata sólo de un vuelco o temblor de interiorización, como en «El alba y la tarde». «La bella lectora» es uno de los mejores ejemplos al respecto, pues la plácida cotidiana descripción de un interior matancero, en donde la hermosa Micaela lee mientras afuera llueve, termina abriéndose en forma inesperada a un espacio descomunal; para Cintio Vitier,18 «esa súbita visión de Milanés —los gritos de la Noche alabando a la Doncella— es como el relámpago mayor donde su latente locura y su videncia poética logran fundirse en un extraño instante»:

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¡Vanse en tanto las horas, y combatiendo el techo las gotas crujidoras, parecen el son deshecho de la brisa estrellada que gime con despecho, la lánguida tonada de mística elegía con gritos salpicada, que en tu loor envía la garganta sagrada de la noche sombría! Aunque todo esto se suele achacar a su inestabilidad mental, es imposible desligarlo de sus posibilidades líricas. Porque Milanés también se destaca de entre sus contemporáneos por la forma en que va captando —poetizando— lo que presenta en sus composiciones (objetos, paisajes, personas, ambientes, atmósferas). Su capacidad para la imagen y la metáfora lo hace a veces ir mucho más allá de lo que lograban sus contemporáneos, como en estas dos imágenes de su poema «El expósito» (1838), la primera con violentos tintes casi expresionistas, y la segunda con una fugacidad de tonos impresionistas: Vedle después con alborozo impuro ir donde tiembla entre blasfemia y grito, la luz color de sangre del garito como un ojo de hiena en fondo oscuro ……………………………………… ¿Ni qué valdrá que por el alma suya pase tal vez un pensamiento pío, como en el fondo lóbrego de un río la cola de algún pez que brilla y huye? Toda su obra se encuentra surcada por ciertos motivos que a veces adquieren la fuerza de verdaderas obsesiones. Cintio Vitier 19 ha llamado la atención sobre su «obsesión de pureza, que es, desde luego, la obsesión de la impureza», la cual detecta en sus versos como una constante «neurótica, ligada al escrúpulo y a la culpa hiperbolizados». Esto se comprueba por la asi-

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duidad con que aparecen en su obra los epítetos «casto» y «puro», y también cómo, por antítesis, las prostitutas irrumpen más de una vez entre sus pudibundos versos, hasta llegar a escabrosas descripciones en su inconclusa leyenda «Desengaños de amor». Entre sus motivos-obsesiones puede mencionarse también la «brisa» como elemento consolador, de descanso añorado. Uno de los aspectos más importantes de José Jacinto Milanés lo constituye la evidente cubanía de sus versos, cosa en la que han coincidido todos sus críticos. Luaces y Fornaris, en su Cuba poética, destacaron que él fue el primero que entre nosotros quiso iniciar una literatura propia, y para ello pintó con colores vivos, los objetos que le rodeaban, atreviéndose a usar nombres y aun locuciones provinciales [cubanismos] de que antes huían nuestros poetas como de un insulto a las tradiciones y una profanación a los autores clásicos españoles. 20 Esto fue cierto para el lírico norteamericano H. W. Longfellow (1807-1882), que desde una perspectiva extranacional lo consideraba «como el poeta más eminentemente cubano». 21 Ya desde sus inicios poéticos José Jacinto Milanés había comenzado a cultivar un tipo de poema humorístico-satírico, que a partir de 1835 agrupa bajo la denominación común de Cancionero de Tristán Morales, en el cual no sólo los temas sino también el lenguaje tendrán un marcado tono criollo, con desembarazado uso de cubanismos y giros coloquiales. Aunque Del Monte le critica el que dedique su tiempo a estas obras poco pretensiosas, cosa que acepta su discípulo casi estrictamente entre 1837 y 1839, sin dudas Milanés gustaba de este tipo de poema, al cual vuelve posteriormente en más de una ocasión, cuando versifica anécdotas de la mayor cotidianidad en un tono franco, jovial, casi de conversación. Ejemplo de lo anterior es el poema «La pesca nocturna», de 1841, de versos quizás desaliñados pero espontáneos, que conservan la suficiente frescura para que hoy podamos fácilmente acer-

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carnos a ellos y aceptar gustosos su invitación inicial, ya que hora es de entrar en el bote y de abandonar la orilla, y de volar, compañeros, a la alegre pesquería. A esta veta también corresponden sus glosas cubanas en décimas Los cantares del montero, aunque en ellas estén presentes matices anecdóticos demasiado sentimentales y hasta melodramáticos. El folleto fue publicado en 1841, en colaboración con su hermano Federico, bajo los respectivos seudónimos de Miraflores y El Camarioqueño. En las glosas de José Jacinto se advierte un fino acento popular, y alguna de ellas fue cantada en nuestros campos, a pesar de sus giros cultos. Pero, de las tres vertientes de su poesía, donde alcanzó mayores logros fue en la netamente lírica. Entre los poemas más notables y característicos de esta vertiente uno de los primeros fue «La madrugada», que hizo popular al autor cuando apareció en el Aguinaldo Habanero de 1837. Sobre aquella primera publicación Carolina Poncet ha señalado: Muy discutida en los días de publicación, aún hoy sorprende —después de todo lo que se ha visto en materia de libertad poética— la extremada naturalidad de estilo, rayana a veces en desaliño. Hay que darse cuenta de la impresión que hubo de producir en los literatos habaneros de aquel tiempo, no libres completamente de las preocupaciones clásicas, el desenfado lírico del joven provinciano que tan llanamente rimaba sus entusiasmos matinales: Necio y digno de mil quejas el que ronca sin decoro cuando el sol con rayos de oro da en las domésticas tejas. ¿Puede haber cosa más bella que de la arrugada cama saltar, y en la fresca grama del campo estampar la huella? 22

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Mas las últimas redondillas del poema sí han complicado a todos sus críticos. El español Menéndez y Pelayo veía en ellas la mejor muestra de la más característica y trascendente fisonomía del autor: «su ingenuidad lírica», peculiarizada en su modo de sentir la naturaleza y su melancólica y lánguida expresión, aunque a pesar de «parecer tan aniñado no dejaba de encerrar en el sencillo cuadro de un idilio, toda una síntesis del amor y de la naturaleza».23 Cintio Vitier afirma que estos versos de Milanés, rápidos y como improvisados, tienen «el aire agreste, erguido y abierto de la décima guajira».24 José Jacinto Milanés nunca permaneció indiferente ante la problemática cubana de su época. Abundantes testimonios de ello los podemos encontrar tanto en lo que publicó como en sus cartas privadas, específicamente en la que envió a su mentor Domingo del Monte. Ya en una de sus primeras cartas (20 de junio de 1836), el poeta matancero le envía unos laudatorios versos al «Bachiller Toribio Sánchez de Almodovar», que como sabemos era el seudónimo utilizado por Del Monte al publicar sus «Romances cubanos». Y allí hay una muestra de cómo reaccionaba ante el problema negro el joven y apasionado José Jacinto: Campos donde la bárbara conquista cual antes en el indio, hoy vil se ensaña en el negro infeliz —donde la vista al par que admira la opulenta caña, su gallardo ondear, su fértil brío, mira ¡qué horror! la sangre que la baña. Esto, poética e ideológicamente, traspasaba las cuidadas moderaciones de Del Monte. Sobre el mismo tema Milanés le expresaba un mes más tarde (16 de julio) que estaba convencido de que los negros «son el minero de nuestra mejor poesía». Y su romance octosílabo «El negro alzado», quizás sea el primer poema abolicionista de nuestra literatura. Mas no hay que rastrear sólo en la correspondencia privada para encontrar, claramente expresadas, las preocupaciones sociales de Milanés. Más de una vez manifiesta la necesidad de educar al pueblo para que sepa «cómo y para quién

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existe».25 En realidad, estas preocupaciones socio-políticas del autor de «Después del festín» (y existen muchas muestras de ello) no suponen un pensamiento consecuente ni mucho menos organizado; es más, ni siquiera tan sólo progresista en todos sus aspectos, ya que la formación del autor, su origen, amistades y lecturas no se lo permitían en aquella Matanzas del segundo tercio del siglo pasado. José Antonio Portuondo lo ubica como encarnación del «hombre de la pequeña burguesía insular a quien el despotismo y la influencia de los temores patricios no dejan realizar los anhelos mejores de su espíritu».26 Sin embargo, es probable que su limítrofe ubicación social —explotado que alternaba con sus explotadores— y su fina sensibilidad humana, diesen como resultado su evidente simpatía hacia los desposeídos (los esclavos, los campesinos, las niñas artesanas del barrio matancero de los Barracones, etc.), que Del Monte acicatearía con sus ideas sobre una poesía nacional y comprometida. Aunque, repitámoslo, el compromiso que propugnaba Del Monte siempre tenía sus límites precisos, nunca a contrapelo de los intereses clasistas dominantes. En un momento en que el reformismo y el anexionismo predominaban entre los círculos que rodeaban a Milanés, éste supo permanecer independentista, fustigando en especial a los vacilantes, temerosos o egoístas, en versos como los de «Un pensamiento», «Después del festín» y, sobre todo, la «Epístola a Ignacio Rodríguez Galván», cuyo final es el más adecuado estímulo poético para el momento que Cuba sufría entonces (y que como tal cumplió su función, atestiguada por una popularidad alcanzada mediante la trasmisión clandestina). La «Epístola…» está fechada el 22 de julio de 1842 y es muestra de una lucidez poética nada común en aquel momento y lugar. Es extraño el interés de su hermano Federico Milanés (que tantas veces trató de evadir la verdad histórica, guiado por pudores familiares) en hacer ver que ya en 1843 José Jacinto estaba muerto «moralmente». Porque las definidas posturas de este último en favor del abolicionismo y del independentismo debieron ser sumamen-

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te peligrosas en la Matanzas de 1843, y el declararlo «loco» quizás fue una forma de sustraerlo a cualquier suspicacia de las autoridades, sobreprotección que bien pudo agudizar el precario equilibrio psíquico del poeta. Aunque esto todavía sea sólo una conjetura con escasa base testimonial, 27 sí es difícil desligar el quebranto mental de José Jacinto de la agudización del momento socio-político, ya que ambos procesos corren paralelos hasta 1844, año de la Conspiración de la Escalera y de la locura total del poeta. La dramática realidad que vivió Matanzas por aquella época tuvo que influir necesariamente en la fina sensibilidad de José Jacinto. Y aunque existiese la anécdota amorosa, puede dudarse de que ésta sola haya sido determinante para hacerle perder la razón a este poeta, que afirmaba sin ambages: Hijo de Cuba soy: a ella me liga un destino potente, incontrastable: con ella voy: forzoso es que la siga por una senda horrible o agradable. Con ella voy sin rémora ni traba, ya muerda el yugo o la venganza vibre. Con ella iré mientras la llore esclava, con ella iré cuando la cante libre. Buscando el puerto en noche procelosa, puedo morir en la difícil vía; mas siempre voy contigo ¡oh Cuba hermosa! y apoyado al timón espero el día. Las ediciones de las obras de José Jacinto las llevó a cabo, con amoroso cuidado, su hermano Federico. La primera de ellas, que recopilaba sus poesías, teatro y prosas, apareció entre 1846 y 1847, cuando aún el poeta vivía, sumido en las tinieblas de su desequilibrio mental. Dos años después de muerto, en 1865, Federico realiza en Nueva York una edición más completa de las obras de su hermano, incluyendo fragmentos que la censura colonial no permitía circular en Cuba. Distintos trabajos en prosa y verso dejó escritos también Federico Milanés (1815-1890), como los prólogos a las obras de José Jacinto y su contribución a Los cantares del montero. Mas nunca llegó a recopilar en libro sus versos, aun-

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que éstos eran reconocidos por su afilada sátira a las costumbres de la época. Lezama Lima encuentra su poesía «correcta, sus estrofas gobernadas por un pulso firme, aunque frío y a veces tedioso».28 Federico escribió su mejor poema precisamente dedicado a la memoria de su hermano: «Aniversario», según Vitier, «canto elegíaco de una plenitud sorprendente».29 Pero fuera de este sentido homenaje filial, su poesía hoy nos presenta poco interés y en ella pesa demasiado el lastre de esa retórica epocal que en su momento lo ayudara a obtener algún premio en certámenes literarios. 2.4.4 Otros poetas del momento El paso del tiempo realiza un implacable proceso selectivo al cual la literatura no puede sustraerse. Así, del conjunto de obras producidas en un momento y lugar determinados sólo unas pocas sobrevivirán el cambio de gustos y la sucesión de contextos. Sería de suponer que las obras que sobreviven son las mejores, mas esto no siempre ocurre, y cada cierto tiempo conviene hacer indagaciones revalorativas del pasado, en búsqueda de rectificaciones a veces muy fructíferas. Sin embargo, respecto a la poesía que se produjo en Cuba entre 1820 y 1844, en vano trataríamos de encontrar voces que igualen a los tres nombres esenciales que la tradición ha consagrado: Heredia, José Jacinto Milanés y Plácido. Otro sentido tiene el indagar en ese grupo de cultivadores menores del verso que, en aquel entonces, constituyeron como un caldo de cultivo en el cual se desarrollaron las grandes voces. Así veremos cómo algunas de las características de estas últimas reaparecen en otros autores de la época, que sin llegar a trascender por sí mismos, realizan aportes de mucho peso al tono y el gusto que hoy reconocemos en los mejores exponentes. Autores menores que a veces resultan especies de poetas-puentes, que unen épocas y estilos, con lo cual permiten conformar la geografía en donde despuntarán las grandes cumbres. Para la poesía cubana durante la etapa que transcurre entre 1820 y 1844 son detectables tres

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momentos específicos, que marcan las transiciones del pasado y hacia el futuro (aunque este último momento sea breve y menos definido), rodeando a un núcleo central más extenso. Por supuesto, al comienzo son aún muy visibles los rezagos neoclasicistas de la etapa precedente, aunque la libertad de imprenta y la proliferación de publicaciones que ocurre entre 1820 y 1823 abre rumbos nuevos que ya señalan con fuerza hacia el futuro. Si en 1819 había aparecido lo que puede considerarse el primer libro de poesía escrito por un cubano —Ocios poéticos, un volumen de 166 páginas en octavo, debido al estro de Ignacio Valdés Machuca— ya en 1820 encontramos también la primera revista dedicada totalmente al género: La Lira de Apolo. Y los ecos prerrománticos europeos se dan a conocer en algunas publicaciones, sobre todo en El Argos (1820-21). La figura más representativa de este primer momento lo constituye Ignacio Valdés Machuca (1792-1851), ya formado a fines de la etapa anterior, pero que con su labor publicista, sus tertulias y, en menor medida, con su propia obra poética, sobresale durante la década del veinte, precisamente hasta el regreso de Domingo del Monte de Europa y el comienzo de su decisiva labor de animación cultural a través de las páginas de La Moda en 1829, que introduce el momento más característico y extenso de la etapa. Pero si Valdés Machuca es figura aglutinadora entre 1820 y 1829, no existe duda alguna que la gran voz poética que define la nueva época es José María Heredia, cuyos primeros versos ven la luz pública hacia 1820 para culminar en 1825 con la aparición del tomo inicial de sus Poesías en Nueva York. Del Monte va a dominar la cultura cubana (no sólo habanera) durante la década del treinta. Pero su incidencia más directa sobre la poesía ocurre al principio de esa década, cuando da a conocer sus «Romances cubanos», se enrola en los proyectos editoriales de La Moda y El Puntero Literario y ejerce en forma directa la crítica literaria. Pero ya la Revista Bimestre Cubana y el abortado proyecto de la Academia Cubana de Literatura (1834) suponen un radio cultural de acción más amplio, que al encontrar dificultades para su despliegue público, a raíz de asumir

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Tacón la capitanía general de la isla, se concentra más en la orientación y el estímulo sotto voce, como bien sabemos, sobre todo a través de sus tertulias y su correspondencia. Por eso cuando se produce lo que podemos considerar el «boom» de las revistas literarias en 1838, año en que aparecen El Álbum, La Mariposa, El Plantel, La Cartera Cubana y La Siempreviva —en menor medida el auge de las ediciones de libros—, ya las figuras que dan la cara al público son «discípulos» suyos, como Palma y Echeverría. Al ausentarse Del Monte del país en forma definitiva, en mayo de 1843, se prepara en buena medida el cierre de la etapa, que los dramáticos acontecimientos de la Escalera precipitarán un año después. En realidad, ya desde 1840, cuando se dejan de publicar las últimas revistas sobrevivientes —La Cartera Cubana, La Siempreviva— se ha producido poéticamente lo mejor del momento. Aparte de la Avellaneda, que edita sus Poesías en España en 1841, las nuevas voces que surgen son muy menores, y un epigonismo de poco vuelo comienza a ganar terreno, durante estos últimos cuatro años que anticipan los comienzos poco lustrosos de la etapa que sigue después de 1844, cuando ya se han silenciado definitivamente las voces de Heredia, Plácido y José Jacinto Milanés. Los inicios de la década del veinte encuentran a Valdés Machuca enfrascado en una intensa actividad intelectual. Además de sus colaboraciones en las más importantes publicaciones de la época, es redactor de los semanarios La Lira de Apolo y El Mosquito. Aunque su óptica neoclásica le impide comprender a Heredia al principio, acaba por reconocerlo. Junto con su amigo Francisco Iturrondo, lanza en 1834 la convocatoria para confeccionar una Aureola poética al político y escritor español Martínez de la Rosa, en donde se incluyeron trece composiciones de relativo mérito, entre las que sobresalió la remitida por Gabriel de la Concepción Valdés; las composiciones fueron leídas durante una pintoresca fiesta celebrada en el suburbio habanero de Arroyo Apolo, al parecer con un «montaje artístico» debido al italiano residente en La Habana Pablo Veglia, también poeta.30 En su propia casa Valdés Machuca propició una «acade-

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mia literaria», a la cual asistían no sólo sus amigos cultos, como Iturrondo y Manuel González del Valle, sino donde también se prestaba atención a poetas de condición humilde, como Francisco Pobeda, el esclavo Juan Francisco Manzano, Ramón Vélez Herrera y Plácido. De todos los antes mencionados era Francisco Pobeda y Armenteros (1796-1881) el de mayor edad y también el que más tiempo vivirá. De origen campesino, desempeñó durante toda su vida oficios muy variados y humildes, y fue, cronológicamente hablando, el primer poeta cubano que utilizó temas y ritmos netamente populares, con ingenuidad pero, a la vez, con «cierto perfume de antigua galantería castellana», al decir de Menéndez y Pelayo, proveniente de sus lecturas de las comedias españolas de capa y espada.31 Semiolvidado en vida, muchas veces tuvo que recordar que respecto a cantarle a Cuba Yo abrí la senda, y otros vates luego / descubrieron tus frutas y tus plantas, a pesar de que Versista popular, rimé sin gloria / ni de alcanzarla tuve la esperanza. Pobeda, que firmaba como El trovador cubano, publicó numerosos versos en folletos y libros durante su larga vida —leyendas, estampas de la vida campesina, enumeraciones de árboles cubanos— y aunque cultivó el romance, bien claro decía que «la espinela prefiero». Poco apreciado por la crítica, en fecha no muy lejana Cintio Vitier realizó una sagaz revalorización de este poeta: En lo descriptivo a veces tiene una sobria plasticidad y un realismo seco, que, desde su plano humildísimo, lo acerca a pasajes análogos de Martín Fierro […] Su fuerza es, por eso, estrictamente verbal; apenas hay calificativos; únicamente cosas, hechos, acciones, en un idioma ágil y enjuto, sin ninguna estilización […] [Sus] descripciones son las más genuinas que en verso hemos tenido de la vida del guajiro. Le agradecemos hoy a Pobeda su absoluta fidelidad a la experiencia inmediata, muy superior en su honradez a las estilizaciones insuficientes y falseadoras que se pondrán de moda más tarde, persistiendo sus tópicos hasta nuestros días. 32

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Ramón Velez Herrera (1808-1886) fue en una faceta de su obra —la más apreciada por la crítica— seguidor de Pobeda, con sus romances sobre costumbres cubanas, como «La pelea de gallos», «El guajiro poeta» y «La flor de la pitahaya», romance «airoso y encantado» este último, que entusiasmó también a Cintio Vitier: «¡Qué giro, qué aire, qué júbilo agreste en estos versos!»33 La otra faceta del poeta está constituida por odas declamatorias y aburridas, tratadas despiadadamente por el tiempo. De todos los poetas de origen humilde que apadrinara Valdés Machuca, ninguno de condición tan precaria como el esclavo mulato Juan Francisco Manzano (1797-1854), cuyo talento natural le permitió encontrar un humilde lugar en las publicaciones de la época a partir de 1821 y que, años más tarde, en 1837, será liberado gracias a una colecta encabezada por Valdés Machuca y Del Monte. A pesar de sus empeños líricos, el lugar destacado de Manzano en la literatura cubana lo obtiene sobre todo con su Autobiografía, escrita a solicitud de Del Monte, quien se la entregó al abolicionista inglés Madden, que la publicará junto con algunos de los poemas del esclavo traducidos al inglés, en 1840. Su última obra dada a la luz pública, en 1842, será la tragedia neoclásica Zafira, dedicada devotamente a su protector Valdés Machuca. Sin embargo, los moldes neoclásicos que éste le enseñara al poeta esclavo no fueron siempre los más adecuados para la expresión de su fina y dolida sensibilidad, que puede detectarse en algunas muestras antológicas, como su famoso soneto «Mis treinta años», traducido a varias lenguas. Su inevitable formación deficiente no impidió la transparencia de su innato sentido musical y una no pocas veces elegante sensualidad, que evade los tonos demasiado abigarrados y patéticos. 34 En el siglo XIX cubano más de un científico notable dedicó algunos empeños a la literatura. Pero pocos lo hicieron con la honrada discreción de Felipe Poey (1799-1891), quizás porque su afición a la historia natural lo hacía un muy sensible y bien entrenado observador. Aunque sus poemas los publicara en 1833 en la Revista Bimestre Cubana, se dice que ya estaban escritos desde 1824. Sin embargo, no sería difí-

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cil encontrar en su idilio «El arroyo» anticipaciones del romanticismo sencillo e íntimo de un Lamartine, aunque menos subjetivizado, al describir la naturaleza, una naturaleza por demás bien cubana. Comentando este poema, José Lezama Lima ha expresado: El mundo vegetal entrelazado con los peces que se van deslizando en el arroyo, es tratado con verdadera precisión deliciosa. Los insectos, la extracción del seno de la flor, las guabinas, el camarón, el cangrejo, la libélula, surgiendo de una naturaleza fácil y regalada, donde jamás aparece la serpiente colérica ni el tigre. El poema de Poey es un cuadrito muy agradable, en que lo idílico de nuestra naturaleza aparece captado con una sensibilidad que la disciplina estudiosa no disminuye sino acendra.35 Con menos fortuna que el anterior, el geógrafo, lingüista y tardío novelista Esteban Pichardo (1799-1879) nos dejó una Miscelánea poética en 1828. Muy vinculado a Valdés Machuca en sus años juveniles, Manuel González del Valle (18021884) fue ocasional versificador, antes de dedicarse a otras tareas profesionales, para él (y los demás) más provechosas; es recordado sobre todo por su Diccionario de las Musas, donde se explica [sic] lo más importante de la poética, teórica y práctica, con aplicación de la retórica y mitología en lo que se juzga necesario, curioso texto más o menos didáctico aparecido en Nueva York en 1827. Muy ligado también a muchos de los empeños de Valdés Machuca, el gaditano radicado en Matanzas Francisco Iturrondo (1800-1868) da la medida de ese poeta menor que es importante como figura-puente. Entusiasmado con los campos de su patria adoptiva, escribe en «agosto de 1831» su oda «Rasgos descriptivos de la naturaleza cubana», que en forma al parecer muy consciente se adscribe a las sombras de «La agricultura en la zona tórrida» (1826) del venezolano Andrés Bello y las Poesías (1825) de Heredia, pero que anticipa ecos que luego encontraremos en José Jacinto Milanés y otros poetas, hasta de la segunda generación romántica (Zenea, Luisa

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Pérez). Este poema descriptivo, típico de los muchos que se escribieron en ese momento, es sobre todo una enumeración de los elementos encontrables en el campo cubano, a través de una «visión» esencialmente auditiva, poblada de cosas y sonidos, pero en donde sorprende la ausencia de color. Desde el punto de vista social, el poema ofrece una visión idílica, quimérica, del campo cubano, pues sólo nombra hechos —la esclavitud, las desigualdades entre potentados y campesinos— nunca presentados como problemas, pues lo que predomina es la voluptuosidad, la placidez, la blandura. Pero los «Rasgos descriptivos…» ya no es un poema neoclásico, y las oleadas prerrománticas o francamente románticas afloran un tanto esporádicas, pero ya nítidas. Un análisis de sus más de 500 versos sacaría a la luz logros, temáticas y motivos quizás un tanto inesperados. Iturrondo publicó en 1834 sus Ocios poéticos, firmados con el seudónimo que gustaba utilizar: Delio. En el tomito de 255 páginas existe una buena cantidad de éstas perfectamente olvidables, pero no deja de haber otras bastante atendibles, como las dedicadas a su también extenso poema «Las ruinas del palacio árabe de la Alhambra». Al referirse a Iturrondo, Menéndez y Pelayo estimaba que «valía más que otros poetas de su tiempo que lograron fama en la Península y América. Por no haber sido enteramente español ni cubano, yace en un injusto olvido.» 36 Otro tanto podría decirse del cuarto Francisco entre estos poetas nacidos más o menos al alborear el siglo XIX: Francisco Muñoz del Monte (18001856), que vio la primera luz en la vecina isla de Santo Domingo y a quien, por esa razón, el propio Menéndez y Pelayo negó toda posibilidad de ser incluido entre los poetas cubanos.37 Sin embargo, reiteradas pruebas de amor a su patria adoptiva dio Muñoz del Monte a través de su vida: un grupo de sus poemas lo une incuestionablemente (en alguna quizás como iniciador) a líneas muy transitadas por nuestra poesía hasta los días actuales. Implicado en la aventura constitucional del general Lorenzo en Santiago de Cuba hacia 1836, tuvo que emigrar del país, sin sentirse nunca desligado de él; regresará de nuevo entre 1840 y 1848, cuando tenido por sos-

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pechoso tendrá que volver a Madrid, lugar en donde morirá. Sobre su actitud política Pérez de la Riva ha dicho que «es innegable que Muñoz del Monte tenía en mente la independencia como etapa final de la aventura constitucional; políticamente fue uno de los más capacitados y de los más claros de cuantos intervinieron en aquellos sucesos». Fue condiscípulo de Heredia, primo de Del Monte y muy amigo de Saco. Menéndez y Pelayo lo elogia como poeta, pues tiene más inspiración y nervio que [su primo] D. Domingo, y aunque propende a la libertad romántica, y cambia con frecuencia de metros en una misma composición, y se deja arrastrar por la corriente de la amplificación desordenada, permanece clásico por la corrección y la pulcritud, ya que no por la sobriedad de estilo.38 Sus Poesías fueron coleccionadas póstumamente por su hijo en 1880, pero habían sido escritas en Cuba entre 1837 y 1847. Como en Iturrondo, estamos ante un extranjero que se deja exaltar por los encantos de la isla, específicamente por el clima y la forma de vida («El verano en La Habana») y las mujeres («La habanera», «La mulata»), en versos sensuales, voluptuosos, apasionados, de una cubanía innegable, que retoma y continúa logros de un Zequeira, un Heredia o un Iturrondo: Dora del mango la yema, cuece en el anón la crema, da a la piña su diadema, su lanza a la palma real. Y es rosa en el horizonte, verde esmeralda en el monte, melodía en el sinsonte, en la alta caña cristal. Y en su ondulante y casi táctil retrato de «La habanera» descubre lo que luego se convertirá en tópico socorrido: Tú marchas, y en flexibles ademanes tu talle, cual la palma, se cimbrea;

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tú miras, y la luz de los volcanes en tu ardiente mirar relampaguea. Una señal del paso del neoclasicismo al romanticismo nos la pueden dar los seudónimos con los que gustaban firmar los poetas. Así Valdés Machuca utilizaba el anagrama «Desval», Manuel González del Valle «Dorilo», Iturrondo «Delio» y Gabriel de la Concepción Valdés, por supuesto, «Plácido». Ya en la década del treinta Del Monte será ossiánicamente el «Bachiller Toribio Sánchez de Almodovar», al que imita Ramón de Palma como el «Bachiller Alfonso Maldonado».39 Pero José Jacinto Milanés dejará «El camarioqueño» y «Florindo» sólo para sus versos de sabor más popular y humorístico, pues los demás serán firmados con su nombre completo, como había hecho Heredia y seguirán haciendo los nuevos bardos. Ahora el poeta tiene conciencia de la importancia de su propio yo y, más que esconderse bajo seudónimos (por demás casi siempre transparentes), hace hasta un poco de alarde sobre su cualidad autoral. Con Del Monte y La Moda ya en 1829 comienza a aparecer una nueva hornada de poetas. El primero en surgir, prematuramente, fue un joven de tan sólo dieciséis años, José Antonio Echeverría (1815-1885), que gana en 1831 un concurso de la Real Sociedad Económica de Amigos del País con una «Oda al nacimiento de la infanta María Isabel Luisa», que recibe elogios de Del Monte; pero su autor será un futuro prosista, no un poeta. La publicación del tomito de las Rimas americanas en 1834, junto al «Bachiller Toribio Sánchez de Almodovar», nos trae a otro poeta ocasional, Félix M. Tanco (17971871), al igual que Antonio Bachiller y Morales (1812-1889) —contribuyente a la Aureola poética, que en 1839 da a conocer sus Fábulas literarias y morales— mejor recordados por su labor en otros campos. Los dos poetas vinculados al círculo delmontino que más se destacaron —dejando aparte el caso Milanés— fueron Ramón de Palma (18121860) y Rafael Matamoros (1813-1874). Palma fue un escritor que manejó con cierta soltura tanto el verso como la prosa e incursionó en diversos géneros (narrativa, teatro, crítica). Ideo-

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lógicamente fue uno de los discípulos más fieles de Del Monte y, en algunos aspectos, lo aventajó en connotaciones reaccionarias. Sus poemas no son lo mejor de su producción, pero su fantasía poética «El fuego fatuo» llamó la atención de Menéndez y Pelayo,40 que la consideró «buen ejemplo de una rara manera de lirismo romántico, que alguna vez cultivó Zorrilla, y que pudiéramos llamar sonambulismo lírico». Pero lo que resulta más alabado de su obra poética son sus incursiones por el criollismo, con títulos como «La danza cubana» y «La corrida de patos». Con la obra poética de Rafael Matamoros ocurrió algo muy singular. Su producción conocida, publicada en vida del autor, resultaba muy exigua, pero se sabía de unas «Elegías cubanas» suyas enviadas en 1838 a Madden junto con la Autobiografía de Manzano y otros textos abolicionistas. El descubrimiento casual de estos poemas perdidos arroja nueva luz sobre este autor y lo coloca en un lugar bastante destacado.41 Fina sensibilidad y gusto «delmontino» realzan la insólita temática que permite ubicarlos de golpe como los textos más decididamente antiesclavistas de la poesía de la época. Con los autores citados hasta ahora se conforma el panorama del género poético en estos años, pero aún pudiera alargarse la lista de

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versificadores con numerosos nombres, a algunos de los cuales Max Henríquez Ureña42 supo caracterizar lapidariamente: José Cornelio Díaz (1801-1852), «desmañado autor de versos insignificantes» que «tuvo el acierto de no publicar ningún tomo de versos»; José Policarpo Soler (1807-1852), el cual «no pasó de ser un rimador correcto y frío»; José Luis Alfonso (1810-1881), «versificador mediocre, carente de inspiración». Y quedan todavía Miguel de Cárdenas y Chávez (1803-1890), Nicolás de Cárdenas (1819-1868) y el más feliz como costumbrista José Victoriano Betancourt (1813-1875). A partir de 1841 comienzan a publicar sus primeros libros los autores más jóvenes, veinteañeros cuyo nacimiento había ocurrido con posterioridad a 1814: Francisco Orgaz (1815-1873), Leopoldo Turla (1818-1877), José Zacarías González del Valle (1820-1851), Miguel Teurbe Tolón (1820-1857), cuya producción, nada notable, pesará más bien sobre la etapa siguiente. De Heredia, Milanés y Plácido a los más ínfimos versificadores parece existir un abismo en apariencia insondable, pero que no deja de estar sustentado en vínculos comunes. Óptima, buena, mala y peor, era indudable que el cultivo de la poesía en Cuba había alcanzado amplitud y consolidación, como ningún otro género literario del momento.

NOTAS

(CAPÍTULO 2.4)

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1

Federico Álvarez: ¿Romanticismo en Hispanoamérica? El Colegio de México, México, 1970.

2

Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, pp. 19-20.

Bar-Lewaw: Plácido, vida y obra. Eds. Botas, México, 1960 y Manuel García Garófalo y Mesa: Plácido, poeta y mártir. Editorial Botas, México, 1938.

3

Marcelino Menéndez y Pelayo: Historia de la poesía hispanoamericana. Libr. General de Victoriano Suárez, Madrid, 1913, volumen 1, p. 283.

Si la madre, a la inversa, hubiese sido el elemento mulato no hubiese sido tan problemático el nacimiento de Plácido. Al respecto en 1874, anotaba su biógrafo Pedro J. Guiteras:

4

Sobre los datos biográficos de Plácido pueden consultarse Leopoldo Borrego Estuch: Plácido el poeta infortunado. Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, La Habana, 1960; Itzhak

El fruto de una unión tan extraña a nuestras costumbres (pues los mulatos entre nosotros son hijos de blanco y mujer de color); fácilmente se comprenderá que había de ser resultado de un

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amor ilegítimo; y la madre para ocultar su liviandad y la bajeza de su pasión, adoptó el remedio de separarlo de su regazo y abandonarlo a la caridad pública (Gabriel de la Concepción Valdés: Poesías escogidas. Selección, prólogo y notas de Salvador Arias. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977, p. 187).

José Fornaris y Joaquín Lorenzo Luaces: Cuba poética. Colección escogida de composiciones en verso de los poetas cubanos, desde Zequeira hasta nuestros días. Imp. de la viuda de Barcina, La Habana, 1861, p. 87.

21

Citado por Eusebio Guiteras en «Milanés y su época», en Cuba y América. La Habana, 13-19 (4): 24, mayo, 1909.

6

Julio Le Riverend: «[Cartas a Nicolás Guillén]», en Hoy. La Habana, 24 (124): 2, mayo 29, 1962.

22

7

Ver: Biblioteca Nacional José Martí: Bibliografía de la poesía cubana del siglo XIX. Biblioteca Nacional José Martí, Depto. Colección Cubana, La Habana, 1965.

Carolina Poncet: «Jacinto Milanés y su obra poética», en sus Investigaciones y apuntes literarios. Selección y prólogo de Mirta Aguirre. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1985.

23

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit., tomo 1, p. 234.

24

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 112.

25

J. J. Milanés: Obras completas. Poesías. Introducido por José Augusto Escoto. Imp. El Siglo XX, 1920, tomo 1, p. 332.

8

En Biblioteca Nacional José Martí: Revista de la Biblioteca Nacional José Martí. La Habana [tercera época], 6 (644): 71-129, julio-diciembre, 1964.

9

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit., tomo 1, pp. 256-264.

10

«Aguirre y Le Riverend», en Hoy. La Habana, 24 (124): 2, mayo 29, 1962.

26

11

Samuel Feijóo: Sobre los movimientos por una poesía cubana hasta 1856. Universidad Central de Las Villas, Dirección de Publicaciones, La Habana, 1961, p. 38.

José Antonio Portuondo: Bosquejo histórico de las letras cubanas. Ministerio de Relaciones Exteriores, La Habana, 1960, p. 24.

27

Félix M. Tanco le escribía a Del Monte en septiembre de 1843: «También te mandaré los versos de Milanés que no está muy bueno del cerebro, sgn. dicen: a mi no me parece tal cosa» (Centón epistolario de Domingo del Monte, ob. cit., tomo VIII, p. 183).

28

José Lezama Lima: Antología de la poesía cubana. Selección, prólogo y notas por […]. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965, tomo II, p. 390.

29

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 125.

30

Una descripción de esta actividad puede encontrarse en Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la isla de Cuba. Instituto de Literatura y Lingüística. Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1971, tomo II, pp. 139-174.

31

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit., tomo I, p. 285.

32

Cintio Vitier: ob. cit (1970), pp. 136-139.

33

Ob. cit., p. 154.

34

Sobre este autor es imprescindible consultar Roberto Friol: Suite para Juan Francisco Manzano. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1977.

35

José Lezama Lima: ob. cit., tomo II, p. 525.

36

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit., tomo 1, p. 246.

12

Cintio Vitier: ob. cit., pp. 90-91.

13

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit. tomo 1, p. 259.

14

José Martí: Obras completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-1966, tomo 5, p. 355.

15

Las cartas de J. J. Milanés a Del Monte están recogidas en Centón epistolario de Domingo del Monte. (Con un prefacio, anotaciones y una tabla alfabética por Domingo Figarola Caneda, Joaquín Llaverías, Manuel I. Mesa Rodríguez). Imp. El Siglo XX, La Habana, 1927-1957, 7 tomos. Para los hechos biográficos la mejor fuente es la obra José Jacinto Milanés, de Urbano Martínez Carmenate, Ediciones Unión, La Habana, 1989.

16

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20

Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana. Edición Revolucionaria, La Habana, 1967, tomo I, p. 186.

17

Específicamente, ver Lo cubano en la poesía (ob. cit., pp. 101-102).

18

Ob. cit., p. 120.

19

Cintio Vitier: Poetas cubanos del siglo XIX. Cuadernos de la revista Unión, La Habana, 1969, p. 26.

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37

Ob. cit., p. 305.

38

Ob. cit., p. 306.

39

Además, Anacleto Bermúdez será «Fileno», José Policarpo Valdés «Polidoro», José Cornelio Díaz «Sadi», Ignacio María de Acosta «Iñigo».

40

Marcelino Menéndez y Pelayo: ob. cit., tomo I, p. 286.

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41

Ver Adriana Lewis Galano y Rolando Hernández Morelli: «Las “perdidas” Elegías cubanas de Rafael Matamoros y Téllez», en Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid, (451-452): 267-285, enero-febrero, 1988.

42

Max Henríquez Ureña: ob. cit., tomo I, p. 181.

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2.5 EL TEATRO ENTRE 1820 Y 1844 2.5.1 Obras, autores, repertorio, escenarios y público La Habana de la tercera década del siglo XIX era testigo del auge económico de la burguesía esclavista que, heredera de una tradición teatral nacida hacia finales del XVIII, asentaba paulatinamente su gusto por el espectáculo, lo cual se hacía patente de año en año a través de una serie casi ininterrumpida de temporadas. Quiere esto decir que, si bien alrededor de 1820 la literatura dramática cubana se encontraba en un incipiente período formativo, la capital de nuestra isla ya se podía situar entre las más promisorias plazas teatrales del Nuevo Mundo. La actividad teatral y su nivel de desarrollo en esta etapa de 1820 a 1844 puede evaluarse, entre otros datos, por la existencia de un buen número de teatros. Las referencias históricas que concretan esta información destacan la importancia de algunas edificaciones, entre ellas el «Principal» —antiguo «Coliseo»—, el «Diorama» y el suntuoso «Tacón» (estos dos últimos inaugurados en la etapa), donde tenía lugar la parte más sobresaliente de la vida teatral. También funcionaban durante estos años otros locales, de menor relevancia y eco en la prensa, como el teatro de Jesús María, el de Guanabacoa, el del Horcón, a los cuales se sumaban otras instalaciones de carácter transitorio o provisional, así como algunas casas de familia prestadas para tales fines. En las demás provincias de la isla el auge constructivo de teatros se acentúa hacia finales de la década del 30 y la generalidad en el

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resto del país queda conformada en estos años por edificios de poca envergadura, que recibían inevitablemente el influjo del repertorio de moda en la capital. Conviene apuntar que la estratificación social de los teatros se hizo más notable durante esta etapa, en la medida en que se hacía más fuerte el carácter clasista de la sociedad colonial, con la burguesía esclavista como bastión, por lo cual y en consonancia con los nuevos aires, no se produjeron en el «Tacón», por ejemplo, mezclas de público que habían tenido lugar con anterioridad en otros teatros, como el popular «Circo de Marte». Desde los años precedentes a la década de 1820, el gusto lírico se había afianzado con fuerza en nuestro público, como lo revelaba la presencia frecuente de compañías francesas e italianas, las que convivieron, no obstante, con las comedias de tramoya influidas por el teatro mecánico, así como con una notable y renovada presencia del baile en los escenarios y también con toda suerte de ilusionismos, magia, mímica, ventriloquismo, maromas y pantomimas, de los cuales se nutrían los espectáculos. El incremento de la vida teatral se hizo evidente además, por estos años, en la extensión del horario de las funciones, así como en la magnificación de algunos renglones, como la escenografía, ganadora de mayor relieve artístico, y la orquesta, convertida en elemento de primer orden en cada función. En líneas generales, este teatro insular —bastante similar al metropolitano—, se nutría fundamentalmente de las composiciones

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operáticas de Rossini, Donizetti, Bellini y otros, así como de las comedias de Moratín y Bretón de los Herreros, los sainetes madrileños de Ramón de la Cruz y algún que otro incipiente aporte nacional, a cargo de «ingenios» criollos que las más de las veces preferían ocultar su identidad por lo que para el «buen ver» de la época significaba ser autor teatral. De estos primeros intentos nacionales, merece especial atención la obra de Francisco Covarrubias (1775-1850), un extraordinario actor cuya extensa creación —en gran parte desaparecida al paso de los años— se apoyó en la cubanización de los modelos saineteros españoles, a partir de la reproducción de cuadros de costumbres criollas y la inclusión de canciones y tipos populares, como el negrito, eje vital del teatro bufo cubano. Dichos elementos —en los que radicó esencialmente el mérito de Covarrubias—, junto a otros como el uso de un lenguaje identificado con lo popular, han hecho reconocer en éste el nacimiento oficial del teatro cubano. De los sainetes de Covarrubias representados en la etapa se distinguieron Tío Bartolo y Tía Catana (1820), El forro del catre (1825), Un montero en el teatro o El cómico de Ceiba Mocha (1835), El gracioso sofocado (1840) y Los dos graciosos (1841), entre otros. La esencia de este teatro, sustentada en la necesidad de diferenciar lo cubano de lo español, sería la génesis de una conciencia artística urgida de valores culturales más profundos, los cuales propulsarían el surgimiento y desarrollo de una escena con identidad propia que fuera expresión del sentimiento nacional. Mientras estas concepciones se afianzaban entre nuestros creadores, el teatro en la isla durante esta etapa sigue una trayectoria desigual. La unión de varios elementos, entre los que cuentan rencillas internas entre artistas y directores, trajo consigo algunos momentos de crisis en que llegaron a cerrarse incluso varios locales. Esta misma situación acarreó, alrededor de 1830, el traslado a Matanzas, Trinidad y Santiago de Cuba de varias compañías de actores. Hacia mediados de la década del 30 y luego de estos numerosos altibajos, producidos también por la ausencia de algunas figuras y la excesiva repetición de otras

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que venían actuando casi desde inicios de siglo —la Galino, la Gamborino, Andrés Prieto, el propio Covarrubias—, vuelve a solidificarse un tanto la escena, con la contratación de una importante compañía de ópera italiana, cuya llegada fue ampliamente divulgada por los diarios y que regocijó al público hasta julio de 1836 con lo más actual del género lírico. Arribaron además por esta fecha a los escenarios figuras destacadas como el actor y director Gregorio Duclós y la primera dama Rosa Peluffo, quienes vuelven a La Habana para formar parte de una compañía que llevó a cabo la ejecución de múltiples espectáculos en los escenarios capitalinos. Paralelamente con este nuevo impulso tomado por la vida teatral, comienza a sentirse con más fuerza en el teatro el influjo romántico, elemento determinante en el quehacer cultural de esta etapa. Lo romántico da cauce a los anhelos de libertad, de distinción entre lo cubano y lo español, de ahí su importancia como estímulo propulsor de la libre expansión de los sentimientos nacionales. El romanticismo nos llega fuertemente ligado a Francia y a través de España, donde dicha tendencia tuvo poca oposición y buena acogida. Recibimos como herencia, entre otros elementos del romanticismo, la actitud de reacción —más o menos intensa— frente al racionalismo establecido por los cánones clasicistas, el reconocimiento de la imaginación como facultad especial del hombre, la preferencia por los temas históricos del pasado medieval y también por la conquista y colonización americanas, así como un nuevo interés por los problemas sociales que circundaban al individuo. Vale destacar que, en realidad, el atraso de nuestro teatro romántico respecto a las capitales europeas, fue un tanto relativo si observamos que algunos éxitos de esta tendencia en España sólo demoraron algunos meses en verse representados en La Habana, como sucedió con el Macías, de Mariano J. de Larra, en 1835, El trovador, de García Gutiérrez, en 1836, y Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch, en 1837. Alrededor del año 1838 predominaba entre nuestros autores la afinidad con el romanticismo, que se expandía en nuestro medio cultural y planteaba nuevos rumbos para el teatro dramático

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cubano. Fue éste un momento de notable auge creativo —bajo la inspiración de la nueva corriente estética— y de fuerte impulso en la construcción de teatros. El mejor ejemplo de esto último fue la inauguración, en abril de este propio año 1838, del «Tacón», un coloso entre nuestros teatros, lleno del lujo y los adelantos epocales y consecuente portador del nombre del Capitán General de turno. Su apertura tuvo lugar en circunstancias de especial significado, por cuanto resultó «escenario inicial del romanticismo y en él se enfrenta[ron] cubanos y españoles en una batalla que alcan[zó] su clímax treinta años después». 1 Lo que se ha denominado como «batallas» de nuestro romanticismo teatral parte, en esencia, de la situación de enfrentamiento entre lo criollo y lo español y no tanto de la ruptura estética que podía significar la aceptación de esta tendencia. Dicho enfrentamiento mantenía vínculos muy estrechos con el desarrollo de una nueva conciencia, con el auge económico del país y con el progresivo desarrollo de un carácter nacional, traducido, en el ámbito de nuestra creación dramática, en la búsqueda y posterior reafirmación del concepto de cubanidad. De hecho, nuestra «batalla» romántica —pálido reflejo de las verdaderas trifulcas provocadas en París, en 1830, por el estreno del Hernani, de Víctor Hugo— constituyó un estímulo para la crítica, que adoptó tonos de polémica y puso en evidencia que gran parte de la reacción contra el romanticismo en Cuba se originaba en el celo de las autoridades y la censura españolas. Las mismas se encargaron, sin escatimar esfuerzos, de descubrir en muchas obras románticas ataques contra la corona y el gobierno colonial. La capacidad de contacto directo entre el espectador y la obra, entre otras cualidades de este género, determinó en gran medida que fuera el teatro el medio expresivo escogido por el romanticismo para arraigarse con éxito entre el público. La prensa de la época se hizo eco de la efervescencia originada por el teatro romántico, que resultó favorablemente reconocido —pese a la preeminencia aún del teatro clásico español—, por los aportes que esta poesía dramática traía consigo. Veamos un comentario apa-

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recido en el Diario de La Habana, que ya desde 1836 recogía las incidencias de la lucha entre clásicos y románticos: Grande es por cierto la rivalidad que existe entre clásicos y románticos, atribuyéndose unos a otros la superioridad de mérito […] El clásico muestra las cosas como son en sí […] y esta monotonía en el estado actual nos cansa, nos fastidia, he aquí la ventaja del romántico: poseído de una imaginación de fuego solo busca lo raro, lo extraordinario, lo sorprendente; a cada paso nos manifiesta acontecimientos inesperados, escenas que salen del orden regular, pero que encerrados [sic] en los límites de lo posible, causan nuestra admiración […] 2 El nacimiento de nuestra literatura dramática romántica se ve precedido por la labor, como creador y como traductor, de nuestro primer poeta romántico, José María Heredia (18031839), quien nos dejó un teatro constituido por la adaptación de obras o la traducción de autores relevantes y fuertemente marcado por líneas neoclásicas. En el año 1837 el cubano Ramón de Palma (1812-1860), asiduo participante de las tertulias delmontinas, aportó el primer título romántico al imprimir su pieza en un acto La prueba o La vuelta del cruzado, estrenada al año siguiente, cuando suben a escena varias obras más de estilo romántico. Entre ellas estuvo el drama Guillermo, debido a la pluma del español radicado en Cuba José María Andueza (1809?), quien dejó escritas varias piezas más. Pero sin lugar a dudas, el estreno que tuvo una significación especial dentro de este grupo de obras fue Don Pedro de Castilla, del dominicano Francisco Javier Foxá (1816-?), 3 la que se representó en el «Tacón» el 9 de agosto de 1838. Esta pieza promovió un fuerte escándalo en su segunda función, durante la cual fue coronado Foxá por otros autores —entre quienes se encontraban Palma y Suzarte—, en el primer homenaje de este tipo que se afirma fue realizado en La Habana. El choque entre los entusiasmados seguidores de la tendencia romántica y los enemigos del naciente sentimiento antiespañol

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trajo consigo un desorden a las puertas del teatro, tras el cual las autoridades y la censura ordenaron el retiro de la pieza de los escenarios. Foxá estrenó en este mismo año, también, su obra El templario. Podemos considerar los sucesos de Don Pedro de Castilla como el detonante, en el plano cultural, de la tensa situación —desde los puntos de vista social y político— existente en el año 1838. El ambiente ya era propicio para que cualquier motivo, en este caso un drama romántico, desencadenara el enfrentamiento entre cubanos y españoles, más aún, como se ha dicho, cuando en el escenario se mostraba a monarcas españoles crueles y tiranos. Éstas son las circunstancias que preceden al estreno del autor cubano más significativo de la etapa que estudiamos: José Jacinto Milanés (1814-1863). Dicho autor constituye, junto con los otros dos grandes nombres de nuestro teatro decimonónico —la Avellaneda y Luaces—, la conocida trilogía romántica que fue pilar fundamental de nuestra literatura dramática colonial. Milanés ofreció a las tablas habaneras en 1838 su obra El Conde Alarcos, drama en tres actos en verso. Puede decirse que el estreno de esta obra señaló un momento especial en el desarrollo de la historia teatral cubana, entre otros factores por la repercusión inmediata que encontró y porque promovió el ejercicio de una crítica literaria seria y extensa en su época. Tal acogida, sumada al grado de eficacia dramática lograda por Milanés en Alarcos, han hecho afirmar con certeza que «imperfecta, ingenua, anacrónica, si se quiere, El Conde Alarcos es nuestra primera obra dramática de cierta envergadura».4 La obra fue causa de apologéticas reseñas en la prensa del momento. Ramón de Palma fue uno de los encargados, desde las páginas del Diaro de La Habana, de elogiar a Milanés, aunque, escudándose en la aparición del drama, enjuició duramente la producción literaria de la época, con lo que provocó una amplia polémica con Antonio Bachiller y Morales y Un cualquiera, que se extendió por varias semanas. Pero según puede apreciarse al seguir la controversia, detrás de las valoraciones sobre la pieza teatral hay todo un andamiaje reflexivo sobre teoría literaria y filo-

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sofía, que desemboca en el tema de la literatura cubana y su necesidad de verdadero encauzamiento. De ahí que lo que estaba aparentemente dirigido contra los postulados románticos asumidos por nuestros autores, no fuera sólo un ataque a la «romanticomanía» y el exceso de imitación, sino también un encuentro de criterios sobre los problemas de la nacionalidad. Uno de los detalles interesantes que rodearon la aparición de El Conde Alarcos e ilustran su ubicación en el contexto teatral del momento fue, entre otros, la calurosa acogida que recibió, no sólo en el círculo delmontino, donde había surgido, sino también entre el público. Algo que conspiró contra la representación de esta obra fue la deficiente preparación del elenco que tuvo a su cargo el estreno en el «Tacón» —el 11 de septiembre de 1838— y que estuvo compuesto, entre otros actores, por Gregorio Duclós (en el papel de Alarcos), Juan de Mata (rey de Francia), Francisco Garay (Pelayo), Rosa Peluffo (Leonor) y Vicente Lapuerta (Blanca). La prensa se encargó de reflejar con acritud la falta de memoria y los fríos ademanes que caracterizaron la puesta en escena. Desde el punto de vista del contenido de la obra, debe tomarse en cuenta, como elemento significativo, que esta pieza —al igual que Don Pedro de Castilla, de Palma— hace referencia a un rey representante de poderes omnímodos e injustos, muy similares a los practicados en Cuba por los Capitanes Generales. La obra dramática de Milanés, como se verá más adelante, fue decisiva en esta etapa que relacionamos, no sólo por la dimensión de sus valores intrínsecos, que dio renombre por primera vez a un dramaturgo cubano, sino porque —muy especialmente El Conde Alarcos— fue pieza clave del despertar literario que tuvo lugar alrededor de 1838. Autores y obras de tendencia romántica en estos años, aunque de menor relieve, fueron, entre otros, el mexicano residente en Cuba Francisco Gavito, que estrenó en 1839 su Gonzalo de Córdova; Nicolás Pimentel con Inés o Las cruzadas, en 1839; Andueza con los dramas María de Padilla y Leonor de Navarra, ambos de 1839; Ramón Francisco Valdés, quien estrenó Cora en 1839 y Leonor o El Pirata en 1841; Juan

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Miguel de Losada, que retomó la historia inca de Cora en La sacerdotisa del sol, publicada en 1838 y estrenada en 1842. La incursión del poeta Juan Francisco Manzano en el teatro, a través de la tragedia neoclásica Záfira, en 1842, no aportó elementos trascendentes por su tema ni su versificación y se alejó del rumbo romántico que indican las piezas mencionadas anteriormente. De estos mismos años son las primeras manifestaciones conocidas del talento dramático de Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuya obra, sin embargo, queda mejor circunscrita a una etapa posterior de nuestra historia literaria. Ahora bien, después de mencionados los títulos pertenecientes a los primeros años de la década del 40 del siglo pasado, se hace imposible obviar el desenvolvimiento —parejamente con el del drama romántico— del sainete, vertiente de nuestro teatro que con mayor propiedad se acercó a las raíces populares en el XIX. A la creación sainetera de Covarrubias, quien todavía se mantenía en las carteleras teatrales, se unieron con posterioridad otros nombres, como los de Bartolomé Crespo Borbón (1811-1871), español establecido en Cuba, y José Agustín Millán (entre 1810-1820-?). Las obras de Crespo Borbón conformaron por estos años un teatro en que se recrea el habla típica cubana y el bozal, lenguaje de los negros africanos. Su primera pieza se imprimió en 1838, El chasco o Vale por mil gallegos el que llegue a despuntar, a la que siguió Los pelones, de 1839, y la aplaudida A que me paso por ojos o Apuros de Covarrubias, de 1840. Ya en estas obras se apunta la relevancia que tomaría el personaje del negrito en su teatro, fundamentalmente a través de su conocido «Creto Gangá», antecesor directo de la producción bufa. Millán comenzó a escribir y estrenar en 1841. De ese año son sus piezas El hombre de la culebra y Mi tío el ciego o Un baile en el Cerro; de 1842 es Una aventura o El camino más corto, su única comedia en tres actos. Otros títulos que componen su producción de estos años son Una tarde en Bejucal (1843) y La guajira o Una noche en el ingenio (1844). Un rasgo distintivo de su teatro ya apreciable en estas primeras obras, es el develamiento de los manejos del capital en la sociedad de entonces, lo que resultaba sin du-

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das de su afición por tratar temas de actualidad y por abarcar en su teatro las circunstancias de carácter nacional. Además de Crespo Borbón y Millán, ocuparon sitios en los repertorios de la etapa autores como Juan A. Covo (? - ?), quien compuso en 1838 los sainetes cargados de sátira Una volante y La romanticomanía, así como Lucas Arcadio Ugarte (1807-1868), creador en 1839 de El artículo y los autos, otra saeta contra la fiebre romántica y la crítica de teatro. El panorama teatral de la década de 1840 indica, por otra parte, cómo junto a los dramas históricos de corte romántico, la comedia y el sainete, siguieron ocupando lugar preponderante la ópera y el baile. En 1841 tuvo lugar un verdadero acontecimiento cultural —y un incremento de aficionados al ballet— con la llegada de Fanny Elssler, una de las primeras figuras de la Ópera de París. Fue tal el éxito, que su baile inspiró a más de un autor —entre ellos Milanés— y le fueron dedicados finos versos y hasta una obra de teatro. Las representaciones de compañías extranjeras de ópera y ballet continuaron siendo una regularidad de nuestra vida teatral, que siguió receptiva a cualquier novedad ingeniosa. Notorios anuncios en las carteleras dieron a conocer las funciones de los hermanos Raveles, famosos bailarines y trapecistas franceses, que compartieron la atención del público de la isla por estos años, a partes iguales con la Elssler o la ópera. La crítica teatral tuvo dos nombres respetables en esta etapa: Buenaventura Pascual Ferrer (1772-1851) y José María Andueza, a quien ya hemos mencionado como autor teatral. Ambos cumplieron con particular constancia el ejercicio crítico, sobre todo en la década del treinta, Ferrer desde las páginas de El Regañón —y luego junto a su hijo en El Nuevo Regañón— y Andueza regularmente desde el Diario de La Habana. A los juicios claros y mesurados de Andueza y a los impulsivos ataques de Ferrer se sumaron, de forma variable, muchos otros colaboradores de la prensa, entre ellos jóvenes autores, que dieron en ocasiones tono de encendida polémica a la crítica, como ya habíamos apuntado. Es indudable que la creación teatral de esta

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etapa se produjo en condiciones muy poco favorables para los autores, entre otras cosas por la férrea censura que imponían los Ayuntamientos en primer lugar y la Capitanía General como instancia suprema. A los desmanes de Tacón, en tal sentido, siguió el recrudecimiento de la situación de la mano del próximo gobernante, Espeleta. Además, en 1842 se fija definitivamente el régimen y organización de las funciones, se reglamenta oficialmente la conducta a seguir por el público y se prohíbe la representación de toda obra teatral que no hubiera pasado por el tamiz, cada vez más riguroso, de la censura. Es conocido que la mayoría de los actores procedían a editar sus obras antes de llevarlas a escena y en este caso también chocaban con la censura de imprenta. Por todo ello resulta fácil comprender la cantidad de títulos —incluidos los de autores tan reconocidos como Bretón de los Herreros o Hartzenbush— que sufren despiadados cortes o se suprimen de las carteleras de los teatros. Sin embargo, es destacable el hecho de que sea este género uno de los más editados en la etapa. La poca trascendencia de la mayoría de este teatro radicó, esencialmente, en la frágil calidad de nuestros dramaturgos. Otro detalle interesante de estos años es el paulatino proceso de descentralización de la arquitectura teatral, que empieza a tomar fuerza en importantes puntos del país, como Trinidad, que contó en 1840 con un buen edificio, el «Brunet». A ello se unió el auge de las compañías de aficionados, que secundaron este despliegue constructivo a lo largo de la isla. Sin embargo, a principios de la década del cuarenta la escena mostraba una evidente necesidad de renovación, tanto en el repertorio como en las figuras. Hacia 1843 decayó la actividad teatral de La Habana y hasta algunos de los actores principales del momento abandonaron el país, e incluso se suprimió alguna temporada de ópera. Pero en líneas generales, lo que resulta innegable de esta etapa de nuestra historia teatral es que —pese a constituir un período de franca formación y orientación para nuestros dramaturgos— la exaltación romántica condujo tanto a los creadores como al público por el camino de una nueva sensibilidad artística, alentadora

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de sentimientos nacionalistas. Es por ello que la semilla plantada por el romanticismo en el ambiente creativo cubano de este momento, crece vinculada estrechamente con las conmociones que agitaban a la sociedad colonial, y su acción puede valorarse como un acicate importante en la lucha de nuestros teatristas por solidificar la imagen nacional en los escenarios. 2.5.2 La obra teatral de José Jacinto Milanés. El Mirón cubano La afición por las tablas le venía a José Jacinto Milanés desde su niñez, cuando ya gustaba representar y escribir comedias. De una de estas últimas, compuesta a los diecisiete años, a la manera de Lope de Vega, reproduce Federico Milanés un fragmento en el «Prólogo» a la primera edición de las obras de su hermano. Y en el prólogo a la segunda edición de estas, Federico comenta que, «además de representar varias veces en teatros caseros, tuvo a su cargo en el que entonces era principal de Matanzas, el papel de Don Carlos en El sí de las niñas [de Leandro Fernández de Moratín], que fue aplaudido por su fácil acción y metal de voz agradable».5 En noviembre 8 de 1837 José Jacinto le envía a Domingo del Monte su traducción del prólogo y el primer acto de la Cristina de A. Dumas.6 Cuando a fines de ese año visita de nuevo la casa de su amigo habanero, parte de las discusiones de las tertulias se centran en la necesidad de que los autores nativos escriban obras de teatro. José Antonio Echeverría, aficionado a lo histórico, le propone a José Jacinto que busque su tema en la Vida de Don Álvaro de Luna, de Quintana, pero al matancero lo seduce más el romance antiguo de «El Conde Alarcos», que también le interesa a Ramón de Palma. En enero 4 de 1838 José Jacinto indaga por carta, desde Matanzas, si Palma ha desistido del proyecto y, corroborado esto, pone manos a la obra. En febrero 15 ya tiene concluido el primer acto. A pesar de sus achaques físicos y de su enajenante trabajo «mercantil», El conde Alarcos ya terminado es enviado a Domingo del Monte el 26 de julio de 1838. La reacción de su mentor

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y sus amigos ante la obra no puede ser más entusiasta. Basados en la lectura de los manuscritos, José Zacarías González del Valle y Ramón de Palma publican pronto elogiosas críticas en la prensa. En septiembre se estrena El conde Alarcos con éxito en el teatro Tacón, y ese mismo mes se publica en atractivo folleto. Prácticamente en todas las publicaciones cubanas de la época aparecen referencias a la obra, las cuales, aunque no exentas de señalamientos críticos, dejan un saldo a favor del novel autor dramático. Detrás de todo este proceso, desde el mismo germen de su creación, ha estado la mano de Domingo del Monte, quien se ocupa tanto del estreno como de la edición y de su publicidad. José Jacinto, recluido en su natal Matanzas, ni se ha atrevido a asistir al estreno de la obra. Con el envío del drama a Del Monte, su autor lo comentaba en la forma siguiente: El asunto que U. ve lo he pensado con la mayor sencillez porque a mi entender este es drama más bien que de intriga de pasión. También he procurado que el estilo sea natural y poético cuanto quepa, atendiendo a la época y lo maravilloso del caso.7 Los personajes del Trovador, Pelayo, el Embozado y el Capitán son todos de mi invención y no sé si los habré presentado con la verdad y peculiaridad correspondientes. También advertirá U. que los del Conde y Leonor no son los mismos que ofrece el romance, porque entraba en las miras de mi plan presentarlos bajo otra faz y era necesario siempre modificarlos y ajustarlos a las exigencias teatrales. En el personaje de Leonor quiso representar al tipo de cubana (blanca y más bien acomodada, por supuesto), como afirmó varias veces, y muy especialmente, en su famosa «Epístola a Rodríguez Galván»: Tiernas son nuestras bellas, y este clima le da un hablar simpático y suave, que fácil entra en la española rima y al corazón introducirse sabe.

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A pesar de su asunto medieval, de sus trovadores, noches tempestuosas, desbordamientos pasionales, etc., la obra no fue considerada en su tiempo como propiamente romántica, quizás porque la sencillez de la acción la acercaba más bien al romance original.8 Aunque, como ya había alertado el propio autor, no fueron pocos los cambios que introdujo. Uno de los más significativos fue el de hacer que el conde se rebele contra la orden de matar a su esposa; también la «cubanizada» condesa, Leonor, es más resuelta y sabe enfrentarse a su rival en defensa de sus derechos. Sin embargo, la figura protagónica del conde, que se debate en torno al conflicto central entre «el honor» y la fidelidad al monarca por una parte, y por la otra su amor hacia Leonor, unido a muy decimonónicos sentimientos de justicia y libertad, resultó un reto demasiado complejo para la experiencia compositiva de José Jacinto, cosa muy evidente en el tercer acto, cuando el desenlace impuesto por la tradición choca con la trayectoria dramática conferida hasta entonces al protagonista, lo cual hace que en dicho acto, a contrapelo de las intenciones del autor, la «intriga» adquiera mayor peso que la «pasión» y lo melodramático acabe por triunfar sobre lo trágico. Mejor suerte tiene José Jacinto cuando construye personajes más unidimensionales en sus conflictos, como la impetuosa Blanca y su padre, el rey, este último representante de un injusto poder omnímodo, tan injusto como el que poseían entonces los Capitanes Generales de la Isla. Por eso es en el segundo acto donde se alcanzan momentos de mayor intensidad dramática, cuando las palabras saltan «como cuchillos de uno a otro personaje con una eficacia teatral sorprendente». 9 Porque el verso de Milanés, cuyo tierno y delicado lirismo está presente en muchos pasajes de la obra —sobre todo los relacionados con el personaje de Leonor— también sabe ser enérgico e incisivo. Tras los desvelos de Domingo del Monte por El conde Alarcos es indudable que se encontraba la satisfacción del mentor orgulloso de su discípulo, pero debe tenerse en cuenta que el argumento de El conde Alarcos propiciaba el planteamiento de algunas problemáticas muy

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concretas del momento histórico que vivía la oligarquía cubana, con la cual Del Monte estaba identificado. Se ha tratado de reducir El conde Alarcos a un «código de señales», dentro del cual se establece la ingratitud real ante tantos servicios prestados, lo que justifica la desobediencia de sus súbditos, pues la nobleza no se encuentra en un título sino en las acciones realizadas para merecerlo. Pero reducir El conde Alarcos sólo a un «medio de retroalimentación por el cual la oligarquía tornaba a recibir sus propias palabras»,10 sería dejar inexplicada su vigencia, pasado aquel momento específico, ante épocas y públicos muy diversos. Y por supuesto, José Jacinto Milanés no era un simple codificador puesto al servicio de aquel grupo social. Si no hay por qué dudar de la existencia de un mensaje expreso sugerido por Del Monte, la situación para el poeta se planteó en términos más amplios y la rebelión de Alarcos implicaba la lucha contra una injusticia y una tiranía bien concretas, no sólo en relación con un momento y un gobernante del régimen colonial, sino también con este mismo como forma de gobierno. No por gusto el drama es detonante directo de un poema del mexicano Ignacio Rodríguez Galván, que da pie a la famosa «Epístola» de José Jacinto, cuyos conocidos versos constituyen clave muy válida para descodificar otro de los mensajes de El conde Alarcos como obra literaria. Imperfecta e ingenua si se quiere, estamos ante la primera obra dramática cubana de cierta envergadura. A través de sus contrastes líricos y dramáticos aún podemos percibir una peculiar atmósfera, que debe mucho al personal mundo poético del autor, lo cual al parecer ha garantizado su reiterada permanencia en los escenarios teatrales del país.11 La mantenida correspondencia entre Del Monte y Milanés nos da señales de la madurez en los juicios e ideas de este último, que no pocas veces resultan agudos y personales. El 29 de septiembre de 1838 le escribe a Del Monte: Amigo, acá no tenemos escuela dramática. Cada uno aspira a pintar verdadera la época que figura en su obra y las formas del drama las sometemos al carácter del plan.

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Hecho el drama, uno dirá que el estilo es calderoniano, otro que el aire del plan es griego, otro que hay algo en él de Racine o de Víctor Hugo, de Lope o de Metastasio, y todo será cierto. Y qué indicará esto? Que tratamos de hacer una nueva escuela? No: sino que hacemos una fusión de todos los estilos dramáticos, y esto sin esfuerzo y sin calentarnos la cabeza. Así hacemos un drama de todos tiempos, original y vario en la forma y uno y constante en el fondo. Aquí Milanés intuye la validez de nuestro mestizaje cultural y reafirma lo irrepetible de la cultura europea en estas latitudes, aunque de allá provengan fuentes de gran autoridad literaria. De ese momento es también su artículo dialogado «El drama moderno», en el que expone algunas de sus ideas sobre el teatro que debía cultivarse en Cuba, el cual para Milanés no sería, en definitiva, ni clásico ni romántico, pues «sólo hay un drama; único y constante en su esencia», aunque «vario en la forma». Indudablemente éste es el período de su producción en el cual dedica mayores esfuerzos al cultivo del teatro; tan pronto se estrena El conde Alarcos comienza una nueva obra, Un poeta en la corte, que en febrero 9 de 1839 se la define a Del Monte como drama de «intriga algo complicada», y que si le «sale bien, habré puesto una pica en Flandes porque el drama es todo de mi invención y a mis fuerzas y mi fantasía seré deudor de todo el éxito». Del Monte visita Matanzas por el mes de abril de aquel año; en casa de Félix Tanco le escucha a José Jacinto la lectura del primer acto de la obra y recomienda que «lo enredara un poquito». Y en esos menesteres está José Jacinto cuando en mayo 4 le comunica: desde entonces se me puso enredarlo, y enredo ha sido que para no enredarme yo en él de patas, es preciso que mire y remire mucho mi plan. Además como a mí no me llena un enredo que no lleve consecuencias morales, y quisiera conciliar varias contrariedades, de ahí nace que trabaje tan despacio, empleando menos tiempo en rimar

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la obra que en hacer su plan variado, vivo y descansado en máximas morales y cristianas. Pero la obra tendrá una larga elaboración debido también a serios quebrantos que sufre la salud del joven autor. Un poeta en la corte no estará terminado hasta julio de 1840, y después comenzarán los problemas con la censura, que en definitiva impidieron su estreno y publicación inmediatos. No será hasta seis años después cuando Federico Milanés la pueda incluir en uno de los tomos de las Obras de su hermano, con algunos versos mutilados por el censor. Esto, a pesar de que la acción de este drama en tres actos ocurre en la España del siglo XVII. Mas la misma intención que tuvo José Jacinto en hacer una obra «toda de su invención», lo llevó a conferirle al personaje central de Pereira —el «poeta»— toda una serie de características muy afines a él mismo. No en balde se ha señalado reiteradas veces el anacronismo de muchas de las ideas que expresa este Pereira (al igual que ocurrió con el Trovador en El conde Alarcos), pues en realidad son las del propio José Jacinto. El texto puede ser interpretado como los conflictos que un joven poeta, honesto y enamorado, puede sufrir dentro de una sociedad corrompida por el dinero y el abuso de poder: esos conflictos eran los de Milanés en la sociedad cubana de principios del segundo tercio del siglo XIX. El mismo afán de inventiva propia, lo llevó a buscar el modelo teatral que más había trabajado desde sus ensayos de juventud: la comedia de capa y espada al estilo de Lope de Vega. Y dentro de este molde, sin dudas la paráfrasis no funcionó bien (a su devoción lopista también se deben su versión inconclusa del drama Por la puente Juana, bajo el título Por el puente o por el río, y su elogiada crítica a La niña de plata). Sólo si se piensa que con su segunda obra teatral quiso Milanés rendir un tributo a sus más caros gustos juveniles, a la vez que trataba de eludir los problemas de la censura oficial, puede entenderse que escribiera esta obra al tiempo que expresaba ideas como las que ya hemos visto. También debe haber existido un prurito por pro-

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bar que podía hacer obras con complicadas intrigas, aunque en realidad él fue su mejor crítico, cuando expresó el enredo en que se había metido cuando quiso enredar más la trama. No es que haya fracasado en sus deseos, pues ni la estructura, ni la versificación ni los personajes están carentes de mérito, sólo que éste queda más cerca de un discreto epigonismo que de una creación original. Quizás mejor elaborada que su obra anterior, Un poeta en la corte resulta menos fresca y más artificiosa, y en la práctica ha sido ignorada durante siglo y medio por los teatristas cubanos, a diferencia de lo sucedido con El conde Alarcos.12 Como de costumbre, Milanés le envió el drama ya terminado a Del Monte para su lectura y crítica, aunque esto lo hizo en forma menos suplicante y más reservada que antes. Sabemos que la respuesta recibida fue una larga y apabullante carta, en la cual, con razón, Del Monte le señalaba lo inconsecuente que era con sus propias teorías de cómo hacer una literatura cubana. Cortés y lacónico, José Jacinto le contestaba el 19 de agosto de 1840: «No dirá Ud. que echo en saco roto consejos que tanto estimo pues tendré presentes para otra vez que urda un nuevo plan dramático y procuraré evitar los defectos en que he incurrido ahora.» Es indudable que los momentos de más estrechas relaciones y dependencia entre ambos habían pasado. La composición teatral continuó llamando la atención de José Jacinto, y su hermano señala cómo durante una estancia de convalecencia «en una quinta de la Cumbre, a cuyo pie se desplegaba con toda su magnificencia natural el celebrado Valle del Yumurí, escribió en un solo día, sin levantar la pluma y en un ímpetu de fácil improvisación», el breve proverbio dramático A buen hambre no hay pan duro. Centrada en las dificultades económicas que sufrió Miguel de Cervantes, esta obrita, que no posee mayores méritos, reflejaba indirectamente las dificultades de ese tipo del propio José Jacinto. Durante la mencionada estancia en la Cumbre, también compuso «algunas obras de carácter cómico, sin pretensiones de que viesen la luz pública», pero cuyo «gráfico color provincial —añade Federico— nos ha parecido digno de darse a conocer,

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siquiera en la más arreglada, como objeto de curiosidad y gracia en el decir». Sin duda se refiere al juguete cómico Ojo a la finca, el cual, aunque débil en estructura, muestra con viveza la realidad cotidiana de la Matanzas de la época. A este género también pertenecía su comedia de costumbres en un acto Una intriga paternal, estrenada en su ciudad natal en noviembre de 1842 por una compañía local que, lamentablemente, perdió los únicos manuscritos que de ella existían. Mas en octubre 7 de 1840 José Jacinto le había comunicado a Del Monte el inicio de una nueva empresa literaria titulada El Mirón cubano, que «viene a ser una colección de cuadros de costumbres en verso», la cual merece un más extenso comentario. Los cuadros de El Mirón cubano pueden ser considerados un producto un tanto híbrido, a medio camino entre el artículo costumbrista y el «juguete cómico». Escritos con mucha rapidez, en ellos José Jacinto quiso conciliar muchos de sus intereses y gustos con algunos de los consejos de Del Monte, pero en un tono menor poco pretensioso, sin las ambiciosas metas que había intentado, con limitado éxito, en Un poeta en la corte. Veamos cómo caracterizó su propio autor a la obra, en carta dirigida a Del Monte con fecha octubre 22 de 1840: Buscaba yo un modo de escribir artículos de costumbres sobre nuestro país, resuelto por los consejos de U. a pintar nuestras cosas cubanas y dejar las peninsulares, cuando discurriendo sobre un método variado y ligero para componer dichos artículos, dí con uno que me parece reunir todas las ventajas. Cada artículo o cuadro viene a ser un pequeño drama con su exposición, enlace y desenlace y en el que pienso desenvolver un principio aplicable a nuestros usos. Por supuesto: cada cuadro viene a ser la pintura de una preocupación, que trato de hacer verla bajo un punto de vista claro y desembarazado. Hágolos dramáticos para darles una forma más graciosa y animada, e introduciendo en cada dramita el personaje del Mirón, como una especie de observador que sirve de instru-

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mento para envolver la trama, pongo en su boca con más facilidad la intención moral que propongo. También agrega que los escribió tal como se le ocurrían, sin desechar o limar nada, y los hace en verso porque se halla muy atado a éste para escribirlos en prosa. Aunque en la mencionada carta habla de catorce cuadritos, en la edición de 1846 sólo se publicaron nueve, a los que se agregaron otros tres en la de 1865, completando la cifra de doce, que son los que actualmente conocemos. Quizás la temática que más predomine en los cuadros sea la situación de la mujer en aquella sociedad (tema que, por otra parte, pudiéramos decir que predomina en buena parte de toda su obra). Por supuesto, de la mujer típica de la «preburguesía» dentro de la cual se desplazaba José Jacinto. Pero a él le inquietaba la forma en que las mujeres eran discriminadas sólo en base a su sexo, a pesar de que muchas veces poseían cultura e inteligencia notables. También contrapone su ideal de mujer «activa, trabajadora, económica y prudente, jovial, cándida, ingeniosa, cariñosa sin ser débil» y que sabe unir «el aseo del cuerpo con las galas de la mente», a las vagas, charlatanas, coquetas, frívolas, derrochadoras, débiles de carácter e ignorantes. El tema de la educación femenina se une al de la educación en general, que en ese momento era algo que le preocupaba muy de cerca. El primero de los cuadros de El Mirón cubano, titulado «El colegio y la casa», es casi una propaganda abierta a un nuevo plantel que José Antonio Echeverría (junto con Palma y Villaverde) había abierto en Matanzas, mientras que en «El tú y su merced» plantea que la verdadera educación está más allá de mantener inútiles formalismos. Otra temática presente en varios cuadros, y que centra el bastante amargo «Es hombre de bien», es la falsa moral mediante la cual se hacen pasar por respetables personas que están muy lejos de serlo. Dos problemas muy cercanos a José Jacinto se presentan en «No es mal muchacho», sobre las dificultades de un joven para conseguir trabajo, e «Hijo y padre literatos», sobre los escritores que quieren obtener méri-

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tos plagiando obras ajenas. Uno de los más movidos e interesantes cuadros es «El hombre indecente», en donde ataca con indudable gracia satírica el difundido prejuicio clasista acerca de que los trabajos manuales degradaban. En todo El Mirón cubano aparecen blancos, mulatos y negros entremezclados y divididos según los cánones socio-económicos de la época, aunque casi siempre Milanés demuestra simpatía hacia el negro esclavo y los personajes que quedan más mal parados resultan, generalmente, blancos y ricos. A pesar de ser muy desiguales entre sí, por su calidad, humor, valores éticos y posibilidades escénicas, el conjunto de estos doce cuadros permanece como una de las visiones más llenas de vida de la realidad doméstica de la épo-

ca, aunque el corte realizado haya sido más bien amplio que profundo.13 Los cuadros de El Mirón cubano, junto con El conde Alarcos y Un poeta en la corte, terminan por redondear el aporte de José Jacinto Milanés a la literatura teatral de su país, no sólo ceñido a la posición de ser su primer autor importante. Porque sorprende cómo el talento de este joven matancero supo sobreponerse a su inexperiencia personal y las limitaciones del medio provincial, para mantener hoy día aún vigentes sus preocupaciones por la condición humana ante hechos sociales específicos, así como su intuición para develar esencias de una íntima cubanía más allá de externas coberturas.

NOTAS (CAPÍTULO 2.5) 1

Rine Leal: La selva oscura, t. I. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, p. 248.

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Firmado por «Un amigo», este comentario aparece en el Diario de La Habana: 2, agosto 17, 1836.

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Según Rine Leal, Foxá, al escribir Don Pedro de Castilla en 1836, resulta ser el autor del primer ejemplo de teatro romántico creado por un latinoamericano.

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Salvador Arias: «En busca de la imagen de José Jacinto Milanés», en José Jacinto Milanés: Poesía y Teatro. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 32.

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Respectivamente en Obras de José Jacinto Milanés (Pról. de Federico Milanés. Imp. del Faro Industrial, La Habana, 1846, 2 volúmenes; segunda edición. Publicada por su hermano. Corregida, aumentada y precedida de un nuevo prólogo del editor, sobre la vida y escritos del poeta. Juan F. Trow, Est. Tip., New York, 1865). Para una ampliación sobre el teatro de este autor consultar Poesías y teatro de José Jacinto Milanés (1981), con prólogo y extensas notas de Salvador Arias. El presente texto, realizado por este mismo autor es, en buena medida, una síntesis de lo allí expuesto. La correspondencia entre José Jacinto y Del Monte

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está recogida en el Centón epistolario de Domingo del Monte (Imprenta El Siglo XX, La Habana, 19261957, 7 tomos), por donde la citamos señalando sólo su fecha. 7

Llama la atención la búsqueda de «lo maravilloso europeo» como fuente de inspiración literaria. Cuando el enfoque se traslade a «lo maravilloso americano» ya sabemos el salto cualitativo que se dará. Pero todavía Milanés —al menos en su producción dramática— estaba poco preparado para ello, aunque el siempre previsor Del Monte ya lo sospechara.

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Aquí obviamente se descubre la voluntad antirromántica que Del Monte, hacia el segundo lustro de la década de 1830, trató de inculcar en sus contertulios, por múltiples razones, lo cual produce la paradoja de estos autores que inician el romanticismo en Cuba al tiempo que suponen ya superado ese estilo, cuando lo que hacen es atenuar sus tintes más estridentes. Al menos con El conde Alarcos esto resultó francamente beneficioso.

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La observación es nada menos que de Abelardo Estorino, quizás el mejor autor dramático cubano contemporáneo y también experimentado director escénico («Abelardo Estorino: permanencia de El conde Alarcos», en Revolución y Cultura, La Habana, (103): 30, marzo, 1981).

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Ésta es la proposición de Manuel Moreno Fraginals en su artículo «El conde Alarcos y la crisis de la oligarquía criolla» (Revolución y Cultura, (103): 2228, mar., 1981). En realidad parte de dos suposiciones difícilmente aceptables: el enorme éxito de la obra en su estreno y su olvido posterior casi total, extremos nada exactos que acomoda para probar su, por otra parte, interesante tesis. El joven crítico Félix Liárraga («Las claves ¿ocultas? de El conde Alarcos», en Tablas, (2). 2-11, jul.-sep., 1984), desarrolla la idea de Moreno Fraginals en forma mucho más convincente: «[…] El conde Alarcos sería la tragedia de la Cuba de 1838: quien la debe defender a juicio de Milanés —el Conde, la oligarquía—, lo está dudando demasiado. En ese caso, Milanés resultó profeta: Leonor habría de esperar treinta años más antes de que el Conde se decidiese a salvarla.» También durante la década del ochenta otra proposición al respecto viene desde la misma escena teatral, a través del texto de Abelardo Estorino «La dolorosa historia del amor secreto de Don José Jacinto Milanés» (en su Teatro. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, pp. 181-283), en donde hace que la obra brote de la indignación del poeta ante la realidad que vive Cuba. Y en 1981, El conde Alarcos es incluida, con una extensa nota informativa sobre su estreno y variadas críticas, en el tomo Poesía y teatro de José Jacinto Milanés (Selección, prólogo, bibliografía y notas de Salvador Arias. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981), mientras vuelve a los escenarios numerosas veces, interpretada por profesionales y aficionados. Así, según parece, a los ciento cincuenta años de su estreno El conde Alarcos resulta aún polémica y vigente. Rine Leal en La selva oscura. Historia del teatro cubano desde sus orígenes hasta 1868 (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975) señala que «lo que El conde Alarcos aporta a la escena cubana es en especial un ambiente, un tono, una atmósfera […] Milanés alcanza un alto grado de eficacia dramática porque parte de Lope y su teatro y termina en el romanticismo.»

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Para ser una obra tan olvidada por los teatristas, la crítica ha sido bastante benévola con Un poeta en la corte. Aurelio Mitjans (Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba. Obra póstuma. Publicada por suscripción popular. Prólogo de Rafael Montoro. Imprenta de A. Álvarez, Habana, 1890) reconocía que aún siendo su asunto menos trágico y conmovedor que el de su obra anterior, «es más dramático y abundante en lances y situaciones, que el poeta utiliza con arte en el desarrollo de la acción». Y el historiador de nuestro teatro, José Juan Arrom (Historia de la literatura dramática cubana. Yale University Press, New Haven, 1944) afirma que «aunque menos conocido y alabado, me parece teatralmente más adecuado para reflejar las bellas ideas del autor […] En esta comedia que él llama drama, estaba Milanés en su propio ambiente. Por eso consigue mayor naturalidad, diálogos animados, más soltura y movimiento.»

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Sobre los cuadros de El Mirón cubano Carolina Poncet (José Jacinto Milanés y su obra poética. Conferencia dada en el Liceo de Matanzas el 27 de diciembre de 1922. Imp. El Siglo XX, La Habana, 1923) estimaba que si todos no tienen verdadero carácter dramático, algunos pueden ser considerados como entremeses legítimos. Y Rine Leal (La selva oscura, ob. cit., 1975) llama la atención acerca de cómo, con ellos Por primera vez, tal vez desde los desconocidos sainetes de Covarrubias y las piezas de su época igualmente perdidas, el lenguaje cubano entra en acción en su ambiente propio, es decir como una manifestación de carácter nacional, un sello de distinción frente al atildado español. Así vemos la aparición de un diálogo nervioso, agradable, natural y libre de carga declamatoria, una manera de hablar que ejemplariza una nueva manera de sentir y operar sobre el mundo y la sociedad. Y también el paisaje cubano penetra suavemente en estos cuadros.

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2.6 LA NARRATIVA DEL PRIMER ROMANTICISMO (1820-1844) 2.6.1 Desarrollo del costumbrismo e inicios de la narrativa. Gaspar Betancourt Cisneros Ya con cierta modesta tradición nativa, proveniente de fines del siglo anterior, la multitud de publicaciones que salen a la luz con motivo de la nueva promulgación de libertad de imprenta, entre 1820 y 1823, echarán mano al artículo más o menos costumbrista para plantear algunas de sus muchas críticas, polémicas e insultos. Pero entre tanta prosa gratuitamente agresiva, cuando no desabrida y chata, apenas hay remanso para que florezca el artículo costumbrista legítimo. Éste aparece de manera ocasional de la mano de algún verdadero escritor, como el entonces muy joven Domingo del Monte, que publica en El Americano Libre su «Noche de luna en la Alameda de Paula» (núm. 29, ene. 19, 1823) y en su continuador, El Revisor Político y Literario su «Noche de retreta» (núm. 2, 1823). También podría mencionarse el costumbrismo sui generis de Ignacio Valdés Machuca y otros a través de El Mosquito (1820), en donde un insecto de esa especie, «hablador», visitaba distintos lugares que después eran objeto de sus críticas, ya fuese abandonos urbanísticos o policiales, o reuniones públicas que servían sobre todo para perder el tiempo y difundir los chismes. En realidad la confirmación de un artículo costumbrista con perfiles más netos, así como ciertos borrosos intentos narrativos, no vienen a producirse hasta que Del Monte edita su fa-

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mosa revista La Moda a partir de noviembre de 1829. En el «Prospecto» de la revista se especifica que allí aparecerán, entre otras cosas, «modas», «historias y novelas nuevas e interesantes», así como «noticias de las que se publiquen y crítica de ellas»; también se incluirán «cuentos, enigmas, anécdotas, descubrimientos y cosas raras», «descripciones de costumbres, usos […] de las naciones extranjeras», «narración de acontecimientos diarios en estilo jocoso»: por disformes que parezcan estas clasificaciones, en todas se encuentran gérmenes narrativos y ellas pueden ayudar a ubicarnos en ciertas concepciones epocales al respecto. La «novela» comienza a establecerse como género en boga y Del Monte comentará en su revista ejemplos románticos de ello tan conspicuos como el Werther de Goethe y el Ivanhoe de W. Scott. Pero cuando se trata de «historias y novelas nuevas», las pocas páginas de que dispone una revista llevan a cierta variante narrativa típica del momento: en reducido espacio se presenta una enorme cantidad de hechos, casi siempre tremebundos, que constituyen algo así como sinopsis de novelas nunca escritas. La ubicación del «cuento» junto a «enigmas, anécdotas, descubrimientos y cosas raras» nos dice de la poca jerarquía estética que aún se le confería, casi la misma que ya habíamos encontrado en los «cuentos» del Papel Periódico. Del Monte en persona, bajo el seudónimo de El Peregrino, intenta la «novela» en «Ella y el mendigo» (LM, t. 1, pp. 73-75) y «Clementina,

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o los recuerdos de un gentil hombre» (LM, t.1, pp. 215-219), historias de muy sencilla elaboración. Es significativo que ninguna de estas «ficciones» se desarrolle en Cuba —cosa que, desde las mismas páginas, Del Monte hizo a través del verso en sus conocidos romances— pues al parecer existía cierto prejuicio respecto a que el ambiente criollo tuviera suficiente rango como para propiciar una narrativa artística. Lo nativo se dejaba para otro tipo de narraciones menos jerarquizadas, como anécdotas, costumbres, trozos descriptivos… y modas. Por ejemplo, bajo este último rubro y mediante pequeñas historias centradas en los mismos personajes, se comentaban los atractivos figurines a colores que traía cada nuevo número de La Moda. Dado el estilo, no es difícil reconocer detrás de ellas la mano hábil de Del Monte. Veamos levemente una. Se cuenta que una muchacha va a un baile de la Filarmónica muy bien vestida y se despide antes de su abuela, quien recuerda dos lances de su juventud, debidos a «la moda»: cuando un día su altísimo peinado cogió fuego al chocar con una lámpara y cómo, en otra ocasión, se salvó de perecer ahogada al sostenerla flotando su inflada saya. El tono es vivo, desenfadado, sin las pretensiones de lo que entonces llamaban «novelas», las cuales hoy día presentan escasísimo interés artístico. En La Moda también se reprodujeron unos fragmentos en prosa del entonces afamado escritor español Jovellanos, que Del Monte tituló «cuadros románticos», los cuales pueden haber sido el germen de un tipo de prosa semi-narrativa que atrajo a varios escritores jóvenes de la época. Al margen del desarrollo literario cubano, entre 1830 y 1832 José María Heredia escribe un grupo de narraciones que no ha corrido buena suerte, a pesar del correcto y aun elegante estilo con el cual están escritas. Las que han podido localizarse fueron publicadas en su revista mexicana Miscelánea, aparecida primero en Tlalpam y luego en Toluca. Aunque incluidas algunas de sus muestras más conocidas en antologías e historias del cuento cubano, ninguna de ellas se desarrolla en su isla natal y, de acuerdo con las costumbres de aquella época, podría tratarse en algunos casos sólo de traducciones no

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identificadas como tales, práctica que alguna vez utilizó Heredia, como otros muchos, pues entonces no se preciaba tanto la absoluta originalidad de lo dado a conocer sin firma.1 Mientras, en las páginas de las publicaciones cubanas se sigue coqueteando con azarosas mezclas entre artículo costumbrista, narración o cuadro descriptivo. Durante la década de 1830 el Diario de la Habana será el albergue predilecto de estos intentos, por lo menos hasta 1837, cuando se publica el Aguinaldo habanero, comienza el auge de las nuevas revistas literarias con la Miscelánea de útil y agradable recreo y el español José María Andueza logra editar en la Imprenta de Palmer su «novela histórica del siglo XVI» La heredera de Almazán, o Los caballeros de la Banda, más cierta como primer libro del género impreso en Cuba que la hipotética edición inicial, en 1836, de Ricardo Leyva, del economista nacido en Nueva Orleáns Francisco de Paula Serrano.2 A partir de 1837 ya podremos seguir con cierta certeza las huellas de narradores y articulistas de costumbres por separado, pero hasta esa fecha la distinción resulta poco clara. Así, a comienzos de la década tendremos que dar cuenta de los esfuerzos de José Victoriano Betancourt (1813-1875), quien publica el 17 de septiembre de 1831, desde las páginas del Diario de La Habana, su narración medieval «El castillo de Kantin», al decir de A. M. Eligio de la Puente —el crítico que con más acuciosidad ha estudiado este período formativo— un intento romántico-legendario con el que se atrajo el autor, la atención de sus contemporáneos, quienes al celebrar el rasgo (como entonces se decía), de nuestro escritor, por su originalidad y belleza de forma lo tildaron acertadamente de ciertos anacronismos de época, obligando a Betancourt a rectificarlos trasladando la acción de su cuento del siglo XVIII en que la colocara erróneamente, al siglo XV. 3 Ya De Betancourt —como gustaba firmar entonces— tildaba su narración como «Cuadro romántico», que será precisamente el título de un trabajo suyo aparecido el 1o. de mayo de 1834

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en el Diario de la Habana, especie de prosa poética con elementos narrativos. Ciertas posibilidades estilísticas ya encontrables en estos textos primigenios, hallarán mejor aplicación cuando el autor vuelque de lleno sus esfuerzos posteriores hacia el artículo costumbrista. Entre diciembre de 1833 y enero de 1834 aparecen en las páginas del Diario las siete primeras «Cartas sobre el viaje romántico alrededor de un cafetal» del italiano Pablo Veglia (18061835), caracterizado como cónsul de Toscana y que tuvo gran influencia en ciertos medios, dada su aura de italiano acabado de llegar de Francia y romántico rabioso. Las prosas de Veglia son más bien caóticas, faltas de gusto y de talento. Aunque se dice que tenía una colección manuscrita de novelas románticas que circuló entre amigos y seguidores, en realidad poco publicó que pueda calificarse de narrativa; entre esto se encuentra «Heberto. Recuerdo de mis viajes a Francia» (DH, jul. 8, 1834), un intento de sinopsis barata de La torre de Nesle.4 La muerte prematura de Veglia ayudó a mantener su influencia, a la cual, hay que subrayar, Domingo del Monte no sólo se mantuvo ajeno, sino que indirectamente hizo todo lo posible por ignorarla o contrarrestarla. Es más, tentados estamos de afirmar que el afán entre los delmontinos por dar como ya superado al romanticismo a fines de la década del 30, fue una reacción ante los excesos y el mal gusto surgidos alrededor de la figura de Veglia. Una muestra de dicho amaneramiento fue la proliferación de «cuadros románticos», esa modalidad de gran carga descriptiva, que integra al sufrido —o desesperado— autor, casi siempre, a un paisaje campestre que reflejaba su estado de ánimo, a través de una escritura muy recargada en adjetivos e imágenes: un intento de prosa poética que fallaba igualmente como prosa y como poesía, a pesar de lo cual llegó a arraigar bastante. El 16 de marzo de 1834 un soneto aparecido en el Diario de la Habana saludaba la graduación, como «bachiller», de Antonio Bachiller y Morales (1812-1889), y pronto las páginas del periódico comenzaron a recibir las colaboraciones asiduas de este prolífico e inquieto humanista, capaz él solo de llenar un capítulo de la

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historia cultural del siglo XIX cubano. Firmando con seudónimos o sólo con sus iniciales, va abandonando sus intentos versificadores por el cultivo de la prosa. En sus manos, el artículo de costumbres va perfilándose y su estilo personal, que nunca será la consecuencia de un artista nato y cuidadoso, se muestra flexible para incursionar por insospechados campos. Así, Bachiller y Morales llega a ser el primer narrador que de lleno sitúa historias en el familiar y repudiado paisaje criollo. Con bastante ingenuidad, «La separación» (DH, feb. 22, 1836) significa el comienzo de la narración indianista en la literatura nativa, mientras que «Matilde, o Los bandidos en la Isla de Cuba» (DH, abr. 26, 1836) inicia la narrativa de ambiente colonial cubano, al ubicar su historia en un escenario de las cercanías de La Habana, aunque aleja sus acontecimientos hasta la época en que gobernaba el Marqués de la Torre (década de 1770). Nos narra cómo, en el camino a Güines, en un tétrico lugar cercano al río La Chorrera, una pareja de recién casados es atacada por unos bandidos, que pelean entre sí para ver quien viola primero a la muchacha; esto da tiempo para que el caballo del joven, sin jinete, huya hasta el cercano pueblo de El Calvario y los vecinos, alertados, vayan en busca de su dueño y logren atrapar a los bandidos y salvar a la pareja; como se ve, hay recursos netamente narrativos, los cuales, a pesar de los muchos tropiezos de Bachiller, no consiguen anular su evidente aporte al desarrollo del género en Cuba. El autor toca un grave problema del momento: el bandolerismo como producto de la corrupción que iba minando «nuestra naciente sociedad», con lo cual se inserta en la quizás característica básica de la narrativa romántica cubana: su fuerte vinculación a las problemáticas sociales. Eligio de la Puente cita otros títulos de seminarraciones aparecidas durante esos años, casi siempre bajo seudónimos, como «Episodio del cólera» —una temática a la que inevitablemente volverán otros autores—, firmada por El Ermitaño de Casa Blanca y la «cavilación solitaria» «El mamey», firmada por G. B. y M., ambas de 1835. Pero para el crítico mencionado, los textos más destacados pertenecen al desconocido

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Federico de Montalvo, que logra «lo más aceptable que hasta ese momento había producido una pluma cubana; estilo agradable y pulcro, imaginación y buen uso del lenguaje».5 Elogio desmesurado, si atendemos a la breve producción de Montalvo, con su inevitable «Cuadro romántico» (DH, jun. 25, 1837), su abigarrada y forzada narración «Cuento romántico. Ernesto y Amelia» (DH, oct. 13, 1837) o su intencionado «Un recuerdo. Dedicado a la señorita doña L. de M.», prácticamente una declaración amorosa (DH, nov. 21, 1837). Hay cierto cuidado en la prosa de este autor, pero el conjunto es de un artificio muy poco convincente, que sólo merece destacarse por lo pésimo de sus congéneres epocales. Sin embargo, Eligio de la Puente pasa por alto el «cuadro romántico» «Mi paseo» (DH, jun. 2, 1836), que atribuye erróneamente a Bachiller y Morales, cuando su autor, por los datos que aporta, no puede ser otro que Cirilo Villaverde.6 En este trozo descriptivo se contempla La Habana desde la elevación en donde está el castillo del Príncipe y su visión alcanza tal vivacidad, fuerza y realismo, que supera fácilmente las muestras al uso, constituyéndose en feliz heraldo de las muchas páginas con las cuales su autor contribuirá, en los años posteriores, al desarrollo literario cubano. La aparición sucesiva de un grupo de revistas literarias a partir de 1837 es el vehículo apropiado para el afianzamiento de géneros y subgéneros. Las páginas de Miscelánea de útil y agradable recreo (1837), El Álbum (1838-1839), La Cartera Cubana (1838-1840), El Plantel (18381839) y La Siempreviva (1838-1840) fueron incitación y vehículo para que se afirmaran nombres ya conocidos y surgieran otros nuevos. También, además del Diario de la Habana, sirvieron de vehículo para ello algunos periódicos, como el Noticioso y Lucero de la Habana (18321844), el Faro Industrial de la Habana (desde 1841) y La Aurora de Matanzas (desde 1828). A partir de 1837 hemos visto también el inicio de la publicación de volúmenes de narrativa, que alcanzan su momento de auge tras el éxito de venta, al año siguiente, de El espetón de oro de Cirilo Villaverde. La obra narrativa de autores como Cirilo Villaverde, Ramón de Palma, José

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Antonio Echeverría, Anselmo Suárez y Romero, Félix M. Tanco y Pedro José Morillas merecerá estudio aparte. Pero, además de los ya mencionados, podrían señalarse algunos otros nombres. José Zacarías González del Valle (1820-1851) publicó «Carmen y Adela» (El Plantel, 1838), «Amor y dinero», «Amar y morir» (El Álbum, 1838), Luisa (1839). Discretamente escritas pero muy ingenuas y endebles, tocando dos de ellas la epidemia del cólera que azotó a La Habana en 1833, el mejor crítico de estas narraciones lo fue su propio autor, que en carta a su amigo Anselmo Suárez y Romero expresó: Las historias o cuentos que he urdido comprueban cabalmente mis pocas fuerzas. Otro más fecundo hubiera formado de cada una un libro; otro más rico de observaciones hechas en el gran mundo (sobre el cual muy poco sé, o tal vez nada), les hubiera dado muchísimo interés, mientras que bajo mi pluma se reducen a unas relaciones compendiosas y de poco efecto, y eso estando el asunto de algunas de ellas en cierto modo a mi alcance.7 Otros nombres que pueden ser citados, sin que por eso se añadan nuevos valores literarios, serían los de los cubanos Manuel Costales (18151866), José Quintín Suzarte (1819-1888) e Idelfonso Vivanco (†1866), así como los españoles José María Andueza, Andrés Avelino de Orihuela, Mariano Torrente, Cayetano Lanuza, Nicolás Pardo Pimentel, Ramón Torrado, el mexicano Francisco Gabito y otros de menor cuantía aún. Mención aparte merece María de las Mercedes Santa-Cruz y Montalvo (1789-1852), más conocida como Condesa de Merlín, nacida en La Habana pero residente en España a partir de 1802 y posteriormente, desde 1813, en París, lugar en donde publica en 1831 Mes douze premières annèes y, al año siguiente, Histoire de la Sœur Ines, traducidas al español en 1838 y 1839, respectivamente. Un viaje a su ciudad natal en 1840 es el origen de sus tres volúmenes La Havane (1844), en donde plagia a algunos

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de nuestros jóvenes narradores y que ha sido traducida incompleta al español como Viaje a La Habana.8 Publicó también otros títulos menos relacionados con Cuba. En su época, sus textos aparecieron en diversas publicaciones periódicas cubanas y sus opiniones levantaron no pocas polémicas, pero se trata indudablemente de una escritora de expresión francesa, aunque por sus fuentes y repercusiones no pueda aislarse por completo de la literatura cubana. Hacia finales de la década del treinta y comienzos de la del cuarenta, el artículo costumbrista adquiere rasgos más definidos y sus cultivadores cuidan con mayor celo su calidad literaria. El más constante de estos resulta serlo José Victoriano Betancourt, con una creciente madurez que le permite producir algunas páginas antológicas como «Las tortillas de San Rafael» y «Velar un mondongo», ambas aparecidas en La Cartera Cubana en 1838. Pero como su labor alcanzará plenitud con posterioridad a 1844, su estudio específico se hará entonces, cosa que también ocurre con José María de Cárdenas (1812-1882), bastante activo ya a principios de la década del cuarenta. Una nómina de los articulistas de costumbres del período significa repetir nombres como los de Antonio Bachiller y Morales, Cirilo Villaverde, Ramón de Palma, Anselmo Suárez y Romero, José Quintín Suzarte, Manuel Costales e Ildefonso Vivanco. Pero quedaría un nombre aparte, que publica sus textos dentro de esta vertiente entre 1838 y 1840 bajo el título común de «Escenas cotidianas», desde las páginas de La Gaceta de Puerto Príncipe y bajo el seudónimo de El Lugareño: Gaspar Betancourt Cisneros (1803-1866). Betancourt Cisneros posee características propias muy señaladas. Su producción literaria la realiza en géneros tenidos por ancilares y, aparte de sus «Escenas cotidianas», ella se reduce a algunos artículos y un rico epistolario, en donde se manifiesta a sus anchas su vigorosa personalidad, apasionada y polémica. Se ha señalado que la ventaja que le lleva a otros escritores es que El Lugareño sabe buscar esencias y no quedarse en pintoresquismos externos.9 Producto de la zona central de la isla —aquel Puerto Príncipe aislado y con desarrollo muy particular—

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fue un defensor del progreso de su suelo natal, que viene a ser el leitmotiv de toda su obra. De vida más bien aventurada, muy joven viaja a los Estados Unidos, en donde se vincula a figuras como el peruano Vidaurre, el argentino Miralla y el ecuatoriano Rocafuerte, además de los cubanos Del Monte y Saco, con quienes inicia una larga amistad que produjo numerosas cartas de gran interés.10 Regresa a Cuba en 1838, pero ocho años después es obligado a salir del país por el Capitán General O’Donell. Aunque de tendencia anexionista, supo superarla, y ya en 1854 escribía: «Desde que me resolví a conspirar contra el gobierno español, o más bien contra la dominación de España en Cuba, dí por perdidas todas mis propiedades y no he pensado en recobrarlas sino con la independencia de la Isla de Cuba, y un gobierno propio, libre y digno de la civilización de sus hijos.»11 En 1861 regresa a la isla, para morir dos años antes del inicio de la guerra independentista, a la cual seguramente habría apoyado con el sincero ímpetu que lo caracterizó siempre. Si bien las «Escenas cotidianas» suelen clasificarse como artículos de costumbres, casi siempre desbordan este encasillamiento, pues están a veces más cerca del texto divulgativo o del ensayo, por su intención y temática, al tratar su autor, por ejemplo, de extender al dominio público conocimientos sobre economía política, o convencer acerca de lo necesario y útil de ciertos proyectos, como la creación de escuelas para señoritas o niños pobres y, sobre todo, sus muy preciados sueños de construir el ferrocarril Puerto Príncipe-Nuevitas y lograr una fuerte inmigración blanca. Su anhelo por un desarrollo capitalista contaba con la necesidad de asalariados blancos, pero hay que señalar que la negrofobia de Betancourt Cisneros es mucho menos agresiva que la de otros famosos contemporáneos suyos, quizás por provenir de un lugar en donde la esclavitud tuvo moderado desarrollo. Entre las «Escenas cotidianas» más dentro del espíritu del artículo de costumbres, se encuentran las que consagró a tratar de hacer menos primitivas las celebraciones del San Juan camagüeyano. O aquella titulada: «¡Ahí van atrás!», dedicada a los niños de la ciudad, que

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resulta una de las más logradas, por su estructura y su tono, sencillo y tierno sin alambicamientos, que recuerda el que Martí utilizará muchos años después en La Edad de Oro; mediante artículos como éste es como El Lugareño alcanza valores artísticos que lo ubican por encima del resto de los costumbristas del momento. En Gaspar Betancourt Cisneros no encontramos la pluma cuidada o graciosa de otros escritores, pero tras su aparente desaliño, algo agreste en su humor y expresiones, que casi llega a exagerar la utilización de vocablos, giros y modismos del habla coloquial —a veces bastante localista—, descubrimos al escritor genuino, vigoroso, que utiliza con soltura y flexibilidad el español para conseguir la comunicación directa, apelativa, amoldándola a su intención precisa. Por eso su prosa, hirsuta en ocasiones, se hace tersa y clara en otras, pero nunca débil. Hasta puede hablarse de un creciente dominio expresivo desde sus primeras «Escenas cotidianas» hasta las últimas. Indudablemente, podemos considerar a Gaspar Betancourt Cisneros, este «lugareño» apasionado por el progreso de una tierra por la que tantos desvelos pasó, uno de los prosistas más importantes del período en el cual se consolida el romanticismo en Cuba, aunque colocado un tanto al margen de las retóricas y los excesos con que otros quisieron estar a la moda del momento. 2.6.2 Ramón de Palma y José Antonio Echeverría Ramón de Palma (1812-1860) puede ser considerado el más significativo de los cultivadores de la narrativa cubana decimonónica en su primer momento, aunque su importancia quede confinada a ese lapso y sea otro coetáneo suyo, Cirilo Villaverde, quien con su persistencia y maduración termine por llevarse los honores como el más representativo de los narradores nativos durante la colonia. Pero Palma es quien inicia, de manera absolutamente consciente, las narraciones de cierta validez artística con ambientación cubana, además de conseguir la que puede considerarse mejor muestra de ese

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género en aquel momento: «Una Pascua en San Marcos». La formación de Palma está muy vinculada al círculo delmontino, del cual viene a ser uno de sus más consecuentes exponentes, sobre todo desde el punto de vista ideológico. A pesar de su talento y afanosa actividad literaria antes de 1844, el tiempo que media entre la Conspiración de la Escalera y su muerte, ocurrida ya al comenzar la década del sesenta, lo encuentra semialejado de los empeños literarios, perdidos sus ímpetus renovadores y tan vinculado a las actividades anexionistas, que en 1855 guarda prisión por causa de ellas, cosas que con mucha probabilidad han contribuido a opacar su primer momento de gran efervescencia artística e indudable importancia. Cuando Palma se une a José Antonio Echeverría en los esfuerzos editoriales por publicar un Aguinaldo habanero en 1837, las únicas prosas de veras narrativas que logran incluir son dos trascendentes producciones del propio Palma: «Un episodio en la isla de Cuba. 1604» y «Matanzas y Yumurí», esta última subtitulada «Novela», que de hecho constituyen una especie de fe de vida respecto a la narrativa consecuentemente cubana. Sin embargo, la primera de dichas obras ha quedado un tanto relegada, aunque lo que narra sea nada menos que los hechos ya relatados en el Espejo de paciencia, tenida como la primera muestra literaria cubana. Pero Palma no cuenta sólo un suceso histórico aquí, sino que compone una narración artística, con recursos no muy pulidos y novedosos pero aún efectivos, a través de una bastante correcta prosa de amena lectura. Al final dice conocer el Espejo, del cual no reproduce fragmentos pues afirma no tenerlos en su poder, aunque incluye uno de los sonetos que acompaña al poema épico — el de Juan Rodríguez de Sifuentes— el cual sí tenía en sus manos. 12 Con «Matanzas y Yumurí» Palma continúa en prosa lo que ya había florecido de manera ocasional en nuestros versificadores: el «indianismo literario», y de lo cual Antonio Bachiller y Morales había dado una muestra en 1836 con su rudimentaria «La separación». Esta tendencia tiene un origen típicamente romántico, pues la búsqueda de un pasado «medieval» entre los

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cubanos de entonces lleva al encuentro con los primitivos habitantes de la isla, esos «hombres naturales» con sus notas de exotismo y colorido, inmersos en la lujuriante y familiar naturaleza virgen, que ya poseían un quizás no muy vago sentido de su unitarismo insular. Si el romanticismo favorece estas reconstrucciones más bien fantasiosas (aunque tanto Bachiller como Palma tenían aficiones histórico-arqueológicas), la formación de una conciencia nacional ya en gestación necesitaba también de estas expresiones literarias. De ahí la bien comprendida oportunidad de las dos narraciones primigenias de Ramón de Palma en el Aguinaldo habanero de 1837, surgidas sin dudas al calor de los debates del círculo delmontino. Aunque el autor subtituló «novela» a «Matanzas y Yumurí», al parecer por razones en parte prácticas (espacio real con que contaba en la revista, experiencia y tiempo que pudo dedicarle a su confección), la obra cae más bien dentro de la llamada en nuestros días «noveleta», que fue un molde muy transitado por los primeros narradores cubanos, los cuales sólo de manera ocasional alcanzaron la esencial economía del «cuento» o el amplio desarrollo de la novela. Es cierto que existía cierta tendencia aún a la novela abreviada, pero Palma es uno de los que parece tener un mayor sentido innato de la noveleta como género. En el caso de «Matanzas y Yumurí» el modelo que tiene más presente es el de la leyenda romántica, y en verdad pocas obras entre nosotros se adhieren de manera tan fiel a los caracteres del entonces todavía nuevo estilo, aunque sin caer en los amaneramientos de Pablo Veglia y sus seguidores. El cuadro idílico en una naturaleza virgen se corresponde con formas de vida primitiva e ingenua, alteradas por el desborde de una enfermiza pasión amorosa «civilizada», que precipita la tragedia. Palma va a fantasear sobre los orígenes de la denominación de «Matanzas» dada a ese punto geográfico, según tradición —corroborada por algunos cronistas— originada por el asesinato de unos españoles náufragos a manos de los indios durante los primeros años de la conquista. También otras versiones hablan de que la matanza fue más bien de indios, pero Pal-

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ma prefiere, con cautela, atribuir el detonante de la tragedia al amor no correspondido de un «behique» nativo por una española, con lo que inserta en el idilio casi pastoril de los indios Ornofay y Guarina la intriga melodramática de los textos románticos al uso. Mas el gran obstáculo se le presenta cuando trata también de justificar los orígenes de la apelación de un famoso río matancero, el Yumurí, explicado como las palabras que dicen los amantes indios al morir, tratando, absurdamente, de remedar una lengua española mal aprendida: «Yu-murí». Recurso tan infantil y forzado que de hecho coloca a toda la narración en un grotesco plano farsesco, el cual contradice las también ingenuas pero más legítimas páginas iniciales del idilio indianista en medio de una hermosa naturaleza y que termina, en un balance final, por conferirle a la narración mucho mayor peso por su simple aparición cronológica que por sus valores estéticos. Entre agosto y septiembre de 1837 las páginas de la nueva revista Miscelánea de Útil y Agradable Recreo recogían cuatro narraciones cortas de Cirilo Villaverde, creadas, según testimonio del propio autor, bajo el estímulo de «Matanzas y Yumurí», cuya lectura lo llevó a decidirse por su vocación de narrador, aunque, según declaraciones posteriores del propio Villaverde, «por una de estas obras escribió Palma un artículo crítico, bastante amargo, que Del Monte moderó». 13 En efecto, en abril de 1838 aparece el primer tomo de la revista El Álbum, que abría precisamente con el artículo «La novela» de Ramón de Palma, al cual seguía una muestra narrativa también de este autor: «Una Pascua en San Marcos». El artículo presenta suma importancia, pues bajo el pretexto de corregir y estimular a su joven colega, Palma entra en reflexiones agudas que suponen una formación cultural nada improvisada, y tras la cual no es difícil adivinar la presencia de Domingo del Monte. Respecto a Palma existe un matiz que creemos nada ocioso destacar: pertenecía a una de esas familias consideradas entonces como «respetables», pues su padre había sido un reconocido abogado, casado con una hermana de Tomás Romay. Sin embargo, como ocurre con casi todos los escritores de su tiempo, la posición

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social no se correspondía con los bienes de fortuna que poseía, y parece que toda su vida la pasó buscando una estabilidad económica bastante difícil de obtener entonces dentro de su grupo social, alejado por igual del trabajo manual como de las grandes inversiones y negocios. Pero Palma, a diferencia de otros escritores de su época —José Jacinto Milanés, Cirilo Villaverde, por ejemplo— no se va a identificar con capas de lo que hoy podemos llamar pequeña burguesía o, mejor, «clase media», sino que siempre va a poner sus nunca alcanzadas miras en la gran burguesía o aristocracia, con las cuales termina por identificarse ideológicamente. Esto lo traemos a cuenta de «Una Pascua en San Marcos», porque es perceptible una especie de resentimiento contra esos adinerados allí presentados, que tan mal uso hacen de sus riquezas. Palma va a ser consecuente con el pensamiento reformista de la época, y cuando pinta su cuadro tiene un superobjetivo muy claro: criticar las corruptas costumbres de las capas altas y medianas de la sociedad, en específico en lo referente a la pasión por el juego de barajas. Inclusive esta línea central es la que le confiere verdadera unidad a toda la noveleta y hace de su epílogo no un mero apéndice explicativo, sino una culminación de lo planteado. Por supuesto, los ecos de la «Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba» (1830) de José Antonio Saco son muy directos y conscientes. La aparición de «Una Pascua en San Marcos», por diversos motivos, es de entre todos los intentos narrativos que se habían venido produciendo en Cuba el que causa, hasta ese momento, mayor impacto. Palma, de acuerdo con sus propios postulados, intenta pintar a la sociedad cubana «tal cual es», a través de un lenguaje —en el narrador y en los personajes— que recrea el que conoce de primera mano, teñido ya de matices muy criollos. Aunque no pueda evitar cierta cautela, al ubicar los hechos presentados hacia 1818, esos veinte años que separan esa fecha del momento en que aparece la noveleta apenas significan algo más que un subterfugio, pues Palma, nacido en 1812, va a contar lo que él mismo ha vivido, y algún crítico de la época no fue remiso en señalarle anacronismos. Hasta existe un

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personaje secundario, Valentín («joven bien formado, de rostro moreno y expresivo»), amigo íntimo del protagonista masculino y testigo de primera mano de lo narrado, que es una especie de alter ego del autor. A este punto de vista parece remitirse la noveleta: el de un joven de veintitantos años que había disfrutado y meditado sobre una de esas «Pascuas en San Marcos», las cuales constituían habitual experiencia de muchas «buenas familias» por aquel tiempo. Esto, que le confiere indudables valores testimoniales —trabajados artísticamente— a la noveleta, constituye también una limitante para alcanzar un plano de más alto vuelo: queda fuera del cuadro elemento tan básico de la sociedad cubana de entonces como el empleo del trabajo esclavo, fuente primaria del auge y derroche monetario que de manera tan gráfica contemplamos a través de las páginas de la obra. Sin embargo, este aspecto que le ha sido reprochado desde Félix M. Tanco (1838) hasta Enrique Sosa (1978),14 no puede ser juzgado con ligereza, pues en la situación cubana de 1838 resultaba muy comprometedor mencionar dicho aspecto, incluso dentro de una «ficción» destinada a las damas (que se supone eran las receptoras principales de la revista El Álbum). La noveleta de Palma sigue la línea que, en la narrativa cubana decimonónica contrapone, ética y estéticamente, el ingenio-infierno al cafetal-paraíso, con todo lo de idealización que esto supone; los dos esclavos que aparecen aquí con voz y acción corresponden a dos arquetipos que tendrán larga progenie en futuros textos: el viejo negro guardiero y la esclava doméstica de confianza. Si eludimos el tratamiento de los esclavos, a quienes tampoco Saco pudo referirse directamente en su «Memorias…», el propósito de Palma al narrar «Una Pascua en San Marcos» es alejarse de los excesos sentimentales y fantasiosos del romanticismo (el «veglianismo») y ceñirse a un realismo costumbrista de señalada intención crítica, que no sólo tratará de eliminar el maniqueísmo en los personajes presentados, sino que hasta termina por suprimir cualquier héroe o heroína de tipo positivo. Todos los personajes blancos están analizados sin idealización alguna, cosa también encontrable en la presen-

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tación del ambiente. Este modelo realista moralizante que trata de ejecutar está muy ligado a los intentos de poemas de igual tendencia que, por esa misma época, aparecen también en la producción de José Jacinto Milanés, y tras los cuales bien sabemos se hallaba la mano de Domingo del Monte. «Una Pascua en San Marcos» constituye el momento de mayor audacia artística e ideológica de Ramón de Palma y de ahí su significación especial. En los personajes se detecta el procedimiento que sigue, el cual le trajo no pocos sinsabores, pues sus protagonistas podrían ser arquetipos del triángulo amoroso al uso, pero ni Aurora es la mujer-ángel ni Rosa Mirabel la mujer-demonio, ni mucho menos Claudio Meneses —a pesar de su atractiva apariencia— resulta el galán romántico, sino un joven consentido y dado a los placeres, que prefigura ya a los Leonardo de Gamboa y compañía. Si la técnica narrativa de Palma se ha calificado de rudimentaria, al menos se detecta como tal, en la manera de presentar los personajes, el suspenso con que maneja el posible descubrimiento del culpable de la golpeadura de Aurora —con lo que ronda la novela policial— y las observaciones que se encuentran en la novela referentes a problemas técnicos, como las rupturas espaciotemporales de la acción, sus cambios de tempo y las posiciones —e intromisiones— del narrador omnisciente ante los hechos presentados. Una prueba elocuente de lo que significó «Una Pascua en San Marcos» se encuentra en la polémica que despierta, la cual puede seguirse a través de la prensa y de las cartas reunidas en el Centón epistolario de Domingo del Monte. El personaje de la noveleta que levantó mayores ronchas desde el punto de vista moral fue el de Rosa Mirabel, la casi adúltera y hermosa criolla que parecía un retrato del natural, aunque Aurora también despertó críticas: ambas estaban lejos de ser el ideal de mujer que se promulgaba entonces. Pero donde se tocaba fondo era en el cuestionamiento de que si esa visión de la realidad social cubana era la que debía darse a través de la novela. Es José Antonio Echeverría quien pone públicamente el dedo en la llaga, a través de las páginas del Diario de la Habana (p. 2, jul.

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12, 1838),15 al colocar el trasfondo de la noveleta en la proyección ideológica de dos grandes desterrados cubanos del momento: Heredia y Saco, aunque no los nombre directamente: Al contemplar esta pintura, donde se ostentan con tanta delicadeza y hermosura los objetos inanimados y tan groseros y repugnantes los caracteres de sus personajes, se viene involuntaria y tristemente a la memoria los versos de un poeta desencantado: Dulce Cuba!…, en tu seno se miran en su grado más alto y profundo, las bellezas del físico mundo, los horrores del mundo moral. […] no me parece como algunos sostienen, un estravío de la imaginación del Sr. Palma, la lóbrega pintura que hace de nuestra sociedad; o por lo menos, que no ha sido el único que tal haya contemplado. Con más negros colores la vieron los ojos del Real cuerpo patriótico, cuando ofreció un premio al que mejor investigase las causas de la vagancia entre nosotros, y quien dice vagancia, dice ignorancia, corrupción y los males todos que con ella se dan la mano […]. Audacia indudable de Echeverría, que terminaba con su defensa de la cubanía de la discutida noveleta: merece el dictado de cubana, porque el teatro de sus lances no puede confundirse con ningún otro: es cubana, porque sus personajes hablan como familiarmente hablamos casi todos aquí: cubana porque en ninguna parte, a lo menos que yo sepa, hay guajiros como los nuestros y maniguas como las nuestras en los bailes, en las tertulias y hasta en el suelo alrededor de un tapacete, como dice Palma […]. 16 La polémica prometía extenderse, cuando en misivas desesperadas el hermano de Ramón de

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Palma le pide a Del Monte que trate de detenerla. Temía una anunciada réplica de Félix M. Tanco, que por carta al propio Del Monte sabemos que lo que más le reprochaba a la obra era no presentar a los negros junto con los blancos, «como se presentan en los padrones, y como si no estuviésemos en la realidad, no ya juntos, sino injertados, amalgamados como cualquier confección farmacéutica».17 Se ve claro que con «Una Pascua en San Marcos» la narrativa criolla se había insertado en el núcleo mismo de la problemática cubana del momento, en forma lúcida y hasta audaz. Pero para Palma la situación era muy comprometida y cuando da a conocer su próxima noveleta, «El cólera en La Habana» (El Álbum, t. VII, oct. 1838), asume una actitud narrativa mucho más suavizada. Elude en lo posible la crítica social y, consecuentemente, su realismo se deslíe en tonos románticos y, a pesar de huir de los excesos sentimentales y estilísticos, no puede ocultar una endeblez a veces ridícula. El tema de las consecuencias de la epidemia del cólera que azotó a La Habana en 1833 había sido tratado ya en algunas narraciones anteriores. Palma, aunque su prosa no sea nada desdeñable, no puede rebasar las contradicciones que resultan de las cosas tremebundas que cuenta, como el rescate de la protagonista viva de entre un montón de cadáveres ya listos para enterrar, del tono suave y nada intranquilizador —propio para «lectoras»— que asume. En lugar de cierto aire poético lo que consigue es una sensación de falsedad que no encontrábamos en «Una Pascua en San Marcos», acentuada por situaciones poco verosímiles y la negación de algunos de los postulados de realismo y compromiso social expuestos en su artículo «La novela». Aparte de ciertas semi-narraciones breves de poca importancia, como «El paseo en la bahía» (El Álbum, jun., 1838), el otro esfuerzo en el género del autor fue «El ermitaño del Niágara», publicado desde las páginas del españolizante Diario de la Marina en 1845, unos meses después de los famosos sucesos de la Conspiración de la Escalera. Aquí Palma parece estar en las antípodas de lo intentado en 1838: la acción transcurre en unos inverosímiles Estados Uni-

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dos e Inglaterra, con cacerías de zorro y la reina Victoria como personaje. No vale la pena decir nada más de esta lamentable claudicación, en todos los aspectos, de un autor de tan sólo treinta y tres años. Como hemos visto, a finales de la década del treinta no es fácil desligar los esfuerzos intelectuales de Ramón de Palma de los de su amigo José Antonio Echeverría (1815-1885). Este último constituye un caso algo singular entre los narradores del momento. Se da a conocer, con tan sólo dieciséis años, en 1831 al ganar un certamen, propiciado por la Sociedad Económica de Amigos del País, con su Oda al nacimiento de la Serenísima Infanta Doña Isabel Luisa. Aunque continúa escribiendo versos durante los años que siguen, ninguno alcanza relieve suficiente y los intereses del joven lo acercan cada vez más al campo de la investigación histórica. Junto con Ramón de Palma, puede ser considerado uno de los delmontinos más fieles, y ambos aparecen ligados en las empresas editoriales del Aguinaldo Habanero (1837) y El Plantel (1838), lugar este último en donde incluye sus comentarios sobre la Historia de la Isla y catedral de Cuba, del obispo Morell de Santa Cruz, a través de los cuales da a conocer y glosa el Espejo de paciencia, como ya hemos dicho, el cual solamente ha llegado a nuestros días mediante la copia que hiciera Echeverría. Este autor colabora en otras publicaciones periódicas, pero su ubicación dentro de la literatura cubana la debe, sobre todo, a su noveleta histórica Antonelli, aparecida en las páginas de El Plantel en 1839. Las discusiones sobre la novela histórica y su auge durante el Romanticismo constituyeron uno de los temas literarios de moda entonces, y sobre esto escribieron páginas, más o menos importantes, autores cubanos como José María Heredia, Domingo del Monte, José Jacinto Milanés y otros. Pero el único que en aquel entonces se decidió a ensayar con alguna seriedad este tipo de composición fue Echeverría, estimulado sin lugar a dudas por sus aficiones propiamente históricas, que lo llevaron a investigar entre papeles viejos datos y sucesos del no muy antiguo y más bien poco conocido devenir habanero. Antonelli se basa en sus búsquedas, y al

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situar la acción novelesca en 1589 se impuso el reto de reproducir ambiente, personajes y costumbres de una época que había dejado pocas constancias. Pero si Echeverría tenía inclinaciones para la búsqueda del detalle histórico, le faltaba imaginación para suplir los grandes vacíos existentes más allá de una información rudimentaria y, en definitiva, La Habana que describe en forma muy parcial en Antonelli posee sospechosas similitudes con la propia ciudad en la cual el autor vivía cuando compuso la obra. Si se suele elogiar la recreación de ciertos detalles se pasan por alto obvios anacronismos y se olvida, sobre todo, que las a veces detenidas descripciones del narrador se centran en detalles pero ignoran los conjuntos: copia minucias que encuentra en documentos, pero es incapaz de reconstruir el contexto. Escrita en los momentos de auge romántico, no evade ciertos lugares comunes de la escuela y así, junto al triángulo amoroso, incorpora serenatas nocturnas a la luz de la luna, presentimientos, pájaros agoreros, versos intercalados, pinceladas pintoresquistas, costumbres populares y otros tópicos de moda. Los personajes suelen estar pintados de un solo brochazo, aunque en el protagonista —Antonelli— intenta cierta introspección, al presentar sus debates ante el deseo que siente por eliminar a su rival en amores a través del asesinato; en esto último existe cierta ingenua inconsecuencia, pues la misma personalidad que le confiere al ingeniero italiano nos hace dudar de sus burdos deslices al respecto. Casi mayor interés tiene el indio guachinango Pablo, que el ingeniero escoge para llevar a cabo sus criminales deseos; Pablo no es un «malo» deleznable, sino que a pesar de su discriminado origen racial presenta cierta nobleza y valentía e, incluso, se encuentra atizado sobre todo por un rencor de clase que uno de sus compañeros expresa con mucha claridad: «Si digo yo que estos nobles se han figurado que uno está en el mundo no más que para aguantarlos», frase no carente de audacia, que revela la vocación burguesa de Echeverría como buen delmontino. En Casilda, la muchacha eje del triángulo, aunque sin desarrollo, podría descubrirse cierta

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intencionalidad, pues es descendiente «de una india y de uno de los primeros pobladores de la isla», con lo que se da en ella un bello mestizaje que el autor no duda en calificar de «criollo». A ella le dedica tres minuciosas descripciones dentro de la obra, aunque casi siempre se detiene más en el vestuario que en la persona. Casilda, como suelen serlo las protagonistas de la incipiente narrativa cubana de aquellos tiempos, muestra costumbres más bien liberales, que la llevan a recibir al amado tras la reja del jardín cuando toda la familia duerme, o a abandonar, sólo acompañada por el novio, el iluminado salón de baile para perderse en cómplices y solitarias oscuridades. Si la falta de una verdadera imaginación creadora lastra el esfuerzo narrativo de Echeverría, en cierta medida lo salva su discreción, pues tiende a evitar los excesos, y la prosa corre fluida y correcta como pocas de las de sus coetáneos. El comienzo promete más de lo que viene después, pues la escena de colocar una rueda en la corriente del río de La Chorrera, para mover un trapiche, es viva y llena de colorido. También, como le suele pasar a los narradores del momento, comienza con mucho ímpetu para después precipitar el desenlace, en lo cual se advierte la falta de experiencia para mantener un esfuerzo sostenido y quizás también, el reducido número de páginas con las cuales sabían los autores podían contar, sin olvidar que Echeverría era entonces un joven de sólo veinticuatro años. Si en la obra maneja primero posibilidades artísticas del narrador omnisciente absoluto, para después resguardarse tras uno más objetivo, al final se tilda como simple repetidor de un añejo cronista. De haber meditado más y dado cierta amplitud épica a lo que tenía entre manos, hubiese alcanzado logros más destacables. Aunque en el fondo existe cierta carencia de aptitud natural básica, la cual resalta al compararlo con el igualmente joven y en mucha mayor medida incorrecto y desmesurado Villaverde, que acaba por atraer más que el atildado y discreto Echeverría, cosa que éste pareció entender cuando pronto abandonó el cultivo del género.

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2.6.3 La producción de Cirilo Villaverde hasta la década del 40 Un «largo, vasto, paciente, proceso de observación» comienza a cumplir Cirilo Villaverde (1812-1894) desde sus primeras narraciones hasta culminar, cinco lustros después, con la ambiciosa Cecilia Valdés. Ese lapso en que desarrolla su producción tiene dos fases bien definidas: los primeros diez años de labor impaciente e imperfecta, desde 1837 hasta 1847, y el período posterior, durante el cual otros intereses parecen prevalecer sobre los estrictamente literarios, a pesar de que todo hace indicar la existencia de un lento rumiar de la Cecilia Valdés que había intentado primero en 1839, y tendrá su definitiva edición en 1882. Aún en lo que escribe durante la década inicial son detectables momentos específicos. Existe un lógico período de iniciación, que puede situarse en los años 1837 y 1838. A éste pertenecen sus narraciones cortas aparecidas en la Miscelánea de Útil y Agradable Recreo y en El Álbum. Precisamente la primera parte de su relato de viaje, Excursión a Vueltabajo, publicada en la última de las revistas mencionadas, entre agosto de 1838 y marzo de 1839, puede considerarse como culminación de la etapa, pues en 1839 aparecen algunas obras de Villaverde que se editan directamente en forma de libro, como Cecilia Valdés y Teresa, lo cual prueba el prestigio que ya había ganado como narrador. Aunque esto no signifique un dominio de la técnica a plenitud, ya es obvio que no es un principiante, pues las fallas no tienen el carácter elemental detectable en sus primeros intentos. A este segundo período pertenecen también «Una cruz negra», «Amoríos y contratiempos de un guajiro», «Lola y su periquito» y «La joven de la flecha de oro», esta última de 1840. La evolución que sufre el autor entre 1837 y 1840 será decisiva, pues señala la diferencia desde el escritor que a duras penas maneja sus instrumentos, hasta el instante en que esto ocurre con cierta fluidez y habilidad. Lo que podríamos llamar la definición de Cirilo Villaverde como narrador. Después vendrán sus asiduas colaboraciones en el Faro Industrial de la Habana,

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entre 1842 y 1847, ya con cierto oficio, aunque siga primando la profusión y no el rigor. Un resumen de las fases por las que pasa la obra de este autor, nos daría los siguientes momentos básicos: 1er. momento: Las primeras narraciones (1837-1839) 2do. momento: La Excursión a Vueltabajo (1839-1843) 3er. momento: Definición de un narrador (1839-1841) 4to. momento: Sus colaboraciones en el Faro Industrial (1842-1847) 5to. momento: Hacia Cecilia Valdés (18481882) La Excursión a Vueltabajo, debido a su carácter de obra no de ficción, pero a la vez íntimamente ligada con el resto de su labor literaria, nos mueve a situarla imbricada entre los dos primeros momentos, aunque de hecho alcanza hasta el tercero; requiere un estudio aparte pero no desligado de su obra de ficción. Aquí trataremos los cuatro primeros momentos de la narrativa de Villaverde, pues el último, por obvias razones cronológicas, se estudiará en la etapa correspondiente a finales de siglo, entre 1868 y 1898. Las cuatro primeras narraciones de Cirilo Villaverde vieron la luz pública en los dos tomos iniciales de la Miscelánea de Útil y Agradable Recreo, correspondientes a agosto y septiembre de 1837. Según Ramón de Palma, en su artículo «La novela» (que como sabemos antecede a su propia narración «Una Pascua en San Marcos», aparecida en la primera entrega de El Álbum, en abril de 1838), «desde el descubrimiento de la isla de Cuba hasta la fecha, ningún otro habanero que sepamos, sino el señor Villaverde, ha publicado una colección de novelas originales.» 18 Esta afirmación se concreta a dichas cuatro narraciones: «El ave muerta», «La peña blanca», «El perjurio» y «La cueva de Taganana», a las cuales Palma no es remiso en señalarle faltas, aunque afirmando que «debe-

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mos confesar sin embargo que estos defectos resaltan mucho menos en La peña blanca». Estas primeras cuatro narraciones están construidas dentro del molde de la leyenda romántica, con la muy manifiesta voluntad de adaptarla a nuestro medio, ya que sus ambientes, hechos y personajes están tomados, en alguna medida, de la realidad cubana, ya fuesen conocidos directamente por el autor o le hubiesen sido trasmitidos por otros. Veamos sus ubicaciones espaciales y temporales: «El ave muerta» transcurre en el habanero barrio de Jesús María, hacia 1802, cuando el lugar fue devastado por un gran incendio; «La cueva de Taganana» nos remite a mediados del siglo XVIII, y sus escenarios pertenecen a la capital cubana y sus alrededores; «El perjurio» nos traslada al ambiente campesino, contemporáneo al autor, de Alquízar, no lejos de La Habana; «La peña blanca» transcurre en el no nombrado pero evidente pueblo natal del autor, San Diego de Núñez, según explicitará él mismo en su Excursión a Vueltabajo. Villaverde va acercándose, de narración en narración, al ámbito que más conoce, en el cual se mueve con mayor facilidad. Sin embargo, la truculencia melodramática es común a las cuatro. Casi todas giran, significativamente, alrededor de pasiones sexuales anónimas, que llevan al incesto entre hermanos y entre padre e hija, al fratricidio y, en la más inocente, a la pesadilla necrofílica. Esto envuelto en una abigarrada acumulación de convencionales elementos románticos, lo cual hace que se resienta mucho el lenguaje, retórico y poco fluido, pero que mejora en «El perjurio» y «La peña blanca». En «El ave muerta» y «La cueva de Taganana» queda al desnudo la inexperiencia de Villaverde, por los recursos ingenuos y de dudoso gusto que utiliza, ya que preocupado por «hacer literatura», elude la expresión directa y se pierde en altisonantes frases que nada dicen. El diálogo, abundante y muy falso, puede ayudar poco a caracterizar unos personajes de ostensible endeblez sicológica, obligados a realizar las más arbitrarias y estridentes acciones. La primera parte de la Excursión a Vueltabajo, publicada en El Álbum en agosto de 1838, se verá complementada con la que aparecerá en el Faro

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Industrial de la Habana en 1842. Aunque ambas admiten perfectamente ser unificadas bajo un mismo título, cada una posee características particulares, que están muy relacionadas no sólo con las obras de ficción novelesca que Villaverde escribe de manera paralela, sino también con las preocupaciones socio-económicas del círculo delmontino. La primera parte de la Excursión a Vueltabajo surge en medio de sus primeros intentos narrativos, y en gran medida es un ejercicio en el cual el autor prueba sus armas en la aprehensión descriptiva del paisaje, la caracterización rápida de personajes, el uso del diálogo, la forma viva y amena de contar hechos diversos, en fin, los variados gajes del oficio que el narrador debe dominar. Por eso su excursión nos llevará a terrenos y personajes que bien conoce el autor: específicamente, en la primera parte de la Excursión a Vueltabajo lo acompañamos en un viaje que realiza a San Diego de Núñez, pintoresco pueblo situado a unos ochenta kilómetros al occidente de La Habana, en las estribaciones de la Cordillera de Guaniguanico y muy cerca de la costa, lugar en donde había nacido Cirilo Villaverde veintisiete años atrás, y con el cual mantenía estrechos vínculos. En la segunda parte el viaje es mucho más extenso y planificado, pues lo acompañan el pintor Moreau y el profesor de ciencias Ruiz. Salen en tren —por un corto tramo— de La Habana, para continuar camino hacia Diego de Núñez bordeando la costa y luego atravesar, de norte a sur, la Sierra del Rosario, entrando por el Pan de Guajaibón —su altura máxima— y saliendo por los baños de San Diego, para regresar siguiendo el costado meridional de la cadena montañosa. Pero al tratar de incorporar este mundo al campo literario, Villaverde se va a encontrar con más de un problema. Como la falta de antecedentes específicos en esta tarea, que lo situaba ante la disyuntiva de adoptar modelos ya reconocidos o tener que crearlos él. Particularmente, sintió su incapacidad para encontrar palabras justas para expresar esta realidad, y así lo dice en el segundo párrafo de la obra: Cuando un país llega a poblarse por la concurrencia de las artes, la industria y la agri-

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cultura, el hombre inventa nombres y rótulos con que designar las especies que son de su exclusiva propiedad, y el que se toma el trabajo de enumerarlas para encomendarlas al papel en una descripción, no tiene que luchar con el inconveniente de no ser comprendido, porque una sola frase, cuando fuese exacta, bastaría por sí sola para darse a conocer a sus lectores, y que no tuviesen su pintura por demasiado poética y ficticia, como me sucede a mí […]. Esta dificultad del narrador criollo al intentar describir lo antes no descrito, este papel de Adán nombrando cosas, será característica y posibilidad del escritor americano, como lo reconocerá casi siglo y medio después el que resulta el más importante narrador cubano del siglo veinte, Alejo Carpentier. 19 El aprendizaje de Villaverde narrador alcanza mayores adelantos con las obras publicadas al año siguiente —1838— en El Álbum: «Engañar con la verdad», en el número de mayo, y «El espetón de oro» en julio. Con la primera de ellas regresamos al ámbito urbano. Aquí el autor se acerca bastante al sentido moderno del cuento, pues no se trata de una larga historia abreviada, sino de la presentación de un momento determinado y significativo en la vida de los personajes. La anécdota es simple: un marido que es conquistado por una dama disfrazada en un baile de carnaval del Diorama… y la dama resulta ser su esposa. La obrita tiene prácticamente unidad de acción, lugar y tiempo, pero es más bien intrascendente. Vale por el colorido con que el autor sabe apresar a las muchedumbres, lo cual da un vívido cuadro de la época. Con «El espetón de oro» volvemos al ambiente campesino y a la violencia. La bella Rosalía se ve obligada a casarse con el rico y misterioso don Pedro, para lo cual tiene que desdeñar al joven Andrés. Se celebra una gran fiesta de bodas, en la cual los desposados no participan. Cuando al amanecer van a buscarlos, encuentran a ella muerta, con un espetón de oro clavado en el pecho, y a su lado al enamorado Andrés. El autor nos da todos los elementos para pensar que fue don Pedro el asesino, aunque el

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que tiene que pagar el crimen en la cárcel es Andrés, clara alusión a la «justicia» que se administraba entonces. La razón del crimen no está bien clara, pero existe cierto misterio alrededor de esto que más bien favorece la obra. Que por lo demás está plasmada con rasgos todavía lejos de la perfección, pero ya con fuerza y poder comunicativo. El ambiente está conseguido y el banquete de bodas adquiere una dimensión satírica que recuerda algo a los novelistas rusos que pintaron los festines de los campesinos adinerados. Resultan alambicadas las descripciones de la naturaleza, desenvueltas con bastante amplitud, pero el autor acierta más con la descripción de la casa en donde ocurre el desenlace, la cual adquiere cierta personalidad propia. Los personajes esclavos están presentes en un plano secundario y algunos, como la nodriza María, adquieren relativa definición. En el diálogo hay indudables pasos de avance. «El espetón de oro» puede ser considerado el primer gran triunfo de Cirilo Villaverde. Incluso llegó a ser conocido en aquellos momentos como «el autor de El espetón de oro». Ambrosio Fornet ha señalado que esta obra fue la primera novela cubana que se publicó en forma de libro, pues «tuvo tan buena acogida al aparecer en la revista El Álbum, que de inmediato se hizo una edición en la imprenta de Oliva y, a juzgar por la lista de Bachiller, otra al año siguiente en la de Boloña».20 Nuevas ediciones de El espetón de oro tuvieron lugar en 1855, 1858, 1878 y 1908, con lo que demostraba su vitalidad. El tercer momento de la narrativa de Villaverde, entre 1830 y 1841 —excluyendo la Excursión a Vueltabajo—, ya muestra cierta profesionalidad en cuanto a mantener una producción en alguna medida estable, a través de la cual continúa su indagación por algunos estratos de la sociedad colonial, sobre todo en las capas medias habaneras. Como consecuencia del éxito de El espetón de oro, otras novelas suyas siguen el camino de la aparición en revistas y posteriormente como libros, ejemplo de lo cual es La joven de la flecha de oro, que desde las páginas de La Cartera Cubana, entre mayo y diciembre de 1840, pasa a su impresión como tomo

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independiente al año siguiente. Algunas ya hacen su salida inicial en forma de libro, como Cecilia Valdés, o La loma del Ángel y Teresa, ambas de 1839. Dos capítulos de «Cecilia Valdés» habían aparecido primero en La Siempreviva, pero hay que aclarar que tanto estos dos textos como la posterior novela de 1882 con igual título, a pesar de estar unidos por múltiples lazos, pueden ser considerados textos distintos. La «Cecilia Valdés» de la revista es algo parecido a un avance del ibro que ya preparaba el autor, aunque tenga más bien el carácter de cuento. El personaje titular —que poseerá matices diferentes en cada versión— es una hermosa jovencita mulata que recorría despreocupadamente las calles habaneras de una década atrás. El cuento estaba formado en esencia por dos escenas; en la primera la protagonista —como en «La gitanilla» de Cervantes— era llamada a entrar en una casa de gente rica, en donde dos muchachas se la presentaban a sus padres, y, en la segunda, Cecilia regresaba a su humilde hogar, en el cual su vieja abuela le contaba la historia de una muchacha andariega que se fue a pasear con un hermoso joven, para nunca más regresar, pues el joven no era otra cosa que el mismísimo diablo. Esta historia, recurso de tan señalada estirpe romántica, es el motivo central del breve cuento. En la segunda parte de éste nos enteramos rápidamente de que Cecilia (que cantaba boleros en las fiestas, acompañándose por el arpa) había sido seducida por el hermano de las muchachas que la habían hecho entrar en su casa, y la abuela la vio un día irse para «un baile y no volvió más».21 A pesar de que la fábula de la muchacha y el diablo le sirvió para cerrar la estructura del relato, se quedaban muchos cabos sueltos, pues ya se daba a entender que Cecilia y su seductor eran medio hermanos. Es que, como se explicaba al inicio de la segunda parte, se trataba del esbozo de una obra más amplia, cuyo primer tomo, con 246 páginas, salió impreso ese mismo año. Aquí se partía de las dos primeras escenas ya mencionadas, para entrar en una prolija descripción de la feria del Ángel, lo que daba motivo para presentar nuevos personajes. Además de Cecilia, su abuela Chepilla y la familia

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Gamboa (aunque el joven seductor se convertía de «Leocadio» en «Leonardo»), aparecen ya en este primer tomo el músico mulato Águedo Facón (después José Dolores Pimienta) y su hermana Nemesia —amigos de Cecilia—, Isabel Rojas (después Ilincheta), joven que vive fuera de La Habana, enamorada de Leonardo, los amigos de este último (Diego Meneses, Pancho Solfa) y su esclavo Aponte, el comisario Cantalapiedra, la limosnera Dolores Santa Cruz… Pero el tomo quedó sin continuación por el momento, y no será hasta 1882 cuando en Nueva York, tras muchos años de exilio y amargas experiencias del autor, aparezca la edición definitiva de Cecilia Valdés, que estudiaremos en su momento, y en la cual, aunque se mantiene algo de lo publicado con anterioridad, hay un cambio sustancial tanto de forma como de contenido. «Una cruz negra», o «La cruz negra», como se llamó en sus últimos capítulos, fue apareciendo en sucesivas entregas de La Cartera Cubana entre marzo y mayo de 1839. El cambio de título de esta novela epistolar y campestre, más bien de transición dentro de la obra de Villaverde, no parece ser tanto hecho a propósito como por olvido, pues después de la segunda entrega de la obra existe un lapso durante el cual el autor pierde algo los hilos que iba manejando, tal como declara sinceramente al comenzar la tercera entrega, en donde se excusa de «que toda la culpa no es mía, ni del redactor de la Cartera (donde capítulo por capítulo te voy dando noticias de los amores de Josefa) ni de la imprenta; sino de las circunstancias; y de la maldita manía o moda que ahora cunde de darlo todo a medias y por tasa, cual si así gustase más lo que de suyo es desabrido». Esta intromisión del narrador omnisciente para darnos información de problemas del andamiaje técnico de la obra, no es inusual en Villaverde. Aquí se muestra incómodo ante la forma del folletín, que toma cada vez mayor auge, la cual siente entra en contradicción con su gusto de describir, detenidamente, personajes y lugares, a través de escenas dialogadas con marcadas viveza y colorido. Sin embargo, sólo será un proceso de adaptación a la nueva técnica, y el próximo momento de su producción, a

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partir de 1841, se caracterizará sobre todo por su colaboración constante en el Faro Industrial de la Habana, a través de la cual sabrá extraerle provecho a la forma del folletín, que condicionaba la narración a trozos de igual largo, con un final que interesara al lector lo suficiente como para buscar la siguiente entrega. Los veinte folletines (o capítulos) de El guajiro —relato desprendido de la Excursión a Vueltabajo— aparecidos en el Faro entre el 5 y el 31 de diciembre de 1842, serán buena prueba del provecho que supo sacarle a esta limitante forma externa. En los folletines del Faro vamos a encontrar variedad de posibilidades. Rondando el artículo de costumbres, a veces cae en el cuento —«El depósito» (sep. 18, 1842), «Una loca y su guapo» (ago. 19, 1842)— o el testimonio —«Declaración de un marinero náufrago» (jul. 30, 1842), en donde afirma: «Esta relación, exceptuando una que otra frase, que hemos puesto de nuestro caudal, para hacerla más accesible a la lectura de nuestro periódico, aseguramos que es auténtica.» 22 Con «El ciego y su perro» (ene. 48, 1842) irrumpe por las capas más pobres de la ciudad —el barrio de San Lázaro— en un cuento de irónica amargura. Incursiona por la novela epistolar de nuevo («Cartas de Isaura a Indiana», feb.-mar., 1842) y por la historia («El penitente», feb-mar., 1844) para, en conjunto, dejar un grupo de narraciones importantes, por su reflejo realista de aspectos de aquella sociedad y por la evolución de su técnica narrativa, que lamentablemente arroja un saldo inestable entre logros y desaciertos, quizás por la prisa en la ejecución y lo azaroso de su vida personal. Otros títulos novelescos de Villaverde, aparecidos siempre en el Faro Industrial de la Habana, son los siguientes: «Generosidad fraternal» (ago. 21-29, 1842), «La peineta calada» (mar., 1843), «Comunidad de nombres y apellidos» (jun., 1843), «La tejedora de sombreros de yarey» (nov.-ene., 1845), «Vanidad» (sep.-oct., 1845), «El misionero de Caroní» (nov.-dic., 1846) —la única que no se desarrolla en Cuba— y, sobre todo, «Dos amores» (mar., 1843), considerada casi unánimemente por la crítica como la mejor muestra de la primera fase narrativa del autor. Sobre ella, Denia García Ronda ha comentado:

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Una vez más, hay que buscar los valores de la obra narrativa de este autor en el logro de ambientes, en las descripciones (como las de la tienda de don Rafael y la casa de las beatas), en el dibujo de algunos personajes secundarios, en la intención de hallar asuntos propios cubanos. Una vez más, como en casi toda la obra de Villaverde, nos parece encontrarnos con bocetos de novelas que, de haberse desarrollado, hubieran podido tener magnífica calidad. 23 Cirilo Villaverde se enrola en la conspiración de Narciso López contra el régimen español, que sabemos era decididamente anexionista. Arrestado por ello, logra escapar de la cárcel en 1849 y huir rumbo a los Estados Unidos. Atrás quedaba su persistente dedicación a la narrativa, que lo colocó a la cabeza de los cultivadores cubanos del género hasta entonces. Delante, con el paso de los años, llegarán su entrega ferviente a la causa independentista y la realización de su gran novela, la Cecilia Valdés de 1882. 2.6.4 Esclavitud y narrativa Según afirmación del historiador Ramiro Guerra: «Toda la organización económica de la isla en 1838, toda la riqueza cubana, fundamento de la sociedad y de lo que pudiera llamarse la civilización de la época, se basaba en la esclavitud; y en una esclavitud ilegítima, con arreglo a las leyes españolas y a los tratados internacionales.»24 Este aserto, corroborado por todos los especialistas, nos hace llegar a la conclusión de que si la narrativa cubana surgió alrededor de esa fecha, le era prácticamente imposible soslayar el problema de la esclavitud al tratar de reflejar la sociedad, el «mundo épico» sobre el cual podrían adquirir relieve verosímil personajes y acciones, máxime si, como hemos visto, nacía marcada por una decidida vocación realista. El mayor obstáculo para lograr esto se encontraba en la férrea censura gubernamental, que controlaba las publicaciones, según la cual, mientras más álgido resultase el problema, mayores obstáculos encontraba su tratamiento público. Así y todo, ya

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hemos visto también como la esclavitud se mostraba, de forma explícita o implícita, en algunas narraciones de Palma y Villaverde. La valoración negativa de la esclavitud, con variados matices, era punto central de muchas de las discusiones de los círculos literarios de la época, agrupados primero alrededor de Ignacio Valdés Machuca y, posteriormente, del culto e inteligente Domingo del Monte. El Centón epistolario de este último nos ha dejado valiosísimas pruebas al respecto. Pero si dentro de este último círculo existe un fuerte detonante sobre la materia, este fue sin dudas el médico irlandés Richard Robert Madden (1798-1886), antiabolicionista destacado, nombrado Superintendente de Emancipados en la isla, según el acuerdo existente entre Inglaterra y España para prevenir la trata y vigilar la liberación de los esclavos negros. El Capitán General de la colonia, Miguel Tacón, sabía muy bien de quien se trataba, pues a raíz de su nombramiento, en agosto de 1836, le comunicó a sus superiores que «el Dr. Madden es un hombre peligroso por donde quiera que se le considere, y residiendo en esta Isla, tendría sobrados medios para infundir indirectamente ideas sediciosas, sin que bastase a impedirlo mi severa vigilancia». 25 Nada errónea suposición, que se vio confirmada por las amistades (Luz y Caballero, Betancourt Cisneros, Félix Tanco, etc.) y empresas a las que se liga el irlandés, para lo cual contó muy especialmente con la ayuda de Domingo del Monte, a pesar de que Juan Pérez de la Riva advierta que éste «era demasiado horaciano para comprometer el confort de su existencia con actitudes que entonces no sólo estaban mal vistas, sino violentamente condenadas por la burguesía cubana». No obstante lo anterior, Del Monte fue quizás el más valioso colaborador de Madden en sus empeños, y el mismo Pérez de la Riva reconoce sus respuestas a los interrogatorios que el irlandés le propuso como «una de las denuncias más terribles que se han hecho sobre la sociedad esclavista cubana y su superestructura religiosa». 26 Entre las actividades de Madden estuvo el convencer a Del Monte, Alfonso y Aldama para que iniciaran una colecta con el fin de comprar la libertad del mulato esclavo Juan Francisco

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Manzano (1797-1854) —que ya había dado muestras públicas de poseer un natural talento poético—, cosa que al fin se obtuvo en 1837. Sin embargo, la solicitud para que el esclavo escribiera su autobiografía fue anterior, a iniciativa de Del Monte, quien se lo había pedido por carta en junio de 1835. Al disponerse a cumplir la encomienda, Manzano tiene que plantearse de entrada algunos problemas de índole personal y artística, pues se enfrenta a una evidente disyuntiva: narrar escueta, documentalmente, los hechos de su vida, o hacerlo a través de un discurso artístico más elaborado, de una «novela cubana», como el propio Manzano la llama. Veamos el siguiente fragmento de su carta a Domingo del Monte con fecha 29 de septiembre de 1835: Al momento que ví lo que en ella me pide s.m. me he preparado para aseros una parte de la historia de mi vida, reservando los mas interesantes sucesos de […] ella para si algún día me alle sentado en un rincón de mi patria, tranquilo, asegurada mi suerte y susistencia, escribir una nobela propiamente cubana: combiene por ahora no dar a este asunto toda la extensión marabillosa de los dibersos lanses y exenas, porque se necesitaría un tomo, pero apesar de esto no le faltará a sum. material bastante [.] mañana empesaré a urtar a la noche algunas oras para el efecto [se ha respetado la ortografía original]. 27 El texto circuló entre los delmontinos y, al parecer, Anselmo Suárez y Romero pasó en limpio y corrigió la primera parte, mientras la segunda, encomendada a Ramón de Palma, se extravió y no pudo llegar a nuestros días. Pero Madden, conocedor del alto potencial de la autobiografía como denuncia del sistema esclavista, tradujo y publicó esa primera parte en el tomo Poems by a slave…, aparecido en Londres en 1840. Este texto, calificado por la crítica moderna como una de las piezas literarias de más hondo valor humano de toda la historia cubana, no llegó a ser publicado en español hasta un siglo más tarde, en 1937. Los cruentos hechos his-

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tóricos le impidieron a Manzano escribir la novela cubana con sus «marabillosos» lances y escenas, los cuales gustaba —según se dice— narrar de viva voz, dejando correr libremente su fantasía, al mezclar los hechos de la realidad cotidiana con míticas leyendas africanas heredadas de sus antepasados o los exóticos y líricos avatares de las óperas francesas que tanto le fascinaron cuando asistía a los teatros como paje de su ama. Al llevar a la escritura en su Autobiografía sus lacerantes experiencias como esclavo —escritura aún no dominada técnicamente— logra un testimonio que no sólo es veraz, sino que tiene validez estética, por la forma de ensamblar sus recuerdos, detallar momentos, imbricar el tiempo y el espacio. Roberto Friol ha llamado la atención acerca de «cómo la excepcional inteligencia de Manzano resuelve de un solo golpe los arduos problemas literarios de una autobiografía, ya sea real o fingida». El mismo Friol, que ha investigado cuidadosamente la vida y estudiado la obra de este humilde y atractivo autor, comenta que

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clavitud. Difícil fue siempre la vida de Manzano, que fue encarcelado y torturado cuando el proceso de la Escalera, a raíz del cual dejó de escribir. Madden, que cuando llegó a La Habana era ya un reconocido escritor romántico, también quiso llevarse a su regreso a Inglaterra, junto con la autobiografía de Manzano, un grupo de obras literarias que ofrecieran una visión del verdadero significado de la esclavitud, más allá de lo que la censura oficial permitía conocer. Así, Domingo del Monte, encargado del empeño, le escribe en octubre de 1839: Acompaño a usted las adjuntas «Muestras inéditas» de nuestra naciente y desmedrada literatura provincial, para que cuando esté usted de vuelta a su dichosa patria, se acuerde, al leerlas, de esta pobre tierra y de los sinceros amigos que supo usted granjearse en ella. Notará usted que excepto las de Manzano, no llevan el nombre de sus autores las demás composiciones de la colección. Como casi todas ellas hacen alusiones a asuntos prohibidos por nuestro Gobierno, no he querido que, si por cualquier evento, fuese a parar a otras manos que las de usted ese cuaderno, peligrasen por mi culpa aquellos inofensivos poetas, que en todo han pensado menos en trastornar la tranquilidad de su país. Para suplir, pues, esta falta, le daré a usted una breve noticia de cada uno.29

Sin más guía que su inteligencia, en la autobiografía Manzano consiguió trasmutar su experiencia de vida en documento literario imperecedero. Si no es posible calificarla de obra maestra, sí puede calificársele de testimonio insuperable. La misma asimetría de la forma en que cristalizó —dieciocho párrafos y bloques— no logró anular el equilibrio del contenido, lo que demuestra la existencia de un singular patrón de creación. No es una autobiografía lineal, ni siquiera está exenta de errores y vacilaciones, pero la veracidad del testimonio, la humanidad inviolable que rezuma, el tono de una llaneza insuperable, la posesión idiomática que transparenta a despecho de la cacografía y las faltas de prosodia, la convierten en documento único en nuestra historia literaria. 28

Este es el famoso «Álbum», que incluía, según el propio Del Monte, poemas de Manzano, las «Elegías cubanas» de Rafael Matamoros, un «dialoguito» del diario de una joven señora habanera y dos narraciones: «Escenas de la vida privada», de Félix M. Tanco, y «El ranchador», de Pedro J. Morillas.30 Del Monte terminaba por explicarle a Madden, trazando un rápido balance de la literatura cubana del momento:

Texto ya situado en los umbrales de la narrativa, a su lado palidecen las páginas que escribieron los autores blancos sobre los horrores de la es-

como al escoger las composiciones para estas muestras, me he querido ceñir a asuntos que tuviesen alguna relación con la es-

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clavitud de los negros, por considerarlos más interesantes para usted, no he insertado producción ninguna de otros jóvenes muy aventajados de los que hoy componen nuestra pequeña república literaria. Tales son, sin contar a los más provectos Luz, Saco y Poey, que deben colocarse en la categoría más alta de hombres doctos, los jóvenes Echeverría, Palma, Valle, el mozo (José Zacarías González), Villaverde, Milanés, Jorrín (José Silverio) y algunos otros. 31 Félix M. Tanco (1796-1871), que había nacido en Colombia y residía en Matanzas, poseía una fuerte personalidad y una lengua bien suelta para expresar sus ideas, sin duda audaces para la época, como se desprende sobre todo de su correspondencia con Domingo del Monte, a la cual éste destinó un comprometedor tomo aparte de su famoso Centón epistolario, en donde se pueden encontrar ideas como las siguientes: Te lo he dicho mil veces: no hay más poesía entre nosotros que los esclavos: poesía que se está derramando por todas partes, por campos y poblaciones, y que sólo no la ven los inhumanos y los estúpidos; y advierte que al paso que se vaya civilizando aunque lentamente la clase obrera todavía muy bozalona, la esclavitud de los negros se levantará en la misma proporción como una sombra deforme, mutilada, horrorosa, pero poética y bella, y capaz de producir ingenios tan vigorosos y originales como el de Byron y Víctor Hugo. ¡Quién sabe cuántos esclavos deberán un día su libertad a los poetas! 32 La idea de Tanco era escribir una serie de «Escenas de la vida privada en la Isla de Cuba», de las cuales llegó a redactar tres, aunque en 1839 les cambió el título: «El niño Fernando», en lugar de «Petrona y Rosalía», «El cura», en lugar de «El hombre misterioso», «El lucumí» en lugar de «Francisco». «Todas están retocadas y compuestas» afirmaba, además de haber comenzado otra larga que llevaba por título «Los

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bandoleros».33 Hasta ahora la que manejamos es Petrona y Rosalía, dada a conocer en la revista Cuba Contemporánea en 1925. Sin embargo, el texto debe haber sido conocido por muchos escritores de su época y, por ello, haber dejado su influencia. Lo que sí es evidente es la falta de conocimientos de la técnica narrativa que tenía Tanco. Los cambios de espacio y tiempo en la acción y las explicaciones del narrador están penosamente resueltos. En el diálogo hay dos niveles: el que utilizan los negros esclavos, a pesar de que Tanco quiso darle realismo sin caer en bozalismos, es a todas luces falso, inexpresivo; sin embargo, el de sus amos, aunque no sea una maravilla, sí resulta natural e incluso hasta con valor de testimonio lingüístico, pues es casi una transcripción del habla cotidiana de las clases explotadoras de la época. Tanco trata de pintar los horrores de la esclavitud, pero parece conocer poco de la realidad de los campos y sí mucho de la vida que hacían los habaneros ricos, a quienes en definitiva están dedicadas las más violentas diatribas de la obra. En la obrita existe un desbalance notorio, porque los personajes supuestamente centrales —y que dan nombre al relato— resultan idealizados y desvaídos, mientras que los que ganan peso son los de Concepción Sandoval y Fernando, es decir, la madre criolla adinerada, consentidora de un hijo que se entrega a los placeres que puede disfrutar con facilidad, pero en quien existe cierto vago sentimiento de nacionalidad. Que eran casos típicos, lo señala la persistencia de ellos en la narrativa cubana decimonónica, aunque las similitudes entre Petrona y Rosalía y Cecilia Valdés descubran una influencia al parecer directa. La paridad de personajes es evidente: Concepción Sandoval, Rosa Sandoval; Antonio Malpica, Cándido Gamboa; el «niño» Fernando, el «niño» Leonardo; Petrona, Charo Alarcón; Rosalía, Cecilia. Y en ambas obras el incesto se convierte en motivo obsesionante. En definitiva, era agravar el «pecado» de mulatez con el del incesto, lo que en el fondo era la obsesión de que Cuba se estaba convirtiendo en una «pecaminosa» tierra de mulatos.

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En la carta de Madden que acompañaba el álbum de composiciones sobre la esclavitud, Del Monte escribía el siguiente juicio: El ranchador es un trozo elegantemente escrito por el joven habanero D. Pedro Morillas, hoy abogado recibido de la Real Audiencia Pretorial. A la descripción más animada del país pintoresco en que termina la llanada de San Marcos, junta la relación de uno de los horrorosos casos que muy frecuentemente sucedían y aún suceden entre los negros cimarrones atrincherados en su palenque del Cuzco y los guajiros habitantes de aquellas cercanías: nada hay aquí de imaginación: todo sucedió real y verdaderamente como lo dice el autor. 34 Esta obra, no publicada hasta 1856, es la que mayor interés presenta de las pocas que escribió su autor. «El ranchador» está emparentada por más de un motivo con Cirilo Villaverde. En primer lugar, la zona geográfica en que se desarrolla la acción es la parte occidental de la Sierra del Rosario en Pinar del Río, llamada entonces lomas del Cuzco, que fue territorio ganado para la literatura por Villaverde, ya que en sus estribaciones septentrionales había nacido. A este territorio está dedicada su Excursión a Vueltabajo y es, por lo menos, escenario de dos de sus narraciones: «El guajiro» y «La peña blanca»; precisamente esta última elevación, asociada siempre a hechos infaustos, aparece también en «El ranchador» de Morillas. Pero existe otro punto de contacto. Y es la copia, con algunos arreglos, que Villaverde realizó del diario real de un ranchador, el campesino Francisco Estévez, que ejerció ese «oficio» en las lomas del Cuzco, entre los años de 1837 y 1842. El diario fue redactado por la hija de Estévez, según lo que le contaba su padre cuando regresaba de cada expedición, con el fin de enviárselo a Lucas Villaverde, padre a su vez de Cirilo y médico de San Diego de Núñez, uno de los vecinos comisionados por la Real Junta de Fomento y Consulado de La Habana para regir y vigilar a la partida de Estévez en su labor de exterminio de cimarrones. El Diario del

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ranchador, como es conocido este texto, fue redescubierto y publicado por Roberto Friol en 1973, y es un descarnado testimonio de la meticulosa cruzada de encontrar y matar (cuando suponían que no podían apresarlos vivos) negros huidos, muchos de ellos establecidos en palenques en los más intrincados parajes. Friol señala cómo «históricamente Francisco Estévez es el Atila de los palenques vueltabajeros, mas el hombre al final del diario no es un montón de victorias sino carne doliente y plañidera»,35 porque ha descubierto en los negros altas condiciones humanas, como inteligencia, valentía, solidaridad y sentido del sacrificio, que terminan por dejarlo perplejo. «El ranchador» de Pedro José Morillas (18031881), guarda grandes similitudes con el Diario del ranchador. Narración de intenciones románticas en sus comienzos, como su interés por describir la naturaleza (mediante una a veces ficticia y recargada adjetivación), la crudeza del tema le va imprimiendo un realismo escueto. Ya la misma naturaleza le obliga a un cambio de los moldes tradicionales: la obra se desarrolla en el mes de mayo, pero no del mayo florido convencional, sino del mayo cubano en plena estación de «la seca». La obra parte de una idea muy delmontina, condensada en el epígrafe que antecede al texto, que viene a postular cómo, al infringir una ley divina y convertir en esclavos a nuestros semejantes, se destruye la armonía del bien, y de allí en adelante se producirán, in crescendo, las mayores atrocidades, tanto por parte de los esclavistas como de los esclavos. Por eso Morillas hace que el ranchador protagonista de su cuento, presentado como un héroe, narre los horrores gratuitos que los cimarrones cometieron con su familia, para justificar la saña en la persecución de estos. Sin embargo, en los dos capitulillos finales nos pinta con verídicos y crueles rasgos la labor del ranchador, ayudado por sus feroces perros. El punto de mayor interés del cuento, y que en cierta medida lo salva en más de un sentido, sucede cuando el ranchador nos describe su encuentro con cierto cimarrón, de noble y gallarda apostura, valiente y diestro, que era el tipo de hecho que dejaba perplejo al histórico Francisco Estévez.

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Otro de los textos solicitados por Domingo del Monte fue Francisco o, según irónico subtítulo del propio mentor, Las delicias del campo, escrito por Anselmo Suárez y Romero (18181878) durante una obligada estancia suya en el ingenio «Surinam», cuyo proceso de redacción puede ser seguido minuciosamente a través de las cartas que envió el autor a Del Monte y las que recibió de su joven amigo José Zacarías González del Valle, quien corregía y pasaba en limpio los borradores; en septiembre 23 de 1838 este último le comentaba la lectura del primer capítulo de la novela, que acaba de leer, y el 6 de diciembre de 1839 le comunica su pena porque, debido a sus quehaceres, todavía Del Monte no le haya trasladado «al castellano las expresiones encomiásticas del doctor Madden sobre Francisco. Él le entregó toda la novela en cuerpo y alma en vísperas de partir.»36 Sin embargo, no será hasta 1880 cuando el texto pueda publicarse por primera vez, en una imprenta de Nueva York. A pesar de que Francisco es una obra de juventud, ya se descubre en ella al cuidadoso estilista que encontraremos en la prosa de la madurez de Suárez y Romero. Este quiso pintar en sus páginas lo dramático de una realidad que conocía bien, pero sin poder evadir el punto de vista clasista, pues en definitiva su familia dependía económicamente de un ingenio —el «Surinam» por supuesto— con sus correspondientes esclavos. A esto hay que añadir que Francisco sufrió una cuidadosa censura por parte del ecléctico Del Monte, que trató de suavizar sus matices «subversivos». Añadamos a esto cuestiones de escuela e influencias literarias y de temperamento personal. La influencia predominante en Suárez y Romero parece ser la de un romanticismo idealizante, no tan cercano a Balzac como creía Del Monte y sí dependiendo aún mucho de las secuelas de novelas como Atala y Pablo y Virginia. Como romántico, hay una identificación sentimental entre el protagonista y el autor, sólo que en este caso las contradicciones entre el aprendiz de pequeño burgués que era Suárez y Romero y el trágico destino de su protagonista, el negro esclavo Francisco, eran insolubles. Bien falsa resulta así la estoica resignación de este último. Esta imposible identificación se

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le hizo muy evidente ya a los primeros lectores de la obra, ante los cuales el autor tuvo que reconocer que yo trataba de pintar un negro esclavo, ¿quién que se halla gimiendo bajo el terrible y enojoso yugo de la servidumbre puede ser tan manso, tan apacible, tan de angélicas y santas costumbres como él…? Francisco es un fenómeno, es una excepción muy singular… Así fue que desde que comencé a escribir comencé de consuno a entristecerme: me enojé más y más contra los blancos según fui pintando sus extravíos, y como mi carácter, digámoslo de una vez, es amigo de tolerar con paciencia las desgracias de este pobre valle de lágrimas, vino a dotar a Francisco de aquella resignación y mansedumbre cristiana… He aquí la causa de mi error. 37 Esta personal visión de Anselmo Suárez y Romero se extiende a todos los personajes negros que presenta, y sólo aquellos con los cuales social y temperamentalmente puede identificarse llegan a tener relieve. En este caso, además de Francisco, están su novia Dorotea y el viejo taita Pedro; Dorotea es mulata, según la reiterada simpatía de los autores que trataban esta temática hacia ese tipo racial: las protagonistas nunca suelen ser negras. En la novela, el resto de los esclavos del central azucarero está contemplado de una manera distanciada, «como un fondo inexplorado, como una sucesión de sombras que se mueven despersonalizadas y a las que el autor no puede ver sino desde un ángulo lejano». 38 Casi sin proponérselo, Suárez y Romero está exponiendo las gradaciones de la esclavitud. Compenetrado con el citadino Francisco, verá más trágico su destino al tener que compartir su vida con la «incivilizada» masa de esclavos agrícolas. Pero dentro de aquel contexto, no puede restársele valor a la empatía que Suárez establece con su protagonista negro. Y debe hacerse la salvedad de que si la familia del autor poseía un ingenio, su situación económica era precaria, reflejada consecuentemente en su posición so-

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cial, pues al igual que José Jacinto Milanés se ubicaba dentro de una más bien pobre clase media que no puede identificarse del todo con la ideología de la clase explotadora, de la cual se siente excluido. Y aunque Suárez y Romero tienda al maniqueísmo al distribuir sus personajes en buenos y malos, uno de los captados con mayor certeza es la señora Mendizábal, el «ama», cuya ambigua conducta es de una crueldad muy ilustrativa. En estos detalles realistas, «tomados del natural», radican los más sostenidos valores de la novela, pues a través de la idealización y del maniqueísmo se filtran retazos de una violenta existencia que aún hoy día conservan la viveza del testimonio. Porque Francisco, aún con todas las cosas en su contra, permanece como un texto en donde el lector actual, si sabe salvar los escollos de época y clase, puede encontrar indudable interés. Es una de las mejores narraciones cubanas de la época, aunque esto tampoco pueda ser mucho elogio dado lo precario de un panorama de inicios. Con independencia del círculo delmontino, pero por la misma fecha aproximada —entre 1838 y 1839— la camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) escribe en España su novela Sab, que también trata sobre problemas relativos a la esclavitud, lo cual prueba la urgencia del tema más allá de los estímulos de Madden y Del Monte. Esta es la primera novela publicada por esta autora, quien tendrá larga y brillante carrera literaria, cuyo mayor peso cae con posterioridad a 1844. Sin embargo Sab, como obra de juventud cuyo protagonista es un mulato esclavo, encuentra ubicación junto al brote de narraciones surgidas alrededor del círculo delmontino, a pesar de no haber tenido contactos ellos entre sí, pues la Avellaneda partió para España en 1836 sin haber visitado La Habana todavía. En esta novela se impone la fuerte personalidad literaria de la autora. Si bien la idealización sigue estando presente y el protagonista esclavo se encuentra hasta físicamente acercado al patrón blanco, el complejo agrícola-industrial azucarero en su modalidad del centro de la Isla está presentado con bastante objetividad. La obra posee una hábil estructura y tiene páginas

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nada desdeñables. Se han elogiado sus descripciones de los paisajes, en particular el de las cuevas de Cubitas, así como su manejo del lenguaje, aunque no carente de amaneramientos románticos. Mas el verdadero peso de la novela parece estar en lo que resulta ser una problemática básica para su autora: la situación de la mujer en aquella sociedad, ante la cual sí se rebela con fuerza la Avellaneda. Por eso pone en labios de uno de sus personajes femeninos blancos una declaración de amor al mulato esclavo Sab, lo cual —aunque llegue a producirse como una especie de sacrificio por parte de ella— constituía un escandaloso atrevimiento según los patrones sociomorales del momento. Inclusive, el tema de la esclavitud resulta para la Avellaneda casi un pretexto para hacer un paralelo entre la situación del esclavo y la mujer: ¡Oh! ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otro guía que su corazón ignorante y crédulo, eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad, pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: En la tumba. También en la cita anterior notamos cuán lejos en realidad estaba la Avellaneda de calibrar la esclavitud en todo su horror. La novela, publicada en España, no pudo circular en Cuba. A pesar de que debe ser juzgada más bien dentro del grueso de la producción novelística de la autora, que corresponde al período posterior a 1844, Sab no deja de tener cierta autonomía, pues inclusive la Gertrudis Gómez de Avellaneda de su madurez prefirió no incluirla entre sus Obras completas. Sab ha sido la novela de este grupo que más repercusión crítica ha tenido, sobre todo fuera de Cuba, y hoy día parece estar muy lejos de haber dejado de despertar interés. Las ediciones se han multiplicado contemporáneamente y en

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las cubanas más recientes (1973 y 1976) un casi exhaustivo prólogo de la investigadora Mary Cruz plantea numerosos e interesantes puntos de acercamiento a la obra. Uno de ellos ubica a Sab como la «primera novela abolicionista de Cuba»,39 ya que a pesar de su coetaneidad en la fecha de composición con las obras de Suárez y Romero, Tanco y Morillas —estas dos últimas más cercanas al cuento— es la primera que logra publicarse, en 1841, pues la Cecilia Valdés que Villaverde imprime en 1839 ya sabemos es preponderantemente costumbrista y no debe ubicarse entre el grupo de narraciones nucleadas alrededor del tema de la esclavitud. En última instancia, a todas ellas quizás sea algo exagerado aplicarle el término de «abolicionista», pues si ninguna presenta justificación de la esclavitud, sino todo lo contrario, el tono de denuncia tiene límites y matices epocales, clasistas y temperamentales obvios, y si de ellos podemos sacar la conclusión de que abolir la esclavitud debe ser la consecuencia última de lo planteado, también a veces podrían admitirse soluciones que no llegaran a posturas tan radicales. A pesar de ello, la importancia que tiene el conjunto de esta narrativa antiesclavista en el panorama hispanoamericano es grande, pues, según ha señalado Salvador Bueno estos autores se adelantaron a otros narradores hispanoamericanos en el tratamien-

to de los problemas esenciales de sus países respectivos. Las explosivas tensiones que latían en la sociedad colonial cubana a mediados del siglo XIX hallaron su representación literaria mediante estas narraciones que constituyen los cimientos firmes de la mejor narrativa hispanoamericana de la pasada centuria.40 Estas obras, que circularon subterráneamente durante aquella época, constituyeron una de las más importantes concreciones de este despertar de la narrativa cubana, que durante la etapa de 1820 a 1844 alcanzó, en la superficie, tres momentos bien definidos: el inicial de tanteos y ensayos, que culmina en un segundo, entre 1837 y 1839, con la aparición de las obras de Palma, Villaverde, y otros, las cuales suponen cierta cristalización; de estos autores, sólo Villaverde se mantendrá en constante producción durante el tercer momento, que alcanza la década de 1840. Aunque este florecimiento no produjo obras maestras, sí proporcionó una fe de vida inocultable y preparó el camino para que cuarenta años después la cosecha fuese mucho más rica y madura. A partir de «Una Pascua en San Marcos», las obras de Villaverde, Sab y el conjunto de los entonces inéditos textos antiesclavistas, ya puede hablarse, sin demasiados rubores, de una narrativa cubana.

NOTAS

(CAPÍTULO 2.6) 1

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De hecho, el «Manuscrito encontrado en una casa de locos» (M, feb., 1832), parece ser la traducción herediana de un original quizás francés, pues el mismo texto recibió otra traducción, con variantes, en La Moda (t. I, pp. 282-286), en donde aparece bajo el título de «El monstruo». Los textos que tienen mayor probabilidad de ser originales de Heredia son los tres que se desarrollan en el México de la época, con un marcado sabor costumbrista y fino sentido del humor: «Economía femenil» (M, sep., 1831), «La

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educación moderna» (M, feb., 1832) y «El niño mal criado» (M, may., 1832). 2

Ver Carlos M. Trelles: «La primera novela cubana», en su Bibliografía cubana del siglo XIX. Imprenta de Quirós y Estrada, Matanzas, 1911-1915, tomo VIII, p. 380.

3

A. M. Eligio de la Puente: «Introducción», en Ramón de Palma: Cuentos cubanos (Introd. […]. Cultural, La Habana, 1928, p. XII). Para tratar de alejar

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cualquier duda sobre quién era el autor, De Betancourt hacía anteceder al título las palabras «Rasgo original». En oct. 22, desde el mismo periódico, se excusaba por haber puesto Luis XIV [16381715] en donde debía decir Luis XI [1423-1483]. 4

5

A. M. Eligio de la Puente: «Introducción», ob. cit., p. XV.

6

«Matilde, o Los bandidos en la Isla de Cuba» fue firmada por Bachiller con el seudónimo El solitario de Camoa, pero «Mi paseo» llevaba la firma de El solitario. Las alusiones en el texto a la Cueva de Taganana, al abuelo y al lugar en donde había nacido el autor, hacen transparente la presencia autoral de Villaverde, criterio que también es el de un especialista tan avanzado en este autor como Roberto Friol.

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8

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Veglia llegó a La Habana en sep. de 1833 en compañía de Felipe Poey, procedente de Francia (La torre de Nesle de Dumas se había estrenado en 1832). Según Calcagno (Diccionario biográfico cubano. N. Ponce de León-D.E.F. Casona, New York-La Habana, 1878-1886, p. 669), después de una visita a su patria falleció durante el viaje de regreso y su cadáver fue arrojado al mar. En 1838 sus amigos habaneros recopilaron sus escritos bajo el título de Jardín romántico (Pablo Veglia: Impr. de R. Oliva, La Habana, 1838). Entre sus amigos se encontraban Leopoldo Turla y Francisco Orgaz. Es significativo que en la lista de suscriptores de ese libro sólo aparezca un delmontino —Cirilo Villaverde— así como que en el Centón epistolario de Domingo del Monte (con un prefacio, anotaciones y una tabla alfabética por Domingo Figarola-Caneda, Joaquín Llaverías; Manuel I. Mesa Rodríguez. Impr. El Siglo XX, 1923-1957, 7 tomos) no se mencione su nombre. Como es sabido, Veglia fue el organizador del famoso Festín Campestre celebrado en Arroyo Apolo, que sirvió sobre todo para dar a conocer a Plácido; allí el italiano se presentó disfrazado como el dios Apolo.

José Zacarías González del Valle: La vida literaria en Cuba (1836-1840). Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, Dirección de Cultura, La Habana, 1938, p. 109. El plagio más escandaloso se realizó sobre «Una Pascua en San Marcos» de Ramón de Palma, texto al cual la autora hizo varios «arreglos», pero también Villaverde fue saqueado. Ver el prólogo de Salvador Bueno en Condesa de Merlín: Viaje a La Habana (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974), en donde se deja entrever la posibilidad de que la autora pensaba darle crédito a sus fuentes nativas, cosa

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que en realidad no llegó a hacer. De los 36 capítulos (o «cartas») en francés de La Havane fueron incluidas en el Viaje a la Habana sólo 10. 9

Raimundo Lazo: «El Lugareño y la literatura cubana», en Revista Cubana. La Habana, v. XXVI, pp. 45-51, ene.-jun., 1950.

10

Es digno de mención el hecho de que Betancourt Cisneros formó parte, junto con Rocafuerte y Miralla, de una comisión que viajó a Venezuela en 1823, para pedirle a Simón Bolívar su ayuda para la emancipación de Cuba.

11

Citado por Federico de Córdova: Gaspar Betancourt Cisneros. El Lugareño. Editorial Trópico, La Habana, 1938, p. 144.

12

Hay aspectos que podrían avalar las dudas sobre la autenticidad, parcial o completa, del Espejo: Palma, tan amigo de Echeverría, maneja una abundante información histórica sobre la época de la obra que obviamente no proviene de la mera lectura de ésta; en el soneto que reproduce existe una variante radical en uno de sus versos respecto al que se conoce por la única copia existente del Espejo, debida a Echeverría (¿podría acaso ser Palma el autor de dicho soneto?). Y aunque en fecha reciente se ha afirmado (Enrique Saínz: Silvestre de Balboa y la literatura cubana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1987, p. 57) «que Del Monte y Echeverría no eran capaces de dar a conocer un texto con un héroe negro que daba muerte a un blanco», esto se encuentra desmentido, al menos en lo referente a Palma —tan ligado a los autores mencionados— al describir en su «Un episodio…», en forma encomiástica, la muerte del pirata Gilberto a manos del esclavo negro Salvador Golomón. También debe recordarse que Palma trató de hacer pasar parte de su obra bajo la firma apócrifa del «Bachiller Alfonso de Maldonado», un fallido intento de superchería literaria.

13

Cirilo Villaverde: «Autobiografía», en Ana Cairo: Letras. Cultura en Cuba 4. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1987, p. 5.

14

Félix M. Tanco en carta incluida en el Centón epistolario de Domingo del Monte (ob. cit., tomo VII, p. 113), y Enrique Sosa en La economía en la novela cubana del siglo XIX (Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1978, capítulo III).

15

Echeverría refuta, en un comunicado publicado en el Diario de la Habana el 12 de julio de 1838, una crítica de Amaranto —seudónimo de Manuel Costales— aparecida en el mismo periódico el 17 de junio. Después habrá réplica y contrarréplicas de Echeverría (21 de julio) y Amaranto (25 de julio).

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El Real Cuerpo patriótico es la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Las maniguas a que se refiere, dado el texto de Palma, deben ser el juego de «monte», que después llegó a ser prohibido por las leyes.

17

Domingo del Monte: ob. cit., tomo VII, p. 113.

18

Aunque el mismo Villaverde («Autobiografía», en ob. cit., pp. 4-5) manifiesta que su vocación literaria y la redacción de sus primeras narraciones fueron motivadas por la lectura de «Matanzas y Yumurí» —también una leyenda romántica—, Roberto Friol afirma que De todos modos, las líneas decisivas de la novela cubana parten de ellos [los relatos de Villaverde] y no de aquellas [la obra de Palma] de la misma manera que el descubrimiento de América adquiere trascendencia a partir de los viajes de Colón y no de los viajes previos de los normandos («La novela cubana en el siglo XIX», en Unión, La Habana, 4 (4): 180, dic., 1988).

19

24

Ramiro Guerra: Manual de historia de Cuba. Cultural, La Habana, 1938, p. 391.

25

Miguel Tacón: Correspondencia reservada del Capitán General Don Miguel Tacón con el gobierno de Madrid, 1834-1836. Introducción, notas y bibliografía por Juan Pérez de la Riva. Consejo Nacional de Cultura. Biblioteca Nacional José Martí. Dpto. Colección Cubana, La Habana, 1963, p. 252.

26

Ob. cit., p. 322.

27

Juan Francisco Manzano: Obras. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1972, p. 87.

28

Roberto Friol: Suite para Juan Francisco Manzano. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1977, p. 47.

29

Revista Cubana, t. X, p. 325.

30

El envío corrobado y en gran medida, rescatado, gracias al encuentro de una copia del material en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ver Adriana Lewis Galanes: «El Álbum de Domingo del Monte (Cuba, 1838/39)», en Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid, pp. 451-452, enero-febrero, 1988.

31

Revista cubana: ed. cit.

32

Domingo del Monte: ed. cit., tomo VIII, p. 50.

33

Ed. cit., p. 134.

34

Revista Cubana, ed. cit.

35

Roberto Friol: «Introducción», en Cirilo Villaverde: Diario del ranchador. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1982, p. 22.

36

José Z. González del Valle: La vida literaria en Cuba (1836-1840). Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública. Dirección de Cultura, La Habana, 1938, p. 167.

En el libro de ensayos Tientos y diferencias de Alejo Carpentier (Ediciones Unión, La Habana, 1968), puede leerse lo siguiente: …nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo —todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto— para situarlo en lo universal […] Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales, por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal (p. 32). …creo que ciertas realidades americanas, por no haber sido explotadas literariamente, por no haber sido nombradas, exigen un largo, vasto, paciente, proceso de observación (p. 12).

20

Ambrosio Fornet: «Literatura y mercado en la Cuba colonial (1830-1860)», en Casa de las Américas. La Habana, 14 (84): 40-52, may.-jun., 1974.

21

Como descubrió Roberto Friol, existía otro capítulo no publicado en esta primera versión. Ver «Cecilia Valdés de La Siempreviva», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí. La Habana, a. 73, 3a época, v. XII, pp. 43-52, sep.-dic., 1982.

37

Domingo del Monte: ob. cit., tomo IV, p. 44.

38

Eduardo Castañeda: «Prólogo» en Anselmo Suárez y Romero: Francisco. Pról. de […] Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974, p. 14.

De hecho, aunque sea sólo en la intención, aquí Villaverde está anticipándose en más de un siglo al Relato de un náufrago (Gabriel García Márquez: Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1981).

39

Mary Cruz: «Prólogo», en Gertrudis Gómez de Avellaneda»: Sab. Pról. y notas de […] Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1976, p. 120.

40

Salvador Bueno: El negro en la novela hispanoamericana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 94.

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verde: Dos amores. Pról. de […]. Editorial Letras Cubanas, 1980, p. 17.

Denia García Ronda: «Prólogo», en Cirilo Villa-

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2.7 LA PROSA REFLEXIVA ENTRE 1820 Y 1844 2.7.1 Ensayismo y polémica en el pensamiento político-social de José Antonio Saco El bayamés José Antonio Saco (1797-1879), discípulo predilecto de Félix Varela, a quien sustituyó en la Cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos cuando el Presbítero, electo diputado a Cortes, marchó a Madrid en 1821, ejerció tan honda influencia sobre un importante sector de sus contemporáneos, que resulta imposible escribir la historia de Cuba a partir de dicha fecha sin tomar en cuenta sus ideas político-sociales. Poseedor, por otra parte, de una amplia cultura que con el tiempo devino erudición, dominó tanto los conocimientos humanísticos como buena parte de las ciencias de su tiempo y su prosa brilló con cualidades que lo colocan entre nuestros primeros polemistas, ensayistas e historiadores del siglo XIX. Fue en 1829, desde las columnas de El Mensajero Semanal, periódico que —como se sabe— publicó en Nueva York y Filadelfia con su maestro Félix Varela, cuando José Antonio Saco mostró por vez primera la agudeza de sus dotes polémicas en su defensa de José María Heredia ante los ataques del polígrafo español Ramón de la Sagra. Ante las respuestas de Sagra, el bayamés contraatacó «con la sangre encendida» y así estalló una verdadera guerra verbal en la que el primero destrozó a un oponente que carecía de bagaje para responderle. El método del cubano consistió en utilizar contra el español sus propios argumentos, para con ellos demos-

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trar su ignorancia, no sólo en cuestiones literarias, sino hasta en las botánicas, ciencia de la cual era profesor y se suponía debía dominar. En esta polémica, el lenguaje de Saco se adecua en cada caso al objetivo que persigue. Cuando se refiere a la labor de Félix Varela y a la suya propia, es sereno, terso; cuando alude a la de su rival, se torna agresivo y, a veces, de irónico pasa a sarcástico, rasgos que podrán apreciarse en los siguientes párrafos: Cuando nuestras luces o nuestra posición nos han permitido hablar sobre algún asunto, lo hemos hecho francamente, sin dar a entender, con frases enfáticas, o con arrogantes promesas, que todavía nos quedan reflexiones por hacer, o trabajos de importancia que publicar. Tal ha sido nuestra conducta en la redacción del Mensajero y en el curso anterior de nuestra vida. Luego de sentar los principios de su política editorial, así como las razones por las cuales publicó un juicio literario ajeno en lugar de uno propio, todo ello en lenguaje mesurado y respetuoso, cambia ligeramente el tono, para lanzar un ataque a la capacidad y honestidad intelectual de su oponente, basado en la revisión de todos los números de la publicación que aquel dirigía: ¿Y podrá Sagra gloriarse de habernos imitado? No por cierto. A él le ha sucedido lo que a un hombre pobre y vanidoso, que por

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ostentar riquezas promete grandes sumas de dinero, y cuando llega el caso de cumplir sus compromisos, se encuentra en descubrimiento, y desacreditado por los mismos a quienes pensó deslumbrar. Yo apelo a sus Anales, que ellos no me dejarán mentir. 1 Al burlarse Saco de los supuestos conocimientos botánicos del director del jardín del ramo en La Habana, se refiere a múltiples trabajos científicos anunciados por Sagra en sus Anales y nunca publicados y, además del empleo del tono irónico, acude al uso de cubanismos en el léxico, recurso coloquial que acentúa su diferencia medular con el español. Así podemos leer: «Yo sin embargo le suplico, que haga un huequecito para trabajar siquiera y dar a luz la Memoria sobre los plátanos, pues tengo un conuquito en tierra adentro, y quiero enviársela a mi mayoral, para que aprenda a sembrar científicamente esa planta monocotiledón.»2 Más adelante, refiriéndose a las experiencias de su contrincante con su plantío de caña de cinta, ataca: «Se perdió el primer plantío, pero no por mala estación; sino por mal dirigido. Y ¿quién lo dirigió? Sagra. Luego Sagra, no sabe ni aún sembrar caña; pero es así, que no hay negro niguatejo de los ingenios que no sepa sembrarla; luego en materias de agricultura Sagra sabe menos que los negros de los ingenios.» 3 La violencia verbal de José Antonio Saco alcanza una expresividad tal, que el lector siente la ira y el desprecio del escritor hacia su oponente, como cuando responde a una alusión de éste respecto a Simón Bolívar, al que el gallego califica de «bribonazo», porque «ya no desea el bien de la isla como en 1825», acusación hecha con la idea de que los redactores del Mensajero asumieran la defensa del Libertador: «¡Qué alegre estarás, Sagrita! —replica Saco—, ya me parece que te oigo decir, te cogí, te cogí. Anda, mentecato, que me vienes a echar carnadas envenenadas. Soy pez muy malicioso para picar en ese anzuelo.» 4 En el fondo de esta violenta polémica, que no trató de dilucidar la calidad literaria de las poesías de José María Heredia, pretexto que la

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desencadenó, sino la originalidad y capacidad intelectuales de ambos contendientes, se hallaba, por parte de Sagra, el deseo de humillar y desacreditar a dos cubanos exiliados por su confesada ideología separatista: el propio poeta y Félix Varela; por parte de José Antonio Saco, la necesidad de defender su tierra natal, su patria, cuya nacionalidad, distinta a la española, comenzaba ya a bullir en los sentimientos de muchos cubanos, quizás sin éstos saberlo, ni siquiera tener conciencia clara del nacimiento de la misma. Así lo confiesa el bayamés al expresar: «Mi honor ofendido y la voz de la patria que altamente clama por el desagravio de tantas injurias amontonadas sobre ella por un hombre mal agradecido, son los móviles que hoy impelen mi pluma.» 5 Idéntica fue la esencia de la polémica surgida en 1834 en torno a la creación de la Academia Cubana de Literatura, cuya «Justa Defensa» asumió el bayamés. Comenzó el debate con algunas escaramuzas verbales a través del Diario de La Habana, sostenidas entre defensores y detractores de la misma y centradas en cuestiones de procedimiento. Al no poder los segundos atacar con justicia la intención de crear un organismo que se dedicara al estudio de las bellas letras, cuyo nacimiento, además, había sido aprobado por el propio trono español, dirigieron el fuego contra la forma en que la institución se había constituido en ente independiente de la Real Sociedad Patriótica. Bajo el seudónimo de «Socio amante de la literatura y el orden», Antonio Zambrana, entonces Secretario de la Real Sociedad, publicó el 12 de abril de aquel año un ataque a la recién nacida Academia, para lo cual se apoyaba en Reales Decretos y Cédulas, que esgrimía contra los académicos. Saco, con clara mente jurídica, ripostó al día siguiente instándole a que imprimiera dichos documentos en el propio Diario y rogándole, asimismo, que revisara su artículo y corrigiera las inexactitudes que el mismo contenía. Zambrana cayó en la trampa que el bayamés le tendía y, al día siguiente, replicaba que se veía imposibilitado de publicar los documentos, pero que ya había advertido inexactitudes gramaticales, que pasaba a corregir a modo de fe de erra-

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tas. De inmediato, se ensañó Saco en su triunfo, al responder a Zambrana en tono burlón, mas sin ir al fondo de sus verdaderas objeciones: «Cuando encargué a Ud. que revisase bien su artículo, no me contraje a cuestiones gramaticales: Ud. no entendió el sentido de mis palabras. Yo me refería al cuerpo del papel, al fondo de las ideas; pero no a vocablos ni terminillos que son insignificantes en materia de gran momento.» 6 Saco desplegó sus verdaderas razones en la «Justa defensa de la Academia Cubana de Literatura» que —como se sabe— se vio obligado a publicar clandestinamente en Matanzas, con pie de imprenta falso, por haber prohibido el Capitán General de la Isla la aparición en la prensa de cualquier artículo que tratase sobre dicha institución. En la misma, desarrolló el bayamés su conocido método de ataque al refutar una por una y utilizando sus propios argumentos —así como una abundante información histórica— las acusaciones de irregularidades en el procedimiento esgrimidas por Antonio Zambrana a quien, de paso, y según su costumbre, lanzó algún que otro saetazo irónico: […] ¡Qué tal, señor secretario, que tal! […] Ahora conocerá Ud. que cuando le encargué que revisase bien su papel, no me dirigí a examinar si esplícita debe escribirse con s o con x, ni si debía decirse de fomento o del fomento, sino que quería que Ud. se ratificase en este punto, para que nunca le quedase el recurso de escapárseme, atribuyendo a la imprenta alguna equivocación en las fechas […] 7 Y más adelante, implacable, lanzaba a Zambrana otro dardo en este mismo sentido, al reiterar que advertido de que sus argumentos contenían errores, «toda la corrección que hizo, fue aquella pueril fe de erratas que tanto divirtió al público a expensas de su autor». 8 El resto de la «Defensa» está escrito en lenguaje cuidado y sobrio, del cual llama la atención el sentido pragmático de Saco quien, sin estar de acuerdo con la política metropolitana, se muestra agradecido y respetuoso con la so-

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berana española, en clara maniobra para indisponerla con la acción que, contra su Real Mandato, había realizado la Sociedad Patriótica, como cuando afirma: «estando identificados con las ideas del Gobierno y con las ideas que propone, nos congratulamos sobre manera [sic] en el adelantamiento y mejora que ha de recibir la nación bajo el reinado augusto de Isabel». 9 De las múltiples polémicas que sostuvo José Antonio Saco durante su larga actuación pública,10 quizás la de más trascendencia intrínseca, más allá de la coyuntura política que la provocó, fue la que mantuvo a partir de 1848 con los partidarios de la anexión de Cuba a los Estados Unidos, por hallarse entre sus argumentos contra dicha tendencia la primera apasionada defensa escrita —e intento de definición— de la nacionalidad cubana, como un ente con existencia y personalidad propias, diferente, aunque descendiente, de la española, de la que adquiría rasgos distintivos que la oponían a la anglo-norteamericana. Obviando el inveterado racismo de José Antonio Saco —lógico en un cubano blanco de su época y clase social—, que lo hacía excluir de la nacionalidad cubana a todos los miembros de la raza negra, así como la explicable confusión que sufrió al tratar de definir el propio concepto de la nacionalidad, siempre quedarán incólumes para nuestra historia política y cultural sus apasionadas palabras a Gaspar Betancourt Cisneros, en respuesta a la invitación de éste para que engrosara las filas anexionistas: En cuanto a mí, a pesar de que conozco las inmensas ventajas que obtendría Cuba con esa incorporación pacífica a los Estados Unidos, debo confesar con todo el candor de mi alma, que me quedaría un reparo, un sentimiento secreto por la pérdida de nuestra nacionalidad cubana. […] yo quiero que Cuba sea para los cubanos y no para una raza extranjera. 11 La carta de El Lugareño y los preparativos bélicos de los anexionistas, impelieron a José Antonio Saco a tomar la pluma para escribir en 1848, desde París, sus «Ideas sobre la incorpo-

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ración de Cuba en los Estados Unidos». En este magistral ensayo, a través de una prosa que emplea de inicio un tono coloquial, destinado a entablar un diálogo amistoso con el lector al exponerle el autor sus motivaciones, para entrar de inmediato en el núcleo de la argumentación, desarrollada en un lenguaje transparente que sirve de expresión a una lógica demoledora, el bayamés, sobre la base de su respuesta a Betancourt Cisneros, analiza las variantes y posibilidades de la anexión de la Isla al vecino norteamericano, bien fuera por una improbable vía pacífica o por la más probable que implicaba la necesidad de recurrir a la lucha armada, para demostrar que, en ambos casos, el resultado cierto sería la pérdida de la nacionalidad y, en el segundo, además, la ruina total de la riqueza cubana. Los contundentes argumentos de José Antonio Saco provocaron numerosas respuestas e impugnaciones, de las cuales, el bayamés sólo respondió, en 1850, a tres folletos publicados en los Estados Unidos, amparados en el anonimato, aunque luego se supo que sus autores eran Ramón de Palma, quien utilizó el seudónimo de «Amigo», Lorenzo Allo, escudado tras el de «Discípulo» y Gaspar Betancourt Cisneros, a quien Saco llamó «Compatricio». Este excelente trabajo polémico vio la luz en Madrid, en 1850, bajo el título de «Réplica de Don José Antonio Saco a los anexionistas que han impugnado sus ideas sobre la incorporación de Cuba en los Estados Unidos.» Concebido como un diálogo con sus oponentes, el bayamés comenzó por sentar el principal objetivo de su argumentación, al afirmar: «Yo no puedo ser partidario de una anexión, que aunque pacífica y ventajosa por muchas razones, mataría infaliblemente dentro de pocos años la macionalidad cubana»,12 para a continuación pasar a rebatir por separado los argumentos del «Amigo» y del «Discípulo», uno de cuyos párrafos respondió con esta sencilla y sentida frase, en la cual sintetiza la raíz más profunda de su posición antianexionista: «La palabra expatriación está escrita en el Diccionario de nuestra lengua; pero su verdadero sentido no se encuentra sino en el corazón de un proscrito,

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amante de su patria.» 13 Reunió luego el polemista la refutación a los puntos comunes de los argumentos del «Amigo» y del «Discípulo», para replicar de inmediato al «Compatricio» y terminar reduciendo los motivos de los partidarios de la anexión a dos grandes principios: 1ro., el del mantenimiento de la esclavitud, y 2do., el del anhelo de gozar de libertad política y económica, motivo este que consideraba noble, si no fuera porque, reiteraba, «incorporada Cuba en los Estados Unidos, su actual nacionalidad perecería irremediablemente», y argumentaba al respecto: […] que me nieguen, o den a entender, que no existe la nacionalidad cubana, y que quieran sostenerme, que aún en el caso de existir, ella no se perdería con la anexión, son errores que debo combatir. […] todo pueblo que habita un mismo suelo, y tiene un mismo origen, una misma lengua, y unos mismos usos y costumbres, ese pueblo tiene una nacionalidad. […] Negar la nacionalidad cubana, es negar la luz del sol de los trópicos en punto de mediodía. 14 El hecho de que excluya de esta nacionalidad a uno de sus dos afluentes principales o que no pueda distinguirla de los grupos étnicos, no le aminora a José Antonio Saco el mérito de haber sido en Cuba el primero en haber tratado de establecer la existencia de nuestra nacionalidad, la que defendió con toda la fuerza de su vibrante y polémica palabra. Esta vertiente de la prosa de José Antonio Saco se caracterizó por algunos rasgos típicos, entre los que sobresalen en la demostración de sus argumentos y en la refutación o cuestionamiento de los de sus contrarios, el uso del implícito discursivo, al presentar como probabilidades elementos importantes de su discurso lógico; el de los subrayados y las reiteraciones como recursos de modalización enfática, así como del sarcasmo, la ironía y el dilema, sin excluir, desde luego, el ataque personal, directo, a su adversario. La vertiente de neto perfil ensayístico en la obra de José Antonio Saco tiene uno de sus

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mejores exponentes en la «Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba», escrita en Nueva York, en 1830, para optar por el premio en un concurso anual que por entonces convocaba la Real Sociedad Patriótica de La Habana. El trabajo fue galardonado en 1831 y apareció publicado en abril del siguiente año en la Revista Bimestre Cubana.15 En este ensayo, Saco hizo una verdadera vivisección de la sociedad de su tiempo, para poner al descubierto los vicios más connotados que la aquejaban y denunciar la responsabilidad que por su existencia recaía sobre el gobierno colonial, debido a su pésima administración y absoluta falta de interés en el progreso cultural y social de la Isla. Analizó el bayamés, en primer término, la nefasta influencia del juego, en sus diferentes manifestaciones, y, quizás sin proponérselo, presentó un acabado cuadro costumbrista, ejecutado con trazos firmes, serenos, directos, sin necesidad de acudir a ninguno de los recursos de la narrativa, sino a través de la escueta exposición de la realidad: un país donde día y noche permanecían abiertos los garitos; donde se jugaba en fiestas y ferias populares, cuyas mesas eran frecuentadas por mujeres jóvenes y maduras, mozos y ancianos, de todos los rangos sociales; donde el entretenimiento favorito de las familias era el juego de naipes, en el cual, a veces, se perdían gruesas sumas de dinero, por lo que los niños, desde su más tierna infancia, aprendían todos sus secretos; donde existían establecimientos, abiertos desde el amanecer hasta tarde en la noche, para jugar lotería a interés; donde proliferaban las vallas de gallos y los billares y, todo ello, durante las horas que normalmente debían dedicarse al trabajo. Suponía el autor, que si el gobierno se hubiera ocupado de establecer bibliotecas públicas y museos; de construir paseos, avenidas y alamedas, buena parte de aquéllos que buscaban solaz en el juego, lo hubieran hallado en dichos establecimientos culturales y sitios de sana distracción al aire libre, tan necesarios en un clima cálido como el nuestro. Consideraba igualmente nocivo el exceso de días festivos que, sumados a los domingos, totalizaban una cuarta parte del año y durante los cuales la mayor parte de la pobla-

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ción se daba «al juego y a la embriaguez, al torpe amor y a otras licencias.» 16 Pasaba luego el bayamés a otro tipo de consideraciones. Estimaba que la falta de caminos estimulaba la desidia y la vagancia en los campesinos, ya que no podían llevar sus productos a los puntos de consumo y sus cosechas se destruían en los mismos campos donde las habían cultivado; por otra parte, de haber existido caminos —reflexionaba—, muchos desocupados hubieran podido trabajar en el transporte de los frutos de la tierra hacia poblaciones y mercados. Consideraba Saco que otro medio para extirpar la vagancia, encubierta bajo el manto de la mendicidad, hubiera sido establecer las que denominaba «casas de pobres», donde debía encerrarse a los verdaderos desvalidos y proporcionarles trabajo según sus fuerzas, pues, inquiría: […] ¿Quién no sabe que un enjambre de vagabundos infestan nuestros pueblos, y que pretextando desgracias y enfermedades, excitan la compasión del vecindario y le arrancan sumas considerables? ¿Quién no tropieza en nuestras calles, desde el toque de las oraciones, con una turba de mujeres, que envueltas en una mantilla y llorando penas y miserias, andan de puerta en puerta pidiendo un bocado con qué alimentarse? ¿Y quién ignora, que muchas de estas mujeres se valen de tan infame recurso para presentarse en público, no con decencia, sino con escándalo, o para mantener a un marido holgazán o a unos hijos perdularios? 17 Abordó también el bayamés en su análisis el estado de las instituciones penales de la Isla, en las cuales —denunciaba—, entraban jóvenes sanos y salían delincuentes, pues en ellas aprendían todo tipo de vicios y delitos. Por otra parte —continuaba— en las cárceles no se les daba ninguna ocupación a los penados, por lo cual, si al entrar tenían un oficio, al salir lo habían perdido, así como el amor al trabajo. Arremetía a continuación contra el foro, cuya desmoralización denunció en expresivos términos.

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Culminó Saco su análisis de las causas de la vagancia en Cuba con la mención de las pocas ocupaciones lucrativas que se fomentaban en la Isla, el pésimo estado de la enseñanza y el prejuicio de los blancos hacia las labores artesanales, consideradas tradicionalmente trabajo de negros —por encontrarse en sus manos— y, por tanto, de esclavos, sofisma que estimaba debía desenmascararse mediante la educación. Eliminadas esas causas, concluía, desaparecería la vagancia. Escrita en un lenguaje diáfano, directo, sin falsas retóricas ni obsoletas alusiones mitológicas tan caras al neoclasicismo, esta memoria es representativa del estilo ensayístico de José Antonio Saco, que se caracterizó por ser claro, gramaticalmente correcto, de rico léxico, enfático cuando el asunto lo requería, irónico en otras circunstancias, pero siempre expresión a todos accesible del mensaje político, económico o sociológico que su autor quiso transmitir. Las características antes mencionadas, sintetizables en cuatro rasgos predominantes en su estilo, según el tema y la ocasión, como son el antirretoricismo, el apasionamiento, la sobriedad y la ironía, permiten establecer el parentesco inequívoco entre la prosa del bayamés y el romanticismo literario de la etapa. En 1856, cuando residía en París, acometió el bayamés la compilación de la mayor parte de sus escritos, publicados unos, inéditos otros, para lo cual siguió un orden cronológico y por materias, de forma de reunir en el tercero y último tomo, todos sus trabajos de carácter político. La obra, que apareció bajo el título de Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, ya publicados, ya inéditos por Dn. José Antonio Saco, tiene la ventaja sobre las ediciones originales de los distintos materiales que la componen, de que los mismos fueron actualizados, corregidos y anotados por su autor, quien hizo una breve introducción explicativa de las circunstancias personales e históricas en las que apareció cada uno, por lo cual estos Papeles… poseen un extraordinario valor biográfico-histórico. La obra magna de José Antonio Saco, al menos desde el punto de vista de su monumental proyecto y gigantesca investigación, fue su His-

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toria de la esclavitud, aunque el bayamés no logró terminarla ni realizar por completo los objetivos que con ella se propusiera. El autor comenzó su indagación historiográfica en 1837, cuando pensó escribir una Historia de América; no obstante, en 1841 había cambiado su objeto de estudio por el del comercio —o trata— de negros africanos. Dado el carácter pragmático de nuestro polemista, es lógico pensar que su praxis histórica obedeciera a un fin político: abogar por la suspensión de dicho comercio, ya ilícito, y contra el cual libró continuas batallas. Sin embargo, en 1875, al publicar el primer tomo de su tan acariciada obra, la misma apareció como Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. Las razones del cambio parecen obvias: hacia esa fecha, ya no tenía sentido abogar por el cese del comercio de esclavos, sino, abiertamente, por la liquidación de la propia institución. Luego de consultar archivos y bibliotecas de las principales capitales europeas y en posesión de ricos materiales sobre el tema, acometió Saco su tarea con un diseño de investigación que, con sentido sorprendentemente moderno de este quehacer, buscaba el origen histórico de los fenómenos y comparaba sus manifestaciones pasadas y presentes, así como —en el caso de su objeto de estudio, la institución de la esclavitud—, la solución que a su liquidación como fuerza de trabajo se dio a lo largo de los siglos, problemas de extraordinaria vigencia para la Cuba de su tiempo. Saco concibió su historia en tres partes, que constituirían un gran todo, aunque serían independientes entre sí: la Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, la Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países américo-hispanos y la Historia de la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo. La primera se editó en tres volúmenes, los dos primeros en París, en 1875, y en Barcelona el tercero, dos años más tarde. De las otras dos partes de su monumental proyecto, sólo pudo imprimir un tomo de la segunda, que vio la luz en Barcelona en 1879. 18 Estilísticamente, la obra se ajusta a las características señaladas en su autor, aunque es bue-

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no recordar que fue un trabajo realizado a lo largo de muchos años y de un caudal tal de información, que aparecen en él desigualdades debidas no tan sólo al paso del tiempo, sino a la dificultad de dedicarse el escritor a pulir y cuidar su prosa, cuando, por desdicha, la vida ya se le escapaba. No obstante, subsiste en esta Historia la sobriedad, concisión, exactitud en la expresión de lo que quiere decirse y, en la mayoría de los casos, la elegancia que signó toda la producción de José Antonio Saco. En 1921, Domingo Figarola Caneda publicó en La Habana un grueso volumen titulado José Antonio Saco. Documentos para su vida, en el cual recogió la correspondencia del bayamés dirigida a José Luis Alfonso, Domingo del Monte, José de la Luz y Caballero, José Antonio Echeverría, Gonzalo Alfonso y José Valdés Fauli, así como otras misivas enviadas a diversas personalidades y que no llegan a constituir —como las demás— una colección. La recopilación posee un triple valor: de una parte, es fuente inagotable para los interesados en la biografía del insigne bayamés; simultáneamente, constituye un inapreciable testimonio sobre las actividades o ideas político-sociales de algunos de los más connotados representantes de la burguesía esclavista cubana; por último, no debe olvidarse que Saco fue un extraordinario epistológrafo y en sus cartas hallamos lo más personal de su estilo: sus notas de buen humor, su continuo uso de coloquialismos —refranes, dicharachos, cubanismos— y, en ocasiones, una vitriólica nota sarcástica, rasgos que pueden apreciarse en varias misivas dirigidas a José Luis Alfonso. En una de ellas escribe: «En cuanto a mí, la cuestión está resuelta: soy partidario decidido de los climas calientes; y prefiero morir por evaporación y no por congelación.»19 En otra, dirige un pequeño saetazo irónico al compilador del Centón epistolario: «me dicen que Domingo del Monte está muy gordito, y que usa una cabellera más larga que la que arrastraba Jesús Nazareno. El siempre ha sido un literato elegante.» 20 En una tercera: «Te lamentas con razón de haber enterrado ya en París a cuatro habaneros; pero consuélate con la idea de que vale más ser sepulturero que sepultado. El

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que está muy rebelde e ingrato conmigo es Dominguito del Monte, pues a esta hora me tiene todavía con la carta que me escribió el 27 de noviembre. Tal vez esté corriendo algunas bacanales […] Yo le he tirado desde aquí varias esquelitas, pero […] el hombre se las traga todas a pie firme…» 21 A Domingo del Monte, refiriéndose a la edición por éste en 1829 de los Versos de Juan Nicasio Gallego, espeta: Por fin parió Catana, pero un ridiculus mus. Con que el Gallego (no de nacimiento sino de apellido) tiene poca venta? Eso equivale a una bancarrota completa […] Hombre, qué sentido está contigo, el célebre comerciante Don Patricio Baravilbaro, porque no le regalaste un ejemplar del Gallego. Lo vi el otro día, y me costó trabajo el consolarlo. ¡Qué llanto! ¡Qué profundos sollozos! Más de dos horas estuve batallando por sosegarlo, hasta que por último me vi ya impulsado a mandarlo a la mierda. Los hombres tipográficos como tú, saben bien lo que significan esas tres rayas.22 Al propio Domingo del Monte, comunica: […] Allá en N. York los pilletes de la Verdad me han soltado sus articulillos, y dos de ellos han llegado a mis manos: el uno, que no dice nada […]; el otro, que te incluyo, lo saborearás, y te quedarás chupando los dedos. Yo pensé limpiarme con él las flores del culantrillo, […] y devolvérselo a su autor, que según las iniciales es Cirilito Villaverde; pero no he podido hacerlo, porque quiero que tú lo leas […]23 José Antonio Saco, por su obra polémicoensayística, histórica y epistolar, ocupa un destacado lugar entre nuestros prosistas del siglo XIX. Su estilo, fresco y directo, su criollo sentido del humor, su férrea lógica, no han perdido actualidad, y aunque casi todas sus ideas hayan sido superadas por la historia, puede hombrearse

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con muchos ensayistas de la primera mitad de este siglo, e incluso ganarles la palma de la contemporaneidad. 2.7.2 El pensamiento y la obra de José de la Luz y Caballero. La polémica filosófica Nacido con el siglo, José de la Luz y Caballero —1800-1862— es sin duda el pensador más progresista entre las figuras que florecen en Cuba entre 1830 y 1837 —momento de la segunda etapa reformista lidereada por José Antonio Saco— la mayoría de los cuales desarrollan sus obras entre esa década y el inicio de la Guerra de los Diez Años. Es el continuador, en los planos filosófico y pedagógico, de la obra revolucionaria desarrollada por su maestro Félix Varela y, en este sentido, se destaca no sólo en Cuba sino en el continente latinoamericano como uno de los pensadores de mayor importancia. La obra de José de la Luz y Caballero ha sido objeto de muy diversas interpretaciones. En los planos político y social esta diversidad de criterios ha requerido un análisis profundo en tanto juicios opuestos fueron emitidos por dos grandes figuras de la historia de la revolución cubana: José Martí y Antonio Maceo, quienes vieron a Luz desde ópticas diferentes. En los años de la república se llegó incluso a acusar al filósofo habanero de falsa cubanía por no haber asumido una posición activa frente a la esclavitud y a la dominación colonial. No es ajeno a esta disparidad de criterios en el plano filosófico el hecho de que José de la Luz y Caballero expuso sus ideas en forma de aforismos, elencos de carácter docente y, sobre todo, al modo de la polémica filosófica. Son sobre todo los textos que responden a esta última forma los que permiten apreciar mejor el contenido de sus concepciones en torno al método filosófico, al origen de las ideas, al eclecticismo espiritualista cousiniano, a la ideología —movimiento que en Francia continúa la orientación sensualista de Condillac— y la moral, temas sobre los cuales versaron las polémicas que se desarrollaron en la prensa cubana entre 1838 y 1840. Para interpretar cabalmente el ideario político-social de Luz y Caballero, es necesario tener

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en cuenta que su momento histórico no fue ni el de Varela ni el de Céspedes, aunque, como ha sido planteado, sus vidas se entrecrucen en el tiempo. Es necesario tener en cuenta que José de la Luz y Caballero, por su origen, por sus relaciones personales, por sus intereses, era un pensador burgués vinculado con las aspiraciones de los hacendados, si bien mantuvo, desde el punto de vista ideológico, una posición más progresista que otras figuras de la época y que la mayoría de su clase. No por ello es menor su significación histórica, en tanto por entonces los hacendados constituían la clase rectora en lo económico y en lo político; pero de este hecho le vienen también sus limitaciones, como ha sido señalado. No fue Luz, como pensaba Maceo, impulsado quizás por un conocimiento incompleto de su trayectoria, un sostenedor de la esclavitud. De manera cautelosa, como su clase, se opuso a la trata. No hay en su vida una posición militante contra el sistema mismo y, de hecho, su alegato de defensa en el juicio por su supuesta participación en la Conspiración de la Escalera, resulta una condena contra cualquier insurrección abolicionista. Consideró peligroso liberar de improviso a la masa de esclavos aun por medio de la abolición con indemnización como planteaba Varela; pero tampoco fue esclavista, pues consideraba que el sistema contaminaba a amos y esclavos. Hechos como la amistad y la defensa del antitratista cónsul inglés Turnbul y el legado testamentario que daba libertad a los esclavos del ingenio que en parte poseía su esposa, así lo atestiguan. No fue en realidad Luz un ideólogo retrasante por sus doctrinas evolucionistas, como opinara Maceo. Pero tampoco es enteramente justo ver en él, como lo hicieron Piñeyro, Sanguily, Varona y el propio Martí, un trabajador por la independencia obligado a realizar su obra calladamente. Luz no fue un independentista ni llegó a los extremos conservadores de Saco y Del Monte. Creyó, sí, inútil el intento de sublevar a los cubanos como había pretendido Varela desde El Habanero. Como su maestro, sin embargo, se percató de la relación entre los intereses económicos y las ideas políticas y sociales, debido a lo cual afirmaba que los ricos se sublevarían en

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Cuba tan pronto como les tocasen sus caudales. Su táctica política, contraria a la de Varela, se basaba en no anticipar la obra del tiempo que, aunque más lenta, es más segura que la del deseo. Sin embargo, es justo señalar que si bien Varela no había renunciado a su ideal independentista, por estos años andaba escéptico en cuanto a la posibilidad de ponerlo en práctica y recomendaba cautela a sus discípulos. También es cierto que, por estos años, el separatismo que se promulgaba significaba la anexión a los Estados Unidos y por tanto no era precisamente revolucionario, mientras que el reformismo de Luz resultaba un antecedente del independentismo y, por ello, era progresista. Resulta erróneo por tanto considerar a Luz como sustentador de una falsa cubanía. Tampoco es correcto establecer la misma relación entre su prédica moral y su papel como educador y el estallido del 68, y la que existe entre la labor ideológica y organizativa de Martí y el inicio de la Guerra de 1895. No fueron precisamente los alumnos de Luz —salvo excepciones— los gestores de la Guerra de los Diez Años, aunque la huella de su prédica moral esté en algunos de los combatientes que, como Manuel Sanguily, lo escucharon en las aulas de El Salvador. Tampoco fue José de la Luz y Caballero el educador del privilegio, como pensó Maceo. No defendió las posiciones más reaccionarias de su época, la de los partidarios de la dominación colonial y la esclavitud, pues ambas aparecen condenadas en su prédica, que sirvió para formar a una juventud que rechazó el sistema esclavista. No aparece en su obra, sin embargo, el desvelo por la educación popular aunque no se desentendió de ella totalmente. Pretendía contribuir al progreso con la preparación de dirigentes y técnicos que propiciaran la industrialización que se iniciaba. En esa dirección marchan sus proyectos del Instituto Cubano y la Escuela Náutica, así como la introducción de la física en los planes de estudio para impedir que los jóvenes se consagraran solamente al foro y a la medicina. Esto era progresista entonces, porque la industrialización convenía al desarrollo del país. No pudo, sin embargo, romper con los prejuicios de aquella época; en

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los centros que intentó fundar no podían entrar negros, aunque previó la posibilidad de alumnos pobres. Llegó a contemplar un plan de educación popular como parte de un proceso de industrialización por medio de la reforma educacional. En el plano filosófico y, estrechamente relacionado con este, en sus concepciones pedagógicas, es donde se destaca la obra revolucionaria de José de la Luz y Caballero. En primer término, el carácter polémico de lo fundamental de su obra responde al concepto que tenía de la filosofía como un arma para la formación de los jóvenes, a lo que se une cierto recelo en cuanto a la elaboración de sistemas, que heredó del reformismo electivo dieciochesco en Iberoamérica. Luz fue un intelectual de formación verdaderamente enciclopédica: junto a la influencia cartesiana, sobre todo en lo referido al método y al antinatismo, se evidencian las huellas de Locke, Bacon, Hamilton; de la filosofía clásica alemana, especialmente el kantismo por la crítica a la ontología y la metafísica; los materialistas franceses y el utilitarismo benthamista forman parte de su acervo filosófico. Conoció con profundidad las ciencias naturales y humanas de su época, se mantuvo al tanto de las opiniones de Lamarck, Cuvier, Saint Hilaire, Gall, y asumió el evolucionismo en la organización progresiva de la materia. Mantuvo siempre una posición determinista y esta vasta cultura científico-natural constituyó un factor determinante en la tendencia materialista presente en sus indagaciones filosóficas, mucho más evidente en sus obras que en las de su maestro Varela. El método fue una de las preocupaciones centrales de la filosofía y de la pedagogía de su época en Cuba, como consecuencia de la orientación antiescolástica presente en las concepciones más avanzadas. Sobre esta problemática versó la primera de las polémicas de la década del treinta. Luz advierte en sus réplicas a los partidarios del eclecticismo que la cuestión del método constituye uno de los problemas centrales, en tanto llega a determinar incluso toda doctrina filosófica. Basándose en la historia de la filosofía, de la cual tenía una información muy completa, demuestra que este asunto había sido eje

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de enfrentamientos entre el sensualismo y el espiritualismo. Concede así particular importancia al aspecto gnoseológico del problema fundamental de la filosofía. Con Varela y siguiendo a Locke, Luz afirma que «la experiencia es el punto de partida de toda especie de conocimiento».24 A su juicio, la teoría y la práctica deben marchar unidas, y considera que las ideas influyen eficazmente en las acciones; pero además, afirma, que sólo una concepción empirista de las ciencias basada en la práctica, permite comprender que el conocimiento humano está en constante proceso de renovación y por ello todas las ciencias son susceptibles de progreso. Luz predicó la idea de la unidad de las ciencias junto a la de la precedencia de las ciencias naturales sobre las espirituales. Su argumentación se basa en el proceso histórico del surgimiento de las diversas ciencias, con lo cual demuestra que los conocimientos de los hechos naturales son menos complejos que los del hombre, pues en éste se encuentran reunidos las propiedades de todos los cuerpos, las facultades de todos los de su género y, además, la racionalidad. El estudio del hombre exige el método experimental con el cual se han desarrollado las ciencias naturales. Es, pues, partidario de la existencia de un método único de carácter filosófico-científico. De aquí deduce su idea de la existencia de una sola ciencia que se diversifica según los distintos objetos de estudio, lo que expresa la unidad del mundo. Este método no se reduce al empirismo en tanto está consciente de la necesidad de la abstracción y la generalización de los hechos como requisito indispensable para la aparición de una ciencia. Propone un método empírico racionalista como base del conocimiento científico que se diferencia por igual del puramente empírico y del racional. Este método empírico, basado en la observación, debe aplicarse también a las ciencias del espíritu para garantizar que éstas se desarrollen. Hasta tanto eso no ocurra, no podrán resolverse, a su juicio, los más importantes problemas de la organización social. Así se enfrenta a la separación establecida por el eclecticismo entre las ciencias físicas y las morales.

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En cuanto a la polémica en torno a la moral religiosa y la utilitaria, que pretendía enfrentar la religión a las necesidades del hombre en la vida, Luz considera que no hay contradicción entre el deber y la utilidad pues, como su maestro, cree que bien y utilidad son una y la misma cosa. Plantea que aunque la «religión del pueblo» y los Evangelios contienen principios morales válidos, no puede presuponerse que todo está dicho en materia de moralidad. Uno es el camino de las ciencias y otro el de los Evangelios, pues éstos no pueden contener todos los datos obtenidos por las ciencias humanas. Aunque no se contraponen necesariamente, pues las ciencias responden al designio divino de dotar al hombre del libre albedrío para que investigue y conozca los motivos y las causas. Moralidad y justicia coinciden en las ideas lucistas con la verdad, que es una aunque existen muchos sistemas para explicarla. Como todo en el mundo es relativo, Luz cree que no deben acallarse las polémicas, porque pensar de manera distinta no es un crimen, y contribuye al avance del hombre en el plano del conocimiento y de su espiritualidad. La polémica en torno al eclecticismo de Cousin fue la de mayor resonancia en esta época en tanto esta corriente constituyó, de hecho, el enfrentamiento al empirismo de Locke y en general a toda idea materialista, fundamentos del pensamiento más avanzado de la época en la América Latina. La Impugnación a Cousin, obra inconclusa de Luz, recoge lo principal de sus concepciones en torno al análisis hecho por el filósofo francés del Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Luz consideraba pernicioso el eclecticismo espiritualista para la juventud cubana, porque la apartaba del recto camino de la ciencia y la observación, y sustituía el libre pensamiento y la argumentación por la autoridad y la sofistería. Considera que, en esencia, el eclecticismo no había hecho otra cosa que revivir el espiritualismo y el escolasticismo (hecho también apuntado por Varela), en detrimento de las ciencias. Por ello, Luz considera que más deben éstas a los intolerantes que a los conciliadores. Los eclécticos veían en el sensualismo un peligro para

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la moral y la religión, y la posibilidad de una derivación hacia el materialismo. Ante esto, afirma que «si de ahí se deriva… indefectiblemente el materialismo, todos los hombres tienen que ser forzosamente materialistas; porque esa es una verdad tan demostrada que se hace necesario rendirse a la evidencia».25 En lo que se refiere a una teología que se fundamente en conocimientos científicos, Luz, siguiendo su concepción empirista e induccionista, señala que la idea de Dios sólo puede aparecer en el entendimiento humano a través del mundo exterior, por la vía del conocimiento científico natural. Aboga por vincular la ciencia y la religión, pero sin subordinar la primera a la segunda; sino estableciendo que la idea de Dios, en tanto abstracta, es relativa y derivada como grandiosa inducción del conocimiento objetivo de la naturaleza: «al siglo presente —dice— no se le puede llevar al santuario de la religión, sino por el vestíbulo de la ciencia». 26 Se opone, pues, a la concepción de una religión revelada, y también a los intentos de demostrar la existencia de la divinidad por vía lógico-ontológica al estilo escolástico. A Dios se le percibe en el mundo exterior, se le siente en el fondo del pecho, pero el entendimiento no puede percibirle ni penetrar en su naturaleza. Con esto fundamenta Luz la existencia de diversas religiones a lo largo de la historia de la humanidad: politeísmo, monoteísmo, y la religión natural de la cual él mismo es partidario. Luz tuvo una orientación deísta, equidistante igualmente del teísmo y del ateísmo. Creía que el conocimiento de la naturaleza, en lugar de alejar al hombre de la divinidad lo acercaba a ésta. Este deísmo contribuyó en la época a fomentar el libre pensamiento y el espíritu investigativo, ajenos a toda construcción especulativa y oscurantista. En síntesis, Luz combate en el eclecticismo espiritualista la tendencia a restituir concepciones filosóficas pasadas que persiguen sancionar apologéticamente el presente —la Restauración en Francia y la política colonial reaccionaria en Cuba— que se fundamentaba en el llamado doctrinarismo —teoría del optimismo histórico— elaborado por Guizot.

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En lo que al arte se refiere, se ha señalado que en las concepciones filosóficas lucistas hay tres elementos que condicionan sus ideas en torno a estas manifestaciones del espíritu humano: la superación de la contradicción entre el conocimiento sensual y el racional mediante la unidad de la inducción y la deducción, el haber considerado el proceso cognoscitivo no tanto como conocimiento solamente, sino como orientación hacia la práctica estrechamente vinculada con el progreso humano, como parte de su proceso más amplio de apropiación total del mundo en tanto esencia de la autorrealización del género humano, y por último, su visión monista del mundo, contraria a la distinción cousiniana entre sensibilidad e inteligencia con la primacía de esta última.27 De este modo, Luz consideraba necesario no separar la inteligencia de los sentimientos, es decir, de la conciencia; estos últimos constituían también la base tanto de la ciencia como de la religión. De hecho, se aproximó al concepto de la conciencia al considerarla como factor activo de la apropiación del mundo y de sí mismos, de los hombres, efectuada por los sentidos como órganos externos y las diferentes formas de la conciencia como órganos internos. Partiendo de estos presupuestos, Luz considera que el arte «está arraigado en el corazón del hombre, y fecundado por el espectáculo del universo».28 Su función y esencia consiste en producir ideales uniendo el corazón y los sentimientos. El arte, en su apropiación de la realidad, no es, por tanto, idéntico a la apropiación intelectual de la realidad, si bien la envuelve en una unidad superior: al producir ideales, el arte agrega algo a la realidad vivida y observada: «el artista no copia rigurosamente la naturaleza exterior, sino del ejemplar que le ha hecho formar su propio sentimiento».29 Como todos los hombres están dotados de sentimientos, según Luz, el artista al descubrir a través de su creación algo nuevo para la humanidad, lo comunica con su obra al resto de los hombres. Por ello Luz considera que el arte se ha hecho «para mover los afectos de toda la muchedumbre» más que para «ejercitar el juicio de los inteligentes»,30 con lo cual se rectificaba a sí mismo en expresiones anteriores, en las que se refirió tanto al arte

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unilateralmente intelectualizado como al elitista. En consecuencia, con todo ello concibió la literatura como «un instrumento de mejora moral: he aquí su alta misión».31 Se trata de conmover la conciencia de los hombres y encaminarla hacia un ideal anticipador de la realización del género humano. 32 Los medios de que se vale el artista para lograr estos propósitos quedan justificados plenamente si la «obra de arte surte el efecto que se propone —aunque sea por caminos nuevos y desusados…» 33 No se trata de seguir o romper las reglas como propósito preconcebido. No es de ello de lo que depende la creación de lo nuevo, sino del ingenio, de la subjetividad creadora de los individuos. Por lo mismo «en materia de artes nos parece un error el juzgar que los grandes maestros se formaron con largos estudios; nosotros creemos que la inspiración los formó, y el trabajo los perfeccionó.» 34 Como se ha apuntado por la crítica, Luz va más allá de la estrecha polémica entre clasicismo y romanticismo al proclamarse un defensor del progreso también en el terreno de las artes: la diversidad de usos y costumbres de los varios pueblos, y aun del mismo pueblo, según los tiempos, son una fuente perenne de novedad. Luego la literatura debe renovarse, no ya sólo en el modo, pero hasta en la sustancia. He aquí establecida la necesidad del romanticismo. En consecuencia, los grandes ingenios siempre tuvieron una gran parte de romanticismo. 35 La aparición de lo nuevo responde en el arte a la renovación constante de la propia vida, según los tiempos, por tanto, en todas las épocas ha habido innovadores, los románticos son los innovadores de su momento. A la idea de progreso como parte integrante de su concepción del romanticismo, Luz unió dos ideas esenciales también: la racionalidad es una de ellas, pues planteaba que si bien era «lícito abrir nuevas sendas al ingenio, sacudiendo el yugo de las reglas, jamás es permitido sacudir el de la razón; y esto han hecho los románticos».36 Pero, además, la

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idea de una literatura que mueva la conciencia en su totalidad organizada obedeciendo a los ideales que impulsan el progreso de la época. Quien fuera enemigo de la intolerancia en los planes científicos y religiosos, no podía mantenerse indiferente ante esta problemática en lo relacionado con el arte, máxime cuando se desarrollaba en la época el enfrentamiento entre defensores del romanticismo y del clasicismo. Para Luz, en lo relacionado con el público, «la intolerancia en materia de gustos desaparece en gran medida cuando nos colocamos en las circunstancias especiales de cada nación y de cada siglo». 37 Con razón se ha deducido de citas como éstas, que Luz no se encerró en el marco de un nacionalismo estrecho, circunscrito únicamente al momento histórico concreto. No era esto posible para un pensador que supo, siguiendo la tradición de las ideas de su época, buscar en el pensamiento universal los elementos válidos para encontrar respuesta a la problemática filosófica, técnico-científica y político social de su país. Enfocó la literatura también desde el punto de vista universal, sin que por ello desdeñara —sino todo lo contrario— los elementos nacionales. Partía de que la universalidad de la literatura tenía sus fundamentos en la naturaleza que también era universal. No resulta aventurado afirmar, como lo ha hecho la crítica, que Luz percibió con claridad que la literatura «sólo resulta grande si a través de lo particular [las realidades nacionales] se apropia también de lo general: Siempre, pues, que intente el artista impresionarnos tendrá que tomar y escoger así del mundo físico como del mundo moral; que todo se reconcentra en su pecho, para luego salir fuera. Así, en este sentido, el arte es eminentemente creador. Y esta sola consideración decide la contienda entre clásicos y románticos. 38 Para percatarnos de la relación de estas ideas con el desarrollo de una literatura nacional que ya tiene en Cuba con José María Heredia su primer gran exponente, como figura de transición

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entre el neoclasicismo y el romanticismo, habría que recordar solamente el valor que el entorno geográfico insular adquiere en la obra poética del primer cantor de la independencia cubana, como exponente de los sentimientos en favor de la libertad del hombre como derecho inalienable en cuyos marcos se inserta la independencia de los cubanos y el repudio a la esclavitud. En cuanto a los valores literarios de la obra de José de la Luz y Caballero, hay que tener en cuenta que la misma tuvo un carácter esencialmente polémico o didáctico. La necesidad de sintetizar las ideas fundamentales para que sirvieran de guías a sus alumnos en el estudio de materias nada fáciles en el caso de los elencos, o la brevedad de espacio y la relativa premura en la elaboración del artículo periodístico en cuyo marco debía ripostar a sus contendientes con argumentos sólidos e irrefutables, marcaron los rasgos principales de su prosa, de la cual dijo Enrique José Varona, en alguna ocasión, que se resentía a veces de tanta abundancia de conceptos que llegaba a ser difusa, si bien no por ello resultaba confusa, puesto que, a su juicio, Luz, al igual que su maestro Varela, persiguió siempre la misma claridad e hilación del discurso que proclamaron los sensualistas e ideólogos franceses, de los cuales fue admirador. Por lo mismo, se alejó siempre de «la marcha tortuosa del pensamiento alemán y de su estilo seco y a la par redundante y enmarañado»,39 especialmente en la obra de Kant, que Luz parece haber conocido de primera mano. La Impugnación a Cousin, el único texto filosófico que concibió para ser publicado en forma de libro, no escapó a este estilo esencialmente polémico y, por ello, alejado del ensayo que comenzaba a nacer en la prosa maestra del Varela de Miscelánea filosófica y sobre todo de Cartas a Elpidio. El propósito central de Luz, una vez más, fue en la Impugnación a Cousin la batalla ideológica y científica frente a quienes en Cuba seguían con marcado esnobismo la huella cousiniana —entre ellos algunos de sus ex-discípulos como los hermanos Manuel y José Zacarías González del Valle, e incluso amigos, como Domingo del Monte.

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No obstante, en los propios artículos que conforman las polémicas de la época, y sobre todo en sus Aforismos, es posible encontrar elementos que acusan la huella de José Agustín Caballero y, sobre todo, de Varela, en la prosa lucista. Por ejemplo, la recurrencia —quizás menos frecuente en Luz— al habla popular como vehículo de expresión de esa sabiduría infinita que brinda la vida al hombre de pueblo. El elogio lucista al refranero popular explica por qué, en ocasiones, ideas muy profundas se expresan en giros de aparente simplicidad y de indudable sencillez, como en este caso, por ejemplo: «La razón fría no es la fría razón. La razón fría no es razón, que el distintivo de la razón es ver, y la frialdad acorta la vista y el horizonte.» 41 Y es que para Luz, como ha dicho en sus Aforismos, el refrán es: «Propensión del pueblo a generalizar —sobre todo moralizando— y si no se le ocurre la máxima, ahí está el tesoro universal de los refranes. ¿Qué más prueba del destino moral de la humanidad? Que no todo ha de ser pan y plata.» 41 Pero estos giros populares no llegan nunca en Luz, como en Varela y José Agustín Caballero, al tono chabacano e irrespetuoso que utilizan algunos de sus contrincantes en las polémicas de la época, cuando la irrebatibilidad de los argumentos lucistas los dejaban en una difícil posición a la hora de responder. Luz se mueve siempre en el plano de la elegancia y la fina ironía bien diferente del tono vulgar de El Regañón, cuando utiliza párrafos como éste: «Mire, por Dios, que me han venido ganas de embonarle, que le viene pintiparada, la famosa cuanto aprobada receta de aquel gran médico de los enfermos literarios…» 42 No hizo mucho hincapié Luz en la crítica literaria, a diferencia de Del Monte, por ejemplo. Sus preferencias hay que deducirlas de las concepciones teóricas expuestas en sus elencos, a las cuales nos hemos referido, y de las traducciones que hizo de obras de Schiller, Irving, Scott, de las referencias a Cervantes, Shakespeare, Chateaubriand y Manzoni, entre otros, así como de artículos de ocasión, como la nota con que encabeza la semblanza que Gertrudis Gómez de Avellaneda hizo de la Condesa de Merlín, publicada por Luz a propósito de la crí-

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tica acerba de Félix Tanco al libro de la culta criolla Viaje a la Habana. La apreciación del romanticismo como lo nuevo de su momento, que se abría paso en nuestras letras, se desprende de estos textos, en contraste evidente con el lenguaje rebuscado y altisonante todavía de sus discursos y notas necrológicas, muy cercano al de la oratoria de la época del que también hicieron uso José Agustín Caballero y el propio Varela. No escapó Luz al momento transicional de la literatura cubana de entonces, en el cual el romanticismo se abría paso, barriendo la huella subyacente de la retórica escolástica, el apego a las reglas y el propósito de contener la abierta expresión de la subjetividad del autor que caracterizaron la literatura precedente en nuestro país, todavía bajo la tónica del neoclasicismo, si bien en el plano teórico logró dar cabal respuesta a las polémicas suscitadas al respecto. Hombre de transición en cuanto a gustos y estilo literarios, más interesado en las cuestiones de las ciencias y en la formación filosófica y ética de sus alumnos, y de la juventud en general, con una obra filosófica nacida en el fragor del combate teórico ideológico, que en la transparencia del gabinete cerrado a la realidad de su patria, José de la Luz y Caballero no puede ser ignorado en una historia de las letras cubanas. 2.7.3 La crítica literaria Aunque manifestaciones de crítica literaria en Cuba ya existían antes de 1820, es durante las dos décadas que siguen a esta fecha cuando llega a consolidarse y madurar dicho género. Esto muy unido, por supuesto, al surgimiento de obras y autores de importancia, que siguen el camino que consolidará la nacionalidad. Pues aunque no faltaron divulgadores de teorías, autores cubanos, jóvenes casi siempre, que por una u otra razón despertaron polémicas en alguna medida trascendentes, que sirvieron para ir afinando medios y juicios. Es de destacar que si en cuanto a poesía la crítica presentará cierto retraso de nivel comparado con la calidad de los textos enjuiciados, en narrativa influirá mucho más eficaz y directamente, precisamente porque asiste a su nacimiento y vigila sus pasos.

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De finales del siglo XVIII y principios del XIX se había heredado una crítica neoclásica y academicista, que en España negaba a Lope, Calderón, Quevedo y Góngora, la cual, según ha afirmado Cintio Vitier, no distinguía «mucho entre los conceptos de estilo y los de corrección gramatical, pureza de léxico y tersura sintáctica», confusión «que seguirá haciendo estragos durante todo el siglo».43 Las sombras dieciochescas de la Poética de Luzán, los preceptistas italianos (Muratori) y franceses (desde Boileau a Le Bossu) y la pedante «Academia del Buen Gusto», no serán tan fáciles de exorcizar y aunque aparentemente sufran durante esta subetapa una violenta embestida de las entonces nuevas teorías románticas, no dejarán de hacerse sentir con posterioridad a 1844 bajo diversos y a veces engañosos aspectos. Al cuidadoso, poco dogmático y en ocasiones sagaz racionalismo de José Agustín Caballero y Félix Varela, se opondrá el «malhumor, la grosería y la pequeñez» de Buenaventura Pascual Ferrer,44 dejando trazadas así dos sendas opuestas pero persistentes, que no hay por qué extrañarse con el tiempo vayan correspondiéndose con posiciones políticas también opuestas. En todo esto existe un proceso cuyas huellas, aunque sólo someramente, resulta de interés seguir.45 Los primeros textos en despertar polémicas corresponden a un grupo de poemas de sobresaliente calidad: las obras de José María Heredia, cuya aparición fue saludada anónimamente por Domingo del Monte en 1823 a través de las páginas de El Revisor Político y Literario, en breve texto al cual se le ha encontrado el sabor de un verdadero manifiesto literario. Que despertó a su vez comineros reparos de poetas neoclásicos como Dorilo (Manuel González del Valle) y Desval (Ignacio Valdés Machuca). Sin embargo, cuando el español Ramón de la Sagra critica al recién publicado tomo de Poesías de Heredia a través de las páginas de los Anales de Ciencias, Agricultura, Comercio y Artes (dic. 1828-mar. 1829), recibe unas contundentes respuestas por parte de José Antonio Saco en El Mensajero Semanal, que desbordan el terreno de la crítica literaria, entonces Dorilo y Desval cierran filas a favor de su coterráneo, y

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no es difícil encontrar tras la disputa un fondo político que cada vez iba ahondando más las diferencias entre cubanos y españoles. La figura que domina la crítica literaria de la subetapa, y no precisamente sólo con su obra escrita, es Domingo del Monte, culto, hábil, ecléctico. Su labor como crítico está tratada en otro lugar de este tomo y aquí sólo nos referiremos a cómo con textos suyos, o ajenos que estimuló e influyó, y hasta incluso a través de opiniones privadas, muchas de las cuales detectamos en su epistolario, manejó los hilos básicos del desarrollo de la crítica literaria del momento, e incluso como incitador de la riposta, aunque esto suela ocurrir sotto voce, en especial a raíz de los incidentes a que dio lugar el abortado proyecto de una Academia Cubana de Literatura en 1834. También la otra gran figura del género en este momento está tratada en epígrafe aparte de este tomo, pues se trata del mismo José María Heredia, cuya labor crítica de mayor trascendencia apareció en publicaciones mejicanas. Todavía en este momento va a predominar ese tipo de comentario volandero que solía aparecer en la prensa diaria a manera de sueltos o incluidos en folletines, firmados con seudónimos o iniciales las más de las veces. Llamar crítica literaria a estos comentarios sería algo exagerado, sobre todo porque los juicios suelen ser anárquicos, poco serios, más bien cercanos a esa línea nada amable que había iniciado Buenaventura Pascual Ferrer. Lo anterior suele asociarse con posiciones hispanófilas, y ante esta situación algunos delmontinos decidieron ejercer, con mejor intención, la crítica de las obras de sus amigos. Así por ejemplo el libro de poemas Las tropicales (1844) de José Zacarías González del Valle es vapuleado por Nicolás Pardo Pimentel en El Noticioso… por su poemario Aves de paso (1841). Anselmo Suárez y Romero, cerrando el círculo, defenderá los libros de González del Valle y Palma en un texto recogido posteriormente en su Colección de artículos. Pero donde se hace más evidente este proceso y en donde arroja mejores frutos es cuando se enfrenta a las incipientes muestras de la narrativa cubana. Aquí sí cumplió la crítica una función directa y dio por resultado páginas nada

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desdeñables. Conscientes de la carencia de novelas y cuentos de verdadero mérito creadas por autores nativos, las cuales ubicaran su acción en los predios insulares, es notable la serie de textos teóricos que al respecto se producen. Heredia publica en México su muy elogiado «Ensayo sobre la novela» en 1832, año cuando Domingo del Monte da a conocer su artículo «Novela histórica» en la Revista Bimestre Cubana, al reseñar tres obras de ese tipo, empeño que tenía antecedentes en otros comentarios suyos, como el hecho al Werther de Goethe en La Moda, lugar en donde también había aparecido en 1829 la «Visita de un habanero a Gualterio Scott», testimonio de José de la Luz y Caballero, mientras que José Jacinto Milanés reflexionará públicamente también sobre el tema, que el Romanticismo había puesto sobre el tapete y que tan apropiado resultaba a las necesidades de crecimiento de la literatura cubana. Como es sabido, tras los primeros balbuceos de Antonio Bachiller y Morales en 1836, Ramón de Palma dio un importante paso al publicar en el Aguinaldo habanero de 1837 dos narraciones —«Matanzas y Yumurí» y «Un episodio en la isla de Cuba. 1604»— surgidas al calor del círculo delmontino. Entre agosto y septiembre de 1837 las páginas de la nueva revista Miscelánea de Útil y Agradable Recreo recogían cuatro narraciones cortas de Cirilo Villaverde, creadas, según testimonio del propio autor, bajo el estímulo de «Matanzas y Yumurí», cuya lectura lo llevó a decidirse por su vocación de narrador, aunque —según declaraciones posteriores del propio Villaverde— «por una de estas obras escribió Palma un artículo crítico, bastante amargo, que Del Monte moderó».46 En efecto, en abril de 1838 apareció en el primer tomo de El Álbum el artículo «La novela» de Ramón de Palma (tomo que también incluía la noveleta de este último «Una Pascua en San Marcos»). Este artículo presenta suma importancia, pues bajo el pretexto de corregir y estimular a su también joven colega, Palma entra en reflexiones sobre lo que debía ser la novela de nuestro medio, reflexiones agudas que suponen una formación cultural nada improvisada, y tras la cual no es difícil adivinar la presencia de Domingo del Monte.

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En el mencionado artículo se resume, a grandes rasgos, la trayectoria de la novela como «hija de los tiempos modernos», a la vez que se caracterizan sus dos grandes vertientes: la de costumbres (Cervantes y el Quijote —«la primera y más perfecta»—, Lesage, Fielding) y la de amor (Richardson, etc.). Aunque ya ambas «han llegado a hermanarse totalmente, y en el día apenas se pinta una pasión que no esté enlazada con la historia y los usos de la época a que se refiere. Este es el carácter que ha impreso el genio de Walter Scott a la literatura contemporánea.» Así, la novela «ha llegado a ser la muestra de las creencias, las costumbres, las pasiones, los extravíos [sic], y el adelanto de los pueblos». Sin embargo, en Cuba no había sucedido así, pues estima que «desde el descubrimiento de la isla hasta la fecha, ningún otro habanero que sepamos, sino el señor Villaverde, ha publicado una colección de novelas originales». Pero esto lo lleva a analizar lo publicado por dicho autor desde los tres aspectos que entiende hay que atender principalmente en este género: a) «el artificio de la composición en el cual entran como partes el lenguaje y los medios»; b) «la propiedad de los caracteres» y c) «la intención». Uno de los defectos capitales que Palma le señala a Villaverde es el de haberse «empapado en el espíritu de una literatura enteramente extraña a nuestra virgen y naciente sociedad», proveniente sobre todo de Francia («cuyas obras nos son tan familiares») en donde para superar antiguos efectos desgastados por el uso, tienen que recurrir a otros novedosos, aunque «con frecuencia inverosímiles y extravagantes». Pero No sucede así en nuestra Cuba, pues hasta que no nos hayamos cansado de verla pintada tal cual es, no necesitaremos para encontrar novedad, que los escritores nos la pinten como se les antoje. Y esto está tan lejos de suceder todavía, que uno de los inconvenientes con que tiene que habérselas el escritor aquí es el acostumbrar a los frutos de nuestro suelo, a un público ya vaciado con el gusto de exóticas producciones.

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Y los asuntos cubanos deben vestirse con los atavíos que le corresponden, no con los «pliegues áureos, pero remendados ropages de la multiforme Europa», pues para nosotros, que nunca hemos sido antes ni clásicos ni románticos, adoptar «la jerga de una y otra escuela, es meternos en la confusión de la torre de Babel, y hablar en una lengua que nadie nos entienda», ya que «nunca la verdadera literatura de una nación, se ha formado copiando la de otra». Y mal viene ese «fondo tétrico y sombrío», propio de las «nieblas del Norte», «con la brillantez de nuestro clima, y mucho menos con las ideas de un pueblo que si de algo peca actualmente es de demasiado incrédulo». Palma estima que una de las fallas de Villaverde en sus primitivas narraciones es la de aislar los hechos de la naturaleza y concebir de un golpe buenos o malos a sus personajes, y nos pinta sus acciones, metiéndonos en el torbellino de los acontecimientos, y no graduando el progreso de las pasiones; así nos lleva de transición en transición, de modo que el ánimo se ve tentado a considerar el fatalismo como la fuerza irresistible que arrastra a todos aquellos individuos a su término. A ser falsos los caracteres en Villaverde —continúa Palma—, igualmente falsos son los diálogos, en los cuales vemos «el corazón y la fantasía del escritor y no la imitación de la verdad». Sin embargo, en la descripción de la naturaleza sí se advierte que falta «verdad y observación en este autor». En cuanto a la intención, en los estrechos límites de sus narraciones no parecen existir otras intenciones que «trazar algunos cuadros de costumbres» y «romantizar» algunas fantásticas tradiciones. Hasta aquí esta síntesis de lo dicho por Palma en esta singular y delmontina exposición de la «poética» de la narrativa. Este texto crítico, quizás el más importante de su momento, fue injustamente semiolvidado, hasta que en fecha reciente Antón Arrufat llamó la atención sobre él, señalando cómo allí «entre lugares comunes y torpezas,

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hallamos sorprendentes intuiciones», y que al compararlo con otros textos teóricos sobre el género escritos entre nosotros por esa época (Heredia, Del Monte, sobre todo) presenta un ostensible y significativo cambio de posición: «es un narrador que redacta un juicio sobre otro narrador». 47 Las consideraciones de Palma son muestra de una teorización que supera los textos que enjuicia, cosa que no solía ocurrir con la crítica literaria aplicada a la poesía. Pero Palma, un tanto audazmente, acompañó su artículo con una muestra narrativa de su propia cosecha, «Una Pascua en San Marcos», en donde todos fueron, sin dudas, a buscar la consecuente aplicación de sus consejos teóricos. Y aunque la noveleta podía considerarse lo mejor escrito dentro del género en Cuba hasta ese momento, pronto aparecieron los usuales comentarios desfavorables en la prensa, esta vez debidos a Amaranto, seudónimo de Manuel Costales. Otro delmontino, José Antonio Echeverría, tomó la defensa de su amigo, en réplicas y contrarréplicas que aparecieron en el Diario de la Habana entre junio y julio de 1838. Como era usual, Echevarría tocó fondo al invocar a su favor, sin nombrarlas explícitamente, las figuras de dos grandes desterrados criollos —Heredia y Saco— y declarar que si el cuadro pintado era sombrío, lo era porque se correspondía con la realidad de la isla, y terminaba por reafirmar que todas las características y valores de «Una Pascua en San Marcos» la definían como una novela cubana a plenitud. En realidad, que todo esto no cayó en saco roto lo vamos a verificar en la futura labor narrativa precisamente del autor objeto de la crítica de Palma: Cirilo Villaverde. Que el ambiente literario a la altura de 1838 estaba caldeado lo vino a probar el estreno de El conde Alarcos de Milanés el 11 de septiembre de 1838, totalmente ubicable bajo el influjo delmontino. No sería arriesgado afirmar que nunca antes una obra de autor nativo había tenido una repercusión inmediata semejante. Aún antes del estreno el público tuvo noticias alentadoras sobre la importancia de la obra, debido a artículos de nuestros conocidos José Zacarías González del Valle (en el Diario de la Habana el

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9 de agosto) y Ramón de Palma (en El Álbum, número correspondiente a agosto). Este último, ya desde el momento inicial, lleva la cuestión no hacia los valores reconocidos de la obra, sino a la vigencia del Romanticismo en nuestro medio, dando por supuesto que la obra de Milanés superaba su posible ubicación en ese género: [Con la Revolución de Julio de Francia] llegaron hasta nosotros los últimos suspiros del romanticismo; y por cierto que a ninguno le vino entonces en mientes ser romántico; porque primero se necesitaba que en Francia fuese desechada esta escuela como mala, y que después pasase a España y se empeorase, para que de allí nos viniera a nosotros y la echáramos a perder hasta el último punto con nuestras imitaciones. Con razón digo que somos no sólo los más imitadores, sino los imitadores de lo más malo. Estas irritantes opiniones de Palma sobre la producción cubana de la época no quedarían sin respuesta. El 11 de septiembre, bajo el seudónimo de Cualquiera, desde el Diario de la Habana, se le dirige una fuerte réplica, que desató una polémica que durará varias semanas. Al responderle Palma, deja por sentado que no es su obra personal (aludida por Cualquiera) lo que está en discusión, y añade que «ya es práctica comprobada por otros ejemplos en las que polémicas contra mí se han sucitado al tratar los articulistas de atraerse la simpatía del público en son de halagar su patriotismo», patriotismo que para él no tiene dudas, pues elogia a Milanés, al que considera bien cubano. La cuestión política también se pone de manifiesto en las reseñas sobre el estreno, con muchos reparos las de El parlante habanero publicadas en el españolizante Noticioso y Lucero y más entusiasta en el «comunicado» firmado con las transparentes iniciales de R. P. en el Diario de la Habana. La polémica comenzada entre Palma y el Cualquiera, que toma como punto de partida El conde Alarcos, se extiende al entrar en ella el entonces bastante joven Antonio Bachiller y Morales, y va a durar hasta el 30 de octubre; aun-

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que en realidad no se discuten los valores de la obra, sino el estilo romántico y su validez. Pero la publicación de El conde Alarcos estimula aún nuevas críticas en las revistas literarias de la época. Así, en la entrega de La Siempreviva, que sale a la luz pública en octubre, José Quintín Suzarte (tenía veinte años entonces) elogia la obra, pero con ingenua pedantería señala los anacronismos históricos que comete Milanés. Más maduras son las que aparecen en La Cartera Cubana, primero en el «boletín bibliográfico» de su tercero y cuarto cuadernos, y en un extenso artículo anónimo que aparece en diciembre. La presencia de Antonio Bachiller y Morales en esta polémica sobre el Romanticismo (y no sobre la obra de Milanés) debe destacarse. En 1830 Bachiller había estado unido a Domingo del Monte en la publicación de El Puntero Literario, que, según sus propias palabras, tomó a empeño la propagación de la nueva doctrina romántica. En esa revista, entre otros textos, publicó su «Juicio sobre las obras poéticas de D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos», en donde según Cintio Vitier se presenta como «certero crítico». Después de este momento de colaboración, Del Monte y Bachiller se distanciaron y separaron sus caminos, más hacia un ecléctico neoclasicismo el primero, cada vez más decididamente romántico el segundo. Aunque Bachiller no fuera nunca un estilista, sus críticas tienen momentos de gran lucidez y, al menos en esta primera etapa de sus largas vida y producción, una apasionada entrega, no confinada sólo al campo literario, pues como expresó en su réplica del 23 de septiembre de 1838, al referirse a su adhesión al romanticismo, «abracé la idea nueva con todo mi corazón por lo mismo que quiero el comercio libre, por lo mismo que no quiero estancos, por lo mismo que aborrezco los gremios, por lo mismo que tienen eco en mi corazón todas las ideas generosas…» La crítica literaria cubana puede decirse que, junto con la narrativa y el teatro, tuvo su primer momento de consolidación dentro de la literatura cubana, en la subetapa comprendida entre 1820 y 1844. Como hemos visto, existe riqueza

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y trascendencia en la producción de entonces, que aún está muy lejos de haber sido estudiada cabalmente. Debe recordarse el afán informativo que se realiza para ponerse al día con lo más interesante que se producía fuera de la isla, con traducciones o textos divulgativos, como los «Estudios sobre Juan Bautista Vico» de Miguel de Parma traducidos por Bachiller y Morales en La Siempreviva o, en esa misma revista, la traducción de José Silverio Jorrín de un texto de Víctor Hugo sobre la evolución de la poesía social. Rondando a veces el artículo de costumbres, se produce entonces una buena cantidad de críticas satíricas, como «La romántica» de Ramón de Palma o «Seguros literarios» de José Victoriano Betancourt. Las polémicas en ocasiones desbordaron de lleno lo literario para caer en el terreno de las ideas —ya que, públicamente, otros campos como el político estaban vedados por la censura oficial—, cuyo más conocido ejemplo fue la larga polémica sobre el eclecticismo cousiniano, iniciada por Domingo del Monte en 1838 con su artículo «Moral religiosa», pero ardorosamente continuada por José de la Luz y Caballero de un lado y los hermanos Manuel y José Zacarías González del Valle del otro, como defensores de Cousin. En esta subetapa habría que hablar también de la importancia que toma la crítica literaria ejercida a través de la correspondencia personal entre los intelectuales cubanos y algunos extranjeros. Por esa vía, en forma mucho más libre y suelta se analizan, discuten y difunden obras e ideas que demuestran el vigoroso fermento cultural que agitaba a muchos escritores de la época. Algunas de estas muestras de crítica epistolar han sido publicadas posteriormente, como el Centón epistolario de Domingo del Monte y La vida literaria en Cuba (1836-1840), la última de las cuales recoge las cartas que José Zacarías González del Valle le escribiera a Anselmo Suárez y Romero, casi siempre sobre materias literarias. Ni la censura ni otros medios represivos parecían poder contener ya el desarrollo de la aún muy joven entonces literatura cubana.

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NOTAS

(CAPÍTULO 2.7) 1

2

Ob. cit., p. 249.

3

Ob. cit., p. 264.

4

Ob. cit., p. 259.

5

Ob. cit., pp. 236-237.

6

Ob. cit., tomo III, p. 14.

7

Ob. cit., p. 44.

8

Ob. cit., p. 48.

9

Ob. cit., p. 57. Esta polémica culminó con el destierro de José Antonio Saco por el Capitán General de la Isla, Miguel Tacón, lo que corrobora su carácter político y explica la violencia de los contendientes, así como el cuidadoso lenguaje empleado por el bayamés en aquellos párrafos de la «Justa Defensa…» que no iban dirigidos contra sus oponentes. Por otra parte, Manuel Moreno Fraginals en José A. Saco. Estudio y bibliografía (Universidad Central de Las Villas, La Habana, 1960, pp. 174-177), demuestra los cambios que introdujo el autor en el texto en cuestión al incluirlo en sus Papeles… (ed. cit.), los que atañen, principalmente, a sus expresiones contra Zambrana y O’Gaban.

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12

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José Antonio Saco: Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba ya publicados, ya inéditos. Ministerio de Educación. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1962-1963, tomo I, pp. 240-241.

Entre las mismas se destacan la sostenida con Vicente Vázquez Queipo, fiscal de la Real Hacienda de La Habana, en torno a un informe de este sobre el fomento de la población blanca en la Isla y la no menos importante con José Luis Retortillo, quien impugna un trabajo del bayamés relativo a «la situación política de Cuba y su remedio». Carta a El Lugareño de marzo 19 de 1848, en Contra la Anexión (Recopilación de sus papeles con prólogo y entílogo de Imeldo Ortiz. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, pp. 198-199). José Antonio Saco: ed. cit. (1962-1963), tomo III, p. 362.

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Ob. cit., p. 387.

14

Ob. cit., pp. 442-443.

15

El contenido del trabajo, por la crítica social y política que implicaba, suscitó los recelos de la Comisión encargada del concurso, que lo sometió al juicio de Justo Vélez, entonces director del Colegio San Carlos, quien opinó que podía optar por el premio sin provocar problemas políticos. No obstante, y a pesar de resultar premiada, la Comisión recomendó que, antes de publicarse, el autor debía enmendar algunas de las ideas en ella expresadas. Saco, por su parte, decidió someter su trabajo tal cual había sido escrito a la censura, la que autorizó su impresión.

16

José Antonio Saco: ed. cit. (1962-1963), tomo I, p. 195.

17

Ob. cit., p. 197.

18

Luego de la muerte de Saco, Vidal Morales y Morales, que manejó sus papeles, volvió a editar en 1893 el último tomo, que pretendió completar extendiendo su relato, que llegaba originalmente a 1786, hasta 1837, con adición de numerosos apéndices. La Historia de la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo (José Antonio Saco: segunda edición. Alfa, Habana, 1945) también fue completada y editada en 1883 por el polígrafo habanero, aunque antes de esta fecha había aparecido en varios números de la Revista de Cuba.

19

José Antonio Saco: Documentos para su vida. Anotados por Domingo Figarola Caneda. El Siglo XX, La Habana, 1921, p. 46.

20

Ob. cit., p. 59.

21

Ob. cit., p. 94.

22

Ob. cit., p. 129.

23

Ob. cit., pp. 154-155.

24

Carlos Rafael Rodríguez: «José de la Luz y Caballero», en Revista Cubana de Ciencias Sociales. La Habana, (5): 59, mayo-agosto, 1984.

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José de la Luz y Caballero: Elencos y discursos aca-

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démicos. Estudio preliminar de Roberto Agramonte. Universidad de La Habana, Habana, 1950, volumen 4, tomo III, p. 35.

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Ob. cit., volumen V, tomo III, p. 147.

27

A. Dessau: «Conceptos de José de la Luz y Caballero sobre el arte literario», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí. Habana, tercera época, volumen XXIII, 72 (3): 156-157, septiembre-diciembre, 1981.

40

José de la Luz y Caballero: Aforismos y apuntaciones. Ordenados y anotados por R. Agramonte; retrato de José de la Luz por José Martí, pról. de R. García Bárcena. Editorial de la Universidad de la Habana, Habana, 1945, p. 60.

41

Ob. cit., p. 80.

42

José de la Luz y Caballero: La polémica filosófica. Prólogo de Roberto Agramonte. Editorial de la Universidad de la Habana, Habana, 1946, volumen III, tomo I, p. 9.

43

Cintio Vitier: «Prólogo», en su La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano. Pról. y selección […]. Biblioteca Nacional José Martí, Departamento Colección Cubana, La Habana, 1968-1974, tomo I, p. 88.

28

José de la Luz y Caballero: ob. cit. (1950), p. 138.

29

Ob. cit., p. 166.

30

Ob. cit., p. 94.

31

Ob. cit., p. 75.

32

Ob. cit., p. 160.

44

La calificación es de Vitier, en ob. cit., p. 12.

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Ob. cit., p. 75.

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34

Ob. cit., p. 94.

35

Ob. cit., p. 75.

36

Ob. cit., p. 94.

37

Ob. cit.

Para completar y ahondar en lo expuesto en este artículo deben consultarse los epígrafes de este mismo tomo dedicados a «Vida, cultura y prensa periódica entre 1820 y 1844», «La obra literaria de José María Heredia», «Influencia, personalidad y obra de Domingo del Monte», «El teatro entre 1820 y 1844» y «La narrativa del primer romanticismo».

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38

Ob. cit., p. 167.

39

Zaira Rodríguez Ugidos: «El sensualismo racionalista de José de la Luz y Caballero y su lucha contra el espiritualismo ecléctico del siglo XIX», en su Obras. Selección Colectivo de autores. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988, p. 229.

Cirilo Villaverde: «Autobiografía», en Ana Cairo Ballester (comp.): Letras. Cultura en Cuba 4. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1987, p. 4.

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Antón Arrufat: «El nacimiento de una novela», en Revolución y Cultura. La Habana, (110): 30-37, octubre, 1981.

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2.8 VIDA CULTURAL Y PRENSA PERIÓDICA ENTRE 1844 Y 1868

La vida cultural de la sociedad cubana entre 1844 y 1868, analizada desde la actual perspectiva histórica, muestra un horizonte complejo con relación a la disparidad en el desarrollo de sus elementos integradores. Como es sabido, es durante este período —caracterizado por las crecientes pugnas político-sociales que desembocarían en el estallido de nuestra primera guerra independentista— que tiene lugar la asunción consciente y decisiva de la nacionalidad cubana, en su profundo sentido patriótico, cuyo signo básico estuvo dado por la diferenciación enaltecedora de lo nativo, como paso inicial de un antiespañolismo que fue literario antes que político. En diverso grado y maneras, este proceso de reconocimiento y afirmación de lo nacional está presente en cada manifestación cultural de la época, sin que ninguna sea ajena al mismo, por lo cual debe hablarse de una evolución dispar mas, a la larga, convergente, de tales aspectos, cuya suma constituye el reflejo de los conflictos epocales. En estricta correspondencia con ello, se manifestó la prensa periódica de entonces, cuyo desarrollo exhibe el mismo mosaico ideológico del período en sus diversas direcciones, y que, habida cuenta de la calidad editorial que alcanzó en estos años, se convirtió en eficaz vehículo de difusión cultural —con un nivel sobresaliente en algunos órganos—, el cual constituye hoy un inapreciable testimonio del quehacer intelectual de los contemporáneos. Muchos de éstos —fe-

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nómeno común a la Hispanoamérica del XIX— fueron, al mismo tiempo, destacadas figuras de las letras, prestigiosos profesionales y sinceros defensores —algunos a costa de su propia vida— de las ideas patrióticas, por lo que el aporte que hicieron a la cultura nacional guarda una íntima relación con los sucesos históricos de aquellos años, en saludable conciliación de objetivos estéticos e ideológicos. Semejante propósito reafirmador respalda, en este período, la frecuente aparición de artículos y aun libros de carácter histórico acerca de la sociedad y las letras cubanas, cuya calurosa acogida por parte de los intelectuales criollos, permite sospechar algo más que el justo reconocimiento a una obra valiosa, pues cada uno constituía, de hecho, un nuevo paso hacia la diferenciación nacional, según se observa, por ejemplo, en los Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la Isla de Cuba (1859-1861), de Antonio Bachiller y Morales, y en la Historia de la Isla de Cuba (1865-1866), de Pedro José Guiteras. En torno al tema económico y político aparecen entre 1858 y 1859 los tres tomos de la Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, ya publicados, ya inéditos, de José Antonio Saco, cuya prosa inteligente y armada de datos influyó con sus ideas en buena parte de sus coetáneos. Otras ramas del saber —las ciencias naturales, la física, estudios sobre agricultura, la

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pedagogía— comenzaban a brillar en el terreno cultural de la época, y, entre obras de figuras tan prestigiosas como Felipe Poey, Tomás Romay y Pozos Dulces, merecen también atención, por ejemplo, los tratados sobre física y meteorología de Andrés Poey, cuyas investigaciones llegaron a ser premiadas y acogidas en algunas capitales europeas. Si bien no existe entero acuerdo de los contemporáneos acerca del estado de la instrucción en el período, es indudable que el desarrollo de ésta desde una perspectiva «cubana» fue preocupación de numerosos intelectuales de entonces a lo largo de la Isla. Ello explica la continua difusión de obras didácticas como las de Juan Bautista Sagarra, publicadas en Santiago de Cuba desde 1849, y el verdadero éxito editorial de los libros de lectura de Eusebio Guiteras —pedagogo matancero—, alguno de los cuales, según Trelles, alcanzó hasta veintitrés ediciones en un lapso aproximado de treinta años. El conocimiento de Guiteras sobre la pedagogía más avanzada y sus ideas revolucionarias, le valieron la propuesta de Luz y Caballero para que lo sustituyera al frente del colegio «El Salvador» —ofrecimiento que rehusó—, y, por iguales razones, las autoridades coloniales prohibieron la utilización de sus libros en las escuelas cubanas al final del presente período. Mejor fortuna —no obstante su velado anti-españolismo— tuvieron las Fábulas morales (1858) de Francisco Javier Balmaseda, tomo que en 1893 iba por la décimosexta edición, y que fue utilizado como texto de lectura en los colegios cubanos durante muchos años. Si su obra restante (poesías, comedias, tratados agronómicos y de economía política) fue menor, su labor en pro del futuro nacional desde una óptica propia fue constante —por lo que sufrió cárcel acusado de independentista a raíz del Grito de Yara—, y tal celo patriótico se revela en estas Fábulas…, cuyo mérito mayor es su cubanidad expresada en la utilización de nuestra flora y fauna, y de personajes criollos característicos de la época, como el calesero. Con su libro, Balmaseda se propuso contribuir a la formación de los niños cubanos sin complejos de inferioridad cultural, tomando en cuenta la condición del pueblo, secular-

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mente colonizado. Las antologías poéticas, tan frecuentes desde el primer tercio del XIX, constituyeron en este panorama un modo más de reconocimiento y afirmación de lo nacional, según se observa en la muestra de composiciones y escritores escogidos. Sobresalen en este grupo por su nivel de selección, o bien por su popularidad, el Aguinaldo matancero (1847), a cargo de José Victoriano Betancourt y Miguel Teurbe Tolón; Cuba poética (1855),1 una de nuestras principales antologías decimonónicas, editada por José Fornaris y Joaquín Lorenzo Luaces; América poética (1854-1856), 2 publicada por Rafael María de Mendive y José de J. Quintiliano García, de mira más amplia, pero cuya selección indica el propósito de sus autores, y el Álbum poético fotográfico de las escritoras cubanas (1868)3 a cargo de Domitila García de Coronado, que forma parte de los crecientes aportes femeninos a la cultura de la etapa. Por su definido objetivo de propaganda política y su homogeneidad temática e ideológica, se distingue entre las antologías del período el Laúd del desterrado (1852), editado por poetas cubanos que residían en Nueva York como emigrados políticos, y a iniciativa de uno de ellos, Pedro Santacilia. El efecto ideológico del Laúd… hizo que sus contemporáneos lo catalogaran como «catecismo patriótico» y los pocos ejemplares que se introdujeron en Cuba clandestinamente «se prestaban, se copiaban, se multiplicaban» en las bibliotecas privadas. 4 Es interesante observar que, tanto el Laúd del desterrado como la obra de José Fornaris Cantos del siboney (1855), ambos del género lírico, constituyeron al momento de su aparición un suceso cultural condicionado por su significación socio-política, la que si en el primero es explícita e intencional, en el segundo debió ser inferida por los contemporáneos a partir de la exaltación nativista presente en el texto. Que aquella fuese, o no, un símbolo utilizado por el autor para defender ideas antiespañolas, no interesa en tanto se analice la repercusión del poemario que, sin lugar a dudas, se tomó como defensa de los valores nacionales, y esto indica la inquietud ideológico-cultural que existía por estos años, ya no sólo en La Habana, sino en

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toda la Isla, pues como apunta Ambrosio Fornet, Cantos del siboney constituyó el «primer gran best seller nacional»,5 que tuvo cinco ediciones en sólo ocho años. El hecho estuvo determinado, en gran medida, por un fundamento sociológico de imprescindible valoración en el panorama de la cultura del período: los Cantos… de Fornaris se dirigían a un público mayoritario, marginado hasta entonces —además—, en cuanto a la perspectiva de la receptividad editorial: la masa campesina se vio reflejada en aquellos poemas, no obstante la presencia en ellos de ciertos estereotipos literarios y la idealización de la vida campestre, y esto, unido a la lectura subtextual «nacionalista» que se generalizó con respecto a estos cantos, dio lugar a una «moda» cultural del nativismo que trascendió a la arquitectura civil, a la prensa periódica, penetró en las tertulias con cantos y poemas de ambiente rural, y aun tuvo consecuencias de más larga fecundidad en el ámbito de las composiciones musicales. La poesía lírica fue así una de las primeras manifestaciones artísticas en llevar a la «alta cultura» los personajes populares, sus costumbres, su lenguaje, aunque todavía, por lo común, «corregidos» por una visión paradisíaca de la vida real. Pero esto no fue más que una tangencialidad cultural efímera, que mostrará mayor aliento en 1868 cuando aparezcan en escena los bufos. Mas a lo largo del presente período la verdadera cultura de los sectores marginados siguió un lento desarrollo aparte, en unos casos más sofocada que en otros: los bailes y las décimas populares a las que se acomodaba la inspiración campesina, mantuvieron la vitalidad que llega a nuestros días, a través de reuniones de familia y fiestas locales, y fueron eventualmente aprovechados o referidos —según el caso— por los artistas ilustrados. En cambio, las manifestaciones culturales de los africanos y sus descendientes —ya libres, ya esclavos— fueron celosamente reprimidas por el gobierno colonial, y, salvo en festividades especiales como el Día de Reyes, éstas no tuvieron acceso entonces a la vida pública. 6 De las escasas referencias que nos legó la intelectualidad de la época acerca de aquellas, una de las más ilustrativas es la que Antonio

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Zambrana recoge en su novela El negro Francisco, donde afirma: Nosotros que durante la guerra de Cuba hemos tenido oportunidad de asistir a estas ceremonias [ritos, cantos, danzas e historias tribales] sentimos no poder encerrar en algunas líneas una idea completa de la elocuencia salvaje y poderosa que hay en esas leyendas místicas, obra de un patriotismo, que el espectáculo de la civilización no extingue. 7 Aunque poco numerosos, algunos hombres de estos sectores escribieron poemas en imitación de la lírica de moda, como es el caso de ciertos «poetas esclavos», a favor de quienes determinados intelectuales organizaron suscripciones con el objetivo de pagar su libertad; no obstante, ni sus obras poseen verdadero mérito literario, ni hubo en éstas signos de una identidad cultural diferente. En el orden de la creación literaria, la poesía lírica continuó siendo —del mismo modo que en el período anterior— la de mayor fecundidad, difusión y prestigio, a pesar de que entre 1844 y 1847 no se encuentra ninguna voz original en nuestra poesía, y que durante buena parte del presente período tiene lugar la transición hacia modos expresivos auténticos —en medio de la cual surgen las escuelas nativistas—, que culminaría en la obra lírica capital de Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana y Joaquín Lorenzo Luaces, las figuras cumbres de la poesía cubana en estos años. La propia naturaleza del género permitió, a diferencia de otras manifestaciones literarias, su abundante inclusión en las revistas y periódicos de la época, sin mejor propósito —por lo común— que el de llenar regularmente sus páginas, y sin que mediase otro criterio selectivo por parte de muchos editores, que la condición melódica de las estrofas y su inocuidad política, capaz de pasar la revisión rigurosa de la censura previa. A los temas eternos de la lírica y los heredados del período anterior cuya vitalidad decae un tanto hacia los años sesenta, se suman ahora al-

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gunos que se orientan en mayor medida hacia la exaltación de lo cotidiano nacional y otros que, si bien pueden acceder a una mayor universalidad, su óptica, su esencia, es ya netamente cubana, y en esto radica el aporte cardinal de este período en el orden poético. En el campo de la novela, estos años deben valorarse como una etapa de gestación en la que se dan nuevos pasos hacia la gran narrativa del XIX, cuyos mayores frutos corresponderán al último tercio del siglo. Las grandes obras de Villaverde y Meza tienen aquí sus antecedentes temáticos, de modo que en esa novelística se insiste reiteradamente en el reflejo crítico de la sociedad y las relajadas costumbres coloniales. De esta manera, la narrativa del período contribuyó también a identificar el rostro distinto, propio, de la vida colonial de ese momento, desde una óptica por lo general reformista, celosa del progreso insular, según se observa en novelas como El foro de La Habana y sus misterios, El sol de Jesús del Monte, Una feria de la caridad en 183… e Historia de un bribón dichoso, por sólo citar algunas significativas. Es necesario aludir a la importancia que tuvo para la difusión de la narrativa epocal la creciente «moda» del folletín, recurso periodístico que es monopolizado en estos años por la novela, como vía más fácil de acceso para su publicación, que le permitió conquistar capas de público mucho más amplias, sobre todo entre el «bello sexo». A través del folletín menudearon en las páginas periódicas de entonces las narraciones de autores extranjeros —Jorge Sand, Dumas, Eugenio Sue, Walter Scott— bajo el signo dominante del romanticismo, y así también buena parte de las novelas insulares fueron publicadas por este medio, como por ejemplo la sobresaliente noveleta de Morillas «El ranchador», que fue dada a la luz en 1856 como folletín de La piragua. Sin embargo, el propio desarrollo de esta vía la convirtió en terreno fértil para una concepción mercantilista de la misma, de manera que abundaron entre las páginas folletinescas del período novelas carentes de verdaderos valores estéticos, lo que, a la larga, influyó notablemente en el rechazo, por parte de la crítica y la historia literaria, del folletín, caído en descrédito

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general, sin previo análisis objetivo de lo que significó como vía de actualización y difusión de la narrativa en el período, y sin un registro minucioso de las obras editadas por este medio. Llama la atención la muy escasa influencia de la literatura española en las novelas cubanas aparecidas en tales años, incluso su exigua presencia en el grupo de publicaciones extranjeras, y esto es válido aun en cuanto a la prosa de la Avellaneda, cuyas novelas —las más famosas entonces entre las de autores nativos— apenas siguen temas y modelos de la metrópoli, aunque no podrían incluirse en la evolución novelística antes mencionada. Aún dentro de la narrativa debe señalarse el desarrollo relevante del artículo de costumbres, género que tuvo su inicio y culminación en este período, y que contó con figuras tan afamadas entre los contemporáneos como José María de Cárdenas y Rodríguez, José y Luis Victoriano Betancourt y Anselmo Suárez y Romero, cuyas obras ocuparon con notable frecuencia extensos espacios en revistas y periódicos. Por su parte, la crítica literaria entre 1844 y 1868 estuvo atenta, fundamentalmente, al quehacer de los escritores criollos, sobre todo en lo que respecta a la lírica, sin que pueda señalarse una gran figura por su labor en este sentido. No obstante, algunos escritores de la época incursionaron regularmente en este campo —como el ejemplo probablemente mayor de Juan C. Zenea— y sus opiniones constituyen testimonio inapreciable para conocer el estado y el nivel de recepción de la literatura de la época. Pueden considerarse, asimismo, vías de la crítica y de las ideas estéticas de entonces, los comentarios que acompañaban la muestra de los autores en ciertas antologías —a la manera de Cuba poética—, la presentación de las obras con motivo de recaudar suscripciones, los prólogos —algunos de los cuales, como el de Suárez y Romero a las obras de Palma, alcanzaron mayor resonancia estética que la propia obra prologada—, y, por supuesto, ese material secreto para la historia que fueron los intercambios de opiniones en tertulias públicas y privadas, al parecer, de gran importancia para los autores, según se interesaban en someter sus obras, apenas es-

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critas, a la lectura y juicio de los oyentes. Algunas noticias han quedado de la celebración ocasional de este tipo de tertulias en la casa de Rafael M. de Mendive, y —con mayor frecuencia— en las reuniones hogareñas organizadas por Ramón Zambrana, donde éste recibía a amigos e intelectuales prestigiosos de la época. Sin embargo, las tertulias privadas más importantes de estos años fueron las celebradas en la casa de Nicolás Azcárate entre 1865 y 1867. Inspirado en las enseñanzas delmontinas, Azcárate fue el principal promotor de las lecturas y debates literarios organizados en los salones del «Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa», desde los inicios de la séptima década. Mas la creciente popularidad de tales veladas provocó su suspensión por el gobierno de Serrano en 1862, motivo que impulsó a Azcárate a continuarlas en su casa, donde se celebraron con rigurosa frecuencia semanal durante esos dos años. Por el testimonio de Rafael Azcárate se sabe que entre los contertulios existían diferencias en su filiación política: reformistas, anexionistas, independentistas, tuvieron acceso a estas reuniones en las que se debatía —sin exclusión de cualquier otro tema— acerca de cuestiones filosóficas y literarias que eran utilizadas para atacar de manera indirecta al Gobierno. Sólo a los integristas, a los reaccionarios defensores del poder colonial, les estuvo vedada su participación, lo que revela el encauzamiento político antiespañol que prevaleció en estas discusiones. El propio Ignacio Agramonte, tras asistir a una de estas veladas, elogió el sincero patriotismo que se respiraba en aquel ambiente. 8 Como en las célebres tertulias delmontinas, aquí se leían y debatían las obras apenas manuscritas, se declamaba, se hacían breves representaciones dramáticas, e interpretaciones musicales a cargo de los autores o de los propios concurrentes, y es interesante apuntar, como caso insólito en el período, el trato respetuoso que recibían, desde el punto de vista intelectual, las mujeres asistentes, si bien muy pocas en número, no por ello menos incorporadas a debates y actividades literarias, en las que se destacaron Julia Pérez Montes de Oca, Mercedes Valdés

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Mendoza y Luisa Pérez de Zambrana. Al parecer, ya desde estos años Azcárate comenzaba a fraguar su empeño de favorecer la educación cultural femenina, que lo condujo después de la guerra a intervenir en la creación del «Nuevo Liceo de La Habana», fundado con tal propósito, según el proyecto concebido en las tertulias de Luis Alejandro Baralt. De los intereses culturales de aquellos concurrentes, quedaron como muestra los dos tomos de la selección de Nicolás Azcárate, Noches literarias —nombre que se le daba a estas sesiones que fueron interrumpidas por la partida del anfitrión hacia Europa en 1867, hasta su regreso después del Zanjón. Las tertulias literarias tuvieron un campo muy rico dentro de los límites institucionales. Sociedades, liceos, academias, proliferaron en estos años, inclusive en algunas ciudades del interior, donde surgieron casi siempre según el modelo habanero, y con la colaboración de prestigiosos intelectuales capitalinos interesados en fomentar la educación a lo largo de la Isla. Continúa sus actividades en este período la «Real Sociedad Económica de La Habana»,9 que a partir de 1793 constituyó un importante centro de promoción socio-cultural. Si bien ésta se mantuvo hasta 1899 como corporación a cargo del Gobierno, su obra, al servicio de los intereses de los hacendados criollos y del progreso insular, fue vista a menudo con recelo, al igual que la de otras instituciones, por las autoridades. No obstante, desde el inicio del presente período y, probablemente, por la decadencia de sus actividades y proyectos, no existieron verdaderas tensiones entre su membresía y el poder colonial. Lo más característico de su proyección socio-cultural fue el sesgo realista de sus planes y labores, y su confianza en la utilidad de la «ilustración», representativa del espíritu del siglo. Los liceos artístico-literarios de La Habana, Matanzas y Guanabacoa, respectivamente, fueron de las instituciones más dinámicas y prestigiosas de entonces. En el primero, fundado en 1844 como nueva época de la «Sociedad Filarmónica Santa Cecilia», se impartieron regularmente clases de diversas materias, tanto

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científicas como humanísticas, y su sección de literatura puso de moda en La Habana los llamados «Juegos Florales», concursos de gran acogida entre los contemporáneos. Para divulgar la labor de sus secciones (Declamación, Literatura y Lenguas, Ciencias, Música, Pintura y Arquitectura), este «Liceo Artístico y Literario de La Habana» editó entre 1848 y 1852 la revista El Artista y, a partir de 1857, el Liceo de La Habana, cuyo último número corresponde a 1867. Ambas publicaciones contaron con una significativa relación de colaboradores cubanos. Las actividades del liceo alcanzaron renombre internacional en 1860, cuando su directiva organizó la coronación de Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien recibió durante el acto el homenaje de escritores y músicos afamados. Su desarrollo como institución corresponde por entero al presente período, ya que a finales de 1868 sus principales miembros se dispersaron progresivamente, al marchar hacia el exilio o la manigua libertadora. En orden cronológico sigue a éste el «Liceo Artístico y Literario de Matanzas», inaugurado en 1860 aunque su fundación data del año anterior. Con una actividad menor que el habanero, sus Juegos Florales de 1861 fueron, no obstante, muy famosos, debido a que estuvieron presididos por Gertrudis Gómez de Avellaneda, radicada entonces en Cárdenas, y a que resultaron premiados con medalla de oro trabajos de Federico Milanés, Domingo y Casimiro del Monte y Portillo, y Eusebio Guiteras, figura de conocida reputación literaria tanto en Matanzas como en La Habana. Por su parte, el «Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa» fue fundado en 1861 —con la colaboración de Azcárate—, poco después de que se inaugurara su «Biblioteca Pública». Una revisión de su nómina directiva en el período revela el nivel que, necesariamente, debieron tener sus veladas literarias, ya que ocuparon cargos entonces, entre otros: Juan C. Zenea, la Avellaneda, Enrique Piñeyro, Domingo del Monte y Portillo, Felipe Poey Suárez y Romero, Joaquín Lorenzo Luaces, José Fornaris y Luisa Pérez de Zambrana. Suspendidas por el Gobierno las actividades de sus secciones —salvo

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las de baile y declamación—, la vida social del Liceo decayó paulatinamente hasta hacerse mínima a partir de 1868 con el estallido independentista, aunque después del Zanjón volvería a alcanzar la notoriedad de la primera época. 10 La Habana contó con otras instituciones culturales en el período, tales como la «Sociedad Artística y Literaria de Colón» (1856), con secciones semejantes a las del Liceo; la «Sociedad del Pilar» (?), que —según datos de Trelles— agrupaba fundamentalmente a los peninsulares; la «Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales» (1861), en cuyas sesiones sobre temas científicos se destacaron figuras como Félix Giralt, Ramón Zambrana y Rafael Cowley. Mas ninguno de estos centros alcanzó el relieve de los comentados. Únicamente el Colegio «El Salvador», fundado por Luz y Caballero en 1848, requiere referencia aparte por la significación que tuvieron sus enseñanzas para los contemporáneos, varios de los cuales figuran entre lo mejor de la intelectualidad cubana del siglo XIX. Si, como observa Medardo Vitier,11 el ambiente de animación filosófica tan vivo en la primera mitad del siglo, decae en este período en el que no surgen polémicas ni artículos destacados en este sentido, no por ello puede decirse que nuestros intelectuales estuviesen ajenos entonces al desarrollo de las ideas filosóficas europeas, y en esta actualización mucho influyó, sin dudas, el magisterio de Luz y a través de sus cursos, su biblioteca generosamente abierta a discípulos y visitantes, y, sobre todo, los famosos elencos de «El Salvador», confeccionados por él. Otros, como José Manuel Mestre y Manuel González del Valle, hicieron también meritorias contribuciones en estos años a los estudios sobre filosofía, pero «la atención de las minorías más preparadas del país», 12 estuvo atraída fundamentalmente por el prestigio de «El Salvador» y las ideas de Luz, y ello se explica por el sentimiento patriótico latente en sus enseñanzas, asimilado por los contemporáneos y resumido por Sanguily en frase elocuente: «Quiso serenar las conciencias, pero al cabo las perturbó», 13 pues las condujo, «a esa intranquilidad de quienes ven, al fin, el oprobio en que viven». 14 No por gusto el gobierno colonial ordenó en 1869 el cierre de

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esta institución, la cual «concentró el interés de la sociedad cubana, que contemplaba aquella casa como el símbolo del saber, de las aspiraciones cubanas y del espíritu, en sus más altas realidades». 15 En algunas ciudades del interior como Cienfuegos, Santa Clara y Puerto Príncipe, se fundaron también durante estos años sociedades del tipo de las filarmónicas y liceos, y hasta en las ciudades de los EE.UU. con mayor concentración de emigrados cubanos, éstos fundaron centros de promoción de nuestra cultura, tales como el «Ateneo Cubano» (Nueva York, 1854), presidido por Miguel Teurbe Tolón, y el «Ateneo Democrático Cubano» (Nueva Orleáns, 1851). Si la labor de estas instituciones fue, por lo general, muy constante en lo literario, no menos podría decirse de sus esfuerzos en pro del desarrollo musical, según se observa en las páginas periódicas que anunciaban a menudo el programa de estas actividades, entre las que abundaban en tal sentido las clases prácticas y los conciertos. Tertulias como las del «Liceo de Guanabacoa» y la de Azcárate, se distinguieron particularmente por la frecuencia de estos programas y ese «estar al día» acerca de las últimas noticias del ámbito musical habanero. Y ello sin contar las tertulias especializadas en el género, entre las cuales sobresale la de la casa de Onofre de Morejón y Arango, modesto compositor y violoncelista, que reunía semanalmente en su hogar a músicos cubanos, y extranjeros de visita en el país, con la asistencia regular, además, de jóvenes aficionados que tenían en el anfitrión un guía generoso. Asimismo surgieron en diversos puntos de la Isla instituciones y páginas periódicas especializadas, como la «Academia de Música de San Fernando» (1846), fundada en Puerto Príncipe, y los órganos El Sarao (1850), Revista Musical (1856) —dirigida por el pianista cubano Pablo Desvernine—, Orfeón Habanero (1865) y Álbum Musical (1867), si bien ninguno de éstos tuvo larga vida por la escasez de suscriptores. Más constante fue la publicación de música impresa en revistas no especializadas, que accedían a un público mayor, entre las que pueden citarse: El Prisma, El Colibrí, la Revista Pintoresca del Faro Industrial, El Artista, la Re-

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vista de La Habana, y La Piragua, entre otras. Entre las piezas musicales publicadas en tales páginas, abundaron las danzas, valses, rigodones, polkas, mazurcas; pero las composiciones editadas de mayor interés, en cuanto al panorama general del período, son las contradanzas y, fundamentalmente, las canciones, en las cuales —según Zoila Lapique— se aprecia en estos años (y desde 1822) la evolución hacia un acentuado criollismo. «La canción, a pesar de la persistencia de la línea melódica europea, comienza a identificarse por cierta atmósfera criolla en su música […] y texto. Son las canciones amorosas que nos hablan de la belleza y la ternura de la mujer cubana, de nuestros verdes campos y de su cielo siempre tan azul. Ellas representaron —en plena colonia—, con esa temática y cadencia, una cubanía que se opuso como tal a todo lo peninsular.» 16 Este género, favorecido por sus características propias, participó de la creciente cubanización de la poesía, y si reflejó primero una tendencia criollista, al final del período los textos acentuarían o incluirían la nota revolucionaria. Quizás por ello resultaron momentos culminantes del período la canción «La Bayamesa», de tema amoroso, escrita por Fornaris en 1851, y el «Himno de Bayamo» —compuesta al final de estos años por Perucho Figueredo—, que se cantaría por primera vez el 8 de noviembre de 1868, ya en los inicios del período siguiente ambas composiciones representativas del sentimiento cubano en su momento, y arraigadas definitivamente en nuestra tradición patriótica. Semejantes razones señalan a Manuel Saumell (1817-1870) como el compositor más importante de estos años, ya no por la calidad intrínseca de sus piezas, de notables valores, sino —como apuntara Carpentier— porque su obra fue la de un petit maître, pero significa mucho dentro de la historia de los nacionalismos musicales de nuestro continente. Llena de hallazgos, esa obra trazó por vez primera el perfil exacto de lo criollo, creando un clima peculiar, una atmósfera melódica, harmónica, rítmica, que habría de perdurar en la reproducción de sus continuadores […] Gracias a él se fijaron

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y pulieron los elementos constitutivos de una cubanidad que estaban dispersos en el ambiente y no salían de las casas de baile […] Con la labor de deslinde realizada por Saumell, lo popular comenzó a alimentar una especulación musical consciente. Se pasaba del mero instinto rítmico a la conciencia de un estilo. Había nacido la idea del nacionalismo. 17 Idea que, por otra parte, tendrá una profunda repercusión en el desarrollo teatral cubano, tomando en cuenta la importancia de la música dentro del género bufo, que nace en 1868 con nuevas apetencias y necesidades en este aspecto. Las artes plásticas, en cambio, tendrían que esperar hasta finales de la guerra para que se observara un salto significativo en su carácter y proyección —lo que ocurrirá a partir de que el pintor cubano Miguel Melero asuma la dirección de la prestigiosa «Escuela Nacional de Bellas Artes de San Alejandro»—. Durante este período el «estilo» oficial, promovido por la prestigiosa escuela, siguió una línea europea debido a que la dirección del centro se mantuvo en manos extranjeras, aunque de renombre internacional.18 No obstante, a partir de 1859, y durante la próxima década, se aprecia un tímido giro hacia los temas cubanos; el propio Francisco Cisneros, al asumir la dirección de San Alejandro, se destacó en estos años por pintar personalidades nacionales, tales como Félix Varela, Luz y Caballero, Gaspar Betancourt Cisneros, así como sus series de retratos de poetas y poetisas criollos; y, por otra parte, en 1861 tuvo lugar la primera exposición de pintura cubana, cuyos límites de selección eran reflejo de la tendencia creciente de exaltación de los valores nativos. Asimismo, por estos años se observa el propósito de extender el conocimiento de las artes plásticas hacia las provincias, como lo revela la fundación en Santiago de Cuba de una «Academia de Pintura» en 1859, y la inauguración en Matanzas al año siguiente de la primera galería, en casa de José Manuel Ximeno, que exhibía más de cien cuadros. Pero el hecho de mayor interés en el ámbito de la plástica durante el presente período, fue la

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aparición del personaje Liborio, dibujado por Víctor Patricio Landaluze y popularizado por las páginas reaccionarias de El Moro Muza. La repercusión nacional de Liborio trascendió el propósito satírico de su creador, ya que el pueblo se vio identificado desde entonces en este personaje y se apropió de él para utilizarlo hasta los últimos años de la seudorrepública, como símbolo de cubanidad y vehículo para la crítica política. No obstante todas estas tendencias significativas que acentúan la caracterización del período, la vida cultural entre 1844 y 1868 estuvo determinada fundamentalmente por dos aspectos: el desarrollo teatral —que partiera de 1834— y el auge de la prensa periódica, posibilitado por las transformaciones de su tecnología. En materia teatral el período aportó ganancias definitivas en el desarrollo del arte escénico, en lo referente a la actualización de nuestros espectáculos y el afianzamiento de esta actividad en cuanto a su acondicionamiento técnicomaterial y cultural. No obstante —como se explica en las páginas destinadas al tema—, éste fue, asimismo, un período de crisis en cuanto a la evolución del arte dramático insular, principalmente habanero, obstaculizado, entre otros factores, por la competencia de connotadas compañías foráneas y la férrea censura de las autoridades coloniales. Aún así hubo autores criollos de notoria fama, como Bartolomé Crespo Borbón, Rafael Otero, José Millán, Alfredo Torroella, y aquellos que constituyen las cimas —profundamente divergentes— de la dramaturgia nacional decimonónica: Joaquín Lorenzo Luaces y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Si bien puede afirmarse que, durante estos años, la escena nacional —en contraposición con otras manifestaciones artísticas— marchó a la zaga de la búsqueda de la cubanidad, el análisis de los frecuentes enfrentamientos del público y de la crítica criollos con relación a obras y actores, y la persistencia de la línea sainetera popular, indican un acercamiento progresivo, aunque más lento y zigzagueante, a la caracterización cultural general del período, el cual finaliza, en el orden dramático, como una apertura hacia la afirmación de lo nativo, a tra-

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vés del surgimiento del género bufo. Si los resultados obtenidos en este sentido constituyeron, en línea general, promesas antes que logros concretos, esto no es índice de un proceso teatral en la época ajeno a la evolución de la conciencia nacional, sino un nivel disparejo de desarrollo. En atención al movimiento teatral de entonces, tuvo un lugar distinguido la ciudad de Matanzas, conocida a partir de estos años como «la Atenas de Cuba», pues devino centro de reunión de escritores, músicos, científicos y actores cubanos y extranjeros. Factores básicos en tal desarrollo fueron el establecimiento de la comunicación diaria La Habana-Matanzas, a través del ferrocarril —empresa en la que tuvieron decisiva participación figuras de la intelectualidad matancera que tenían inversiones en este ramo—, y, asimismo, el suceso que constituyó la instalación en 1860 de la primera línea telegráfica entre las dos ciudades, a la que seguirían otras muchas hasta culminar en 1867 con el cable submarino La Habana-Cayo Hueso, acontecimiento que se puso de moda entre los temas de la literatura insular. Todas las facetas de la vida cultural —y de la sociedad en general— fueron reflejadas con minuciosidad por las páginas periódicas; si algún aspecto, en el período 1844-1868, fue tratado con cautela o, incluso, silenciado, fue el problema de la esclavitud, que tras la desmedida represión del Proceso de la Escalera, se convirtió, para muchos publicistas, en un tabú periodístico; sin contar la estricta vigilancia del Gobierno sobre este y otros aspectos, expresada mediante la censura. En relación con las publicaciones periódicas, el período se caracteriza por el perfeccionamiento técnico de los medios y métodos de impresión iniciado en torno a 1830, y generalizado a partir de la quinta década del siglo. Tal transformación tecnológica de los talleres, donde se sustituyeron las antiguas prensas por las mecánicas y de vapor, redujo en mucho el tiempo de producción, y, por consiguiente, abarató el proceso editorial de forma extraordinaria, lo que influyó, por tanto, en la reducción cualitativa de lo publicado, por la mayor eficiencia de los talle-

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res y la natural demanda creciente de las editoriales. Algunos hombres de aquella época, como Cirilo Villaverde y Ramón de Palma, supieron ver en su momento la íntima relación que tuvieron estos cambios con la llamada «época del mal gusto», juicio con el que coincide Ambrosio Fornet ya en nuestros días. Ello explica la explosión de periódicos que caracteriza estos años, más de 250 según noticias: si en 1840 —como observa Trelles— había en la Isla ocho periódicos, en 1857, por ejemplo, año de crisis económica, existían cuarenta, y proporción semejante se observa en las cifras de libros publicados en ambas etapas. Tan importante como este aumento cuantitativo fue para el periodismo cubano el notable avance en la calidad formal de las publicaciones, que incrementan la inclusión de litografías, grabados, figurines, música, y que continúan desarrollando, asimismo, el arte tipográfico, al punto que es en estos años que se difunde el uso del caligrama para la sección poética, tanto en La Habana como en provincias, aunque este sólo se generalizó para el espacio de los anuncios comerciales. En este aspecto de la alta calidad, fue la Revista de La Habana (1853-1857), dirigida por Rafael María de Mendive y José de Jesús Quintiliano García, la más representativa por su lujo editorial, tanto como por el nivel literario de sus textos, lo que la colocó en la cima de las páginas periódicas decimonónicas, al punto de que hoy se le conoce como «el monstruo editorial del siglo XIX». Sin embargo, mantener la riqueza de la edición, a pesar del bajo número de suscriptores, era una tarea incosteable como empresa individual, y esto determinó en la mayoría de los casos la reducción formal o el fin de las publicaciones, como sucedió a la propia Revista de La Habana —que antes de desaparecer, ahogada por la crisis económica de ese año, eliminó de sus páginas todos aquellos retratos, grabados, modas, litografías, música, que antes la habían distinguido—, y también a la Revista Habanera (1861-1863), dirigida por Juan Clemente Zenea y Enrique Piñeyro, quienes expresaron al respecto de sus cambios de formato:

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Los que nos tratan íntimamente y los que leen nuestras humildes obras, saben que hemos acometido esta enojosísima tarea por servir al país y a las letras, con el auxilio de entendidos escritores […] y si el público nos ayudase extenderíamos esta publicación todo cuanto fuese posible, pues las obras de esta clase no son mejores porque se paga muy mal entre nosotros todo producto intelectual y harto hacen los que escriben algo donde se lee poco. 19 Probablemente uno de los sectores más estables —si no el más— del público lector, era el llamado del «bello sexo», mujeres de la clase alta y media para quienes, como afirma Fornet, las revistas literarias eran «parte integrante de su toilette».20 Es significativo el número de páginas expresamente dedicadas a aquéllas, entre las que deben citarse, por su dignidad literaria, las habaneras: El Colibrí (1847-1848), El Iris (18501851), Folletín Filarmónico de Modas del Faro Industrial (1851-id.), El Almendares (18521853), No Me Olvides (1854-id.), Floresta Cubana (1855-1856), La Civilización (1857-id.) y sobre todo, el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (1860-id.), revista dirigida, y redactada en gran parte, por Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien dedicó frecuentes espacios a cuestiones de interés para la mujer en materia de instrucción y moral, aparte del lugar preferente que ocupó la literatura en esta revista, la cual contó con la colaboración de los principales escritores cubanos de la época, así como dio abundante cabida a textos de autores extranjeros, fundamentalmente españoles. El hecho de estar dedicadas a las «damas», determinaba la importancia que, en estas páginas, poseían ciertas secciones, como las de poesía, epigramas, música, modas europeas, y todo aquello que pudiese constituir un elemento de distinción y actualidad, para esa lectora destinada a ser adorno de los salones. No obstante, las publicaciones dirigidas a un público más amplio incluyeron también tales espacios, y ofrecían artículos acerca de la moral y las costumbres femeninas. Incluso, las ideas más avanzadas sobre la igualdad social de la mujer, no aparecieron sino en publicaciones habaneras

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de marcado carácter político, como El Siglo (1862-1868) y La Aurora (1865-1868). No debe confundirse esta defensa de los derechos femeninos con las posteriores demandas de igualdad económica, laboral y política; los más progresistas del período en este sentido sólo reclamaban el derecho de la mujer a una instrucción elevada con vistas a que ésta pudiese desempeñar mejor su papel de madre, esposa y ama del hogar, aunque el período cerraría con una demanda superior acerca de la incorporación de la mujer a determinadas labores industriales «adecuadas a su sexo», reclamo que se haría realidad sólo después de la guerra, en la industria tabacalera. En este período, a partir de 1851, cuando se inicia […] la tercera etapa del periodismo cubano, marcada por la profundización de las divergencias político-ideológicas entre cubanos y españoles; divergencias que se manifiestan tanto en la prensa nacional como en la que publican los cubanos en el extranjero, fundamentalmente Estados Unidos. 21 Después de su reaparición periodística en 1841, el tema político llega a ser, avanzado el presente período, un elemento caracterizador de determinadas publicaciones, tales como el Faro Industrial de La Habana (1841-1851), suspendido por el Gobierno por su constante defensa de los intereses cubanos; El País (1868-id.), de ideas reformistas, cuya labor en la difusión literaria fue notable a pesar de su breve vida, y El Siglo —antes mencionado—, también vocero del reformismo criollo, que se considera, por su eficacia, uno de los mejores órganos políticos del XIX, por lo que fue tomado como modelo para el desarrollo posterior de la prensa autonomista. Por la importancia de sus textos y su paulatina politización, Medardo Vitier lo señaló como ejemplo de «madurez periodística, en que lo político, la etapa de combate, aparece después de una paciente, benemérita obra educativa». 22 Es indispensable mencionar en este grupo el periódico La Voz del Pueblo Cubano (La Habana, 1852), representativo del pensamiento independentista, del que sólo pudieron publi-

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carse, a espaldas del Gobierno, tres números. Su editor, Eduardo Facciolo, pagó con su vida estas ediciones con las que se inició la honrosa tradición de nuestra prensa clandestina revolucionaria. Entre las páginas defensoras de los intereses reaccionarios deben citarse, por la importancia de su proyección literaria y cultural, el habanero Diario de la Marina, surgido en 1844 y cuya existencia alcanza la sexta década del actual siglo; El Fanal (1844-1883?), de Puerto Príncipe, órgano del cabildo de la localidad, y, sobre todo, La Prensa (1841-1870), la cual, no obstante su definición españolizante, constituye hoy testimonio de primer orden para conocer la vida cultural de La Habana en esos años, por las asiduas colaboraciones de intelectuales criollos, y por el interés que pusieron sus editores en la diaria actualización de sus secciones. Un estudio acucioso de estos órganos anticubanos, podría arrojar, sin embargo, datos más heterogéneos desde el punto de vista político, quizás hasta contradictorios, tomando en cuenta la lista de colaboradores. Índice de ello podría ser, por ejemplo, la publicación de un poema de José Pasán en 1845, en el Diario de la Marina,23 en pleno auge de la represión colonial, que constituye un canto inequívoco a la libertad de Cuba y al rol del poeta en servicio de su país natal; composición que no muchos editores se hubieran atrevido entonces a imprimir. La prensa cubana publicada en el extranjero —fundamentalmente en los EE.UU., donde radicaba el mayor núcleo de emigrados—, muestra en estos años semejante división política (páginas anexionistas, independentistas, españolizantes), en tanto reflejó el partidismo de sus editores. Pero de todas estas páginas, las más abundantes y destacadas como órganos de difusión de la cultura y el pensamiento cubanos, fueron las anexionistas, en las que a veces aparecieron entretejidas ideas de un patriotismo honesto, rayano en el independentismo. La Verdad (Nueva York, 1848-1853), es el órgano que da inicio en los Estados Unidos a la prensa anexionista cubana, y si bien no fue una publicación de definido carácter literario, editó trabajos de figuras muy prestigiosas de nuestras letras, como la

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Avellaneda, y sus principales redactores fueron conocidos prosistas y poetas criollos: Teurbe Tolón, Villaverde, El Lugareño, Santacilia, Palma. Otras publicaciones anexionistas fueron El Cubano (Nueva York, 1852-1854), que publicaba regularmente discursos, poesías, narraciones —entre las que apareció la novela Lola Guara, de Teurbe Tolón, fundador de estas páginas. La declaración de sus objetivos: «difundir por toda Cuba y Puerto Rico los principios y opiniones que tienden a su Revolución de independencia como único medio de salvarla de los peligros que la cercan»,24 indica la sinceridad de algunos de estos confundidos anexionistas; El Filibustero (Nueva York, 1853-1854), que a menudo hizo propaganda independentista, y entre cuyos colaboradores principales figuran Juan Clemente Zenea, Leopoldo Turla y Pedro A. Castellón; El Cometa (Nueva York, 1855-id.), fundado, dirigido y redactado por Teurbe Tolón; El Eco de Cuba (Nueva York, 1855-1856), que incluyó periódicamente trabajos literarios. Debe destacarse la actividad que en este sentido llevaron a cabo algunas figuras como Teurbe Tolón —que ocupa uno de los principales lugares, si no el primero, dentro del periodismo de los emigrados cubanos de la época, pues aparece prácticamente en todas estas publicaciones como redactor, colaborador, e inclusive como fundador— 25 y otros, entre los que sobresalieron Cirilo Villaverde, Enrique Piñeyro, Juan C. Zenea y demás poetas de El laúd del desterrado. En respuesta a la prensa anexionista e independentista, los defensores de España publicaron también sus páginas fuera de Cuba, a la manera de La Crónica (Nueva York, 1848-1855), y aun hubo órganos de objetivos más limitados, tales como El Mulato (Nueva York, 1850-1854), de proyección abolicionista y perfil político, literario y de costumbres. Durante este período hubo en Cuba publicaciones de diverso tipo —sobre política, ciencias naturales, medicina, comercio, música, teatro, humorísticas—, según la tendencia predominante en sus secciones. Pero por lo común muchos de esos elementos convergían en una misma publicación, fundamentalmente en las revistas —de mayor diversidad temática—, que tuvie-

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ron el peso principal dentro de la prensa periódica de entonces. Aquéllas que alcanzaron entre sus contemporáneos mayor crédito o popularidad, llevaron a cabo en primer término una sostenida labor de difusión literaria y contaron con la colaboración de los principales escritores del país. Es necesario mencionar en este grupo las páginas habaneras de Flores del Siglo (1846-1847, 1852-id.), a cargo de Mendive y José Gonzalo Roldán; Flores de las Antillas (1851-1852), dirigida en sucesivas épocas por José Socorro de León y Rafael Otero, revista que se considera la iniciadora de la «reacción del buen gusto» en la poesía criolla; Brisas de Cuba (1855-1856), redactada por estudiantes de la Universidad, pero que contó con la firma de los mejores escritores cubanos del momento; La Piragua (1856-1857), continuadora de la Floresta Cubana y dirigida por Fornaris y Luaces, órgano «oficial» de los nativistas, pero cuya proyección literaria rebasó ampliamente estos límites; El Kaleidoscopio (1859-id.), a cargo de Ramón Zambrana, quien realizó —posiblemente por la influencia de Luisa Pérez, su esposa— una interesante labor de divulgación de las poetisas cubanas, sobre todo orientales, hasta esos momentos desconocidas; Cuba Literaria (1861-1863), cuya brillante nómina de colaboradores indica el nivel de sus textos; y la Revista del Pueblo (1865-1866), dirigida primero por los esposos Zambrana, y en su segunda época por Piñeyro; además de las revistas ya citadas, entre las que se hallan las principales del período en cuanto a trascendencia literaria y cultural: la Revista de La Habana, el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello y la Revista Habanera.26 Esta última se distinguió por sus trabajos de críticas literarias y por su labor de divulgación de los autores nórdicos, quienes habían sido hasta entonces prácticamente desconocidos en Cuba. Aunque ésta no fue la verdadera época de los suplementos literarios, no puede dejar de apuntarse que es ahora cuando nace la primera publicación de este tipo: la Revista Pintoresca del Faro Industrial (1847), si bien no tuvo aún un carácter específicamente literario. Por estos años, las provincias alcanzaron los primeros planos editoriales, favorecidas por el desarrollo de las comunicaciones. De treinta

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publicaciones periódicas que había en 1856, por ejemplo, dieciséis eran de provincia, y semejantes datos se observan en cuanto a las ediciones de poesía. Por ello, deben sumarse en la lista de las páginas destacadas del período: La Aurora de Matanzas (1828-1857), el mejor órgano periodístico de la Isla hasta 1853, y el principal de la provincia; el Liceo de Santa Clara (1867-1869, 1887-?), órgano de tal institución, y el Eco de Villa Clara (1849-1856), cuyos antecedentes se remontan a 1831; La Abeja (Trinidad, 1856-?); El Céfiro (Puerto Príncipe, 1866-1868), dirigido —dato infrecuente— por mujeres; 27 y, en Santiago de Cuba, El Orden (1850-1854), que apareció a partir de ese año como El Diario Redactor, al fusionarse con El Redactor, de la propia localidad, y Murmuríos del Cauto (1862-?). En el último lustro del presente período ocurre un hecho de capital importancia para el periodismo cubano: el nacimiento en La Habana de la prensa obrera, con La Aurora (1865) —antes mencionada—, órgano de tendencia reformista dedicado a los artesanos, fundamentalmente a los tabaqueros, quienes serían los primeros del país en agruparse en un auténtico gremio obrero —la «Asociación de Tabaqueros de La Habana» (1866). Los redactores y colaboradores de La Aurora —dirigida por el asturiano Saturnino Martínez y el cubano Manuel Sellén— realizaron desde sus páginas una tenaz defensa de los intereses de las clases humildes, al denunciar los atropellos cometidos en su contra, y rebatir con pasión y de forma sistemática las opiniones hostiles de «El Cetáceo del Apostadero», nombre que le daban al Diario de la Marina, portavoz de los industriales tabacaleros más reaccionarios. No es de extrañar, por ello, que en sus páginas literarias —que contaron con la firma de escritores criollos renombrados (Luaces, Fornaris, Torroella, Azcárate, los hermanos Sellén, entre otros)— apareciese la que hoy «se considera la primera composición poética de carácter social»: 28 «Marquistas y Vegueros», de Joaquín Lorenzo Luaces, pues su objetivo responde a los intereses económicos de estos últimos. En el mismo sentido se ha afirmado también que La Aurora contó entre sus redactores con la

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primera mujer que abogó en Cuba por los derechos obreros: Ramona Pizarro, dato que —de confirmarse la aseveración de Rivero Muñiz— vendría a completar la participación femenina en el proceso ideológico y literario de estos años. La tarea de mayor trascendencia cultural y socio-política que emprendió esta publicación, fue su lucha por el establecimiento generalizado de la lectura en los talleres tabacaleros, durante la jornada laboral, régimen al que se opuso sistemáticamente el Diario de la Marina, y que fue prohibido en varias ocasiones por el Gobierno colonial, bajo sospecha de ser vehículo de propaganda subversiva. Este sistema de lecturas contribuiría en gran medida a la educación clasista de ese sector obrero contra sus explotadores en los últimos años del XIX y, principalmente, durante la posterior época seudorrepublicana. Antes de finalizar el período hubo aún en La Habana otro periódico obrero, El Artesano (1866), pero ni por sus textos —dedicados exclusivamente a las cuestiones laborales—, ni por sus ideas —que no reflejaron el desarrollo de un

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sector proletario específico—, constituye un suceso relevante en la evolución de la prensa epocal. Como rasgo común a todas las publicaciones mencionadas, debe destacarse su interés central en la marcha de la problemática socio-política y de la cultura cubana contemporánea —literatura, teatro, música, pensamiento, historia—, vistas ya como materia de sus secciones, ya como objeto de la crítica o de la lucha ideológica presente en tantas de estas páginas; motivo que explica la agudización de la censura colonial sobre órganos y editores, cuya cubanía era tomada como signo de desacato al Gobierno. Por ello, la prensa periódica del período 1844-1868 fue el mejor reflejo de aquellos años: imagen múltiple y contradictoria como la propia realidad, y cómplice de ella; la que constituyó una manera otra —la más importante en tanto convergencia de las anteriores— de esa búsqueda progresiva de nuestra nacionalidad patriótica, que domina y define el período previo a la Guerra de los Diez Años.

NOTAS

(CAPÍTULO 2.8) 1

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José Fornaris y Joaquín Lorenzo Luaces: Cuba poética. Colección escogida de las composiciones en verso de los poetas cubanos desde Zequeira hasta nuestros días. Imprenta de la viuda de Barcina, La Habana, 1861. Rafael María de Mendive y José de J. Quintiliano García: América poética. Imprenta del Mercurio, Valparaíso, 1846. Domitila García de Coronado: Álbum poético de escritoras y poetisas cubanas, escrito en 1868 para la Señora Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda por […]. Reproducción de la tercera edición dedicada a la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, y a la Sociedad Económica de Amigos del País, comenzada en 1914. Imprenta de «El Fígaro», Habana, 1926. Carlos M. Trelles: Bibliografía cubana del siglo XIX.

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Imprenta de Quirós y Estrada, Matanzas, 1913, tomo IV. 5

Ambrosio Fornet: «Criollismo, cubanía y producción editorial (1855-1885)», en Santiago. Santiago de Cuba, (17): 109, marzo, 1975.

6

Instituto de Literatura y Lingüística: Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1889. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983, p. 291: «[…] además de cantos, bailes y otras diversiones incluía la ocasional improvisación de décimas y escenas dramáticas […]».

7

Antonio Zambrana: El negro Francisco. Pról. de Salvador Bueno. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1979, p. 66.

8

Rafael Azcárate: Nicolás Azcárate, el reformista. Editorial Trópico, La Habana, 1939.

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Durante este período la institución tuvo diversos nombres, entre ellos: «Sociedad Económica de La Habana» (1843-1845), «Reales Junta de Fomento y Sociedad Económica de La Habana» (1849-1850), «Real Sociedad Económica» (1864-1866). Sería en sus salones donde el público cubano escucharía por primera vez la oratoria martiana, el 28 de febrero de 1879, en la velada en honor del poeta Torroella. Medardo Vitier: Las ideas y la filosofía en Cuba en el siglo XIX. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1979, p. 401.

12

Ob. cit., p. 407.

13

Ob. cit., p. 217.

14

Ibíd.

15

Ibíd.

16

Zoila Lapique: Música colonial cubana, en las publicaciones periódicas cubanas. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1979, p. 34.

17

Alejo Carpentier, en Zoila Lapique: ob. cit., p. 43.

18

Fueron directores en el período: Leclerc, francés (1843-1850), Mialhe, italiano (1850-1852), Augusto Ferrán, catalán (1852-1858), y Francisco Cisneros, salvadoreño, quien dirigió la escuela desde 1859.

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Cita en Diccionario de la literatura cubana (Institu-

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to de Literatura y Lingüística: Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, tomo II, p. 884), ver ficha de Revista Habanera. 20

Ambrosio Fornet: «Literatura y mercado en la Cuba colonial 1830-1860», en Casa de las Américas. La Habana, 14 (84): 46, mayo-junio, 1974.

21

Cita en Diccionario de la literatura cubana (ob. cit., tomo II, p. 745), ver ficha de Periodismo.

22

Medardo Vitier: ob. cit., p. 149.

23

José Pasán: «A Floralbo», en Diario de la Marina. La Habana, dic. 12, 1845.

24

Instituto de Literatura y Lingüística: ed. cit. (1980), tomo II, ver ficha de El Cubano.

25

Además de los ya mencionados, fundó también El Papagayo y El Horizonte, ambas de la misma década del cincuenta.

26

Otras publicaciones de cierto relieve en el período fueron: el Diario de Avisos, El Prisma, la Abeja Científica, Artística y Literaria, Las Flores de las Antillas, Cesto de Flores, El Rocío, etc.

27

La dirección estuvo a cargo de Domitila García de Coronado y Sofía Estévez, cultivadoras del género lírico.

28

José Rivero Muñiz: «Los orígenes de la prensa obrera en Cuba», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí. Tercera época, 2 (1-4): 71, enero-diciembre, 1960.

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2.9 LA OBRA LITERARIA DE GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA 2.9.1 Noticias sobre su vida y personalidad. Su obra lírica Una vez más en el desarrollo de nuestra historiografía literaria, el estudio de la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda (Puerto Príncipe 1814-Madrid 1873) constituye capítulo aparte en la consideración del proceso de la literatura romántica cubana. A través de siglo y medio, los críticos —movidos por las más opuestas razones estéticas y aun ideológicas— han insistido en la singularidad del «caso Avellaneda», por lo cual la delimitación al respecto continúa siendo necesaria materia de análisis. Sin embargo —y en adelanto de lo que se determinará posteriormente tras el examen de su obra literaria— es importante señalar que ésta enriquece de manera formidable el acervo de las letras cubanas decimonónicas, tanto por su calidad y extensión, como por su tan controvertida desemejanza, y que, por ello, su estudio no enturbia ni sobra en la imagen de nuestra literatura epocal, antes bien la completa, la afina. La crítica —y la propia autora— ha considerado 1836 el año de su nacimiento literario, fecha en que la Avellaneda —Tula para sus íntimos— compone su poema «Al partir» con motivo de su marcha hacia España junto a su familia, aunque sus primeras publicaciones datan de 1838.1 Mucho antes (en 1823) refiere la autora 2 haber compuesto sus primeros versos, conmovida por la muerte de su padre, pero de las numerosas composiciones probablemente es-

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critas a lo largo de su inquieta adolescencia y primera juventud, 3 no existe mejor prueba que este hermoso soneto de indudable perfección compositiva, con el que Tula expresa su dolor por la partida del país natal: ¡Perla del mar! ¡estrella de occidente! ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo La noche cubre con su opaco velo, Como cubre el dolor mi triste frente. ¡Voy a partir!… La chusma diligente, Para arrancarme del nativo suelo Las velas iza, y pronta a su desvelo La brisa acude de tu zona ardiente. ¡Adiós, patria feliz! ¡Edén querido! Doquier que el hado en su furor me impela, Tu dulce nombre halagará mi oído. ¡Adiós!… Ya cruje la turgente vela… El ancla se alza… El buque, estremecido, Las olas corta y silencioso vuela. En la estructura bimembre claramente distinguible, el sentimiento se expresa en la organización de pares antitéticos a los cuales corresponden, por Cuba, los epítetos elogiosos —Perla del mar, Estrella de occidente, edén querido—, los adjetivos —hermosa, brillante, feliz, dulce—, los indicios afectivos —arrancarme, halagará—. Mientras que a sus opuestos (el mar, el suelo extranjero), que significan la partida, corresponden todos los signos negativos —opaco, dolor, triste, furor, silencioso. A pesar de su

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fuerte carácter adjetival puede afirmarse que este poema se distingue por la síntesis expresiva y descriptiva que Tula logró sólo en sus mejores versos —que no son siempre los más famosos—, pues cada estrofa agrega un nuevo elemento y no hay una insistencia ociosa o retórica de la emoción, sino por el contrario, un admirable equilibrio lírico. Ya es dueña la escritora de un estilo elegante cuyos rasgos perdurarán, en esencia, a través de toda su poesía, no obstante la asimilación de otros caracteres formales e ideotemáticos que se reflejarán en composiciones posteriores. Al radicarse en Sevilla, pronto su fama, que crece a la par de sus publicaciones, se extiende a Cádiz y Granada, hasta que en 1840 triunfa en Madrid, donde es acogida por el alto círculo intelectual del Ateneo con entusiasmo y curiosidad no exenta de malicia. 4 De 1839 a 1841 la Avellaneda vive un auténtico delirio romántico: son los años de la apasionada relación con Ignacio de Cepeda, su gran ídolo y peor amante, y es también la época en que conoce a las principales figuras de la sociedad y las letras madrileñas, con algunas de las cuales —Juan Nicasio Gallego, Manuel J. Quintana— mantuvo gran amistad durante toda su vida. Esta intensa actividad, tanto social como íntima, se refleja en su producción poética fundamentalmente: de 1840 a 1841 la Avellaneda escribe treinta y tres de los cuarenta y cinco poemas que aparecen en la primera edición de su obra —Poesías, 1841— que se ha considerado como la más importante para la determinación de su perfil lírico. Ya por entonces, y a pesar de su juventud y de los aires que corrían de «libre inspiración», muestra una exigente voluntad estilística, un rigor autocrítico que nunca desmayaría y que constituye el vínculo permanente entre su estilo y el gusto de la época que ella tuvo siempre en alta consideración, al punto de sacrificarle hermosos registros poéticos como el de su canción «A la cuna», por ejemplo, que excluyera de sus publicaciones y que en nada recuerda la grandilocuencia de su obra, 5 como se aprecia en el epitafio de la misma: Del cielo tuvo al nacer la que aquí descansa quieta,

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con una alma de poeta un corazón de mujer. Por eso del padecer agotó la copa amarga y no fue su vida larga que en florida juventud depuso en este ataúd de la existencia la carga En el estudio de su poesía pueden señalarse dos etapas de acuerdo con su actividad dentro del género: una primera de 1836 a 1850, con énfasis particular entre 1840 y 1841 según se apuntó, y una etapa de muy menor creatividad entre 1857 y 1869. La primera, a la cual corresponden sus composiciones más importantes y sus imitaciones y traducciones de la poesía francesa realizadas con gran acierto, finaliza con la segunda edición de sus Poesías, en cuyo prefacio la autora, movida por profundos padecimientos morales,6 expresa que abandonará definitivamente el género lírico «que no vibra agradablemente sino en manos de la juventud, al soplo poderoso de las pasiones ardientes». 7 Sin embargo en 1857, inspirada por la muerte de su maestro y amigo Quintana, vuelve la Avellaneda a publicar nuevos versos y, con vistas a la edición de sus obras completas, se dedica asimismo a realizar cambios de diversa significación en sus poemas anteriores, que incorporará al tomo de 1869. En esta segunda etapa su regreso y la estancia en Cuba entre 1859 y 1864 parece conferirle un nuevo aliento, una cálida esperanza a su poesía, como reflejo del gozo sincero de la escritora por el encuentro con su país y el elevado homenaje de sus compatriotas, que culminara en su coronación en el Liceo de La Habana (1860). Su poema del mismo año «A las cubanas», posee la frescura emotiva y la agilidad de sus mejores versos: Respiro entre vosotras, ¡oh, hermanas mías! Pasados de la ausencia los largos días, Y al blando aliento De vuestro amor el alma revivir siento. ………………………………………… Pero estos acentos no son más que brotes espontáneos y, lamentablemente, fugaces; las no-

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tas más altas de su lira habían pasado y la estancia en Cuba, por breve y tensa, 8 no podía significar un cambio profundo en su intimidad ni, por ende, en su universo poético tan estrechamente relacionado con aquélla. No obstante alguna huella debió quedar, si no en su estilo, sí en sus ideas con respecto a la situación cubana, ya que en los años posteriores a su regreso a España se observa una evolución de su pensamiento político —aludida de mal grado por el reaccionario Cotarelo— que se revela a través de los cambios efectuados por la poetisa en su poema de 1843 dedicado «A su majestad la Reina Doña Isabel Segunda», cuya última estrofa expresaba originalmente: ¡Salud, regia beldad! ¡virgen divina! A magnánime frente a tu planta inocente La nación fiera de Pelayo inclina: Y allá en el Occidente La Perla de los mares mejicanos, Al escuchar de nuestro aplauso el grito Entre el hervor de sus inquietas olas, En las alas del viento Con eco fiel devolverá el acento Que atruena ya las playas españolas. Estrofa que fue sustituida para la edición de 1869 por estos nuevos versos: ¡Salud, joven real! Mientras su frente A tu planta inocente Esta patria del Cid gozosa inclina, Recuerda que en los mares de occidente —Enamorando al sol que la ilumina— Tienes de tu corona La perla más valiosa y peregrina; Que allá, olvidada en su distante zona, Do libre ambiente a respirar no alcanza, Con ansia aguarda que la lleve el viento —De nuestro aplauso en el gozoso acento— La que hoy nos luce espléndida esperanza. Cambio que acusa una actitud más altanera para con la anterior reina, más acorde con su condición de escritora cubana, aunque, como siempre, esa expresión de su nuevo autonomismo

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político quede a la zaga de sus compatriotas, quienes ya por entonces combatían en la guerra independentista. En el orden creativo el fruto principal de su estancia en Cuba fue la revista Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (La Habana, 1860), que, no obstante su corta vida, 9 se considera uno de los esfuerzos más útiles en la renovación del gusto literario nacional efectuados por esos años. En sus páginas colaboraron los mejores autores cubanos del momento así como se publicaron numerosos trabajos de la literatura española contemporánea. Pero el aspecto que hace singular esta revista y que revela el perfil ideoestético de la Avellaneda durante esta etapa es su persistente labor en defensa de los derechos femeninos, motivo que se reitera a lo largo de su vida y su obra y que explica frases y actitudes suyas que han dado pie a malentendidos y críticas. Sin recurrir a una rígida clasificación de su poesía, se observa que ésta abarca entre sus temas más frecuentes la poética, lo divino, lo erótico, lo filosófico, el paisaje, además de composiciones de ocasión y otras sobre grandes figuras de las letras y de la historia mundial. Una revisión de sus versos tradicionalmente antologados nos ofrece, con excepción de su poema «Al partir», la imagen de su gusto lírico epocal cuyos tonos, estructuras, léxico y hasta motivos han caducado, y en relación con esto la poesía de la Avellaneda, a pesar de su excepcional maestría técnica, no se distingue hoy de la de otros tantos poetas románticos menores cuya obra apenas se recuerda o que —mucho peor— han pasado a la historia literaria censurados como la «legión del mal gusto». 10 La crítica actual, ante el evidente envejecimiento de su poesía, le ha señalado ciertos defectos que constituyen las principales causas de ello, tales como: la escasa originalidad de su epítesis y metáforas que no rebasan los límites convencionales,11 su incapacidad para sentir la naturaleza, cuyas descripciones denotan una consideración en abstracto, hueca, común, que no es más que la imagen literaturizada del paisaje,12 y la oquedad formal o vacío perceptivo de la realidad cuya evidencia al nivel del poema es el verbalismo, la retórica grandilocuente.13 A

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estos rasgos podría añadirse el abuso de la inversión sujeto-verbo que resta naturalidad al período poético, el empleo de un léxico manido y la monotonía de acentos, temas, giros idiomáticos que se repiten excesivamente. Quizás la línea de su poesía que más se resiente de estos rasgos del primer romanticismo sea la religiosa, para la cual ella, no obstante los elogios de la crítica decimonónica, no poseía auténtico estro. Dentro de nuestra lírica femenina, mucho más emotivas en tanto espontáneas y desnudas son las composiciones religiosas de Luisa y Julia Pérez, menos admiradas entonces. En el Devocionario de la Avellaneda publicado en 1867, 14 así como en los versos de igual tema que incluyó en sus poemarios, la hondura del sentimiento religioso se debilita por la excesiva retórica al uso y por la desproporción entre las pretensiones de la autora, quien quiere acceder a un gran nivel teológico, y su conocimiento limitado en este sentido. Su poema «A Dios» o su famoso «Canto a la cruz» así lo demuestran. Sin embargo, en ocasiones cuando la autora despoja su voz de la utilería convencional, logra una expresión devota sincera, como en «Las siete palabras y María al pie de la cruz», que todavía se lee con placer. El estudio de su poesía exige un reordenamiento según el gusto actual que destaque aquellas composiciones donde esta obra conserva su frescura. Son virtudes permanentes de su genio la agilidad de sus versos de arte menor —a la manera de «Un paseo por el Betis»—, la intensidad que logra en sus sonetos —al ejemplo de «Soneto imitando una oda de Safo»—, obligada a la síntesis por el rigor de la estructura métrico-rítmica, y la emotividad de numerosos poemas eróticos en los que el sentimiento triunfa sobre las convenciones estilísticas, como ocurre en este intitulado «A él»: ¡No existe lazo ya! ¡todo está roto! Plúgole al cielo así: ¡bendito sea! Amargo cáliz con placer agoto: Mi alma reposa al fin: nada desea. ¡Te amé! ¡no te amo ya! piénsalo al menos: Nunca, si fuere error, la verdad mire Que tantos años de amarguras llenos Trague el olvido; el corazón respire.

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……………………………… ¡Vive dichoso tú! Si en algún día Ves este adiós que te dirijo eterno, sabe que aún tienes en el alma mía Generoso perdón, cariño tierno. Es la misma escritora vehemente y espontánea de las cartas la que confiesa aquí su frustración amorosa, su generosidad para con el amante ingrato. Resulta interesante el hecho de que la Avellaneda haya respetado celosamente la forma inicial de este poema en medio de los numerosos arreglos de toda índole realizados después a las composiciones de esa etapa. Sin dudas su rigor autocrítico no desconoció la excelencia de estos versos escritos en la franca revelación de su dolor. Mas el mérito superior de su poesía está en su riqueza métrico-rítmica, superior a la de todos sus contemporáneos cubanos o españoles; allí fue genuinamente romántica, verdaderamente creadora, y, como tal, trasciende su época y se coloca entre las figuras relevantes de nuestro parnaso. En la renovación de los viejos metros castellanos y la invención de otros16 la Avellaneda demostró talento, cultura y sensibilidad para la euritmia poética y, lo que es más importante, se insertó en la evolución de la poesía cubana e hispanoamericana que culminaría en las innovaciones métricas del modernismo. Como expresara Regino Boti, «fue una metrificadora consciente que preparó con clarividencia propia de elegida la base de sustentación sobre la que había que echar otros pórticos y pilares en el edificio de nuestra versificación».17 Entre todos los géneros cultivados por la Avellaneda fue el lírico uno de los más sujetos a la influencia de la literatura española. Si bien se le han señalado huellas de Byron, V. Hugo, Lamartine, entre otros románticos europeos, su educación poética está fundamentalmente en la línea de los españoles Lista, Gallego, Quintana y —en coincidencia con su formación neoclásica— de nuestro José María Heredia, cuya obra era admirada por la Avellaneda desde su primera juventud. En este aspecto de las influencias y las imitaciones tan frecuentes en su creación, algunos críticos insisten demasiado en la poca originalidad de sus temas, sobre todo en lo to-

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cante a su teatro y narrativa de ficción; sin embargo, debe tomarse en cuenta que en el romanticismo la originalidad no era una verdadera categoría estética pues importaba mucho más la manera singular mediante la cual un autor solía proyectarse sobre un tema literario que la propia invención de éste. Por eso ella, tan segura de su fuerte individualidad, no se preocupaba nunca, como apunta Lazo, 18 por disimular sus modelos literarios, antes bien parecía alardear de ellos. De acuerdo con tales influencias y con los rasgos estilísticos que definen la poesía de la Avellaneda, ¿debe ubicarse ésta en la transición del neoclasicismo decadente al romanticismo renovador, o —como se ha dicho en ocasiones— cierra la generación romántica iniciada por Heredia? y, además, ¿guarda relación esta obra con la lírica romántica cubana o, en verdad, responde sólo a su contexto literario español? Las circunstancias en que vivió y desarrolló su arte obligan a considerar esta dualidad no en su oposición sino en su confluencia, es decir, en la asimilación dolorosa, aunque a menudo inconsciente por parte de la Avellaneda, de exigencias cada vez más distantes entre sí, determinadas en parte por su gusto neoclásico y su percepción romántica del mundo, y a la vez por su amor a Cuba, su temperamento criollo y los fuertes lazos que la unían a España, donde había conocido el amor, la fama y la posibilidad de ampliar notablemente su horizonte individual. No estaba lejos de la influencia española nuestra poesía del primer romanticismo, según se observa en las obras de Heredia, Plácido, Del Monte y —en menor medida— José J. Milanés, y ello sin analizar a los epígonos, desafortunados imitadores de Quintana, Zorrilla, Espronceda, al estilo de Orgaz. Por tanto, fomentada por su relación directa con el medio intelectual hispánico, el predominio de estos acentos en la poesía de la Avellaneda no implica una diferencia estilística significativa con respecto a sus coterráneos. En cambio, el elemento contextual sí constituye en este caso un factor distanciante: Cuba, en su poesía, se expresa como una permanente presencia afectiva y como una paradisíaca realidad geográfica que alimenta su nostalgia en la lejanía, pero no ve más allá de esto,

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no intenta la búsqueda de lo esencial cubano que se advierte entre las letrillas lopescas de Plácido o en las composiciones menores de Fornaris. No alcanza a ser la expresión de esa entidad nacional histórica que identifica en el plano ideotemático la lírica cubana de esos años. Ello no significa que con respecto a los contenidos de su poesía ésta encuentre verdadero acomodo en la lírica española del momento: fuera de numerosos tópicos de gran frecuencia en todo el romanticismo y algunos poemas de circunstancia relacionados con el acontecer inmediato, el reflejo de su personalidad y sus inquietudes como mujer de aquella época imprime un carácter ideotemático particular a su poesía y la sitúa una vez más fuera de contexto. 19 A la par que esto, como observa C. Vitier, constituye la prueba mayor de su criollidad: […] sentimos en ella una pasión, un fuego, un arranque que ninguna poetisa española ha tenido, y que anuncia las voces femeninas americanas de nuestros tiempos. Ella es ya, completo, el tipo de la mujer hispanoamericana […] que se abalanza ávida hacia la vida y el conocimiento, que se arriesga igual que un hombre en la búsqueda de la felicidad y en la ambición creadora, y que, generalmente sucumbe consumida por sus propias llamas […] 20 Con respecto a su ubicación en el movimiento literario es necesario distinguir en su poesía la retórica y la utilería románticas —que aparecen mezcladas a determinados rasgos neoclásicos—, de su percepción romántica del mundo. En el primer caso la Avellaneda presenta un numeroso conjunto de caracteres cuya suma define su eclecticismo estilístico, común —sobre todo— a la poesía española entonces consagrada. Concurren en su obra una expresión enérgica, opulenta, que marca su «aristocracia de estilo», un sobrio equilibrio emocional suficiente para refrenar las emociones —rasgos todos de estirpe clásica— y, al mismo tiempo, su poesía da cabida a temas, motivos y epítetos románticos, así como utiliza la audaz polimetría de esta escuela. 21 Sólo en ocasiones se acerca su obra

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lírica al intimismo del período romántico posterior, a diferencia del estilo de su epistolario amoroso, mucho más cercano a aquél. Si algún rasgo de su poesía la aproxima de manera permanente a esta segunda escuela romántica es su esmero formal, que en ella viene de la herencia neoclásica pero que le permitió articularse fácilmente en el movimiento cubano por la renovación del gusto literario. En tal sentido esta obra anuncia, además, la pulcritud modernista y aun una composición como «Los reales sitios» ofrece en raro anticipo la prefiguración de la sensibilidad rubendariana en su «delectación al presentar los objetos suntuosos en sí mismos», en su «suave efecto de texturas, movimientos, olores»: 22 Es grata la calma dulcísima y leda De aquellos salones dorados y umbríos, Do el sol, que penetra por nubes de seda, Se pierde entre jaspes y mármoles fríos. Es grato el ambiente de aquellas estancias —Que en torno matizan maderas preciosas— Do en vasos de china despiden fragancias Itálicos lirios, bengálicas rosas. ............................ En cuanto a su percepción del mundo, la Avellaneda fue, sin dudas, una figura romántica. Apenas con 25 años expresa en carta a Cepeda: Efectivamente a veces me abruma esta plenitud de vida y quisiera descargarme de su peso. He trabajado mucho tiempo en minorar [sic] mi existencia moral para ponerla al nivel de mi existencia física. Juzgada por la sociedad, que no me comprende, y cansada de un género de vida que acaso me ridiculiza; superior e inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo y aislada en la naturaleza: siento la necesidad de morir. 23 Pasión, tedio, melancolía, soledad, desarraigo —las constantes del espíritu romántico—, están ya presentes en ella a tono con el «mal del siglo», pero nutridas de sus íntimas vivencias.

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La conjunción honesta de estos sentimientos con su expresión neoclásica, su educación católica y los graves prejuicios morales de la sociedad española epocal, fue una empresa superior a las fuerzas de esta mujer que luchó desesperadamente y a despecho de sus naturales inclinaciones, por lograr una imagen pública relevante, de ahí las contradicciones que signan su proyección social, política y literaria,24 que le impidieron alcanzar con su obra una definición nacional histórica que otros, con menor talento artístico, lograron. Aun así fue la escritora cubana que se atrevió más y más sostenidamente en la expresión de sus ideas sociales, sobre todo en lo que se refiere a su narrativa de ficción, y esto sin considerar su audacia individual acerca de la moral femenina, aspecto que al trascender el hecho literario tuvo definitiva repercusión en su vida. Novelas como Sab, Dos mujeres, Guatimozín, poemas como «Al partir», «La vuelta a la patria», «Al sol en un día de diciembre», «A mi jilguero», perfilan —cualquiera que haya sido la segunda intención de su autora— un modo americano de ser, de pensar, y un innegable amor por Cuba si bien el mismo está exento aún de connotaciones políticas, y con ello se insertan en el proceso de conformación de nuestra nacionalidad aunque indiquen cierto retardo ideológico de la escritora con relación a su circunstancia. El mejor argumento a favor de su cubanía, injustamente discutida durante años, se halla en el estudio de su poesía, sus cartas, sus memorias, en las que late el más vivo afecto por su tierra natal. Su incomprensión de la realidad histórica le dictó estrofas como las de «A las cubanas» (1860) donde no se advierte la menor referencia a las tensiones socio-políticas existentes. Pero ello no debilita la sinceridad de la emoción que canta en versos como éstos: …………………………………… De los dichosos campos do mi cuna Recibió de tus rayos el tesoro, Me aleja para siempre la fortuna: Bajo otro cielo, en otra tierra lloro, Donde la niebla abrúmame importuna… ¡Sal rompiéndola, Sol; que yo te imploro! 25

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Nostalgia efectiva que se acrecentó en la distancia por encima de cualquier otro sentimiento y que la llevó a expresar en una revelación más dolorosa en tanto tardía: «¡Oh, patria! ¡Oh, dulce nombre que el destierro enseña a apreciar! ¡Oh, tesoro que ningún tesoro puede reemplazar!» 26 Una vez más puede citarse como conclusión esclarecedora de un problema de esta época, el juicio de José Martí quien en 1891 llamara «hispanófobos y literatos de enaguas» a aquellos que le querían quitar «la gloria cubana a la Avellaneda». 27 Su obra lírica se organiza fundamentalmente en torno al elemento descriptivo, rasgo que, como afirma Lazo, 28 se le acentúa en su madurez como manera de cantar su nostalgia valiéndose de los signos externos de la flora y la fauna nativas. Asimismo, la propia formación neoclásica y la tendencia de la Avellaneda a la exposición discursiva aun en este género, enturbiaron a menudo las bases de su lirismo que no conserva una misma hondura ni en los momentos de verdadera angustia; por eso resultan frías, literaturizadas, sus «Elegías» por la muerte de su esposo Pedro Sabater, si las comparamos con los versos estremecedores de Luisa Pérez en «La vuelta al bosque», inspirados en circunstancias semejantes. El triángulo afectivo que identifica en buena medida nuestra poesía romántica: naturaleza-Patria-Dios, aparece formando parte asimismo de la lírica avellanediana, pero no a la manera de Luisa Pérez, por ejemplo, en tanto vínculo indisoluble que sustenta y fecunda desde dentro su inspiración, sino como horizonte y finalidad de su poesía, a partir del autorreconocimiento angustioso de su desarraigo, causa secreta de tanto paisaje convencional, de sus «discursos» místicos, de su exteriorismo en la aprehensión de lo cubano. R. Lazo se refirió al nexo principal existente entre la poesía de la Avellaneda, su teatro, su epistolario y en ocasiones su narrativa: «no sólo hay que dar —apuntó— la más alta jerarquía estética a su lirismo de plurales manifestaciones, sino reconocer que sus expresivas y más profundas notas líricas animan alguna vez sus novelas tanto como matizan, vitalizan e impulsan su teatro, y llenan de palpitante humanidad sus

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cartas íntimas».29 Otros elementos, además, interrelacionan sus creaciones literarias, como la elegancia lexical, la calidad y dinamismo del verso tanto en su poesía como en su teatro, la presencia de determinadas ideas de la autora convertidas en tópicos temáticos —fundamentalmente en lo que se refiere a la defensa de la mujer—, y la importancia del elemento autobiográfico que constituye factor primordial en poemas, novelas y, por supuesto, cartas y memorias. Aunque en la comparación con los grandes líricos de su época su voz resulte hoy menos segura y un tanto más envejecida, las virtudes básicas de su poesía —el rigor estilístico, el dominio técnico, la claridad de la expresión, los valores eufónicos, su creatividad métrico-rítmica— sustentan su excelencia de manera permanente. Fue hasta su muerte la escritora más fecunda de las letras hispánicas, por la variedad de géneros que cultivó y todos de manera cimera de acuerdo con las exigencias estilísticas de su época. Sus obras mayores y sus aportes en cada género constituyen referencia indispensable en la historia literaria cubana. No obstante los altibajos de su conducta y de su suerte, Gertrudis Gómez de Avellaneda no redujo el universo de su obra a su complejo mundo íntimo, ni siquiera a temas triviales o de tradicional interés femenino, como era común a las escritoras de la época. Audaz o cautelosa, rebelde o sumisa, equivocada o justa, amplió definitivamente el horizonte de la literatura femenina en nuestra lengua. Al final de su vida se habían quebrado todos sus ídolos: el amor, la fama, la relevancia social; no pudo llegar aun ni a entender la patria tan añorada. No fue una escritora revolucionaria ni en lo político ni en lo estilístico, pero sí dejó una obra preeminente cuya grandeza no marcó entonces un rumbo en la literatura cubana porque en aquellos años era más útil e imperiosa la definición nacional que la propia calidad artística. 2.9.2 Su obra en prosa Gertrudis Gómez de Avellaneda fue, aunque no tan afortunada como en el teatro y en la poesía,

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una prolífica narradora de ficción. Sus novelas, insertadas dentro del credo romántico, poseen el sello personal de la autora, en cuanto a ciertas peculiaridades que se aprecian en el modo de conducir los argumentos. La Avellaneda no desprecia lo mejor de los modelos románticos —Madame de Staël, Chateaubriand, Eugenio Sue, Víctor Hugo, Walter Scott y George Sand, esta última con marcada predilección—, sino que convierte estos patrones tradicionales en portavoces de sus ideas más inquietantes, sin descuidar el tono mesurado y el razonamiento frío que sirven de salvaguardas a una eticidad convencional ante la cual se rebela la autora y que, a fin de cuentas, tiene que acatar. Este fino sentido de lo conveniente, que no falsea ni empobrece el cuerpo ideológico de lo más sustancioso en sus novelas, es esa «lógica clásica que la salva de excesos románticos»,30 al decir de Camila Henríquez Ureña. Desde el punto de vista temático, las obras de la Avellaneda siguen, preferentemente, una línea social que corrobora su filiación con lo más positivo del romanticismo. El hombre —expresado genéricamente— y su circunstancia inmediata, son extremos de un binomio que la autora pone a prueba dentro de sistemas categoriales éticos, religiosos, filosóficos e históricos. De ahí que algunos críticos hayan encontrado las huellas de Rousseau, Montesquieu y Goethe en las bases ideo-estéticas de sus ficciones, incluso, con la «intención de crear una novela mucho más comprometida y atrevida que la Nouvelle Héloïse». 31 Fue, como admirablemente la definiera Raimundo Lazo, «más escritora que novelista». 32 Lo apreciable en el arte narrativo de la Avellaneda no está en la originalidad de sus asuntos, sino en la disposición humana de sus personajes. Muestra de lo anterior son Sab (tratada en capítulo aparte), Dos mujeres, Guatimozín y Espatolino, entre las más significativas de su producción. Dos mujeres (1842-1843) es una novela de atrevidas reflexiones en torno a la mujer de la época y a las limitaciones que le impone su contexto histórico. La Avellaneda recrea en estas páginas algo más que «un asunto que quiso hacer dramático e interesante», 33 pues pone al des-

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cubierto su antipatía por el matrimonio aceptado como simple contrato social y la indisolubilidad del mismo. Muy frescas están aún las lecturas de Rousseau y Montesquieu en esta joven de experiencia precoz con sólo 28 años. Y más perceptible y audaz todavía para el momento es ese inconfesado tributo a su ideal femenino, Jorge Sand. Por eso, es evidente el descuido en el lenguaje y la precipitación de un desenlace a todas luces incoherente con el devenir de la acción. Es que ya la autora ha desglosado su tesis feminista cautelosamente dentro de la novela. Sólo queda redondear en la literatura lo que internamente es su conflicto existencial: esa rebeldía que la acompañará a través de toda su vida y que transcurre escondida y moderada por lo convencional, aunque sobresale como angustia resignada de dolores y de soledades. Hay ocasiones, como en esta novela, en las que en el acto de creación se produce un apareamiento de la mujer y de la escritora. Es en estas zonas comunes en donde se aprecian los verdaderos destellos de sus contradicciones más urgentes, de esas que promueven en sus obras estremecedoras emociones a las que Menéndez y Pelayo denominó «lo femenino eterno». 34 Extraída de una historia real es su novela Espatolino (1844). Con todos los atributos de una estructura romántica, en esta novela encontramos moderación racionalista que anula la inconsecuente idealización del héroe y su destino, rasgo típico de esta escuela. La Avellaneda sabe que está contando una historia de bandidos, pero dispone el lugar de cada personaje sin favorecerlos con prerrogativas de un gusto amanerado por falsas sensiblerías al uso, eludiendo cualquier violentación de la justicia social en aras de la salvación del héroe romántico. Su objetivo es desplegar, a través de una atractiva historia, interesantes reflexiones sobre la relatividad de lo justo y de lo injusto, dejando entrever el cuestionamiento de una circunstancial legalidad histórica. Establece analogías entre el bandido Espatolino y Napoleón: «Aquel […] que ha levantado montañas de cadáveres, y que se ha lanzado […] como el buitre encima de su presa.» 35 Considerada por la autora 36 como la mejor de sus novelas, Espatolino tiene un encomiable tra-

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bajo en el artificio fabular. Los abundantes momentos climáxicos que imprimen agilidad al argumento, equilibran, en esta obra, la labor de la escritora y de la novelista. Dentro del temperamento romántico de Gertrudis Gómez de Avellaneda existe una fuerza imparcial de profunda raíz humana que desafía significados éticos de mayor envergadura, y que emana desde el fondo de sus tesis sociales. Guatimozín o el último emperador de México (1846) fue un esfuerzo monumental, por la concepción del andamiaje argumental de esta novela, que abarca —desde una perspectiva literaria— el casi legendario mundo de la conquista de México. Bien instruida por un documentado arsenal bibliográfico —Solís, Bernal Díaz del Castillo, relaciones de Cortés, Clavijero—, la Avellaneda trata de aprehender, para después reproducir estéticamente, la estampa más verosímil de los acontecimientos. Guatimozín ha sido calificada como la mejor novela histórica escrita en la España romántica. Fue publicada en Madrid, en 1845, reeditada en 1846, en Valparaíso en 1847 y en México en 1853. Hay una aparente polaridad protagónica entre Cortés y Guatimozín, pero, en realidad, lo que la Avellaneda pretendió resaltar fue el valor del héroe mexicano, y no la gloria del conquistador español. Al particularizar las diferencias materiales de los mundos que se contraponen en mutuo descubrimiento de potencialidades y de actos, destaca la audacia y el arrojo del vencido que defiende como propia la tierra y la libertad. A pesar de su trazo magnífico en la caracterización del caudillo español, éste no alcanza la talla épica de Guatimozín, quien emerge intencionalmente desde un segundo plano para ganar la supremacía del héroe. Otro mérito de esta novela es el trabajo lingüístico que hace la autora al manejar vocablos del náhuatl que la ayudan a conformar una visión más genuina del escenario de la conquista. Aunque en sus novelas apunta más el afán polemista de la escritora, quien desliza con sutiles digresiones un pensamiento orientado hacia el replanteo de tesis sociales, no siempre bien definidas por su sentido de lo convencional y de lo conveniente, que una auténtica vocación

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de novelista, no carece la autora de Guatimozín de habilidad suficiente para dominar procedimientos narrativos que hacen de sus novelas satisfactorios logros estéticos. Sus historias poseen la amenidad, el interés, la expectativa y una lógica fabular interna que ofrecen concisión a sus ficciones. La Avellaneda dispone con acierto de los recursos emotivos que predisponen al lector, pues «con frecuencia expone una situación que nos impresiona grandemente, dejando en el misterio algunos antecedentes y datos que son su clave, aguijoneándo así la impaciencia del lector, que llega a estar verdaderamente ansioso al desentrañar el enigma». 37 Tiene a su favor, además, el perfecto conocimiento del castellano, que sirve de apoyatura a la corrección de su sintaxis. Los temas tratados en sus novelas, aunque extraídos de un pasado histórico remoto —Dolores (1851), Guatimozín—, o, más o menos cercano a la autora —Espatolino, Dos mujeres, Sab (1842)—, no están exentos de un ardiente espíritu tropical que se trasluce en la caracterización de sus personajes y en la concepción de esos mismos temas, con mayor o menor asiduidad. El elemento americano está presente con equívoca intención exaltativa en su novela histórica Guatimozín. Además, en El artista barquero (1861) aparece como motivo expectante de la actuación un paisaje cubano que debe ser reproducido en todos sus detalles y que al decir de la autora sólo podría lograrlo aquél que hubiera vivido el inigualable esplendor de esa naturaleza. También, en esta novela una de las figuras protagónicas es una joven cubana que es descrita con delicados adjetivos, los cuales resaltan un refinado temperamento sensible donde la pasión amorosa y el orgullo femenino entablan una reñida lucha en defensa de la virtud. Pruebas de su inclinación feminista son las biografías publicadas en el Álbum cubano en 1860. De ellas mencionaremos «Safo», «Isabel la Católica», «Aspasia», «Sofonisba», «Catalina II de Rusia», «Santa Teresa», «Victoria Colonna» y una que sirvió de prólogo al libro de Mercedes Santa Cruz (1789-1852) —Condesa de Merlín—, Viaje a La Habana (Madrid, 1844). En estas bellas páginas el recuento biográfico se asienta sobre dos ideas que la autora maneja con

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pericia técnica: la cubanía siempre latente en los escritores emigrados y las capacidades creadoras de la mujer, trabadas por imperativos sociales. La combinación de estos presupuestos ideológicos con la tarea de biografiar momentos determinantes de esta figura, consigue unidad orgánica y ejemplaridad en la narración. Sobre el vínculo espiritual que mantienen los escritores alejados de la patria añorada y revitalizada con toda su magnificencia en climas y paisajes otros, cita como primer ejemplo los poemas de Heredia, y de la Condesa de Merlín nos dice: Traza a las orillas del Sena cuadros deliciosos de su hermosa patria: en ella piensa, con ella se envanece, a ella consagra los más dulces sentimientos de su corazón y los rasgos más bellos de su pluma, haciendo envidiar a la Europa al país que produce tan hermoso talento, y el talento que puede pintar tan hermoso país. 38 Al caracterizar la personalidad de Mercedes de Santa Cruz, generaliza estos rasgos a fin de dar una semblanza tipificadora de la mujer cubana, poniendo énfasis en aquéllos que la distinguen y la engrandecen: «…y aún podemos decir […] que a pesar de sus pocos años, veíase desenvuelto su carácter noble, franco, resuelto, con aquel espíritu de independencia que no es cualidad demasiado excepcional entre las hijas de Cuba». 39 Son reiterados los paréntesis que aluden al desarraigo de la expatriación. Infiltrando su voz y pensamientos entre las emotivas confesiones de la Merlín, la Avellaneda define la difícil situación del emigrado como una «existencia sin comienzo, detrás de sí unos días que nada tienen que ver con lo presente, delante otros que no encuentran apoyo en lo pasado, los recuerdos y las esperanzas divididas por un abismo, tal es la suerte del desterrado». 40 No falta en estas páginas, además, el toque denunciador en torno a las restricciones que sufre la mujer y que es línea recurrente a través de toda la obra de la Avellaneda: «…y cuando nos pinta su carácter natural [se refiere a la Con-

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desa de Merlín], desarrollado sin ningún género de contradicción […], pensamos con tristeza en lo mucho que le había costado acomodarse a los deberes sociales de la mujer, y ajustar su alma a la medida estrecha del código que los prescribe». 41 La permanencia de la cubanía de la Avellaneda en la narrativa de ficción habría que entenderla en el tono inspirado de pasión vehemente —tanto cuando teoriza sobre una idea conflictiva, como cuando da vida, con ímpetu inusual, a determinado conflicto dentro de la trama—, más que como un reflejo explícito localizable en un tema, un asunto, un personaje, una simple pincelada accesoria, o un fragmento de poesía de Heredia. La «neutralidad» de la Avellaneda, elemento tan llevado y traído por la crítica contemporánea, se aprecia con mejor nitidez en el modo de conducir los temas de sus novelas, en los cuales lanza un primer ataque a la sociedad por medio de una idea que promueve la meditación en el lector y que es, generalmente, una tesis de carácter social con amplias implicaciones —religiosas, morales, filosóficas y políticas—, aunque, finalmente, reordena esas ideas para revertirlas en los moldes éticos burgueses, sin que se produzca un enfrentamiento resuelto que dirima lo que es su contradicción definitiva. Otro rasgo caracterizador de su arte narrativo es la atención esmerada que pone en los detalles de ambiente que rodean sus ficciones. Es decir, los elementos accesorios que conforman el ámbito contextual de los hechos, aparecen reflejados con veracidad. A través de esto se patentiza una rigurosa preparación intelectiva por parte de la autora, que imprime a sus obras un indiscutible hálito de autenticidad. De la fidelidad al detalle accesorio que rodea el asunto de sus narraciones son muestras ejemplares sus leyendas o tradiciones, género que también cultivó. La leyenda, acreditada como tal por su persistencia en la tradición popular, tuvo en la Avellaneda a un receptor solícito que le facilitaba engarzar, con mayor soltura, personalidad poética o imaginativa, y erudición cultural. Estos relatos que engalanan a la autora con la delicada fantasía de su prosa inspirada, llegan

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a ella por medio de referencias orales, en unos casos, y, en otros, de textos escritos. La localización geográfica de estas leyendas son las provincias vascas, Francia, Suiza y Sudamérica. No faltan en estos cuadros la fantasía y el artificio imaginativo que hacen de sus lecturas un apasionante deleite. «La Condesa de Joux» (1844), «La Bella Toda» (1860), «La montaña maldita» (1851), «La ondina del lago azul» (1860) y «El aura blanca», escrita durante su estancia en Cuba en 1859, entre otras, descubren el delicado espíritu de la autora, que al retomar asuntos de la Edad Media, en algunos casos ya frecuentados por la tradición escrita, logra frescura y autenticidad en su versión personal, a través de una admirable mezcla de ficción e historia. Esa edad legendaria de supercherías y de duelos, de castillos encantados y de quejas pavorosas que claman por un amor condenado desde oscuros fosos, la sempiterna controversia entre el orgullo y la muerte y el desafío de una moral amparada en la divinidad para consumar el crimen y la alevosía, son algunos temas concomitantes en estos relatos. Estas páginas de incuestionable valor estético sirven de vehículo a «lecciones edificantes de religiosidad, y de moral, y en lo humano, de ejemplaridad y belleza». 42 Muchos críticos y estudiosos de la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda afirman, sin embargo, que son sus cartas las que fijan con mayor certeza la profunda raíz de su naturaleza romántica. En sus epístolas hallamos aptitud natural para la idealización. En ellas, la autora es la gran protagonista de la mejor de sus creaciones. Como epistológrafa se distinguió, fundamentalmente, en sus cartas a Ignacio de Cepeda. Éstas fueron publicadas por su esposa en 1907, en Huelva, España, después de su muerte, y aparecieron precedidas por una autobiografía de la Avellaneda que escribió en 1839. El sentimiento de amor de la Avellaneda hacia Cepeda recorrió toda su vida. Envuelta en un mundo literario y cortesano poco favorable a su personalidad sensible e intimista y ávida por fuertes vivencias que demandaba su temperamento romántico, la Avellaneda entronizó en su mundo emocional al más logrado de sus ideales líricos,

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creación absoluta y sólo posible por una verdadera vocación poética. Es Cepeda el frío destinatario de sus cartas de amor, el sujeto lírico que a despecho de imperdonables recriminaciones a la autora por lo subido de su tono apasionado, no pudo malograr la más sentida y acabada de sus composiciones poéticas: el epistolario. Este pretendido diálogo llega a convertirse en monólogo a fuerza de tantos silencios y desentendimientos del destinatario. La necesidad de comunicación que procura la autora le obligan a utilizar un tono sinuoso en la tesitura de sus enunciados. Este recurso que maneja para la expresión de sus epístolas amorosas, transmite la angustia impotente que manifiesta en ambiguas reflexiones y desacompasados matices en el uso del vocativo. «Mi buen amigo», «mi amante», el «tú» y el «usted» manejados indistintamente, son signos definitorios de esta lucha de ausencias interiores. Ninguna de estas circunstancias adversas deshizo la gran utopía amorosa de la Avellaneda. Como expresara Raimundo Lazo, hay en el epistolario de la autora «un doble lirismo, de expresión y de conducta, lo lírico de su entonación y de su habla, lo lírico por embellecer a aquel hombre que ama».43 Estas mismas reacciones desesperadas en las cartas de Cepeda, constituyen fórmulas ante la indiferencia que ella no comprendió jamás por su inmensa capacidad para amar y que se encuentran, también, en otras cartas, las dirigidas a Gabriel García Tassara. Es proverbial la que le escribiera al poeta anunciándole la agonía y muerte de su hija Brunhilde, desconocida por Tassara. De reacciones enérgicas que llegan a un tono paroxístico, pasa a una súplica patética y desfallecida en la que la autora parece tocar el punto riscoso de la realidad. Existe otro epistolario amoroso que fue hallado entre los papeles de Antonio Romero Ortiz, Ministro de Gracia y Justicia de la Revolución de septiembre. Romero Ortiz coadyuvó «no poco a la Revolución gallega de 1846» y desempeñó, en 1852, la dirección del periódico La Nación. Lo importante de estas cartas son los jucios personales de la autora que definen, aún más, la singularidad de esta extraordinaria mujer. Criterios personales sobre aspectos muy

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debatidos en su tiempo y hasta nuestros días por críticos y apologistas de esta figura, están esclarecidos en estas páginas que revelan ya a una mujer en la plenitud de su madurez sicológica e intelectual. Por ejemplo, sobre la acusación de «excéntrica» de que siempre fue objeto, dada la liberalidad de su pensamiento y de su vida atribulada por lances amorosos, no del todo inadvertidos para la sociedad, expresa:

sólo le podía hacer efectiva el aplauso del poder, no desconocía que éste representaba una política bien definida y abarcadora y que, aunque lastrada o no por un inminente desplome, era dentro de su terreno y, a partir de él, en donde se jugaría las cartas del triunfo. Con cierto prosaísmo en sus palabras, la Avellaneda descorre el velo del aparente desentendimiento, y no desconocimiento de tema tan controvertido:

No soy excéntrica en las acepciones que V. señala, pero voy a probarle que hay en mí una sencillez y una sinceridad, una audacia y una decisión, que me constituyen verdaderamente excepcional en mi siglo y en mi sexo. 44

¡La política mi rival!… ¡mi rival digna! ¿Cómo te has atrevido a escribir eso? Escucha: La política es una prostituta degradada, a mis ojos. La política, eso que llamáis con ese nombre vosotros, los hijos del siglo XIX ; vosotros los que habéis desarrollado vuestra inteligencia y comprimido vuestro corazón entre la atmósfera del gas y del carbón de piedra; la política que habéis hecho los hombres constitucionales, los hombres de eso que llamáis gobierno representativo, es una cosa que nos es antipática a nosotros los poetas; a nosotros naturalezas ardientes que no comprendemos lo que es incompleto y raquítico. […] Es verdad que yo no tengo ni chispa de fe, ni chispa de entusiasmo en la región que llamaremos de las ideas sociales. Todos los gobiernos me parecen malos porque todos son hechos por el hombre y para el hombre: la sociedad humana no me parece ni muy capaz de perfectibilidad ni muy de que se le procure. Esa gran palabra libertad, que ha tenido tantos mártires, me parece después de todo un sonido y nada más. 46

Sorprendente es este rotundo juicio autocrítico de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en donde asume con plena conciencia de sí el rasgo que la hace excepcional como tipo femenino, efectivamente, en su siglo y en su sexo. Resulta de gran importancia, también, para un mejor entendimiento de la posición ideológica de la autora, este fragmento de sus cartas inéditas, en donde se explicita la verdadera naturaleza del liberalismo moderado, conservador, que avala la conducta de aquella mujer anhelosa por ser dama de la corte de Isabel II, al tiempo que sugería la igualdad de los hombres ante la ley, la hipocresía del matrimonio como trámite mercantil y la arbitrariedad de la justicia como concepto histórico de valor irregular.

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Si Armand Carrel [seudónimo utilizado por Romero Ortiz antes de que fuera identificado por la autora] es un editor, lo acepto por mío desde este instante. Si es hombre político, le advierto que soy nula en la materia, que no sabré escribir de nada que se roce con ella. No soy más que un poeta, uno de esos oiseaux de passage, como dice Lamartine, incapaz de remontarse a ciertas regiones. 45

Mucho de escepticismo hay en estas resentidas palabras. Es tal vez la conciencia de que está cercano el último sueño de la época isabelina. Pronto acude la autora a reafirmarse en la desproporción de lo que es la realidad ineludible y su imaginación sublimante. Es éste su instinto natural, el mismo que la condujo a ver en Cepeda —y en otros—, a un Dios de legítimas cualidades. Ella misma nos da la clave de su refugio:

Pero es discutible que la Avellaneda fuera «incapaz de remontarse a ciertas regiones». En constante zozobra por absorber la gloria que

[…] Cuando reflexiono en eso [se refiere al talento] me pesa mucho también el no ser tonta: le tomo miedo a mi propia imagina-

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ción; es esa falaz encantadora que sabe hacer pesada una arista como si fuese una montaña, y ligera a una montaña como si fuera una arista. 47 La sincera confesión que acabamos de reproducir, extraída de una de sus más útiles e interesantes epístolas —por no pretender la viabilidad pública—, testimonia la esencia romántica de esta inusual personalidad femenina, en quien el talento artístico fue parte integrante de un juego dramático con la vida. Dentro del género epistolar se observa, con mayor persistencia, la inclinación poética de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Siguen siendo, no obstante, las cartas dirigidas a Cepeda, las que atesoran la savia de su imaginación prolija. Éstas, las inéditas en Cuba y de las que reproducimos algunas pinceladas en nuestro trabajo, son más reflexivas y menos impetuosas. Son, tal vez, las que ayuden a conformar el otro lado borroso en la personalidad de esta autora, su ubicación humana en el escenario histórico en que vivió. Como hemos visto, dentro de la narrativa cultivó la Avellaneda la novela y la leyenda. En la novela tuvo preferencia por los temas sociales, en los que brilla más como escritora que como novelista. Además, en el género de ficción y con la novela histórica —tendencia del romanticismo—, logró verdaderos caracteres y situaciones. Fueron sus leyendas, a su vez, fértil campo para su imaginación y para el despliegue de una sólida formación cultural, capaz de reelaborar, con aciertos propios, asuntos manidos por la tradición popular y por la historia. Al hacer un balance de la producción avellanedina descubrimos, sin lugar a dudas, a una de las figuras más integrales de la literatura cubana. 2.9.3 Su obra dramática La creación dramática de la camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda, calificada como «una de las más ricas, más sólidas y mejor hechas que hay en la lengua española y en cual-

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quier lengua»,48 posee reconocidos valores humanos, universales, entre sus componentes más significativos, que, rescatados para la cultura cubana, han enriquecido nuestro acervo teatral. Si la contribución de la Avellaneda al desarrollo de la escena cubana, al asentamiento de una expresión nacional, no establece un nexo directamente apreciable con su obra, sí se relaciona con la aleccionadora significación de su dominio técnico del arte dramático, de donde proviene su mejor aporte a nuestro teatro del siglo XIX. Su dramaturgia se nutre fundamentalmente de temas, personajes y situaciones ajenos a Cuba y vinculados muy estrechamente con el ambiente genuinamente español, tan en boga entre los autores de su momento y que tanto admirara la autora. La profunda inclinación de la Avellaneda hacia la tradición española cristiana resultó determinante para su teatro; por ello entre los caracteres generales conformadores de éste se encuentran ese lenguaje no criollo sino peninsular que se aprecia en sus obras, esas legendarias circunstancias cortesanas tratadas, ese misticismo que la condujo hacia las figuras bíblicas. Sus excepcionales virtudes como autora dramática, de haberse encaminado a la recreación de la realidad criolla, hubiesen dado lugar a una obra de inconmensurables valores para el teatro cubano, de ahí que Rine Leal estime su creación como la de quien «si hubiese vuelto los ojos a la Isla habría logrado la mayor ambición de un artista, crear por sí sola el teatro de su país», 49 potencialidad avalada por su maestría como creadora. Dotada de un talento y una aptitud sobresalientes para la poesía, así como también de habilidad en la estructuración de las obras dramáticas, la Avellaneda logra con su teatro —casi totalmente escrito en versos— una de las más vigorosas expresiones de su concepción estética y uno de los cauces más propicios para sus inquietudes espirituales. Su obra teatral resulta, en tal sentido, reflejo de una personalidad rebelde y contradictoria, romántica por naturaleza, pero contenida por la influencia formal del neoclasicismo. 50 Es conocido que el ideal dramático de la Avellaneda, expresado en los prefacios de algunas de sus obras, se asentaba sobre la base de fundir los postulados neoclásicos con

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los románticos, en el intento de encontrar una técnica creativa equilibrada, la cual devino a través de sus obras un estilo ecléctico,51 mediador entre la tragedia clásica y el drama romántico, que ha sido caracterizado, entre otros autores por José Antonio Portuondo, quien afirma al respecto: La Avellaneda […] va a entroncar con la gran tradición teatral de la tragedia clásica tal como la habían desarrollado Racine o Alfieri, pero dotándola del ímpetu romántico y rompiendo valientemente con las tres unidades y demás ataduras neoclásicas […]52 Seguidora de los modelos literarios de Quintana y Alfieri, influida por sus lecturas de Byron, Goethe, Víctor Hugo, Lamartine, y situada en medio del ambiente creador dominado por Gallego, Hartzenbusch, el duque de Rivas, Dumas, García Gutiérrez, Zorrilla y otros autores románticos, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien se había aficionado al teatro desde muy joven, inicia su carrera como dramaturga en tierra española en el año 1840, en un momento en que medían sus fuerzas románticos y neoclásicos en el gusto literario y a sólo dos años del exitoso estreno en La Habana de El conde Alarcos, de su coterráneo José Jacinto Milanés. Es necesario destacar cómo su empeño por unificar algunos elementos de la tragedia antigua y del drama romántico determina, en buena medida, el que su sistema creativo difiera del de aquellos grandes nombres con los que suele comparársele y sus composiciones sean un resultado definitivamente sui generis, aun cuando en muchas de sus obras la autora recree temas poco originales. A la adecuación de la forma dramática con su poesía romántica —moderada, cuidadosa de los excesos de la tendencia—, se une en su obra un apreciable caudal imaginativo, que la creadora vuelca en la idealización amorosa y en el reflejo de la mujer. Están presentes también sus inquietudes éticas, fundamentalmente en cuanto a la situación femenina dentro de la sociedad y, de forma palpable, el peculiar aporte que a su estilo signi-

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fica el vínculo entre su vida y su obra, de lo que se deriva, en parte, el espíritu, la fuerza de sus piezas teatrales y el carácter enérgico de muchos de sus personajes. La Avellaneda da a conocer su primera obra 53 en Sevilla, en 1840. Se trata de Leoncia, drama original en prosa, de cinco actos, firmado con el seudónimo de La Peregrina. En esta pieza la autora vierte algunas de sus experiencias amorosas con Cepeda, lo cual se aprecia en la similitud entre ella misma y esa Leoncia despreciada, ignorada, desconocida de todos, en fin, extranjera o peregrina. En dicho drama, que difícilmente se reconocería como compuesto por un dramaturgo en ciernes, plasma la Avellaneda —aparte del tema familiar y el amor entre hermanos que se desconocen entre sí— algunos de los recursos luego reiterados a lo largo de su producción teatral. Leoncia resulta el antecedente de algunas de sus obras más importantes en cuanto al uso de descubrimientos repentinos de parentescos hacia el final de la pieza, que pueden —según sea el caso— propiciar o anular una relación amorosa. También se apunta ya en Leoncia el tratamiento de lo relacionado con las desigualdades sociales y la repercusión de éstas en los amores malogrados. De igual forma esta primera obra resulta un buen exponente de la profundidad que en general caracterizaría a sus personajes, en especial los femeninos. El siguiente estreno de la Avellaneda tuvo lugar en Madrid, escenario de sus grandes éxitos sucesivos. Munio Alfonso, 54 puesta en escena en 1844, constituye, en opinión de la crítica, la primera de sus grandes obras, es decir, las que siguen la línea de la tragedia. El basamento histórico de la pieza, tomado por la autora de antiguos archivos familiares, se inserta dentro de la corriente medievalista imperante en el momento, si bien la expresión del tema romántico a través de la forma clásica desemboca en el eclecticismo estilístico propio del teatro de la Avellaneda. Munio Alfonso, tragedia en cuatro actos y escrita en versos de arte mayor, es una recreación, con alguna base documental, del ambiente medieval, animado por las acciones heroicas y por la defensa del concepto epocal del honor, elementos determinantes en la

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infortunada historia de Munio, alcalde de Toledo, quien da muerte a su hija al creerla deshonrada. La obra es un alto exponente del tono solemne y la atmósfera palaciega presentes en casi todo el teatro de la Avellaneda, para quien este estreno abrió las puertas del éxito entre los círculos literarios españoles, no sólo por sus méritos como escritora, sino también, como se ha afirmado, porque: Al dignificar la historia nacional en este drama bárbaro de honor y fe cristiana, «Tula» se convertía de hecho en una dramaturga española y su estilo alcanzaba lo que esperaba el cenáculo literario en una nueva autora. 55 Munio Alfonso fue dedicada por la Avellaneda, en la primera edición, a Cuba, 56 y se estrenó en el teatro «Tacón» el 30 de agosto del propio año 1844, con lo cual hizo su entrada por primera vez en los escenarios insulares, ya que su obra Leoncia fue prohibida por la censura y no llegó a representarse. A partir de ese año y hasta 1852 se produce un crescendo en la actividad autoral de la Avellaneda dramaturga. Antes de terminar 1844 ofrece a las tablas del madrileño «Teatro de la Cruz» —testigo de buena parte de sus estrenos—, su drama en cuatro actos, El príncipe de Viana, escrito en versos, donde retoma nuevamente el tema del pasado histórico español y dramatiza la lucha por el trono durante el siglo XV, desarrollada en medio de las intrigas urdidas por la ambición del poder. Se ha dicho que este drama, destacado por las grandes pasiones que encierra y por su efectismo escénico, resultó demostrativo de la naciente desproporción entre la capacidad de la Avellaneda como dramaturga y su instrumento expresivo, un tanto insuficiente en tal empeño. Estrenada en Cuba al año siguiente —1845—, El príncipe de Viana obtuvo éxito de público, aunque la crítica no fue seguidora de dicho entusiasmo. Algo similar ocurrió con Egilona, drama en tres actos y en versos, estrenado en España en 1846 y concebido dentro de la misma línea de tratamiento del medioevo español. 57

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En el año 1849 Tula estrena en el Teatro Español o del Príncipe, de Madrid, una obra que se considera entre los más sólidos pilares de su dramaturgia, Saúl, calificada por la autora como «tragedia bíblica» y que cuenta con cuatro actos estructurados fundamentalmente como romances. Dicha tragedia había sido escrita en 1844 y fue dada a conocer luego de ser reducida de cinco actos a cuatro.58 La vuelta al Saúl escrito años antes estuvo condicionada en cierta medida por la crisis mística que llevó a la Avellaneda a buscar aliento en la religión tras su viudez y la anterior pérdida de su hija. Conocedora de las versiones de Alfieri y de Soumet sobre el mismo tema, 59 la Avellaneda se propuso diferenciar la suya de las anteriores «en cuanto a que abraza un período mucho mayor de la vida del protagonista común», con respecto a lo cual apuntó: Yo [lo] tomo desde el momento en que llegando al apogeo de su gloria y de su orgullo, atrae sobre su cabeza la reprobación divina, y no lo dejo sino cuando sucumbe a la suprema voluntad que cumple sus designios con magestuosa [sic] calma y maravillosas vías […] 60 De igual forma, la Avellaneda reconoció la alteración del tiempo histórico en su obra —al llevar a días lo sucedido en años— aunque ello no la hizo apartarse del orden cronológico de los hechos referentes a la vida y muerte del primer rey israelita, por lo cual las adecuaciones históricas no eran considerables ni afectaban la esencia de la verdad bíblica. Su Saúl, además, se distingue por no observar la rigidez en cuanto a las reglas clásicas —sobre todo en la unidad de tiempo y lugar—, por abarcar y profundizar mucho más en su protagonista y estar concebida a propósito del orgullo como sentimiento o «espíritu maligno» que obsesiona a Saúl, con lo cual consigue una gran fuerza dramática en su personaje bíblico. Éste aparece envuelto durante toda la obra en una lograda atmósfera de ambición, locura y fatalidad, que debe mucho al poder intuitivo y a la vigorosa imaginación de la autora. De tal forma, su protagonista resulta más humano, más dramático, que aquéllos con los

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cuales había trabajado antes; de ahí que la importancia de esta obra se encuentre, fundamentalmente, en la profundidad sicológica que alcanza la figura antiheroica de Saúl, representante de la lucha del poder monárquico frente al poder eclesiástico. Además, es indudable que esta pieza muestra las amplias aptitudes de la dramaturga para desenvolverse en el terreno histórico-bíblico y que por ello su Saúl resulta un legítimo precursor de Baltasar, su más sólida creación dramática. Luego del éxito de Saúl —que no alcanzó, sin embargo el de Munio—, Tula da a conocer en 1851 otro drama acerca de la historia española, Flavio Recaredo, escrito en tres actos y en variedad métrica, dedicado especialmente a los reyes, quienes asistieron al estreno. En esta pieza, donde se reiteran el ambiente caballeresco medieval y el tema religioso —nuevamente reafirma aquí el triunfo del cristianismo—, sobresale el conflicto amoroso de Recaredo, rey godo, y Bada, princesa sueva. Ambos personajes se distinguen por su esmerada caracterización, pero aún más ella, joven enérgica que lleva en sí misma mucho del temperamento propio de la autora, quien con esta obra recrea una vez más un episodio monárquico y cristiano, y logra un mediano éxito de público y de crítica. 61 A Flavio Recaredo le sucedieron cuatro estrenos, que hicieron del año 1852 uno de los más productivos para la Avellaneda en materia teatral. Corresponden a este año, entre otras, las obras La verdad vence apariencias, drama en verso en un prólogo y dos actos, así como El donativo del diablo, drama en tres actos escritos en prosa, en las cuales retoma, respectivamente, un asunto tratado por Byron y una leyenda novelada por ella misma. 62 Ninguna de estas piezas rebasa los límites del melodrama y de los enredos románticos que se resuelven a última hora y que tanto aparecen en dicho tipo de teatro. Sin embargo, aparte de las obras mencionadas, lo que abunda en la década de 1850 en el teatro de la Avellaneda son las comedias, por lo que se ha considerado como un lapso en que «su vida pasa del profundo misticismo bíblico de Saúl a una visión más risueña, a un sentido cómico que nada lo presagiaba». 63 Corresponden

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a este momento las comedias Errores del corazón y La hija de las flores o Todos están locos, ambas sin ostensibles fuentes ajenas. La primera de éstas —que la autora decidió no incluir en la edición de sus Obras, publicadas en cinco tomos entre 1869 y 1870— ha sido catalogada como comedia sentimental o de caracteres 64 y se distingue por el relieve de los personajes, más acentuado que el del medio social que los rodea, aunque la autora esgrime algunos argumentos críticos contra las convenciones sociales que condicionan los hechos. Está presente en dicha comedia un hábil manejo de la ironía, la ingenuidad, así como la reiterada idealización de la mujer, en este caso María, el personaje femenino protagónico. Al hablar de La hija de las flores o Todos están locos se debe tener en cuenta su justa dimensión, cimera, dentro del campo de la comedia cultivado por la Avellaneda. La obra, dividida en tres actos, es una de las mejores piezas de toda su producción dramatúrgica sobre todo por el logro artístico que resulta de su fluida y variada versificación en metros de arte menor, así como por la belleza con que concibe a Flora, la protagonista. La idealización romántica alcanza en esta obra —una vez más— a los personajes y al mundo que los rodea, lo que concuerda con su propósito lúdicro y su poca hondura ideotemática, elementos que le confieren ese definido carácter de teatro cortesano, concebido para agradar, que José A. Portuondo ha reconocido como excelente muestra de estilo rococó. 65 La obra, de manera general, fue recibida por la crítica como un buen exponente de la conciliación entre el concepto dramático y la expresión estética de la Avellaneda y el público actual todavía siente la frescura de esta pieza, apreciable en el éxito de sus representaciones como justo indicador de la permanencia de sus valores estéticos. Entre las comedias escritas y estrenadas hasta 1855 por la Avellaneda, se encuentran La aventura (1853), La sonámbula (1854), Simpatía y antipatía (1855), La hija del rey René (1855) y Oráculos de Talía o Los duendes en palacio (1855). 66 De forma general, se observa en sus comedias la inclusión de pocos personajes, la

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diversidad temática y, en relación con algunas de ellas, se ha señalado cierta semejanza con las comedias del Siglo de Oro español. 67 Predomina en las mismas el uso de la sátira, la ironía, así como se revela la capacidad de la autora para variar la tipología de sus personajes sin que cedan en profundidad sicológica. Tales comedias evidencian definitivamente las inclinaciones feministas de la Avellaneda, al representar especialmente la condición de la mujer ante su destino, ante la sociedad, como sucede por ejemplo con lo relativo al divorcio, elemento a que se alude en Simpatía y antipatía, así como con la reivindicación social de la ramera, tema del conflicto moral desplegado en La aventura. Entre los recursos más efectivos utilizados en las comedias por la Avellaneda se encuentran el uso del monólogo —muchas veces reflexivo— y la abundancia del diálogo sobre la acción, además de un sólido equilibrio artístico entre lo trágico y lo cómico. La crítica ha señalado en su contra la evidente cercanía de algunas de estas obras con las de otros autores de donde pudo tomar asunto la Avellaneda. 68 La poca originalidad y la superficialidad en el tratamiento de algunos temas han hecho que este período de su creación dramática, a pesar de la abundancia de títulos, haya sido considerado como la parte de su teatro menos afortunada. En 1858, con Tres amores —comedia en prosa que consta de un prólogo y tres actos— volvemos a encontrar la escritora original que refleja nuevamente con intensidad su personalidad a través de sus obras. Dicha comedia puede ser considerada como de tesis, puesto que la autora deja planteada en ella su teoría sobre los tres tipos de amor: el divino, el intelectual y el humano. El desarrollo que alcanza el personaje Matilde —de inocente joven a experimentada actriz— en esta obra, ha hecho afirmar con acierto que no era la Nora ibseniana, pero […] su conducta estaba impregnada de semejante espíritu liberador. Su entereza […] encarnaba el golpe más duro que la Avellaneda asestaba a la mentalidad reaccionaria de su tiempo.69

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La representación de Tres amores constituyó un fracaso, más que por la propia obra en sí misma, por la acción de los enemigos de la autora, que en buena medida sabotearon la puesta en escena, aun en presencia de los reyes. Del propio año data el estreno de la obra cumbre de la actividad dramática de Gertrudis Gómez de Avellaneda, el drama bíblico Baltasar, estructurado en cuatro actos en verso. En el prólogo que precede a la primera edición, la autora manifiesta su objetivo al retomar el relato de las Sagradas Escrituras, que no es otro que el de hacer filosofía de la historia. Baltasar es una obra de exaltación religiosa cristiana y ello se hace patente en las propias palabras de la Avellaneda al caracterizar a su protagonista: He querido pintar en él lo poco que es la más grande alma cuando no la ilumina la fe ni la fecunda el amor y en el instante supremo en que se consuma la expiación, un rayo celeste viene a alumbrar aquella alma descreída […] 70 La autora pone en el centro de la acción de Baltasar el amor de dos jóvenes hebreos en la oprimida Babilonia y simboliza en el desenlace, con la muerte del rey pagano, la caída de un imperio corrupto. Uno de los aspectos más sobresalientes de esta tragedia, tan cuidadosamente hilvanada desde el punto de vista dramatúrgico, es la creación de los personajes, fundamentalmente el de este rey babilónico hastiado de poder y de placeres y arrastrado por el amor de una esclava que lo desdeña. Las inquietudes existenciales de este rey encuentran su contrapartida en las figuras de Elda y Rubén, encarnaciones de la vigorosa juventud judía que desafía el poder despótico de Baltasar. La pareja de jóvenes representa a «los dos seres más débiles y abyectos de la sociedad antigua: la mujer y el esclavo, rehabilitados sólo por el cristianismo» según la Avellaneda, de manera que el argumento de esta pieza constituye —dentro de los límites de la cultura filosófico-religiosa de la autora—, una recreación de la lucha del politeísmo materialista pagano frente al espiritualismo monoteísta.

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A pesar de las insistentes búsquedas de similitud entre la obra de la cubana y el Sardanápalo de Byron, entre otros, la crítica aceptó en su momento que la génesis de esta tragedia de la Avellaneda, su más alta expresión dramatúrgica, descansa —al igual que en el caso de Saúl— en sus lecturas bíblicas y su profunda religiosidad, así como en su personal interpretación del antecedente histórico. A la fuerza dramática de sus personajes suma la Avellaneda en esta obra el vigor de las ideas recogidas en la misma, cuando muestra un pueblo subyugado en actitud de enfrentamiento al tiránico rey y hace de Baltasar un símbolo de la caída del mundo antiguo, por su desorden y corrupción, frente al triunfo de la fe de los débiles, en la que puede catalogarse de obra cumbre de su teatro de raíces religiosas. Baltasar, última obra estrenada en vida de la Avellaneda, se representó en el teatro habanero «Tacón» en noviembre de 1867, a nueve años de su éxito madrileño. 71 En el ocaso de su actividad creadora, Gertrudis Gómez de Avellaneda aún refunde una obra de Dumas, Catilina (1867), en cuatro actos y en verso, que no aporta substancialmente nada a su teatro y escribe El millonario y la maleta, impresa en 1870. Esta comedia en prosa compuesta de dos actos, se sustenta en los enredos causados por una confusión de identidad y demuestra una vez más la capacidad de su autora para desempeñarse fuera del teatro trágico y su aptitud para concebir personajes y situaciones llenos de simpatía. Escrita a instancias de los amigos de la autora y aparentemente sin grandes pretensiones, la obra no llegó a representarse en su momento. En su contenido se advierten breves pinceladas satíricas, caricaturescas, ligadas al tono costumbrista, que probablemen-

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te sean causa —entre otros elementos a su favor— de su vigencia en el gusto del público de nuestros días que ha podido verla representada. El estudio de la obra dramática de la Avellaneda permite apreciar, de modo general, el gran sentido del teatro como espectáculo de que era poseedora y la educación que logró de este medio expresivo para sus fines estéticos. Los rasgos caracterizadores de su teatro muestran una extensa obra concebida entre el gusto neoclásico y la sensibilidad romántica y portadora de algunas pinceladas realistas,72 que hubieran dado a su dramaturgia ilimitadas posibilidades en su época, de no haberse propuesto la autora conciliar ambas cosas en «esa mezcla nada armoniosa que destruyó en España las mejores posibilidades de su escena en el siglo XIX».73 A estos caracteres de su obra se suman la marcada preferencia por recrear la historia mediante una versificación elegante, sonora, suntuosa, y una acción directa, precisa, así como un hábil manejo de las escenas y los diálogos. Sus personajes, que resultan vigorosos, dotados de profunda sicología, sirvieron —en el caso de las heroínas— de vehículo para la expresión del feminismo y de los ideales éticos y estéticos de la autora. Es indudable que el desapego de la Avellaneda hacia la realidad de su patria lastra la significación que su obra dramática hubiese tenido para nuestra historia teatral, pero si la discutida nacionalidad literaria de esta prolífica autora —que defendió se le incluyese en la literatura cubana— ha sido decidida a favor de su definitiva cubanía, por las razones antes apuntadas corresponde reconocer el lugar cimero que su dramaturgia ocupa dentro del teatro romántico del siglo XIX, con José Jacinto Milanés como antecesor cronológico más importante.

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NOTAS

(CAPÍTULO 2.9) 1

2

El poema «Al partir» ocupa la primera página de todas las ediciones que ella realizara de su obra.

3

Para mayores datos al respecto pueden consultarse las memorias de la Avellaneda (Domingo Figarola Caneda: Memorias inéditas de la Avellaneda. Imprenta de la Biblioteca Nacional, Habana, 1914) y el propio libro de Cotarelo, La Avellaneda y sus obras (ob. cit.).

4

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Según su principal biógrafo Emilio Cotarelo (La Avellaneda y sus obras. Tipografía de Archivos, Madrid, 1930), la Avellaneda publica por primera vez en 1838 en la revista literaria semanal gallega El Cisne. Antes de esta fecha el autor da fe de un poema aparecido en el Diario de La Habana el 18 de marzo de 1832, atribuido a la poetisa erróneamente, pues el mismo aparece firmado por Desval, es decir, corresponde a Ignacio Valdés Machuca, y está dedicado a un hijo natural del padre de la poetisa, residente en La Habana, según datos aportados recientemente por Mary Cruz («Los versos de la Avellaneda», en Gertrudis Gómez de Avellaneda: Antología poética. «Prólogo» de […]. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1986).

Su juventud, belleza y talento, así como el agravante de ser hembra y extranjera y de llevar una vida independiente de la familia, llamaba la atención en una sociedad donde la mujer era víctima de las más severas convenciones sociales, y esto provocó numerosos comentarios que pronto se esgrimirían como ofensas para opacar la celebridad de la autora.

5

Emilio Cotarelo: ob. cit., p. 76.

6

Entre los sucesos más dolorosos de esta etapa de su vida podrían mencionarse la ruptura con Cepeda, la relación y ruptura con Gabriel García Tassara, padre de la única hija de Gertrudis; la muerte de esta niña a los ocho meses de nacida, y la temprana viudez de la Avellaneda tras la muerte de su primer esposo Pedro Sabater.

7

Gertrudis Gómez de Avellaneda: «Prefacio» de la autora, en su Poesías. Imprenta de Delgrás, Madrid, 1850.

8

Tensiones de todo tipo cercaron a la Avellaneda du-

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rante esta beve estancia: la ansiedad por el reencuentro con su patria de donde se ausentara durante veintitrés años; el reproche de un pequeño grupo de escritores habaneros que vieron en su proyección social una falta de «cubanidad»; su intensa labor al frente de la revista Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello; la muerte de su madre en España; su probable gestión en torno a las decisiones de su esposo Domingo Verdugo como gobernante de diversas localidades cubanas, y, sobre todo, el progresivo agravamiento de la salud de éste que culminará en su muerte ocurrida en 1863; éstos son los hechos principales de este período de su vida. 9

La revista sólo tuvo doce números.

10

En relación con este tema puede consultarse el epígrafe de la poesía cubana entre 1844 y 1868.

11

Salvador Arias: «Gertrudis Gómez de Avellaneda», en su Tres poetas en la mirilla. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 127.

12

Salvador Arias: ob. cit., p. 130 y Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Instituto del Libro, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1970, p. 184.

13

Cintio Vitier: ob. cit., p. 129 y Virgilio Piñera: «Gertrudis Gómez de Avellaneda: revisión de su poesía», en Universidad de La Habana. La Habana, (100-103): 22-23, enero-diciembre, 1952.

14

En 1846 la Avellaneda escribió su Devocionario que se extravió por la quiebra de la empresa editorial encargada de su publicación, por lo que en 1867 compuso y publicó la segunda versión del mismo. La primera fue encontrada después de su muerte entre los manuscritos de una biblioteca particular.

15

En la edición de 1850 este poema aparece originalmente con fecha de 1845 y el título «A…», que fue sustituido por «A él» para la edición de 1869. En esta aparece otro poema de igual título con una primera versión de 1840 notablemente diferente.

16

Para un estudio más detallado de este aspecto deben consultarse los trabajos: Regino Boti: «La Avellaneda como mitificadora», en Cuba Contemporánea. La Habana, 3 (4): 373-390, dic., 1913 y

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Mary Cruz: «Los versos de la Avellaneda» (prólogo), en ob. cit. 17

Regino Boti: ob. cit., p. 375.

18

Raimundo Lazo: Gertrudis Gómez de Avellaneda. La mujer y la poetisa lírica. Editorial Porrúa, México, 1972, p. 84.

19

La crítica hispánica de entonces sólo le hallaba par femenino en la antigua Grecia, con Safo; en la Italia renacentista, con Vittoria Colonna, o en el México del XVIII con Sor Juan Inés de la Cruz.

20

Cintio Vitier: ob. cit., pp. 129-130.

21

22

Salvador Arias: ob. cit., pp. 136-137.

23

Emilio Cotarelo: ob. cit., p. 40.

24

De ahí que escriba Dos mujeres (Gabinete Literario, Madrid, 1842-1843) y Sab (Imprenta Calle del Barco Núm. 26, Madrid, 1841, 2 volúmenes), y no las incluya en sus obras completas; que no dé crédito a la aristocracia de la sangre y ambicione un empleo al servicio de la reina; que añore a Cuba y viva en España; que escriba fogosas cartas secretas a Cepeda y disfrace en público su pasión con la retórica empolvada de «Amor y orgullo».

25

Fragmento de «Al sol en un día de diciembre».

26

Cita de sus Memorias (ed. cit.), en Antonio Martínez Bello: «La cubanidad de la Avellaneda», en Dos musas cubanas: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Luisa Pérez de Zambrana. Fernández y Cía., La Habana, 1954, p. 16.

27

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El poema de la Avellaneda «La noche de insomnio y el alba» fue, al decir de la crítica, la mayor fantasía métrico-rítmica lograda en su época, por su combinación gradual de versos que van desde el bisílabo hasta el de dieciséis sílabas, en magistral correspondencia con el contenido de cada estrofa, y algo semejante podría decirse de «La pesca en el mar», de superior dinamismo rítmico y muy agradable lectura.

De la comparación hecha por Martí en 1875 entre la Avellaneda y Luisa Pérez en la que llama a ésta en oposición de la primera «verdadera poetisa americana», no puede deducirse que con ello estuviera negándole americanidad a aquélla sino la poesía de la Avellaneda y la lírica femenina americana, mucho más cercana entonces al delicado acento de Luisa. Obra de escritor y no de poetisa debió parecerle a Martí —como a tantas otras figuras de la época—, cuya noción y gusto de lo femenino no se ajustaban a la personalidad ni al estilo avellanediano. Debe tenerse en cuenta, además, que él no pudo conocer

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el epistolario amoroso de la escritora y que con ello se perdía la imagen más espontánea, sincera e integral de esta mujer. Por otra parte, el poema martiano de 1876 «A Rosario Acuña» (Obras completas, tomo 17, pp. 119-123) expresa su acertado juicio acerca de la posición histórica de la Avellaneda a quien llama «sombra de espanto, pecadora inmortal, nube de llanto», en comprensión de sus errores pero también de la repercusión que esto tuvo en la vida y la gloria de la poetisa. Mas su valoración definitiva es sin dudas ésta de 1891. 28

Raimundo Lazo: ob. cit., p. 86.

29

Ob. cit., p. 15.

30

Camila Henríquez Ureña: «Los valores literarios de Cuba en la cultura hispanoamericana», en Cuadernos de la Universidad del Aire del Circuito CMQ. La Habana, (22): 56-57, octubre, 1950.

31

Alberto J. Carlos: «René, Werther y la Nueva Eloísa», en Revista Iberoamericana. Pittsburgh (EE.UU.), 31 (60): 236, julio-diciembre, 1965.

32

Raimundo Lazo: «El lirismo en su narración imaginativa», en su Gertrudis Gómez de Avellaneda. La mujer y la poetisa lírica. Editorial Porrúa, México, 1972, p. 69.

33

Emilio Cotarelo: La Avellaneda y sus obras. Ensayo biográfico-crítico. Tipografía de Archivos, Madrid, 1930, pp. 83-84.

34

José María Chacón y Calvo: Gertrudis Gómez de Avellaneda. Las influencias castellanas: examen negativo. Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1914, p. 12.

35

Gertrudis Gómez de Avellaneda: «Epistolario», en su Obras literarias. Colección completa. Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1870, tomo IV, p. 271.

36

Emilio Cotarelo: ob. cit., p. 431.

37

Aurelio Mitjans: Historia de la literatura cubana. Prólogo de Rafael Montoro. Editorial América, Madrid, 1918, p. 228.

38

María de las Mercedes Merlín: Viaje a la Habana. Precedida de una biografía de esta ilustre cubana por Gertrudis Gómez de Avellaneda. Habana, 1922, p. 8.

39

Ob. cit., p. 8.

40

Ob. cit., p. 13.

41

Ob. cit., p. 10

42

V. García de Diego: Antología de leyendas de la lite-

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ratura universal. Estudio preliminar, selección y notas de […]. Editorial Labor, Madrid, 1953, tomo I, p. 5.

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43

Raimundo Lazo: «Los epistolarios», en ob. cit., p. 72.

44

Gertrudis Gómez de Avellaneda: Cartas existentes en el Museo del Ejército. Edición e introducción José Priego del Campo. Fundación Universitaria Española, Alcalá, 1975, p. 6.

45

Ob. cit., p. 20.

46

Ob. cit., pp. 27-28.

47

Ob. cit., p. 39.

48

José Antonio Portuondo: «La dramática neutralidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en: Capítulos de literatura cubana. Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 230.

49

A ello hace referencia Rine Leal al tratar a la Avellaneda en su capítulo «Un caso peregrino», en La selva oscura (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, tomo I, p. 323). El destacado historiador de nuestro teatro se lamenta de que esta autora «pudo haber creado, con sólo dos o tres títulos, el teatro cubano y no lo hizo».

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1820-1868

56

En la edición de 1844, la Avellaneda dedica esta tragedia «a los habitantes de La Habana en prueba de afecto, y por tributo de gratitud a la lisonjera benevolencia con que han acogido mis primeros ensayos literarios». Sin embargo, en la reedición de 1868 la dedica a su hermano: «[…] tú representas la rama de Munio Alfonso de que descendemos […]».

57

El entusiasmo con que ambas piezas fueron acogidas en Cuba pudo estar determinado por las prohibiciones que sufrieron por la censura de la época, un detalle que influye indudablemente en la significación de la Avellaneda en su momento entre los cubanos.

58

El afán corrector de la Avellaneda, que refunde muchas de sus obras teatrales, se aprecia también al retomar la primera versión de Saúl (Tragedia bíblica en cuatro actos. Imp. de José María Repullés, Madrid, 1849), escrito con bastante anterioridad. El texto fue abreviado por la autora para que ganase en movimiento y facilitar su representación escénica.

59

La Avellaneda había trabajado en la traducción de las obras de Soumet y Alfieri y también conocía la preocupación de Heredia por el tema, hasta que decidió escribir su propia versión del mismo.

50

Durante la estancia de la Avellaneda en España, en el ambiente literario coexistían las tendencias romántica, la ecléctica, la clásica y la satírica o realista.

60

G. Gómez de Avellaneda: Saúl. Tragedia bíblica en cuatro actos. Madrid, Imprenta de José María Repullés, 1849, p. 9.

51

Para José Juan Arrom «de la tragedia clásica tiene la majestuosa elocuencia, la noble elevación, la grandeza profundamente humana de las pasiones. Del drama romántico toma la flexibilidad de la trama, el mayor movimiento, la variedad de los efectos escénicos.» (Historia de la literatura dramática cubana. Yale University Press, New Haven, 1944.)

61

52

José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 214.

Cotarelo y Mori afirma en su texto La Avellaneda y sus obras (Tipografía de Archivos, Madrid, 1930) que «la frialdad con que se recibió este drama trascendió a los juicios de la prensa periódica […] y eso que la autora no incurrió en el error de imprimir, como en el Saúl, su obra antes de estrenarla, con lo cual era nueva para el público que no asistió a las representaciones […]».

62

53

Según afirma Rine Leal (ob. cit., p. 36), antes de partir para España a los 22 años, la Avellaneda no sólo había compuesto versos y actuado como aficionada en representaciones teatrales caseras, sino que había escrito una tragedia titulada Hernán Cortés. Este autor remite a su vez al Diccionario biográfico cubano de Calcagno (N. Ponce de León, New York, 1878, p. 83), y a otros autores.

La verdad vence apariencias (Gertrudis Gómez de Avellaneda, en su Alfonso Munio. Impr. de Repullés, Madrid, 1844) se basa en el Werther o La herencia de Byron (que aparece condensado fundamentalmente en el prólogo de La verdad…) y El donativo del diablo (impr. de C. González, Madrid, 1852) se inspira en la leyenda La velada del helecho (1849), tomada a su vez de una leyenda suiza.

63

54

Munio Alfonso se dio a conocer como Alfonso Munio. La propia Avellaneda aclara en el prefacio a sus Obras literarias… publicadas entre 1869 y 1871 los motivos del cambio de título, que según su criterio, determinan que su obra se ajuste más a la fuente histórica de donde procede.

Rine Leal: ob. cit. (1975), p. 335.

64

55

Rine Leal: ob. cit., p. 329.

Mary Cruz en el prólogo a Errores del corazón y otras comedias (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977) hace una interesante clasificación de las comedias de la Avellaneda. Esta comedia, calificada aquí como sentimental, era considerada por la Avellaneda como comedia urbana, y se sitúa muy próxima al drama burgués que se comenzaba a cul-

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tivar en su época. 65

66

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En el citado trabajo de Portuondo («La dramática neutralidad de G. G. de Avellaneda», en su Capítulos de literatura cubana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981), este valora La hija de las flores como «una de las mejores muestras del teatro rococó que es tan pobre y tan débil en España […] Esta locura […] es un deliberado jugar con la realidad, un evadirse de la realidad; es típicamente teatro rococó del cual en España hay muy pocas muestras […]». Este teatro rococó se inició en Francia en el siglo XVIII y se cultivaba aún en algunos países europeos en tiempos de la Avellaneda. Anteriormente —1851—, había traducido del francés y estrenado la comedia Los puntapiés (según apunta Mary Cruz en la obra citada, esta pieza fue traducida por la Avellaneda en colaboración con su hermano Manuel y se estrenó en mayo de ese año, pero no llegó a publicarse nunca y se da por perdida). En 1853 la Avellaneda estrenó también Hortensia, una adaptación en prosa del poema póstumo, del drama de Federico Soulié de igual título. Se estrenó en el Teatro del príncipe y se considera perdida.

67

Ver Mary Cruz: «Prólogo», en ob. cit., pp. 21-29.

68

Esto se ha observado, por ejemplo, en el caso de La Aventura, La hija del rey René —entre otras de sus obras—, por la similitud con L’ Aventurière, de Émile Augier, en el primer caso, y el conocimiento

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de La fille du roi René, de Gustave Lemoine —más difícilmente de King René’s Datter, de Henrik Hertz—, en el segundo caso. También Simpatía y antipatía ha sido considerada influida por La falsa antipatía, de Nivelle de Chaussée. 69

Natividad González Freire: «Teatro dramático cubano del siglo XIX», en Bohemia, 67 (10): 10-13, marzo.

70

Gómez de Avellaneda: Baltasar. Drama oriental en cuatro actos y en verso. Madrid, Imp. de José Rodríguez, 1858, p. 2.

71

Es bueno señalar a propósito de este distanciamiento en el estreno de Baltazar en Cuba, que no siempre las obras de la Avellaneda fueron aceptadas sin reparos por la censura; muy por el contrario, sus obras Leoncia, Egilona y El príncipe de Viana recibieron prohibiciones. No sería de extrañar que similares circunstancias condicionaran la acogida de Baltasar, cuyas ideas —tomando en cuenta el año de su estreno en Cuba, 1867— podían causar inquietud a las autoridades censoras.

72

Según afirma Rine Leal (ob. cit., tomo I, p. 326). También Mary Cruz (ob. cit., p. 27) hace referencia al realismo como recurso del teatro de la Avellaneda en tanto esa «intensificación […] para dar la ilusión de realidad, esa “exageración controlada” que hace tan real la teatralidad del teatro […]».

73

Rine Leal: ob. cit., p. 325.

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2.10 LA POESÍA ENTRE 1844 Y 1868 2.10.1 Evolución de la poesía cubana del período: análisis de los términos empleados por la historia literaria tradicional. Algunas figuras menores El estudio de la poesía cubana creada entre 1844 y 1868 —los años de mayores contradicciones sociales, políticas y económicas de los transcurridos hasta entonces en nuestra Isla— obliga a un enfoque ideológico de la misma que, amén de la necesaria determinación estilística, revele su función, por qué y para quiénes fue escrita, o sea, precise su lugar en la dinámica histórica, aspecto que condiciona la exigencia literaria de esta etapa, marca el gusto de sus contemporáneos e influye en la difusión de obras y autores, así como en la receptividad de la crítica. Tal enfoque implica una reconsideración de las tendencias poéticas que han sido señaladas por la historia literaria tradicional, a saber: la de una primera subetapa entre 1844 y los inicios de la séptima década, clasificada como de predominio del «mal gusto», a la que algunos textos incorporan las escuelas nativistas (criollismo y siboneyismo) y otros las sitúan como tendencias independientes, aunque simultáneas con la anterior. Y la de una segunda subetapa festejada con el nombre de «reacción del buen gusto» y ubicada entre 1860 y 1868. Estos términos, esgrimidos como categorías estéticas —que han continuado utilizándose sin discriminación ni pretensiones de cientificidad—, datan al parecer, en el horizonte de las letras letras hispanas,

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de finales del siglo XVIII, cuando ciertos escritores españoles de alto «prestigio oficial», fundaron en la casa de la Condesa de Lemos una Academia del Buen Gusto que sesionó entre 1749 y 1751, y de la que quedaron fuera autores de la talla del Padre Feijóo. Ya íntimamente relacionados con la etapa, los términos de buen y mal gusto literarios frecuentan los artículos y notas críticas aparecidos en las publicaciones periódicas de entonces, así como se convierten en patrón de medida para juzgar, al nivel de tertulias, la calidad de las obras literarias que se debatían (debates orientados, como era de esperar, según el criterio delmontino), y, finalmente, es Aurelio Mitjans en 1890 1 quien los «canoniza» como tendencias, pone fechas y encasilla a los autores en uno u otro grupo, quizás con el propósito didáctico de simplificar y, por supuesto, guiándose por la brújula de su gusto personal según las características de la crítica impresionista imperante. Así, y apenas sin variaciones por casi doscientos años, estos conceptos han sido heredados por la historia literaria cubana que llega a nuestros días, y en torno a los cuales sólo las agudas opiniones de Cintio Vitier y especialmente Ambrosio Fornet han aportado algunos elementos discordantes de singular importancia para el esclarecimiento de la realidad epocal. 2 Un simple cotejo de opiniones reputadas en el lapso estudiado con el juicio de Mitjans, revela que los autores, al comentar sobre este aspecto, no siempre se referían a la misma etapa,

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aunque casi todos coincidían en señalar a Del Monte como el guía de la corrección literaria: José Zacarías González del Valle en carta (1838) a Anselmo Suárez y Romero llamó a aquél «el patriarca de toda la pandilla literaria del buen gusto»; 3 Mitjans recordaba (1890) la tertulia delmontina como «aquella amadísima Academia que fue para los doctos un refugio y para la juventud una escuela de buen gusto», 4 y aún en nuestros días Cintio Vitier, aunque inconforme con ese patriarcado que le endilgaran, considera (1968) que fue «el responsable más directo de una reacción crítica e irónica contra el romanticismo, cuyos polos éticos y estéticos eran la moralidad y el buen gusto». 5 En una coincidencia que se explica por sí sola —tomando en cuenta las normas neoclásicas de equilibrio y mesura formal tan defendidas por Del Monte—, el mal gusto ha aparecido también permanentemente asociado al rechazo de la retórica romántica, aun desde sus mismos inicios y sin esperar a que sobreviniera nuestra «mala» poesía de la quinta década del siglo. Un ejemplo de ello lo tenemos en la conocida polémica de Bachiller y Morales (entonces defensor del romanticismo) y Ramón de Palma, su impugnador, quien denuncia en 1838 6 —o sea, en pleno apogeo de nuestras primeras grandes voces románticas— una decadencia poética que, por los defectos que se enuncian (imitación de los peores poetas, arrebato, excesos) en nada se diferencia de aquélla que Mitjans ubica alrededor de 1844. Y aún José Martí en su prólogo a Los poetas de la guerra (1878) señalaba la supervivencia de la decadencia romántica al apuntar que «el espíritu nuevo y viril de los cubanos pedía en vano formas a una poética insignificante e hinchada […]» (el subrayado es nuestro). Por otra parte, si nos guiamos por la Revista de La Habana, trinchera principal de la denominada «reacción del buen gusto», se encontrará que entre sus asiduos colaboradores figuraron José Fornaris, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, Narciso de Foxá, Francisco Javier Blanchié, José Gonzalo Roldán y Felipe López de Briñas, es decir, la mayoría de los autores más vapuleados por los abanderados de la corrección literaria a partir de la clasificación de Mitjans.

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Consciente de los defectos de cierta poesía que gozaba de gran popularidad, la crítica literaria del período —y aun desde la aparición del Papel Periódico de la Havana (1790)— tenía, no obstante, una gran confusión, como señala Vitier, 7 entre estilo y corrección gramatical, pureza de léxico y tersura sintáctica y, aún podría agregarse, entre voluntad estética e imitación facilista. Véase cómo Fornaris en sus severos apuntes sobre la obra de Francisco de Paula y Orgaz, afirma: Orgaz es uno de los poetas que en su época contribuyó más, por la fama de su nombre, a la corrupción del buen gusto que había reinado en la anterior, descuidando lo correcto del estilo y la sencillez y claridad de la dicción, se extravía algunas veces hasta el extremo de hacer recordar, en la explanación de algunas de sus ideas, la locución enfática, confusa y pretenciosa del corruptor [¡ !] Góngora. 8 Mientras que cuando juzga la poesía de Narciso de Foxá —justamente destinado por la historia literaria al mismo baúl de ampulosos rimadores— Fornaris lo llama «modelo para los que quieran adquirir la finura de un gusto depurado y las galas de un decir florido y castizo». 9 Especial cuidado deben poner los estudiosos de la literatura en no enarbolar como buenas, por repetidas, determinadas exigencias críticas que, vistas aisladamente, no poseen hoy ninguna validez. Algo semejante ha ocurrido con la llamada poesía del mal gusto, permanentemente desacreditada desde su época, pero en torno a la cual no se ha hecho la necesaria delimitación entre sus valores históricos concretos y los actuales. No es menos cierto que en torno al año 1844 —fecha dramática para la vida insular en más de un sentido— tiene lugar el mayor agravamiento de la decadencia romántica que ya venía conformándose desde los años del auge del primer romanticismo, signado por la influencia de famosos poetas españoles como Quintana, Espronceda, Zorrilla. A estos antecedentes se refiere Mitjans en su descripción del período 1820-1842, cuando expresa:

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Por debajo de los líricos citados [las grandes voces], pulula una numerosa turba de versificadores ávida de beber también en las limpias aguas de Hipocrene, de la que dijo un mordaz crítico allá por 1825, al distinguir de los demás a Heredia, que no apaciguaba su sed sino en las turbias de nuestra zanja real. 10 Sin embargo, el historiador no vio en ello ninguna relación con el período de mala poesía que señala inmediatamente después y en el cual, por causas extraliterarias, sólo quedaron las voces menores que, sin alcanzar las grandes virtudes de sus modelos, imitaban sus peores rasgos; epígonos que han sido erróneamente considerados por la historia literaria como las voces más representativas del momento, cuando, en verdad, estas habían callado de manera brusca: Heredia muerto, Plácido fusilado, Milanés enloquecido, y, por otra parte, la Avellaneda y Del Monte establecidos en el extranjero. Es absurdo magnificar este momento de ausencia de buenos poetas —ocurrido por circunstancias difícilmente repetibles— elevándolo a la categoría de movimiento o tendencia literaria del mal gusto. E ignorar, además, que también en España y en Hispanoamérica se escuchaban por entonces semejantes voces representativas de la primera decadencia romántica. Los rasgos que identifican esta poesía son, entre otros, la ampulosidad del lenguaje, muchas veces en acumulación de vocablos vacíos y voces de moda forzadamente incorporadas al poema; búsqueda de la frase rotunda, las imágenes hiperbólicas, los hipérbatos retorcidos, todo eso identificado en la época como efectismo lírico; la sucesión injustificada de metros y rimas diversos en un mismo poema, de signos enfáticos, interjecciones, vocativos, adjetivos; la vulgaridad de giros, ideas, sentimientos, y el descuido general ante la composición que, so pretexto de una libertad y espontaneidad «moderna», encubría muchas veces la ausencia de talento poético. Salvo esta última carencia, irreparable, no puede perderse de vista que en la obra de todas las grandes figuras del período se encuentran tam-

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bién estos rasgos —si bien no con tal frecuencia ni acumulación— porque los mismos corresponden a una retórica en uso: la retórica de nuestra primera escuela romántica que constituyó, como siempre sucede, lo más perecedero del romanticismo, del mismo modo que el aluvión de cisnes, princesas y chinerías, constituyó años más tarde el andamiaje retórico del modernismo, expresamente rechazado por la generación poética subsiguiente. En la difusión de poetas muy menores también influyó, como demuestra Fornet, 11 la transformación tecnológica de la imprenta que tuvo lugar a partir de 1840 y provocó un sensible abaratamiento y agilización del proceso de taller. El súbito auge de la producción editorial se percibió en la cámara oscura de la época como una imagen invertida: muy pronto empezó a hablarse de un deterioro y una decadencia de la literatura. Naturalmente, la calidad promedio de las obras bajaba en razón directa a su número. No es que se escribiera peor, sino que se publicaba incluso lo peor. Puesto que la naturaleza de este fenómeno ha pasado inadvertida para los historiadores de la literatura, a ese período de tránsito entre dos formas de producción y apropiación editorial se le conoce simplemente como la época del «mal gusto». 12 De esta forma, el romanticismo tuvo a su favor las condiciones materiales para convertirse en una moda y por lo tanto en una mercancía que penetró las más diversas esferas de la vida social y precisamente en este carácter mercantilista acierta a ver Fornet una de las principales causas de la degradación literaria epocal. Súmese a esto el período de férrea censura socio-política que tuvo lugar a partir del Proceso de la Escalera y que contribuyó al cultivo de una literatura hueca, banal; la desaparición simultánea de las grandes voces, la decadencia natural de una retórica en uso por más de una década, y se obtendrá una visión objetiva de esos breves años enmarcados bajo la etiqueta del mal gusto. Es decir, que al contrario de lo que afirma la historia literaria tradicional, alrededor de 1844 no tuvo lugar el apogeo de un gusto deformado que dio paso al florecimiento de «malos» poe-

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tas, sino antes bien, la aceleración de un proceso de evolución literaria por la concurrencia de determinados factores de muy diversa índole, único enfoque que puede explicar de manera científica el surgimiento de nuestros grandes románticos de la segunda mitad del siglo. De haber sido estos años iniciales un período estéril para la literatura, habría que creer en la aparición de la segunda generación romántica como un fenómeno de generación espontánea, pues no es otra cosa, en esencia, la explicación simplista de esta poesía como una reacción de rechazo a lo anterior, tras un salto en el pretendido vacío de casi tres lustros. Los años que mediaron entre 1844 y 1868 fueron de gran fermentación literaria, del mismo modo que lo fueron en cuanto al pensamiento político como antesala de la Guerra Grande. En las diversas direcciones de la literatura epocal, se descubre el proceso de sustitución del código estético vigente desde los años treinta y ya envejecido o automatizado, por un código de avanzada que había asomado, sin lograr predominar, en algunas figuras de la primera generación romántica —Milanés en «La fuga de la tórtola»; el imperecedero Plácido en las mejores letrillas; la voz desnuda de Manzano en su soneto «Mis treinta años»—. Con toda seguridad, el fermento estaba asimismo en la poesía menor no antologable que se estaba escribiendo en La Habana y sobre todo en las provincias del centro y orientales, más alejadas (podríamos añadir ahora, favorablemente) de la influencia de las voces nativas más populares del momento, así como de los ecos estrepitosos que arribaban de la poesía metropolitana. Obsérvese que es justamente en Trinidad, pequeña ciudad del centro de la Isla, donde se escucha por primera vez la voz renovadora de Mendive, quien trae la apertura determinante de los nuevos modos románticos, los que culminarían pocos años después en la obra de un culto residente de La Habana, Juan Clemente Zenea, y una tímida santiaguera, Luisa Pérez Montes de Oca. Los viejos conceptos de buen y mal gusto literario surgidos en este proceso, no son, en verdad, categorías estéticas, sino términos retóricos creados por una visión formalista y simpli-

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ficadora de la evolución literaria. Los años inmediatamente posteriores a 1844 deben tomarse, en cuanto a poesía, como un período de transición entre dos códigos estéticos. En la década siguiente comenzarían a aparecer las primeras soluciones —las dos vertientes del nativismo— cuya discutida validez artística no niega su contribución a la búsqueda de una poesía de cubanidad esencial; del mismo modo que, en lo político, el fracaso de la «solución» anexionista significó un nuevo paso hasta el reencuentro definitivo con el independentismo. La trayectoria del período fue fructífera; la poesía que madura a fines de los años cincuenta no es simplemente el signo de una vitalidad que nace, sino el resultado y la culminación de un proceso literario en el que triunfan las normas ya avisadas del segundo romanticismo, las que incuban a su vez el germen de un próximo código: la estética modernista. Luisa Pérez de Zambrana, Juan Clemente Zenea, Joaquín Lorenzo Luaces, son las cumbres de ese proceso, pero, como afirma Cintio Vitier: Ninguna literatura está hecha sólo de cimas. Hay un tejido normal y continuo, que el tiempo va sepultando, sobre el cual se alzan los momentos más altos, significativos y perdurables. Lo que estas cumbres deben a aquellos valles, salpicados de flores efímeras, no puede medirse ni debe subestimarse […] 13 En el grupo de poetas que se dio a conocer a la sombra de la primera decadencia romántica, no fueron los más malos, sino los más populares, Francisco de Paula y Orgaz (La Habana, 1815-Madrid, 1873) —cronológicamente más cerca de la primera generación poética decimonónica, aunque su fama, que trascendió los límites de nuestras fronteras, alcanza hasta bien entrada la sexta década del siglo—; Francisco de Javier Blanchié (La Habana, 1822-1847), José Gonzalo Roldán (La Habana, 1822-1856), Narciso de Foxá (Puerto Rico, 1822-París, 1883) 14 y Felipe López de Briñas (La Habana, 18221877), estos cuatro últimos estrictamente coetáneos y unidos entre sí por gustos estéticos y

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actividades periodísticas similares. La mediocridad de sus obras —en las que sólo ocasionalmente se hallan muestras que trasluzcan una apreciable sensibilidad poética— no significa que carecieran de ciertas dotes para la composición del verso, el cual, por el contrario, les surgía con deplorable facilidad. Otro tanto podría decirse de su arsenal lingüístico —a veces superior al que encontramos en poetas relevantes— y, en línea general, de su información literaria, pues no sólo publicaban continuamente en las numerosas revistas y periódicos literarios habaneros, sino que eran asiduos contertulios de toda reunión o sociedad literaria de cierto prestigio, así como amigos personales, en muchos casos, de connotados poetas cubanos y españoles del momento. A la luz de aquella época algunos de sus poemas tuvieron valores circunstanciales —ideotemáticos o expresivos— que no siempre son determinables desde una nueva perspectiva histórica y que, por supuesto, contribuyeron a su popularidad. Es el caso, por ejemplo, de Orgaz, cuya fama —según el testimonio de Calcagno— 15 se debió a una carta que el poeta escribiera a Zorrilla, en la que hacía una severa referencia crítica a la censura que el despotismo español ejercía sobre los escritores del país. Los poemarios más conocidos de este grupo de escritores fueron: Poesías (1849) y Cuba. Canto descriptivo (1855), de López de Briñas; Canto épico sobre el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1846) y Ensayos poéticos de Don Narciso de Foxá (1849), del propio poeta; Margaritas (1846), de Francisco Javier Blanchié, y Preludio del arpa (1841), de Francisco de Paula y Orgaz, así como determinados poemas sueltos cuya aparición logró una sonada receptividad de la crítica. Una muestra de estos últimos es «El aguacero», poema de Roldán que figura en casi todas las antologías y cuya falsedad de la expresión lírica, lo increíble de sus personajes, la banal anécdota poética que refiere y la alusión idealizada del trabajo esclavo, convierten, sin embargo, esta composición en una de las más insulsas de su autor. En cambio, de su misma obra es el siguiente fragmento que prefigura certeramente el lujo y preciosismo

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descriptivo de la escuela modernista: Sobre el cristal de una fuente Sin guijas y sin espuma, Tiende sus nevadas plumas El cisne tranquilamente: Erguido el cuello luciente Se va impulsando tan leve, Que apenas el agua mueve; Y con gracioso donaire A la voluntad del aire Deja sus alas de nieve. ……………………….

(«El cisne») 16

Llama la atención la economía de medios expresivos de que se vale el autor para lograr esa sencilla elegancia, esa plasticidad descriptiva, que son las señales más características del poema, rasgos que son, sin duda, la huella del cambio de signo romántico que estaba teniendo lugar. Esa poesía decadente encubre a menudo un pensamiento político, en tanto son comunes a ella las expresiones de racismo, falseamiento histórico y del más grosero españolismo que reflejó la lírica cubana, hecho aún más grave si tenemos presente el momento político-social en que surgió, razón que —más allá de lo literario— hace detestables ciertos poemas como «A las cubanas», de Blanchié, quien canta aquí la valentía española y la atmósfera placentera del país, precisamente dos años después de ocurrido el Proceso de la Escalera. Con poemas como éstos o como «Al descubrimiento de América por Cristóbal Colón» (1855), de López de Briñas, estaba bien asegurada «la siempre fiel Isla de Cuba». Únicamente las circunstancias ya analizadas en que Blanchié —y otros versistas, como los calificó Zenea— 17 publicó su obra, hicieron posible la difusión y fama de sus composiciones, entre las que no se encuentra una sola de mediano acento, pero que eran compradas a este usurero del verso, quien fundó en 1845 nada menos que una «Agencia Literaria» para la venta de poemas de ocasión. Pésima es, asimismo, la obra de López de Briñas, autor de unas composiciones infladas,

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ampulosas, entre cuyos más lamentables defectos está el de su fecundidad literaria. López de Briñas trazó a menudo idealizados escenarios rurales de signo opuesto a los de la poesía nativista, ya que bajo el disfraz del paternalismo intentaba la inviolabilidad del status socio-económico imperante. Fue Foxá el de mejor inspiración de este grupo como cultivador de la poesía erótica, en la que logra ocasionalmente la armoniosa sencillez de la escuela mendiveana, como en este ejemplo: Si pudo turbar tu calma Alguna impresión ligera Que resbale por tu alma, Cual la brisa por la palma, Cual la nube por la esfera. Y vamos así pasando, Puesto que lo quiere Dios, Nuestros gustos halagando: Tú por los dos olvidando, Yo queriendo por los dos. («Ausencia») 18

Ése es un acento mucho más familiar a nuestro gusto actual que el de su ampulosa poesía épica, resultante de una forzada imitación de las heroicas odas quintanescas. No es raro encontrar en sus Ensayos poéticos versos de irreprochable corrección gramatical, descripciones de gran movilidad y un sentimiento espontáneo acerca del paisaje cubano de fortuito acento elegíaco, cuya nota permanente está dada por la presencia de la palma: emoción que le dicta sentidas estrofas como ésta de «Al perder de vista La Habana»: Dejadme solo en la altanera popa, Lleno de angustia el corazón sin calma, desde el bajel que me conduce a Europa Ver la ciudad en donde queda el alma. Dejadme aquí donde la altiva copa Puedo alcanzar de la arrogante palma, En esta tierra de eternal verdura, Rica de luz, de aromas y hermosura. 19 Tales rasgos incorporan esta parte de su obra a nuestra tradición poética-patriótica del siglo XIX,

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tan extensa y disímil en registros y calidades. Pero no hay que engañarse con semejantes efusiones: la añoranza del paisaje nativo que está —en lo ideológico— al inicio de dicha tradición, es perfectamente asimilable a un pensamiento político vacilante o aun conservador, como el que se refleja en el Canto épico sobre el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1846), del propio Foxá. Espectantes ante la poesía de su tiempo —si bien la falta de genio y su conservadurismo ideológico no les permitió llegar más allá de esta mediocridad—, se encuentran en las obras de estos autores acentos aislados de todas las tendencias líricas epocales y, entre ellas, de las escuelas nativistas, las de más antiguo antecedente en la historia de la literatura cubana. 2.10.2 La poesía nativista: caracteres, aportes, figuras principales. José Fornaris, Juan C. Nápoles Fajardo Si en sus primeras noticias criollismo y siboneyismo nacieron simultáneamente, en cambio, como moda o tendencia de la poesía culta — con sus textos arquetípicos y la declaración de su poética— el criollismo antecedió al siboneyismo en más de una década, aunque, a partir del desarrollo de este último, se integraron nuevamente para culminar en la obra de Nápoles Fajardo. Mucho más importante que esas coincidencias cronológicas, es la similitud esencial que existe entre ambas corrientes, perfectamente abarcables bajo el calificativo de poesía nativista, tomando en cuenta la paridad de sus procedimientos literarios, la sicología de sus personajes, el acento popular de las composiciones y escenarios, el sentimiento ante lo nativo, las estructuras empleadas y la intención folklorista del lenguaje, que en uno va hacia lo campesino o criollo y en el otro se utilizan acertadamente las voces aborígenes que quedaron en la norma lingüística nacional. Muchos poetas de desigual calidad artística hicieron su contribución ocasional a una u otra corriente nativista —Milanés, Del Monte, Ramón de Palma, Luaces, García Copley, Úrsula Céspedes, al criollismo; Plácido, Valdés Machu-

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ca, Santacilia, al siboneyismo—, pero frecuentemente los autores escribieron en ambas líneas, pues siendo una su esencia y propósito sólo cambiaba la utilería. De los más dedicados fueron Vélez Herrera, Teurbe Tolón y, ya consagrados al nativismo, Francisco Pobeda, José Fornaris y Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, más conocido bajo el seudónimo de El Cucalambé. Ambas tendencias responden a la moda romántica del culto al hombre natural, el bon sauvage de Rousseau, que, importada como un carácter exotista, no alcanzó a perderlo del todo sino hasta las décimas cucalambeanas —culminación y agotamiento del nativismo—, lo que ha dado pie a la crítica para acusar a sus cultivadores de un autoexotismo imperdonable. Pero el criollismo llevaba ventaja en cuanto a la expresión primitiva o natural; como se vio en páginas anteriores, desde los inicios del siglo se produce en Cuba una notable difusión de décimas populares (en ocasiones de autores anónimos; otras, de criollos o españoles de renombre) que se imprimían en hojas volanderas vendidas al costo de cinco céntimos y que, dado el éxito de su «publicación», se reeditaban numerosas veces. Es ilustrativo al respecto el caso de los Cantos de un montuno, de un tal Matías Arrondo, que en el año 1884 iba por la trigésimosexta edición. Y esto sin contar el canto repentista campesino, cuyas estrofas quedaban en el bagaje de la tradición oral. Es decir, que los temas, la estructura, el escenario y aun el público del criollismo, estaban creados, sólo faltaba traducir esa voz popular a la poesía culta, conversión que únicamente El Cucalambé logró con entera autenticidad. Quizás a estas mismas fuentes debe la poesía nativista su carácter dialógico y ese acento que le viene de un orador que se sabe escuchado por un interlocutor-personaje o por el público receptor que pulsa su misma cuerda. Las composiciones adquieren así una teatralidad que se refuerza en la estructura de poemas como «La serrana de Jiguaní», de Fornaris, y «Narey y Coalina», del Cucalambé, en los cuales los personajes, dueños de la escena, desarrollan una serie de acciones de gran dinamismo pero reducibles a una secuencia fáctica que se repite de

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poema a poema, y que alterna con entusiastas intervenciones del autor-narrador. Hasta Nápoles Fajardo la poesía nativista conservó el aire de las estrofas españolas elegidas como estructuras métrico-rítmicas (romance, cuarteta, redondilla, glosa, décima), así como sus refranes y lenguaje bebidos en la tradición popular castellana; sólo la obra de Pobeda, escritor de una muy sencilla cultura literaria, pero conocedor profundo del universo que describía, significó antes un alto en esta falta de autenticidad de la expresión nativista ya aludida. En su voz, a la que le faltó mucho vuelo poético, se adivina la sensual embriaguez y el regocijo del nativo que disfruta los dones de la naturaleza cubana, la cual —aún sin connotaciones patrióticas— es sentida y saboreada con un detenimiento virginal. La relevancia del paisaje en la poesía nativista está presente en el origen de la diferente mirada que los románticos de la segunda generación ponen sobre su entorno; late en su impulso de proyectar su subjetividad sobre el paisaje que saben hermoso, familiar, suyo, tal y como lo descubrieron los nativistas para ganancia de la poesía posterior. Y otro tanto podría decirse de su revelación de las posibilidades líricas de la temática hogareña, poesía de lo trivial y cotidiano, de la canturía, la siesta y la taza espumosa de leche, tan bien cantada por El Cucalambé y asimilada posteriormente por la sensibilidad superior de Luisa Pérez. A través de los caracteres enunciados se observa la inserción de nuestra poesía nativista en el contexto romántico hispanoamericano, en el que se producen un poco después variados intentos de llevar a la poesía la expresión autóctona, en oportunidades con resultados verdaderamente señeros como Martín Fierro (1872-9), de José Hernández. Pero en comparación con aquellos escritores posteriores que habían dejado atrás la moda del primitivismo y el «mito» de la libertad formal como virtud suprema del verso, falta en la mayoría de los nativistas cubanos la voluntad de estilo, la altura poética, la efectividad de la síntesis, dañados precisamente por los presupuestos románticos en boga. Es ilustrativa la siguiente opinión que

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suscribe Fornaris sobre el punto, en su Definiciones y ejemplos de las principales figuras retóricas (1867): Yo he tenido el placer de oír a menudo a los campesinos usar figuras tan vivas, tan variadas que me he avergonzado de haber hecho tan largos estudios de elocuencia, viendo una cierta retórica de la naturaleza mucho más expresiva y elocuente que todas las retóricas artificiales. 20 No se daba cuenta este autor de que la asimilación de tal retórica natural obligaba al poeta a un trabajo de estilo mucho más riguroso que el del simple copista en el que se perdieron tantos buenos intentos nativistas. Esos guajiros y siboneyes «arreglados» por la mirada casi siempre ajena del poeta, eran en su expresión menos veraces como reflejo de nuestra realidad que los personajes ideales de algunos poemas intimistas o aun los luchadores griegos de Luaces; aunque habría que analizar hasta qué punto la fallida tentativa nativista de lograr una poesía que fuese expresión de nuestra nacionalidad, acercó el hallazgo de la segunda generación romántica que fue descartando in altro posibilidades ineficaces. En su período de plenitud (décadas del cuarenta y cincuenta), el nativismo puede entenderse como la definición de un «sistema poético-ideológico» que, además de realizar una interpretación regional de una moda literaria, sirvió de vía de indagación y comprensión de nuestra nacionalidad en desarrollo, aunque por su incidencia en los elementos pintorescos de sus personajes —inicialmente estimulada por la tendencia a lo exótico del arte romántico europeo— no rebasó en su conjunto los límites de un romanticismo y una cubanía «exteriorista», calificativo que no aventura juicio acerca de la honestidad de sus representantes. Por su parte el criollismo abrigó en el principio sustentador de su carácter (la idealización de la vida campesina), la necesidad estético-histórica de su superación para alcanzar su objetivo supremo de autoctonía, hallazgo que asoma en la obra de numerosos autores, pero en casi todos como referencias aisladas, pinceladas que

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matizan sin caracterizar. La intepretación de la poesía suboneyista bien como texto de lenguaje parabólico revolucionario, bien como vía de escape de la realidad circundante hacia un paraíso ideal, evocado, es una alternativa que sólo puede resolverse como rasgo individual de los autores en la correspondencia de su obra y su proyección socio-política, y no como carácter genérico de esta tendencia. A pesar de ello, en una u otra opción del siboneyismo, tanto como en la poetización criollista de la vida campesina, se ofrece una imagen dichosa, ideal —en el sentido programático de la vida a la que se aspira—, y hay tal orgullo ante lo nativo, que comporta un pensamiento antiespañol en diversos grados: desde el tímido reformismo dado en la prédica de una vida apacible y falsamente blanqueda de nuestra sociedad, hasta el independentismo radical en la exaltación de la libertad del individuo y en las alusiones a la crueldad española. Asimismo, […] en la selección del método artístico de apropiación de lo real, el nativismo mostró las vacilaciones de su postura ideológica: utilizó el método tipificador costumbrista de acercamiento al realismo pero predominó el de la idealización. 21 No puede perderse de vista el contexto de agudas contradicciones socio-políticas, lo que mucho influyó en la lectura subtextual que hicieron los contemporáneos, sobre todo, de la poesía siboneyista, en la cual casi todos —y no faltaron entre éstos las autoridades de la Isla— vieron un sugerente signo de antiespañolismo. La crítica que tantas veces se le ha hecho al nativismo de que olvidó al negro, el sector más sojuzgado de la sociedad de su tiempo, no debe ser razón que disminuya el valor de esta poesía al juzgarla con la suficiente perspectiva histórica en relación con otras líneas de nuestra lírica romántica, en las cuales, salvo excepciones, se evidencia un pensamiento social conservador con respecto al racismo o, al menos, un «olvido elocuente». Tal aspecto coincide con la «concepción racista del desenvolvimiento de la sociedad cubana» 22 que Cepero Bonilla señalaba en

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cuanto al pensamiento de los ideólogos cubanos anteriores al sesenta y ocho, aun los más progresistas, por lo que no constituye argumento que pueda esgrimirse de manera aislada al analizar el nativismo. La obra poética de José Fornaris El texto más importante de la escuela nativista fue Cantos del siboney (1855), de Fornaris, poemario que se convirtió por la enorme receptividad que tuvo a nivel nacional en el primer «best seller» 23 —en expresión de Fornet— de la historia literaria cubana. Mas ahora el público era numérica y cualitativamente diferente: la expresión fácil y sonora de Fornaris, los temas que trató, los aires que corrían de afirmación de la nacionalidad, hicieron posible la incorporación al público lector de una parte de los sectores populares antes excluidos. Como apunta Fornet, […] el hecho desbordaba a todas luces el aspecto meramente artístico, juzgar la obra en términos de «buena» o «mala» poesía —como lo hizo en su tiempo la Revista de La Habana […] era coger el rábano por las hojas, pues Cantos del siboney era ante todo un fenómeno sociológico y sólo así podría ser comprendido y valorado. 24 En su obra Fornaris revela el cambio de signo estético que tenía lugar por esos años, pues en sus composiciones se escucha la retórica brillante, enérgica, muchas veces artificiosa, del romanticismo zorrillesco —rasgo que predomina en su más famoso libro—, pero a ratos alcanza también la sencilla desnudez, la estrofa alígera, de la segunda generación romántica a la cual corresponde cronológicamente su poesía, y logra entonces exquisitas estrofas como éstas: ………………..……………….. Ven, yo conozco en ignorada ruta Bajo un follaje espléndido y umbroso, Junto a las aguas de un raudal copioso Una escondida gruta.

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Aquí la calma y el misterio atraen, Baja la luz por agrietadas bocas, Y como perlas de las duras rocas Límpidas gotas caen. Tú que en las llamas de mis ojos ardes, Tú que a mil mundos de esplendor me encumbras Tú, siboneya que mi noche alumbras Escúchame, no tardes. («La gruta») 25

Sin embargo, no podría hablarse de la evolución estilística de Fornaris, a pesar de lo fecundo de su obra, pues la misma facilidad rítmica, semejante retórica e insustancialidad en el desarrollo del pensamiento poético y —de vez en vez— los hermosos destellos de un genio lírico descuidado en aras de una cómoda libertad de inspiración aprehendida de los primeros aires románticos, son las constantes de toda su creación. El erotismo es una nota sobresaliente de su obra, aunque sin alcanzar el primoroso registro que logra Luaces. En cambio, los acentos graves —y en parte se acerca con ello a los poetas de su generación— 26 no se adecuan a su voz, que roza de pasada ciertos temas (la esclavitud, la inferioridad de la mujer, la moral de la juventud) sin destacarse ni por la hondura de las ideas ni por la calidad formal. Aun así, un poema como «Los mártires», enérgica condena del fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina, merece renglón aparte: ……………………………… Resuena la mortífera descarga, Y por las rojas balas traspasados, En su sangre purísima bañados Se revuelven las víctimas… Y ¡cabe En corazón humano tal fiereza…! Mas ¡qué lúgubre son los aires hiende! ¡Hondo clamor no oís…! Al ver el crimen De polo a polo el mundo queda absorto: Toda madre convulsa se estremece; Mas soberbia la turba se enloquece; Con escándalo canta en una orgía Solemnizando tan invicta hazaña, Y ebria de vino y sangre brinda alegre Por la grandeza y el honor de España! («Los mártires») 27

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Si por el tratamiento poético del tema —el exceso de signos enfáticos, el léxico utilizado— esta composición se acerca a la ampulosa poesía civil que frecuentaba las publicaciones periódicas literarias de la década del cuarenta, en verdad, tiene mayor importancia en la misma la sincera angustia del autor ante los sucesos descritos, la que culmina magníficamente en la expresión sarcástica final, acertado reflejo de la reacción colectiva de nuestra sociedad —dolor, rebeldía, odio— frente a aquel despiadado fusilamiento. La innegable simpatía de Fornaris por la causa revolucionaria no parece haber ido mucho más allá de este término —quizás por temor a la represión oficial— por los años de los Cantos del siboney, poemario en el que apenas se hallan aquellas valientes alusiones a la opresión de la Metrópoli que menudean en la obra del Cucalambé, del mismo período. Sólo mucho después del Pacto del Zanjón, en 1888, publica poemas de un audaz antiespañolismo, como su famoso «Al Excelentísimo Señor Capitán General Don Francisco Serrano», escrito con motivo del decreto oficial para la orden del destierro de José de la Luz y Caballero, poema de gran impacto en su época. Mas si su pensamiento político se define de acuerdo con la radicalización del momento histórico, en cambio, el sentimiento de lo nativo, el orgullo y la emoción ante lo cubano (paisaje, idiosincrasia, hombres, tradiciones) late al centro de toda su obra, dicta sus primeros acentos siboneyes y se afianza en sus composiciones posteriores que —calidad aparte— poseen una sostenida cubanidad. En la valoración de su patriotismo no puede olvidarse la lectura de su breve trabajo sobre retórica poética (1867), donde entrelíneas se encuentra un pensamiento consistente acerca de la libertad y el heroísmo patrios, conformado por la concurrencia de los fragmentos escogidos sobre tales ideas. La selección tendenciosa hecha por Fornaris es tanto de fragmentos como de autores: mayorean Plácido, Olmedo, Heredia y Teurbe Tolón junto a reputados poetas españoles como Manrique, Lope de Vega, Fray Luis de León y Quintana, estos últimos tradicionalmente utilizados como modelos de la métrica hispana.

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Fue Fornaris —como antes se apuntó— un decidido defensor de la naturalidad y el primitivismo enarbolados por la primera generación romántica, causa de los peores desaciertos de su producción literaria, pues su musa no perdió nunca la rémora del artificio y del facilismo. Por esto la nota más representativa de su obra es la medianía tanto contextual como expresiva, representada en poemas como éste: En la costa de los mares Entre arboledas frondosas, Se levantan misteriosas Las sierras del Escambray; Y aparece entre colinas, Cedros, cascadas y ríos, Con numerosos bohíos La provincia de Ornofay. Cuna de Analay, cacique De simpático semblante, De mirada penetrante, Y extremado en su pasión; Robusto de brazos y hombros, Alta y serena la frente, De gallardo continente, Y de entero corazón. ………………………

(«El cacique de Ornofay») 28

Es decir, ni torpeza o vulgaridad en el ejercicio del verso ni poemas admirables abundan en el conjunto de su obra, aunque demostró estar excelentemente dotado para la expresión lírica en composiciones exquisitas como «A Yareya», «La madrugada» o «Mi vuelta a Cuba». Juan C. Nápoles Fajardo, El Cucalambé Considerado en su época como un epígono de Fornaris, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé, es en nuestros días la figura más importante de la poesía nativista cubana, por sus aportes definitivos a la lírica popular, la autenticidad de su acento y la función socio-política que supo cumplir a través de su poesía en cabal correspondencia con su ejecutoria ciudadana. Cuando comienza a publicar en El Fanal de

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Puerto Príncipe en 1845, sus versos son ya el resultado de una sólida educación literaria y una vocación lírica favorecida por el ambiente familiar que le rodeaba. Otro tanto podría decirse de sus ideas políticas revolucionarias, ya que fue su propio tutor quien lo introdujo en el grupo de acciones políticas que llevaría a cabo la Conspiración de Joaquín Agüero. El único poemario preparado por Nápoles Fajardo, Rumores del hórmigo, publicado en 1857, no obtuvo verdadera resonancia en la época, a pesar de que el autor se propuso homenajear con su libro a Fornaris, inscribiendo su poesía en la misma dirección nativista de aquél, en similitud de tópicos, lenguaje, situaciones y ciertos rasgos de estilo, y de que, por esta fecha, el nativismo estaba en su período de esplendor. Las razones de esto deben buscarse precisamente en aquellos elementos que distancian en parte al Cucalambé del código estético más popular entonces —el de la primera generación romántica— y que constituyen a la vez rasgos diferenciadores de su poesía en el contexto nativista, con Fornaris como figura central. Son algunos de estos rasgos: el romanticismo en tono menor del Cucalambé; la melancolía que subyace en buena parte de sus poemas y que parece rasgo consustancial de su visión del mundo, y aun de su goce ante el paisaje o el amor; la importancia de lo cotidiano, lo momentáneo, lo impreciso y, sobre todo, una preocupación por el estilo bien oculta en el verso, sencillamente ornado con las galas silvestres. Visto así, y tomando en cuenta por otra parte el tributo que rindió este autor a la retórica nativista (culto de la vida natural, ligereza del verso, énfasis en lo externo, dinamismo de la estructura formal que busca el efecto en el oyente, lugares comunes de la expresión, utilería de moda), la obra del Cucalambé debe ubicarse en el período de transición entre las dos líneas fundamentales del romanticismo, si bien con mejor orientación lírica hacia la poesía de los llamados renovadores del gusto literario. Su «Respuesta a una invitación», constituye la autodefinición de su poética: Cuando recibí tu epístola, Me quedé como un carámbano,

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Y crujieron mis mandíbulas Como cuando mascan rábano. Tu invitación honorífica Me hizo reír, como un zángano, Y mis plumas democráticas Armaron terrible escándalo. ¿Tú piensas, amigo sincero, Tú juzgas, amigo cándido, Que yo curse la poética, Para llorar como Heráclito? ¡No, en mis días! Un estólido Quiero ser más bien, o un pájaro Al son de mi ruda cítara, Que ostentar numen pindárico. Que cultiven ese género Los que como tú son clásicos, No yo, que vivo con ínfulas Y ribetes de romántico. Compongan los vates tímidos Sus odas en versos sáficos, Mientras recorren mis jácaras Del mundo entero los ámbitos. ……………………………… 29 Muy significativa resulta la insistencia del poeta en resaltar el carácter primitivo o rudo de sus versos, ajenos a todo adorno literario, lo que se observa en cada una de las estrofas citadas a partir de los siguientes elementos —ya por la propia significación del pensamiento expuesto en estos versos—: mascar rábano, reír como un zángano, plumas democráticas, cítara ruda, ínfulas y ribetes de romántico, jácaras. Del mismo modo, está explicito el rechazo de la retórica neoclásica y, por ende, la simpatía por los presupuestos creativos del romanticismo, y en cuanto al tono, está también presente el acento zumbón, así como cierto regodeo en las imágenes grotescas, caracteres ambos frecuentes en su poesía, principalmente, en las letrillas, epigramas y composiciones satíricas. Es elemento obligado al hablar del Cucalambé señalar sus dos mayores aportes a la poesía cubana: 1) el hallazgo de una voz definitivamente popular, apresada en su modo más profundo sin necesidad de deformaciones ni pintoresquismos

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del habla, voz-carácter, idiosincrasia nacional presentida y expresada en total identificación del autor y sus personajes con quienes compartió la mayor parte de su vida. 2) Su cubanización de la décima, a la que logró despojar de todo acento español e imprimirle ese sello definitivo de criollidad, molde blando para el canto espontáneo, el ritmo del güiro y el tiple, y el talento natural del hombre de campo para la improvisación. Con ello el autor deja resuelto el problema del tipicismo literario y se ubica en la línea de desespañolización efectiva de nuestra lírica, en la que —por otra vía— se encuentran también las obras de Zenea y Luisa Pérez, según expresara Cintio Vitier. De los rasgos del romanticismo que se hallan en la poesía del Cucalambé, dos adquieren una significación especial: la fusión de las tres constantes románticas —la naturaleza, la amada y la Patria— y la identificación del poeta con el paisaje natal. Con el primer elemento Nápoles Fajardo incide en la visión lírica o interiorizada de lo patriótico, que tuvo su primera gran definición en Heredia, como se analizó en páginas anteriorres, pero que en el poeta nativista es fuente de una pasión más apacible y cotidiana, inmanente. En cuanto a la identificación con el paisaje, éste trasciende los límites de la moda romántica en una aprehensión más vital del entorno que constituye el impulso primero de las sensaciones del poeta, el primer «sensus», en remedo —ahora consciente, estético— de aquel lenguaje inicial del hombre primitivo, para el cual la naturaleza era el principal decodificador, la vía suprema del conocimiento. A través de su poesía […] el hombre y la mujer, acostumbrados a vibrar con las cuerdas de la naturaleza, se comportan como parte de ellas, cubiertos sus sentimientos de brillos, rumores, ojerío, pájaros y raíces a tal punto que diríanse casi en el umbral de las fabulosas metamorfosis vegetales. 30 Otro Cucalambé desconocido, violento, hiriente, es el que nos llega a través de sus poemas más personales —sátiras, letrillas— donde la gracia de la expresión popular y sensual, da paso

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a un humor denso, estocada tirada al fondo de sí mismo o de su época, en su tono grave que sólo excepcionalmente asoma tras el telón de su poesía nativista. Una muestra de esta línea poco difundida de la obra cucalambeana es el siguiente soneto, preciso en su composición estructural: A todo literato que es plagiario Opino que lo zurren como a un quinto. Y el ministro que juega al par y pinto Suele luego jugar lo del erario. La cabeza de todo Secretario Viene a ser un confuso laberinto, Y abogado que toma vino tinto Vende luego su cliente a su contrario. Una mujer coqueta es una arpía, Y es una ruin badulaque, es un bolonio El que encomia su vil coquetería. Y llevar una suegra al matrimonio Que nos muela a noche y todo el día Es llevar por los cuernos al demonio. («Siete verdades») 31

En cualquier caso no faltan las saludables contaminaciones entre ambas formas de lo poético, pues si entre aquellas composiciones no es raro encontrar el acento zumbón, la observación ingeniosa y aun el doble sentido popular —son muestra de ello sus «Consejos a Juanillo», «El Augurio», «Lamentos de una tía»—, tampoco entre sus décimas son infrecuentes las severas alusiones críticas a la situación epocal, a veces proferidas con sorprendente audacia política como en «La valla de gallos», «La Alborada», y «Mi hogar», de donde tomamos el presente fragmento: ……………….……… Bajo este pajizo techo, Sobre este suelo precioso, En mis horas de reposo, Cuando alegre y satisfecho Germinar siento en mi pecho La dicha y la benandanza, Oigo el silbido que lanza En el monte la cucuba

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Y el porvenir de mi Cuba Contemplo allá en lontananza. ………………………………… 32 En el desarrollo de la idea en forma de parábola, técnica frecuente del poeta, se aprecia una clara intención revolucionaria acorde con el significado simbólico que los contemporáneos del Cucalambé supieron ver en su poesía, así como en toda la obra nativista. Esta intención, la inconformidad del escritor con respecto a su momento histórico, nos lleva directamente al enigma de su muerte. Simpatizantes y detractores, hombres honestos y enemigos políticos de todo tipo, han tratado de explicar con datos contradictorios la brusca desaparición del poeta; mas en nuestra opinión la hipótesis del investigador Carlos Tamayo sobre el probable asesinato del poeta a causa de intereses económicos y odios políticos, es la más convincente por la acuciosidad de los datos aportados. Tanto su pensamiento político reflejado en su poesía como los significativos aportes que realizó a nuestra expresión poética nacional, le merecieron a Nápoles Fajardo un lugar significativo en la historia de nuestra poesía decimonónica, aunque tras llevar a su culminación las posibilidades expresivas de las tendencias nativistas marcó también el inicio de la decadencia de éstas, y no logró —como antes con una menor calidad lo hizo Fornaris— alentar nuevas voces. No hubo entre los poetas «cultos» un solo imitador de su poesía, sólo el pueblo, su principal destinatario, ha continuado cantando en su voz, identificado con la obra de este artista que puso su primer empeño en salvar para nuestra poesía «la trova humilde, delicada y viril que estaba latiendo en nuestros campos». 2.10.3 Los poetas de El laúd del desterrado En medio de tanto empeño —más o menos radical, más o menos efectivo— de reafirmación de nuestra nacionalidad, aparece al año siguiente de Rumores del hórmigo una colección de alto aliento patriótico, El laúd del desterrado (1858),

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con una intención eminentemente política, si bien las composiciones que la integran respondiesen individualmente, además, a un criterio —y a un propósito— estético. Los autores reunidos: José María Heredia, Miguel Teurbe Tolón, Leopoldo Turla, Pedro Ángel Castellón, Pedro Santacilia, José Agustín Quintero y Juan Clemente Zenea, se identifican por un sentimiento superior común: el amor profundo a Cuba; un objetivo político: la derrota de la tiranía española en nuestro país; y —salvo Heredia, quien figura en la colección como símbolo de rebeldía y de poeta comprometido con una causa política— por la filiación a una corriente ideológica de la época: al anexionismo. Elementos que explican el hecho de que el poemario se convirtiera, al decir de Juan J. Remos, en «una especie de catecismo patriótico en la Universidad y en los colegios cubanos». 33 Los siete poetas incluidos respaldaron sus ideas políticas con una activa participación en la lucha contra España, casi todos desde las filas anexionistas, lucha que costó a muchos de ellos la libertad y condujo a todos al exilio, desde donde continuaron trabajando por alcanzar sus propósitos. La filiación ideológica de estos poetas —a veces explícita en la muestra seleccionada para el poemario— debe explicarse a la luz del anexionismo que, entre 1840 y 1855 aproximadamente, tuvo el mayor período de auge de nuestra historia y que fue calificado por Sergio Aguirre como un período complejo, contradictorio, que abarcó en su seno desde burgueses de indudable propósito esclavista hasta defensores del independentismo que se incorporaron al movimiento anexionista por finalidades tácticas. 34 Es muy difícil determinar el propósito último del pensamiento político de estas figuras, tomando en cuenta que no fueron ideólogos, sino hombres de acción y poesía que escribieron a menudo bajo la urgencia de una circunstancia, política o personal, inmediata y casi siempre trascendente. No obstante, lo más valioso de esta poesía desde el punto de vista histórico

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es el signo patriótico de la misma, poesía escrita bajo consigna como instrumento de lucha política, en un período de graves confusiones ideológicas de las cuales también estos autores fueron víctimas. Excepto Teurbe Tolón (Matanzas, 1820-1857) —fallecido un año antes de la salida del Laúd, minado por la tuberculosis y las penas del destierro, y de quien como homenaje de sus compañeros, se seleccionaron veinte poemas—, del resto de los autores se incluyen solamente entre dos o cinco composiciones de acuerdo con su extensión. De las mejores incluidas de Teurbe Tolón está «Al Pan de Matanzas», extenso poema de aliento épico estructurado en cuatro partes, que varían entre sí el motivo poético y la composición de versos y estrofas, a tono con la moda de la polimetría. El amor por Cuba está presente en la nostálgica descripción del paisaje matancero, así como en la protesta contra la tiranía española, el recuerdo de nuestros aborígenes y la imprecación a los cubanos que soportaban la odiada presencia hispana. El poeta nos entrega al hombre: sus penas, sus recuerdos, el objeto amoroso de su existencia, y todo ello puesto en función de este llamado de alerta a los cubanos para que se decidieran a la guerra liberadora. Asimismo, la composición «A mi madre» —motivada por el ruego materno de que Teurbe se acogiese al decreto de amnistía de 1854— es un ejemplo de su poesía más lograda, libre esta vez de la retórica zorrillesca para la cual el autor no tenía auténtico estro: …………..……………… Pisar mi cubano suelo, y oir susurrar sus brisas, que son ecos de las risas de los ángeles del cielo; alrededor de la ciudad, ver los grupos de palmares cual falanges militares de la patria libertad; ver desde la loma el río, sierpe de plata en el valle, y entrar por la alegre calle donde estaba el hogar mío;

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pasar el umbral, y luego… no encuentro frase que cuadre… ¡echarme en tus brazos, madre, loco de placer y ciego! ……………….………………

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La sencillez casi humilde de estos versos y el cálido acento coloquial son medio expresivo adecuado para dejar sentir al lector el vivo amor del poeta por Cuba, acrecido en la lejanía del destierro, y ello unido a la dignidad y altivez patriótica del resto del poema, así como al dolor del emigrado, mostrado sin afeites, rasgos que en su conjunto acercan esta composición a la poesía civil de Heredia. De todos sus poemas, «Contestación de un guajiro» es el de mayor calidad artística y el de más acendrada cubanía. En esta fingida respuesta a la carta que la reina Isabel enviara en 1851 a los cubanos elogiando su fidelidad, Teurbe asume el decir llano del campesino para expresar con acento de pueblo su rechazo de la falsa cordialidad aparentada por la soberana, y prefiere esta declaración de principios —innegable declaración política— ante la Metrópoli. Los poemas del bardo matancero recogidos en esta colección repiten en el conjunto general de su obra la calidad mediana, pero digna, de su primer libro, Preludios (1841), y no así del verso quejumbroso y falto de vitalidad de Flores i espinas (1857), escrito cuando ya el poeta —y sobre todo el hombre— estaba vencido por la penosa batalla contra las circunstancias adversas. De todos estos poetas del Laúd, es Castellón (La Habana, 1820-EE.UU., 1856) el de más flojo acento en cuanto a la muestra de su obra que se ofrece en la citada colección, muestra que no alcanza el nivel de las restantes composiciones. De cualquier manera, y con una estructura métrico-rítmica de mediana calidad, tales poemas se integran al conjunto por el perfil ideopolítico de los mismos. Pedro Santacilia (Santiago de Cuba, 1826México, 1910), hombre de gran madurez política, también supo reflejar en su poesía la profundidad de sus ideas así como un sentido patriotismo que está más cerca de la altivez

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herediana que del acento desolado de Zenea o de algunas composiciones de Teurbe. El muy extenso poema «España» —uno de los que aparece en el Laúd— es una interesante visión de la historia española, de sus glorias nacionales, a las que pone fin la indigna ocupación de los países americanos por el poder ibérico. El tono reflexivo inicial toma progresivamente un aliento épico muy adecuado al desarrollo temático y al ritmo creciente del verso, por lo que, además de su riqueza contextual, deben señalarse los innegables aciertos formales del poema. Por su parte, la muestra de Quintero (La Habana 1829-New Orleans, 1885) —escritor cuidadoso de la estructura versal a la manera de los poetas de la segunda generación romántica— oscila, por el tono, entre la influencia de la lírica herediana como en «¡Adelante!», y la búsqueda de un acento original que permita el predominio del aspecto ideotemático sobre los elementos formales, al ejemplo de «Poesía». De las tres composiciones suyas que se ofrecen es «A Miss Lydia Robbins», tantas veces antologada, la más importante por la perfecta correspondencia de la idea y la estructura estrófica, así como porque en ella el poeta, abandonando todo artificio retórico, asume una expresión coloquial espontánea, tanto más efectiva por su acentuada sencillez: Ayer huí de mi país querido, y al suspender el ancla el marinero, se despertó mi corazón dormido con el grito de leva lastimero. La onda amarga rompió veloz la quilla, y en la línea miré del horizonte que se nublaba mi natal orilla y la empinada cumbre de su monte. […………………………………..] ¡Hoy héme aquí, por fin! Despedazados mis miembros, por el hierro y las cadenas, pálido, con los pies ensangrentados, de libertad hollando las arenas. [……………………………….] ¡Oh, Lydia, dulce Lydia! El viento helado aquí con filo rápido me hiere; gozo la libertad que había anhelado pero mi triste corazón se muere!

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[………………………………] ¡Oh, quiera Dios que con el rifle al hombro, pronto salude al sol del campamento, y al verdugo español infunda asombro la azul bandera desplegada al viento! Si entonces una bala envilecida viene cual rayo y la existencia pierdo, sólo por la ancha boca de la herida podrá escaparse, ¡oh, Lydia!, tu recuerdo. 36 El desarraigo del emigrado y la imagen nostálgica de la patria lejana, dos de los temas más recurrentes de toda la poesía cubana del siglo XIX, aparecen íntimamente vinculados al sentimiento de vivo afecto que el poeta manifiesta por la joven mencionada, con lo cual retoma el triángulo afectivo Patria-Dios-Amada, que José María Heredia poetizara por primera vez con elevada calidad lírica en su famoso poema «A Emilia». Con la obra de Leopoldo Turla (La Habana, 1818-New York, 1877) finaliza El laúd del desterrado a una altura ideológica que supera las páginas restantes de la colección, sobre todo, por su poema «Oro», larga tirada de versos épicos y de tema filosófico-moral en la cual se revela el patriotismo de su autor y —lo más sobresaliente— el carácter progresista de sus ideas, que parecen trascender los conceptos de igualdad y justicia sociales defendidos por la mayoría contemporánea en torno a un asunto bien espinoso del período: el problema del racismo y la esclavitud. ……………….…………………… Allí de tribus que nacieron libres Carga el bajel con bárbaro alborozo, A los campos de América retorna Y a un vil mercado los entrega el monstruo. ¡Vender así la libertad del hombre Por sólo el interés de un lucro sórdido!… ¡Maldito el hombre que excavó la tierra Para buscar en sus entrañas oro! 37 Turla invierte los términos contemporáneos e identifica a los españoles con los bárbaros y a los negros esclavos con los hombres dignos a los cuales la esclavitud cubrió de oprobio, y

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agrega: ¿No habéis visto jamás cuando la cara Volvéis acaso indiferente en torno, Una esclava infeliz que a solas gime Y muda os pide en su dolor socorro? ¡Esa esclava infeliz es nuestra madre! 38 Versos que contienen un pensamiento atrevido porque no es la «piedad» cristiana, no es el «civilizado» rechazo del sistema esclavista, sino la total identificación emotiva con los esclavos, para quienes el poeta reclama su condición humana que les fue arrebatada por el afán de lucro de los poderosos. Con los siguientes versos finales: ¿Teméis la insurrección? ¡Almas cobardes!… Y no teméis al déspota ominoso Que os marca con el sello del ludibrio Y os roba sin rubor el patrimonio? ¿Los títulos perder teméis acaso Cuando los compra el que nació en el lodo Teméis perder el oro miserable Que negáis a la patria codiciosos, Y habéis puesto a merced del vil tirano Vidas, riquezas y el decoro propio? ¡Maldito el hombre que excavó la tierra Para buscar en sus entrañas oro! 39 el autor pone en tela de juicio algunas de las bases sociales de la «moral blanca» y de los intereses del sector ilustrado o pudiente del país: su falsa preocupación por el bienestar nacional, la pretendida nobleza de sangre, la defensa del status social por la ambición de riquezas, lo oprobioso del dominio español. Asimismo Turla, con su poema «Degradación», alcanza en el Laúd la mayor efectividad en el tratamiento del tema político a través de un tono sarcástico, acento que si no es original en su poesía sí sobresale en el conjunto del libro por su emotividad y adecuada utilización con fines ideológicos. A pesar de que tales aciertos formales habían sido ya avistados en su Ráfagas del trópico, de 1842, éste no fue acogido con entusiasmo por sus contemporáneos, quienes consideraron, según apuntara José M. Carbonell, al hombre su-

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perior al poeta. Sin embargo, hay en este tomo algunas composiciones de gran interés para el estudio de la lírica epocal, ya que en fecha tan temprana como la de la publicación de este poemario, aquellas se distinguen por el esmero formal, el ritmo reposado y la sencilla elegancia del verso, rasgos que no se corresponden con el código estético al uso, sino más bien con el de la próxima generación romántica, y aun llega Turla en determinada composición («La Odalisca») a las puertas del modernismo por el lujo ambiental y la recreación de exóticos orientalismos que recuerda en nuestra poesía la estética casaliana. El laúd del desterrado tuvo como antecedente principal la poesía de José María Heredia, a quien se asemejan estos poetas de forma general en la expresión lírica de la nostalgia por la Patria, el acento viril de la denuncia política, la proyección de su subjetividad sobre la imagen de nuestro paisaje. Pero estos son a la vez caracteres de la lírica patriótica y de nuestra poesía romántica, que de ambas fue Heredia —según se analizó— el genial iniciador, con lo cual estas páginas del Laúd se inscriben en la línea romántica prevaleciente en el período, y al mismo tiempo, en nuestra tradición literaria revolucionaria, aunque numerosas composiciones del poemario reflejan la indeterminación estilística y las contradicciones ideológicas propias de un período de transición que ya por 1858 tocaba a su fin en el aspecto literario. 2.10.4 Rafael Ma. de Mendive. Joaquín Lorenzo Luaces La obra de Rafael María de Mendive (La Habana, 1821-1886) vino a significar la desautomatización del código estético frente a aquel otro predominante —la retórica del primer romanticismo—, aunque por varios años después de su aparición en la prensa periódica (1849) continuó escribiéndose —y publicándose— poesía según los modos anteriores, y aunque en la creación del propio Mendive se encuentra que el poeta rindió culto también a aquella retórica decadente que sólo alrededor de 1860 pareció

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definitivamente vencida, cuando los modos del segundo romanticismo eran ya una expresión determinante, un gusto «oficial» promovido y defendido desde las páginas de las mejores publicaciones de la época —Revista de La Habana (1853-1857), Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (1860), Revista Habanera (1861-1863)— y que, una vez prevaleciente, comenzaba su trayectoria hacia la propia automatización y decadencia. En el plano formal, los cambios que aportaba Mendive desde Pasionarias (1847), su primer libro, eran ostensibles: ante los acentos enérgicos, versos agudos y esdrújulos del primer romanticismo, el poeta prefería los finales en sílaba llana, los encabalgamientos suaves; al lenguaje brillante y ampuloso, oponía un lenguaje de elegante y afectiva sencillez; a la sintaxis retorcida, la ausencia de hipérbatos llamativos; al ritmo altisonante, la musicalidad suave, el acento flexible, y todo ello como resultado de un paciente trabajo del verso, labor que en algunos de los representantes de la segunda generación romántica, como Luaces, llegará más tarde al culto preciosista de la forma, de filiación preparnasiana. Un ejemplo de este trabajo de Mendive sobre los poemas se observa en la estructura de sus versos, que se integran al conjunto y son condicionados por éste, según demostró Belic en su análisis estructuralista 40 del famoso poema mendiveano «La gota de rocío»; así como la conformación musical de sus composiciones a la que subordina el ritmo de cada unidad versal, la armonía imitativa de la frase, la palabra que fluye y aligera; conjunto eufónico que atrajo en su época —y así lo afirma Lezama Lima— 41 a reputados músicos como Arditi, Gottschalk, Bottesini, autores que escribieron hermosas páginas musicales sobre la idea poético-estructural de ciertos poemas de Mendive. Por su parte, en cuanto al registro de estrofas utilizadas por la primera escuela romántica no se observan aquí, al pasar al segundo romanticismo, cambios radicales: estructuras como la del romance, soneto, silva, redondilla, octava real, lira, décima —por sólo citar algunas—, señorean a lo largo de esta obra y de la de todos nuestros poetas románticos, y algo semejante

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podría decirse de la polimetría. Allí donde Mendive olvida los presupuestos creativos vigentes, los temas en boga —a los cuales debe pésimas composiciones suyas como «A Italia», o la serie lírica sobre los amores de Elvira y Fernando, carente de todo mérito literario—, es cuando encontramos al poeta de la voz imperecedera, al orientador de la nueva estética, al poeta desarmado frente a sus vivencias, que pasan a sus versos con la ingenua y viva conmoción del primer asombro, a la manera de «A un arroyo»: ¡Cuán lento vas, arroyo cristalino, Con expresión sencilla Rizando en tu camino La verde alfombra de flotante lino, Que blando crece en tu espumosa orilla…! ¡Cuán bellas corren removiendo arenas Ceñidas de amapolas Y blancas azucenas, En breves giros las modestas olas Que nacen en tus márgenes serenas…! …………………………………….. Niño también me deslicé inocente, Con paso indiferente, Sin soñar en amores, Tras el vivo matiz de hermosas flores, Y el límpido cristal de mansa fuente. Y libre como garza voladora, Con infantil decoro Y gracia encantadora, Besando fui tus arenillas de oro Al tibio rayo de la blanca aurora! ………………………………… 42 Hay una cierta semejanza entre el goce bucólico de las descripciones paisajistas de Mendive y la atmósfera edénica de mucha poesía nativista; pero en este escritor es mayor la concientización de la realidad social del campo cubano de la época, signada por la miseria —como se aprecia en su poema «Desde el campo»—, y frente a esto, la virtud humana y la dinámica de la Naturaleza no son solución ni estética ni histórica, sino únicamente, regazo, consuelo, refugio transitorio del hombre que lucha por mejorar su mundo.

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De ahí que falte esa embriaguez frente al entorno natural que se disfruta en los cantos de Fornaris, Luaces, El Cucalambé y aun de Luisa Pérez en sus primeros años, y, al mismo tiempo, sea más frecuente en esta obra la reflexión filosófica, ética y principalmente religiosa que parte de la contemplación del paisaje. Tal idea nos conduce a un replanteo del pensamiento religioso de Mendive, aspecto sobre el cual —salvo contadísimas excepciones— historiadores y críticos han coincidido en señalar la sinceridad y hondura de su cristianismo. Sin embargo, de todos los poetas del período, el autor que más se cuestiona la religión a través de su obra es precisamente Mendive, en quien deben separarse la fidelidad a una ética cristiana —cuyos presupuestos se corresponden enteramente con su proyección ético-social— y la concepción de la vida mendiveana y, por otra parte, su postura filosófica ante el dogma cristiano, que se acerca —a veces peligrosamente— a la posición ateísta precientífica del panteísmo. En cuanto al primer aspecto (el de su ética), hay en la poesía de Mendive rasgos de clara raigambre religiosa: 1) su sentido de la transitoriedad de la vida que se refleja en la poetización de los elementos fugaces de la naturaleza, magistralmente ejemplificado en su conocido poema «La gota de rocío»; 2) su obsesión por la pureza moral, por la incorruptibilidad de las costumbres, principalmente de la juventud; 3) la concepción heroica del dolor humano como la única vía de purificación para el hombre, si bien no sea exclusivamente el sufrimiento por una causa individual sino, sobre todo, el sacrificio del ser humano entregado a los demás por mejorar su circunstancia —concepción que está más cerca del sentimiento patriótico explicitado en su poesía civil, que del religioso; 4) el ansia de «desterramiento» ya señalada por Sergio Chaple, 43 que se relaciona con su afán de pureza pero que no le resta interés al reflejo en sus poemas del contexto epocal, frente al cual el escritor permaneció atento. En verdad esa vocación de fuga es claro síntoma de su inconformidad con las circunstancias epocales que a veces se explicita en su poesía, y como rasgo no pertenece en su caso a un elemento característico de la moda

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romántica, sino que es el resultado de su experiencia socio-histórica personal. En la determinación del segundo aspecto es imprescindible un comentario sobre dos de sus poemas: «Ideal» y «La oración de la tarde», en los que Mendive desarrolló su pensamiento filosófico religioso. La tensión ideológica del primer poema, un tanto complejizada por la alta frecuencia de los hipérbaton, refleja la búsqueda por el poeta del ideal humano, sin hallarlo en la «verdad evangélica», que, por otra parte, no es para Mendive el último límite del universo, sino horizonte salvable, además, por la fantasía del hombre: ………….………….…………. ¡Dolor! ¡Siempre dolor! ¿Qué Dios encierra Desde el Edén, y su dolor primero, Ese Ideal que pasa por la tierra Como fatal reguero De dudas tormentosas, De fiebres, de delirios, de ilusiones, Engendros de satánicas pasiones, Soberbias, de la carne voluptuosas…? ……………….………….……… ¿Adónde, pues, el Ideal no lleva? Adónde de su imperio Nace la luz que a penetrar se atreva En la sombra, en la noche, en el misterio De la insondable eternidad? Responde, ¡Oh! punto luminoso! Tú que del sueño en ilusión me guías Al mundo de los ángeles hermoso, Al mundo de las santas armonías Donde todo es amor y bienandanza, El Ideal es Dios…? ………………………………… Al eco de mi voz, desaparece El punto luminoso, Y en armónicas ondas, himno hermoso De celestiales cánticos, parece Que esparcen por los ámbitos del mundo Las arpas de los ángeles en coro… ¡Oh! Dios! a quien adoro! —Exclamo al despertar, con alegría,— Arrebata en tu llama creadora Cuanto ya queda de existencia mía,

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Y cuanto he sido, y soy, un sueño sea Donde libre de humanos ideales, Al abrirme tus puertas inmortales Amor, eterno amor tan solo vea…! 44 No sólo la idea panteísta de la disolución de Dios en la naturaleza, sino también la duda en torno a uno de los dogmas bases de cristianismo (la culpa original) son elementos fundamentales que, al aparecer en este poema, revelan la esencia de la reflexión mendiveana sobre el tema y niegan ese carácter «eminentemente cristiano» tan esgrimido al hablar de su poesía. La entrega final del poeta a Dios en esta composición no es la culminación de su búsqueda, sino la significación de la figura divina en tanto amor: no es la respuesta filosófica a una búsqueda filosófica, sino la respuesta ética y emocional a la necesidad espiritual del hombre. Por ello Rafael Montoro, tras la lectura de este poema, expresó: […] no nos atrevemos a tener por cristiano muy ortodoxo en aquel tiempo a nuestro poeta. Baste leer esta misma poesía titulada El Ideal para comprender que era una oveja algo descarriada; cosa que nos permitimos indicar sin el más leve asomo de censura. 45 Por su parte, «La oración de la tarde» completa el pensamiento panteísta de Mendive, mucho más evidente aquí, más madurado y sereno, tanto en la formulación de la idea como en su expresión poética equilibrada y hermosa, acorde con la línea estilística que identifica sus mejores composiciones. Mendive realizó una destacada labor tutelar sobre sus contemporáneos, tanto a través de su ejercicio docente —cuyos resultados se verían sobre todo en los hombres de la gesta libertadora, magníficamente representados por José Martí—, como de su orientación ético-estética, fundamentalmente concretizada en su poesía y en su directiva periodística. Ese empeño moralizador, ese magisterio y desvelo por el porvenir nacional en todas sus esferas, le dictó numerosos poemas entre los que sobresalen sus hermo-

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sos sáficos «A Paulina», su hija, sucesión de consejos morales que trascienden el entorno filial y adquieren validez de código de conducta ciudadana, acorde con las ideas más radicales de la época: Tú, la más bella que mis ojos vieron, Plácida imagen de mi amor de niño, Único encanto de mis horas tristes, Hija del alma. Deja que impriman mis amantes labios Sobre los rizos de tu trenza oscura, Mágicos besos que a mi pecho sean Música suave. ………….………….……………… Nunca del pobre la mirada apartes, Ave que errante en tu cendal se prenda, Sepa que tiene en tu sensible pecho Cuna de flores. Ante el incienso de procaz lisonja, Como las hijas de la antigua Grecia, Con el de gasa transparente velo Cúbrete el rostro. Nunca la alfombra del dorado alcázar, Nunca la pompa del mundano orgullo, Hagan te olvides que en la tierra somos Todos hermanos. …………………..……………………. 46 Y toda esta significación contextual sin descuidar la estructura estrófica, el equilibrio del lenguaje, la calidad poética. Escasean, en cambio, en el conjunto de su obra, las composiciones de aliento épico, que no se avenían con el cauce natural de su inspiración, aunque su famoso poema «Los Dormidos» constituye una de las más excelentes muestras, ya no dentro del horizonte de su obra, sino de toda la poesía cubana del género. Es necesaria la lectura de la versión original de aquel, para comprender el porqué de su fama como canto patriótico de recia dignidad que, tomando en cuenta la agresiva censura oficial, su autor debió suavizar posteriormente en la que fue la segunda y más difundida versión, más semejante al resto de la entonación mendiveana que la anterior, al eliminar algunas estrofas como las siguientes:

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III Son ellos los que ¡ay triste!— «la tierra más hermosa que humanos ojos vieron» bajo la luz del sol; pudiendo hacerla libre, mujer libidinosa la hicieron, de sus vicios fundida en el crisol. VI Son ellos, los que ciegos no han visto del Oriente venir el fuego sacro brindándoles la luz; ni el sobrehumano esfuerzo del Camagüey valiente, que hoy lleva por escudo dos palmas, y una cruz. VII Ya asoma en Cinco-Villas fatídica la tea que lleva del incendio el rayo vengador; y en medio de las llamas la Patria se recrea, al ver que están dormidos los hijos del error. XI Veremos cuando el fuego penetre en sus moradas y audaz les arrebate hasta la luz del sol, si encuentran un refugio sus alas depravadas, en el maldito alcázar del déspota español. XII ¡Atrás! —dirá la Patria— ¡Atrás los que sirvieron, humildes como esclavos, de eunucos al Sultán; atrás los sibaritas que, cínicos, bebieron

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el opio que los hizo sectarios del dios-pan! 47 Si bien no se afectó la composición como estructura melódica ni argumental, sí quedó mutilada —y urge rescatarla para la historia literaria— la imagen del poeta Mendive, enérgica, heroica, que a través de esta primera versión se superpone sin menoscabo a la imagen del hombre que nos ofrece la historia nacional, figura evocada por Martí del anciano al que le temblaba de indignación la barba blanca cuando hablaba de los dolores de la Patria. *** Si la obra lírica de Mendive ha sido ubicada al inicio de la renovación poética que culmina con las voces de Zenea y Luisa Pérez, y que cuenta además con un valioso grupo epigonal, la poesía de Joaquín Lorenzo Luaces (La Habana, 18261867), por su parte, ha sido considerada como un caso aislado, poesía de excepción sin imitadores, sin parentescos cercanos, aunque sin desentonar del «buen gusto» reinante. El criterio autorizado de Marcelino Menéndez y Pelayo determinó para la posteridad la imagen de Luaces como poeta robusto, pomposo y correcto, pero que —salvo en raros momentos concedidos al poeta por sus exégetas— no fue tocado por aquel ángel de la poesía que vagaba permanentemente por la musa de sus famosos contemporáneos. Así lo ha seguido viendo la crítica, que unas veces ha señalado su «pasadismo» estético (C. Poncet), 48 otras lo ha situado como un heraldo de futuras normas literarias (S. Chaple), 49 pero, de manera general, sin encontrarle verdadero acomodo entre sus contemporáneos. Sin embargo, otra fue la imagen de Luaces que tuvieron aquéllos, para quienes temas como el de la «Oración de Matatías», o modos como el del cultivo de la anacreóntica, respondían a un gusto propio de la época. No fue Luaces el único consagrado a la estrofa clásica sino, probablemente, el más famoso de sus cultivadores en el período, fama que mereció por su tentativa de «cubanizar» el género, en lo cual aventajó a todos los demás.

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La obra lírica de Luaces se abre a las diferentes líneas de la poesía cubana entre 1844 y 1868 sin atarse permanentemente a ninguna, lo que puede entenderse como eclecticismo estético por la presencia de rasgos románticos, atisbos modernistas, preparnasianos y neoclasicistas. Sin embargo, la lectura de su poesía muestra una voz definida, armónica, por sobre la cual corren los vientos de la moda sin agrietarla ni ganarla definitivamente: son añadido juguetón o libresco de un sistema poético siempre identificable, ecos de la época a los que el poeta no pudo —no quiso— permanecer indiferente, persuadido de la misión social que le correspondía como escritor. También en su actitud ciudadana respondió el poeta a las exigencias de la época que, por supuesto, lo identificaba con los sectores más radicales de nuestra sociedad; por ello, unido al significado subversivo de una parte de su producción poética y dramática, la censura prohibió un grupo de sus obras, sospechosas de separatismo político. Es reveladora de sus ideas sociopolíticas su extensa oda «El Trabajo», inspirada en la línea en boga de la poesía moralizante según el modelo ya envejecido de Milanés, así como en la temática epocal de los adelantos científicos del siglo. A semejanza de Fornaris, Luaces enarbola la bandera del trabajo como el verdadero impulsor del progreso social y el bienestar humano, considerado el trabajo artístico a un mismo nivel que el trabajo manual, lo que constituye interesante signo de modernidad y de pensamiento progresista. En sentido similar debe tomarse su preocupación por el acrecentamiento a través del trabajo de nuestras riquezas materiales, y, sobre todo, su incitación —altamente sugerente para sus contemporáneos— a oponer una «industria nativa» que fuese «apto competidor», digno adversario de las industrias extranjeras». 50 Mas en otro sentido, el del racismo, no rebasó Luaces los límites de un pensamiento conservador, que contrapone el hombre trabajador al «africano insano» que no quiere aprovechar la riqueza de «su tierra», sumergido en «su apatía».51 Si bien, en términos generales, como ya fue comentado, todos los hombres ilustrados o pudientes del siglo fueron racistas, juicios como

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éste de Luaces no son comunes a nuestra poesía del XIX, en la que el reflejo del racismo se da principalmente en la indiferencia de los autores sobre el tema, ya silenciado, ya idealizado en conservador paternalismo. La simpatía de Luaces por los postulados románticos, sobre todo por los del primer romanticismo, más pródigo en manifiestos y declaraciones, no se corresponde cabalmente con la determinación estilística de su obra, pero cuando el autor define su poética deja a un lado su eclecticismo estético —quizás inconsciente en él— y se declara romántico sin rodeos: Porque es La Poesía cual torrente de la cima del monte despeñado, y yo gozo al mirar sobre mi frente rodar la inspiración noble y valiente y sentirme por ella arrebatado. ………….………….…………. En todo quiere agitación el alma… Quiero con nubes renegrido el cielo, quiero tronchada la robusta palma, porque es horrible, para mí, la calma y tempestades que admirar anhelo… («La inspiración») 52 Felizmente, bien poco tuvieron que ver estos arrebatos con lo más logrado de su poesía: sus excelentes sonetos descriptivos, sus festivas anacreónticas, sus composiciones patrióticas de elevado estro, ni su poema «Cuba» (1860), obra maestra de equilibrio expresivo y esmero formal. De gran interés para el conocimiento de la poesía de Luaces, es el estudio de esta última composición de acento mitológico a través de la cual el poeta, haciendo gala de su talento para el artificio poético, ofrece uno de los lienzos líricos más vastos y hermosos sobre nuestra Isla, personificada en la Venus indiana que protagoniza el poema. Todo Luaces está aquí: el linaje clasicista, las galas mitológicas, el fuego romántico, el propósito nativista, el virtuosismo formal, la plasticidad descriptiva, el erotismo casi licencioso, la sensualidad exquisita, las escenas heroicas y, sobre tal mezcla ecléctica de rasgos, el amor del

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poeta por Cuba, aprehendida en su íntima criollidad: prodigio de sensaciones, languidez, arrebato, triunfo. Expresión de su madurez estilística, Luaces alcanza en «Cuba, poema mitológico» la superior integración de las principales influencias literarias que cosechó de la poesía cubana a lo largo de su evolución lírica, al incorporar a esta ingeniosa imitación acriollada de la fábula gongorina, la fantasía de Silvestre de Balboa, el porte neoclásico de Zequeira, la exaltación de nuestros primeros románticos, el equilibrio expresivo de la escuela mendiveana. Y en su regodeo poético descriptivo frente a nuestros escenarios naturales, está el mejor antecedente dentro de su obra del universo casaliano, aristocracia de la forma devenida trascendente materia lírica que ya se había revelado en su perfecto soneto «La salida del cafetal» (1855), y ahora se repetía en esta composición en la que aparecen estrofas como éstas: En una mar brillante de zafiro lanza Ceres el manto de esmeralda, la brisa con su lánguido suspiro moja el ala del mar sobre la espalda. Brillantes ríos de tortuoso giro callados lamen la pomposa falda, y entre espinas y zarzas enconosas cascadas brotan de encendidas rosas. ............................ Como el que al hombro del guerrero pende, de un arco irregular es su figura, y de Este a Oeste con donaire extiende grandes bosques de espléndida verdura. El mar con sus cristales la defiende, el mar que besos a sus pies murmura, que por trescientas leguas la acompaña y de algas, conchas y coral la baña. ............................... Esa embriaguez ante el paisaje cubano se transforma en airado acento de protesta patriótica en sus poemas civiles, que se agrupan entre lo más logrado de su creación y cuya característica fundamental es la utilización simbólica de personajes y escenarios foráneos para burlar la censura política y alentar a la rebeldía contra Es-

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paña. La comprensión de este propósito por parte de sus contemporáneos fue una de las mejores razones de la fama del poeta y constituye hoy, fresco aún el mensaje patriótico, un elemento de permanente actualidad en poemas como «La caída de Missolonghi»: ............................ ¡Al arma todos! Al combate luego; y que sepa Mahmud nuestro verdugo, que el griego sable, quebrantando el yugo el yatagán del bárbaro melló. ¡Al arma, al arma, desnudad el hierro! ¡Quebrantad las cabezas agarenas! ¡Rompedles en las frentes las cadenas, y que expiren de rabia y de baldón! ¡Venganza, griegos; Missolonghi en ruinas bajo el alfanje de Ibrahin cayó! ¡Halle siempre el muslim, cual en sus muros, al griego muerto, pero esclavo no! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Ya hoy se sabe que Luaces frecuentó los círculos independentistas, y que ya en el plano de lo literario, mantuvo un coherente y sistemático antiespañolismo, expresado en sus versos siboneyistas, así como en sus figuras y temas representativos del pensamiento libertario del autor: Lincoln, Juárez, la lucha de griegos y polacos. Y esta postura ciudadana de Luaces fue y sigue siendo en nuestros días el gesto supremo del poeta, quien emprendió su obra convencido de que tenía una importante misión social que cumplir: responder a los intereses socio-políticos y culturales de su nación, inscrita en el contexto histórico mundial o, para decirlo en sus palabras, «satisfacer las exigencias de su siglo».55 2.10.5 Juan Clemente Zenea Toda la ornamentación clasicista, todos los elementos exóticos y las referencias foráneas que llevó Luaces a su poesía no fueron más que eso: postizos, vestidura de una expresión innegablemente criolla por su exuberancia, su sensualidad y esa mezcla de suavidad y violencia del temperamento nativo. No es hasta la obra de

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Juan Clemente Zenea (Bayamo 1832-La Habana 1871) que nuestra poesía se abre, sedienta de universalidad, a los acentos que le eran menos conocidos hasta entonces de la poesía francesa, inglesa, norteamericana, alemana, las cuales van a dejar huellas definitivas en nuestra evolución poética en la que tanto había gravitado la imitación de los modelos españoles. En la propia obra del poeta tiene lugar el cambio: si en sus composiciones de juventud se halla la influencia de la primera poesía romántica española —no obstante refrenada por la delicadeza intuitiva y ese sello de distinguida elegancia que identifica siempre la voz de Zenea—, es a partir de sus Cantos de la tarde (1860) que se definen en su estilo las ajenas influencias, fundamentalmente la de los románticos franceses, alguno de los cuales —Alfredo de Musset— posee en relación con nuestro escritor una asombrosa afinidad subjetiva. Como apunta Vitier, Zenea busca[ba] en esta literatura aquello que la española de su tiempo no podía ofrecerle: un lirismo de las sensaciones. El romanticismo español (con las excepciones de Bécquer y Rosalía de Castro […]), se resuelve en oquedad retórica […] El romanticismo francés en cambio tuvo entre otras cosas la virtud de preparar el camino del simbolismo a través del culto de las sensaciones […] 56 Culto, lirismo, para los que nuestro poeta parecía estar condicionado desde la más temprana juventud dada su naturaleza hiperestésica y aquella vocación agónica que se descubre en sus primeros cantos calificados por él mismo como «sombríos», cuando apenas contaba diecisiete años. Un poema como «Lágrimas», publicado en La Prensa de La Habana en octubre de 1849, da muestras de la singular sensibilidad de Zenea en su preferencia por lo incorpóreo, lo inasible, que alcanzará en sus composiciones de madurez una más efectiva realización artística, pero que desde estos versos iniciales despierta en el lector el recuerdo del ideal estético becqueriano —de los paisajes, el crepuscular; de las aves, las migratorias; de los amores, los infortunados; de

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las imágenes, las fugitivas de los sueños. Sin embargo, el paisaje es una presencia viva en su poesía. Ya sea testigo, evocación, ya constituya sólo referente corpóreo de la metáfora, estamos frente a un paisaje real, cubano, representado no a la manera general del criollismo, sino aprehendido en sus más ocultas fibras, es decir, en su efecto trascendente sobre el acontecer humano que para el poeta ocurre en calidad de señal o interlenguaje naturaleza-hombre, que demanda una mayor comprensión de este último, según expresa implícitamente Zenea en los versos tan conocidos de «Fidelia»: No consultamos entonces Nuestra suerte venidera, y en alas de la esperanza Lanzamos finas promesas; no vimos que en torno nuestro Se doblegaban enfermas Sobre los débiles tallos Las flores amarillentas. 57 Nuestra naturaleza llega así, en esta hora de la poesía zeneísta, a su mayor dignidad con respecto al interés y la expresión de los creadores: no es la diosa artificial de la retórica neoclásica ni se queda en los límites —ya importantes— del símbolo patrio; a la validez en sí de la naturaleza, tan cantada por los románticos, Zenea le añade, sin acceder a la humanización, un entendimiento oculto, superior, entrevisto en la obra herediana, que resulta definitivo para el hombre y, sobre todo, para la poesía posterior. Por otra parte no falta en su obra —como antes se apuntó— la utilización bastante común de la naturaleza como apoyatura tropológica, si bien dada a través de su inconfundible sello estilístico como aparece, por ejemplo, en el poema que él dedicara a Adah Menken —su amante de juventud—, página exquisita de la lírica erótica cubana: Del verde de las olas en reposo, El verde puro de sus ojos era Cuando tiñe su manto el bosque hojoso Con sombras de esmeralda en la ribera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .58

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Composición notable por su finura expresiva, la sentida emoción de sus versos y la viva evocación que provoca su lenguaje, apenas sin gasto de artificio poético. Otras conquistas de Zenea asimismo fecundas en tanto abrieron nuevos cauces a nuestra expresión poética han sido señaladas por la crítica en reiteradas ocasiones, unas relativas a la caracterización ideotemática, otras a la proyección estético-lírica del ser. Fue con relación a esta última que Raúl Roa, por ejemplo, apuntara: Zenea supo, como pocos, infundirle sustancia poética a la espesa melaza del sentimentalismo literario y del llanto retórico. Uno de sus méritos más relevantes es haber sorteado airosamente el estrago […] de la delicuescencia y el gemido. 59 Refiriéndose con estos elementos, probablemente, a la melancolía de opereta de tanta poesía romántica anterior. Otra gran nota de la poesía de Zenea es la elegíaca —más que rasgo de estilo o tono literario—, signo que identifica la expresión del escritor desde sus inicios, marcado por un fatum doloroso de ausencias que comienza en la temprana muerte del padre y culmina en su trágico ajusticiamiento; obra romántica condicionada por un destino innegablemente romántico —orfandad, exilio, penuria, muerte en plena juventud—. De toda su creación, los dos poemas que más fama han dado a su autor son precisamente composiciones de alto registro elegíaco: «Fidelia» y «Nocturno», poema este último que el poeta integrara posteriormente sin título a su serie «En días de esclavitud». En cuanto a «Fidelia», fue una de las obras más trabajadas por Zenea, cuyo motivo temático (noticia de la muerte de la amada) parte —según confirma el autor en su libro de memorias Lejos de la patria— de un suceso autobiográfico. Pero en esta preferencia del artista por el tema hay algo más que una razón afectiva: Zenea descubrió en el personaje Fidelia el símbolo del amor romántico: virginidad arrebatada por la muerte, fugacidad de la dicha, soledad sin resquicios, impotencia del hombre ante la inclemencia de su

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destino. Por ello el autor insistió reiteradamente en la poetización del tema, 60 hasta llegar a esta síntesis del famoso romance cuyo análisis compositivo demuestra lo orgánico y cuidadoso de su estructura así como del sentido verso final que va —en su repetición polifórmica— cual compás elegíaco, marcando la intensificación emocional del poema: ¡Bien me acuerdo! ¡Hace diez años! ¡Y era una tarde serena! ¡Yo era joven y entusiasta, Pura, hermosa y virgen ella! Estábamos en un bosque Sentados sobre una piedra, Mirando a orillas de un río Cómo temblaban las yerbas. Yo no soy el que era entonces, Corazón en primavera, Llama que sube a los cielos, Alma sin culpas ni penas Tú tampoco eres la misma, No eres ya la que tú eras, Los destinos han cambiado: Yo estoy triste y tú estás muerta. ……………………………. («Fidelia») 61

El romance presenta rasgos fundamentales del estilo de Zenea —la atmósfera tenue, vaga, idealizada; el verso sugerente que antes evoca que describe; la proyección del universo íntimo del autor sobre el paisaje, en profunda consonancia; la transparencia de las palabras; la ingravidez de la frase; la melancolía como tercera presencia de cada poema; la utilización de estructuras paralelas—, elementos que caracterizan asimismo la obra lírica de Bécquer. Leyendo éste, y tantos otros poemas suyos, podría pensarse que el autor dio rienda suelta a su inspiración, a tal punto es intensa la emotividad de algunos de ellos. Sin embargo, estos eran el resultado de un trabajo consciente con el verso, que se revela cuando sometemos sus composiciones a un análisis estructuralista. Al examinar «Fidelia», por ejemplo, se observa su cuidadosa organización en dos planos tempora-

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les —el actual y el evocado— que avanzan en contrapunto hasta su fusión en las últimas estrofas; esto desarrollado a través de dos personajes —el hablante lírico y la amada. En juego alternado de luz y sombra se ajustan al primer plano los términos positivos: idilio, juventud, entusiasmo, esperanza, pureza, primavera; en tanto que al segundo corresponden otros bien diferentes: tristeza, muerte, eclipse, olvido, culpa, martirio. A tal estructura bimembre se suma la del verso leitmotiv conformado, asimismo, por la contraposición de los protagonistas y que, en ocasiones, se escinde en dos sin cambiar su carácter ni función dentro del conjunto, hasta alcanzar el verso final que, no obstante repetir literalmente la primera forma de esta frase-tema, significa, por su incidencia continuada, no una repetición sino un reforzamiento de la idea inicial, resultado de esa perfecta conjunción de forma y contenido líricos. En sus mencionadas memorias de Lejos de la patria está presente buena parte del lenguaje y el gusto artístico de Zenea —amén de la atmósfera y las vivencias que más tarde recrearía en sus cantos—, lo que hace de estas páginas un texto indispensable para la mejor comprensión ya no sólo de su poesía, sino de la distancia que media entre ésta y el hombre, cuya significación es, por supuesto, de signo estético. Asimismo, la propia crítica literaria de Zenea —con la cual contribuyó a orientar el gusto contemporáneo en materia de poesía, no obstante su condición impresionista— refleja muchas de sus ideas estilísticas que revelan su intensa preocupación por el lenguaje como material lírico, atendido de manera más elaborada y consciente que lo que podría hacernos pensar la innegable fluidez de sus versos. Aun Enrique Piñeyro, crítico y gran amigo del poeta, dio fe de este celo al comentar acerca de la escrupulosidad con que Zenea volvía una y otra vez sobre sus poemas para hacerles cambios de diversa significación. 62 Ese afán de estilo que fue el signo de la nueva estética se halla también en Luisa Pérez, Luaces, Mendive y aun en poetas de menor vuelo como los hermanos Sellén —escritores de admirable cultura literaria y esmero estilístico—; y culmi-

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nará en la pulcritud formal del modernismo. La revisión de los poemas que Zenea publicó tempranamente en El Almendares y que incluyó más tarde, con arreglos sucesivos, en las diversas ediciones de su obra, es la prueba mayor de esta voluntad estilística con la cual la poesía cubana daba un paso irrevocable. Lector ávido de la literatura que se estaba escribiendo en su época, Zenea se mantiene con pocas variaciones dentro de semejante espectro lírico para el cual se sabía apto, dueño. A ello se refirió, sin duda, Mariano Brull cuando apuntó en relación con esta obra a la que no pretendía en ningún modo restar grandeza: «[Zenea] vuelve con frecuencia a idénticas o parecidas soluciones verbales y por consiguiente resulta un tanto monocorde».63 No obstante, compuso algunos poemas que hoy constituyen punto menos que curiosidades literarias dentro del conjunto de su obra, tales como sus fábulas didácticas, el «Romance escrito en antiguo español» —impregnado del espíritu caballeresco ibérico—, y la oda «16 de agosto de 1851» que amerita una lectura detenida por parte de los estudiosos de su obra. Esta composición, que posee dos versiones, se inspira en el cruento ajusticiamiento de Narciso López y sus expedicionarios, ordenado por las autoridades españolas, suceso que denuncia el joven poeta en 1853 con una violencia insospechable en su voz: …………………………………… Así también por la profunda herida Del corazón del paladín sereno Brotó toda la sangre ennegrecida; Y la tierra indignada No abrió siquiera para darle entrada, Una grieta escondida Por donde fuera a fecundar su seno; Y en situación tan triste y tan acerba La dejó derramada Salpicando de púrpura la yerba. …………………………………… ¡Horror! ¡Horror! Las cuerdas de la lira Con esa misma sangre salpicada, Recorro en vano con turbada mano;

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La muda voz en la garganta expira. Y es porque siente el alma atormentada Que aquel que muere allí, ¡ése es mi hermano! No hagáis alarde en el umbral del templo Antropófago vil de ser un bruto, Porque es mejor ejemplo Tratar al prisionero como amigo, Que destrozarlo con imbécil saña; Más honra diera algún crespón de luto Porque es crueldad extraña En el cráneo beber del enemigo Y alzar en triunfo el pabellón de España. 64 Acento inusual en la atmósfera melancólica de su obra, no hay lugar aquí para la aprehensión idealizada o difusa de lo real, sino para el realismo emotivo, la expresión viril y la síntesis expresiva que distinguen estos versos. Aún así y pese al asunto y la estructura, más cercanos a la inspiración épica que a la lírica, no falta en esta composición la nota elegíaca en el lamento de Zenea por la suerte de aquellos anexionistas con los que simpatizaba desde el punto de vista político y a los que compadecía como seres humanos. Poema desigual, posee sin embargo estrofas como las anteriores que son dignas de figurar por su aliento en cualquier antología. Tampoco los temas más frívolos, como los de la lírica galante, se avienen del todo con su vocación y temperamento melancólicos; no obstante, en composiciones como «Morir de amor», el autor trata tal tema en una voz diferente a la utilizada, por lo común, en este género, acento más alto y afinado, íntimo sin perder ligereza: ……………………………… Te mandé un suspiro anoche Mas puede haberse perdido, Y acaso estará escondido En la copa de una flor; O errante sobre una fuente Tal vez mi mensaje olvida, Y no te anuncia ¡Oh Mercida! Que estoy muriendo de amor. …………………………..……65 Frases que parecen no gravitar en el molde del octosílabo, versos de aire y espuma que nada

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deben a la fogosa frondosidad del romanticismo anterior. Están por estudiar aún, de manera detenida, los múltiples vínculos que unen el pensamiento de Luz y Caballero —cima de la cultura humanista y el eticismo espiritual de su época— y la proyección lírica de figuras como Zenea, cuyos antecedentes se buscan por lo común sólo en modelos literarios y, fundamentalmente, foráneos. No obstante, en aquellos rasgos con los que el poeta se alejó de los «útiles» y académicos consejos delmontinos; en su manera esencial de aprehender lo cubano como registro oculto, trascendente —y en tal sentido suprahistórico— de nuestra identidad nacional, mucho se acerca su obra a la del maestro del Salvador a quien tanto gustaba Zenea evocar desde las páginas de su Revista Habanera. No es tópico significativo de la poesía zeneísta la presencia del pensamiento religioso que, en línea general, no desborda los límites más elementales de la relación hombre-dios (relación unilateral compensatoria), mas esto no impide que el poeta alcance en su «Nocturno», antes citado, altísimos acentos emotivos dentro de la temática filosófico-religiosa: ¡Señor! ¡Señor! ¡el pájaro perdido Puede hallar en los bosques el sustento, En cualquier árbol fabricar su nido Y a cualquier hora atravesar el viento! ¡Y el hombre, el dueño que a la tierra envías Armado para entrar en la contienda, No sabe al despertar todos los días En qué desierto plantará su tienda! Dejas que el blanco cisne en la laguna Los dulces besos del terral aguarde, Jugando con el brillo de la luna Nadando entre el reflejo de la tarde; ¡Y a mí! ¡Señor! a mí no se me alcanza En medio de la mar embravecida, Jugar con la ilusión y la esperanza En esta triste noche de la vida. …………………………………… 66 Este poema constituye referencia obligada en el estudio de su obra, no por la hondura teológica

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conceptual de este diálogo entre el poeta y su dios —que no la tiene—, sino por el cuestionamiento de signo ontológico que constituye la materia medular del poema, y por su conmoción elegíaca que representa uno de los momentos de mayor desnudez espiritual de nuestra poesía, no superado por Zenea ni aun en los desolados acentos del Diario de un mártir que escribiera en los siete meses de prisión previos a su fusilamiento. Los poemas de este breve tomo de edición póstuma fueron escritos en el recuerdo de sus seres más entrañables —su esposa y Piedad, su hija—, las dos únicas pasiones que el poeta salva del horror de la cárcel, ya como imagen ideal, arquetípica, de la vida hogareña; ya en el presentimiento terrible de su suerte que le dicta estrofas de una sostenida conmoción lírica. Aun así estas composiciones no son parejas en su calidad formal ni en su efectividad expresiva, aunque no falta en ninguna la corrección de las unidades versales que denota una larga práctica poética del escritor. En cualquier modo estos poemas por lo general se recuerdan más por la excepcional circunstancia que les dio origen que por el valor intrínseco de los mismos, salvo aquel conocido como «A una golondrina», cuya agilidad rítmica y desnudez de artificios tropológicos no alcanzan a velar la angustia que se filtra, sutil e incisiva, en la aparente ligereza del tema. Singularmente, el Diario de un mártir no contiene ninguna referencia a la Patria amada —nota que abunda en su poesía anterior— y tampoco se encuentra alusión a los motivos de su estado, ni protestas de inocencia, con lo cual el autor tornó más oscuras las circunstancias de su condena que hasta hoy siguen siendo objeto de apasionadas polémicas. Pero este hombre acosado por su destino y, aún así, desarmado de argumentos, no revela culpabilidad. Como expresó José Martí, en la «augusta serenidad» de sus últimos versos no se percibe «una sola voz de confusión o remordimiento», y esto es ya mucho decir cuando se está frente al minuto de la muerte. Por otra parte, el estudio de su poesía, tan rica en notas de sentido amor por Cuba, y los últimos datos minuciosos que ha aportado Vitier en su Rescate de Zenea, inciden asimismo en la

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redención de la imagen del hombre para nuestra historia; mas, de cualquier manera, su obra está definitivamente a salvo, aun de la propia trayectoria o del destino de Zenea, y ocupa un lugar preeminente en el desarrollo de la poesía cubana. 2.10.6 La obra de Luisa Pérez de Zambrana. Breve comentario acerca de otras figuras femeninas del período La otra elegíaca cardinal de nuestra lírica y la última gran figura del período es Luisa Pérez de Zambrana (Santiago de Cuba, 1835-La Habana, 1922), cuya larga vida le permitió asistir a la evolución posterior de nuestra poesía sin que se alterasen, en esencia, los rasgos que definieron su madurez estilística. En Luisa culmina aquel proceso de interiorización de nuestro paisaje que comenzara con Heredia y al que Zenea aportara más tarde la mayor significación como cambio estético. Fina percepción de su entorno integrado artística y emocionalmente a su estado anímico y, por ende, susceptible de transformaciones medulares determinadas —de manera insólita en tanto directa— por su coyuntura familiar. Las diferentes etapas de su producción literaria han sido sintetizadas por Cintio Vitier 67 en dos grandes momentos: 1. Su ascenso en la expresión lírica e interpretación feliz del entorno a través de su subjetividad; poemas de juventud. 2. Su madurez poética, etapa de las desoladas Elegías familiares. El elemento que diferencia sustancialmente una etapa de otra es aquella relación de la poetisa con la naturaleza, la cual determina la correspondencia de rasgos secundarios. En la primera, naturaleza-regazo: detenimiento fruitivo ante el paisaje, atmósfera apacible, transparencia del lenguaje que fluye, verso leve y desnudo de elementos retóricos; poesía que continúa en cierto modo —como apunta el mencionado crítico— las composiciones bucólicas de Felipe Poey, fe-

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lizmente superadas por Mendive, y entonces, asimismo, la lírica de acento más subjetivo y nostálgico antecedida por Heredia y Milanés en la primera generación romántica. 68 Un poema como «Al ponerse el sol», presente en la edición de 1856, muestra la confluencia de ambas líneas en esa atmósfera de quietud y dulce melancolía que canta Luisa, detenida en medio de esta Arcadia criolla: Todo es ahora vaporoso encanto, plácida paz, tranquilidad dichosa, grata tristeza, calma deliciosa, bello abandono, dulce soledad Y en armonía mi sensible pecho con el sol expirante y desmayado, lo contempla morir embelesado y goza celestial felicidad. 69 En la segunda etapa se ha perdido el amparo del paisaje. Es ahora la naturaleza-abismo: desolación, angustia refrenada por el púdico equilibrio expresivo, tensión, gravedad del verso, retórica de la alienación: Amanece? tengo alma? el sol alumbra este mar de tinieblas? Las altas palmas, del suplicio antiguo son las cruces inmensas? El lucero del alba todavía trémulo centellea? Son las losas de sepulcros en el cielo, las pálidas estrellas? La luna, en los desiertos del vacío yerta se balancea? Son túmulos las nubes, y las olas un sudario de perlas? 70 Es en tal período de su obra que la escritora lleva a su culminación sin proponérselo, en espontáneo desahogo de su intimidad, aquellos rasgos conquistados por Zenea para nuestra poesía —el paisaje horario, la poesía vagarosa del bosque, el acento elegíaco. 71 Ésta es la verdadera evolución poética de Luisa Pérez, motivada por las circunstancias dramáti-

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cas de su vida personal, trayectoria que va de la identificación con la naturaleza hacia el desconocimiento del entorno familiar cuya soledad se le figura violento antagonismo. La propia poetisa ha dado la mejor imagen de esta transformación sustancial de su voz en su poema «Las tres tumbas», al expresar en la sobrecogedora síntesis del siguiente verso todos los elementos de cambio —vitalidad, agreste sencillez, primero; después, violencia, muerte—: «Yo soy la encina herida por el rayo.» Aún así hay ciertos caracteres que se mantienen a través de su obra, tales como el intimismo pudoroso que no se rompe ni en los momentos de mayor desesperación, la presencia trascendente de la naturaleza cuya concepción revela su íntima religiosidad, la criollidad de su lenguaje que no necesita de vocablos nativistas para obtener acento propio, la femineidad, la sistemática coloquialidad y la intuitiva elegancia de la forma, resultado del persistente trabajo estilístico con cada poema. De todos estos elementos los dos últimos constituyen los rasgos de mayor modernidad, tomando en cuenta su presencia en nuestra poesía posterior, principalmente ese tono coloquial que mantiene tan fresca esta obra y que difícilmente, como observó Sergio Chaple, 72 podía ser bien aquilatado por la mayoría de sus contemporáneos como expresión de «alta» poesía. En cuanto a su voluntad de estilo, los numerosos arreglos que Luisa hiciera a sus poemas al incluirlos en las ediciones sucesivas de su obra son —como en el caso de Zenea— la mejor evidencia de tal afán, intensificado, al parecer, a partir de la estancia en La Habana de la Avellaneda, cuya lección de maestría formal debió necesariamente dejar huellas en los jóvenes poetas capitalinos. ¿En qué fuente bebió Luisa Pérez Montes de Oca —la futura esposa de Ramón Zambrana— la sustancia de su poesía, si la educación que recibiera en el hogar junto a sus hermanas no transgredió, según noticias, los modestos límites de la educación femenina de la época? La presencia en su obra de algunos elementos de la corriente nativista parece revelar ciertas lecturas de la escritora, quien coincide con aquella tendencia (y la supera) en el tratamiento de los pequeños temas —cantos del hogar y de lo co-

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tidiano— y en la delectación frente al paisaje que en ella adquiere un sentido oculto. Pero sin dudas la fuente primera de su poesía es la naturaleza, «presencia unitiva de toda su obra», 73 y su experiencia de la vida rural en la que transcurrieron sus primeros años en contacto entrañable con el medio. Por ciertos poemas de su etapa juvenil parecía que Luisa Pérez iba a llegar a ser con su madurez de las voces más radicales y atentas de su tiempo, a tal punto es directa y crítica la forma en que aborda temas tan importantes como la desidia de las autoridades coloniales ante ciudadanos valiosos y, sobre todo, la inferioridad social de la mujer, agudamente tratada en poemas como «Contestación», «Sobre el estudio» y «Reflexiones sobre la mujer», cuyas ideas se resumen en estos versos: ……………………………………… ¡Porque cuántos y cuántos atributos La sociedad y el mundo le han negado! Y cuántas dolorosas privaciones Le ha impuesto la moral sublime y bella, En premio de las dulces perfecciones Y las virtudes eminentes de ella. ………………………………… 74 Mas a partir de su matrimonio con Zambrana, cuando se radica definitivamente en la capital, su poesía recorrió el camino hacia un ensimismamiento progresivo, absorta la autora en sus circunstancias personales. Los largos años de lucha contra España, y la frustración de nuestra soberanía apenas nacida la República, no encuentran en sus versos más que una nota aislada, un eco apenas audible después de tanto canto apasionado de los poetas de la época a la gesta revolucionaria. No puede dudarse por esto de las ideas de la autora sobre la lucha libertaria; son muestra de ello composiciones como «¡Ya llegas!» —dedicada al General Máximo Gómez—, «Maceo» o «La tumba de Martí», de la que transcribimos la estrofa final: ¡Héroe sublime que la muerte hiela! ¿duerme! que un pueblo de rodillas vela

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esta tumba, este altar, pues de un iris espléndido ceñida de la rosa de fuego de tu herida surgió la Libertad. 75 Es de preguntarse cómo pudo esta tímida criolla —de quien sus contertulios habaneros admiraban más el trato exquisito y la excepcional fidelidad al esposo que la calidad «distinta» de sus versos— alcanzar un lugar cimero en nuestro Parnaso junto a figuras de tan notoria cultura poética como Zenea o la Avellaneda, sin dejarse llevar por modas ni normas literarias al uso. La respuesta debe buscarse en aquellos aspectos que hacen de la obra literaria un producto trascendente, definitivo, y que sobresalen en la creación de Luisa Pérez: la honestidad —casi ingenuidad— con que tradujo al verso sus emociones y vivencias, sólo contenida por un pudor expresivo que en ella era virtud natural, recato, y, por otra parte, el reflejo veraz de un modo de ser colectivo, de una identidad que —por los años en que Luisa da a conocer su primer poemario— ya puede definirse como cubana. Para ello no le hicieron falta detalles pintorescos, localismos lingüísticos ni «personajes» nativos que indicasen el origen de su poesía. Le bastó cantar su amor por los campos de su infancia, hacer versos en el lenguaje de sus confidencias fraternales, dolerse alguna vez de la injusticia de su época. Como señala López Lemus en un análisis desde nuestra perspectiva revolucionaria actual: Lo que para otros sería —y ha sido— defecto, para ella es virtud: la ausencia de tono grandilocuente en sus poemas, carencia de expresión de temas graves y filosóficos, falta de una amplia mirada lírica hacia los grandes problemas del hombre que le es contemporáneo, ausencia de reiteradas vibraciones sociales, etc., todo ello es sustituido por la inmediatez hogareño-familiar de la poetisa, por el mínimo mundo que toca a su persona e intimidad… Pero Luisa logra con ello dar elementos de cubanidad nunca antes expresados, escapa del rigor formal y de contenidos de la Avellaneda y

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del poderoso estro herediano, para mostrarnos a una cubana sensible, capaz de hacer ver a través de ella cómo es ya de diferente a cualquier otra mujer de cualquier otra nacionalidad, incluida la española. Lástima que no represente a la heroica mujer cubana del 68 y del 95; ni las tejedoras de banderas, ni las conspiradoras proindependentistas, ni las combatientes o simples apasionadas por la libertad de Cuba, están explícitamente en su poesía; sin embargo, no es de dudar que todas ellas se sintieron allí, que hallaron expresados en aquellos versos sus esencias más íntimas y sus inquietudes y tristezas. Hay testimonios de cómo en la manigua y en los hogares proindependentistas la poesía de Luisa era leída con especial amor. 76 Y concluye el crítico: No fue una poetisa política […] Su seguridad en haber escogido el camino que le correspondía en la captación de lo poético, la eleva como una de las voces más plenas y permanentes de nuestra poesía. 77 Tales razones explican por qué José Martí, tan al tanto de la conciencia femenina epocal, al compararla con la Avellaneda, considerase a Luisa «verdadera poetisa americana». 78 En relación con esto es interesante la lectura del poema «A Gertrudis Gómez de Avellaneda», en el cual puede leerse entre líneas el reproche de la autora a la larga ausencia de la célebre camagüeyana del suelo natal, así como su invitación para que cambiase los lauros ibéricos, por los sinceros tributos de su patria. Por fin alzaste el vuelo majestuoso en un rapto de amor de tu alma inquieta, y te vemos llegar cuando orgulloso te aclama el siglo su primer poeta. Vuelves a Cuba, en fin, que tantas veces lloró tu ausencia con acerbo duelo, y por fin, más espléndido aparece astro deslumbrador en nuestro cielo. …………………………….………

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Oh baja, egregia y celestial cantora del que Europa te alzó brillante solio que hallarás en la patria que te adora ofrendas, pedestal y Capitolio. 79 Los que hayan leído con detenimiento la obra poética de Luisa Pérez podrán darse cuenta a través de ciertas expresiones que ella emplea en esta composición —«por fin», «vuelo majestuoso», «acerbo duelo»—, de la opinión crítica que tenía acerca de la prolongada estancia de la Avellaneda en España y su afición por la brillante sociedad metropolitana, muy distante de los gustos modestos, la personalidad sencilla y el amor por lo nativo de la propia Luisa. A pesar de las diferencias raigales que posee su poesía en relación con la de la Avellaneda, hay dos rasgos, también esenciales, que acercan estas dos poetisas: la inconformidad ante la situación de la mujer en su tiempo, que en la camagüeyana es acción antes que poesía, y el sentimiento religioso, más auténtico o espontáneo en Luisa Pérez. La ética cristiana es la base sustentadora de la visión del mundo de esta poetisa, y por ello lo es también de su estética, de ahí que la escritora no se rebele ante la pérdida de sus seres queridos, no maldiga, sino que asuma su soledad sin entenderla, enajenada. En tal aspecto Luisa Pérez fue la más resignada, la más extemporánea, «la obediente», como la llama Cintio Vitier. 80 Con respecto a ello es significativa la profunda relación (antes aludida) existente entre la religiosidad esencial de Luisa Pérez y su identificación con el entorno natural que, al propio tiempo, descubre su amor por Cuba. Triángulo afectivo Dios-Naturaleza-Patria que aparece a través de toda su obra y que constituye —como observara Ángel Huete— 81 el polo orientador de sus indagaciones como mujer y como artista. Dos poemas son indispensables para el estudio de sus versos «A mi amigo A. L.», de su primera etapa, y «La vuelta al bosque», la más emotiva de sus elegías. El primero es el que mejor retrata la verdadera personalidad de la escritora, así como revela caracteres esenciales de su poesía —no por gusto, en ocasiones posteriores, este poema se ha dado a conocer bajo el

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título de «Autorretrato»—: ……………………………..………… pinta un árbol más bien, hojoso y fresco en vez de pedestal, y a mí a su sombra sentada con un libro entre las manos y la frente inclinada suavemente sobre sus ricas páginas, leyendo con profunda atención; no me circundes de palomas, de laureles ni de rosas, sino de fresca y silenciosa grama; y en lugar de la espléndida corona pon simplemente en mis cabellos lisos una flor nada más, que más convienen a mi cabeza candorosa y pobre las flores que los lauros… ……………………………82 Efraín Nadereau ha señalado esta composición como un «texto programático», 83 en tanto constituye una casi declaración de su poética a tono con la estética de la segunda generación romántica: rechazo del artificio retórico, de los clisés, acento cándido, limpia coloquialidad sin otro adorno que el de un lirismo esencial. El otro poema mencionado, «La vuelta al bosque», es el más justamente famoso de la poetisa, porque es la expresión de su madurez lírica, síntesis del nivel supremo en el desarrollo de su sensibilidad y de la asimilación de lo clásico tradicional español —valores permanentes de nuestra mejor poesía— a través de los rasgos definitivos de su estilo: ……………………..…… ………… ¡Bosque querido! ¡tétricas hojas! ¡lago solitario! estrella que en el cielo oscurecido rutilas como un cirio funerario ¡lúgubres brisas y desierta alfombra! ¡alzad eterno y funeral gemido, que el mirto de mi amor estremecido cerró su flor y se cubrió de sombra! ………………………………… ya me detengo trémula, sintiendo el próximo rumor de un paso amante; ora hago palpitante además de silencio a bosque y prado, para escuchar temblando y sin aliento,

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un eco conocido que ha pasado en las alas del viento; …………………… ¡Triste y gimiente río que los pies de estos árboles plateas! ¿por qué no retuviste y en tus urnas de hielo no esculpiste su fugitiva imagen?………………… 84 La naturaleza ha dado ya aquí un vuelco definitivo en su significación emocional como resultado de las dolorosas vivencias de la poetisa, proyectadas sobre el entorno. Aún así la autora no viola el equilibrio expresivo, no repite, no se excede jamás, lo que establece nexos a lo largo de toda su creación. Tras esa etapa en que culmina su obra lírica, la inspiración de Luisa vuelve un tanto a la desnudez expresiva de sus primeros versos, aunque sólo por excepción alcanza de nuevo los mayores acentos, como en su poema «A Herminia del Monte», indudablemente de los más hermosos por su sencillez. Aparte de las muchas virtudes enunciadas de su obra, hay un elemento que acrecienta la importancia de Luisa Pérez en la evolución de la poesía cubana decimonónica. La aparición en la prensa santiaguera de sus primeros poemas, alrededor de los años cincuenta, significó una apertura de la poesía femenina epocal de aquella localidad, cuya repercusión está aún por estudiarse, pero que fue señalada —entre otros— por Federico García Copley con verdadero regocijo. A diferencia de la Avellaneda, quien no logró despertar ningún eco epigonal en nuestra poesía de la época, en los versos de Luisa, por su atractiva sencillez, por su íntima cubanidad, se reconocieron y estimularon numerosas figuras femeninas de mayor o menor renombre que continuaron de cierto modo su línea estilística. Voces como las de Úrsula Céspedes de Escanaverino (Bayamo, 1831-Las Villas, 1874) y Adelaida del Mármol (Holguín, 1838-Santiago de Cuba, 1857) fueron de las más destacadas de este grupo epigonal cuya figura señera es Julia Pérez Montes de Oca (Santiago de Cuba, 1839Pinar del Río, 1875), hermana menor de la poetisa analizada.

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La primera de esas escritoras precedió a Luisa Pérez en la publicación de poemas en las páginas periódicas locales, mas no fue hasta 1861 cuando dio a las prensas su primer libro, Ecos de la selva, cuyas composiciones revelan la huella de la poesía de Luisa, quien ya por entonces era conocida por su talento poético natural en las tertulias literarias habaneras a las que asistía con su esposo. Entre los rasgos que asemejan la obra de Úrsula Céspedes a la de aquélla, se encuentran la delicadeza de su lenguaje poético, el vivo reflejo de la naturaleza dado a través de una púdica emoción, y su aptitud para la composición elegíaca, línea de la que la primera logra hermosas muestras —al estilo de «Está dormida»— identificables por la atmósfera melancólica que invade el conjunto de su obra. Adelaida del Mármol, por su parte, apenas tuvo tiempo para desarrollar su singular sensibilidad poética: fallecida antes de cumplir los veinte años, sólo se conserva de ella un grupo de poemas líricos publicados en diversas páginas periódicas tanto de su localidad como habaneras, aunque hay noticias de que publicó en 1857 un poemario, Ecos de mi arpa, que no se ha podido encontrar. El acento apacible de sus poemas, con los que cantó a menudo las pequeñas cosas de la naturaleza —flores, pájaros— y en los que expresó su espontáneo sentimiento religioso o filial, es lo que revela en su obra la influencia literaria de Luisa Pérez, a la cual la unía, además de una profunda amistad, evidente comunidad de gustos e ideas acerca de la poesía y de la situación de la mujer en su época. En cuanto a la obra de Julia Pérez, su calidad artística supera el nivel general del grupo y aun alcanza ocasionalmente la eficacia expresiva de las grandes figuras de su generación con poemas como «El Colibrí», de estilo despojado y hermoso pensamiento poético, y como «A Dios», composición antológica por la exacta correspondencia que logra entre una intensa emotividad y una precisa desnudez lírica que

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conforma la nota característica de la autora: ………………….………………… En cuanto brota de la tierra inculta, En cuanto al aire tenue se levanta, En cuanto el mar en su interior sepulta. En todo lo que aterra o lo que encanta, Nunca, Señor, al hombre se le oculta La omnipotente huella de tu planta. 85 Por la carencia casi absoluta de elementos retóricos, Octavio Smith vio apresuramiento e incomodidad de la poetisa en el tratamiento de los temas religiosos, mas la hondura del sentimiento aquí revelado nos parece en verdad concentración, síntesis, búsqueda de esencias. Por tales caracteres la obra de Julia Pérez ocupa un digno lugar entre los renovadores del romanticismo. Otras figuras menores —Brígida Agüero, Merced Valdés Mendoza, Luisa Molina, Belén Cepero, Carlos Navarrete y Romay, Emilio Blanchet, Alfredo Torroella, Luis Victoriano Betancourt, entre otros muchos— también hicieron sus aportes al desarrollo de la lírica del período desde las filas del segundo romanticismo, aunque en casi todas se hallan huellas de la poesía altisonante y efectista ya en decadencia, así como, en algunas, se aprecian tímidos anticipos del preciosismo de la forma y el cromatismo lexical de los poetas de finales del siglo. De 1844 a 1868 la poesía cubana recorrió el camino de la servil imitación de los modelos españoles, del acento vacuo y prestado, al hallazgo de una voz propia, nacional, digna de la gesta que se le venía encima pidiendo cauces nuevos a su inspiración. Y si bien estos no se afirmaron hasta el advenimiento del modernismo, durante toda esta etapa, a través de las múltiples tentativas analizadas, se fueron dando sucesivos pasos de avance, algunos de los cuales —los mejores— fecundaron definitivamente la expresión lírica nacional.

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NOTAS

(CAPÍTULO 2.10) 1

2

Para mayor información sobre este punto deben consultarse los trabajos: Ambrosio Fornet: «Literatura y mercado en la Cuba colonial (1830-1860)», en Casa de las Américas. La Habana, 14 (84): 40-52, mayo-junio, 1974; y Cintio Vitier: La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano. Biblioteca Nacional José Martí, Dpto. Colección Cubana, La Habana, 1968.

en Revista Habanera: La Habana, 2 (2): 106, 1861. 18

Narciso de Foxá: «Ausencia», en su Ensayos poéticos de Don Narciso de Foxá. Imprenta de Andrés y Díaz, Madrid, 1849.

19

Narciso de Foxá: «Al perder de vista La Habana», en ob. cit.

20

José Fornaris: «Cita de Bettreville», en su Definiciones y ejemplos de las principales figuras retóricas. Impr. La Antilla, Habana, 1867, p. 9.

21

Varios autores: «Algunas consideraciones sobre el romanticismo en Cuba», en Valoraciones sobre temas y problemas de la literatura cubana. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1978, p. 165.

22

Raúl Cepero Bonilla: Azúcar y abolición. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1971, p. 9.

23

Ambrosio Fornet: «Criollismo, cubanía y producción editorial (1855-1885)», en Santiago. Santiago de Cuba, (17): 109, marzo, 1975.

3

Ob. cit., p. 16.

4

Aurelio Mitjans: ob. cit., p. 137.

5

Cintio Vitier: ob. cit., p. 35.

6

Ob. cit., pp. 28-29.

7

«Prólogo», en ob. cit.

8

José Fornaris: Cuba poética. Imprenta de la viuda de Barcina y Cía, Habana, 1861, p. 82.

9

Ob. cit., p. 95.

24

Ob. cit.

10

Aurelio Mitjans: ob. cit., p. 164.

25

11

Ambrosio Fornet: ob. cit.

José Fornaris: Poesías de José Fornaris. Imprenta La Moderna Poesía, La Habana, 1909.

12

Ob. cit., p. 50.

26

13

Cintio Vitier: «Aviso preliminar», en su Flor oculta de la poesía cubana. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1978, p. 13.

Dicho esto por lo infrecuente de los tonos exaltados y la grandilocuencia en la poesía de la segunda generación romántica.

27

José Fornaris: «Los mártires», en ob. cit.

28

Ob. cit.: «El cacique de Ornofay».

29

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé): «Respuesta a una invitación», en su Poesías completas. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974.

30

Cintio Vitier: «El Cucalambé», en El Caimán Barbudo, seguda época, La Habana, (48): 26, julio, 1971.

31

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé): «Siete verdades», en ob. cit.

32

«Mi hogar», en ob. cit.

33

Juan J. Remos: Historia de la literatura cubana. Cárdenas y Cía., La Habana, 1945, p. 251.

14

15

16

17

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Aurelio Mitjans: Estudio del movimiento científico y literario en Cuba. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963.

De origen portorriqueño, Narciso de Foxá y Lecande pertenece, por formación y desarrollo cultural, a nuestra literatura cubana del siglo XIX, si bien la literatura portorriqueña lo incluye también, como hijo del país, entre sus escritores. Ver al respecto: Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano. N. Ponce de León, New York, 1878. José Gonzalo Roldán: «El cisne», en José Lezama Lima: Antología de la poesía cubana. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965. Juan Clemente Zenea: «Francisco Javier Blanchié»,

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Para mayores datos sobre el tema puede consultarse el trabajo de S. Aguirre «Siete actitudes de la burguesía cubana del siglo XIX», en su Eco de caminos (Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974). Miguel Teurbe Tolón: «A mi madre», en José María Carbonell: Los poetas del laúd del desterrado. Discursos pronunciados en la Academia de Artes y Letras. Prefacio de Enrique José Varona. Imprenta Avisador Comercial, La Habana, 1930.

Lorenzo Luaces», en ob. cit. 50

Joaquín Lorenzo Luaces: El trabajo. Imprenta La Antilla, La Habana, 1868, p. 18.

51

Ob. cit., p. 14.

52

Joaquín Lorenzo Luaces: «La inspiración», en Poesías escogidas. Prólogo de Sergio Chaple. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981.

53

Joaquín Lorenzo Luaces: Cuba, poema mitológico. Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1964.

36

Quintero: «A Miss Lydia Robbins», en José María Carbonell: ob. cit.

37

Leopoldo Turla: «Oro», en José María Carbonell: ob. cit.

54

Joaquín Lorenzo Luaces: «La caída de Missolonghi», en ob. cit. (1981).

38

Ob. cit.

55

Joaquín Lorenzo Luaces: ob. cit. (1965), p. 7.

39

Leopoldo Turla, en ob. cit.

56

40

Remitimos al lector a este trabajo de Belic: «La gota de rocío como estructura poética» (Oldrich Belic: Análisis de textos poéticos. Editorial Prensa Española, Madrid, 1977).

Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Instituto del Libro, Editorial Letras Cubanas, 1970, p. 190.

57

Juan Clemente Zenea: «Fidelia», en Poesías. Recopilación de José Lezama Lima. Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966.

58

Ob. cit.

59

Raúl Roa: «Juan Clemente Zenea», en El Mundo, agosto 24, 1952.

60

Con semejante motivo temático, Zenea compuso además «A Fidelia» (1852) y «A un ave» (1855).

61

Juan Clemente Zenea: «Fidelia», en ob. cit.

62

Enrique Piñeyro: Vida y escritos de Juan Clemente Zenea. Editorial del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1964.

63

Mariano Brull: «Juan Clemente Zenea y Alfredo de Musset. Diálogo romántico entre Cuba y Francia», en Zenea, poemas selectos. Revista de La Habana. La Habana, 1945, p. 21.

64

Juan Clemente Zenea: «16 de agosto de 1851», en ed . cit.

65

«Morir de amor», en ob. cit.

66

«Nocturno», en ob. cit.

67

Cintio Vitier: Poetas cubanos del siglo XIX. Semblanzas. Ediciones Unión, La Habana, 1969, p. 45.

68

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), pp. 56-58.

69

Luisa Pérez de Zambrana: «Al ponerse el sol», en su Poesías completas. Prólogo de Ángel Huete. Imprenta P. Fernández, La Habana, 1957.

70

«Mar de tinieblas», en ob. cit.

41

42

43

Sergio Chaple: «Rafael María de Mendive: definición de un poeta», en su Estudios de literatura cubana. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, p. 13. Rafael María de Mendive: «A un arroyo», en Poesías. Prólogo Manuel Cañete. Imprenta y Esterotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1860. Sergio Chaple: ob. cit., p. 23

44

Rafael María de Mendive: «Ideal», en ob. cit. (1980).

45

Rafael Montoro: «Crítica literaria: poesía de Rafael María de Mendive», en su Discursos políticos y parlamentarios. Compañía Levytype, Filadelfia, EE.UU., 1894, p. 523.

46

Rafael María de Mendive: «A Paulina», en ob. cit. (1980).

47

Rafael María de Mendive: «Los dormidos», en Salvador Salazar y Saíz: «Rafael María de Mendive». Conferencia leída el día 2 de mayo de 1915 en la Sociedad de Conferencistas. Imprenta de A. Miranda, Habana, 1915, p. 96. [También fue publicado en Cuba Contemporánea. Septiembre-octubre de 1915.]

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Carolina Poncet: «Algunos aspectos de la poesía de Joaquín Lorenzo Luaces», en su Investigaciones y apuntes literarios. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1985. Sergio Chaple: «Notas sobre la poesía de Joaquín

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Instituto de Literatura y Lingüística: Perfil histórico de las letras cubanas. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983, p. 272. Sergio Chaple: «Prólogo», en Antología poética de Luisa Pérez de Zambrana. Selección y prólogo […] Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977, p. 31. Virgilio López Lemus: «Yo soy la encina herida por el rayo», en Islas. Las Villas, (79): 29-49, septiembre-diciembre, 1984.

74

Luisa Pérez de Zambrana «Reflexiones sobre la mujer», en ob. cit. (1957).

75

«La tumba de Martí», en ob. cit.

76

Virgilio López Lemus: ob. cit., pp. 48-49.

77

Ob. cit.

78

José Martí: «Tres libros. Poetisas americanas», en su Obras completas. Editorial Nacional de Cuba, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1963-1973, tomo 8, pp. 309-312.

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Luisa Pérez de Zambrana: «A Gertrudis Gómez de Avellaneda», ob. cit. (1957).

80

Cintio Vitier: Poetas cubanos del siglo XIX. Semblanzas, ob. cit (1969).

81

Ángel Huete: «Prólogo» a ob. cit. (1957), p. XXXI.

82

Luisa Pérez de Zambrana: «A mi amigo A.L.», en ob. cit. (1957).

83

Efraín Nadereau: «Insularidad y transparencia de Luisa Pérez de Zambrana». Dirección Sectorial del Poder Popular Municipal de Santiago de Cuba, Casa de la Cultura de El Cobre, Santiago de Cuba, [s.a.], p. 1.

84

Luisa Pérez de Zambrana: «La vuelta al bosque», en ob. cit. (1957).

85

Julia Pérez: «A Dios», en Poesías. Prólogo de Octavio Smith. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981.

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2.11 LA NARRATIVA DE LA ETAPA A PARTIR DE 1844 2.11.1 Los novelistas. Betancourt, Piña La novela cubana entre 1844 y 1868 se distingue por la reiteración de temas que operan, en unos casos, como ejes principales de la ficción, y en otros, como interpolaciones complementarias en las secuencias argumentales. Ellos son: la corrupción del foro; la esclavitud como tópico ideológico; el juego y su sujeto más afín, el bandolerismo y, finalmente, el ambiente picaresco que rezuma de esa molicie social y que es efecto de la política del gobierno colonial en la isla. Llama la atención, además, que los narradores del período —a excepción de las figuras relevantes—, pusieron en sus obras, más que una intención noveladora, la voluntad crítico-reflexiva de testimoniar, por medio de la literatura, el contexto social revelador de las esencias históricas del siglo. Fueron, en algunos casos, más escritores que novelistas, sin que esto anule verdaderas audacias en el empeño artístico. Como expresó Roberto Friol al referirse a ese suculento arsenal en donde se halla el «hueso verídico de la cubanidad», «lo que interesa, no va a estar siempre en poder de [las novelas] mayores…» 1 Este es el caso de obras poco comentadas o apenas conocidas entre las que se encuentran: El foro de La Habana y sus misterios; o Un oficial de causas (1846), El sol de Jesús del Monte (1852), Florentina (1856) y El fatalista (1866). El foro de La Habana y sus misterios; o Un oficial de causas (1846), publicada en Madrid con el seudónimo de Un magistrado cubano, es atri-

buida a Antonio Franchi Alfaro. 2 Según expresa su autor, ésta es una novela que pretende exteriorizar «la historia moral de la Isla de Cuba». 3 El foro de La Habana… se interna en las ilícitas escaramuzas del llamado mundo de la legalidad. Entre el personaje positivo Félix Aristo (abogado de indeclinable honestidad, despreciado por el personal judicial), y Perico Rustete (oficial de causas y pícaro sin escrúpulos que manipula la ambición del rico y la orfandad legal del pobre), emergen truculentas historias en las que se ven implicados desde altos funcionarios del gobierno, hasta representantes de la iglesia, todos pertenecientes a los estratos encumbrados de la sociedad cubana. La Habana es el escenario de los hechos, por ser éste, según manifiesta el autor, el lugar en donde acontecen los mayores fraudes y tropelías. En su afán por historiar el dato verídico, Franchi Alfaro dilata en demasía el contenido de las secuencias narrativas, auxiliándose del diálogo como recurso hegemónico para descargar fuertes dosis informativas. Lo que gana con la adopción de esta forma elocutiva que dinamiza el relato, lo pierde con el cúmulo de detalles que desliza dentro de ellos y que entorpecen el engranaje composicional, retardando la fluidez de la lectura. Entre las habilidades literarias de este autor está su maestría como retratista de gestos y fisonomías que coadyuvan con eficacia a la caracterización de ambientes y de personajes. Resulta válida, en este sentido, la alusión indirecta a zonas conflictivas del entorno social; éste es el caso de la esclavitud y de la prostitu-

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ción, que sentimos más verídicas, a pesar de su presencia fugaz dentro de la perspectiva del plano temático. Otro procedimiento oportuno es la capacidad del narrador para transmitir la imagen totalizadora de una escena determinada, al captar, con inusual dinamismo descriptivo para la narrativa de su tiempo, acciones paralelas dentro de una misma secuencia. Pero es en el lenguaje, específicamente, y en las expresiones idiomáticas de extraordinario sabor local, donde se detecta la cubanía de esta novela. Sobre lo anterior, apunta Roberto Friol: «De principio a fin está llena la obra de verdades idiomáticas nuestras…» 4 El foro de La Habana y sus misterios es una novela que, aunque rasga con el escalpelo del realismo (y de un anticipado naturalismo),5 la fraudulenta estructura de la burguesía y su desastrosa moral, tiene en su concepción ideotemática las claves del romanticismo. De ahí, el desbalance entre el maniqueísmo de algunos personajes en su caracterización negativa, y el violento y casi risible viraje de éstos hacia actitudes de increíble regeneración. 6 El sentido trascendente de El foro… debe hallarse en el regusto decepcionado y pesimista que deja la certeza de una justicia vendida al mejor postor. Esta idea se hace conciencia, en la medida que la legalidad es admitida como mero asunto de suerte: «Triste espectáculo es el de un hombre honrado, luchando contra la suerte y sin poder vencerla.» 7 No fue muy exacta la aseveración de José Manuel Mestre en 1854 cuando dijo que El sol de Jesús del Monte de Andrés Avelino de Orihuela era la novela «menos peligrosa del mundo», resultado «de todo punto insignificante». 8 Al crítico contemporáneo del autor le faltó ver, o no quiso ver, ese tópico ideológico que se enmascaraba tras un argumento en efecto intrascendente y que exhibía todos los atributos del folletín romanticoide. Publicada en París en 1852, El sol de Jesús del Monte desarrolla su argumento en La Habana de los años 1843 y 1844. Insuficiente desde el punto de vista artístico, esta novela demanda una lectura de hallazgos, es decir, la localización por el lector de «tópicos» que adquieren categoría significante en territorio extratextual. No resulta ocioso el capítulo de-

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dicado a la ejecución de Plácido el 27 de junio de 1844, la transcripción de alguno de sus poemas y el hálito místico con que se idealiza al poeta cuando es condenado a muerte y, mucho menos, los diálogos en los que se introducen ideas en torno a la igualdad del hombre ante la ley, así como un antirracismo que, aunque vibra con tono declamatorio, no se aventura a trasponer los lindes de la cautela y del buen orden clasista. No faltan en esta narración los severos ataques al gobierno colonial español, formulados con ironía: «mucho han de echar de menos los hombres honrados como Tacón…», 9 y a los sacerdotes que «es la carrera en que mejor se medra [con] vida regalona e independiente…» 10 A modo de paneo fisonómico de la sociedad, Avelino de Orihuela no elude la ridiculización de los títulos nobiliarios como fin obsesivo de los peninsulares, aunque no privativo de ellos; la superstición fijada a la fantasía y a la experiencia vivencial del campesino y los fraudes del foro que encuentran nuevamente en La Habana sus caóticas coordenadas. Pero el elemento preponderante, la referencia iterativa es la «esclavitud». En cuanto a ella, describe minuciosamente las costumbres de los esclavos, su música, sus bailes, su gestualidad, sus alimentos, sus castigos, su dolor. Y es que éste es el indicador ideológico que avala esta novela. El autor, de filiación anexionista, 11 despliega algunos de los postulados teóricos que animaron dicha tendencia. Orihuela, en pleno apogeo del anexionismo, revive los sucesos de La Escalera, erige en mártir al poeta habanero, cita personajes de autenticidad histórica (Francisco Uribe, Jacinto Le Riverend, María Ignacia Menocal) y reconoce sectores de negros y mulatos libres con cierta importancia económica dentro de la sociedad esclavista. Su personaje protagónico, Esteban, lee a Voltaire y a Rousseau, y mantiene relaciones con la mulata libre Matilde. Pero, como todo representante del liberalismo burgués, no olvida los límites, y Matilde comprende, con plena conciencia racial, que su huida a México en los días del látigo es la imposición del escritor para ponerle coto a esa demagógica igualdad humana. Es, sin lugar a dudas, El sol de Jesús del Monte, independientemente de las in-

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tenciones que motivaron a su autor, una obra de indiscutible valor como testimonio histórico y como repulsa al régimen colonial y a la esclavitud. Escrita por Manuel Costales y Govantes (1815-1866), Florentina. Escenas sociales (1856) —como afirma su autor— no es una novela. Es el relato de una escena que carece de matices en la dramatización fabular. Es lo trágico, lo obsesivamente trágico, conducido por una prosa correcta y fluida, en donde el estilo del escritor se orienta hacia el efecto patético. Florentina, personaje femenino supuestamente protagónico, es sólo un componente funcional. A través de ella, Costales guía al lector por las calles de La Habana, pobladas de quitrines que esperan, en medio de la algarabía del alto mundo, que termine la función en el teatro de Tacón. Y, entre ellos, pasa Florentina con su hija muerta en los brazos: «Allí confundida con la muchedumbre iba esa madre: allí iba llevando en sus brazos el cadáver oculto de su hija, entre tanta juventud y elegancia y entre tanto esplendor y alegría…» 12 No es frialdad, ni rigidez, ni ausencia, es un personaje transparente que no ha sido caracterizado por el autor. Tampoco así, los tres que tienen cierta participación —limitadísima— en los hechos, a pesar de los nexos que los unen a Florentina. Es como si el escritor hubiera determinado la ingravidez humana de los personajes para que sobresalieran los núcleos contrastantes que demarcan sus existencias: el sórdido universo de la ciudadela, con toda la fuerza degradante de su marginalidad, y la fastuosa carcajada de la burguesía acomodada. El clima de incomunicación entre los personajes y la inexistencia de emociones o sentimientos coherentes con un mecanismo sicológico reflexivo en ellos, al menos elemental, nos recuerda el «extrañamiento», técnica muy utilizada en la narrativa moderna. El interés sociologista se advierte en el abordaje de aspectos sociales relegados, en este caso, la prostitución. A pesar del realismo que imprime el color local y de los toques costumbristas que apoyan las descripciones de ambiente, sin olvidar ese tinte agudo que recarga su trazo hasta lo grotesco, pierde fuerza la pesquisa causal del escritor cuando arriba a conclusiones de moderación sorprendente, al

sacrificar todo el empeño de su dramatismo a la tabla salvadora de la educación: «[este mal] sólo podrá extinguirlo el resplandor benéfico de la ilustración».13 No obstante estos escarceos, hasta cierto punto comprensibles a la hora de tocar las esencias, Florentina rompe las dulces modulaciones de las heroínas femeninas de las novelas de la época. De tono menor es El fatalista (1866), de Esteban Pichardo (?-1879). Es una novela voluminosa en la que advertimos el artificio del escritor para crear un conjunto variado de —más o menos interesantes— episodios. No es la falta de agilidad en el desarrollo del argumento, ni la profusión de sucesos que, a manera de aventuras (asaltos, disputas callejeras, equívocos, violaciones, piratas, etc.) se disponen sin tregua a lo largo de cuatrocientas cuarenta y nueve páginas, lo que hace de esta obra un esfuerzo artístico ineficaz, sino el desgaste que van sufriendo los mecanismos composicionales al demostrar la tesis «fatalista» del autor. Sin olvidar esa configuración de ambiente que se descubre en la caracterización costumbrista de los contextos de la ficción, evidentemente enfocados con una actitud crítica, adolece El fatalista de un esquematismo que constriñe el sentido de la obra y su riqueza documental a un rejuego casi supersticioso de predestinaciones. Reconocemos, sin embargo, que tras este recurso que elude soluciones de tangencialidad histórica, se esconde el desconcierto y la insatisfacción latentes en la novelística cubana de la segunda mitad del siglo XIX. Tal vez, Pichardo consideró más juicioso escribir, dos años antes de la guerra del 68, una novela que sirviera de «pasatiempo instructivo» 14 al desviar hacia los localismos del lenguaje y las pinceladas pintoresquistas de nuestros campos, la presencia de «lo cubano». De mayor realce dentro del período de 1844 a 1868, mencionaremos a dos autores que consiguieron insertar felizmente, dentro de una concepción novelística, temas de acuciosidad histórica. Ellos son: José Ramón Betancourt (1822-1890) y Ramón Piña (1819-1861). Betancourt escribió su novela Una feria de la Caridad en 183… Cuento camagüeyano en Puerto Príncipe durante 1841, pero es en 1856 cuan-

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do aparece publicada en El Fanal, en La Habana, bajo el seudónimo de El Estudiante. La segunda edición sería en 1858, también en La Habana, y a instancias de Cirilo Villaverde, 15 y la última en 1898 en Barcelona. A partir de la segunda edición el autor le hizo modificaciones y la amplió. Una feria de la Caridad en 183… tiene como asunto lo nocivo del juego y el resquebrajamiento moral a que conduce. No posee esta novela complicaciones en la sintaxis narrativa. Se aprecia continuidad en el relato y organicidad en la composición. Como ya habíamos indicado, el autor hace adiciones que van desde el capítulo IX al XIII. En ellos intercala extensas descripciones del paisaje camagüeyano y alude a figuras históricas. Esta pausa dentro de la serie fabular, intensifica la tensión de los momentos finales, es decir, la captura de «El Rubio» que se hacía llamar, falsamente, César Morgan. Tal recurso puede parecer un ardid fatigoso del escritor a fin de extender el clímax de una novela por entregas. Pero si nos detenemos en el plano temático, observamos el interés de Betancourt por reseñar ambientes y personajes a los que la caracterización no aporta fuerza dramática, ya que el objetivo supremo de la ficción rebasa la simple exposición temática; es decir, lo que desea destacar Betancourt es un fragmento de la historia de Camagüey donde el progreso aún era una carta de posibilidades realizables. De ahí que Carlos Alvear y su madre Petrona, no obstante su lugar protagónico, así como otros personajes secundarios, aparezcan dibujados con trazo amanerado ante la figura del también descolorido forastero César Morgan. Por otra parte, los personajes femeninos Leocadia y Luisa no vulneran los marcos caracteriológicos del romanticismo. Tienen su lugar en la novela, pero no están dotados de sólidas cualidades que los conviertan en verdaderos caracteres. Luisa y Leocadia defienden su honra de esposa sobornada y de novia vendida, respectivamente, pero retornan al costurero o al salón de baile en espera de soluciones ajenas. Para Betancourt, ellas encarnan la belleza de la mujer camagüeyana: «Creemos que en ninguna parte del mundo, y con orgullo lo escribimos, se ven reunidos tan

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perfectos tipos de belleza, como en el Camagüey.» 16 Fernando es el joven juicioso que se opone a la corrupción engendrada por el juego y que afectaría el equilibrio económico de la burguesía cubana, llamada —como pronunciamiento ideológico del autor— a desempeñar un papel directriz en el progreso de la isla. Este personaje es el ejemplo moralizador en donde convergen el ideal artístico y la posición histórica del autor. Fernando será la contrapartida de César Morgan, y en él —en un joven— pondrá Betancourt el objetivo ético aleccionador de esa parte de la burguesía que dilapida su capital en la mesa de juego, olvidada, por el vicio y la propensión al ocio, de una ingente tarea que fuera desvelo de largas décadas: la industrialización de Camagüey y la oportunidad de situarse como clase hegemónica. Fernando, a diferencia de César Morgan, es más convincente desde el punto de vista artístico, pues tiene en sí la energía propia y el razonamiento mesurado de quien transmitirá el verdadero sentido trascendente que se propuso el autor en la obra. César Morgan, motivo del conflicto y movilizador de la acción, no nos llega, sin embargo, con el atractivo que promueven los «malos» en este tipo de aventuras. Le faltan convicción y pasión negativas. Como otros autores, según apunta Friol, tampoco Betancourt logró tipológicamente al personaje del bandido. Leamos las palabras del crítico al respecto: El bandolerismo en el gobierno de Vives [sabemos que la novela de Betancourt es bajo el gobierno de Tacón] fue folletín. Y es notable que con tantos bandoleros de carne y hueso en la Isla, antes y después de Vives, la novela cubana no acuñe con veracidad la efigie de ningún bandolero […] En estos recuerdan a los bandidos de Los Novios de Alejandro Manzoni deseosos en casi todo momento de alcanzar la sombra del palio y el perdón de las amatistas. 17 Pero no es necesario ir tan lejos en esta comparación. «El Rubio» de Betancourt no resiste asimismo la confrontación tipológica con el «Espatolino» de la Avellaneda, autora muy ad-

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mirada por Betancourt. Este déficit caracterológico y ciertas inconsecuencias en las manifestaciones de algunos personajes en el transcurso de la acción, no sólo inverosímiles, sino de improcedente ingenuidad, tienen su tabla de salvación en el superobjetivo ideológico que necesita perpetuar Betancourt y que se hace perceptible en una doble lectura de esta novela. Si convenimos en que las ediciones posteriores a 1856, incluyendo ésta, fueron «corregidas» y «castigadas» como aconsejó Villaverde y ratificó el mismo autor en carta de 4 de abril de 1859 a Manuel de Arteaga [seudónimo El Antillano], es lícito pensar que entre la etapa seleccionada para la recreación, 1835-1845, y el tiempo histórico del autor, puedan hallarse correspondencias que aclaren los motivos que transitan con tanta insistencia por esta narración y que dan la idea aparente, dentro del esquema fabular, de ser trozos inconexos. Sólo apuntamos que la década del 50 comparte dos tendencias ideológicas: el anexionismo y, posteriormente, el autonomismo, que, aunque constituyeron caminos equivocados, contaron con la aceptación de muchos escritores que llevaron a sus obras las ideas que las sostenían. El interés que urgía a muchos era el progreso económico de la isla y, en algunos casos, la abolición de la esclavitud, a fin de tecnificar el país. Dos de los capítulos que intercala Betancourt en su novela son: «El Ciego de Najasa» y «La Caoba». El primero dedicado a Gaspar Betancourt Cisneros y el segundo a Joaquín Agüero, ambos, figuras históricas de filiación anexionista. Gaspar Betancourt Cisneros fue, además, paradigma de constancia por el adelanto de Camagüey, como revelan las siguientes palabras de Betancourt: Mi objetivo fue recordar una época verdaderamente crítica para el Camagüey, época en que llegó hasta el seno de su sociedad estacionaria el espíritu de progreso que animaba al mundo y durante la cual el de asociación inició grandes mejoras morales, y materiales; época en que cada uno despertaba de su indefentismo para fijar los ojos en el país, y en el porvenir, en que todos se afanaban por ayudar con sus luces,

con su entusiasmo y con sus recursos a su engrandecimiento y felicidad. 18 Es probable que fuera eso en realidad lo que deseaba José Ramón Betancourt, de quien dijo Villaverde que «no era un escritor novel». 19 Este autor aprovechó las tradiciones de las fiestas de la Caridad y a cierto personaje ya casi legendario por su condición de bandido, para revivir el espíritu de una época de inspiración intelectual y científica, que se avenía con las intenciones clasistas de las citadas corrientes del pensamiento de la burguesía cubana. En esta obra está presente el llamado a la abolición de la esclavitud y la justificación moral de éste, pero con el comedimiento y las miras capitalistas de la clase de procedencia. 20 La crítica al juego y al bandolerismo, como elementos implícitos en la realidad extraliteraria, era una forma de ataque al sistema colonial español, dardos sutiles que apuntaban hacia esa molicie de ambiente que se extendía a toda una época, y que trababa las esperanzas de ruptura con el estancamiento económico y socio-cultural a que se veían sometidos. Una feria de la Caridad en 183… es una novela camagüeyana escrita con optimismo. En ella hay regodeo poético al ensalzar los campos de Cuba, su flora está descrita con pasión detallista y los paisajes, las frutas autóctonas y el colorido de un lenguaje expresivo que se interna cada vez más en nuestra naturaleza, sin acudir a frases o a localismos farragosos, así como la enumeración orgullosa de figuras que engrandecieron la cultura de ese siglo: Varela, Saco, Delmonte y la Avellaneda, entre otras, hacen de ella una estampa de entrañable cubanía. Gerónimo el honrado (1859) e Historia de un bribón dichoso (1863), son las dos novelas de Ramón Piña (1819-1861), ambas publicadas en Madrid. Escritor éste de sólida formación en la lengua castellana, lo califican los críticos, 21 por el gracejo y la austeridad de su prosa, como un deudor de Quevedo y de Cervantes. Hay en el discurso de Piña la modulación del acento castizo, evidente en la utilización de la forma enclítica de los verbos: «Nególes el cielo el fruto

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de bendición […] llevóla a su casa […] granjeóse el amor de sus nuevos padres […]». 22 Emplea, además, palabras de raigambre hispana: doncella, hermanico, mancebo, azotainas, mozuela, etc. Ambas novelas poseen como módulo creativo la picaresca española, aunque por la intención ideotemática que subyace en cada una de ellas, tiene Gerónimo el honrado más cercanía con el Cándido (1759) de Voltaire. Es Gerónimo… un relato sencillo, pero bien facturado. Se aprecia cierta gradación sicológica en la elaboración de los personajes, por ejemplo, la ingenua credulidad de Gerónimo, su idílico concepto sobre la ética social y sus reflexiones que van marcando el cambio paulatino de esos conceptos hasta desmitificarlos, en su choque con la realidad interactuante. En esta obra se observa el severo cuestionamiento del autor sobre las normas que rigen la moral social. Más que el efectismo de una acción llena de momentos espectaculares, está ese fondo didáctico-reflexivo que hace de la novela una especie de plataforma teórica sobre la cual descansará, con un argumento más sustancioso y demostrativo, desde el punto de vista de la narración, la segunda novela de Piña, Historia de un bribón dichoso. Esta primera obra es el resultado de un plan razonado, de ejecución simple, pero con una enjundiosa médula ideológica. Como el buen Cándido (aunque partiendo de voluntades y posiciones diferentes), Gerónimo sale al mundo con todo su optimismo de aventurero en busca de la justicia y del afecto desinteresado. No tarda en recibir los primeros reveses que le obligan a variar aquella fantástica visión de la realidad que, como a Cándido ante las ideas filosóficas de Pangloss, le hace creer que pueda existir, en algún lugar, «el mejor de los mundos». Ante uno de los primeros «entuertos» descubre el ambiguo engranaje de la justicia, y enterado de que existe una «verdad real» y otra «jurídica», expresa sin disimulo la ironía y el desencanto de tan turbia dicotomía: «¡Estúpida cosa es la justicia! ¡Grande fatalidad la mía!»; 23 mas, dando cauce a su inagotable fe de hombre optimista, repara: «He de buscar un país en que no haya más que una verdad, y donde esa verdad

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resplandezca siempre. Allí fijaré definitivamente mi residencia.» 24 En el transcurso de la novela, Gerónimo toma el pulso de la realidad. No le es fácil aceptar la picardía del medio y aunque se vuelve más práctico en sus convicciones y más cauteloso en sus acciones, no pierde la esencia generosa de su naturaleza: «No soy bastante pícaro para que pueda vivir en la sociedad.»25 La «locura», la «razón» y el «instinto» son elementos que barajan su supremacía en medio de disquisiciones metafísicas que se le presentan al personaje a través de un sueño. No sólo resulta interesante el simbolismo de esta representación onírica y su significado dentro de lo sugerente de la trama, sino también la disposición teatral que manipula el autor para describirla, haciendo un verdadero montaje escenográfico entre figuras alegóricas, discursos sugerentes y el claro-oscuro que determina el cambio de plano perspectivo de cada interlocutor, o, en este caso, personaje del subconsciente. En el desenlace es donde Gerónimo pierde los puntos de contacto con Cándido. Con éste, tenía en común su conciencia edulcorada sobre la perfección de las leyes humanas que rigen el destino de los individuos y también su paulatino convencimiento, por medio de su choque con la realidad, de que esto no era cierto. Una vez saciado el instinto aventurero y con una visión más objetiva del mundo, Gerónimo, como Guzmán de Alfarache, puede volver a un lugar seguro de descanso, donde el trabajo resarcirá, con las prerrogativas económicas que aseguran la holgada posición de nuestro personaje, la verdadera razón de la vida. Historia de un bribón dichoso es una novela de mayores pretensiones dentro del artificio fabular. Nos recuerda, por la intensidad del relato y por la movilidad de la acción, desgajada en múltiples subtemas, a Juan Criollo de Carlos Loveira. En su estructura composicional, esta novela hace uso de secuencias paralelas para dar mayor participación al cúmulo de personajes que intervienen en la historia y que, en muchos casos, forman por sí mismos una historia. Otro recurso de gran eficacia es la discontinuidad de las escenas que altera el ritmo de la tensión en

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los puntos neurálgicos. El personaje central, Eustaquio Barullo, como lo fuera Perico Fustete en El foro de La Habana y sus misterios, es el pícaro criollo que dirige sus pasos por la senda de la abogacía. Como aquél, éste también se mueve entre lo más encumbrado de la sociedad habanera. Es interesante que los personajes positivos, esos que poseen valores ejemplarizantes, Paulina y Bruno, estén concebidos dentro de la categoría de lo feo. Así es descrita Paulina: […] una dama que parecía acercarse a los treinta años, flaca y alta en demasía, de color moreno, ojos pequeños, nariz larga, labios delgados y dientes postizos, que bastante los dejaba ver por lo que se separaban de las encías y temblequeaban al movimiento de los labios, como temerosos de algún siniestro. 26 De las figuras retóricas, Piña utiliza la paradoja con gran asiduidad. Llega a tener ésta un lugar preponderante entre los matices semánticos de la narración, por lo que puede considerarse, en el caso de este autor, como una categoría estética que comparte en esta obra sus funciones con otra que sí lo es por naturaleza: lo cómico. También, por medio de la ironía, el autor expresa ideas punzantes que definen, de cierta manera, su posición ante problemas históricos por dilucidar como la esclavitud. 27 La paradoja es empleada para dar el trazo complementario que prefigura la verdadera esencia caracterológica de los personajes. 28 La ironía opera como apoyatura del recurso anterior. Lo cómico se entrecruza con la ironía en expresiones encontradas como por casualidad, diluidas en los diálogos. Por ejemplo: —Buenos días, don Bruno —dijo el rústico, contemplando lleno de complacencia la cabalgadura y sin dirigir la vista al que le preguntaba. —Parece que le va bien a usted aquí. —Los amos son buenos, señor —repuso Bruno, acariciando el pelo del caballo, y ex-

clamando sin poderse contener—: ¡Buena bestia! 29 Para dar autenticidad humana al pícaro, Piña lo hace reflexionar de manera consciente sobre sus deleznables defectos. Es decir, por medio de la rememoración introspectiva y de los sueños, don Eustaquio Barullo toca el negro fondo de su alma. Veamos un ejemplo referente a la primera forma de autoconciencia: …Ataviado aparecía ante el público con el arrebol y los adornos postizos; pero al desnudarse en su habitación, y viéndose feo y asqueroso como en realidad era, el recuerdo de aquellos mismos elogios eran otras tantas espinas que le punzaban el corazón. 30 Historia de un bribón dichoso recorre con su lente crítico todas las esferas de la sociedad. Motivos controvertidos dentro de su temática y que ejercen como denunciadores de todo un ámbito plagado de tópicos polemizantes son: el fraude judicial; el pícaro o bribón como producto del deterioro moral de las leyes y la esclavitud que, aunque recriminada por el autor, éste maneja con moderación. Sobre el escepticismo de Piña ante la libertad del negro, leamos el siguiente fragmento: Diole otro duro para ayuda del traje, considerando la manera en que la ignorancia entiende las prácticas religiosas; y también consideró el perjuicio que había hecho a Juliana con sacarla del cautiverio, diciendo para su capote: «Buen argumento es este de Juliana para la filantropía inglesa. No tanto importa ser libre, como aprender a serlo. […] ¡Funesta libertad la de esa desgraciada! 31 El terror al negro mediatiza la objetividad de un criterio radical en torno a la esclavitud. Piña, como tantos otros hombres de su tiempo, temía el riesgo de una solución llevada demasiado lejos. Situado en las medianías de un conflicto histórico, el autor no se desentiende de las ideas

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del pasado anexionismo, pero tampoco le es indiferente la actitud pusilánime de ese reformismo que renacía en los años 60 y que no dejaba de ser tan nocivo, o más nocivo, por su ambigüedad. Historia de un bribón dichoso anticipa, por medio del personaje del bribón, a ese pícaro acriollado que se robustece en la creación de narradores posteriores. A través de ese elemento tipológico de connotación histórica y de esencia humana en su concepción estética, Ramón Piña integra, con verdadero acierto de novelista, figuras y contextos que testimonian, dentro de las márgenes de la literatura de ficción, un cuadro revelador de la Cuba colonial. 2.11.2 Consolidación y auge del artículo de costumbres. Continuación de la obra de José María de Cárdenas y José V. Betancourt La tendencia reformista del pensamiento político cubano, que ya había dado frutos en el terreno de la literatura en años anteriores, tuvo su época de auge a partir de la década del 30, con la consolidación del articulismo de costumbres. No sólo los hombres de letras se dedican a plasmar en las páginas de los diarios escenas de la vida cotidiana del país —tanto rural como urbana—, sino también abogados y científicos asumen como propia la tarea de criticar errores y vicios que subsisten bajo la dominación española. Es por eso que, aunque el artículo de costumbres parezca un sutil recreo de los sentidos, bajo la pintura de soleadas alamedas o en la apacible noche del ingenio, se esconde la queja política de un bien definido interés de clase. Durante el lapso de 1844 a 1868, el artículo de costumbres es un instrumento valiosísimo para la burguesía cubana que quiere ver reflejados, con trazo firme, los rasgos negativos y los logros de un sector de clase que lucha por el poder. Temas espinosos del acontecer políticosocial, aparecen descritos con propósito denunciador. Éste es el caso de los publicados en 1859 y escritos por Anselmo Suárez y Romero (1818-1878): Colección de artículos. Captados en el ambiente rural, penetra el autor en la vida

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del campesino pobre y en la del esclavo. Son escenas sombrías que delatan el dolor de la esclavitud —«El guardiero»—, y que no pueden disimular la antipatía del escritor por tan oprobioso sistema. Manuel Costales y Govantes (1815-1866) extrae sus tipos del mundo del foro, que conocía por su profesión de abogado. Arbitrariedades, injusticias, oportunismo y difamación son actitudes humanas que abundan en el ámbito de las leyes. De prosa ágil y de estilo correcto es este autor. Entre sus tipos más logrados está «El testigo de estuche», sujeto que manipula la verdad como si se tratara de un negocio. Este tema lo recrea, además, José Victoriano Betancourt en su artículo «El testigo falso», publicado en el Liceo de La Habana en 1860. También se destacaron como articulistas de costumbres, en esta etapa, Antonio Bachiller y Morales (1812-1887) —«Hogaño y Antaño»—, Pedro Santacilia, Francisco Baralt y José Joaquín Hernández —Ensayos literarios (1846)—, Francisco de Paula Gelabert —Cuadros de costumbres cubanas (1875)—, y otros. No faltaron tampoco en Cuba las antologías de artículos. La primera de este tipo —y la primera en Hispanoamérica— fue Los cubanos pintados por sí mismos (1852). Ilustrada por Landaluze y con grabados de José Robles e introducción de Blas San Millán, este meritorio intento de agrupar lo más significativo del articulismo de costumbres cubano en éste, su primer ciclo, 32 recibió la censura de Idelfonso Estrada y Zenea desde las páginas de El Almendares, en mayo de 1852. El autor afirmaba, no sin razón, que no todos los colaboradores eran cubanos, que el carácter de los tipos reflejados no respondía a la realidad, y reparaba en el anacronismo de las ilustraciones. Los señalamientos hechos a la antología por Estrada y Zenea, dan testimonio de ese interés que trasciende el mero pintoresquismo mal atribuido a los artículos de costumbres, tachados también de «género menor», y que no era más que la búsqueda de una fisonomía propia como reflejo literario del proceso de formación de la nacionalidad cubana. Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881), con ilustraciones también de Landaluze e intro-

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ducción de Antonio Bachiller y Morales, fue el siguiente libro de este tipo que vio la luz y que cerraba el segundo ciclo del costumbrismo cubano. 33 En el recuento que hace Bachiller y Morales en su introducción, menciona como seguidores de los modelos españoles a aquéllos quienes «han dejado mejores obras del género: José María de Cárdenas y Rodríguez y José Victoriano Betancourt».34 José María de Cárdenas y Rodríguez (18121882) se distinguió como prosista, pero cultivó, además, la poesía. Muestra de ello son diversas fábulas, letrillas y epigramas, algunos de los cuales fueron publicados, y otros quedaron inéditos entre su colección de papeles manuscritos. Incursionó en el teatro con dos comedias: No siempre el que escoge acierta (1841) y Un tío sordo (1848). Fueron, sin embargo, sus trabajos en prosa, el artículo de costumbres, los que acreditan a José María de Cárdenas como uno de los mejores narradores. En sus escritos se aprecia un desenvuelto manejo del idioma. Esta destreza le permite imprimir a sus cuadros de costumbres la gracia atildada que escamotea la alusión hiriente y la mordacidad de mal gusto. Los temas seleccionados por Cárdenas, insertos en los submundos de las costumbres privadas, pueden verse como una sucesión de aspectos, determinados detalles, refractados de un universo más amplio y complejo que el autor enfrenta bajo los ropajes de la fina hilaridad. El gracejo y la donosura con que se expone lo criticado atenúan el regusto desabrido de una lección didáctica —a pesar de su indiscutible objetivo moralizante—, que tanto empobrece el intento artístico. Se ha dicho que nuestros costumbristas imitaron más a Mesonero Romanos que al cáustico Larra, censor de las «costumbres públicas, es decir, de la política»,35 según palabras de Villaverde. Pero, sin menosprecio de lo anterior, sería importante reconocer en la cita siguiente algo que se hace perceptible en el intertexto ideológico de donde provienen estas escenas costumbristas: por encima de aquellas risueñas fotografías parece asomar la mirada severa del pintor, la frente pensativa, la triste y amarga sonrisa del patriota, convencido de que no

basta el látigo de la sátira para mejorar las costumbres y corregir los vicios, cuando la corrupción está fermentando en las mismas entrañas del orden social o político que la ha engendrado. 36 En 1847 sale impreso el libro de José María de Cárdenas y Rodríguez —y también el primero en este género— Colección de artículos satíricos y de costumbres, prologado por Cirilo Villaverde. Los trabajos que se agrupan en este tomo fueron escritos y publicados entre 1838 y 1847. En todos resalta el estilo depurado del escritor que maneja elegantemente la palabra como un arma sutil, envolviendo con la soltura del enunciado la réplica severa y razonada. Se aprecia, también, cierto rejuego en la estructura composicional de algunos cuadros por medio de la combinación funcional de los discursos expresivos, de ahí esa ingeniosidad creadora que les concede valor artístico. Tuvieron favorable acogida en su época «El localista», «La comadre», «El editor de un periódico» y «El educado fuera», incluido en la antología Los cubanos pintados por sí mismos (1852) y comentados en La Revue des Deux Mondes en un artículo titulado «La Société et la Littérature à Cuba», de Charles Mazade, quien califica a Cárdenas y Rodríguez como un escritor que «con mirada firme y satírica recorre el mundo en que vive, para trazar después muchas de sus fisonomías, hábilmente sorprendidas y personificadas». 37 Para Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881), volvieron a ser seleccionados los artículos «El administrador de un ingenio» y «Médico de campo». Uno de los temas recurrentes en la producción de Cárdenas es el relacionado con la educación de los niños. Las normas de conducta individual deben responder a las exigencias de una sociedad civilizada que para el autor era deber y obligación cívica ayudar a construir con sus mensajes educativos. En Flores del Siglo, 1846, aparece un artículo sobre este aspecto, «Costumbres. Escenas varias», en el cual se reprenden los malos hábitos que adquieren los menores al calor de inadecuadas orientaciones paternalistas.

SEGUNDA ETAPA:

De 1848 es «Rezagos», publicado en El Artista. En este trabajo sobresale una ironía inusual en el autor. Es como si la pluma de Cárdenas se cargara con fuerte dosis de energía amonestadora que se abstiene de suavizar. Valiéndose del recurso de trasladar la referencia criticable a otros países, hace más ostensible la impugnación directa de los vicios prevalecientes y «heredados» por la sociedad cubana. José María de Cárdenas, a quien llamaron el «Mesonero Romanos de Cuba», tuvo como homólogo en el género a José Victoriano Betancourt, más propicio éste al verbo filoso de Quevedo que a la ironía culta de Cervantes, afín con la prosa de Cárdenas y Rodríguez. Los primeros pasos de José Victoriano Betancourt en la literatura fueron a través de la poesía. Pero como sucediera con José María de Cárdenas y Rodríguez, es el artículo de costumbres lo que le concede un lugar destacado en las letras cubanas. No fueron recogidos sus trabajos en colección y aparecen dispersos en periódicos y revistas: La Siempreviva, Diario de La Habana, La Cartera Cubana, El Artista, Flores del Siglo, Aguinaldo Habanero, Las Flores de Mayo, Faro Industrial de La Habana, El Almendares, La Ilustración Cubana, Revista de La Habana, etc. Sólo en 1941 fueron agrupados en un tomo, con nota preliminar de Mario Sánchez Roig y Mario Cabrera Saqui, dieciocho artículos de costumbres que, indiscutiblemente, representan lo más logrado de su producción. En la prosa de este amenísimo escritor de costumbres se destaca el fluido desenfado de un modo de decir que se arraiga en la historia popular y en el folklore cubano. Sin hacer concesiones a su perspectiva ideológica, José Victoriano Betancourt sincroniza la focalización del objetivo a criticar en distintos sectores de la sociedad cubana, tratando de aprehender, en cada cuadro, algo más que la mera fisonomía de un pueblo, y además, el espíritu singular que conforma la media de cierta sicología social. Es por eso que el aparente desaliño de su verbo, señalado por algunos críticos, es elemento caracterizador de un estilo necesario. En José V. Betancourt, el virtuosismo creativo estará en la

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soltura y sencillez con que aborda un tema, sustituyendo la imagen retórica y la cita erudita por el decir fácil de un lenguaje coloquial. Al descender a los sectores marginales de la sociedad, reconoce, de cierta forma, la integración de éstos como elementos conformadores de un todo común. La intención sociologista se entroniza en sus descripciones por medio del acercamiento positivista a la realidad, fuente ésta de tipos, lenguajes y hábitos que son plasmados casi con sentido naturalista. Lo anterior le adiciona a algunos de estos cuadros un valor especulativocientífico que les asegura, a su vez, una frescura no superada por el tiempo, así como una extraordinaria calidad documental. La comicidad es consustancial al modo de decir expresivo de José V. Betancourt. Pero este procedimiento no minimiza la crítica desembozada y la sugerencia mordaz que se transparenta en sus páginas sin distingos genealógicos. Las singulares palabras dichas por un personaje que responde a la fisonomía del «perfecto burgués», evidencia esa «sugerencia mordaz» que lacera y ridiculiza: …el hombre más grande que ha existido sobre la tierra, fue el que inventó el comer […]. Dios fue, le respondí, el de tan estupenda invención, y Adán el escogido para propagarla. ¡Oh! exclamó con un acento lleno de religiosidad: Dios es grande: para decir que no existe es necesario no haber comido jamás: el que come no puede ser ateo. 38 Resulta interesante la ocasional agudeza analítica del autor, manifiesta en el conocimiento de su circunstancia histórica y de la transformación que se opera en los factores que rigen la vida económica y política. Ejemplo de esto es «El Usurero» (1848), artículo en el que parece identificar al burgués en cierne del siglo XIX con aquel personaje. No se le escapa de las manos este otro «tipo» que controla y determina el acontecer económico y político y que será, en definitiva, un protagonista de la historia. Aunque José Victoriano Betancourt hace su crítica extensiva a todos los sectores y clases de la sociedad, a fin de proponer enseñanzas que

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vigoricen los principios morales de ésta, es evidente que su frontera ideológica, demarcadora de los límites de una censura reformista, no le permite llegar a conclusiones que ya habían sido esbozadas dentro de una lógica sincera pero obligatoriamente mediatizada por esas mismas limitaciones. En el trabajo «El ciego vendedor de billetes», de junio 30 de 1850, el narrador toma como tipo a un impedido físico, que no dejándose vencer por la adversidad decide ganarse la vida en este menester. De hecho, y explícitamente planteado, hay un reconocimiento que legitima la mendicidad, la pobreza y la desigualdad de clases. El mensaje educativo que se desprende del artículo suprime cualquier razonamiento de causalidad. Las temáticas tratadas por José Victoriano Betancourt recorren desde la pintura de verdaderos tipos sociales de dimensión universal, hasta los específicamente cubanos, que integran las llamadas «costumbres públicas y privadas», las cuales aportan valiosísimos datos a la Historia y a la Literatura, preferentemente. Artículos que ejemplifican lo anterior son: «Las bodas» (1838), «Velar un mondongo» (1838), «Carta a Teótimo» (1859), «Las tortillas de San Rafael» (1858), «La Plaza del mercado» (1860), etc. «Del fondo de la Pipa» (1858), erróneamente atribuido por Roig de Leuchsenring a Luis Victoriano Betancourt (1843-1885), hijo del autor, bien podría considerarse como un estudio histórico y socio-lingüístico sobre los vocablos y expresiones foráneas asimiladas por el habla popular que devienen, al paso del tiempo, frases idiomáticas acuñadas y admitidas en la lengua nacional. Es notable la atención que presta José Victoriano a los detalles lingüísticos como rasgos complementarios de las imágenes referidas. La inclusión de los pormenores del lenguaje oral, según sean los casos, confiere plasticidad vivificadora a lo que describe, convirtiendo tan reiterado procedimiento en original ingenuidad de estilo. Repárese en las décimas «El negro José del Rosario», de las que copiaremos una estrofa: Nasí en Jesú María

En el famoso Manglai, Fui Perico no hay dudai, y a ningún cheche temía Conmigo no había tu tia; Cuando en cabido o guateque Entraba medio peneque Y metia la mano al quimbo, Hata lo niño del limbo Cantaban el turuleque. 39 Apasionado por todo lo pintoresco, por todo aquello que imprimiera el sello de lo inequívoco, de lo singular e inigualable, para atraparlo en sus pormenores y reproducirlo en instructiva semblanza, fue José V. Betancourt un aficionado de las ciencias naturales, y amigo de Felipe Poey y Álvaro Reynoso. Fruto de esta inclinación suya es el trabajo Descripción de la cueva de Bellamar en Matanzas publicado en libro en 1863, aunque anteriormente viera la luz en Cuba Literaria, 1862. José María de Cárdenas y José Victoriano Betancourt contribuyeron, desde el terreno de las letras, a fomentar una conciencia enjuiciadora que tenía como fin la concreción de la identidad nacional. Como elementos de la burguesía ilustrada cubana, entendieron que la vía expedita para lograr lo anterior era reflejar la clase a la cual pertenecían, censurando y corrigiendo hábitos deleznables; de este modo, al atraer su atención hacia especificidades de la realidad, fueron trillando el camino del realismo del que sería puente, según Camila Henríquez Ureña, el artículo de costumbres. 40 En general, el costumbrismo fue vocero de las polémicas políticas y de las aspiraciones patrióticas que emanaron del primer momento climáxico de la historia de Cuba. Si hasta ese momento el articulismo de costumbres había seguido un tono moderado para exponer su desacuerdo con el sistema colonial, al acercarse a los albores de la clarinada por la independencia este tono se volverá más agresivo y elocuente. La figura descollante será Luis Victorio Betancourt, heredero de la vena humorística de su padre, quien llenó de frescura el ocaso de tan significativo género.

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NOTAS

(CAPÍTULO 2.11) 1

Roberto Friol: «La novela cubana en el siglo XIX», en Unión. La Habana, (4): 179, diciembre, 1968.

2

En la página 174 de su trabajo sobre El foro de La Habana…(«Tres días y tres diálogos» [Santiago. Santiago de Cuba, (31): 174, 1978]), Roberto Friol nos dice: «Aún exponiéndonos a hacer el ridículo al hacer aseveraciones de tanta monta, diremos que en nuestra novelas coexisten elementos románticos, y lo esperable, elementos prenaturalistas, pre-realistas y pre-cinematográficos.» Recomendamos la lectura de este trabajo.

3

Antonio Franchi Alfaro: El foro de La Habana y sus misterios; o un oficial de causas por un magistrado cubano. Imprenta de Jo, Martín Alegría, Madrid, 1846, p. VIII.

4

Roberto Friol: ob. cit. (1978), p. 174.

5

En el artículo «Hechos y personajes reales en El sol de Jesús del Monte. Novela de costumbres cubanas», publicado en La Gaceta de Cuba (La Habana, (99): 12-14, enero, 1972) Deschamps Chapeaux, al referirse al valor de esta novela, dice: «…destacar el hecho de que en El sol…, Orihuela, reconoce la existencia, dentro de la sociedad esclavista, de un sector formado por negros y mulatos libres, de alguna importancia socioeconómica, a los que arrastra el torbellino de 1844. Es de señalar que la obra, publicada en 1852, es sin duda la primera que recoge los sangrientos sucesos del trágico Año del Cuero y seguidamente, también, la primera en que autor de una novela cubana se manifiesta en abierta oposición contra la sociedad y la esclavitud.» Recomendamos la lectura de este trabajo.

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Éste es el caso, por ejemplo, de Eufemia, personaje femenino caracterizado a través de toda la obra con rasgos negativos y que es, además, capaz de llegar al crimen. En el «Diálogo tercero», recurso que utiliza el autor para ir sellando la multitud de subtemas que se desarrollan dentro de la acción principal de la novela, nos la presenta insólitamente así: «—La reverenda madre Eufemia es hoy monja: confesó casi públicamente todos sus delitos en expiación, y ella fue quien apostó el comisario por medio de Perico Fustete para que

antes de entrar ud. en su casa lo prendieran [—Eufemia ha declarado públicamente como fue la muerte de don Zacarías?] —Lo ha declarado con una humildad admirable, y una resignación que prueba lo sincero de su arrepentimiento; pero por eso mismo todos los que presenciaron este acto imponente de sublime abnegación nos recomendamos mutuamente el más profundo silencio, de manera que no trascendiera al público de lástima que nos causó—. (Antonio Franchi Alfaro: ob. cit., p. 282.) 7

Antonio Franchi Alfaro: ob. cit., p. 143.

8

Manuel Mestre: «El sol de Jesús del Monte. Novela de costumbres cubanas por A. A. de O.», en Revista de la Habana. La Habana, 2: 300, marzo 1, 1854.

9

Andrés Avelino de Orihuela: El sol de Jesús del Monte. Novela de costumbres cubanas. Editores Boix y Ca., 1852, p. 65.

10

Ob. cit., p. 96.

11

En el trabajo Dos palabras sobre el folleto. La situación política de Cuba, publicado en París por D. José Antonio Saco en octubre de 1851 (Reimpreso en N. Y., Imprenta «La Verdad» #70 1/2, Calle Church, 1852), Andrés Avelino de Orihuela arremete contra Saco, definiendo su posición anexionista. Este autor considera que el porvenir de la nación cubana está en brazos de Estados Unidos, que la ayudarán a terminar con el problema de la esclavitud y en su despegue económico. En su ataque a Saco le dice: «…de patriota cubano ha vestido la máscara de patriota español». La actitud anexionista de Orihuela se identifica con la vertiente abolicionista que, en última instancia, aspiraba a la extinción de las trabas económicas para lograr el esplendor del imperio del norte.

12

Manuel Costales y Govantes: Florentina, escenas sociales. Imprenta del Tiempo, Habana, 1856, p. 19.

13

Ob. cit., p. 53

14

Esteban Pichardo: El fatalista. Novela cubana. Imprenta Militar de M. Soler, Habana, 1866, p. 4.

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En el «Prólogo» a la edición de 1978, González de Cascorro dice: «El autor no se siente seguro de la validez del “cuento”, o quiere ratificar las opiniones recogidas de los primeros autores. Por eso, en forma anónima, hace circular la primera edición de su novela entre escritores y críticos, para que fuesen anotando sus impresiones y sugerencias, que llenan los márgenes del libro con críticas contradictorias. Así, llega a manos de Cirilo Villaverde, quien aconseja al novel escritor que no haga caso a todas esas orientaciones y que publique una segunda edición de la novela “corregida” y “castigada” por el autor. Betancourt hace caso de Villaverde y así aparece la segunda edición en el año 1858 en La Habana.» (José Ramón Betancourt: Una feria de la Caridad en 183… Pról. de Raúl González de Cascorro. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978, p. 36.)

16

José Ramón Betancourt: ob. cit., p. 36.

17

Roberto Friol: ob. cit (1968), p. 201.

18

José Ramón Betancourt: ob. cit., p. 16.

19

Cirilo Villaverde: «Una feria de la Caridad en 183… Cuento camagüeyano. Escrito en 1841 por José Ramón Betancourt», en José Ramón Betancourt: ob. cit. (1978), p. 198.

20

José Ramón Betancourt (ob. cit., pp. 143-144 y 157) pone estas palabras en boca de Joaquín Aguero: «Pues es muy sencillo […] Como cristiano, pensé que Dios nos mandó amar al prójimo y que faltaba a su ley divina el que lo convertía en cosa, manteniéndolo en la esclavitud. […] Como hijo de esta Antilla, comprendí el deber de preocuparme por el mejor desarrollo de sus elementos de riqueza, de la organización del trabajo, del perfeccionamiento de la agricultura, de la industria, y, sobre todo, de su porvenir que contemplaba oscuro, negro, horrible; si en vez de aumentar su población blanca de manera que cumpliese las leyes del progreso humano, propendíamos a la multiplicación de aquella por los derroteros de la piratería, del salvajismo, de la inmoralidad y del crimen.» Y, en otro momento, este diálogo entre Armona y Hurtado, juez pedáneo: «—Si —dijo Armona— el trabajo libre puede traer moralidad y porvenir más seguro, aunque remoto; pero no la maravillosa riqueza de que hoy disfrutamos gracias a nuestros negros esclavos. /—No me hable usted de esto: quiero a Cuba más blanca, culta y moralizada, que próspera, bella y opulenta, aunque una cosa no se opone a la otra» (cursivas nuestras).

21

Manuel de la Cruz en sus Crónicas cubanas (Prólogo de Salvador Bueno. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, p. 165) dice: «La novela en

Cuba es clásica, más por su forma que por su índole, en José A. Echeverría y Ramón Piña» […] «Villaverde no es un purista como Echeverría; ni un músico como Suárez y Romero; ni un arcaísta cervantómano, como el correcto Piña.» 22

Ramón Piña: Historia de un bribón dichoso. Prólogo de Imeldo Álvarez. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 41.

23

Ramón Piña: Gerónimo el honrado. Prólogo de Manuel Cañete. Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1859, p. 29.

24

Ob. cit. (1859), p. 29.

25

Ob. cit. (1859), p. 88.

26

Ramón Piña: ob. cit. (1981), p. 30.

27

Veamos este ejemplo de un diálogo entre el traficante negrero Tortosa, hombre ladino y sin escrúpulos, y Eustaquio Barullo a quien aquél le propone un sucio negocio relacionado con la trata: «—Obráis muy bien, señor don Julián —dijo don Eustaquio—. Contribuid a invalidar ese tratado, con que la pérfida Albión quiso sumirnos en la miseria. Para la agricultura, es tan indispensable el negro como el buey; y mientras no se convenzan de ello en Europa, poco adelantarán en el ramo. Por eso digo que obráis con mucho acierto, contribuyendo al adelanto del país con esa benéfica inmigración africana» (Ramón Piña: ob. cit. [1981], p. 131).

28

Éste es el caso de la Marquesa de la Novedad, que aparece envuelta en un velo de misterio y recogimiento, mujer delicada con todos los atributos de una fisonomía romántica. Es comprensiva y bondadosa, pero, sin embargo, esta fisonomía tiene su toque complementador en un diálogo que sugiere, con gran sutileza, la paradoja de las esencias y las apariencias: «Pues nada, es preciso que sea. Don Julián [refiriéndose a Tortosa, al traficante negrero] es el que me proporciona hace mucho tiempo los brazos que necesita mi ingenio, y en honor suyo debo decir que nunca me ha desollado, como hacen otros. Por lo tanto, me es forzoso servirlo, y sabed que es un hombre tan rico como influyente y agradecido, cuya amistad no os vendrá mal. Es preciso, amigo mío, que los hombres se valgan unos a otros cuanto puedan.» (Ramón Piña: ob. cit. [1981], p. 131.)

29

Ob. cit (1981), p. 35.

30

Ob. cit (1981), p. 103.

31

Ob. cit (1981), p. 289.

32

Participan en esta antología (Los cubanos pintados por sí mismos o Colección de tipos cubanos. Edición

SEGUNDA ETAPA:

de lujo ilustrada por Landaluze, con grabados de José Robles. Introducción de Blas San Millán. Imprenta y papelería de Barcina, Habana, 1852) José Victoriano Betancourt, José Agustín Millán, José Joaquín Hernández, Manuel Larios, etc. Resalta, sin embargo, la ausencia de Gaspar Betancourt Cisneros, excluido por razones políticas. 33

Habían alcanzado renombre dentro del género: Francisco de Paula Gelabert, Enrique Fernández Carrillo, José García de la Huerta, Carlos Noroña, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo El Cucalambé, entre otros. No fueron incorporados en esta ocasión «El Lugareño» —tampoco en la anterior—, Luis Victoriano Betancourt y Anselmo Suárez y Romero, escritores esos que sí consolidaron el artículo de costumbres hasta sus postrimerías. (Tipos y costumbres de la Isla de Cuba, por los mejores autores de este género. Obra ilustrada por D. Víctor Patricio de Landaluze. «Introducción» Antonio Bachiller y Morales. Fototipia Taveira, Editor Miguel Ángel de Villa, Imprenta del Avisador Comercial, Habana, primera serie, 1881.)

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Tipos y costumbres de la Isla de Cuba […], ob. cit.

35

Cirilo Villaverde: «Prólogo», en José María de Cárdenas y Rodríguez: Colección de artículos satíricos y de costumbres. Imprenta del Faro Industrial, Habana, 1847.

36

[Tomado de sus papeles: El Triunfo. Habana, l6 de diciembre, 1882.]

37

[Tomado de sus papeles: El Triunfo. Habana, 16 de diciembre, 1882.]

38

José Victoriano Betancourt: «Don Tragalón», en Artículos de costumbres. «Nota preliminar» por Mario Sánchez Roig y Mario Cabrera Saqui. Publicaciones del Ministerio de Educación, 1941, p. 92.

39

José Victoriano Betancourt: «El negro José del Rosario». Décimas, en El Artista. Tomo I. Habana, (21): 218-220, diciembre 31, 1848.

40

Camila Henríquez Ureña: «Los valores literarios de Cuba en la cultura hispanoamericana», en Cuadernos de la Universidad del Aire del Circuito CMQ. La Habana, (22): 56-57, octubre, 1950.

2.12 DESARROLLO DEL TEATRO ENTRE 1844 Y 1868 2.12.1 Repertorio, escenarios y compañías. El drama social. Creto Gangá. Surgimiento de los bufos Para conformar un panorama de la vida teatral cubana a partir de 1844 es necesario establecer, al menos, un vínculo de continuidad con el florecimiento de las actividades del género desde finales de los años 30. La proliferación de escenarios se produjo en la medida en que las ganancias económicas permitieron convertir en empresarios a quienes también tenían en sus manos el negocio del azúcar y la esclavitud, y al hito que constituyó en 1838 la construcción del habanero Tacón siguió el despliegue de grandes teatros en las principales ciudades del país, 1 los cuales, junto a otros escenarios de menor magnitud, ofrecieron espectáculos diversos a lo largo de toda la Isla. La productiva presencia de compañías extranjeras, tanto dramáticas como de variedades, provenientes en su gran mayoría de España e Italia, estimuló el acrecentamiento arquitectónico —resultante del interés de los empresarios en construir nuevos locales o modificar los ya establecidos— y ello coadyuvó a que La Habana se mantuviera como una plaza teatral de primera importancia en América hasta el fin del presente período. Además, el desplazamiento hacia el interior de la Isla de actores y autores nacionales determinó la aparición allí de nuevos escenarios. Durante estos años, la ópera se afianzó en el gusto del público hasta hacerse prácticamente

sinónimo de actividad teatral. Esta predilección por el género lírico durante buena parte del período respaldó también la aparición de la zarzuela nacional, importada de la Metrópoli en un inicio, pero rápidamente asimilada por nuestros autores. En 1848 Rafael María de Mendive había escrito ya lo que se considera un antecedente, su libreto Gulnara, e incluso en 1851 José Robreño anunció como zarzuela su obra El delirio paternal, y hasta el pintor Víctor Patricio de Landaluze dio a conocer en 1852 su Doña Toribia; pero el verdadero auge de la zarzuela —como afirma Rine Leal— 2 se produjo a partir de 1853, cuando el propio Robreño estrena El duende, de los españoles Luis Olona y Rafael Hernando; desde entonces, los títulos de autores nacionales y españoles se sucedieron en cartelera con vertiginosa rapidez. Desgraciadamente, la mayor parte de las obras mencionadas en la prensa periódica o por los críticos de aquellos años ha desaparecido, y sólo contamos hoy con muy pocos textos, de los cuales El industrial de nuevo cuño (1854), de Pedro Carreño, es el más antiguo. Aunque la zarzuela cubana durante el siglo XIX no tuvo gran importancia desde el punto de vista del contenido, hay ciertos elementos presentes en ella que constituyen un antecedente directo del sainete lírico y de nuestro teatro vernáculo en general, tales como sus personajes —catalanes, isleños, guajiros, negros, criollos—, caracterizados muchas veces por un habla peculiar, la música, donde están presentes el punto

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guajiro, el zapateo y otros ritmos nacionales. El desarrollo del arte dramático-musical propició la presencia de dos familias de actores, los Robreños y los Martínez Casado, ambas prácticamente insoslayables si se habla del teatro cubano. La actuación no siempre estable de compañías dramáticas españolas y algunas italianas, posibilitó que el drama continuara presentándose en nuestros escenarios. Desde mayo de 1844, cuando se disfrutó de la actuación en La Habana de un numeroso grupo de artistas bajo la dirección de Antonio García Gutiérrez —conocido autor de El Trovador— hasta el apoteósico recibimiento a la actriz italiana Adelaida Ristori en 1868, se sucedieron múltiples intentos por salvar el género de sus repetidas crisis, con obras de los más importantes autores europeos, clásicos y contemporáneos, lo cual, unido a la puesta en escena de algunos títulos nacionales (de José Agustín Millán, la Avellaneda, Ra m ó n Francisco Valdés y Eugenio Sánchez de Fuentes, entre otros), conformó un variado repertorio durante todos estos años. La prensa se hizo eco de esta actividad escénica. En La Habana, por ejemplo, el público lector recibía a diario la más completa información sobre las funciones presentadas, y aunque la crítica se ocupó muy poco del análisis de los textos, sí hubo un extraordinario interés por destacar los valores de la actuación, con abundancia de elogios. Las publicaciones periódicas divulgaban, además, la visita de personalidades artísticas y la presentación de espectáculos que, aunque a veces no vinieron o no resultaron de la calidad anunciada, fueron noticia en su momento. Entre las publicaciones que con mayor asiduidad informaron sobre el acontecer teatral, pueden citarse La Prensa (1841-1870), Siglo Diez y Nueve (1848-[1849?]), la Revista de la Habana (1853-1857), El Correo de la Tarde (1857[1858]), La Charanga (1857-[1860?]) y El Espectador (1863?). Sin embargo, pese a la gran cantidad de obras presentadas en estos años, no existió una calidad uniforme. Rine Leal 3 ha considerado este período del teatro cubano como la época de desarrollo de un verdadero movimiento nacional, teniendo en cuenta la abundancia de autores y

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títulos; no obstante, si se exceptúan los nombres de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Joaquín Lorenzo Luaces —quienes por su notable importancia merecen capítulos aparte en este libro— son muy escasas las obras que escaparon de la monotonía y la mediocridad. La censura —despiadada con todo lo que denotara un indicio de insubordinación al gobierno— había tomado nuevos bríos a partir de la llamada Conspiración de la Escalera, y esto quedó reflejado en el teatro a través de disposiciones que no sólo afectaron la publicación de obras, sino también la propia actividad de los teatros e incluso el comportamiento del público. Por un lado esta represión gubernamental, y por otro, el acaparamiento de los principales escenarios por compañías extranjeras, obligaron a desplazarse a muchos autores y actores nacionales hacia pequeños locales donde ofrecer sus funciones. Fue entonces que adquirieron mayor trascendencia las asociaciones de aficionados, como el Liceo Artístico y Literario de la Habana (1844-1869), que junto a los pequeños escenarios propiciaron la conservación de la actividad dramática cubana. El influjo del Romanticismo continuó durante esta etapa de 1844 a 1868 a través del desarrollo de una producción teatral que siguió los cánones del drama español, con sus ambientes de rebuscado exotismo y su predilección por la poesía más elaborada y el tratamiento de los grandes temas, pero no siempre ajena por completo a nuestra realidad porque, al ubicar sus obras en tiempo y espacio lejanos —cosa que en Europa significó una evasión del escritor con respecto a su mundo—, al autor le era factible atacar el despotismo español burlando la censura. En la medida en que los dramaturgos se identificaron también con la búsqueda de temas históricos y locales americanos fueron expresando en nuestras tierras elementos de identidad nacional, lo cual muchas veces se convirtió en crítica a problemas ético-sociales y en denuncia más o menos velada de carácter político. En este sentido tuvo una influencia positiva en el teatro el auge del costumbrismo literario. Lo conocido como nuestro teatro «serio», que en su intento por elevar la cultura adoptó las

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formas del drama romántico europeo, tomó como vía de expresión más frecuente el melodrama, el cual a pesar de su carácter lacrimoso y en muchas ocasiones de un marcado mal gusto, tuvo una aceptable acogida por parte del público. De la cantidad de títulos conocidos en el período, sólo han llegado hasta nosotros unas pocas obras y ninguna merece destacarse por sus valores formales, pero en cuanto a los temas desarrollados sí es útil su estudio, porque tuvieron la virtud de presentar conflictos epocales que sirvieron de punto de partida para el desarrollo posterior del drama social. Es Amor y pobreza (1864), de Alfredo Torroella (1845-1879), la pieza más ilustrativa de ello, hasta el punto de ser considerada como indicadora del nacimiento del melodrama cubano y precursora del teatro de tesis nacional. A pesar de sus deficiencias en la forma, la obra es importante porque de ella emergen planteamientos de cierta profundidad, basados en el abordaje de los problemas clasistas de la sociedad y la realidad económica del momento, así como las contradicciones que suscitan ambos elementos en el plano de la conciencia y de la moral; sin embargo, al intentar reflejar esta realidad, Torroella manifiesta una influencia reformista y del falso socialismo de Eugenio Sue, motivo por el cual tanto obra como autor fueron agudamente criticados a través de nuestro primer periódico obrero, La Aurora. Fue la comedia el género de mayor desarrollo durante este período. Su idoneidad para mostrar errores, vicios o extravagancias humanas a través de la propuesta lúdicra, fue ampliamente utilizada por numerosos autores cubanos no ya como mero ejercicio de lo cómico, sino la mayoría de las veces como un arma para criticar satirizando. Tanto la comedia en sí como su variante en un acto, el sainete —preferido por entonces—, fueron determinantes para la formación de nuestro teatro nacional: la utilización frecuente de la prosa en estos años produjo una verdadera explosión dramática, porque un buen número de escritores no diestros en la versificación tuvieron la oportunidad de incursionar en el teatro con obras cuyos personajes, ambientes, lenguaje y conflictos fueron mucho más populares e identificados con la realidad social

del momento; los autores presentaron temas de actualidad, aunque fueran reflejados de manera superficial y hasta ingenuamente; con ello, permitieron abrir el camino para posteriores y más ricos acercamientos, y a la vez nos entregaron la imagen de nuestra sociedad decimonónica con una visión que en ocasiones fue idílica pero que también se mostró capaz de una crítica explícita. De esta comedia se nutrió nuestro teatro vernáculo, que por estos años encontró en José Agustín Millán (¿-?) su más prolífico cultivador, seguido muy de cerca por Rafael Otero (1827-1876) y otros muchos escritores que nos han dejado una buena cantidad de textos donde no faltan elementos donde se vislumbra el toque distintivo de nuestra nacionalidad y una buena dosis de humor, y en los que, además, se delinearon tres vertientes de creación: sátira social, pintura de costumbres y parodia.4 La mayor parte de la producción dramática fijó su atención en la incidencia de la vida económica en la sociedad: es común encontrar obras en las que el valor social del oro, los matrimonios por conveniencia, el mercantilismo y su incidencia negativa en las relaciones humanas, y el egoísmo de una vida mecanizada se utilizaban como temas, y a partir de ahí se desarrollaban conflictos donde participaba un buen número de personajes vinculados al interés monetario, desde arribistas hasta comerciantes, así como otros que servían como escalón para alcanzar la riqueza, o aquéllos que, a pesar de no tener fortuna, poseían una alta moral y no se permeaban con ideas ruines o procedimientos hipócritas… Sin embargo, en todas las obras donde el dinero fungió como eje para el desarrollo de los acontecimientos, las soluciones no fueron vistas desde la misma perspectiva: mientras que en algunas piezas se defiende la honradez moral frente al oportunismo —Los montes de oro (1861), de Francisco Javier Balmaseda (1823-1907), y La hija del pueblo (1865), de José Fornaris (1827-1890), por ejemplo—, hay otras que apoyan la ambición por el oro y la actitud de los arribistas como paradigma para lograr una vida feliz, y ese es el caso, entre otras, de las obras de José Agustín Millán. Es también válido señalar la labor desempeñada por algunos articulistas de costumbres que

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dejaron para nuestra historia teatral muestras de un apreciable espíritu de observación y pericia a la hora de conformar los clásicos enredos con fines humorísticos. José María de Cárdenas, Jeremías de Docaransa (1812-1882), con Un tío sordo (1849), y José Victoriano Betancourt (1813-1875) con su obra de homenaje a Covarrubias, Las apariencias engañan (1847), son ejemplos de indudable valor. Junto al ambiente doméstico urbano y rural y a la aprehensión del paisaje, la intención de mostrar las costumbres y modos de Cuba posibilitó la presencia sistemática de dos personajes: el campesino y el negro. Para una caracterización de ambos, los dramaturgos se inclinaron generalmente hacia una visión caricaturizada. El campesino o montero era delineado a partir de la confluencia de su lenguaje peculiar —reflejado a través de deformaciones del habla normal—, y la introducción de los cantos y del zapateo significó un esfuerzo más por resaltar lo cubano; pero al ocuparse de una misma porción de nuestro pueblo, no siempre los dramaturgos coincidieron en intenciones y perspectivas. El criollismo, que intentó ofrecer una imagen sicosocial del campesino blanco, ejercería también su influencia sobre el teatro en obras como Consecuencias de una falta (1858), de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé (1829-[1862]), y Amor y sacrificio (1866), de José Fornaris; con ellas, la imagen del hombre de campo se distorsionaba, pues de manera general se mostró un mundo idealizado, y el intento por poetizar los personajes llegó a tal extremo que hubiera posibilitado el fracaso de las piezas, salvadas sin embargo por la excelente descripción de los campos de Oriente. Tampoco faltó quien utilizara los rasgos más externos de la vida del campesino para presentar sencillos cuadros de costumbres en los cuales la comicidad se conformaba sobre la base del comportamiento del guajiro como tipo; obras precursoras de nuestro llamado bufo campesino y que se desarrollaron dentro de esta tendencia fueron, por ejemplo, El hacendado ridículo de José Narciso Zamora (¿-?) y las cuatro piezas de Juan José Guerrero (¿-1865) publicadas en 1864: La suegra futura, Las bodas de Pretonila,

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Una tarde en Nazareno y Un guateque en la taberna un martes de carnaval. Estas últimas quizás las más representadas después de 1868, muestran sucesos de una misma familia, y tienen como principal elemento de unión a Ildefonso, El Carretero, personaje-autor de las obras y partícipe en la acción; en líneas generales, reflejan un positivo comportamiento social de los campesinos: son honrados, sencillos, humildes, y si alguna crítica se les hace es en el sentido de que les interesa más la diversión que el trabajo. Hubo aún una tercera visión del campesino, donde prevaleció la burla menoscabadora de los valores de nuestra idiosincrasia, mediante la presentación del guajiro en extremo ridiculizado; ejemplo bien ilustrativo de ello lo ofrece el sevillano Antonio Enrique de Zafra (¿-1875), cuyo sentimiento anticubano está presente en su obra de bufo campesino La fiesta del mayoral (1868). El humor de la misma demuestra los propósitos negativos de su autor, identificables por el empleo del choteo, y su criterio sobre el guajiro, no por ser errado, impidió que se convirtiera por muchos años en una constante. La visión del negro tampoco se correspondió con su realidad. Desde el momento mismo de su llegada a nuestras tierras, el africano sufrió, junto con innumerables y conocidas vejaciones, el rechazo y la censura hacia sus más genuinas actividades culturales, para las cuales sólo en muy escasas ocasiones —como el Día de Reyes u otras fechas religiosas— se les otorgaba permiso oficial; era en esos momentos cuando se iban desarrollando algunos elementos de índole teatral basados, sobre todo, en la improvisación de décimas y algunas escenas, y son ejemplo de ello las «relaciones», un espectáculo de representación dramática que se realizaba en Santiago de Cuba y que unía las tradiciones españolas y bantú; estas expresiones sólo después del triunfo revolucionario de 1959 han logrado revitalizarse y hallar un lugar justo en la cultura nacional. En nuestro país fue el hombre blanco, permeado de una conciencia esclavista, quien inició la participación teatral del negro como personaje, escogiendo de la realidad sus aspectos más pintorescos y superficiales, pues nunca

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fue aceptado como héroe dramático. En este sentido, el encargado de consolidar al «negrito» fue el español Bartolomé José Crespo y Borbón, Creto Gangá (1811-1871). 5 Poco después de su llegada a nuestra Isla, demostró creciente interés por todo lo típico, y esto lo hizo convertirse en cronista y pintor de la sociedad cubana; pero su intención no era solamente reflejar vida, costumbres y tipos populares, sino también —y quizás fundamentalmente— criticar con agudeza e incluso mordacidad cuanto tuviera a su alcance. Su placer y oficio, escribir, lo llevó a publicar diversos cuadernos de poesías y artículos de costumbres, así como abundantes trabajos en la prensa periódica y algunas obras de teatro. En muchos de ellos presentó distintos personajes, caracterizados por un lenguaje propio en cada caso, lo que evidenciaba su poder de captación y originalidad. De todos sus personajes —curros andaluces, chinos, borrachos, locos, guajiros, alemanes, franceses, policías— el más significativo fue el negro bozal. Por la vía del costumbrismo, comenzó a reflejar la presencia del negro como parte de la sociedad cubana, y logró hacerlo en las letras como lo intentara Landaluze en la pintura: 6 con demostrado interés hacia los aspectos más externos, sin ahondar para nada en la esencia, respetando los cánones de diferenciación racial y económica, pero sin dejar de observar su presencia vital en nuestro mundo. Fue entonces que nació Creto Gangá, su seudónimo más conocido, su personaje más logrado. Ajeno a la visión impuesta por Domingo del Monte y sus discípulos, oportuno para eludir los motivos de la sublevación de la Escalera y resultante de la influencia de los minstrels norteamericanos, Creto se nos presentaba como el negro obediente, simpático y hasta ingenuo, que habla (y escribe) en bozal y en ocasiones muestra evidentes deseos de elevar sus conocimientos y poder de observación, hasta el punto de lograr expresar ideas más justas que Geromo Suribamba, su amo; pero, en esencia, no dejó de ser como personaje negro un objeto pintoresco propio para la burla y el choteo, lo cual corroboraba la posición de blanco, español e integrista de su creador.

La reproducción escrita del idioma español deformado por los africanos, la participación del negro en la escena en conjunción con otros tipos populares como el gallego y el guajiro; así como la indispensable presencia de la música y el humor cubanos, hacen valedera la inclusión en nuestra historia teatral de obras suyas como Un ajiaco o la boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847) y Debajo del tamarindo (1864). Como puede apreciarse, los personajes propios del país, la resonancia de las costumbres, la valorización del lenguaje y la música van cambiando el panorama de nuestro teatro. Y cuando las contradicciones entre españoles y cubanos se hicieron en mayor medida irreversibles, también en nuestra escena se manifestó la denuncia a la sociedad a través del teatro bufo, donde la captación de lo genuinamente cubano se ofreció zahiriendo a las clases dominantes; los «negritos catedráticos» de Francisco Fernández no fueron más que un pretexto para tal fin, al que correspondería un público que aplaudiría noche tras noche a la compañía de Bufos Habaneros, y que tomaría un parlamento de Perro huevero aunque le quemen el hocico (1868), de Juan Francisco Valerio (1829?-1878), como reflejo teatral del Grito de Yara. Cuando el sentimiento independentista se estaba haciendo un clamor en la Isla, nacía también el teatro cubano. 2.12.2 La obra dramática de Joaquín Lorenzo Luaces Autor de dos tragedias, dos dramas, cinco comedias y un sainete o juguete cómico, Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867) se ubica hacia el cierre del período de predominio romántico, en la antesala —en algunos rasgos de su obra como precursor— del esplendor del bufo, al desarrollar su actividad como dramaturgo en las décadas de 1850 y 1860. Es este escritor, ni del todo romántico ni tampoco clasicista, quien aporta, ajeno totalmente a ello, lo que se considera en nuestros días como el «conjunto más coherente y valioso de la dramaturgia cubana

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escrita en el siglo XIX».7 Su teatro encuentra modelos para las tragedias entre los grandes recreadores de la antigüedad griega, Racine, Corneille; en las comedias se advierte inspirado por Molière y de tales influjos resultan elementos francamente definitorios para Luaces a través de la enjundiosa asimilación de valores universales, que luego lleva a su obra con indiscutible sello personal: la identificación con la libertad como tema, la exaltación patriótica, introducida oportunamente en las tragedias; en las comedias, la parodia, la mordaz sátira costumbrista lanzada contra las fatuidades, las pretensiones de grandeza y otros males de su época. Rasgos caracterizadores de sus piezas desde el punto de vista formal y estilístico, resultan, de modo general, la sujeción a las normas neoclásicas, el respeto de las tres unidades, el tono que busca la elevación trágica y heroica, la mesura y el equilibrio que no logran impedir, por otra parte, que asome la inclinación romántica de Luaces a través del desbordante ímpetu, el choque pasional entre algunos de sus personajes, en la abundancia de muertes al final de los dramas, las acciones truculentas, las complicadas estructuras de algunas de sus escenas —que escapan a la reconocida meticulosidad de su trabajo formal—, en fin, en el desarrollo de un patriotismo indirecto en sus piezas teatrales, 8 también apreciable en sus composiciones poéticas. Si observamos la parte de su teatro considerada «seria» —dramas y tragedias— encontramos en Luaces, notablemente reiterado, el recurso de alejar la perspectiva aparencial hacia el pasado clásico griego o hacia el medioevo, como vía posible para desplegar en su obra el tema de la lucha por la libertad; lo cual, en un teatro escrito poco tiempo antes del estallido del 68, resulta especialmente interesante y lleva a pensar en las imprevisibles consecuencias de haber tenido lugar su representación en escenarios que años antes estremecieron los ánimos del público con obras como Don Pedro de Castilla y El Conde Alarcos. Esta vertiente de la creación dramática de Luaces se realza con la conformación de caracteres mediante los cuales enriquece sustancialmente —como detallaremos luego— el tratamiento de temas no siempre originales.

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Esta imagen de Luaces como dramaturgo serio, interesado en temas de raigambre histórica y cultivador de tonos grandilocuentes, fue la que más perduró a los ojos de la crítica, de ahí que el develamiento de sus reales cualidades como comediógrafo acentuara la trascendencia de su dramaturgia y otorgara mayor relieve a su aporte dentro del desarrollo de la línea nacional en nuestro teatro. El Luaces de las comedias, al que con poca justicia se le negaron condiciones para el género, 9 logra fácilmente un elevado poder de comunicación en los diálogos, por su hábil reproducción de la fraseología cotidiana, en un despliegue de gracia y autenticidad, pocas veces logrado anteriormente. Otro elemento destacable en sus comedias es el conocimiento que denotan de la sicología de quienes quedaron atrapados, con acertados matices humorísticos, en sus escenas. Luaces fustiga la falsa escala de valores de la sociedad habanera de mediados del siglo pasado al atacar los defectos humanos y criticar con cierta hondura —aunque sin plantear soluciones— circunstancias de la realidad nacional que apuntan ya la necesaria diferenciación entre lo criollo y lo español. Porque como bien se ha afirmado, lo que Luaces caricaturiza en sus obras es […] una sociedad paródica en su gesto social porque sufre el espejismo de la cultura ajena —la ópera italiana, el salón francés, la heráldica española o el oro norteamericano— y que, sin embargo, busca afanosamente su autorreconocimiento […] de ahí que su escena ofrezca esa «perturbación», ese «desequilibrio» que encubre males mayores […] 10 Cronológicamente, es Una hora en la vida de un calavera (1853), 11 sainete o juguete cómico en un solo acto, la primera de sus piezas teatrales y la única que se estrenara en vida de Luaces. Esta pequeña obra subió a las tablas del Tacón el 9 de agosto de 1865, con desfavorable recibimiento por parte de la crítica. En ella se perfila ya la esencia de la comedia en Luaces, mediante el acercamiento a tipos y costumbres comunes

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de la época: los estudiantes «troneras», Federico y Fernando, evidentemente necesitados de saldar sus deudas, se debaten en el corto tiempo —anunciado en el título— que media entre las doce y la una del día, en una lucha graciosamente hilvanada contra diferentes cobradores. La suerte pone fin a las disputas cuando aparece en un bolsillo un inesperado billete de la lotería que, desde luego, les servirá para continuar «bailes y francachelas» y dejará para otra ocasión el trueque de los jóvenes en hombres juiciosos. En medio de la sencilla acción de la pieza, Luaces a menudo esboza su crítica a la sociedad cobijadora de tramposos y usureros: FERNANDO ¡Garduña! Pues te doy el parabién por no pagarle… ¡Ladrón! FEDERICO Pues no ves que esa lamprea se llama Roba… cochea? Luaces se encarga de convertir oportunamente a sus acusados «calaveras» en acusadores de otros males generalizados, pero sin apartarse del tono ligero y el diálogo ágil, amenizados por la combinación de frases en latín, francés e inglés con giros usuales del refranero criollo. A Una hora en la vida de un calavera le seguiría —siempre en el orden en que escribía el autor— La escuela de los parientes (1853), comedia en cinco actos, en verso, 12 concebida sólo a pocos meses de su primer intento. En ella Luaces despliega, aprovechando las posibilidades que le confiere la extensión, una urdimbre de enredos en torno al tema de la avaricia, que desarrolla con espontaneidad —a pesar de lo poco novedoso— entre otras cosas por matizarlo con defectos como la hipocresía, el oportunismo, el egoísmo, que hacen de estos «parientes» un conjunto singular. A partir de que Don Emeterio —el tío rico— se «hace el muerto» y deja un incierto testamento, las actitudes de sus tres sobrinos —Rosa, Gaspar y Enrique— develan sus verdaderos sentimientos, con lo que alcan-

za profundidad su caracterización. Enrique, único de los tres sobrinos desarollado como personaje en sentido evolutivo, es decir, capaz de asumir un total cambio de actitud, tiene a su vez notables puntos de contacto con el Fernando y el Federico de su obra anterior. La simpatía del autor por estos estudiantes despreocupados, inconstantes y de bolsillo endeudado, ha sido observada por la crítica también hacia el final de La escuela de los parientes, cuando, en comparación con Gaspar, Don Emeterio sentencia: El calavera…/ vale más que el calambuco.13 Por otra parte, Luaces introduce otra nota destacable para el teatro cubano con la presencia de Juana, una criada mulata de chispeante lenguaje que es una muestra del interés del autor por ofrecer la pintura de la sociedad epocal, lo que incluso se ha considerado «alusión implícita al proceso de mestizaje del etnos cubano». 14 En Las dos amigas, 15 comedia en tres actos, en verso, escrita en 1854, la continuidad e inmediatez en cuanto a las dos comedias anteriores se pone de manifiesto a través de la reiteración temática y estructural. Pero en este caso, además de los defectos humanos ya tratados anteriormente, y por encima de ellos, destaca Luaces la envidia, fuente principal de las discrepancias entre Pilar y Paz. El conflicto, originado a partir de este sentimiento, se desarrolla a través de una serie de enredos, provocados por la mal intencionada «amiga» —Pilar, una muchacha un tanto frustrada socialmente—, quien hace descansar en la virtuosa Paz algunos de sus propios defectos, como resultado de un plan de calculadas artimañas contra la relación amorosa entre Paz y Luis. El descalabro de dichos planes, unido al develamiento de la falsa identidad de Pilar, cierran la obra con un final aleccionador, moralizante —propósito mal disimulado por Luaces a lo largo de toda la pieza—, sólo roto convenientemente por el matiz humorístico mantenido por el personaje de Doña Juliana, figura en quien más se apoya el trabajo satírico del autor. En el año 1859 el talento dramático de Luaces se bifurca, curiosamente, en dos obras de diferente inspiración, carácter y alcance: El becerro de oro y El mendigo rojo. 16 La primera, comedia

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con cinco actos en verso, es continuadora de la línea creativa con que se inicia el dramaturgo. A propósito de la ambición por el dinero —tema central de El becerro de oro— y la desmedida afición por el género operático, tan en boga entonces, Luaces ataca la frivolidad y el afán imitativo desencadenado entre sus contemporáneos por la presencia de intérpretes extranjeras —Marietta Gazzaniga, italiana, y Josefina Cruz de Gassier, española, entre otras— de gran popularidad, causantes de la división en bandos de sus admiradores. El becerro de oro es uno de los más logrados momentos costumbristas de toda la obra teatral de Luaces, a donde la sencillez llena de intención de sus versos más se apega al lenguaje cubano.17 Los enredos que componen la trama de la comedia insisten, una vez más, en el juego de falsas apariencias que al final son resueltas y que, en este caso, toman como punto de partida el interés de Doña Luciana y su hija Belén por encontrar en un marido rico su becerro de oro. Pero para disfraces y trucos se bastan Narciso y Don Liborio —amo y criado, respectivamente—, quienes establecen una especie de teatro dentro del teatro que Narciso aclara al término de la obra —Temiendo que el interés / te cegase, un entremés / representamos los dos— cuando desenmascara los ambiciosos planes de la madre y la hija. En esencia, El becerro de oro no se destaca por la caracterización exhaustiva de los personajes —completada mediante el uso de los apartes dirigidos al público—, ni por la profundidad del análisis, pero sorprende por la agilidad de la acción, la cubanía del lenguaje y el logrado sentido del humor de que resulta exponente. El mendigo rojo, por su parte, nos remite a Escocia, al año 1533. Este drama, escrito también en verso y con cinco actos, puede considerarse la pieza más apegada a la tendencia romántica de las compuestas por Luaces, pero quizás también una de las menos significativas. El autor mezcla en la obra dos líneas de acción,18 una de las cuales representa la historia de Jacobo IV, quien en la pieza sobrevive a la batalla de Feldon y aparece y desaparece misteriosamente, cubierto por harapos de mendigo, alrededor de la cor-

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te de su reinante hijo Jacobo V. La otra línea de acción, vinculada y determinada en definitiva por el personaje del mendigo, es la referente a los amores entre el paje John —su hijo bastardo, como se revela al final— y Lady Clary Hamilton, en los que se interpone el actual monarca, quien también pretende a la joven. En el final, marcadamente romántico, el mendigo otorga cohesión a todos los conflictos desplegados en el drama, al solucionar tanto el dilema amoroso de la joven pareja, gracias a su intervención, como el empeño político de Jacobo V, que continuará en el trono. El mendigo rojo, drama vapuleado por la crítica decimonónica, aún hoy es vista —coincidimos en ello— como el menor aporte de la dramaturgia de Luaces a nuestro teatro, entre otras cosas, como se ha dicho, porque «lo que pretende como Historia ya lo había superado la Avellaneda, lo que intenta como poesía ya lo había alcanzado Milanés […] en cuanto a la significación como drama romántico […] ya su tiempo estaba más que vencido […]».19 A este intento romántico de Luaces le seguirían nuevamente dos comedias, A tigre, zorra y bull-dog y El fantasmón de Aravaca,20 en las cuales resulta palpable ya toda su dimensión de comediógrafo. En el caso de la primera de las dos, donde se aprecia una fuerte influencia molieresca,21 Luaces recrea en su personaje central, Don Macario Comején, la historia de un avaro que no repara en las mayores ridiculeces para obtener dinero, con lo que provoca toda una cadena de situaciones cómicas. El autor parodia en la obra no sólo la figura del avaro, sino también la de una de sus hijas, Sofía, cuyos alardes de ilustración —otro ataque de Luaces al afán de imitación extranjerizante— resultan motivo para buenos momentos de hilaridad. También están presentes en la comedia los inevitables jóvenes que rondan la casa de Don Macario en pos de las dos bellezas que la habitan y que, finalmente, jugarán una mala pasada a éste, al robarle el saco de los ahorros. A tigre, zorra y bull-dog transpira un ambiente cubano y los personajes denotan una adecuada caracterización, aunque la repetida polaridad maniquea de los tipos recreados —rasgo que

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abunda y se repite sin variación en sus comedias— resulta un mecanismo indispensable para el engranaje de la obra, en donde se nota, por otra parte, la cuidadosa mano del autor, a través de las sugerencias que hasta indican la eliminación de alguna escena por considerarla inapropiada. Otro elemento destacable de esta pieza —también presente en El fantasmón…— es esa suerte de catedraticismo introducido por Luaces, al burlarse de la persistente mimesis de modelos foráneos, de ese querer saltar por encima de la propia clase social que, como vemos, adelanta en algo al tratamiento que luego dará el género bufo a dicho tema, 22 a la vez que lo diferencia por cuanto, en este caso, Luaces atribuye el defecto a toda la sociedad y no sólo a negros o marginados. El fantasmón de Aravaca tiene, por tanto, también, mucho de ese catedraticismo, anunciado en este caso desde los versos que la encabezan: El que sale de su esfera / no pertenece a ninguna. Ya desde ahí el autor nos adelanta el conflicto enfrentado por el personaje protagónico —Don Crispín—, cuyas aspiraciones aristocráticas son tomadas por Luaces como blanco de la sátira y la crítica social. Don Crispín, emigrante español enriquecido gracias a los negocios, pretende ostentar todos los atributos de un falso abolengo, imaginarios lazos genealógicos, títulos nobiliarios, y llevar una vida llena de alardes culteranos, tras los cuales asoma su pasado de humilde comerciante. Su hermano Crispiniano es el encargado de preparar una treta que desarme moralmente a este «burgués gentilhombre», con el anuncio de una súbita ruina. La lección recibida por Don Crispín lo hará cambiar de actitud y solucionará felizmente todos los enredos —sobre todo amorosos— que la desigualdad social había sembrado entre los personajes. El fantasmón de Aravaca cuenta entre sus mayores aciertos el de profundizar, quizás como ninguna otra obra de Luaces, en las deformaciones que el colonialismo producía en la sociedad de su momento. Esto lo logra a través de un dibujo fiel de hipócritas, usureros, explotadores y eruditos analfabetos, que otorgan a la obra un matiz algo más intenso que el costumbrista: el reflexivo. Toda esta visión crítica se inserta,

además, en una bien estructurada acción, un diálogo ágil, que se mezcla con una adecuada configuración de los personajes, lo cual ofrece como resultado final lo que se ha calificado no sólo como «la mejor obra de Luaces, sino aún más, uno de los mejores títulos de nuestro siglo XIX». De la producción dramática de Luaces son continuadoras las tragedias Arturo de Osberg y Aristodemo, 23 dos fuertes pilares de su teatro, sobre los cuales se erigió la mayor parte de los veredictos acerca de este autor, dado el conocimiento —semejante al caso de El mendigo rojo— que se tuvo en la época acerca de ellas. Arturo de Osberg, tragedia con cinco actos y en verso, desarrolla su acción por tierras francesas, en tiempos marcados por sublevaciones populares, guerra contra Inglaterra y conflictos internos entre la nobleza, el clero y la naciente clase burguesa. El trasfondo histórico que sirve de base a esta obra ha sido visto, sin embargo, sólo como una apoyatura, pues Luaces en ella —como en El mendigo rojo y luego también en Aristodemo— no ciñe su creación con toda fidelidad a los hechos históricos, y buena parte de los personajes, a excepción de la reina Isabel y el Duque de Orléans, son fruto de su invención. Un elemento notable en la obra es el tratamiento dado a la regente Isabel de Baviera, a quien el propio autor, en nota inicial, aclara haberle conferido más poder en la administración estatal que el que realmente tuviera durante la locura de Carlos VI. Esto no sólo la convierte en personaje central de la obra, sino que permite ver en esta crítica de Luaces a los abusos de poder de dicha reina, una indirecta saeta contra análoga conducta de la contemporánea reina Isabel II de España. Es harto conocido que el recurrir a épocas y lugares remotos encubrió en más de una ocasión las intenciones de los autores de hacer referencia a circunstancias inmediatas. El conflicto de la tragedia —de aguzado tono romántico aunque respetuoso de las formas clasicistas— se produce tras el fracaso de los requerimientos amorosos de la reina hacia Arturo, su hijo ilegítimo y no reconocido, hasta que ya resulta demasiado tarde y éste ha sido conducido al cadalso por aparentes razones de orden político.

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Sobresale en Arturo de Osberg el trazado vigoroso y complejo de los personajes, sobre todo de la protagonista y su antagonista, los que, a pesar de la carga pasional del drama romántico, resultan muy humanos. A este trabajo caracterológico tan logrado se suma, como aspecto determinante en el valor de esta obra, la validez ideológica de su mensaje. En Aristodemo, también concebida en verso y en cinco actos, Luaces intenta remedar la tragedia griega, con un tema ya tratado por diversos autores. Es por tanto, y como se ha dicho con razón, «la versión de una versión», pero que sin embargo es apreciada como la «más ambiciosa, la más culta» de sus obras. 24 Es que Luaces enriquece la historia de Aristodemo, rey de Mesenia, que obsesionado por la idea de ver libre a su pueblo, ofrece a su hija Aretea en sacrificio, de manera que ello evite el triunfo del enemigo espartano. El dramaturgo introduce variaciones que, si no fueron bien acogidas por Piñeyro y otros, pueden ser consideradas como elementos altamente enriquecedores de la trágica leyenda. El más importante de dichos aportes es la creación del personaje de Theon, 25 sacerdote que aprovecha el ascendiente que le otorga el poder religioso para llevar a cabo sus planes de venganza frente al desprecio que le demuestra Aretea, usando la intriga, el engaño, el cinismo, de manera que el designio del oráculo de Delfos recaiga sobre ella. Al tratar de defenderla su amante, intercede Aristodemo, quien, al atacar a Cleonte, da muerte a su hija sin quererlo, cuando ella se interpone entre ambos. Este aspecto del final difiere de las versiones anteriores por cuanto, en aquéllas, Aristodemo frente a la ofensa recibida al saber que su hija no puede ser la virgen requerida por el oráculo, le da muerte con sus propias manos. El cambio, evidentemente, obedece a la inclusión del pérfido sacerdote. La obra, por otra parte, resulta exponente de un matiz político que se hace visible en algunos diálogos: ARISTODEMO Quien prefiere la muerte a la coyunda quien nunca el cuello doblegó a la infamia…

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THEON A veces muere… ARISTODEMO Pero muere libre! En el orden estilístico, si El mendigo rojo es la obra de Luaces más próxima al romanticismo, Aristodemo es la más apegada a las formas clasicistas, aunque tienen mucho peso en ella elementos románticos, a través de la exaltación patriótica e incluso en la trágica relación amorosa entre Aretea y Cleonte. Llama la atención, además, la elevación en el tono de los versos, que recuerda por momentos al de las tragedias de la Avellaneda. De cualquier modo, en Aristodemo se encuentra expresada la capacidad del dramaturgo para intrincar las acciones y mantener en alto el interés a lo largo de los cinco actos. A las objeciones hechas a esta pieza, en el sentido del calco de modelos extranjeros, puede encontrarse respuesta en ese Theon, que da cauce a la inconformidad de Luaces contra el poder del clero y el despotismo militar y devela en esta tragedia un trasfondo de denuncia política contra el coloniaje español. Como reflexión final, se hace necesario valorar que, para que el desempeño como dramaturgo del poeta Joaquín Lorenzo Luaces se materializara y recibiera justa apreciación, luego de más de un siglo, contribuyeron una serie de factores, bajo cuyo peso su obra permaneció durante muchos años subestimada, lastrada por juicios incompletos que, a fuerza de repetirse, definieron —realmente indefinieron— a Luaces como ese dramaturgo «olvidado», llegado casi hasta nuestros días con una considerable obra prácticamente virgen de edición y representación. Porque sólo en la actualidad es superada, en definitiva, la desigual estimación crítica hacia el teatro de Luaces, por el arrollador reconocimiento de su valor fundamental: la cubanía. Y sólo en años recientes es completada la publicación de sus dramas —labor tímidamente iniciada durante el siglo pasado—, son editadas por primera vez todas sus comedias y suben a los escenarios muchas de sus piezas.

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Es indudable el poco interés que el autor tuvo —a partir de una posición quizás demasiado previsora de las dificultades con la crítica y la censura de la época— en promover la edición y representación de sus obras. Indisolublemente unido a ello se encuentra la situación de un ambiente teatral que prefería y aceptaba de antemano el repertorio de que eran portadoras las compañías extranjeras, sobre todo españolas, a lo que se sumó en definitiva la defensa que el propio autor hiciera de sus dos únicos textos publicados por aquel entonces y que lo llevó a polemizar de forma abierta con los detractores, 26 todo lo cual coadyuvó a la creación de un clima de escepticismo en cuanto a las aptitudes del dramaturgo, que, lamentablemente, prevaleció entre sus contemporáneos y aún mucho después.

Al hacer una comparación entre Luaces y el resto de los autores de su siglo —más que la agotada entre el Luaces serio y ampuloso y el comediógrafo—, vale destacar un rasgo de su labor que lo distingue y lo convierte en el «más cubano de los grandes autores del XIX», y es que en sus obras, bien sea en sus comedias antecesoras del bufo, bien en sus tragedias de aparencial distanciamiento con la realidad nacional, se advierte claramente la intención, el sentimiento de un cubano que distaba posiblemente mucho de la perfección en su teatro, pero que arraigó en sus obras ese inconfundible espíritu criollo, que es sin duda alguna el que reverdece en las puestas actuales con todo éxito y reafirma la vigencia de un lenguaje teatral enraizado en nuestra propia identidad.

NOTAS

(CAPÍTULO 2.12) 1

Estos teatros fueron, por orden cronológico, los siguientes: Teatro del Circo (1847) —llamado Villanueva desde 1853— en La Habana; Reina (1850) en Santiago de Cuba; Principal (1850) y Fénix (1851) en Puerto Príncipe; Avellaneda (1860) en Cienfuegos y Esteban (1863) —hoy Sauto— en Matanzas.

2

Rine Leal: La selva oscura. La Habana, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, tomo 1, p. 407.

3

Rine Leal: ob. cit., p. 252.

4

Rine Leal: «Mendive dramaturgo», en Islas. (54): 146, 1976.

5

El negro como personaje se presenta con cierta regularidad desde mucho antes. Durante el Renacimiento y el Barroco los poetas y dramaturgos portugueses y españoles lo incluían en sus obras, reproduciendo incluso el habla bozal, y en Cuba también se encuentra reflejado con asiduidad: especialmente en el teatro puede señalarse que —como coinciden en afirmar los estudiosos del género— fue Covarrubias el primero en introducir a un negro libre entre los personajes que caracterizaba a principios del siglo XIX, y se conoce que a partir de ahí fue ésta una figura frecuente en la escena; además, en-

tre los escasos textos que han sobrevivido al tiempo, podemos ver que José María Heredia (18031839) en El campesino espantado (1819) da vida de personaje a un negro bozal. 6

Sobre este aspecto, debe consultarse el libro de Mary Cruz Creto Gangá (Unión, La Habana, 1974), donde aparecen un esclarecedor prólogo de José Antonio Portuondo y trabajos de Landaluze y Miahle que ilustran el texto.

7

Francisco Garzón Céspedes y Carlos Espinosa: «Joaquín Lorenzo Luaces: crítico de su sociedad», en Joaquín Lorenzo Luaces. Comedias. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984.

8

Salvador Bueno plantea en su trabajo «El centenario de Joaquín Lorenzo Luaces», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. 1 (59): 100108, que Luaces vuelca en sus obras indirectamente los sentimientos emancipadores que mantenía aunque hable de «las luchas de los judíos, polacos y griegos». Refiere además cómo este elemento se aprecia igualmente en su «Oración de Matatías», «Caída de Misolonghi» y otros poemas.

9

Durante mucho tiempo se repitieron los acuñados criterios de Aurelio Mitjans en su Estudio sobre el

SEGUNDA ETAPA:

movimiento científico y literario de Cuba (Obra póstuma. Imprenta de A. Álvarez, Habana, 1890), así como los de Enrique Piñeyro y José Fornaris en sus diferentes comentarios críticos sobre las obras de Luaces. Dichos autores recriminaban al dramaturgo que perdiera tiempo al escribir comedias y no tragedias, ya que, según Mitjans (ob. cit., p. 272), «en lo cómico, Luaces se movía con dificultad». 10

Rine Leal: Comedias cubanas. Siglo XIX. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1979, Tomo 2, p. 27.

11

El ejemplar manuscrito de esa pieza, fechada en 1853, en Guanabacoa, erróneamente fue atribuido a Milanés, según comenta Rine Leal en La selva oscura (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, tomo I), aunque aclara que esto resultaba difícil de admitir por cuanto en esa fecha Milanés no residía en Guanabacoa y su razón afectada no le permitía actividades de tal índole. Una hora en la vida de un calavera fue editada en la revista Islas en 1972, e incluida en el tomo Joaquín Lorenzo Luaces. Comedias (ob. cit. [1984]).

12

La escuela de los parientes fue editada por primera vez en el mencionado volumen de Comedias (ob. cit. [1984]).

13

En el citado texto de Garzón Céspedes y Carlos Espinosa (ob. cit. [1984], p. 16).

14

Wilfredo Cancio Isla: «Otra vez Luaces a escena», en Trabajadores: 2, agosto 22, 1985.

15

También aparece recogida, en primera edición, en el volumen de comedias citado, en 1984.

16

Al seguir el orden en que las escribe su autor, debemos hacer referencia, en primer lugar, a El becerro de oro, fechada el 3 de abril de 1859, aunque editada en 1964 y estrenada en 1967. El mendigo rojo, por su parte, fue escrita también en 1859, leída y luego defendida por su autor en sesiones públicas del Ateneo en marzo de 1865 y publicada en 1866, dato por el cual, en muchas ocasiones, la crítica la menciona con antelación a El becerro de oro. Para lo relacionado con la puesta en escena de El mendigo rojo, ver el prólogo a la edición de Arturo de Osberg, donde el investigador Ricardo Hernández Otero (Joaquín Lorenzo Luaces: Arturo de Osberg. «Prólogo» de […] Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1983) ofrece el dato sobre su estreno en 1867, a raíz de la muerte de Luaces, llevado a efecto por aficionados dirigidos por el actor Pablo Pildaín, de la Sociedad El Pilar.

17

Ha sido objeto de atención, tanto para la historiografía de nuestro teatro, como para la crítica, el uso de palabras y frases de sorprendente cubanía, actua-

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lidad y vigencia, como son los casos de «traqueteo», «nequaquara», «jelengue», «molote», y otras expresiones. 18

Esta complicada estructura fue objeto de críticas, que fueron rebatidas oportunamente por Luaces cuando afirmó, en relación con la presumible falta de unidad de acción en su drama: «Ante todo me ha parecido extraño que, presentándose mi drama con los atributos del romanticismo, se haya tratado su unidad con el mismo rigor que Horacio hubiera desplegado con una tragedia de Séneca.» En El Palenque Literario (número 2 y 3. Imprenta «La Idea», La Habana, 1882, tomo III, p. 51.

19

Rine Leal: ob. cit. (1975).

20

A tigre, zorra y bull-dog, escrita en 1863, fue publicada por primera vez en 1979 por Rine Leal en la selección Comedias cubanas. Siglo XIX (ed. cit. [1979]). Se estrenó en 1984 en la revista Islas y se había estrenado un año antes, en 1970.

21

Se ha señalado en estas obras influencia directa de Molière —El avaro, Las preciosas ridículas, entre otras—, cosa que el propio Luaces indicó al inicio de alguna de sus obras: «Como Molière en Bourgeois, he escrito yo mi Fantasmón […]», pero en tal sentido nos inclinamos por la apreciación de que, «si la perspectiva es molieresca, el resultado es nuestro, y no estamos ante la cómoda adaptación o nacionalización de temas y ópticas extrañas, sino por el contrario, ante una sabia cubanización del sentido cómico […]». Ver Rine Leal: «Prólogo», en ob. cit. (1979), p. 27.

22

En el citado prólogo de Rine Leal (ob. cit. [1979], p. 28), dicho autor considera que el catedraticismo puede ser tanto blanco como negro «pues denota un mal colonial, la imitación, que define a todos».

23

El drama El conde y el capitán escapa de nuestras posiblidades de análisis por no encontrarse localizable. Arturo de Osberg, por su parte, que se creyó durante mucho tiempo perdida, fue editada en 1983 por el Instituto de Literatura y Lingüística y la Editorial Letras Cubanas, con prólogo de Ricardo Hernández Otero. Ha sido presentada por radio, pero no ha sido llevada a la escena teatral. Aristodemo fue editada en 1867 y 1919. Según afirma Ricardo Hernández en el citado prólogo, El mendigo rojo se leyó y discutió «en las sesiones de una academia literaria a la que asistía, entre otros, José Fornaris».

24

Así afirma Rine Leal en La selva oscura (ed. cit., tomo I, p. 446). A ello también hizo referencia Enrique Piñeyro en su estudio «Una tragedia griega por un poeta cubano» (Joaquín Lorenzo Luaces:

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Aristodemo. Estudio preliminar por […]. Imprenta del Siglo XX, La Habana, 1919) —que sirve de prólogo a la edición de 1919 de Aristodemo— en el cual asevera: […] Los poetas italianos mostraron siempre grande afición por la terrible y lastimosa leyenda de ese rey de Mesenia; y apartándose más o menos del texto original del Pausanias […] lo han puesto en escena primero Dottori […] y sobre todo después el ilustre Vicente Montel […]». 25

En relación con este personaje José Juan Arrom afirma: «Yo creo ver en este personaje otra reaparición

del Mohamed de Voltaire.» A partir de esta tesis argumenta toda una serie de puntos de contacto entre ambas obras y personajes que lo lleva a concluir: «Mohamed y Theon son, por tanto, la misma bestia con distinto nombre. Voltaire la hizo árabe para escapar de las iras de la reacción francesa. Luaces la hizo griega para burlar la censura de la reacción española» (José Juan Arrom: Historia de la literatura dramática cubana. Yale University Press, New Haven, 1944, p. 60). 26

En el Ateneo, en marzo de 1865, Luaces defendió El mendigo rojo de los criterios esgrimidos por José Fornaris, Manuel Costales y Fernando Saavedra en cuanto a la carencia de unidad de dicha obra.

2.13 LA PROSA REFLEXIVA ENTRE 1844 Y 1868 2.13.1 La crítica literaria Nuestra crítica literaria se desarrolla entre 1844 y 1868 marcada por la cada vez más ostensible búsqueda, frente a la tiranía de la metrópoli, de una definición de cubanía en pleno proceso de su formación. El gobierno español percibía el rechazo siempre creciente de los cubanos a su autoridad y en esas circunstancias, toda manifestación fuera de su tutelaje podía considerarse —en el terreno ideológico— una actitud infidente, susceptible de recibir todo el rigor de la ley con la cárcel, el destierro o la muerte. Aunque a los cubanos se les hacía entonces muy difícil expresar su cultura sin el temor de señalarse contra el opresor régimen colonial, el cultivo de las letras y la indagación en torno a distintas disciplinas científicas se abrieron camino en la manifestación de lo cubano, a través de sociedades de instrucción y recreo, tertulias literarias, publicaciones periódicas y compilaciones poéticas. La reacción del gusto poético, iniciada por Rafael María de Mendive, logró variar de manera sustancial las condiciones de nuestra crítica, cuyas labores fueron más intensas en la medida en que las obras alcanzaban mayor calidad. Sin embargo, si bien nunca ha sido comparada con el esplendor de los tiempos del mecenazgo de Domingo del Monte, o el que obtendrá hacia las últimas décadas del siglo, durante los veinte años señalados la crítica literaria tuvo valores no del todo reconocidos, limitados a los de la

entonces figura juvenil de Enrique Piñeyro, cuando, en realidad, los propios cultivadores del verso, preocupados por el exceso de falsos poetas imperantes o por las generalidades de nuestro romanticismo, también ejercieron la crítica con ideas muy significativas. Precisamente entre 1844 y 1868 se funda —y languidece— el Liceo Artístico y Literario de La Habana, y hacia 1861 se inaugura el de Guanabacoa. Junto con las numerosas actividades de diverso perfil celebradas en esas instituciones, fue importante para la crítica el intercambio de ideas en torno a la creación literaria; las polémicas desarrolladas en aquellas sociedades tocaban al mismo tiempo temas teóricos o de la práctica literaria y estética. Paralelamente, hubo esfuerzos personales por fomentar el encuentro de opiniones en torno a la producción nacional y foránea; lo hacían Ramón Zambrana, Rafael María de Mendive y, sobre todo, Nicolás Azcárate, en sus famosas tertulias. Tanto en las sociedades de instrucción, como en dichas tertulias, el análisis de las obras no constituía sólo el objetivo para reunir a los interesados. Al tiempo que se presentaban los cultivadores de las distintas manifestaciones para dar a conocer el último texto escrito, divulgar la actualidad literaria europea, o las más recientes corrientes filosóficas y estéticas, también se hallaba marco propicio para el debate en torno a cada tema presentado. La intensa gestión desplegada por el Liceo de Guanabacoa se debió, en gran medida, a la con-

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tribución de Nicolás Azcárate, presidente de su sección de discusiones literarias. Azcárate había sido siempre, más que un crítico literario, un difusor cultural. Su crítica casi se redujo a espaciadas crónicas teatrales. Sin embargo, hay que destacar que fue notable su labor para dar a conocer los valores de los más importantes representantes de la renovación poética, 1 a lo que contribuyó, sin dudas, su voluntad de acercamiento crítico a la realidad literaria. A pesar del relieve indiscutible de los liceos y tertulias como instrumentos para la expresión de las ideas con respecto a la literatura, fueron las publicaciones periódicas los medios idóneos en donde se destacó la crítica de entonces. Habría que señalar como los más importantes órganos en el ejercicio crítico la Revista de La Habana (1853-1857), dirigida por Rafael María de Mendive y José de Jesús Quintiliano García, y la Revista Habanera (1861-1863), fundada por Juan Clemente Zenea. Al editar publicaciones destinadas a la estimulación del hecho literario entre la juventud cubana, la actitud asumida por sus directores era eminentemente crítica, lo cual no significaba la elección siempre más justa, ni la presentación más valiosa, debido a que en muchas ocasiones el interés por distinguir la literatura nacional del momento les llevaba a exagerar las virtudes de los jóvenes poetas que daban a conocer. No obstante, diseminada por notables revistas de la época como Flores del Siglo (1846-1847; 1852-?), Brisas de Cuba (1855-1856), Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (1860), y Cuba Literaria (18611863), entre otras, nuestra crítica entre 1844 y 1868 ha permanecido sin que se le reconozca en el justo valor de sus aportes. Junto a la figura de Enrique Piñeyro, puede hablarse en este período de Rafael María de Mendive, Ramón Zambrana, José Fornaris, Juan Clemente Zenea y Ramón Palma, quienes dieron su parecer sobre más de un tema literario con relativa sistematicidad, lo cual permite, a pesar de lo disperso de sus obras en nuestra prensa decimonónica y la posibilidad de que otras muchas no hayan llegado a nuestros días, lograr una idea más objetiva de sus valores como etapa de transición hacia la muy significativa

crítica finisecular. Podríamos citar otra serie de figuras que durante la época, y de manera ocasional, publicaron trabajos de crítica literaria, como Joaquín Lorenzo Luaces, Manuel Costales, Fernando Valdés Aguirre, Idelfonso de Estrada y Zenea, Martín Vilaró y Carlos Navarrete. Tampoco puede pasarse por alto la continuación de la labor histórico-literaria de Antonio Bachiller y Morales, tangente a la crítica en muchas ocasiones. José Fornaris incursionó en la materia con no poco acierto; partía de la idea de que para ejercer la crítica se precisaba de un valioso caudal de conocimientos para hacer de ella un instrumento razonable de justicia e imparcialidad. El más significativo de los ensayos de Fornaris fue publicado en Cuba Literaria y se titula «¿Será preciso ser poeta para ser crítico?»,2 donde complementaba criterios vertidos por él años antes en la revista Floresta Cubana.3 A la necesaria instrucción, añadía la sensibilidad para comprender lo bello, bajo definidos postulados estéticofilosóficos. Aunque Fornaris —conocedor ya del positivismo— no podía darnos un enfoque totalmente científico de la realidad literaria, llegó a algunas conclusiones profundas sobre la naturaleza de las letras, como lo fueron sus opiniones en torno a la indiscutible unidad entre la idea y la forma. A la interrogante propuesta sobre la condición poética o no del crítico, respondía con una negativa, aunque no dejaba bien establecidas sus diferencias. Muy escasos fueron los trabajos críticos de Mendive que han llegado a nuestros días. Alguna vez opinó sobre Ramón Campoamor o Teodoro Guerrero; otras veces sobre la poesía de Miguel Tolón, Antonio Arnao o José Fornaris. La crítica literaria de Mendive se distinguía por el examen minucioso de la obra en sí. Poco dado a las generalizaciones, se dedicaba a desmembrar el objeto de análisis para llegar a conclusiones particulares sobre el proceso de creación, lo cual no significaba imposibilidad para teorizar sobre la literatura —como en su ensayo «Influencia de la poesía»—.4 En las bases de su credo estético estaba el predominio de la fantasía como garantía de una verdadera inspiración, que si no se conjugaba con el conoci-

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miento estricto de los cánones métricos, especialmente en la epopeya, no garantizaba la calidad del resultado literario («Colón», crítica a un poema de Ramón Campoamor).5 Una muestra de escrutinio detallado puede considerarse su crítica a las «Poesías de D. José Fornaris», donde tras detenerse en elogios sobre los aciertos de composición y en las ideas escogidas, consideraba al poeta una de las pocas excepciones dentro de la ola de mal gusto imperante. Como responsable máximo de esta perniciosa faceta epigonal de nuestro romanticismo, culpaba al afán de nuestros escritores por alcanzar rápida fama, y también responsabilizaba a la crítica literaria por el poco rigor en el enjuiciamiento, benevolencia de la que tampoco él escapó, como demuestra el propio artículo sobre Fornaris. El más agudo y sistemático de los críticos de este período —con excepción de Enrique Piñeyro— fue Juan Clemente Zenea, cuyas dotes se expandieron a través del ensayo, el estudio crítico y la reseña. Para Zenea era fundamento básico el conocimiento teórico acerca de las formas métricas y de toda la producción del país, al margen de su calidad, único modo de comparar y elegir lo mejor, en medio del desolado panorama que sufría la literatura hacia los años cincuenta, especialmente en el orden poético. Tenía en cuenta, además, que, para una valoración justa, la forma y el contenido debían ser por igual objeto de análisis. Zenea también era partidario de que la crítica era responsable de la proliferación alarmante de pseudoversificadores debido al poco rigor al enjuiciar la labor creativa. En su artículo «Rafael María de Mendive» 6 se quejaba de que no había verdadero intercambio de ideas entre los críticos y que tampoco se reflexionaba en torno a las diferencias y similitudes de nuestra literatura y las letras foráneas. Años después, al retomar el asunto desde las páginas de la Revista Habanera, Zenea se vio precisado a reconocer el vuelco repentino originado en nuestras letras, tras las publicaciones de Mendive y Luisa Pérez de Zambrana: «La patria está de enhorabuena; parece que ha llegado para nosotros una hora de regocijo en que ha cambiado favorablemente la dirección del talento […] presentándose escritos meditados y re-

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gularmente trazados con conciencia […]» 7 Una intensificación de la literaturidad estaba llamada a incidir en el comportamiento de la crítica y obligaba a ampliar las perspectivas y profundidades de los análisis. Quizás era Zenea, entre los poetas de la etapa que desarrollaron la crítica, quien mayor conciencia tenía de esta interrelación obra-receptor, aunque su visión del lado receptivo se limitara al de los entendidos en la valoración especializada y no al resto de la aristocracia criolla culta a quien estaba destinada la creación. Sin embargo, el acercamiento a la literatura nacional no colmaba sus inquietudes. Para Zenea eran atrayentes tanto la literatura española como la cubana, pero, además, otras literaturas como la polaca, francesa y norteamericana. Si al acercarse a las dos primeras se sentía cautivado por la poesía y la narrativa allí producidas, en el panorama trazado sobre la literatura de los Estados Unidos se extiende y aun prefiere otros géneros menos afines, como la oratoria o el ensayo filosófico. Zenea, a quien se empobrece al atribuirle los inicios del impresionismo en nuestra crítica, 8 era no sólo uno de los exégetas de mayor sensibilidad, sino también de mayor erudición, abierto a la polémica competente, enriquecedora y por tanto necesaria al pleno ejercicio de las labores de la crítica. Abrazado a criterios estéticos menos actualizados y una voluntad de aproximación a la literatura desde posiciones supuestamente imparciales —en el fondo dogmáticas—, Ramón Zambrana también se cuenta entre los hombres dedicados a la crítica literaria en la etapa de 1844 a 1868. Zambrana era muy dado a la polémica, no como intercambio de criterios, sino como intento de imponer su dictamen. De ello fue muestra elocuente la célebre polémica sostenida con su exdiscípulo Enrique Piñeyro a propósito de la música y la poesía, polémica desarrollada en 1865 a través de El siglo y la Revista del Pueblo. En aquellas oposiciones teóricas, y ante la imposibilidad de convencer a Piñeyro, partidario de la universalidad y del carácter abarcador de la poesía, el lenguaje de Zambrana revela un ánimo impositor, aunque se empeñara en aparentar que reconocía la necesidad del debate

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como fuente del intercambio y la confrontación de conocimientos. 9 Frente a las pujantes ideas del pensamiento hegeliano y el positivismo taineano, asumidas ya por Piñeyro, Zambrana se aferraba a la escuela de Gioberti y a la escolástica de San Agustín, lo que le impedía establecer las distinciones entre la forma y el contenido desde el punto de vista metodológico, y apreciar el papel determinante de la fantasía y la imaginación creativa. Consideraba al arte incapaz de expresar lo verdadero en su afán de alcanzar lo bello, negando su carácter reflejo y como instrumento para enriquecer nuestra visión sobre la realidad. Al emprender la crítica sobre la literatura nacional, Zambrana había sido más objetivo, pero su valoración de nuestras figuras literarias había adolecido de los defectos de sus condicionantes estéticas y del afán de tomar como paradigma de nuestra literatura a la española. Como afirmaba su contemporáneo Rafael Matamoros, su modo de ver nuestro proceso literario, más que panorámico era una «cronología bien anotada». Al ubicar los inicios de nuestra poesía en la corriente neoclásica, 10 Zambrana no pecaba de arbitrario, pues, aunque desde 1837 se tenía noticias de la existencia del primer poema épico escrito en Cuba, Espejo de paciencia, con sus sonetos introductorios, en realidad su texto era prácticamente desconocido, por lo cual resultaba lógico que, siguiendo la opinión generalizada en la época, reconociera como punto de partida las cercanas obras de Zequeira y de Rubalcava. Con respecto a la literatura nacional, Zambrana tenía el mérito de utilizar como punto de referencia, en mayor medida que los demás críticos, la recepción de la obra por parte del público, de ahí que en cada valoración, tras el análisis personal, se respire el ambiente de favorable aceptación, por parte de los lectores, de los escritores analizados. Es necesario referirse a la labor crítica de Ramón de Palma durante esta subetapa de su producción. Al menos hay constancia de ella en sus «Cantares de Cuba».11 El idealismo de considerar al juglar una clase social, definida por los argumentos que ofrece el autor desde posiciones de raíz positivista, no le impidió distinguir los

rasgos tipificadores de la poesía de nuestros campos (la décima), remontando sus orígenes al romance español. Junto con los aspectos literarios y extraliterarios del tipo estrófico analizado por Palma, puede señalarse como significativo el reconocimiento que él hace del elemento africano como posibilidad (no lo ve como fenómeno plenamente integrado) de la que desiste por la marginación del negro. Palma reconoció el valor de Domingo del Monte como primero en intentar una poesía nacional; sin embargo, sus alusiones y citas están tomadas de «el más famoso trovador de nuestros campos». Se refería a Francisco Poveda y Armenteros, a quien se le tiene por el iniciador del criollismo romántico. 12 Otros de sus artículos son muestras de sus preocupaciones en torno a la naturaleza de la literatura universal y la nacional. Particularmente el que lleva por título «Obras de Don José Jacinto Milanés», estaba motivado por la frialdad con que la crítica había reaccionado ante la edición de las poesías del cubano, a pesar de su acogida por parte del público. El análisis de la poesía de Milanés condujo a Palma a problemas teóricos sobre la función social de la literatura, entendida como guía del sentimiento universal, opuesto a su expresión como forma individual representando una escuela específica. Sus consideraciones sobre la poesía social distaban mucho de desentrañar su verdadera esencia, limitada al reflejo del pensamiento, no de la sociedad: «En este tipo de poesía no aparece en primer plano [decía] la personalidad del poeta […].» Más que relegar a un segundo plano al creador, Palma le atribuía un papel pasivo, lo que le impedía apreciar correctamente el carácter reflejo del arte con respecto a la realidad que, entendía él, debía expresar el creador. Por otra parte, si al determinar los valores de nuestra literatura, Zambrana necesitaba la española como punto de referencia, Palma colocaba nuestros más importantes valores (Heredia y Milanés) a la altura de los románticos europeos más encumbrados: Goethe, Byron, Víctor Hugo, Lamartine, sin olvidar a Zorrilla y Espronceda. En medio de la serie de exponentes de la crítica en esta etapa intermedia entre dos de las más

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destacadas de toda nuestra historia literaria (la delmontina y la finisecular), descuella la entonces joven figura de Enrique Piñeyro. Mientras que el resto de los críticos eran poetas por vocación, narradores u hombres de ciencias que paralelamente ejercían la crítica, Piñeyro se dedicó por entero al estudio de la literatura, sin cultivar otras de sus manifestaciones o indagar en otras fuentes del conocimiento. Quería ser crítico de libros, verle la entraña oculta, encontrar la fuente virgen donde brotaban las ideas y las formas de las obras literarias. Ese ha sido el afán de toda mi vida, no se hasta que punto lo he conseguido, pues siempre he permanecido en la actitud discipular, aprendiendo y ensayando en todo momento. 13 Las primeras ideas estéticas de Piñeyro estaban basadas en las enseñanzas de Ramón Zambrana a partir de Gioberti, y sólo posteriormente a su viaje por España (1861-1862), es que ve perspectivas más actualizadas y vislumbradoras en la filosofía de Hegel. Desde que comienza a colaborar en las revistas y periódicos de la época, pocos años después de silenciadas las más altas voces de la creación y la crítica, en 1844, 14 puede comprenderse que el encuentro con el positivismo, la filosofía hegeliana, así como sus otras influencias, sólo sirvieron de acicate a una orientación sustancialmente distinta de la aprendida durante las clases de Zambrana, como puede apreciarse en su primer trabajo importante, sobre Víctor Hugo, aparecido en Brisas de Cuba en 1856. A la par que sus intereses por nuestras letras, también se hizo ostensible desde un primer momento su preocupación por la literatura francesa, de ahí que fueran recurrentes sus trabajos sobre la temática. Durante la etapa, Piñeyro realizó numerosas publicaciones sobre teatro, narrativa y poesía, aunque lo dominara más la preocupación por la narrativa, en momentos de convergentes tendencias en el género: el romanticismo y el realismo, cuyas relaciones no supo ver. Fueron muy interesantes sus opiniones en torno al teatro. Pensaba que había falta de tradición interpretativa

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en nuestras tablas, y criticó con imparcialidad la abundante producción y pobre calidad de las compañías españolas durante sus temporadas en Cuba. Su crítica tenía en cuenta que una obra de este género encierra una doble concepción: desde la perspectiva literaria y desde la escénica. Frente a nuestra pobre tradición juzgaba posible el surgimiento de sólidos valores a partir de los autores nacionales. Fue por ello que se dedicó al análisis de obras escritas por Milanés (El Conde Alarcos) y por Luaces (Aristodemo). Al examinar el drama de Luaces trató de transitar la mayor cantidad de posibilidades de acercamiento hasta agotarlas. Desafortunadamente esto no pudo ocurrir —aunque parecía el propósito de Piñeyro— porque, a la muerte del dramaturgo, el crítico desistió de una empresa en la que no había sólo halagos para la obra. En cuanto a la poesía, desde los primeros trabajos tuvo conciencia de sus desorientados caminos bajo el mal gusto y de la necesaria renovación de nuestras letras, convencido de que la «edad de oro» de la poesía cubana había quedado atrás con el primer romanticismo. Es imprescindible destacar cómo Piñeyro fue uno de los primeros en introducir las ideas positivistas a través de sus artículos, especialmente aquél donde exponía de manera clara sus principios, «La filosofía considerada como ciencia positiva» (El Siglo, 1864), a propósito de una obra de Taine. El apropiarse de una orientación estética superior a la tradicionalmente observada hasta entonces entre los intelectuales cubanos, le permitió revelar a través de su crítica literaria su convicción filosófica, 15 aunque ello no siempre le dejara ver la esencia del fenómeno literario analizado. En la etapa surgieron algunas notables compilaciones de nuestros textos literarios, a pesar de que apenas se daban los primeros pasos en el desarrollo de esta faceta de la crítica. Es necesario señalar las antologías poéticas: Cuatro laúdes (1853), en la que Zambrana y Mendive tomaron parte; América poética (1854-1856), publicada por J. de J. Quintiliano García y también Mendive; Cuba poética (1855) a cargo de José Fornaris y Joaquín Lorenzo Luaces; y El laúd del desterrado (Nueva York, 1858) a ini-

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ciativa de Pedro Santacilia. Por otra parte habría que mencionar, además, el volumen Noches literarias (1866), de Nicolás Azcárate, en donde se recopilaron trabajos dados a conocer en sus famosas tertulias. Las compilaciones mencionadas demostraban una voluntad de selección no siempre en correspondencia con la mejor creación del momento, atendiendo, en ocasiones, a intenciones extraliterarias, a veces abiertamente políticas. La más significativa desde el punto de vista crítico fue Cuba poética, movida a ofrecer una selección distinta de las aparecidas hasta la fecha, una publicación con anotaciones crítico-biográficas e incluso textológicas. Al segmentar las diferentes etapas de nuestra literatura se siguieron criterios de periodización afines a la época, y es por ello que marca los inicios en Zequeira y Rubalcava. Para describir las etapas precedentes se había realizado una exposición cuidadosa de nuestros más importantes poetas, pero en la medida en que las etapas se hicieron más cercanas a las de los compiladores, la elección se apartó del rigor, cuando el propósito había sido, precisamente, elegir las poesías que más se habían distinguido hasta la fecha en Cuba. 16 Nuestros críticos advirtieron que las autoridades coloniales desestimaban aquellos aspectos de la educación en Cuba que más directamente podían contribuir a la formación de una intelectualidad prestigiosa y por ello se descuidaba la preparación de las disciplinas humanísticas, no había interés por el estudio sistemático de autores clásicos y se procuraba entorpecer el desarrollo integral del pensamiento. La incursión en un aspecto de nuestra literatura como la crítica entre 1844 y 1868, hasta el presente poco estimada por la historiografía, revela, si no excepcionales cualidades, al menos los resultados lógicos de un período de transición en nuestro proceso literario y demuestra cómo las restricciones impuestas por la metrópoli hacia toda manifestación intelectual eran intentos por impedir la oposición ideológica de los cubanos contra el gobierno español. Tomada conciencia cada vez más de las profundas diferencias entre Cuba y España, los escritores, exégetas y difusores culturales cubanos, toma-

ron partido por diversas tendencias políticas, pero en todos estaba latente la idea de la diferenciada identidad nacional y «desde luego que la literatura y la filosofía han estado siempre relacionadas con la política y ambas eran armas usadas por los cubanos para atacar de manera indirecta al gobierno colonial». 17 En tales circunstancias y ante la medianía literaria que se apreciaba hacia los finales de la década del cuarenta, el abordaje por parte de la crítica, aunque en distintas direcciones, no fue del todo próspero. Languidecen las polémicas, a pesar de que se conoce más de una, pero en cambio la ironía hiriente, esa forma casi agresiva de criticar presente en otras etapas, cedió lugar a una intención más solidaria. Se advierte cómo el análisis de la literatura nacional ganó cada vez mayor atención, puesto que pocas veces la literatura española fue objeto de estudio. Esto no significó introspección, sino apertura hacia nuevas direcciones de la literatura europea y, en menor intensidad, hacia la latinoamericana. El romanticismo y el realismo francés centraron la mayor atención. Nuestra crítica concebía la literatura como una actividad en función lúdicra y moralizadora, un deber ser de la sociedad reflejada en la creación y no el reflejo de la sociedad tal cual se desarrollaba. Estas limitaciones impedían comprender, en toda su magnitud, por qué la literatura francesa mostraba ciertas zonas de la realidad en donde aparecían los males sociales con gran crudeza. El mejoramiento de los hombres no se lograría reproduciendo sus males y defectos, sino creando tipos ideales e imitables. A la novela realista atribuía la condición de novela social, francamente temible para ellos, ya que los cuestionamientos de tal naturaleza no competían a la esfera de la creación artística, sino a la de la política. El reconocimiento de las diferencias entre creación y exégesis no deja de ser destacable. Aunque a lo largo de la crítica entre 1844 y 1868 fueron constantes las manifestaciones de la poesía y la narrativa que cultivaban sus hacedores, no debemos confundir estas cualidades con el afán impresionista de hacer una obra de arte a partir de otra. Además de esa virtud de hacer

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crítica literariamente, las preocupaciones sobre las particularidades, rasgos y estado de la literatura cubana fueron más profundas de lo que pudiera parecer tras alguna metáfora, y constituyeron el verdadero centro de las inquietudes a cuyas respuestas trataban de llegar. Tampoco fue una crítica preceptista. Se trataba de orientar al creador sobre sus defectos, de un lado, y del otro, a los lectores, sobre lo que en verdad era digno de elogio. La alta estimación por la labor orientadora del crítico, hacía comprender el porqué de la insistencia en el análisis ya no sólo de obras y autores, sino de la propia crítica para llamarla a jugar un papel más activo en el proceso de creación. La destacada crítica finisecular no surgió repentinamente, fue el resultado de un largo proceso de búsquedas y de un devenir paulatino, pero ascendente, que la llevaría a alcanzar lugares cimeros en nuestra literatura, a la par con la poesía y la narrativa, de las que antes había quedado a la zaga. 2.13.2 La obra erudita de Bachiller y Morales. Historiadores y científicos En 1859 Cirilo Villaverde, comentando una novela costumbrista, alude a la necesidad de difundir el movimiento científico y literario de la isla, pues, en su criterio, «[n]o cabe engrandecimiento ni cultura verdaderos y eficaces, sin que marchen de acuerdo esos dos movimientos; observación que está al alcance de la más mediana inteligencia».18 Ese mismo año se materializa un importante esfuerzo, en ese sentido, con la aparición de los Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la isla de Cuba, de Antonio Bachiller y Morales (1812-1889), considerado por algunos críticos 19 el aporte supremo de este autor a la cimentación de la cultura cubana y expresión de su proteico romanticismo; estilo a cuya asimilación en nuestro ámbito contribuyó, como él mismo indica, y del que realizara un ferviente alegato en la famosa polémica de 1838. 20 En los Apuntes (editados en tres volúmenes, entre 1859 y 1861) Bachiller recopila trabajos

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publicados en varias revistas y periódicos de la Isla y España, junto con nueva información, para dar noticia del adelanto intelectual de la isla, desde la conquista hasta mediados del siglo XIX, aproximadamente, atendiendo a instituciones, obras y personalidades destacadas (galería de hombres útiles), centrándose básicamente en la extensión de la educación (primaria, secundaria, profesional y universitaria) y la literatura, con la introducción de la imprenta. Por el catálogo de publicaciones periódicas (1781-1840) y el de libros y folletos, se le ha reconocido como el padre de la bibliografía cubana.21 La idea de que el progreso social atraviesa por diferentes estadios, con un sentido superador, y el modo en que se evidencia la función que desempeñan las ciencias, en el bosquejo trazado en éste y otros textos, abonan la recepción y ulterior arraigo del positivismo en nuestro medio. Con una concepción subjetivista de la historia, que otorga un papel determinante a ciertas individualidades en su transcurrir, Bachiller había venido destacando en sus colaboraciones periodísticas aquellas personalidades que consideraba de mayor incidencia en el enriquecimiento material y espiritual de la isla. Al mismo propósito responde la inclusión de un grupo de bocetos biográficos en los Apuntes, con lo cual enaltece varias figuras desdeñadas por los historiadores integristas. Martí, quien domina con maestría el género, resalta el mérito de esta parte de la obra bachilleriana y hace la siguiente observación: «En esas biografías es donde, con la fuerza del asunto, se muestra más elegante y agraciado aquel estilo suyo, deslucido por su hábito de emitir sin condensar […] por aquel bello desinterés con que escribía, más cuidadoso de la noticia útil […] que de la fama que pudiera venirle por la galanura en expresarla.» 22 Del mismo modo, Bachiller bosqueja, junto con los progresos de la enseñanza, el desenvolvimiento de las ideas en Cuba. Así aparecen, de manera dispersa, las concepciones económicas, éticas, jurídicas, filosóficas, pedagógicas, científicas, difundidas por J. Vélez, F. Varela, F. Poey, J. de la Luz y otros intelectuales criollos. Dedica un capítulo a los «Historiadores de la Isla de Cuba», en donde menciona a los iniciadores:

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Ambrosio Zayas Bazán, José Martín Félix de Arrate y Agustín Morell de Santa Cruz, para dejar constancia de los esfuerzos realizados en la década del treinta, a fin de concretar una historia de Cuba totalizadora y con una concepción moderna. Señala que a ese empeño contribuye sobremanera la gestión de la Sociedad Económica en diversas direcciones, especialmente con sus Memorias. A Ignacio Urrutia dedica un capítulo aparte. Afirma Bachiller que «la literatura comenzó en Cuba por la poesía»,23 pero justifica la falta de un cabal conocimiento de esos orígenes y del desarrollo del género hasta finales del siglo XVIII, con los efectos del «clima destructor» y la negligencia en la conservación de los textos. Ya varios autores han señalado que Bachiller no da crédito a Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa; ni siquiera lo menciona cuando se refiere a las «obras del ilustre Morell, sobre cuyo mérito escribió un excelente artículo don José A. Echeverría en El Plantel…» 24 Asegura, además, que nuestros factores raigales están en los primitivos habitantes, cuya evolución queda trunca a causa de la conquista española y lo que esta comporta, y que, como «nosotros apenas tenemos una idea de los areítos cubanos y casi nada poseemos de la historia literaria y civil de los primeros arrojados españoles de quienes descendemos», 25 «[e]l autor de este escrito ha procurado conservar las tradiciones de Cuba primitiva…» 26 De este modo, haciéndose eco de las tesis de José A. Saco, prevalecientes en la mentalidad de la burguesía esclavista criolla, Bachiller excluye del proceso formativo de la nacionalidad y la cultura cubanas a los africanos y sus descendientes, al tiempo que fomenta una línea investigativo-interpretativa que llegaría al presente siglo.27 El nexo de estas presunciones con el auge del siboneyismo y el criollismo a mediados del siglo XIX es palmario. Bachiller insiste en que la décima es la estructuración estrófica más ajustada a la aprehensión de lo propio y lo popular, 28 pero llega a aceptar que la búsqueda de modelos en la lírica española es conveniente a fin de mantener una tradición, con lo cual continúa más apegado a los postulados delmontinos

que a los detentados por los restauradores del buen gusto, quienes se inspiran con preferencia en la poesía inglesa o francesa, como una de las vías para desespañolizar nuestra lírica. A su vez, todos los defectos de la creación poética insular son explicados por las características que presenta la literatura española, ya que, según él, «[l]a poesía de una provincia debe ser semejante a la de la madre patria en la misma época…» 29 Por otra parte, sigue fiel al criterio que el progreso de la civilización determina forzosamente que las creaciones más recientes sean superiores a las del pasado. Resulta curioso que, a pesar de su preferencia por el siglo XIX y que Bachiller se (auto) valore como uno de los más pugnaces defensores y difusores del romanticismo, escapen de su estimativa los principales exponentes de este movimiento en Cuba. Las insuficiencias informativas y valorativas de Bachiller en cuanto a la poesía, propiamente, quedan más al desnudo si se piensa en otros intentos del período (por ejemplo, el prólogo y las notas de Joaquín Lorenzo Luaces y José Fornaris a la segunda edición de Cuba poética o «Fragmentos de un ensayo sobre la poesía en Cuba», de Enrique Piñeyro, ambos de 1861). Aunque el autor de los Apuntes argumenta e insinúa las razones de su parquedad: señala que después de 1848 la prensa da amplia cabida a la producción literaria, el acceso a las obras es más fácil, dos discípulos suyos se encuentran enfrascados en el estudio de esa etapa, 30 «en que ha consignado mi existencia motivos literarios de amargura y esperanza, de actividad y desengaño que me alejan del propósito de describirla». 31 Esta autolimitación se patentiza al abordar otras manifestaciones, como es el caso de las escénicas, en donde no trasluce toda la importancia que Bachiller confiere al teatro por su idoneidad para una amplia irradiación y enraizamiento de normas éticas y estéticas en la sociedad. En una de sus frecuentes digresiones afloran nuevamente sus prejuicios socioclasistas y racistas, junto con el deseo de demostrar el avance de la sociedad cubana. Así dice que «[e]n épocas más recientes se mejoró el estado de la moral pública, estrechándose cada vez más el círculo en que aún campeaba la indecencia de

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las canciones unidas al baile, unas veces creación de la gente mestiza del país; otras importada por los presidiarios de México». 32 Aquí habla nuevamente de «una mezcla de los aires nacionales y las reminiscencias indígenas», 33 sin ahondar en el supuesto. Después de afirmar que «[l]a poesía dramática es la que menos ha figurado en la Isla de Cuba…»,34 ofrece unos datos escasos e inconexos, tomados del cronista Parra y El regañón…, para luego comentar con cierto detenimiento El príncipe jardinero y fingido Cloridano, adjudicándole por autor a fray José Rodríguez, no obstante mencionar que se imprimió a nombre de Santiago Pita. Se refiere a la acogida del público y de la crítica, sumándose a aquéllos que le encuentran méritos, pero haciendo la siguiente salvedad: «No creemos que […] sea una obra que no incurra en todos los vicios de su época; ella está inspirada por los recuerdos de la Edad Media y la lectura de los grandes escritores del drama español…»35 Trata después a Francisco Covarrubias, basándose en la biografía de Millán y en el criterio de que «no es tan notable como escritor como lo fue como actor; en este último concepto fue un genio que se formó a sí mismo…» 36 Termina confesando: «Nada más sabemos de los primeros días de la literatura dramática en Cuba.» 37 En resumen, los descuidos en la expresión —tan traídos y llevados por los críticos— son deficiencias pasajeras en relación con las grandes omisiones de información —a pesar de la aparente meticulosidad y derroche de datos—, la escasa valoración, las suposiciones vagamente fundamentadas, las contradicciones conceptuales, las imprecisiones y errores, lamentablemente repetidos por autores que se sirvieron de los Apuntes como fuente. Con todo, se trata del germen de una historia literaria de Cuba, e incluso de nuestra historia cultural, por su intento de hurgar en los factores que intervienen en su peculiar conformación y consignar las vicisitudes de su marcha ascendente, debido al método genético-evolutivo en que se asienta, y del que deviene una expectativa confiada en el porvenir. Sin embargo, esta tentativa de evidenciar los progresos y valores de la cultura criolla —y que

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implícitamente se enfrenta al escamoteo de los integristas hispanos— fermenta un estado emocional y de conciencia, propiciadores de la acción armada independentista que se quiere evitar. Esta funcionalidad política de los Apuntes tiene, por supuesto, mayor trascendencia que la cognoscitiva que le es inherente, y puede considerarse, a su vez, como la condicionante fundamental para que Bachiller, desde su posición reformista, devenga un pionero en los esfuerzos por articular una historia literaria nacional en el ámbito latinoamericano. 38 Señala Beatriz González que «[l]as dificultades para entregar lo que era la literatura nacional, y, por ende, su historia, estaban en relación con el carácter agresivamente antiespañolista que asumió el proceso de emancipación cultural». 39 En el caso de Bachiller no hay negación, sino por el contrario una aceptación del carácter provincial de nuestra cultura. El contexto histórico sociopolítico y las concepciones del autor de los Apuntes esclarecen, asimismo, otro rasgo distintivo en relación con la caracterización general ofrecida por la mencionada autora en su ensayo La historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX, donde señala que «[l]a reproducción del modelo europeo como patrón civilizador a seguir determinó ideológicamente que concibieran el origen de sus historias a partir de la llegada de los conquistadores españoles, relegando no sólo el riquísimo pasado indígena sino coartando el reconocimiento de las culturas populares…» 40 Y agrega, en una nota al pie: «En casos, la historiografía conservadora rescataba las culturas indígenas, pero como pasado clausurado, como etapa pre-hispánica…»41 En este sentido, pues, Bachiller también constituye «un caso extremo», ya que si encuadra dentro de las concepciones que toman como canon de civilización a Europa, por otra parte, pretende rescatar un pasado aborigen que, a diferencia de lo que sucede en el continente latinoamericano, es mucho más pobre y sí está clausurado, por lo que es preciso armarlo con elementos que den apariencia de legitimidad a esa tradición. Ese intento insufla aliento patriótico a su obra, pese a la mentalidad racista y colonialista del autor, quien en otros aspectos también se manifiesta

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de manera distinta al grueso de los que se aproximan a la reconstrucción del proceso cultural en los países hispanoamericanos. Éstos «en raras oportunidades lograban reconocer la existencia de una cultura popular oral en español»; 42 en contraposición, sólo basta recordar las apreciaciones de Bachiller sobre la décima. Después de los Apuntes, Bachiller continúa erigiendo una obra de multifacéticas aristas indagatorias, que abre cauce a la lingüística, la arqueología, la antropología y la etnografía, sin restar atención a las cuestiones vinculadas con la ética, la estética, la historia, el derecho o la economía política, a las que busca una integración, sobre una base humanista, en una teoría general que engarce a las particulares. Aunque en la década del sesenta, para él, esta teoría general sigue siendo la filosofía, ya se expresa críticamente respecto a los pensadores alemanes clásicos y sus epígonos; actitud nada ajena a las seducciones positivistas. Bachiller, como otros intelectuales criollos de esta etapa, da preeminencia al papel desempeñado por las ciencias en el progreso social, sin que esto implique una ruptura con sus supuestos anteriores. Es sabido que el sentido de la historia de los románticos, como perfección necesaria y constante, pervive en Comte y otros positivistas. La tesis de la evolución sin saltos que sostienen estos últimos convence, sin lugar a dudas, a todos aquellos que ven como un peligro para sus intereses y para la tranquilidad de la isla la violencia revolucionaria. El inveterado pacifismo de Bachiller y su repudio a una acción violenta que pudiera convertir la isla en una nueva Haití, conjugados con sus concepciones evolucionistas, lo mantienen alineado al reformismo de la burguesía esclavista criolla. Incluso después de haberse iniciado nuestra primera gesta nacional liberadora, cuya posibilidad de triunfo ve con escepticismo, apoya todavía una propuesta de gobierno autonómico, en las reuniones efectuadas en casa del marqués de Campo Florido. No obstante, las autoridades españolas recelan de este reputado intelectual de ideas liberales y opuesto a la existencia de la esclavitud; por eso, y otras razones íntimas que turban su ánimo, parte hacia Esta-

dos Unidos de Norteamérica, donde permanece una década, sin que deje de estar atento al proceso independentista cubano, mientras aumenta el caudal de sus conocimientos. 43 De vuelta a la patria, después del Pacto del Zanjón, e inmerso en el ambiente político y cultural del autonomismo, publica otros textos importantes. En el prólogo al álbum Tipos y costumbres de la isla de Cuba 44 define la significación del género y recorre su evolución, desde sus esbozos en el Papel Periódico, sentando pauta a estudios posteriores sobre el tema, entre ellos el de Emilio Roig de Leuchsenring. Es precisamente Emilio Roig quien, como Historiador de la Ciudad de La Habana, posibilita la reedición, en 1962, de Cuba, monografía histórica que comprende desde la pérdida de la Habana hasta la restauración española,45 argumentando que «se considera por la crítica como la obra mejor escrita sobre estos hechos tan importantes de nuestra historia».46 No cabe dudas de que el deslumbramiento ante la prolijidad de datos y los hallazgos documentales es lo que pesa en ese juicio. Este hecho histórico está hiperbolizado por Bachiller, tal y como lo hizo Francisco de Arango, a finales del siglo XVIII, forjando una especie de mito que perdurará en los ensayistas e historiadores que le suceden. Los propósitos de ambos son bastante semejantes: convencer a la tozuda España de que debía estar dispuesta a conceder cualquier prerrogativa, con tal de no perder una posesión tan valiosa como Cuba; la adecuación de este mensaje a las nuevas circunstancias se transparenta en las frecuentes digresiones alusivas al momento en que escribe Bachiller, quien, de este modo, colabora con las gestiones autonomistas. En el mismo año 1883 en que se publica la monografía sobre la ocupación inglesa, es reeditada Cuba primitiva. Origen, lengua, tradiciones e historia de los indios de las Antillas Mayores y las Lucayas que, junto a otros escritos como Disquisición crítico-histórica sobre el ajo y las batatas de Cuba (1882), le franquean el acceso a varias instituciones científicas del mundo y son encomiadas por prestigiosos intelectuales extranjeros. En Cuba primitiva… 47 el autor trata del origen, las tradiciones y las lenguas de los indíge-

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nas americanos, referidas especialmente a los aborígenes de Cuba y las Antillas Mayores, para dejar establecida su especificidad respecto a las culturas precolombinas del continente americano. Las reflexiones y supuestos en que se cuestiona que el origen del hombre americano sea europeo, 48 a pesar de su endeble argumentación y base científica, resultan de interés por su significación política, como supo aquilatar José Martí, quien lo catalogó de americano apasionado. Varios críticos destacan lo novedoso de ciertas tesis de Bachiller, algunos que lo más valioso y original de este trabajo son los vocabularios. Todavía en 1935 Fernando Ortiz lo pondera como «el intento más meritorio de reconstrucción arqueológica hecho en Cuba». 49 Pero, como ocurre con los Apuntes, estudios posteriores han desactualizado su valor científico. La adscripción de Bachiller al método genético-evolutivo se observa igualmente en una de las últimas obras que publica y donde alcanza una elaboración más ensayística: Los negros (1887). En ella hace el recuento del origen y evolución de la esclavitud y del nacimiento y progresión del abolicionismo en Cuba, precisamente cuando acaba de hacerse efectivo el cese de la primera, que ve como natural corolario del segundo, haciendo, desde luego, un enfoque unilateral de la cuestión, en correspondencia con su óptica socioclasista. Obvia tanto las acciones de los propios esclavos para escapar de esa condición, como el comportamiento de la Guerra del 68 ante este problema y sus consecuencias ulteriores. Aunque anticipa las búsquedas primigenias de Fernando Ortiz, Bachiller continúa aferrado al concepto de nacionalidad formulado por José A. Saco, cuyo relieve histórico trata de fijar en el texto. Es decir, el enfoque corresponde a la perspectiva ideológica de los años treinta y cuarenta. También se percibe en algunos pasajes un subido tono testimonial. Es obvio el parentesco metódico y conceptual entre Los negros y otros trabajos de Bachiller con los elaborados por Saco sobre la trata, la esclavitud y la población indígena, cuya expresión «más densamente erudita» 50 es la Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta

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nuestros días. Se sabe, además, que las campañas de Saco contra la trata negrera y el despotismo colonial, primero, y la anexión de Cuba a Estados Unidos, después, tienen honda repercusión en el pensamiento de la época, y como tal están presentes, de una forma u otra, en el debate ideológico que se da en el campo de los trabajos históricos a partir de la década del cuarenta. Historiadores y científicos En una polémica con Saco acerca de los valores de la poesía herediana —pero cuyo trasfondo es netamente político—, comienza a ganar relieve intelectual el gallego Ramón de la Sagra (17981871). Durante los años que vive en Cuba acopia una valiosa información que nutre sus libros: Historia económico-política y estadística de la Isla o sea de sus progresos en la población, la agricultura, el comercio y las rentas (La Habana, 1831), que es, como indica el subtítulo, una historia económica —enfoque inaugurado por Arango entre los escritores criollos—, con una marcada influencia del Ensayo político sobre la isla de Cuba (1827) de Humboldt, y que está dedicada al superintendente de Hacienda Claudio Martínez de Pinillos, quien le brindó amplio acceso a la documentación de las más importantes instituciones de la colonia; su monumental Historia física, política y natural de la Isla de Cuba (que se va editando por entregas en París, entre 1837 y 1857), donde trata lo concerniente a los aspectos físico y político en los dos primeros volúmenes y en los diez restantes las investigaciones del autor y otros científicos europeos sobre la flora y la fauna cubanas; e Historia física, económico-política, intelectual y moral de la isla de Cuba (París, 1861), en cuyos doce capítulos y el prólogo expone sus criterios, con una información actualizada por un nuevo viaje a Cuba, siguiendo el ordenamiento del título, pero —como advierte el propio autor— «no concretado a la exposición aritmética de los hechos, sino a su apreciación filosófica y a la deducción de consecuencias aplicables al progreso del mismo adelanto de donde nacían»,51 lo cual indica no sólo un sentido moderno y ensayístico del

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discurso histórico, sino también su funcionalidad política. Sagra, usando en su argumentación las tesis jerarquizadoras de razas y clases que sirven de sostén al colonialismo, exculpa la existencia de la esclavitud, considerándola un estadio natural en la evolución de la humanidad, en tanto ataca solapadamente la ineptitud de los hacendados criollos, suscitando la réplica de Saco, ineficaz, por cuanto la magna obra de este ve la luz más de una década después. Cuba en 1860, o sea cuadro de sus adelantos en la población, la agricultura, el comercio y las rentas públicas (París, 1862) es, en puridad, una refundición de los escritos de Sagra, publicados desde 1827. Esa manipulación del proceso histórico de la colonia cubana encontrará continuidad en la obra del gaditano Jacobo de la Pezuela (1811-1882). Como es usual en la época, su Ensayo histórico de la isla de Cuba va apareciendo por entregas —publicadas inicialmente en Nueva York, desde 1842— hasta 1848, cuando se cohesiona en un volumen. Para la más meritoria de sus producciones, el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba (1863-1866) procesa gran cantidad de datos y aprovecha los estudios de sobresalientes científicos criollos. Pero su desembozado partidismo colonialista le hace silenciar los valores intelectuales criollos y mostrarse despectivo ante modalidades lingüísticas particulares. A pesar de ello, el Diccionario de Pezuela fue «saqueado» por varias generaciones de historiadores. Del mismo subjetivismo y parcialidad está impregnada la Historia de la Isla de Cuba, editada en Madrid, en cuatro volúmenes, entre 1868 y 1878. Los textos de Sagra y Pezuela, no obstante su perspectiva integrista colonialista —en la que subyace una raigambre liberal, como en los autores criollos—, por su afán totalizador y amplia base bibliográfico-documental (obtenida en los archivos de diversas instituciones y bibliotecas de la isla y el extranjero) influyen en el ensanchamiento y sistematización de los conocimientos acerca de las condiciones geográficonaturales, la población y la organización socioeconómica y política, desde los albores de la colonización hasta los años sesenta del siglo

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Como se ha dicho, ese enfoque provoca la contraposición de los intelectuales criollos, quienes atacan a la metrópoli hispana, poniendo de relieve, incluso, la superioridad de su colonia en múltiples aspectos. A la postre, este diálogo polémico será un nutriente más de la conciencia anticolonialista que cristalizará en la irrevocable decisión de alcanzar la independencia. Debido a la situación política existente en la isla, son los intelectuales que han emigrado al extranjero los que tienen la posibilidad de publicar sus trabajos históricos, como parte de la ofensiva antiespañolista. Entre ellos el matancero Pedro José Guiteras (1814-1890), cuya amistad con José A. Saco —iniciada en España durante la década del treinta— ejerce un notable influjo en sus ideas. Entre sus escritos sobre cuestiones pedagógicas, políticas e históricas se destacan su Discurso sobre educación moral y religiosa en Cuba (1848), Cuba y su gobierno (1853) y su Historia de la Isla de Cuba, que va componiendo en Rhode Island, a mediados del siglo, y publica en los propios Estados Unidos entre 1865 y 1866. Para J. A. Portuondo, Guiteras «es ya un historiador moderno, armado de todos los recursos historiográficos de su tiempo que supo aprovechar en su obra los datos acumulados por Pezuela…»52 Ahora bien, la versión de Guiteras difiere de la del historiador gaditano, dada su intención de hacer «justicia al mérito del patriotismo cubano».53 El santiaguero Pedro Santacilia (1826-1910) se da a conocer «como historiador y erudito» 54 a través de su revista Ensayos Literarios (1846). A mediados de la década del cincuenta forma parte de los emigrados políticos afiliados al anexionismo; composiciones poéticas suyas de esta etapa aparecen en El arpa del proscripto (1856) y, junto a la de otros escritores, en El laúd del desterrado (1858). Cuando ha declinado el anexionismo, Santacilia reelabora las conferencias pronunciadas en el Ateneo Democrático de Nueva York —ciudad donde residió hasta 1855—, para su publicación en Nueva Orleáns, en 1859, con el nombre de Lecciones orales sobre la historia de Cuba, consideradas lo más valioso de su quehacer intelectual. En ocho lecciones (o capítulos) Santacilia procura desen-

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trañar las causas de la difícil situación de la colonia cubana, remontándose a sus inicios, y basado más en sus apreciaciones que en una amplia consulta bibliográfica y documental. De modo similar a Guiteras, contradice las interpretaciones de Sagra y Pezuela, en el interés de «juzgar los mismos hechos en todas sus consecuencias…» 55 En la segunda lección se introduce en un asunto que atrae también la atención de otros intelectuales criollos; en ella denuncia la barbarie cometida por los conquistadores con la población indígena, trayendo como consecuencia su rápida extinción y la necesidad de acudir a la inmigración de africanos como esclavos. De esta forma se intenta hacer ver cómo el origen del oprobioso sistema esclavista está en el comportamiento del colonialismo hispano, argumento de gran fuerza política en ese momento, obviamente conectado con el tratamiento de este asunto, a través de recursos artísticos, por la corriente siboneyista. Como otros intelectuales criollos del momento, presenta a la metrópoli como una potencia decadente, en tanto ensalza los progresos de Francia, Inglaterra y, sobre todo, Estados Unidos. También comparte el criterio reiterado de que la herencia dejada por el colonialismo hispano sería un serio obstáculo para que los cubanos pudieran asumir el gobierno propio. Si bien en las Lecciones subyacen las aspiraciones anexionistas que animan al autor cuando las concibe, 56 el acre enjuiciamiento del poder metropolitano aguzaría la conciencia criolla, y éste es un factor que clarifica el porqué muchas de sus ideas encuentran resonancia en la propaganda independentista. Otro historiador matancero, como Guiteras, afiliado durante un tiempo a las ideas y gestiones anexionistas al igual que Santacilia, es Juan Arnao (1812-1901), quien se inicia en el quehacer histórico —frisando los sesenta y cinco años— siendo ya independentista. Cuba: su presente y su porvenir (Brooklyn, 1877) es el primer y más importante trabajo de este autor. Se trata de un breve folleto encaminado a desvirtuar las tesis de los ideólogos reformistas —especialmente de Saco, a quien califica de Maquiavelo español— revitalizadas por el autonomismo. Páginas para la historia política de la

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Isla de Cuba (La Habana, 1900) es un texto relativamente más extenso. Se ha considerado que la etapa de 1845 a 1855 resulta un verdadero compendio del movimiento anexionista. De cierto modo, el autor intenta «lavar» sus culpas al despojar las tentativas anexionistas de Narciso López —aunque estuviesen asociadas a los norteamericanos del sur— de una intención esclavista, 57 la que limita a las actuaciones de los miembros del Club de La Habana. A una interpretación sustentada en las vivencias del autor se suma la inclusión de poemas, cartas, proclamas y otros documentos que redundan en el valor predominantemente testimonial que presenta la producción de Arnao. Es así que Guiteras, Santacilia y Arnao se enfrentan directamente a las interpretaciones históricas de Sagra y Pezuela, en el aspecto político; los otros (socioeconómico, demográfico, geográfico-natural) encuentran su contrapartida criolla en las publicaciones periódicas de la isla, continuadoras del precedente sentado por El mensajero semanal (1828-1831) y la Revista Bimestre Cubana (1831-1834). Esta tónica se mantiene en las publicaciones periódicas de años posteriores, las cuales, al igual que las Memorias de la Sociedad Económica de Amigos del País dan fe de las meditaciones y búsquedas en torno a los problemas económicos, sociales y científicos. A ellas es imprescindible acudir para conocer la cabal dimensión de los aportes y propuestas de algunos intelectuales criollos, como es el caso de Tranquilino Sandalio de Noda (18081866), pues este polígrafo de amplio espectro de intereses y formación básicamente autodidacta, deja dispersas en las páginas de las mencionadas publicaciones gran parte de sus traducciones y escritos literarios, sobre educación, economía, política, filosofía, historia, lingüística, arqueología, ciencias naturales, topografía, geografía, matemáticas y otras cuestiones, en lo que puede haber influido las opiniones suscitadas por su actuación política. 58 Su novela El cacique de Guajaba —que quedó inédita— y sus compilaciones de vocablos aborígenes lo emparientan con la labor de Bachiller y con la corriente siboneyista. A finales de la década del cincuenta muchos

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de los trabajos publicados como estudios preliminares o artículos cuajan en forma de libros, adoptando las modalidades de monografía o ensayo. El influjo del Ensayo de Humbolt —quien muere en 1859, coincidentemente con el auge de los estudios históricos y científicos— se revitaliza junto a los nuevos homenajes que le dispensa la intelectualidad criolla al que Luz y Caballero calificó como «segundo descubridor de Cuba». Factores objetivos y subjetivos se conjugan como condicionantes que aceleran, a mediados del pasado siglo, los estudios científicos, lo que incide, por supuesto, en el avance de la conciencia nacional. El discurso ensayístico de naturaleza científica también tiene una funcionalidad política, pues exhibe, con orgullo, los logros de los intelectuales criollos en este terreno, muy superiores en algunos casos a los de la metrópoli. Por otra parte, durante este período comienza a hiperbolizarse la función de la ciencia en la resolución de los graves problemas que gravitan sobre la sociedad insular. La crisis de la burguesía criolla conduce a un tratamiento preferencial de los problemas económicos, especialmente de los relacionados con la agricultura, con un enfoque científico. Son varios los autores que reflexionan y hacen significativas propuestas sobre estos temas, pero entre ellos descuellan Francisco Frías Jacott (1809-1877) y Álvaro Reynoso (1829-1888). Este último publica su libro Estudios progresivos sobre varias materias científicas, agrícolas o industriales (1861), prologado por el Conde de Pozos Dulces, al igual que su valioso Ensayo sobre el cultivo de la caña de azúcar (1862), que lo consagra como especialista más allá de las fronteras insulares, por ser el primer estudio científico sobre esta materia. La propuesta de Reynoso para diversificar la agricultura y explotarla de manera intensiva, acorde con los últimos avances tecnocientíficos, tiene como principal objetivo la transformación sustancial de la vida cubana, al apuntar a las raíces esclavistas del sistema. La ciencia deviene, así, un arma para socavar las bases de la dominación colonial. En sus memorias manuscritas sobre Viajes por ingenios, cafetales y otras fincas (1863-64/1883-86), resultan de interés sus descripciones de nuestra

naturaleza y las costumbres de la época. La pretensión de cambiar la mentalidad de los propietarios criollos se aviene con el tono didáctico y la expresión clara y de cierta elegancia de Reynoso, que contribuyen a romper las barreras que las materias tratadas podían oponer a un lector no especializado. Muy amigo de Reynoso y preocupado como éste por los problemas socioeconómicos y el desarrollo azucarero, José Silverio Jorrín (18161897) expone sus ideas en «Los ingenios de la gran Antilla». Hombre también de una esmerada educación y discípulo de Luz y Caballero. En las décadas del ’30 y ’40 publica sus poemas y traducciones en revistas y periódicos, mientras indaga sobre cuestiones jurídicas, lingüísticas y sobre temas educacionales; su inclinación hacia estas últimas se patentiza en la redacción de un Curso elemental de dibujo lineal (1839) y de numerosos artículos e informes, así como en sus gestiones para promover la enseñanza rural y la formación de especialistas en agronomía, con un adecuado nivel científico-técnico, teórico y práctico. También incursiona en la historia: en 1876 publica su libro España y Cuba y escribe varios estudios sobre Cristóbal Colón y el descubrimiento de América. Alcanza fama como orador y conferenciante; su discurso más comentado es «Filosofía del arte», pronunciado en el Liceo de Guanabacoa en 1861, en el que se evidencia su eclecticismo en cuanto a concepciones estéticas, aunque con una base predominantemente hegeliana. Como se ha indicado, en esta etapa aumenta la posibilidad de desarrollo y difusión de las investigaciones científicas, sobre todo después de fundarse la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, en 1861, y los Anales de dicha institución,59 donde se divulgan conferencias y estudios y se incentivan determinados temas, a través de concursos; además, se propicia el intercambio con destacadas personalidades e instituciones científicas y culturales extranjeras. Pero debe precisarse que esta información es manejada críticamente por los científicos criollos, quienes van elaborando sus propias teorías y comienzan a gozar de prestigio en varios países del mundo.

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Esos intelectuales criollos participan, a su vez, de manera multifacética en la intensa vida cultural de mediados del siglo. Se les ve en tertulias de personalidades o de diversas instituciones, donde se discute sobre cuestiones estéticas, lingüísticas, filosóficas, pero también socioeconómicas y científicas, al punto que el Liceo de La Habana se ha conceptuado como un legítimo antecedente de la Academia de Ciencias.60 Estos hombres son ávidos lectores e incluso escriben trabajos literarios. Un caso representativo es Ramón Zambrana (1817-1866). Casado con la escritora Luisa Pérez Montes de Oca, celebran tertulias en la residencia de ambos; y ellos, a su vez, frecuentan las de otros, así como las del Liceo Artístico y Literario, el Ateneo de La Habana y el Liceo de Guanabacoa, donde Zambrana sostiene una interesante polémica, en 1865, con Enrique Piñeyro, sobre sus apreciaciones estéticas. Las concepciones estéticas y filosóficas de Zambrana se vislumbran nítidamente en sus poemas; en «La mañana», por citar uno, elogia la expresión de la armonía en la naturaleza. En diferentes publicaciones periódicas se insertan sus escritos literarios y científicos, agrupados luego en libros, como Obras literarias, filosóficas y científicas (1858), Soliloquios y Trabajos académicos (ambos de 1865). Otra figura sobresaliente de la intelectualidad criolla es el naturalista Felipe Poey (1799-1891), cuya presencia en las tertulias y demás actividades culturales es habitual desde la etapa delmontina. En la propia década del treinta inicia en París la publicación de la «Centuria de lepidópteros en la isla de Cuba», con ilustraciones suyas; y aparecen, también, el Compendio de geografía de la isla de Cuba (escrito en 1836; en 1860 alcanza diecinueve ediciones), la Cartilla geográfica (concebida para la enseñanza elemental, se edita en 1839), el Compendio de geografía moderna (1840; en 1848 se le agrega un atlas de 28 mapas confeccionados por su hijo Andrés), 61 y un Tratado de mineralogía. Entre 1851 y 1860 aparecen sus Memorias sobre la historia natural de Cuba. Su obra científica más importante es la monumetal Ictiología cubana (1883). Cinco años después recoge sus Obras literarias. Le atraen también los estudios

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filológicos. Si en los textos científicos de F. Poey (especialmente los de geografía e historia natural) se perciben sus dotes artísticas en las descripciones de la naturaleza y costumbres cubanas, en los escritos propiamente literarios, en prosa o verso, se descubre la pupila del científico capaz de captar las variadas cualidades de nuestro paisaje, que plasma con una expresión no despojada de rasgos neoclásicos. Su hijo Andrés Poey (1826-1919) —meteorólogo y naturalista— llega a ser discípulo de Augusto Comte y uno de sus primeros difusores en Cuba.62 Escribe la mayor parte de su obra en Francia, aunque durante las dos décadas que reside en Cuba, a partir de 1846, colabora con numerosas publicaciones de la isla. Primero nuestros poetas y luego nuestros prosistas se apropian artísticamente de nuestra naturaleza, imprimiéndole a esas creaciones un ascendiente valor patriótico. Los estudios científicos, incluidos los realizados por extranjeros, no dejan de tener incidencia en ese proceso. De los varios investigadores preocupados por describir y clasificar nuestros dones naturales cabe mencionar a Francisco Sauvalle, precursor de las numerosas Floras cubanas que aparecen en el período, con las que compiten las enumeraciones arbóreas de los poetas. Lo apuntado sobre estas figuras representativas evidencia una serie de rasgos comunes. Todas estas personalidades pueden considerarse eruditas, en tanto dominan varios idiomas y ramas del conocimiento, a las que dan determinados aportes, a la par que contribuyen al desarrollo de diferentes modalidades y temáticas del ensayo y el periodismo, impelidas por un afán didáctico-divulgativo, de raigambre ilustrada, para coadyuvar al progreso material y espiritual de Cuba, del que deviene su patriotismo. Les es propio, además, un profundo sentido del deber social y una amorosa consagración al saber. Sus obras, sobre todo las de madurez, son monumentales, de carácter monográfico, donde pretenden agotar toda la información sobre los temas tratados. Y algo que llena de orgullo ya por entonces, incluso a sus propios autores, es que en algunos casos esas obras constituyen contribuciones al conocimiento universal.

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2.13.3 Hacia las guerras independentistas: tendencias, conflictos y autores. El reformismo: Francisco de Frías y El Siglo; Mestre; La Aurora. El independentismo Entre 1845 y 1868, como pudo apreciarse en el epígrafe anterior, el ensayo, la oratoria y el periodismo sirven de vehículo a un marcado afán indagador y sistematizador, a una tendencia cientificista, que se asienta en el principio de la evolución, influida por el historicismo hegeliano, el darwinismo social y teorías positivistas. Ese creciente interés cognoscitivo relacionado tanto con la naturaleza como con la sociedad y cultura insulares va a dar lugar a aportes más o menos sustanciales al desentrañamiento y defensa de lo cubano, desempeñando, por ende, una funcionalidad política, que resulta preeminente —desde luego— cuando se trata del examen de los problemas y las proposiciones, ante la crisis estructural socioeconómica y política de la colonia cubana, que realizan los intelectuales criollos, atenazados por dos tensiones: por un lado, una conciencia y un sentimiento nacionales que ganan hondura en la medida que se agudiza el antagonismo con la metrópoli; por otro, el temor a la violencia de una acción revolucionaria para romper la sujeción colonial. Un sentido conciliador alienta en las soluciones prácticas y en las elaboraciones teóricas, que adecuan las corrientes del pensamiento universal a las contingencias que gravitan sobre la sociedad cubana. El ascenso de las contradicciones hacia su clímax va condicionando un cuestionamiento que llega a resquebrajar concepciones y valores y conduce a las salidas más desesperadas con tal de posponer la hecatombe de la clase esclavista. Pero no es menos cierto, por lo mismo, que los escritos y conferencias de los intelectuales del período fermentan un estado de opinión contrario a la dependencia española, al tiempo que son portadores de otras contribuciones no menos importantes para la afirmación de la conciencia y cultura nacionales. Muchas de las figuras que despuntan en las mencionadas modalidades expresivas están vinculadas con el segundo reformismo (e incluso con la tertulia delmontina), más tarde con el

anexionismo, y luego retornan al reformismo, ya en su tercera etapa, y algunos se sumarán después a la gestión independentista. La actuación y el pensamiento de Francisco de Frías Jacott, Conde de Pozos Dulces (1809-1877), son exponentes representativos de los giros y acomodos ideológicos de la burguesía esclavista criolla en esta etapa. Varios autores se han referido al espíritu de empresa que caracteriza a los Frías: invierten en cafetales, en el ferrocarril y la urbanización de «El Carmelo» y otros negocios más. Los hermanos Francisco, José y Antonio, reciben una esmerada educación, y desde su juventud se inclinan hacia los estudios que favorecieran no sólo la consolidación de sus bienes particulares, sino los intereses de su clase y su país. Francisco de Frías desarrolló actividades anexionistas y en 1854 fue desterrado a España, trasladándose después a Nueva York primero y a Francia después, desde donde observa con perspicacia las posibles repercusiones del acontecer mundial en la situación de la isla, y vierte sus comentarios sobre estas cuestiones en las colaboraciones que envía a El Correo de la Tarde, entre 1857 y 1858, utilizando un estilo epistolar, al corte de las Lettres persanes de Montesquieu o las Cartas marruecas de José Cadalso, a fin de analizar críticamente los problemas del país desde una perspectiva aparentemente distanciada. Dentro del amplio espectro temático de estos textos resultan de interés sus reflexiones —escasas— sobre arte y sus crónicas sobre la actualidad política internacional. Desde este período comienza a desplegar una intensa campaña en pro de las reformas. En 1859 Pozos Dulces entabla una polémica con el profesor de derecho barcelonés E. Reynals Rabassa, quien había tergiversado lo expuesto en el folleto La cuestión cubana (atribuido a Porfirio Valiente). En su refutación el Conde es un continuador de la defensa de la nacionalidad cubana desplegada brillantemente por Saco, adecuándola a las nuevas circunstancias sociohistóricas. Así, enfatiza que la intervención de las potencias europeas cooperaría a solventar la situación cubana. No oculta su temor respecto a que la debilidad española pudiera hacer realidad la africanización de la isla. Niega

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que de la metrópoli pudieran esperarse beneficios de ninguna índole, debido al grado de corrupción imperante y la incapacidad para activar el proceso de su propio desarrollo, que la había rezagado incluso de su colonia cubana. Como parte de su argumentación, Frías cuestiona la autenticidad del liberalismo español, en tanto resalta el de los criollos, junto a su destacado avance cultural. En ese apasionado alegato dice: …¿Quién impide, por otra parte, al señor Reynals y a los demás escritores de la península, que remitan bajo el pabellón extranjero sus producciones a la siempre fiel Isla de Cuba con el objeto de neutralizar allí los perniciosos efectos de la literatura francesa? ¿O será acaso que quiera el catedrático de derecho privilegios exclusivos para la literatura como para las harinas y demás mercancías españolas? ¿Dónde está, en todo caso, esa decantada literatura patria —hablamos de la contemporánea— que sólo se compone de remedos, de imitaciones y de pobrísimas traducciones de cuanto se escribe en francés, en inglés o en alemán? ¿No está hoy tan muerta la literatura española en España, como la nacionalidad española en Cuba? 63 Durante el bienio 1860-61 Frías vuelve a dar prioridad a los temas agrarios, y especialmente los referidos a la industria azucarera y al tan solicitado crecimiento de la inmigración blanca, en El Porvenir del Carmelo, donde se insertan sus humorísticas e instructivas «Epístolas guajiras». En este periódico continúa preconizando la separación del proceso fabril y el agrícola en la industria azucarera, las ventajas de la pequeña propiedad, de la diversificación de los cultivos, de la aplicación de las últimas técnicas en el mejoramiento de suelos, etc. En suma, desechar los métodos tradicionales y empíricos para introducir los avances técnicos y científicos en la agricultura constituye la tesis cardinal de su prédica, con el objetivo de viabilizar la abolición de la esclavitud, y que en su lugar aumentara un campesinado medio, blanco, culto y feliz, como

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base social fundamental de la prosperidad cubana. Consecuentemente estimula el estudio de las carreras científicas y técnicas, sin menospreciar las humanísticas, y señala la utilidad de interrelacionar la enseñanza teórica con la práctica, fundando escuelas-talleres o granjas escuelas, como propugnaría José Martí años después. Estas campañas periodísticas, unidas a su anterior actuación política, elevan a Pozos Dulces a los primeros planos de la intelectualidad criolla en la década del sesenta. Por eso, cuando retorna a Cuba —en medio de la nueva política metropolitana de la que es sagaz consumador el general Francisco Serrano— el grupo de accionistas que adquiere El Siglo 64 lo escoge para que asuma su dirección. Inicialmente el periódico no es diáfano en cuanto a sus objetivos políticos, que irá develando paulatinamente, y con mayor énfasis después de 1865; pero de inmediato se llena de dinamismo y relevancia intelectual, gracias al talento y erudición de sus colaboradores, con los que gana popularidad y prestigio, a la par que el ataque furibundo de los sectores del colonialismo integrista y reaccionario. «La política editorial del periódico no era trazada por Pozos Dulces, sino por el cónclave reformista» como indica Cepero Bonilla,65 y se sintetiza en el lema «todo por la evolución, nada por la revolución».66 El programa de El Siglo se va conformando con las propuestas y exhortaciones ya formuladas por Frías y las aspiraciones de la burguesía esclavista criolla en esta etapa, que él y el resto de la directiva del periódico representa: igualdad de derechos con los demás españoles, que se patentizará en una representación ante el congreso y la extensión de leyes mercantiles, penales y civiles (libertad de reunión, asociación, prensa y otras) vigentes en la metrópoli, pero ajustadas a la existencia de la esclavitud, la que debería ser abolida de manera gradual o indemnizando a los propietarios. Incluyen, además, otras demandas y apetencias de beneficio social más amplio, entre ellas la emancipación de la mujer —según los conceptos de la época, desde luego—, la extensión de la enseñanza, haciéndola más técnica y científica, el derecho de los trabajadores libres (artesanos y jornaleros) a organizarse, libertad de cultos y

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otras que, junto al modo en que divulgan los temas científicos, filosóficos y la literatura, demuestran a las claras la intención de aceptar a los demás sectores de la sociedad colonial como apoyo a las gestiones reformistas. La habilidad de Pozos Dulces como escritor coadyuva a estos propósitos. Tiene dotes de polemista y sabe matizar de intensidades afectivas (indignación, profecía, ironía…) su expresión, para descalificar las ideas contrarias y persuadir de la validez de las suyas. En sus artículos predomina el didactismo, pero su estilo es ágil y ameno, incluso cuando trata temas que pudieran considerarse especializados o de un interés muy específico. Utiliza con frecuencia las construcciones dialógicas, la modalidad epistolar y otros recursos que imprimen un tono coloquial, que tiende a buscar un mayor acercamiento al receptor, al tiempo que incorpora convenientemente giros o expresiones de matiz popular. La labor proselitista de El Siglo rinde enormes beneficios al movimiento reformista, que llega a contar con miles de seguidores 67 aun «sin haber sido verdaderamente popular», 68 como atestigua Enrique Piñeyro, y posibilita que el Ministerio de Ultramar convoque a la Junta de Información, donde se oiría a los representantes de Puerto Rico y Cuba. Entre estos últimos se encuentra Frías, quien por este motivo deja la dirección del vocero del tercer reformismo a Rivero y Mestre, para retomarla en agosto de 1867. Frustradas las ambiciones de cambios pacíficos, se desmorona nuevamente la endeble unidad de pensamiento y acción de los políticos criollos. La decepción de Pozos Dulces se trasluce en los exiguos escritos que publica en La Opinión (1868), sucesora de El Siglo. Ideólogo de un grupo social contradictorio y débil, con cuyos intereses es incapaz de romper, no secunda la gesta del 68. Un año antes de que esta concluyera, Francisco de Frías muere en París. Uno de los principales accionistas y editores de El Siglo es José Manuel Mestre (1832-1886), quien aborda con predilección la filosofía, cuyo estudio había realizado en la Universidad habanera, donde tuvo como profesores a los hermanos Manuel y José Zacarías Gonzá-

lez del Valle, los antagonistas de Luz en las sonadas polémicas del ’38 al ’40. Mestre llega a conjugar ambas orientaciones, «entre las cuales [dice] se notan grandes diferencias, aunque no tan profundas como generalmente se piensa…» 69 En este sentido vale recordar la precisión de Carlos Rafael Rodríguez: «Más que sobre su metafísica y epistemología iba a ejercerse el magisterio de Luz sobre la conducta de Mestre.» 70 En él, como en otros jóvenes criollos, arraiga el principio del deber como el esencial de la conducta humana, inculcado, a través de sus prédicas y su ejemplo, por el insigne profesor de El Salvador. Al claustro de esta institución docente ingresa el joven José Manuel en 1851 y se mantiene en él durante una década, fungiendo primero como profesor y luego como subdirector. Aspira también a ser profesor universitario; así, en 1855 expone sus Consideraciones sobre el placer y el dolor, para optar por una cátedra en la Facultad de Filosofía. 71 Para Carlos Rafael Rodríguez, la mencionada disertación «[s]e trata del más buido análisis del utilitarismo como principio moral, en que muestra un conocimiento actual y minucioso de los utilitarios, desde Epicuro a Bentham».72 En ella Mestre afirma que «el hombre tiene un fin […] consistente en desarrollarse en todas direcciones, y el bien para él no puede encontrarse sino en el desenvolvimiento integral y armónico de todas sus facultades y en su aplicación a todos los órdenes de cosas, conforme al orden general y a la naturaleza de cada cosa en particular».73 Es obvio que éste es criterio rector para la intelectualidad del período, que ve en la esclavitud y el despotismo colonial los grandes obstáculos para esa realización humana. Lo más logrado del quehacer intelectual de Mestre y representativo de la tendencia evolucionista que domina el período es De la filosofía en La Habana, conferencia inaugural del curso académico 1861-62 en la Universidad. Mestre parte del supuesto que «[c]ada época de la humanidad encierra una síntesis de todas las que le han precedido…» 74 y de que «[p]or esa razón, sin duda, han adquirido tamaña importancia los estudios históricos en nuestro tiempo…»; 75 a lo que agrega: «Echemos también nosotros si-

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quiera una ojeada sobre el pasado; y tratemos de encontrar en él la explicación del presente…»76 Así, ofrece una exposición histórico-crítica de las concepciones filosóficas en Cuba, desde el inicial predominio de la escolástica hasta la década del sesenta, para explicar y fundamentar sus propios criterios. En ese recuento fija la significación de José Agustín Caballero, como propiciador del tránsito hacia la modernidad, especialmente con la Filosofía ecléctica, 77 indicando que «no fue esa la única manifestación de mejoramiento intelectual que apareció al principio del presente siglo como precursora de una era de mayor adelanto y perfección».78 Es significativo que Mestre quiera destacar, adjudicándole el criterio a Varela, que tanto Caballero como luego sus discípulos son eclécticos. A pesar de que evidentemente no comparte muchas de las concepciones de Varela, lo juzga «acreedor al puesto más importante en nuestra reducida galería filosófica», pues «se le atribuye con fundamento la regeneración intelectual de nuestro país». 79 De modo que demuestra la justeza del aserto de Luz, sobre quien expresa, de manera conclusiva, que «para caracterizar su doctrina, si no temiera incurrir en el defecto del exclusivismo que tan a menudo traen consigo las clasificaciones, diría que en su fondo y esencia pueden expresarse con esta sola palabra: ¡Armonía!» 80 Es obvio que Mestre no pretende demostrar la facultad electiva que se arrogan los pensadores criollos, en el intento de ajustar los sistemas universalmente prevalecientes a nuestras circunstancias, cosa que es cierta, sino que subraya una tendencia conciliacionista de la que se siente legatario. Mestre declara que para la elaboración de este ensayo ha tomado datos de «una obra tan interesante como curiosa que acaba de publicar mi querido maestro y amigo D. Antonio Bachiller», 81 aunque no lo distingue en el desarrollo de su exposición. En las notas aclaratorias es donde pondera la influencia de Bachiller, sobre todo por la difusión que realiza de las doctrinas de pensadores italianos y alemanes, especialmente de Krause. Afirma allí que «[e]l nombre del Sr. Bachiller, en una palabra, está íntima e inseparablemente relacionado con la vida filosófica y

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literaria de nuestra patria, y este es sin duda un título de gloria que lo recomendará siempre a la estimación general» 82 y que «es de advertirse que aun en los [escritos] que no tienen determinantemente tal carácter, se nota por regla general una propensión más o menos marcada hacia el causalismo de la ciencia».83 El proceso de avance de las ideas filosóficas en Cuba se denota, pues, a través de los hitos que constituyen sobresalientes criollos dedicados a su enseñanza. Este procedimiento se abandona, al final, para enjuiciar de manera global el momento que le es contemporáneo al autor: «La tendencia del movimiento filosófico actual, si es que experimenta alguna, puede definirse, al menos según lo alcanzo, de una manera muy breve. Es la misma de nuestro siglo analizador y concienzudo; no es otra que la de nuestra positivista civilización.» 84 Según Mestre, la filosofía es «La Ciencia por excelencia y el complemento de todas las demás»;85 agrega que «siendo la Filosofía la esencia y espíritu de la ciencia, la Lógica es su fórmula legítima y nada más» 86 y considera asimismo que «la gran misión de la ciencia es la de armonizar la práctica y la teoría». 87 En perfecto acuerdo con las teorías positivistas, Mestre desecha los principales temas y problemas filosóficos, considerándolos como especulativos o metafísicos, o sea, por no estar sujetos a comprobación experimental. Por eso también cree improcedente la distinción entre materialismo y espiritualismo en el terreno de las ciencias. Pero, como señala el ya citado Carlos R. Rodríguez: «En su pensamiento [hay] una actitud cautelosa que ciñe lo que de positivista pudo tener. Adversario de la metafísica divagadora, asume ante sus temas finales una actitud conciliatoria.» 88 A pesar de las muchas diferencias entre ambos, en los criterios de José Manuel Mestre sobre el positivismo pudo haber influido, en alguna medida y manera, su hermano Antonio, quien regresa a Cuba precisamente en 1862, después de haber culminado la carrera de medicina en Francia y una breve estancia en España. 89 Se afirma que «Antonio Mestre halló en el positivismo una doctrina que correspondía a la concepción que adquiriera del trabajo científico du-

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rante sus estudios en la Universidad de París». 90 Con un discurso titulado De la propiedad intelectual, 91 José Manuel se gradúa de doctor en Derecho civil y canónico, en 1863, aunque desde años antes escribía sobre cuestiones jurídicas en la prensa. Como Pozos Dulces y otros coetáneos, luego de militar en las filas del anexionismo —«como una fórmula temporalmente acatable—» 92 Mestre se convierte en uno de los abanderados de las reformas. No obstante, «[n]unca creyó sincera la oferta española, y la misma incredulidad poseía a casi todos los que dirigieron el reformismo»; 93 por eso no lo sorprende en verdad el desenlace de la Junta de Información. En marzo de 1869 marcha al exilio y se pone al servicio de la propaganda independentista. En sus colaboraciones periodísticas y sus discursos se trasluce su amplia cultura y el lenguaje es manejado con elegancia. Resulta interesante el discurso pronunciado en el Cooper Institute de Nueva York, por el cuarto aniversario del estallido de la revolución independentista (publicado en La América Ilustrada, con el título «El aniversario del diez de octubre»), ostentando ya la representación de la República de Cuba en Armas en Estados Unidos, designado por Carlos Manuel de Céspedes a la muerte de J. Morales Lemus. Este discurso forma parte de la estrategia desplegada por la dirección de los emigrados a fin de que el gobierno estadounidense reconociera la beligerancia de los cubanos, su organización republicana y les brindara apoyo. Así, establece un paralelo entre la guerra de independencia norteamericana y la revolución que los cubanos habían emprendido para liberarse de España, intentando probar que las causas de estos últimos eran mucho más poderosas. Esta idea es desarrollada, alegóricamente, a partir de las imágenes de dos cuadros: el primero alusivo al desembarco de Hernán Cortés en las playas de México, mientras que en el otro aparecían los Peregrinos en la roca de Plymouth. Esta comparación, para evidenciar las desemejanzas esenciales entre el sistema de dominación colonial hispano y el inglés, no es un recurso novedoso, como se sabe; había devenido una constante desde que la utilizaron nuestros primeros ensayistas para fundamentar las necesi-

dades de reforma, pero Mestre le da un nuevo sentido y lo utiliza con galanura. Como indica Carlos Rafael Rodríguez, Mestre también se vale de su prestigio para allanar las discrepancias existentes entre los emigrados y los combatientes de la manigua, por esa razón «escribe a Ignacio Agramonte, de quien fue profesor, y a Antonio Zambrana, recomendándoles no se dejen llevar por nuestra vieja herencia española de indisciplina».94 Más que por partidismo o admiración hacia Céspedes, Mestre intenta conciliar a los jefes mambises porque considera indispensables el orden y el equilibrio para el progreso social o cualquier empresa humana, criterio que sirvió de soporte a Agramonte en una disertación ante el claustro universitario en 1865. 95 Pero si en un momento determinado discípulo y profesor coincidieron en sus concepciones, el conservadurismo de Mestre lo alejaría cada vez más de la radicalidad política y la actuación verticalmente revolucionaria de Agramonte. Después del Zanjón revive la falta de fe de Mestre en la capacidad de los cubanos para obtener la independencia y su inclinación al anexionismo, incluso toma la ciudadanía estadounidense, hecho que se ha explicado por su acendrado antiespañolismo y la condena de que fue objeto en el 69. Cuando regresa definitivamente a Cuba en 1881, elude la política y se entrega por entero al quehacer intelectual; colabora de modo especial con la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, que le publica su ensayo Una raza prehistórica de Norte América: los terrapleneros (mound builders), en 1884, donde ratifica su confianza en la ciencia como factor de progreso social. Dos años después muere en La Habana. En el mencionado periódico El Siglo se anuncia —el 20 de octubre de 1865— que «dedicado a la honrada clase de artesanos, verá dentro de algunos días la luz pública un nuevo semanario titulado La Aurora», 96 acontecimiento feliz pues contribuiría a la ilustración de ese sector social, que merecía, según se expresa, particular atención y «[p]or eso hemos hablado en bien de las sociedades de artesanos de San Antonio y de la Habana; y tenemos la satisfacción de haber me-

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recido de la primera una explícita declaración en favor del interés y justicia con que “El Siglo” ha mirado siempre a los artesanos».97 La nota ofrece, además, un dato curioso en cuanto al semanario de los artesanos: «Su dirección estará a cargo de dos escritores bastantemente conocidos de nuestra república literaria».98 Se alude a Saturnino Martínez —asturiano cuyas pretensiones literarias son estimuladas en la tertulia de Nicolás Azcárate y que en breve ocuparía la presidencia de la Asociación de Tabaqueros— y Manuel Sellén. La Aurora aparece cuando la literatura es una de las armas más efectivas en la competencia de los periódicos por acrecentar el número de sus suscriptores. 99 Los promotores de esta publicación están conscientes, además, del poderoso influjo ideológico y cultural ejercido por la prensa. 100 La mayor parte de los intelectuales que estampan sus firmas en las diversas publicaciones del momento y frecuentan las tertulias y veladas literarias, participa en la fundación y redacción de la primera publicación dirigida específicamente a los núcleos germinales del proletariado insular. Señala José A. Portuondo que Joaquín Lorenzo Luaces y Alfredo Torroella «colaboraban con plena consciencia de poner sus talentos al servicio de una clase injustamente explotada». 101 Esta actitud se plasma artísticamente en el romance «Marquistas y vegueros» (publicado el 17 de diciembre de 1865, en La Aurora) y otras composiciones del primero, y en el drama «Amor y pobreza» del segundo, que es criticado acerbamente por Juan María Reyes, «un artesano de notable cultura y vida novelesca»,102 en las páginas del mismo semanario, poniendo de relieve «toda la falsedad romántica de aquella nueva moda literaria que no podía llevar sus generosas intenciones más allá de una estéril compasión o de una exaltación falseadora de la amarga realidad proletaria».103 Juan María Reyes pasa a ser codirector y administrador de La Aurora, en enero de 1867, debido a que «sus ideas están completamente identificadas con la índole y tendencia de nuestro programa».104 Reyes no sólo se ocupa del quehacer literario; por sus campañas en favor

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del mejoramiento educacional y de las condiciones sanitarias, libradas en el semanario de los artesanos, El Siglo y otras publicaciones, se le da el sobrenombre de bienhechor de los pobres. Para la fecha en que Reyes entra a formar parte de la dirección de La Aurora Saturnino Martínez ha perdido bastante prestigio entre algunos círculos del naciente proletariado, por su comportamiento conciliacionista. Varias voces se alzan en La Aurora para aconsejar a su directiva que no acoja tantos esperpentos poéticos, en tanto que es significativo el interés que demuestran en algunos escritos por la poesía popular. Junto a las composiciones en este género y en prosa de los escritores criollos, se publican traducciones (de Schiller, Mickiewicz, Béranger, Heine y otros), respondiendo al gusto de la época. Los editores de La Aurora tienen que hacer frente tanto a los que le critican el amplio espacio consagrado a la literatura y su tibieza ante los asuntos obreros, como a los ataques de El Ajiaco, Don Junípero, El Fanal de Puerto Príncipe y otras publicaciones reaccionarias encabezadas por el Diario de la Marina, que consideran nocivas todas las iniciativas del semanario. A pesar de que el Capitán General Dulce es continuador de la sabia contemporización de Serrano en el gobierno, La Aurora desmiente con tenacidad la acusación de ser un periódico político. En «El porvenir literario de Cuba», José de Jesús Márquez rectifica los propósitos y el programa de la publicación, resumiéndolos en que «no aspira más que al bien de nuestra provincia española, y si ella consigue salir airosa en su empresa será su mayor placer haber contribuido a su adelanto».105 A Márquez se deben los mejores artículos sobre las ventajas de las asociaciones, como parte de la propaganda que acompaña la gestación de la Asociación de Tabaqueros de La Habana, una de las primeras organizaciones obreras de nuestro país. «De todos los colaboradores del semanario de los artesanos él fue el de más aguda visión en los problemas económicos, el más capacitado también en tales cuestiones», 106 indica José A. Portuondo. Márquez también se ocupa de la divulgación técnica y científica.

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SEGUNDA ÉPOCA

En cuanto a esta última resulta llamativa la serie de artículos escritos por Manuel Sellén sobre el origen de las artes, del comercio, de la agricultura y otras actividades, interpretando la evolución del hombre con las ideas del darwinismo social. Entre varios trabajos de Antonio López Prieto se destacan un extenso estudio sobre Torcuato Tasso y el artículo «La Aurora», donde —aludiendo al nombre del semanario— trata este fenómeno de la naturaleza, combinando lo científico y lo literario. Fernando Urzais, que escribe novelas, poemas y esbozos biográficos para el periódico, se enfrenta a la superstición y la ignorancia, en un intento de explicación científica del rayo, el trueno, la tormenta y el relámpago, motivos literarios gratos a los escritores románticos. Mayor profundidad de conocimientos científicos muestran autores como Felipe Poey y Antonio Bachiller y Morales, cuya cola-

boración abarca otros asuntos de interés social. Con esa intensa labor de difusión cultural y las campañas que llevan a implantar la lectura en las tabaquerías, la creación de una escuela para artesanos y de un horario nocturno en la biblioteca pública y otras iniciativas tendientes a elevar el nivel educacional de los trabajadores, unidas a su cruzada contra la vagancia, el juego y otros vicios —haciéndose eco de las argumentaciones de Saco, desde 1830, para sanear la vida social—, a lo que se suma el examen de los problemas agrarios y de la situación de la mujer, entre otros aspectos relacionados con el progreso espiritual y material de la colonia cubana, La Aurora, desde su orientación reformista en lo político y social y durante las tres etapas de su existencia entre 1865 y 1868,107 contribuye al avance no sólo de la conciencia clasista de los trabajadores, sino al de la cultura criolla en general. .

NOTAS

(CAPÍTULO 2.13) 1

Rafael Azcárate y Rosell: Nicolás Azcárate el reformista. Editorial Trópico, Habana, 1939, p. 63.

2

José Fornaris: «¿Será preciso ser poeta para ser crítico?», en Cuba Literaria. Tomo II, 1862, p. 216.

3

José Fornaris: «Críticos cubanos», en Floresta Cubana. 1856, p. 294.

4

Rafael María de Mendive: «Influencia de la poesía», en Revista de La Habana. Tomo I, pp. 14-15.

5

Rafael María de Mendive: «Colón, crítica a un poema de Ramón Campoamor», en Revista de La Habana. Tomo IV, 1855, p.133.

6

7

8

Juan Clemente Zenea: «Rafael María de Mendive», en Floresta Cubana. 1856, p. 65. Juan Clemente Zenea: «Revista literaria», en Revista Habanera. Tomo I, p. 24. No ha sido un criterio unánime entre los estudiosos de la literatura cubana, pero diversas opiniones insisten en considerar a Zenea como uno de los principales impulsores de la crítica impresionista. Pueden tomarse como ejemplo las palabras de Antonio

Iraizoz en su ensayo La crítica en la literatura cubana (Imprenta «Avisador Comercial», La Habana, 1930, p. 31): La agudeza del elemento subjetivo en la crítica dio amplio vuelo al impresionismo. La crítica impresionista en Cuba tuvo en Juan Clemente Zenea a manera de un precursor, en los esbozos que hizo sobre la literatura en NorteAmérica […] 9

Rafael Azcárate: ob. cit. (1939), p. 56.

10

Ramón Zambrana: «Diferentes épocas de la poesía en Cuba», Revista de La Habana, 1854, tomo III, p. 137.

11

Ramón de Palma: «Cantares de Cuba», en Revista de la Habana. 1845, tomo III, p. 243.

12

Instituto de Literatura y Lingüística: Diccionario de la literatura cubana. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, tomo I, p. 827.

13

Salvador Bueno: Enrique Piñeyro y la crítica literaria. Instituto Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, Habana, s.a., p. 8.

SEGUNDA ETAPA: 14

Ob. cit., p. 89.

15

Pablo Guadarrama: «El papel de Enrique Piñeyro en la introducción del positivismo en Cuba», en Islas. Santa Clara, (65): 170, enero-abril, 1980.

16

José Fornaris: «Introducción a Cuba poética. Colección escogida de las composiciones en verso de los poetas cubanos desde Zequeira hasta nuestros días. Imprenta de la viuda de Barcina, Habana, 1861, p. 4.

17

Rafael Azcárate: ob. cit (1939), p. 48.

18

Cirilo Villaverde: «Prólogo a Una feria de la Caridad en 183…», en Letras. Cultura en Cuba 4. Ed. Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1987, p. 52.

19

Se sabe que Antonio Bachiller suscitó entre sus contemporáneos y enjuiciadores posteriores las más variadas —e incluso controvertidas— opiniones. Esa gama oscila entre el cuestionamiento parcial o la total negación del valor de sus obras y la sobrevaloración de las mismas, en correspondencia con el apelativo de patriarca de las letras cubanas. José Martí, en el esbozo biográfico que le dedica diez días después de su muerte, justiprecia la significación de Bachiller, aunque el artículo dio lugar —como también se conoce— a un enfrentamiento con Manuel de la Cruz, quien impugnaba la valía de la obra del historiador, considerándola «una naos del siglo XVI, atestada de papiros, códices e infolios, que va por el Océano sin tripulantes y al acaso, envuelta en impenetrable atmósfera de nieblas».

20

Manuel de la Cruz: Cromitos cubanos. Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1975, pp. 184-185.

21

Tomás Fernández Robaina: «Aproximación crítica a los catálogos de Antonio Bachiller y Morales (1812-1889)», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, Año 80, 3ra época, vol. XXXI (1): 6370, enero-abril, 1989.

22

José Martí: «Antonio Bachiller Morales» (El Avisador Hispanoamericano, Nueva York, 24 de enero de 1889), en Obras completas, t. 5. Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 151.

23

Antonio Bachiller Morales: Apuntes, t. II, ob. cit., p. 65.

24

Ob. cit., p. 106.

25

Ob. cit., pp. 65-66 (la cursiva aparece en negrita en el original).

26

Ob. cit., p. 66.

27

Estas concepciones alcanzaron dilatada resonancia,

1820-1868

353

como se sabe; en las primeras décadas del siglo XX puede citarse el caso del músico Eduardo Sánchez de Fuentes, quien se apoya en Bachiller (especialmente en Cuba primitiva) para sostener la errada tesis de que el indigenismo es una de las raíces de nuestra música —enarbolando el Areíto de Anacaona—, lo que fue combatido por Fernando Ortiz, Alejo Carpentier y otros intelectuales. 28

En este sentido, llama la atención que si Palma, su principal contendiente en la polémica del 38, no había alcanzado en ella la hondura reflexiva de Bachiller, al mantenerse atrapado en los códigos de la racionalidad y el buen gusto de los ilustrados y neoclásicos, no sólo diera concreción en sus creaciones artísticas a discretos exponentes de nuestro romanticismo, sino que llega a superar a éste en la valoración de la décima. Bachiller menciona esta indagación de Palma en los Apuntes, t. II, ed. cit., nota al pie de la página 92.

29

Ob. cit, p. 66

30

Parece que alude a los hermanos José Zacarías y Manuel González del Valle.

31

Antonio Bachiller Morales: Apuntes, t. II, ob. cit., pp. 136-137.

32

Ob. cit., p. 90.

33

Ob. cit., p. 89.

34

Ob. cit., p. 93.

35

Ob. cit., p. 96.

36

Ob. cit., p. 102.

37

Ob. cit., p. 104.

38

En La historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano, Beatriz González Stephan pone de relieve la paradoja de que en algunos países sacudidos por convulsiones sociales y políticas (citando los ejemplos de Venezuela, México y Guatemala) las tentativas de historias literarias no surgen hasta los años ochenta; en tanto que en aquéllos donde el proyecto liberal se materializa de forma más moderada este tipo de trabajos aflora en la década del sesenta e indica que «el caso más extremo lo constituye los Apuntes […] que aún en el mercado político de Cuba colonial entrega la primera aproximación para la historia literaria de su país. Este último trabajo ya trasluce una perspectiva nacionalista, que habría de concretarse con la posterior independencia de Cuba…» (La historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX. Premio Ensayo, Casa de las Américas [La Habana], 1987, pp. 186-187).

354

SEGUNDA ÉPOCA

39

Ob. cit., p. 102.

40

Ob. cit., p. 95.

41

Ibíd.

42

Ibíd.

43

Según registran Martí y Vidal Morales, en esta década Bachiller vuelca sus criterios sobre la revolución del 68 en las cartas que envía al director de El siglo XIX, de México, al tiempo que prepara una Historia de la idea revolucionaria en Cuba, con apéndices documentales, y La revolución de las colonias españolas por fuera, historia de su evolución en el exterior, en especial de Cuba, entre 1869 y 1878, que quedan inéditas; algo curioso, si se recuerda que era suegro de Néstor Ponce de León, en cuya imprenta se editaron varios textos ensayísticos de importancia sobre ese magno acontecimiento. Bachiller redacta, además, una Guía de la ciudad de Nueva York (1872), una Historia universal (1874), traduce libros —uno de ellos de lectura para niños— y escribe artículos para ganar el sustento.

53

Pedro José Guiteras: «Prólogo». Historia de la isla de Cuba, t. I. La Habana, 1927, p. 2.

54

José Manuel Carbonell: «Pedro A. Santacilia», en Pedro Santacilia, su vida y sus versos. Imprenta El siglo XIX, La Habana, s/f, p.5.

55

Pedro A. Santacilia: Lecciones orales sobre historia de Cuba. Imprenta de Luis E. Cristo, Nueva Orleáns, 1859, p. IX.

56

Sabido es que Santacilia conoce posteriormente a Benito Juárez, a quien se une y del que llega a ser secretario y yerno. Al estallar la revolución del 68 se le designa su agente en la república azteca; por entonces colabora con publicaciones de los emigrados cubanos en Nueva York.

57

Se conoce que otros intelectuales criollos cercanos a Narciso López ofrecen de este una visión parecida a la de Arnao; tal es el caso, por ejemplo, de Cirilo Villaverde en General López, the Cuban patriot (folleto publicado con las iniciales C.V., sin pie de imprenta, c. 1849), La revolución de Cuba, vista desde Nueva York… (1869) y otros escritos, incluido el prólogo de la versión definitiva de Cecilia Valdés (1882). Por esta vía, Herminio Portell Vilá llega a manipulaciones altamente tendenciosas, refutadas por el historiador marxista Sergio Aguirre en sus «Quince objeciones a Narciso López» (1953).

58

Se ha expresado que prestó diversos servicios técnicos al gobierno español, entre ellos la entrega de un plano con la descripción topográfica y militar de la zona de Pinar del Río por donde desembarcó la expedición de Narciso López, por lo cual se le consideró un traidor.

59

En los Anales se publica cerca de una cuarentena de estudios sobre medicina, y una veintena dedicados a ciencias naturales, agricultura y educación, respectivamente.

60

Rolando Misas: «El Liceo de la Habana como antecedente de la antigua Academia de Ciencias», Conferencias y estudios de historia y organización de la ciencia, núm. 49. La Habana, 1986.

61

Estos textos fueron utilizados en colegios como San Cristóbal y El Salvador, que gozaban de justa reputación por la calidad de su enseñanza moderna.

44

Editado en 1881 por la imprenta de Miguel de la Villa, con ilustraciones de Víctor Patricio de Landaluze.

45

Publicada inicialmente en 1883 por la propia imprenta de M. de la Villa en La Habana.

46

Emilio Roig de Leuchsenring: «Nota preliminar», Cuba, monografía histórica que comprende desde la pérdida de la Habana hasta la restauración española. Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 1962, p. 2

47

La primera edición de Cuba primitiva es realizada en 1880 por la Revista de Cuba: tres años después aparece una segunda versión, corregida y aumentada, impresa por M. de la Villa, en La Habana.

48

En la página 99 de la primera versión de Cuba primitiva, Bachiller expone el siguiente supuesto: «los americanos no traen su origen de ninguno de los pueblos que existen actualmente en el antiguo mundo: a lo menos no hay razones para creerlo así…»

49

Fernando Ortiz: Arqueología indocubana. La Habana, 1935, p. 131.

50

José Antonio Portuondo: «Hacia una nueva historia de Cuba», Crítica de la época y otros ensayos. Universidad Central, Las Villas, 1965, pp. 30-31.

62

Sobre el particular puede verse: Pablo Guadarrama: «El positivismo contiano de Andrés Poey», en Islas, (72) 61-83 mayo-agosto, 1982.

51

Ramón de la Sagra: Historia física, económico-política, intelectual y moral de la isla de Cuba. París, 1861, p. 2

63

Francisco de Frías: Reformismo agrario. Dirección de Cultura. Cuadernos de cultura, La Habana, 1937, cuarta serie, número 1, p. 164.

52

José Antonio Portuondo: ob. cit., p. 31.

64

El Siglo había sido fundado en 1862 por José Quintín

SEGUNDA ETAPA:

Suzarte, quien fue uno de los directores de El Correro de la Tarde. En 1863 fue comprado por un grupo de accionistas; entre los principales estaban José Morales Lemus (presidente del consejo directivo), Francisco Calderón Kessel, José Manuel Mestre, Miguel Aldama, José Valdés Fauli, Pedro Martín Rivero, José Silverio Jorrín, Antonio Fernández Bramosio, José Antonio Echeverría, Leonardo del Monte y otros. 65

Raúl Cepero Bonilla: «El Siglo (1862-1868). Un periódico en lucha contra la censura», en Obras históricas. Instituto de Historia, Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1963, p. 254.

66

El Siglo. Año 5, número 52, 10 de marzo, 1866.

67

El manifiesto enviado al Duque de la Torre, en Madrid, el 12 de mayo de 1865, solicitando reformas para el gobierno de Cuba, fue firmado por más de veinticuatro mil personas.

68

Enrique Piñeyro: Morales Lemus y la Revolución de Cuba. Universidad de La Habana, Cuadernos cubanos, núm. 7. La Habana, 1969, p. 2.

69

José Manuel Mestre: «De la filosofía en La Habana», en Obras. Editorial de la Universidad de La Habana, Biblioteca de autores cubanos, 1965, p. 205.

70

Carlos Rafael Rodríguez: «José Manuel Mestre. La filosofía en La Habana», en su Letra con filo. Ediciones Unión, Ciudad de La Habana, 1987, tomo III, p. 76.

71

En 1850 había sido admitido como profedor suplente de Geografía e Historia, y un año después integró el claustro de la Facultad de Filosofía, como profesor supernumerario de Lógica, Metafísica y Moral, que desempeñó hasta 1855, en que fue nombrado numerario.

72

Carlos Rafael Rodríguez: ob. cit., p. 76.

73

José Manuel Mestre: «Consideraciones sobre el placer y el dolor», en Obras, ob. cit. (1965), p. 146.

74

José Manuel Mestre: «De la filosofía en la Habana», en Obras, ob. cit., p. 178.

1820-1868

355

79

Ob. cit., p. 185 y 198.

80

Ob. cit., p. 209.

81

Ob. cit., p. 182.

82

Ob. cit., p. 221.

83

Ob. cit., p. 222.

84

Ob. cit., p. 213.

85

Ob. cit., p. 215.

86

Ob. cit., p. 216.

87

Ob. cit., p. 218.

88

Carlos Rafael Rodríguez: ob. cit. (1987), p. 79.

89

Pedro M. Pruna y Rosa M. González: Antonio Mestre en la cultura científica cubana del siglo XIX (Editorial de la Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1987, p. 56). Estos autores afirman: «El quehacer de los dos hermanos difirió notablemente. Antonio Mestre admiraba al positivista Littré; mientras que José Manuel seguía a Varela y a Luz en la tarea de pensar en términos nacionales. El hermano mayor fue activo en la política municipal y universitaria, el menor rehuía inmiscuirse en trajines políticos. El abogado fue separatista y anexionista —aunque no con fines económicos—, el médico fue reformista. Antonio, después de su regreso de Francia, no salió del país, José Manuel vivió largos años en los Estados Unidos y adoptó la ciudadanía de ese país. A ambos los unía —empero— el cultivo de las letras, el profuso deseo de que su patria avanzara por la vía del progreso de las artes y las ciencias, y —sobre todo— un verdadero cariño fraternal.»

90

Ob. cit., p. 36.

91

José Manuel Mestre: De la propiedad intelectual. Discurso para el doctorado, leído y sostenido, el sábado 5 de diciembre de 1863. Imprenta La Antilla, Habana, 1863.

92

Carlos Rafael Rodríguez: ob. cit. (1987), p. 83.

93

Ibíd.

75

Ob. cit.

94

Ob. cit., p. 179.

Ob. cit., p. 87.

76

95

77

Como se sabe el título del texto de Caballero se ha traducido del latín, más apropiadamente, Filosofía electiva; el utilizado por Mestre tiene una evidente connotación, que se corrobora en los criterios vertidos en el ensayo.

78

José Manuel Mestre: «De la filosofía en La Habana», en ob. cit. (1965), p. 182.

Ver el «Discurso pronunciado por el Sr. D. Ignacio Agramonte y Loinaz, en el acto de recibir la investidura del grado de Licenciado en Derecho Civil y Canónico, ante el Claustro de la Real Universidad de La Habana», en Patria y mujer, Cuadernos de Cultura, Quinta serie, núm. 5, La Habana, 1942, pp. 33-50.

96

Citado por José Antonio Portuondo en «La Auro-

356

SEGUNDA ÉPOCA

ra» y los comienzos de la prensa y la organización obrera en Cuba. Imprenta Nacional de Cuba, La Habana, 1961, p. 23.

104

La Aurora, año 2, núm. 27, 27 de enero de 1867.

105

La Aurora, entrega 29, 6 de mayo de 1866, pp. 2-3.

97

Ibíd.

106

98

Ibíd.

99

Esta afirmación es hecha por Ambrosio Fornet en su documentado artículo «Literatura y mercado en la Cuba colonial (1830-1860)», Casa de las Américas, XIV (84): 47-48, 1974.

100

Este criterio subyace en muchos artículos de La Aurora y otros periódicos de la etapa y es medular en el de José de Jesús Márquez titulado «Los periódicos» (La Aurora, entrega 38, 8 de julio de 1866, p. 3).

José Atonio Portuondo: «La Aurora» y los comienzos de la prensa y la organización obrera en Cuba, en ob. cit. (1960), pp. 60-61. (Este autor destaca que Márquez es una de las figuras más interesantes del incipiente obrerismo cubano, no sólo por sus artículos basados en las ideas cooperativistas, sino por sus novelas, trabajos históricos, el «Catecismo democrático» y otros escritos.)

107

La Aurora salió a la palestra financiada por los tabaqueros de la fábrica Partagás, donde trabajaba Saturnino Martínez. El primer número está fechado el domingo 22 de octubre de 1865. Tuvo tres épocas con formatos diferentes. Manuel Bellén, José de Jesús Márquez y Juan María Reyes fungieron como codirectores. Al inicio y en el último período de su existencia se dio énfasis a la literatura. Después de varios altibajos, el 3 de mayo de 1868, cambió el subtítulo de «Semanario de ciencias, literatura y crítica», iniciando su tercera —y última— época, con Saturnino Martínez como único director.

101

José Antonio Portuondo: Bosquejo histórico de las letras cubanas. Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, La Habana, 1960, p. 23.

102

Ed. cit. (La crítica al drama de Torroella ocupa dos números: La Aurora, año 2, núm. 5, 26 de agosto de 1866, p. 3, y núm. 6, 2 de septiembre de 1866, p. 2.)

103

Ibíd.

2.14 CARACTERIZACIÓN GENERAL DE LA ETAPA En los menos de cincuenta años que transcurren entre 1820 y 1868 ocurren en la isla de Cuba cambios tan drásticos y trascendentales que dotan al período de características únicas en el devenir histórico cubano. Antes de 1820 la isla era más bien sólo un territorio colonial, una factoría delimitada por los confines precisos de su condición geográfica, habitada por dos razas fundamentales a las cuales separaba el régimen económico-social existente: la esclavitud. Pero se habían impuesto ya una identidad lingüística y costumbres, usos, formas de ser, que van diferenciando el territorio insular de la metrópoli, aunque sin existir todavía conciencia madura de ello. Cincuenta años después el país se encuentra convulso en una guerra que busca el cese de la dependencia colonial y la transformación del régimen económico. Durante ese medio siglo se ha producido una literatura que supera balbuceos y timideces y asimila influencias extranjeras en busca de una expresión propia, con raíces bien sembradas en la vigorosa realidad de la isla, tanto social como natural. Más que un resultante de la cristalización de la nacionalidad cubana que se realiza en ese lapso, la literatura es uno de los factores que contribuyen decididamente a ello. Es evidente que el hecho histórico más importante que ocurre en la etapa es la toma de conciencia sobre la necesidad de una lucha armada para conquistar la independencia de España, ya presente a principios de la etapa en conspiraciones como la de los Soles y Rayos de

Bolívar y bien definida cuando el alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en Yara culmina la etapa para dar inicio a otra, marcada por treinta años de guerra, incluyendo el lapso de agitada paz transcurrido entre 1879 y 1895, conocido como «tregua fecunda». No mucho menos intranquila resultó la etapa entre 1820 y 1868, pues en ella también existieron hechos bélicos, conspiraciones y enconadas luchas ideológicas: el independentismo iba desbrozando el camino, pero el anexionismo y el reformismo tuvieron momentos de gran auge durante la etapa. La literatura será campo propicio para verificar estas luchas, cuya complejidad y carácter formativo están ejemplificados en los cambios que pueden encontrarse a veces en una misma figura. La independencia de Cuba es un anhelo manifiesto, pero el camino para lograrlo aún se muestra impreciso y en no pocas ocasiones se transita por sendas engañosas. Esta ebullición hace muy compleja la etapa, mas la diferencia claramente de la anterior, dominada por un reformismo de apariencia tranquila, pero ya engendrador de gérmenes conflictivos. Y por supuesto, la diferencia de la posterior, cuando la guerra lleva a los cubanos a una polarización ya bien definida. Toda la literatura de la etapa hay que analizarla teniendo bien presente las a veces ambiguas contradicciones existentes, lo cual ofrece matices y acentos bastante diversos a obras y autores, aunque siempre pueda reconocerse una línea esencial mantenida en ascenso: la necesaria independencia de Cuba.

358

SEGUNDA ÉPOCA

Si existe en este momento otro problema aglutinador de posiciones y disputas sin lugar a dudas lo es el mantenimiento del régimen esclavista, que desborda su condición económica para convertirse en álgida piedra de toque social, política y cultural. La crisis del esclavismo se produce precisamente durante el lapso 18201868. Es cuando el comercio de esclavos se hace ilícito gracias a la interesada intervención inglesa, pero también cuando la institución alcanza un incremento y una crueldad mayores. La discusión ideológica sobre la esclavitud se vuelve sumamente espinosa debido a las implicaciones de todo tipo que acarrea. Existe una contradicción evidente entre la práctica cotidiana, que encuentra aún económicamente provechosa la explotación de los esclavos, y la reflexión culta, que sabe ineficaz el mantenimiento de la oprobiosa institución, y no siempre por razones meramente económicas. Con esta última posición comulga la literatura, aunque más bien sotto voce, dadas las condiciones de censura férrea que casi siempre prevalecieron en el país. Con la guerra del 68 y el desmoronamiento oficial del sistema esclavista podría pensarse que su permanencia como tema literario languidecería, pero ocurre todo lo contrario: se mantendrá vigente en análisis más incisivos, ahora que podían alcanzar con más facilidad su tratamiento público. Las luchas por la independencia y la esclavitud de los negros subyacían en toda la problemática cubana de la etapa, pero quizás su reflejo más palpable se manifiesta en la corrupción de las costumbres, tomando el término en su acepción más amplia. Costumbres públicas y privadas, que ponían sobre el tapete una cuestión ética primordial: la conducta humana. Esto, por una parte, era el aspecto más tangible, más fácil de aprehender de esa realidad cubana y, por la otra, su tratamiento artístico permitía evadir con mayor facilidad problemas con la censura, pues el símbolo, la metáfora amplificada, la paráfrasis y, en fin, múltiples recursos literarios, permitían abordajes en apariencia ingenuos de agudos conflictos. Esta va a ser una característica predominante en la literatura de la etapa y tras aparentemente insulsas intrigas amorosas, ama-

bles críticas costumbristas o ingenuas evasiones temporales y espaciales, hay que saber buscar planteamientos de mayor envergadura. Existió un código manifiesto de complicidad entre autores y público; puede decirse que esto ocurrió como en ninguna otra etapa de la historia literaria cubana y es ineludible tenerlo muy en cuenta cuando se analicen sus expresiones. También es muy importante la comunicación con un público que no siempre fue sólo lector. Antes de 1820 ese público estuvo restringido a minorías cultivadas, las cuales, según tenemos noticias, mantenían grupos selectos, no sólo en La Habana, sino en muchos lugares del interior. A veces confundida con ellas, pero otras con desarrollo independiente, subyacía una literatura popular oral, que es de suponerse tenía dos fuentes originarias externas: España y África. Lo africano va a permanecer oculto durante bastante tiempo (aunque inclusive durante esta etapa 1820-1868 pueden detectarse señales) por razones obvias, pero lo español popular se irá acriollando y sus señales específicamente poéticas ya llegan con fuerza desde la etapa anterior (sus contaminaciones entonces con lo popular africano aún no se han estudiado bien, pero seguro ya existían). Mas es ahora cuando lo popular español alcanza mayor peso literario por varias razones, como la posibilidad de fácil impresión (las famosas «octavillas», la proliferación de periódicos y revistas, etc.), el interés del estilo literario en boga —el romanticismo— por lo popular y el papel que esto jugaba en el afianzamiento de la nacionalidad, con todas sus implicaciones. En Cuba nunca había existido un deslinde demasiado preciso entre literatura culta y popular, porque lo literario en general era poco considerado y el deslinde solía hacerse más bien entre un casi siempre infructuoso academicismo (escolasticista por añadidura) y lo demás. Por eso fue en alguna medida natural cierta indeterminación entre lo culto y lo popular que se da en esta etapa y que permite establecer límites bastante amplios a lo que podría ser considerado público consumidor de literatura. Esto se demuestra sobre todo en la poesía, el género predominante, cuya área de propagación iba mucho más allá del grado de instrucción y la

SEGUNDA ETAPA:

estratificación social: la gran trilogía inicial del romanticismo cubano, Heredia, Milanés y Plácido, fueron poetas nacionales por obra y comunicación. En cuanto a la ampliación del público al cual iban dirigidas las obras (con su lógica interacción) no puede pasarse por alto el peso que adquiere durante esta etapa el sexo femenino, si no como productor, sí como consumidor. Ya desde la etapa anterior existían algunos antecedentes de la presencia literaria de mujeres, pero ahora esto ocurre casi como una verdadera explosión. Ya fuese por el mismo carácter independiente y dominante que parece distinguir a las criollas o por el enorme tiempo libre que a buena parte de ellas le concedía el régimen social y económico existente, las mujeres fueron quizás las mejores abanderadas del Romanticismo en Cuba, un estilo que en cierta medida las enaltecía o al menos exaltaba tendencias que se suponía muy afines a ellas, como la sensibilidad, la imaginación y lo irracional. Este asunto es complejo y se encuentra aún por dilucidar, pero el peso feminista del Romanticismo cubano no es difícil de ser verificado a través de muestras como la colección de cartas reunidas en el Centón epistolario de Domingo del Monte, las revistas de la época, prácticamente todas dedicadas a la mujer (en especial cuando se concentraban en las muestras de «ficción») o las secciones dedicadas a ellas en los periódicos y, como prueba definitoria, los mismos textos literarios escritos por manos masculinas (para no mencionar la existencia de una «escritora» de la talla de Gertrudis Gómez de Avellaneda). El desarrollo intelectual de las mujeres durante esta etapa contribuyó a prepararlas consecuentemente para convertirse en el fuerte sostén que significarán durante las luchas independentistas del período siguiente. Como ya se ha visto, la etapa tiene como sello distintivo la de ser el momento cuando el Romanticismo arriba, triunfa y prolifera en nuestras tierras. El lapso 1820-1868 es fundamentalmente romántico, pero con matices nada uniformes. En primer lugar, el romanticismo se importa —sobre todo de Francia— pero su aclimatación supone rasgos muy propios, que lo

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convierten en «otro Romanticismo» entre los varios existentes en el mundo. Puede decirse que durante la primera década de la etapa se incuba, triunfa durante la segunda y comienza a evolucionar a partir de la tercera, para tener en la cuarta su madurez, tal como se ejemplifica en la evolución de la poesía. Nunca es un movimiento estático, sino mantiene una especial dinámica que le permite resaltar aquellos rasgos del estilo europeo que más se avienen con la realidad insular y, dentro de ellos, matizarlos constantemente con peculiaridades propias. Si seguimos la corriente crítica europea que delimita los grandes estilos, el Romanticismo como tal es el primero en hacerse sentir en estos ámbitos, pues barroco y neoclasicismo fueron meros acentos epigonales que no dejaron huella de conjunto (como no sea entendiendo al Romanticismo como otra variante pendular de un barroco esencial). Pero el Romanticismo sí, y más que hacerse sentir en la literatura dejó su impronta en múltiples ámbitos de la vida nacional como un nuevo estilo de vida y nuestra iniciación en la modernidad universalista. Si, como muchos estiman, el verdadero Romanticismo tiene sus raíces en la Revolución francesa, no sería osado afirmar que las guerras por la independencia cubana tuvieron fuerte sabor romántico. Gracias a una simbiosis condicionada por razones históricas y hasta geográficas, en Cuba el Iluminismo del famoso Siglo de las Luces francés toma verdadero auge a partir de 1790 y entronca, muy naturalmente, con el espíritu de progreso en la ciencia y la técnica decimonónico, que en Cuba pasa a ser un elemento romántico más. De allí que termine por eludirse la carga irracional que el estilo suponía en muchas de sus modalidades europeas, y se resalten matices románticos que tienden al progreso técnico y cultural, a la independencia política y la superación de cualquier sistema de esclavitud. Si no en la práctica cotidiana, y a veces en contradicción evidente con ella, en la literatura de la etapa vamos a encontrar un fuerte matiz ético y una vinculación muy estrecha con la realidad del país y, gracias a ellos, esa literatura pudo ser fuerza actuante en la cristalización de la conciencia nacional. Quizás en ninguna otra etapa de la his-

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toria de la cultura cubana la literatura desempeñó un papel tan trascendente, lo cual aceleró también su propio desarrollo para, en tan solo cincuenta años, transitar de los inicios al esplendor. Lo anterior puede apreciarse de manera muy evidente en la vida cultural del país, rudimentaria aún hacia 1820, con pocas publicaciones (si excluimos los breves y tormentosos periodos de libertad de imprenta) y actividades, muchas de estas estrictamente domésticas, con un espíritu que se nos presenta muy pueblerino en conjunto, a pesar de las honrosas excepciones de rigor. Entonces surge la fiebre por ponerse «al día» con lo más avanzado de la cultura, sobre todo europea, y la batalla se libra en las costumbres como en la vida artística, y en el propio desarrollo científico. Recordemos los esfuerzos delmontinos en La Moda y la Revista Bimestre. Plagados de contradicciones y aún retrocesos, el progreso y el refinamiento se van imponiendo y hacia el final de la etapa basta repasar las revistas del momento para constatar el salto dado. Igual puede decirse de la vida artística, con la ya no tan infrecuente presencia en Cuba de figuras de renombre internacional. Los pasos dados en la instrucción pública han sido sólidos y, aunque masivamente aún ésta se mantenga muy restringida, sí hay evidentes aportes durante la etapa en cuanto a rigor y actualización. Es significativo cómo a estos últimos esfuerzos se encuentran muy ligados no pocos escritores. La prosa reflexiva entra en la etapa guiada por la obra de Félix Varela, expresión fiel del eticismo criollo que encuentra continuación en Luz y Caballero, a la vez que florece en la fogosa voz de José Antonio Saco. Pero junto a ellos

existe un sólido grupo de escritores que reflexionan sobre las características y problemas del país, en la continuación de una labor emprendida desde antes y que garantiza una visión profunda y básica, que ayudará al desarrollo de la nación en todos sus órdenes. El gran brote literario de la etapa ocurre en la poesía, efusión lírica de una conciencia en maduración, con un brillo, expresividad, poder comunicativo y variación de matices que la ubican, en muestras muy evidentes, con perfiles y valores propios dentro de la literatura escrita en español. Por lo menos media docena de autores en este género alcanzan relieve extranacional: Heredia, Plácido, Milanés, la Avellaneda, Lorenzo Luaces, Zenea y Luisa Pérez de Zambrana. Como complemento, durante la etapa surgen como géneros la narrativa y el teatro, y entre intentos fallidos y logros parciales, logran al menos dar fe de vida. En narrativa lo más distintivo del momento —y su mejor expresión, por causas ya apuntadas— es el costumbrismo, pero, muy interrelacionado con él, la prosa de ficción da un salto cualitativo a tener en cuenta, pues puede ser medido si comparamos «Matanzas y Yumurí» (1837) de Palma con Historia de un bribón dichoso (1860) de Piña, o las transformaciones ocurridas en un solo autor: Cirilo Villaverde. En teatro se bifurcan dos tendencias: la práctica escénica, que gana en profesionalidad y criollez, y la redacción de textos, que por distintas razones no se integran plenamente con lo anterior, línea que culmina con las inéditas comedias de Joaquín Lorenzo Luaces. En fin, si algo caracteriza la etapa 18201868 es el afianzamiento de una literatura que ya puede considerarse a conciencia como tal y, por añadidura importante, cubana.

3. TERCERA ETAPA: 1868-1898 La literatura en la etapa de nuestras guerras de independencia. (Del romanticismo al inicio del modernismo y el naturalismo como corrientes básicas.)

3.1 VIDA CULTURAL ENTRE 1868 Y 1898. LA DÉCADA HEROICA. LA TREGUA FECUNDA. LA GUERRA NECESARIA. LAS ARTES El 10 de octubre de 1868, al levantarse en armas el ala radical de la burguesía esclavista cubana —geográficamente ubicada en el centro y oriente del territorio insular—, tenía como objetivo fundamental la independencia de la Isla para, una vez obtenida, realizar una revolución democrático-burguesa que abriese vía al desarrollo del capitalismo, hasta entonces frenado, entre otros factores, por la existencia de las relaciones esclavistas de producción y la miope política colonial española. Los hombres que encabezaron la lucha con Carlos Manuel de Céspedes —los «hombres del 68»—, representantes legítimos de su clase y fieles a las mejores tradiciones de la misma, poseían una amplia cultura, esencialmente jurídica y humanística, adquirida en Cuba y en el extranjero, sobre todo en Euro-

pa; eran aficionados a la música y a la poesía, al tiempo que dominaban varios idiomas modernos y estaban muy al día en relación con los últimos adelantos científicos y técnicos de su momento y con las más novedosas doctrinas filosóficas y movimientos literarios, así como con los acontecimientos políticos que ocurrían en el mundo, los que eran capaces de analizar y evaluar en sus más complejas implicaciones. Sin embargo, ésta no era la situación general de la población del país. Si los miembros de la burguesía esclavista alcanzaban un alto nivel de desarrollo intelectual, existía una amplísima masa de esclavos, futura suministradora de fuerza de trabajo asalariada, totalmente analfabeta. Entre los libres desposeídos de recursos económicos, la situación no era más alentadora: en

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1867, para una población próxima al millón y medio de habitantes, existían 418 escuelas públicas, 20 privadas, 24 de segunda enseñanza, 12 de profesiones medias y una Universidad. Aquel año, la matrícula total de estudiantes había sido de 27 780. 1 Mientras las escuelas sostenidas por el estado carecían de los más elementales medios de enseñanza y sus maestros recibían salarios miserables, los más modernos centros educacionales de carácter privado, cuyo paradigma fuera El Salvador, el colegio de Luz y Caballero, impartían múltiples materias a tono con las más avanzadas corrientes de la época, enseñadas por los intelectuales que carecían de medios de fortuna y, por regla general, en ellos profesaron los cubanos más progresistas de su tiempo. De estas aulas para hijos de familias ricas, salieron muchos de los hombres del 68. Los dirigentes de la Revolución de Yara estaban conscientes de la necesidad de erradicar el analfabetismo, tanto entre la población campesina cuanto entre la masa de esclavos liberados por el gobierno revolucionario, ya que, de lo contrario, no contarían con la fuerza laboral capacitada para operar la tecnología moderna que aspiraban instalar en sus fábricas de azúcar; además, para hacer ciudadanos de aquella heterogénea población acostumbrada, si libre, al sometimiento y las arbitrariedades de los representantes del gobierno colonial, si esclava, al fuete y el boca abajo, era necesario instruirla y enseñarle sus deberes y derechos civiles. De ahí que sentaran las premisas de una política que les permitiera, en el menor plazo posible, dadas las circunstancias, erradicar el pavoroso analfabetismo imperante. Para ello, apenas constituido el Ayuntamiento de Bayamo, el mismo acordó el 8 de noviembre de 1868 declarar que la instrucción sería desde entonces popular y libre, pudiendo cualquier ciudadano que tuviera aptitud para ello y quisiera hacerlo, abrir escuelas particulares, lo cual no era óbice para el establecimiento, en el futuro, cuando variaran las adversas condiciones imperantes, de las aulas que se considerasen necesarias, costeadas con fondos del municipio. Luego de establecido el gobierno de la república en Guáimaro, la Cámara de Representantes aprobó, el 31 de agosto de

1869, la ley que creaba y organizaba la instrucción primaria en el territorio de Cuba Libre, la que se declaraba gratuita para todos los ciudadanos, sin distingo de edad o sexo; además, los gobernadores de cada estado quedaban responsabilizados con el establecimiento de un sistema de profesores ambulantes y de escuelas, las que también debían crearse anexas a los talleres estatales. El tipo de guerra de guerrillas que se vieron obligados a librar los cubanos, impidió el funcionamiento del sistema de instrucción pública, no obstante lo cual el mismo se aplicó siempre y cuando fue posible. Simultáneamente, se preocuparon los dirigentes del 68 por la divulgación de los principios y directrices de la Revolución, para orientar e instruir a todos los ciudadanos de Cuba Libre. Proliferaron los manifiestos, las circulares y las proclamas, en tanto se concedía a la prensa la importancia que su papel exige en el mundo moderno. Al entrar en Bayamo, Carlos Manuel de Céspedes fundó el primer periódico revolucionario: El Cubano Libre, en el cual colaboraron, entre otros, José María Izaguirre, Fernando Fornaris y José Joaquín Palma. Fue el órgano oficial de la Revolución, donde se publicaron las disposiciones del Gobierno, las noticias de la guerra y las proclamas de sus dirigentes. Luego de una breve interrupción, en 1869 inició su segunda época en Camagüey y sus páginas recogieron documentos de tanta trascendencia como la proclama que abolía la esclavitud y las actas de la asamblea de Guáimaro. Dejó de aparecer a mediados de 1871, debido a la fuerte ofensiva española. Aunque fueron muchos los órganos de prensa que se editaron a lo largo del territorio de Cuba Libre, merece especial mención El Mambí, trabajo unipersonal del camagüeyano Ignacio Mora, quien inició su publicación en Guáimaro el 7 de mayo de 1869. En su primer número expuso su autor las razones y propósitos de la guerra que comenzaba y, en entregas sucesivas, respondió ataques españoles y describió las hazañas cubanas. Los últimos ejemplares parecen datar de enero de 1871, a raíz del asesinato de las hermanas y sobrinos de Mora, y uno de ellos recoge su célebre carta-acusación contra el conde de Valmaseda con motivo del

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crimen. Otra publicación mambisa digna de mención fue La Estrella Solitaria, fundada en Camagüey por Rafael Morales bajo el subtítulo «periódico político republicano», cuyo primer número salió de las prensas el 1o de diciembre de 1869 y el segundo ostenta la fecha del 15 de enero de 1870. En sus páginas se publicaron noticias militares y políticas sobre lo que ocurría en el campo revolucionario. Se caracterizó por censurar a los poderes cubanos constituidos y ofreció sus columnas «a todo ciudadano que con justicia quisiese hablar mal de la Cámara de Representantes, el Presidente de la República y demás servidores del pueblo». Además de su fundador, trabajaron en él como redactores Eduardo Machado, José Victoriano Betancourt, Manuel Sanguily, Ramón Roa y Francisco La Rúa. Por lo general, los periódicos mambises recogieron la literatura de campaña que se hacía en los campos de Cuba Libre: relatos, poesías, notas humorísticas, y estuvieron siempre en la primera línea del combate ideológico contra las calumnias y la desinformación practicada por la prensa integrista de las ciudades. También fuera de Cuba, entre la llamada emigración, se cultivó el periodismo político activo y se publicó, doquier se estableció un núcleo de emigrados, bien una hoja impresa, bien un periódico o una revista que, mediante audaces corresponsales, burlaban a través de mil medios la censura española e informaban del curso de la guerra o la represión colonialista, a través de artículos de fondo daban a conocer los objetivos de la lucha y divulgaban los mejores valores de la cultura cubana. Esta prensa no sólo fue portavoz de Cuba Libre en el exterior, sino que circulaba clandestinamente en el país, donde cumplía idéntica misión, además de la no menos importante de mantener viva la fe y el entusiasmo revolucionarios entre los lectores de aquellas zonas a las que no había llegado la acción armada directa. Entre estas publicaciones no puede dejar de mencionarse la fundada en Nueva York en 1868 por Néstor Ponce de León con el título de Boletín de la Revolución «por Cuba y Puerto Rico», el cual salía con frecuencia semanal. Posteriormente se convirtió en La Revolución, «órgano

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de la Junta Cubana en Nueva York», con frecuencia trimestral, que a fines de 1869 comenzó a ser dirigido por Enrique Piñeyro, con la colaboración destacada de Juan Clemente Zenea y Rafael María Merchán. A través de sus páginas pueden apreciarse las contradicciones clasistas que dividieron el campo revolucionario. Desde ellas, por ejemplo, sostuvieron los dos primeros una violenta campaña contra el general Manuel de Quesada, Agente Confidencial del Gobierno Revolucionario en los Estados Unidos, quien se oponía a la política de la Junta y era apoyado por las sociedades de artesanos y trabajadores de la emigración; campaña en la cual se vio obligado a terciar el presidente Céspedes, por considerarla atentatoria contra la unidad revolucionaria, lo que trajo como consecuencia la renuncia de Piñeyro a la dirección de la publicación, en la que fue sustituido por Merchán, lo que, a su vez, provocó el abandono de su redacción por Zenea, quien había sostenido con el nuevo director una acalorada polémica, a través del propio periódico, en torno al origen de la voz «laborante», que ambos se atribuían. Cuando la lucha entre quesadistas y aldamistas —revolucionarios y contrarrevolucionarios solapados— continuaba enconándose y los segundos se preparaban para transmitir proposiciones de paz sobre la base de la autonomía a Carlos Manuel de Céspedes, en marzo de 1871, La Revolución reproducía íntegramente un folleto escrito por Francisco de Ayala, en el cual planteaba que en caso de un arreglo con España o del triunfo de las armas insurrectas, la abolición de la esclavitud sólo debía tener vigencia en el territorio donde se ejercía la autoridad del gobierno revolucionario. José de Armas y Céspedes le respondió desde las páginas de la propia publicación, en artículo donde postulaba que la revolución había liberado a todos los esclavos, por lo cual el gobierno revolucionario no tenía que entrar en negociaciones con España al respecto. Ayala volvió al ataque el 23 de junio desde el mismo periódico, al plantear el derecho que — según él— tenía la mayoría de los cubanos que no se encontraban en el territorio insurrecto, a pronunciarse contra la guerra si así lo estimaban conveniente, para de esta forma justificar a

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los miembros de la gran burguesía occidental —los de dentro y los de fuera de Cuba— dispuestos a combatir los unos y a traicionar los otros a la revolución. Otro ejemplo de las contradicciones clasistas en el seno de la emigración, pero desde un ángulo opuesto, lo constituye La Independencia, «órgano de los pueblos hispanoamericanos y Cuba Libre e independiente», semanario que se publicó en Nueva York a partir de 1873 y cuya existencia se prolongó hasta 1880. Desde el 16 de abril de 1874, su director fue Juan Bellido de Luna y a través de sus páginas se combatió a los representantes oficialistas de la Revolución en Nueva York, los Aldama, Mestre y Echeverría, mediante la denuncia de sus maniobras, encaminadas a frustrar la insurrección. Otro tipo de publicación, de índole más cultural, fue El Mundo Nuevo, editada en Nueva York desde mayo de 1871 por Enrique Piñeyro, a quien se unió, a partir del número 25, José Manuel Mestre. Su frecuencia inicial fue mensual, y, poco después, quincenal. Se interesó por los temas científico-técnicos y educacionales; además, fue una revista literaria en la que aparecieron versos, críticas, novelas o noveletas, cuadros de costumbres, trabajos históricos, biográficos, piezas teatrales y artículos de interés general. Mantuvo una sección de bibliografía y una «Revista general» que abordó los sucesos del momento. Recogió los acontecimientos políticos que se desarrollaban en Cuba y publicó las poesías póstumas de Juan Clemente Zenea, tituladas por Piñeyro Diario de un mártir. En ella colaboraron, entre otros, Antonio Bachiller y Morales, Rafael María Mendive, José Joaquín Palma y Manuel Sanguily. A partir del 15 de mayo de 1874, se fundió con La América Ilustrada, que se editaba desde 1872 bajo la dirección de Juan Ignacio de Armas primero y de José Ignacio Reyes más tarde, y continuó su salida con la numeración de esta última y una periodicidad quincenal. Además de Piñeyro, la dirigieron Mestre, Isaac Carrillo, Eugenio María de Hostos y Francisco Sellén. En esta etapa colaboraron más escritores hispanoamericanos entre los cuales se destacan Ricardo Palma y Rafael Pombo y, entre los cubanos, Diego Vicente

Tejera y Luis Victoriano Betancourt. Dejó de aparecer en diciembre de 1876. Entre tanto, en el territorio insular bajo bandera española, lo más significativo desde el punto de vista de las publicaciones periódicas fue la libertad de imprenta decretada por el capitán general Domingo Dulce el 9 de enero de 1869, en vano intento, junto con otras medidas, por atraerse a los rebeldes con reformas insignificantes y ahogar la insurrección. Durante los treinta y tres días de duración de la medida se produjo una avalancha de más de un centenar de nuevos títulos de vida efímera —algunos sólo alcanzaron a editar un número—, y entre ellos los hubo de tendencia independentista, integrista y reformista, estas últimas las únicas que apoyaban la política del general Dulce. El decreto fue recibido por los periódicos políticos ya existentes con cierta reserva, excepto por el archirreaccionario La Voz de Cuba, que mostró abiertamente su desagrado, en tanto el Diario de la Marina explicaba el 11 de enero los por cuantos de la disposición y la consideraba el primer paso en la senda de las reformas ofrecidas por el gobierno metropolitano y pedía moderación en el uso de la recién concedida libertad. Sin embargo, como era de esperarse, hubo de todo menos moderación. Durante estos días tuvieron lugar los incidentes del teatro Villanueva, del café El Louvre y de la casa de Aldama, y desde las páginas de los periódicos se produjeron enfrentamientos, no por incruentos menos ensañados. A las publicaciones separatistas y reformistas de este breve período están vinculadas relevantes figuras de nuestra historia en lo político y en lo cultural, como Rafael María Merchán, quien dirigió El Tribuno, que alcanzó cinco números entre el 24 de enero y el 11 de febrero y El Fosforito, con un solo número del 12 de enero, al que sucedió El Cubano Libre, también con un solo número del 17 de enero; Néstor Ponce de León, quien dirigió La Verdad, cuyos redactores fueron Ricardo del Monte y Ramón Ignacio Arnao, el cual publicó tres números; José Martí, director de La Patria Libre —en el cual colaboraron Rafael María Mendive y Cristóbal Madam— y redactor de El Diablo Cojuelo bajo la dirección de Fermín Valdés

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Domínguez, publicaciones que sólo pudieron sacar un número cada una, el 23 y el 19 de enero respectivamente. Estos periódicos, además de divulgar versos de poetas cubanos, cuentos y piezas teatrales —La Patria Libre presentó Abdala por primera vez—, se caracterizaron por el enfrentamiento abierto o alegórico a las tendencias integristas como La Voz de España, El Charlatán, El Gorrión, etc. En los periódicos independentistas y reformistas se impuso la ironía, la sátira y el chiste, sobre todo político, cuya significativa presencia no constituye una particularidad de las publicaciones del período de la libertad de imprenta. El chiste agudo, urticante, oportuno, en ocasiones brutal y ofensivo; delicado y culto en otras —tan propio de la idiosincrasia de cubanos y españoles—, fue una constante a lo largo —y después— de la Guerra de los Diez Años. En este sentido, puede afirmarse que, en muchos casos, se hizo verdadera gala de agudeza y dominio de los matices del idioma. Una vez derogada la libertad de imprenta, continuó circulando en La Habana el periódico El Laborante, editado y dirigido por José C. Delgado quien, con notable habilidad para la publicación clandestina, cambiaba constantemente de lugar de impresión (Guanabacoa, Regla, Marianao, Carraguao) e, incluso, el primer número apareció como el cuarto, para desorientar al gobierno, haciéndole creer que circulaba desde antes. En él se brindaban noticias de la manigua, se desmentían festivamente los partes oficiales del Ejército español, se reprochaba la actitud de los cubanos traidores o indiferentes y su editor se burlaba con agudeza de las autoridades policiales. Uno de los índices más elocuentes de la vida cultural en el territorio bajo bandera española durante la etapa, lo constituye el movimiento teatral. El período enmarcado entre 1868 y 1878 comenzó, en este aspecto, con el predominio en los escenarios coloniales del género bufo, que culminaría el 22 de enero de 1869 con los conocidos sucesos del teatro Villanueva, que iniciaron el éxodo hacia el exilio no sólo de la burguesía esclavista occidental, sino de gran número de actores y teatristas en general, cultivadores de dicha manifestación escénica. Según señala

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Rine Leal, 2 como representaban obras cubanas protagonizadas por tipos del país, los bufos chocaron con el poder colonial, que los consideró expresión del movimiento separatista, aunque en lo personal sus integrantes no pudieran considerarse laborantes. De esta forma, los escenarios fueron ocupados por compañías españolas, francesas o italianas, que impusieron piezas dramáticas europeas, en especial de origen peninsular, en tanto lo lírico era dominado por la zarzuela y la ópera italiana. En general, fueron años de temporadas mediocres desde el punto de vista económico debido a la poca asistencia del público a las salas, a pesar de la rebaja del precio de las entradas, y caracterizadas, desde el punto de vista artístico, por la ausencia de notables realizaciones escénicas. En la capital se inauguraron algunos coliseos como el Albisu, abierto el 17 de diciembre de 1870, y numerosos escenarios en locales improvisados, «desesperada solución a la carestía de los grandes salones», 3 en tanto la guerra paralizaba la actividad teatral, fundamentalmente en la porción oriental de la Isla, a tal punto que de Cienfuegos a Santiago de Cuba no se construyeron teatros de importancia y las giras de las compañías fueron esporádicas y breves, aunque las ciudades próximas a La Habana eran visitadas regularmente por los artistas que trabajaban en la capital. El tema de la guerra llegó a la escena en 1869, inaugurando el teatro de tendencia integrista o contrarrevolucionaria, de nulo valor artístico, el cual constituyó una «aplastante carga de mal gusto, inocuidad dramática y colección de insultos a los cubanos» 4 y que se desarrolló a partir de los sucesos del Villanueva para casi desaparecer alrededor de 1873, cuando disminuyó el poder de los voluntarios en el gobierno colonial. En este contexto, el verdadero teatro cubano se desplazó hacia el exilio, en especial hacia México, Colombia, Estados Unidos y Perú, países donde se cultivó el llamado teatro Mambí, que será estudiado en epígrafe aparte, «diferenciado en historia y cultura del español y luchando con el mismo impulso con que se peleaba en la manigua», 5 aunque «convertido en pieza literaria y no en espectáculo público». 6

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La tregua fecunda En 1878, con la firma del Pacto del Zanjón, cesó, en lo fundamental, el enfrentamiento armado entre cubanos y españoles, no así el ideológico que, por el contrario, se recrudeció y adoptó distintas variantes, diversificándose, pero siempre a lo largo de tres tendencias políticas fundamentales: el integrismo, el reformismo —ahora bajo el manto del autonomismo— y el independentismo. Todas las manifestaciones de la vida cultural del país giraron en torno a este conflicto entre las viejas ideas —representadas por integristas y autonomistas— y las nuevas en lucha por imponerse, representadas por la ideología independentista. Aunque el Partido Autonomista se preocupó mucho por contar con órganos de prensa en el mayor número de localidades del país y en la propia Habana tuvo varios, su vehículo propagandístico y de combate más representativo fue el periódico El Triunfo, fundado el 2 de julio de 1878 por Manuel Pérez de Molina, abogado andaluz y uno de los inspiradores del Partido Liberal. Al morir éste el 6 de septiembre siguiente, El Triunfo —«Diario político, literario y de intereses generales»— pasó a ser dirigido por Ricardo del Monte, quien mejoró notablemente su forma de expresión, el rigor de sus análisis y la calidad de la crítica que, en su pluma, adoptó matices irónicos para enjuiciar las violaciones de su propia legalidad por el gobierno colonial. En el periódico colaboraron asiduamente José Antonio Cortina, Enrique José Varona, Julián Gassié y otros destacados intelectuales autonomistas. Con el paso del tiempo, al aumentar el escepticismo de los liberales respecto a las reformas ofrecidas por España, El Triunfo fue acentuando el tono crítico. Esto le valió una sistemática persecución por el Tribunal de Imprenta y reiteradas suspensiones, cada vez más prolongadas. En respuesta, los editores publicaban El Trunco, periódico con igual formato, contenido y dirección que el suspendido, el cual duraba lo que la condena de El Triunfo, hasta su desaparición definitiva el 3 de junio de 1885, debido a sus críticas a la Ley del Patronato de 1880. Al día siguiente salía el primer número de

El País, su sucesor, con idénticos formato y dirección, aunque de carácter más polémico. Acostumbró a insertar los discursos de los oradores del partido, escribir sobre cuestiones de hacienda, publicar íntegras algunas intervenciones parlamentarias y sostener polémicas, sobre todo con el Diario de la Marina y La Voz de Cuba. Sus editoriales enjuiciaron y denunciaron. Cuando era suspendido —lo que ocurrió más de una vez—, lo sustituía El Paisaje, periódico entre humorístico y polémico. En El País colaboraron los mejores talentos del autonomismo, quienes desarrollaron un periodismo político activo a través de sus polémicas con la prensa integrista. Si hasta el 24 de febrero de 1895 los diarios autonomistas, debido a las críticas que se veían obligados a hacer al régimen colonial en defensa de los intereses de la burguesía insular, coadyuvaron a la conformación de las premisas del ideario independentista, luego del reinicio de la guerra, el terror a la revolución los lleva a asumir una posición ultrarreaccionaria: el 26 de febrero publicaba El País un artículo de primera plana que trataba de restar importancia a la insurreción, la que condenaba sin reservas en nombre de su partido; en meses posteriores, quitó valor a los insurrectos y criticó con dureza la política de la «tea incendiaria», en tanto divulgaba diariamente el edulcorado parte oficial de las operaciones. Junto con la dominación española, el 31 de diciembre de 1898, dejó de existir este órgano autonomista para, como ave fénix, renacer de sus cenizas —al igual que los políticos de su partido—, el 1o de enero de 1899 con el título de El Nuevo País, siempre bajo la dirección de Ricardo del Monte. Sin embargo, hubo periódicos autonomistas en diferentes localidades de la Isla, que a fines de los años ochenta comenzaron a acentuar la nota de protesta, en la que asomaba, hasta donde era posible, el separatismo, lo que a más de un periodista costó pena de prisión o de destierro. Sirvan de ejemplo El Liberal (Manzanillo, 1883) y La Doctrina (Holguín, 1887), dirigidos ambos por José Miró Argenter, contra quien se tomaron represalias a causa de sus vibrantes artículos; La Tribuna (Holguín, 1892), también dirigido por Miró Argenter, donde se publicó,

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en clave, la orden de alzamiento transmitida por Juan Gualberto Gómez, o El Libre Pensamiento (La Habana, 1887), de Enrique Barbarrosa, donde preparaban las conciencias los trabajos de Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Alfredo Martín Morales y otros. Evolución semejante fue la experimentada por Las Avispas, semanario fundado en La Habana en diciembre de 1892 por José de Armas y Cárdenas —Justo de Lara—, quien fuera su redactor y director. A partir de mayo de 1893 tuvo una frecuencia diaria. Fue una publicación de tendencia autonomista que imprimió algunos notables trabajos de crítica literaria debidos a su director. En enero de 1895 fue prohibida por el gobierno y reapareció en Nueva York, en 1896, ya con carácter independentista, aunque durante esta última etapa sólo vio la luz dos meses. Al terminarse la Guerra de los Diez Años y al amparo de un aparente clima de libertad, surgieron a lo largo de la Isla múltiples publicaciones periodísticas dedicadas a la raza negra, las que abogaron por la abolición de la esclavitud y reflejaron la situación política del país desde posiciones independentistas, autonomistas o integristas, pues el gobierno brindó apoyo económico a aquéllas que estuvieron dispuestas a respaldarlo y hacer proselitismo procolonialista. La más importante, entre las de orientación abolicionista y separatista, fue La Fraternidad, periódico fundado en La Habana por Juan Gualberto Gómez, que saldría dos veces a la semana bajo el lema «Paz. Justicia. Fraternidad», al que se prohibió redactar o reproducir artículos que hicieran referencia a asuntos de carácter político o económico. Al principio, no pretendió ser vocero descubierto de ningún partido, aunque era inocultable que su lema encubría la divisa de la Revolución Francesa. Su objetivo inicial fue mediar en los choques que se producían en los barrios habaneros entre grupos rivales agrupados en «juegos» o «potencias» y dirimían sus diferencias mediante el uso de las armas; se opuso, asimismo, a las cofradías y asociaciones de carácter religioso dividas por el color de la piel de sus integrantes (de pardos unas, de morenos otras), actitudes que representaban un peligro para las labores de unificación que

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realizaban los partidarios de la independencia. Predicó una unión efectiva de todos los miembros de la raza para reclamar sus derechos y obtener la total abolición de la esclavitud. Abogó también por la instrucción y elevación del nivel cultural de negros y mestizos. Durante esta etapa aparecieron en el periódico, entre otras, colaboraciones de Francisco Calcagno (bajo el seudónimo de «el poeta esclavo Narciso Blanco») y de Antonio Medina y Céspedes. El 2 de mayo de 1880 fue detenido Juan Gualberto Gómez por conspiración y La Fraternidad experimentó varios traspasos de dueño. En 1890 reaparece su fundador como jefe de redacción del periódico, ahora bajo el subtítulo de «Diario doméstico cubano», con un programa de denuncia del régimen colonial y de unión entre todos los cubanos, blancos y negros, de neta resonancia martiana. Esta nueva etapa es de combate frontal contra el colonialismo y sus aliados los autonomistas. Desde sus columnas libró Juan Gualberto Gómez la batalla, al fin ganada, por la licitud de la propaganda de las ideas separatistas. El periódico sufrió varias denuncias y en agosto de 1891 se pretendió suspenderlo por deudas, hasta que al fin desapareció por falta de respaldo económico. Durante los años que nos ocupan prolifera también la prensa de carácter obrero, sector en el cual sobresalen dos nombres, de opuesta signatura ideológica: Saturnino Martínez y Enrique Roig de San Martín; reformista que aboga por la conciliación clasista el primero, anarquista en tránsito al marxismo el segundo. Luego de la desaparición de La Aurora en 1868, Saturnino Martínez promovió dos publicaciones en La Habana: La Razón (1870-71; 1876-77; 18781884) y La Unión (1872-74), en las cuales continuó la prédica de las doctrinas reformistas, se opuso a las huelgas e insistió en el arreglo pacífico de los litigios entre el capital y el trabajo. Publicó también muchas de sus propias poesías, así como trabajos en prosa y verso de algunos de sus colaboradores habituales como Fernando Urzais y Francisco de Paula Gelabert. El 12 de julio de 1887 se publica el primer número de El Productor, «semanario consagra-

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do a la defensa de los intereses económico-sociales de la clase obrera», el cual se desarrollará en dos épocas: la primera, desde su fundación hasta el 5 de septiembre de 1889 —como homenaje póstumo a su director Enrique Roig de San Martín (1843-1889)—, y la segunda desde el 7 de septiembre del 89 hasta el 23 de noviembre de 1890, cuando las autoridades impidieron su impresión. Durante esta segunda época fue dirigido por el obrero Álvaro Aenlle Álvarez. A partir del número 39 llevó el subtítulo «Órgano oficial de la Junta Central del Artesanos de La Habana», y a su cuerpo de redactores pertenecieron, entre otros, Enrique Creci y Enrique Messonier. Desde el semanario, Enrique Roig hizo un llamamiento a la unidad clasista del proletariado, no sólo para enfrentarse a sus explotadores, sino a los dirigentes reformistas y, en aras de la elevación de la conciencia de clase de los trabajadores, el periódico dio cabida en sus páginas a cuanto tema de carácter teórico fuera aprovechable, así como a la denuncia viril de las injusticias que a diario se cometían y a la divulgación y apoyo a los movimientos huelguísticos que se iban desarrollando. Sin embargo, al propio tiempo, Roig propagó concepciones falsas, producto de las confusiones y limitaciones de las teorías que profesaba, como son el apoliticismo, el nihilismo en relación con la Nación y la negación de la necesidad de la existencia del estado. No obstante, en sus últimos tiempos comenzó a abogar, aunque con muchas imprecisiones, por la creación de un partido obrero, propagó y comentó con simpatías algunos textos de Marx y Engels y se declaró partidario del socialismo científico. Entre las campañas desarrolladas por El Productor en favor del mejoramiento social y económico de la clase obrera, pueden citarse las libradas por el acceso de los trabajadores a la enseñanza; contra la vagancia, el juego, el bandolerismo y la prostitución, males que achacaba al sistema social; contra la superexplotación del trabajo femenino en los talleres; a favor del amor libre y la liberación de la mujer, cuya premisa, postulaba, era su liberación económica. Por las ideas expuestas en torno a estos problemas, el semanario y su director fueron combatidos por Saturnino Martínez des-

de las columnas de La Unión, desarrollándose una acalorada polémica. En la década de los años 80 se inicia la era de las grandes revistas culturales y, en algunos casos, ilustradas, que, por lo general, lograron sobrevivir hasta el inicio de la segunda gran contienda armada contra el colonialismo español. En el fenómeno de su aparición y subsistencia inciden diversos factores, en especial de índole política, tecnológica y filosófico-literaria. El Zanjón significó una mínima apertura democrática en la política colonial de España, que se vio obligada a conferir visos de legalidad constitucional a su gobernación; la dinámica del proceso político llevó, luego de la llamada Guerra Chiquita, a la abolición de la censura previa, aunque se establecieron tribunales de imprenta con facultades para condenar con penas hasta de cárcel o destierro; posteriormente, en noviembre de 1886, se dictó una ley especial para Cuba y Puerto Rico que abolió dichos tribunales y el concepto jurídico de delito de imprenta, ya que los infractores de la ley mediante cualquier medio mecánico de publicación serían juzgados de acuerdo con la legislación penal vigente; otro paso en la apertura de temas y opiniones publicables fue dado en 1890, al lograrse el reconocimiento de la licitud de la manifestación en letra de molde de las ideas separatistas, mientras no incitaran a alcanzar la separación por la violencia o la fuerza. Estas sucesivas concesiones a la libertad de expresión arrancadas a España, fueron aprovechadas por los militantes independentistas, en faena de preparación de un nuevo empeño liberador, en lucha contra integristas y autonomistas, por lo que las publicaciones periódicas devinieron verdaderas trincheras de ideas, defendidas por los intelectuales y artistas más prestigiosos del país. Desde el punto de vista técnico, se había producido en las imprentas el paso de la manufactura a la industria, con la aparición, a partir de la década del sesenta, de los equipos e innovaciones más recientes en el ramo, producidos en Estados Unidos y Europa, lo que permitió aumentar el número y la calidad de las tiradas, así como introducir las ilustraciones reproducidas con nitidez y hasta con variedad de colores. Simultá-

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neamente, culminaba la lucha que iniciara José Agustín Caballero contra el escolasticismo y la reacción colonialista en el terreno de las ideas filosóficas, la que en aquellos momentos se libraba fundamentalmente entre el positivismo spenceriano de Enrique José Varona y el idealismo hegeliano de Rafael Montoro; de igual forma, se gestaba un nuevo movimiento literario, el modernismo, que implicaba la ruptura de cánones y normas establecidos, y en muchos casos refrendados por la Academia Española, por lo cual se agudizó —también en este terreno— la lucha de ideas, por cuanto el enfrentamiento no era sólo a las normas literarias, sino a lo español que, como institución, representaba dicha Academia. De este tipo de publicaciones, la primera en aparecer fue la Revista de Cuba. En 1876, José Antonio Cortina, Ricardo del Monte y Julián Gassié, jóvenes liberales con inquietudes intelectuales, que avizoraban el fin más o menos inmediato de la Guerra Grande, concibieron la idea de editar una revista de carácter cultural que recogiera la tradición iniciada por la Bimestre Cubana, llenara el vacío que la lucha armada había provocado en el campo editorial, pusiera al día a los cubanos en cuanto al movimiento filosófico, científico y literario del mundo culto, editara los trabajos de los naturales del país en esas disciplinas y conservara y transmitiera la herencia cultural nacional al publicar obras inéditas o agotadas de los grandes pensadores y artistas de generaciones pasadas. Se propusieron, asimismo, que la revista se mantuviera al margen de las disputas de escuelas y de las contiendas religiosas y políticas, objetivo fácilmente comprensible si se tiene en cuenta la rígida censura de prensa imperante en aquellos momentos iniciales. En enero de 1877 salió el primer número de este «periódico quincenal de ciencias, derecho, literatura y bellas artes», dirigido por José Antonio Cortina y en el cual colaboraron con asiduidad, además de Ricardo del Monte y Julián Gassié, Enrique José Varona, Vidal Morales, Luis Montané, Juan Gualberto Gómez, Felipe Poey, Manuel Sanguily, Rafael Montoro y Enrique Piñeyro, por sólo citar algunos nombres. Entre las reimpresiones y materiales inéditos apareci-

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dos en sus páginas se encuentran trabajos de José Agustín Caballero, Zacarías González del Valle, José María Heredia y Luz y Caballero. Los originales abordaban temas biográficos, de crítica literaria —no muy numerosos—, cuestiones estéticas, de historia de la literatura, en tanto reprodujo disertaciones y discursos. Abordó también temas jurídicos, filosóficos, científicos e históricos. Entre los materiales más significativos aparecidos en la Revista de Cuba se encuentran, publicados por partes, la Historia de la esclavitud de los indios de José Antonio Saco, las Conferencias filosóficas de Enrique José Varona, así como el importante texto de José de la Luz «Impugnación al examen de Cousin sobre el Ensayo del entendimiento humano de Locke». Asimismo, vieron la luz traducciones de trabajos de Herbert Spencer, Levy-Bruhl, Haeckel y otros autores extranjeros. La poesía ocupó un lugar destacado en sus páginas, en las que aparecieron producciones, conocidas o inéditas, entre otros, de José María Heredia, Joaquín Lorenzo Luaces, Luisa Pérez de Zambrana, Enrique José Varona, Rafael María Merchán y José Joaquín Palma. En síntesis, la revista no sólo trató temas filosóficos y culturales, sino que rescató parte de lo mejor de la producción intelectual precedente con un sentido ilustrador que se complementó con informaciones sobre lo más avanzado de las ciencias humanísticas de Europa. Al surgir los partidos políticos, especialmente el Autonomista, del que Cortina, Del Monte y Gassié fueron fundadores, se solicitó el permiso correspondiente para publicar escritos de esa índole. No obstante, una vez obtenida la autorización, poco fue el uso que de ella se hizo y no llegaron a media docena los artículos sobre el tema que imprimiera, incluidos los que a partir de septiembre de 1882 comenzó a escribir Rafael Montoro. En 1884 fallecía José Antonio Cortina y la labor de difusión cultural por él acometida en su Revista de Cuba era continuada por Enrique José Varona, uno de sus más cercanos colaboradores. Ambos integraban el ala izquierda o radical del autonomismo y evolucionaban hacia el independentismo al morir el primero. Como fuera su deseo, su revista desapareció con él, pero

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Varona recogió el estandarte y adoptó para la empresa el título de Revista Cubana, «periódico mensual de ciencias, filosofía, literatura y bellas artes», la cual se publicó ininterrumpidamente entre enero de 1885 y junio de 1895, cuando la guerra de liberación puso el punto final a su ya larga trayectoria de cubanía. La publicación se presentó al público como continuación de la Revista de Cuba y se proponía, además, mostrar un cuadro fiel de nuestra cultura, recibir todas las opiniones, escuchar y recoger testimonios y documentos del pasado, para mantener vivo el sentimiento cubano. Publicó trabajos representativos de distintas tendencias y disciplinas, de autores nacionales y extranjeros, con marcada preferencia por los primeros. Divulgó temas filosóficos, históricos, sociológicos, jurídicos, literarios, estéticos, antropológicos y de ciencias naturales; informó sobre las últimas ideas que, en estos campos, se debatían en el mundo culto. En ella colaboraron, entre otras, figuras del calibre de Manuel de la Cruz, Manuel Sanguily, Enrique Piñeyro, Rafael Montoro, Aurelio Mitjans, Ramón Meza y Nicolás Heredia. El pasado, en sus mejores voces, estuvo presente en sus páginas, en las que fueron frecuentes los estudios valorativos sobre Luz y Caballero, José Antonio Saco, Domingo del Monte, José María Heredia o El Lugareño, así como la reproducción y comentario de sus obras. Varona no eludió la temática política y abrió las páginas de su revista a representantes de las dos vertientes del pensamiento político cubano: tanto pudo Manuel Sanguily dar a conocer en ella su trabajo «La autonomía de Cuba», como Rafael Montoro publicar «La expansión nacional y los estados modernos», y Francisco A. Conte el grupo de artículos que conforman «Las aspiraciones del Partido Liberal». El propio Varona editó en ella su profesión de fe independentista: la conferencia «El poeta anónimo de Polonia». Fue asimismo la revista vehículo de divulgación de las ideas de grandes autores exponentes de la ciencia, el arte y la crítica decimonónicas. A través de excelentes traducciones pudieron leerse en ella materiales de Charles Darwin, Herbert Spencer, J. M. Charcot, Anatole Leroy-Beaulieu, J. M. Guyau, Hipólito Taine, Ernest Renan, Edmund

Schérer, Charles Seignobos, Paul Bourget y Eça de Queiroz, entre otros. Por último, también estuvo presente en la misma el periodismo activo, a través de las secciones a cargo de Juan Gualberto Gómez y el propio Varona, comentaristas, el primero, de la vida política entre 1892 y 1894 y, el segundo, de las cuestiones literarias y de la vida intelectual, así como de la actualidad local y mundial. En 1883, Casimiro del Monte, redactor de las «Gacetillas» de El Triunfo, acometió la empresa de fundar una revista que resultara comercial al captarse un público femenino interesado en modas, folletines y chismes de sociedad, empeño del cual surgió La Habana Elegante, publicación bisemanal, frívola, donde predominaban los acertijos, el santoral, las noticias breves, los pensamientos de almanaque y las modas de París. Brindaba un panorama internacional, en especial de Francia, España y Estados Unidos. Entre sus redactores se encontraban Ignacio Sarachaga y Enrique Hernández Miyares. A mediados de 1884 la revista pasó a manos del primero, sin que cambiara sustancialmente su estructura o contenido. Sin embargo, poco a poco los trabajos de carácter literario fueron infiltrándose en sus páginas, cuya calidad iría mejorando a partir de 1885, cambio que podría haberse debido a la presencia en su cuerpo de redactores de Manuel de la Cruz, quien fungió como director literario durante unos meses y, desde octubre de ese año, a su nombre en la redacción se unen los de Julián del Casal, Ramón Meza y Aniceto Valdivia. Por entonces puede observarse un giro en la orientación estética de la revista que comenzó a insertar muestras poéticas de autores como Leconte de Lisle, Sully Prudhomme y, en avalancha, de Rubén Darío. Se producen también las primeras colaboraciones en verso de Casal, quien, poco después, acometería trabajos críticos. En enero de 1888 pasaba la dirección de La Habana Elegante a manos de Enrique Hernández Miyares, quien reafirmaría el giro hacia el modernismo e insertaría la revista en el espectro de publicaciones que, de manera abierta o velada, abogaban por la separación de España. En este sentido, su choque más serio con la censura lo tuvo debido a la publicación, el 25 de marzo de

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ese año, del primer artículo de la serie «La sociedad de La Habana», escrito por Casal y dedicado al general Sabas Marín y su familia. A partir del 15 septiembre de 1891, la publicación adoptó el título de La Habana Literaria, bajo la dirección conjunta de Hernández y Alfredo Zayas. Mientras el primero se inclinaba hacia los estudios literarios, los trabajos líricos y los temas variados con ilustraciones y grabados, el segundo prefería los asuntos sociológicos, históricos y políticos, orientación que prevaleció en la práctica. Para conservar el antiguo público, la revista mantuvo una sección fija —«La Habana Elegante»—, donde reseñaba fiestas y eventos sociales. Contó, entre otras, con las firmas de Luis Montané, Manuel Sanguily, Rafael Montoro, Enrique José Varona, Julián del Casal, Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, Tristán de Jesús Medina, y, como tributo al pasado, Céspedes, Zequeira y Luz y Caballero. En mayo de 1892 quedaba La Habana Literaria bajo la dirección única de Zayas y, el 8 de enero del 93, lanzaba Hernández Miyares nuevamente La Habana Elegante, devenida órgano de las posiciones modernistas. En la misma se impuso la influencia francesa e inundaron sus páginas los nombres de Goncourt, Loti, Gautier y, entre los hispanoamericanos, Darío, Silva, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera y Casal. El Conde Kostia desplegó una galería de retratos literarios de damas de la alta sociedad e insertó incidentales artículos sobre arte; Hernández Miyares redactó las gacetillas y algún que otro trabajo anónimo, de los que no estuvo ausente el carácter separatista. Al estallar la Guerra Necesaria, se disgregó el cuerpo de redactores de la revista, los que —en su inmensa mayoría— marcharon a la manigua o a la emigración, a aunar sus esfuerzos en una empresa mayor: la independencia de Cuba. El 23 de julio de 1885 aparecía bajo el título de El Fígaro una nueva revista, dirigida por Rafael Bárzaga e inicialmente dedicada al deporte. En números sucesivos, además de las secciones consagradas a esa actividad, fueron apareciendo las implicaciones literarias tan características de las publicaciones de la época, en tanto Ramón A. Catalá publicaba «Peloteras»: crónicas

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sociales y comentarios de actualidad en los que predominaba lo satírico-humorístico. Ya a partir de la sexta entrega aparecía con insistencia el tema literario, bien fuera a través de una entrevista a Emilio Zola como de trabajos, entre otros, de Hernández Miyares, Julián del Casal, Luis Victoriano Betancourt, Aniceto Valdivia, Ramón Meza o Justo de Lara. En febrero de 1886 pasaba a ser propiedad de Manuel Serafín Pichardo, bajo la administración de Catalá, quienes lograron que, a fines de siglo, la revista fuera una de las más leídas en Cuba e Hispanoamérica. En enero de 1888 apareció con la portada ilustrada y, a partir de julio, también hubo ilustraciones en sus páginas interiores: dibujos, caricaturas de tipos populares, retratos de peloteros de moda y una galería cómica con caricaturas de escritores y artistas. Desde 1889 contó con la colaboración del caricaturista español Ricardo de la Torriente, creador del personaje simbólico de Liborio. Desde mediados de 1888 se convirtió en órgano difusor del movimiento modernista y en sus páginas pueden hallarse las firmas de los principales poetas de esta tendencia en el continente, empezando por Darío y Salvador Díaz Mirón. También de los más destacados prosistas cubanos de entonces como, por ejemplo, Varona, Piñeyro, Sanguily, Nicolás Heredia y Justo de Lara. Entre sus logros se encuentra el haber hecho periodismo gráfico con un sentido moderno de la información, no sólo de la contemporánea en su época, sino en forma de reportajes especiales sobre acontecimientos importantes. La revista continuó publicándose más allá de los límites cronológicos de la etapa que nos ocupa, aunque, como publicación, los reseñados fueron sus mejores años. El 31 de marzo de 1893 veía la luz la más polémica y luchadora de las publicaciones del período, la revista mensual Hojas Literarias, trabajo unipersonal de Manuel Sanguily, salvo incidentales colaboraciones desde París de Enrique Piñeyro, aparecidas con su nombre o bajo los seudónimos de P. Niño o E.P. En el primer número, su autor expone la que pretende sea su poética crítica, de aspiraciones positivistas a lo Taine, con visos sociologistas a lo Guyau. Plantea que se ceñirá al estudio de las obras y aboga

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por una ética respetuosa con los autores objeto de sus comentarios. En la práctica, su temperamento se interpuso en el camino de estos propósitos y sus intereses políticos lo llevaron más allá de las obras y, en ocasiones, su crítica fue vitriólica contra aquéllos con quienes polemizó porque, en realidad, Sanguily se propuso un objetivo político expresado a través de una publicación literaria: abogar por la independencia de Cuba, según los medios que entendía correctos para alcanzarla. De ahí que en la revista tratara temas políticos e históricos, filosóficos, estéticos y literarios, estos últimos sobre todo en forma de crítica. Tuvo dos secciones fijas: «Impresos recibidos», que contenía la relación de libros, revistas y periódicos enviados a su redacción, notablemente un nutrido grupo de ediciones de la emigración independentista; y «Variedades», con comentarios del acontecer político, literario e intelectual cubano y de otros países. Pero lo que caracterizó a esta publicación fue el gran número de polémicas en que, desde sus páginas, se mezcló su autor, entre las cuales se destacan la muy conocida con Manuel de la Cruz, quien se batía desde las columnas de El Fígaro, en torno a Cromitos cubanos; la que sostuvo en relación con la figura del poeta Plácido con los periódicos La Igualdad de Juan G. Gómez, El Mosaico y La Defensa, ambos de la ciudad de Santa Clara, y con el puertorriqueño Tomás Carrión, quien escribió el folleto A vuela pluma. Haití. Plácido y Manuel Sanguily, especialmente dedicado a exaltar al autor de la «Plegaria a Dios» y descalificar al de Hojas Literarias en su condición de crítico, folleto que fue anunciado con beneplácito por La Igualdad, La Nueva Era y El Criterio Conservador, el semanario político del Partido Unión Constitucional. También el libro Desde Yara hasta el Zanjón de Enrique Collazo suscitó una agria polémica entre Serafín Sánchez, desde Key West, y su autor, quien publicaba en Las Avispas, polémica en la que terció Marcos García desde El País y Sanguily a través de sus Hojas Literarias. Participa entonces en el debate Máximo Gómez, desde la República Dominicana, con una carta abierta a Tomás Estrada Palma, la cual fue refutada por Sanguily quien, a su vez, lo fue por Gómez,

esta vez desde las columnas de El Porvenir de Nueva York. Otra ruidosa polémica fue la sostenida por Sanguily con el peninsular Rafael Pérez Vento —quien escribía en La Unión Constitucional— provocada por unas notas del cubano al folleto del segundo titulado Cartilla política del español en la Isla de Cuba y la Reforma de Maura. Como era de esperarse, la revista entró en conflicto en más de una oportunidad con las autoridades españolas e incluso llegó a ser secuestrado algún que otro número y llevado su autor a los tribunales. Hojas Literarias expiró en diciembre de 1894, menos de dos meses antes de que se rompieran las hostilidades de la Guerra Necesaria. Asimismo, parte de la tradición cultural cubana, en especial de La Habana, interrumpida durante el período bélico, fueron las llamadas tertulias, conversaciones o veladas literarias que, con un carácter más o menos formal, se realizaban regularmente en torno a una figura destacada de las letras o, con posterioridad, en la redacción de algunas de las revistas de la época y en los salones de las sociedades de instrucción y recreo. De las primeras en establecerse, después del Zanjón, fueron las veladas literarias de la Revista de Cuba, surgidas por iniciativa de Enrique José Varona, Vidal Morales y Julián Gassié y organizadas por José Antonio Cortina, las cuales se efectuaron casi todos los sábados en el bufete de este último o en su residencia, donde participaban tanto literatos noveles como autores consagrados, los que leían allí sus trabajos para que fueran discutidos —y a veces destrozados— por quien fuera el principal crítico en las mismas: Manuel Sanguily. A estas sesiones, por decisión de sus animadores, sólo podían asistir hombres y en ellas, además de literarios, se trataban temas científicos, aunque la actividad fundamental fue la lectura de versos, que eran analizados por los contertulios, algunos de ellos periodistas que después reseñaban la velada en sus respectivos periódicos, desde cuyas columnas, a veces, continuaban encarnizadas discusiones. Importantes reuniones de este tipo realizó, a partir de su regreso a La Habana en 1879, Nicolás Azcárate, al reanudar sus Conversaciones Literarias, interrumpidas por la guerra, las que

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tuvieron características semejantes a las de Cortina, al igual que las que se celebraban en casa de José María de Céspedes, cuyos asistentes eran, por lo regular, los mismos que a las antes mencionadas. En 1880 comenzaron a efectuarse tertulias literarias en casa de Luis Alejandro Baralt, con la particularidad de que a ellas sí se permitió la asistencia femenina, lo que hizo que resultara pequeña la residencia para la cantidad de contertulios. Por lo que las reuniones debieron trasladarse al teatro Jané. Tertulias de carácter informal, más bien bohemio, se celebraron cotidianamente en la redacción de La Habana Elegante, a las que concurrían, unas veces, las jóvenes promesas de las letras cubanas y, en otras ocasiones, veteranos de la Guerra Grande, que hacían de las mismas punto de cita para acariciar sus sueños de independencia. También la redacción de El Fígaro fue cenáculo que acogió en diarias jornadas vespertinas a cuantos en la capital amaban el cultivo de las letras, así como a aquellos escritores y poetas extranjeros que en ocasiones la visitaron. Como habrá podido observarse, desde antes de terminar la Guerra de los Diez Años la intelectualidad del occidente del país, miembro de la burguesía esclavista por su origen de clase —o a su servicio—, preveía el fin más o menos próximo de la lucha armada y se aprestaba a reiniciar una vida cultural, otrora intensa, paralizada por la contienda. Uno de los medios tradicionales de realizar el imprescindible intercambio de ideas, opiniones y criterios entre los intelectuales, así como de discutir libremente temas prohibidos por la censura oficial y de conocer obras recibidas de manera más o menos clandestina desde Europa, por algún miembro del grupo, fueron las tertulias, pero las mismas tenían el defecto de ser demasiado elitistas, pues a ellas sólo tenían acceso unos pocos escogidos. De ahí que, ya desde antes de terminar la guerra, comenzaran a renacer las Sociedades de Instrucción y Recreo, más abiertas al mundo exterior, y desde las cuales podía, además, hacerse un trabajo político entre los asistentes, que por lo general devenía asiduo, sobre todo después de El Zanjón y el surgimiento del Partido Liberal. Es entonces que dichas sociedades alcanzan

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un auge extraordinario, disputándose sus tribunas tanto los oradores autonomistas como los separatistas que, de manera encubierta, comenzaban la labor de reunificar fuerzas y estimular los ánimos deprimidos; de preparar, en fin, las condiciones para el reinicio de la contienda armada. Entretanto, al fragor de la lucha ideológica, la batalla se le daba al colonialismo y su ideología en todos los campos, sin ceder un palmo de terreno. En los salones de las Sociedades de Instrucción y Recreo se debatieron los temas de arte, literatura y ciencias que ocupaban el centro de las preocupaciones del momento. La prensa de la época, en especial El Triunfo, seguía con interés estas actividades, las cuales eran reseñadas por plumas como las de Casimiro del Monte en sus «Gacetillas» y Diego Vicente Tejera en la «Revista de la Semana». La Voz de Cuba, por su parte, consciente de la función de esas actividades, también las comentó, aunque siempre con ánimo de combatirlas. En la imposibilidad de describir la génesis y desarrollo de todas las sociedades de instrucción y recreo que por entonces tan fundamental papel desempeñaron en la vida cultural del país, nos referiremos a algunas como ejemplo de este proceso. El 20 de diciembre de 1875 se inauguraba en el elegante barrio suburbano de El Cerro, una sociedad que llevaría por nombre «La Caridad», presidida por el rico productor azucarero Juan Poey. Posteriormente, sus salones sirvieron de sede al Partido Liberal Autonomista en ocasiones señeras y fueron también ambiente acogedor para efectuar veladas literarias, la primera de las cuales se dedicó a honrar la memoria de José de la Luz y Caballero. Desde su tribuna hizo Montoro los elogios póstumos de Cortina y Juan B. Zayas; disertaron José Varela Zequeira sobre la Margarita de Fausto, Enrique Piñeyro en torno a «Dante y La Divina Comedia», Álvaro Caballero sobre los derechos de la mujer y la educación, Francisco A. Conte sobre los del pueblo cubano y Manuel Sanguily expuso su criterio en cuanto a «El dualismo moral y político en Cuba». El espectro de intereses de los disertantes cubría lo literario, lo científico y lo social, en tanto su militancia política, aunque mayoritariamente autonomista, no excluía la

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presencia de muy destacadas voces indeclinablemente separatistas. Otra sociedad que dejó profunda huella en la cultura finisecular cubana fue el Liceo de Guanabacoa, el cual se había hecho sospechoso a voluntarios y autoridades españolas, después del 10 de octubre de 1868, por estar integrado fundamentalmente por cubanos, lo que provocó que sus actividades disminuyeran hasta quedar sumido en una vida meramente vegetativa y, como culminación, en enero de 1872 fue convertido en Recreo Español. Posteriormente, en octubre de 1878, recobró su antiguo nombre e inició una nueva etapa de promoción cultural: se reanudaron las conferencias en sus salones, la sección de literatura pasó a ser presidida por Azcárate y contó como secretario a José Martí, con la asesoría de Saturnino Martínez, Luis Victoriano Betancourt y Antonio López Prieto entre otros. Sus veladas fueron públicas y, a través del periódico local El Progreso, se invitaba a los obreros a que concurrieran a las mismas, para «aprender y mejorar la inteligencia». En sus salones se veló al socio distinguido Alfredo Torroella y ante su féretro habló por primera vez en público desde su regreso a la patria José Martí. Posteriormente, en una velada dedicada a su memoria, hizo el Héroe Nacional un «Estudio biográfico» del fallecido poeta. Las conferencias organizadas por la sección de literatura, verdaderos debates, abordaron temas como «El realismo y el idealismo en el arte» y el origen del hombre, tópico este último que provocó una protesta de setenta señoras de la localidad —incitadas por La Voz de Cuba, que desarrollaba una franca campaña contra la Institución—, las cuales obviamente se interesaban en el tema. Sobre la obra de Echegaray disertó Martí; en torno a «La evolución psicológica», Enrique José Varona; y el Héroe Nacional, luego de un concierto del violinista Rafael Díaz Albertini, pronunció un discurso patriótico que despertó justificadamente los recelos del general Blanco, quien se encontraba entre la concurrencia. Al estallar nuevamente la Guerra de Liberación, el Liceo fue clausurado por las autoridades españolas el 24 de octubre de 1896. El 10 de octubre de 1878 se inauguraba el Li-

ceo Artístico y Literario de Regla, con el apoyo del Partido Liberal de la localidad. José Martí fue nombrado secretario de su sección de literatura y contó, además, con una de declamación. Celebró veladas los miércoles y fundó varios periódicos locales de orientación política autonomista. Por su tribuna desfilaron muchos de los grandes oradores liberales de esta etapa, en tanto en ocasiones dicha tribuna fue trasladada a los círculos de artesanos de Guanabacoa y San Antonio de los Baños, en función de extensión político-cultural. Su sección de música se vio prestigiada por concertistas como Brindis de Salas e Ignacio Cervantes. También fue clausurado por las autoridades españolas, el 18 de noviembre de 1896. En las reuniones celebradas en el teatro Jané bajo los auspicios de Luis Alejandro Baralt surgió la idea de crear una institución consagrada a la «cultura de la mujer», la que se acordó denominar Nuevo Liceo de La Habana. Para su formación se organizó una intensa campaña de prensa, desarrollada por Saturnino Martínez y José Fornaris. Al constituirse, el 26 de noviembre de 1882, su primer presidente fue Nicolás Azcárate y, un mes más tarde, contaba 1 433 socios. Alcanzó un auge extraordinario y arrendó de manera permanente los altos del teatro Albisu para celebrar sus veladas y fiestas. En sus salones se leyeron versos, se dieron conciertos, se llevaron a cabo polémicas sobre temas científicos y literarios y se representaron comedias y óperas por una compañía de aficionados. Allí Nicolás Azcárate presentó por primera vez en público a Julián del Casal y a José de Armas y Cárdenas. Pasado un tiempo, el Nuevo Liceo comenzó a decaer, pues su cuota por ser socio era alta y la economía del país se resentía como consecuencia de la crisis que lo azotó durante aquellos primeros años de la última década del pasado siglo. Desde el punto de vista teatral, el período de entreguerras se caracterizará por la construcción de nuevos teatros, en La Habana y en ciudades del interior del país, en tanto la asistencia a los mismos sufría altibajos provocados por la crisis recurrente que estremecía la economía colonial, sobre todo a partir de la temporada de 1883-1884

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y, en consecuencia, al iniciarse la última década del siglo hasta los grandes actores naturales del país, como Luisa Martínez Casado, Adela Robreño y Paulino Delgado, debieron marchar al extranjero y, si bien es cierto que en 1887 actúa en el Tacón Sarah Bernhardt a altísimos precios y con gran éxito, dos años más tarde el también francés Benito Constant Coquelin, al frente de una excelente compañía, sufrió un gran fracaso de taquilla. Del año 90 en adelante, las temporadas fueron cada vez peores, la ópera perdió prestigio y las compañías extranjeras que nos visitaron fueron formadas con figuras de segundo rango, pues La Habana había perdido su categoría de plaza teatral privilegiada. El período se inició con el predomino del género bufo que, como expresión nacional, se enfrentó con éxito al teatro extranjerizante, bien fuera español, francés, italiano o inglés. Como ha señalado Rine Leal: Este período contemplará una verdadera explosión dramática durante la cual la escena pasará a ocupar un lugar fundamental en la exposición y crítica de la sociedad cubana […] No sólo en sus temas, sino en el idioma, la música, los personajes, el ámbito social, el gesto escénico y sobre todo, en el aspecto moral, los bufos se definen como una expresión propia que negaban lo extranjero […] 7 Sin embargo, poco a poco, se inició la decadencia del género, que culminó en 1892 con la representación en el Alhambra —inaugurado dos años antes— de un repertorio que pasó de la chabacanería y el mal gusto a lo francamente pornográfico. La guerra necesaria A lo largo de los años de la tregua fecunda, muchos cubanos separatistas permanecieron en el exilio o se vieron obligados a emigrar por razones de índole política o económica. Dondequiera que estuvo un grupo de emigrados —en Europa, a lo largo del continente sudamericano o en

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distintas ciudades norteamericanas— surgieron órganos de prensa con uno de estos dos objetivos, y a veces con ambos: divulgar la cultura cubana y despertar la conciencia nacional, prepararla para el reinicio de la lucha emancipadora. Algunos de ellos continuaron su trabajo aún después de comenzada la nueva guerra. Entre los mismos cabe mencionar El Porvenir, «semanario político, literario, de noticias y anuncios», fundado en 1890 por Enrique Trujillo en la ciudad de Nueva York. Desde su aparición se declaró partidario de la independencia absoluta de Cuba, y, para alcanzarla, de la revolución; hizo también profesión de fe latinoamericanista y abogó por la unidad de Hispanoamérica. En lo fundamental, publicó trabajos políticos y de propaganda revolucionaria, aunque tuvo secciones de poemas y crítica de libros y divulgó los discursos de Martí, quien fuera uno de sus más asiduos colaboradores. Fue órgano de difusión y propaganda de la Sociedad Literaria HispanoAmericana, de la cual fuera promotor el Héroe Nacional. El último número de esta etapa salió el 18 de julio de 1898 y el periódico reapareció, durante la intervención nortamericana en la guerra cubana contra España, en Santiago de Cuba. En 1892 fundaba Martí en Nueva York el periódico Patria, cuyo primer número veía la luz el 14 de marzo como portavoz del Partido Revolucionario Cubano y sus páginas recogieron excelentes ejemplos de la prosa martiana. Al partir de la Babel de Hierro el organizador de la Guerra Necesaria, Gonzalo de Quesada, Benjamín Guerra y Sotero Figueroa se hicieron cargo de la publicación y, luego de la caída en combate del fundador, se designó como director, el 23 de octubre de 1895, a Enrique José Varona, función que desempeñó durante el siguiente año. Eran aquellos días difíciles para la emigración, ya que el delegado Tomás Estrada Palma marginaba a los obreros revolucionarios y se rodeaba de una camarilla de ricos burgueses, autonomistas o proanexionistas. Por ello entre los miembros de los clubes revolucionarios reinaban la confusión, las divisiones y las discusiones. En este contexto, Varona fue acusado por Sotero Figueroa, desde el periódico La Doctrina de Martí, de dividir a las huestes revolucionarias,

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ya que los fondos de una llamada «Sociedad Jurídica de Estudios Cubanos» por él creada, no se destinaban a la guerra, actuaba con independencia del Partido Revolucionario Cubano y convocaba actos de masas de carácter político. También se le criticó por haber suprimido la propaganda a favor de la independencia de Puerto Rico y por su adhesión a las élites sociales, con desprecio manifiesto por las masas trabajadoras. El 25 de agosto de 1897 apareció en Patria la designación de Eduardo Yero Baduén como editor responsable, aunque Varona continuó en la redacción. Desde fines de septiembre de 1898 los editoriales fueron escritos por Nicolás Heredia, hasta la desaparición de la publicación. En ella colaboraron, entre otros, Manuel de la Cruz, Manuel Sanguily, Fermín Valdés Domínguez, Diego Vicente Tejera, Rafael María Merchán, Carlos Baliño y Ramón Meza. Con la terminación de la guerra contra España y la disolución de los organismos cubanos que habían luchado en el exterior, finalizó la publicación de Patria, el 31 de diciembre de 1898. Otro activo combatiente por la independencia fue La Doctrina de Martí, periódico newyorkino dirigido por Rafael Serra, cuyo primer número salió el 25 de julio de 1896 y lo continuó haciendo de forma irregular, bajo el lema «La república con todos y para todos». En él colaboraba, además de Sotero Figueroa, Juan Bellido de Luna. Publicaba noticias de la guerra y reseñaba algunas de las actividades del Partido Revolucionario Cubano y de los clubes de emigrados. Posteriormente inauguró una sección literaria en la que aparecían con regularidad poesías de Bonifacio Byrne. También colaboró en ella Hernández Miyares. Al terminar la guerra, siguió publicándose en La Habana. Entretanto, en los campos de Cuba, las huestes insurrectas siguieron la tradición iniciada por Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo y fundaron diversos periódicos que editaban distintos cuerpos del Ejército Libertador, entre los que es ineludible mencionar El Cubano Libre, creado por Antonio Maceo como órgano de los revolucionarios de Oriente bajo la dirección de Mariano Corona. El primer número salió el 3 de agosto de 1895 y se imprimió sin interrup-

ción en la manigua hasta el fin de la contienda. Asumió una posición francamente antimperialista, lo que le valió amenazas de suspensión por parte del interventor norteamericano Leonardo Wood. Una de las últimas publicaciones que apareció en la emigración fue Cuba y América, «periódico quincenal ilustrado, dedicado a los países hispanoamericanos», cuyo primer número viera la luz el 1o de abril de 1897 bajo la dirección de Raimundo Cabrera. Abordó temas políticos, intereses generales y variedades, con crítica, sátira, ilustraciones y caricaturas. A partir del 1o de enero de 1898 apareció como «periódico semanal ilustrado» y pasó a ser mensual en agosto del propio año. La mayor parte de sus trabajos se refería a la insurrección y narraba episodios de la guerra, tanto en prosa como en verso. En la sección de «Bibliografía» se comentaban los últimos libros publicados. Divulgó la vida cultural y política de las naciones hispanoamericanas, en especial de Puerto Rico, así como la de las islas Filipinas, en Asia, ambas en lucha contra el yugo español. Publicó, asimismo, unos «Episodios de la Guerra», con valiosas ilustraciones, escritas por Raimundo Cabrera bajo el seudónimo de Ricardo Buenamar. A partir del establecimiento en Cuba del régimen autonómico, hostigó a los autonomistas que se prestaron a hacer el juego político a España, para lo cual esgrimió argumentos de índole ideológica y los más hirientes de la sátira, en versos festivos y caricaturas. Luego de la voladura del acorazado Maine, todos los números de Cuba y América reflejaron los acontecimientos que se desarrollaban en la Isla, la intervención norteamericana y la rápida derrota de España, aunque tanto el director como los redactores mostraban su confianza en que el gobierno de los Estados Unidos sería el guardián de las libertades de las naciones hispanoamericanas. En sus páginas apareció un rico caudal de obras de autores cubanos hasta entonces inéditos; reprodujo o publicó en libros o en entregas especiales El laúd del desterrado, Francisco de Anselmo Suárez Romero, Mis doce primeros años y Viaje a la Habana de la Condesa de Merlín, Milanés y su época de Eusebio Guiteras, así como poesías de

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Luaces y otros materiales de valor para la historia y la literatura cubanas. Entre sus más asiduos colaboradores se encontraron Enrique José Varona y Manuel Sanguily. En septiembre de 1898 la revista se despedía de sus lectores con unas palabras firmadas por Cabrera y Nicolás Heredia. Como tantos otros, el primero regresaba a la patria y Cuba y América iniciaría una segunda etapa, a partir de febrero de 1899, editada ya en La Habana. Durante este período, las actividades teatrales quedaron casi totalmente paralizadas debido al reinicio de las hostilidades en febrero de 1895. De inmediato se produjo la triunfante invasión a Occidente de las huestes mambisas y el incendio de las riquezas azucareras de dicha región; por primera vez, la capital de la colonia se vio amenazada por las tropas cubanas que con ello —y con el disloque de las comunicaciones terrestres—, paralizaron casi por completo las actividades de toda índole en la Isla. En lo tocante al teatro, decreció el número de compañías extranjeras visitantes y, las que vinieron, debieron trabajar a teatro vacío a pesar del bajísimo precio de las localidades. Sólo el Alhambra y los bufos mantuvieron un público algo numeroso. Tal y como sucediera entre 1868 y 1878, el integrismo dominó la escena insular, en tanto en la emigración florecía el teatro Mambí. En 1898, luego de tres años de guerra, la escena cubana yacía sumida en profunda crisis, producto de una prolongada situación económica adversa y de la constante persecución política, por parte de las autoridades españolas, de los más genuinos valores nacionales. La contienda bélica, con su secuela de ruina y destrucción, sólo fue, para el teatro, la culminación de un proceso que se había venido desarrollando desde hacía varias décadas. Como habrá podido apreciarse, las dos grandes guerras por la independencia nacional repercutieron con fuerza, aunque en desigual medida, sobre la vida cultural del país. La primera, por el hecho de circunscribirse al centro y oriente del territorio insular, permitió que La Habana y, en general, el occidente de la Isla, mantuviesen un acelerado ritmo económico y una aparente normalidad, aunque el seno de muchas

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familias estuviese desgarrado por la ausencia de algunos de sus miembros, alzados en armas o exiliados por motivos políticos. Como, por lo general, escritores y artistas abrazaron, con mayor o menor grado de radicalización, la causa de la independencia nacional, el desarrollo cultural se vio interrumpido aun en la capital y zonas no afectadas directamente por la contienda, y nuestra vida intelectual debió desarraigarse, trasladándose a la emigración, donde los cubanos se reunían en sociedades patrióticas, escribían en favor de la causa separatista y publicaban libros, folletos y periódicos de carácter político y cultural. De igual forma, en la manigua, a lo largo de aquellos diez heroicos años, se desarrolló una verdadera cultura nacional, cuyas manifestaciones descollantes fueron la oratoria, el periodismo y la poesía, entre otros géneros literarios, y que halló expresión en publicaciones periódicas, reuniones políticas y hasta veladas culturales, sin contar las numerosas escuelas donde se enseñó a leer y escribir a gran número de combatientes. La última guerra contra el colonialismo español, si bien más breve, se extendió a lo largo y ancho de la Isla, por lo que no sólo afectó la vida cultural en manifestaciones tales como la actividad teatral, paralizada casi totalmente a consecuencia de la contienda bélica, sino que, tal y como sucediera durante la Década Heroica, escritores y artistas, en su inmensa mayoría, marcharon al campo de batalla o al exilio, interrumpiéndose en el país las veladas, conciertos, conferencias y publicaciones que aquellos organizaban y dirigían, las que, en alguna medida, trataron de continuar, en favor de la causa, en la emigración, no obstante lo cual se produjo una ruptura de la línea de desarrollo de la vida cultural interna del país que, si bien no se eclipsó totalmente gracias a lo antes apuntado y a la actividad intelectual desarrollada en la propia manigua, sufrió, como entre 1868 y 1878, la pérdida de muchos de sus mejores y más activos cultores. No obstante, si la Guerra de los Diez Años fructificó a los efectos de la vida cultural en su más amplia acepción, a través del Zanjón, en los logros de la Tregua Fecunda, el fin de la dominación española, a pesar del tutelaje yanqui que

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se impuso a la naciente república, situó la lucha por la independencia absoluta en una fase superior y, de igual forma, abrió posibilidades más amplias, aunque no óptimas, para impulsar el desarrollo socio-económico y cultural del país. Etapa 1868-1898 Las artes La etapa 1868-1898 resulta ser la que presenta mayor desarrollo del arte pictórico durante todo el período colonial cubano. Lo cual no significa que sea excepcionalmente notable, ni en calidad ni cantidad, pero supera a la producción de etapas anteriores en cuanto al número de autores recordables por algún motivo y dado el peso específico que tuvo ya dentro del ámbito cultural criollo. Su desarrollo se centra en la continuidad de la enseñanza «oficial» ejercida por la Academia San Alejandro,8 de cuyo primer director, el francés Vermay, había heredado un neoclacisismo que buscará moldes tradicionales de expresión que evaden siempre el enfrentamiento directo con los cambios más trascendentales que se producen en la pintura europea del siglo XIX. Así asimila tímida y tardíamente influencias románticas, realistas e historicistas, pero llega a permanecer ajena a la gran eclosión impresionista de la segunda mitad del siglo. Si Vermay (1784-1833) había sido discípulo, aunque no muy aventajado, del conocido francés David (1748-1825) y, por lo tanto, en 1817 cuando funda la escuela no estaba tan alejado de las tendencias estéticas europeas del momento, al terminar el siglo sí media un abismo estilístico espeluznante entre pintores como Paul Gauguin (1848-1903) y Vincent Van Gogh (1853-1890) y la práctica de los artistas del patio. Y no es que se trate de medir nuestra cultura con el rasero europeo, sino que fueron la misma escuela de San Alejandro y los propios pintores quienes establecieron ese paradigma, al apegarse en tal forma a los moldes extranjeros que les impidió recrear con toda su vitalidad y riqueza un ámbito criollo cuyos valores plásticos ya venía trabajando con éxito la literatura desde ha-

cía tiempo. El paisaje cubano, por ejemplo, es ganancia estético literaria mucho antes de serlo pictórica, y cuando esto último llega a ocurrir, tímidamente, recurre a enfoques y cristalizaciones ya maduras por la palabra escrita. El «academicismo» se centraba en una pintura de caballete cuyos pocos consumidores eran una minoría pudiente que, como el propio gobierno colonial, se aferraba a lo estatuido, opuesta a cualquier tipo de cambio, lo cual hacía a ese estado español que subvencionaba la academia sentirse «altamente satisfecho de este espíritu tradicionalista que en ella anidaba y que correspondía tan profundamente a su propia ideología».9 Sin embargo, en 1878 ocupa por primera vez la dirección de la Academia un cubano, Miguel Melero, cosa que consigue no sin pocas trabas, a pesar de su posición nada antiespañola, y que fungirá en el cargo, además de ejercer como profesor, hasta su muerte, ocurrida en 1907. El arribo del nuevo director supuso algunos cambios beneficiosos, el más sonado de los cuales fue el permitir el ingreso de mujeres a la escuela, aunque esto, al decir de Jorge Rigol, parece que agotó su espíritu progresista, pues «ni en su obra pictórica ni en la orientación de la enseñaza, Melero se apartó un punto de los cánones académicos tradicionales».10 Tanto entonces como durante la etapa republicana siguiente, se estimaba, con bastante razón, que el preparar buenos pintores no podía consumarse en la isla y éstos siempre anhelaban completar su formación sobre todo en Francia e Italia (y en menor medida, España), por lo que de hecho todos los nombres que se destacaron en este campo durante la etapa viajaron al extranjero, aunque en ocasiones debido a situaciones personales, relacionadas más de una vez con razones políticas, dadas sus vinculaciones personales o familiares al movimiento independentista que sacudía a Cuba. A pesar de que su formación sobre todo en Francia e Italia (y en menor medida, España), por lo que de hecho todos los nombres que se destacaron en este campo durante la etapa viajaron al extranjero, aunque en ocasiones debido a situaciones personales, relacionadas más de una vez con razones políticas, dadas sus vinculaciones persona-

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les o familiares al movimiento independentista que sacudía a Cuba. A pesar de que algunos pintores pelearon directamente en la guerra, esa realidad no se reflejó todavía en sus obras, demasiado hechas para seguir los cánones de un academicismo italiano o francés epigonal y estéril. 11 Esto resultaba claro entonces para figuras como José Martí, quien quizás recordando su fugaz paso por la Academia San Alejandro cuando aún era adolescente, escribió en México hacia 1875: No vuelvan los pintores vigorosos los ojos a escuelas que fueron grandes porque reflejaron una época original: puesto que pasó la época, la grandeza de aquellas escuelas es ya más relativa e histórica que presente y absoluta. Copien la luz en el Xinantecatl y el dolor en el rostro de Cuauhtemozin: adivinen cómo se contraen los miembros de los que expiraban sobre la piedra de los sacrificios; arranquen a la fantasía los movimientos de compasión y las amargas lágrimas que ponían en el rostro de Marina el amor invencible a Cortés, y la lástima de sus míseros hermanos. Hay grandeza y originalidad en nuestra historia: haya vida original y potente en nuestra escuela de pintura. 12 El interés y conocimiento que presenta Martí respecto a la pintura no es un hecho aislado entre los escritores cubanos de la etapa, sino algo bastante generalizado dadas las inquietudes de la época. No puede olvidarse que con la aparición en 1857 de Las flores del mal de Charles Baudelaire se iniciaba un predominio en la cultura occidental de las célebres «correspondencias» (Como ecos prolongados, desde lejos fundidos / en una tenebrosa y profunda unidad, /Vasta como la noche y cual la claridad / se responden perfumes, colores y sonidos).13 Se ha afirmado que fue el propio Martí, en 1881, quien «había dado entrada en español a la teoría de la sinestesia», a través de una nota publicada en la Revista Venezolana, en donde afirmaba que «entre los colores y los sonidos hay una gran relación». 14 El universo de las sinestesias, a partir de entonces, atraerá indefectiblemente a los poetas cubanos,

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que encontrarán un escollo inicial en el desarrollo muy desigual de las distintas manifestaciones del arte y la literatura en la isla. Por eso Lezama Lima, al intentar un paralelo entre la pintura y la poesía en Cuba colonial, afirma que «para lograr esas correspondencias entre los colores, las insinuaciones y los perfumes, es necesario una plenitud que nuestra expresión aún no ha alcanzado», dado que «entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado».15 Lo anterior no impidió que los escritores de la etapa 1868-1898 buscaran en las expresiones plásticas equivalencias estéticas. Julián del Casal es el ejemplo más conspicuo y son bien conocidas sus «lecturas» del primer pintor simbolista francés destacado, Gustavo Moreau (1826-1898). Pero también intentó, casi obstinadamente, encontrar sus «correspondencias» con artistas plásticos nativos contemporáneos suyos. Esto se hace muy evidente cuando dedica un capítulo de su inconcluso libro La sociedad de La Habana (1888-1889) 16 al pintor Guillermo Collazo (1850-1896) y le adjudica características e ideales que coincidían con los mismos del escritor. Lo califica de «refinado, exquisito y primoroso», y su obra ostenta «un carácter particular, nuevo y extraño», la cual ha realizado «desterrado del mundo moderno», del que «se ha escondido para soñar y producir», pues «siempre el artista busca, a la manera del enamorado, el silencio y la soledad; porque la inspiración aguarda que el mundo se aleje para poder entrar». Y aunque «estudia concienzudamente las diversas escuelas pictóricas, no está afiliado a ninguna de ellas, perteneciendo a la que siguen los grandes pintores contemporáneos: la del buen gusto». En plena identificación, Casal traza lo que entiende como ideal de Collazo: El arte es para él una especie de religión. Ni la política, que brinda extenso campo a las ambiciones humanas; ni el mercantilismo, que se dilata como lepra asquero-

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sa por nuestro campo social, ni su cuantiosa fortuna, que hubiera podido transformarlo en un dorado inútil; nada basta a hacerle apartar sus ojos, deslumbrados por el fulgor de los ensueños, de las cimas ideales, donde se alcanza, al término de la ascención, el lauro de oro de la inmortalidad. Casal realizó ciertas «transcripciones» literarias de algunos cuadros de sus contemporáneos que, a veces, crean dudas acerca de si la mayor trascendencia estética radica en el modelo o en su descripción, cosa acentuada por el hecho fortuito de que actualmente algunos de dichos modelos se han perdido. Entre los que se conservan, como los de Guillermo Collazo, Casal sorprende a veces recreando insinuaciones pictóricas tales como la «atmósfera ideal, que parece estar hecha de perlas vaporizadas» que flota en torno a la figura de Emelina Collazo de Ferrán, o la «humanidad, poesía, idealismo» que se desprende de unas Horas felices puestas por su pluma en armonioso movimiento. De José Arburu se detiene con deleite en La primera misa en América y En el jardín, pero dice preferir un boceto «cuya composición llega verdaderamente a sorprender. Parece una pesadilla trasladada al lienzo. Vista de cerca, no es más que un amasijo de colores, aplastados por la espátula, en todas direcciones, pero alejándola un poco, el cuadro se precisa con toda claridad», 17 con lo que muestra cómo la aparente exaltación de los pintores cubanos contemporáneos suyos no excluía el anhelo por una mayor audacia expresiva en ellos. De Juana Borrero elogia una visión de la salida de su hogar aún hoy día no localizada y describe en forma objetiva, no exenta de simpatía, dos cuadros del cardenense Julián Ibarbia, también perdidos, que presentaban figuras de cotidiano realismo: un vendedor de periódicos y un jugador de pelota. Pero trata de buscar más claras «correspondencias» modernistas en el entonces muy joven Armando Menocal, de quien estima ha sabido «escuchar esa voz ideal que canta misteriosamente alrededor de las cosas, esparciendo sobre ellas, como benéfico rocío, sus gracias y encantos», por lo que, «bajo el dominio de su pincel, el raso espejea, la seda cru-

je, el encaje es más vaporoso, la flor ostenta invisibles matices y las piedras preciosas arrojan vivísimos fulgores». 18 La preocupación de los pintores cubanos se centraba sobre todo en lograr un dominio técnico que, en cierta medida, alcanzan, el cual se hace muy visible si comparamos las mejores muestras de esta etapa con las obras de Escalera, Escobar o el mismo Vermay. Es un proceso que en literatura encontraría sus equivalencias anteriores con las búsquedas de los poetas preheredianos o los primeros brotes narrativos de Bachiller y Morales, Ramón de Palma y Cirilo Villaverde. Pero, debido a los mismos materiales con los cuales se trabajaba, el dominio técnico literario era factible conseguirlo de manera mucho más veloz y autodidacta que el pictórico. Además, los artistas plásticos no pudieron librarse durante toda la etapa colonial (situación que en realidad subsistirá hasta la tercera década del siglo XX) de algunas limitantes esenciales. A diferencia de los escritores, ni supieron vincularse a las problemáticas cubanas básicas ni fueron capaces de establecer nexos vigorosos que los cohesionaran entre sí, por lo que permanecieron demasiado permeados por epigonales influencias europeas. Tampoco surgió entre ellos ninguna gran figura creadora o que ejerciera liderazgo estimulante (un Heredia, un Del Monte). Y aunque en la práctica muchos de ellos militaron dentro del independentismo, desde el punto de vista artístico no pudieron dejar de ser casi siempre dóciles colonizados. Además, algunos de los pintores más prometedores del momento apenas alcanzaron fatalmente la veintena de años, como José Arburu Morell (1864-1889), Julián Ibarbia (1871-1895) y Juana Borrero (1877-1896). Temáticamente, como en todo el siglo XIX, en esta etapa existe una preferencia muy marcada por el retrato y el paisaje, con algunas apariciones del historicismo y la alegoría, siempre con raigambre decididamente romántica. Aunque el artista suele trabajar un canon figurativo «aparentemente ajustado a la realidad, de hecho la falsea al embellecerla y, sobre todo, al seleccionar sólo sus aspectos más favorables y encomiásticos», en gran medida debido a que

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Los pintores del XIX estaban estrechamente vinculados a las clases opresoras: de manera directa (comisiones para hacer retratos, vistas de los ingenios de azúcar, de los cafetales, de las quintas familiares) y de manera indirecta (paisajes, figuras elegantes, escenas de bailes). Aun aquellos pintores que emigran por razones políticas —Collazo, Peoli— siguen reflejando su vinculación con las clases dominantes. 19 Entre los pintores activos durante 1868-1898 pueden establecerse dos grandes grupos, conformado uno por aquellos que provienen de una etapa anterior pero que siguen produciendo todavía, y otro por los más jóvenes, que se dan a conocer durante este lapso, entre los cuales algunos, como ya hemos señalado, se agotan en la etapa, mientras otros continuaron su obra, sin cambios sustanciales, durante el siglo XX: Armando Menocal (1861-1942), Leopoldo Romañach (1862-1951), Gonzalo Escalante (18651939), José Joaquín Tejada (1867-1943) y Antonio Fernández Morey (1872-1967). Entre los pintores mayores se encuentra Juan Jorge Peoli (1825-1893), a quien Martí dedicó un encomiástico artículo en Patria con motivo de su fallecimiento, en donde le elogia «el dibujo correcto, las carnes suaves y luminosas, y la quietud y hondura de la atmósfera en que envolvía sus creaciones». 20 Martí recuerda su ilustración del «Negro guardiero» de Anselmo Suárez y Romero «con composición que por el candor conmueve y por la naturalidad encanta», así como sus retratos litografiados de cubanos ilustres. Quizás su obra más conocida sea La joven alemana (1871), «una bella y lograda realización de un artista que se escapa de su tierra y sus problemas», 21 que para algunos constituye un hito en la pintura cubana. También muy ligado a los Estados Unidos, en cuya Guerra de Secesión había participado, está el cienfueguero Federico Fernández Cavada (1832-1871), Mayor General del ejército mambí, que tras caer herido fue hecho prisionero y fusilado por los españoles. Sus paisajes se asimilan a la llamada escuela estadounidense del Río Hudson y, al decir de Jorge Rigol, se diferencian ostensible-

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mente «de los caminos habituales del paisajismo insular».22 También vivió en los Estados Unidos el santiguero Federico Martínez (18281912?), uno de los más olvidados pintores coloniales, a pesar de que Rigol lo considera, en sus retratos, uno de los artistas cubanos cimeros, pues su figura, «por sus excepcionales condiciones, es paradigmática y en él, precisamente, la crudeza del realismo español parece templarse al soplo de las brisas italianas. Me parece ver ahí una de las notas claves de su pintura que, a la vez que definen su obra, la diferencian de sus contemporáneos de San Alejandro.» 23 No puede pasarse por alto que durante la etapa el controvertido Víctor Patricio de Landaluze (1828-1889) realiza algunas importantes obras, tanto en óleo como en el campo de la litografía, como sus anticubanas caricaturas en publicaciones integristas y, sobre todo, la que para algunos constituye una de sus obras claves: las ilustraciones para la colección de artículos Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881). Dados a conocer también durante la etapa anterior son el director de San Alejandro, Miguel Melero, guardián del más rancio academicismo, y Esteban Chartrand (1840-1883), que produce en esta etapa algunas de sus más conocidas obras, como Vista del central Tinguaro (1874), Paisaje marino (1878) y Torreón de la Chorrera (1882). La obra pictórica de Chartrand puede ser tenida como típica de esa visión romántica y nostálgica del paisaje cubano que va a tener tanta repercusión entre sus coterráneos: El paisaje resulta envuelto siempre en un ambiente de suave melancolía que no permite la reverberación del sol tropical ni la exuberancia de la vegetación cubana. La suya es una visión sentimental de nuestro campo, iluminado por la luz crepuscular, a través de la cual podemos distinguir el bohío, el ingenio y la palma. Con indudable buen sentido, Chartrand logra salvarse de las trampas que con tanta facilidad tiende este género, dejando algunas versiones llenas de encanto, en que logra trasladar al paisaje cubano la técnica francesa; paisajes, es cierto, vistos en sus mejores cuadros

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como a través de la neblina y con la luz muy tamizada por ese momento fugaz de nuestro amanecer. Pero en alguna visión nocturna que pintara Chartrand se encuentra también lo mejor de su obra. 24 Ya con el manejo de una luz menos opacada, los paisajes de Vicente Sanz Carta (1850-1898), isleño de las Canarias cubanizado, poseen mayor brillantez y objetividad, además de presentar verdadero interés por la vegetación del país. Emigrado a Nueva York a causa de la guerra, muere en esa ciudad. Con Guillermo Collazo y José Arburu Morell entramos ya, hasta cierto punto, en «la expresión plástica correspondiente a nuestro Modernismo literario, es decir la reacción estética frente a la decadencia romántica, siguiendo líneas francesas de expresión, formalistas y externas». 25 Ya hemos visto la reacción jubilosa ante ellos de Julián del Casal, pero también cuánto de espejismo bien intencionado existió en ésta. Actualmente los críticos suelen coincidir en lo poderosamente dotado que se encontraba Collazo para el ejercicio pictórico, pero también su dramática equivocación al mantenerse fiel a la más conservadora pintura francesa de las últimas décadas del siglo XIX. Sin embargo, Rigol descubre en él algunos instantes excepcionales, como su Patio: un cuadro insólito por más de un concepto. Nada menos «encantador» que este paisaje. Sobrio, escueto, de una poesía contenida y como asordinada, en que el color parece cantar a media voz y en el que la solución a base de planos cromáticos casi bidimensionales, sugiere una modernidad que nada tiene que ver con el coetáneo «modernismo». ¿Y ese sorprendente estudio de una Calle de París, que anticipa los paisajes urbanos de Marquet? 26 Casal, como hemos visto, además de interesarse por Collazo, prestó especial atención a los cuadros de Arburu, Ibarbia y Juana Borrero. Cuando el primero muere, Casal medita acerca de que

Además de los gritos de la vocación escuchaba confusamente quizás, en el fondo de su alma, los de secretos presentimientos que, como fúnebres heraldos, le anunciaban su prematuro fin, entonándole la Invitación al Pincel. Estaba predestinado a morir joven […] Una corriente poderosa de simpatía nos arrastra hacia esos genios malogrados. Sus obras exhalan un perfume sagrado, poético y misterioso que se difunde por todos los poros de nuestra sensibilidad. Parece que la comprendemos mejor que la de los demás. 27 Comprensión y afinidad cumplidas con la propia muerte de Casal cuatro años después, y seguida, casi inmediatamente, por las de Ibarbia y la Borrero. Precisamente en estos tres jóvenes artistas ve Rigol la pintura más novedosa de la etapa, pues sin dejar de pagar tributo a su época con alguna que otra incursión a la historia o la alegoría, «los tres se ven más bien atentos a su realidad ambiental y nutren su obra con los zumos de lo cotidiano. Es cierto que son la excepción, pero es no menos cierto que el peso de sus tres personalidades equilibra su balanza.» 28 Con Juana Borrero se da el caso, por primera vez en la pintura cubana, que calidades literarias y pictóricas marchen a la par. Ya Casal había profetizado: «Así pasa los días de su infancia esta niña verdaderamente asombrosa, cuyo genio pictórico, a la vez que poético, promete ilustrar el nombre de la patria que la viera nacer.» No parece ser causa del azar que Casal conceda cierta primacía a lo pictórico sobre lo literario. Sin embargo, la crítica de arte solía ignorar esta posibilidad, hasta que, en 1966, precisamente son dos poetas los que proclaman la excelencia pictórica de la Borrero: José Lezama Lima y Fina García Marruz. El primero llega a afirmar que «sus Negritos son para mí la única pintura genial del siglo XIX nuestro» y la segunda comenta que de «su obra pictórica, que en ella fue tanto o más importante que la poética, poca ha quedado», pero ese poco es suficiente para que Jorge Rigol vea en Juana «uno de esos pintores esenciales que no necesitan préstamos de ninguna moda. Siendo ellos, lo son todo. En cierto sen-

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tido, son intemporales», y reconozca en Los negritos el ápice de su pintura: Los negritos son una pieza incomparable. No tiene nada que ver con ningún otro pintor cubano. No recuerdo a nadie, ni nadie entre nosotros —ni Menocal, ni Collazo— que puede presentar a los escasos dieciocho años, una obra semejante. Casi uno está tentado con Lezama en que es el único cuadro genial de la pintura cubana del XIX. ¿Cómo en tanta sencillez tanto misterio? ¿Cómo en tanta diafanidad tanta magia? La sonrisa vela el drama. Lo evidente no es más que la cobertura de lo invisible. Y lo invisible sospechado nos estremece. Es la extraversión en el lienzo de todas las potencias de amor y piedad, de conocimiento y poesía, que habitaron el alma de Juana Borrero. 29 Como ya señalamos, un grupo de jóvenes pintores que se dan a conocer a finales del siglo XIX, sin cambiar fundamentalmente su formación académica, mantendrán su producción durante la primera mitad del siglo XX. Entre ellos se destacan Armando Menocal y Leopoldo Romañach. El primero sigue los cánones de la pintura española finisecular y «al igual que en sus retratos, alterna en sus paisajes una factura lisa, cerrada, con otra más suelta, de pincelada más libre», que es la que Rigol dice preferir. El propio crítico califica a Romañach de «copioso, desbridado, influido primero por el naturalismo sentimental y anecdótico que encuentra en Italia», y que dará «la nota más alta de la Academia» en las «marinas suntuosas, de ejecución magistral» de Cayo Francés. 30 El resto de los academicistas llevará su fidelidad a los principios pictóricos aprendidos en su juventud mucho más allá de los límites cronológicos en cierto modo justificables, pero entre ellos debe destacarse a José Joaquín Tejada por un cuadro —La confronta— que expuso en Nueva York en 1893 y que suscitó un encomiástico artículo de José Martí, en donde le vaticinaba un futuro glorioso que Tejada no cumplió. ¿Qué atrajo a Martí en La confronta? Como mérito sobresaliente le adju-

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dicaba «la difícil moderación con que realzó por el trabajo acabado sus figuras intencionadas y verdaderas, y dio a una obra urbana y de asunto común el interés triunfante de la gracia», porque «dice el lienzo todo que el trabajo da salud, que la mujer es hermosa y consuela, que la humanidad codicia y hierve». En este artículo, escrito a menos de seis meses de su muerte en combate, Martí quiso reafirmar su posición ante el arte y la vida en aquellos momentos de lucha y se afilia a la otra cara de la medalla modernista: El mundo es patético, y el artista mejor no es quien lo cuelga y recama, de modo que sólo se le vea el raso y el oro, y pinta amable el pecado oneroso, y mueve a fe inmoral en el lujo y la dicha, sino quien usa el don de componer, con la palabra o los colores, de modo que se vea la pena del mundo, y quede el hombre movido a su remedio. Mientras haya un antro, no hay derecho al sol. 31 El arte del grabado, durante cierta parte del período colonial, alcanzó verdadero relieve, suficiente para que Jorge Rigol afirme que «durante el siglo XIX el grabado llega en Cuba al punto más alto de su evolución», aunque añada a continuación «y decae después hasta su desaparición casi total». 32 Ese «alto punto» está asociado en gran medida a extranjeros, residentes o de pasada, que utilizan como medio prevaleciente la litografía. Y continúa Rigol señalando que entonces el grabado es una manifestación artística estrechamente ligada a libros, revistas y periódicos, así como a la propaganda religiosa y comercial; salvo contadas excepciones que, por razones obvias militarán en el bando oficial, carecerán de contenido abiertamente político; recogerán las voces indecisas, confusas, de una nacionalidad en formación. Pero hacia 1868 ese período de auge, ligado a nombres como los de Garneray, Sawkins, Mialhe, Laplante y el cubano Barañano, ya comienza a declinar, por lo menos en lo que pu-

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diéramos llamar su vertiente artística más seria, concretada sobre todo en paisajes urbanos y campestres hoy muy conocidos. La gran figura que aún produce durante la etapa es Víctor Patricio de Landaluze, quien, como ya hemos señalado, ilustra la colección de artículos Tipos y costumbres de la isla de Cuba por los mejores autores de este género en 1881. Allí presenta tipos urbanos dentro de la mejor tradición realista española, o recoge algunas pautas sentadas por sus antecesores al plasmar los tipos rurales. Pero siempre se señala que es «en su representación del tema negro donde se halla la fuente más perdurable de Landaluze», 33 sobre lo cual ha expresado Fernando Ortiz: «los personajes negros son los más llamativos y rigurosamente realistas, como si retratos fueran, aprovechando con todo empeño de la policromía para reproducir los más pequeños pormenores […] Ahí están, como en un museo de etnografía, tipos de todas las “naciones” de negros que fueron traídos a Cuba por la trata esclavera.» 34 Los adelantos técnicos en el arte del grabado permiten durante la etapa 1868-1898 una proliferación de estas manifestaciones plásticas, no sólo en libros, periódicos y revistas, sino también en formas que, a pesar de haber comenzado su auge durante la etapa anterior, es ahora cuando logran su mayor desarrollo: los cromos de las cajas de tabaco y de cigarro. Si se comparan estas manifestaciones del grabado con la pintura de la etapa, se puede llegar a conclusiones como las que establece Adelaida de Juan: la pintura, hecha generalmente por criollos que han podido recibir una educación académica y que son favorecidos con encargos oficiales o de las clases adineradas, satisface el gusto de sus clientes, bien a través de retratos halagüeños, bien a través de la representación idealizada del paisaje rural del país. Los grabados, realizados por extranjeros y por criollos, cumplen los encargos de las principales industrias. En el caso de la producción tabacalera, se produce una dualidad de carácter: por una parte, los cromos de las cajas de tabaco lujosas y destinadas a la exportación, representan

temas que se hacen estereotipados, puesto que sirven al adorno de la caja y a la identificación de la marca; los de las cajetillas de cigarros, por otra parte, mantienen primordialmente la identificación de la marca reducida a una sección del grabado, quedando la otra sección —mayor en tamaño— para la escena, que se desarrolla casi siempre en forma seriada. Estas escenas responden a intereses cotidianos del público, a hechos que están sucediendo en el país y en el extranjero. Este público es, además, más popular que el de las cajas de tabaco, y debemos suponer, por ende, que está limitado mayoritariamente al ámbito nacional.35 Las anteriores causas establecen «el carácter dicharachero y nada sutil» que tienen estas ilustraciones en las cajetillas de cigarros, por lo que su valor documental «añadiéndole frescura e inmediatez, compens[a], con creces, sus evidentes deficiencias desde el punto de vista estrictamente pictórico». La temática de las series de las cajetillas de cigarros es variada y una de las que presenta mayor interés es la llamada «Vida de la mulata», que tiene varias versiones. Pero en plena Guerra de los Diez Años se ignora ésta, aunque en 1871 se dediquen series a los acontecimientos franceses del momento bajo los títulos de «Los desastres de la guerra» —veinte cuadros— y «Conflagración de París en mayo de 1871» —dieciséis. La presencia de la primera guerra independentista sí se siente mucho en las feroces caricaturas de las publicaciones integristas, y entre estas se destacan las de Víctor Patricio de Landaluze, revelando una intención tan reaccionaria y anticubana que hacían pensar en esa época si sus dibujos de tipos y escenas populares de Cuba eran parte de su campaña para desprestigiar a los cubanos que peleaban por la separación de España. Cuba era para él un pueblo de negros esclavos, serviles o cimarrones, de bozales y catedráticos, de ñáñigos y curros, de brujos y zacatecas, de negras bolleras y

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mulatas lascivas, de isleños mayorales y rancheadores, de chinos charadistas y opiómanos, de guajiros galleros y zapateadores en guateques y changüís. 36 En general la caricatura colonial ha sido considerada por algunos críticos, algo injustamente, como defectuosa, al repetir el mismo tipo de deformación: «cabezas muy grandes sobre cuerpos diminutos. Otras veces no hay caricatura sino simple humorismo que se desprende más de lo que subraya el comentario que de la representación perfectamente realista.»37 La profusión de revistas ilustradas marcan primero un auge de la litografía, que comenzó a asimilar los inicios de la fotografía, hasta que esta última acabará por desplazarla del todo. Por ejemplo, la primera página de La Caricatura del 3 de marzo de 1895 está dedicada a «una litografía con retratos tomados de fotografías de prisioneros de guerra». Ese mismo año, el 14 de julio, aparecen litografías de retratos y paisajes «de la guerra tomados de fotografías». 38 A partir de la contienda del 95 El Fígaro comenzará a recoger, entre sus fotografías sociales y de actos oficiales, escenas de la guerra, con tropas y convoyes españoles, retratos de los principales jefes de la revolución, ingenios destruidos, pueblos incendiados, «estas últimas de extraordinario valor histórico, logradas principalmente por Gómez Carrera, primer fotógrafo que logra instantáneas en Cuba; probablemente, además, primer corresponsal de guerra cubano». 39 En revistas ilustradas de la época, como El Fígaro, encontramos que se asimilan elementos gráficos de estilos europeos contemporáneos como el «Art Nouveau», mucho antes de que estos aparezcan en otras manifestaciones artísticas cubanas. 40 La litografía fue muy utilizada para reproducir partituras musicales en publicaciones periódicas de la etapa, comenzando por la integrista Juan Palomo, que en su Almanaque para 1870 incluyó dos danzas. Después de terminada la primera guerra independentista esta práctica volvió a proliferar, y en El Almendares, dirigida por Diego Vicente Tejera, apareció en 1881 un danzón, género que va a ganar terreno en diversas publicaciones posteriores, que incluyen La

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Habana Elegante, en donde Ignacio Cervantes publica uno en 1883, hasta que la inquieta Gil Blas, que terminará clausurada por el Capitán General, auspicia en 1890 un «concurso de danzones». De interés literario entre lo aparecido resultan la romanza «Hojas al viento», dedicada por Hubert de Blanck a la memoria de Julián del Casal (La Habana Elegante), y la musicalización del poema patriótico de Francisco Sellén «En marcha», incluida en 1878 en El Yara, que preludia la aparición de música «de combate» en publicaciones del exilio, línea que culminará con la inclusión en Patria (por primera vez en junio de 1892, pero luego repetida) de «La bayamesa» de Perucho Figueredo, con nota introductoria de José Martí, y que, como es sabido, se convertirá en el Himno Nacional de la futura República de Cuba. Punto importante entre las relaciones entre la litografía y la música fue la aparición, en fecha calculada entre 1888 y 1890, de la Colección de seis danzas para piano de Ignacio Cervantes, editada por Anselmo López.41 Ignacio Cervantes (1847-1906) suele ser reconocido como el músico más importante del siglo XIX cubano. Alejo Carpentier basa la anterior apreciación al destacar la solidez de su oficio, su «buen gusto innato —distinción en las ideas, elegancia en el estilo, cabal sonido— que se manifiesta, incluso, en sus obras menores», además de ser «el primer compositor cubano que haya manejado la orquesta con un sentido moderno del métier». 42 Cervantes estudió en el París del Segundo Imperio y allí compartió con personalidades como Rossini y Liszt. De regreso a Cuba, sus simpatías independentistas llevaron al Capitán General a exigirle su permanencia fuera de la isla entre 1875 y 1879. Su producción se reparte entre la partitura sinfónica, la ópera, la música de salón y la zarzuela. De entre ellas se destacan su Scherzo capriccioso (1886), «pequeña obra maestra de finura y buen gusto» y, sobre todo, sus danzas para piano, que se ha dicho ocupan en la música de la isla el lugar de las Danzas noruegas de Grieg (1843-1907) o las Danzas eslavas del checo Dvorak (1841-1904) en la música de sus respectivos países, a pesar de que Cervantes, como Saumell antes, no suele

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hacer citas textuales de temas populares. Según Carpentier por encima de todo, esas páginas, conmovidas, irónicas, melancólicas, jubilosas, siempre diversas entre sí, son pequeñas maravillas de buen gusto, de gracia, de donaire. Nada, en ellas, suena falso o engolado. Tienen ese garbo un poco femenino e inquieto que se desprende de todo lo criollo. Con su estilo limpio y claro, constituyen un pequeño mundo sonoro —todo lo pequeño que se quiera— que pertenece sólo a Ignacio Cervantes. Lograr esto, para un músico de nuestro continente, es hazaña digna de ser considerada. Esta etapa finisecular es momento de auge para la música cubana, tanto en compositores como en intérpretes, aunque por las circunstancias históricas muchos de ellos vivan largamente fuera del país. Por las preocupaciones estéticas y las tendencias existentes, puede hablarse de un claro predominio romántico entre ellos. Gaspar Villate (1851-1891) se ha afirmado sólo pertenece a Cuba por su nacionalidad, algunas contradanzas y algunas melodías de inspiración criolla, pero tuvo una brillante carrera operística europea, gozando de la estimación de Verdi, uno de cuyos libretistas, Temístocles Solera, lo fue suyo también. Entre sus títulos en ese campo se encuentran Zilia (París, 1877), La carine (La Haya, 1879) y un Baltazar (Madrid, 1885), inspirado en el drama homónimo de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Su Cristóbal Colón, cuyo tercer acto debía transcurrir en Cuba, se ha perdido, si es que fue terminado. Al contrario de Villate, el santiaguero Laureano Fuentes Matons (1825-1898) vio limitadas sus posibilidades por su provincianismo, al ubicarse entre la tradición clásica arraigada en su ciudad natal desde tiempos de Esteban Salas y las noticias y partituras que le llegaban de La Habana: «vacilando entre los dos polos, Laureano Fuentes hacía los más laudables esfuerzos por encontrar su equilibrio. Pero su desorientación era evidente»,43 agravada por el prurito, tan provinciano también, de no darle importancia a las obras de sesgo popu-

lar. Parte de su obra cae en esta etapa, como su ópera La hija de Jejté (1875), su obertura Galatea (1868) y muestras de su música religiosa, que se encuentra entre lo mejor que hizo. El holandés Hubert de Blank (1856-1932) viajó a Cuba en 1882 y al año siguiente decidió radicarse definitivamente en la isla, en donde fundó en 1885 un Conservatorio, luego de amplitud nacional, que tendrá larga vida e importancia. Participó en las luchas independentistas y tuvo que emigrar fuera de la isla hasta la caída del régimen colonial. Desarrolló actividades como compositor de óperas, piezas para grupos de cámara y canciones, en las que utilizó poemas como «La fuga de la tórtola» de José Jacinto Milanés. 44 Durante el siglo XIX cubano negros y mulatos se fueron adueñando del campo de la interpretación musical, basados en su natural talento y la indolencia social que subestimaba este oficio. El romanticismo europeo había tenido como una característica el endiosamiento de los intérpretes excepcionales, y cuando en Cuba esto se pudo hacer con artistas nativos, fue natural que las figuras más aventajadas fuesen negros o mulatos. Pero esto chocó con los prejuicios raciales de la sociedad de entonces, los cuales obligaron en definitiva a estos artistas a desplegar carreras internacionales, a veces brillantes, e incluso morir lejos de su patria, de cuya independencia prácticamente todos fueron partidarios. Tal fue el caso de José White (1836-París, 1918), de quien se cuenta llegó a dominar dieciséis instrumentos, aunque el violín fue el mejor vehículo a su excepcional virtuosismo, que conmovió a José Martí, quien decía honrar en este «hombre modesto», de «tez cobriza», «a la vigorosa inspiración, y la ternura y la riqueza de mi tierra queridísima cubana»: El arco de White resbaló primero sobre las cuerdas, luego rodó sobre ellas, luego las oprimía al correr, iba y venía en carreras incesantes: cuando todas las voces del instrumento gemían vencidas, y todos lloraban y murmuraban todos, aun había nuevos gemidos, aun había esas nuevas en aquellas cuerdas fatigadas, imponentes ya, ya dominadas por aquella mano soberbia y

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poderosa que excita y subleva contra si las cuerdas para luchar con ellas, oirlas sollozar, oirlas gemir, doblegadas absolutamente y no descansar hasta vencerlas. 45 White, a pesar de sus largas permanencias fuera de su patria, no se desvinculó de ésta ni de sus anhelos independentistas. Compuso sobre todo para violín, y su concierto para este instrumento y orquesta ha ganado en popularidad internacional un siglo después de escrito. Sin embargo, es recordado en su patria sobre todo por una sencilla melodía, «La bella cubana», la cual ha permanecido estrechamente vinculada al sentimiento de la nacionalidad hasta nuestros días. José Manuel (Lico) Jiménez (1851-Hamburgo, 1917) fue un virtuoso del piano que estudió en Alemania y tuvo contactos con Wagner y Liszt. Aunque regresó a Cuba hacia 1879, en 1890 se vio presionado a emigrar a Hamburgo, de cuyo Conservatorio fue profesor. En la composición, además de obras orquestales, es estimado como el primer cubano que abordó el lied, con títulos aún recordados como «El Azra», con letra de Francisco Sellén. Por último, debemos mencionar entre estas figuras al legendario violinista Claudio José Domingo Brindis de Salas (1852-Buenos Aires, 1911), quien tras una exitosa gira europea fue llamado «el Paganini negro» y recibió numerosas distinciones fuera de su patria, casándose con una noble alemana, pero murió en la mayor miseria. 46 En esta etapa se va a producir un cambio general en cuanto al gusto musical, que comienza a reaccionar en contra de la dictadura que hasta entonces ejercía el teatro lírico italiano. Ya en 1866 se había inaugurado en La Habana la Sociedad de Música Clásica, con un programa que incluía la Séptima sinfonía de Beethoven, y en 1872 el compositor y pianista Rafael Salcedo (1844-1917) funda en Santiago de Cuba la Sociedad Beethoven, que en 1893 organiza un festival dedicado a ese autor; en esa misma ciudad, en 1897, el famoso violinista español Pablo de Sarasate interpretó obras de Beethoven y Lalo. En los conciertos comenzaron a ganar terreno compositores como Mendelssohn, Chaikovsky, Saint-Säens y Grieg. Julián del Casal, fiel cro-

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nista de su época como siempre, dio testimonio del descubrimiento de un compositor con quien encontró especial afinidad, no sólo por su música sino, sobre todo, por su biografía y sus escritos, que le fueron de mayor accesibilidad; ese hombre que «trabajó mucho y sufrió más», y enfrentó «con la fortaleza del genio y el valor de un vencido, las diatribas de la crítica», sin añadir a esto «el desdén de la muchedumbre porque sólo sirve para alentar a los verdaderos artistas», por lo que Ricardo Wagner es para mí una especie de dios. Temo hablar de él, porque mi admiración me arrastra hasta el laberinto de la extravagancia. Nunca he podido leer el Lohengrin o el Crepúsculo de los dioses sin sentir una conmoción profunda en todo mi ser. Tiene el don de arrebatarme a tales alturas que sufro intensamente al descender de ellas. 47 El número de intérpretes de calidad que están activos durante esta etapa es notable y solamente basta repasar el Diccionario de la música de Helio Orovio para incrementar una impresionante lista, de la cual podemos poner a guisa de ejemplos figuras como el pianista Pablo Desvernine (1823-1910), el violinista Rafael Díaz Albertini (1857-Marsella, 1928), las arpistas Dolores y Margarita Ardois, y las sopranos Margarita Pedroso, Chalía Herrera (1864-1948) y Ana Aguado (1866-1921). 48 En el número de El Fígaro del 24 de febrero de 1895, dedicado a la mujer, aparecen partituras de las cubanas Angelina Sicouret (1880-19?), María Adam (1874-?) y Cecilia Arizti (1856-1930), pianistas que posteriormente se dedicarán a la enseñanza. De ellas, la última fue la más notable como compositora y editó en Nueva York en 1877 una serie de obras para piano que, a pesar de estar demasiado influenciada por autores como Rubinstein, no dejó de contener páginas «llanas, simples, de un sabor romántico atenuado» y «rara delicadeza».49 Como testimonio de las actividades artísticas de la etapa han quedado dos textos imprescindibles: La Habana artística (1891) de Serafín Ramírez y Las artes en

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Santiago de Cuba (1893) de Laureano Fuentes Matons. La presencia de las contiendas bélicas dejó su impronta en la música de la época mediante diversas formas. Ya hemos visto una de ellas, al verificar cómo una gran cantidad de artistas cubanos de gran calidad tuvieron que emigrar del país. Si es sabido que durante la primera guerra las actividades musicales sufrieron menor merma en la región occidental que en la oriental, ya con el estallido del 95 la confrontación fue evidente en toda la isla, y la música fue un campo especialmente propicio para ello. Una manifestación inicial de esto, recién comenzada la contienda del 68, fueron los toques militares del Ejército Libertador, que para no utilizar los pertenecientes al Ejército Español adaptaron temas de contradanzas populares: se escuchaban, pues, en los campamentos y campos guerreros, fragmentos de piezas como «La caringa», «La mano abajo», «María la O» y «El Obispo de Guinea», que servían para las diferentes ordenanzas. Así fue hasta que Eduardo Agramonte, músico y soldado mambí muerto en combate en 1872, compuso los toques que acompañaron a nuestros libertadores. 50 Agramonte fue uno de los tantos músicos cubanos que pelearon en la guerra y practicaron su profesión en plena manigua. Según Gonzalo Roig, «los más señalados pronunciamientos patrióticos en ambas guerras —la del 68 y la del 95— los hicieron los poetas y, sobre todo, los cantadores o troveros, como se les llamaba entonces a los autores de canciones», pues «en la antigua canción cubana y en sus letras, casi se pueden entrever los estados del alma del pueblo cubano, a través de las épocas o los intervalos de sus dolores y de sus anhelos». 51 En plena Guerra de los Diez Años las canciones revelaban el orgullo del cubano («El siboney», «La rosa de Cuba»), la desesperación al separarse del ser querido («La villa de las lomas», «La ausencia», «El ausente», «El hijo errante», «La partida», «Adiós a Cuba»), la tristeza por los sacrificados («La lágrima»), la inconformidad

(«El esclavo»), etc. Después del 79 pareció predominar un género más frívolo y despreocupado, con la presencia de las «guarachas» intencionadas, género que «si bien disparatado en sus letras, era muy bello, original y agradable en su música y, sobre todo, por su cubanísima forma musical», 52 mezcla de raíces hispanas y africanas. Según se fue intensificando la guerra del 95 ocurrió el desborde de la canción patriótica, con guajiras, ticas, guarachas y canciones como «La guerrilla», «La evacuación», «Las penas de un deportado», y una avalancha de décimas del más encendido ardor patriótico: «El combate de Mal Tiempo», «La bandera cubana», «La libertad de Cuba», «Cuba para los cubanos», etc. 53 Los músicos «cultos» no escaparon a esta exaltación independentista y a José White, ausente en Francia, se le encargó una «Marcha Cubana para Gran Banda», mientras Ignacio Cervantes creaba un «Himno a Cuba» y Hubert de Blanck su «Paráfrasis sobre el Himno Nacional Cubano». Incluso se dio el caso de que temas de aparente contenido amoroso llegaron a convertirse en símbolos subrepticios de cubanía, como ocurrió con la habanera «Tú», compuesta en 1892 por Eduardo Sánchez de Fuentes, quizás la primera canción nativa en ganar amplia fama internacional. 54 Esta etapa es de gran importancia desde el punto de vista musical y no sólo por la aparición de cierto número de compositores e intérpretes que alcanzaron reconocimiento internacional, sino por la consolidación que durante ella se produce de una expresión genuinamente nacional, la cual, en muchos aspectos, es el antecedente directo de nuestro actual desarrollo en ese campo. Las fuertes raíces africanas que ya se detectaban desde etapas anteriores, ahora alcanzan visible auge, en gran medida debido a las mismas contiendas bélicas, que intentan borrar diferencias raciales de todo tipo, aunque esto se produzca no sin contratiempos de diversa índole, dados los prejuicios arraigados durante siglos de esclavitud. Es indudable que la misma voluntad independentista llevaba a oponer lo hispánico a lo criollo, y en esto último lo afrocubano tenía enorme peso. Ello se puede seguir, por ejemplo, en la trayectoria de las orquestas que

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amenizaban los bailes, en cualquier estamento social —recuérdese Cecilia Valdés—, compuestas por negros y mulatos casi exclusivamente. A principios del siglo XIX fue famosa «La Concha de Oro», que dirigía Claudio Brindis de Salas (1800-1872), padre del violinista de fama internacional, cuyo desarrollo fue cercenado por el Proceso de la Escalera. La orquesta «Flor de Cuba» fue muy popular a mediados del siglo XIX y en 1869 amenizaba la función del teatro Villanueva cuando se produjo la salvaje agresión de los voluntarios españoles. Durante la etapa entre 1868 y 1898 ganaron fama orquestas típicas de todas partes de la isla, como la famosa habanera de Rafael Valenzuela (1877), la de Alemán, en Santiago de las Vegas (1878), la Avilés, en Holguín (1882, aún en activo), la de Perico Rojas, de Güines (1884) y la charanga francesa de Torroella, primera de ese tipo que se escuchó en La Habana. Pero entre ellas tendrá especial relieve la agrupación fundada por Miguel Failde (1852-1921) en Matanzas hacia 1871, que estrena ocho años después el danzón «Las alturas de Simpson», con lo cual daría inicio «oficial» a un género bailable de hondo matiz nacional y larga repercusión. Su nombre viene, por aumentativo, de «danza» y es más variado y cadencioso que ésta o la contradanza, por lo que por razones temperamentales e, incluso, climáticas, se ajustaba más a las características de los habitantes del país. Según Carpentier, el danzón ya estaba enunciado por Saumell y surgió naturalmente cuando el baile de figuras se convirtió en el de parejas y lo que logró Failde fue su aceptación en los salones más o menos aristocratizantes, para convertirlo, hasta cerca de 1920, en «el baile nacional de Cuba». 55 Otra forma popular que ganó definición durante esta etapa y de gran repercusión posterior, fue la llamada canción trovadoresca, que comienza a independizarse de modelos extranjeros: La esencia criolla, desde luego, afloraba en pequeños detalles (anacrusas, terminaciones femeninas, etc.) y en cierta languidez y sensualidad tropical en la textura melódica. El mayor logro de una fisonomía propia se producía en los temas utilizados. Es

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a partir del tercio final del siglo XIX, con el movimiento de la trova tradicional de Santiago de Cuba con José (Pepe) Sánchez [1856-1918], Sindo Garay [1867-1968] […], por sólo citar unos pocos, que la canción —ya en medida binaria— se va despojando de su influjo europeizante, haciéndose cubana entre las cuerdas de la guitarra trovadoresca, clasísticamente popular, se amulata y empieza a expresar los sentimientos e inquietudes del hombre de pueblo. 56 Si el proceso de identidad nacional cubana cristaliza en estas tres últimas décadas del siglo XIX, la música fue uno de sus más genuinos exponentes. 57 A pesar de las inseguridades producidas por las contiendas bélicas, lo que podríamos llamar «mundo del espectáculo» adquiere bastante desarrollo en esta etapa, sobre todo en La Habana y durante el período entre guerras. La construcción de diversos teatros en toda la isla prolifera y la incipiente utilización de la luz eléctrica renueva, aún tímidamente, la concepción escénica. Junto a las formas ya establecidas del teatro hablado —con repertorio fundamentalmente hispánico— y la ópera —casi sólo italiana— ganan popularidad formas mixtas más ligeras, como la zarzuela, la opereta y la comedia musical, sin olvidar la tradición popular sainetera y bufa, con sus gustadas guarachas. A fines de esta etapa da sus primeros pasos el después característico Teatro Alhambra y la zona habanera que rodea al Parque Central se consolida como un emporio del espectáculo, que incluye manifestaciones diversas, como la circense. Más bien ligada a estas últimas, en un pequeño local cercano al Teatro Tacón, se efectúa el 24 de enero de 1897 la primera proyección cinematográfica ofrecida en Cuba, compuesta por «cortos, muy cortos», entre los que figuraban los títulos «Llegada del tren», «Artillería española en combate» y «El regador y el muchacho». Así, el Cinematógrafo Lumière llega a nuestra isla dos años después de su aparición en París y, ante el éxito obtenido, el empresario francés M. Veyre filmó un corto sobre la visita de la actriz María Tabau a la Estación de Bomberos de La Habana el 7 de febre-

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ro, película que resulta «la primera realizada en Cuba, de un minuto de duración». La prensa destacó el acontecimiento, y desde las páginas de La Lucha Aniceto Valdivia, el Conde Kostia, comentaba ante el novedoso espectáculo: Es de lo más completo que ofrece a la curiosidad, y a la meditación el Hada Eléctricidad. Es la vida sorprendida infraganti con sus gestos, sus formas, su palpitación fisiológica. Este invento y el de los rayos Roetgen transformarán la faz de la vida moderna. La historia se hará de nuevo y los «documentos históricos» dejarán de ser una grosera mentira. El cinematógrafo perfeccionado, vencerá a la muerte. Con él desaparecerá la leyenda. La poesía acaso llore, pero la vida en el sentido eterno sonreirá. Pero, a pesar de todo el entusiasmo despertado, no pudo sospecharse entonces aún que acababan de asistir al nacimiento de la que sería más popular y característica forma artística del ya tan cercano nuevo siglo. 58 No resulta propicia a la arquitectura una etapa en donde predominan las contiendas bélicas, capaces de limitar por razones obvias el auge constructivo. Las luchas por la liberación nacional que lleva a cabo la burguesía criolla contra el poder español hacen, al decir de Roberto Segre, que «la codificación neoclásica se identifique con la búsqueda de una identidad nacional».59 Una descripción de La Habana por un viajero de la época, el colombiano Nicolás Tanco Armenteros, nos ofrece una ilustrativa visión de la ciudad entonces: La parte de intramuros, compuesta en su totalidad casi de edificios antiguos, con sus casas de construcción puramente española, con sus estrechísimas y elevadas aceras […] toda esta parte es antigua, y en ella reside principalmente la población española […] siendo una planta exótica el criollo que se halle en ella. Lo contrario acontece con

la parte de extramuros. Las calles son hermosas, anchas; los edificios por el estilo a los Estados Unidos; las casas bajas con sus ventanas rasgadas, suelo de mármol, amuebladas con elegancia y habitadas la mayor parte por hijos del país y extranjeros. Es en esta última porción de la ciudad que se encuentran los hermosos paseos de Tacón e Isabel II; las elegantes alamedas del Prado y Jesús del Monte; las espaciosas calzadas de Galiano, Belascoaín y el Cerro; el magnífico Teatro de Tacón, el campo militar, el cementerio, la casa de beneficencia, la casa de locos, los mejores hospitales, como el de la Quinta del Rey y el Graffenburg […], la cárcel pública, los colegios más acreditados, el paradero del camino de hierro de La Habana, llamado de Villanueva; el Teatro del Circo, el famoso café y salón de Escauriza; en fin las principales fábricas y establecimientos industriales. En la parte antigua están las oficinas del gobierno, las casas de comercio […] En un lado se trabaja, se gana; en otro, se disipa, se gasta. 60 Con el derrumbe de las murallas, terminado en 1863, la ciudad cambia su centro de gravitación hacia la parte antes nominada extramuros, ahora abierta a «las influencias de las anchas avenidas francesas, italianas y norteamericanas, a lo largo de las cuales se produce el asentamiento de la incipiente burguesía criolla, la circulación del azúcar —base de la sacarocracia cubana—, y la localización de las fábricas de tabaco en las áreas centrales urbanas». 61 Más allá de las contiendas bélicas, la riqueza de hacendados y comerciantes —criollos y españoles— genera tanto lujosos palacios y viviendas, como mercados, escuelas, teatros, iglesias, edificios administrativos, fábricas de tabaco, almacenes portuarios, etc. «La flexibilidad de los códigos formales neoclásicos y su identificación con la cultura “moderna” del liberalismo inglés, francés o norteamericano, los convierten en el modelo figurativo imperante en toda la Isla», sobre todo en su porción occidental, que incluye a ciudades como Matanzas, Cienfuegos y Sagua la Grande,

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que «conforman su desarrollo a partir del esquema tipológico de manzanas continuas bloqueadas, con fachadas “funcionales” de módulos repetidos, que contienen galerías de circulación peatonal —los portales— a lo largo de las avenidas principales». 62 En La Habana, en estas últimas décadas del siglo XIX, la columna acaba por abandonar los interiores, para convertirse en «una de las más singulares constantes del estilo habanero»: «la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas en tal demasía; columnas que, por lo demás, al haber salido de los patios originales, han ido trazando una historia de la decadencia de la columna a través de las edades», 63 según expresara nuestro gran novelista Alejo Carpentier casi un siglo después. Entre los edificios más destacados construidos entonces se encuentran los que se van alzando en la nueva y céntrica zona ganada al derrumbar las antiguas murallas, entre las calles Monserrate-Egido, Zulueta y Prado, como el llamado Palacio de la marquesa de Villalba (1875) —Egido entre Monte y Dragones—, para Joaquín Weiss «después del palacio Aldama, la mansión habanera más importante del siglo XIX cubano», de un academicismo neoclásico «con un matiz italiano que nos recuerda a sus congéneres proyectados por Palladio y Vignola en el apogeo del renacimiento».64 En esa zona «las casas se levantaron con excepcional uniformidad, constando de portal de arquería, dos pisos y entresuelos»,65 destacándose entre las que aún permanecen en pie la llamada «esquina del fraile» (1884) —Ánimas y Zulueta— y el Palacio Balaguer —Monserrate esquina a Ánimas. Debemos llamar la atención también en esa zona sobre el antes llamado Teatro Irijoa y hoy Martí, la única construcción habanera de su tipo de la época colonial que aún mantiene sus aspectos exterior e interior. 66 Como otros ejemplos de la arquitectura de la época en La Habana pueden mencionarse la Escuela de Artes y Oficios ubicada en Belascoaín (1882) y los edificios del Acueducto de Albear (1890-1893), la más grande obra de ingeniería de entonces. En el interior del país pueden destacarse la iglesia de San Pe-

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dro, en el barrio de Versalles (1870) del arquitecto italiano Delagilo, y la Casa de Gobierno (1872), ambas en Matanzas, la iglesia de la Santísima Trinidad (1892) en la ciudad de ese nombre, así como el conjunto de edificios que terminaron por conformar la Plaza de Armas de Cienfuegos, que incluyen la Catedral (finalizada en 1869), el Ayuntamiento, el teatro Terry y varias interesantes casas privadas. En La Habana va a comenzar a producirse un hecho que propiciará el futuro desplazamiento del eje principal de la ciudad, al iniciarse la urbanización de los terrenos situados por el litoral hacia el oeste. Primero fue el Carmelo (1859), entre el río Almendares y la actual calle Paseo, y después el Vedado, a partir de la anterior calle hasta la batería de Santa Clara, hoy asiento del Hotel Nacional. El trazado moderno y funcional del nuevo reparto se debió al ingeniero Luis Yboleón Bosque y hacia 1870 existían unas veinte casas, mayormente en la calle Línea, así llamada al pasar por ella un ferrocarril que comunicaba el barrio con la ciudad; dos anchurosas avenidas —«verdaderos parque-vías»— la cortaban transversalmente: la Alameda o Paseo y la calle «G». El auge del Vedado coincidió con el comienzo de la decadencia del Cerro como lugar de veraneo, pero al principio sus casas eran más bien sencillas. Luego se instauró una construcción muy característica que solía llamarse chalet, con dos pisos, portal y rodeada por jardines, ejemplos de la cual aún pueden encontrarse en la calle B entre Línea y Calzada. Mansiones de mayor envergadura fueron las de Línea #802, 9 esquina a E y 5ta. esquina a D, todas de 1880, fecha que supone un ímpetu constructivo en el reparto, como lo demuestra la hermosa casa de los Alfonso, en Línea #506 (1888). 67 Sin embargo, el utilizar el reparto como lugar de residencia fija de las familias adineradas no ocurrirá hasta el cese de la dominación colonial. De los encantos del «poético caserío del Vedado» y de su construcción pública más importante entonces, nos da rendida cuenta Julián del Casal en 1890, mediante una crónica de delicioso sabor finisecular.68 Al comienzo, su exaltada imaginación nos desorienta un poco, al describir cómo «la tarde expiraba poco a poco y la nie-

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bla envolvía las verdes cumbres de las montañas» (!), pero pronto llegamos, a través de «la ancha calzada polvorosa», «rodeada de verdes montículos a la izquierda y rocas negruzcas a la derecha, a lo largo de las orillas del mar», «al risueño pueblecito, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital»: Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del suelo natal. Dentro de ese sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se halla convertido en magnífico hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearios. Casal embellece y exagera —es decir, poetiza— una realidad que vemos a través de su sensibilidad y sus anhelos, que alcanzan la mayor identificación en «un salón elegante, ornado de muebles labrados, espejos venecianos, alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots». La magia casaliana ha mantenido para el recuerdo lo que hoy sólo son unas deprimentes ruinas perdidas en la intersección de las calles Calzada y 2, entre elevados y fríos edificios. En los terrenos altos ubicados al sur del Carmelo se decidió construir el gran cementerio de la ciudad, al cual se puso por nombre «Colón» y que tardó en terminarse quince años (1871-1886). Rompiendo con el neoclasicismo imperante aún, su monumental portada y su ca-

pilla central fueron edificadas en estilo neorromántico, debida al menos la primera al arquitecto Calixto de Loira, aunque Weiss no toma a ninguna de las dos en consideración en su estudio sobre la arquitectura cubana del siglo XIX por no ajustarse a su esquema del predominio neoclásico; en realidad son precursoras del eclecticismo que caracterizará a la arquitectura cubana del siguiente siglo. En el cementerio de Colón comenzó entonces una fiebre de monumentos fúnebres y estatuaria que aún hoy resulta impresionante por su abundancia y aparatosidad. Se rivalizaba por llevar aún más allá de la muerte la ostentación mantenida en vida. También se intuyen allí las luchas independentistas, como cuando se hace una suscripción popular para alzar un monumento a los estudiantes de medicina fusilados por el gobierno español el 27 de noviembre de 1871, bajo la presión del Cuerpo de Voluntarios de la ciudad. Se saca a concurso el proyecto y la comisión encargada para ello escoge el presentado por un joven cubano de sólo 26 años, estudiante en Italia, y mulato por más señas, José Vilalta Saavedra (1862-Roma, 1912), lo cual despertó algunas críticas muy airadas. El monumento fue concluido en marzo de 1890 y ese mismo año, en mayo, se produce una explosión durante la extinción de un incendio, a consecuencia de la cual murieron una veintena de bomberos, miembros del Cuerpo de Voluntarios. El Diario de la Marina inició entonces una suscripción y se sacó a concurso el monumento fúnebre; esta vez lo ganaron los españoles Agustín Querol —escultor— y Julio Martínez Zapata —proyectista—: dicho monumento, terminado en 1897, es más alto, ostentoso y se encuentra mejor situado que el dedicado a los estudiantes de medicina, en cuyas cercanías se encuentra, pero es muy dudoso afirmar que lo supere en bondad estética. No descartamos que nos hallemos ante otro indicio de la fundamental contradicción de la época. 69 Antes de esta etapa la estatuaria pública en Cuba era realizada siempre por extranjeros, a veces comprada fuera de Cuba —como las fuentes de Neptuno (1838) y de la Alameda de Paula (1847)— o mandada a hacer por encargo a Italia —como las fuentes de los Leones (1836) y de la

TERCERA ETAPA:

India (1837), pedidas en Carrara a Giuseppe Caggiani según planos de Manuel Pastor— o realizadas por escultores de paso por Cuba —como los grandes bustos de Félix Varela, Luz y Caballero y Bachiller y Morales (1855) hechos por el marsellés Philippe Garbeille, hoy en un pequeño parque de la Universidad de La Habana. 70 Pero ahora en esta etapa surgen escultores nativos, aunque a veces de poco mérito, como el director de San Alejandro Miguel Melero y una mujer, Guillermina Lázaro, también pintora, que en el ya mencionado número de El Fígaro del 24 de febrero de 1895 inserta un altorrelieve que representa la «Libertad de Cuba», de pobre calidad estética pero gran audacia política, acompañado de una carta en donde la autora expresa que «el primer monumento escultórico que la mano de la mujer ha levantado en este suelo, es obra mía; otra mujer levantará el mejor, yo levanté el primero» (p. 87). Pero la gran figura de la escultura de la etapa es Vilalta Saavedra. Nacido en La Habana, pasó a trabajar en el taller del marmolista cienfueguero Miguel Valle, quien admirado por las condiciones y aplicación del joven le costeó un viaje a Italia, para realizar estudios en Florencia y Roma. En Cuba se dio a conocer al ganar el concurso del monumento a los estudiantes de medicina y poco después se le pidió realizar el dedicado al ingeniero

1868-1898

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Albear, en el parque habanero que lleva su nombre. También realizó las estatuas que coronan la entrada monumental del cementerio de Colón, así como los relieves de ésta, además de otras obras, tanto en su patria como en Italia. Sin embargo, fue objeto de numerosas y enconadas críticas, que no se justifican si analizamos hoy día objetivamente la bastante estimable calidad de la obra del que parece haber sido el primer escultor cubano de mérito, incluso reconocido en el extranjero. A la caída del régimen colonial Vilalta realizó la estatua de José Martí que se encuentra en el parque Central de La Habana. Pero, ya en la República, no obtuvo apoyo oficial alguno y tuvo que regresar a Italia, en donde falleció. Si su figura está bastante olvidada, no puede decirse lo mismo de algunas de sus obras, que forman parte del universo cotidiano de los habitantes de su ciudad natal. 71 En el desarrollo del arte en Cuba se destacan tres etapas fundamentales, de unos treinta años aproximadamente cada una. Si la que sigue a 1923 puede considerarse de renovación y la posterior a 1959 de ampliación, la ubicable entre 1868 y 1898 significa la consolidación de una cultura propia y en ella están las raíces de las otras. No por gusto su florecimiento se encuentra tan ligado a las guerras independentistas y a la maduración de la identidad nacional.

NOTAS

(CAPÍTULO 3.1) 1

Fernando Portuondo: «La cultura dentro de la guerra de 1868», en su Sobre la Guerra de los Diez Años, 1868-1878. Edición Revolucionaria, La Habana, 1973, p. 355.

2

Rine Leal: La selva oscura. De los bufos a la neocolonia. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1982, p. 17.

3

Ob. cit., p. 89.

4

Ob. cit., p. 127.

5

Ob. cit., p. 14.

6

Ob. cit., p. 115.

7

Ob. cit., p. 158.

8

Aunque la escuela es tradicionalmente conocida como Academia de San Alejandro, en realidad su nombre varió repetidas veces durante el período colonial: 1817, Academia de Dibujo y Pintura; 1832, Academia San Alejandro; 1833, Sección de la Academia de Nobles Artes de San Fernando; 1852, Academia de Nobles Artes de San Alejandro; 1866, Escuela Profesional de Pintura y Escultura de La Habana. Ver «Apuntes para un estudio de la Acade-

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SEGUNDA ÉPOCA

mia San Alejandro», en Luz Merino: Letras, Cultura en Cuba 4. Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1987, pp. 311-329. 9

Francisco López Segrera: Cuba: cultura y sociedad (1510-1985). Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989, p. 69.

10

Jorge Rigol: Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 249. Sobre dicho aspecto, este libro es la fuente más amplia y confiable existente hasta el momento, la cual seguiremos en más de una ocasión. Respecto al arribo de Melero a la dirección de la Academia, Rigol (ob. cit., pp. 248-249) cita unas palabras de Sebastián Gelabert (en su artículo «Una familia de artistas: los Meleros») que reproducimos por mostrarnos gráficamente la pintoresca situación existente: Al llegar a la escuela fueron tres las primeras iniciativas de Melero: establecer la clase de modelo vivo, que no existía de hecho; ordenar la instalación de alumbrado de gas, evitando así que los alumnos acudieran con sus correspondientes velas de estearina, trabucos —que así se les llamaba por lo cortos y gruesos— trabucos, repito, que costeados por ellos se colocaban en un soporte con pantalla para alumbrar sus respectivos trabajos sin molestar a otros condiscípulos.

Zimmerman y de Rosa Bonheur en París, y especializada en gatos, que recibió elogios de Teophile Gautier (ver: Luis de Soto: «Las artes plásticas», en su Historia de la nación cubana. Editorial Historia de la nación cubana, La Habana, 1912, tomo VIII, pp. 425-426). 12

José Martí: Ensayos sobre arte y literatura. Selección y prólogo de Roberto Fernández Retamar. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972, p. 5.

13

También el poema «Los faros» tendría amplias repercusiones, con sus estrofas dedicadas a Rubens, Leonardo da Vinci, Rembrandt, Miguel Ángel, Watteau, Goya y Delacroix. Por ejemplo, la estrofa dedicada a este último era una síntesis sinestésica (pictórico-musical) del Romanticismo (Delacroix, lago rojo de ángeles malos lleno,/por un bosque de pinos siempre verde sombreado,/donde, bajo de un cielo gris, fanfarrias sin freno/ pasan como un suspiro de Weber, sofocado). Al respecto, ver edición cubana de Las flores del mal (traducción de Nidia Lamarque; Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1978). Y no conviene olvidar que el adalid literario del propio Romanticismo francés, Víctor Hugo, es hoy día altamente valorado por sus incursiones pictóricas.

14

Lo afirma Roberto Fernández Retamar en su prólogo a Ensayos sobre arte y literatura (ed. cit., p. XXII). La cita de Martí continúa de la siguiente forma:

La otra iniciativa de Melero, la más trascendental, la que lo pone en plano superior como impulsor de nuestra cultura, la que señala época y que mejor muestra el espíritu progresista que poseía este artista, fue el establecimiento de la enseñanza oficial del dibujo, la pintura y la escultura a las mujeres; revolución inusitada, que pareció entonces un verdadero atrevimiento. 11

Aunque la no presencia de la temática de la guerra independentista en la pintura «pública» del período es un hecho, no ajeno por supuesto a la censura colonial, esto no significa su ausencia total. En el número de El Fígaro correspondiente, precisamente, al 24 de febrero de 1895 (a. XI, núm. 6), dedicado a la mujer, aparece la reproducción, mediante grabado, del óleo de la pintora nacida en Santo Domingo Adriana Billini (1865-1946) titulado En la manigua (p. 95), que presenta, sin lugar a dudas, a un explorador de las tropas mambisas. Otras pintoras aparecidas en el mencionado número de El Fígaro son Elvira Martínez viuda de Melero, el hijo del director de San Alejandro, muerto prematuramente (p. 75) y las camagüeyanas Ángeles Adam (p. 92) y Concepción Mercier (p. 103). Una de las primeras pintoras cubanas de las que se tiene noticias fue Rita María de la Peñuela (1840-?), discípula en Cuba de

Entre los colores y los sonidos hay una gran relación. El cornetín del pistón produce sonidos amarillos; la flauta suele tener sonidos azules y anaranjados; el fagot y el violín dan sonidos color de castaña y azul prusia, y el silencio, que es la ausencia de sonidos, el color negro. El blanco lo produce el oboe. 15

José Lezama Lima: «La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)», en su La cantidad hechizada. Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1970, pp. 148-151, resp.

16

Reproducido en Julián del Casal: Prosa. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1979, tomo I, pp. 235239.

17

Ob. cit., tomo I, pp. 311-312.

18

Ob. cit., tomo II, p. 100 y 24, resp.

19

Ésta y la anterior cita pertenecen a Adelaida de Juan: Pintura cubana: temas y variaciones. Ediciones Unión, La Habana, 1978, p. 22.

20

José Martí: Obras completas. Editora Nacional de Cuba, La Habana, 1963, tomo V, p. 281. Peoli fue uno de los primeros becados de San Alejandro que

TERCERA ETAPA:

marcharon a Europa, en 1843. Se había establecido en Nueva York, en donde falleció, y sólo un puñado de telas suyas se conservan en el Museo Nacional de Cuba. 21

José Antonio Portuondo: Orden del día. Unión de Escritores y Artistas de Cuba, La Habana, 1979, p. 188.

22

Jorge Rigol: ob. cit. (1982), p. 200.

23

Ob. cit., p. 231.

24

Adelaida de Juan: Pintura y grabado coloniales cubanos. Instituto Cubano del Libro, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1974, p. 21. Aunque con obra poco conocida, los hermanos de Esteban Chartrand, Phillippe (1825-1889) y Augusto (?) fueron también pintores de interés. Ver Jorge Rigol (ob. cit., p. 196).

25

José Antonio Portuondo: ob. cit. (1979), p. 188.

26

Jorge Rigol: ob. cit., p. 237.

27

Julián del Casal: ob. cit. (1979), tomo I, p. 305.

28

Jorge Rigol: ob. cit., p. 272.

29

Ob. cit., pp. 270-271. Las citas de Lezama Lima y Fina García Marruz aparecen en el mismo libro, p. 264. Juana Borrero está estudiada entre las pp. 261272.

30

Para Menocal y Romañach, ver Rigol (ob. cit., pp. 203-204).

31

José Martí: ob. cit. (1863), tomo V, p. 285.

32

Jorge Rigol: ob. cit., p. 142.

33

Adelaida de Juan: ob. cit. (1974), p. 47.

34

Fernando Ortiz: «Dos diablitos de Landaluze», en Bohemia. La Habana, año 45, número 44, noviembre 1, 1953, p. 38.

35

Adelaida de Juan: ob. cit., pp. 60-61.

36

Fernando Ortiz: ob. cit. (1953), p. 37.

37

Martha de Castro: Arte cubano colonial. Imp. de la Universidad de La Habana, La Habana, 1950, pp. 57-58. (Separata de la revista Universidad de la Habana, núms. 76-87, 1948-1949.)

38

Adelaida de Juan: ob. cit. (1974), p. 31.

39

Zoila Lapique: Música colonial cubana en las publicaciones periódicas (1812-1902). Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1979, pp. 54 y 73 (nota 82).

40

Ver «La ilustración en la revista El Fígaro», de Marta R. Cardoso Ferrer: Memorias del 5to Simposio de la Cultura. Ciudad de La Habana. Dirección Pro-

1868-1898

395

vincial de Cultura, La Habana, 1987, pp. 16-28. 41

Para este aspecto consúltese Música colonial cubana en las publicaciones periódicas (1812-1902) (ob. cit. [1979]), de Zoila Lapique.

42

Carpentier le dedica a este autor el capítulo XII de su libro La música en Cuba, que citaremos por la edición de 1988 (Editorial Letras Cubanas, La Habana, pp. 192-206). Al respecto resulta de gran interés el libro Ignacio Cervantes y la danza en Cuba de Salomón Galles Mikowsky. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988.

43

Alejo Carpentier: ob. cit. (1988), p. 235.

44

Hubert de Blanck compuso la primera ópera basada en un tema de la guerra de independencia, titulada Patria, y que fue estrenada parcialmente el 1o de diciembre de 1899 en función de gala en honor al Centro de Veteranos, con la soprano cubana Chalía Herrera como protagonista (ver Jorge Antonio: La composición operística cubana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, pp. 225-246). En 1979 esta obra se repuso, con revisión en el libreto y alguna ampliación musical debida a la hija del compositor, Olga de Blanck.

45

José Martí: ob. cit. (1863), tomo V, p. 300.

46

Para las fechas de nacimiento y muerte de los músicos hemos seguido el Diccionario de la música cubana. Biográfico y técnico de Helio Orovio. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981. El deslumbramiento europeo por los artistas negros cubanos en la segunda mitad del siglo XIX aún está por ser estudiado como conjunto y entre sus figuras existen algunas olvidadas, como la cantante María Martínez, quien según Calcagno «desde muy niña llevada a Europa por un señor que la protegía, de tal modo sobresalió, que se le llamaba La Malibrán Negra: dio conciertos en las primeras capitales y recibió regalos de Isabel, de Napoleón y de Victoria» (Diccionario biográfico cubano de F. Calcagno. N. Ponce de León. D.E.F. Casona, New York, La Habana, 1878-1886, p. 409)

47

Julián del Casal: ed. cit. (1979), tomo II, p. 150. En realidad no fue mucha la música de Wagner que el poeta pudo escuchar. El juicio anterior lo emitió a raíz de una ejecución del coro de las hilanderas de El buque fantasma en 1890 por las alumnas del conservatorio de Hubert de Blanck. En enero del año siguiente saludaba transportado la representación de Lohengrin en el Tacón (ob. cit., tomo II, pp. 374380).

48

Aunque la Pedroso y la Herrera no están incluidas por Orovio en su Diccionario…, Zoila Lapique da

396

SEGUNDA ÉPOCA

testimonios, no sólo de sus éxitos artísticos, sino también de sus vinculaciones con la causa independentista (ob. cit. [1979], pp. 45, 71 y 61, 74, resp.). 49

Alejo Carpentier: ob. cit. (1988), p. 246.

50

Helio Orovio: ob. cit. (1981), p. 235. Entre los músicos que participaron en las guerras independentistas recogidos por Orovio se encuentran Manuel Avilés (1864-?), quien había fundado en 1882 con su familia la orquesta que lleva su nombre, aún en activo, y que alcanzó el grado de subteniente; Jesús Avilés (1866-1928), clarinetista hermano del anterior, quien organizó la Banda Invasora que acompañó a Antonio Maceo; el capitán director de orquesta y compositor Rafael Palma (1864-1906); el trovador Ramón Ivonet (1877-1896), muerto en campaña, quien formó parte del Estado Mayor de Maceo; el después muy conocido compositor y director de banda Luis Casas Romero (1882-1950), etc. Perucho Figueredo era abogado de profesión y sólo aficionado a la música. Una composición que ha gozado de gran popularidad hasta nuestros días es el Himno del Ejército Invasor, compuesto en los campos de Camagüey en noviembre de 1895 por el grupo de mambises entre los que se encontraba Enrique Loynaz del Castillo (Lapique: ob. cit. [1979], p. 187).

51

Gonzalo Roig: «Libro octavo. La música», en Historia de la nación cubana. Cambio de soberanía. Desde 1868 hasta 1903 (3). Editorial Historia de la Nación Cubana, 1952, tomo VII, pp. 433-484. Citas: pp. 436 y 484.

55

Alejo Carpentier: ob. cit (1988), pp. 215-218.

56

Helio Orovio: ob. cit. (1981), p. 75.

57

Según Eduardo Sánchez de Fuentes, ya en esta época puede afirmarse que «de todos los cancioneros de la América el más variado, debido a la riqueza de sus ritmos, es el de Cuba», y cita una serie de formas que no sólo se dan de manera pura, sino también mezcladas en ingeniosas combinaciones: criolla, guajira, puntos de clave, zapateo, bolero, rumba, son, etc., aunque señalaba cómo muchos ritmos nativos entablaban viva competencia con otros extranjeros, como el vals tropical y la habanera, destronados por el «two step», y el danzón, que disputará la preferencia popular con este último y el «foxtrot» («La riqueza rítmica de la música cubana», en El arte y la literatura en Cuba. Club Cubano de Bellas Artes, La Habana, 1925, esp. pp. 40-48). Según Zoila Lapique: «A tal punto llegó la rivalidad entre estos géneros musicales foráneos y el criollo, que un autor bufo, Ignacio Sarachaga, recogió en un juguete cómico, ¡Arriba con el himno! (1900), las incidencias de esa contienda, de la que salió triunfante el danzón» (ob. cit. [1979], p. 72).

58

Ver «La primera exhibición y producción cinematográfica en La Habana», de Emilio Roig de Leuchsenring, aparecida originalmente en la revista Carteles el 17 agosto de 1947 y reproducida en Cine Cubano, (106): 91-93, 1983.

59

Roberto Segre: «Continuidad y renovación en la arquitectura cubana del siglo XX», en Santiago. Santiago de Cuba, (41): 9-35, marzo 1981. Cita en la página 12.

52

Ob. cit., p. 438.

53

En la obra citada de Gonzalo Roig se da una bastante extensa lista de los más famosos intérpretes populares de la época, entre los que llama la atención Susana Mellado, «voz excepcional que le permite cantar, alternativamente como soprano o como contralto, poeta y segundo, y a la vez bajo cantante» (ob. cit. [1952], p. 438).

60

Nicolás Tanco Armentero: «La isla de Cuba. Aspectos de La Habana», en La isla de Cuba en el siglo XIX vista por los extranjeros. Compilación de Juan Pérez de la Riva. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1981, p. 11. Hay que recordar que esta Habana es el escenario habitual de las narraciones de Ramón Meza.

54

La obra «inspirada en la belleza de la joven Renée Molina, partió de un salón exclusivo —la casa de Marta Abreu y Luis Estévez— para, después, tener amplia difusión por todo el ámbito del país, al punto que distintos comercios la editaron como medio de propaganda (1894)» (Lapique: ob. cit. [1979], p. 73). Como ocurrió con «La bayamesa» —de Fornaris, Céspedes y Castillo Moreno— se le adaptó otra letra para ser convertida en canto revolucionario expreso, letra que fue editada en México en 1895, en folleto con una efigie del general Antonio Maceo realizada por el famoso dibujante y grabador de ese país José Guadalupe Posada.

61

Roberto Segre: ob. cit (1981), p. 13.

62

Ob. cit.

63

Alejo Carpentier: «La ciudad de las columnas», en su Ensayos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 43.

64

Joaquín Weiss: La arquitectura cubana del siglo XIX. Publicaciones de la Junta Nacional de Arqueología, La Habana, 1960, pp. XXVI-XXVII. Este autor llama al Palacio de la marquesa de Villalba con el nombre de su posterior propietario, conde de Casa Moré.

65

Ob. cit.

TERCERA ETAPA: 66

La construcción de esa zona terminará en las primeras décadas del siglo XX, incluyendo la sustitución de algunas de sus primitivas edificaciones, como el llamado Palacio Balboa —manzana ubicada entre Egido, Gloria, Apodaca y Zulueta— suplantado por un edificio que después será sede del Gobierno Provincial; el primitivo Centro Asturiano, con el teatro Campoamor, destruido por un incendio; el mercado de Colón (1882-1884), cuyas amplias arcadas fueron demolidas para alzar el actual Palacio de Bellas Artes, y el teatro Payret, reconstruido totalmente hacia la década de 1950, pero sin abandonar el estilo neoclásico. Para un estudio detallado de esto véase el documentado libro de Carlos Venegas Fornias: La urbanización de las murallas; dependencia y modernidad. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990.

67

Joaquín Weiss: ob. cit. (1960), pp. XVIII-XIX.

68

Julián del Casal: «Fuera de la ciudad. Un hotel francés», en su Prosa, ob. cit., tomo II, pp. 49-50.

69

Vilalta se presentó al concurso del monumento a los bomberos también y obtuvo el segundo lugar. El monumento a los estudiantes había costado 10 339 pesos, de los cuales 954 se fueron en pagar el terreno del cementerio. El de los bomberos costó 55 000, excluyendo los terrenos, que fueron donados por la Iglesia Católica, propietaria del lugar (ver Eugenio Sánchez de Fuentes: Cuba monumental, estatuaria y epigráfica. Academia Nacional de Artes y Letras, La Habana, 1916, p. 290, y el folleto 27 de noviembre. Suscripción para el Mausoleo de los estudiantes. Impr. El Retiro, Habana, 1891). Un estudio de los mausoleos del cementerio nos aportaría otros interesantes indicios al respecto, como la sobria tumba erigida también por suscripción popular a José de la Luz y Caballero en 1886.

70

Ver: Eugenio Sánchez de Fuentes: ob. cit. (1916), p. 276.

71

Además de la obra de Eugenio Sánchez de Fuentes

1868-1898

397

puede consultarse La escritura en Cuba de Luis de Soto (Imp. y Papelería La Universal, 1927). Sobre Vilalta, Antonio Rodríguez Morey en su aún inédito Diccionario de artistas plásticos de Cuba, dejó una interesante y dramática semblanza del escultor, a quien conoció personalmente, de la cual extraemos los siguientes párrafos: Cuba Republicana fue muy injusta con este artista. El monumento a José Martí, obra en que él mismo se excedió poniendo materialmente más de lo que debía, dado el precio estipulado, pues fue muy poco lo recaudado para la erección de dicho monumento, costándole al artista grandes penalidades y privaciones; viviendo por la generosidad de sus amigos que lo ayudaron en su vida, pues el pobre artista empeñó todo lo que pudo para poder vivir, entre otras cosas, el magnífico reloj que el gobierno español le había regalado cuando la inauguración del monumento al Brigadier Albear y que el artista tenía en gran estima. Vilalta solicitó para vivir se le diera un cargo público y para ello escribió al Presidente de la República D. Tomás Estrada Palma, sin que fuera atendido, teniendo para ello derecho, pues él contribuyó con su dinero y su propaganda en el extranjero a la libertad de la patria. Era agente en la ciudad de Florencia del Comité Revolucionario en París, que presidía el Dr. Betances. Soy testigo de lo mucho que trabajó en ese sentido, siempre pensando en su patria a pesar del tiempo que estuvo ausente de ella. Todas estas contrariedades contribuyeron a minar su existencia y enfermó de cuerpo y con el alma adolorida por la indiferencia e ingratitud tenida por sus compatriotas, volvió a Italia donde se agravó y llenó de deudas y pesares, falleciendo en Roma, su segunda Patria, donde era considerado y querido. Sánchez de Fuentes reproduce un autorretrato de Vilalta en la p. 276 de su Cuba monumental…

3.2 LA ORATORIA POLÍTICA El despotismo que caracterizó al régimen colonial español vigente en Cuba, apenas permitió la expresión de otras ideas que no fueran aquellas que estuvieran al servicio del gobierno metropolitano, sobre todo después de la implantación de las facultades omnímodas en 1825. Esta fue la razón por la cual hasta 1868 no pudo producirse en la historia de nuestras letras un vigoroso desarrollo de la oratoria política. El 10 de octubre de aquel año se abrió una nueva etapa en la evolución político-cultural de Cuba, inaugurada por Carlos Manuel de Céspedes al dar el grito de independencia, hecho que, desde el punto de vista de la oratoria, determinó la necesidad de hacer propaganda de las ideas separatistas, de la libre discusión de los diferentes proyectos de organización de la naciente República en Armas, de su Constitución, así como de la conmemoración de los distintos aniversarios significativos del proceso revolucionario. Por la tribuna insurrecta desfiló una pléyade de oradores —improvisados unos, con experiencia forense o literaria otros—, cuya palabra se puso al servicio de la causa de la independencia. Según los pocos ejemplos que se han conservado de piezas de este género, pues en la mayoría de los casos fueron brillantes improvisaciones, se caracterizaron por su concisión, brevedad y transmisión, de manera directa, de un mensaje concreto. Entre estos oradores se destacó el iniciador de la revolución, el abogado bayamés Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), quien supo

expresarse con vigor y claridad, con profunda y marcada intención. Al fragor de la lucha ideológica que se desarrolló en el seno de las heterogéneas fuerzas revolucionarias, debió preparar o improvisar discursos en la Cámara de Representantes o al conmemorarse aniversarios de la propia contienda, ocasiones en que, por lo general, pronunció breves y enérgicas arengas. Ejemplo cimero de las pocas oraciones del Padre de la Patria que quedaron escritas fue la que pronunció el 3 de agosto de 1868, en la Junta de San Miguel de Rompe, donde defendió con ardor la tesis del levantamiento inmediato en armas. La impaciencia inflamó su discurso al pintar la terrible situación económica y política por la que atravesaba el país y subrayar la necesidad de la sublevación. La alocución, de tono declamatorio, terminó con un período de gran fuerza y efecto, indicador de la maestría estilística del orador: «Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido; si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas: ¡Levantémonos!» 1 Otra de las figuras relevantes de este período fue la de Ignacio Agramonte (1841-1873), arrogante, impetuoso, dirigente indiscutido de los camagüeyanos, parte de los villareños y de los jóvenes habaneros incorporados a la lucha con la primera expedición del Galvanic. De formación europea —había estudiado latinidad, humanidades y filosofía en Barcelona—, y graduado de abogado en La Habana —donde ejerció durante un tiempo la jurisprudencia—,

TERCERA ETAPA:

poseía una amplísima cultura que se evidenciaba en su verbo de inflamada inspiración y cuidadoso decir. Su paso por la capital dejó profundas huellas entre los jóvenes de su generación, influidos por las corrientes del pensamiento liberal, del romanticismo y del independentismo. El 4 de noviembre de 1868 se alzaba en armas Camagüey, y ya el 26 debía Agramonte librar una importante batalla política, al enfrentarse, en junta celebrada en Las Minas, a la estrategia entreguista de Napoleón Arango, uno de los jefes seudorrevolucionarios del territorio. Allí, según relata Manuel de la Cruz, 2 hizo añicos los argumentos de su oponente y terminó su arenga con estas inspiradas palabras: «acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas». La elocuencia agramontina brilló con altos quilates en las discusiones de la Asamblea de Guáimaro, de la cual fue uno de los secretarios aunque, desdichadamente, de aquellos memorables discursos —conocidos por actas y referencias orales— no ha quedado ninguno. Rafael Morales y González (1845-1872), más conocido por Moralitos, fue, según testimonio de quienes le conocieron y escucharon, un brillante orador del cual, infortunadamente, sólo quedó el recuerdo, pues sus discursos, todos improvisados, se perdieron entre la enmarañada vegetación de los campos insurrectos. Sus intervenciones en el Órgano legislativo, así como su reconocido don de improvisación, fueron las credenciales de su fama de tribuno de la insurrección. La voz de la mujer cubana se dejó oír en los días de la Asamblea Constituyente de Guáimaro en la persona de la camagüeyana Ana Betancourt (1832-1901), quien fuera portadora de un mensaje de contenido social extraordinariamente avanzado para su época. El 14 de abril de 1869, presentó a la Cámara una petición leída por Ignacio Agramonte, en la cual solicitaba que tan pronto quedase establecida la República, se concediesen a las mujeres los derechos a que eran acreedoras. Esa noche, en una reunión pública celebrada al efecto, escaló la tribuna —única voz

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femenina que recogió la historia en el período— para pronunciar su conocido alegato en favor de la reivindicación social de la mujer. Antonio Zambrana (1846-1922) fue considerado por muchos de sus contemporáneos y buena parte de la crítica posterior como el tribuno del 68. Habanero, alumno de El Salvador, abogado graduado en 1867 en la Universidad de la capital, profesor del Colegio San Francisco de Asís, se incorporó a la lucha a las órdenes de Manuel de Quesada, con la expedición del Galvanic. Fue uno de los participantes más destacados de la Asamblea Constituyente de Guáimaro, donde redactó con Ignacio Agramonte la primera Carta Magna de la República. El estilo oratorio de Zambrana presenta más debilidades que virtudes, las que, a nuestro juicio, invalidan su reconocida primacía tribunicia. Se caracteriza el orador por una notable endeblez ideológica, que ya apunta desde los días de Guáimaro y que cristalizó en su abandono del campo insurrecto y, luego del Zanjón, su incorporación a las huestes autonomistas. Esta falta de convicción revolucionaria se expresa y, a la vez, trata de encubrirse, mediante un lirismo desbordado, el empleo de frases efectistas, supuestamente bellas, aunque impropias. Por ello, sus discursos resultan fríos y artificiales, aunque muy pulidos. Por otra parte, su formación, influida por el romanticismo francés —según el modelo de Víctor Hugo—, coadyuva a que su estilo resultase recargado debido, entre otros factores, al uso —y abuso— de la antítesis como recurso oratorio. De igual forma, la influencia de la oratoria castelariana explica su exceso de énfasis, su desbordamiento metafórico, su profusa utilización de citas históricas, así como el efectismo sonoro de los períodos que cierran sus párrafos. En los discursos de su fase autonomista, por lo general, acentuó Zambrana los rasgos negativos de su oratoria y, sólo por excepción, encontramos en ellos fulgores de sus mejores momentos de orador mambí. También en la emigración se hizo sentir la oratoria insurgente, sobre todo en los clubes revolucionarios fundados en diversas ciudades, fundamentalmente norteamericanas y, en espe-

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cial, en Nueva York, en cuyos estrados inauguró Enrique Piñeyro (1839-1911) —al decir de Manuel Sanguily 3— la costumbre de pronunciar conferencias como medio indirecto de encender el sentimiento patriótico, así como de recolectar fondos para auxiliar a los insurrectos; conferencias que cimentaron su gran fama de orador revolucionario. El habanero Piñeyro emigró a principios de 1869, junto con los demás destacados miembros de la burguesía esclavista occidental, de la cual era representante ideológico. Antiguo alumno del Colegio El Salvador, del cual fuera también profesor, se licenció en Filosofía en la Universidad de La Habana y culminó estudios de derecho en Madrid. En Nueva York, escaló en diversas ocasiones la tribuna para pronunciar inspiradas improvisaciones con motivo de la conmemoración de fechas significativas de la revolución, como el 10 de octubre o el 27 de noviembre. Muchas de estas piezas oratorias no fueron recogidas para la posteridad. No obstante, de aquellas que quedaron impresas puede decirse que no hay en ellas retoricismos innecesarios, pues son tersas y muy modernas en su sencillez. Sin embargo, fue su labor como disertante la que cimentó más sólidamente la fama tribunicia de Enrique Piñeyro. Durante 1870 pronunció en el Club Cubano de Nueva York dos conferencias dedicadas a exaltar las vidas de dos héroes cimeros de la independencia latinoamericana: Simón Bolívar y José de San Martín. En ambas, trazó Piñeyro retratos admirables de los héroes, en un estilo sencillo, sobrio, elegante, sin rebuscamientos ni efectismos, mediante el empleo de un riquísimo vocabulario que rehuía el lenguaje figurado o cualquier otro recurso de la prosa poética. En la biografía de Simón Bolívar, el conjunto se logra mediante una técnica impresionista: en dos o tres excelentes pinceladas Piñeyro esbozó el cuadro de lo que fue la dominación española en América y la diferencia que siempre existió entre los aquí nacidos y los aventureros venidos de allende los mares, cuyo predominio era «dogma indiscutible». El retrato del Libertador también lo ofreció

el orador en trazos maestros a lo largo de su disertación, en la cual apuntó tanto las características morales como las físicas del héroe, a quien pudo verse cambiar con el transcurso de los años y con las experiencias sufridas. La imagen del fin de la vida de Simón Bolívar resultaba desoladora en su poder de evocación: El Bolívar que salió del Perú era ya un cadáver, por así decirlo. […] Volvió a Colombia a languidecer cuatro años más, mirando derrumbarse uno a uno todos sus grandiosos proyectos concebidos entre el humo de sus victorias. […] Arruinado por su propia obra, desesperado hasta el punto de haber dejado escapar […] estas palabras que al repetirlas hoy queman todavía los labios: «la América es el caos… el que la ha servido ha arado en el mar». Es el grito final del naufragio […] 4 Al abordar la figura de San Martín, destacó Piñeyro aquello que lo diferenció y separó de Bolívar, hombre civil este último, soldado el primero, aunque subrayó en él cualidades de carácter moral superiores a las del Libertador, no obstante lo cual, el rasgo predominante que enfatizó fue el de ser un militar en todo momento, «inferior bajo este aspecto a los que como Bolívar, como Sucre, como el mismo Flores, al par de grandes disposiciones para la guerra conservan fondo rico de gracia, de seducción, para atraer, dirigir o conciliar». 5 San Martín, como Bolívar, debió vencer el reto de la gran cordillera sudamericana, hazaña cincelada por el orador en términos sobrios, meditados, más bien fríos, que huían de la exaltación y el ditirambo. Al abordar las ideas políticas del caudillo argentino, volvió Piñeyro a establecer la contraposición entre la democracia —entendida como organización republicana—, de una parte, y la carrera militar de la otra: San Martín no fue demócrata —nos dice— porque «veinticinco años de vida en Europa y de ejercicio militar» no pudieron enseñarle «a ser republicano».6 A primera vista, hacer propaganda revolucionaria mediante la exaltación de las figuras de los

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grandes libertadores de la América continental española era perfectamente lícito, ideológicamente correcto. Pero cuando reflexionamos sobre el cuadro que se presentaba —anarquía, luchas fratricidas, inmadurez popular para el ejercicio de la independencia nacional— y el cruel destino de los forjadores de esa epopeya —prácticamente traicionados, en el mejor de los casos olvidados, por aquellos a quienes supieron guiar a la victoria— y recordamos que Piñeyro hablaba a una emigración que debía apoyar y engrosar las filas de quienes combatían en Cuba para alcanzar esa liberación tan maltratada en el Continente, empezamos a dudar de la corrección del enfoque que dio el tribuno a sus conferencias. Si, además, recordamos las pugnas intestinas que desgarraban el seno del campo revolucionario cubano y que ese mismo año harían crisis en Nueva York con la llegada de Manuel de Quesada y la escisión de la emigración en adamistas y quesadistas, aumentan nuestros recelos. Sobre todo si sabemos que Carlos Manuel de Céspedes era acusado de querer implantar una dictadura militar y que la Cámara de Representantes, su acusadora, estaba en comunicación directa con el grupo Aldama, que se oponía al Presidente de la República. Concluimos entonces que Piñeyro, además de hacer una propaganda bastante relativa en favor de la lucha armada, puesto que elípticamente señalaba los peligros de una independencia para la cual la burguesía esclavista occidental no creía preparado al país, hacía asimismo una campaña muy inteligente contra Céspedes y Manuel de Quesada y en favor de una Cámara de Representantes que, por su heterogénea integración, era más fácilmente manejable por los intereses del grupo Aldama que el irreductible caudillo bayamés. Piñeyro regresó a Cuba en 1879 y, antes de volver a partir definitivamente rumbo a Francia, pronunció en el Liceo de Guanabacoa una conferencia —la primera en Cuba después de firmado el Pacto del Zanjón— que a pesar de su tema histórico-literario —versaba sobre «Madame Roland»— tenía profundas connotaciones políticas.

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Pronunciada el 10 de mayo de 1879, un día después de la partida de Antonio Maceo rumbo a Jamaica, cuando todavía quedaban patriotas en armas en Oriente, esta conferencia se desarrolló en dos planos, el íntimo y el político, los que permitieron al orador, al destacar la atrayente personalidad de su heroína, identificar su trayectoria y trágico fin con el del partido político al que perteneció, convirtiéndola en su símbolo. Las simpatías de Piñeyro se expresaron claramente a favor de la Gironda —partido de la burguesía industrial y comercial con intereses agrícolas—, en tanto atacó a los Jacobinos —representantes de la pequeña burguesía—, como a vulgares asesinos que, en vez de llevar la revolución burguesa a su etapa más alta, la sumieron en el terror sin sentido y la condujeron al fracaso inexorable. La rica prosa de Piñeyro se volcó en sus opiniones sobre la Gironda, en las cuales expresó con claridad la idea que de la revolución tenía el orador: fenómeno ingobernable que se manifestaba a través del desorden, el crimen y la guerra; monstruo abominable que devoraba implacable a sus mejores hijos; concepción que expresaba los intereses de la burguesía del occidente de la Isla, que temió siempre a la revolución, ya que para ella significaba desórdenes, destrucción y ruina y, aunque él personalmente fue partidario de la independencia nacional, le horrorizaba el único medio capaz de alcanzarla.

* * * En 1878, con la firma del Convenio del Zanjón, se inició una nueva fase en el proceso de desarrollo de la oratoria política cubana, al socaire de la apertura democrática obtenida gracias a dos lustros de contienda armada. Se inauguró un período de lucha política con la creación, por sectores de la burguesía azucarera cubana, del partido Liberal —más tarde Liberal Autonomista—, cuyo objetivo era obtener reformas de España por la vía pacífica, entre ellas la autonomía colonial, en oposición al Partido Unión Constitucional, integrado mayoritariamente por españoles.

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Se desarrolló entonces una intensa lucha ideológica, librada, entre otros medios, desde la tribuna. Los oradores del nuevo partido llevaron a cabo una activa labor de proselitismo en todos aquellos lugares donde debía establecerse un comité local. De igual forma, luego de promulgada la ley electoral que permitía que algunos representantes de Cuba concurrieran a las Cortes metropolitanas, el Partido Autonomista logró enviar a Madrid a varios diputados para cuya elección libraron los epígonos del liberalismo cubano activísimas campañas políticas, con profuso despliegue de notable elocuencia, verbo que brilló en el propio Parlamento español. La mayoría de los oradores autonomistas eran abogados de profesión, educados en las aulas y en la tribuna forense, de donde procedían sus cualidades y sus defectos. Sus discursos se caracterizaron, en términos generales, por el tono de arenga, el sabor didáctico y la intención persuasiva, sin que faltara en ocasiones el elemento crítico. Tendían, en la mayor parte de los casos, al efectismo, aunque cada quien presentara rasgos distintivos propios. Entre los tribunos autonomistas se destacaron Rafael Fernández de Castro (1856-1920), Eliseo Giberga (1854-1916), Antonio Govín (1849-1915), José Antonio Cortina (1853-1884) y Miguel Figueroa (1851-1893). Mención especial requiere Rafael Montoro (1852-1933), no sólo por el volumen de su obra, sino por la extraordinaria versatilidad de su prosa. Montoro ha sido considerado el más grande de los oradores autonomistas. Sus discursos de propaganda electoral, así como los que pronunció en el parlamento español, le cimentaron una sólida reputación de tribuno político. Además, fue un distinguido jurista que brilló por sus oraciones forenses. Por otra parte, fue también asiduo concurrente a las veladas de la Revista de Cuba, de La Caridad del Cerro y del Liceo de Guanabacoa. En las mismas, disertó brillantemente sobre temas literarios y estéticos. Hombre de formación española —estudió derecho en la Península—, se dio a conocer como orador en el Ateneo de Madrid, donde recibió las mejores influencias de la oratoria castellana, porque su conocimiento de los tribunos ingle-

ses de la época le permitió atemperar o eliminar los peores defectos de aquélla. Formado en el círculo de neokantianos y neohegelianos españoles, fue quien formuló orgánicamente la doctrina autonomista, confiriéndole un basamento filosófico. José Antonio Portuondo ha señalado el papel que desempeñó el idealismo hegeliano para los liberales cubanos, al permitirles justificar ideológicamente su alianza con el despotismo imperante.7 Esta transacción obedeció a profundas razones de índole económica, ya que la gran burguesía esclavista insular, aunque ambicionaba gobernar el país, temía una revolución que, después de diez años de lucha y destrucción de las riquezas azucareras del centro y oriente de la isla, había terminado con un último gesto de rebeldía protagonizado por un general mulato de procedencia campesina. Comprendía que, de reiniciarse la contienda, la dirección de la misma no estaría en sus manos, sino en las de la pequeña burguesía, que contaría con un aplastante respaldo popular. De ahí que fueran enemigos de la violencia y propugnaran la evolución pacífica, la maduración de las condiciones que conducirían al gobierno propio. Múltiples ejemplos de este rasgo caracterizaron los discursos de Montoro, quien brilló por la clara exposición de sus ideas, sin excesivos ornamentos, sin retórica, con una estructura conceptual impecable. Su arte oratorio se destacó por la estructura de sus párrafos, los cuales iba extendiendo, como si desgajara un pensamiento del precedente, para cerrarlos, al concluir la idea, de forma armónica y rotunda. En estos términos, sumamente efectistas —de un efectismo muy cuidado, para no parecerlo— denunció, cuando fue imprescindible, las violaciones por el Gobierno Metropolitano de las condiciones que supuestamente llevarían a la autonomía de la colonia, siempre dentro de los marcos de la legalidad, sin incitar a la rebelión, aunque sin dejar de recordar a las autoridades, peninsulares e insulares, que la insurrección era siempre una amenaza latente. Su léxico fue rico, mas sin rebuscamientos; no era afecto a las figuras del lenguaje, a pesar de lo cual las empleó con moderación y, a veces, con

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eficacia. Nunca perdió de vista el público para el cual hablaba y tuvo la capacidad de adecuarse siempre al mismo, lo que le permitió ejercer notable influencia en su época. Ejemplo de ello lo ofrece una anécdota que relata Manuel de la Cruz,8 según la cual, se encontraba el orador cierta vez en Camagüey en función de loar la autonomía, cuando fue interrumpido por una camagüeyana —de las que tuvo que internarse con su familia en el monte durante la guerra— que comenzó a aclamar las glorias e ideales de la Década Heroica. El tribuno quedó en suspenso unos momentos, durante los cuales comprendió dónde se encontraba. Cuando reinició su discurso, lo hizo con un elogio de Ignacio Agramonte, símbolo mayor de la heroicidad de la región, gesto que fue retribuido con estruendosos aplausos, primero, y, más tarde, con los sufragios que lo condujeron a las Cortes españolas. * * * Durante este período, frente a la tendencia autonomista, se mantuvieron inflexibles algunos partidarios de la independencia que, bien en Cuba —a veces a través de la propia tribuna del Partido Liberal—, bien en la emigración, desarrollaron una paciente pero apasionada campaña encaminada a templar los ánimos para la nueva contienda armada que, desde el exilio, organizaría el genio excepcional de José Martí, cuya obra será estudiada en capítulo aparte. Entre los oradores de la emigración es ineludible mencionar, como figuras descollantes, a Fernando Figueredo (1846-1929) y a Gonzalo de Quesada (1868-1915), ambos radicados en los Estados Unidos. Entretanto en Cuba, a partir de 1878, se producía un vigoroso renacimiento de la oratoria académica. Alberto Rocasolano 9 ha señalado que por aquellos días este género constituyó el más alto exponente de la actividad cultural aunque los oradores eran casi siempre políticos que, además, se dedicaban a la literatura con el objetivo de influir sobre su auditorio en favor de sus intereses partidistas. En aquellos momentos renacieron las tertulias literarias y surgieron nuevas sociedades de

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instrucción y recreo o se renovaron las ya existentes y por sus tribunas desfilaron los más ilustres conferencistas del último cuarto del XIX cubano, como José Martí, Enrique José Varona (1849-1933), Manuel Sanguily (1848-1925), Enrique Piñeyro y Rafael Montoro, por sólo citar algunos ejemplos. Al igual que ocurriera entre 1868 y 1878, al estallar nuevamente la guerra en 1895, ascendió a primer plano la oratoria política insurgente, tanto en los campos de Cuba Libre, cuanto en la emigración, donde continuaron su labor tribunicia Gonzalo de Quesada y Fernando Figueredo, a quienes se unieron oradores del prestigio y la talla de Enrique José Varona y Manuel Sanguily. Enrique José Varona se dio a conocer entre 1878 y 1898 por sus conferencias científicas, filosóficas y de crítica literaria. Positivista de filiación inglesa, en quien se evidenció la impronta de Herbet Spencer primero y, más tarde, del francés J. M. Guyau, encarnó —al decir de José Antonio Portuondo— 10 a una generación de separatistas cuyo positivismo fue más una actitud que una doctrina, pues significó el rechazo de las antiguas metafísicas justificadoras del despotismo y el surgimiento de una postura realista y científica ante la vida. Militante del Partido Autonomista, a cuya Junta Directiva pertenecía, Varona llegó al convencimiento de que nada obtendría Cuba de España por medios pacíficos y, en 1885, a través de un discurso pronunciado al conmemorarse el primer aniversario del fallecimiento de José Antonio Cortina, rompió definitivamente con los liberales. Como orador, fue Varona más disertante que tribuno político. Era, en esencia, un gran pensador y un notable escritor, cualidades siempre presentes en sus piezas oratorias, que se caracterizaron, en el plano formal, por su corrección, elegancia, perfecta estructuración del pensamiento que se expresaba de manera concisa, tersa, con maestría en el dominio del idioma, sin apelar a recursos efectistas o retóricos. En sus disertaciones académicas, comenzó Varona a utilizar la forma alusiva para transmitir un mensaje de rebeldía y de denuncia. Ejem-

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plo de ello lo ofrece su extraordinaria conferencia «El poeta anónimo de Polonia», pronunciada en La Caridad del Cerro en 1887, en la cual, a través de las peripecias de la vida de Segismundo Krasinski, presentó el dolor de Polonia, esclavizada y envilecida, y el cuadro que se ofrecía a la vista del conmovido auditorio remedaba tanto al de la Cuba de entonces, que bien hubiera podido sustituirse con su nombre el de la patria del poeta errante. Esta conferencia, de médula esencialmente revolucionaria, forzaba las semejanzas, y obligaba a extraer las conclusiones que eran, en realidad, el punto de partida del orador, cuya intención fue captada por José Martí 11 quien en El Economista Americano de agosto de 1887, señalaba que en ella, Varona «ve a su pueblo, cual Krasinski al suyo, padecer bajo un régimen que lo injuria, como un ente maldito y deforme». De índole semejante a la anterior, en cuanto a grito de alerta sobre la situación del país e indiferencia de los cubanos ante los únicos medios reales para resolverla, fue la conferencia «Los cubanos en Cuba», pronunciada en 1888 en una velada que celebró en el Teatro Jané la Sociedad La Caridad del Cerro. En 1895 Varona emigró a los Estados Unidos y se estableció en Nueva York donde, entre otras actividades de apoyo a la insurrección, fundó la Sociedad de Debates Políticos y dictó una serie de conferencias magistrales, entre las que descollaron las dos denominadas «El fracaso colonial de España», pronunciadas en noviembre y diciembre de 1896 en el Steinway Hall, donde analizó el proceso de la colonización española y sus errores en América. El 14 de marzo del propio año había dicho, en la Sociedad Literaria Hispano-Americana, uno de sus discursos políticos de mayor relieve, dedicado a «Martí y su obra política», en el cual dibujó a grandes rasgos la vida del Héroe Nacional y subrayó su infatigable labor organizativa para hacer posible el estallido de la Guerra Necesaria. El análisis de la personalidad del forjador del Partido Revolucionario Cubano fue trazado con rasgos sintéticos, aunque vigorosos y siempre teñidos de fervorosa admiración. He aquí uno de sus hermosos párrafos:

Grande en la vida y en la muerte, heroico en el aspirar y en ejecutar, así fue Martí. […] su vida nos parece hecha de un solo bloque de indestructible granito. Martí fue un hombre tipo. Uno, por la fijeza de su idea, uno por la firmeza de su carácter. Todo lo inmoló por esa idea, que no era otra sino la redención de un pueblo. El artista exquisito olvidó su arte, el hombre apasionado sus afectos. Martí se desposeyó de sí mismo por completo, y por completo se dio a Cuba. […] 12 Manuel Sanguily comenzó como orador en las tertulias literarias del Liceo de La Habana y en las ceremonias de fin de curso del Colegio El Salvador donde, después de discípulo, fue profesor. Estudiaba Derecho en la Universidad cuando, luego del 10 de octubre de 1868, marchó a Nassau, para regresar a Cuba como miembro de la segunda expedición del Galvanic. Su estreno como orador insurrecto se produjo al celebrarse la Asamblea Constituyente de Guáimaro. El día que Carlos Manuel de Céspedes fue investido como Presidente de la República, pronunció a instancias de Ignacio Agramonte un celebrado discurso con el objetivo de resaltar la presencia en el acto de algunos antiguos esclavos, ya libres por obra de la revolución. Durante el período de 1868 a 1878, desempeñó a menudo la función de defensor en los Consejos de Guerra. Fue, asimismo, en varias ocasiones, miembro de la Cámara de Representantes. Luego del Pacto del Zanjón, marchó a España, donde culminó sus estudios de derecho y regresó a La Habana en 1879. Aunque pronto comenzó a distinguirse como disertante académico en las veladas de la Revista de Cuba y en las tertulias de José María de Céspedes, no fue hasta 1887, en el Círculo de la Juventud Liberal de Matanzas, que pronunció su primer discurso político del período de entreguerras: «elementos y caracteres de la política en Cuba», en el cual analizó valientemente la situación colonial de Cuba, para terminar con un hermoso cántico a los héroes del 68, donde, en contraste con los párrafos sobrios, mesurados, que caracterizaron

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el resto de la exposición, dio rienda suelta el orador a su numen poético, derrochó lenguaje figurado y entonó un himno, a veces elegíaco, otras épico, a la memoria de la epopeya: […] Nuestros bosques murmuran con el concertante musical de todos sus misteriosos ruidos, las oraciones y los ayes de las familias que vivieron bajo sus hojosas bóvedas, como los druidas galos. Todavía blanquean en las sabanas los huesos épicos de los que supieron en tierras de América combatir como los héroes de las leyendas de Europa y Asia. Aun trae el viento movible en sus caprichosas ráfagas el eco estruendoso de miles de combates. Aun se alza en la conciencia la augusta sombra de algún prócer que sólo vive la vida del recuerdo cobarde en las confidencias familiares en voz baja, esperando indignado salir entero a la luz en la noble y franca inmortalidad de la historia. […] dondequiera, en plazas y calles, en los montes y los llanos, se siente aquí, al través de la poesía del recuerdo y de las amarguras y tristezas de la realidad, agitarse —como átomos vivos y numerosos— los elementos inmortales de la religión inmortal de nuestro espíritu, las notas dispersas y sonoras de ese coro sublime de patriotismo que resuena en el corazón de nuestro pueblo… el único timbre de legítima gloria para los cubanos. 13 Se destacan igualmente, en este discurso de Sanguily, otros dos elementos característicos de su estilo oratorio: la longitud de sus párrafos, de larguísimo aliento, y la riqueza de matices que les confiere la profusión de oraciones incidentales que en ellos incluye, aunque, a veces, las mismas entorpezcan la claridad de la exposición de las ideas. Otro de los discursos famosos de este período fue el que pronunciara Sanguily en el mismo escenario, una semana más tarde, en acto destinado a recoger fondos para erigir un monumento a los estudiantes de medicina fusilados en 1871. El tono de esta pieza, fogoso a veces, me-

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surado otras, no escatimó, sin embargo, acerbas críticas al régimen colonial. Con pinceladas patéticas, describió el orador el aciago día en tanto lanzaba una justa acusación contra quienes —por su impasibilidad— permitieron el crimen. Muchas piezas oratorias de indiscutible valor pronunció Sanguily a lo largo de estos años, tanto abiertamente políticas como académicas, en las cuales aprovechaba cualquier oportunidad para introducir un trasfondo político, entre las que destacan: «El dualismo moral y político» (1888), «Sobre José María Heredia» (1890), «La situación, sus causas y sus remedios» (1891) y «El descubrimiento de América» (1892). En 1895, al reiniciarse la lucha armada el 24 de febrero, marcha Manuel Sanguily a Nueva York, donde reanudó su labor propagandística el 10 de octubre de ese año, en discurso donde destacara la obra de los iniciadores de cada una de las dos contiendas contra el colonialismo español: Carlos Manuel de Céspedes y José Martí. Muchas fueron, a partir de entonces, las piezas oratorias pronunciadas por Sanguily a lo largo de los tres años que duró la guerra. En ellas se evidenció su personal estilo, sonoro, brillante, aunque más marcado por la impronta de su tiempo que el de un Varona o un Piñeyro, de innegable modernidad. Entretanto, en Cuba el ejemplo cimero de la oratoria en campaña lo ofrecía Máximo Gómez (1836-1905) quien, sin ser orador, pues en todo momento prevaleció en él el jefe militar, supo, como tal, improvisar arengas enérgicas, breves, veraces, que lograban su objetivo, casi siempre el de mover los hombres al combate. Aunque pronunció muchas, casi tantas como encuentros armados sostuvo, muy pocas han quedado recogidas para la posteridad. Entre estas se encuentra la que dirigió el 30 de noviembre de 1895 a los combatientes del Ejército Libertador que iban a comenzar la legendaria hazaña de la invasión a Occidente. Ejemplo de pieza oratoria de este tipo y quizás la más trascendental, realista y emotiva de la historia de nuestras guerras de liberación contra el colonialismo español, cada palabra en ella tenía un sentido y un valor reales. El jefe no ocultaba la verdad, antes bien, la decía descarna-

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En esas filas que veo tan nutridas, la muerte abrirá grandes claros. […] El triunfo sólo podrá obtenerse con el derramamiento de mucha sangre. ¡Soldados! no os espante la destrucción del país; no os espante la muerte en el campo de batalla. […] Los manes de tantas víctimas inmoladas por la tiranía os exhortan a que lucheis con decisión y vigor […] ¡Soldados! llegaremos hasta los últimos confines de Occidente; hasta donde haya tierra española ¡Allí se dará el Ayacucho Cubano! 14

damente, para que nadie se llamara a engaño. Al propio tiempo, en contrapunteo emotivo, anunciaba la destrucción y la muerte e invocaba los manes de los caídos que señalaban el deber moral de combatir, para terminar, como con sonido de clarines, presagiando la victoria inevitable de las armas cubanas: Soldados: la guerra empieza ahora. La guerra dura y despiadada. Los pusilánimes tendrán que renunciar a ella: sólo los fuertes y los intrépidos podrán soportarla.

NOTAS

(CAPÍTULO 3.2) 1

2

3

Citado por Francisco Ponte Domínguez: Historia de la guerra de los Diez Años. El Siglo XX, Academia de la Historia de Cuba, La Habana, 1944, p. 45. Citado por Vidal Morales y Morales: Hombres del 68. Rafael Morales y González. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1972, p. 152. Manuel Sanguily: Oradores de Cuba. Selección, prólogo y notas de Olivia Miranda Francisco. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 87.

4

Enrique Piñeyro: Biografías americanas. Garnier Hermanos, París 1906, p. 38.

5

Ob. cit.

6

Ob. cit., p. 65.

7

José Antonio Portuondo: Bosquejo histórico de las letras cubanas. Ministerio de Relaciones Exteriores, La Habana, 1960, p. 34.

8

Manuel de la Cruz: Sobre literatura cubana. Selección y prólogo de Ana Cairo. Editorial Letras Cu-

banas, La Habana, 1981, p. 378. 9

Alberto Rocasolano: En años del reposo turbulento. Cuadernos de la Revista Unión, La Habana, 1984, pp. 6-7.

10

Op. cit., p. 34.

11

José Martí: Obras completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, tomo 5, pp. 116-117.

12

Enrique José Varona: De la colonia a la República. Selección de trabajos políticos, ordenada por su autor. Soc. Editorial Cuba Contemporánea, La Habana, 1919, pp. 93-94.

13

Manuel Sanguily: Discursos y conferencias. Rambla, Bouza y Cía., Habana, 1918 y 1919, tomo I, pp. 119-120.

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Máximo Gómez: Ideario cubano: II. Recopilación y prólogo de Emilio Roig de Leuchsenring. Cuadernos de historia habanera 1, La Habana, Municipio de La Habana, 1936, pp. 45-46.

3.3 PROSA POLÍTICA E HISTÓRICA 3.3.1 Textos eminentemente políticos con valores literarios La aguda lucha ideológica que se desarrolló a lo largo de los años comprendidos entre 1868 y 1898 tuvo, además de la tribuna, otra trinchera difusora de las ideas que desempeñaron un papel fundamental en aquellos momentos, cuando el pueblo cubano se lanzó al combate por la independencia nacional y, posteriormente, entre las dos guerras de liberación, cuando los autonomistas trataron, mediante la lucha política, de obtener reformas de España. Se cultivó entonces el periodismo político, con gran libertad entre 1868 y 1878 en la manigua y la emigración —al igual que entre 1895 y 1898—; sometido a la Ley de Imprenta española —más estricta hasta 1890, menos asfixiante para los independentistas después de esa fecha. Se editaron, igualmente, libros y folletos de contenido político, publicados algunos en Cuba —sobre todo entre 1878 y 1895—, en el extranjero otros, pero todos con una preocupación central en el análisis: la solución de la problemática cubana; la autonomía o la independencia; la evolución o la revolución. Entre los cultores destacados de la prosa política, de aquellos que no descuidaron su factura formal para ocuparse solamente de las ideas que deseaban transmitir, se encontraba Rafael María Merchán (1844-1905). Natural de Manzanillo, donde inició su aprendizaje de tipógrafo, en 1867 se hallaba en La Habana, incorporado a

la redacción de El Siglo, del que pronto fue nombrado redactor político. Al dejar de publicarse este diario en marzo de 1868, continuó sus labores en La Opinión y, posteriormente, en El País, hasta su desaparición en diciembre de 1868. Fue, precisamente, en El País del 15 de noviembre de 1868 que apareció el artículo «Laboremus», el cual burló la censura española gracias a un lenguaje alegórico y que constituyó, para los partidarios de la independencia, una verdadera proclama. A partir de entonces, los defensores del régimen colonial comenzaron a aplicar el término «laborantes» a los partidarios de la insurrección, por el sentido y alcance populares que el mismo adquirió. A fines de 1869 debió Merchán partir al exilio, y se radicó en Nueva York, donde continuó su obra periodística a través de La Revolución, órgano oficial de la Junta Cubana, donde apareció el 13 de noviembre de ese año su primer artículo, «La revolución de Cuba», digna respuesta a insidiosas alusiones publicadas en The Times, en el sentido de que los cubanos esperaban que la independencia les llegara de manos del gobierno norteamericano. A partir de 1874 se radicó en Colombia y, luego del Pacto del Zanjón, asumió Merchán la actitud de quien, al ver frustrarse el proceso revolucionario sin que apareciera por parte alguna la posibilidad de una nueva contienda, aceptó la lucha legal propuesta por los autonomistas como única alternativa posible. En aquella oportuni-

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dad, a quienes criticaron su postura como una inconsecuencia, replicó: «Hoy los cubanos no tenemos sino tres caminos: la revolución; el retraimiento; la lucha legal. Si hay otro me alegraré de conocerlo, desde que el de la anexión sería, a mi entender, la abdicación de la raza.» Y más adelante apuntaba: «Si estalla otra revolución, […] volveré a combatir a los que entonces hablen de autonomía, como lo hice en 1870.» 1 Al estallar la guerra en 1895, reinició Merchán su propaganda periodística a favor de la independencia de Cuba. Su trabajo más importante de entonces lo constituyó una serie de artículos que se publicaron en El Correo Nacional de Bogotá entre julio y agosto de ese año, los que después formarían el libro Cuba, justificación de su guerra de independencia, el cual vería la luz en la capital de Colombia en 1896. En él, Merchán se propuso demostrar «la justicia que asiste a los que se han lanzado al campo a conquistar con el sacrificio de su vida la independencia de la patria».2 Para ello, sometió a un acucioso análisis crítico toda la amplia gama de la problemática colonial cubana, en tanto avaló sus conclusiones con la presentación de documentos, datos estadísticos, discursos parlamentarios y artículos de periódicos, muchos de procedencia española. De esta forma, con impecable estilo y demoledora lógica, escribió un irrebatible alegato en favor de la liberación nacional. En 1887 alcanzó gran popularidad y merecido renombre Raimundo Cabrera (1852-1923), abogado de prestigio, uno de los fundadores del Partido Autonomista de Güines, por la publicación del libro Cuba y sus jueces, el cual en 1891 había alcanzado ya siete ediciones. El objetivo de la obra era responder, mediante un contundente despliegue de datos y cifras, a un folleto despectivo y malintencionado aparecido poco antes en España bajo el título de Cuba y su gente, escrito por Francisco Moreno, quien residiera en La Habana entre 1879 y 1883, donde se desempeñó como funcionario de la administración colonial. El libro de Cabrera es eminentemente político, aunque se sustente en abundantes datos históricos y demuestre un buen manejo de la tradi-

ción literaria del país. Bien escrito, en prosa clara, fluida, sin ornamentos innecesarios, adopta la forma epistolar y se divide en quince capítulos —cartas— y uno final de conclusiones, a través de los cuales el autor, en tono serio a veces, indignado otras, irónico algunas —según lo requiera el asunto específico que aborda—, refuta punto por punto las inexactitudes y juicios difamatorios que sobre el pueblo de Cuba vertió el seudoescritor español. A lo largo de la obra, Cabrera mantuvo una posición autonomista consecuente: culpó al gobierno metropolitano de los males que aquejaban a Cuba, lo responsabilizó con el estallido revolucionario de 1868, que justificaba como un error cometido a impulsos de la desesperación, y se declaraba confiado partidario de las reformas que conducirían a la autonomía, «áncora salvadora, para la colonia y para la nación». 3 Otro destacado periodista y escritor político de la época fue Juan Gualberto Gómez (18541933), natural de un ingenio azucarero enclavado en la provincia de Matanzas, hijo de esclavos que naciera libre gracias a la compra por sus progenitores del vientre grávido de su madre. En 1869 fue enviado a Francia para aprender un oficio, un año más tarde ingresó en una escuela de ingeniería que debió abandonar en 1875 por razones económicas, aunque permaneció en París, donde se desempeñó como periodista y abrazó la causa de la independencia nacional. De regreso en Cuba luego del Zanjón, estrechó lazos de amistad con José Martí durante el breve interludio habanero del Héroe Nacional, conspiraron juntos en los días previos a la Guerra Chiquita y sufrieron deportación por esa causa. Juan Gualberto fue encarcelado primero en Ceuta y en 1882 se le deportó a España, se instaló en Madrid y reinició allí sus labores periodísticas. Para el diario El Progreso escribió en 1884 una serie de artículos que, recogidos al año siguiente en un volumen, vieron la luz bajo el título de La cuestión de Cuba en 1884, en el cual con prosa clara, correcta, sencilla y directa, analizó los antecedentes de la situación de la Isla durante aquel año, especialmente el proceso de creación de los partidos políticos y sus plataformas, base de sustentación social, semejanzas y

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diferencias entre sus respectivos programas, para concluir con el planteamiento y estudio de las posibles soluciones al problema cubano: la anexión, la independencia o la autonomía, de la que se declaró partidario sobre la base de un grupo sustancial de reformas aunque, aclaraba, ésta no era la solución que anhelaba por sus convicciones políticas, sino una transacción, puesto que —finalizaba— «no nos creemos con derechos a fatigar al país, a excitarle a que vaya por donde manifiestamente demuestra que no quiere marchar por ahora». 4 Pudo Juan Gualberto regresar a Cuba en 1890, y lo hizo con el plan, concebido en la Península, de lograr en su patria una sentencia que declarara legal la propaganda separatista, como poco antes la habían obtenido los republicanos en España y, en la propia Isla, los defensores del programa autonomista. Para lograr su objetivo, publicó el periodista en La Fraternidad, el 23 de septiembre de 1890, el famoso artículo «Por qué somos separatistas», en el cual fundamentaba de manera breve, pero contundente, la necesidad de que Cuba se independizara de España. Como el propio Gómez esperaba, el artículo fue denunciado por el Fiscal y, luego de sufrir cárcel y sentencia condenatoria de la Audiencia insular, apeló al Tribunal Supremo de España, el cual declaró lícita ese tipo de propaganda, siempre que no incitara a obtener la separación por medio de la violencia o la fuerza. Esta sentencia tuvo extraordinaria importancia para la preparación de la Guerra Necesaria, pues a su amparo surgieron periódicos de tendencia separatista a lo largo de la Isla, los que pudieron hacer propaganda sin salir del marco de la legalidad existente. A partir de entonces, desplegó Juan Gualberto desde las columnas de su periódico una intensa e inteligente campaña en favor de la independencia nacional. Más que un hombre de letras, fue Juan Gualberto Gómez un político que, mediante la palabra escrita, combatió con efectividad el régimen colonial español. Fue el suyo un periodismo militante, combativo, ejercido con un estilo claro, correcto, fácilmente comprensible que, a veces, como sucedió con La cuestión de Cuba en 1884, llegó a alcanzar la categoría de ensayo.

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Como ya se ha señalado, el devenir político de Enrique José Varona abarcó una primera fase autonomista, hasta 1885, cuando rompió con el Partido Liberal y asumió posiciones de neto perfil separatista. A partir de 1887, desde las páginas de su Revista Cubana y de otras publicaciones, fue introduciendo en artículos y reseñas de libros matices de denuncia del colonialismo, críticas a la inercia insular y loas a los héroes de la década que terminara en 1878. En trabajos como «El derecho del puño», «Lo que vale un concepto» o «El bandolerismo», acometió Varona el estudio y la denuncia de la raíz española de los males que aquejaban a la sociedad cubana, por el absurdo sistema colonizador implantado por la Metrópoli en Cuba y, en general, en América. Este proceso analítico culminó, ya en los Estados Unidos, al publicar en 1895 el manifiesto Cuba contra España, documento medular que expuso a los pueblos hispanoamericanos —y al mundo— la necesidad de la guerra de liberación que libraba el pueblo de Cuba. En este último trabajo, así como en sus escritos propagandísticos de Patria, Varona realizó profundos análisis del coloniaje español, de extraordinaria fuerza persuasiva, cuya base de sustentación eran datos y cifras, de los cuales se desprendían, con la inexorabilidad de una demostración científica, que la desatinada política administrativa española conducía, con tanta necesidad como las arbitrariedades políticas, a la rebelión, primero, y a la pérdida de la Isla, más tarde. Por otra parte, en Cuba contra España brilló la prosa varoniana por la sobriedad, pureza de sintaxis y riqueza del léxico que siempre la caracterizaron. En términos comedidos, austeros, pero de una fuerza que radicaba en la verdad que se desprendía de su concatenación lógica, desgranó Enrique José Varona magistralmente sus argumentos. He aquí uno de sus contundentes párrafos, donde expuso en apretada síntesis los agravios políticos del país: Cuba vio vagar proscritos por el contienete americano, ya libre, a sus hijos más ilustres, como Heredia y Saco. Cuba vio pere-

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cer en el cadalso a cuantos cubanos osaban amar la libertad y declararlo con obras y palabras, como Joaquín de Agüero y Plácido. Cuba vio confiscado el producto de su trabajo por leyes fiscales inicuas, que le imponían desde lejos sus señores. Cuba vio sometida la justicia, que le administraban magistrados extraños, a la voluntad o al capricho de sus gobernantes. Cuba sufrió todos los vejámenes que pueden humillar a un pueblo conquistado, en nombre y por obra de un gobierno que se llamaba sarcásticamente paternal. No es de extrañar que comenzara entonces la era no interrumpida de las conspiraciones y los levantamientos. En su desesperación, Cuba apeló a las armas […] 5 Durante la Guerra de los Diez Años, Manuel Sanguily, además de como tribuno, se destacó por el ejercicio de un periodismo propagandístico, puesto al servicio, no sólo del ideal independentista, sino de los criterios civilistas agramontinos que triunfaron en Guáimaro y que el joven habanero compartía. Desde las columnas de órganos de prensa mambises, como El Boletín de la Guerra o La Estrella Solitaria, comentó el inquieto insurrecto la actualidad del momento, los desmanes y crímenes de los españoles, los triunfos de las armas mambisas o conmemoró efemérides luctuosas como la caída en combate de Ignacio Agramonte, pero siempre poniendo de manifiesto su convicción en la victoria final de las huestes cubanas. En prosa elegante, aunque sencilla, como cuadraba a escritos que iban dirigidos a una masa heterogénea de combatientes, muchos de ellos recién alfabetizados, exaltaba Sanguily los valores revolucionarios. A partir de 1879, el excombatiente realizó una intensa actividad periodístico-política. Sus colaboraciones aparecieron en las publicaciones más importantes de la época y, entre 1893 y 1894, publicó unipersonalmente Hojas Literarias, con la esporádica colaboración de Enrique Piñeyro, donde recorrió la actualidad científica, literaria y política del momento. Fue sobre todo en esta revista, donde desplegó Sanguily sus dotes de

polemista y a través de sus páginas sostuvo enconados debates sobre diversas cuestiones cuyo rango abarcó desde lo histórico hasta lo literario, con figuras tan representativas como Máximo Gómez o Manuel de la Cruz. Durante este período, Sanguily, aunque conservó su ideario independentista, se dejó influir por el escepticismo que marcó a muchos de los antiguos insurrectos luego del fin de la guerra, y, sin llegar a ser autonomista, utilizó sus medios de prensa —al igual que sus tribunas—, para analizar la situación, criticar la política de España en Cuba y fustigar la inercia que paralizaba al pueblo cubano en relación con la solución armada a su conflicto con la metrópoli; inercia que, por otra parte, él mismo padecía. Su prosa de esta época es más rica en figuras del lenguaje y matices que la de su etapa de insurrecto; emplea con destreza la ironía y el sarcasmo, aunque siempre es demoledor en sus efectos, tanto cuando polemiza, como cuando fustiga: El pueblo cubano […] resulta el más curioso de todos los pueblos. Cree que se lo merece todo —autonomía, buena gobernación, la solicitud maternal de España, el auxilio del yankee, el sacrificio de la América Latina, la independencia misma— y sin embargo, se cruza de brazos, deja hacer a sus enemigos los integristas, cuenta con los otros, con el mundo entero, y espera siempre… ¿qué? el santo advenimiento tal vez, cualquier cosa, lo que él mismo probablemente ignora; lo espera todo, menos lo que dependa de lo único que puede él dirigir de su voluntad, de su corazón, del cálculo de su conveniencia, del ejercicio de sus virtudes… 6 A partir de 1895, instalado en Nueva York, continuó Sanguily su labor de propaganda periodística, en la cual —en la prosa clara y directa que caracterizó esta faceta de su producción— apareció otra arista de su pensamiento político: su antimperialismo, el cual tendría oportunidad de manifestarse con mayor profundidad durante la república mediatizada.

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3.3.2 El testimonio Desde el punto de vista literario, nuestras guerras por la independencia nacional contra el colonialismo español presentan una característica que, aunque no sea privativa de nuestro proceso libertador, sí pudiera decirse que alcanza en él un desarrollo extraordinario. Nos referimos, específicamente, a la proliferación, a lo largo de aquellos treinta años de lucha, de un tipo de literatura de carácter testimonial o de «campaña», como la denominara Ambrosio Fornet.7 Según nuestro criterio, el testimonio, entendido en su más amplia acepción, es el medio de expresión idóneo para los pueblos en revolución, puesto que a través de diarios de campaña, memorias, crónicas, relatos de hazañas guerreras, correspondencia de protagonistas y testigos, éstos pueden comunicar el sentido de la lucha, ganar adeptos, rebatir ataques difamatorios del enemigo, en una palabra, utilizarlo como un arma más en el frente fundamental donde se libra la batalla ideológica. Nuestros combatientes, a partir de 1868, así lo entendieron y trataron de dejar constancia tanto de su participación personal en la gesta, cuanto de los problemas tácticos, estratégicos e ideológicos que a lo largo de la misma tuvieron que enfrentar. Rasgo común a estas obras lo constituyó el hecho de que, en la inmensa mayoría de los casos, fueron escritas por los propios protagonistas de la acción que relataban o analizaban, quienes, salvo raras excepciones, no eran escritores con oficio literario, no obstante lo cual emplearon con mayor o menor fortuna, según los casos, una amplia gama de documentos oficiales y privados, así como recortes de la prensa de la época, para avalar la veracidad de los hechos que narraban o de las opiniones que emitían. Por otra parte, hay que destacar su función, ya que estas obras fueron escritas con un objetivo concreto dentro del marco de una intensa lucha ideológica. Hasta los diarios de campaña, llevados cotidianamente, aunque no tenían como finalidad inmediata la publicación, en casi todos los casos sus autores pretendieron dejar constancia de hechos que, más tarde, les servirían para analizar, criticar o simplemente relatar, acciones,

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incidentes o actuaciones de personajes, a veces controvertidos. Ante la imposibilidad de ofrecer una relación exhaustiva del amplísimo espectro de estas manifestaciones, mencionaremos algunos exponentes destacados del género, deteniéndonos un tanto en los ejemplos más significativos. El estallido revolucionario del 10 de octubre de 1868 despertó ecos más o menos sonoros en diversas regiones de la Isla. Las ciudades más importantes eran entonces coto privado del cuerpo de voluntarios, única fuerza armada en las mismas, ya que el ejército se encontraba en campaña. Como reinaban el terror y la arbitrariedad, algunas familias que temieron ser acusadas de infidencia —con razón o sin ella—, comenzaron a emigrar. Muchos de los que no quisieron o no pudieron hacerlo, fueron desterrados: el 27 de febrero de 1869 salieron doscientos cincuenta deportados con rumbo a Fernando Poo. En relación con estos sucesos, una interesante muestra testimonial fue lo escrito por dos deportados que lograron evadirse de aquella isla dantesca. La primera de estas obras, publicada en Nueva York en 1869, se debió a la pluma de Miguel Bravo Senties, antiguo concejal del Ayuntamiento de Cárdenas, y llevó por título Deportación a Fernando Poo. Relación que hace uno de los deportados. El libro constituyó un relato minucioso, escrito con corrección, aunque sin pretensiones literarias. En él se denunciaban las calamidades que sufrieron los confinados en la isla-prisión africana. Utilizó el autor, para respaldar su denuncia, cartas, comunicaciones y otros documentos. Aparecida el propio año 1869, Los confinados a Fernando Poo, e impresiones de un viaje a Guinea, también publicada en Nueva York, fue obra debida al poeta, teatrista y animador cultural, natural de Remedios, Francisco Javier Balmaseda (1823-1907). De estructura más compleja que la de Bravo Senties, expuso igual que la anterior las condiciones de vida del deportado, en un lenguaje sobrio y correcto. Entre 1892 y 1893 se editaron otras dos obras sobre este episodio de la Guerra de los Diez Años. La primera debida a la pluma de Juan B. Saluvet, catalán radicado en Sagua la Grande

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quien, al publicar su libro en Matanzas —Los deportados a Fernando Poo en 1869—, parecía que había abrazado los ideales de la «integridad nacional», en tanto la segunda —Los mártires cubanos en 1869— fue escrita por Hipólito Sifredo y Llópiz, tabaquero establecido en Guanabacoa quien, en el momento de publicación de su trabajo defendía los postulados del Partido Autonomista. Ambos testimonios relataban las experiencias de aquellos desterrados que no pudieron fugarse del islote fatídico y sólo regresaron a Cuba después de finalizada la guerra. Estos cuatro testimonios cumplieron en su momento una función política en la lucha ideológica; a fuer de verídicos, fueron armas de combate en favor de la independencia nacional aunque —en el caso de los dos últimos— sus autores no se propusieron ese objetivo. No son trabajos que se distinguieran por valores estéticos o estilos depurados. Escritos con sentido propagandístico, en la actualidad sólo conservan la función de fuentes históricas y no en idéntica medida, ya que los más valiosos en ese sentido son los de Bravo Senties e Hipólito Sifredo. La participación de Enrique Piñeyro en la gesta del 68 no fue bélica, sino diplomática, por lo cual el testimonio que escribió sobre la contienda versó, fundamentalmente, en torno a las gestiones ante el gobierno de los Estados Unidos realizadas por José Morales Lemus como representante de la República de Cuba en Armas para tratar de obtener el reconocimiento de la beligerancia de Cuba, en las cuales participó el escritor en calidad de Secretario. Al coincidir el fracaso de estos planes con la muerte de su promotor, acometió Piñeyro la tarea de escribir sobre dichos acontecimientos, trabajo que vio la luz durante 1871 en la ciudad de Nueva York. En Morales Lemus y la revolución de Cuba está recogido el testimonio de Enrique Piñeyro como actor y testigo de la gestión del agente cubano ante el gobierno norteamericano y, en el mismo, ofreció datos de primera mano sobre las maniobras del Presidente Grant y del Secretario de Estado Hamilton Fish en torno al futuro de Cuba.

Este ensayo biográfico-testimonial de Enrique Piñeiro inauguró una nueva etapa en la historiografía cubana. Independientemente del valor de su prosa sobria, elegante, directa, moderna, con el Morales Lemus… quedó atrás la historia concebida como sucesión de hechos acaecidos cronológicamente. El autor, girando en torno a la vida de su biografiado, ofreció el cuadro de una época, la esencia de una clase —la burguesía esclavista occidental, que ambos representaban—, describió la situación interna de Cuba, pasó a confrontarla con la de la Metrópoli, las ubicó en el panorama de la política internacional y trató de devanar la madeja de la diplomacia yanqui. A pesar de sus limitaciones ideológicas, la obra fue un aporte valioso a la propaganda independentista. Otro interesante trabajo testimonial de esta etapa se debió a la pluma de Antonio Zambrana quien, en 1873, fue enviado por la Cámara de Representantes de la República en Armas a Nueva York, donde publicó el folleto La República de Cuba, en el cual recogió su participación en la insurrección hasta su salida del país. El libro, concebido como un alegato en favor de la República fundada en Guáimaro, sirvió como vehículo de propaganda de la revolución ante las naciones americanas cuyo reconocimiento se buscaba. La obra cumplió sus objetivos de demostrar al mundo que el pueblo de Cuba tenía tanta o más aptitud que el de España para gobernarse a sí mismo. Con un lenguaje sencillo y directo, salvo ocasionales deslices retóricos, logró el autor no solamente explicar la estructura política de la República en Armas, sino brindar un recuento de los acontecimientos bélicos hasta 1873. Un importante trabajo testimonial del período lo fue El 27 de noviembre de 1871, debido a la pluma de Fermín Valdés Domínguez (18521910), cuya primera versión se publicó en España en 1873 bajo el título de Los voluntarios de la Habana en el acontecimiento de los estudiantes de medicina. El máximo valor de la obra radicaba en su carácter de denuncia del crimen perpetrado en las personas de ocho estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana, acu-

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sados falsamente, condenados a la pena de fusilamiento y ejecutados para satisfacer el odio contra los cubanos de los voluntarios de la capital. En 1887, Fermín Valdés Domínguez —condiscípulo y reivindicador de las víctimas—, publicaba en La Habana El 27 de noviembre de 1871, versión corregida y aumentada del trabajo original. A las campañas del autor para dar a conocer la verdad de lo ocurrido, José Martí les atribuyó un extraordinario valor, tanto personal como político, al punto de escribir a su entrañable amigo: «[…] tú nos has dado para siempre […] la fuerza incalculable de las víctimas […] si por desdicha hubiésemos estado en guerra, podría decirse, Fermín, que tú solo has vencido a muchos batallones!» 8 Es por tanto legítimo concluir que el libro de Valdés Domínguez, en sus dos primeras versiones, fue una obra de combate, con claros objetivos políticos, y aunque su autor no fue un literato, la pasión que desbordaba su alegato hizo exclamar al propio Martí: «El libro está escrito a sollozos.» 9 Recién terminada la Guerra de los Diez Años, aparecían dos folletos, uno en Kingston y otro en Nueva York, este último en forma epistolar, que bajo el mismo título de Convenio del Zanjón abordaban idéntico tema, con parejo objetivo. Sus autores eran, respectivamente, Máximo Gómez y Ramón Roa (1844-1912), ambos veteranos de la Guerra Decenaria, quienes, por influjo de las circunstancias en que se vieron envueltos, fueron protagonistas del último acto de la contienda en Camagüey y ambos, enfrentados a las críticas de una emigración que no entendía los sucesos de Cuba, perseguían con sus trabajos el objetivo de justificar su actuación, para lo cual, además de narrar la forma en que participaron en los acontecimientos, explicaban, desde sus respectivos puntos de vista, las causas que provocaron tal desenlace. Los dos análisis son amargos. En ellos se palpa la frustración de dos hombres que, tras diez años de sufrimientos, privaciones y combates a lo largo de los cuales arriesgaron la vida a cada instante, vieron desmoronarse sus sueños y se vieron, además, acusados de ser responsables del desastre.

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Estos folletos, escritos sin preocupaciones formales, constituyeron la primera literatura impresa sobre el fin de la Guerra de los Diez Años. Concebidos como autodefensas, pusieron el dedo en varias de las llagas que coadyuvaron al doloroso final de la guerra. De ahí su doble valor: en la actualidad, fuentes históricas de reconocido prestigio y, en su momento, fuente de experiencia para los revolucionarios que emprenderían la lucha más tarde. La revolución de Yara fue el testimonio de otro combatiente de la Guerra Decenaria. Su autor no fue un capitulado del Zanjón, sino uno de los que protestaron en Baraguá, cuya fe en la liberación de la patria no decayó ni un momento. El bayamés Fernando Figueredo, según sus propias palabras, oyó el primero y el último de los disparos de aquella gesta. Terminada la contienda, marchó al exilio. Fue como parte de la labor proselitista que desplegara entonces en favor del Plan Gómez-Maceo, que concibió el libro. Sin dejar de hacer una obra comprometida, que aunara voluntades y atrajera nuevamente a la causa a los antiguos combatientes, trató de ser imparcial, y, sin acritud, señaló errores, aunque buscó en cada caso el lado bueno del hombre. Lo único que no perdonó fue la traición: con los traidores, fue implacable. La obra, compilación de las conferencias y charlas que brindara Figueredo en el exilio entre 1882 y 1885, sólo pudo ver la luz como libro en 1902. Su objetivo central fue político, ya que trató de explicar los errores que, a juicio del autor, desembocaron en el Zanjón. Pero al hacerlo, no dejó de exaltar las heroicas hazañas de los diez años gloriosos, de reverdecer los laureles de sus héroes, con la convicción de que con unidad interna la revolución cubana sería invencible. Al terminar su relato con la narración de la Protesta de Baraguá, dejó Figueredo intacta la intransigencia revolucionaria del pueblo cubano simbolizado en la persona de Antonio Maceo. Escrito sin pretensiones literarias, el libro, sin embargo, además de fuente histórica inestimable, constituye un fresco valiosísimo de la vida en la manigua, trasmite al lector un profundo conocimiento del campo insurrecto cubano, de la vida en los campamentos y las prefecturas, de

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las costumbres y hasta de los modos de hablar en las distintas regiones del país, lo que hace que la obra se lea con facilidad, pues su autor expresa en forma clara y directa el mensaje y muestra, además, un notable talento narrativo. Figueredo logra, mediante pinceladas de color en las descripciones del paisaje, o de rasgos costumbristas en la relación del ambiente, así como en sus vivísimos relatos de algunos combates, un texto que alcanza por momentos valores estéticos, todo lo cual aprehende al lector, lo arrastra consigo en fervorosa corriente de acendrado patriotismo, lo que constituye, precisamente, su objetivo: preparar los ánimos para la nueva Guerra de Liberación. En 1890 aparecía una obra de carácter testimonial debida a la pluma del periodista y crítico Manuel de la Cruz (1861-1896), que llevaba por título Episodios de la revolución cubana. Consecuente con el punto de vista independentista que había abrazado, su autor dirigió toda su actividad intelectual al logro de un único objetivo: despertar la conciencia cubana entonces aparentemente dormida, y este libro conformó una de las cimas de aquel empeño. Basándose en testimonios de los protagonistas de los hechos que contaba, Manuel de la Cruz se propuso dar una imagen de la revolución cubana que la mostrara en todo su heroico y admirable esplendor. Su mérito consistió en recrear lo contado mediante el empleo de los recursos literarios de la narrativa, y puso al servicio de sus episodios una visión cromática y romántica de la naturaleza que a veces se identificaba con la acción, o se tornaba musical en otros momentos, lo que evidenciaba la desbordada y fértil imaginación del artista. En ocasiones, los relatos alcanzaron cierto regodeo sensual en la descripción de luces, colores y sonidos a través de la riqueza de un lenguaje suntuosamente adjetivado. Sin embargo, Manuel de la Cruz no se preocupó solamente por los aspectos formales para configurar su visión de la revolución cubana, ya que para él lo esencial era el héroe, a veces anónimo, que caía ignorado, sumergido en la hazaña colectiva; individual otras, y que encarnaba principios éticos fundamentales para el autor,

como el honor y el valor. Con estos recursos, logró el artista un verdadero mural de la epopeya del 68, cuyos elementos distintivos fueron el heroísmo, la abnegación y la capacidad para combatir de las huestes cubanas. El 3 de junio de 1890, decía José Martí a Manuel de la Cruz en carta desde Nueva York: «[…] otro le peleará un adjetivo o le disputará un verbo; yo, que sé lo que se suda en el taller, saludo con un fuerte apretón de manos al magnífico trabajador».10 Era comprensible la emoción del Héroe Nacional ante una obra que, como ésta, era un llamado al combate: en ella no solamente veía el mensaje revolucionario, sino el trabajo de un artista con una visión creadora semejante a la suya. En 1890 también se publicaba otra obra testimonial sobre la Década Heroica. Se trataba de A pie y descalzo, de Ramón Roa, la que, entre noviembre de 1891 y enero de 1892, provocó una encendida polémica entre José Martí y Enrique Collazo. La época durante la cual se desarrolla la narración, verano del 70 a otoño del 71, se corresponde con un momento difícil de la revolución y Roa es extraordinariamente verídico en lo que narra. Aunque carece del talento y del oficio de Manuel de la Cruz, es un narrador ameno, que se lee con agrado, a pesar de que los episodios que relata son catastróficos y el estado de ánimo del protagonista, en ocasiones, es deplorable. Por sus páginas desfilan en lista impresionante deserciones, presentaciones, muertes en combate o por hambre, privaciones, enfermedades y fusilamientos. Escrito con lenguaje sobrio, un aspecto interesante del libro es la forma en que el autor reproduce el habla campesina. Al publicarse la obra, José Martí 11 supo ver que A pie y descalzo no miraba hacia el futuro —hacia la nueva guerra ya inminente—, sino hacia el pasado y que estaba escrita con el mismo espíritu que llevó en el 78 al Pacto del Zanjón. Por ello la condenó con energía, porque el libro era, a todas luces, inoportuno en los momentos en que se gestaba ya el reinicio de las hostilidades. Notable por su valor testimonial, se publica en La Habana en 1891 la obra de Raimundo

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Cabrera Mis buenos tiempos, cuya trama relata los días de la juventud del autor y se desarrolla, en lo fundamental, durante el período que el escritor denomina «legendario» de la historia de Cuba, es decir, durante la Guerra de los Diez Años. Aunque cuando escribió este libro Raimundo Cabrera militaba en el Partido Autonomista, sus memorias fueron redactadas con una óptica mambisa, cubana; el período de la guerra no fue para él —como para muchos liberales—, «un decenio trágico», sino parte esencial de «sus buenos tiempos», cuando intentó incorporarse a la insurrección y sufrió por ello deportación a Isla de Pinos. En consecuencia, podemos considerar que esta obra de corte autobiográfico, es, en parte, un ajuste de cuentas de Raimundo Cabrera consigo mismo y con el Autonomismo, y el resultado —quizás sin proponérselo— desborda aliento revolucionario. Por otra parte, el libro resulta extraordinariamente ameno. Escrito con dominio de los recursos narrativos, se reconoce en él al novelista, al poeta, al periodista. Sobrio, pero nunca monótono, su lectura acerca de manera sensible al conocimiento de la vida de los sectores cubanos humildes, en Güines y en la capital, antes y durante la primera guerra por nuestra independencia. El año 1871 fue trágico para la revolución, y ese año ocurrió uno de los hechos más crueles de los muchos que tuvieron lugar durante la década heroica. En la sabana camagüeyana de Magarabomba ocurría aquella tragedia que, increíblemente, a pesar del sadismo de los asesinos, tuvo un sobreviviente, un niño de ocho años de edad entonces quien, al cabo del tiempo, publicaba, en 1893, el libro El 6 de enero de 1871, uno de los testimonios más desgarradores de los que nos legaron las épicas contiendas por la Independencia Nacional. Su autor, el niño convertido en escritor primero, en combatiente durante la guerra del 95, se llamaba Melchor Loret de Mola y Mora. Su obra consta de siete capítulos y un apéndice documental. A través de la misma, en un crescendo dramático, se va desarrollando el drama de la familia Loret de Mola: la sorpresa que

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experimentan sus miembros al sentir llegar la columna española; la caída de la noche, cuando el miedo se convierte en terror y devienen desgarradora realidad los peores temores, con la aparición de dos soldados, quienes saquean la choza, machetean indiscriminadamente a sus habitantes —todos mujeres y niños—, prenden fuego a los despojos humanos aún con vida y huyen; y, por último, la vuelta en sí del autor, su salida de entre los muertos, su inocente espera al lado del cadáver de uno de sus primos, al que cree con vida, su espantada e imponente observación de la muerte —convertida en una bola de fuego— de su hermana Juanita, de dos años de edad, y su deambular por el monte durante dos días hasta llegar a un rancho vecino, donde le prestan atención. Melchor Loret de Mola no era escritor, lo que se evidenció en la desigualdad del estilo de su obra. Sin embargo, al escribir años más tarde sobre la tragedia familiar, las violentas emociones de antaño se desencadenaron nuevamente y, al relatarlas, la palabra se tornó poderosa, elocuente, y se convirtió en terrible acusador del oprobioso régimen que engendró tan monstruosos crímenes. El 6 de enero de 1871 es un testimonio estremecedor. Si desde el punto de vista histórico su valor se limita a aportar un elemento casi individual sobre la crueldad de la guerra que desencadenara España contra el pueblo de Cuba, desde el punto de vista literario es una de las obras testimoniales más valiosas de las escritas por autores sin experiencia profesional. Destacado en el género que tratamos lo fue asimismo Enrique Collazo (1848-1921), quien combatió en las dos guerras por la Independencia Nacional contra el colonialismo español y, durante el lapso que media entre el Zanjón y Baire, sin ser escritor, salió a la palestra intelectual armado con el inagotable arsenal de sus recuerdos y experiencias de mambí, para despertar conciencias dormidas, analizar reveses y desenmascarar enemigos. Su obra no fue la de un estilista, sino la de un combatiente que publicó cuando sintió la necesidad de decir algo y lo dijo con la mayor claridad, para que todos lo entendieran.

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En 1893 se publicaba en La Habana su testimonio Desde Yara hasta el Zanjón, donde exaltaba la grandeza de la Gesta Decenaria y de sus héroes, y analizaba las causas que, a su juicio, la hicieron fracasar. Y, aunque escrita por uno de los capitulados del Zanjón, no ofrecía una visión pesimista, ya que su autor no miraba hacia el pasado para lamentarse, sino para extraer de él las enseñanzas que garantizaran el éxito en el futuro. Para lograrlo organizó Collazo sus recuerdos y materiales documentales para probar lo que constituía la piedra angular de su interpretación de los hechos: la guerra se perdió por falta de una organización militar adecuada, por la existencia de un gobierno civil que en vez de ayudar, entorpeció la actividad militar. Su libro, polémico en su momento, fue un intento honesto por explicar las causas del fracaso de la Guerra Grande, para evitar su repetición en el futuro. Otro notable exponente del testimonio en esta etapa fue Máximo Gómez, quien, además de su folleto sobre el Convenio del Zanjón, produjo excelentes narraciones como «El viejo Eduá», publicada en Cayo Hueso, en 1892, o «El héroe de Palo Seco», que viera la luz también en Cayo Hueso, en 1894. Estos trabajos y otros como «Mi escolta» o «La odisea del general José Maceo», no abordaban las grandes hazañas que protagonizó su autor, ni exaltaron las figuras descollantes de la epopeya mambisa, sino que estuvieron dedicados al reconocimiento de héroes anónimos, en unos casos, o al relato de una acción poco conocida de un grande de nuestra independencia. En estos relatos se ponen de relieve cualidades insospechadas en Máximo Gómez, como son su sentido dramático y del humor, su don de observación y de recreación de la naturaleza, y su soltura en el manejo del lenguaje, con cuyo empleo logra expresar una diversa gama de sentimientos. Si en «El héroe de Palo Seco», por ejemplo, despliega Gómez sus dotes de narrador de hazañas épicas, en «El viejo Eduá» se nos presenta como profundo conocedor de la naturaleza humana, cuyos sentimientos y emociones plasma en la figura del protagonista. Estos relatos, más

allá de su valor testimonial, perduran en nuestra literatura por sus valores estéticos, por su plasticidad y por el dominio de la técnica narrativa que denotan. Como ya hemos señalado, no fueron pocos los insurrectos que dejaron constancia escrita de los sucesos cotidianos, las batallas políticas o los enfrentamientos armados en que participaron y, de esta forma, muchos legaron a la posteridad una fuente testimonial de innegable valor. 12 Entre estos documentos es necesario señalar el diario, así como las cartas que dirigiera a su esposa Ana de Quesada, el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes. El primero no es más que un fragmento salvado de la papelería del depuesto Presidente, que cayó, casi en su totalidad, en manos españolas al perecer su autor en desigual combate frente al enemigo. Las cartas, más completas, eran reiterativas de las anotaciones de aquél; tanto uno como otras, fueron escritos al volar de la pluma, y no estaban redactados para su publicación, pues sólo constituían un registro de lo que diariamente acontecía, visto a través del tamiz de la subjetividad de quien los escribió. Invaluable fuente histórica, además nos presentan en toda su estatura a un hombre de ideales firmes, que nunca dudó de la consecución del objetivo final de la lucha: la independencia de Cuba. Otro diario de inapreciable valor histórico es el que llevara a partir de 1868 ininterrumpidamente hasta 1898, el generalísimo Máximo Gómez. En prosa seca, lacónica, casi telegráfica, este invaluable documento constituye un testimonio excepcional del proceso de fragua de nuestro pueblo y de sus luchas por la emancipación del yugo colonial español. En este sentido, es el registro más completo que poseemos. De innegable valor para el conocimiento de la Guerra de Independencia es el Diario de soldado de Fermín Valdés Domínguez. Texto polivalente, polémico, la acuciosidad de Fermín hace que sus anotaciones se conviertan en excelente fuente para el estudio de la última contienda contra el colonialismo español. No es un testimonio literario, ya que el estilo de su autor no se caracteriza por su tersura. Brusco, deshilvanado y reiterativo, no obstante, su conoci-

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miento es importante por la riqueza de datos, conversaciones con el General en Jefe Máximo Gómez, recuerdos de José Martí, así como comunicaciones y circulares oficiales que encierra. 3.3.3 La crítica histórica Los estudios de carácter propiamente histórico sufrieron durante el siglo XIX el sistemático entorpecimiento que significó la negativa gubernamental a permitir a los interesados el acceso a los archivos oficiales, por lo cual, antes de esta etapa, en Cuba sólo pudo cultivarse, con grandes limitaciones, la historia local y el género biográfico. Fue por ello que los estudios históricos, que comenzaron a florecer durante la Guerra de los Diez Años, en el período entre las dos guerras y al finalizar la contienda que echó por tierra el dominio colonial español, fueron sólo aproximaciones parciales, que versaron sobre aspectos de la Guerra Grande, basados más en experiencias de participantes en los hechos que en documentos, o las críticas —también testimoniales en buena medida— a los mismos y, ya en los años postreros del siglo e iniciales de la nueva centuria, los escritos desde el extranjero o por cubanos ubicados en posiciones favorables para desarrollar este tipo de investigación. En síntesis, los trabajos histórico-críticos tuvieron, incluso durante la etapa, poco desarrollo, a pesar de que, a lo largo de la misma, el pueblo cubano protagonizó una epopeya digna de ser inmortalizada, pero que prácticamente sólo dejó los testimonios de los protagonistas sobrevivientes, ya que los archivos españoles seguían inaccesibles, y la mayor parte de los cubanos o fue destruida o cayó en manos del enemigo. Entre los estudiosos de un aspecto particular de nuestra historia se encontraba José Ignacio Rodríguez (1831-1907), habanero que cursó en la capital estudios de derecho y filosofía y letras, fue profesor de El Salvador, del Instituto de Segunda Enseñanza y de la Universidad y quien, acusado de separatista en 1869, emigró a los Estados Unidos, cuya ciudadanía adoptó y donde se preparó para ejercer la abogacía, con-

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trajo matrimonio con una norteamericana y permaneció hasta su muerte. Su fidelidad a ese país fue premiada por éste en 1898, cuando lo designó asesor de la Comisión Plenipotenciaria que negociaría el tratado de París que puso fin a la guerra Hispano-Americana. Anexionista de larga historia y firmes ideas, tan pronto se produjo la intervención norteamericana en la guerra de Cuba, José Ignacio Rodríguez comenzó a escribir un Estudio histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la anexión de la isla de Cuba a los Estados Unidos de América (La Habana, 1900), donde rastreó las primeras manifestaciones del interés del gobierno yanqui por nuestra patria y siguió la evolución de la política del vecino del norte respecto a la Gran Antilla, así como los intentos anexionistas realizados por grupos minoritarios de cubanos, y planteó sus propias preocupaciones respecto al futuro del país, al cual quería ver como un estado más de la Confederación Norteamericana y que, dado el sesgo que habían tomado los acontecimientos, no dejaba de comprender que llevaba el camino de convertirse en una colonia o un protectorado. La obra es un ejemplo de rigor investigativo, expuesto en un lenguaje correcto y adecuado; trabajo bien estructurado, aunque viciado por interpretaciones forzadas en favor de su tesis anexionista, la cual se fundamenta en las teorías del darwinismo social, del destino manifiesto respaldado por la voluntad divina y de la conveniencia económica. Es éste el defecto fundamental de una obra cuya exposición de hechos está avalada por centenares de documentos y una excelente bibliografía sobre el tema: una reaccionaria premisa ideológica que impele al autor —antes que reconocer la justeza de los ideales independentistas— a justificar la geofagia yanqui como una manifestación de la voluntad divina. Enrique Piñeyro, una de las figuras cimeras de la prosa cubana durante la pasada centuria, cultivó con dedicación el ensayo de crítica histórica. Sus obras de este carácter fueron reunidas por el autor en los volúmenes Estudios y conferencias sobre historia y literatura (1880),

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donde aparecieron «Bosquejos de la fundación de los trece primeros estados de la Unión Americana» y «Los Estados Unidos en 1875», el cual fundió en un solo ensayo dos conferencias que se combinaban y complementaban, las cuales pronunció el autor en Santiago de Chile y Nueva York sobre el tema; Hombres y glorias de América (1903), donde recogió una serie de artículos titulados «Estudios sobre los Estados Unidos» que habían sido publicados anteriormente en la Revista Cubana, los cuales refundió y unificó bajo el título de «El conflicto entre la esclavitud y la libertad en los Estados Unidos de 1850 a 1861». Sin embargo, el trabajo histórico interpretativo de mayor aliento de Enrique Piñeyro, y de más importancia por su íntima relación con la historia de Cuba, fue Cómo acabó la dominación de España en América (1908). Este libro de Piñeyro aborda el mismo tema, aunque desde un ángulo diferente que el de José Ignacio Rodríguez que acabamos de reseñar, el cual, indiscutiblemente, lo supera en información. La parte más novedosa del estudio que nos ocupa es la dedicada a la figura de Cánovas del Castillo y al planteo de su política americana, que el autor considera determinante para la solución del conflicto colonia-metrópoli. La obra presenta serios problemas estructurales ya que, aparentemente, Piñeyro se trazó el plan de escribir una biografía de Cánovas del Castillo en la que dedicaría especial atención a la influencia que tuvo su política en la solución del problema cubano, pero entusiasmado por la magnitud del tema y la trascendencia de los acontecimientos que abordaba, amplió el cuadro ya casi al final del libro, por lo que prácticamente casi la mitad del mismo está dedicada al ministro español, en tanto el resto resulta una mezcolanza de temas yuxtapuestos al primitivo, algunos de los cuales —los preámbulos del conflicto hispano-americano, la guerra y la comparación de las batallas de Ayacucho y de Santiago—, fueron forzados para formar parte de la composición. Rasgo interesante del tratamiento que da Piñeyro a la figura de Cánovas del Castillo, es el hecho de que mientras de palabra lo elogia, en los acontecimientos que relata nos presenta a

un hombre —al decir de Manuel Sanguily— 13 «torpe, obstinado, feroz, y, a la postre, ruinoso y funesto para su política». Por otra parte, desde el punto de vista del léxico y la sintaxis, muestra Piñeyro en esta obra los efectos de su voluntaria expatriación y desarraigo, al hacerse evidente en su prosa un paulatino afrancesamiento de su estilo. Desde el punto de vista ideológico, se destaca el trabajo por evidenciar el carácter conservador de su autor, enemigo de la violencia y de las soluciones revolucionarias. A lo largo del libro aparecen en reiteradas ocasiones sus ideas sobre la horrible destrucción que significa la revolución, y su convicción de que, aplicadas a tiempo, las reformas hubieran impedido esa hecatombe. Otro rasgo característico de Piñeyro fue su evidente inclinación hacia los Estados Unidos. Nunca abogó directamente por la anexión pero, contra toda la objetividad de los hechos, interpretó positivamente, justificó y agradeció la «desinteresada» actuación yanqui en el conflicto cubano contra España. Destacado cultor de los estudios históricos durante la etapa fue Vidal Morales y Morales (1848-1904), vástago de antigua familia habanera, sobrino de Antonio Bachiller y Morales, quien recibió una educación esmerada, se graduó de licenciado en derecho civil y ejerció diversas funciones en el sistema judicial de la colonia, hasta llegar, en 1897, a ocupar un cargo en la Audiencia de La Habana. Como historiador, su obra cumbre fue Iniciadores y primeros mártires de la revolución cubana (1901), donde desplegó su erudición y caudaloso fondo documental, aunque no fue éste su único intento en dicho campo, ya que produjo también unas Nociones de historia de Cuba (1904), primer texto que se escribió sobre nuestro decursar histórico, concebido para la enseñanza de esa disciplina en las escuelas primarias y que monopolizó hasta 1922, cuando apareció la Historia elemental de Cuba de Ramiro Guerra, «la altísima función de crear en los escolares del país la imagen de su pasado». 14 Es interesante, por lo que aporta de esclarecimiento del método histórico de Morales, el

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breve análisis que de esta obra hace Fernando Portuondo.15 Según este autor, Vidal Morales trató la época colonial sin enfatizar sus aspectos negativos, para no herir los sentimientos de la poderosa colonia española que, desde el cambio de poderes entre España y los Estados Unidos, pasó a formar parte de la nueva clase dominante. Supo, asimismo, satisfacer los sentimientos patrios de los cubanos al exaltar los méritos de los criollos que brillaron antes de la época revolucionaria y, al tratar a la burguesía nacional, puso de relieve a sus grandes figuras de la epopeya, sin analizar sus discrepancias o errores. De lo dicho se desprende la habilidad de este autor para, ubicándose en cada momento histórico, quedar bien con los que detentaban el poder político y económico. En 1879 contribuyó Vidal Morales a la causa liberal-autonomista con trabajos en los que daba a conocer antecedentes legislativos y oficiales del ideal autonómico, en una serie de artículos titulada «La Isla de Cuba en los diferentes períodos constitucionales», la cual viera la luz en El Triunfo el citado año. En 1898 publicó en dicho semanario «Los precursores del autonomismo», un trabajo de síntesis histórica en apoyo del gobierno entonces constituido. Luego de la guerra hispano-norteamericana, vemos al autonomista Vidal Morales nombrado en 1899 director de archivos y dedicado a loar la independencia nacional «made in USA» en un libro voluminoso y documentado: Iniciadores y primeros mártires de la revolución cubana, al cual reconocemos su riqueza documental y el mérito de haber iniciado las investigaciones eruditas sobre el tema, pero no podemos concederle a su falta de conclusiones un carácter acrítico, como le han señalado algunos de sus comentaristas, porque desde 1901 hasta 1959, esta obra de Vidal Morales con sus falsas clasificaciones, comentarios, elogios y falta de conclusiones críticas donde éstas eran necesarias y acusadoras, realizó una larga labor de distorsión, confusión y tergiversación de nuestra verdadera historia —a pesar de los documentos—, en servicio de la nueva oligarquía dominante y de la novísima metrópoli neocolonial. La obra no es un riquísimo legajo de docu-

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mentos parco en conclusiones; por el contrario, el autor tuvo un enfoque de acuerdo con el cual escogió los documentos y presentó y juzgó a los personajes que intervinieron en el proceso histórico cubano de la pasada centuria. Reformista, anexionista, autonomista y proimperialista, la inclusión en el libro de la Guerra de los Diez Años, la mención de sus grandes héroes, de José Martí y del inicio de su Guerra Necesaria fue producto de las circunstancias: el autor siempre supo aprovechar la oportunidad de servir a su clase, que en aquel momento pasaba de contrarrevolucionaria a seudorrevolucionaria, para detentar el privilegio de pertenecer a la oligarquía dominante durante el breve tiempo histórico de la república neocolonial. Es Manuel Sanguily el más crítico de nuestros escritores históricos finiseculares. Más que una obra orgánica, es la suya manifestación de su extraordinaria pasión polémica, como se evidencia en los títulos de sus trabajos de este género aparecidos, por lo general, en publicaciones periódicas, y recogidos los más importantes en el sexto tomo de sus Obras completas bajo el nombre genérico de Páginas de la historia; son ellos revisiones críticas de la bibliografía sobre la historia de Cuba o la Guerra de los Diez años; artículos sobre personalidades como Céspedes, Agramonte o Narciso López; críticas a libros de carácter biográfico o histórico; polémicas surgidas a propósito de algunas de dichas reseñas, como la muy encendida, en torno al libro Desde Yara hasta el Zanjón de Enrique Collazo, con el general Máximo Gómez. En estos artículos, la prosa de Sanguily muestra sus características más representativas: incisiva, mordaz, irónica en ocasiones; directa y sencilla otras, o emotiva y poética, según lo requiriera el tono y carácter que asumieran sus argumentos críticodemostrativos o en el caso específico de sus trabajos polémicos, la estatura intelectual e histórica de su oponente. 3.3.4 La biografía En Cuba, la biografía presentó una evolución tardía, lo cual es lógico si se tiene en cuenta el

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largo tránsito de «lo criollo» a «lo cubano», durante el cual no era urgente la necesidad de exaltar —a través de sus grandes figuras— una nacionalidad que aún no había fraguado. Fue precisamente durante la etapa que nos ocupa, que el género comenzó a desarrollarse como tal, al calor de la lucha ideológica que fue parte importante del gran combate por la liberación nacional. En lo que al género se refiere, se caracteriza la etapa por el cultivo de un tipo de biografías de índole erudita, en las cuales los documentos desempeñan un papel fundamental, en tanto se halla casi ausente de ellas la imaginación artística. Las mismas están sometidas a ciertos cánones convencionales, pues siempre abordan los aspectos públicos de la vida del personaje, su obra, en tanto la vida privada, el hombre interior, queda en la sombra, al presentarse su carácter como algo inmutable que debe mostrar, según los valores clasistas del autor, un signo moralmente positivo. De esta índole son los trabajos de José Ignacio Rodríguez, Francisco Calcagno, los primeros de Vidal Morales y Morales, así como los de Carlos Manuel de Céspedes de Quesada. Ya hacia fines de la etapa, el influjo de Los héroes de Thomas Carlyle, de la filosofía hegeliana y del biógrafo inglés T. B. Macaulay comenzó a filtrar en el género el interés por el individuo como ser humano, por penetrar en su temperamento, por ambientar su figura. Esta evolución la culminaron las influencias de Hipólito Taine y de Charles Sainte-Beuve, las cuales impregnarían los estudios biográficos de dinamismo y psicologismo. Entre los autores influidos por estas tendencias más modernas, podemos considerar a Enrique Piñeyro, Gonzalo de Quesada y Manuel Sanguily, así como la última obra de Vidal Morales. Desde el punto de vista ideológico, nuestros biógrafos defendieron los intereses de la clase que representaban, lográndolo en mayor o menor medida de acuerdo con el vuelo imaginativo o el mayor decir en cada caso; pero siempre enfocando la vida y la obra de sus biografiados a través del prisma de sus propias concepciones, para enarbolarlos como representativos de su

posición política, lo que quiere decir que también el género biográfico fue esgrimido como arma en el intenso combate ideológico que caracterizó la etapa. Desde el punto de vista cronológico, el primer biógrafo cuyas obras es necesario considerar es José Ignacio Rodríguez. En 1874 aparecía su primera biografía, Vida de Don José de la Luz y Caballero, seguida más tarde por la Vida del Presbítero Don Félix Varela (1878) y póstumamente, en 1909, se publicaba su última obra de este género: Vida del Doctor José Manuel Mestre. La obra de José Ignacio Rodríguez se caracterizó por dos constantes consecuentes con su vida: un militante anexionismo y un acendrado conservadurismo de raíz religiosa. En la biografía de Luz y Caballero se hizo patente su horror a la revolución, el mismo de la burguesía esclavista occidental, un sector de la cual representaba, y abogó por los métodos evolutivos y pacíficos, al presentar la vida del maestro del Salvador como el modelo humano más acabado de este ideal. A lo largo de los veintidós capítulos de que consta el libro se destila lentamente el verdadero objetivo de su autor: subrayar, cuando en Cuba se libraba desde hacía seis años una enconada guerra de liberación, que la obra pacífica es más grande que el «arrebato» revolucionario, e incluso más ardua en su quehacer cotidiano. Presentó el autor las diferentes facetas de la actividad de su biografiado, desde luego sin mezclarlo en la vida política y, de no tener versiones más realistas del hombre que fue Luz y Caballero y nos guiáramos solamente por las impresiones de José Ignacio Rodríguez, llegaríamos a dudar del papel que desempeñó el maestro de El Salvador en las luchas socio-políticas de su época en las que, según señala Carlos Rafael Rodríguez,16 asumió la posición de la burguesía esclavista de su momento: opositor de la trata, no de la esclavitud. Biografía formal, abundante en citas de documentos, cartas y libros de la época, la obra de José Ignacio Rodríguez presenta notable información y coherencia. Sin embargo, su estilo seco, de pesadez monocorde, está falto de vida y aliento literario.

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Lo mismo podemos decir de las dos biografías restantes de este autor. En la Vida del Presbítero Don Félix Varela, manipula las ideas y la conducta del autor de El Habanero, el primero entre nosotros «en asumir una posición radicalmente revolucionaria, tanto en lo filosófico como en lo político» 17 y, mientras no menciona sus trabajos legislativos, que constituyen la médula de la actuación de Varela en las Cortes —se lo impide su tendenciosa intención de pasar por alto todo aquello que ponga de relieve la actitud revolucionaria del Presbítero—, se detiene en el análisis del segundo tomo de las Cartas a Elpidio, para con abundancia de citas fuera de su contexto, demostrar lo que constituye su verdadero objetivo: que Varela fue un sacerdote muy católico y muy ortodoxo, que defendía el dogma de su religión. Desde el punto de vista formal, esta biografía presenta las mismas características que la de Luz y Caballero. Una estructura basada en el desarrollo cronológico, con incidentales alteraciones por simultaneidad de aspectos a tratar, falta absoluta de rasgos psicológicos y descriptivos, amplio manejo de bibliografía, documentos, testimonios orales y escritos; estilo seco, árido, carente de atractivo y, por último, esa marcada tendenciosidad dada por la hábil manipulación de los hechos y las citas, para presentar al personaje no de acuerdo a lo que realmente fue —en este caso, nuestro primer intelectual revolucionario; revolucionario en filosofía y en política—, sino como a los intereses que representaba convenía que fuera: un sacerdote católico, arrastrado en contra de su voluntad a la política, pero defensor del orden y la legalidad coloniales y, por tanto, enemigo de la revolución. La última obra biográfica de José Ignacio Rodríguez, Vida del Doctor José Manuel Mestre, presenta similares características a las anteriores, a tal punto, que refiriéndose a ella, Carlos Rafael Rodríguez señala que su autor, mediante sus trabajos, quiso «reducir todas nuestras grandes figuras a la beatitud». En síntesis, la obra biográfica de José Ignacio Rodríguez puede considerarse excelente desde el punto de vista técnico, pero adolece de un defecto fundamental de origen ideológico: la

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manipulación a que somete los documentos, las obras que consulta o analiza, los hechos y las ideas de sus biografiados, para convertirlos en exponentes intachables de sus propias concepciones políticas y religiosas. El nombre de Francisco Calcagno (18271903) es insoslayable al escribir la historia de las letras cubanas. Nacido en la villa de Güines, gracias a la desahogada situación económica familiar pudo recibir una esmerada educación, en Europa primero, en la Universidad de La Habana más tarde. En 1864 se radicó permanentemente en esta ciudad, donde realizó una actividad literaria incesante y polifacética, ya que practicó el periodismo, pronunció charlas y conferencias en diversas sociedades de instrucción y recreo, cultivó la prosa narrativa, sobre todo la novela, incursionó en la poesía y descolló en el género biográfico dentro del cual nos legara, fundamentalmente, dos obras que, a pesar de sus limitaciones, poseen extraordinario valor: Poetas de color (1879) y el Diccionario biográfico cubano (1878-1886). El primero de esos textos reúne las biografías de Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) y de Juan Francisco Manzano, así como breves apuntes sobre otros bardos negros. La intención de la obra es clara; Calcagno fue un convencido abolicionista y a través de las biografías del mulato ingenuo Plácido y del esclavo Manzano, quiso demostrar que el talento no discrimina por el color de la piel, y que el genio puede albergarse tanto en un blanco como en un negro o mestizo. Ambas biografías están escritas con pasión y el autor toma partido a favor de sus biografiados. En su argumentación, Calcagno denunció virilmente el régimen de la esclavitud y los crímenes abominables cometidos para mantenerla. Un momento culminante de la obra fue el año 1844, año del sangriento proceso conocido como «Conspiración de la Escalera». Juzgado por su condición de mulato libre, cuyas décimas eran populares, Plácido fue condenado a ser pasado por las armas, más —según Calcagno— por ser liberal de ideas, que por haberse probado su culpa. Con la misma pasión presentó Calcagno el

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caso del poeta Manzano, talento que aun sin pulir afloró a la superficie, a través de una inspiración dolorosa, cual fue la vida del esclavo, hasta después de que obtuvo la libertad. Aquí, como en el caso de Plácido, el autor propugnó la abolición de aquella oprobiosa institución, a cuya sombra florecieron todos los vicios. Poetas de color es un libro valiente. Escrito en estilo claro, con incidentales deslices retóricos, con buena dosis de simpatía y pasión, su máximo valor radica en que fue uno de los primeros intentos por estudiar con seriedad las vidas y las obras de quienes eran, hasta aquel momento, los dos máximos poetas mulatos de nuestra cultura, víctimas ambos del monstruoso proceso que desgarró sus manifestaciones incipientes más representativas. La obra monumental de Calcagno es su célebre Diccionario biográfico cubano, tan alabado y denostado, alternativa o simultáneamente a lo largo de los años y del cual ya resulta común decir que fue un trabajo unipersonal y, como tal, sujeto a errores; que el autor careció de bibliografía adecuada para su tarea, lo que coadyuva a explicar sus imprecisiones, lógico producto de todo primer intento de esa envergadura. El objetivo de la obra queda expuesto en el prólogo, donde establece el autor que lo que fundamentalmente le interesa es reflejar los logros de la cultura del pueblo cubano, ya que su tierra es un «país sin ayer, y que por lo mismo no presenta en su historia heroicos hechos ni rasgos de gran trascendencia que eternicen su nombre».18 Debemos tener en cuenta que la obra se comenzó a imprimir en Nueva York en 1878, luego que los mejores hijos de Cuba acababan de librar una lucha heroica, con innegables matices de epopeya, por alcanzar una independencia nacional que, de momento, podía parecer un sueño a los descreídos, pero que había inscrito con sangre muchos nombres en la historia de la patria; nombres que, a lo largo de los ocho años que demoró la publicación en terminarse, tuvo tiempo el autor de recoger y de incluir en su obra. A través del análisis de la misma, se aprecia que Calcagno, reformista consecuente, se trazó el objetivo de demostrar que la única vía

sensata para resolver los problemas de Cuba era la de las reformas, ya que la violencia revolucionaria sólo conducía a la destrucción del país, por lo cual él y su obra pueden ubicarse ideológicamente en el campo de la derecha de aquellos momentos. Su tratamiento de figuras como Aponte y Antonio Maceo —por sólo citar dos ejemplos—, resulta altamente significativo. No quiere esto decir, sin embargo —a pesar de los errores señalados—, que no posea el Diccionario… de Calcagno méritos extraordinarios en cuanto a la información que atesora, cuyo volumen, variedad, cúmulo de hechos, anécdotas, tradiciones, rescate de personajes de nuestro pasado colonial de otra forma olvidados, mención de publicaciones, etc., obligan a reconocer que logró el autor su objetivo de trazar, a través de cuanta figura brilló en Cuba en algún campo de las letras, artes, política, ciencias —sobre todo de aquellas que estaban de acuerdo con su ideología—, una historia de la ilustración del pueblo cubano hasta mediados del siglo XIX. En cuanto al estilo, la obra carece de unidad ya que incluye, junto a amplias biografías mejor o peor elaboradas, pequeñas fichas de dos o tres renglones carentes por completo de redacción. En conclusión, si tomamos la obra biográfica de Calcagno en su conjunto, podemos establecer, como sus rasgos característicos, en el plano conceptual, un ideario abolicionista y reformista y la ausencia de racismo, aunque no de prejuicios raciales; en lo formal, fue un escritor erudito, por lo general directo, sin demasiados excesos retóricos, que logró transmitir su mensaje con claridad, aunque su prosa careciera de valores estéticos. Además del ensayo de crítica histórica, cultivó Enrique Piñeyro los estudios biográficos. Entre sus obras de este carácter merecen citarse los bocetos recogidos en Hombres y glorias de América (1903), los de Biografías americanas (1906), 19 así como su obra cimera en el género: Vida y escritos de Juan Clemente Zenea (1901). Enrique Piñeyro estuvo unido a Zenea por una profunda amistad que databa de los días en que ambos asistían al colegio El Salvador, en el cual serían profesores más tarde. Juntos com-

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partieron en la juventud labores periodísticas, aficiones literarias y simpatías políticas. Esta compenetración, intelectual y afectiva, se halla en la raíz del libro del crítico sobre el poeta. A lo largo de la obra, en fluida prosa que mezcla armoniosamente diversos ingredientes, vemos decursar la vida de Zenea, inmerso en el medio socio-político y cultural de su época, así como su actividad, a través de un notable análisis de sus innegables valores poéticos, que sobreviven a su lamentable final. Muéstrase el autor profundamente apasionado y desprovisto de la objetividad que decía perseguir, aunque todo ello expresado a través de un lenguaje mesurado, sereno, cincelado a veces, que hace pensar que pudiera existir realmente una ausencia de parcialidad. La obra presenta una estructura meditada en función de la tesis que Piñeyro pretendió demostrar: que Zenea, sin traicionar los ideales independentistas cubanos, fue víctima de la perfidia española; un magnífico manejo, desde el punto de vista dramático, de la suerte del poeta, que mantiene el interés del lector a lo largo de todas sus páginas, así como excelentes retratos psicológicos de los personajes centrales de su drama: el propio Zenea, en función de héroe, y el conde de Valmaseda, en la de antihéroe. El arte narrativo del autor, su manejo del lenguaje y de la descripción, confieren un carácter patético y valores estéticos a la escena del fusilamiento del cantor de «Fidelia». Sin embargo, desde el punto de vista interpretativo, fracasa la supuesta objetividad de Piñeyro. Es ésta una obra teñida de subjetivismo, que apela más a los resortes emotivos, que a las pruebas documentales, debilidad descubierta en aquel momento por la sagaz mirada de Manuel Sanguily, 20 quien expresó al respecto: «El señor Piñeyro tuvo en sus manos los autos y ha pronunciado la sentencia que todos anhelábamos, a favor de la víctima; mas no ha expuesto y analizado los fundamentos para que fuera ella concluyente e inapelable.» No podemos dejar de mencionar entre los cultores de la biografía durante la etapa, al erudito Vidal Morales y Morales. Entre sus trabajos de esta índole se destacan los dedicados a

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Anselmo Suárez y Romero (1878), José Silverio Jorrín, Antonio Bachiller y Morales y Francisco de Frías y Jacott, conde de Pozos Dulces, estos tres últimos de 1887. En los mismos se pone de manifiesto la profunda erudición del autor y su sorprendente riqueza de datos, aunque sus personajes, como apuntara Manuel de la Cruz, 21 fueron hombres sin defectos, invariables, en una sola pieza, «emanación encarnada del bien supremo». Si desde el punto de vista formal, caracterizó a Vidal Morales un estilo claro, sencillo, sobrio, correcto, ideológicamente sus biografiados eran representantes de su clase, quienes compartían los principios reformistas del autor —que más tarde devendrían autonomistas. Ése era el tipo de hombre que, en 1878 y 1887, elogiaba el biógrafo y convertía en prototipo del servicio a la patria. No obstante, la mayor contribución de Vidal Morales al género biográfico fue Hombres del 68. Rafael Morales y González (1904), obra en la que puede observarse el influjo del método taineano que llevó al autor a ubicar al personaje en el medio socio-cultural y político que le tocó vivir, así como a someterlo a análisis y, si bien predominó en el trabajo la concepción heroica de Carlyle, fue Vidal Morales el primero de nuestros biógrafos que dedicó a la época y contemporáneos de su biografiado tanta o más importancia que a éste, sin que ello obste para que sus orígenes eruditos se pongan de manifiesto a través de la presencia abrumadora a lo largo del texto de gran cantidad de citas y documentos. Desde el punto de vista ideológico, la obra está presidida por un pensamiento del antiguo autonomista Rafael Montoro y constantemente aflora a lo largo de sus páginas la ideología reformista del autor. En ella encontramos todas las características ya señaladas en el biógrafo: investigación seria, abundancia de citas documentales, toma de partido a favor de las ideas y conducta de su biografiado, quien resulta un hombre excepcional, sin defectos. Como biografía el libro se torna inconexo, y a veces da la impresión de que el autor olvidó a su personaje; como cuadro de una época, peca en ocasiones de incoherente, de falta de

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organicidad a la hora de estructurar la información. Falla también el biógrafo al tratar de ensamblar ambos aspectos, que suelen marchar por senderos paralelos. La ideología reformista de Vidal Morales se manifiesta igualmente en el personaje que eligió como protagonista, ya que éste, a pesar de haber sido profunda y radicalmente revolucionario, fue en el campo de la insurrección defensor de los principios civilistas, legalistas, constitucionalistas y reunió todos los requisitos para despertar la admiración del biógrafo ya que, también por su educación y origen de clase, era lo más parecido a un liberal reformista que pudo encontrar entre los hombres del 68. En el recuento de los cultores del género biográfico durante la etapa es imprescindible mencionar a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, albacea literario de José Martí. Descendiente de acaudalada y antigua familia camagüeyana, educado en los Estados Unidos, fue hombre de vasta cultura. El más descollante de sus trabajos biográficos fue Ignacio Mora (1894), escrito con el objetivo proselitista de exaltación patriótica y preparación de los ánimos para la nueva contienda que se iniciaría al año siguiente de su publicación. En el mismo, Quesada hizo uso de recursos narrativos como el diálogo, la descripción —tanto del aspecto físico de sus personajes como del síquico— e introdujo un elemento ausente hasta entonces de las obras biográficas cubanas: estudió a su protagonista tanto en su actuación pública como en su vida privada. Por estas razones, y aunque no siempre logre el autor cumplir sus objetivos, y a veces su prosa caiga en el retoricismo, por tratar sus personajes en el marco de su época, sin convertirlos en entes abstractos, sino dotándolos de verdadera vida —relaciones, sentimientos, pasiones, dolores y hasta debilidades—, ofrece la obra un marcado interés como exponente del género. Necesario es, asimismo, mencionar la biografía que sobre el Padre de la Patria escribiera su hijo Carlos Manuel de Céspedes de Quesada (1871-1939), publicada en París en 1895. La obra responde a un plan sencillo, su objetivo es político, no literario, y sus valores fundamentales

son de índole documental y testimonial. Manuel Sanguily ha dejado tan profunda huella en los anales de nuestra patria, que sin su nombre estarían incompletas tanto la historia política como la literaria de nuestro país. Como biógrafo cultivó —siempre con extraordinaria brillantez—, la semblanza breve y la biografía propiamente dicha. Entre las primeras se encuentran las agrupadas por su hijo y editor Manuel Sanguily y Arizti en el volumen Nobles memorias, en su mayoría de carácter necrológico y dos sobre su entrañable amigo Enrique Piñeyro e incluidas en un tomo a él consagrado; ejemplo de la segunda lo constituye su obra cumbre, tanto por su aliento cuanto por sus excelentes exposición, estilo e interpretación, dedicada a la memoria del maestro de El Salvador, José de la Luz y Caballero. Mientras en las semblanzas aflora el artista que fue Sanguily, en la biografía predominan el crítico y el polemista. Si acudimos a las primeras, sobran ejemplos para demostrar lo que afirmamos. El volumen Nobles memorias contiene veintitrés breves retratos, morales más bien que físicos, de personajes cubanos de la época, salvo el último, dedicado a Teodoro Roosevelt. Ninguno ofrece una relación cronológica de la vida del retratado; si acaso, algún hecho muy significativo por el cual se hubiera caracterizado, o una anécdota que conmoviera en su momento la sensibilidad o provocara la admiración del autor. En estos cuadros, el estilo es muy cuidado, la descripción, casi siempre impresionista, ofrece a grandes rasgos los detalles más significativos del contorno que, al ser leídos permiten reconstruir el conjunto. En estas pinceladas, muchas veces póstumo homenaje, vuelca el autor su conocimiento del personaje. Las viñetas son, más que la muestra del talento biográfico de Manuel Sanguily, la expresión de sus dotes de escritor, de su estilo fácil, rico, apasionado, como el temperamento de quien las trazara. En ellas puede apreciarse su don para la descripción, el elegante empleo de los adjetivos, la penetración sicológica del escritor, la sensibilidad para establecer contrastes de un verdadero artista. La obra cimera de Manuel Sanguily en el cam-

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po biográfico es la dedicada al austero maestro de El Salvador, José de la Luz y Caballero, que lleva como subtítulo las definitorias palabras «Estudio crítico». En efecto, aunque no puede dejar de considerarse dentro de un estudio sobre el género biográfico en Cuba, este trabajo es además —y quizás sobre todo— un estudio crítico sobre la obra del insigne educador y filósofo, realizado según los cánones del método investigativo taineano, practicado por el autor en la crítica literaria. La obra sobre Luz, aparecida originalmente en 1885 en la Revista Cubana en forma de artículo, fue publicada cinco años más tarde de manera ampliada como libro. El trabajo provocó una ácida polémica en su tiempo con el también biógrafo del maestro de El Salvador, José Ignacio Rodríguez, por cuanto la imagen que del filósofo ofrecía Sanguily contrariaba el acendrado catolicismo de aquél. Según Sanguily, pudiera sintetizarse de esta forma la trayectoria intelectual del filósofo: Luz era un gran pensador y, al mismo tiempo, un ser profundamente afectivo. Más tarde no fue más que un enfermo. Hombre impresionable, recorrió un camino no siempre en línea recta, sino curva: católico

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en su juventud, ascendió a la más científica reflexión filosófica, fue un filósofo correcto de la observación y de la experiencia y en ese momento de su trayectoria mental aparece sensualista. En cuanto cambió de medio, abandonó sus guías eclesiásticas. Cuando tuvo salud, en lo más maduro de su existencia, fue adherente convencido de la escuela de Locke. Más tarde, decaen sus fuerzas físicas, y entonces puede ser admirador de la metafísica alemana. Enfermará más aún, se abatirá más, irá consumiéndose y en tal doloroso momento físico asomará un estado mental correspondiente y aparecerá el místico. 22 En realidad, el libro de Sanguily es una extensa refutación del de José Ignacio Rodríguez, aunque aquel haya pretendido negarlo. Es, además, una excelente biografía, que presenta las mejores características del estilo de su autor: carácter polémico, análisis agudo, prosa clara y brillante, un tanto apasionada, uso directo de la ironía y estructura funcional. Por todo ello, consideramos que este trabajo de Manuel Sanguily es, no solamente su «obra magna», sino uno de los mejores exponentes del género biográfico en la literatura cubana.

NOTAS (CAPÍTULO 3.3) 1

Citado por Félix Lizaso: «Prólogo», en Patria y Cultura. Dirección de Cultura (Grandes periodistas cubanos 7), La Habana, 1948, p. 28.

2

Rafael María Merchán: Cuba, justificación de sus guerras de independencia. Imprenta Nacional de Cuba, La Habana, 1961, p. 5

3

Raimundo Cabrera: Cuba y sus jueces. Levytype, Filadelfia, 1891, p. 231.

4

Juan Gualberto Gómez: Por Cuba libre. Selección y prólogo de Emilio Roig de Leuchsenring. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 241.

5

Ob. cit., p. 40.

6

Manuel Sanguily: Frente a la dominación española. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1979, p. 206.

7

Ambrosio Fornet: En blanco y negro. Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 16.

8

José Martí: ob. cit. (1963), p. 322.

9

José Martí: ob. cit. (1963), tomo 5, p. 118.

10

Carta a Manuel de la Cruz, en Episodios de la revolución cubana. Editorial Letras Cubanas, 1981, p. 27.

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11

José Martí: ob. cit. (1963), pp. 267-279.

12

En la mayor parte de los casos, los diarios de campaña fueron publicados durante la República mediatizada o después del triunfo revolucionario del 10 de enero de 1959.

13

«Piñeyro y Cánovas», en El Fígaro. La Habana, 24 (44): 558, noviembre 1, 1908.

14

Fernando Portuondo: «Introducción», en Vidal Morales y Morales: ob. cit. (1972), p. 7.

15

Ob. cit.

16

Carlos Rafael Rodríguez: Letra con filo. Ediciones Unión, La Habana, 1987, tomo 3, pp. 102-105.

17

18

Instituto de Literatura y Lingüística: Perfil histórico de las letras cubanas. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 80. Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano. N. Ponce de León. D.E.F. Casona, N. York-La

Habana, 1878-1887, p. I. 19

De Hombres y glorias de América (Garnier Hermanos, París, 1903) merecen citarse un boceto sobre José de la Luz y Caballero y unos apuntes sobre Plácido; de Biografías americanas (Enrique Piñeyro: ob. cit. [1906]), sus conferencias sobre Simón Bolívar y José de San Martín, la biografía testimonial de Morales Lemus y una vida del regente de la Audiencia de Caracas José Francisco Heredia; en Cómo acabó la dominación de España en América (Garnier Hermanos, París, 1908), incluyó Piñeyro un breve estudio en torno a José María Heredia.

20

Manuel Sanguily: Páginas de la historia. A. Dorrbecker, La Habana, 1929, tomo I, pp. 84-85.

21

Manuel de la Cruz: ob. cit. (1981), pp. 166-167.

22

Manuel Sanguily: José de la Luz y Caballero. Estudio crítico. Consejo Nacional de Cultura, Habana, 1962, p. 285.

3.4 LA CRÍTICA LITERARIA 3.4.1 Piñeyro, Varona, Sanguily La paz sin independencia concertada en el Zanjón —indicadora como se ha dicho del agotamiento histórico de la burguesía esclavista como clase revolucionaria—, establece el sentido intelectual de uno de los períodos más diversos y productivos de la literatura cubana; este acontecimiento político gravitará en la conciencia nacional durante muchos años y condicionará un estilo de pensamiento reformista que descubre coincidencias esenciales, mutuamente sustentadoras, en el positivismo. El exilio de los más importantes e intransigentes independentistas cubanos acentúa además «el abismo que se abría entre las dos culturas cubanas —según palabras de Cintio Vitier 1 —: la isleña, autonomista, positivista y decadentista, y la centrada en la persona y obra de José Martí, en la emigración revolucionaria». El propio Vitier propone una diferenciación de los conceptos de crítica y creación, de singular importancia metodológica para entender la labor intelectual de aquellos hombres: la cultura isleña, en sus diversas manifestaciones, es consecuentemente crítica, mientras que la obra de Martí en el exilio es creación histórica.2 Es en este contexto que debe entenderse la obra del entonces joven pensador y crítico literario Enrique José Varona (18491933), una de las figuras más altas de la cultura cubana finisecular. Varona no fue un combatiente de la Guerra Grande. Su temperamento reflexivo, moderado,

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se conjuga y confunde con la timidez histórica de la clase social que representa; no obstante, como han dicho sus estudiosos, «puede ser catalogado como el más lúcido y consecuente ideólogo de la posición burguesa nacionalista en los tiempos coloniales». 3 Fue autonomista en los años inmediatos posteriores al cese de las hostilidades, pero su análisis crítico del sistema colonial y su profunda comprensión de la sociedad cubana le permitieron avanzar hacia el independentismo de manera consecuente, al entender la ineficacia del proyecto reformista. Ese tránsito puede ser observado en sus artículos de la Revista Cubana, que dirigiera entre 1885 y 1895. Su conferencia «El poeta anónimo de Polonia» (14 de mayo de 1887), es una evocación alegórica de las confusiones del autonomismo en el ánimo nacional y una exposición destructora de su lógica inmovilista, que se sustenta en una similar trayectoria de la conciencia nacional polaca. La palabra unificadora de José Martí se siente movida de inmediato al comentario elogioso: «Vuela su prosa —dice—, la levanta la indignación, con la tajante y serena ala del águila […] y es su realce mayor la santa angustia con que […] ve a su pueblo, cual Krasinski al suyo, padecer bajo un régimen que lo injuria, como un ente maldito y deforme. ¡Las llamas son la lengua natural en desdicha semejante!» 4 En distintas ocasiones alude Varona al pueblo cubano como una colectividad nueva, claramente diferenciable de la española —aunque la concibe fundamentalmente

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como derivada de aquélla— y en su vocabulario positivista la define como una variedad étnica que ha tenido una «gestación silenciosa de tres siglos» («El Diccionario biográfico cubano», 31 de diciembre de 1886), surgida de su adaptación a las nuevas condiciones físicas y en su continua lucha contra «los elementos que le son hostiles en el orden social y jurídico» («Cuba y sus jueces», 30 de septiembre de 1887). En este último artículo, Varona señala incluso las razones profundas que mantienen al ejército de ocupación: los intereses individuales, de clase y nacionales de España, todos vinculados entre sí. Un lento proceso de radicalización nunca extrema, se verifica en su pensamiento. «Intelectual hasta la raíz —escribe Carlos Rafael Rodríguez—, el proceso que lo conduce a las filas del movimiento revolucionario contra España es la experiencia y el análisis de la inutilidad autonomista.» 5 La formación de Enrique José Varona es autodidacta; sus diversas lecturas le vinculan al positivismo, pero su conocimiento de las lenguas y las literaturas clásicas le confieren a su perspectiva una amplitud mayor. Durante los años de la primera gesta independentista —sobre todo, a partir de 1873— se acerca preferentemente a autores clásicos y modernos, en estudios comparados y de reminiscencias filosóficas; todavía no ha alcanzado la precisión sintética de su prosa de madurez, pero es posible hallar en esos textos, esbozadas o tímidamente expuestas, sus preocupaciones posteriores. En sus acercamientos sucesivos a la obra de autores como Plauto, Byron, Molière o Heine, se superpone su mirada generalizadora, interesada en descubrir las continuidades y diferencias de lo antiguo y lo moderno, lo religioso y lo artístico, lo universal y lo particular, entre otros aspectos contradictorios. Precisamente, Varona sostiene en 1878 que «el arte vive de contrastes. Los apetece en su forma, y los necesita en su fondo.» 6 En otro texto había ya señalado, de paso, la función diferenciadora de la crítica «que no debe exigir a una edad las virtudes de otra». 7 El arte, el artista (el hombre) y el estudio crítico de ambos en su relación, se sitúan en su generalidad esencial como objetos de meditación; siguiendo los criterios evolucionistas del posi-

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tivismo resalta la importancia del medio y de las circunstancias, en la conformación de los diversos caracteres humanos. En la década siguiente Varona desarrollará con mayor extensión y hondura estos temas, pero siempre como reflexiones aparentemente colaterales al asunto que aborda. En su magnífica conferencia «Cervantes» (23 de abril de 1883) aplicará con sabia sensibilidad su concepción de la crítica literaria: «hay que reconstruir los tiempos y la sociedad en que floreció el personaje, para colocarlo en su medio natural, contemplarlo a su verdadera luz, y poderlo apreciar en su genuino valor y en toda su significación». 8 En sus páginas expone la personalidad del genial escritor español en el contexto de su época, y en la confrontación de sus valores con los de su rival natural: Lope de Vega. En el artículo «La nueva edición de Plácido» (31 de octubre de 1886) previene a la crítica literaria de sus excesos correctivos, al censurar las enmiendas que hiciera el editor a los versos del poeta mulato; lo verdaderamente importante «es saber lo que pensó un hombre y cómo lo expresó; no lo que ha visto á través de sus conceptos un intérprete». De esta manera, adquieren sentido y valor los propios defectos del autor. 9 Por otra parte, Varona defiende el arte en su significación social, pero este criterio suyo, expuesto en numerosos trabajos, no puede entenderse al margen de su concepción general de la sociedad. Si se atiende exclusivamente a su filiación positivista, quedará fuera de análisis el sentido mismo de sus ideas sociales. Es necesario ante todo reiterar que Varona es un representante de la débil, apenas insinuada, burguesía nacional, enfrentada en su origen y necesidades a la sacarocracia cubana. En la base de su ideología económica se encuentra un modelo clásico de desarrollo burgués que exige la diversificación productiva y el auge del pequeño y medio productor. El centro del modelo social varoniano es el individuo, pero no como ser aislado o subordinado a fuerzas superiores, sino integrado en un mecanismo colectivo cuyo funcionamiento exitoso depende de la participación de las partes: «son las sociedades —dice en su conferencia «Importancia social del arte» (21 de ene-

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ro de 1883)— organismos que cuanto más coherentes mejor resisten á las fuerzas circunstantes y adversas».10 La sociedad es para él la suma de las individualidades, por eso el pleno desarrollo de éstas es el fundamento de la convivencia social. En la defensa lúcida y consecuente del individuo, Varona debe rechazar la preponderancia de las «grandes individualidades»; en su conferencia «Emerson» (13 de marzo de 1884) discute con el pensador norteamericano su equivocada creencia de que la historia es el producto de la acción de los grandes hombres. En el artículo titulado expresamente «Los grandes hombres» (31 de julio de 1886) retoma su polémica y dice con elocuencia: «Puede haber uno ó algunos que pongan las piedras más visibles de la cima, ó que den el último impulso, y esos aparecen como creadores ó destructores, y lo son, pero merced á sus mil secretos ó menos aparentes colaboradores. En la sociedad todo es colectivo.» 11 Varona se opone pues a cualquier forma de dominación o supremacía de unos hombres sobre otros: desaprueba la intervención del estado en los asuntos sociales y especialmente en los artísticos, donde es tan necesaria, dice, la independencia del creador, combate la existencia de una religión oficial tendente a la formación de una casta sacerdotal privilegiada, defiende los derechos sociales de la mujer, pues comprende que su aporte en la formación de los individuos es decisivo. En el interesante estudio sociológico «El bandolerismo» (30 de junio de 1888), aun cuando acepta la cubanidad sólo como variedad étnica del tronco español, no puede eludir el problema de la esclavitud —ya formalmente abolida en 1886—, una de las causas sociológicas fundamentales del tema abordado. «La esclavitud —dice— no amamanta sino tiranos»,12 pero agrega más adelante con sagacidad: «El guajiro y el isleño han sido tan esclavos como el negro»,13 para ofrecer así un cuadro integrador de la realidad cubana. Desde sus primeros estudios literarios evidencia Varona su preferencia por las obras que expresan sentimientos colectivos y su interés por la función social del arte. En su concepción general de la sociedad, el artista, en el ejercicio pleno de su individualidad, es un componente acti-

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vo de la totalidad. Conviene pues examinar con mayor detenimiento los textos en que Varona aborda este problema; su ya citado estudio «Importancia social del arte» (1883) resume de alguna manera sus opiniones: el arte nos relaciona con otros hombres y con otros tiempos, enriquece nuestra sensibilidad con afectos ajenos, y se convierte en la memoria colectiva de un pueblo; el arte consagra, en su universalidad, la particular realidad de una nación. Es preciso por tanto estimular su desarrollo y favorecer la independencia del artista, aunque ante tales posibilidades de expresión y comunicación, dice Varona, «no ha de limitarse el arte á revelarnos la emoción intensa que domina á un individuo».14 Frente a la obra colosal de Cervantes, en la conferencia que lleva su nombre, de 1883, declara que el objetivo supremo del arte es la captación del problema humano, de tal manera que interesa a todos los hombres de todos los tiempos. Por demás, Varona estaba convencido de que en su evolución el arte abordaría preferentemente los grandes temas sociales; en 1876, en una apasionada defensa de la tradición cultural de las dos Américas titulada «Ojeada al movimiento intelectual de América», señalaba que el drama como género literario debía sustentarse en principios sociales sólidos y consideraba que éste sería social en el porvenir, porque «si ya se ha preconizado la potencia del yo, del individuo, del individuo aislado y, por tanto, mutilado; los nuevos tiempos nos han de traer la afirmación y preconización del concierto y asociación por el interés y el amor, de todos los individuos, la federación ideal de la humanidad». 15 En las dos últimas décadas del siglo la actividad intelectual de Varona es intensa. En 1883 recoge en su libro Estudios literarios y filosóficos los primeros acercamientos a las que serían sus dos líneas fundamentales de trabajo, aunque éstas no deben considerarse como paralelas, pues a pesar de que consagra obras exclusivamente al análisis de una y otra, en sus escritos pueden y deben hallarse sus preocupaciones centrales con independencia de los temas tratados; no obstante, en aquel primer cuaderno el autor advertía en una nota inicial que ya se apartaba de sus juveniles intereses literarios, advertencia felizmen-

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te incumplida. Sus libros Seis conferencias (Barcelona, 1887 [?]) y Artículos y discursos. Literatura, política, sociología (La Habana, 1891) señalan, según algunos estudiosos, su madurez como crítico literario, mantenida aún en los primeros años del nuevo siglo; en ellos Varona nos entrega sus más importantes meditaciones sobre el arte y la literatura y reúne sus artículos de Revista Cubana, profundos comentarios sobre el acontecer cultural nacional que no eluden la crítica al sistema colonial español. En esos años produce también sus conocidas Conferencias filosóficas divididas en tres partes: Lógica (La Habana, 1880) —recomendada por Ribot y traducida como libro de texto en Francia—, Psicología (La Habana, 1888) y Moral (La Habana, 1888). Estos estudios evidencian su apego a las concepciones positivistas de filiación inglesa y su identificación con el evolucionismo spenceriano; su obra filosófica termina la parábola iluminista en el pensamiento cubano iniciada por Caballero y Varela. Su rechazo a la metafísica y a la ontología es el resultado, ante todo, de su lucha tenaz contra la escolástica en el pensamiento y en la enseñanza colonial, continuación de la labor modernizadora de sus antecesores. En 1895, al estallar nuevamente la guerra, esta vez organizada por José Martí desde el exilio, se traslada a Nueva York y asume, a la caída de aquél en Dos Ríos, la dirección del periódico Patria. En sus páginas publica numerosos editoriales de agitación revolucionaria, en los que continúa la línea política de Martí tendente a la unidad de todas las fuerzas nacionales en el común objetivo libertador, aunque éstas expresan según Carlos Rafael Rodríguez, «un programa republicano menos agresivo y “radical” que el que parece desprenderse del arrebato lírico martiano».6 Entre otros documentos movilizativos Varona escribe el alegato Cuba contra España (New York, 1895), manifiesto del Partido Revolucionario Cubano a los pueblos hispanoamericanos y la vehemente conferencia El fracaso colonial de España (12 de noviembre de 1896). En 1898 regresa a Cuba y participa en el gobierno interventor, ocasión que aprovecha para reorganizar la enseñanza en el país a partir de criterios nacionales; es preciso advertir que Varona, siem-

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pre en su manera cauta y «posibilista», pero firme, se opone a la absorción y al tutelaje norteamericano de nuestra vida económica y política. Su actividad pública e intelectual adquirirá un inusitado relieve en las primeras décadas republicanas y del nuevo siglo. Otra muy distinta es la personalidad literaria de Enrique Piñeyro (1839-1911), crítico de reconocida e inusual autoridad entre sus compatriotas, autor culto, sensible, pero sobre todo didáctico; su magisterio brota espontáneamente en su manera de decir e informar. Dueño de una prosa cuidada —y en ocasiones, cercana a nuestra sensibilidad—, algunos de sus textos son recreaciones literarias de carácter orientador; «fue un artista de la crítica y de la historia», ha dicho Cintio Vitier.17 Su formación apunta en direcciones contradictorias; formado en el «metafísico revoltillo» de las definiciones sobre el arte y lo bello de Gioberti —según afirmara con nostalgia y humor crítico en enero de 1878—,18 utilizadas oficialmente por Ramón Zambrana en sus lecciones universitarias, pero tocado también de la magia espiritual de ese formador de hombres que fue Luz y Caballero, a quien recuerda en distintas ocasiones como el maestro que le enseñó a «tener fé, fé profunda en el alma de la humanidad»,19 en sus textos se perciben orientaciones estéticas disímiles, en las que se sustenta su labor crítica: juicios metodológicos derivados del positivismo, reminiscencias clasicistas y, no obstante, defensa sistemática de algunos criterios fundamentales del romanticismo. Se ha comentado que Piñeyro es uno de los primeros cubanos en asumir y divulgar las concepciones de Taine, en un apretado y apologético artículo de juventud titulado «La literatura considerada como ciencia positiva» (1864); su adhesión es entonces total, pero su exposición del novísimo método histórico-literario es de tal manera categórica y radical que se presiente en sus palabras no el criterio razonado, maduro, del convencido, sino el arrebato solidario de quien descubre abruptamente la posibilidad de un enfoque coherente y de mayor alcance científico para los estudios literarios. Cierto que en su obra crítica posterior no es difícil hallar las huellas del pensador francés, pero el eclecticis-

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mo que le es propio, asociado en su caso a ciertas características personales, deshace cualquier filiación estricta; el mismo Piñeyro escribirá en 1883, a propósito de las concepciones sobre la literatura desarrolladas por el poeta inglés Wordsworth: «Lo cierto es que la poesía consiste en algo más profundo y misterioso que todo eso, y que cuando realmente aparece, es mucho más fácil sentirla que explicarla.»20 Cuando el lector se acerca a la producción crítica de Piñeyro tropieza con afirmaciones divergentes: parece como si al escritor sólo le interesara arribar a conclusiones cercanas al objeto estudiado, sin importarle acaso la concordancia de éstas en un nivel de generalidad mayor; de esta forma escapa a muchos desatinos metafísicos y sus afirmaciones se ajustan a evidencias parciales, pero vivas. Esta manera descriptiva, predominante en sus aproximaciones críticas, ha hecho que muchos estudiosos señalen con razón «el escaso fondo filosófico» de su obra. 21 No obstante, es preciso apuntar que si Piñeyro no intenta por lo general trascender el objeto, sino aprehenderlo en descripciones crítico-biográficas —Vitier ha señalado al respecto el parentesco con Sainte-Beuve—, su mirada parte de criterios más definidos que, aunque en esencia eclécticos, pueden ser enunciados de forma coherente y atañen a los principios generales del arte. Una revisión más detenida de las virtudes y los defectos que el crítico cree hallar en los poetas y narradores de su siglo, conducen al lector a normas o principios valorativos de ascendencia romántica; ritmo, musicalidad, versificación correcta y fácil, claridad, sencillez y sobre todo, sinceridad, no ajena a cierto espíritu autobiográfico, son cualidades que Piñeyro aprecia en las composiciones que examina, para él «la poesía moderna [nace] del consorcio de dos ideales, de la imaginación clásica y la fantasía románticca». 22 No obstante, le exige al poeta —desde una perspectiva más clásica—, la estricta observancia de las «leyes de la métrica», pues la prosa poética o la poesía de formato más libre es construida «sin el freno saludable de la versificación, sin los brillantes y arrastradores efectos de la libertad vencida, del lenguaje disciplinado y triunfante».23 Destaca en cambio el culto

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a la naturaleza (a la belleza) de los escritores decimonónicos y el interés casi científico de aquéllos por las pasiones humanas, aunque por tales entiende sobre todo los sentimientos individuales. ¿Es Piñeyro acaso, como señala la crítica, defensor (bien que no consecuente) de un arte ajeno a las preocupaciones colectivas? Pregunta difícil, ya que es posible hallar en su obra respuestas opuestas. Puede sin embargo tomarse como válida para la caracterización de su visión crítica esta opinión suya: «la tesis de Flaubert sobre el carácter impersonal que debe tener la novela, sobre la abstención del artista de toda misión o propaganda filosófica o moral encargada a sus personajes, y sobre la perfección absoluta a que debe tender la forma, es de una innegable verdad».24 No es precisamente un censor de los temas sociales, pero su entusiasmo es mayor cuando el poeta asume un tono lírico, personal o subjetivo. A pesar de ello, reconoce la fuerza telúrica que recorre la obra de «un gran poeta, arrastrado en el vórtice de una gran borrasca nacional» como es el caso de Víctor Hugo, 25 a quien prefiere llamar «el poeta francés por excelencia», ya que, paradójicamente, para Piñeyro «el artista tiene que ser de su época, y también de su nación».26 La vida de Enrique Piñeyro transcurre mayormente en el exilio. Dirigió distintas revistas literarias nacionales, algunas de carácter revolucionario; fue secretario de la Legación de Morales Lemus en Nueva York en los primeros años de la Guerra independentista y desarrolló diversas actividades de apoyo a la contienda bélica por la que fue juzgado en ausencia y condenado a muerte. Indultado en 1878, regresa al año siguiente, pero su estancia en el país es breve. Desde 1882 vivió y trabajó en París. Todos sus libros decimonónicos fueron por tanto editados en el extranjero, aunque muchos estaban conformados por estudios aparecidos previamente en Cuba. Sus primeros trabajos son políticos: Biografía del General San Martín (New York, 1870) y Morales Lemus y la Revolución de Cuba (New York, 1871). Su obra propiamente literaria se inicia con Estudios y conferencias de historia y literatura (New York, 1880) —cuyos textos fueron escritos para revistas cubanas o

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pronunciados en la capital de la Isla entre 1867 y el año de impresión— y desde entonces su prestigio y autoridad como crítico literario fueron indiscutidos. El mismo año de aparición de esta obra escribía Enrique José Varona en Revista de Cuba: «El libro del señor Piñeyro es, sin disputa, la obra literaria más notable que ha salido hasta ahora de la pluma de ningún cubano.»27 En él encontramos también interesantes valoraciones de la realidad política y social norteamericana. En 1883 publica en Madrid su panorámico ensayo crítico Poetas famosos del siglo XIX. Sus vidas y sus obras, en el que más pretende instruir al lector, informarlo debidamente, que discutir con él. Quizás su recorrido geográfico revele un plan teórico: Piñeyro parte de Inglaterra, pasa por España e Italia rápidamente, para después detenerse en Alemania y en Francia, país donde culmina su viaje literario. Pero los autores verdaderamente básicos en su exposición son Byron, Goethe y Hugo. Es en realidad un libro ligero aunque erudito, centrado en la descripción biográfica de los autores y la descripción temática de sus obras. Casi diez años después aparece en París su obra Manuel José Quintana (1772-1857). Ensayo crítico y biográfico (1892), aproximación desmesurada quizás dado el valor real que ha asignado la historia a este autor, pero «realizado con seriedad y con el encanto de una auténtica simpatía».28 Piñeyro no publica ningún otro libro hasta el nuevo siglo, pero colabora permanentemente con varias publicaciones, en especial con la habanera Revista Cubana, en su sección «Notas críticas», título que Antonio Iraizoz diera a la recopilación de esos trabajos en 1947. En ellos se comprueba la fascinación que producen en Piñeyro los detalles propios de la edición: la calidad y belleza de las ilustraciones, el tamaño del libro y de los caracteres, el éxito comercial de ciertos temas —como por ejemplo, la correspondencia íntima de los escritores ya muertos o la exposición de detalles ocultos de sus vidas—, etc. Este rasgo verdaderamente moderno de la personalidad de Piñeyro es otro elemento de su profesionalismo intelectual. Coleccionista él mismo de buenas ediciones e incunables, partícipe de las habituales subastas de libros en París, Piñeyro

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dice: «Se llega a arraigar tan fuertemente el amor de las buenas ediciones, acaba el gusto por hacerse tan exigente y quisquilloso, que las malas, si por algún motivo nos vemos forzados a tenerlas, son a veces una verdadera mortificación.» 29 Autor de indudable ascendencia entre sus contemporáneos —aunque su lejanía de la Isla le impidió una mayor influencia—, Piñeyro es el crítico más importante del período o, por lo menos, el más escuchado; su actividad intelectual es un serio y continuado esfuerzo por difundir en el país las tendencias literarias del siglo que finalizaba. Figura de particular relieve es Manuel Sanguily (1848-1925), combatiente independentista en la manigua durante los años difíciles de la primera Guerra; autor por lo mismo casi autodidacta, cuyo saber amplio y desorganizado se conformó no en el sosiego hogareño, ni en el exilio salvador, sino en la prisa angustiosa de los años idos: «fue, ante todo, una personalidad, un temperamento, un carácter —ha dicho Cintio Vitier—. Entrar en su obra es entrar en su persona, no sólo en las ideas que sustentó.»30 Sus trabajos críticos e históricos, reunidos por el hijo después de su muerte en una decena de tomos, nos presentan a un polemista apasionado, lúcido, pero detallista en exceso, perdido ocasionalmente entre citas, comparaciones y sutilezas verbales, que intenta defender una tesis en copiosas páginas, bien sea la honra de un amigo admirado —tales son los casos de «Otro libro de Emilio Bobadilla» (julio-agosto de 1888), valladar contra el ímpetu zahiriente de este autor y apoyo a la trayectoria intelectual de Varona, y de los artículos «Piñeyro y Schérer» (16 de diciembre de 1890) y «Piñeyro y Mad. Roland» (28 de diciembre de 1890), minuciosas demostraciones de la inexistencia de plagio en un texto del crítico cubano, insinuado en dos trabajos de Justo de Lara, entre otros—, bien la procedencia nacional de un poeta (por ejemplo, «José María Heredia no es poeta cubano», 31 de agosto de 1893) o la pertenencia probable de una composición a cierto autor. En estos casos, el extenso y en algunos momentos intenso cuerpo demostrativo parece sobrepasar las necesidades de la idea central, menos interesante que otros

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juicios colaterales, dispersos en el propio texto. Pero a pesar de que sus opiniones no siempre son acertadas y que en ocasiones su palabra severa y enfática es incluso injusta —es necesario mencionar en primer lugar su conocida posición ante el poeta mulato Plácido, a quien dedica los artículos «Un improvisador cubano» (28 de febrero de 1894), «Otra vez Plácido y Menéndez Pelayo» (31 de marzo de 1894) y «Una opinión asendereada» (39 de noviembre de 1894), incitadores de una larga polémica que no termina con el nuevo siglo y que, según algunos estudiosos de su obra, revela cierta predisposición racista en el crítico (aspecto sin duda discutido y discutible)—, su honestidad intelectual es visible, lo mismo en sus trabajos escritos, que en su larga y digna actuación pública. Sanguily fue discípulo de José de la Luz primero y de Enrique Piñeyro después, maestros a los que dedicó numerosas páginas; como éste, fue un admirador libre de Hipólito Taine y de M. J. Guyau. Sus ideas sobre la actividad del crítico literario están expuestas de forma explícita en una carta escrita a Manuel de la Cruz (Juan Sincero) a propósito de una discusión sobre el tema sostenida por éste con Aurelio Mitjans; en dicha carta o artículo epistolar —publicado el 4 de agosto de 1889—, Sanguily se sitúa en una perspectiva conciliadora de los extremos tradicionales: la crítica debe ser científica («o no es crítica», afirma) y a la vez «eminentemente personal o subjetiva».31 Esta contradicción impone cierto escepticismo en su consideración de las posibilidades cognoscitivas de la crítica literaria; un forcejeo muy productivo se advierte entre los criterios cientificistas del positivismo y la intuición impresionista de su temperamento. «La verdadera obra de arte —dice—, bien pensada a la par que sentida, es una síntesis, la crítica es ante todo un análisis. […] El artista verdadero es un sabio que se ignora. El crítico un artista que pretende comprender a otro.» 32 Señala la unidad de la obra de arte y la unilateralidad de cualquier acercamiento que no considere las partes en su interacción; no es posible, en consecuencia, aislar lo pretendidamente estético de una obra cuando ésta es una unidad de sentido. Sanguily subraya, precursoramente, la

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relación de un libro como producto con sus lectores o consumidores, «seres múltiples, complejos como el autor y distintos de él»,33 quienes aportarán a la obra diferentes e incluso opuestas perspectivas. Estos conceptos, expuestos sin entusiasmos limitadores, son reiterados en sus palabras «Al lector» (31 de marzo de 1893), aparecidas en el primer número de Hojas Literarias (marzo 1893-diciembre 1894) publicación que dirigiera y redactara casi íntegramente. Si en el trabajo anterior se exaltaba la obra de Taine, éste se refiere sobre todo a las ideas de Guyau, aunque en realidad son las mismas preocupaciones metodológicas del autor; «lo único que ahora me es dable asegurar, y puedo desde luego asegurarlo, es que, impresionista o no, procuraré con cuidado librarme de la crítica de temperamento».34 ¿Logró su objetivo, instintivamente presentido como dificultad mayor? No siempre y cabe afirmar que ese su peculiar temperamento le aportó, paradójicamente, perdurabilidad a sus escritos. En los estudios críticos de más aliento algo falla, quizás el objeto mismo, no siempre merecedor del exceso de recursos, como ese que titula «La vida de una mujer escandalosa» (30 de septiembre de 1894) sobre la novela Enriqueta Faber del mexicano Andrés Clemente Vázquez, que escribe para combatir «la anarquía literaria en que vivimos, tan profunda como la anarquía política, tan inmoral y corruptora como ella»,35 y aun cuando se interesa por autores importantes como Émile Zola o León Tolstoi, las obras que elige son precisamente menores; o quizás sea el sedimento normativo que yace casi imperceptible pero activo en su perspectiva crítica y que se revela de forma visible en el exhaustivo análisis de Cromitos cubanos, libro de Manuel de la Cruz; no obstante ser ése un trabajo crítico severo que no supo ver los mejores momentos de la obra comentada, cabe citar, como hace Rafael Cepeda, 36 estudioso de su obra, para mostrar la complejidad de su espíritu, estas palabras posteriores de Sanguily, en un apunte entonces inédito: «si tiene mis nostalgias, mis iras, y la tenacidad mía de no creer muerto un ideal que no alumbra por ninguna parte… ¿tendré yo la honra de ser… su catequista? ¡Qué sé yo! pero se me asemeja tanto […] que a ocasiones yo

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mismo me confundo […] y leyéndole ¡ay, ahí sí me desconozco, porque escribe infinitamente mejor!» Los intereses intelectuales de Sanguily son amplios, aunque giran sobre todo alrededor de problemas literarios e históricos. Desde sus primeros años de actividad literaria publica diversos acercamientos al tema de la conquista española; en 1884 edita su estudio Los caribes de las islas, en el que sostiene el carácter antropófago de éstos a propósito de un opúsculo de opuestas intenciones escrito por Juan Ignacio de Armas. Basado en la convicción de que la verdad debe ser defendida siempre, sin que importen las consecuencias políticas, Sanguily en este caso, como en el de Plácido —injusto por exceso y por desorientación crítica—, reivindica con argumentos que hoy parecen débiles la correspondencia entre lo visto y lo escrito en su Diario por Colón. A esta figura —por la que siente sincera admiración— dedica además varios trabajos con motivo de la conmemoración en 1892 del IV Centenario del llamado Descubrimiento de América, que su hijo reuniera en el volumen 5 de sus Obras con el título común de Los caribes y Colón (La Habana, 1927). Sus juicios literarios aparecieron fundamentalmente en Revista Cubana de Varona y sobre todo, en Hojas Literarias y luego fueron recogidos en dos tomos del volumen 7 de sus Obras (La Habana, 1930), exceptuando únicamente los trabajos referidos a Enrique Piñeyro, que conformaron el volumen 4 (La Habana, 1927). En 1890 editó el que fue, sin duda, su libro más importante: José de la Luz y Caballero. Estudio Crítico (volumen 2 de sus Obras, La Habana, 1926), acercamiento biográfico y bosquejo de sus ideas, que la simpatía íntima del autor eleva por encima de sus coordenadas positivistas; el estudio del medio y las circunstancias, de la sicología de la época y del estudiado y de las distintas corrientes filosóficas que influyen en Luz, todo aparece en la obra con la lealtad inspirada del discípulo, capaz de disentir profundamente, pero no de menospreciar. El libro, concebido probablemente desde los días de la manigua, es una rectificación de la obra de José Ignacio Rodríguez sobre el maestro cubano; el 14 de enero de 1877 le

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había escrito a Piñeyro: «He oído hablar de una obra que José Ignacio Rodríguez ha escrito sobre la vida de don José de la Luz, y como dicen que en algún concepto no trata bien al amado Maestro, quisiera saber la opinión de usted.»37 Publicó también Sanguily numerosos trabajos y discursos políticos, algunos aparecidos de manera independiente, como Elementos y caracteres de la política en Cuba (La Habana, 1887), El dualismo moral y político en Cuba (21 de junio de 1888, La Habana, 1889), Céspedes y Martí (New York, 1895), 10 de octubre de 1868. La Revolución de Cuba y las repúblicas americanas (New York, 1896) y José Martí y la Revolución Cubana (New York, 1896), entre otros. En el nuevo siglo será Sanguily una de las voces más enérgicas del antimperialismo y su figura, como la de Varona, alcanzará dimensiones nuevas. 3.4.2 Etapa 1868-1898. La crítica literaria y el ensayo. Montoro, De la Cruz, Mitjans, Merchán, Armas y Céspedes, Ricardo del Monte, Bobadilla, Valdivia El incremento de las voces críticas de nuestra literatura y la madurez alcanzada por ellas al enjuiciar el hecho literario entre 1868 y 1898, se debieron a factores de orden filosófico y de signo estético, fundamentalmente. El positivismo, como se sabe, había provocado un viraje total en la concepción del mundo, y el modernismo había influido en la revalorización de los criterios formales y del contenido de las obras, además de haber acentuado la actitud crítica en relación con el entorno social. Gracias a dichos factores, la prosa en general y la reflexiva en particular resultaron ampliamente beneficiadas. En contraposición con el positivismo, tan dado al estudio de los agentes extraliterarios,38 al reconocerse la Ciencia Literaria como investigación metódica, 39 se dio un decisivo impulso a los estudios filológicos y lingüísticos que habían puesto en un primer plano el análisis de la obra en sí. Entre nuestros críticos hubo opiniones encontradas con respecto a tales tipos de enjuiciamientos, pero en la práctica éstos se integraron de manera ecléctica, a pesar de las in-

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clinaciones personales más o menos preferentes por uno u otro. El aumento de las voces críticas —unido a su diversidad y profundización— obedeció también a la labor de nuestras revistas y periódicos que, en pleno auge, hicieron posible que la crítica rebasara los marcos de las tertulias y liceos donde había señoreado hasta mediados del siglo XIX. De nuestros críticos finiseculares notables no puede dejarse de señalar a figuras como Rafael Montoro (1852-1933), Manuel de la Cruz (1861-1896), Aurelio Mitjans (1863-1889), Rafael María Merchán (1844-1905), José de Armas y Cárdenas (1866-1919), Ricardo del Monte (1828-1909), Emilio Bobadilla (1862-1921) y Aniceto Valdivia (1857-1927), cuyas obras resultan —entre 1868 y 1898— lo más representativo de las influencias y direcciones del ejercicio del criterio en nuestro país. Aunque a Rafael Montoro no se le conoce como crítico, su oratoria política ha sido objeto de las mayores atenciones, en tanto que los comentarios en torno a su no menos valiosa oratoria académica se han limitado al discurso «La música ante la filosofía del arte», el cual resume los criterios estéticos más importantes del autor. Pero Montoro escribió, además, diversos artículos para revistas españolas y cubanas, a través de las cuales adquirimos una nueva visión de su labor crítica. Otros de sus discursos, aunque por su forma pertenecen a la oratoria académica, por sus temas también pueden considerarse parte de la crítica literaria de aquellos años. Entre los estudios de Montoro, se encuentra la importante disertación titulada «El realismo en el arte dramático». 40 En aquellos años, el teatro no promovía suficientemente el interés de nuestros críticos y, por ello, sorprende su constante preocupación por el género. Consideraba que las representaciones de lo feo y la maldad, hechas por los bufos de Cuba y por el teatro realista en general, no expresaban los ideales de belleza a que debía aspirar toda obra de arte, pues los vicios y deformidades del hombre en sociedad no podían ser la fuente de ninguna literatura. Montoro estimaba que en ello había jugado un pernicioso papel el movimiento romántico, responsable de transgredir los patrones del

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neoclasicismo. Lo bello debía analizarse desde los planos metafísico, natural e ideal, ya que el pensamiento era la tierra nutricia del arte, lo natural el intermediario menos noble y el ideal la abstracción, la síntesis de la belleza. Sin considerarlo totalmente desligado de la realidad, Montoro entendía que el arte era una nueva interpretación de ésta a través de la contemplación pura, de ahí que su fin debiera ser sólo provocar la emoción, al margen de cualquier posibilidad de participación en la dinámica de la sociedad. Las ideas referidas al teatro vuelven a encontrarse en el prólogo a la obra póstuma de Aurelio Mitjans, El movimiento científico y literario de la isla de Cuba. El trabajo en sí es un tanto anecdótico y reiterativo de sus desfavorables opiniones sobre el teatro, pero coincidía con Mitjans en el escepticismo ante los cambios operados en el género. La producción dramática cubana —opinaba Montoro— sufría los embates de un nefando africanismo y ésa era la verdadera causa de su alarma, antes que dilucidar el grado de pérdida de la sensibilidad del público, que también le preocupaba. Los trabajos de Montoro no fueron siempre tan precisos en la exposición de su credo estético y sus principios filosóficos. Huellas de impresionismo literario se encuentran en algunos de ellos, como el titulado «Alfredo de Musset», no exento de pasajes que se acercan al lenguaje poético. El tema demostraba la inquietud constante que provocaba en él el paralelo entre lo real y lo ideal. En dicho artículo la poesía de Musset representaba el ideal por excelencia. Lamentablemente, la crítica de Montoro no pudo ser más profunda porque trató de abordar en muy pocas páginas aspectos de la vida y la obra del poeta que iban desde su semblanza biográfica, la enumeración de sus mejores obras y de las más gustadas, hasta las particularidades de su dramaturgia y su narrativa. En nuestra historiografía se ha señalado cómo la crítica cubana de finales de siglo se afilió políticamente, según las posiciones filosóficas asumidas. El positivismo fue seguido por gran cantidad de críticos separatistas, mientras que la mayoría de los autonomistas siguieron el

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hegelianismo de la filosofía clásica alemana.41 Como ideólogo del autonomismo, en algunas de sus apreciaciones Montoro combatió a los críticos separatistas por defender el determinismo geográfico de los criterios positivistas que subestiman los valores de la cultura cubana. En el artículo titulado «Heredia, Plácido y la Avellaneda» es evidente que consideraba a dichos poetas tan notables como los mejores de la literatura europea 42 y de esta manera la práctica le proporcionaba ejemplos de ideal literario alcanzado en el trópico, en contra de los pronósticos teóricos adversos formulados por el positivismo imperante. En el mismo trabajo, Montoro retomó el lenguaje reticente con el que había defendido a Plácido y a Heredia, para referirse a otro aspecto del suceder literario de aquellos años, ampliamente conocido por los escritores e intelectuales de la época. Cuando, según él, el nihil admirari no servía de «incentivo a la sátira profunda y trascendental de los verdaderos humoristas», mejor era no asumirlo. De seguro que con este juicio se refería a la crítica satírica, iconoclasta y superficial, que figuras como Emilio Bobadilla y Aniceto Valdivia cultivaban en aquella época, como veremos más adelante. Si la crítica literaria de Montoro se bifurca entre el análisis estético y el estilo impresionista, en Manuel de la Cruz el impresionismo estará en la base de su oficio crítico. Su definición política a favor del independentismo, no sólo sobresalió como característica más importante, sino que también muchas veces operó erróneamente sobre ella, en la medida en que la solidaridad con las ideas revolucionarias no siempre le permitió evaluar con justicia la materia literaria propuesta. Entre 1883 y 1884, De la Cruz había realizado un viaje por España y Francia que resultó decisivo para fortalecerse desde el punto de vista político y que, simultáneamente, consolidó sus conocimientos autodidactos. La dedicación al periodismo —nacional y extranjero— también enriqueció esa ansia de saber constante. Se debe hacer especial referencia a la labor desplegada por él en la dirección del periódico Patria, fundado por José Martí en 1892. Gracias a la publicación en 1981 43 de algunas cartas de De

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la Cruz, se ha podido confirmar que la partida hacia Estados Unidos, en 1895, obedeció a una solicitud del propio Martí, aceptada por él en forma enteramente voluntaria, como contribución desinteresada a la causa de la independencia. Las dos obras capitales de Manuel de la Cruz son Episodios de la Revolución Cubana (1890) y Cromitos cubanos (1892), donde se destacaron la personalidad y la actividad de los intelectuales más señalados de la década de los ochenta, con excepción de Martí. Sin embargo, mientras que los Episodios poseían una estructura narrativa, los Cromitos abordaban las figuras desde la óptica de la crítica literaria. Era natural que en los Episodios abundaran policromías estilísticas, por su carácter novelado; pero en los Cromitos también se reflejaron estas cualidades, a pesar de la naturaleza reflexiva de la obra. De la Cruz, que estaba plenamente consciente de los componentes y el alcance de su creación, la había concebido como la unidad entre la libertad imaginativa propia de otros géneros y la asimilación de los procedimientos teóricos y críticos tomados del positivismo de Taine y Bourget, aunque, por otra parte, reconocía abiertamente haber imitado el estilo impresionista de Jules Lemaitre. La conciliación entre la crítica metódica y la crítica imaginativa había sido una preocupación constante para De la Cruz, quien públicamente lo expresó en una carta dirigida a Aurelio Mitjans, en 1890, desde las páginas de La Habana Elegante, con el título «Del método en la crítica literaria». Después de breves comentarios acerca de cada una de las ventajas de aquellos procedimientos aislados, se decidiría por una crítica cualitativamente diferente que revelaba la inquietud de un escritor de vanguardia y un renovador del lenguaje. Años después en su importante ensayo «El pleito del estilo» (1893), retomaría dichas ideas convencido del derecho que tenían los críticos a utilizar otro lenguaje, diferente al que le dictaban las normas tradicionales. Se trataba de dejar a la crítica la libertad formal necesaria para enriquecer sus resultados, permitiendo que la imaginación tuviera mayor cabida entre los conceptos y juicios emitidos al

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evaluar la literatura. Precisamente los Cromitos cubanos es uno de los más originales ejemplos de buena crítica a partir de la impresión personal e imaginativa. Este modo de encarar De la Cruz los estudios literarios le valió tantas censuras como las dirigidas a su malograda novela Carmen Rivero, de ahí que buscara siempre moderar su creatividad artística en favor de la objetividad al uso, impuesta, paradójicamente, por el positivismo. En ello jugó un importante papel Manuel Sanguily, quien siempre le insistió en la necesidad de sujetar el lenguaje de la crítica a normas que eran ajenas a las de otros sectores de la creación, para destinarla sólo a evaluar fríamente la literatura. El trabajo que denota con mayor claridad el espíritu sistemático de De la Cruz en sus investigaciones literarias es la Reseña histórica del movimiento literario de la isla de Cuba (1891), aparecido en la Revista Cubana. La Reseña histórica se aleja de los excesos cromáticos y de fantasía, que eran la fuente de la originalidad y relevancia de la crítica de Manuel de la Cruz, frente a lo que Cintio Vitier denominó «la crítica preceptiva, gramatical, de cepa académica y conservadora».44 Al cabo, la copiosa materia literaria que De la Cruz se impuso ordenar y valorar le obligó a moderar su discurso, para satisfacer así los reiterados reclamos que en ese sentido le hiciera Manuel Sanguily. Dentro de la vertiente literaria que suele denominarse como crítica académica, se inscriben los ensayos de Aurelio Mitjans, cuyo trabajo principal, el Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba (1890), se ha convertido en un texto imprescindible para abordar nuestro desarrollo literario desde los puntos de vista crítico e historiográfico, como veremos en epígrafes posteriores. No menos interesante resulta una serie de textos de Mitjans, publicados en 1887 con el título de Estudios literarios. Esos trabajos son: «Estudios sobre José Jacinto Milanés», «Del teatro bufo y de la necesidad de reemplazarlo fomentando la buena comedia», «De la Avellaneda y sus obras» y «Caracteres de la literatura en los últimos cincuenta años». Al acercarse a la figura de Milanés, Mitjans consideró preciso dedicar al poeta algo más que

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incondicionales alabanzas y medir con serenidad el lugar que éste ocupaba en nuestra historia literaria, a través de un balance sosegado de los aciertos y desaciertos de su obra entera. Similares propuestas hizo al evaluar la obra de la Avellaneda y la literatura contemporánea. En este último texto, además, realizó un análisis del desarrollo del romanticismo desde 1832 hasta 1885, años en que habían muerto, respectivamente, Goethe y Víctor Hugo. Tomando como límites estas dos fechas, demostró una vez más que la seriedad de sus opiniones se debía a una adecuada selección de los factores que entendía determinantes dentro del fenómeno literario que él se proponía estudiar, en este caso el romanticismo, del cual examinó las características de su surgimiento y primeras manifestaciones en Alemania, Inglaterra y Francia, para después adentrarse en las peculiaridades que distinguían el romanticismo latinoamericano, en los aspectos social y patriótico de su poesía. Por otra parte, el trabajo de Mitjans sobre el teatro bufo puso de manifiesto el influjo de las ideas del crítico español Manuel de la Revilla. Los puntos de vista presentados por Mitjans sobre el género son de particular matiz polémico, puesto que en su acercamiento condenó irremediablemente el género bufo por considerarlo una bastardía que contaminaba a las otras manifestaciones del arte. El razonamiento tenía su lógica en la subestimación que hacía Mitjans de sus raíces, toda vez que siempre lo vio como una degeneración del teatro europeo y especialmente de la zarzuela y la opereta españolas. Como solución propuso sustituir a los bufos por una llamada comedia culta. En ese sentido creía que tertulias como las de José María de Céspedes, a la que él asistía, podían desarrollar un importante papel en el empeño, ya que tendrían a su cargo promover los textos dramáticos, revisarlos y depurar el estilo de los autores, con lo cual sólo hubiera logrado restarle espontaneidad y originalidad al arte dramático cubano y despojar al teatro bufo de su verdadera raíz popular. No deja de llamar la atención el hecho de que uno de nuestros intelectuales de pensamiento separatista repudiara esta manifestación de cubanía, mucho más en momentos en que el

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género estaba brindando mejores propuestas, gracias al empeño de escritores como Raimundo Cabrera e Ignacio Sarachaga, los cuales habían convertido las obras bufas en «verdaderas zarzuelas». Como ha hecho notar Cintio Vitier, por aquella fecha Mitjans simpatizaba, transitoriamente, con el autonomismo, aunque en el fondo sus opiniones estaban basadas en estímulos de tipo estético y moral, más que político y filosófico. 45 Si bien se han reconocido las raíces tradicionales de la preceptiva española en la crítica de Mitjans, también han sido verificadas las influencias francesas imperantes en la etapa, como las de Taine, Faguet y Bourget. Sin embargo, una gran cantidad de ideas queda por conocer en dispersas publicaciones de la época o simplemente en obras inéditas, como los trabajos dedicados a Lope de Vega y Paul Bourget, así como el titulado «Caracteres de la poesía hispanoamericana». 46 Otro de nuestros más acuciosos críticos fue Rafael María Merchán, quien se situó en el rango del intelectual de vanguardia, en la medida en que sus estudios sobre la literatura fueron manifestación de su ideario y de su praxis revolucionaria en favor de la total independencia de Cuba. Su vida intelectual comenzó, de hecho, con sus inicios laborales en medios tipográficos de su natal Manzanillo. 47 Antes de trasladarse a La Habana, al parecer, ya había publicado algunas colaboraciones en revistas y periódicos de la capital, como La Aurora, y resulta muy interesante que sus primeros acercamientos a las letras fueran a través de sus relaciones con los obreros, etapa que con seguridad fue determinante en los principios revolucionarios que marcaron su vida y su obra. En 1868 apareció publicado en El País su famoso artículo «Laboremus», el cual dio pie a que las autoridades coloniales comenzaran a llamar laborantes a los partidarios de la independencia o a los sospechosos de inconformidad con el gobierno, aunque el artículo en sí había escapado a la censura por su tono filosófico. 48 Merchán atravesó por sucesivas etapas en su desarrollo político, pero su actitud radical lo

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orientó siempre hacia el independentismo. En 1868 colaboró con José Antonio Cortina en su periódico de corte reformista El Siglo. Más tarde se unió a Francisco Javier Cisneros, de ideas separatistas y director de El País. En 1890 adoptó momentáneamente el autonomismo como vía ocasional de oposición a España, actitud que mantuvo sólo mientras el independentismo no recuperó su lugar cimero dentro del espectro de tendencias políticas contrarias a la metrópoli, como esclareció en su folleto Cuba, justificación de su guerra de independencia (1896). Desde 1869, perseguido por las autoridades españolas, Merchán se vio obligado a marchar hacia los Estados Unidos y sólo regresaría en 1902, después de conocer Europa y vivir largos años en Colombia. La crítica literaria de Merchán es conocida fundamentalmente por los libros Estudios críticos (1876) y Variedades (1894), ambos impresos en Bogotá. Merchán consideraba que las ideas no se expresaban en la literatura en un estado puro, sino que se interrelacionaban de una forma espontánea. Por tal motivo la crítica, como reflejo de la literatura, también era portadora de esa contaminación ideológica donde el elemento político tenía una posición preponderante. En los libros señalados, la crítica de Merchán fue una constante demostración práctica de esos conceptos y en especial sus polémicas con los críticos españoles Juan Valera y Vicente Barrantes. En junio de 1890 Vicente Barrantes había publicado en la sección Hispano-ultramarina del periódico España Moderna, un artículo favorable al libro La poesía lírica en Cuba, del cubano Martín González del Valle, radicado en España, quien a pesar de no ofrecer ningún aporte sustancial a los estudios sobre nuestra literatura, sí se destacaba por su manifiesta hispanofilia. Aunque la poesía está en la misma médula de nuestra idiosincrasia —lo había afirmado Merchán en un trabajo de 1886 sobre las poesías de Zenea—, el español Barrantes había proferido algunos dicterios de fondo político en contra de esa verdad, apoyándose en ideas del libro de González del Valle. Merchán, que en aquel momento desconocía el texto del cubano, no pudo

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tolerar las opiniones ofensivas del crítico español y le respondió con el artículo «El espinar cubano y la segur barrantina», el cual desde el título mismo reveló tras su ironía, la agudeza de ideas de su autor. En su artículo, Merchán analizó cómo la metrópoli constituyó un freno al desarrollo de la poesía cubana; reconoció que había dinamismo en el aspecto formal de nuestras letras, sobre todo en la poesía, pero su fondo permanecía invariable, entre otras razones por el freno constante impuesto por la metrópoli al desarrollo de nuestras ideas. Los poetas cubanos habían imitado a los españoles, opinaba. Sin embargo, esa imitación no significaba falta de creatividad, sino influjo originalmente aprovechado. No se trataba de una copia pasiva, sino de natural influencia, dada nuestra condición colonial. Como defecto principal de nuestra poesía estaba el abuso del tono elegíaco y el patriotismo disimulado en temas alejados de nuestra realidad. Barrantes había intentado desacreditar, precisamente, a nuestros mejores poetas. En el caso excepcional de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Merchán se sentía obligado a defender la cubanía que el crítico español pretendía escatimarle, aduciendo que la Avellaneda no había cantado al absolutismo, ni a la trata —dos problemas cruciales que enfrentaban a españoles y cubanos—, ni se había borrado de su poesía el recuerdo de la patria y del hogar cubanos. Mucho más agudo en su irónica reflexión fue el artículo de Merchán titulado «De todo», también dirigido contra Barrantes. En la defensa que hizo de la personalidad y el magisterio de José de la Luz y Caballero no había sólo simpatía y afinidad, incluso no se trataba de celebrar los métodos racionales de enseñanza, introducidos por De la Luz en el Colegio El Salvador, sino destacar el estímulo que brindó al desarrollo de un pensamiento más rico entre la juventud cubana. La evolución de una forma de pensar sustancialmente opuesta a la española, que nos identificara, llevaba también a destacar la literatura cubana que el señor Barrantes se empeñaba en desconocer. La obra crítica de Merchán ha recibido varios calificativos que se relacionan entre sí porque

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identifican un mismo rasgo de su crítica: el de la observación minuciosa —a partir de la lengua— del objeto literario, lo cual ha valido para que se le reconozca como un crítico analítico, formalista y retórico. Es cierto que, aunque no careció de imaginación y aptitudes para la generalización, Merchán fue más dado al detalle abrumador y a la transposición excesiva de pasajes, lo que no le permitió desarrollar el ensayo en su mejor forma. Como afirma Salvador Bueno: «Los criterios formalistas, gramaticales y retóricos de Rafael María Merchán viéronse afianzados en el ambiente conservador de Bogotá al lado de filólogos tan expertos como Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo […] 49 En ese sentido sus trabajos más destacados fueron los titulados «Poesías de Juan Clemente Zenea», «Estalagmitas del lenguaje», «Bécquer y Heine» y «Los siete tratados de Montalvo», en donde desplegó libremente su estilo detallista. José de Armas y Cárdenas, conocido también por el seudónimo de Justo de Lara, cultivó la crítica erudita y académica. Sus estudios sobre Derecho, concluidos en 1880, no lograron hacerle declinar sus preferencias por la literatura y el periodismo, ambos de larga tradición familiar, y «en su caso [además] dio pruebas de indudable precocidad cuando a los dieciséis años (1882) publicó en La Nación el artículo «La locura de Sancho».50 En dicho artículo también se revelaría como un excelente ensayista, puesto que, a diferencia de otros críticos que veremos, el periodismo no constituyó un freno para ejercer la crítica comedida y sólidamente argumentada. En ese sentido la figura de Ricardo del Monte guarda con Justo de Lara gran parecido, puesto que en ambos la dedicación al periodismo limitó sus funciones como críticos, pero no la calidad ensayística de los textos. Con «La locura de Sancho» inició Justo de Lara la serie de trabajos cervantinos que luego continuarían: El Quijote de Avellaneda y sus críticos, «Algo sobre Don Quijote», «Los dos Quijotes» y «Un censor de Cervantes». El trabajo titulado El Quijote de Avellaneda, particularmente, «mereció el elogio constante y sin reservas de Marcelino Menéndez y Pelayo»,51 a quien el crítico cubano tomaría como modelo

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al seguir el método del análisis histórico comparativo. Otros de sus ensayos, aunque no referidos a la literatura de los siglos de oro, se remontaban a similares o anteriores etapas de la literatura no hispana como «Los contemporáneos y Shakespeare», «La reforma y el renacimiento en el siglo XVI y Marlowe», publicados en la Revista Cubana. Esas dos tendencias de sus estudios continuarían desarrollándose durante el siglo XX, sin que renunciara a su labor como periodista en publicaciones nacionales y extranjeras. El pensamiento y la actuación política de Justo de Lara no marcharon en una sola dirección. Fue primero un seguidor de las ideas reformistas, concretamente de las autonomistas, para luego hacer más radical su posición, pero sin llegar a adoptar la actitud independentista. Dicho cambio puede apreciarse en el desarrollo del semanario La Avispa (1892), fundado, dirigido y redactado por él. El alto grado de sátira contenida en sus críticas contra el gobierno español fue la causa de que la publicación fuera retirada a los tres meses, aunque en 1893 se publicara nuevamente. La radicalización de sus ideas quedó expresada también en el célebre artículo «Nuestra protesta» de 1894. Hasta ese momento los reclamos de José de Armas y Cárdenas habían perseguido, a toda costa, darle una solución pacífica a las diferencias entre los cubanos y los españoles. Ante la intolerancia de las autoridades españolas, incluso con los autonomistas, torció sus ideas en favor del independentismo: «¡Entre José Martí y Valeriano Weyler, [decía] pueblo de Cuba, elige!» Su artículo se oponía, precisamente, a la designación de Weyler como capitán general de la isla. 52 Algo más que erudición distingue la crítica de Justo de Lara y es su sinceridad y respeto hacia las opiniones ajenas, en particular las que no compartía. Con estas cualidades escribió otros trabajos referidos a la literatura cubana. Durante las dos últimas décadas del siglo XIX, publicó, entre otros, los artículos: «Una novela y un estudio; En busca del eslabón, de Francisco Calcagno» (1889); «El error de un genio (José María Heredia)» (1891); publicados en el suplemento Los Lunes de la Unión Constitucional, así

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como «Triquitraques (Crítica por Fray CandilEmilio Bobadilla)» y «Julián del Casal», aparecidos en La Habana Elegante, en 1892. De los trabajos de Justo de Lara sobre literatura cubana, el más relevante fue «El error de un genio» por su resonancia polémica. Su crítica no se adentró en los valores literarios de nuestro primer poeta romántico, sino en las ideas separatistas que irradiaba su poesía patriótica para asumir años después una actitud que, al igual que muchos de los contemporáneos de Heredia, Justo de Lara había considerado claudicante frente al gobierno español. A propósito del libro de Bobadilla no dejó de reconocer el talento que poseía el autor de Triquitraques, pero se manifestó inconforme con la ligereza de su crítica satírica. Por otra parte la novela de Calcagno era de un género al que podía dársele el calificativo de novela de implicaciones científicas, poco usual entre los narradores de la época y que todavía no había logrado conciliar los valores literarios con los aportes de la ciencia, posibilidad ante la que el crítico se manifestaba escéptico. En relación con Casal, igual que con Heredia, las opiniones no eran del todo halagüeñas, en el sentido de que no entendía la creciente predilección de los poetas de la isla por la literatura francesa, fenómeno que atribuía a una respuesta sentimental de los criollos a la despótica actitud de las autoridades coloniales, sin comprender que también era el resultado de una nueva forma de encarar la creación literaria desde su propia esencia, rejuveneciendo su contenido y su fisonomía. En una dirección eminentemente esteticista, la crítica tuvo en Ricardo del Monte un prestigioso cultivador. Del Monte poseía una sólida cultura humanística, gracias a la educación recibida de su tío Domingo del Monte, quien lo adentró en el estudio de antiguas y modernas culturas europeas y sus lenguas. Esto le permitió acceder a las más importantes literaturas y corrientes estéticas europeas en sus idiomas originales, lo que le permitió obtener de ellas un conocimiento muy directo. Su crítica literaria, si bien no fue cuantiosa, al menos sí resulta de gran atractivo por la naturaleza esencialmente polémica de sus eruditas ideas. Su credo políti-

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co fue siempre muy conservador, desde una primera etapa reformista junto a José Antonio Cortina, hasta el autonomismo más ferviente. Se manifestó a través de las páginas de importantes publicaciones periódicas que estuvieron a su cargo como El País y El Triunfo. En sus trabajos de crítica se advierte cómo esta posición fue haciéndose tan reaccionaria, que nuestra historia y nuestra literatura tuvieron poco de valor que ofrecerle. Las Obras de Ricardo del Monte fueron editadas por la Academia de Historia en 1926. Algunos años antes (1918) también habían sido publicadas sus Poesías. Su extenso ensayo titulado El efectismo lírico apareció en 1877 en la Revista de Cuba, pero ya desde 1866 había sido editado sucesivamente en forma de folleto (1870, 1876 y 1878), lo que demuestra la favorable acogida que obtuvieron sus criterios. En El efectismo lírico, Del Monte analizó los defectos de composición y contenido presentes en la versificación de mediados del siglo, a través de la obra de Saturnino Martínez. En dicho trabajo, Del Monte se mostró implacable con la poesía de fácil factura predominante en aquella etapa, pero no desconoció los valores de la literatura romántica cubana representada por la Avellaneda, en la poesía, y Anselmo Suárez y Romero, en la narrativa. Tampoco denigró la labor de los que, paralelamente al desarrollo de pésimos versistas, habían iniciado un movimiento verdaderamente renovador. No sólo el romanticismo fue objeto de la atención de Del Monte. También lo fue el modernismo, al que vio progresar desde las primeras manifestaciones y dentro del cual él mismo constituye un buen exponente en el desarrollo de la prosa. Preocupado por el acontecer social bajo los puntos de vista de su consabido autonomismo, el crítico cubano interpretaba al arte como una expresión del espíritu, encargado de reproducir los aspectos menos lacerantes de la realidad. Sin embargo, los modernistas habían hecho suyas, con demasiada vehemencia, las ideas del «arte por el arte» tomadas de la obra de Teófilo Gautier que a Del Monte le parecía una actitud intolerable, razón por la que en el encomio a la poesía de Julián del Casal, el artículo

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«Mi deuda» combatiera dichas ideas y rechazara la evolución seguida por la corriente. La verdadera causa de la intransigencia de Del Monte estaba en que los modernistas habían alejado a España de sus patrones de creación, tomando, en cambio, los modelos que le ofrecían los poetas franceses del momento. Su criterio no estaba sostenido por el estudio de los más importantes creadores modernistas cubanos, sino por los «detalles casalianos presentes en la poesía romántica de finales de siglo, cultivada por Juana Borrero, los hermanos Uhrbach y René López», entre otros contemporáneos suyos. Como crítico, no era del interés de Del Monte ayudar al lector a una mejor comprensión del hecho literario, sino dirigir el proceso creativo, en un muy arraigado convencimiento del papel normativo de la crítica literaria. La constante búsqueda de las causas que condicionaban el resultado de una obra, la asimilación del positivismo taineano y spenceriano, y del idealismo de Hegel, su reclamo teórico de una literatura que demostrara el vínculo del escritor con la sociedad, así como el dominio de una prosa depurada y elegante, hicieron de Ricardo del Monte uno de los críticos de mayor autoridad en su momento. Las figuras más sobresalientes del cultivo de la crítica satírica en Cuba fueron Emilio Bobadilla y Aniceto Valdivia, conocidos también por los seudónimos de Fray Candil y Conde Kostia, respectivamente. Aunque sus trabajos no aportaron ideas fundamentales acerca del devenir literario de aquellos años, sí constituyen los ejemplos más señalados de cómo se ejerció la crítica impresionista de tipo satírico en nuestro país. Debido a la superficialidad de este tipo de juicios y al desmedido afán de prodigar los defectos de una manera arbitraria, Bobadilla se hizo tristemente célebre y, como era de esperarse, sólo consiguió esbozar algunos pocos formulismos gramaticales. Durante muchos años Bobadilla había permanecido en distintos países de Europa y América a causa de sus ideas separatistas. En España conoció bien de cerca la crítica burlesca a la manera de escritores como el puertorriqueño Luis Bonafoux y los españoles Antonio de Valbuena

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y Leopoldo Alas (Clarín) que, como afirma Cintio Vitier, estaban en la peor línea satírica típicamente peninsular.54 De Europa también regresó imbuido de las ideas del positivismo. Los libros de crítica publicados por Fray Candil fueron: Reflejos de Fray Candil (1886), prologado por la española Emilia Pardo Bazán y el cubano Antonio Escobar; Escaramuzas (1888), con la introducción de Leopoldo Alas; Capirotazos (1890); Triquitraques (1892); Solfeo (1893) y Baturrillos (1895). Ya en los comienzos del siglo XX, también publicó libros de crítica satírica que pertenecen más al XIX que al XX por su forma y contenidos. Bobadilla fue implacable, incluso, con Leopoldo Alas y Emilia Pardo Bazán, quienes le habían dado carta de presentación en el mundo de las letras españolas. Al acercarse a su obra, Salvador Bueno afirmaba que […] está situada, en sus mejores facetas, a la sombra de la cultura francesa finisecular. A través de ella armó su curiosidad nunca satisfecha a la cultura europea de su época. Gustaba de hacer alardes de sus conocimientos científicos, que eran muy superficiales y nada sistemáticos, y llenaba sus cuartillas con citas de numerosos escritores y científicos de moda por aquellos años. 55 La polémica en torno a la figura de Enrique José Varona es el aspecto más recordado de la crítica de Bobadilla. En la Revista Cubana, Varona había hecho comentarios desfavorables sobre el libro Reflejos de Fray Candil, y con su habitual actitud, el autor respondió con un artículo que tituló «Varona… o a lo que salga», que aparecería posteriormente en el libro Escaramuzas. Desde los inicios, el tono burlón de Bobadilla contrastaba con la seriedad de los reparos de Varona, al que se atrevió a llamar «domine de antiparras y palmeta», cuyo «vocabulario era el de un expediente redactado por una oficinista que manosea libros de buena prosa castellana». Aunque en su juicio sobre Bobadilla a Varona se le escapara algún adjetivo inadecuado, carecía de verdaderos fundamentos la des-

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mesura de Fray Candil. Otros críticos se vieron obligados a intervenir en defensa de Varona y Manuel de la Cruz instó a Manuel Sanguily, desde las páginas de La Habana Elegante, a que respondiera las insolencias de Bobadilla. El artículo de Sanguily, aunque prudente y comedido, no dejó de describirlo como lo que realmente era: un crítico joven, inmaduro, no adscrito a escuela estética alguna, formalista y superficial, que gustaba de encontrar defectos en otros, pero no que le señalaran los suyos. A solicitud del crítico José del Perojo y para la revista madrileña Nuevo Mundo, Bobadilla volvió sobre la figura de Varona en un artículo que después publicaría en su libro Baturrillos. En este nuevo artículo le reconoció sus capacidades para dedicarse a la filosofía, la estética, la crítica y el periodismo, con toda la importancia que esto tenía para un intelectual de formación autodidacta. Pero, aunque se viera obligado a admitir la maestría de Varona, su natural ironía le hizo esbozar una idea, a todas luces mordaz, al compararlo con Marcelino Menéndez y Pelayo: «todo el mundo les admira, [dijo] pero pocos, muy pocos los leen». 56 Muchos sinsabores ocasionó Bobadilla a escritores cubanos y extranjeros con sus criterios hirientes y superficiales, a causa de no existir en él un verdadero interés por estudiar la literatura. No obstante, estudiosos de la obra de Fray Candil, como Elías Entralgo, han destacado su amor a la tierra natal y han ofrecido el testimonio de la contribución del crítico cubano a la causa de la independencia y al desarrollo de nuestra cultura.57 También se ha señalado que no toda la crítica de Bobadilla merece ser desestimada, pues ella «se aproxima a la de aquellos escritores españoles e hispanoamericanos que renovaron nuestras literaturas a finales del siglo XIX». 58 Este aserto nos remite a la peculiar actitud de crítica ante la realidad promovida por el modernismo y que se expresó a través de un aparente desentendimiento de ésta, hecho que lo sitúa más allá de su mera trascendencia estética y literaria. En tal sentido la prosa modernista, y especialmente su crítica, debe ser objeto de un análisis profundo, a fin de obtener más amplias nociones acerca de lo que

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constituyó todo un movimiento intelectual como se le ha reconocido al romanticismo. Además de Bobadilla, la crítica impresionista de tipo satírico fue cultivada por autores como Aniceto Valdivia. Él, igualmente independentista, se destacó por su entrega al periodismo, sobre todo en la dirección de La Lucha. Su inicio en el mundo literario se produjo en España, donde había estudiado Derecho, con la publicación de obras dramáticas y colaboraciones en revistas. Valdivia era no sólo un escritor prolijo, sino también un ávido lector; pero «gustaba de mencionar sin discriminación los autores y libros que había manejado mezclándolos de manera confusa y a veces torrencial».59 Su obra crítica se diluye entre innumerables artículos de diverso perfil, aunque al parecer sus crónicas teatrales eran las más gustadas por el público. A su muerte, el juicio de sus contemporáneos demostraba el respeto ganado por el Conde Kostia, a pesar de que con frecuencia sus opiniones despertaron airadas protestas entre sus lectores. En el homenaje que rindió Joaquín Navarro Riera (Ducazcal) al entonces recientemente fallecido crítico cubano, le señaló como un fecundo hacedor de «semblanzas, necrologías, juicios sobre libros, obras musicales, pictóricas, escultóricas, etc., todo improvisado en actividad diaria y renovada en la apremiante y angustiosa labor del diarismo que no tiene piedad para el escritor verdadero y consciente, y le agota el talento y la gracia artística». 60 Durante la segunda mitad del siglo XIX, además de su abundante articulismo, Valdivia prologó algunas obras, entre ellas Niñadas (1889), de Luis Vega Poey; Mi libro de Cuba (1893), de Dolores Rodríguez de Tió; Gemelas (1894), de los hermanos Uhrbach; Rimas (1895), de Juana Borrero; y Entre brumas (1899), de Andrés Clemente. En todos está presente su inconfundible estilo ampuloso y efectista, lleno de afirmaciones categóricas y no siempre bien fundamentadas. Como hemos dicho, no pocas veces esa forma de encarar la literatura provocó el enojo de sus propios admiradores, pero esto no preocupó seriamente a Valdivia. Por ejemplo, al escribir el prólogo de Entre brumas decía: «Yo he

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aceptado el encargo, como se aceptan esas cosas: sin pensar en las responsabilidades enormes que lleva consigo tal empeño.» 61 En relación con la obra de Luis Vega, la actitud ufana de Valdivia no tenía mayores consecuencias, pero con respecto a la de Enrique Piñeyro adquiría una significación sólo de aparente desenfado al decir que éste escribía «en el estilo de todo el mundo», como una manera de justificar el excesivo metaforismo de sus propios artículos frente a la prosa correcta y elegante de Piñeyro. Mientras que Piñeyro nos legó una obra crítica imprescindible, la de Valdivia ha tenido siempre más detractores que defensores. Sus mismos contemporáneos rechazaron su estilo, en cierta ocasión, por ejemplo, Bobadilla lo llamó «puercoespín de metáforas», por el prólogo a Mi libro de Cuba, de Dolores Rodríguez de Tió, y Enrique José Varona llegó a confesar abiertamente que prefería sus versos a su prosa. 62 No obstante, aunque fugaces, en sus prólogos a los libros de Juana Borrero y los hermanos Uhrbach, se encuentran opiniones de interés sobre la poesía cubana de finales del siglo XIX. Valdivia reconocía la existencia efímera del modernismo y que había tenido pocos seguidores en Cuba, y consideraba que esto se debía al error de nuestros poetas de tratar de reproducir inútilmente las tendencias provenientes de la literatura francesa y no a aprovecharlas originalmente. Él mismo había sido un difusor, entre los escritores cubanos, de la obra de los poetas franceses de finales de siglo —su propia obra no es ajena a dicho influjo—, empero, sus reservas en cuanto a incorporar elementos foráneos sin una verdadera creatividad, contrasta con las opiniones que lo sitúan como un seguidor a ultranza de la literatura francesa. La febril traslación de las ideas y los modos de hacer poesía al estilo de los escritores simbolistas, parnasianos y decadentistas de Francia, consideraba Valdivia, habían provocado la ingénita agonía del modernismo. Pero, si bien habían sido pocos los cultivadores del modernismo en la Isla, al menos era cubano su «jefe indiscutible en toda América»:63 Julián del Casal, quien a pesar de su grandeza se había reservado el «espectáculo de una de las almas más

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inquietas», aludiendo a detalles de la personalidad literaria del poeta al que le había unido una gran amistad. Tal vez nadie como Manuel Sanguily ha definido mejor la crítica literaria de Valdivia: «maneja la lengua como le place, con frío propósito y cruel complacencia de sorprender o indignar. Se comprende que siente fruición en provocar estupor en el burgués o el filisteo, y en el vulgo asombro», además de su ventaja de librarse del método, prescindir del dato cierto y comprobado.64 El conjunto de la crítica cubana finisecular aportó indudables valores a nuestra literatura, aunque sus hacedores no estaban del todo conscientes de su participación en los cambios provocados por el modernismo sobre la prosa; algo muy distinto de lo que sucedía con los poetas, quienes sí tenían plena convicción de las transformaciones que estaban promoviendo. Los críticos fueron agentes directos en el desarrollo del ensayo literario, lo fueron incluso aquellos cuyos enfoques filológicos se basaban en análisis textuales, en los cuales predominaba el plano analítico sobre el creativo y que le restaban la fluidez y el tono meditativo propios del género. La riqueza de ideas apreciada en los trabajos consultados nos permitió verificar, una vez más, la actualidad de los conocimientos científicos de nuestros críticos, quienes estaban informados de los más recientes conceptos esbozados por las disciplinas humanísticas. No sería ocioso recordar las principales figuras de cuyo pensamiento se nutrió la intelectualidad cubana de la época: los positivistas franceses Hipólito Taine, Paul Bourget, Émile Faguet, Carlos SainteBeuve; y los idealistas alemanes Enmanuel Kant y Federico Hegel. Junto a las ideas evolucionistas de Herbert Spencer, también se recibió el influjo del liberalismo a través de las ideas del «más grande pensador inglés entre 1830 y 1873»,65 John Stuart Mill, y no debe pasar inadvertido el ejemplo que significó para los cubanos la labor de Lord Thomas Babington Macaulay (1800-1859),66 eminente político y crítico e historiador literario, líder de la célebre Edinburg Review, difusora del pensamiento liberal inglés. Otras influencias provenían de la

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crítica y la historiografía españolas, a la manera de Manuel de la Revilla y Marcelino Menéndez y Pelayo. Un análisis del modernismo como fenómeno continental ha reparado en el desarrollo de tres líneas temáticas generales: «una extranjerizante, otra americana y una tercera hispánica». 67 Nuestra crítica también actuó en esas direcciones a través de sus tópicos predominantes: el análisis de la literatura francesa, de la poesía cubana y de la literatura española. La literatura española, en verdad, no provocó un gran efecto en la recepción del público, no sólo por razones políticas, sino porque el impacto causado por la literatura francesa en toda Europa repercutió con similares bríos sobre nuestros lectores. Sin embargo, no hubo rechazo por las letras españolas, puesto que sus mejores exponentes continuaron siendo paradigmas insustituibles, tanto para el público como para la crítica, la cual intensificó entonces su perenne inquietud por la pureza y corrección de nuestra lengua, tratando de preservarla de los galicismos de la época. Junto al influjo que continuó teniendo la obra de Víctor Hugo, lo que más despertó el interés de nuestros críticos fue la novela naturalista, las obras de Emilio Zola, de los hermanos Goncourt, de Alfonso Daudet y otros, pero el deslumbramiento que produjo la novela francesa de aquellos años no impidió que nuestros críticos se mostraran temerosos de que la realidad se reflejara tan crudamente. En relación con la literatura cubana, nuestra crítica se acercó con reservas a la poesía del momento y no supo comprender la autenticidad del modernismo, al que vio como una imitación de la poesía francesa, al igual que en etapas anteriores había interpretado el romanticismo como una prolongación de la española. 3.4.3 Autores destacados en otros géneros que también ejercieron la crítica literaria. Casal, Nicolás Heredia, Tejera, Morúa Delgado, Meza Junto a nuestros más importantes críticos finiseculares, diversas figuras, esencialmente destacadas en otros géneros, tomaron parte de

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las inquietudes literarias del momento. Entre ellas las de mayor significación fueron las de los narradores Martín Morúa Delgado, Ramón Meza y Nicolás Heredia; y las de los poetas Diego Vicente Tejera y Julián del Casal. Hacia la segunda mitad del siglo la narrativa había cobrado un auge extraordinario, debido a la audacia demostrada por el realismo y el naturalismo francés en el reflejo artístico de la sociedad, aunque la poesía siguiera contando con innumerables cultivadores, motivados por los rumbos que le sugerían —todavía— el romanticismo y —renovando el género— el modernismo. Se había producido un viraje entre la crítica referida a la poesía y la narrativa, al calor de la polaridad de criterios acerca de si el naturalismo reportaba más contribuciones que perjuicios a la cultura y la conducta humanas. En la etapa señalada, el naturalismo aún no era dominante en la literatura cubana. Sin embargo, el realismo ya tenía raíces en nuestra narrativa romántica y en el articulismo de costumbres, pero no provocaron tanto interés entre nuestros críticos como el que despertó la novela francesa de esos años. Como es sabido, en 1882 apareció publicada en Nueva York la versión definitiva de la novela cubana más importante del siglo XIX: Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde. Los críticos de la etapa se acercaron a su texto desde diferentes puntos de vista. En 1892 Martín Morúa Delgado publicó su folleto Las novelas del Sr. Villaverde. Desde el primer momento, Morúa Delgado asumió una actitud intransigente en relación con los defectos de la narrativa cubana, debido a que sus opiniones descansaban en la comparación desventajosa entre ésta y su conocimiento de la foránea. En su concepto del escritor como fotógrafo de la sociedad, al acercarse a una novela que consideraba histórica, reparaba más en detalles e inexactitudes de fechas y lugares, que en la verdadera esencia denunciadora de la novela. Opinaba que el primer efecto negativo de Cecilia Valdés, era presentar el aspecto pecaminoso de la sociedad colonial cubana, forzando el argumento para provocar el incesto entre Leonardo y Cecilia. Sin embargo, Morúa no reparaba en la condena

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al abominable estatus colonial, expresado en la novela. Apasionado por sus opiniones en cuanto al valor didáctico-moralizante concedido por él a la literatura, el crítico se desgastaba en determinar si Cecilia Valdés era un cuento largo o una novela. Por otra parte, señalaba que la obra carecía de una caracterización sólida de personajes, los cuales eran diversos, pero dispersos, pues no se integraban orgánicamente a la trama. Las ideas de Martín Morúa Delgado marchaban en una dirección recta. Se debatían en una actividad de acción y reacción mutuas, de afirmación y contradicción. Los numerosos defectos hallados no le impidieron reconocer el merecido sitio que había ganado la novela de Villaverde en la literatura cubana, aunque, lamentablemente, no se dedicó a explicar el porqué. El mismo Morúa, que se manifestaba en contra de las crudezas expuestas por Villaverde, era un ferviente admirador de Zola, que tantos aspectos «turbios» había llevado a sus obras. Si su análisis estaba dirigido al conjunto de las obras de Villaverde, en sus generalizaciones se advierte que esas opiniones también podían extenderse al resto de la narrativa cubana, asignándole, después de todo, un saldo favorable, convencido de que, aunque insegura todavía en sus pasos, no era portadora de la insania predominante en la literatura europea. Tanto a Morúa Delgado como a Diego Vicente Tejera les impresionaron vivamente las palabras del novelista español Benito Pérez Galdós, acerca de que no creía que un cubano hubiera podido escribir algo tan bueno. En verdad, la frase sacada del contexto, del que ninguno de los dos críticos cubanos da referencias, pudiera interpretarse elogiosa o peyorativamente. 68 Morúa lo tomó por el lado peyorativo y se impuso responder defendiendo las virtudes potenciales de los escritores cubanos en la literatura y otras esferas del conocimiento, y aprovechó para señalar que en la narrativa española había defectos similares ya que todos sus personajes se parecían. Por su parte, Tejera no pareció hallar subestimación en las palabras de Galdós, sin embargo, su respuesta fue mucho más aguda, tras una «modesta cronología sobre el género», expues-

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ta en su artículo «Una novela cubana». Cuando en 1839 la narrativa europea no contaba con una cantidad tan notable de escritores, afirmaba Tejera, ya en Cuba se «componía una obra enteramente realista, en la cual se veía aplicado con todo rigor el procedimiento que más de treinta años después debía ser la norma de una escuela universal» —y Galdós sólo tenía cuatro años— . Llevado por la pasión, al defender nuestra literatura Tejera exageraba. Quizás desconociera consciente o inconscientemente la fecha exacta de aparición de notables muestras del realismo francés, pero esgrimía sus opiniones para demostrar a Galdós que en los finales del siglo XIX todavía los españoles estaban aferrados a las viejas tradiciones. Tejera, que veía en Cecilia Valdés un producto romántico, la caracterizaba como novela naturalista, por el estudio que hacía Villaverde de la sociedad. Como Morúa y Tejera, también Ramón Meza se refirió a la novela de Villaverde, en un artículo publicado en La Habana Elegante, en 1894 («Cecilia Valdés»). Para el crítico el objetivo fundamental era la rememoración de sucesos, personajes y tipos de una época de nuestra historia, a partir de las influencias de Scott y Manzoni, cuyos modelos no le parecían reprobables. Si Morúa Delgado hacía una disección de las obras de Villaverde para destacar defectos, la de Meza es diametralmente opuesta, pues trataba de llamar la atención sobre las virtudes de la novela. Las diferencias de acercamiento a Cecilia Valdés entre Martín Morúa Delgado, Diego Vicente Tejera y Ramón Meza, respondían también a sus filiaciones políticas, más ostensibles en la crítica de Tejera, ya que sus opiniones literarias estaban fundamentadas en su ideario independendista y el conocimiento de las ideas socialistas. La literatura cubana no fue el único objeto de atención por parte de Morúa Delgado; otros escritores del realismo, como el dramaturgo noruego Henrik Ibsen y los novelistas rusos Dostoievski, Turgueniev, Gogol y Tolstoi, fueron motivo de un análisis esmerado y comedido, menos vehemente en la búsqueda de errores. El estudio de los dramas de Ibsen 69 se

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apoyaba en el biografismo crítico, tal vez mucho más en lo crítico que en lo biográfico, pues los elementos extraliterarios son aportados sólo como fundamentación de la actitud acusadora del autor, en relación con la sociedad, sin que cayera en los «fétidos lodazales» a los que descendiera la narrativa francesa. No dejaba de contradecirse, pues esa misma narrativa había sido muy elogiada por él. Por otra parte, no existía aún una idea clara de las diferencias entre el realismo y el naturalismo e intercambiaba los términos indistintamente. Tales imprecisiones se aprecian en el trabajo de Morúa «Rusia contemporánea», publicado en la Revista de Cuba, en 1891. En dicho trabajo Morúa Delgado supo apreciar el aporte cualitativo de la literatura rusa «en el espíritu y en el método». En el ejercicio de la crítica literaria Diego Vicente Tejera siguió otros caminos, especialmente los de la reseña y el artículo breve. Muchos de sus trabajos fueron publicados en El Fígaro y La Habana Elegante, y en su libro Un poco de prosa (1895). De acuerdo con los criterios de la época, Tejera ubicaba en polos opuestos a la novela romántica y a la naturalista, a la que también llamaba realista. La novela romántica «expresaba lo universal, lo sobrenatural, lo extraordinario», mientras que la realista o naturalista tenía un carácter más nacional, un horizonte más limitado, en modo alguno señalado como menos importante, sino como el resultado de la observación del hombre en sociedad. A pesar de las confusiones teóricas imperantes y de la subestimación de muchos críticos en relación con el naturalismo, Tejera asumió la defensa de la nueva tendencia y emplazó a la crítica a tratar de definir, como él lo había hecho en su libro Un poco de prosa, sus caracteres esenciales. La novela naturalista no era ajena a la imaginación, ni estaba ausente de ella la técnica bien elaborada, y: Si cierto realismo se complace en lo feo y lo soez, recuérdese que el romanticismo ha poblado el mundo de monstruos repugnantes. Si lo bello existe de una manera real, no sería buen naturalista quien lo excluye o no le preste igual atención que a lo feo

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[…] El naturalismo no es un fin, sino un medio, la forma racional que debe vestir el arte de nuestra época. Lo que distinguía la novela romántica de la naturalista era —consideraba Tejera— la necesidad de expresar verdades comprobables, en correspondencia simétrica con los avances científicos de la época impulsados por el positivismo, que no era más que la respuesta lógica a la necesidad de renovación igualmente imprescindible en la realidad y en el intelecto. Estos postulados teóricos ya estaban formados en Tejera desde 1885, y se habían hecho públicos en el artículo «Les Dames de CroixMort», 71 donde se refería a una novela del francés George Ohnet. Allí hacía comentarios esclarecedores sobre las especificidades de la realidad y las funciones del arte y la literatura, condicionando sus resultados a su materia prima fundamental, la realidad, que al reflejarse parcialmente en la literatura imponía las diferencias de gusto y apreciación.72 E insistía en que la literatura era parte de la realidad. El naturalismo respondía a los requerimientos intelectuales del momento, pero sería superado oportunamente, cuando ya no satisficiera las aspiraciones espirituales. Tejera, que era más dado a comprender que a fustigar, se mostró implacable con los escritores españoles. Cuando se refería a Antonio Fernández Grillo, renombrado poeta y periodista,73 utilizaba un tono hiriente contra cualesquiera de los poetas efectistas de la época. El controvertido Ramón de Campoamor vio disminuidas sus Humoradas a «simples retazos y bagatelas propias de abanicos». Al presentar a los lectores cubanos el libro de Heine El Romancero, traducido por José A. Pérez Bonalde, en 1886, aprovechó para arremeter contra la pésima calidad de una edición traducida por el español Manuel Fernández González, y en general contra las traduciones españolas. 74 Al referirse a la novela de Armando Palacio Valdés, Riverita, continuó su rigurosa exposición de los defectos de la literatura española, destacando la pobreza de su narrativa en relación con la del resto de Europa, tema que se repetiría en traba-

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jos periodísticos para La Habana Elegante, como el titulado «Anarquistas literarios» (1895). Tejera careció de lo que comúnmente llamamos un estilo inconfundible, puesto que cada uno de sus artículos adoptó uno peculiar, supeditado a la figura o al tema que se proponía tratar. Digamos que su estilo fue el de la concisión, entrar de lleno en la materia sin rodeos inútiles; incluso, las opiniones generales poseen el encanto de la brevedad. Paradójicamente, le era fácil profundizar sin extenderse sobre los nuevos rumbos de la poesía o los últimos progresos de la narrativa. Poseía un dominio de la forma que le permitía manejarla a su gusto, en correspondencia con el objetivo del análisis, encaminado a tratar las figuras y temas menos atendidos por la crítica del momento. Tejera fue de los críticos «no consagrados» de la etapa que se lee con mayor gusto y que logró atesorar mayor amplitud y profundidad de conocimientos estéticos. Siendo un independentista convencido y un conocedor de las ideas socialistas, la imparcialidad de su crítica alcanzaba, incluso, a sus ideas políticas, puesto que la filiación ideológica del autor analizado no incidía en el valor literario de la obra. Del quehacer crítico de Ramón Meza en la etapa apenas es conocido su trabajo Estudio histórico-crítico de la «Ilíada» y la «Odisea» y su influencia en los demás géneros poéticos de Grecia (1894), con el que obtuvo el grado de Doctor en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus mejores trabajos críticos permanecían desconocidos en las páginas de las publicaciones periódicas en las que colaboró, como El Fígaro y La Habana Elegante. Meza consideraba que el artista no debía sentirse sujeto a ninguna atadura («Nuestra opinión», La Habana Elegante, 1886). Las mismas circunstancias renovadoras apreciadas en el desarrollo de la literatura hacían imposibles tales contenciones. El naturalismo estaba atravesando por una etapa de aprensiones por ser portador de nuevas ideas sobre el arte, recelo en cierto modo lógico por la incertidumbre ante lo desconocido. Meza comprendía que, en su momento, el romanticismo también había tenido sus detractores, todavía aferrados al neocla-

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sicismo, hasta que su proyección como hecho literario plenamente establecido asentó códigos de creación y lectura aceptados por la sociedad. El naturalismo luchaba aún por establecer sus propios códigos. Meza, igual que Tejera, se veía en la necesidad de defender la tendencia debido a los constantes e inmerecidos ataques que recibía por parte de sus numerosos ofensores. Opinaba que Zola no había fabricado tipos inexistentes, sino que reproducía personajes de las distintas clases sociales, después de estudiarlos con detenimiento, pero esta forma de hacer la literatura era absolutamente original con antecedentes en la novela romántica. Los razonamientos a favor del naturalismo eran reflejo de los presupuestos teóricos esgrimidos por Meza para lograr sus objetivos esclarecedores. A la literatura le asignaba un papel moralizante, educativo y por tanto la consideraba un agente cargado de ideología. De acuerdo con esas ideas, su función social se manifestaba según la tendencia; bajo el romanticismo la fantasía había sido más recreada que la propia realidad, de ahí que Meza viera en la literatura romántica una función eminentemente catártica, mientras que el naturalismo permitía la observación del mundo circundante y propiciaba su conocimiento («Algo sobre el naturalismo», El Fígaro, 1887). Meza también se dedicó a analizar el teatro cubano de la época, no sólo desde el punto de vista del texto, sino también desde el punto de vista de la puesta en escena («Los bufos cubanos», La Habana Elegante, 1887), y es significativo que se interesara por los bufos en momentos en que el público reclamaba ciertas zarzuelas, juguetes y «comedias madrileñas» de no muy relevante factura, mientras que desestimaba los valores de una manifestación potencialmente importante para la cultura nacional. Para llegar a merecer el elogio del público, los bufos debían eliminar los chistes de mal gusto y «desterrar de su repertorio piezas que eran indignas de representarse». Más allá del análisis sincrónico, Meza se extendió en indagaciones acerca de si en realidad podía hablarse de un teatro cubano genuino. Acertaba al considerar que Cuba había dado muy buenos dramaturgos como la

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Avellaneda y Milanés, pero los asuntos y temas de sus obras distaban mucho de reflejar directamente nuestra realidad. Quienes se habían preocupado por llevar a la escena nuestra idiosincrasia habían sido los bufos, «aunque medianamente y en forma modestísima, a veces en censurable desacierto». Uno de los mejores trabajos de Meza es «La obra póstuma de Aurelio Mitjans; examen y anotaciones», extenso artículo publicado en la Revista Cubana entre 1890 y 1891, a propósito del Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba. El libro de Mitjans era elogiado por Meza debido al método histórico seguido, que lo hacía el análisis más claro y útil sobre las letras cubanas.75 Una vez fundamentado su acercamiento, Meza se dedicó a señalar lo que él consideraba imprecisiones del contenido, algunos otros errores y las ideas con las que estaba en desacuerdo con Mitjans, pero los señalamientos de Meza, en lugar de impugnar la obra, se convirtieron en apoyo y fortalecimiento del texto de Mitjans, consciente de que su estudio era sólo el trabajo de un paciente escoliasta. Aún queda, si no mucho por encontrar, al menos por profundizar sobre las características de la crítica de Ramón Meza. Sus estudios «académicos» son insuficientes para hacer una valoración general de sus criterios en torno a la literatura, pues la lectura de algunos de sus artículos publicados en las revistas de la época demuestra que Meza era un crítico valiente al exponer sus puntos de vista, preocupado por lo más actualizado de la creación literaria, un defensor del buen arte y un ensayista ameno. Otro de los escritores cubanos destacados en otras manifestaciones, pero que igualmente cultivó la crítica literaria, fue Nicolás Heredia, quien había publicado en 1892 el libro Puntos de vista. El volumen tenía como propósito recopilar sus discursos leídos en el Círculo de la Juventud Liberal y en el Liceo de Matanzas. Entre otros contenidos analizó las obras de Campoamor, Zola, Daudet, Piñeyro, Sanguily y Casal. En realidad, su recopilación no contiene ideas suficientemente profundas, lo que también se aprecia en el trabajo titulado La sensibilidad en la poesía castellana (1898).

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Aunque sus artículos y discursos no carecen de ideas meditadas, éstas no son ni retadoras, ni concluyentes, invitan a la reflexión más que a la polémica; son, en general, más elogiosas que fustigantes. Los trabajos más interesantes de su Puntos de vista son los dedicados a Enrique Piñeyro y Julián del Casal. El primero estaba destinado a responder a las expresiones peyorativas de Emilia Pardo Bazán en relación con Piñeyro, aduciendo en respuesta que el cubano poseía un esilo pulido y suave, y una prosa elegante. Sin embargo, parece censurarle la ausencia de recursos poéticos, que lo hacía un escritor frío como el mármol. 76 De otro lado, sus opiniones sobre Casal sugieren también la polémica. Del poeta modernista admiraba la maestría formal, pero no consideraba de relieve el conjunto de su obra. Pensaba que Casal era un maestro de la forma porque sólo ésta le interesaba de la poesía. Para Heredia, el poeta era un «extraño caso de manifestación entre los cubanos del decadentismo o modernismo decadente». 77 Quizás, participar en una corriente diferente a la apreciada hasta el momento, le impedía al crítico valorar al poeta como representante de una expresión literaria auténtica, en lugar de disminuirlo a seguidor de una corriente foránea. Aunque de manera fugaz Heredia también se refirió al prácticamente inexistente teatro cubano. Es provechoso hacerlo constar y ver la similitud de sus opiniones con la expresada por Ramón Meza. A pesar de que en La Habana se representaban obras dramáticas, entre ellas del género bufo, en realidad no se trataba de un teatro verdaderamente cubano. Las argumentaciones de Heredia tenían más sesgo político que literario. Eran las condiciones sociales impuestas por el sistema colonial las que lesionaban el desarrollo del teatro y le impedían convertirse en una manifestación cultural que representara dignamente al pueblo cubano. 78 Los tópicos más recientes de la actualidad literaria del momento, ofrecidos por el naturalismo y el realismo, no dejaron de ser tratados por Nicolás Heredia. En su artículo «La literatura materialista» (El Fígaro, 1890) se exponían algunos de sus más importantes criterios en torno a la impactante forma de escribir revelada por

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el naturalismo, nutrido de: «la literatura religiosa, el socialismo y la falta de aspiraciones políticas». Dichas fuentes eran expresión en la literatura del espíritu de crítica imperante en los finales del siglo XIX. El naturalismo tomaba de la literatura religiosa para oponerse a la incredulidad de los hombres y la fe ciega en Dios. Las ideas socialistas —aún no suficientemente conocidas entre los cubanos—, Heredia las valoraba como opción social renovadora, latente en la realidad que la literatura no podía dejar de expresar. La falta de aspiraciones políticas de los pueblos era consecuencia del desencanto ante el desarrollo de una burguesía en ascenso, cada vez más enriquecida a costa de las grandes mayorías. La pérdida de la confianza en las aspiraciones políticas también era la causa de que esas mayorías buscaran en el socialismo el mejoramiento humano. El surgimiento de las nuevas corrientes literarias tenía una lógica razón de ser, no provenía de inexplicables engendros, ni de «una perturbación del sentido estético». Las condiciones sociales y su reflejo en la literatura imponían una nueva actitud y un pensamiento diferente. Los lectores (sobre todo burgueses) y la crítica que impugnaban al naturalismo, repelían la cruda sinceridad de sus escritores. Aunque Heredia pretendía mantenerse como un desapasionado observador al margen, exclamó convencido: «¡abajo lo convencional, abajo la mentira romántica!» La prosa de Heredia es pausada, desenfadada, y aunque en algún momento se autotitulara impresionista y no un crítico verdadero, su labor no se correspondió estrictamente con los calificativos que, tal vez por modestia, utilizó para caracterizarse. No fue un impresionista al estilo de Casal, pero tampoco un observador severo como Tejera o Meza. Concebía la función de la crítica como una amable recomendación para ayudar al escritor a la claridad de las ideas, hecho éste que, unido a su agradable manera de decir, lo sitúan como uno de los mejores escritores destacados en otros géneros que también se dedicaron al examen de la literatura, en la etapa entre 1868 y 1898. Heredia consideraba que Tejera había logra-

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do en su libro Un poco de prosa imprimir el sentimiento del creador al escrutinio exhaustivo de todo acercamiento a las letras. Pero, quien representa mejor esta cualidad de la crítica entre los autores analizados es Julián del Casal en Bustos y rimas (1893), publicado después de su muerte. La crítica de Casal no es sólo cualitativamente diferente, sino que, además, permite una comprensión más integral de su personalidad literaria, y contribuye, como el resto de su prosa, a refutar el mito del escritor de espaldas a la realidad. En Bustos y rimas el predomino de las imágenes poéticas pudiera hacernos creer que en las semblanzas sobre los autores presentados señorea la falta de estudio y predomina sólo la recreación fantasiosa; sin embargo, lo que Casal ofrecía no eran intermitentes ideas en creaciones a partir de textos originales, porque la realidad lacerante que le tocó vivir lo inquietaba poderosamente y le hacía reflexionar una y otra vez sobre la situación colonial del país y sobre el lamentable influjo del periodismo, al que consideraba un freno más que un estímulo para la creación. Casal conocía bien de cerca que si algunas de nuestras importantes revistas y periódicos habían alcanzado una alta calidad, no se debía a los propósitos de las autoridades coloniales, sino al interés de los propios cubanos por su desarrollo intelectual. Bajo los seudónimos de Hernani y Alceste «o en completo anonimato», 79 Casal colaboró en La Discusión, El País y La Caricatura, de orientación política; y en El Fígaro y La Habana Elegante, revistas de variados temas, concebidas como estímulo a la creación y la reflexión que Casal utilizó en provecho del diálogo sobre la pintura, la literatura y el teatro. De los trabajos críticos de Casal el menos típico de la vertiente impresionista que en él predominó fue el artículo sobre Bonifacio Byrne. 80 Cierto que se acercó a figuras de más relieve, pero el ensayo sobre Byrne sintetiza algunos de sus más importantes criterios sobre la poesía, en cuya esencia se veía expresado lo vago, lo misterioso, lo lejano, lo desconocido. Cuando meditaba sobre los autores que más lo habían impresionado, solía referirse a su propia vida y obra, como sucede en sus semblanzas sobre Es-

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teban Borrero y Bonifacio Byrne. Al escribir sobre Borrero, se quejaba: […] cuando el artista, por grandioso que sea, no tiene la flexibilidad dorsal que el caso requiere, ni mano firme que le preste apoyo, se queda a las puertas del palacio, viendo a los que le son inferiores, pero que saben rebajarse bastante para pasar, mientras él se queda en la calle desierta, donde la sombra ondea, el frío impera y fermentan las inmundicias de los lodazales. 81 Al enjuiciar la creación de Byrne, decía que repudiaba la provincia y amaba la urbe, y que no le interesaba sentirse aplaudido por las grandes muchedumbres; que amaba el arte por el arte. La publicación del libro de Byrne, Excéntricas, lo había impresionado tanto que lo llegó a considerar inusual dentro del monótono ritmo de la poesía cubana del momento. Sin embargo, en el trabajo sobre Fornaris, muerto en 1890, se acercó más a las características de un análisis crítico, y profundizó en torno al valor del contenido y la forma en la poesía. Casal no estaba en contra de la poesía romántica al estilo del que consideraba «el más popular de nuestros poetas», pero el valor de la idea lo estimaba tan importante como la estructura, e incluso sólo el mensaje era capaz de salvar un poema de deficiente elaboración. El modernismo representaba para Casal ese grado de superioridad que tanto reclamaba, de ahí que su referencia a Fornaris se extendiese a la corriente romántica de la cual se manifestaba conscientemente contrario: el siboneyismo. Ese armonioso maridaje entre la imagen y su esencia había llegado «en su grado máximo de perfección» con el modernismo. La poesía exigía ya menos espontaneidad, mayor destreza técnica, más arte. Los artículos sobre José Fornaris y Bonifacio Byrne, aunque aportan ideas precisas sobre la concepción casaliana del arte y la literatura, no alcanzaron la trascendencia de sus artículos sobre Guy de Maupassant (La Habana Elegante, 1890), Rubén Darío (La Habana Literaria, 1891) y Joris Karl Huysmans (Revista Cubana, 1893), que representan lo mejor de

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la crítica impresionista de la época. Al comunicar sus impresiones sobre la novela La vida errante, de Maupassant, se aprecia la identificación altamente conmovedora de Casal con la obra del francés. La manifestación de la crítica, en este artículo, es expresión del sentimiento que despertó la obra en el lector, y no la necesidad de su estudio «académico». Si como afirma Emilio de Armas, en Casal el poeta se sobrepone al prosista, también vale decir que el poeta excede al crítico. Su artículo sobre Rubén Darío es uno de los ejemplos donde se dan a un tiempo las dotes de poeta, narrador y crítico de Casal, toda vez que se trata de una breve semblanza, novelada y fantasiosa, de las premoniciones que le sugerían al poeta los inicios literarios de Darío, una vez alcanzada ya su grandeza. En el artículo sobre Huysmans, con su mejor estilo poético, Casal no sólo da impresiones, sino también pretende ofrecer explicaciones de cómo lograba el novelista francés exponer su talento. También aquí insiste en su idea acerca de lo equiparable de la imagen modernista con el lienzo del pintor, que es además la raíz de su sentido plástico de la literatura que, obviamente, repercutió en su crítica. Crítico, desde luego impresionista y lírico en grado sumo [afirma Cintio Vitier], que en estas páginas da el testimonio de su toma de conciencia modernista y de su consecuente ataque frontal a lo académico como a lo burgués. El proceso por el cual la crítica, a través de la imagen, se va convirtiendo en estilo (no crítica del estilo sino estilo ella misma), proceso que es el nudo gordiano de la prosa de Manuel de la Cruz, culmina en Casal. Para continuar más adelante: Basta, en cambio, repasar cualquier párrafo de Casal, para convencernos de que sus recursos imaginativos al servicio de la intuición crítica, aunque frecuentemente tan exagerados y afectados como los de su amigo [Vitier se refiere a Manuel de la

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Cruz] carecen de temeridad y de relieve aunque jamás de distinción y armonía. 82 La crítica desarrollada por nuestros escritores, poetas o novelistas es un reflejo de cómo repercutió en Cuba la extrema polaridad entre las tendencias que caracterizaron el «fin del siglo» a partir de la muerte de Víctor Hugo, cuando la novela va ganando el interés de la crítica, tanto —y más— como la poesía lo había hecho hasta el momento. La pugna entre la literatura aceptada por la Academia Francesa (Octavio Feuillet, Paul Bourget, Anatole France, Guy de Maupassant) y la literatura sobre «la verdad» (Zola, Flaubert, los Goncourt) estaba en la médula de aquella polaridad extrema percibida por nuestros críticos, aunque no hicieran referencias expresas a esas discrepancias. Fue tal el impacto causado en Cuba por la resonancia del naturalismo francés que, aunque la literatura romántica continuó siendo motivo de interés, a partir de entonces, incluso la poesía, comenzó a ser abordada bajo la óptica de la nueva tendencia y del género que la representaba: la novela. La realidad que vivía Cuba entre 1868 y 1898, desestabilizada por dos cruentas guerras contra el poder de España, la insuficiente aportación literaria de la metrópoli a la creación nacional, y la novedosa inserción de los movimientos literarios franceses en el panorama cultural de los cubanos, acentuaron aún más el desinterés por las letras españolas, haciendo que nuestros escritores aumentaran su rechazo a los «modelos» ofrecidos por la península. El hecho de que el modernismo fuera una auténtica modalidad literaria latinoamericana y no una transposición importada, favoreció también el desarrollo de una crítica independiente y osada. 3.4.4. Trabajos de tipo antológico e histórico sobre las letras cubanas Entre 1868 y 1898, la crítica literaria cubana se hizo más profunda y diversa en relación con sus funciones dentro del panorama cultural del momento. El neoclasicismo ya había quedado

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muy atrás, superado por el romanticismo, y los años que analizamos se caracterizaron por la riqueza de sus valores como etapa de transición entre las todavía importantes manifestaciones del romanticismo y las expresiones del modernismo; años en los que ambos movimientos coexisten nutriéndose mutuamente. Las direcciones tomadas por la crítica de entonces se dirigieron hacia la descripción del neoclasicismo y el romanticismo cubanos, seleccionando sus exponentes representativos, además de asistir al florecimiento de las nuevas concepciones en la manera de hacer la literatura, impuestas por el modernismo. Durante la etapa de 1868 a 1898 abundaron las antologías poéticas,83 como resultado lógico de la ya larga tradición del género en nuestras letras. Entre las de mayor renombre deben citarse: Álbum poético fotográfico de escritores y poetisas cubanas,84 Arpas amigas,85 Parnaso cubano,86 Poetas de color, Los poetas de la guerra y Escritoras cubanas.87 En 1868 se publicó por primera vez el Álbum poético fotográfico de escritoras y poetisas cubanas que si bien no representa la creación más significativa del momento, posee algunos valores que sería necesario destacar, en primer lugar por el hecho de que hasta esa fecha no se había realizado un digno reconocimiento de la creación poética femenina, ya con suficientes voces merecedoras de elogio. El libro se reimprimió en 1872, 1903, 1920 y 1926, lo que demuestra la favorable acogida alcanzada por esta antología de Domitila García de Coronado, cuya contribución al desarrollo del periodismo era bien conocida por sus colaboraciones en distintas publicaciones y su laboriosa actividad de difusión cultural. Su deseo de publicar una antología femenina llevó a la autora a realizar indagaciones con las mismas figuras escogidas, las cuales le ofrecieron los datos que después fueron utilizados en el libro. En la Introducción, la autora se mostró partidaria de no emitir juicios críticos, sin embargo, se mantuvo fiel a un criterio específico: «dignificar a la mujer en general y erigir pedestales a las cubanas que yacían en el olvido. El interés por ofrecer un reconocimiento sin-

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cero a las escritoras cubanas, que sirviera de estímulo a sus inquietudes y las animara a continuar escribiendo para beneficio de la literatura nacional, motivó a la autora del Álbum poético a rendirle homenaje a la más grande figura de la poesía cubana hasta el momento: Gertrudis Gómez de Avellaneda. La edición de 1926 reflejó distintas etapas de nuestro romanticismo, desde sus poetisas más distinguidas como Luisa Pérez de Zambrana, Julia Pérez Montes de Oca, Aurelia Castillo, Mercedes Matamoros, Juana Borrero y Nieve Zenes, hasta las voces menos conocidas como las de Mercedes Valdés, Cecilia Poras Pita y Clotilde del Carmen Rodríguez, entre otras. Pero las primeras ediciones no poseían una visión totalizadora sobre nuestra poesía femenina, y como consecuencia, en ellas sólo fueron incluidas, como autoras de relieve, Luisa Pérez de Zambrana y La Avellaneda. No obstante, al destacar la creación de nuestras escritoras —abundante, diversa y profundamente sensible—, la autora del Álbum poético se oponía a lo que estaba establecido en la sociedad: que la literatura era un hecho intelectual masculino, en el que de manera ocasional podía figurar algún nombre femenino importante. La exitosa acogida del Álbum poético se debió más a lo acertado de una iniciativa nunca antes emprendida, que a los criterios sobre los que se apoyó su concepción. A pesar de utilizar los recursos textuales idóneos para expresar las opiniones en este tipo de trabajo (introducción, notas, comentarios al texto poético, etc.), Domitila García no pudo aprovecharlos al máximo, debido a la ausencia en ella de una verdadera aptitud crítica. La suya fue una aproximación espontánea e ingenua a la creación femenina y no el resultado de un estudio profundo de la literatura cubana. La publicación en 1879 de Arpas amigas propició el disfrute de obras románticas tratadas con una nueva sensibilidad, una expresión menos impetuosa, aunque todavía estaba latente la vehemencia de etapas anteriores. Se abría, entonces, una «nueva era» dentro del movimiento romántico, como lo definiera Enrique José Varona desde las páginas de la Revista de Cuba.88 Los poetas allí reunidos constituían los de mayor

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significación o quizás los más populares en ese momento y eran los hermanos Francisco y Antonio Sellén, Luis Victoriano Betancourt, el propio Varona, Diego Vicente Tejera, Esteban Borrero y José Varela Zequeira. A Tejera, Borrero y Varela Zequeira se atribuyó la nueva modalidad surgida, promotora de una expresión «más reflexiva y cercana al realismo». 89 La ausencia de una introducción o de, al menos, aclaraciones preliminares, nos hace pensar en el poco interés por ofrecer valoraciones acerca de la literatura cubana. La aparición del volumen perseguía actualizar al público sobre el quehacer poético del momento y como referencia directa las palabras de Enrique José Varona, que como dijimos, anunció la nueva publicación desde las páginas de la Revista de Cuba, habían resultado suficientes. La aparición de Arpas amigas no obedeció a una actitud crítica explícita, sino a la necesidad espontánea de dar a conocer algo nuevo que se estaba gestando en nuestra poesía. La antología Parnaso cubano, de Antonio López Prieto, fue el resultado de una acuciosa investigación, sin precedentes hasta la fecha en las publicaciones de tipo antológico. En el estudio preliminar, a diferencia de otros trabajos similares a lo largo del siglo, recibió una atención especial la referencia al poema épico Espejo de paciencia. La información extensa sobre su contenido y el de los seis sonetos que lo introducen, sobresalió más que la valoración sobre su calidad literaria, pero el hecho de excluirlos del conjunto de los poemas reunidos en el volumen, demuestra que López Prieto consideró, acertadamente, las manifestaciones iniciales de nuestra literatura como expresiones aisladas y no como movimiento estéticamente organizado. Otros poemas de tipo épico corrieron la misma suerte, como la Dolorosa y métrica expresión del sitio y entrega de La Havana, atribuido a la Marquesa Jústiz de Santa Ana; y la Relación y diario de la prisión y destierro del Ilmo. Sr. Dr. D. Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, del presbítero Diego Campo. Al igual que Espejo de paciencia, esos versos fueron reproducidos en la Introducción de Parnaso cubano como demostración de que su calidad no ameritaba el honor

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de dar inicio a nuestra literatura, la cual comenzaba en el momento en que dejaba de ser el entretenimiento de «hombres rudos» y se convertía «en ocupación casi exclusiva de los que la profesaban»90 y ese momento lo representaban los poetas neoclásicos. Al parecer la intención de López Prieto había sido publicar más tomos de su obra, siguiendo el ejemplo de otros parnasos peninsulares de gran volumen. No obstante, el nuestro sólo pudo arribar a la edición de su primer tomo. La serie de autores antologados es extensa y, consecuente con sus ideas, López Prieto concedió a Manuel de Zequeira el primer lugar como iniciador real de la literatura cubana. Sin embargo, la falta de rigor en la elección lo condujo a incluir poetas intrascendentes junto con las figuras más relevantes de nuestra poesía —como Heredia, Plácido, Milanés y la Avellaneda—, para conformar un extenso panorama más que una cuidadosa selección. El análisis de la literatura cubana llevó al autor de Parnaso cubano a tocar una candente problemática, no del todo superada en nuestros días, acerca de qué autores y obras considerar nacionales, proponiendo toda producción escrita en Cuba o fuera de ella que respondiera al reflejo de nuestra nacionalidad, la cual interpretaba como «la expresión de todo lo que tiene que ver con Cuba». El razonamiento no dejaba de estar formulado de manera simple, amparado en un acercamiento paternalista, aunque respetuoso; no procedía de una comprensión integral de nuestra nacionalidad y su realización literaria. A pesar de numerosas contradicciones, la indagación en el quehacer literario cubano le permitió hacer valoraciones aisladas, pero relativamente atinadas sobre nuestras letras. Así sucede cuando considera la literatura cubana, en distintos momentos del trabajo, como parte integrante de la española y como fenómeno plenamente original. Al margen de sus defectos, no cabe duda de que la intención de ofrecer una panorámica del desarrollo de la poesía cubana, con una investigación preliminar, obedecía a la voluntad de destacar seriamente nuestra literatura con sentido historiográfico, lo cual ha contribuido en gran

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medida a que el libro sea considerado una de las más notables antologías de todo el siglo XIX En 1878 Francisco Calcagno dio a conocer su obra Poetas de color, una antología en la que estaban los poetas Plácido, Juan Francisco Manzano, Agustín Baldomero Rodríguez, Antonio Medina y Ambrosio Echemendía. El afán de destacar a poetas negros constituía un homenaje al reciente desmoronamiento oficial de la esclavitud como institución social. Los objetivos del libro obedecían, pues, a razones más allá de las puramente literarias, que explican el carácter filantrópico de la selección, tras intenciones políticas. Además del minucioso acopio de información, es notable en el volumen la desproporcionada acuciosidad biobibliográfica en relación con el espacio concedido a los poemas y al análisis, teniendo en cuenta la decreciente magnitud de las figuras presentadas, las cuales, a excepción de Plácido y de Manzano, carecían de los valores necesarios para figurar en una antología. Supeditado al biografismo crítico, Calcagno estableció siempre una relación entre la condición social del poeta y su calidad literaria que, en el caso de Plácido, justificó su desmedida extensión porque lo consideraba, entre los poetas escogidos, el de mayor trascendencia nacional e internacional. No es posible referirse a la investigación de tipo histórico en relación con las letras, en la etapa de 1868 a 1898, sin aludir al inapreciable Diccionario biográfico cubano, de Francisco Calcagno (New York-La Habana, 1878-1886). Aunque su autor puso empeño en aclarar el valor esencialmente didáctico de su obra, iniciada en 1859, sus propósitos de demostrar la existencia de una cultura cubana, artística, literaria, científica y política, tan rica como la de cualquier nación civilizada de Europa, excedieron, empero, los valores de una obra didáctica y la convirtieron en un trabajo erudito. Sus esfuerzos se apoyaban en estudios anteriores como el Diccionario provincial de voces cubanas (1836) de Esteban Pichardo, el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba (18631866), de Jacobo de la Pezuela, los trabajos pedagógicos e históricos de los hermanos Antonio y Eusebio Guiteras y la ingente labor

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formativa sobre el pensamiento cubano, realizada por José Antonio Saco. Dichas fuentes sirvieron, en ocasiones, de estímulo y al mismo tiempo como materiales de consulta, y ellas, unidas a su paciente investigación, le permitieron conformar una obra que rebasaría los marcos de su siglo y se erigiría en uno de los más destacados trabajos sobre nuestra literatura. Otra colección, esta vez surgida de los imperativos políticos de la etapa, se publicó en 1893: Los poetas de la guerra. El libro había sido prologado por José Martí y las notas redactadas principalmente por Serafín Sánchez, Gonzalo de Quesada y Fernando Figueredo. Los poetas allí reunidos fueron, entre otros, el propio Fernando Figueredo, Pedro Figueredo, Antonio Hurtado del Valle, Miguel Gerónimo Gutiérrez, José Joaquín Palma, Luis Victoriano Betancourt y Ramón Roa. La recopilación de los poemas escogidos se debió a la necesidad de rememorar y perpetuar la poesía escrita durante la primera guerra por la independencia, y sobre todo, exhortar a la que el propio Martí venía preparando. Era ésta una poesía de una alta sensibilidad patriótica, aunque no el paradigma de una depurada expresión literaria, y servía de recuento acerca del motivo patriótico que caracterizó a una parte de la poesía romántica cubana. Sin excluir la realidad de que no fueron obras desprovistas de una auténtica voluntad creadora, la razón que dio impulso a la publicación de una antología como la de Los poetas de la guerra fue la de mantener vivo en el pueblo cubano el deseo justo de luchar contra el opresor español. También en 1893 se publicó la colección de Manuela de Herrera Escritoras cubanas. Allí se repitieron los nombres de las poetisas agrupadas en 1868 por Domitila García de Coronado en su Álbum poético, como Juana Borrero, Aurelia Castillo, Mercedes Matamoros, Julia Pérez Montes de Oca, Luisa Pérez de Zambrana y Nieves Xenes. Desde el punto de vista de la colección poética, Escritoras cubanas tuvo mucha menos resonancia que Álbum poético, por lo menos así nos lo hace suponer la notable omisión hecha por la historiografía tradicional sobre su publicación. Desde el punto de vista crítico carece de posibilidades textuales para

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expresar las opiniones del autor. No tiene ningún tipo de introducción, no posee notas a pie de página y sólo ofrece una insustancial ficha biográfica que poco o nada contribuye al esclarecimiento de los valores o la jerarquía concedida por la autora a las figuras presentadas. Sin embargo, se aprecia un mayor rigor en la selección de las obras y las poetisas escogidas, y una mayor homogeneidad en la conformación del volumen, caracterizado por una mesura de la que sólo puede excluirse, por razones obvias de posición en la historia del romanticismo cubano, a la Avellaneda, a la que también se le rinde homenaje al exponer gran parte de su creación en verso, incluyendo la dramática. Si en algo se distingue la antología de Manuela de Herrera de la de Domitila García de Coronado, es en que supo apreciar los cambios que lentamente se operaban en la poesía y, tal vez sin proponérselo, avizoró rasgos que caracterizarían la poesía posromántica. Aunque desde la primera mitad del siglo se cultivaba la narrativa y ya se habían destacado autores como la Avellaneda, Villaverde y Palma, entre otros, no se manifestó, a las alturas del último tercio del siglo XIX, la necesidad frecuente de realizar antologías sobre la prosa narrativa. Ello no significaba desinterés por adentrarse en el estudio del género, sino que éste no había cristalizado suficientemente, o nuestros estudiosos no habían reparado en las posibilidades de promover obras de tipo antológico, en las que pudiera llegarse a caracterizaciones, siquiera parciales, acerca del desarrollo del género. Esas posibilidades se hallaron con más eficacia en el articulismo de costumbres. La tradición cubana de su producción se remontaba a los primeros años del siglo con las colaboraciones de Manuel de Zequeira desde el Papel periódico de La Havana y el Criticón de La Havana. El género ya había dado otras antologías de indiscutibles valores históricos y literarios como Los cubanos pintados por sí mismos (1854) de Blas San Millán, ilustrado por Patricio de Landaluze. En 1881 apareció Tipos y costumbres de la isla de Cuba, ilustrada también por Landaluze, en la cual se proponía un recuento del desarrollo de los artículos y cuadros de costumbres cubanos

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publicados por nuestra prensa. Las opiniones expresadas por el antólogo en su «Introducción» dan fe del carácter histórico literario perseguido, independientemente de que recogiera o no los exponentes más representativos. Allí figuraron los trabajos del propio Bachiller, junto con los de Zequeira, Manuel Costales, Francisco de Paula Gelabert, José Quintín Suzarte y José Victoriano Betancourt, entre otros. Resultan de notable interés las opiniones expresadas por el autor de Tipos y costumbres, identificado con la idea de la independencia del articulismo de costumbres como género. Para Bachiller, a la literatura en general, y particularmente al articulismo de costumbres, correspondía reflejar la historia de los pueblos con más veracidad, quizás, que las ciencias humanísticas (la historia, la filosofía). Al igual que la novela histórica y de costumbres, el periodismo se había propuesto «retratar» la sociedad. El articulismo, hijo pródigo de la novela y el periodismo, también había desempeñado su cometido en ese sentido. El análisis detenido llevaba a Bachiller a reconocer las relaciones entre el órgano generador y difusor, la prensa, y la narrativa que tantos elementos había aportado a su génesis, sin atribuirle un papel mimético o de subordinación. Para Bachiller, los trabajos de Zequeira constituían el punto de partida, pero sólo desde 1830 hasta 1837 el desarrollo del género había cobrado verdadero auge y sus más dignos representantes habían sido José María de Cárdenas y José Victoriano Betancourt. No obstante, aún podía esperarse mucho más, pues todavía el género estaba demasiado pendiente de la producción realizada en España. Con el paso del tiempo, el articulismo de costumbres había evolucionado, abriéndose a la experimentación formal y siendo cada vez más osado en la crítica de los vicios y males sociales. La antología se propuso ofrecer una muestra de cómo la literatura debía conjugar la forma con la esencia para obtener una «crítica estética», como afirmara Bachiller y Morales en la introducción. Los trabajos de tipo histórico no sólo presidieron las compilaciones de la época, sino que también aparecieron en las publicaciones periódicas. Ninguno de ellos fueron tan merecedores

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de las atenciones recibidas como el Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba, publicado en 1890 por Aurelio Mitjans, que constituye el más notable y ambicioso de los trabajos del siglo pasado sobre nuestra historia literaria, y la «Reseña histórica del movimiento literario en la isla de Cuba», publicado por Manuel de la Cruz en la Revista Cubana, en 1891, también de notables aportes a los estudios sobre la literatura cubana en el siglo XIX. El trabajo de Aurelio Mitjans, fue, en opinión de Carlos Manuel Trelles, lo mejor publicado antes, durante y después de la etapa entre 1868 y 1898, 91 a pesar de quedar incompleto tras la inesperada muerte del autor. Mitjans situó en la cumbre de nuestra literatura al poeta José María Heredia, seguido de Plácido, quien para él hubiera sido un poeta mejor, de haber tenido otro destino. Sin embargo, consideraba menos relevante la obra de Milanés, en tanto que a Zenea lo ubicaba como el primero entre los poetas elegíacos. Las opiniones con respecto a la obra de la Avellaneda necesitan de una mención menos apresurada. Al referirse a su creación dramática, Mitjans la excluyó de nuestro movimiento literario, por la ausencia de asuntos cubanos. No obstante, tal determinación no le impidió introducir una larga digresión en el desarrollo de su trabajo, para dar cuenta de la actividad dramática de la Avellaneda, porque eran las mejores obras salidas de pluma cubana. De manera inconsciente, Mitjans no renunciaba a ese tipo de análisis porque tal dicotomía en la obra de la autora es, en realidad, imposible. Mitjans demostró, aunque de manera involuntaria, ser consecuente con su voluntad de aproximación minuciosa sobre la literatura, y tomó partido positivamente en torno al dilema de considerar cubana o no la totalidad de la obra de la Avellaneda. A juzgar por el ordenamiento de los contenidos, Mitjans pretendió seguir más de un criterio en su extenso trabajo, encaminándolo a la exposición histórica, genérica y temática. En un primer momento se mostró apresurado en el análisis, pero en la medida en que avanza el estudio se aprecia mayor comedimiento en la pre-

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sentación de las ideas. Nunca careció de valoraciones —no siempre justas— que en apretada síntesis lograran aproximarse a la figura, y no le faltaron criterios esquemáticos. Sin embargo, su mérito radicó en concebir la historia literaria como un desarrollo progresivo, donde cada figura alcanzaba un lugar, donde se establecían jerarquías y dependencias. Aunque la Reseña histórica de Manuel de la Cruz se proponía una valoración de carácter diacrónico, en realidad consiguió más calibrar la altura de los escritores incluidos que obtener una periodización de nuestro proceso literario. Su copiosa información fue ordenada por géneros y de acuerdo con otras materias científicas dentro de las disciplinas humanísticas, de tal suerte que, además de la poesía, la novela y la crítica, se incluyeron la filosofía, la historia y la oratoria. El teatro, escasamente estudiado por De la Cruz, fue considerado por él dentro de los límites de la poesía y sólo en los casos de la Avellaneda, Luaces, José María de Cárdenas y Aniceto Valdivia. Algunas de las ausencias advertidas en el texto principal fueron rectificadas por De la Cruz en un trabajo posterior que incorporó en forma de apéndice, de manera que allí dejó sentado que el teatro bufo carecía de verdadera representatividad como manifestación literaria genuina. La mejor caracterización de los contenidos de la Reseña histórica nos la ofrece el propio De la Cruz en el citado Apéndice: Esta Reseña que ha tenido por redactores y fuentes de información a la mayoría de los escritores que en ella figuran, en especial los críticos y señaladamente a Mitjans, autor de una historia intelectual de la isla de Cuba, desgraciadamente incompleta, y a Sanguily, autor de un estudio muy docto y minucioso sobre los oradores cubanos, es trabajo de compilación y selección. A nuestros críticos más distinguidos hemos tomado al pie de la letra multitud de juicios, en algunos casos ampliándolos, modificándolos en otros. El autor de este trabajo no ha hecho más que esbozar un plan distinto sugerido por semejanzas o tradiciones más

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o menos permanentes y fecundas, intentar una clasificación metódica donde ha creído hallar elementos para ello, trazar líneas generales, hacer resaltar peculiaridades y relaciones de raza, medio e historia. Así y todo, no da esta Reseña —expresamente escrita para la introducción de la sección Cuba de esta monumental antología americana— más alcance que el de un ensayo, ya en los que puede reclamar como fruto del propio esfuerzo, ya en las adaptaciones de estudios y opiniones de otros autores que ha utilizado para la composición general y para los juicios de pormenor. Por la magnitud continental de los objetivos propuestos y por la repercusión en nuestro acontecer cultural, debemos referirnos a la Antología de poetas hispanoamericanos (1893-1894), del crítico e investigador español Marcelino Menéndez y Pelayo. Allí aparecieron nuestros poetas Manuel de Zequeira, Manuel Justo de Rubalcava, José María Heredia, Rafael María de Mendive, Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), Gertrudis Gómez de Avellaneda, Joaquín Lorenzo Luaces, Juan Clemente Zenea, Ramón Vélez y Herrera, Miguel Teurbe Tolón, Ramón de Palma y José Fornaris. El crítico español no contaba ni con toda la bibliografía activa, ni con otras fuentes de información confiables que le permitieran emprender con seriedad una obra de tales propor-

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ciones, de manera que necesitó el auxilio de algunos intelectuales cubanos, que de cierto modo vinieron a suplir esa falta de materiales de obligada consulta. Junto con una relación de poetas propuesta por los intelectuales cubanos, Menéndez y Pelayo recibió una «Noticia preliminar» sobre las primeras manifestaciones literarias en Cuba, redactada por Ricardo del Monte, que el antólogo incorporó a su propio texto de manera íntegra. Como se sabe, Menéndez y Pelayo no simpatizaba con la independencia alcanzada por los pueblos latinoamericanos. Por otra parte, sus ideas en relación con la literatura hispanoamericana eran reflejo de la superioridad racial e intelectual de la que, como europeo, se sentía dotado, frente a un supuesto desarrollo literario inferior al suyo, al que estaba obligado a aproximarse por encargo de la Academia Española. Es lógico, entonces, que el análisis específico sobre nuestra poesía careciera de la profundidad necesaria para elegir con certeza sus mejores representantes y desconociera, además, la poesía patriótica del romanticismo cubano. La Antología de poetas hispanoamericanos tiene el mérito de haber sido la primera en ofrecer la divesidad de expresiones poéticas en lengua española de nuestro continente, y demostró, involuntariamente o como paradoja, la autenticidad de la poesía hispanoamericana frente a la peninsular.

NOTAS

(CAPÍTULO 3.4)

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1

Cintio Vitier: «La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano», en su Crítica cubana. Editorial Letras Cubanas, 1971, p. 80.

4

José Martí: «El poeta anónimo de Polonia. Enrique José Varona», en sus Obras completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1863, tomo V, p. 117.

2

Ob. cit.

5

3

Pedro Pablo Rodríguez: «La ideología económica de Enrique José Varona», en Letras. Cultura en Cuba 6. Prefacio y compilación de Ana Cairo. Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1989, p. 75.

Carlos Rafael Rodríguez: «Varona. Balance de un centenario», en Letras. Cultura en Cuba 6. Ob. cit. (1989), p. 128.

6

Ob. cit., p. 90.

7

Enrique José Varona: «Los Mnecmos de Plauto y

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sus imitaciones modernas», en su Estudios literarios y filosóficos. Librería Imprenta y Papelería La Nueva Principal, Habana, 1883, pp. 49-67. 8

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Ob. cit., p. 58.

32

Ob. cit., p. 67.

33

Ob. cit., p. 70.

34

Obras, t. 7, libro 1, p. 32.

35

Manuel Sanguily: «La vida de una mujer escandalosa», en Juicios literarios. Obras. Molina y Cía. Impresores, La Habana, 1930, volumen 7, p. 287.

9

Ob. cit., p. 55.

10

Ob. cit., p. 40.

11

Ob. cit., p. 27.

36

Rafael Cepeda: ob. cit. (1988), p. 11.

12

Ob. cit., p. 211.

37

Ob. cit., p. 4.

13

Ob. cit., p. 218.

38

14

Ob. cit., p. 38.

15

Ob. cit., p. 80.

Carlos Rincón: «Sobre crítica e historia de la literatura hoy en Latinoamérica», en Casa de las Américas. La Habana, (80): 133-147, septiembre-octubre, 1973.

16

Carlos Rafael Rodríguez: ob. cit. (1989), p. 128.

39

17

Cintio Vitier: ob. cit (1971), p. 86.

18

Ob. cit., p. 28.

19

Enrique Piñeyro: «Discursos», en Discursos leídos al terminar los exámenes del Colegio del Salvador en la noche del 18 de diciembre de 1864. Imp. del Tiempo, Habana, 1864, p. 10.

La ciencia literaria entendida como «investigación metódica» data de 1842 cuando surge el término Literaturwissenschaft opuesto al de Sprachenwissenschaft o ciencia del lenguaje, aunque en el fondo no fue sino la aplicación de la segunda a los estudios literarios. (G. de Torre: «¿La crítica como ciencia literaria?», en Teoría de la crítica y el ensayo en Hispanoamérica. Editorial Academia, La Habana, 1990, p. 3.)

20

Ob. cit., p. 118.

40

21

Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 84.

22

Enrique Piñeyro: Poetas famosos del siglo XIX. Sus vidas y sus obras. Librería Gutenberg, Madrid, 1883, p. 108.

Similares ideas se encuentran en otros de sus trabajos como el dedicado a Antonio Bachiller y Morales incluido en el tomo de sus obras.

41

José Antonio Portuondo: Bosquejo histórico de las letras cubanas. Editorial Nacional de Cuba, Habana, 1962, p. 36.

42

También el artículo «El realismo en el arte dramático» había sido publicado en la Revista Europea de Madrid, en 1875, con el título «Ventajas e inconvenientes del realismo en el arte dramático y con particularidad en el teatro contemporáneo», sintetizado por Antonio González Carquejo para la edición de las Obras de Montoro y en el «Elogio fúnebre de Cortina», del mismo volumen.

43

Ana Cairo: «Introducción» a Sobre literatura cubana. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1979, p. 13.

44

Cintio Vitier: «Manuel de la Cruz como caso estilístico», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí. La Habana, (2): 27, abril-junio, 1958.

45

Cintio Vitier: «Prólogo» a La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano. Biblioteca Nacional, Departamento Colección Cubana, La Habana, 19681974, tomo III, p. 28.

46

Salvador Bueno: La crítica literaria cubana del siglo XIX. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Haba-

23

Ob. cit. (1883), p. 279.

24

Enrique Piñeyro: «Correspondencia literaria», en su Notas críticas. Recopilación y prólogo por Antonio Iraizoz. Publicaciones del Ministerio de Educación, La Habana, 1947, p. 42.

25

Enrique Piñeyro: ob. cit. (1883), p. 344.

26

Ob. cit., p. 359.

27

Enrique José Varona: «Bibliografía. Estudios y conferencias de historia y literatura, por Enrique Piñeyro», en Revista de Cuba. Habana, tomo 8, diciembre de 1880, p. 562.

28

Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 81.

29

Enrique Piñeyro: «Entre mis libros», en su Notas críticas (ob. cit.), p. 22.

30

Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 108.

31

Manuel Sanguily: «Toda crítica es científica, o no es crítica», en La múltiple voz de Manuel Sanguily. Selección e introducción de Manuel Cepeda. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988, p. 66.

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na, 1979, p. 101. 47

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Como también se sabe, Merchán había realizado estudios en el Seminario de Santiago de Cuba, pero decidió no continuar las disciplinas eclesiásticas. Dos años después, el mismo artículo de Merchán había sido motivo de una fuerte polémica con Juan Clemente Zenea, desde las páginas de La Revolución. Al parecer, Zenea había insistido en el «uso políticamente intencionado del término laboremus». Esta polémica ha sido señalada por Cintio Vitier como la causa de que Zenea se retirara del equipo de redacción del periódico al entrar en él Merchán. (En Diccionario de la literatura cubana. Ejemplar mimeografiado que pertenece al Departamento de Literatura del Instituto de Literatura y Lingüística, t. M, 1969.)

49

S. Bueno: ob. cit., p. 101.

50

Salvador Bueno: «Algunos apuntes sobre Justo de Lara con motivo de su centenario», en Revista Universidad de La Habana, noviembre-diciembre, 1966, p. 58,

51

Cintio Vitier: «Prólogo» (ob. cit., 1968-1974).

52

Salvador Bueno: ob. cit. (1966), p. 61.

53

Salvador Bueno: Contorno del modernismo en Cuba. Habana, 1980.

54

Cintio Vitier: «Prólogo» (ob. cit. 1968-1974).

55

Salvador Bueno: ob. cit. (1979), p. 143.

56

Emilio Bobadilla: «Varona». Baturrillo. Estudio tipográfico «Sucesores de Rivadeneyra», Madrid, 1895, p. 44.

57

Como se dedicó a demostrar el Dr. Elías Entralgo en su trabajo La cubanía de Fray Candil. Imprenta «El Siglo XX», La Habana, 1957.

58

Salvador Bueno: «Rehabilitación de Fray Candil», en Boletín informativo de la Comisión Cubana de la UNESCO. La Habana, (3): 27, diciembre, 1962.

59

Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana. Edición Revolucionaria, La Habana, 1967, tomo II, p. 136.

60

J. Navarro Riera: «Aniceto Valdivia (el Conde Kostia); un maestro de las letras cubanas»; en El Fígaro. La Habana, (2), 1927.

61

A. Valdivia: «Prólogo» a Entre brumas. Tipografía de El Avisador Comercial, Habana, 1899, p. VII.

62

Enrique José Varona: «A propósito de “Melancolía”», en El Fígaro. La Habana, (29): 362, 1904.

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63

A. Valdivia: «Julián del Casal: el hombre y el poeta», en El Fígaro, La Habana, número 42, 1897, p. 521.

64

Manuel Sanguily: «Sobre Conde Kostia y su conferencia», en Brega de libertad. Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, 1950, p. 293.

65

J. Randall: «El conflicto de los ideales sociales hasta 1848», en La formación del pensamiento moderno. Editorial Nova, Buenos Aires, 1952, capítulo XVII, p. 449.

66

Entre los críticos cubanos que se refirieron más o menos explícitamente acerca de Macauley, podemos citar a Aurelio Mitjans, Rafael María Merchán, Ricardo del Monte, Emilio Bobadilla y Rafael Montoro.

67

I. A. Schulman: El modernismo en Hispanoamérica. s.l., 1969, p.44.

68

En realidad se trata de una carta de Benito Pérez Galdós, como respuesta a la cortesía de Villaverde de enviarle un ejemplar de Cecilia Valdés. Nuestra aseveración procede de la carta que, con fecha 26 de junio de 1883, apareció publicada en Bohemia en un trabajo del investigador cubano Roberto Friol, en 1981.

69

Martín Morúa Delgado: Impresiones literarias y otras páginas. Imp. Nosotros, La Habana, 1957, pp. 116131.

70

Diego Vicente Tejera: Un poco de prosa (crítica, biografía, cuentos, etc.). Imprenta «El Fígaro», Habana, 1895, pp. 153-157.

71

Ob. cit., pp. 59-64.

72

Una de las fuentes teóricas y críticas de las que se nutrió Tejera —de las menos influyentes entre nuestros críticos decimonónicos— fue la del novelista y crítico francés Francisco Sarcey (1827-1899), quien se destacó como crítico severo, de implacable rigor e infalible juicio. Tejera también conoció la obra del poeta y filósofo francés Sully Proudhomme (René François Armand, 1839-1907), primero en recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1901, por supuesto, mucho antes de ser galardonado.

73

Diego Vicente Tejera: ob. cit., pp. 9-12.

74

Ob. cit., pp. 35-42.

75

Ramón Meza: «La obra de Aurelio Mitjans; examen y anotaciones», en Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, p. 2.

76

Nicolás Heredia: Puntos de vista. Imprenta de

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Álvarez y Compañía, Habana, 1892, pp. 152-154. 77

Ob. cit., p. 170.

78

Ob. cit., p. 45.

79

Cintio Vitier: «Prólogo» en La crítica literaria y estilística en el siglo XIX cubano. Biblioteca Nacional «José Martí», Departamento Colección Cubana, 1974, tomo III, p. 17.

80

Julián del Casal: Bustos y rimas. Imprenta La Moderna, Habana, 1893, pp. 95-96.

81

Ob. cit., p. 63.

82

Cintio Vitier: ob. cit., pp. 18-19.

83

Los títulos de algunas de esas colecciones, por su considerable extensión, han sido reducidos en el texto principal, en aras de hacer más ágil su lectura. En el orden en que sean citados ofreceremos dichos títulos tal como realmente son.

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Domitila García Coronado: Álbum poético de los escritores cubanos por la Srta. Domitila García Coronado, dedicado a la Sra. G. G. de Avellaneda (Imprenta de «El Fígaro», Habana, 1926). Fue reeditado en 1872, 1903, 1920 y 1926. Arpas amigas, colección de poesías originales de los Sres. Francisco Sellén, Enrique José Varona, Esteban

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Borrero Echeverría, Diego Vicente Tejera, Luis Victoriano Betancourt y José Valera Zequeira (Ob. Miguel de Villa, Habana, 1879). 86

Parnaso cubano. Colección de poesías selectas de autores cubanos desde Zequeira a nuestros días, precedida de una introducción histórico-crítica sobre el desarrollo de la poesía en Cuba, con biografías y notas críticas y literarias de reputados literatos (Antonio López Prieto: Ob. Manuel de Villa, Habana, 1881).

87

Escritoras cubanas, composiciones escogidas de las más notables escritoras de la isla de Cuba. Editada para su presentación en la Exposición Universal de Chicago en conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América.

88

Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana. Edición Revolucionaria, La Habana, 1967, p. 183.

89

Juan José Remos: Historia de la literatura cubana. Cárdenas, La Habana, 1945, tomo II, p. 462.

90

Antonio López Prieto: «Introducción», a Parnaso cubano (ob. cit., p. XLV).

91

Carlos Manuel Trelles: Los ciento cincuenta libros más notables que los cubanos han escrito. Imp. El Siglo XIX, La Habana, 1914, p. 30.

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3.5 EL TEATRO 3.5.1 Panorama teatral. El teatro mambí. Algunos autores. Los bufos. Crítica teatral Los años que transcurren entre 1868 y 1898 fueron para nuestro teatro, en consonancia con los sucesos históricos del momento, una etapa compleja donde, oponiéndose a los intereses de la Metrópoli, el sentido de lo cubano ganó también terreno en nuestra escena. Desde el punto de vista arquitectónico, se observa un incremento de nuevos teatros: en La Habana se inauguró el Payret (1877) —que después del Pacto del Zanjón intentó cambiar su nombre por el de La Paz—, seguido por otros de menor magnitud como el Torrecillas (1877), Jané (1881), La Risa (1884), Irijoa (1884) —luego Teatro Martí—, y Trotcha (1886), entre otros. En el interior de la Isla es notoria la edificación de La Caridad (1885) donado por Marta Abreu a la ciudad de Santa Clara, y el lujoso Terry (1890) de Cienfuegos. Todos ellos, junto a otros que fueron remozados y algunos locales de variada función, dieron cabida a una actividad escénica que incluyó la presencia de compañías dramáticas, líricas o de variedades, y la existencia de actores y actrices de renombre como la famosa Luisa Martínez Casado (1860-1926). Tal actividad, aunque generalmente fue bastante estable, se vio afectada durante los años de guerra: si bien en el lapso de la Guerra de los Diez Años no se hizo tan notorio el cambio, pues la Metrópoli trató de mantener el movimiento teatral sobre todo en La Habana para dar la sensación de normalidad en el país, durante la Guerra

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de Independencia se evidenció una verdadera crisis, demostrada a través de la disminución significativa de funciones, compañías y público espectador. Como apoyo a la actividad teatral durante estos años existió una crítica que se caracterizó por reflejar los pormenores relacionados con el acontecer del género en su totalidad; no sólo se ofreció la información detallada de cada puesta en escena o datos minuciosos acerca de la construcción o remozamiento de teatros, sino que, además —lo cual es más importante—, se reflexionaba seria o jocosamente sobre el suceso teatral, y se hacía énfasis en los aspectos que, según quien escribiera, constituían los principales problemas o necesidades para el establecimiento de un teatro nacional en correspondencia con el desarrollo del género a nivel mundial. Durante esta treintena de años desempeñaron su actividad como críticos teatrales de una manera estable personalidades como José de Armas, Justo de Lara (1866-1919), Aniceto Valdivia, Conde Kostia (1857-1927), Emilio Bobadilla, Fray Candil (1862-1921), Julián del Casal, Hernani (1863-1893) y Rafael Pérez Cabello, Zerep, entre otros; en tanto se dedicaron a esta labor de manera ocasional, por ejemplo, José Fornaris (1827-1890), Ramón Meza (18611911), Aurelio Mitjans (1863-1889) y Enrique José Varona (1849-1933). Sin embargo, la figura descollante como teórico del teatro en general es sin duda José Martí (1853-1895), quien por su importancia para las letras y el pensamiento hispanoamericanos del siglo XIX tendrá un

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capítulo aparte. Los críticos, cada cual con su estilo propio —pues los hubo desde el ampuloso Conde Kostia o el despiadado Fray Candil hasta los más objetivos Zerep y Justo de Lara— intentaron juzgar la situación teatral del momento en trabajos ensayísticos a veces y otras como crónicas o artículos, pero en los que resalta siempre una intención literaria. Aunque la prensa, por sus características intrínsecas, constituyó el medio idóneo para esta labor, se utilizaron también para dar cauce a los intereses de la crítica teatral los prólogos a ediciones de obras dramáticas, e incluso algunas conferencias y trabajos publicados por separado. El elemento verdaderamente caracterizador de esta etapa fue el desarrollo de dos vertientes dramáticas que, en total concordancia con la lucha emancipadora vigente en el país, definieron al teatro cubano como un movimiento a favor de la identidad nacional y la independencia en la escena: el teatro bufo y el teatro mambí. Los autores del género bufo tomaron como modelo inicial tanto a los bufos madrileños creados por Francisco Alderíus en 1866, como a los minstrels norteamericanos que el público tuvo la oportunidad de disfrutar entre 1860 y 1865; siguieron bien de cerca, además, la línea desarrollada por Covarrubias, Creto Gangá, Millán, Zafra, Guerrero y otros —sus más directos antecesores en Cuba— y con todo ello conformaron una línea teatral que desde sus inicios se opuso al gusto y estilo españolizantes; este grupo de escritores, en esencia, pertenecía a la gente de pueblo, y se desempeñaron como actores, bailarines, cantantes, escenógrafos, directores; el teatro fue su medio de vida y como tal lo asumieron, al mostrar en él ese mundo social humilde que tanto rechazó la «buena sociedad», o satirizar y criticar el mundo aristocrático de la clase dominante. El ambiente de esas obras fue propicio para el despliegue de un conjunto de personajes que reflejaron, en mayor o menor medida, toda la gama de la sociedad de aquellos años; entre ellos resulta muy significativa la presencia del negrito, la mulata y el gallego, los cuales fueron haciéndose una tradición que los convirtió en verdaderos tipos vernáculos, caracterizadores de

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esta forma de hacer teatro. Fue también muy importante dentro de la línea bufa el aspecto musical, sobre todo el uso de la guaracha, a través de cuya letra e improvisaciones se contribuyó a exaltar la crítica social o política, y a matizar de picardía lo expresado en los parlamentos de las obras; y la rumba, conciliadora de todos los conflictos, que unía al final de la pieza a todos los personajes en una amalgama donde la diferenciación social o racial casi siempre dejaba de existir. Con el comienzo de los bufos en 1868 se originó una explosión dramática; sin embargo, muy pocas obras del género han llegado a nuestros días. Esto es así porque de la gran cantidad de obras escritas sólo un número ínfimo pasó por el proceso editorial: el teatro bufo se creó, sobre todo, con la intención de ser representado, y su éxito mayor, al parecer, radicó no en el virtuosismo de los escritores (que muchas veces reducían sus obras a esquemas y situaciones harto repetidas), sino en la calidad de los intérpretes. No obstante, en los textos que se conservan pueden distinguirse, como afirma Rine Leal,1 cuatro modalidades: el bufo campesino, el sainete de costumbres, la parodia y el catedraticismo. Mediante la primera, obras como las de Juan José Guerrero —escritas en la etapa anterior— alcanzaron su máxima realización: fueron divulgadas a través de numerosas representaciones, y con ello mostraron esa visión del campesino, un poco ridiculizado y sometido al choteo y la burla, pero reflejo, en definitiva, de un fragmento de la nacionalidad cubana. El sainete de costumbres desarrolló una línea muy vinculada a la producción de los años anteriores al 68: convertir al teatro en «espejo» de la realidad circundante, aunque la mayor parte de las veces esta intención se tradujo en la exposición de elementos superficiales que, aunque no exentos de crítica al gobierno o al status social, tampoco se comprometían de manera seria y abierta; sin embargo, el solo hecho de llevar a escena los ambientes y usos del país y de criticar algunas costumbres de las clases dominantes, sirvió de acicate al público que identificó tales características con el ardor de independencia palpable ya en el pueblo cubano. Es por esta causa que

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una obra como Perro huevero aunque le quemen el hocico (1868) de Juan Francisco Valerio (1829?-1878), a pesar de no tener en su texto ningún elemento que apoye explícitamente la lucha de los cubanos contra el poder español, fue asociada al sentir nacionalista y provocó el conocido enfrentamiento durante su representación en el teatro Villanueva. Este suceso histórico cercenó la temporada con una verdadera matanza, y mostró cómo el teatro se hacía también escenario de las confrontaciones políticas que llevaban a la guerra entre colonia y metrópoli. 2 Considerada la línea más débil dentro del quehacer bufo,3 la parodia, sin embargo, no dejó de ocupar un meritorio lugar en el gusto del público, que disfrutaba con aquellos espectáculos en los cuales importantes dramas de la época eran modificados y ofrecidos en versiones jocosas que los ridiculizaban. Mención aparte merece la línea catedrática, la más novedosa y cultivada durante los primeros meses de desarrollo del bufo. Su creación la debemos a Francisco «Pancho» Fernández Vilarós (¿-?), quien el 31 de mayo de 1868 con el debut de la compañía de Bufos Habaneros, llevó a la escena del teatro Villanueva la obra Los negros catedráticos, cuyo incalculable éxito propició no sólo que el autor conformara con ella una trilogía adicionándole otras dos partes: El bautizo y El negro Cheche; o Veinte años después (esta última en colaboración con Pedro N. Pequeño), sino también que en muy pocos meses la tendencia se extendiera a lo largo de todo el país, con la consecuente propagación de compañías bufas y de autores. El catedraticismo teatral ofreció una visión del negro igualmente discriminatoria, pero con la diferencia de aportar personajes libres y citadinos, quienes en contacto con los blancos se permean de ciertos modales, formas de comportamiento y seudocultura que los alejan de su lugar en la sociedad para convertirlos en mimesis ridiculizada del mundo de la «alta sociedad». Tal comportamiento, por una parte, puede ser interpretado como una forma de prevenir y burlarse de aquellos que, saliéndose del medio en el cual los situaba la opresión colonialista, intentaran llevar otro tipo

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de vida; pero por otra parte —en nuestra consideración una perspectiva más acertada— no es difícil advertir que al pretender imitar el mundo de la clase hegemónica en el poder, los negros catedráticos ofrecen con excelente humor una crítica hiriente y mordaz. En definitiva, y sea cual fuera la modalidad escogida por los autores para desarrollar la línea bufa, lo cierto es que, en conjunto, es ésta la expresión cubana teatral cuyas obras por primera vez se hicieron rentables, y subieron a los escenarios para triunfar frente a la ópera, el drama y la zarzuela españolizantes. Este motivo contribuyó a que se recrudeciera la represión gubernamental, y tras los sucesos de Villanueva el género bufo es casi totalmente suprimido. En su lugar, pretendió imponerse de nuevo el gusto por los espectáculos foráneos, y se hizo evidente la profusión de un repertorio políticamente reaccionario y anticubano, llevado a escena tanto en el varias veces remozado Teatro Tacón, como en el recién inagurado Payret o el Albisu, comenzado a fabricar en 1868, pero definido como teatro especializado en zarzuelas españolas hacia 1870. Después del Pacto del Zanjón, se observa una intensificación de obras demostrativas de nuestra identidad nacional, opuestas a la ahora minoritaria producción integrista. El 21 de agosto de 1879 los bufos regresan con nuevos bríos, sobre todo gracias a la fundación de la compañía de Miguel Salas (1844-1896),4 cuya importancia para el teatro cubano es resumida por Rine Leal de la siguiente forma: A partir de Salas nuestra escena se define como un movimiento colectivo, y no la creación de un autor solitario. Todos en conjunto conforman un producto teatral que toma carta de naturaleza, conciencia de su diferenciación con lo foráneo y, por supuesto, confianza en su fuerza escénica. 5 Con los Bufos de Salas se inicia lo que puede considerarse una segunda etapa del género, que irá decayendo hacia finales de los años 80 y se cerrará con la apertura del teatro Alhambra el 10 de noviembre de 1900, pues a partir de ese mo-

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mento se observa una mayor inclinación del repertorio hacia la chabacanería o incluso lo pornográfico. Esta vez el género, además de mantener muchos de los aspectos caracterizadores de los primeros años (1868-1869), incluirá nuevos elementos que, en alguna medida, ampliarán o modificarán sus objetivos dramáticos y su puesta en escena: por ejemplo, pueden citarse la presencia de la revista de actualidad política y la pieza melodramática con cierto carácter de crítica social, un más amplio desarrollo escenográfico y musical, y la irrupción de una gran cantidad de intérpretes que por la forma de encarnar los personajes hicieron su aporte a lo que podría llamarse ya un modo cubano de actuación. Pero es también necesario señalar que continúa falseándose la imagen de lo popular cubano, y a lo que ya venía haciéndose años atrás se añade un nuevo elemento de distorsión, reflejo de la época: después de la abolición oficial de la esclavitud (1886) también en el teatro se produce un «redescubrimiento» del negro como ser detestable y antisocial; su imagen va variando hacia la delincuencia y el vicio, y la escena se plaga de negros bravucones, brujos y ñáñigos, mulatas, prostitutas, etc. Por otra parte, se advierte que la corriente de pensamiento autonomista toma cada vez un mayor impulso, y escoge al teatro como un medio adecuado para la expresión de sus ideas. El más importante ejemplo de cómo se llevó esto a cabo puede encontrarse en las piezas Viaje a la luna (1885), Del parque a la luna (1888) —reedición modificada de la primera—, ¡Vapor correo! (1888) e Intrigas de un secretario (1889), todas de Raimundo Cabrera (1852-1923), quien se pronunció contra el poder colonial apoyándose en la esencia reformista de sus ideales. En las piezas mencionadas, el autor se apropia de los elementos del teatro bufo, y los utiliza con una mayor elaboración dramática, donde no faltan amenidad y humor. Los males de Cuba fueron expresados a través de la sátira política, que en la producción de Cabrera tomó forma de revista de actualidad lírico-musical o de zarzuela; fue una constante temática la necesidad de bienestar de los cubanos en su tierra, lo cual se refleja tanto a través del con-

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junto de personajes que viaja a la Luna en busca de mejores condiciones de vida —paz, fortuna, progreso, libertad de expresión—, como de la muestra de la «descubanización» del cubano que casi se ve forzado a emigrar, en tanto la Isla se llena de inmigrantes improductivos; o de las críticas al fraudulento proceso electoral y la presencia del bandolerismo como respuesta a la situación del país. Pese a la censura gubernamental debido a esta perspectiva del autor, las obras fueron puestas en escena con un éxito verdaderamente extraordinario. El mejor de los dramaturgos que desarrollaron el bufo por estos años fue, sin dudas, Ignacio Sarachaga (1855-1900). Escribió una abundante cantidad de obras —buena parte de las cuales permanecen aún inéditas o han desaparecido—; en ellas demostró su loable capacidad de utilizar los elementos iniciales del género, dotarlos de elegancia, humor y gracia, y a la vez caracterizar al negro prescindiendo de los elementos discriminatorios tan frecuentes entonces, además de reflejar, en mayor medida, sus sentimientos nacionalistas y su fe en la independencia. Los personajes tipo que aparecen en su producción dramática ofrecen una amplia gama social, a lo que se unió de manera eficaz el lenguaje y la música para expresar un ambiente popular y, a través de él, la crítica a la falsa moralidad entre otras actitudes erróneas. Este autor, por una característica, ha sido llamado «el Labiche del género»; 6 entre sus títulos más significativos se encuentran Un baile por fuera (1880), En la cocina (1881), Esta noche sí (1881), Los bufos en África (1882) y Mefistófeles (1896). Raimundo Cabrera e Ignacio Sarachaga representan, en estos años, el intento por hacer un teatro bufo con mayor seriedad profesional, sin ese aire de improvisación que denotan muchas obras de sus contemporáneos. Fueron muchas las críticas y polémicas que suscitó el género bufo en su momento; mientras algunos lo tacharon de inmoral y negador del verdadero arte, como Aurelio Mitjans en su ensayo «Del teatro bufo y la necesidad de reemplazarlo fomentando las buenas costumbres» (1886), otros escritores fueron más justos, entre ellos Ramón Meza, quien, en un artículo

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publicado en La Habana Elegante en 1887, reconoció que precisamente, en algún momento, habría que buscar en los bufos los verdaderos gérmenes del teatro cubano. 7 En las últimas décadas del siglo XIX, sobre todo después de la primera eclosión bufa, se observa un insistente cultivo del melodrama como intento de oposición al teatro ejercido por los bufos; precisamente de estas rivalidades e incomprensiones entre ambas formas de hacer teatro sale lastrada la escena cubana en la dicotomía entre teatro «culto» y teatro «popular» que prevaleció durante muchos años. Pero al intentar este tipo de producción dramática alejada de guarachas, negros y mulatas, la mayoría de los autores «serios» se volcaron hacia formas y contenidos nada cubanos: el melodrama de estos años expresó un sentimento antinacional, y sus temas, personajes e ideología no fueron más que un calco del teatro de la Metrópoli, todo lo cual no era otra cosa sino responder al gusto y los intereses de los gobernantes del momento. Fue la moral burguesa un asunto persistente en el argumento de estas obras, precisamente porque era una forma clasista de contrarrestar la «inmoralidad» de las piezas bufas; sin embargo, es necesario advertir que estos conceptos morales tan defendidos por la «alta sociedad» eran los mismos que ya en Europa estaban siendo criticados por caducos. Es urgente que una producción de este tipo incluya a veces entre sus principales personajes a artesanos tabacaleros, hasta llevarlos en ocasiones a la calidad de «héroes»; pero la presencia de estos trabajadores no tiene en modo alguno un propósito de encomiar a los obreros, sino que […] ello obedece no a un sentido clasista sino a un aspecto racial: la producción esencial, la azucarera, era realizada por obreros manuales… pero negros. Estos cortadores de caña sobre cuya explotación y abuso se levantaba el andamiaje colonial (del que se aprovechó, por supuesto, la sacarocracia cubana sin alzar jamás las cejas), debían ser los personajes principales de un repertorio obrero, pero nuestra escena tuvo para ellos idéntico mecanismo de discriminación que

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la colonia, y los desplazó como fantoches al género bufo, negándoles categoría de héroes. 8 De los autores que cultivaron este género con un carácter españolizante, podemos citar a Aniceto Valdivia, el conocido Conde Kostia, y José de Armas y Cárdenas, Justo de Lara, ambos además importantes críticos teatrales de la época. El primero estrenó en Madrid su drama La ley suprema, en el cual se hace eco de las ideas morales y estéticas de la burguesía española; es por eso que el éxito logrado allá no tiene equivalente en nuestra Isla, y recibe las críticas de Enrique José Varona que le señala el hecho de haber escrito para intereses españoles, no cubanos. 9 El otro escritor, Justo de Lara, incursionó en el teatro con su drama Los triunfadores, estrenado en el teatro Tacón en 1895 bajo el título de La lucha por la vida. Es también una obra de evidente contenido español que atañe más a la aristocracia madrileña que a lo que en realidad acontecía en su país. Con la creación de esta pieza, el autor no pudo dar respuesta práctica a las proposiciones de hacer un buen teatro que frecuentemente expresara durante su encomiable labor de crítico. Sin embargo, también hubo intentos de desarrollar un teatro «culto» cubano: Ramón Meza, que ya en diversas ocasiones había asumido la función de crítico para denunciar el poco interés hacia los autores y obras nacionales y la exigua posibilidad de estreno o edición, escribe en 1891 Una sesión de hipnotismo, comedia en dos actos bastante lograda, que constituye la única pieza dramática conocida del autor. A través de ella, Meza logró evitar la influencia hispana tan característica del teatro «serio» que se desarrollaba en estos años; con indiscutible amenidad, ejerce a través del argumento la crítica a un comportamiento social basado en la falsa erudición, las supersticiones y los conceptos científicos errados. En ese marco se mueven sus personajes, y resulta significativo que sea un negro —el cual en nada responde al esquema bufo— quien razone como es debido en medio de ese ambiente enajenante. Aunque la pieza no llega al nivel

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de su novelística, con Una sesión de hipnotismo Meza muestra su capacidad como dramaturgo, y a la vez complementa la intención del resto de su producción literaria: mostrar el desequilibrio de la sociedad colonial cubana. También en nuestra escena, por estos años, aparecieron obras profundamente integristas: unas veces disimulando las referencias directas y otras veces erigiéndose como bandera de apoyo a España, intentaron revalorizar un status político y social que ya estaba prácticamente perdido. El repertorio comienza a tomar fuerza después de los sucesos de Villanueva en 1869, y se caracterizó por mostrar un odio acendrado hacia lo cubano, junto a la errónea definición de que la lucha llevada a cabo en Cuba era continuación de la heroica historia española, todo lo cual se hizo más explícito después del Zanjón, cuando aparecen obras en honor a Martínez Campos y que pretendieron mostrar la conveniencia de la unión entre Cuba y España, olvidando el pasado. Por esta vía, cultivada en nuestra Isla por dramaturgos como Ramón Gay, Luis Martínez Casado, Manuel Martínez Otero o Antonio Enrique de Zafra († 1875), se tergiversó además el objetivo de lucha de los mambises, así como su comportamiento en la manigua. En medio del fragor de las guerras por la independencia de Cuba, surge para nuestra Historia el teatro mambí. Fue esta una línea de indudable carácter político, y demostró en su momento la capacidad del arte como arma de lucha y vehículo de reafirmación nacionalista. Dadas las condiciones de vida de los cubanos en guerra y la represión gubernamental, se hace difícil encontrar la huella de puestas en escena de este teatro mambí en nuestra Isla. Si bien se tiene conocimiento por algunas anécdotas de que en la manigua existió alguna forma de representación teatral unipersonal,10 es necesario buscar la realización escénica de las obras escritas en apoyo a la guerra fundamentalmente en Estados Unidos, Suramérica o Europa, lugar de exilio del grueso de los autores del género. Fue imposible llevar a vías de hecho una actividad escénica proporcional a la producción de obras que se escribieron, y la ausencia de editoriales que las publicaran contribuyó a que contemos

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hoy día con muy pocos ejemplares. Sin embargo, en las piezas que han sobrevivido al tiempo, se hace evidente la cubanía y el indudable afán de enaltecer los postulados defendidos con el machete en la manigua, a pesar de que las obras no tuvieron la mejor calidad, pues era de mayor interés llevar a formas teatrales la arenga y el discurso político que cuidar la forma o el estilo. El género tiene su obra inicial en la publicación del poema dramático Abdala (1869) de José Martí en el periódico La Patria Libre, al día siguiente de los sucesos de Villanueva. De ese momento en adelante los títulos se suceden, y no sería exagerado afirmar que cada momento de las Guerras de Independencia tuvo reflejo dramático, tanto desde el punto de vista específicamente bélico como, en gran medida, por la exposición de los intereses sociales e ideológicos que animaban a los mambises. Con el desarrollo del teatro mambí, nuestra literatura dramática se llena de nuevos personajes, vinculados todos a la gesta independentista: soldados, abnegadas cubanas, esclavos que tras La Demajagua han adquirido su libertad, voluntarios españoles, traidores… e irrumpen además, como colofón, los héroes reales de la guerra, desde Céspedes y Agramonte hasta Martí. De los escasos textos que han llegado hasta nosotros, y como un medio de mostrar la diversidad temática que se fomentó en aquellos años con una aceptable calidad, pueden apreciarse obras como El mulato (1870) de Alfredo Torroella (1845-1879), Hatuey (1891) de Francisco Sellén (1836-1907) y La fuga de Evangelina y La emigración al Caney escritas en 1898 por El cautivo, seudónimo de Desiderio Fajardo Ortiz (1862-1905). La primera, a pesar de sus múltiples deficiencias como melodrama cursi, tiene la virtud de aproximarse al tratamiento del negro como ser humano: Juan, el esclavo, posee una caracterización opuesta a la acuñada por el bufo para los personajes de su raza; pero, al conformarlo, Torroella presentó a un mulato poeta y sentimental en medio de situaciones que ofrecen sólo una visión idealizada en torno a la esclavitud. La vinculación final del argumento con ideas abolicionistas y revolucionarias, evidencia el verdadero objetivo del estreno en

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México de este drama de tesis social: apoyar la guerra de Cuba. Por su parte, la pieza de Sellén —fundador, junto con Martí, del Partido Revolucionario Cubano— puede considerarse un poema dramático basado en sucesos de los inicios de nuestra Historia. Hay exaltación patriótica en contra de la Metrópoli, y más que el argumento o los detalles formales se destaca la valoración general de la obra, su intención americanista, continental, y el sentimiento de que la lucha del pueblo cubano no es sino un eslabón más en la gesta independentista americana. Si a través de El mulato o Hatuey podemos apreciar cómo se vincularon realidad y ficción para ofrecer un resultado de exaltación revolucionaria, en las obras de Desiderio Fajardo Ortiz hallamos ejemplo de cómo fueron llevados a la vía teatral los sucesos históricos. La fuga de Evangelina recrea una anécdota en la cual Evangelina Cossío logra escapar de una cárcel con la ayuda de un corresponsal del Journal de New York. Se resalta el carácter mambí de la joven y se critican los desmanes del gobierno español con bastante fuerza… pero El cautivo termina su obra alabando la penetración norteamericana en nuestros problemas. En La emigración al Caney los asuntos reales se exponen con indudable patriotismo por quien era, además, agente secreto del Partido Revolucionario Cubano en Santiago de Cuba; es un reflejo dra-

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mático de los últimos momentos del sitio de Santiago de Cuba, y se hace evidente que en aquel momento la correlación de fuerzas estaba por entero a favor de los cubanos. El entusiasmo patriótico no abarcó solamente la producción de obras dramáticas: el 5 de noviembre de 1898, recién terminada la contienda bélica, abre sus puertas en La Habana el pequeño teatro Cuba, inaugurado por Joaquín Robreño (1841-1916), y muy pronto se convirtió en un centro de apoyo explícito a los mambises, pues no sólo el público asistente estaba compuesto mayoritariamente por soldados y oficiales de las fuerzas cubanas, sino que, junto a la presentación de obras nacionales, se advertían como ornamento de la sala retratos de los generales de la Independencia. Con la intervención norteamericana, quedan truncas las mayores esperanzas reflejadas en el teatro mambí; sin embargo, esta forma de literatura dramática continuará cultivándose y en la época republicana se encargará de rememorar un pasado glorioso. En síntesis puede afirmarse que, pese a los intentos colonialistas por ahogar toda manifestación nacional y al lógico debilitamiento de la actividad teatral durante los años de enfrentamiento bélico, nuestro teatro logró consolidar su cubanía, y fueron en estos tiempos las expresiones bufa y mambí sus pilares fundamentales.

NOTAS

(CAPÍTULO 3.5)

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1

Rine Leal: La selva oscura. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, tomo II, p. 32.

2

Los sucesos del Villanueva tuvieron lugar el 22 de enero de 1869. El día anterior, uno de los actores —Jacinto Valdés (1840-1893)— dio vivas a Céspedes en el escenario, lo cual produjo un incidente de menor magnitud. Sin embargo, la función del 22, que estaba anunciada en beneficio de «unos insolventes», fue la que propició uno de los hechos

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más sangrientos en la historia de nuestra capital, pues en el momento en que el público apoyaba la lucha emancipadora tomando como pretexto un parlamento de la obra de Valerio, los voluntarios se abalanzaron contra el teatro y comenzaron una masacre contra el pueblo habanero que duró tres días. 3

Rine Leal: Breve historia del teatro cubano. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, p. 78.

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Miguel Salas, tanto por sus capacidades de actuación como por la gracia de sus obras bufas, se convirtió en una de las personalidades más populares del teatro de estos años.

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Rine Leal: ob. cit. (1980), p. 80.

6

Eugène-Marin Labiche (1815-1888) fue un comediógrafo francés, famoso por sus numerosos «vaudevilles» en los que hizo galas de habilidad como autor y dominio de la escena. Según apunta Rine Leal en La selva oscura (ob. cit., tomo II, p. 265), fue José Fornaris quien dio por primera vez este califi-

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cativo a Sarachaga en El País, el 20 de febrero de 1887. 7

Ramón Meza: «Los bufos cubanos», en Rine Leal: Breve historia del teatro cubano, ob. cit. (1980), p. 81.

8

Rine Leal: ob. cit. (1975), tomo II, p. 297.

9

Rine Leal: ob. cit. (1980), p. 85.

10

Para obtener una más detallada información, ver Rine Leal: La selva oscura, ob. cit., tomo II, pp.135136.

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3.6 LA NARRATIVA ENTRE 1868 Y 1898 3.6.1 Panorama de la narrativa cubana de la etapa La etapa más prolífica de la narrativa cubana del XIX fue la de 1868 a 1898. En ella aparecen novelas que, sin prejuicio, podríamos llamar «mayores», bien por su calidad estética como por lo novedoso de sus temáticas. Estas son: Mozart ensayando su réquiem (1881) de Tristán de Jesús Medina, Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde, Mi tío el empleado (1887) de Ramón Meza, Amistad funesta o Lucía Jerez (1885) de José Martí, Leonela (1893) de Nicolás Heredia y En busca del eslabón. Historia de monos (1888) de Francisco Calcagno. Tan justa denominación, sin embargo, no anula la importancia que desde el punto de vista testimonial nos brinda el resto de la novelística de estas décadas finiseculares. La novela cubana, en la etapa a que nos referimos, se vuelve marcadamente histórica, a pesar del subjetivismo con que sus autores encaran la realidad. Afanados por dar respuesta a un devenir cada vez más conflictivo en su contradictoria problemática interna, los autores mixtifican la historia evadiéndose, en unos casos, hacia contextos otros, y, asimismo, reordenando las evidencias como un sistema para uso propio en donde la historia y sus héroes se vuelven mito. No obstante esta elocuencia imaginativa de los escritores en la recreación, sentimos en las ficciones una voluntad crítica sincera que no logra desvincularse de su presente y que, a su vez, habla de sus acuciantes contradicciones ideológicas.

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Estas obras tuvieron como patrón creativo por antonomasia el romanticismo, pero, además, asimilaron el realismo crítico y el naturalismo al estilo de Balzac y Zola, que les valió para profundizar en sus especulaciones más analíticas. Novelas de un romanticismo «puro», diríamos que estereotipado y sin otra perspectiva argumental que la desesperanza y la fatalidad amorosa como morbo recurrente son: La dalia negra del cementerio de Güines (1875), de Valentín Catalé, Sol de otoño (1893), de Miguel Garmendía y Adoración (1894), de Álvaro de la Iglesia. La dalia negra del cementerio de Güines, puede ser, en este sentido, una novela paradigmática. Arrobado por la patria de Chateaubriand —«¡Qué hermoso es París! ¡Es un paraíso radiante de esplendor y magnificencia!»—1 el autor no sólo otorga a Josefina, heroína de su novela, la clásica languidez de los ideales femeninos románticos, sino que mina los pulmones de la hermosa cubana con la «tisis», distinguido blasón del imperecedero sueño de Dumas y sus epígonos. No faltan, además, las buenas oportunidades —una tormenta en plena travesía, casi un naufragio—, para laurear las viriles frentes protagónicas de Claudio y Miguel, tan perfectos, hechuras de fidelidad, valor y sufrimiento. La novela de Valentín Catalá se resiente bajo el peso del remedo de las «margaritas» y el exceso en el injerto nos suena a dislate, aunque le reconocemos cierto tino: sustituye las camelias por las dalias. Sería mucho pedirle, cambiar la tisis

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por el cólera, más orgánico en nuestro ámbito histórico-geográfico. La crítica social dentro de la novela cubana de estas décadas finiseculares, adquiere, en ocasiones, modales foráneos. Así, nos sorprende la reiteración temática de un ambiente romántico y cortesano, de un mundo de salón, monárquico e intrigante, que tiene su antecedente literario en la Comedia humana de Balzac. Éste es el caso de El escabel de la fortuna (1876) de Teodoro Guerrero, Irene Albar (1885) de Eusebio Guiteras y Ángela (1891) y El marqués de Girasol (1892) de Félix Puig de Cárdenas, entre otras. Hay en estas obras anacrónicas preocupaciones clasistas que pretenden tener peso fundamental y energía desencadenante, evidenciadas en la artificiosa lucha entre una aristocracia diletante con prosapia supuestamente divina y la burguesía acaudalada, de estirpe plebeya, que sí fue, en definitiva, la fuerza motriz del siglo en su contienda con otras clases y sectores de clase olvidados o débilmente esbozados en estas ficciones. Llama la atención una novela como El escabel de la fortuna, en donde el escenario fabular es España. En él juegan sus destinos morales la alta aristocracia monárquica, la intelectualidad de tímido liberalismo burgués y la corrupta politiquería que reafirma, con sus sucios manejos, la necesaria pervivencia de un statu quo eminentemente conservador. 2 Más allá de cualquier lectura literal de argumentos, se impone la fecha de publicación de la obra, 1876, y algunas razones de evidencia histórica nos advierten que, en materia de creación, fueron muchas las «cautelas» previsoras posteriores a la guerra del 68, cautelas que pueden atribuirse a actitudes reaccionarias con el objetivo de frenar movimientos radicales, incluyendo las pálidas esperanzas reformistas. Irene Albar vuelve sobre el tema de los linajes, sólo que en la novela de Guiteras las claves históricas son más coherentes con la realidad referencial. Las diferencias entre la posición de los «Palmasola» y el éxito capitalista de los «mantequeros» Albar, no se pierde con la forzada afectación de un argumento huero y extraño a nuestra tradición, sino que sirve para entronizar sobre la extravagancia de los episodios —que llegan a adquirir un tono épico-ca-

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balleresco— una actitud defensiva a favor de la burguesía en sus planos éticos y factuales, como clase preponderante e imprescindible en el desarrollo económico de la isla —Irene Albar riposta airadamente al Conde Palmasola en defensa de su padre: «…él se consagra fielmente al cumplimiento de todos los deberes de su estado»—.3 Este detalle legitima la validez de la controversia como motivo literario, pues a través de ella reconocemos la perspectiva ideológica de la voz autoral y su conexión histórica. La historicidad de ciertos preceptos clasistas aflora en los diálogos de dicha novela. Por una parte, están los paliativos «generosos» a la horrorosa institución de la esclavitud —«¿dónde podré estar yo mejor que al lado de mi buen amo?»; 4 «La esclavitud es una triste necesidad» 5—, por otra, el resentimiento contra las ambigüedades de la política de la metrópoli que tuvo su debut con la Constitución de 1812 —«Era el juego de los cubiletes. Aquí está… ¿la ve usted?… pues ya no está… pero mírela usted»— 6 y que parece ser analogía alarmante en el año de 1885 en que se publica esta novela. Pero contra las venalidades de la Corona existen en la obra el pragmatismo de los empleados «ingleses» que trabajan en la nueva tecnología del ingenio Albar y que introducen el concepto de «interés», más afín y promisorio para un siglo que quiere ser, a toda costa, «positivo». La novela cubana, que padece de cierta artificialidad por la naturaleza foránea de sus modelos y de iterativas sensiblerías por una ya acuñada tradición romántica en sus argumentos, descubre, indiscutiblemente, su vocación testimonial. Especificaciones tales como «Novela festiva de costumbres cubanas», «Escenas cubanas», «Novela histórica», «Cuadros sociales y de costumbres» y hasta «Curiosa novela políticoburlesca», no sólo patentizan la oriundez de las creaciones, sino además, recalcan el interés reflexivo ante una realidad peculiar que es asumida con plena responsabilidad crítica. La Señora Maquita (1886) de Julián Gil es, como bien agrega el título, «una novela festiva de costumbres cubanas». De ágil expresión y tono jocoso, este relato tiene mucho de realismo en el contorno costumbrista de sus observaciones. No escapan

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al autor de esta obra que nos hace reír, la caracterización del chino cocinero, «fumador de opio, libertino, borrachín y desvergonzado…», 7 ni la diversión de las niñas Rosa y Leonor de la familia Bullebulle, montando patines en la sala de la atribulada Maquita «para no caer cuando frecuentaran el Skating Ring», 8 y mucho menos los «sombríos pensamientos» del señor González, que provocan el cubanísimo sainete del equívoco y que culminan el libro con una confesión que dice así: «Muy joven todavía, cuando tuvo lugar la pasada revolución… fui uno de los que se alzaron en armas…» 9 Por otra parte, Aventuras de un sordo. Novela cubana de José de Jesús Márquez es una atrevida parodia que plantea la crítica política más acerba del XIX sobre la base de la comicidad. El diálogo entre Benito, un sordo, y los locos del hospital a donde aquél ha ido a parar, no da lugar a reticencias por incomunicación, sino que reafirma a voz en cuello lo que el sordo no quiere oír y los locos no logran comprender por su estado de enajenación, dándole lugar al narrador para hacer sentencias conclusivas —«Los locos se retiraron satisfechos en que todos los gobernadores son sordos a la queja del pueblo»— 10 y para reflexionar sobre la arbitrariedad de la justicia, el fraude del foro y el desequilibrio general del sistema colonial: «Ya entiendo… es que, hay secuestradores en los campos que exponen el pellejo, y los hay también en la ciudad, que, si no usan el rifle o el trabuco, manejan muy bien el papel sellado o de timbre…»11 Autonosuya. Curiosa novela político-burlesca (1897), de Francisco Fontanilles y Quintanilla, es una ficción decadente y reaccionaria envuelta en la expresión hilarante y en la alegoría. Autonosuya es un sitio mítico, pero de clara identificación: es Cuba. El autor rechaza la revolución y aboga por la anexión vergonzosa de Cuba a España. A su vez, desacredita la capacidad de los cubanos para gobernarse y ve los procesos radicales como actos vandálicos en los que sólo se dirimen discrepancias personales y no intereses colectivos. Refiriéndose a la Revolución —la novela fue escrita en 1897—, dice: «sólo ha producido la ruina del país y el retroceso al estado salvaje».12 Por su parte Dos habaneras (1880), de Pascual de Riesgo, es una

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novela que rebosa patriotismo, aunque, lamentablemente, desde posiciones nada favorables. Hubiéramos preferido que el inclaudicable antiespañolismo de Tula Muño no se viera ensombrecido por un arranque de celos que la convierte en homicida. Es el personaje femenino fuerte de la novela del XIX, ese que empieza a designarse, como a Isabel Ilincheta y a Leonela, con el calificativo de «varonil y seductor».13 Pero la protagonista de Dos habaneras nos desencanta con su ideal anexionista, aunque siempre resulte estremecedor el pasaje en que la cubana exhibe su traje con los colores «filibustéricos» en el baile del Capitán General, de donde es expulsada. Tula Muño representa la oposición, pero es ésta la oposición caótica de un sentimiento indefinido y confuso aún. Su vehemente antiespañolismo y su audacia patriótica siguen vinculados a un estado de dependencia frente a la deslumbrante democracia norteamericana. Ninguna novela —a pesar de sus notables deficiencias artísticas— ofrece el fondo dialogizante del autor y su contexto socio-político como Dos habaneras. Pascual de Riesgo señala las fuerzas sociales en pugna, guía su punto de vista de integrista con todos sus excesos y tergiversaciones, pero no niega lucimiento a sus personajes antagónicos. La obra tiene apreciable valor testimonial y este debemos explicarlo partiendo del dato puramente histórico-costumbrista que maneja el autor con una convencional funcionalidad y que responde, también, a las verdades y limitaciones de un horizonte ideológico. En la novela quedan referidas algunas de las figuras extranjeras que visitaron el escenario del Teatro Tacón. También se mencionan hechos históricos como el alzamiento y ejecución de Narciso López y los sucesos del teatro Villanueva, sobre los que apunta el autor: «Cómo sospechar siquiera que la inconcebible guerra civil de Cuba, la ruina de la isla, el robo, el pillaje, la tea incendiaria, iban a brotar de la segunda función teatral, protegida en La Habana por el Capitán Dulce.» 14 Tiene esta obra, además, elementos costumbristas como la figura del ñáñigo y la celebración del Día de Reyes. La novela enfatiza en la familiaridad de los amos con los esclavos domésticos, excepto el personaje de

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Leonor, que encarna la tendencia antiespañola y el carácter rebelde, nacido, según explica el narrador en una retrospectiva, cuando la niña presenció la ejecución de Narciso López. La novela de Pascual de Riesgo revela, como otras escritas en la etapa, el ideologema social que esclarece la perspectiva histórica de cierta clase o sector de clase en una circunstancia específica: evitar la experiencia revolucionaria que podía perjudicar el statu quo económico y mantener a la isla bajo la tutela de España. La vocación testimonial de que hablábamos, ostensible en nuestra narrativa de ficción decimonónica, responde a necesidades internas de índole ideológica revertidas simbólicamente en la temática y en los argumentos de estas obras. Las posibilidades de lectura que ofrece este tipo de ficcionalización documental posibilitan esa dialogalidad semántica de las obras entre sí en su ámbito temporal, haciendo del conjunto novelístico un sistema de estructuras complementarias. Es por eso que Los crímenes de Concha. Escenas cubanas (1887) y Romualdo. Uno de tantos (1891) de Francisco Calcagno, En el cafetal. Novela cubana (1890) de Malpica La Barca, Sofía (1891) y La familia Unzúazu (1896) de Martín Morúa Delgado, Memorias de Ricardo. Cuadros sociales y de costumbres (1893) de Manuel María Miranda, Una sotana estorbando. Novela histórica (1893) de Nicolás Travieso y Frasquito (1894) de José de Armas y Céspedes, constituyen un bloque homogéneo de significado, en cuanto a su propia raíz testimonial. Las obras de Calcagno retoman el tema de la esclavitud recargando el trazo realista en las descripciones que refieren el despiadado castigo corporal de los negros y el soberbio ensañamiento de sus amos blancos. Pero Calcagno en el prólogo 15 a Los crímenes… trata la libertad de los esclavos con «humanas e instructivas» razones que nos suenan a asombrosas cautelas. Es que el autor de Romualdo…, «como uno de tantos», toma precauciones clasistas. Martín Morúa Delgado en Sofía y La familia Unzúazu siente desde su mulatez los rigores esclavistas y extiende su crítica severa al mundo sicológico de los blancos, resaltando el análisis fisiológico de una clase potentada que se destruye bajo los síntomas de la vesania. En

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Sofía, el autor expone el infierno del ingenio con óptica realista y naturalista y, en La familia…, el infierno de los blancos, la fragilidad de su moral y la neurosis como síndrome que los va ocupando a todos y que llega a tener en la novela minucioso relieve cientificista. Las «cautelas» de Morúa rezuman de su tesis sobre el evolucionismo racial. Otro caso es el de Memorias de Ricardo de Manuel María Miranda, quien alcanza desde otra perspectiva el deterioro social de la colonia. Es la tragedia del desempleado, la molicie de la ciudad, la sordidez degradante de la ciudadela. Como lo define Friol, «Manuel María Miranda nos ofrece en sus Memorias…, el más descarnado y crudo testimonio de la capital». 16 Tiene el autor una encomiable facultad sintetizadora de expresión. En apenas 120 páginas capta el sensualismo de un baile callejero de negros, la crueldad con que son tratados los esclavos del ingenio, el patético sicologismo de Ricardo, las tendencias ideológicas que se manifestaban en algunos sectores obreros, específicamente, el caso de los tabaqueros, y algo más que sorprende por ser inusual dentro de la novelística del XIX: la acuciosidad naturalista con que pormenoriza el mundo sexual de sus personajes. Si estas obras aluden de alguna manera a la esclavitud del ingenio, en En el cafetal, de Malpica La Barca, respiramos la bucólica armonía del cafetal. Novela de utopías es ésta, fundamentalmente en cuanto a la visión del esclavo, la mayor de todas. Los personajes de Malpica La Barca resultan inverosímiles, los episodios argumentales lo son más. Los héroes, los virtuosos Mercedes (millonaria y viuda) y Ernesto de Arnam (príncipe del Sacro Imperio Romano), del cual nunca llegamos a comprender, como dice Enrique Sosa, «cómo ha terminado enredado en las bejuquerías de la campiña cubana»,17 sostienen una novela profusa en aventuras que tienen como fin recalcar los valores de una moral pacata y conservadora. Malpica se sitúa en las «transparencias y simetrías» 18 del cafetal a donde, tal parece, no llegan las presiones del régimen colonial. Todo ha sido ordenado por el autor siguiendo un gusto negativamente tendencioso, para lo cual finge la realidad hasta en sus aspectos innegables, de ahí que el universo

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re-creado nos llegue como un fastidioso pastiche de risible credibilidad. En En el cafetal aparecen esclavos que adoran a sus amos y prefieren la esclavitud, así como bandidos arrepentidos y sedientos de justicia, entre otras supercherías que Malpica prefigura para poner a salvo su clara voluntad antindependentista. No aleccionó positivamente la experiencia del 68 a nuestros narradores. La necesidad de historiar por medio de la ficción los obliga a exponer la precariedad del sistema colonial, a hacer crítica político-social enmascarada tras los calificativos de «Novela de costumbres cubanas» o «escenas cubanas», dejando siempre un resquicio por donde escapen las oportunas precauciones clasistas. Algunos prefirieron las reformas, otros, los más «positivos», se deslumbraron con el avance de los Estados Unidos, todos, de una forma u otra, temen al negro y abogan por el cese de la esclavitud —por resentimientos morales, por urgentes imperativos económicos—, pero, en realidad, ese altruismo es también una «cautela», y desde el punto de vista racial, los negros siguieron siendo los «otros». Es significativo que no encontremos una novela decididamente independentista, una novela que recabe la urgencia y la voluntad de un cambio radical. La verdadera novela de la insurrección no fue escrita —Raimundo Cabrera se esforzó con sus Episodios de la guerra (1898)—, aunque sí sabemos por estos textos de limitado alcance artístico que el antiespañolismo fue voz que adquirió vigor durante todo el siglo y que esta voz se hace sentir en la dialogalidad de las ficciones. Fueron sinceros, porque se adjudicaron la misión de testimoniar su propia historia, con todos sus idealismos, sus temores, sus ingenuas esperanzas y sus confusiones. De los desmayos «románticos», nuestros escritores pasaron a la fisiología del naturalismo y se internaron en la desajustada volubilidad del neurótico. Toda la problemática ideológica que conmociona estas dos últimas décadas asoma en las páginas de estas novelas, como un gesto social enfermizo con el espíritu roto y carcomido por la indefinición que le producen sus propios recelos burgueses. La religión es vista también como mecanismo corrupto y arbitrario —Una sotana estorbando

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de Nicolás Travieso—, y los mártires que impulsan la avanzada patriótica tienen ideales dudosos. Así Frasquito invoca la figura de Narciso López en una novela histórica que, aunque no lo es, sí responde a cierta inclinación histórica. El recuerdo del venezolano deambula en las creaciones literarias en una difícil mezcla de loa y repudio. Lo cierto es que nuestros escritores no estaban aún decididos. No obstante, es el contrapunteo ideológico, el dato histórico y costumbrista, la polifónica armonía social, en definitiva, los que redimen la novela cubana de sus carencias estéticas. Muchas fueron escritas en la etapa, pero en ellas se reiteran temas y tendencias ideológicas que recogen las ya comentadas y que hemos seleccionado como más ilustrativas. Otro de los géneros narrativos que aún perviven en estas últimas décadas es el artículo de costumbres. Ya en franca retirada, sin embargo, esta modalidad de indiscutible valor literario, cierra su ciclo con una antología prologada por Bachiller y Morales, Tipos y costumbres de la Isla de Cuba (1882), y con una obra en apariencia insignificante de Ildefonso Estrada y Zenea, El quitrín. Costumbres cubanas y escenas de otros tiempos (1880). En las escenas que ilustran este libro, en estos cuadros típicos, es el «quitrín» personaje protagónico de indudable historicidad. Para Estrada y Zenea, el «quitrín» marca una época clásica de la vida colonial de Cuba. Con cierta nostalgia, el autor rememora la tipicidad costumbrista y el folklorismo representados por medio de este carruaje. Es excelente la transferencia gráfica del objeto en motivo literario para la anécdota y para la reflexión histórica. No obstante lo ingenioso del artificio y la validez documental de lo contado, hay en estas «escenas de otros tiempos» cierto tono aquiescente hacia el pasado, que va perdiendo terreno con el advenimiento de un nuevo sentido práctico de la vida —«Con el quitrín las onzas de oro. Para los coches del día los Billetes de Banco. Esto es gráfico!» 19 La mirada de Estrada y Zenea, superficial y jocosa, vislumbra la llegada de ese nuevo ritmo económico que ha de imponerse y que él graciosamente alegoriza, con pasión conservadora, en la obsoleta moda del

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quitrín —«Pero todo pasó, y habiendo desaparecido el quitrín desapareció también el calesero a quien ha sustituido el cochero, raza cruzada, verdadero injerto que no constituye tipo y que carece de gracia y originalidad»—20 y que subraya, una vez más, aquellas aprehensiones clasistas, «cautelas», que quedaron fijadas en el contexto novelístico. El cuento, en cierta forma sucedánea del artículo de costumbres, por su vocación anecdótica y por su indubitable propósito ético, tiene en estas décadas finiseculares —aún con notable inmadurez en la estructuración fabular— , importantes muestras. El cuento cubano de esta última etapa utiliza algunas de las vertientes temáticas del romanticismo para la ficcionalización. Ejemplo de ello son el cuento reflexivo lindante con la especulación filosófica —«Calófilo» de Esteban Borrero Echevarría— que se debate entre la precariedad de la existencia y la búsqueda de las formas puras de la belleza, la verdad y el arte, asimilados del pensamiento y la narrativa alemana, fundamentalmente; el cuento fantástico que denota la impronta de Edgar Allan Poe y sus presencias alucinadas y fantasmagóricas —«Julio Ramos» de Diego Vicente Tejera, entre otros—; 21 el relato épicolegendario, que se nutre de la historia inmediata, es decir, de la guerra de independencia, y que encuentra en Manuel de la Cruz con «Fidel Céspedes» —y sus Episodios de la Revolución Cubana—, con José Martí y «El Teniente Crespo» y, con Máximo Gómez y «El sueño del guerrero», ese himno merecido y estremecedor que le faltó a la novela. Entre otras temáticas están las introspecciones sicológicas que pretenden cierto acento cientificista en la descripción de naturalezas neuróticas y de estados de ánimo afiebrados por la exacerbada especulación de los sentidos, éste es el caso de «La vejez de un joven» y «Fiebre de análisis» de Emilio Bobadilla (Fray Candil). De igual tono son los cuentos de Julián del Casal —«La casa del poeta», «La última ilusión», «El amante de las torturas», por sólo citar algunos— en donde el sadismo y lo procaz de la realidad adquieren rango estético por la maestría de una prosa que, aunque dolorosa y dirigida hacia lo raro, exótico y discordante,

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posee los matices cromáticos y la majestuosidad descriptiva del modernismo, sin que ello signifique que estos sean logros de literariedad en el género a que nos referimos. José Martí y los cuentos que integraron su revista La Edad de Oro —«Bebé y el señor don Pomposo», «Nené traviesa» y «La muñeca negra»— sostienen la inflexión mesurada de un modo de decir didáctico que por medio de la palabra sencilla y culta toca puntos sensibles en torno a principios humanos generales. Consideramos imprescindible aludir a «La función de gala» (1891), cuento de Enrique Hernández Miyares que llama la atención por la intencionalidad con que el autor manipula su objetivo imaginativo hacia una tendenciosa simbiosis fantástico-histórica. La «gala» se realiza el 11 de octubre de 1906 en el Teatro de la Ópera —antiguo Teatro Tacón, según el narrador— y en ella se celebra un aniversario de la Independencia. La ironía de Miyares resalta cuando éste enumera, por boca del narrador, la fastuosidad de la fiesta y el conjunto de los asistentes, haciendo énfasis en aquellos no invitados que él llama «pobres»: Martí, Gómez, Maceo, Calixto García y otros adalides de nuestras gestas mambisas que quedaron excluidos del agasajo por la «libertad». Probablemente, el acierto con que Miyares simuló de forma embrionaria el complot politiquero que representaría a la «República», nos justifica también aquellas ausencias honrosas de los hombres egregios de nuestra historia. Por último haremos algunos comentarios sobre Cuentos de hoy y mañana. Cuadros políticos y sociales, libro de Rafael de Castro Palomino, prologado por José Martí. Integran este volumen dos cuentos: «Un hombre por amor de Dios» y «Del caos no saldrá la luz». A grandes rasgos podemos decir que ambas narraciones tienen como forma elocutiva el diálogo «aparente» entre los personajes, pues es notable que la verdadera intención del autor es teorizar sobre tópicos filosóficos, sociales y políticos que conciernen muy directamente a su circunstancia histórica más inmediata. Lo que Castro Palomino expone en estos «relatos» ya lo habíamos visto de manera dispersa en la novela, digamos, sólo por citar dos ejemplos, en Aventuras de un

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sordo de Jesús Márquez y en Autonosuya de Francisco Fontanilles. Las disquisiciones aquí expuestas confirman la indefinición ideológica de esta etapa complejísima, en donde la búsqueda de soluciones al conflicto cubano se entroniza en nuestra literatura con tono marcadamente ensayístico que apoca el aspecto estético inherente a todo género artístico, en este caso, el cuento. El libro a que nos referimos, a pesar del eclecticismo filosófico, del escepticismo histórico y de la ingenuidad conclusiva que lo caracteriza, tiene como mérito estimable el conocimiento manifiesto del autor sobre la historia de los movimientos sociales en el ámbito europeo y de la trayectoria teórica que los acompaña. Este cuestionar del autor a su realidad, a su historia, es lo que Martí aplaude con fruición, de ahí que llame al libro de Castro Palomino «libro sano, libro generoso, libro útil». Martí no descarta, sin embargo, el peligro que encarna esta búsqueda 22 aún desorientada que teme y elude el desenlace radical, pero reconoce que sólo del enfrentamiento y de una actitud polémico-reflexiva, saldrá ese desenlace necesario, pues como bien expresa, «definir es salvar» y nosotros nos atreveríamos a decir, «intentar» definir es salvar, idea que, en sentido general, fue la piedra angular de casi toda la narrativa del XIX, en cualquiera de sus manifestaciones. No queremos terminar este panorama sin antes referirnos brevemente al folletín, que perduró a lo largo del siglo como una de las formas que viabilizó la difusión de obras de autores cubanos y extranjeros. Esto lo confirman novelas como La mano cortada de F. Boisgobey y Su majestad el dinero de Javier de Montepin, aparecidas en La Discusión de julio-diciembre de 1880, y del ámbito nacional Los crímenes de Concha (1887) de Francisco Calcagno, publicada en los folletines de El Progreso, y Autonosuya (1897) de Francisco Fontanilles, que viera la luz en El Imparcial de Matanzas. En la lectura de las mismas se constata cómo el folletín o la llamada novela por entregas mantuvo en sus temáticas la línea romántico-costumbrista, de ahí que aparecieran en las páginas de nuestros periódicos obras al estilo de Eugenio Sue —Los misterios de La Habana (1879), de Pedroso de Arria-

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za—, así como otras que desentonan con esta tradición por lo novedoso de su temática. Este es el caso de Mozart ensayando su requiem (1881), auténtico ejemplo de la calidad lograda, en ocasiones, por esta forma de la narrativa finisecular. 3.6.2 Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde En carta fechada en Madrid el 26 de junio de 1883, el escritor Benito Pérez Galdós decía: «Doy a Ud. un millón de gracias por el ejemplar que tuvo la bondad de enviarme de su hermosa novela […]. He leído esta obra con tanto placer como sorpresa, porque, a la verdad, (lo digo sinceramente, esperando no lo interpretara V. mal) no creí que un cubano escribiese cosa tan buena.»23 El elogio, el «placer» y la «sorpresa» de Galdós se referían a la lectura de Cecilia Valdés, obra del escritor cubano Cirilo Villaverde (18121894). Y sin entrar a dilucidar la naturaleza de la acotación del novelista español, es cierto que la obra en cuestión, editada en New York en 1882, es la gran novela del siglo XIX cubano, porque, como afirmara Enrique José Varona, «Cecilia Valdés es la historia social de Cuba». 24 En otro acápite de este tomo dedicado a la novelística del siglo XIX, observábamos la permanencia de tópicos temáticos dispersos, que, tanto en las obras «mayores» como en las «menores», esbozaban las líneas de un perfil histórico aún por completar. Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, devela en las postrimerías del siglo el rostro definitivo de aquellos importantes rasgos aislados. Es, al decir de Roberto Friol: «el memorial de los abismos cubanos, el vitral de una llaga». 25 Dos cosas obseden al escritor de la memoria: la historia que toma ventajas al paso del tiempo, la historia que ya ha madurado y que tiene que ser contada, y su vocación literaria, reconocida desde mucho antes de su realización magistral. Es por eso que Cecilia Valdés no es una novela con urgencias, y, es por eso, además, que el desbalance en el ritmo narrativo, lo anecdótico dentro de la historia, utilizado como procedimiento dentro de la secuencia argumental, las exhaustivas descripciones, lo abrupto del

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desenlace y la novela dentro de la novela, no son faltas por inhabilidad. Toda la estructura composicional de la obra está en función de una realidad organizada en distintos planos que el autor quiere enfatizar con mayor o menor jerarquía. El período histórico que abarca la novela es de 1812 a 1831. Pero, en realidad, Villaverde comienza las incidencias del argumento en los años de 1823 a 1831. Es aquí, y no antes, cuando el autor baraja los mundos ideológicos que conforman los diversos horizontes sociales que tendrán coherencia artística en su representación. El gobierno de Dionisio Vives es el marco contextual, la referencia viva, dentro de ésta; la ficción: Cándido Gamboa, Cecilia Valdés, Leonardo, doña Rosa. Entre ellos, las secuelas del mal, los sedimentos del poder político, el resultado de un gobierno corrupto y arbitrario, José Dolores Pimienta, doña Chepilla, Nemesia, Uribe, María de Regla, Dionisio, Plácido, Brindis, Pedro Briche, Tondá…, y otros muchos que capacitan el diálogo no impreso en las páginas, ofreciendo en la dialéctica movilidad de lo contado, el rasgo verosímil, al aunar lo contradictorio y discordante hasta alcanzar el sentido único, la imagen totalizadora de un tiempo, de una época que es, en sí misma, invisible. Como ficción, el conflicto de los amores de Cecilia y Leonardo Gamboa tiene consistencia suficiente dentro del llamado folletín romántico. Ya esto lo había comprobado el autor con la «Cecilia Valdés» de La Siempreviva en 1839.26 Pero ahora Villaverde aspira a mucho más, digamos que necesita —tal vez como un acto de reafirmación política con respecto a su posición a favor de la independencia de Cuba— describir las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuído en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. y añade: Lejos de inventar o de fingir caracteres o escenas fantasiosas, e inverosímiles, he llevado el realismo, según lo entiendo, hasta el

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punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales…27 De ahí su empeño en el retrato minucioso de todo elemento que configura, vívidamente, el ámbito en que desenvuelve su historia. No escapan a su memoria fotográfica la ubicación de las calles, sus nombres y especificidades; las publicaciones periódicas de la etapa que narra: La Moda o Recreo semanal del Bello sexo (18291831) y El Nuevo Regañón de La Habana (1829); la evocación del célebre pintor retratista Vicente Escobar; la descripción fisonómica de José Antonio Saco y de Agustín Govantes, así como una clase de filosofía impartida por este último en el Seminario de San Carlos; los pormenores de un baile de la «gente de color» al que concurren Brindis, Uribe, Plácido, Manzano, etc.; los interiores de las casas, especialmente la de Cándido Gamboa y la de Cecilia Valdés; la topografía del occidente cubano; los mecanismos de las casas de calderas del ingenio La Tinaja; las diferencias entre el ingenio y el cafetal; las ferias de San Rafael, La Merced, Regla; el traje típico de los caleseros; los bailes de «cuna»; la reproducción de sonidos que, por medio de la onomatopeya, dan la idea del ritmo y complementan una imagen artística típicamente peculiar, al expresar la donosura y musicalidad de la danza cubana ejecutada por gente de la raza negra: Por sobre el ruido de la orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compás con exacta medida en la danza criolla; 28 en fin, todo el inventario de imágenes reales reproducidas en esta novela y que asombran por su cantidad y calidad colorista. También utilizó Villaverde, para imprimir mayor autenticidad a sus escenas, la concurrencia de lenguajes, es decir, de elementos léxicos que dan la plomada vital a los personajes. Según opinión de algunos críticos, este trabajo en el plano lingüístico no fue siempre afortunado. Sin embargo, conside-

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ramos que el autor no pretendió una recreación dialectológica por pura vanidad tecnicista, sino que manipuló de manera convencional el plurilingüismo como frontera diferenciadora dentro de las estratificaciones clasistas. Así, pueden precisarse distintos bloques lingüísticos que responden a la ubicación social de los personajes. Por ejemplo, Cecilia, Nemesia, Chepilla, Pimienta y Uribe, todos mulatos libres con escasa instrucción, y Leonardo, Diego Meneses y Pancho Solfa, estudiantes universitarios; pero también están las transliteraciones del habla de «Malanga», el «Curro del Manglar» y la de los negros esclavos en las que se aprecian matices distintivos de acuerdo con su destino dentro del mundo de los blancos. Caso excepcional y poco convincente desde el punto de vista lingüístico es el de María de Regla, quien hace gala de una extraordinaria elocuencia. No obstante, es probable que Villaverde otorgara a este personaje mayor apertura y flexibilidad en la expresión, pues es ella una suerte de conciencia acusatoria contra don Cándido Gamboa, sólo acallada por los terribles rigores de la fuerza. Explícitamente advierte el narrador: Conocidamente pasaba don Cándido por el carácter de la enfermera como por sobre ascuas. No era indiferencia la suya, tampoco desdén, menos desprecio: era miedo no fuera que se averiguase la posición en que se hallaba colocado respecto de esa su humilde esclava […] María de Regla poseía el único secreto de su vida libertina que le avergonzaba y le hacía infeliz en medio de la grandeza y el boato de que ahora se veía rodeado. 29 En su confesión a Adela, en la que le sugiere que Cándido era el padre de la niña recogida en la Inclusa, y ante la explosiva sorpresa de una de las hermanas de ésta, María de Regla enuncia el más brillante ideologema de esta novela: «Yo no quise decir amos, yo quise decir blancos. Los esclavos no deben pensar nada malo de los blancos.» 30 Es evidente la fusión de la voz del personaje con la palabra autoral que se impone intencionalmente para dar trascendencia a un

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concepto socio-histórico manifestado de forma iterativa a través de toda la novela y que es, de hecho, su tema por antonomasia. Es justamente en estos tonos discordantes, en estas fulminantes y sorpresivas descargas semántico-valorativas, en donde el autor apresa la médula del realismo. Fueron las descripciones detalladas y las imitaciones lexicales resultados de la más acuciosa y penetrante óptica costumbrista. Pero el realismo, que no es decir las cosas de la realidad, sino la realidad de las cosas, 31 está en la controversia interna que emana de cada bloque narrativo, así como en el abigarramiento contextual en el que se advierten las disonancias sociales, sus contradicciones, ese perenne contrapunteo entre la imagen artística, la realidad histórica, el autor y el lector. Toda la novela Cecilia Valdés es un símbolo, una alegoría ideoartística que adquiere dimensiones monumentales, dentro de lo dramático y sombrío, sobre lo heterogéneo y, a su vez, unificador. Es dramática la relación Leonardo-Cecilia, pero esto es tan sólo un timbre a descifrar entre las múltiples voces que orquestan dramas individuales, dramas generacionales, dramas raciales y el conclusivo y aterrador drama social de la colonia. Leonardo y Cecilia centralizan la ficción, son el motivo fabular que da pie al desencadenamiento de una trama profusa en situaciones conflictivas. No pierden la espectativa, a pesar de las muchas incidencias que interceptan su historia, porque están ideados con la hechura de las batallas pasionales del romanticismo (la inexorabilidad de lo imposible, la deslumbrante belleza femenina, el contraste riqueza-pobreza, los celos, las decisiones impensadas, la fatalidad como signo inminente, etc.). El drama generacional, sin embargo, tiene otras connotaciones, pues sobrepasa los marcos de la novela para hallar significado en la correlación individuo-historia. Es Villaverde quien saca sus conclusiones, él y su tiempo, sus vivencias y los testimonios de toda una época. Toma como modelo a Leonardo Gamboa, en su naturaleza irresponsable, en su despiadado trato a los negros esclavos, imbuido de soberbia y de vanidad clasista, quien al tiempo que fustiga con vehemencia —aunque en una

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reflexión parcial y mediocre— a los militares españoles,32 ridiculiza las aspiraciones nobiliarias de su padre, que es un tratante ilícito de esclavos: «Figúrate mamá —dijo Leonardo con mucha risa, aunque bajando la voz—, un plagiario convertido en Conde… del Barracón, por ejemplo. ¡Qué lindo título! ¿No te parece mamá?»33 El autor plantea que el patriotismo de esta generación a quien él escoge como paradigma, era de «carácter platónico», y hace una extensa relación de aquella otra que la precedió y en la que agrupa, indistintamente, a Varela, Heredia, Agüero, Lemus y a Aponte, porque reconoce entre ellos, como ligadura común, su repulsa contra el despotismo español. Aunque Villaverde recalca que la generación representada por Leonardo y sus amigos había llegado al «olvido y a la indiferencia»,34 se le van de las manos las muchas reacciones de rebeldía que son narradas de forma cronológica dentro de la generación de Leonardo Gamboa. Esa dialogalidad interna, imperceptible y que de manera inconsciente emana del texto, da la pauta del realismo que afanosamente quiso encontrar en el detalle, cuando de hecho plasma en su propia limitación valorativa las cláusulas ideológicas de etapas transitorias. Con más claridad, diría Enrique Sosa: «no extrae de este violento mundo, la lógica conclusión de que es la continuación, no la negación absoluta, del período anterior que lo entusiasma por su ímpetu revolucionario».35 No fue, efectivamente, olvidadiza e indiferente esa generación, porque en ella no se había apagado el antiespañolismo, porque ella tenía, aún así, sentido de la reacción dentro de circunstancias otras, porque, a pesar de Villaverde, Pancho Solfa, uno de los compañeros de Leonardo en una suntuosa fiesta de la Sociedad Filarmónica, reflexionaba «con sonrisa amarga» que «mientras aquella loca juventud gozaba a sus anchas de los placeres del momento, el más estúpido y brutal de los reyes de España parecía contemplarla con aire de profundo desprecio desde el dorado dosel donde se veía pintada su imagen odiosa».36 El drama individual y el drama racial están estrechamente vinculados, aunque este último sea el tema preponderante en la novela. El drama individual podemos verlo en Cándido

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Gamboa y en doña Rosa Sandoval. Ambos padecen el acecho del pasado, las graves culpas que el tiempo ha ido exacerbando. Cándido está acosado por la inminencia del incesto entre Leonardo y Cecilia, pero, aún más, siente remordimientos morales, extraños remordimientos que ponen en vilo su status económico burgués. Rosa Sandoval vive persiguiendo las claves del secreto de su esposo, el ignominioso desliz que ella cree adivinar en cada gesto de Cándido. Doña Rosa descarga su furia de mujer engañada sobre María de Regla, y lleva su pírrica venganza a términos desgarradores. Mas, en la disputa de los esposos resuenan expresiones que sobrepasan las discordias domésticas: [Cándido] «¿Hubiera Ud. preferido a un criollo jugador y botarate?…» [Rosa] «Tal vez […]. Pero jugador o no, es probable que el criollo, el paisano mío, se hubiera portado conmigo con más lealtad y decencia. De seguro que el criollo no me hubiera engañado por el espacio de doce o trece años.» 37 Este drama individual toca fronteras, y éstas son de nacionalidad: burguesía criolla, burguesía peninsular. Un recelo más entre facciones. Tras ellos, de telón de fondo, la esclava nodriza María de Regla, el drama racial, su engendro y también el presentido bumerang. Resulta de gran interés el drama individual de Isabel Ilincheta, personaje coprotagónico del conflicto de la ficción. Es una especie de rara avis dentro del elenco. El plano de Isabel no lo comparte ningún otro personaje, porque ella nos llega como tenue esbozo de futuro. Este personaje rompe los moldes femeninos de la novela del XIX: No había nada de redondez femenil, y, por supuesto, de voluptuosidad, […] en las formas de Isabel […]. Para que nada faltase al aire varonil y resuelto de su persona, debe añadirse que sombreaba su boca un bozo oscuro y sedoso, al cual no faltaba una tonsura frecuente para convertirse en bigote negro y poblado. Tras ese bozo asomaban a veces unos dientes blancos, chicos y parejos, y he aquí lo que constituía la magia de la sonrisa de Isabel. 38

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Isabel Ilincheta ha sido educada por las monjas Ursulinas que vinieron de Nueva Orleáns, practica deportes rudos: equitación, natación, y también reflexiona sobre el terrible trato a que son sometidos los esclavos de La Tinaja, pertenecientes a la familia Gamboa. Ella se cuestiona si su amor por Leonardo es verdadero, y si sería capaz de convivir con un hombre así. Isabel administra el cafetal de su padre. Es otra concepción de la mujer dentro de la novela cubana, una perspectiva de modernidad en Villaverde, tal vez como reminiscencia de su prolongada estancia en los Estados Unidos. No obstante, tras el desenlace de la narración, Isabel se retira a hacer vida de convento. Es obvio, el autor retrotrae a este personaje proyectado entre el pasado y el futuro, al pasado, al mundo sico-cultural del relato, aunque trunque la lógica consecuente del único carácter con visos de progreso en la obra. El drama racial es el tema contundente de esta novela. Él da pie a la diatriba política que resume toda la obra como causa primera y que encuadra el lienzo demencial y aberrado del gran drama social de la colonia. La tragedia racial se presenta con trazos agudos, tanto en escenas de indiscutible intencionalidad, en donde el autor retoma el lenguaje de cierta conciencia de clase o sector de clase, estilizándolo para su fin ideoartístico, como en sutiles imágenes de aparente fugacidad, pero que llevan en sí la reafirmación semántica de determinado concepto bien arraigado en la obra. «Y has de saber que blanco, aunque pobre, sirve para marido; negro o mulato ni el buey de oro. Hablo por experiencia…»,39 así le dice Chepilla a Cecilia en el capítulo III de esta novela, y esto es algo más que un persuasivo consejo; lo expuesto por la abuela es un concepto sociohistórico expresado a través de un lenguaje y una ideología muy singulares. Enrique Sosa define este fenómeno como «inmolación racial». Es una especie de autolimitación, de autorrepresión que malogra y distorsiona la perspectiva de lucha de conjunto y que enturbia, hasta cierto punto, creando un estado de aletargamiento y confusión, el logro de una identidad propia. Leamos estas palabras de Uribe en las que vuelca su rencor de marginado, al tiempo que descubre la desastrosa pa-

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radoja de las disensiones de clase. Uribe, el mulato sastre que vistió a lo más encumbrado de la sociedad habanera, le dice a Pimienta: […] Disimula, aguanta. Haz como el perro con las avispas, enseñar los dientes para que crean que te ries. ¿No ves que ellos son el martillo y nosotros el yunque? Los blancos vinieron primero y se comen las mejores tajadas; nosotros los de color vinimos después y gracias que roemos los huesos. Deja correr, chinito, que alguna vez nos ha de tocar a nosotros. Esto no puede durar siempre así. Haz lo que yo. ¿Tú no me ves besar muchas manos que deseo ver cortadas? Te figurarás que me sale de adentro. Ni lo pienses, porque lo cierto y verídico es que, en verbo de blanco, no quiero ni el papel… […] Mi padre fue un brigadier español. A mucha honra lo tengo, y mi madre no fue ninguna esclavona, ni ninguna mujer de nación… 40 El autorracismo anula la legitimidad de todo sentimiento. El estigma racial crea una infraestructura de culpa original, una especie de destino fatal, irrefrenable, una ciega soberbia incapaz de atender causalidades esenciales y que, como síntoma patológico de neurosis social, pretende cortar el «mal» con la destrucción de las apariencias. Para María de Regla, sus hijos Dolores (negra) y Tirso (mulato), ambos esclavos, no eran aceptados por ella de igual forma, porque Dolores perpetuaba la marca de la esclavitud. Tondá, una especie de mito en la sociedad colonial, era de «valor heroico y […] desplegaba [su actividad] en la persecución de los malhechores de su propia raza, con autoridad especial del mismo Capitán General don Francisco Dionisio Vives». 41 La anécdota histórica —en apariencia incidental e injustificada como interpolación—, sobre la ejecución de Panchita Tapia, sirve de apoyatura a la palabra autoral que es retomada directamente para subrayar el sadismo de la política española:

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Es bien sabido que la justicia española lleva su saña hasta las puertas del sepulcro, y he ahí la necesidad de la institución religiosa dicha [Institución de la Caridad y la Fe, sólo integrada por negros], que se encarga de recoger el cadáver del criminal y de darle sepultura, en vez de los parientes y amigos, privados de esos oficios por la ley o la costumbre. 42 También Cecilia, quien por más de una razón tiene en cuenta las categorías y rangos de la pigmentación de la piel, opera como verdugo sobre el amor de José Dolores Pimienta. Para ella, el hermano de Nemesia es tan sólo algo cercano, una protección merecida por su belleza, una deferencia que apenas produce emociones en circunstancias fortuitas, pero que jamás traspondrá los lindes de los sentimientos («se me caería la cara de vergüenza si me casara y tuviera un hijo saltoatrás»).43 Entre sutilezas, Villaverde esboza otra imagen cargada de sentido: Cecilia espera con ansiedad que termine la pelea a cuchillo entre Pimienta y Dionisio, el agresivo cocinero de los Gamboa, y al ver que su amigo regresa invicto, el narrador apunta: «…lloró de pura alegría cual la niña que recuperó su muñeca cuando la juzgaba irrevocablemente perdida».45 La inconexión aparente de estos dramas —individual, generacional, racial—, facturados en estructuras narrativas paralelas o, simplemente, independientes del conflicto fabular Leonardo-Cecilia, tiene engarce en el proyecto ideoestético del autor, en ese sentido que se eleva a planos extraliterarios entre fuerzas contradictorias, binomios antitéticos que en su fricción de intereses y valores heterogéneos tejen la complicada urdimbre de un lienzo único, aunque de texturas diferentes. El drama social, que abarca todos los dramas interactuantes, tiene su lectura de causas en la omnipotencia de la tiranía política del gobierno español: «…el color de la piel, como el nacimiento, las clases y las jerarquías sociales dividen antagónicamente a la población del país y su gran beneficiario es España: ese, no otro, es el gran tema, político, de Cecilia Valdés». 45 Es decir, «divide y vencerás» será la

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máxima de las tiranías, aunque a pesar de ella, y, precisamente por ella, se profundicen los odios, se reproduzcan las rebeldías como la de Pedro Briche,46 y se asienten las disensiones, al menos, como estrategia antiespañola. La historia, no obstante, aleccionó a ese sector de clase de negros y mulatos libres, y también a los «criollos», en los días sangrientos del año 44. Les enseñó a todos la imparcialidad de la represión en materia de poder, demostrando que la verdadera y única división posible en el futuro era entre cubanos y españoles. Pero esto excede los límites cronológicos de la novela, aunque sí lo vivió el autor. Villaverde tuvo la astucia y el acierto de no colmar toda la capacidad de sus intenciones; así, dejó planteados los problemas, dejó caminos abiertos a la especulación, hizo realista e imperecedera su novela, además, por lo silenciado, para que la historia y el lector de todas las historias, hallaran en la reticencia una nueva conclusión. La percepción del drama social de la colonia por Cirilo Villaverde, tiene tintes sombríos y hay en su semblante coloraciones de insania. El incesto es un secreto a voces que no es conocido de los amantes, pero tampoco constituye clímax en la novela. El incesto es una alegoría más, es el gran incesto de la sociedad cubana, prohijada por un régimen corruptor y despótico; es, a su vez, el código del indetenible mestizaje racial. María de Regla, la negra esclava de los Gamboa, es el símbolo de una trágica ironía; ella los reúne a todos en su condición de nodriza: Adela (blanca), Dolores (negra) y Cecilia (mestiza). Pero hay también regodeo erótico en la relación madre-hijo, es decir, Rosa-Leonardo: «ocioso es añadir que se anticipaba a sus gustos, que le adivinaba los pensamientos y que acudía a satisfacerlos, no como madre, sino como enamorada…»,47 y, entre hermanos, Leonardo-Adela: «…lo único que puede asegurarse como cosa positiva es que había en la contemplación de Leonardo más embebecimiento que distracción mental, más deleite que fría meditación…»,48 concluyendo el narrador: «…a no ser hermanos carnales se habrían amado, como se amaron los amantes más célebres que ha conocido el mundo».49 Tal vez, estas pinceladas sicológicas que

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sólo puede captar la omnisciencia del narrador, tengan relación con las «aberraciones» que, según Villaverde, coexistían «en una sociedad constituida como la cubana». 50 Tres testigos apenas evocados deambulan en esta atmósfera demencial, en esta mirada del autor que no puede reprimir el pesimismo del angustioso y duro bregar en la búsqueda de lo propio, en la forja de una identidad hecha con sangre y lágrimas. Ellos son: Charo Alarcón, confinada en el Hospital de Paula por desafiar las fronteras raciales sólo con las armas de la belleza; Dolores Santa Cruz, repitiendo su estribillo como el negro fugado el suyo: «Aquí va Dolores Santa Cruz. Yo no tiene dinero, no come, no duerme. Los ladrones me quitan cuanto tiene. […]», 51 paseando su decrépita miseria para que ningún negro intentara repetir la osadía de la libertad y del dinero y, en un ángulo siempre asistido en la narración, como un punto de obligada coincidencia, el Hospital de Paula, contemplando en su silencio alienado la entrada de una nueva reclusa que esta vez ha jugado a vida o muerte las señales de su destino. Tales son las opciones que ofrece el poder colonial a quienes intentan contravenir sus leyes. El crítico cubano Roberto Friol afirma: «Ciertamente, los amores de Cecilia Valdés, la mulata imperial, y su medio hermano Leonardo Gamboa son el chisporroteo de la novela; pero ese chisporroteo le permite alzar en peso la Isla de Cuba, y “ese’s altre cantare”, tanto, que nadie en el siglo XIX lo volverá a conseguir.» 52 Este «lienzo histórico» fue conformado con los instrumentos del romanticismo, del costumbrismo y del realismo crítico. Walter Scott y la anécdota de raíz histórica como motivo significante dentro de lo legendario; Víctor Hugo y la «Esmeralda» de Nuestra Señora de París,53 con quien tiene analogía la novela del escritor cubano en la secuencia composicional del argumento, y la Preciosa de las Novelas ejemplares de Cervantes, punto de similitudes fisonómicas y caracterológicas, dadas en la gracia espontánea y en la belleza resaltante y siempre admirada de la mulata cubana. Veamos dos ejemplos que ilustran la observación anterior. El primero sobre algunos detalles de la caracterización externa de

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ambos personajes femeninos: [Cecilia] «Las mejillas llenas y redondas y un hoyuelo en medio de la barba…» 54 [Preciosa] «…y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba…»; 55 el segundo, sobre la llamativa belleza de estas mujeres y el efecto que provoca su presencia en la multitud expectante: [Cecilia] «Volvíanse las mujeres todo ojos para verla, los hombres le abrían paso, le decían alguna lisonja o chocarrería y en un instante el rumor sordo de: —La Virgencita de bronce […] Que la reina de este [baile] acaba de presentarse…» 56 [Preciosa] «[…] y apenas hubieron entrado las gitanas cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores; y así corrieron todas a ella. Unas la abrazaban, otras la miraban, estas le bendecían, aquellas la alababan…» 57 El historicismo, como patente acreditativa del realismo y del costumbrismo en esta novela, está dado por los numerosos personajes verídicos 58 que toman parte en ella: Claudio Brindis de Salas, Tomás Buelta y Flores, Ulpiano Estrada, Francisco de Paula Uribe, Juan Francisco Manzano, José Herrera, alias Tondá, Gabriel de la Concepción Valdés, alias Plácido, etc. También, deben tenerse en cuenta los datos testimoniales del autor, recogidos en sus autobiografías y que son re-creados, con mayor acuciosidad descriptiva, en los capítulos dedicados a la estancia de la familia Gamboa en el ingenio La Tinaja. Escenas como la de Pedro Briche y el suicidio de sus compañeros ante el ensañamiento y la alevosía de sus amos, encuentran en estas páginas vividas por el autor y no menos aterradoras que las narradas en la novela, una fuente nutricia e inconfundible. Los arcaísmos señalados en el estilo expresivo de Villaverde, y que a nuestro juicio no

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demeritan el vigor de las imágenes, ni entorpecen la fluidez de los enunciados, los justifica el autor con su iniciación autodidacta en las lecturas de escritores castellanos. El propio Villaverde nos lo explica: La amistad con Domingo del Monte […] me hizo mucho bien. No sólo me alentó a proseguir en la carrera literaria, sino que me prestó libros para estudiar el idioma castellano y formar un estilo en que expresar mis pensamientos, al menos con propiedad y claridad. Y como esos libros eran, por lo regular de escritores anteriores al siglo 18 [sic], tomé de ellos voces arcaicas y giros desusados, según puede verse en todos mis escritos, hasta Cecilia Valdés. 59 A pesar de las objeciones de índole formal que puedan señalársele a esta novela, es Cecilia Valdés, tanto desde el punto de vista estético, como en su más apreciable sentido: ser el «vitral de los abismos cubanos», la gran novela del siglo XIX, pues en ella están representadas, como en ninguna otra, la dialéctica de las fuerzas sociales que se contraponen y asimilan, en el convulso proceso histórico que antecede la configuración del rostro definitivo de nuestra nacionalidad. 3.6.3 La obra narrativa de Ramón Meza. Mi tío el empleado Con la publicación en 1882 de Cecilia Valdés, la novela cubana decimonónica había fijado, por medio de la esplendidez minuciosa del detalle histórico, el rostro definitivo de la colonia. El empeño estético de Villaverde, dirigido por los cauces de un elocuente retratismo, adquiere trascendencia artística con la inclusión de nuevas perspectivas composicionales que revitalizan a aquel monumental mosaico. La pluralidad de rasgos esenciales estaban plasmados en la inmediatez de un primer plano de observación, mas era necesario calar en los intersticios de aquella abigarrada urdimbre para descubrir el dinamismo de un rostro que no permanecía estático. Es

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decir, seccionar el todo y re-crear a partir de una de sus líneas de configuración, era ganar en profundidad, buscar la dimensión que no sólo reafirmaría que lo transcrito por Villaverde del objeto natural eran ciertamente las señas inconfundibles de la sociedad cubana, sino, además, que cada rasgo esmeradamente trazado resistiría la especulación estética e histórica, porque cada uno de ellos tenía importancia y valor por sí mismo. La novela del XIX, fuertemente aferrada a los presupuestos del romanticismo, aunque portadora, en algunos casos, de verdaderas audacias conceptuales en la médula de sus textos y de sorprendentes atisbos en el orden formal, encuentra en las tres últimas décadas del siglo un momento de cambio, de rupturas en el tono tradicional de esta novelística, y lo hallamos en la obra narrativa de Ramón Meza: El duelo de mi vecino. Flores y calabazas (1886), Carmela (1887), Mi tío el empleado (1887), Don Aniceto el tendero (1889) y Últimas páginas (1891). Estos títulos han sido colocados según el orden de publicación; no obstante, si atendemos a la concepción literaria que los caracteriza, podemos agruparlos en dos bloques, de los cuales nos extrañaría la lógica de la creación. El primero de ellos incluye las novelas que siguen una línea romántica: Carmela, Flores y calabazas y Últimas páginas; el segundo, las que tienen como base para la ficcionalización de sus temas el realismo: El duelo de mi vecino, Mi tío el empleado y Don Aniceto el tendero. Sin embargo, y aún sosteniendo este criterio diferenciador, todas estas novelas poseen, en mayor o en menor medida, algunos procedimientos narrativos que las unifican —a pesar de la disimilitud temática y estilística— en ese nuevo plano de ejecución artística, en el que es Ramón Meza un innovador. Algunos procedimientos unificadores del oscilante modo expresivo de este escritor pueden resumirse así: utilización de la luz solar como fuente generadora de los colores que, en su variedad de matices, crean el entorno como fondo contrastante de las situaciones emotivas, y la simplificación de los detalles descriptivos en una síntesis que otorga mayor peso a la idea que pretende transmitir el autor, con todas sus sensaciones. Para el comentario de la obra de

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ma, no con respecto al papel que debía ocupar en sociedad. 62

Ramón Meza, seguiremos el orden propuesto en los bloques señalados. Carmela (1887), calificada por Enrique José Varona como «hermana menor de Cecilia Valdés», 60 continúa, en efecto, el mismo ciclo temático de las llamadas novelas sobre la esclavitud. Con ellas, tiene en común el recurrente destino fatal que malogra a los personajes por los prejuicios raciales. Carmela, al igual que Cecilia, es hija ilegítima de un blanco y una mestiza. Justa, madre de Carmela, ve perpetuar en su hija el fracaso del amor, por las barreras sociales. En la caracterización externa de la joven Carmela encontramos semejanzas con Cecilia. Veamos:

Cuando Justa arremete contra la sociedad que margina y desprecia a su hija, y a la cual pertenece Joaquín, éste siente las palabras de la anciana, a pesar de hallarse en un momento de febril pasión por Carmela, como heridas punzantes. El día posterior a la huida de los jóvenes, y una vez pasado el frenesí de tan romántico episodio, Joaquín medita fríamente la inconsistencia de su resolución:

[…] Su cabellera negra y lustrosa, como el ébano, si bien un tanto áspera y corta, caía en gruesas trenzas por su espalda. Sus arqueadas cejas, grandes y curvas pestañas sombreaban suavemente sus ojos negros y brillantes.

La realidad inflexible lo convencía de que nada de esto podría ser: todo se desvanecía como un bello ensueño.63

Era la joven del terrado de muy mediana estatura: espaldas un tanto anchas, brazos un tanto gruesos, cintura estrecha, pero se armonizaban presentando tan agradable conjunto las líneas de su cuerpo a la vez robusto y ágil, que sin poseer la joven los clásicos contornos de la Venus griega, era un modelo de belleza plástica.61 En esta novela de Meza los personajes no son inconsecuentes con su posición racial y clasista, como sí lo apreciábamos en la obra de Villaverde. Carmela y Joaquín sucumben ante su pasión amorosa, pero ambos reflexionan desde el lugar que ocupan en la sociedad, sin desentenderse de sus insuperables limitaciones. Al respecto, la omnisciencia del narrador nos revela las inquietudes de Carmela: […] Sentía ciertos escrúpulos por causas de la inferioridad de esfera social en que ella y su mamita se encontraban colocados respecto del joven y su familia. […] Su Madrina, Mamita, le servía de padre y madre: pero esto, si bien le satisfacía a sí mis-

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Tras de la brillantez del lujo y las comodidades de su pasada vida, veía alzarse ante él, como negra y fría sombra, un porvenir de privaciones y quizás de miseria.

Las palabras de Joaquín rompen, hasta cierto punto, el patrón romántico que externamente conduce al argumento, transparentándose la pincelada realista que hace de tan manida tragedia una posibilidad novedosa en la fabulación. Sobre el mismo tópico de las escisiones clasistas y raciales, es interesante la caracterización del negro «Tocineta», el eterno enamorado de Carmela, quien está concebido con trazos grotescos; no así José Dolores Pimienta, el mulato músico de la obra de Villaverde, que enfrenta el peligro con actitud decidida a fin de atraer a la hermosa Cecilia. Si el valor y la intrepidez sin límites eran las armas con que contaba Pimienta para conquistar el amor, las de Tocineta, en cambio, consistían en la exaltación de su tosca figura, acentuada por lo ridículo de su gestualidad que nos llega como un auténtico alarde de cinismo. Sobre su previsible imposibilidad para obtener el amor de Carmela, el narrador nos dice: Exasperábase ante aquel infranqueable abismo que mediaba entre él, un negro rudo, feo y ella, que parecía una señorita blanca. Pero todos sus desalientos y tristezas tenían en el fondo algo de sarcástico; por eso

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terminaban a menudo por inspirarle el deseo de hacer gestos grotescos y soltar risas impertinentes que los demás consideraban, a menudo, como burlas y que no eran sino, desahogos de su naturaleza tosca. 64 Este personaje, desprovisto de atractivos, de risible y ridícula complexión y de gravoso proceder, se erige en la novela como un símbolo desconcertante. Tabla de salvamento de la despreciada Carmela, Tocineta, al finalizar la obra, suple la mórbida altivez del Hospital de Paula presente en la novela de Villaverde. Tocineta observará, a través del relato, la tragedia de la mestiza luchando por transgredir las leyes sociales, y esperará, con su «sonrisa sarcástica», 65 el inminente desenlace. La existencia del asiático Assan en Carmela, descubre un elemento más en el proceso de transculturación de la nacionalidad cubana. Es un personaje descrito con delicadeza y al que Meza otorga cierta extraña fascinación; Assan está representado como un personaje exótico, algo caricaturizado dentro de la tradicional incomprensión de su cultura. Su presencia resalta en el contexto de la novela, y su muerte, como un acto de dignidad suprema, sólo es capaz de arrancar una expresión de vulgar elementalidad: «¡Qué soberbios son los chinos!» 66 En Assan se asocian el gusto artístico refinado, que embellece el mundo de su vida privada, y la contrastante fealdad de los deberes prácticos que le garantizan el sustento: Nadie podía sospechar que en el fondo de aquel miserable tugurio, que olía a opio y aceite hirviente por sus cuatro costados, hubiese aquella habitación adornada con un gusto y riqueza de príncipe. Biombos, farolines, cajas de sándalo, babuchas de gruesa suela y con las puntas muy encorvadas hacia arriba, todo exótico, raro, pero luciente, sin un polvillo, ordenado al gusto de su propietario. 67 Aquí, Meza parece apelar al universo casaliano, a los éxtasis preciosistas del modernismo, como ya lo había hecho con algunas imágenes

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paisajistas de elocuente plasticidad. Por ejemplo, leamos la siguiente: […] formando con la espuma vagos y caprichosos trazos semejantes a esparcidas plumas de cisne que se sumergiesen y volviesen a flotar en la inquieta superficie… 68 El estilo expresivo de Meza es sintetizador. Como un artista plástico, el verbo del autor constituye en sí mismo una unidad poética que revela la estructura externa del objeto visualizado y su peculiaridad. Así, integra en breves líneas la disposición de determinada escena: el estado anímico de un personaje, la naturaleza como fondo de luminosidades que descubre colores y formas, y algunos detalles de no menor importancia dentro del conjunto, que dada su fugacidad, confieren movimiento y perspectiva al encuadre. Este es el caso, por ejemplo, del capítulo X, en donde aparece, como una rápida impresión captada en la zona focalizada, la presencia de los obreros, infrecuente en la novelística del XIX: Los primeros transeúntes, obreros que se encaminaban al punto del trabajo, con sus capotes de lana hechos jirones y llenos aún de cal, de la tierra, del lodo, de las faenas ejecutadas el día anterior, pasaron ante él, como un desordenado desfile, con sus herramientas al hombro. 69 Aunque todavía muy ligada a la tradición narrativa del XIX, desde el punto de vista temático —de ahí su lugar en el primer bloque que las agrupa dentro de una línea contextual romántica—, tiene Carmela en el trabajo formal evidentes atisbos de modernidad, apreciables en el cambio de ciertos módulos estéticos. Entre ellos, la luz como complemento significante de imágenes verbales, el simbolismo que se hace más eficaz por la concreción del lenguaje en su oficio descriptivo y la gradación sicológica de los personajes, no con el propósito de crear caracteres, sino para definir tipos sociales que respondan, de manera verosímil, a sus estratos ideológicos. Flores y calabazas (1886) y Últimas páginas

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(1891) son las obras más endebles dentro de la línea romántica de Ramón Meza. Ambas desentonan de su conjunto novelístico general. Están facturadas con el romanticismo lacrimoso y sombrío, al estilo de María (1867) de Jorge Isaacs, y de su antecedente, Paul et Virginie (1784) de Bernardine de Saint Pierre, novelas estas que sí poseen un valor representativo dentro de esta escuela. Flores y calabazas —publicada junto con una de las narraciones más logradas de Meza, «El duelo de mi vecino» (1886)— trata el tan ajetreado tema de los amores imposibles y de las esperas infructuosas, en donde las tentaciones del alto mundo citadino pugnan con la candidez de los sentimientos educados en un ambiente natural. Con extensas descripciones del paisaje que desentonan con el comedimiento del autor en este sentido, dadas como un desfogue poético ante una acción retraída y un ritmo narrativo que le es ajeno —según veremos en sus mejores realizaciones literarias—, son la policromía y los contrastes sugerentes de estas descripciones los que acreditan el sello inconfundible del autor, que se inicia como un excelente observador plástico. Percibimos además, a través de mecanismos narrativos elementales, la crítica resentida del autor ante el falso esplendor de la burguesía, que nos la presenta en su rígida frivolidad e ignorancia, en escenas que lindan con el ridículo. Ésta es la obra que inicia el ciclo narrativo de Ramón Meza. En ella el autor utiliza las cláusulas características del primer romanticismo: la melancolía y el subjetivismo acrecentados en el apartamiento hacia la naturaleza, la simbólica dicotomía entre la ciudad que destruye y corrompe, y el campo, sitio propicio que ennoblece y sublima el mundo espiritual y, finalmente, el suicidio, último escape, huida definitiva ante la desesperanza por el amor desairado. Flores y calabazas pertenece, por su tema y por la composición argumental, a la tradición costumbrista dentro de la novelística romántica cubana del siglo XIX. Aun asintiendo con lo que Meza expresara en 1910 en su «Autobiografía» para la revista Helios: «…No comprendo aún bien la prosa y

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menos la ortografía de Blasco Ibáñez; saboréome con la de Pereda y Juan Valera», 70 el profundísimo declive de su estilo novedoso ya puesto a prueba en sus obras mayores —Mi tío el empleado (1887) y Don Aniceto el tendero (1889)—, resulta inexplicable, más aún, después de la lectura de Últimas páginas (1891), novela que cierra la producción narrativa de este autor. Últimas páginas es un relato lúgubre en donde se respira atmósfera de insania, de regodeo neurótico sobre una idea obsesionante que recorre toda la obra y que reafirma en la narrativa el origen enfermizo del incesto. Escrita a manera de memorias, Pablo, el protagonista, nos narra la historia de su vida que se circunscribe al mundo familiar. El recuerdo de Natalia, la hermana muerta, es el punto recurrente de su torturante delirio. La confusión de sentimientos crea en esta obra una corriente circular de reflexiones angustiosas que incide en la muerte como halagüeña esperanza. Tan patológica actitud fatalista del vivir parece ser el resultado de una fantasía desorientada, pues ninguna de estas circunstancias aberrantes encuentran justificación dentro de la propia lógica fabular del relato, así como tampoco referencia alguna en las tendencias sicologistas con que especulaba el naturalismo. Al respecto consideramos acertado citar las palabras del novelista puertorriqueño Zeno Gandía, publicadas en La Habana Literaria en 1892: Todo, en la novela, es comprensible, partiendo de la base de que Pablo está loco, y precisamente, considerado como tal, el Pablo de Últimas páginas no está estudiado. El conjunto de síntomas está incompleto, porque Meza ha olvidado recogerlos con aquella minuciosidad admirable con que Zola recoge en el protagonista de El placer de vivir el historial clínico de la vesania. 71 La postura contemplativa del personaje ante su deterioro moral y material, tiene un instante de lucidez cuando éste critica la corrupción de los empleados de la ley, constante sintomática de la novelística del siglo XIX:

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[…] Mis cuñados no vinieron solos, trajeron dos consejeros de aspecto antipático, de una dulzura al hablar que repugnaba porque era una ficción con que pretendían velar su cínica codicia, eran dos picapleitos, dos de aquellas polillas que engordaban con la honra y la fortuna de las familias entre las corrupciones del foro. Aquellos dos hombres no habían pactado despojarme de lo que justamente me correspondía ni tampoco se habían propuesto conseguir por diabólico placer nuestra común ruina: seguramente que era su propia avaricia y ambición lo que les nublaba la conciencia. 72 Últimas páginas, una novela «desolada y extraña», según García Alzola,73 pone punto final, como ya dijimos, a la obra narrativa de Ramón Meza. Uno de los argumentos que podría avalar lo lamentable de esta obra es, tal vez, la reacción negativa del escritor ante la crítica adversa de sus contemporáneos sobre las novelas en que no muestra su rostro «apolíneo», sino su rostro «dionisíaco», es decir, aquellas que se inscriben en el realismo y que ocupan el segundo bloque que propusimos al inicio de este trabajo. Sin embargo, después de conocer el conjunto novelístico de este autor, y atendiendo a la caracterización que de Meza hiciera Manuel de la Cruz, amigo personal y contemporáneo del novelista, […] El rostro de seminarista, adornado por un bozo casi imperceptible, tiene sombras de perdurables tristezas, y albores de prematuras austeridades, es un rostro en que se hermanan la cándida sonrisa del niño y el surco memorable del anciano […] Sencillo y afable, benévolo y modesto, es un prototipo de severidad. ¡Cuántas veces bajo el perfumado búcaro de la dulzura más exquisita se esconden espíritus inflexibles, caracteres de hierro! 74 podríamos especular con un segundo criterio. El Meza de Últimas páginas, no sólo incomprendido por la crítica sino, además, impelido

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por ella, juega la última carta de su responsabilidad como escritor. Hace del personaje de Pablo un símbolo de enajenada incomunicación, obsesionado como estaba con la persistente sicosis de un ideal ya muerto —su hermana Natalia—, paralizado en un gesto de indiferente autodeterioro que no admite otras realizaciones —su lucha por ver en Antonia, quien tenía un gran parecido con Natalia, la prolongación del amor por su hermana— y que lo conduce a un pesimismo enfermizo que tiene como epitafio las tristes y parcializadas memorias de un loco. Esta obra, desde el punto de vista de la creación literaria, puede ser ironía encubierta, humor lúgubre contra el vacío intrascendente de la palabra «seria» y folletinesca que fue más apreciada que la risa inteligente, entronizada en los enunciados de sus obras mayores. Pudo ser, además, pesimismo intelectual, en un momento de indecisiones históricas, no claudicación de su apercibida conciencia crítica, pero sí retraimiento ante lo desencadenante y radicalizador de una guerra ya muy próxima. En el capítulo XV, Pablo contempla el despojo de su casa que es expuesta en pública subasta y en la puerta «una gran bandera nacional que en lugar del escudo ostentaba con negras letras la palabra: REMATE». 75 Es irritado y desdeñoso el tono con que se describe esta escena, también resulta imposible desatender la historicidad de una réplica que, aunque pierde fuerza dentro del desarrollo aletargado del argumento, sobresale firme como reflejo condicionado del autor, que tanto conoce del símbolo, de la luz y de los colores. El sentimiento de profanación, de ultraje y depredación, adquieren magnitud de protesta dentro de las claves estéticas de la alegoría. Veamos un ejemplo de lo anterior: Por entre las persianas y las ramas de las trepaderas y del granado veíamos flamear, llena de sol, la bandera, que, fija en la puerta de la calle, era un reclamo para todos los desocupados. En el libre y puro ambiente del alegre y hermoso día, vibraban las notas de los pianos de nuestras vecinas que tocaban arias de El Pirata o la solemne marcha de Los Mártires. 76

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El rostro de Meza, como dijo Manuel de la Cruz, tenía «sombras de perdurables tristezas, y albores de prematuras austeridades […]. [Era] un prototipo de severidad […], un carácter de hierro»; pero, además, el crítico sagaz, al pasar de la semblanza al juicio, profundiza, Meza era: «Representante distinguido de la nueva generación, que salió del crisol transfigurada, dejándose en él los vicios que el coloniaje inoculó a sus abuelos, cree y espera en la conquista de la tierra prometida al esfuerzo de la virilidad, sólo que pertenece a la legión de impenitentes utopistas que quieren llegar al Capitolio por la ruta interminable y extenuadora del oportunismo.» 77 El elemento resaltante en sus novelas, que constituye el mejor momento del escritor y su trascendencia en la narrativa cubana del XIX, es la risa. Y, precisamente, este elemento utilizado como constante estética de sus producciones más serias, más profundas y lacerantes, es lo que le confiere el hálito de modernidad que lo separa de la tradicional narrativa de la colonia y lo convierte, como afirma Arrufat, en el más incomprendido por sus contemporáneos de nuestros autores. La «risa», como explicaba Gogol —con quien Meza tiene más de un punto en común—, «es mucho más significativa y profunda de lo que se la considera», y amplía: «Pero la poderosa fuerza de tal risa no se oye en el mundo. Éste dice: “Lo que es risible es bajo.” Sólo lo que se pronuncia con voz serena y seria…, sólo a esto llaman “elevado”.» 78 Meza tiene una visión carnavalesca del entorno, y su risa brota, entonces, como una metáfora grotesca de esbeltas proporciones. Su lenguaje es como ráfagas nerviosas que aglutinan esencialidades y rasgos definidores. Y tras este decir, de raíz cómico-popular, se esconde el ceño adusto y el «carácter de hierro» que sólo José Martí fue capaz de apreciar en sus obras fundamentales. «El duelo de mi vecino» (1886) es un relato breve escrito con indiscutible destreza técnica. Algunos críticos insisten en su parecido con el estilo conciso y directo de Guy de Maupassant. Según Mario Parajón, el antecedente histórico que Meza recrea en su relato tenía un «sentido

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político». Parajón cita a Miró Argenter, quien explica: […] el gobierno español, para amordazar la prensa, contrataba espadachines profesionales que retaban a duelo a los periodistas cubanos que condenaban los abusos del gobierno español. Los escritores valientes tenían que pasar media mañana practicando esgrima en espera del momento en que el matarife de turno enviara la tarjeta y los padrinos. Además, en aquella Habana en que se respiraba la frustración de la guerra de los 10 años, los jóvenes se sentían asfixiados. Y armar un incidente por una cuestión baladí era un desahogo. 79 «El duelo de mi vecino» es una parodia, una parodia burlesca que se desarrolla en un clima de desentendimiento y frialdad. El duelo es la justificación fabular, pero no es hasta concluido el lance cuando se aclaran las causas. Nada en el contexto de esta narración y en su estructura argumental es baladí, salvo el mundillo que representa. Lo alógico de las situaciones y el sarcasmo intencionado de los personajes en sus diálogos, siempre matizados por la burla —«Qué ganas de bromear tienen siempre…»—, 80 crean esa sensación del absurdo que es «como un juego de ondulaciones y pausas que nos llevan de la risa a la mueca». 81 El honor y la valentía quedan vulgarizados dentro de un sicologismo hilarante. Toda la solemnidad de la muerte se reduce a un mecanismo lúdicro de expectativas funambulescas. Citemos un fragmento que ilustra lo anterior: —¡Qué cobarde! ¡Qué cobarde! —¡Oh, sí! —repetían ellos—; él quería que usted eligiese espaditas y floreticos para lucir sus habilidades; pero usted se ha mostrado enérgico, le ha invitado a morir, y se ha negado. Teme a la muerte: es un cobarde. 82 El mundo que nos revela Meza es de un trágico individualismo, señal, también, de la literatura moderna. A pesar del iterativo tono bur-

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lesco, éste nos llega como una fanfarronada de sorprendente mediocridad. La consistencia material de este seccionado universo social e ideológico, tiene la conmovedora fuerza de un símbolo de alucinante decadencia. Todo en él parece frágil, ajeno o trivial —el narrador, testigo de los hechos, puede cortar con una tijera el cielo raso de su habitación, para espiar los momentos de soledad de Olerón, el retado a duelo—; la indiferencia del médico que debe prestar sus servicios en el duelo y al que Meza presenta como a un personaje que «apareció por primera vez en escena»: 83

realista las dos novelas de usted me parecen literariamente buenas pero socialmente peligrosas. Pues no ve usted que los extranjeros que las lean pensarán que los españoles se propusieron degradar la sociedad cubana y que lo han conseguido. En sus libros consta el apocamiento colonial, pero no nuestra reacción: el miasma de los dominadores, pero no ve nuestros esfuerzos por elevarnos a atmósfera más pura. Los españoles mismos dirán: he ahí como son los cubanos; esa gente merece el destino que le hemos dado. 87

El doctor dobló el periódico, lo guardó en su bolsillo, se quitó con toda calma sus grandes anteojos, cambió algunas palabras con el gordinflón, y se llegó al sitio en que se hallaba el herido.

la puerilidad del motivo que provoca el duelo —…«porque uno hizo estornudar al otro metiéndole un papelillo torcido en la nariz»—85 y, por último, el desenlace, la cómica paradoja con que culmina este «lance de honor», sentados en un banquete en el que todos tienen cabida y en donde se brinda, como en cualquier juego, por el «mar, [el] cocinero del hotel, y hasta [por el] carabinero que vivía en el fuerte…» 86 Don Aniceto el tendero (1889) fue publicada dos años después que la obra maestra de Meza, Mi tío el empleado (1887) —novela a la que nos dedicaremos al final de este trabajo por su importancia—. Aunque más moderada en la utilización de recursos estéticos con respecto a la que la precede y, persistiendo aún en la crítica social, Don Aniceto… fue, igualmente, poco favorecida por la crítica. En carta fechada en Bogotá de mayo de 1890 y aparecida en La Habana Literaria en 1891, Rafael María Merchán dice:

Merchán reconoce el calado realista de la novela de Meza y su fuerte diatriba contra el sistema colonial, cada vez más caótico en los años de entreguerras, pero no comprende la entraña grotesca de la risa del autor, ni la intensidad de sus metáforas ofensivas, y, mucho menos, la mordacidad esperpéntica con que traza sus caricaturas. Por eso, le sugiere: «…si yo poseyera sus dotes para escribir obras de imaginación, tomaría esos cuadros que usted traza diestramente y los completaría…» 88 La mayoría de los críticos del XIX veían el estilo artístico de Meza como trozos mutilados con «sicología embrionaria» de estructura y significado. Por eso, pedían completar, es decir, hacer el retrato acabado, colmar las simetrías hasta el último detalle. Tenían como patrón el lienzo monumental de Villaverde. Pero el modo expresivo de Meza no encajaba en ninguna preceptiva estética específica. Trascendía las escuelas, al tiempo que las rozaba a todas. Meza prefiere los símbolos, las imágenes pantagruélicas de los banquetes, el realismo grotesco que irrumpe con risa trágica, la expresión que revela retorcidas pasiones, la luz que descubre los colores y que «completa», con la imagen visual, la idea que relaciona objeto y simulación. Don Aniceto el tendero es también una historia sobre la ambición, una historia de frialdad calculadora y de obsesiones gananciales. La gran sicosis de don Aniceto es obtener dinero y lograr un gran capital:

[…] en las condiciones peculiares de Cuba, y una vez admitida sin discusión la teoría

Entre aquellas vacilaciones y desalientos que tanto le atormentaban, estallaba una

—Señores —dijo—, ustedes me dispensarán que no haya presenciado el lance, pero ya mi edad no es para estas cosas. Me afectan mucho esas locuras de la juventud; 84

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palabra sonora, que le comunicaba las fuerzas que al náufrago la vibración de la campana anunciadora de costas próximas en medio de una borrasca o de una noche muy lóbrega. ¡Capital! ¡Capital! 89 Las descripciones de Meza, dirigidas por un modo de decir sintetizador, van desde la exteriorización de los rasgos inmediatos que recoge en pinceladas precisas, hasta la sensación que éstos provocan, completando dicha configuración al aludir a una imagen visual. Veamos la descripción de Salustiano, mano derecha e inspiración de don Aniceto: Nombrábase este principal D. Aniceto; hombre de nariz roma; de verdes ojos; abundantes cejas; frente huesosa y hendida en cruz y cuyo rostro, en conjunto, dábale marcada semejanza con esa clase de perros llamados bulldogs, fieles al amo y dispuestos a caer sobre la presa para no soltarla. 90 El precoz expresionismo de Meza no sólo se aprecia en la caracterización tipológica de un personaje, en donde la palabra adquiere su plenitud de significado con la referencia de una imagen visual, sino también en la ampulosidad o agigantamiento de ciertos objetos que evidencian su índole grotesca al ser configurados. Leamos estos dos ejemplos: Salustiano usaba en estos días, en un traje de dril blanco, esmeradamente planchado, fino sombrero de Panamá desprovisto de cinta, zapatos amarillos, torcido bastón de nudoso naranjo barnizado, leontina de oro pesada y gruesa y enormes sortijones de rubíes.91 […] otros días encaminábase a sociedades y reuniones más o menos influyentes en los sucesos administrativos, políticos y económicos; y los más, a teatros y conciertos donde seguían llamando la atención, su esposa e hija, por aquellas joyas macizas, sólidas y de enormes piedras mal talladas.92

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Don Aniceto y Salustiano son los protagonistas de esta novela. La agitación del primero, su constante ansiedad por traducir en onzas de oro todo su capital, por saberse reconocido por «los principales bancos, donde lo nombrasen algo, vocal siquiera, donde asistiese a juntas y le viesen a él, don Aniceto, rico, desdeñoso con los que no habían logrado, o habían perdido ya, la clave de la vida, el capital!»,93 lo conducen, por momentos, a actitudes claudicantes, que sólo el rígido cálculo de Salustiano ponen a salvo. En realidad, ambos personajes representan las partes de un todo: Aniceto es el entusiasmo, la ambición por triunfar, a veces, la torpeza y el desenfreno; Salustiano es la contención, el razonamiento sosegado, la solución oportuna, aunque también pueda ser temeraria. El «todo», el mecanismo mercantil, la clave del capital. Pero estas figuras que acaparan el primer plano del relato y que desarrollan sus singularidades dentro de una acción ágil, a la vez que sobresaltada, se mueven en un entorno que no escapa al lente abarcador del autor, siempre intencionado en los toques de conjunto en su búsqueda de la dimensión. Pongamos como ejemplo el siguiente párrafo polícromo, en donde Meza hace un balance de las distintas etnias que integraron nuestra nacionalidad: y tanto como los trajes chocaba la variedad de rostros que allí asomaban, desde el rojo sanguíneo del vizcaíno o catalán dedicados a transportar muebles y víveres en carros, y el pálido anémico del asturiano dedicado a la labor del tabaco, hasta el negro intenso del descendiente por línea recta de Guinea o el amarillo lustroso del asiático importado directamente de Cantón o Macao. 94 La cita anterior recoge la observación impresionista del autor. La pluralidad de tonos, más que de colores, se nos presenta como un mosaico fundido, en donde la descripción modula la imagen sugerida, más que modelarla. El símbolo es un recurso que Meza trabaja con astucia. Por medio de él, no caracteriza o describe como lo hace en sus notas impresio-

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nistas y expresionistas, sino que cuestiona con ironía la falacia del argumento. A propósito leamos el siguiente fragmento: Aquel letrero levantado sobre la calle, asaltaba con los rayos de su luz al transeúnte, y más que todo el grupo abigarrado y bullicioso, y decía: LA MORALIDAD COMERCIAL. El viento barría a veces las llamas, apagaba unas letras, extinguía otras, hacíalas trepidar, ondular, dábalas color indefinible. Y cuando soplaba muy fuerte, se llevaba la parte amarillenta, brillante, de la llama, dejando tan sólo su azulosa base. Mas, a pesar de los repetidos ataques del viento, el obstinado letrero respondía: LA MOR… LA MORALI… LA MORALIDAD COMERCIAL. 95 Hay algo de locura en don Aniceto y de diabólico en Salustiano. Don Aniceto, el dueño de «La Moralidad Comercial», desdobla su personalidad en dos planos. El primero, su mundo familiar, relegado como un telón de fondo en donde habitan y se mueven, sólo cuando lo exigen los negocios, dos sombras estáticas, la esposa y la hija del comerciante. Como un autómata, el único momento de retraimiento del tendero es cuando revisa el libro de cuentas, por eso, no ve, no escucha, no intuye, la cita del amor entre las penumbras del cuarto de su hija. El amor, en esta novela, también es objeto negociable. El otro plano es el de la tienda. Allí el dueño despliega toda su capacidad histriónica: siempre una sonrisa cordial, el gesto pausado, la mirada segura y triunfalista ante el dudoso cliente. Todo en la tienda está iluminado, todo reverbera con sensación de abundancia. En cambio Salustiano permanece en una misma línea sin alternancias. Es laborioso y observador taimado, conoce la angustia de Aniceto y la inminente quiebra del negocio, pero se mantiene impasible. Con su talento analítico, brinda a Aniceto todas las variantes que lo protegen de las constantes amenazas de derrumbe. También, el «empleo del último recurso»,96 el fuego devastador, el gran golpe que agiliza el camino hacia el capital. A cambio, Salustiano obtendrá la

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mano de la hija de don Aniceto, y se romperá el amor en valiosos pedazos que tintinean en su caída, como relucientes monedas de oro. La novela cierra con el matrimonio de don Salustiano y María en la iglesia del Monserrate, en medio de la befa del populacho que descubre, tras la apariencia del lujo, el origen de trastienda y bodegón: gente rica, sin duda, pero desgarbada, cuyo amaneramiento ridículo y cortedad no se escapaban a la mirada irónica del inmenso grupo reunido en la plazuela y que, burlando la vigilancia de los guardias afanosos de contenerlo, se iban introduciendo poco a poco en la abierta iglesia. 97 Don Aniceto el tendero es, como apuntábamos, la historia de la ambición de dos comerciantes peninsulares, en donde triunfan la vanidad —«se le eligió consejal»98 — y el capital —«Llegó pobre, y al fin había conseguido aquello que antes tanto le atormentaba, y que ahora le sonaba en el oído como el más alegre repique de campanas… ¡Capital!… ¡Capital!»—,99 y en la que, a su vez, perece el amor, al formar parte de un mecanismo mercantilista. Mi tío el empleado (1887) fue el gran impacto estético de la narrativa cubana del siglo XIX. Es una novela rara, inclasificable por la amalgama de procedimientos artísticos que conviven en ella con gran efectividad. Meza tiene un sentido analítico de la visión, por eso, Vicente Cuevas no se desprende de la entraña original de sus ambiciosos anhelos. No deja de ser el que es, a pesar de los ofuscantes destellos del brillante y la platería que lo acosan cuando se disfraza de Conde Coveo. Sobre la transfiguración del personaje, expresa Lezama Lima en su trabajo «Tersitismo y claro enigma»: Ahí está ya Ramón Meza, en sus transmutaciones. Los personajes de Meza no sufren metamorfosis, pues no cambian de forma, sino de disfraz, mucho menos podemos hablar de metancia, cambio de esencias. El emigrante inmediato, el calderero, el noble falso, el apasionado disfrazado, el

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buscador de himeneos ricos, el consejero equivocado, varían en sus disfraces, en su marco de presentación, pero persisten en su esencia descensional y fría, son siempre unos jayanes. 100 La novela se desenvuelve en dos tiempos. El tiempo del emigrado, que es el de los descubrimientos, tiempo de una luz que arrebata: […] el sol, en medio del cielo derramando raudales de luz por todas partes, la ciudad de La Habana, con sus casas de variados colores, con sus vidriadas almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros arrecifes ceñidos por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos por el sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles…, 101 y el otro, el tiempo de las mutaciones externas, de Vicente Cuevas a Conde Coveo; también, el tiempo de la insaciable soledad del falso aristócrata, la caricatura en toda su grotesca deformidad. Cuando Vicente Cuevas y su sobrino llegan a La Habana, chocan con el ajetreo del puerto. Es el instante de la primera sorpresa, el encuentro con un abigarrado contexto social: «¡esto es una verdadera Babilonia, sobrino!» 102 El emigrante llega con su orgullosa altivez provinciana a la tierra de la fortuna. En el baúl trae una carta de recomendación que es símbolo de los desastres históricos. Es una suerte de carta mágica que aparece y desaparece, hasta que al fin coloca a Vicente en las puertas de su destino. Aún en el umbral, Vicente vislumbra los caminos: primero, una premonición inapelable: «—¡Oh, juro que seré algo!»,103 después, la naturaleza del camino: «¡País de pillos!» 104 —el desajuste. Vicente Cuevas que «creyó encontrar bosques de palmeras, de árboles con frutas tan bellas que semejaban globulillos de cristal de mil colores […], indios con taparrabos de plumas pintorreadas […]», 105 y otras imaginerías más, anda recorriendo las calles en busca de los Reyes Magos. La fanfarria burlesca de una noche de

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delirios, entre escaleras y azoteas, es la primera percepción de un ámbito que difiere mucho de su bucólico idilio: «¡Detenerse!, ¿a quién lo digo?, ¡adelante, muchachos!, ¡por aquí!, ¡por allí!, ¡por allá!, ¡arriba el de la escalera, que ahora sí que vienen los reyes!» 106 Es esta una escena de extraordinario dinamismo en la narración, en la que el autor transmite la pasión artística con que asume los hechos de la fábula, en su enardecida dislocación. Casi sentimos el jadeante respirar del tío y su desasosiego, correteando como un ridículo monigote en la frenética fiesta de la pillería. Pero el emigrante sigue sorprendido con lo inesperado. Deriva del texto un contraste que tiene índole sicológica, al enfatizar en esta nueva sensibilidad ambiente que arrasa, junto con el sol cubano que lo deslumbra con sus refracciones sobre el cristal y la plata de los comercios inimaginados por el peninsular, y que le sugiere un sentido otro de la hilaridad, expresado por el autor en un tropel de situaciones alucinantes, claves de un universo contrastante y maravilloso, que es, a su vez, símbolo histórico transformado por el ingenio del novelista, para situar las señas inconfundibles de lo cubano. Sobre lo anterior, advierte Lezama: Una de las grandes páginas de Proust es la evocación de la Ópera de París como un gran acuarium. La frase de Renoir, para pintar una batalla, pinto flores, pasa íntegra al impresionismo de la evocación proustiana. Es una evocación de las profundidades submarinas, de las serpentinas líquidas, de la cara de los peces detrás de la ventana. Por el contrario, las páginas de Meza transcurren en nuestro teatro mayor, están dentro de la mejor tradición de nuestro teatro bufo, tienen algo de la bufonería melancólica cubana, inflan el mongolífero de la broma y después el pequeño alfilerazo benévolo de la compasión que no desdeña al pobre diablo, sino que ya quisiera empezar a hablar con su sombra. 107 Meza sigue deshilando la madeja social que la novela del XIX había tratado en su decurso; entonces, ¿qué es lo que aporta, qué es lo que lo

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hace distinto, tan distinto que es irrepetible y novedoso? Su universo literario, como ya dijimos, es el contexto cubano, desde él y hacia él convergen todas las lecturas de sus metáforas artísticas, sólo que esta vez incorpora a la expresión un elemento que no consideraron sus antecesores con tanta plenitud y jerarquía —ni siquiera Ramón Piña en su Bribón dichoso (1863), con quien mucho tiene en común Mi tío el empleado—: la risa. Su visión carnavalesca del entorno —ya hablamos de esto antes—, coloca la «risa» dentro de una preceptiva de su estilo. Ella subyace en los diálogos, se desprende de sus agitadas imágenes expresionistas, invierte su propia naturaleza para descarnar y tocar profundidades, para sostener la impresión del ridículo, lo vergonzoso en lo grotesco: «¡Maldita risa que por todas partes le perseguía!»108 Tal parece que en el mundo ficticio de Meza, como dijera Bajtín de Gogol, «es seria sólo la risa».109 Únicamente Martí advirtió lo positivo del procedimiento. Mi tío el empleado tiene semblante de parodia, porque eso mismo es el modelo. En la primera parte del libro, en el capítulo III «Por la ciudad y en el teatro» —todavía en los umbrales—, y a través de una estremecedora imagen en la que se superponen el plano de la realidad y el sueño, se le revela a Vicente Cuevas, como una sobrecogedora parábola de gran peso simbólico, la lógica que debe aprehender de esa realidad trastocada. En esta imagen expresionista —haciendo una digresión en el tiempo, nos recuerda el método de Pirandello en Seis personajes en busca de un autor—, los actores ceden su lugar histriónico a los espectadores, y éstos, una vez en escena, exponen su verdadera constitución moral, de la que Vicente ha de sacar aleccionadoras conclusiones: […] De repente cesaba aquella fantástica y aturdidora balumba y creía mi tío verse sentado entre el círculo de luces de la gran araña de cristal del teatro atendiendo desde allí la representación, pero con orden invertido; es decir, el público representaba en el escenario, y los cómicos, ocupaban el sitio del público, el presidente hacía el papel de Diego Corrientes, mientras que éste,

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alisándose las grandes patillas con ambas manos, apoyaba sus codos en el mosquete de ancha boca, ocupaba el sillón presidencial. 110 Como dice Martí, «hallando caricatura la verdad, la dejó como era». 111 Fue realista en su esencia, de un realismo grotesco que se reafirmaba en las visiones pantagruélicas de los banquetes, en lo rabelesiano de su risa, en la refulgencia de un sol que conforma rasgos y acredita la cubanía, pero que también hiere y desnuda lo insignificante y falaz. Leamos el siguiente fragmento de marcado expresionismo: […] y como dotados de mágica potencia, volaban también, […] las cucharas, las jarras de plata cincelada, los espejos, las luces del Louvre y las vidrieras de los establecimientos, a través de los cuales veía, horriblemente agrandados, como el teclado de un órgano, los dientes del platero. 112 Todo este conjunto de superficies frías, de concavidades y planicies que refractan la luz que abrillanta y superlativiza los objetos, que demacra y distorsiona el cuerpo, va completando el contenido trágico que le exigían sus contemporáneos y que Meza no consignaba en la palabra solamente, sino conjugándola en la expresión con un sistema óptico, afín con los procedimientos de las artes plásticas. Es notable el cambio en el ritmo vital del personaje protagónico entre la primera y segunda parte del libro. En la primera, Vicente Cuevas tiene grandes urgencias. Sabe que debe llegar a ser algo, y para esto no pierde tiempo. Los golpes de plumerazo en la oficina de don Genaro —ese sofocante y misterioso laberinto fraudulento—, su salida bajo la lluvia para recibir la suerte de un empleo, su impulsiva y torpe resolución de pedir la mano de la hija de un millonario y su huida abrupta y peligrosa a México, entre otras, señalan el despegue del arribista y la profusión de incidentes que denotan el andar rápido de esta primera etapa de conquistas. Sin embargo, la segunda parte del relato se inicia después de transcurridos seis meses y con el tra-

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queteo de una lujosa carretela que llamaba la atención de todos. Dentro de ella, iba arrellanado con toda comodidad, «un hombre gordo, hermosote, bien afeitado, vestido con toda corrección y elegancia…»,113 en otras palabras, como dice Lezama, «un jayán», sólo que esta vez, con el título de Conde Coveo. Su andar es «pausado y grave». Es significativo que el primer sitio público que visita el aristócrata a su regreso sea la platería, el mismo lugar en donde hace seis años fuera objeto de risa, deslumbrado como estaba ante los destellos de «fúlgida luz azul, verde, roja, nacarada como las que lanzan las gotas de lluvia o de rocío adheridas a los tallos de las yerbas y atravesadas por un rayito de sol». 114 En cambio, el ahora Conde Coveo, es decir, el otrora Vicente Cuevas, es recibido con saludos cordiales y las reverencias de los empleados —¡Excelentísimo Señor!— 115 y la sonrisa, no la risa, esta vez, es «afable».116 El primer tiempo, de apuros y de ansiedades, tiene como divisa alcanzar un objetivo, un gran objetivo en un país de pillos. El barniz del ingenuo provinciano se descorre y sale a flote el frío hueso de la ambición. Vicente pacta con don Genaro en sucios negocios, paga con la cárcel y la huida, pero regresa conde, aunque abúlico y distraído, con la somnolencia «que produce la completa satisfacción de todas las aspiraciones y los tibios soplos de la buena fortuna».117 Y, sin embargo, ahora, el que lo tiene todo, está solo, y la exclamación de los umbrales, «¡Tengo que ser algo!», se torna trágica, «¡Me falta algo!»,118 y la angustia lo invade. Mucho recuerda esto la queja de Darío en su «Sonatina» que, a pesar de la distancia temporal, marca el tono de una época. La llamada del Conde Coveo rebota contra el verdor de la naturaleza y sobre la «luz natural».119 Todo en él es artificial y retocado, es simple y caricaturesco. Por un instante, presentimos que el hastío lo humaniza y que correrá en pos del amor verdadero y sentido, pero éste, lamentablemente, es el único propósito que no se cumple en el segundo tiempo, en el que Meza ha ido reivindicando los desaires sufridos en el primero. Aurora fue el amor, la bella Clotilde es sólo un espejismo que se deshace como una frívola ostentación más, como un deseo sin alma,

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sin convicción, del ya hasta siempre solitario Conde Coveo. El personaje principal de Mi tío el empleado no adquiere verosimilitud humana por medio del amor, sino a través de la reminiscencia que aparece oculta, aunque insistente, en la conciencia de Vicente Cuevas en sus dos tiempos. La imagen del mendigo, que se alarga a contraluz, es el símbolo expresionista que utiliza Meza para dar la dimensión de gravedad y extensión del desastre que tiene su origen en aquella carta de recomendación que guardaba con tanto celo el emigrante a su llegada. Al decir de Lezama Lima, de ella salían «capitanes generales, calvones sudorosos, que se sientan en anchurosos butacones o pronuncian discursos ampulosos». 120 De ella salen, también, «esa procesión de fantasmas lívidos y deshuesados» 121 que tienen en el «dómine» Mateo, el culto a la ignorancia y al cinismo oportunista —«¡Inexpugnables patriotas!»—,122 y en Domingo, el desarrapado servilismo canino. Quedan plasmados en este libro los rasgos circunstanciales de una ética proclive, que será línea temática recurrente en los escritores de la primera generación republicana. Fue la risa, sin lugar a dudas, el señuelo que obliteró la visión de los críticos, incapaces de captar en la singularidad de las transmutaciones de Vicente Cuevas a Conde, el gesto de «una mueca hecha con los labios ensangrentados»;123 pero, tampoco reconocieron en la novela el espíritu escéptico y desencantado de una etapa de oscilaciones y tímidas esperanzas, vacilante aún entre el autonomismo y la independencia. Mucha fruición artística debió poner Meza en estas páginas ejemplares. Su última hazaña literaria, como quien recalca —aunque entre dientes— fue, en esta línea realista, Don Aniceto el tendero. El hombre que no gustaba de «riesgos y responsabilidades», negó, años después, la maestría estética que lo convirtiera en un adelantado de las letras cubanas. No se responsabilizó con las formas, porque sabía la hondura de los contenidos. En realidad, Ramón Meza fue un hombre de su siglo, sólo que tuvo un momento precursor, que adquirió magnitud de grito, como el famoso modelo expresionista de Munich. El leitmotiv reiterado en su obra, el

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contemplativo dios Neptuno «frío, inconmovible, […] entre las sombras de la noche, [contemplando] desde su alto pedestal de piedra cómo se iban cerrando las puertas y ventanas de la cárcel y cómo continuaba libre y abierta la entrada del puerto para tanto bribón que cruzaba por ella»,124 parece ser el límite de sus audacias. No obstante, aún reconociendo este límite y sus cautelas posteriores, Ramón Meza hizo la crítica más honda de toda la novelística cubana del siglo XIX; también, la más inquietante profecía histórica. 3.6.4. Otros narradores: Tristán de Jesús Medina, N. Heredia, Morúa Delgado, Calcagno Ya se ha dicho que nuestra novela del XIX es una novela de «toques», de «complementos» y que su función responde, más que a una vocación exactamente literaria, es decir estética, a una necesidad testimonial de sus autores, profundamente arraigada a su circunstancia y al devenir. Y es que esta novelística que acusa y no se desentiende, aunque coloque las diatribas que encierran sus contiendas entre límites y moderaciones, tuvo además, dado ese mismo entusiasmo por el cuestionamiento de la realidad complejísima de etapas controvertidas, momentos premonitorios, sensibles incursiones en los valores universales humanos, óptica naturalista para el análisis fisiologista de fenómenos sociales concretos en descomposición y franca voluntad erudita que asume el teorema científico como novedoso replanteo cultural e ideológico anunciador, al menos por el momento en el plano de la ficcionalización literaria, del advenimiento de confrontaciones otras que aparecen como señales inconfundibles del siglo que se aproxima. Novelas que rehabilitan dentro de sus argumentos, estructurados aún con el andamiaje romántico, tópicos esenciales que hablan de una transformación en la perspectiva histórica de sus autores y que tímidamente deslizan en sus obras como reflexiones conclusivas, más tendentes hacia el futuro —teniendo en cuenta, por supuesto, los diversos horizontes político-so-

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ciales de los creadores y el carácter de sus ficcionalizaciones— que creen vislumbrar y ante el cual se sienten responsables de advertir sobre cuestiones éticas, sociales, políticas y económicas, son: Mozart ensayando su Réquiem (1881) de Tristán de Jesús Medina, En busca del eslabón. Historia de monos (1882) de Francisco Calcagno, Un hombre de negocios (1882) y Leonela (1893), ambas de Nicolás Heredia, Amistad funesta (1885) de José Martí, Sofía (1891) y La familia Unzúazu (1901) de Martín Morúa Delgado. Todas estas obras, contemporáneas de los grandes hitos narrativos del XIX, Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde y Mi tío el empleado (1887) de Ramón Meza, develan en sus temáticas algunos de los perfiles generales que en aquellas otras quedaban levemente esbozados, aunque magistralmente delineados. Entre estos podemos citar: la barbarie de la esclavitud, especialmente la del ingenio; el incesto como síntoma de degradación social bajo el gobierno colonialista español, además de ser clave del mestizaje que conformó el proceso de formación de la nacionalidad cubana; la lucha del emigrante español por alcanzar el poder económico y político y las simpatías de la burguesía terrateniente cubana hacia el prometedor desarrollo de los Estados Unidos, entre otros. Éstos son algunos elementos fecundos en estas novelas y que tienen su lugar como temáticas jerarquizadas, a pesar de que existen otras que aparentemente se desentienden de estos tópicos y profundizan más en lo que llamábamos «valores universales humanos», como es el caso de Mozart ensayando su Réquiem, y En busca del eslabón, novela esta última que, al decir de Roberto Friol, «tiene algo que aquellas no tienen: realidad de ciencia».125 En principio, haremos algunos comentarios acerca de estas dos narraciones que, aunque resultan peculiares dentro del ciclo novelístico del XIX, responden, también, a esa necesidad ético-erudita nada desvinculada, en definitiva, de los acuciantes conflictos sociológicos de la época. Como afirma Cintio Vitier, en realidad «con la excepción de José de la Luz y desde luego Martí, ningún escritor cubano del siglo XIX tuvo una experiencia tan rica, dolorosa y profunda de

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los problemas últimos del espíritu […] y quizás ninguno en absoluto llegó a un conocimiento tan íntimo y vital de lo que podríamos llamar problemas demoníacos»,126 como el autor de Mozart ensayando su Réquiem, Tristán de Jesús Medina. «Cuento o historia», «libreto ideal» o «drama completo»,127 la obra de Tristán de Jesús es loa sentidísima que parte de los abismos del alma. El aliento místico con que están escritas estas páginas nos remite al mundo de las imágenes virtuales a través de esa extraordinaria transferencia que logra el autor en la figura del genio, en este caso, Mozart. La maestría del relato está en la intensidad emotiva de sus parlamentos. La música, lenguaje de apreciaciones subjetivas como ninguno, es la apoyatura sombría que marca el tempo de una historia en la que sentimos lo sublime de la creación como el registro de energías inefables. Ya lo decía Tristán en su carta-prólogo al amado amigo, el poeta Antonio Fernández Grillo: «…sacando de esta operación mágica de la imaginación y del sentimiento, un milagro de objetividad consumada, complemento de la vida musical, una especie de magnetismo de recurrencia…» 128 Los recursos estilísticos que utiliza Tristán en su obra parecen estar dispuestos de forma consciente para equipararlos con las pausas de esta elegía sonora más celestial que humana que es el Réquiem. Las campanadas del reloj anunciando las doce, esta vez «acordes y al mismo compás»,129 coordinan los leves desquiciamientos del tiempo, a fin de lograr la exactitud de lo perfecto, de lo que será imperecedero porque es la muerte, con toda su majestuosidad, la que ha de coronar el acto supremo de la vida. Sólo la luz penetra con absoluta soberanía por entre los rincones del aparente drama que no alcanza a colegir su protagonista, Mozart: «…jamás llegó a creer que se estaba muriendo». 130 Tristán, en su plausible mixtificación de la biografía del músico, penetra en las controvertidas verdades insondables del hombre, aunque es cierto que para ello no interfiere la voz de un individuo común, sino la palabra del genio que alecciona y condena, que apostrofa la ingratitud y la envidia, y que es capaz de transgredir las leyes de la agonía con la fuerza de la trascendencia creadora. En la últi-

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ma batalla de Mozart, Tristán enfrenta a los personajes-símbolos. Constanza Weber, el «amor terrenal», con sus liviandades e inocentes incompetencias, la mujer que debe permanecer en las lides de la cotidianidad —no fue tan simple la fantasía de Tristán en sus falsificaciones literarias—; Enma Crisolara, la discípula admirada por el maestro, la pureza y lealtad, la identificación espiritual que también eternizará el gesto laudatorio de la muerte prematura y que es el punto que abre esa confusión nada fortuita, médula de este episodio inusual, con la ambigua llamada del moribundo: «—Esa niña que lloraba ahora poco, ¿eras tú Enma… Enmanuele?»; 131 Enmanuele Gentile, es el «amor-amistad», la plenitud del sentimiento por el genio, la encarnación de la parábola bíblica de «David y Jonathán», aunque tampoco escape su asonante imperfección a la sagacidad del virtuoso, apercibido —a pesar de la pasión salvadora— de la ingratitud, la mediocridad y el condenatorio «cero». La obra de Tristán es una realización simbólica que tiene como impulso imaginativo para la fantasía ese «magnetismo de recurrencia» del cual hablaba en su prólogo. Tanto por el tema como por la configuración de los personajes que giran en torno al elegido Mozart en frecuencias que van desde lo sublime hasta lo demoníaco, puede identificarse de forma evidente la influencia del romanticismo alemán. Es también significativo el culto a la belleza artística y la actitud místico-reflexiva que no encarna la ortodoxia de la preceptiva religiosa, sino que busca en una efusividad interior de absoluta realización e identificación humanas, ese encuentro del arte con la divinidad, esa elocuencia de los sentidos que tiene en el amor-amistad una apoteosis de vastedades sinceras, irreprimibles y auténticas y que son, en definitiva, las que otorgan verdadero sentido al gesto del hombre. Según expresa Vitier en su excelente prólogo a la edición cubana de Mozart…, la obra de Medina «se adelanta indudablemente hacia el ciclo modernista de nuestras letras»; 132 y refiriéndose a un comentario de Juan Ramón Jiménez y a otro de Díaz Plaja, alude a esa comunión entre el «modernismo religioso» de estirpe alemana y el «modernismo literario» que tiene en Tristán una osten-

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sible convergencia ya que el autor de esta obra quiso «nada menos que fundar iglesia basada en una fe más artística que teológica […] es decir, una figura en la que ambos modernismos —el estético y el religioso—, confluyen plenamente». 133 La obra de Tristán de Jesús Medina aporta a nuestras letras no sólo lo novedoso de un tema singular, sino que repara en principios generales humanos como lo hiciera José Martí en 1885 con Lucía Jerez o Amistad funesta y en el siglo XX escritores de la talla de Thomas Mann. La segunda novela que desentona con el habitual ciclo temático del siglo XIX es En busca del eslabón. Historia de monos de Francisco Calcagno. Es una obra extensa y erudita por el caudal de conocimientos antropológicos que hallamos en sus páginas. Calcagno posee lo que Friol denomina el «choteo erudito», pero su formación humanista y su vocación de novelista no logran, a pesar de su empeño, afinidad. En esta novela el cuerpo teórico al que se atiene Calcagno es el de las teorías darwinistas sobre el origen y evolución de las especies. Da definiciones que se hacen farragosas dentro de un contexto argumental ficticio empobreciendo la expectativa de la acción en una novela de aventuras al estilo de las de Julio Verne, fundamentalmente. 134 No obstante estas importantes deficiencias, es notable en esta obra de Calcagno el cuestionamiento de la cultura de su época, para lo cual hace uso del humor y la ironía inteligentes. Párrafo ilustrativo de lo anterior es éste que reproducimos y en el que logra el autor aglutinar más de una idea que no se atiene, específicamente, a una mera conceptualización científica: —Jamás! el negro no es aún el hombre, pero tampoco es ya el mono; y nada nos da derecho a ser amos ni menos a maltratarlos, que el maltrato no está justificado ni cuando oprime a bueyes y caballos. ¡Y nacer esclavos! ¿qué sofismas puede excusar el crimen de preparar cadenas para el inocente? La esclavitud del negro siempre será mancha negra en la conciencia del blanco. 135

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Y como Calcagno introduce «verdad de ciencia» en la novela, es obvio que la animación especulativa dé lugar a encontronazos con los dogmas ideológicos de la época que constituyen formas arraigadas del pensamiento. Es así como con imparcialidad analítica, Calcagno intenta colocar en su lugar la religión, después de equipararla, con insuperable maestría expresiva, con la ciencia, en donde la salva de demasías interpretativas. Leamos este ejemplo: […] mas cuando la Biblia, libro de Dios, entra en pugna con la ciencia, libro del hombre, a la primera toca enmudecer en tanto que no da pruebas, mientras la segunda confirma y persuade. El asendereado conflicto entre la religión y la ciencia nació de las erradas interpretaciones que se dio a las alegorías y metáforas de la Biblia. Dejémosla en paz y sigamos nuestro camino.136 Por primera vez un novelista cubano emprende un viaje de aventuras en pos de descubrimientos científicos que señalen un alto, ante todo y a pesar del tono jocoso que envuelve las peripecias, a las concepciones de una época que debe proyectarse hacia el futuro. Tras esta «risa erudita» presentimos el alerta frente al dogma, así como una seria voluntad especulativa que induce a la reflexión y que nos llega con acento convincente por el léxico correctísimo del autor. A manera de conclusión transcribiremos el juicio que sobre dicha obra expone Roberto Friol: No, no exageramos cuando afirmamos que por su erudición, su opulencia idiomática, la autenticidad de su asunto y su manera de desarrollarlo como ficción, mezclando lo serio y lo jocoso, el rigor científico y las prosaicas realidades cotidianas, lo sorpresivo y lo trivial, no hay novela parecida a esta en nuestro siglo XX. 137 Continuadores en estas décadas finiseculares de las líneas temáticas recurrentes de la narrativa son Martín Morúa Delgado y Nicolás Heredia.

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Martín Morúa Delgado escribió Sofía y La familia Unzúazu como parte de una serie que llamaría Cosas de mi tierra. Estas novelas, las únicas del autor que vieron la luz, siguen el método balzaciano en cuanto a la continuidad del argumento que se desarrolla dentro de un mismo plano espacial, la mítica Belmiranda, así como el pasado y el presente en constante transformación de la familia Unzúazu-Nudoso del Tronco. El «cómo» analiza Morúa esta transformación es, sin lugar a dudas, a través del naturalismo al estilo de Zola. En estas novelas, el punto que las une a la narrativa tradicional y a sus temáticas está dado por la cruda y descarnada descripción de la esclavitud. Sofía, personaje protagónico de la primera de ellas, es el elemento desencadenante de esta crítica dolorosa y vehemente que adquiere en Morúa tono de justo resentimiento, bien arraigado en su propia vida. Las injusticias cometidas con la hermosa Sofía —casi blanca, autosugestión racista que se revela como patrón estético y que parece ser adjetivo obligado para los autores—, el incesto, la crueldad de la vida del ingenio, la humillación moral, la hipocresía clasista y el arrepentimiento de sus amos ante la muerte de la joven, más indecoroso y falso aún que la avasalladora crueldad desplegada por ellos a través de toda la novela, no constituyen, en sí mismos, descripciones sorprendentes, pues todas éstas y muchas más ya están agotadas en novelas como Cecilia Valdés y Carmela, por sólo citar las más conocidas. Lo notable en este autor y en sus novelas es la interpretación general que hace de las situaciones detalladas en la trama. Es decir, Morúa traza con tintes realistas, pero interpreta el curso de estos trazos con metódico fisiologismo —«Si bien es verdad que la moralidad no pasa de ser un atavío filosófico, dominado siempre por los naturales instintos de la animalidad humana»—. 138 Es precisamente en La familia Unzúazu, su segunda novela, en donde esta introspección se agudiza con cierta intuición cientificista, como si Morúa quisiera establecer nexo de causalidad entre el fenómeno esclavista, la sociedad que lo promueve y cierta sicología social inmanente en ella, que va descomponiéndose al paso de un alarmante síndrome de

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vesania. La agonía de los protagonistas de La familia…, Ana María, Malenita y Fernando —«Es una familia de histéricos incurables»—,139 es la agonía que promueve una existencia sin objetivos trascendentes, es la sordidez y la soledad resultantes de la carencia de opciones para «conservar el buen nombre de la familia»,140 pues el tiempo es sólo un convencionalismo que no admite regodeos en su afiebrado e impredecible transcurrir. El escuálido Fernando representa algo más que un prototipo repugnante e irresponsable, es la anulación de cualquier esperanza perspectiva en la juventud, hasta de aquella que debía defender sus intereses de clase; Ana María es el puntal que defiende el pasado y el orgullo de una burguesía venida a menos, consumiéndose por sus deseos reprimidos e inmersa en la neurosis que le impone su deterioro existencial: […] todos habían satisfecho una pasión, logrado un deseo, colmado una ansiedad; cada uno había ganado algún trofeo en la eterna lucha por la felicidad humana; pero ella no, ella había estado siempre en brega y a la defensiva contra el infortunio, para verse al fin vencida, derrotada. ¡Siempre víctima propiciatoria! 141 Malenita, también víctima del drama hereditario de la neurosis, encuentra su tabla salvadora en el amor. El amor ilícito rompe barreras y desafía el patrón ético familiar, la redime y la defiende del abismo. Morúa configura el mundo de los Unzúazu para desenmascarar el drama interior de los blancos, escondido tras el abanico, la fastuosidad de los grandes salones y el quitrín. En esta obra también está presente la esclavitud, la del negro y la del emigrante español; la fraudulenta estirpe de los abogados de renombre; el ñañiguismo y su sentido sangriento del honor a toda prueba; la superficialidad periodística; la fábula popular de curiosa imaginería en la anécdota de «Basilia-Criolla» y los prodigios de «taita-Fernando-Congo», muy bien lograda y que nos acerca a ese realismo mágico que es también savia de nacionalidad; las pesadillas oníricas que atenacean y operan como escarnio de la opulencia, después de la más atrevi-

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da escena erótica que autor cubano haya descrito entre su ama y el mayordomo; la aureola de tácita o expresa simpatía que promueven los hombres que participaron en la guerra y que tiene en la figura de Eladislao Gonzaga, defensor del negro y hombre de pensamiento progresista, momentos de importantes teorizaciones sobre el futuro de la patria. Pero a pesar de esto y de haber tocado el autor puntos candentes del conflicto histórico de la etapa, no puede ocultar su inconformidad con los desenlaces radicales, manifestando las tibias «cautelas» sobre el camino a tomar y que según Nicolás Guillén «era bien distinto, pues sentíase partidario de fiar a la evolución de la sociedad cubana el reconocimiento de las más urgentes mejoras sociales, políticas y económicas para los hombres de su mismo color de piel».142 En síntesis, las novelas de Martín Morúa Delgado ponen de manifiesto un nutrido testimonio histórico para el análisis de la sociedad colonial en su etapa de inevitable decadencia. De Nicolás Heredia, como antes se apuntó, son las novelas Un hombre de negocios y Leonela. Al leer la primera de éstas nos remitimos, sin lugar a dudas, a Mi tío el empleado, de Ramón Meza. Aunque mera especulación, bien podría caracterizarse esta obra de Heredia como el esbozo temático que posteriormente adquirió inusual lozanía estética en la pluma de Meza. Heredia, vinculado al folletín —pues no es otra cosa el centro dramático de la acción de esta obra— proporciona al extraordinario Meza los elementos que le servirán para hacer literatura nueva. Lo valioso de esta narración de Heredia está en las retrospectivas que explican el origen del capital amasado por el emigrante español. Como Vicente Cuevas, el «Marceluco» de Heredia irrumpe en una Habana que le sorprende a la vez que lo decepciona: ¿Sabéis lo que es Cuba para los europeos que no la han visto? Un Eldorado, una Jauja palpitante de realidad, país de las mil y una noches, donde las riquezas causan spleen y el oro produce el hastío que es una consecuencia lógica de aquello que tenemos a la mano y nadie nos disputa […]

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Cuando Marceluco entró por la boca del Morro, sin ver aquellos bosques inmensos y cargados de frutas; aquellos jardines poblados de rosas multi-colores; aquella riente florescencia de la naturaleza que por tanto tiempo había exaltado su viva imaginación experimentó un profundo desengaño […] 143 También como aquel, Marcelo siente que en su «desnudez de afectos» 144 hay algo que lo deslumbra: «se confesaba, sin embargo, que nunca había visto tantos buques en tanta actividad mercantil, ni ciudad tan grande como la que se desplegaba a su vista como mágico panorama»,145 y ese algo le indica, de cierta manera, un nuevo ritmo para emprender el camino. Nuestro «Marceluco» trae consigo carta de recomendación para Bruno Lavega, especie de rey del negocio, trae baúl y padece perplejidades cuando conoce el desmantelamiento del almacén donde hace cálculos prodigiosos el poderoso tío: Marcelo se angustiaba cada vez más; el aislamiento en casa de su tío, era mayor que el que le rodeaba en medio del océano. Luego, las paredes del almacén, sucias y llenas de telarañas; el suelo pegajoso y cubierto de una triple costra de grasa; el olor a tasajo que saturaba aquella pesada atmósfera de mercantilismo, todo le producía una impresión penosísima con la que ciertamente no contaba.146 Cuando se entrega al trabajo «con una especie de frenesí», como dice el narrador, Marceluco, el temeroso y asombrado provinciano, le comunica a su tío que ha llegado ya la hora de «volar con alas propias», es decir, la suerte del capital está echada, y en un «Punto y aparte» que en breve capítulo condiciona el autor, nos transmite ese camino «del pobre Marceluco, hoy D. Marcelo Ordoño, propietario, comerciante, regidor del Ilustre Ayuntamiento de la Habana y Gran Cruz de Isabel la Católica, por añadidura».147 Y es hasta aquí, a nuestro juicio, que tiene valor conceptual esta novela. La historia del emigrante español, su duro bregar en las con-

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tiendas mercantilistas que le proporcionarán las adoradas onzas de oro, su transmutación hacia una sicología de naturaleza avara y la pérdida de los escrúpulos que truncan el brote de sentimientos legítimos, la tenue pincelada que caracteriza a La Habana por el día como una capital yanqui, con todo el ajetreo mercantil y por la noche como una ciudad europea, con ese aire bohemio y disipado que marca la «respiración de las grandes ciudades»,148 son los aciertos objetivos del escritor. El resto, a pesar de la lección de dignidad y ética del joven Gonzalo, del drama de doña Marta y de su hija Gertrudis, debatida entre la honra y la pobreza, son, simplemente, gajes del folletín romántico. Leonela, la mejor realización literaria de Nicolás Heredia y probablemente la tercera novela en importancia de nuestra narrativa del XIX, describe de manera costumbrista la fisonomía de la vida rural y, específicamente, la de nuestros hacendados y terratenientes. Escrita con soltura y amenidad, Leonela enfatiza en un elemento que fue punto de controversia en las dos últimas décadas del siglo: la injerencia del capital norteamericano en nuestro país. La novela de Heredia, bien facturada en la trama argumental y con ingeniosidad en lo que sería el centro dramático de la acción —nos referimos al episodio de la entrega de Leonela a Valdespina— desarrolla, en su contexto ideo-temático, la tendencia pro-yanqui que deslumbró a muchos de nuestros autores, pero que tiene sobrecarga emotiva en la expresión de Heredia. Por medio del personaje de John Valdespina, cubano educado en los Estados Unidos, «criollo ingerto en yankee»,149 como lo denomina el rico hacendado don Cosme Arencibia, Heredia vierte sus admirativas ideas sobre el modelo de civilización norteamericano y otorga al «ingeniero» y representante de «Smithson Brothers» toda la grandilocuencia adjetiva que hace de esta figura un héroe y benefactor del adelanto industrial. John Valdespina, que desde las primeras páginas se nos presenta como el arriesgado salvador de unos «pillos» que jugaban peligrosamente en el río, «[e]ra un hombre de hermosa fachada y de formidable estructura fisiológica»,150 tenía «brazos de cíclope»,151 «enorme cuerpo de gla-

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diador o pugilista», 152 era, en resumen, un «Hércules».153 La omnisciencia del narrador que penetra el pensamiento del mestizo de gringo cuando éste en su «observador» y «calculador» peregrinaje compara la modesta urbanidad de nuestra arquitectura, nos revela que: Quizás comparaba in mente aquel miserable caserío con los soberbios buildings de Broadway, o los palacios de Regent Street; aquella oscuridad tristonaza con los esplendores nocturnos de otras ciudades más ricas y famosas. Tal vez tenía fija la memoria en Hyde Park o Madison Square… 154 Pero la mirada de Valdespina, su mente emprendedora, estaba fija en las grandes inversiones que haría con la construcción del ferrocarril, la siembra de multitud de productos y la explotación de las maderas preciosas. Todo esto bien conducido por un razonamiento práctico, educado en el mecanismo de las ganancias del capital: «Yo traigo la varita mágica, el impulso incontrastable, la iniciativa y la perseverancia de esas gentes del Norte que hacen brotar flores de las piedras y levantar palacios en los desiertos.»155 El ingeniero, además, trasplanta a su área de trabajo «un pueblecito más civilizado que la Cotorra, en donde se instalaron las familias de los trabajadores. El tal pueblo era un lindo juguete. Sus casitas de madera habían sido traídas del norte en piezas numeradas…»,156 y es así como se desenvuelve, en apenas un año, la azarosa laboriosidad de John, que al paso del tiempo va convirtiéndose en Juan por el amor de Clarita y la «dramática violencia de las pasiones en el trópico». No faltan en esta novela las reflexiones sobre la ineptitud de los criollos en materia de negocios y la provechosa necesidad de un «tutelaje». Leamos al respecto: Pero sabe que los extranjeros, en materia de negocios, no dan un paso sin saber a qué atenerse […] Los criollos carecen de sentido práctico y cuando se meten en empresas lo hacen a la buena de Dios y salga lo que salga. Es de todo punto indispensable que esas gentes nos eduquen con su ejem-

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plo, que nos enseñen a ser económicos, observadores, activos y reservados.157 Toda la obra, en definitiva, redondea esta idea como un diálogo sostenido del autor y su historia. Heredia, como tantos otros, aboga por el separatismo, sabía que el gobierno colonialista español era traba insoportable que frenaba, ciertamente, el desarrollo del país, pero también, como casi todos, se debatía en la disyuntiva de ver a Cuba próspera, apta para el arranque económico y para esto consideraba necesaria la «ayuda» del poderoso e industrial vecino del Norte. Leonela concluye con la Revolución de Yara, la revolución que según el narrador destruye los sueños emprendedores de Valdespina y la oportunidad de la burguesía de introducirse en la maquinaria del progreso. Por otra parte, esta lucha adquiere en la novela apariencia facinerosa, una especie de «vendetta» entre contendientes esperanzados por un desquite personal. Leonela es la primera novela cubana que trata con tanta efusividad e interés la vía de tutelaje

norteamericano como opción aceptable. La presencia iterativa de este aspecto acapara toda la enjundia de la obra, a pesar del fracaso final y de las palabras que cierran el libro: ¿Qué diría a Smithson-Brothers para consolarlos del fracaso? Tal vez se apropiaría, aplicándola a su situación, la célebre frase del monarca español: «Señores, yo no fui a luchar con los elementos…» Y quizás, a guisa de enseñanza saludable, la sazonaría con esta reflexión: «Lo que se proyecta en el Norte no se realiza fácilmente en el mediodía.» Es un fragmento que se siente dudoso y finalmente consecuente —como ya hemos visto en la trayectoria de esta novelística finisecular— con las precavidas «cautelas» de nuestros hombres de letras, hombres que también participaron, como en el caso específico de Morúa Delgado y del mismo Nicolás Heredia, en las contiendas políticas de la etapa.

NOTAS

(CAPÍTULO 3.6) 1

Valentín Catalá: La dalia negra del cementerio de Güines. Imprenta de La Botica de Santo Domingo, Habana, 1875, p. 13.

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El narrador nos caracteriza así al padre del protagonista y hace sus reflexiones: D. Pablo Sanabria, modelo de esposo y de ciudadano, tenía que ser excelente padre; recibió una brillante educación en tiempos mejores, cuando no era lícito, ni siquiera cuestionable, el derecho de combatir los principios fundamentales de la sociedad, los principios salvadores del género humano; entonces la doctrina era un dogma y no un punto de controversia: el espíritu de asociación y la cátedra no tenían por objeto arrastrar a la juventud fuera del centro, desquiciando la razón, si se me permite valerse de esta frase; había entonces, como ahora, como siempre, imaginaciones desbordadas, pérfidos instintos, hombres

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malvados, que, dejándose llevar de sus inclinaciones o del mal consejo, se separaban del camino del deber, lastimando el honor y entregando su nombre a la excecración pública; pero, se perdía la humanidad individualmente, no se perdían las masas, haciendo de las plazas, de los cafés, de los círculos, cátedras de desmoralización para romper los lazos de la familia y la religión. No se queja aquí el novelador; no se lamenta el moralista; habla el padre previsor, al contemplar el cuadro de la época en que se desarrollan los hijos de su amor, y tiembla, invadiendo con la imaginación lo porvenir. (Teodoro Guerrero: El escabel de la fortuna. Imprenta y fundición de Manuel Tello, Madrid, 1876, pp. 169-170.) 3

Eusebio Guiteras: Irene Albar. Novela cubana. Imprenta de Luis Tasso, Barcelona, 1885, p. 121.

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Ob. cit., p. 56.

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Ob. cit., p. 191.

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Ob. cit., p. 188.

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Julián Gil: La Señora Maquita. Novela festiva de costumbres. Imprenta de Luis Tasso, Barcelona, 1886, p. 16.

8

Ob. cit., p. 17.

9

Ob. cit., p. 109.

10

José de Jesús Márquez: Aventuras de un sordo. Novela cubana. Imprenta El Arbolito, Habana, 1889, p. 36.

11

Ob. cit., p. 89.

12

Francisco Fontanilles y Quintanilla: Autonosuya. Curiosa novela político-burlesca. Imprenta y papelería La Moderna, Habana, 1897, p. 184.

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Tula Muño es presentada así por el narrador:

yor de una Historia de la Literatura Cubana. Sólo haremos mención de él por su innegable oriundez cubana y por el enmarque cronológico de la etapa a que nos referimos y en la que aparece publicado su volumen Agua pasada (1895), libro póstumo que apareciera en Madrid. En nuestra opinión —atendemos a los datos biográficos que resume el investigador Salvador Arias en su artículo «¿Un olvidado cuentista cubano del siglo XIX ?»—, la obra de Rodríguez Correa pertenece al contexto histórico y sicológico de la intelectualidad europea, específicamente, hispana. 22

En el prólogo a Cuentos de hoy y mañana. Cuadros políticos y sociales por Rafael de C. Palomino (hijo). Con un prólogo de José Martí. Cuaderno 1, Imprenta y Librería de N. Ponce de León, New York, 40 y 42 Broadway, 1883, éste nos dice: «…Las reformas, como el hombre mismo, tienen entrañas de justicia y veleidades de fiera. Lo justo, a veces, por el modo de defenderlo, parece injusto; y en lo social y político acontece, como en las querellas de gente de mar y de suburbio, que el puñal de ancha hoja con que dirimen sus contiendas de honra, da a estas semejanza de delito.» (p. III)

23

Benito Pérez Galdós: «Villaverde y Benito Pérez Galdós sobre Cecilia Valdés», en Ana Cairo: Letras. Cultura en Cuba 4. Prefacio y compilación por […]. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1987, p. 97.

24

Enrique José Varona: «El autor de Cecilia Valdés», en Acerca de Cirilo Villaverde. Selección, prólogo y notas de […]. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1982, p. 102.

25

Roberto Friol: «La novela cubana en el siglo XIX», en Revista Unión. La Habana, IV (4): 199, diciembre, 1968.

26

Remitimos al lector, para una mejor comprensión de estas versiones de Cecilia Valdés, anteriores a la publicada en 1882 en New York, al trabajo de Roberto Friol «La Cecilia Valdés de La Siempreviva», en Letras. Cultura en Cuba 4 (ed. cit.).

—Aquí estoy papá, respondió desde el interior de la sala, una voz armoniosa, aunque de un timbre que revelaba energía semi-varonil en la que lo poseía. (Pascual del Riesgo: Dos habaneras. Imprenta El Tiempo, Madrid, 1880, 2 tomos, p. 52.) 14

Pascual del Riesgo: ob. cit., p. 184.

15

Francisco Calcagno: «Prólogo» a Los crímenes de Concha: «Entre tanto la abolición es casi ya un hecho: nos llega a paso de gigante, y no estamos más preparados que en el 63: La mayoría de esa raza es tan ignorante y viciosa hoy como entonces. Lo que nos toca hacer hoy es ilustrar por los medios posibles a lo manumitidos. No basta hacerlos libres, es preciso hacerlos dignos de la libertad» (p. 1).

16

17

Enrique Sosa: «La agricultura: el cafetal», en su La economía en la novela cubana del siglo XIX. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1978, p. 88.

18

Recomendamos la lectura de «La agricultura: el cafetal», que se encuentra en La economía en la novela cubana del siglo XIX (ob. cit.).

27

Idelfonso Estrada y Zenea: El Quitrín. Costumbres cubanas y escenas de otros tiempos. «La industria», Habana, 1880, p. 22.

Cirilo Villaverde: «Prólogo», en su Cecilia Valdés o La loma del Ángel. Novela de costumbres cubanas. Imprenta de El Espejo, New York, 1882, p. X.

28

Cirilo Villaverde: Cecilia Valdés o La loma del Ángel. «Estudio crítico» por Esteban Rodríguez Herrera. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972, tomo 1, p. 150.

29

Ob. cit., tomo II, p. 197.

30

Ob. cit., p. 238.

19

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Roberto Friol: «La novela cubana en el siglo XIX», en Unión, La Habana, 6 (4): 195, diciembre, 1968.

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1868-1898

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Ob. cit., p. 32.

21

Incluir a Ramón Rodríguez Correa entre nuestros cuentistas finiseculares sería un exceso y un riesgo polémico que no podríamos saldar dentro del ma-

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SEGUNDA ÉPOCA

En el artículo de Mirta Aguirre «Realismo y realismo socialista», publicado en el Anuario L/L. (7-8): 7-8, 1976-77, la crítica e investigadora cubana afirma: usando una frase que algo tiene de juego de palabras pero que en el fondo dista de serlo, el realismo consiste en brindar «la realidad de las cosas y no las cosas de la realidad» (por cosas, naturalmente, hay que sobrentender fenómenos, procesos, personajes, etc.). O sea, que el realismo es descubrimiento de esencias y no mera descripción de apariencias, ya que, si bien es cierto que también en la espuma está la esencia, es indispensable saber que la espuma no es más que eso. Por ello no hay que confundir al realismo con el objetivismo, exhaustiva consignación de detalles que bien podrían ser como son o ser de otra manera sin que eso afectara el tuétano de lo tratado; ni hay que confundirlo con el figurativismo, puesto que […], si lo figurativo fuese realismo, la buena «utilería» y los buenos museos de cera, serían las más altas manifestaciones posibles del arte realista.

47

Cirilo Villaverde: ob. cit. (1972), p. 37.

48

Ob. cit., p. 248.

32

Cirilo Villaverde: ob. cit. (1972), tomo I, p. 253.

49

Ob. cit., tomo I, p. 238.

Ibíd.

33

50

Ob. cit., tomo I, p. 242.

Ob. cit., p. 232.

34

51

Ob. cit., p. 436.

35

Enrique Sosa: «Apreciaciones sobre el plan y el método de Cirilo Villaverde para la versión definitiva de Cecilia Valdés: su historicismo consciente», en Imeldo Álvarez: Acerca de Cirilo Villaverde. Selección, prólogo y notas de Imeldo Álvarez. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de la Habana, 1982, p. 395.

52

Roberto Friol: ob. cit. (1968), p. 201.

53

En el artículo de Roberto Friol: «La novela cubana del siglo XIX» (ob. cit. [1968], p. 200), éste señala de forma resumida las analogías entre las estructuras argumentales de Nuestra Señora de París y Cecilia Valdés. Friol apunta: «Nuestra Señora de París – Cecilia Valdés. Y en esta misma cautela: Esmeralda– Febo–Herida de Febo–Prendimiento de Esmeralda– Encuentro en la cárcel con la madre loca. Cecilia– Leonardo–Muerte de Leonardo–Prendimiento de Cecilia–Encuentro en la cárcel con la madre loca […]»

54

Cirilo Villaverde: ob. cit. (1972), p.103.

55

Miguel de Cervantes: «Preciosa», en sus Novelas ejemplares. Editorial de Arte y Literatura, La Habana, 1977, p. 33.

56

Cirilo Villaverde: ob. cit. (1972), p. 142.

57

Miguel de Cervantes: ob. cit., p. 33.

58

Sobre la autenticidad histórica de algunos personajes de la novela Cecilia Valdés, recomendamos la lectura del artículo «Autenticidad de algunos negros y mulatos de Cecilia Valdés», de Pedro Deschamps Chapeaux, en La Gaceta de Cuba. La Habana, (81): 24-27, febrero-marzo, 1970.

36

Cirilo Villaverde: ob. cit. (1972), tomo 2, p. 322.

37

Ob. cit., p. 39.

38

Ob. cit., tomo I, p. 326.

39

Ob. cit., p. 123.

40

Ob. cit., pp. 292.

41

Ob. cit., pp. 309-310.

42

Ob. cit., p. 198.

43

Ob. cit., tomo 2, p. 61.

44

Ob. cit., p. 78.

45 46

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único auténtico héroe negro de toda la producción literaria, abolicionista y antiesclavista cubana del siglo XIX […]». Al respecto, no compartimos la categórica aseveración de Enrique Sosa, pues, en El Ranchador (1839) de Pedro Jose Morillas, publicada en 1857 en La Piraña, aparece el enfrentamiento de un negro cimarrón de origen lucumí con el rancheador Valentín Páez, quien es capaz de reconocer en su contrincante las cualidades de: «inteligencia», «serenidad» y «denuedo», a la vez que escucha de boca del propio esclavo la sorprendente expresión de: ¡Ahora lo verás blanco! (Pedro José Morillas: «El Ranchador», en Noveletas cubanas. Selección y prólogo de Imeldo Álvarez. Editorial de Arte y Literatura, La Habana, 1974, p. 41). Por otra parte, esta reacción de rebeldía sí rompe esquemas literarios de toda una novelística, pues el héroe de la narración, el negro esclavo cimarrón, no se autodestruye, sino que mide sus fuerzas y defiende su dignidad de hombre, en una lucha a muerte.

Enrique Sosa: ob. cit. (1982). En el valioso estudio de Enrique Sosa, «Apreciaciones sobre el plan y el método de Cirilo Villaverde para la versión definitiva de Cecilia Valdés: su historicidad consciente», que hemos citado de forma reiterada, el autor plantea: «…Pedro Briche, el

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Enrique José Varona: «Carmela», en Cuba en la UNESCO. La Habana, 2 (4): 59, diciembre, 1961.

84

Ibíd.

85

Ob. cit., p. 50.

86

Ob. cit., p. 53.

87

Rafael María Merchán: «Corte literario (sobre Mi tío el empleado y Don Aniceto el tendero)», en La Habana Literaria. La Habana, 1 (7): 153, diciembre 15, 1891.

61

Ramón Meza: Carmela. Prólogo de Salvador Bueno. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1978, p. 16.

62

Ob. cit., p. 62.

63

Ob. cit., p. 124.

88

Ibíd.

64

Ob. cit., p. 63.

89

65

Ob. cit., p. 65.

Ramón Meza: Don Aniceto el tendero, en su Novelas breves, ob. cit., p. 100.

66

Ob. cit., p. 117.

90

Ob. cit., p. 60.

91

Ob. cit., p. 131.

92

Ob. cit., p. 140.

93

Ob. cit., p. 101.

94

Ob. cit., p. 59.

95

Ob. cit., p. 163.

96

Ob. cit., p. 169.

97

Ob. cit., p. 182.

98

Ob. cit., p. 183.

99

Ob. cit., p. 184.

100

José Lezama Lima: «Tersitismo y claro enigma», en Ana Cairo: Letras. Cultura en Cuba 4. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1987, p. 223.

101

Ramón Meza: Mi tío el empleado. Prólogo de José Antonio Portuondo. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977, p. 21.

67

Ob. cit., p. 146.

68

Ob. cit., p. 15.

69

Ob. cit., p. 83.

70

Ramón Meza: «Autobiografía», en su Novelas breves. Prólogo de Ernesto García Alzola. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, p. 297.

71

72

Manuel Zeno Gandía: «Últimas páginas», en La Habana Literaria. La Habana, 2 (7): 145-149, abril, 15, 1892. Ramón Meza: Últimas páginas, en su Novelas breves, ob. cit., p. 239.

73

Ob. cit., p. 16.

74

Manuel de la Cruz: «Ramón Meza», en su Cromitos cubanos. Est. Tip. La Lucha, La Habana, 1892, p. 62.

75

Ramón Meza: Últimas páginas, en su Novelas breves, ob. cit., p. 259.

76

Ob. cit., p. 260.

102

Ob. cit., p. 29.

77

Manuel de la Cruz: ob. cit., p. 62.

103

Ob. cit., p. 41.

78

Mijail Bajtín: Problemas literarios y estéticos. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1988, p. 563.

104

Ob. cit., p. 73.

105

Ob. cit., p. 28.

106

Ob. cit., p. 33.

107

José Lezama Lima: ob. cit. (1987), p. 226.

108

Ramón Meza: Mi tío el empleado, ob. cit., p. 39.

109

Mijail Bajtín: ob. cit., p. 566.

110

Ramón Meza: Mi tío el empleado, ob. cit., p. 41.

111

José Martí: «Mi tío el empleado. Novela de Ramón Meza», en Ramón Meza: ob. cit. (1977), p. 309.

112

Ob. cit., p. 41.

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Cirilo Villaverde: «Autobiografías», en Ana Cairo: Letras. Cultura en Cuba 4, ob. cit., p. 5.

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1868-1898

Mario Parajón: «El autor de Carmela y Mi tío el empleado», en Cuba en la UNESCO. La Habana, 2 (4): 31-39, diciembre, 1961. Ramón Meza: «El duelo de mi vecino», en su Novelas breves, ob. cit., p. 33.

81

Ernesto García Alzola: «Prólogo», en Novelas breves, ob. cit., p. 14.

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Ob. cit., p. 37.

83

Ob. cit., p. 51.

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Ob. cit., p. 165.

114

Ob. cit., p. 37.

115

Ob. cit., p. 166.

116

Ibíd.

135

Ob. cit., p. 112.

Ob. cit., p. 181.

136

Ob. cit. Ob. cit., p. 21.

117

Barthelemy con Viajes a Anacharsis; a Davy, Viajes a Saturno; a Cyrano de Bergerac, Viaje a la luna; a otros como Hans Pfacil, Swenberg, Fontanelle, Coffin-Kony […]».

Ob. cit., p. 189.

137

119

Ibíd.

138

120

José Lezama Lima: ob. cit. (1987), p. 126.

Martín Morúa Delgado: Sofía. «Prólogo» de Imeldo Álvarez. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972, p. 84.

121

José Martí, en ob. cit. (1977), p. 308.

139

122

Ob. cit., p. 174.

123

Ob. cit., p. 308.

Martín Morúa Delgado: La familia Unzúazu. Prólogo de Pedro Deschamps Chapeaux. Editorial Arte y Literatura, La Habana, p. 13.

140

124

Ob. cit., p. 303.

Ibíd.

141

Ob. cit., p. 113.

142

Nicolás Guillén: «Martín Morúa Delgado», en ob. cit (1975), p. 113.

143

Nicolás Heredia: Un hombre de negocios. La Nacional, Matanzas, 1883, p. 13 y 14.

144

Ob. cit., p. 14.

145

Ibíd.

146

Ob. cit., p. 16.

147

Ob. cit., p. 25.

148

Ob. cit., p. 60.

149

Ob. cit., p. 71.

150

Ob. cit., p. 33.

151

Ob. cit., p. 34.

152

Ob. cit., p. 35.

153

Ibíd.

154

Ob. cit., p. 57.

155

Ob. cit., p. 87.

156

Ob. cit., p. 187.

157

Ob. cit., p. 109.

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Roberto Friol: «La novela cubana en el siglo XIX», Unión, La Habana, 4 (4): 189, diciembre, 1968. Cintio Vitier: «Prólogo. Un cuento de Tristán de Jesús Medina», en Tristán de Jesús Medina: Mozart ensayando su Réquiem. Departamento Colección Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1968, p. III. Ob. cit., p. IX. Tristán de Jesús Medina: ob. cit., p. 5. Ob. cit., p. 8. Ob. cit., p. 9. Ob. cit., p. 29. Cintio Vitier: ed. cit., p. VIII. Ob. cit., p. 12. En el «Prólogo» a En busca del eslabón. Ciudad de La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1983, p. 8, Roberto Friol apunta: «En cuanto a los orígenes de la novela científica, Calcagno, sin restarle méritos a Julio Verne, niega que sea su inventor, para él es un innovador valioso y original. Tanto en la primera como en la segunda edición de su libro, Calcagno presenta una fiel nómina de autores anteriores a Verne. Cita a Voltaire con su Micromegas, a

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3.7 LA POESÍA 3.7.1 Los poetas de transición del período Durante el transcurso de la guerra mantenida a lo largo de una década contra España —no obstante el restablecimiento último que pareció significar el Zanjón—, se intensificó aceleradamente la radicalización ideológica del pensamiento cubano con respecto a su proyección previa a 1868, lo cual fue expresado, o al menos, reflejado, desde los primeros momentos de la contienda, por escritores e ideólogos incorporados a las filas mambisas. Como afirmó Martí, «otros fueron los tiempos de las vallas alzadas»,1 mas a partir de 1868 y durante el resto del siglo pasaría a ser «el tiempo de las vallas rotas».2 Y la poesía escrita en Cuba durante los últimos treinta años de dominio español constituye el reflejo de esa radicalización —a pesar de la fórmula autonomista— y del desgaste de las ataduras coloniales, representativas de una estructura económica agotada ante el avance impetuoso de la burguesía internacional en vísperas de su proyección imperialista, en la cual tendría un lugar tristemente privilegiado el escenario latinoamericano, habida cuenta de su subdesarrollo económico. Si una antología como la de Los poetas de la guerra, en la que se recogen algunos de los mejores o más populares poemas cubanos escritos entre 1868 y 1878, tipifica la manifestación lírica del independentismo político —encarnado en esos autores cuya condición primera es la de patriotas—, antes de terminar el siglo nuestros poetas reflejarían, de forma explícita o implíci-

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ta, optimistas o angustiados, la ruptura con la metrópoli española, o, mejor que esto, con el universo de valores que ella representaba en todos los órdenes (socio-económico, político, cultural, religioso, filosófico, moral…), ruptura que, sin desdeñar el testimonio revelador de los poetas de transición del período, tuvo en la literatura modernista su expresión cimera, pórtico de ingreso definitivo de nuestras letras en la historia literaria hispanoamericana y aun mundial. La intención de José Martí, responsable de la selección y el prólogo de Los poetas de la guerra, al reunir en fecha tan tardía (1893) poemas que ni por su factura ni por su fecha de composición constituían un hecho significativo, sin duda formó parte de su estrategia ideológica con vistas a la próxima contienda, a lo cual se adecuaba perfectamente el ardor bélico, la justa violencia, la confianza en las fuerzas cubanas, la memoria heroica, y la prevalencia del objetivo independentista y del amor patrio por encima de todo otro interés o afecto, presentes en el poemario. De ahí que su prólogo tenga un carácter de programa político que, en su valoración, se ajusta sin contradicciones a la renovación máxima modernista en pleno auge entonces. 3 Los poetas antologados: Antonio Hurtado del Valle, Miguel Gerónimo Gutiérrez, José Joaquín Palma, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Roa, Fernando Figueredo, Pedro Martínez Freyre, Sofía Estévez, Juan de Dios Coll y Francisco La Rúa, no poseían entre sí similares talentos líricos ni voluntad de estilo, innegables

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en Hurtado, Palma, Juan de D. Coll, más débiles en Gutiérrez, Sofía Estévez, La Rúa; 4 y los rasgos de sus composiciones recuerdan los caracteres de las improvisaciones populares (lenguaje sencillo con giros idiomáticos coloquiales), que en los mejores alcanza la frescura expresiva; así como denotan poca complejidad del pensamiento y marcado relieve emocional, en ocasiones de auténtica vena lírica dentro de la línea subjetivista. Los motivos temáticos principales del poemario son la idealización del ambiente doméstico familiar —asunto tan frecuentado por los nativistas y floreciente aún en nuestra poesía del segundo romanticismo—, naturalmente acrecida por la separación del hogar a causa de la guerra; las expresiones de amor, fundamentalmente filial, en el espíritu —no en el alcance— del poema dramático martiano Abdala; la lucha contra España y, gravitando sobre todos los versos, el amor a Cuba y la vocación del sacrifico patriótico. En cuanto a los rasgos generales de estilo, es insustituible, por lo precisa, la opinión de Martí al respecto, quien lo ubica dentro de la lírica epigonal del romanticismo tropicalista: moldes gastados por el uso, descuidos formales y un mimetismo expresivo las más de las veces, que constituye el mayor lastre para la percepción del pensamiento poético sí renovador, auténticamente cubano, trascendente; 5 de manera que algunas de estas composiciones pueden ser a la vez, como él señalara en aguda síntesis, «malas y sublimes».6 Las notas estilísticas más acertadas son la expresión emocional pudorosa —a la manera del segundo romanticismo—, despojada de inútil retórica —la que se aprecia, por ejemplo, en las estrofas a la madre de Luis Victoriano Betancourt—, y el humorismo criollo, agudo y donairoso, de intención política, que constituye la nota más alta de la selección, presente en los versos de Hurtado. Precisamente Martí, desde el centro de la modernidad, advirtió la esencia nueva que comportaron estos poemas compuestos al inicio del período finisecular, con la cual se integraron orgánicamente a su contexto contemporáneo, época de «renquiciamiento y remolde»,7 aunque

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hubiese que esperar el último lustro del siglo para dar cima a esta lírica patriótica, al encontrar la palabra nueva capaz de enaltecer la gesta independentista. Mientras tanto, apenas terminada la guerra, siete poetas jóvenes 8 se unieron bajo tres imperativos comunes: la amistad, el amor a Cuba y la inquietud creadora, y dieron a la luz Arpas amigas (1879), antología que anunciaba el naciente espíritu finisecular cubano, y en ello radica su máxima significación, independientemente de la calidad promedio de sus composiciones.9 Algunos de estos poetas, en la atmósfera de vencimiento dejada por el Zanjón entre muchos patriotas, reemprendieron el camino de la interiorización lírica y la inquietud angustiosa ante el enigma de la existencia humana, línea que tuvo una primera culminación en la década del sesenta con el «Nocturno» de Zenea; agudizada en este nuevo período no sólo por las desalentadoras circunstancias nacionales, sino también por el escepticismo que comportaba el racionalismo positivista, en su incapacidad para dar respuesta a todas las interrogantes del hombre, o para sustituir por otros los ídolos quebrados de la fe religiosa, la estabilidad económica, y los viejos cánones morales, cada vez más sujetos a una cosmovisión mercantilista. El estilo de los poemas con frecuencia continúa, con mayor o menor autenticidad, el acento zeneísta (Francisco Sellén, Esteban Borrero, entre los más originales), e inclusive se acerca en otros al primer romanticismo, línea desgastada en las literaturas hispánicas, no obstante seguir ganando adeptos investidos de las ideas «modernas», como es el caso sobresaliente de Varela Zequeira, cuya fe optimista en la inteligencia del ser humano, visto como hacedor triunfante de su destino, es lo más contrario al casalianismo que rige el otro polo del espíritu cubano en estos años. Esta especie lírica puede considerarse, dentro de las variantes románticas del momento, como continuación de aquellos cantos al progreso científico-técnico repetidos hasta el agotamiento en el período literario anterior. Lo más importante de esta antología es también el pensamiento poético, revelador de las

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corrientes filosóficas epocales,10 y su repercusión sobre un hablante lírico preferentemente subjetivista pero no sentimental, lo que le permite el distanciamiento reflexivo y el acceso a una mayor universalidad emotiva. Voz que se advierte, angustiada, en el siguiente soneto de Varona, en medio de un paisaje romántico: Prados floridos, lagos murmurantes, Abras profundas, hórrido torrente, La llanura sin límites, en frente, Negro y brumoso el mar en lo distante. Tiniebla y luz en sucesión constante, Ya tocando el zenit, ya en la pendiente, Un vértigo de imágenes la mente, Y vuela el tren flamígero adelante. Así en moción incontrastable vamos, Huyendo del dolor que nos espera, En busca del dolor que no encontramos. Y es el proceso de la vida entera Seguir, correr, volar… sin que sepamos Cuál será el fin de la fatal carrera. 11 O se exalta, jubilosa, en un poema como «Ultratumba», de Francisco Sellén, que parece responder a la interrogante de Varona con estas estrofas panteístas: Que la vida es el Fénix que renace De sus propias cenizas donde quiera Que la inerte materia se deshace, Sólo la forma de existir se altera. 12 En todos los poetas —como apunta Remos— 13 está el sentimiento del paisaje, la tendencia hacia lo pictórico y objetivo, la pulcritud estilística, la búsqueda de transparencia expresiva, profusión de imágenes, y una atmósfera de escepticismo y melancolía que no compromete, en algunos, la estimativa optimista de la realidad; además de influencias literarias comunes (Heine, Bécquer, Campoamor…). La muestra antologada no siempre dio la medida real de los autores. Varela Zequeira no pasaría de estas juveniles promesas de ingenio lírico; Varona, positivista convencido y no obstante peculiar, perfeccionó a lo largo de su vida su instrumental poético sin ahondar la emoción, y

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Borrero, «el espíritu más intenso y rico» 14 de este grupo generacional, en su obra lírica posterior saldó su deuda con el romanticismo, al imprimirle a sus versos «concentración, brillo y misterio. Anticipó el modernismo y vislumbró [en agónicas visiones] zonas de la poesía cubana actual». 15 La creación lírica de Esteban Borrero (18491906), obra de atmósfera, de presencia inmaterial al acecho que recorre toda su poesía hasta confundirse con el hombre en el acto revelador de su suicidio, denota que a pesar de sus intereses científicos, su voluntad ante los obstáculos y su integración plena al quehacer histórico de su generación,16 que lo distancia radicalmente de Casal, ambos tenían «la misma capacidad para el frío desconocido, para la sospecha trascendente».17 Sin embargo, otro sentimiento, índice de fortaleza espiritual, domina en sus Poesías (1878) y lo acerca a Martí: una profunda fraternidad humana, expresada literariamente en su ternura hacia los desvalidos, patente también en su cálida protección hacia Casal, el más indefenso de sus amigos, y en el ambiente cordial —en el más exacto sentido del término— que fomentó en su casa de Puentes Grandes, «centro del modernismo naciente», al decir de Vitier.18 En cuanto al resto de la obra lírica de Varona (1849-1938), que en cierta medida corresponde al siguiente siglo,19 conserva la tendencia a la reflexión filosófica observada en Arpas amigas, a menudo en sentencias cortas (pensamientos los llamó él), al estilo de Campoamor, suavizada por una tenue melancolía. Mas aquella zona de su lírica que posee mayor vigencia hoy es la de Paisajes cubanos, tomo del mismo año que Arpas… pero identificado por su carácter narrativo 20 y, sobre todo, por su temática social, de aliento patriótico y propósito crítico. Además de la importancia ideológica de esos poemas, 21 llega Varona en ocasiones a la expresión lírica conversacional dentro del celoso cuidado de la forma, y este acento —como señala Rocasolano— 22 es el que más se acerca al gusto y sensibilidad actuales. La leve huella que dejó el modernismo en sus versos —tributos ocasionales en lo temático y

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lexical, fina melancolía que impregna su obra, despojamiento progresivo del lenguaje, utilización de la prosa poética— 23 se explica a partir de su capacidad para lo pictórico-descriptivo, el reflejo en su obra del espíritu finisecular, la extensa cultura de Varona, así como su cultivo de la solidez y pulcritud formal que justifica el calificativo de clasicista tantas veces encontrable en la crítica a su obra. De todos los autores de Arpas… fue Francisco Sellén (1836-1907) el que mereció —quizás por haber estado en contacto mayor con él— un reconocimiento crítico más detenido por parte de Martí, quien admirara la corrección, elegancia, contención emotiva y fluidez rítmica de sus versos, sin duda alentado por el patriotismo de este escritor, rasgo dominante en su poemario de 1890 (Poesías). Su obra es tangente al modernismo en cuanto este tiene de asimilación de la mejor herencia romántica, y con relación a fuentes líricas compartidas, fundamentalmente Heine. Su lugar en la lírica hispanoamericana de estos años lo ganó, no obstante, como traductor de los románticos nórdicos,24 al igual que Antonio Sellén (1838-1889), quien sólo en este sentido alcanzó ocasionalmente el nivel lírico de su hermano. Un nutrido grupo de poetisas nacidas casi todas entre los años cuarenta y cincuenta 25 aparece entre estas figuras de transición, cuya obra oscila entre la corrección del romanticismo subjetivista y determinados elementos de modernidad, ya estilística, ya contextual, y de ellas es Mercedes Matamoros (1851-1906) quien merece, inobjetablemente, el estudio más detenido. Su obra lírica mayor se publicó entre 1880 y 1902, 26 fecha ésta en que aparecen sus dos poemarios principales: Sonetos y Mirtos de antaño, cuyas composiciones fueron probablemente escritas en la última década decimonónica. La crítica cubana a través de las diferentes épocas, la ha considerado alternativamente clasicista plena (Valdivia), indudable romántica (Chacón, Esténger), premodernista (Hortensia Pichardo) y aun modernista (F. García Marruz), y esto ocurre por las diversas líneas temático-estilísticas que se cruzan en su poesía, en la cual, si bien son frecuentes los rasgos de estilo y los temas

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de la literatura transicional del período, no faltan tampoco, ni carecen de relevancia, los motivos nativistas, patrióticos, 27 sociales y aun clásicos tratados a la manera modernista. Si en algunos poemas de Sensitivas (1892) 28 Mercedes Matamoros da muestras de hondura filosófica y se deja ganar por el desaliento y el cientificismo que había gravitado en Arpas amigas, en otros, los de acento más original de acuerdo con su obra de madurez, se aprecia un enérgico lirismo, y una expresión sencilla que comenzaba a ganar concentración, presente en estrofas como ésta: Si a la ley de atracción todo obedece, eterna ley de irresistible amor, ¿por qué todos los tristes de este mundo no vienen a buscar mi corazón? 29 y que —aún por excepción— arriba en los siguientes versos a una modernidad casi prevallejiana, en tanto atribulada, sintética y referente al destino terrible del hombre: De repente, a sus pies falta la tierra que se hunde con estrépito, y sus ojos se nublan, y entre vértigos horribles el viajero infeliz desciende al fondo. Cuantas veces al hombre, descuidado y en pensamientos plácidos absorto, se le acerca furtiva la desgracia y le pone la mano sobre el hombro. 30 En todos los temas que abordó, Mercedes Matamoros puso su acento inconfundible: femineidad, energía, exuberancia emotiva y una eticidad de origen patriótico-revolucionario que determina sus preferencias literarias 31 y permea inclusive sus versos descriptivos como éstos de «Cleopatra», soneto de irreprochable factura modernista: Del baño de alabastro, ante la clara linfa, que ondula fresca y bulliciosa, entre siervas, la infiel y voluptuosa reina, al nuevo deleite se prepara. El manto le desprenden y la tiara, y la de seda túnica lujosa,

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quedando al fin desnuda y tan hermosa, que la Venus de Milo la envidiara. La sierva entonces que en su torno gira al etíope le muestra allá en la entrada, guardián inmóvil que en silencio admira. mas ella le responde, indiferente— —No es un hombre el esclavo— y extasiada se abandona entre espumas blandamente. 32 Sensualidad, exotismo, fausto cortesano, materias suntuosas, regodeo esteticista, mas unido a ello la denuncia antiesclavista, tan efectiva en esta síntesis parabólica como en el discurso explícito de su famoso soneto «La muerte del esclavo». Aunque su obra había sido acogida siempre con entusiasmo por la crítica, la justa fama de su poesía se cimentó con sus veinte sonetos de «El último amor de Safo», publicados en El Fígaro en 1902 (el mismo año en que integraron su libro Sonetos), con los cuales la autora se consagró como poeta erótica original, ya que «no tienen de reminiscencia clásica más que el nombre». 33 La audacia que reveló en numerosas oportunidades de su vida 34 y de su obra le permitió encauzar en la maestría de estos sonetos al pensamiento femenino más desprejuiciado de la lírica hispanoamericana hasta entonces y, por ello, se convirtió en la iniciadora de aquella corriente erótica de la poesía surgida dentro de los límites modernistas y culminada posteriormente por Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarborou. Llama la atención el hecho de que el regodeo literario en las relaciones carnales sea prácticamente un tópico inexistente en la obra modernista de nuestros poetas 35 cuyo erotismo e incluso ocasional morbidez parte casi únicamente de la contemplación esteticista o del hablante lírico en soledad. Y tampoco es nota que se destaque en el resto de nuestra lírica finisecular masculina; habría que remontarse a las descripciones voluptuosas de Luaces en Cuba, poema mitológico —por coincidencia también de nomenclatura clásica— para observar semejante delectación carnal, pero no la violencia, la agresividad sexual de los sonetos de Mer-

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cedes Matamoros, delirio que linda en lo agónico como ocurre en «La Bestia»: 36 En lo más negro de aquel monte umbrío, nuestro lecho, Faón, no preparado, de mi pecho el volcán se ha desbordado de la fiebre fatal ya siento frío. No escuchas a lo lejos al sombrío, león, que con rugido apasionado responde a la leona, en el callado y hondo recinto de su amor bravío? Amémonos así. Ven y desprende de mi ajustada túnica los lazos, y ante mi seno tu pupila enciende Es el amor que humilla y que deprava No importa. Lleva a Safo entre tus brazos, donde loco el Placer la rinda esclava… 37 Si atrevido fue, para su época y su sexo, el pensamiento lírico de estas estrofas, éste se completa con la opinión de la autora con respecto al falso pudor femenino, vertida en carta a Manuel Serafín Pichardo: 38 Apruebo que por prudencia suprimiese la lectura de La bestia pero no he podido menos de sonreírme con usted ante el temor de alarmar a las señoras; yo, que por mi sexo, tengo más intimidades que U. con el mundo femenino, sé que ese mundo ha cambiado mucho en Cuba, y que en las habitaciones de jovencitas muy atildadas de dieciocho o veinte años, se ven por todos lados novelas de Bourget, Zola y Paul de Kock, sin que los papás se preocupen en lo más mínimo […] El realismo se impone y en los más circunspectos la alarma es sólo aparente, y aunque la mujer permanezca fiel a la consigna de hipocresía que el hombre le ha impuesto, acude siempre a leer en secreto lo prohibido. Yo me he lanzado a escribir cada día con mayor libertad porque creo como Milton, que lo impúdico es el pudor, mezcla de hipocresía y malicia, pues hace recordar lo que artificiosamente procura encubrir, mejor dicho, el pudor no existe […] 39

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Por ello se ha dicho que «el feminismo hispanoamericano tiene que reconocer a Mercedes Matamoros ese gesto de rebeldía que se llama “La bestia”,40 composición en la cual —con tal audacia— la poeta defendía el derecho de la mujer a la sexualidad, asunto que comenzaba a ser tópico del pensamiento contemporáneo 41 y que había estado latente, como apunta Rama, en la sostenida atracción modernista por las «pecadoras». A propósito de la significación artística de «El último amor de Safo», afirmó Muñoz Bustamante: […] Cayó como una bomba en nuestro medio literario. La poesía mediocre que veníamos padeciendo sufrió un golpe de muerte con aquellos endecasílabos robustos y sedosos, cuyo nervio castellano vibraba enérgicamente. La nueva obra entrañaba algo más que forma impecable […]: sentimiento, ideas, fondo profundo […] Nuestra crítica, que posee una sonda muy corta, no se atrevió a medir la profundidad de aquel océano de pensamiento.42 Más que deuda con la obra casaliana —relación limitada a contactos aislados— 43 está presente en la poesía de Mercedes Matamoros el espíritu pesimista de fin de siglo, la melancolía, y del estilo modernista posee cierta inclinación hacia los motivos paganos, el culto de la forma, el sensualismo y la exquisitez expresiva de sus mejores composiciones; 44 de modo que, habida cuenta de los rasgos ideotemáticos y estructurantes de su poesía, si bien persistió en ella una fuerte voz romántica, no se le puede negar su lugar en la vanguardia lírica del período, de la misma manera que, por sus ideas y proyección social y política, se colocó a la vanguardia del pensamiento contemporáneo. De las restantes poetisas aludidas, entre las que deben mencionarse Sofía Estévez, Rosa Krüger, Lola Rodríguez de Tió, 45 Aurelia Castillo de González y Nieves Xenes, sólo las tres últimas presentan suficientes elementos de interés en el desarrollo de su obra poética en tan-

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to señales de la inquietud creadora del período o del pensamiento patriótico independentista. La propia medianía lírica de Nieves Xenes (1859-1915) posibilita que en sus versos se transparente el cambio de signo estilístico que tenía lugar en aquellos años, unas veces apegada a la brasa romántica sin descuidar el equilibro expresivo, bajo la impronta de Bécquer, otras, las más valiosas, abocada a la sensorialidad modernista, sobre todo en sus últimos poemas que evidenciaron el arribo de una madurez de estilo que se quedó en promesas.46 Los temas más frecuentados por la autora —y en esto hay bastante unidad entre las poetisas cubanas de entonces, independientemente de su rango literario— son el amor y la patria, asimismo son numerosos sus cantos a la naturaleza, línea en la que logró autenticidad. Precisamente una de estas composiciones, su soneto «Julio», es uno de los momentos excepcionales de su poesía, pues refleja la herencia del modernismo, pero ya no exótico, sino ahincado en lo caribeño, asimilado en la percepción cromática, sensorial, del paisaje, intencionalmente artística y figurativa. 47 Hay una distancia irreversible entre esta poesía descriptiva y, por ejemplo, la poesía sobre el tema escrita hasta 1868: unas veces superficial, colorista; otras humanizada, compuesto híbrido naturaleza-hombre que comparte energías y sentimientos. Aquí no hay otro sujeto lírico que el paisaje, la poeta no habla de sí, sólo canta al estremecimiento de los sentidos ante el esplendor veraniego. Aquella acometividad erótica que culminaría en la obra de Mercedes Matamoros como reflejo de una moral diferente nacida bajo la advocación científica y realista de los nuevos tiempos, asoma tímida, pero certera, en las estrofas de esta escritora que se autodefine líricamente como un alma apasionada / por el ansia de goce enardecida, y compone los intensos versos de «Una confesión» —su poema más antologado— o de «Retrato», de 1896, en el que hay un más paladeado detenimiento en la figura masculina, placer gustado en la evocación del «bigote de ébano» sobre la boca entreabierta, de la barba como «jirón de noche» en la blancura de la piel. El implícito ataque al falso pudor fe-

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menino que se halla en estos poemas, adquiere acento de sarcasmo en «Vespertina», permeado del escepticismo y del impulso hacia la secularización —aun prostitución— de lo religioso, elemento que se define en nuestra poesía con el modernismo y que aquí se concreta en esos monjes tenebrosos y salaces: Del convento de muros agrietados, en las torres aisladas y sombrías canta el viento medrosas elegías de la tarde a los rayos apagados. Y en sus negros ropajes embozados, por las anchas y oscuras galerías, discurren tras las férreas celosías los monjes, como cuervos enjaulados. Conformes con la paz de su existencia, soñando con las dichas celestiales en ascético y dulce devaneo, o, en turbación profunda la conciencia, pensando en los deleites terrenales con la fiebre abrasante del deseo. 48 Lamentablemente, la autora no alcanzó por lo regular este nivel lírico ni persistió en su vocación literaria. Lola Rodríguez de Tió (1863-1924), por su parte, será recordada siempre como la autora de aquella emotiva manifestación de hermandad entre dos naciones —Cuba y Puerto Rico son / De un pájaro las dos alas / Reciben flores o balas / Sobre el mismo corazón…—, incorporada definitivamente a nuestra tradición oral patriótica. Mas, llegados al punto de analizar la importancia de su obra en el contexto de la época, junto a una profunda cubanía de temas, sentimientos, escenarios, se advierte que no existe en aquélla justificación estilística para el desmesurado elogio de Valdivia cuando la llamó en 1893 «primera poetisa de la América Española». 49 Su obra se ubica a plenitud dentro de lo romántico con marcados ribetes clasicistas, y a estos últimos corresponde la corrección y mesura de la expresión así como esa armónica relación que se da entre el hablante lírico de sus versos y el universo circundante, armonía más significativa en ca-

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sos como el de ella, quien vivió en rebeldía contra el gobierno español y sufrió en el seno familiar la gravedad de las circunstancias históricas nacionales. 50 La obra de Aurelia Castillo (1842-1920) se hombreó, en justicia, con la de Lola Rodríguez de Tió en emoción patriótica y cubanía, 51 pero le es superior en varios aspectos. De las escritoras de estos años fue ella la de más sólida cultura, y esto, favorecido por su longevidad y talento literario, le permitió crear una extensa obra tanto lírica como en prosa, admirable por su esmero formal y el dominio de la potencialidad rítmica del idioma. Aunque estuvo siempre al tanto del desarrollo de nuestra poesía,52 la suya es la menos «contagiada» del «mal del siglo», lo que se aprecia, por ejemplo, en su hermoso soneto «La duda» (1877), que se inserta en el contexto espiritual del período como rechazo o contrapartida del escepticismo. En tono y estilo su obra es la más «académica», sin que ello indique carencia de donaire criollo ni frialdad expresiva, sino que comprende esa armonía y equilibrio con que deja traslucir sentimientos, emociones, ideas. En cambio, en lo contextual sí se corresponde con el horizonte del momento: vocación cientificista, defensa de los derechos de la mujer a la instrucción como garantía de la virtud femenina y la estabilidad familiar, y, sobre todo, su elevado patriotismo, imagen de la biografía de la autora. 53 Los pilares del universo lírico —y vital— de Aurelia Castillo son el estudio, la ciencia, el progreso, el orden, el esfuerzo, la sencillez, el decoro, la fraternidad humana, la libertad, el hogar, la patria, y este código coherente de valores, a salvo, al parecer, de los altibajos de su vida íntima, se expresa de mano maestra en sus Fábulas (1879), consideradas justamente entre las mejores del idioma. 54 Por el contrario, no alcanzó genuino lirismo sino excepcionalmente, como ocurre en su famoso poema «Expulsada», muestra de una fuerte proyección subjetiva y desolación extrañas al grueso de sus composiciones, pero auténticas: Te fuiste para siempre, quedé en el mundo sola. Mis lágrimas corrieron un año y otro año…

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Gritáronme de arriba: «Anda» y estuve errante, y al fin me vi de nuevo en nuestro hogar de [antaño. Tu espíritu amoroso flotaba en todas partes. Cantaba con las aves, perfumaba en las flores, con el véspero triste me enviaba tu sudario y envuelta en él soñaba nuestros dulces amores. [……………………………………………] Y cuando reposaba tranquila en aquel sueño, en nuestro umbral sagrado oí la voz infanda. Tocaron en mi cuerpo las manos criminales y el rencoroso arcángel gritó de nuevo: Anda.55 Aquella falta de vuelo lírico, a menudo agravada por lugares comunes de la poesía romántica, no impidió en la autora la expresión del placer estético en ocasiones intenso, evidenciado en su entusiasmo por Nieve,56 el poemario —como es sabido— más parnasiano de Casal, y principalmente por aquellos versos del mismo en los cuales, según sus palabras, no hay «ni asomos del mal de época», 57 es decir, en los que prevalece la objetividad pictórica casaliana sobre su agónico subjetivismo. El propio Casal admiró la obra de la poetisa, a cuyo poema «Pompeya» (1891) dedicó dos comentarios críticos elogiosos en relación con su plasticidad descriptiva, la sensible aprehensión de la belleza clásica y la elección del escenario que debió ser muy del gusto del poeta, en su conjunción petrificada de fatalidad y arte. Dos figuras aún enriquecen —con aportes incomparables entre sí— este grupo de poetas de transición: Esther Lucila Vázquez (187-?1906) y Tristán de Jesús Medina (1833-1886); la primera, perteneciente a la última generación de poetas que alcanzaron la madurez lírica antes de terminar el siglo (Juana Borrero, los hermanos Uhrbach,…) y se inscribieron en el estilo modernista. Sin embargo no es éste el caso de Esther L. Vázquez, cuya breve obra publicada 58 no rebasa en aliento ni en formas el intimismo romántico, a pesar de cierta aristocracia expresiva que se confunde con lo exquisito femenino, la nota más característica de su estilo. Ese «parnasianismo peculiar» que le señalara

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Rocasolano en su citado libro Poetisas cubanas (1985), probablemente referido a su discreta insistencia en la descripción objetiva y a incorporaciones oportunas de materiales suntuosos, parece ser el resultado de su lectura preferente de Los trofeos —del cubano-francés Heredia—, cuyas composiciones tradujo a menudo 59 con más gracia que fidelidad según opinión de Cintio Vitier. 60 No obstante, su poema «Vespertino» indica —al parecer por excepción— una capacidad atendible, acorde al contexto lírico contemporáneo, para captar el detalle ambiental y cromático que convierte en paisaje-horario la descripción estática de la naturaleza. En cuanto a la obra poética de Medina, apenas estudiada —o conocida— por la crítica, debe dársele la palabra a Lezama quien señalara en él una vocación oscura, precursora de las interrogantes finiseculares, alentado quizás por sus profundas inquisiciones religiosas. «Lo que hay en él [advierte] de maldito, de oculto y secreto, de huidizo, son signos de enriquecimiento de nuestra sensibilidad. Con él aparecen esas personalidades ocultas, resguardadas, que se escapan de la tónica de su momento […]». 61 Opinión que apunta al centro enigmático de los siguientes versos y lo ilumina: Desde entonces no es lo que me exalta, en todo amor, la claridad que vierte, y sí la presentida que le falta. Y sólo a medias puedo ya quererte vida incompleta sin tu luz más alta, la fulgurante noche de la muerte. Lamentablemente Lezama no marcó la fecha de los poemas incluidos en su antología, lo que hubiese permitido una mayor visión de este anticipo, y el resto de la muestra se inclina más hacia lo melancólico y afectivo, aunque casi todas las composiciones poseen una delicadeza que puede llegar a lo femenil. Pero sí tenemos un elemento cierto que inserta a Tristán de Jesús Medina en el horizonte modernista; un fragmento en prosa de incontestable calidad poética tomando en cuenta su cromatismo, capacidad pictórica, intenso placer estético en la percepción

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del paisaje cubano y una estructura poemática lograda en el ritmo de reforzamiento de los períodos sintácticos, en las imágenes hiperbólicas que se suceden ininterrumpidamente: Aquellos montes tan altos, tan verdes, tan redondos, tan ondulantes, cuyos espesísimos follajes, agitados siempre por el aliento de los mares, bajan más bien que suben rendidos por el peso de los frutos, semejando cataratas de néctar entre globos de esmeraldas; aquellos árboles gigantescos, con más flores que hojas, y más frutos que flores, y más pájaros que frutos, que la admiración contempla como personajes fantásticos de una leyenda mágica, que empiezan en árbol y terminan en ave de cien alas y todas iguales, tan simétricas, tan repetidas, dibujándose sobre todos los horizontes, sobre todos los fondos de cielo, de agua y de verdura, subiendo a todas las cumbres, llenando todos los valles, sombreando todas las orillas, dejando saborear, con la dulce melancolía que inspiran los templos y los alcázares arruinados la posibilidad y afecto de una arquitectura ciclópea […] y aquel rumor, aquella sinfonía interminable que empezó el día de la creación, música grave y severa en el mar, en el río, en el interior de la tierra, que palpita más risueña en la frondosidad de los bosques, más suave entre los tallos de los cañaverales, más jubilosa en las cumbres acariciadas por el viento […]; aquella vida que empieza en tan escasa porción de tierra y llena todos los cielos; todo allí está cantando: ¡Libertad! ¡libertad! ¡libertad! 62 Este fragmento de Medina,63 dentro de nuestra literatura modernista, amén de los rasgos que la distinguen como tal, se acerca a la palabra poética de Martí en ese trasvasamiento de la historia en la naturaleza —de linaje romántico—, en esos árboles que crecen en ave de cien alas. No puede obviarse el criterio de Cintio Vitier —que vendría a confirmar la observación anterior— con respecto a la afinidad estética y formal entre Amistad funesta y Mozart ensayando

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su Requiem, ambas narraciones poseedoras de semejante «forma de narrar, refinamiento metafórico y simbólico, impulso poemático dominante»; 64 elementos que, por otra parte, confirman su señalamiento en relación con la confluencia en Medina del modernismo literario y el modernismo religioso, fenómenos que los historiadores han mantenido ajenos, sin validar el peso de un trasfondo socio-económico, político y cultural compartido por ambos aunque conservasen su especificidad como manifestaciones de diversas esferas de la superestructura. El análisis de estas figuras de transición muestra que la definición modernista de nuestra poesía no fue el magnífico fruto aislado de un pequeño grupo de poetas, sino la cima dada en ellos de una acumulación de registros, un consenso en la percepción de la belleza sensible, en el respeto —o culto— del objeto estético y de la poesía concebida como tal; una apertura concurrente hacia el arte y la literatura europeos en medio de la cual se revalidaba la cultura grecolatina como expresión modélica de lo humano; una tendencia hacia el desbrozamiento de la retórica romántica, que en los poetas de menor despegue lírico significó un regreso a ciertos rasgos neoclásicos, y en otros —los que en el orden nacional podrían llamarse precursores (o avisados, en cuanto esta palabra posee de conocimiento secreto, inclusive de necesidad)— significó una concentración de lo lírico, un adentramiento en lo subjetivo que desnudó la emoción y profundizó el pensamiento poético de estos años. 3.7.2 El modernismo. Caracteres, polémicas, aportes Parece ya una perogrullada tomar parte en la vieja polémica de la historiografía literaria para afirmar, en la determinación de su alcance, que el modernismo hispanoamericano no fue sólo un estilo esencialmente poético,65 ni siquiera un estilo específico, sino mucho más que eso, una renovación literaria de la América Hispánica, advertida por primera vez en 1882 en el Ismaelillo, de José Martí, y en breves años extendida a las letras españolas; fenómeno que in-

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teresó todas las manifestaciones, aun la oratoria, alcanzó su plenitud entre 1888 y 1910 aproximadamente y cuyo rasgo diferenciador en relación con las anteriores épocas artísticas fue la pluralidad de estilos que abarcó, evidenciada no sólo de un autor a otro, sino dentro de las diferentes fases estilísticas de un mismo autor, que se identificaban por una serie de rasgos morfotemáticos y una voluntad suprema de cambio, reveladora de la inconformidad de los escritores latinoamericanos con su presente histórico: el de las sociedades marginadas del desarrollo económico en medio de un mundo capitalista signado por el mercantilismo, el racionalismo y la difusión de la cultura universal. Sin embargo, si se busca la concreción de estos aspectos de máxima generalidad en la caracterización de los modernismos nacionales, en este caso del modernismo cubano, sólo están aclarados los elementos polares o extremos, es decir, José Martí y Julián del Casal, por su propia excepcionalidad culminante, y no ocurre así con el resto de las figuras de nuestro modernismo, con respecto a las cuales no hay total consenso entre los estudiosos, al punto que, por un cotejo estricto de las opiniones críticas, pareciera que tras los dos magníficos iniciadores no hubiera habido en Cuba una resolución modernista, sino sólo tangencias, ensayos esporádicos, gravados nuestros escritores por una herencia romántica demasiado fuerte que les impidiera dar el salto hacia la modernidad. El asunto no se define, antes bien, se complica, si buscamos la dilucidación entre los contemporáneos del modernismo, o sea, las generaciones de escritores que se desarrollaron en Cuba entre las dos décadas finales del XIX y las dos primeras del presente siglo. No hubo entre ellos, de manera general —salvo el criterio excepcional, visionario, de Martí—, comprensión objetiva de las múltiples manifestaciones del modernismo, ni de su evolución en el contexto latinoamericano, de manera que algunos, encandilados por la novedad, ensancharon los límites del movimiento hasta inscribir en él, por ejemplo, a todos los poetas jóvenes relacionados con Casal y la redacción de La Habana Elegante; 66

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mientras que otros, en el extremo opuesto, ignoraron la suprema renovación martiana proclamando a Casal oficiante solitario, y aún pusieron en duda la condición modernista permanente de Rubén Darío, confundidos por el hablante lírico de Cantos de vida y esperanza. 67 Unos y otros partían de una noción del modernismo limitada al renuevo de la forma; ritmos y metros desusados, oropeles y enriquecimiento lexical, audacias tropológicas, exotismos, ruptura con la tradición lírica hispánica, francofilia…; rasgos que constituyeron en cierta medida la pirotecnia modernista, lo más externo y «excéntrico», aunque en esencia nacían de la misma necesidad profunda de cambio que aquellos caracteres ideotemáticos, trascendentes en tanto indicadores de una nueva cosmovisión, que apenas fueron advertidos por algunos en un primer acercamiento crítico, aunque estuvieron presentes desde las manifestaciones iniciales del movimiento. Concepción superficial que, aunque parece hoy asunto terminado, llegó a ser uno de los aspectos más debatidos con relación al tema.68 De tal modo, para alcanzar una comprensión más precisa del período modernista cubano, es necesario tratar de definir en cuáles maneras se manifestó en nuestro país la modernidad durante las décadas señaladas, en adecuación de aquellos mencionados rasgos generales que permitan insertar la literatura cubana de esos años en el panorama de las restantes literaturas hispánicas y confirmar así desde nuestras letras uno de los rasgos más singulares del fenómeno modernista: su carácter supranacional, hispanoamericano. Aunque de forma general se señalan dos fases del modernismo en estrecha correspondencia con las variaciones ideotemáticas que presenta la obra de Darío, en Cuba existió entonces un condicionamiento más sólido para tal partición: en lo histórico, el paso del status de colonia española al de república dependiente en la que se frustraron todos los sueños y sacrificios patrióticos de treinta años de lucha independentista; estructuras socio-económicas diversas que debieron proyectar en las obras una cosmovisión asimismo diversa: más agónica e

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inquisitoria, más incisiva y violenta en su afán de absolutos, en las obras modernistas previas a la guerra del noventa y cinco; en tanto la segunda fase conforma una voz lírica de mayor coherencia en su unanimidad, voz más elaborada y elegante, de evidente serenamiento objetivizador, sin perder la ingénita melancolía de los escritores anteriores ni acceder a una relación armónica entre el ego poético y su entorno real. En cuanto a las razones intraliterarias, hay un corte profundo en los años noventa —precisamente cuando el modernismo entraba en su plenitud en el continente— provocado por la muerte de sus máximas figuras, y también la de sus más certeras promesas: Juana Borrero y Carlos Pío Uhrbach; para quedar apenas dos del grupo de autores modernistas de cierto relieve en estos años —Federico Uhrbach y Bonifacio Byrne—, estremecidos o conminados por la guerra hispano-cubana-norteamericana. De manera que la manifestación cubana de la modernidad durante las últimas décadas decimonónicas, tuvo un condicionamiento histórico excepcional dentro del continente, que alentó ese subjetivismo lírico tan exacerbado en aquellos autores y explica la insistente nota patriótica que ofrece la poesía del período, así como (vinculada íntimamente a ello) la influencia más débil, con respecto al resto de la lírica hispanoamericana, que ejercieron sobre tales poetas las tendencias líricas francesas de la segunda mitad del siglo (salvo el caso de Casal que merecerá un estudio aparte). Singularidad que viene confirmada por Ángel Rama cuando advierte que la amplitud y profundidad de la revolución modernista en los diferentes países de América Latina están en relación directa con el avance del capitalismo y su capacidad para romper las estructuras tradicionales de cada uno de ellos […] Donde ese liberalismo se impone, se intensifica el modernismo, donde aquel zozobra, el modernismo tiene menor vigencia […] aunque compensa su alejamiento del modelo europeo con un intento tímido de nacionalización. 69

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Por otra parte es necesario recordar que si por los años sesenta y setenta las letras hispanoamericanas —y dentro de ellas la poesía, objeto específico de estas páginas— estaban, como apuntara Raimundo Lazo, en una fase de agotamiento del romanticismo dentro de la línea zorrillista, en Cuba había culminado al inicio de los sesenta una lírica romántica intimista, de signo becqueriano y huellas del romanticismo nórdico en la obra cimera de Juan Clemente Zenea, que por su esmero formal y contención expresiva fue decodificada por la crítica finisecular en términos de renovación o «reacción del buen gusto». Aun entonces se dieron como notas descollantes, aunque aisladas, aquella objetividad descriptiva, esa pulcritud e inclinación hedonista hacia la belleza clásica que se identifica en la obra de Luaces como elementos preparnasianos. De modo que, al finalizar la guerra en 1878, se observó en algunos poetas jóvenes, fundamentalmente de transición, una continuidad aquiescente del zeneísmo, ajustable a las lecturas favoritas en estos años —Heine en primerísimo lugar—, lo que ha sido percibido por una parte de la crítica como estancamiento y no como continuidad y confluencia. Es oportuno aludir, en relación con esto, al lugar que ocupó Luaces entre los autores preferidos de Casal, dato revelador de afinidades de este autor que, de otro modo, pudieran parecer elementos desarraigados de nuestra tradición literaria, como exclusiva importación galicista. Algo semejante podría afirmarse con respecto a los rasgos del decadentismo literario francés, avistados ya en algunas figuras de transición y relevantes en determinados poemarios modernistas. El escepticismo, la inclinación por lo tenebroso, el desasimiento progresivo del hombre con relación a la totalidad de sus ídolos y sus ilusiones, rasgos puestos de moda por los franceses de fin de siglo, encontraron en Cuba una profunda justificación histórica en la atmósfera de desengaño y abatimiento que reinaba en Cuba entre los patriotas tras el convenio del Zanjón, y ello explica el arraigo de aquellos caracteres en el pensamiento poético del período, inclusive en los menos modernistas. Como afirma F. Pérus:

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Influencias las hay, que incluso pueden presentarse como decisivas en la transformación de tal o cual corriente literaria […] sin embargo, es un error pensar que tales influencias poseen una eficacia suficiente como para generar momentos superestructurales realmente desconectados de su base y sólo explicables en virtud de una influencia «externa». Lo pertinente es más bien partir de la hipótesis de que esas influencias se realizan en función de ciertas necesidades funcionales de la propia sociedad «receptora», aunque, una vez presentes, no dejen de imprimir ciertas modalidades específicas a la forma de manifestarse de aquellas necesidades.70 La relación del modernismo con respecto a la herencia romántica —muy evidente en la literatura cubana por las razones aducidas—, se debe definir en términos de concentración y de voluntad de modernización estilística. Concentración de: el deseo de evasión, la atracción por lo desconocido y terrible, la rebeldía contra los dogmas, la conciencia crítica, todos estos elementos propios del romanticismo. El poeta modernista («¿Quién que es no es romántico?», escribió Darío), es medularmente subjetivo, pesimista, testimoniante adverso de la sociedad burguesa en la que encuentra, sin embargo, sus causas, sus estímulos creativos, y por ello es, en esencia, un romántico pero en un grado más profundo, despojado ya de aquellos ídolos que el romanticismo había conservado como refugio. En cuanto a la voluntad de estilo, que se traduce en esa «orfebrería» del verso que fuera rasgo de mayor relevancia en los parnasianos, no constituye en nuestra poesía finisecular carácter de superior jerarquía sino en la obra de Martí y Casal, así como en la obra de madurez de Federico Uhrbach, posterior a 1900, aunque en los restantes poetas del primer período modernista aquella se observa a través de la elegancia expresiva, la pulcritud de la forma, el regodeo sensorial en la descripción pictórica de paisajes, figuras, objetos. No tiene lugar en la poesía modernista una prevalencia de lo parnasiano, lo simbolista, o lo

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romántico, sino una acumulación de las diversas tendencias conformantes sin convertir el verso en cómodo saco de turco, sino imprimiéndole a elementos originalmente ajenos y aun antagónicos, una armonía que presupone elección, síntesis, y se convierte por tanto en nueva percepción de lo real, a la vez análoga y dialéctica en relación con sus conformantes, lo que se observa, por ejemplo, en la particularidad modernista que sitúa «al yo poético [lo romántico] en la base de la belleza de la imagen [lo parnasiano impersonal]»,71 procedimiento constante en la tropología casaliana y, en medida menor, de los restantes poetas cubanos representativos. Algo similar podría añadirse de la relación realismo-naturalismo-modernismo lírico, ya originariamente tangenciales a través de la poesía decadente y simbolista, y afines en ciertos aspectos (predilección por lo patológico y los tabúes, importancia del sexo, escepticismo, desprecio de los valores burgueses), en tanto manifestaciones de la crisis del pensamiento moderno ante el avance capitalista. 72 Motivo de extensas polémicas ha sido también la determinación de la cuantía de lo tradicional español dentro de la renovación hispanoamericana, herencia en la que deben separarse los elementos lexicales y métrico-rítmicos —inherentes o incorporados a la potencialidad expresiva de la lengua y por ello común a todos los hablantes—, de aquellos específicamente literarios, como los relativos al nivel ideotemático y tropológico, rechazados por el modernismo en su primera fase y más tarde enriquecidos por las interinfluencias entre poetas de ambos hemisferios, fundamentalmente a través de la obra de Darío. En relación con el primer tipo de elementos, nuestros modernistas del XIX fueron probablemente de los menos radicales, por cuanto ni siquiera Casal o Martí llevaron a cabo una ruptura formal con la tradición lírica española, sino un ennoblecimiento y resurrección de formas desgastadas por una retórica huera, u olvidadas en la sombra en que las sepultaron los clásicos de los Siglos de Oro. Lo cual no significa que no hayan incorporado a su obra y, a través de ella, a la lírica hispanoamericana, voces y estruc-

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turas métrico-rítmicas ensayadas en otras lenguas, que significaron aportes incontestables al modernismo. Lo más trascendente de esta praxis renovadora de la expresión poética, sin embargo, fue la apertura hacia una nueva percepción sinestésica de lo real, reflejo de una sensiblidad más compleja, ya advertida en el Ismaelillo, desconocida por la tradición hispánica, y que incorporó lo asociativo-vivencial del poeta, de índole esencialmente subjetiva, al fundamento conceptual de la imagen literaria, garantía de una permanente originalidad. Como parte del tema de las interinfluencias de autores españoles e hispanoamericanos se ha podido explicar la identidad entre modernismo y generación del 98, expresiones literarias consideradas antagónicas mientras se tuvo por válida con respecto a la primera aquella concepción empobrecedora y superficial antes comentada. De manera que aquellos rasgos del noventayochismo que rebasaban los límites estrechos del concepto, se consideraban signos antitéticos probatorios. Sólo la comprensión profunda del modernismo desde su causalidad socio-económica, alumbró dicha identidad determinada, en última instancia, por la incorporación de España al mundo subdesarrollado a partir de la pérdida en 1898 de su condición de metrópoli colonizadora.73 El tópico de estos cruzamientos literarios, sin embargo, no está agotado, sobre todo en lo concerniente a nuestros poetas modernistas de la presente centuria, aspecto que de profundizarse permitiría quizás inscribir a algunos de estos autores en una modernidad lírica más enriquecedora y universal de lo que se ha considerado hasta hoy. Aunque ya no se discute la condición de Martí y Casal como iniciadores de la renovación —ambos tenidos durante largo tiempo como precursores, junto a Gutiérrez Nájera y José Asunción Silva— sí se señala hoy en nuestra literatura un grupo breve de poetas que contribuyó a desbrozar la lírica latinoamericana de los excesos románticos y, en algunos rasgos, precedió al movimiento. Los ejemplos más significativos son José J. Palma y Diego Vicente Tejera,

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quienes a través de sus viajes emprendidos por razones políticas, fueron ampliamente conocidos por sus contemporáneos latinoamericanos y en particular por Rubén Darío, en relación con cuya poesía Augier ha demostrado el alto nivel que alcanzó en aquella la influencia literaria de ambos escritores. El propio Varona consideró a Tejera entre los poetas representativos de la «nueva era» lírica, guiado por el alcance que tuvo en la poesía de la América Hispana la introducción que él hiciera de la balada y el lied —formas asimiladas por el autor de los románticos alemanes—, así como cierta calidad «aérea» de sus versos, calificativo con que Pedro Henríquez Ureña 74 identificó la ingravidez rítmica de algunos poemas de Tejera. En cuanto a Palma, su rol con respecto al surgimiento del modernismo se explica implícitamente por el continuo homenaje que «desde Darío hasta Martí» 75 le rindieran los representantes del movimiento, advertidos por su elegancia expresiva a pesar de su estilo romántico a lo Zorrilla. Otras voces renovadoras precedieron al modernismo e influyeron en diversa medida en sus autores, pero sobre los poetas cubanos de fin de siglo gravitaron principalmente las influencias de Heine —la más generalizada en el período, aún entre los no modernistas—, Poe —fundamentalmente a través de Baudelaire y los simbolistas—, Whitman y Wilde —que estimularon la renovación martiana—, Bécquer y Zenea —sobre todo en lo que éstos asimilaron del romanticismo germánico— y aún Luaces, nota aislada de nuestra tradición lírica —como antes se apuntó— entre las preferencias literarias de Casal. Juan Ramón Jiménez definió el modernismo como «un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza», 76 lo que sitúa el tema en el centro del debate con relación al esteticismo de esta poesía. El culto de lo bello, como última finalidad aparente del arte modernista, determinó su condenación por aquellos que consideraban básica la función social e ideologizadora del arte. Mas la crítica actual ha develado el impulso ético —consciente o inconsciente en los diferentes autores— que alentó esa actitud ante la poesía, en íntima correspondencia con su contexto cultural e histórico, o sea, la

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poesía como rechazo del mercantilismo y utilitarismo crecientes en la sociedad burguesa, el amor a la belleza en sí, como expresión de un neoespiritualismo contrapuesto a las ideas positivistas entonces triunfantes. Crear algo bello [apunta R. Gullón] es contribuir al enriquecimiento del alma colectiva, y estimular una cadena de sensaciones y sentimientos que favorecerán (aún cuando en proceso lentísimo, incierto y de complicadas circunvoluciones) la eliminación de situaciones injustas. 77 Y añade: La sola presentación de la belleza puede ser un acto subversivo […] crear la imagen de un universo armónico es levantar acta de acusación contra los responsables de la desarmonía vigente. 78 Fusión de ética y estética muy evidente en la obra martiana; oculta en la de Casal por su sensibilidad agónica. En verdad el esteticismo modernista es un signo polisémico y, por ende, uno de los aspectos más importantes en todo análisis sobre el tema, determinado por la proyección social del artista (como ya se indicó), pero también por su afán de trascendencia, su necesidad de afirmación y su papel en la vanguardia artística del mundo contemporáneo. Con respecto a la correspondencia esteticismo-trascendentalidad, debe tomarse en cuenta el valor que dieron los modernistas al objeto artístico, que para algunos —Casal en nuestro medio— constituyó el máximo refugio y la vía principal de conocimiento e interpretación de lo universal. 79 Justamente José Martí, en quien no podría sospecharse simpatía por una teorización artepurista, confirmó el sentido trascendente de tal actitud, al citar a O. Wilde: «La devoción a la belleza y a la creación de cosas bellas es la mejor de todas las civilizaciones […] La belleza es la única cosa que el tiempo no acaba.» 80 Con respecto a la necesidad de afirmación, al crear en su obra un universo estético, el poeta

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ejerce la primera función divina: la del Génesis, y con ello trasciende sus límites a la vez que se afirma en un mundo que le pertenece como creador. De ahí la irrealidad y el exotismo un tanto ecléctico que abunda en los paisajes modernistas, como los de Casal; de ahí también ese «abarrotamiento» de objetos, observado en los textos líricos, convincente en la medida de la capacidad sensorial del autor. No debe perderse de vista que el contexto histórico cultural de finales de siglo y de las primeras décadas del XX es el del apogeo capitalista y también el del art nouveau, estilo que invadió aun el campo de las artes aplicadas y por tanto el de la intimidad hogareña e individual. Y precisamente la suntuosidad de esta lírica modernista y la mayoría de sus símbolos fáunicos y florales, fueron el reflejo de ambos.81 Los poetas de entonces estuvieron en íntimo contacto con su mundo, aunque fuese una correspondencia de tensión, antagónica; sus evasiones eran más que literarias, fingidas, de imposible solución, lo que queda perfectamente demostrado en la poesía y en los testimonios íntimos de Casal, rasgo que se ha entendido de forma unilateral como reflejo de su personalidad. En cambio, el cosmopolitismo modernista sí es real, parte de un afán o —en los poetas mayores— un conocimiento de la literatura y el arte universales, y en los textos poéticos se vincula íntimamente al exotismo y a veces a la evasión; pero su reflejo más positivo no debe buscarse en la lírica, en la cual estos tres rasgos se confunden en la proyección subjetiva del autor, sino en sus obras críticas, crónicas periodísticas y sus epistolarios, que revelan el profundo conocimiento de estos artistas con relación a la cultura contemporánea. Las dos figuras cimeras de nuestro modernismo son magníficas representaciones de ello, aunque Casal no alcanzara a concebir, como Martí, ese cosmopolitismo, como vía de acceso a una total independencia cultural y expresión de americanía. Los símbolos más utilizados por esta lírica finisecular (el cisne, el pavo real, el flamenco, la flor de lis, los nenúfares, los crisantemos, la mariposa…), así como los mitos más compartidos (los de Prometeo, Leda, Hércules, Salo-

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mé…), constituyen una consecuencia de su cosmopolitismo, aunque su significado dentro del universo poético sea más complejo y profundo. La evidente preferencia modernista por la escritura simbólica permitió a los autores una superior concentración lírica en la yuxtaposición de lo subjetivo y lo concreto, sin necesidad de acudir a explicitaciones retóricas, a la vez que, al compartir numerosos símbolos, el poeta dejaba aclarada su genealogía estética de la cual se enorgullecía. Este legítimo sentimiento despertó hostilidades, por ejemplo, en el ambiente habanero finisecular: el término despectivo de «Sociedad de Elogios Mutuos», puesto en circulación por algunos detractores, 82 aludía precisamente a esa satisfacción de los escritores jóvenes nucleados en torno a Casal, quienes se autorreconocían como la vanguardia lírica. 83 Por otra parte, la utilización de los mitos, fundamentalmente greco-latinos, era índice también de esa pertenencia, código de grupo, pero su misma universalidad constituía a la vez la garantía de una comunicación más amplia, atemporal, no contaminada del positivismo, el cientificismo o la mercantilización burguesa, y eran asimismo expresión suprema de lo bello. En Cuba, durante estos años, la utilización frecuente de figuras mitológicas no fue —como se vio en los poetas de transición— un rasgo privativo del modernismo; pero sólo en la obra de Casal y Martí hay un auténtico trasvasamiento de lo subjetivo en lo mítico, así como una elaboración sistémica, a través de su poesía, de símbolos ya figurativos, ya cromáticos, que revelan la marca irrepetible de sus estilos. En cada una de las dos etapas del modernismo, los poetas —salvo excepciones— privilegiaron determinados temas que transparentaban sensiblemente las influencias literarias y el grado de independencia estilística del movimiento y de sus representantes. Si al impulso de las tendencias finiseculares francesas abundaron en los primeros poemarios los temas galantes y eróticos, los ambientes cortesanos, la descripción de objetos artísticos o suntuosos, los motivos «escandalosos» y grotescos como rechazo de la moral y el gusto burgués, en las obras de la segunda etapa menudearon los temas americanos

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e hispánicos, y los poetas se mostraron más inclinados a la reflexión acerca de la existencia humana, la infancia y al adentramiento subjetivo, a lo ocultista, místico o demoníaco; aunque, por supuesto, no puede establecerse una separación tajante de ambos grupos temáticos, sino que deben señalarse en cada caso como líneas predominantes que dejaron a salvo los naturales traspasos. Desde este punto de vista el modernismo cubano de fines de siglo ofrece una insistencia atípica en los temas nacionales —sin comprender en esto la obra de Casal—, así como se conservan algunos motivos del romanticismo que han confundido en parte a la crítica, al tomarlos como signo probatorio de un estilo no modernista, en detrimento de otros factores fundamentales como la perspectiva del autor ante la obra, la cosmovisión que ésta refleja y la estructura imaginal del texto poético, elemento indispensable en esta determinación pues constituye la renovación más importante realizada por el modernismo en la lírica. A esta estructura imaginal correspondería uno de los aportes básicos de los simbolistas 84 a la nueva lírica: la sinestesia, apertura definitiva para el desborde sensorial y marca de originalidad de acuerdo con la percepción peculiar del poeta con relación al mundo concreto-sensible. Dicha percepción es en gran medida cromática, y los colores interesan por lo general en esta poesía el plano simbólico. 85 De los simbolistas se asimiló también la musicalidad como elemento relevante de la lírica, y esto se refleja en la búsqueda de nuevos metros y formas estróficas que rescataron de la lírica española medieval o prerrenacentista, o bien, recrearon a partir de esquemas líricos foráneos, fundamentalmente franceses; búsqueda que puso en boga, entre otros, los rondeles, el verso alejandrino, el eneasílabo, la estrofa monorrima, la estructura de rimas internas, y el encabalgamiento, algunos de ellos utilizados por primera vez dentro del contexto modernista por nuestros poetas. En el aspecto lexical se hizo muy evidente —aún en los poetas de menor relieve— la intención renovadora: neologismos, arcaísmos, voces gálicas, términos propios de otras artes

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plásticas como la pintura, la escultura, la decoración y la música; todo aquello capaz de imprimirle brillo, color, perfume, sonido, texturas, fue llevado al texto literario y enriqueció súbitamente nuestra lengua. Como apunta Y. Morotic, uno de los caracteres esenciales del modernismo fue el retorno fecundo a la valorización y afinamiento de los sentidos humanos que permiten al ser objetivar la realidad y, al objetivarla, multiplicar su propia capacidad sensorial. El lenguaje de los modernistas es, en sus rasgos básicos, no en sus efímeros desbordes, un lenguaje altamente sensitivo, esto es, un verso y una prosa que son capaces de expresar nuevas dimensiones y nuevas resonancias de las facultades específicamente humanas […] 86 Y este «afinarse o intensificarse» forma parte de la necesidad de afirmación del poeta modernista, antes comentada, pues «no es sólo con el pensamiento, sino mediante todos los sentidos que el hombre se afirma en el mundo objetivo». 87 Los aportes en relación con la sintaxis fueron el golpe de gracia a la excesiva espontaneidad romántica: los nuevos poetas simplificaron el período sintáctico en favor de la concentración expresiva; suprimieron el hipérbaton, del que se había hecho uso y abuso en la lírica precedente, y desautorizaron las licencias poéticas como recurso aunque su ausencia de los textos dependió del talento individual del escritor. En cuanto a la aparición del coloquialismo, que se ha señalado como fruto modernista, la poesía cubana ya tenía en ello un ilustre antecedente en los versos de Luisa Pérez, no obstante, nuestros poetas finiseculares no cultivaron el acento coloquial. Muchos de estos temas, rasgos e innovaciones reflejaron un trasfondo ético. La eticidad está en la base de la cosmovisión modernista, de los elementos contextuales de los poemas, ya se revele en la proyección ideológica del autor —Martí como ejemplo cimero, pero también Unamuno, Machado—, o se manifieste en la búsqueda de una verdad desconocida, no necesariamente de origen místico, en el ansia agónica

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de pureza —constante casaliana—, y aun en su propio contrario: el hedonismo, pues todos eran actitudes reflejas de la conciencia crítica del escritor que a veces alcanzó rango de pensamiento político (anticolonialismo, antimperialismo, americanía, patriotismo) y otras se expresó por elisión (rasgos esteticistas, exóticos, místicos, ocultistas). Esa nueva ética, despreciativa de la moral burguesa, determina la frecuente sustitución de la figura femenina idealizada por el romanticismo, por la mujer sensual, a menudo prostituida, que se convierte en la nueva «heroína» lírica; pero en ello hay algo más que atracción por lo impuro y que el consabido deseo de perturbar la estabilidad burguesa; 88 esto implica también un mayor realismo, un tratamiento menos prejuiciado de lo erótico que respondía a un contexto de época y que tuvo su expresión más audaz y consistente en la lírica femenina de comienzos del XX, iniciada en la obra de Mercedes Matamoros. Los restos del código burgués de valores, que había dejado en pie la revolución romántica: la castidad femenina, la monogamia, la sobriedad, el respeto ante la gravedad de la muerte, la respetabilidad del hombre público, el equilibrio inviolable del hogar y la familia, el dogma religioso…, fueron barridos por los modernistas muchas veces con intencional procacidad, otras, de manera agónica. Una evocación de la armonía hogareña como la que cantó Zenea desde su celda de sentenciado a muerte no tendría cabida en la valoración modernista de la realidad. Todos estos elementos no se encuentran reunidos en un solo poeta, sino que la suma de todos conforma el pensamiento finisecular. En el caso de Cuba no hubo por lo general entre las figuras del período semejante violencia contra los valores burgueses, rasgo que aparecerá con fuerza mayor en nuestra poesía ya entrado el nuevo siglo. Sólo en Casal y en el poemario de Bonifacio Byrne de 1903 —en ambos de forma muy diversa— se encontrarán algunos de esos elementos. No puede olvidarse que la estructura socio-económica cubana no mostraba aún el desarrollo de la burguesía de las restantes naciones hispanoamericanas convertidas desde

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mucho tiempo antes en repúblicas, y esto necesariamente debía influir en esa definición de valores de la que dio fe la poesía modernista continental y que no es carácter generalizado en la cubana. En todo caso, ese pensamiento ético audaz fue sustituido en nuestra lírica, casi sin excepciones, por un pensamiento político no menos audaz en su contexto: el del antiespañolismo, rasgo de toda la poesía cubana de entonces, que alcanzó el grado máximo de modernidad y americanía en las ideas antimperialistas de José Martí. Por otro lado, el rechazo del dogma religioso está vinculado a una característica sí generalizada entre las obras modernistas y en la cultura de la época: la secularización.89 La poesía de tema esencialmente religioso, habitual en el romanticismo, es aquí asunto de excepción, rasgo individual de un autor y no elemento de modernidad. Por su parte, la presencia de símbolos religiosos, sí frecuente en estos textos, por lo común encierra contenidos profanos que son erigidos en nuevos ídolos y pueden llegar a extremos de sacralización de lo sexual, lo impuro, lo morboso. 90 El culto del arte como refugio supremo, como único «paraíso» posible, que se observa en la poesía casaliana es, por supuesto, una forma de sacralización de lo profano: el arte, obra del hombre, como objeto supremo, y el artista como dueño de la secreta energía, la potencialidad creadora. En Cuba, durante el período decimonónico, el modernismo fue un movimiento literario prácticamente limitado a La Habana, y en menor grado, a la ciudad de Matanzas 91 donde radicaban Bonifacio Byrne y los hermanos Uhrbach, aunque esto fue en verdad una prolongación del grupo capitalino, gracias a la fácil y diaria comunicación entre ambas ciudades; prueba de ello es el significativo vínculo que se advierte entre el poemario Gemelas (1894) de los Uhrbach, y la obra de Casal, si bien este nexo es más sicológico que estilístico. Algo debe haber influido en el rezagamiento lírico del resto de las provincias del país, la lenta organización administrativa y sobre todo cultural impuesta por diez años de guerra, no obstante, en línea general, la poesía modernista fue un fenómeno

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característico de ciudad, rasgo explicable si se toma en consideración cuánto sirvió de nutriente a esta poesía finisecular el lujo de los salones citadinos y, sobre todo, el acceso asiduo a la cultura universal a través de espectáculos, objetos, obras de arte, publicaciones, casi siempre concentrados en las mayores urbes. Esta urgencia de abrir la poesía al mundo exterior y nutrirla de él, fue el mayor obstáculo a ese rasgo que ha devenido punto menos que un mito: el del individualismo del poeta modernista, encerrado en una supuesta «torre de marfil», cuando sin dudas, al probable deseo del artista de aislarse del ambiente que rechazaba, se opuso su necesaria participación en la vida cultural, razón última de su afán de modernidad, y esto se comprueba en el alto nivel de intertextualidad de esta poesía y, más aún, en los fecundos intercambios entre los representantes del movimiento y también con figuras de la literatura y la política internacional. Desde este punto de vista Casal y, por supuesto, Martí fueron nuestros modernistas más típicos, aunque con relación al primero se haya tejido una leyenda romántica del poeta aislado del mundo exterior. De tan dinámica interrelación de los modernistas entre sí y en el mundo contemporáneo, dieron fe las revistas literarias, que desempeñaron un papel básico en la proyección internacional del movimiento y constituyen hoy material indispensable para delimitar influencias, primacías e importancia de cada poeta en la evolución de esta lírica, como es el caso de las revistas La Habana Elegante (1883-1891; 18931896) y El Fígaro (1885-1933?; 1943?-?), principales órganos cubanos difusores del modernismo. Indudablemente el modernismo significó la inserción de las letras hispanoamericanas en el desarrollo general de la cultura contemporánea, y no como manifestación advenediza y pasajera, sino en calidad de expresión continental, ajustada al mismo tiempo a lo medular americano y a lo universal contingente. La incorporación progresiva de América Latina a las estructuras capitalistas fue el fundamento económico de ello, y lo que permitió a sus poetas ser, como afirma Pérus, «copartícipes, no ya imitadores, de la cri-

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sis espiritual que generan […] las profundas transformaciones económicas, sociales y políticas que acompañan el advenimiento del capitalismo», 92 experimentada desde la condición angustiosa de ciudadanos de países subdesarrollados. Sus aportes —que interesaron todos los planos de la lírica en una totalidad que complementó y superó las transformaciones llevadas antes a cabo por el romanticismo— fueron ganancias definitivas de la literatura contemporánea hispanoamericana, en cuanto al enriquecimiento del lenguaje, la estructura de la imagen, la apertura de nuevas vías expresivas de la subjetividad, la concepción de la obra literaria en un rango jerárquico parangonable, por primera vez en estas naciones, a las otras manifestaciones ideológicas de la superestructura. De ahí que modernistas y no modernistas se vieran beneficiados por el advenimiento de esta literatura de vanguardia, como se advierte al estudiar la poesía cubana del período finisecular, en la que hay un transvasamiento de ciertos rasgos modernistas hacia otras tendencias líricas aún vivas entonces, elementos explicables por la síntesis y concentración que llevaron a cabo estos poetas sobre los signos esenciales de su época, aunque algunos no tuviesen entera conciencia de ella. Ciertos textos modernistas cubanos de fines de siglo, mostraron determinados elementos atípicos dentro del contexto hispanoamericano, en estrecha correspondencia con la diferenciación socio-económica de Cuba con respecto a las restantes naciones, pero los caracteres principales se ajustan perfectamente a los generales del movimiento, y esta identificación se alcanza en toda su plenitud en la obra de las figuras cimeras. Los escritores modernistas quisieron ser, y en muchos casos lo lograron, rebeldes excéntricos, corifeos de la moda, pero lo más importante es que fueron hombres atentos a su tiempo y artistas que asumieron la creación literaria como una misión trascendente, ya en el sentido sociopolítico e ideológico, ya gnoseológico, filosófico o moral, y siempre desde el punto de vista artístico. En ello radica la razón primera de la vigencia de sus obras, como lo supo ver José

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Martí, también el mayor de los escritores modernistas. 3.7.3 Julián del Casal. Importancia, caracteres y aportes de su obra poética Temprano, apenas rebasada la adolescencia, dio muestras Julián del Casal de su vocación literaria.93 Sin embargo, su verdadera inserción en el desarrollo de la lírica cubana se toma a partir de 1885, año en que comienza a cultivar sistemáticamente la poesía, a la vez que se integra a otras formas de la vida literaria habanera, como el periodismo y las tertulias. Por varias razones esta fecha se convierte en uno de los momentos más significativos para el desarrollo de su obra, pues se inicia entonces como redactor en La Habana Elegante, entabla profunda amistad con un inquieto grupo de jóvenes escritores que estimularán su vocación literaria, y recibe como en un aluvión —de la misma manera súbita en que se produjeron los cambios más significativos de su vida— las últimas muestras de la poesía francesa finisecular traídas por Aniceto Valdivia, quien había regresado poco tiempo atrás de un viaje por Europa. Desde entonces hasta 1890 Casal compone y publica la mayor parte de los poemas que integrarán su primer libro, Hojas al viento (1890), dato importante para fundamentar su condición de iniciador del modernismo,94 y tomar partido en una de las polémicas más extensas que han tenido lugar en torno al poeta: la determinación de la trascendencia que tuvo para su estilo la lectura de Azul, poemario de Darío que consagró la estética modernista. Hojas al viento no es todavía un texto modernista, pero no por una falsa prevalencia de los elementos románticos —estos indican lecturas asiduas, estilo en proceso definitorio y, sobre todo, el progresivo encauzamiento del autor hacia la expresión subjetivista, la más ajustada a su voz—, sino porque es una obra de búsquedas estilísticas, en la que ya se transparenta lo insuficiente de la retórica romántica, pero aún no puede identificarse una voluntad renovadora de la poesía, aunque aparezcan frecuentes rasgos de lo que se identificará, a partir de 1891,

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como su plenitud modernista —sensualidad, hastío, exotismo, sinestesias, escepticismo, fausto, desacralización, notas baudelairianas— elementos presentes aquí como imitaciones, tanteos, sin un propósito diferenciador unitivo a lo largo de la colección. Un poema como «Nocturno» (1885) no se aparta un punto de la línea ético-afectiva tan frecuente, por ejemplo, en la poesía de Mendive, 95 y dentro de la más válida caracterización romántica se ubica asimismo «Todavía» (1890), por sólo citar uno de los más merecidamente famosos. Sin embargo, de fecha tan temprana como 1886 es este soneto «Mis amores», de indudable filiación modernista: Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, Las vidrieras de múltiples colores, Los tapices pintados de oro y flores Y las brillantes lunas venecianas. Amo también las bellas castellanas, La canción de los viejos trovadores, Los árabes corceles voladores, Las flébiles baladas alemanas; El rico piano de marfil sonoro, El sonido del cuerpo en la espesura, Del pebetero la fragante esencia, Y el lecho de marfil, sándalo y oro, En que deja la virgen hermosura La ensangrentada flor de su inocencia. 96 Estrofas que dentro del molde tradicional castellano, contienen la atmósfera, el lenguaje, la sensibilidad, la audacia, el detenimiento fruitivo de la percepción sensorial que caracterizan la nueva lírica. Mas los poemas representativos del libro no son los ejemplos extremos, sino aquellos que reflejan la transición estilística, como «Del libro negro» y «Post umbra», composiciones de tema romántico pero indicativas de una visión objetivizadora de la muerte que no da paso a la manifestación sentimental, sino se detiene en el detalle realista o macabro a la manera de Baudelaire, a la cual el poeta le imprime su sello peculiar: la melancolía, el fatalismo. El cotejo de las versiones de los poemas pu-

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blicados en la década del ochenta y de las que aparecieron ya formando parte de este tema, descubre cómo Casal fue sustituyendo voces frecuentes en el romanticismo, términos de idealización de origen religioso —como divina, celeste, virgen, sacra—, por otros menos hiperbólicos, más realistas —adorada, joven, blanca—; así como se observa una progresiva contención sentimental, mayor audacia de motivos, y la afirmación de un lenguaje menos exaltado y manido. Como señala Vitier, este poemario como conjunto es «vacilante y desigual, aunque ya contiene alguno de sus mejores poemas»,97 y la formación literaria española que recibiera en la escuela de Belén «se deja sentir como un peso muerto, mezclándose inclusive a una superficial asimilación de temas simbolistas».98 Pero lo fundamental es que en este tomo ya «están planteadas tres de las principales dimensiones de Casal [aquellas que mostrarán un afinamiento revelador]: el pictorismo, la voz confesional, y, presidiéndolo todo, la antítesis Vida-Arte […]». 99 Si en Nieve (1891) —y hasta en el último poema escrito por Casal— se observa su consustancial romanticismo (rasgo que más que diferenciarlo lo confirma como escritor modernista), otras son las notas que tipifican esta colección dentro de la nueva lírica hispanoamericana: la desviación de su dolor romántico hacia un pesimismo de más trascendentales alcances, el intencional cultivo del poema descriptivo-pictórico, la lúcida voluntad de perfección formal y el ensayo de metros y estrofas que antes no había tentado [el poeta] 100 La unánime consideración de este texto como el más parnasiano de Casal, tiene su fundamento, además de en algunos de los caracteres señalados, en la propia estructura y lenguaje del poemario que denota la lectura preferente de Los Trofeos, del afrancesado José M. Heredia; así como la voluntad del autor, bebida en los versos de los autores parnasianos, de crear con la poesía un conjunto de objetos «museables»: bocetos, cuadros, cromos, marfiles —títulos bajo los cuales el autor agrupa estas composiciones—.

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Arte literario que aspira a sustituir el carácter sígnico del lenguaje con respecto a la realidad objetiva, por la propia realidad del objeto. Sin embargo, Casal no asume la impersonalidad de los poetas parnasianos, pues junto al objeto que describe de forma impecable, conserva y aun refuerza la percepción subjetiva del mismo, de ahí el peso que tiene en sus poemas el adjetivo, en una doble función denotativa y connotativa. Por más que el autor recurra a los títulos parnasianos y «amueble» suntuosamente su poesía, aun prevalece en el conjunto de poemas la poderosa afectividad del hablante lírico, tras la que se oculta o se develan las vivencias del poeta. Sin embargo, el desarrollo estilístico de Casal se hace evidente en Nieve desde el poema introductorio, si se compara con el mismo de Hojas al viento, por la superación de la actitud romántica frente a la poesía, ahora más distanciado el artista de su subjetividad, más reflexionador y descriptivo que valorativo. Por eso entre las composiciones de mayor maestría del tomo están sus «Cromos españoles», tres sonetos de perfecta hechura que continúan la intención pictórica de los de «Mi museo ideal», y en los que el motivo hispánico no posee una significación cultural mayor que la de aquellos de origen clásico, o sea, todos asumidos en su valor estético, plástico, a la manera modernista. Los elementos greco-latinos inciden de manera diversa en este poemario: símbolos, mitos, símiles, adjetivos, los contienen. Mas las figuras clásicas que aparecen con alta frecuencia a partir de Nieve suelen ser la refracción del ego sufriente del poeta, de sus afanes y angustias, de ahí que estos personajes ostenten rasgos sicológicos comunes frente a la adversidad: heroísmo del dolor, orgullo, indiferencia o desprecio ante el consuelo; a ejemplo del Prometeo de «Mi museo ideal». De tal forma dentro del código modernista Casal hace valer la peculiaridad de su visión, de su voz lírica, y ello indica la madurez de su estilo literario. El vocabulario poético —de alta efectividad sin ser muy extenso—, los símbolos, la calidad de las imágenes, las estructuras poemáticas y métrico-rítmicas empleadas por el autor, ya al-

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canzan en Nieve su conformación definitiva, según se aprecia, por ejemplo, en este fragmento de un poema dedicado a Darío, que ostenta la sensualidad, el cromatismo, la capacidad pictórico-descriptiva y algunos de los elementos simbólicos más frecuentes en su obra: Cuando llega, rodeada de brumas, Bajo un velo de nítido encaje Salpicado de frescas violetas, Ella ostenta en su dulce semblante Palideces heladas de luna, En sus ojos verdores de sauce, Y en sus manos un lirio oloroso Emperlado de gotas de sangre, Que satura el ambiente cercano De celeste perfume enervante. 101 No obstante se siente en estos versos la gravitación de esa atmósfera de la obra casaliana que se va espesando en su enigma sin ser aún conminatoria, nota más perceptible aún en el siguiente soneto en el que un invisible gesto premonitorio parece suspendido sobre la inmovilidad de la escena, auténtica transposición literaria de un cuadro de Moréau: En el seno radioso de su gruta, Alfombrada de anémonas marinas, Verdes alas y ramas coralinas, Galatea, del sueño el bien disfruta. Desde la orilla de dorada ruta Donde baten las ondas cristalinas, Salpicando de espumas diamantinas El pico negro de la roca bruta, Polifemo, extasiado ante el desnudo Cuerpo gentil de la dormida diosa, Olvida su fiereza, el vigor pierde, Y mientras permanece, absorto y mudo, Mirando aquella piel color de rosa, Incendia la lujuria su ojo verde. 102 Esta atmósfera converge con otro aspecto determinante en la lírica casaliana: las voces, elemento que puede ser empleado como sencillo procedimiento discursivo —en el primer libro, a la manera de «Nocturno», o de «Páginas de

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vida», dentro del poemario de 1893—, o dato sensorial cada vez más jerarquizado dentro de su obra, en tanto se hace ininteligible para el hablante lírico y, por ende, transgrede el límite de lo real tangible, objetivo, para acceder a lo real desconocido, irracional, que linda en lo ocultista —proyección del autor señalada con cierta insistencia por la crítica actual—. Esas son las voces, los rumores secretos que aumentan de uno a otro poemario —revelación lírica del creciente acoso del poeta por su enfermedad, sus angustias morales y psíquicas— y que se escuchan, por ejemplo, en «Nihilismo», «Aegri Somnia» y en «Tardes de lluvia», composición publicada por el autor apenas un mes antes de morir. Uno de los temas más reiterados a lo largo de la evolución lírica cubana ha sido el sentimiento del paisaje, la relación poeta-naturaleza, y no falta en la lírica casaliana —como tampoco en la de nuestros demás representantes modernistas—, sin ser un motivo privilegiado; mas al momento de analizar la evolución estilística del autor, éste es uno de los temas que ofrece cambios significativos. Un poema como «En el mar» (1889), muestra aún una naturaleza viva, tropical, aunque su cromatismo y serenidad no posea la mínima relación con el hablante lírico, que se expresa en tono desolado, y semejante capacidad para captar el detalle cromático y sonoro del paisaje campestre se observa en «Idilio realista» (1889) y en «Paisaje de verano» (1891); este último uno de los poemas casalianos menos tocados de subjetivismo o de idealización. Sin embargo entre estos dos poemas finales existe una diferencia importante: la del cuadro seleccionado, que indica una percepción más sombría del poeta con relación a su entorno; 103 por ello no es extraño que del mismo año 1891 sea «A la primavera», expresión lírica del hastío del escritor frente a la naturaleza cubana, el mismo que él expresara casi simultáneamente en carta a Esteban Borrero. Ésta es la línea que continuará intensificándose a través de su obra, hasta alcanzar la percepción tenebrosa de «Marina» (1892), al estilo de los «decadentes» franceses, y también de este cuadro de 1893, más que sombrío, extraño, amenazador:

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Como vientre rajado sangra el ocaso, Manchando con sus chorros de sangre humeante De la celeste bóveda el azul raso. De la mar estañada la onda espejeante. Alzan sus moles húmedas los arrecifes Donde el chirrido agudo de las gaviotas, Mezclado a los crujidos de los esquifes, Agujere el aire de extrañas notas. ……………………………………….. Ábrense las estrellas como pupilas, Imitan los celajes negruzcas focas Y, extinguiendo las voces de las esquilas, Pasa el viento ladrando sobre las rocas. 104 Descripción que en la violencia y originalidad de sus figuras literarias desmiente la pretendida incapacidad de Casal para cantar la naturaleza viva, sin que esto comprometa el peso de las asociaciones subjetivas, las que constituyen el sostén de sus imágenes realistas, ni así tampoco su aptitud para la creación de paisajes artificiales, «cerebrales», ejemplificados en la mencionada maestría de «Marina». En Nieve culminan también las dos principales estrategias compositivas del autor: la estructura de la similitud —presente, por ejemplo, en los versos anteriores, ininterrumpida asociación de símiles— y la de la antítesis, procedimiento casi «escolar» en su sencillez, y que refleja ese maniqueísmo que Fina García Marruz 105 le señalara a Casal, con respecto a la bipolaridad de su poesía: el bien y el mal, lo puro y lo impuro, la materia y el espíritu. Con relación a la estructura poemática esta antítesis se define en la organización de la materia lírica en dos planos, que se ajustan a la cosmovisión casaliana, a la manera de «Blanco y negro», de Nieve, o del último poema del autor, «Cuerpo y alma». No obstante, de uno a otro hay un marcado acendramiento lírico, un grado más profundo de la antítesis: si en el primero se enuncian objetos, figuras concretas, agrupadas de acuerdo con la valoración ético-subjetiva del escritor, pero con una determinación objetiva, ajena a su voluntad: en «Cuerpo y alma» sólo existen dos elementos: la materia y el espíritu, en los cuales el hablante lírico concentra su concepción maniquea del universo; de ahí que el elemento fundamental

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de cada período versológico sea en este caso un adjetivo, y que a partir de éste se construya el símil, se evoque la imagen literaria: I Fétido, como el vientre de los grajos Al salir del inmundo estercolero Donde, bajo mortíferas miasmas, Amarillean los roídos huesos De leprosos cadáveres; viscoso, Como la baba que en sus antros negros Destilan los coléricos reptiles ……………………………… Tal es, ¡oh, Dios!, el cuerpo miserable Que arrastro del vivir por los senderos, Como el mendigo la pesada alforja Que ya se cansan de llevar sus miembros. II Blanca, como la hostia consagrada Que, entre vapores de azulado incienso Y el áureo resplandor de ardientes cirios, Eleva el sacerdote con sus dedos Desde las gradas del altar marmóreo, Mientras que se difunden por el templo Los cánticos del órgano; fragante Como los ramos de azahares frescos Que, en los rizos de joven desposada, Esparcen sus aromas a los vientos …………………………………… Tal es, ¡oh, Dios!, el alma que tú has hecho Vivir en la inmundicia de mi carne, Como vive una flor presa en el cieno. 106 Este poema de 1893 es definitivo dentro de la estética de Casal. En él se resumen no sólo sus estrategias compositivas fundamentales, los términos lexicales más recurrentes, la capacidad pictórico-descriptiva, símbolos de alta frecuencia en su obra, su pericia en la combinación de versos monorrimos, ahora asonantados y certeramente aligerados con la alternancia de versos blancos, aparte de otros caracteres idiomáticos relevantes: peculiar baudelerianismo, sexualidad agónica, referencias exóticas, elementos de intertextualidad literaria, maniqueísmo, subjetividad hiperestésica, y aque-

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lla obsesión de pureza que se hizo ya nítida en algunas composiciones de Nieve como «A la castidad» y «Flor de cieno», elemento éste que viene a culminar en nuestra poesía decimonónica la obsesión convergente de José J. Milanés, como ésta ahincada en la experiencia vital del artista, refundidas su voz y la del hablante lírico, pero que en Casal es más desolada e insoluble porque comporta en sí la condena y la culpa. Una parte de la crítica ha tendido a identificar indefectiblemente al poeta Casal con el hablante lírico de su obra, al tomar como parte de su biografía su pensamiento lírico, lo que ha dado pie a más de una confusión en torno al mismo. En verdad, si esa identificación no es válida en ninguna etapa estilística de la poesía, en el modernismo —habida cuenta de la pulcritud formal del escritor, de su propósito objetivizador con relación a la realidad circundante, de la conformación de «paraísos» estéticos donde refugiar la inconformidad del artista con respecto a su medio socio-económico, de la asimilación evidente de los modos de la poesía francesa de fin de siglo— se acentúa la distancia entre ambos, aunque en el análisis individual pueda comprobarse, por datos auxiliares, que existe en determinados poemas una superposición de la voz lírica y la real, casos que, por lo general, resultan los momentos de supremo lirismo dentro de la obra del escritor. Con relación a Casal esto se ajusta a su concepción de la poesía: el autor en sus versos se construye una autobiografía que es, en verdad, la refracción de sus vivencias y subjetividad, más sus lecturas, sus ideales estéticos, su voluntad de evasión y cosmopolitismo cultural. Y como realidad refractada es tangente con su realidad objetiva, pero no idéntica. Uno de los poemas que mejor ilustra este aserto es su conocido «Nihilismo» (1892), pieza lírica que se ha tomado como una prueba punto menos que documental de su hastío absoluto y su atracción por la muerte; sin embargo, por el testimonio de sus más allegados amigos y por su propio epistolario se puede saber cuánto hubo de «mal del siglo» en esas manifestaciones de tedio y escepticismo absolutos, por otra parte nutridas de adversidades personales de todo tipo, y cómo

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aquella inclinación hacia la muerte e inclusive cierta elegante indiferencia en el tratamiento del tema, no eran más que huellas de sus lecturas literarias y la máscara de un miedo real, justificado, a la muerte, como revela el poeta en carta a Borrero.107 La mejor explicación de este embozamiento lírico la da Casal en su «busto» sobre Juana Borrero, a través del cual, más que la comprensión exacta de la joven poetisa, como ha apuntado Fina García Marruz,108 nos entrega su propia semblanza psicológica, la explicación de su antagonismo hacia la realidad circundante, de su escapismo de origen patológico —entre otras causas—; elementos que él proyecta sobre esta figura femenina quizás por una secreta urgencia de afinidades. Por ello las siguientes palabras ayudan a entender esa reconstrucción de su autobiografía antes aludida:

escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben […] En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las entrañas, en su rincón más callado están, airadas y hambrientas, la Intranquilidad, la Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión Secreta. Un inmenso hombre pálido, de rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca, vestido de negro, anda con pasos graves, sin reposar ni dormir, por toda la tierra, y se ha sentado en todos los hogares, y ha puesto su mano trémula en todas las cabeceras ¡Qué golpe en el cerebro! ¡qué susto en el pecho! ¡qué demandar lo que no viene! ¡qué no saber lo que se desea! ¡qué sentir a la par deleite y náuseas en el espíritu, náusea del día que muere, deleite del alba! 111

[…] Los que se consuelan en algunas horas, son los que se construyen, en el campo de la fantasía, un lazareto ideal, donde esconden la purulencia de sus llagas, pero donde nadie los seguirá por temor a los contagios mortales. Allí viven con sus ensueños, con sus alucinaciones y con una familia compuesta de seres imaginarios. Cada vez que salen al mundo, el asco los obliga a volver sobre sus pasos […] 109

Uno de los aportes originales de la poesía de Casal señalado por Pedro Henríquez Ureña, 112 atañe justamente a ese exotismo: su introducción en la lírica hispanoamericana de las japonerías, que a partir de él sentaron plaza en el gusto modernista, a la manera de su «Kakemono», verdadera eclosión de materias suntuosas, colores, aromas, todo dentro del más exquisito ambiente oriental:

En el alcance de estas razones está también una explicación parcial de su exotismo y su esteticismo líricos como «modos de ocultarse» 110 a la realidad; las otras causas habría que buscarlas en la moda literaria y en el condicionamiento socio-económico del espíritu finisecular compartido, con mayor o menor conciencia de ello, por todos los modernistas, aun por los que como Martí, encontraron la única vía de auténtica reconciliación con su realidad histórica, y prueba de ello es esta opinión suya de 1882, que converge esencialmente con la cosmovisión agónica de Casal, desde su perspectiva más objetiva y universal: Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que

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Ornada tu belleza primitiva Por diestra mano, con extraños dones, Sumergiste tus miembros en el traje De seda japonesa. Era de corte Imperial. Ostentaba ante los ojos El azul de brillantes gradaciones Que tiene el cielo de la hermosa Yedo, El rojo que la luz deja en los bordes Del raudo Kisogawa y la blancura Jaspeada de fulgentes tornasoles Que, a los granos de arroz en las espigas, Presta el sol con sus ígneos resplandores. Recamaban tu regia vestidura Cigüeñas, mariposas y dragones Hechos con áureos hilos. En tu busto Ajustado por anchos ceñidores De crespón, amarillos crisantemos Tu sierva colocó. Cogiendo entonces

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El abanico de marfil calado Y plumas de avestruz, a los fulgores De encendidas arañas venecianas, Mostraste tu hermosura en los salones, Inundando de férvida alegría El alma de los tristes soñadores. 113 La ornamentación, la flora, los escenarios japoneses, le vinieron también al poeta a través de la cultura francesa de la época: son los componentes de las pinturas de Edmond de Goncourt, de la poesía de Gautier, y las novelas de Loti; pero hubo un contacto más directo y amplio de Casal con las japonerías a través de la casa de su amigo Raúl Cay, 114 en cuyos salones se agolpaban las muestras de la cultura oriental, y asimismo, a través de la decoración y objetos de uso «fin de siglo» que comenzaban a invadir las lujosas mansiones de las ciudades hispanoamericanas, incluidas, por supuesto, las habaneras. Esa relación entre el japoneísmo del escritor cubano y el estilo «art nouveau» 115 ha sido frecuentemente obviada en el estudio de su poesía, al tomar ese aspecto de su lírica como señal indiscutible de lo exótico; mas si hubo en ello el gusto cierto por lo foráneo que caracterizó al modernismo, debe tomarse también como testimonio de contemporaneidad, no sólo universal, sino cubana.116 Del mismo modo numerosos símbolos modernistas, algunos compartidos por Casal (cisne, flamenco, pavo real, lirio…), eran puntos de convergencia con el arte nuevo europeo de la decoración. 117 Tales aspectos revelan en la poesía de Casal una apertura al exterior, al acontecer cultural inmediato, que ha sido tergiversada a partir del mito creado en torno al autor como individuo encerrado en un mundo de fantasía, aislado de la sociedad que detestaba. Mito alimentado en buena medida por las confesiones del hablante lírico. Mas los datos documentales de su biografía indican una realidad diferente: Casal se relacionó intensamente con figuras destacadas de la intelectualidad capitalina de entonces, escritores modernistas y no modernistas, como por ejemplo Ricardo del Monte y Aurelia Castillo de González, ambos admiradores del autor y admirados por él como

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poetas. Así también entabló correspondencia con muchos de sus contemporáneos extranjeros, a menudo por iniciativa propia —latinoamericanos como Darío, Nájera, Urbina, Icaza, europeos como Salvador Rueda, Verlaine, Mme. Lambert—, e inclusive con una personalidad política como Pedro II, emperador del Brasil. 118 Además, su condición de cronista le obligaba a participar de la vida social habanera, a visitar los salones aristocráticos, y contó con entrañables amigos entre los criollos ricos, como Domingo Malpica y Raúl Cay, junto a los cuales asistía a actividades sociales de alto rango. Los imperativos económicos 119 y, sobre todo, la enfermedad que lo fue degradando físicamente, lo obligaron a un progresivo retraimiento, enmascarado de hastío por el propio poeta y tomado por algunos como signo de excentricidad. Pero sus intereses culturales, sus relaciones sociales con escritores y amigos, y su quehacer intelectual no decayeron en ningún momento de su vida.120 De esta actualización cultural ininterrumpida, forma parte ese mal llamado afrancesamiento de Casal, quien «como todo hombre culto de su tiempo, tenía por fuerza que desplazarse espiritualmente dentro de un ciclo cultural francés»,121 favorecido en él por su perfecto conocimiento del idioma y sus amistosos contactos con libreros y periodistas informales, que le permitieron el acceso regular a publicaciones francesas como Le Figaro, L’Echo de Paris, Les Temps, Gil Blas, Le Voltaire. Esto no afectó su conocimiento de la lengua y la literatura españolas —como no lo hizo en ninguno de los grandes escritores modernistas— y la pulcritud en el manejo de este idioma fue para él rasgo de mérito en cualquier obra literaria. El interés del autor por la pintura y el arte en general fue más allá de su admiración lírica por los cuadros de Moréau, a quien rindió homenaje con los sonetos de «Mi museo ideal», 122 o de sus ponderativas referencias a Goya, Velázquez, Rembrandt, y a algunos pintores cubanos del período. Su poesía revela una exquisita capacidad pictórica del escritor, así como su «voluntad de aplicar al lenguaje literario aquellas téc-

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nicas y perspectivas que correspondían a otras disciplinas artísticas como la pintura, la escultura, el aguafuerte […]», 123 propósito ya visto en Martí y Nájera, y que respondía a la nueva sensibilidad sinestésica, capaz de advertir correspondencias y analogías existentes en la realidad objetiva, la cual hasta el romanticismo fue reflejada en la poesía a través de datos fragmentados, desligados entre sí. Desde este punto de vista, como apunta Vitier, Casal representa la superación y fusión de esa «cultura de las sensaciones» 124 iniciada por Zenea, fundida a otra manera de la sensorialidad presente en nuestra tradición lírica: el culto de la forma, fenómenos que habían aparecido como antitéticos hasta la obra de Casal. Otros rasgos singulares de su poesía dentro del contexto modernista pueden ejemplificarse con su «Neurosis», composición que, por otra parte, permite calibrar la huella de la obra rubeniana sobre su estilo: Noemí, la pálida pecadora De los cabellos color de aurora Y las pupilas de verde mar, Entre cojines de raso lila, Con el espíritu de Dalila, Deshoja el cáliz de un azahar. ………………………… Blanco abanico y azul sombrilla, Con unos guantes de cabritilla Yacen encima del canapé, Mientras en taza de porcelana, Hecha con tintes de la mañana, Humea el alma verde del té. Pero qué piensa la hermosa dama? Es que su príncipe ya no la ama Como en los días de amor feliz, O que en los cofres del gabinete Ya no conserva ningún billete De los que obtuvo por un desliz? Es que la rinde cruel anemia? Es que en sus búcaros de Bohemia Rayos de luna quiere encerrar, O que, con suave mano de seda, Del blanco cisne que amaba Leda Ansía las plumas acariciar?

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Ay, es que en horas de desvarío Para consuelo del regio hastío Que en su alma esparce quietud mortal, Un sueño antiguo la ha aconsejado Beber en copa de ónix labrado La roja sangre de un tigre real. 125 La lectura de la «Sonatina» de Darío, salta a la vista en este poema, ambos escritos en sextinas, no obstante que aquellos versos sean alejandrinos y estos, decasílabos. Asimismo, esta historia guarda numerosos puntos de contacto con aquella, evidenciados intencionalmente por el autor —una hermosa protagonista, la descripción de su tedio, las preguntas retóricas de la causa, la atmósfera elegante, la sensualidad, la revelación final—; sin embargo, en la certeza de las semejanzas se descubre su profunda diferenciación; en lugar del ambiente cortesano, medieval y fantástico, que da a «Sonatina» aire de cuento infantil, hay en «Neurosis» una atmósfera sensual, licenciosa, de innegable contemporaneidad en su decoración y en su lenguaje, sin dejar de ser exótica; en lugar de la ingenua princesa, la pálida pecadora; en vez del lamento por el silencio del bufón, el cálculo frío del billete que quizás falta en el cofre, y la pasión asesina de origen onírico sustituye aquí al sueño de amor concedido por el hada rubeniana. La mayor ligereza del ritmo en estos versos, viene a ser la contraposición del ahondamiento escepticista, del hastío insoluble y la atracción por lo prohibido, elementos que en «Sonatina» no pasan del rango de un inofensivo esplín. En la extendida polémica acerca de la relación Casal–Darío con vistas a determinar la influencia estilística de uno sobre el otro, prevalece el criterio de una interinfluencia, sin interesar la proyección de la subjetividad individual en sus respectivas creaciones, ni originar cambios profundos de estilo. Lo que confirma la crítica actual al respecto es que ambos escritores arribaron a «un mismo plano de asimilación de la literatura francesa y de aprovechamiento de sus esencias para inundar las corrientes de la literatura española de frescura y vitalidad artísticas», 126 cada uno mediante los caracteres particulares de su expresión lírica, aunque compar-

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tiesen en el gusto por determinados modos estilísticos y aunque se hayan imitado ocasionalmente algunos rasgos externos de sus versos, estimulados por su mutua admiración, más profunda en el poeta cubano que en Darío, por su natural sencillo y generoso, no por desmerecerle en el talento. Con respecto a la religiosidad presente en la lírica casaliana, es lugar común hacer referencia a su poema de 1887 «La Urna», o a «Flores», del libro Nieve, para demostrar su temprano escepticismo. Mas debe tenerse en cuenta cuánto hay en estas manifestaciones de espíritu de época y de «moda» literaria, del satanismo de Baudelaire que no se enraizó en su poesía, y así podrá comprenderse mejor la progresiva sustitución de esas notas, en su libro de madurez, por una voz agónica cada vez más absoluta, que en la búsqueda del asidero desconocido, en la indagación del misterio de la existencia humana, asumió actitudes místicas como las de sus «Oración» y «Cuerpo y alma». En tal aspecto estos poemas representan una posición intermedia entre la angustia romántica ante el destino incierto del individuo —culminante, por ejemplo, en el famoso «Nocturno» de Zenea— y el escepticismo más desolado e insoluble de los modernistas, marcados ya por las ideas racionalistas del período finisecular; voz que se acerca a la primera por la pasión contenida, y tiene de sus contemporáneos la certeza de la soledad infinita. Aún así, no faltan en la obra de Casal los elementos de desacralización comunes a la literatura modernista, como se observa, por citar un caso, en «Fatuidad póstuma», pero no constituyen rasgos relevantes de la misma. Se cuentan también como caracteres modernistas de su poesía el refinamiento lexical y de ambientes, el primero reforzado por la utilización de voces esdrújulas más numerosas a medida que se definían los caracteres de su estilo. Si bien Casal no se distinguió por un uso audaz del lenguaje, pues el número de neologismos en su obra no rebasó la tímida propuesta que en tal sentido ofrece Nieve, no puede negarse que el autor mostró un creciente interés en la depuración y renovación de su léxico poético, no sólo al incorporar, como ya se apuntó, voces propias

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de otras artes, sino por esta preferencia por las palabras esdrújulas que funcionan como cultismos y como apoyatura de un novedoso ritmo versológico, habida cuenta del predominio de la acentuación llana en la lírica hispánica. Con respecto a la medida y combinación de sus versos mostró también cierto gusto conservador, si se considera el predominio que tienen en su obra la métrica y las estrofas tradicionales —versos de ocho y once sílabas, consonancias finales y utilización del soneto endecasílabo, estructura métrico-rítmica en la que alcanza indiscutida maestría; así como redondillas, pareados, cuartetos, sextinas, entre otras formas consagradas por el uso poético—. No obstante, a partir de sus tercetos monorrimos de «En el campo», se afirma que se popularizó esta estrofa entre los modernistas,127 de manera que el rescate de la misma, olvidada en línea general por la poesía en lengua hispánica desde los Siglos de Oro, se enumera entre sus aportes, y lo mismo puede afirmarse con respecto al verso eneasílabo, que fuera utilizado antes ya en el contexto lírico hispanoamericano por Gertrudis Gómez de Avellaneda, pero que sólo comenzó a frecuentar nuevamente la poesía a partir de la obra casaliana. Estimulado por la moda literaria vigente, este autor cultivó de vez en vez la balada, el dodecasílabo de seguidilla, 128 el encabalgamiento rítmico, los rondeles a la manera francesa, y en relación con estos influyó sobre la obra de los jóvenes modernistas cubanos. En cambio, no se dejó tentar por otras tendencias y ensayos del verso modernista, como el soneto alejandrino, la rima interna y el versolibrismo. La intertextualidad de su poesía, rasgo común entre los representantes del movimiento, significó en gran parte su inserción en un código artístico de máxima trascendencia y comunicabilidad: la cultura clásica, en la cual se originan los principales mitos utilizados por el poeta, así como muchos de sus símiles e imágenes, con frecuencia antonomásicos, como señala Elina Miranda, 129 por lo cual reflejan esa idealización de la Antigüedad greco-latina propia del escritor modernista, así como la reposición del valor gnoseológico de tales mitos, que habían sido

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desgastados en la literaturización que les imprimió el neoclasicismo. Pero también un poema como «Horridum Somnium», para citar el caso mayor, revela a través de las múltiples referencias intertextuales la apetencia de contemporaneidad del autor, en esa búsqueda de una cosmovisión artística homóloga con respecto a las Flores del mal baudelairianas, la Salomé de Moréau, la Eleonora y el cuervo de Poe, o la revalidación del arte pictórico de Rembrandt. Aunque Casal se sirvió constantemente de los principales símbolos modernistas antes enunciados, se encuentran en su poesía algunos que llevan el sello de su estilo, tales como la mariposa, elemento de idealidad, que aparece contrapuesta a elementos repulsivos (el fango, la sangre) o negada en sí misma: «mariposas negras», signo excepcional en su poesía de fusión de los dos polos éticos. Por otra parte, si no aparece la aristocrática flor de lis, en su lugar coloca la flora japonesa igualmente exquisita —miosotis, crisantemos— o el delicado heliotropo americano, más cromático y aromoso que el lirio francés. Entre sus elementos simbólicos tienen una frecuencia y hondura mayor los que poseen una significación negativa (cuervos, gusanos, picos, garras, colmillos, hachas, más los ya mencionados), y esto incide en la reiteración del color negro (destrucción o maldad), el verde (lujuria) y el púrpura (sangre), opuestos a los colores de la pureza y la idealidad (blanco y azul) o de la sensualidad refinada (malva y rosa). Muchos de los temas y motivos casalianos responden a las líneas recurrentes del modernismo, entre ellas la descripción de objetos, figuras y ambientes artísticos o fastuosos, las pasiones y creencias del hombre, los alardes de decadentismo y satanismo a lo Baudelaire, las situaciones galantes, los tabúes. Pero de mayor interés para el conocimiento de las peculiaridades de su estilo son otros que descubren la agónica subjetividad del poeta: la obsesión de pureza, antes comentada, y el motivo de la ausencia materna, que recorre la evolución de su poesía, ajustado cada vez a la progresiva depuración de la retórica romántica y al creciente acendramiento lírico que culmina en su obra de 1893. Del poema «Todavía» (1890) o «A mi

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madre» (1891) —explicitación, factura y tono románticos— a este «Ruego» (1893): Déjame reposar en tu regazo El corazón, donde se encuentra impreso El cálido perfume de tu beso Y la presión de tu primer abrazo. Caí del mal en el potente lazo, Pero a tu lado en libertad regreso, Como retorna un día el cisne preso Al blando nido del natal ribazo. Quiero en ti recobrar perdida calma Y, rendirme en tus labios carmesíes, O al extasiarme en tus pupilas bellas, Sentir en las tinieblas de mi alma Como vago perfume de alelíes, Como cercana irradiación de estrellas 130 hay una evidente ganancia estilística revelada en esa ausente innombrada que ha dejado la oscuridad de la muerte para ocupar un lugar entre los ideales supremos del hablante lírico como agente de pureza, a lo cual se adecua la calidad de los símiles, la contención expresiva, la insistencia en la suave sonoridad de las sibilantes; factores morfocontextuales que convergen hacia ese afinamiento de la emoción que constituye la virtud mayor de estos versos. En cuanto al tema patriótico, apenas se encuentra en sus poemas: «A un héroe», «La perla» y «A los estudiantes» —muestras breves pero reveladoras de un claro antiespañolismo y amor a Cuba— han sido constantemente referidas por los admiradores del autor que se esfuerzan en confirmar el patriotismo y la honestidad política de Casal con estas tres únicas composiciones. Sin embargo, esa escasez de su lírica en tal sentido ha sido con esto jerarquizada, tanto por sus detractores como por estos admiradores, y tiene su origen en la no comprensión de la poética casaliana. Basta considerar qué entendía el escritor por patriotismo lírico para explicarse la casi ausencia del tema en esta obra concebida en el convulso período cubano de entreguerras, según se aprecia en la siguiente opinión suya acerca de los poetas modernos, sus modelos:

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Tampoco se cree que el patriotismo consista en encender la llama del odio en la muchedumbre y arrastrar los pueblos, por medios artísticos, a los campos de batalla, sino más bien se deduce que estriba en dejar que broten en el suelo de la patria, a la sombra del árbol de la paz, las fuentes de riqueza, necesarias para el engrandecimiento de las Bellas Artes. 131 A su juicio, hacer una obra hermosa y original era pues la forma auténtica de hacer patria con la poesía, y desde este punto de vista —teniendo presente su enfebrecido quehacer cultural y su ininterrumpida evolución lírica hasta alcanzar un estilo propio, inconfundible— su obra poética es también uno de los dos ejemplos cimeros del período finisecular: lo que viene a ser coherente con la actitud civil insumisa que mantuvo como cronista de La Habana Elegante y de El País: en el primer caso provocó su cesantía con la publicación de sus crónicas sobre la nobleza habanera —ingeniosa muestra de ironía criolla con propósito político—, y años más tarde renunció a ser el cronista social de El País, destino que prácticamente le imponía estar al servicio de los gustos, intereses e idiosincrasia de esas minorías aristocráticas —papel que sí desempeñó Darío, por ejemplo—, para seguir siendo el «chroniqueur» elegante, culto, en libertad para elegir el material de sus apuntes. En esta actitud, innegablemente honesta, se acercó Casal a Martí, quien renunciara a la publicidad de La Edad de Oro por no someterse a las observaciones tendenciosas y clasistas del editor, aunque el objetivo de ambos haya sido esencialmente diferente: Casal estaba defendiendo el derecho del escritor a escoger libremente sus temas y su público. Martí abogaba, además, por el derecho del destinatario a una obra literaria honesta, y su público era toda la nueva generación americana. De cualquier forma, a pesar de los límites dentro de los que Casal supuso su destinatario ideal, su obra fue apreciada por un notable público de la avanzada literaria internacional, fundamentalmente latinoamericana, no sólo como lírico sino asimismo como autor de cuentos poéticos, 132 y en el orden nacional, parece ha-

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ber sido leído intensamente, tanto por sus muchos admiradores,133 como por aquellos que renegaban de su poesía y hasta de su persona. Antes de terminar el siglo un grupo de jóvenes poetas reconoció su liderazgo y se propuso imitarlo —entre otros Juana Borrero, Carlos Pío y Federico Uhrbach—, y aún la huella de su estilo alcanzó la primera generación seudorrepublicana en la voz malograda de René López. Pero la honda subjetividad de su poesía, la vehemencia con que se proyecta sobre ésta la cosmovisión del escritor y la torna inconfundible, impidieron, al parecer, que Casal tuviera verdaderos continuadores de su estilo, ni siquiera entre sus contemporáneos más entrañables. Los que le siguieron, como expresó Dulce M. Loynaz, sólo fueron «nuevos poetas ya distintos a él», aunque «surgiendo a la acción suya de modo casi catalítico».134 Habría que esperar a los años finales de la seudorrepública para encontrar un auténtico grupo de poetas que continuaran ahondando en nuestra lírica el acento medular de la obra casaliana. El escritor vivió profundamente insatisfecho de su tiempo y de sí mismo, sin encontrar el acceso a la realización de sus ideales, y desde esta perspectiva fue la voz que mejor encarnó el espíritu cubano de aquellos años, tras el fracaso del Zanjón y cuando todavía no estaban definidos los planes independentistas. Precisamente un hombre de acción revolucionaria e indiscutible patriota como lo fue Manuel de la Cruz, confirmó, con su opinión sobre aquel período histórico, dicha representatividad de Casal: Fuera de su celda no hallaba más que la prostración de un pueblo vencido, y los vagos vagidos de una generación que pugnaba por orientarse en todos los órdenes de la vida, y en la que convivían el desaliento de los que consumieron sus energías en esfuerzos inauditos superiores acaso a la energía colectiva, con el anhelo, informe y sin fundamento racional, de los que entendían que era una necesidad social crear una utopía cuando no surge el ideal en el corazón del pueblo como exponente acabado de la conciencia de sus fuerzas. 135

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La amplitud de los estudios críticos actuales en torno a su obra es el índice de una comprensión contemporánea más profunda con respecto a la trascendencia del autor como una de las figuras claves del modernismo literario y, asimismo, en cuanto a lo que significó el advenimiento de su poesía —junto a la obra capital de Martí— para la lírica cubana y en general de lengua hispana, como pórtico de la sensibilidad artística de hoy, validación definitiva de lo cubano dentro de la cultura universal, y ejemplo de máxima responsabilidad del escritor frente a su obra, independientemente de los objetivos que se proponga. De ahí el sentido riguroso y conclusivo con que puede afirmarse lo siguiente sobre su poesía: no es lo suyo decadentismo, ni aun cuando lo parece, es incipientismo. No es un ocaso, es una aurora. 3.7.4 Otros poetas cubanos modernistas. Juana Borrero. Bonifacio Byrne. Los hermanos Uhrbach. Conclusiones Juana Borrero Demasiado prematura y fugaz fue la presencia de Juana Borrero (1877-1896) en el horizonte de la poesía cubana decimonónica. Los poemas que compuso a los catorce años ya no pudieron ser calificados de escarceos de niña genial —avizorada en los ensayos pictóricos y líricos desde su más temprana infancia—, no sólo por la fluidez y corrección de estos versos, sino por la gravedad del pensamiento poético que reflejaban como asimilación de la crisis espiritual de esos años, presente, por ejemplo, en sus composiciones «¿Qué somos?» y «Todavía», poema que hizo sospechar a Casal la existencia en la joven escritora de un espíritu afín al suyo, desarraigado y vencido por el hastío. Necesariamente, mucho deben haber influido en ella —la pequeña sensible preferida por su padre— las ideas de Esteban Borrero, quien tuvo sobradas razones para su escepticismo y su angustia existencial. Pero estos elementos, por su convergencia con la visión de Casal (y de la época), han sido identificados generalmente

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por la crítica como signos de la influencia de éste sobre la joven autora. Vale advertir, sin embargo, que en un poema como «Madrigal», escrito dos años antes de conocer al escritor, ya la poetisa había revelado una profunda melancolía y, además, plena conciencia de ello, de manera que la relación con aquel vino sólo a intensificarle esa predisposición elegíaca casi ingénita, explicable por el íntimo apego a la generosidad taciturna del padre, y por su misma sensibilidad hiperestésica de rango excepcional. Y vino, asimismo, a darle un nombre a la angustia y a la necesidad de dación propias de toda individualidad romántica. Algunos rasgos externos de su poesía mejoraron en este acercamiento: se afinó su percepción estética, se hizo más exquisito su lenguaje en la medida en que logró despojarlo de la retórica romántica, amplió su registro estrófico e incorporó algunos nuevos motivos temáticos, pero no se produjo una transformación medular del estilo de Juana Borrero al contacto con la obra de Casal. Por otra parte, en la lectura de sus versos resaltan algunos elementos esencialmente antitéticos con respecto a dicha obra, pues descubren la fuerza vital que proyectó la autora sobre su creación lírica —tanto poética como epistolar—, en la cual el sentimiento que predomina es la pasión, el ansia de entrega sintetizada en sus palabras dirigidas a Carlos Pío: ¡Tengo una sed inmensa de sacrificarme en algo! 136 Y esta meta última puede ser, a lo largo de sus poemas, la patria («El ideal»), un objeto artístico («Apolo»), la muerte invocada casi de manera jubilosa, verdadero himno vital («Vorrei Morire»), o el amor, la constante suprema de toda su obra, ya expresado en versos de ahogado erotismo («Sol y nieve», «Tántalo»), ya como horizonte final, fusión de la materia y el aliento expresado en los siguientes versos: Quisiera ser la estrella que alumbrara tu lóbrego sendero solitario para verte marchar con la esperanza de conseguir el premio codiciado… Y que luego, al llegar, cuando pretendas a ti ligarme con terrenos lazos, morirme al recibir tu primer beso

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y convertirme en polvo entre tus brazos. 137 Mucho más evidente resulta esto en su epistolario amoroso, indispensable, por otra parte, para conocer a fondo las ideas de la escritora y su vitalidad radiosa, rasgo que fue probablemente el obstáculo infranqueable entre ella y Casal, secretamente advertido por éste —quizás lamentado—, por lo que prefirió ver en ella otra víctima del hastío finisecular, en inconsciente proyección de sí mismo; mas ya la había descrito «afirmada en la tierra con toda la fuerza de su juventud»,138 ya le había parecido Juana un «halcón encadenado». 139 En el estudio de su poesía apenas pueden establecerse diferencias entre la autora y su hablante lírica —a tal punto es intenso y directo el reflejo de su biografía y su subjetividad—; pero es en sus cartas a Carlos Pío, que muestran una estrecha unidad discursiva con su poesía, donde la autora se entrega totalmente: «anécdotas, impresiones exquisitas de amor y de ternura, […] juicios estéticos agudos, observaciones de poetisa y de pintora del mayor interés, ironía y humor, donaire criollo […]»140 y reflexiones sobre el período ofrecidas desde una óptica femenina excepcional. Este epistolario constituye su obra de plenitud, la verdaderamente novedosa y original como expresión literaria del período, y es aquí donde habría que buscar la máxima convergencia de su estilo en nuestro modernismo, y determinar la peculiaridad de su acento, importancia que confirma Fina García Marruz, quien lo considera «documento precioso […] enorme cantera para conocer lo que fue el primer modernismo entre nosotros: la vida, pasión y muerte de ese movimiento que parecía tan frívolo». 141 Es injusto negarle a Juana Borrero el carácter modernista porque le haya faltado la «impasibilidad parnasiana», 142 porque ésta no la tuvieron jamás Casal ni Martí, como tampoco los otros representantes cubanos del movimiento ni muchos de los demás escritores modernistas. Muy escasas, pero significativas, son las muestras de prosa poética de la autora, las que a menudo coinciden en tono, lenguaje y tema con sus versos —como la que evoca a Casal, «El bar-

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do rubio, el ensueño de ayer» y su composición «Vibraciones», o aquella «Prosa enigmática» en la que la poeta expresa su anhelo de pureza, en contraposición de las apasionadas apetencias eróticas, tema de su famosa «Última rima»: Yo he soñado en mis lúgubres noches, en mis noches tristes de penas y lágrimas, con un beso de amor imposible, Sin sed y sin fuego, sin fiebre y sin ansias. Yo no quiero el deleite que enerva, el deleite jadeante que abrasa, y me causan hastío infinito los labios sensuales que besan y manchan. Oh, mi amado mi amado imposible, mi novio soñado de dulce mirada, cuando tú con tus labios me besas bésame sin fuego, sin fiebre y sin ansias, Dame el beso soñado en mis noches, en mis noches tristes de penas y lágrimas, que me deje una estrella en los labios y un tenue perfume de nardo en el alma. 143 Este angustioso afán de pureza, incompatible con su temperamento ardoroso, se ha podido señalar en la autora como la huella más significativa que le dejara su conocimiento profundo de la lírica de Casal, sentimiento que Juana Borrero no sólo asumió —en vida y obra—, sino que se lo impuso a Carlos Pío —a su vez predispuesto a ello—, como condicionante obligada de su noviazgo. De su sospecha acerca de la imposibilidad de lograrlo, aun por ella misma, son evidencias ese sentimiento de culpa y la angustia que se fueron extremando a través de su obra, tanto como el elemento onírico y las alucinaciones que ya fueron señalados por Vitier 144 como componente medular de su epistolario y que están presentes en versos suyos posteriores a 1893, como «La Evocación», «Ensueños», y esta composición de indudable influencia casaliana por su lenguaje, atmósfera y el reforzamiento rítmico de ritornello: En mis pálidas horas de amargura yo te siento cruzar al lado mío como una estrella enferma a quien tortura

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la nostalgia infinita del vacío, y de tus ojos tristes la dulzura aletarga mi espíritu sombrío en mis pálidas horas de amargura. Cuántas noches de insomnio solitarias has venido a mis fúnebres delirios como vienen las dulces emisarias de la oscura región de los martirios, a evocar mis quimeras visionarias que se han abierto, como blancos lirios, en mis noches de insomnio, solitarias. 145 Aunque la escritura simbólica no es rasgo determinante de su poesía, en ésta se observan algunos elementos de ese rango —astro, estrella, flor, ruinas, y sus atributos—, tomando en cuenta su reiteración dentro de la estructura tropológica, fundamentalmente de los símiles, la figura utilizada por la autora. Mayor originalidad y fuerza expresiva alcanza, no obstante, en aquellas estrofas escritas entre 1895 y 1896, cuando logra librarse momentáneamente de la retórica romántica y emplea un lenguaje casi directo, en versos de lirismo climáxico, a la manera de estos escritos al dorso de una foto suya que enviara a Carlos Pío: Ya que el deber tiránico me exige que yo te oculte mis tristezas íntimas, para poder hablarte y conmoverte voy a escribir a espaldas de mí misma.146 ……………………………………… Versos de plena modernidad por el juego semántico que supone entre el sentido real de la expresión y el pensamiento implícito. La historiografía literaria ha excluido sistemáticamente su obra del estudio de la lírica erótica femenina en la que se inscriben las de Mercedes Matamoros, Delmira Agustini, Alfonsina Storni…; pero muchos de sus versos de amor, a ejemplo de «Tántalo», están más cerca de esa expresión desnuda y audaz que culminaría en el siguiente siglo, que de la lírica femenina precedente, incluida la de Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien sólo en sus cartas íntimas —aún desconocidas por esos años— reveló sus más secretas emociones, y con mayor fundamen-

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to podría afirmarse lo mismo de su epistolario. En tal sentido su obra comporta una novedad y una rebeldía contra los principios establecidos de la educación de la mujer, que resultan coherentes con sus restantes manifestaciones de modernidad: literaria, pictórica, ética, filosófica y política, esta última entendida, por supuesto, como temprana manifestación de sus ideas independentistas. De 1892, cuando la autora contaba apenas quince años, es su hermoso poema «Esperad», alocución a los mártires cubanos de la guerra del sesenta y ocho, como enérgica promesa de redención, y este pensamiento —seguramente madurado al calor del ambiente patriótico familiar y de los contactos concretos con las gestiones independentistas—, 147 es ya certeza del compromiso político con la Patria que lucha, en las líneas de «Proscriptos» (1896), emotiva crónica autobiográfica cuya nota lírica más alta es justamente el sentimiento del destierro. «Y este desgarramiento íntimo de nuestro corazón nos duele más aún porque nos reprochamos la expatriación involuntaria, porque nos parece una ingratitud para con la patria abandonarla en la desgracia.» 148 Tal vez por la relevancia del sentimiento y el tema amoroso en su poesía, no haya habido mayor espacio para los motivos comunes al modernismo, logrados, por ejemplo, en sus hermosos sonetos «Las hijas del Ran» —de factura parnasiana, que le fuera inspirado por una lámina, al parecer, de la mitología clásica— y «Vespertino», tratamiento pictórico-descriptivo del paisaje a la manera modernista, aunque dentro de un léxico romántico. Justamente Casal advirtió la nota renovadora de este soneto 149 escrito, en su decir, con el único propósito de «producir una sensación de belleza en el ánimo del lector». 150 Quizás también por ello la crítica no se ha resuelto a favor del modernismo de su obra, sino cuanto más de un romanticismo con asomos de la nueva lírica, que no alcanza el carácter esencial de su estilo. Sin embargo, no se encuentran en su poesía la correspondencia hablante lírico-naturaleza ni el regodeo introspectivo propios de la literatura romántica, a pesar de ser el paisaje y la expresión subjetiva los motivos predominantes. Así como no faltan el cromatismo

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en las descripciones, la elegancia del lenguaje y pulcritud formal, el distanciamiento objetivo con relación a la naturaleza, que no impide el gozo sensorial ni la evocación frente al paisaje; la sexualidad exquisita, que apenas logra ser eufemística, las manifestaciones de hastío, escepticismo, atracción por lo tenebroso, ni aquella agonía que Martí reconociera como signo de los nuevos tiempos, rasgos que en su conjunto identifican la lírica modernista. Podría afirmarse que Juana Borrero tuvo dos obstáculos determinantes que le impidieron asumir de forma cabal la percepción y el lenguaje renovadores: su existencia demasiado breve, trunca en la plenitud de su desarrollo artístico, y la intensidad con que se entregó al amor por Carlos Pío hasta hacerlo, como afirma Vitier, su universo absoluto.151 Pero su pensamiento poético y una expresión cada vez más despojada y efectiva, coloquial en la medida en que logró intensidad e implicitud, son señales de que su obra pertenece a la vanguardia lírica cubana de fines de siglo, según se observa en estas estrofas publicadas a los seis días de su muerte y que constituyen la certidumbre de lo que pudo llegar a ser su poesía, de lo que era ya en potencia: ¿Quieres sondear la noche de mi espíritu? Allá en el fondo oscuro de mi alma hay un lugar donde jamás penetra la clara luz del sol de la esperanza. Pero no me preguntes lo que duerme bajo el sudario de la sombra muda… Detente allí junto al abismo, y llora como se llora al borde de las tumbas. 152 Bonifacio Byrne Cuando en 1893 apareció Excéntricas en nuestro horizonte lírico, Julián del Casal, guiado por su natural generoso y modesto, afirmó con respecto a su autor, Bonifacio Byrne (1861-1936): «Tanto por su elevada fantasía como por su exquisita sensibilidad, es el primero de los poetas de la nueva generación […] ha interrumpido el tono monótono de la poesía cubana, lanzando en ella una nota nueva, extraña y original.»153 Y

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si bien no puede validarse hoy este criterio desmedido, conformado al calor de la novedad, sí permite constatar en el asombro del apologista, un elemento importante: que el modernismo cubano del período finisecular —aun sin tener en cuenta la excepcional obra martiana— no puede considerarse como una prolongación o irradiación del casalianismo, sin otra virtud que la que le prestase este acento centrípeto, pues cada uno de los representantes del movimiento logró una voz auténtica, medularmente diferenciable no sólo del estilo de Casal —innegable estímulo rector para la mayoría de estos contemporáneos— sino también con respecto a la tradición lírica cubana en la cual todos se insertan de manera más o menos evidente. Antes de publicar este tomo Byrne había mostrado su vocación lírica con un breve grupo de poemas que —por la referencia de Nicolás Heredia, 154 se sabe— respondían a los cánones consagrados del romanticismo intimista, en la línea de Milanés y Zenea. Por lo cual Excéntricas constituía un ensayo un tanto al margen —como lo indica el título— de su voz lírica cierta, la cual definiría el poeta antes de terminar el siglo, bajo la influencia de las lecturas literarias de moda y el intercambio con los inquietos creadores coterráneos. Este carácter experimental no compromete algunas virtudes del poemario, como su riqueza lexical y temática, la diversidad de los matices de lo lírico que ostenta, la profundización del pensamiento poético en relación con la lírica intimista, la plasticidad descriptiva, la fantasía, la voluntad renovadora con respecto a la tradición lírica nacional —rasgos que lo definen como modernista—, y un elemento que constituyó el aporte más novedoso de la colección: el humorismo, nota extraña, sin dejar de ser coherente, en el contexto de la estética finisecular, y muy lograda en un poema como «Mi sepulturero», en el cual, dentro del tema satánico, muestra el autor aquella irreverencia característica del modernismo, en este caso frente a la gravedad de la muerte: ………………………………… Inútiles muebles, odres ya vacíos,

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él se ha imaginado que los muertos son: y aburridos a veces de hallarlos tan fríos, con mano sacrílega les da un bofetón. No todas las composiciones alcanzan un mismo nivel de originalidad ni pareja fluidez expresiva —muestra de que esta obra marcaba una fase de búsquedas estilísticas del autor— y a menudo la gabela romántica (lenguaje, imágenes, temas) prevalece sobre el propósito renovador y la utilería infernal; así como incurre el poeta en prosaísmos y ciertas expresiones de auténtico mal gusto o aun grotescas. 155 El poeta alcanzaría un significativo estadio de su estilo con sus Efigies (1897), poemario editado en el exilio y cuyas ganancias de edición fueron destinadas por Byrne para fondos de la guerra independentista. Mucho se ha repetido que a partir de esta obra el autor abandonó el modernismo para inscribirse en la larga evolución de nuestra poesía patriótica, más épica que lírica, y permanecer definitivamente en ella como «el poeta de la guerra» 156 por antonomasia: considerados así, tácitamente, como incompatibles el motivo patriótico y la renovación modernista. En tal sentido conviene señalar que si desde el punto de vista temático el autor retomó una de las líneas más frecuentadas anteriormente por los poetas cubanos, esto no significó en modo alguno un regreso, sino una actualización, y un testimonio de la avanzada político-social del momento, y su trascendencia, más allá de las virtudes estilísticas que posee esta obra, debe medirse en términos de lo necesario histórico, advertido por José Martí desde los albores de la nueva lírica, en una declaración que ha sido considerada en justicia como el manifiesto de la modernidad: Lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo todavía. Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar, tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros már-

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tires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos. 157 Por otra parte, desde el punto de vista estilístico Efigies representa una superación de la voz poética de Byrne, pues si no abandona del todo el legado romántico e incorpora en algunas composiciones, como la dedicada a Martí, las fórmulas expresivas más usadas por la lírica patriótica, en la mayoría de ellas se observa la tendencia hacia un lenguaje de mayor síntesis, concentración y efectividad, culminantes por ejemplo en su antológico poema «Los Maceo»: Estirpe de colosos y titanes Ellos alimentaban sus legiones con médula y con sangre de leones para lograr mejores capitanes. Su séquito era sólo de huracanes, su música, la voz de los cañones, las nubes del espacio, sus bridones, sus amigos ausentes, los volcanes. Para narrar sus épicas hazañas hay que escribir exámetros de acero interrogando al mar y a las montañas. Y para ese milagro es lo primero, descender de la tumba a las entrañas y a Dios pedir que resucite Homero… Concebido todo el tomo en sonetos endecasílabos, el autor demuestra la maestría que lo hizo figurar desde entonces como uno de los mayores sonetistas de la lírica cubana, por su habilidad para encauzar, sin forzarlo, el pensamiento poético en el molde severo de la estrofa; propósito a veces fallido en su primer poemario, y en punto de diversidad de acentos no desmerece los logros anteriores pues adecua al perfil del patriota elegido una voz lírica o épica, intimista o exaltada e hiperbólica, como en los ejemplos respectivos de «Zenea» y «Máximo Gómez». La concepción del poemario como galería de imágenes descriptivas converge en la afición modernista por el lenguaje de las artes plásticas, apreciable en los múltiples medallones, cama-

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feos, bustos, mosaicos, perfiles, siluetas…, que adornan la literatura del período. Pero en las efigies de Byrne prevalece la proyección histórica y emocional del héroe sobre el trazo pictórico, en el cual, no obstante, logra el escritor ocasionalmente versos magníficos, como el terceto final del poema «Ignacio Agramonte», en que la figura fantasmagórica del Bayardo galopa perennemente la llanura camagüeyana en una instantánea de la victoria. El concepto de lo poético y su función que representa Efigies es el más opuesto al esteticismo que proliferó en el primer período modernista, habida cuenta del sentido ancilar, ideologizante, que fundamenta en última instancia esta poesía de combate, según se explicita en el siguiente fragmento: ……………………………… No hay arte superior a la energía, cuando la humana indignación estalla tras épocas infaustas de agonía. Hoy el verso palpita en la metralla, en el cañón está la sinfonía y el cuadro en nuestros campos de batalla. Versos en los que Byrne retoma el pensamiento martiano expresado en el prólogo a Los poetas de la guerra —«su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían»— 158 y lo revalida desde su praxis de poeta culto y hombre de acción revolucionaria; con lo cual este poemario suyo posibilitó una inmediación entre la línea poética de dicha antología y la esencia de la nueva estética, y en tal enlace Efigies marca la solución de continuidad, sólo prevista por Martí, entre ambas formas del «espíritu nuevo y viril de los cubanos»,159 rebelde, independiente, fundador. Ya en el siglo actual la merecida fama de su poema «Mi bandera», para siempre incorporado a nuestras tradiciones patrióticas, opacó las valiosas composiciones que el autor fue entregando en sus siguientes poemarios,160 y que dan fe del desarrollo de su voz lírica en su paso del modernismo exaltado de Excéntricas al acento coloquial, contemporáneo, de los últimos poemas que el autor deja inéditos. De nuestros líricos del período finisecular que alcanzaron la

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presente centuria, Byrne es el único que muestra en su obra una evolución formal e ideotemática ininterrumpida, sin abandonar sus anteriores conquistas expresivas que constituyen el sello de su estilo. De la obra de ese grupo de escritores la suya fue la más receptiva de las corrientes estéticas e ideológicas de avanzada, de ahí la conversión de sus ideas independentistas en antimperialismo, el paso de las semblanzas heroicas de Efigies a las caricaturas posteriores de la fauna administrativa seudorrepublicana, la sustitución del ambiente espectral y de flamante satanismo de Excéntricas por el escalofrío premonitorio que estremece de vez en vez sus poemas y que recuerda las alucinaciones casalianas. 161 Pero tales recepciones de vida y arte las reflejó fusionadas en su poesía, en vencimiento del escepticismo y las ideas artepuristas finiseculares, en función de los más nobles intereses patrióticos, por lo cual, dentro del contexto modernista cubano del período, la postura estética de Byrne es la más coherente con los postulados martianos, a pesar de que en lo estilístico el autor sólo siguió tímidamente la acelerada marcha de los principales poetas cubanos de aquellos años. Los hermanos Uhrbach Aunque el poeta Carlos Pío Uhrbach (18721897) —más evocado que conocido— pasó a la historia literaria cubana inmortalizado por el epistolario de Juana Borrero, su obra poética, la más receptiva de la influencia casaliana, presenta caracteres estilísticos peculiares dentro de la línea modernista que merecen comentario aparte. Sus composiciones, básicamente reunidas en el tomo Gemelas (1894) junto a otras de su hermano Federico, denotan la lectura admirativa de Nieve, tomando en cuenta la organización de los poemas en camafeos, tapices, perfiles y flores a la manera parnasiana; el decorado suntuoso y exótico, ocasionales japonismos, el ritmo frecuente del rondel, la utilización —aún poco diestra— del terceto monorrimo, determinados elementos lexicales y una alta incidencia de los motivos temáticos del libro citado.

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Mas la poesía de Carlos Pío —obra de juventud que quedó trunca por su muerte en los campos mambises— ofrece dos elementos de mayor interés por su recurrencia y la diferenciación estilística que comportan con respecto al modelo: el misticismo y el anhelo de pureza. El sentimiento místico atraviesa la breve obra del autor sin alteraciones, sin lo agónico casaliano, a cubierto de las manifestaciones de hastío, escepticismo y zozobra, sino formando parte de su universo ideal, según se expresa en poemas como «Decrepitud», «Devoción» y «Roma» —el escenario ideal de Carlos Pío en su calidad de ciudad templo o ciudad sagrada y que viene a ser el equivalente poético de lo que significaba para muchos modernistas el París bohemio y literaturizado—, así como en este «Fotograbado espiritual» de claro ascendiente casaliano: Los eréctiles senos palpitantes prodúcenme mortal hipocondría, y crisposos espasmos de agonía el contacto de labios abrasantes. Sólo el ígneo fulgor de los diamantes, de austero asceta la mirada fría, de rimas triunfadoras la harmonía, los pálidos jarrones deslumbrantes. Del haschich visionario el espejismo, del católico templo la honda calma, de enferma luna la argentada aureola, O el augusto sopor del misticismo; evócanles deleites a mi alma triste y hastiada, indiferente y sola. 162 Este sentimiento místico aparece a menudo confundido en estos versos con el anhelo de pureza —nuevo punto de afinidad entre las obras de ambos escritores—, pero la obsesión de este autor no es la angustiosa de Casal, el hablante lírico de Carlos Pío no sufre el imperativo erótico ya que hay en él una manifiesta misoginia con relación a las mujeres lúbricas (las auténticas «damas» de los modernistas) y una atracción evidente por las doncellas vírgenes del romanticismo. Su ideal femenino podrían ser las novicias, y el impulso sexual toca apenas sus versos como tributo a la moda literaria. Por ello un

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poema como «Medalla», cuyo ritmo, estructura composicional y bipolaridad ética maniquea repiten intencionalmente los del poema casaliano «Blanco y negro», se diferencia esencialmente de éste en la proyección cosmovisiva: más trágica, escindida, insoluble en Casal; más serena, simple, armónica en el joven autor, sin que dejen de advertirse en su poesía las señales permanentes del desaliento y la crisis espiritual propios del período. Cuando a la hora decisiva de la Patria, tuvo que determinar el curso de su existencia, Carlos Pío eligió el rumbo más doloroso y radical,163 sin embargo, el tema patriótico roza apenas su obra en un poema como «Matanzas», emotiva descripción de su ciudad de origen que, si bien constituye tópico atemporal de la lírica yumurina, responde estilísticamente a la retórica modernista. La corrección y fluidez de sus sonetos, la elegancia y amplitud lexical, su fina percepción estética, la fidelidad del trazo pictórico-descriptivo que abunda en sus versos, el esmero en la forma y el afloramiento de peculiaridades estilísticas a pesar del fuerte influjo casaliano, son las virtudes más relevantes de su obra, la cual fuera certeramente calificada por Cintio Vitier, como una de las mayores promesas líricas del último período decimonónico. 164 La obra de su hermano, Federico Uhrbach (1873-1932) es —como señaló Fina García Marruz— 165 menos pictórica y precisa, más crepuscular y lánguida; sus versos no tienden tanto a la descripción parnasiana como a la creación de atmósferas, a la fina sugerencia que recuerda la manera de los simbolistas franceses. Sin el asidero del misticismo, y víctima de la crisis espiritual del período así como de circunstancias personales agravantes, su expresión resulta más desolada y grave que la de Carlos Pío; acento que él fue afinando a través de sus poemas, entremezclado a un tono de creciente serenidad y púdica melancolía, que lo llevó en la consideración de sus contemporáneos a ser reconocido como «un exquisito», título que por aquel entonces era sinónimo de altísima valía artística. No es la angustia rasgo relevante de «Flores de hielo», poema que Federico Uhrbach agrupa

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en el libro Gemelas: falta en estas composiciones el ímpetu y la resistencia que aquella presupone en cuanto a la proyección subjetiva del poeta, y no se observa tampoco esa atracción por lo sombrío, pecaminoso o terrible, a pesar de que abundan en tales versos las visiones fúnebres o espectrales. Estos elementos distinguen esencialmente su obra y la de Casal, a quien imita de intento en algunos poemas —como «Aguafuerte» y «Muertas», que recuerdan respectivamente en temas, lenguaje e imágenes los poemas «Crepuscular» y «Blanco y negro»—, y de quien asimiló probablemente parte de los componentes simbólicos de su obra —lirio, mariposas negras, el color verde como representación de lo lascivo, ciertos japonismos y escenarios exóticos, numerosas estructuras métrico-rítmicas entre las que sobresalen los rondeles y los tercetos monorrimos; motivos temáticos, objetos suntuosos, vocablos, símiles. Aunque estos versos suyos de Gemelas muestran, como los de su hermano, un estilo en evolución, un poema como «Mi musa», ya indica la futura definición expresiva que culminaría en sus libros Oro (1907) y, fundamentalmente, Resurrección (1916): Entre las nieblas de mis delirios surge mi musa pálida y triste, con la alba toca de blancos lirios con que sus griegas formas reviste. …………………………………… Cruza, nimbada de claridades de las tinieblas el negro flanco, marchando en busca de idealidades sobre las alas de un cisne blanco. Tales levedad y elegancia, melodía y delicada luminosidad, fueron los rasgos que, afinados en sus poemarios de madurez, hicieron la justa fama del poeta en los inicios del siglo XX, sustentada, además, por su certera utilización de los metros y estrofas más audaces cultivados por sus contemporáneos hispanoamericanos. Su obra, desarrollada continua y únicamente dentro de la línea modernista, constituye la articulación entre ambas fases del movimiento, asimismo, el punto de enlace de ésta con la poesía posmo-

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dernista, más cercana a ésta que el sombrío acento casaliano, como lo confirmara Agustín Acosta, quien proclamó a Federico Uhrbach su maestro de poesía. 166 Conclusiones Estos poetas y otros muy menores —apenas recordados hoy como Pablo Hernández y Ezequiel García, quienes alcanzaron por entonces alguna fama—, conformaron junto a las voces capitales de José Martí y Julián del Casal, la vanguardia lírica cubana en las últimas décadas decimonónicas. En sus obras culminaba la búsqueda de una expresión original, propia, liberada de la marca hispánica, que había sido el anhelo de casi un siglo de poesía, así como en la actitud vital y el sacrificio de algunos de ellos culminó la conciencia patriótica. Las graves circunstancias históricas en que vivieron y desarrollaron su obra borraron entre ellos las principales diferencias generacionales, por lo cual, no obstante las peculiaridades estilísticas de cada uno —valiosas en la medida del genio individual—, pueden señalarse en sus versos rasgos comunes, compartidos aún por autores apegados a los cánones poéticos tradicionales, que constituyen los signos del período. La irradiación que, dentro del contexto de fines de siglo, debió provocar por su calidad cimera la voz lírica de las figuras mayores, se vio limitada en gran medida por dichas circunstancias históricas y otras de índole personal. No obstante, la obra casaliana desarrollada y publicada íntegramente en Cuba a diferencia de la de Martí, constituyó un incentivo determinante para el desenvolvimiento y afirmación de nuestra poesía modernista. El estudio de las diversas tendencias líricas que muestra la literatura cubana entre 1868 y 1898 indica, sin embargo, la significación de otros estímulos más generalizados, como la influencia creciente de las letras francesas y germánicas, difundidas sistemáticamente por nuestras principales publicaciones periódicas, y la renovación poética que había comportado la obra de los representantes del segundo romanticismo cubano, en especial Zenea y Luaces. En materia de poesía el momento era de corrección

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TERCERA ETAPA:

de la forma, de interés en la cultura europea contemporánea y de reflejo de un pensamiento —en conjunto— progresista, revolucionario, tanto en lo político-social como en lo ético, lo filosófico y (básicamente limitado a los autores modernistas) en lo estético. Por eso pudo Julián del Casal admirar y ser admirado por poetas cubanos bien ajenos a su estilo, como Ricardo del Monte, Aurelia Castillo de González, Enrique José Varona; por eso debe hablarse en este período de una «formación discursiva unitaria» 167 en su íntima diversidad, fundamentada en la comprensión de lo moderno en su sentido más pleno, expresado como totalidad y fusión en la obra de Martí. Aunque hubo expresiones modernistas en la literatura nacional durante las dos primeras décadas del nuevo siglo, los aportes cubanos al movimiento se limitan al período analizado, de ahí la importancia de su estudio. Ello no restringe la significación de nuestra poesía dentro del contexto hispanoamericano pues, como afir-

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1868-1898

mara R. Lazo, esta literatura, esencialmente finisecular, fue «culminación y crisis dramática, en lo literario, de un siglo que se proyecta dos décadas casi en la centuria siguiente».168 Lo que perdura en el siglo XX son las resonancias del modernismo. A esto debe añadirse el alcance —ya comentado en páginas anteriores— de la renovación que llevaron a cabo sus escritores más representantes, quienes demostraron la profesionalidad a que podía y debía llegar el ejercicio literario en contextos nacionales como el nuestro, marcados hasta entonces por el coloniaje cultural. Mientras las demás literaturas hispánicas conocían la plenitud de la nueva lírica en el transcurso de los años noventa, esta fue dramáticamente silenciada en el escenario cubano, pero para entonces nuestros poetas modernistas habían dado cima a la contribución de la lírica decimonónica en el largo proceso de consolidación de la nacionalidad cubana.

NOTAS

(CAPÍTULO 3. 7)

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1

José Martí: Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, tomo VI, p. 226.

2

José Martí: ob. cit., tomo VII, p. 220.

3

Precisamente 1893 es el año en que son dados a la luz Bustos y Rimas, de Julián del Casal, y Excéntricas, de Bonifacio Byrne.

4

De todos los poetas antologados es El hijo del Damují; seud. de Antonio Hurtado del Valle, el más representado en el tomo, no obstante la extensa fama de José Joaquín Palma, ya por entonces muy conocido y admirado en Hispanoamérica. Por su parte, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Roa y Fernando Figueredo, eran mucho mejor prosistas que poetas; el primero conocido por sus artículos de costumbres y los otros como excelentes narradores de la guerra mambisa. El único extranjero que figura en la selección es Juan de Dios Coll, salvadoreño, que luchó en las filas mambisas como un cubano más.

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5

Cubanía y trascendencia magníficamente simbolizadas en nuestro «Himno de Bayamo», que da inicio al tomo.

6

Los poetas de la guerra. (Colección de versos escritos en la guerra de independencia de Cuba.) Prólogo de José Martí. Ed. de «Patria», Imprenta América, New York, 1893, p. 17.

7

José Martí: ob. cit., tomo VII, p. 225.

8

Francisco y Antonio Sellén, Esteban Borrero, Enrique José Varona, Varela Zequeira, Diego Vicente Tejera y Luis Victoriano Betancourt.

9

Como apunta Cintio Vitier en relación con este grupo de Arpas amigas, algunos de estos escritores dieron «su rendimiento más importante en la prosa crítica y filosófica» (Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Instituto del Libro, La Habana, 1970, p. 292), como es el caso de Varona; otros —podría añadirse—, como Borrero, lo harían en la narrativa de ten-

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SEGUNDA ÉPOCA

dencia filosófica y fantástica, zona de su obra que despierta el mayor interés en la crítica actual.

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Positivismo y krausismo marcaron las tendencias irreconciliables en este sentido.

11

Varios autores: Arpas amigas. Ed. Miguel de Villa, Habana, 1879.

12

Ob. cit.

13

Juan J. Remos: «Arpas amigas», en Micrófono. Molina y compañía, La Habana, 1937, pp. 210-211.

14

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 292.

15

Ob. cit., p. 313.

16

Apenas con diecinueve años Borrero se incorporó a las filas mambisas al estallar la guerra en 1868, donde alcanzó el grado de coronel. Sufrió prisión, desempeñó los más humildes trabajos, y sólo su voluntad y tesón le permitieron alcanzar cierta estabilidad económica familiar. En los años finales de dominio español se vio obligado a emigrar a Cayo Hueso, donde continuó su labor revolucionaria. La última etapa de su vida la dedicó a la enseñanza y a la literatura, no obstante, el creciente desaliento que le causaran las dramáticas circunstancias que afrontó a lo largo de su existencia y que lo condujeron al suicidio.

17

Juana Borrero: Epistolario. Prólogo de Cintio Vitier. Instituto de Literatura y Lingüística, Academia de Ciencias, La Habana, p. 14.

18

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 293.

19

De mis recuerdos (1919), firmado con el seud. Luis del Valle, Poemitas en prosa (1921).

20

El tomo está conformado por tres extensas narraciones en verso.

21

Varona expuso en ellos, entre otras ideas, la denuncia contra la esclavitud y la falsa moral burguesa.

22

Alberto Rocasolano: Poetisas cubanas. Selección, ordenación, prólogo y notas de […] Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985, p. 22.

23

Ver, por ejemplo, su poemario de 1921.

24

Se ha afirmado que su traducción del Intermezzo lírico de Heine realizada en 1875, es, junto a la de Pérez Bonalde de 1877, la más perfecta y fiel al espíritu del escritor germánico, de las muchas realizadas en castellano a lo largo del siglo XIX.

25

Salvo Lola Rodríguez de Tió, nacida en 1863 al igual que Casal.

26

Sus primeros versos fueron publicados en 1868, pero

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comenzó a ser conocida a partir de 1878 por sus magníficas traducciones de Byron, Longfellow, Hood. Asimismo, según Florentino Morales (Introducción a Mercedes Matamoros. Selección de poemas. Ejemplar mecanografiado e impreso en talleres del Instituto Superior Técnico de Cienfuegos, 1980, p. VII), dejó inéditos un gran número de poemas cuya publicación parece estar en proceso editorial. 27

Su poema «Caonabo», de tema siboneyista, fue elogiado por Martí y otras figuras de las letras finiseculares como Tejera y Cortina. Ya en nuestros días Hortensia Pichardo la consideró «uno de los poetas de la guerra» (Mercedes Matamoros, su vida y su obra. Cárdenas, La Habana, 1953, p. 60) por su inspiración patriótica muy destacada en su poemario inédito «Armonía cubana», según Florentino Morales (ob. cit. [1980], p. 84), del cual fueron publicadas algunas composiciones en El Fígaro.

28

Tomo que recoge algunos de sus poemas aparecidos en publicaciones periódicas.

29

Florentino Morales: ob. cit., p. 16.

30

Ob. cit., p. 18.

31

Una revisión de sus traducciones, por ejemplo, revela en ellas la alta frecuencia de los temas de la libertad y el amor patrio, al estilo de las Melodías hebreas de Byron. No debe olvidarse que muchas de estas traducciones las hizo Mercedes Matamoros en los años de la guerra, y no las publicó sino hasta después del Zanjón, en señal de solidaridad con los combatientes cubanos.

32

Mercedes Matamoros: Sonetos. Prólogo de M. Márquez Sterling, Tip. «La Australia», Habana, 1902.

33

Ob. cit., p. 9.

34

Es significativo, por ejemplo, que Mercedes Matamoros fue de las cubanas que asistieron a la histórica función del teatro Villanueva, con el pelo suelo y adornado con la flor nacional.

35

Un panorama similar presenta la obra de los restantes poetas modernistas hispanoamericanos, salvo la de Rubén Darío, en la que sí aparece este motivo temático.

36

De los veinte sonetos de El último amor de Safo, éste ha sido el más famoso, ya no sólo porque es uno de los que mejor representa el tono del conjunto, sino porque fuera eliminado, por su tratamiento audaz de lo erótico, del recital organizado en el Ateneo habanero para darlos a conocer al público, lo que motivó una audaz respuesta de la autora.

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TERCERA ETAPA: 37

Mercedes Matamoros: ob. cit. (1902).

38

Escrita con motivo de la supresión de su lectura.

39

Hortensia Pichardo: ob. cit. (1952), p. 52.

40

Ob. cit., p. 52.

41

Precisamente las novelas de Miguel de Carrión se insertan también en dicho contexto de inicios del siglo.

42

Florentino Morales: ob. cit., p. X.

43

Ejemplo de ello son las imágenes y la estructura bipolar de la rima XXV de sus Sensitivas.

44

Morales (ob. cit., p. XV) afirma que en la perfección de su estilo debió influir su asiduo trato con Martí en los salones del Liceo de Guanabacoa, del cual ella era socia facultativa y él secretario de la Sección de Literatura; así como en la propia casa de la poeta, donde Martí visitaba a menudo y declamaba los versos de la joven autora.

pendentista y su amor a Cuba. 51

Presente en casi todos los poemarios de Aurelia Castillo y específicamente en el de 1903, Trozos guerreros y apoteosis.

52

Su epistolario y sus gestiones en favor del desarrollo de la cultura cubana así lo prueban.

53

Por sus ideas patrióticas y la actitud cívica de su esposo, la escritora sufrió en dos ocasiones la expulsión del suelo patrio por orden de las autoridades españolas. Sus colaboraciones fueron muy numerosas, así como fue relevante su labor en pro del desarrollo cultural cubano una vez instaurada la seudorrepública.

54

Rafael Esténger: Cien de las mejores poesías cubanas. Eds. Mirador, La Habana, p. 207.

55

Aurelia Castillo: Escritos. Imprenta del Siglo XX, Habana, 1914, tomo V.

56

A propósito de la publicación de este libro, la poetisa señaló a Casal como una «gloria nacional» (Castillo: ob. cit., tomo VII, p. 239).

45

Aunque natural de Puerto Rico, se radicó definitivamente en Cuba y su obra pertenece también, por su aliento y temas, a la literatura cubana.

57

46

La escritora abandonó el cultivo de la poesía, según noticias, por circunstancias personales.

Aurelia Castillo: ob. cit., tomo VIII, p. 238.

58

47

La lectura de dicho soneto así lo confirma: Ostenta el campo su verdor lucido, de intenso azul el cielo se colora, y el sol vierte su luz deslumbradora ardiente como el oro derretido.

Sólo en algunas antologías líricas cubanas aparece una breve muestra de su obra, mas Rocasolano (ob. cit. [1965], p. 163), ha afirmado que existe un poemario inédito.

59

También hizo traducciones libres de Poe, Schiller, Ada Negri.

60

Cintio Vitier: Flor oculta de la poesía cubana. (siglos XVIII y XIX). Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1978, p. 320.

61

José Lezama Lima: La cantidad hechizada. Eds. Unión, La Habana, 1970, p. 250.

62

Cintio Vitier: ob. cit. (1978), pp. 166-167.

63

Según Vitier (1978) este fragmento quizás formó parte de algunos de sus famosos discursos, hoy perdidos.

64

Luis Pérez González: Modernismo y conocimiento social. Ejemplar mimeografiado. Taller Literario de la ESVOC «Federico Engels», Pinar del Río, s/a., p. 3.

65

No han sido considerados en la siguiente definición aquellos significados del término referido al modernismo como época, cuyas manifestaciones abarcan también las artes plásticas, el teatro y aun la religión.

66

Esta era la opinión, por ejemplo, de Aniceto Valdivia.

Es un amante de pasión rendido ante la hermosa Cuba a quien adora, que a su ávida caricia abrasadora abandona su cuerpo enardecido. Y en languidez erótica postrada, voluptuosa, gentil y enamorada, a sus besos ofrece incitadores, perfumados con lúbricos amores, ya los erectos senos de sus lomas, ya los trémulos labios de sus flores 48

Nieves Xenes: Poesías. Editorial Letras Cubanas, Colección Mínima, Ciudad de La Habana, 1984.

49

Lola Rodríguez de Tió: Mi libro de Cuba. Imprenta «La Moderna», Habana, 1893, p. XI.

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1868-1898

Lola Rodríguez de Tió abandonó su país a causa del despotismo colonial. Radicada definitivamente en Cuba, desarrolló una intensa labor cultural y colaboró en las principales revistas cubanas de la época. En su poesía sobresale el pensamiento inde-

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544 67

SEGUNDA ÉPOCA

Ver al respecto el criterio de Agustín Acosta («Evocación de Julián del Casal», en Revista Cubana. La Habana, (19) 10, enero-junio, 1945.)

68

En el horizonte nacional, Juan Marinello fue la figura que defendió durante años, con mayor convicción, este criterio, en relación con sus profundos estudios sobre la obra de Martí.

69

Françoise Pérus: Literatura y sociedad en América Latina: el modernismo. Casa de las Américas, Ciudad de La Habana, 1976, pp. 82-83. Más preciso, al menos en el caso de Cuba, sería decir parcial y no tímido, por el número de poetas que lo intentaron y no por la intesidad sí significativa, y baste como ejemplo la obra martiana.

70

Ob. cit., p. 27.

71

Octavio Paz: «Nota introductoria», en Revista Iberoamericana. Madrid, 15 (146-147): 28, enero-junio, 1989.

72

Manuel de la Cruz afirmó al respecto: Naturalistas, simbolistas o decadentes, todos hacen el efecto de soldados o jefes rezagados del ejército combatiente del romanticismo […] todos exponen la crisis del intelecto moderno, momentos en la dilación de la cultura, etapas en la evolución moral; todos proclaman que hay religiones que agonizan y dogmas nuevos que alborean, pero que hay que colmar en la mayoría el vacío producido por la tabla rasa que ha hecho el análisis (Manuel de la Cruz: Cromitos cubanos. Est. Tipográfico La Lucha., La Habana, 1892).

73

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Un análisis detallado al respecto lo ofrece Fernández Retamar en su estudio «Modernismo, noventayocho, subdesarrollo» (en su Para el perfil definitivo del hombre. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, pp. 207-208).

74

Pedro Henríquez Ureña: «El modernismo en la poesía cubana», en su Ensayos críticos. Imp. de Esteban Fernández, La Habana, 1905.

75

R. Esténger: ob. cit., p. 210.

76

Ricardo Gullón: Diccionario del modernismo. Editorial Gredos, Madrid, 1963, p. 33.

77

Ob. cit., p. 63.

78

Ob. cit., p. 85.

79

Uno de los ejemplos más ilustrativos de esto es la evolución del significado del cisne en la poesía de los modernistas, símbolo que se inicia en lo ornamental y llega a ser clave metafísica interpuesta en-

544

tre el poeta y la verdad que busca. 80

Ricardo Gullón: ob. cit. (1980), p. 445.

81

Viene a confirmar esta idea el criterio de F. Pérus, quien en relación con los poetas modernistas ha señalado que su estética sensualista «en última instancia es una estética del consumo» (Pérus: ob. cit., [1976], p. 80).

82

Como Wen Gálvez, citado al respecto por Emilio de Armas (Casal. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 167.)

83

En Hispanoamérica existió entre los modernistas una «fraternidad literaria» llamada por Darío brotherhood, quien la echó de menos entre los españoles. «Unidos, pues, por la hostilidad de una mayoría burlona, incomprensiva y apasionada en su incomprensión, los modernistas tendieron a constituirse en hermandad y a practicar contra el denuesto y el silencio la llamada…» (Ricardo Gullón: ob. cit. [1980], p. 29).

84

Quienes a su vez lo tomaron de la obra lírica de Poe.

85

Hubo colores preferidos por los modernistas, tales como el azul, rosado, el violeta, el blanco, el negro y el verde.

86

Lily Lituak: El modernismo. Antología. Ediciones Taurus, Madrid, 1975, pp. 62-63.

87

Ob. cit., p. 63.

88

La frase «épater le bourgeois» se puso de moda en la terminología modernista.

89

Entendida como desaparición de los contenidos religiosos de las artes, la literatura, la filosofía.

90

Muestra de ello pueden ser el canto al «Haschisch» de Federico Uhrbach, o la Liturgia erótica, de Herrera y Reissig.

91

Otro desplazamiento, según Jerez Villarreal («Una revolución literaria», en Universidad de La Habana, núm. 164, pp. 171-183, noviembre-diciembre, 1963), parece haber tenido el resurgimiento modernista de inicios de siglo, con notable actividad en la provincia de Las Villas, Oriente y Matanzas, y no así en la capital del país.

92

Françoise Pérus: ob. cit. (1976), p. 72.

93

Ya en 1881 aparecieron en El ensayo —publicación estudiantil al parecer de la Facultad de Derecho— tres poemas de Casal, joven estudiante entonces, los que ya poseen, aunque incipiente y defectiva, su impronta lírica.

94

Junto a Martí, Gutiérrez Nájera, Silva y Darío.

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TERCERA ETAPA: 95

A la manera de sus sáficos «A Paulina».

96

Julián del Casal: Obra poética. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1982.

97

Cintio Vitier: Crítica sucesiva. Ediciones Unión, Colección Contemporáneos, La Habana, 1971, p. 286.

98

Ob. cit., p. 286.

99

Ob. cit., p. 189.

100

José María Monner: Julián del Casal y el modernismo hispanoamericano. Colegio de México, México, 1962, p. 49.

101

Julián del Casal: ob. cit., p. 181.

102

Ob. cit., pp. 141-142.

103

En el primero una sólida fauna campesina, alegre o vital, en la calma soleada del día; en el otro, polvo, moscas, cieno de ceniza, rayo que centellea.

104

Julián del Casal: ob. cit., p. 199.

105

Juana Borrero: Epistolario. Prólogo de Cintio Vitier. Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, Habana, 1966, p. 21.

106

Julián del Casal: ob. cit. (1982), p. 242.

107

En dicha carta del 15 de marzo de 1891, le confesaba Casal a su amigo: «el menor síntoma de la enfermedad me entenebrece el espíritu y me asesina la voluntad. Cuando se me presentan esas insignificancias mi único deseo es estar solo, escondido, sin hablar» (Monner: ob. cit. [1952], p. 26).

porarla entre sus elementos decorativos principales (fibra, vestuario, caracteres raciales, estilización del dibujo, escenarios focales). 116

Un ejemplo al respecto es el poema casaliano «Sourimono», que describe un abanico de la esposa de Aniceto Valdivia, diseñado con motivos japoneses.

117

De la presencia del «art nouveau» en Cuba, principalmente a través de objetos de uso, daban fe las crónicas sociales en sus descripciones de salones y atuendos, a la manera de la que apareció publicada como reseña de la boda de Hernández Miyares, amigo entrañable de Casal, en la que se describen numerosos objetos «fin de siglo», como parte de los regalos a los desposados, según da fe Esperanza Figueroa: «Julián del Casal y el modernismo», en Revista Iberoamericana. EE.UU., (59): 27, junio, 1965.

118

Su gobierno terminó en 1889 con la proclamación de la República del Brasil y parece haber reinado con bastante equidad, pues en sus días de emperador se le conoció como Pedro el Magnánimo.

119

Piénsese que Casal tenía que arreglarse él mismo su ropa, y que ese traje siempre negro, cuyo uso reiterado él tomaba aparentemente a la ligera en tanto imitación del vestuario de Baudelaire, debió ser el mejor encubrimiento de un uso extensivo.

120

El mismo día de su muerte, Casal revisó las pruebas de su libro Bustos y rimas, en proceso editorial, estuvo leyendo el Diario íntimo de Amiel y asistió a una cena entre amigos donde le sobrevino la muerte en medio de un chistoso diálogo de sobremesa.

121

Esperanza Figueroa: Julián del Casal: estudio crítico sobre su obra. Miami, 1974, p. 27.

122

Vitier señala entre las razones de la afinidad casaliana por Moreau, el hecho de que ambos tuvieron una relación profunda con su madre y sufrieron su pérdida temprana, así como fueron víctimas de una «sensualidad inconfesada» (Cintio Vitier: ob. cit. [1971], pp. 284-285).

108

Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 18.

109

Ob. cit., p. 163.

110

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 297.

111

José Martí: ob. cit., tomo VII, p. 225.

112

Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica, México, 1949, p. 170.

113

Julián del Casal: ob. cit. (1982), p. 133.

123

Esperanza Figueroa: ob. cit. (1874), p. 72.

114

El padre de éste había sido hasta poco tiempo antes embajador de Cuba en el Japón, y precisamente en el poema «Kakemono», así como en el de Darío «A una cubana japonesa», se describe el atuendo de María Cay, la hermana, con motivo de una célebre fiesta habanera.

124

Cintio Vitier: ob. cit. (1970), p. 295.

125

Julián del Casal: ob. cit. (1962), pp. 176-178.

126

Ángel Augier: «Cuba y Rubén Darío», en Anuario L/L. La Habana, 1 (2): 146, abril-diciembre, 1967.

127

Anteriormente utilizada por Martí y Darío.

128

Introducido por Martí en su Ismaelillo.

129

Elina Miranda y Amaury Carbón: «Referencias clá-

115

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1868-1898

Arte que prácticamente desde sus inicios se había aprovechado del reciente «descubrimiento» de la cultura oriental por el mercado europeo, al incor-

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sicas en Julián del Casal», en Revista de Literatura Cubana. La Habana 3 (5): 53, julio, 1985.

149

Fue publicado cuando la autora era apenas una adolescente.

130

Julián del Casal: ob. cit. (1982).

150

Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 27.

131

Julián del Casal: Prosas. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, tomo I, p. 179.

151

Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 404.

152

Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 86.

153

Julián del Casal: Prosas, tomo I, pp. 274-275.

154

Bonifacio Byrne: Excéntricas. Versos. Prólogo de Nicolás Heredia. Imp. Galería Literaria, Matanzas, 1893, p. IV.

155

Son ejemplo de ello en este poemario de 1893 las composiciones «Mar adentro» y «La momia rubia».

156

Max Henríquez Ureña: Breve historia del modernismo. Fondo de Cultura Económica, México, 1954, p. 417.

157

José Martí: ob. cit., tomo V, p. 95.

158

Los poetas de la guerra. Colección de versos a la independencia de Cuba, con un prólogo de José Martí. Imp. La Verónica, La Habana, 1941, p. 13.

159

Ibíd.

160

Lira y espada (1901), Poemas (1903), En medio del camino (1914).

161

Buena muestra de ello son poemas como «Los muebles», «El espía», «Misterios», «El duende», correspondientes a su creación en la seudorrepública.

162

Carlos Pío Uhrbach y Federico: Gemelas. Prólogo «Bajo-relieve», por el Conde Kostia. A. Miranda y Cía., Habana, 1894.

163

Su muerte ocurrió en los campos mambises a los que había ido a combatir sacrificando los más caros afectos personales.

132

133

134

Contrariamente a lo que pudiera pensarse con respecto a las poesías de Casal y la extensión del círculo de sus lectores entre los contemporáneos del poeta, Vitier cita unas sentidas décimas como homenaje admirativo de un humilde trovador cubano, José Hernández Lapido, publicadas el 29 de octubre de 1893 por La Habana Elegante, con motivo de la muerte del escritor. Dulce María Loynaz: «Ausencia y presencia de Julián del Casal», en Boletín de la Academia Cubana de la Lengua. La Habana, 5 (1-4): 5-26, enero-diciembre, 1956.

135

Manuel de la Cruz: ob. cit., p. 305.

136

Ángel Augier: «Juana Borrero, la adolescente atormentada», en De la sangre en la letra. Unión, La Habana, 1977, p. 196.

137

Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 114.

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Ob. cit., p. 161.

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Ob. cit., p. 160.

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Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 373.

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Ob. cit., p. 404.

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Alberto Rocasolano: ob. cit. (1986), p. 156.

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Cintio Vitier: ob. cit., p. 293.

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Juana Borrero: ob. cit. (1966).

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Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 47.

144

Cintio Vitier: ob. cit. (1971), p. 398.

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Juana Borrero: ob. cit. (1966), p. 153.

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Ob. cit., p. 106.

Agustín Acosta: Federico Uhrbach. Las montañas: cumbres de la materia. Los poetas: cumbres del espíritu. La Habana, 1938, p. 8.

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En 1892, Juana Borrero acompañó a su padre a New York, en misión patriótica, donde conoció y fue homenajeada por Martí, según testimonios familiares citados por García Marruz (Juana Borrero: ob. cit. [1966], pp. 24-25).

Hans George Ruprecht: «Aspects logiques de l’intertextualité: Pour une approche sémiotique de la poésie de Julián del Casal», Dispositio. 2 (4): 3, Winter, 1977.

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Raimundo Lazo: Páginas críticas. Selección y prólogo de Carlos Espinosa. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 17.

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En fecha tan temprana como 1893, Enrique Gómez Carrillo publicó en París el volumen Cuentos escogidos de los mejores autores castellanos contemporáneos, en el que aparece un cuento de Casal con una apologética nota introductoria sobre el autor.

Juana Borrero: Poesías. Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, p. 127.

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3.8 JOSÉ MARTÍ 3.8.1 Consideraciones generales sobre su obra literaria Intentar una visión sintética y global de la obra literaria de José Martí, es tarea que de entrada sabemos casi imposible de cumplir. 1 Se trata de una obra multifacética, compleja, en la que los momentos del más alto valor nos aguardan en cualquiera de sus páginas. Aún siguiendo el estudio de la obra martiana, el esfuerzo sólo podrá dar una visión muy pálida del conjunto. Y es que, además, en todo acercamiento a José Martí por un cubano de nuestro tiempo se entrecruzan la visión histórica y la vivencia actual, lo distante y lo íntimo, la búsqueda del juicio esclarecedor y la identificación emotiva. José Martí, se ha repetido y es hoy más cierto que nunca, es un «héroe vivo», y por eso no podemos acercarnos a él con el distanciamiento apacible que el tiempo condiciona. Además, se trata de un héroe complejo, en quien se cruzan todas las ansiedades de la creación y de la acción. Quizá sea éste importante punto, clave para acercarse al Martí escritor, pues como ha dicho uno de sus más devotos seguidores —en la acción y la creación—, Juan Marinello: Esa rara fisonomía en la clave de la sensibilidad de un guiador de hombres como Martí, descubre y testimonia su conflicto vitalicio, tantas veces patente en su prosa y en su verso: la diaria pugna entre lo bello, que reclama espacio y exige ocio engendrador y traducción singular y la ges-

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tión política, que no admite apartamientos, ni esperas, ni infidelidades. 2 Es singular que este hombre, muerto apenas en los inicios de su madurez y entregado de lleno al quehacer político, pueda mantener una vigencia actual tan trascendente como pensador revolucionario y escritor. La dualidad entre el político y el creador literario lleva consigo conflictos lacerantes, pero también síntesis luminosas. Es difícil encontrar el caso de otro líder político y a la vez escritor de fibra en quien esta dualidad se encuentre resuelta como en Martí. Pues en él, aunque redacte un documento o pronuncie una arenga, la calidad intrínseca del escritor de originalidad y plenitud nada comunes aflora naturalmente. Incluso, esta esencial capacidad creadora de Martí pudo estorbar, en ocasiones, la comunicación clara que el político hubiera necesitado, si en él su pasión por el hombre y la libertad no hubiese hecho sentir aquello que tal vez no se comprendía cabalmente. Más de un testimonio existe de quien sin poder apresar la médula vivificante de las palabras de aquel «creador de pueblos», se dejaba arrastrar por su entusiasmo luminoso. En Martí la voluntad de escribir llegaba a tomar síntomas de «inclinación biológica incoercible», al decir de Marinello, que no duda en calificarlo como un «grafómano», es decir, un hombre irresistiblemente movido por la impaciencia de trasladar al papel cuanto le inquietaba la curiosidad o le encendía el ánimo. Por eso, muerto tan sólo a los cuarenta y dos años, nos

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ha dejado una obra escrita que décadas de estudio dedicados a ella no podrán cubrir satisfactoriamente. Si todo Martí fue «una pelea entre la misión y el oficio. Y quizá sea el único caso en que siendo una misión razón de una vida, no pudo apartar de un oficio que le venía en la sangre.» 3 Fue el mismo Martí el que comparó su obra con una selva, cuando en el texto conocido como su testamento literario le escribe a Gonzalo de Quesada y Aróstegui: «Entre en la selva y no cargue con rama que no tenga fruto.» Sin embargo, ningún estudioso de su obra ha tomado al pie de la letra la petición martiana, pues en verdad hasta en el más breve apunte, escrito a vuela pluma, pueden encontrarse atisbos reveladores de este hombre singular. Continuando el símil martiano, algún crítico ha observado que, con o sin fruto, la savia es la misma, y la mejor savia salta donde menos se piensa. La historia ha probado cómo para cada generación la obra martiana ha sido renovada fuente de valoraciones y estímulos. Pero al acercarnos a Martí hay que cuidar no caer en los extremos del arrebato exaltador o del análisis puntillista, pues desde ambas posiciones corremos el peligro de no ver al hombre, ese hombre «entero y verdadero» que él fue. Y el acercamiento ha de buscar su exacta dimensión, sin tratar de imponerle etiquetas que quizás una obra tan poco contenible en diques convencionales pudiera sugerir. Sus matices espiritualistas no pueden llevar a sobrevalorarlo como un idealista confesional, pero sus hondas y claras preocupaciones sociales tampoco nos deben llevar a hacer de él un pensador marxista. Ni un Martí a posteriori, enfrentado «a situaciones y realidades distintas de las que integraron su personalidad y provocaron su acción», ni un Martí de espaldas al presente cubano. «Ni arqueología ni invención»: sólo un Martí con «toda la raíz y toda el ala».7 Existe tanta grandeza personal e histórica en él, que el acercamiento puede realizarse sin miedos a su intimidad y a su contradicción. Si bien Martí no es autor que se preste fácilmente a los encasillamientos de ningún género, la ubicación de su obra literaria dentro del contexto de la época ha dado origen a más de una

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polémica. Particularmente se ha centrado la discusión acerca de que si su obra puede o no situarse dentro del movimiento literario conocido como Modernismo. Un primer criterio lo colocaba entre los precursores del movimiento, junto a Casal, Gutiérrez Nájera y Silva. Pero otros criterios lo situaban como iniciador del Modernismo al publicar, en 1882, su libro de versos Ismaelillo, o incluso trascendiéndolo con su prosa. Por supuesto, la discusión dependía del concepto que se tuviera del Modernismo, pues si éste significaba una posición puramente esteticista, de la cual fue en un momento adalid Rubén Darío, Martí sin dudas escapaba a dicho marco. Ésta fue la posición defendida muchas veces por Juan Marinello, aunque luego la modificara al extender el concepto del movimiento —dándosele el nombre que se quisiera— a toda la literatura que suponía «una transformación ancha, profunda y múltiple en las letras de nuestro Continente» (ya advertida por el propio Martí). 5 Roberto Fernández Retamar ha resumido la cuestión en la forma siguiente: ¿Cómo puede separarse a Martí del modernismo atendiendo a ciertos rasgos que se le suponen a éste, y que han sido tomados de otros escritores coetáneos que con igual derecho podríamos separar del modernismo para dejar sitio a Martí? ¿Dónde están esos rasgos sino en la obra de escritores concretos? Al contar con Martí como uno de ellos, lo único que hacemos es radicalizar ese movimiento, obligado a incluir los rasgos azorantes de Martí. Con lo que gana en complejidad, en contradicción, en verdad. Bastaría, además, con recordar que el modernista por excelencia, Darío, fue un seguidor de Martí, aunque más (y menos) que un seguidor, desde luego. Martí fue el más penetrante creador de los modernistas, el único plenamente consciente de su amplia problemática: el que no cambió unas formas por otras, sino puso en tela de juicio la condición toda del escritor hispano-americano, su función, sus posibilidades reales. El que le injertó un pensamiento avasallador. 6

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Actualmente los valores de José Martí son reconocidos universalmente, pues siendo de una cubanía indudable, esa cubanía parte de una síntesis y de una superación; él es una prueba decisiva de que cada manera nacional posee fuerzas para lo más alto, siempre que se nutra de aportes universales. Su sed inextinguible de conocimientos se nutrió de lecturas variadas y constantes, y llegó a poseer un caudal de información asombroso. Sin embargo, a pesar de que en todo buscaba y encontraba novedad y aporte, esto nunca le hizo renunciar a la libre expresión personal. Sus indagaciones en lo antiguo y en lo actual, tampoco le estorbaron nunca para mirar con igual justeza hacia todos los tiempos y rumbos. Uno de los aspectos en que más ahondó Martí fue en el del conocimiento de la lengua castellana, en cuyas fuentes más ilustres fue a beber. En una ocasión habló de que la «sonoridad de la lengua española» era el más alto valor que la metrópoli le había trasmitido a sus colonias. Llegó a dominar tan de adentro los resortes de nuestra lengua, que en él aparecen arcaísmos o neologismos de una vitalidad y «autenticidad» irrebatibles, prueba de fuego por la que muy pocos escritores han podido pasar. Inclusive se ha llegado a señalar que en él hay razones «que integran toda una teoría del castellano en América». Martí es una demostración de cómo las legítimas tradiciones culturales son la base más sólida para las transformaciones superadoras de los pueblos, así como que cada pueblo debe ir hacia la universalidad por los caminos propios de su cultura. En sus amplias y firmes raíces cubanas e hispánicas es donde yacen la fuerza y originalidad del estilo martiano. Sin olvidar que, como apuntara Marinello, «como todo en Martí, la cuestión del idioma es una cuestión de política, de política hispanoamericana, desde luego». 7 Otra de las características que más lo singularizan es su originalidad. Siempre lo que escribe se encuentra fuertemente marcado por su sello personal, hasta el punto de que se ha afirmado que Martí en sí mismo es un estilo. Y esto le viene, más que de elementos accesorios, del tono permanente e inigualable, que cualquier lector que lea su prosa o su verso descubre fácil-

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mente. Este tono está constituido por igual —y de ahí su carácter único— tanto por lo grandilocuente y lo fuerte (los «bramidos» de que hablara Sarmiento), como por la delicadeza, los matices sugerentes, la unidad de un estilo formado por contrastes y variantes. Gabriela Mistral, buscando el resorte que agarraba inevitablemente al lector martiano, creía verlo en la pugna entre «lo arcangélico combativo» y «lo arcangélico misericordioso». 8 El lenguaje martiano ha sido emparentado con la buena música, que gana el ánimo del receptor por encima y más allá del objetivo y la preocupación concreta del compositor. Para Marinello, «en Martí, cuántas veces, el lenguaje se sale de su oficio y deviene protagonista». En ocasiones, más que lo que dice, importa la forma en que lo dice, y no repara en violentar géneros y temas, para confusión de los academicistas. Porque una carta puede parecer una arenga política, y una arenga política puede tener los tonos comunicativos íntimos y sencillos de una carta. Martí escribe sin el temor de que aflore el impulso personal, sin estar pendiente de buscar la originalidad en rebuscamientos formales, pues sabe y gusta del nervio interno de una lengua que maneja como cosa muy suya. Lógicamente, la prosa de la obra literaria de José Martí ocupa el mayor espacio, y por su aliento renovador y su mantenida calidad constituye quizás el testimonio primordial de su grandeza literaria. Pero en Martí la poesía no tiene sus límites en el verso, y mucha poesía hay en su mejor prosa. Aunque ya Gabriela Mistral había apuntado que el lirismo inseparable de su letra muestra diferencias singulares según se exprese en la estrofa o en la cláusula. Pero ambas formas expresivas se identifican en la función artística que cumplen. Utilizada generalmente la prosa como vehículo idóneo para exponer, informar o comunicar, no era frecuente el igualarla al verso en jerarquía estética. Guillermo Díaz Plaja ha afirmado con acierto que Martí fue «el primer “creador” de prosa que ha tenido el mundo moderno». 9 La natural calidad de creador literario que existe en Martí se manifiesta en cuanto texto escribe, y por eso él puede ser citado como ejem-

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plo por aquellos que niegan el encasillamiento en géneros, ya que suele desbordarlos todos. Se ha señalado más de una vez que en la prosa de Martí es dado encontrar «atravesados, mechados», versos tan bellos como los mejores de sus poemas. A eso lo lleva su permanente condición lírica y su sustancial sentido del ritmo de la lengua. Porque incluso también se ha afirmado que más que en su poesía, es en su prosa donde se descubre la huella de los clásicos castellanos, cuya lectura frecuentó durante su estancia en la Península. Y por eso su prosa se ha asociado tantas veces a nombres como los de Gracián, Quevedo y Santa Teresa de Jesús. En este último aspecto hay que tener presente la voluntad expresa que tuvo, en ocasiones, de pintar «cada época en el lenguaje en que ella hablaba», deliberado mimetismo que hay que deslindar de aquéllas en que se produce la asimilación natural. José Antonio Portuondo ha puesto como ejemplo de lo primero el artículo sobre las fiestas madrileñas del Centenario de Calderón, «en el cual imita la construcción barroca de fines del siglo XVII y emplea, además, vocablos de aquella edad» que obviamente no le resultaban familiares a sus modernos lectores. Por supuesto, importa mucho más «lo asimilado por Martí de sus modelos literarios e incorporado, como cosa propia, a su estilo». 10 Y dentro de ese amplio caudal de la prosa martiana, ¿cuáles fueron los géneros más favorecidos? Existe en él cierto aparente desdén por los géneros de ficción en prosa, como puede colegirse de sus palabras en el prólogo de la única novela original que escribió, Amistad funesta, en donde expresa que el «género no le place… porque hay mucho que fingir en él y los goces de la creación artística no compensan del dolor de moverse en una ficción prolongada». Y en carta a su hermana Amelia le habla de los «escritores que escriben novelas porque no son capaces de escribir cosas más altas». Por eso su mayor esfuerzo lo va a dedicar al periodismo. «Su obra es, pues, periodismo», escribió Pedro Henríquez Ureña, añadiendo: «pero periodismo a un nivel artístico como jamás se ha visto en español, ni probablemente en ningún otro idioma». 11

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Comentando precisamente los «géneros» (y la función) que Martí cultivó con más asiduidad, Roberto Fernández Retamar hace las siguientes observaciones: Con esa veintena de periódicos que publican sus crónicas, a las cuales él llama «cartas», Martí llega ampliamente a un público continental, trasmitiendo su ideario, el más rico y articulado de cuantos ha dado la América suya. Es significativo que el otro «género» que en Martí sigue en importancia numérica y plenitud al periodismo, sea la carta. El suyo es caso similar al de la crónica: Martí expone también en sus cartas su ideario, y valiéndose de la mayor intimidad permisible, acude a conmover al lector directamente, individualmente, sin ahorrarse recursos en su tarea proselitista. Desde luego, ya no podrá extrañarnos que el tercer «género» de importancia con que nos encontremos en su obra sea la oratoria. La más elemental preceptiva ha visto hace mucho tiempo que una carta es un pequeño discurso (o viceversa). Aquí encontramos el vínculo ostensible: el discurso, con su parentesco epistolar; la carta; la crónica escrita en forma de carta. Se trata de moverse en torno al género más «ancilar» de todos, aquel que vive sólo de trasmitir cosas; que menos probabilidades tiene de bastarse a sí mismo, en su inmanencia, en su belleza intrínseca. Es el género utilitario por excelencia; por ello mismo, el más lindante con lo extraliterario, el más común, el más asequible. Cuando se piensa que su genio literario se concentró en él, no es de extrañar que las cartas de Martí cuenten entre las más sobrecogedoras que se hayan escrito nunca. 12 Pero al hablar de «géneros» y «funciones» se hace evidente cómo, en su prosa, lo segundo prevalece sobre lo primero. Los requisitos retóricos convencionalmente establecidos son superados y los textos se proyectan en funciones definidas, según lo requieren sus especificidades comunicativas. El arsenal de recursos

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expresivos y la riqueza de su ideario desbordan cualquier encasillamiento academicista y contribuyen a crear una prosa renovadora, brillante, única en lengua española. Sus páginas ensayísticas, y del más subido valor, aparecen a menudo en sus colaboraciones periodísticas, como la medular «Nuestra América», publicada inicialmente en El Partido Liberal de México en 1891, muestra de concepción profunda y aguda sobre la problemática del continente, comunicada con audacia expresiva, rica en brillante y funcional imaginería, que hoy resulta de una vigencia absoluta. Martí anticipa abordajes creativos que, cien años después de realizados, aún resultan sorprendentemente actuales. Y no sólo en el plano artístico. Pues este hombre, este héroe, este escritor, que enriquece y trasmite el acervo cultural, siempre es en primera instancia el más lúcido militante por la liberación de los hombres. El escritor es el testigo de un momento cultural. Aquí le damos de nuevo la palabra a Juan Marinello, que con su sapiencia ha sabido resumir: En José Martí no se puede separar al hombre del escritor sin que se deshaga entre las manos […]. A José Martí se le acepta y entiende por lo que dice y por el modo de decirlo, como gran unidad expresiva y actuante, como genuino y poderoso revolucionario, o no se le acepta en ninguna manera. 13 3.8.2 Textos anteriores a 1880 El nacimiento de José Martí, el 28 de enero de 1853, ocurrió en momentos en los que Cuba, luego de la llamada Conspiración de La Escalera, atravesaba un período de represión política aguda y de descenso considerable de las actividades culturales, a poco tiempo de realizado el último intento anexionista de Narciso López y cuando estas ideas ocupaban un lugar importante como falsa y reaccionaria salida a la situación colonial de la Isla. Sus años de infancia y adolescencia transcurrieron en momentos de extraordinaria impor-

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tancia para Cuba. Comenzada en la década del 60 la tercera etapa reformista, ésta concluye con el fracaso de la Junta de Información en 1867, lo cual se convierte en una de las causas inmediatas del estallido de la primera guerra de liberación nacional. La revolución armada ocupó la escena política cubana durante los años que median entre 1868 y 1878. Apenas tenía quince años el joven Martí cuando los cubanos se lanzaron a la manigua, lidereados por Carlos Manuel de Céspedes. Formado esencialmente en un hogar de padres españoles de escasos recursos y numerosa descendencia, en el poeta de acendrados valores cívicos Rafael María de Mendive encontró el niño, más que un mero maestro, un verdadero guía espiritual y político. De Mendive recibió Martí los primeros alientos revolucionarios que no tardarían en fructificar. En 1869 se inicia como periodista. Acogida a la efímera —duró poco más de un mes— libertad de imprenta promulgada por el capitán General Domingo Dulce, aparece el 19 de enero el único número de El Diablo Cojuelo, empresa costeada por Fermín Valdés Domínguez, cuyo editorial resulta ser el primer texto impreso de Martí, como se desprende de sus palabras iniciales: «Nunca supe yo lo que era público, ni lo que era escribir para él, mas a fe de diablo honrado, aseguro que ahora como antes, nunca tuve tampoco miedo de hacerlo.» Pocos días después, el 23 de enero, se publica el también único número de La Patria Libre, dirigido por él, cuyas páginas finales incluyen el poema dramático Abdala, que junto al soneto «¡10 de Octubre!» constituyen las primeras expresiones poéticas del ideal que dominará la existencia martiana: la independencia de Cuba. El soneto apareció, a principios de 1869, en el periódico manuscrito El Siboney, que se repartía entre los estudiantes de segunda enseñanza de La Habana. Como su conocido «A mi madre», «¡10 de Octubre! » todavía tiene mucho de ejercicio escolar, pero con atisbos de lo que vendrá después. Mas el breve texto teatral versificado Abdala, escrito en nobles endecasílabos asonantados, presenta un interés mucho mayor.

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Rine Leal, quien ha revalorizado este texto temprano, se asombra de que «un adolescente fuese capaz de tales páginas que revelan un precoz talento dramático y una hábil versificación teatral», asegurando que con Abdala Martí inaugura el llamado «teatro mambí», expresión muy característica e interesante de la literatura cubana durante las guerras independentistas. 14 El nombre del protagonista proviene de un personaje histórico árabe de carácter rebelde, que significativamente Martí transforma en africano, en abierto rompimiento con el habitual tratamiento exótico o divertido dado al negro dentro de la escena cubana hasta entonces, exaltando la posición antiesclavista e independentista de los insurrectos, en versos que aún conservan su vibrante resonancia: El amor, madre, a la patria No es el amor ridículo a la tierra, Ni a la yerba que pisan nuestras plantas, Es el odio invencible a quien la oprime, Es el rencor eterno a quien la ataca […] La insurgencia bélica no sólo se manifestaba en los combates efectuados en la zona oriental del país. Así, en La Habana se crea el desde entonces odiado Cuerpo de Voluntarios (4 de abril de 1869) y esto exacerbó el ánimo de los cubanos. Tuvieron lugar entonces, entre otros, los sucesos del teatro Villanueva donde se vio envuelto Mendive y que Martí presenciara. El maestro fue encarcelado. En la prisión lo visitaba el discípulo, quien recibió con el ejemplo vivo otra lección de patriotismo. Pero muy pronto tendría Martí una experiencia mucho más directa. En octubre de 1869, tras un incidente aparentemente de poca importancia, los Voluntarios registran la casa de la familia Valdés Domínguez y encuentran una carta firmada por Martí, dirigida a un alumno de Mendive a quien acusaba de apóstata por haber ingresado en las filas enemigas. Encarcelado junto con otro grupo de jóvenes que frecuentaba la casa de Valdés Domínguez, en marzo son sometidos a consejo de guerra ordinario y Martí recibe la pena más dura: seis años de prisión, que comienza a cumplir con trabajos forzados

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en las canteras de San Lázaro. En enero de 1871, tras gestiones de sus padres que invocaban extrema juventud y precario estado de salud, marcharía desterrado a España, con el cuerpo y el espíritu marcados. Esa prisión y ese destierro completan su primera formación. Si el artículo y el ensayo periodístico constituyen la expresión más frecuente de Martí, también en ellos el escritor encontró más tempranamente su plenitud. Con sólo a su haber su colaboración en El Diablo Cojuelo, de indudable sabor adolescente, tan pronto llega a Madrid, en enero de 1871, publica El presidio político en Cuba, testimonio lacerante de su vida en prisión, que literariamente constituye un logro asombroso. Junto a rezagos de Víctor Hugo, es el primero de los grandes momentos del estilo de Martí, en el cual, como ha señalado José Antonio Portuondo,15 «están ya, en esencia, los rasgos dominantes de la expresión martiana definitiva», como la larga cláusula periódica, que desarrolla el pensamiento en sucesivas oraciones envolventes, o en otras breves y directas, que se resuelven en dos simples términos tajantes: sujeto y predicado. «Están también [continúa Portuondo] las cláusulas condicionales y las negativas, que descubren el pensamiento en reveladores esguinces. Está, sobre todo, la cuidadosa arquitectura del párrafo que corresponde a una sabia gradación de las ideas capitales.» El presidio político en Cuba (1871) es muestra de la rápida maduración del adolescente. La estancia en España como desterrado político fue para Martí un período de provechosas experiencias. Allí comprueba lo que otros cubanos en etapas anteriores habían conocido: que ni liberales, ni monárquicos, ni republicanos, estaban dispuestos a ofrecer a Cuba ningún tipo de reformas, porque la metrópoli no podía brindar lo que no era capaz de poner en práctica en su propio territorio. La república española frente a la revolución cubana (1873) es buen testimonio de su aprendizaje. Si en El presidio… predomina el tono poemático, de exaltación, de acuerdo con la función de denuncia emotiva que Martí quiere que cumpla, en su otro folleto de dos años después el estilo es el de un razonado y enérgico alegato.

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Martí aprovecha su estancia española para completar su formación cultural, no sólo a través de la vía autodidacta que siempre mantuvo, sino a través de cursos académicos, a pesar de su poco estable salud. Realiza simultáneamente estudios secundarios y universitarios, tanto en Madrid como en Zaragoza, lugar en donde obtiene brillantemente el grado de Licenciado en Filosofía y Letras en 1874, así como el de Licenciado en Derecho Civil y Canónigo, aunque para ejercer este último le queden por realizar algunos trámites burocráticos. La estancia de Martí en España es ocasión también para que incremente su entusiasmo por el género teatral, ya demostrado desde su etapa juvenil en La Habana, pues ahora, junto a los serios estudios literarios y filosóficos que realiza, no pierde oportunidad para asistir a los mejores espectáculos teatrales, tanto en Madrid como en Zaragoza. Y en esta época escribe su drama en prosa Adúltera, terminado en febrero de 1874, pero que sólo se publicará y representará póstumamente. El propio Martí lo definió como «un drama apasionado y extraño en la forma, real en la esencia y en la observación de caracteres», el cual sitúa bajo la estimulación recibida de Shakespeare, aunque en realidad su técnica es melodramática, muy cercana al teatro de Echegaray, entonces muy en boga en España. Con indudables tintes autobiográficos —y aun teniendo en cuenta que estamos ante una obra de la primera juventud— Adúltera puede considerarse uno de los pocos esfuerzos literarios martianos que sentimos no cuajado en sus intenciones. Durante su destierro en España, entre 1871 y 1874, cultiva menos el verso que la prosa, en la cual ya ha alcanzado anticipada madurez con El presidio político en Cuba, de enorme fuerza poética a pesar de estar escrito en prosa (ya comenzaba Martí a fusionar con el impulso creador las formas externas). Sus versos de la época aún están dentro de la órbita de Mendive («¡Madre mía!», de 1871) o de Heredia («A mis hermanos muertos el 27 de Noviembre», de 1872), aunque ya hay logros personales, como en su madrigal a una muchacha muda («A Emma», 1872), en el cual Ángel Augier encuentra que se

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transparenta «la gracia tranquila de Gutierre de Cetina». Es en esa época cuando se pone en contacto directo con los clásicos de la lengua castellana, aunque quizá sea en la prosa donde las influencias serán más jugosas. En el verso las ganancias parecen provenir más bien de los viejos romances y cancioneros tradicionales. Y de los contemporáneos, va a ser la huella de los poemas «filosóficos» de Campoamor la que más va a detectarse en aquel momento. En su carta testamento literario a Gonzalo de Quesada, Martí le indica: «Y de versos podría haber otro volumen: Ismaelillo, Versos sencillos y lo más cuidado o significativo de unos Versos libres… No me los mezcle a otras formas borrosas y menos características.» Y agrega: «Versos míos, no publique ninguno antes de Ismaelillo: ninguno vale un ápice. Los de después, en fin, ya son unos y sinceros.» Sin embargo, la crítica en más de una ocasión ha ido en busca de esos versos anteriores a 1881, fecha en que escribe Ismaelillo. Si por un lado ha interesado el rastreo de influencias y el tratar de reconstruir el proceso creador en el joven poeta, por otra parte ha menudeado el hallazgo de poemas de verdadero valor. Existe en Madrid una primera influencia de los poetas nacionales, partiendo de Heredia, ecos de cuyo tono patriótico, vehemente, se encuentran en algún verso ocasional de su primera etapa. Pero también tuvo que estar presente el otro romanticismo, más sosegado «en tono menor», de su maestro Rafael María de Mendive. Esto ya ha sido estudiado por algunos de los críticos martianos, como Ángel Augier.16 Pero menos énfasis se ha puesto (con la excepción de Cintio Vitier y un señalamiento de Regino E. Boti) en la influencia que sobre parte de la producción poética de Martí tuvo José Jacinto Milanés. 17 Hay puntos de contacto evidentes: preocupaciones por lo ético, gusto por el verso sencillo, sin afeites, amor a la naturaleza, beber en las fuentes de la lírica hispánica de los siglos de oro. Y la influencia de Milanés se verá precisamente en los poemas de la madurez martiana: son detectables en sus Versos sencillos (1891) ecos de poemas del autor matancero, como «Requiescat in pace…» y «Su alma». También puede detectarse en este libro martiano ritmos del poeta

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Plácido, particularmente de su leyenda El hijo de maldición.18 Por las notas de Martí, sabemos que estos autores le eran familiares desde su juventud. Heredia, Plácido, Milanés, Mendive, que forman una primera base muy cubana de la poesía martiana, a los cuales se añadirían después Zenea, Luisa Pérez… El nombre importante que hay que excluir es el de la Avellaneda, que él situó en las antípodas del verso cubano. En cuanto a los poetas extranjeros, siempre se afirma —y con razón— que los cubanos no gustaban de los poetas españoles del momento, e iban a buscar sus lecturas en la lírica producida más allá de los Pirineos: Hugo, Lamartine, Musset, Moore, Campbell, Byron, Goethe, Heine, Leopardi… La experiencia española se completa con los primeros viajes a las repúblicas americanas. En febrero de 1875, tras pasar en tránsito por Francia, Inglaterra, Estados Unidos y la bahía de La Habana, lugar en donde no puede desembarcar, llega Martí a México y trabaja como periodista. Se pone en contacto, de manera directa, con las dificultades por las que atravesaban las jóvenes naciones de origen hispano después de obtenida su independencia, con la historia de esas luchas y de sus héroes. Pero, sobre todo, ve de cerca la problemática del indio americano, sometido a una brutal discriminación política, económica y étnica. En México conoce a quien sería su amigo más íntimo, del cual recibe muestras de entrañable afecto, Manuel Mercado. Y conoce también a quien sería más tarde su esposa, Carmen Zayas Bazán. Allí se encuentra con un movimiento literario lleno de fuerzas renovadoras, con figuras como Ignacio M. Altamirano y Guillermo Prieto, entre los de mayor edad, así como Manuel Gutiérrez Nájera y Justo Sierra, coetáneos del propio Martí… Este momento ha sido calificado como el más romántico dentro de la poesía martiana, con predominio del tema amoroso, sin olvidar el patriótico. Utiliza varias formas estróficas, aunque parece predominar el serventesio. También aparecen otras formas, como en el poema titulado «Dormida»: Más que en los libros amargos

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El estudio de la vida, Pláceme en dulces letargos, Verla dormida:— De sus pestañas el peso El ancho párpado entorna, Lirio que, al sol que se torna, Se cierra pidiendo un beso. Y luego como fragante Magnolia que desenvuelve Sus blancas hojas, revuelve El tenue encaje flotante:— De mi capricho al vagar Imagínala mi Amor ¡Una Venus del pudor Surgiendo de un nuevo mar! Sobre «Dormida» comenta Eugenio Florit: Estamos en presencia de uno de los más hermosos poemas de Martí, delicado, noble, todo él tocado por esa gracia inefable de la pura poesía. Hay en él —canto de amor a su esposa dormida— como un tono dieciochesco que nos recuerda una pintura francesa de Boucher —con más espíritu, desde luego. Y véase esto: comienza con una estrofita de cuatro versos aconsonantados alternos, octosílabos los tres primeros y pentasílabo el cuarto, en los que nos da como el leitmotif del poema; y lo continúa en redondillas exquisitas, hermanas gemelas de las que once años después formarán su «Los zapaticos de rosa» en La Edad de Oro, y catorce años después compondrán la maravilla de sus Versos sencillos. 19 A su estancia mexicana pertenece su breve juguete escénico Amor con amor se paga (1875), versificado en romance y décima, fáciles frases madrigalescas que no han perdido su encanto, pero que ideológicamente están de acuerdo aún con un Martí romántico, que pronto madurará sus preocupaciones sociales, precisamente cuando se ponga en contacto directo con el medio estadounidense. Fue la única obra teatral suya

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que el autor pudo ver llevada a escena, con buen éxito, aunque fue escrita con rapidez para una ocasión determinada y en realidad pueda considerarse su texto menos ambicioso dentro del género. El teatro está muy ligado a esta estancia suya en México mediante numerosas actividades, como la «Sociedad Alarcón» de autores, actores y críticos dramáticos, que funda junto a un grupo de mexicanos, y las críticas que publica en La Revista Universal, en donde también escribe editoriales, artículos políticos, poemas, traducciones, etc. Además colabora en El Socialista y El Federalista. La Revista Universal era apoyada por el gobierno de Lerdo de Tejada, depuesto mediante un golpe de estado por Porfirio Díaz, lo cual crea un clima político inestable que hace a Martí abandonar el país, pues estima que no puede seguir escribiendo donde «un hombre se declaró, por su expresa voluntad, señor de hombres». Guatemala fue la segunda escala americana de Martí. Llega en 1877, luego de una brevísima estancia en La Habana a donde ha ido con pasaporte falso a nombre de Julián Pérez. En Guatemala acrecienta su visión de América, profundiza sus conocimientos sobre el indio y acendra más su visión del continente de habla hispana. Constata de nuevo que el caudillismo es uno de los grandes males americanos. Es el momento en que se abre a los grandes temas continentales, como lo prueba su ensayo «Guatemala», producto de su estancia en ese país. Su elocuencia se pone de manifiesto en brillantes piezas oratorias que le ganan el apodo mal intencionado de Doctor Torrente. Tras un breve viaje a México para casarse, en diciembre de 1877, se instala de nuevo en Guatemala como profesor de la Escuela Normal. A este puesto renuncia más tarde en protesta contra la injusta deposición de su amigo Izaguirre de la dirección del plantel. Así comienzan las primeras desavenencias matrimoniales. Carmen ni comprende ni comparte las ideas del hombre con quien se ha unido. Martí comienza a sentir el peso «del ancla fiel del hogar». En Guatemala escribe su «drama indio» Patria y libertad, publicado por primera vez tar-

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díamente dentro de sus Obras completas, y al cual se refería el autor en su «testamento literario» (1895) de la siguiente manera: «Antonio Batres, de Guatemala, tiene un drama mío, o borrador dramático, que en unos cinco días me hizo escribir el gobierno sobre la independencia guatemalteca», para lo cual buscó Martí un hecho histórico sobre el cual proyectó una simbología muy evidente, en donde el autor se transparenta a través del protagonista Martino y plantea ideas claves sobre el carácter y destino de «Nuestra América». En la obra hay grandes movimientos de masas dentro de un estilo que sigue bastante de cerca al Lope de Vega de Fuenteovejuna, incluso en la versificación. La obra, quizás la más ambiciosa y mejor construida de toda su producción teatral, no está exenta de ciertas contradicciones entre sus planteamientos, tan raigalmente revolucionarios y americanistas, algunas insólitas soluciones teatrales para lo acostumbrado entonces (llama la atención el uso dramático de la iluminación) y el formalismo versal, que le concede cierto aire de teatro español de los siglos de oro no muy conciliable artísticamente con sus intenciones, lo cual no impide la alabanza exaltada de algunos críticos contemporáneos ante este texto sin dudas importante. La atracción perenne de Martí por el teatro se va a manifestar en la asiduidad con que durante toda su vida proyectará obras no desarrolladas, pues como expresa en su «testamento literario», «mis Escenas, núcleos de dramas, que hubiera podido publicar o hacer, representar así, y son un buen número, andan tan revueltas, y en tal taquigrafía, en versos de cartas y papelucos, que sería imposible sacarlas a la luz». Algunos de estos fragmentos han sido incluidos en sus Obras completas, pero dentro del género no conocemos más que cuatro obras terminadas: Abdala, Adúltera, Amor con amor se paga y Patria y libertad, conjunto de indudable interés pero el cual, a pesar de ciertos entusiasmos críticos despertados recientemente, dista mucho de acercarse a los logros esenciales dentro de la literatura escrita en lengua española que Martí alcanzará con sus crónicas, sus diarios, sus cartas o sus versos. Quizás así lo entendió el pro-

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pio autor cuando después de la década del setenta ya no intentó consagrar sus esfuerzos a culminar sus proyectos teatrales. Su interés permanente por el teatro va a testimoniarse siempre en sus críticas, a veces de manera directa —especialmente durante su estancia en México— o tangencial, dentro de muchas de las crónicas que escribió hasta su muerte. En este aspecto su trabajo ha sido calificado de asombroso, «no sólo por su riqueza expresiva y vasto conocimiento, sino tembién por ese admirable don crítico que es el caracterizar a una obra o un actor en unas pocas palabras», al decir de Rine Leal, que lo considera el crítico teatral de entonces más enterado y profundo, que supo conciliar un sentido justo de su labor con una amplia cultura y unos rigor y comprensión desusados entonces, capaz de establecer un instrumento de apreciación artística, aplicable aún hoy día, al conjugar el valor político con el estético puro, hasta el punto de que dicho autor estima que «no creo arribar a la exageración si afirmo que Martí fue el mejor crítico teatral americano de su época». 20 El 3 de septiembre de 1878, tras el Pacto del Zanjón, llega a La Habana en compañía de Carmen. Aunque las autoridades no le permiten ejercer como abogado, logra trabajar en un bufete. En Cuba nace su hijo José, el «Ismaelillo» de su primer libro de versos. Conspira activamente en favor del reinicio de la contienda y pronuncia discursos literarios en los cuales, a veces de manera descubierta, asoma la denuncia política, como los dichos en los Liceos Artísticos y Literarios de Regla y Guanabacoa, lugar este último donde participa en un debate sobre «Idealismo y Realismo en Literatura Dramática» y habla en el homenaje al violinista Díaz Albertini, en presencia del Gobernador General Blanco, quien, sorprendido, expresa: «Quiero no recordar lo que he oído y no concebí nunca se dijera delante de mí, representante del Gobierno Español: voy a pensar que Martí es un loco… pero un loco peligroso.» De entonces data la amistad de Martí con Juan Gualberto Gómez, su fiel aliado en las luchas revolucionarias. Después de iniciarse, en agosto, la contienda bélica conocida como «Guerra Chiquita», es detenido por las

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autoridades españolas en septiembre 17, y deportado de nuevo a España. 21 De allí pasa a Francia y decide emprender viaje hacia Nueva York, lugar a donde llega el 3 de enero de 1880. Casi todos los estudiosos coinciden en que con su llegada a la gran ciudad estadounidense y su confrontación con la pujante y contradictoria realidad existente en ese país, se inicia para Martí su período de mayor madurez ideológica y literaria. En este último campo la riqueza y calidad de su producción es tal que, de ahora en adelante, en este texto resulta aconsejable acercarnos por separado al desarrollo de sus dos grandes vertientes: verso y prosa. Sin olvidar la poderosa imbricación existente entre ambas, pues la riqueza expresiva martiana siempre está presidida por una gran unicidad y coherencia. Sólo razones de orden expositivo hacen buscar estos senderos desbrozados al entrar en la parte más abundosa y fructífera de su «selva». 3.8.3 Textos posteriores a 1880. Los versos En Nueva York, en 1882, publica un libro dedicado a su hijo ausente: Ismaelillo, con lo cual comienza ya sus versos «unos y sinceros», según su propia afirmación. La importancia de este pequeño libro ha sido evaluada después en toda su trascendencia. Muchos críticos son los que coinciden en que con él se inicia la renovación lírica en Hispanoamérica. Casi ingenuo en apariencia, sencillo, fresco, Ismaelillo une una honda ternura a imágenes de elegante audacia, en versos transparentes, que sin revelar nuevas modalidades métricas, sí presentan ritmos inusitados, al utilizar en forma originalísima moldes ya conocidos. Por eso en la dedicatoria a su hijo le decía «Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así… Esos riachuelos han pasado por mi corazón»: Por la mañanas Mi pequeñuelo Me despertaba Con un gran beso. Puesto a horcajadas

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Sobre mi pecho, Bridas forjaba Con mis cabellos. Ebrio él de gozo, Me espoleaba Mi caballero: ¡Que suave espuela Sus dos pies frescos! ¡Cómo reía Mi jinetuelo! Y yo besaba Sus pies pequeños, ¡Dos pies que caben En un solo beso!

mente se han prestado a bizarrías clásicas […] y versos libres, es decir, versos de un hombre de libertad, versos del cubano que ha luchado, que ha vivido, que ha pensado, que debía morir por la libertad. 24

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Los poemas del libro se le presentaron como una especie de revelación, y de allí que Juan Carlos Ghiano haya afirmado que Martí no encuentra su estilo hasta que no es sacudido por la presencia (ausencia, mejor dicho) del hijo. 22 Añadiendo que Martí elude la posible monotonía de los elementos poemáticos utilizados, depurando la profundidad de su sentimiento. El libro está escrito en versos de arte menor, con predominio de la seguidilla, con aires de villancicos y poemas populares hispánicos. Mas sus páginas, como ha afirmado Ángel Augier: No se parecen a otras páginas —hasta entonces y hasta ahora—, como con tan sencillo énfasis, valga la paradoja, aseguró su autor, y su reminiscencia de añejos ritmos, remozados con exquisito buen gusto y depurada sensibilidad, no hacen sino confirmar nuestras tesis de que con esta obra se abre una nueva etapa de la poesía de habla castellana. 23 Desde sus veinticinco años Martí había comenzado a escribir los que llamaba sus Versos libres, pero no fue hasta 1882 cuando compone el mayor núcleo de ellos, apenas terminado su Ismaelillo, con el cual guardan pocas semejanzas. Sobre su título, ya comentaba Rubén Darío en 1913: Versos libres, es decir, los versos blancos castellanos, sin consonancia, que general-

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Martí, en la introducción que les hace, anticipa el carácter hirsuto, personal, de estos poemas inusitados: «Estos son mis versos. Son como son. A nadie les pedí prestados… Tajos son de mis propias entrañas.» Los Versos libres, debido a razones de evidente afinidad, son los más admirados por Miguel de Unamuno, que encuentra que en ellos «no hay más freno que el ritmo del endecasílabo, el más libre, el más suelto, el más variado y proteico que hay en nuestra lengua. Y más que un freno es una espuela este ritmo, una espuela para un pensamiento ya de suyo desbocado.» 25 De novedad, reto y riesgo fueron calificados estos endecasílabos. Los temas son variados, pero siempre muy cercanos al autor. Está lo erótico, pero no falta el recuerdo de la patria esclavizada ni la decidida vocación literaria («Pollice verso»), ni la decisión al sacrificio («Yugo y estrella»): —Dame el yugo, oh mi madre, de manera Que puesto en él de pie, luzca en mi frente Mejor la estrella que ilumina y mata. Muchos están dedicados a expresar su concepto de la poesía, mientras que en otros hay un rechazo a la realidad que lo circunda, y se ve «empujado por un ansia de lejanía, de vuelo, de liberación definitiva»: Ganado tengo el pan: hágase el verso,— Y en su comercio dulce se ejercite La mano, que cual prófugo perdido Entre oscuras malezas, o quien lleva A rastra enorme peso, andaba ha poco Bardo, ¿consejo quieres? Pues descuelga De la pálida espalda ensangrentada El arpa lívea, acalla los sollozos Que a tu garganta como mar en furia Se agolparán, y en la madera rica Taja plumillas de escritorio y echa

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Las cuerdas rotas al movible viento. («Hierro») Características e importancia del libro las ha definido Juan Marinello aludiendo a: la rara condición de los Versos libres, desvelado conjunto de intensos realismos y evocaciones sobrenaturales. Su amontonamiento y violencia, reconocidos y señalados por el autor, lo han hecho hasta aquí, debe decirse, un libro desconocido. Se hace indispensable sumergirse en sus aguas encrespadas, vibrar en sus clamores para dar con una extraña y grande poesía. La etapa en que fue cuajado el verso y el hecho de no darle el toque decisivo —algunos poemas están inacabados y otros a medio fraguar—, restan al conjunto la clara sobriedad de obra cumplida de los Versos sencillos. Con todo, creemos que el gran poeta, el mayor poeta, el mejor Martí están aquí, en estos complejos, iluminados y sangrantes encuentros. Y sospechamos que cuando se llegue al fondo de esta selva encrespada, donde cada árbol levanta al cielo sus brazos estremecidos, se tendrá a los Versos libres como lo más representativo, original y poderoso del escritor cubano. 26 Al publicar en vida sólo dos libros de versos, Ismaelillo y los Versos sencillos, Martí dejó una gran cantidad de poemas sueltos, para cuya unificación ofreció algunas instrucciones, pero que fueron interpretadas de muy diversa manera a través de los años. Sí era evidente la unificación de muchos de estos poemas dispersos bajo el título de Versos libres, pero incluso cuántos y cuáles correspondían a este libro siempre ha quedado por resolver. El criterio hasta ahora más confiable es el adoptado en la confección de los dos tomos de la edición crítica de la Poesía completa auspiciada por el Centro de Estudios Martianos, que vieron la luz en 1985. En un tomo se recogen las tres unidades fundamentales de la poesía martiana, según expresara el autor en su carta testamento-literario a Gonzalo de Quesada y Aróstegui el 10 de abril de 1895. Allí

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le encargó que los versos libres —de los cuales había hecho anteriormente un índice— no se «los mezcle a otras formas borrosas y menos características»; incluía versos escritos desde sus veinticinco años y, evidentemente, «versos libres» siguió escribiendo durante la década del ochenta, por lo que a los editores de estos nuevos tomos les parece aconsejable situarlos entre Ismaelillo y Versos sencillos. En esta edición se desecha la posibilidad de que Martí hubiese pensado en una colección titulada Flores del destierro, como había sido recogido en otras ediciones, y muchos de los poemas incluidos allí pasan ahora a formar parte de los Versos libres. Así, fuera de sus tres títulos básicos, el resto de los poemas martianos, recogidos en el segundo tomo de la edición, quedan agrupados de la siguiente forma: primero tres unidades que responden cronológicamente al desarrollo del autor: «Primeras poesías», «Poemas escritos en España» y «Poemas escritos en México y Guatemala». Después viene una serie de «Versos varios», seguidos de la unidad «Polvo de alas de mariposa», para la cual Martí dejó un índice manuscrito. Completan la colección los versos aparecidos en La Edad de Oro —que incluye los muy populares «Los dos príncipes» y «Los zapaticos de rosa»—, los «versos de circunstancias», las «cartas rimadas» y, a modo de apéndice, «fragmentos y poemas en elaboración», incluyendo algunas traducciones. Los Versos sencillos escritos en el período de plena madurez del autor son, en muchos sentidos, la culminación de la obra lírica de Martí, en la cual llega a la difícil depuración de la sencillez. Son también sus versos más populares, los más asediados por la crítica. Temáticamente predomina en ellos un carácter autobiográfico, mediante el apresamiento, a veces fugaz, de momentos determinados de su vida, remontándose hasta su niñez, y que incluyen las más diversas motivaciones. A veces restallantes de claridad y otras envueltos en misteriosas sugerencias. En estos Versos sencillos está todo Martí, con su hondo sentir y su larga mirada de visionario. Si en Ismaelillo se le había revelado su propia manera de utilizar el verso, con los Versos sencillos la culmina. Predomina en ellos casi

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exclusivamente los cuartetos octosílabos acompañados. Pero la variedad de efectos rítmicos y recursos estilísticos dotan al libro de una difícil variedad dentro de la prevaleciente unidad. Son muchos los críticos que han estudiado la sencillez al parecer inagotable de estos versos, pero queremos traer aquí las palabras de Gabriela Mistral, la poetisa chilena que, en plena empatía, dijo cosas como las que siguen del libro martiano: Leyendo la poesía de Martí, a la que estoy tan ligada como ustedes lo saben, el miembro de la gracia que yo veo en ella sin una sola resquebradura en la unidad ni en la percepción, son los Versos sencillos, en su cuerpo de cuarenta y seis poemas, y es allí donde yo tengo mi festín con el poeta… Se diría que el milagro de los Versos sencillos es el de que en ellos está la semilla genuina del ser de Martí o, con frase ajena, que en ellos el hombre Martí «se devuelve a sí mismo» o se reduce a sí mismo […] Los Versos sencillos, a causa de su manera populista, son los versos de Martí que más se pegan al oído, los que se hincan en todas las memorias, los que nos caen solos a las manos cuando buscamos decir algo suyo. Parecen versos de tonada chilena, de habanera cubana, de canción de México, y se nos vienen a la boca espontáneamente […] La sencillez de Martí parece ser aquella en la que se disuelve, por una operación del alma que carece de receta, una experiencia grande del mundo, un buceo de la vida en cuatro dimensiones. Él logra disolver, en la misma gota de agua… un montón de materiales, una cargazón que si viésemos nos asustaría, hecha de sabiduría del mundo y del alma. Este sencillo nada tiene de simple; si hubiese sido eso, es decir, pobre, no alimentaría, como lo hace, sin hambrearlo nunca el apetito de la raza que continúa leyéndolo. 27 Cumpliendo lo ya previsto por Gabriela, los versos martianos hoy recorren el mundo,

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musicalizados por autores de muchas nacionalidades, y ya hay algunos que cuentan con innumerables versiones. Estos poemas sencillos, sin título, identificados por su primer verso, permiten la más rápida comunicación con ese Martí complejo y único. Patria, amor, poesía, humanidad, misterio…, mucho nos revelan estas breves síntesis poéticas: «Yo soy un hombre sincero», «Si ves un monte de espumas», «Yo tengo un paje muy fiel», «Yo quiero salir del mundo», «Cultivo una rosa blanca»… Algunos se han ganado un título, como «El alma trémula y sola», verdadera hazaña rítmica, conocido como «La bailarina española», o «Quiero, a la sombra de una ala», identificado como «La niña de Guatemala»: Quiero a la sombra de un ala Cantar este cuento en flor, La niña de Guatemala La que se murió de amor. Eran de lirios los ramos, Y las orlas de reseda Y de jazmín: la enterramos En una caja de seda. …Ella dio al desmemoriado Una almohadilla de olor: Él volvió, volvió casado: Ella se murió de amor. Iban cargándola en andas Obispos y embajadores Detrás iba el pueblo en tandas, Todo cargado de flores. […] Este poema es uno de los preferidos por Juan Marinello, pues estima que en él llega Martí al máximo calamiento en el ingrediente popular, por lo que esta breve obra maestra apasiona por igual a doctos e ignorantes, exigentes y benévolos: Las estrofas se eslabonan en gallardo declive, componiendo un conjunto armonioso y sobrio, sereno y melancólico. La descripción de los funerales de la amada no

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sufre el desarreglo romántico. El sollozo no sale a flor, pero se le siente bajo la estrofa acompasada. La sangre del poeta empapa la cálida veracidad del canto, pero su delicado entendimiento impone el recato desarrollo. Hay aquí una conquista inusual, de las que embridan la emoción en el dibujo alusivo y fiel. 28 Para Marinello también se destaca «Sueño con claustros de mármol», conocido por «Los héroes», que considera un «momento estelar de la poesía escrita en español»: Sueño con claustros de mármol Donde en silencio divino Los héroes, de pie, reposan: ¡De noche, a la luz del alma, Hablo con ellos: de noche! Están en fila: paseo Entre las filas: las manos De piedra les beso: abren Los ojos de piedra: mueven Los labios de piedra: tiemblan Las barbas de piedra: empuñan La espada de piedra: lloran: ¡Vibran la espada en la vaina! Mudo, les beso la mano. ¡Hablo con ellos, de noche! Están en fila: paseo Entre las filas: lloroso Me abrazo a un mármol: «¡Oh mármol, Dicen que beben tus hijos Su propia sangre en las copas Venenosas de sus dueños! ¡Que hablan la lengua podrida De sus rufianes! ¡Que comen Juntos el pan del oprobio, En la mesa ensangrentada! ¡Que pierden en lengua inútil El último fuego! ¡Dicen, Oh mármol, mármol dormido, Que ya se ha muerto tu raza!» Échame en tierra de un bote El héroe que abrazo: me ase Del cuello: barre la tierra Con mi cabeza: levanta El brazo, ¡el brazo le luce

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Lo mismo que un sol!: resuena La piedra: buscan el cinto Las manos blancas: ¡del soplo Saltan los hombres de mármol! Aquí el tema es intenso y alude a la realidad cubana de la época, presentándonos a los héroes de la Guerra del 68 pidiéndole cuentas a las generaciones nuevas —a las que Martí pertenece—; pero más allá de este concreto origen, el poema se eleva en simbólica universalidad al presentar la vieja pugna entre el desinterés y el egoísmo, entre el apego a los bienes materiales y la decisión heroica. Rubén Darío ya había advertido que en este poema «todo es estupendo, el ritmo, las detenciones, las imágenes evocatorias, y el tema: se diría obra de Beethoven». La forma, la estructura, los elementos que ordena y conjuga el poeta, se unen para hacer de «Los héroes» un conjunto maestro; para Marinello, el poema apical de los Versos sencillos, pues «nunca, en la poesía de su lengua, los medios alusivos, del mejor simbolismo contribuyeron tanto a la grandeza del asunto». 29 3.8.4 Textos posteriores a 1880. La prosa Tan pronto llegó a Nueva York, Martí es designado vocal del Comité Revolucionario Cubano radicado en esa ciudad y, ante los emigrados cubanos reunidos en Steck Hall, el 24 de enero de 1880 pronuncia un discurso en donde analiza la Guerra de los Diez años, tanto en las causas que hicieron necesario su surgimiento como en aquellas que la llevaron al fracaso, para culminar reafirmando la inevitabilidad de una nueva contienda. Este discurso preludia los que, a partir de 1884, pronunciará en las conmemoraciones del 10 de octubre, fecha de inicio de la frustrada guerra independentista. Martí en Nueva York escribe «crónicas brillantes en un inglés imperfecto» en The Hour y The Sun sobre la vida norteamericana, al parecer redactadas originalmente en francés y luego traducidas al inglés por alguien de la redacción de los rotativos. Después visita por unos meses en 1881 a Venezuela, en donde publica la Revis-

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ta Venezolana, que tendrá sólo dos números, pero en la cual están algunas de las mejores muestras de su ferviente, robusta y ya madura prosa, como sus semblanzas de «Don Miguel Peña» y de «Cecilio Acosta». La libertad expresiva y sintáctica de esta prosa martiana sorprendió a muchos escritores caraqueños todavía apegados a moldes tradicionales. Una respuesta a ellos lo constituye el editorial del segundo y último número, «El carácter de la Revista Venezolana», que ha sido calificado como verdadero «manifiesto modernista», en donde Martí postula que «el escritor ha de pintar como el pintor. No hay razón para que el uno use de diversos colores, y no el otro. Con las zonas se cambia de atmósfera, y con los asuntos de lenguaje. Que la sencillez sea condición recomendable, no quiere decir que se excluya del traje un elegante adorno.» También en Caracas comienza sus colaboraciones en La Opinión Nacional, algunas firmadas y otras anónimas como la famosa «Sección constante», con informaciones muy variadas y estilo sintético. En esta sección aparece, también en 1881, lo que se considera primera repercusión latinoamericana de la teoría sinestésica que en Francia postulaban Baudelaire y Rimbaud, al explicar cómo «entre los colores y los sonidos hay una gran relación». En los Estados Unidos permanecerá Martí, salvo breves viajes a países latinoamericanos, hasta 1895, cuando parte hacia Cuba para desempeñar su ansiado papel de soldado de la independencia. En Norteamérica colabora en periódicos latinoamericanos y estadounidenses, como La Nación, de Buenos Aires —considerado entonces el periódico más prestigioso en lengua castellana de América—, El Partido Liberal, de México y The Sun. Entre ellas se destaca La América, «revista de agricultura, industria y comercio» publicada en Nueva York, que llega a dirigir entre 1883 y 1884, y sobre la cual aún hay mucho por investigar, pues existen indicios de que en algún momento fue su redactor único. Al conocimiento directo de la realidad norteamericana se suma entonces el contacto con hombres prestigiosos provenientes del continente y de otros países del mundo, con cuyas experiencias completa y amplía las suyas mis-

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mas. Numerosas instituciones solicitan contarlo entre sus miembros: La Sociedad de Amigos del Saber, de Caracas; la Academia de Bellas Artes de El Salvador; La Asociación de Prensa, de Buenos Aires, y La Sociedad Hispanoamericana de Nueva York. En La Opinión Nacional de Caracas sus crónicas comienzan a llamar la atención continental. Allí aparecen sus artículos sobre Garfield, Longfellow y Emerson, que tienen características de verdaderos ensayos. Entre 1882 y 1891 sus crónicas en La Nación de Buenos Aires, dan a conocer a los pueblos de habla hispana las distintas facetas de la vida en los Estados Unidos, con una profundidad y certeza que lleva mucho de advertencia, y que lo convierten en uno de los más lúcidos observadores que tuvo la gestación del incipiente imperio. Debe recordarse que un proceso de extraordinaria importancia tendrá lugar en la vida de Martí a partir de 1880. Las «Escenas norteamericanas» son la expresión de los cambios que se van produciendo por entonces en sus ideas sobre los Estados Unidos. Las crónicas que escribe hasta 1886, cuando aún no habían madurado suficientemente su visión política y social, demuestran no obstante una creciente agudización de la crítica hacia la realidad norteamericana, y el hecho de que ha ido profundizando en su comprensión de la problemática social. El año que transcurre entre mediados de 1886 y 1887 es de vital importancia para el pensamiento martiano, que se va radicalizando vertiginosamente a partir, entre otras razones, de su análisis de las causas y consecuencias del proceso contra los anarquistas de Chicago. Asimismo se amplía su comprensión de los problemas de la clase obrera, y de la situación particular que atraviesan los Estados Unidos en los momentos en que pasaba a una agresiva etapa de expansión económica y territorial. Trabajos como «Un drama terrible», «Nueva York en junio» y «El cisma de los católicos en Nueva York», son buena muestra de esta evolución. Otro aspecto importante del pensamiento martiano que gana en profundidad por esos años son sus ideas en torno a la guerra patria. Desde comienzos de la década del 80 venía analizando

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los continuos fracasos de las conspiraciones e intentos expedicionarios después de terminada la Guerra de los Diez Años, en busca de soluciones que permitieran superar las fallas iniciales y lograr al fin la independencia. La experiencia de la Guerra Chiquita le ha servido para valorar la diferencia entre las buenas intenciones y la capacidad necesaria para lograr un movimiento victorioso. Comprende la gran dosis de improvisación que presidía los trabajos de los patriotas y de la falta de un programa lo suficientemente amplio, coherente y democrático para atraer a todos los cubanos que deseaban la independencia, capaz de garantizar la formación de la república. En 1884 se reúne con Gómez y Maceo y se reinician los trabajos conspirativos. Pero tampoco esta vez los intentos por organizar la guerra se vieron coronados por el éxito. En opinión de Martí no estaban creadas las condiciones para ello y decide apartarse del plan. Cree imprescindible para el triundo la existencia de un programa claro y definido y una estructura para el movimiento independentista, que garantice, desde los días de la guerra, la república futura, y evitar así los errores que produjeron el fracaso de la anterior contienda. Toda la abundante prosa martiana, principalmente la realizada a través del periodismo, ha sido agrupada en grandes divisiones temáticas. Por supuesto, Cuba es el tema central del mayor núcleo de trabajos. Están fundamentalmente los que dedicó a las problemática política y revolucionaria de su isla natal, los cuales abarcan cronológicamente toda su labor como escritor, desde El Diablo Cojuelo (1869) y El presidio político en Cuba (1871), hasta el Manifiesto de Montecristi y sus diarios de campaña, escritos ya en los últimos días de su vida. Esta temática esencial incluye tanto artículos periodísticos como discursos, cartas y documentos. Además, Cuba está tratada en sus aspectos culturales (educación, literatura, arte) y, en definitiva, se encuentra en la médula de todo lo que escribió. «Nuestra América», según el nombre que él mismo le diera al continente que se extiende al sur del Río Bravo, agrupa numerosos trabajos que, en distintas épocas, dedicó a tratar sus diversos aspectos. Gran importancia tienen

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dentro de su prosa los artículos que dedicó a analizar la vida en los Estados Unidos, particularmente sus «Escenas norteamericanas», comenzadas a publicar a partir de 1881. Menos numerosos, pero de notable valor, son sus artículos dedicados a la temática europea. Gran parte de su labor periodística puede ubicarse dentro del género que suele llamarse «crónicas», comentarios sobre sucesos de actualidad, a los cuales imprimió un sello personalísimo. Por ejemplo, en sus «Escenas norteamericanas», aparte de lo valiosas que resultan para comprender su maduración ideológica, sus dotes de creador adquieren relieve inusitado. Allí, con los datos que le proporcionaban los periódicos de la época, recrea los hechos que narra de una manera impresionante, como si hubiera estado presente allí mismo. En cuanto al estilo de la prosa de Martí en estas «Escenas norteamericanas», Fina García Marruz ha comentado: ¿Qué recurso expresivo le fue extraño? Tan pronto recuerda los modos del simbolismo musical como del parnasianismo escultórico o el sutil «inacabado» impresionista. Partiendo de la sustancial gravedad de la lengua madre, toma y admira de la francesa su mayor flexibilidad tanto como aprende la ejemplar precisión de la inglesa, que fue en definitiva su segunda gran maestra. Todo depende de las exigencias del tema que trata. La idea de que el pensamiento ha de ajustarse a la forma, como la vaina al sable, le es esencial, y fue de lo que más admiró en Hugo, de cuya forma decía que era ya una idea. A muchos parecerá contradictorio su opulencia verbal y su insistencia en que el arte de escribir es reducir, pero en realidad nada es más inconcebible para Martí que la palabra «de mera verba», la galanura retórica vacía de toda idea o sentimiento real. Martí es sólo abundante cuando el tema lo requiere, conciso las más de las veces, y si bien observamos, esa misma abundancia está hecha de precisiones sucesivas, de precisiones tumultuosas, de pinceladas sobrias. 30

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Las crónicas periodísticas de Martí se tienen hoy por los mejores exponentes de todo un género que florece típicamente durante el modernismo, y significa la ganancia de un medio de comunicación masivo puesto al servicio de reflejar, en sus esencias, una realidad compleja y cambiante, utilizando para ello todas las formas artísticas disponibles, con rompimiento de límites y cánones y una riqueza expresiva y comunicativa no vista hasta entonces por igual, ni en profundidad ni en amplitud. Por eso ha llegado a decirse que la crónica es la épica del modernismo y su más característica forma de expresión artística. Esto es lo que lleva a Susana Rotker a realizar una relectura apasionante de las crónicas de José Martí: No es por desmerecer su obra poética, pero sus crónicas obligan a tomar conciencia de todo lo que convive dentro de la escritura. En su «impureza» dentro de las divisiones de los discursos, es decir, en su marginalidad con respecto a las categorías establecidas, está lo que él aspiraba en literatura: romper con los clisés, permitir nuevas formas de percepción. Sus crónicas son producto de este proceso y pueden incluir muchos sistemas de representación, pero su novedad, su originalidad es el resultado de esa confrontación: «La estética que propone no es imitación de nada: sobrepasa los esquemas de los que salió, fundando un nuevo modo de relacionar en Hispanoamérica los elementos del lenguaje y la realidad.» 31 Cuando Martí aborda la crítica, sobre todo la de literatura y la de las artes plásticas, más que reseñas o artículos logra verdaderos ensayos, en donde la sagacidad y profundidad de sus juicios lo hacen penetrar en el campo de la teoría y la estética. Su crítica —que él mismo llamaba «ejercicio del criterio»— es otra manifestación de su rico y lúcido pensamiento. Este revolucionario otorgó gran importancia no sólo a la belleza, sino también a la misión que debía cumplir el arte, al cual vio «como el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad, y de ponerla a la vez, de manera que perdure y centellee en la mente y en

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los corazones». Con algunas influencias del llamado «impresionismo», al igual que tantos escritores contemporáneos suyos en Hispanoamérica, sin embargo lo trasciende en la mejor medida, pues como afirma José Antonio Portuondo: Fue su actitud de revolucionario, hecho a abordar de frente la realidad y a luchar por transformarla en beneficio de todos, la que salvó a los juicios de Martí de la caduca y bella intrascendencia crítica del impresionismo modernista, y los puso, por encima de su tiempo, muy cerca de lo actual y, en sus momentos más felices, de lo perenne. Y fue, de este modo, su inquebrantable voluntad de servir quien ha dado eternidad a su hablar. 32 En su crítica encontramos su reconciliada asimilación de lo extranjero con la raigal expresión nativa, aunque para nuestro Continente sabía que no «habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica». Entre sus más trascendentes trabajos críticos están los ensayos que dedicara a los norteamericanos Emerson y Whitman, así como las muchas páginas que consagrara a comentar la literatura de su propia patria. Aunque Martí utilizó múltiples técnicas narrativas con gran soltura y brillantez en gran parte de sus crónicas, sintió reparos en dedicarse de lleno a la pura ficción narrativa y, fuera de las páginas que dedicara a los niños en La Edad de Oro, sólo dejó un ejemplo específico dentro del género, la breve novela Amistad funesta, aparecida en 1885 en un periódico newyorquino de poca importancia, firmada con el seudónimo de Adelaida Ral, según encargo que le hiciera su amiga Adelaida Baralt. Tan poca importancia le concedió el autor a su «noveluca», nacida «en una hora de desocupación», que la crítica usualmente apenas reparó en ella y no fue hasta el centenario de su nacimiento, en 1953, cuando el crítico argentino Enrique Anderson Imbert llamó la atención acerca de sus excelencias, que la colocaban en ventajoso punto dentro del desarrollo hispanoamericano del género. 33

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Sin embargo, el propio Martí, a pesar de sus reparos, llegó a tener en mente el editarla en forma de libro, para lo cual pensaba cambiarle el título por el de Lucía Jerez, con lo cual se mantendría en la línea de las grandes novelas románticas hispanoamericanas con nombre de mujer: Amalia, María, Cecilia Valdés. Pues su texto está concebido inicialmente dentro de parámetros típicamente románticos —prácticamente le habían pedido hacer una «novela rosa»—, sólo que los supera en más de un sentido y Anderson Imbert demuestra cómo imbrica técnicas impresionistas a otras expresionistas, y trabaja rasgos estilísticos que van a caracterizar la prosa poética finisecular, lo que lleva al crítico a asegurar que «en las letras hispanoamericanas fue Martí el primero en colaborar con el género novela en la renovación literaria que llamamos “modernismo”». Fina García Marruz prefiere llamarla «prosa artística», pues en ella «la palabra es trabajada desde afuera como un objeto que se labra exquisitamente», lo que permite que a la postre, más que «una novela sin arte» resulte que en ella «había más de arte que de novela». 34 Habilidades técnicas sorprenden en el uso del diálogo, indirecto, rápido, caracterizador, y en la fina percepción de rasgos sicológicos, sin olvidar la gran carga autobiográfica que posee. En Cuba, ya en la década del 80 se hacía insostenible el mantenimiento de la esclavitud como institución, y los antiguos esclavos se iban convirtiendo en obreros agrícolas; los hacendados se habían puesto frente a la revolución y militaban en las filas del Partido Autonomista; el mosaico clasista se había reducido y la dirección del nuevo movimiento revolucionario estaba en manos de líderes de extracción más humilde, como el propio Martí. Su extraordinaria visión política lo pone en condiciones de encontrar la solución más acertada: un aparato de dirección, una forma de recaudar los fondos necesarios, la base de sustentación de la guerra en los sectores más humildes y la superación de la disyuntiva entre el mando militar y civil. En 1887 se reincorpora de nuevo, de manera directa, a la lucha revolucionaria para dar cima a su gran obra, la fundación del Partido Revolucionario Cubano. Tiene que enfrentar varios fac-

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tores adversos: la impaciencia de los patriotas del 68, las falsas esperanzas sembradas por los autonomistas, la posición de los anarcosindicalistas por su aversión a las luchas políticas, las divisiones internas del campo revolucionario, las distancias marcadas por la ubicación social e incluso del color de la piel. Tenía que ganarse la confianza de los jefes del primer movimiento independentista con los que había roto en 1884, convencer a toda la inmigración y a los revolucionarios de la Isla de que él no era un charlatán más que, sin haber participado antes en la guerra, hacía discursos para saquear las bolsas sin resultados concretos. Pero sobre todo, había que adelantarse a los designios de los Estados Unidos, que hacían intentos por comprar la Isla a España. Era ésta la tarea que se proponía realizar un hombre enfermo, abandonado de su familia por sus propias ideas, con el único consuelo de otra mujer, Carmen Miyares —quien fue capaz de mitigar las penas de la pérdida del hogar propio y la separación del hijo—, y con escasas posibilidades de ganar el sustento porque todo su tiempo y esfuerzos tenía que dedicarlos a su ingente tarea. Una oportunidad para acercarse a los obreros llegó con la invitación a pronunciar un discurso con motivo de la conmemoración del 27 de noviembre, de 1897, ante la emigración de Tampa. «Los pinos nuevos» es el título con el que esta pieza ha pasado a la historia. En este discurso Martí llama a todos a la unidad para la lucha con palabras de una gran belleza poética: Rompió de pronto el sol por el claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos: ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos! A este discurso siguieron otros que arrastraban al auditorio, pobres en su mayoría, a abrir las bolsas, para entregar los recursos necesarios. En su inquebrantable quehacer revolucionario, las condiciones que para la oratoria poseía Martí le ayudaron en gran medida. La época en

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que vivió fue de auge del mencionado género, y su capacidad creadora, su elocuencia y ardor inigualable, no sólo los puso en evidencia cuando trataba de enardecer los ánimos, sino ante cualquier tema que tocase. Para muchos, estas elocuencia y ardor martianos, manifestados de manera vibrante en la oratoria, están en la base misma de toda su creación literaria. Sobre sus discursos, ha afirmado Cintio Vitier: En vano buscaremos en ellos las partes que tradicionalmente se atribuían a la pieza oratoria: exordio, proposición, división, narración, confirmación, refutación, peroración. Sus discursos, mezcla de inmensos períodos y oraciones aforísticas, tienen la forma libre de la llama. No podrá alabarse en ellos la composición arquitectónica, ni el tipo de armonía, elegancia y majestad que alabó Sanguily en los discursos de Montoro, su perfecta antítesis en política y en oratoria; pero siempre podrá decirse de su palabra lo que dijo él de Bolívar: «Quema y arroba.» Y ese ardor, desde luego, no es un fin en sí mismo, quiere encender a los hombres con su fuego apostólico, porque brota del volcánico seno de una conmoción histórica, del agravio secular a la dignidad humana que en él hace crisis. 35 Y efectivamente, Martí «quema y arroba» en sus grandes piezas oratorias, muchas de ellas perdidas, como las que pronunciara ya en plena manigua insurgente. De las recogidas, restallan las pronunciadas en Tampa hacia 1891, como la que hoy se conoce con el nombre de «Con todos y para el bien de todos». De ésta, basta reproducir su párrafo inicial para ejemplificar lo dicho sobre su oratoria: Cubanos: Para Cuba, que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella. Y ahora, después de evocado su amadísimo nombre, derramaré la ternura de mi alma sobre estas manos

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generosas que ¡no a deshora por cierto! acuden a dármele fuerzas para la agonía de la edificación; ahora, puestos los ojos más arriba de nuestras cabezas y el corazón entero sacado de mí mismo, no daré gracias egoístas a los que creen ver en mí las virtudes que de mí y de cada cubano desean; ni al cordial Carbonell, ni al bravo Rivero, daré gracias por la hospitalidad magnífica de sus palabras, y el fuego de su cariño generoso; sino que todas las gracias de mi alma les daré, y en ellos a cuantos tienen aquí las manos puestas a la faena de fundar, por este pueblo de amor que han levantado cara a cara del dueño codicioso que nos acecha y divide; por este pueblo de virtud, en donde se prueba la fuerza libre de nuestra patria trabajadora; por este pueblo culto, con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan, y truenos de Mirabeau junto a artes de Roland, que es respuesta de sobra a los desdeñosos de este mundo; por este templo orlado de héroes, y alzado sobre corazones. Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la paloma, en mi corazón. Voz, presencia y ademán acompañaban a la palabra impetuosa, hecha a todos los tonos y matices, pero siempre entrañable en la sinceridad de su mensaje. Uno de los grandes momentos de la prosa martiana ocurre cuando en 1889 busca su comunicación con los niños y jóvenes a través de La Edad de Oro. Porque para Martí el escribir para ellos nunca significó un descenso, un dedicarse a cosas de menor importancia, bajando el tono y la idea. Así, al salir el primer número de su revista, le comentaba por carta a un amigo: Los que esperaban, con la inexcusable malignidad del hombre, verme por esta tentativa infantil, por debajo de lo que se creían obligados a ver en mí, han venido a decirme, con su sorpresa más que con palabras, que se puede publicar un periódico de niños sin caer de la majestad a que ha de procurar alzarse todo hombre.

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Porque al redactar La Edad de Oro, jamás olvidó que «escribir no es cosa de azar, que sale hecha de la comezón de la mano, sino arte que requiere a la vez martillo de hierro y buril de joyería». Aunque también sabía que «con las zonas se cambia de atmósfera, y con los asuntos de lenguaje». Por eso, sin dejar de ser reconocible su tono característico, supo adaptar la prosa brillante tanto al cuento, propio o adaptado, que cautiva por su frescura, como al artículo informativo, que a veces deviene en piezas maestras de tono ensayístico, como el clásico «Tres héroes», o su asombroso «Viaje al país de los anamitas», quizá la primera información que recibimos los hispanoparlantes sobre Viet Nam. El contenido ideológico está a la altura del mejor Martí, con énfasis puesto en destacar las ideas de libertad y dignidad, específicamente en tres aspectos: la del ser humano, la de los pueblos y la del pensamiento. Para muchos constituye la mejor revista para niños y jóvenes escrita en lengua española. Su actualidad en todos los sentidos es incuestionable, pues, como ha afirmado Mirta Aguirre: difícilmente hay en La Edad de Oro línea que no propicie un aprovechamiento actual, ideológico y literario al mismo tiempo. Porque lo que para aprender a pensar vale ese libro, lo vale también para los que aspiran a hacerlo bellamente, extrayendo al español su más rico zumo […] 36 Si hay un género en el cual encontramos reflejado a Martí como un todo, sin deslindar las varias aptitudes que en él se dieron —la del poeta, la del pensador, la del revolucionario—, es en su extraordinario epistolario, en donde se entremezclan todas las urgencias del hombre —desde el detalle cotidiano, hasta la reflexión profunda—, pero unificadas en vital decir, con una prosa libre, flexible, capaz de comunicar y emocionar. Incluso la brevedad o la urgencia dotan a su prosa de nuevas posibilidades expresivas. De su extenso epistolario, queremos aquí transcribir dos de sus últimas cartas, que ejemplifican algunas de sus vertientes más definidas dentro del género: la carta íntima, fami-

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liar, y aquella otra en la que desnuda ante el amigo lo recóndito de su pensamiento revolucionario, que a veces no podía expresar públicamente. Dos meses antes de morir y ya listo para partir hacia Cuba, le escribe a su madre: Hoy, 25 de marzo, en víspera de un largo viaje, estoy pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en Ud. Ud se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor contentos de mí! y entonces sí que cuidaré yo de Ud. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición. Su J. Martí. Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Ud. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca. La ternura desbordante lo lleva casi a quedarse sin palabras en un momento. Pero éstas acaban por fluir desde su más profunda razón de ser, y la nota familiar, pequeña, amorosa, se funde al pensamiento grande del hombre que luchaba por una causa universal. Así, más que un estilo, tenemos la entrega total del hombre. Y en el día anterior a su muerte, en carta inconclusa a Manuel Mercado, encontramos una de sus reflexiones revolucionarias que más vigencia de futuro contiene, tampoco desvinculada de la nota íntima, esta vez como muestra de otro de los sentimientos que Martí más apreciaba: la amistad. He aquí su párrafo inicial: Mi hermano queridísimo: Ya puedo escribir, ya puedo decirle con que ternura y agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa

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que es mía y mi orgullo y obligación; ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es por eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin. El 14 de marzo de 1892 aparece el número inicial del periódico Patria, que funda y dirige, llevando anónimamente el peso mayor de su redacción, en donde desarrolla un agudo sentido del periodismo, pues «el escritor enorme aborda el artículo de fondo, o la pequeña nota de circunstancia —como las de la sección “en casa” alusiva a una boda o a una visita, en que va presentando a una luz casi mítica la novela de la diaria realidad de la emigración cubana».37 En el primer número del periódico se recogen las «Bases del Partido Revolucionario Cubano» y el 10 de abril las asociaciones de cubanos y puertorriqueños en Cayo Hueso, Tampa y Nueva York realizan actos de proclamación del Partido. La nueva organización, única en su clase en América, se planteó tres tareas fundamentales: extender y consolidar el partido, recaudar los fondos necesarios y organizar las fuerzas militares. El fracaso de la expedición de Fernandina fue un duro golpe; pero, tras la incautación de los barcos por el Gobierno norteamericano, Martí decidió llevar a cabo el desembarco con los escasos recursos con que contaba. Sabía que había llegado el momento revolucionario, el preciso momento en el cual el atraso podía costar el triunfo. Con Gómez se reúne el 25 de marzo de 1895 para cumplir, antes de arribar a las costas cubanas, otro paso ineludible según su opinión: la redacción del programa de la revolución. El Manifiesto de Montecristi, escrito por Martí y

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firmado por él y Gómez como símbolo de la unidad, recogió este programa. No había más que zarpar hacia Cuba; el alzamiento se había acordado para el 24 de febrero de 1895. La prosa de Martí, a pesar de su personalísimo tono, muestra una flexibilidad asombrosa. Encontramos en él la sobria belleza de la prosa ancilar puesta al servicio de un documento o un comunicado, en donde el desenvolvimiento de las ideas, el orden arquitectural con que se presentan las cosas, alcanzan singular relieve estético, debido precisamente a la ceñida expresión. Excelente ejemplo de ello es el Manifiesto de Montecristi, en donde el escritor en función eminentemente revolucionaria se enfrenta a múltiples dificultades. A la expresión diáfana, comunicativa, de las ideas esenciales, debía unir otra forma de decir, para abordar algunos temas complejos, delicados si se quiere, respecto a la problemática social o antimperialista, por ejemplo, y entonces la expresión no es tan clara ni el estilo tan directo. El propósito es el de unir sobre todo, enfrentados ya al esfuerzo de la lucha mayor y decisiva, aunque para ello se evada el abordaje directo de ciertas cuestiones. Sin embargo, el vigor, la claridad y la tensa emoción que se desprenden del documento son irrecusables. El Manifiesto de Montecristi va a situarse en una línea histórica cubana, dentro de la cual los documentos de mayor trascendencia revolucionaria poseerán también destacados valores estéticos. La idea fija de Martí de desembarcar en la Isla obedeció, de un lado, al deseo y la necesidad de demostrar que estaba dispuesto también a dar su vida —lo habían acusado de «Capitán Araña»—, pero además, sabía que era él quien tenía mayor claridad sobre la problemática del país y sobre el camino a seguir en las difíciles condiciones de Cuba en los días del surgimiento del imperialismo en los Estados Unidos y, por lo tanto, debía participar directamente en la obtención de la independencia y posterior organización de la república. No había en esa actitud ambición personal, sino sentido del deber, conocimiento de la magnitud de la empresa que se iniciaba, convicción de que únicamente él había llegado a calar profundamente en las causas de

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los errores de la pasada guerra y en las circunstancias nacionales e internacionales en que se desarrollaba la nueva etapa de lucha. Su honestidad revolucionaria lo había llevado a plantear que estaba dispuesto a deponer su autoridad como jefe del partido una vez en tierra cubana, y someterse a la decisión de la mayoría, tal y como afirmaba en una carta dirigida a Federico Henríquez y Carvajal de 25 de marzo de 1895. Si no era electo presidente, estaba también dispuesto a aceptar la decisión de la mayoría. Su función sería entonces la de aconsejar, influir para que las decisiones que se adoptaran fuesen las más acertadas. Finalmente volvió a tierra cubana como guerrero de la independencia. A su arribo a Playitas en compañía de Máximo Gómez se sintió por fin hombre libre; había cumplido con su deber. Varios documentos son testimonio de sus sentimientos de aquellos días, entre ellos su diario de campaña, en el que se vuelcan todas sus emociones. El 19 de mayo, a pesar de las previsiones de Gómez, que sabía lo importante de la vida de Martí para el curso de la revolución, marchó al combate dispuesto a dar el ejemplo a aquellos que lo habían aclamado como su máximo jefe al darle el título de presidente, y cayó como había expresado en sus versos, con la certeza de que para el logro de sus objetivos tenía que ser también un soldado de filas. En ese diario de campaña, en donde recogió los últimos días de su vida, particularmente los que pasó de nuevo en su tierra cubana, escrito con la premura del guerrero en campaña, el escritor y el poeta afloran en una prosa entrecortada, sugerente, única, de increíbles rasgos impresionistas, condicionada por una realidad determinante, pero de la cual extrae sus más profundas dimensiones. Víctor Casaus ha señalado que el Diario…, como gran parte de la literatura de campaña, no es producto de un plan elaborado y medido, o de una preconcebida intención estilística.38 Esta literatura que encuentra su raíz en los hechos en que participa su autor, crece al ritmo de ellos y es preciso hallar sus valores —incluso los estilísticos— a partir de esa premisa. En ese sentido puede decirse, a pesar de la sobriedad con que son relatados los

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hechos violentos que contiene, que el Diario… es un ejemplo de violentación del lenguaje, condicionado, alimentado por una nueva circunstancia. Nunca el hombre y el artista estuvieron tan fundidos, y quizá como nunca antes estuvieron a tan gran altura (lo que, ya sabemos, es mucho decir). El Diario de campaña de Martí es culminación y apertura, por la cual germinarán algunos de los hechos revolucionarios y de las páginas literarias que más vigencia tienen hoy día en nuestras tierras americanas. La presencia de la obra y la figura de José Martí al final del período colonial le confiere una gran coherencia al desarrollo literario cubano, pues él mismo, enraizado fuertemente en el quehacer nativo, viene a resultar culminación de éste. Cintio Vitier ha señalado cómo lo cubano se va caracterizando en dos vertientes básicas que se funden en sus esencias, con la penetración en la naturaleza y la sostenida preocupación ética, que recorren las principales obras desde comienzos del siglo XIX y alcanzan su punto culminante y más lúcido precisamente en Martí. Otro aspecto manifiesto desde su misma condición geográfica es la insularidad cubana, que por una parte confiere rasgos unitarios y delimitación precisa a su quehacer, pero a la vez la hace punto de tránsito, de convergencia, abierta a todas las rutas, «fiel del mundo», según la llamara el propio Martí, tan cubano y tan universal él mismo. Si el sentimiento latinoamericanista ha estado siempre vinculado a la formación de la nacionalidad cubana, en Martí va a alcanzar su mayor esplendor esta dimensión: su obra y sus actividades lo convierten en la figura máxima de lo que él calificara «Nuestra América». Pero no sólo esto, sino que su imbricación con la cultura y el mundo hispánico peninsular —siempre deslindada de su lucha anticolonialista— lo ubica como quizás la primera figura literaria de verdadera dimensión hispánica intercontinental. Y teniendo bien presente que es el mejor conocedor y crítico de la sociedad estadounidense. Abierto a todo el universo, no sólo resume y culmina el quehacer cultural de su isla nativa hasta el siglo XIX, sino que sienta pautas para su desarrollo futuro, hasta el punto de considerar-

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lo aún hoy día una de las obras más vigentes y enriquecedoras para la actual literatura cubana. 39

NOTAS

(CAPÍTULO 3.8) 1

2

Juan Marinello: Dieciocho ensayos martianos. Centro de Estudios Martianos / Editora Política, La Habana, 1980, p. 83.

3

Ob. cit., p. 85.

4

Ob. cit., pp 98-89.

5

Juan Marinello: Creación y revolución. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973, p. 36.

6

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Aunque no se señalarán los fragmentos específicos repetidos, este texto sobre Martí se basa, de manera general, en el realizado por el mismo autor, con la colaboración de Diana Iznaga y Olivia Miranda, para el Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1898. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, pp. 430-472 (Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba). La mejor edición de los textos martianos —hasta ahora— resulta la de Obras completas. Editora Nacional de Cuba / Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1963-1973, 28 t. (hay reimpresiones).

Roberto Fernández Retamar: Introducción a Martí. Centro de Estudios Martianos / Casa de las Américas, La Habana, 1986, p. 78.

7

Juan Marinello: Dieciocho ensayos…, p. 125.

8

Gabriela Mistral: «La lengua de Martí», en Antología crítica de José Martí. Recopilación, introducción y notas de Manuel Pedro González. Publicaciones de la Editorial Cultura, México, 1960 (Universidad de Oriente. Departamento de Extensión y Relaciones Culturales, Santiago de Cuba), p. 28.

9

Guillermo Díaz Plaja: «Martí», en Antología crítica de José Martí, p. 247.

10

José Antonio Portuondo: Martí, escritor revolucionario. Centro de Estudios Martianos / Editora Política, La Habana, 1982, pp. 112-114.

11

Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América hispánica. Fondo de Cultura Económica, México, 1949, p. 167.

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12

Roberto Fernández Retamar: ob. cit., pp. 76-77.

13

Juan Marinello: Dieciocho ensayos…, p. 100.

14

Rine Leal: «De Abdala a Chac-Mool», en su La selva oscura. De los bufos a la neocolonia (Historia del teatro cubano de 1868 a 1902). Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1982, p. 39.

15

Portuondo: ob. cit., pp. 110-112.

16

Ángel Augier: «Martí, poeta, y su influencia innovadora en la poesía de América» en su Acción y poesía en José Martí. Centro de Estudios Martianos / Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982, específicamente pp. 167-179.

17

Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1970, pp. 113-115, y Regino E. Boti, «A extramuros de Sibaris. Sol de Domingo», en Universal, a.1, núm. 4. La Habana, oct. 1981, pp. 336-358.

18

Salvador Arias: Tres poetas en la mirilla. Plácido, Milanés, la Avellaneda. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, pp. 33-34.

19

Eugenio Florit: «Versos», en Revista Hispánica Moderna. Nueva York, a. XVIII, núm.1-4, ene.-dic., 1952, p. 32.

20

Leal: ob. cit., p. 386.

21

Para ampliar sobre esta estancia de Martí en Cuba, consúltese de Alberto Rocasolano En años del reposo turbulento. Ediciones Unión, La Habana, 1964.

22

Juan Carlos Ghiano: «Martí poeta», en Antología crítica de José Martí, p. 345.

23

Augier: ob. cit, p. 202

24

Rubén Darío: «José Martí, poeta», en Antología crítica de José Martí, p. 287.

25

Miguel de Unamuno: «Sobre el estilo de Martí», en Antología crítica de José Martí, p. 188.

26

Marinello: Dieciocho ensayos…, p. 298.

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Gabriela Mistral: «Los “versos sencillos” de José Martí», en Antología crítica de José Martí, pp. 254255, 256-257 y 258, resp.

28

Marinello: Dieciocho ensayos…, pp. 304-305.

29

Marinello: Dieciocho ensayos…, pp. 307.

30

Fina García Marruz y Cintio Vitier: Temas martianos. Biblioteca Nacional José Martí. Departamento Colección Cubana, La Habana, 1969, p. 223.

31

Susana Rotker: Fundación de una escritura. Casa de las Américas, La Habana, 1992, p. 256.

32

Portuondo, ob. cit., p. 104.

33

Enrique Anderson Imbert: «La prosa poética de José Martí. A propósito de Amistad funesta», en Antología crítica de José Martí, pp. 93-131.

34

Fina García Marruz: «Amistad funesta», en Cintio Vitier y F.G.M.: Temas martianos, pp. 282-291.

35

Cintio Vitier y Fina García Marruz: Temas martianos, p. 68.

36

Mirta Aguirre: «José Martí: La Edad de Oro», en Cuba Socialista. La Habana, a. II, núm.20, abr. 1963, p. 129. Para otros juicios sobre la revista consúltese Acerca de «La edad de oro». Selección y prólogo Salvador Arias. 2da edición. Centro de Estudios

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Martianos / Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989. 37

Roberto Fernández Retamar e Ibrahím Hidalgo Paz: José Martí. Semblanza biográfica y cronología mínima. Editora Política, La Habana, 1983.

38

Víctor Casaus: «El Diario de José Martí: rescate y vigencia de nuestra literatura de campaña», en Anuario del Centro de Estudios Martianos. La Habana, núm.1, 1878, pp. 189-206.

39

La amplia bibliografía de y sobre Martí puede consultarse en los siguientes textos: Fuentes para el estudio de José Martí: ensayo de bibliografía clasificada, de Manuel Pedro González (Publicaciones del Ministerio de Educación. Dirección de Cultura, La Habana, 1950); Bibliografía martiana, 1853-1893, de Fermín Peraza (Comisión Nacional Organizadora de los Actos y Ediciones del Centenario y del Monumento de Martí, La Habana, 1954); Bibliografía martiana, 1954-1963, de Celestino Blanch (Biblioteca Nacional José Martí. Dpto. Colección Cubana, La Habana, 1965). A partir de 1964 la bibliografía martiana se ha recogido regularmente en las publicaciones seriadas Anuario Martiano (Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, tt. 1-7, 1969-1977) y Anuario del Centro de Estudios Martianos (Centro de Estudios Martianos, La Habana, t. 1, 1978).

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3.9 CARACTERIZACIÓN GENERAL DE LA ETAPA Si la segunda mitad del siglo XIX significa para Cuba la culminación de una larga trayectoria colonial con el estallido de luchas armadas que terminan por romper los vínculos entre la isla y su antigua metrópoli, este lapso de luchas, treguas, fracasos y triunfos —bélicos y políticos— tuvo tal trascendencia en todo el ámbito nacional que sus fechas de inicio y término —1868 y 1898— marcan también una definida etapa dentro del desarrollo literario del país. Esa legítima aspiración independentista prevalece entonces en todos los campos y sus consecuencias, ya sea desde la adhesión entusiasta hasta el rechazo evasivo, son demasiado palpables en el campo literario, tal como lo fueron en lo social, lo político y lo económico. Quizás como nunca, estos treinta años ubicados ya hacia los finales del siglo XIX, representan una sólida vinculación unitaria en todos los aspectos de la vida cubana, subdivisible en tres momentos —guerra, entreguerra, guerra de nuevo— que el distanciamiento histórico de hoy nos permite contemplar con la sólida correspondencia de una forma musical (A1, B, A2). El llegar a este rompimiento con los lazos coloniales supuso todo un proceso de maduración de la conciencia nacional, del cual la literatura formó parte actuante. Si en cuanto a la formación de un ideario cubano contribuyeron de manera esencial algunos prestigiosos ensayistas, no menos importante fue el aporte de otros escritores a la creación de una sensibilidad, un sentimiento, que expresaba cabalmente la forma de

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ser y los anhelos de los habitantes de la isla. Si la poesía alcanzó el más alto grado de emotividad hasta entonces, no menos eficaces fueron la narrativa en sus varias vertientes (artículo de costumbres, noveletas y novelas, testimonio) y el teatro, este último sobre todo a través de su práctica cotidiana, bien ejemplificada en el llamado bufo cubano. Por eso, si existe un rasgo fundamental en la literatura que se produce en Cuba entre 1868 y 1898, es el de formar parte, a la vez como factor contribuyente y expresión consecuente, de la culminación del proceso a través del cual madura la conciencia nacional. Pero el anterior proceso logra su mayor eficacia porque va acompañado de una maduración estética en sus mejores muestras, y en conjunto alcanza una enraizada amplitud que le permite resistir el embate de las inevitables y duras contingencias bélicas de la etapa. Porque otra característica de dicha etapa es tanto el mantener el brillante cultivo de géneros ya alcanzado en etapas anteriores —la poesía en mayor medida, pero también el ensayo— como el lograr pleno desarrollo en otros —la narrativa de ficción— y producir textos que, con antecedentes o no, significaban un nuevo aporte como conjunto, tal como resultó con la «literatura de campaña». La maduración del pensamiento y el tener que enfrentarse a un momento de crisis en casi todos los aspectos de la vida nacional, contribuyó al indudable auge de la prosa reflexiva, que logra agrupar un impresionante número de ensayistas, críticos y pensadores, para alcanzar un

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SEGUNDA ÉPOCA

momento de desarrollo del género —o subgéneros— calificado generalmente como verdadera «edad de oro» y que muchos consideran no ha tenido equivalente dentro de toda la literatura cubana. La cantidad y calidad de autores en este campo es tan amplia que sólo bastará para probar lo anterior señalar algunos de sus más ilustres cultivadores: José Martí, Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Enrique Piñeyro, Manuel de la Cruz, Aurelio Mitjans… La relación de este florecimiento con la situación específica por la que atravesaba Cuba es evidente, pero tampoco puede olvidarse que se trata de un florecimiento fuertemente vinculado a un desarrollo sólido y gradual desde los tiempos iniciales de nuestra literatura, dentro del cual ya existían tan notables exponentes como José Agustín Caballero, Arango y Parreño, Félix Varela, Domingo del Monte, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero… También producto de ese distanciamiento crítico y la consiguiente acumulación de experiencia, que permiten lograr una relativa adultez, fue la aparición entonces de algunas novelas que pueden ser ya consideradas como productos de alta calidad, sobre todo en sus dos muestras paradigmáticas: Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, y Mi tío el empleado, de Ramón Meza, con sus valores complementarios, la primera como culminación de lo hecho en el género, la segunda abierta a un futuro desarrollo. Pero también se verifica en el cultivo prolífico del género, que permite el destaque de varios autores de interés: Tristán de Jesús Medina, Nicolás Heredia, Francisco Calcagno, Martín Morúa Delgado… La novela se afinca en el reflejo de la realidad patria sin desdeñar incursiones extranacionales y estilísticamente asimila, un poco de manera indiscriminada, corrientes foráneas que van del romanticismo al naturalismo, alcanzando en esta misma hibridez su perfil propio, que incluye tanto la aparición de largos folletines en la prensa diaria como otros productos de gran refinamiento estético, de lo que es muestra la novela Amistad funesta, de José Martí. La asimilación de corrientes foráneas y la búsqueda de una nueva sensibilidad se hace muy presente también en la poesía, sobre la cual pesa

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aún mucho el esplendor obtenido durante los años precedentes dentro de las corrientes románticas. Rondando el modernismo surgen voces que no demeritan ante las muy altas que las habían antecedido, pero el desarrollo poético de la etapa se ve signado por la desaparición dentro de su propio lapso de algunos de sus más notables exponentes: José Martí, Julián del Casal, Juana Borrero, Carlos Pío Uhrbach… Las tendencias estéticas que predominan en el extranjero florecen internamente junto a la utilización de este género como instrumento de combate, como ya había ejemplificado Heredia. Contradicciones y crisis no impiden a la poesía mantener también durante esta etapa su reconocida posición de vanguardia cualitativa dentro de la literatura cubana. La misma ebullición epocal hace necesario el rompimiento de moldes genéricos tradicionales y en la búsqueda de la expresión de agudos conflictos y anhelos impostergables la literatura adquiere una funcionalidad inevitable. Los valores estéticos no están ausentes pero el proselitismo o la polémica adquieren lugares preponderantes. Que esto ocurra en el brillante ensayismo de la época no sorprende, pero sí llama la atención cómo el periodismo y la oratoria desbordan sus límites tradicionales y muchos de sus textos disputan la primacía artística a las formas de ficción. El período de entreguerras sirve como ardiente crisol y la oratoria, por ejemplo, es como un muestrario de posiciones encontradas y estilos múltiples. A veces es imposible deslindar la crítica literaria de la política y cuando varios autores insisten en historiar o antologar nuestro proceso cultural, están contribuyendo a hacer más visible esa maduración de la conciencia nacional que caracteriza el período. Las mismas guerras producen su propia literatura y junto al panfleto o el análisis crítico, se van escribiendo testimonios útiles y hermosos, que pueden tomar la forma de memorias, diarios, epistolarios… Es lo que se ha llamado «literatura de campaña», un conjunto que muestra uno de los perfiles más propios y valiosos del momento. Estos finales del siglo XIX cubano maduran y recogen una fructífera siembra anterior y la gue-

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TERCERA ETAPA:

rra no puede impedir que en la etapa proliferen publicaciones e instituciones no oficiales… Pero esa misma guerra hace que se establezcan delimitaciones casi siempre excluyentes entre lo cubano y lo español. Durante la entreguerra revistas y tertulias servirán a esos fines, utilizando a veces tácticas diversas, pero al romper la última contienda en 1895 todo se polariza y se hace casi imposible deslindar lo meramente cultural de lo político. Aunque la situación no es la misma para toda la isla y se ahondan matices entre la capital y el interior del país y entre sus partes occidental y oriental, lo cual no dejará de tener repercusiones culturales en el futuro inmediato. En los campos de lucha los mambises crean sus propios vehículos de expresión y desde el exterior se amplían y vivifican múltiples manifestaciones que se incorporan en forma activa al desarrollo literario interno. La presencia de las guerras de independencia hace de esta etapa ubicable entre 1868 y 1898 un momento de características muy especiales dentro de toda la literatura cubana, hasta el punto de que sería insostenible el proponer límites

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1868-1898

para enmarcarla que no tuviesen bien presentes los brotes bélicos. Pero otra característica muy particular e indisolublemente unida a lo anterior, es también la presencia de una figura de talla excepcional que, prácticamente, domina la etapa. José Martí no sólo es el principal artífice y sostenedor del brote independentista, sino que también con su obra literaria sienta pautas en muchos campos. Enraizado con fuerza en la tradición nacional, también está excepcionalmente abierto a la cultura universal, y sus textos van del más acendrado esteticismo a la más comprometida funcionabilidad, pero siempre manteniendo una renovadora calidad que lo coloca entre los más altos exponentes de la literatura escrita en español durante cualquier época. Martí, símbolo y presencia, marca de manera incuestionable esta etapa de la literatura cubana, sin lugar a dudas una de las más brillantes en todo su desarrollo histórico. Etapa que, por las razones ya expuestas, resulta también una de las más definibles y delimitables a través de ciertos rasgos unitarios y preponderantes, lo cual no niega su rica y contradictoria complejidad.

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B. CONCLUSIONES GENERALES SOBRE LA LITERATURA CUBANA ENTRE 1790 Y 1898 Mil setecientos noventa es la fecha más visible para ubicar el inicio de lo que puede llamarse el proceso de institucionalización literaria en Cuba. Como es sabido, antes de ese momento existieron autores y obras, algunos muy meritorios en cierto sentido, y no dejaron de producirse cenáculos, esfuerzos privados y esporádicos apoyos oficiales que dieran indicios de la existencia de una relativa vida literaria. Existía todo un fermento de gestación cultural que sólo adquiere cierto grado de coherencia y sentido de trascendencia cuando cuenta con vehículos para una expresión permanente y se cohesionan esfuerzos y voluntades. Ése es el fin primordial que cumplen el Papel Periódico y sus émulos durante este período de fermentación, cuando la imprenta comienza a ser utilizada con mayor amplitud y se cobra conciencia de que la literatura, como un complejo coherente, puede llegar a ser una prueba más del desarrollo de la colonia, ya a tres siglos de sus inicios. Como colonia, la vida literaria de la isla trató de remedar a la de la metrópoli, entonces en un momento de franca decadencia, rindiendo pleitesía a un neoclasicismo que a duras penas rebasaba lo acartonado y epigonal. No es de extrañar que los nativos de la isla trataran de emular estos modelos y que cuando algunos esfuerzos oficiales prestaran atención a las manifestaciones culturales —y en esto hay que mencionar sobre todo al obispo de La Habana, Díaz de Espada— lo neoclásico fuese tenido como el estilo de avant garde para superar barroquismos sobrecargados y «vacíos». Barroquismos que,

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como se ha afirmado hoy día con insistencia, no serían fáciles de borrar, porque el mismo medio —geográfico y espiritual— parecía ser propiciador de ello. Sobre todo, nuestros poetas lo destilan de manera casi inconsciente al tratar de comunicarnos lo que apresan sus sentidos —primero la vista, pero también lo auditivo, el olfato y lo meramente táctil— y el neoclasicismo toma aires de criollez evidente. Esta línea se cumple en los poetas más persistentes de esta etapa neoclásica, que incluyen a Manuel de Zequeira primero e Ignacio Valdés Machuca después. Estos autores mencionados son muestras ya de la preocupación por ser «hombres de letras», con lo que de reconocimiento público y profesionalismo suponía. El oficio de escritor comienza a tener, si no todavía mucho prestigio, al menos sí presencia, pero aún no la suficiente como para que otros notables poetas de la época —Manuel Justo de Rubalcava, Manuel María Pérez y Ramírez— estimacen que sus obras debían ser preservadas para la posteridad. Esto tampoco, desde el punto de vista literario, parecía interesarle demasiado a los mejores prosistas del momento, preocupados ante todo por dar constancia funcional e influir en el desarrollo ideológico o económico de la isla. El reformismo político encuentra una de sus más altas voces en Francisco de Arango y Parreño, mientras que el reformismo filosófico lo hace con José Agustín Caballero; por otra parte, Antonio José Valdés y José María Callejas testimonian el decursar histórico. Tímidamente aún, la

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CONCLUSIONES GENERALES

narrativa se muestra sobre todo a través del artículo de costumbres y el teatro cuenta con un actor criollo que no cuidó tampoco dejarnos pruebas de su abundante labor autorial: Francisco Covarrubias. La oratoria, forense, académica y sagrada, es herencia del período anterior aún muy cultivada, pero en conjunto es de lo que más se vincula al pasado. En esta etapa ubicable entre 1790 y 1820 son bien detectables nombres, obras, polémicas, tertulias, etc., pero casi todo tiene un carácter ingenuo y poco coherente en general. Sin embargo, sí es muy destacable cómo la conciencia de una identidad nacional, más allá de sus signos externos, va ganado en profundidad y fuerza. La figura más señalada en este aspecto es Félix Varela, pensador y escritor ya de segura voluntad estética, que dan un nuevo giro a la prosa y la oratoria y con quien se inicia otra etapa en la literatura cubana. Si Varela está muy enraizado en los finales de dicha etapa de 1790 a 1820, la cual culmina y supera, la última de estas fechas marca un momento de vuelco en la literatura cubana. Al conjuro de la libertad de imprenta primero y luego, al cercenar España toda posibilidad de reformismo progresista para la isla, la vida literaria del país, impulsada por los criollos, experimenta un salto cualitativo, acentuado por el conocimiento y la práctica de un nuevo estilo que nos llega de Europa: el romanticismo. El período de libertades constitucionales —incluida la de la imprenta— que transcurre entre 1820 y 1823 señala algunos aspectos que dan la medida del salto cualitativo. Al proliferar las posibilidades de publicación, se dan a conocer autores y se tocan temáticas que amplían el horizonte cultural. Ideas polémicas se discuten públicamente y aflora ya el sentimiento independentista; en literatura, la sombra neoclásica se desvanece ante brotes prerrománticos o ya románticos, según puede ejemplificarse en una publicación como El Argos (1823), de los hispanoamericanos Miralla y Fernández Madrid. Uno de los aspectos más importantes del momento es la aparición de un gran poeta en la voz de José María Heredia, que dada la situación histórica, su temperamento y los estímulos literarios que recibe —provenientes muchos de ellos de Fran-

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cia— prefigura ya la estampa del poeta romántico, abierto a los aires libertarios y traspasado de quebrantos amorosos. Entre 1823 y 1824 Félix Varela, exiliado en los Estados Unidos, da a conocer El Habanero. Ejemplos tales ya nos permiten hablar de textos de innegable calidad artística marcados con un matiz netamente nacional; en otras palabras, ya puede hablarse de una literatura cubana. Aunque el romanticismo nativo tenga características propias, que lo diferencian de sus modelos europeos, sus huellas serán tan profusas que llenarán prácticamente toda la historia del siglo XIX cubano, pues sólo hacia sus postrimerías el modernismo aportará una sensibilidad con matices algo diferenciadores. El romanticismo cubano en sus inicios es guiado y frenado por las manos hábiles pero cautas de Domingo del Monte, a quien no pocos tildan de ecléctico. Pero a partir de 1829 la vida literaria criolla parece estar bajo su influjo, inclusive en algunas de sus más importantes características: 1. El surgimiento de un grupo de poetas de calidad apreciable, a cuyo frente se encuentran José Jacinto Milanés y Gabriel de la Concepción Valdés (a quienes se suma, con una producción realizada casi toda en España, Gertrudis Gómez de Avellaneda). 2. El inicio consciente de una narrativa cubana y romántica, con autores como Cirilo Villaverde, Ramón de Palma y José Antonio Echeverría. 3. La utilización de la literatura como medio para expresar preocupaciones sociales, a saber, la disolución en que yacían las costumbres o la esclavitud, que generó todo un hoy famoso pero entonces clandestino brote literario. 4. La renovación y proliferación de publicaciones periódicas, ya con un sentido moderno, de las cuales fue paradigma la Revista Bimestre Cubana. 5. Tratar de actualizar el movimiento cultural cubano respecto a lo que se producía en Europa y el resto de América, mediante una

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información amplia y el discutir ideas novedosas, siempre dentro de los marcos permitidos por la casi siempre estricta censura colonial. 6. Mantener el romanticismo dentro de límites precisos, que tratarían de evitar los excesos, tanto estilísticos como ideológicos, adaptados a las condiciones propias del país. 7. Mejorar y ampliar el sistema educacional cubano no oficial, incluyendo vehículos como los colegios privados. Producto de todo lo anterior fue el afianzamiento de una literatura cubana que, por definición, se iba contraponiendo a lo español colonial. El choque era inevitable y Del Monte tuvo que emigrar al extranjero en 1843; en el ’44 ya sabemos que el Proceso de la Escalera señala un corte abrupto al rumbo que iba tomando el movimiento literario, el cual deberá esperar a tener un respiro para que nuevas voces surjan y se impongan, a cuya cabeza se encuentran poetas de calidad reconocida como Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, Joaquín Lorenzo Luaces y Rafael María Mendive, sin olvidar el brote de una poesía nativista de la cual se recuerdan con afecto los nombres de José Fornaris y Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé. En narrativa el artículo de costumbres se afianza y prolifera, con José María de Cárdenas y José Victoriano Betancourt entre los de mayor destaque; no lejos de éstos se encuentran las novelas de Ramón Piña y José Ramón Betancourt. Los pensadores —Saco, Luz y Caballero— confirman la formación de una conciencia nacional, mientras que la literatura toda se muestra como uno de sus más legítimos productos. Que inclusive puede rastrearse en el teatro, con esfuerzos cultos como los de Milanés. La Avellaneda y Lorenzo Luaces y una práctica popular y satírica que culmina en el llamado bufo cubano. Al romper la guerra independentista en 1868 se deslinda el comienzo de una etapa de treinta años, que durará hasta finales de siglo, a la cual, desde el punto de vista literario, podemos seña-

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lar las siguiente características: 1. Las guerras y el período de entreguerras, como producto y solución de crisis ya inevitables, serán el denominador común de la etapa y su relación con la literatura se producirá de múltiples maneras, desde vínculos muy directos y verificables hasta otros en ocasiones poco visibles, pero existentes. 2. Por lo tanto es un momento de crisis y madurez, cuando la cristalización de la conciencia nacional se manifiesta en una prosa reflexiva de altas calidades y variadas formas expresivas, con nombres como los de José Martí, Enrique José Varona, Manuel Sanguily, entre otros muchos. La crítica literaria figura con rango elevado entre estas manifestaciones de la prosa reflexiva. 3. La guerra directamente produce la llamada «literatura de campaña» con textos que incluyen el testimonio, el diario de campaña o el epistolario entre otras formas, pero también se vincula al cultivo de la crítica histórica, la biografía y la oratoria, forma esta última muy utilizada, con fines diversos, sobre todo en el período entreguerras. 4. Esta maduración del conglomerado social permite su captación distanciada a través de textos narrativos que casi ratifican —aunque esto sea discutible— la aparición de una novelística cubana, con espléndidas muestras como la Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde y Mi tío el empleado, de Ramón Meza. 5. En poesía aparece una sensibilidad refinada que, sin romper con los ricos antecedentes nativos, busca nuevas formas de expresión, sumándose en mayor o menor medida al nodernismo hispanoamericano. José Martí y Julián del Casal son los máximos, pero no únicos, exponentes en este campo. 6. El teatro, sin nombres destacables entre sus cultivadores, es de los géneros que más se resiente por los sucesos bélicos: llega a existir un teatro integracionista del cual es réplica un teatro mambí representado fuera de la isla.

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José Martí observó en una ocasión que la literatura no es más que la expresión y forma de la vida de un pueblo, en que tanto su carácter espiritual, como las condiciones especiales de la naturaleza que influyen en él, y las de los objetos artificiales sobre que ejercita el espíritu sus órganos, y hasta el vestido mismo que se usa, están reflejados y embutidos. 1 La literatura cubana entre 1790 y 1898 fue cumpliendo este proceso, dando fe primero de las condiciones especiales de la naturaleza existentes en el país, captada en sus aspectos sensoriales en un inicio pero pronto interiorizada en las voces de sus mejores poetas. Esta naturaleza

y los objetos artificiales sobre los cuales ejercita el espíritu sus órganos —hasta el vestido mismo— fue campo preferido del costumbrismo. Y todo el proceso fue meditado con detenimiento y agudeza por pensadores y críticos. Desde los esfuerzos no siempre avalados con calidad estética de las primeras décadas hasta la rica proliferación de sus mejores momentos, este período resulta fundamental dentro de la literatura cubana, además de por las muestras de calidad universal que produjo, también por llevarse a cabo en su transcurso la formación y cristalización no sólo de la conciencia nacional como tal, sino de la literatura cubana misma, en definitiva, como «expresión y forma» del quehacer vital del país.

NOTAS

(CONCLUSIONES GENERALES) 1

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——————: Historia de la nación cubana (desde 1790 hasta 1834). Publicado bajo la dirección de Ramiro Guerra y Sánchez, José M. Pérez Cabrera, Juan J. Ramos y Emeterio S. Santovenia. Editorial Historia de la Nación Cubana, S.A., 1952, tomo III. ——————: El movimiento de los romances cubanos del siglo XIX. Selección y prólogo de Samuel Feijóo. Editora del Consejo Nacional de Universidades. Universidad Central de Las Villas, La Habana, 1964. ——————: Noveletas cubanas. 2 tomos. Selección y prólogo de Natividad González Freire. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975. ——————: Teatro del siglo XIX. Prólogo de Rine Leal. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986. ——————: Tipos y costumbres de la Isla de Cuba, por los mejores autores de este género. Obra ilustrada por D. Víctor Patricio de Laudaluze. Introducción de Antonio Bachiller y Morales. Fototipia Taveira, primera edición, Editor Miguel de Viela, Imprenta del «Avisador Comercial», Habana, 1881. ——————: Valoraciones sobre temas y problemas de la literatura cubana. Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1978.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

A Abbot, A.: 101, 118, 145. Abreu, Marta: 396, 461. Acosta, Agustín: 540, 544, 546. Acosta y Casanova, Manuel de: 97. Adam, Ángeles: 394. Adam, María: 387. Aenlle Álvarez, Álvaro: 368. Agramonte, Eduardo: 388. Agramonte, Roberto: 232. Agramonte y Loinaz, Ignacio: 350, 355, 398, 399, 403, 419, 466. Aguado, Ana: 387. Agüero, Joaquín de: 279, 308, 410, 478. Agüero, José Agustín: 88. Aguirre, Mirta: 123, 126, 502, 566, 570. Aguirre, Sergio: 104, 105, 124, 161, 281, 302, 354. Agustini, Delmira: 509, 535.

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583

Alambert, Jean Le Rond d': 105. Alas, Leopoldo: 442. Albear, Francisco de: 393, 397. Aldama, Domingo: 99. Aldama, Miguel: 204, 355, 364. Aldama, Rosa: 142, 146. Alderete, Juan M.: 97. Alderíus, Francisco: 462. Alfieri, Vittorio: 138. Alfonso, Gonzalo: 219. Alfonso, José Luis: 173, 204, 219. Alfonso, Silvestre: 136. Alló, Lorenzo de: 63, 216. Almeida, Laureano: 63. Alonso, Amado: 140. Altamirano, Ignacio M.: 554. Alva y Monteagudo, Mariano José de: 38, 97. Álvarez de Cienfuegos, Nicasio: 96, 135. Álvarez, Federico: 154, 173. Álvarez, Imeldo: 502.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Amaranto. Véase Costales, Manuel. Anderson Imbert, Enrique: 120, 126, 564, 570. Andreu, Mateo: 88. Andueza, José María de: 119, 178, 179, 180, 189, 191. Angulo y Heredia, José Miguel: 126. Antonio, Gabriel: 9. Antonio, Jorge: 395. Aponte, José Antonio: 87, 422, 478. Arango, José: 62, 63, 132. Arango, Josefa: 134. Arango, Napoleón: 399. Arango y Parreño, Francisco de: 12, 23, 28, 44, 49, 59, 62, 63, 72, 82, 82–87, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 91, 92, 95, 97, 103, 104, 106, 125, 161, 340, 341, 572, 574. Arburu Morell, José: 380, 382. Arditi, Luigi: 285. Ardois, Dolores: 387. Ardois, Margarita: 387. Argenter, Miró: 366, 487. Arias, Salvador: xii, xiv, 89, 90, 91, 98, 140, 151, 186, 265, 266, 501. Aristóteles: 95. Arizti, Cecilia: 387. Armand, René François: 459. Armas, Emilio de: 451, 544. Armas, José de: 461. Armas, Juan Ignacio de: 434. Armas y Cárdenas, José de (llamado Justo de Lara): 364, 367, 371, 374, 435, 439, 439– 441, 440, 461, 462, 465. Armas y Céspedes, José de: 363, 472. Arnao, Antonio: 332. Arnao, Juan: 343, 354. Arnao, Ramón Ignacio: 364. Arrate, José Martín Félix de: 20, 22–24, 24, 27, 28, 31, 36, 43, 44, 71, 86, 156. Arriaza, Pedroso de: 475. Arriaza y Superviela, Juan Bautista: 143, 153. Arrom, José Juan: 32, 33, 34, 46, 131, 140, 187, 267, 330. Arrondo, Matías: 275. Arroyo, Hilario: 97. Arrufat, Antón: 228, 232. Arteaga, Manuel de: 308.

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Arteaga, Pedro de: 9. Augier, Ángel: 125, 517, 545, 546, 553, 557, 569. Augier, Émile: 268. Avelino de Orihuela, Andrés: 305. Avilés, Jesús: 396. Avilés, Manuel: 396. Ayala, Francisco de: 363. Azcárate, Nicolás: 237, 239, 244, 331, 332, 336, 351, 372, 374. Azcárate y Rosell, Rafael: 237, 245, 352, 353.

B Bachiller y Morales, Antonio: 34, 40, 63, 86, 96, 97, 115, 116, 119, 126, 145, 150, 153, 154, 156, 157, 172, 179, 190, 191, 192, 193, 201, 211, 227, 229, 230, 233, 270, 311, 312, 317, 332, 337, 337–342, 341, 343, 349, 352, 353, 364, 380, 393, 423, 455, 458, 473. Bacon, Francis: 221. Báez, Francisco Javier: 11. Bajtín, Mijail: 492, 503. Balboa, Silvestre de: 7, 9, 13, 14, 17, 32, 36, 100, 162, 290, 338. Baliño, Carlos: 376. Balmaseda, Francisco Javier: 234, 320, 411. Balzac, Honoré de: 208, 469, 470. Bar-Lewaw, Itzhak: 173. Baralt, Adelaida: 563. Baralt, Francisco: 311. Baralt, Luis Alejandro: 237, 373, 374. Barañano, Leonardo: 383. Barbarrosa, Enrique: 367. Barca, Calderón de la: 66, 226, 550. Barea, Juan Bautista: 27. Barrantes, Vicente: 438, 439. Barrera, Diego de la: 62. Bárzaga, Rafael: 371. Batres, Antonio: 555. Baudelaire, Charles: 379, 517, 523, 530, 531. Bécquer, Gustavo Adolfo: 291, 292, 510, 517. Beethoven, Ludwig van: 387, 560. Belgrano, Manuel: 97. Belic, Oldrich: 285, 302. Bellén, Manuel: 356. Bellido de Luna, Juan: 364, 376.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Bellini, Vicente: 101, 102, 157, 177. Bello, Andrés: 68, 69, 70, 78, 115, 121, 144, 171. Bentham, Jeremías: 146. Béranger, Pierre-Jean: 351. Bergaño y Villegas, Simón: 63, 97, 125. Beristain de Souza, J. N.: 46. Bermúdez, Anacleto: 119, 126. Bernhardt, Sarah: 375. Betancourt, Ana: 399. Betancourt Cisneros, Gaspar (llamado El Lugareño): 141, 192, 193, 204, 211, 215, 216, 240, 243, 308, 317, 370. Betancourt, José Ramón: 306, 307, 307–310, 308, 316, 576. Betancourt, José Victoriano: 119, 148, 173, 189, 192, 211, 230, 234, 236, 311, 312–314, 313, 314, 317, 321, 363, 455, 576. Betancourt, Luis Victoriano: 314, 317, 364, 371, 374, 453, 454, 505, 506, 541. Billini, Adriana: 394. Blanch, Celestino: 570. Blanchié, Francisco Javier: 270, 272, 273. Blanck, Hubert de: 385, 386, 388, 395. Blanck, Olga de: 395. Blanco y Erenas, Ramón: 374, 556. Blasco Ibáñez, Vicente: 485. Bobadilla, Emilio: 435, 436, 440–442, 441, 442, 443, 459, 461, 462, 474. Böhl de Faber, Nicolás: 122. Boileau, Nicolas: 69, 89, 226. Boisgobey, F.: 475. Bolívar, Simón: 68, 110, 211, 400, 426, 565. Boloña, José Severino: 40, 80, 158. Bonafoux, Luis: 441. Bonheur, Rosa: 394. Bonilla, Cepero: 347. Bonilla y San Juan, Alejandro: 80. Bordaloue, Luis: 25. Borrego Estuch, Leopoldo: 173. Borrero Echevarría, Esteban: 450, 453, 474, 506, 507, 525, 533, 541, 542. Borrero, Juana: 380, 382, 383, 441, 443, 452, 454, 512, 515, 527, 533–536, 538, 542, 545, 546, 572. Boti, Regino E.: 265, 553, 569. Bottesini, Giovanni: 285.

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Bourget, Paul: 370, 436, 438, 444, 451, 509. Bravo Senties, Miguel: 411. Brindis de Salas, Claudio José Domingo: 374, 387, 389, 476, 481. Brull, Mariano: 302. Buelta y Flores, Tomás: 481. Buenamar, Ricardo. Véase Cabrera, Raimundo. Bueno, Salvador: xiii, 150, 210, 211, 212, 328, 352, 439, 442, 458, 459. Byrne, Bonifacio: 376, 450, 515, 520, 521, 536– 538, 541, 546. Byron (George Gordon, lord): 101, 115, 122, 130, 134, 135, 137, 138, 144, 153, 206, 250, 334, 428, 432, 542, 554.

C Caballero, Álvaro: 373. Caballero, Félix: 97. Caballero, José Agustín: 12, 27, 29, 30, 44, 46, 49, 59, 60, 62, 63, 64, 65, 80, 84, 84–86, 85, 86, 88, 91, 92, 95, 105, 114, 161, 225, 226, 349, 355, 369, 572, 574, 576. Caballero y Ontiveros, Félix: 97. Cabezas Altamirano, Fray Juan de las: 8, 13, 14, 15. Cabrera, Raimundo: 376, 377, 408, 414, 415, 425, 438, 464, 473. Cabrera Saqui, Mario: 313. Cadalso, José: 79, 96, 346. Caggiani, Giuseppe: 393. Caillet-Pois, Julio: 140. Cairo, Ana: xiii, 211, 458, 501. Cajigal, Juan Manuel: 108. Calcagno, Francisco: 27, 211, 273, 301, 367, 395, 420, 421–422, 426, 440, 454, 469, 472, 475, 494, 496, 501, 572. Calderón, Fernando: 121. Calderón Kessel, Francisco: 355. Callejas, José María: 87, 574. Calvo de la Puerta, Sebastián: 9. Calvo, Nicolás: 62, 84. Camargo, Juan: 9. Campbell, Thomas: 137, 153, 554. Campo, Diego: 453. Campoamor, Ramón de: 332, 333, 447, 448, 507,

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

553. Campos, Diego de: 39. Cancio Isla, Wilfredo: 329. Cañizares, José: 66. Cánovas del Castillo: 418. Carbón, Amaury: 545. Carbonell, José Manuel: 284, 354. Carbonell, Néstor Leonelo: 565. Cárdenas y Rodríguez, José María de: 148, 192, 236, 312, 313, 314, 321, 455, 456, 576. Cárdenas, Nicolás de: 173. Cárdenas y Chávez, Miguel de: 173. Cardoso Ferrer, Marta R.: 395. Carlos, Alberto J.: 266. Carlos III: 39, 49, 57, 67. Carlos IV: 57, 67, 68, 88. Carlos V: 8. Carlyle, Thomas: 420, 423. Caro, Miguel Antonio: 439. Carpentier, Alejo: 101, 103, 124, 201, 212, 239, 246, 353, 385, 389, 391, 395, 396. Carreño, Pedro: 318. Carrillo, Isaac: 364. Carrión, Miguel de: 543. Carrión, Tomás: 372. Casal, Julián del: 135, 159, 370, 371, 374, 379, 382, 385, 387, 391, 394, 395, 397, 440, 441, 443, 445, 448, 449, 450, 451, 460, 461, 474, 507, 512, 514, 515, 516, 517, 518, 519, 521, 522–533, 533, 534, 535, 536, 539, 540, 541, 545, 546, 548, 572, 576. Casas, Bartolomé de las: 21. Casas, Luis de las: 49, 58, 61, 84. Casas Romero, Luis: 396. Casaus, Víctor: 568, 570. Castañeda, Eduardo: 212. Castellón, Pedro Ángel: 243, 281. Castillo de González, Aurelia: 452, 454, 510, 511, 528, 541, 543. Castillo, José del: 63. Castillo Moreno, Francisco: 396. Castillo y Sucre, Rafael del: 26. Castro, Martha de: 395. Castro Palomino, Juan Miguel de: 40, 43. Castro Palomino, Rafael de: 474. Castro, Rosalía de: 291.

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Catalá, Ramón A.: 371. Catalá, Valentín: 469, 500. Cay, María: 545. Cay, Raúl: 528. Cepeda, Ignacio de: 252, 257, 258, 265. Cepeda, Rafael: 433, 458. Cepero Bonilla, Raúl: 276, 301, 355. Cernadas, Remigio: 88. Cervantes, Ignacio: 374, 385, 388. Cervantes y Saavedra, Miguel de: 138, 202, 225, 308. Céspedes, Carlos Manuel de: 52, 220, 313, 350, 357, 361, 362, 363, 371, 376, 396, 398, 401, 404, 405, 416, 419, 466, 481, 502, 551. Céspedes de Escanaverino, Úrsula: 299. Céspedes de Quesada, Carlos Manuel de: 420, 424. Céspedes, Garzón: 329. Céspedes, José María de: 373, 404, 437. Céspedes, Úrsula: 274, 300. Chacón y Calvo, José María: 131, 140, 266, 508. Chaikovsky, Piotr Ilich: 387. Chaple, Sergio: xiii, 286, 288, 296, 302, 303. Charcot, Jean-Marie: 370. Chartrand, Augusto: 395. Chartrand, Esteban: 381, 395. Chartrand, Phillippe: 395. Chateaubriand, François-René de: 101, 109, 115, 122, 133, 138, 156, 225, 254, 469. Chateloin, Feliciana: 124. Chaussée, Nivelle de: 268. Chénier, André: 138. Cicerón: 25. Cicognini, Giacinto Andrea: 32, 43. Cienfuegos, José: 153. Cigala, Francisco Ignacio: 28. Cintra, José Antonio: 105, 108. Cisneros y Correa, Francisco Javier: 240, 246, 438. Clarín. Véase Alas, Leopoldo. Clavijero, Francisco Javier: 255. Coba Machicao, Cristóbal de la: 17. Coll, Juan de Dios: 505, 506, 541. Collazo de Ferrán, Emelina: 380. Collazo, Enrique: 372, 415, 419. Collazo, Guillermo: 379, 380, 381, 382, 383.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Colombini, Francisco María: 80. Colón, Cristóbal: 7, 20, 84, 344. Colson, Guillermo: 100. Comte, Auguste: 340, 345. Conde Kostia. Véase Valdivia, Aniceto. Conde y Oquendo, Xavier Francisco: 25, 26. Condillac, Etienne Bonnot de: 146, 220. Conte, Francisco A.: 370, 373. Coquelin, Benito Constant: 375. Córdova, Federico de: 211. Corneille, Pierre: 323. Corona, Mariano: 376. Cortés, Hernán: 255. Cortina, José Antonio: 366, 369, 372, 373, 402, 403, 438, 441, 542. Costa, José Iglesias de la: 96. Costales y Govantes, Manuel: 119, 191, 192, 211, 229, 306, 311, 315, 330, 332, 455. Cotarelo, Emilio: 249, 265, 266. Cousin, Victor: 146, 222, 230, 369. Covarrubias, Francisco: 66, 104, 177, 180, 187, 321, 328, 339, 462, 575. Covo, Juan A.: 180. Cowley, Rafael: 238. Crébillon, Prosper: 138. Creci, Enrique: 368. Crespo y Borbón, Bartolomé José: 180, 240, 322. Creto Gangá. Véase Crespo y Borbón, Bartolomé José. Cruz de Gassier, Josefina: 325. Cruz, Manuel de la: 316, 353, 370, 372, 376, 399, 403, 410, 414, 423, 425, 426, 433, 435, 436, 437, 439, 442, 451, 456, 474, 486, 487, 503, 532, 544, 546, 572. Cruz, Mary: 116, 126, 210, 212, 265, 267, 268, 328. Cruz, Ramón de la: 66, 177. Cruz, Sor Juana Inés de la: 12. Cruz Varela, Juan: 69. Cubí y Soler, Mariano: 117. Cuéllar, Cristóbal de: 21. Cuervo, José Rufino: 439. Cuvier, Georges: 221. Cuyás, Francisco Camilo: 100. Cyrano de Bergerac, Savinien: 504.

D Darío, Rubén: 370, 371, 451, 514, 516, 517, 522, 524, 528, 529, 530, 542, 544, 545, 548, 557, 560, 569. Darwin, Charles: 370. Daudet, Alfonso: 444, 448. David, Louis: 100, 378. Dávila, Juanes: 8. Delacroix, Eugène: 394. Delavigne, Juan F.: 109. Delgado, José C.: 365. Delgado, Morúa: 446. Delgado, Paulino: 375. Delille, Jacobo: 109. Delio. Véase Iturrondo, Francisco. Deschamps Chapeaux, Pedro: 315, 502. Dessau, Adalbert: 232. Destutt de Tracy, Antoine: 146. Desval. Véase Valdés Machuca, Ignacio. Desvernine, Pablo: 239, 387. Díaz Albertini, Rafael: 374, 387, 556. Díaz de Espada y Landa, obispo Juan José: 60, 63, 88, 99, 100, 574. Díaz de Gamarra, Benito: 85. Díaz de Solís, Juan: 255. Díaz del Castillo, Bernal: 255. Díaz, José Cornelio: 173. Díaz Mirón, Salvador: 371. Díaz Pimienta, Francisco: 9. Díaz Plaja, Guillermo: 495, 549, 569. Díaz, Porfirio: 555. Donizetti, Gaetano: 101, 102, 157, 177. Dorilo. Véase González del Valle, Manuel. Dostoievski, Fiodor M.: 446. Ducazcal. Véase Navarro Riera, Joaquín. Ducis, Jean-François de: 138. Duclós, Gregorio: 177, 179. Dulce, Domingo: 351, 364, 551. Dumas, Alejandro: 181, 211, 236, 469. Durán, Agustín: 122. Durnford, Elías: 100. Dvorak, Anton: 385.

E Echegaray, José: 374, 553.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Echemendía, Ambrosio: 454. Echeverría, Esteban: 121, 134, 143. Echeverría, José Antonio: 14, 103, 118, 119, 120, 146, 148, 169, 172, 181, 191, 193, 196, 197, 197–199, 198, 206, 211, 219, 229, 316, 338, 355, 364, 575. Edelmann, Juan Federico: 102. Eguiara y Eguren, Juan José: 28. El Cucalambé. Véase Nápoles Fajardo, Cristóbal. El Lugareño. Véase Betancourt Cisneros, Gaspar. Elssler, Fanny: 102, 180. Emerson, Ralph Waldo: 561, 563. Engels, Federico: 368. Entralgo, Elías: 442, 459. Escalante, Gonzalo: 381. Escalera, Nicolás de la: 11, 380. Escobar, Antonio: 442. Escobar, Vicente: 158, 380, 476. Escovedo, Nicolás Manuel: 105, 143. Espeleta, Joaquín de: 181. Espinosa, Carlos: 328, 329. Espinosa, Diego de: 8. Espronceda, José de: 122, 135, 153, 161, 251, 270, 334. Esquivel Pelayo, Lucas de: 9. Estala, Pedro: 86. Esténger, Rafael: 508, 543, 544. Estévez, Luis: 396. Estévez, Sofía: 246, 505, 506, 510. Estorino, Abelardo: 186. Estrada Palma, Tomás: 372, 375, 397. Estrada, Ulpiano: 481. Estrada y Zenea, Ildefonso: 311, 332, 473, 501.

F Facciolo, Eduardo: 243. Faguet, Émile: 438, 444. Failde, Miguel: 389. Fajardo Ortiz, Desiderio: 466, 467. Feijoo, Fray Benito Jerónimo: 85, 88, 269. Feijóo, Samuel: 72, 162, 174. Félix de Arrate, José Martín: 22, 338. Fernández, Antonio Grillo: 447. Fernández Arsila, Agustín: 97. Fernández Arsila, Antonio: 97.

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Fernández Bramosio, Antonio: 355. Fernández Carrillo, Enrique: 317. Fernández Cavada, Federico: 381. Fernández de Castro, José Antonio: 109, 125. Fernández de Castro, Rafael: 402. Fernández de Moratín, Leandro: 96, 113, 181. Fernández de Moratín, Nicolás: 96. Fernández, Francisco: 322. Fernández Grillo, Antonio: 495. Fernández Madrid, José: 68, 105, 106, 108, 108– 110, 110, 118, 121, 125, 128, 142, 145, 575. Fernández, Manuel González: 447. Fernández Morey, Antonio: 381. Fernández Retamar, Roberto: 394, 544, 548, 550, 569, 570. Fernández Robaina, Tomás: 353. Fernández Veranés, Félix: 80. Fernández Vilarós, Francisco «Pancho»: 463. Fernando el Católico: 7. Fernando VII: 88, 104, 122. Ferrán, Augusto: 246. Ferrer, Buenaventura Pascual: 63, 65, 80, 86, 88, 96, 117, 180, 226, 227. Feuillet, Octavio: 451. Fielding, Henry: 228. Figarola Caneda, Domingo: 219. Figueredo, Fernando: 403, 413, 414, 454, 505, 541. Figueredo, Pedro «Perucho»: 239, 385, 396, 454. Figueroa, Esperanza: 545. Figueroa, Miguel: 402. Figueroa, Sotero: 375, 376. Filomeno, Francisco: 66. Fish, Hamilton: 412. Flaubert, Gustav: 431, 451. Flores, Lázaro: 9. Florit, Eugenio: 554. Fonseca, Onofre de: 18, 42. Fontanilles y Quintanilla, Francisco: 471, 475, 501. Fornaris, Fernando: 362. Fornaris, José: 166, 174, 234, 238, 239, 244, 245, 251, 270, 275, 276, 277, 278, 279, 281, 286, 289, 301, 320, 329, 330, 332, 333, 335, 338, 352, 353, 374, 396, 450, 457, 461, 468, 576. Fornet, Ambrosio: 201, 212, 235, 241, 242, 245, 246, 269, 271, 277, 301, 356, 411, 425.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Fóscolo, Hugo: 108, 121, 153. Foxá, Francisco Javier: 178, 186. Foxá, Narciso de: 119, 270, 272, 274, 301. France, Anatole: 451. Franchi Alfaro, Antonio: 304, 315. Fray Candil. Véase Bobadilla, Emilio. Frías y Jacott, Francisco de (Conde de Pozos Dulces): 119, 234, 344, 346, 346–349, 347, 348, 350, 354, 423. Friol, Roberto: 96, 97, 126, 205, 207, 211, 212, 304, 305, 307, 315, 316, 472, 475, 481, 494, 496, 501, 502, 504. Fuentes Matons, Laureano: 386, 388.

G Gabito, Francisco: 119, 191. Galino, Mariana: 177. Gall, Franz Joseph: 221. Gallego, Juan Nicasio: 96, 113, 153, 161, 219, 248, 250. Gálvez, Wen: 544. Gandía, Manuel Zeno: 485, 503. Garay, Francisco: 179. Garay, Sindo: 389. Garbeille, Philippe: 393. García Alzola, Ernesto: 486, 503. García, Calixto: 54, 474. García Copley, Federico: 274, 299. García de Coronado, Domitila: 234, 245, 246, 452, 454, 455, 460. García de Diego, Vicente: 266. García de la Huerta, José: 317. García del Pino, César: 45. García, Ezequiel: 540. García Gamborino, Manuela: 177. García Garófalo y Mesa, Manuel: 173. García Gutiérrez, Antonio: 177, 319. García, José de Jesús Quintiliano: 234, 335. García, José Joaquín: 63. García, Marcos: 372. García Márquez, Gabriel: 212. García Marruz, Fina: 72, 75, 76, 77, 96, 97, 140, 382, 395, 508, 525, 527, 534, 539, 546, 562, 564, 570. García Ronda, Denia: 203, 212.

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García Tassara, Gabriel: 257, 265. Garcilaso de la Vega, el Inca: 12. Garfield, James A.: 561. Garmendía, Miguel: 469. Garneray, Hipólito: 100, 383. Garófalo Mesa, M.: 140. Garrigó, Roque E.: 125. Garzón Céspedes, Francisco: 328. Gassié, Julián: 366, 369, 372. Gauguin, Paul: 378. Gautier, Théophile: 371, 394, 441, 528. Gavito, Francisco: 179. Gay, Ramón: 466. Gazzaniga, Marieta: 325. Gelabert, Francisco de Paula: 311, 317. Gelabert, Sebastián: 394. Ghiano, Juan Carlos: 557, 569. Giberga, Eliseo: 402. Gil, Julián: 470, 501. Gioberti, Vincenzo: 334, 335, 430. Giralt, Félix: 238. Girón, Gilberto: 13, 14. Glinka, Mijaíl I.: 103. Godoy y Álvarez de Faria, Manuel: 68. Goethe, Wolfgang: 108, 115, 144, 153, 188, 227, 254, 334, 432, 437, 554. Gogol, Nikolai: 446, 487, 492. Golomón, Salvador: 15. Gómez Avellaneda, Manuel: 97. Gómez Carrillo, Enrique: 546. Gómez de Avellaneda, Gertrudis: 39, 121, 122, 130, 157, 159, 164, 179, 180, 209, 225, 238, 240, 242, 247–264, 265, 266, 267, 271, 297, 298, 299, 307, 308, 319, 325, 327, 359, 360, 386, 437, 439, 441, 448, 452, 453, 455, 456, 457, 530, 535, 554, 575, 576. Gómez, Juan Gualberto: 367, 369, 370, 372, 408–409, 425, 556. Gómez, Máximo: 52, 297, 372, 405, 410, 413, 416, 417, 419, 474, 562, 567, 568. Goncourt, Edmund de: 371, 444, 451, 528. Goncourt, Jules: 371, 444, 451. Góngora y Argote, Luis de: 71, 226. González Stephan, Beatriz: 353. González Alfonseca, fray José: 19, 44. González Carquejo, Antonio: 458.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

González de Cascorro, Raúl: 316. González del Valle, Emilio Martín: 438. González del Valle, Francisco: 96, 125, 139. González del Valle, José Zacarías: 119, 147, 148, 173, 182, 191, 206, 208, 211, 212, 225, 227, 229, 230, 348, 353, 369. González del Valle, Manuel: 102, 110, 111, 115, 119, 125, 126, 131, 153, 157, 170, 171, 172, 226, 238, 348, 353. González, fray Félix: 11. González Freire, Natividad: 268. González, Juan Gualberto: 84. González, Manuel Dionisio: 37. González, Manuel Pedro: 130, 133, 134, 135, 136, 140, 569, 570. González, Miguel: 72, 80, 96. González, Rosa M.: 355. González Sotolongo, Manuel: 97. González Stephan, Beatriz: 339. Gottschalk, Louis Moreau: 285. Govantes, José Agustín: 105, 476. Govín, Antonio: 402. Goya y Lucientes, Francisco de: 394, 528. Gracián, Baltasar: 550. Gray, Thomas: 108, 112, 121. Grieg, Edward: 385, 387. Griñán Peralta, Leonardo: 151. Guadarrama, Pablo: 353, 354. Guazo Calderón, Gregorio: 18. Guerra, Benjamín: 375. Guerra, Ramiro: 106, 124, 203, 212, 418. Guerrero, Juan José: 321, 462. Guerrero, Teodoro: 332, 470. Guevara Vasconcelos, Manuel de: 68. Guillén, Nicolás: 161, 504. Guiteras, Antonio: 454. Guiteras, Eusebio: 174, 234, 238, 376, 454, 470, 500. Guiteras, Pedro José: 173, 233, 342, 343, 354. Guizot, François: 223. Gullón, Ricardo: 518, 544. Gutiérrez de Piñeres, Tomás: 64. Gutiérrez, Miguel Gerónimo: 454, 505. Gutiérrez Nájera, Manuel: 371, 517, 528, 529, 544, 548, 554. Guyau, Marie-Jean: 370, 371, 403, 433.

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H Habré, Carlos: 11. Haeckel, Ernst: 369. Hamilton, William Rowan: 221. Hartzenbusch, Juan Eugenio: 177, 181. Haydn, Franz Joseph: 11. Hechavarría, Prudencio de: 97, 110. Hegel, Federico: 335, 441, 444. Heine, Henri: 351, 428, 447, 508, 517, 542, 554. Henríquez Ureña, Camila: 254, 266, 314, 317. Henríquez Ureña, Max: 25, 39, 45, 150, 164, 173, 174, 459, 460, 546. Henríquez Ureña, Pedro: 68, 97, 140, 517, 527, 544, 545, 550, 569. Henríquez y Carvajal, Federico: 568. Heredia, José Francisco: 426. Heredia, José María: 50, 68, 69, 76, 77, 86, 88, 91, 92, 100, 101, 103, 104, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 113, 114, 115, 117, 120, 121, 122, 124, 125, 127, 127–139, 131, 132, 135, 139, 140, 143, 144, 148, 153, 154, 155, 156, 157, 159, 164, 168, 169, 171, 172, 173, 178, 189, 196, 197, 213, 214, 224, 226, 227, 229, 250, 251, 256, 271, 278, 281, 282, 283, 284, 296, 328, 334, 359, 360, 369, 370, 380, 409, 436, 440, 453, 456, 457, 478, 553, 554, 572, 575. Heredia, José María de: 512, 523. Heredia, Nicolás: 370, 371, 376, 377, 445, 448, 449, 459, 469, 494, 496–500, 498, 504, 536, 572. Heredia, Ordenel: xiii. Hernández Balaguer, Pablo: 79. Hernández de Segura, Martín: 8. Hernández el Viejo, Antonio: 16, 17. Hernández, José: 275. Hernández, José Joaquín: 311, 317. Hernández, Juan José: 134, 138. Hernández Lapido, José: 546. Hernández Miyares, Enrique: 370, 371, 376, 474, 545. Hernández Otero, Juan: 80. Hernández Otero, Ricardo: 329. Hernández, Pablo: 540. Hernando, Rafael: 318.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Herrera, Chalía: 387, 395. Herrera, José: 481. Herrera, Manuela de: 454, 455. Herrera y Reissig, Julio: 544. Herreros, Bretón de los: 177, 181. Hertz, Henrik: 268. Hidalgo Paz, Ibrahím: 570. Hood, Thomas: 542. Horacio: 71, 95, 145. Hostos, Eugenio María de: 364. Huete, Ángel: 298, 303. Hugo, Víctor: 100, 122, 138, 153, 154, 164, 178, 183, 206, 230, 250, 254, 334, 335, 394, 399, 431, 432, 437, 444, 451, 481, 552, 554, 562. Humboldt, Karl Wilhelm (barón de): 341, 344. Hurtado del Valle, Antonio: 454, 505, 541. Huysmans, Joris-Karl: 450, 451.

I Ibarbia, Julián: 380. Ibarborou, Juana de: 509. Ibsen, Henrik: 446. Icaza, Francisco de Asís de: 528. Iglesia, Álvaro de la: 469. Iraizoz, Antonio: 352, 432. Iriarte, Tomás de: 90, 96, 143, 153. Irving, Washington: 115, 137, 225. Isaacs, Jorge: 485. Isabel II de España: 326. Isla, José Francisco: 97. Iturrondo, Francisco: 169, 170, 171. Ivonet, Ramón: 396. Izaguirre, José María: 362. Iznaga, Diana: 569. Iznardi, Ángel: 126.

J Jacobo IV: 325. Jáuregui, Andrés de: 85. Javier, Francisco de: 272. Jérez Villarreal, Juan: 544. Jesús Márquez, José de: 356. Jiménez, José Manuel (Lico): 387. Jiménez, Juan Ramón: 495, 517.

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Jorge, Elena: 146, 150. Jorrín, José Silverio: 206, 230, 344, 355, 423. José González del Valle, Zacarías: 270. Jouffroy, Théodore: 146. Jouy, Étienne de: 138. Jovellanos, Gaspar Melchor de: 83, 96, 105, 115, 144. Juan, Adelaida de: 124, 384, 394, 395. Juárez, Benito: 290, 354. Junco, Lola: 131. Jústiz de Santa Ana, Marquesa de: 28, 39, 40, 43, 453. Justo de Lara. Véase Armas y Cárdenas, José de.

K Kant, Emmanuel: 225, 444. Kock, Paul de: 509. Krasinski, Zygmunt: 404, 427. Krause, Karl Christian Friedrich: 349. Krüger, Rosa: 510.

L La Rúa, Francisco: 363, 505. Labarden, Manuel José: 68. Labiche, Eugène-Marin: 468. Lalo, Edouard: 387. Lamarck, Jean-Baptiste: 221. Lamartine, Alphonse de: 115, 122, 134, 138, 153, 250, 334, 554. Lambert, Mme.: 528. Landaluze, Víctor Patricio de: 240, 311, 317, 318, 322, 354, 381, 384, 455. Landívar, Rafael: 68. Lanuza, Cayetano: 191. Lapique Becali, Zoila: 124, 125, 239, 246, 395, 396. Laplante, Gustavo: 383. Lapuerta, Vicente: 179. Larios, Manuel: 317. Larra, Mariano José de: 122, 143, 177, 312. Laso, Lorenzo: 17. Lázaro, Guillermina: 393. Lazo, Raimundo: 123, 126, 211, 251, 253, 254, 257, 266, 267, 515, 541, 546. Le Bossu, Renato: 226.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Le Riverend, Jacinto: 305. Le Riverend, Julio: 18, 22, 23, 24, 30, 45, 46, 159, 174. Leal, Rine: xiii, 32, 36, 46, 96, 186, 187, 264, 267, 268, 318, 319, 328, 329, 365, 375, 393, 462, 463, 467, 468, 552, 556, 569. Leclerc, Juan Bautista: 246. Lemoine, Gustave: 268. Lemos, Condesa de: 269. León, Fray Luis de: 65, 278. León, José Socorro de: 244. Leopardi, Giacomo: 554. Leroy-Beaulieu, Anatole: 370. Lesage, Alain-René: 228. Lescano, Joaquín: 97. Lévy-Bruhl, Lucien: 369. Lewis Galanes, Adriana: 151, 212. Lezama Lima, José: 40, 46, 75, 94, 97, 144, 150, 171, 174, 285, 379, 382, 383, 394, 395, 490, 491, 493, 503, 504, 512, 543. Liárraga, Félix: 187. Limonta, Isidro: 97. Lincoln, Abraham: 290. Lisle, Leconte de: 370. Lista y Aragón, Alberto: 106, 114, 146, 250. Liszt, Franz: 385, 387. Littré, Emile: 355. Lituak, Lily: 544. Lizaso, Félix: 425. Locke, John: 88, 221, 222. Longfellow, Henry Wadsworth: 166, 542, 561. López, Anselmo: 385. López de Briñas, Felipe: 270, 272, 273. López Gómez, Antonio: 86. López Lemus, Virgilio: 297, 303. López, Narciso: 51, 204, 293, 343, 354, 419, 471, 472, 473, 551. López Planes, Vicente: 96. López Prieto, Antonio: 352, 374, 453, 460. López, René: 441, 532. López Segrera, Francisco: 394. Lorenzo Luaces, Joaquín: 159, 166, 174, 179, 234, 235, 238, 240, 244, 245, 274, 277, 286, 288, 289, 290, 293, 319, 322–327, 329, 332, 335, 338, 351, 360, 369, 456, 457, 515, 540, 576.

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592

Lorenzo Luaces, José: 272, 285, 329. Loret de Mola y Mora, Melchor: 415. Losada, Juan Miguel de: 179. Loti, Pierre: 371, 528. Louverture, Toussaint: 128. Loveira, Carlos: 309. Loynaz del Castillo, Enrique: 396. Loynaz, Dulce María: 532, 546. Luz, Ramón de la: 60. Luz y Caballero, José de la: 92, 103, 118, 123, 142, 145, 146, 149, 156, 204, 206, 219, 220– 226, 227, 230, 234, 238, 240, 278, 294, 337, 344, 348, 349, 360, 362, 369, 370, 371, 373, 393, 397, 420, 421, 424, 425, 426, 430, 433, 434, 439, 572, 576. Luzán, Ignacio de: 69, 89, 226.

M Macaulay, Thomas Babbington: 420, 444, 459. Maceo, Antonio: 52, 220, 221, 376, 396, 401, 413, 422, 474, 562. Machado, Antonio: 520. Machado, Eduardo: 363. Madam, Cristóbal: 364. Madden, Richard Robert: 149, 170, 173, 204, 205, 207, 208, 209. Mahy, Nicolás: 108. Malpica La-Barca, Domingo: 472, 528. Malthus, Thomas Robert: 105. Manrique, Jorge: 278. Manzano, Juan Francisco: 101, 115, 119, 149, 155, 170, 173, 180, 204, 205, 212, 272, 421, 454, 476, 481. Manzoni, Alejandro: 225, 307, 446. Maquiavelo, Nicolás: 343. Marinello, Juan: 544, 547, 548, 549, 551, 559, 560, 569. Mármol, Adelaida del: 299, 300. Mármol, José: 121. Marmontel, Jean-François: 114. Márquez, José de Jesús: 351, 356, 475, 501. Martí, deán: 28. Martí, José: 53, 88, 89, 91, 92, 130, 135, 138, 139, 140, 150, 151, 153, 159, 165, 174, 220, 253, 266, 270, 287, 295, 298, 303, 353, 354, 364,

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593

ÍNDICE ONOMÁSTICO

374, 375, 379, 381, 383, 385, 386, 393, 394, 395, 397, 403, 404, 405, 408, 413, 414, 417, 419, 425, 427, 430, 436, 440, 454, 457, 461, 466, 469, 474, 487, 492, 494, 496, 503, 504, 505, 506, 507, 513, 516, 517, 518, 519, 520, 521, 522, 527, 529, 532, 533, 534, 537, 538, 540, 541, 543, 545, 546, 547, 547–566, 572, 573, 576, 577. Martí, José, hijo (el «Ismaelillo»): 556. Martí, Manuel: 22. Martín Morales, Alfredo: 367. Martínez Bello, Antonio: 266. Martínez Campos, Arsenio: 52, 466. Martínez Casado, Luis: 319, 466. Martínez Casado, Luisa: 319, 375, 461. Martínez de Avileira, Lorenzo: 38. Martínez de la Rosa, Francisco: 143, 158, 161, 169. Martínez de Navarrete, José Manuel: 68. Martínez de Pinillos, Claudio: 341. Martínez, Elvira: 394. Martínez, Federico: 381. Martínez Freyre, Pedro: 505. Martínez, María: 395. Martínez Otero, Manuel: 466. Martínez, Saturnino: 244, 351, 356, 367, 368, 374, 441. Martínez Zapata, Julio: 392. Marx, Carlos: 59, 60, 368. Mata, Juan de: 179. Matamoros, Mercedes: 452, 454, 508, 508–510, 509, 510, 520, 535, 542, 543. Matamoros y del Valle, Rafael: 119, 144, 148, 149, 155, 172, 173, 205. Matamoros y Téllez, Rafael: 334. Maupassant, Guy de: 450, 451, 487. Mayorga, José Manuel: 19. Mazade, Charles: 312. Medina, Antonio: 454. Medina, Tristán de Jesús: 371, 469, 494–496, 504, 512, 513, 572. Medina y Céspedes, Antonio: 367. Meléndez Valdés, Juan: 79, 90, 96, 121, 135, 143, 153. Melero, Miguel: 240, 378, 381, 393, 394. Mellado, Susana: 396.

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Mendelssohn, Moses: 157, 387. Mendive, Rafael María de: 234, 237, 241, 244, 245, 272, 284–285, 286, 288, 293, 296, 302, 318, 331, 332, 333, 335, 352, 364, 457, 523, 551, 552, 553, 554, 576. Menéndez y Pelayo, Marcelino: 75, 80, 97, 118, 137, 155, 157, 159, 160, 162, 167, 170, 171, 172, 173, 174, 254, 288, 442, 444, 457. Menken, Adah: 291. Menocal, Armando: 380, 381, 383, 395. Menocal, María Ignacia: 305. Mercado, Manuel: 554, 566. Merchán, Rafael María: 363, 364, 369, 376, 407, 407–409, 425, 435, 438, 438–439, 439, 459, 488, 503. Mercier, Concepción: 394. Merino, Luz: 124, 394. Merlín, Condesa de (María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo): 118, 191, 211, 225, 255, 256, 376. Mesa Rodríguez, Manuel Isaías: 151. Mesonero Romanos, Ramón de: 312, 313. Messonier, Enrique: 368. Mestre, Antonio: 349, 355. Mestre, José Manuel: 238, 305, 315, 348, 348– 350, 349, 355, 364. Metastasio, Pletro: 183. Meza, Ramón: 370, 371, 376, 396, 445, 446, 447, 448, 449, 459, 461, 464, 465, 468, 469, 482– 493, 490, 494, 498, 503, 572, 576. Mialhe, Federico: 100, 246, 383. Mickiewicz, Adam: 351. Miguel Ángel Buonarroti: 394. Milanés, Federico: 166, 167, 168, 181, 184, 238. Milanés, José Jacinto: 103, 119, 122, 124, 144, 148, 155, 156, 157, 158, 159, 163, 163–168, 168, 169, 171, 172, 173, 174, 179, 179–180, 179–181, 180, 181–186, 183, 186, 195, 196, 197, 206, 209, 227, 229, 251, 271, 272, 274, 289, 296, 325, 329, 334, 335, 359, 360, 386, 437, 448, 453, 456, 526, 536, 553, 554, 575, 576. Mill, John Stuart: 444. Millán, José Agustín: 180, 240, 317, 319, 320, 339, 462. Millevoye, Charles-Hubert: 134, 153.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Mirabeau, Victor Riqueti (marqués de): 565. Miralla, José Antonio: 104, 105–110, 106, 108, 109, 112, 113, 121, 128, 133, 142, 192, 211, 575. Miranda, Elina: 530, 545. Miranda, Manuel María: 472. Miranda, Olivia: 97, 569. Miró Argenter, José: 366. Misas, Rolando: 354. Mistral, Gabriela: 549, 559, 569, 570. Mitjans, Aurelio: 187, 266, 269, 270, 301, 328, 370, 433, 435, 435–436, 436, 437, 437–438, 438, 448, 456, 459, 461, 464, 572. Miyares, Carmen: 564. Molière, Jean-Baptiste Poquelin, llamado: 323, 329, 428. Molina, Renée: 396. Moncayo (el contador): 8. Monner, José María: 545. Montalvo, Federico de: 191. Montané, Luis: 369, 371. Monte, Domingo del: 50, 69, 99, 103, 105, 106, 108, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 118, 119, 120, 121, 122, 123, 126, 128, 131, 133, 134, 136, 137, 139, 141, 141–150, 149, 151, 153, 155, 156, 157, 163, 164, 166, 167, 169, 170, 172, 173, 174, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 188, 188–190, 189, 190, 192, 194, 196, 197, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 211, 212, 219, 220, 225, 226, 227, 229, 230, 251, 270, 271, 274, 308, 322, 331, 334, 370, 380, 440, 482, 572, 575, 576. Monte, Leonardo del: 355. Monte, Ricardo del: 364, 366, 369, 435, 439, 440, 441, 457, 459, 528, 541. Monte y Portillo, Casimiro del: 238, 370. Monte y Portillo, Domingo del: 238. Montel, Vicente: 330. Montepin, Javier de: 475. Montes de Oca, Padre: 27. Montesquieu, Charles de Secondat (barón de): 254, 346. Montoro, Rafael: 287, 302, 369, 370, 371, 373, 402, 402–404, 403, 423, 435, 435–437, 436, 459, 565. Moore, Thomas: 115, 137, 554.

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Mora, Ignacio: 362. Morales, Florentino: 542, 543. Morales Lemus, José: 350, 355, 412, 426, 431, 478. Morales, Rafael: 363. Morales y González, Rafael: 399. Morales y Morales, Vidal: 231, 354, 369, 372, 418, 419, 420, 423. Moratín. Véase Fernández de Moratín, Leandro. Moreau, Alejandro: 100. Moréau, Gustave: 379, 524, 528, 531, 545. Morejón y Arango, Onofre de: 239. Morell de Santa Cruz, Pedro Agustín: 19, 19–21, 20, 21, 22, 24, 39, 45, 86, 87, 197, 338. Moreno Fraginals, Manuel: 57, 59, 60, 82, 83, 84, 96, 97, 187, 231. Moreno, Francisco: 408. Moreno, Mariano: 97. Moreto, Agustín de: 66. Morillas, Pedro José: 117, 119, 126, 148, 191, 205, 207, 210, 236, 502. Morles, Joaquín de: 88. Morotic, Y.: 520. Morrillo, Pablo: 108. Morúa Delgado, Martín: 445, 446, 459, 472, 494, 496–497, 504, 572. Muñiz, Rivero: 245. Muñoz Bustamante, Mario: 510. Muñoz del Monte, Francisco: 155, 171. Muratori, Ludovico Antonio: 226. Musset, Alfred de: 291, 435, 554.

N Nadereau, Efraín: 299, 303. Napoleón: 254. Nápoles Fajardo, Juan Cristóbal: 270, 274, 275, 278–279, 279, 280, 281, 286, 301, 317, 321, 576. Narváez, Pánfilo de: 21. Navarrete, Carlos: 332. Navarro Riera, Joaquín: 443, 459. Negri, Ada: 543. Noda, Tranquilino Sandalio de: 28, 343. Noroña, Carlos: 317.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

O O’Donell, Leopoldo: 192. O’Gavan, Juan Bernardo: 97, 110, 146, 231. Ohnet, George: 447. Olmedo, José Joaquín: 68, 122, 278. Olona, Luis: 318. O’Reilly, Alejandro de: 89. Orgaz, Francisco de Paula: 119, 173, 211, 251, 273. Orihuela, Andrés Avelino de: 191, 305, 315. Orovio, Helio: 387, 395, 396. Orozco, Guillermo: xiii. Ortega y Gasset, José: 90. Ortiz, Fernando: 131, 341, 353, 354, 384, 395. Ortiz, Imeldo: 231. Ortiz, Mariano: 110. Osés, Blas: 118. Ossa, José Antonio de la: 80. Ossian: 108, 134, 153. Otero, Rafael: 240, 244, 320.

P Palacio Valdés, Armando: 447. Palma, José Joaquín: 362, 364, 369, 454, 505, 506, 517, 541. Palma, Rafael: 396. Palma, Ramón de: 103, 119, 122, 124, 146, 148, 154, 155, 157, 169, 172, 178, 179, 181, 182, 191, 192, 193, 193–195, 193–196, 193–197, 194, 195, 196, 197, 199, 204, 206, 210, 211, 216, 227, 228, 229, 230, 236, 241, 243, 270, 274, 332, 334, 334–336, 352, 360, 380, 455, 457, 575. Palma, Ricardo: 364. Pantanelli, Clorinda: 102. Paradas, Francisco de: 8. Parajón, Mario: 487, 503. Pardo Bazán, Emilia: 442, 449. Pardo Pimentel, Nicolás: 179, 191, 227. París, Juan: 97. Parma, Miguel de: 230. Parreño, José Julián: 25. Pasán, José: 243, 246. Pastor, Juana: 80.

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Pastor, Manuel: 393. Paula Gelabert, Francisco de: 367, 455. Paula Uribe, Francisco de: 481. Paula y Orgaz, Francisco de: 270, 272, 273. Pautret, Andrés: 101. Paz, Octavio: 544. Pedro II: 528. Pedroso, Margarita: 387. Peluffo, Rosa: 177, 179. Peñuela, Rita María de la: 394. Peoli, Juan Jorge: 381. Pequeño, Pedro N.: 463. Peraza, Fermín: 570. Pereda, José María de: 485. Pérez Bonalde, José A.: 447, 542. Pérez Cabello, Rafael: 461. Pérez Cisneros, Guy: 100, 124. Pérez de la Riva, Juan: 151, 172, 204, 212. Pérez de Molina, Manuel: 366. Pérez de Zambrana, Luisa: 159, 235, 237, 238, 250, 272, 295–300, 298, 299, 302, 333, 360, 369, 452, 454, 576. Pérez Galdós, Benito: 445, 446, 459, 475, 501. Pérez González, Luis: 543. Pérez, José María: 135. Pérez, Julia: 250. Pérez, Julián (seud. de José Martí): 555. Pérez, Luisa: 171, 244, 253, 266, 275, 280, 286, 288, 293, 520, 554. Pérez, Manuel: 65. Pérez Montes de Oca, Julia: 237, 299, 303, 452, 454. Pérez Montes de Oca, Luisa: 272, 345. Pérez Vento, Rafael: 372. Pérez y Ramírez, Manuel María: 64, 65, 70, 78, 79, 96, 97, 111, 156, 574. Perojo, José del: 442. Pérus, Françoise: 515, 521, 544. Pezuela, Jacobo de la: 45, 342, 343, 454. Pichardo, Esteban: 171, 306, 454. Pichardo, Hortensia: 97, 508, 542, 543. Pichardo, Manuel Serafín: 371, 509. Pichardo, Esteban: 315. Pichardo y Tapica, Esteban: 97. Picón-Salas, Mariano: 97. Pildaín, Pablo: 329.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Piña, Ramón: 119, 306, 308, 308–310, 310, 311, 316, 492, 576. Piñera, Virgilio: 265. Piñeyro, Enrique: 220, 238, 241, 243, 244, 293, 302, 329, 331, 332, 333, 335, 335–337, 338, 345, 348, 355, 363, 364, 369, 370, 371, 373, 400, 400–401, 401, 403, 405, 410, 412, 417, 420, 422–424, 424, 426, 430, 430–438, 431, 432, 433, 434, 443, 448, 449, 458, 572. Pinto, Ramón: 124. Pirandello, Luigi: 492. Pita, Santiago: 32, 32–36, 36, 43, 46, 65, 339. Pizarro, Ramona: 245. Plácido. Véase Valdés, Gabriel de la Concepción. Plasencia, Aleida: 159. Plauto: 428. Pobeda y Armenteros, Francisco: 72, 170, 275. Poe, Edgar Allan: 161, 474, 517, 531, 543. Poey, Andrés: 234, 345. Poey, Felipe: 23, 45, 105, 119, 170, 206, 211, 234, 238, 295, 314, 337, 345, 352, 369. Poey, Juan: 373. Pombo, Rafael: 364. Ponce de León, Néstor: 16, 45, 354, 363, 364. Poncet, Carolina: 166, 174, 187, 288, 302. Poras Pita, Cecilia: 452. Porcayo de Figueroa, Vasco: 8. Portell Vilá, Herminio: 354. Portuondo, Fernando: 393, 419, 426. Portuondo, José Antonio: xi, xiii, 25, 45, 46, 61, 88, 90, 91, 96, 98, 140, 146, 151, 167, 174, 267, 328, 342, 351, 354, 355, 395, 402, 403, 458, 550, 552, 563, 569. Portuondo Zúñiga, Olga: 29, 46. Posada, José Guadalupe: 396. Poveda y Armenteros, Francisco: 115, 155, 334. Pozos Dulces, Conde de. Véase Frías y Jacott, Francisco de Prieto, Andrés: 65, 177. Prieto, Guillermo: 554. Proust, Marcel: 491. Prudhomme, Sully: 370. Pruna, Pedro M.: 355. Puebla (el canónigo): 13. Puente, A. M. Eligio de la: 189, 190, 191, 210, 211.

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Puig de Cárdenas, Félix: 470.

Q Queiroz, Eça de: 370. Querol, Agustín: 393. Quesada, Ana de: 416. Quesada, Manuel de: 363, 399, 401. Quesada y Aróstegui, Gonzalo de: 375, 403, 420, 424, 454, 548, 553, 558. Quevedo, Francisco de: 27, 65, 71, 226, 308, 313, 550. Quintana, Manuel José: 96, 121, 126, 135, 143, 153, 164, 181, 248, 250, 251, 270, 278. Quintero, José Agustín: 281, 283. Quintiliano García, José de Jesús: 241, 245, 332. Quintín Suzarte, José: 119, 191, 192, 230, 455.

R Racine, Jean: 183, 323. Raffelin, Antonio: 124. Rama, Ángel: 510, 515. Ramírez, Alejandro: 103, 104, 109. Ramírez, Serafín: 102, 124, 387. Ramos, Gregorio: 13, 14. Randall, J.: 459. Randón, Juan Ignacio: 97. Recino, Tomás: 9. Rembrandt (Harmenszoon Van Ryn, llamado): 394, 528, 531. Remos, Juan José: 281, 301, 460, 507, 542. Renan, Ernest: 370. Renoir, Auguste: 491. Revilla, Manuel de la: 437, 444. Rey Aguirre, Mariano del: 97. Reyes, José Ignacio: 364. Reyes, Juan María: 351, 356. Reynals Rabassa, E.: 346. Reynoso, Álvaro: 314, 344. Ribera, Nicolás Joseph de: 20, 28, 43. Ribot, Théodule: 430. Ricardo, Yolanda: xiii. Richardson, Samuel: 228. Riesgo, Pascual del: 471, 472, 501. Rigol, Jorge: 378, 381, 382, 383, 394, 395. Rincón, Carlos: 458.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Río, Ángel del: 126, 150. Ristori, Adelaida: 319. Rivas (Ángel Saavedra, duque de): 122, 134. Riverita. Véase Palacio Valdés, Armando. Rivero Muñiz, José: 246. Rivero, Pedro Martín: 348,355. Rivero y Rivero, Ramón: 565. Roa, Ramón: 363, 413, 414, 454, 505, 541. Roa, Raúl: 292, 302. Robles, José: 311, 317. Robredo, Antonio: 62. Robreño, Adela: 375. Robreño, Joaquín: 467. Robreño, José: 318. Rocafuerte, Vicente: 106, 107, 110, 125, 128, 192, 211. Rocasolano, Alberto: 403, 507, 512, 542, 543, 546. Rodríguez, Agustín Baldomero: 454. Rodríguez, Carlos Rafael: 231, 348, 349, 350, 355, 420, 421, 426, 428, 430, 457, 458. Rodríguez, Clotilde del Carmen: 452. Rodríguez Correa, Ramón: 501. Rodríguez de Sifuentes, Juan: 17, 193. Rodríguez de Tió, Lola: 443, 510, 511, 542, 543. Rodríguez, fray José: 339. Rodríguez Galván, Ignacio: 183. Rodríguez, José Ignacio: 417, 418, 420–421, 425, 434. Rodríguez, José Manuel: 27. Rodríguez Morey, Antonio: 397. Rodríguez, Pedro Pablo: 457. Rodríguez Ucres, fray José: 31, 38, 39, 42. Rodríguez Ugidos, Zaira: 232. Roig de Leuchsenring, Emilio: 96, 340, 354, 396. Roig de San Martín, Enrique: 367, 368. Roig, Gonzalo: 388, 396. Roja, Vicente: 10. Rojas, Manuel de: 8. Rojas Zorrilla, Francisco de: 66. Roland de la Platière, Jean-Marie: 565. Roldán, José Gonzalo: 244, 270, 272, 301. Romañach, Leopoldo: 381, 383, 395. Romay, Tomás: 49, 62, 80, 161, 234. Romero, Cira: xiv. Romero Ortiz, Antonio: 257.

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Roosevelt, Teodoro: 424. Rossini, Gioacchino: 101, 157, 177, 385. Rotker, Susana: 563, 570. Rousseau, Jean-Baptiste: 79. Rousseau, Jean-Jacques: 63, 86, 90, 108, 138, 254, 275, 305. Royer-Collard, Pierre-Paul: 146. Rubalcava, Manuel Justo de: 63, 68, 70, 76, 76– 78, 77, 78, 79, 80, 90, 95, 111, 156, 161, 334, 336, 457, 574. Rubens, Peter Paul: 394. Rubinstein, Antoine: 387. Rueda, Salvador: 528. Rueda y Ponce de León, Isabel: 128. Ruiz de Alarcón, Juan: 12. Ruiz, Nicolás: 63. Ruprecht, Hans George: 546.

S Saavedra, Fernando: 330. Sabamé Domínguez de Lores, José Policarpo: 27. Sabater, Pedro: 253, 265. Saco, José Antonio: 45, 50, 84, 86, 91, 103, 106, 111, 112, 114, 117, 118, 123, 125, 126, 141, 145, 146, 172, 192, 195, 196, 206, 213, 213– 220, 219, 220, 226, 229, 231, 233, 308, 315, 338, 341, 342, 343, 346, 352, 360, 369, 370, 409, 454, 476, 572, 576. Sagarra, Juan Bautista: 234. Sagra, Ramón de la: 114, 153, 213, 214, 226, 341, 342, 343, 354. Saint Hilaire, Émile-Marc: 221. Saint Pierre, Bernardine de: 485. Saint-Säens, Camille: 387. Sainte-Beuve, Charles: 420, 431, 444. Saínz, Enrique: xiii, 45, 46, 71, 72, 74, 75, 85, 97, 136, 140, 211. Salas, Esteban: 11, 79, 386. Salas, Manuel de: 97. Salas, Miguel: 463, 468. Salcedo, Rafael: 387. Salinero, Manuel Francisco: 80. Saluvet, Juan B.: 411. Samaniego, Félix María de: 96. San Agustín: 27, 334.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

San Martín, José de: 400, 426. San Millán, Blas: 311, 317, 455. Sánchez, Bartolomé: 17. Sánchez de Fuentes, Eduardo: 353, 388, 396. Sánchez de Fuentes, Eugenio: 319, 397. Sánchez, José (Pepe): 389. Sánchez Martínez, Guillermo: 96, 124. Sánchez Roig, Mario: 313. Sánchez, Serafín: 372, 454. Sand, George (Aurore Dupin, llamada): 236, 254. Sande, Luis Toledo: xiii. Sanguily, Manuel: 87, 97, 220, 221, 238, 363, 364, 367, 369, 370, 371, 372, 373, 376, 377, 400, 403, 404–406, 410, 418, 419, 420, 423, 424, 424–425, 425, 426, 432, 433, 433–437, 434, 437, 442, 444, 448, 456, 458, 459, 565, 572, 576. Sanguily y Arizti, Manuel: 424. Santa-Cruz y Montalvo, María de las Mercedes. Véase Merlín, Condesa de. Santacilia, Pedro: 234, 243, 275, 281, 282, 311, 336, 342, 343, 354. Santos Suárez, Leonardo: 105. Sanz Carta, Vicente: 382. Sarachaga, Ignacio: 370, 396, 438, 464, 468. Sarasate, Pablo de: 387. Sarcey, Francisco: 459. Sarmiento, Domingo Faustino: 549. Sarmientos, Diego: 8. Sarracino, Rodolfo: 151. Saumell, Manuel: 103, 124, 239, 385, 389. Sauvalle, Francisco: 345. Sawkins, James Gay: 100, 383. Schérer, Edmund: 370. Schiller, Friedrich: 225, 351, 543. Schlegel, Wilhem von: 122. Schubert, Franz: 124, 157. Schulman, I. A.: 459. Schumann, Robert: 157. Scott, Walter: 115, 118, 122, 137, 138, 144, 188, 225, 227, 228, 236, 254, 446, 481. Segre, Roberto: 390, 396. Seignobos, Charles: 370. Sellén, Antonio: 244, 293, 453, 508, 541. Sellén, Francisco: 244, 293, 364, 385, 387, 453,

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466, 506, 507, 508, 541. Sellén, Manuel: 351, 352. Sepúlveda, Juan Ginés: 84. Serra, Rafael: 376. Serrano, Francisco de Paula: 189, 347. Serres, Dominique: 100. Shakespeare, William: 225, 553. Sicouret, Angelina: 387. Sierra, Justo: 554. Sifredo y Llópiz, Hipólito: 412. Silva, José Asunción: 371, 517, 544, 548. Smith, Adam: 83, 105. Smith, Octavio: 36, 46. Socorro Rodríguez, Manuel del: 80, 114. Sol, Pedro J. del: 97. Soler, José Policarpo: 173. Solera, Temístocles: 386. Solís, Dionisio: 113, 255. Sollén, Manuel: 244. Someruelos (Salvador Muro y Salazar, marqués de): 63. Sosa, Enrique: 195, 211, 501, 502. Soto, Luis de: 394, 397. Soulié, Federico: 268. Spencer, Herbert: 369, 370, 403, 444. Staël, Madame de: 101, 115, 138, 254. Storni, Alfonsina: 509, 535. Suárez y Romero, Anselmo: 103, 119, 148, 149, 191, 192, 204, 208, 209, 210, 227, 230, 236, 270, 311, 317, 376, 381, 423, 441. Sue, Eugenio: 236, 254, 320, 475. Suri y Águila, José: 37, 41, 42. Suzarte y Hernández, José Quintín: 178, 354.

T Tabau, María: 389. Tacón, Miguel: 50, 103, 118, 138, 146, 150, 181, 204, 212, 231, 305, 307. Taine, Hipólito: 370, 371, 420, 430, 433, 436, 438, 444. Tallet, José Zacarías: 72. Tamayo, Carlos: 281. Tanco Armenteros, Nicolás: 390, 396. Tanco, Diego: 80. Tanco, Félix M.: 149, 151, 172, 174, 191, 195,

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

197, 204, 205, 206, 210, 211, 226. Tasso, Torcuato: 352. Tejada, José Joaquín: 381, 383. Tejada, Lerdo de: 555. Tejera, Diego Vicente: 364, 376, 385, 445, 446, 447, 448, 449, 453, 459, 474, 517, 541, 542. Teresa de Jesús (Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa): 65, 550. Teurbe Tolón, Miguel: 173, 234, 239, 243, 275, 278, 281, 282, 302, 457. Tolón, Miguel: 332. Tolstoi, León: 433, 446. Torrado, Ramón: 191. Torre, Marqués de la: 190. Torrente, Mariano: 118, 191. Torres, Bachiller Gaspar de: 8. Torres Sifontes, Pedro de las: 17. Torres-Rioseco, Arturo: 135, 140. Torriente, Ricardo de la: 371. Torroella, Alfredo: 240, 244, 320, 351, 374, 466. Travieso, Nicolás: 472, 473. Trelles, Carlos Manuel: 125, 210, 241, 245, 456, 460. Trujillo, Enrique: 375. Turgueniev, Iván: 446. Turla, Leopoldo: 119, 173, 211, 243, 281, 283, 302. Turnbull, David: 50, 220.

U Ugarte, Lucas Arcadio: 180. Uhrbach, Carlos Pío: 441, 443, 512, 515, 521, 533, 534, 535, 536, 538–539, 546, 572. Uhrbach, Federico: 441, 443, 512, 515, 516, 521, 538, 539, 544, 546. Unamuno, Miguel de: 520, 557, 569. Urbina, Luis Gonzaga: 528. Uribe, Francisco: 305. Urrutia, Manuel del Sacramento: 97. Urrutia y Matos, Bernardo de: 19. Urrutia y Montoya, Ignacio José: 30, 85, 86. Urzais, Fernando: 352, 367.

V Valbuena, Antonio de: 441.

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599

Valdés Aguirre, Fernando: 332. Valdés, Antonio José: 63, 86, 87, 97, 156, 574. Valdés Domínguez, Fermín: 364, 376, 412, 416, 551, 552. Valdés Fauli, José: 219, 355. Valdés, Gabriel de la Concepción (llamado Plácido): 51, 77, 101, 119, 121, 122, 151, 155, 156, 157, 157–163, 158, 159, 163, 164, 168, 169, 170, 172, 173, 211, 251, 271, 272, 274, 278, 305, 359, 360, 372, 410, 421, 426, 433, 436, 453, 454, 456, 457, 476, 481, 554, 575. Valdés, Jacinto: 467. Valdés, José Policarpo: 97. Valdés Machuca, Ignacio: 79, 110, 111, 115, 125, 131, 153, 155, 157, 160, 169, 170, 171, 172, 188, 204, 226, 265, 274, 574. Valdés Mendoza, María de las Mercedes: 237, 452. Valdés, Pedro de: 8. Valdés, Ramón Francisco: 179, 319. Valdivia, Aniceto: 370, 371, 390, 435, 436, 441, 443, 443–444, 444, 456, 459, 461, 462, 465, 508, 511, 522, 543, 545. Valenzuela, Rafael: 389. Valera, Juan: 438, 485. Valerio, Juan Francisco: 322, 463. Valiente, Ambrosio: 9. Valiente, José Pablo: 58, 88. Valiente, Porfirio: 346. Valle, Miguel: 393. Valmaseda (Blas Villate, conde de): 423. Van Gogh, Vincent: 378. Varela, Félix: 50, 60, 69, 78, 85, 86, 88, 88–92, 92, 95, 103, 104, 105, 106, 111, 112, 114, 118, 123, 125, 132, 142, 145, 213, 214, 220, 221, 222, 225, 226, 240, 308, 337, 349, 360, 393, 421, 430, 478, 572, 575. Varela Zequeira, José: 373, 453, 506, 507, 541. Vargas, Rafaela: 80. Vargas Tejada, Luis: 68. Varona, Enrique José: 220, 225, 366, 367, 369, 370, 371, 372, 374, 375, 377, 403, 403–405, 405, 409–410, 427, 428, 428–436, 429, 432, 434, 442, 443, 452, 453, 458, 459, 461, 465, 475, 483, 501, 503, 507, 517, 541, 572, 576.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Vázquez, Andrés Clemente: 433, 443. Vázquez, Esther Lucila: 512. Vega, Lope de: 65, 66, 164, 181, 183, 184, 278, 428, 438, 555. Vega Poey, Luis: 443. Vega y Cerda, Lorenzo Laso de la: 17. Veglia, Pablo: 169, 190, 194, 211. Velásquez, Rafael: 30, 43, 44. Velazco, Luis de: 26. Velázquez, Diego de: 7, 21. Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y: 528. Velázquez, Miguel: 8, 42. Vélez de Guevara, Juan Crisóstomo: 66. Vélez Herrera, Ramón: 155, 170, 275, 457. Vélez, Justo: 103, 231, 337. Venegas Fornias, Carlos: 397. Veranes, Félix: 88. Verdi, Giuseppe: 386. Verdugo, Domingo: 265. Verlaine, Paul: 528. Vermay, Juan Bautista: 100, 378, 380. Verne, Julio: 504. Vernon, Edward: 19. Veyre, M.: 389. Vicente Vázquez Queipo: 231. Vidaurre, Manuel Lorenzo de: 105, 106, 107, 121, 125, 192. Viera, Manuel de: 9. Vigny, Alfredo de: 138. Vilalta Saavedra, José: 393, 397. Vilaró, Martín: 332. Villariño, José J.: 115. Villate, Gaspar: 386. Villaverde, Cirilo: 100, 102, 103, 115, 118, 119, 125, 148, 150, 151, 191, 192, 193, 194, 194– 196, 195, 198–203, 199, 201, 202, 203, 206, 207, 210, 211, 219, 227, 228, 229, 232, 236, 241, 243, 307, 308, 312, 316, 317, 337, 353, 354, 360, 380, 445, 446, 455, 459, 469, 475– 483, 488, 494, 501, 502, 572, 575, 576. Villaverde, Lucas: 207. Vinci, Leonardo da: 394. Virgilio Marrón, Publio: 71. Virués, Cristóbal de: 146. Vitier, Cintio: 65, 78, 80, 96, 97, 114, 117, 125, 126, 130, 131, 133, 135, 140, 145, 146, 150,

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600

151, 154, 162, 165, 167, 168, 170, 173, 174, 226, 230, 232, 251, 265, 266, 269, 270, 272, 280, 291, 295, 298, 301, 302, 427, 430, 431, 432, 437, 438, 442, 451, 457, 458, 459, 460, 494, 504, 507, 512, 513, 523, 529, 534, 536, 539, 541, 542, 543, 545, 546, 553, 565, 568, 569, 570. Vitier, Medardo: 238, 242, 246. Vivanco, Ildefonso: 191, 192. Vives, Francisco Dionisio: 106, 124, 307, 479. Voltaire (François-Marie Arouet, llamado): 138, 147, 305, 330, 504.

W Wagner, Richard: 387, 395. Watteau, Antoine: 394. Weiss, Joaquín: 392, 396, 397. Weyler, Valeriano: 440. White, José: 386, 388. Whitman, Walt: 517, 563. Wilde, Oscar: 517, 518. Witte, Juan de: 7. Wood, Leonardo: 376. Wordsworth, William: 146, 431. Wright, Irene A.: 8.

X Xenes, Nieves: 452, 454, 510, 543. Ximeno, José Manuel: 240.

Y Yero Baduén, Eduardo: 376. Young, Edward: 153.

Z Zafra, Antonio Enrique de: 321, 462, 466. Zambrana, Antonio: 214, 215, 231, 235, 245, 350, 399, 412. Zambrana, Ramón: 237, 238, 244, 296, 331, 332, 333, 334, 335, 345, 352, 430. Zamora, José Narciso: 321. Zayas Bazán, Ambrosio de: 18, 22, 338. Zayas Bazán, Carmen: 554, 555, 556. Zayas, Juan B.: 373.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Zayas y Alfonso, Alfredo: 371. Zenea, Evaristo: 105. Zenea, Juan Clemente: 77, 159, 171, 235, 236, 238, 241, 243, 272, 273, 280, 281, 283, 288, 291–294, 292, 295, 296, 297, 301, 302, 332, 333, 333–335, 352, 360, 363, 364, 422, 438, 456, 457, 459, 506, 515, 517, 520, 530, 536, 540, 554, 576. Zequeira y Arango, Manuel de: 12, 29, 44, 49, 58,

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59, 62, 63, 65, 68, 70, 70–76, 71, 72, 73, 76, 77, 78, 79, 80, 84, 88, 90, 91, 92, 95, 111, 115, 116, 127, 154, 155, 156, 161, 290, 334, 336, 371, 453, 455, 457, 574. Zerep. Véase Pérez Cabello, Rafael. Zola, Émile: 371, 433, 444, 445, 448, 451, 469, 485, 509. Zorrilla y del Moral, José: 122, 153, 161, 173, 251, 270, 273, 334, 517.

02/06/2010, 9:28