Hijos de Los Andes

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VITKO NOVI

HIJOS DE LOS ANDES

Queridos amigos Juan y Luis:

Han pasado ya muchos días de nuestras conversaciones, primero en la Plaza San Martín de Lima el año 1966, Y después en el Yungay Nuevo en 1975, durante nuestro encuentro casual, donde supe que gracias a ciertas reglas de reforma social y vuestra decisión y trabajo, habíais progresado tal como lo merecen.

Recién logré realizar la idea, para dejar constancia de nuestras duras experiencias, nuestra ejemplar decisión de progreso y del incalculable valor positivo de las reformas sociales que os ayudaron en sus intenciones de superación; ojalá que sirvan como ejemplo para los que guían la sociedad humana y tienen en sus manos el sagrado deber de preocuparse por los demás.

Les pido me disculpen por mis dos atrevimientos que encontrarán en este modesto trabajo, contrarios a nuestro acuerdo.

El primero, es que permití usar nuestros nombres, aunque incompletos. El segundo, que no reveló el nombre del hacendado, que nos había dado tan malos tratos, el nombre del lugar y otros detalles sin importancia. Creedme, he meditado mucho sobre eso y decidí evitarlo.

Pienso que el escritor es corno un termómetro, muy sensible a los sucesos de la sociedad, y que su deber es ayudar en la corrección de los errores que ésta comete en sus intentos de superación, mas no convertirse en juez para acusar o dictar sentencias a los protagonistas. Creo pues, que todas las personas debemos unirnos para forjar el pronto progreso humano, y cada mañana al levantarnos dar preferencia al pensamiento: “Hoy tengo que portarme mejor que ayer”, y así unidos fraternalmente en el estudio y el trabajo, consigamos la energía necesaria para extirpar del mundo la desocupación, la guerra, el hambre y la miseria, reemplazándolas por la paz, el amor fraternal, el trabajo y el estudio, factores indispensables para el bienestar de la humanidad.

Confío en su bondad para que me comprendan y les deseo un exitoso progreso en su ejemplar intento.

Todo por los demás.

Vlado Kapetanovic (Vitko Novi)

Lima, Perú. 30-06-1981.

HIJOS DE LOS ANDES

Amanecía el día lunes, trece de enero de 1969. Aquella mañana desperté con el alba y después de alistarme partí con apuro hacia la oficina donde trabajaba. La resplandeciente mañana de Lima, azulada, y poéticamente vaporosa, imantó mi ser con una fuerza animosa que no sentía cansancio para caminar. La aromática brisa, cargada de embriagadora fragancia de las flores que adornan las huertas, parques y jardines limeños, la singular característica de la ciudad de Lima, nutría mi alma con divinas inspiraciones para seguir caminando, porque en cada esquina me encontraba con un atractivo diferente, y así llegué a la Plaza San Martín, lugar céntrico de la ciudad, rodeada por casas y edificios construidos con la influencia de las arquitectura colonial, republicana y moderna. Cruzando la plaza me encontré con un grupo de tres jóvenes tendidos sobre el césped, donde posiblemente habían pasado la noche. Dos de ellos tenían bajo sus cabezas varios libros amarrados con pita y el tercero apoyaba su rostro sobre un saco de lienzo por cuyas roturas sobresalían escobillas y trapos que se usan para limpiar zapatos. Al ver que estaba usando libros como almohadas, pensé que los estaban vendiendo y decidí pedirles que me permitieran revisarlos para ver si había alguno de mi agrado. Me acerqué a uno que estaba despierto, le saludé y le pedí que por favor me permitiera repasar sus libros. El joven me dirigió una mirada de disgusto y de mala gana me respondió: -Estos libros no están en venta, señor, yo los he comprado para mí y los estoy leyendo. ¿Todos estos libros los estás leyendo de una vez?, ¿no sería mejor leer uno por uno?- le pregunté con tono de broma. -No tengo domicilio para dejarlos; por eso estoy obligado a llevarlos conmigo hasta que termine de leerlos; luego los venderé para comprar otros- respondió y miró hacia el cielo. Noté que alguna aflicción mortificaba su alma y decidí intentar descubrirla. -¿Usted es de Lima?- le pregunté sonriendo como para animarle. -¡No! Soy de Huaylas; él es de Huari, eso queda al otro lado del Huascarán- me dijo señalándome con la mano al joven que también tenía libros en lugar de almohada. -¿Cuál es tu nombre amigo?- le pregunté. -Yo me llamo Juan y él Luis- respondió bostezando, refiriéndose a su amigo. -¿En qué trabajan, Juan? -Luis y yo nos dedicamos a limpiar zapatos. Este es nuestro trabajo desde que llegamos a Lima.

El comportamiento de Juan y Luis me sorprendió. A pesar que nada sabía de sus vidas, que estuvieran cargando tantos libros sólo por leerlos, me pareció extraño y decidí intentar conocerlos. -Dime Juan, ¿dónde nos podemos encontrar por la tarde cuando salga de la oficina? Me gustaría conversar con ustedes. -Ahí, amigo, frente a la puerta del cine estaremos limpiando zapatos, ésta es nuestra oficina por ahora- subrayó sonriente. -Ah, entonces a las cinco y media vendré a buscarlos para que me cuenten las costumbres de su pueblo. -Así será amigo, véngase nomás. La conversación con Juan me produjo extrañeza. A pesar que algunos campesinos que habitan en los Andes carecen de escuelas, y no saben leer y escribir, poseen una inteligencia innata sorprendente, atributo heredado de sus antepasados, la singular raza Inca. Pero Juan, además de las cualidades heredadas, sabía leer y escribir y su aspiración era leer la mayor cantidad de libros posible. Antes de doblar la esquina miré a Juan y lo vi sentado, con un libro en la mano. Al cruzar la calle, para entrar por la puerta del edificio en el cual se encontraba la oficina donde yo prestaba mis servicios, escuché gritos e insultos. Un hombre borracho se había parado delante de la puerta con los brazos extendidos de marco a marco en forma de cruz, impidiendo así la entrada. Varios hombres y mujeres se habían aglomerado frente a la puerta y esperaban que el borracho los dejara entrar a sus labores. Me acerqué a él y con respeto, le dije: -Buen hombre, déjenos entrar, tenemos urgencia de presentarnos a nuestro trabajo, por favor, supliqué. El borracho me dirigió una mirada de odio, me escupió y luego habló gritando: -Váyanse al diablo, basuras; en este mundo todo se hace sucio; cada cual hace lo que le gusta. Los científicos quieren que haya tontos y los hay, los estudiosos quieren que haya analfabetos y los hay; los ricos quieren que haya pobres y los hay; los médicos quieren que haya enfermos y los hay; los militares quieren que haya guerra y las hay. Dios, nuestro creador, quiere que todo siga así y yo quiero que nadie entre por esta puerta, ¡carajo!, porque yo también tengo mi gusto. Así que váyanse y descansen. La vida en la tierra es puro gusto y cada uno está sometido a alguno de ellos, sea suyo o ajeno. En la tierra habrá sufrimientos hasta que los humanos se decidan a cambiar el gusto por la razón, para meditar y hacer lo que es más positivo para los demás y por lo tanto para cada uno. He dicho: Váyanse hasta que venga alguien para que con su gusto venza el mío y los deje entrar- exclamó, interrumpido de repente por el golpe que un policía le dio en el abdomen. El borracho cayó al suelo, mientras el policía abría la puerta. Por fin entramos en el ascensor, apretujados uno contra otro como si estuviéramos empaquetados.

Llegué a la oficina con una hora de retraso, pero los demás empleados y los jefes llegaron aún después. Y mientras me apuraba para recuperar el tiempo perdido por la tardanza, el reloj descontaba segundos, minutos y horas, anunciando así el fin de aquél día. Salí del trabajo a las cinco de la tarde y me dirigí hacia el lugar donde Juan y yo habíamos quedado en encontramos. Los encontré frente a la puerta del cine. Juan me recibió con alegría, y su amigo Luis seguía lustrando las botas de un hombre con bigote y una barba tan larga que le alcanzaba hasta la cintura. Mientras, la conversación entre Juan y yo se desarrollaba con emoción, Luis terminó de limpiar las botas y se unió a nosotros. Me contaron que el dueño del corralón donde estaban alojados los había echado fuera para hacer una construcción y que por eso estaban durmiendo en la plaza. Nuestra conversación duró dos horas y al despedirnos acordamos reunimos de nuevo. Al día siguiente conversamos varias horas, y así proseguimos encontrándonos hasta que regresaron al Callejón de Huaylas. Juan y Luis habían aprendido un estilo literario para hablar y eso agradaba. Pero lo que más me sorprendía era la forma en que manifestaban sus pensamientos en máximas; como habían leído tantos libros, memorizaban pensamientos de cada escritor y los utilizaban en cada frase donde correspondía. Eran, pues, unos jóvenes que las inmensas dificultades de la vida que soportaban no les había impedido leer los libros y así comprender los pensamientos de los sabios que guían, corrigen y enseñan. Su vida de amigos empezó una mañana, cuando Juan se había quedado dormido, mientras descansaba sobre una banca en el parque principal de la ciudad de Yungay, de pronto, cuando despertó, vio frente a sí a un joven parado que lo observaba, sosteniendo un libro en la mano izquierda y mientras Juan se frotaba los ojos, el desconocido se le acercó y con tono amigable saludó:

-Buenos días. -Buenos días- dijo Juan bostezando, Y luego añadió: ¿Deseas sentarte? -Sí, gracias- respondió el joven sentándose. -¿Cómo te llamas amigo?- interrogó Juan, sonriendo. -Luis, ¿y tú? -Juan. ¿Eres de acá?- interrogó Juan nuevamente. -No. Soy de Llumpa, hace varios meses que vine. Un comerciante me contrató para que le ayudara a traer ganado para la venta, y cuando vendió sus animales me dijo: “Ya no te

necesito más, así que búscate un trabajo por acá, porque yo no te puedo mantener durante el regreso. Se necesita un caballo, comida y otras cosas. Además tienes quince años, eres grande para poder mantenerte solo. Como no tienes familia, te da igual estar en cualquier parte”. No tenía plata para intentar regresar solo. Entonces tuve que quedarme por fuerza. -¿Te gusta leer libros? -Sí, mucho, leo todo el tiempo disponible. -¿Tienes trabajo?, ¿cómo te mantienes?- volvió a preguntar Juan, curioso por conocer los detalles de la vida de Luis, porque las primeras respuestas de Luis revelaban mucha semejanza con la suya propia. -No, Juan, nadie me da trabajo. Estoy buscando en los basurales del mercado, huesos, cáscaras de frutas y otros desperdicios para poder sobrevivir. A veces cuando pido limosnas me dicen: “¡Trabaja para ganarte la vida!”, y cuando pido empleo me botan insultándome. Mientras tanto uno tiene que comer, dormir y vestirse ¿cómo conseguir todo eso sin trabajar?.. Ayer toqué la puerta del ganadero José... cuando abrió me miró y me dijo gritando: “¡Vete!, no fastidies, chiquito; anda, dile a tu padre que te dé que comer”. “Por favor, señor”, le rogué suplicando, “yo sé trabajar; deje que limpie uno de sus corrales, póngame a prueba, déme una oportunidad, tengo hambre”. “Toma una lampa de allí y saca el guano de este corral y límpialo, a ver cómo lo haces”. Cogí la lampa y empecé a trabajar. Demoré algunas horas pero lo limpié por completo. Cuando terminé, llegó don José. Se paró a la puerta del establo, puso las manos a la cadera y sonriendo dijo: “Lo has hecho bien. Toma estos diez soles, y cómprate pan para que comas. Me gustaría que te quedaras a trabajar conmigo. Los hombres de Llumpa son buenos trabajadores y tú aprenderás rápido los deberes de sirviente, pero tengo miedo que vengan tus padres y me hagan líos. Tú eres un niño y no comprendes las reglas de la sociedad, así que vete”, ordenó. Salí de su casa aquel mismo instante. Me fui al mercado, y compré unos panes, los comí y me puse a dormir sobre mi piedra. No sé qué haré hoy. Tendré que ir a buscar algo para comer, pero a dónde. Rebuscaré en los basurales del mercado; esa es mi única esperanzaaseguró Luis, poniéndose pensativo. Calló algunos instantes, como si tratase de encontrar las causas que originan las insoportables dificultades de la vida en la Tierra. “¿Por qué el Dios Todopoderoso no ilumina a los hombres para que se organicen y todos tengan empleo? ¿Acaso se puede vivir sin trabajar?”- se preguntó, y al no encontrar respuesta a sus atrevidos pensamientos, se paró amargado, miró a su recién conocido y luego preguntó: -Oye Juan, ¿tú eres de acá? -No, soy de Huaylas. -¿Qué estás haciendo acá, si tu casa está apenas a unos kilómetros de distancia? -Voy en busca de trabajo, para poder estudiar alguna profesión. En estos lugares los ganaderos y agricultores no dan trabajo a forasteros, y en las ciudades de la costa, los que no tienen una profesión no pueden conseguir empleo en las fábricas ni oficinas. -¿Tienes padres, Juan? -No, nunca los tuve. -¡Qué raro!- exclamó Luis, riéndose.

-¿Tanto te sorprende mi respuesta que te burlas? -Dices que nunca has tenido padres. Entonces ¿cómo has venido al mundo? -Quise decir que nunca he vivido con mis padres; tampoco los conozco. Dicen que la profesora que me crió me encontró envuelto en paja, abandonado a la puerta de una escuela, en Trujillo, donde trabajaba. Me recogió, me crió, y cuando yo cumplí doce años, la pobre se accidentó y murió. Yo quedé sin amparo y partí a recorrer el mundo para aprender a luchar por sobrevivir. -¿Cómo se accidentó la profesora que te recogió? -Le gustaba mucho montar los caballos. Cada fin de semana iba a la hacienda de sus padres, para montar. Un día, cuando paseaba por el bosque, un gato cruzó la senda de improviso. El caballo se asustó y partió a la carrera. La profesora se descuidó y cayó en una acequia. Se golpeó la columna vertebral y se fracturó tres costillas. Cuando el caballo regresó al establo, los peones se dieron cuenta que algo malo había pasado con la profesora, y fueron a buscarla. La encontraron desmayada. La llevaron a un hospital, donde falleció una semana después. -¡Qué lástima morir tan joven!- opinó Luis. -No era tan joven. Tenía cuarenta y cinco años cuando murió. -¿Alguna vez se casó? -No, Luis. Mi mamá Rosa, como la llamaba yo, nunca se casó; era hija única y sus padres no querían que se casara. Tenían miedo que el yerno les quitara sus tierras. Entonces la hicieron profesora de su hacienda. “¡Cuantas ideas perversas puede originar el egoísmo en la mente humana!”, pensó Luis, al oír la última frase que Juan acababa de pronunciar en ese momento. Luego preguntó: -¿Se llamaba Rosa? -Su nombre era Roxana pero yo me acostumbré a llamarla “Mamá Rosa”. -¿Viven tus abuelos, Juan? -No lo sé. Luis; mamá Rosa nunca me llevó donde ellos. Cuando yo era pequeño, me crió una campesina de la hacienda. Un día mamá Rosa se molestó con sus padres y se marchó de la casa. Como había trabajado varios años como profesora, consiguió un título, me recogió y se vino a Huaylas para enseñar en una escuelita del campo, donde no quería venir ningún maestro, porque estaba muy apartada del pueblo. Yo era uno de sus mejores alumnos. Me aconsejaba que debiera aprender bien las enseñanzas para poder ingresar en la universidad. Ella quería que yo fuera ingeniero de minas... de pronto, todo se acabó. -El hombre nunca debe perder la esperanza, Juan. Hay que meditar mucho sobre lo que nos gustaría ser, examinar bien sus partes positivas y negativas, y cuando estamos seguros que vale la pena, decidimos y nos convertimos en perseguidores de nuestro propósito. Meditar, decidir y hacer; estas son las tres reglas principales para todas las acciones en la vida de los humanos. Este consejo me lo dio un cura, cuando la monja que se preocupaba por mí me llevaba

a escuchar misa. Cada vez que íbamos a la iglesia, ella se quedaba conmigo para hablar con el padre Simón. Mientras ellos conversaban de cosas para mí incomprensibles, yo me entretenía mirando las imágenes. Cuando terminaban su charla, el padre me decía: “Ven acá, hijo, acércate”. Yo le besaba la mano, él me acariciaba y a veces se le veían los ojos llenos de lágrimas. Luego me aconsejaba cómo debía portarme para llegar a ser, según él, un hombre importante. Pero de repente todo se acabó. -¿Por qué, Luis? -Trasladaron a la monja que me cuidaba a un convento cerca de Puna, y el padre Simón me mandó a Llumpa para que ayudara a sus tíos a cuidar el ganado. Pero vi que allí nunca aprendería más que a correr detrás de las cabras para que no se perdieran en el monte. Sé que eso es también trabajo útil, pero lo ejecutan las personas a quienes les agrada hacerla. Yo prefiero aprender otras cosas, por eso me salí de la casa y los dejé. -¿Y ahora qué planes tienes? -No lo sé. Mi mente está ocupada por puros sueños fantásticos. Quisiera ser mejor de lo que soy, pero ¿cómo?, apenas me han enseñado a hablar correctamente gracias al padre Simón y a la monja que tanto me quería. -Estamos en las mismas condiciones. Eso sí, yo también agradezco a mamá Rosa, que me enseñó a leer, escribir y a saludar correctamente. Si no... Qué sería de mí comentó Juan y se puso pensativo. Miró hacia el cielo azulino que cubre el Callejón de Huaylas, atravesado por los rayos rojizos del sol saliente, que lo hacían semejar a una misteriosa bóveda sembrada de piedras preciosas, de quilates desconocidos. “Callejón de Huaylas, el Edén de los Andes, que la naturaleza creó para adornar a las Américas. La Cordillera Blanca, cubierta de nieves milenarias y la Negra, cubierta de aldeas y sembríos de trigo y cereales. La una frente a las otras, como dos eternas rivales que compiten con sus bellezas naturales, separadas por el majestuoso Río Santa. Pero en sus faldas, como en cualquier otra parte de la Tierra hay jóvenes sin trabajo y sin estudios”. “¿Por qué es así la vida? ¡Dios mío, por qué!”, gritó Juan, inconscientemente. -¿Qué te sucede, Juan?, ¿te pasa algo? -Ah, no... Discúlpame Luis. A veces me viene así la desesperación de ver confundida tanta belleza natural con lo desagradable de la vida humana. Observa este amanecer tan singular. El sol que ilumina, el cielo que brilla, las cordilleras sonrientes, las aves cantando, las flores aromatizan el ambiente, y nosotros dos, sin amparo, sin trabajo y sin estudio, durmiendo en los parques sobre las piedras y pensando en lo que nos gustaría ser para colaborar por el bien de la sociedad... yo ingeniero de minas y tú ¿qué? -Mecánico de torno- respondió Luis, sonriente. -Eso es- continuó Juan-. Un técnico de torno y un ingeniero, sin medios económicos para estudiar. ¿No es chistoso esto, Luis?

-Por ahora sí suena chistoso, pero no está descartado por completo que lleguemos a ser lo que deseamos. Recién hemos empezado a vivir. De repente, cualquier día se nos presenta la

oportunidad. No se puede aceptar un fracaso antes de haber agotado todas las posibilidades que favorecen el éxito. Por lo menos la edad nos favorece. -Entonces, ¿qué debemos hacer para conseguir lo que deseamos, Luis? -Exactamente no sé, Juan. Me parece, lo primero que debemos hacer es buscamos un trabajo, luego matricularnos en una escuela nocturna y estudiar de noche.

-Entonces, a buscar trabajo, compañero, ¿qué estamos esperando? -Aguantemos hasta que abran las tiendas y oficinas; todavía es temprano- sugirió Luis, mientras una sonrisa alegraba su rostro ovalado, de ojos redondos, negros y frente ancha, cubierta de cabellos lacios de color castaño. -¡Oye, Luis!- exclamó Juan de repente. -Sí, compañero- respondió el joven, mientras se sonaba su nariz aguileña. -Tú, que pareces saber las cosas de la vida, ¿quieres que seamos amigos? -La amistad es lo más bello de la vida humana; las personas positivas no huyen de ella, así que acepto tu amistad, Juan, y gracias por brindármela. -Estás hablando como cura, palabras largas que yo no entiendo tan fácilmente pero suenan bonito. Entonces ¿aceptas que seamos amigos....? -Sí, Juan, acepto. -Júralo. -¡Lo juro!... -Yo también lo juro- exclamó Juan, parándose y mostrando su talle en algo más robusto que el de Luis-. ¡Chócala!- dijo con voz emocionada. -Con mucho gusto, compañero- replicó Luis. -Un abrazo. -El de tu sincero amigo- replicó Luis, y los dos jóvenes se unieron en un abrazo, símbolo de amistad y cariño entre los humanos. -Gracias, Luis, ya no estoy solo- dijo Juan, mientras por su rostro redondo, cubierto parcialmente con el chullo, se deslizaron dos lágrimas-. ¿Sabes, Luis?- continuó Juan, frotando sus grandes ojos de color pardo, y limpiándose con la manga derecha su nariz delgada y recta-. Uno, andando solo, se consume en angustia; por eso me siento muy alegre al tener, por fin, un amigo con quien andar por el mundo. -Todos los seres, Juan, plantas, animales y personas necesitan de cariño, porque éste es el alimento insustituible para el ánimo y la vida psíquica y física de los seres.

-Ya ves, Luis, como tú sabes hablar de todas las cosas, ¿sabes qué estoy pensando? -¿Qué? -Que tú seas el guía y consejero de nuestro trabajo desde ahora... ¿aceptas, Luis? -Cada persona, Juan, debe meditar, decidir y hacer. Esta es la ley indispensable en la vida y el que no la practica no llega a obtener resultados positivos de sus actos. Todo le irá mal. Esto vale para las personas, naciones y la sociedad humana en general. Creo yo que mejor es que discutamos los dos nuestros planes en el futuro, así aprenderemos a pensar ambos, y acostumbraremos nuestra mente al ejercicio de ver las partes positivas y negativas de todo, planeando antes de actuar. Un día nos separaremos. Entonces cada uno será capaz de tomar solo sus decisiones. Más, si ahora lo hiciera uno solo, cometeríamos dos errores: primero, uno solo se equivoca mucho más fácilmente, y segundo, quien no aprende desde temprano a resolver los problemas de la vida se convertirá en un individuo que siempre tendrá que esperar la aprobación ajena de sus actos. -Está bien, Luis, está bien... Entonces ¿cómo haremos? -Estudiaremos los planes, los dos juntamente, y cuando nos pongamos de acuerdo, actuaremos. Recuerda Juan, dos es siempre más que uno. -¡Bravo, compañero!- exclamó Juan, dando vuelta sobre sus talones-. Entonces..., ¡a buscar trabajo, Luis! -Sí, Juan, vámonos- respondió y se dirigieron hacia una tienda en la esquina de la plazuela, que sus dueños acababan de abrir. -Tú vas a hablar con el dueño sobre nuestro trabajo, Luis, a ver si lo convences con tus palabras sabias. Como lo acabamos de acordar, tienes mi absoluto reconocimiento para poder hablar por los dos- Luis no le contestó. Caminaba con pasos cortos, la cabeza inclinada hacia adelante y pensativo. ¿Quién pudiera explicarle la inaguantable dificultad de la vida humana? La miseria está matando a millones de seres humanos. Todo lo que se necesita para la vida, escasea. Faltan alimentos, ropa, viviendas y medicina. Gran parte de la superficie terrestre no es explotada por el hombre, y la mitad de las personas aptas para trabajar no tienen empleo. Pobreza, enfermedades y recursos inexplorados. Millones de hombres y mujeres, profesionales, obreros y campesinos van en busca de trabajo pero no lo hay, y sin embargo, todos sabemos que sin él no se consiguen las cosas necesarias para la vida; tampoco hay salud, educación ni progreso. Y mientras Luis buscaba la respuesta a las contradicciones del hombre y Juan esperaba que le respondiera, ya se encontraban frente a la tienda. La ancha puerta de dos hojas, construidas de madera de cedro y pintada de color verde, estaba abierta de par en par. Adentro un ancho mostrador rodeaba las paredes que se veían al frente, a derecha e izquierda, al entrar. Tras el mostrador del frente, se encontraban una mujer y un hombre joven casi de la misma edad, acariciando un gato y dándole de comer queso, a bocaditos. Los dos muchachos se detuvieron en la puerta para observar al juguetón animal. Luis codeó a Juan y se susurró al oído: Allí tenemos una escena respecto de la cual el cura me dijo una vez: "Para que el amor sea perdurable, los amantes deben querer algo en común". Juan no comprendió el significado de las palabras que acababa de pronunciar su compañero, retrocedió algunos pasos para no estar parado en la puerta y le preguntó: -¿Qué quieres decir con eso, Luis?

-Yo también hice una vez al cura la misma pregunta y él me respondió: "Hijo mío, para que la amistad o el amor perdure entre dos personas, éstos deben tener al querer en común: una ideología, una ciencia, un arte, una cosa cualquiera de importancia, pues si los protagonistas nada quieren en común su entendimiento es estéril, es como los copos de nieve que se acumulan y se derriten por falta de temperatura frígida que las conserve. El amor se cultiva y mantiene con la comprensión, entendimiento y un deseo de adhesión común. En el matrimonio, por ejemplo, decía el cura, cuántas más cosas en común tengan los novios en el sentir y el querer, tanto más bella y fructífera será su vida pasional. -Quién sabe, algún día lo experimentaremos, entonces podremos juzgarlo. Ahora vamos adentro compañero- sugirió Juan poniéndose serio. Luis entró primero, Juan lo siguió. -Buenos días, señor- dijo con voz algo tímida. El joven del mostrador respondió sin dejar de acariciar al gato. Usted disculpe, señor, venimos en busca de empleo; queremos trabajar, en cualquier cosa. Nos conformamos tan sólo con tener para comprar pan, tenemos mucha hambre. -Vete muchacho y no molestes, váyanse a buscar trabajo a otra parte, tal vez dentro de cinco meses empezaré a construir mi casa, entonces necesitaré peones. Buscaré por allí cualquier cosa... esperen. El tiempo pasa rápido, ¿qué son cinco meses? Ahora salgan, tengo mucho que hacer- ordenó, fastidiado, el bodeguero. -Gracias, señor, disculpe la molestia. -De nada. Váyanse nomás. La tristeza invadió a los jovencitos. Era el primer fracaso del día, y esto les resultaba de mal agüero para el resto. -Eh, esperen un momento- escucharon la voz del bodeguero, cuando se encontraban en el umbral de la puerta. Se detuvieron. El hombre salió de detrás del mostrador, se acercó a los muchachos y entregó a Juan un billete de diez soles-. Tengan esto para que compren pan. Sé que no es gran cosa, pero no tengo más. Ahora sigan su camino, por favor. -Gracias, señor- respondieron casi al mismo tiempo, resaltando la voz chillona de Luis y salieron. Se detuvieron en la esquina, para observar si la panadería estaba abierta. -Guarda esta plata, tenla tú- dijo Juan, entregando el billete a Luis. -Tenerla tú o yo da lo mismo; no va a disminuir ni aumentar. La gastaremos en seguida; compraremos un poco de pan... luego hambre, miseria y esperanza otra vez. -Ya ves, Luis, que no somos pobres: Tenemos diez soles y mucha esperanza. -Sí, Juan, no estamos arruinados todavía. La esperanza es un calmante natural que dura desde la cuna hasta la tumba respondió Luis, mientras cruzaba la calle. -No comprendo lo que dices, pero estoy seguro que estás expresando algo inteligente. Has aprendido cosas bonitas del cura ese, que te crió en Arequipa. -Así es, Juan. El padre Simón es un buen hombre. Sabe todo lo de la vida y le gusta enseñar a los demás- subrayó Luis, con énfasis.

-Ser inteligente es muy bonito, uno sabe todas las cosas como para alimentarse de sabiduría y para corregir a los demás, pero hay que tener suerte para triunfar. Dime, Luis, ¿tú has preguntado alguna vez al cura Simón, qué es la suerte? -Sí, recuerdo que una vez le pregunté. -y ¿qué te dijo? -Oye, Juan. No se dice “qué te dijió”, sino “qué te dijo”. -Ah, caray, se me escapó, ¿pero qué te respondió el padre Simón? -Estábamos paseando por el campo cuando le pregunté. Él se detuvo de repente. Me dirigió una mirada interrogativa, como si no le hubiera gustado mi pregunta. Puso su mano sobre mi hombro derecho, suspiró y habló: “Sabes, hijo, la suerte es un suceso fortuito cualquiera que le ocurre a uno, y está dirigido por una fuente de energía divina”. -¿y tú crees que es así, Luis? -Para estar seguro de algo hay que tener pruebas; yo no las tengo, pero confío en las palabras del padre Simón; él sí pudo haber tenido pruebas. -¡Qué injusta es la suerte...!, ¿no, Luis? -¿Por qué, Juan? -¡Cuántos jóvenes de nuestra edad tienen sus padres, trabajo o están estudiando una profesión, y nosotros vagando sin trabajo, sin familia, sin educación, ni siquiera tenemos con qué alimentarnos. -Quién sabe de qué depende todo eso... de la suerte, del destino, o de una simple mala organización de la sociedad humana, pero el padre Simón nunca dice algo de lo que no está seguro. -Yo también lo creo, Luis; seguro que él te ha dicho algo que nosotros no comprendemos de dónde proviene, pero él sí sabe -subrayó Juan. Mientras tanto, ya se encontraban en la esquina, frente a una señora de edad avanzada, sentada al lado de una enorme canasta llena de pan. -Pan, fresquecito y calientito... compren jovencitos, cinco panes por un sol y uno de yapa. -Dénos dos soles, por favor, mamita -habló Juan, con acento del lugar. La mujer contó diez panes, los envolvió en un periódico usado y los entregó a Luis. Juan pagó y se dirigieron hacia la plazuelita del frente en cuyo centro se veía una banca labrada en una sola piedra por los antiguos habitantes del lugar. -Sentémonos acá para comer, ¿qué opinas? -interrogó Luis al llegar. -Sí. Luis, está bien; al menos tenemos una silla especial; puede ser que ella haya servido para que se sentara el jefe de alguna tribu de nuestros antepasados, para presenciar las ceremonias guerreras. ¡Cómo me hubiera gustado vivir en aquellos tiempos! En aquel entonces

al menos había trabajo para todos opinó Juan, poniéndose pensativo como si de verdad intentara ser miembro de la sociedad del hombre antiguo. -Quién sabe, Juan, cuál de las épocas fue la mejor. Los de tiempos pasados conocían menos cosas que nosotros; había trabajo porque la tierra estaba menos poblada, pero el hombre sigue siendo agresivo y egoísta. En aquel entonces existían tribus y se hacían la guerra con palos, cuchillos, hondas y flechas. Hoy estamos divididos en naciones y hacemos guerras, con cañones, tanques, aviones y bombas atómicas. La única diferencia es que nosotros hemos agregado en el diccionario las palabras nuevas, tales como “derechos humanos”, “política”, “democracia”, “humanismo”, “religión” y otras que utilizamos como disfraz, para decir lo que deberíamos hacer, pero no hacer lo que estamos diciendo. -Caramba, Luis, ¡qué bien comprendes las cosas de la vida!, tú debes estudiar para cura... ¡por Dios que te quedaría bien! -subrayó Juan, mientras mordía un pan. Luis permaneció pensativo. -Era ya mediodía. El sol se encontraba en el centro de la bóveda celeste, sobre el Callejón de Huaylas, y despedía sus rayos caloríficos, como si se hubiera propuesto derretir las nieves milenarias que cubren los picos nevados de la Cordillera Blanca. Por el espacio, muy en alto, cruzó un gavilán y con sus chillidos interrumpió el silencio del valle, como si pretendiera recordar a las personas, aves y animales que él seguía siendo el único protector de aquella pintoresca región Huaylasina, el misterioso Edén de los Andes. -¿Qué estará diciendo ese gavilán? -dijo Juan, mientras masticaba. -Quién sabe, posiblemente está llamando a su amiga para que le haga compañía. -Yo sólo puedo asegurar que está viviendo mejor que nosotros. Su hogar está en todas partes, tiene trabajo y además vuela, lo que nosotros no podemos hacer. -¡Parece que se nos viene un nuevo amigo! -exclamó Luis alegremente, señalando con la mano hacia su lado izquierdo. -Juan volvió la cabeza, vio un perro alto y largo, de pelaje corto y color aleonado. -Ojalá que le agrademos, porque a los vagabundos nadie los quiere -dijo Juan. -Un momento, compañero. Los sin trabajo sí, vagabundos no. -Entonces ¿cómo se llaman los que van de un lugar a otro, pidiendo limosna? -Si a una persona no le gusta trabajar y sólo anda pidiendo limosna, se llama “vagabundo”, pero nosotros somos diferentes, somos desocupados y andamos en busca de trabajo, ¿o no es así? -replicó Luis con tono serio. -Sí, así es, compañero, estamos buscando trabajo, pero... La esperanza es un calmante natural que nos dura desde la cuna hasta la tumba -subrayó Juan, repitiendo lo que Luis le había dicho unas horas antes. -¡Bravo, amigo!, hablaste como un profesor, ya estás progresando.

-Mira a nuestro vigilante, Luis, es hermoso -interrumpió Juan, señalando el perro que ya estaba frente a ellos observando cómo comían el pan. -¡Qué grande es...!, y joven; su pelo es brillante... mira su pecho, parece un becerro. A éste no se le escapa ningún puma. Voy a proponerle nuestra amistad, a ver si acepta. -Ojalá te dé resultado, porque realmente valdría la pena tenerlo con nosotros -comentó Juan con entusiasmo. El perro se sentó frente a ellos, a unos veinte metros de distancia. Los miraba continuamente, unas veces parando las orejas y otras bajándolas, inclinando la cabeza, mostrando la timidez en sus miradas. Luis tomó un pan, lo partió por la mitad y mirando al perro dijo con voz de acento amistoso: -¡Hola, amigo! ¿Quieres un poco de pan? No tenemos otra cosa; si tuviéramos te lo ofreceríamos sinceramente -dijo, tirándole la mitad. El pan cayó algunos metros más allá de ellos, pero lejos del perro. -Te faltó fuerza para hacerlo llegar a su lado, no creo que se nos acerque por más hambre que tenga -observó Juan, mostrándose algo preocupado por lo que sucedería. Luis permanecía pensativo. El perro se paró y mostró su talle alto y largo cubierto de pelaje limpio y brillante. Con paso lento y bastante desconfianza se dirigió hacia el trozo de pan, acercándose así a los nuevos amigos. Cuando llegó olió el pan, miró de reojo a Juan y Luis, y al descubrir que éstos sufrían igual que él las pesadillas de la desorganización de la sociedad humana, se tranquilizó. -“No parecen ser malos como los de la Asistencia Municipal y Veterinaria que sólo nos hacen quitar la vida, sin intentar solucionar nuestro derecho de existir”, pensó y engulló el pan. -¡Lo comió! será nuestro amigo -exclamó Juan alegremente. Luis le tiró otro pedazo de pan pero ya más cerca. El perro bajó las orejas, movió su larga cola inclinada con la punta para abajo, con paso lento, mirada humillada, reflejo de temor y desconfianza; olió el pan unos instantes y lo comió también... Igual sucedió con el tercer pedazo, ya estando entre ellos. Juan intentó tocarlo. El perro retrocedió un paso, pero viendo la sinceridad espontánea que revelaban los ojos del muchacho, agachó la cabeza, movió la cola y se le acercó. Juan lo acarició con una mano primero, luego con las dos y por fin lo abrazó.

-Ya tenemos un nuevo amigo, Luis; somos tres ahora. -Me alegra que pienses así, Juan; sinceramente me siento ahora muy feliz al conocer que tú posees la noble cualidad humana de querer a los animales. Recuerdo cuando el padre Simón, en una ocasión me decía: “Cuídate, hijo, de aquél que trata mal a los animales”. Al principio no di importancia a sus palabras, pero más tarde comprobé que tenía mucha razón agregó, acariciando también al perro. -¿Cómo lo vamos a llamar? -“Kallpa” -respondió Juan. -Sé que esta palabra es quechua, pero he olvidado su significado.

-En quechua, “Kallpa” significa fuerza -respondió Juan con ánimo, al descubrir que su compañero lo estimaba. -Así es, Juan, ahora me acuerdo, y hay razón de llamarlo así porque realmente es fuerte como un toro. -¿Sabes, Luis?, yo pienso que todos los seres tienen derecho por igual a la vida y que deben respetarse entre sí, pues somos producto de una misma fuente. Nadie nos ha autorizado para maltratar y sacrificar a otros seres, tan sólo porque somos más inteligentes, y sabiendo que todo lo que vive siente el dolor, la alegría y el deseo de vivir. Mi mamá quería a las personas, plantas y animales por igual. Pero mi abuelo era lo contrario: disparaba a los perros de los vecinos cuando salían a la calle, porque así la ley lo protegía. Hacía trampas para atrapar a los gatos. Mataba a las palomas de toda especie. A veces algún perro se escapaba herido. Mi mamá lo buscaba y al encontrarlo sangrando, lo llevaba donde el veterinario y lo curaba a escondidas de mi abuelo. Alguno moría de las heridas. Entonces llorábamos los dos juntos, y cuando se calmaba de la angustia me abrazaba, se ponía pensativa Y decía: “Defender a los animales de la crueldad de los hombres es mostrar que no somos animales” -terminó Juan, poniéndose pensativo.

Luis permanecía en silencio y de vez en cuando se preguntaba: "¿Por qué los seres se matan los unos a los otros? ¿Acaso no se puede vivir en la Tierra sin matar a nadie? “Kallpa” estaba echado cerca de los pies de Juan. Tenía la cabeza puesta entre sus patas delanteras y con sus ojos redondos de color azulado miraba por unos instantes a Juan y otros a Luis; parecía que por primera vez en su vida se daba cuenta que el hombre también sabe ser piadoso. Y mientras Luis y Juan sonreían de vez en cuando, “Kallpa” sonreía también con sus ojos, que despedían un brillo de alegría tras su agudo hocico reluciente. No se esforzaba para adivinar su suerte en el futuro, porque estaba muy seguro que no le podría suceder nada peor de lo que ya había experimentado. Además, por primera vez sentía el calor del cariño humano, y eso le originaba emoción. El día se acercaba a su final. Allá arriba por las alturas, el sol bañaba los montes de un color rojizo que hacía brillar los picos nevados con un esplendor especial. Mientras tanto, a los tres compañeros embargaba una misma preocupación, ¿cómo y dónde pasarían la noche que se avecinaba? Una bandada de cuculíes voló por encima del parque y cuando llegaron al final se dividieron en dos grupos. Una parte de la bandada voló en dirección al río Santa. La otra se dirigió hacia el cementerio" dio algunas vueltas por encima de la imponente cruz, ubicada en la cumbre del dominante otero que se eleva casi desde el centro de una pampa, y que se parece a una gigantesca cúpula, plantada por el hombre, para que sirva de cementerio a la ciudad de Yungay. Las cuculíes se posaron sobre la cruz pero a los pocos instantes volaron de regreso hacia el parque y se posaron en el suelo, a pocos metros de Luis y Juan. A pesar que los perros del campo persiguen a las aves, la desamparada vida de "Kallpa" lo había acostumbrado a amistar con aves y animales; por eso la presencia de las cuculíes no le inquietó. -¡Cómo quisiera convertirme en una de ellas! -dijo Juan, señalando a Luis las aves-. Volaría por encima de bosques y aldeas, además tendría trabajo y comida. -Pero no tendrías la inteligencia humana para leer libros y aprender lo que sabemos; además en cualquier momento un águila te comería en bocaditos.

-Tienes razón, Luis. Ser persona es muy bonito, no importa lo que se está sufriendo para sobrevivir -subrayó Juan, aprobando la opinión de su compañero. -Vamos para que te enseñe el lugar donde paso las noches, quizá te guste -sugirió Luis. -Vamos, pues -respondió Juan, poniéndose de pie. “Kallpa” se paró, se sacudió violentamente y los siguió. -¿Habrá lugar para los tres? -preguntó Juan, sonriéndose. -Sí, vas a ver, hay bastante sitio -respondió Luis, abrochando su chompa rota en los codos, se dirigieron por una angosta callecita, la primera planificada por el padre Domingo de Santo Tomás, allá por el año 1579, cuando el convento de Yungay, fundado por él y los dominicos, fue elevado a la categoría de Priorato. Desviaron luego hacia la salida para la ciudad de Caraz y al final llegaron a un parquecito, lleno de montículos de ramas secas, plantas de papa y zapallos podridos. La mayor parte de su superficie estaba cubierta por paja de trigo, lo que le daba el aspecto que allí era un trilladero de la región, abandonado. Luis se detuvo. Tomó a Juan del brazo y señalando con la mano le dijo: -Mira este palacio, compañero, ¿qué te parece? -Está bien surtido, tenemos de todo -respondió Juan, que añadió: -Posiblemente aquí está el oro que escondió Pachacútec -Luis soltó una carcajada y dijo: -Aquí estoy viviendo hace varias semanas. Cuando la paja está seca aparecen los ratones saltando por todos lados pero, a pesar de todo, abriga bastante; mas, cuando llueve, la paja se moja por completo, los ratones desaparecen pero uno se queda sin aposento. -Felizmente no ha llovido hace varios días, la paja debe estar seca, ¿qué dices? -Sí, Juan, seguramente está seca, vamos a comprobarlo -“Kallpa” corrió persiguiendo un ratón, pero sin ladrar. Juan codeó a Luis, y en voz baja le murmuró: -Nuestro compañero tendrá entretenimiento esta noche. -Y de sobra, Juan, después de medianoche los ratones empiezan a chillar, no sé como “Kallpa” soportará eso. -Seguro estará acostumbrado, puesto que no tiene hogar, igual que nosotros. -Bueno compañero, aquí es el lugar donde yo acostumbro a pernoctar -interrumpió Luis, señalando un montículo de paja molida, que por ser de la cosecha del año pasado había adquirido un color negro-. Sería mejor que empecemos a preparar nuestro aposento ahora, porque de día se observan mejor las cosas, ¿qué dices? -Está bien Luis, manos a la obra de una vez... -El sol se ponía tras los altos y puntiagudos picos de las cordilleras, parecía que la Tierra lo estaba tragando poco a poco. Allá por las alturas se escuchaba el agudo sonido de la quena, tocada posiblemente por un pastor. Un caballo relinchó de repente, originando ladridos de los perros. En las huertas de las casas, casi al final de la ciudad cantó un gallo, -seguido por el cacareo de las gallinas. Una bocina con sonido como de trompeta resonó súbitamente, parecía

que alguien estaba ensayando su nota favorita para sumarse a un próximo coro, compuesto de las voces que acababan de escuchar. Y mientras tanto la oscuridad nocturna reemplazaba la huida del sol. Luego oscureció por completo. La noche con su manto hechicero, cubrió aquella parte de la Tierra, indiferente a lo que allí -sucedía. La Cordillera Blanca con sus picos cubiertos por nieves perpetuas, y la Negra con huertas, sembríos, aldeas y frutales, una frente a otra, coqueteaban a1 río Santa que las separaba con su gigantesco cauce, por el cual huía hacia el Océano Pacífico dejando indiferente a sus milenarias admiradoras. El cielo estaba despejado y mostraba un color azul, embriagador. Las estrellas adornaron el cielo del Callejón de Huaylas, como si disputaran entre sí por ocupar la más favorable ubicación, y poder admirar lo mejor posible el conjunto de bellezas naturales de aquél Edén de los Andes, que la naturaleza creó con esmero para adornar la Cordillera Andina. Luis y Juan, ya tendidos en su aposento, uno al lado del otro, con “Kallpa” en medio para abrigarse mutuamente con el calor de sus cuerpos, observaban el movimiento que las estrellas ejecutaban por el azul espacio. A Juan le parecía que algo raro estaba sucediendo entre los habitantes cósmicos, se volteó hacia Luis y acariciando a “Kallpa” le dijo: -Que interesante es la vida, amigo, todo se mueve a la perfección; el Maestro que lo organizó habría sido muy inteligente. -Así es Juan, la Biblia dice que todo esto fue hecho en siete días. -Posiblemente; mas, a mi parecer al Creador le faltó tiempo para perfeccionar todas las cosas, por eso se le escaparon ciertos detallitos. -¿A qué te refieres? -A tantas cosas, por ejemplo: no siempre llueve cuando la sementera está creciendo, cae granizo para malograr las plantas y congelar el pasto, los pumas y los lobos se comen a ovejas y carneros, las malas personas maltratan a los obreros y a los criados, tú y yo no tenemos familia ni trabajo y no podemos estudiar. Pero todo esto es como debe ser. ¿Quién pudiera dar solución a tantas cosas? -Oye Juan, ¿tú sabes rezar? -Sí, me gusta hacerlo. -Vamos a rezar un rato, Juan; yo hablaré y tú repetirás conmigo, para que Dios nos perdone por lo malo que pensamos. -Gracias Luis, entonces podré agradecer a nuestro Diosito porque ha ordenado a “Kallpa” que se junte con nosotros. ¿Sabes una cosa, Luis? -¿Qué? -A mí me parece que la Tierra es sólo una pequeña parte, que tú llamas “célula”, de un enorme gigante, que llaman Vida cósmica. -Algo así debe ser, Juan, ahora vamos a rezar, levántate. -Sí, compañero. -Arrodíllate -sugirió Luis, dando el ejemplo. Juan obedeció y Luis empezó a rezar el Padrenuestro... “Kallpa”, sentado, con la cabeza en alto y cuello erguido, permanecía inmóvil mirando a sus amigos como si comprendiera que sus compañeros hablaban algo, a lo que había que prestar mucho respeto y consideración. Cuando terminaron, Juan se quedó arrodillado y

santiguándose repetía con voz suave la frase final de la oración. Luis, animado por el rezo de Juan, volvió a persignarse varias veces y al ver que éste no se levantaba le habló:

-Persígnate y vamos a acostamos, mañana hay que andar en busca del sustento. -Estoy agradeciendo a Diosito por “Kallpa” –respondió Juan persignándose; luego preguntó: -Oye, Luis... -Sí, Juan. -Cuando uno quiere pedir algo a Dios, ¿siempre es indispensable rezar el Padrenuestro? -El Padre Simón decía que sí; yo sinceramente no lo sé. -Gracias Luis por enseñarme estas cosas, me gusta saberlas. -Me acuerdo, Juan, que el padre Simón en una ocasión me dijo: “Sé ansioso de saber y serás sabio”. Yo creo que tenía razón, uno es lo que quiere ser: Vago, trabajador, maestro o sabio, lástima que para conseguirlo hay que sufrir duro -comentó Luis volviéndose a acostar... -El ladrido de “Kallpa” interrumpió el sueño de los muchachos con las señales del alba. Luis se paró primero y vio una escena aterrorizante; un enorme puma se enfrentaba a “Kallpa”, mostrando unos colmillos blancos, de punta filuda. Enmudecido de miedo, no sabía cómo actuar. “Kallpa” con el pelaje erizado, con la boca media abierta, mostraba tener práctica en duelos con los pumas, esperaba el menor movimiento descuidado de la fiera para atacarla. El gruñir de los combatientes despertó también a Juan. Se paró sin control, y corrió hacia “Kallpa” para protegerlo. El puma dio media vuelta y “Kallpa” se le abalanzó. La lucha a muerte entre las fieras aterrorizó a los muchachos y corrieron para treparse a un árbol que se veía al final del pajar. Pero en aquel instante ocurrió algo inesperado. El puma partió a correr hacia el cerro y “Kallpa” atrás. Entraron a la carrera en un arbusto al final de la pampa. Adentro, los gruñidos del puma y los alaridos de “Kallpa”, provocados por los dolores punzantes rompieron de nuevo el silencio de aquella mañana de los Andes, recargada con el aroma silvestre. -¡¡”Kallpa”!!! -gritó Luis de repente, corriendo hacia el bosque. Las tiras de su pantalón ondearon por la velocidad, descubriéndole los muslos y las piernas, con los largos rasguños cubiertos por las costras, formadas de sangre coagulada. Al entrar en el arbusto se encontró con una sorpresa que le hizo erizar los pelos de temor. El puma se había enfrentado a “Kallpa” de nuevo y luchaban parados sobre las patas posteriores, dándose aterrorizantes arañazos y mordisco. Luis decidió ayudar a “Kallpa”, arriesgándose, pero en el instante en que cogía una piedra para intervenir, una oreja de la fiera, arrancada por los colmillos del perro, fue lanzada a varios metros de distancia. Sintió el puma un dolor cortante que le alteró el cerebro y le paralizó por un instante todos sus movimientos. Una densa neblina cubrió sus ojos redondos de color azulino y lo único que hizo fue golpear con las patas delanteras la enorme herida de su cabeza, parecía que intentaba extirpar aquel insoportable dolor que le originaba ceguera y mareo, para aventarlo en el espacio. Nunca antes había sentido una aflicción tan tormentosa. -En las peleas con los pumas se imponía por su habilidad y tamaño, pero a los otros animales los eliminaba de un patazo. Más, la vida de “Kal1pa” estaba compuesta de las

experiencias de los humillados y vagabundos: fracasos y torturas. En varias ocasiones se había enfrentado a los pumas, arriesgando su vida para defender a sus dueños y siempre abandonaba la pelea al descuido de la fiera. Pero esta vez sucedió lo contrario. La alteración del puma por el dolor bastó a “Kallpa” para que, en un último esfuerzo, introdujera sus colmillos en la gruesa yugular de su adversario. El puma lanzó un alarido de lamento que rato después se ahogó con .la sangre de la herida. La fiera y el perro cayeron en el suelo, manteniendo sus patas delanteras en posición de pelear, parecía que se habían abrazado en señal de amistad fraterna que el Creador los privó de ella al crearlos, quién sabe por qué. En eso llegó Juan, corrió hacia los luchadores, que se encontraban tendidos en el suelo vencidos por el dolor. Quitó las gruesas patas del puma, que presionaban el cuello del perro y los separó. “Kallpa” respiraba débilmente dando gemidos de dolor. Una profunda herida como corte de cuchillo, se extendía desde la mitad de su cuello hasta el final del omóplato derecho, mostrando su carne roja de la cual manaba sangre con burbujas. -¡Estás herido “Kallpita”, amigo mío! decía Juan apenado. “Kallpa” lo miraba tristemente y lamiendo de vez en cuando sus labios ensangrentados daba unos gemidos muy débiles, cerrando los ojos luego, como despidiéndose de su amigo y de la vida. En eso Luis también se arrodilló al lado de “Kallpa” y soportando su angustia con serenidad empezó a examinarle las heridas. Un pedazo de carne con la piel, le colgaba de la herida en el omóplato. Tenía varias mordeduras en el cuello, el pecho y la punta de su oreja izquierda estaba cortada. Daba respiros cortos e ininterrumpidos, lo que aseguraba que “Kallpa” se encontraba en estado agónico-. ¡No te mueras “Kallpita”, amigo mío!, ¡por favor! ¡Diosito Santo, no dejes que se muera, sálvalo por favor te lo pido! exclamaba Juan entre sollozos. -Quítate de allí, Juan, vamos llevando a “Kallpa” a la ciudad; él acaba de hacer un bien a todos los lugareños, este puma estaba haciendo daño a todos los habitantes del lugar, tal vez hagan caso y le presten auxilio-sugería Luis mientras se sacaba su chompa y la tendía al suelo, al lado de “Kallpa”. Vamos a ponerlo sobre la chompa para poder cargarlo, porque pesa mucho. -¡Gracias hermano, que Dios te bendiga- contestó Juan tomando las patas posteriores de “Kallpa”, Luis tomó las delanteras y así lo acomodaron sobre la chompa. -Eso le pasó por defendernos, porque el puma posiblemente nos hubiera atacado -habló Luis. -¿El puma ataca a las personas también, Luis? -No frecuentemente, pero cuando se encuentra con las personas en los lugares despoblados y está con mucha hambre, sí ataca. Se conocen muchos casos que pumas han devorado hombres, mujeres y niños. Pero vamos, agarra dos puntas de la chompa, así explicó Luis-. Apúrate Juan -agregó, poniéndose pensativo. -El peso de “Kallpa” caía principalmente sobre el lado de Juan y éste empezó a tambalear; Luis bajó unos centímetros su lado de la chompa, el cuerpo de “Kallpa” se deslizó hacia el suelo y así el peso fue repartido más o menos por igual. Y mientras los jóvenes se empeñaban para llegar lo más pronto posible a la ciudad de Yungay, “Kallpa” no se daba cuenta de lo que sus amigos pretendían hacer con él. De vez en cuando sentía el dolor punzante en el omóplato, luego se desmayaba y no sentía ninguna molestia. No se daba cuenta de la lucha con el puma, de la victoria que había logrado sobre éste, de sus heridas, ni de su existencia. Era la primera vez en su vida que estaba recibiendo una noble ayuda de los hombres, pero ni eso le

venía a su mente. Luis y Juan avanzaban a paso acelerado. A pesar que se sentían agobiados por la angustia, utilizaban sus últimos esfuerzos para auxiliar a su fiel amigo “Kallpa”. No sabían a ciencia cierta a quién acudirían para pedir ayuda, ni si su amigo sobreviviría, pero avanzaban hacia la ciudad según su experiencia, con muy poca confianza en la bondad humana. -¡Oye Luis! -exclamó Juan de repente. -¿Qué, Juan? -¿Crees tú que alguien nos hará caso en la ciudad para socorrer a “Kallpa”? -Sinceramente no lo sé, Juan. Aprendí del padre Simón que no hay dos cosas, p1antas, ni seres iguales. Semejantes hay por todas partes, pero idénticos no. Entre los humanos hay positivos y negativos, los hay quienes quieren a sus semejantes, a plantas y animales y los hay quienes odian hasta a sí mismos. Nosotros, Juan, estamos buscando a esos positivos que aprecian la existencia de los seres para que ayuden a “Kallpa”. Sé que los hay muy pocos, tal vez un porcentaje insignificante, pero sean cuantos fueren son el generador de lo positivo en la sociedad humana, son equilibrio de la vida porque sin su existencia la humanidad se destruiría a sí misma. En fin, veremos qué sucederá, no te desanimes. -Tantos hombres, mujeres y niños están muriendo hambrientos y enfermos y nadie les hace caso, menos lo van hacer a un perro -opinó Juan, mientras observaba a “Kallpa” para asegurarse que estaba respirando. Mientras tanto el sol alumbraba valles y colinas, abrigando a los habitantes de aquella región ancashina. Unos minutos después ya se encontraban en la ciudad de Yungay. Dio la casualidad que la calle por la cual entraron los condujo frente a la Comisaría. -Vamos a pedir ayuda a la Comisaría, quién sabe tal vez habrá entre los policías alguien a quien le gusten los perros.

-Como tú quieras, Luis, vamos contestó Juan. Cruzaron una callejuela con baches y acequias, que conducían aguas de desagüe hacia el río Santa. Subieron un montón de piedras que se usan en construcciones y llegaron frente a la puerta de la Comisaría. Pusieron a “Kallpa” al suelo y Luis entró. Un guardia le interrumpió el paso a la entrada. -¿Qué quieres joven? -Señor. Disculpe por la molestia. Un perro de mi amigo y mío, acaba de luchar con un puma. Mató a la fiera, pero quedó gravemente herido, apenas está vivo. Por favor ayúdenos a encontrar un médico veterinario para que salve a nuestro perro. Le pagaremos todos los gastos y si es preciso le trabajaremos cuanto tiempo quiera hasta pagarle. ¡Por amor de Dios, ayúdenos! El guardia se quedó sorprendido, nunca antes había visto que alguien se empeñara con tanta súplica para ayudar a una persona y menos a un perro. Eso le llamó la atención. Algo raro pueden estar ocultando estos jóvenes -se dijo y decidió investigar el asunto.

-Vamos a ver de qué se trata -dijo y avanzó hasta la puerta. Unos metros más allá, sobre una chompa en el suelo, estaba tendido un enorme perro ensangrentado. -¿Ustedes dicen –que este perro ha matado a un puma? -Sí señor -respondieron Luis y Juan. -¿Cuándo sucedió eso? -Al amanecer, hace unas horas, señor. -¿Se puede ver al puma, o se fue herido? -preguntó el guardia con tono de burla, ya que nunca había oído que un perro matara a una fiera tan peligrosa para los animales. -El puma está muerto en el bosque, señor: si desea puede verlo -respondió Luis con voz suplicante. -¿Qué está pasando, guardia -preguntó una voz gruesa con tono de mando. -Nada importante, mi sargento. Estos jóvenes piden ayuda para su perro que se está muriendo. Dicen que ha matado a un puma, ¿quién sabe?

-¿Quiénes son ustedes? ¿Trabajan o estudian acá? -No estudiamos señor, estamos buscando trabajo. Anoche nos acostamos allá en el pajar. Antes del amanecer, un puma se acercó para atacarnos y “Kallpa” lo mató, pero salió herido... ¡ayúdelo señor, por amor de Dios! -suplicaron los muchachos. -Cálmense -respondió el sargento, pensó unos instantes y luego ordenó: -Guardia, vaya con uno de ellos y averigüe si el puma está donde dicen. Mientras tanto yo me quedo con uno y con el perro. -Sí, mi sargento -respondió el guardia, miró a Juan y con voz de mando ordenó: -Tú, acompáñame al lugar donde dicen que está el puma ese. -Vamos, pues -señor, respondió Juan y partieron. Luis se arrodilló al lado de “Kallpa” y le tocó su tórax empapado de sangre, para asegurarse que estaba respirando. Los coágulos cubrían el hocico y patas del perro. A Luis le pareció que eso dificultaba la respiración a “Kallpa”, y lo limpió con la manga de su camisa. La sensibilidad de Luis conmovió al sargento, que se arrodilló también al lado de “Kallpa” y le preguntó: -¿De dónde eres, muchacho? -Soy de Llumpa, señor. -¿Qué estás haciendo por acá? -Vine hace unas semanas, con la intención de encontrar un trabajo cualquiera, para poder estudiar pero hasta ahora no he encontrado nada. Lo de “Kallpa” ya le dije antes. En eso “Kallpa” movió el hocico y lamió su nariz.

-“Kallpa”, amigo, ¿cómo estás? ¡No te mueras “Kallpita”, amigo mío!, ¡no te mueras por favor! ¡Diosito de los cielos ayuda a “Kallpita”, no dejes que se muera! ¡Señor, te lo suplico! -imploró Luis. Una lágrima gruesa y cristalina rodó por su mejilla y cayó en la herida de “Kallpa”. Este movió ligeramente la oreja partida, en señal de protesta y se tranquilizó. El sargento observó la escena y pensó que lo único que sostenía la vida terrestre es la bondad de los seres. Recordó, enseguida las palabras del profesor Pedro, que le enseñaba nociones de sociología durante la secundaria. En una oportunidad le había dicho: “Hijo, hay dos virtudes que actúan inseparablemente, en conjunto: son la bondad y la grandeza espiritual. Porque la bondad, por más pequeña que sea, siempre es grande, y la grandeza espiritual siempre es buena”. Puso una mano sobre el hombro de Luis, mirándole a los ojos dijo: -Amigo, veo que mucho quieres a tu perro. Acá en la ciudad no hay veterinario, hubo un viejo y se fue a Lima, unas semanas antes. Dice que allá le va a ir mejor, a pesar que acá tiene trabajo porque el campo está lleno de animales para curar. En Lima sólo hay gatos y ratas. Cuando yo era niño, tenía un perro y lo quería mucho. Habría hecho cualquier cosa por salvarle la vida. Una noche lo mató un puma. Nunca lo olvido. En estos lugares, amigo, la gente se muere por falta de una inyección, porque no hay; todo debe venir de Lima y los comerciantes traen eso sólo cuando se les ocurre. Traen otras cosas que les dan mayor utilidad. Desgraciadamente la vida es así, cada uno piensa para sí mismo. -Hola, sargento -dijo un hombre bajo de estatura, que usaba anteojos y tenía bigotes densos y largos, con punta para arriba. -Hola, doctor -respondió el sargento parándose. -¿Qué es lo que sucede, hay enfermos? -Sí, aquí tenemos un enfermo que tú no puedes curar. -A ver, de qué se trata. -Dice él, que este perro que ves tendido ha matado en la madrugada a un puma, y en la lucha quedó herido, mira como está. -¡Doctor, por amor de Dios, salve a mi “Kallpa”!, ¡le pagaremos todo lo que pida! -gritó Luis sin pararse, y abrazó las piernas del doctor. -Un momento, joven, un momento: yo no soy veterinario, curo sólo personas. Levántese para conversar. Luis se paró. El doctor sacudió su pernera del polvo con que Luis le había manchado al abrazarlo.